Buscando mis amores [1ª ed.] 9788427719330, 9788427718296

De la lectura constante del Evangelio de San Juan, el Cuarto Evangelio, el autor ha encontrado una clave interpretativa

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Buscando mis amores [1ª ed.]
 9788427719330, 9788427718296

Table of contents :
Índice

Introducción
Buscando al señor y revivirá vuestro corazón
Alianza esponsal
La noche
Ha llegado la hora
El testimonio de Jesús
Permaneced en mí
Conocer a Jesús
La hora de glorificación
Confesar a Cristo
El buen pastor y el buen amigo
Amados y enviados

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Ángel Moreno, de Buenafuente

Buscando mis amores Lectura sapiencial del Cuarto Evangelio

NARCEA, S.A. DE EDICIONES

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Ángel Moreno, de Buenafuente ha publicado en esta colección: · · · · · · ·

A la mesa del Maestro. Adoración Desiertos. Travesía de la existencia Eucaristía. Plenitud de vida Habitados por la Palabra. Lectura sapiencial Palabras entrañables. Déjate amar Voz arrodillada. Relación esencial Voy contigo. Acompañamiento

Nota del Editor: En la presente publicación digital, se conserva la misma paginación que en la edición impresa para facilitar la labor de cita y las referencias internas del texto. Se han suprimido las páginas en blanco para facilitar su lectura.

© NARCEA, S.A. DE EDICIONES Paseo Imperial, 53-55. 28005 - Madrid (España) www.narceaediciones.es Cubierta: Armando Bayer Fotografía de la cubierta: Juan José Ruscalleda Primera edición en eBook (Pdf): 2013 ISBN (eBook): 978-84-277-1933-0 ISBN (Papel): 978-84-277-1829-6 Impreso en España: Printed in Spain Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

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ÍNDICE

Introducción.................................................................

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El Evangelio del diálogo. El don de la Palabra. Declaración enamorada. Lectura circular o inclusiva. Experiencia pascual. Invitados a tratar con Dios. El espacio privilegiado de la oración.

Buscad al Señor y revivirá vuestro corazón (Jn 1 y 20).

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Introducción. Concordancias. Vocación existencial. Pregunta identificativa. Busco tu rostro. “Como busca la cierva corrientes de agua”. Muéstranos tu rostro. ¿Dónde buscas? “Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?”. Oración. Cuestiones.

Alianza esponsal (Jn 2 y 9)...........................................

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Introducción. Concordancias. Sumergidos en el amor divino. El vacío necesario. El amor de las entrañas. Mujer, la madre de los vivientes. La nueva Eva. La esposa. La mujer en el Evangelio. María, mujer eucarística. Invitados y colaboradores. Contemplación. Dios se fió de María. Tú, ¿te fías de María? Invocación. Cuestiones.

La noche (Jn 3 y 18)......................................................

57

Introducción. Concordancias. Contexto. “Era de noche”. Vamos a Getsemaní. Situación límite. Noche de búsqueda. Tiempo de salvación. Sentidos de la noche. Noche pascual. Noche para forjar testigos. Oración. Contemplación. Propuesta. Cuestiones.

Ha llegado la hora (Jn 4 y 17)......................................

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Introducción. Concordancias. Contexto. A la hora de sexta. La hora de la glorificación. La hora de la intimidad. Dame de beber. Un gesto de generosidad. Una declaración de amor. La pedagogía de la intemperie. La entrega total. El mejor diálogo. El tiempo de Dios. Oración. Contemplación. Cuestiones.

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El testimonio de Jesús (Jn 5 y 16)................................ 101 Introducción. Concordancias. Contexto. Discernimiento. ¿En quién fundas tu autenticidad? La promesa del Espíritu. Oración. ¡Ven, Espíritu Santo! Contemplación. Cuestiones.

Permaneced en mí (Jn 6 y 15)...................................... 115 Introducción. Concordancias. Contexto. “Yo soy”. “Soy yo, no temáis”. “Yo soy el pan vivo”. “Yo soy el pan de la vida”. “Yo soy la vida”. “Yo soy la vid verdadera”. Crisis. “Permaneced en mí”. “Soy yo. No temáis”. Contemplación. Cuestiones.

Conocer a Jesús (Jn 7 y 14).......................................... 133 Introducción. Concordancias. Contexto. El don del conocimiento. Jesús se nos da a conocer. “Yo soy el camino”. “Yo soy la verdad”. “Yo soy la vida”. ¿Me conoces? (Jn 14,9). Conocidos por Dios. Conocer es amar. Propio conocimiento. La oración. Contemplación. Cuestiones.

La hora de glorificación (Jn 8 y 13).............................. 153 Introducción. Concordancias. Contexto. Glorificados en Cristo. ¿Cómo dar gloria a Dios? Claves bíblicas para recibir la gloria de Dios. El camino de la gloria. Oración. Contemplación de la Cruz. Cuestiones.

Confesar a Cristo (Jn 9 y 12)........................................ 169 Introducción. Concordancias. Contexto. Creyentes y adoradores. Creer en Jesucristo. Profesión de fe. Anotaciones. Oración. Contemplación. Cuestiones.

El buen Pastor y el buen Amigo (Jn 10 y 11) . ............ 183 Introducción. Concordancias. Contexto. La cena entre amigos. El corazón del Cuarto Evangelio. A la luz de Pascua. Yo soy la puerta de las ovejas. Oración. Contemplación. Cuestiones.

Amados y enviados (Jn 21).......................................... 197 Introducción. Contexto. La restauración del amor negado. El amor de pastor. Sígueme. Oración agradecida. Conclusión. Cuestiones.

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Introducción

Cada año, en la misión de acompañar a numerosos grupos en sus Ejercicios Espirituales, me propongo ofrecer la contemplación de la persona de Jesús desde una perspectiva diferente. En esta ocasión, al ir meditando las lecturas del tiempo pascual que se proclaman en la liturgia, ofrezco la luz de considerar el Cuarto Evangelio desde una perspectiva global. Al tener presente, por la lectura continuada, los distintos pasajes, y al retenerlos más fácilmente en la memoria, cabe que algunos textos, palabras e imágenes se abran a una comprensión más profunda y se guste con mayor hondura el sentido revelador que contienen. Si se tiene un encuentro diario con los textos bíblicos, al cabo del tiempo se van introduciendo en la mente imágenes, palabras, secuencias…, que, de pronto, por gracia, al asociarse entre sí, desvelan sentidos insospechados que de otra manera es más difícil observar o percibir. Un consejo acreditado por los maestros espirituales es el de ser gratuitos en el trato con la Palabra revelada, para que a su tiempo dé el fruto oportuno. Jesús afirma que la Palabra de Dios es como el grano de trigo: si cae en tierra buena, brota y fructifica, según la hondura a la que penetre (Jn 12,24). En la práctica de la lectio divina del Cuarto Evangelio, desde el supuesto de la intención catequética de su autor, es fácil encontrar algunas claves fascinantes por las que se comprende no solo el sentido del texto, sino también

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el mensaje teologal que encierra. Por ello cabe sentir más fuertemente la llamada o moción que suscita el Espíritu en el encuentro con la Palabra. Al sumar las distintas imágenes, diálogos y escenas del Evangelio de san Juan, y al contemplar las diversas secuencias paralelas que se dan en el texto, desde el prólogo hasta el último capítulo, sin violentar el sentido exegético ni presumir de un conocimiento científico de las Sagradas Escrituras, en una lectura sapiencial, creyente y orante, es posible gustar la mayor declaración de amor de Dios a la humanidad. La buena noticia de la encarnación del Verbo, prólogo del Evangelio, que culmina con la pregunta que hace el Maestro a su discípulo Pedro sobre el amor, son como pilares que abren y cierran el Cuarto Evangelio, a manera de las manos divinas abrazando la historia del ser humano. Si tenemos en cuenta la descripción del banquete de bodas (Jn 2), la referencia al agua (Jn 4), la invocación de la “hora” (Jn 13), el protagonismo de la mujer (Jn 2; 4; 8; 19; 20), la presencia del discípulo amado (Jn 13; 21), la entrega total de Jesús como supremo gesto del amor de Dios (Jn 19), el examen final (Jn 21), referencias que se encuentran a lo largo de los diferentes capítulos, veremos que al unirlas entre sí, nos harán comprender el mensaje central del Evangelio: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único” (Jn 3,16). Para saborear la revelación que entraña el Evangelio de san Juan, se puede leer el texto desde diferentes claves. Señalo aquellas que más me han ayudado a sentir el mensaje de amor que contiene el último de los Evangelios.

El Evangelio del diálogo No es indiferente que el Cuarto Evangelio sea el Evangelio de la Palabra hecha carne, revelación del amor di8

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vino al ser humano, de tal forma que de su acogida depende que la humanidad se divinice, pues a quien recibe la Palabra, se le da poder para ser hijo de Dios (Jn 1,12). En un contexto global, se puede afirmar que el Cuarto Evangelio es el Evangelio del diálogo, en el que se proclama el amor divino, se brinda la celebración esponsal, el ofrecimiento que Dios hace a Israel y se concreta en las relaciones que se establecen entre Jesús y el nuevo pueblo, formado por quienes acogen la Palabra. Puede parecer que hablar de los diálogos de Jesús, del conocimiento de la Palabra divina, es un privilegio excluyente, solo para iniciados, mas el mismo Jesús bendice a su Padre porque ha revelado estas cosas a los pequeños. “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Mt 11,25-26). El Evangelio de San Juan comienza con la revelación de la decisión divina de venir a nuestro mundo como Palabra encarnada, por la que se ha hecho todo. Ya en la aurora de los tiempos, el texto sagrado afirma que todas las cosas fueron creadas por la Palabra. La creación y la encarnación resuenan en la misma Palabra. En la referencia cronológica que señala la Biblia –“Al principio”. “En el principio”–, cabe contemplar cómo el plan divino, iniciado al comienzo de los tiempos –“y dijo Dios hágase”–, es llevado a término por su Palabra. “Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe” (Jn 1,3). “La Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios” (Jn 1,1). La Palabra, antes de los siglos habitaba en el seno de Dios, vuelta hacia Dios, “metida en los pechos de Dios” (Jn 1,18). Dios tiene Palabra. Con esta verdad se afirma que Dios es diálogo, relación interpersonal. El Padre se comunica con su Palabra, colmada de Amor. “Ella estaba en el principio con Dios” (Jn 1,2). Desde antes

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de los tiempos, en la eternidad divina, Dios era Palabra. Dios es comunión, circularidad permanente en relación trinitaria. Y en el tiempo lo es también con la humanidad, por la Palabra encarnada. Para siempre, desde la encarnación del Verbo, nuestra naturaleza está en la mesa de la comunión de Dios. El ser humano es fruto de la Palabra. “Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra»” (Gn 1,26). “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gn 1,3). El ser humano es prolongación divina. De tal forma que, al principio, Dios bajaba a pasear por el jardín y hablaba con el hombre, capacitado para la relación con su Creador. El hombre tiene la vocación de la relación, está hecho para el Otro, y de cumplirlo depende la plenitud humana. Una vez que los primeros padres desobedecieron, al oír, como cada tarde, a Dios, sintieron miedo y se escondieron. Cuando a la hora de la brisa, bajó Dios al jardín (Gn 3,8) y no encontró a Adán, “Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?»” (Gn 3,9). Y el hombre no supo responder adecuadamente. Comenzó a dar una serie de excusas y respuestas evasivas (Gn 3,10-12). A partir de este momento se interrumpió la intimidad de la humanidad con su Hacedor. El jardín se convirtió en desierto, la amistad del hombre con Dios, en herida y en experiencia de soledad. Desde entonces, el género humano caminó errante por la tierra poblada de “cardos y abrojos”, teniendo que ganar el pan con sudor y sintiendo que había roto el fin para el que había sido creado. Tuvo que llegar la plenitud del tiempo –“muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (Hb 1,1)–, para que el hombre pudiera responder a la pregunta primera, 10

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porque en el Verbo hecho carne se le devuelve al género humano la capacidad de hablar con su Creador, vocación esencial introducida en el corazón de la criatura desde el principio. La primera pregunta de Dios al hombre –«¿Dónde estás?»– seguía sin respuesta. Adán evadió la pregunta. Jesús, nuevo Adán, es quien, en nombre de todos sus hermanos, responde: “He aquí que vengo a hacer tu voluntad” (Hb 10,9), las mismas palabras que proféticamente había rezado el salmista: “Heme aquí, que vengo. Se me ha prescrito en el rollo del libro hacer tu voluntad” (Sal 40[39],8-9). La humanidad, desde el acontecimiento de la Encarnación, tiene posibilidad de responder correctamente a la pregunta que le hace su Creador: “¿Dónde estás?”. Ahora es posible responder sin huir ni esconderse: “Aquí estoy”. Ya no hay respuestas evasivas ni excusas por el comportamiento del otro. Desde este momento es posible hablar con Dios personalmente, porque nos ha dado su Palabra, que nos capacita para establecer el diálogo interrumpido.

El don de la Palabra Por el don de la Palabra, podemos entrar en conversación con Dios en su misma lengua. En la opción divina de encarnarse, se demuestra la voluntad del Creador de darse a conocer, de querer tratar con la humanidad, y de que el género humano pueda relacionarse con Él en la mayor intimidad. En una asamblea presidida por alguien con autoridad, los asistentes no pueden intervenir, salvo que el presidente conceda la palabra. Por el nacimiento de Jesús, el Verbo hecho carne en las entrañas de María, “nacido de mujer”, se nos concede la Palabra, se nos posibilita

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intervenir en la asamblea, en el diálogo divino, entrar en el circuito de la conversación trinitaria. Ahora el diálogo no solo es del Padre con el Hijo en el Espíritu Santo, sino que junto a Dios también está la carne, la humanidad con la que el Verbo se ha desposado. No es pretenciosa la interpretación de que el hombre está llamado a la intimidad con Dios. A través de los diferentes diálogos que mantiene Jesús a lo largo de su vida, podemos descubrir la universalidad del ofrecimiento de la salvación que hace Dios, por los diferentes interlocutores con los que su Hijo, hecho uno de nosotros, entabla conversación. Si además llevamos cuenta de cuándo y en qué circunstancias se realizan los encuentros, saltará a la luz la apertura que mantiene la Palabra encarnada para hablar con todos y en toda circunstancia. Los discípulos de Juan el Bautista, a las cuatro de la tarde (Jn 1,35-39), los sirvientes en la boda de Caná, al tercer día (Jn 2,3-8), Nicodemo, de noche (Jn 3,1-5), la mujer samaritana, al mediodía (Jn 4, 6-10), el funcionario real (Jn 4,46-50), el paralítico de la piscina probática (Jn 5,5-9), los discípulos, junto con la multitud, sobre el pan de vida (Jn 6,25-29), la mujer pecadora (Jn 8,10-11), los judíos (Jn 8,12-59), el ciego de Siloé (Jn 9,1-41), sus amigos de Betania (Jn 12), los apóstoles (Jn 13), su Padre (Jn 17), María Magdalena, al alba del primer día (Jn 20), Simón Pedro, después de haber comido (Jn 21), son los interlocutores, y al sumar los diferentes diálogos y las distintas circunstancias, se demuestra por un lado, la universalidad, y por el otro, la llamada a escuchar la Palabra, a conocerla, a amarla, no importa quién sea ni dónde se encuentre, ni la hora del día. De las distintas conversaciones que mantiene Jesús con cada uno de los personajes más emblemáticos, casi todos con nombre genérico, con lo que se demuestra que cada 12

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uno de nosotros nos podemos sentir invitados a tratar con Él, resaltan, a modo de aforismos, algunas de sus frases, que se convierten en fuertes llamadas, más aún si en una composición de lugar personalizamos el encuentro con Jesús en un diálogo directo, dejándonos mirar por Él. Las preguntas y el diálogo que se nos ofrecen son personales, no cabe socializarlos para eludir la responsabilidad. El amor de Dios es único y para cada uno. Es amor de consagración, de pertenencia. En la pregunta sobre el amor personal no se debe mirar a los lados ni atrás para responder, sino fijar los ojos en Aquel que va delante. Hacer depender la respuesta personal de lo que otros hagan o digan es una actitud que el Maestro corrige con firmeza: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme».

Declaración enamorada Puede parecer exagerada la afirmación del autor sagrado de que no solo somos hijos de Dios, sino que Dios se ha hecho una misma cosa con nosotros al tomar nuestra naturaleza. Estremece asumir la verdad de que llevamos la misma naturaleza del Hijo de María, del Dios humanado. Sin embargo, los santos padres han bebido de esta verdad y han elaborado su teología sapiencial y, desde ella, han narrado su experiencia mística. San Basilio afirma: De aquí proviene aquel gozo que nunca terminará, de aquí la permanencia en la vida divina, de aquí el ser semejantes a Dios, de aquí, finalmente, lo más sublime que se puede desear: que el hombre llegue a ser como Dios (Del libro sobre el Espíritu Santo, LH, Oficio de lecturas, VII martes de Pascua).

San Agustín, en sus Confesiones, describe magistralmente su encuentro con el amor divino:

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Pero ¿qué amo, amándote a Ti? No una belleza corpórea, no una hermosura transitoria, no un resplandor como el de la luz, que agrada a estos ojos, no dulces melodías provenientes de toda clase de cantos, no un suave perfume de flores, de ungüentos, de aromas, no el maná y la miel, no miembros festivos y dispuestos al abrazo carnal. No amo estas cosas, cuando amo a mi Dios. Y sin embargo, por así decirlo, amo una luz, una voz, un perfume, un alimento, un abrazo del hombre interior que hay en mí, donde resplandece en mi alma una luz que no se desvanece en el espacio, donde resuena una voz que el tiempo no arrebata, donde se huele un perfume que el viento no se lleva, donde gusto un sabor que no mengua con la voracidad, donde me estrecha un abrazo que la saciedad jamás disuelve. Esto es lo que yo amo cuando amo a mi Dios.

San Juan de la Cruz, en su poema de amor, Cántico espiritual, trata de manera íntima a su Dios: “¿Adónde te escondiste Amado, y me dejaste con gemido?”. Muchos santos han experimentado el ofrecimiento esponsal de Cristo. Abiertos a esta perspectiva, observamos que en cada uno de los capítulos del Cuarto Evangelio se llega a encontrar alguna expresión, imagen, presencia o diálogo en labios de Jesús, que son en realidad verdadera declaración enamorada. De la fe que prestemos a esta verdad depende el grado de identificación posible con el Evangelio, el gozo interior y en concreto, el encuentro personal con el Maestro. Más pronto o más tarde, al contemplar el texto de san Juan sentiremos la pregunta insoslayable con la que Jesús invita a celebrar alianza: “¿Me amas?”. Como afirma reiteradas veces el Papa Benedicto XVI, el cristianismo es haberse encontrado con la persona de Cristo y amarla. Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1Jn 4,10), ahora el amor ya no es solo un “mandamiento˝, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro (Deus caritas est 1).

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Lectura circular o inclusiva Si en una lectura sucesiva es posible observar imágenes que progresivamente desvelan el proyecto divino de unión con su criatura, desde una lectura circular o inclusiva, a modo de composición literaria en forma de quiasmo –rima de los versos: a, b, c, b¨, a¨–, que, de manera figurada, se puede hacer leyendo los capítulos del uno al diez y del veinte al once, en una lectura paralela de los textos, como si fueran versos de un gran poema, que rimaran el uno con el veinte, el dos con el diecinueve, el tres con el dieciocho… y así sucesivamente, dejando el capítulo veintiuno como cierre, podemos descubrir no solo el mensaje del amor ofrecido y realizado al final de un proceso, sino que todo el Evangelio revela el abrazo del amor divino y permite la proyección existencial para nuestra vida, sabiéndonos amados desde antes de nacer, abrazados enteramente por el amor de Dios y esperados en el banquete de bodas. Antes de seguir adelante, debemos aclarar lo que significa estructurar un texto en forma inclusiva. Una inclusión bíblica define una unidad literaria, para determinar tanto un gran relato, como una pequeña descripción, comprendidos por la palabra con la que se inicia y por la que concluye el texto. Puede ser un nombre de persona, un dato geográfico, la acción de un verbo, una figura, que en el estilo semita marcan el ritmo del texto y fijan el comienzo y el final de un pasaje, de un capítulo, de una parte del relato. Con la repetición de las coincidencias, quizá con intención pedagógica, se obtiene el resultado positivo de grabar mejor la enseñanza en la memoria. Una posible clave de interpretación del Cuarto Evangelio, sin que sea referencia absoluta, es observar la composición de alguna manera inclusiva de todo el texto, que nos permite constatar la relación que se es© narcea, s. a. de ediciones

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tablece entre diversos capítulos y aun dentro de ellos mismos, no solo como estructura literaria, sino como clave reveladora. Así, por ejemplo, la relación que se da entre los dos milagros de Caná de Galilea (Jn 2,11 y 4,46) y las alusiones a Transjordania (Jn 1,28 y 10,40), sirven para abrir y cerrar la etapa o una de las partes del relato (cf. Joaquim Carreira das Neves, Escritos de São João, Universidad Católica, Lisboa 2004, 24). En la Biblia de Jerusalén, en su aparato crítico, se señala la coincidencia que se da entre Jn 2 y Jn 19. “Jn 2,1. María está presente en el primer milagro que manifiesta la gloria de Jesús, y de nuevo en la cruz (Jn 19,25-27). Con evidente intención, varios rasgos se corresponden en las dos escenas”. En el mismo relato de la boda se puede descubrir la estructura quiásmica: el verso “a”, lo compone la referencia a Caná: la presencia de la Madre de Jesús y la de sus discípulos; el verso “b”, describe el protagonismo del vino y el de los sirvientes; el verso “c”, se centra en el agua convertida en vino; vuelve el relato al paralelo con el verso “b¨”, vv 9-10, en los que aparecen los sirvientes; y concluye el relato con la concordancia del verso “a¨”, vv 11-12, en los que se cita de nuevo Caná, y aparecen la Madre de Jesús y sus hermanos. Los estudiosos de la Biblia señalan que el Cuarto Evangelio está estructurado, en su comienzo, por los días de la semana, y que los diversos capítulos siguen el orden del calendario festivo del judaísmo. También dividen el Cuarto Evangelio en dos grandes partes, además del prólogo y del epílogo. La primera, llamada libro de los signos, comienza en Jn 1,19, y llega hasta Jn 12,50. La segunda, el libro de la gloria, transcurre en torno a la Pascua del Señor (Jn 13,1-20,31). Desde las diferentes estructuras internas que hemos señalado, según los expertos, quizá sea un atrevimiento

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intuir que subyace una posible clave inclusiva en todo el texto. Desde esta perspectiva, al entrelazar diversas escenas que aparecen a lo largo de todo el Evangelio, el lector se siente abrazado, y hasta sobrepasado, porque lo que se inicia como proyecto de búsqueda (Jn 1,38), culmina con la escena luminosa de que en verdad es Dios quien nos busca (Jn 21). Si sentimos la necesidad de buscar es precisamente porque somos buscados. El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y solo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar (Catecismo de la Iglesia Católica 27).

Quizá propongo una lectura un tanto original. No deseo afirmar más de lo que he constatado. Pero es fascinante encontrar en esta forma de leer el Evangelio una clave sorprendente, razón de la mayor esperanza. Mientras que en una lectura continua vamos descubriendo poco a poco el mensaje, quizá como espectadores, en la lectura y meditación de los textos como relato inclusivo, nos comprendemos inmersos en el pasaje y protagonistas de las acciones, abrazados por las escenas. Además, esta clave nos hace posible contemplar el Misterio Pascual en todo. La vida y enseñanza de Jesús, leídas de esta manera, prestan la misma clave para interpretar nuestra historia, y descubrir en ella la revelación anticipada y la participación profética en el Misterio Pascual. Desde una lectura realizada de manera concéntrica, teniendo en cuenta los paralelismos posibles, se descubre, por ejemplo, cómo el autor sagrado, a la hora de plantear la vocación de los primeros discípulos, a quienes pregunta el Maestro: “¿Qué buscáis?” tiene presentes las palabras que el Resucitado dirige a María Magdalena en el jardín de Arimatea: “Mujer, ¿a quién buscas?”. Y cuando se describe el relato de la boda de

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Caná, en la que Jesús llama a su madre “mujer”, es fácil comprobar que se está anticipando la escena del Calvario, donde Jesús, al dirigirse a su Madre, lo hace de la misma forma. No es violento establecer una comparación entre la boda de Caná y el momento de la muerte del Señor. Si esto se ve así, la boda adquiere un significado mucho más profundo y se gusta su lectura de forma muy distinta que si solo se lee como secuencia sucesiva, porque significa que desde el comienzo del texto, todo lo que sucede es por el hecho cumbre de la entrega total de Aquel que es el Amor, y la boda anticipa proféticamente la entrega y consumación esponsal de Cristo con su Iglesia.

Experiencia pascual Al constatar la posible estructura inclusiva, cabe también interpretar que todo el Evangelio, independientemente de la escena que sea, está escrito a partir de la experiencia y perspectiva de la Pascua. Cada acontecimiento de la vida de Jesús recibe una luz distinta si se lee teniendo en cuenta el acontecimiento luminoso de su resurrección. El autor sagrado escribió el texto habiendo vivido la experiencia pascual. Si aplicamos la clave pascual a nuestra vida, desde la referencia a la Palabra de Dios, aunque en nuestro caso, mientras vivimos en este mundo, no hayamos cruzado aún el umbral de la muerte, al leer todo acontecimiento social o personal, a la manera del evangelista, desde la resurrección de Cristo, nuestra historia se transforma en revelación profética providente. Al igual que la referencia a la “hora”, que se cita en Caná de Galilea, que tiene que ver con la “hora” de la Cruz, los hechos actuales se pueden leer como profecía de salvación. El lector puede

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estar en su Caná de Galilea, en su camino de búsqueda, en su noche, pero sabiendo que la invitación ha sido consumada por el amor entregado; cada instante de la vida es lugar posible para celebrar no solo la promesa, sino la consumación del amor divino, y escuchar: “Tú eres amado”, tú estás invitado al banquete de bodas.

Invitados a tratar con Dios De manera anticipada, por el adelanto de la perspectiva que nos ofrece el Cuarto Evangelio, tanto si se lee de manera continuada, siguiendo las muestras de amor de Dios, como si lo hacemos de forma inclusiva, incorporándonos a las diferentes escenas, se nos ofrece la invitación personal al encuentro con la Palabra, y quien la acoge y deja entrar a su interior se convierte en hijo de Dios, en discípulo amado, en testigo predilecto. Desde la Encarnación del Verbo, gracias al Espíritu de adopción que hemos recibido, al acoger la Palabra, tenemos la posibilidad de dialogar con Dios como hijos suyos. “Pues vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron; a los que la recibieron, les dio poder para ser hijos de Dios” (Jn 1,12). Somos el grupo de los que están llamados a hablar con Dios. Somos el grupo que debe testimoniar la fuerza del diálogo, el don de la Palabra, la comunión esencial, “venid y lo veréis”. Todo enmudecimiento va contra la vocación que recibimos de ser testimonio de la Palabra, del diálogo, de la comunión. En esta lectura caben aplicaciones personales y comunitarias, aplicaciones eclesiales y diocesanas. El rompimiento del diálogo nos conduce a la escena más dolorosa de la Biblia. Por el contrario, el testimonio de hablar con Dios y con los hermanos es siempre signo de Pascua.

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El espacio privilegiado de la oración Con este planteamiento, la oración ya no es un gesto pretencioso, ni una falta de respeto por pronunciar el nombre de Dios. Él nos ha entregado su Palabra y solo espera que ahora seamos nosotros quienes la pronunciemos, como retorno agradecido. Además, una vez que Dios compromete su Palabra, no la retira. “El Señor ha jurado a David una promesa que no retractará” (Sal 132[131],11). “Recordando su santa alianza, y el juramento que juró a nuestro padre Abraham” (Lc 1,72-73). La Palabra de Dios no vuelve vacía, cumple su encargo. Nos corresponde responder con respeto filial a la pregunta divina. Ahora se comprende mejor que en el momento del bautismo de Jesús, la voz del cielo proclame: “Éste es mi Hijo, el Amado, escuchadle”. De la escucha que hagamos del Hijo, que es la Palabra entregada de Dios en favor de toda la humanidad, vamos a saber responder y a saber dialogar con Dios y con nuestros semejantes. Conocer es amar. A quien ama la Palabra, se le promete ser habitado por ella, por el misterio divino. “Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23). En el Cuarto Evangelio, la Palabra encarnada nos desvela cómo vivir nuestra corporeidad habitada por la entrega divina. La respuesta adecuada es hacer de nuestra existencia una obediencia agradecida. El “¿dónde estás?” de Dios al hombre, la vocación y el ministerio recibidos, deberían tener correspondencia, unidos entre sí, con la respuesta del Verbo hecho carne y entregando su vida por nosotros, por todos los hombres: “Señor, aquí estoy. Me has dado un cuerpo para hacer tu voluntad”. Ahora también se comprenden las palabras de María, la madre de Jesús, en Caná de Galilea: “Haced lo que Él os diga”. En esto consiste el discipulado, el seguimiento 20

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y la identidad cristiana. De ahí que sea necesario hablar, dialogar con la Palabra y desde la Palabra. Sorprende que el evangelio de san Juan se articule en diferentes diálogos y sobre todo que en ellos se nos revela de muchas maneras que somos amados por Dios.

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BUSCAD AL SEÑOR Y REVIVIRÁ VUESTRO CORAZÓN (Jn 1 y 20)

Introducción Iniciamos el itinerario como los discípulos de Juan el Bautista, detrás de Jesús. Y lo hacemos desde la clave expuesta, de leer de manera inclusiva los pasajes de Jn 1 y Jn 20, en concreto, el encuentro con Jesús de los primeros discípulos y el de María Magdalena con el Resucitado, como si fueran dos versos en rima consonante. Si tenemos en cuenta la resonancia que cabe establecer entre el primer capítulo del Evangelio de san Juan y los relatos de la creación del libro de Génesis, ante la pregunta que Andrés y el otro discípulo dirigen a Jesús: “Maestro, ¿dónde vives?”, se puede observar el paralelismo con la primera pregunta que hace Dios al hombre: “¿Dónde estás?”. La concordancia se incrementa al sumar la pregunta de María Magdalena a quien creía que era el hortelano, cuando buscaba el cuerpo de Jesús: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto”. Si en el Evangelio se afirma que “la Palabra estaba junto a Dios”, de alguna forma, la revelación de dónde habita la Palabra indica, también, dónde deberemos permanecer nosotros, para encontrar lo que buscamos. Jesús invita a los discípulos a conocer dónde vive. De esta intimidad va a depender la fidelidad del discípulo. Al igual que la Palabra está vuelta hacia Dios, los que siguen a Jesús deberán permanecer vueltos hacia el Maestro, con © narcea, s. a. de ediciones

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los ojos puestos en Él, como enseña santa Teresa de Jesús, en la contemplación del rostro de Cristo, al menos en el rastreo de su presencia. Esta apreciación no solo es una deducción intuitiva; el texto evangélico lo confirma destacando el giro que dan tanto el Maestro hacia los discípulos –“Jesús se volvió”–, como María Magdalena hacia el Señor –Jesús le dice: «María». Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní» que quiere decir: «Maestro», expresión semejante a la que tienen los discípulos de Juan: «Rabbí que quiere decir, “Maestro”, ¿dónde vives?» (Jn 1,35-39). El secreto del seguimiento está en no perder de vista a quien nos precede y va por delante en el padecer. Simón Pedro, al final del Evangelio, cuando recibe la invitación a ir detrás del Señor, desvía la mirada y la vuelve hacia el discípulo amado, por lo que el Maestro le corrige severamente: “Pedro se vuelve y ve siguiéndoles detrás al discípulo a quien Jesús amaba, que además durante la cena se había recostado en su pecho y le había dicho: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». Viéndole Pedro, dice a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?». Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme»” (Jn 21,20-22). El evangelista, tanto en el relato del encuentro de los primeros discípulos con el Maestro, como en el de María con el Resucitado, sitúa a los personajes ante el rostro de Jesús, ante el atractivo de su persona. Una clave para el discernimiento vocacional es saberse mirado por el Señor y desear ir detrás de Él, como se narra del ciego de Jericó.

Concordancias Al releer los pasajes escogidos y reparar en los detalles de las dos escenas, se puede observar que están remeci24

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dos de la luz de los ojos que ven: “Venid y lo veréis”. En ambos textos destaca la reiteración del verbo “ver” en sus diversas formas. La capacidad de “ver” está unida en el Evangelio a la actitud de creer. A los discípulos se les invita a conocer dónde vive el Maestro, a entrar dentro de su espacio más íntimo, en el que desvelará la relación entrañable que cabe entre el Maestro y el discípulo. Así sucederá con el discípulo amado, metido en el pecho de su Maestro. En el relato de Pascua, la experiencia progresiva de ver con los ojos el sepulcro vacío, de reconocer interiormente la presencia del Señor y de creer en el Resucitado, vertebra el argumento de las apariciones. La experiencia de haber visto impulsará tanto a los primeros discípulos como a María Magdalena a comunicarlo a sus hermanos. Será el argumento apologético por excelencia haber visto al Señor, haber creído en Él (Jn 1,45-50; 20,18). Al comprobar cómo se abre y se cierra la primera versión del Cuarto Evangelio con dos escenas semejantes, en las que se repiten varias acciones, se puede deducir, sin merma de la posible historicidad de los hechos, que son narraciones catequéticas, enseñanzas teológicas, con mayor profundidad y más amplio significado que un relato estrictamente histórico. Al ver la correspondencia que se establece entre los dos textos, y el lugar en el que están ubicadas las imágenes, al principio y al final del Evangelio, se puede interpretar que subyace una intencionalidad inclusiva, por la que todo el Evangelio queda abarcado. Desde este posible sentido, la actitud de búsqueda permanente y de fe se convierte en exigencia para quienes nos acercamos al texto sagrado, pues escrutar la Biblia no solo debe hacerse para conocer lo que sucedió, de manera historicista, sino para sentirse introducido en las diferentes acciones reveladoras de salvación y retados a dar fe a la verdad esencial que se propone o a quedar denunciados por incredulidad. © narcea, s. a. de ediciones

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Vocación existencial El ser humano es un rastreador de la verdad, del sentido último de su vida, buscador incansable de la felicidad. De una u otra manera cada uno nos debemos plantear la pregunta que Jesús hace en el camino a los dos discípulos de Juan, y a María Magdalena en el jardín de Arimatea. Se puede buscar algo, o a alguien, con recta o torcida intención; con deseos de amar o de poseer. Caben muchas razones para buscar, algunas de ellas menos nobles, por las que ir detrás de alguien o de algo. Se puede dar fe o resistirse a creer, rendir la mente o permanecer escéptico, pero en cualquier caso, no se podrán echar a las espaldas las palabras incisivas y un tanto desestabilizadoras del Maestro. La pregunta de Jesús en el capítulo primero: “¿Qué buscáis?”, es abierta, a la vez que nos deja pocas posibilidades de eludirla. El plural puede inducir a cierta evasión. Sin embargo, al recibir cada uno el impacto de la mirada penetrante del Señor –“Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas», que quiere decir “piedra”” (Jn 1,42)–, es difícil soslayar la cuestión. Al comienzo del Evangelio, se nos da la oportunidad para discernir la rectitud de intención que nos anima, en el deseo de hallar lo que buscamos. Hay quien busca por interés, de manera egoísta, por algo prosaico y material, por curiosidad, por razón de lo exótico o novedoso, por motivos colectivistas, sociales –“en verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado” (Jn 6,26)–, o también cabe buscar por un deseo noble, con intención sincera de encontrar la verdad, y a quien es testigo de ella. Se puede buscar algo, se puede buscar a alguien –“¿a quién buscas?”, le preguntó Jesús a María Magdalena–, o también cabe que sea la expresión egocéntrica de buscarse uno a sí mismo. La pregunta de 26

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Jesús lleva a una reflexión interior, al discernimiento, para purificar la intención y concentrar nuestra mirada en Él. En la Biblia se señalan búsquedas estériles: “Sus nobles mandaban a los pequeños por agua: llegaban a los aljibes y no la encontraban; volvían con sus cántaros vacíos” (Jr 14,3). Hay intentos inútiles de guardar lo buscado: “Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen” (Jr 2,13). Un axioma dice: “Quien no sabe lo que busca, no entiende lo que encuentra”. Aunque no pertenezcan al mismo Evangelio, al hilo de la reflexión que suscita la pregunta que se nos plantea, resuenan otros interrogantes de Jesús: “¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente vestido? ¡No! Los que visten con elegancia están en los palacios de los reyes. Entonces ¿a qué salisteis? ¿A ver un profeta?” (Mt 11,7-9). Es paradigmático el texto de san Lucas, en el que se describe la búsqueda de María y José, al no encontrar al Niño Jesús al final de una jornada de camino: “¿Por qué me buscabais?” (cf. Lc 2,41-51).

Pregunta identificativa Estamos llamados, por el diálogo que Jesús establece en el Evangelio, a buscar, o a buscarlo. Pero ¿qué significa buscar? ¿En qué condiciones y circunstancias acontece la actitud de búsqueda? “El que habla por su cuenta, busca su propia gloria; pero el que busca la gloria del que le ha enviado, ese es veraz; y no hay impostura en él” (Jn 7,18). En muchos casos, la razón de buscar es la pérdida que se experimenta. Así, busca el pastor la oveja perdida, descarriada (Mt 18,12); la mujer busca la dracma extraviada (Lc 15,8); la madre se echa a los caminos, buscando al hijo © narcea, s. a. de ediciones

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que no aparece (Lc 2,48). En la actitud de búsqueda no falta el dolor, hasta la angustia, el llanto por la experiencia de soledad, impotencia, vacío y despojo. Una circunstancia coincidente con la actitud de búsqueda es la conciencia de necesidad. Quien está satisfecho no busca. El que cree tenerlo todo, nada anhela. Tampoco busca el decaído, el escéptico, el desesperanzado, quien perece en el desánimo y en la acedía, la peor tentación, según los padres del desierto. En cambio, busca el sediento, de agua o de sentido, busca a tientas, si es preciso, el que desea ver, el que quiere curarse, el que anhela encontrar aquello que dé sentido a su vida. Busca el enamorado, el que ama, el que desea mantener la relación con la persona a la que quiere. Así, buscan María y José a Jesús; María Magdalena busca a su Señor; los discípulos, a su Maestro; la esposa, a su amado. Desde esta constatación, se comprende el axioma que afirma: “Buscar es ya haber encontrado”. “El que busca, encuentra” (Mt 7,8). Quien busca es porque anhela, desea, ama y no ha perecido en la prueba, ni en el vacío, ni en el desaliento. La actitud de búsqueda hace salir de uno mismo hacia el otro, condición necesaria para alcanzar la plenitud humana. Dice Jesús que “quien busca, encuentra, al que llama, se le abre y el que pide, recibe” (Mt 7,8). Sorprende descubrir en las Sagradas Escrituras quiénes son los que buscan el rostro de Dios: los que tienen sed del Dios vivo (Sal 62), los que aman entrañablemente (Lc 2), los enamorados (Cant 3.5), los que quieren vivir donde el Maestro (Jn 1), los que trabajan por amor y no los asalariados (Jn 10).

Busco tu rostro Las preguntas de Jesús a los discípulos de Juan y a María Magdalena hacen referencia, en ambos casos, a 28

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la búsqueda. Al alba del primer día y a la hora décima se fijan el encuentro del Maestro con la mujer, en el jardín de Arimatea, y con Andrés y posiblemente con Felipe, en el camino. Ambas escenas se centran en la acción de buscar, aunque se puede apreciar una diferencia. En el caso de los discípulos, parece que es una propuesta abierta: “¿Qué buscáis?”, mientras que en Pascua se concentra en una persona: “¿A quién buscas?”. En ello se expresa un posible proceso que comienza por un movimiento un tanto disperso y culmina polarizado ante el rostro de una persona, de un tú, el rostro del Señor. Podemos contemplar, también, cómo el primer diálogo del Evangelio, que se establece entre los discípulos de Juan el Bautista y Jesús, es un relato de vocación y seguimiento, al decidir los dos caminar detrás de quien es señalado como el Cordero de Dios. Porque vieron cómo vivía, lo mismo que acontece en el pasaje pascual, lo reconocieron y le siguieron. La fe, el ver con los ojos del alma, es el motivo del reconocimiento de la identidad del Maestro, del seguimiento y del testimonio. En ambos pasajes se siente el impulso o el envío de anunciar a los hermanos lo que se ha visto. Así lo hizo Andrés con su hermano Pedro, y Juan, con su hermano Santiago, o Felipe con Natanael, según diferentes interpretaciones. La pregunta “¿qué buscáis?” es la más identificadora de la existencia humana. En definitiva, el ser humano es rastreador de la verdad, de la felicidad, de la bondad y de la belleza, de la amistad. La relación semejante fue un motivo de exultación de Adán. La razón de la búsqueda, el objetivo que nos mueve a salir de nosotros mismos son los que más nos identifican. La pregunta de Jesús a los discípulos y a María Magdalena nos hace más conscientes de cuál es la razón de nuestras pisadas. ¿Hacia dónde caminamos? ¿Detrás de quién seguimos? ¿Cuál es el motivo de nuestro seguimiento?

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El Evangelio plantea la pregunta ante un rostro. No se trata de una cuestión especulativa, sino identificadora de una relación posible, la que cabe tener con quien sabemos que es el Cordero de Dios, el Mesías, el Hijo del Hombre, el que tenía que venir al mundo, el Hijo de Dios, el Hijo de la Nazarena. Pero da escalofrío encontrar en labios de Jesús la expresión “¿a quién buscáis?” dirigida también a Judas y a los que venían a prenderlo (Jn 18,4). No se trata de someternos a un examen mental, sino de ponernos delante del rostro del Señor, a la manera teresiana. ¡Oh, válgame Dios, qué palabras tan verdaderas!, y ¡cómo las entiende el alma, que en esta oración lo ve por sí! Y ¡cómo lo entenderíamos todas si no fuese por nuestra culpa, pues las palabras de Jesucristo nuestro Rey y Señor no pueden faltar! Mas como faltamos en no disponernos y desviarnos de todo lo que puede embarazar esta luz, no nos vemos en este espejo que contemplamos, adonde nuestra imagen está esculpida (Moradas VII, 2, 8).

Es muy significativo el dato que señala el texto bíblico: “Jesús se volvió”, es decir se puso frente a frente a los discípulos de Juan. Ante el rostro de Jesús debe suceder la pregunta y la respuesta, la pregunta y la confesión: “Maestro”. No se trata de forzar la imaginación, ni de provocar visiones extraordinarias, pero sí de planteárnosla ante la presencia de Jesús. “El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11). Es elocuente el testimonio teresiano: Se fue a su confesor harto fatigada. Él le dijo que, si no veía nada, que cómo sabía que era nuestro Señor; que le dijese qué rostro tenía. Ella le dijo que no sabía, ni veía rostro, ni podía decir más de lo dicho; que lo que sabía era que era Él el que la hablaba y que no era antojo (Moradas VI, 8, 3).

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“Como busca la cierva corrientes de agua” Son muchos los textos bíblicos que aluden a la vocación más existencial del ser humano, la de buscar el sentido de la vida, a su Hacedor. En el deseo de comprender mejor un pasaje bíblico, ayuda relacionarlo con otros en los que aparece la misma palabra, figura o acción. El Cantar de los Cantares es un poema emblemático, en el que se señala la causa de la búsqueda, el amor; y el objetivo de los pasos, el hallazgo del Amado (Cant 6). El salmista anhela ver el rostro de Dios y lo proyecta en forma de sed: “Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío” (Sal 41,2). Las Sagradas Escrituras, a la hora de describir el anhelo de Dios, lo hacen con palabras semejantes a la búsqueda sedienta. “Los ricos empobrecen y pasan hambre. Los que buscan al Señor no carecen de nada” (Sal 33,11). “Oigo en mi corazón, buscad mi rostro, tu rostro buscaré, no me escondas tu rostro” (Sal 26,8). “Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío” (Sal 41,2). Si se descubre el Tú divino como motivo del seguimiento, todo se hace fácil, hasta el madrugar. “Oh Dios, tú eres mi Dios, yo te busco. Mi alma tiene sed de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal 62,2). Un consejo siempre válido que nos dicta el salmista afianza la actitud de búsqueda: “¡Buscad al Señor y su fuerza, id tras su rostro sin descanso, recordad las maravillas que él ha hecho, sus prodigios y los juicios de su boca!” (Sal 104,45). “Buscad al Señor mientras se deja encontrar, llamadle mientras está cercano” (Is 55,6). En este contexto, el relato de la mañana de Pascua, en el que María Magdalena busca al amor de su alma, es como el verso que rima con el capítulo primero, al ir los discípulos detrás del Maestro. Buscar es una gracia porque demuestra el amor que se siente. © narcea, s. a. de ediciones

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Muéstranos tu rostro La búsqueda de Dios ha sido y es la razón que ha movido a los mejores en su deseo de plenitud. Abundan las enseñanzas de maestros espirituales y de santos en relación con el proceso de buscar al Señor. San Benito, en su Regla, aconseja a los monjes: “Buscad enteramente a Dios”. Un texto de oro es la oración de san Agustín: ¡Tarde te amé, belleza infinita, tarde te amé! ¡Tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva! Y supe, Señor, que estabas en mi alma y yo estaba fuera, así te buscaba mirando la belleza de lo creado.

San Anselmo sintetiza el itinerario: Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca; porque no puedo ir en tu busca a menos que tú me enseñes, y no puedo encontrarte si tú no te manifiestas. Deseando te buscaré, buscando te desearé, amando te hallaré y hallándote te amaré (Proslogio).

San Juan de la Cruz plasma en su poesía mística el anhelo del alma: Buscando mis amores, iré por esos montes y riberas no cogeré las flores, ni temeré a las fieras, y pasaré los fuertes y fronteras (Cántico 3).

A lo largo de la historia, han sido muchos los que han descrito su experiencia más intensa de búsqueda de Dios con las mismas palabras. De su enseñanza podemos deducir algunas constantes. Por ser textos emblemáticos, los proponemos en su literalidad, como mejor argumento: Si quieres saber cómo se realizan estas cosas pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración, no al estudio y la lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro; pregunta a Dios, no al hombre; pregunta a la oscuridad, no

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a la claridad; no a la luz, sino al fuego que abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos afectos (San Buenaventura). En vano mi alma te busca ¡oh mi dueño!; Tú, siempre invisible, no alivias su anhelo. ¡Ay! esto la inflama, hasta prorrumpir: Ansiosa de verte, deseo morir (Santa Teresa, Poesías 7). Ahora me acuerdo, sobre esto que digo de que «no somos parte», de lo que habéis oído que dice la Esposa en los Cantares: Llevóme el rey a la bodega del vino, o metióme, creo que dice. Y no dice que ella se fue. Y dice también que andaba buscando a su Amado por una parte y por otra. Esta entiendo yo es la bodega adonde nos quiere meter el Señor cuando quiere y como quiere; mas por diligencias que nosotros hagamos, no podemos entrar (Santa Teresa, Moradas V, 1,12).

La búsqueda se centra en el espacio interior, en la bodega, en el jardín, donde vive el Señor; buscamos recostados en el pecho del Maestro, imagen que revela el lugar donde permanecía el Verbo, metido en los pechos del Padre. Alma, buscarte has en Mí, y a Mí buscarme has en ti (Santa Teresa, Poesías 8) No me quiero alargar más en esto, aunque no quisiera acabar de hablar en ello, porque veo es muy poco conocido Cristo de los que se tienen por sus amigos. Pues los vemos andar buscando en él sus gustos y consolaciones, amándose mucho a sí, mas no sus amarguras y muertes, amándole mucho a él (San Juan de la Cruz, Subida 2.7,12).

¿Dónde buscas? Aunque el Evangelio de Juan, en el diálogo de Jesús con la samaritana, señala que llega el tiempo en que los

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verdaderos adoradores adorarán a Dios en Espíritu y en verdad, por lo que se universaliza y abre el espacio sagrado a todos, también es verdad que hay lugares más aptos para buscar y celebrar un encuentro con el Tú divino, como el mismo Jesús nos enseñó cuando se retiraba a lugares desiertos, a solas al monte, a la orilla del mar, para mantener el trato íntimo con su Padre. Si el proyecto del creyente es el de buscar a Dios, donde mejor lo podrá hacer es en el lugar acreditado por las Sagradas Escrituras como espacio propicio para el encuentro creyente y orante. Y no nos inventamos que el desierto, en sentido físico y espiritual, ha sido y es un lugar privilegiado para la búsqueda de Dios y para gustar la experiencia de su presencia. En las actuales circunstancias, quedan muy pocos lugares en los que el silencio, la soledad y la naturaleza hagan posible cumplir el deseo del encuentro íntimo, personal, orante, con Dios. Es un verdadero privilegio contar con espacios protegidos, en los que se respeta el clima de silencio, no como negatividad, sino como verdadera oportunidad para llevar a cabo el anhelo contemplativo y creyente de orar a solas con Dios, o el de encontrarse con uno mismo en las capas más profundas del ser. Si deseamos establecer la relación teologal, o la relación íntima con nosotros mismos, deberemos hacerlo no solo en el lugar propicio, sino también con las actitudes favorables, como son permanecer en silencio, en atenta escucha, para lo que ayudará la súplica, y tener siempre la referencia a la Palabra de Dios. El silencio es hoy un verdadero regalo, un privilegio en las actuales circunstancias sociales. Si se tiene en cuenta el modo ordinario de vivir, en general nos invade el ruido, el exceso de comentarios y noticias, y nos desbordan los impactos sensoriales, que impiden un momento de sosie34

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go; todo ello conduce a que quizá se esté perdiendo la capacidad de saborear el don que hace posible la escucha, el hallazgo y percepción de la presencia divina. El silencio es el ámbito sagrado del Misterio. En la medida en que participamos del silencio se hace posible la escucha, la acogida, la recepción del que habla. Es axiomática la expresión bíblica: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Samuel escuchó la llamada de noche, cuando permanecía en el santuario.

“Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?” Jesús aparece en el jardín de Arimatea como el nuevo Adán, y en ese escenario, la mujer es símbolo de la nueva humanidad redimida. Las preguntas que el Resucitado dirige a María Magdalena, a quien primero llama “mujer”, son dos interrogantes abiertos que nos pueden producir desconcierto o consolación: “¿Por qué lloras?”, “¿a quién buscas?”. Preguntas que son como cuchillos que desnudan la intención de nuestros pasos, afanes y ansiedades. De cómo respondamos a estas cuestiones va a depender nuestro hallazgo, porque el que busca la verdad, aunque no lo sepa, busca a Dios, pero quien se busca a sí mismo, se pierde. ¿Qué relación identifica nuestra búsqueda? ¿Por qué nos afanamos? ¿Por qué lloramos? En muchas ocasiones, el dolor por las relaciones afectivas rotas, por las familias deshechas, por la pérdida de seres queridos, por el despojo o desengaño entre quienes se creían amigos es tan fuerte que impide ver nada más. María Magdalena llora por amor y por haber perdido de su vista la presencia de quien era su Señor y Maestro. El llanto manifiesta humanidad, cabe evocar las lágrimas de tantos que lloran sin consuelo, sin nadie que les pre© narcea, s. a. de ediciones

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gunte siquiera por qué lloran o incluso tengan que disimular el sollozo por incomprensión y dureza. El dolor y la alegría andan muy juntos. En el jardín de Arimatea se ofrece, al mismo tiempo, el llanto incontenible de la humanidad huérfana de sentido, y la mayor posibilidad de consuelo, al contemplar la delicadeza que el Señor tiene con la mujer abatida. Resuena el diálogo de Elcaná con Ana, la madre de Samuel: “Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué estás triste? ¿Es que no soy para ti mejor que diez hijos?” (1 Sam 1,8) Llorar, estar triste debe ser superado por la alegría de la Pascua. Si se cree la verdad del acontecimiento hay razón para mantener siempre la alegría, aun en momentos de prueba, al comprobar que Jesucristo conoce nuestro dolor. Los primeros cristianos cautivaban por el testimonio de su alegría. Más allá de cualquier preocupación, ¿tienes paz y alegría en tu interior? En este caso, difúndelas y te harás testigo de la Pascua. Hazte testigo de haber visto al Señor con los ojos de la fe, de haber sentido su presencia y gustado su amor. Sorprende cómo a la hora de describir el proceso de conocimiento que tuvo de Jesús el discípulo amado, sea semejante al que se narra de María Magdalena, hasta llegar a decir: “Rabboní” y abrazar sus pies. Oración Señor, si acaso deseas que guste la ausencia, que no me falte, al menos, el deseo de encontrarte. Si me asalta la sed, que no cese de ir al pozo por agua, aunque sea al mediodía. Si me parece que no veo ni siento tu presencia, que yo no deje de purificar mi mirada y Tú no ceses de aumentar mi fe. Señor, concédeme, al menos, el don de no dejar de buscarte, y cuando Tú quieras, que se colme mi corazón con el hallazgo 36

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de tu mirada, con experimentar tu presencia, oír mi nombre pronunciado por ti, y así me inunde la alegría del encuentro.

Cuestiones

La pregunta que oyen los discípulos y María Magdalena del Maestro: “¿Qué buscáis?”, identifica también la razón de nuestro camino. Somos del grupo de los que buscan al Señor, actitud que configura la existencia del discípulo. De la respuesta que demos depende el sentido de la vida, la dirección de los pasos en el camino de la existencia, la identidad esencial de cada persona. En el deseo de personalizar el Evangelio, es bueno plantearnos las mismas preguntas que hizo Jesús a sus amigos. • ¿Qué buscáis? ¿Qué buscas? En tantos momentos se intenta encontrar respuesta a las grandes preguntas esenciales de la vida e iluminar la propia existencia y los acontecimientos con la Palabra. Sin duda depende de la razón personal que sea algo provechoso e iluminador y se viva como el momento en que afianzar la identidad cristiana y al mismo tiempo como circunstancia favorable para abrirse a las mociones consoladoras del Espíritu. Del breve recorrido por los diferentes testimonios, encontramos la llamada a buscar al Señor dentro de nosotros. • ¿A quién buscas? ¿Dónde buscas? ¿Cómo buscas? ¿Por qué buscas? ¿Cuándo buscas?

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ALIANZA ESPONSAL (Jn 2 y 9)

Introducción Nuestra reflexión sobre el Cuarto Evangelio no se limita a contemplar las escenas, reduciéndolas a los hechos pasados, como si fuéramos espectadores. Ni a entretenernos especulando más o menos con los textos. Desde ellos, nos deseamos abrir a un posible sentido actual y personal, pues en los distintos pasajes que contemplaremos se fijan las coordenadas de tiempo y de espacio para indicar que se trata de un “lugar teológico”, es decir, de unos relatos que debemos personalizar, ya que son secuencias que nos conciernen de manera muy profunda. Se trata de verdaderos acontecimientos. Todo creyente tiene su historia de salvación; en ella también debe fijar sus lugares teológicos, los momentos históricos en los que reconoce la actuación divina en su vida. Si hay algún hito en la historia del creyente que se debe ungir y recordar siempre, es el de saberse amado por Dios. Mientras no se experimente, de alguna manera, que somos amados por quien nos ha creado y redimido, no nos habremos encontrado con la persona de Jesucristo, hasta el punto de que nuestra vida quede afectada a partir de ese acontecimiento. Precisamente en el Evangelio de san Juan, al comenzar a describirse los signos que hizo Jesús, el primero que se señala es el de la boda de Caná, en correspondencia con el gesto supremo de quien

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dio la vida por amor, como entrega esponsal. No puede ser casual que el autor del Cuarto Evangelio inicie los relatos de la vida pública de Jesús en el marco de una boda y lo redacte en paralelo con el momento de la crucifixión y muerte de Cristo.

Concordancias Si al comparar el capítulo 1 de san Juan con el capítulo 20, nos ha sorprendido la semejanza de las preguntas que en cada uno se formulan y los movimientos de los protagonistas, al poner en relación el capítulo 2 del mismo Evangelio con el capítulo 19, apreciamos un evidente paralelismo. Si comprobamos los elementos semejantes que se citan en ambos relatos, como la referencia a la “hora”, la presencia del agua, el modo en que se dirige Jesús a su Madre, llamándola “mujer” –“¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2,3); “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26)–, cabe interpretar ambos textos de manera inclusiva, es decir, en un cierto paralelismo, y descubrir un significado mayor que el sentido literal e histórico de ambas composiciones. El Evangelio señala que en Caná de Galilea, Jesús comenzó a hacer sus signos. En el marco de un banquete de bodas se establece la conversación que nos consta, entre Jesús y su madre. Si la pregunta del Maestro a los dos discípulos de Juan, del capítulo primero, ha supuesto tanta luz respecto al seguimiento evangélico, ¿qué no querrá decirnos el evangelista con la pregunta de Jesús a su Madre, como respuesta a la indicación que ella le hace: “¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora”? Y ¿qué mensaje se nos da cuando oímos a Jesús tanto la entrega a su Madre del discípulo, como encargarle a éste que la reciba como madre? (Jn 19,27).

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Y la vuelve a llamar “mujer”, justamente en el momento supremo de la “hora”: “Desde aquella hora, el discípulo se la llevó a su casa”. No es insignificante que el pasaje se sitúe el día tercero, con la doble referencia contextual al día tercero de la creación, el dos veces bendito, y al tercer día, como evocación de la resurrección de Cristo, la Pascua, día de la consumación definitiva, de la entrega amorosa de Jesús, día nupcial por excelencia. En un contexto más amplio, “al tercer día”, Abraham divisó el monte para el sacrificio de su hijo y Moisés subió al Monte Sinaí. En el presente capítulo, María, mujer creyente, adelantó la hora y condujo a su Hijo, como verdadero Cordero, hacia el monte de la Cruz, para que se convirtiera en la señal definitiva de la alianza entre Dios y el nuevo pueblo. Todos son datos muy significativos porque, al sumarlos, nos dan un sentido más pleno de los pasajes evangélicos y una interpelación sapiencial.

Sumergidos en el amor divino Ante los lugares de Caná de Galilea y del monte Calvario, surge la resonancia de los pactos del Antiguo Testamento (Ex 24,6-7; Nm 32,31), las declaraciones proféticas (Os 2; Is 62; Ez 16,60-63) que establecen un paralelo entre el amor de Dios a su pueblo y la relación esponsal. La ubicación de los pasajes que contemplamos, al principio y final de la vida pública de Jesús, nos muestran un posible significado sorprendente de los textos, que abraza enteramente el Cuarto Evangelio, al que hemos identificado como el Evangelio del amor divino, un verdadero poema enamorado. El autor del Cuarto Evangelio, al ubicar la escena de la boda en los comienzos de la vida pública de Jesús,

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muestra la intención de enmarcar todo su ministerio en un ofrecimiento esponsal, que se consuma en la entrega total y por amor de Jesucristo en la cruz. El amor de Dios se revela en la Antigua Alianza con lenguaje nupcial. La restauración del pacto, por el que se redime definitivamente al ser humano, acontece con la muerte de Cristo. El banquete de Caná de Galilea es anticipo de la Nueva Alianza, por la que Dios restablece, a través de la muerte de su Hijo, la relación entrañable con todos los descendientes de Adán, sellada con la sangre derramada en la Cruz. Si tenemos en cuenta que María, la madre de Jesús, está presente en Caná y en el momento de la muerte de su Hijo, y en ambos escenarios es llamada “mujer”, cabe reinterpretar las escenas del Calvario a la luz de Caná, y la de Caná, a la luz del Calvario, a la manera de cómo se relacionan el monte alto de la Transfiguración y el monte Calvario, de la Cruz. Los desposorios de Dios con la humanidad, gracias a la Encarnación del Verbo, nacido de mujer, y celebrados figuradamente en Caná, se consuman en el momento de la Cruz, cuando Jesús, el Hijo de María, la nueva Eva, ofrece con la oblación de su cuerpo la redención de la humanidad entera. Él es el nuevo Adán, y de su costado abierto nace la esposa. María, mujer, representa la nueva humanidad redimida y desposada, divinizada, como el agua convertida en vino, por la sangre de Cristo. En Oriente, cuando una persona invita a otra a comer, le está declarando su amistad y, si hay algún motivo por el que cabría mantener contienda, con esa comida queda superado. Jesús, en las bodas de Caná, desvela que, por parte de Dios, el perdón se extiende a todos los nacidos de mujer, al convertir el agua en vino, imagen de la humanidad divinizada, y dejar en el banquete de bodas seis 42

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tinajas llenas, como regalo de alianza, en el que algunos descubren una nueva creación, comparando los seis odres con los seis días del relato del Génesis. Alianza sellada con el agua y la sangre del costado perforado del Redentor.

El vacío necesario A la luz de la presencia de María, mujer, en las bodas de Caná y en el Calvario, si ampliamos la visión a los distintos pasajes de la historia de salvación, descubrimos la coincidencia de la presencia de la mujer en los momentos más emblemáticos, como fue la creación, la encarnación, la recreación, la redención, la Pascua y Pentecostés. Esta constatación nos permite reflexionar sobre el posible sentido de la presencia del sujeto femenino, no tanto como protagonista sexuado, sino como prototipo de sujeto capaz de albergar el don de la vida, actitud de pasividad, de receptividad. Si proyectamos esta imagen sobre la historia de salvación, descubrimos una constante necesaria, la de acoger el don, la de recibir la Palabra como recibe la tierra la semilla, para que pueda dar fruto. Somos porque hemos sido creados, porque hemos sido engendrados. Nada hemos hecho para nacer. Hemos sido bautizados, se nos ha regalado el don de la fe. “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido”, dice Jesús. María, en la Anunciación, recibe el saludo del Ángel como “amada de Dios”. Hemos sido perdonados, redimidos, santificados. En definitiva, toda nuestra identidad mayor es por gracia. La presencia explícita de la mujer en los textos bíblicos más emblemáticos nos revela qué actitud debemos tener para participar del don divino de la filiación, de la posible llamada al seguimiento. Nos corresponde la postura y actitud que tuvo María: “Hágase en mí según tu Palabra”.

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Como las tinajas de Caná, recipientes vacíos que reciben el don del agua purificadora y transformada en entrega total.

El amor de las entrañas Si interpretamos el nombre que Jesús da a su madre con el sentido propio de lo que significa el término “mujer”, podemos encontrar un sentido esponsal y entrañable de los textos. Se puede afirmar que Jesús, el Hijo amado de Dios desde antes de los siglos, lo fue también en el tiempo histórico. Desde el nacimiento en Belén hasta la muerte en Jerusalén, fue el Hijo amado de la Nazarena. Si se tienen presentes los dos textos, por ellos se puede descubrir cómo la vida entera del Verbo hecho carne estuvo abrazada por la presencia, el amor y la mirada de la Madre, Mujer, María, figura de la nueva humanidad y mediación providente para dar al Hijo de Dios ternura, firmeza y conciencia de ser amado. Se puede afirmar, además, que María, como persona y como figura de la humanidad redimida, fue siempre la amada de su Hijo, y desde la representación de la nueva Eva que ostenta María, en ella debe sentirse amada también toda la humanidad. En la Cruz, Jesús nos regala la ternura entrañable que a Él le supuso saberse siempre hijo amado. Si Jesús fue el amado de Dios, y lo fue durante su paso por nuestra historia, al dirigirse a su Madre, en la hora suprema, entregándole al discípulo –“Mujer, ahí tienes a tu hijo”–, en esta acción Jesús nos declara también a todos hijos amados. El proyecto de Dios, realizado por su Hijo, continúa con cada uno de nosotros, gracias a la voluntad divina de acompañarnos con el amor, la mediación intercesora, la fortaleza de la mujer nazarena. Ella fue la criatura de la que Dios se fió para llevar a término su plan, trazado desde antiguo.

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Mujer, la madre de los vivientes Por el contexto bíblico, por la enseñanza de los Padres y la tradición de la Iglesia, se demuestra que no es simple recurso literario el que Jesús llame a su madre, “mujer”. Los que nos ayudan a interpretar las Sagradas Escrituras, nos indican cómo, en el transcurso del Antiguo Testamento, varias mujeres son imagen profética de María. Sara, la mujer de Abraham; Ana, la madre de Samuel; la madre de Sansón; Rut, la moabita, la reina Esther, Judit… Si Adán, a la compañera que le entregó Dios, le puso por nombre “mujer”, por ser madre de todos los vivientes (Gn 2,22-23), María, quien dio al Verbo divino la naturaleza humana, su carne y su sangre, a la vez se convirtió en la verdadera madre de los vivientes redimidos, y Jesús, el nuevo Adán, la llamará “mujer”.

La nueva Eva A María se la compara con Eva, madre de la humanidad primera, a quien sustituye como madre de la nueva humanidad. La muerte llegó hasta Eva, la madre de todos los vivientes. Eva era la viña, pero la muerte abrió una brecha en su cerco, valiéndose de las mismas manos de Eva; y Eva gustó el fruto de la muerte, por lo cual la que era madre de todos los vivientes se convirtió en fuente de muerte para todos. Pero luego apareció María, la nueva vid que reemplaza a la antigua; en ella habitó Cristo, la nueva Vida. La muerte, según su costumbre, fue en busca de su alimento y no advirtió que, en el fruto mortal estaba escondida la Vida, destructora de la muerte; por ello mordió sin temor el fruto, pero entonces liberó a la vida, y a muchos juntamente con ella (San Efrén, Oficio de Lectura de la Liturgia de las Horas, Viernes III de Pascua).

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San Agustín comenta: “Así como Eva nació del costado dormido de Adán, la nueva Eva, María, la Iglesia, ha nacido al pie de la cruz, del costado abierto de donde mana sangre y agua”. El Concilio Vaticano II se hace eco de estos textos: Por eso, no pocos Padres antiguos en su predicación, gustosamente afirman: «El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe»; y comparándola con Eva, llaman a María Madre de los vivientes (LG VIII, 56).

El Concilio Vaticano II, que no deseó definir ninguna verdad mariológica, al hablar de la Virgen María, la llamó “Madre de los hombres” (LG VIII, 54), y al final de la asamblea conciliar fue invocada como Madre de la Iglesia.

La esposa El profeta, a la hora de describir la restauración de Israel, con lenguaje poético y de extraordinaria belleza, narra hasta qué extremo Dios ama a su pueblo, y lo hace en clave esponsal: “Como se casa joven con doncella, se casará contigo tu edificador, y con gozo de esposo por su novia se gozará por ti tu Dios” (Is 62,3-5). María es prototipo de la mujer esposa, la amada de Dios. María es la mujer enamorada, la madre virgen, la consagrada de Dios, la sola para Él solo, enseñanza no reducida a los consagrados, sino a todos los que buscan el amor divino, que en esa estancia donde Dios se entrega, solo puede entrar cada uno. Con estas premisas, la forma en la que Jesús se dirige a su madre, que podría parecer de desplante, significa nuestra mayor esperanza, porque en ella estamos siendo 46

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todos invitados a la relación más íntima, la que se simboliza con los desposorios que de manera figurada se anuncian en Caná de Galilea, pues allí aún no había llegado “la hora”, y se consuman en el momento de la entrega total de Jesús en la cruz, a la hora de nona.

La mujer en el Evangelio Es muy significativo lo que narran los Evangelios de la relación de Jesús con la mujer. El Verbo hecho carne ha nacido de mujer. Nada más comenzar sus signos, en Caná de Galilea, se dirige a su Madre llamándola “mujer”, y al final de sus días, en la última hora, de nuevo la llama del mismo modo. En el Cuarto Evangelio, encontramos la escena de la samaritana, en la que el término mujer aparece trece veces. En el grupo de los que seguían al Nazareno aparecen las mujeres. Fue a una mujer samaritana a quien Jesús pidió de beber. Una mujer levantó la voz en medio de la multitud y gritó aquel piropo: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”. Liberó a una mujer de siete demonios, a la sirofenicia la curó de su enfermedad, escuchó los ruegos de la cananea, devolvió a la vida a una niña muerta, curó a la suegra de Pedro, conversó con la madre de los Zebedeos, perdonó a la mujer que le trajeron a la puerta del templo. El Maestro puso como ejemplo a la mujer que busca la dracma perdida y la alegría que tiene la madre cuando da a luz un hijo. Una mujer, en casa de Simón el fariseo, se atrevió a lavarle los pies, a perfumárselos y secárselos con sus cabellos. Una mujer, en Betania, rompió el frasco de perfume costoso a sus pies. Marta y María le sirvieron una cena familiar, como a un amigo. Las mujeres fueron las que le acompañaron durante todo el tiempo cuando

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le iban a crucificar, y permanecieron junto a la cruz. Y Él, cuando iba camino del Calvario, se detuvo para dirigirse a las hijas de Jerusalén. Se apareció resucitado a las mujeres y les confió la clave para seguir experimentado que Él estaba vivo: “Id a decir a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán”, y en la mañana de Pascua, se dejó abrazar por María Magdalena, a quien había llamado “mujer”.

María, mujer eucarística María, madre de Jesús, madre de la Palabra, es la artesa del pan. Juan Pablo II la ha llamado “Mujer eucarística”. Ella es mediación querida por Dios para acercarnos al banquete de bodas. Allí estaba la madre de Jesús. Ella, al pie de la Cruz, es testigo de la entrega total de su Hijo, cuando de su costado brota sangre y agua, la vida sacramental de la Iglesia. Allí estaba María. Los textos que relacionamos hacen posible la contemplación de la identidad cristiana, de los llamados a la mayor intimidad con Cristo y a ser enteramente suyos. Las bodas de Caná de Galilea, en las que el agua se convierte en vino, figura de la humanidad divinizada, y la imagen del costado abierto del Señor, más allá de relatos anecdóticos de la vida de Jesús, revelan hasta qué extremo somos llamados a pertenecerle, como miembros de su mismo cuerpo, por el agua bautismal y por la participación en la mesa del pan y del vino hechos oblación total, cuerpo y sangre de Cristo. Los desposorios, entrar en la relación más íntima con Dios, posible gracias al bautismo, en el que hemos sido ungidos en el nombre de un mismo Espíritu, de un mismo Señor, de un mismo Dios, son la meta de la vida cristiana. La boda de Caná es el relato de nuestra vocación más esencial: “Somos del Señor”. Y el texto sagrado lo afirma con la referencia matrimonial.

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Si tenemos en cuenta el enclave temporal de la escena, “al tercer día”, y la referencia a la madre de Jesús y a sus discípulos, así como el marco en el que se desarrolla el primer signo, la boda, el agua convertida en vino, y en el Calvario el agua con la sangre, encontraremos elementos suficientes para celebrar con gozo nuestra pertenencia eclesial en torno al banquete de la Eucaristía. El salmista invita a cantar las maravillas del Señor y a proclamarlas a todas las naciones. Es un verdadero privilegio saberse miembro del grupo de los que siguen al Señor y vivir en clave esponsal, ciertos de ser amados por Dios, hechos una misma cosa con Él por el banquete eucarístico, identidad que compromete socialmente. Pues vengamos con el favor del Espíritu Santo a hablar en las sextas moradas, adonde el alma ya queda herida del amor del Esposo y procura más lugar para estar sola y quitar todo lo que puede, conforme a su estado, que la puede estorbar de esta soledad (Santa Teresa, Moradas VI, 1,1).

Las palabras de María en Caná de Galilea: “Haced lo que Él os diga”, fueron las mismas palabras de Faraón a los hijos de Jacob, indicándoles que fueran a ver a José. María indica así que Jesús es el nuevo José, quien proveerá de pan a la multitud. Si unimos que en la boda María ordena a los sirvientes la obediencia al Maestro, ella también queda vinculada a esta obediencia fecunda, que la convierte en “Mujer eucarística” y profecía del discurso del “Pan de vida”. En el desierto, Dios proveyó a su pueblo con pan del cielo, pues el maná profetizaba el verdadero pan del cielo, como Jesús afirma en el discurso de Cafarnaúm. “No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo” (Jn 6,32). “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6,51).

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La conexión de los pasajes adquiere mayor fuerza, al comprobar cómo en los relatos de la institución de la Eucaristía aparece el mandato más explícito y en la misma forma que los anteriores, dirigido a los discípulos: “Haced esto en recuerdo mío” (Lc 22,19). San Pablo, al narrar la tradición recibida, nos confirma la observación cuando dice: “Yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío»” (1Cor 11,23-24). Y lo mismo después de cenar. En el marco de la última Cena, según el Evangelio de Juan, al terminar Jesús de lavar los pies a los suyos, escuchamos de sus labios: “Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros”. En definitiva: “Haced vosotros lo mismo”. Caná de Galilea, la multiplicación de los panes, la institución de la Eucaristía, el lavatorio de los pies, se interrelacionan por el mismo mandato. No violentamos el sentido de los textos si los interpretamos en clave eucarística. Desde esta interpretación, el mandato de María es proféticamente eucarístico. Benedicto XVI ha descrito el viaje de María a Ain Karen, como la primera procesión del Corpus Christi. María concibió en la Anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor (Juan Pablo II, EdE VI).

Invitados y colaboradores Jesús, en Caná de Galilea, además de las palabras que dirige a su madre, habla también con los sirvientes de la

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boda y les da dos órdenes: “Llenad las tinajas de agua”, “llevádselo al maestresala”. Y en la Cruz, se dirige al discípulo amado. Quien tenía poder para convertir el agua en vino, pudo hacer que las tinajas se llenaran de agua sin necesidad del esfuerzo humano. Sin embargo, quiso necesitar a los sirvientes y quiso necesitar el agua. Si leemos en la Biblia que a una viuda en tiempos de Elías no se le agotó la harina de la artesa ni se le agotó el aceite de la alcuza, Jesús pudo haber regalado a los novios, como regalo de bodas, el don de que no se acabara el vino. Sin embargo, el relato muestra ostentosamente la falta de vino, y de alguna forma la denuncia de que el ofrecido por el novio era de peor calidad que el servido al final del banquete, gracias a la intervención de Jesús. Con ello se señala por una parte, la falta de previsión de quien debería haber provisto de algo tan esencial en un banquete de bodas como es la bebida, y por la otra, que Jesús tomó la responsabilidad del novio, al disponer el vino nuevo y bueno. Es significativo que sea María la que se dé cuenta de la escasez de provisiones y sea ella la que medie en un asunto que en principio no parece que le perteneciera resolver. ¿Acaso era algo tan dramático la falta de vino? La mediación de la mujer, la presencia del agua, el recurso a los sirvientes para que el banquete de bodas no fracasara, no es una anécdota curiosa, simpática, para atraer la admiración de los sirvientes y del maestresala. En el fondo de la escena, y a través de signos y palabras, se nos está revelando algo mayor, que podemos comprender desde textos paralelos, como el discurso del Pan de Vida y la hora suprema en la que Jesús nos da, de su costado abierto por la lanza, agua y sangre, la total entrega que sacia y salta hasta la vida eterna. María, en la boda, no se entromete en algo que no le incumbe, sino que nos revela que en el plan de Dios, ella es la corredentora, la que empuja a su Hijo a consumar el

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proyecto para el que ha sido enviado. María dio a luz al Verbo hecho carne, medió en la boda de Caná, fue la que precipitó la “hora”. Ella es medianera de todas las gracias y corredentora con su Hijo. Ella es la madre del Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Ella, en el cenáculo, reza a la espera de Pentecostés. Los sirvientes y el agua, que pudieran parecer innecesarios para quien tiene poder de convertir el agua en vino, a la luz de otros pasajes evangélicos pueden interpretarse como nuestra colaboración, deseada por Jesús, para realizar y llevar a cabo su obra en el mundo. El que tenía poder para multiplicar el pan, quiso necesitar de la ofrenda de cinco panes de cebada y de dos peces. El que podía satisfacer a la multitud con comida abundante, pidió a sus discípulos que repartieran entre la gente el pan multiplicado; quien podía haber convertido el vacío de las tinajas en vino, quiso contar con la colaboración de los sirvientes. En Caná de Galilea recibimos la vocación de llenar las tinajas de agua, de hacer el trabajo previo a la acción divina. Dice san Agustín que quien nos creó sin nosotros, no quiere salvarnos sin nosotros. En Caná de Galilea se nos revela la fecundidad de la obediencia, al convertirse el agua de nuestro esfuerzo en el regalo del mejor vino para el banquete nupcial. Contemplación. Dios

se fió de

María

Al pie de la Cruz descubrimos hasta qué punto Dios se ha fiado de María, y hasta qué extremo su Hijo la ama y nos ama. Dios se fió de María al escogerla para ser la madre de su Hijo. María: – Dios se ha fiado de ti. El Señor está contigo. Has hallado gracia ante Él. Eres la llena de gracias, la amada de Dios, su predilecta. 52

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–E  l Espíritu Santo se ha fiado de ti, al convertir tu virginidad en maternidad: Vendrá sobre ti, la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra, y el que nacerá de ti será el Mesías, el Hijo de Dios. –E  l Verbo de Dios se ha fiado de ti al aceptar hacerse hombre en tu seno. Del seno de Dios, su Padre, ha descendido a tus entrañas, se ha albergado en tu seno. Ha nacido de ti, ha sido educado por ti, te ha obedecido a ti, ha crecido protegido por tu mirada. Tú eres la Madre de Dios. – José, tu esposo, se ha fiado de ti, te ha llevado a su casa. No te ha repudiado, ha dado fe a las palabras del ángel, te ha acompañado en tu viaje a Belén, ha vivido contigo en Nazaret, tú has sido a los ojos de tus vecinos su mujer. –E  l Discípulo amado se ha fiado de María al recibirte en su casa. Te ha tenido como a madre suya. Ha dado fe a las palabras de Jesús y ha hecho causa contigo, la madre del Crucificado. – L os Apóstoles se han fiado de ti al volverse contigo a Jerusalén, a la espera del Espíritu Santo. Han permanecido contigo en oración aguardando el don del Amor divino. Tú eres en verdad la Madre de la Iglesia. – L os santos se han fiado de María, al tenerla como intercesora. María, tú eres la reina de los mártires, de los confesores, de las vírgenes, de todos los santos. Tú eres la mujer fiel, la creyente, la que ha escuchado y cumplido la Palabra de Dios. Y yo, ¿me fío de María? María, yo quiero fiarme de ti. Tú eres la mejor intercesora, refugio de los pecadores, consoladora de los afligidos, auxilio de los cristianos. María, ruega e intercede por nosotros.

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Tú, ¿te fías de María? Si Dios se ha fiado de mí, si Jesucristo se ha fiado de mí, ¿no voy a fiarme yo de Él? El texto sagrado indica: “Confíate a Él, y Él, a su vez, te cuidará, endereza tus caminos y espera en Él” (Si 2,6). ¡Ojalá el último día escuchemos la voz del Señor que nos diga: “Ven, siervo fiel. Pues fuiste de fiar en lo poco, pasa al banquete de tu Señor”. En la travesía de la vida, María sigue siendo la madre entrañable. La sabiduría del discípulo consistió en la obediencia al Maestro de llevarse a casa a la mujer, madre de la Palabra, e inaugurar las relaciones del Reino. Invocación María, mujer bendita, por tu “sí”, Dios pudo encarnarse a la “hora” providente en la que había proyectado manifestar su amor a la humanidad. ¿Acaso Dios está dependiendo ahora de que yo acepte su proyecto sobre mí para que acontezca algún bien a otros? María, virgen nazarena, gracias a tu obediencia, el Verbo de Dios cumplió la voluntad de su Padre de hacerse uno de nosotros y elevar así nuestra carne a la dignidad más alta. ¿Estará dependiendo de mi adhesión al querer de Dios alguna gracia en favor de la humanidad? María, mujer amada, tu virginidad enamoró a Dios, y fue fuente fecunda de gracia y de vida para todos los hijos de Eva. ¿Me sumo con mi vida a la belleza de la creación? María, tu conciencia de sierva de Dios atrajo la mirada del Todopoderoso, que te escogió como madre suya, y de esclava te hizo reina, y de humillada te elevó a la grandeza sin igual entre todas las mujeres. ¿Posibilitaré la acción de Dios, porque le dejo actuar, a través de mi debilidad?

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María, mujer sencilla y anónima, gracias a tu discreción y silencio, diste a luz a la Palabra, y todos nos beneficiamos de tu alumbramiento, porque la creación entera se vio beneficiaria de tu maternidad. ¿Permito con mi actitud discreta y silenciosa, que Dios sea el protagonista de mi historia? María, mujer conocedora de las Escrituras, tu cántico nos lleva a entonar la acción de gracias a Dios, nuestro Salvador, porque en ti ha mirado nuestra bajeza, y por tu carne y sangre nos hemos convertido en hermanos de tu Hijo, del Hijo de Dios. Quién me ve a mí, ¿podrá reconocer la semejanza divina que llevo impresa en el ser? María, mujer fuerte y valiente, no te arredró el miedo ni el dolor, y adelantaste la hora de la gracia suprema, por la que el mundo ha sido redimido y salvado. Ante la prueba, ¿me echo atrás o permanezco confiado, fiel a la palabra dada? María, entrañas mediadoras de amor, en las que el mismo Dios se sintió amado, y se hizo historia, tomando por apellido tu tierra nazarena; mi solidaridad y amor, ¿permiten que otros se sientan amados? María, presencia intercesora, que conviertes la precariedad en motivo de gracia, y la escasez en abundancia de bienes; ¿me excuso, por mi fragilidad y pobreza, para no dejar a Dios hacer su obra a través de mí? María, mujer que representa la nueva creación, el diseño primigenio de Dios, el reflejo perfecto de su divinidad; ¿me comprendo y acepto como imagen divina? ¿Me estimo desde mi identidad sagrada? ¿Soy consciente de que con mi aceptación personal arriesgo o potencio la obra de Dios en mí? María, mujer fuerte, a quien no derrumbó el sufrimiento de la cruz, concédeme la fortaleza y la fidelidad por las que Dios quiera edificar también conmigo su familia, cimentada en la certeza de su amor, a través del abrazo a la cruz. María, tierra nuestra, artesanía de Dios, déjame bendecir en

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ti y por ti la obra redentora, divina, por la que te podemos sentir y llamar “¡Madre nuestra”! Santa María, animados por el título de hijos tuyos que hemos recibido al pie de la cruz, acudimos, confiados, a tu presencia, porque necesitamos decirte palabras de afecto y acompañamiento en tu dolor y soledad. No somos los más aptos para consolarte, si hemos sido la causa de los sufrimientos de tu Hijo, el motivo de su muerte redentora; sin embargo, al escuchar de Jesús el perdón por la inconsciencia de los que le herían, nos atrevemos a dirigirnos a ti con gestos de piedad y condolencia. Virgen Nazarena, permítenos desahogar el alma, y si hemos sido motivo de sufrimiento por nuestras rebeldías, que nuestra presencia ante ti te consuele. Escucha en nuestra oración, que te dirigimos en favor de todos, el grito y el gemido de los que se sienten más solos y huérfanos de amor.

Cuestiones

• ¿ Te sientes amado por Dios? • ¿Aceptas el encargo de Jesús de tomar a María por madre? • ¿Descubres hasta qué extremo ha llegado la redención a transformar tus relaciones teologales, fraternas, íntimas y personales? • ¿Te fías de María? ¿La invocas?

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LA NOCHE (Jn 3 y 18)

Introducción Hemos leído el capítulo uno del Evangelio según san Juan en relación con el veinte, y el capítulo dos del mismo Evangelio relacionado con el diecinueve, en el deseo de comprender un posible sentido transversal de todo el texto. A medida que vayamos recorriendo los diferentes relatos de manera concéntrica, nos sorprenderemos aún más de las concordancias entre algunas imágenes, palabras, presencias. Los textos que ahora nos proponemos considerar pertenecen a los capítulos tres y dieciocho del Cuarto Evangelio. Volvemos a insistir en que no se trata de satisfacer una curiosidad, por ver cómo cuadran las referencias, sino que en ello debemos abrirnos a una dirección y acompañamiento posibles. Si la actitud de búsqueda ante el rostro de Jesús quedaba como punto de partida, y la celebración de la alianza se nos ofrecía como invitación fascinante de la mano de María, como sucede en tantos procesos espirituales, después de la consolación nos encontramos con la hora de la prueba y del acrisolamiento, representados por la noche y la oscuridad, circunstancia en la que se desarrollan las escenas de los capítulos que nos disponemos a contemplar. Cabría objetar a este modo de leer el Cuarto Evangelio, que el texto original no está dividido tal como lo tenemos estructurado actualmente. Con esta considera© narcea, s. a. de ediciones

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ción, se puede relativizar mucho la lectura inclusiva que proponemos y dejar sin fundamento el método expuesto. Sin embargo, aunque el texto original no está dividido en capítulos, tal como hoy lo presentan las ediciones de todas las Biblias, lo cierto es que, tanto si avanzamos en la lectura de la narración desde el principio hasta el final, como si lo hacemos retrospectivamente, encontramos datos paralelos muy significativos, y que interpreto no son casuales. En principio, que el autor sagrado no haya situado las imágenes o palabras en un orden totalmente simétrico, no contradice la evidencia de alguna concordancia. No hay duda de que, al relacionar los textos que venimos considerando, se comprende mejor cómo se dan sentido entre sí, y cómo la luz reveladora emerge con más brillo que si se leyeran de manera aislada o como se acostumbra, de forma sucesiva. Una ley exegética es precisamente la lectura contextual, en la que se aprecia mejor la acción reveladora del Espíritu. Practicándola, cada secuencia se enriquece con otras del mismo libro, incluso de otros libros de la Biblia, y se comprende mejor el sentido de la revelación. “Es, pues, normal releer las Escrituras a la luz de este nuevo contexto, que es el de la vida en el Espíritu” (Verbum Domini 37). Al contrastar en qué secuencias del Cuarto Evangelio se hallan las palabras, imágenes, circunstancias paralelas, cabe reconstruir a modo de un poema con rima en un orden de versos.

Concordancias En los textos que consideramos, encontramos la analogía de escenas que en ambos casos transcurren durante la noche. En el capítulo 3 se señala de forma explícita: “Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, magistrado judío. Fue éste donde Jesús de noche...” (Jn 3,1). En el capítulo 18 se describen circunstancias rela58

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cionadas con la oscuridad: “Judas llega allí con la cohorte y los guardias enviados por los sumos sacerdotes y fariseos, con linternas, antorchas y armas” (Jn 18,3). No es artificial la relación entre las dos escenas con la hora más oscura, bien por manifestar una actitud de búsqueda sincera, aunque a tientas, bien por representar un comportamiento malvado. Tanto el diálogo de Jesús con Nicodemo, como el relato de la oración en el Huerto de Getsemaní, interpretados desde un contexto más amplio, son reveladores de estados de ánimo existenciales y contrapuestos del ser humano, aunque en los dos ejemplos transcurra la acción en el marco de la tiniebla. La concordancia que establecemos entre el capítulo tercero del Evangelio de san Juan y el capítulo decimoctavo es, en cierta manera por antagonismo. El núcleo del presente capítulo es lo que acontece de noche, aunque en dos dimensiones diferentes. En un caso, se narran sucesos terribles, desoladores; en otro caso, se describen escenas de expectación, de búsqueda, de hallazgo, de vigilia, de amor. El fariseo fue de noche a ver a Jesús, buscando luz; Judas con las autoridades fueron de noche al Huerto de los Olivos a por Jesús, rechazando la luz. Nicodemo, en medio de la noche, buscaba la verdad; el traidor se cobijó en la noche para negar la verdad. El maestro de la ley anhela encontrar la sabiduría; Judas niega a quien es la revelación plena de la sabiduría de Dios. Sorprende que en estas circunstancias, Jesús pregunte de nuevo en el Huerto de los Olivos: “¿A quién buscáis?”, cuestión con la que iniciábamos la contemplación del Cuarto Evangelio, y a partir de la que podemos encontrar una de las claves para la interpretación del texto. En definitiva, el ser humano busca el sentido de su vida, la felicidad, la relación con el Tú divino, que colme la existencia de plenitud, o de manera equivocada, creyendo que busca el bien, se hace daño a sí mismo y se pierde.

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La noche, la oscuridad, la ceguera, la falta de visión, se presentan como símbolos de incredulidad, infidelidad y traición. Nicodemo representa a todos los que buscan, aunque sea a tientas. Judas es sinónimo de traidor y de amigo infiel. Aquí resuena la exégesis que hace Benedicto XVI del texto de Mt 21,31-32, sobre quiénes serán los primeros en el reino de los cielos: Los agnósticos que no encuentran paz por la cuestión de Dios; los que sufren a causa de sus pecados y tienen deseo de un corazón puro, están más cerca del Reino de Dios que los fieles rutinarios, que ven ya solamente en la Iglesia el sistema, sin que su corazón quede tocado por esto: por la fe (Homilía, Friburgo, septiembre 2011).

Contexto Si partíamos de las preguntas “¿qué buscáis?” (Jn 1), y “¿a quién buscas?” (Jn 20), delante del rostro del Maestro, en el encuentro y diálogo de Nicodemo con Jesús podemos descubrir el paralelo de nuestras búsquedas a tientas, a oscuras, movidos por la necesidad de sentido, atraídos por la luz interior, o la denuncia de nuestras huidas y traiciones, de nuestras infidelidades y egoísmos, pasos errados que conducen a la negación del amor, como hizo Judas. La búsqueda iniciada por los dos discípulos de Juan el Bautista para ir detrás del Maestro y de conocer dónde vivía, con el impacto fascinante de llegar a vivir con quien esperaban ardientemente, se consolida con la prueba acrisoladora de la tentación, de la oscuridad, de la noche. Circunstancia que puede dar pie a una búsqueda sincera, o a la clandestinidad más abyecta; a la voluntad más firme, o a la quiebra alevosa. San Agustín confiesa que buscaba a tientas, en medio de sus pasiones y errores, hasta que descansó en el hallazgo del amor del alma. 60

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Si tanto en el recorrido ascendente y lineal del texto evangélico, como en el descendente, después de haber celebrado escenas de intimidad amorosa, según los relatos de la boda de Caná y de la entrega total de Cristo en la Cruz, nos encontramos con el parámetro de la noche, cabe interpretar que en el camino del seguimiento, se ha de atravesar la frontera de la tiniebla, de la noche más oscura, para acrisolar y purificar el deseo. En algunos, la oscuridad de la noche puede dar lugar al vértigo de la desesperanza, a otros, por la relación con la persona de Jesús, les puede conducir a la mayor certeza del sentido de la vida, del hallazgo de la verdad. Los místicos nos hablan de la noche oscura, no como negatividad, sino como proceso de crecimiento. Desde la resonancia contextual entre ambas noches, se comprenden mejor las palabras del Maestro a Nicodemo: “Todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios” (Jn 3,20-21).

“Era de noche” Cuando el Evangelio señala la circunstancia de la noche, no lo hace gratuitamente, sino como dato significativo. “En cuanto tomó Judas el bocado, salió. Era de noche” (Jn 13,30). Los comentarios de los maestros espirituales y de los que estudian las Escrituras coinciden en el matiz que el autor pretende destacar: “era la hora de las tinieblas”. Centrémonos en la noche más oscura, en la que cabe entrar por debilidad, egoísmo, idolatría, desobediencia, afán desmedido por el dinero, por no cortar a tiempo las bajas tendencias… Pero también en el tiempo en que

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puede demostrarse el amor y la fidelidad, la búsqueda de la verdad con humildad sincera, la expresión dolorida de no ver, de no poder creer. La imagen de la noche, en los capítulos que estamos considerando, sirve para mostrar la sed de verdad en Nicodemo, o cómo impera el pecado en Judas, pero también para indicar cómo la obediencia se enfrenta al Tentador en Jesús. La noche puede ser esperpento, desorden, pero también grito de angustia y oblación radical. En Getsemaní se llega a la mayor paradoja, el hombre maniatando a Dios, y Dios liberando al hombre. Noche donde la mentira, la violencia, la máscara, el perjurio se blasonan en el traidor y en las autoridades del pueblo, frente a la humillación, la obediencia y la vejación del rostro de Jesús. Noche del absurdo, que se repite cada vez que el ser humano pierde el dominio de sí y se entrega a sus pasiones, noche de amor supremo y gratuito. La noche de Getsemaní, figura de todas las noches terribles, trae a la memoria todos los despropósitos, cuando el ser humano prefiere el atractivo de la desobediencia al reconocimiento de Dios. Todo se confunde y se perturba. Todo pierde su armonía. Todo quedaría destruido, si no fuera porque en el centro del olivar, en la noche más amarga, un Hombre mantiene, por todos, la respuesta que restaura la belleza del ser y la armonía, gracias al amor más grande y al reconocimiento más generoso de Dios Padre. Este Hombre es la revelación plena de Dios. Jesús responde por tres veces “Yo soy”, expresión paradigmática con la que Dios revela su nombre a Moisés en la zarza ardiente. ¡Cómo resuena aquí la conversación de Jesús con Nicodemo, cuando le revela el amor que Dios manifiesta a través de su Hijo! ¡A tanto llega el amor! En la noche se puede perecer o se puede llegar a la experiencia del propio límite y abrirse a la trascendencia. 62

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Nicodemo es ejemplo de quien no perece, sino que supera el cerco secuestrador de la ideología y el moralismo. En la noche oscura, la angustia se enseñorea de los que siguen su propia voluntad, que los lleva a la desesperación, pero cabe también que el despojo de todo lo visible dé ocasión de apostar y continuar en la misión recibida, solo por Dios, como sucede con Jesús, y esto lo conduce al gesto supremo de amor, a dar la vida. Es el tiempo en el que se muestra y se demuestra hasta dónde puede llegar el pecado y hasta dónde la misericordia; hasta dónde la ofuscación y hasta dónde el deseo de verdad. El mal puede negar a Dios, pero el Amor puede perdonar al hombre pecador. Entonces el dolor florece en el hallazgo del Maestro amigo. En estas circunstancias, no cabe permanecer curiosos; o se está del lado de la inconsciencia evasiva del sueño y se pertenece al grupo de los que se han dejado vencer por el odio, la envidia, el afán de poder, la codicia de dinero, el imperativo de todas las pasiones; o se permanece postrado, indefenso, humilde, confiado en la voluntad providente de Dios, aunque se tenga que pasar por el torrente y las cañadas más oscuras. También cabe salir, como Nicodemo, en medio de la noche, detrás de la luz. Noche de buscar y de escuchar para ser testigo, o de perderse. El fariseo, en la noche, encontró la luz. El discípulo Judas, aun con linternas y antorchas, se cegó y se hundió, junto con las autoridades. Jesús demostró que es la Luz.

Vamos a Getsemaní Entrar en Getsemaní, en el Huerto donde impera la noche, la tristeza, la angustia, el desaliento, parece un movimiento morboso y dolorista. Pocas escenas del Evangelio representan con más realismo la experiencia del hombre moderno y con frecuencia la experiencia de

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la comunidad cristiana, que el Huerto de los Olivos en la noche de la traición. Con frecuencia nos resistimos a aceptar las reacciones somáticas depresivas, que si no se está vigilante, pueden instalarse en el estómago, en la mente, con efectos destructores. Cuando la oscuridad se cierne y la noche totaliza la experiencia de los acontecimientos, se precipitan las circunstancias negativas, adversas, que pueden llevar a la deserción, al escepticismo, al escándalo, a la desesperanza y hasta a la desesperación.

Situación límite Cuando se toca el límite de la propia estabilidad interior por circunstancias inesperadas, que afectan a la dimensión emocional, afectiva, a la situación económica, a las relaciones sociales, y hasta pastorales. Cuando desvaría la mente y se siente la tormenta desatada por el torbellino de pensamientos descontrolados, que se precipitan y que afectan al corazón, con repercusiones afectivas de rechazo, por verse acosado injustamente, al menos desde la subjetividad y sintiéndose víctima de especulaciones. Cuando la naturaleza dicta el bloqueo, la ruptura de pertenencias, la huida o la evasión. Más allá del trabajo que supone saber gestionar la crisis de manera positiva, y controlar los sentimientos, que siempre será bueno intentarlo, más allá de decidir históricamente algún cambio o modo de actuar, tanto a nivel privado como público, más allá de la necesidad del desahogo verbal en algún espacio amigo, donde no suponga riesgo de extroversión o juicio. Desde la fe y el deseo de madurar en el camino espiritual, conviene mirar a Jesús en Getsemaní, y en su presencia, atreverse a mirarse uno a sí mismo, para descubrir 64

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las motivaciones que han producido el cataclismo emocional, si es la injusticia o la inmadurez; si es la contrariedad o el amor propio; si es la falta de hondura espiritual o la prueba purificadora. Es muy posible que se encuentren razones dolorosas, no solo por motivos externos, sino por descubrir efectos del amor propio herido, de orgullo sutil encubierto, bajo el argumento de sufrir la falta de sensibilidad de quienes se pensaba que eran amigos, compañeros. Es momento de saberse serenar en el Señor, de llegar a valorar la crisis como circunstancia favorable, para adorar al único Dios y crecer en el despojamiento necesario, para purificar la intención en todo lo que se lleva a cabo. Es momento de parar la mente e invocar al Señor en favor de los que se cree que son insensibles al sentimiento propio y hasta adversarios, de centrar la mirada en el Señor, y agradecer, aunque se resista la naturaleza, el momento de la prueba, porque gracias a ella se descubren pliegues ocultos en el propio interior, con los que se habría convivido de manera inconsciente de no haber sucedido la desestabilización. Sin dejar de ser crítico con la posible injusticia sufrida –“Amigo, a qué has venido”–, no es bueno que te encierres como víctima sin remedio, y menos que te dispongas para la batalla. “Mete la espada en la vaina”. Es momento de dejar que Dios actúe, hasta por mediaciones que pueden parecer contrarias al deseo y a lo que se piensa que es mejor. ¡Tantas veces la Providencia se manifiesta a través de paradojas! Desde la fe no son impropios los sentimientos de angustia, de tristeza y postración. Cuando cabe que la injusticia, la traición, el sufrimiento moral se apoderen de la persona y estén a punto de convertirse en el absoluto de la experiencia humana, y todo parece irremediable y mantener la esperanza se presenta como una utopía, una falta de rea© narcea, s. a. de ediciones

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lismo y coherencia; si en un momento de prueba histórica, con datos públicos y sociales, sobrevinieran el hundimiento y la depresión, seguro que se verían lógicos, porque es de humanos sentir miedo, debilidad, y caer en la sospecha de carecer de fuerzas frente a una conjunta de elementos contrarios. Mas ahí, en esta encrucijada, cabe la reacción creyente de orar y esperar en silencio la salvación de Dios. En medio de la noche, cuando el frío, el abandono, la mentira, la violencia, el mal te abrazan y se proponen hundirte, ahí es posible, desde la fe, mirando al Maestro, reaccionar con la doble actitud, sabia y prudente, de la vigilancia y de la oración y llegar a la opción del abandono: “Padre, que no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú quieras”. El sufrimiento que produce la experiencia de abandono, de soledad y de injusticia no es contrario al Evangelio. Jesús sintió angustia y tristeza, se quejó de soledad a sus discípulos, gritó a Dios. Un cúmulo de detalles para describir hasta qué punto el Hijo de Dios tomó nuestra carne.

Noche de búsqueda La actitud de Nicodemo de ir a visitar a Jesús de noche, nos ofrece la posibilidad de comprender el camino espiritual a la manera del fariseo inquieto, buscador, sincero, que en la intimidad, discreción y silencio de la noche, se acerca al que es la Palabra, la verdad y la vida, para contrastar su modo de ver las cosas con quien se manifiesta Maestro de sabiduría, venido de Dios. Es muy diferente a la búsqueda que emprende Judas con las autoridades, quienes se cobijan en la noche para encubrir la maldad y la traición. La oración, en tantos momentos, toma la figura de la búsqueda, a veces a tientas. Se muestra como un camino que hay que recorrer a oscuras, o una estancia sin sentimiento, ni anhelo. El poeta llega a formular magistral-

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mente la actitud del orante: “De noche iremos, de noche, que para encontrar la fuente, solo la sed nos alumbra” (Luis Rosales). La sed de Dios, que se agudiza en la noche del alma, es también oración. “Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca, a ti, Dios mío” (Sal 42). Este tiempo, para muchos, es terrible. El secreto para no perecer es tratar en las mismas tinieblas con quien es la Luz. Se puede recordar lo que dice el libro de la Sabiduría: “La amé más que la salud y la hermosura y preferí tenerla a ella más que a la luz, porque la claridad que de ella nace no conoce noche” (Sb 7,10). La noche es sinónimo de oscuridad, pero también es tiempo de vigilia. Se interpreta como tiempo recio, pero también es tiempo de salvación. La noche oscura parece decir circunstancia aciaga, y cabe que sea el tiempo para gustar el amor divino. En una noche oscura, con ansias en amores inflamada, oh dichosa ventura, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada (San Juan de la Cruz). Cuando la noche mediaba su carrera y un silencio en calma lo envolvía todo, tu Palabra todopoderosa se precipitó sobre la tierra (Sb 18,14-15).

Tiempo de salvación La noche no es de por sí tiempo terrible. Hay noches de silencio, de adoración, de expiación, de gratitud, de dejarse mirar, de amistad, de amor, de estar a solas con Dios, de acompañar a los que sufren, de vigilia, para no perder al Señor, de fidelidad, por graves que sean los motivos que justifiquen la huida. Al que cree todo le sabe a Dios. © narcea, s. a. de ediciones

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En la última noche de Jesús en nuestra historia, se descubre cuánto desea y necesita la relación humana. Al discípulo amado le deja recostarse sobre su pecho, tal como nos describe el Evangelio de san Juan que estaba el Verbo en Dios. La postura del discípulo no quedará inadvertida y será distintivo de quien gozó de la amistad del Maestro, por la que se mantuvo fiel y se convirtió en modelo de relación amiga. Jesús mantenía una íntima unión con su Padre. Sin embargo, su naturaleza humana, su psicología y afectividad, su ánimo, demuestran la necesidad de la relación próxima, amiga, humana, compañera. En los momentos recios de la vida, el corazón humano necesita desahogar el alma, sentir la cercanía del amigo, expresar los sentimientos, saber que alguien acompaña. No es casual que el Evangelio señale seis días antes de la Pascua la visita de Jesús a Betania, donde pasaba las noches. En la noche, Jesús solicita a sus íntimos que le acompañen al Huerto de Getsemaní, atravesando el Torrente, que entren en la espesura. “Dicho esto, pasó Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el que entraron él y sus discípulos” (Jn 18,1). Recuerdo aquí un dicho de santa Teresa de Jesús: Nosotros no somos ángeles, sino tenemos cuerpo. Querernos hacer ángeles estando en la tierra –y tan en la tierra como yo estaba– es desatino, sino que ha menester tener arrimo el pensamiento para lo ordinario. Ya que algunas veces el alma salga de sí o ande muchas tan llena de Dios que no haya menester cosa criada para recogerla, esto no es tan ordinario, que en negocios y persecuciones y trabajos, cuando no se puede tener tanta quietud, y en tiempo de sequedades, es muy buen amigo Cristo, porque le miramos hombre y vémosle con flaquezas y trabajos, y es compañía y, habiendo costumbre, es muy fácil hallarle cabe sí, aunque veces vendrán que lo uno ni lo otro se pueda (Vida 22,10).

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Esta referencia confirma no solo la necesidad humana afectiva, sino la enseñanza que nos da la maestra espiritual, de no intentar atravesar solos la experiencia de la “noche oscura”, de tener a alguien cerca, como referencia y posibilidad de comunicar el sentimiento. Jesús, al mostrarnos su necesidad, se convierte en Maestro que se presta a ser consuelo, compañero, y receptor del desahogo necesario. Él se ofrece, desde la experiencia que ha sufrido, a ser, en nuestras oscuridades y desesperanzas, quien sostiene el cáliz y nos da fuerza para beberlo. “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso” (Mt 11,28-30). La conversación de Jesús con el docto Nicodemo, desde la perspectiva completa, global, adquiere mayor resonancia, y se convierte en verdadera profecía de lo que después dirán los Apóstoles para demostrar que Jesucristo ha resucitado. ¿Cómo no recordar el paralelismo de las expresiones joanneas: “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, –pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio–, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (1 Jn 1, 1-3)? Hay que tener experiencia de algo para poderlo comunicar con autoridad. La fe cristiana, según reitera la enseñanza de Benedicto XVI, se funda en la experiencia del encuentro personal con Jesucristo, como refiere el Cuarto Evangelio que sucedió entre Jesús y Nicodemo, quien saldrá después en defensa del Maestro de Galilea ante las autoridades, y acudirá, sin respetos humanos, en el momento de dar sepultura a su cuerpo, con gran valor frente a los fariseos: “Fue también Nicodemo, aquel que anteriormente había ido a verle de noche, con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras” (Jn 19,39). Si observamos, los perfumes de la ofrenda que hace Nicodemo

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para el cuerpo de Cristo –mirra y áloe–, coinciden con los aromas de esponsales del príncipe real: “Por eso Dios, tu Dios, te ha ungido con óleo de alegría más que a tus compañeros; a mirra y áloe y casia huelen tus vestidos” (Sal 45,8-9). Estas concordancias nos permiten vislumbrar, en el relato de las conversaciones con Nicodemo, el icono anticipado del Resucitado, Maestro, Señor y Esposo. La noche es tiempo de intimidad, de ofrenda generosa, como la que hacen los padres a sus niños pequeños, como la que se consuma en la donación matrimonial, como la que sucede en quienes por amor permanecen célibes y vírgenes.

Sentidos de la noche Si abrimos el ángulo de visión, observamos resonancias bíblicas muy diversas relacionadas con la noche. En la noche cabe vivir el miedo, la inseguridad, el desvelo, la inquietud. Pero la página del Evangelio anuncia que a medianoche llega el Esposo, que a medianoche nace el Verbo hecho carne. La noche es figura para describir la prueba, pero en la prueba, en medio de la noche, Jesús calmó la tormenta y se mostró a los suyos como Señor que calma el agua y el viento. Jesús sufrió la noche de Getsemaní, pero también se retiraba de noche al monte para orar a su Padre. La noche aquilata la esperanza. La oscuridad acredita la fe. La insensibilidad purifica el amor. La noche es tiempo de salvación. El que cree en las tinieblas tiene luz como el día. La noche es tiempo de expectación. La oscuridad se interpreta como fruto del pecado, pero también puede ser señal providente para detener los pasos. Jacob, de noche, tuvo el sueño que le reveló su vocación (Gn 28,10-22). En la noche, la luz es más brillante, y una experiencia lumino-

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sa en la oscuridad del alma se graba con más fuerza. Las grandes experiencias de Dios se describen limítrofes a los momentos más recios y oscuros de los místicos. La oscuridad puede interpretarse como efecto de desobediencia, pero también como pedagogía divina para madurar en la opción del seguimiento. La oscuridad puede ser señal de infidelidad, pero también ocasión de ahondar los cimientos y la estabilidad en la forma de vida. En la Biblia se narran diversas escenas que acontecen de noche. Es emblemática la noche de la Pascua, la salida de Egipto, el paso del Mar Rojo, noches en las que interviene Dios, para decir al hombre su voluntad. El sueño de Jacob, la llamada de Samuel, los sueños de san José, las experiencias de Pedro y de Pablo en la cárcel, en medio de la noche son referencias emblemáticas. Santa Escolástica pidió a su hermano san Benito que pasaran la noche hablando de Dios. Estas experiencias se convierten en hitos del camino, piedras ungidas que marcan el sendero de la historia personal de salvación. La respuesta adecuada es la obediencia. La noche por sí misma no es denunciadora ni circunstancia adversa. Hay veces que permite descubrir la paz interior, la estabilidad emocional, la raíz de la opción de vida, la gratuidad de la relación, el convencimiento y la confianza en el camino que se lleva. Los contemplativos aman la hora más oscura para mostrar más amor; es la hora de adorar a Dios, por Dios mismo, la hora de consolar el llanto del ser humano, según la espiritualidad de quienes se levantan a orar en las vigilias nocturnas, para enjugar, de manera gratuita y anónima, las lágrimas de los que lloran. En los distintos colores y sentidos de la noche, se puede descubrir serenidad o nerviosismo; amargura o paz; inquietud o alegría; miedo ante el abismo o certeza. De todo ello depende el discernimiento del querer de Dios, de su llamada, y la respuesta adecuada.

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Noche pascual A la hora de leer los relatos bíblicos, debemos practicar un ejercicio semejante al que hizo el autor del Cuarto Evangelio, y comprenderlos desde la luz de Pascua. Una clave para gustar el sentido de las Sagradas Escrituras es leerlas desde los textos del Nuevo Testamento, es decir, desde la experiencia de Cristo resucitado, la que tuvieron los distintos autores de los relatos neotestamentarios. La liturgia escoge el diálogo de Jesús con Nicodemo como lectura en el tiempo Pascual. Al recordar la conversación desde la luz de Cristo resucitado, el ungido con los aromas del novio servidos por Nicodemo y envuelto en la sábana entrañable del amor de María, la mujer presente en la boda y al pie de la Cruz, cabe sentir la entrega total de Dios en su Hijo, la amistad que nos ofrece, la vinculación para siempre a la humanidad, la certeza de la opción divina por el ser humano. Y nace el gozo, la alabanza, la gratitud por ser depositarios de aquel amor que anunció Jesús cuando aún era de noche, y que se ha convertido en el destello más luminoso para el corazón de los que creen. Aquí también conviene recordar la conversación con Nicodemo. Si en Getsemaní el sudor de sangre revela el nacimiento del hombre nuevo, recreado en el mismo enclave que el primer Adán, en la conversación con el maestro de la ley, Jesús revela cómo nacer de nuevo. Las preguntas que hace Nicodemo a Jesús salvan del peligro de interpretar las Escrituras de forma literalista, sin comprender un posible sentido espiritual de las palabras. Nacer de nuevo, del agua y del Espíritu, es el nacimiento bautismal, adquirir la nueva filiación, ser reengendrado en el agua materna de la Iglesia y renacidos por el Espíritu como hijos de Dios. 72

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La expresión “nacer de nuevo”, que Jesús emplea en sus conversaciones nocturnas, tiene, a la luz de la Pascua, un significado más amplio que el habitual. El nuevo nacimiento, según Jesús, nos viene del agua y del Espíritu, nos viene por el don de la fe. Nuestra pertenencia al Reino de Dios no procede de la carne y de la sangre, ni es derecho legal, sino regalo y don que se recibe por gracia en el bautismo. El agua de Caná de Galilea, el agua de la samaritana, de la piscina probática y de la piscina de Siloé, eran preludio del agua del costado de Cristo, del que nace la nueva familia de los hijos de Dios. Nacer del agua y del Espíritu significa un cambio de mentalidad, una nueva categoría de valores, pensar según Dios y tener su voluntad como norma de vida, saberse miembro de la familia de Dios, sentir la fraternidad humana, aceptarse a sí mismo. Quienes nacen del agua y del Espíritu inauguran nuevas relaciones teologales, por la fe, la esperanza y la caridad; nuevas relaciones sociales, al descubrir la dignidad de todo ser humano; nuevas relaciones personales, porque se saben templos del Espíritu Santo. El título de pertenencia al Reino de Dios lo da el Espíritu, no la carne; gracias a la nueva pertenencia, se saborea el privilegio de la visión trascendente, porque se anticipan ya en este mundo los valores eternos, y se trasciende la mirada sobre la realidad. El texto de Jn 3 nos puede parecer enigmático, igual que a Nicodemo, porque no entendamos las palabras de Jesús. En estos casos es bueno traer a la memoria otros pasajes que hablen de lo mismo para así descubrir el significado posible. Nacer del agua y del Espíritu es un binomio. En la Biblia se narran sucesos con referencias duales para reforzar el argumento del testimonio válido, en el que son necesarios al menos dos testigos. El agua y el Espíritu, testigos del nuevo nacimiento, evocan el agua

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junto con la sangre, el agua y el vino, el pan y el vino, como Pedro y el otro discípulo o los dos de Emaús, que garantizan la verdad del testimonio. En Getsemaní estaban los tres amigos de Jesús. Mirra y áloe son los perfumes testigos del amor más grande. Las palabras de Jesús a Nicodemo evocan el sacramento del bautismo, y por tanto, la renovación bautismal. A quienes estamos bautizados, la gracia del bautismo se nos renueva por el sacramento del perdón. Nicodemo no entendía lo que le quería decir Jesús acerca de nacer de nuevo. Nosotros quizá, también sentimos resistencia al nuevo nacimiento por el don de la reconciliación, fundados en argumentos aparentemente lógicos, como los que exponía el docto fariseo. Cabe que sintamos la peor tentación, con tintes de responsabilidad, cuando oímos en nuestro interior, ante la propuesta de Jesús, pero “yo no tengo remedio”. Es fácil tomar la peor decisión, movido por la experiencia crónica, y quedarse postrado, al margen del camino, sin pedir ayuda; esto es tomar la peor actitud, que roza con el pecado contra el Espíritu, si se llega a desconfiar de la gracia. Es posible responder con el peor argumento: “Ya lo he intentado muchas veces” y cerrarse en el escepticismo, por lo que cabe el peor sentimiento, la falsa humildad, la falsa honradez, y la peor propuesta: conformarse conviviendo con la mediocridad. Así se sucumbe en la peor experiencia por la falta de sinceridad y verdadera humildad. Si, como Nicodemo, nos dejamos iluminar por Jesús, cabe la mejor actitud: reconocer humildemente la propia debilidad, pedir perdón a Dios, y tomar en los labios la mejor oración: “Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí”, como la que hizo el ciego, para quien también todo era noche, ante la palabra de Jesús: “Qué quieres que haga por ti”. “Señor, que vea”. 74

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Entonces surge el mejor proyecto de comenzar de nuevo: “Solo por hoy”, como decía el beato Juan XXIII. Y hacer el mejor propósito, el que cada día renovaba san Francisco de Asís: “Hoy comienzo”. Y quedar recitando la mejor oración: “Hágase tu voluntad”. “Que no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú quieras”, como rezó Jesús a su Padre en el Huerto de los Olivos.

Noche para forjar testigos La revelación de Jesús a Nicodemo debería ser el motivo más apremiante para anunciar a todos la alegría de la fe, el don supremo del Hijo de Dios en favor de la humanidad, la voluntad salvífica del Creador: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.” ¡Qué lejos está este mensaje de la imagen terrible que algunos tienen de Dios! ¡Cómo se comprende el diálogo de Jesús con Nicodemo después de los acontecimientos pascuales! ¡Quién le iba a decir al fariseo que él mismo sería el mejor testigo de la entrega total de Cristo en favor de todos los hombres! Cuando recogió en sus brazos el cuerpo sin vida del Hijo de la Nazarena, del Galileo, seguro que comprendió hasta qué extremo se realizaron las palabras del Maestro. Oración Señor, necesito estar contigo, autentificar mi palabra, hablar de ti, porque he hablado contigo. Necesito probar la intensidad del silencio, la anchura de la soledad, la inexplicable relación a la que me llamas ante tu presencia invisible. © narcea, s. a. de ediciones

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Necesito poner mis ojos en tu rostro de amigo, entrañable, gustar la certeza de tu misericordia y la superación de mis protagonismos estériles, entrar en el secreto de mi celda interior, donde nadie me ve, ni me mira, salvo Tú. Necesito volver a oír tu voz, o sentir al menos el sosiego en lo profundo del sonido de la paz que procede de ti. ¡Qué gozo tan intenso se instala en el corazón cuando se ha superado la inercia, el nerviosismo de la prisa, el imperativo de la actividad y se ha cruzado el instante en el que la mente imponía, despótica, sus argumentos hacendosos! Entonces se siente el bienestar de la calma, la alegría de haber abandonado todo proyecto que no seas Tú y haber permanecido quieto, sereno, discreto, orante, ante tu presencia, en obediencia a tu llamada. ¡Cómo me sorprendes con tu providente compañía a través de acontecimientos y de personas que me llaman constantemente a ti! Y cuando se está percibiendo el universo íntimo, de pronto la estancia se llena con todos los que están contigo; se percibe el acompañamiento de quienes en sus vidas acertaron a trabajar sin perder la referencia a tus ojos, al saberse siempre mirados, guiados por ti. Se entra en la estancia de la mayor comunión contigo, con todos los santos y brota el sentimiento reconciliador. Recibe, Señor, también a quienes creen que no tienen tiempo para pararse un rato y mirarte, a todos los que se agotan en hacer buenas obras y se sienten solos, abatidos y probados. Sin querer eludir el tú a tú en intimidad contigo, déjame que recuerde ante ti la historia de tantos que en tu nombre se afanan y se desgastan y sienten el fracaso por creer que su cosecha es baldía. Gracias, Señor, por este tramo de vida que hemos recorrido juntos. Sé que a pesar de que no te siento en muchas ocasiones, Tú siempre estás conmigo, y solo esperas a que alce los ojos para que me encuentre con tu mirada.

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Así fue tu experiencia filial, tu oración más intensa, en el último trance de tu vida, y me enseñaste la fuerza que da abandonarse en las manos de Dios, tu Padre.

Contemplación Jesucristo, humanidad temblorosa, atraviesa el recinto oscuro de Getsemaní. Sé que te cuesta sudor y lágrimas, mas no hay otra salida, si quieres adentrarte en la intimidad, en el espacio en el que Dios únicamente acompaña. Hazlo por todos nosotros, que sentimos tanto rechazo ante lo que se nos muestra oscuro y doloroso. Jesús, recuerda esos momentos de tu historia humana y cómo ni la tentación ni el horizonte ensombrecido te echan para atrás. Recuerda cómo los ángeles te sirvieron en el desierto y tu Padre te proclamó hijo amado. Es de noche, la oscuridad es total, aunque la luna deja su destello melancólico suficiente para poder ver las sombras de los olivos. Entra más adentro, atraviesa la infinita soledad, no es ahora la soledad del desierto, ni la incomprensión de los tuyos, es el abandono de todo y de todos. Noche oscura y sin embargo, en este instante, de nuevo el ángel del Señor te conforta y te recuerda tu identidad esencial. Tú eres aquel que llama a Dios “Abbá”. Sí, no dudes, es el momento de la unión más íntima con tu Padre, es el momento de ser enteramente su voluntad, de no tener voluntad propia, de ser tú mismo la expresión de su amor divino, misericordioso, por todos los hombres y para perdón de todos los pecados. Jesús, entra más adentro, entra en la hondura de la almazara, donde se tritura la oliva y corre el aceite precioso. Entra más adentro, al huerto cerrado, al soto donde cabe hablar en voz alta, aun estando solo.

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No te dé miedo, Tú sabes que quien te proclamó Hijo suyo, te acompaña, que el Espíritu que te condujo al desierto te ha ungido amorosamente. No dudes, eres el mismo de la cuarentena, el mismo del monte alto. Si te atreves a pronunciarlo derribarás toda oscuridad y la noche será el recinto sagrado de la unión más íntima y sagrada, más amorosa. ¡Abbá! ¡Abbá! ¡Abbá! ¡Padre! ¡Padre! ¡Padre! ¡Papá! ¡Papá! ¡Papá!

Propuesta Si estás en la noche, en tu duda u oscuridad, acude a conversar con Jesús, a escrutar la Palabra de Dios, o a consultar con algunas mediaciones que puedan aclararte tus dudas, tus preguntas sobre la vida espiritual, sobre tu búsqueda interior. Todo menos quedarte encerrado y secuestrado por ti mismo en la noche, en la pérdida del sentido de la vida. Desde el diálogo de Jesús con Nicodemo, una propuesta es acudir, en la noche, al encuentro con el Maestro, que significa oración. La oración es la respiración de la fe. Hay que orar para vivir. Tanto se cree cuanto se ora. No hay vida de fe sin oración. Ante el apotegma evangélico: “El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida”, se hace imprescindible la oración, que es mantener de todas las maneras posibles la relación con Jesucristo, el manantial de la vida. Él quiso que sus discípulos se confirmaran en la fe palpando la herida de su costado, de donde manó sangre y agua.

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Cuestiones

• ¿Te sientes hijo de Dios? Sin ostentación ni vanidad, pero sin complejo ni miedo, ¿te alegra tu identidad de ser cristiano o, según los casos, la ocultas, la escondes o disimulas? ¿Negocias tu identidad, según el ambiente? Los primeros cristianos daban testimonio del nombre de Jesús con valentía. • ¿ Podrías traer a la memoria, como en el caso de Nicodemo, alguna conversación profunda con alguien entendido, interesándote por la verdad del Evangelio? Aunque sea de noche, en privado, ¿tienes experiencia de mantener algún trato con la persona de Jesús, a través de la oración personal? Es tiempo de dar razón de la fe, de testificar la certeza de creer en Alguien que está vivo, en Cristo resucitado. ¿Tienes la fuerza del testigo, porque has visto o has sentido el paso del Señor? No te arredres. No tengas miedo, ten valor y profesa tu fe en Él. • ¿ Cómo lees las Escrituras? ¿Has descubierto el sentido que encierran si se comprenden a la luz del Resucitado? El apóstol Juan, en sus cartas, no tiene otro mensaje; de una u otra manera afirma: “Dios es amor”. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4,16). • ¿ Podrías narrar algún hecho en el que has sentido que se ha cumplido en ti la Palabra y dar

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razón con tu vida de que has percibido el amor de Dios? • ¿Das razón de tu fe? ¿En qué fundas tu pertenencia a Jesucristo? ¿Eres coherente con lo que crees?

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HA LLEGADO LA HORA (Jn 4 y 17)

Introducción Llegamos, atravesada la noche, a la hora del encuentro íntimo, como si se tratara de un proceso místico, en el que después de la oscuridad amanece la luz. Así nos encontramos al abordar la relación posible entre los capítulos cuatro y diecisiete. Es muy sugestiva la exégesis del relato de la samaritana y del gesto de Jesús, con el que le solicita la relación enamorada, al pedirle de beber. Sin embargo, por seguir el esquema de nuestra reflexión, nos fijamos en los elementos comunes, que se encuentran explícitamente citados en ambos capítulos. Al adentrarnos en el desarrollo del mensaje revelado, descubriremos las paradojas bíblicas. Por ejemplo, si la noche, dice el salmista, es clara como el día, el mediodía se hará oscuridad; el que manifiesta tener sed, se convierte en fuente; la búsqueda florece en hallazgo; la pregunta y solicitud se remecen con el don desbordante. Las escenas que contemplamos se pueden enmarcar con diversas referencias internas del mismo Evangelio; todas ellas iluminan los relatos, pero al seguir la estructura inclusiva, nos referimos únicamente a los elementos paralelos.

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Concordancias En la lectura comparada, al descubrir el paralelismo de las secuencias, interpretamos que se nos hace una indicación de concentrar nuestra búsqueda, como si en las diferentes encrucijadas aparecieran indicadores a ambos lados, para asegurar la dirección aconsejada. En el presente tramo percibimos la referencia explícita del dato cronológico, tanto en el capítulo cuarto, como en decimoséptimo. “Era alrededor de la hora sexta” (Jn 4,6), precisa el evangelista, al inicio del encuentro de Jesús con la mujer samaritana. Y en el comienzo del texto paralelo, se lee: “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti” (Jn 17,1). Aunque la referencia a la “hora de sexta” que encontramos en el capítulo cuarto no sea propiamente una invocación explícita de la categoría o concepto teológico comprendido en el vocablo “la hora” en el texto de san Juan, no es indiferente sin embargo, que el autor del Cuarto Evangelio sitúe el diálogo de Jesús con la samaritana junto al pozo de Jacob, hacia la hora de sexta, y que la mujer escuche del Maestro la solicitud: “Dame de beber”. Precisamente es la hora en la que el Crucificado pronunció entre sus últimas palabras: “Tengo sed”, grito que profirió poco antes de convertirse Él mismo en pozo de agua vida, al ser atravesado su costado con una lanza y brotó sangre y agua. Muchos autores relacionan “dame de beber”, petición que se encuentra en el diálogo con la mujer samaritana, con la exclamación “tengo sed” del Crucificado, en el mismo contexto de la “hora”, pues dentro de la conversación que establecen el Maestro con la mujer, Él alude explícitamente a ese momento: «Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos,

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porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren (Jn 4,21-23). Justamente, en el momento del grito agónico de Jesús, el velo del Templo se rasgará, y el culto a Dios quedará definitivamente abierto a la universalidad. Desde este paralelismo, la hora de sexta y la hora del culto verdadero del capítulo cuarto recobran un significado superior al simple dato cronológico, pues cabe encontrar la resonancia de lo que narra el mismo texto evangélico en el momento de la muerte de Jesús. “Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona”. Y con la expresión que aparece en la oración de Jesús ante su Padre: “Ha llegado la hora”.

Contexto Para saborear mejor el sentido de los textos, ayuda mucho el ejercicio de contextualizarlos. Al verificar que el evangelista enmarca el diálogo de Jesús con la samaritana con las circunstancias de tiempo y de lugar, cabe interpretar, a la luz de otros pasajes, el deseo de presentar la escena como un lugar teológico, donde el lector debe entrar y personalizar la acción que en ella se describe. En definitiva, se nos invita a protagonizar la escena. Hay textos emblemáticos en los Evangelios en los que se señala el detalle del mes, del día, de la hora, y del espacio o lugar en los que sucede la acción. Así se narra el anuncio del Ángel a María: “Al sexto mes, fue enviado el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret”. Hemos leído en los textos ya contemplados: “Al tercer día se celebraba una boda en Caná de Galilea”. De manera semejante aparece en el relato de Pascua:

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“Muy de madrugada estaba María Magdalena junto al sepulcro”. En el encuentro de Jesús con los dos discípulos de Juan el Bautista, se señalaba la hora décima (Jn 1,39). Los diálogos con Nicodemo fueron de noche. En el relato que estamos contemplando se señala la hora de la curación del hijo del funcionario real: “Ayer a la hora séptima le dejó la fiebre” (Jn 4,52). Todos estos datos no son anecdóticos, sino que se fijan como un acontecimiento. Es la hora y lugar de encontrarnos con Jesús. Él manifiesta que todos son destinatarios de la Buena Nueva. Jesús ha venido para todos, y permanece disponible a cualquier hora y en cualquier lugar.

A la hora de sexta El encuentro con la samaritana sucedió “hacia la hora de sexta” (Jn 4,6). La misma hora en la que Pilato presentará a Jesús ante el pueblo: “Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia la hora sexta. Dice Pilato a los judíos: «Aquí tenéis a vuestro Rey»” (Jn 19, 14). A la hora de sexta comenzó la oscuridad, hasta la hora de nona, según otros relatos evangélicos (Mc 15,33). La referencia a la hora, y en concreto a la hora de sexta, tiene un matiz paradójico. Jesús la define como el momento de la glorificación. “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti” (Jn 17,1). En otro momento se lee: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre” (Jn 12,23). Si la hora hace referencia al momento supremo de la consumación, ¿de qué gloria se trata? “Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Es la hora que debemos grabar en la memoria: “Os he dicho esto

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para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho” (Jn 16,4). Es la hora en la que Jesús entregó su Madre al discípulo: “Desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa” (Jn 19,27). La hora que ella adelantó en Caná de Galilea.

La hora de la glorificación La Palabra de Dios tiene la virtud de acompañar de modo permanente. En momentos de prueba o de desgracia se “beben” las palabras de súplica o de queja del salterio. La expresión que pasaba desapercibida se convierte en verdadero sorbo de agua en la hora en que la lengua se pega al paladar. Cuando nos encontramos en circunstancias semejantes a las del momento en que fue pronunciada o escrita la Palabra, nos abrimos a su inteligencia de manera especial. Es el momento oportuno para sentir la interpelación de Jesús, a la vez que de glorificar su nombre. En Betania, Jesús dice: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre”. “Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre. Vino entonces una voz del cielo: Le he glorificado y de nuevo le glorificaré” (Jn 12,20, 23.28). Poco después, al inicio del relato de la Cena de Pascua, se lee: “Había llegado su hora” (13,1). En algunos pasajes encontramos “se acerca la hora” (16,4). “Ha llegado la hora” (17,1). La hora no es otra que la de la Pasión (Jn 18), que acontecerá a la hora de sexta (19,14). Desde aquella hora, el discípulo se llevó a su casa, a la Mujer, a la madre de Jesús (19,27). En un espacio de intimidad como el que Jesús celebra con su Padre, podríamos preguntarle a Él:

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• ¿ En qué se manifiesta, Señor, que Dios te glorifica, si tu modo de permanecer en el sacramento es tan silencioso? • ¿Acaso en la manera en que has querido salir a nuestro camino, hecho pan y bebida, nos revelas la forma en la que Dios te glorifica y la llamada a darte la misma gloria que te da tu Padre en este misterio del escondimiento?

La hora de la intimidad Si Jesús, hablando con la samaritana, se expresa de forma semejante a cuando se dispone a hablar con su Padre, y si cuando habla de la hora, es cuando invoca la relación íntima, filial, ¿qué quiere decirle a la mujer samaritana con el “dame de beber”, uniéndolo además al “tengo sed”, y el que coincida la hora del encuentro en el pozo de Jacob, cuando llama “mujer” a la samaritana, con la hora en la que llama “mujer” a su madre, que está al pie de la cruz? ¿Acaso en Samaría, Jesús está expresando la llamada que tiene toda la humanidad de entrañarse en Dios? ¿Cuál es la gloria de Dios? ¿A qué se refiere cuando une la hora con el momento de la gloria? Si, según san Ireneo, la gloria de Dios es que el hombre viva, ¿la glorificación de Jesús será haber conseguido la vida de los hombres? A la samaritana, Jesús le habla de agua viva, de agua que da vida, que salta hasta la vida eterna. Es la hora de dar la vida, la hora para que tengan vida. En otra ocasión, Jesús une “la hora” al momento en que la mujer siente los dolores del parto, y aunque ella los teme, poco después se alegra por dar un nuevo ser al mundo (Jn 16,21). En esa resonancia, se puede interpretar, también, que la hora tiene que ver con los sufrimien86

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tos de la Pasión y con la alegría y glorificación por llevar a cabo la obra que le ha encomendado su Padre, porque no quedará confundido. “Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre”. En el seguimiento de los pasajes evangélicos en los que Jesús se refiere a la “hora”, sorprende cómo al mismo tiempo hace referencia a su Padre. “Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre” (Jn 4,21). “Ahora, Padre, glorifícame Tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese” (Jn 17,5). Jesús es consciente de su misión, pero también lo es de que el Padre no le ha dejado solo. La relación de intimidad con su Padre es el secreto que le da fuerza, serenidad, valor, confianza, para afrontar la “hora”. “Os he dicho todo esto en parábolas. Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre” (Jn 16,25).

Dame de beber El agua significa humanidad y el vino, divinidad. El agua, convertida en vino, es la acción redentora del Hijo de María de asumir nuestra naturaleza y divinizarla en su persona. El agua es lo que aportan los servidores en la boda de Caná, al mandato de Jesús: “Llenad las tinajas de agua”. Es un signo bendecido de hospitalidad, y si se da en el nombre de Jesús, tendrá su recompensa. En la liturgia se ofrece el cáliz con el fruto de la viña, y en él se echan unas gotas de agua, símbolo de nuestra participación en el sacrificio de Cristo, que se entrega con su Cuerpo y con su Sangre ante su Padre como ofrenda

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agradable y expiatoria, por la que se reconcilia la humanidad entera con Dios y la creación con su Hacedor. Cuando Jesús pide a la samaritana “dame de beber” y cuando en la cruz grita “tengo sed”, podemos interpretar que el Maestro y Señor está pidiéndonos la hospitalidad de nuestra humanidad, que le dejemos actuar sobre nuestra naturaleza para poderla transformar, transfigurar, divinizar. Jesús reza a su Padre: “Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26). Dame agua o dame de beber es dame de tu pobreza, de tu debilidad, de aquello que te parece más insignificante. Si Jesús nos pidiera algo costoso, quizá podríamos excusarnos en que su exigencia nos supera. Pero si tan solo nos pide que pongamos el agua, no tendremos argumento para evadir la entrega. Dame de beber en el contexto del significado del agua, es darnos a nosotros mismos, entregarnos a Jesús tal y como somos. Él no nos pide nuestra santidad ni nuestros heroísmos. Nos solicita el agua de nuestra naturaleza en la que Él quiere actuar, con nuestro consentimiento. Si al ofrecerle el agua, Él la convierte en vino, y en fuente de agua viva, en manantial interior, en bendición, ¿tendremos resistencia a darle de beber? Sorprende descubrir que lo que nos pide no sea algo que se usa y se tira, sino algo que se consume, que se digiere, que se bebe y se transforma. Y esto solo puede suceder si nos damos nosotros mismos, que no somos objeto de consumo, sino seres necesitados de conversión. Jesús convirtió el agua en vino. Si le damos de beber, si nos damos como agua, para saciar la sed que Él manifiesta en la cruz, nos descubrimos después naciendo de su costado abierto junto con la sangre que, sin confusión, mana del corazón de quien no puede resistir declarar88

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nos el amor que nos tiene, la voluntad de su Padre de hacernos una sola cosa con Él, su mismo cuerpo, figura bíblica para expresar la unión íntima y amorosa. “Como Tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17,21). El agua no se deja, el agua se da. A nadie se le pide que devuelva el vaso de agua que se le ha dado. Se da sin retorno, porque se da para beber y quien la bebe, la transforma en vida. Si accedemos a la invitación, Cristo diviniza nuestra agua, nuestra humanidad.

Un gesto de generosidad Jesús se siente fatigado, es mediodía, hace calor. Sus discípulos han ido a la ciudad por alimentos. Mientras espera, reposa sobre el brocal del pozo de Jacob. Se ha quedado solo. A su mente acudirán las imágenes de los acontecimientos y de los encuentros que le han ocasionado el cansancio, y al mismo tiempo le vendrán a la memoria los versos del salterio: Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Mi alma está sedienta de Dios, ¿cuando llegaré a ver su rostro? (Sal 42,1-3)

El pasaje de la samaritana al que nos estamos refiriendo se sitúa junto al pozo que Jacob, el padre de José, dio en heredad a su hijo menor, su preferido, el mismo que fue vendido y traicionado por sus hermanos. Jesús, al encontrarse sentado sobre el brocal del pozo, sin sus discípulos, ¿se vería proyectado en la historia del patriarca y de su hijo, vendido y traicionado por los suyos? La necesidad de beber que desvela a la mujer, ¿mostraría, más bien, el ansia de consumar la voluntad de su Padre © narcea, s. a. de ediciones

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Dios, la de beber el cáliz, anticipo de la exclamación que manifestó en su hora final con el grito de la cruz “tengo sed”? San Juan, sin manipular el sentido histórico de la vida y de las palabras de Jesús, construye su Evangelio con imágenes y símbolos que permiten interiorizar más el mensaje. Sería un literalismo interpretar el deseo de Jesús de beber únicamente como necesidad fisiológica. Por ella se nos desvela, sin duda, la humanísima humanidad del Verbo hecho carne, mas encierra otros significados más amplios. En el mismo Evangelio, en Caná de Galilea y en el marco de una boda, Jesús regala seis tinajas llenas hasta arriba de agua convertida en vino. El Señor, en la hora de pasar de este mundo al Padre, dice a sus discípulos: “Tomad y bebed”, mientras ofrece la copa de la cena llena de vino. Si el que pide de beber a la samaritana es el mismo que ofrece tanta abundancia, en el diálogo junto al pozo de Jacob se descubre otro sentido mayor, más profundo y extenso que la necesidad material de beber. San Juan presenta dos escenas muy próximas la una de la otra y relacionadas entre sí. Una es la que se refiere a la lógica deshidratación y necesidad del Crucificado, cuando pone en sus labios la petición: “Tengo sed” (Jn 19,28). La otra, cuando describe cómo un soldado atravesó el costado de Jesús y “al punto salió sangre y agua”, que se convierte en manantial sagrado. Intuyo la intención del evangelista, que es la del mismo Crucificado: ofrecer en la misma necesidad de beber la generosa donación del agua junto con la sangre de su pecho herido, manantial que “salta hasta la vida eterna” (Jn 19,34). Si la sed va unida al costado abierto convertido en manantial, más que una petición, “dame de beber” es una declaración de generosidad, como se explicita a lo largo de toda la oración de Jn 17. 90

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Una declaración de amor “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”. Achacamos normalmente la extrañeza de la samaritana a las malas relaciones entre samaritanos y judíos, que ni siquiera se saludaban entre sí. Sin embargo, encuentro que la mujer se sobresalta de manera especial. Ningún detalle de la escena es indiferente: el pozo, el cántaro, la sed, la petición de beber, y quién la hace. Todos estos elementos empleados en la composición del relato evangélico tienen resonancias en textos muy antiguos. Ya cuando el patriarca Abraham envió a su criado a que buscara mujer para su hijo Isaac, encontramos una descripción en la que se citan los mismos datos: “Apenas había terminado de hablar conmigo mismo, cuando he aquí que Rebeca salía con su cántaro al hombro, bajó a la fuente y sacó agua. Yo le dije: “Dame de beber”, y enseguida bajó su cántaro del hombro y dijo: “Bebe”” (Gn 24,15-67). Y Rebeca se convirtió en la mujer de Isaac. He recordado anteriormente el pasaje del encuentro de Moisés con las hijas del sacerdote de Madián, junto al abrevadero de los ganados. En aquella ocasión, el gesto de Moisés le sirvió para recibir por esposa a la hija de Reuel, Séfora. “Un egipcio nos libró de las manos de los pastores, y además sacó agua para nosotras y abrevó el rebaño” (Ex 2,16-22). En el libro de Rut, cuando la espigadora andaba detrás de los segadores y se le acercó Boaz, le dijo: “Cuando tengas sed, vete a donde están los botijos y bebe de lo que saquen del pozo los criados” (Rt 2,9). Enseguida Boaz tomó por esposa a Rut. Una tradición –en Oriente las tradiciones son una fuente muy seria de historicidad–, a la que no podemos dar mayor consistencia que la piedad popular, señala el pozo-fuente de Nazaret como el lugar de la primera visita del arcángel Gabriel a María, mientras la joven iba por agua. He visitado la iglesia de San Gabriel en el pueblo de la Virgen, que © narcea, s. a. de ediciones

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es la parroquia de los cristianos griegos ortodoxos; en ella se venera la escena del saludo del ángel a María. Nos encontramos ante una declaración de amor, amor de desposorio y de entrega que extraña y escandaliza a la mujer, pero también la enamora y la rinde por completo. Jesús desvela su vocación de entregarse como esposo del alma. A santa Teresa de Jesús le gustaba mucho contemplar este pasaje. Después de meditar el diálogo que se desarrolla a partir de la súplica y en la oración de Jesús a su Padre, descubro que Jesús, en vez de solicitarnos algo, lo que está haciendo es declarar su voluntad de amarnos hasta el extremo. “No ruego por el mundo, sino por los que Tú me has dado, porque son tuyos” (Jn 17,9). El agua es símbolo del Espíritu Santo, amor divino que hace fecundas las entrañas de una virgen. Él es el que concede a los humanos el don del desposorio místico, la experiencia indecible del amor de Dios. “Los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17,23). A quien comprenda este lenguaje del Evangelio, que repercute después en la intimidad de la conciencia, se le desvela la clave espiritual para no echarse atrás en nada de cuanto se manifieste como voluntad divina, en ninguna petición que reciba por parte de Jesús. Porque donde se oye exigencia, en verdad significa declaración amorosa.

La pedagogía de la intemperie La samaritana significa, además, el mundo de los alejados. Nunca debemos bajar la guardia ni la atención: así percibiremos el paso del Señor por nuestra puerta a la hora que menos pensemos. La samaritana había salido de su pueblo, estaba fuera de su casa, sola, apartada de sus relaciones afectivas. Hay preguntas que no se reci92

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ben, ni siquiera hay oportunidad de hacerlas, cuando se está pertrechado en la seguridad del propio territorio. A veces es necesaria la intemperie, el descampado, carecer del socorrido auxilio de estar en casa, para percibir la verdad de lo que te rodea y que no ves por estar acostumbrado a ello. También para ser pregunta ante las personas que te encuentras en el camino. Tu vida, donde estás, ¿significa, de alguna manera, la súplica de Jesús a la samaritana, aunque sea intempestiva? ¿Supone para los que se cruzan en tu camino una conmoción interior capaz de enfrentarles con su conciencia y sus dualidades?

La entrega total En un movimiento supremo de amor, Jesús, en la hora de pasar de este mundo al Padre, se entregó en el pan partido para culminar aquella exigencia que hizo a los discípulos: “Dadles vosotros de comer”. Y como culminación desmedida a la súplica ante la samaritana, en el cáliz brindado se ofrece como oblación perfecta: “Tomad y bebed”. Jesús rompe fronteras y prevenciones, para Él no hay obstáculo. Su amor traspasa la puerta del publicano y del pecador, de la mujer pecadora y de la extranjera. “Dame de beber” lo deberemos interpretar a la luz del gesto supremo del Señor en la última hora: “Tomad y bebed”. Jesús, en la parábola del Buen Samaritano, nos dice que éste lleva en su alforja aceite y vino con los que cura las llagas del caído en la cuneta. Y estamos contemplando cómo pide de beber a una samaritana, junto al pozo de Jacob. ¡Hasta dónde llega su amor! El pueblo samaritano, el pueblo extranjero y rival, parece que es el escogido para presentar las ofrendas del agua y del vino. El agua con sangre, manantial del costado del Crucificado, es el © narcea, s. a. de ediciones

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signo redentor de todos los hombres, por el que se nos ofrece la salvación universal. Es posible que pienses que he ido muy lejos en mi reflexión. En la samaritana descubro la Iglesia universal, débil y pecadora, pero santificada por el agua y por la sangre del costado del Salvador. La mujer samaritana aparece como símbolo de la nueva realidad: “Ya no hay judío ni gentil, hombre ni mujer, libre o esclavo” (Gal 3,28). Todos somos llamados a la filiación divina, nacidos del agua y del Espíritu. “Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna” (Jn 4,13-14). Jesús, donde pide generosidad, se entrega. Ante esta evidencia, te deberás atrever, como iniciado en la amistad con el Señor, a aceptar el compromiso, cualquier manifestación o iniciativa que venga de Él, aunque se presente en forma de exigencia sobrehumana. Donde escuchas exigencia se esconde abundancia. Si por las palabras pronunciadas en la cena de Pascua creemos que Jesús se nos ofrece de una forma total como alimento y bebida saludables, cuando Él nos pide que le demos de beber no podremos limitarnos a darle un vaso de agua, algo que se queda fuera de nosotros mismos, conformándonos con un acto de generosidad que no compromete nuestra vida por entero. La viuda que echó dos reales en el Templo fue bendecida porque dio todo cuanto tenía para vivir. Si hemos sido redimidos totalmente, la solicitud reclama entrega y seguimiento radicales.

El mejor diálogo Es la hora de invocar al Padre, la hora de la Pasión, la hora de la gloria, porque la gloria del Hijo es dar testimo94

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nio de que cumple la voluntad de su Padre, y en ningún momento se evidencia mejor que cuando esta voluntad es superior y diferente o incluso contraria a lo que solicita la naturaleza. Si Jesús, en el diálogo con la samaritana, anuncia que llega la hora, y en ella le pide de beber, con lo que le declara el amor divino, si en Juan 17, cuando reconoce que ya es la hora, se establece la oración más íntima de Jesús con su Padre, ¿“dame de beber” estará significando la invitación más explícita a la relación contemplativa? La contemplación significa conocimiento amoroso. Jesús nos confirma en la posibilidad de esta relación: “Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que Tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que Tú me has enviado”. No hemos quedado desterrados, solitarios, abandonados, vagabundos. Jesús nos inserta con Él en la gloria, y nos presenta ante su Padre como título de glorificación. “Sí, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti”. Hay textos que, al leerlos, sobrecogen. El relato de la llamada oración sacerdotal de Jesús explicita la relación íntima entre Él y su Padre. En este texto se nos revelan los elementos de la oración cristiana. La oración es una relación con el Tú divino, en la que se exponen todos los sentimientos del corazón. La alabanza, la gloria, el reconocimiento, la súplica… Pero siempre ante el Tú divino, bien sea dirigida a Dios Padre o a Jesucristo, y siempre como gracia del Espíritu Santo. La oración que Jesús dirige a su Padre en favor de los suyos, y de los que crean en Él por la predicación de los © narcea, s. a. de ediciones

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discípulos, es el mejor testamento que nos ha podido dejar. Saber que Él reza por nosotros, que nos recomienda ante su Padre Dios, y que Él va a pedirle el don supremo del Espíritu Santo, nos conforta en la ausencia de la visión de la presencia gloriosa del Señor. El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, y Él pedirá como nos conviene (Rm 8,26). Nos resuenan las últimas palabras del Resucitado. Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, “que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hch 1,4-5). En el deseo de orar, un estímulo es mirar a quienes son modelos y paradigmas de algún método de oración. El verdadero maestro es Jesucristo. Su modo de orar estimula, a la vez que concede confianza, al observar no solo cómo lo hace, sino las intenciones por las que invoca a su Padre. Asóciate a la oración de Jesús. Si Él ora así ante su Padre, no podemos ceder en el deseo de que acontezca el signo precioso de la comunión interna y ecuménica de todos los cristianos.

El tiempo de Dios La hora y el lugar marcan resonancias del comienzo de la creación, de la Pascua del Señor, de la resurrección de Jesucristo, de la vida nueva, del nuevo nacimiento, referencias que nos traen a la memoria nuestro bautismo, el don de la vida, el regalo de la fe. Es la hora, Señor, de: – glorificar tu nombre por la misericordia que has tenido con nosotros al concedernos el don de la fe. 96

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–d  ar gloria a tu Padre Dios porque en su providencia amorosa nos ha destinado a ser hijos suyos. – darte gloria y de bendecirte porque nos has colmado con la gracia de los dones de tu Espíritu Santo. ­– elevar nuestro canto de acción de gracias y de darte la gloria que mereces porque nos has incorporado a tu familia y nos mantienes unidos a tu Cuerpo glorioso y santo, tu Iglesia. ­– no esconder el don precioso de sentirnos llamados por ti a ser amigos tuyos, discípulos y misioneros de tu Evangelio. – unirnos a tu oración por todos los tuyos y por aquellos que están en los lugares más difíciles y en los momentos más recios por causa de tu nombre. – rendir el homenaje a tu presencia amorosa y oculta, la que mantienes en este sacramento de tu amor por todos nosotros. – pedir la fe para todos los que escuchan tu Evangelio y se acreciente así la gloria de tu nombre en todo el mundo. – dejar lo accesorio y centrarnos en lo esencial, en dar culto agradable a tu nombre con nuestras buenas obras. – entonar el himno de alabanza por la obra de la redención y de adorar tu presencia, la que mantienes escondida y silenciosa bajo la cortina de la materia sacramental del pan y del vino. Gloria y honor a ti, Señor Jesús. Gloria a tu Padre y al Espíritu Santo. Amén. Oración Ante el sacramento de la presencia real y escondida de Cristo, he reflexionado y me pregunto: ¿De qué me quejo, Señor, © narcea, s. a. de ediciones

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cuando en el tiempo de adoración no siento tu presencia, si Tú mismo, como entrega, sometes tu esplendor y tu belleza a la visibilidad de la materia? ¿Iré en contra de tu opción de permanecer discreto, escondido, anónimo, si cuando me postro ante el sacramento de la Eucaristía deseo gozar de sentimientos extraordinarios? Si Tú, siendo Dios, te hiciste hombre, y en la hora suprema te quisiste hacer bebida y pan para nosotros, no debería yo pretender mayor maravilla que el misterio escondido de tu presencia gloriosa. Si Tú, siendo Dios, renuncias a gestos de poder y al espectáculo, iría contra el mismo sentido de la Eucaristía el que yo pretendiera gustar efectos extraordinarios cuando acudo a la adoración o participo de tu mesa santa, manantial de vida. Una forma real de ser y de vivir tu ofrenda sacramental es la de mantener mi fidelidad en venerar y adorar tu presencia de la misma manera que Tú mantienes tu palabra de estar con nosotros más allá de que conscientes de ello, actuemos prestando el obsequio de nuestra fe. El modo en el que has deseado continuar acompañándonos, nos revela también el modo en que deseas ser tratado en el sacramento de la Eucaristía. Tú nos respetas y no te impones, ni nos ciegas con luces resplandecientes; por ello entiendo que esperas la misma delicadeza por nuestra parte y el mismo respeto. Todo gesto dominante y manipulador se opone al sentido y forma que Tú mantienes en la Eucaristía. Después de esta reflexión, no te pido ningún signo para creer, te pido la fe. No te ruego sentimientos que acrecienten mi devoción, te pido ser fiel, como Tú lo eres. Y mantenerme siempre con la mirada puesta en el sacramento del amor anonadado, escondido, gratuito, permanentemente disponible, siempre receptivo y atento. ¿Será así posible asociarnos a la gloria que te da tu Padre?

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Contemplación – S ediento y con hambre anda el pobre, que carece de lo más elemental para su vida. – S edientos y con hambre van el peregrino, el indigente, el que sin techo ni hogar cruza la existencia dependiendo de los otros. – S edientos y con hambre llaman a nuestra puerta el mendigo y el vagabundo que, a veces, desheredados de la buena fama y del prestigio, reciben por respuesta el insulto de “malhechores”. – Sediento y con hambre llama a nuestra puerta el limosnero, el que ha tomado el encargo de procurar para otros lo necesario y recibe bondades y desprecios. – Sediento y con hambre se manifiesta el agotado de fuerzas, que ya no puede aguantar por más tiempo la necesidad y se ve obligado a desvelar su carencia a costa de su crédito y de su nombre. – S ediento y extenuado llega a casa el trabajador, que a veces no tiene, en estas horas de soledades y de familias rotas, la voz amiga que le ofrezca reposo y alimento. – S ediento y con hambre anda el enamorado, que se coloca junto a la fuente para esperar al amor de su alma y decirle que la quiere. – S ediento y con hambre se nos presenta el hospedero, que por caridad bebe y come para que el huésped no sienta reparo en satisfacer su necesidad. – S ediento y con hambre se muestra el anfitrión, que se pone en el lugar de sus invitados para dar cumplidamente el agasajo. – S ediento y con hambre, Jesús, como un hombre cualquiera, atravesó los sembrados y dejó que los suyos comieran espigas, y le juzgaron infiel. © narcea, s. a. de ediciones

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– S ediento y con hambre, Jesús pidió de beber y se le respondió: “judío”. – S ediento y con hambre se nos presenta Jesús, en un gesto de compartir hasta el extremo nuestra humanidad, y le llamaron “comilón y borracho”. – S ediento y con hambre se reveló el Creador y Redentor de todos y nos dejó como alianza el pan partido y la copa derramada. – S ediento y con hambre, Jesús, extenuado, entre la hora de sexta y la de nona, crucificado pidió de beber, y le concedieron para alivio hiel y vinagre. – S ediento y con hambre, Jesús gritó desde la cruz: “Tengo sed” y le atravesaron el pecho y al punto salió sangre y agua. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré” (Mt 11, 8). “El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna” (Jn 4,14). “Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed” (Jn 4,15).

Cuestiones

• ¿ Te atreverás a dar de beber, a darte de beber? • En tu vida, ¿interpretas que la hora de la prueba es la hora de la gloria?

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EL TESTIMONIO DE JESÚS (Jn 5 y 16)

Introducción Sin poder concluir que el autor sagrado tuvo la voluntad explícita de articular sus escritos según nuestra intuición, sin embargo, más allá del método de la lectura comparada, que puede ser discutible, es recomendado y de gran provecho leer los pasajes bíblicos relacionándolos entre sí. Leer el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo y constatar cómo en el Nuevo Testamento se cumplen las profecías del Antiguo, es una práctica adecuada y necesaria. De la misma manera, si se lee a un autor comparando internamente sus textos, se llega a una inteligencia mayor de su pensamiento. Al aplicar estas claves al Evangelio de san Juan y descubrir las resonancias y concordancias iluminadoras, como las que venimos observando, se obtiene mayor conocimiento de la revelación, de manera especial si el mensaje se lee de forma creyente, con el añadido de ver con mayor claridad la inspiración del texto.

Concordancias Al meditar el capítulo quinto del Evangelio de san Juan junto con el capítulo decimosexto, se pueden encontrar expresiones paralelas importantes e iluminadoras. En ambas secuencias destaca la relación de Jesús con su Padre.

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En el capítulo quinto, la palabra “Padre” aparece dieciséis veces, y en el decimosexto, once veces; la relación filial siempre se refiere a Dios. Con esta invocación de Jesús, que leemos con tanta frecuencia en las dos páginas evangélicas, podríamos tejer la lectura inclusiva con suficiente argumento. Al contemplar el trato de intimidad que mantiene Jesús con Dios Padre, clave esencial de todo el Evangelio, por la fe, nos podemos dejar también abrazar entrañablemente por el Dios y Padre de Jesucristo, sentimiento, que de manera figurada, se refuerza al poner los dos textos en concordancia. Jesús es el Hijo amado de Dios, el predilecto, el Verbo metido en los pechos de su Padre antes de la Encarnación, y desde esta identidad transfundida de alguna manera a los que creen en Él, avanzaríamos en el conocimiento amoroso del que se benefician cuantos acogen a la Palabra hecha carne. Se asegura que la relación de Jesús con su Padre es el secreto de su capacidad, y la razón de su entrega. De la misma manera, quienes nos sintamos abrazados por el amor de Dios, sentiremos la fuerza del acompañamiento divino. En los textos, leemos la expresión “no hablar, no hacer nada por su cuenta”. Nos fijamos especialmente en ella. La encontramos en labios de Jesús: “En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre” (Jn 5,19) y al Espíritu Santo: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir” (Jn 16,13-14). Por estas afirmaciones se comprende que el aval de una persona no puede ser el propio testimonio, sino el que otros dan de ella. A Jesús lo acreditan el Padre y el Espíritu Santo. La autoridad nos viene de otro. Nuestra autenticidad la deben confirmar otros, o por lo menos, como argumenta Jesús, las obras

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que hagamos. El Padre y el Espíritu acreditan al Hijo (Jn 3,31-35).

Contexto En el capítulo quinto se concentra de forma ejemplar el argumento sobre la autentificación de la veracidad de Jesús, al observar el número de veces que aparece el término “testimonio”, en griego martiría (Jn 5,31-39). Por diez veces se reitera, en breve espacio, el mismo vocablo. Jesús apela al testimonio que el Padre da de Él: “Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería válido. Otro es el que da testimonio de mí, y yo sé que es válido el testimonio que da de mí” (Jn 5,31-32). En otro pasaje se afirma: “El Padre da testimonio de mí” (Jn 8,18) enviándole el Espíritu Santo, ungiéndolo con el Espíritu del Amor. “Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn 15,26). En este contexto, la promesa de Jesús de enviarnos el Espíritu nos desvela a la vez quién es nuestro valedor y la llamada a ser testigos. Solo quien se mueve por el Espíritu da testimonio de Jesucristo, y sus obras son según Dios. Los mártires son los mejores testigos. A su vez, el que se fía de Jesús, se sabe avalado por su promesa y testimonio. “Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Tener conciencia de que uno está y hace lo que le mandan o donde lo envían, ayuda mucho a discernir la rectitud de intención. Quien desee seguir la llamada al discipulado, emprender el camino del seguimiento y cumplir la voluntad divina, no deberá actuar de manera diferente que Jesús. Él no hace nada por su propia cuenta, sino

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lo que ha oído a su Padre, lo que le dicta el Espíritu. “Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado. Si alguno quiere cumplir su voluntad, verá si mi doctrina es de Dios o hablo yo por mi cuenta. El que habla por su cuenta, busca su propia gloria; pero el que busca la gloria del que le ha enviado, ese es veraz; y no hay impostura en él” (Jn 7,16-18). “Por eso, como dice el Espíritu Santo: Si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Hb 3,7-8). La llamada no se inventa, la misión se recibe, la obediencia aquilata la vocación, libera de todo personalismo y vanidad, hace reflejo del querer de Dios, y no de la proyección del propio deseo. Habiendo entrado en la intimidad de Jesús, en el secreto de su oración, en la razón de su modo de actuar, comprendemos la dirección del camino cristiano, que pasa por la obediencia radical al querer de Dios, a su Espíritu. “Les dijo, pues, Jesús: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino que, lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo. Y el que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a Él»” (Jn 8,28-29). En el camino emprendido, alcanzamos la etapa autentificadora de quién es Jesús y cómo saber que somos verdaderos discípulos suyos; al menos en ella se nos sirve el avituallamiento para discernir si la dirección que llevamos es la correcta, si nos mueve el Espíritu o avanzamos de manera autónoma, por noble que sea el proyecto.

Discernimiento A la luz del testimonio que Jesús da de sí mismo, avalado por el Padre y por el Espíritu Santo, surge la necesidad 104

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de discernir en quién o en qué fundamos nuestro seguimiento evangélico. En este sentido, una pregunta necesaria para saber si en el obrar nos buscamos a nosotros mismos o seguimos la voluntad de Dios, es en nombre de quién actuamos. Si en el diario vivir o en momentos especiales no se puede responder que se obra por obediencia a lo que se siente que es bueno porque agrada a Dios, como desarrollo de la misión recibida, o por obediencia a mediaciones providentes y legítimas, no se podrá tener la seguridad de que se actúa en razón de una voluntad superior auténtica, ni se tendrá el aval del testimonio de otro que garantice la sinceridad en el propio comportamiento. Aun llevando a la práctica lo que se estima bueno, es posible realizar el propio deseo, con el riesgo de que sea proyección de protagonismo vanidoso, con afanes egoístas más o menos encubiertos, afirmación del propio yo, en razón de algún interés social, económico, afectivo, político, y no por el Señor y por obediencia a su voluntad, discernida convenientemente. Una prueba para saber si se actúa bien o, por el contrario, se camina de manera equivocada, es confrontar la decisión posible con la Palabra de Dios; en ella se nos revela la forma de actuar de Jesús, modelo de conducta para el cristiano. Jesús nos ha dado orientaciones prácticas muy claras, por las que se averigua lo verídico del comportamiento. Él no busca los primeros puestos ni la propia fama, sino obrar de forma humilde, por servicio, como respuesta a la voluntad de su Padre, a la necesidad del que se encuentra en el camino, siguiendo siempre el querer de Dios. Se puso a los pies de sus discípulos, se mantuvo en continua relación con su Padre, actuó con libertad frente a las autoridades, sin buscar el plebiscito político ni el interés personal. Supo desaparecer en el momento del halago, sin por ello caer en complejos de

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inferioridad ni en resentimientos. Él se sabía Señor y se puso a servir; Él conocía la verdad y supo acercarse a los que la buscaban. Él actuaba para dar gloria a su Padre. En el discernimiento personal se debe responder a preguntas de diversa índole, para verificar la opción o consolidar la llamada y la identidad. Las respuestas pueden hallarse a lo largo de un proceso de búsqueda, en acontecimientos en los que se reconoce al Señor, que pasa en forma de diferentes circunstancias. Si no se tiene respuesta inmediata ante las preguntas: “¿Por qué buscas?, ¿por qué hablas?, ¿por qué actúas?”, se debe esperar a que Dios muestre su voluntad, o esperar a los efectos que se siguen del camino emprendido. Al hacer un discernimiento espiritual, es muy importante averiguar si un hecho ha sucedido por voluntad propia o como resultado de haber llevado a cabo una misión confiada por alguien que tiene autoridad. Lo mismo sucede si se trata de llevar a término una obra; es importante saber si se hace por propio deseo u ocurrencia, o como respuesta a signos, mociones, providencia, indicación, consejo, obediencia… Lo que se realiza por propia voluntad, puede tener la garantía de que se hace libremente, de buena gana, y que sea en verdad algo provechoso. En este caso, el discernimiento viene por los frutos. Es importante que aquello a lo que uno se siente inclinado y que goza al realizarlo –demostración, sin duda, de algún don o capacitación–, sea a la vez contrastado con la Palabra de Dios y con mediaciones auténticas, para liberar del riesgo de estar buscándose uno a sí mismo o proyectando afanes que, aunque sean honestos, no obedecen del todo al querer de Dios. Como dice san Pablo, cabe llevar a cabo lo bueno, pero que no sea lo perfecto: “De forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12, 2). 106

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¿En quién fundas tu autenticidad? Según los textos comparados, la garantía de que se dice la verdad está en que otro testimonie que es así. Jesús, el Hijo de Dios, habla de lo que ha oído a su Padre. De Jesús dan testimonio la voz del cielo y el Espíritu Santo. Se presenta a sí mismo con la mayor autoridad cuando dice: “Yo soy la verdad”, pero esta certeza la tiene porque le avalan su Padre y el Espíritu. En un momento de enfrentamiento con los adversarios, les llega a decir: “Yo tengo un testimonio mayor que el de Juan; porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado” (Jn 5,36). Y en otro momento afirma: “Si no creéis lo que yo digo, creed a mis obras, ellas dan testimonio de mí” (Jn 10,38). Con esta enseñanza, se puede discernir si nuestro hablar u obrar tienen la garantía de que lo hacemos por obediencia a la voluntad de Dios y a las insinuaciones del Espíritu Santo. Para que la palabra se convierta en referencia objetivadora, deberemos acogerla como palabra de Dios, palabra de vida, desde una actitud creyente, orante, sin afán posesivo o especulador, sin voluntad interesada o manipuladora, sino dejándonos sorprender por la luz, la fuerza, el impulso, la claridad que se perciben cuando el Espíritu desea comunicarnos una moción o llamada. La obediencia creyente libera de toda interpretación subjetiva y se convierte en uno de los frutos que acreditan que obramos según Dios. Si el Espíritu Santo no actúa por su cuenta, si Jesucristo no habla por su cuenta, si Dios actúa a través de su Palabra y concediendo el Espíritu en respuesta a la petición que le hace su Hijo, difícilmente podremos justificar una conducta emancipada, sin referencia a la Palabra, a la relación con Dios, al trato de intimidad con Jesús, a la escucha atenta del Espíritu © narcea, s. a. de ediciones

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que mora dentro de nosotros. Tengo para mí una doble referencia para saber si estoy donde debo estar: si puedo responder que la razón es porque me han llamado o porque me han enviado. Afirmamos estas referencias esenciales para el discernimiento, pero no por ello se descubre como efecto inmediato el resultado. Todo necesita su tiempo. Cuando se vive haciendo de la Palabra el alimento diario habitualmente y se suplica que se cumpla la voluntad divina y que nos asista el Espíritu Santo, es más fácil distinguir lo que Dios quiere y si se actúa según su voluntad.

La promesa del Espíritu En la llamada a discernir la sinceridad del seguimiento evangélico y de nuestras propias personas, la promesa de Jesús de enviar su Espíritu es lo que concede la mayor esperanza. “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16,13). Si Jesús nos promete el Espíritu Santo como auxilio y defensor, si nos anticipa el acompañamiento de quien será nuestro Consejero, si llega a hablar del Espíritu, huésped del alma, que habita dentro de nosotros, si será el Espíritu el que en los momentos recios hablará por nosotros y vendrá en ayuda de nuestra debilidad, deberemos comprendernos como personas menesterosas, muy necesitadas de ayuda, y no caer de forma pretenciosa en querer caminar por nuestra cuenta, o alarmarnos cuando sentimos la fragilidad. Son muchos los nombres que se le dan al Espíritu Santo, y todos ellos indican una generosa relación por parte de Jesucristo con los suyos. El Espíritu es llamado Espíritu de Dios, Espíritu de la verdad, Espíritu que procede del Padre, Espíritu firme, Espíritu generoso, Espíritu Santo, 108

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Defensor, Abogado, Paráclito, Huésped divino, Amigo del alma, Luz suavísima, Consejero… Si aplicamos cada uno de estos nombres a nuestra historia, nos sentiremos en relación con ellos. Los nombres en la Biblia no son arbitrarios, todos encierran una identidad y misión. Dios se desvela en la medida de nuestra necesidad, y lo ha hecho de forma desbordante con la efusión del Espíritu Santo, de sus dones de sabiduría, entendimiento, consejo, ciencia, fortaleza, piedad y temor de Dios. Cada uno de estos dones corresponde a una indigencia del ser humano. Si fuéramos fuertes, sabios, prudentes, confiados e invulnerables, no haría falta la asistencia del Espíritu. Jesús, conocedor de nuestra humanidad, ha comprendido la necesidad que tiene el ser humano de la asistencia del Espíritu. Lo que quizá acontece es que, debido a la discreción del Paráclito, actuemos gracias a Él, e interpretemos que es por nuestra destreza y preparación, cuando la vida, la respiración, el pronunciar el nombre de Jesús, la oración… son posibles gracias al Espíritu divino que nos asiste. La entrega del Espíritu debería despertar nuestra sensibilidad para no ser inconscientes de lo que somos y de lo que hacemos gracias al don de Jesucristo muerto, resucitado y ascendido a los cielos. “A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,7-8). Si necesitamos el aval y testimonio de que nuestras obras son según Dios, y esto solo lo podremos obtener por gracia del Espíritu Santo prometido por Jesús, nos corresponde, al menos, pedir que nos asista y acompañe a lo largo de nuestra andadura por el camino del seguimiento. © narcea, s. a. de ediciones

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Oración Señor, hay muchas circunstancias en las que me es difícil comprender si la tarea que llevo entre manos obedece a tu voluntad o tan solo a mi modo natural de ser. No llego a distinguir lo que es realización humana de lo que es búsqueda limpia de tu voluntad. Te pido que, a pesar de mi posible inconsciencia, de mi comportamiento profesional honesto o de mis actividades más o menos generosas, actúes Tú a través de mí para que se lleve a cabo tu obra y mi pobreza y debilidad no sean obstáculo para tu plan providente. No deseo caer en la pretensión de querer saber si soy o no obediente a todo lo que Tú quieres, pero te pido que hagas conmigo lo que Tú quieras para que se realice tu proyecto más allá de que yo sea consciente o no de colaborar con tu plan. Es más importante que me hagas mediación de tu voluntad que yo llegue a saber que gracias a mi colaboración se cumple tu deseo. Realiza tu plan, Señor, y no permitas que yo lo estorbe, sino haz que colabore con mayor o menor consciencia, pero que se haga tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Ven, Espíritu Santo, a visitar el corazón de tus fieles y llena con tu gracia viva y eficaz nuestras almas, que Tú creaste por amor! Espíritu Creador, que al principio te cernías sobre la faz del abismo, y por ti todo comenzó a existir, ¡ven, renueva nuestro mundo! Espíritu de Dios, que con tu soplo diste la vida a la materia y el hombre fue un ser viviente, gloria divina, ¡ven sobre nuestra carne herida y resplandece en nuestros rostros! Espíritu de profecía, que concediste a tus elegidos el don de prever la salvación y pregustar la presencia transformadora de

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tu amor, derrama tus dones y serán recreadas todas las cosas. ¡Ven Espíritu Santo y suscita el don de profecía en esta hora recia! Espíritu de inteligencia, dador de dones que consagran a tus fieles, que unges con tu gracia a hombres de este pueblo y los constituyes en mediación sagrada, para santificarnos, ¡ven y no dejes de suscitar en la voluntad de muchos el deseo de seguir a Jesucristo! Espíritu de fortaleza, que concedes valor a los que arriesgan la vida por el Evangelio, ¡ven y asiste a los que son especialmente probados o perseguidos por causa de tu nombre! Espíritu recreador, dador de todos los carismas, que al cabo de la historia has acompañado a tu Iglesia con dones preciosos de santidad, ¡ven, sigue enriqueciéndonos con los dones que sean más necesarios, para ser signos de tu presencia! Espíritu autor de toda belleza, que introduces en la mente y en el corazón los destellos más espléndidos de la vida divina, ¡ven, derrama tus dones de sensibilidad artística sobre la humanidad, para que no perezca por desesperanza! Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, danos el don de sabiduría. Relación continua de amor, danos el don de entendimiento. Beso de Dios, danos el don de consejo. Nexo de unión y vínculo de comunión, danos tu don de fortaleza. Caridad y fuego de amor, danos tu don de ciencia. Unción espiritual, danos tu don de piedad. Luz beatísima, danos tu don de temor de Dios. Espíritu Santo, autentificador de nuestra vida, avala nuestra historia con el regalo de tu fuerza, de todos tus dones, da testimonio de nuestra vida por la coherencia de seguir tus mociones consoladoras.

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Contemplación Como respuesta a la súplica, se queda en el corazón creyente la resonancia de la Palabra de Dios, que nos asegura la fidelidad de quien ha prometido acompañarnos durante toda la travesía de la existencia. Si en tu interior descubres vacío, ausencia, falta de sentimiento y de ánimo, invoca al Espíritu Santo. Él llena el corazón de los fieles y enciende en ellos el fuego del amor. Si en tu oración sientes sequedad, atonía, insensibilidad, y estás a punto de abandonarla, invoca el Espíritu Santo. Él reza en nosotros. Él es el maestro espiritual; déjale balbucear dentro de ti la relación de amor con el Padre y con el Hijo, y que te convierta en santuario de Dios. Si te sientes solo, anónimo, desconocido, con la percepción dolorosa porque te parece que no interesas a nadie y de que tu vida no es valorada, con la consiguiente experiencia de tristeza y de dolor, invoca el Espíritu Santo. Él te habita, está dentro de ti, es la efusión del Amor divino. Tú eres amado de Dios, gracias al Espíritu Santo. Quien da fe a esta verdad se llena de alegría y la expande, porque siempre se siente acompañado. Si no sabes cuál es tu camino, tu forma de vida, la opción esencial; si estás paralizado en la encrucijada, sin decidirte de una vez por aquello que se te muestra posible, invoca al Espíritu Santo. Él se deja sentir a través de mociones consoladoras, y aquello que Dios quiere para ti, te lo deja gustar por la paz que sientes en el corazón. Si tienes el corazón dolorido porque te han hecho daño, si tus relaciones han quedado bloqueadas y te defiendes con el endurecimiento del corazón, invoca al Espíritu Santo, Él tiene poder para convertir el corazón de piedra en corazón de carne, y para dejarte sentir, de nuevo, la amistad. Él es el amigo del alma. Él concede el don de piedad, por 112

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el que gozarás, al salir de ti mismo, de nuevas relaciones enriquecedoras. Si la causa de tus dificultades no es ninguna relación externa, sino tu ánimo y tu propia conciencia, que te producen disgusto porque no te parece que avanzas en tu camino espiritual y constantemente te descubres mediocre y tropezando en los mismos defectos o torpezas, y ya estás cansado de ti mismo, de combatir sin obtener los resultados que te agradarían, invoca el Espíritu Santo. Jesucristo derramó el Espíritu sobre los apóstoles en la mañana de Pascua y les dio poder para perdonar los pecados. Si sabes lo que tienes que hacer, si estás seguro de cuál es tu camino; si ya has discernido suficientemente el paso que debes dar y lo que te sucede es que no te atreves a comenzar de nuevo, a arriesgarte, porque sientes miedo, pereza, entretenimiento en las cosas pasajeras, invoca al Espíritu Santo. Él llenó a los discípulos de Jesús de valor, les quitó el temor y el miedo, los hizo testigos, y salieron de su encerramiento para anunciar la verdad transformadora de que Cristo había resucitado. Hoy puedes comprobar estas verdades y que tú también eres enviado a dar razón de tu fe y testimonio de los dones que has recibido, de lo que Dios ha hecho contigo, y ser así un signo visible y misionero. ¡No pongas triste al Espíritu Santo!

Cuestiones

• ¿ Haces las cosas por tu cuenta o por obediencia a la llamada escuchada, a la misión recibida? • ¿Te descubres independiente, voluntarista, pretencioso, o pones tus manos en la tarea a la que se te ha enviado? ¿Por qué te afanas? ¿Dónde pones tu empeño? © narcea, s. a. de ediciones

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• ¿ Cuál es el motivo de tu trabajo? El éxito en la tarea, ¿lo reivindicas como fruto de tu esfuerzo o como don de quien te ha dado la capacidad? ¿Eres consciente del principio evangélico “sin mí no podéis hacer nada?”. • ¿Cómo te sitúas ante la enseñanza de Jesús, teniéndolo como modelo o proyectándote en tu quehacer, con deseos de afirmación personal, de éxito, nombre y reconocimiento? • ¿Has descubierto la sabiduría de la ultimidad? ¿Tienes presente el modo en que vivió y entregó su vida el Maestro y el resultado de su donación? • ¿Qué llamada has sentido? ¿La sigues? ¿Te has echado atrás? ¿Te fías de Dios? ¿Sabes que no hay camino más pleno y perfecto que seguir la vocación a la que somos llamados cada uno? ¿Has sentido el gozo de creer en Cristo? • ¿En qué tarea experimentas la bendición? ¿Confías en la Providencia? ¿Te fías de la Palabra? ¿Vives de la esperanza profética que avala la Palabra de Dios? ¿Tienes la sagacidad de anticipar los valores del Reino porque adelantas el modo de vivir de los bienaventurados? ¿Percibes la certeza del horizonte de sentido por la confianza que te da la Revelación? • ¿Te sientes amado por Dios? ¿Tienes alegría en el corazón por saberte discípulo de Jesús, del grupo de sus amigos? ¿Crees en el amor de Dios?

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PERMANECED EN MÍ (Jn 6 y 15)

Introducción De nuevo nos sorprendemos ante la relación interna entre los diferentes capítulos del Evangelio de san Juan, tal como los venimos leyendo. Se descubren ejes transversales, referencias inclusivas, que al sumarlas, nos muestran la enseñanza en la que se concentra el autor sagrado. En todo caso, se nos revelan aquellas verdades que podemos sentir como llamada central del Evangelio, y al irlas contemplando en el orden establecido, van revistiéndonos y abrazándonos. Uno siente la fascinación del descubrimiento, y en el presente capítulo, surge el asombro de la coincidencia que se da al unir el discurso del pan de vida y la parábola de la vid y los sarmientos. Al comparar el contenido de los capítulos seis y quince, y al ir uniendo el mensaje lineal, ya contemplado, cabe descubrir que el camino, iniciado por búsqueda y consolidado por razón de amor, acrisolado por la travesía de la noche y manifestado en la hora suprema, de manera autentificada, tiene como relación fascinante el trato con Jesucristo, quien se manifiesta a la manera de Dios, porque lo es, fuente de vida y destino de esperanza.

Concordancias En los textos que deseamos meditar, encontramos en labios de Jesús la expresión más emblemática, con la que © narcea, s. a. de ediciones

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Dios se reveló a Moisés en la zarza ardiente: “Yo soy”. En el capítulo sexto, Jesús afirma: “Yo soy el pan de la vida” (Jn 6,35). “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo” (Jn 6,51). En el capítulo quince: “Yo soy la vid verdadera” (Jn 15,1). En ambos textos leemos, además, el verbo permanecer. Jesús asegura: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn 6,56). En la parábola de la vid y los sarmientos, el evangelista se prodiga, reiterando siete veces con el verbo permanecer la necesidad de estar unidos, injertados en la vid: “Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. (…) El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden” (Jn 15,5-6). Los efectos espirituales que se siguen de participar en la mesa del Señor son semejantes a los que se señalan tanto en el discurso de Cafarnaúm como en la parábola de la vid y los sarmientos. El que come del pan santo tiene vida, quien está injertado en la vid no se seca. Quien come del pan que ofrece Jesús, vivirá para siempre; el fruto de la vid está en el banquete, que salta a la vida eterna. El que come del pan santo, permanece en Cristo, el que está unido a la vid da mucho fruto.

Contexto La propuesta inicial de ir detrás del Maestro, de su enseñanza y de su vida en actitud de búsqueda permanente (Jn 1 y 20), al ser invitados a pertenecer a la nueva humanidad gracias al desposorio del Verbo con la carne (Jn 2

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y 19), acontecimiento que atraviesa la tiniebla y la prueba de la noche (Jn 3 y 18) para alcanzar la luz radiante en la Hora en que Jesús es glorificado (Jn 4 y 17), autentificada la vida y enseñanzas de Jesús por su Padre y el Espíritu Santo, que dan testimonio en su favor (Jn 5 y 16), alcanza su culmen al participar en el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor y en el seguimiento de quien es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 6 y 15). Por ello nos convertimos en discípulos amados, en un mismo cuerpo con Jesús y se nos llama a profesar la fe y el amor más grande, el amor divino, del que somos beneficiarios. Encontramos el paralelismo de ambos textos tanto por las imágenes del pan y de la vid, unidas en toda la tradición bíblica –“Melquisedec, rey de Salem, presentó pan y vino” (Gn 14,18). “Come con alegría tu pan y bebe de buen grado tu vino, que Dios está ya contento con tus obras” (Qo 9,7) –; como por los efectos que se siguen de tomar el pan vivo, y de estar unidos a la cepa, que es Cristo. Si el discurso del “Pan de vida” tiene en el Evangelio de san Juan una clara resonancia de la última Cena, el pan bendecido, partido, multiplicado por Jesús y repartido por los discípulos muestra los gestos eucarísticos por excelencia. La parábola de la vid nos injerta en la Eucaristía, en la medida en que del fruto de la vid se produce el vino, materia sacramental en la que el Señor se entregó de manera incruenta para salvación de muchos.

“Yo soy” Las afirmaciones: “Yo soy el pan vivo”, “Yo soy la vid verdadera” nos sitúan ante el ofrecimiento de Jesús en su misión e identidad divinas, que expresa así: “Os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis que yo soy”. Palabras que tienen su paralelo en el

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pasaje de la zarza ardiente, en el que Dios revela su nombre –“Yo soy”– a Moisés (Ex 3,6). En un proceso progresivo, los que van detrás del Maestro, que habla con sabiduría y autoridad porque hace lo que dice y acontece lo que afirma, al acoger lo que declara Jesús de sí mismo y creer en su persona, son iniciados en el conocimiento de Aquel que es la Verdad, la Palabra de Dios humanada. Quien acoge la Palabra de vida no perece. “Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá, y quien cree en mí no morirá para siempre”. Jesús es la vida y ha dado la vida para que todos los que creen en Él gusten y gocen de la vida que no acaba. Ante tan contundente revelación, solo nos queda dar fe a la Palabra de Jesús, Palabra que da vida, y profesar: “Yo creo, Señor, que Tú eres el Hijo de Dios vivo”.

“Soy yo, no temáis” En el capítulo sexto, dentro del relato de la multiplicación de los panes, Jesús, en medio de la noche, en la travesía por el mar, cuando sus discípulos estaban asustados, les dirige palabras semejantes a las que escuchan las mujeres en la mañana de Pascua: “No temáis” (Mt 28,10). El parecido entre el saludo de aquella noche oscura, en medio del lago: “Soy yo, no temáis” (Jn 6,20) y el de Cristo resucitado salta a la vista. En ambos casos Jesús invita a no tener miedo. Él ha vencido a la causa del temor, a la muerte, y con ello ha demostrado su identidad. Si encontramos correspondencia pascual en la expresión “no temáis” y con ella, la manifestación gloriosa del Resucitado, ¡cuánto más desvela la identidad de Cristo, Hijo de Dios, el saludo “Yo soy”, expresión emblemática en toda la Biblia, cuando Dios desea revelarse de manera directa! 118

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Y también cuando Jesús transmite a los más íntimos su secreto mesiánico. Si tenemos en cuenta las reacciones de los discípulos, que están en la barca, en medio del lago, y las de los distintos testigos de la Pascua, encontramos que los procesos del reconocimiento del Maestro son semejantes. En el primer momento, algunos creen que quien se aparece es un fantasma, luego reconocen que es el Señor. Nosotros, ante la presentación que hace Jesús de sí mismo, en ambos textos, el discurso del “pan de vida” y la parábola de la vid y los sarmientos, además de participar en el banquete eucarístico, podemos tomar como respuesta las profesiones de fe que hicieron los discípulos: “Tú eres el Cristo”, “Tú eres el Mesías”, “Tú eres el Hijo de Dios”, “¡Señor mío y Dios mío!”. El camino de la búsqueda, el discipulado, la invitación al seguimiento, el deseo de encontrar la verdad, tienen respuesta en las palabras y gestos de Jesús. Él es el Señor, la razón de permanecer en fidelidad.

“Yo soy el pan vivo” Quien participa en el banquete del “pan de vida”, se diviniza. Como el agua de las bodas de Caná, que se convirtió en vino. La humanidad de los que comparten el banquete santo se une a la de Cristo, el Hijo de Dios. Acercarse a Jesús es conocer al que es la Vida: “Venid y lo veréis”. Tomar del pan santo multiplicado es participar del don supremo de la vida entregada por amor. Jesús ha venido a este mundo para que tengamos vida y vida abundante y nos ha dejado como regalo en el momento de su muerte redentora, al entregar su sangre y su último aliento, al Espíritu que da vida, quien sigue transformando el pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo.

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El amor movió a Jesús a entregarse por sus amigos. Resuenan las expresiones evangélicas en el diálogo con Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Y en el texto que contemplamos, leemos: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15,13-14). Jesús ha entregado su vida en el pan y en el vino. “El que coma del pan que yo le dé, vivirá para siempre” (Jn 6,58). Trabajadores de la mies, obreros de la viña del Señor, escuchad al dueño de la heredad: “Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré” (Mt 11,28). “Tomad y comed, tomad y bebed”. Es la única forma de subsistir sin agotarse, ni perecer por pretenciosos. La expresión más solemne de Jesús, “Yo soy”, unida al pan y a la vida, nos conduce al sacramento, prenda de vida eterna. El Maestro, en el discurso de Cafarnaúm, evoca el tiempo del desierto, cuando los israelitas comieron el maná durante la travesía del Éxodo. En Cristo se cumplen las promesas y las profecías. Él se revela como providencia divina y, al igual que se hace encontradizo en el camino con los dos discípulos (Lc 24), se convierte en pan para la andadura. Él es también la mejor vid, referencia a los racimos que transportaron los exploradores israelitas en la tierra de la promesa (Nm 13,23-24). Él es la bebida generosa del banquete de bodas, el vino mejor. Jesús es a la vez el que parte el pan, el pan partido y la mesa sobre la que se reparte en comida. Él es sacerdote, víctima y altar. Él se nos da entrañablemente, como cuando el labrador, cosechado el trigo y molido, cocida la masa, se pone a la mesa con la hogaza entre las manos para dar de comer a los suyos, como gesto de amor y de fidelidad. Como el amigo que escancia el vino joven en gesto de amistad. San Lucas, en la parábola del Buen

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Samaritano, une el vino con la posada, y en el pasaje de Emaús, la fracción del pan acontece en el lugar donde se disponían a pasar la noche. El pan es símbolo de subsistencia, y el mismo Jesús enseña a sus discípulos a pedir el pan cotidiano. Por el discurso del “pan de vida”, se comprende que el verdadero pan es Jesucristo, y quien come de este pan no tendrá jamás hambre, y poseerá la vida eterna. Para participar del pan santo debemos acercarnos con fe y limpieza de corazón, no debemos manipular lo sagrado, ni tomar sin consideración el don supremo de Jesucristo, el sacramento del Misterio Pascual. La imagen del pan evoca el pan del desierto, el pan ácimo de Pascua, el pan del camino, el pan del cielo, el pan del viaje, el pan de la posada, el cuerpo y la sangre del Señor. En el camino no andamos desprovistos. Jesús no hace injusticia llamando a los suyos y abandonándolos en el desierto. Él se hace comida y bebida en la travesía del páramo, en el camino de la vida. De ahí la exigencia de que los suyos no lleven pan para el camino, porque Él es el verdadero pan.

“Yo soy el pan de la vida” El sacramento pascual por excelencia es precisamente el de la Eucaristía. En Él se nos ofrece celebrar el memorial de Cristo muerto y resucitado, sacramento del “pan de vida”. Si hay un gesto significativo en los relatos de Pascua, es el de la fracción del pan; y si destacan por encima de todas algunas escenas, son las que suceden en torno a un almuerzo, comida o cena. En los tres momentos, al alba, en pleno día y al atardecer, se sitúan apariciones del Resucitado, y a Él invitando a los suyos a acercarse a comer. Si hay algún lugar emblemático en relación con la experiencia que tuvieron los apóstoles de

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Cristo resucitado, es el Cenáculo. Allí permanecía la comunidad y allí retornaban cada uno de los que se iban encontrando con el Señor. El pan de vida y la vid verdadera nos convocan a vivir la pertenencia al grupo de los discípulos, a la celebración del día del Señor, a la participación en la mesa santa, a pedir el “pan de cada día”, a la unión del sarmiento con la vid; son figuras que llaman a mantener una relación íntima con el Señor resucitado y con su Cuerpo, la Iglesia. La acción de gracias es una respuesta adecuada al don que se recibe en la Eucaristía, como también lo es la coherencia de vida. No se debe participar en la mesa del Señor sin sentir a la vez el deseo de pertenecerle y de ser del grupo de sus amigos.

“Yo soy la vida” Pocas palabras resumen y concentran el mensaje del Evangelio como las de Jesús en el discurso de Cafarnaúm: “Yo soy el pan de vida, y el que come de este pan vivirá para siempre”. También dijo: “Yo soy la vid verdadera, el que permanece unido a la vid no se seca”. Jesús es la salvación, el Salvador, la Buena noticia, Él ha venido para que tengamos vida y la tengamos abundante (Jn 10,11). “Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y quien cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11,25). Jesús es la vida y ha dado la vida, para que todos los que creen en Él gusten y gocen de la vida que no acaba. Ante tan contundente revelación, solo nos queda dar fe a la Palabra de Jesús, Palabra que da vida, y profesar: “Yo creo, Señor, que Tú eres el Hijo de Dios vivo”. Solo después de que Cristo ha resucitado, la fe en su Palabra está acreditada y consolidada. El autor del Cuarto 122

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Evangelio, testigo de la resurrección de Cristo, recuerda el discurso del “Pan de Vida” y lo ofrece como auténtica profecía de lo que en verdad Jesús iba a hacer con su propio cuerpo y, en consecuencia, en él con toda la humanidad. Si creer en el Hijo único de Dios concede vida eterna, la promesa queda doblemente avalada, porque no solo es promesa de Jesucristo, sino que también es la voluntad de su Padre que así sea. Si el alimento de Jesús era hacer la voluntad de su Padre, también se nos revela que es querer divino la vida eterna de sus criaturas, la superación de la mortalidad, que gocen de la vida en Él. La Pascua de Cristo es profecía de la nuestra. Si el autor sagrado en el discurso de Cafarnaúm anticipa los acontecimientos de la resurrección de Cristo, desde el mismo texto se nos invita, por una parte, a dar fe al relato evangélico, y por la otra, a vivir en la perspectiva de nuestra propia resurrección. San Ireneo afirma que la “gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida es visión de Dios”. Nosotros no vemos al Hijo de Dios, pero sí experimentamos la vida que de Él nos viene, y por este don accedemos a la visión divina por la fe y al anticipo de la gloria.

“Yo soy la vid verdadera” ¿Quién no anhela la vida? ¿Quién no valora el don precioso de la vida? Y sin embargo, apartados de Jesús, perdemos la lozanía y el gozo de vivir. Aunque parezca que quien hace su propia voluntad gusta los sabores de la vida, la verdad es que solo el que permanece conectado al manantial del santuario, que es Cristo, no se seca y da fruto abundante, como el árbol plantado junto a la corriente, que crece y vive. Así es el sarmiento: unido a

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la vid, que es también Cristo, da mucho fruto. El Papa Benedicto XVI comenta la parábola de la vid y resalta la presentación que en ella hace Jesús de sí mismo. El elemento esencial y de mayor relieve en esta frase es el “Yo soy”: el Hijo mismo se identifica con la vid, Él mismo se ha convertido en vid. Se ha dejado plantar en la tierra. Ha entrado en la vid: el misterio de la encarnación, del que Juan habla en el prólogo, se retoma aquí de una manera sorprendentemente nueva. La vid ya no es una criatura a la que Dios mira con amor, pero que no obstante puede también arrancar y rechazar. Él mismo se ha hecho vid en el Hijo, se ha identificado para siempre y ontológicamente con la vid (Jesús de Nazaret, 105).

En la correspondencia establecida entre el discurso del pan de vida y la parábola de la vid y los sarmientos, la consigna es clara: permanecer unidos a la cepa, permanecer unidos a Cristo. De ello depende conseguir el fruto de la tarea o solo obtener el agotamiento estéril. “Sin mí no podéis hacer nada”, afirma Jesús. Pocas veces podemos oír un pensamiento tan claro y contundente, sin paliativos edulcorados. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada”. Quizá este sea uno de los motivos del agotamiento de los pastores, a la vez que de la escasez de frutos en la tarea de la evangelización. El sarmiento, cuando permanece unido a la vid, da mucho fruto, igual que cuando el discípulo permanece en el amor de su Maestro. La estabilidad del discípulo proviene de permanecer en el amor de Dios. “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor”. Jesús nos comunica lo que ha oído a su Padre, y con ello demuestra que nos ama, porque todo lo que le ha escuchado a su Padre nos lo ha dado a conocer. Pero no solo el Maestro nos ha enseñado la verdad de Dios, sino 124

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que nos introduce en sus relaciones más íntimas, y nos ama con el amor con que Él es amado, amor divino, el mismo amor que en el Jordán y en el Monte Alto declaró: “Este es mi Hijo, el amado”. Si somos amados así por Jesús, también, al igual que Él, somos amados por Dios. Jesús desea mantener unas relaciones de pertenencia mutua, como la que Él tiene con su Padre. Nos llama a ser de Él, pero no como esclavos ni sujetos por vínculos legales, sino por amor. Él ha venido a revelar que Dios es amor y lo ha demostrado hasta el extremo. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Y tanto amó a los suyos que los amó hasta el extremo. Es un privilegio la fe, un regalo el conocimiento de la verdad evangélica, un don precioso la experiencia creyente de saberse amado por Dios. La imagen de la vid y los sarmientos traspasa las relaciones sociales, en ella se nos invita a la mayor intimidad. “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud” (Jn 17,13). Jesús dice a los suyos su amistad e intimidad especialmente en las escenas pascuales cuando, en el jardín de Arimatea, María Magdalena abrace los pies del Resucitado; en el cenáculo, Tomás meta sus dedos en las heridas del Señor; y sobre todo, Simón Pedro, a la orilla del mar de Tiberiades, responda a las preguntas de su Maestro: “¿Me amas?”.

Crisis A pesar de la declaración de amor que hace el Maestro a sus discípulos y a la multitud que andaba como ovejas sin pastor, Jesús no obliga a nadie a seguirle. Él pasa por nuestras vidas, pronuncia nuestro nombre, nos mira con amor, dispone nuestro corazón para recibir su llamada, pero no se impone (Mt 19,21). “Si quieres, vente conmi-

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go”. “El que quiera venir detrás de mí, que tome su cruz y me siga” (Mt 16,24). Al joven rico, a quien miró con cariño, lo dejó irse. En Cafarnaúm, ante las palabras del discurso del “pan de vida”, muchos se fueron, diciéndole que su discurso era muy duro. En Getsemaní, los más íntimos se durmieron y todos lo abandonaron. Jesús sintió una inmensa soledad: “¿No habéis podido velar una hora conmigo?” (Mt 26,40). El Maestro mueve el corazón, deja sentir la verdad de su ofrecimiento, da la garantía de su fidelidad, no oculta la exigencia, anticipa el destino, sabe que no engaña, y a quien se fía de Él y le sigue le ofrece el ciento por uno, con persecuciones. Ante el abandono de muchos que se escandalizaron, interrogó a los suyos, mirándolos: “¿También vosotros queréis marcharos”. Pedro respondió: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,67-69). Después de Pascua, el seguimiento de Jesús adquiere toda la lógica y la fuerza. Se ha definido la identidad del Galileo. No es un falso Mesías, ni un especulador político. No es un revolucionario, ni un inconformista rebelde. Jesucristo, en labios de María Magdalena, es el Maestro; según el testimonio de los de Emaús, es el Señor; el apóstol Tomás lo confiesa Señor y Dios; san Pedro lo predica Hijo de Dios, que padeció, murió y resucitó. Él mismo se presenta en la mañana de Pascua: “Voy a mi Padre y a vuestro Padre”. Ante esta identidad, escuchar la llamada de Jesús es un privilegio, el seguimiento es una vocación, ir detrás de Él es un proyecto de plenitud de vida.

“Permaneced en mí” Releyendo el texto con atención, descubrimos la reiteración del verbo “permanecer”. Aparece siete veces, 126

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con lo que resalta la importancia que desea dar el autor sagrado a la unión entre la vid y los sarmientos. Pueden venir a la memoria algunos textos paralelos: “Permaneced en el amor fraterno” (Hb 13,1). “Y en cuanto a vosotros, la unción que de Él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas –y es verdadera y no mentirosa– según os enseñó, permaneced en Él. Y ahora, hijos míos, permaneced en Él para que, cuando se manifieste, tengamos plena confianza y no quedemos avergonzados lejos de Él en su venida” (1Jn 2,27-28). El verbo original puede tener distintos significados, no solo de unión, sino también de estancia. “Dicho esto, se quedó en Galilea” (Jn 7,9). “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). Otra acepción es “mantenerse”. “Manteneos unidos al Señor, vuestro Dios, como habéis hecho hasta el día de hoy” (Jos 23,8). “Hijos, sed fuertes y manteneos firmes en la Ley, que en ella hallaréis gloria” (1Mc 2,64). Permanecer significa estabilidad: “Permaneced en la misma casa, comiendo y bebiendo lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No vayáis de casa en casa”. (Lc 10,7). Es una permanencia sin especulación. Solo se permanece estable cuando se experimenta confianza, y no se duda de la promesa. “Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto”. “Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo” (Lc 24,49-50). La confianza no se mantiene sin relación. Solo manteniendo un trato de amistad se percibe el estímulo de la fidelidad. Permaneced en mí, como yo en vosotros. “Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo © narcea, s. a. de ediciones

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si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí” (Jn 15,5). Jesús mantiene su trato con nosotros. No es un trato profesional, sino de amigos, el que supera toda especulación y sospecha, por el que uno se abandona a la voluntad del otro. “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15,9). No es un trato de esclavos, sino como amados y amigos. Toda la relación de amistad con Jesús implica fraternidad y comunión. Permaneced en el amor fraterno. No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles (Hb 13,1-2). La concordia, la hospitalidad, la comunión son signos de pertenencia y permanencia. El cimiento de la estabilidad no es otro que Cristo, en el que esperamos. “Permaneced en Él. Y ahora, hijos míos, permaneced en Él para que, cuando se manifieste, tengamos plena confianza y no quedemos avergonzados lejos de Él en su venida” (1Jn 2, 27-28). Por Jesús no va a quedar, “Él permanece fiel” (2Tm 2,13).

“Soy yo. No temáis” Si hay una expresión con la que Jesús acompaña a los suyos en momentos recios es la que reiteradamente les repite: “No tengáis miedo”, “no temáis” (Jn 6,20). Al poner como argumento “Yo soy”, se puede comprender dónde reside la fuerza, la razón del ánimo. El miedo encoge el alma, paraliza, somete a tensión, esclaviza, quita espontaneidad, alegría y vitalidad, reduce a la persona, la hace temerosa, huidiza, suspicaz, hipersensible. El miedo quita energía y libertad, destruye lo más noble del corazón: la confianza, el abandono. El miedo es una reacción subjetiva que paraliza a la persona ante la posibilidad de que sobrevenga algún 128

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acontecimiento adverso. Y esta reacción se agudiza en los momentos en los que uno se encuentra más solo. La mente, que se encuentra vagando, al adelantar con imágenes negativas el futuro, ejerce un dominio despótico sobre la persona y la conduce al temor, pánico, deseos de huida, recelo, sensación de impotencia. El miedo denuncia inseguridad y temor frente al futuro más o menos inmediato y con frecuencia es causa de paralización en la entrega, merma la presencia activa y animosa donde se está y en lo que se hace. Ya no se habla de proyectos, y si se realizan, todos están contagiados de falta de lozanía y generosidad. El miedo puede darse por algún mal físico o por un sufrimiento moral, pero en general, en ambos casos, por una presunción nociva de sucesos que no han llegado a ser historia. Sin embargo, el presentimiento, la imaginación negativa, la prevención obsesiva, llegan a contagiar el mismo presente y se acumulan razones para justificar la reacción temerosa y huidiza. El miedo quita la libertad, la alegría, la paz, la generosidad. Secuestra, atenaza, merma la capacidad de riesgo por las imágenes que proyecta y que pueden llegar a causar reacciones descontroladas de pánico y desesperanza. Si sobrepasara algunos límites, habría que pensar que es causado por alguna dolencia psíquica, que debiera tener su tratamiento. Si se permite que el miedo, a modo de fantasma, se adueñe del interior, puede tomar proporciones gigantescas y someter la conciencia a un sufrimiento injusto, filtrando todas las noticias desde una clave negativa y adversa. Jesús sabe cómo están los suyos, hasta qué grado el temor y el miedo se han apoderado de ellos en medio de la tormenta, y después de la Pasión. Están encerrados, resguardados, escondidos, han perdido la capacidad del © narcea, s. a. de ediciones

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testimonio, están polarizados en lo negativo, concentrados en lo doloroso y así se hacen más daño. En estas circunstancias, Jesús, conociendo la naturaleza humana, exhorta de forma insistente a los discípulos: “¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?” (Mt 8,26). “No tengáis miedo” (Mt 10,26). “No tengas miedo, valéis más que los pájaros, y ninguno de ellos perece sin el consentimiento de Dios, vuestro Padre. No hay comparación entre vosotros y los gorriones. No tengáis miedo a los que puedan matar el cuerpo” (Mt 10,31). El secreto de la confianza no está en uno mismo, ni en la estadística de probabilidades favorables, sino en la razón creyente que cuenta con la ayuda de Aquel que puede a la tormenta, al mal, ha podido a todos los enemigos, incluso a la muerte. Contemplación Si te asalta la ansiedad, la insatisfacción, el escepticismo, la desgana y la apatía, y en esas circunstancias te acercas, humilde, a la mesa del Señor y tomas con fe el Pan santo, gustarás el restablecimiento de tus fuerzas y se acrecentará tu esperanza. Si te asalta la experiencia de soledad y llegas a creer que nadie tiene un gesto de amor hacia ti, y se apodera la tristeza de tu interior, si ante este sentimiento te atreves a acercarte a algún tabernáculo y das fe a la presencia de Jesucristo que te está esperando, gozarás de una relación de amistad que te sacará del pozo oscuro de tu ensimismamiento solitario. Si tienes dentro de ti algunos recuerdos que te oprimen o el impacto de últimos acontecimientos dolorosos, y no sabes o no te atreves a contarlos a nadie, con lo que llegas a sentir la opresión terrible que te quita hasta el aire para respirar, si aciertas a acudir ante el sacramento de la Eucaristía y en el secreto de tu celda interior le vas contando tu 130

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historia, pronto descubrirás que la luz, la calma, la serenidad, el sosiego, el descanso, la dulzura se aposentan en tus habitaciones más profundas y recuperarás la paz del corazón. Si a pesar de que has probado a hacer lo que te digo, sigues experimentado agobio, tristeza, soledad, has de comprender que nada violento es estable y que el Señor, aunque parezca que calla, está permitiendo la consolidación de tu actitud creyente, confiada, orante. Con gestos de amor gratuito, con el obsequio de tu estancia ante Él, sin afán especulativo, tan solo como reconocimiento humilde, a semejanza del pobre, del mendigo, de quien permanece esperando el gesto compasivo que llegará a su tiempo. En el proceso del cultivo de la vid, la poda es dolorosa, pero es condición para que brote el sarmiento nuevo, frondoso, nazca el racimo, se sazone el fruto y dé abundante cosecha que se convertirá en brindis de amistad. El secreto está en permanecer unidos a la vid; a su tiempo acontece el brote, crece el sarmiento, florece la vid, madura la uva y canta el labrador el gozo de la cosecha. Jesús ha dicho y no engaña: “El que tenga sed que venga y beba. El que come de este pan no tendrá más hambre, el que beba de esta agua no tendrá más sed, aquel que viene a mí no perecerá. Tomad y bebed, tomad y comed, venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré”. Prueba a dar fe a estas palabras y te convertirás en testigo de la presencia de Cristo en la Eucaristía y de lo que acontece en el corazón cuando nos acercamos, nos fiamos de Él y permanecemos en Él.

Cuestiones

• ¿ Reconoces la presencia y la entrega de Jesucristo en la Eucaristía? • ¿De qué manera participas en ella?

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• ¿ Cuál es tu aportación? Un muchacho le dejó cinco panes. Jesús sigue queriendo necesitar nuestra colaboración. Quien podía multiplicar el pan, podía hacer de las piedras, panes, pero deseó solicitar la participación de los discípulos. • ¿Cómo vives el día del Señor? • ¿Eres consciente de la celebración de la Pascua, que se renueva en cada Eucaristía? • ¿Valoras el privilegio que significa poder participar de la mesa del Señor? • ¿Eres consciente de lo que supone comulgar? • ¿Tienes alguna experiencia de unión con Dios al haber comulgado? • ¿Cómo te acercas a la mesa del Señor? • ¿Haces de la Eucaristía el alimento de tu fe? • Cuando participas en el sacramento del Amor de Dios, ¿eres consciente del vínculo que estableces con Cristo y con los demás hermanos, al formar todos el mismo Cuerpo del Señor? ¿Descubres en la entrega del Señor, hecho pan, la llamada a la solidaridad? • ¿Te sabes con capacidad de entregarte como Cristo? • ¿Descubres en ti la posibilidad de darte como Jesús se te ha dado a ti? Por la Eucaristía nos hacemos una sola cosa con Cristo. ¿Te reconoces en la posibilidad de darte como Eucaristía? • ¿Has descubierto la sabiduría de la ultimidad? • ¿Tienes presente el modo en que vivió y entregó su vida el Maestro y el resultado de su donación?

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CONOCER A JESÚS (Jn 7 y 14)

Introducción Al seguir la intuición de meditar los diferentes capítulos del Cuarto Evangelio relacionándolos entre sí de forma ordenada y concéntrica, encontramos verdaderas sorpresas luminosas, que a la vez que nos desvelan sentidos más amplios de los textos bíblicos, nos ayudan en el camino del seguimiento de Jesús, por la vía del conocimiento amoroso y creyente. El Evangelio de san Juan es una invitación al conocimiento del Verbo hecho carne, de Jesucristo Hijo de Dios, del ungido por el Espíritu, del Cordero de Dios, y a pertenecerle de la forma más íntima, como se significa en muchos pasajes, de manera especial con la imagen del Verbo en el seno de Dios, del discípulo amado en el pecho del Maestro, del sarmiento unido a la vid, de participar en la Cena Santa y formar un solo cuerpo con Cristo. Estamos llegando a los capítulos centrales del Cuarto Evangelio, como conducidos de la mano hacia el núcleo del relato. El hilo conductor del texto, que partía de la búsqueda de los dos discípulos de Juan del lugar donde vivía el Maestro, así como de la que emprende María Magdalena, quien entre lágrimas andaba en el jardín de Arimatea buscando el cuerpo de su Señor, después de las secuencias meditadas, en las que se nos ofrecía la participación en la mesa del Señor y la unión íntima con Él, que © narcea, s. a. de ediciones

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se derivan de comer del pan santo, de beber de la copa sagrada y de estar injertados en la vid, dan como fruto la relación esencial con Jesús, y desde ella la llamada a la intimidad divina.

Concordancias Nos fijamos en la relación que cabe establecer entre el capítulo siete y el catorce. Si leemos atentamente los dos relatos, vemos que en ellos sobresalen los versos que hablan del conocimiento de Jesucristo, necesidad que se extiende tanto a las autoridades judías como a los discípulos. Con estos textos, recibimos la llamada a descubrir quién es Jesús, guiándonos por lo que Él dice, por los signos que hace y por la conducta que mantiene. Esta llamada se explicita con la imagen de la ceguera y de la visión. Y supone un aviso para evitar la ceguera, que nos impide abrirnos al mensaje evangélico por especulaciones interesadas, proyecciones ideológicas, atavismos religiosos o bloqueos morales. En los textos que consideramos, sorprende el número de veces que aparece la palabra “Padre” –veintitrés veces en el capítulo catorce– para reafirmar la identidad de Jesús. Encontramos una relación interna entre los dos capítulos, en la referencia al conocimiento que Jesús tiene de Dios, su Padre, y de la posibilidad de conocer nosotros también a Dios a través de Jesús. En el capítulo séptimo se presenta uno de los diálogos más tensos con los fariseos, cuando Jesús está enseñando en el Templo y diciendo: “Me conocéis a mí y sabéis de dónde soy. Pero yo no he venido por mi cuenta, sino que me envía el que es verdadero; pero vosotros no le conocéis. Yo le conozco, porque vengo de Él y Él es el que me ha enviado” (Jn 7,28-29). En el pasaje paralelo, 134

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que contemplamos, se trata de un diálogo con el discípulo Felipe. “Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto”. Le dice Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Le dice Jesús: «Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, ¿y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre?»” (Jn 14,79). Por tanto, en ambos se hace alusión al conocimiento que tienen de Dios y del mismo Jesucristo, tanto los fariseos como los discípulos. Por tres veces en cada uno de los capítulos se menciona el verbo “conocer”, refiriéndose a la relación que tiene Jesús con su Padre y a la que podemos mantener nosotros mismos con Dios, gracias a la revelación que el mismo Jesús da de Dios Padre. Juan Pablo II, en su primera encíclica afirma: En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rm 5,14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación (Redemptor hominis 8).

Contexto El verbo “conocer”, en distintas formas, aparece de manera reiterada en el Cuarto Evangelio. En el prólogo es incisiva la afirmación: “La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció” (Jn 1,9-10). En cambio, cuando se encuentran Jesús y Natanael, este se sorprende de las palabras del Maestro, y responde: “¿De qué me conoces?” (Jn 1,48). El proyecto del evangelista es precisamente dar © narcea, s. a. de ediciones

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a conocer al que viene en nombre del Señor, a quien Juan el Bautista señala como Cordero de Dios, del que dice: “En medio de vosotros está uno a quien no conocéis” (Jn 1,26). En el diálogo de Jesús con la samaritana, de nuevo aparece la referencia al conocimiento de Dios, cuando Jesús le dice: “Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos” (Jn 4,21-22). De esta asociación de citas se puede comprender mejor el sentido del verbo. Jesús es quien conoce a su Padre desde antes de la creación del mundo. “Si dijera que no le conozco, sería un mentiroso, como vosotros. Pero yo le conozco, y guardo su Palabra” (Jn 8,55). “Nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo ha dado a conocer”. Quien llega a conocer a Jesús, conoce a su Padre. Pero el riesgo que tenemos en la comprensión de las palabras de Jesús es el de interpretar que se trata de un conocimiento mental, un tanto especulativo. Jesús manifiesta un gran dolor por la dureza de corazón de los habitantes de Jerusalén, a los que ha deseado mostrar el rostro entrañable de Dios. Se llegó a conmover mirando a la ciudad. “Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella” (Lc 19,41). Esta es la razón del lamento que de forma desgarrada alza Jesús en el Templo (Jn 7,28-29). La denuncia es la causa del mayor enfrentamiento en la discusión con los fariseos: “No me conocéis ni a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre” (Jn 8,19). Para evitar una especulación, todo el discurso puede interpretarse de forma muy distinta si traducimos el verbo “conocer” por el de “amar”, y así, quizá se logra una mayor comprensión del texto. Santa Teresa une los dos verbos en la experiencia mística. “Creedme que es lo más 136

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seguro no querer sino lo que quiere Dios, que nos conoce más que nosotros mismos y nos ama” (Moradas VI, 9,16). La gran negación del discípulo fue afirmar de manera reiterada que no conocía al Maestro. Esta negación le llevó a su propia destrucción, a perder el referente que da plenitud a la persona. Jesús, sin embargo, le ofreció la forma de restaurar la herida producida por la negación dejándole profesar su amor por Él. Cuando se pierde la referencia al modelo humano más perfecto, que es Jesús, se destruye el hombre, que no anda solo huérfano de Dios, sino también huérfano de sí mismo, al no tener ejemplo liberador. Negar a Dios es negar al hombre. Acoger el Evangelio es conocer a Jesús, amarlo, sentirse en Él amado de Dios, hijos suyos, capacitados para mantener una relación de intimidad con nuestro Creador y Padre, entrañados en Él, como lo está el Verbo en Dios (Jn 1) y el discípulo amado en el Maestro (Jn 13).

El don del conocimiento En el Evangelio, “conocer” significa, de alguna manera, conocer como Dios conoce. El Espíritu Santo es la relación amorosa e íntima entre el Padre y el Hijo, el mutuo conocimiento divino. El Espíritu concede el don del entendimiento, que penetra hasta la verdad de Dios, como participación en la vida divina (1Sm 2,3). El verdadero conocimiento de Dios es diferente de nuestro deseo especulativo, significa el mayor grado de intimidad y de unión. Conocer es amar. “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros” (Jn 14,16-17). La ver-

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dad de ser habitados por el Huésped divino es la fuente del conocimiento amoroso teologal. El regalo del don del Espíritu posibilita nuestro conocimiento teologal, la relación humilde y amorosa con las personas divinas. Si trajéramos aquí la resonancia del Castillo interior de santa Teresa, que comienza a escribir con motivo de la fiesta de la Santísima Trinidad, podríamos comprobar el paralelo entre lo que dice san Juan, y lo que enseña la maestra de oración sobre la posibilidad de entrar en nuestra alma, que es como un castillo, donde en la pieza central habita el Rey. Considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas. Que si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice Él tiene sus deleites (Moradas I, 1,1). Poned los ojos en el centro, que es la pieza o palacio adonde está el rey (Moradas I, 2,8).

Para conocer adecuadamente a una persona hay que tener los ojos y el corazón limpios. La obstinación, los prejuicios, el corazón torcido, la falta de luz en los ojos impiden ver, conocer, reconocer, amar. Las autoridades del tiempo de Jesús estaban cerradas al conocimiento de la gran novedad. Solo Nicodemo, aquel que fue a hablar con Jesús de noche, se convierte en su defensor. “Les dice Nicodemo, que era uno de ellos, el que había ido anteriormente donde Jesús: «¿Acaso nuestra Ley juzga a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que hace?». Ellos le respondieron: «¿También tú eres de Galilea? Indaga y verás que de Galilea no sale ningún profeta»” (Jn 7,50-52). Siguen resonando las preguntas que hace Jesús en los primeros textos contemplados: “¿Qué buscáis? ¿A quién buscas?”. Y la respuesta: “Maestro, ¿dónde moras?”.

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“Dime dónde lo has puesto”. La verdadera búsqueda es la que trata de conocer a Dios, que se revela a través de su Palabra, y quien conoce a la Palabra hecha carne, a Jesucristo, conoce a su Padre, por gracia y don del Espíritu Santo. El don de sabiduría es el afianzamiento en el amor de caridad, en el amor que Jesús solicitó a Simón Pedro –“¿Me amas?”–, el amor con que Él nos ha amado. El amor divino es el verdadero conocimiento de Dios. Por el conocimiento se participa del amor de Dios, en la relación trinitaria, la que tienen el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo: “Nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. ¿Aún no me conoces, Felipe? Quien me ve a mí, ve a mi Padre” (Jn 14,9).

Jesús se nos da a conocer Ante la dificultad de conocer a Jesús por nuestros propios medios, Él se nos revela y se nos comunica en el recinto del diálogo amigo para introducirnos en la relación íntima y trinitaria. El discípulo amado fue quien supo responder al ofrecimiento de relación que deseaba el Maestro. Jesús, poco a poco, se va dejando conocer por los suyos. En esta revelación de su identidad, destaca la afirmación que manifiesta su divinidad: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Jesús ha personalizado la vida con las imágenes del pan de vida y la verdadera vid (Jn 6,15). En el capítulo decimocuarto, se presenta como camino, verdad y vida (Jn 14,1-12), para hacernos posible un mayor conocimiento de Él, y para poder saber quién es el que lo envía. La clave para iniciarse en el conocimiento íntimo es la fidelidad a la Palabra. “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres (Jn 8,32).

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Jesús ha dicho: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. En esta expresión se encuentra un proceso progresivo para quienes se deciden a seguirlo –camino–, aquellos que van detrás de Él, porque es el Maestro con autoridad, porque hace lo que dice, y acontece lo que afirma –verdad–. Quien se fía de Él, no perece –vida–. “La palabra era la luz verdadera y quien la acoge, recibe el poder de ser hijo de Dios”, para gozar así de la vida divina.

“Yo soy el camino” Jesús es la mediación necesaria. “Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). El primer hombre, expulsado del jardín, debe caminar errante por el desierto, sin rumbo y sin meta. El ángel del Señor se ha interpuesto para guardar el camino que conduce al árbol de la vida (Gn 3,24). Con el andar perdido, sin rumbo fijo, expuesto a todas las inclemencias se describe el modo de actuar del ser humano que se aparta de Dios. En la expectación del Mesías, el Precursor pidió que se preparara el camino al Señor (Mt 3,3). Jesús abre el camino al árbol de la vida, Él es el camino y el árbol. A la humanidad desde entonces se le muestra el sendero y el horizonte de sentido. Ya no tiene por qué avanzar con pasos vacilantes, sino hacia la meta que se le ofrece, a través de quien se revela mediación y cumbre del deseo.

“Yo soy la verdad” “En el principio existía la Palabra”. “La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,1.9). Adán y Eva sintieron el deseo 140

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de la sabiduría, de conocerlo todo, y ante la propuesta del Tentador –“se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”–, comieron del árbol prohibido y cayeron en el error, en la mentira y en la oscuridad de la mente (Gn 3,5-7). El salmista suplica: “Muéstrame el camino de la verdad” (Sal 24). Solo el que busca la verdad habitará en el Monte Santo, en la Tienda sagrada (Sal 14). San Juan une verdad y amor. “Las tinieblas pasan y la luz verdadera brilla ya. Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos” (1Jn 2,8-11). Desde el acontecimiento del Verbo hecho carne “la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1,17), Jesús se ofrece como verdad, y aquel que lo sigue no caminará en tinieblas. Él abre los ojos al ciego. Él nunca engaña.

“Yo soy la vida” Dios es Dios de vivos. “La gloria de Dios es que el hombre viva” (San Ireneo). “Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida” (Gn 2,9). Los primeros padres intentaron dominar el conocimiento y murieron. La vida se recibe, es don sagrado. No se puede manipular. La Palabra creadora es vida. “En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1,4). En el diálogo de Jesús con Nicodemo, aparece la declaración más esperanzadora. “El Hijo del hombre ha venido a este mundo, para que todo el que crea tenga por Él vida © narcea, s. a. de ediciones

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eterna” (Jn 3,14-15). El amor ha sido el motor que ha movido a Jesús a entregarse por sus amigos y nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los que ama. Acercarse a Jesús es conocer al que es la vida. “Venid y lo veréis”. Tomar del pan que Él multiplica es participar del don supremo de la vida entregada por amor. Jesús ha venido para que tengamos vida, y vida abundante, y nos ha dejado como regalo el Espíritu que da vida. La vida sobrenatural la recibimos por el agua bautismal, por la fe. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que rehúsa creer en el Hijo, no verá la vida, sino que la cólera de Dios permanece sobre él” (Jn 3,36). Jesús se ofrece como camino y como vida, y se entregará a la muerte para que el hombre viva. Él es la resurrección y la vida (Jn 11,25). Le tomamos a Marta, la amiga de Betania, la confesión: “Yo creo, Señor, que Tú eres el Cristo, el hijo de Dios vivo” (Jn 11, 27).

¿Me conoces? (Jn 14,9) Si Jesús nos preguntara si lo conocemos, quizá nos sucedería como al apóstol Felipe, que responderíamos con alguna incoherencia. En la expresión evangélica, encontramos una queja amistosa de Jesús. Él se ha venido esforzando por darse a conocer y se encuentra con la torpeza de nuestras mentes. Quizá sea una pedagogía del Señor para poder declarar con mayor contundencia la realidad más íntima que le define: “Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí” (Jn 14, 10). “Yo conozco a mi Padre y mi Padre me conoce” (Jn 10,15). El texto nos ofrece la revelación de la vida interior de Jesús, la relación que mantiene con su Padre, el secreto de toda su obra y misión, el porqué hace lo que hace y dice lo que dice. En el prólogo del Cuarto Evangelio se 142

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afirma: “Nadie ha visto a Dios; solo el Hijo, que está metido en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). Jesucristo es el testigo fiel de la persona del Padre y del Amor divino, el Espíritu Santo. ¡Oh ánima mía! considera el gran deleite y gran amor que tiene el Padre en conocer a su Hijo, y el Hijo en conocer a su Padre, y la inflamación con que el Espíritu Santo se junta con ellos, y cómo ninguna se puede apartar de este amor y conocimiento, porque son una misma cosa (Santa Teresa, Exclamaciones de alma a Dios, VII,2).

En el deseo de conocer, normalmente se proyecta el afán dominador. Mas el verdadero conocimiento acontece de otra forma. “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Podríamos glosar el texto: “Si alguno me conoce, guardará mi Palabra, y mi Padre lo conocerá…”. Y acontece la certeza de estar siendo conocidos por Dios, por la Trinidad Santa. El salmista reza: “Señor, Tú me sondeas y me conoces” (Sal 138). El conocimiento que nos pide Jesús es el amor, y quien ama tendrá la sagacidad y la intuición de penetrar en el misterio a través de la relación más íntima, la que nace por saberse amado. Es el trato que mantiene el discípulo predilecto con el Maestro, es la vocación que tenemos todos de gozar de la amistad de Dios. Lo sobrecogedor es que quien participa de la mesa del Señor, quien come del pan santo, entra a formar parte de la comunidad divina, en el abrazo más estrecho. “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn 6,56). Se podrá experimentar o no, pero acontece en el corazón de los que Dios ama. Sin ver nada con los ojos del cuerpo, por un conocimiento admirable que yo no sabré decir, se le representa lo que digo y otras muchas cosas que no son para decir (Santa Teresa, Moradas VI, 5,8).

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Conocidos por Dios La llamada, la vocación, normalmente se interpreta como exigencia, con la obligación de responder de manera activa. A medida que uno se introduce en la revelación que Dios hace de sí a través de su Hijo, se comprende que hay llamadas a las que se debe responder de manera pasiva. “Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado: yo, profeta de las naciones te constituí” (Jr 1,5). “El Señor, desde el seno materno me llamó; desde las entrañas de mi madre recordó mi nombre”. “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque llegasen a olvidar, yo no te olvido” (Is 49,1.15). “Se han conmovido mis entrañas por él; ternura hacia él no ha de faltarme” (Jr 31,20). Lo más importante es que somos amados, llamados, bendecidos… De aquí se explica la respuesta de María: “Hágase en mí según tu Palabra”. La participación en el conocimiento de Dios, en su unión íntima interpersonal, es siempre regalo del Espíritu Santo, experiencia esponsal a la que estamos llamados en la humanidad del Verbo. En la Biblia, conocer significa unión íntima con otra persona. En la relación con Dios, el conocimiento se manifiesta por la comunión con su voluntad divina. “Yo hablo de lo que conozco” (Jn 8,26.38), decía Jesús. Él actuaba según el querer de su Padre, era la voluntad de su Padre, “Yo y el Padre somos uno”. “Yo no hago nada por mi propia cuenta”, “Yo hago lo que he visto a mi Padre”. Los que han sido agraciados con el don del conocimiento han tenido la misma actitud de disponibilidad y de obediencia que Jesús. María fue la mujer que mayor conocimiento de Dios tuvo. Al hacerse el Verbo en ella carne de su carne por obra del Espíritu Santo, aceptó 144

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enteramente la voluntad de Dios. El discípulo amado reconoció enseguida al Señor. Conocer a Dios es no tener voluntad propia, sin perder por ello la individualidad ni la libertad. San Pablo llegó a decir: “Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Por el don del conocimiento se actúa siempre movido por el amor más grande y se llega a la mayor sagacidad, la que tienen los que aman a la manera de Dios, con total donación y máxima plenitud. Se manifiesta de manera especial en los místicos, aunque todos estamos llamados a gustar la vida divina. El don del conocimiento se manifiesta en los que tienen experiencia de Dios, de participar de la vida divina, de vivir en Él: “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch17,28). Por el conocimiento sapiencial se intuyen las necesidades de los demás y se acude en su auxilio con prontitud y generosidad. Nadie es más sensible que aquel que actúa por obediencia al don de conocimiento. Los que han sido ungidos con este don se convierten en profetas y adelantan con su entrega los valores definitivos, la vida divina. Los místicos y contemplativos son entre nosotros los testigos de este don, porque se sienten amados por Dios, una misma cosa con Él. Ellos nos estimulan en el deseo de recibir y de acoger la gracia del amor de Dios, que se ofrece a todo ser humano. Cuando Su Majestad quiere que el entendimiento cese, ocúpale por otra manera y da una luz en el conocimiento tan sobre la que podemos alcanzar, que le hace quedar absorto, y entonces, sin saber cómo, queda muy mejor enseñado que no con todas nuestras diligencias (Santa Teresa, Moradas IV, 3, 6).

Conocer es amar Jesús nos ama con el amor con el que Él ha sido amado (Jn 15,9). Esta verdad nos sobrepasa. Y cuando © narcea, s. a. de ediciones

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pide que nos amemos con el mismo amor con el que somos amados (Jn 13,34), ¿cómo igualarnos a quien es el Amor? Solo con el don de sabiduría, don del Espíritu Santo, es posible responder adecuadamente al mandamiento de Jesús: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12). En esto conocerán que somos cristianos. Solo con el don de conocimiento es posible superar la limitación que confiesa el apóstol Felipe (Jn 14,8). Nosotros somos incapaces de conocer a Dios tal como Él nos conoce. Haber tenido noticia de Jesús compromete. Si después de haberlo conocido, continuamos alejados de Él, acontecerá lo que señala san Pablo: “Habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios, se volvieron estúpidos” (Rm 1,21-22).

Propio conocimiento Solo por el don de saberse conocido por Dios es posible atreverse a adentrarse en el propio conocimiento, sin riesgo de perecer en el narcisismo o en la desesperanza. Si tú crees que no llegas a tener este conocimiento o que por fragilidad has renegado de él, como le sucedió al discípulo: “Te digo, Pedro: No cantará hoy el gallo antes que hayas negado tres veces que me conoces” (Lc 22,34); si piensas que el lenguaje del amor de Dios es para iniciados, que no perteneces ni a los místicos, ni a los contemplativos, porque tienes conciencia de que tu amor no es tan sublime; si te parece que las relaciones íntimas, de las que hablan los hombres y mujeres de Dios, son para ti, en el mejor de los casos, solo deseos, ten por seguro que Dios te conoce como solo Él tiene 146

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capacidad de hacerlo. Sondea tus entrañas y tu corazón, te quiere como un Padre a su hijo único, con la ternura de una madre, te quiere en tu propia carne, que es la suya. Él se ha hecho humano para que no dudes de que sabe de tu naturaleza, de que la conoce y la ama. Job reconocía: “¡Desde mi infancia me crió como un padre, me guió desde el seno materno!” (Job 31,18). Permítele a Dios que te envuelva en su conocimiento y te habite. Si dudas de tu relación con Dios, Él por su parte no retira su opción por ti. Los orantes han confiado siempre en este conocimiento que Dios tiene del corazón del hombre. No solo como noticia que infunde temor, sino como razón de confianza, así se encuentra afirmado en las Sagradas Escrituras: “Señor, Tú conoces el corazón de todos los hijos de los hombres” (1Re 8,39). “Eres Señor de todo, y nadie puede oponerse a ti, Señor” (Est 4,17-c). “Tú lo conoces todo” (Est 4,17-d). “Tú conoces mi sendero” (Sal 141). “Me has visto y has comprobado que mi corazón está contigo” (Jr 12,3). “Oh Dios eterno, que conoces los secretos, que todo lo conoces antes que suceda” (Dn 13,42). Ante la tentación de huir por evadir la mirada del Señor, es mejor reconocer que Él conoce por dentro –“Tú, Señor, que conoces los corazones de todos” (Hch 1,24)–, y pedirle perdón: “Escucha Tú desde los cielos, lugar de tu morada, perdona y da a cada uno según sus caminos” (1Re 8,39). Y como Pedro, que negó tres veces conocer a Jesús, tienes la posibilidad de confesar que le amas, que lo conoces, que le quieres (Jn 21,17).

La oración En la oración se nos permite conocer a Jesús. Por la oración intentamos relacionarnos con Dios. Pero cabe

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que la hagamos de forma pagana, como proyección de nuestro ser natural religioso. Cabe que la hagamos con muchas palabras, queriéndonos justificar a nosotros mismos. Es posible orar por atavismo religioso, costumbrista. Para sentirnos cumplidores de la ley o de la norma. Y empleemos la plegaria como chantaje, moneda de cambio con la divinidad. Hasta es posible que en ella expresemos socialmente nuestra vanidad, o sigamos un mimetismo inconsciente de modelos impuestos por los medios. Jesús nos enseña cómo orar a su Padre, en lo secreto de la celda interior, con pocas palabras, como invocación confiada a quien es también nuestro Padre, abandonados a su voluntad, en total abandono, expresión de una relación de amor y gratitud, de fidelidad. En la noche de Getsemaní, mirando a Jesús en la hora recia de su oración, podemos averiguar cómo descargar nuestras dolencias más íntimas, las del corazón, las heridas que nos produce la vida en las relaciones humanas. En la hora terrible, oscura, en la que sus amigos se quedaron a distancia, y hasta los más íntimos se durmieron, Jesús rezó: “¡Padre! Si es posible que pase de mí este cáliz”. El sufrimiento más doloroso es el que producen los de casa, siempre parece injusto. La naturaleza humana dicta soluciones violentas, fundadas en motivos razonables y objetivos. Jesús, sin embargo, mandó guardar la espada. La oración cristiana es una relación interpersonal, un verdadero privilegio de la fe. Es la puerta por la que poder entrar a gustar la intimidad con Dios. Por la oración se mantiene y acrecienta la amistad con Él, y en caso de debilidad, permite abrirse a la misericordia divina. La oración introduce en las relaciones trinitarias, y es distintivo de los discípulos y amigos de Jesús. La oración es una verdadera necesidad del creyente. 148

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Por ella se cambia la percepción de uno mismo, al saberse y sentirse hijo de Dios, amado por Él. La oración es la tierra firme durante la travesía del desierto de la historia personal y social. Permite gustar anticipadamente la tierra de la promesa. La oración es recinto sagrado, habitado, acogedor, al mismo tiempo que es estancia solidaria. En ella se calman todos los desvelos y se posibilita vivir en esperanza. Gracias a la oración se desahoga el dolor del alma y se comparte el sufrimiento de los hombres de manera redentora. Estoy seguro de que si no cedemos ni al halago ni al desprecio que puedan hacernos, experimentaremos la libertad interior para ser más enteramente de Dios. Contemplación Haber tenido noticia de Jesucristo te ha concedido el don de la libertad mayor, “de modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios. Pero en otro tiempo, cuando no conocíais a Dios, servíais a los que en realidad no son dioses. Mas, ahora que habéis conocido a Dios, o mejor, que Él os ha conocido, ¿cómo retornáis a esos elementos sin fuerza ni valor, a los cuales queréis volver a servir de nuevo?” (Gál 4,7-9). No permitas que te acontezca como a aquellos que vuelven la cabeza hacia atrás, “porque, si después de haberse alejado de la impureza del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, se enredan nuevamente en ella y son vencidos, su postrera situación resulta peor que la primera. Pues más les hubiera valido no haber conocido el camino de la justicia que, una vez conocido, volverse atrás del santo precepto que les fue transmitido” (2Pe 2,20-21). Recuerda la afirmación paulina: “La ciencia hincha, el amor, en cambio, edifica. Si alguien cree conocer algo, aún © narcea, s. a. de ediciones

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no lo conoce como se debe conocer. Mas si uno ama a Dios, ese es conocido por Él” (1Co 8,1-3). La fe nos permite vislumbrar nuestro destino. “Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1Co 13,12-13). No te desanimes. Jesús ha rezado por nosotros a su Padre: “Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y estos han conocido que Tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,25-26). San Juan resume lo que significa el conocimiento de Dios, el conocimiento de Jesucristo. “En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1Jn 3,16). “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1Jn 4,7-8). “Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16). San Juan indica una prueba de que en verdad vivimos el don precioso del conocimiento divino: “Todo el que permanece en Él, no peca. Todo el que peca, no le ha visto ni conocido” (1Jn 3,6). Conocer es amar. Jesús invita a conocerlo como somos conocidos y a amar como somos amados.

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Cuestiones

• ¿ Cómo sientes la pregunta de Jesús a Felipe? ¿Conoces a Jesús? ¿Lo amas? ¿Sientes la vida de Dios en ti? ¿Vives como quien es portador de la intimidad divina? • ¿Cuál es tu camino? ¿En quién fundas tu verdad?

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LA HORA DE GLORIFICACIÓN (Jn 8 y 13)

Introducción Hemos afirmado que el testimonio no es del todo válido si lo da una sola persona, especialmente si es de sí misma. Para que tenga la garantía de la autenticidad, debe contar con el aval de otro testigo al menos. En algunos protocolos notariales se exige que haya dos o más testigos que autentifiquen la declaración de las partes en conflicto, o para algunos contratos. Jesús afirma que a Él lo avalan el testimonio de su Padre y el de las obras que ha hecho. Él no hace ni dice nada por su propia cuenta. Si a la hora de demostrar la propia verdad es esencial que otros certifiquen como testigos, cuánto más si se trata de obtener algún título de reconocimiento. Quien recibe, por ejemplo, un homenaje, si ha sido él mismo quien lo ha dispuesto y preparado, cae en descrédito, incluso en ridículo por tanta vanidad y narcisismo. El Evangelio de san Juan nos va conduciendo por donde no imaginábamos, hasta el punto cumbre de la revelación cristiana, la paradoja de la cruz. Desde la vida de Cristo se ilumina el sufrimiento, la prueba, la contrariedad. Por la manera amorosa y filial en que Jesucristo vivió las horas más oscuras de su historia, es posible encontrar sentido a lo que naturalmente resulta insoportable o no deseado. Desde una reacción natural y con nuestros sentimientos humanos, difícilmente unimos el dolor y la prueba con

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la hora de la glorificación. En este sentido, sorprende el Evangelio de san Juan al unir cruz y gloria, en resonancia de los Evangelios sinópticos (Mt 17,2; Mc 9,2; Lc 9,29), que describen la Transfiguración de Jesús y su conversación con Moisés y Elías acerca de la Pasión. La hora de la glorificación, según el Cuarto Evangelio, acontece en el momento de la crucifixión. Esta relación es clave para comprender el sentido del Misterio Pascual.

Concordancias Al unir los capítulos octavo y decimotercero del último de los Evangelios, encontramos en ambos la palabra “gloria”, con la coincidencia de la hora de la cruz. Al comprobar la invocación de Jesús en los momentos más recios de su vida, señalados sorprendentemente en las dos escenas y textos que contemplamos, resulta evidente la relación entre el momento de la glorificación y la entrega total de Cristo. En el primer texto, en el marco de una fuerte discusión con los fariseos, Jesús respondió: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros decís: “Él es nuestro Dios”, y sin embargo, no le conocéis; yo sí que le conozco, y si dijera que no le conozco, sería un mentiroso como vosotros. Pero yo le conozco, y guardo su Palabra” (Jn 8,5455). Jesús afirma que Él no busca su gloria. “Yo no busco mi gloria; ya hay quien la busca y juzga” (Jn 8,50). En el segundo texto, en el contexto de la última Cena y en el preciso instante que se consuma la traición, dice Jesús: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, Dios también lo glorificará en sí mismo y lo glorificará pronto” (Jn 13,30-32).

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En la noche más oscura, Jesús manifiesta su certeza de que el Padre lo glorificará. Esta seguridad le lleva a abrazar el proyecto divino. Cuando se ve rechazado por las autoridades y abandonado por los suyos, aparece la referencia a la glorificación, al tiempo de entrega total de Cristo en manos de su Padre. Leemos en el primer texto: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy, y que no hago nada por mi propia cuenta, sino que lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo” (Jn 8, 28). Si consideramos lo que se narra en el capítulo doce, cuando Jesús habla del momento de su crucifixión, emerge una extraña sabiduría, propia de los que son introducidos al conocimiento de la vida divina. “Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir, «Padre, líbrame de esta hora»? Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre”. Vino entonces una voz del cielo: «Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré»” (Jn 12, 27-33). Ante estas palabras es fácil encontrar la resonancia del relato del Monte Alto, cuando Jesús se presenta a los más íntimos envuelto en luz radiante, a la vez que habla de su muerte con Moisés y Elías.

Contexto Al observar en su contexto las expresiones “gloria” y “glorificación”, que coinciden con el relato del lavatorio de los pies y de la crucifixión, descubrimos que la glorificación va unida al abajamiento, al momento supremo de la entrega total de Jesús. “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti” (Jn 17,1). El salmista profetizó: “En su camino beberá del torrente, por eso levantará la cabeza” (Sal 109). San Pablo, en la carta a los Filipenses, describe el misterio de la cruz y de la gloria: “Cristo se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz; por eso Dios le concedió el nombre © narcea, s. a. de ediciones

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sobre todo nombre. De modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2). Desde estos textos, abajamiento y glorificación se besan. En el capítulo trece de san Juan, la hora de la gloria coincide con la escena de Jesús a los pies de sus discípulos en figura de siervo: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Desde esta coincidencia, nos abrimos a la enseñanza evangélica, que cruza toda la Biblia. Es la gran paradoja por la que se descubre lo que lleva la firma de Dios. Según los textos sagrados, los últimos son los primeros; los humillados, ensalzados; los hambrientos, colmados de bienes; los segundones, bendecidos; las estériles, madres de muchos; los extranjeros, herederos del reino; los pecadores son los llamados al seguimiento; las viudas, defendidas; los pobres, enriquecidos; los que abandonan todo por el reino de Dios, colmados cien veces más de bienes; los que pierden la vida, la ganan; a los que sirven se los tiene por señores… En nuestra sociedad, al que obtiene un triunfo se le eleva al podium de la gloria, donde recibe el homenaje y la condecoración que ha ganado. Jesús, en aparente abandono, sobre el podium del árbol de la Cruz, obtiene de su Padre el título supremo de Hijo amado. Con la entrega radical de su Hijo, Dios manifiesta que nos ama. Es la hora en la que Jesús demuestra que se fía enteramente de su Padre, se abandona en sus manos. El Omnipotente puede tanto, que se hace impotencia, y es revelación divina frente a nuestras impotencias que se manifiestan prepotentes. Por la forma en que murió Jesús, quien lo contempló descubrió su identidad divina. “Al ver el centurión, que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de

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Dios»” (Mc 15,39). La firma de Dios se descubre, no tanto por rasgos evidentes y manifiestos espectaculares, sino por las señales escondidas y encubiertas en debilidad, pobreza, humillación. Es muy difícil averiguar la santidad de vida, si en ella no se encuentran los rasgos divinos de la cruz. El resucitado se muestra herido, traspasado. La gloria del Hijo es hacer lo que desea su Padre; en ello encuentra su triunfo y su alegría. El Padre glorifica a su Hijo, declarándole su amor en el Monte Alto, para que a la hora de ser elevado sobre el Monte Calvario, no dude de la declaración que ha oído: que es el amado de Dios. El Hijo, en respuesta a aquella manifestación gloriosa, será capaz de decir: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Y acontecerá el cumplimiento de la profecía: “He aquí que prosperará mi Siervo, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera” (Is 52,13). El mayor título de gloria es poder devolver el amor recibido. Jesús se entrega a la muerte como expresión del amor total a su Padre y a los suyos, manifestación de la voluntad divina, desvelada en la noche del diálogo con Nicodemo y en la noche de la Cena. Es el momento de la cristofanía: “Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que Yo Soy” (Jn 13,19). Y vuelve a resonarnos la revelación de Dios en la zarza ardiente. Siempre es una referencia el hecho de que Dios escogiera la mediación del arbusto inservible para manifestarse y revelar su nombre a Moisés, al mismo tiempo que desvelaba la vocación de hacerlo mediación liberadora para su pueblo. “El que se humilla será ensalzado” (Mt 23,12). El Maestro, a los pies de los discípulos, les muestra cómo alcanzar el señorío (Jn 13). El podium del triunfo de Jesús es la cruz, cuando Él es subido a lo alto. Él es el crucificadoexaltado. La puerta de la gloria es la cruz. “¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los

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profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?” (Lc 24,25-26). San Pablo comprende muy bien el misterio de la Cruz: “En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!” (Gál 6,14).

Glorificados en Cristo El evangelista san Juan une en Caná de Galilea “hora”, “señal” y “gloria”: “En Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria” (Jn 2,11). Señal y gloria se relacionan con el adelanto de la “hora”. La hora de pasar de este mundo al Padre es la hora de la cruz, la hora de la gloria. Gloria que Jesús no recibe de los hombres (Jn 5,41), sino de Aquel al que Él mismo glorifica con su obediencia. La gloria que recibe el Hijo es del Padre, porque a su vez el Hijo le ha dado gloria al Padre, llevando a término la obra que le ha encomendado: “El que habla por su cuenta, busca su propia gloria; pero el que busca la gloria del que le ha enviado, ese es veraz; y no hay impostura en él” (Jn 7,18). “Yo no busco mi gloria” (Jn 8, 50). El Espíritu Santo es quien glorificará a Jesús: “El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16,14). Al final de su vida, Jesús se encomienda a su Padre, y ya solo espera que Él se muestre, convirtiendo el anonadamiento en triunfo, la ofrenda y sementera en cosecha abundante. “Ahora, Padre, glorifícame Tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese” (Jn 17,5). “Y dijo el Señor a mi Señor, siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies” (Sal 109). Y sigue la resonancia de las palabras autentificadotas desde el cielo: “Le he glorificado y de nuevo le glorificaré” (Jn 12,28).

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¿Cómo dar gloria a Dios? Jesús nos enseña cómo lo glorifica Dios y cómo dar gloria a Dios. “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos” (Jn 15,8). A su vez, Él es quien nos glorifica: “Yo les he dado la gloria que Tú me diste” (Jn 17,22). Participando en la misión redentora de Jesús, seremos glorificados por Él, divinizados, convertidos en nuevas criaturas, hechos hijos de Dios. La gloria con la que nos unge Jesucristo es la de poder compartir su destino, su Misterio Pascual. Los que se resisten son como ciegos que no ven. Comenta el evangelista san Juan: “Isaías dijo esto porque vio su gloria y habló de Él. Sin embargo, aun entre los magistrados, muchos creyeron en Él; pero, por los fariseos, no lo confesaban, para no ser excluidos de la sinagoga, porque prefirieron la gloria de los hombres a la gloria de Dios” (Jn 12,41-43). San Pablo ha comprendido el núcleo de la fe. “Efectivamente, si el ministerio de la condenación fue glorioso, con mucha más razón lo será el ministerio de la justicia. Pues en este aspecto, no era gloria aquella glorificación en comparación de esta gloria sobreeminente. Porque si aquello, que era pasajero, fue glorioso, ¡cuánto más glorioso será lo permanente!” (2Co 3,4-12). Iniciados en la clave evangélica de la gloria, del triunfo, nos convertimos en profetas. “Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas” (Flp 3,20-21).

Claves bíblicas para recibir la gloria de Dios El gigante, armado con escudo y espada, muere a manos de un niño con una honda y cinco piedras en la mano. © narcea, s. a. de ediciones

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Dios no escucha la oración de los soberbios engreídos, autosuficientes y poderosos. Al pobre, al humilde, al pecador arrepentido, al sencillo, los escucha el Señor. Los que van con carros y a caballo se ahogan, en cambio los que van a pie se salvan. Por esta experiencia reza el resto de Israel: “No nos salvará Asiria. No montaremos a caballo, no llamaremos dioses a las obras de nuestras manos” (Os 14,3). Los que confían en Faraón, rey de Egipto, se apoyan en caña rota (cf. Is 36,6). “Los que confían en el Señor, son como el monte Sión, no tiemblan” (Sal 124). “No confiéis en los príncipes, seres de polvo que no pueden salvar. Exhalan el espíritu y vuelven al polvo, ese día perecen sus planes” (Sal 145,3). “Confiar siempre en Dios es el camino recto”. “Él levanta del polvo al desvalido, del estiércol hace subir al pobre para sentarle con los príncipes, con los príncipes de su pueblo” (Sal 112,7-8). “El Señor derriba de sus tronos a los poderosos y ensalza a los humildes” (Lc 1,52). “El Altísimo domina sobre el reino de los hombres: se lo da a quien le place y exalta al más humilde de los hombres” (Dn 4,14). “El Señor derroca a los habitantes de los altos, a la villa inaccesible; la hace caer, la abaja hasta la tierra, la hace tocar el polvo; la pisan pies, pies de pobres, pisadas de débiles” (Is 26,5-6). “Los primeros serán los últimos. Los últimos, los primeros” (Mt 20,16). “El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo” (Mt 26-27). “Los ricos empobrecen y pasan hambre. Los que buscan al Señor no carecen de nada (Sal 33,11).

El camino de la gloria La actitud de Jesús a los pies de los discípulos es un hito, una señal ante la posible tendencia natural de do160

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minar, poseer o presidir. El Señor, ejerciendo el oficio de siervo, el que es el primero como esclavo de todos, indica el camino hacia el monte de la glorificación. La arrogancia, el orgullo, el amor propio, la vanidad, el prestigio, los puntos de honra no se llevan bien con la actitud necesaria que nos muestra el Señor en la noche de la última Cena, en la que dice que recibe gloria de su Padre. El abajamiento es glorificación. Nuestra gloria depende de que nos dejemos glorificar. Jesús lo hizo con los suyos lavándoles los pies. Debemos dejarnos lavar los pies para poder ser iniciados en el amor, en la gloria del Hijo. Solo cuando uno se siente amado y perdonado, descubre que la posibilidad de devolver amor es un privilegio y una glorificación. “Os aseguro, el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo envía. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica” (Jn 13,16). Celebrar la cena de Señor debe acompañarse con el gesto y la actitud que Él nos ha enseñado, puesto a los pies de los discípulos. El Evangelio contiene máximas de sabiduría, enseñanzas trascendentales que revelan el modo de vida que Dios quiere para el ser humano, al que desea glorificar como a su Hijo amado. En el Evangelio, Dios mismo se nos revela en Jesús, que toma la figura de Siervo. El testimonio del Maestro de Nazaret rompe con toda proyección arribista para conseguir poder, con el afán de dominar y con el ansia de riqueza. El Nazareno ha querido pasar por este mundo haciendo el bien y tomando la condición de esclavo, pasando por uno de tantos, siendo en verdad el Hijo de Dios. Llegó a ponerse a los pies de los discípulos, como siervo extranjero, con amor entrañable, anonadado. El lema cristiano es servir, el lugar del discípulo no puede ser más importante que el del Maestro. “Quien quiera ganar la vida, que la pierda”.

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El Resucitado nos demuestra que son verdad sus palabras, que no son consignas humillantes, extrañas, acomplejadas, sino el secreto evangélico, el modo de extender el Reino de Dios, siendo como la semilla de mostaza, como la medida de levadura. Jesús da gloria a Dios y glorifica a los suyos poniéndose a sus pies. Amándolos como Él mismo es amado. “Os he amado con el amor con el que soy amado”. La respuesta no es la del discípulo que se resiste en el lavatorio, sino lavar los pies como el Señor. Al observar que la palabra “pies” aparece siete veces, cabe ver un posible significado simbólico, sin evitar por ello el gesto histórico (Jn 13,5-14). Si el lavatorio de los pies se interpreta en una clave más amplia, a la luz de otras escenas bíblicas, podemos descubrir que es un gesto de hospitalidad. Abraham, en Mambré, dispone el lavatorio para sus huéspedes (Gn 18,4). Hay quien lee en el lavatorio una acción muy íntima y personal. En otros pasajes la realiza la amada en su alcoba (Cant 5, 3). Tocar los pies evoca el amor esponsal; así se narra de Moisés, de Booz, de David (Ex 4,25; Rt 3,48; 1Sam 25,41). La pecadora perdonada lavará los pies de Jesús con lágrimas (Lc 7,38-46). María de Betania perfumará los pies del Señor (Jn 11,2; 12,3). Las mujeres, en la mañana de Pascua, asirán los pies del Señor resucitado (Mt 28,9). Lavar los pies de los hermanos en la fe era una de las obras buenas que hacían las viudas (1Tm 5,10). Con estas resonancias, se amplia el posible sentido del lavatorio, que en definitiva revela la verdad cristiana: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo” (Jn 3,16), quien para testimoniar la voluntad amorosa de su Padre, se puso a lavar los pies a sus discípulos. La contemplación de la vida de Cristo no se debe quedar en admirar lo que Él hizo por nosotros. Su modo de 162

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actuar es revelador de plenitud, y quien, fascinado por el ejemplo de Jesús entrega su vida, la gana. Nos sobra prepotencia, vanidad, violencia, afán de poder y de prestigio, ganas de poseer y de dominar. El mensaje de la liturgia de la Palabra nos deja una clave providente, y los que se fían de Dios saben que es verdad: “Lo que Dios quiere, prospera de su mano”. Es otro de los secretos del Evangelio; no solo el de arriesgar la vida por servicio a los demás y quedar en ello remecidos de alegría, sino que si nosotros nos ocupamos de las cosas de Dios y de prolongar su acción compasiva, Él se encarga de las nuestras. ¡Tengamos la sagacidad del Evangelio! Oración San Juan, en la noche de la Cena, relata: “Sabiendo Jesús que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía…” (Jn 13,1). Ante esta imagen, es posible descargar en el Hijo amado nuestras dolencias más íntimas, las del corazón, las heridas que nos produce la vida en las relaciones humanas, para que Él las ponga en las manos de su Padre. En la hora más oscura, en la que los amigos se quedaron a distancia, y hasta los más íntimos se durmieron, ante el dolor de la soledad afectiva, somos invitados a poner en la oración de Jesús las quiebras en las relaciones de familia, entre esposos, hermanos, amigos. La memoria reproduce escenas de angustia y tristeza que azotan a tantos. No se comprende por qué tiene que llegar a ese punto la convivencia, al extremo de la infidelidad, la traición, el rompimiento, el desencanto, la desilusión. En ocasiones, se llega a sentir hasta la dependencia obsesiva de afectos negativos. Se recrudece la sensación de incapacidad, de que no se podrá superar la relación que se siente adversa, porque en ocasiones no se conoce la causa que provoca tanto dolor. © narcea, s. a. de ediciones

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Si se intenta olvidar, distraerse y distanciarse, relativizar los hechos, en tantos momentos se descubre que la prueba a la que someten los acontecimientos produce falta de libertad de corazón e impone lo negativo, lo que impide mantener la serenidad del ánimo y enturbia la mirada sobre la realidad que acosa. Lo más doloroso es sentir tanto sufrimiento por lo que nos hacen otros, a pesar de estar seguros del amor de Dios. Ante la percepción desestabilizadora del dolor, cabe preguntar: Si hieren tanto las criaturas, ¿será señal de que no es suficiente con el amor divino? Si llega a obsesionar el comportamiento de los demás, ¿significa que no se goza de la relación con el Tú entrañable, que debería desplazar toda otra preocupación? La herida, en este caso, aun es mayor, porque además de sufrir por el comportamiento de los de cerca, la conciencia dicta el desgarro al descubrir que Dios no es el único absoluto, el dueño de todos los afectos. ¿Cómo confesar con el salmista, “Señor, Tú eres mi Dios”, si en cuanto alguien tiene un comportamiento desfavorable duele tanto? Los hechos y su repercusión afectiva denuncian la inmadurez, porque debería ser suficiente saberse amados por Dios, y desde esta opción divina, inmerecida, se debería devolver bien por mal, como aconseja san Francisco de Asís: “Donde hay odio, ponga yo amor. Donde hay guerra, ponga yo paz”. Jesús, Tú rezaste: “¡Padre! Si es posible que pase de mí este cáliz”. El sufrimiento más grande es el que producen los de casa; siempre parece injusto. Aunque, como hiciste Tú, se intente sublimarlo, la naturaleza humana dicta soluciones violentas, fundadas en motivos razonables y objetivos. Tú, sin embargo, mandaste guardar la espada. Señor, socórreme. Atrae mi mirada y mi corazón. Que nada ni nadie desplacen mi confianza en ti. Tú eres siempre más. Házmelo experimentar, sobre todo cuando los afectos humanos intentan reemplazar tu persona. Solo Tú eres mi Dios. Que ningún sentimiento se superponga a costa de mi relación estable contigo. Señor, ayúdame y sé el dueño de mi vida. 164

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Estoy seguro de que si no cedo ni al halago ni al desprecio que puedan hacerme, experimentaré la libertad interior para ser más enteramente tuyo.

Contemplación

de la

Cruz

La serpiente venenosa a la que miraban los que habían sido mordidos por serpiente y quedaban curados se ha mitificado como el símbolo del Malo. Mas ¿por qué se eligen la imágenes coincidentes de la serpiente que muerde y mata y la serpiente que cura al mirarla? Normalmente, se entiende que para liberarse de alguna obsesión maléfica, lo mejor es distraer la mirada de la causa de la turbación, evadir, de alguna manera, la imagen evocadora de la causa del mal con impactos que se sobrepongan a la razón del estigma. Aún sorprende más que la imagen de la serpiente no solo se toma en el Antiguo Testamento como enseñanza o pedagogía, quizá como narración histórica de lo que sucedió en la travesía de Éxodo, sino que Jesús evoca el simbolismo de la serpiente levantada en alto, para hablar de la muerte que sufrirá cuando Él también sea levantado en alto, sobre la cruz, y atraiga a muchos hacia sí. Y al igual que los envenenados en el desierto se curaban al mirar el estandarte de bronce, los que fijen sus ojos en el Crucificado podrán sentir la gracia de la redención y el perdón. ¿Qué puede significar el paralelismo que hace Jesús de la serpiente levantada en alto y de su crucifixión, cuando Él mismo sea levantado en la cruz? ¿Será, como se narra en el libro de los Números, que si los mordidos por el mal, en vez de quedar arrastrados y hundidos, elevan sus ojos al cielo, se abren a la posibilidad de la gracia, al don de la misericordia y, reconociendo su dolencia, se curan? ¿Acaso la providencia divina ha establecido alguna conexión entre la herida y el don? ¿Será que la misericordia © narcea, s. a. de ediciones

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de Dios llega al extremo de permitir, en medio del sabor amargo y venenoso de la infidelidad, la llamada más íntima para acogerse a la mediación de la cruz, al don del perdón que consigue el Crucificado? ¿Dónde radica la posibilidad de gracia, en la experiencia terrible de los efectos mortales del pecado de idolatría, de infidelidad, de deshonestidad, orgullo y emancipación del querer de Dios? ¿Seremos tan torpes que, si no llegamos a sentir el vértigo del abismo, no despertamos ni nos abrimos al conocimiento de lo que dan de sí las cosas, el disfrute de los bienes, la relación con las personas, la administración de las cualidades personales o las necesidades humanas? ¿Será posible que el propio pecado, presentado delante de la cruz, se convierta en medicina, como una especie de antídoto? ¿Qué encierra la pedagogía de mirar la causa de la enfermedad mortal, y por ello quedar sanos? La respuesta no se recibirá por más preguntas que se hagan. La solución no se encontrará con alambicados argumentos. Tan solo mirando al Crucificado, desde la experiencia de derrota, cabe la restauración. “Sus heridas nos han curado”.

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Cuestiones

• ¿ Buscas tu gloria, la afirmación de ti mismo? • ¿En qué pones tu empeño, en lo que agrada o en lo que sabes que le da gloria a Dios? ¿Cómo ves y miras a las personas? ¿Te defiendes de ellas? ¿Recuerdas algún hecho en el que hayas sentido el paso del Señor al hacer el bien al prójimo? ¿Eres respetuoso con quienes se cruzan en tu camino? ¿Te sientes amado por Dios? En tu respuesta solidaria, ¿tienes conciencia de que das de lo que has recibido, o te crees generoso y un tanto héroe por el bien que haces? ¿Eres consciente de que tus dones los debes administrar para bien de los demás?

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CONFESAR A CRISTO (Jn 9 y 12)

Introducción Recordando el camino que hemos recorrido, vemos que en nuestra reflexión partíamos de la llamada de Jesús a los dos discípulos del Bautista: “¿Qué buscáis?”, y a María Magdalena: “¿A quién buscas?”. Mas, al llegar al capítulo nueve, encontramos la presencia de un ciego. Y si hacemos una lectura a la inversa, desde el veinte hacia atrás, al llegar al capítulo doce, Jesús se enfrenta con los ciegos de corazón. Sabemos que la fe es un don, que, por mucho que se intente aceptar la verdad de Dios y de su Hijo Jesucristo, si no se nos concede el don de creer, la reducimos a un concepto, a una idea. Hay quienes sufren un dolor muy profundo al no poder tener la certeza que da la fe; el Papa Benedicto XVI llama a estas personas peregrinos de la paz; otros buscan sin cesar el sentido de sus vidas, con gran anhelo de encontrar la luz. Tener fe es un privilegio, a la vez que una exigencia, porque los creyentes nos convertimos en mediaciones providentes para que otros puedan llegar al conocimiento de la persona de Jesús, el Hijo de Dios, amigo y Redentor de la humanidad. En la sucesión de las distintas etapas por las que avanzábamos llenos de alegría, al ir desgranando en sentido progresivo el Cuarto Evangelio, parece que la búsqueda queda bloqueada ante un muro insalvable. En los dos

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capítulos que contemplamos se expone la incapacidad de ver, bien por dolencia física, bien por actitud refractaria espiritual. El que es ciego no ve; el que no ve, no encuentra lo que desea, la búsqueda es inútil. Además, si un ciego guía a otro ciego, los dos pueden caer en el mismo pozo (Mt 15,14). Aquí resuena la pedagogía que se presenta en los Evangelios sinópticos, en los que durante la última subida de Jesús a Jerusalén, después de tres años de convivencia con sus discípulos, la escena de la curación del ciego de Jericó se presenta como signo que revela la necesidad de la gracia para dar el salto de la ceguera a la fe, de un seguimiento natural, por razones sociales, especulaciones políticas o económicas, a un seguimiento creyente, por el que se va detrás del Maestro, siguiéndolo más de cerca, hasta la cima de Jerusalén, para entregar la vida con Él (Mt 20,29-34; Mc 10,4652; Lc 18,35-43).

Concordancias Al leer relacionados los capítulos noveno y duodécimo, encontramos la referencia paralela a la falta de visión de los ojos y a la ceguera del alma, a la falta de visión física y a la ausencia de fe. La presencia de un ciego en el capítulo nueve –“Vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento” (Jn 9,1)–, y la expresión, un tanto extraña, del Evangelio citando al profeta Isaías: “Ha cegado sus ojos, ha endurecido su corazón; para que no vean con los ojos, ni comprendan con su corazón, ni se conviertan, ni yo los sane” (Jn 12,40), atraen nuestra atención, y nos vuelve a sorprender la coincidencia de ambos capítulos en la concordancia de la figura o imagen de la ceguera. No tanto por la referencia a la incapacidad física de ver, cuanto por la llamada que significa, en el corazón del Cuarto Evangelio, a confesar la 170

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fe en Jesús, si realmente se desea participar de la buena noticia que Él es. En ambos textos se contraponen la ceguera y la luz. En el capítulo nueve, la discapacidad física no es culpable: “Le preguntaron sus discípulos: «Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?». Respondió Jesús: «Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios»” (Jn 9,2). Pero hay otra imposibilidad de ver: por obstinación. “Algunos fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: «¿Es que también nosotros somos ciegos?»” (Jn 9,40), expresión que conecta con la actitud que mantienen los fariseos, que se ve en el capítulo doce. En ambos textos, la posibilidad de ver se alcanza si se llega a creer. Jesús se enteró de que al ciego curado lo habían echado fuera de la sinagoga y, “encontrándose con él, le dijo: “¿Tú crees en el Hijo del hombre?” Él respondió: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?” Jesús le dijo: “Le has visto; el que está hablando contigo, ese es”. Él entonces dijo: «Creo, Señor». Y se postró ante él” (Jn 9,35-38). Mientras que en el caso de los fariseos, se señala: “aun entre los magistrados, muchos creyeron en Él; pero, por los fariseos, no lo confesaban, para no ser excluidos de la sinagoga, porque prefirieron la gloria de los hombres a la gloria de Dios” (Jn 12,41-42). Si encontramos la coincidencia en la alusión a la ceguera, presente en ambos textos, aún resulta mayor la simetría en la afirmación que hace Jesús de sí mismo, con la contundencia y significado de otras escenas, ya meditadas anteriormente, cuando declara: “Soy luz del mundo” (Jn 9,5), y en el texto paralelo: “Yo, la luz, he venido al mundo” (Jn 12,46). El hilo conductor que hemos seguido de los distintos capítulos nos deja ahora en el límite: o damos el paso de la fe en Jesús, o permanecemos como ciegos en especu© narcea, s. a. de ediciones

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laciones morales, ideológicas, hasta religiosas. “Todavía, por un poco de tiempo, está la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis la luz, para que no os sorprendan las tinieblas; el que camina en tinieblas, no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz” (12,35-36). Todo el Evangelio tiene sentido si, como dice el texto del prólogo, se da fe a la Palabra. “La Palabra era la luz verdadera”. “A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12). Es la misión que ha traído el enviado de Dios, su Hijo amado. Jesús gritó y dijo: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado”.

Contexto La referencia a la ceguera, incapacidad de visión frente al don de ver, que es el don de creer, gracias a la acción de quien se presenta como luz, abre los ojos del alma, y tiene poder para abrir los del cuerpo, nos sitúa en la disyuntiva de reconocer la identidad divina de Jesús y postrarnos ante Él, como hizo el ciego, o quedar ideologizando los textos, sin adherirnos a quien es la razón de nuestra vida. En el Evangelio, la ceguera no es solo limitación física, sino que se emplea como imagen para referirse a la incredulidad, y en caso contrario, en caso de recuperar la vista, al don de la fe. Nuestros ojos no pueden ver ni reconocer, si no es por gracia, al que pasa a nuestro lado, a Aquel que, tomando la imagen de esclavo, como uno de tantos, es el Mesías, el Hijo de Dios. Para reconocer y profesar la fe en Jesucristo como santo de Dios, Hijo vivo de Dios, es necesario que Él mismo abra nuestros ojos, los ojos 172

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del alma y nos conceda el don de creer. Justamente ante esa dificultad, frente al muro de la tiniebla, se levanta una voz: “Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo” (Jn 9,5), “Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas” (Jn 12,46). Hemos leído en textos anteriores: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5), que tiene la posible traducción “sin mí no podéis ver, ni creer, ni reconocer nada”. En los pasajes que meditamos, se enfrentan la luz y la ceguera, la fe y la incredulidad, la confesión y el rechazo. Solo si nos dejamos curar, obedeciendo a Jesús, acudiendo al agua viva que es Él, agua representada en la del río Jordán, en las tinajas de Caná, en el agua y el Espíritu que señala Jesús a Nicodemo, agua del pozo de la samaritana, de la piscina de Betesda, del lago de Galilea, de la piscina de Siloé, manantial de agua viva, agua regeneradora de nuevo nacimiento, podremos gozar de la certeza de haber encontrado al que buscamos, al Cristo, el Mesías, el que tenía que venir al mundo, el Hijo de Dios, y exclamar como los primeros discípulos: “Hemos encontrado al Mesías, que quiere decir, Cristo” (Jn 1,41). “Ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús el hijo de José, el de Nazaret” (Jn 1,45). Las preguntas “¿qué buscáis?”, “¿a quién buscas?”, que tropezaban con la imposibilidad de responder de manera coherente, por no ver, por no descubrir, por no reconocer, pueden contestarse gracias a quien es la luz y a quien tiene poder para devolver la vista, con la profesión de fe. En ella se reconoce al Señor, su identidad divina, razón de todo el proceso, hallazgo fascinante. Gracias a la presencia magnánima de quien tiene poder de abrir los ojos al ciego y de conceder el don de la fe al incrédulo, se puede llegar a comprender y dar la respuesta adecuada a la cuestión más existencial.

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Creyentes y adoradores Al igual que el ciego, quien ante la pregunta de Jesús: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?” respondió: “Creo, Señor”, y se postró ante Él, por el don precioso de la fe, el que busca encuentra, ve y reconoce, se postra y adora gozoso, por haber hallado a quien es la Luz, la Vida, el Camino, la Verdad, el Maestro y el Señor, el Amor del alma. En el capítulo doce, se narra la acción de María de Betania, que unge los pies del Señor, postrada y rendida de amor. En esta actitud culmina la relación que corresponde al creyente, adorar por amor, como hace el ciego del capítulo nueve, y como explica el papa Benedicto XVI: la adoración no es gesto servil, sino beso, abrazo, una reacción enamorada. Gracias a la intervención de Jesús, la búsqueda no es inútil, no se enfrenta a unas tinieblas irremediables. Hay un hallazgo, se encuentra una luz. Desde esa luz, surge la pregunta esencial: ¿Crees? Pregunta límite que cada uno debe responder por sí, sin cobijarse en la asamblea. En el capitulo nueve, Jesús se dirige al ciego preguntándole si cree en el Hijo del hombre, y él contesta: “¿Y quién es, Señor?”. Al reconocerlo, se adhirió con fe. En Betania surge una pregunta semejante: “Le dice Jesús: «Tu hermano resucitará». Le respondió Marta: «Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día». Jesús le respondió: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?» Le dice ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo»” (Jn 11,23-27) Y sucederá algo semejante con María a los pies del Señor.

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Creer en Jesucristo Estamos llegando a la cumbre del proceso, ya no vale especular, se nos solicita la adhesión del corazón, la opción creyente. En el capítulo primero, se dirime la cuestión sobre si Juan Bautista es el Mesías (Jn 1,19-25). En el discurso del “pan de vida”, Jesús dijo a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos? Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,67-69). Se trata de creer en el que ha venido como enviado del Padre para salvar al mundo. A Felipe le preguntó: “¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras” (Jn 14,10). No todos creyeron en Jesús. En estos capítulos se nos coloca ante la obediencia o el rechazo a quien es el Señor. “Jesús se paseaba por el Templo, en el pórtico de Salomón. Le rodearon los judíos, y le decían: «¿Hasta cuándo vas tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente». Jesús les respondió: «Ya os lo he dicho, pero no me creéis. Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí; pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas»” (Jn 10,23-26). La pregunta de Jesús al ciego es insoslayable: “¿Tú crees en el Hijo del hombre?” (Jn 9,35). Es semejante a la pregunta que le hizo a Marta: “¿Crees esto?” (Jn 11,25-26). Creer en Jesús es creer en su persona, haber vivido el acontecimiento de encontrarse con Él, y desde ese momento sentir que la vida queda afectada, toda ella enfocada al seguimiento de su enseñanza. En el proceso de Jesús, Pilato le dijo: “¿Luego tú eres rey? Respondió Jesús: Sí, como dices, soy rey. Yo para © narcea, s. a. de ediciones

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esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn 18,37). Antes les había declarado a los discípulos: “Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras. En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, también hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo voy al Padre” (Jn 14,10-12).

Profesión de fe Jesús se presenta como el enviado, así se lo comunica a Nicodemo; el ungido, así se lo manifiesta a la samaritana. Él es la revelación del amor de Dios, que tiene la misión de hacernos comprender hasta dónde llega la entrañable misericordia divina. Él es el Hijo de Dios; sus palabras, enseñanzas y discursos, su vida entera han sido autentificados por la resurrección. Lo que ha hablado el Maestro no fue por cuenta propia. Si ha comprometido a Dios y Dios lo resucita, lo que ha dicho ha sido de parte de Dios. No ha hablado por su cuenta. Ante esta verdad, en el Evangelio de san Juan aparecen distintas confesiones sobre la divinidad Jesús, que podemos personalizar. Natanael, el discípulo de Caná de Galilea, que se resistía a aceptar a nadie que fuera de Nazaret, reconoció: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel” (Jn 1,49). Pedro, ante el escándalo de muchos discípulos por las palabras de Jesús en el discurso del “pan de vida”, reconoció: “Tú tienes palabras de vida eterna, nosotros creemos y sabemos que tú eres el hijo de Dios” (Jn 6,68). Marta, en el momento de la muerte de su hermano Lázaro, confesó: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el hijo de Dios, el que iba a venir al mundo” (Jn 11,27). Cada uno de nosotros, al ver cómo la búsqueda termina en profesión de fe o en rechazo, puede discernir si para 176

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él también termina con una profesión creyente y en un gesto de adoración, según la reacción del ciego de Siloé, y como en Betania, con María, la hermana de Lázaro o como en el encuentro de Pascua, con María Magdalena abrazada a los pies del Señor. Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). (Benedicto XVI, Porta fidei 3).

La opción de creer, a la vez que es gracia, queda sujeta a dar fe. Creer en la persona de Jesucristo o permanecer ciego depende de la acogida que se preste a la gracia, de la correspondencia al don recibido. Gustemos la relectura del Cuarto Evangelio en las referencias iluminadoras y veremos cómo se disuelve cualquier dificultad. Observemos que la respuesta nos la da el mismo que nos hace la pregunta. “Creedme, yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. En verdad, en verdad os digo, el que cree en mí hará también las obras que yo hago”.

Anotaciones Una posibilidad concreta para dar fe a la persona de Jesús es la de creer en su Palabra. No tenemos que estar esperando visiones extraordinarias. Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre. Si te sorprende la Palabra y no sabes interpretar lo que Dios te quiere decir en ella, hasta el extremo de quedar turbado, guarda en tu interior el impacto y espera. Jesús nos enseña a escuchar su Palabra. Si una expresión bíblica te ha alcanzado el corazón y de manera ininterrumpida te viene a la mente, o te la © narcea, s. a. de ediciones

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encuentras de forma reiterada en diversas lecturas o conversaciones, guarda esa expresión dentro de ti y espera. Un día, como fruto sazonado y sabroso, gustarás el sentido del mensaje y las circunstancias te harán comprender cuál es la voluntad de Dios para ti, lo que Él te pide, con la seguridad de que si comprendes que es de Dios, tendrás fuerza para llevarlo a término. Quien escucha su Palabra y la cumple es elevado a la más alta intimidad. Si de manera persistente, y sin buscarlo, te encuentras con un pasaje bíblico, palabra, imagen o parábola, que sin manipularlos te producen atracción, paz interior, alegría y fuerza, no te asustes, deja que entren en tu corazón. Es muy posible que el Señor te esté queriendo decir algo, que debes discernir en tu conciencia o con el recurso de una mediación adecuada. Quien escucha la Palabra y la lleva a la práctica se parece al que edifica su casa sobre roca, y su vida es como árbol plantado junto a la corriente. La Palabra de Dios tiene fuerza y poder para transformar la vida de quien la acoge y recibe. Cuando se la deja actuar, como acontece con la semilla, crece, madura y fructifica en buenas obras. La Palabra de Dios, aunque se presente intempestiva y de modo persistente, no se impone, aunque no cese en su encargo. Si Dios tiene un mensaje para ti, lo descubrirás con suficiente certeza. Si lo obedeces, además de que sucederán cosas que te parecían imposibles, se te ensanchará el corazón. Siempre quedarás libre de aceptar lo que te propone la Palabra, sobre todo la adhesión a la persona de Jesús. Si por miedo o debilidad no lo acoges, te quedará en la memoria tu resistencia, aunque si reconoces tu endurecimiento, cuentas con el perdón y la misericordia. Hay momentos en que la Palabra no te visita en forma de llamada, sino como acontecimiento de gracia, y la sientes como compañía, confirmación de tus pasos, 178

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afianzamiento de tu opción creyente. Cuando acontece esto, se percibe al mismo tiempo consuelo interior. Condúcete a la luz de la Palabra, y siempre gozarás de iluminación suficiente. Oración Con el apóstol, Señor, yo también te digo: “Creo, pero aumenta mi fe”. Cuando suceden acontecimientos adversos, catástrofes, accidentes terribles, me quedo sin palabras; no dudo de tu bondad ni de tu providencia amorosa, pero me quedo mudo, no llego a comprender del todo el sentido. Señor, aumenta mi fe en tu amor y misericordia para con todos. Cuando me cuentan historias violentas o yo mismo me encuentro con quienes hacen mal, me cuesta ver en ellos tu semejanza divina, trascender lo que hacen para valorar a sus personas en lo que son más profundamente, sacramentos de la humanidad de Cristo. Aumenta mi fe. En los momentos en que percibo la debilidad o siento cómo intenta imponerse en mi interior lo negativo sobre lo más sagrado de mí, hay veces que corro el riesgo de perecer en dar más crédito a lo que hago que a lo que soy. Señor, aumenta mi fe. En mi relación personal contigo, especialmente ante el sacramento de tu presencia real, tantas veces solo me sostiene la fe de la Iglesia y la certeza que me da la fe de los santos, porque yo solo veo la cortina de la materia. Señor, aumenta mi fe. En la valoración de los hechos me sorprendo juzgando la realidad desde dimensiones naturales por las leyes económicas o sociales y me cuesta trascender continuamente los hechos y leerlos desde la dimensión trascendente. Señor, aumenta mi fe. Cuando tomo tu palabra y la estudio, disfruto con la comprensión del posible sentido, pero quizá me quedo solo con la dimensión intelectual. Señor, aumenta mi fe.

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Señor, sé que todo procede de ti y que nada subsiste sin ti, y sin embargo, al utilizar los bienes y al servirme de los diferentes medios, no tengo permanentemente la visión teologal y la relación creyente con las cosas y más bien me descubro con afanes dominadores cuando debiera entonar siempre la acción de gracias e invocar tu nombre. Señor, aumenta mi fe. Sé que la vida no tiene sentido sin ti, pero en muchos momentos vivo centrado en mí, en mis tareas, sin avivar el sentimiento de tu presencia, sin invocar tu nombre ni pedir tu auxilio. Señor, creo, pero aumenta mi fe. Que se traduzca en un trato respetuoso con los bienes, en una vida consciente y religiosa, en una actitud sagrada de agradecimiento y alabanza, a la espera del encuentro personal y definitivo contigo. Señor, aumenta mi fe.

Contemplación Maestro, hay que volver los ojos a tu existencia y empaparse a diario de tus palabras para descubrir el secreto de vivir abrazado a un querer superior y, al tiempo, en la suprema libertad de sentirse amado tanto en el éxito como en el fracaso, para poder asumir el riesgo de un proyecto en el que impere el principio absoluto del abandono confiado; con los pies cada día en obediencia, sin que importe sentir entre las manos la abundancia de los panes bendecidos o la inoperancia aparente, por no llevar nada en las alforjas, ni en las redes. Jesús de Nazaret, sé que no hay otro proyecto mejor que seguirte, ni otra suerte mayor que conocerte, ya sea en tus tres años hacendosos o en los treinta ocultos. Concédeme comprender tu lozanía cotidiana. Déjame amanecer cada día en tu presencia y saber, ya de antemano, que la jornada será, una vez más, experiencia de tu acompañamiento amigo y de tu misericordia abundante. 180

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Clávame tus ojos en las entrañas, para que la firmeza de tu mirada me haga comprender siempre la aventura del seguimiento como un proyecto más seguro que todos los afanes especulativos. Seguimiento que no es antojo, ni huida, justificación de inoperancia ni evasión; ni es ir por la vida rebatiendo sutilmente la manera que tengan los demás de acudir a tu llamada. Es, por el contrario, tener la voluntad de subir contigo a Jerusalén o de bajar, de nuevo, a Galilea; estar siempre dispuesto, bajo la fuerza de tu mirada, tanto para entrar, de noche, en el huerto de los Olivos, como para embelesarse ante el mar de Tiberiades, en el momento de escuchar el propio nombre, pronunciado con amor, para anunciar tu Evangelio a las naciones. Jesucristo, ejemplo de vida, amigo, Señor, transforma mi manera tan humana de seguirte, envuelta en deseos de utilidad y eficacia.

Cuestiones

• ¿ Hablas como testigo de lo que has oído, meditado y escuchado en la oración? ¿Te haces eco de las Sagradas Escrituras? ¿Iluminas todo tu hacer con la Palabra? ¿Puedes decir que no obras por cuenta propia, sino como obediencia a lo que disciernes como voluntad de Dios? • ¿Qué llamada has sentido? ¿La sigues? ¿Te has echado atrás? ¿Te fías de Dios? ¿Sabes que no hay camino más pleno y perfecto que seguir la vocación a la que somos llamados cada uno? ¿Has sentido el gozo de creer en Cristo? • ¿Has percibido la presencia del Resucitado, o sigues con tus temores, sombras, angustias, miedos, hipótesis negativas? ¿Realmente la resurrección de

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Jesús te ha dado motivos para expulsar el temor, o sigues temiendo las diferentes tormentas? • ¿Das fe a la Palabra de Dios? ¿Vives con la esperanza de la vida eterna? ¿Gozas, en el camino de la existencia, de la esperanza en la otra? ¿Te entristece la perspectiva de la eternidad?

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El buen Pastor y el buen Amigo (Jn 10 y 11)

Introducción Cuando comenzábamos las meditaciones sobre el Evangelio de san Juan, aunque adelantábamos un esquema en el que se señalaban algunos elementos coincidentes, que habíamos observado en una lectura que podemos llamar circular o inclusiva, por leer en paralelo los capítulos del uno al diez y del veinte al once, dejando como colofón el capítulo veintiuno, no imaginábamos que nos íbamos a encontrar con tantas coincidencias como las ya expuestas y tampoco imaginábamos que se nos ofrecería un camino tan acompañado. Es una luz fascinante saberse llamado, conducido, amado y abrazado. En el corazón del Evangelio, nos espera la presencia entrañable del buen Pastor, la relación íntima y amiga de la casa de Betania, la casa del amigo. Ahora el afán pierde su posible ansiedad, y la Palabra nos conduce a dejarnos llevar sobre los hombros del buen Pastor, e introducirnos en la intimidad contemplativa.

Concordancias Tanto la parábola del buen Pastor (Jn 10), como la escena que se desarrolla en casa de los hermanos Marta, María y Lázaro, amigos de Jesús –“Jesús amaba a Marta, © narcea, s. a. de ediciones

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a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5)–, evocan un escenario en el que se ofrece la mayor delicadeza. La declaración de Jesús, que muchos autores exegetas consideran su autorretrato: “Yo soy el buen Pastor; y conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas” (Jn 10,14); junto con la noticia que le hacen llegar sus amigos: “Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo”, revelan, en el corazón del Evangelio, la identidad entrañable de Jesús, revelación suprema de Dios. No soy original al ver los paralelismos que se descubren en la lectura comparada entre los capítulos décimo y undécimo, al encontrarse en ellos descritos la parábola del buen Pastor y los sucesos que tienen lugar en Betania, con motivo de la muerte de Lázaro. San Juan señala en la parábola algunas actitudes y gestos del pastor hacia sus ovejas y, si se comparan con los detalles con los que se describe el relato de la resurrección de Lázaro, se puede descubrir un paralelismo casi exacto entre el cuidado que ofrece el pastor a cada una de sus ovejas, y la relación entre Jesús y su amigo Lázaro. En la parábola, el texto señala que el pastor llama a sus ovejas una a una, que estas conocen su voz, y que las saca afuera. “Las ovejas escuchan su voz; y a sus ovejas las llama una por una y las saca afuera. Cuando ha sacado a todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz” (Jn 10,11). En el relato de Betania, Jesús, al acercarse adonde estaba enterrado su amigo, dijo: “Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que Tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que Tú me has enviado. Dicho esto, gritó con fuerte voz: «¡Lázaro, sal fuera!»” (Jn 11,41-43). En los dos textos se señala la individualidad, sea porque el pastor llama de una en una a las ovejas, sea porque pronuncia el nombre del

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amigo. Además, Jesús, pastor y amigo, llama para sacar al rebaño del aprisco donde está encerrado y a Lázaro del sepulcro donde está enterrado, todo ello símbolo de libertad y de anchura. Si en la parábola se dice que el pastor conoce por el nombre a sus ovejas, en Betania se detallan los nombres de los amigos de Jesús: Marta, María y Lázaro, con lo que se corrobora la afirmación evangélica de que el buen Pastor conoce a sus ovejas por su nombre, y ellas escuchan su voz. “Marta corre a decir a su hermana: «El Maestro está ahí y te llama». Ella, en cuanto lo oyó, se levantó rápidamente, y se fue donde él” (Jn 11,28-29). Si nos fijamos en algunos detalles, observamos que las ovejas siguen al pastor, y el pastor anuncia que va a dar su vida por ellas: “Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas” (Jn 10,11). “Yo soy el buen Pastor; y conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas”. De nuevo resuena el “Yo soy”, tan significativo. Y se tienen en cuenta los efectos políticos de la acción de Jesús. A partir de este momento se precipitan los acontecimientos que conducirán a la sentencia de muerte. Las autoridades deciden condenarlo a muerte, y también a Lázaro. “Desde este día, decidieron darle muerte” (Jn 11,53). En ambos relatos se observan unas claves similares, que desvelan por un lado hasta dónde llega el amor de Jesús, y por otro lado, hasta dónde el seguimiento del discípulo. Los pasajes que contemplamos describen la máxima revelación del proyecto de amor de Dios a la humanidad en su hijo Jesús, y la fiel respuesta del que se siente amado hasta el extremo de seguir detrás de su amigo y maestro.

Contexto La imagen y presencia del buen Pastor y la escena de la casa de Betania, colocadas en el corazón del Evan© narcea, s. a. de ediciones

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gelio de san Juan, desde una resonancia de otros textos bíblicos en los que profetiza la figura del Pastor bueno, dan la vuelta entera a todo el argumento que venimos exponiendo y contemplando. Es emblemático el salmo 22: “El Señor es mi pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace descansar. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Prepara una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos”. Jesús había sido presentado como cordero por Juan Bautista, y ahora nos revela que es también pastor. Jesús había hablado del labrador, y se ha hecho cosecha y pan partido. Ha dicho de sí mismo que es la vid, y se ha convertido en vino sagrado, sangre entregada. Él es el camino, y aparece compañero y viandante… Recordemos los textos evangélicos que presentan al buen Pastor, para contemplar, fascinados, el rostro de Dios invisible, revelado en Jesús. Los tres Evangelios sinópticos describen la imagen del buen Pastor: “Al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,36). “¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja a las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar a la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: Alegraos conmigo, porque he hallado a la oveja que se me había perdido” (Lc 15,4-6). “¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas, ¿no dejará en los montes las noventa y nueve, para ir en busca de la descarriada? Y si llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las noventa y nueve no descarriadas. De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños” (Mt 18, 12-14). Ante esta posible concordancia, cabe interpretar que no somos nosotros los que buscamos al Maestro, es Él quien nos busca 186

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a nosotros. Explícitamente, Jesús llega a decir: “¿No os he elegido yo a vosotros, los Doce?” (Jn 6,70). Al observar las concordancias que se dan entre la parábola del buen Pastor, autorretrato del Señor, leída en paralelo con la estancia del Maestro en Betania para devolver la vida a Lázaro, y sobre todo la enseñanza de que es el mismo Jesús quien nos busca, quien pronuncia nuestro nombre y arriesga su vida por el amigo, por sus ovejas, por cada uno de nosotros, se desborda el corazón de los que lo descubren y se enamoran del Señor.

La cena entre amigos Si en Betania los amigos de Jesús le ofrecen una cena en la que Él se siente amado y ungido, la palabra del pastor y el recinto de Betania nos llevan al cenáculo, lugar donde Jesús cenó con sus amigos y demostró su misión suprema de pastor bueno. Si el aprisco del rebaño, con la guarda del Pastor, la casa de Lázaro, Marta y con María a los pies de Jesús, se corresponden con el cenáculo, la Eucaristía es el lugar seguro donde el pastor cuida y alimenta a su rebaño, la casa amiga donde se derrocha el amor y el lugar comunitario habitado por la presencia del Maestro y sus discípulos. Como decimos, el aprisco, la casa de Betania, el cenáculo, la Eucaristía se corresponden. En ellos acontece la acción que el pastor, el amigo, Jesús, el Señor, realiza en favor de los suyos, para que tengan vida, y la tengan abundante. La Eucaristía es el don supremo del buen Pastor; a quien lo ama, lo amará el Padre, y también Jesús lo amará y harán de él casa habitada, la Betania amiga, el cenáculo sacramental. Las verdes praderas, la mesa preparada, la copa rebosante del salmo que canta al Pastor bueno, tienen su sentido típico en la cena del Señor.

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Cada uno de nosotros, si participa de la mesa del Señor en un proceso de relación de amor, escuchará de forma insoslayable la invitación al seguimiento y a dar también la vida. Esta vocación no se siente como extorsión ni chantaje; al contrario, hace brotar la respuesta gozosa de quien se hace consciente del amor que recibe. La voz del Pastor, la voz amiga, la llamada del Señor, el nombre propio pronunciado históricamente o escuchado en el corazón se convierten en desencadenante de un comienzo o una renovación del seguimiento, y sin mirar hacia atrás, se comienza o se consolida el proyecto nuevo o renovado de fidelidad. La actitud que nos exige la Palabra es que esperemos a escuchar el nombre propio dicho con amor. Jesús llama a sus amigos por su nombre. Cuando se tiene la experiencia del amor recibido, la respuesta es atreverse con generosidad a reiniciar el seguimiento en la forma de vida que el Señor revela a cada uno como vocación y voluntad divina. En la certeza del sentimiento de saberse amado, acompañado, habitado, surge la pregunta, el diálogo íntimo, el más comprometido, por el que se profesa la mutua pertenencia. Jesús, después de celebrar una comida pascual a orillas del mar de Galilea, tomando aparte a Pedro, en forma de preguntas le declaró su confianza y su amor. El discípulo, sobrepasado por el gesto del Maestro, fue tomando conciencia, al mismo tiempo de sentirse amado y de profesar el amor, de la misión que se le confiaba: el seguimiento del buen Pastor que da su vida por las ovejas.

El corazón del Cuarto Evangelio La lectura de los textos evangélicos nos ha conducido a una fascinante luz para comprender hasta dónde llega 188

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el amor de Dios revelado en Jesús, según el último de los Evangelios. Si al comienzo de estas reflexiones las preguntas de Jesús a dos discípulos del Bautista y a María Magdalena concentraban nuestra reflexión, y ya se han quedado grabadas en nuestra memoria –­­“¿Qué buscáis, a quién buscas?”–, al alcanzar el núcleo del texto, los dos capítulos centrales del Evangelio, el diez y el once, nos sorprenden con esta grande y estremecedora verdad: Jesús es el que llama a cada uno por su nombre, y libera de la muerte a su amigo a costa de la suya. Él se hace al mismo tiempo pregunta de parte de su Padre Dios a la humanidad y respuesta a Dios en nombre de la humanidad. Ahora resuenan la profecía: “Os daré pastores según mi corazón, que os den pasto de conocimiento y prudencia” (Jr 3,15). Si la queja que expresaba Jesús a Felipe: “¿Aún no me conoces?”, resultaba dolorosa, en la parábola del Pastor bueno, escuchamos: “Yo conozco a mis ovejas”. Jesús nos busca, nos conoce, nos llama por nuestro nombre propio. A esta altura resuena la extrañeza que siente Natanael cuando se encontró por primera vez con Jesús y le dijo: “Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño. Le dice Natanael: «¿De qué me conoces?». Le respondió Jesús: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi». Le respondió Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel». Jesús le contestó: «¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores»” (Jn 1,47-50). Después del recorrido realizado, creo que se puede afirmar, sin duda, que hemos visto cosas mayores.

A la luz de Pascua La lectura que hemos hecho es posible, sin duda, desde los acontecimientos pascuales. El mismo punto de par-

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tida que tuvo el evangelista a la hora de escribir el Cuarto Evangelio. Al contemplar cómo se dan sentido unos textos a otros, comprendiendo todo el Evangelio desde la perspectiva de Cristo resucitado, se pone de manifiesto el proyecto de Dios, desvelado a Nicodemo en la noche de sus conversaciones con Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que le envió a su Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”. Si mencionamos el trato que da el buen Pastor a sus ovejas, llamándolas una a una, si recordamos que en Betania, cada uno de los hermanos amigos de Jesús tienen nombre propio, al iluminar el texto evangélico con la luz pascual, cabe relacionar también el capítulo diez con el capítulo once, en la resonancia de los acontecimientos de la resurrección de Cristo. El primer día de la semana, Jesús se dirige a María Magdalena por su nombre propio, y ella, al oírlo, reconoce al Maestro –a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera–. A los ocho días, se presenta el Resucitado en el cenáculo y llama a Tomás para mostrarle sus heridas. Al final del Evangelio de san Juan, después de comer, Jesús llama al apóstol Pedro por su nombre y apellido: “Simón, hijo de Juan”. Además, en todos los casos se trata de personas que se han alejado o sufren especialmente la ausencia del pastor. Con lo que se confirma la acción entrañable y compasiva de Jesús, que prolonga después de resucitar la identidad amorosa. En este contexto, se ilumina la conversación de Jesús con María Magdalena en el jardín de Arimatea: “Voy a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. El proyecto queda cumplido, la humanidad ha sido redimida, recolocada en el lugar apacible del jardín primero, en las verdes praderas, con la certeza de la mirada atenta y compasiva del Pastor bueno. El pastor que ha dado su vida por sus ovejas, y al que estas reconocen al pronunciar su nombre. “María”. “¿Por qué lloras?”, dirá el Resucitado, y la mujer contesta: “Raboní”. 190

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Yo soy la puerta de las ovejas Con expresión solemne, como en los momentos en los que Jesús muestra su personalidad más recia y trascendente, según hemos visto en textos anteriores, encontramos, de nuevo, uno de los pasajes más reveladores del Cuarto Evangelio, en el que Jesús se presenta con la mayor autoridad: “En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido delante de mí son ladrones y salteadores; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto”. “Yo soy la puerta” (Jn 10,7-9). En Betania, ante su amiga Marta, Jesús declara: “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11,25-26). Estar a salvo es salvar la vida. Creer en Jesús concede vida eterna. Jesús personaliza la imagen de la puerta. La puerta es por donde entran los de casa, los invitados, los peregrinos, los huéspedes, los amigos, los conocidos del anfitrión, los hijos. En la parábola del “hijo pródigo”, el padre aparece oteando desde la puerta de la casa, por ver si retorna su hijo menor. La puerta abierta es la mediación que facilita entrar sin violencia en la ciudad, en el santuario, en el recinto deseado. En Jerusalén, en tiempos de Jesús, se conocía la Puerta Hermosa. En algunas ciudades se pueden encontrar las puertas de las murallas, que toman diferentes nombres. Todo el mundo sabe de la existencia de la Puerta Santa en las basílicas mayores de Roma o en Santiago de Compostela que se abren los años jubilares y, al pasar por ellas, se lucra la gracia de la perdonanza y se experimenta el privilegio de haber podido atravesar sus umbrales. Jesús toma el símbolo de la puerta con relación al redil, espacio donde están a salvo las ovejas, defendidas por © narcea, s. a. de ediciones

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la vigilancia del pastor celoso. Y se presenta como mediación necesaria. Por una parte como credencial de que el pastor es guarda y no ladrón del rebaño y, por otra, para que las ovejas entren en el aprisco. Santa Teresa de Jesús llega a afirmar: Y veo yo claro, y he visto después, que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita. Muy, muy muchas veces lo he visto por experiencia. Hámelo dicho el Señor. He visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos (Vida, 22, 6).

A la hora de concretar nuestra pertenencia a Jesús y el seguimiento de su voz, la mediación de los sacramentos –el bautismo, la reconciliación, la eucaristía, la unción sagrada, la forma de vida bendecida– es puerta para gustar del alimento que dispone el Pastor bueno para sus ovejas. El Papa Benedicto, en la convocatoria del año de la fe, apela a la imagen de la puerta, cuyo umbral se atraviesa a través del conocimiento de la Palabra, proceso que dura la vida entera. “La puerta de la fe” (cf. Hch 14,27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando se anuncia la Palabra de Dios y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que se recorre a lo largo de toda la vida. Este empieza con el bautismo (cf. Rm 6,4), gracias al que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17,22) (Porta fidei 1).

Las fuentes tranquilas del bautismo y de la Eucaristía, la escucha del susurro y de la voz del buen Pastor y de su Palabra reparan las fuerzas. Una vez más, sorprenden192

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temente, el que es puerta, se hace mendigo. “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). Oración Señor, Tú eres mi Pastor. Y si tuviste entrañas de misericordia ante la multitud hambrienta de pan y de enseñanza –“Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor”–, también vas a tener cuidado de nosotros, aunque no percibamos tu desvelo. No nos dejes perecer en nuestros caminos errados, sino que, como hiciste con la oveja perdida, ven siempre en nuestra búsqueda.

Contemplación El buen Pastor lleva a su rebaño a verdes praderas. Jesús les dijo a sus discípulos: “Venid vosotros solos a un sitio tranquilo, a descansar un poco”. Y se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado”. Las escenas contempladas nos invitan a fijar nuestros ojos en Jesucristo, e ir, bajo su mirada, desgranando la invocación orante, a modo de salmo: “El Señor es mi pastor, nada me falta, me conduce hacia fuentes tranquilas, y repara mis fuerzas”. Deja que llegue al fondo de tu corazón la voz y la mirada del Pastor bueno y recita: “El Señor me acompaña todos los días de mi vida. Aunque pase por valles oscuros, nada temo, porque Él va conmigo, especialmente en los momentos de peligro. El Señor es bueno, y su misericordia es eterna, se apiada continuamente de sus hijos, a los que les prepara la mesa del banquete”.

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El Señor me invita a descansar un poco en un lugar sosegado, hermoso, junto a Él, donde me sorprende con su Palabra viva, penetrante, actual. El Señor llama a mi puerta, y espera hasta que le abro. Se fía de mí y me confía la misión de anunciarlo. Jesucristo revela el amor de Dios, su Padre y me espera entrañablemente en mis viajes de retorno. El Señor me ofrece beber de su copa, y declara que Él es el agua viva. El Señor me ofrece siempre el perdón. El Señor se ofrece, como buen Pastor, a llevarnos bajo su cuidado por los pastizales y librarnos de todas las asechanzas del Malo. Por encima de todas las vicisitudes y contrariedades, la promesa divina nos asegura que no quedaremos a merced de los especuladores. La experiencia de intimidad con Jesús nos da la certeza de que estamos siendo cuidados por su amor, su ternura y delicadeza. Quizá nos hace falta apartarnos del ruido y del bullicio para descubrir dentro de nosotros mismos el silbido amoroso que nos guía y nos atrae hacia el bien. Puede que algunas mediaciones humanas nos produzcan confusión, y hasta escándalo, pero la promesa del Señor no quedará frustrada. Dios cuida a su pueblo y lo libra de todos sus enemigos. El creyente confía siempre en el Señor, y llega a descubrir que, a veces, nos conduce por senderos difíciles, y hasta nos permite experimentar la prueba de la crisis y de la tormenta para hacernos testigos de que es Él quien nos acompaña, aun cuando nos sentimos solos, con miedo y con la zozobra de la inseguridad. Suelo decir que sabemos los que nos pasa, pero no lo que no nos pasa, porque la Mano providente nos ha liberado del peligro que hemos corrido sin que nos hayamos dado cuenta.

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Cuestiones

• ¿ Se podría averiguar tu identidad cristiana por tus obras? ¿Negocias tu identidad cristiana, según el ambiente que te rodea? ¿Testimonias la fe con discusiones verbales o apelas con humildad a la coherencia de tu vida? ¿Te atreves a poner tu conducta como aval de tu fe? • ¿Te sientes llamado por Jesús por tu propio nombre? ¿Descubres la delicadeza del Resucitado, que se hace presente en tu vida, en las circunstancias más dolorosas, y te deja sentir, por la paz interior, su presencia amiga? ¿Podrías recordar algún momento de tu historia que de manera paradójica, cuando las circunstancias han sido más difíciles, has sentido, sin embargo, consolación? • ¿Te descubres por el camino que es Cristo? ¿Sigues el sendero que Él te indica? ¿Tienes trato con Él? ¿Se puede decir que conoces su voz y tú te reconoces en la suya? En tu camino espiritual, ¿Cristo es el centro? ¿O das prioridad a métodos, enseñanzas, fórmulas que no son Él explícitamente? • ¿A qué parcela y tarea te sientes enviado? ¿Has descubierto si tu trabajo y misión proceden de la confesión amorosa de pertenecer a Jesús? ¿Vas adonde quieres o te dejas llevar por el Espíritu a donde no imaginas ni eliges?

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Amados y enviados (Jn 21)

Introducción Llegamos al final de nuestra reflexión contemplativa del Cuarto Evangelio, y terminamos con la lectura del capítulo veintiuno del Evangelio según san Juan, texto añadido posteriormente a los veinte capítulos, ya considerados, y que nos permite comprender el pasaje como broche y epílogo del mensaje que se nos revela a lo largo de todo el Evangelio. Si en los diversos capítulos hemos comprobado resonancias internas, como se manifiestan, por ejemplo, entre las bodas de Caná (Jn 2) con relación al pasaje de la muerte de Jesús (Jn 19), con lo que se averigua alguna intencionalidad del autor de describir el banquete esponsal a la luz de la entrega por amor de Jesús en la cruz, cuánto más podremos descubrir en el texto con el que concluye la segunda redacción del Cuarto Evangelio, resonancias de todo el libro, si está comprobado que el capítulo veintiuno es un añadido a la primera versión, pues claramente se puede observar en el capítulo veinte una primera conclusión. “Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Estas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20,30-31).

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En el orden establecido, que nos ha llevado a leer de forma concéntrica el Cuarto Evangelio, interpretamos el último capítulo como resumen y reafirmación especialmente de los capítulos diez y once, los últimos sobre los que hemos reflexionado. En esta estructura, que admito que puede ser un tanto subjetiva, sorprende, sin embargo, comprobar que el nombre propio con que se llama al apóstol Simón Pedro y la misión que se le encomienda de pastorear, responden a las concordancias señaladas de los dos capítulos centrales, en los que se nos mostraba al buen Pastor llamando a sus ovejas una por una, y a Jesús llamando por su nombre a su amigo Lázaro.

Contexto En el contexto global del Cuarto Evangelio, con las resonancias descritas de los dos capítulos anteriores, cabe descubrir en la última página del escrito de san Juan matices que de otro modo difícilmente se percibirían. A lo largo de todo el Evangelio, hemos observado que en varios diálogos y escenas se usan términos genéricos para referirse a las personas que entran en conversación con Jesús. Los dos discípulos de Juan el Bautista (Jn 1); los sirvientes en la boda de Caná (Jn 2); una mujer samaritana (Jn 4); un hombre paralítico, junto a la piscina de Betesda (Jn 5); un funcionario real (Jn 5); la multitud (Jn 6); una mujer pecadora (Jn 8); un ciego, junto a Siloé (Jn 9); los fariseos (Jn 12); el discípulo amado (13); un soldado (Jn 19). En estos casos, el anonimato de los distintos personajes se interpreta con un significado abierto, universalista. El lector puede personalizar de alguna manera cada una de las escenas como propias. En el último diálogo del Evangelio, Jesús se dirige al discípulo de manera singular como lo hizo con su amigo

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Lázaro. Ante este detalle, nos resuenan la ternura y delicadeza del Pastor entrañable, del Maestro amigo. Si el pastor, según la parábola (Jn 10), llama una a una a sus ovejas, y estas conocen su voz y su silbido, si hasta es capaz de dejar las noventa y nueve ovejas en el monte o en el desierto para ir en pos de la perdida, de la descarriada, el que Jesús llame a su discípulo por su nombre propio, “Simón, hijo de Juan”, revela algo más que un recurso literario. Es, sin duda, un dato revelador. Jesús se dirige al discípulo con su nombre y apellido, según se llamaba antes de haber sido escogido para apóstol. El relato transcurre en un diálogo intenso, personal e íntimo. El evangelista cita el nombre de Jesús dieciséis veces, y el del apóstol, si sumamos las distintas formas en las que es nombrado –Simón Pedro, cuatro veces; Pedro, cuatro veces; Simón, hijo de Juan, tres veces–, en total once veces. De este diálogo va a depender la restauración de la amistad del discípulo con su Maestro, la recuperación de la certeza del amor con que es amado, y que su vida quede definitivamente afectada por Jesucristo. Y de esta escena se deriva la fidelidad de Jesús. A pesar de las negaciones, el Maestro no reniega de su discípulo. Interpretamos que el Maestro, al llamar de esta manera al discípulo, como en el origen de la elección –“Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas»– que quiere decir, «Piedra»”–, desea transmitirle que no le ha retirado su confianza. Los comentaristas afirman la intención del autor de consolidar la autoridad de Pedro ante una posible fracción entre los seguidores de los distintos apóstoles, especialmente los de Juan. Si el capítulo veintiuno se escribe como colofón de todo el Evangelio, y en el corazón del libro de san Juan hemos leído por una parte la parábola del buen Pastor y por otra la acción más entrañable con el amigo muerto, a

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quien llama por su nombre, no es forzar el texto si vemos en la descripción del último diálogo, en el que Jesús llama por su nombre a Pedro, la restauración de la relación entre el Maestro y el Apóstol, a quien, después del examen sobre el amor, le devuelve la capacidad de amar, confiándole la misión pastoral. Aunque toda la composición pueda contener una intención teológica eclesial, en orden a afirmar la primacía de Pedro sobre los demás apóstoles, este matiz se comprueba en la primera parte del relato, cuando se describe a Simón capitaneando el grupo de los siete discípulos que vuelven a pescar a Galilea, siendo él quien arrastra la red de peces y quien acerca el pescado a Jesús para el almuerzo al que Él les invita.

La restauración del amor negado No olvidamos el protagonismo del Pastor bueno. En el presente pasaje, a través de las tres preguntas que hace Jesús a Pedro, se puede interpretar el deseo del Maestro de restaurar el corazón herido del discípulo, a la vez que capacitarlo para la misión pastoral. El prólogo del Evangelio comenzaba con una evocación del libro del Génesis: “En el principio”, pasaje donde aparece la primera pregunta de Dios al hombre. El capítulo veintiuno gira sobre la última pregunta de Jesús al discípulo. En el primer caso, Adán se esconde por haber roto el diálogo con su Creador; en el caso de Pedro, este se entristece. Pero mientras Adán responde con evasivas, Pedro lo hace con una humilde declaración de amor, aunque su amor, según la posible interpretación de los verbos que se encuentran en el texto original, no esté a la misma altura que el amor del que es beneficiario. Jesús, después de comer, pregunta al discípulo si lo ama. No es indiferente el dato que se señala de plantear 200

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las preguntas una vez realizado el almuerzo. El almuerzo a la orilla del Lago, en el que se citan las viandas de pescado sobre las brasas y pan, tiene clara resonancia eucarística. Desde la participación en la comida pascual el discípulo se habilita. Nunca se nos pide más de lo que se nos ha dado. Y Jesús se nos entrega totalmente en la Cena –almuerzo– Eucaristía. El Señor pregunta a Pedro: “¿Me amas?”. Los comentaristas de este texto nos hacen observar que mientras el Maestro pregunta con el verbo griego agapao, el discípulo responde con el verbo fileo. Por los significados, entiendo que la calidad del amor que Jesús solicita no es exigencia superior a la capacidad de Simón, sino declaración del amor con que Él está amando al discípulo, el amor más grande, el amor de quien ha dado su vida por sus amigos. En la última Cena, Jesús dijo: “Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros”. Es el amor del Pastor bueno, no del asalariado. Con el uso del verbo agapao, se le revela al discípulo su vocación, a la vez que se le invita a que se haga consciente del amor con el que es amado. Amor de totalidad, amor gratuito, amor por él mismo. El Maestro, pedagogo divino, desea que el discípulo recomponga su conciencia por haberlo negado con juramento e imprecaciones, y le da la posibilidad de restaurar su herida. Tres veces Pedro negó a Jesús, tres veces le preguntará Jesús por el amor, no solo para que se acuerde de su fragilidad, sino para que se libere de sus negaciones por la explícita confesión humilde y estremecida: “Señor, Tú sabes que te quiero”. “Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero”. Si examinamos detenidamente el diálogo, observamos un descenso o rebajamiento de exigencias. Se inicia con una pregunta que parece excluyente: “¿Me amas más que estos?”. El “más” no quiere inducir a un agravio comparativo, ni a una acepción de personas, sino al amor con

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que está siendo amado cada uno. En este caso, el amor del Pastor a la oveja perdida, a la única que necesita compasión. Cuando uno pregunta a otro si le quiere más que a nadie, en esa pregunta no tanto pide que le declaren amor, cuanto desvela el que siente por su parte. El amor de Jesús prevalece sobre la infidelidad y la negación y en el modo de preguntar, el Maestro ofrece al discípulo la oportunidad de regenerar la amistad con Él. Cuando se ama a otra persona, se desea saber si ella también siente lo mismo. A quien no se profesa amistad o se le desconoce no se le pregunta si nos ama o no. El examen sobre el amor que hace el Resucitado a Pedro explicita lo que sucede en verdad, la amistad y el amor del Maestro a su discípulo. El amor único es amor de consagración, de pertenencia, se lo profesan los esposos, nos lo pide Jesucristo en clave esponsal, después de una comida, después del banquete de Pascua. Jesús declara su amor a los suyos en el marco de la última Cena, y ahora lo solicita después del almuerzo de Pascua, para que amemos con el amor con el que somos amados.

El amor de Pastor El amor divino es circular, ininterrumpido, amor trinitario, que se desborda en amor a la humanidad y a todo ser viviente. Existimos porque Dios nos ama. Si Dios no nos quisiera, no habríamos llegado a ser historia. El Padre ama al Hijo en el Espíritu Santo, el Hijo ama a su Padre y en sus manos entrega el Espíritu, quien a su vez vuelve del Padre para glorificar al Hijo. El Pastor bueno da la vida por sus ovejas. En una relación de amor humano el clímax se alcanza en la fusión del tú y el yo; en cambio, en el amor divino acontece siempre la apertura a un tercero. El amor de Jesús es divino, 202

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abierto, circular, fecundo, gratuito, entregado sin nada a cambio. Así lo manifiesta el pasaje del último capítulo del Evangelio según san Juan. “¿Me amas?”, pregunta el Maestro a Simón Pedro, y el discípulo responde: “Te quiero”. En un relato, según los sentimientos naturales, ante la respuesta del discípulo, encontraríamos normal que después de todo el proceso y el dolor que llevan retenido tanto Jesús como el apóstol, ambos se fusionaran en un abrazo reconciliador. Sin embargo, en el diálogo, brota un envío de labios de Jesús: “Pastorea”. El Maestro no se queda pasivo, receptor del cariño del discípulo, sino que lo envía a pastorear como mejor expresión del mutuo amor, de la confianza restablecida, de la misión confiada desde el principio. Al igual que Jesús ha sido enviado por el Padre con la misión de anunciar la Buena Noticia, ahora Jesús envía a Simón Pedro a que prolongue la misión del buen Pastor. Solo es posible recibir el envío, la misión, después de haber declarado el amor. La tarea no es un encargo profesional, sino una fuerza que nace del amor que se siente y se profesa. El seguimiento no es un voluntarismo pretencioso, sino una respuesta enamorada, por la experiencia de la predilección que se ha vivido. Ahora se comprende, en parte, cómo el núcleo del Cuarto Evangelio es la revelación de la misión que se nos confía a cada uno, después de haber sido testigos del amor más grande. Por el conocimiento amoroso que nos profesa el buen Pastor, por sabernos llamados por nuestro nombre, restablecidos, se nos confía la misión que, según las diferentes formas de vida, participa del pastoreo. En la pregunta sobre el amor personal no se debe mirar a los lados, ni atrás para responder, sino fijar los ojos en Aquel que va por delante, como sucedió entre el Maestro y los discípulos del Bautista, entre Jesús y María Magdalena. Hacer depender la respuesta personal de lo que otros

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hagan es una actitud que el Maestro corrige con firmeza: “Si quiero que este no muera, a ti, ¿qué? Tú, sígueme”. También cabe interpretar que cada uno recibimos, con sorpresa, la pregunta más sorprendente de parte de Jesús: “Y tú, ¿me amas?”, para, afectados por ella, responder libre y generosamente: “Tú sabes que te quiero”.

Sígueme La última palabra que Jesús dirige a Pedro es “sígueme”. En la posible relación con la parábola del buen Pastor, en la que se lee que las ovejas escuchan su voz, y que van detrás de Él: “Cuando ha sacado a todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz” (Jn 10,4). Si unimos que Jesús adelanta su opción de dar la vida –“el buen pastor da su vida por las ovejas” (Jn 10,11)–, a la profecía de cómo será el final del discípulo en el trabajo de apacentar, volvemos a descubrir la transmisión no solo de la tarea, sino la llamada a dar la vida por las ovejas. “Le dice Jesús: «En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras»”. En estas palabras, se comprende el paralelismo que establece el mismo Maestro entre su misión y la que confía al apóstol. El Pastor ha entregado su vida por salvar a sus ovejas. Si Jesús se ha legitimado con las obras que ha hecho, los que nos preciamos de ser del grupo de los creyentes en Él, no podremos enorgullecernos de nuestra identidad gratuitamente, sin dar los frutos que garanticen la coherencia de nuestra fe. Se puede decir que la catequesis del Cuarto Evangelio se resume y concentra en el capítulo veintiuno de san 204

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Juan. El seguimiento, al que Jesús llama definitivamente a Pedro, concentra toda la respuesta del discípulo: dar la vida. La invitación al seguimiento se produce después de profesar el amor. No se puede mantener solo por el esfuerzo, es respuesta a la llamada recibida. Sigue a una declaración de amor. El seguimiento es una bendición cuando se ama. No obedece al proyecto de conquistar una meta, sino a la fuerza del corazón enamorado. En el Evangelio se plantea como respuesta a una invitación, y no como voluntarismo costoso. Es la vocación de ir detrás de una persona, de vivir como ella y con ella. Oración

agradecida

Ando, Señor, buscando mi sendero, y Tú te revelas camino y bordón del peregrino. Miro a mi tierra, por ver la cosecha y Tú te has hecho su fruto y su viñedo. ¿Cómo saber si avanzo seguro y no quiebro? Y Tú me respondes, “Yo soy el Pastor y el Cordero”. Exhausto avanzo por mi desierto. Tú vienes a mí en trigal y pan tierno. La noche me deja insomnio y fatiga. Tú colmas mis redes desde la orilla. Camino a tientas, buscando tu rostro, enamorado. Y te oigo llamar a mi puerta, al alba. Tú eres Verdad, sendero y posada. Tú eres Vida, pan vivo y agua. Tú eres Puerta, aprisco y pasto Tú eres la Vid, el vino y su dueño. Tú eres Señor, amigo y maestro.

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Tú eres Amor, perdón, y el buen puerto. Tú eres mi todo, mi bien y mi destino. Tú eres mi Dios, humano y compañero. Amén. Cracovia, 21 de julio de 2012

Conclusión “Después de haber comido, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón de Juan, ¿me amas más que estos?» Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis corderos» (Jn 21,15).

Jesús nos llama por el nombre y el apellido, nos conoce, nos ama y nos envía. Él es quien nos busca, como Pastor bueno, Él es quien nos encuentra, y nos restablece en la identidad amiga. Somos enviados a testimoniar el amor recibido y acrisolado. Somos enviados a ser profetas y pastores en medio de la estepa, porque hemos gustado del don que Jesús nos ha hecho de Sí mismo, a las orillas del Mar de Tiberiades. Cuestiones

• ¿ Se podría averiguar tu identidad cristiana por tus obras? ¿Negocias tu identidad cristiana según el ambiente que te rodea? ¿Testimonias la fe con discusiones verbales o apelas con humildad a la coherencia de tu vida? ¿Te atreves a poner tu conducta como aval de tu fe? • ¿Te sientes llamado por Jesús por tu propio nombre? ¿Descubres la delicadeza del Resucitado, que 206

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se hace presente en tu vida en las circunstancias más dolorosas, y te deja sentir, por la paz interior, su presencia amiga? ¿Podrías recordar algún momento de tu historia que de manera paradójica, cuando las circunstancias han sido más difíciles, has sentido, sin embargo, consolación? • ¿Te descubres por el camino que es Cristo? ¿Sigues el sendero que Él te indica? ¿Tienes trato con Él? ¿Se puede decir que conoces su voz y tú te reconoces en la suya? En tu camino espiritual, ¿Cristo es el centro? ¿O das prioridad a métodos, enseñanzas, fórmulas que no son Él explícitamente? • Los que escucharon su nombre, pronunciado por Jesús resucitado, lo siguieron. María abrazó los pies de su Maestro, Tomás lo confesó Señor y Dios; Simón Pedro llegó a morir crucificado. ¿Te sientes del número de los discípulos de Jesús? ¿Te da alegría saberte cristiano?

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Otros libros de

Ángel Moreno, de Buenafuente

A LA MESA DEL MAESTRO Adoración ES240 / 1520-2 / 128 pp. Nos invita a sentarnos a la mesa del Señor, gozar de su cercanía y expresar la relación más justa que tenemos con él: la que reconoce la verdad de quien nos hizo y nos lleva a explicitar una respuesta agradecida. En la adoración nos dejamos mirar por Jesucristo, e interrogarnos por él en un diálogo directo y veraz.

VOY CONTIGO Acompañamiento ES225 / 1467-0 / 2.ª ed. / 160 pp. Disponible también en e-book El acompañamiento espiritual es una mediación humana gratuita que ofrece el privilegio de expresar con palabras la propia conciencia. Dirigido a los que pasan por la prueba de la insatisfacción, este libro es una buena ayuda para todos los que quieren replantearse su vida de oración.

VOZ ARRODILLADA Relación esencial ES212 / 1394-9 / 116 pp. Disponible también en e-book Fruto del silencio y la participación en la Eucaristía, surgen en el orante voces arrodilladas como palabras llenas de sentido porque guardan un mensaje y con las que se podría escribir la biografía de cada uno de nosotros.

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EUCARISTÍA Plenitud de vida ES271 / 1811-1 / 160 pp. Una invitación a descubrir en la Eucaristía no solo el sacramento o el motivo de oración personal, sino la dimensión esencial de quienes desean hacer de su historia un camino de seguimiento de Jesús.

DESIERTOS Travesía de la existencia ES257 / 1650-6 / 144 pp. Disponible también en e-book Cuarenta reflexiones sobre la vida, hilvanadas con el hilo conductor. El autor comparte su experiencia, que puede ser indicador para todos los que buscan o necesitan algunos apoyos en su camino, tantas veces semejante a la andadura del pueblo de Dios por el desierto.

HABITADOS POR LA PALABRA Lectura sapiencial ES249 / 1580-6 / 136 pp Disponible también en e-book Recorre el itinerario de la lectio divina para, siguiendo los distintos pasos –disposición previa, travesía, silencio, acompañamiento, respuesta, mesa y posada, consolación, adoración y misión–, quedar sumergido en la conciencia de saberse habitado.

PALABRAS ENTRAÑABLES Déjate amar ES190 / 1284-3 / 7ª ed. /116 pp. El autor presenta “Palabras entrañables” en las que transmite en clave de relación personal y amorosa con Dios, gestos de su amistad con nosotros. El lector se encontrará con un Dios, cariñoso, que solo tiene en la boca una petición: “Déjate amar”.

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COLECCIÓN “ESPIRITUALIDAD” libros publicados AGUADO, A.: La gracia de hoy. Introducción y selección de Mª J. Segovia. ALBAR, L.: Descenso a las profundidades de Dios. ÁLVAREZ, E. y P.: Te ruego que me dispenses. Los ausentes del banquete eucarístico. AMEZCUA, C. y GARCÍA, S.: Oír el silencio. Lo que buscas fuera lo tienes dentro. ANGELINI, G.: Los frutos del Espíritu. ASI, E.: El rostro humano de Dios. La espiritualidad de Nazaret. AVENDAÑO, J. M.ª: La Hermosura de lo pequeño. — Dios viene a nuestro encuentro. BALLESTER, M.: Hijos del viento. BEA, E.: Maria Skobtsov. Madre espiritual y víctima del holocausto. BEESING, M.ª y otros: El eneagrama. Un camino hacia el autodescubrimiento. BIANCHI, G.: Otra forma de vivir. BOADA, J.: Fijos los ojos en Jesús. — Mi única nostalgia. — Peregrino del silencio. BOHIGUES, R.: Una forma de estar en el mundo: Contemplación. BOSCIONE, F.: Los gestos de Jesús. La comunicación no verbal en los Evangelios. BOYER, M. G.: Mi casa, el primer lugar de oración. CANOPI, A. M.: ¿Has dicho esto por nosotros? CHENU, B.: Los discípulos de Emaús. CLÉMENT, O.: Dios es simpatía. Brújula espiritual en un tiempo complicado. DANIEL-ANGE: La plenitud de todo: el amor. DOMEK, J.: Respuestas que liberan. EIZAGUIRRE, J.: Una vida sobria, honrada y religiosa. ESTRADE, M.: Shalom Miriam.

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FERDER, F.: Palabras hechas amistad. FERNÁNDEZ-PANIAGUA, J.: Las Bienaventuranzas, una brújula para encontrar el norte. — El lenguaje del amor. GAGO, J.L.: Gracias, la última palabra. GÓMEZ, C. (ed.): El compromiso que nace de la fe. GÓMEZ MOLLEDA, D.: Amigos fuertes de Dios. — Pedro Poveda, hombre de Dios. — Cristianos en una sociedad laica. GRÜN, A.: Buscar a Jesús en lo cotidiano. — Evangelio y psicología profunda. — La mitad de la vida como tarea espiritual. — La oración como encuentro. — La salud como tarea espiritual. — Nuestras propias sombras. — Nuestro Dios cercano. — Si aceptas perdonarte, perdonarás. — Su amor sobre nosotros. — Una espiritualidad desde abajo. GUTIÉRREZ, A.: Citados para un encuentro. HANNAN, P.: Tú me sondeas. IZUZQUIZA, D.: Rincones de la ciudad. Orar en el camino fe-justicia. JÄGER, W.: En busca del sentido de la vida. JOHN DE TAIZÉ: El Padrenuestro... un itinerario bíblico. LAFRANCE, J.: Cuando oréis decid: Padre... — El poder de la oración. — El Rosario. Un camino hacia la oración incesante. — La oración del corazón. — Ora a tu Padre. LAMBERTENGHI, G.: La oración, medicina del alma y del cuerpo. LOEW, J.: En la escuela de los grandes orantes. LÓPEZ VILLANUEVA, M.: La voz, el amigo y el fuego. LOUF, A.: El Espíritu ora en nosotros.

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— A merced de su gracia. — Mi vida en tus manos. — Escuela de contemplación. LUTHE, H. y HICKEY, M.: Dios nos quiere alegres. MANCINI, C.: Escuchar entre las voces una. MARIO DE CRISTO, S.: Dios habla en la soledad. Diálogos sobre la vida espiritual. MARTÍN, F.: Rezar hoy. MARTÍN VELASCO, J.: Testigos de la experiencia de la fe. MARTÍNEZ LOZANO, E.: El gozo de ser persona. — ¿Dios hoy? Creyentes y no creyentes ante un nuevo paradigma. — Donde están las raíces. — Nuestra cara oculta. Integración de la sombra y unificación personal. MARTÍNEZ MORENO, I.: Guía para el camino espiritual. Textos de Ángel Moreno de Buenafuente. MARTÍNEZ OCAÑA, E.: Cuando la Palabra se hace cuerpo… en cuerpo de mujer. — Cuerpo espiritual. — Buscadores de felicidad. — Te llevo en mis entrañas dibujada. MARTINI, C. M.: Cambiar el corazón. — La llamada de Jesús. MATTA EL MESKIN: Consejos para la oración. Introducción de Jaume Boada. MAURIN, D.: Un camino hacia Dios. MERLOTTI, G.: El aroma de Dios. Meditaciones sobre la creación. MONJE DE LA IGLESIA DE ORIENTE, UN: Amor sin límites. MORENO DE BUENAFUENTE, A.: A la mesa del Maestro. Adoración. — Buscando mis amores. — Eucaristía. Plenitud de vida. — Desiertos. Travesía de la existencia. — Habitados por la palabra. — Palabras entrañables — Voy contigo. Acompañamiento. — Voz arrodillada. Relación esencial. MOROSI, E.: ¿Cuánto falta para que amanezca? La “noche” en nuestra vida. OSORO, C.: Cartas desde la fe.

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— Siguiendo las huellas de Pedro Poveda. PACOT, S.: Evangelizar lo profundo del corazón. — ¡Vuelve a la vida! PAGLIA, V.: De la compasión al compromiso. La parábola del buen samaritano. PÉREZ PRIETO, V.: Con cuerdas de ternura. POVEDA, P.: Amigos fuertes de Dios. — Vivir como los primeros cristianos. RAGUIN, Y.: Plenitud y vacío. El camino zen y Cristo. RECONDO, J. M.: La esperanza es un camino. RIDRUEJO, B. M.ª: La llevaré al silencio. RODENAS, E.: Thomas Merton, el hombre y su vida interior. RUPP, J.; Dios compañero en la danza de la vida. SAINT-ARNAUD, J.-G.: ¿Dónde me quieres llevar, Señor? SAMMARTANO, N.: Nosotros somos testigos. SEGOVIA, M.ª J.: La gracia de hoy. SEQUERI, P .A.: Sacramentos, signos de gracia. SOLER, J. M.: Kyrie. El rostro de Dios amor. STUTZ, P.: Las raíces de mi vida. Admiración, libertad, reconciliación. TEPEDINO, A. M.ª: Las discípulas de Jesús. TOLIN, A.: De la montaña al llano. Claves para el encuentro con Jesús. TRIVIÑO, M.ª V.: La oración de intersección. URBIETA, J. R.: Treinta gotas de Evangelio. VAL, M.ª T.: Orantes desde el amanecer. VILAR, E.: La oración de contemplación en la vida normal de un cristiano. ZUERCHER, S.: La espiritualidad del eneagrama.

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