Cinco repúblicas y una tradición
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Cinco repúblicas y una tradición Constitucionalismo chileno comparado

colección

derecho en democracia

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Lom palabra de la lengua yámana que significa Sol

© LOM ediciones Primera edición, mes 2016 isbn: rpi: 270.224 edición y composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago. teléfono: (56-2) 2688 52 73 e-mail: [email protected] web: www.lom.cl diseño de colección Estudio Navaja Tipografía: Karmina impreso en los talleres de lom Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

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Cinco repúblicas y una tradición Constitucionalismo chileno comparado

Pablo Ruiz-Tagle

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Índice Prefacio | 11 Introducción | 15 1. Algunas reflexiones previas sobre el republicanismo constitucional chileno | 23 El autoritarismo conservador de Alberto Edwards y Jaime Eyzaguirre | 23 El presidencialismo antiparlamentario de Fernando Campos Harriet | 26 El liberalismo republicano de Gabriel Amunátegui, Ricardo Donoso y Federico Gil | 28 La república ilustrada de Bernardino Bravo, el originalismo de la Comisión Ortúzar y la expansión del derecho administrativo de Eduardo Soto Kloss | 30 La historia republicana alternativa y marginal de Gabriel Salazar | 34 La gran comparación latinoamericana de Roberto Gargarella | 36 La propuesta del constitucionalismo republicano como tipo ideal y tradición | 41 La idea de las cinco repúblicas y de la tradición constitucional chilena comparada | 50

2. Primera República. La República Independiente (1810-1830) | 55 El contexto previo y la construcción de la ciudadanía | 57 La Declaración de Independencia y los ensayos constitucionales de 1818, 1822,1823 y 1826 | 65 Consolidación del primer momento constitucional republicano en la Constitución de 1828 | 70 El surgimiento de nuevos sujetos políticos y el fin de la Primera República | 77

3. Segunda República. La República autoritaria (1830-1870) | 81 La preminencia de la función ejecutiva y el uso de los estados de excepción | 83 El debate sobre el autoritarismo de los gobiernos latinoamericanos en Bello y Lastarria | 85 El primer constitucionalismo chileno comparado en Carrasco Albano y Huneeus | 91 La estructura de los derechos y del derecho de propiedad constitucional | 96 Los principales sujetos políticos y la mutación de la Segunda República | 102

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4. Tercera República. La República Liberal (1870-1924) | 105 La ampliación del derecho de sufragio y el nuevo ambiente político liberal | 106 La preminencia de la función legislativa y su consolidación en la guerra civil de 1891 | 108 Las nuevas manifestaciones del Derecho Constitucional chileno en Roldán y Letelier 112 La relación entre la cuestión social y el republicanismo constitucional liberal | 115 Los nuevos sujetos políticos y los golpes de Estado que destruyen la Tercera República | 118

5. Cuarta República. La República Democrática (1932-1973) | 121 El presidencialismo, el uso de facultades extraordinarias y el juicio de Hans Kelsen | 122 El nuevo constitucionalismo social y la subsecuente ampliación de los derechos | 126 La incorporación de la función social de la propiedad y el proceso de reforma agraria | 133 El corporativismo, la creciente influencia extranjera y el militarismo | 144 El Estatuto de Garantías Constitucionales y la revolución socialista de Salvador Allende | 146 Los nuevos sujetos políticos y el golpe de Estado de 1973 que destruye la Cuarta República | 151

6. La imposición dictatorial del constitucionalismo autoritario (1973-1990) | 153 7. Quinta República. La República Neoliberal (1990- ) | 163 La nueva constitución chilena que surge en 1990 y sus reformas sucesivas | 164 La consolidación del constitucionalismo ejecutivo en Chile | 168 El régimen de gobierno chileno y sus principales características | 171 El desbalance de poderes del Ejecutivo y del Legislativo | 177 El desbalance de capacidades técnicas entre el Ejecutivo y el Legislativo | 182 Evaluación de los mecanismos de control del Legislativo | 188 El régimen de gobierno chileno comparado con el parlamentarismo | 189

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El régimen de gobierno chileno comparado con el semipresidencialismo | 191 La concepción general de los derechos y su análisis comparado | 199 Las doctrinas chilenas sobre el derecho de propiedad | 218 La propiedad como derecho fundamental y derecho humano y su relación con la dignidad (Arts. 5 y 17 de la Declaración de Derechos Humanos y Art. 21 del Pacto de San José) | 223 La garantía de acceso a la propiedad (Art. 19, N°. 23 C. Pol.) | 226 La propiedad constitucional comprende toda clase de bienes (Art. 19, N°. 24 C. Pol.) | 227 La función social de la propiedad (Arts. Nos. 19, 24 y 26 C. Pol.) | 229 La regulación de la expropiación (Art. 19, N°. 24 C. Pol.) | 230 Atributos, facultades y privación, perturbación y/o amenaza de la propiedad (Art. 19, N°. 24 y Art. 20 C. Pol.) | 230 La regulación de la propiedad intelectual y otras propiedades especiales (Art. 19, Nos. 24 y 25 C. Pol.) | 231 Límites, obligaciones e intereses colectivos de la propiedad (Art. 19, N°. 24 C. Pol.) | 232 El contenido esencial de la propiedad (Art. 19, N°. 26 C. Pol.) | 232 Acciones, regímenes de excepción y disposiciones transitorias sobre propiedad (Arts. Nos. 20, Art. 43 y 44 y disposiciones Segunda y Tercera transitoria C. Pol.) | 233 La jurisprudencia sobre la propiedad en sus repertorios y recopilaciones | 234 La estructura y función de las garantías judiciales que protegen derechos fundamentales | 239 Derechos económicos, sociales y culturales y el Estado social y democrático de derecho | 244 La Constitución gatopardo y las contradicciones de la Quinta República | 251

8. Conclusión: Constitución del Bicentenario y sexta República social y democrática | 255 El nuevo momento constitucional chileno | 255 Razones por las que Chile necesita una nueva Constitución y algunos de sus contenidos | 259 Control del Poder Constituyente y del poder destituyente y mutación constitucional | 269 El carácter «Rawlsiano» del proceso constituyente chileno y su Consejo de Observadores | 276 La sexta República chilena y las experiencias republicanas previas | 281

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Bibliografía | 285 Índice Analítico | 301

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Prefacio

He expuesto parcialmente algunas ideas de este libro en diversos seminarios, congresos y actividades académicas. Una primera inspiración se concretó en la versión parcial y preliminar del capítulo 4 del autor en el libro La República en Chile: Teoría y Práctica del Constitucionalismo Republicano, publicado por LOM ediciones de Santiago, Chile, obra escrita en coautoría con Renato Cristi y con sucesivas reediciones de los años 2006, 2007 y 2008. También hay secciones con versiones parciales de este trabajo en mi artículo «Una visión democrática y liberal de los derechos fundamentales para la Constitución Chilena del Bicentenario» publicado en el libro coordinado por Andrés Bordalí en el año 2006 que se tituló Justicia Constitucional y Derechos Fundamentales, (Santiago, Chile: Lexis Nexis). Además, una versión preliminar de las ideas que son objeto de este libro, se expusieron en la conferencia dictada el 28 de marzo de 2014, con motivo de la inauguración del año académico del postgrado, en la Escuela de Derecho de la Universidad de Valparaíso, ideas que fueron dadas a conocer en parte como artículo, con el título «Dogmática sobre la propiedad constitucional y civil en Chile», que se publicó en la Revista Derecho y Humanidades, de la Facultad de Derecho, Universidad de Chile, N°. 24, 2014, Santiago: Chile, páginas 21 a 58. Parte de la investigación que sirvió de base para ese artículo fue financiada por Fondecyt (Proyecto Regular 1120830), que agradezco. Entre las más recientes exposiciones de estas ideas recuerdo el seminario «Nueva Constitución para Chile»; organizado por el Ministerio Secretaría General de la Presidencia, en la sede del Congreso Nacional, en Santiago, el 23 de enero de 2015; el seminario «Una nueva Constitución para Chile», organizado por la Universidad Mayor, el 31 de julio de 2015, en la ciudad de Temuco, Chile; el seminario «Proceso Constituyente y nueva Constitución Política» que tuvo lugar el 13 de agosto de 2015, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile; la inauguración de

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la cátedra de Derecho Público de la Universidad Católica de Valparaíso, el 11 de septiembre de 2015; la presentación el 2 de julio de 2015 por la celebración de los 800 años de la Carta Magna, en la Embajada Británica en Santiago, Chile. La Cátedra Global de la Universidad de San Andrés, el día 11 de octubre de 2015, en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, me ha beneficiado de una sincera oportunidad de diálogo y crítica con los comentarios de los profesores Carlos Rosenkrantz, Robert Barros, Eduardo Kinderman, Roberto Gargarella, Sebastián Elías y Lucas Grosman, entre otras personas, a todos quienes agradezco. En especial agradezco a la profesora Sofía Correa por sus generosas ideas para mejorar este trabajo y a los profesores Renato Cristi, Alfredo Jocelyn-Holt, Josep María Castella, Francisco Soto, Ximena Insunza, y a muchos otros colegas académicos, por las valiosas observaciones y comentarios que han hecho a este texto y también a Ana Luisa Guzmán Vial. En la elaboración de los índices, la bibliografía y la revisión de algunas de sus secciones agradezco especialmente al ayudante Alexis Ramírez. También agradezco a los ayudantes Diego Gil, Javiera Morales, Paula Ahumada, Emilia Jocelyn-Holt, Pía Muñoz, Camilo Cornejo y Juan José López, por todos sus valiosos comentarios. Los pares evaluadores de LOM ediciones y el profesor Daniel Álvarez, coordinador de la Colección Derecho en Democracia, que hicieron observaciones críticas a una primera versión de este texto, junto con Braulio Olavarría, Gabriela Ávalos, Héctor Hidalgo y, por supuesto, a Paulo Slachevsky y Silvia Aguilera, editores de LOM. Gracias a los estudiantes y profesores del Programa de Doctorado y de los cursos de Introducción al Derecho y Derecho Constitucional de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile que han contribuido de un modo sustancial en la exposición y crítica de estas ideas y con los cuales en un procedimiento de ensayo y error, una y otra vez, hemos revisado sus principales supuestos y argumentos. Agradezco también a todo el personal de la Facultad, particularmente a Gloria Arias, María Inés Arias, Jorge Araos, Carlos Cereceda, Ema Contreras, Nelly Cornejo, Albina Echeverría, Jeannette Palacios, Olfa Rojas, José Luis Figueroa, Marión García, Pamela González, Jovita Muñoz, Fernando Pacheco, Germán Paredes, Patricio Pinto, Vicky López, Fernando Ríos, Mónica Veloso, Ximena Vidal, y las señoras que trabajan en el aseo, y tantas otras personas que, por muchos años, han cooperado con mis tareas académicas. A todas las personas antes nombradas y a muchos otros que me han ayudado de manera silenciosa y leal en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile agradezco su colaboración.

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Este libro consta de una Introducción y nueve capítulos y está dedicado a analizar el republicanismo constitucional chileno, en su organización del poder del Estado, la estructura de los derechos y sus sujetos políticos principales. La Introducción explica el punto de vista general que se adopta en este trabajo. El capítulo 1 analiza la idea del republicanismo como tipo ideal y su tradición en el contexto histórico chileno. Se exploran, además, algunas visiones alternativas sobre esta materia que han tenido gran influencia y que se han expresado en la obra de Alberto Edwards, Jaime Eyzaguirre, Fernando Campos Harriet, Gabriel Amunátegui, Ricardo Donoso, Federico Gil, Enrique Ortúzar, Eduardo Soto Kloss, Gabriel Salazar y Roberto Gargarella, entre otros. También se explica el origen y el sentido de la idea de las cinco repúblicas, y la tradición del constitucionalismo republicano con las que se titula este libro y el método del derecho comparado que se ha usado en esta obra. En los capítulos 2, 3, 4, 5 y 6, se examinan las cinco experiencias históricas concretas en las que se ha construido y manifestado el constitucionalismo republicano en Chile. Se describen sus principales características, sus factores de continuidad y evolución, sus formas de mutación y en algunos casos su abrupta terminación. Se han agregado cambios significativos respecto de la versión de esta idea que se publicó por primera vez en el libro La República en Chile. Teoría y Practica del Constitucionalismo Repúblicano. Por ejemplo, se ordenó cada uno de estos periodos republicanos con una mejor caracterización interna, se incluyeron subtítulos, se agregó el tratamiento del derecho de propiedad y se profundizó más en los sujetos políticos que actúan en cada periodo. También se agregaron nuevas fuentes bibliográficas e ideas y se han incorporado algunas correcciones. En el capítulo 5 se describen algunas de las principales características jurídicas y políticas de la interrupción forzada de la vida republicana que inaugura el golpe de Estado de 1973 y que impone una dictadura militar en Chile que dura hasta la vuelta a la democracia en 1990. El capítulo 6 que se refiere a la Quinta República chilena, que es el periodo que vivimos actualmente, es al que he dedicado más atención, porque se ha hecho un esfuerzo por abordar desde un punto de vista del derecho comparado las reformas sucesivas de nuestra Carta Fundamental a partir de 1990, la consolidación del constitucionalismo ejecutivo, el régimen de gobierno y sus principales características, que se analizan en comparación con el parlamentarismo y el semipresidencialismo. También

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comprende un análisis de la concepción general de los derechos y un tratamiento comparativo más detallado de la doctrina y la jurisprudencia del derecho de propiedad, junto con una exploración acerca del estado actual de los derechos económicos, sociales y culturales y de la idea de Estado social y democrático de derecho en Chile. El capítulo 8 contiene un análisis crítico de algunas de las principales propuestas constitucionales del Chile de hoy y se da cuenta del momento constitucional en que nos encontramos. Luego, mediante una invocación al espíritu girondino de la moderación y la persuasión democrática se explican las razones por las que Chile necesita una nueva Constitución y se tratan los contenidos y los procedimientos a los que puede referirse la modificación de nuestra Carta Fundamental. Toda esta obra está animada por la esperanza que podamos arribar a una nueva Constitución cerca del Bicentenario de la Independencia de nuestra República, que inaugure una nueva sexta República y un nuevo Estado social y democrático de derecho en Chile. Los errores que subsisten en este trabajo son de exclusiva responsabilidad del suscrito. Lo último y no menos importante, es que dedico este libro a mi madre Magdalena, quien me enseñó a creer en la educación y la justicia, a mi querida mujer Isabel y a todos mis descendientes. Espero que todos podamos vivir en paz, en una o más Repúblicas futuras, en nuestro querido Chile.

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Introducción

La tarea que pretende abordar este trabajo no es pura especulación académica. En el Chile de hoy muchas personas reclaman por sus derechos, critican la falta de legitimidad de nuestras instituciones y demandan más participación política y social. La ciudadanía chilena percibe que una parte significativa de los valores de nuestra organización política y jurídica, no es compartida en nuestra sociedad. El apoyo popular ha decaído en forma simultánea tanto respecto del Gobierno como de la oposición. Nuestro ambiente político está lleno de conflictos que no encuentran solución. Nuestra institucionalidad perpetúa la desigualdad, y la economía crece modestamente, en medio de un clima internacional adverso. En este ambiente enrarecido muchas personas y grupos alientan, por una parte, el desborde de las expectativas ciudadanas o, por la otra, se resisten a los cambios y añoran medidas de fuerza contra las demandas de justicia que la ciudadanía reclama. Estas realidades políticas inquietantes nos obligan a reflexionar de un modo más profundo sobre nuestra tradición republicana. Por eso creemos que está justificado el que hayamos dirigido nuestro estudio a la forma de nuestros derechos, a la organización de nuestras instituciones políticas y a los sujetos que participan en cada periodo histórico. Si esta exploración es exitosa, podrá contribuir a una mejor comprensión de nuestra historia y ayudar también a diseñar mejor nuestras formas de convivencia futura. Este trabajo se inspira en la obra de Alphonse de Lamartine Historia de los Girondinos, que es un texto que muchos destacan entre los más influyentes del siglo XIX en Chile. En la Historia de los Girondinos se relatan con una elocuencia sin par, las facciones, y las alteraciones que sufren las ideas y las formas de vida durante los procesos de cambio y revolución política y social. Lamartine al describir los partidos que forman la Asamblea durante el periodo revolucionario en Francia de finales del siglo XVIII, dice lo siguiente:

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La Asamblea se componía por fracciones desiguales de tres elementos: los constitucionales, partido de la libertad aristocrática y de la monarquía moderada; los girondinos, partido del movimiento continuo hasta que la Revolución vino a sus manos; los jacobinos, partido del pueblo y de la filosofía en acción; el primero transición y transacción; el segundo audacia e intriga; el tercero fanatismo y desinterés. De estos dos últimos partidos el más hostil al rey, no era el partido jacobino. Destruida la aristocracia y el clero, no repugnaba a este partido el trono; tenía una alta idea de la unidad del poder. Así que no es el primero a pedir la guerra y que pronuncia la voz República; pero sí el primero al que se oye con frecuencia la voz Dictadura; la voz República pertenece a Brissot y los girondinos. Si los girondinos a su advenimiento a la Asamblea, se hubieran unido al partido constitucional para salvar la constitución moderándola; y la Revolución no conduciéndola a la guerra, hubieran salvado su partido y dominado el trono. La honradez que faltaba a su jefe, faltó también en su conducta, y la intriga los arrastró. Se hicieron los agitadores de una Asamblea, pudiendo haber sido sus hombres de Estado. No tenían fe en la República y fingieron convicción. En revolución los destinos sinceros son los únicos destinos hábiles. Es muy bello morir por su fe, es muy triste morir engañado por su ambición. (Lamartine 1847, 209, Libro 6).

El juego de la política y de las ideas en nuestros días también parece estar animado por facciones semejantes a las que describe Lamartine. Parece existir en Chile, en algunos grupos, un espíritu de quiebre y desprecio por la historia y el pasado, una serie de intentos de imponer por la vía refundacional o de la excepción, que evocan la Dictadura, de ciertas ideas y formas de vida, y de aparecer como monopolistas de la verdad y la moral y de fustigar todo lo que no es y debe considerarse políticamente correcto. Son los jacobinos de nuestros días. Ante este escenario, la lectura de la obra de Lamartine nos enseña a resistir el miedo y la amenaza que generan los discursos agresivos y prepotentes que promueven sólo cambios profundos y es un buen antídoto contra todas las formas de lo políticamente correcto, porque nos muestra que los que ganan el poder un día, no son capaces de imponer sus convicciones para el futuro. Los jacobinos que tuvieron el poder total durante un breve periodo revolucionario no legaron a la democracia constitucional sus ideas y sus formas de vida. Fueron los constitucionalistas y girondinos, de inspiración liberal y constitucionalista los que a pesar de sus traiciones y renuncias, de sus derrotas y de su muerte en muchos casos en la guillotina, los que nos legaron sus ideas y formas de vida y que nos mostraron el verdadero camino de la construcción republicana. Confirma esta idea Pierre Rosanvallon al expresar lo siguiente:

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Esta apología liberal –incluso antes de ser republicana– de la centralización puede parecer una versión un poco insulsa del «jacobinismo» original. En efecto, en muchos aspectos se inscribe en la cultura política de la generalidad cuyos elementos caracterizamos: concepción unitaria de la nación, polarización de lo privado y lo público, papel predominante de la ley, etc. Pero sobre todo constituye una adaptación pacificada de ella, separada de las imágenes y las formulaciones inmediatamente revolucionarias que así le permiten situarse en forma duradera en el centro de gravedad de la cultura política de la Francia metropolitana. La fuerza de ese «liberalismo jacobino» radica en el hecho de que relaciona filosofía del poder y filosofía de la libertad, rehusando considerar por separado la segunda. Es a través del liberalismo, como el jacobinismo se aclimató en Francia. Por eso suplantó fácilmente al liberalismo tradicional. Este último de Benjamin Constant a Prévost-Paradol, de Damau a Laboulaye, de Toqueville a Leroy-Beaulier, ciertamente cuenta entre sus filas a los escritores más brillantes y más profundos. Pero jamás logró constituir una cultura de gobierno, instalando para eso a los Guizot y los Thiers en el centro del juego. Thiers, que recordémoslo, ni siquiera menciona la cuestión de las colectividades locales o de las asociaciones en su famosa discusión del Llamamiento del 11 de enero de 1864 sobre las cinco libertades necesarias (Rosanvallon 2007, 178-179)

Rosanvallon también ha vinculado la noción del jacobinismo con el desarrollo de las tecnocracias, particularmente con las formas violentas del corporativismo antidemocrático, a veces autodenominadas «modernizadores» de la política, que denomina «jacobinismo de excelencia» (Rosanvallon 2009, 89-92). Estas formas de jacobinismo de excelencia se podrían encontrar en procesos políticos muy dispares. Entre estos procesos podemos incluir los golpes de estado y las dictaduras militares que desde mediados del siglo XX existen en Asia, y por cierto, la experiencia de los «Chicago Boys» en Chile y otros países que han tenido dictaduras en Latinoamérica La constatación precedente sobre la incapacidad que tiene el jacobinismo para trascender sus ideas en forma pacífica, es una de las afirmaciones centrales que animan este libro. Esta constatación constituye un llamado a valorar la moderación del espíritu constitucional, que es también girondino, liberal, republicano y por qué no decirlo, verdaderamente democrático. En este contexto creo que también es conveniente recordar las ideas de Stefan Zweig, que en el prólogo de su famosa obra Momentos estelares de la humanidad, ha expresado lo siguiente:

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Paralelamente a lo que acontece en el mundo del arte, en que un genio perdura a través de los tiempos, en la historia un momento determinado marca el rumbo de siglos y siglos. Lo mismo que en la punta del pararrayos converge la electricidad de la atmósfera, un espacio insignificante de tiempo contiene el germen de una serie de hechos que van desarrollándose en el futuro. Paralelos o sucesivos, los sucesos cotidianos van siguiendo su ritmo tranquilo e intrascendente hasta llegar a, por así decirlo, comprimirse en un instante decisivo y determinante que señala un nuevo curso a la Historia. (Zweig 1998, 5-6).

Este libro recoge una idea análoga a los «momentos» históricos a los que se refiere Stefan Zweig y los entiende como formas colectivas de construcción republicana que se han usado para transformar la historia política y constitucional. Inspirado en esta idea inicial se ha tratado de realizar un estudio de la historia del Derecho Constitucional y de la política chilena, para identificar sus momentos principales. Con ese objetivo, es que en estas páginas se trata la relación que existe entre la historia de las ideas, los valores, los principios y las normas que la han inspirado. Particularmente, se trata el desarrollo y la estructura de los derechos, la forma de las instituciones y la organización del Estado y de los sujetos políticos en los diversos periodos de nuestra historia que hemos vinculado con los ideales republicanos. Dedicamos especial atención al derecho de propiedad y su evolución, porque en la historia de Chile ha tenido un lugar principal, y porque su garantía y protección incide en la estructura de los demás derechos. A esta relación que existe entre los derechos, las instituciones y los sujetos políticos en su contexto histórico le han dedicado su trabajo, en el pasado, autores tan destacados como Miguel Luis, Gregorio, Domingo y Gabriel Amunátegui, Diego Barros Arana, José Victorino Lastarria, Benjamín Vicuña Mackenna, Manuel Carrasco Albano, Alcibíades Roldán, Jorge Huneeus, José Guillermo Guerra, Alberto Edwards, Jaime Eyzaguirre, Mario Góngora, Fernando Campos Harriet y Ricardo Donoso, entre otros. De hecho, Donoso al comienzo de su famosa obra Las ideas políticas en Chile, cita a Eduardo de Hinojosa que en 1890, con toda claridad señala: Entre los asuntos que más vivamente solicitan y atraen al que atentamente considera el desenvolvimiento de la historia y derecho patrios, muy pocos logran despertar su interés en tal alto grado como el estudio del lazo unas veces ostensible, velado y escondido otras, que une la historia de las ideas con la historia de las instituciones (Donoso 1967, 7).

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La propuesta de este libro asume que el curso histórico-constitucional de nuestra República no es una tradición unívoca que se inicia en 1810, y que continúa en su progreso en forma inalterada hasta nuestros días. Debemos pensar, más bien, que tiene un carácter plural, aunque siempre vuelve a inspirarse en el momento de nuestra Independencia, porque se propone una y otra vez, el lograr una forma de «autogobierno» que sea adecuada a nuestro país. Hay que reconocer que si miramos nuestra historia a partir de la perspectiva que nos da nuestro bicentenario republicano, no podemos apreciar una evolución unitaria y continua, ni se expresa en una línea de progreso indefinido que se inicia en 1810 y que concluya en nuestros días. Por ello, en este trabajo se expone que en Chile no hemos tenido una, sino cinco repúblicas, donde cada una corresponde a un periodo particular de nuestra historia. Lo que sí se ha mantenido constante durante estos cinco periodos es la búsqueda de formas de autogobierno mediante una o más constituciones escritas, de usar el derecho como límite al poder, de considerar al pueblo chileno como el sujeto del Poder Constituyente, y del sufragio como mecanismo privilegiado de representación y participación. A ello habría que agregar el lenguaje de virtud cívica como característica de la vida republicana chilena. Desde 1810 y hasta nuestros días, estos principios se han mantenido sin grandes variaciones, sin perjuicio que los sujetos políticos y la forma de los derechos hayan admitido diversas definiciones (Boas 1969, 167-186). En este trabajo cada periodo republicano de nuestra historia se ha explicado mediante un análisis que se concentra en sus aspectos jurídicos, y como tal puede ser criticado por ser meramente formal o institucional, y porque no llega a pronunciarse sobre el aspecto social de cada experiencia republicana. Estas carencias debemos aceptarlas porque son parte de las limitaciones propias de la metodología del análisis comparado, dogmático e histórico del derecho y de las instituciones, que es el método que se ha elegido para realizar esta obra. Por ejemplo, en este trabajo son muy limitadas las referencias que se encontrarán al conflicto indígena y la dominación ejercida contra esas naciones durante los periodos republicanos y que se extiende con vergonzosa violencia, incluso hasta nuestros días. Esto tampoco significa desconocer el que si entendemos el republicanismo como una forma política y jurídica que se propone la ausencia de toda dominación, y que esta se logra mediante la instauración de leyes, sea sumamente necesario hacer referencia, por lo menos a dos grandes falencias en la historia republicana en Chile, y quizás también

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en el mundo: la dominación y falta de reconocimiento de los pueblos indígenas y la tardía incorporación de la mujer a la comunidad política como sujeto ciudadano con derecho a sufragio. A pesar de estas falencias tan significativas, pienso que la distinción de estos cinco períodos republicanos chilenos sirve para describir la forma de concebir los derechos, la organización del Estado y la acción institucional de sus principales sujetos políticos. Así se puede explicar mejor el constitucionalismo chileno, y se evita limitarse a las engañosas fechas de las distintas constituciones o al carácter político, contingente y/o la breve duración de sus gobiernos. Por eso, de las ideas de Stefan Zweig antes mencionadas, y de la obra del profesor Bruce Ackerman he adaptado la idea de «momento constitucional», como un tiempo especial que se distingue de la política constitucional normal, y que se percibe como diferente de aquella porque tiene carácter fundacional. Esta idea de momento constitucional sirve para explicar el decurso de la política constitucional en Chile (Ackerman 1998, 6, 8 y 12). Con ello es posible registrar los cambios más substanciales, y construir una periodificación que considera variables en la concepción dogmática de los derechos, la relación entre gobernantes y gobernados y entre los diversos órganos de gobierno, y la organización de los sujetos políticos, materias todas, que en Chile han registrado modificaciones sustanciales, por lo menos en cinco etapas diferenciadas. En esta periodificación construida en torno a la idea de cinco periodos republicanos distintos, podemos apreciar que cada etapa de nuestra historia se ha expresado en torno a diversos momentos constitucionales. Así, la primera etapa queda marcada por el momento de la Constitución del 1828; la segunda, por la reforma constitucional de 1833; la tercera, por las reformas constitucionales del periodo 18711874; la cuarta, por las reformas de 1925 y su puesta en vigencia a fines de 1932; y la quinta, por las reformas de la Constitución vigente a partir de 1989. Es de advertir que cada uno de estos momentos de la historia constitucional chilena no necesariamente cumple en plenitud, con todos y cada uno de los requisitos normativos democráticos que ha establecido Ackerman para considerar una situación política como momento constitucional. En la concepción de Ackerman, el momento constitucional tiene un marcado componente deliberativo, colectivo, democrático y ciudadano. En palabras de Ackerman este momento constitucional debe considerar que:

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La autoridad necesaria para ejercer el Poder constituyente, y crear derecho en el nombre del pueblo, se obtiene sólo cuando los miembros de un movimiento partidista cumplen los siguientes requisitos. Deben en primer lugar, convencer a un número extraordinario de sus conciudadanos para tomar la iniciativa propuesta con una seriedad que normalmente no le asignan a la política [normal]; en segundo lugar, deben permitir a sus opositores una justa oportunidad para organizar sus propias fuerzas; en tercer lugar, deben convencer a la mayoría de sus conciudadanos[…] para que apoyen su iniciativa al mismo tiempo que sus méritos son debatidos una y otra vez en el foro deliberativo previsto para los casos de legislación suprema [constitucional] (Ackerman 1998, 6).

Sabemos que en Chile ha faltado deliberación democratica y respeto por los adversarios políticos en los procesos constituyentes y esta constatación es también parte de nuestra historia y orienta las propuestas que se anuncian respecto del momento constitucional que se vive en el Chile de hoy y que constituye la sección final de este libro. Así, se propone que nuestra historia del Derecho Constitucional quede dividida en cinco etapas principales que se articulan como períodos republicanos chilenos, que están vinculadas entre sí, pero que son independientes, porque conservan ciertos rasgos propios en cuanto a su concepción de los derechos, sus órganos del Estado y la participación institucional de sus principales sujetos políticos. Ello se manifiesta del siguiente modo. La Primera República, que va desde 1810 hasta 1830, es inicialmente iusnaturalista, y luego liberal en su concepción de los derechos. Sufre una interrupción legitimista que busca el retorno al orden colonial en 1814, pero en 1818, retoma la senda constitucional republicana. En esta primera etapa existe una tensión entre poderes ejecutivos cuasi dictatoriales y asambleas de escaso poder resolutivo con representación estamental la que culmina con la Constitución de 1828, que inspirada en el liberalismo, busca el autogobierno con un énfasis en la igualdad y en la institución parlamentaria. La Segunda República, la República autoritaria, se extiende desde 1830 hasta 1870, y se puede definir como conservadora y restrictiva en cuanto a la forma de los derechos, y autoritaria en su forma de gobierno. Se mantiene una forma republicana pero el uso continuado de los estados de excepción, manifiesta una tendencia a la concentración del poder en la rama ejecutiva del gobierno y se valida la restricción de los derechos,

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que solo comienza a desarticularse políticamente alrededor de 1860 y que se concreta y consolida en las reformas constitucionales de 1870. La Tercera República, la República Liberal, se extiende desde 1870 hasta 1924, y es denominada así por su concepción de los derechos y por la hegemonía que alcanza la forma parlamentaria de gobierno. La Cuarta República, la República Democrática, se inicia a fines de 1932, perdura hasta 1973, y se caracteriza porque adopta un concepto social y democrático de los derechos, como por el avance y perfeccionamiento de la participación política, a pesar de su característica acentuación del presidencialismo. Esta Cuarta República tiene un final abrupto y cruel en 1973. Un golpe de Estado militar destruye la Constitución de 1925 y se interrrumpe la tradición republicana chilena desde 1973 hasta 1990. Finalmente, con la Quinta República, en 1990 se reinicia la tradición republicana en Chile, con la organización de la República Neoliberal, que lleva este nombre por su concepción de los derechos, los que se conciben como barreras frente a la interferencia estatal, y por el neopresidencialismo, que concentra de manera desbalanceada el poder en el presidente. Los ideales republicanos suponen asumir una mirada crítica del neoliberalismo y del excesivo presidencialismo, que ha caracterizado la política de la Quinta República, que surge en Chile a partir de 1990, y que todavía persiste.

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1. Algunas reflexiones previas sobre el republicanismo constitucional chileno

Sin ánimo de ser exhaustivo, analizaré algunos de los rasgos principales del republicanismo y del constitucionalismo chileno en su contexto histórico. Con ese propósito expongo a continuación algunas ideas sobre la forma en que se han ordenado en el tiempo los diversos periodos de la historia de Chile, para luego proponer ciertos criterios de clasificación y comprensión de nuestra democracia, desde un punto de vista comparado.

El autoritarismo conservador de Alberto Edwards y Jaime Eyzaguirre El pensamiento de Alberto Edwards es cambiante y adapta sus ideas al régimen político imperante. Sus primeros escritos combinan agudas observaciones sobre las relaciones entre la estructura social y las formas políticas en la historia de Chile. A Edwards le interesa explicar lo que, influido por las ideas de Oswald Spengler, denomina «decadencia política chilena», que es en verdad la pérdida de poder de la aristocracia durante el periodo republicano que le ha tocado vivir. Su explicación para todos los males la centra en el parlamentarismo y el liberalismo (Cristi y Ruiz 2015, 41). El tema de su pensamiento es el de la necesidad de preservar una autoridad fuerte que pueda retrotraer Chile a un periodo como el de la república conservadora y que sea capaz de garantizar el orden y la libertad. Por eso, Edwards vio en la figura autoritaria de Diego Portales y más tarde del general Ibáñez, de quién fue ministro durante el primer gobierno dictatorial, una posibilidad de expresar sus ideales políticos. Renato Cristi resume el pensamiento conservador de Alberto Edwards del modo siguiente:

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Durante el curso del régimen parlamentario Edwards fue partidario de un ejecutivo fuerte, pero encuadrado dentro del sistema republicano parlamentario. Es sólo a partir de 1924, con la entrada de los militares a la escena política y luego sobre la base de su compromiso personal y político con la dictadura de Ibañez, que se consolida el giro revolucionario de su postura conservadora (Cristi y Ruiz 2015, 38).

Según Renato Cristi, el cambio de pensamiento de Edwards puede mostrar que existen dos posiciones predominantes en su obra y que se resumen por sus principales características del modo siguiente: Edwards en su primera época no se percata de la magnitud del compromiso de las aristocracias con el liberalismo. Su error entonces es pensar que ellas atesoraban acendrados valores espirituales, que eran portadoras del honor, de la lealtad a las tradiciones, y del respeto a la autoridad. Un cambio profundo en su percepción de lo aristocrático como tal es factor determinante en esta segunda etapa de su pensamiento. La idealización de la clase alta cede el paso a una visión realista y resignada (Cristi y Ruiz 2015, 44).

Alberto Edwards en su influyente libro La fronda aristocrática, que publica a partir del año 1927, inicialmente como ensayos en el diario El Mercurio, despliega una postura escéptica, autoritaria y conservadora, anticipando un juicio muy negativo de todo el constitucionalismo, el liberalismo, la democracia y del parlamentarismo chileno. Edwards dice: Lo que he llamado la Fronda Aristocrática, es decir, la casi constantemente lucha pacífica de nuestra oligarquía burguesa y feudal contra el poder de los presidentes, lucha que se inició en 1849 y tuvo su definitivo desenlace en 1891, es un fenómeno idéntico al que, en Europa, transformó, sobre todo a partir de 1848, las antiguas monarquías de derecho divino en gobiernos parlamentarios, dominados por la plutocracia burguesa. En historia como en las demás ciencias, es indispensable dar a las cosas su verdadero nombre. Las revoluciones del siglo XIX no fueron democráticas, ni por su origen, ni por sus tendencias, ni por el espíritu y modalidades del régimen social y político que resultó de ellas (Edwards 1993, 282).

Edwards inventa un concepto normativo y un tipo ideal de fronda, de autoridad fuerte que es opuesta a la fronda, de revolución y de democracia, que demoniza e idealiza alternativamente, y luego del fracaso de la dictadura del general Ibáñez, asume un pensamiento

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conservador escéptico, quizás desilusionado por el fracaso del experimento autoritario que había decidido apoyar. La crítica de Edwards contra la democracia representativa subvalora las virtudes del elemento republicano, tampoco da valor alguno a la construcción gradual y colectiva de la libertad y la igualdad, que constituye la base del constitucionalismo liberal y del republicanismo chileno. Su pensamiento es muy influyente en historiadores posteriores tales como Francisco Antonio Encina, Jaime Eyzaquirre y Mario Góngora (Cristi y Ruiz 2015, 13). Carlos Ruiz ha resumido las tendencias que influyen de manera decisiva en el pensamiento de otro autor conservador, Jaime Eyzaguirre, que tiene una gran influencia y distingue: […] tres son las tendencias semánticas básicas en torno a las cuales se unifican y articulan las variadas temáticas de Eyzaguirre: una interpretación conservadora y tradicionalista de la doctrina católica, una opción política a favor de las posiciones corporativistas, y en tercer lugar, una interpretación del sentido de la hispanidad próxima al tradicionalismo basado en la cual se elaborará posteriormente una visión conservadora de la historia de América y de Chile (Cristi y Ruiz 2015, 70).

Llama la atención en el pensamiento de Jaime Eyzaguirre la importancia que atribuye a una reinterpretación de la doctrina social católica que combina junto con el milenarismo. El milenarismo se define como la creencia de la proximidad de la segunda venida de Cristo para reinar la tierra antes del juicio final y Eyzaguirre y otros conservadores chilenos, lo anuncia alrededor de finales de los años treinta del siglo XX (Cristi y Ruiz 2015, 70-77). Además, con una perspectiva relacionada con la de Edwards, Jaime Eyzaguirre en su obra Historia constitucional de Chile ha propuesto una periodificación, que ha sido muy influyente, y que expresa una valoración excesiva del periodo colonial y de la república conservadora, que distingue las siguientes etapas: En la historia de Chile hay que distinguir dos grandes etapas: una etapa preconstitucional y una etapa constitucional[…] a) La epoca pre-constitucional comprende el Reino de Chile o periodo de administración española, con el que se inicia la historia nacional. Comienza jurídicamente con la toma de posesión de Chile para la Corona de Castilla, practicada en Copiapo por Pedro de Valdivia, en los últimos meses de 1540, y con la fundación en 1541 del Cabildo

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de Santiago, primera simiente institucional chilena. Este periodo cierra el 18 de septiembre de 1810, con la instalación de la primera Junta de Gobierno de Chile. Durante esta larga época, Chile fue una provincia o reino de la vasta monarquía indiana, unida a España por el vínculo personal del Rey común. Pueden en ella distinguirse dos etapas: el periodo de la Casa de Austria y el periodo de la Casa de Borbón; b) La época constitucional abarca: 1) La revolución emancipadora que comprende desde el 18 de septiembre de 1810 hasta la batalla de Chacabuco, el 12 de febrero de 1817 que puso fin a la administración española en el país; 2. La formación de la República, que se extiende entre el 12 de febrero de 1817 y la batalla de Lircay, el 17 de abril de 1830, en que concluye el periodo de anarquía y de ensayos de gobierno. 3. La República organizada que se inicia con el triunfo pelucón de Lircay y jurídicamente con la Constitución de 1833, y se extiende hasta nuestros días. Dentro de este periodo hay que distinguir las siguiente etapas: a) Época conservadora o pelucona, de 1830 hasta 1860; b) Época liberal, de 1861 a 1891; c) Época parlamentaria, de 1891 a 1924; c) Época presidencial, de 1925 en adelante. (Eyzaguírre 1962, 9-10).

Es criticable en la periodificación de Eyzaguirre, la idea de que la formación de la República sólo comienza con posterioridad a la batalla de Chacabuco y el excesivo protagonismo que atribuye al periodo conservador que denomina como república organizada o república en forma. Esta forma conservadora de ordenar la historia republicana de Chile ha sido muy influyente y ha generado explicaciones alternativas, tales como la de Fernando Campos Harriet que exponemos a continuación.

El presidencialismo antiparlamentario de Fernando Campos Harriet La influencia de Jaime Eyzaguirre y Alberto Edwards se aprecia en la obra Historia constitucional de Chile de Fernando Campos Harriet, que escribe un libro con un gran acopio de datos e información y que se funda en la distinción entre historia general o externa y la historia interna o exclusivamente jurídica (Campos Harriet 1956, 14 ). El cúmulo de antecedentes en que funda su trabajo es enorme, a veces con demasiados detalles y con una concepción que está teñida de un prejuicio desmedido favorable al presidencialismo. La forma de concebir la historia constitucional de Chile de Campos Harriet no distingue periodos republicanos y constitucionales y se

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funda en la fecha de asunción y término de cada uno los gobiernos (más bien sus presidentes), cualquiera que haya sido su signo político o si se trata de un gobierno de facto o democrático republicano. Además, considera la revolución de 1891 como el quiebre entre la República liberal y el surgimiento de una nueva república parlamentaria, lo que no parece enteramente justificado. La periodificación más general de nuestra historia que propone Campos Harriet es la siguiente: I. Periodo Hispano: desde 1541 hasta 1810; II. La lucha por la Independencia; 18111823; III. La lucha por la organización: 1823-1830; IV. La organización: 1830-1924. En este último periodo distingue en cuanto a la historia general o política, un extenso periodo conservador o pelucón que va desde 1830 hasta 1891 (en el índice de su obra en la página 595 dice que este periodo conservador o pelucón se extiende hasta 1924), y un periodo liberal parlamentario, desde 1891 hasta 1924 (Campos Harriet 1956, 15 y 595-598). Estos periodos se forman a su vez por los gobiernos que se suceden y que se identifican por quienes los presiden. En cuanto a la historia del derecho o interna, Campos Harriet, reconstruye la evolución chilena en torno a las ideas de ordenamientos constitucionales, ordenamientos electorales, leyes económicas y financieras, derecho sustantivo y procesal, y administración, que refiere la fecha y contenido de toda clase de normas jurídicas, de cualquier tipo que sean, lo que por cierto denota desde nuestro punto de vista, a pesar de su erudición, valor documental y trabajo de archivo, una forma muy criticable e incompleta de explicar nuestra historia republicana (Campos Harriet 1956, 461-581). La admiración desmedida por el presidencialismo lleva a Campos Harriet a fundar una verdadera leyenda negra contra el parlamentarismo (Campos Harriet 1956, 377-380). Critica en el parlamentarismo la rotativa ministerial, acusa a los gobiernos de no tener planes de largo plazo, alega porque diversos grupos políticos negocian y acceden al poder en forma sucesiva, y echa la culpa a los gobernantes de todo el resentimiento y la amargura social. Luego con sesgo y mezquindad, en una insignificante nota al pie de su obra Historia constitucional de Chile, Campos Harriet en forma contradictoria con lo que él mismo ha expresado, reconoce méritos al parlamentarismo chileno y dice: En honor a la verdad debemos dejar constancia que hubo continuidad administrativa de manera que pudo desarrollarse el plan general de obras públicas en rubros como locales escolares, vialidad, ferroviaria, agua potable, alcantarillado (Campos Harriet 1956, 380).

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El liberalismo republicano de Gabriel Amunátegui, Ricardo Donoso y Federico Gil De partida Amunátegui nos da una definición clara y sucinta de régimen político: «un régimen político […] es un sistema de gobierno, es decir, las relaciones entre los gobernados y los gobernantes» (Amunátegui 1951, 13). Reconoce, además, diversos factores que explicarían nuestro régimen democrático y la supuesta estabilidad política chilena que se destacan al compararlas con los demás países de América. Estos factores serían, según Amunátegui, una supuesta homogeneidad racial, la ausencia del problema indígena y personas de raza negra (ideas que obviamente no comparto), una seguridad exterior y relativa paz interior de Chile. A esto agrega factores intelectuales, tales como el importante número de intelectuales que aporta la generación de 1842, y los factores jurídico institucionales, tal como la duración de la Constitución de 1833 y de los Códigos que ordenaron el sistema jurídico chileno (Amunátegui 1951, 189-190). Es necesario, de partida, rechazar inequívocamente el racismo de Amunátegui. Conceder una gran estabilidad en la historia de Chile es también una idea controvertida. A este mismo respecto, y en una serie de observaciones que considero acertadas, Sofía Correa ha explicado que en Chile no ha existido tal periodo de estabilidad institucional. Despejemos por de pronto aquello de los 150 años de democracia. Tan sólo tomando en consideración la continuidad institucional, no llegamos a tener nunca un período de al menos 50 años de estabilidad. En el siglo XIX: guerras civiles en la postindependencia y en 1829, 1851, 1859, 1891. Desde este último hito hasta la intervención militar de 1924 transcurrieron 33 años; después, tenemos un periodo de trastornos institucionales con dictadura incluida hasta diciembre de 1932. Desde 1933 hasta 1973 gozaremos de 40 años de estabilidad institucional. Un record bueno para América Latina, pero hasta ahí no más (Correa 2000, 117).

A pesar de los aspectos controvertidos que rodean esta idea de estabilidad institucional en nuestro país, me parece útil la forma en que Amunátegui divide la historia constitucional de Chile con respecto a su régimen político. Distingue entre tres grandes periodos: primer periodo, o de los ensayos, que se inicia en 1810 y se extiende hasta 1833; segundo periodo, o República autocrática, desde 1833 hasta 1874; y finalmente, tercer periodo, o República democrática, que se

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inicia en 1874 y continúa hasta principios de la década de los cincuenta, que es precisamente el periodo en que Amunátegui escribe su obra (Amunátegui 1951, 191). Como observaciónes críticas a esta forma de concebir la historia republicana de Chile de Amunátegui, podemos decir lo siguiente: 1) no estamos de acuerdo en denominar «ensayos» al periodo que va desde 1810 a 1833, donde nos parece que la Constitución de 1828 institucionaliza una forma consolidada republicana en Chile, 2) el tercer periodo que propone Amunátegui que se extiende desde 1874 hasta principios de 1950, es demasiado extendido y no da cuenta de las interrupciónes que suponen la guerra civil de 1891 y los golpes de Estado y gobierno de facto que se suceden en Chile desde 1924 y hasta 1932. Por eso, la periodificación de Ricardo Donoso que ha ordenado en su obra Las ideas políticas en Chile, las distintas cuestiones relacionadas con la Independencia y la República, parece más afinada. Donoso, considera entre esas cuestiones como especialmente relevantes y logradas, el paso de la monarquía a la república, la organización política, la lucha contra la aristocracia y la Iglesia, la organización de la enseñanza, la libertad de imprenta, la libertad electoral y la organización democrática (Donoso 1967, 9). Usando estos criterios Donoso intenta destacar además los rasgos del Derecho Constitucional en cada una de las distintas etapas de nuestra vida republicana. También es sugerente la explicación de Federico Gil quien, en su libro El sistema político de Chile, tiene dos secciones. La primera sección de su obra está referida al proceso del desarrollo político, que considera la República autocrática (1830-1871), la República liberal (1871-1891), la República parlamentaria (1891-1925), la rebelión del electorado, el Frente Popular (1938-1941), la política de coalición (1941-1958) y la evolución mediante el sufragio (1958-1964). Gil considera en la segunda sección de su obra, denominada «Instituciones de gobierno y procesos políticos», la descripción por separado de las Cartas fundamentales chilenas (Gil 1969, 9). A pesar de sus virtudes, la propuesta de Gil es inconclusa porque no desarrolla, hasta sus últimas consecuencias, la periodificación republicana que distingue tres periodos entre 1830 y 1925. En la propuesta de Federico Gil se mezclan en su taxonomía elementos o características políticas de cada periodo, tales como el Frente Popular o la revolución mediante el sufragio, y no periodifica el periodo posterior a 1925, a pesar de ser una obra publicada en 1969. Además Gil, al igual que Simon Collier (Collier 1977, 299-300), sobrevalora la formación republicana conservadora y por eso sitúa el inicio de su periodificación, en el año de 1830, lo que junto con hacerlo parecer como un parcial del presidencialismo chileno, le resta valor a su propuesta.

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La república ilustrada de Bernardino Bravo, el originalismo de la Comisión Ortúzar y la expansión del derecho administrativo de Eduardo Soto Kloss El republicanismo y el constitucionalismo republicano chileno han sido cuestionados muchas veces en sus fundamentos, en sus tiempos y en su periodificación. El constitucionalismo democrático y liberal de Chile fue producto del aporte de diversas personas, pertenecientes a varias generaciones, y este proceso de construcción intelectual y política se interrumpe a partir de la segunda mitad del siglo XX. En Chile han existido diversas obras jurídicas que han dado fundamento y sustento ideológico a las dictaduras y los gobiernos autoritarios y que han justificado las interrupciones que se han producido en nuestro constitucionalismo republicano. Entre ellas se destacan los trabajos del profesor Bernardino Bravo que en plena dictadura militar en 1978 publica su libro Régimen de gobierno y partidos políticos en Chile 1924-1973 en el que expresa una aguda crítica de la influencia de los partidos políticos en la democracia chilena, fundado en la distinción entre partidos que son más proclives al acuerdo y la negociación y partidos que son más ideológicos, respecto de los cuales el acuerdo y la transacción política se hacen más difícil (Bravo 1978, 55-162). En la obra recién mencionada el profesor Bravo propone nada menos que la superación del constitucionalismo y la codificación y la construcción de una nueva sociedad formada sobre la base del movimiento asociativo. Sobre estas controvertidas ideas que son contrarias a los principios democráticos, el profesor Bravo dice: […] el ocaso del constitucionalismo clásico es inseparable del ocaso del derecho codificado. Lo que se extingue es la aspiración básica que servía a ambos de sustento: la legislación uniforme para toda la población. Dicho en una palabra, las aspiraciones dominantes se desplazan desde la afirmación de garantías genéricas y un tanto ideales frente al poder estatal, como fueron la vida, la propiedad y la libre iniciativa, hacia la consecución con concurso del poder estatal de derechos singulares de contenido tangible, como son la seguridad personal, el propio puesto de trabajo y condiciones de vida dignas (Bravo 1978, 165).

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Incluso más, el profesor Bravo se inspira en las ideas que el jurista nazi Carl Schmitt expone en La Defensa de la Constitución, estudio acerca de las diversas especies y posibilidades de salvaguardia de 1929, para afirmar que Chile requiere de un nuevo régimen de gobierno y una nueva forma de Estado y expresa: Chile habrá logrado apartarse definitivamente del ciclo que arrastra a la mayor parte de los Estados de Occidente, desde el Estado absoluto de los siglos XVII y XVII, por mediación del Estado neutro liberal del siglo XIX, hasta el Estado total que identifica Estado y Sociedad. Las condiciones fundamentales para configurar un régimen de gobierno de acuerdo al carácter chileno y necesidades actuales de Chile están dadas desde 1973. Lo que falta es saberlas reconocer y aprovechar. (Bravo 1978, 168).

Estas mismas ideas que dan sustento a una posición autoritaria son reiteradas por Bernardino Bravo en su obra más reciente, publicada el año 2015 con el sugerente título Una historia jamás contada. Chile 1811-2011. Cómo salió dos veces adelante. De la modernización desde arriba al despegue desde abajo. En esta obra el profesor Bravo expone como ideal político de régimen de gobierno para Chile lo que denomina república ilustrada que mantiene las formas políticas principales de la monarquía, y que en sus palabras se constituye sobre los siguientes elementos: (Bello y Portales) piensan en un sustituto viable de la monarquía modernizadora, basado en sus propios elementos constitutivos, como es el caso de la dualidad de poderes supremos (civil y eclesiástico), el gobierno fuerte, la red de oficinas bajo su dependencia y también el concurso de la minoría ilustrada, acostumbrada a aglutinarse en torno al gobierno modernizador. En este contexto, vemos enunciarse ya no una monarquía ilustrada, sino por primera vez una república ilustrada (Bravo 2015, 129) (lo agregado entre paréntesis en esta cita es del autor)

El modelo autoritario de la república ilustrada en palabras de Bernardino Bravo contradice los ideales del constitucionalismo, porque se define en forma alternativa del modo siguiente:

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En suma, la república ilustrada es todo menos que una construcción libresca, ideada al modo decimonónico, por unos cuantos así llamados constitucionalistas. Antes bien, quienes acertaron a forjarla no ocultaban su desdén por las constituciones de papel, ya que tenían otro modo de obrar muy definido y diferente, pero por sobre todo eficaz: consolidar las instituciones concretas del país, en lugar de escudarse tras papeles tan discutidos como efímeros (Bravo 2015, 141)

Inspirado en este controvertido ideal de la república ilustrada, el profesor Bravo propone una nueva ordenación y periodificación de la historia de Chile que se forma por tres etapas principales que serían los siguientes: a) primer periodo de modernización o ilustración, en que Chile transita desde la monarquía borbónica a la república ilustrada y que se inicia en 1750 y que se extiende hasta 1925; b) segundo periodo denominado «eterna crisis y decadentismo de la República ilustrada» que va desde 1925 hasta 1973; y finalmente c) un tercer periodo denominado El Despegue o el momento en que la Constitución viva desplaza a la de papel que se inicia en 1973 y/o se sitúa desde 1980 en adelante (Bravo 2015, 496 y siguientes). Las ideas expuestas por el profesor Bravo buscan construir un tipo idea de «republica ilustrada» en que se asigna un rol privilegiado a una elite modernizadora que se acomoda alrededor del presidente de la República, la Universidad de Chile y las escuelas normales, los militares y el Poder Judicial y que se sitúa por encima y en forma independiente de la Constitución y donde los partidos políticos y el Parlamento son criticados en su importancia, entiende los principales periodos de nuestra historia como aquellos en que se ha dado con más fuerza el autoritarismo o derechamente la dictadura. Estas son nociones incompatibles con una comprensión republicana y democrática de nuestra historia constitucional porque no reconoce el impulso fundamentalmente igualitario y democrático que se consolidada en Chile precisamente alrededor de la institución presidencial, la educación pública, los militares y los jueces. El profesor Bravo, junto con querer darle ultraactividad a ciertos ideales políticas del absolutismo y devaluar los verdaderos ideales republicanos que le son contrarios, le asigna un carácter exagerado al momento fundacional conservador de alrededor de 1830 y a la dictadura militar de derecha que se inicia en 1973. En el caso del profesor Bravo se trata de exponer una serie de ideas que se emparentan con las nociones conservadoras de Jaime Eyzaguirre, Alberto Edwards

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y Mario Góngora y que junto con el «originalismo» que ha pretendido anclar el pensamiento en lo que expresaron los comisionados por el general Pinochet para escribir un texto constitucional en la Comisión Ortúzar, se vinculan también por su desprecio del constitucionalismo liberal y con la expansión del derecho administrativo con la que, en periodos autoritarios, se busca sustituir el Derecho Constitucional. Todas estas son materias que deben ser consideradas en la historia constitucional chilena y respecto de ellas conviene entender que muchas veces han servido como formas sofisticadas y a veces muy agudas para justificar el autoritarismo constitucional. A partir de 1973 el originalismo jurídico chileno circunscribe el análisis del sistema constitucional chileno a la opinión (no siempre clara y distinta) de los miembros de la Comisión Ortúzar, grupo con pretensión constituyente designado por la dictadura militar (Evans 1999) (Verdugo 1997). En el Chile de hoy, el trabajo de las originalistas que se consolida principalmente durante la dictadura militar de Pinochet, ha perdido gran parte de su influencia, pero todavía subsiste. Esta forma de pensar los ideales republicanos y particularmente su cara jurídica, muta el Derecho Constitucional, una vez destruida la Constitución de 1925, en puro y simple comentario de las opiniones de los comisionados constitucionales de Pinochet. Adicionalmente, el originalismo de los comisionados omite mencionar la importante obra del constitucionalismo democrático y liberal anterior a 1973, y no puede justificar sus afirmaciones en el contexto del derecho comparado. Es así como se ha empobrecido nuestra concepción republicana del derecho público y por eso, no es extraño que surjan también concepciones alternativas que reniegan del poder del Estado y del derecho y que buscan de forma alternativa construir formas de convivencia que se alejan de los principios más tradicionales de la democracia constitucional. Además, en Chile a partir de 1973, de un modo semejante a la experiencia fascista en Europa, el Derecho Constitucional republicano pierde vigencia y es desplazado por una versión escolástica, legalista, formal y aparentemente tecnificada del derecho administrativo (Soto Kloss 1996, 11-19), (Stolleis 1998, 87-126). El Derecho Constitucional pierde densidad conceptual, y deja de ser el hilo conductor del derecho público en nuestro país.

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La historia republicana alternativa y marginal de Gabriel Salazar En el Chile de hoy, desde el punto de vista de la izquierda, se destacan las críticas de Gabriel Salazar. El profesor Salazar ha abordado con gran escepticismo los temas del constitucionalismo republicano y cuestionado todas las periodificaciones tradicionales de nuestra historia patria, tanto en lo que se refiere a su punto de vista político, como económico, porque según argumenta Salazar, se fundan en una comprensión parcial de nuestra realidad. Salazar propone como alternativa ordenar nuestra historia en tres periodos que son: a) Descubrimiento y Conquista (15411598); b) Colonia (1598-1810) y; c) República Independiente (1810 hasta la segunda independencia que para algunos fue 1938 y para otros 1973). Gabriel Salazar sobre la periodificación tradicional de la historia chilena dice lo siguiente: Esta periodificación se basa en el reconocimiento de gestas heroicas arquetípicas y coyunturas fundacionales (Conquista e Independencia), y también en la primacía otorgada a la función política-estatal sobre los aspectos sociales, economicos y culturales. Como tal, es un esquema útil para acomodar el pasado en términos de culto a los fastos y emblemas (estáticos) de «los orígenes», pero no para los proyectos que anidan en la conciencia histórica (dinámica) de sus habitantes[…] Si lo que se requiere es pensar la historia de Chile para resolver su crísis económica y social, entonces es posible y aún necesario, desechar esta periodificación, sin demasiado remordimiento. En razón de esto es que los economistas (principalmente) y los sociológos del desarrollo han improvisado una periodificación alternativa , que se funda en los grandes cambios registrados en la evolución del comercio exterior chileno. Nótese que, en general, esta periodificación coincide con la «patriótica» resumida más arriba (Salazar 2003, 27).

Gabriel Salazar, para darle viabilidad a su proyecto de izquierda se propone construir una periodificación alternativa que no dé tanta importancia al factor político y al Estado, y aspira a que esta nueva forma de periodificación histórica, que tiene una orientación más económica y social y según él, más asidero en las fuentes documentales y estadísticas más actualizadas, puede servir para resolver la crísis de Chile. Esta noción implica asumir un punto de vista normativo que enfatiza la historia de los aspectos sociales, económicos y culturales en Chile, y desde el punto de vista de Salazar, la nueva periodificación de la historia chilena en sus etapas fundamentales debe considerar la siguiente:

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1) Gestación del modo de producción y acumulación coloniales en Chile (1541-1580 aproximadamente) ... 2) Segunda fase del modo de producción y acumulación coloniales en Chile (1580-1690) normalización del mercado (configuración del mercado virreinal inter-colonial) […] 3) Tercera fase (apogeo) del modo de producción y acumulación coloniales (1690-1873) (subordinación del mercado virreinal y apertura progresiva hacia el mercado mundial)[…] 4) Cuarta y última fase del modo de producción y acumulación coloniales: la crisis (1860-1878 y después)[…] 5) Primera fase de transición de la economía colonial a la economía industrial capitalista (1870-1930)[…] 6) Segunda transición al capitalismo industrial (1930-1973). La crisis comercial de 1930 desplazó al hegemónico conglomerado comercial extranjero produciéndose un gran vacío estratégico en el liderazgo económico; 7) Tercera etapa de la larga transición al capitalismo moderno (1973 hasta hoy: la involución. (Salazar 2003, 29-30).

Como puede verse, la periodificación que propone Salazar coincide al menos parcialmente con la que se ha expuesto en este trabajo, que distingue las cinco repúblicas. Sin embargo, el profesor Salazar critica el dar primacía a la función política estatal y al derecho republicano. Además la sospecha y la crítica de Salazar no sólo recae sobre el Estado y la primacía de la política, sino que se extiende sobre el derecho, los partidos políticos y las instituciones republicanas, y en este escepticismo también su punto de vista parece excesivo y equivocado. Salazar defiende una versión del corporativismo que da primacía a ciertos sujetos populares y sus formas de organización alternativas a la democracia constitucional, y por eso también crítica a los partidos políticos y señala al respecto: […] [los partidos políticos] más que formar ‘ciudadanos’ y sujetos políticos conscientes de su soberanía, forman ‘militantes’ disciplinados dentro de un estatuto funcional que, en lo genérico es conformista. Lo cual puede ser un aporte importante a ‘la’ política, pero una contribución, más a menudo que no deficiente en lo político. (Salazar 2009, 17-18).

El problema es que la propuesta de Salazar entronca con un modelo que no acepta los supuestos básicos de la democracia constitucional, y en ese sentido su proyecto es en verdad una alternativa utópica que no reconoce el valor de integración social, cultural y económica que ha proporcionado en nuestra historia la multiplicidad de formas políticas y sociales en que se ha encarnado en Chile, el proyecto republicano.

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La gran comparación latinoamericana de Roberto Gargarella En cambio, en la propuesta comparativa del profesor Roberto Gargarella, expresada en Los fundamentos legales de la desigualdad, se atribuye a los partidos un rol protagónico, y se intenta caracterizar a los principales sujetos políticos del constitucionalismo latinoamericano, extrapolando las categorías usadas en EE.UU. Estos grupos que caracteriza Gargarella también guardan relación y evocan las ideas de los partidos constitucionalistas, girondinos y jacobinos, que respectivamente identifica Lamartine en su obra Historia de los Girondinos. Así, el profesor Gargarella ha llegado a identificar tres tipos ideales, que se parecen bastante a las principales denominaciones de los partidos políticos chilenos. Gargarella distingue entre un sujeto conservador, uno liberal y uno radical o revolucionario. La riqueza de estas categorías conviene transcribirla en toda su extensión: [...] en los modelos que denominaré conservadores se acostumbra a concentrar el poder y fortalecer, especialmente la autoridad del Ejecutivo, a la vez que se convertía a los derechos en dependientes del bien, como la vinculada con la religión católica (i.e. condicionando la libertad de prensa al respeto por el cristianismo). En los proyectos radicales, en cambio, se procuraba robustecer (en lugar de anular o reemplazar) la autoridad ciudadana (fundamentalmente, otorgándole un lugar más central a la Legislatura), a la vez que condicionaba el respeto de los derechos, en este caso a los reclamos y las necesidades de las mayorías. En las constituciones liberales, por su parte, se procuraba evitar lo que se consideraban los defectos de las anteriores: así se proponía limitar y «equilibrar» las facultades de las distintas ramas del gobierno evitando tanto los riesgos de la «tiranía» como los de la anarquía, a la vez que se ponía un muy especial acento en la protección de los derechos individuales que en las anteriores concepciones aparecían descuidados: los derechos son considerados, en este caso inviolables y no dependientes de las conveniencias de alguien, o de la concepción del bien afirmada por algún grupo. Todos los proyectos mencionados (conservadores, radicales, liberales) tendían a diferir significativamente en su acercamiento al debate arriba planteado, sobre las capacidades de la ciudadanía. Los conservadores acostumbran a mostrarse escépticos sobre la propuesta de hacer descansar la vida social en las iniciativas de los propios individuos. Consideraban que existían modelos adecuados, que independientemente de lo que los propios individuos pudieran opinar al respecto, debían ser defendidos y propiciados a través del poder público. Los liberales, en

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cambio, tendían a defender una posición fuertemente individualista, asumiendo que la vida de cada uno –y en definitiva, la de toda la comunidad– debía depender exclusivamente de la voluntad de los propios individuos. Los radicales, por su parte, partían de supuestos semejantes a los liberales, pero admitían el derecho de las mayorías sociales a imponer su autoridad aún en contra de los reclamos más básicos de individuos particulares (Gargarella 2005, 2-3).

Junto con la caracterización de los principales sujetos políticos, y las ideas que se puede atribuir a cada uno de ellos, y que han tenido protagonismo en nuestro continente latinoamericano, Roberto Gargarella, en su obra, La sala de máquinas de la Constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010), ha propuesto una nueva periodificación de la historia constitucional. Esta periodificación alcanzaría a todo el continente latinoamericano y distingue cinco periodos históricos fundamentales que son los siguientes: El primero se refiere al “primer constitucionalismo latinoamericano” que ubicaremos entre los años 1810 y 1850, esto es decir desde la fecha de las declaraciones de independencia hasta mediados de siglo[…]El segundo periodo partirá desde mediados de siglo y abarcará hasta comienzos del siglo XX. Llamaremos a este momento el del “constitucionalismo de fusión” –porque es aquí cuando se produce el crucial pacto constitucional entre conservadores y liberales[…] El tercer periodo será el periodo de crisis de dicho modelo poscolonial y lo ubicaremos entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX[…] El cuarto periodo será el del constitucionalismo social. Este lapso se inicia con la crisis del año 1930 y tiene su punto culminante a mediados del siglo (XX) […]El quinto y último periodo que vamos a examinar es el que se extiende desde finales del siglo XX hasta el cambio de siglo. Hablaremos aquí del nuevo “constitucionalismo latinoamericano” y exploraremos las últimas e importantes reformas constitucionales, dedicadas generalmente a expandir de modo notable los compromisos sociales en materia de derechos: aunque normalmente tan modestas como los anteriores en lo relativo a la democratización de la organización política y la limitación del poder político (Gargarella 2014, 10).

Es difícil que la periodificación del profesor Gargarella tenga igual aplicación en todos los países de Latinoamérica. Gargarella ha propuesto que luego de un periodo liberal conservador o constitucionalismo de fusión, también denominado modelo postcolonial, este periodo es sustituido en su esquema, por un cuarto periodo que desde 1930 y

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hasta mediados del siglo XX, impone un constitucionalismo social. Sin embargo, Gargarella en la periodificación que propone no ha considerado el resurgimiento de las formas del constitucionalismo autoritario que son propias del siglo XX, y en su obra, la identificación de un marcado autoritarismo con el constitucionalismo de fusión liberal conservador del siglo XIX, parece anacrónico en su consideración y por ende exagerado. Además, Gargarella al fijar su posición acerca de las políticas actuales del modelo republicano, democrático y constitucional que denomina nuevo constitucionalismo latinoamericano dice lo siguiente: La crítica al presidencialismo que aquí se formula no implica una defensa del sistema parlamentarista, como si fuese la única alternativa existente al presidencialismo. El parlamentarismo no aparece como una opción viable a la luz de los principios que hemos defendido aquí (menos aún a la luz de la situación actual de los Congresos latinoamericanos). A la vez, nuestra crítica tampoco representa una manera de apoyar el nuevo rol adquirido por el Poder Judicial en las últimas décadas, como órgano decisor fundamental en las nuevas democracias (menos aún, a la luz del elitismo que sigue distinguiendo a los Poderes Judiciales latinoamericanos) (Gargarella 2014, 297).

En el párrafo recien citado el profesor Gargarella critica todas las instituciones fundamentales de la democracia constitucional y al describir su modelo de la sala de máquinas, al que aspira, concluye con la inquietante observación que sigue: Los dos acontecimientos sociales más importantes del siglo, a saber, la incorporación de la clase trabajadora a la política y el estallido de las políticas multiculturales tuvieron sólo un impacto limitado en el constitucionalismo. Su vibrante presencia se vió reflejada en la carta de derechos, pero no en cambios relativos a la organización del poder (Gargarella 2014, 360).

Es cierto que el profesor Gargarella, en relación con el periodo más reciente, que denomina nuevo constitucionalismo latinoamericano, ha sido particularmente crítico y con buenos fundamentos. Sin embargo, en algunos párrafos de su obra titulada La sala de máquinas de la Constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010), como el último recién citado, parece expresar la idea de estar apelando a una forma política utópica, con una potencial raigambre jacobina, que busca dar representación o participación política especial a los trabajadores e instituirlos como sujetos políticos

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o poderes públicos privilegiados. Roberto Gargarella trata en su obra Los fundamentos legales de la desigualdad, el constitucionalismo autoritario y lo vincula de preferencia con el constitucionalismo conservador y no reconoce que al autoritarismo también puede vincularse con algunas manifestaciones del constitucionalismo social. Además, el profesor Gargarella quiere dar más reconocimiento en el sistema político a los marginados y a la clase trabajadora, y reforzar particularmente la garantía de sus derechos, y por eso ha señalado como posible el dar también una expresión orgánica a estos grupos, sin descartar la sugerencia que deben ser incorporados a la «sala de máquinas» de la Constitución. Es en este punto donde tengo una diferencia con el profesor Gargarella, porque advierto una dificultad de conciliación, y una tensión potencial con la noción de ciudadanía que es la base de la democracia constitucional representativa, incluso en su vertiente actualizada más participativa. Roberto Gargarella, con gran generosidad, ha tenido un intercambio privado en este punto con el suscrito y me ha expresado que no cree tener una diferencia sustancial con mis observaciones críticas a su trabajo, porque en su propuesta de incorporar estos grupos a la «Sala de Máquinas» donde se ejerce el poder constitucional no quiere decir incorporarlos como trabajadores, sino como ciudadanos, porque su idea es que la sociedad sigue teniendo dificultades para acceder al poder que no se democratiza y argumenta. ¿Cómo se incorpora? En su momento, con el voto universal, luego con el voto femenino, luego –puede ser– con medidas de discriminación inversa. El profesor Gargarella en este punto dice estar postulando ideas de representación semejantes a las que existen en Nueva Zelandia, donde hay políticas permanentes «positivas» de reparación e integración de los indígenas, porque han sido excluidos durante siglos de todas las posiciones de poder (por ejemplo, con un tribunal especial que se ocupa de sus reclamos, o tales como las que existen en Noruega, donde se ha creado un foro especial para atender las quejas de los samis). Por mi parte, si se trata de adoptar estas medidas de representación excepcional de grupos excluidos por medio de formas de discriminación positiva, en principio estas aunque excepcionales, parecen compatibles con la democracia constitucional. Sin embargo, persiste la duda de la forma en que se pueden incorporar los trabajadores u otros sujetos a la «sala de máquinas» constitucional sin generar una forma de democracia popular que se distancia del modelo republicano, democrático y liberal.

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Sobre este tema de las fallas en la representación de la democracia constitucional ha reflexionado recientemente Robert Post y ha mostrado que los ciudadanos, al momento de ser elegidos para un cargo público, se identifican de manera excesiva con sus partidos políticos y se desafectan del electorado y del interés general que deben servir. Los partidos políticos responden a los intereses de las empresas y personas ricas que los han financiado, y han fallado los intentos de utilizar a los medios de comunicación y la opinión pública para limitar esta desmedida influencia del dinero en la política (Post 2014, 62). Por eso, a pesar de reconocer que estas críticas pueden justificar la adopción de formas especiales de representación y reconocimiento, tales como cuotas o derechos especiales o tribunales o instituciones que acojan los problemas de algunos grupos marginales, no creo que se justifique la sustitución del sistema de representación democrática, y cambiar la «sala de máquinas» donde se toman las decisiones en la democracia constitucional, por una forma de representación funcional o corporativa, sea este último conformado por trabajadores u otros grupos desaventajados (Young 1989, 250-251, 258, 261 y 271), (Kartal 2001-2002, 101-130). Adicionalmente, como ya se ha hecho notar, las formas de periodificación de la historia latinoamericana que ha propuesto Gargarella, y al menos en cuanto a su aplicación a la realidad chilena, muestran sus limitaciones. Su mayor defecto es que el profesor Gargarella no parece dar cuenta con claridad del poderoso movimiento antirepublicano, contrario a la democracia constitucional y antiliberal que se inicia en el siglo XX y que también hunde sus raíces en parte del constitucionalismo social. Este movimiento lo ha explicado Sofía Correa en su trabajo El pensamiento en Chile en el siglo XX bajo la sombra de Portales, y al respecto concluye: A pesar de las diversas corrientes doctrinarias que es posible diferenciar, el pensamiento en el siglo XX en Chile, tiene en común su distancia y rechazo al liberalismo, a pesar que éste había constituido la base doctrinaria para que en el siglo XIX se hubiera podido construir una sólida institucionalidad pública y acrecentar la riqueza económica[…] El rechazo al liberalismo entre los pensadores del siglo XX toma diversas expresiones: nacionalismo, corporativismo estatal o societal, reformismo estructuralista, socialismo y neoliberalismo. A pesar de su diversidad comparten entre sí rasgos comúnes (Correa 2004, 300).

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La propuesta del constitucionalismo republicano como tipo ideal y tradición Es tarea imposible el terminar con todas estas controversias, que se refieren a las valiosas contribuciones que han intentado analizar los rasgos principales y la forma de nuestro constitucionalismo. Al intentar sintetizar estas observaciones, se puede concluir al igual que Nicola Matteucci, que el desarrollo del constitucionalismo y por ende del republicanismo es un «tipo ideal para reflexionar sobre la realidad histórica o una categoría analítica para sacar a la luz y mostrar aspectos particulares de la experiencia política» (Matteucci 2010, 287). Es decir, para Matteucci, el constitucionalismo o el Derecho Constitucional, no es sólo una disciplina académica que tiene por objeto estudiar los presupuestos del poder político en un Estado determinado, sino que, además, es una propuesta normativa de la realidad política general. Y como ya se ha indicado, el trabajo intelectual del constitucionalismo chileno ha tenido, en palabras de Matteucci, un interés no sólo por «quién sino por cómo se debe decidir en política y en el procedimiento jurídico que hace legítima una decisión para los súbditos» (Matteucci 2010, 23). Al observar desde el punto de vista del tipo ideal del constitucionalismo, que nos propone Matteucci, la evolución del republicanismo chileno, articulado en los cinco períodos que sugiero más arriba, se puede concluir que este movimiento intelectual y político, no tiene su origen ni termina en una Constitución en particular. Se trata de un largo proceso que se origina en las deliberaciones de los patriotas en los albores de la Independencia, en los escritos de Camilo Henríquez, Juan Egaña, José Joaquín de Mora y Andrés Bello, en la docencia de Jorge Huneeus, en los textos de Manuel Carrasco Albano, Alcibíades Roldán y Valentín Letelier. Se trata también de una concepción más actualizada, como la que ha elaborado Gabriel Amunátegui. Todas estas formas de pensar el Derecho Constitucional se desarrollan principalmente en y desde la Universidad de Chile, como un esfuerzo que pretende dar una explicación mediante el uso de categorías doctrinarias o del uso de uno o más tipos ideales, del ordenamiento constitucional positivo chileno y siempre con la idea de maximizar la aplicación de los principios republicanos de dignidad, igualdad, libertad y democracia. Más recientemente se ha producido también una revalorización de la tradición republicana de raíz cristiana, como en algunos profesores y egresados de la Universidad Católica como Eduardo Frei Montalva o

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Raúl Silva Henríquez, o la acción por la defensa de la derechos humanos que realizó la Vicaría de la Solidaridad durante la dictadura militar del general Pinochet (Zapata 2015, 75-91). La historia se escribe en el tiempo presente con el objeto de estudiar el pasado y comprender todo aquello que es propio de los seres humanos (Bloch 2003, 70-74). A partir de lo que sabemos hoy, si pretendemos entender cuáles son los principales rasgos de la historia chilena, podemos concluir que han existido tiempos marcados por el autoritarismo y la dictadura. Esto ha sucedido en Chile al menos en tres periodos diferentes: a) primero, entre 1814 y 1818, durante la ocupación del ejército español en la reconquista española; b) segundo, desde 1924 y hasta fines de 1932, en una sucesión de golpes militares y gobiernos de facto y, finalmente; c) tercero, desde septiembre de 1973 y hasta marzo de 1990, durante la dictadura militar que comandó Augusto Pinochet. En esos tres periodos se restringió la libertad, la igualdad y la dignidad de las personas y/o se expresaron ideales contrarios al republicanismo. En este último periodo, el más reciente, la dictadura militar se propuso una forma política nueva para sustituir, al menos parcialmente, los ideales republicanos y la democracia representativa chilena. Durante estos tiempos, existió en Chile un sistema jurídico que incluyó una versión del derecho público, administrativo, e incluso en el último periodo dictatorial a partir de 1980 se orquestó un remedo de Derecho Constitucional, que tuvo por finalidad legitimar y especializar el ejercicio del poder y asegurar ciertas formas de dominación y sometimiento de las personas (Barros 2002, 1-116; 323-325). Al mismo tiempo, a partir de 1973 y hasta 1990, se reconocieron ciertos derechos de contratación y propiedad, y se proscribió la plena expresión de los principios y valores del Derecho Constitucional republicano y democrático. Pero la historia de Chile no ha sido puro autoritarismo y dictadura. También la libertad, la igualdad y el reconocimiento de la dignidad humana y la democracia, se han manifestado en al menos cinco momentos principales. La historia de estas cinco repúblicas chilenas y de sus principales características, es el objeto de este trabajo. Se entiende por republicanismo como tipo ideal mucho más que una propuesta política alternativa a la monarquía. La república como tipo ideal político, existió en la Antigüedad y en la Edad Media, y tiene un origen anterior a los principales adelantos políticos de finales del siglo XVIII, que son el constitucionalismo y la idea de democracia representativa o constitucional. El constitucionalismo ha consistido en un movimiento político e intelectual que surge en su

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forma contemporánea a finales del siglo XVIII, y que tiene como objeto limitar el poder público y privado, mediante el derecho, y conciliar el poder del Gobierno, con la libertad y la igualdad de los ciudadanos (Cristi y Ruiz-Tagle 2006, 29). El constitucionalismo republicano puede fijar la fecha de su nacimiento al tiempo de la creación de la democracia representativa que se produce en EE.UU., en el proceso de redactar y adoptar la Constitución Federal de 1787. Desde finales del siglo XVIII y hasta nuestros días, la forma jurídica o legal en que se han expresado los ideales del republicanismo se confunde con el constitucionalismo, sin perjuicio de que también podamos identificar formas del constitucionalismo, que son conservadoras, autoritarias, liberales o incluso más radicales o de inspiración jacobina (Gargarella 2005, 2-3 y Correa 2004, 300). El constitucionalismo republicano, que sirve de inspiración a este libro, es un conjunto de ideales normativos, una aspiración moral y un tipo ideal, que sirve para modelar y organizar la política. Entre sus rasgos más políticos y jurídicos, está la idea de concebir la política como una actividad colectiva y ciudadana, que debe estar sometida al derecho, el valorar la separación de funciones del poder, y el compromiso con ciertos valores, tales como, la igualdad política y la educación pública, la búsqueda del interés general o del bien común, y una forma social y relacional de entender la ontología humana, los derechos y la propiedad, que es contraria al individualismo (Cristi y Ruiz-Tagle 2006, 12 y Cristi y Ruiz-Tagle 2014, 21). También implica aceptar la idea de que todo ciudadano junto con sus derechos tiene que cumplir ciertos deberes, tales como atender su educación obligatoria, pagar impuestos, responder al censo, informarse de lo que sucede en su comunidad y participar en la esfera pública (Kartal 2001-2002, 124). Hoy, a principios del siglo XXI, resulta difícil imaginar una expresión de republicanismo político que no sea democrático, y que no se inspire en el paradigma de la democracia constitucional y representativa. Por democracia representativa o constitucional se entiende la idea de un sistema en que gobierna la mayoría del pueblo, que al mismo tiempo respeta los derechos de todos los ciudadanos y que promueve la inclusión y la participación política de las minorías (Ruiz-Tagle 2006, 69). Por los mismos motivos se ha criticado cierta tradición militarista, dictatorial o de caudillos en América Latina, y de Chile en particular, en tanto supuestas negaciones del modelo republicano. Advertimos eso sí, que hay ideas sofisticadas, e incluso jurídicas o constitucionales, que han servido para justificar las dictaduras. Las dictaduras, en cualquiera de sus

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formas y modalidades, se distinguen de las experiencias republicanas, en la medida que se alejan de los ideales de sometimiento del poder al derecho y la división de sus funciones, de ciudadanía inclusiva, de no dominación y no luchan contra las formas de la concentración del poder, batallas que son propias del republicanismo actual. Además, las dictaduras se disfrazan como si fuesen repúblicas al adoptar estructuras formalistas semejantes al constitucionalismo, para así ganar a su favor el prestigio asociado a las formas jurídicas y políticas republicanas (Loewenstein 1982, 368). También es importante identificar la ambigüedad que surge de reconocer la conducta de muchos militares o caudillos que en la instalación, o en la consolidación de las nuevas experiencias republicanas, tuvieron actuaciones circunstanciales destacadas, que muchas veces parecen contradecir los principios republicanos. Basta considerar a este respecto el caso de Simón Bolívar, o el de Bernardo O’Higgins, quienes inspirados en principios republicanos trabajaron por la derrota de la monarquía española, pero que al momento de organizar la nueva vida política actuaron como dictadores (Vicuña Mackenna 1976, 68-122 y 241-298). Esta ambigüedad está siempre latente, porque las ideas no se dan en estado puro en la historia, y explica también por qué se incluye en este trabajo entre las formas republicanas en su modalidad mínima, la experiencia autoritaria en la que participa Diego Portales a partir de 1830, y a pesar de sus rasgos dictatoriales, el valor republicano que se asigna a la crisis y guerra civil del presidente José Manuel Balmaceda en 1891. Se puede dudar con toda legitimidad, si estas formas de expresión autoritarias contribuyen de modo efectivo a consolidar los ideales republicanos o son formas autocráticas que se escudan en un republicanismo de fachada. Estos remedos jurídicos y políticos han restringido y falseado los derechos fundamentales y las funciones que en verdad corresponden a los órganos constitucionales, y muchas veces exhiben formas jurídicas muy complejas de especialización de funciones, que son particularmente intrincadas e inaccesibles al ciudadano común (Barros 2002, 315-322). En este estudio también debemos criticar por comparación y por contraste el origen y el carácter antirepublicano, del neoliberalismo y del neopresidencialismo autoritario, que existe hoy en Chile. Las ideas del neoliberalismo y neopresidencialismo se han incubado y acentuado en Chile en el periodo que va desde 1973 hasta 1990. En este contexto, el neoliberalismo surge como una reacción conservadora a mediados

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del siglo XX y en este mismo periodo se puede apreciar cómo este resurgimiento del neoliberalismo en EE.UU. y Europa ha significado una reinterpretación del Derecho Constitucional (Purdy 2014, 195-213). Sobre la amplitud del proyecto neoliberal y la multiplicidad de sus implicancias más actuales, el profesor de Duke, Jeff Purdy, ha escrito lo siguiente: El neoliberalismo de hoy se concentra en las formas de autonomía que son más características del capitalismo del siglo XXI que las de siglos pasados; vender datos; tomar decisiones de consumo, y en términos más generales, decidir cómo gastar dinero, para satisfacer las preferencias personales[…], este nuevo conjunto de actividades ha creado una nueva versión de las libertades económicas constitucionales, la mayoría de las cuales son ancladas en la Primera Enmienda (Purdy 2014, 197-198).

El neoliberalismo en ningún caso agota todas las vertientes del conservadurismo, sino que busca limitar la acción estatal para promover la libertad económica, que siempre necesita de un grado de desigualdad y que es la base de todos los demás valores. Por contraste con el neoliberalismo, el liberalismo se concibe como una actitud política e intelectual de sospecha frente a todas las formas de poder público y privado y como una afirmación de la libertad y de la igualdad de las personas. El liberalismo entendido en este sentido se vincula con las ideas republicanas y con su faz o cara jurídica que es el constitucionalismo. Así entendido, el liberalismo considera valioso el poder del gobierno constitucional y representativo y le reconoce la función de asegurar la dignidad, la libertad y la igualdad de todas las personas, y en este rasgo principal se diferencia del neoliberalismo. El intento antirepublicano y anticonstitucional de inspiración neoliberal, tuvo un carácter fundacional en la dictadura que inaugura Augusto Pinochet a partir del golpe de Estado de 1973. Desde luego, y tal como ha explicado Roberto Castillo, esta dictadura se atribuye un carácter «salvífico y protector» sobre el ejercicio y titularidad del poder (Castillo Sandoval 2007). Esta idea, diferencia la dictadura de Pinochet, incluso de la concepción conservadora tradicional, que es más pragmática y a veces hasta hedonista, y que distingue a otros políticos autoritarios chilenos, tales como Diego Portales. Y aunque pueda encontrarse un mayor número de muertos en las batallas de la guerra civil de 1891 de Con-Con y Placilla, en comparación con los desaparecidos del periodo que va de 1973 a 1990, la diferencia entre

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1891 y 1973 estriba en que el proyecto fallido del presidente Balmaceda trató de resolver por medios violentos y definitivos una controversia constitucional existente. El presidente Balmaceda no trató de fundar un nuevo orden antirepublicano, ni un nuevo modelo político y económico, como es el caso del golpe de Estado y la dictadura que se inicia en 1973, cuya influencia parcial subsiste hasta nuestros días. En un escenario de guerra fría como el que existió antes del golpe de Estado de 1973, a pesar de la evidente intervención militar en Latinoamérica, no bastaba con tomar el aparato público, sino que hay una intención de establecer un diseño que va más allá del efectivo control de la fuerza y los poderes del Estado, que subsista una vez se vayan los militares. Se buscó alterar la agenda legislativa y constitucional e introducir formas de control del proceso político, en combinación con instrumentos o mecanismos de poder propios, ya sea del mercado financiero, el neoliberalismo (experimental en nuestro caso, ya que es pionero) y la introducción (paradójica) de elementos morales al entramado institucional que habían sido «superados» en las repúblicas anteriores. Estos elementos le dan profundidad y resistencia al proyecto de la Junta Militar de 1973, más que la violencia misma, lo que no implica minimizar ni menos justificar en ningún caso ni la más mínima violación de derechos humanos y libertades de la población. Es un proceso, en fin, más tecnificado y más sofisticado, menos evidente y más efectivo y peligroso que se construye como alternativa en contra de los ideales republicanos. Se trata de un discurso violento y deslegitimador del orden republicano, que instaura una versión militarizada de terrorismo de Estado, y que organiza una dictadura que se propone fundar un nuevo orden político autoritario. Los partidarios de la dictadura se presentaron de modo simulado, inicialmente como protectores de la Constitución de 1925, una carta fundamental que en verdad destruyen. Esta simulación política se utiliza fundamentalmente para propósitos de propaganda y para darle legitimidad política a la dictadura y al nuevo orden autoritario que surge a partir de septiembre de 1973, que produce como efecto recurrente, que los ciudadanos de Chile se crean hasta ahora habitantes de un país ajeno. El liberalismo republicano chileno anterior a 1973 tenía muchos defectos y un déficit democrático; y es verdad que en su inspiración había sido en gran parte antirevolucionario, y había tenido momentos similares a las experiencias bonapartistas. También ha asumido una forma política que evoca las ideas de Alexis de Tocqueville, porque

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desde su particular punto de vista se ha mirado con nostalgia la reasignación de los privilegios y sospecha de las consecuencias de la igualdad (Tocqueville 1981, 556-568). La historia política chilena se complica todavía más porque ha existido una alianza cívico-militar entre presidencialismo autoritario y fuerzas armadas deliberantes, que se remonta desde al menos 1810 hasta 1870, que ha sido revivida entre 1924 y 1938, y entre 1952 y 1958, para aparecer consolidada a partir de 1973, hasta nuestros días. La influencia militar en la conformación y funcionamiento de la Cuarta República, y en la imposición de la doctrina de la seguridad nacional en la Quinta República chilena ha afectado la noción de los derechos ciudadanos y validado la forma híperpresidencialista de los órganos constitucionales. En demasiadas ocasiones se nota la influencia de los generales Ibáñez y Pinochet y de otros exponentes de esta alianza cívico militar durante el siglo XX en Chile. A pesar de esta alianza cívica militar de connotación antirrepublicana, desde el punto de vista social y de la identificación del sujeto histórico característico de la política chilena, conviene anotar que las ideas republicanas han sido por definición inclusivas y admitido la posibilidad de una sociedad mixta, en que convive la elite con todas sus formas privilegiadas, junto con la expresión popular ciudadana. La diversidad de sujetos y formas de vida, que incluye la elite y los sujetos populares, se legitiman y retroalimentan mutuamente en el espacio público y privado. Es verdad que las cinco repúblicas, que han existido en Chile hasta ahora, han sido una serie de proyectos que han beneficiado principalmente a la elite, pero han existido también momentos que han permitido la expresión y aceptación de diversos sujetos populares en sus más variadas formas de expresión. Esta convivencia y mutua tolerancia se refiere no sólo a los valores y normas de la sociedad, sino también a principios, prácticas, formas culturales y símbolos de los grupos más diversos e incluso de sectores marginales de la sociedad chilena. La afirmación del protagonismo exclusivo de la elite, o de uno o más sujetos populares en carácter de vanguardia histórica, implica una valoración parcial de la experiencia republicana y negarle valor al derecho y al sistema jurídico y político que se ha construido en nuestro país. Esta interpretación, es afirmación radical de la precariedad del derecho y de la política, y de su carácter integrador, y constituye una equivocada y excesiva expresión de desconfianza. Las repúblicas, y el derecho del Estado que las han sustentado, han sido proyectos colectivos más grandes y valiosos que las elites que las han dirigido, y

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han tenido más fuerza, para asentar un modo de convivencia pacífico, que la que el sujeto popular quiera prestarle. Las cinco repúblicas chilenas han permitido la convivencia en paz de una ciudadanía cada vez más numerosa, y han sido formas políticas y jurídicas que han garantizado una vida civilizada a grupos y personas con proyectos de vida muy diversos. Es cierto que el constitucionalismo y el derecho chileno no son una construcción social «sólida» si se la compara con los valores que debiese encarnar. Nuestro sistema jurídico no se organiza de acuerdo a los parámetros de la lógica, y en todo momento se ha dejado influenciar por las concepciones que ha tenido la elite sobre las ideas políticas, la religión, la economía, etc. Pero de ahí a pensar que el sujeto privilegiado de elite le ha podido atribuir cualquier valor, por su solo y simple arbitrio a todas las normas y principios del sistema jurídico, y que ha podido cambiar de modo discrecional nuestra historia, es mucha petición de principio. Si se acepta la noción de que la elite por capricho define las formas de nuestro derecho y política, pierde todo su sentido el valor persuasivo de los ideales republicanos. La misma conclusión se sigue de pensar que sólo los sujetos populares construyen la historia, es pensar que todas las formas de expresión cultural se transforman en simples ejercicios de cinismo, en fachadas de dominación. Esta idea tan extrema, parece errada y no encuentra sus fundamentos en la realidad de nuestra historia política, porque las elites y los sujetos populares comparten el poder y los beneficios de nuestra sociedad con otros sujetos, y se interrelacionan entre sí desde muy temprano en nuestra historia, y entre ellos encontramos artesanos, funcionarios, profesores, propietarios rurales, etc., quienes forman la base de la clase media chilena (González 2011, 365-370). El republicanismo tampoco puede validar siempre como justa la decisión que se impone en nombre de la regla de mayoría, porque exige respetar la participación y los derechos de las minorías, sean estos derechos de la elite, o de uno o más grupos marginales o de los sujetos populares, que pueden estar excluidos arbitraria e injustamente de la sociedad. El derecho, en esta perspectiva republicana, se piensa como ligado a explicaciones filosóficas, históricas, sociológicas, económicas y culturales. El derecho es parte de la cultura y no se puede reducir a un simple sistema de control del poder de carácter técnico positivo, con rasgos maquinistas y automáticos. El derecho siempre debe responder a ciertos valores, proteger ciertas creencias y promover ciertas actitudes que la sociedad considera valiosas, y entre las más valiosas están las formas republicanas.

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Por eso el constitucionalismo supone dar una respuesta a la relación entre el derecho, la política y sus instituciones. Porque en primer término, el concepto de «política» puede concebirse de un modo más amplio que el de «derecho», en el sentido que incluye aspiraciones que no pueden ser impuestas coercitivamente. Una decisión basada en un criterio político, toma en cuenta intereses no representados ante el órgano que decide por ninguna de las partes involucradas en el caso, y puede incluso darles preferencia. En este sentido, la idea de derecho es más restringida que la idea de política, ya que considera fundamentalmente los intereses individuales o de grupos enfrentados entre sí o que se distinguen de la colectividad. Por otra parte, y aparentemente de modo contrario a lo anterior, la política se refiere a las cuestiones comunes y a un modo pacífico de resolución de conflictos. El derecho expresa primariamente la idea de intereses particulares. La palabra derecho implica la resolución de disputas y conflictos entre individuos o entre grupos y personas particulares con propósitos, preferencias o intereses distintos. Sin embargo, es también posible concebir el derecho como una política sancionada o autorizada públicamente, y una determinada política requiere para su consolidación expresarse en la forma de los derechos. Sin embargo, las normas del derecho, y las políticas interactúan moldeándose mutuamente. Así, algunas políticas no pueden ser llevadas a cabo cuando existen determinadas disposiciones o formas del derecho, y algunas partes del derecho no se pueden cumplir debido a la existencia de políticas que impiden su aplicación (Ruiz-Tagle 2001a, 55-57). Además, es pertinente considerar que existen importantes diferencias comparativas en el modo en que el derecho y la política son percibidos en Europa, y por cierto en Latinoamérica, en Inglaterra y EE.UU. En este último país, el derecho no es percibido tanto como un cuerpo de doctrina (como en Europa o incluso el Reino Unido), sino como un instrumento de las políticas económicas y sociales. Las formas en que la política se incorpora al derecho varían de acuerdo a las características de cada sistema legal. Para ilustrar esta inestable relación entre derecho y política, podemos imaginarlas como dos esferas que se tocan en sus márgenes y en que cada una de ellas intenta incluir o incorporar enteramente a la otra. La política y el derecho se vinculan entre sí, en una forma que da origen a un conjunto determinado de instituciones, y es en este contexto que surge el ideal normativo del constitucionalismo republicano o sus remedos o mimetismos, que se expresan en las formas del constitucionalismo autoritario.

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Al reconocer la precariedad de la experiencia constitucional chilena, es importante considerar que nuestro constitucionalismo no es un fenómeno aislado, porque está expuesto a un proceso continuo de influencias mutuas. De partida, los inicios del Derecho Constitucional son comunes a América y Europa. Este desarrollo simultáneo del Derecho Constitucional se explica por la influencia que reconoce el constitucionalismo europeo de la experiencia norteamericana. Sin embargo, ni en Europa, ni en EE.UU., se reconoce la influencia del constitucionalismo latinoamericano. A este respecto, en EE.UU. y en Europa sólo se menciona como relevante y distintivo el constitucionalismo que emana de la Constitución de Querétaro adoptada en México en 1917. En cambio, en los países latinoamericanos, la influencia de Europa y de EE.UU. en materias constitucionales es ampliamente reconocida.

La idea de las cinco repúblicas y de la tradición constitucional chilena comparada En esta obra me he inspirado en algunos estudiosos de la historia y del derecho público francés, que han explicado la sucesión de experiencias políticas que caracteriza su país a partir de la idea de una pluralidad de repúblicas. Por supuesto que todos estos intentos de ordenación y taxonomía pueden ser controvertidos, particularmente en cuanto a la valoración del periodo de la Revolución francesa y de sus características republicanas, democráticas y constitucionales (Duverger 1970, 505606); (Furet 1983, 173-211) y, (Favoreau et al. 1998, 289-321). A pesar de las controversias que circundan a estas explicaciones plurales de la historia francesa, ha sido útil inspirarse en ellas para entender mejor las formas de nuestra historia chilena. Estas ideas nos sirven para analizar y ayudar a entender nuestra historia constitucional, tanto en la conformación de las instituciones políticas como en los derechos ciudadanos. Con estas ideas además se puede distinguir entre las fuentes de inspiración de nuestras experiencias políticas, y destacar por comparación, sus semejanzas y diferencias más significativas. Por eso, nos hemos dejado influir por estas reflexiones y hemos usado esta taxonomía y la pluralidad de periodos históricos que la forman. Pienso, que a pesar de nuestro déficit democrático en materias políticas, en Latinoamérica y particularmente en Chile, la opción republicana no es sustituida de manera estable por ninguna otra forma de gobierno. Por ejemplo, el periodo de la Reconquista española, que va de 1814 a 1818, aunque afecta el optimismo de los patriotas, no altera el camino iniciado en Chile en 1810, que se consolida en definitiva en la Primera

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República chilena. Las revueltas que se iniciaron contra el gobierno y el orden establecido, a mediados del siglo XIX, algunas promovidas por el ideario de la Sociedad de la Igualdad, como se puede apreciar en el texto de la carta que en 1852 escribe desde la cárcel, Santiago Arcos a Francisco Bilbao (Arcos 1989, 57-114), e incluso la guerra civil de 1891, interrumpen la vida política normal, pero no generan una nueva forma republicana sustancialmente diversa en cuanto a los derechos y la estructura del poder constitucional. Son interrupciones antirepublicanas de más largo aliento las que se dan entre 1924 y 1932, y entre 1973 y 1990. En estos dos últimos periodos, es tal la fuerza de la alteración de la política republicana constitucional normal, que en ambos casos se genera, al término del período, una nueva etapa republicana que se distingue de la anterior por la forma de los derechos y por su forma de organizar el Estado. Sabemos ya que desde finales de 1932 surge en Chile una forma de entender los derechos que enfatiza su aspecto social y que se propone ampliar el derecho de sufragio para darle una organización de base democrática del poder político, que se combina con una gran preeminencia presidencial. Es la República Democrática, que existió en Chile desde 1932 hasta 1973. A partir de 1990 y hasta nuestros días, en Chile se asienta la influencia del neoliberalismo, que consagra derechos para impedir la interferencia estatal y que concentra el poder público todavía más en la Presidencia de la República. El concepto antiestatal de los derechos y la forma neopresidencialista o híperpresidencialista, es la estructura de distribución del poder que caracteriza la República Neoliberal en la que vivimos desde 1990. En definitiva, en Chile el constitucionalismo liberal, democrático y republicano es el más sustancial de nuestros esfuerzos colectivos en materia de derecho, a pesar de no haber llegado a ser un conjunto de ideas profundamente arraigadas y condicionadas históricamente acerca de la naturaleza y de la función del derecho en la sociedad y de la forma de gobierno, acerca de la operación de un sistema jurídico, y acerca del modo de crear, aplicar, estudiar y enseñar, y perfeccionar el derecho (Merryman 1971, 15). Muchas veces, nuestro constitucionalismo se ha visto reducido a un esfuerzo individual, fragmentario y esporádico, que no se organiza como una transferencia sistemática de ideas entre generaciones, un rasgo que es propio de las tradiciones académicas o políticas, que llegan a constituirse como tal (MacIntyre 1990, 158-169). Por esporádico y circunstancial que sea el constitucionalismo chileno, sus ideas más importantes y duraderas se han fundado en principios republicanos, democráticos y liberales.

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La circunstancia de haber tenido cinco repúblicas en Chile, no supone renunciar a la posibilidad de aceptar con más simpatía algunas de estas experiencias históricas y rechazar otras. La riqueza y la diversidad que se dió entre cada una de estas repúblicas hasta llegar a nuestros días, a la contemporánea Quinta República, son objeto de admiración y también de crítica. La taxonomía y periodificación histórica que aquí se propone, se apega al carácter amplio y diverso del republicanismo en Chile, que manifiesta una cierta unidad en lo más básico, pero en ningun caso, homogeneidad ni continuidad en lo accidental. Su unidad esta marcada por interrupciones y saltos, y su taxonomía y periodificiación no hace más que reflejar sus etapas, sus rasgos principales y sus avances y retrocesos. Podría argumentarse que el periodo del ministro Diego Portales no es republicano por su autoritarismo, o que algunas formas del socialismo estatista y revolucionario de la Unidad Popular, difícilmente se concilian con el republicanismo. Sin embargo, durante Portales las elecciones se realizan, y se respeta el derecho, lo que implica la existencia de una república en su mínima forma de expresión. Por su parte, durante la Unidad Popular aparecen formas de democracia participativa y avances sociales que buscan profundizar la igualdad de oportunidades, que son aspiraciones fundamentalmente republicanas. Es posible, además, explicar las características de los cinco periodos republicanos chilenos por el contrapunto que presentan con los gobiernos de facto que se dan entre los años 1814 a 1818; 1924 a 1932 y 1973 a 1990. Por ejemplo, entre 1814 y 1818 la Reconquista española reinstaura el principio monárquico en el territorio de Chile, se cancela la idea de autogobierno y se restringe la noción de pueblo chileno, y de ciudadanos chilenos independientes de la metrópoli española. Entre 1924 y 1932 se suceden golpes militares que clausuran el Congreso, restringen los derechos ciudadanos e imponen la voluntad autocrática de los militares en la esfera pública. Entre 1973 y 1990 se instala una dictadura de derecha que cierra el Congreso, atribuye el poder constituyente a los representantes de las fuerzas armadas y gobierna con regímenes de excepción incurriendo en severas violaciones a los derechos humanos. El objeto de este estudio no se concentra en el examen de las dictaduras o gobiernos de facto que han existido en Chile, ni menos igualar sus formas de mimetismo político con los gobiernos repúblicanos, sino todo lo contrario. Se ha intentado una explicación de las características propias de cada una de las experiencias políticas republicanas que hemos tenido en Chile, algunas más democráticas que otras, por su

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forma más distintiva de organizar el Estado, de reconocer los derechos de sus ciudadanos y por la caracterización de sus principales sujetos políticos. Estas serán materias que abordaremos en las seis secciones siguientes. Utilizamos el método del derecho comparado como una forma de análisis que describe y analiza las diferencias y/o semejanzas que existen entre un principio, una norma o una institución jurídica y su manifestación en uno o más sistemas de derecho (Ruiz-Tagle 2008, 92-93). Tendremos en cuenta la idea de Mirjan Damaska que considera las formas de la autoridad, como especialmente indicativas de lo que debe ser objeto del derecho comparado y particularmente la estructura y función de la autoridad del Estado (Damaska 2000, 9-32). La comparación busca tener una mejor comprensión de nuestra formas de gobierno, nuestros derechos y los actores o sujetos políticos principales que participan en cada periodo histórico. La comparación está centrada en las carácterísticas de nuestras formas republicanas, tal como se han expresado en las distintas etapas de la historia de Chile, particularmente en lo que se ha periodificado con el nombre de cinco repúblicas. También se usan referencias a principios, normas e instituciones de otros países con el objeto de compararlas con nuestra realidad jurídica y política, y se considera la solución foránea como modelo, o para contrastarla con nuestra realidad para entender mejor las experiencias republicanas que han existido en nuestro país, y para encontrar en el futuro algunas soluciones que pueden ser razonables para Chile (Schlezinger 1980, 1-45).

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2. Primera República. La República Independiente (1810-1830)

Desde un punto de vista comparativo, hay factores comunes en la independencia latinoamericana y la estadounidense. En ambos casos se trató de una separación con respecto a una metrópolis que imponía restricciones económicas a sus colonias; además, los dos procesos fueron movimientos de elite influidos por las ideas de la Ilustración (Keen y Wasserman 1984, 146-147 y Wood 1969, 3-10). La independencia chilena, y particularmente el periodo que le sigue de guerras civiles entre patriotas, se explica por la fuerza de la reconquista española y el carácter menos tolerante de los latinoamericanos, que es semejante en su brusquedad a los cambios de la Revolución francesa (Irisarri 1946, 27). Comparada con otros procesos latinoamericanos de emancipación, la independencia chilena tiene rasgos propios y originales, porque Chile parecía la colonia menos preparada para independizarse por su pobreza, su atraso y su falta de atención por parte de la metrópolis (Barros Arana 1962, 384). En su origen el caso chileno, igual que el resto de Latinoamérica, se desencadena en parte por una causa externa, esto es, por la acefalía de la metrópolis causada por la invasión napoleónica. A partir de ese momento de ruptura, se impone progresivamente el argumento que justifica la Independencia por la desigualdad social entre peninsulares y criollos vista a través de las nuevas ideas que se importan de Estados Unidos y Francia (Estévez 1949, 17-18; Blanco White 1810, citado en Goytisolo 2010, 104-105). Gabriel Amunátegui denomina la Primera República chilena como la etapa de los «ensayos» constitucionales. Los ideales republicanos de sometimiento al derecho, separación de funciones del poder, control de las mayorías, respeto de los derechos de las personas e inclusión política, todavía no están presentes en forma madura. Amunátegui detecta esta indefinición inicial del republicanismo en Chile y señala al respecto que:

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La evolución institucional de Chile [se orienta] hacia la realización de su gobierno democrático y, dentro de esa evolución, [demuestra] el decidido propósito de procurar que armonicen, el gesto revolucionario, con el principio legitimista (Amunátegui 1951, 188).

La Primera República chilena, como proyecto político constitucional, se inicia con la reunión de la cual da cuenta el Acta del Cabildo Abierto del 18 de Septiembre de 1810. En ese momento se revisa el vínculo colonial con España y, aunque no se proclama la Independencia, ni se adopta una forma republicana, se trazan las primeras líneas de una forma de autogobierno en Chile. Nuestra Independencia se declara formalmente más tarde, con la Proclamación de la Independencia de Chile del 12 de febrero de 1818, que así lo señala explícitamente y donde se crea una nueva unidad política. La forma propiamente republicana se perfecciona y se consolida sólo más tarde con la promulgación de la Constitución de 1828. La Primera República recorre así tres fases: la fase inicial, que constituye propiamente el intento de organizar el autogobierno y que va desde 1810 hasta 1814; la segunda fase o fase media, que declara expresamente nuestra independencia política, pero cuyas instituciones muestran un espíritu autocrático que incluye intentos de combinación con formas legitimistas protomonárquicas, y que se extiende entre 1818 hasta 1823; y, la tercera fase o final, que asume más decididamente la forma republicana de gobierno, y que comienza en 1823 para finalizar en 1830. El Acta del Cabildo Abierto señala que tal como el gobernador de Cádiz «depositó toda su autoridad en el pueblo para que acordase el gobierno más digno de su confianza» (Diario Oficial 2005, 35), el Conde de la Conquista ha procedido de igual manera. En ningún caso podría decirse que, en 1810, el pueblo ha asumido el poder constituyente. El Acta declara formalmente que la Junta de Gobierno que ha elegido el pueblo jura su lealtad a Fernando VII. Se trata, por tanto, de un gobierno provisional que reconoce y afirma la legitimidad monárquica y que busca una nueva forma de organizar el poder. Es cierto que en el Acta encontramos un discurso republicano mezclado con una retórica escolástica y legitimista. Sin embargo, esa confusión no debe hacernos rechazar este periodo como el inicio de la Primera República, porque como bien advierte Alfredo Jocelyn-Holt, se trata de una afirmación de autonomía política (Jocelyn-Holt 1999, 164-165). Como consecuencia de dicha autonomía, el 4 de julio de 1811, se reúne, en su primera sesión, el primer Congreso Nacional. En el Sermón que redacta Fray Camilo Henríquez para esa oportunidad, se dispone

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que este Congreso se constituye como asamblea constituyente, con la finalidad de establecer una Constitución. Henríquez afirma que, a partir de la disolución de la monarquía española, sus colonias deben asumir la defensa de la nación, la religión, el honor y la propiedad. Según Henríquez en ausencia del rey, solo una Constitución puede asegurar la salvaguardia de estos bienes porque: Más, como tan grandes bienes no pueden alcanzarse sin establecer por medio de nuestros representantes una Constitución conveniente a las actuales circunstancias de los tiempos, esto es, un reglamento fundamental que determine el modo con que ha de ejercerse la autoridad pública […] podremos ya pronunciar a la faz del universo las siguientes proposiciones. Primera proposición: los principios de la religión católica, relativos a la política, autorizan al Congreso Nacional de Chile para formarse una Constitución. Segunda proposición, existen en la nación chilena derechos en cuya virtud puede el cuerpo de sus representantes establecer una Constitución (Diario Oficial 2005, 40-41).

Henríquez afirma la doctrina católica según la cual toda autoridad deriva de Dios, y cita a San Pablo, Romanos 13, 1: Non est potestas nisi a Deo. Su argumento intenta demostrar que la destrucción de la monarquía en España significa que esa autoridad se ha transferido al pueblo. Henríquez no hace sino confirmar lo que se reconoce ya explícitamente en el Acta del Cabildo Abierto. Sin embargo, cuando Henríquez inaugura el Congreso Nacional, la situación es muy distinta a la que se produce en la Junta de Gobierno de 1810. En 1810 se pretendía organizar un nuevo gobierno que sea leal al rey destituido. En 1811, en cambio, se constituye un Congreso como órgano independiente de España y con carácter representativo de los chilenos, y se quiere formar además una nueva Constitución que sirva para gobernar Chile. Se trata del primer órgano republicano de gobierno constituido en Chile que expresa un primer concepto de ciudadanía y quizás también de la nación chilena.

El contexto previo y la construcción de la ciudadanía La ciudadanía, a partir de la Revolución francesa se piensa como una idea nueva que manifiesta la expresión pública de una especie de familia idealizada. Es una forma estereotipada que se construye para relacionar personas de sexo diferente y de posición social y económica diversa, que se supone comparte como un rasgo indivisible, una identidad común. La ciudadanía es concebida como una reciprocidad

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sublime entre el individuo y una supuesta voluntad general que vincula a las personas a pesar de sus diferencias, como cuerpos iguales, a los efectos de ser representados en las asambleas, a imitación de los cuerpos colegiados de la Edad Antigua, particularmente de aquellas que tuvieron los romanos (Schama 1989, XV, 354 y 359). Al explicar los orígenes del constitucionalismo en Chile, y particularmente referirse a los antecedentes previos a su independencia, algunos autores han argumentado que en las colonias españolas, ya antes de la independencia, existieron rasgos jurídicos y políticos que se anticiparon a este proceso. Las declaraciones de derechos que son propias al constitucionalismo en el período colonial ya se habrían organizado parcialmente con ciertos recursos y garantías que permiten dar eficacia a las normas jurídicas. La tesis subyacente a este postulado es que el constitucionalismo no puede funcionar en el vacío y que sus declaraciones, normas y principios se injertaron en un ordenamiento jurídico previo que ya contenía una concepción fragmentaria de recursos y acciones, y ciertos derechos sustantivos que se remontan a los fueros españoles y el derecho indiano (Eyzaguirre 1957, 126-129); (Eyzaguírre 1962, 7-9). Esta misma idea es útil para entender la manera que los derechos constitucionales pueden haber estado influidos en su configuración, por la forma que tenían entre los pueblos indígenas antes de la llegada de los españoles. Por ejemplo, en lo que se refiere a las características principales del derecho de propiedad indígena existente al momento de la independencia, puede decirse que este fue afectado por la conquista y la colonia española, con cambios muy significativos. La explicación que da Ricardo Latcham sobre la situación previa y el cambio o transición que se produce entre los indígenas araucanos o mapuche con la llegada de los españoles es la siguiente: No había ninguna especie de comunismo entre los araucanos, ni siquiera nominal como existía en el Perú, y cada uno era dueño absoluto de los bienes que lograba reunir. Ni siquiera pagaba tributo a nadie ni por ningún motivo, salvo uno voluntario en tiempo de guerra y que generalmente se resolvía en proporcionar víveres, armas y otros pertrechos a las tropas. Antes del año 1550, la organización militar entre los araucanos, no había asumido la importancia que después adquirió con las constantes guerras contra los españoles y al parecer estaba subordinada a la organización civil. Ésta a pesar de la poca obediencia acordada a los jefes de familia, existía en más o menos bien definidas condiciones; residiendo el verdadero poder en las cabezas de los grupos totémicos (Latcham 1924, 155).

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Bajo el supuesto de que existían ciertas personas que eran la cabeza de la organización social de los pueblos indígenas, y según si el sistema era de filiación materna o paterna, en los grupos indígenas existió una estructura familiar de tipo extendido, bastante flexible y dispersa, la que daba, a su vez, forma a la estructura de la propiedad. Este sistema, según Latcham, tenía las siguientes características: Al Norte del Cautín, la comunidad de bienes y el acaparamiento de toda la propiedad en manos del padre, tampoco existía. Cada uno era dueño de los bienes que lograba reunir, pero no se reconocía la propiedad exclusiva individual en el terreno. Cualquier indio podía cultivar tanta tierra como le parecía y los productos eran de su peculio; pero no podía disponer de la tierra misma como propiedad, ni venderla, ni arrendarla. Pertenecía en último término a la comunidad, pero el usufructo era individual. Lo que ha hecho creer a algunos que existía comunidad de bienes, era que se ejecutaban algunas faenas en común; pero esta comunidad de trabajo no establecía comunidad en los productos de él. Se efectuaba sobre la base de torna peón o tú me ayudas y yo te ayudaré, y el individuo raras veces tenía que recurrir a otros que sus propios parientes, a quién él ayudaba a su turno. Como estos trabajos colectivos eran siempre ocasiones de fiestas y borracheras, jamás faltaban cooperadores. (Latcham 1924, 171).

José Bengoa, en sus estudios más recientes, confirma esta estructura social que da forma a la propiedad en algunos de los principales pueblos indígenas prehispánicos y la identifica con un sistema señorial. El sistema señorial consiste en un sistema de organización social y por ende propietario, que no es estatista, y en que su jefatura no es ocasional, sino que adquiere permanencia en el tiempo, incluso puede ser hereditaria (Bengoa 2003, 163). Agrega además Bengoa que esta forma señorial pudo haberse establecido entre los indígenas chilenos a partir del contacto prehispánico con la cultura quechua incásica: La presencia de un “sistema señorial” como el quechua incásico, al que se habían tenido que enfrentar en el siglo anterior a la llegada de los españoles, debe haber producido una tensión y un proceso de creciente concentración. (Bengoa 2003, 163).

Se trataba de una forma de organización social y de la propiedad difícil de enmarcar, porque tenía una gran plasticidad y porque se modificaba constantemente, tal como nos explica Bengoa:

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[…] poseían unidad básica de tipo familiar extensa. Eran familias grandes por la sencilla razón de que vivía el padre o tronco principal, con sus mujeres, sus hijos y las mujeres de estos, los jóvenes y niños. Cada cierto tiempo se desprendía uno de los hijos del tronco familiar en un lugar cercano o migraba hacia otra parte, lo que era bastante común hasta hace no mucho tiempo, y allí comenzaba un núcleo nuevo o lov. Las familias enormes, en casas muy grandes y varias de estas reunidas formaban las agrupaciones centrales. Las alianzas entre esas unidades eran múltiples y complejas, dependiendo del motivo que las produjera. (Bengoa 2003, 169-170).

Para sustituir parcialmente este contexto social y propietario de la estructura señorial que existía entre los indígenas, es que los españoles impusieron su sistema colonial. Este proceso dio origen a muchas disquisiciones jurídicas, entre ellas una de las más famosas la querella por los justos títulos que a principios del siglo XVI se expresó en el famoso texto redactado en 1512 por el jurista cortesano don Juan López de Palacios Rubio, denominado Requerimiento. Este documento era leído y explicado a los jefes o caciques principales entre los pueblos indígenas, e implicaba una justificación jurídica de la transferencia de la titularidad de sus propiedades a la corona española: […](R)equerimos que entendáis bien esto que os hemos dicho, y toméis para entenderlo y deliberar sobre ello el tiempo que fuere justo, y reconozcáis a la Iglesia por señora y superiora del universo mundo, y al Sumo Pontífice, llamado Papa, en su nombre, y al Rey y reina doña Juana, nuestros señores, en su lugar, como a superiores y reyes de esas islas y tierra firme[…] Y si así no lo hicieseis o en ello maliciosamente pusieseis dilación, os certifico que con la ayuda de Dios nosotros entraremos poderosamente contra vosotros, y os haremos guerra por todas las partes y maneras que pudiéramos, y os sujetaremos al yugo y obediencia de la Iglesia y de Sus Majestades, y tomaremos vuestras personas y de vuestras mujeres e hijos y los haremos esclavos, y como tales los venderemos y dispondremos de ellos como Sus Majestades mandaren, y os tomaremos vuestros bienes, y os haremos todos los males y daños que pudiéramos, como a vasallos que no obedecen ni quieren recibir a su señor y le resisten y contradicen; y protestamos que las muertes y daños que de ello se siguiesen, sea a vuestra culpa y no de Sus Majestades, ni nuestra, ni de estos caballeros que con nosotros vienen». (Zavala 1971, 215-217).

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Algunos pueblos indígenas asintieron a esta transferencia forzada de dominio y propiedad, y otros se resistieron con firmeza, como sucedió en Chile con los araucanos o mapuches. Al imponerse el régimen colonial español se instaura un sistema mixto y diverso de la estructura de la propiedad, en que se dio más importancia a la propiedad privada que la existente entre los indígenas, pero que implicó la coexistencia de las formas de dominio exclusivo, con toda clase de regímenes especiales, tales como los mayorazgos, mercedes de tierra, la propiedad minera, la propiedad de las órdenes religiosas, etc. (Ruiz-Tagle 2001a, 133). Esta organización de la propiedad en los primeros años de nuestra patria, han sido descritas por Alessandri y Somarriva, como un proceso complejo que tiene fuentes diversas y que se organiza en torno a ciertas formas jurídicas particulares, entre las cuales se destacan las siguientes: […] las haciendas, en su mayor parte de una extensión muy vasta, se fueron dividiendo en fundos y estos, a su vez, se subdividieron en hijuelas. Empero algunas haciendas se mantuvieron indivisas, a cause del sistema de mayorazgos, iniciado a fines del siglo XVII y mantenido en vigor hasta mediados del siglo XIX. La concesión de mercedes de tierras perdió importancia durante el siglo XVIII, época en que se trató de lograr la colonización dirigida, sea dando terrenos a soldados, licenciados o a las personas que se comprometían a sembrar trigo, lino y cáñamo. Todo esto contribuyó a regularizar la propiedad en el territorio comprendido entre Copiapó y el Bio-Bío. En resumen, el origen de la propiedad territorial privada en Chile han sido las asignaciones de solares, las mercedes o concesiones de tierra, los remates de terrenos fiscales y la prescripción adquisitiva en los casos de posesión sin concesión de las autoridades con arreglo a las leyes. Por tanto, la ocupación, por sí sola no ha sido título constitutivo de dominio de tierras». (Alessandri 1993, 49).

Así, en el periodo que hemos denominado la primera República chilena, marcada por la idea del autogobierno, que corresponde al nuevo Estado chileno que se intenta construir a partir de 1810 y hasta 1830, surge una forma de protección de la propiedad a nivel constitucional que se expresa en el Reglamento Provisorio de 1812. Esta norma en términos genéricos es una garantía del debido proceso, porque crea una garantía judicial vinculada a los derechos de las personas y las cosas en el territorio recién independizado y se refiere a la propiedad del modo siguiente:

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Art.16. Se respetará el derecho que los ciudadanos tienen a la seguridad de sus personas, casas, efectos y papeles; y no se darán órdenes sin causas probables, sostenidas por un juramento judicial, y sin designar con claridad los lugares o cosas que se han de examinar o aprehender». (Valencia Avaria 1951, 48).

En el Reglamento Provisorio de 1812 la verdad es que no se usa el concepto más abstracto de propiedad, pero se da protección a los derechos sobre «casas, efectos y papeles» y «lugares o cosas» que implican garantizar la titularidad de las personas sobre sus bienes, desde un punto de vista del ciudadano común (Ackerman 1977, 10-20). Gabriel Salazar reconoce la existencia de una supuesta conexión entre la conformación o la organización del poder del régimen colonial con el constitucionalismo posterior. Salazar explica cómo en América la antigua idea europea de soberanía popular reaparece bajo otras formas: en el compañerismo de la conquista en las nuevas villas y ciudades, y por supuesto, en sus nuevos concejos y cabildos. De este modo, según Salazar, rejuvenecido y modernizado, reaparece bajo algunas de las formas locales del derecho indiano un «derecho de los pueblos» (Salazar 2005, 67). Este derecho de los pueblos coexiste con las pretensiones imperiales de la Corona Española, y entra en permanente conflicto con la autoridad monárquica. Estas formas jurídicas prerrepublicanas, en la medida que se constituyen de una manera local, entran en tensión con la organización de la primera Junta de Gobierno en 1810, con el militarismo de Carrera expresado en el Reglamento de 1811, y con los primeros ideales republicanos y patriotas, e incluso subsisten con su influencia hasta un periodo posterior de la declaración formal de la Independencia de Chile en 1818 (Salazar 2005, 136-137). Es discutible si una concepción de los derechos o de ciertas formas de organización institucional de base republicana pudieron haberse anticipado en un periodo anterior a nuestra independencia. En este respecto, hay que reconocer en todo caso que, con la instalación del gobierno constitucional en Chile podemos encontrar una noción de derechos más moderna, que corresponde al periodo post Revolución francesa, y que ya es propia del constitucionalismo republicano. Los textos constitucionales de 1811, 1818, 1822, 1823 y 1828 incluyen diversos reconocimientos explícitos de los derechos de los chilenos (Diario Oficial 2005, 46, 69, 98, 123 y 199) y también y de un modo muy particular, al derecho de propiedad.

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Más tarde, y al momento que se produce la instalación definitiva del primer gobierno republicano en Chile, todo el sistema colonial queda sometido a revisión y en forma gradual se propone su cambio. Este cambio se expresa en la Declaración de Independencia de Chile, un documento que afirma la idea de autogobierno republicano, que impone una nueva transferencia de la propiedad a favor del nuevo gobierno y que pretende terminar con la dominación colonial y sus abusos. Los patriotas se reconocen en la Declaración de Independencia como ciudadanos que concurren a fundar la autoridad en su consentimiento y en el sufragio, al menos ejercido de modo tácito; y reconocen la imposibilidad de convocar al Congreso, que es por definición una institución republicana. Todo lo anterior se afianza con la dignidad y la vida, con la fortuna; esto es, con la propiedad de los ciudadanos que concurren a este momento fundacional. La fuerza de la idea política republicana que expresa la Declaración de la Independencia se afianzó en forma gradual en nuestro país y a partir de ella se pretendió asegurar esta nueva forma de organización política jurídica. El efecto que en el Derecho tienen los principios republicanos es materia de controversia entre los estudiosos de nuestra historia. Octavio Paz al referirse a las revoluciones independentistas y modernizantes del siglo XIX en América Latina dice: Los muchos países[…] siguieron siendo las viejas colonias: no se cambiaron las condiciones sociales sino que se recubrió la realidad con la retórica liberal y democrática. Las instituciones republicanas, a la manera de fachadas, ocultaban los mismos horrores y las mismas miserias. Los grupos que se levantaron contra el poder español se sirvieron de las ideas revolucionarias de la época, pero ni pudieron ni quisieron realizar la reforma de la sociedad». (Paz 1994, 132-133).

En nuestro país, el historiador Alfredo Jocelyn-Holt ve con más optimismo el proceso de nuestra independencia y lo percibe como una evolución hacia lo moderno que se venía arrastrando desde el siglo XVIII y que se funda en dos pilares: el Estado y la elite. La Independencia no sólo afianzó los cambios al reforzar nuevas instituciones políticas republicanas y la fuerza de la elite local al dar a ambos una nueva legitimidad. Jocelyn-Holt afirma: ...un cambio sostenido, pero no audaz; evolutivo, no revolucionario; utópico e ideológico, no siempre actual e inmediato; más bien programático aunque inevitable; parcial, nunca global; ante todo

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institucional, rara vez social; en fin, un cambio preferentemente público más que privado (la vida cotidiana continúa prácticamente igual a la de la colonia)».(Jocelyn-Holt 1992, 286).

Acerca de la precariedad de los derechos constitucionales de base liberal, basta recordar los problemas que Camilo Henríquez tuvo con sus opiniones liberales y federalistas, no sólo con sectores conservadores de Chile, sino también durante el propio gobierno de José Miguel Carrera, quien quiso censurarlo. Por ejemplo, Henríquez publicó el famoso discurso de John Milton, en que este autor defiende la libertad de expresión, en el mismo número de La Aurora en que fue forzado a publicar el decreto que lo obliga a mostrar previamente su periódico a una Comisión de censura del Gobierno. Posteriormente debió pasar la censura del Tribunal de Apelaciones. Sus problemas se agravaron con la caída del gobierno de José Miguel Carrera (Ruiz-Tagle 1997, 21-52). En el proceso de construir la autonomía del Estado y la ciudadanía republicana en Chile, influye de manera decisiva el liberalismo que los españoles desarrollaron desde 1808 a 1812 y que sirvió de inspiración a los criollos americanos (Heise 1996, 9 y 16). También influye en Chile la literatura política norteamericana, expresada en la obra de Hamilton, Madison y Jay expuestas en El Federalista (Madison et al. 1961), y las ideas políticas de Story, Kent y Jefferson (Heise 1996, 20). Entre esos autores existía una conciencia revolucionaria que se expresa, por ejemplo, en Jefferson, que ya en 1816 proclamaba que la idea de la democracia representativa transformaba en inútil todo lo que se había escrito (y pensado) sobre el gobierno hasta esa fecha (Wood 1969, 563). También Rousseau ejerce una fuerte influencia, específicamente sobre el pensamiento de Camilo Henríquez (Eyzaguirre 1957, 126-129). Este mismo sentido revolucionario, y el lenguaje de la virtud cívica y del bien público propio del espíritu republicano, está presente en el Chile independiente y se manifiesta en la obra de Camilo Henríquez y Juan Egaña (Castillo 2003, 19, 35 y 50). Luego de la asunción de José Miguel Carrera al poder, este ideario sirve para darle un carácter más independentista a la causa patriota, si bien aún esta no se decantaba del todo por declarar la separación total entre Chile y la Corona española. Sin embargo, conviene tener presente que en 1814 sobreviene la catástrofe de la Reconquista y con ese retroceso político se debilita el entusiasmo, la ingenuidad y el voluntarismo que caracteriza los primeros tiempos del patriotismo revolucionario inicial. Esta nueva forma de pensar es más conservadora en los derechos, autoritaria en lo institucional y moderada

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en lo político, lo que incide sobre las posibilidades republicanas de Chile y se ve reflejada en la modificación posterior a 1814 del pensamiento de Henríquez y Egaña (Ruiz y Castillo 2001, 1063 y 1082). Sin embargo, estudios más recientes han demostrado que estas formas republicanas autoritarias que se desarrollan a la sombra de la influencia y del poder de los caudillos militares está presente en Chile desde antes de 1814 y al menos desde 1812, porque se expresan por ejemplo, en las rivalidades entre O’Higgins y Carrera (Recabal 2015, 88-89,139-140).

La Declaración de Independencia y los ensayos constitucionales de 1818, 1822,1823 y 1826 Una vez recuperado el poder, los patriotas proclaman la independencia de Chile el 12 de febrero de 1818. Mediante esa acción, Chile puede incorporarse más tarde como sujeto de la sociedad de las naciones, como un Estado entre los Estados, aunque su independencia sería reconocida en términos formales más tarde (Donoso 1967, 39). Por ejemplo, los Estados Unidos de Norteamérica reconocieron a Chile independiente sólo en 1822. La Independencia chilena no supuso una revolución en lo que se refiere al sistema legal imperante; más bien, sólo se limitó a cambiar el centralismo metropolitano y el sistema colonial de control de la corona por uno criollo. Aunque el texto de la Declaración no establece con claridad un gobierno republicano, reitera la idea de autonomía política del 18 de septiembre de 1810, porque considera a nuestro país como un Estado libre, independiente y soberano y señala que: [E]n ejercicio del poder extraordinario con que para este caso particular nos han autorizado los pueblos, declarar solemnemente, a nombre de ellos en presencia del Altísimo y hacer saber a la confederación del género humano, que el territorio continental de Chile y sus islas adyacentes, forman de hecho y por el derecho un Estado libre, independiente y soberano y quedan siempre separados de la monarquía de España, con plena aptitud de adoptar la forma que más convenga a sus intereses (Diario Oficial 2005, 68).

Con posterioridad a la Proclamación de la Independencia, se promulga la Constitución de 1818 que reconoce a los pueblos y a sus cabildos el derecho de aprobar la carta fundamental. Esta Constitución radica la soberanía en el Director Supremo y en un Senado designado por este. Define la unidad política fundamental como una independiente

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y autogobernada que se la identifica con el Estado de Chile y utiliza el discurso republicano para legitimar la dictadura militar de O’Higgins (Salazar 2005, 157). Esta ambiguedad en cuanto a los principios republicanos se explica porque un grupo importante de chilenos mira con escepticismo los nuevos ideales e incluso se plantea la idea de instaurar una monarquía (Donoso 1967, 39-49), (Alemparte 1963, 248). Sin embargo, el proyecto monárquico no prospera. Cualquiera que sea el juicio sobre el efecto que producen estos cambios, lo cierto es que la propiedad está al centro de las materias que los nuevos gobiernos republicanos quieren regular. Así, la Constitución de 1818 en varios artículos contiene disposiciones más específicas en lo que se refiere a la protección de la propiedad. Estas normas autorizan a afectar la propiedad cuando se trata de casos urgentes, según disponga el Senado, para la defensa de la patria y en caso que el titular del dominio hubiese cometido delito. El Reglamento de 1818 dispone lo siguiente: Capítulo primero De los derechos del hombre en sociedad Artículo primero: los hombres por su naturaleza gozan de un derecho inalienable e inamisible de seguridad individual, honra, hacienda, libertad e igualdad civil […] Art.5º La casa y papeles de cada individuo son sagrados, y esta ley solo podrá suspenderse en los casos urgentes que lo acuerde el Senado […] Art.9º No puede el Estado privar a persona alguna de la propiedad y libre uso de sus bienes, si no lo exige la defensa de la patria, y aún en ese caso, con la indispensable condición de un rateo proporcionado a las facultades de cada individuo y nunca con tropelías e insultos […] Capítulo tercero De la Cámara de Apelaciones Art.23 Tampoco podrán embargársele más bienes que los precisos para responder por el delito, y si fuere de calidad, que exija alguna pena pecuniaria». (Valencia 1951, 54, 55 y 68).

Una nueva Constitución en 1822 reemplaza el texto autoritario de 1818 y recibe la influencia de la Constitución española de Cádiz de 1812. Declara que la soberanía radica en la Nación, que es la unión de todos los chilenos y contempla un Gobierno representativo, compuesto de tres poderes independientes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Extiende la ciudadanía a todos los varones mayores de 25 años que sepan leer, escribir y que tengan medios económicos (Estévez 1949, 27-29). Se aprecia aquí una reafirmación de los principios del constitucionalismo

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republicano, en su expresión mínima y apenas pueden reconocerse rasgos de un republicanismo democrático en este momento histórico inicial. La Constitución de 1822 reconoce como órganos constitucionales un Congreso que se forma por un Senado electo de entre las autoridades del Gobierno y una Cámara de diputados elegida por los cabildos de los pueblos. El Poder Ejecutivo es ejercido por un Director Supremo que dura seis años y que es elegido por el Congreso. La carta somete los cabildos al Director Supremo, lo que generó la rebelión del Cabildo de Concepción, y más tarde, la de otros pueblos contra del gobierno central de Santiago (Salazar 2005, 171). En la Constitución de 1822 se expresan en Chile los primeros conceptos de separación de funciones del poder y del sufragio como expresión de soberanía. Además, la Constitución de 1822 incluye secciones referidas a derechos con tres artículos directamente referidos a la propiedad y reitera la idea expresada en 1818, conforme a la cual es admisible el principio de afectación de la propiedad para la defensa de la patria y construye un procedimiento indemnizatorio, tal como consta en su Título V, Capítulo II referido a los límites del Poder Ejecutivo. En esas normas se garantiza de un modo indirecto la propiedad, en relación con los impuestos, y estas normas se complementan con el Título VI, Capítulo II referido a la administración de justicia. Estas normas son las siguientes: Título V, Capítulo II, Límites del Poder Ejecutivo Art. 115 A nadie le privará de sus posesiones y propiedades; y cuando algún caso raro de utilidad o necesidad común lo exija, será indemnizado el valor, a justa tasación de hombres buenos […] Art 116 La utilidad y necesidad común serán calificados por los dos Supremos Poderes, Legislativo y Ejecutivo, y por el Tribunal Supremo de Justicia […] Título VI, Capítulo II Sobre la administración de justicia Art. 222 Todo ciudadano tiene la libre disposición de sus bienes, rentas, trabajo e industria; así es, que no se podrán poner impuestos sino en los casos muy urgentes, para salvar con la patria, las vidas y el resto de la fortuna de cada uno (Valencia 1951, 83, 92).

Por otro lado, la Constitución de 1823 constituye un esfuerzo frustrado en el desarrollo del constitucionalismo en Chile, la que se inspira en las ideas de Juan Egaña quien, a su vez, se inspiró en sus lecturas y observación de la experiencia inglesa, en sus palabras:

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Una constitución es realmente como la nombran los ingleses, una gran carta o escrito celebrado entre los mandatarios y el pueblo. Los primeros se obligan a gobernarlo y protegerlo, dirigiéndose en todo según las condiciones de aquella escritura, siendo nula su autoridad y cuanto hagan en otra forma. El pueblo por su parte, se obliga a obedecer cuantas leyes y actos administrativos promulguen y ejerzan. Para hacer efectiva esta obediencia, pone en sus manos la fuerza del ejército, el dinero de las contribuciones, la influencia que proporciona la provisión de los empleos, el esplendor y autoridad de las magistraturas y todas las ilusiones de la opinión y los sentidos. Es preciso pues, que el pueblo deje a su favor alguna garantía que le asegure, que los mandatarios no abusarán de tantos recursos, para quebrantar los pactos constitucionales y satisfacer su ambición y sus caprichos. (Egaña 1826, 1830, 135-136)

La Constitución de 1823 no tuvo éxito, a pesar de inspirarse en estas acertadas definiciones doctrinarias. La razón de esta experiencia fallida es que el pensamiento constitucional de Juan Egaña, de un modo confuso, mezcla ideas ilustradas y conservadoras, que impiden consolidar un gobierno verdaderamente republicano en Chile. Salazar caracteriza el pensamiento de Egaña del siguiente modo: (L)a filosofía política de Juan Egaña (presidente de la Asamblea y de la misma Comisión Constituyente) se apartaba de la línea de acción histórica seguida hasta allí por esos «pueblos». Pues en el fondo, se optaba por un sistema político centralista, ilustrado y aristocrático, coincidente con los postulados defendidos por el pueblo (oligárquico) de Santiago (que despreciaba la falta de ilustración de los provincianos). E implicaba, incluso, suscribir el mismo concepto de soberanía sostenido por los gobiernos cesaristas anteriores a 1823 (O’Higgins rechazó la soberanía popular alegando «ignorancia» de los pueblos). Esto generaría […] una confusa contradicción interna, tanto en el proceso revolucionario como en el constituyente (Salazar 2005, 213).

Alfredo Jocelyn-Holt ha expuesto el pensamiento constitucional de Juan Egaña y ha destacado su inspiración ilustrada enciclopédica, que no le parece sea conservadora, que reconoce la independencia chilena como una cuestión de hecho derivada de la ocupación francesa de España, que adopta los ideales republicanos que privilegian la idea de virtud y de interés público, que introduce organismos colegiados y «moralistas» entre el grupo dirigente, para que sirvan como contrapeso al autoritarismo personalista y como modelo para

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su nueva concepción de la cosa pública (Jocelyn-Holt 1999, 111, 161, 216, 266). El objetivo básico de Egaña sería «transformar las leyes en costumbres y las costumbres en cívicas y morales» porque «se empecina en un dirigismo constitucional rígido a fin de terminar con un dirigismo personalista de hecho ya fracasado» (Jocelyn-Holt 1999, 267 y 268). Según Jocelyn-Holt, la Constitución fracasa no por ser utópica, sino por no tener en cuenta la elite tradicional ya constituida en Chile. Por pensar en el grupo dirigente chileno como una burocracia de mandarines y por no presentar una propuesta constitucional conciliable con cierta maduración y moderación política ya alcanzada (Jocelyn-Holt 1999, 269). En definitiva, la Constitución de 1823 fue resistida por confusa y por crear instituciones artificiosas: una clase de ciudadanos beneméritos, un código moral que regulaba sus condecoraciones, una fiesta de la moralidad pública y un engorroso sistema de administración y burocracia. Este moralismo constitucional de 1823 parece un rasgo ajeno al constitucionalismo republicano, pero corresponde a la idea clásica de fundar el gobierno republicano en la virtud de sus ciudadanos. Inclusive, hay otros proyectos constitucionales en Hispanoamérica en que se propone organizar a nivel constitucional un poder moral. El famoso discurso de Angostura que pronunció Simón Bolívar el 15 de febrero de 1819 con su propuesta de gobierno constitucional para Venezuela contiene una propuesta similar (Battista 1990, 37-68). Es posible sostener que este moralismo constitucional es una estrategia común entre las elites hispanoamericanas, cuya finalidad es crear una comunidad política más homogénea (Rojas 2009, 12-14). En todo caso, Jorge Huneeus califica la Constitución de Juan Egaña que se adopta en 1823, como difusa, reglamentaria e impracticable y al respecto señala: Se promulgó el 29 de Diciembre de 1823, la Constitución Política conocida con el nombre de aquel año. Obra, en su mayor parte, del señor Juan Egaña, esa Constitución, que ha regido como ley en lo judicial hasta el 1° de Marzo de 1876, era en todo lo demás en extremo complicada, difusa, reglamentaria y tan impracticable, que una simple ley dictada el 10 de Enero de 1825, la declaró insubsistente en todas sus partes (Huneeus 1890, 51).

Al igual que en la Carta de 1822, en la Constitución «moralista» de 1823 se garantiza la propiedad y se la menciona en el Título XII relativo al Poder Judicial, como una materia vinculada a los derechos

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individuales, que se define de modo principal, en su relación o como parte de las atribuciones jurisdiccionales. Las normas de la Carta Fundamental de 1823 disponen lo siguiente sobre la propiedad: Título XII. Del Poder Judicial. Art. 116 El Poder Judicial protege los derechos individuales conforme a los principios siguientes. Art. 117 A ninguno puede privarse de su propiedad, sino por necesidad pública, calificada por el Senado de notoriamente grave, y con previa indemnización (Valencia 1951, 119).

En este misma época, un segmento del liberalismo chileno expresa sus simpatías con las ideas del federalismo. José Miguel Infante, quien se hace cargo del Gobierno por delegación, en los momentos que el general Freire intenta independizar Chiloé del dominio español, propone una serie de leyes federales que siguen el modelo de la Constitución de Estados Unidos. Estima Infante que de esa forma política debía emanar el orden y la prosperidad. Según Collier: [E]l federalismo representó algo más que la afirmación concluyente de las reivindicaciones de las provincias. Expresó en forma profundizada y fortalecida la antipatía liberal por el Poder Ejecutivo vigoroso (Collier 1977, 290)

Consolidación del primer momento constitucional republicano en la Constitución de 1828 Desde el punto de vista constitucional, esta Primera República no se define claramente con respecto a sus propuestas gubernativas. Se propone una concepción del Ejecutivo colegiado, y a la vez, diversas formas unipersonales; se confunden las funciones legislativas y ejecutivas; se proponen gobiernos autocráticos y también liberales; se introduce el régimen federal e incluso algunos sueñan con alguna forma de monarquía (Amunátegui 1951, 193). Amunátegui tiene razón al enfatizar el carácter de «ensayo y error» de esta Primera República. Sin embargo, se equivoca cuando designa como «anarquía política» el periodo que va de 1826 a 1830. Es precisamente en ese periodo cuando se constituyen algunos de los rasgos propiamente republicanos del

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constitucionalismo chileno. Este régimen republicano se consolida en una de sus mejores versiones en la Constitucion de 1828. Por ello, Francisco Antonio Pinto puede decir en su Prefacio: Chilenos: Ha llegado el día solemne de la consolidación de nuestra libertad. Ella no puede existir, ni jamás ha existido sin leyes fundamentales (Diario Oficial 2005, 199).

Pinto explícitamente expresa el republicanismo que inspira a la nueva Constitución y lo contrasta con el legitimismo monárquico: Veremos entonces desaparecer esa monstruosa disparidad que se observa entre las necesidades de una República y las leyes anticuadas de una Monarquía (Diario Oficial 2005, 200).

La Constitución de 1828 se origina en un Congreso que asume poderes constituyentes y que, luego de consultar a las provincias, opta por una nueva forma política. Su retórica no rechaza constituir asambleas provinciales, pero su forma es unitaria y liberal, y sus ideas inspiradoras son las siguientes: La Constitución de 1828 de 134 artículos, reconoce como fuentes las Constituciones Francesas de 1791 y 1793, la Constitución Española de 1812 y el Ensayo Federal chileno de 1826 […] Expresamente se señala que se adopta la forma de República representativa popular […] y la división de poderes […] disminuyéndose las atribuciones del Ejecutivo en términos de establecer un equilibrio de facultades (Carrasco 2002, 97).

El redactor de esta Constitución es José Joaquín de Mora. De nacionalidad española, Mora arriba a Chile el 10 de febrero de 1828, para ser más tarde desterrado por Portales en febrero de 1831 (Amunátegui 1933, 63). Mora había escapado de España al momento de restablecerse el absolutismo con Fernando VII, y viaja a Chile donde dicta uno de los primeros cursos de Derecho público en el Chile republicano. Postula, como una de sus ideas fundamentales, que la sociedad se funda en un pacto del cual surgen la autoridad y los tres derechos fundamentales: igualdad, libertad y propiedad. Una idea original de Mora, es la afirmación que la seguridad no es un valor fundamental de la sociedad civil, porque dentro de lo que ha de ser una Constitución, este valor ya está comprendido en los tres derechos fundamentales. El Curso de Leyes del Liceo de Chile que

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reúne las lecciones de Mora se publica en 1830 y es el primer texto de Derecho Constitucional en nuestro país. Por eso critica la idea de incluir la seguridad como un valor constitucional independiente y dice que: En la mayor parte de los tratados de legislación política, y en muchas constituciones modernas, se incluye la seguridad en el catálogo de los derechos primitivos que la sociedad concede y forma. He creído inútil esta nueva identidad, y la razón me parece clara. La seguridad no me parece un derecho separado de los otros que he mencionado, sino una cualidad indispensable a cada uno de ellos (Mora 1830, 115).

Para Mora la seguridad existe en la medida en que haya libertad e igualdad. En este sentido, Mora se aleja de Hobbes, que estima que el fundamento de la sociedad civil es la necesidad de sobrevivir, esto es la necesidad de superar el permanente estado de inseguridad. Escribe a este respecto: Concluyamos infiriendo de todo lo dicho, que la igualdad debió de ser una de las primeras leyes del código de la naturaleza; que toda ley positiva que está en contradicción con ella, repugna a la naturaleza misma; que todo lo que contribuye a fomentar el trabajo, a aumentar los medios de industria, a proporcionar al hombre nuevos instrumentos de riqueza y poder, contribuye esencial y directamente a establecer, ensanchar y consolidar la igualdad (ibid, 15).

Asigna de este modo a la igualdad un lugar preponderante en su versión del liberalismo republicano. Se debe reconocer este principio, porque así puede surgir la reciprocidad entre los seres humanos, que constituye la ley más sabia y célebre, en que se funda el pacto que sirve de fundamento a la sociedad civil (ibid, 14). La igualdad se funda en el sentimiento común que tienen los seres humanos de haber sido creados iguales, estar dotados de razón, ser sujetos de los mismos derechos sociales y el imperativo que no se imponga el fuerte sobre el débil (ibid, 14-15). La igualdad y la libertad, según Mora, se fortifican y perfeccionan a medida que la civilización avanza y se multiplican los trabajos que ella crea. La igualdad se opone a la violencia, se ensancha y consolida con la industria, el trabajo y los nuevos instrumentos de riqueza. La concepción política de Mora influye en la redacción de la Constitución de 1828 que contiene un catálogo de derechos donde se enfatiza el principio de igualdad, la libertad, la propiedad, el derecho de petición, la facultad de publicar opiniones, la inviolabilidad de la correspondencia y se asienta la primacía del Poder Legislativo (Carrasco 2002, 97-98).

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A diferencia de las normas constitucionales previas y con una propuesta normativa propia, la Constitución de 1828 contiene, en su preámbulo, una referencia directa a la propiedad, que está firmado por Francisco Antonio Pinto. Allí la propiedad se concibe como formando parte de un sistema de derechos y como una de las garantías principales que se propone establecer la nueva carta fundamental. El Preámbulo de la Carta de 1828 dice: (La Constitución) establece las más formidables garantías contra los abusos de toda especie de autoridad, de todo exceso de poder. La libertad, la igualdad, la propiedad, la facultad de publicar vuestras opiniones, la de presentar vuestras reclamaciones y quejas a los diferentes órganos de la soberanía nacional, están al abrigo de todo ataque (Valencia 1951, 139).

La nueva forma de entender la propiedad en la Constitución de 1828 se expresa de manera directa y plenamente desarrollada en relación con los otros derechos individuales, tales como respeto de la libertad de opinión. Además, en la Carta de 1828 la propiedad se regula en relación con un haz de facultades o titularidades individuales que pueden exigirse como límites a la acción de la autoridad, entre las que destaca el derecho a ser indemnizado, en caso que por motivos de interés público, se requiera ser privado de ella. Las normas constitucionales de 1828 disponen lo siguiente: Capítulo III Derechos individuales Art. 10 La Nación asegura a todo hombre, como derechos imprescriptibles e inviolables, la libertad, la seguridad, la propiedad, el derecho de petición, y la facultad de publicar sus opiniones[…] Art. 16 Ninguna casa podrá se allanada, sino en caso de resistencia a la autoridad legítima y en virtud de mandato escrito de ella. Art. 17 Ningún ciudadano podrá ser privado de los bienes que posee, o de aquellos a que tiene legítimo derecho, ni de una parte de ellos por pequeña que sea, sino en virtud de sentencia judicial. Cuando el servicio público exigiese la propiedad de alguno, será justamente pagado de su valor, e indemnizado de los perjuicios en caso de retenérsele (Valencia 1951, 143).

Adicionalmente, la Constitución de 1828, fiel a su inspiración liberal, en diversas disposiciones intentó suprimir las bases estamentales del régimen colonial español. Estas normas discriminaban en el acceso y en el ejercicio de los cargos públicos, y también imponían cargas o vinculaban

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a la propiedad de un modo arbitrario a ciertas cualidades personales, tales como en el caso de los mayorazgos. Las normas de la Constitución de 1828 que buscan modificar estas formas discriminatorias dispusieron: Capítulo XII Disposiciones generales Art. 125 Todo hombre es igual delante de la ley. Art. 126 Todo chileno puede ser llamado a los empleos. Todos deben contribuir a las cargas del Estado en proporción de sus haberes. No hay clase privilegiada. Quedan abolidos para siempre los mayorazgos y todas las vinculaciones que impidan el enajenamiento libre de los fundos. Sus actuales poseedores dispondrán de ellos libremente, excepto la tercera parte de su valor que se reserva a los inmediatos sucesores, quienes dispondrán de ella con la misma libertad. (Valencia 1951, 158).

En este mismo periodo fundacional del Derecho Constitucional chileno, Mora introduce una ley de imprenta con jurados, que Ricardo Donoso califica como honra del derecho chileno, y que se justifica, por ser la libertad de prensa la mejor garantía de los demás derechos y del mantenimiento del régimen republicano (Donoso 1967, 256). También Mora incluye en la Constitución de 1828 el procedimiento de acusación constitucional que inaugura una innovación jurídica y política que se fundamenta en una concepción republicana que da vida efectiva al principio de igualdad constitucional (Ruiz-Tagle 2000a, 19-48). Es de notar que en la Constitución de 1828 la acusación constitucional coexiste con la institución colonial del juicio de residencia que encuentra su reconocimiento en el Artículo 128 de la Carta Fundamental. El juicio de residencia se puede iniciar contra todo funcionario público y el Artículo 128 antes citado señala que una ley especial regulará su modo de proceder. La coexistencia de estas instituciones muestra como el cambio constitucional no supone en Chile la completa abolición de las instituciones heredadas de España. En todo caso la incorporación de la acusación constitucional en la Carta Fundamental de 1828 es reflejo de una idea central del republicanismo: el control del ejercicio y del abuso del poder. Adicionalmente, en materia de tolerancia religiosa, que es una de las cuestiones fundamentales de toda república, la Constitución de 1828 fue el primer paso decisivo en esa dirección, porque como lo ha expresado Ricardo Donoso: [F]ue la Constitución de 1828, redactada por el inquieto y valeroso Mora, la que dio un paso notable en la materia, pues mientras en el Artículo 3 reconocía que la religión del país era la católica, apostólica, romana

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con exclusión del ejercicio público de cualquiera otra, en el siguiente consagraba el principio que nadie sería perseguido ni molestado por sus opiniones privadas (Donoso 1967, 141).

En todo caso, con la promulgación de la Constitución de 1828 se logra en Chile la organización de la Primera República, ya que esta ley fundamental interpreta con gran acierto la realidad histórico-cultural del momento. Es necesario notar que la gran mayoría de sus disposiciones son incorporadas en la reforma autoritaria de 1833, que, aunque inspirada en ideas contrarias, no puede deshacer lo que ya se ha establecido (Heise 1996, 37). Entre sus críticos, José Victorino Lastarria reconoce que la Constitución de 1828 fue de difícil aplicación, dadas las características del gobierno de entonces, y apunta a una serie de problemas y razones políticocontingentes para ello: la incompleta reforma del Ejército, el erario exhausto, una serie de conflictos religiosos, deficiencias en el respeto de los derechos, demagogia, problemas de desorden público, etc. (Lastarria 1865, 202-203). Según Lastarria, no fue la Constitución de 1828 la que falló, sino la realidad política que la sustentaba, porque el gobierno liberal perdió su fuerza. Así, se reorganizó la oposición autoritaria en Chile con el pretexto de reformar la Constitución de 1828. Una visión más completa y actualizada se encuentra en la obra La Independencia de Chile de Alfredo Jocelyn-Holt, quien sostiene que a pesar de la aprobación y del prestigio inicial de que gozó la Constitución de 1828: En lo que sí falló fue en lo que hemos identificado como el problema medular que requería solución: materializar legalmente una praxis gubernamental relativamente exitosa, en la cual la mediación política recaía en el Poder Ejecutivo-militar. En esto la Constitución de 1828 pecó de poco pragmática. Siguió confiando en un mero voluntarismo legal como correctivo suficiente ante situaciones extremas. No contempló mecanismos constitucionales de resguardo y protección frente a coyunturas en que se podría poner en juego nada menos que el sistema constitucional mismo. Fortaleció al Ejecutivo únicamente en su papel legislativo, no en su papel de conductor político. No le otorgó facultades extraordinarias, ni tampoco previó estados de excepción. Se puso sólo en la situación teórica en que todos se atendrían a esquemas legales permitidos. En otras palabras, hizo caso omiso del régimen político vigente. Extremó el prejuicio liberal anti-Ejecutivo sin reservarle al gobierno instrumentos legales moderadores de corte autoritario-constitucional, como lo haría la Constitución de 1833 […] A

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la insuficiencia intrínseca de la Constitución, se sumó la falta de una voluntad política paralizante por parte de quienes debieron haber mediado una vez más. La Constitución falló por falta de previsión; el régimen hasta ahora probado se auto eliminó por desidia de sus líderes (Jocelyn-Holt 1999, 273-274).

Esta explicacion toma en cuenta la falta de voluntad política del grupo liberal dirigente, lo que coincide con la idea de que todavía en el Chile de 1828 los principios políticos republicanos, a pesar de ser reconocidos como la base de legitimidad, no estaban suficientemente asentados en cuanto práctica política (Collier 1977, 299-300). Es importante aclarar que en las constituciones chilenas de 1812, 1818, 1822, 1823 y 1828 no se contempló el estado de sitio, pero si se preveía el ejercicio de las facultades extraordinarias y la suspensión de algunos artículos de la Constitución. Por ejemplo, el texto de 1828 estableció en el Art. 83 N°. 12 que el Poder Ejecutivo podía, en caso de grave ataque exterior o conmoción interior, (o de sucesos) graves e imprevistos, tomar medidas prontas de seguridad, dando cuenta inmediatamente al Congreso (Diario Oficial 2005, 212). Algunos de estos poderes extraordinarios pueden ser también justificados por la necesidad de enfrentar las acciones militares contra España, y por los diversos conflictos que siguen a la instalación de los nuevos gobiernos en Chile. A pesar de estas normas de excepción, lo que casi todos los estudiosos aceptan es que la Constitución de 1828 es un texto que introduce a Chile a una nueva forma de vida republicana. Esta Carta Fundamental estuvo vigente por lo menos hasta el 25 de mayo de 1833 (Carrasco 2002, 101). Incluso más, si se consideran los momentos y cambios constitucionales de 1833 y de 1925 como sus reformas. En ese caso, la vigencia de la Constitución de 1828, en la vida republicana a la que dio origen habría durado aproximadamente 150 años (Salvat 1981, 223). Entre los sujetos políticos que destacan en la Primera República, los militares juegan un rol fundamental durante todo el periodo. Desde las guerras de independencia, que tempranamente asumen un cariz militar con la dictadura de Carrera, se convierten en protagonistas de la política de la Primera República. En todo caso, debe considerarse que en la época no existía un cuerpo militar profesional. El ser militar no implicaba una categoría distinta al civil, sin perjuicio, que dicha distinción fue apareciendo paulatinamente conforme se estabiliza la República. Su presencia política se manifestaba en el rol de garantes y árbitros del orden ensayado, lo cual explica su constante presencia en las más

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altas magistraturas de la República (Director Supremo y presidente de la República) durante la década de 1820 (Ramón Freire, Manuel Blanco Encalada y Francisco Antonio Pinto entre otros). La Iglesia, por otra parte, se muestra dividida durante la Primera República entre quienes apoyaron el proceso independentista (Camilo Henríquez es el ejemplo más patente) y quienes se manifestaron abiertamente contrarios al ideal del autogobierno republicano y posteriormente la independencia. Pese a ello, ambos grupos participan activamente en la política, principalmente ejerciendo cargos en el Congreso Nacional. Por eso, al distinguir el periodo de asentamiento, emancipación colonial y consolidación de la independencia, de la etapa posterior en que se produce la organización de la Primera República, notamos que a contar de la Constitución de 1828 se logra parcialmente organizar la primera forma de republicanismo en Chile. Esta consiste en el sometimiento de los poderes públicos principales a las normas jurídicas, en su concepción liberal de los derechos, y en una cierta tensión por el predominio entre el Congreso y las Asambleas y el Ejecutivo, en cuanto a la organización del Gobierno en la etapa de su consolidación que va de 1828 a 1830.

El surgimiento de nuevos sujetos políticos y el fin de la Primera República Esta Primera República, que en su expresión completa surge en la Constitución de 1828 es liberal y republicana. Por ejemplo, se propone terminar con las instituciones que restringen la igualdad y la libre circulación de los bienes, y con las que puedan ser consideradas formas de dominación, tales como los mayorazgos y ciertos privilegios eclesiásticos. En ella, existe una activa participación y deliberación de los principales sujetos políticos de la época en las cuestiones públicas. Esta participación y deliberación se circunscriben mayoritariamente a la elite, porque tal como demuestran estudios históricos recientes, «la palabra pueblo en su acepción moderna de comunidad política asociada a un territorio determinado (no incluye) los integrantes de lo que por aquel entonces aún se conocía como “plebe” o “bajo pueblo”. Salvo por la movilización instrumental de algunos de ellos…» (Pinto y Valdivia 2009, 333-334). Sin embargo, parece cierto que la ciudadanía y el sufragio también se ejercen por sujetos políticos que no solo pertenecen a la aristocracia y a la elite, sino que también por pequeños propietarios y artesanos, y por eso puede afirmarse que ésta se amplía gradualmente

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durante este periodo (Ramírez 2014, 133-157). En este periodo inicial de nuestro sistema político la noción de ciudadanía y representación se construye por ensayo y error y de manera gradual y se mezcla con formas del Cabildo colonial y con los principios y normas del republicanismo. A este respecto Paulo Recabal ha expresado lo siguiente: […] caracterizar a la sociedad de la primera mitad del siglo XIX para determinar qué individuos serán ciudadanos en el período, es un aspecto en vertiginoso cambio. Los reglamentos electorales nos otorgan una serie de requisitos para ser ciudadano, sin embargo son criterios económicos (de propiedad, ingresos, actividad), etarios, de educación (saber leer y escribir), abstractos, que nada nos dicen sobre el grupo social a que pertenecen estos ciudadanos, si incluye sólo a la elite, o permite la participación del artesanado, grupos medios, pequeños comerciantes, peones, labradores, medianos o pequeños hacendados, etc. (Recabal 2015, 46).

Es de notar además que la construcción republicana de la ciudadanía se vincula con la división política administrativa de Chile y con la unión que existe entre el Estado y la Iglesia. Las conclusiones que Paulo Recabal extrae del estudio de esta división política y administrativa y su vinculación con la noción de ciudadanía son las siguientes: Recapitulando, podemos señalar que en los primeros años de nuestra república el país está dividido administrativamente en dos provincias o intendencias (Santiago y Concepción), a las que en 1811 se agregará Coquimbo. Cada una dividida en departamentos a cargo de un subdelegado y encabezada por una ciudad cabecera. Cada ciudad era dirigida por el Cabildo respectivo controlado por la elite de cada ciudad debido a que los cargos eran subastados públicamente, y tenía sus respectivas zonas rurales llamadas distritos o diputaciones a cargo de un juez delegado. En cada ciudad existía una parroquia y en las zonas rurales viceparroquias a cargo de curas párrocos. Es así como la representación y ciudadanía hacia 1810 y en el proceso independentista emergerá de las ciudades, y en especial del Cabildo, manifestada en el actuar del vecindario notable de cada ciudad cabecera de departamento. Socialmente, el país en sus primeros años de vida independiente estaba dividido en diversos grupos, los altos hacendados, propietarios, mercaderes, mineros y comerciantes (la elite del país) y los medianos y pequeños respectivamente del campo y la ciudad, cuyos ingresos variaban considerablemente según zona geográfica. Además de un gran número de población

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inquilina y peonal que podríamos llamar bajo pueblo. En un primer momento (hasta 1823) fue la elite quien participó electoralmente de manera exclusiva (la elite civil y militar), para incluir a los grupos medios y bajos, no así el bajo pueblo. La representación en el período estudiado radicará siempre en la diversidad de núcleos de poder local (constituidos por elites locales en las grandes ciudades y medianos y pequeños propietarios, comerciantes, mineros y artesanos en las más reducidas y alejadas de los grandes centros urbanos), y en la preeminencia de las elites provinciales (Santiago-Concepción-La Serena) en pos de construir un organismo representativo de dicha diversidad (Congreso Nacional y en ocasiones juntas ejecutivas) y por ello los conflictos políticos del período se ventilarán entre las diversas concepciones de construcción estatal (centralista-federal) emanadas de dicha diversidad (Recabal 2015, 88-89).

Además, la forma simbiótica que tiene la elite política militar en el periodo estudiado es también objeto de análisis en la memoria de Paulo Recabal que sobre la conformación y educación de los militares y su relación con la elite política civil en palabras muy acertadas expresa lo siguiente: Durante el período de O’Higgins, la Escuela Militar fue la principal institución para formar oficiales, provenientes de las «buenas familias», dirigida por el español Santiago Arcos y su ayudante Beauchef. La legión al mérito fue otro sistema de elitización de los oficiales, pues además de los privilegios militares se otorgaban extensiones de tierras, por lo que «gran parte de la oficialidad dividía sus labores entre lo estrictamente militar y sus actividades terratenientes». Además, los extranjeros que no recibieron tierras «se vincularon rápidamente con la aristocracia terrateniente criolla. Los casos del oficial francés Benjamín Viel y su compatriota Beauchef son típicos». Por lo mismo es erróneo pretender que los militares eran una élite diferente de la civil, incluso muchos militares, como el coronel de la Lastra, ni siquiera tenían tropa a su cargo, pero detentaba un título que sólo le daba prestigio. Bajo estos altos cargos, estaba la tropa, que ganaba menos dinero mensual que un peón-gañan, de ahí las constantes sublevaciones de un ejército siempre impago. Como se ha estudiado por la historiografía social, el grueso de sus miembros lo componían el bajo pueblo mediante el sistema de las levas forzosas, y también los artesanos cuya relevancia fundamental estará en las milicias más que en el ejército (Recabal 2015, 83).

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Las formas de disenso no siempre se resuelven pacíficamente durante esta primera etapa histórica. A partir del triunfo de los conservadores en la batalla de Lircay en 1829 se genera un cuadro de reformas políticas autoritarias que enfatizan el presidencialismo. Son reformas profundas que están al borde de generar un gobierno antirepublicano en Chile, como intentaremos explicar en la sección siguiente. A partir de 1830, la primacía del Legislativo se remplaza por la primacía de la función ejecutiva, que anuncia un híperpresidencialismo autoritario durante la primera parte de este periodo. Además, los derechos de las personas se ven sometidos a limitaciones por medio de un uso intensivo del estado de excepción.

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3. Segunda República. La República autoritaria (1830-1870)

Los partidarios de la reforma autoritaria de 1833 utilizan por más de tres años la Constitución de 1828 y gobiernan bajo una fachada de legalidad republicana, hasta que logran imponer su particular concepción constitucional. La reforma constitucional de 1833 de inspiración conservadora, reprodujo el catálogo de derechos de la Carta de 1828 en su totalidad, pero queda limitada en su aplicación por los regímenes de excepción, particularmente por la introducción y la aplicación reiterada del estado de sitio. Esta nueva concepción genera ambivalencia y confusión en los partidarios del republicanismo. Por una parte, responsabilizan a este periodo de traer el silencio del terror y la dictadura a Chile, al afirmar casi con la forma de poder absoluto el poder presidencial. A la vez, reconocen que ese mismo poder absoluto asume una forma regular de autoridad, y que, al asentarse, mantiene las formas de la legalidad y se adapta a los principios republicanos (Lastarria 2001, 63). Es así como Barros Arana reconoce los progresos alcanzados por la reforma de 1833, pero al mismo tiempo critica sus términos: Aquel régimen, republicano y democrático ante la ley escrita, constituía en el hecho una oligarquía fundada en un autoritarismo efectivo. La Constitución de 1828 reformada o rehecha en 1833, que había organizado armónicamente los poderes públicos, creando un mecanismo administrativo de fácil y práctico manejo, y creando también un gobierno central suficientemente fuerte para darles respetabilidad y para reprimir la anarquía, consignaba sin embargo, las garantías suficientes para el goce de las libertades de que el país podía disfrutar. El funcionamiento de la Constitución, revestido siempre de las formas legales, y ordenado en su marcha, era en el hecho el ejercicio de un poder fuerte y en cierto modo discrecional, artificioso en sus procedimientos, o francamente autoritario, por

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el empleo de las facultades extraordinarias de que era fácilmente revestido el presidente de la República cada vez que las creía necesarias para el mantenimiento de la tranquilidad pública (Barros 1987, 412).

En estas observaciones llama la atención su idea de que esa Carta Fundamental «consignaba las libertades de que el país podía disfrutar». Esto revela una resignación o realismo político, que conduce a un acomodo frente al nuevo régimen constitucional. Se otorga un lugar preeminente al titular de la función ejecutiva y lo sitúa casi por encima del derecho. Se debilita así la división de poderes en favor de la figura presidencial y se restringen los derechos constitucionales de las personas, utilizando para ello facultades extraordinarias que son exigidas por el Gobierno de turno. Su concepto de ciudadanía y de representación política es, en exceso, restringido. Se trata de un régimen que es en extremo autoritario en el ejercicio de los derechos, e híperpresidencialista en la definición de su orgánica constitucional. Los debates de los constituyentes del 1833 no se ciñeron a la línea teórica del republicanismo democrático, sino que reflejaron la práctica del grupo burgués tradicionalista que requería de una organización política que permitiera asegurar el orden y su predominio (Heise 1996, 48). Según Heise, durante el periodo denominado República Pelucona (1830-1861) se escribe el último y más hermoso capítulo de la historia colonial española (ibid, 56). Algo semejante expresa Ricardo Donoso, a pesar que le reconoce a la Constitución de 1833 el mérito de haber dado forma jurídica a la realidad social de Chile. Por nuestra parte disentimos de la tesis de Heise, según la cual este período constituye una resurrección del período colonial. Consideramos, por el contrario, que la reforma autoritaria de 1833 crea una estructura imperfecta de república, porque permite una práctica política que excluye la participacion de los liberales, aunque entre estos hubiesen héroes de la Independencia (Donoso 1967, 86); (Irisarri 1946, 30-31). Autores más recientes han denominado este periodo como oligárquico o conservador pero, en ningún caso, le han negado el apelativo de república (Keen y Wasserman 1984, 187 y 320-321). Portales fue el gran instigador de la deposición de la Primera República, y quien logra, con su acción política conspirativa, que emerja la Segunda República: la República autoritaria. El autoritarismo portaliano se funda en un Ejecutivo omnipotente, mediante el cual se quiebran los resortes de la maquinaria popular representativa y se asienta un nuevo principio de autoridad. La autoridad que se impone en 1830 no es impersonal, como postula Alberto Edwards (1993, 64). Por el contrario, como explica

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Mario Góngora, la base de poder de Portales consiste en distinguir entre amigos y enemigos, buenos y malos, partidarios y contrarios. Esta idea evoca la simplista y erronea concepción de Schmitt sobre lo político (Góngora 1986, 42-44); (Schmitt 1991, 62-66).

La preminencia de la función ejecutiva y el uso de los estados de excepción En la Segunda República el presidente es jefe del Estado, titular preferente de la soberanía nacional y la figura que define todas las coordenadas del sistema político en forma monocrática. Fija el presupuesto, los salarios de la administración, nombra y promueve a los oficiales militares y a la Corte Suprema. Los intendentes, gobernadores y prefectos que ejercían el gobierno local dependían directamente del presidente. Los candidatos a parlamentarios de la lista del gobierno tenían asegurado el triunfo, dado el control del Ejecutivo, y en muchos casos, son incluso nominados por el presidente, y son funcionarios públicos. Chile adquiere un sistema político muy centralizado, unitario y jerarquizado, un Estado en el que al mismo tiempo se garantiza la propiedad, se declara la igualdad ante la ley y la libertad de movimiento, y donde el texto constitucional proclama que no hay clase privilegiada (Zeitlin 1984, 33). El gobierno se basa en un sistema de representación censitario y mayoritario según el cual el Senado y el presidente de la República son elegidos de modo indirecto. El Senado es elegido en un colegio electoral único y nacional, y los senadores son veinte miembros titulares y de igual número los suplentes que son elegidos por un periodo de nueve años. Sesiona ordinariamente tres meses cada año y es reemplazado durante su receso por una comisión de sus miembros que se denomina Comisión Conservadora. El presidente es elegido por cinco años, con la posibilidad de ser reelecto por una vez. Sus poderes son análogos a los de un monarca temporal, absoluto e irresponsable, que dispone de veto de todas las leyes, puede citar al Congreso y puede usar de facultades extraordinarias. Designa sus colaboradores, entre los cuales los ministros son sus principales, y al mismo tiempo es asesorado por un Concejo de Estado que también está compuesto por ministros de su designación. Además vela por la pronta administración de justicia. En este contexto hay que tener presente que en la época el Estado era débil y pequeño (Jocelyn-Holt 1997, 23-29). Esta debilidad permitió a la elite ejercer una influencia moderadora sobre el Ejecutivo, que a la postre permitiría el desarrollo del parlamentarismo.

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Prácticamente durante todo el periodo de la República Autoritaria se decretan regímenes de excepción constitucional. También la aprobación de nuevos proyectos de reforma constitucional se hacen más difíciles a partir de 1833, porque se requiere de mayoría en ambas cámaras, (Amunátegui 1951, 194-195) de dos legislaturas sucesivas para aprobarla, sumado al poder de veto suspensivo que también detenta el presidente de la República. En suma, el régimen que se inicia en 1830 es republicano en las formas y autoritario en la práctica, y por eso se le ha denominado República Autoritaria (Loveman 1988, 111). Amunátegui señala que la Constitución de 1833 no puede ser clasificada de presidencialista o parlamentaria, sino más bien se trata de un gobierno aristocrático y autocrático, fundado en algunas de las disposiciones de la Constitución de 1823, y en una reforma de la Constitución de 1828 (Amunátegui 1951, 193-194). Según Brian Loveman (1988, 135), el régimen que surge a partir de 1830 favorece los intereses económicos de las clases altas y responde a las demandas de los capitalistas extranjeros y para ello impone un orden interno. La restauración del centralismo hispánico mantiene la estratificación social de la colonia, pero al mismo tiempo protege la propiedad y libera el comercio. Sin embargo, como me ha sugerido Sofía Correa, esta caracterización de Loveman puede ponerse en duda porque el problema que aborda la reforma constitucional de 1833 es de control del orden político interno, y no el de un conflicto entre modelos económicos disputados por distintas clases sociales. Además, no se aprecia intervención extranjera en la adopción de la Constitución del 33. Finalmente, no parece correcto hablar de restauración del centralismo hispánico ya que en el periodo anterior nunca fue disputado en profundidad el control político de Santiago, y nunca en el siglo XIX chileno fue puesta en duda la estratificación social heredada, salvo en los escritos de Francisco Bilbao (Carrillo 2014, 93-112). La Comisión constituyente que generó la reforma de 1833, y que cuenta con la participación de Andrés Bello, es observada de cerca por Portales porque temía una limitación a sus poderes. Allí se forman dos grupos; el primero encabezado por Manuel José Gandarillas, que propugna la reforma de la Carta de 1828; y, el segundo, liderado por Mariano Egaña, que busca imponer una forma de autoritarismo cuasi monárquico con formas parlamentarias, que se denominó «el voto particular de Egaña» (Villalobos et al. 2000, 531). Ricardo Donoso (1967, 81) al explicar el voto particular de Egaña en 1831 señala que bajo

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apariencias republicanas aspiraba afianzar el poder social y político de la oligarquía terrateniente, y en definitiva introducir formas de organización inspiradas en la monarquía inglesa. Al respecto, Ricardo Donoso señala: En ese proyecto se otorgaba al presidente de la República poder omnímodo para nombrar y destituir funcionarios de la administración, un dominio completo sobre los tribunales de justicia, las fuerzas armadas y la Iglesia, cuyos altos dignatarios él escogía; se creaba un Consejo de Estado de su personal designación con funciones resolutivas ilusorias; se establecía un Senado enteramente oligárquico y la disolución de las Cámaras por simple decreto; se otorgaba al presidente de la República el veto absoluto en la formación de las leyes; se restringía el sufragio; se constituía la Comisión Conservadora, integrada por siete senadores elegidos entre ellos mismos, se establecía la suspensión de las garantías constitucionales con el sólo acuerdo del Consejo de Estado, la irresponsabilidad del presidente y su reelección por tiempo indefinido (Donoso 1967, 81-82).

El debate sobre el autoritarismo de los gobiernos latinoamericanos en Bello y Lastarria Algunas de las causas de este retroceso autoritario que se produce en Chile a partir de 1830 son también explicadas por Andrés Bello, que compara la realidad política chilena con la existente en EE.UU. Bello reconoce que en nuestro país la propiedad está concentrada en muy pocas manos, que la práctica del respeto a los derechos constitucionales es débil y que existe un grupo muy poderoso cuyos intereses chocaban con los principios liberales. En 1830 Bello, en Las Repúblicas Hispanoamericanas, dice textualmente: Otros, por el contrario nos han negado hasta la posibilidad de adquirir una existencia propia a la sombra de instituciones libres que han creído enteramente opuestas a todos los elementos que pueden constituir los gobiernos hispanoamericanos. Según ellos, los principios representativos que tan feliz aplicación han tenido en los Estados Unidos, y que han hecho de los establecimientos ingleses una gran nación que aumenta diariamente su poder, en industria, en comercio y en población, no podían producir el mismo resultado en la América Española. La situación de unos y otros pueblos, al tiempo de adquirir su independencia era esencialmente distinta: los

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unos tenían las propiedades divididas, se puede decir con igualdad, los otros veían la propiedad acumulada en pocas manos. Los unos estaban acostumbrados al ejercicio de grandes derechos políticos, al paso que los otros no los habían gozado, ni aún tenían idea de su importancia. Los unos pudieron dar a los principios liberales toda la altitud de que hoy gozan, y los otros aunque emancipados de la España, tenían en su seno una clase numerosa e influyente con cuyos intereses chocaban. Estos han sido los principales motivos, por qué han afectado desesperar de la consolidación de nuestros gobiernos los enemigos de nuestra independencia (Bello 1979, 126).

Respecto al naciente constitucionalismo chileno, Bello plantea que desde los inicios de la República han existido dos grandes partidos. Por una parte, reconoce el partido de los que básicamente son contrarios a la independencia, porque amenaza sus intereses que chocan con los cambios que el país requiere. Por la otra, subsiste un partido que lucha por los ideales del constitucionalismo. Eso también puede explicar por qué Bello en su texto Constituciones, publicado en 1848, se muestra escéptico respecto a la posibilidad que una constitución escrita pueda servir totalmente para la organización del gobierno, porque expresa: Una Constitución Política sale del corazón de un partido o de la cabeza de un hombre; y si ella está construida con algún acierto, si no ha sido inspirada por falsas teorías, si consulta los intereses de la comunidad, podrá influir sobre toda ella, modificar sus sentimientos, sus costumbres, y representarla verdaderamente algún día […] Hemos dicho, y repetimos, que las constituciones políticas escritas no son a menudo verdaderas emanaciones del corazón de la sociedad, porque suele dictarlas una parcialidad dominante o engendradas en la soledad del gabinete de un hombre que ni aún representa a un partido […] y nos causa no poca sorpresa que en este año 1848, después de tantos experimentos constitucionales abortivos, haya personas que consideren las constituciones escritas, como esencial y constantemente emanadas del fondo de la sociedad. Decimos esencial y constantemente, porque esa es y no otra la posición que negamos (Bello 1979, 49 y 51).

En este punto conviene no olvidar que Bello, en su estadía en Inglaterra, observó el funcionamiento del sistema jurisprudencial y consuetudinario del derecho común anglosajón. Por eso, aprecia con cierto escepticismo la capacidad que tienen los textos, los documentos y las normas jurídicas escritas para modelar la realidad social. Su

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propuesta es conciliadora y moderada, y se funda en fuentes diversas, tales como el derecho romano, el derecho español, los códigos modernos y una consideración muy atenta y pragmática (a veces utilitarista), que deriva en eclecticismo acerca de las condiciones sociales reales donde ha de regir la legislación (Jaksic 2001, 215) Su visión pone énfasis en la eficacia de la Constitución, en la práctica del Derecho Constitucional, y no solamente en sus declaraciones y en sus textos que muchas veces no guardan relación con la identidad social. La tesis de Bello es que las constituciones deben reflejar la idiosincrasia de la sociedad donde se aplican, por lo tanto, el constitucionalismo en Chile debía adaptarse a su realidad. En las explicaciones de Bello se cita a Lastarria como un constitucionalista liberal propiamente chileno y comparte con este algunos de sus ideales que emanan de la Revolución francesa. Esta vinculación de Bello con los ideales revolucionarios franceses se identifica parcialmente con la idea de darle más publicidad al derecho (Bello 1979, 128, 129). Adicionalmente, en Las repúblicas hispanoamericanas, Bello critica el hecho de que Chile haya tenido constituciones que no reflejan la realidad social y política de nuestro país. Opina que la Constitución requiere de ciertas prácticas en las cuales debe sustentarse, particularmente en consideración a la evolución histórica sudamericana; y afirma que es difícil establecer con total certeza cuál es el origen de cada idea o institución política, lo que expresa del modo siguiente: Nadie concebía en aquella época (1811) que la unidad y energía de acción de que tanto necesitaba el gobierno revolucionario, no podían alcanzarse en un directorio compuesto de hombres que representaban intereses y principios diversos; pero era preciso imitar, y el único modelo que se presentaba era la copia desfigurada de la Revolución francesa que se desdibujaba en los procedimientos de la de Buenos Aires; así dice el Bosquejo Histórico. Una forma gubernativa chilena que copia la de Buenos Aires, la cual a su vez es una copia de la Revolución francesa, ¿de qué corazón ha salido? (Bello 1979, 55).

En la obra de Andrés Bello podemos encontrar una forma de constitucionalismo conservador y republicano, que se concibe a sí mismo como comprometido principalmente con la organización jurídica de la libertad. Ivan Jaksic cita el trabajo referido a la publicidad de los juicios para ilustrar cómo Bello ha hecho suyo el principio básico del republicanismo al decir: «la libertad no es otra cosa que el imperio de las leyes» (Jaksic 2001, 214).

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Para Bello otro principio fundamental del Gobierno republicano es el principio de responsabilidad, un principio del que, tal como lo plantea en su artículo Necesidad de fundar las sentencias publicado en El Araucano en 1834 y 1839, se desprende la obligación de explicar las razones de las sentencias o decisiones judiciales y de interpretar el derecho de acuerdo a la razón (Bello 1979, 108). En este mismo texto, también encontramos en Bello una visión que es más próxima al constitucionalismo francés. Desde luego su «afrancesamiento» se percibe en su intención declarada de querer limitar el poder de los jueces, que para él representan la cara más despreciable del despotismo español, que es necesario erradicar literalmente mediante «un método de demolición» y un «hacha». Bello usa estas palabras fuertes, para ilustrar como el sistema de juicios de la Colonia debe ser destruido, para imponer una nueva estructura judicial que esté fundada en los ideales republicanos en Chile (Bello 1979, 107-109). Por eso es que con respecto a la forma de gobierno de la Segunda República chilena, Bello dice en su escrito «Independencia del Poder Judicial» que reconoce dos poderes en la forma que debe adoptar el naciente Estado nacional chileno: el poder de hacer las leyes (Legislativo) y el poder de aplicar las leyes (Ejecutivo y Judicial) como una rama de este (Bello 1979, 85-88). De hecho, Bello critica el texto constitucional de 1811 porque es de una opinión contraria a la total concentración del poder en un solo órgano: Reconociendo la necesidad de adaptar las formas gubernativas a las leyes orgánicas constitucionales, costumbres y caracteres nacionales, no por eso debemos creer que nos es negado vivir bajo el amparo de instituciones libres, y naturalizar en nuestro suelo las saludables garantías que aseguran la libertad, patrimonio de toda sociedad humana, que merezca el nombre de tal (Bello 1979, 128).

En definitiva, el constitucionalismo de Bello propone que el derecho nos sirve de manera limitada para regular el poder, porque existe una imposibilidad que todo sea controlado por medio de la legislación escrita, y en ese sentido sus ideales republicanos son más bien escépticos. Además, hace suya una forma de liberalismo moderado (Jocelyn-Holt 1998, 439-485) que considera que se puede lograr mayor libertad con cambios graduales que puedan mantener el orden y que se deben observar las costumbres y la práctica constitucional para avanzar en pos de una constitución verdaderamente liberal.

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En este sentido, Bello, al constatar la importancia de las prácticas constitucionales y postular una innegable influencia del Poder Ejecutivo sobre el Judicial, viene a ser un defensor del híperpresidencialismo que muchos han destacado como el rasgo principal de la forma política constitucional chilena. Hay que tener presente que Bello tenía pleno conocimiento del carácter autoritario del híperpresidencialismo, pero pensaba que con los mecanismos de control propios del sistema republicano se podría alcanzar la libertad civil necesaria para afianzar el nuevo orden (Rojas 2009, 193-194). Discípulo de Bello, pero con un pensamiento que en algunos aspectos es contrario a este, José Victorino Lastarria es considerado el primer jurista criollo del constitucionalismo chileno y el primer profesor de Derecho Constitucional en nuestro país. El planteamiento de Lastarria es democrático y republicano, como el de Mora, pero a diferencia de este, su obra se centra en la realidad chilena. Lastarria contrapone las dos visiones de pensar la Constitución existentes entonces: la visión conservadora que se manifiesta en la Constitución de 1833, y la visión liberal que se expresa en la Constitución de 1828 (Lastarria 1865, 204). La concepción crítica y doctrinaria de la Constitución de 1833 de Lastarria está enmarcada en la discusión de cómo lograr un desarrollo más completo para Chile. Esa Constitución, según Lastarria, se caracteriza por centralizar el poder, reforzando el Poder Ejecutivo, restringir la libertad de prensa, desactivar el sistema de elecciones de la Constitución anterior y porque instaura un sistema de gobierno basado en los regímenes de excepción. Esta nueva Constitución es más imperfecta que la de 1828, pero según Lastarria, hay más decisión política para imponerla. Lastarria plantea que la Constitución logra un orden que permite el desarrollo económico, pero la critica por abusiva y retrógrada. En su obra busca desactivar sus disposiciones autoritarias, intentando una reinterpretación liberal de ella. Con ese objeto participa activamente desde el Parlamento para generar las prácticas que en definitiva consolidan la reinterpretación liberal de la Constitución. La propuesta de Lastarria consiste en hacerla compatible con un régimen menos autoritario y que algunos han designado como parlamentario y otros, gobierno de asamblea (Heise 1974, 11); (Barros 2000, 89-98). Como indica Ricardo Donoso, luego de producida la reforma constitucional de 1833, con el protagonismo de Lastarria, los partidarios del liberalismo adoptan la siguiente estrategia:

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[C]onsiderándose el heredero de los ideales de la revolución emancipadora, orientaría desde entonces sus esfuerzos en el sentido de modificar la estructura social, política y espiritual de la nación para abrir el camino a un régimen de raigambre democrática. La lucha se entablaría entre el Ejecutivo y el Congreso, a fin de arrebatar al primero el cúmulo de atribuciones de que había sido armado y conquistar la independencia del último. Mientras el camino elegido no fue el de los cuartelazos y golpes de fuerza sino el de la difusión de la enseñanza pública y fomento de la cultura (Donoso 1971, 41).

El profesor, parlamentario y publicista que fue José Victorino Lastarria, a pesar de haber elegido el camino de la persuasión y de la educación para impulsar el cambio que requería el autoritarismo, no ahorra críticas y expone con singular fuerza sus ideas liberales y republicanas. Por ejemplo, critica con especial atención la actitud y las ideas expresadas por Andrés Bello en el Discurso Inaugural de la Universidad de Chile, en 1843 y se atreve a decir lo siguiente: El viejo régimen tenía representantes poderosos, que si bien, como dijimos antes, no habían aniquilado el movimiento de emancipación en su origen, en lo sucesivo van poco a poco tomando su dirección y encarrilándolos por sendas bien opuesta a las que sus promotores le trazaban. El gobierno fomentaba la instrucción pública; pero así como en la ley de creación de la Universidad había echado la base que sirve al Rector para proclamar una enseñanza, una ciencia, una literatura y hasta una moral confesionales, también favorecía todas las instituciones que el clero y sus adeptos fundaban, ya no tan sólo para educar a la juventud según la dirección universitaria, sino según el plan con que el jesuitismo ha conseguido formar cierto orden de intereses y de doctrinas que contrarían los intereses y los principios de la civilización moderna y del régimen democrático (Lastarria 2001, 194-195).

Bello es percibido como conservador por parte de Lastarria, particularmente en el ejercicio de sus deberes educacionales, porque privilegia el orden frente a la libertad. La idea de la educación de Bello es percibida como parte del ideario conservador y por eso aunque Lastarria fue un estudiante destacado del rector, tuvo una diferencia importante en esta cuestión y en su acomodo frente al autoritarismo. Dice Carlos Ruiz sobre esta importante materia:

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Para Bello y sus discípulos, la educación es una institución cuyo objetivo fundamental es la conservación del orden frente a las amenazas revolucionarias. Esto tiene que ver, en su concepción con que, si bien todos los individuos deben educarse, no todos deben recibir igual educación. La educación tiene que amoldarse a las diferencias de clase social, con una rama secundaria y universitaria concentrada en la elite de ciudadanos activos y una rama primaria destinada a los ciudadanos pasivos, en que lo más importante son las primeras letras, el cálculo, la religión y la moral (Cristi y Ruiz 2015, 178).

El proyecto liberal y parlamentario que inicia Lastarria, se continúa en la obra de Manuel Carrasco Albano y Jorge Huneeus, quienes representan la cumbre más alta del constitucionalismo chileno en el siglo XIX.

El primer constitucionalismo chileno comparado en Carrasco Albano y Huneeus Es precisamente en este contexto que destaca la figura de Manuel Carrasco Albano, quien comparte la estrategia liberal de Lastarria y su grupo. En sus comentarios críticos de las disposiciones de la Constitución de 1833 desarrolla una explicación jurídica impecable y compara nuestras instituciones con las europeas o norteamericanas de la misma época. A pesar de su juventud, expone ideas muy bien fundadas en la historia constitucional de Chile. Respecto de la Constitución de 1828 dice que pese a establecer la forma de Estado unitario, en el fondo creaba una organización de carácter federal y bajo una perspectiva histórica prefiere el unitarismo para el Estado de Chile (Carrasco 1874, 5). Su concepto de soberanía está principalmente influido por el pensamiento de Hobbes, y distingue a este respecto entre derecho y ejercicio de la soberanía, y escribe: Aplicando estas ideas a la sociedad civil, diremos con Hobbes que es necesario que haya una voluntad de todos que domine la voluntad de cada uno, un poder superior y general que pueda forzar a todos los ciudadanos a respetar sus derechos recíprocos y a vivir en paz los unos con los otros. Esto no puede hacerse sino en cuanto cada particular someta su voluntad propia a la de un poder superior, cuyo dictamen sobre todas las cosas sea absolutamente seguido y tenido por el de todos los que forman la sociedad. Ese poder supremo que no puede ser anulado ni paralizado por ninguna voluntad humana, y cuyos actos son independientes de todo otro poder superior es lo que se llama la soberanía nacional (Carrasco 1874, 10).

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Sobre la discusión relativa a la relación entre el Estado y la Iglesia, Carrasco Albano sostiene la urgencia de una libertad de culto, anticipando el debate que culminará con las leyes civiles de tolerancia religiosa de finales del siglo XIX. Sus argumentos en apoyo a la libertad de culto invocan la necesidad de inmigración para enriquecer la diversidad de la población chilena con nuevos miembros, principalmente de religión protestante, y de este modo prevenir la amenaza totalitaria que subyace al culto único que puede darse en nuestro país. Sostiene, además, que sería conveniente para la propia Iglesia la admisión de otros cultos, por cuanto la competencia impulsaría la depuración de sus costumbres y la llegada de una masa considerable de inmigrantes, abriría una gran posibilidad de evangelización y, por ende, de nuevas conversiones. Carrasco Albano escribe: […] libertad de cultos es una necesidad del país y una conveniencia para la Iglesia misma. Chile necesita de la inmigración, y sobre todo la inmigración protestante. Las naciones europeas que nos han de proveer de una masa de colonos industriosos, morales y emprendedores son la de Alemania, los países escandinavos de la Suecia, Noruega y Dinamarca, la Suiza, y la Gran Bretaña (Carrasco 1874, 22).

Carrasco Albano también desarrolla, al igual que Mora, una concepción del principio de igualdad constitucional que supone una crítica explícita al antiguo régimen colonial chileno. Identifica este principio con el más amplio ejercicio del sufragio, con la igual posibilidad de todos los ciudadanos a concurrir a la formación de la ley y con la igualdad entre chilenos y extranjeros que consagra la legislación civil como formas efectivas de plasmar este principio. Señala como causas de la desigualdad colonial chilena la existencia de la esclavitud, los privilegios en la nobleza y la Iglesia, y las divisiones de castas consignadas por el Código de Indias que distinguía entre indios, negros, mulatos, zambos, mestizos, los simples colonos y españoles (Carrasco 1874, 88). Sus críticas inspiradas en el liberalismo, también se refieren a la subsistencia del fuero eclesiástico y militar, que le parece excesivo y una excepción ilegítima a los principios republicanos (Donoso 1967, 322). Al comparar la concepción constitucional de Carrasco Albano con las ideas de Mora, destacan las virtudes de este último en cuanto a su capacidad de anticipar lo que serán las cuestiones constitucionales relevantes medio siglo después. Mora no sólo acierta en el diagnóstico de la situación chilena y comparte los principios republicanos, junto

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con Carrasco Albano, sino que además y a consecuencia de su visión de la igualdad constitucional le asigna un lugar principal. La concepción constitucional más completa que tuvimos en Chile en el siglo XIX, se plasma en el texto de 1828 y sobrevive la reforma conservadora de 1833, porque en su Artículo 12 en la parte del texto constitucional referida a los derechos constitucionales se incluye: 1.- Igualdad ante la Ley; 2.- Admisión a los empleos y funciones públicas y, 3.- Igual repartición de los impuestos, contribuciones y demás cargas públicas (Diario Oficial 2005, 224).

Esta misma posición liberal de Lastarria y Carrasco Albano también está presente en la obra de Jorge Huneeus, quien reflexiona sobre el período constitucional 1828 – 1833, desde su cátedra de Derecho Constitucional en la Universidad de Chile y en sus funciones parlamentarias. En su obra La Constitución ante el Congreso, Huneeus analiza la Constitución de 1833 artículo por artículo. Comparado con la perspectiva política de Lastarria, Huneeus ofrece una lectura más jurídica de la reforma autoritaria de 1833. Con respecto al sufragio, sostiene que este debe ser concebido como una carga pública y no como un derecho. Además, acepta las ideas mayoritarias de su época y entiende que un sistema universal de sufragio nunca puede llegar a ser absoluto, puesto que siempre tendrá algún tipo de limitación, por ejemplo, una edad mínima. Huneeus advierte que lo importante respecto del sufragio es que las limitaciones que se impongan respecto del mismo no sean arbitrarias o discriminatorias y así señala: De la precedente exposición se infiere que el sufragio universal, entendiendo por tal el que exige sólo la condición de la edad, sin otra alguna, sea la del saber leer y escribir, como en Chile y en Brasil; sea la de pagar impuesto o algo equivalente, como sucede en Inglaterra y en España, rige en EE.UU., en Suiza y en Francia. Cuestión es ésta que nos ha ocupado en otro libro, donde nos hemos declarado partidarios de la teoría de Stuart Mill, quien considera el sufragio como una carga pública y no como un derecho. La gran mayoría de los Estados constituidos lo ha considerado en aquel sentido aún cuando no lo digan expresamente, por el hecho solo de limitar el voto a un número de personas más o menos restringido, estableciendo que para poder sufragar se requieren condiciones de capacidad, de inteligencia y de independencia. Las naciones mismas que han adoptado la teoría del sufragio universal, no lo hacen universal, pues lo limitan a los individuos que tuvieren veintiún años de edad, como en EE.UU. y

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en Francia, o veinte años, como en Suiza. Ninguna se ha atrevido a aceptar hasta sus últimos límites las consecuencias que lógicamente se desprenden de la teoría misma (Huneeus 1890, 29 y 30).

Consecuente con lo anterior, Huneeus propone un sistema de inscripción para ejercer el cargo de elector. Con esta propuesta sintetiza lo que será la discusión del siglo XIX sobre la reforma electoral. Puede inducirse también que el antiguo sistema inglés de votar sin estar inscrito previamente, ha cedido, y con razón, el puesto al sistema que exige que el ciudadano, para poder ejercer el cargo de elector, debe hallarse previamente en las listas o registros electorales correspondientes (Huneeus 1890, 29).

Huneeus reconoce la importancia de la igualdad en lo relativo a la eliminación de privilegios, en la distribución de cargas públicas y el acceso a los cargos y funciones públicas (ibid, 34, 35). Para la doctrina de la época el resguardo de los derechos individuales dependía fundamentalmente del Poder Legislativo. Huneeus plantea que el Poder Legislativo sea el principal poder del Estado y el Congreso la institución fundamental: Nosotros, que no queremos jefes del Ejecutivo omnipotentes, tampoco queremos Parlamentos omnipotentes. Si el Ejecutivo no debe legislar, el Parlamento no debe gobernar, ni menos todavía administrar. La misión del Parlamento es doble: inspecciona los actos del Ejecutivo, y, dentro de ciertos límites, los de los jueces superiores. Tal es su primera función y su primordial deber. La otra es la de legislar. La función inspectiva supone superioridad respecto del poder inspeccionado, como lo supone también la legislativa, puesto que el Ejecutivo y el Poder judicial tienen, en general, la obligación de ejecutar y cumplir las leyes. Dentro del sistema representativo, cuyo fundamento es la división del Poder público en tres ramas por lo menos, la legislativa, la ejecutiva y la judicial, consideramos que el predominio de la legislativa es condición indispensable de buena organización. La dificultad consiste en evitar las exageraciones; pero nos parece que, en cuanto al principio mismo de que el Parlamento debe ser la primera de las autoridades en toda Nación regularmente constituida, no debe caber incertidumbre, a menos que se prefiera el personalismo o, en otros términos, el cesarismo del Imperio Romano, el de Luis XIV o el de los Napoleones. Consideramos, pues, que es condición indispensable de toda buena organización política, la de que exista en ella un Parlamento investido de las necesarias atribuciones inspectivas y legislativas,

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y cuya voluntad, en los casos de conflicto prevalezca sobre la del ejecutivo, sin que por eso sea lícito invadir las atribuciones peculiares de este último. Si así se entendiera el parlamentarismo, es claro que sería inseparable del sistema representativo (Huneeus 1890, 17 y 18).

Huneeus percibe la Constitución de 1833 como un obstáculo para lograr el parlamentarismo y, a partir de esta observación, su trabajo intelectual se enfoca a crear una nueva concepción del derecho público chileno. Defiende una interpretación jurídica de las disposiciones de la Constitución donde las convicciones liberales y la práctica democrática del Congreso se confrontan con el texto constitucional. Huneeus concluye que en lo religioso, el único sistema racional es la separación de la Iglesia católica y el Estado. La reforma que permite un acercamiento hacia la libertad de culto, es el medio por el cual se logra la modificación del concepto «culto público», lo que supone por la vía interpretativa autorizar la celebración privada de todos los credos sin ninguna prohibición. Esta reinterpretación constituye una derogación del precepto constitucional relativo a la restricción del ejercicio de los cultos religiosos diversos al católico, que no deja de ser religión oficial. Es cierto que la Ley Interpretativa del 27 de Julio de 1865, ha definido en Chile lo que se entiende por culto público; pero debe confesarse con lealtad que aquella interpretación fue más bien una derogación indirecta del precepto constitucional a que se refiere y que es tiempo más que sobrado ya de suprimir resueltamente de nuestra Ley Fundamental una mancha que la afea y desprestigia, y que nos presenta ante el extranjero en un estado de atraso apenas concebible en los tiempos del coloniaje, y a la cual no ha dado cabida ni aún la Constitución colombiana de 1886 (Huneeus 1890, 21-23).

En este mismo respecto hay que considerar la desconfianza que, en los primeros años de la República, existe en relacion a los jueces y su independencia. Esta idea de Huneeus es compartida con Andrés Bello junto al afán de algunos pensadores liberales por transformar el régimen originado en la Constitución de 1833 por uno menos autocrático y de corte parlamentario. A este respecto el aporte de Huneeus resulta fundamental. Huneeus no evalúa la Constitución a la luz de su texto original, sino teniendo presente las reformas parlamentarias introducidas en las décadas del 70 y del 80. En estos años se produce la mutación desde el sistema político presidencialista centralizado en uno de corte más parlamentario. Para Huneeus las reformas demuestran cómo una Constitución puede ir logrando de manera gradual su identidad normativa:

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[…]la Constitución que hoy todavía nos rige, con las reformas efectuadas en estricta conformidad a las reglas que ella prescribe, por la ley del 8 de Agosto de 1871; por la del 25 de Septiembre de 1873; por las dos del 13 de Agosto de 1874; por la del 24 de Octubre del mismo año, y finalmente, por la del 12 de Enero de 1882, que cambió sustancialmente el sistema anteriormente establecido para adoptar la reforma del propio código fundamental. Si éste adoleció en su origen de un vicio evidente, es forzoso confesar que el transcurso de más de medio siglo lo ha purgado con exceso […]. El régimen constitucional ha echado en nuestro suelo tan hondas raíces, que la raquítica y débil planta de 1833, se ha convertido en un árbol semisecular y gigantesco, bajo cuyo frondoso ramaje se cobijan todos los buenos ciudadanos que habitan el fecundo y ameno territorio de Chile (Huneeus 1890, 54 y 55).

La estructura de los derechos y del derecho de propiedad constitucional Durante la Segunda República chilena, que corresponde al periodo que se inicia en 1830 y hasta aproximadamente 1860, que hemos denominado República Autoritaria, las normas de la Constitución de 1833 reconocen de un modo amplio la protección de la propiedad. Esta amplitud en el reconocimiento de la propiedad constitucional tuvo el propósito de retrotraer la vigencia de las normas que suprimieron los mayorazgos y otras formas tradicionales de vinculación de la propiedad, y expresó un concepto constitucional de «propiedades» que entiende la institución dominical en plural, una idea que el texto de la Carta Fundamental de 1833, también vincula con el reconocimiento de la propiedad de las comunidades: Capítulo V. Derecho Público de Chile. Art. 12. La Constitución asegura a todos los habitantes de la República: […] 5º. La inviolabilidad de todas las propiedades, sin distinción de las que pertenezcan a particulares o comunidades, y sin que nadie pueda ser privado de su dominio, ni de una parte de ella por pequeña que sea, o del derecho que a ella tuviera, sino en virtud de sentencia judicial; salvo el caso en que la utilidad del Estado, calificada por una ley, exija el uso o enajenación de alguna; lo que tendrá lugar dándose previamente al dueño la indemnización que se ajustare con él, o se avaluare a juicio de hombres buenos (Valencia 1951, 164).

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Finalmente, en la Constitución de 1833, como anunciando su vigencia mutante en lo que será la Tercera República liberal que se inicia a partir de las reformas constitucionales de alrededor de 1860 y que concluyen en 1924, se agregó una sección especial dedicada a las garantías de la propiedad con diversas referencias a este derecho. Dichas normas son las siguientes: Capítulo X. De las garantías de la seguridad y propiedad. Art.146 La casa de toda persona que habite el territorio chileno es un asilo inviolable, y sólo puede ser allanada por un motivo especial determinado por la ley, y en virtud de autoridad competente. Art.147. Solo el Congreso puede imponer contribuciones directas o indirectas, y sin su especial autorización es prohibido a toda autoridad del Estado y a todo individuo imponerlas, aunque sea bajo pretexto precario, voluntario o de cualquiera otra clase[…] Art. 150 Ningún cuerpo armado puede hacer requisiciones, ni exigir clase alguna de auxilio, sino por medio de las autoridades civiles, y con decreto de estas[…] Art.152 Todo autor o inventor tendrá la propiedad exclusiva de su descubrimiento o producción, por el tiempo que le concediere la ley; y si ésta exigiera la publicación, se dará al inventor la indemnización competente (Valencia 1951, 182).

Hasta ahora, hemos visto como en el siglo XIX en las primeras experiencias republicanas que existieron en Chile se adoptaron formas constitucionales muy diversas para reconocer y garantizar la propiedad o las propiedades. Las normas constitucionales mencionadas fueron objeto de un primer intento de ordenación y sistematización dogmática durante el Chile republicano que se inicia a comienzos del siglo XIX y que subsiste hasta principios del siglo XX inclusive. En nuestro ordenamiento jurídico, incluso a nivel constitucional, la propiedad se expresa de modo fragmentario. Este derecho se incorpora al sistema jurídico chileno en una serie de cláusulas constitucionales que reiteran ciertos elementos comunes. Entre estos encontramos en las disposiciones constitucionales chilenas referidas a la propiedad, que su garantía y modo de afectación se vincula a propósitos de interés general, como la defensa nacional o el servicio público. A su vez, que en todo caso de afectación de la propiedad se otorga una indemnización en beneficio de su titular. También que la propiedad se concibe como un límite al Poder Ejecutivo y Legislativo, y que requiere en su protección y garantía del reconocimiento como una

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de las funciones del Poder Judicial. Gran parte de estas normas de nivel constitucional coexisten en la República de Chile con el derecho sustantivo y procesal colonial español, sin perjuicio que en el Chile independiente la propiedad privada se fue extendiendo y fortaleciendo, lo que sucedió particularmente a partir de la entrada en vigor del Código Civil en 1857. Llama la atención que a pesar de la novedad y carácter multiforme del reconocimiento y garantía del derecho de propiedad en las constituciones chilenas, no haya existido un gran desarrollo de la dogmática al respecto durante el siglo XIX. Hay referencias de carácter doctrinal a la propiedad en la obra Curso de Derecho del Liceo de Chile de José Joaquín de Mora, que ya hemos mencionado parcialmente, que incluye el tratamiento de la propiedad en el contexto de los propósitos del gobierno y como objeto del pacto social. Mora sigue la tesis del pacto social de Rousseau y desarrolla una idea original de propiedad que está relacionada con la seguridad, la igualdad y la libertad. Dice Mora: La seguridad no me parece un derecho separado de los otros que he mencionado, sino una cualidad indispensable a cada uno de ellos. ¿A qué se aplica en efecto? ¿A la persona? Esto es libertad. ¿A los bienes? Esto es propiedad. ¿A los derechos? Esto es igualdad. No hay seguridad sino con relación a alguna de aquellas tres ventajas. Queremos y exigimos que ellas estén seguras, pero esta voz indica una propiedad y no una esencia. Non sunt multipicandae sine necessitate. Bastan los tres derechos especificados en el curso, para responder a todos los fines de la sociedad. Es indispensable que sean claros y no por eso, llamaremos derecho a la claridad. Deben ser duraderos y sin embargo, la duración no es un derecho. ¿Qué se viola cuando falta la seguridad? Alguno de los tres objetos a los cuales se refiere la facultad de ser libres, la facultad de ser iguales, la facultad de ser dueños. No hay nada fuera de este círculo. Es pues una denominación incorrecta y fuera de propósito (Mora 1830, 115-116).

Andrés Bello también enseñó cuestiones importantes sobre la propiedad y en su famosa obra Principios de Derecho Internacional trata con gran profundidad y erudición este derecho desde un punto de vista doctrinario como un derecho natural y en su relación con los modos de adquirir (ocupación, accesión, tradición y ley), en relación con el territorio del Estado (que incluye sus aguas) y en relación al dominio, imperio y jurisdicción del poder soberano (Bello 1864, 34-89). Bello también explica la doctrina que regula la situación de los bienes, tales como las propiedades y buques, en los casos de las guerras de independencia sudamericana, y sobre el particular dice lo siguiente:

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[…] no obstante la parcialidad de algunos de los antiguos gobiernos de Europa a la causa de España, ninguno de ellos disputó a las nuevas naciones el derecho de apresar las naves y propiedades de su enemigo en alta mar[…] La Corte Suprema de los Estados Unidos declaró el año 1818, que «cuando se enciende la guerra civil en una nación separándose una parte de ella del gobierno antiguo y erigiendo otro distinto, los tribunales de la Unión debían mirar al nuevo gobierno como lo miraban las autoridades legislativas y ejecutiva de los Estados Unidos, mientras estas se mantenían neutrales reconociendo la existencia de una guerra civil, los tribunales de la Unión no podían considerar como criminales los actos de hostilidad que la guerra autoriza y que el nuevo gobierno ejecutase contra su adversario». Según la doctrina de aquella Corte, «el mismo testimonio hubiera bastado para probar que una persona o buque estaba al servicio de una potencia reconocida, era suficiente para probar que estaba al servicio de una de los gobiernos nuevamente creados» (los de las nuevas repúblicas sudamericanas) (Bello 1864, 321).

La obra más lograda en cuanto a la doctrina de la propiedad inspirada en el derecho natural es la que se publica originalmente en 1888, y que surge del tratamiento teórico que da Rafael Fernández Concha al derecho de propiedad como un derecho adquirido (Fernández 1966, 53-99). A estas obras se agregan los comentarios de Manuel Carrasco Albano a la Constitución de 1833, de Jorge Huneeus, las obras de José Victorino Lastarria y de Valentín Letelier. Pero en estricto rigor no me parece que estos trabajos a pesar de su calidad, salvo el de Jorge Huneeus, pueden considerarse obras de dogmática chilena constitucional sobre la propiedad, porque sus esporádicas referencias a las disposiciones sobre la propiedad son muy generales, no se fundan en el derecho positivo y carecen a veces de un punto de vista analítico o conceptual estrictamente definido sobre el particular. Por eso, a pesar de la importancia de las ideas de José Joaquín de Mora y debido a la extendida vigencia de la Constitución de 1833, son en definitiva los comentarios de Manuel Carrasco Albano y la obra de Jorge Huneeus los que dan continuidad al constitucionalismo de raíz liberal en lo que se refiere al derecho de propiedad durante el siglo XIX. Por ejemplo, Carrasco Albano en su famosa memoria de prueba llama la atención que la reforma constitucional de 1833 no incluye en el artículo, donde se regula la propiedad, una concepción más amplia que asegure la libertad, que antes estaba incorporada en la misma disposición de la Constitución de 1828. Dice Carrasco Albano:

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El párrafo que examinamos nos asegura únicamente la libertad individual, o según la expresión de Mr. Dupin, la libertad del cuerpo: preciosa garantía, es verdad, que no sabemos apreciar sino cuando está suspendida en los estados de sitio, como no apreciamos la salud, sino cuando estamos enfermos (Carrasco 1874, 50).

Con respecto a la propiedad, el comentario de Carrasco Albano pareciere certero, porque al comentar la disposición constitucional referida a la propiedad expresa: INVIOLABILIDAD DE LA PROPIEDAD. La garantía contenida en este artículo sobre la inviolabilidad de la propiedad es una de las condiciones fundamentales de toda sociedad civil i no ha hecho ninguna innovación en las disposiciones de la antigua legislación española. Siempre fue un principio de derecho común que la propiedad es sagrada, cualesquiera que por otra parte fueran los gravámenes y las injustas gabelas que pesaban sobre ella. Su inclusión entre las garantías de derecho público tiene más bien su importancia relativamente a las propiedades de las comunidades, que el artículo contrapone a las de los particulares. Con esa especificación se ha querido impedir la confiscación de las propiedades eclesiasticas o pertenecientes a los religiosos que desde el siglo XVI han sido víctimas de la reacción contra las riquezas y el fausto de órdenes religiosas (Carrasco 1874, 50).

En esta escueta explicación Carrasco Albano da sustento a tres ideas principales: 1) la relación entre la propiedad y la sociedad civil; 2) la semejanza y vinculación entre las normas de propiedad de la reforma de 1833 y la legislación española colonial; y, 3) la justificación de la cláusula constitucional que protege la propiedad comunitaria, para proteger la propiedad de las órdenes religiosas. Carrasco Albano cita el decreto del 6 de septiembre de 1824 con que se cierran, regulan y confiscan conventos religiosos y sus bienes, derogado por ley del 14 de septiembre de 1830 que ordena devolver bienes a los religiosos, para explicar la racionalidad que está detrás de la protección constitucional de la propiedad comunitaria en la Constitución de 1833. Una situación análoga puede encontrarse en el origen del primer reconocimiento constitucional del derecho de propiedad que se da en EE.UU., que se funda en la idea de impedir la arbitrariedad del Gobierno y proteger todas las propiedades, incluso la de los partidarios de la monarquía inglesa, una vez que ha triunfado la independencia (Ruiz-Tagle 2014, 82-83); (Ely 2008, 34-35).

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Por su parte, la excepción que hago respecto de la obra de Jorge Huneeus, en cuanto a la calidad de su dogmática constitucional, se funda en su exposición racional y justificada de las disposiciones del Art. 12, N°. 5 de la Constitución de 1833, que se expresa en su obra La Constitución ante el Congreso. Huneeus confirma la idea que las normas constitucionales conciben la propiedad como inviolable y que protegen los bienes de las personas jurídicas, entre ellas las de las comunidades religiosas y conventos (Huneeus 1879, 54). Sin embargo, Huneeus se distancia de las explicaciones de Carrasco Albano en esta importante materia, ya que se inspira en doctrinas de derecho natural señalando: Se ha incurrido en el error de creer que la Constitución asegura también la inviolabilidad de sus propiedades a las corporaciones. Así lo dice el señor Carrasco Albano en sus comentarios. Pero se sufre en esto una equivocación, porque el derecho de las corporaciones para adquirir y conservar bienes se rige por el Código Civil, y el de las sociedades anónimas por el Código de Comercio. Estas y aquellas no son personas naturales, y no pueden, por lo tanto, tener derechos naturales. Su existencia es debida a la ley, y esta puede reglar soberanamente todas las condiciones de su desarrollo y de su extinción, lo cual no sucede con el hombre, cuya organización física, intelectual y moral es algo que el legislador debe necesariamente respetar, como ya lo hemos indicado (Huneeus 1874, 54).

Con gran detalle Huneeus analiza las limitaciones a la propiedad que resume en las que provienen de sentencias judiciales y las que tienen su fundamento en la expropiación por causa de utilidad pública. Trata de manera detallada seis cuestiones: 1) si la expropiación sólo puede ser a beneficio del Estado o de otro ente público, como un municipio o ciudad, aceptando esta segunda posibilidad; 2) si la expropiación requiere de una ley general o especial concluyendo que basta la ley general; 3) si son constitucionales las servidumbres de fundos (inmuebles) a favor del Estado, denunciando su inconstitucionalidad; 4) si procede expropiación del trabajo o propiedad intelectual sin remuneración, concluyendo su improcedencia; 5) sobre el pago de los honorarios de los peritos (denominados hombres buenos) quienes fijan el valor de la expropiación, y concluye que este corresponde al Fisco o municipio que expropia; y, finalmente, 6) si la indemnización de la cosa expropiada obliga al pago de su mejor valor, optando Huneeus también en esta materia por la afirmativa (Huneeus 1879, 55-61).

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Los principales sujetos políticos y la mutación de la Segunda República En lo que se refiere a la parte orgánica de la Constitución, esto es la organización del Estado, Juan Bautista Alberdi, al comparar la Carta Fundamental chilena con las constituciones de Perú y Argentina, concluye que la reforma de 1833, cuyo autor es Mariano Egaña, concentra el poder en la rama ejecutiva, lo que le parece adecuado para los primeros tiempos de nuestra República. Sin embargo, critica en Chile y Perú las restricciones que se imponen en cuanto a la obtención de la nacionalidad, que no tienen el espíritu republicano de inclusión y que limitan el acceso de los extranjeros a los cargos públicos, y porque dan un estatus privilegiado a la religión católica (Alberdi 1998, 133-140). La preeminencia del catolicismo durante todo el periodo que rige la Constitucion de 1833 tuvo mucha importancia porque afectó desde el derecho de patronato eclesiástico, como se aprecia en la disputa con el Vaticano por nombramientos episcopales, hasta la exorbitante influencia clerical en las materias de enseñanza, cementerios, matrimonios y otras cuestiones de legislación civil (Carrasco 2002, 132). Ya notamos cómo la Segunda República implicó un vuelco autoritario respecto de la Primera República. Se impone una concepción conservadora de los derechos y se da predominio a la función ejecutiva en la organización del gobierno, en base a las facultades extraordinarias. La Segunda República centraliza el poder en Santiago, y entre los que detentan el Poder Ejecutivo. La Segunda República promueve la coexistencia del orden social tradicional con algunos limitados principios republicanos. Se intenta revalidar formas de inmovilizar la propiedad y de afectar la circulación de los bienes, que pueden ser considerados formas de dominación, vinculadas a los mayorazgos y algunos privilegios eclesiásticos. La participación y deliberación de los gobernados en las cuestiones públicas y el derecho al disenso se restringen considerablemente. El respeto al derecho se da en forma esporádica e inestable, y la participación política y la lucha contra las concentraciones de poder excesiva se limitan hasta mediados del siglo XIX. Desde dicho momento, gradualmente se va desarrollando una concepción constitucional que es de base totalmente republicana y liberal en cuanto a los derechos, y parlamentaria en cuanto a su idea de la organización política. El parlamentarismo alcanza su mejor expresión en las décadas de 1860 y 1870, en una serie de reformas que imponen, por la vía de la mutación, esta forma de gobierno. Según Loewenstein, una mutación

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constitucional se produce por una transformación de la configuración del poder político, de la estructura social o del equilibrio de intereses, sin que quede actualizada dicha transformación en el documento constitucional ya que este permanece (sustancialmente) intacto (Loewenstein 1983, 165). Además, dicho proceso de mutación se ve acompañado por el paulatino sometimiento de los militares al poder civil, lo que de este modo interrumpe, gradualmente, la influencia política que los primeros habían ejercido desde la Primera República. Durante el gobierno de José Joaquín Pérez se producen los primeros cambios constitucionales que anuncian la llegada de la Tercera República chilena: la República Liberal, que se denomina de este modo por su concepción de los derechos y por asumir la forma parlamentaria de gobierno. Entre las primeras medidas que anuncian la Tercera República encontramos las leyes de amnistía política, la que dispone la libertad privada de culto en 1865, y las reformas constitucionales de 1871, 1873 y 1874. Estas reformas dan origen a la Tercera República chilena por mutación de la Constitución reformada en 1833.

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4. Tercera República. La República Liberal (1870-1924)

La Tercera República coincide con el periodo que describe Heise en su obra sobre el parlamentarismo en Chile, aunque sitúa su inicio diez años antes. Para justificar su anticipación, Heise sostiene que Jorge Huneeus proclama que ya desde 1861, a nivel político e intelectual, existe un régimen parlamentario. En la opinión de Heise, los partidarios de la serie de reformas y prácticas parlamentarias que se inician en la década de 1860, logran cambiar la naturaleza del régimen autoritario al modificar ciertas prácticas políticas, que generan una mutación constitucional (Heise 1974, 33 y 35). A diferencia de Heise, en esta obra hemos situado el tercer momento republicano en Chile, alrededor de 1870, porque se reconoce en la historiografía chilena la existencia de una generación constituyente de base parlamentaria y liberal, que tiene su expresión en la famosa obra de los hermanos Justo y Domingo Arteaga Alemparte denominada Los Constituyentes de 1870 (Arteaga Alemparte 1910, 2-7). Además, esta generación política e intelectual se expresa de modo característico en la concepción constitucional que surge en las reformas de 1871, 1873 y 1874, que recupera un lugar preeminente para el titular de la función legislativa, que por lo demás inaugura una práctica política que somete de un modo más intenso todos los órganos constitucionales al imperio de la ley. Se refuerza la división de poderes en favor del Congreso y la figura autoritaria presidencial entra en tensión con el Parlamento, de una manera que permanece sin resolución, hasta la guerra civil de 1891. En la Tercera República se amplían los derechos constitucionales de las personas a través de la interpretación legislativa, mediante la cual se reforma y muta el texto de la Constitución, y se pone fin al uso de las facultades extraordinarias que eran otorgadas al gobierno de turno. Se trata de la consolidación de una forma republicana, que es liberal en cuanto a la dogmática y al ejercicio de los derechos,

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y parlamentaria en cuanto a su orgánica constitucional. La Tercera República se extiende desde 1870 hasta 1924 cuando un golpe de Estado interrumpe el gobierno constitucional.

La ampliación del derecho de sufragio y el nuevo ambiente político liberal Esta Tercera República reniega del legado autoritario anterior, y Chile se identifica espiritualmente con Francia, y bajo la influencia de su filosofía liberal, se afianza una tendencia laica (Heise 1996, 71). Según Heise, este nuevo espíritu liberal chileno refleja el romanticismo revolucionario que inspira todos los movimientos políticos chilenos, a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Esta influencia emana de Lamartine y su obra Los Girondinos, publicada en 1847, y de los movimientos revolucionarios europeos del 48 (ibid, 65). En cuanto a la parte dogmática, de los principios y derechos constitucionales, en el periodo que se inicia a mediados del siglo XIX y que se consolida en 1871, se profundiza la democracia política. Se robustece la opinión pública, se dicta una ley de prensa y se asienta con mayor fuerza una cultura republicana. Se constituye un sistema de partidos políticos, algunos de los cuales perdurarán hasta mediados del siglo XX, como son los casos del Partido Conservador, el Partido Liberal y el Partido Radical. En 1874 el Congreso, al legislar para fijar los montos del sufragio censitario, aprueba la presunción de que quien supiera leer y escribir tenía la renta para poder votar. De este modo, por vía legislativa y sin tener que reformar la Constitución –que requería dos legislaturas– se suprimió de hecho el sufragio censitario. Así, el concepto de ciudadanía y de representación o inclusión política, también se amplía de una manera que permite prácticamente terminar con el sufragio censitario. Además se introduce el voto acumulativo que permite la representación parlamentaria de las minorías, a lo que se suma la ya señalada presunción de derecho, según la cual, todo el que sabe leer y escribir posee la renta mínima para ser ciudadano, con lo cual se suprime el voto censitario. Las reformas constitucionales y el uso de las leyes interpretativas tienden a la democratización del régimen de gobierno y a la disminución del poder presidencial (Amunátegui 1951, 196).

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Entre los cambios que se producen durante este periodo, destacan la ampliación del sufragio, la elección del Senado por provincias, y la rebaja de la duración en los cargos de los parlamentarios a seis años. La Comisión Conservadora se integra por miembros de ambas cámaras y se la faculta para requerir del presidente la convocatoria a sesiones extraordinarias del Congreso. El Consejo de Estado se constituye por integrantes de cada cámara y a los ministros de Estado sólo se les da derecho a voz en sus sesiones. Se restringen las facultades extraordinarias del presidente, en cuanto a los derechos que puede afectar excepcionalmente y a los lugares y formas de detención. Se restringen también las atribuciones del presidente en materias judiciales y se aumentan las inhabilidades parlamentarias para evitar la influencia presidencial sobre estos. Se rebajan los quórum legislativos, se regula el juicio político, se aumenta la fiscalización parlamentaria y se busca limitar la intervención electoral. En cuanto a los derechos individuales, se incorporan los nuevos derechos de reunión, asociación y libertad de enseñanza y se facilita la adquisición de la nacionalidad chilena y los trámites para la reforma constitucional (ibid, 197-198). Entre los méritos que cabe destacar del periodo que va desde 1870 hasta 1924, sobresale una declinación de la influencia del militarismo en la política chilena (Heise 1996, 93). Dentro de las causas de este decaimiento se cuenta que, a partir de 1861, comienzan a caer en descrédito las facultades extraordinarias del presidente y los estados de excepción, sumado a que, en la sesión del 31 de octubre de 1873, se aprueba la reforma constitucional que entrega la declaración de dichas facultades extraordinarias al Congreso (Donoso 1967, 339). La práctica parlamentaria y el trabajo legislativo en el Congreso hacen de Chile el primer país de Sudamérica que reforma la legislación española vigente desde el periodo colonial. Los códigos Civil, de Comercio, Minería y Penal, la Ley Orgánica de nuestros tribunales y la legislación procesal se aprueban y sancionan entre 1857 y 1907 (Heise 1996, 111-112). Se revisan las incompatibilidades parlamentarias y aumenta el número de partidos políticos hasta llegar a seis, lo que implica una mayor pluralidad en la representación política. Esta mayor representación es significativa desde el punto de vista político, porque hasta 1860, los Congresos estaban formados en su mayoría por empleados de la administración pública e incluso los jueces que ocupaban esas funciones obedecían al Ejecutivo (Donoso 1967, 342).

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La preminencia de la función legislativa y su consolidación en la guerra civil de 1891 En cuanto a la definición de la parte orgánica de la Constitución, la transferencia de poder desde el presidente al Parlamento genera una tensión que no pudo resolverse hasta el gobierno de José Manuel Balmaceda (1886-1891). Balmaceda gobernó con los grupos políticos parlamentarios, y luego prescindió de ellos hacia el final de su gobierno, lo que dió inicio a la revolución de 1891. El resultado de la guerra civil, que se produce durante el periodo de José Manuel Balmaceda terminó de resolver el debate, que comenzó a poco de promulgarse la Constitución de 1833, acerca de la preeminencia del presidente (Heise 1996, 91; Correa et al. 2001, 18). Se atribuyen diversas causas a la guerra civil de 1891. Se señala el debilitamiento del espíritu conservador también denominado «portaliano», por la influencia del ministro Diego Portales, el desarrollo de nuevos partidos y prácticas políticas, las luchas por las reformas constitucionales y electorales, y también, las características propias del gobierno del presidente Balmaceda (Carrasco 2002, 135). Ricardo Donoso combina explicaciones políticas, económicas, sociales e incluso psicológicas: Entre las primeras, los historiadores chilenos incluyen el fervoroso anhelo por llegar a un régimen de equilibrio de poderes y quebrantar el absolutismo presidencial, que hallaba su manifestación más ostensible en la intervención del ejecutivo en las elecciones de congresales y de presidente de la República; entre las segundas, los primeros esfuerzos del capitalismo internacional, vinculado a la industria salitrera, para hacer pesar su influencia en la política gubernativa; entre las sociales, las ansias de dominio absoluto de la plutocracia agrícola y bancaria, que no tenía el contrapeso de la clase media, ajena de todo el poder político; y finalmente entre las psicológicas, la desorbitada egolatría del presidente Balmaceda, el más versátil y falso de los hombres públicos chilenos (Donoso 1967, 273).

La intervención electoral del Ejecutivo implicaba el control en la conformación y el funcionamiento del Congreso. Los parlamentarios buscaban fiscalizar al gobierno en el ejercicio de su representación democrática, y al mismo tiempo los Gobiernos querían asegurar su autoridad y en algunos casos, como el de Balmaceda, adoptar políticas activas de transformación económica y social. Una de las formas del control parlamentario, se ejercía mediante la tramitación de las

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denominadas «Leyes Periódicas», las que eran enviadas al Legislativo todos los años para su aprobación. Estas leyes comprendían la ley de presupuesto nacional, el cobro de impuestos y contribuciones y la dotación de las Fuerzas Armadas. El rechazo de estas por parte del Legislativo en 1890, afectó significativamente el poder del Ejecutivo, por cuanto el país no podía funcionar sin su aprobación. Su tramitación aplicaba lo dispuesto en el Artículo 42 de la Constitución de 1833, que establecía, que la materia de un proyecto rechazado en el Congreso no podría volver a discutirse hasta un año después, lo que lo dejaba sin legislación al respecto por el plazo de un año. Al comenzar la revolución de 1891 los «balmacedistas» organizaron una fuerza militar y burocrática considerable, centralizaron el poder del Estado en la función ejecutiva, censuraron periódicos, impusieron la conscripción, confiscaron bienes, prohibieron su venta o traspaso, establecieron una policía secreta, suspendieron los tribunales ordinarios e impusieron tribunales militares, controlaron la correspondencia y torturaron prisioneros políticos y, en términos prácticos, abolieron las libertades civiles y los derechos personales. Adicionalmente, durante la guerra civil tres generales fueron nombrados senadores y cinco coroneles, diputados. A pesar de todos estos cambios y la lealtad que el Ejército mostró hacia Balmaceda, este sospechaba que la organización militar podría rebelarse en su contra y pretender el retorno al gobierno constitucional (Zeitlin 1984, 212-213). Al restar importancia y justificar estas medidas, Julio Bañados, constitucionalista partidario de Balmaceda, sostiene que el interés y la ambición política desmedida, los defectos del régimen constitucional y la actuación inconstitucional de la mayoría parlamentaria generaron la rebelión o guerra civil de 1891 (Bañados 2005, 54-55). Según Bañados, los insurrectos tuvieron como causas principales la libertad electoral, el parlamentarismo, el atropello a las garantías individuales, el control de los presupuestos y el mantenimiento de las fuerzas armadas sin autorización del Congreso (ibid, 35). La acusación de Bañados también alcanza al Acta de Deposición del presidente Balmaceda, que a pesar de estar firmada por la mayoría parlamentaria, tenía defectos formales porque no se redactó en sesión formal y no se le comunicó al acusado. Además, Bañados postula que no se le dio oportunidad de rebatirla, y que el derecho de insurrección que ejerció el Parlamento era indelegable y sólo podía ser ejercido en forma directa por el pueblo (ibid, 55). Las batallas de Concón y Placilla resolvieron este diferendo, y desde 1891 en adelante se consolidó en Chile, mediante prácticas, un gobierno

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parlamentario, que algunos autores han denominado de asamblea (Amunátegui 1951, 199); (Barros 2000, 89-98). Se ha mencionado más arriba que Heise sostiene que el parlamentarismo chileno surge con anterioridad al año 1891, lo que parece correcto. También es acertada la forma como Heise explica su desarrollo: La burguesía triunfante en 1891 se limitó a continuar las prácticas parlamentarias anteriores a la revolución. Nadie pensó en establecer la clausura de los debates, ni la facultad presidencial de disolver la Cámara baja, ni la reglamentación de las interpelaciones, que son elementos esenciales del gobierno de gabinete. Por eso, se habla de un régimen parlamentario incompleto[…] Las poderosas atribuciones que –sin contrapeso– podía ejercer el Congreso, fueron esgrimidas con prudencia, con ecuanimidad y con hondo sentido democrático, procurando no romper la armonía y la colaboración entre los poderes públicos. Lo mismo ha ocurrido con los graves y frecuentes conflictos que creó el presidencialismo autocrático consagrado en la Constitución de 1925 (Heise 1996, 91-92).

En diciembre de 1891 se otorga a la Comisión Conservadora la facultad de convocar al Congreso a sesiones extraordinarias, y en 1893 se aprueba una reforma constitucional, según la cual las Cámaras, ante el veto presidencial pueden insistir por dos tercios (Campos Harriet 1956, 378). También se aumenta la fiscalización parlamentaria del Gobierno. Para controlar al Ejecutivo se usa la compatibilidad de funciones, entre cargos parlamentarios y ejecutivos, que estaba autorizada en las normas constitucionales. La compatibilidad de funciones permite que los ministros de Estado sean los mismos parlamentarios. Se puede fiscalizar con interpelaciones y votos de censura sin tener a los parlamentarios en el gabinete. En definitiva, el régimen político que surge en 1891, carece de muchos elementos que son centrales al parlamentarismo, por ejemplo no se gobernaba con un Primer Ministro y el presidente de la República era elegido por sufragio universal. Por esta razón, Amunátegui llega a sostener que estaba condenado a su caducidad por disolución (Amunátegui 1951, 200-201). A pesar de los progresos que se pueden destacar en este periodo, Alberto Edwards y otros han difundido una leyenda negra de raíz conservadora que denuncia la irresponsabilidad y obstrucción parlamentaria, la excesiva rotativa ministerial, la desmoralización,

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ineficiencia y disminución de la acción gubernamental y la incapacidad para enfrentar la «cuestión social» que supuestamente habría caracterizado la institucionalidad política de esta época (Edwards 1993, 188-198); (Andrade 1963, 16-20); (incluso algunos más contemporaneos), (Vial 1987, 495-617) y (Carrasco 2002, 139). Esta es una crítica de raíz más ideológica que real. Por ejemplo, el gran historiador traidicionalista Mario Góngora ha explicado con claridad que, entre los grupos políticos, el menos interesado en la «cuestión social» era el grupo conservador, y según él, los liberales y radicales se abocaron a ella con más interés que otros grupos. Incluso, según Góngora, la pequeña facción conservadora que a principios del siglo XX se interesó en los temas sociales, no cuestionó de modo significativo el régimen liberal y parlamentario de la época (Góngora 1986, 98-105). Es principalmente el periodo posterior a 1891 el que algunos han relacionado con una época de estancamiento, en su relación con las necesidades sociales, y que se le percibe como envuelto en una atmósfera de fraude y apatía, ante la creciente urbanización e industrialización (Keen & Wasserman 1984, 323-324). Esta forma de juzgar la realidad chilena muchas veces se inspira en su comparación con la realidad política norteamericana, y por ello no es capaz de percibir el potencial germen de autoritarismo que más tarde se vió reflejado en el énfasis presidencialista de la reforma constitucional de 1925 (ibid, 327). Además, se debe considerar que en todo Occidente hay una profunda crítica al liberalismo, la cual se acentúa después de la Primera Guerra Mundial y que culminará con el surgimiento del nazismo y el fascismo hasta mediados de la década del cuarenta, y del comunismo durante todo el siglo XX. En Chile, la revolución de 1891 termina de consolidar el régimen parlamentario cuyos inicios se hallan en las reformas constitucionales previas de los años setenta. Se transfiere la titularidad del poder al Parlamento, sin modificar la letra de la Constitución, pero alterando su espíritu original presidencialista: [Según Manuel Rivas Vicuña, la revolución de 1891] ha tenido por objeto no reformar sino hacer cumplir la Constitución. Cierto es que ella servía para sostener el régimen presidencial; ahora sin cambiar su letra encarnará en su espíritu el régimen parlamentario (Andrade 1963, 15).

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Las nuevas manifestaciones del Derecho Constitucional chileno en Roldán y Letelier Es sobre este contexto dogmático y orgánico constitucional, que el texto de Alcibíades Roldán, Elementos de Derecho Constitucional de Chile se pronuncia. Esta obra tiene el mérito de ser un tratado moderno, en el que Roldán desarrolla una discusión sobre fuentes del derecho, en una forma sistemática que ningún otro autor chileno había hecho con anterioridad. Distingue en ella, por ejemplo entre leyes interpretativas y otras leyes (Roldán 1913, 21). Esta distinción es de especial relevancia porque la nueva categoría de leyes interpretativas, se las considera como un tipo especial de fuente del Derecho Constitucional. En la obra de Roldan también adquiere importancia el estudio de la parte orgánica, es decir, la discusión sobre las formas del poder del Estado, en desmedro de los derechos de las personas y sus garantías. Esta nueva forma de concebir el Derecho Constitucional de raíz positivista es, en algunas de sus versiones antiliberal, porque estima como exagerada la idea de que el objetivo principal del Estado sea la protección de los derechos individuales. Según Roldán: La afirmación de estos derechos en forma general y filosófica fue desarrollada en el siglo XVIII y deducida del origen que se atribuía al Estado. Todos los hombres los traían consigo al nacer; eran, pues, anteriores a la formación y organización de la sociedad. Cediendo la parte de su independencia necesaria para que éstas se constituyeren con carácter y fines políticos, habían entendido reservar lo que restaba de esa independencia, o sea, el conjunto de libertades de que el Estado no había menester. Incumbía a las autoridades asegurar el mantenimiento de estas libertades; y en consecuencia, debía suprimir cuantos obstáculos legales se opusieran al desarrollo de las facultades del individuo. La exageración de tales ideas hará decir más tarde que el centro de la sociedad es éste último, y que la principal, si no única misión del Estado, consiste en garantizarle ese derecho (Roldán 1913, 52).

Otro autor que adquiere gran relevancia en esta misma época es Valentín Letelier. En su libro Génesis del Estado y de sus instituciones fundamentales, considera distintas perspectivas para explicar las funciones de gobierno. Entre ellas destacan la perspectiva histórica, la sociológica, la política y la jurídica. Letelier, en sus explicaciones respecto al derecho, nos instruye acerca de la forma más adecuada de entenderlo, y en primer lugar, nos remite a la exégesis y sus métodos

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histórico y empírico. Según Letelier, el primero se dirige a determinar la razón originaria de las leyes, aquello que el legislador tuvo en mente al dictarlas, lo cual tiene como ventaja evitar la arbitrariedad, siendo, por tanto, más adecuado para la administración judicial. Para Letelier la forma más correcta de entender lo que denomina las libertades constitucionales, es que ellas no existen en abstracto, ni por su naturaleza corresponden a los ciudadanos, sino, más bien, que se trata de simples y prudenciales limitaciones a los poderes públicos. Letelier en su explicación propone dar la flexibilidad necesaria a las leyes, para que con las mismas normas jurídicas puedan gobernar radicales, liberales y conservadores (Letelier 1917, 11). Pero estos dos métodos exegéticos en conjunto no son suficientes para entender el derecho, porque, y este es uno de los puntos centrales de su obra, gran parte de las normas jurídicas no han sido sancionadas por el Estado ni reducidas a fórmulas escritas. De allí que Letelier asigne una importancia central a la costumbre como fuente de derecho, reconociéndola como la expresión jurídica por excelencia, que surge espontáneamente de las necesidades sociales, que da origen al Estado y a todas las instituciones, que es el derecho respetado y practicado de hecho, y que cuenta con mayor poder coercitivo que la fuerza de los poderes públicos para hacer cumplir sus normas. Si las leyes no se amoldan a los cambios sociales, si no responden continuamente a las necesidades, pierden la condición más indispensable de su existencia y quedan en el papel como fórmulas vanas e inaplicables. Pues bien, el método positivo nos enseña que el verdadero derecho no es más que la expresión de aquellas relaciones que espontáneamente se establecen entre los hombres con carácter coercitivo; que las leyes que se establecen por el impulso externo del legislador no crean derecho sino cuando son sancionadas por la costumbre y el asentimiento social; y que el derecho escrito nunca es completo porque jamás se lo desarrolla rigurosamente a la par de las necesidades y de las costumbres de los pueblos (ibid, 36).

Y aunque resulte un tanto paradojal, es en el orden de lo público, donde Letelier reconoce que la costumbre tiene un imperio mayor, habiendo muchos casos en que la ley no es más que aspiración del legislador. Así, respecto al régimen político vigente en Chile, Letelier señala que, si se atiende a la ley, la conclusión sería que Chile es una República democrática, pero la realidad no nos permite arribar a esta conclusión:

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Supongamos que queremos estudiar el régimen político de Chile para saber si él es democrático, aristocrático, oligárquico o autocrático. La exégesis tomaría como fuente de estudio la legislación escrita y llegaría muy pronto a la conclusión de que esta República es una perfecta democracia, constituida como está sobre la base legal del sufragio universal, puesto que tienen derecho a votar todos los varones que habiendo cumplido 21 años, saben leer y escribir. Pero si el derecho no es derecho sino cuando es hecho, a la ciencia no le basta con conocer la regla escrita; tiene que averiguar lo que hay en la realidad, y lo que hay en la realidad es: 1º que no sabe leer y escribir más de la quinta parte de la población de la República; 2º que de esta porción no se inscribe en los registros ni siquiera la quinta parte; 3º que de los inscritos más de la mitad no concurren a votar; 4º que de los concurrentes los tres cuartos delegan su conciencia en manos del cura, del hacendado o del prefecto de policía. Conclusión: mientras el derecho escrito nos halaga con la ilusión de que vivimos en una perfecta democracia, el derecho real, el derecho que la exégesis ignora, nos tiene sujetos a una oligarquía tan corrupta como diminuta (ibid, 13-14).

La importancia que ocupa la costumbre en el derecho público también queda de manifiesto en otra referencia que Letelier hace del régimen chileno. Destaca el desarrollo del derecho parlamentario en Chile, derecho que no se encuentra consagrado en texto alguno, sino que ha sido formado casi exclusivamente por las prácticas, así como ha sucedido en todas las naciones donde rige este sistema: La vida entera de los ministerios, su organización, sus relaciones con cada una de las Cámaras, sus facultades para proveer los cargos públicos, etc., etc., están sujetas a ciertas reglas que todo parlamentario conoce y que ningún ministro se atrevería a infringir. Pero este cuerpo jurídico de reglas no ha sido instituido ni por la Constitución, ni por las leyes. Si el presidente de la República debe gobernar de acuerdo con las mayorías de ambas Cámaras; si tiene que elegir sus ministros entre aquellos ciudadanos que cuentan con la adhesión más o menos condicional de una y otra; si un ministro de Estado no puede combatir proyectos de ley propuestos por cualquiera de sus colegas; si a la menor insinuación de una u otra rama del Congreso debe el Ministerio resignar sus carteras; si la elección para presidente de la mesa de un representante desafecto al gabinete es causal que impone la renuncia, etc. etc.; todo esto se hace, no porque alguna ley escrita lo prescriba sino porque las prácticas parlamentarias lo han establecido (ibid, 21).

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A pesar de la importancia que atribuye Letelier a las prácticas parlamentarias, Góngora ha argumentado que este también criticó el parlamentarismo, en cuanto anula la acción y la responsabilidad del Gobierno. Dice Góngora, que Letelier, en 1891, fue partidario de deponer a Balmaceda, porque en su opinión en un pueblo libre no se puede aceptar que el jefe de Estado cambie por si solo el régimen político existente. Esta forma crítica de pensar acerca de la realidad política chilena que encontramos en Letelier se explica, según Góngora, porque su pensamiento combina una concepción de autoritarismo moderado, un socialismo de cátedra de fuente alemana en lo social, y un jacobinismo en lo religioso (Góngora 1986, 106-107).

La relación entre la cuestión social y el republicanismo constitucional liberal La «cuestión social» es un conjunto de problemas que se puede caracterizar del modo siguiente: Desde el último tercio del siglo XIX, los altos niveles de violencia, la suciedad, el hacinamiento, la promiscuidad, el deterioro de las viviendas y la propagación de enfermedades contagiosas, venía agudizando la pobreza advertida en las ciudades. El explosivo crecimiento de los centros urbanos, nutrido del movimiento migratorio de importantes contingentes de población, puso de manifiesto problemas hasta ese entonces inéditos, dando vida a la recién tratada «cuestión social». La expresión es de por si elocuente, pues alude a una diversidad de conflictos aglutinados como un conjunto, que dadas las confluencias en materia de origen y difusión de los problemas reclamaba un tratamiento de índole global (Correa et. al. 2001, 50-51).

Durante este periodo, la discusión sobre la «cuestión social» en Chile constituyó un serio desafío al sistema político y jurídico y generó una oleada de creciente agitación, particularmente en los grandes centros urbanos y en las establecimientos mineros. Este proceso de cambios genera una serie de huelgas, las que entre 1902 a 1908 llegan a ser 84, según da cuenta el historiador norteamericano Peter De Shazo (Correa et al. 2001, 60) . En Chile se plantearon, inicialmente, dos posiciones frente a esta «cuestión». La primera, de carácter conservador, atribuyó a la pobreza un carácter individual, moral y, en consecuencia, trató de dar soluciones paternalistas y no institucionales. La segunda posición, que adoptaron

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grupos liberales, radicales y social demócratas, consistió en reconocer el carácter estructural de la pobreza y atribuirla a la existencia de grupos desaventajados que requieren de regulación jurídica preferente para salir de la exclusión y de la marginalidad. En la segunda posición se pensó el tema de la pobreza como vinculado al ejercicio de determinados derechos y como un efecto de la desigualdad. Esta estrategia es la que prosperó y sirvió para inaugurar una era de leyes sociales y políticas públicas en materia de sindicatos, relaciones laborales, salarios, descanso, etc. Algunos autores han planteado que el liberalismo quedó mudo e inerme y finalmente fue superado ante la cuestión social. Piensan que el momento en que surge la «cuestión social» marca la declinación y el reemplazo del liberalismo por las corrientes más progresistas, en particular la versión ultramontana del social cristianismo, que surge en la democracia cristiana al alero de una confusa comprehensión de las encíclicas sociales. Un análisis más reposado de la cuestión social en Chile muestra que la contribución liberal a este tema fue sustantivo. Fue la posición liberal, respecto de la cuestión social en cuanto a su contenido, pero no en cuanto a su forma, la que llegó a imponerse por la fuerza de la intervención militar en 1924. Así lo ha explicado James Morris en su libro respecto de la polémica sobre la «cuestión social», en que explica el complejo proceso de fermento político e intelectual que por al menos durante dos décadas tuvo lugar en Chile para luego concluir con la adopción de la primera legislación social en Chile adoptada en 1924 y consolidada a partir de 1938 (Morris 1966:XV (Cristi y Ruiz-Tagle 2006, 307-308). La denominada «cuestión social» ha servido para que se esgriman toda clase de argumentos sobre una supuesta debilidad adicional del liberalismo político en Chile. De hecho a partir de principios del siglo XX, Morris sostiene que en Chile la cuestión social tuvo un significado muy amplio y que se trató de abarcar con este concepto las consecuencias sociales, laborales e ideológicas derivadas de los procesos de industrialización y la urbanización de comienzos del siglo XX. Estas consecuencias se refieren a materias de salario, habitación obrera, salud, organizaciones sindicales y las respuestas que dio el sistema a las ideas revolucionarias acerca de la pobreza. Morris explica cómo existió en Chile un proyecto conservador y uno liberal que se enfrentaron en sus fundamentos y viabilidad (Morris 1966, XV-XVI). El proyecto conservador de inspiración católica y cuyo artífice fue Juan Enrique Concha, puso el énfasis en factores psicológicos, religiosos y morales para resolver la cuestión social, y propuso como solución una

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mayor benevolencia y un mejor trato de los trabajadores. El proyecto conservador introducido en el Senado en 1919 tenía como componente mejoras limitadas en las condiciones de trabajo, el establecimiento de sindicatos industriales de empresas y sistemas compulsivos de conciliación y arbitraje para resolver disputas laborales colectivas. Se refería a un cambio personal de orden moral y limitados mejoramientos salariales, incluyendo también la idea de sindicatos obligatorios con votos acumulativos, participación restringida en las ganancias de las empresas y sistemas compulsivos de arbitraje y conciliación para los conflictos laborales. La función de la legislación social propuesta por los conservadores, inspirada en las encíclicas sociales, tendía a aminorar las consecuencias negativas de lo que se percibía como actitudes no cristianas de los empleadores (Morris 1966, 263-273). Por eso, según explica Morris, existieron importantes diferencias entre la propuesta conservadora y la que hizo la Alianza Liberal. La Alianza Liberal estaba formada a esa fecha por liberales, radicales y otros sectores progresistas, en la que intervinieron Arturo Alessandri, Jorge Errázuriz Tagle, Eleodoro Yañez, Ramón Vicuña Subercaseaux, Malaquías Concha, Pedro Luis González, Jorge Gustavo Silva y muchos otros. El proyecto liberal fue un proyecto colectivo que se preparó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, que fue anticipado con memorias de prueba, informes de cátedra, estudios de derecho comparado, y que finalmente se cristalizó en propuestas legislativas (Morris 1966, 164). El proyecto liberal contenía un plan de reformas legislativas más comprehensivo que incluía mejoras salariales más sustantivas, libertad para constituir sindicatos y fórmulas para resolver los conflictos laborales. Esta propuesta fue introducida en el Congreso en 1921, en la forma de un código, y se basaba en la idea de establecer sindicatos libres y reemplazar el control patronal que proponían los conservadores, por intervención estatal que asegurara estabilidad laboral (Morris 1966, 144-171). La propuesta liberal tuvo gran oposición por parte de los conservadores, de la jerarquía católica, de la Sociedad de Fomento Fabril, lo que significó que ambos sectores acordaron una transacción que consistía en adoptar la propuesta conservadora de Juan Enrique Concha como un mínimo, idea por la que abogó principalmente Eleodoro Yañez (Morris 1966, 225). A esta transacción se opusieron los militares golpistas de 1924. Instigados por Arturo Alessandri, exigieron por decreto la misma legislación que en su momento había propuesto la Alianza Liberal (Morris 1966, 232-240). No es raro que la cuestión social haya sido un

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tema en que los liberales tenían mucho que decir, porque una de las preocupaciones liberales siempre ha sido la lucha contra los privilegios y por la igualdad.

Los nuevos sujetos políticos y los golpes de Estado que destruyen la Tercera República En una evaluación de la Tercera República, hay que destacar el vuelco liberal y parlamentario, que surge como una novedad y que no existía en el segundo periodo republicano en Chile. Se logra el sometimiento al imperio del derecho al presidente de la República y a los titulares de la función ejecutiva, junto con limitar el poder de los militares y de la Iglesia católica. Se desarrolla una concepción liberal de los derechos que da predominio a la función legislativa en la organización del Gobierno y se termina con las facultades extraordinarias del Ejecutivo. El trabajo parlamentario deroga la legislación española y crea una legislación republicana chilena, que es la primera de Sudamérica. Aparecen como nuevos sujetos políticos varios partidos políticos fuertes y organizados, como el Partido Radical (1857), el Partido Conservador (1856) y el Partido Liberal (1850). También, a finales de la Tercera República, se forman nuevos partidos políticos, tales como el Partido Democrático (1887) y el Partido Obrero Socialista (1912), que dan expresión a las aspiraciones de la clase media. Los antecedentes históricos de estos nuevos partidos se remontan a grupos sociales existentes ya a inicios de la República, compuestos por artesanos, comerciantes, mineros y propietarios rurales, los que se fueron transformando paulatinemente en empleados durante la Tercera República gracias al sistema educacional público (González 2011, 365-370). Tal como ha explicado Ana María Stuven durante este periodo surgen nuevos sujetos políticos e intelectuales que agrupados en su conjunto se conocen por la denominación colectiva de Generación de 1842. Este grupo se construye en torno a los debates sobre la definición de la identidad y nacionalidad chilena y las formas de la organización social y política republicana. Son influidos por el positivismo y por el incipiente análisis sociológico, histórico y económico y constituyen quizás, el grupo más completo y exitoso de intelectuales y políticos que haya existido nunca en nuestro país (Stuven 1987, 78-79). Sin embargo, al igual que en la Primera y Segunda República, durante la Tercera República se concentra y centraliza el poder en Santiago. Durante este período también se abrazan los principios liberales,

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que caracterizaron en parte la evolución de la Primera República. Estos principios liberales se expresan en la lucha contra las formas de dominación, que constituyen los privilegios eclesiásticos, referidos a los cementerios, y el control de los matrimonios y de la enseñanza, e incluso la cuestión social, tal como se ha explicado, entre muchas otras cuestiones. La participación y deliberación de los gobernados en las cuestiones públicas y el disenso se amplía considerablemente. El respeto al derecho como expresión de republicanismo, se da en forma creciente y estable, y la participación política y la lucha contra las concentraciones de poder excesivo se expresa gradualmente. Este proceso gradual se interrumpe en 1924 con un golpe de Estado.

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5. Cuarta República. La República Democrática (1932-1973)

No es accidental que se haya producido la intervención militar de 1924. Desde el inicio de su gobierno, Arturo Alessandri visita cuarteles y tiene innumerables reuniones con militares. Su propósito es involucrarlos en la vida política, reforzar su propio poder, reformar la Constitución y dictar las leyes sociales que el país necesitaba. De este modo la figura de Alessandri se constituye en un modelo neopresidencialista, es decir, una autoridad ejecutiva que gobierna con mano dura, que impone el orden y evita la subversión, y que promete enfrentarse a oligarcas y explotadores (Correa et al 2001a, 128). El golpe de Estado del 11 de septiembre de 1924, clausura el Congreso Nacional, exilia al presidente y suspende el régimen constitucional. Este periodo de interrupción de la vida republicana se produce, según Amunátegui, porque existen: […] Congresos, que en una y otra, acuerdan la remuneración de sus miembros y que son clausurados por la fuerza pública; inestabilidad gubernamental e incesante rotativa; gabinetes efímeros; restricción de los derechos individuales (Amunátegui 1951, 202).

Durante el periodo de 1927 a 1931 se instala una dictadura militar presidida por el general Carlos Ibáñez de claro perfil antirepublicano (Keen & Wasserman 1984, 328). En 1931, cae la dictadura de Ibáñez y la suceden una serie de golpes de Estado militares cuyos líderes declaran respetar la Constitución, sin embargo la violan abierta y repetidadamente, alejándose de las principales prácticas republicanas que se habían asentado en Chile (Vicuña 1938, 183-202). A finales de 1932 se consolida, finalmente, un gobierno constitucional, aún cuando algunos autores han sostenido que la vigencia de la Constitución del 25 se inicia el mismo año 1925 y que no se interrumpe en ningún momento (Bernaschina 1958, 47). La Constitución le vuelve a otorgar

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al titular de la función ejecutiva un lugar preminente, y somete a todos los órganos constitucionales a las normas jurídicas que emanan desproporcionadamente de la iniciativa del presidente. La división de funciones del poder cede en progresiva cada vez más en favor de la figura autoritaria presidencial, situación que genera tensiones crecientes con el Parlamento. Esta tensión no se resuelve, y podría decirse que es uno de los antecedentes del grave conflicto constitucional que más tarde se producirá en 1973.

El presidencialismo, el uso de facultades extraordinarias y el juicio de Hans Kelsen Con respecto a la parte orgánica de la reforma constitucional de 1925 no existe mejor juicio y más completa evaluación que la que ha proporcionado Hans Kelsen. Al conocer las disposiciones de la Constitución chilena reformada Kelsen en 1926 afirmó lo siguiente: La nueva Constitución chilena es un producto de aquel movimiento antiparlamentario que hoy se propaga también en Europa, por doquier […] Ya la forma de nominación del presidente a través de elecciones directas (Art.63) y la fijación de su periodo de seis años dan muestra de la tendencia a organizar la democracia chilena bajo la forma de una República Presidencial. Con todo, la Constitución incluye una serie de disposiciones que conducen desde ahí hasta muy cerca de las fronteras de aquella forma que hoy se acostumbra a denominar una dictadura. Esto se observa especialmente en el campo legislativo. Es cierto que el órgano legislativo, el Congreso Nacional, compuesto por la Cámara de Diputados y el Senado, no se distingue en nada, por lo que se refiere a su nominación, de los modelos habituales en los sistemas representativos. Sin embargo, la tramitación legislativa está regulada en una forma que asegura al presidente una influencia decisiva. En efecto, el papel del presidente no se limita simplemente a la promulgación de las leyes. La Constitución le reserva el derecho de aprobar los proyectos de ley del Parlamento (Art. 52). Es cierto que la negativa a prestar esta aprobación tiene sólo el efecto de un veto suspensivo. Sin embargo, contra la voluntad del presidente, el Parlamento sólo puede imponer su propósito legislativo si persevera en su determinación con una mayoría de dos tercios en ambas Cámaras. Si se trata, en cambio, de una reforma constitucional, el presidente puede acudir al pueblo en contra de esa mayoría calificada y convocar a un referéndum (Art. 109). Esto significa, en la práctica, que no puede dictarse una ley contra la voluntad del presidente. Sin

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embargo, la desviación decisiva respecto del principio parlamentario se percibe en el hecho de que la Constitución no parte de un principio que incluso es característico de las monarquías constitucionales, a saber, que –salvo las excepciones expresamente señaladas por la Constitución– las normas generales sólo pueden originarse bajo la forma de leyes, o sea como decisiones de los representantes del pueblo […] Como resumen, se podría decir que en la República sudamericana se ha resuelto este problema en forma relativamente moderada, de modo que se ha evitado, en un bien entendido interés de la Nación, salir del régimen parlamentario para caer en el extremo opuesto de una dictadura carente de Parlamento (Kelsen 2003, 643).

Amunátegui asume una posición crítica similar respecto de la Constitución de 1925, porque esta no corresponde al ordenamiento social chileno: Somos de los que creen o sienten que el sistema gubernamental que estableció en Chile la Constitución de 1925, no sólo no ha sido realizado; peor que eso, ha sido contrariado. Más, mucho más grave todavía: es un régimen de gobierno reñido con nuestro ordenamiento social, con nuestra realidad social […] Chile, en su ordenamiento social y público, es un país de alma parlamentaria […] En el análisis crítico del régimen político chileno […] llegamos a la conclusión que, desde el punto de vista doctrinario, nuestro sistema de gobierno responde a la concepción de los sistemas de colaboración de poderes o separación flexible, con marcado predominio del Poder Ejecutivo (Amunátegui 1951, 218-219).

La Constitución de 1925 impone respecto de los parlamentarios una mayor dependencia de sus partidos, porque de acuerdo con una nueva teoría de la delegación, la función parlamentaria pasa a ser el ejercicio de un mandato que los partidos políticos han conferido a los parlamentarios quienes, por tanto, son sus mandatarios y no representantes del pueblo (Heise 1996, 123). Por eso, no es de extrañarse que luego de describir la parte orgánica de la Constitución de 1925, Amunátegui incorpore una justificación del parlamentarismo que, para el caso de Chile, se apoya en el sistema de partidos políticos: [E]l régimen de los partidos políticos en Chile se singulariza por los siguientes factores: a) se trata de un sistema de partidos múltiples, sin que ninguno de ellos sea mayoritario; b) corresponden al tipo de partidos «flexibles», es decir, la directiva no ejerce gran autoridad

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sobre los adherentes, lo que determina un factor de indisciplina partidista; c) su formación jurídica es rudimentaria y, d) ejercen una influencia grande, directa e indirecta en el régimen político chileno (Amunátegui 1951, 220-221).

El llamado de Amunátegui para adoptar el parlamentarismo en Chile, y que se funda en la estructura de los partidos, no se satisface sólo con el desarrollo de prácticas que promuevan una mutación constitucional hacia ese tipo de régimen. También requiere la adopción de determinadas disposiciones constitucionales, que permitan consolidar ese régimen de gobierno, entre las cuales el mismo Amunátegui destaca: (E)l parlamentarismo de postguerra se singulariza por reglamentar, en el propio texto constitucional, el mecanismo del sistema que, en sus orígenes, se basaba en meras prácticas y precedentes. Esa reglamentación debería contemplar las siguientes bases: a) constitución del gabinete; b) fiscalización y censura por parte de la Cámara Política; c) disolución de la Cámara por el Ejecutivo. Dentro de este problema estimamos conveniente mantener nuestro sistema bicameral, adicionado sí por consejos técnicos de carácter consultivo, a semejanza del sistema establecido por la actual Constitución francesa (ibid, 230-231).

A pesar de la riqueza de la concepción democrática y liberal de Amunátegui, tanto en la parte dogmática como orgánica, hay que reconocer que el constitucionalismo chileno, por causas difíciles de determinar, y quizás debido a la influencia de una versión anquilosada del positivismo legalista, o del formalismo legal, perdió su continuidad y su atractivo incluso antes del quiebre de 1973. Mario Bernaschina, en una de sus principales obras, analiza la caída del parlamentarismo, y afirma que el sistema que existió en Chile imitó al parlamentarismo francés, que tenía muchos defectos en cuanto a la homogeneidad de los gabinetes y la habilidad del presidente para disolver la Cámara (Bernaschina 1958, 328). Los trabajos de Bernaschina, aunque precisos en sus fuentes, no son capaces de distanciarse de la práctica política y, por ello, carecen de perspectiva crítica respecto de los defectos del sistema chileno. En esta misma época, Francisco Cumplido justifica las primeras formas de justicia constitucional, a partir de la observación de los defectos de la legislación positiva. De allí concluye la necesidad de crear una institución, como es el Tribunal Constitucional en nuestro país. Existe, desde su punto de vista, una incoherencia entre el régimen

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implantado con la reforma del 25 y la Constitución, que se refleja en el tipo de legislación que surge al amparo del mismo, que se presenta como parcelada y como habiendo perdido su carácter general (Cumplido 1970, 179). El análisis de este autor se basa en la observación de la política contingente. Cumplido presenta las tareas del derecho público y particularmente del Derecho Constitucional, como un esfuerzo para describir el debate de las sesiones parlamentarias y su relación con el producto de la legislación, y con ello aleja el Derecho Constitucional de su rol de ser una disciplina académica dogmática y comparada. El Derecho Constitucional se ve transformado así en una descripción de la práctica política (ibid, 180 y ss.). En cambio, como muestra el estudio de Weston Agor sobre el Senado en Chile en esta misma época, en el contexto de la Constitución de 1925 se usaron categorías del Derecho Constitucional comparado y se explicaron ciertos poderes del Senado como la iniciativa legislativa y la capacidad de demorar, modificar o rechazar propuestas legislativas originadas en el Ejecutivo. También Agor fue capaz de explicar el poder que los Senadores ejercían sobre la burocracia, el servicio civil y la administración, la capacidad de ejercer su patrocinio, articular intereses y resolver conflictos políticos jurídicos y políticos (Agor 1971, 7). En consecuencia, al comparar el trabajo y las conclusiones de Agor con los estudios de los constitucionalistas chilenos de su misma época, es posible percibir el extravío de gran parte del Derecho Constitucional local, el que se encontraba enfrascado en la pura contingencia política ocasional. En todo caso, la tensión más importante durante la vigencia de la Constitución de 1925 es aquella centrada en la discusión sobre las prerrogativas de los derechos clásicos, frente a las necesidades económicas y sociales. En particular la tensión se produjo en torno a la propiedad y las sucesivas experiencias de reforma agraria. En las postrimerías de la Cuarta República se discutió la intervención del Estado en la economía, y se procedió a nacionalizar gran parte de la banca, la industria, la gran minería del cobre, con medidas que se adoptaron luego de una intensa disputa electoral y parlamentaria. Lo anterior no es casual, pues era un ímpetu propio del fenómeno del crecimiento del Estado que ya se puede advertir desde principios del siglo XX. Autores tan perceptivos como Max Weber, no obstante, que consideraron en su obra la incipiente demanda por la intervención del Estado en ámbitos antes no requeridos, no pudieron imaginar la complejidad que implicaría el fenómeno contemporáneo de creciente

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regulación estatal del Estado (Weber 2008, 648-666). Algo semejante puede decirse de la regulación que surge en esta misma época en los EE.UU. (Sunstein 1993, 11-46). Esta nueva intervención del Estado, bajo la forma de la regulación administrativa, en ámbitos que antes quedaban entregados al mercado presentó, como es natural, problemas sobre la legitimidad de dicha actuación. El carácter permanente del problema de la legitimidad de la intervención del Estado fue una consecuencia de la relación entre el Derecho Constitucional y el derecho administrativo. Desde Otto Mayer se puede entender al derecho administrativo como el Derecho Constitucional concreto y la pregunta por la legitimidad del poder de la adminitracion se centra en su justificación o fundamento constitucional (Schmidt-Assmann 2003, 100) Es decir, en un comienzo al derecho administrativo le correspondería solamente configurar los espacios de acción de la administración del Estado determinados constitucionalmente. Pero la incipiente ampliación de la intervención del Estado, pone en entredicho dicha concepción tradicional. Tal sentido ha sido reconocido por Nicola Matteucci, quien señala que: la justicia de la administración asume cada vez mayor importancia con la llegada del Estado Social, es decir, con la generalización de las actividades económicas y sociales de los gobiernos que pueden fácilmente lesionar los intereses legítimos de los ciudadanos (Matteucci 2010, 286).

El nuevo constitucionalismo social y la subsecuente ampliación de los derechos En la Cuarta República se amplían los derechos constitucionales de las personas a través de la interpretación legislativa y se aumenta el uso de las facultades extraordinarias que son otorgadas al Gobierno. Además, el concepto de ciudadanía y de representación o inclusión política se amplía gradualmente hasta modificar la ley de una manera que incluye a las personas de 18 años de edad entre los votantes, aceptar el sufragio femenino y terminar con el cohecho mediante la cédula única. Se trata de la consolidación de una forma republicana, social y democrática en cuanto a la dogmática y el ejercicio de los derechos, y presidencialista (neopresidencialista o híperpresidencialista), y en cierto modo corporativista, en cuanto a la definición de su orgánica constitucional.

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Los cambios que recoge la Constitución de 1925 son el reflejo de una creciente democratización y una mayor actividad estatal, provocadas en gran parte por la industrialización del país (Heise 1996, 116). La concepción constitucional que surge en 1925 es, para algunos, la expresión de la crisis de un parlamentarismo que no prosperó por la carencia de la necesaria educación política, o debido a que no existía un sistema de partidos políticos sólido y disciplinado (Estevez 1949, 37). Se produjo además un cambio del sistema electoral que produjo parálisis e intransigencia ministerial, se organizaron los trabajadores en sindicatos y surgió una nueva mentalidad social, y además los militares decidieron intervenir de manera mucho más activa en política, derribando e instalando gobiernos (Mirow 2011, 1187). La nueva democracia que se asienta, que Heise denomina «democracia social», sólo al final de este periodo se apoya en las masas populares planteándole al Estado problemas muy distintos de aquellos que le presentaba la anterior democracia liberal (o «democracia política») vigente hasta 1925, y que permitía la supremacía política y social de una clase alta con acceso privilegiado a la propiedad y educación (Heise 1996, 127). La nueva democracia se apoya en el reconocimiento constitucional de un nuevo concepto del derecho de propiedad que incluye su función social, en la introducción de la seguridad social, de la indemnización a los sobreseidos y absueltos, de la instrucción primaria obligatoria y de la progresión de los impuestos (Heise 1996, 137); en (Bernaschina 1958, 143). Arturo Alessandri vuelve a Chile de su exilio el año 1931, una vez que Carlos Ibáñez deja el poder. En diciembre de 1932 nuevamente se convoca a elecciones generales y Alessandri es elegido presidente. La nueva Constitución plebiscitada en 1925 como una reforma a la de 1833 no logra su plena vigencia hasta fines de 1932. Según Amunátegui, las características principales de la nueva Constitución son las siguientes: 1) La Constitución Reformada del año 1833. Las grandes doctrinas que la informaron –soberanía nacional, gobierno representativo, división de los poderes públicos– y la estructura de los órganos de gobierno, son idénticas en ambos textos; 2) La experiencia política del gobierno parlamentario, desarrollado en Chile desde 1891 hasta 1924 y contra el cual, precisamente se reaccionó al sustituir el sistema de gobierno, y; 3) La influencia de las doctrinas políticas neo-contemporáneas (sic). En este sentido, debemos observar que, aún cuando nuestra Carta Suprema fue promulgada en pleno periodo de las novísimas constituciones, estas tuvieron una débil influencia en ella (Amunátegui 1951, 204).

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Es de notar que Amunátegui destaca la relativa falta de influencia en la nueva Carta Fundamental chilena, de otras experiencias constitucionales contemporáneas que denomina novisimas constituciones. Heise, por el contrario, observa la influencia de la Constitución mexicana de 1917, de la soviética de 1918 y la Constitución de Weimar promulgada el 11 de agosto de 1919. Los modelos mexicano y soviético inspiran la creación de nuevas estructuras gubernamentales de servicios sociales que se apartan del constitucionalismo clásico (Heise 1996, 121). Más que la influencia de la Constitución soviética es posible que en la concepción ideológica que subyace a la reforma constitucional chilena de 1925, hayan influido las ideas del fascismo italiano y algunas de las doctrinas del derecho público francés. La Constitución de 1925 reconoce la doctrina de los derechos sociales y económicos y enfatiza la protección al trabajo, a la industria y a las obras de previsión social. Garantiza a los ciudadanos un mínimo de bienestar que incluye el deber estatal de cuidar la salud. Sergio Carrasco, citando a Bernaschina, resume las finalidades de la reforma constitucional de 1925 y las enumera del modo siguiente: 1) Cambiar el sistema de gobierno seudoparlamentario, estableciendo un régimen presidencial. 2) Definir la órbita de acción de los poderes del Estado. 3) Eliminar los excesos de seudo parlamentarismo. 4) Establecer la libertad de cultos. 5) Poner a la Constitución en consonancia con los derechos sociales (Carrasco 2002, 158).

La Constitución de 1925 consagra un régimen presidencial, pero se aparta del modelo original de los Estados Unidos de Norteamérica. A pesar de concentrar el poder en el presidente reconoce oficialmente el papel de los partidos políticos, y al alternar las elecciones presidenciales con las parlamentarias, asegura que ningún presidente pueda controlar la rama legislativa al asumir su cargo favoreciendo una representación multipartidaria (Loveman 1988, 219). Según Amunátegui, los rasgos comunes entre la Constitución de Filadelfia y la chilena de 1925 son: En un breve registro anotamos: a) la concepción del gobierno estrictamente representativa; b) la irresponsabilidad política de los Ministros; c) la incompatibilidad entre los cargos parlamentarios y ministeriales y, d) la facultad del Poder Judicial de declarar la inaplicabilidad de las leyes. Mas el gran principio que singulariza el

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régimen político de Norteamérica, o sea, que la función legislativa sólo sea servida por el Congreso, ha sido quebrantado en nuestro sistema de gobierno (Amunátegui 1951, 211-212).

En cuanto a la forma de los derechos que contiene la Constitución de 1925, podemos advertir su complejidad gracias a Gabriel Amunátegui, uno de los más notables exponentes de la tradición liberal republicana democrática en nuestro país durante el siglo XX. En su obra continúa el desarrollo iniciado por Roldán y Letelier a partir del análisis y crítica de las disposiciones de la Constitución reformada en 1925. Él se muestra muy influenciado por las escuelas francesas y desarrolla una completa concepción de las fuentes del Derecho Constitucional y una serie de sofisticadas ideas acerca de los derechos constitucionales que tienen su origen en la Constitución de 1925, y que en su concepción doctrinaria continúan con plena vigencia hasta nuestros días. Su concepción está dada por el uso que le otorga, por ejemplo, a la doctrina y al derecho comparado, y además, a la ciencia política como elementos fundamentales de su análisis (Amunátegui 1953, 76). Además, Amunátegui contrasta en su concepción una serie de definiciones de Derecho Constitucional oponiendo a ellas la suya propia que define: «(c)omo la rama del derecho nacional público, cuyas normas tienen por objeto preferente organizar el Estado, determinar las atribuciones del Gobierno y garantizar el ejercicio de los derechos individuales». (ibid, 73). En su definición incluye en forma destacada la idea de las garantías constitucionales y le atribuye gran importancia a los procedimientos de protección de estos derechos. Sin embargo, su obra atribuye excesiva importancia a la ciencia política como inspiración para las nuevas constituciones. En todo caso, su análisis del Derecho Constitucional, en relación con otras ramas del derecho, tales como el derecho internacional, el administrativo, el penal, el procesal y el derecho privado anticipa algunas de las formas que ha adoptado el Derecho Constitucional de nuestros días. También distingue qué tipo de disposiciones deben ser constitucionales, en oposición a las que han de tener un tratamiento reglamentario. De igual modo, describe el Derecho Constitucional como la tensión permanente entre lo individual y lo colectivo, surgiendo así las tres formas de gobierno posibles: la tiranía, el despotismo y el constitucionalismo; este último, según él, es propio de la civilización, donde el Gobierno manda y el gobernado controla (ibid, 74-76).

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Adicionalmente, Amunátegui analiza la manera cOmo se estructuran los derechos constitucionales, en el contexto de su explicación acerca de la esencia del problema constitucional. Identifica esa esencia como la armonización de las potestades estatales y la individualidad, como la interrelación entre autoridad y libertad: La esencia del problema constitucional[…] consist[e] en armonizar al Estado, con su autoridad y, al individuo, con su libertad (ibid, 303).

Los derechos constitucionales se encuentran en constante cambio, lo que no significa que no pueda haber retrocesos respecto de ellos. Este proceso se mueve inspirado en una serie de esfuerzos intelectuales y en la disputa ideológica que caracteriza la competencia política y la argumentación constitucional que se da en una sociedad abierta entre visiones alternativas. Amunátegui adscribe a los derechos constitucionales las siguientes características: 1) Son patrimonio del ser humano, en cuanto a tal y, prescindiendo de la nacionalidad, del domicilio, del estado civil, etc. 2) El reconocimiento constitucional de los derechos individuales no es necesario para su ejercicio; en el silencio de la ley el hombre está facultado para hacer uso de ellos, ampliamente. 3) No permiten hacer de ellos una enumeración prolija, pues la civilización determina que el hombre vaya desarrollando progresivamente sus facultades, y la Constitución Política se limita a consagrar su existencia. 4) Están sometidos a la limitación motivada por la existencia de los derechos de los demás individuos y por la necesaria armonía que debe existir entre el derecho de la autoridad y el del individuo (ibid, 306-307).

A consecuencia de lo anterior el reconocimiento y consagración constitucional de los derechos tiene en Amunátegui una función que cumple tres importantes propósitos: 1) Garantizar: la Constitución consagra los derechos de manera amplia, en diversos medios tales como los recursos de amparo, de petición y por supuesto, de inaplicabilidad. 2) Reglamentar: los individuos en el desarrollo de sus capacidades materiales e intelectuales deben respetar los derechos de los demás individuos y la esfera que es propia de la autoridad del Estado. La reglamentación, según Amunátegui, será principalmente materia de ley, para evitar de ese modo las arbitrariedades.

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3) Restringir y suspender: esto será necesario principalmente en los casos de «emergencia constitucional», lo que se vincula con los estados de excepción, estructurados sin tanto detalle en las constituciones de 1833 y de 1925, estados que encontramos con mucho más regulación en la Constitución vigente (ibid, 307-313).

Finalmente, Amunátegui clasifica los derechos constitucionales en dos grandes grupos. El primer grupo lo constituirían las igualdades civiles, las que en la Constitución chilena de 1925, estarían comprendidos por la igualdad ante la ley, igualdad ante la justicia, igualdad ante las cargas públicas y ante los cargos públicos. El segundo grupo lo constituirían las libertades, que se dividen en un primer grupo, donde se incluyen las libertades materiales, inviolabilidad del hogar, libertad de trabajo, comercio e industria, derecho de propiedad, libertad personal; y un segundo grupo de libertades intelectuales, entre las cuales están la libertad de pensamiento y opinión, de conciencia y culto, de prensa, de enseñanza, de correspondencia y otros medios de comunicación, de reunión y asociación y el derecho de petición (ibid, 313-314). Respecto del derecho de igualdad, Amunátegui reconoce una especial importancia a la igualdad ante la ley, siendo los otros derechos de igualdad especificaciones de esta. Así señala que: «la igualdad ante la ley deriva su concepción de la propia personalidad humana que, ante el derecho, reconoce a todos los individuos la misma capacidad» (ibid, 314). Existe entonces, según Amunátegui un vínculo entre la igualdad y la personalidad que consiste en una idea muy próxima al concepto de «dignidad». Este puede ser el primer fundamento en Chile del derecho que la doctrina constitucional alemana ha denominado «derecho al libre desarrollo de la personalidad». Además, la igualdad ante la ley es la esencia de la concepción democrática y de la validez general de la ley y por consiguiente del estado de Derecho Constitucional. La sofisticada concepción de los derechos de Amunátegui, que se funda en las disposiciones de la Constitución de 1925 y sus reformas, contrasta con la realidad política chilena caracterizada por la continua aplicación de facultades extraordinarias que los Gobiernos usan para restringir los derechos constitucionales de los ciudadanos y que subsisten durante casi todo la Cuarta República (Ruiz-Tagle 2002, 189-211). A este respecto Sofía Correa señala: Arturo Alessandri gobernó varios años con facultades extraordinarias otorgadas por el Congreso donde contaba con mayorías. Esto significaba concretamente entregarle al Ejecutivo el poder para vigilar a las personas,

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trasladarlas dentro del país, arrestarlas en sus casas o en lugares que no fueran cárceles, suspender o restringir el derecho de reunión, restringir la libertad de imprenta y radiodifusión pudiendo ejercer la censura previa y prohibir la circulación de impresos, practicar investigaciones con allanamiento, decretar la vacancia de cargos públicos […] Además de lo anterior, a comienzos de 1937 se aprobó una legislación que sancionaba delitos contra la seguridad interior del Estado, la que permitía coartar las libertades públicas sin necesidad de recurrir a la aprobación del Congreso en cada ocasión […] bajo González Videla fue reemplazada por la Ley de Defensa Permanente de la Democracia, que proscribía al Partido Comunista y borraba a sus militantes de los registros electorales […] Esta legislación rigió ininterrumpidamente durante 10 años, entre 1948 y 1958, e incluso durante su vigencia, bajo Carlos Ibáñez se recurrió adicionalmente al estado de sitio para restringir aún más las libertades públicas (Correa 2000, 118).

A este cuadro de restricciones de las libertades públicas, conviene agregar las limitaciones existentes al derecho de sufragio que se mantienen en Chile hasta la década de los años setenta, durante el siglo XX. En este periodo la argumentación constitucional en Chile se concentra, en un esfuerzo por terminar con el fraude electoral, y por la ampliación progresiva de los derechos civiles y políticos. El derecho al sufragio femenino se reconoce en Chile para ser ejercido primero en 1935 en las elecciones municipales y luego aprobado por ley de 1949 para ser ejercido a partir de 1952 en las elecciones presidenciales y parlamentarias (Cruz-Coke 1984, 42). La profesora Correa ha resumido la evolución del sufragio en Chile del siguiente modo: Desde 1874 existió en Chile el sufragio universal masculino y desde entonces hasta 1973, el sistema proporcional que permite la representación parlamentaria de las minorías. Hubo que esperar, sin embargo, hasta mediados del siglo XX para que las mujeres pudiésemos ejercer plenamente nuestros derechos ciudadanos, participando por primera vez en una elección presidencial en 1952 y en una parlamentaria en 1953 […] La inscripción en los registros electorales no fue obligatoria sino hasta 1962, y la proporción entre la población con derecho a voto y los inscritos inicialmente fue baja, aunque en un continuo aumento: un 23% en los años 30; 32% en los 40; 40% en los 50; 50% en los 60 y 80% en los 70 luego que se ha hecho obligatoria la inscripción […] Sólo la reforma electoral de 1958 que estableció la cédula única puso fin definitivamente al cohecho

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pues impidió conocer la forma como se había votado y controlar así la efectividad de la operación de compra y venta del voto. A partir de entonces los gastos electorales se derivaron integramente a la propaganda (ibid, 118-119).

La cuestión de la vigencia efectiva del estado de derecho y la ampliación de los derechos es una discusión jurídico política que no es pacífica y que admite formulaciones jurídicas de una enorme amplitud. En todo caso como una cuestión central vinculada a la forma de los derechos, debemos reconocer que surge en Chile una línea dogmática muy desarrollada en torno al derecho de propiedad, que adquiere un gran protagonismo en el debate doctrinario y político de la Cuarta República chilena, la que hemos denominado República Democrática, y que se inicia con la plena vigencia de la Constitución de 1925, en 1932 y dura hasta 1973.

La incorporación de la función social de la propiedad y el proceso de reforma agraria La Constitución de 1925 contenía un sistema de garantías de las propiedades que reproduce algunas ideas de la Constitución de 1833, tales como entender el dominio como una pluralidad, en el contexto del desarrollo industrial que caracteriza a Chile en este periodo, pero sus normas, anuncian una nueva concepción de la propiedad. Desde luego la Constitución reconoce las limitaciones, obligaciones o servidumbres que pueden imponerse a la propiedad, y en el caso de la propiedad industrial también dispone que la indemnización sea procedente en el caso de expropiación. Además, las normas que en la Constitución de 1925 tratan el tema de la propiedad, siguen el modelo de la Constitución de 1833 (Faúndez 2011, 87), pero están contenidas en un mismo capítulo dedicado a las garantías constitucionales. Allí se dispone lo siguiente: Capítulo III Garantías individuales. Art. 10. La Constitución asegura a todos los habitantes de la República. 10) La inviolabilidad de todas las propiedades, sin distinción alguna. Nadie puede ser privado de la propiedad, de su dominio, ni de una parte de ella, o del derecho que a ella tuviera, sino en virtud de sentencia judicial o de expropiación por razón de utilidad pública, calificada por una ley. En este caso se dará previamente al dueño

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la indemnización que se ajuste con él o que se determine en el juicio correspondiente. El ejercicio del derecho de propiedad está sometido a las limitaciones o reglas que exijan el mantenimiento y el progreso del orden social, y, en tal sentido, podrá la ley imponerle obligaciones o servidumbres de utilidad pública en favor de los intereses generales del Estado, de la salud de los ciudadanos y de la salubridad pública. 11) La propiedad exclusiva de todo descubrimiento o producción, por el tiempo que concediere la ley. Si esta exigiere su expropiación, se dará al autor o inventor la indemnización correspondiente. […] 14) […]El Estado propenderá a la conveniente división de la propiedad familiar (Valencia 1951, 224-225).

M. C. Mirow ha explicado la forma en que las ideas de León Duguit fueron la fuente más influyente para instalar a nivel constitucional en Chile, la idea de la función social de la propiedad, y cómo esta influencia se expandió a partir de su introducción por parte de Arturo Alessandri en los debates de la Constitución de 1925, para luego ser usada en los más diversos contextos políticos, e incluso llegó a ser apropiada por líderes políticos tan distintos como Eduardo Frei Montalva, Salvador Allende Gossens, e incluso por partidarios de Augusto Pinochet Ugarte (Mirow 2011, 1185). Aunque la expresión «función social de la propiedad» no queda plasmada en el texto original de la Carta Fundamental de 1925, en sus debates Arturo Alessandri y José Guillermo Guerra mencionan la idea que la propiedad debe reflejar la práctica y las tendencias jurídicas modernas, expresadas por ejemplo en el Artículo 153 de la Constitución de Weimar de 1919, la que reconoce la idea de que la propiedad es garantizada por la Constitución y que sus límites son definidos por ley, como también que la propiedad implica deberes y su uso debe estar al servicio de todos (Mirow 2011, 1194). Estas ideas se enfrentaban a una idea de concebir la propiedad como un derecho natural inviolable y/o mantener las disposiciones de la Constitución de 1833, una posición en las que destacaban Luis Barros Borgoño o Domingo Amunátegui. La idea que finalmente se impuso sobre la propiedad fue una transacción entre las principales concepciones de este derecho que consistió en mantener la idea de la inviolabilidad de todas las formas de la propiedad, asegurar su indemnización si hay privación de este derecho y entregar a la ley la posibilidad de imponer limitaciones para mantener el progreso que requiere el orden social (Mirow 2011, 1203-1205).

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Esta nueva idea constitucional de la propiedad adoptada en Chile a partir de los debates de 1925, permitió a los sucesivos Gobiernos sustentar las leyes de los proyectos de colonización y asignación de tierras de la zona sur de Chile, tales como Aysén y Magallanes; imponer leyes de urbanización, construcción y desarrollo, normas sobre obras públicas, tales como caminos y alcantarillado, fijación de impuestos y precios; intervenir la economía y desarrollar la industria con un sesgo proteccionista, entre otras materias (Mirow 2011, 1207). A mediados de 1960 la idea de función social de la propiedad no era una cuestión controvertida en Chile, sino que era una noción totalmente aceptada en todo el espectro de las concepciones jurídicas (Mirow 2011, 1210). Por ejemplo, las ideas de reforma de la propiedad agraria que surgen en Chile con fecha anterior a la Alianza para el Progreso, están fundadas en esta concepción social de la propiedad y como tales nos permiten falsificar la tesis que supone que es sólo por una cuestión externa que se inicia este proceso en Chile. Como nos ha explicado en su trabajo de memoria Pía Muñoz, al menos dos referencias relevantes son consideradas a este respecto, tales como las siguientes: […] las ideas de Leoncio Chaparro Ruminot, quien fuera director gerente de la Caja de Colonización Agrícola entre 1939 y 1942, que ya en una obra publicada en 1932, el ingeniero agrónomo señalaba que «entre las causas principales de la anemia que agobia a nuestra joven raza, debemos señalar (junto a una educación desorientada y sin eficiencia) a la mala distribución de la tierra[…] que se instauró en Chile a partir del siglo XX sin contrapesos, fomentó el acaparamiento de las tierras, las que fueron injustamente distribuidas incluso desde los inicios de la Conquista de nuestro país (Muñoz 2015, 18).

La segunda referencia directa a este tema de la propiedad agraria anterior a la Alianza para el Progreso que ha encontrado Pía Muñoz y que analiza en cuanto a su relevancia se refiere a lo siguiente: El 27 de junio de 1945, el entonces ministro de Obras Públicas y Vías de Comunicación, don Eduardo Frei Montalva, se dirigió al Congreso con objeto de presentar el «Plan de riego y rescate de la plusvalía de las tierras mejoradas por el Estado», que abarcaba el problema de la distribución y la baja productividad de las tierras agrícolas. En lo pertinente, el Título III del proyecto de ley –titulado «De las expropiaciones»– confería al presidente de la República la facultad de declarar afectos a utilidad pública determinados terrenos considerados estratégicos para el plan general de regadío, y que tratándose de tierras

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incultas, cultivadas de rulo o que no se aprovecharen debidamente, podían ser expropiados por el Estado en virtud de dicha declaración. Por su parte, el mensaje del Ejecutivo dirigido al Congreso Nacional –expuesto por Eduardo Frei Montalva– explicaba que las obras de riego realizadas por el Estado tenían como efecto un aumento en la plusvalía de los terrenos beneficiados por las nuevas redes de regadío, lo que se traducía en un aumento considerable de su valor comercial en beneficio exclusivo de los propietarios de dichos predios. Así, el principal objetivo del proyecto de ley consistía en introducir correctivos a dicho enriquecimiento sin causa, de modo de poner un coto a «la injusta situación de que sólo algunos se beneficien con el esfuerzo de la sociedad entera». De este modo, el proyecto buscaba que el Estado percibiese de parte de los propietarios beneficiados una suma equivalente al aumento del valor comercial del predio, o bien, que se le entregara al Estado una determinada porción de los terrenos, en proporción al mayor valor (Muñoz 2015, 23).

En esta nueva concepción de la propiedad también influye la Doctrina Social de la Iglesia católica y el proceso que inició la Iglesia chilena de entregar sus tierras a los campesinos. El debate por la reforma agraria suscitó grandes controversias y una gran cantidad de argumentaciones se esgrimieron a favor o en contra de este proceso. Se trató inicialmente de un argumento fundado en la viabilidad económica del sector agrícola chileno. Luego a estos argumentos se sumaron otros de naturaleza política tales como la necesidad de dignificar, dar reconocimiento y ciudadanía a los campesinos. Se suponía que el atraso y el paternalismo existente en el agro chileno y las grandes extensiones de terrenos mal explotados, denominados latifundios, eran contrarios a la modernidad y que los campesinos con tal de liberarse de su situación de atraso y subordinación debían participar de este cambio político. Algunas de estas tesis fueron puestas en duda por la evidencia empírica. Tal como consta en el trabajo del profesor y sociólogo Raúl Urzúa, en el campo chileno existía un número muy alto de pequeños propietarios y minifundios que obligaba a revisar la idea del predominio del latifundio (Urzúa 1969, 91-100). Además, luego de estudiar una muestra de los campesinos de la cuenca del río Maule, en el Valle Central de Chile, Raúl Urzúa concluyó lo siguiente: […] mientras más subordinada sea la posición que ocupa un individuo en la estructura social rural, menos predispuesto estará a apoyar cambios en esa estructura […] debido a las fuertes presiones por conformarse con las expectativas que crea un tipo paternalista de

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autoridad, nosotros afirmamos también que los individuos sometidos a este tipo de autoridad iban a ser significativamente más reacios que otros sectores campesinos a aceptar cambios estructurales (Urzúa 1969, 227).

Sin embargo, la decisión política de profundizar la reforma agraria ya estaba tomada y a pesar de las evidencias que daban cuenta de la complejidad del proceso, este se intensificó. En la reforma agraria se destaca inicialmente el liderazgo del obispo Manuel Larraín y más tarde adquieren especial influencia las ideas de Jacques Chonchol quién expresa su propuesta en la Revista Mensaje. Pía Muñoz explica cómo el argumento inicial a favor de la reforma agraria que se centraba en justificar los cambios para aumentar la productividad agrícola, se transforma en un tema secundario frente a la influencia creciente que ganan las ideas de Jacques Chonchol, Julio Silva Solar y otros que abogan por instaurar una forma de propiedad colectiva o comunitaria en el agro chileno. Estas ideas alienan el apoyo inicial por la reforma agraria que tuvieron políticos liberales e incluso algunos conservadores. La reforma agraria era necesaria y las múltiples justificaciones ideológicas en que se funda y las distintas direcciones en que avanza este proceso generan una gran tensión social. Con estas reformas tan profundas se crean las condiciones para que el derecho de propiedad y su afectación, y los perjudicados con estas medidas, pasen a ser quizás uno de los actores principales en la ruptura política en Chile que concluye con el golpe de Estado de 1973. Muñoz sintetiza la evolución de la nueva idea de la propiedad agraria y dice: [S]egún (el obispo Manuel) Larraín existía «acuerdo unánime en declarar a la propiedad familiar, como baluarte del cristianismo y de la democracia, y al mismo tiempo el tipo de explotación agrícola más eficiente». Además, Larraín replica tres ideas esenciales en torno a la propiedad contenidas en Mater et Magistra, a saber: la importancia de la propiedad familiar, la función social, y la relación existente entre la propiedad y la libertad. Adicionalmente, en el mismo año se incluyó un artículo escrito por Jacques Chonchol, quien llevaría adelante el proceso de reforma agraria en los gobiernos de Frei y Allende. En él, Chonchol defendía la necesidad de una reforma agraria que tendiera no sólo a la redistribución de la tierra –proceso que debe ser masivo y drástico, según el autor–, sino a la integración de la comunidad campesina en todos los aspectos de la vida nacional (Muñoz 2015, 39).

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En la forma que estos cambios se concretan en normas jurídicas destaca la explicación sintética que hace el profesor Enrique Evans. Su explicación incluye los cambios que caracterizan el proceso de reforma agraria, pero también comprende otras reformas al derecho de propiedad que se producen durante la vigencia de la Constitución de 1925, que son igualmente profundos. En su obra sobre Los derechos constitucionales, Evans distingue cuatro etapas principales. Estas etapas, siguiendo al profesor Evans las resumimos y sintetizamos en los siguientes cuatro párrafos: La primera etapa, corresponde al texto original de la Carta de 1925 que introduce tres cambios que la distinguen del derecho de propiedad de la Constitución de 1833: 1) sustituye la expresión: «la inviolabilidad de todas las propiedades sin distinción de las que pertenezcan a particulares o comunidades» por «la inviolabilidad de todas las propiedades, sin distinción alguna», lo que implica reconocer el derecho de propiedad a todo lo que tiene valor patrimonial; 2) cambia la expresión «utilidad del Estado», como causal de expropiación, por «utilidad pública», que incluye no sólo el interés del Estado, sino también, «la salud de los ciudadanos» y «la salubridad pública»; finalmente, 3) agrega un nuevo inciso, el final del Art. 10, N°10, que sometió al ejercicio del derecho de propiedad «a las limitaciones o reglas que exijan el mantenimiento y el progreso del orden social» facultando a la ley para imponerle obligaciones o servidumbres de utilidad pública. Según Evans, estas normas permitieron que el Código de Aguas, la Ordenanza General de Construcciones y Urbanización, la Ley General de Ferrocarriles, la Ley de Servicios Eléctricos, la Ley General de Caminos y otras, impusieran limitaciones a la propiedad privada, sin afectar la inviolabilidad del derecho asegurado por la Constitución (Evans 1999, 214). La segunda etapa, corresponde a la reforma constitucional aprobada en 1963 durante el gobierno de Jorge Alessandri Rodríguez, por Ley N°15.295, que reguló con normas especiales la expropiación de predios rústicos abandonados o mal explotados, respecto de los que se exigió, previamente a la toma de posesión por el expropiante, la consignación del 10% de su monto y autorizó el pago del saldo en un plazo no superior a quince años. Además, en el caso de expropiaciones para obras públicas de urgente realización, el expropiante podría tomar posesión material del bien expropiado, antes de producirse acuerdo o resolución judicial definitiva acerca del monto de la indemnización (Evans 1999, 215). La tercera etapa, que se inicia en 1967 durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva, que modifica el derecho de propiedad mediante la

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Ley N° 16.615, permitiendo por ley, establecer limitaciones y obligaciones al dominio para asegurar su función social, término que finalmente se incorpora en la Constitución, junto con hacer la propiedad accesible a todos. Se elimina la exigencia constitucional de la indemnización total previa para el expropiado, se establece que cuando se trate de expropiar predios rústicos la indemnización será equivalente al avalúo vigente, más el valor de las mejoras no incluidas en ese avalúo, y que podrá pagarse en cuotas anuales, hasta en treinta años. Además, se faculta a la ley para incorporar al dominio nacional de uso público todas las aguas existentes en el territorio nacional. Según el gobierno de Frei, esta reforma tuvo dos objetivos: profundizar el proceso de reforma agraria, para lo cual se dictó la Ley N° 16.640, del 28 de julio de 1967, y facilitar la remodelación y modernización de los principales centros urbanos del país y la ejecución de obras públicas de importancia regional (Evans 1999, 218). Finalmente, la cuarta etapa corresponde al gobierno de Salvador Allende Gossens, que por Ley N° 17.450 de 1971, reforma el derecho de propiedad en la Constitución, para permitir la nacionalización de la Gran Minería del Cobre y de la Compañía Minera Andina. El proceso de nacionalización terminó cuando la Dictadura transigió con las compañías del cobre los litigios pendientes entre los antiguos propietarios de las minas y el Estado de Chile. Debe tenerse presente que del proceso establecido por las disposiciones transitorias referidas, resultó que las compañías cuyos bienes fueron nacionalizados, no tuvieron derecho a indemnización alguna, motivo por el cual, entablaron los pleitos señalados. La nacionalización se transformó en norma constitucional y mandató a la ley para expropiar, o reservar al Estado, el dominio exclusivo de los recursos naturales, bienes de producción u otros que declare de importancia preeminente para la vida económica y social (Evans 1999, 218 y 221). En consecuencia, el sistema político y jurídico que surge tras la Constitución de 1925, que toma su forma republicana recién a partir de 1932, periodo que hemos denominado República Democrática o Cuarta República chilena, establece formas más desarrolladas de una concepción chilena de la propiedad a nivel constitucional. La concepción civilista de la propiedad cambia, ya que se crean nuevas formas de propiedad y también porque se introduce gradualmente la idea de su función social (López 2014, 59-92). Esta última idea fue influenciada entre otras, por la obra de León Duguit, (Duguit 1975, 235245), la que se introduce en Chile a través de Arturo Alessandri Palma

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y Arturo Alessandri Rodríguez (hijo del presidente Arturo Alessandri Palma), para finalmente plasmarse en el propio texto constitucional (Alessandri et al. 1993, 91) y (Mirow 2011, 1185-1210). Tal como me ha hecho notar con gran generosidad el profesor Hernán Corral, debe tenerse cuidado con identificar el libro De los Bienes que contiene las transcripciones de clases recopiladas por Antonio Vodanovic H. con el pensamiento y la doctrina de los profesores Arturo Alessandri o Manuel Somarriva. Ni Alessandri ni Somarriva escribieron esta obra, tampoco la aprobaron ni la autorizaron. La doctrina del profesor Arturo Alessandri Rodriguez en el tema de la propiedad habría que buscarla en los apuntes taquigráficos de sus clases, que dan mayor confianza porque reproducen sus propias ideas y aunque Antonio Vodanovic declara que el contenido está «basado» en sus clases, no es claro qué significa ello, ni qué corresponde a cada uno de sus autores, ni tampoco qué es lo que se atribuye el redactor. Sin embargo, a pesar de estas objeciones que expresa el profesor Corral, la obra De los Bienes contiene una explicación sustancial acerca de las formas de la propiedad que encuentra su fundamento en las disposiciones constitucionales de 1925 y por eso en los párrafos que siguen se hacen referencias directas a ella. En lo que dice relación con la concepción de la propiedad que desarrolla Alessandri Rodríguez, esta se expresa de un modo magistral en las famosas lecciones del curso de derecho civil que fueron recogidas por Vodánovic en el libro denominado De los bienes. Allí se muestra una profunda reflexión sobre la propiedad, con especial referencia a la Constitución, que incluye el tratamiento de las siguientes materias: las razones que justifican la existencia de la propiedad; las críticas al derecho de propiedad; las tendencias modernas: evolución histórica y origen del derecho de propiedad en Chile. También se incluyen referencias a las facultades materiales y jurídicas inherentes al dominio, las diversas clases de propiedad, las obligaciones o cargas sobre la propiedad, restricciones de la propiedad del tipo genérico, tales como la teoría del abuso del derecho, o específicas referidas sólo a la facultad de excluir o en razón de limitaciones al dominio. Hay explicaciones profundas sobre la copropiedad y la propiedad horizontal entre otras formas de propiedad, y diversas materias relacionadas. Por su parte, la obra dogmática De los bienes, de Alessandri et al., describe una completa sistematización de las formas de la propiedad que integra el Derecho Constitucional, con el derecho civil, junto a la doctrina comparada y con legislación y jurisprudencia especializada. A esto se agrega la

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exposición de León Duguit sobre la función social de la propiedad, junto con las ideas sobre la propiedad que emana de las Encíclicas Papales y la Doctrina Social de la Iglesia católica, materias todas sobre las cuales Alessandri y Somarriva, dicen lo siguiente: Todas las teorías actuales coinciden en que la propiedad de las riquezas, no debe ser en los países un medio para abusar de los económicamente débiles y afirman que, con mayor o menor énfasis la función social de la propiedad privada; propugnan por su adecuación al interés general. Las Constituciones dictadas después de las dos últimas guerras mundiales, incluso la nuestra, acogen en forma más o menos intensa estos principios. Acaso ninguna más categórica, en este sentido que la Constitución alemana del 23 de mayo de 1949; dice ella: «La propiedad obliga. Su ejercicio debe servir al mismo tiempo al bienestar común. (Art.14, inc.2)» (Alessandri et al. 1993, 44).

Por eso no causa sorpresa alguna que en el texto De los Bienes, en referencia a la regulación del derecho de propiedad en la Constitución Política de 1925, Alessandri Rodríguez y Somarriva lleguen a afirmar que: Respecto de la propiedad en general, la Constitución contiene dos ideas fundamentales. La inviolabilidad y las limitaciones al ejercicio de ese derecho (Alessandri et al. 1993, 49).

A modo de resumen de sus explicaciones, el texto de Alessandri Rodríguez y Somarriva concluye con una lista de cuestiones que explican el cambio en lo que se refiere al derecho de propiedad en lo que denomina «época actual» que detallan del modo siguiente: 1) La propiedad mobiliaria antes despreciada, hoy, a causa de los progresos de la industria, supera en importancia a la propiedad inmueble. 2) Al lado de la propiedad individual, se han desarrollado varias formas de propiedad colectiva, como la familiar o la social, comprendiendo en esta a la estatal. 3) Las limitaciones que restringen el derecho de propiedad privada son hoy numerosas, si se las compara con las de siglos anteriores, sobre todo las de derecho público. 4) La propiedad privada en los países que predomina la libre empresa, conforme a las leyes, está impregnada de cierta orientación social más o menos fuerte, según los países. (Alessandri et al. 1993, 46).

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Es de notar además, que en la edición de 1974 de la obra De los bienes de Alessandri Rodríguez y Somarriva, que publicó originalmente Editorial Nacimento, se incluyen dos secciones especiales, en el numeral 186a «Formas de propiedades, la de derecho privado y la de derecho público»; y el 186b «La propiedad en los países socialistas». Estas dos secciones han sido conveniente y sospechosamente suprimidas en la reedición de 1993, del mismo libro a cargo de la Editorial Jurídica. Esta supresión constituye otra muestra de la imposición de una concepción iusprivatista estrecha en nuestra dogmática, que no trepida ante el cercenamiento de nuestra mejor doctrina jurídica en materia de propiedad. En las secciones cercenadas Alessandri Rodríguez y Somarriva vuelven a concluir lo siguiente: Hoy en mayor extensión, se reconoce que al lado de la propiedad netamente de derecho privado, hay otras formas de propiedad, que son de derecho público (Alessandri et al. 1974, 144-145).

A pesar de este ocultamiento y distorsión dogmática que busca negar lugar a la propiedad pública, es claro como León Duguit y otros que buscan limitar la propiedad privada influyen en la sistematización y autocomprensión dogmática de la Constitución de 1925 en Chile (Duguit 1975, 171-178 y 235-245). Esta concepción finalmente se incorpora como texto expreso en la reforma constitucional de 1970 y tiene incidencia directa en el debate subsiguiente sobre la reforma agraria, las nacionalizaciones, expropiaciones y sobre la cuestión política jurídica que se planteó a principios de los años setenta en torno a la regulación diferenciada sobre las tres áreas de la economía. En 1970 el Congreso chileno aprobó la nacionalización de la gran minería, lo que implicó aceptar un modo de adquirir, que es la nacionalización, que es muy especial, porque consiste en sustraer un bien, generalmente de una universalidad jurídica; una apropiación por parte de los privados para traspasar su titularidad al Estado (Margota y Novoa 2006, 43-56). El profesor Hernán Corral también me ha hecho notar que el profesor Luis Claro Solar, que escribió su famoso tratado Explicaciones de Derecho Civil chileno comparado (salvo los primeros dos tomos) en el siglo XX (de 1925 a 1945, cuando murió), en su tomo De los Bienes contiene uno de los más extendidos tratamientos del derecho de propiedad (cfr. t. VI vol. I, Nº 283 y ss., pp. 325 y ss), donde se comenta expresamente la Constitución de 1925, con mención de las actas de la comisión redactora (Nº 308, pp. 361 y ss.). Además Luis Claro Solar refiere críticamente la concepción de Duguit, porque según el jurista

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chileno, Duguit niega que la propiedad individual sea un derecho y la admite sólo en cuanto función social. En este punto Claro Solar relata cómo algunos propusieron consagrar esta teoría en la Constitución de 1925, pero ello no prosperó porque la mayoría estuvo por mantenerla como derecho, si bien con limitaciones para evitar el abuso y proteger intereses colectivos (Nº 328, pp. 408-412). En todo caso, Claro Solar interpreta el Art. 582 en clave no individualista, aclarando el sentido del «arbitrariamente» y señalando las limitaciones del derecho de propiedad (Nº 289). En el trabajo de Luis Claro Solar aparece también un tratamiento de varias formas especiales de propiedad, incluida la de la propiedad familiar donde menciona la institución del homestead (Nº 324 y ss, pp. 391-405). Además en la obra De los Bienes se hace un tratamiento separado de la propiedad minera, de las aguas y de las propiedades intelectual e industrial. Además, el profesor Hernán Corral también me ha advertido en relación con la dogmática civil de la propiedad en el Chile del siglo XX, la necesidad de referir la obra de los profesores Alfredo Barros Errázuriz Curso de Derecho Civil publicado por Imprenta Cervantes en 1921 y la de Victorio Pescio Manual de Derecho Civil, de las Personas, de los bienes y de la propiedad, publicado por Editorial Jurídica de Chile en una edición de 1978, y advierte que este último hace muchas referencias a la Constitución, no sólo chilena sino latinoamericanas y europeas. Del mismo modo, el profesor Corral en el tema de la propiedad hace ver la necesidad de recoger el análisis de la evolución del derecho de propiedad en la obra de Pedro Lira Urquieta que trata esta materia en su libro El Código Civil y el nuevo derecho, publicado por Imprenta Nascimento en 1944. Todas estas referencias son muy valiosas y cumplo con mencionarlas, pero al mismo tiempo advierto que en este libro no existe un propósito de ser exhaustivo en el tratamiento del tema de la propiedad, sino más bien de destacar algunas ideas referidas al dominio y sus limitaciones en el derecho chileno. Por eso, no decimos nada nuevo cuando reconocemos que durante prácticamente todo el siglo XX la propiedad fue el tema sobre el que se centró la controversia principal del Derecho Constitucional chileno. La propiedad agrícola se discutió en profundidad durante el proceso de la reforma agraria en Chile que se inicia a principios de los años sesenta y dura hasta mediados de los setenta. La controversia también se extendió al debate sobre la nacionalización de la propiedad minera, la intervención estatal de la banca, de las telecomunicaciones y de otros sectores estratégicos del país (Cristi y Ruiz-Tagle 2008, 257-258).

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Todos estos procesos político jurídicos de la mayor envergadura implicaron una transformación del concepto de propiedad, vinculando este derecho, a su función social, distanciándolo de su concepción de titularidad absoluta y arbitraria del propietario privado individual. Estos procesos suponen concebir al derecho de propiedad como un derecho económico y social, cuya regulación corresponde de modo preferente al legislador. Se ha intentado establecer durante este periodo una relación entre la continua limitación de la propiedad, con la escasa actividad de los tribunales para defender derechos de los particulares, lo que sumado a la inexistencia de un instancia de contencioso administrativo, da mayor importancia al otorgamiento de las funciones de Contraloría (que llega a tener rango constitucional) y particularmente su función de toma de razón, que controlan la legalidad de la administración pública, en sus acciones, tales como en los decretos de reanudación de faenas, y en otras medidas de intervención estatal (Faúndez 2011, 87).

El corporativismo, la creciente influencia extranjera y el militarismo Ahora bien, otro factor importante a destacar es el corporativismo político, que existe en el régimen constitucional de 1925. Sobre esta cuestión Sofía Correa señala: [n]o podemos concluir nuestra caracterización de la democracia chilena a mediados de este siglo sin referirnos a la representación corporativa que existía paralelamente a la representación electoral en el sistema político. En efecto, las cuatro asociaciones empresariales decimonónicas –SNA (Sociedad Nacional de Agricultura), SFF (Sociedad de Fomento Fabril), SNM (Sociedad Nacional de Minería) y Cámara Central de Comercio– estuvieron desde la década de 1920 representadas en los organismos estatales encargados de la administración y reglamentación económica y social. Esta era una práctica tan extendida que por ejemplo, en 1964 la SFF nombraba directores en 20 agencias gubernamentales y en 8 consejos asesores del Gobierno (Correa 2000, 120).

El corporativismo que se desarrolla en Chile con tanta fuerza durante el siglo XX, es un antecedente del «gremialismo» que será un rasgo distintivo del proyecto antirepublicano y antidemocrático, de la dictadura que se inicia en 1973, y que más tarde se recoge en el texto constitucional que se adopta en 1980. El «gremialismo» propugnará la

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separación de la política y la actividad gremial, particularmente a nivel de los sindicatos y las organizaciones estudiantiles. El corporativismo es contradictorio con la tendencia de la Cuarta República Democrática, en cuanto es una fuerza contraria a la participación política del pueblo, y a toda idea más igualitaria de democracia. En el corporativismo los sectores empresariales, los gremios y otras entidades con poder paralelo a los partidos, acceden de manera privilegiada al poder del Estado, y mantienen un poder social y económico, que es independiente e impermeable al poder de los ciudadanos. También durante el periodo de la Cuarta República hay que consignar el incremento de la influencia extranjera en la política chilena. Durante el siglo XIX, la influencia extranjera en Chile fue principalmente el terreno de las empresas y del Gobierno del Reino Unido, que comparte su poder junto con otros países europeos y EE.UU. A partir del siglo XX, se acentúa la influencia de EE.UU., de la Unión Soviética, y también de Cuba que adopta una forma más directa en la colaboración militar. Esta influencia se encuadra en las tensiones de la Guerra Fría y a partir de la elección presidencial de 1964 y 1970, EE.UU. se embarca en forma activa de intervención extranjera en Chile. El proyecto de impedir el ascenso al poder de Salvador Allende en 1970 lleva a algunos funcionarios, ciudadanos y personas con estrechos vínculos con EE.UU. a prestar ayuda y financiamiento a grupos que actuaron en Chile en operaciones criminales y militares (Carrasco 2002, 212-214). Armando Uribe en El libro negro de la intervención norteamericana en Chile, al describir algunas de estas formas de intervención, concluye: En conclusión, el Gobierno de Estados Unidos quiso mantener como un instrumento básico de su dominio hegemónico y cualquiera que fuere la suerte de los intereses privados norteamericanos en Chile, sus vinculaciones de todo orden con las Fuerzas Armadas chilenas, pues tal relación consagraba la dependencia de Chile respecto al centro del sistema imperialista (Uribe et al. 2001, 32).

Hay que tener en cuenta que, entre 1970 y 1975 Chile envió más soldados a recibir entrenamiento en la Escuela de la Américas, que todos los demás países en toda la década. En total, durante este periodo más de 1500 oficiales chilenos recibieron educación sobre cómo enfrentar al enemigo interno, que en la época de la Guerra Fría, esto es a mediados del siglo XX se identificaba con los grupos políticos de izquierda (Gill 2005, 111-112).

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El Estatuto de Garantías Constitucionales y la revolución socialista de Salvador Allende En este contexto, el triunfo de Salvador Allende con la mayoría relativa de 36% de los votos obligó al Congreso a elegir entre las dos primeras mayorías y sentar las bases de una compleja y tensa negociación política. Tal como se había hecho en 1946 con Gabriel González Videla, con Carlos Ibáñez en 1952 y con Jorge Alessandri en 1958, el Congreso había elegido la primera mayoría relativa para servir el cargo de presidente de la República. Sin embargo, un clima de convulsión y desconfianza política hicieron que se pusiera como exigencia a dicha elección lo que se denominó Estatuto de Garantías Constitucionales. El Estatuto consistía, según Evans, en una reforma constitucional cuya justificación fue la siguiente: Toda la reforma […] surge en el seno de la Democracia cristiana, que planteó al señor Allende su posición en forma clara: «Reconocemos en Ud. a un demócrata, pero hay sectores que lo apoyan que no nos merecen fe democrática; por ello para apoyarlo en el Congreso Pleno creemos indispensable que una Reforma Constitucional amplia, perfeccione y garantice la plena vigencia durante su gobierno de algunas libertades y derechos que consideramos esenciales (Evans 1973, 104).

Las disposiciones del Estatuto de Garantías Constitucionales que se propuso para apoyar la elección como presidente de Salvador Allende fueron las siguientes: I) Consagración constitucional de un Estatuto de los Partidos Políticos; II) Consagración constitucional de un Estatuto de los medios de comunicación social: prensa, radio y televisión (libertad de opinión); III) Consagración constitucional expresa de un sistema educacional independiente, mixto y pluralista (libertad de enseñanza); IV Consagración en forma adecuada del derecho de reunión, la libertad personal y la inviolabilidad de la correspondencia, y; V. Consagración constitucional de un nuevo estatuto de la fuerza pública (Evans 1973, 105-106).

El Estatuto buscó asegurar el concepto de ciudadanía, al reconocer la libertad de expresión de manera amplia, y reconoció el derecho a organizar partidos políticos y militar en ellos. Garantizó la libertad de organización interna de los partidos, incluyendo la libertad ideológica

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y programática, el derecho a presentar candidaturas, el derecho a participar en los plebiscitos y el derecho a la propaganda en medios estatales. La libertad de opinión se garantizó sin censura previa y con derecho a respuesta, se aseguró el acceso igualitario a los medios de comunicación de particulares, el derecho de las universidades y partidos políticos de organizar y fundar medios de comunicación, la reserva legal del régimen de los medios de comunicación, junto con la libre importación y comercialización de libros, impresos y revistas, la libertad de circulación de los mismos y se estableció una prohibición de discriminar entre propietarios de esos medios. Con respecto a la enseñanza garantizó el derecho de abrir y mantener establecimientos de enseñanza, y el derecho de los padres de elegir profesores para sus hijos. Se consagró un sistema de educación público y privado, con autonomía en cuanto a su organización, a su libertad para contratar personal, al derecho de obtener ayuda estatal y con una Superintendencia Educacional a cargo de un Consejo Directivo pluralista. Se consagró, además, un estatuto de las universidades, que les reconoció el carácter de personas de derecho público con autonomía en su administración y en sus aspectos académicos y financieros. Se consagró la libertad de cátedra y se dispuso que el acceso a las universidades dependería de la idoneidad de los postulantes. Con respecto al derecho de reunión, la libertad personal y la inviolabilidad de la correspondencia, se estableció la reserva legal para afectar dichos derechos. También contempló nuevos derechos sociales tales como la libertad de trabajo, el derecho a recibir remuneración justa, el derecho a sindicarse y el derecho a huelga, junto con el derecho a la seguridad social y el derecho a la participación social y en las organizaciones comunitarias, tales como juntas de vecinos, centros de madres, sindicatos, etc. Respecto de la fuerza pública se la definió como profesional, jerarquizada, disciplinada, obediente y no deliberante (Evans 1973, 107-121). Esta reforma constitucional, de inspiración republicana, fue aprobada en el Congreso Pleno por 117 votos y 24 abstenciones, siendo promulgada por Ley N°. 17.398 el 9 de Enero de 1970. A pesar de estos resguardos, le resultó difícil al Gobierno de Allende conciliar su proceso revolucionario socialista, que se inspiraba en las ideas de un constitucionalismo más radical, con las formas constitucionales republicanas, más conservadoras y liberales, que hasta ese momento habían caracterizado la política chilena. Por ejemplo, durante el gobierno de la Unidad Popular, que presidió

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Salvador Allende se afectaron derechos constitucionales, particularmente el derecho de propiedad, al intentar imponer un programa revolucionario socialista que en palabras de Gabriel Salazar y Julio Pinto tenía los siguientes propósitos: […] los propósitos centrales de su programa de modificar radicalmente la propiedad de los medios de producción y aumentar la participación popular en la distribución del poder político y el ingreso económico. Esto se lograría combinando una política fuertemente redistributiva con lo que se denominó la socialización de los medios fundamentales de producción, entre los que se incluían los grandes predios agrícolas, las riquezas minerales básicas (cobre, salitre, hierro y carbón), el sistema bancario, los monopolios industriales y de distribución y el comercio exterior. Todos estos recursos se concentrarían en un Área de Propiedad Social administrada por el Estado, la que en conjunto con las Áreas de Propiedad Mixta y Privada darían forma a un nuevo modelo económico que, en la opinión de sus gestores, superaría los problemas crónicos de inequidad, subdesarrollo y dependencia que habían aquejado al país (Salazar y Pinto 2010, Tomo 3, 45).

Para hacer esta transformación se usaron las atribuciones del presidente de la República para dictar normas y tomar medidas que permitían al Gobierno tomar el control de las empresas y de la economía. Como ha explicado el historiador Enrique Brahm el uso de las normas sobre requisiciones para controlar y administrar en forma directa diversas empresas por parte del Gobierno se transformó en un proceso cada vez más intenso. Dice Brahm: […] durante el año 1970 encontramos sólo un decreto requisitorio, el año 1971 ya son sesenta, para subir a ciento trece durante 1972 y alcanzar doscientos diecinueve entre enero y el 11 de septiembre de 1973. Las industrias afectadas abarcaban establecimientos de diversos tamaños; destacando industrias tan importantes como: Yarur, Nescafé, Calaf, CCU, Loza Penco, Cimet, Fantuzzi, Fensa, Lucchetti y Pizarreño (Brahm 1999, 338).

Es cierto que durante los gobiernos de Carlos Ibáñez y Eduardo Frei se hizo uso, en innumerables oportunidades, de la delegación del Parlamento al Ejecutivo para que los decretos de insistencia, con la firma del presidente y todos los ministros, obligaran a la Contraloría a aprobarlos, a pesar de su ilegalidad o inconstitucionalidad (Carrasco 2002, 205-206). Eso explica el uso de la forma de legislación emanada del Ejecutivo en el gobierno del presidente Allende que no fue inicialmente

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impugnada. Pero eso no impidió que las instituciones más conservadoras y las encargadas del control del gobierno criticaran, con energía, el proceder del presidente Allende, y lo acusaran de extralimitarse en su acción y de violar el estado de derecho. Así se pronunció, por ejemplo, la Corte Suprema de Justicia, por la obstrucción de la acción judicial y de las fuerzas policiales realizadas por funcionarios de gobierno en oficios dirigidos directamente al presidente de la República: Esta Corte debe representar a V.E. por enésima vez, la actitud ilegal de la autoridad administrativa en la ilícita intromisión en asuntos judiciales, así como la obstrucción de Carabineros en el cumplimiento de órdenes emanadas de un juzgado del Crimen que de acuerdo con la ley deben ser ejecutadas por dicho cuerpo sin obstáculo alguno; todo lo cual significa una abierta pertinacia en rebelarse contra las resoluciones judiciales, despreciando la alteración que tales actitudes u omisiones producen en el orden jurídico lo que -además- significa, no ya una crisis del estado de derecho como se le representó a S.E. en el oficio anterior, sino una perentoria o inminente quiebra de la juridicidad en el país (Bravo 1978, 226).

La respuesta del presidente Allende a este y otros oficios es extensa y refleja las marcadas diferencias que existen en torno a la forma de concebir las normas constitucionales, y su relación con el proceso de cambios que vivía el país. Allende responde: Por expreso mandato constitucional, corresponde al presidente de la República velar por la conservación del orden público. Este deber presidencial se cumple en el ámbito del Gobierno Interior del Estado por intendentes, gobernadores y subdelegados, en quienes radica –el Artículo 45 y siguientes de la ley de Régimen Interior– el deber de mantener la paz y el orden público […] una manifiesta incomprensión por parte de algunos sectores del Poder Judicial, particularmente de los Tribunales Superiores, del proceso de transformación que vive el país que expresa los anhelos de justicia social de grandes masas postergadas, lleva en la práctica a que tanto la ley como los procedimientos judiciales sean puestos al servicio de los intereses afectados por las transformaciones, con desmedro y daño del régimen institucional y de la pacífica y regular convivencia de las diversas jerarquías y autoridades (Bravo 1978, 227 y 235).

En el control de la legalidad de los actos del gobierno del presidente Salvador Allende participaron junto con los Tribunales de Justicia, la Contraloría, el Consejo de Defensa del Estado y también el Tribunal

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Constitucional que funcionó en Chile desde 1971 y que tiene una participación muy relevante que se ha resumido así: El Tribunal Constitucional estuvo en pleno funcionamiento desde el año 1971 hasta el fin del mandato del presidente Salvador Allende; durante dicho período esta magistratura alcanzó a pronunciarse sobre dieciséis asuntos que fueron puestos bajo su conocimiento. Entre las mencionadas causas, uno de los asuntos ventilados ante esta judicatura correspondió al conflicto que se originó a raíz del proyecto de reforma constitucional presentada por los senadores Juan Hamilton y Renán Fuentealba, que tenía por objeto dar una regulación concreta a la propuesta de «Las Tres Áreas de la Economía» planteadas en el programa del Ejecutivo, debido a que transcurridos varios meses de gobierno, Salvador Allende y sus asesores aún no habían enviado el pertinente proyecto al Congreso, pues aún más, en los hechos dicho aspecto del programa político siquiera contaba con una propuesta legal, significando que sólo se estaba ante una declaración propagandística que había dado pie para múltiples controversias respecto de la propiedad, pues dicha parte del programa abría puertas a interpretaciones que se traducían en incertidumbre jurídica (Duran 2015, 130).

La controversia tuvo su origen en un proyecto de reforma constitucional presentado por los senadores Juan Hamilton y Renán Fuentealba, que imponía el principio de legalidad respecto de toda afectación de la propiedad, limitaba la requisición con una disposición transitoria de la Carta Fundamental que reducía en todas sus posibilidades de afectación de la propiedad privada. Una vez presentada la reforma por los senadores Hamilton y Fuentealba, el gobierno del presidente Salvador Allende presentó su propio proyecto que validaba las medidas administrativas para afectar la propiedad y daba más latitud a la autoridad para aplicar las medidas de requisición en relación con la propiedad. En el Congreso se aprobó la reforma propuesta por Hamilton y Fuentealba y el presidente Allende ejerció su derecho de veto al momento de su promulgación, sustituyendo y suprimiendo partes del proyecto aprobado. En esta instancia se planteó una cuestión constitucional porque el Gobierno defendió la idea que el proyecto vetado requería de dos tercios de los parlamentarios para ser rechazado y la mayoría opositora en el Congreso argumentó que sólo requería de mayoría simple, por tratarse de un proyecto de reforma constitucional. Esta cuestión se llevó al conocimiento del Tribunal Constitucional por parte del Gobierno. Incluso se propuso que esta cuestión planteada entre el Ejecutivo y el Legislativo debía resolverse en un plebiscito. El Tribunal Constitucional por sentencia de fecha 2

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de junio de 1973, del rol N°. 15, se declaró incompetente para conocer del requerimiento del Gobierno, por no estar entre sus atribuciones la de pronunciarse sobre proyectos de reforma constitucional y con ello validó la propuesta acerca de las tres áreas de la economía que habían presentado y logrado aprobar en el Congreso los senadores Hamilton y Fuentealba. A pesar de la importancia de esta sentencia del Tribunal Constitucional, hay que reconocer que entre todos los documentos que criticaron al presidente Allende por sus medidas políticas y administrativas, destaca el Acuerdo de la Cámara de Diputados sobre el grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República, adoptado el 23 de Agosto de 1973. Este Acuerdo recuerda en su redacción el documento que suscribió en 1891 el Parlamento como justificación para destituir al presidente Balmaceda. El Acuerdo critica el llamado del presidente Allende a las fuerzas armadas a incorporarse al Gobierno, y lo acusa de interferir con las atribuciones del Congreso, los Tribunales y la Contraloría, y de violar las garantías constitucionales de igualdad ante la ley, libertad de expresión, autonomía universitaria, el derecho de reunión, la libertad de enseñanza, el derecho de propiedad, libertad personal, el derecho del trabajo, la libertad de circulación y de salir del país (Bravo 1978, 257-261). El Acuerdo dio fundamento a los opositores al régimen de la Unidad Popular para justificar el golpe de Estado de 1973. El presidente Allende al conocer el contenido del documento respondió señalando que: El acuerdo aprobado, más que violar, niega la sustancia de toda la Constitución […] La oposición está abjurando de las bases del régimen político y jurídico establecido solemnemente en la Constitución de 1925 y desarrollado en los pasados 47 años (Bravo 1978, 262).

Los nuevos sujetos políticos y el golpe de Estado de 1973 que destruye la Cuarta República En suma, al considerar las principales características de la Cuarta República, hay que tener en cuenta que, a contar de 1932, hay un vuelco en el espíritu liberal parlamentario de la Tercera República hacia un constitucionalismo presidencialista. El sometimiento al imperio del derecho del presidente de la República, de los titulares de la función ejecutiva, de los órganos paraestatales, y particularmente de las fuerzas armadas, se debilita en el decurso de la Cuarta República. Se desarrolla una concepción de los derechos que acentúa los aspectos democrático-sociales de su ejercicio, y que da predominio a la función legislativa.

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El trabajo parlamentario consagra, de acuerdo con el Ejecutivo, una robusta legislación económica social. En consonancia con las políticas que se inspiran en el New Deal, se enfatizan esquemas redistributivos y la intervención del Estado en la economía. En este sentido, la Cuarta República se funda en principios del republicanismo cívico, pero el Gobierno de la Unidad Popular no contó con el apoyo de las mayorías necesarias para su programa, ni se apegó al uso de las formas jurídicas generalmente más aceptadas para validar sus procesos de cambio, lo que afectó la posibilidad de tener éxito en su ambicioso proyecto de grandes transformaciones sociales, políticas y económicas. La reforma del nuevo régimen de la propiedad que aprobó la nacionalización del cobre con la Constitución de 1925, en el Congreso Nacional, no pudo establecerse en plenitud, porque las compañías mineras demandaron al Estado de Chile y embargaron los envíos de cobre en el extranjero (Ruiz-Tagle 2001a, 159-162). Tampoco alcanzó a institucionalizarse la propuesta de organizar la economía, en base a su división en tres áreas: 1) área social o del Estado; 2) área mixta y; 3) área privada. La ampliación progresiva del sufragio, junto con la adopción de un sistema electoral proporcional, implicó la proliferación y fragmentación de los partidos políticos que durante la Cuarta República llegaron a superar la veintena (Etchepare 2006, 191-288). En el espacio público también surgieron y adquirieron protagonismo innumerables entidades de representación corporativa o gremial, tales como federaciones de estudiantes, sindicatos profesionales, agrupaciones de campesinos, etc. que compitieron por imponerse como sujetos políticos, incluso a veces por sobre los partidos, en la representación y participación política organizada. La participación y deliberación de los gobernados en las cuestiones públicas y la posibilidad de disentir se amplían considerablemente, y se lucha contra ciertas formas de dominación, particularmente formas de desigualdad económica y social. Junto con la deposición violenta del presidente Allende mediante el golpe de Estado de 1973, se instala una dictadura militar de derecha en Chile donde asumen el control del poder de facto las fuerzas armadas y Carabineros con sus respectivos comandantes en jefe. Así se destruye y se desploma también la Cuarta República y los ideales republicanos, a la vez democráticos y liberales, que la sostenían. La dictadura que preside el general del Ejército Augusto Pinochet dura diecisiete años, y sólo en 1990 se inicia la transición hacia la democracia y Chile puede recuperar su capacidad de autogobernarse.

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6. La imposición dictatorial del constitucionalismo autoritario (1973-1990)

El profundo conflicto que se produce entre los partidarios de la Unidad Popular y sus opositores no se resuelve pacíficamente. El 11 de septiembre de 1973, un golpe de Estado interrumpe la vida republicana chilena y suspende hasta el 11 de marzo de 1990 el proyecto constitucional republicano, liberal y democrático que conservaba su vigencia, desde los albores de Chile independiente. Es controvertida la afirmación de Keen y Wasserman, según la cual el golpe de Estado chileno instaura la represión más brutal y de más amplia escala que se haya conocido en toda la historia latinoamericana (Keen & Wasserman 1984, 339). La dictadura chilena no tiene tantas víctimas de su represión como las dictaduras argentinas. Tampoco duró tanto tiempo como la dictadura militar paraguaya de Stroessner. Ni tuvo tanto poder e influencia continental como las dictaduras militares en Brasil. Una de las grandes paradojas de nuestra historia política es que algunos de los principales fundamentos que se esgrimieron para justificar el golpe de Estado de 1973 fueron argumentos semejantes a los usados para justificar la base política y jurídica del gobierno de facto denominado «República Socialista» en 1932. En el cuadro comparativo que se presenta más adelante se puede apreciar que para justificar la instalación de las dictaduras de los años 32 y 73 se invocó el mismo sujeto político fáctico, esto es la Junta de Gobierno. Además, se usaron similares fundamentos al señalar que «se respetará la Constitución y las leyes de la República en cuanto sea compatible con el nuevo orden de cosas», en el caso del año 1932, y «se respetará la Constitución y las leyes de la República en la medida que la actual situación del país lo permita…» en 1973. En definitiva, en ambos casos la Constitución y las leyes quedan entregadas a condiciones meramente potestativas que impone a su voluntad el poder fáctico de la Junta de Gobierno. La gran diferencia estriba en que en el año 32 no se atribuyó en ningún caso el poder constituyente a la Junta de Gobierno, ni menos se

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lo sustrajo del pueblo ciudadano. En cambio, como ya se ha explicado, el golpe de Estado de 1973 pretendió transferir el poder constituyente desde el sujeto político pueblo a la Junta de Gobierno, lo que es demostración de su espíritu antirepublicano. Se agrega a lo anterior la simulación constitucional que caracteriza a la dictadura que se inicia en 1973, la cual por una parte invoca en su justificación la defensa y el respeto a la Constitución de 1925 y sus leyes, pero por la otra, y contradictoriamente con esta declaración, encomienda en secreto y a partir del 13 de septiembre de 1973 la preparación de un nuevo texto constitucional, sustitutivo del anterior, tal como consta en las Actas Secretas de la Junta de Gobierno (Cristi y Ruiz-Tagle 2008, 174-175).

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CUADRO COMPARATIVO CON DECRETOS DE FACTO DE 1932 Y 1973 Junta de Gobierno 1932* Diario Oficial de la República de Chile NUM 16,292. Martes 7 de Junio de 1932 Ministerio del Interior Constitución de la Junta de Gobierno

Junta de Gobierno 1973 Decreto Ley Nº 1.- Santiago de Chile, a 11 de Septiembre de 1973 El Comandante en Jefe del Ejército, General de Ejército don Augusto Pinochet Ugarte; el Comandante en Jefe de la Armada, Almirante don José Toribio Merino Castro; el Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea, General del Aire don Gustavo Leigh Guzmán y el Director General de Carabineros, General don César Mendoza Durán, reunidos en esta fecha, y Considerando:

Núm. 1,728.- Santiago, 4 de junio de 1932.-La Excma. Junta de Gobierno decretó con esta fecha lo que sigue Los suscritos nos constituimos en una Junta de Gobierno que tendrá a su cargo los negocios públicos Esta Junta, en el ejercicio de su mandato, mantendrá el Poder Judicial y respetará la Constitución y las leyes de la República en cuanto sean compatibles con el nuevo orden de cosas Tómese razón, comuníquese, publíquese é insértese en el Boletín de Leyes y Decretos del Gobierno.-ARTURO PUGA.- Carlos Dávila.Eugenio Matte H

1º.- Que la Fuerza Pública, formada constitucionalmente por el Ejército, la Armada, la Fuerza Aérea y el Cuerpo de Carabineros, representa la organización que el Estado se ha dado para el resguardo y defensa de su integridad física y moral y de su identidad histórico-cultural; 2º.- Que, por consiguiente, su misión suprema es la de asegurar por sobre toda otra consideración, la supervivencia de dichas realidades y valores, que son los superiores y permanentes de la nacionalidad chilena, y 3º.- Que Chile se encuentra en un proceso de destrucción sistemática e integral de estos elementos constitutivos de su ser, por efecto de la intromisión de una ideología dogmática y excluyente, inspirada en los principios foráneos del marxismo-leninismo; Han acordado, en cumplimiento del impostergable deber que tal misión impone a los organismos defensores del Estado, dictar el siguiente, Decreto-ley: 1º.- Con esta fecha se constituyen en Junta de Gobierno y asumen el Mando Supremo de la Nación, con el patriótico compromiso de restaurar la chilenidad, la justicia y la institucionalidad quebrantadas, conscientes de que ésta es la única forma de ser fieles a las tradiciones nacionales, al legado de los Padres de la Patria y a la Historia de Chile, y de permitir que la evolución y el progreso del país se encaucen vigorosamente por los caminos que la dinámica de los tiempos actuales exigen a Chile en el concierto de la comunidad internacional de que forma parte 2º.- Designan al General de Ejército don Augusto Pinochet Ugarte como presidente de la Junta, quien asume con esta fecha dicho cargo 3º.- Declaran que la Junta, en el ejercicio de su misión, garantizará la plena eficacia de las atribuciones del Poder Judicial y respetará la Constitución y las leyes de la República, en la medida en que la actual situación del país lo permitan para el mejor cumplimiento de los postulados que ella se propone Regístrese en la Contraloría General de la República, publíquese en el Diario Oficial e insértese en los Boletines Oficiales del Ejército, Armada, Fuerza Aérea, Carabineros e Investigaciones y en la Recopilación Oficial de dicha Contraloría JUNTA DE GOBIERNO DE LA REPÚBLICA DE CHILE.- AUGUSTO PINOCHET UGARTE, General del Ejército, Comandante en Jefe del Ejército.- JOSE T. MERINO CASTRO, Almirante, Comandante en Jefe de la Armada.- GUSTAVO LEIGH GUZMÁN, General del Aire, Comandante en Jefe de las Fuerzas Aéreas.- CÉSAR MENDOZA DURÁN, General, General Director de Carabineros. Lo que se transcribe para su conocimiento.- René C. Vidal Basauri, Teniente Coronel, Jefe Depto. Asuntos Especiales, Subsecretario de Guerra subrogante

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Lo destacado en el texto es del autor. La transcripción es de Alexis Ramírez a partir de la fuente primaria. 155

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Durante la dictadura chilena que se inicia en 1973 se instala por la fuerza una nueva concepción constitucional, de orientación antirepublicana. Este proceso se consolida en 1980, cuando Pinochet «otorga» una Constitución que, junto con asignar a los militares una función política no subordinada al poder civil, intenta institucionalizar una concepción neoliberal de los derechos y autoritaria del gobierno, inspirada en Freidrich von Hayek y Carl Schmitt y en el Estatuto de Garantías Constitucionales adoptado como ley en 1970. Según Cristi, se emplea la noción de Poder constituyente originario para legitimar la dictadura militar de Pinochet. Esta noción se extrae de discípulos chilenos de los juristas españoles Luis Sánchez Agesta, Álvaro D’Ors y Luis Legaz Lecambra, quienes la elaboran a la sombra de Carl Schmitt y Juan Donoso Cortés (Cristi 2000, 77). Sacar a la palestra esta noción de poder constituyente originario, permite decretar la destrucción de la Constitución de 1925, argumentando que el poder constituyente no radica ya en el pueblo, sino en la Junta Militar. Con ello, se hace implícita la idea schmitteana de dictadura soberana o revolucionaria, por oposición a una dictadura meramente comisaria. Los decretos-leyes 1, 9, 27, 50,128, 527 y 788, dictados por el gobierno militar, muestran cómo se va encauzando la acción antirepublicana de la Junta, en la dirección de una dictadura soberana. El mismo día 11 de septiembre el Decreto Ley 1, dispone que la Junta «garantizará la plena eficacia de las atribuciones del Poder Judicial y respetará la Constitución y las leyes de la República, en la medida en que la actual situación del país lo permitan para el mejor cumplimiento de los postulados que ella se propone» (texto transcrito en Decreto Ley 1, número.3 en cuadro N°. 1). A partir del día 11 de septiembre de 1973 la Junta de Gobierno que forman los comandantes del Ejército, de la Marina, de la Fuerza Aérea y de Carabineros asume los poderes Ejecutivo, Legislativo y Constituyente, dejando en funcionamiento al Poder Judicial cuyos representantes por afinidad ideológica son obsecuentes con el poder fáctico de la dictadura. De hecho las autoridades del Poder Judicial concurren a la Escuela Militar a validar el golpe de Estado y ponerse a disposición de las autoridades militares. Lo anterior supone que a partir del 11 de septiembre de 1973 la Constitución de 1925 mantendrá su vigencia, en todo lo que no sea modificado por los Decretos Leyes de la Dictadura. También en septiembre de ese año, se dicta el Decreto Ley 9, el cual dispone que el presidente de la Junta sea el que dicta los reglamentos y decretos supremos, y será quién asuma la potestad reglamentaria. El Decreto Ley 27 disuelve el Congreso Nacional y el

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Decreto Ley 50 nombra rectores militares o delegados de la Dictadura en las universidades. Será el 16 de noviembre de 1973 cuando se dicta el Decreto Ley 128 que atribuye la titularidad del Poder Constituyente en la Junta de Gobierno (usurpándolo del pueblo), junto con atribuirle los poderes Legislativo y Ejecutivo. Este señala que estos poderes se ejercen por medio de decretos leyes, y que el presidente de la Junta dicta decretos supremos y resoluciones. También dispone que la Constitución de 1925 y las leyes vinculadas a esta, mantendrán su vigencia hasta que no sean modificadas y que dichas modificaciones una vez dictadas, formarán parte de su texto y se tendrán por incorporadas a ellas. El 26 de junio de 1974 se dicta el Decreto Ley 527 que contiene un Estatuto de la Junta de Gobierno, reconoce las comisiones legislativas como órganos que asesoran al gobierno dictatorial en sus tareas y nombra un presidente, junto a un sistema de reemplazo y precedencia de sus integrantes. El día 4 de diciembre de 1974 se dicta un decreto ley que limita la posibilidad de ejecer la acción de inaplicabilidad por inconstitucionalidad ante la Corte Suprema, mediante la limitación de las acciones que reconocen derechos de los trabajadores. Además declara que todos los decretos leyes dictados a esa fecha pueden modificar y la Constitución, aunque esta modificación se entienda sólo en términos tácitos. También se refiere a las normas que modifican de manera expresa la Constitución a las cuales se les atribuye rango constitucional y por tanto, no es posible ejercer la acción de inaplicabilidad a su respecto. Finalmente, se declara que se respetarán las sentencias de los tribunales que estén ejecutoriados y que hayan sido dictados hasta la fecha, y que en el futuro se señalará expresamente cuando la Junta de Gobierno haga uso del Poder Constituyente. La Comisión Constituyente, también denominada Comisión Ortúzar, por ser el apellido de su presidente, se crea en forma secreta a partir del día 13 de septiembre de 1973 (Cristi 2000, 93). En marzo de 1974, la Junta emite una Declaración de Principios que deja en evidencia la idea de la destrucción de la Constitución de 1925 que aparece en El Mercurio en 1975 (Cristi 2000, 82). Esta destrucción constitucional, es lo que le confiere a Pinochet y a la Junta un carácter soberano, similar al detentado por las monarquías absolutas del siglo XVII y XVIII en Europa (Cristi 2000, 83). A partir del 9 de enero de 1976 surgen las Actas Constitucionales, que en verdad son decretos leyes dictados por la Junta de Gobierno en el ejercicio del poder constituyente autoatribuido. Estas actas

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reciben este nombre en virtud de la materia que tratan y su nombre probablemente se inspira en los documentos semejantes que se usaron en el régimen colaboracionista nazi de Vichy en Francia. Sobre esta cuestión, es de notar que Maurice Duverger explica que en 1940 se reunió la Asamblea Nacional de la IV República, para entregar plenos poderes constituyentes al Mariscal Petain, para que en un solo acto, o en una serie de actos, (origen de las actas constitucionales de Vichy) se dicte una nueva Constitución, y con ello se entregó el poder total a las autoridades colaboracionistas del nazismo en Francia, dando inicio al régimen nazi de Vichy (Duverger 1970, 587-588). En Chile, el Acta N°. 1 creó el Consejo de Estado, un órgano consultivo formado por colaboradores de la Dictadura designados por la Junta de Gobierno. El Acta N°. 2 contiene una primera versión de lo que será el capítulo primero del texto constitucional de 1980 y está referido a las bases de la institucionalidad, por lo que contiene disposiciones sobre la forma del Estado y de Gobierno y la relación entre el Estado, la familia y la persona entre otras importantes materias. El Acta Constitucional N°. 3 (que corresponde al Decreto Ley 1552) contiene un reconocimiento a los derechos y deberes individuales y sus garantías y deroga las normas anteriores que se opongan a las nuevas disposiciones, tales como los antiguos Arts. 10 a 20 de la Constitución de 1925. También introduce la acción (o el recurso de protección) y regula la acción (o el recurso) de amparo que son formas de garantía judicial destinadas a proteger derechos constitucionales. El Acta N°. 4 dictada en forma sucesiva al Acta N°. 3, dispone que en los regímenes de emergencia, esto es, durante prácticamente todo el periodo de la Dictadura se han impuesto limitaciones y restricciones a los derechos constitucionales que fueron reconocidos en el Acta N°. 3. El Decreto Ley 1684 con rango constitucional dispuso que la acción o el recurso de protección es improcedente cuando hay regímenes de emergencia como los que existieron durante todo el tiempo que duró la Dictadura desde 1973 hasta 1990. Por su parte, la Comisión Ortúzar concluye su tarea el 16 de agosto de 1978, haciendo entrega a Pinochet del Anteproyecto Constitucional y sus fundamentos, en adelante denominado indistintamente Anteproyecto, en el que reitera la razón porque fue necesario dictar una nueva Constitución que debe ser más que una mera reforma de la Carta Fundamental del 25. El Anteproyecto señala que el régimen político instituido por la Constitución de 1925:

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[…] hizo crisis final con el advenimiento de un régimen totalitario, de odio, violencia y terrorismo, contrario a la manera de ser de nuestro pueblo. Un sistema, entonces, que condujo al país al mayor caos moral, político, social y económico de su historia; que no pudo preservar la dignidad, la libertad y los derechos fundamentales de la persona y que llevó a la nación no sólo al quiebre de la institucionalidad y derrumbe de su democracia, sino que la expuso al riesgo inminente de perder su soberanía, obviamente, era un régimen que hacia 1973 estaba definitivamente agotado (Anteproyecto 1978, 7-8)

Durante este periodo se produce el derrumbe, no sólo de la Cuarta República, sino de la institucionalidad republicana que se forja en Chile a partir de su Independencia. El catalizador de este derrumbe es la decisión de transferir el poder constituyente desde el pueblo a la Junta Militar presidida por Pinochet. Esta transferencia no tiene antecedente previo en la historia republicana chilena y, por tanto, rompe con nuestra tradicion política y constitucional que se inicia desde la Independencia. Lo que no entra en los cálculos, es que con ello, se estaba privando de toda legitimidad democrática la obra principal de la Dictadura, a saber, el texto constitucional de 1980, como lo reconoce la Declaración de profesores de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile respecto de la convocatoria a plebiscito para ratificar la Constitución de 24 de agosto de 1980. Esta Declaración confirma la naturaleza no democrática del plebiscito convocado para aprobarla, pues la Junta en ningún modo intentó activar el poder constituyente del pueblo. Según la Declaración, la Junta Militar «en cuanto titular del poder constituyente originario» estaba legítimamente capacitada para otorgar la Constitución sin necesidad de un plebiscito, que sólo «por razón de prudencia y no de necesidad jurídica» decidió llevar a cabo. Esto confirma la abrogación del poder constituyente del pueblo, y su usurpación por parte de la Junta Militar. El anteproyecto de texto constitucional de Pinochet pasó a la consideración del Consejo de Estado, que era un órgano consultivo cuyos miembros habían sido designados por la misma Junta en 1976. Por su parte, a mediados de 1980, el Consejo de Estado entregó un proyecto alternativo al de la Comisión, de modo que ambos borradores pasaron a la consideración de la Junta Militar, la que, habiendo asumido para sí el poder constituyente, tomaría la decisión final. Entre tanto, desde 1976 la Junta venía dictando actas y leyes de rango constitucional como ya se ha explicado antes. El 11 de septiembre de 1980 se plebiscitó un nuevo texto constitucional. Sin registros electorales ni libertades públicas, este

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plebiscito no sólo careció de las condiciones mínimas necesarias para constituirse en un acto de expresión libre de la voluntad ciudadana, sino que además fue considerado por los militares y sus asesores civiles como un mero mecanismo de ratificación de la decisión de la Junta. En efecto, como se acaba de explicar, algunos postularon que aunque se hubiese convocado a un plebiscito, el poder constituyente seguía radicado en la Junta Militar, dueña siempre de la última palabra con respecto al orden constitucional. El nuevo texto constitucional entró en vigencia seis meses después del plebiscito. Se componía de dos partes diferentes: las disposiciones transitorias, que debían regir durante ocho años, y las disposiciones permanentes, que operarían en el período siguiente. Con las disposiciones transitorias simplemente se ratificaba el régimen de excepción de la dictadura militar: el poder seguía concentrando en la Junta Militar y en Pinochet en calidad de presidente, y no regían los derechos fundamentales. En su articulado permanente, se recogían las principales fuerzas y tendencias ideológicas que yacían al interior del régimen militar. Por una parte, se establecía la tutela de los militares sobre la institucionalidad política. Por otra, se recogía la concepción neoliberal de los derechos, en la medida en que se dio preeminencia al derecho de propiedad y a las libertades concebidas como no interferencia, y se reconoció sólo en forma de garantía debilitada a los derechos económicosociales. También se recogía la vertiente corporativista católica en las bases fundamentales de la institucionalidad, según la cual había que resguardar a los cuerpos intermedios, como la familia, frente al individuo y al Estado, y que pone el bien común objetivo como límite de la soberanía popular. Confluían todas estas vertientes doctrinarias expresadas en estas manifestaciones de constitucionalismo autoritario, una marcada devaluación de la importancia de los derechos civiles y políticos que caracteriza a la Constitución actual. Así, debido a la vigencia del articulado permanente, la aprobación del texto constitucional no dio paso a liberalización ni transición política alguna, sino que, por el contrario, tuvo el efecto de petrificar la Dictadura hasta el plebiscito del 4 de octubre de 1988, en el cual la ciudadanía pudo decidir si quería o no continuar con Pinochet como presidente: las mayorías ciudadanas dijeron «no». Si bien las disposiciones transitorias entregaban el ejercicio del poder constituyente a la Junta de Gobierno, este quedaba sujeto a aprobación plebiscitaria. Por eso, en julio de 1989, luego del triunfo del «no», se plebiscitaron las primeras reformas al texto constitucional; en este acto

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el poder constituyente volvió al pueblo, al menos parcialmente, y desde ese momento se puede hablar de la existencia de una Constitución propiamente tal y de la superación del periodo preconstitucional marcado por la dictadura militar. Las reformas plebiscitadas fueron el resultado de una ardua negociación entre la oposición política que había triunfado el 4 de octubre y los asesores civiles del régimen militar. En diciembre de ese año se realizaron elecciones presidenciales en las cuales triunfó la oposición, articulada como «Concertación de Partidos por la Democracia»; así, en marzo de 1990, la Concertación asumió el control del Ejecutivo. A partir de entonces se ha dado impulso al proceso de transición a la democracia, el cual ha estado marcado, desde la perspectiva jurídica, por innumerables reformas a la Constitución, ninguna de las cuales ha dejado satisfechas a la ciudadanía chilena, que permanentemente están proponiendo nuevas modificaciones, e incluso en los últimos tiempos, la adopción de una nueva Constitución. Las reformas de 1989 derogaron el Artículo 8 que prohibía la existencia de partidos marxistas, pero en parte, estas proscripciones se mantuvieron en la forma jurídica del derecho de asociación y en el efecto de exclusión producido en el sistema electoral binominal (Ruiz-Tagle 1989, 189-211). Además, no se lograron desmantelar las disposiciones que otorgaban a los militares la tutela sobre la institucionalidad. En efecto, quedaron en pie aquellos artículos que otorgaban a las Fuerzas Armadas el carácter de garantes de la institucionalidad, a la vez que estas siguieron presentes en el Consejo de Seguridad Nacional, órgano creado por el texto constitucional de 1980 e inédito en la historia chilena. Permanecieron también los senadores designados, entre los cuales se contaba a los cuatro excomandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y Carabineros. El Tribunal Constitucional continuó integrado por miembros designados de las Fuerzas Armadas. Los comandantes en jefe permanecieron inamovibles. Se mantuvieron altísimos quórum para reformar la Constitución y las Leyes Orgánicas Constitucionales, obligando siempre a negociar, generando mediante formas jurídicas y políticas, una especie de empate de la mayoría con la minoría, que se identifica con los partidarios del régimen militar. El texto constitucional de 1980, con el que se iniciaba la transición a la democracia, concentró una enorme cantidad de atribuciones en el presidente de la República, entre estas algunas propias de la función legislativa. El Poder Legislativo quedó fuertemente debilitado, se incluyó en la composición del Senado a miembros no electos –esto es,

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senadores designados y vitalicios–, y además las mayorías parlamentarias difícilmente reflejaban a las mayorías ciudadanas, al establecerse un sistema electoral binominal que obligaba a la concentración de los partidos en bloques y favorecía la representación de la segunda minoría. Sin embargo, serán la interpretación, aplicación y las reformas parciales de la Constitución en el nuevo contexto político inaugurado en 1990, lo que le irán agregando legitimidad democrática a un diseño constitucional que en su origen es de matriz autoritaria.

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7. Quinta República. La República Neoliberal (1990- )

El gobierno constitucional que nace en 1990 adopta parcialmente el texto de la Constitución de 1980, de sello abiertamente autoritario y neoliberal. A la derrota de Pinochet en el plebiscito del 5 de octubre 1988 sigue una negociación entre los representantes de la dictadura y los de la oposición democrática que acuerdan 54 reformas al texto Constitucional de 1980 que luego es sometido a plebiscito a mediados de 1989. Por eso, aunque materialmente existen coincidencias entre el texto constitucional de 1980, y el de 1990, se trata formalmente de otra Constitución pues está animada por el pueblo, quien luego de plebiscitar con registros electorales válidos en 1989 ha recuperado su sitial como sujeto del poder Constituyente. Eso es lo que significa, fundamentalmente, la vuelta a la democracia. Sin embargo, el correr del tiempo deja en evidencia que el Poder Constituyente ha quedado en manos del pueblo, pero que pervive el sello neoliberal y autoritario que le imprimió el gobierno militar. La voluntad soberana del pueblo se encuentra distorsionada por la subsistencia parcial en cuanto a sus contenidos de las disposiciones antirepublicanas de la Constitución de 1980. Se ha producido una situación paradojal, por la que el poder constituyente de la Junta Militar persiste y sigue sosteniendo una Constitución que ha sido reclamada por el pueblo de Chile a partir de 1990. Un reconocimiento formal en cuanto a que el sujeto del Poder Constituyente sigue siendo la Junta Militar aparece en decisiones del Tribunal Constitucional (en adelante también denominado TC) posteriores a 1990. Renato Cristi critica con razón el fallo del TC del 18 de marzo de 1998, que expresa el estado de confusión en que se ha encontrado el Derecho Constitucional chileno, ya que en esta decisión todavía se reconoce el Poder Constituyente como radicado en la Junta de Gobierno (Cristi 2000, 145-146). Esta paradoja la observa, tempranamente, Juan Andrés Fontaine:

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Paradójicamente, aunque encabezada por sus adversarios políticos, la emergente democracia chilena no parece diferir mucho de lo que preveían los arquitectos del plan de transición del Gobierno militar. En el Chile contemporáneo, el ámbito de las libertades individuales ha aumentado enormemente gracias a la reformas de libre mercado aplicadas en los años anteriores. La intervención estatal ha disminuido en forma significativa y las probabilidades de regresar a las políticas de redistribución anteriores a 1973 se ven cada día más lejanas (Fontaine 1993, 275).

Fontaine, sin hacer referencias jurídicas, deja en evidencia que en Chile logra triunfar por la fuerza, la revolución neoconservadora que se alza en contra del New Deal y el estado redistributivo que fracasa en Estados Unidos durante las presidencias de Ronald Reagan y George H. W. Bush. En 2005, el modelo chileno de seguridad social auspiciado por el presidente Bush, y promovido desde el Cato Institute por José Piñera, no logra la aprobación de un Congreso dominado por el propio partido de Bush. Esto demostraría que no puede haber neoliberalismo en democracia, y que una politica neoliberal sólo puede imponerse por fiat autoritario.

La nueva constitución chilena que surge en 1990 y sus reformas sucesivas De todas las constituciones chilenas, la Carta actual es la que mayor cantidad de reformas ha experimentado en su texto. Pese a esto, no ha cambiado significativamente en sus aspectos fundamentales. Después de las reformas plebiscitadas en 1989, las enmiendas se han realizado según lo estipulado en la Constitución, es decir, como iniciativa del presidente y con el acuerdo del Congreso para cumplir con altos quórum de aprobación en ambas Cámaras. La Constitución ha sido modificada con más de 20 leyes de reforma constitucional, entre las cuales cabe destacar la ya mencionada de 1989, y suman a la fecha más de 300 modificaciones, si se cuentan los cambios por cada artículo que ha sido reformado. Entre estas modificaciones se derogó la atribución del presidente de disolver por una vez la Cámara de Diputados antes de su último año de funcionamiento, así como también se suprimieron una serie de normas que limitaban el ejercicio de la función legislativa radicada en el Congreso Nacional; se aumentó el número de senadores elegidos por sufragio universal de 26 a 38; y, a propósito del derecho de libertad

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de expresión, se creó el Consejo Nacional de Televisión. Se estableció el deber de los órganos del Estado de respetar y promover los derechos fundamentales establecidos en la Constitución así como también en los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encontrasen vigentes, lo que dejó la puerta abierta para la ampliación del catálogo de derechos, incorporando aquellos contemplados en los tratados internacionales de derechos humanos; además se derogó la norma que prohibía la existencia de los partidos marxistas. Asimismo, dentro de las reformas constitucionales que siguieron, cabe destacar también la de 1991. Esta modificó las normas sobre administración regional, provincial y comunal, avanzando hacia una mayor descentralización administrativa, aunque sin perder el carácter unitario del Estado. A nivel regional, se puso fin al Consejo Regional de Desarrollo, compuesto por el intendente, los gobernadores, representantes de las Fuerzas Armadas y de órganos públicos y privados y otros representantes funcionales de cada región. Para reemplazarlo se creó el Consejo Regional, integrado por los concejales de las municipalidades pertenecientes a la región. El Consejo Regional estará integrado, además del intendente, por consejeros que serán elegidos por los concejales de la región, constituidos en colegio electoral por cada una de las provincias respectivas. A nivel municipal, los alcaldes pasaron a ser electos directamente, en vez de ser designados por los respectivos consejos regionales de desarrollo de entre los concejales electos. Otra de las enmiendas que cabe destacar es la que se origina con ocasión de la reforma a la administración de la justicia penal, también conocida como reforma procesal penal. También se reestructura la Corte Suprema y los tribunales de justicia para hacerlos más compatibles con las necesidades de un gobierno democrático. Al respecto se establece, por ejemplo, que los ministros de la Corte Suprema deben ser designados a propuesta del presidente de la República, por acuerdo del Senado, y en relación a ellos se establece como límite de edad en sus funciones los 75 años. En 1999 se modificó el Artículo 1º de la Constitución, estableciéndose que las «personas» (no sólo los hombres) nacen libres e iguales en dignidad y derechos; y que «hombres y mujeres son iguales ante la ley». En 2001 se suprimió la censura cinematográfica y se aseguró la libertad para crear y difundir las artes. En 2003 se estableció que la educación media es obligatoria, y que el Estado debe financiar un sistema gratuito destinado a asegurar el acceso a ella de toda la población, hasta cumplir los 21 años de edad. Finalmente, cabe destacar la reforma constitucional más extensa, de 2005, que logra

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eliminar varias de las disposiciones autoritarias y el control militar sobre la institucionalidad. Al promulgarla, el ex presidente Ricardo Lagos pensó que con estas reformas había logrado crear una nueva Constitución que ponía fin al periodo de transición e inauguraba una etapa propiamente democrática, así es que le puso su firma al texto constitucional en reemplazo de la de Pinochet. Sin embargo, a partir de esa fecha casi todos los partidos y agrupaciones sociales han vuelto a insistir en una reforma más profunda, e incluso en la redacción de una nueva Constitución, y en la derogación de varias leyes orgánicas constitucionales, como fue el caso de la modificación parcial de la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE), ahora denominada Ley General de Educación (LGE). Entre las modificaciones más importantes promulgadas el 2005 cabe destacar la eliminación de los senadores designados y vitalicios, quedando el Congreso Nacional conformado exclusivamente por medio del sufragio ciudadano, y la eliminación de la atribución de las Fuerzas Armadas de ser garantes de la institucionalidad, atribución que ahora le corresponde a todos los órganos del Estado. Es decir, se avanzó de modo sustancial en el reconocimiento del principio de representación democrática y del principio de subordinación de las Fuerzas Armadas a la autoridad civil, que es uno de los supuestos básicos del sistema constitucional democrático. Además, en este mismo sentido se restableció la atribución del presidente de llamar a retiro a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, previo informe al Congreso Nacional. Se otorgó a la Cámara de Diputados la atribución de citar a los ministros de Estado a dar cuenta del desenvolvimiento de su cartera, consagrando así la práctica de la interpelación a los ministros, aunque sin que con ella se afecte la responsabilidad política de estos, la cual sólo es posible de hacer valer a través de la acusación constitucional, que requiere un alto quórum para su aprobación. Se modificó la composición del Tribunal Constitucional, cuyos ministros ahora son nombrados por el Senado, la Corte Suprema y el presidente de la República, dejando de participar en su designación el Consejo de Seguridad Nacional. Se mantuvo el Consejo de Seguridad Nacional, lo que todavía es criticable por ser contrario a principios constitucionales democráticos, porque tiene atribuciones tales como el pronunciarse sobre las bases de la institucionalidad chilena, aunque sólo podrá ser convocado a requerimiento del presidente de la República. Se estableció la obligación de realizar las elecciones presidenciales conjuntamente con las de

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senadores y diputados, para lo cual se buscó establecer una coordinación con los periodos presidenciales, reduciendo su duración a cuatro años, lo que ha sido objeto de críticas por la brevedad del plazo establecido, pero que en verdad ha servido para disminuir el excesivo poder del presidente de la República. En cuanto a los derechos, se consagran a nivel constitucional los principios de publicidad, transparencia y probidad, lo que implica una nueva concepción del ejercicio de la autoridad pública que obliga a informar de su acción a la ciudadanía. También se modificaron los estados de excepción constitucional, restringiendo su ámbito de aplicación. Esto supone que las limitaciones y suspensiones de los derechos constitucionales deberán ser objeto de más control parlamentario, de los tribunales y de las autoridades constitucionales. Con todo, las enmiendas constitucionales promulgadas el 2005, pese a ser relevantes, no alcanzan a ser una nueva Constitución. Persiste en ella, por ejemplo, una excesiva preeminencia del Ejecutivo por sobre el Congreso Nacional, lo que debilita la división de poderes. En cuanto a los derechos, aún se privilegia el derecho de propiedad de una manera excesiva, respecto de los derechos de igualdad y los derechos políticos y, en general, se enfatiza la idea de reforzar el aspecto de libertad y no de igualdad de todos los derechos, particularmente en aquellos que se definen como económicos y sociales. Por ejemplo, se asegura la libertad de enseñanza y no la igualdad en el acceso a la educación, se asegura la libertad de trabajo, no así la igualdad y la no discriminación en el trabajo. Una de las reformas pendientes que más urgencia tenía para avanzar hacia una mayor democratización era la modificación del actual sistema electoral binominal por otro que permita dar representación en el Congreso al conjunto de las más diversas corrientes de opinión en que pueda expresarse la ciudadanía. Finalmente, en el año 2014, se logró modificar el sistema electoral para imponer uno de carácter proporcional que reconoce cuotas para la representación femenina y que regirá a partir de las próximas elecciones. Está todavía pendiente, y es necesario, lograr un mayor equilibrio entre los poderes públicos (Congreso Nacional-presidente de la República), y potenciar un mayor liderazgo por parte del Tribunal Constitucional, que se comprometa con dar a la Carta Fundamental efectividad y avanzar en la consolidación de la democracia representativa en Chile, dejando atrás las ideas del gobierno militar que son incompatibles con el régimen constitucional. Por último, y no menos importante que lo anterior,

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es necesario eliminar la doctrina de la seguridad nacional del texto constitucional, así como también la visión restrictiva de las garantías con que se protegen los derechos económicos, sociales y culturales. Estas tareas pendientes se presentan a su vez como desafíos dentro de la vida democrática de nuestra República, y no hacen sino dar cuenta de que las constituciones no son entidades abstractas y pétreas, sino que van evolucionando en el tiempo, actualizando sus formas de organizar el poder y los derechos en ellas consagradas, conforme a los momentos históricos en las cuales se aplican. Sólo con las reformas del año 2005 comienza a despejarse esta paradoja del vínculo autoritario que tiene en su origen nuestra constitución, aunque es preciso reconocer que la tarea se encuentra todavía inconclusa. Se mantienen los lineamientos constitucionales neoliberales y autoritarios que dificultan la reemergencia del espíritu republicano que anima gran parte de nuestro devenir histórico desde la Independencia. El régimen constitucional actual conserva las atribuciones del titular de la función ejecutiva, subordinando así la función legislativa. Con ello se debilita la división de poderes en favor de una figura autoritaria neopresidencial, y se mantiene una tensión con el Parlamento que subsiste hasta nuestros días.

La consolidación del constitucionalismo ejecutivo en Chile Es interesante considerar las aprensiones de Bruce Ackerman en su obra The decline and fall of the American Republic publicado en el año 2010 que da cuenta de uno de los signos más conspicuos de la decadencia de los principios del constitucionalismo republicano en los EE.UU. Lo anterior es relevante pues las aprensiones de Ackerman se refieren justamente a lo que él denomina el proceso de «ejecutivización» del Derecho Constitucional. Es decir, el proceso donde la función ejecutiva del gobierno, bajo los presupuestos del derecho administrativo (administrative regulation) ha desbalanceado el equilibrio de los frenos y contrapesos que supone el modelo constitucional republicano. Y sobre este punto vale la pena detenerse un momento, pues resulta sorprendente el grado de similitudes que presenta con el desarrollo del constitucionalismo chileno. Al respecto, Ackerman describe una serie de instituciones al interior de la Presidencia de los EE.UU. que le permiten convertirse en un poder desafiante del rol tradicional de la Corte Suprema (como contrapeso institucional) (Ackerman 2010, 87). Ackerman resalta el hecho de que el Derecho Constitucional parece

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ser algo más permeable a los presupuestos ideológicos de lo que tradicionalmente pensaron los constitucionalistas, y la consecuencia de esta idea es que la Presidencia ha generado lo que este autor denomina el «constitucionalismo ejecutivo», que es la amenaza más poderosa a los ideales republicanos y democráticos en el mundo contemporáneo. Ahora bien, el problema que genera esta «ejecutivización» del Derecho Constitucional es uno sobre la legitimidad de la actuación del Estado, pues la actuación de la administración debe concebirse en términos más amplios que la sola satisfacción de la legalidad. Es ya una realidad que debemos asumir la existencia de una concepción amplia de la actuación de la administración del Estado, basada no solo en consideraciones normativas constitucionales, tales como, la del Derecho Constitucional «concretizado», sino derivada de la multiplicidad de formas de intervención que, ya desde mediados del siglo XX, han venido tomando las actuaciones de la administración (Sunstein 1993, 11-46). En este nuevo contexto del cual Chile también participa, es necesario concebir los posibles problemas de legitimidad que esta ampliación del Poder Ejecutivo y administrativo puede traer aparejada, porque de una concepción limitada de la actuación de la administración, hemos pasado a aceptar una concepción ampliada. La pregunta evidente es cómo una concepción republicana del constitucionalismo debe tratar estos problemas de legitimación. Como indica Schmidt-Assmann «[h]ablar de legitimidad del poder de la administración es preguntarse por su justificación o fundamento» (Schmidt-Assman 2003, 100), y en este mismo sentido, Ackerman ha constatado que la Presidencia, para el caso de los EE.UU. no sólo se ha transformado en el «gran acelerador» imponiendo cambios radicales, sino que también es capaz de convencer a los demás poderes y a los ciudadanos de que su actuación es siempre legítima (Ackerman 2010, 84). Ackerman, luego de analizar los problemas que enfrenta su país propone algunas posibles salidas a los mismos. Para ello diseña una estrategia basada en superar dos problemas genéricos que denomina: la política de la sinrazón y la cultura de la ilegalidad. Cuestión principal que mueve sus propuestas. Respecto de la política de la sinrazón y de la ilegalidad, el propósito de Ackerman es repensar el rol que le compete a la ciudadanía (Ackerman 2010, 119-179). Él considera que los casos del político profesional que actúa fuera del sistema constitucional, la denominada política del «segundo piso», en la que un grupo de asesores dedicados a acrecentar la popularidad e influencia de la persona del presidente, y que actúan

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exlusivamente con base en las encuestas, han embrutecido la relación del Gobierno con la ciudadanía, y han reducido su política, a la sola participación electoral. Ackerman propone para superar estos problemas, mecanismos para reencantar a los ciudadanos como el «Día de la deliberación» y los «vouchers», esto es, formas de finaciamiento con subsidio a la demanda ciudadana, para que los medios de comunicación den fomento a la política deliberativa y obliguen, en definitiva, al presidente a presentar ideas serias, sujetas al escrutinio del pueblo desincentivando la inmediatez de la reelección en pos de una política constructiva y fundada en ideas. El objetivo de Ackerman, es generar y proponer medidas que frenen el poder excesivo que actualmente tiene el presidente de la República y que están acorde con la política del siglo XXI. En Chile, este fenómeno también encuentra expresión, como ya se indicará, por la orientación que han tomado ciertas vertientes en el desarrollo del derecho administrativo en la década de los años 80. Allí se evidenció un derecho público que hacía gala de una retórica de un Estado al servicio de la persona y de la necesidad de imponer límites a los abusos de la autoridad, pero lo cierto es que algunos de estos administrativistas, a pesar de su discurso personalista, estuvieron entre los más forofos partidarios de la ampliación de los poderes de la administración, hasta validar las violaciones de los derechos humanos y mantenerse silentes, ante el ejercicio de la razón de estado (Caldera 1978, 74-78). Durante la Quinta República, esta «ejecutivización» encuentra su lugar en los gobiernos de la Concertación, que desarrollaron todo un entramado normativo-reglamentario destinado a hacer frente a la concepción privilegiada del derecho de propiedad que se erigía como un límite a la intervención del Estado. Esta es otra de las tantas barreras que desarrolló la dictadura militar para proteger el modelo del constitucionalismo autoritario. Paradojalmente, las formas jurídicas que han servido para combatir el predominio que el constitucionalismo autoritario asignó al derecho de propiedad, también han servido para la injustificada ampliación de las potestades de la administración y para asentar las nuevas formas del constitucionalismo ejecutivo en Chile (Cristi y Ruiz-Tagle 2014, 159-161). En esta tarea ha contribuido incluso la Contraloría General de la República, y otros organismos de control, que al autolimitar sus funciones, han dejado de fiscalizar el ejercicio responsable del poder del presidente de la República y renunciado en su labor de servicio público en beneficio de todos los chilenos (RuizTagle 2008, 241-251).

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El régimen de gobierno chileno y sus principales características Desde fines de la década de los 70 hasta principios de los años 90 se ha reflexionado sobre el régimen de gobierno que Chile necesita a través de una potente discusión en medios académicos y políticos. Desde entonces, y por casi veinte años, este debate estuvo paralizado, y ha vuelto a activarse en estos últimos años a raíz de los problemas que se acumulan por efecto de la centralización y fuerte concentración del poder político en la Presidencia de la República. También a comienzos de los años 90 como en la actualidad, la Cámara de Diputados ha tenido una destacada actuación al promover esta discusión y participar activamente en ella. Un buen resumen de la discusión en Chile ha sido recogido en el llamado Informe Ortega (preinforme de la Comisión especial de estudio del régimen político chileno creada por acuerdo de la Cámara de Diputados de Chile, adoptado el 9 de mayo de 1990). En sesión de la Comisión especial de estudio del régimen político chileno, del Congreso Nacional de la República de Chile, el día 27 de octubre de 2008, se propusieron las siguientes ideas de reformas constitucionales: i) Explorar la idea de nombrar ministros coordinadores de acuerdo al Artículo 33 inciso 3° y revisar las incompatibilidades parlamentarias del Artículo 59 para dar más flexibilidad al Gobierno de organizar sus tareas; ii) mantener el sistema bicameral que algunos han propuesto eliminar en Chile y permitir que el presidente de la República pueda disolver el Congreso por una vez durante su mandato para llamar a elecciones parlamentarias anticipadas; iii) extender el mandato presidencial a cinco o seis años o permitir la reelección por una vez por cuatro años; iv) buscar en el Congreso un mayor equilibrio entre la representatividad y participación en la representación parlamentaria, y terminar con el proyecto de exclusión política que se ha consolidado por la vía electoral, derogando el sistema binominal; v) limitar la reelección infinita de congresistas para asegurar la renovación del Congreso, de modo que los Senadores pueden ser reelegidos por una vez y los Diputados hasta por un máximo de tres periodos sucesivos; vi) derogar el Artículo 23 de la Constitución que pone una barrera corporativista entre los parlamentarios y las organizaciones sociales; vii) incluir formas de iniciativa popular en el proceso legislativo y fiscalizador parlamentario; y, viii) revisar las leyes orgánicas constitucionales.

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La Constitución reposa sobre un enmarañado de arbustos con espinas –bramble bush– que son estas leyes orgánicas que hay que entrar a revisar con la misma fuerza que la Constitución. Algunas de las leyes orgánicas son leyes de amarre que no son compatibles con los principios del constitucionalismo democrático. En el ámbito académico, una de las preguntas fundamentales que se debatieron fue si las crisis políticas que provocaron las intervenciones militares en los setenta se agudizaron debido al presidencialismo hegemónico reinante en Latinoamérica. Se argumentó que el presidencialismo no contenía válvulas de escape para superar las crisis y que por tanto el régimen de gobierno jugó un rol preponderante. En esta discusión es posible encontrar dos tendencias claramente diferenciadas. La primera es aquella sostenida por Juan Linz (1990), conforme a la cual existe una relación directa entre los quiebres democráticos de los países de América Latina y sus sistemas de gobierno. En consecuencia, la inestabilidad política de estos países se debería en buena medida al sistema presidencialista. Por ello, Linz recomendó la introducción del parlamentarismo como la mejor opción para estos países, sobre todo, en atención a la estabilidad que genera (Zovatto y Orozco 2008, 11 y ss.). La posición de Juan Linz ha sido caracterizada por Bruce Ackerman del modo siguiente: Linz argumenta que la división de poderes ha sido una de las exportaciones más peligrosas de los Estados Unidos –especialmente hacia el sur de la frontera. Según Linz, generaciones de liberales latinoamericanos han tomado las teorías de Montesquieu, junto con el ejemplo estadounidense, como inspiración para crear gobiernos constitucionales que dividen el Poder Legislativo entre presidentes electos y congresos electos, sólo para ver sucumbir sus constituciones a manos de presidentes frustrados que desbandan congresos intransigentes y se instalan ellos mismos como caudillos con la ayuda de los militares o de plebiscitos extraconstitucionales. Desde un punto de vista comparativo los resultados son muy sorprendentes. Hay casi 30 países, principalmente en América Latina, que han adoptado sistemas del tipo estadounidense. Todos ellos, sin excepción, han sucumbido a la pesadilla «Linziana» (Ackerman 2007, 28 y 29).

Ackerman llama «pesadilla Linziana» a un escenario de ruptura constitucional, donde en un esfuerzo por destruir a un rival político, uno u otro poder avasalla el sistema constitucional y se instala él mismo

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como único legislador, con el aval de un plebiscito que lo respalde, o sin él. En una posición divergente a la de Linz se encuentra la propuesta de Dieter Nohlen, que ha criticado los argumentos de Linz que proponen un modelo ideal hacia el cual debieran dirigirse los sistemas políticos latinoamericanos. El enfoque metodológico que propone Nohlen es uno histórico – empírico, que consiste en investigar de manera comparativa y cualitativa la institucionalidad política existente, describiendo esa institucionalidad en conexión con el contexto social, histórico, político y cultural de un determinado país. La propuesta de Nohlen es realizar una reforma controlada del presidencialismo que contribuya mediante su renovación hacia un funcionamiento parlamentarista del sistema presidencial. Para ello propone el fortalecimiento de las atribuciones del Parlamento y el mejoramiento y flexibilización de las relaciones entre el órgano presidencial y el órgano parlamentario, con el triple objetivo de fortalecer la gobernabilidad, aumentar el rendimiento de las políticas públicas y acrecentar los niveles de legitimidad del sistema político (Nohlen 2013, 6-23); (Zovatto y Orozco 2007, 7 y ss.). Las propuestas de Nohlen y de Zovatto y Orozco, parecen adecuarse mejor a la práctica constitucional de los países latinoamericanos. Ahora bien, esas propuestas deben ajustarse a un nuevo escenario político, que no escabulle el debate sobre el régimen de gobierno necesario para evitar crisis políticas. En Chile, y en la mayoría de los países latinoamericanos, se ha ido consolidando la institucionalidad política y existe mayor valoración respecto de la importancia de mantener esa institucionalidad. No obstante ello, es difícil sostener que nuestros regímenes se encuentren completamente legitimados por la ciudadanía. Por el contrario, las encuestas muestran todavía una insatisfacción respecto de los actores políticos y de su capacidad para ofrecer respuestas a las demandas ciudadanas. Por ello, pensar en reformas al sistema de gobierno es de la mayor importancia. En consecuencia, más allá de los modelos arquetípicos del presidencialismo y del parlamentarismo, es necesario evaluar el funcionamiento del sistema de gobierno chileno en su contexto político, y a partir de esa realidad promover una flexibilización de las relaciones entre las funciones del Ejecutivo y del Legislativo para que se puedan acrecentar los niveles de gobernabilidad y eficiencia en las tareas públicas, promover la legitimidad del sistema político y garantizar los principios de la democracia constitucional. En una importante medida, esta flexibilización se obtiene mediante prácticas, normas y principios que son ajustadas y promovidas para reafirmar el orden constitucional.

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El concepto de flexibilización consiste en una mayor distribución de poder entre los órganos políticos nombrados con el fin de fortalecer la gobernabilidad, aumentar el rendimiento de las políticas públicas y acrecentar la legitimidad del sistema político, más allá de las etiquetas con que se describa en definitiva en los círculos académicos y en las cátedras cada régimen de gobierno (Zovatto y Orozco 2008, 14). Desde este concepto no se entiende que presidente y Congreso sean entidades separadas que no pretenden intervenir en las labores del otro. Por el contrario, la flexibilización supone adecuados instrumentos de control de un órgano sobre el otro. Pero un requisito necesario para que pueda darse un proceso de flexibilización que sea efectivo, es que exista un cierto equilibrio en las potestades de ambos órganos que se desea disciplinar flexibilizando, y en eso consiste el eje central de nuestra propuesta. Si se analiza el sistema de gobierno chileno únicamente a la luz de la regulación constitucional, se podría concluir que es esencialmente presidencialista, esto es, un caso puro de presidencialismo, aún cuando la reforma constitucional del 2005 reforzó los controles que el Parlamento, en particular la Cámara de Diputados, tiene sobre la gestión gubernativa del presidente. Ahora bien, un análisis de este tipo sería incompleto sin la revisión de los principales instrumentos que determinan la relación Ejecutivo – Legislativo y de cómo funcionan en la práctica constitucional. Sólo así es posible identificar los problemas críticos que afectan al régimen de gobierno chileno. Por ello, un ejemplo de la relevancia del enfoque que pone énfasis en la práctica constitucional es que desde la óptica de la regulación constitucional la norma más problemática en términos de afectación del equilibrio de poderes entre presidente y Congreso es la potestad de veto que la Constitución Política le otorga al primero, que puede ser calificado como un tipo de veto fuerte, pues en el caso de la Constitución chilena, junto con admitirse el tipo de veto parcial y total, supresivo, aditivo y suspensivo, se exige súpermayoría o quórum de dos tercios para ser derrotado. No obstante, es una realidad que en la práctica constitucional se ha hecho poco uso del veto, y el desbalance de poderes entre los órganos políticos no pasa por el uso de este instrumento o facultad constitucional. En nuestra opinión, existen en Chile cuatro aspectos que han desbalanceado los poderes del Legislativo y del Ejecutivo a favor de este último, desde el punto de vista de la práctica constitucional. Estos son, la iniciativa exclusiva del presidente de la República, las urgencias, la administración sobre materias presupuestarias

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y financieras y el desbalance de capacidades técnicas entre el Parlamento y la Administración Pública. Uno de los propósitos centrales de la reforma constitucional del año 2005 fue fortalecer los mecanismos de control del Congreso sobre la gestión del presidente, en particular de la Cámara de Diputados. Por ello se reguló en la Constitución las interpelaciones de Ministros, las Comisiones Investigadoras, la facultad de formular acuerdos o sugerir observaciones y la obligación que tienen los ministros de concurrir personalmente a las sesiones especiales que la Cámara o el Senado convoque. A pesar de estas nuevas potestades, no se ha percibido un fortalecimiento del rol del Parlamento como lugar paradigmático de la deliberación democrática, incluso más, existe bastante consenso en que el uso de estos nuevos instrumentos no ha sido el más apropiado. Con el propósito de buscar mecanismos que permitan flexibilizar las relaciones entre Ejecutivo y Legislativo resulta útil mirar algunas experiencias comparadas de donde se puedan obtener lecciones para el caso chileno. Para ello, ha sido relevante tener en cuenta las formas que los sistemas parlamentarios y semipresidenciales han organizado para la creación del derecho y control del poder. Junto con estudiar las diferencias y semejanzas que nuestro sistema tiene con otros ordenamientos jurídicos para encontrar fórmulas flexibles de resolver problemas de colaboración entre el presidente y el Congreso, y pensar en reformas institucionales, es muy importante centrar la atención en la necesidad de contar con nuevas capacidades de asesoría legislativa técnica y política radicada en el Congreso. También se requiere de forma urgente reforzar una cultura de partidos que practiquen la democracia interna y que sean escuelas de civismo, que den sustento político y técnico a esta fórmula de flexibilización y equilibrio que debe asegurarse entre el Ejecutivo y el Congreso de la República de Chile. Un sistema presidencial, según expresa Sartori, se define por tres características principales. Primero, por la elección directa o casi directa del Jefe de Estado por un tiempo determinado. Segundo, porque el gobierno (el órgano presidencial en nuestro sistema) no es designado ni puede ser desbancado por el voto del órgano parlamentario. Tercero, porque el Jefe de Estado encabeza o dirige el gobierno del país. Estas tres características están establecidas en el sistema constitucional chileno y explican, a grandes rasgos, por qué Chile tiene una forma de gobierno presidencial (Sartori 1996, 97 y ss.). En Chile se han ido reforzando progresivamente las atribuciones y potestades del presidente de la República, particularmente desde 1925

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hasta la fecha. Este refuerzo se puede apreciar en las materias políticas, legislativas y sobre todo administrativas, lo que no obsta a que muchas de esas atribuciones reforzadas no sean ejercidas del modo que se las concibió al momento de diseñarlas. Del mismo modo, a partir de la reforma constitucional del año 2005, se ha podido observar que el órgano parlamentario, particularmente la Cámara de Diputados, ha aumentado significativamente sus potestades en materias políticas. Sin embargo, la introducción de mayores herramientas de fiscalización en Chile, tales como las interpelaciones y la facilidad para formar comisiones, tampoco ha producido el balance deseado entre el Congreso y el Ejecutivo. A todo lo anterior hay que agregar el fenómeno de la creciente inflación de atribuciones de control en los órganos de justicia especializada y en los órganos constitucionales autónomos que en la Constitución chilena vigente parece excesiva. No es aventurado decir que en cuanto a su estructura, los otros poderes del Estado en Chile, tales como el Poder Judicial (sin considerar el poder de resolver acciones y recursos constitucionales), han mantenido relativamente estables sus potestades y atribuciones desde 1833 a la fecha. El gran refuerzo de atribuciones orgánicas que se ha producido en la Constitución actual se refiere, por una parte, a las potestades del Tribunal Constitucional, la Justicia Electoral, el Ministerio Público y la Contraloría que denominamos justicia especializada, y, por la otra, al Banco Central y el Consejo de Seguridad Nacional, que denominamos órganos autónomos. Estas atribuciones que se han dado a los órganos de justicia especializada y a los órganos autónomos están particularmente concentradas en las funciones de control político, legislativo, administrativo, judicial, económico y también militar, y llegan a equipararse y en algunos casos a ser mayores que las potestades y atribuciones que el presidente de la República, el Congreso y el Poder Judicial tienen en conjunto sobre estas mismas cuestiones. Para lograr definir nuestra propuesta de flexibilización, este análisis se dividirá en dos secciones. Revisaré la relación entre el presidente de la República y el Congreso Nacional desde dos dimensiones; por un lado nos enfocaremos en la regulación constitucional y por otro, centraremos nuestro análisis en el funcionamiento de esta relación desde la práctica constitucional, para identificar los problemas críticos que presenta nuestro actual régimen de gobierno. Luego de una prevención historiográfica, haremos un breve análisis de dos sistemas de gobierno; el parlamentario y el semipresidencial. De este análisis comparado, extraeremos ciertas instituciones y prácticas que van a

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servirnos para plantear de mejor forma la promoción de una mayor flexibilización de las relaciones entre el presidente y el Congreso, con el objetivo de acrecentar los niveles de gobernabilidad y legitimidad de nuestro sistema político.

El desbalance de poderes del Ejecutivo y del Legislativo Desde el punto de vista de la práctica constitucional, existen en Chile cuatro atribuciones que han desbalanceado los poderes del Legislativo y del Ejecutivo a favor de este último. Estas son, la iniciativa exclusiva del presidente de la República, las urgencias, la administración sobre materias presupuestarias y financieras y el desbalance de capacidades técnicas entre el Parlamento y la Administración Pública, particularmente el Ministerio de Hacienda. Como se vio en el apartado anterior, además de tener iniciativa legislativa, el presidente de la República tiene iniciativa exclusiva sobre una gran cantidad de materias. Esta norma ha hecho que en la práctica, la inmensa mayoría de las materias que se debaten en el Parlamento sean proyectos enviados por el Ejecutivo. Es factible imaginar un Poder Legislativo activo, aún con la existencia de la iniciativa exclusiva, por cuanto existen numerosas materias que quedan fuera de su ámbito de aplicación. Sin embargo, en los hechos esta norma ha implicado un fuerte control de la agenda legislativa por parte del Ejecutivo y una inhibición del trabajo parlamentario en la gestación de proyectos de ley. Más de dos tercios de los proyectos que se discuten en el Parlamento provienen del presidente. La amplitud del lenguaje usado por el texto constitucional ha colaborado en esta situación. Aunque el número de iniciativas o mociones parlamentarias ha sido históricamente bajo, desde el retorno a la democracia en el año 1990, estas han aumentado en los últimos gobiernos quizás porque en el Diario Oficial se comenzó a identificar a los autores de las leyes publicadas. Con todo, aún se reconoce que la actividad parlamentaria en la elaboración de proyectos de ley ha aumentado, el presidente sigue teniendo un rol preponderante en la generación de iniciativas legales. En el inicio del proceso de formación de ley en el sistema chileno el presidente de la República es el principal legislador. El otro instrumento que ha ayudado profusamente al presidente a controlar la agenda legislativa son las urgencias. Mediante este instrumento se determinan las prioridades de la discusión parlamentaria. Como no se contemplan sanciones por el incumplimiento del plazo establecido

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en las urgencias, su uso ha sido más relevante en la determinación del orden de prioridad de la deliberación parlamentaria. En este sentido el control de la agenda por parte del presidente ha sido bastante notorio. En consecuencia, la deliberación política pasa por el control del Ejecutivo, lo que genera un incentivo fuerte a discutir aquellos proyectos enviados por éste. Otra posible explicación y justificación de la utilización de este instrumento, es que no son muchos los días totales de discusión parlamentaria al año teniendo en cuenta las semanas distritales, los días a la semana en que no se sesiona y el mes de vacaciones. En consecuencia, para cumplir el programa de gobierno, el presidente requiere ordenar y ajustar la discusión del Parlamento. El punto anterior evidencia, en todo caso, que las urgencias constituyen un instrumento anómalo si se piensa en un equilibrio de potestades entre presidente y Congreso. No obstante, lo extraño es que, como explicó al autor de este trabajo el secretario de la Cámara de Diputados, Miguel Landeros, en entrevista realizada el 11 de mayo de 2009, en la discusión constitucional para la reforma del año 2005 se pensó en establecer la posibilidad de calificar las urgencias, pero los propios parlamentarios terminaron rechazando esta opción. La calificación de las urgencias pudo servir para habilitar a los parlamentarios a participar en la definición final sobre la prioridad de la tramitación de los proyectos de ley apurados por el Ejecutivo, pero no llegó a aprobarse. Un tercer aspecto crítico en la relación Ejecutivo-Legislativo son las potestades sobre las materias presupuestarias y financieras. En el régimen chileno, el presidente tiene atribuciones bastante amplias en la elaboración de proyectos de ley relacionados con el gasto y la administración financiera, incluyendo paradigmáticamente la elaboración del presupuesto. Asimismo, tiene potestades amplias en la ejecución y evaluación del gasto. El rol del Parlamento se limita a la discusión y negociación de las partidas y las glosas presupuestarias ya presentadas para su aprobación por el Ejecutivo. Esta es una materia particularmente sensible en la historia constitucional chilena. A ello hay que agregar que, como se verá en el análisis comparado, en general todos los sistemas políticos entregan el control sobre las materias presupuestarias y financieras al Gobierno, por cuanto constituye un instrumento esencial a la hora de llevar adelante los programas necesarios para satisfacer las necesidades de los ciudadanos. No obstante ello, en el régimen chileno vigente existe un desbalance en estas materias, donde el rol del Parlamento es reducido. Es posible pensar en varios aspectos donde el Poder Legislativo podría

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tener más protagonismo que el que tiene actualmente, sin quitarle el rol preponderante que debe tener el presidente, específicamente en todo lo relativo al presupuesto. Uno de estos aspectos es el control del gasto, donde el Congreso podría jugar un rol más activo. Se advierte en el tratamiento de esta cuestión tan carácteristica del régimen chileno, que es el desquilibrio de potestades entre la función ejecutiva y legislativa, que tal como lo ha expresado con mucho acierto el profesor Sebastián Soto, existen una serie de instituciones informales o «prácticas», que forman parte de nuestra cultura política y pueden generar nuevas condiciones de equilibrio entre la función ejecutiva y legislativa. Sebastián Soto define estas instituciones informales como «reglas socialmente compartidas, usualmente no escritas, que son creadas, comunicadas y exigidas fuera de los canales consagrados oficialmente». En esta definición se echa mano de los aportes de la ciencia política y sigue el concepto de instituciones informales expresado por Helmke y Levitsky (Soto 2015, 31-32). En el caso chileno el profesor Soto explica que estas prácticas se expresan en ejemplos muy diversos, entre los cuales destaca lo que se indica a continuación: […] las reuniones entre representantes del Gobierno y diversos congresistas a fin de discutir cuáles proyectos son necesarios y debieran ser incorporados en el programa del Ejecutivo. Igualmente, al inicio del periodo de sesiones, autoridades del Gobierno se reúnen con los parlamentarios a fin de decidir las prioridades legislativas del año. Posteriormente representantes de los ministros y congresistas que forman parte de las diversas comisiones mantienen reuniones periódicas a fin de discutir aspectos de los diversos proyectos de ley que están en tramitación. También los diversos presidentes de la República, consigna Siavelis, participan en ocasiones de estas reuniones a fin de definir la agenda legislativa de la semana (Soto 2015, 33).

De la compilación y el análisis de estas prácticas que realiza de modo casi exhaustivo Sebastián Soto, que combina su experiencia parlamentaria con la de asesoría legislativa en el Ministerio Secretaría General de la Presidencia, concluye que el Poder Legislativo está bastante más equilibrado y tiene más influencia que la que se muestra en las reglas formales del sistema constitucional chileno (Soto 2015, 34). Estas atribuciones informales se expresan de un modo preferente en el caso de las determinación de las urgencias legislativas, el veto, la iniciativa exclusiva en materia legislativa del presidente de la República y la tramitación de la ley de presupuesto, a

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la que se le hacen anotaciones o «glosas» y se firman «protocolos» que implican compromisos sobre materias de política específica que son asumidos entre los representantes del Ejecutivo y los parlamentarios. Ante esta realidad informal, Sebastián Soto ha propuesto introducir nuevas reglas que puedan racionalizar y mejorar la tramitación legislativa en Chile, y entre ellas destaca la idea de introducir una especie de regla de clausura constitucional que disponga que todas las materias que no son de iniciativa exclusiva del presidente de la República, son de iniciativa exclusiva de los parlamentarios (Soto 2015, 270). Esta propuesta que comparto, en la medida que suponga revisar y eventualmente reducir las materias de iniciativa exclusivas del Ejecutivo actualmente existentes, se funda en la constatación del profesor Sebastián Soto que no todas las materias de iniciativa exclusiva tienen el mismo fundamento teórico. Además, Sebastián Soto argumenta que todos los proyectos contienen normas de iniciativa presidencial y parlamentaria mezcladas, y por eso sería ventajoso que todos los proyectos que se inician con mensaje presidencial estén además suscritos por un número de parlamentarios al momento de su presentación (Soto 2015, 271). Sebastián Soto también ha destacado ciertas prácticas para tratar las urgencias que impone el Ejecutivo a los tramites legislativos que pueden generar condiciones de equilibrio. Si uno se guía por lo que dicen las normas de la Constitución chilena, la Ley Orgánica del Congreso y los Reglamentos de las Cámaras, el poder y el control del Ejecutivo sobre las urgencias de los proyectos de ley parece ser casi total. Sin embargo, Sebastián Soto ha expresado diversos factores que influyen en la forma que se utilizan las urgencias legislativas por parte del ejecutivo: […] se trata de un permanente intercambio de información donde el presidente a través de sus ministros intenta fijar por la vía de la urgencia una agenda, pero negocia el ritmo de tramitación de los proyecto de ley y las verdaderas señales que quiere transmitir con los parlamentarios. Y los parlamentarios reciben la priorización sabiendo que hay una serie de factores que matizan el efecto de la urgencia tales como, quién ocupa la Presidencia de la comisión, el interés de la opinión pública por el proyecto de ley, la presión de grupos interesados, o los demás proyectos de la agenda legislativa (Soto 2015, 299).

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Ante esta realidad el profesor Soto ha propuesto una reforma constitucional y de la Ley Orgánica del Congreso que vincule las urgencias con la votación y eso implica que si se ha cumplido el plazo de urgencia fijado para un proyecto y este no se ha aprobado, se obligue a votarlo. Dice Sebastián Soto: […] lo correcto no es encaminar las reglas hacia el despacho sino hacia la votación de los proyectos. Dicho de otra forma, no es razonable que el incumplimiento de la urgencia condujera, por ejemplo, a la aprobación del proyecto. Sí lo es, en cambio, que su incumplimiento permita una vía rápida hacia la votación. Esto último pone los incentivos en el lugar adecuado (Soto 2015, 302).

A estas propuestas que en principio comparto y que revelan un gran conocimiento de la práctica legislativa chilena, una capacidad de análisis a la luz del derecho comparado y referencias a casos concretos, también se incluye la idea de limitar el veto presidencial. La propuesta podría ser eliminar las formas del veto parcial, salvo para el caso de la ley de presupuesto. Además, Sebastián Soto explica que el veto presidencial es objeto de insistencia sólo respecto de mensajes y no de mociones parlamentarias, y trata con gran conocimiento otras cuestiones de la mayor importancia relacionadas con la institución del veto presidencial y del proceso legislativo (Soto 2015, 171-183). Es de notar, además, que en el tema de la relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo debe considerarse la influencia de un factor novedoso que es la participación ciudadana. Al menos desde el primer gobierno de Michelle Bachelet, el Ejecutivo ha incorporado en sus políticas públicas el concepto de la participación ciudadana, dictando una ley que la promueve y que la incorpora; por ejemplo, en los consejos consultivos de usuarios, reforzando la trasparencia, derechos de los pacientes, etc. Estas formas de participación son a veces conflictivas dentro de la Administración porque, justamente, a esta le corresponde la ejecución y prestación de servicios que según la intensidad de la participación produce dos efectos; 1) o es muy baja y por lo tanto, más bien, irrelevante o simbólica, y/o, 2) además es un gasto de recursos institucionales y estratégicos, puesto que afecta a los ciudadanos y la Administración está obligada a efectuar y mantener en sus servicios al menos un grado mínimo y decoroso de participación. En este contexto, el rol constitucional del Congreso en el fomento de la participación ciudadana se limita a lo que dispone su ley orgánica, esto es, que los parlamentarios puedan tener oficina en el lugar que

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representan, lo que supone asumir en su nivel mínimo la lógica de un sistema representativo. No obstante, parte de la lejanía entre el Congreso y la ciudadanía, y el malestar o inconformidad que hoy manifiesta la opinión pública, puede deberse a la orgánica constitucional del mismo y a la falta de atribuciones que acerquen al ciudadano a la tarea legislativa. Por ejemplo, se ignora lo que hace el Congreso en beneficio de la población. Por eso, junto con la introducción de la iniciativa popular de ley y de otras novedosas medidas de participación se requiere redoblar los esfuerzos que se han realizado por trasparentar o publicitar las funciones de los parlamentarios. Lo anterior tiene relación directa con el último de los aspectos críticos en la relación Ejecutivo-Legislativo y que se refiere al desbalance de capacidades técnicas. La diferencia de capacidades técnicas es abrumadora a favor de la Administración Pública que se ordena tras el Poder Ejecutivo. Este elemento tiene bastante incidencia en otros aspectos críticos identificados. Con un sistema de asesoría técnica robusto, los parlamentarios podrían generar un mayor número de proyectos de ley, fortalecer el nivel de la deliberación política y fiscalizar de mejor forma la gestión del Ejecutivo.

El desbalance de capacidades técnicas entre el Ejecutivo y el Legislativo La Biblioteca del Congreso Nacional no es la única fuente técnica del trabajo legislativo que realizan los parlamentarios, pero es la que concentra el mayor número de asesores y la que contiene el sistema más sofisticado de asesoría parlamentaria. En los últimos años la Biblioteca del Congreso se ha venido transformando en la instancia coordinadora central del apoyo técnico a los parlamentarios (Valdés y Soto 2009, 53-88). El Ministerio de Hacienda tampoco es la única fuente de asesoría técnica del Gobierno, pero se ha transformado en una instancia coordinadora central en el diseño de todas las políticas públicas que realiza el Ejecutivo. Una de las más importantes razones de la existencia de esa actividad centralizadora radicada en el Ministerio de Hacienda es que concentra toda la coordinación presupuestaria necesaria para el diseño e implementación de programas públicos a través de uno de sus servicios principales, la Dirección de Presupuestos. Ahora bien, hay que reconocer que en el Gobierno, la capacidad técnica se encuentra bastante más distribuida que en el Parlamento, porque cada ministerio y servicio público interviene en su sector normativo. No

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obstante, si se logra mostrar una importante asimetría de capacidades técnicas recurriendo a un solo ministerio, se estaría comprobando la tendencia general identificada sobre la desmedrada situación en que se encuentra el Parlamento para producir por sí mismo, regulaciones y legislación de calidad. Existen otras instancias institucionales de apoyo legislativo, como las Oficinas de Informaciones del Senado y de la Cámara de Diputados, los Secretarios de Comisión, el personal que contrata cada parlamentario o los think tanks u organizaciones nogubernamentales externas afiliadas a partidos políticos o grupos de interés. Sin embargo, estas entidades o tienen un número bastante menor de asesores, o tienen importantes funciones administrativas o carecen de toda neutralidad política en la asesoría legislativa. Por eso, la Biblioteca del Congreso Nacional es el mejor referente para hacer la comparación propuesta. La distribución de capacidades técnicas entre ministerios tampoco es homogénea. Estas diferencias son un tema que amerita un análisis en profundidad, por cuanto reflejan igualmente desbalance de poderes, esta vez dentro de la Administración Pública. Debe considerarse también, la frecuencia con que se invitan agrupaciones u organizaciones particulares expertas o reconocidas en la discusión en sala y no en comisiones, por ejemplo, en temas ambientales u otros semejantes. La información recopilada permite señalar que sólo un Ministerio del Poder Ejecutivo prácticamente cuadruplica la capacidad técnica en personal del principal organismo proveedor de experticia técnica en el Parlamento. Estas cantidades pueden haber variado pero me atrevo a plantear la hipótesis que desde 2009 a esta fecha probablemente se han acentuado las diferencias que existen entre los recursos y los ingresos que reciben los asesores vinculados al Ministerio de Hacienda, y particularmente a la DIPRES (Dirección de Presupuesto del Ministerio de Hacienda), en su comparación con los demás asesores del sector público. Por supuesto, como toda hipótesis tiene que comprobarse. Más recientemente, en una memoria de prueba que analiza la historia del presupuesto en Chile y particularmente se refiere a la introducción del sistema de evaluación de control y gestión por la vía presupuestaria y que anticipa una evaluación de los instrumentos del presupuesto por resultados, se muestra el origen fundamentalmente dictatorial de la centralización presupuestaria chilena en la DIPRES. Según los antecedentes que ha tenido a la vista el memorista señor Benjamín Alemparte adelanta el siguiente juicio de síntesis:

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[…] el Decreto con Fuerza de Ley N° 106 de 1960, reorganizaría la antigua Oficina de Presupuestos bajo el nuevo nombre de Dirección de Presupuestos (DIPRES), estableciendo su dependencia del Ministerio de Hacienda y fijando como sus principales funciones, la elaboración del presupuesto y la aplicación de la política presupuestaria. Con ello, se elevaba de jerarquía a este organismo dentro de la administración y además se ampliaban sus atribuciones, manteniéndose el rol que le cabía en el examen y revisión de las peticiones de los demás servicios públicos pero estableciendo además límites a los montos que podían ascender los gastos de cada servicio. El mismo decreto estableció que la DIPRES debía “coordinar” –en la medida que la técnica lo aconsejara– programas anuales de legislación de iniciativa del Ejecutivo e informar de los aspectos económicos, financieros y a través de ello, se consagró a la DIPRES como un actor institucional clave en el diseño y planificación de políticas públicas por parte del Gobierno. Los posteriores años de la DIPRES con el ascenso de Salvador Allende en la Presidencia y las eventuales presiones políticas y sociales de la época, terminarán con una de las peores crisis institucionales que ha tenido nuestro país desde su independencia. Los elementos que terminarían por desequilibrar el sistema de administración financiera, serían cuatro: la creciente inflación, el bajo precio del cobre, la fuerte expansión de la inversión pública y el alza de las remuneraciones que habían excedido todas las metas del Gobierno. De esta manera, luego del golpe militar del año 1973, las principales reformas de la Junta de Gobierno, se enfocarían en reducir el gasto público y continuar en la senda de centralización de la administración financiera del Estado. La dictadura militar, paralelamente a sus planes de establecer una nueva Constitución en su estrategia de transformación económica y política, establecerá como una de las medidas más urgentes, la unificación. Esta coordinación la realizaría en el futuro de la mano de la Secretaría General de la Presidencia (SEGPRES), estableciéndose así dos centros de poder (DIPRES-SEGPRES) fundamentales en las iniciativas legales del Ejecutivo, controlando de esta manera el ritmo de la agenda legislativa del Congreso Nacional a través del Decreto Ley Nº 1.263 del año 1975 –que derogó al DFL N° 47– Este Decreto 56 significó el reforzamiento del control de las finanzas públicas por parte del Ministerio de Hacienda, consolidando un centro de poder político que hasta el día de hoy es reconocido por todos. Lo anterior se sostenía porque para el gobierno militar la disciplina financiera fue una de las mejores herramientas para integrar y desarrollar el nuevo modelo económico del país. El Decreto Ley Orgánico de Administración Financiera del Estado, en su intención de modernizar el aparato público financiero, estableció entre otras cosas novedosas, una nueva forma de hacer el presupuesto, estableciendo un sistema

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constituido primero, por un programa financiero de mediano plazo. La Reforma Tributaria del mismo año a través del Decreto Ley 824 (Ley sobre Impuesto a la Renta) y el Decreto Ley 825 (Impuesto a las Ventas y Servicios) tuvieron fuerte impacto en la Administración Pública. Según el Art. 10 del Decreto Ley Nº 1263, el programa financiero es un instrumento de planificación y gestión financiera de mediano plazo del sector público que comprende previsiones, ingresos y gastos, créditos internos y externos, inversiones públicas, adquisiciones y necesidades de personal. La compatibilización de estos presupuestos permite un presupuesto del sector público, que consiste en “una estimación financiera de los ingresos y gastos del sector para un año dado, compatibilizando los recursos disponibles con el logro de metas y objetivos previamente establecidos”. Además, se estableció que el ejercicio presupuestario coincidiría con el año calendario, estableciéndose que las cuentas de su ejercicio quedarían cerradas al 31 de diciembre de cada año, rigiendo el 1° de enero el presupuesto del año siguiente como consagra la norma constitucional. De esta manera, la DIPRES, entendida como “el organismo técnico encargado de proponer la asignación de los recursos financieros del Estado” tendría como competencia exclusiva la tarea de orientar y regular el proceso de formulación presupuestaria, como también regular y supervisar la ejecución del gasto público sin perjuicio de las atribuciones –respecto a la correcta administración de los recursos del Estado– de control financiero y contabilidad, que estarían concentradas en la Contraloría General de la República. Con el regreso a la democracia, el esquema de administración pública financiera heredado del gobierno militar, no tendría mayores cambios, sino más bien continuaría centrado en la DIPRES un rol fundamental en la planificación de las políticas públicas a nivel nacional (Alemparte 2016, 46-48).

Alemparte ha explicado las relaciones entre el presupuesto y las posibilidades de exigir los derechos sociales, como también ha planteado una idea acerca de la intervención de los tribunales en garantizar estos derechos. Se trata de una conclusión bien elaborada y focalizada en una de las cuestiones más importantes del Derecho Constitucional contemporáneo. El señor Alemparte ha concluido que: Desde una aproximación teórica, siguiendo los planteamientos de Rawls, revisamos que el presupuesto puede ser visto como parte de la estructura básica de un país, como un poder de transferencia responsable de garantizar un mínimo social necesario para satisfacer el principio de diferencia. El presupuesto está en el centro del debate por la exigibilidad de los derechos sociales, donde existe una

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permanente tensión entre los tribunales de justicia y los poderes políticos. Hemos argumentado en contra de la idea de depositar dicha exigibilidad exclusivamente en los tribunales, pues no es su labor supervisar los programas sociales del Gobierno. Los tribunales son incapaces de distribuir las enormes “apropiaciones presupuestarias” que demandan su garantía y su intromisión puede anticiparse a una verdadera deliberación política. Además, señalamos que la discrecionalidad del Gobierno y del Congreso Nacional es distinta a la de los tribunales. La discrecionalidad judicial es más restringida que la política porque interviene en el ámbito de la aplicación de la ley, por ello si bien la ley puede predeterminar el contenido de un derecho social, su límite y medida va a estar determinado por los poderes políticos. En Chile, cuando un presidente quiere ser populista o quiere llevar a cabo reformas de gran calibre que significan enormes esfuerzos presupuestarios para el gobierno, se encuentra limitado por el Ministerio de Hacienda y la DIPRES que han centralizado la discusión presupuestaria. Hemos revisado que esta centralización de la discusión presupuestaria está expresamente contemplada en nuestra Constitución. El presidente domina la discusión a través de atribuciones como la iniciativa exclusiva, el veto presidencial y su potestad reglamentaria en la ejecución del presupuesto. A través de esta última, diseña niveles y prioridades para cada sector, pudiendo realizar modificaciones al presupuesto según las posibilidades que se contemplan en la ley. Esta verticalidad en el sistema de decisiones también tiene un impacto en términos de descentralización de la administración pública. Los Gobiernos regionales, pese a estar reconocidos a nivel constitucional, son perjudicados por criterios de responsabilidad fiscal y de incompetencia técnica, lo que se traduce en que sus presupuestos se establecen como una partida asociada al Ministerio del interior, lo que consolida el hecho de que estén subordinados al intendente, figura dependiente del Gobierno Central. El Ministerio de Hacienda, controla en gran medida la agenda legislativa del Gobierno y la ejecución del presupuesto, a través de los informes financieros de los proyectos de ley y de las llamadas «visaciones de Hacienda». El «Presupuesto por Resultados» significa una nueva concepción de las relaciones de poder que existen entre el Ejecutivo y el Congreso. Desde el punto de vista de la toma de decisiones, el establecimiento de instrumentos de seguimiento, evaluación e incentivo, han desequilibrado aún más la balanza institucional a favor de Hacienda y la DIPRES. Estudiamos que la DIPRES mejora las definiciones estratégicas de cada servicio o institución pública y en coordinación con la SEGPRES jerarquiza las prioridades políticas del Gobierno y su programa legislativo. Además, a través de los Balances de Gestión Integral, la DIPRES realiza un seguimiento

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de los indicadores de desempeño de cada institución o programa, asegurándose de que los niveles de resultados no sean inferiores a los años anteriores (Alemparte 2016, 113-115).

Por su parte, otra valiosa descripción, y también algunas propuestas de reformas sobre la asesoría legislativa parlamentaria, han planteado Salvador Valdés y Sebastián Soto en un trabajo ya citado del Centro de Estudios Públicos (Valdés y Soto 2009, 53-88). En su estudio manifiestan varias críticas al sistema de asesoría, por lo que proponen un modelo que combine personal interno, con la compra de asesoría legislativa externa generada por think tanks e institutos previamente acreditados. Ellos proponen que la asesoría interna debería estar conformada fundamentalmente por cuerpos de funcionarios que dependerían de cada Comité (bancadas partidistas) en una rama del Congreso. Esto reduciría el riesgo de que cada parlamentario desvíe el trabajo de sus asesores legislativos hacia el trabajo distrital, permitiendo a su vez una mayor cercanía y lealtad entre asesores y parlamentarios que, a juicio de los autores, no es realizable con una asesoría neutral como la que realiza la Biblioteca del Congreso Nacional. Por ello, proponen reestructurar este último tipo de asesoría para que cumpla un rol de apoyo a la labor legislativa, generando insumos neutrales que serían procesados después por los asesores de las bancadas. También proponen que parte de su personal sea destinado al trabajo en la Comisión Especial Mixta de Presupuestos, con el objeto de fortalecer la función de supervisión de la ejecución del gasto público. La propuesta de Valdés y Soto es clara y detallada. Sin embargo, el énfasis puesto en la asesoría dominada por bancadas y centros de pensamiento externos podría erosionar el sentido de conjunto y el espíritu republicano del trabajo que debiera realizarse al interior del Congreso Nacional. Destinar importantes sumas de dinero al financiamiento de estudios provenientes de instituciones externas, muchas de las cuales responden a intereses o facciones particulares y a veces poco transparentes de tipo político, económico y corporativo, no parece una solución razonable. Con una adecuada independencia, mayor personal y mejor infraestructura, la Biblioteca del Congreso Nacional podría perfectamente realizar esa labor, desde el Parlamento. Eventualmente, en casos calificados que requieren insumos externos, la misma Biblioteca podría encargarse de licitar estudios y propuestas, como actualmente lo hace. La propuesta de traspasar la asesoría legislativa a una controlada por bancadas resulta digna de análisis, pero nuevamente la Biblioteca

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del Congreso pareciese estar en una posición privilegiada para asumir un rol protagónico en la selección, coordinación y evaluación de ese personal, con el objeto de reducir el riesgo de captura identificado por los autores. Una mejora sustancial en el modelo de asesoría legislativa pasa por el fortalecimiento de las instituciones públicas que trabajan en la materia, y por eso no debe olvidarse el sentido republicano de su labor, que es discutir los asuntos públicos en un espacio abierto y transparente, con prácticas de asignación de recursos que responda a la lógica democrática representativa y de amplia participación social, y que exprese los ideales de todos los ciudadanos, no sólo de los grupos organizados de siempre.

Evaluación de los mecanismos de control del Legislativo Uno de los propósitos centrales de la reforma constitucional del año 2005 fue fortalecer los mecanismos de control del Congreso sobre la gestión del presidente, en particular de la Cámara de Diputados. Por ello se reguló en la Constitución las interpelaciones de ministros, las Comisiones Investigadoras, la facultad de formular acuerdos o sugerir observaciones y la obligación que tienen los ministros de concurrir, personalmente a las sesiones especiales que la Cámara o el Senado convoque. Ya se ha explicado que a pesar de estas nuevas potestades, no se ha percibido un fortalecimiento del rol del Congreso chileno, como lugar paradigmático de la deliberación democrática. Los mecanismos de control que posee el Legislativo no han logrado revertir una práctica asentada de amplia autonomía del Ejecutivo en la gestión gubernativa. En la conducción y fiscalización de las políticas públicas, el rol del Congreso es limitado. Si a lo anterior se agregan los importantes instrumentos que utiliza el presidente para controlar el ejercicio de la potestad legislativa, tenemos que reconocer que en Chile en la teoría y en la realidad política se ha asentado una clase de presidencialismo, que es en la clasificación de Zovatto y Orozco, del tipo predominante. En consecuencia, en el diagnóstico de la práctica constitucional del régimen de gobierno chileno encontramos cuatro atribuciones que desequilibran la relación Ejecutivo-Legislativo: iniciativa exclusiva, urgencias, administración financiera y capacidad técnica. Estos no son los únicos elementos que hay que pensar en reformar a partir de una idea de flexibilización, pero sí, al menos, son quizás los puntos más críticos que deterioran la calidad de la práctica constitucional actual

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en Chile. Para avanzar en esta reforma a continuación se exponen algunas ideas de Derecho Constitucional comparado, que esperamos nos permitan mirar nuestra realidad y pensar mejor algunas fórmulas de cambio y mejora.

El régimen de gobierno chileno comparado con el parlamentarismo Los sistemas parlamentarios suponen un conjunto de disposiciones que regulan las atribuciones del Parlamento y del Gobierno, y más importante aún, suponen una práctica que contempla sutiles y complejas relaciones entre los distintos actores del sistema político. En estos sistemas, Gobierno y Parlamento se vinculan de manera intensa, tanto para la formación del Gobierno como para el ejercicio de las funciones de ambos órganos y para mantener su poder. La relación de confianza mutua se manifiesta también en la posibilidad que tiene el Parlamento de provocar la dimisión del Gabinete, así como la facultad del primer ministro para provocar la disolución del Parlamento. Gobierno y Parlamento dirigen en conjunto el gobierno y la política del país, siendo uno de sus medios de actuación la elaboración de las leyes. Sin perjuicio de lo anterior, la labor del Parlamento se distingue de manera importante de la del Gobierno por sus facultades de fiscalización. De estas facultades, son particularmente pertinentes de considerar para el caso chileno, las comisiones de investigación y ministeriales, las preguntas e interpelaciones, los debates y el control presupuestario. El mecanismo de control ordinario más importante de los sistemas parlamentarios es sin duda, el sistema de interpelaciones y preguntas. Estos mecanismos son ejercidos con regularidad, todas las semanas, lo que permite al Parlamento mantenerse informado de la acción gubernamental y de los más importantes temas de relevancia nacional, así como su regularidad evita que generen un efecto desestabilizador en el Gobierno interrogado. Otra característica fundamental de estos mecanismos es su publicidad, de manera que la sociedad civil pueda también cumplir con una labor fiscalizadora. La regularidad de estas interrogaciones es facilitada debido a la existencia de límites temporales para la realización de cada pregunta y sus respuestas (5 minutos, por regla general) así como para la realización de las interpelaciones (10 a 15 minutos).

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También constituyen instancias fundamentales de los sistemas parlamentarios que pueden dar lugar a interpelaciones y mociones, los debates que sobre cualquier tema y sin excesiva regulación pueden suscitarse en las Cámaras o en las Comisiones. Es en estos debates donde se formulan las principales directrices que el Parlamento impone a la actuación del Gobierno. Uno es el Opposite Days del Reino Unido, donde la oposición cuenta con un número de días para debatir los temas que deseen. Otro tipo de debate de gran interés es el suscitado después del discurso de la reina en Reino Unido o del debate anual sobre el estado de la nación en el caso de España, donde se evalúan los programas anuales del Gobierno. En estos países es también posible que sea el Gobierno el que someta determinados temas a discusión. En cuanto a las Comisiones, más que las de investigación que no permiten un efectivo control de la minoría parlamentaria, resultan de mucho interés las comisiones que se especializan en el control y desempeño de competencias propias de los ministerios del Gobierno. Así, en Italia existen comisiones dedicadas a un ministerio de gobierno determinado, no sólo en relación a la legislación del ramo, sino que fiscalizando y desarrollando competencias propias de cada ministerio (algo semejante a la labor que cumple el gabinete de la oposición en el Reino Unido). Por último, es importante para los efectos de considerar la mejora del sistema político chileno, destacar la labor que desarrolla el Parlamento en Italia y Reino Unido en materia de control de gastos. El Gobierno, además del presupuesto anual, debe presentar a los parlamentos presupuestos plurianuales, de manera de realizar un control a largo plazo de la estabilidad financiera del país. Además en el caso de Italia el Gobierno debe rendir cuenta de los gastos efectuados en el año anterior. Todo esto sin perjuicio de las interpelaciones, debates e investigaciones de comisiones que se pueden suscitar en la materia en cualquier momento. Como ya señalé, en los sistemas parlamentarios, Gobierno y Parlamento se vinculan de manera intensa, tanto para la formación del Gobierno como para el ejercicio de las funciones de ambos órganos y para mantener su poder. La relación de confianza mutua se manifiesta también en la posibilidad que tiene el Parlamento de provocar la dimisión del Gabinete, así como la facultad del primer ministro para provocar la disolución del Parlamento. Gobierno y Parlamento dirigen en conjunto el gobierno y la política del país, siendo uno de sus medios de actuación la elaboración de las leyes. Sin perjuicio de lo anterior, la labor del Parlamento se distingue de manera importante de la del Gobierno por sus facultades de fiscalización.

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El régimen de gobierno chileno comparado con el semipresidencialismo Una de las mayores razones en Chile para argumentar a favor de la adopción del sistema presidencial vigente es la estabilidad que se logra en el sistema político, y que favorece a las grandes coaliciones políticas. Los sistemas semipresidenciales que han sido revisados han producido el mismo efecto. Los regímenes de gobierno de Francia y Portugal se caracterizan por tres elementos que, si bien no son definitorios de un régimen semipresidencial, se trata de consecuencias naturales de este, y que se asemejan al contexto político chileno: 1) elecciones presidenciales que requieren mayoría absoluta, estableciéndose una segunda elección o «ballotage» si es que ninguno de los candidatos consigue el 50% + 1 de las votaciones; segundo 2) la configuración de los partidos políticos o de las agrupaciones políticas en torno a la candidatura o gobierno de un presidente. Tanto las coaliciones que gobiernan como las que pretenden gobernar se enmarcan en torno a la figura del presidente o candidato a tal. Cabe destacar la gran figuración interna y externa en el sistema de partido francés que tuvieron, por ejemplo, los liderazgos de Sarkozy y Royal, y la reforma del Partido Socialista francés que tuvo lugar después de la derrota de su figura presidencial; y, 3) la configuración del sistema de partidos en un sistema estable con dos grandes fuerzas equilibradas conformadas por agrupaciones de partidos (Duverger 1970, 277-290); (Duverger 1980, 165-187). Hasta ahora estas dos fuerzas han mantenido el poder pero es posible que este escenario pueda cambiar en el futuro. Se trata de un efecto que, a diferencia de las razones que explican el fenómeno en Chile, particularmente en Francia se ha dado por la configuración de las elecciones en segunda vuelta y la presidencialización de los partidos, lo que hace que para tener mayores posibilidades de alcanzar la Presidencia, los partidos tiendan a asegurarse mediante acuerdos con grupos más pequeños, para consolidar las votaciones que puedan alcanzar la mayoría absoluta. Más allá de la relación que tenga el Consejo de Ministros con el presidente, la posibilidad de disolver el Congreso y de someter al gobierno a la aprobación política del Parlamento, podría tener consecuencias positivas en el sistema chileno. Algunas consecuencias que se derivarían de la introducción de este mecanismo son las siguientes: 1) responsabilidad de grupos políticos en el Parlamento que se nieguen a aprobar o discutir políticas públicas, o que utilicen una

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política de bloqueo a las propuestas gubernamentales; 2) eliminación de los quórum calificados generalizados de nuestro sistema político, en vista de las salidas constitucionales que tendría el presidente de la República de llamar a elecciones de Parlamento o de poner su cargo a disposición del mismo; y, 3) contar con salidas democráticas en caso de estancamientos legislativos, ante mayorías políticas irreconciliables con el presidente de la República de turno. La serie de facultades con que cuenta el Congreso para la revisión del trabajo presidencial son una consecuencia del rol que el mismo juega en el sistema, ya que se está revisando a quienes el Congreso indirectamente eligió. Sin embargo, la intervención en la discusión presupuestaria por parte de los congresistas es una figura digna de analizar a la hora de entregar más poder a los parlamentarios en el contexto de un sistema presidencial. La reforma del sistema político chileno debe considerar la modificación de las normas y prácticas que han acentuado el llamado «constitucionalismo ejecutivo», que ya ha sido explicado (Ackerman 2010, 68-87), y que han significado el aumento desmedido del poder presidencial por sobre la deliberación constitucional (Ruiz-Tagle 2012, 229-247). Por ello, es que en este complejo escenario de redistribución de funciones políticas y constitucionales que propongo, el concepto de flexibilización consiste por una parte en una mayor distribución de poder entre los órganos políticos que tienen mayor legitimidad democrática directa con el fin de fortalecer la gobernabilidad, y al mismo tiempo mediante esa acción legitimadora, puede aumentar así el rendimiento de las políticas públicas y acrecentar la legitimidad del sistema político. Desde este punto de vista, no se entiende que el presidente y Congreso sean entidades separadas que no pretenden intervenir en las labores del otro o que sus atribuciones sean empatadas o que sean resueltas de modo ordinario por un tercero, esto es, por ejemplo, un órgano autónomo constitucional. Por el contrario, el proyecto de la flexibilización supone instalar instrumentos adecuados de control de un órgano sobre el otro y particularmente construir un trabajo coordinado entre el presidente y el Congreso para que desde esos dos órganos con representatividad democrática surja la gobernabilidad, la competencia técnica y la política que da coherencia a todas las formas de las políticas públicas y así se profundice en la legitimidad de las mismas. Un requisito necesario para que pueda darse un proceso de flexibilización efectivo, es que exista un cierto equilibrio en las potestades de los órganos que se desea disciplinar y

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frenos y contrapesos mutuos. Una propuesta para abordar esta idea de equilibrio entre el presidente de la República y el Congreso, se encuentra en la exposición del Senador Eduardo Frei, ante la Comisión Especial de Régimen Político de la Cámara de Diputados del mes de octubre del año 2008. Allí se listaron 7 propuestas en orden a lograr este equilibrio: 1) Cooperación entre el presidente y el Congreso. Se debe terminar con la batalla de las etiquetas entre el presidencialismo y el parlamentarismo. Debemos buscar un sistema que funcione y que pueda equilibrar mejor la relación entre el presidente de la República y el Congreso. Para avanzar en esa dirección parece razonable que los parlamentarios puedan ser nombrados ministros de Estado de manera de usar los talentos que están disponibles en el Congreso para las tareas políticas, y terminar con las separaciones tajantes entre estos dos poderes para que puedan colaborar más estrechamente. 2) Reformar atribuciones del sistema bicameral. Aunque algunos han propuesto crear un sistema unicameral, debe mantenerse la cámara política junto con la institución del Senado. Mantener el sistema bicameral desde luego supone revisar las distritos y circunscripciones existentes y reforzar en la Cámara Alta sus atribuciones para que esta sea un lugar de deliberación política del más alto nivel, como lo fue en buena parte de la historia de Chile. Por ejemplo, puede agregarse a las facultades del Senado la de aprobar por la mayoría de sus integrantes la designación de los embajadores. 3) Modificar el periodo presidencial. Adicionalmente, respecto del plazo del periodo presidencial este debe extenderse a cinco o seis años, sin posibilidad de reelección y se propone alternativamente mantener el plazo de cuatro años con la posibilidad de reelección inmediata y por una sola vez. 4) Disolución de las Cámaras. Se propone también que el presidente pueda disolver las Cámaras y llamar a elecciones por una sola vez durante su mandato, y que esta facultad pueda servir para generar una nueva mayoría que le permita gobernar evitando el empate y la sensación de estar en un pantano político.

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5) Reforzar las capacidades del Congreso. Otras reformas sustanciales deben hacerse también respecto del proceso legislativo para asegurar la calidad técnica de nuestras leyes. Para eso puede ser conveniente incorporar más y mejores profesionales que asesoren en calidad de funcionarios civiles al Parlamento en la elaboración de los proyectos de ley. Estos profesionales deben ser a su vez capaces de ayudar a evaluar políticas públicas vinculadas a iniciativas legislativas y experiencias de fiscalización. 6) Modificar las atribuciones legislativas del presidente. También debe revisarse el excesivo poder presidencial en cuanto a la iniciativa legislativa y a las urgencias, particularmente en lo que respecta a las materias económicas y presupuestarias. Se trata que sin caer en la trampa que fueron en nuestra historia las leyes periódicas, seamos capaces de aprender de las formas de control presupuestario parlamentario que existen en otros países. 7) Reestructurar Ministerios. Se propone la reestructuración del Ministerio de Planificación para que pase a ser un Ministerio Coordinador de Políticas Sociales que pueda actuar colaborar y coordinarse con el Ministerio de Hacienda. Estos son algunos de los factores que no están presentes en Chile y que pueden estudiarse para mejorar nuestra Constitución, particularmente en cuanto a las atribuciones legislativas exorbitantes que goza el Ejecutivo en cuanto a su iniciativa exclusiva, control de las urgencias, atribuciones en materias administrativas y financieras y capacidades técnicas y de asesoría. Los que critican este predominio del Ejecutivo, sostienen que es muy baja la influencia parlamentaria en la elaboración de la ley en el régimen presidencial chileno. Junto con estudiar las diferencias y semejanzas que nuestro sistema tiene con otros sistemas políticos para encontrar fórmulas flexibles se trata de resolver los problemas de colaboración entre el presidente y el Congreso, y pensar en reformas institucionales. Para eso es muy importante centrar la atención en la necesidad de contar con nuevas capacidades de asesoría legislativa técnica y política radicada en el Congreso que, como ya se ha expuesto, en su comparación solo con el Ministerio de Hacienda, resulta desequilibrada, siendo además necesaria reforzar una cultura de partidos que practiquen la democracia interna y que sean escuelas de civismo que den sustento político y técnico a

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esta fórmula de flexibilización y equilibrio que debe asegurarse entre el Ejecutivo y el Congreso de la República de Chile. Un resumen de algunas de las propuestas que surgen de este capítulo en relación con el régimen de gobierno chileno junto a los artículos de la Constitución vigente que requieren de su reforma para poder poner en práctica estas propuestas, se encuentran en el cuadro que se muestra a continuación:

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CUADRO CON PROPUESTAS DE FLEXIBILIZACION PRESIDENTE-CONGRESO Fuente

Diagnóstico de la práctica constitucional chilena

Justificación

1. Revisión de las materias sujetas a la iniciativa exclusiva del presidente

Permitir mayores posibilidades de elaboración de proyectos de ley desde el Parlamento

Artículo 65 Constitución Política

2. Revisión del sistema de urgencias

Permitir mayor intervención del Parlamento en la definición de las prioridades de la agenda legislativa

Artículo 74 Constitución Política. Artículo 26 LOC Congreso Nacional

3. Mayores facultades para el Congreso Nacional en la supervisión del gasto

Lograr mayor control del Parlamento sobre la ejecución del gasto

Artículo 65 y 67 Constitución Política. Artículo 25 LOC Congreso Nacional

4. Mayor capacidad técnica del Congreso Nacional

Permitir mayor diálogo entre Congreso y Administración Pública en la elaboración y tramitación de proyectos de ley

(Nueva normativa)

1. Sistema regular de interpelaciones y preguntas

Generar una cultura democrática de constante diálogo entre Gobierno y Parlamento

Artículo 52 Constitución Política

2. Debates abiertos y flexibles sobre los lineamientos de las políticas de Gobierno.

Permitir una mayor intervención del Congreso en la discusión de las directrices fundamentales del Gobierno

(Nueva normativa)

3. Periodos legislativos asignados a la oposición

Generar mayor participación de la oposición en la elaboración y tramitación de proyectos de ley

Artículo 55 Constitución Política. Artículo 6 LOC Congreso Nacional

4. Comisiones parlamentarias por ministerio

Potenciar el rol de los parlamentarios en la fiscalización de la gestión gubernativa, permitiendo su especialización en los distintos sectores del Gobierno

Artículo 52 Constitución Política

5. Nueva institucionalidad parlamentaria para el control de gasto

Lograr mayor control del Parlamento sobre la ejecución del gasto

(Nueva normativa)

1. Revisión de mecanismos de disolución del Congreso y de sujetar la permanencia del Gobierno a la aprobación de determinadas leyes

Introducir mecanismos institucionales para solucionar crisis políticas

Artículo 32 Constitución Política

2. Eliminación del sistema de quórum calificado

Respetar el principio de mayoría y potenciar la eficiencia del trabajo legislativo

Artículo 66 Constitución Política

Regímenes de gobierno parlamentario

Regímenes de gobierno semi presidencial

Normas relacionadas que requerirían revisión

Propuesta

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En estas propuestas no hemos tomado posición respecto de la conveniencia de tener en Chile un cambio de régimen de gobierno que implique una redistribución de la función ejecutiva, adoptando una que tenga una naturaleza más compartida o dual. Esta función en Chile puede tener formas diversas. Pienso que no es politicamente viable en el Chile de hoy pensar en la instauración de un monarca parlamentario que pueda representar las funciones del jefe de Estado, ni en eliminar o sustituir al presidente de la República que al menos debe cumplir la funciones de jefe de Estado. Sin embargo, el presidente puede ser acompañado en sus funciones de jefe de Estado, por un vicepresidente que puede o no cumplir funciones simbólicas y de suplencia o tener funciones más específicas. En la Constitución de 1828 en Artículo 60 se contemplaba un vicepresidente. El vicepresidente puede ser elegido junto con el presidente o puede ser designado por su exclusiva confianza y puede tener un rol en el Congreso como sucede en EE.UU. donde preside sus sesiones y tiene voto dirimente para el caso de empate. También el presidente puede ser acompañado por un jefe de Gobierno que puede tener funciones políticas propias que incluso pueden llegar a ser las de jefe de la Administración. El jefe de Gobierno puede ser nombrado por la mayoría parlamentaria y depender de la confianza de esta mayoría lo que al coexistir con el presidente forma la base del sistema semipresidencial francés. En relación con el caso de Chile, es tema obligado el considerar el Artículo 33 de la Constitución vigente que permite al presidente de la República nombrar a un ministro coordinador del Gabinete (primus inter pares) que se encargue de las relaciones del Gobierno con el Congreso. El único punto que falta en esta disposición es agregar la posibilidad de que sea removido por una moción de confianza o por una mayoría parlamentaria, caso en el cual el presidente podría nombrar a otra persona que puede o no ser parlamentario. Por supuesto esta propuesta requiere de una «ingeniería de detalle» pero en los hechos se demuestra que en las disposiciones actuales de nuestra Carta Fundamental no estamos muy lejos de las normas que se requieren para instalar en Chile una política de gabinete, y un primer ministro responsable. El efecto del sistema electoral sobre el régimen de gobierno tampoco ha sido objeto de análisis detallado ni de propuestas de cambio en este trabajo porque se acaba de modificar la ley electoral chilena y se inaugura en la próxima elección parlamentaria del año 2018 un

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sistema proporcional y con cuotas, donde se anticipa la irrupción de nuevos partidos, lo que puede significar alguna novedad. Esta situación es bien probable que se produzca en Chile porque los Arts. 179 y 180 de la nueva ley electoral chilena organizan los distritos de los diputados y las circunscripciones de los senadores de una forma que favorece a los grandes partidos y coaliciones, lo que implica que probablemente se reproducirá en un alto porcentaje de la votación una representación parlamentaria semejante a la que existe actualmente en nuestro país, en virtud del sistema binominal. Además, la decisión del electorado puede implicar que en las próximas elecciones del año 2018 se favorezcan los partidos mayoritarios que adhieren al proyecto del presidente de la República, como ha sucedido en Francia en los ultimos años, lo que implica no llegar a tener jefes de Gobierno que no sean del partido del presidente o de su coalición, y con ello la realidad de la cohabitación no se podrá producir. La cohabitación se da en el caso que en el régimen semipresidencial, el presidente gobierne con un jefe de Gobierno de otro partido o coalicion diferente a la propia. Tampoco se discute en estas propuestas la forma en que la democracia representativa o constitucional puede ser complementada por mecanismos de participación o referéndum, tales como los espacios políticos que se abren para los grupos marginales y los que no se sienten representados en el sistema. Estos grupos podrían tener un rol político mayor por medio de la introducción de mecanismos de participación, tales como en los referéndum abrogatorios de ley (para derogar leyes vigentes) o en los referéndum de iniciativa popular que en verdad pueden llegar a ser influyentes sobre la forma de gobierno, aunque en los países que estas formas nuevas de política han tenido más éxito se les utiliza de manera limitada, en forma complementaria de la representación que sigue siendo el elemento distintivo de la democracia constitucional, tal como sucede por ejemplo en Italia que exige un quórum del cincuenta por ciento del censo de electores (ver Artículo 75, Constitución Italiana) para que pueden ser activadas. Además, estas cuestiones de la relación entre el diseño de la función ejecutiva, legislativa y también respecto de los órganos de control constitucional, exigen consideración cuidadosa que exceden el ámbito de este trabajo.

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La concepción general de los derechos y su análisis comparado Con respecto a la concepción de los derechos en la Quinta República, en esta etapa el derecho de propiedad continúa con un lugar privilegiado en comparación con los demás derechos, particularmente aquellos que se definen como económicos y sociales, que además mantienen el aspecto libertario o neoliberal de todos los derechos. En el Chile de hoy se sigue aplicando una politica económica que en sus principales fundamentos es básicamente neoliberal y que se ha mezclado y que expresa una serie de ideas muy diversas, tales como la concepción de Carl Schmitt sobre los derechos fundamentales, el Estatuto de Garantías Constitucionales que se exigió aprobar al presidente Salvador Allende para ser elegido en 1970 y el aporte de una dogmática «pontificia» que se expresa por ejemplo en algunas obras del profesor José Luis Cea. Estos elementos tan dispares que se critican en esta sección son parte de lo que se denomina la concepción general de los derechos, que tiene un marcado tinte ideológico neoliberal. En esta concepción, el concepto de ciudadanía y de representación o inclusión política se inserta bajo la lógica de una democracia protegida, que se ha manifestado en un sistema electoral excluyente de grupos políticos minoritarios, particularmente la izquierda marxista, la que llegó a denominarse «izquierda extra parlamentaria». Sólo una serie reciente de reformas y resultados electorales ha incorporado a este sector al sistema político institucional. En la Quinta República se ha consolidado una forma política neoliberal, en cuanto a la dogmática y al ejercicio de los derechos, y neopresidencialista, en cuanto a la definición de su orgánica constitucional. Esta es nuestra paradojal forma política y jurídica que nace en 1990 y dura hasta nuestros días. Sin embargo, la concepción constitucional republicana, democrática y liberal, a pesar de sus dificultades para sobrevivir en el clima neoliberal predominante y en medio de poderes fácticos, se manifiesta, al menos parcialmente, como lo plantea Hernán Molina. En su comentario, Molina se esfuerza por conectar el texto de la Carta Fundamental con nuestra tradición constitucional democrática anterior a 1973. Explica que las fuentes de nuestro Derecho Constitucional actual son similares a las indicadas por Amunátegui en los años 50. Su aporte consiste en incluir, dentro de su concepción de las fuentes del Derecho Constitucional, los dictámenes de la Contraloría, y en proponer una definición, bastante

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cercana a la de Amunátegui, del Derecho Constitucional como «la rama del Derecho Público que estudia el conjunto de normas jurídicas que se refieren a la organización del Estado, de su Gobierno y de los Derechos Fundamentales de las Personas» (Molina 1993, 1). Lo que Molina considera como innovación, en las fuentes del derecho en la Constitución vigente que inaugura la Quinta República chilena, son los tratados internacionales que se refieren a derechos fundamentales, y que se ubica por encima de todas las demás fuentes, salvo el texto mismo de la Constitución y de sus leyes interpretativas. Otra innovación detectada por Molina tiene que ver con la ley como fuente del derecho, especialmente en cuanto a su dominio mínimo legal expresado en el Artículo 60. Esto significa un cambio importante respecto del principio de supremacía legal que caracterizó la Constitución de 1925, porque en la Constitución vigente el reglamento es la regla de clausura del sistema de fuentes constitucionales. Con ello se consolida el neopresidencialismo legislativo y se aleja el derecho de la voluntad popular que se expresa en el Congreso. Asimismo, Molina destaca cómo la nueva Constitución establece un complejo sistema de «supermayorías» legislativas respecto de materias determinadas, que incluye las leyes orgánicas constitucionales, leyes de quórum calificado, amnistías e indultos. Una bien entendida historia constitucional chilena no puede olvidar que su trabajo intelectual característico consistió en pensar y controlar la política desde el punto de vista del derecho. Después de 1925, esta forma de pensar el Derecho Constitucional cambia, porque el gran tema dogmático pasa a ser la discusión sobre el derecho de propiedad y los derechos económicos, sociales y culturales. Se advierte, sin embargo, a pesar de todas estas diferencias, una línea de continuidad en el constitucionalismo chileno que busca dar una mayor representatividad y ampliar el sufragio. Esto significa mantener un compromiso con la igualdad constitucional como principio político y jurídico, y también como Derecho Constitucional fundamental. De las explicaciones anteriores puede observarse la riqueza de nuestro constitucionalismo anterior a 1973, y cómo este fue desarrollándose a partir de esfuerzos de diversas personas. También puede entenderse cómo, al igual que en otras experiencias políticas republicanas, nuestra historia constitucional no sólo ha consistido en la construcción de los órganos del Estado, sino que también es una continua tensión entre diversos derechos fundamentales.

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Por ejemplo, en el siglo XIX nos encontramos con una forma de argumentación centrada en la igualdad que supuso discutir cómo construir la ciudadanía chilena. También supone el desarrollo de los derechos de libertad de culto y conciencia frente a las prerrogativas de la Iglesia católica. Esta tensión se resuelve parcialmente con la separación de la Iglesia y del Estado en 1925 y se extiende más tarde, y hasta finales del siglo XX, con la nueva ley de libertad de culto consagrada recién en 1999. En lo que se refiere a la forma de los derechos, en Chile el constitucionalismo se identifica durante la segunda mitad del siglo XX con una de las construcciones dogmáticas constitucionales más influyentes, y que podemos denominar genéricamente con el nombre de «pontificia», porque junto con responder a la influencia de las encíclicas papales, se asienta en la institución universitaria que lleva ese nombre. Este grupo de doctrinas, sirve como justificación para abrogar los derechos civiles y políticos durante el gobierno militar que dura entre 1973 y 1990; destaca el derecho a la vida entre todos los derechos; al mismo tiempo que devalúa el valor de la igualdad, la importancia de los derechos civiles y políticos; y reconoce, en forma precaria y parcial, ciertos derechos económicos sociales, en los cuales enfatiza, particularmente, la garantía de libertad como nointerferencia estatal en la actividad empresarial particular. También desarrolla las ideas de subsidiariedad y orden público económico, que son concepciones equívocas que no tienen un claro fundamento en el texto de la Constitucion chilena vigente (Ruiz-Tagle 2000, 48-65). Alejandro Silva Bascuñán, destacado profesor de la Pontificia Universidad Católica de Chile, es el más destacado exponente de esta doctrina «pontificia». Al referirse a la Constitución de 1925, Silva Bascuñán explica cómo esta siguió la tendencia predominante del constitucionalismo clásico en cuanto a los derechos y deberes de los individuos. Pero al mismo tiempo postula que la realidad de estos derechos «brotan de la naturaleza del hombre», haciendo así suya una concepción iusnaturalista de los mismos (Silva 1963, 205). Silva Bascuñán además adopta la nomenclatura dogmática de derechos y garantías constitucionales y sostiene que la Constitución de 1925 se refiere a estas garantías no sólo para asegurarlas, sino también para expresar los límites de su extensión o ejercicio, porque no pueden quedar entregados al capricho (Silva 1963, 206). El profesor Silva Bascuñán también sostuvo que la Constitución de 1925 no restringía el amplio uso de la libertad, sino que castiga

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el ejercicio contrario al derecho y enuncia diversos criterios por los cuales la Constitución los restringe. Entre estos destaca, en primer lugar, la necesidad de impedir que el uso del derecho de unos destruya o menoscabe el derecho de otros; en segundo lugar, lo que denomina el encaminamiento de la persona a su pleno desarrollo temporal y trascendente; y en tercer lugar, las restricciones que emanan del orden público y del bien común (Silva 1963, 207). Del mismo modo reconoce diferencias entre los derechos constitucionales que tienen limitación constitucional, aquellos derechos cuya limitación es de orden legal, y los que se limitan según la Constitución de acuerdo al orden público o a las buenas costumbres (Silva 1963, 207-208). Finalmente, sostiene la importancia de los recursos jurídicos respecto de estos derechos y los clasifica en libertades e igualdades, admitiendo que existen derechos como el de asociación que son, por naturaleza, de carácter social (Silva 1963, 209). Alejandro Silva Bascuñán, en su obra más comprehensiva, utiliza una terminología que incluye la noción de derechos individuales y la de derechos políticos, y también adopta la clasificación de libertades e igualdades para reiterar su postura iusnaturalista y hacerla extensiva a la noción de derechos humanos. Más recientemente Silva Bascuñán reconoce a los derechos humanos las características de naturales, innatos, individuales, subjetivos, universales y abstractos, y agrega que los Estados no sólo se comprometen con asegurar los derechos, sino también con su promoción (Silva 1997, 139-140, 153-155). En todo caso, la posición de Silva Bascuñán es altamente discursiva. Su carácter intuitivo y total se refiere más bien a la justificación de sus limitaciones o restricciones a los derechos y a la aplicación homogénea de las nociones que propone respecto de todo tipo de procedimientos constitucionales. Por otra parte, la dogmática constitucional de José Luis Cea expresada en su obra titulada Tratado de la Constitución de 1980 constituye otra formulación comprensiva de nuestra Constitución en lo que podríamos llamar el periodo preconstitucional, esto es, antes del retorno a la democracia e inmediatamente después de 1990 (Cea 1999, 171-175). Debe reconocérsele al profesor Cea Egaña el esfuerzo de dar coherencia a las normas de una Constitución que no fue aplicada durante un período muy extenso de su vigencia y que subsistió como letra muerta en la Dictadura, coartada por medio de disposiciones transitorias. Su interpretación del texto constitucional de 1980 influyó de manera decisiva en las dos últimas décadas del siglo XX.

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En la versión original de su obra recién mencionada publicada en 1988, Cea no critica la concepción neoliberal de los derechos, ni el excesivo neopresidencialismo en cuanto a su parte orgánica y, en su concepción, su distanciamiento del desarrollo republicano, democrático y liberal que había alcanzado el esfuerzo constitucional chileno antes de 1973. Muestra de ello es lo que José Luis Cea Egaña dice en su obra Tratado de la Constitución de 1980 : Los valores que esbozaré y que modelan la nueva Constitución no son los del individualismo liberal decimonónico; tampoco son los del neoliberalismo providente y benefactor; ni son, por último los de un socialismo democrático o de otra especie. Por el contrario, reunidos en los nueve primeros artículos se encuentra una toma de posición categórica acerca de la persona, la sociedad y el Estado que es congruente con la civilización occidental y especialmente hispánica que heredamos (Cea 1988, 40).

Estas ideas contenidas en el principal tratado de Derecho Constitucional chileno, representan el extravío del constitucionalismo en Chile a finales del siglo XX y principios del actual. Al concebir la Constitución como fenómeno único, reniega de sus raíces liberales, democráticas y republicanas. ¿Cómo podría pensarse una cultura hispánica occidental al margen de la contribución liberal o republicana? ¿Cómo podría la Constitución vigente en Chile ser un caso aislado de principios jurídicos o políticos? La cita anterior concuerda con lo que José Luis Cea sostiene al considerar como posible y coherente un sistema constitucional democrático que se caracterice por la idea anticonstitucional de democracia protegida (Cea 1980, 6 y ss). Más recientemente, el profesor Cea ha sostenido que el constitucionalismo original de 1980, se mantiene en sus rasgos maestros, a pesar de las innumerables reformas constitucionales que culminan en el año 2005 (Cea 2005, 92). Es importante reconocer que José Luis Cea supo oponerse a las exigencias extremas de los partidarios de las «doctrinas pontificias» y así, fue el único profesor de Derecho de la Universidad Católica que se negó a firmar la Declaración de los académicos que atribuyeron en 1980 el Poder Constituyente a la Junta de Gobierno. También se atrevió a publicar artículos contra las doctrinas de la democracia protegida en la propia revista de derecho de la institución pontificia. En sus obras más recientes, el profesor Cea ha criticado con gran agudeza la estructura orgánica de la Constitución vigente, es decir, su rasgos neopresidencialistas autoritarios, pero hasta ahora ha mantenido su

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adhesión y posición acrítica en cuanto a la posición neoliberal que tiene la parte dogmática en su formulación y garantía de los derechos fundamentales. En todo caso, en lo que se refiere al contenido y a la forma de los derechos, en la Constitución de la Quinta República, debemos reconocer una responsabilidad colectiva. Esto se refleja en el contenido de algunos capítulos de la Constitución, tales como, por ejemplo, el capítulo de los derechos constitucionales, esto es, el tercer capítulo de la Carta Fundamental aprobada por Pinochet. Esta parte de la Constitución está inspirada en algunas ideas de Schmitt y Hayek, pero también recoge ideas del Estatuto de Garantías que impuso el Partido Demócrata Cristiano a Salvador Allende en la elección de 1970. Es mucho más fuerte la influencia estructural del Estatuto de Garantías Constitucionales, en la sección de derechos del texto constitucional de 1980, que la influencia de C. Schmitt o de F. Hayek, y por eso ha sido tan difícil lograr la reforma de esta parte de nuestra Carta Fundamental. Además, es importante reconocer que desde el punto de vista doctrinario, a partir de la década de los noventa en Chile, se han concebido los derechos constitucionales al modo de Hans Kelsen porque se han pensado en la forma de un reduccionismo parcial que sólo los percibe como derecho positivo nacional o como la contrapartida de una obligación impuesta a los poderes públicos (Kelsen 1995, 138-200). En la doctrina constitucional chilena se ha seguido esta idea de Kelsen de la reconversión de los derechos fundamentales en deberes, lo que paradojalmente ha coexistido con posiciones que reviven el derecho natural clásico. Influidos por John Finnis, existen también en nuestro país ciertas formas de pensar los derechos que son semejantes a lo que Gregorio Peces-Barba ha llamado iusnaturalismo impropio, y también en autores de la tradición más próxima al positivismo, tales como Ronald Dworkin y Carlos Nino (Peces-Barba 1999, 46,49). Todas estas ideas han coexistido con una negación parcial del tipo neoliberal que se aproxima a las ideas de Friedrich von Hayek (Hayek 1975, 284-304) y que asigna un mayor valor a los derechos de libertad y autonomía renegando así de la interferencia estatal, por sobre los derechos que tienen un carácter social o político, tales como los derechos económicos, sociales y culturales y los que están vinculados a la idea de ciudadanía. En el ámbito del pensamiento católico que durante todo el siglo XX es influyente en Chile, se impone una forma de pensar más cercana a las ideas liberales de Locke, que a la negación total de los derechos

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subjetivos, que supone el realismo tradicionalista de Michel Villey (Villey 1976, 151-153, 242-244). Este pensamiento conservador predominante no ha consistido en una negación total de los derechos, sino que ha servido en cambio para imponer un método intuitivo de argumentación constitucional que se apoya en las encíclicas y en otros documentos católicos y que a veces elude la argumentación jurídica y los aportes del derecho comparado (Ruiz-Tagle 2001b, 179-199). La doctrina ha debatido acerca de la forma en que la Constitución de Chile ha sido fuente de aplicación directa por las autoridades políticas y judiciales para resolver conflictos de todo tipo, y cómo su contenido pretende concretar el reconocimiento de ciertos valores en sus normas y expresarlas en nuestro sistema jurídico con un carácter supremo. Sin embargo, en este esfuerzo los valores constitucionales de la dignidad, igualdad, libertad y democracia, compiten en nuestra Constitución con doctrinas de dudosa legitimidad democrática, tales como la doctrina de la seguridad nacional, la de subsidiariedad o la del orden público económico, que son doctrinas constitucionales que se fundan en términos equívocos y expresan discrecionalidad y laxitud argumentativa (Ruiz-Tagle 2001, 48-65). Hoy requerimos en Chile de una nueva forma de pensar los derechos fundamentales que debe estructurarse también en una teoría especial de los derechos de igualdad y libertad, entre otros. También necesitamos integrar en Chile la concepción de «Estado social y democrático de derecho» tan popular en la doctrina jurídica europea (española, italiana, francesa y alemana), para realzar la importancia del derecho a la igualdad, hasta alcanzar un rol más preponderante que el que actualmente cumple en nuestra doctrina constitucional. De lo anterior se desprende la importancia que cumple la construcción y la interpretación jurídica. Es muy grande la desorientación que se ha producido en la búsqueda de estos criterios jurídicos, y por eso parece conveniente el uso intensivo del derecho comparado, y la necesidad de conocer los esfuerzos previos que caracterizaron el constitucionalismo chileno anterior a 1973. En muchos de estos esfuerzos previos, por más esporádicos que hayan sido, el derecho a la igualdad constitucional cumplió un papel principal (Ruiz-Tagle 2001b, 179-199). La introducción de la categoría dogmática de los derechos fundamentales en el derecho chileno, que se produjo gradualmente a partir de 1990, llega a estar totalmente consolidada alrededor del año 1997, a partir del fallo de la Corte Interamericana sobre el filme La última tentación de Cristo de Martin Scorsese. En este caso se condenó

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al Estado de Chile por aplicar las disposiciones constitucionales sobre censura cinematográfica del Art. 19, N° 12 de la Constitución que eran contradictorias con el Artículo 13 de la Convención Americana o Pacto de San José, del cual Chile era parte. La condena implicó aprobar una reforma constitucional que suprimió la censura hasta hacerla compatible con el Artículo 13 de la Convención. También terminó con la idea de la superioridad de la Constitución por sobre los tratados de derechos humanos, imponiendo una nueva visión del Artículo 5, e instalando la noción de «bloque constitucional», que supone interpretar los derechos de la constitución en su relación o en interface con los derechos humanos, que es la idea central de los derechos fundamentales. Esta noción significa considerar nuestra historia constitucional y el derecho comparado, en el contexto del derecho latinoamericano (Garzón 1993, 201-234 y para el caso chileno, Ruiz-Tagle 2001b, 179-199). También implica pensar nuestro Derecho Constitucional como una competencia continua de diversas concepciones, entre las cuales destacan las siguientes: 1) una ius naturalista que en sus principales versiones es conservadora; 2) una tradición democrática liberal-republicana y, 3) un conjunto de ideas-social demócratas o socialistas. Estas tres concepciones han competido entre sí en nuestra historia por expresar en su mejor versión los principios y normas de la Carta Fundamental. Esta competencia se produce de un modo semejante a como sucede en el derecho comparado, por ejemplo en Alemania (Ruiz-Tagle 2001b, 255-275). Es nuestra opinión que el catálogo de derechos en la Constitución chilena debe ser interpretado desde una perspectiva republicana, democrática y liberal. Esta interpretación es posible porque el texto constitucional asegura derechos a todas las personas y a pesar de que no protege del mismo modo los derechos de participación o los derechos a prestaciones sociales, se funda en la separación principal de igualdades y libertades. Sin embargo, esta clasificación no es fija, es provisional y sólo tiene carácter ilustrativo, porque el caso particular determina la relación entre los derechos. En verdad no debe existir una clasificación fija o una jerarquía o prelación entre los derechos fundamentales. Además, un mismo derecho puede expresarse en la forma de una libertad o de una igualdad, como sucede por ejemplo con el derecho a la libre iniciativa económica que consagra el Art. 19, N°. 21 de la Constitución chilena (Ruiz-Tagle 2000, 48-65). En la concepción republicana que proponemos como más adecuada para la Constitución chilena vigente, toda clasificación de los derechos

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debe ser amplia y flexible y evitar ser restrictiva, también incluir e integrarse con el derecho al sufragio, los derechos económicos y sociales y los consagrados en el derecho internacional. Asimismo, toda forma de clasificación debe estar vinculada a los valores de libertad e igualdad, dignidad y democracia. En caso contrario, la clasificación falla. Por ejemplo, las clasificaciones que separan el derecho a la vida, la salud o el medio ambiente o cualquier otro derecho, de los valores de la libertad, la igualdad, la dignidad o la democracia, corren el riesgo de perder el sustento que otorgan los valores del constitucionalismo. Los derechos fundamentales exceden la disposición del Artículo 19 de la Constitución Política vigente, y todas sus clasificaciones no pueden ser enumeraciones taxativas ni completas, porque son por definición provisionales, pues no hacen referencia a las acciones constitucionales que protegen los derechos en cada caso concreto, y no incluye referencias a los tratados internacionales (Correa y Ruiz-Tagle 2010, 176-178). Tampoco es sorprendente el que, como ya hemos anotado, otro rasgo de la doctrina constitucional chilena sea que la propiedad ocupa un lugar principal, y que se limite la garantía judicial de los derechos socioeconómicos. El lugar privilegiado de la propiedad en Chile no sólo se mantiene por la fuerza del proyecto original, que se encarnó en el texto constitucional sancionado por la Dictadura. También se puede explicar por qué la doctrina del derecho público chileno todavía no ha podido organizar una explicación sistemática y coherente de la frondosa jurisprudencia que ya existe en nuestro país en materias de dignidad, igualdad, libertad y democracia. Con respecto a la limitación de los derechos económicos y sociales, la Constitución chilena es contradictoria porque se afirma el contenido esencial de todos los derechos y al mismo tiempo se dispone que algunos de ellos no tienen igual protección jurisdiccional o garantía judicial. El contenido esencial de los derechos en Chile se ha identificado con una concepción restringida de los derechos subjetivos y la eficacia directa de los derechos fundamentales no parece estar limitada. El estudio de los derechos y deberes fundamentales en Chile desde una perspectiva democrática y liberal supone estar consciente de la convertibilidad de los derechos, esto es, que los derechos a la salud, a la educación o al trabajo se alegan como formas «convertidas» de propiedad y esta «convertibilidad» es más que simple «propietarización». También supone considerar la infinita posibilidad combinatoria de los derechos y tener muy en cuenta las acciones constitucionales en las cuales se presentan sus conflictos. Una nueva explicación de los derechos

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fundamentales desde esta visión republicana que proponemos debe abordar los problemas que surgen en la actualidad y que se refieren a estos en Chile y en el mundo, tales como los referidos al terrorismo y a la pobreza. En definitiva, todos los textos constitucionales chilenos, sean de 1811, 1818, 1822, 1823, 1828, 1833, 1925, incluyendo por cierto el vigente, contienen un reconocimiento explícito de los derechos, y al menos se refieren a la ciudadanía o nacionalidad. Además, gran parte del debate político chileno se ha dirigido a la aplicación de los derechos y garantías constitucionales. Esto sucede como ya se ha hecho notar, con el reconocimiento de la igualdad como Derecho Constitucional en el acceso a las cargas y cargos públicos y con las controversias sobre el ámbito de la libertad religiosa y el sufragio en el siglo XIX; con el debate y deliberación político y constitucional sobre la propiedad de la tierra, las minas, la banca, las telecomunicaciones, los recursos naturales y la industria en el siglo XX y con las violaciones sobre los derechos humanos, y del reconocimiento de la privacidad y la honra, y la garantía de los derechos sociales y económicos a finales del siglo XX y principios del siglo XXI. La noción constitucional y política de ciudadanía y la prioridad que debe serle reconocida respecto de la noción de nacionalidad es también parte de una visión democrática y liberal de los derechos fundamentales que ha estado ausente del Derecho Constitucional chileno desde 1990 a la fecha. La ciudadanía se ha definido como la igualdad de acceder a los cargos públicos, y de ejercer el derecho de sufragio en condiciones de igualdad política, y la nacionalidad como el vínculo de una persona con el Estado. La Constitución chilena parece expresar una separación entre los derechos fundamentales de igualdad y libertad y la ciudadanía, idea que es la base sobre la que construyó su concepción no democrática de los derechos el jurista nazi Carl Schmitt, al enunciar su principio de distribución. El principio de distribución –schmittiano– implica asignar una primacía a los derechos individuales, sobre los demás derechos, supone dar más importancia a derechos tales como el de propiedad, libertad religiosa y expresión, por sobre los derechos políticos y los derechos económico-sociales. Consiste en sostener que ciertos derechos fundamentales están por sobre otros de manera absoluta (Schmitt 1982, 164-185). Por el contrario, a diferencia de la concepción schmittiana, una visión republicana democrática liberal debe postular que los derechos fundamentales de ciudadanía y los derechos políticos, son tan importantes como

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derechos individuales, tales como, la propiedad, la libertad religiosa o el derecho a la vida. Otra consecuencia de la forma de pensar parcialmente el Derecho Constitucional desde 1990 a la fecha, ha sido devaluar el derecho de igualdad constitucional en Chile, separar doctrinariamente el derecho de propiedad de los derechos económicos y sociales y desvincular los derechos constitucionales chilenos de los compromisos sustantivos y procesales que nuestro país ha adquirido en sus tratados internacionales. Ver cuadro adjunto a continuación, que es una síntesis de los catálogos de derechos en las principales Constituciones chilenas. La Carta Fundamental de 1833 (reforma de 1828), y 1925, en su comparación con los principales tratados de derechos humanos, que incluye la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, el Pacto de San José de Costa Rica, el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, y el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, tal como se aprecia en dicho cuadro.

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Prohibición de tormento

Libertad personal

Libertad de publicar sus opiniones

Legalidad en el juzgamiento

Libertad de enseñanza

Derecho de petición

Derecho a reunirse sin permiso previo

Inviolabilidad de las propiedades

La libre permanencia en cualquier punto de la República

La igual repartición de los impuestos y contribuciones

Inviolabilidad del domicilio y correspondencia Derecho a la honra y reputación

Inviolabilidad del hogar

Derecho a la vida privada

Presunción de inocencia

Derecho a ser oído públicamente por un tribunal independiente

Derecho a un recurso efectivo ante los tribunales nacionales y competentes

Derecho a la igual protección de la ley

Derecho a reconocimiento de la personalidad jurídica

Prohibición de la tortura

Prohibición de la esclavitud

Derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona

Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948

La propiedad exclusiva de todo descubrimiento o producción

Inviolabilidad de todas las propiedades

Igual repartición de los impuestos y contribuciones

Igual admisión a todos los empleos y funciones públicas

Libertad de enseñanza

Derecho de petición

Derecho a reunirse sin permiso previo

Libertad de emitir, sin censura previa, sus opiniones

Igualdad ante la ley

Libertad de conciencia y el ejercicio libre de todos los cultos

Igualdad ante la ley

Constitución de 1925

Admisión a todos los empleos y funciones públicas

Constitución de 1833 (reforma 1828)

Derecho a salir libremente de un país Igualdad ante los tribunales y cortes de justicia

Derecho al respeto de su honra al reconocimiento de su dignidad

Derecho a circular y escoger residencia libremente dentro del territorio de un estado

Prohibición de prisión por no cumplimiento de obligaciones contractuales

Derecho a indemnización por error judicial

Derecho a la libertad y seguridad personal

Prohibición de la esclavitud

Prohibición de la tortura

Derecho a la vida

Derecho de los pueblos a la libre determinación política, económica, social y cultural

Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos

Derecho de indemnización por error judicial

Derecho a recurrir del fallo de un juez

Derecho a la defensa jurídica

Presunción de inocencia

Derecho a ser oída, por un juez o tribunal competente

Derecho a la libertad y a la seguridad personal

Prohibición de la esclavitud

Prohibición de la tortura

Derecho a que se respete su integridad física, psíquica y social

Derecho al reconocimiento de su personalidad jurídica

Pacto de San José de Costa Rica

Derecho de toda persona a tener la oportunidad de ganarse la vida mediante un trabajo libremente escogido o aceptado

Derecho a trabajar

Prohibición de menoscabar o restringir de manera alguna los derechos humanos fundamentales reconocidos o vigentes en un país en virtud de leyes, convenciones, reglamentos o costumbres, a pretexto que el presente pacto no los reconoce o los reconoce en un menor grado

Derecho de los hombres y mujeres a gozar por igual de los derechos económicos, sociales y culturales del pacto

Derecho de los pueblos a la libre determinación política, económica, social y cultural

Pacto Internacional de Derechos económicos, sociales y culturales

CUADRO CON DERECHOS EN CONSTITUCIONES CHILENAS DE 1833 Y 1925, Y DECLARACIONES Y TRATADOS DE DERECHOS HUMANOS

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Propiedad intelectual

Libertad de trabajo y de empresa

Inviolabilidad de la correspondencia epistolar

Inviolabilidad del hogar

Constitución de 1833 (reforma 1828)

Legalidad en el juzgamiento

Libertad de permanecer en cualquier punto de la República

Protección al trabajo, a la industria y a las obras de previsión social, salud e higiene

Inviolabilidad de la correspondencia

Constitución de 1925

Derecho a la libertad de reunión y asociación pacíficas

Derecho a la libertad de opinión y expresión

Derecho a un nombre propio

Derecho a contraer matrimonio y a fundar una familia

Derecho de asociarse libremente

Derecho de rectificación de informaciones inexactas o agraviantes

Derecho a la propiedad individual y colectiva Derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión

Derecho de reunión pacífica y sin arma

Derecho a la protección de la familia

Derecho a la nacionalidad, derecho a casarse y a fundar una familia Libertad de pensamiento y de expresión

Derecho a la libertad de conciencia y de religión

Derecho de asilo

Derecho a salir a cualquier parte del país

Derecho a la protección de la honra contra injerencias arbitrarias o abusivas a su vida privada, de su familia, en su domicilio o en su correspondencia

Pacto de San José de Costa Rica

Derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un estado

Declaración Universal de Derechos Humanos 1948

Libertad de pensamiento, de conciencia y de religión

Derecho a la protección de la ley contra estos ataques

Prohibición de injerencias arbitrarias o ilegales a la honra de las personas

Derecho al reconocimiento de la personalidad jurídica

Derecho a no ser condenado por actos u omisiones que en el momento de cometerse no fueran delictivos según el derecho nacional o internacional

Derecho a un debido proceso.

Derecho a que se presuma la inocencia de cualquier persona acusada de cometer un delito

Derecho a ser oído públicamente por un tribunal competente, independiente e imparcial, establecido por ley

Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos

Derecho a las medidas de protección a favor de los niños y adolescentes

Derecho de protección a la madre durante un tiempo razonable antes y después del parto

Derecho a la protección de la familia

Derecho a la seguridad social y al seguro social

Derecho de huelga

Derecho de fundar sindicatos

Derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a la limitación razonable de las horas de trabajo y las vacaciones periódicas pagadas

Derecho a la seguridad e higiene en el trabajo

Derecho a salario equitativo e igual por trabajo de igual valor

Derecho a gozar de condiciones e condiciones de trabajo equitativas y satisfactorias

Pacto Internacional de Derechos económicos, sociales y culturales

CUADRO CON DERECHOS EN CONSTITUCIONES CHILENAS DE 1833 Y 1925, Y DECLARACIONES Y TRATADOS DE DERECHOS HUMANOS

Al observar el cuadro anterior y estudiar en una primera aproximación y forma comparada la síntesis de los derechos que se contienen en la Constitución de 1925, se puede concluir que son reformulaciones o especificaciones de los que ya se contenían en la Constitución de 1833. Es cierto que durante el régimen de la Constitución de 1833 la religión oficial del Estado de acuerdo a las normas constitucionales era la católica, pero se adoptaron leyes interpretativas y otras de carácter laico relativas a cementerios, registro civil y educación con las que progresivamente estas disposiciones perdieron vigencia. Pero este cambio no nos autoriza a sostener que debemos reconocer una completa originalidad en las disposiciones constitucionales que se adoptan a principios del siglo XX, en su relación con las que existieron durante el siglo XIX en Chile. Por ejemplo, junto con la separación de la Iglesia católica y el Estado que se produce durante la Constitución de 1925, se generó la especificación de algunos derechos nuevos en su forma de reconocimiento en Chile. Otros derechos se agregan junto con el desarrollo de la cuestión social y la importancia que adquiere el trabajo y la industria en la sociedad chilena de principios del siglo XX. En definitiva, los derechos cuya formulación es más novedosa y que se incorporan a partir de la Carta de 1925 son los siguientes: •

Libertad de conciencia y ejercicio de todos los cultos que ya existe desde 1865 pero que ahora se vincula a la separación de la Iglesia y el Estado.



Protección al trabajo, la industria y la seguridad social.

Si concentramos el análisis en la comparación de la actual Constitución con las que la precedieron, vemos que existen numerosos derechos que podríamos catalogar de nuevos, respecto de los que ya estaban consagrados con anterioridad: •

Derecho a la vida.



Derecho a la defensa jurídica.



Protección de la vida pública y privada.



Igual protección de la ley en el ejercicio de los derechos.



Derecho a no ser juzgado por comisiones especiales.



Derecho al debido proceso.



Tipicidad de la ley penal.

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Derecho a vivir en un ambiente libre de contaminación.



Derecho a la protección de la salud.



Libertad de afiliación a cualquier sistema de salud.



Derecho a la educación.



Pluralismo político.



Derecho a la seguridad social.



Derecho a la sindicalización.



Derecho de propiedad en la forma amplia del Art. 19, N° 23, 24 y 25.



Garantía de no afectación de los derechos en su esencia del Art. 19, N°. 26.



Libertad de asociación que es restringida en lo político y sindical y amplia en lo civil.

Los derechos que aparecen como nuevos en la Constitución vigente respecto de la Carta de 1925 responden en su mayoría a los denominados derechos económicos y sociales que son reconocidos e incorporados al derecho positivo en el constitucionalismo que es posterior a la Segunda Guerra Mundial. No obstante, también estos derechos económicos y sociales tienen punto de contacto con las disposiciones de la Constitución de 1925 del modo siguiente: •

El derecho a la vida e integridad física y psíquica se vincula con las disposiciones de la Constitución de 1925 que garantizaban la libertad y seguridad personal.



Los principios y normas constitucionales que dan forma a las instituciones procesales y penales tienen punto de contacto con las disposiciones del Art. 10, N°. 15, y con los Arts. 11 a 20 inclusive de la Constitución de 1925, que regulan estas mismas materias de un modo semejante.



La garantía del pluralismo político tiene punto de contacto en la Constitución de 1925 con la libertad de emitir cualquier tipo de opiniones, la libertad de pensamiento y conciencia.



El derecho a vivir en un ambiente libre de contaminación, es una forma de igualdad.

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El derecho a la educación tiene punto de contacto en la libertad de enseñanza.



La garantía de la no afectación de los derechos en su esencia es nueva y no existen antecedentes en el constitucionalismo chileno anterior respecto de ella.



El derecho a la seguridad social tiene punto de contacto en la protección de las obras de previsión social.



El derecho a la protección de la salud se vincula también con la protección de la salud pública que se reconocía en el Art. 10, N°. 14 de la Carta Fundamental de 1925.



El derecho a la libre iniciativa en materia económica Art. 19 N° 21 tiene punto de contacto con la denominada libertad de trabajo de la Constitución de 1925, pero no así su especial forma de garantía que es el denominado recurso de amparo económico.



El derecho a la indemnización por causa de expropiación tiene punto de contacto con las disposiciones constitucionales anteriores que regularon el subsistema del derecho de propiedad.

Además, del análisis del cuadro antes expuesto se concluye que una concepción republicana adaptada a Chile, debe pensar los derechos fundamentales, aplicando la noción más integradora de bloque constitucional, idea que tiene su origen en Francia y que puede ser utilizada para explicar la relación entre las constituciones y las normas constitucionales que se contienen en otros documentos, tales como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 (Ruiz-Tagle 2001b, 179-199). Esta noción puede ser aplicada en Chile como una verdadera regla de reconocimiento que nos sirva para identificar los derechos fundamentales. De acuerdo con la noción más actualizada de «bloque constitucional», se puede construir por medio de un proceso interpretativo de la Constitución la existencia de un subsistema jurídico de los derechos fundamentales, que se forma por las disposiciones constitucionales chilenas referidos a estos. Estas disposiciones se encuentran en varios capítulos de la Carta Fundamental, no sólo en el capítulo tercero referente a los derechos y deberes constitucionales y también en las convenciones internacionales que se refieren a derechos humanos. Las disposiciones constitucionales forman un bloque, junto con las normas y principios sobre derechos humanos contenidos en las

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convenciones internacionales, tales como en la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, el Pacto de San José o Convención Americana, la Convención contra la Tortura, los convenios de Ginebra sobre trato de prisioneros y sobre genocidio y la Convención contra la Discriminación de la Mujer, entre otras. Esta forma de entender los derechos fundamentales debe considerar, también, su regulación parlamentaria y administrativa, y su aplicación judicial en el contexto del desarrollo jurisprudencial y dogmático que se inicia en 1990 en el gobierno constitucional en Chile. Si analizamos desde esta perspectiva más amplia el contenido de las disposiciones constitucionales referidas a los derechos fundamentales encontramos que los verbos que con mayor frecuencia se refieren a ellos son, reconocer, garantizar, asegurar, proteger, promover, reivindicar, respetar, limitar, restringir, suspender, violar y sancionar. Se trata de una compleja e inmensa variedad de prohibiciones y mandatos que se manifiestan en las normas y principios constitucionales. Para ilustrar mejor esta nueva forma de pensar los derechos fundamentales en un bloque constitucional, resulta útil realizar una comparación de los catálogos de derechos que han ido configurando el derecho chileno, entendido como la combinación de los derechos constitucionales y los derechos humanos. Hay derechos que al parecer no tienen punto de contacto con sus predecesores, no obstante el estudio de la dogmática constitucional, de las prácticas y la jurisprudencia nacional e internacional, nos llevan a concluir que existen relaciones muy significativas, como se aprecia en el cuadro anterior que contiene la síntesis de los derechos. Por eso, el análisis que propongo nos permite afirmar que prácticamente todas nuestras disposiciones constitucionales referidas a materias vinculadas a los derechos fundamentales, tienen un punto de conexión que responde a nuestra dogmática constitucional anterior, lo que no significa que no hayan existido importantes desviaciones en el texto constitucional vigente. Esta es una idea central en la concepción republicana de los derechos que además se vincula a la posibilidad de tener una mirada crítica de nuestra dogmática desde un punto de vista comparado. Por ejemplo, en la mirada inspirada en el Derecho Constitucional comparado que se propone para Chile, el derecho fundamental al sufragio, el acceso a los cargos públicos, la igual ciudadanía y nacionalidad deben pensarse como vinculados a los demás derechos fundamentales, porque una nueva visión republicana de los derechos, debe proponerse

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librar al sufragio de gran parte de las limitaciones de las disposiciones constitucionales chilenas actualmente vigentes, tales como las del Art. 16, N°. 2 de la Constitución Política que ya se ha mencionado. Porque el sufragio, la ciudadanía y la nacionalidad no son institutos separados de los demás derechos fundamentales. El sufragio debe ser tanto o más importante que la propiedad en una sociedad como la chilena, que tiene tanta desigualdad. Adicionalmente, corresponde también reconocer que el catálogo de los derechos en Chile tiene ciertos elementos progresistas, tales como el derecho al medio ambiente y el límite a la soberanía que se ha establecido en virtud de los derechos reconocidos por los tratados internacionales de conformidad con el Artículo 5 de la Carta Fundamental. Esta nueva visión de los derechos fundamentales también debe recoger las críticas a las confusiones a que pueden dar origen las categorías doctrinarias de «subsidiariedad» y «orden público económico» y aceptar su sustitución a la luz de la primacía de los valores de la igualdad y la libertad constitucional (Ruiz-Tagle 2000, 48-65). Por su parte, también nos pueden servir de inspiración las ideas de Louis Favoreau que distingue entre garantías de fondo o relativas al contenido de los derechos fundamentales que son: la aplicación directa de la Constitución, la reserva legal, la garantía de la esencia de los derechos e irretroactividad, el carácter excepcional de las restricciones y mecanismos estrictos de reforma constitucional; de las garantías jurisdiccionales, que incluyen el control abstracto y concreto, control judicial especializado y las garantías aseguradas por la justicia ordinaria (Favoreau et al. 1998, 795-802). Todas estas ideas sobre las diferentes modalidades que tienen las garantías de los derechos fundamentales, podemos utilizarlas para ordenar y comprender mejor el derecho público chileno, y estas mismas explicaciones pueden ser usadas por nuestra doctrina y jurisprudencia para entender, interpretar y aplicar mejor el subsistema de nuestros derechos fundamentales Peces-Barba, en cuanto al estudio de las formas de garantizar los derechos, distingue entre garantías generales y específicas, y entre estas últimas, lista garantías de desarrollo, de control y fiscalización, de regulación, de interpretación (esta tienen según Peces-Barba un criterio universal que emana de la Declaración de 1948), garantías internas al derecho o respeto al contenido esencial, garantías judiciales ordinarias y especiales o constitucionales. Argumenta, además, que la exclusividad y la unidad de la jurisdicción son condición eficaz para la protección de los derechos fundamentales y especifica las garantías de

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los derechos fundamentales que pueden darse en el proceso. El profesor Peces Barba agrega al tratamiento anterior las garantías internacionales, entre las que distingue las universales que emanan de la declaración de 1948 y las garantías que han surgido a nivel regional (Peces-Barba 1999, 547-568); (Ruiz-Tagle 2003, 181-190). Las ideas de Peces-Barba, sobre las garantías internacionales de los derechos fundamentales, son también aplicables a nuestro país que se ha integrado en forma progresiva al sistema de garantías internacionales de los derechos fundamentales, por lo que debe reafirmar sus vínculos regionales con el sistema interamericano, que comparado con el europeo tiene algunos rasgos especiales como son la protección especial de la libertad de expresión y el derecho de asilo. Ahora bien, con respecto a la interpretación de los derechos fundamentales, podemos decir que este proceso no consiste en una sola respuesta correcta para cada caso, ya que la tarea constitucional debe profundizar más de un criterio general de interpretación prodemocrática como es de suponer en una sociedad abierta. Debe, además, contribuir al desarrollo y promoción de los valores de dignidad, igualdad y libertad junto con el respeto del principio de legalidad de un modo amplio e inclusivo. Del mismo modo, la interpretación constitucional de los derechos fundamentales se vincula con el tema del resguardo del contenido esencial y de los límites a los derechos fundamentales, cuestiones que generan problemas de interpretación. Por ejemplo, el tema de los límites incluye el estudio de los supuestos de hecho de los derechos fundamentales y los límites jurídicos a los mismos, tal como ha propuesto en esta materia Haberle (Peces-Barba 1999, 588). Debemos considerar además la doctrina de los preferred rights o preferred positions (posiciones o derechos preferidos) que reconoce importancia para un caso de ponderación concreto a un derecho fundamental respecto de otro, y esta forma de pensar los derechos en un caso concreto también debe ser considerada al momento de pensar el subsistema jurídico chileno, porque los conflictos que pueden suscitarse en relación con los derechos fundamentales en Chile deben solucionarse por la vía de la ponderación. La ponderación consiste en una forma de considerar el caso y los derechos afectados de una manera óptima y proporcional que supone ser idónea y necesaria. Desde luego supone abandonar toda concepción intuitiva y absoluta de jerarquía entre los derechos. Para entender mejor el subsistema chileno de los derechos fundamentales, también conviene tener presente, como en el derecho norteamericano, la solución de conflictos, y la interpretación

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de los derechos fundamentales se vincula principalmente a la idea del control judicial de la producción legislativa. Así se han desarrollado diversos criterios en cuanto a identificar los derechos fundamentales. Estos consisten en aplicar un test de escrutinio estricto o intermedio o de racionalidad que junto con una idea de proporcionalidad sirven para determinar si dicha afectación es adecuada y compatible con la Constitución (Chemerynsky 2001, 695-701); (Garvey 1999, 608-656). Esta forma de pensar los derechos nos puede parecer en principio difícil de aplicar en Chile. No obstante, lo que parece más difícil de aceptar es que toda esta forma de raciocinio se aplique por los jueces a derechos no listados en el texto constitucional, tal como ha sucedido con el reconocimiento del derecho de privacidad en EE.UU. Adicionalmente, para los efectos de mirar nuestro sistema de derechos desde un punto de vista comparado nos conviene tener presente que la función social es concebida y predicada como una característica de todos los derechos, y no sólo de la propiedad como se ha dispuesto en Chile. En definitiva, es importante considerar que el subsistema jurídico de los derechos fundamentales chileno es parte de un conjunto mayor que se forma por una serie de subsistemas de derechos que coexisten en el tiempo, en cada uno de los ordenamientos jurídicos nacionales, y que se retroalimentan entre sí y también del desarrollo que alcanzan los sistemas regionales o internacionales de derechos humanos.

Las doctrinas chilenas sobre el derecho de propiedad En contraste con la tradición republicana chilena, en la Constitución vigente se instala de manera hipertrofiada un subsistema constitucional del derecho de propiedad, el que en cierto modo altera el Derecho Constitucional republicano chileno que se remonta hasta 1812. El texto constitucional de 1980, que nace a partir de los documentos emanados de la Comisión designada por la Dictadura militar, contiene una regulación extensa y específica de la propiedad que se mantiene inalterada a esta fecha (Peñailillo 2006, 11-19, 81-92). El Art. 19, N° 24 inciso 1, señala: La Constitución asegura a todas las personas: el derecho de propiedad en sus diversas especies sobre toda clase de bienes corporales e incorporales.

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Al respecto, la protección del derecho de propiedad ha sido reconocida en el texto constitucional en su sentido más amplio, comprendiendo tanto los bienes corporales como incorporales. En la Constitución se recogió el concepto de derecho de propiedad en cuanto tal, y no la simple titularidad exclusiva de derechos subjetivos. De la historia del artículo antes referido se desprende que el Constituyente quiso otorgar protección al derecho de propiedad de la forma más amplia posible, tal como lo expone el profesor José Luis Cea: Queda, pues, declarado el reconocimiento de la propiedad privada adquirida de forma individual, familiar, cooperativa, comunitaria y en cualquier otra, a todas las que se les proporciona una eficaz protección. Ese derecho puede recaer sobre cuanta clase de bienes exista: corporales, sean muebles e inmuebles; incorporales, sean derechos reales o personales. En uno y otro caso trátese de bienes de simple utilización privada o de producción y cambio (Cea 1988, 189).

A pesar de lo detallada de la regulación constitucional chilena, el estudio de la propiedad adopta una forma de dogmática privatista, minimalista y esmirriada, tal como se expresa en el texto de Abraham Kiverstein, Síntesis del Derecho Civil (1993) que se usó como material de estudio en los años ochenta y noventa y que todavía sirve de guía a los estudiantes de Derecho. El profesor Hernán Corral me ha criticado porque en su opinión la dogmática privatista «minimalista» del derecho de propiedad no puede identificarse con el resumen para estudiantes elaborado por Abraham Kiverstein, titulado Síntesis del Derecho Civil y que esta identificación resulta poco seria, porque este autor no es reconocido como representativo de la doctrina civil en la materia. Sin embargo, a pesar que el profesor Hernán Corral tiene razón en la falta de reconocimiento que atribuye a la obra de Kiverstein en la dogmática civil chilena más actualizada, se puede advertir que en esta última obra que se expresa una versión minimalista de la propiedad, está sólo referida al Código Civil en una versión simplificada de la misma. Por eso me parece que conviene al menos referir su importancia en la enseñanza, o más bien en el aprendizaje de la propiedad en Chile, lo que contrasta con la importancia y complejidad de nuestra regulación constitucional en la misma materia. En contraste con esta concepción privatista de la propiedad, puede citarse el trabajo de Lautaro Ríos, sobre su función social, que consiste en un intento dogmático serio por comprender las normas de la

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Constitución vigente, y el alcance de esta concepción particular, como una forma de limitación del dominio en el ámbito constitucional (Ríos 1987, 57-73). A este trabajo se agregan las reflexiones originalistas de Enrique Evans sobre las opiniones multiformes de los abogados comisionados por la Dictadura para redactar el texto constitucional de 1980 en relación a la propiedad (Evans 1999, 213-231). Deben a su vez mencionarse, por su riqueza conceptual, los estudios de Alejandro Guzmán y de Enrique Brahm sobre el alcance de cosa incorporal en el Art. 19, N° 24 de la Carta Fundamental, y el subsiguiente comentario de Hernán Corral referido al primero de estos (Guzmán 1995, 117-256, 235-256); (Brahm 1999-2000, 335-349); (Corral 1996, 13-18). También son de gran valor los trabajos de Eduardo Aldunate y Eduardo Cordero en el que sostienen la existencia de una pluralidad de propiedades en Chile, identifican algunas de las normas constitucionales del dominio y estudian la vinculación entre la función social y su contenido esencial (Aldunate 2008, 256-264); (Cordero 2008, 493-525). Sin embargo, en ninguno de estos valiosos estudios, ni en ningún otro trabajo dogmático chileno, he encontrado referencias que no sean parciales sobre el subsistema constitucional multiforme del derecho de propiedad pública y privada que existe en la Constitución vigente en Chile. Existen muchos estudios dedicados a describir en particular, cada una las disposiciones particulares de la Carta Fundamental chilena que se refieren a la propiedad, pero salvo por la notable excepción de los trabajos de Daniel Peñailillo, no he encontrado quien haya concebido la propiedad constitucional chilena como un subsistema de normas y principios. En esto consiste lo principal de mi propuesta, pero antes de explicarla, revisemos lo que tiene que decirnos sobre esta cuestión el profesor Daniel Peñailillo. Daniel Peñailillo, en su obra denominada Los bienes: propiedad y otros derechos reales, publicada en el año 2006, ha concebido el derecho de propiedad a nivel constitucional como un subsistema formado por diversas reglas y principios. Por eso me parece que es un fiel seguidor de la propuesta de Alessandri Rodríguez y Somarriva, la que expone de un modo actualizado y riguroso. Peñailillo trata de modo ordenado el concepto, evolución y estructura de la propiedad, y particularmente da cuenta de sus principios rectores, entre los que incluye la equidad en el reparto y el aprovechamiento, y en relación con la base constitucional chilena destaca la protección, la función social, la reserva legal, las restricciones y privaciones y la afectación de la esencia; la privación o afectación sin indemnización y su consecuencia; la preservación

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natural y cultural; la planificación territorial, el uso del suelo, la división predial y la edificación; las llamadas formas de propiedad y la copropiedad. Todo lo anterior sirve como antecedente ius publicista de sus explicaciones sobre el derecho de propiedad (Peñailillo 2006, 11-19 y 81-128). En su obra ha señalado a modo de advertencia general de su concepción: Tomando en consideración las últimas décadas quizás sólo una generalización puede formularse: de una concepción muy liberal del dominio, que otorga las más amplias facultades al propietario para el ejercicio de su derecho, se ha evolucionado en el sentido de imponerle restricciones y cargas a fin de que de ese ejercicio pueda obtenerse provecho, no sólo para el propietario, sino también para la colectividad, tendencia que culmina en la decisión de reservar para el dominio de la comunidad, representada por el Estado, ciertos bienes de importancia básica en la vida nacional. Pero tal tendencia nunca ha estado exenta de objeciones, al menos en el grado de su intensidad (Peñailillo 2006, 75).

En verdad, Peñailillo ha propuesto las bases dogmáticas de un subsistema de propiedad constitucional que combina de un modo razonable la propiedad privada y pública, propuesta con la que ciertamente concordamos. En lo que no podemos concordar con el profesor Peñailillo es en su propósito de fundar su idea en la utilización ampliada del concepto de propiedad del Código Civil, dado que a nuestro juicio la Constitución no define un concepto de propiedad y en verdad el concepto constitucional excede el de norma de derecho privado. En apoyo de su tesis Peñailillo cita un trabajo de Juan Andrés Varas y dice que: […] parece natural la remisión a la recién mencionada (definición) del Código (Civil), sobre todo considerando su aludida flexibilidad, que se acomoda (sin obstáculo) a los substanciosos preceptos de la Constitución (Peñailillo 2006, 86-87).

La idea de completar la concepción constitucional de la propiedad con la definición de dominio del Código Civil, es a mi juicio equivocada, porque la Carta Fundamental contiene principios y normas que exceden el ámbito privado y en algunas cuestiones incluso lo contradicen, como se explicará en esta misma sección. Asimismo, la propuesta dogmática de Daniel Peñailillo comprende los números 21 a 25 del mismo Artículo 19 de la Constitución como parte de las disposiciones más relevantes referidas a la propiedad. Sin

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embargo, no explica de manera directa la vinculación entre la propiedad y las disposiciones contenidas en los números 21 y 22 del Artículo 19 que el propio Peñailillo ha incluido como parte de dicho subsistema (Peñailillo 2006, 76). Además, si bien Daniel Peñailillo hace referencias al número 26 referido al contenido esencial del derecho de propiedad, no lo incluye al momento de singularizar las disposiciones que forman lo que denomina la base constitucional de la propiedad. A diferencia de la propuesta del profesor Peñailillo, es nuestra opinión que el subsistema constitucional de la propiedad en Chile se refiere y debe comprender particularmente a las disposiciones del Art. 19, N°s 23 a 26 inclusive. A pesar de estas diferencias lo cierto es que el profesor Peñailillo se explaya con toda razón sobre el significado de las cuatro causales por las que puede imponerse la función social, que por los términos tan generales en que están redactados, hacen perder toda relevancia a su carácter taxativo. También explica con gran acierto el concepto de privación total o parcial de la propiedad que se justifica solo por dos causales constitucionales junto con el requisito que impone la exigencia constitucional de reserva legal y su consiguiente indemnización, (Peñailillo 2006, 90-91). En cuanto a la idea de restricciones (limitaciones) y deberes (obligaciones) Daniel Peñailillo ha sostenido que estas pueden afectar el contenido del derecho de propiedad privada, siempre que respete lo esencial del derecho, o alternativamente, puede afectar ciertos atributos o algunas de los caracteres del dominio. Sobre estas cuestiones tan complejas Peñailillo ha expresado con gran precisión que: [La imposición de restricciones y deberes] [p]ositivamente, se concretan en normas sobre variadas materias. Entre nosotros están diseminadas por todo el Código Civil y en innumerables leyes especiales, tanto de sectores productivos como habitacionales; tanto industrial como agropecuarias, minero, urbanístico (Peñailillo 2006, 91-92).

Como ya fue anticipado, en la Carta Fundamental de la Quinta República chilena que se inicia en 1990 y que dura hasta hoy, particularmente en su Art. 19, Nos. 23 a 26, inclusive, se concentran las principales disposiciones que conforman a mi juicio el subsistema de la propiedad en Chile. Se dispone por ejemplo, que el acceso a la propiedad estará limitado de acuerdo con el principio de reserva legal y que se requiere de ley para justificar su afectación. Del mismo modo, la idea de que la propiedad recae sobre toda clase de bienes se regula y alcanza tanto a las cosas corporales como incorporales. De esta forma, la propiedad

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constitucional recae sobre algunos derechos que son un bien incorporal y que quedan comprendidos en el concepto constitucional, pero no encajan fácilmente con la regulación civil de propiedad. No obstante lo anterior, curiosamente en el derecho chileno actual todavía se concibe la propiedad de modo predominante a partir de las normas del Código Civil, lo que distorsiona aún más el paradigma del derecho de propiedad en la Constitución. No se advierte por ejemplo que la construcción doctrinaria actual de la propiedad en Chile sea distinta a la de nuestro derecho civil o que vinculada a esta, sea considerada como un instituto autónomo. Incluso más, existe una corriente doctrinal que intenta unir ambas o incluso presentarlas como una sola (Evans 1999, 213-231). Tampoco hemos encontrado que se exponga una concepción republicana sobre la propiedad en los trabajos dogmáticos que existen en Chile. En otras latitudes, en el ámbito del pensamiento republicano más radical y tal como consta en la obra de Jennifer Nedelsky, se ha argumentado que existen buenas razones para no «constitucionalizar» el derecho de propiedad. Según la profesora Nedelsky, esta «constitucionalización» implicaría validar, congelar y reforzar la garantía de un status quo de los que son propietarios en un momento determinado, afectando así la igualdad de aquellos que carecen de propiedad o incluso negar la posibilidad de que la legislación afecte este derecho (Nedelsky 1990, 186, 213, 215, 226, 228, 247, 272 y 273). Por nuestra parte, afirmamos que la regulación constitucional de la propiedad es necesaria como afirmación de la dignidad personal y como un límite a la acción del Gobierno (Jocelyn-Holt 2014, 223-233), pero sostenemos al mismo tiempo que esta debe apartarse en su concepción jurídica del derecho civil, porque constituye un subsistema constitucional autónomo que en el derecho chileno se debe reconstruir en torno a ciertos rasgos principales que se tratan en las secciones siguientes.

La propiedad como derecho fundamental y derecho humano y su relación con la dignidad (Arts. 5 y 17 de la Declaración de Derechos Humanos y Art. 21 del Pacto de San José) Las normas y principios del subsistema del derecho de propiedad del Artículo 19 en sus numerales 23, 24, 25 y 26 de la Constitución Política, deben interpretarse e integrarse, en una interfase entre los derechos de la Carta Fundamental y los derechos humanos. Esta es la idea de derecho fundamental, que se construye en virtud del Artículo 5 de la

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Constitución chilena y en el que se integran las normas sobre derechos humanos. Para entender la propiedad en Chile debemos considerar entonces como derecho vigente en esta materia, el Artículo 17 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que dispone: 1) Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente; 2) Nadie puede ser privado de su propiedad arbitrariamente.

También debe integrarse la noción de propiedad de la Carta Fundamental con las disposiciones que expresa el Pacto de San José que rige de pleno derecho en Chile y que en su Artículo 21 dice: 1) Toda persona tiene derecho al uso y goce de sus bienes. La ley puede subordinar tal uso y goce al interés social. 2) Ninguna persona puede ser privada de sus bienes, excepto mediante el pago de indemnización justa, por razones de utilidad pública o de interés social y en los casos y según las formas establecidas en la ley. 3) Tanto la usura como cualquier otra forma de explotación del hombre por el hombre, deben ser prohibidas por la ley.

De acuerdo con esta noción de propiedad como derecho humano debemos concebir la propiedad como individual y colectiva, y no sólo como propiedad privada. El profesor John Rawls en The laws of peoples incluye el derecho a obtener propiedad personal, entre aquellas libertades que deben ser garantizadas en todas las sociedades que Rawls considera «decentes». Rawls define la propiedad como un derecho humano al decir que: Entre los derechos humanos están el derecho a la vida (a los medios de subsistencia y seguridad); de libertad (de ser libre de esclavitud, servidumbre, ocupación forzada, y de una medida suficiente de libertad de conciencia que asegure la libertad de religión y pensamiento); de propiedad (propiedad personal); y de igualdad formal expresada en reglas de justicia natural (esto es que los casos similares deben tratarse igualmente). Los derechos humanos, así entendidos no pueden ser rechazados como una peculiaridad liberal de la tradición occidental. No son políticamente parroquiales (Rawls 1999, 65).

Rawls distingue, además, al menos dos ideas ligadas a la propiedad entendida como derecho fundamental, y estas ideas pueden ser consideradas como conceptos o concepciones de la propiedad (RuizTagle 2014, 110-137); (Michelman 1967, 1219-1224). Primero, la idea de

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propiedad personal que debe ser determinada a nivel constituyente o constitucional y que está vinculada a la noción de dignidad y personalidad moral, integridad o identidad del sujeto moral y por ende a su idea de libertad básica. Según Rawls, esta forma de propiedad personal es objeto de los principios de justicia y en el ámbito internacional constituye un derecho humano indisponible. Por una parte, se refiere a la propiedad mueble (o no real, o no raíz o vinculada a la tierra), y por la otra, se define por una garantía de acceso respecto de todas las personas. Este concepto de propiedad tiene una connotación moral que excede lo propiamente político y se entronca en una concepción de la personalidad de raíz kantiana. Segundo, Rawls concibe el concepto o la idea de propiedad privada o social que corresponde determinar a nivel legislativo y aplicar a nivel judicial y este concepto de propiedad es objeto de regulación acorde con las circunstancias políticas, históricas y sociológicas y comprende decisiones sobre la forma de crear y asignar bienes públicos, elegir el trabajo, prevenir daños a los recursos naturales, etc., y llega a alcanzar en su radio de influencia, incluso el ámbito internacional. Esta idea de vincular la propiedad con la persona, con su dignidad y subsistencia individual, es expresada también por Robert Reich y Margaret Radin quien concibe el hogar como extensión de la personalidad y su ser, y también puede incorporarse al Derecho Constitucional chileno como una idea republicana (Simon 1990, 1361). En forma consistente con esta idea de propiedad como derecho humano y derecho fundamental, es también importante tener en cuenta que existen además diversos textos constitucionales, incluso tratados y documentos de las Naciones Unidas que consideran que la propiedad amerita protección especial, en cuanto se refiere a la vivienda, la tierra, el agua u otro recurso natural necesario para la vida humana. La propiedad como derecho humano, que se impone como parte de la concepción republicana de la propiedad, también supone un compromiso con la participación y el reconocimiento de la igualdad en la esfera económica y una simpatía por empresas de menor tamaño que tienen conexiones locales que permiten la cooperación y el beneficio mutuo (Simon 1990, 1338). Esta concepción supone imponer limitaciones a la transferencia de propiedad y entregar el control sobre las mismas a los participantes en una o más comunidades de propietarios y también la imposición de restricciones en cuanto a la acumulación de propiedad, para limitar la desigualdad entre los miembros de la comunidad de propietarios (Simon 1990, 1341)

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Lo anterior implica que a nivel constitucional deba hacerse una distinción en cuanto al derecho de propiedad que corresponde reconocer y garantizar a las personas naturales, en cuanto son individuos de la especie humana, y el derecho de propiedad que se reconoce y garantiza a nivel constitucional respecto de las personas jurídicas. Esta distinción no está presente en las disposiciones constitucionales chilenas vigentes, pero quizás puede desprenderse y eventualmente construirse a partir de la necesaria interpretación e integración que debe existir entre estas y las normas de los tratados referidos a la propiedad.

La garantía de acceso a la propiedad (Art. 19, N°. 23 C. Pol.) El alcance de la garantía de acceso de la propiedad que contempla el mandato constitucional del Art. 19, N°.23, ha sido objeto de cuestionamiento en las decisiones políticas del Gobierno y en el Parlamento. El Tribunal Constitucional ha señalado en una de sus sentencias que el objetivo y finalidad de esta disposición, es que respecto al mayor número de personas, se entiende que se refiere por igual a personas naturales y jurídicas, y que por tanto la legislación debe permitir el acceso a la propiedad del modo más amplio. Es parte de una concepción republicana de la propiedad el principio que el derecho de dominio deba ser accesible incluso respecto de aquellas personas que actualmente no son propietarios, como se ha expresado en el fallo N°. 260 del Tribunal Constitucional al aplicar la disposición del Art. 19, N°.23 de la Constitución vigente (Pfeffer 1999, 240); (Cornejo 2014, 189-222); (Ruiz-Tagle 2014a, 21-54). De hecho, la idea de concebir el derecho de propiedad, más allá de una limitación a las de la participación política, es parte fundamental de una concepción republicana y puede ser introducida en la comprensión e interpretación de la propiedad en el derecho chileno (Simon 1990, 1354). El precepto extrae del ámbito legal de dominio privado a los bienes comunes a todos, los bienes nacionales de uso público y los bienes que la propia Constitución haya expresamente excluido. Entiende además que las limitaciones que puedan imponerse en el acceso a la propiedad privada requieren de una ley de quórum calificado. Esta norma reconoce diversos tipos de propiedad y aunque regula expresamente el dominio privado, en verdad no da prioridad o preferencia a esta forma de derecho en relación a las otras instituciones dominicales que también son referidas en ella. Tampoco, desde un punto de vista republicano, puede entenderse como una prohibición constitucional a la nacionalización

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de una universalidad o conjunto de bienes susceptibles de dominio privado. Para ello bastaría con incorporar este modo de adquirir en la normativa constitucional vigente para que deba ser tenido como válido en nuestro derecho. Además, el inciso sexto del Art. 19, N°. 24 reconoce y conserva los efectos jurídicos de la nacionalización minera al disponer que el Estado tiene el dominio exclusivo, inalienable, imprescriptible de todas las minas, sin perjuicio que estas sean objeto de concesión, materia sobre la cual se pronuncia la ley orgánica del ramo, por lo que entender la norma del Art. 19, N°. 23 como una prohibición de la nacionalización es contradictorio con estas disposiciones. El precepto del Art. 19, N° 23 puede ser también interpretado como una disposición que se refiere a la controvertida cuestión de las tres áreas de la economía o de la propiedad que se planteó en el gobierno del presidente Allende. Esta cuestión que pretendía normar formas de propiedad privada, mixta y estatal o social motivó una serie de conflictos que culminaron con el fallo del rol N°. 15 del Tribunal Constitucional. La norma del Art. 19, N°. 23 de la Constitución, al establecer el principio que por regla general las cosas son susceptibles de propiedad privada y que por excepción puede existir dominio público sobre las cosas comunes a todos los hombres y los bienes nacionales de uso público, define esta cuestión. Además, dispone que la propiedad estatal o social pueda también comprender otros bienes que son designados en la Constitución y las leyes y que si se trata de excluir una cosa de la propiedad privada, esta norma debe tener jerarquía de ley y ser aprobada con quórum calificado.

La propiedad constitucional comprende toda clase de bienes (Art. 19, N°. 24 C. Pol.) Desde un punto de vista republicano, el concepto de propiedad se concibe con amplitud y por tanto excede lo dispuesto en los Artículos 565, 582 y 583 del Código Civil. El Artículo 582, dispone que el dominio recae sobre cosas corporales y el Artículo 583, dice que sobre las cosas incorporales, esto es aquellas que son meros derechos como los créditos y servidumbres activas, «hay también una especie de propiedad». La normativa constitucional no califica de «especie de propiedad», sino de propiedad o dominio pleno, el derecho que otorga la Carta Fundamental. Esta propiedad constitucional se asegura a todas las personas respecto de todas las cosas corporales e incorporales sin establecer distinción alguna en cuanto a la titularidad de este derecho.

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Por eso no debe llamar la atención que como consecuencia de esta normativa constitucional, nuevos derechos se asilen en la Carta Fundamental para su protección, en los casos que su estructura no sea reconocida en el derecho civil patrimonial. Esto ha sucedido con el derecho a la imagen, el derecho a la publicidad, el derecho al cargo o empleo, los nombres de dominio, el derecho a la matrícula o al plan de salud o de seguro etc.; todos bienes que han sido asegurados por la vía de la protección constitucional generando muchas veces controversia entre aquellos que ven en la Constitución una necesaria correspondencia con las normas del derecho civil. Desde luego, la idea de concebir el trabajo como propiedad es consistente con una noción republicana de la propiedad, que incluso puede traducirse en limitar, o en la prohibición de utilizar, formas arbitrarias de despido (Simon 1990, 1382). En Chile, el profesor Alejandro Vergara ha acuñado el término «propietarización» para designar este fenómeno (Vergara 1991, 281291) y también ha tocado este tema Jessica Fuentes, que luego lo desarrolla junto con el profesor Eduardo Aldunate. En este trabajo se critica la inconveniencia de tener un concepto de propiedad expuesto a la inflación o deformación a partir de la expansiva jurisprudencia sobre nuevos derechos que ha emanado de las acciones de protección, particularmente la inflación indebida del concepto de propiedad (Aldunate y Fuentes 1997, 195-221). Estos nuevos derechos, tales como la propiedad sobre la imagen o los nombres de dominio, el cargo o empleo, la pensión o jubilación merecen protección jurídica constitucional, aunque no tengan protección dominical privada. Estos derechos a veces adquieren más valor que los bienes raíces o los bienes muebles, que son objeto de protección en el derecho privado tradicional. La amplitud de la norma constitucional sirve así de sustento a su protección. Al igual que la disposición del Art. 19, N°. 23 recién citado, el N°. 24 del mismo artículo, también puede ser interpretado como una forma de resolver la controvertida cuestión de las tres áreas de la economía a la que antes me he referido. Desde luego constitucionaliza o lleva a nivel constitucional la garantía de todas las formas de propiedad, sean estas privadas, mixtas o estatales. Además, protege la propiedad sobre todo tipo de cosas, incluso las incorporales. Regula las causales y obligaciones y limitaciones que pueden imponerse en nombre de la función social y exige que toda forma de privación de la propiedad sea motivada por causas legales que sean calificadas por el legislador. De

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acuerdo con este precepto la afectación administrativa de la propiedad requiere de fundamento legal y esta fue una de las cuestiones más controvertidas del gobierno del presidente Allende. Establece además causales taxativas y la indemnización para todo caso de privación, perturbación o amenaza de la propiedad, y el procedimiento regulado de expropiación obliga a pagar el precio de mercado al titular del derecho expropiado. Finalmente, reconoce la propiedad estatal o el dominio público sobre las minas, sobre los hidrocarburos y otros bienes, lo que implica validar el proceso de nacionalización de la gran minería. Lo anterior se complementa con un sistema de concesiones privadas para la explotación de algunos de estos recursos que se regula por las leyes orgánicas respectivas.

La función social de la propiedad (Arts. Nos. 19, 24 y 26 C. Pol.) Esta es una de las cuestiones de dogmática y jurisprudencia constitucional más controvertidas, y que más se aviene con la concepción constitucional republicana, porque no existen referencias a la función social de la propiedad en el derecho civil. Incluso más, la introducción de la función social implica imponer un límite al derecho de propiedad privada. Fue Alessandri quien introdujo la categoría dogmática de la función social influido por las enseñanzas de León Duguit, y esta se incorpora y mantiene hasta el texto actual (Mirow 2011, 1185-1210). La función social regulada en el Art. 19, N°. 24 se refiere de modo general a la admisibilidad del interés colectivo como un límite a la propiedad pero también puede ser considerada como parte sustancial del contenido esencial de la propiedad (López 1998, 1639-1691); (López 2014, 52-59). La función social regula la acción del legislador, ya que es por medio de una ley que se puede establecer limitaciones y obligaciones en materias referidas a los intereses generales de la nación, seguridad nacional, utilidad y salubridad públicas y la conservación del medio ambiente. Lautaro Ríos ha sostenido que la función social juega como categoría general junto con las demás justificaciones que la Constitución reconoce como válidas para limitar la propiedad privada (Ríos 2010, 111-136); (Rajevic 1996, 62-67). Además, sobre el tema de la función social y su aplicación jurisprudencial es necesario también determinar si corresponde indemnizar en aquellos casos en que la función social ha sido invocada para imponer obligaciones o limitaciones al dominio. Como una cuestión relacionada y para el caso que se vea afectado por las obligaciones o

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limitaciones derivadas de la función social que afectan el contenido esencial de un derecho de propiedad privada, también será necesario determinar, como se argumentó en el litigio de la Comunidad Galletué, y ahora es sometido a duda y controversia en la jurisprudencia más actualizada, si procede indemnización alguna en esos casos por su fundamento constitucional (López 2014, 59-92).

La regulación de la expropiación (Art. 19, N°. 24 C. Pol.) La regulación de la expropiación en el Art. 19, Nos. 24 y 25, también es una materia de orden constitucional que excede el marco privatista del derecho de propiedad. La expropiación está limitada al uso público de los bienes y exige compensación mediante un procedimiento judicial reglado. Es decir, no puede expropiarse una propiedad, sino para que su titularidad sea del Estado o para ser concesionada a su vez a un particular para que este último le dé un uso o la goce o disponga de ella para obtener un beneficio público (Huneeus 1879, 55-61); (Evans 1999, 213-231). La expropiación procede por causa de utilidad pública e interés nacional, y existe en la Constitución una regulación intensa de este tema, con un procedimiento especialmente establecido al efecto. Así, por ejemplo, se busca siempre primero negociar con los afectados por la expropiación, y sólo si esto no es posible se podrá iniciar un juicio. El procedimiento de expropiación es también procedente respecto de los derechos exclusivos de propiedad intelectual que consagra el Art. 19 N°. 25. Todo este procedimiento excede la normativa privatista.

Atributos, facultades y privación, perturbación y/o amenaza de la propiedad (Art. 19, N°. 24 y Art. 20 C. Pol.) Los atributos del dominio son el uso, el goce y la disposición, que por cierto están regulados en el Código Civil. En cambio, en el subsistema constitucional de la propiedad, se dispone en el Art. 19, N°. 24 que se prohíbe toda privación, entendida esta en un sentido más amplio que la sola afectación de los atributos del dominio, que por cierto también pueden quedar comprendidos en esta, porque comprende total o parcialmente el bien sobre el que recae la propiedad. Al mismo tiempo, la idea de privación se enlaza con la garantía judicial del subsistema constitucional de la propiedad que comprende la acción de protección del Artículo 20 de la Constitución y sus nociones

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de «perturbación» o «amenaza», que pueden llegar a incluir otras características del goce pacífico de la propiedad que no puedan ser consideradas atributos esenciales. Se trata de una materia de gran complejidad, que como bien ha notado en su obra Daniel Peñailillo y hemos explicado antes en este mismo trabajo, se vincula a una serie de normas y leyes especiales, que no son parte del Código Civil, y que tienen las normas constitucionales citadas como base y sustento jurídico.

La regulación de la propiedad intelectual y otras propiedades especiales (Art. 19, Nos. 24 y 25 C. Pol.) La regulación de la propiedad intelectual en el Art. 19, N°. 25 es un mandato abierto del Constituyente que debe ser completado por leyes especiales. Esta propiedad está construida sobre la idea de proteger información valiosa por medio de un repertorio de derechos exclusivos que se reconocen y asimilan a la propiedad (Ruiz-Tagle 2001, 133). En el caso del dominio que recae sobre la propiedad intelectual no se trata por cierto de derechos sobre cosas incorporales, porque aunque sus aplicaciones son susceptibles de apreciarse por los sentidos, tienen una definición formal que admite su uso en diversos formatos y soportes materiales. Además, su consumo tiene el carácter de bien público, no rival, porque el uso que puede hacer una persona de los bienes incorporales no disminuye el consumo que otras personas pueden hacer del mismo bien, por lo que su utilización no genera una relación de suma y cero entre los que intervienen en su consumo. Estas instituciones de propiedad intelectual se constituyen por medio de un acto de autoridad formal que es el decreto de concesión, y tienen generalmente una duración limitada en el tiempo, término que una vez cumplido hace caer la propiedad exclusiva y abre la situación del dominio común o público sobre estos bienes. Se trata por cierto de bienes que no admiten la aplicación pacífica de las categorías del Código Civil y que tienen una institucionalidad especial autónoma que sólo se entiende como propiedad en la medida de su punto de contacto con las disposiciones de la Constitución.

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Límites, obligaciones e intereses colectivos de la propiedad (Art. 19, N°. 24 C. Pol.) La misma disposición del Art. 19, N°. 24 contiene limitaciones y obligaciones al derecho de propiedad ya constituido. Se trata de normas que, en lo que se refiere a la función social, incluyen las ideas de «intereses generales de la nación, la seguridad nacional, la utilidad y la salubridad públicas y la conservación del patrimonio ambiental». En lo que se refiere a la privación de la propiedad, los intereses colectivos que pueden invocarse para justificar tal medida, que están sometidos al requisito de reserva legal, son que la expropiación sea por causa de «utilidad pública o interés nacional», calificada por el legislador. Además, en lo que se refiere a la propiedad minera los predios superficiales están obligados y limitados por la exploración, explotación y al beneficio de las minas, lo que también implica un interés colectivo de supeditar los derechos de los primeros a los segundos, por causa de un interés general. Estas disposiciones que expresan intereses colectivos exceden las normas del Código Civil y junto con encontrarse en la Constitución, son desarrolladas en su aplicación en una compleja legislación de minería, aguas y otros bienes especiales. Además expresan intereses colectivos que se imponen por sobre la titularidad exclusiva del propietario. Con razón parte de la doctrina ha ligado estas ideas bajo el concepto de «función social» o de «privación», pero eventualmente pueden adquirir una cierta autonomía respecto de estos conceptos o incluso entrar en conflicto con estos (López 2014, 59-92). Por ejemplo, es posible imaginar una limitación u obligación impuesta por razones de seguridad nacional, entendiendo esta última doctrina como aquella que concibe la guerra contra un enemigo interno, la que no estaría justificada desde el punto de vista del constitucionalismo republicano y democrático, ya que entraría en colisión con la función social, que corresponde a toda restricción o deber que se impone respecto de la propiedad privada y de todo derecho.

El contenido esencial de la propiedad (Art. 19, N°. 26 C. Pol.) La idea del contenido esencial reconocida en el Art. 19, N°. 26, que se origina en la doctrina alemana y que ha sido recogida en el derecho comparado, es una importante innovación de la constitución chilena vigente que busca imponer límites al legislador y dar aplicación al principio de proporcionalidad en la afectación de derechos.

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También implica reconocer la propiedad privada no sólo como un derecho fundamental, sino como parte central de nuestro ordenamiento jurídico, esto es, como una institución o como parte del carácter institucional o derecho objetivo del Derecho Constitucional, cuestión que no se advirtió al parecer en el origen del texto que desde 1990 forma parte de nuestra Constitución y que ha sido destacada por Lautaro Ríos (Ríos 2010, 111-136) y Eduardo Cordero (Cordero 2008, 493-525). A este respecto conviene preguntarse si acaso desde una concepción constitucional republicana, el contenido esencial de la propiedad constitucional no se identifica con su función social como ha sostenido el catedrático de Sevilla, Ángel López y López y ha sido reconocido por la parte más reciente de la jurisprudencia chilena (López y López 1998, 1639-1691). Esta disposición está también vinculada al debate de las tres áreas de la economía, porque impone requisitos de proporcionalidad al legislador al momento de afectar la propiedad y excluye la solo afectación administrativa del dominio.

Acciones, regímenes de excepción y disposiciones transitorias sobre propiedad (Arts. Nos. 20, Art. 43 y 44 y disposiciones Segunda y Tercera transitoria C. Pol.) Es sabida la influencia que ha tenido la acción de protección en la configuración del derecho de propiedad pública y privada en Chile. Algunos han planteado que ante la ausencia de tribunales contenciosos administrativos o de una regulación más efectiva de los interdictos posesorios en el Código Civil, ha servido como verdadero equivalente jurisdiccional y se lo ha criticado también por su carácter vulgarizador (Jana y Marín, 1996). Lo cierto es que ha constituido un medio eficaz de proteger la propiedad y que sus exigencias de requerir una acción u omisión ilegal o arbitraria que cause privación, perturbación o amenaza forman parte constitutiva del subsistema dogmático de garantías de la propiedad. A estas normas es necesario agregar también los Arts. 43 y 44 referidos a los estados de excepción constitucional, que desde un punto de vista republicano, son exclusivamente un método regulado de restricciones de los derechos y no pueden ser considerados formas de gobierno. En el caso de los Arts. 43 y 44 se trata de normas de la Constitución que admiten las requisiciones y establecer limitaciones a la propiedad en los estados de asamblea, de sitio y catástrofe respectivamente.

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Por cierto que estas normas también integran el subsistema de la propiedad constitucional en Chile. Un caso un tanto diferente lo constituyen las disposiciones Segunda y Tercera transitoria, que establecen excepciones en materias de concesiones y de normas relativas a la gran minería del cobre. Estas normas debían ser parte del texto permanente de la Constitución y salvar las contradicciones que suponen su mantención o simplemente ser derogadas. Cada una de las materias antes individualizadas, en los subtítulos anteriores, se relacionan directamente con la dogmática y jurisprudencia de la propiedad en Chile, y concebidas como parte de una concepción constitucional republicana, conforman un verdadero subsistema que tiene un carácter autónomo que se diferencia de la concepción privatista del dominio que predomina en nuestro país. La concepción republicana de propiedad que inspira este trabajo, como puede verse, es capaz de aportar ideas para resolver conflictos en Chile, entendiendo a este último como un país que puede aspirar al ideal político jurídico del Estado social y democrático de derecho (Aragón 1995, 2-5). Por su necesaria vinculación con las resoluciones judiciales y políticas y por su connotación jurídica práctica, la concepción republicana de la propiedad no se agota en una formulación conceptual del, así denominado, subsistema de la propiedad, sino que debe hacerse cargo de analizar y criticar su jurisprudencia. Generalmente el análisis de la jurisprudencia en torno a la propiedad se ha concentrado en la referencia de una o más sentencias judiciales, como muestra o manifestación de una idea jurídica en particular. Este es un esfuerzo de análisis y comparación jurisprudencial más general que busca criticar los criterios que han servido para organizar los repertorios de jurisprudencia sobre la propiedad.

La jurisprudencia sobre la propiedad en sus repertorios y recopilaciones Para concretar ese propósito quiero expresar una serie de comentarios y referencias críticas a dos de las mejores recopilaciones de jurisprudencia que han reunido casos relativos a las disposiciones del Art. 19, Nos. 23 a 26 C. Pol., y que son el repertorio jurisprudencial del profesor Emilio Pfeffer, Constitución Política de la República de Chile, concordancia, antecedentes y jurisprudencia, de 1999 y el repertorio de Enrique Navarro y Carlos Carmona, Recopilación de jurisprudencia del Tribunal Constitucional (1981-2011).

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En lo que se refiere al texto del profesor Pfeffer, es importante anotar que la jurisprudencia comprende aquella emanada de la Corte Suprema, de la Contraloría y de diversos tribunales desde 1980 hasta 1999, incluido el Tribunal Constitucional. La ordenación de las sentencias de Emilio Pfeffer, corresponde a los artículos de la Carta Fundamental, por eso hemos revisado los criterios que se han usado y la doctrina jurídica que surge de cada una de las resoluciones, que se han agrupado en esta obra en la forma de un verdadero repertorio de jurisprudencia constitucional. Lo primero que llama la atención al revisar las referencias correspondientes a los Arts. 19 Nos. 23 a 26 de la Constitución Política en la obra de Pfeffer, es la ausencia de referencias a tratados internacionales que complementen la regulación constitucional de la propiedad chilena. Al respecto, salvo por el Art. 19, Nos. 25 y 26 C. Pol., no encontramos tales menciones (Pfeffer 1999, 239-247). Esto supone pensar la propiedad en modo distinto a un derecho humano y fundamental y quizás identificarla totalmente con la idea de propiedad privada del Código Civil. La segunda observación es que los criterios de doctrina que usa el profesor Pfeffer para ordenar la jurisprudencia corresponden sólo parcialmente a las materias que interesan a la dogmática constitucional de la propiedad. Por ejemplo, en lo que se refiere a la jurisprudencia del Art. 19, N°. 23 de la Constitución Política, son mencionadas una serie de resoluciones que explican su finalidad, sentido y alcance, y además sentencias sobre bienes nacionales de uso público, como playas de mar y aguas. Pero luego se trata de manera muy detallada, como parte de la jurisprudencia ligada a este numeral de la Constitución, el régimen de concesiones. Se llega a agrupar fallos según la distinción de los tipos de concesiones, se incluyen fallos sobre el rol de los municipios y sus órganos, como también del Ministerio de Bienes Nacionales. Esta materia no es tratada en la dogmática constitucional sobre la propiedad y corresponde más bien al derecho administrativo, por lo que su inclusión amerita una reflexión respecto de su pertenencia y relevancia en el subsistema de la propiedad constitucional chileno (Pfeffer 1999, 239-245). La tercera observación que surge del estudio del trabajo del profesor Pfeffer, y que es en parte coincidente con la segunda, es que la recopilación de jurisprudencia que comentamos, incluye sentencias agrupadas bajo los conceptos constitucionales de cosa corporal e incorporal y su relación con el Código Civil sobre la función social y el derecho a indemnización por limitaciones o privaciones del dominio, que son todas las materias dogmáticas clásicas de la propiedad en la Constitución. Sin embargo, en

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el trabajo de Pfeffer se agregan a estas materias, un acápite y recopilación jurisprudencial subsiguiente referido a la propiedad sobre el «cargo» (público), otro sobre la imagen, o sobre bonos de reconocimiento, y/o reajustes previsionales, sobre patrimonio estudiantil y otros derechos que no tienen protección directa en el ámbito del derecho civil y que son objeto de intensa controversia constitucional. La cuarta observación es que la jurisprudencia se ordena en el tema de la privación de la propiedad en forma coincidente con los criterios del Artículo 20 de la Constitución Política, de la acción de protección, y no con las categorías dogmáticas del derecho civil dominical. Estas categorías comprenden vulneraciones, amenazas y/o actos ilegales o arbitrarios que afectan al derecho de propiedad, y falta quizás explicar la relación de estas formas de afectación con las ideas de uso, goce y disposición, y con las limitaciones o privaciones del dominio que reconoce la Carta Fundamental o reconocer su diferencia. Una quinta observación, es que en la obra del profesor Pfeffer, el tratamiento de la acción de protección y la propiedad se abre a materias que incluyen la retención de los cheques y sus protestos, la devolución del IVA, las concesiones mineras y los derechos de aguas, lo que es muestra clara de cómo el Art. 19 N°. 24 C. Pol., ha tenido amplia aplicación en materias jurídicas que exceden el derecho civil chileno (Pfeffer 1999, 247-290). La sexta observación se refiere a la jurisprudencia que se ha recopilado en torno al Art. 19, N°. 25 de la Constitución vigente en que se mencionan resoluciones de los tribunales especiales de justicia en las decisiones que particularmente resuelve por la vía de la superintendencia la Corte Suprema, y que se refieren al ámbito de protección, la renovación y la cancelación de las marcas, así como también a la relación de la propiedad intelectual y la investigación científica y su relación entre la propiedad industrial y la libre competencia; con la cita expresa de dos resoluciones que en su momento dictó sobre esta materia de la Comisión Resolutiva, hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia (Pfeffer 1999, 289-293). Todo esto muestra la riqueza de la jurisprudencia especializada en materia de propiedad y la amplitud de los criterios utilizados por el profesor Pfeffer. Finalmente, Emilio Pfeffer trata de las resoluciones judiciales que se han fundado en el Art. 19. N°. 26 C. Pol. y da cuenta de cuatro fallos del Tribunal Constitucional que tratan esta materia y que representan una idea bastante cercana a la dogmática convencional chilena sobre el derecho de propiedad. Lo más interesante de esta sección es su referencia al Artículo 29 de la Declaración de Derechos Humanos y del Artículo 4

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del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, disposiciones que implican el reconocimiento internacional del principio democrático, y la exigencia de bienestar general y de reserva legal en la afectación del ejercicio de los derechos fundamentales (Pfeffer 1999, 294-298). En lo referido a la recopilación jurisprudencial del Tribunal Constitucional de los profesores Carlos Carmona y Enrique Navarro, podemos decir que, al igual que en la obra recién comentada, se cumple con ordenar los fallos de acuerdo con los artículos de la Constitución, y en este caso según lo dispuesto en el Art. 19 N°. 23 a 26, inclusive. Del mismo modo, que en la obra de recopilación recién comentada, no existen en el trabajo referencias especiales a los artículos de los tratados referidos a la protección del derecho de propiedad, y son aplicables a este trabajo las mismas observaciones que se han hecho respecto del trabajo del profesor Pfeffer, con algunos alcances. Es de notar que los profesores Navarro y Carmona sostienen como doctrina jurisprudencial que la Constitución en su Art 19 N°. 24 amplió el concepto de propiedad y que no establece un tipo de propiedad determinado. En materia previsional incluye una fina distinción entre cotización y fondo previsional; agregan a las formas de la propiedad vinculada a las normas constitucionales fallos sobre la propiedad indígena; reúnen jurisprudencia del Tribunal Constitucional referida a la distinción entre derechos adquiridos y meras expectativas, y sobre la forma en que los derechos de crédito o incluso patrimoniales del matrimonio pueden ser objeto de protección constitucional propietaria (Navarro y Carmona 2011, 225-238). Además el trabajo de los profesores Navarro y Carmona abunda en distinciones sutiles en torno a la privación y limitación del dominio, la función social y su relación con el principio de reserva legal y con la potestad reglamentaria. Tratan estas materias en un amplio espectro que comprende la legislación urbanística, la pesca, el medio ambiente, la publicidad, la pequeña propiedad raíz, los peajes, las acciones, los contratos y las instituciones del derecho de minería, tales como las servidumbres. Algo semejante puede decirse de su tratamiento de la expropiación que comprende su concepto, si procede su reajuste e indemnización, y la idea recogida en la jurisprudencia constitucional de cómo una limitación intensa de la propiedad puede ser considerada una privación (Navarro y Carmona 2011, 238-253). Esta recopilación jurisprudencial referida al Art.19, N°. 24 C. Pol., concluye con una remisión a las normas del derecho minero y del derecho de aguas. En lo referido al Art.19 N°. 25 C. Pol., sobre propiedad intelectual e industrial, Navarro

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y Carmona incluyen un fallo del Tribunal Constitucional que resolvió que las compilaciones tienen asegurada su garantía constitucional (Navarro y Carmona 2011, 262). En todo caso, la novedad más grande de la valiosa recopilación jurisprudencial de los profesores Navarro y Carmona se refiere a los conceptos que se han identificado en la aplicación del Art. 19, N°. 26 de la Constitución vigente, y en la definición jurisprudencial del principio del contenido esencial del derecho fundamental de propiedad. Esta obra contiene referencias al alcance del principio de reserva legal contenido en esta disposición; una distinción entre afectación en su esencia y lo que constituye impedimento para el libre ejercicio de un derecho; la idea de que los derechos fundamentales no son absolutos y tienen límites; los criterios para admitir restricciones; y el examen de proporcionalidad de la limitación de derechos por vía legal y/o reglamentaria. También hay referencias a la seguridad jurídica y la prescripción, y el ejercicio de la jurisdicción en relación con el contenido esencial que son de gran valor jurídico y que se instalan en la frontera de la investigación que ha alcanzado hasta ahora la dogmática constitucional chilena (Navarro y Carmona 2011, 263-267). Estas observaciones a la jurisprudencia expresadas en sus repertorios se han inspirado en una concepción republicana de la propiedad. La idea de concepción ha sido introducida en la filosofía jurídica por Ronald Dworkin y en palabras de Antonio Pérez Luño, se entiende del modo siguiente: [M]ientras el concepto alude al significado teórico y general de un término, la concepción apela a la forma de llevar a la práctica un concepto. Cuando apelo a un concepto –indicará Dworkin– planteo un problema, cuando apelo a una concepción, intento resolverlo (Pérez 1987,47).

Las concepciones republicanas conciben la propiedad como un derecho-deber para su titular y la vinculan a un conjunto de principios y valores, entre los que destaca su función social. Supone por tanto, para el caso chileno, una revisión de nuestra tradición que reconoce el derecho de propiedad como un derecho individual, absoluto y arbitrario (Art. 582 del Código Civil) ya que la concepción republicana concibe la propiedad en su relación con los valores de la libertad y la igualdad. Esta idea da más coherencia al panorama fragmentado del dominio en Chile, e implica una relectura del derecho civil de propiedad, como un caso paradigmático del ámbito privado, pero sin que se le atribuya un

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carácter único o principal (López y López 1998, 1639-1691). Además, la concepción republicana de la propiedad considera los principios de supremacía constitucional, su vinculación y aplicación directa y propone la derogación de toda disposición transitoria que limite la aplicación de la Carta Fundamental. Para efectos de reinterpretar la Constitución chilena debemos redefinir la nueva concepción de la propiedad post 1990, en el ámbito del subsistema constitucional aquí descrito. Este subsistema constitucional de la propiedad en la Quinta República chilena es diferente a los que existieron durante la historia de nuestro país desde sus orígenes más remotos y hasta el régimen de la Constitución de 1925. Si salimos de la esfera del derecho de propiedad y examinamos todos los derechos fundamentales de nuestra Carta Fundamental, desde el punto de vista del derecho comparado con los catálogos internacionales que se contienen en los tratados sobre derechos fundamentales vigentes en Chile, y dejamos a un lado la hipertrofia del derecho de propiedad que antes se ha explicado y el énfasis en la concepción neoliberal de los derechos, podemos concluir que no existen prácticamente derechos a nivel internacional que carezcan de conexión con el texto constitucional chileno vigente (Ruiz-Tagle 2002, 66). El único caso excepcional podría ser en Latinoamérica el derecho de asilo, que tiene una forma especialmente reforzada que es distintiva de nuestro continente, particularmente en la práctica internacional. Esto no nos debe mover a complacencia sobre el carácter completo de nuestro sistema de derechos fundamentales. Debemos pensar cómo podemos seguir mejorando la forma de reconocer y garantizar en forma más profunda los derechos fundamentales en la jurisprudencia de Chile. En esta tarea es una cuestión principal el tema de la garantía efectiva de los derechos económicos, sociales, y culturales que abordamos en la sección siguiente.

La estructura y función de las garantías judiciales que protegen derechos fundamentales Finalmente, en el cuadro anexo que se acompaña con esta presentación, se aprecia la dispersión que existe en materia de acciones constitucionales en el Derecho Constitucional chileno que es necesario revisar y que, en los términos definidos por la obra de Mirjan Damaska, también da cuenta de la relación entre estructura y función de las formas de garantizar derechos, materia que ha de considerarse en todo diseño

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del control y de la jurisdicción a nivel constitucional de los derechos fundamentales (Damaska 2000, 9-32). Para ilustrar esta cuestión es que se ha preparado la tabla de acciones constitucionales que se adjunta a continuación, y se advierte que esta no alcanza a ser una recopilación exhaustiva de todos los mecanismos de protección de los derechos fundamentales. El criterio de selección subyacente es que la Constitución sea la fuente directa de la cual emana la acción. Por tanto, es imprescindible tener presente que existen muchos otros mecanismos de protección de derechos contemplados en diversas disposiciones del ordenamiento jurídico, entre otros, el amparo ante el juez de garantía (Art. 95 Código Procesal Penal), el procedimiento de tutela de derechos fundamentales en materia laboral (Art. 485 y ss. del Código del Trabajo), diferentes procedimientos administrativos ante la Contraloría General de la República, diferentes Superintendencias y órganos de la Administración del Estado, procedimientos relativos a justicia electoral, procedimiento contemplado por la Ley de Acceso a la Información Pública (Ley 20.285) ante el Consejo para la Transparencia, etc. (Ver documento anexo con acciones constitucionales en el que trabajaron por encargo del autor los ayudantes Javiera Morales y Diego Pérez).

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Procede en contra de todo acto en contravención al Artículo 7° de la CPR

Nulidad de Derecho Público

Procede en aquellos casos en que se declare que el sometimiento a proceso o condena lo haya sido por una resolución que la Corte Suprema declare injustificadamente errónea o arbitraria

Indemnización por error judicial

(Art. 19 N° 7 letra i) CPR y Auto Acordado de la CS de 10.04.1996)

(Art.12 CPR)

Procede contra actos o resoluciones de autoridad administrativa que priven o desconozcan la nacionalidad chilena

Reclamación de nacionalidad

(Art. 7 CPR)

Causales de procedencia

Acción

Afectado

La persona afectada, por sí o por cualquiera a su nombre

El afectado en sus derechos

Legitimario Activo

El Estado

Acto o resolución que prive o desconozca la nacionalidad, incluso contra el desconocimiento de una causal de adquisición de nacionalidad

Administración del Estado

Legitimario Pasivo

Tribunal civil (previa declaración de la Corte Suprema)

Corte Suprema

Tribunal Competente Tribunal civil

Tribunal Civil: Regla general (4 años)

Corte Suprema: seis meses, contados desde ejecutoriada la sentencia o el auto de sobreseimiento

30 días

Existe controversia. La jurisprudencia ha estimado que la acción de nulidad es imprescriptible pero la acción patrimonial prescribe de acuerdo a las normas generales (4 años)

Plazo

CUADRO CON ACCIONES CONSTITUCIONALES QUE PROTEGEN DERECHOS FUNDAMENTALES (PRIMERA PARTE)

Tribunales Ordinarios: juicio sumario

Corte Suprema:  de la solicitud se conferirá traslado al Fisco, con su respuesta o sin ella, se enviarán los autos al fiscal de la Corte Suprema para su dictamen, evacuada la vista fiscal, se ordenará dar cuenta de la solicitud en la Sala Penal de la Corte

La Corte Suprema conoce como jurado y en Tribunal pleno. La doctrina agrega que se aprecia en conciencia lo que implica sana crítica

A falta de procedimiento especial, se tramita mediante juicio ordinario

Tramitación

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(Art. 21 CPR, Auto Acordado CS de 19 de diciembre de 1932, Art. 95 CPP, Art. 63 N°2 b) COT)

Amparo

(Art. 20 CPR, Auto Acordado CS de 24 de junio de 1992)

Protección

(Art. 19 N°24 CPR y D.L. N°2.186)

Reclamación por expropiación

(Art. 19 N° 21 CPR, Ley 18.971)

Amparo económico

Acción

Procede contra toda detención, arresto o privación de libertad, que se haya verificado con infracción a lo dispuesto por la Constitución o las leyes

Procede contra toda acción u omisión ilegal o arbitraria que prive, perturbe o amenace el legítimo ejercicio de ciertos derechos constitucionales. No procede en contra de resoluciones judiciales o administrativas

Procede para reclamar de la legalidad del acto expropiatorio

Procede contra infracciones al Art. 19 N°21 de la CPR («el derecho a desarrollar cualquier actividad económica…»)

Causales de procedencia

Toda persona en favor de algún individuo que se hallare arrestado, detenido o preso

Quien haya sufrido la privación, perturbación o amenaza. (Por sí o por cualquiera a su nombre)

El expropiado

Cualquiera. No se requiere interés actual

Legitimario Activo

Cualquiera

Quien haya vulnerado las garantías constitucionales

Entidad expropiante

Quien haya cometido la infracción

Legitimario Pasivo

Corte de Apelaciones

Corte de Apelaciones

Tribunal civil

Tribunal Competente Corte de Apelaciones

No tiene

30 días, desde la ejecución del acto o la ocurrencia de la omisión. Excepcionalmente, no tiene plazo para actos permanentes

30 días, contados desde la publicación en el D.O. del acto que expropia

6 meses desde producida la infracción

Plazo

CUADRO CON ACCIONES CONSTITUCIONALES QUE PROTEGEN DERECHOS FUNDAMENTALES (SEGUNDA PARTE) Tramitación

Sin requisitos de forma. Corte puede ordenar que el individuo sea traído a su presencia. Puede adoptar las providencias que estime convenientes para restablecer imperio del derecho. Fallo apelable ante la Corte Suprema

Hay examen de admisibilidad. Una vez acogido a tramitación, la Corte ordena que el recurrido emita informe. Se puede decretar orden de no innovar. Tribunal puede decretar toda diligencia que estime necesaria. Recurso se trae «en relación». Plazo de 5 días para fallar. El fallo es apelable ante la Corte Suprema

Juicio sumario

Sin requisitos de forma. Ley prevé mismas formalidades y procedimiento del recurso de amparo. El fallo es apelable ante la Corte Suprema

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Procede contra preceptos legales que hayan sido declarados inaplicables

Requerimiento de Inconstitucionalidad de precepto declarado inaplicable

(Art.93 N°7 CPR, LOC Tribunal Constitucional Arts. 93 y ss.)

Causales de procedencia

Procede contra preceptos legales cuya aplicación a un caso concreto (a «cualquier gestión que se siga ante un tribunal ordinario o especial») se estime como contraria a la Constitución

Acción

Requerimiento de Inaplicabilidad (Art.93 N°6 CPR, LOC Tribunal Constitucional arts. 79 y ss.)

Cualquiera, hay acción pública. Tribunal puede declararla de oficio

Cualquiera de las partes o de oficio por el juez que conoce el asunto

Legitimario Activo

La Cámara de Diputados, Senado, presidente de la República pueden presentar observaciones

La(s) parte(s) de la gestión pendiente que no haya(n) presentado el recurso, la Cámara de Diputados, el Senado y el presidente de la República pueden presentar observaciones

Legitimario Pasivo

Tribunal Constitucional

Tribunal Competente Tribunal Constitucional

No tiene

En tanto exista «gestión pendiente»

Plazo

CUADRO CON ACCIONES CONSTITUCIONALES QUE PROTEGEN DERECHOS FUNDAMENTALES (TERCERA PARTE) Tramitación

Requerimiento debe fundarse razonablemente. Hay control de admisibilidad. Declarada la admisibilidad, debe ponerse en conocimiento de la Cámara de Diputados, del Senado y del presidente de la República, quienes tienen 20 días para formular observaciones. Terminada la tramitación, plazo de 20 días para dictar sentencia. La acción la conoce el pleno

Examen de admisibilidad: debe haber gestión pendiente, en la que la aplicación del precepto impugnado pueda resultar decisiva, y que impugnación sea fundada. Declarado admisible, 20 días para presentar antecedentes. Recurso lo conoce el pleno. La sentencia que declare la inaplicabilidad solo producirá efectos en la gestión judicial pendiente

La conclusión más evidente que puede extraerse del análisis del cuadro adjunto, es que existe una enorme dispersión en las acciones constitucionales que garantizan derechos fundamentales en Chile, y que su racionalidad no es fácilmente accesible a un ciudadano común. Así la protección de los derechos queda entregada a una clase de especialistas con formación jurídica. Se sugiere por eso simplificar estos procedimientos y ordenarlos en torno a un par de criterios que distingan acciones que se refieren a asuntos patrimoniales que sean de orden más estricto, formal y especializado, de aquellas acciones que protegen a la persona y su dignidad, libertad o igualdad, que pueden ser más simples, menos formales y con procedimientos más accesibles. Es necesario, además, revisar estas acciones constitucionales en su aplicación práctica, porque algunas han caído en desuso y en el arcaísmo jurídico, y porque otras han servido para traicionar la protección del derecho fundamental que con ellas se propuso garantizar. Por ejemplo, la acción de amparo económico en lugar de proteger la libre iniciativa empresarial ha servido para defender privilegios de asociaciones gremiales, oligopolios e intereses mercantilistas (Ruiz-Tagle 2000, 48-65). Del mismo modo, debe atenderse a la convertibilidad constitucional, que afecta a los derechos económicos y sociales, de la salud, el trabajo, la educación o la seguridad social, que se protegen por la vía de la propiedad o la igualdad, para poder ser garantizados por la vía de la acción de protección. La combinación de los derechos fundamentales también debe ser analizada (Correa y Ruiz-Tagle 2010, 217-219).

Derechos económicos, sociales y culturales y el Estado social y democrático de derecho. En cuanto a la protección de los derechos fundamentales, la Constitución protege los derechos concebidos como no interferencia estatal, pero no garantiza con la misma fuerza el derecho a la igualdad ni los derechos en materia laboral, salud y educación. Se ha validado un modelo económico basado sólo en una imagen ilusa de mercado que está basado en altísimos niveles de concentración del poder de la riqueza así no en la justicia o la equidad. Estos defectos de los derechos fundamentales y la falta de garantías efectivas en lo que se refiere a los derechos económicos y sociales parece a algunos políticos una cuestión doctrinaria, pero para la gran mayoría de los ciudadanos, constituyen verdaderos enclaves autoritarios, ya que los deja indefensos frente a los abusos de las entidades privadas que en Chile proveen servicios

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de salud, conocidas por la sigla ISAPRES, o las instituciones privadas que proveen de seguridad social, que son denominadas por la sigla AFP, las universidades privadas o las organizaciones empresariales. Para superar estos problemas se contratan asesores mediáticos para dar por cerrada la eterna transición a una democracia imposible en la medida de lo posible, al mismo tiempo que se agregan nuevos artículos transitorios a la Constitución chilena (ya han llegado a ser veinticinco, siendo veinte de ellos aprobados con posterioridad a 1990). Sin embargo, el problema no puede ser superado por simples campañas comunicacionales, porque mientras existan disposiciones transitorias que limitan lo que dice el texto permanente de nuestra Constitución, no tendremos plena democracia. Las leyes orgánicas constitucionales y el abstruso mecanismo de control constitucional son también barreras antidemocráticas de nuestra Carta Fundamental. En fin, son tantas y tan profundas las materias que requieren reforma en Chile que ya desde la campaña presidencial del año 2009, todas las fuerzas políticas, incluso la derecha, se han abierto a la posibilidad de un cambio constitucional profundo en materias como la regionalización, el equilibro entre el presidente y el Congreso, la revisión del sistema de control constitucional, entre otros. La necesidad de una nueva Constitución para Chile no surge sólo a partir del año 2005 ni tampoco es un requerimiento de última hora. Por el contrario, esta demanda está presente en Chile y se expresó de forma más consciente en los discursos que pronunciaron el día 27 de agosto de 1980 Eduardo Frei Montalva y Jorge Millas en el Teatro Caupolicán, llamando a votar negativamente a la propuesta constitucional de la Dictadura. Lo que ha faltado en la clase política es la voluntad de hacer realidad esta demanda. Al igual que en materia de derechos humanos se ha demorado una respuesta adecuada con la tesis de la justicia en la medida de lo posible, en el tema constitucional se pretende aplicar un axioma similar que es democracia en la medida de lo posible. La dirigencia de la Concertación ha terminado aceptando como plenamente democrático, llamando a la descalificación a los críticos a un sistema que excluye a importantes sectores de la población, tales como las minorías electorales, sindicales, raciales, religiosas, etc. Nuestra institucionalidad política reforzó el centralismo y la concentración del poder y ha entregado a las directivas de los partidos con muy poca base de representación, el monopolio de la actividad política no estableciendo como exigencias la democracia interna, la transparencia en el uso de los recursos, la fidelidad de los padrones, etc.

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A las directivas de esos partidos se les otorga superpoderes, que parecen privilegios para actuar en política, tal como el poder de elegir autoridades judiciales y administrativas vía acuerdos parlamentarios designar reemplazantes en caso de vacancia del cargo de parlamentario, y cerrando el círculo de la arbitrariedad se ha consagrado el secretismo en el trabajo de los parlamentarios, al adoptar el Art. 5 de la Ley Orgánica del Congreso Nacional. Para una parte de la dirigencia actual, una mayor democratización se reduce a una reforma política minimalista que consiste en cambiar el sistema electoral, sólo ampliando los cupos del Senado y la Cámara, junto con permitir sin restricciones el derecho a voto de los chilenos en el exterior e institucionalizar un mayor financiamiento público para los partidos políticos. A esa dirigencia no le importa la apatía política de los jóvenes y persiguen a los independientes y a los díscolos para reforzar el establishment. También reniegan de sus compromisos de campaña, que consistieron en ampliar el padrón electoral para introducir la inscripción automática, al descubrir ahora que se puede retrotraer la reforma con un discurso que se presenta como favorable en términos retóricos al voto obligatorio. No se hace cargo de la falta de legitimidad del sistema político, derivada de la exclusión del 40% de los chilenos que podrían tener derecho a voto. La dirigencia de Chile desde 1990 nunca se la ha jugado de verdad por elegir autoridades regionales con poder político efectivo y por la descentralización de los fondos sectoriales. Tampoco creen en la desconcentración. Hasta ahora, los parlamentarios partidarios del establishment han estado más cómodos con electores conocidos y amarrados por el voto obligatorio y el binominal, que incorporando electores nuevos a sus distritos y circunscripciones. En las próximas elecciones parlamentarias del año 2017 se inaugura un nuevo sistema electoral que puede cambiar esta forma de hacer política y puede tener resultados impredecibles, pero también existe la posibilidad de que se repliquen los mismos defectos que estamos criticando. Estos son algunos de los temas de la nueva Constitución y no son cuestiones menores. La discusión es de fondo. La propuesta constitucional puede consistir en impulsar el desarrollo que Chile necesita a través de un acuerdo que convoque a todos los chilenos, a trabajadores, empresarios y al Gobierno, a construir un nuevo Estado social y democrático de derecho. Para ello se requiere de una propuesta de reforma constitucional que no sea pura palabrería y denominación. Lo que se propone seguir como tipo ideal es el modelo actualizado

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del Estado, bienestar que los países europeos desarrollaron a partir del término de la Segunda Guerra Mundial, que hoy se conoce con el nombre de Estado social y democrático de derecho, con las correcciones y adaptaciones que sean necesarias para la realidad chilena. Las ideas de Estado bienestar y Estado social y democrático de derecho, aunque son conceptos vinculados entre sí, no significan lo mismo. El Estado social y democrático de derecho a diferencia del Estado bienestar, y como modelo perfeccionado del mismo, se funda en el reconocimiento del valor de la dignidad de todas las personas, en la afirmación de su libertad, igualdad y fraternidad y en la idea que la política democrática a través de la ley precisa las formas e instituciones en que se han de hacer realidad estos valores (Zapata 2015, 124-125). Sobre el origen de la instauración del Estado bienestar en Europa, desde mediados del siglo XX han existido agitadas controversias, algunas de las cuales han sido trasladadas a nuestro país. Por ejemplo, el profesor Eduardo Aldunate al explicar algunas ideas de la doctrina constitucional alemana sobre el Estado bienestar o social de derecho ha expresado lo siguiente: Si bien el Derecho Constitucional puede disponer sobre la forma y límites del derecho, no se encuentra en condiciones de garantizar un determinado estado de la hacienda pública que permita satisfacer siempre aquellas extensas prestaciones que, con el tiempo, se han acumulado como definitorias del estado de bienestar alemán. La doctrina alemana pudo especular libremente sobre este punto por el espectacular desarrollo económico de la postguerra, pero a más tardar con las dificultades financieras surgidas con ocasión de la unificación de las dos Alemanias, en la década de los 90 del siglo XX, el problema del estatuto constitucional del Estado social –lo que implica, el derecho de las prestaciones que comprende– fue puesto en tela de juicio, con la pregunta fundamental: el retiro o disminución de las prestaciones sociales ¿constituye transgresión a alguna disposición constitucional y, en particular, a la cláusula del Estado social? Esta pregunta chocaba con la concepción del Estado social mantenida por un sector de la doctrina que sostenía que la referencia al Estado social en los Arts. 20 y 28 de la Ley Fundamental implicaba una garantía de statu quo respecto del régimen legal de seguridad y asistencia social. De este modo se llevaba el concepto de Estado social a un absurdo en términos normativos, por la sencilla razón de que la garantía jurídica del Estado social no produce, por sí misma, los recursos económicos para otorgar lo que se supone que asegura (Aldunate 2008, 72-73).

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Lo que critica Eduardo Aldunate y las doctrinas alemanas que cita, es una particular concepción del Estado social en su versión más extrema, porque no admite rebaja en la provisión de beneficios sociales una vez otorgados. Sin embargo, la derrota de esta doctrina no implica en ningún caso la derrota del concepto del Estado social. Además, la idea de Estado social no supone que los recursos económicos para financiar la provisión de los derechos fundamentales que lo constituyen son fijos o estables en el tiempo, ni menos que son necesariamente producidos por sí mismos. Los recursos deben emanar de la tributación y de los ingresos del Estado. La idea más ambiciosa de progresividad en los derechos económicos y sociales que reconoce el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, en su Art. 2, N°. 1 dispone que: Art. 2, N°. 1: Cada uno de los Estados partes en el presente pacto se compromete a adoptar medidas, tanto por separado, como mediante la asistencia y la cooperación internacionales, especialmente económicas y técnicas, hasta el máximo de los recursos que disponga, para lograr progresivamente, por todos los medios apropiados, inclusive en particular la adopción de medidas legislativas, la plena efectividad de los derechos aquí reconocidos.

El Estado social por definición también implica reconocer las limitaciones que la hacienda pública tiene respecto de la forma de financiar sus derechos y prestaciones. La discrecionalidad que existe en Chile respecto de la ejecución las políticas sociales se expresa en el poder del Ministerio de Hacienda, particularmente de la DIPRES o Dirección de Presupuesto, por un mal entendido rol asumido en el cuidado de los fondos públicos. Hacienda o la DIPRES distribuye los fondos en cuestiones innecesarias y omite gastos fundamentales y con discrecionalidad vergonzante se pagan salarios a los administradores de estos fondos que exceden el doble de lo que reciben por el mismo trabajo sus pares funcionarios en otras reparticiones del mismo Estado. Así viene a replicarse el privilegio que tienen los que trabajan en el sector financiero frente a los demás sectores de la economía, replicado en el sector público. Este privilegio supone gozar del beneficio injustificado que tienen los tecnócratas de las finanzas, que nunca quiebran, que están asegurados por el Estado, que en sus ganancias o respecto de los fondos ajenos que administran los gozan en exclusiva y que no responden por sus pérdidas. Tampoco responden de sus errores y malos resultados porque son los funcionarios que están a cargo de las políticas en los ministerios o reparticiones públicas respectivas los que

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asumen la responsabilidad política, jurídica y administrativa y no es fácil llegar a determinar las responsabilidades de los «sectorialistas» (encargados de controlar y evaluar un sector o ministerio) del Ministerio de Hacienda. Este modelo de Hacienda y de la DIPRES se ha impuesto en Chile por parte de economistas que predican el libre mercado, pero en el ejercicio de su poder imitan los métodos discrecionales y de comando y control de los países del socialismo real en los años cincuenta del siglo pasado. A diferencia del modelo Hacienda y DIPRES las exigencias constitucionales del Estado social y democrático consisten en someter a deliberación política la formulación y aplicación de los programas y/o medidas legislativas en que se manifiestan las políticas sociales y dejar atrás la pura discrecionalidad tecnocrática a este respecto. Las doctrinas derrotadas que ha citado el profesor Eduardo Aldunate para justificar las críticas al Estado bienestar o Estado social y democrático de derecho, no implican en ningún caso terminar o superar con este proyecto político y jurídico. Hoy el Estado bienestar o el Estado social de derecho ha gozado de plena aplicación y salud en Alemania, y a pesar de las controversias que ha resumido bien el profesor Aldunate, y de los gastos que ha generado la unificación, no se lo ha cambiado en sus aspectos más esenciales. Es por lo demás de la esencia del Estado social y democrático de derecho que exista a su respecto una continua negociación y acuerdos políticos que son propios de la democracia y que han surgido, particularmente una vez concluida la Segunda Guerra Mundial; Tony Judt dice lo siguiente: Los Estados del bienestar europeos posteriores a 1945 variaron considerablemente en cuanto a los recursos que facilitaban y la forma que los financiaban. Pero pueden establecerse conclusiones generales. La prestación de servicios sociales se centró fundamentalmente en la educación, la vivienda y la atención médica, así como en las áreas de recreo urbanas, la subvención del transporte público, la financiación estatal del arte y la cultura, y otras prestaciones indirectas del Estado intervencionista. La seguridad social consistía fundamentalmente en la dotación de seguros por parte del Estado contra la enfermedad, el desempleo, los accidentes y los riesgos de la vejez. Todos los estados europeos de la postguerra proporcionaron o financiaron la mayoría de estos recursos, unos en mayor medida que otros (Judt 2005, 120).

Tony Judt explica lo que se ha podido lograr con esta forma de Estado de bienestar, porque a pesar de sus problemas de organización y financiamiento ha podido enfrentar los problemas contemporáneos

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más fundamentales, y llegar a ser parte de lo que considera normal en la política de los países con mejores índices de desarrollo humano. Entre los logros del Estado de bienestar, Judt destaca los siguientes: Las prioridades del Estado tradicional eran la defensa, el orden público, prevenir las epidemias y evitar el malestar entre las masas. Pero tras la Segunda Guerra Mundial, el gasto social, que no dejó de aumentar hasta 1980 aproximadamente, se convirtió en el principal responsable presupuestario de los Estados modernos. Para 1988, con la notable excepción de Estados Unidos, los principales países desarrollados dedicaban más recursos al bienestar, en sentido amplio que a ninguna otra cosa. Es comprensible que también se produjera un marcado aumento de los impuestos en aquellos años. A los que fueron suficientemente mayores, como para recordar cómo habían sido las cosas antes este crescendo del gasto social y la provisión de bienestar les debió de haber parecido poco menos que milagroso. El difunto politólogo, Ralf Dahrendorf, que estaba bien situado para apreciar la magnitud de los cambios que había presenciado en su vida, escribió sobre aquellos años optimistas que «en muchos aspectos, el consenso social demócrata significa el mayor progreso que la historia ha visto hasta el momento. Nunca habían tenido tantas personas tantas oportunidades vitales». A comienzos de 1970 habría sido inconcebible contemplar el desmantelamiento de los servicios sociales, provisiones de bienestar, recursos culturales y educacionales financiados por el Estado y muchas otras cosas que para la gente habrían cobrado carta de naturaleza (Judt 2010, 83-84).

Esta forma del Estado bienestar que hoy se denomina Estado social y democrático de derecho, surgió en Europa a mediados del siglo XX y propone asegurar jurídicamente y financiar de manera estable una red de protección social, con base en los derechos del trabajo, educación, salud, seguridad social y sindicalización, entre otros. Esta red garantiza un mínimo a cada ciudadano mediante programas, leyes e incluso la Constitución para reducir la discrecionalidad de los Gobiernos en su provisión. También se debe fundar en la deliberación ciudadana y en el diálogo permanente y equilibrado entre trabajadores y empresarios. La adaptación de estas ideas a Chile requiere de reformas constitucionales profundas. Este ideal del Estado se lo define como democrático, porque renuncia al centralismo que tanto ha servido a los evangelistas neoliberales para controlar el país sin contrapeso, desde Teatinos 120 (sede del Ministerio de Hacienda y de la Dirección de Presupuesto o DIPRES,

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desde donde se manejan de facto los presupuestos y las políticas públicas de todos los ministerios), sin someter las cuestiones públicas a la deliberación ciudadana. Porque el Estado social y democrático se propone redistribuir el poder de manera más profunda y participativa a nivel central, regional y comunal y le otorga más atribuciones a los ciudadanos. Supone además un nuevo espíritu de servicio público, en todas las áreas del Gobierno. Requiere impulsar la creatividad y el emprendimiento público y privado y una cultura de deberes y responsabilidades republicanas que implica una nueva forma de pensar la ciudadanía chilena, en su aspecto político, social y también económico. Finalmente, se propone terminar con todas las formas de exclusión, tales como la de los que no pueden votar por vivir en el extranjero o de la falta de reconocimiento de nuestros pueblos originarios. Para realizar este cambio, deben aprobarse reformas constitucionales que aseguren una forma de distribuir los recursos de todos los chilenos que tenga más eficiencia, más deliberación, más representación, más participación y más responsabilidad y menos comando y control, en cada una de estas nuevas instancias de poder.

La Constitución gatopardo y las contradicciones de la Quinta República Ya hemos explicado que en cuanto a los aspectos orgánicos la Constitución vigente mantiene un rasgo de presidencialismo autoritario exacerbado de modo creciente desde 1925 a la fecha. Además, persiste el Consejo de Seguridad Nacional y existe un capítulo completo dedicado a las Fuerzas Armadas en la Constitución que no es compatible con el constitucionalismo republicano. Incluso más, el Consejo de Seguridad Nacional refuerza el carácter autoritario y cívico militar del híperpresidencialismo tan propio de la Constitución chilena. Esta Constitución no valora y obstruye la participación de los ciudadanos. La reforma constitucional del año 2005 desgraciadamente también sirvió para validar, y en algunos casos reforzar, con todo el ceremonial del Palacio de La Moneda, algunos de los rasgos más autoritarios de nuestra Constitución. Hoy el Art. 1 y siguientes de la Constitución vigente, mantienen la referencia a la seguridad nacional, que es una doctrina que supone la existencia del enemigo interno. Todavía el Art. 9 consagra normas sobre el terrorismo que contradicen principios básicos del derecho penal. Algunas de las normas sobre nacionalidad y ciudadanía del Capítulo 2 de la Constitución vigentes, tales como el Art.

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16, N°. 2 que suspende la ciudadanía por estar acusado de determinados delitos, infringen los derechos humanos garantizados en los tratados que son obligatorios en Chile. Además, el Art. 23 de la Constitución chilena consagra a nivel constitucional al corporativismo al mantener una separación arcaica entre política y los «grupos intermedios» o «gremios». El sometimiento al imperio del derecho del presidente de la República y de los titulares de la función ejecutiva, de los órganos paraestatales, particularmente de los militares, ha sido débil, a pesar de avances graduales en estas materias. En la Quinta República se ha desarrollado una concepción de los derechos que en su origen es pontificia y que, en su expresión actual, es iusfundamentalista y neoliberal porque devalúa los aspectos sociales y democráticos de su ejercicio y da predominio, en su definición, a la función judicial. El Gobierno en su función ejecutiva es el gran legislador y legisla directamente, por delegación, o por insistencia, lo que, sumado a sus facultades exorbitantes y reforzadas, implica que predomine sin contrapeso. Las leyes de la Dictadura todavía vigentes, muchas veces en la forma de leyes orgánicas, y validadas por los artículos transitorios todavía vigentes, limitan severamente las posibilidades de adoptar una legislación económica social que dé alivio a la población chilena que vive en la desigualdad. A partir de 1990, se ha entregado por vías diversas, el poder de control judicial constitucional a la judicatura chilena. Se ha organizado un Tribunal Constitucional, Tribunales Electorales y Tribunales Militares de carácter especializado y se ha reconocido a nivel constitucional el carácter autónomo del Banco Central, la Contraloría General de la República y el Ministerio Público, que se ha creado para dar una nueva estructura garantista al proceso penal. Estos órganos no tienen sistemas claros de responsabilidad constitucional y muchas veces sus atribuciones entran en conflicto con los titulares de la función ejecutiva, legislativa o judicial o entre estas mismas autonomías. En la Quinta República todavía se concentra y centraliza el poder en Santiago y en la función ejecutiva, a pesar de la retórica gubernamental de descentralización. El poder político y económico se mezcla con formas de corporativismo y con una creciente influencia extranjera, a partir de 1990, expresada en la forma de una cuantiosa inversión foránea y una economía abierta, que se ha formalizado con una serie importante de esfuerzos destinados a la integración económica. La Quinta República se inspira solo parcialmente en principios republicanos. Subsiste en ella la lógica de una transición que todavía no

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concluye; se mantienen formas de dominación que son antirepublicanas y no está asegurada la subordinación del poder militar al poder civil. La participación y deliberación de los gobernados en las cuestiones públicas y el disenso se ha ampliado considerablemente respecto del período de la Dictadura. Sin embargo, todavía en algunas materias no se alcanzan los niveles de inclusión que se tuvo en la Cuarta República, porque el sufragio y la representación políticas están todavía muy restringidos. El respeto al derecho como expresión del republicanismo cívico se manifiesta en forma creciente en este periodo. Se ha logrado terminar con severas formas de exclusión política y con la censura cinematográfica, pero subsiste un alto grado de concentración en los medios de comunicación, que es expresión de dominación cultural. Además, la participación política está muy restringida en el sistema electoral y la lucha contra las concentraciones de poder excesivo, que es propia de los gobiernos de base republicana, se ha hecho más difícil porque ha aumentado el poder de los grandes conglomerados. Es cierto que la gran virtud de la Quinta República de Chile es que ha conocido gran estabilidad política. Ha sido muy estable a pesar de que la Constitución que nos rige fue adoptada y ha sido reformada con la participación de muy pocos sujetos políticos relevantes, y se trata de una Carta Fundamental en la que no encuentran reflejadas las convicciones de muchos grupos que tienen importancia política en Chile (Elkins, Ginsburg y Melton 2009, 10). Esto es más grave aún, porque la representación de los partidos políticos chilenos que participan del sistema rara vez practican una democracia interna. Nos hemos acostumbrado a una Constitución que, a pesar de sus más de trescientas cincuenta reformas, y de haberse legitimado parcialmente en un proceso gradual, no tiene precedentes en la historia constitucional chilena. La Carta Fundamental sigue siendo percibida por la gran mayoría como una Constitución «gatopardo», porque a pesar de todos los cambios que se le han hecho, permanece igual en sus rasgos dogmáticos principales y en sus principios neoliberales y autoritarios. Este rasgo «gatopardo» hace que la Constitución vigente sea la más reformada en la historia de Chile, y al mismo tiempo, una que requiere de modo urgente progresar en cuanto a su carácter democrático, de un modo compatible con el siglo XXI (Cristi y Ruiz-Tagle 2009, 197-217). En las secciones finales analizaremos las propuestas de cambio constitucional que existen hoy en Chile, asumiendo una perspectiva histórica y comparada.

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8. Conclusión: Constitución del Bicentenario y sexta República social y democrática

Para concluir este análisis de la experiencia del constitucionalismo republicano en Chile, podemos señalar que a pesar de todos los defectos de nuestra política, a partir del siglo diecinueve se avanza de manera muy significativa en tres direcciones: la igualdad, la afirmación de la soberanía popular y la democracia. Se avanza en la creación y en el funcionamiento de nuevas instituciones políticas, tales como el Congreso o las instituciones educacionales de base republicana, entre ellas el Instituto Nacional y la Universidad de Chile. Es cierto que al mismo tiempo coexisten interrupciones a este proceso, pero la construcción moderna de ciudadanía, la ampliación del sufragio y el acceso más igualitario a los cargos públicos y a la educación en los periodos republicanos chilenos se logra como nunca antes en la historia. Se terminan de afinar las formas de la democracia representativa en América y Europa y las cinco repúblicas chilenas son parte significativa de ese proceso de carácter global. Esos mismos cambios, son los que han quedado reflejados en la forma constitucional de configurar los derechos y en la distribución de los órganos constitucionales, desde su punto de vista interno y en su relación con los ciudadanos.

El nuevo momento constitucional chileno Los problemas que percibimos, y el espíritu crítico que nos anima hoy en Chile, no nos deben hacer olvidar que el resultado de la más reciente elección chilena que en segunda vuelta consagró a Michelle Bachelet como nueva presidenta de Chile, es excepcional. Desde el año 1932 que en Chile no se reelegía una candidatura a la Presidencia de la República, a pesar de que diversos candidatos lo habían intentado en el pasado. El apoyo de un 62% en las urnas es también algo único en la historia política chilena. Las fuerzas de derecha que gobernaron Chile desde el

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año 2010 al año 2014 fueron derrotadas en la elección parlamentaria y también en la elección presidencial, donde sólo obtuvieron una votación de 37%, un porcentaje que comparado con el 52% del año 2009, supone una pérdida de más de un millón de votos. La candidatura triunfante se congregó con singular disciplina colectiva alrededor de una profunda propuesta ideológica que intentó dar cuenta de los principales problemas de la sociedad chilena. Esta propuesta se expresó en un programa de gobierno. El programa de la presidenta Bachelet definió tres tareas prioritarias. La primera consiste en realizar una reforma tributaria, cuyo objetivo es financiar una reforma educacional, que es la segunda gran propuesta y en tercer lugar el compromiso de elaborar una nueva Constitución chilena en democracia. En el Congreso chileno las fuerzas políticas que apoyan a la presidenta Bachelet representan una coalición amplia que se denomina Nueva Mayoría y que se forma por un arco de fuerzas políticas que va desde el Partido Comunista por la izquierda, hasta la Democracia Cristiana, y que incorpora también sectores liberales e independientes, por la derecha. Esta coalición de fuerzas de izquierda y de centro ha logrado mayoría en la Cámara de Diputados y en el Senado y con ello ha obtenido los votos para aprobar su programa de reforma tributaria, y buena parte de sus propuestas en materia de educación. En lo que se refiere a las materias constitucionales y en algunas cuestiones del derecho a la educación, se requiere de un quórum de dos tercios lo que implica que el nuevo Gobierno ha tenido que negociar con la minoría parlamentaria de derecha. La presidenta electa es militante del Partido Socialista pero representó en el inicio de su mandato, en apoyo y popularidad personal, mucho más que una posición partidista. Por eso, no es extraño que se haya percibido en los inicios de su gobierno un apoyo de parlamentarios de derecha respecto de algunas de sus propuestas de transformación, al menos durante su periodo inicial, lo que constituye lo que algunos denominan «luna de miel» de los primeros meses de gobierno. Ese periodo parece terminado y la verdad se ha logrado aprobar una reforma tributaria con muchas críticas y que no termina de formularse en su integridad y en cuanto a la reforma educacional ha existido mucha confusión, lo que ha terminado por debilitar el apoyo con el que contaban estas iniciativas en la mayoría de la ciudadanía chilena. Otra razón para considerar esta última elección como excepcional, es que se ha discutido sobre cuestiones ideológicas como en ninguna otra

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desde el periodo posterior a la dictadura de Augusto Pinochet. Durante este periodo que podemos denominar la Quinta República chilena se ha criticado la estructura del proyecto neoliberal en su concepción de los derechos, que los concibe primordialmente como libertades negativas que exigen abstención de interferencia estatal. En la última campaña presidencial se ha planteado la necesidad de garantizar los derechos sociales de una manera efectiva, se ha puesto en duda la estructura orgánica del sistema político chileno, con su excesivo presidencialismo y con el poder irresponsable que en algunos casos se entrega a los órganos autónomos, tales como el Tribunal Constitucional o el Banco Central. Estos órganos constitucionales autónomos que ejercen poder político, no están sometidos a procedimientos constitucionales que pueden servir para hacer efectiva su responsabilidad constitucional. Se ha pensado además en sentar las bases en Chile de un nuevo Estado social y democrático de derecho que asegure mayores niveles de igualdad en una sociedad cuyo índice de Gini es 0,54, a la fecha de elaboración de este trabajo, el peor indicador de desigualdad de los países, que como Chile, están afiliados a la OCDE. Incluso se ha pensado cómo enmendar el balance entre el Ejecutivo y el Legislativo. Se ha propuesto introducir mecanismos de participación y deliberación ciudadana en la iniciativa política y en la definición de cuestiones, que hasta ahora se consideraron una materia que es privilegio de tecnócratas o especialistas. También en el Chile actual, se ha discutido sobre el sufragio como derecho o deber y como signo distintivo de compromiso ciudadano. Durante el último gobierno de derecha se aprobó una ley de sufragio automático y voluntario que se ha hecho efectiva desde las elecciones municipales del año 2012. Desde esa fecha hasta ahora se han sucedido tres elecciones y en todas ellas ha votado una cantidad semejante de ciudadanos que además coincide aproximadamente con el número que votaba antes de la reforma a favor del voto voluntario. En la actualidad en Chile en total vota aproximadamente la mitad del padrón electoral habilitado para sufragar, lo que se acerca a los niveles de abstención que son propios de países como EE.UU. y otros países americanos que han introducido este cambio. Las razones de la abstención en las elecciones del año 2014 de aproximadamente la mitad de los electores, son motivo de sesudas disquisiciones de analistas y politólogos. Algunos señalan que el voto voluntario incentivó en Chile la apatía y la falta de participación política en sectores más pobres. Otros responsabilizan a la flojera del electorado, un exceso de bienestar o comodidad, un desinterés por la cosa pública

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o una deferencia a los políticos profesionales o al gobierno central en materias políticas, etc. También algunos señalan que al establecer el voto voluntario se beneficia a los electores más educados y con mayores ingresos. Este sentimiento de apatía podríamos asociarlo con varios motivos más particulares que se refieren a esta elección y que incentivaron la abstención. El primer factor fue la previsibilidad del triunfo de Michelle Bachelet, quien era confirmada como ganadora por todas las encuestas y todas las elecciones en que participó durante este proceso. En todas las mediciones y resultados la ventaja de la candidatura de la Sra. Bachelet excedía en más de diez puntos a cualquiera de sus contendientes más cercanos. El segundo factor es el cansancio de una campaña política que se extendió de modo formal desde al menos el mes de marzo del año 2013 con tres elecciones sucesivas, y que estuvo latente de modo informal desde antes de esta fecha, con un gobierno de derecha que no supo competir con un proyecto alternativo por lo que fue derrotada de manera sucesiva en las elecciones municipales, parlamentarias y presidenciales. Esta situación no es irreversible en el sistema democrático que admite la alternancia en el poder por medios pacíficos. Por ahora se espera una reagrupación de las fuerzas de la oposición en torno a nuevas ideas y liderazgos y ese camino puede revertir esta derrota. En todo caso, hoy es difícil dudar que en Chile estemos, al menos desde el año 2014, en lo que algunos autores tales como el profesor de Yale, Bruce Ackerman, han denominado un momento constitucional y que se ha definido como un periodo extraordinario de reformas profundas de nuestro sistema político y social. Como hemos hecho notar al comienzo de este libro, esta idea de momento constitucional se relaciona con la idea de los momentos estelares de Stefan Zweig, pero se define de un modo diferente. No se trata de alentar un mesianismo fundacional que concibe todo lo que ya se ha construido en Chile como carente de valor, ni menos de esperar el surgimiento de una figura individual, de un héroe o jefe, que con atributos carismáticos o místicos pueda solucionar nuestros problemas. Más bien, se trata de todo lo contrario, porque tal como se ha explicado en la Introducción de esta obra, el momento constitucional, en la concepción de Bruce Ackerman, tiene un marcado componente colectivo, público, deliberativo, democrático, participativo y ciudadano (Ackerman 1998, 6); confrontar cita de Ackerman sobre el momento constitucional en la Introducción de este libro). Estas mismas ideas,

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parecen inspirar el primer discurso que pronunció como presidenta electa Michelle Bachelet, con palabras con las que ha señalado el rumbo de las transformaciones que ella quiso imponer a su gobierno: Hoy abrimos una nueva etapa y lo hacemos reconociendo la labor que a cada generación y a cada gobierno democrático le ha correspondido en el desarrollo de Chile. Hemos hecho mucho, hemos construido un país del que podemos sentirnos orgullosos, con una economía sana, con una democracia estable, con una sociedad y una ciudadanía empoderadas y conscientes de sus derechos. Y justamente porque hemos construido todo esto, es que hoy día debemos imponernos un desafío mucho más alto. Debemos marcarnos un nuevo destino y yo estoy al servicio de ese destino. Estoy al servicio de ustedes compatriotas y mandantes y es un privilegio estar acá, encabezando la tarea de dirigir esta hermosa patria en un momento histórico. Sí, histórico, porque en este tiempo Chile se ha mirado así mismo, ha mirado de frente su trayectoria, su pasado reciente, sus heridas, sus gestas, sus tareas pendientes y este Chile ha decidido que es momento de iniciar transformaciones de fondo, con responsabilidad y con energía, con amplitud y voluntad de diálogo, con unidad y determinación (Discurso Michelle Bachelet como presidenta electa, ver edición 15 diciembre 2013, diario electrónico Terra: .

Así es como Michelle Bachelet, al contar con el mandato que el pueblo chileno le ha dado en las urnas, ha tenido una oportunidad única en nuestra historia de realizar grandes transformaciones en paz, y ser protagonista principal de la nueva política chilena. Está todavía pendiente si estos cambios profundos que Chile requiere en materia constitucional podrán realizarse durante el mandato de la presidenta Bachelet y si al realizarlos se cumplirán las exigencias normativas que propone Bruce Ackerman respecto del ejercicio del Poder Constituyente que exigen de procedimientos que expresen un compromiso colectivo, público, deliberativo, democrático, participativo y ciudadano.

Razones por las que Chile necesita una nueva Constitución y algunos de sus contenidos En síntesis, Chile necesita, a principios del siglo XXI, de una nueva Constitución por tres razones principales: 1) porque la Constitución actual tuvo su origen en dictadura, lo que afecta su legitimidad de origen,

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y porque en su ejercicio, tampoco ha llegado a legitimarse como Carta Fundamental de todos los chilenos; 2) porque a pesar de las sucesivas reformas su contenido es todavía no democrático ni republicano y porque tiene un ADN autoritario, en materias tales como: a) no garantizar de un modo eficiente los derechos sociales de educación, salud, trabajo, seguridad social, entre otros; b) separar la política de las organizaciones sociales, al no permitir a los dirigentes sociales ser al mismo tiempo dirigentes políticos, lo que no ocurre en el ámbito empresarial; c) reforzar un presidencialismo autoritario; d) dar poder a autoridades que no son responsables, como, por ejemplo, el Tribunal Constitucional y el Banco Central; e) consagrar la controvertida doctrina de la Seguridad Nacional y el Consejo de Seguridad Nacional, etc.; 3) porque sus omisiones revelan su verdadera concepción autoritaria, en cuestiones tales como: a) no reconoce los pueblos originarios; b) no descentraliza el poder ni da poder efectivo a las regiones y municipios; c) permite la reelección ilimitada de cargos de elección popular y el nepotismo (ausencia de restricciones para elegir e instalar parientes en funciones públicas en un mismo gobierno local, provincial o regional); d) no es inclusiva respecto de los grupos marginados; e) no consagra el principio democrático mayoritario, sino que da a la minoría una ventaja legislativa excesiva al combinarse con los altos quórum, y por la distorsión del sistema binominal que recientemente ha sido reformado con consecuencias que son todavía impredecibles; y finalmente, porque f) no promueve la protección social ni consagra un Estado social y democrático de derecho. La nueva Constitución chilena debe contener las siguientes características y así podrá definirse como una verdadera Carta Fundamental: •

Permanencia y estabilidad: la Constitución no puede cambiarse siguiendo criterios contingentes, ni de cualquier modo, porque se refiere a lo más importante de la organización del Estado y la sociedad y del ordenamiento jurídico.



Patriotismo constitucional: la Constitución debe generar apego e integración y sentido colectivo que surge de la adhesión interna a las normas e instituciones justas de un país.



Control de constitucionalidad: la Constitución debe evitar la desviación de poder en normas o decisiones públicas o privadas.



Derechos fundamentales: la Constitución limita y organiza la relación entre los ciudadanos y la acción estatal y se funda en el respeto de los derechos de todos, el gobierno de las mayorías y la inclusión y participación de las minorías.

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Algunas ideas que es necesario revisar, para crear una nueva Constitución chilena en democracia, y que se han expresado por las diversas fuerzas políticas en nuestro país, son las siguientes: •

Una Constitución debe promover los derechos fundamentales y la democracia.



Debe existir una nueva relación entre el Estado y la sociedad: el Estado social y democrático de derecho.



Debe incluirse una nueva forma de pensar los derechos, los deberes fundamentales y sus garantías.



Debe consagrarse un nuevo régimen político que supone optar entre alternativas tales como el presidencialismo flexible, el semipresidencialismo o el parlamentarismo.



Requerimos de un nuevo diseño de la potestad legislativa y reglamentaria.



Es urgente un nuevo régimen de gobierno y de administración regional y local con poder político real.



Es necesario un nuevo concepto de fuerzas armadas y de seguridad nacional.



Lo es también un nuevo balance entre representación y participación ciudadana.



Urge el rediseño de un nuevo sistema y un nuevo mapa electoral.



La organización de un nuevo Poder Judicial, y



de una nueva justicia electoral.



Un nuevo tribunal constitucional.



Una revisión prodemocrática de las autonomías constitucionales.



Se ha propuesto también la incorporación del ombudsman.



Un nuevo sistema de reforma de la constitución en cuanto a su fondo y forma.



Una revisión de los artículos transitorios, de los estados de excepción, de las leyes orgánicas y de quórum calificados para hacerlas compatibles con la Constitución.

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Este listado de propuestas no es taxativo y admite un perfeccionamiento continuo. El actual momento constitucional chileno se puede rastrear en sus inicios recientes hasta al menos el año 2006, y más públicamente hasta 2008, en que el grupo denominado Océanos Azules trabajó con la candidatura de Eduardo Frei una serie de propuestas que culminaron ese mismo año con una presentación de reforma constitucional en el Congreso Nacional. Toda propuesta de reforma total o parcial seria, y que se quiera someter a la aprobación del Parlamento y la ciudadanía, debe considerar la experiencia y la doctrina constitucional más actualizada que surge del estudio de nuestra propia historia y también del derecho comparado. Condiciones y procedimientos para ejercer el Poder Constituyente republicano. Antes de considerar los procedimientos mediante los cuales se puede arribar a una nueva Constitución en Chile me parece que debemos considerar tres condiciones previas recogidas del aprendizaje histórico y que emanan de nuestras circunstancias políticas anteriores. Las primeras dos condiciones se relacionan particularmente con los proyectos de cambio profundo, de centro e izquierda que encarnaron respectivamente el presidente Eduardo Frei Montalva y el presidente Salvador Allende Gossens. La tercera condición se hace realidad en la forma político constitucional que surge con la inauguración de la Quinta República chilena a partir de marzo de 1990. La primera condición para realizar transformaciones sociales profundas en Chile es política y exige que estos cambios deban contar con el apoyo de las mayorías. No pueden realizarse cambios con partidos únicos como se intentó entre 1964 y 1970, y tampoco es suficiente que un gobierno de coalición intente reformas sustanciales, si no cuenta con el apoyo de la mayoría, como sucedió durante 1970 y hasta 1973. La Unidad Popular accedió al poder con cerca de 30% del electorado y nunca obtuvo una votación superior a la del 40% y fracción. La Concertación y la Nueva Mayoría han contado con respaldo ciudadano, pero también han tenido bajas en su apoyo, que conspiran contra la viabilidad de sus propuestas de transformación. La segunda condición es jurídica y obliga a realizar las transformaciones por caminos institucionales y apegados al derecho, y en esta exigencia se impone usar las formas jurídicas que la mayoría considera válidas, y no usar formas legales de resquicio o que implican torcer el sentido del derecho. Por eso, las precondiciones de la transformación democrática que comentamos, exigen no sólo contar con la mayoría, sino también

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realizar las transformaciones apegado a los principios del derecho en su versión republicana y constitucional, y más específicamente, en las situaciones de momento constitucional exige cumplir las exigencias normativas de Bruce Ackerman que antes hemos mencionado. Conviene advertir que al exigir esta segunda condición de respetar el derecho, en ningún caso estoy dando pie para justificar el golpe de Estado de 1973, que desde el punto de vista constitucional y republicano no tiene justificación. Estoy diciendo todo lo contrario. Esto es, que el apartarse del derecho en la búsqueda de transformaciones profundas, se afecta la validez constitucional y la base republicana de las reformas, y se erosiona a muy corto andar, el apoyo que puedan tener en la mayoría ciudadana. Conviene advertir también que desde el punto de vista republicano no es cuestión de buscar o preservar el apoyo de la mayoría, así, sin más. Pinochet llegó a tener a finales de su dictadura el apoyo de un 43,4% de los chilenos en las urnas, y es probable que su dictadura haya tenido apoyo mayoritario durante algunos periodos, al igual que Hitler y otros dictadores. Este apoyo popular a las referidas dictaduras es muestra del extravío en que pueden incurrir las mayorías y en ningún caso legitiman su poder ni menos modifica su carácter antirepublicano y antidemocrático. La tercera condición, consiste en reconocer que la nueva Constitución no es el texto constitucional de 1980 impuesto originalmente por el general Pinochet, porque esta Carta Fundamental autoritaria dejó de existir con la vuelta a la democracia. Este reconocimiento supone que debemos reformar total y/o parcialmente la Constitución que Chile tiene desde 1990 a la fecha. El texto constitucional de 1980 que aprobó Pinochet dejó de regir en Chile a partir de marzo de 1990. La dictadura militar terminó el 11 de marzo de 1990. Terminaron las Comisiones legislativas, y los comandantes en jefe dejaron de ejercer el Poder Constituyente, Legislativo y Ejecutivo, que se autoatribuyeron en septiembre de 1973. El pueblo de Chile a partir de 1990 y por medio de sus representantes elegidos o nominados de acuerdo con la Carta Fundamental ejercen los poderes constituyentes, legislativos, ejecutivos, judiciales y otros. Como ha explicado Renato Cristi, Andrés Chadwick y todos los que han seguido la tesis de que continuamos viviendo bajo el bando militar que dio validez al texto constitucional de la Dictadura, están equivocados (Cristi y Ruiz-Tagle 2014, 163-166). Los presidentes de la República, los parlamentarios, el Congreso Nacional y todas las autoridades elegidas o nombradas después de marzo de 1990 no han sido autoridades de la Dictadura militar, sino de la imperfecta democracia de la Quinta República que tenemos desde marzo de 1990.

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La Constitución que Chile tiene desde 1990 a la fecha, que todavía nadie se ha atrevido a denominar como Constitución de 1990, se distingue de la constitución autoritaria de la Dictadura por los 54 cambios de reforma y por el plebiscito que la aprobó con registros electorales funcionando en el mes de julio de 1989, para comenzar a regir en marzo de 1990. Desde 1990 a la fecha ha tenido más de 20 leyes de reforma y si los cambios se cuentan por los artículos reformados llegan a ser aproximadamente 257. Es con mucha distancia, la Constitución más reformada de la historia de Chile, y a pesar de estos cambios, debe reconocerse que su texto y buena parte de su estructura y contenido, todavía coincide en partes muy significativas con el texto constitucional de 1980 de Pinochet. Por eso, la hemos llamado Constitución «gatopardo» (Cristi y Ruiz-Tagle 2006, 197-223), por esta capacidad de cambiar y mantenerse igual, en cuanto a su sentido profundo, y también porque la ciudadanía chilena no se siente representada por ella. Como dice Ernesto Garzón Valdés, a pesar de su legitimación o vigencia, carece de legitimidad o afinidad con las convicciones morales más profundas de la ciudadanía chilena (Garzón 1990, 455-471, 573-609). En estricto sentido se trata de una Constitución distinta a la de Pinochet, se trata de la transacción y el acuerdo que las fuerzas políticas gobernantes desde 1990 a la fecha han aceptado. Desde el punto de vista político o comunicacional es todavía más fácil hablar de terminar con la Constitución de Pinochet, y de la necesidad de sustituirla por una nueva Constitución, cuando en verdad de lo que se trata, es de terminar con la Constitución de la Quinta República que ha sido obra parcial, pero sustantiva de la Concertación y la Nueva Mayoría y por supuesto de la Alianza y las demás fuerzas políticas de derecha. Una muestra del Poder Constituyente desviado que se ha ejercido desde 1990 a la fecha se encuentra en los artículos transitorios, que a pesar de haber sido derogados aproximadamente unos veinte, hoy se han aprobado otros veinticinco, de los cuales veinte han sido aprobados después de 1990. Sabemos que una Constitución republicana y democrática no puede tener tan elevado número de artículos transitorios y debemos revisar cuáles de ellos deben eliminarse y cuáles pasar al texto permanente, pero no podemos seguir pensando o diciendo que estos defectos de nuestra Carta Fundamental tienen su origen en la Dictadura, porque esto no es verdad. Con respecto al procedimiento de cambio y reforma constitucional, desde un punto de vista de las posibilidades jurídicas y políticas que existen en Chile hoy, me parece conveniente exponer algunas ideas o

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hipótesis sobre cómo llevar adelante este proceso y cumplir con las exigencias de que sea institucional, democrático y participativo que se ha autoimpuesto respecto del mismo el gobierno de Michelle Bachelet. Lo primero que debe reconocerse, es que esta es una materia jurídica y política, y no es una entelequia de propuestas místicas de teología política, y que debe expresar, integrar, representar y dar participación a todos los partidos y fuerzas políticas organizadas, incluyendo los independientes, que sumados todos ellos son más numerosos que el total de los militantes de los partidos políticos, y en general debe convocarse a toda la ciudadanía. El proceso de elaborar una nueva Constitución democrática no se hace de facto, por decreto, o sólo por la opinión docta de un grupo de juristas. Además, requiere un juicio certero sobre los tiempos políticos, su viabilidad y sobre las prioridades. Por ello debe pensarse en combinar un paquete urgente de reformas parciales de alta sensibilidad, que sean percibidas como de consenso e importancia para la gran mayoría de la ciudadanía, junto con un proceso más amplio y extendido en que la discusión y elaboración de la nueva Constitución se conciba como un proceso más dilatado y que puede tomar varios años. El proceso que se propone puede pensarse como constituido por tres vías de acción: En la primera vía de acción, que es un periodo que puede coincidir con campañas políticas tanto en la esfera municipal como parlamentaria o presidencial, se debe buscar por medio de la educación cívica que la ciudadanía participe. Con ese objeto se debe definir una agenda y una propuesta de reforma constitucional que difunda y debata en todo el país, que involucre a los partidos y demás sujetos políticos, que genere instancias comunales de deliberación y que utilice las nuevas tecnologías y medios sociales para romper con las barreras del centralismo y la apatía. Esta propuesta en su primera vía de acción, se puede coordinar en un paquete de reformas parciales, que incluye preparar nuevos proyectos y actualizar y dar urgencia a dos proyectos ya presentados, para que sean aprobados por el Congreso durante este periodo y que incluiría por ejemplo los siguientes: -

Proyecto de Reforma constitucional presentado el 30/10/2007 Boletín 5427-07, para el reconocimiento de los pueblos indígenas. Retirado, por tanto debe revisarse y actualizarse.

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Proyecto de reforma constitucional presentado originalmente el 06/06/2006, Boletín 4222-07 Reforma constitucional que establece como deber del Estado velar por la calidad de la

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educación. En tramitación, por tanto debe revisarse, actualizarse y dársele urgencia para su aprobación en el Congreso. Este proyecto podría incorporar indicaciones y servir de modelo para organizar las formas de garantía de todos los derechos económicos, sociales y culturales. -

Proyecto de reforma para dignificar y renovar la política, que refunde y/o actualiza normas que limitan por una sola vez la reelección de todos los cargos de elección popular y, además, introduce normas contra el nepotismo, y que prohíbe la elección en el mismo distrito o circunscripción de parientes por afinidad o consanguinidad para todos los cargos de elección popular o de designación administrativa. Se piensa al plantear esta propuesta que la mejor manera de mejorar por la vía complementaria el sistema electoral es introducir esta reforma, que puede llegar a cambiar la lógica de la incumbencia política chilena. Si se aprueba esta reforma, puede ser mucho más fácil obtener las mayorías necesarias para modificar la reforma constitucionales parcial o total, ya que muchos parlamentarios votantes no podrán presentarse a la reelección. Algunas de estas medidas han sido recogidas de manera muy parcial en las propuestas de la Comisión Engel y actualmente se debate sobre su adopción en forma limitada en el Congreso Nacional.

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Proyecto de reforma constitucional del Art. 19 N°. 24 que declara a nivel constitucional que el agua es un bien nacional de uso público.

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Proyecto de reforma constitucional sobre gobierno regional que dispone que los intendentes se nombran por contar con la confianza del presidente de la República y que podrán ser destituidos por revocación popular con un número mínimo de firmas ciudadanas.

Estos proyectos se exponen a título ejemplar, por lo que por decisión política constitucional, pueden llegar a ser otros los que por mensaje del Ejecutivo o moción parlamentaria se constituirían en el primer contenido de discusión ciudadana de la campaña de reforma. Estos proyectos servirían para convocar a una parte sustancial del pueblo chileno en torno al debate constitucional, porque se refieren a cuestiones que inciden sobre su vida cotidiana o que tienen un mayor nivel de adhesión. Al

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priorizar estos proyectos se pueden disciplinar en torno a ellos con más facilidad todas las fuerzas políticas partidarias de la reforma; se puede establecer una clara diferencia entre ellas, y así preparar el camino para la propuesta de reforma total constitucional. Además, estas propuestas parciales tienen más posibilidades de ser inicialmente aprobadas que una propuesta referida a los procedimiento de reforma, a quórum de ley, al sistema electoral, o asamblea constituyente, cuestiones que sólo alcanzan a entusiasmar, por ahora, a sectores con alta conciencia política. En cambio, el paquete de reformas que se prioriza en esta primera vía de acción, referida a los temas mencionados, puede tener más apoyo y viabilidad; le puede otorgar al Gobierno y a la oposición una victoria constitucional rápida, con amplio apoyo popular, que abra la puerta para las nuevas reformas de la segunda y tercera vía de acción, que tienen un carácter más comprehensivo y total y que se explican a continuación. La segunda vía de acción, que puede iniciarse conjuntamente con que la vía inicial, es básicamente una etapa que agrega la deliberación parlamentaria, concluye al tiempo que se produce la votación definida en las urgencias y consiste en la presentación del paquete de reformas parciales de carácter ciudadano que se ha mencionado en el punto anterior con urgencia al Congreso Nacional que puede o no funcionar como comisión bicameral para su aprobación. La tercera vía de acción, que puede iniciarse simultáneamente con las dos primeras o una vez concluidas la primera y la segunda vía de acción, y/o en plazos y etapas posteriores definidas por el presidente de la República y los parlamentarios, que actualmente detentan la titularidad e iniciativa del Poder Constituyente en Chile, tiene como propósito institucionalizar el proceso de reforma total que abra paso a la nueva Constitución. En esta tercera vía de acción se puede activar una propuesta de reforma parcial que comprenda el cambio simultáneo del Capítulo XV, que se refiere al procedimiento de reforma de la Constitución y a la creación de un nuevo capítulo para hacer la convocatoria institucional de la Asamblea Constituyente o modificar los quórum para aprobar reformas constitucionales. En el evento que esta propuesta de reforma constitucional parcial sea rechazada por el Congreso, o en forma complementaria con la propuesta anterior, puede crearse una comisión constitucional en virtud del Art. 32 N°. 6, con un carácter técnico profesional y ciudadana integrada en forma plural por profesores de Derecho Constitucional, parlamentarios, abogados y personas relevantes en la deliberación constitucional, que

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expresen la más amplia diversidad de posiciones existentes en Chile, incluyendo por cierto personas de derecha, centro e izquierda. Esta comisión no debe tener poder constituyente y se puede organizar como la Comisión Rettig o Valech, u otras, para celebrar reuniones en todo Chile con audiencias públicas y para conocer la opinión de todos los sectores sociales y políticos. El objetivo de esta comisión sería presentar un proyecto de nueva Constitución. También puede asesorar al Congreso Nacional en las materias constitucionales que sea consultada y se relaciona con el Gobierno a través del Ministerio de Justicia y el Ministerio Secretaría General de la Presidencia y el presidente de la República. Su objeto principal es ayudar a institucionalizar el proceso ciudadano y ayudar a presentar un proyecto de reforma constitucional total. La comisión constitucional debe tener cometidos semestrales encargados por el presidente y disolverse una vez que se haya aprobado un proyecto o una nueva Constitución. La comisión constitucional también puede considerar la elaboración de un proyecto de capítulo de reforma constitucional o de Asamblea Constituyente, para ser sometido a la aprobación del Congreso que considere la elección de sus integrantes, que esté sujeto a control del Servicio y Tribunal Electoral y eventualmente del Tribunal Constitucional en el que sea la propia Asamblea Constituyente la que defina su procedimiento de trabajo, y que una vez concluido, el proyecto constitucional terminado o los proyectos constitucionales alternativos se sometan al Congreso Nacional y, finalmente, que el pueblo en la expresión del sufragio ciudadano deba pronunciarse sobre su aprobación o rechazo en un plebiscito o referéndum constitucional. En toda esta tercera vía de acción del proceso u operación constituyente se requiere gran tenacidad del presidente de la República y de los parlamentarios y dirigentes políticos para mantener constante el compromiso del proceso deliberativo con la ciudadanía y el Congreso. Todos deben actuar con gran disciplina y una unidad de propósito. Los conflictos internos o la intransigencia sólo favorecen a los que quieren impedir la nueva Constitución. Por parte del pueblo y la ciudadanía un proyecto de esta envergadura de mediano a largo plazo genera disciplina social y sus frutos serán percibidos con el surgimiento de una nueva forma de patriotismo constitucional que se enorgullece de vivir en un país con instituciones más justas. Una vez que llegue a aprobarse la nueva Constitución sea en virtud de una reforma total presentada al Congreso Nacional o mediante una Asamblea Constituyente, es necesario que intervenga eventualmente el

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Tribunal Constitucional, y/o el Tribunal Electoral (antiguo Calificador de Elecciones) y la Contraloría General de la República para validar en términos jurídicos un referéndum, por el cual el pueblo y la ciudadanía participan para dar su aprobación al proyecto de nueva Constitución que puede someterse a su elección, en forma única o con textos alternativos.

Control del Poder Constituyente y del poder destituyente y mutación constitucional En Chile hoy existe un poder constituyente radicado en el presidente y en el Parlamento. Pero además hay lo que podríamos llamar un poder de control constitucional constituyente. Sin siquiera considerar la existencia de estos mecanismos de control constitucional, algunos voluntariosos del cambio de nuestra Carta Fundamental han llegado a proponer casi en un estado de misticismo faccioso y jacobino cambiar la Constitución «por las buenas o por las malas», imponer una Constitución por «decretazo», o por medio de una Asamblea de Concejales municipales, o llamar a un referéndum por decreto para instalar una Asamblea Constituyente y así suman y siguen, haciendo toda clase de propuestas inflamados de populismo, protagonismo mediático e infantilismo revolucionario irresponsable (cfr. Zúñiga 2014, 1-49). En vez de asumir una ética de la responsabilidad y buscar el acuerdo de todos los chilenos para construir la Constitución del Bicentenario, el espíritu jacobino les ha llegado a plantear, influidos por Carl Schmitt, que los adversarios en política son sus enemigos y que se les debe enfrentar con las pistolas cargadas. Ciertamente ignoran lo que implica un proceso constituyente democrático y también el rol de control constituyente radicado en la Contraloría General de la República en Chile, el del Tribunal Constitucional en caso que fuese requerido para pronunciarse sobre un proyecto de reforma, y el del Tribunal Calificador de Elecciones en caso de que haya referéndum. Esta forma de pensar y actuar en política recuerda la peor versión de lo que James Madison tan hábilmente describe en Federalista N°. 10 como el espíritu de facción. Madison dice lo siguiente: Por facción entiendo cierto número de ciudadanos, estén en mayoría o en minoría, que actúan movidos por el impulso de una pasión común, o por un interés adverso a los derechos de los demás ciudadanos o a los intereses permanentes de la comunidad considerada en conjunto […] La libertad es al espíritu faccioso lo que el aire al fuego, un

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alimento sin el cual se extingue. Pero no sería menor locura suprimir la libertad, que es esencial para la vida política, porque nutre a las facciones, que el desear la desaparición del aire, indispensable a la vida animal, porque comunica al fuego su energía destructora […] Como se demuestra, las causas latentes de la división en facciones tienen su origen en la naturaleza del hombre; y las vemos por todas partes que alcanzan distintos grados de actividad según las circunstancias de la sociedad civil. El celo por diferentes opiniones respecto al gobierno, la religión y muchos otros puntos, tanto teóricos como prácticos; el apego a distintos caudillos en lucha ambiciosa por la supremacía y el poder, o a personas de otra clase cuyo destino ha interesado a las pasiones humanas, han dividido a los hombres en bandos, los han inflamado de mutua animosidad y han hecho que estén mucho más dispuestos a molestarse y oprimirse unos a otros que a cooperar para el bien común. Es tan fuerte la propensión de la humanidad a caer en animadversiones mutuas, que cuando le faltan verdaderos motivos, los más frívolos e imaginarios pretextos han bastado para encender su enemistad y suscitar los más violentos conflictos. Sin embargo, la fuente de discordia más común y persistente es la desigualdad en la distribución de las propiedades (Hamilton, Madison y Jay 1982, 35-41).

En Chile también existe un poder constituyente ciudadano responsable, que se puede expresar y se ha expresado antes, durante y después del proceso de cambio constitucional y que se ejerce con propuestas de interés general, que pueden llegar a ser vinculantes a través de los mensajes del presidente de la República o según sea el caso de las mociones parlamentarias. Por ejemplo, más recientemente y para ordenar el proceso constituyente en Chile, en su aspecto ciudadano, es que he propuesto esta idea de la Comisión creada por la presidenta de la República. Esta idea de la Comisión, que para descalificarla muchos la llaman la «Comisión de los Expertos», es criticada porque se forma por decreto y por no ser sus resoluciones vinculantes en materia constituyente. Bueno, al respecto el Art. 32, N°. 6, se ha usado para nombrar la Comisión Valech, la Comisión Rettig, y creo que podría usarse para hacer algo que sería un proxy de una asamblea constituyente, mezclando expertos con políticos y ciudadanos, en caso que se estime necesario para darle más representatividad, orden, continuidad y estabilidad al proceso constituyente chileno. Esta propuesta se parece a la Comisión de Observadores que se analiza en la sección siguiente. Es también importante reconocer que influyen sobre el proceso constituyente, una serie de poderes funcionales y fácticos, tales como la prensa, los abogados y profesionales, los empresarios, la Iglesia, los

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militares, también los académicos, etc. Entre estos poderes de influencia, yo llamaría la atención sobre la existencia de un poder adicional que podemos denominar «destituyente». Hay un poder constituyente que pretende cambiar la constitución de forma total o parcial, y en dirección contraria está operando un poder destituyente que en palabras de Giorgio Agambem se define del modo siguiente: […] mientras que el poder constituyente destruye el derecho sólo para recrearlo en una forma nueva, el poder destituyente, en la medida que destruye el derecho, de una vez para siempre, puede abrir realmente una nueva época histórica (Agambem 2013, sin página, ver en , (consultado el 3 octubre 2015).

En Chile, siguiendo la lógica del poder destituyente, está operando un grupo o por lo menos dos grupos de personas en la derecha y en la izquierda, a quienes no les gusta y quieren destruir el sistema que tenemos, porque no les gusta ningún otro sistema constitucional y democrático, y descalifican toda posibilidad de resolución racional. Aquí hay personas que quieren tener una organización política, que no tiene para nada los rasgos de una democracia representativa constitucional, y que ciertamente aprovechan este momento para avanzar en un proceso destituyente. Todos los procedimientos institucionalizados, están perfectamente validados para la reforma total o parcial de la Constitución y no hay ninguno que por definición sea mejor que el otro. Desde el punto de vista académico –corresponde por tanto analizarlos, pero la elección de aquel que en definitiva se use y con qué intensidad y combinación– es una decisión principalmente institucional y política, que corresponde a quienes detentan el Poder Constituyente en Chile de acuerdo con nuestra Carta Fundamental, que son la presidenta de la República y los parlamentarios, lo que en ningún caso significa que no esté sujeta a control, porque en una democracia constitucional esta elección compete a los partidos políticos y a las fuerzas políticas, al Gobierno, a la oposición, en una conversación en la cual los ciudadanos obviamente pueden intervenir y pueden tener opinión, pero la decisión es una decisión política constitucional, no es una decisión teórica. En esta materia no hay una ecuación, no hay una bala de plata que nos va a permitir definir que el mejor procedimiento de cambio constitucional es la Asamblea Constituyente. No existe eso. El que crea eso, cree en un Santa Claus constitucional, que no existe. De

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hecho, las asambleas constituyentes son de mil formas, como puede apreciar cualquiera que dedica su tiempo el estudio de las mismas. La historia del constitucionalismo muestra formas muy variadas de crear las constituciones. El año 2015 se celebraron los 800 años de la Carta Magna. Hoy seguimos hablando de la Carta Magna, y quién sabe qué método se usó para arribar a esos principios constitucionales que hoy día tanto valoramos, como el habeas corpus. ¿Quién puede explicar cuáles fueron los métodos que se usaron en la convención de Filadelfia y el proceso de ratificación que subsiguiente en cada uno de los Estados, adoptar la Constitución Federal de EE.UU. Se sabe que el proceso de adopción de la Constitución Federal siguió métodos diversos para su aprobación y que los representantes de Filadelfia fueron seleccionados también se eligieron según lo que convenía a cada Estado. No existe una bala de plata en cuanto a los procedimientos del derecho constitucional. No existe un procedimiento constituyente perfecto. La Constitución de España de 1978 se hizo como un derivado de las leyes de reforma política del franquismo. La Constitución Francesa de 1957 fue criticada por ser expresión del personalismo del general de Gaulle. Las leyes fundamentales de Bonn que gobiernan Alemania desde 1949, y que no llegan a ser una Constitución, según lo expresaron los propios alemanes en su texto, tienen como fundamento, entre otros documentos uno o más memorándum de las fuerzas aliadas. No busquemos lo perfecto, busquemos con humildad lo mejor. En este caso, como en tantos otros, lo perfecto puede ser enemigo de lo bueno. Entre los mecanismos de revisión o cambio constitucional la doctrina reconoce la reforma total o parcial, la mutación, la interpretación constitucional, las comisiones constituyentes en cada cámara o bicamerales, los congresos constituyentes, referéndums y plebiscitos y por supuesto las asambleas constituyentes. Sobre la idea de hacer un referéndum para decidir si debería haber una Asamblea Constituyente o una comisión de expertos o una comisión bicameral es necesario tener presente la doctrina del derecho comparado sobre los referéndums de especial trascendencia, como ha explicado el profesor Francisco Soto (Soto 2016, 1-17), son muy criticados por la doctrina constitucional, porque son susceptibles de manipulación y porque generan las condiciones políticas que permiten recrear lo que Bruce Ackerman ha denominado la pesadilla de Juan Linz o pesadilla Linzeana (Ackerman 2007, 28 y 29). Si hay un referéndum lo mejor desde el punto de vista de la teoría democrática constitucional de los referéndum, que hoy existe en

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Europa y en otros países, es que se convoque después que existan uno o más textos para decidir entre una o más opciones de proyectos constitucionales. Hacer un plebiscito o referéndum constitucional antes de contar con un texto o proyecto que se somete a la aprobación popular, implica perder mucha energía política, y además tiene un montón de cuestionamientos desde el punto de vista de lo que significa, que implica en verdad una especie de bonapartismo constitucional, porque es intervenir de una manera anticipada en los procedimientos constitucionales, porque se aumenta el poder del Gobierno frente a la ciudadanía de una manera desproporcionada. Con respecto al mecanismo de la Asamblea Constituyente, conviene advertir que esta tiene varias formas y que muchos de los que hablan de Asamblea Constituyente todavía no producen un texto que definan en qué términos va a realizarse, con la única excepción de la propuesta del Partido por la Democracia que propone agregar un capítulo a la Constitución que permita el uso de este mecanismo en Chile, lo que me parece un método válido para incorporar en el futuro este mecanismo para Chile. Además, la Asamblea Constituyente desde el punto de vista teórico, es un instrumento de representación, no de participación. La Asamblea Constituyente busca crear una representación alternativa al Congreso o a los órganos comunes y ordinarios, para que estos no tengan tanto poder. Esa es la razón de su justificación. Si esas son razones que aceptamos como válidas, entonces tenemos que crear una Asamblea Constituyente. Pero no es una institución diseñada para participar, sino para dar representación a grupos o fuerzas que no están incorporadas en la institucionalidad normal o para impedir que el Congreso Constituyente tenga mucho poder o para dedicarlo a trabajar en la legislación ordinaria. En la Asamblea Constituyente Democrática, al menos, se eligen representantes, y si hay representantes, hay representación. Hay asambleas no previstas en la Constitución, como en el caso de Ecuador, y otras que ya son francamente revolucionarias, y estas últimas operan en la línea de lo que podríamos llamar el «poder destituyente» sobre el cual ya hemos expresado nuestras críticas. Junto con las posibilidades de cambio que siempre ofrece la interpretación constitucional, sobre lo cual no entregaremos más detalles, también conviene destacar (ya que me parece de la mayor importancia) el rol que le asiste a la mutación constitucional, mecanismo de reforma constitucional que ya hemos mencionado en la obra de Löewenstein del modo siguiente:

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[…] en la mutación constitucional […] se produce una transformación en la realidad de la configuración del poder político, de la estructura social o del equilibrio de intereses, sin que quede actualizada dicha transformación en el documento constitucional: el texto de la Constitución permanece intacto (Loewenstein 1982, 165).

Creo que nuestro texto constitucional está instalado en un contexto político en el cual se lee distinto a las formas de lectura original que marcaron la primera década de vigencia de nuestra Carta Fundamental. Voy a poner un ejemplo; hay muchos otros. Hoy día la cláusula de la Constitución que dice La familia es el núcleo fundamental de la sociedad, cuando se lee familia, por lo menos se acepta que hay dos o tres o cuatro versiones de este inciso, considerando que hubo hasta hace muy poco una visión unívoca que cuando se hablaba de familia se hablaba de familia matrimonial. Esa idea de que familia es familia matrimonial todavía sigue vigente, hay que reconocerlo, y es sostenida por un grupo muy significativo de personas, de estudiosos del Derecho Constitucional y de la sociedad chilena, pero ha surgido –diría por mutación constitucional– la idea de que familia en Chile es mucho más que una noción matrimonial, que es una relación de parentesco por afinidad, que pueden haber familias uniparentales, en fin, de toda clase de relaciones de parentesco mucho más abiertas. A su turno la jurisprudencia constitucional chilena está empezando a reconocer esa mutación. Es nada más que un ejemplo para decir que la Constitución, la misma Constitución que tenemos, la podemos leer de una manera distinta, y eso es algo bien significativo cuando estamos embarcados en un proceso constituyente. Las reformas constitucionales que propició Ricardo Lagos el año 2005 buscaban dar por cerrada la transición a la democracia y para ello se usó todo el prestigio y el poder de la figura presidencial para dar fuerza y legitimidad a los cambios de la Carta Fundamental. Sin embargo, a pesar que estas reformas implicaron un progreso significativo, el avance fue parcial porque no fueron suficiente para asentar la idea que correspondían a una nueva Constitución democrática para Chile. Como hemos explicado, algunos de los cambios del año 2005 potenciaron de modo excesivo el ya descuadrado presidencialismo chileno, no abordaron el tema de los derechos económicos y sociales y mantuvieron la lógica neoliberal de los derechos. Además, aunque se trató de una negociación de larga duración, esta se hizo a espaldas de la ciudadanía, en el Congreso y a puertas cerradas, sin validarla una vez acordada con un plebiscito. Lo más importante fue que no se

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complementó la reforma constitucional con un cambio en el sistema electoral, lo que hizo renacer las antiguas prácticas del engorroso y deforme sistema electoral binominal y la reproducción de esa curiosa forma de democracia que ha existido en Chile en que gobierna la mayoría empatada con la minoría. Todos estos errores del año 2005 pueden evitarse en este proceso de cambio constitucional que se ha iniciado en términos formales por parte del gobierno de la presidenta Bachelet a partir del año 2015. Esperamos que así sea por el bien de Chile. Puede ser que el electorado chileno ofrezca una nueva oportunidad a Ricardo Lagos de ser reelegido presidente de la República, una vez cumplido con el periodo de la presidenta Michelle Bachelet o a otro líder político. En sus más recientes declaraciones y actividades políticas el expresidente ha mostrado un liderazgo en relación con la necesidad de un cambio constitucional profundo en Chile. Con ese objeto organizó un proyecto y una plataforma web denominado www.tuconstitución. cl, que combina el uso de las nuevas tecnologías de la información en internet y las ha puesto al servicio del cambio constitucional y de la deliberación ciudadana, lo que ha resultado ser muy positivo para el desarrollo del proceso constituyente chileno. En todo caso conviene que volvamos a la presidenta de la República, porque desde su elección en el año 2013, hemos estado esperando sus palabras para dar inicio al proceso constituyente, como «esperando a Godot». En junio del año 2015, en Roma, ella dijo algo muy parecido a lo que hemos citado al comienzo de la sección 8 de este trabajo, pero en las palabras expresadas más recientemente asume un tono distinto, porque señala lo siguiente: En las últimas tres décadas, mi país vivió un fuerte proceso de modernización. Pero fue una revolución económica y tecnológica incompleta. Las relaciones sociales, laborales y políticas, como los derechos de las personas y las instituciones políticas, no se han modernizado con la misma rapidez. Los ciudadanos sufrieron estos atrasos y eso explica el malestar social de estos meses. Renovar las bases sociales, políticas y económicas del desarrollo, para avanzar en una modernización socialmente inclusiva es lo que está en la base de nuestro programa de Gobierno (Entrevista diario La República, Italia Michelle Bachelet, 5 de mayo 2015, , (consultado 2/10/2015)

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Aquí vemos un discurso un tanto menos fogoso, un tanto más crítico de lo que se ha hecho en estos veinte años de democracia. En el discurso que he mencionado al comienzo, de la sección 8 de este trabajo la presidenta decía: lo hemos hecho tan bien que tenemos derecho a saltar hacia una nueva etapa. En las palabras más recientes de la presidenta de la República, se refleja un cierto escepticismo y hay una cierta duda, una duda de que en realidad ha habido defectos, y que esos defectos se refieren particularmente a las instituciones políticas. Yo prefiero este tono más reciente que revela duda y en ningún caso autocomplacencia. Creo que es mejor para hacer las cosas bien, tener sentido crítico y buscar por ensayo y error cuáles son las mejores propuestas constitucionales para Chile. En eso consiste la esencia del republicanismo constitucional democrático. La presidenta de la República es un actor principalísimo en las materias constitucionales, pero ciertamente no es el único y exclusivo sujeto que debe intervenir. Están los parlamentarios, está la clase política, está la ciudadanía, está la opinión pública, y yo espero francamente, que en Chile pueda generarse un debate constitucional en los términos que propone Bruce Ackerman. En los términos respetuosos de la deliberación, en que se acepta no sólo la existencia del adversario político (que no es percibido como enemigo), sino que se le invita a discutir de manera cándida, abierta, sin doblez ni coerción, las ideas que pueda tener cada uno, con la esperanza de que en el proceso se puede producir una persuasión mutua y se puedan convencer unos a otros de cuáles son los mejores argumentos.

El carácter «Rawlsiano» del proceso constituyente chileno y su Consejo de Observadores El día 14 de octubre de 2015 la presidenta Michelle Bachelet por medio de un discurso dirigido a todos los chilenos convocó a toda la ciudadanía a iniciar un proceso constituyente gradual de varias etapas para aprobar una nueva constitución en democracia para Chile. Esta convocatoria es inédita en la historia de Chile, por la forma en que se realiza y por el ambicioso propósito que la anima. Las etapas que se fijan en su propuesta comienzan con un periodo de educación cívica y de información ciudadana, acerca de lo que es una Constitución, que se da inicio con el discurso y que debió culminar en marzo del año 2016. Durante este periodo inicial se nombró un Consejo de Observadores, que es una comisión coordinadora y de

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fiscalización del proceso constituyente por parte de la presidenta de la República que comenzó en marzo de 2016 un proceso de diálogos y cabildos a nivel provincial, donde la ciudadanía pueda expresar sus ideas constitucionales que se recogerán finalmente en un documento denominado «Bases Ciudadanas» que serán entregadas a la presidenta en octubre de 2016. En esta nueva etapa del gobierno de la presidenta Bachelet se dedicará a elaborar la propuesta de nueva carta fundamental que ingresará en un proyecto al Congreso a más tardar en el mes de octubre del año 2017. En este mismo periodo la presidenta de la República someterá al Congreso una propuesta con cuatro alternativas relativas al sistema o procedimiento de cambio constitucional que incluyen la Comisión Bicameral, una Comisión mixta de parlamentarios y ciudadanos, la Asamblea Constituyente, o eventualmente el llamado a plebiscito para que la ciudadanía resuelva entre las primeras tres alternativas. El Gobierno, en lo que se refiere a la propuesta relativa al procedimiento de cambio constitucional, se ha comprometido a aprobarla por dos tercios de los parlamentarios en ejercicio, a pesar que este quórum se discute que sea estrictamente requerido en el caso que se trate de agregar un nuevo capítulo constitucional, que podría ser aprobado por tres quintos de los parlamentarios en ejercicio. Tal como consta en el decreto de nombramiento de finales del año 2015 se ha designado este Consejo de Observadores en virtud del Art. 32 N°. 6 de la Constitución para orientar y coordinar el proceso ciudadano del debate constitucional y ha quedado conformado por personas de actividades y sensibilidades diversas y con representación plural en cuanto a las fuerzas políticas que lo integran; incorpora a representantes de la oposición, lo anterior –por cierto– no significa que la composición de este Consejo no haya tenido críticas y de las más diversas. La propuesta de la presidenta Bachelet comprende entonces cuestiones de procedimiento y cuestiones de sustancia constitucional. Se trata además de una propuesta que debe ser sopesada por la oposición, los parlamentarios y la ciudadanía para resolver si la apoyan o la rechazan. Hasta ahora la recepción en general ha sido positiva y ha tenido múltiples interpretaciones en cuanto a lo que significan las etapas del proceso propuesto. Por ejemplo, en un seminario internacional organizado recientemente por el Ministerio Secretaría General de la Presidencia de la República de Chile, el Instituto IDEA y la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, el profesor Tom Ginzburg

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de la Universidad de Chicago dijo que la forma que había elegido la presidenta Bachelet para iniciar el proceso constituyente chileno le parecía que estaba influido por las ideas de la famosa obra Una Teoría de la Justicia de John Rawls. El profesor Ginzburg no fue muy explícito en su comentario, y sólo mencionó la idea de la «posición original» de Rawls, donde todos deben participar en un proceso para elegir principios de justicia, como una situación semejante a la que se expresa en la convocatoria constitucional del 14 de octubre de 2015 que ha hecho la presidenta Bachelet. Desde hace mucho tiempo que he sido un estudioso y admirador de la obra de John Rawls y creo que el profesor Ginzburg tiene en parte razón. La presidenta de la República, al entregar una decisión sobre el procedimiento a un Congreso constituido, y al proponer que sea el siguiente Congreso el que discuta el contenido de la nueva Carta Fundamental chilena, está siguiendo una lógica parecida a la que propone John Rawls. Los parlamentarios y políticos chilenos, con el cambio del sistema electoral, estarían actuando con un «velo de ignorancia» y deberán «decidir bajo condiciones de máxima incertidumbre» sobre su posición política relativa en el nuevo Parlamento que se elija en Chile para entrar en funciones a partir de marzo del año 2018, con un sistema electoral que se inaugura por primera vez en esta elección desde 1990 a la fecha. Esta modificación del sistema electoral que ha sido muy positiva en la introducción de cuotas para la representación política femenina, pudo también aprovecharse para debatir el problema de representación de algunas minorías relevantes que existen en Chile, como el caso de los pueblos originarios. Lamentablemente esta oportunidad no se utilizó para abordar esta importante cuestión. Sin embargo, el cambio del sistema electoral se ha aprovechado para generar un nuevo escenario político y fundar sobre esa realidad que está por venir el nuevo proceso constituyente chileno. El cuadro resumen que se muestra a continuación expone las etapas del proceso de participación ciudadana que se ha considerado en el Consejo de Observadores, que no ha estado exento de críticas y obstrucción, y que son las siguientes:

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fuente: documento del consejo de observadores, guía metodológica proceso participativo territorial, santiago: ministerio secretaria general de la presidencia, república de chile, enero 2016, p.31.

CUADRO RESUMEN PROCESO DE PARTICIPACIÓN CIUDADANA FASES DEL PROCESO DE PARTICIPACIÓN CIUDADANA CHILENO (2016-)

En las etapas que se describen en el cuadro recién expuesto podrían llegar a configurarse algunos de los rasgos que Rawls reconoce como propios y característicos de la «posición original», que consisten en elegir con ignorancia de nuestra propia posición e intereses lo que consideramos justo, que en este caso sería aplicado al procedimiento constitucional chileno (Rawls 1999a, 15-16, 118-123, 134-135); (RuizTagle 2002, 78-81). Del mismo modo se puede reconocer en la propuesta del Gobierno una idea de resolver la cuestión de la nueva Constitución apelando inicialmente a reglas que implican una situación de justicia puramente procesal, que no se refieren en su primera etapa a decisiones sobre el contenido de la Carta Fundamental (Rawls 1999a, 74-75). Además, el proceso mediante el cual se va construyendo la propuesta ciudadana para llegar a las bases constitucionales y luego al proyecto del gobierno que será presentado al Congreso también recuerda la idea de Rawls de «racionalidad deliberativa» y de las etapas con las que se construye el derecho en su obra. Este proceso de cuatro etapas en el caso de Rawls se inicia con la aceptación unánime de los principios de justicia, y estos una vez adoptados sirven para definir principios constitucionales, luego normas de orden legislativo y políticas públicas, y finalmente, llegan a ser la base para juzgar medidas institucionales específicas, que orientan la aplicación del derecho a casos particulares por jueces e incluso por funcionarios de la administración (Rawls 1999a, 171-176); (Ruiz-Tagle 2002, 86, 81-90). A pesar de todas estas semejanzas, a las que por cierto pueden sumarse muchas otras coincidencias con las ideas del prestigiado John Rawls, lo importante no son la coherencia intelectual ni las reminiscencias académicas del proceso. Lo importante es que este proceso se complete con participación y deliberación ciudadana y finalmente tengamos en Chile una nueva Constitución en democracia. Finalmente, como se trata de un proceso constituyente que el Gobierno ha definido como institucional, democrático y participativo, creo que es procedente dar especial consideración a lo que expone el trabajo del profesor James S. Fiskin, que nos ayuda a entender qué queremos decir cuando hablamos de perfeccionar la participación y la deliberación política. Fiskin ha definido la participación como una conducta pública y masiva de los integrantes de un sistema político, que tiene por objeto influenciar de manera directa o indirecta la formulación, adopción o implementación de una elección política del gobierno. Según Fiskin votar es la forma más aceptada de participar en política, pero contribuir

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con dinero, con tiempo, con esfuerzos o trabajos, en relación con causas políticas, participar en manifestaciones, escribir cartas o enviar correos electrónicos a los funcionarios públicos, firmar peticiones, son todas actividades que pueden incluir la participación de un gran número de personas. Incluso algunas actividades de orden pasivo, como informarse y ver las noticias puede ser una forma de participación, pero en general se usa este término para señalar conductas activas (Fiskin 2009, 45). Adicionalmente Fiskin por deliberación entiende el proceso mediante el cual los individuos consideran o ponderan los méritos de los argumentos que se exponen en el ámbito de las discusiones comunes. Este proceso deliberativo se puede medir en términos de su calidad según si cumple con cinco condiciones: a) dar información relevante a cada participante; b) dar un balance sustancial a cada respuesta; c) valorar la diversidad en representación de las principales posiciones públicas; d) mostrar conciencia sincera de los argumentos; y e) dar igual consideración a todos los argumentos (Fiskin 2009, 33-34). Todas estas ideas nos ayudan a entender con una perspectiva comparada el perfil institucional, democrático y participativo que se ha querido atribuir al proceso constituyente chileno.

La sexta República chilena y las experiencias republicanas previas Junto con analizar las propuestas y los procedimientos de reformas constitucionales del momento, quisiera recordar también las experiencias republicanas previas para ilustrar con perspectiva histórica el proceso constituyente chileno, entre ellas las experiencias republicanas clásicas. No se trata, ciertamente, de una experiencia homogénea y uniforme. Así, Atenas y Roma presentan contrastes significativos que sirven para explicar las diferencias que existen entre las experiencias modernas. Hay un rasgo uniforme que distingue los gobiernos republicanos de todos los demás sistemas políticos, y es que se forman por la experiencia, la capacidad política e intelectual y la participación de muchos individuos, incluso de diversos grupos de personas y generaciones. En verdad, se requiere de varias generaciones para acumular un fondo de experiencias compartidas que se trasmiten a través del tiempo y que pueden llegar a ser una tradición. Lo que dice Cicerón al comenzar el segundo libro de De republica es pertinente recordarlo aquí. Según el jurista romano, las repúblicas son superiores a las otras formas de gobierno, porque no han sido establecidas por un solo hombre como autor de sus leyes y

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sus instituciones. Las repúblicas se han basado en el genio de muchos individuos y se fundan y construyen no en una generación, sino en un periodo que puede extenderse por varios siglos y edades. Para Cicerón la forma republicana es superior porque no ha existido un hombre tan genial, que pueda anticiparse a todos los problemas, ni siquiera todos los poderes de los hombres que viven en un mismo tiempo, sin la ayuda que da la experiencia y el paso del tiempo, pueden advertir todas las precauciones que han de tomarse para el futuro (Cicero 2000, 111-112). La república en Chile se ha construido en versiones diferentes que, desde nuestra Independencia hasta ahora, han llegado a ser cinco principales. Esta tradición republicana debemos retomarla, cultivarla y expandirla para permitir la creación de las nuevas repúblicas en que puedan vivir en paz las futuras generaciones. Es cierto que las cosas pueden confundirse. La estrategia de los contrarios a la república en su forma democrática de gobierno ha sido más bien adoptar ante ella una actitud oportunista que ha consistido muchas veces en usarla como fachada para cubrir el uso autoritario del poder. Así, en Chile hemos tenido hasta hace muy poco un Senado con miembros parcialmente elegidos por sufragio popular, Fuerzas Armadas representadas en órganos constitucionales que designaron parte de los jueces del Tribunal Constitucional y presidentes de la República que todavía concentran un poder que excede con mucho el que es propio de una autoridad democrática. Nuestra esperanza actual radica en reconocer que se pueda producir por la vía de la mutación, la interpretación constitucional y la reforma, el cambio pacífico de un régimen republicano a otro que bajo ciertos aspectos sustantivos y de procedimiento puede considerarse como mejorado. Esta situación podemos reconocerla en el caso de Chile entre la Segunda República Autoritaria (1830-1870) y la Tercera República Liberal (1870-1924). Estos momentos constitucionales fueron también tiempos de reflexión, de crítica, de conversación, de lecturas y de deliberación, que inspiraron patriotismo, tal como nos recuerda el gran Benjamín Vicuña Mackenna en su obra Los Girondinos chilenos. En esta obra magistral se describe el origen del pensamiento y la acción de la generación chilena que a mediados del siglo diecinueve fue capaz de transitar en paz desde una República autoritaria, a una república que llegaría a ser liberal y parlamentaria, y dice lo siguiente:

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Una de las observaciones favoritas de aquellas sesiones cotidianas era, en virtud de la analogía y similitud de los tiempos, la que sugería la lectura, cotidiana también, de Los Girondinos de Lamartine, de los hechos de aquellos preclaros hombres, su elocuencia, su patriotismo, sus errores, su triste y sublime sacrificio, su gloria póstuma, irradiación lejana del genio y del patíbulo. Y fue entonces cuando comenzaron a aparecer en la escena íntima de la revolución en ciernes las figuras y los nombres de cada uno de aquellos girondinos chilenos, cuya agrupación por individualidades y por escuelas se ha conservado intacta en nuestros fastos secretos (Vicuña 1989, 50-51)

En esta posibilidad de mejora por medio de la reflexión, la persuasión y la acción política pacífica estriba la estrategia de perfeccionamiento republicano al que podemos aspirar en nuestra actual e imperfecta Quinta República, que es todavía neoliberal y neopresidencialista. Ojalá podamos transitar en forma pacífica a una nueva forma política de la que pueda surgir la sexta República Chilena, caracterizada por una garantía más efectiva de los derechos económicos, sociales y culturales y por un concepto más democrático y balanceado de la autoridad. Es decir, una sexta República chilena que haga realidad el proyecto del Estado bienestar o del Estado social y democrático en Chile. Ante este panorama, el esfuerzo de los partidarios del constitucionalismo republicano, de los girondinos chilenos del siglo XXI, adquiere todavía más relevancia y, por qué no decirlo, un grado adicional de responsabilidad. Esperamos que este libro sea una contribución al noble propósito de tener una nueva Constitución para el Bicentenario de nuestra Independencia, y que de ella surja una nueva forma jurídica y política que inaugure la sexta República chilena.

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