Breve Historia De La Linguistica Estructural

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ESTRUCTURAL BREVE HISTORIA DE LA LINGÜÍSTICA ESTRUCTURAL BR E

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Una introducción clara y rigurosa a una de las grandes corrientes de la Lingüística, en

la que se explican las razones por las que las ideas estructuralistas siguen ocupando en la actualidad un lugar preeminente en el estudio de la disciplina. Para los estructuralistas, el lenguaje es un sistema autónomo y altamente organizado, cuya historia sería la de un conjunto de cambios sucesivos desde un estadio del sistema a otro diferente. Esta idea tiene sus orígenes en el siglo xix y fue desarrollada en el xx por Saussure y por sus discípulos, incluidos los lingüistas que integraron la escuela lidera­ da por Bloomfield en Estados Unidos. Merced, en particular, a la obra de Chomsky, el estructuralismo ha conservado buena parte de la influencia que llegó a tener. En esta obra, Peter Matthews examina sus comienzos y analiza el papel fundamental que desempeñó en el estudio de los sistem as de sonidos de las lenguas y de los pro­ blemas inherentes a los cambios experimentados por dichos sistem as. A lo largo de sus capítulos, no sólo discute las diversas teorías planteadas acerca de la estructura global de las lenguas, sino también la «revolución chom skyana», que tuvo lugar en la década de los años cincuenta del pasado siglo, a sí como las teorías de carácter estructuralista que se han propuesto acerca del significado. Peter M a tthe w s

es catedrático de Lingüística en la Universidad de Cambridge. Entre sus publica­

ciones cabe destacar Syntax (1981), Morphology (2.- edición, 1991) y Grammatical Theory in the United States: From Bloomfield to Chomsky (1993).

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PETER MATTHEWS C atedrático de Lingüística, Universidad de Cambridge

Breve historia de la Lingüística estructural Traducción de Antonio Benítez Burraco

Diseño interior y cubierta: R A G

R eserv ad o s todos los derechos. D e acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del C ó d ig o Penal, p o d rá n ser castigados c o n penas de m ulta y privación de lib ertad quienes rep ro d u zcan sin la preceptiva au to riz a ció n o plagien, en to d o o en parte, u n a obra literaria, artística o científica, fijada en cu alquier tip o de soporte.

T ítu lo original: Λ Short H istory o f Structural Linguistics

© Peter M atth ew s, 2001 Publicada o rig in alm e n te p o r T h e Press S yndicate o f the U niversity o f C am b rid g e © E d icio n es Akal, S. A ., 2009 para lengua española S ecto r Foresta, 1 28760 Tres C antos M ad rid - España Tel.: 918 061 996 Fax: 91 8 044 028

w w w .a k a l.c o m ISBN : 9 7 8 -8 4 -4 6 0 -2 2 9 9 -2 D e p ó sito Legal: M -3 3 .43 6 -2 0 0 9 Im preso en Cofas, S.A . M óstoles (M adrid)

En recuerdo de R. H. R. (1921-2000)

Prefacio

Terminé de escribir el último capítulo de los que integran este libro el mismo día en que fue encontrado muerto Bobby Robbins, autor de una Breve historia ele la Lingüística que ha sido objeto de admiración durante los últimos treinta años. Desde la tristeza por su pérdida, y como prueba de afecto, quisiera dedicar este li­ bro, de título bastante parecido, a su recuerdo. En un primer momento, no estaba del todo seguro acerca del modo más adecuádo de escribir una historia como ésta, en particular, de hasta qué punto debe­ ría mostrarme selectivo y, en consecuencia, cuál debía ser la longitud apropiada de la misma. Por los consejos que me brindó en esos momentos iniciales, quisie­ ra manifestar mi especial agradecimiento a Jeremy Mynott y, en un sentido que ellosf sabrán entender, a mis colegas editores de la serie Cambridge Textbooks in Linguistics [Libros de texto sobre Lingüística de la Universidad de Cambridge]. Las conversaciones que mantuve con Kasia Jaszczolt me sirvieron particularmen­ te para aclarar mis ideas en diversos momentos del proceso de redacción del libro. Quisiera, asimismo, dar las gracias a Andrew Winnard por haber sabido espe­ rar pacientemente a que la obra estuviese acabada.

Introducción

¿Qué es la «Lingüística estructural»? ¿Siguen aceptando hoy día la mayoría de los lingüistas sus principios? ¿O resulta que sólo creen ya en ellos algunos ancianos que se aferran a las ideas que estaban de actualidad cuando eran jóvenes? ¿Quién de entre los especialistas que se han ocupado del lenguaje en el siglo xx fue o es un estructuralista? ¿Y a quién, por tanto, no cabría aplicársele este calificativo? Podría parecer, en primera instancia, que es el primero de estos interrogantes el que reviste la mayor importancia. Siendo así, cabría comenzar preguntándonos por lo que queremos decir, en líneas generales, cuando empleamos el término «es­ tructuralismo». Existen, o han existido, «estructuralistas» en diversos campos del co­ nocimiento, como, por ejemplo, en el de la Antropología pero, asimismo, en otras disciplinas además de la Lingüística, como puede ser el caso de la Crítica literaria y de la Psicología. ¿Qué es, por tanto, lo que tienen en común estos investigadores y qué es lo que los distingue de otros teóricos de dichas disciplinas o de otros es­ pecialistas que se dedican a ellas de una manera práctica? Si lográsemos responder a esta pregunta, habríamos conseguido también identificar una serie de principios generales a los que se adhieren los estructuralistas y, una vez logrado esto, estaría­ mos en condiciones de plantearnos de qué modo se aplican dichos principios al es­ tudio del lenguaje. A partir de este punto, podríamos ya deducir aquellos otros prin­ cipios que debería satisfacer específicamente una «Lingüística estructural» y, por consiguiente, estaríamos en condiciones, asimismo, de determinar cuáles son los lingüistas que los suscriben actualmente o cuáles son los que los han defendido en algún momento dado. Pero, en realidad, el hecho de proceder de este modo sólo ter­ minaría conduciéndonos a un estado de perplejidad y de confusión. Y la razón para ello es que diversas voces autorizadas han definido el «estructuralismo», tanto en líneas generales como en su variante aplicada a la Lingüística, en lo que, a primera vista, parecen modos muy diferentes. Existen, incluso, lingüistas que serían estruc­ turalistas según muchas de estas definiciones, pero que rechazarían categóricamen­ te el hecho de que se los tildara de tales. Para empezar, podría ser conveniente examinar las definiciones que cabe encon­ trar a este respecto en diccionarios no especializados. En lo que concierne al «es­ tructuralismo», en general, lo más habitual es que se distingan dos acepciones dife­ rentes de este término. Así, en el Collins de un sólo volumen (publicado en 1994, aunque la edición original es de Hanks, 1979), la definición que da del término en su acepción de «estrategia de análisis lingüístico» (segundo significado) difiere de la que se ofrece en su acepción de «estrategia de análisis empleada en Antropología y en otras ciencias sociales, así como en Literatura» (primer significado). Para un lec­ tor que desconozca los problemas a los que ha tenido que hacer frente el editor del diccionario, no resulta obvio en modo alguno cuál es la relación que existe entre am­ bos significados. En Antropología o en Literatura, el estructuralismo constituye una

Breve historia de la Lingüística estructural estrategia de análisis que «interpreta y analiza el material del que se ocupa en tér­ minos de oposiciones, contrastes y estructuras jerárquicas», especialmente «en el sentido en que podrían reflejar características mentales o principios organizativos universales». La entrada nos sugiere, además, comparar el término «estructuralis­ mo» con la voz «funcionalismo». En el caso de la Lingüística, por el contrario, se trataría de una estrategia que «analiza y describe la estructura del lenguaje, abstrayéndolo de sus aspectos comparativos e históricos». La siguiente entrada define la «Lingüística estructural» en unos términos que cabe considerar en parte diferen­ tes, pero en parte también como más detallados. Se trataría, en primer lugar, de una «estrategia descriptiva de análisis sincrónico o diacrónico del lenguaje». Ahora bien, un análisis «diacrónico» es precisamente un tipo de análisis que se ocupa de cuestiones «históricas», y en aquellos casos en los que constituyen la fuente de nues­ tro conocimiento de la historia, también de aspectos «comparativos». Este análisis, continúa diciendo el diccionario, «se basa en la estructura del lenguaje que resul­ ta de la conjunción de una serie de unidades irreducibles, las cuales consisten en rasgos fonológicos, morfológicos y semánticos». Una afirmación de este calibre pa­ rece implicar que las unidades que postulan los lingüistas estructurales son necesa­ rias y únicamente de estos tres tipos. El New Shorter Oxford English Dictionary [Nuevo diccionario abreviado de Oxford de la lengua inglesa] (Brown, 1993) distingue dos significados principa­ les de la voz «estructuralismo»: uno que se refiere a la Psicología de comienzos del siglo X X (compárese con lo recogido en el Collins bajo el término «Psicología estructural»), y otro que abarca a las restantes disciplinas, si bien se aportan a este respecto tres sentidos más específicos (2[a], 2[b] y 2[c]) que conciernen, respec­ tivamente, a la Lingüística, a la Antropología y a la Sociología y que, en líneas ge­ nerales, suponen definir el estructuralismo como «un método analítico aplicado a la crítica textual». Según este segundo sentido general, el estructuralismo sería «cualquier teoría o método que se ocupa de las estructuras que conforman, y de las interrelaciones que mantienen, los elementos de un sistema dado, y que considera a dichas estructuras y a dichas relaciones como más importantes que los propios elementos que integran el sistema». Pero cabría ver, asimismo, en el estructuralis­ mo, según postula una definición secundaria o subsidiaria del término, «cualquier teoría que se ocupa del análisis de las estructuras superficiales de un sistema en tér­ minos de su estructura subyacente». Así pues, y en lo que concierne específicamen­ te a la Lingüística (acepción 2[aJ), por estructuralismo podría entenderse «cualquie­ ra de las teorías que conciben el lenguaje como un sistema integrado por unidades que se encuentran interrelacionadas entre sí a diversos niveles», especialmente, aña­ de la definición, «tras los trabajos de Ferdinand de Saussure». En esta entrada no se menciona en ningún momento las palabras «diacronía» o «sincronía». Sin embar­ go, bajo la entrada «estructural» (en la voz colocaciones especiales) se define la «Lin­ güística estructural» en unos términos que recuerdan a los empleados en la defini­ ción que el Collins hacía de «estructuralismo», cuando se afirma que se trata de «la rama de la Lingüística que se ocupa del lenguaje en tanto que un sistema constitui­ do por elementos interrelacionados, pero sin hacer referencia alguna a su desarrollo histórico». Así pues, cabe afirmar que el estructuralismo en Lingüística tendría, una vez más, un carácter no diacrónico. Pero del mismo modo, uno no termina de tener claro el sentido de esa referencia a la estructura superficial y a la estructura sub­ yacente. El término «subyacente» se menciona, en concreto, en la definición que con­

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cierne específicamente a la Antropología, y en particular, en relación con las teo­ rías de Claude Lévi-Strauss (en tanto que «todo aquello relacionado con las redes de comunicación y pensamiento que subyace a cualquier comportamiento huma­ no»); sin embargo, el término no aparece en la definición dedicada específicamen­ te a la Lingüística. No obstante, en el suplemento al Oxford English Dictionary [Diccionario de Oxford de la lengua inglesa], que es la fuente de la que se han to­ mado estas definiciones, se afirma que el término «estructural» significa (en su acep­ ción 5a) «todo aquello relacionado o conectado con las estructuras “profundas” que se considera que son las que generan estructuras “superficiales”». Se trata de buenos diccionarios y no será el autor de este libro quien los critique, puesto que difícilmente podría afirmar que la correspondiente entrada del término «estructuralismo» que aparece en su propio diccionario resumido de Lingüística (Matthews, 1997: 356 ss.) resulte más conclusiva o tenga una mayor autoridad. La base de todos nuestros problemas se encuentra realmente en la circunstancia de que los propios lingüistas no aplican todos estos términos de una manera sistemática o coherente. En uno de los análisis más relevantes que se han hecho de esta cuestión, Giulio Lepschy sugiere que la expresión «lingüística estructural» se ha venido em­ pleando con tres sentidos diferentes (Lepschy, 1982 [1970]: 35 ss.), si bien uno de ellos, como subraya, en efecto, el propio Lepschy, resulta prácticamente vacío. El otrcf cuenta con un margen de aplicación tan restringido, que todo lo que se ha ve­ nido considerando generalmente como estructuralismo quedaría fuera de su ámbi­ to de definición. Es el tercero de ellos el que resulta, en tanto que definición, tenta­ doramente general. «En el sentido más amplio del término», que es aquél por el que, comenta Leps­ chy, «toda reflexión acerca del lenguaje ha sido siempre de índole estructural». Así, por ejemplo, en cualquier gramática se identifican unidades, las unidades de una clase determinada se relacionan con otras de su misma o de diferente clase y, me­ diante este tipo de relaciones, que tendrán, en parte, un carácter jerárquico, se van conformando de un modo bastante evidente «estructuras» cada vez mayores. En este sentido, cualquier «análisis sincrónico o diacrónico del lenguaje» (Collins) no puede ser sino «estructural». Por consiguiente, para los propósitos de Lepschy y para los nuestros propios, la primera de las acepciones del término «resulta ser es­ casamente relevante» (1982: 36). El sentido más restringido que da Lepschy al término data de la década de los años sesenta del pasado siglo, cuando el lingüista norteamericano Noam Chomsky comenzó a cuestionar lo que denominó los métodos «taxonómicos» empleados por sus predecesores. El torpedo lanzado por Chomsky iba dirigido específicamente contra una escuela lingüística concreta de los Estados Unidos, a la que en ese mo­ mento se acusó, asimismo, de no ocuparse de otra cosa que no fuesen las «estruc­ turas superficiales» de la lengua, dejando al margen sus «estructuras profundas», lo que aparentemente entraría en contradicción con una de las sugerencias de de­ finición realizadas por uno de los diccionarios a los que se aludió anteriormente. Para Chomsky y para sus seguidores, «estructuralistas» eran, sobre todo, los miem­ bros de dicha escuela. Por tanto, y según algunas caracterizaciones, como la que recoge David Crystal en su The Cambridge Encyclopaedia of Language [Enciclo­ pedia del lenguaje de la Universidad de Cambridge], el término «estructuralista» se usa únicamente para hacer referencia a dicha escuela y el sintagma «lingüísti­ ca estructural(ista)» concierne únicamente a una parcela de dicha disciplina: la que

Breve historia de la Lingüística estructural propugnaban específicamente los lingüistas adscritos a esa comente (Crystal, 1997 [1987]: 412; glosario, 438). El sentido intermedio del término estructuralista haría referencia, en palabras de Lepschy, a «aquellas tendencias del pensamiento lingüístico que durante este siglo [el xx] han intentado de un modo deliberado esclarecer el carácter sistemático y es­ tructural del lenguaje». Esta acepción cuenta, de hecho, con «una aceptación más generalizada» que el sentido más amplio del término por el que dio comienzo su análisis. Pero la formulación por la que opta Lepschy no disipa las dudas acerca de si resulta posible llegar a definir el estructuralismo de un modo preciso. Porque na­ die negará que el lenguaje tiene «un carácter sistemático y estructural», y confor­ me nos adentramos en este nuevo siglo, numerosos estudiosos siguen intentando comprender dicho carácter. Y, sin embargo, Lepschy hace referencia a tendencias dentro de la Lingüística que «trataron», y recurre a un tiempo verbal de pasado, de lograrlo. ¿Qué es lo que tales tendencias, que por implicación resultan ser caracte­ rísticas del siglo xx, tenían específicamente en común? ¿Cuáles fueron los hallaz­ gos concretos o los modos particulares de alcanzar dicho conocimiento que nos lle­ van a distinguirlas de otras tendencias que no son «estructurales»? El Survey o f Structural Linguistics [Panorama ele la Lingüística estructural] de Lepschy es el mejor libro de su clase y mi intención no es la de encontrarle defec­ tos. Lo cierto es que de todo lo discutido anteriormente, debe quedar claro que, en buena medida, es preciso definir el estructuralismo en términos históricos. La ex­ presión «lingüística estructural» data, como veremos a continuación, de finales de los años treinta del siglo xx, y hacía referencia originalmente a un movimiento in­ telectual que por aquel entonces ya se encontraba bien consolidado, si bien no contaba con un líder único, ni tampoco con un conjunto de principios plenamente uniformes. A ojos de la mayor parte de los europeos del continente, su fundador había sido Ferdinand de Saussure, cuyas lecciones sobre Lingüística general (el Cours de linguistique générale [Curso de Lingüística general] se habían reconstrui­ do y publicado tras su muerte en 1913, de ahí la referencia que se hace específi­ camente a él en el Nuevo diccionario abreviado ele Oxford ele la lengua inglesa. Sin embargo, ni «estructural» ni «estructuralismo» son términos que emplee Saus­ sure. Por consiguiente, no cabe afirmar de él que hubiese sentado los principios del «estructuralismo» con este nombre; por otro lado, las ideas que Saussure había ex­ puest o las estaban también desarrollando por esa época, y en diversas direcciones, diferentes investigadores, los cuales todos podrían reclamar razonablemente para sí el título de discípulos suyos. En los Estados Unidos, por el contrario, los lingüis­ tas que eran jóvenes a finales de los años treinta se vieron influidos, ante todo, por la figura del Leonard Bloomfield, cuya gran obra Language [El lenguaje] había aparecido en la primera mitad de esa década. Pero tampoco él habló nunca de «es­ tructuralismo». Tampoco puede afirmarse que la teoría que propugnaba Bloom­ field coincidiese por completo con la de Saussure. En el momento en que el mo­ vimiento recibe por fin esta denominación, ya es posible distinguir las diversas «tendencias» (en plural) a las que hace referencia Lepschy. Sin embargo, en tanto que movimiento en sentido amplio, el estructuralismo existió claramente. Los «estructuralistas» en general, fuesen cuales fuesen sus opi­ niones concretas, fueron tildados de tales, en bloque, por sus críticos; y entre los pro­ pios estructuralistas existió siempre una suerte de unidad. Un partido político, si se nos permite recurrir a un símil obvio, incluye muchas corrientes de opinión y,

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una vez más, resultaría difícil precisar con exactitud cuáles son las creencias que todos sus miembros comparten, de una etapa a otra posterior, o incluso en un mis­ mo periodo. Pero las tendencias que existen en su seno forman una red de intere­ ses compartidos y de inspiraciones comunes, dentro de la cual encuentran acomo­ do, en mayor o menor medida, todos los que pertenecen a él. Con los movimientos intelectuales, como es el caso del estructuralismo, sucede a menudo lo mismo. ¿O quizá deberíamos decir en este caso que «sucedía» lo mismo? Lepschy re­ curre de nuevo al pasado verbal, a pesar de que hace ya más de treinta años que escribió su libro. Sin embargo, algo más adelante habla de las teorías de Chomsky, que por aquel entonces se habían convertido en la idea dominante de la disciplina, como de unas teorías que, desde su punto de vista, cabía considerar como «herede­ ras de [...] la Lingüística estructural» y como «uno de sus desarrollos más intere­ sante». No cabe duda de que a finales de la década de los años sesenta, el sentido de la unidad de partido se había perdido, al menos en los Estados Unidos y en lo que atañe al propio Chomsky y a la generación que lo había precedido. Pero esto implicaría también que el estructuralismo, al menos en el sentido amplio del tér­ mino, había entrado en una nueva fase. ¿Se ha producido desde entonces una rup­ tura real? ¿O representan las ideas que la mayor parte de los especialistas de hoy en día tienen acerca de lo que Lepschy denomina «el carácter sistemático y estructu­ ral del lenguaje»: una continuación de la tradición que había dominado en épocas anteriores? Retomaré estas cuestiones en el último de los capítulos del libro, pero antes de­ bemos ocuparnos de más de cien años de historia y de las ideas desarrolladas por algunas de las mentes más preclaras que se han ocupado del lenguaje.

Las lenguas

En la mayoría de los diccionarios suele, afirmarse que la Lingüística es «la rama del saber que se ocupa del lenguaje» (Nuevo diccionario abreviado de Oxford de la lengua inglesa) o «el estudio científico del lenguaje» (Collins). Pero para los estruc­ turalistas, la Lingüística ha sido, en bastante mayor medida, el estudio de las lenguas. Esta afirmación ya era cierta en sus comienzos, en el caso de Saussure, y sigue sien­ do válida para muchos estructuralistas ahora que nos encontramos en los albores del siglo X X I. ¿Qué es, entonces, lo que constituye «una lengua»? Resulta sencillo pro­ porcionar ejemplos de lenguas: el inglés es una, el japonés, otra, etc. Pero, ¿en qué consisten las lenguas desde un punto vista genérico? \{olvamos nuevamente a examinar lo que dicen los diccionarios al respecto. Para^el primer editor del Diccionario de Oxford de la lengua inglesa (Murray et al., 1933 [1884-1928]), el significado más inmediato de language [«lengua», aun­ que también «lenguaje»] (§1) era el de «cuerpo completo de palabras y métodos de combinación de palabras empleados por una nación, pueblo o raza»; alternativa­ mente, tongue [«lengua», en cuanto que órgano corporal]. El propio diccionario era, por consiguiente, una caracterización de todo ese «cuerpo completo» de pa­ labras que constituye el lexicón del inglés. La segunda definición (§2) añade un «significado generalizado», a saber, el de «palabras y los métodos de combinarlas para expresar el pensamiento». Pero allí donde Murray veía un «cuerpo», el Nue­ vo diccionario abreviado de Oxford de la lengua inglesa habla de un «sistema». Por language «lenguaje» hay que entender, por consiguiente, «un sistema de co­ municación humana que hace uso de palabras... y de formas determinadas de com­ binarlas»; aunque, añade la definición, language «lengua» es también «cualquier sistema de ese tipo empleado por una comunidad, una nación, etc.» (§ 1a). En el diccionario Collins, language es «un sistema que permite la expresión de pensa­ mientos, sentimientos, etc. merced al uso de sonidos hablados o de símbolos con­ vencionales» (§1); también, y en términos generales (§2), language es «la facultad de hacer uso de ese tipo de sistemas». Todas estas caracterizaciones del término language poseen bastantes elementos en común. En particular, cada lengua con­ creta se encuentra relacionada, bien por definición, bien a través de una asociación de carácter histórico, con una «nación» o con otro tipo de «comunidad». Pero un «sistema» es potencialmente algo más que un «cuerpo». Un «cuerpo», al menos en el sentido del término que Murray debía de haber tenido en mente al escribir dicha entrada, podría describirse merced a un inventario. Un diccionario sería, por tanto, un inventario de palabras que se disponen, por mera conveniencia, siguien­ do un orden alfabético. Y una gramática sería, por su parte, un inventario de los «métodos de combinar» las palabras, dispuestos probablemente según las diferen­ tes clases a las que cabe asignar los distintos tipos de combinaciones. Ahora bien, un «sistema» tampoco consiste simplemente en una colección de componentes in-

Breve historia de la Lingüística estructural dividuales. Supongamos que omitiésemos uno de los elementos que integran un determinado inventario, por poner el caso, la palabra we «nosotros», que forma par­ te del inventario de palabras del inglés. En ese caso, el resto del inventario perma­ necería inalterado. Pero si una lengua es realmente un sistema, entonces, en tanto que componente de dicho sistema, we ha de encontrarse relacionado con otras pa­ labras; la relación más obvia es la que mantiene con I «yo», you «tú, vosotros», us «a nosotros» y con el resto de palabras que tradicionalmente se han denominado pro­ nombres. Si en estas condiciones omitimos we, se producirá necesariamente una modificación de las relaciones que mantienen entre sí los restantes pronombres. Es con este hallazgo básico con el que da comienzo realmente, en las últimas décadas del siglo xix, el estructuralismo. No obstante, y de acuerdo con la mayor parte de los especialistas, el estructuralismo no se desarrollaría por completo has­ ta algo más tarde, en particular, hasta la publicación del Curso de Lingüística ge­ neral de Saussure. Pero, para ese entonces, el hallazgo al que hemos hecho refe­ rencia anteriormente se encontraba ya en la base de los estudios que se estaban llevando a cabo en esos momentos acerca de los sistemas de sonidos, tal como dis­ cutiremos en el próximo capítulo (apartado 3.1). De la misma manera, cabe en­ contrar al menos una formulación programática anterior e independiente a la de Saussure, como es la contenida en una introducción a la Lingüística que se publi­ có en los primeros años de la década de los noventa del siglo xix y de la que era autor el orientalista alemán Georg von der Gabelentz. «Cada lengua», escribe Gabelentz, «es un sistema y la totalidad de las partes que lo constituyen se encuen­ tran interrelacionadas e interactúan entre sí orgánicamente» («Jede Sprache ist ein System, dessen sammtliche Theile organisch zusammenhángen und zusammenwirken»). Así, en lo que concierne al ejemplo que propusimos anteriormente, we se encontraría relacionado e interactuaría no sólo con I y con yon, sino, directa o indirectamente, con la totalidad de los restantes elementos del sistema más amplio del que forman parte los pronombres. «Se tiene la impresión», continúa Gabelentz, «de que ninguna de estas partes puede faltar o puede ser diferente a cómo es sin que se produzca una alteración de la totalidad del conjunto» («Man ahnt, keiner dieser Theile dürfte fehlen oder anders sein, ohne dass das Ganze verándert würde») (Gabelentz, 1901 [1891]: 481). Así pues, si no existiese el pronombre we, las repercusiones de este hecho se extenderían a la totalidad de la lengua inglesa. Por expresarlo siguiendo una famosa fórmula saussureana, una lengua es «un sistema en el que todo se mantiene unido» («un système où tout se tient»). Cámbiese, una vez más, cualquiera de los elementos que lo integran y el sistema se volverá dife­ rente a como es en ese momento. De los orígenes de esta fórmula se ha ocupado Konrad Koerner en un ensayo en el que analiza las conexiones existentes entre Saussure y el indoeuropeísta francés Antoine Meillet. Según Koerner, la autoría de dicha fórmula, al menos so­ bre el papel, no corresponde a Saussure. Meillet era aún un jovéen investigador en la década de los años ochenta del siglo xix, pero había asistido a las clases impar­ tidas por Saussure en París y, hacia 1893, él mismo estaba afirmando ya que las unidades sonoras de cualquier idioma («les divers éléments phonétiques de cha­ que idiome») constituyen un sistema de este tipo. Cualquiera que haya intentado aprender la pronunciación de una lengua extranjera podrá percatarse de esta cir­ cunstancia, señalaba, Meillet. Pero de la misma manera, lo anterior debería apli­ carse a los niños que están aprendiendo su lengua materna: «Cuando un niño está

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aprendiendo a hablar, no asimila una articulación aislada, sino la totalidad del sis­ tema» («Or l ’enfant, en apprenant à parler, s’assimile non une articulation isolée, mais l’ensemble du Systeme»), ICoerner cita este pasaje (1989 [1987]: 405), pero no menciona a Saussure. Sin embargo, esta formula casa de un modo tan admirable con las ideas desarrolladas por Saussure en su Cours de linguistique générale, que, como señala también Koerner, se citó en adelante como si el propio Saussure fuese el autor de la misma. Así, para el lingüista ruso N. S. Trubetzkoy, cuyos escritos datan de los primeros años de la década de los treinta del pasado siglo, esta concep­ ción de la lengua constituía uno de los principios básicos enunciados por Saussure (Trubetzkoy, 1933:241; asimismo 243, en donde se recoge dicha formulación como si se tratase de una cita literal). Al igual que Meillet, Saussure era un estudioso del indoeuropeo, la vasta familia lingüística que vincula la mayoría de las lenguas europeas con la mayor parte de las habladas en el área comprendida entre Persia y el sur de la India. Ya desde co­ mienzos del siglo xtx, se había logrado demostrar que todas ellas se habían desa­ rrollado a partir de una misma lengua, que se habría hablado en épocas prehistóri­ cas. Pero no fue hasta la década de los años setenta de ese siglo, precisamente en la época en la que Saussure estaba estudiando en Leipzig cuando, en buena medida en la,propia Leipzig, se logró reconstruir de un modo satisfactorio la estructura de dichrf lengua. Dicha estructura no se correspondía con la de ninguna lengua de la que existiesen registros históricos: no era la del latín, ni siquiera la del griego, como se había seguido asumiendo hasta la década anterior en relación con varias cuestiones relevantes, la del sánscrito, la antigua lengua de los hindúes. Ahora bien, este proceso de reconstrucción tampoco había consistido en una mera cuestión de comparar diferentes unidades entre sí. Lo que se había logrado reconstruir era pre­ cisamente la estructura de la lengua. El primer libro de Saussure, escrito en Leipzig, constituyó una llamativa contribución a este empeño. Por consiguiente, merece la pena, en atención a nuestros objetivos, examinar algunos de los detalles más rele­ vantes de esta cuestión. Comencemos con un problema específico que Saussure podía considerar ya como resuelto. En griego antiguo, por ejemplo, el acusativo singular acaba habi­ tualmente en -n: así, hodó-n «carretera» u oikíá-n «casa». Por su parte, en latín lo hace en -m (dominu-m «señor» o puella-m «niña»), como sucede también en sáns­ crito (devá-m «dios»). Sin embargo, en griego el acusativo singular también puede acabar en -a, como ocurre en las palabras correspondientes a «madre» y a «padre» (méíéra y patéra, respectivamente). ¿Se trata simplemente de una irregularidad, que lleva a declinar de un modo anómalo determinados sustantivos griegos? A pri­ mera vista, ese parece ser el caso, como parece sugerir el hecho de que en latín, por poner el caso, las formas correspondientes sigan acabando en -m (matre-m, patre-m). Pero supongamos, como hipótesis de trabajo, que, en la lengua prehistó­ rica a la que hicimos referencia anteriormente, la terminación de acusativo singu­ lar hubiese sido en todos los casos *-m. La terminación se ha señalado con un as­ terisco para indicar que se trata de una forma reconstruida y no, por ejemplo, de la -m histórica atestiguada realmente en latín. En todo caso, podemos asumir que la consonante habría tenido, desde el punto de vista fonético, una articulación na­ sal, que se preservó tanto en la -m del latín dominu-m como en la -n del griego hodó-n. Supongamos asimismo, también como hipótesis, que el elemento fonético *-m no hubiese sido tenido ni un carácter únicamente vocálico, ni una naturaleza

Breve historia de la Lingüística estructural simplemente consonantica, sino que hubiese sido capaz de acompañar a una vo­ cal para constituir una sñaba (consonante + vocal + m, m + vocal, etc.), pero tam­ bién de ocupar la posición correspondiente a las vocales dentro de la sílaba (con­ sonante + m, o consonante + m + consonante). Cabría afirmar que su comportamiento se habría asemejado, a este respecto, al que manifiesta actualmente, por ejemplo, la «n» en el inglés hablado, que es capaz de constituir una sílaba con «t» sin que intervenga ningún sonido vocálico, como ocurre, si nos atenemos al modo en que se pronuncia, en una palabra como [bAtn] (button «botón») o [bAtnhaul] (buttonhole ‘ojal’). En ese caso, la aparente irregularidad cobraría pleno sentido. Así, en la for­ ma prehistóricamente subyacente a una palabra como, por ejemplo, hodón, la ter­ minación *-m habría aparecido tras una vocal y habría dado lugar en griego a una -n. En la forma subyacente a, por poner el caso, météra, la *-m habría estado si­ tuada tras una consonante (consonante + m). En este contexto se habría transfor­ mado, en cambio, en -a. En la caracterización de esta época que estoy llevando a cabo me he basado en buena medida en la magistral historia de la Lingüística del siglo xix escrita por Anna Morpurgo Davies (1998 [1994]: capítulo 9); conviene dejar constancia a este respecto que la solución esbozada anteriormente constituye uno, entre otros muchos, de los diversos aspectos inherentes a una hipótesis más amplia desarro­ llada por Karl Brugmann y Hermann Osthoff (Morpurgo Davies, 1998:242 ss.). Pero lo que debe quedar claro a estas alturas es que el argumento no afecta exclu­ sivamente a una unidad concreta. El hecho en sí de que la lengua prehistórica con­ tuviese un sonido *-/» no era lo verdaderamente relevante; después de todo, resul­ taba algo bastante obvio, en particular cuando aparecía al comienzo de una sílaba, merced a la existencia de series de palabras como las integradas por los términos correspondientes a «madre» o «miel» (en griego méli, en latín ¡nel), y así, sucesiva­ mente. Lo especialmente relevante en este caso concierne a las relaciones que, se­ gún se postulaba, *-m habría mantenido con otras unidades. Dichas relaciones re­ visten un carácter más amplio que las propias de una unidad concreta, como podría ser la m latina que se habría desarrollado hipotéticamente a partir de ella. Sin em­ bargo, teniendo en cuenta su papel como forma reconstruida, resultaba posible ex­ plicar, recurriendo a diferentes desarrollos históricos, en lenguas distintas y en di­ versas posiciones dentro de la sílaba, algo que de otra manera habría seguido siendo un enigma. El siguiente paso, o lo que desde un punto de vista retrospectivo parece más ló­ gico considerar como el siguiente paso, fue el de proponer determinadas unidades de la lengua prehistórica que no estaban directamente atestiguadas. En griego, y en virtud de la hipótesis que esbozamos anteriormente, *m habría cambiado, en posición vocálica, a a. O para ser más exactos, se habría fusionado con ella. En otras palabras, si partimos de unas evidencias directas como pueden ser mêtéra y otras formas semejantes, no podemos concluir que haya existido en esa posición otra cosa que no sea una a. Pero si una determinada unidad puede perder su iden­ tidad en una posición concreta, entonces puede perderla igualmente en todas ellas. Si esto le ocurre a uno sólo de los miembros de una determinada familia lingüís­ tica, las evidencias de que algo así ha sucedido sólo aparecerán cuando las formas en las que debería haber estado presente dicho elemento se comparen con las for­ mas correspondientes de otras lenguas pertenecientes a dicha familia. Sin embar­ go, algo así también podría suceder, merced a una serie de cambios relacionados

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o independientes, en la totalidad de los miembros de la familia de los que tenemos constancia actualmente. Cabe preguntarse, entonces, si en estas circunstancias si­ gue siendo posible lograr su reconstrucción. Fue Saussure el primero en responder afirmativamente a esta cuestión. En el caso de *m, la evidencia a la que hemos recurrido es la de la irregularidad, en par­ ticular, la que supone en una lengua como el griego la terminación -a de acusati­ vo singular, en palabras como mëtér-a, en comparación con la terminación -n que aparece en palabras como, por ejemplo, hodó-n; aunque también lo sería la que se advierte al comparar lenguas diferentes, como sucede con la -a de mëtéra y la -m que aparece en una palabra latina como matrem. Sea como fuere, y siguiendo un razonamiento esencialmente semejante, resulta posible explicar un amplio con­ junto de irregularidades, muchas de las cuales no parecen guardar relación entre sí a primera vista, si se postula la existencia de lo que los especialistas en indoeu­ ropeo denominan elementos «laringales». En griego, por ejemplo, el verbo que sig­ nifica «poner» presenta una e larga (ë) en algunas de sus formas, mientras que ma­ nifiesta una e breve (e) en otras; basta comparar la forma verbal ti-thë-mi «yo pongo» (thë-) con la forma adjetival the-tós «puesto» (the-). La explicación histó­ rica de este fenómeno radica, en parte, en la hipótesis de que en la lengua prehis­ tórica habrían existido otros elementos adicionales capaces de aparecer en cualquie/posición dentro de la sílaba. Algunos de ellos, como sucedía con *m, se han logrado atestiguar directamente. Así, por ejemplo, en el caso de la palabra griega leíp-ó «dejo atrás» la i deriva hipotéticamente de una *y postvocálica ('*leyp-), mien­ tras que en una palabra como é-lip-on «dejé atrás» derivaría de esa misma unidad *y, aunque en posición vocálica (*lyp-). Sin embargo, de otros elementos no exis­ tía traza directa, al menos en las lenguas indoeuropeas conocidas en la década de los años setenta del siglo xix. Pero supongamos que en la lengua prehistórica la forma correspondiente a «poner» hubiese contado con un elemento de esa naturale­ za. No disponemos de evidencia alguna acerca de su carácter fonético. Lo único que estamos afirmando es que casaría adecuadamente con un determinado sistema de relaciones. Así pues, en la forma que subyace al término griego thë-, dicho elemen­ to (podemos denominarlo recurriendo a un símbolo especial, *H) habría aparecido en posición postvocálica: *theH-, Debido a un cambio fonético subsiguiente, *eH se habría convertido en griego en é. En el caso de the-, la forma subyacente habría sido hipotéticamente *thH~; por consiguiente, en posición vocálica, *H se habría con­ vertido en e. La variación entre *theH-, que se transforma en thë-, y *thH-, que se convierte en the-, es, por consiguiente, y al menos en lo que atañe a la forma, exacta­ mente la misma que se advierte, por poner el caso, entre *leyp-, que da lugar a leip-, y *lyp-, que se transforma en lip-. Algunas décadas más tarde se descubrieron vestigios de la lengua hitita en una excavación arqueológica realizada en Turquía; se demostró que se trataba de una len­ gua indoeuropea y en ella se detectaron por primera vez evidencias directas de que las «laringales» como *H habían existido realmente, Pero lo esencial de cuanto he­ mos discutido en el párrafo anterior ya lo había demostrado Saussure hacia fina­ les de los años setenta del siglo xix, en un momento en que este tipo de elemen­ tos sólo tenía carta de naturaleza en tanto que componentes hipotéticos del sistema de sonidos de la lengua prehistórica. En esa época no había sido posible asignarles un valor fonético concreto, como sí había sido factible en el caso *m. La hipóte­ sis que se planteó entonces había consistido simplemente en que cada uno de ellos

Breve historia de la Lingüística estructural constituía una unidad, entre otras muchas, que mantenía determinadas relaciones con otras unidades diferentes dentro de la estructura de la sñaba. Saussure tenía sólo veintiún años cuando su trabajo vio la luz (Saussure, 1879). Por desgracia, fue muy poco lo que publicó después de él y desde la década de los años noventa, cuando regresó de París a su Ginebra natal para ocupar allí una cá­ tedra en la Universidad, casi no publicó nada más. Por consiguiente, hay que mos­ trarse especialmente cautos a la hora de especular acerca del itinerario que habría podido seguir para llegar desde sus trabajos iniciales acerca del indoeuropeo has­ ta las ideas por las que posteriormente alcanzaría la fama. Sea como fuere, lo que se había logrado reconstruir había sido un sistema de relaciones entre unidades. Cada una de las lenguas históricas contaba con un sistema diferente. Por consi­ guiente, lo que había tenido lugar a lo largo del proceso que condujo a la apari­ ción del griego o de cualquier otra lengua a partir de la lengua prehistórica había sido algo más que un mero cambio en el inventario de sus unidades. Es evidente que en el caso de las lenguas históricas el conocimiento que tenemos de ellas se halla vinculado a determinados textos, asociados, a su vez, con comunidades es­ pecíficas, de manera que cabe afirmar que poseen una identidad en el tiempo y en el espacio que es independiente del sistema que puedan conformar las unidades que las integran. Por el contrario, de la lengua prehistórica no sabemos nada más. Está constituida únicamente por el sistema que hemos sido capaces de reconstruir. Vuelvo a repetir que conviene mostrarse cautos a la hora de especular acerca de una cadena de razonamientos que no estamos en condiciones de documentar. En todo caso, lo cierto es que el punto de vista que terminó por adoptar finalmente Saussure no fue sencillamente el de que una lengua posee, o que sus unidades constituyen, un sistema. Como se desprende de la cita de Georg von der Gabelentz que se mencionó anteriormente, una lengua «es», de un modo bastante literal, un sistema: «Jede Sprache ist ein System». De ahí, salvando las distancias, las defi­ niciones de diccionario que citamos al principio de este capítulo. Y de ahí tam­ bién, dos conclusiones inmediatas, ambas expuestas por el propio Saussure. En primer lugar, que si se acepta que las lenguas son sistemas, serían, desde un punto de vista externo, sistemas cerrados. Así, cada una de ellas se caracterizará por contar con un determinado conjunto de unidades básicas y de relaciones entre dichas unidades, y se distinguirá, a su vez, de un modo inequívoco, tanto de otras lenguas diferentes, como de cualquier otra cosa que quede fuera de dicho sistema. Consecuentemente, el estudio de cada lengua individual debe separarse del estu­ dio de cualquier otra lengua concreta; y en lo que concierne a la Lingüística, siem­ pre que se conciba en el sentido más amplio del término, en tanto que investiga­ ción de todos los aspectos relacionados con el habla humana, la parte que se ocupa del análisis de las lenguas individuales deberá constituir una disciplina científica independiente. En palabras de Saussure, existe una «linguistique de la langue» («una lingüística de la lengua»), que es autónoma y cuyo objeto de estudio se ha­ lla limitado a lo que podríamos denominar «los sistemas de las lenguas» o siste­ mas lingüísticos. En segundo lugar, si «todo» en un sistema «se mantiene unido», cualquier cam­ bio que se produzca en él tendrá como resultado la aparición de un sistema nuevo y diferente del anterior. En la lengua indoeuropea prehistórica *m habría estable­ cido, al menos en términos hipotéticos, un determinado conjunto de relaciones. En el proceso que condujo a la aparición del griego, esa *m se habría transformado,

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cuando ocupaba una determinada posición dentro de la estructura silábica, en a. Es posible que esta variación no afectase en sí al inventario de elementos de la len­ gua, pero como consecuencia de dicho cambio, en griego m pasó a establecer un nuevo conjunto de relaciones, los papeles desempeñados por a en la estructura de la lengua variaron, los acusativos de diferentes declinaciones nominales divergie­ ron, etc. Consecuentemente, el estudio de un determinado sistema debería separase de un modo estricto del análisis de las relaciones históricas existentes entre siste­ mas diferentes. Como historiadores, podemos describir los cambios que relacionan, por poner el caso, el sistema del indoeuropeo con el sistema del griego o, por re­ currir a un ejemplo histórico, el sistema del griego tal como se hablaba en la Atenas del siglo V a.C. con el sistema del griego que se habla en la actualidad. En los tér­ minos empleados por Saussure, algo así supondría llevar a la práctica una «lingüís­ tica diacrónica», a saber: un estadio de la lengua en su dimensión temporal. Pero para poder realizar estudios de esa naturaleza, debemos determinar previamente la naturaleza de los sistemas que estamos tratando de poner en relación. Cada sistema es,’como afirmamos previamente, diferente. Por consiguiente, a la hora de inves­ tigar el sistema del griego moderno, por poner el caso, deberíamos desentendemos por completo del sistema del griego hablado en la antigua Atenas o del correspon­ diente al griego hablado en cualquier otro periodo intermedio. De lo que debemos ocuparnos es, simplemente, del sistema tal como que existe en un momento con­ creto. Estaremos practicando, consecuentemente, lo que Saussure denominó una «lingüística sincrónica», es decir, un puro análisis lingüístico del sistema de una de­ terminada lengua, con respecto al cual la dimensión temporal y la dimensión his­ tórica resultan irrelevantes. Pero ha llegado ya el momento de examinar con mayor detalle los contenidos del Cours de Saussure.

2.1. La Lingüística como el estudio de los sistemas

lingüísticos Debemos dejar claro desde el principio que la autoría del libro no corresponde, en sentido estricto, a Saussure. Este impartió tres cursos correlativos sobre Lingüística general entre los años 1906 y 1911, pero como descubrirían sus albaceas literarios, no conservó nota alguna sobre ellas (Saussure, 1972 [1916]: 7). Con lo que con­ tamos es, consecuentemente, como una «recréation» o reconstrucción (9), para la que se emplearon todos los materiales disponibles en ese momento y, en particu­ lar, los apuntes de los estudiantes que habían asistido al tercero de dichos ciclos. En determinados puntos se desconoce la fuente exacta de procedencia del mate­ rial empleado. Si hay algo que realmente debería animar a publicar a los perfeccionistas que puedan encontrarse entre nosotros sería la posibilidad de que, tras nuestra muerte, las clases que hayamos impartido quedasen inmortalizadas de este modo, con inde­ pendencia de lo objetiva o concienzudamente que se hiciese la labor de recopilación. En el caso de Saussure, sus lecciones han dado trabajo a todo un pequeño ejército de exegetas. Cualquiera que pretenda entresacar de este texto sus ideas fundamenta­ les ha de enfrentarse a un material que es el resultado de un proceso de compilación, y en cierta medida, también de composición, por parte de terceros, el cual contiene

Breve historia de la Lingüística estructural además referencias esquemáticas a la tradición de pensamiento en la que se for­ mó el propio Saussure, y que ha sido interpretado desde los años veinte del pasado siglo de todos los modos imaginables. Las primeras interpretaciones corrieron a cargo de Bloomfield, de Trubetzkoy y de otros estructuralistas, durante el periodo de entreguen-as. Su importancia radica en el hecho de que forman parte de nuestra his­ toria. Pero merece la pena subrayar la circunstancia de que se trata de «interpreta­ ciones» (en plural), porque ni siquiera en esa época se logró hacer una lectura uni­ taria del texto. Desde los años sesenta del siglo pasado, los manuales de Lingüística han comenzado a incorporar versiones resumidas del texto de Saussure, reflejando a menudo, al menos parcialmente, el trabajo de quienes le sucedieron. Pero siguen apareciendo nuevas exégesis, en lo que constituye un reto a lo que Paul Thibault ha denominado recientemente «el saber convencional» (Thibault, 1997:xvii). En el ínterin, las notas en las que se basa el Cours también se han publicado, notas que, como puede imaginarse, no estaban disponibles en la época en que el libro ejerció su mayor influencia. Resulta difícil leer el texto de Saussure sin tener en mente toda esta envoltura exegética. Pero teniendo presente el contexto que acabo de esbozar, cabe destacar en relación con el mismo, tres conceptos fundamentales. El primero es el de la Lingüística como una ciencia de los sistemas que confor­ man las lenguas. Si tratamos de estudiar todos los fenómenos que cabe asociar al lenguaje («langage»), dejaremos abierta una puerta a la entrada de otras discipli­ nas científicas («Psicología, Antropología [física], Gramática normativa, Filolo­ gía, etc.») que podrían reclamarlo copio parte de su área de conocimiento (Saus­ sure, 1972 [1916]: 24 ss.). Como entrevio acertadamente Saussure, sólo cabe una solución a este respecto: debemos ocuparnos en primer lugar de cada lengua con­ creta («la langue») y tomarla como punto de referencia para el análisis del resto de los fenómenos relevantes relacionados con el lenguaje («il faut se placer de pri­ me abord sur le terrain de la langue et la prendre pour norme de toutes les autres manifestations du language»). Tanto en éste como en otros pasajes del libro, se es­ tablece una importante distinción entré «la langue» (esto es, «la lengua» o «el siste­ ma lingüístico») y el «langage» (el «lenguaje»), en tanto que ese fenómeno más am­ plio con respecto al cual «la langue» ocupa una posición central. La implicación de este hecho es que el «langage» es el objeto de análisis de diversas disciplinas. Sin embargo, «el objeto integral y concreto de estudio de la Lingüística» («l’objet à la fois intégral et concret de la linguistique», 23) será «la langue». Adicionalmente, Saussure establece una distinción subsidiaria dentro del «langa­ ge» entre «la langue» y la «parole» («el habla»), entendiendo por esta última, el acto, individual de comunicación. Cuando dos personas conversan, se establece un cir­ cuito que ponen en relación los cerebros de ambas. Parte de este vínculo posee un carácter físico (el desplazamiento de las ondas sonoras); otra parte posee una natu­ raleza fisiológica (la activación de los órganos que conforman el aparato vocal y el sistema auditivo); otra posee, por último, un carácter mental («psychique») e impli­ ca el acoplamiento entre las «imágenes acústicas» y los «conceptos». Así pues, en la mente del hablante, un determinado concepto «provoca» («déclanche») una imagen acústica, mientras que en la mente del oyente, la imagen acústica de lo que ha es­ cuchado se asocia, a su vez, con un concepto (28). Pero para que ambos conceptos coincidan, el hablante y el oyente deben compartir alguna cosa. Lo que ambos com­ parten es, por su propia naturaleza, un hecho social («fait social»). Los componen­

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tes físico y fisiológico del circuito resultan irrelevantes. Incluso el componente men­ tal no es relevante por completo, dado que sus aspectos ejecutivos (lo que Saussure denomina «parole») quedan restringidos al ámbito individual, y no forman parte, de la esfera social. Pero si lográsemos abarcar «la totalidad de las imágenes verbales al­ macenadas en el interior de todos los individuos» («la somme des images verba­ les emmagasinées chez tous les individus»), lograríamos aprehender «el vínculo so­ cial que supone la lengua» («le lien social qui constitue la langue», 30). Se trataría de un stock, acervo o almacén («trésor») que se va constituyendo merced a la expe­ riencia del habla («parole») en los individuos que pertenecen a una misma comuni­ dad. Consistiría, así, en un «sistema gramatical» que existiría potencialmente en el interior de cada cerebro, o para ser más precisos, y puesto que no aparece, en su for­ ma completa en ningún individuo concreto, en los cerebros del grupo que con­ forman dichos individuos. Para un psicólogo de la época de Saussure, y no digamos para uno de nuestros días, una afirmación de este tipo no resistiría probablemente un examen demasia­ do riguroso. Pero lo que importa realmente es la diferencia que Saussure estable­ ce dentro del fenómeno del «langage» entre el sistema lingüístico, en tanto que «fe­ nómeno social» («fait social») o «producto social» («produit social») resultante de la actividad de nuestras facultades intelectivas (30), y el habla («parole»), en tanto que acto individual y contingente. El término «fait social» ya lo había usado el soció­ logo francés Emile Durkheim, en la época en la que Saussure estaba aún formán­ dose, una vez más con la intención de identificar una realidad objetiva cuyo análisis fuese específico, en este caso, de la Sociología, pero no de otras disciplinas cien­ tíficas. Consideremos, por poner un sencillo ejemplo, lo que podríamos denominar el sistema de los modales en la mesa. Sea cual sea la sociedad a la que se pertenez­ ca, uno termina aprendiendo cuál es el modo de comer que dicha sociedad consi­ dera aceptable. Así, en Europa uno debe utilizar el cuchillo, el tenedor y la cucha­ ra de determinada manera, debe colocarlos sobre el plato de cierta forma cuando uno ha terminado de comer, debe mantener las manos sobre la mesa o bajo ella de­ pendiendo de las circunstancias, y así sucesivamente. El sistema no es privativo de un único individuo, sino que cabe afirmar que existe en el seno de la sociedad, de la comunidad que conforman todos aquellos individuos que, en cualquier ocasión con­ creta en que se sientan a la mesa, se adecúan a él. Ahora bien, si pretenden que su comportamiento resulte aceptable en sociedad, todos los miembros que integran dicha comunidad deberán aprenderlo por su cuenta de forma individual. Aunque la autoría de la analogía que acabamos de establecer no corresponde a Saussure, lo cierto es que lo que él quería transmitir realmente es que la naturaleza de una len­ gua es, en esencia esa, con independencia de lo enormemente compleja que pue­ da llegar ser. Cada miembro de una comunidad cualquiera logra aprender la lengua típica de la misma, una vez más hasta el punto de ser capaz de comunicarse con otros miembros de dicha comunidad. Pero la lengua existe por encima y más allá de cualquier acto individual de comunicación y del comunicador concreto que esté implicado en dicho acto. Dado que «la langue» es nuestro objeto prioritario de análisis, Saussure estable­ ció una distinción entre una Lingüística «de la lengua» («une linguistique de la lan­ gue») y una Lingüística «del habla» («de la parole»), subsidiaria de la primera. Esta última contaría con una faceta mental, pero también con una faceta física (es decir, fisiológica y acústica). En cambio, la primera sería exclusivamente mental («uni-

Breve historia de la Lingüística estructural quement psychique», 37). Su objeto de estudio existe en el seno de la comunidad como un todo, en la forma de una «totalidad de impresiones registradas en cada ce­ rebro individual» («La langue existe dans la collectivité sous la forme d’une som­ me d’empreintes déposées dans chaque cerveau», 38). El estudio de esa entidad es lo que cabe considerar como «Lingüística en el verdadero sentido del término» («la linguistique proprement dite», 38 ss.). El segundo de los conceptos a los que aludíamos anteriormente concierne a la división establecida entre la «lingüística sincrónica» y la «lingüística diacrónica». Ambas forman parte de lo que Saussure había denominado «lingüística del sistema de la lengua». Sin embargo, la primera es el resultado, tal como hemos visto, de un proceso de abstracción de lo histórico. Consistiría, por consiguiente, en un estudio de las relaciones que mantienen entre sí los elementos que constituyen un sistema («des rapports... reliant des termes coexistants et formant Systeme»), «tal como son percibidas por una única conciencia colectiva» («tels qu’ils sont aperçus par la même conscience collective», 140). Así pues, y por retomar la analogía que planteamos anteriormente, un estudio sincrónico de los modales en la mesa se ocuparía de aque­ llos que son compartidos por una comunidad concreta dentro del periodo en el que se debe considerar que no han sufrido variación alguna. Por el contrario, un estu­ dio diacrónico del comportamiento a la hora de comer sería aquel en el que se com­ parase, por ejemplo, el modo de sostener el cuchillo en la temprana Edad Media eu­ ropea con el modo en que se sostenía en épocas posteriores. Un estudio de este tipo se ocuparía, por consiguiente, de «las relaciones existentes entre los sucesivos ele­ mentos que no son percibidos por una misma conciencia colectiva» («les rapports reliant des termes successifs non aperçus par une même conscience collective»). Tales elementos «se reemplazan unos a otros sin formar sistema alguno» («se subs­ tituent les uns aux autres sans former système entre eux», 140). Los términos «sincrónico» y «diacrónico» son originales de Saussure; por lo de­ más, esta distinción puede no parecer un hallazgo particularmente significativo, pero para Saussure se ttata de estrategias de análisis radicalmente diferentes («deux routes absolument divergentes»), hasta un extremo que, en su opinión, «muy pocos lin­ güistas» habían sido capaces de aprehender (114). Consecuentemente, Saussure muestra un cuidado especial a la hora de explicar las diferencias que existen entre ambos conceptos y lo hace de un modo abstracto, mediante un examen de la his­ toria de la Lingüística, a través de ejemplos y merced a sus propias analogías. Co­ mencemos con uno de los ejemplos a los que recurre Saussure para ilustrar dicha diferencia (120 ss.). Fue, y constituye aún hoy en día, un ejemplo arquetípico y lo que se afirma a este respecto en el Cours representa todavía a un cierto nivel lo que sería esperable que afirmase cualquier profesor encargado de impartir un curso so­ bre historia de la lengua. Reconociendo, no obstante, esta circunstancia, estaremos en mejores condiciones para apreciar el cambio de énfasis que sus seguidores iban a imprimir a esta cuestión. El ejemplo es el siguiente. En inglés la forma plural del nombre se forma gene­ ralmente añadiendo -(e)s al singular. De este modo, trees -árboles- es el plural de tree «árbol», grasses «hierbas», el plural de grass «hierba», y así sucesivamente. Sin embargo, existen unos pocos casos en los que la formación del plural implica un cam­ bio vocálico en la forma singular. Así, feet «pies» es el plural de foot «pie», teeth «dientes», el de tooth «diente», o geese «gansos», el plural de goose «ganso». Para un historiador de la lengua, un fenómeno como éste pide a gritos una explicación: ¿por

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qué razón son éstas las formas de plural y no foots, tooths o gooses? La respues­ ta, que ya era bien conocida en los tiempos de Saussure, radica en la circunstancia de que en una época anterior de la que no existen registros escritos, estos sustan­ tivos debieron haber formado el plural mediante la adición del sufijo -i. Este tipo de formas se han atestiguado en los registros más antiguos que se poseen de otras lenguas, en particular, del alemán, una lengua que comparte un antecesor común con el inglés. Así, en antiguo alto alemán, la forma plural de gast «invitado» era gasti, mientras que la forma plural de hant «mano» era hanti. Por consiguiente, junto con las formas de singular ancestrales fot, tóp y gós, que se han atestiguado en an­ tiguo inglés, resultaría lícito reconstruir, en lo que sería ya un periodo prehistóri­ co de la lengua, las formas de plural *fót + i, *tóp + i y *gós + i, que no se han atestiguado. Las formas características del inglés contemporáneo pueden explicar­ se, entonces, merced a una serie de cambios intermedios. En primer lugar, la ó, en cuya pronunciación el dorso de la lengua se eleva hacia la parte posterior de la ca­ vidad bucal, habría cambiado a ë, para cuya pronunciación ha de elevarse hacia la parte frontal de la misma. Este cambio se debió probablemente a la influencia de la terminación -i, en cuya articulación la lengua se eleva aún en mayor medida ha­ cia la parte frontal de la boca. Así pues, las formas hipotéticas *fót + i, *tóp + i y *gós'+ i se habrían convertido, también hipotéticamente, en *fët + i, *tèp + i y *gë s + ie A continuación, y nuevamente de un modo hipotético, la -i se habría debili­ tado hasta el extremo de terminar desapareciendo; este proceso habría dado lugar a las formas de plural de las que sí existe constancia en antiguo inglés: fët, têp y ges. Por último, y desde el periodo final de la Edad Media, la ë ,o la ee, si recu­ rrimos a la ortografía moderna, habría pasado a pronunciarse como [i:], si repre­ sentamos el sonido recurriendo a la notación fonética. El anterior fue, y sigue siendo, lo repetimos, un ejemplo paradigmático, e ilustra a la perfección cómo es posible, adoptando el punto de vista de la lingüística his­ tórica, demostrar que algo que en la forma actual del idioma cabe considerar como una pura irregularidad, tiene sentido sobre la base de un patrón reconstruido. Y éste es el gran descubrimiento con el que, tal como vimos anteriormente, entró en con­ tacto el propio Saussure cuando era joven. Sin embargo, en cualquier periodo de la historia de la lengua inglesa lo que existe es un sistema específico y tales sistemas («langues») están constituidos por el conocimiento colectivo que poseen sus hablan­ tes. ¿Qué es, por consiguiente, lo que conocen los hablantes de hoy en día? Es evi­ dente que conocen las formas feet, teeth y geese; es decir, conocen sus significados en relación con el que poseen las formas foot, tooth y goose. De la misma manera, los hablantes de inglés antiguo, por ejemplo, habrían conocido las formas fot, top y gós y la relación que, en términos de significado, mantendrían con las formas jet, tëp y ges. En cualquiera de estos dos periodos, tanto las formas en su aspecto con­ temporáneo, como la relación que existe entre ellas, son lo que constituye la lengua («la langue») característica de esa época. Lo mismo resulta cierto en relación con cual­ quier periodo intermedio entre el inglés antiguo y el inglés actual; e igualmente en lo que atañe a ese periodo anterior en el cual lo que habría conocido hipotéticamente un grupo de hablantes de la lengua habría sido formas como fô t y fóti o fô t y féti. Ahora bien, en ninguna de dichas etapas los hablantes conocen en ese sentido las for­ mas que habían sido habituales en épocas anteriores, ni tampoco las relaciones de sig­ nificado en las que dichas formas habrían participado, o los cambios que habrían permitido que las formas en cuestión hubiesen dado lugar a las que ellos mismos em­

Breve historia de la Lingüística estructural plean. Por consiguiente, dichas formas no constituirían parte de su «langue» y si un lin­ güista hiciese una descripción de la «langue» correspondiente a un determinado cuer­ po de hablantes y a una determinada etapa de esta historia en la que tratase de algún modo dichas formas, estaría ocupándose realmente de cosas irrelevantes. Y la razón sería, una vez más, que una «langue» está formada por el conocimiento colectivo que poseen quienes la hablan y todo lo anterior es algo que los hablantes desconocen. Cabe afirmar, por tanto, que los lingüistas se ocupan, en general, de dos tipos de relaciones. Por un lado, se encuentran las relaciones existentes entre aquellas for­ mas que pertenecen a ‘la langue’ tal como es conocida en diferentes periodos his­ tóricos. Serían, por consiguiente, las relaciones que hay entre la forma más primi­ tiva/oí; y las formas posteriores/éft', fë t o feet; o, por poner el caso, las que existen entre la forma reconstruida fô t y la forma fot atestiguada en el antiguo inglés, o en­ tre la forma feet tal como era conocida por los hablantes del siglo xvi y la forma feet de hoy en día. Estas relaciones pertenecen a la dimensión temporal, o en los términos empleados por Saussure, al eje «de sucesión». El tratamiento que Saus­ sure hace de ellas no difiere, una vez más, del modo en que son tratadas por la tra­ dición en la que él mismo se formó y de la que fue parte. Por otro lado, se encontrarían las relaciones que mantienen entre sí aquellas for­ mas que pertenecen a un mismo periodo. Serían, por tanto, las relaciones existentes entre, por ejemplo, la forma foot actual y la forma feet de hoy en día, entre las for­ m as/o/ y fë t del antiguo inglés, etc. Dichas relaciones no pertenecen al eje tempo­ ral, sino a lo que, en la terminología empleada por Saussure, se designan como el eje «de la simultaneidad». En todo caso, para los historiadores de la lengua, la natura­ leza de estas relaciones sería una consecuencia de la propia naturaleza de los cam­ bios que las originaron. En este sentido, cabe afirmar que la «sincronía», por seguir recurriendo a la terminología saussureana, sería el producto de la «diacronía». Pero al mismo tiempo, y desde un punto de vista sincrónico, «el inglés» existiría única­ mente en la forma del conocimiento colectivo que cabe adjudicar a determinados grupos de hablantes. Afirmar, por ejemplo, que fë t se modificó para dar lugar afeet o que, en virtud de una determinada ley fonética, la ë evoluciona, en general, a [i:], implica presuponer la existencia de «langues» válidas para diferentes grupos de hablan­ tes en diferentes épocas. Estudiar la «diacronía» supone, por consiguiente, estable­ cer relaciones entre sucesivas «sincronías». A menudo suele reproducirse en relación con esta cuestión un esquema que apa­ rece recogido en el Cours y en el cual se confrontan ambos ejes (115). Sin embar­ go, su «divergencia absoluta» queda ilustrada de un modo más preciso mediante una comparación que, según se afirma en el propio Cours, puede considerarse más re­ veladora que cualquier otra, a saber: la que se establece en este texto entre la his­ toria de una lengua y una partida de ajedrez. Así, en este último caso, entre un mo­ vimiento y el siguiente, las piezas se disponen sobre el tablero según un determinado patrón, en virtud del cual la relación que cada pieza mantiene con la totalidad del conjunto depende de la posición que ocupa y de las posiciones en las que se en­ cuentran las restantes piezas. Esta situación correspondería a un «estado de la len­ gua» específico («un état de la langue», 125), es decir, a un estado de sincronía. Sin embargo, cada uno de esos estados posee un carácter estrictamente temporal. Durante el juego, cada jugador moverá en su turno una sola pieza, pero ese único cambio dará lugar a un nuevo «equilibrio», es decir, a una nueva «sincronía». El mo­ vimiento posee «una repercusión que alcanza a la totalidad del sistema» («un reteu-

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tissement sur tout le Systeme») y resulta imposible que el jugador logre prever to­ dos sus efectos posibles (126). De la misma manera, en el caso de la lengua, cada cambio afecta únicamente a determinados elementos pero, una vez más, una nueva sincronía, como un todo, reemplazará a la anterior. El movimiento de una pieza es, por último, «un hecho completamente distinto» de los estados de equilibrio que lo preceden y lo suceden («un fait absolument distinct de l'équilibre précédent et de l’é­ quilibre subséquent»). Como tampoco, a la hora de analizar una determinada posición concreta de las piezas sobre el tablero, necesita un observador, en líneas generales, co­ nocer la secuencia de movimientos que han dado lugar a la misma. «Todo esto», se afirma en el Cours, «puede aplicarse igualmente al caso de la lengua y confirma la distinción radical que existe entre lo que es diacrónico y lo que es sincrónico» («Tout ceci s’applique également à la langue et consacre la distinction radicale du diachronique et du synchronique», 128). La única diferencia es que los cambios que tienen lugar en una lengua no son intencionados, mientras que los movimientos que se ha­ cen en el ajedrez sí que lo son. En todo lo demás, una partida de ajedrez «se ase­ meja a una realización artificial de lo que la lengua representa de forma natural» («est comme une réalisation artificielle de ce que la langue nous présente sous une forme naturelle», 125). Así pues, y en primer lugar, cabe afirmar que el estudio del lenguaje en general («langage») se dividiría en el estudio de las lenguas («langues») y en el estudio del habla («parole»). Es el primero a lo que cabe considerar, «Lingüística en el verdade­ ro sentido del término». En segundo lugar, la lingüística «de las lenguas» se divi­ diría a su vez en una lingüística diacrónica y una lingüística sincrónica. Ambas re­ sultan igualmente válidas, pero se diferencian entre sí «de uti modo absoluto». El tercer considerando concierne, por consiguiente, al concepto de lengua como un sis­ tema de «valores». En economía, por ejemplo, existen sistemas de valores que re­ lacionan el trabajo con los salarios que se pagan a cambio de hacerlo. De la misma manera (al menos para Saussure) el valor de las palabras vendría representado por su significado. En ambos casos nos estamos ocupando de «un sistema de equivalencias entre objetos de diferente categoría» («il s’agit d’un système d ’equivalences entre des choses d ’ordres différents», 115). En un caso, se trataría de las relaciones que existen entre el trabajo y los salarios. En el otro, de las que hay entre un «signifiant», es decir, algo que «significa», y un «signifié», es decir, «lo que significa» ese algo. Para comprender la relación que existe entre ambas entidades puede resultar útil recurrir a otra analogía. En el sistema de préstamos vigente en Gran Bretaña en el momento en que estoy escribiendo este libro, una pieza de metal compuesta por una determinada aleación, caracterizada por un tamaño y un diseño determinados, po­ see, por ejemplo, el valor de diez peniques. Forma parte de un determinado conjun­ to de monedas que cuentan con diferentes valores, y cada uno de esos valores se en­ cuentra relacionado con los restantes. Así, por poner el caso, diez monedas que posean cada una de ellas un valor de diez peniques equivalen a otra diferente con un valor de una libra. Este sistema sólo tiene validez para una sociedad determina­ da y para una época concreta. No hay ninguna razón ajena al sistema por la que esa pieza metálica en particular debiera tener el valor que tiene, o por la que debiera estar implicado ese conjunto concreto de valores. De hecho, hubo un periodo ante­ rior en el que circuló una moneda mayor que se caracterizaba, entre otras cosas, por llevar grabadas en su superficie las palabras «two shilings» «dos chelines» y que po­ seía, asimismo, un valor de diez peniques. Y existió también una época en la que ha­

Breve historia de la Lingüística estructural bía una moneda que llevaba grabada la leyenda «sixpence» «seis peniques», y que poseía un valor de dos peniques y medio; en la actualidad no circula, en cambio, nin­ guna moneda con ese valor. Y todavía antes hubo una época en la que las unidades de valor eran el chelín y el penique, de tal manera que un chelín valía doce peniques y una libra, veinte chelines; en la actualidad, en cambio, el sistema es decimal, de modo que una libra vale cien peniques. Por lo demás, las monedas son monedas úni­ camente en tanto que poseen un determinado valor. Una pieza metálica que recuer­ de en muchos aspectos a una moneda no es otra cosa que una pieza de metal, si care­ ce de valor dentro del sistema. Así, en el sistema actual, no cabe considerar moneda al objeto que en tiempos fue un sixpence. Del mismo modo, dos porciones metáli­ cas que son parcialmente diferentes pueden constituir, en un sistema determinado, una misma moneda. Así, una moneda de una libra puede tener grabado en el rever­ so un cardo y en el anverso la inscripción latina «nemo me impune lacessit», pero también puede tener grabado un puerro y la inscripción en galés «pleidiol wyf i’m gwlad». Y en ambos casos se trataría de una moneda de una libra. En todos estos sentidos cabe afirmar que un sistema es una mera cuestión de convenciones, una vez más, para una sociedad determinada y en una época concreta. En el Cours se recurre al ejemplo de las monedas sólo de pasada (160), y no con este propósito. Pero resulta sencillo ver de qué modo funcionaría la analogía. Una lengua es un sistema de «signos» que ponen en relación determinados «significan­ tes» con los «significados» que denotan éstos últimos; y de la misma manera que una moneda sólo posee el valor que le es característico debido a que forma parte de un determinado sistema monetario, un significante sólo alcanza a tener el valor que le es propio en el seno un determinado sistema lingüístico. Fuera del sistema monetario al que pertenece, una moneda no es más que un trozo de metal. Fuera del sistema de la lengua al que pertenece, una palabra no sería, por consiguiente, nada. Si es una palabra, es precisamente porque posee un valor; y de la misma ma­ nera que el valor de las monedas está en relación con el que poseen otras monedas, así también el valor de las palabras está relacionado con el que caracteriza a otras palabras diferentes. Este concepto es osado y, posiblemente, toda la originalidad inherente a él no se ponga por completo de manifiesto en una primera instancia. Como cabría imagi­ nar, la idea de que las palabras son «signos» no era en modo alguno novedosa. Vo­ cablos derivados de la palabra que en griego significa «signo» (sëmeîon) forma­ ban parte de la terminología empleada por los filósofos estoicos ya en el siglo m a.C.; del mismo modo, términos como «significar» y «significación» proceden de la palabra latina que corresponde a «signo». Y entre los predecesores más inme­ diatos de Saussure, cabe señalar que el lingüista norteamericano William Dwight Whitney había caracterizado explícitamente en sus escritos a una lengua como un «agregado de signos articulados por el pensamiento» (1867:22) o como un «siste­ ma de signos» (1971 [1875]: 115). Del mismo modo, tampoco era nueva la insis­ tencia en que los signos de una lengua tenían una naturaleza convencional. En la terminología que emplea Saussure, los signos son «arbitrarios» y, como demostró Eugenio Coseriu, este término deriva en última instancia, a través de diversos cam­ bios en su formulación, del concepto de convención que es posible encontrar ya en Platón y Aristóteles (Coseriu, 1967). En pocas ocasiones se lleva a cabo en el Cours un reconocimiento explícito de los predecesores de Saussure. Una vez más, debemos tener presente que en origen fue un curso integrado por lecciones, impar­

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tidas en una época en la que aún restaba mucho tiempo para que existiese algo pa­ recido a las notas impresas con bibliografía o material complementario que en la actualidad se distribuye habitualmente a los asistentes a clases o seminarios. Pero lo cierto es que en lo que atañe a esta cuestión concreta, Saussure sí hace referencia específicamente a Whitney (Cours, 110). En el segundo de los pasajes citados an­ teriormente, éste último deja claro que la relación entre el signo y lo que éste sig­ nifica es «únicamente una relación de asociación mental». Cada «forma [particular] de habla humana» constituye «un cuerpo de signos arbitrarios y convencionales que denotan pensamientos» (1867: 32). Para cada individuo que aprende a usarlo, un «vocablo» cualquiera es, en primer lugar, «arbitrario, porque cualquier otro entre los miles de vocablos posibles podría haberse aprendido con la misma facilidad... y ha­ berse asociado con la misma idea»; y en segundo lugar, es convencional, porque «su única base y su única sanción se encuentran en su uso consensuado por la comuni­ dad de la que forma parte» (14). Así pues, lo que se afirma en el Cours era ya, en parte, algo familiar y conocido. Sin embargo, otras cosas no lo eran, y el concepto de «valor» ocupa un lugar cen­ tral en relación con éstas últimas. El valor más obvio, que he glosado intencionada­ mente, es la manera en que se definen los «signos». Para Whitney, por poner el caso, el signo lo constituía la palabra o el «vocablo» en sí mismos. Cada palabra era un «signó que denota un pensamiento», y como tal, mantenía una determinada relación con una idea o concepto concretos. Para el Cours, en cambio, el significante cons­ tituye una «imagen acústica» que existe en la mente de los hablantes, mientras que su significado es aquel «concepto» que, tal como discutimos anteriormente en el presen­ te apartado, resulta elicitado por él. Sin embargo, el «signo lingüístico», como tal, abar­ ca ambas entidades. Se trataría, así, de «una entidad mental con dos facetas» («une entité psychique à deux faces»): una sería el «signifiant» o «significante» y la otra, el «signifié», es decir, el «significado» denotado por el primero (99). A primera vista esta propuesta puede parecer equivocada. Cuando afirmamos, por ejemplo, que una nube negra constituye un signo de lluvia, a lo que estamos denominando signo es precisamente a la nube negra. De la misma manera, si se nos dice que la palabra árbol, o la «imagen acústica» correspondiente a árbol, cons­ tituye un signo, existente en nuestra mente, del concepto «árbol», lo normal es que consideremos que el signo es la propia palabra o la propia «imagen acústica». Por consiguiente, no debe resultar sorprendente que muchos autores que, trabajando en campos diferentes a los relacionados con el lenguaje, hacen referencia a «signi­ fiants» y «signifiés», apelando de forma ostensible a la teoría saussureana de «l’ar­ bitraire du signe», en realidad lo que estén haciendo sea volver a emplear el térmi­ no «signo» en su acepción habitual. La razón por la que Saussure definió el signo del modo en que lo hizo estriba en que ninguna de las dos facetas que lo componen pueden existir de forma independiente. La nube es una cosa; la lluvia, otra diferen­ te, y podemos identificarlas a ambas como entidades independientes. Sin embargo, en el caso del lenguaje, no podemos aludir a un «signifiant» independientemente de su «signifié», como tampoco a un «signifié» haciendo abstracción de su correspon­ diente «signifiant». Una «entidad lingüística» existe «únicamente merced a la aso­ ciación» del uno con el otro («L’entité linguistique n’existe que par l’association du signifiant et du signifié», 144). Así pues, sólo resulta posible identificar una ima­ gen acústica árbol en virtud de la relación que mantiene con el concepto «árbol»; pero de la misma manera, sólo es posible identificar un concepto «árbol» merced a la

Breve historia de la Lingüística estructural relación que establece con una imagen acústica árbol. Por lo demás, el signo en su conjunto, sólo puede identificarse en función de la relación que establece con otros signos diferentes dentro del sistema de valores con respecto al cual él mismo es un elemento más. Comencemos con el «signifié». Una idea ya antigua, que en la época de Saussure todavía gozaba de cierto predicamento, es que las palabras son nombres que asigna­ mos a las «cosas». Los árboles son cosas de un determinado tipo, las piedras, de otra clase diferente, y en cada lengua existen nombres, como árbol y piedra, res­ pectivamente, que sirven para designarlas. El Cours rechaza este punto de vista des­ de un primer momento: una lengua no es una «nomenclature» (97). Se aducen di­ versas causas para ello, pero la que más importancia reviste para nosotros en relación con lo que estamos discutiendo es que, en realidad, no hay ningún conjunto de «sig­ nificados» preexistente. Desde un punto de vista psicológico, «si se abstrae de la expresión que hacemos de él merced a las palabras, nuestro pensamiento es simple­ mente una masa indiferenciada y carente de forma» («Psychologiquement, abstrac­ tion faite de son expression par les mots, notre pensée n ’est qu’une masse amorphe et indistincte», 155). Hasta que el sistema que supone la lengua no entra enjuego («avant l ’apparition de la langue»), todo resulta indistinto. Las cosas no son diferentes en el caso del «signifiant». Tradicionalmente, «lo que significa» forma parte de una señal, y el Cours se pronuncia en términos se­ mejantes acerca de lo que considera una mera «porción de sonido» («une tranche de sonorité», 146). Ahora bien, cabe preguntarse por la manera en que logramos identificar tales «porciones» de sonido de carácter recurrente. Porque lo cierto es que carecen de marca física distintiva alguna. Así, en la parte de la señal que po­ demos representar en la escritura como pelan naranjas, la n de pelan y la n de na­ ranjas se suceden sin solución de continuidad, mientras que la s de naranjas que, en una forma plural como es ésta, poseería un significado por sí sola, no podría considerarse una «porción» diferente de la que representa la 5 existente en pus, la cual carecería de significado alguno. Por expresarlo brevemente, una «porción» es porción merced a la relación que mantiene con lo que «significa». De la misma ma­ nera, las características físicas de las diversas apariciones alternativas de una «mis­ ma porción» no tienen por qué ser idénticas. El Cours proporciona como ejemplo a este respecto el caso de una clase ante la que se repitiese en varias ocasiones la pa­ labra Messieurs! «¡Caballeros!». A la hora de percibirla, nos parecerá siempre la misma expresión, pero la forma en que la emite el hablante y la entonación que le confiere varían hasta tal punto, que las diferencias que cabe advertir en términos fí­ sicos entre una emisión y otra pueden ser tan grandes como las que existen entre palabras que percibimos como diferentes, como podría ser el caso de paume «pal­ ma de la mano» y pomme «manzana» (150 ss.). Por consiguiente, cabe afirmar que la razón por la que las diversas formas de Messieurs equivalen a una misma pala­ bra, no estriba en la circunstancia de que constituyan una misma entidad física. Para dejar clara esta cuestión, el Cours propone, entre otras, una famosa analo­ gía entre el «ser lo mismo» de una palabra y el «ser lo mismo» de un tren dentro del sistema ferroviario. Así, el expreso de Ginebra a París de las 8:45 de la tarde sale un determinado día, pero ese «mismo tren» vuelve a salir transcurridas vein­ ticuatro horas. Sin embargo, tampoco en este caso cabe hablar de que los dos trenes sean físicamente el mismo; antes bien, lo más probable es que la locomotora sea diferente, los vagones, distintos, el maquinista, uno diferente al del día previo, etc.

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Lo que hace de ese tren en cuestión el expreso de Ginebra a París de las 8:45 es su hora de salida, la ruta que sigue «y, en general, todas las circunstancias que lo dis­ tinguen del resto de los trenes expreso» («et en général toutes les circonstances qui le distinguent des autres Express», 151). En el Cours se afirma que la identidad de las palabras es de índole semejante. Lo que hace de cada variante de «Messieurs!» una misma palabra, a saber, Messieurs, es el lugar que ocupa dentro de un sistema en el que, de la misma manera que un tren se distingue de otro por el lugar que ocu­ pa dentro del sistema de horarios ferroviarios, el «signo» que dicha palabra repre­ senta, el cual está constituido, una vez más, por la asociación de un «signifiant» con un «signifié», se distingue de otros signos diferentes. Llegados a este punto, hemos alcanzado también la conclusión hacia la que ten­ día el pensamiento de Saussure. En un principio, hicimos equivaler «significado» y «valor», lo mismo que hacía el Cours cuando comenzaba hablando de la Lin­ güística como una ciencia que se ocupaba de valores (115). Pero, tal como dejaba claro una sección posterior (158 ss.), el «valor» es siempre una cuestión de diferen­ cia. E l valor que posee una moneda de diez peniques reside en la relación que man­ tiene con los valores de otras monedas dentro del sistema decimal. Lo que hace de un tren el expreso de las 8:45 es la distinción u oposición que se establece entre di­ cho tfen y otros trenes que también aparecen recogidos en el horario ferroviario, distinción u oposición que se produce en términos de la hora de salida, que difiere de la correspondiente a otros trenes que también enlazan Ginebra con París; de su carácter de tren expreso, que lo diferencia de otros trenes que hacen múltiples pa­ radas a lo largo de su recorrido; y así, sucesivamente. De la misma manera, un sig­ no lingüístico existe sólo en virtud de la oposición que mantiene con otros signos lingüísticos; y de igual modo que las monedas sólo poseen un valor cuando se en­ cuentran dentro de un determinado sistema monetario o que la identidad de los tre­ nes sólo es tal cuando forman parte de un determinado sistema ferroviario, también los vínculos que se establecen entre «signifiants» y «signifiés» existen únicamente merced al sistema de oposiciones mediante el cual, y de forma literal, se constitu­ ye la lengua concreta de la que forman parte. La conclusión es cruda y radical. Y la razón fundamental para ello es que todo lo que hemos discutido con anteriori­ dad se suma realmente a la afirmación de que «en la lengua sólo existen diferen­ cias» («Tôt ce qui precécède revient à dire que dans la langue il n ’y a que des dif­ férences»). Ninguna unidad posee una existencia independiente de las relaciones que mantiene con otras unidades. «En la lengua sólo existen diferencias, y no tér­ minos positivos» («dans la langue il n ’y a que des différences sans termes posi­ tifs», 166). Contamos ya con una respuesta estructuralista a la pregunta con la que se inicia­ ba este capítulo. «Una lengua», como puede ser el caso del inglés, es «un fenómeno social» («fait social») que existe exclusivamente en la forma de un sistema de va­ lores que lo son para una determinada sociedad. Sus manifestaciones a través del habla («parole») poseen un carácter particular y efímero. Por consiguiente, en una primera instancia, será el sistema («langue») lo que deberemos estudiar. Cuando las lenguas cambian, un sistema es reemplazado por otro. Consecuentemente, el estudio de estos cambios debe distinguirse rigurosamente del estudio de un sistema cuando se hace abstracción del componente temporal. Cada lengua, como insiste el Cours en este punto, es «un sistema de puros valores» («un système de pures va­ leurs»), «que no está determinado sino por el estado momentáneo de los términos

Breve historia de la Lingüística estructural que lo constituyen» («que rien ne détermine en dehors de l’etat momentané de ses termes», 117). Cabría preguntarse, desde luego, cuál fue la aceptación que encontró en su mo­ mento una caracterización de la lengua como la que acabamos de discutir. Habi­ tualmente, el segundo de los tres puntos a los que aludimos anteriormente se ha dado, en gran medida, por sentado. A mediados del siglo xx, la mayoría de los lin­ güistas se ocupaba únicamente de la sincronía. Pero no todo el mundo se ha mos­ trado de acuerdo con la teoría saussureana de «la langue». Las lenguas pueden ser el objeto principal o un objeto principal de estudio de la Lingüística. Pero lo cierto es que relación que mantienen con el habla no sería para muchos la que el Cours afirma que es.

i 2.2 Las lenguas como conjuntos de proferencias Comencemos con un crítico explícito de la teoría de Saussure. El lingüista britá­ nico J. R. Firth puede considerarse como un estructuralista en numerosos aspectos. A partir de la década de los años cuarenta del pasado siglo, cuando fundó el pri­ mer departamento de Lingüística en la Universidad de Londres, se convirtió, cier­ tamente, en uno de los líderes del grupo al que se enfrentaban quienes no se con­ sideraban a sí mismos estructuralistas. Firth estaba igualmente de acuerdo con el Cours de Saussure en diversas cuestiones. En un conocido pasaje, Saussure había anticipado la aparición de una nueva disciplina, la «Semiología» («sémiologie»), concebida como el estudio de «la vida de los signos en el contexto de la vida so­ cial» («la vie des signes au sein de la vie sociale») (Cours, 33). Su denominación procedía, una vez más, del término griego sëmeîon «signo». La Semiología for­ maría parte de la Psicología social y tendría, en cambio, a la Lingüística como una de sus subdisciplinas integrantes. En opinión de Firth, allá por la década de los años treinta, esta propuesta era «quizá la cosa más sorprendente que cabía encon­ trar en la totalidad de la gran obra de Saussure», a saber: la circunstancia de que «la Lingüística únicamente pueda encontrar un lugar entre las ciencias si se pone en relación» con la Semiología (Firth, 1957 [1935]: 17). Para Firth, en cambio, el estudio de una lengua equivalía al análisis de sus rea­ lizaciones particulares en el habla. Estas realizaciones constituyen hechos sociales y la realidad de la lengua radicaría en el comportamiento social de quienes la ha­ blan. En consecuencia, Firth rechazó los conceptos saussureanos de «langage», «lan­ gue» y «parole». En palabras de Firth, las lenguas eran para Saussure hechos so­ ciales concebidos como «sui generis y externos, y situados en un plano diferente a los fenómenos individuales» (Firth, 1957 [1950]: 179). «Los verdaderos saussu­ reanos, como ocurre con los genuinos durkheimianos, consideran las estructuras formuladas por la Lingüística o por la Sociología [respectivamente] como algo in rebus» (181). «La estructura existe y se trata como una cosa en sí». En opinión de Firth, y recurriendo a sus propios términos, una asunción como esa reducía al ha­ blante individual a un mero «perdedor falto de amparo... cuya habla no cabe con­ siderar el «objeto integral y concreto de la Lingüística”» (183, traduciendo Cours, 23.). Firth rechaza, por consiguiente, lo que en la misma oración denomina «el es­ tructuralismo mecanicista de Saussure». La «sistemática» de determinados aspec­ tos de la Lingüística, del estudio de los sonidos, de la gramática, etc., no describe ninguna realidad subyacente que se encuentre «almacenada en la conciencia colec­

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tiva». Consiste simplemente en «constructos esquemáticos ordenados, en marcos de referencia, en una suerte de andamiaje para el manejo de los sucesos» (181). Fii'th no hace referencia en este punto a la grandiosa visión que Saussure tiene de la Semiología. Sin embargo, la realidad de una lengua radicaba precisamente en «la vie social», esto es, en «la vida social» de una comunidad de hablantes. Lo anterior no nos aclara a qué se supone que estamos haciendo referencia al ha­ blar de «una lengua» y es posible que, si adoptamos el punto de vista de Firth, esta cuestión no tenga realmente un carácter crucial. Pero una posible respuesta a esta pre­ gunta que, si bien no es original de Firth, ha tenido una gran influencia posterior, es que una lengua consiste en la suma de las hablas que son posibles en el seno de una determinada comunidad. Cualquier cosa dicha por un hablante es, si hacemos uso de la terminología que emplean los lingüistas, un proferentia. Una «lengua» sería, por consiguiente, un cuerpo de proferencias. Ésta fue la respuesta que, en un conocido artículo publicado en 1926, dio Leonard Bloomfield a la cuestión anterior. En esos momentos, Bloomfield estaba a punto de cumplir cuarenta años y ya había publicado previamente una introducción general a la Lingüística (en 1914), en la que cabía advertir la influencia especialmente de las ideas que habían estado en boga en Alemania durante el cambio de siglo. Sin em­ bargo, a comienzos de la década de los años veinte, Bloomfield había leído ya el Cours de Saussure, de cuya segunda edición publicaría una revisión en 1924. Por esa época, se había convertido también en lo que él mismo denominaría posterior­ mente un filósofo «fisicalista», es decir, en alguien que concebía cualquier enuncia­ do científico como un pronunciamiento que concernía, en último término, a sucesos de carácter físico. En esto, su inspiración inmediata se encontraba en la nueva es­ cuela de la psicología conductista, en particular, en las ideas de Albert P. Weiss, quien había sido colega suyo en la Universidad Estatal de Ohio durante los años veinte. De todos modos, este tipo de filosofía también se había desarrollado de modo in­ dependiente, y en estos mismos años, merced a los trabajos llevados a cabo por los representantes vieneses del positivismo lógico. Esta escuela de Viena había «ave­ riguado», por emplear el término en que lo expresaría Bloomfield posteriormente, «que los enunciados que poseen una validez científica son traducibles a términos físicos, es decir, son expresables en forma de enunciados alternativos acerca de mo­ vimientos que pueden observarse y describirse dentro de unas coordenadas espacia­ les y temporales determinadas» (Bloomfield, 1970 [1936]: 325). «Los enunciados que no pueden formularse en estos términos, o bien carecen de significado desde el punto de vista científico, o bien sólo alcanzan un sentido cuando son transformados en enunciados acerca del lenguaje». En los años treinta, era «imposible leer traba­ jos contemporáneos» sin toparse con este tipo de ideas «una y otra vez» (323). Y en la comprobación que habría de hacerse en un futuro de esta «hipótesis del fisicalismo», «los lingüistas están llamados a realizar una parte importante del trabajo». Es en este contexto filosófico en el que debemos leer tanto el libro de Bloom­ field Language [El lenguaje] (1933), como su importante artículo de 1926, que puede considerarse, en parte, como su precursor. El título del artículo se inspira en un ensayo de Weiss, quien se había esforzado por volver explícitos los «postu­ lados» básicos que en Psicología cabía considerar como subyacentes al conductivismo (Weiss, 1925). En un estudio considerablemente más detallado, Bloomfield intentó a su vez formular, de un modo tan riguroso como fuese posible, un «conjun­ to de postulados para la ciencia del lenguaje». Un «postulado» puede definirse como

Breve historia de la Lingüística estructural un axioma o una asunción que debemos aceptar como dada. Así, por ejemplo, según la Asunción H1 propuesta por Bloomfield, con la que da comienzo en su trabajo a una sección sobre Lingüística histórica, debemos considerar como un axioma el hecho de que «toda lengua cambia según una tasa tal, que en un momento cualquie­ ra las personas que la hablan pueden comunicarse entre sí sin experimentar per­ turbación alguna». Este tipo de postulados se basa, hasta cierto punto, en términos cuya definición corre a cargo de la ciencia de la que forman parte. La Asunción H l, por ejemplo, se basa en un modo que cabe considerar crucial en una definición previa de lo que es «una lengua». Consecuentemente, resulta posible definir nuevos térmi­ nos teniendo presente lo afirmado por un determinado postulado. Así, aquellos casos en los que la comunicación se ve perturbada, pero no impedida por completo, per­ mitirían definir lo que es un «dialecto» (Bloomfield, 1970 [1926]: 136). La venta­ ja del «método de la postulación» estriba en que «nos fuerza a enunciar de forma explícita» cuáles son las asunciones fácticas que estamos realizando a la hora de tra­ tar de alcanzar una definición precisa de los términos que estamos analizando y de­ terminar el tipo de dependencias que existe entre ellos (126). Cabría preguntarse cuáles son las asunciones que sería preciso llevar a cabo en una discusión acerca de la naturaleza de las lenguas. Para empezar, resulta eviden­ te que una lengua es de una determinada comunidad, cuyos miembros se comuni­ can entre sí merced a ella. Nuestro punto de partida podría ser, por consiguiente, la asunción de que realmente existe ese tipo de sistemas de comunicación, es decir, «langues» en el sentido saussureano del término. Sin embargo, la estrategia seguida por Bloomfield resulta más sutil, y parte de la constatación de que, en el seno de co­ munidades como las anteriores, deben existir determinadas semejanzas entre lo que realmente serían actos de habla diferentes. Y si dichas semejanzas existen, es por­ que, expresándolo en términos ordinarios, los miembros de dicha comunidad ha­ blan la misma lengua. En consecuencia, será en virtud de este tipo de semejanzas como se constituirán las lenguas. Según la primera de las definiciones propuestas por Bloomfield, «un acto de ha­ bla es una preferencia». La asunción crucial que estábamos haciendo sería, por tan­ to, que «en el seno de determinadas comunidades es probable que proferendas su­ cesivas sean semejantes o parcialmente semejantes». Supongamos, por seguir los ejemplos que propone Bloomfield, que un extraño llega a nuestra puerta y, al abrir­ le, nos dice lo siguiente: «Tengo hambre». Supongamos también que, en circuns­ tancias diferentes, un niño que ya ha comido, pero que no quiere acostarse, dice: «Tengo hambre». Como lingüistas, consideraremos que ambos actos son semejantes, puesto que los sonidos emitidos por estos dos hablantes son idénticos y tienen el mismo significado. Las semejanzas también pueden concernir a aspectos más con­ cretos. Así, si alguien afirma: «El libro es interesante», dicha afirmación constitui­ ría una proferenda; «Llévate el libro de aquí» sería otra. Pero para un lingüista am­ bas proferencias tendrían un carácter parcialmente semejante, puesto que las dos incluyen el sintagma «el libro». Cualquier comunidad en cuyo seno pueden esta­ blecerse este tipo de parecidos es, por definición «una comunidad de habla»', y en este tipo de comunidades sólo será posible un determinado espectro de proferencias. Así, en la comunidad en la que uno puede decir «el libro es interesante», también puede afirmarse «tengo hambre», pero no, por ejemplo, lo que en otra comunidad de habla (la que conforman quienes utilizan el francés como lengua) sería la pro­ ferentia «J’ai faim». La «lengua de una comunidad de habla» es, por consiguien­

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te, «la totalidad de los proferencias que pueden hacerse» en ella (Bloomfield, 1970 [1926]: 129-30). Lo anterior se basa, y lo repetiremos una vez más, en una asunción que posee un carácter axiomático para una determinada ciencia. Lo que dice el extraño que lla­ ma a la puerta es objetivamente muy diferente de lo que dice el niño. El tono de sus voces es distinto, de modo que la voz del primero puede ser grave y la del segundo, aguda, etc. Pero además, las acciones que acompañan a ambos discursos también diferirán. Así, el extraño, al acabar de hablar, permanecerá junto al umbral, mien­ tras que el niño podría revolverse, enojado, frente a cualquiera de sus progenitores que trate de llevárselo a la cama. Y es posible, asimismo, que el primero estuviese, de hecho, hambriento y que su propósito fuese realmente el de pedir comida, mien­ tras que es evidente que el niño no tiene hambre en absoluto. «Fuera de nuestra ciencia», como afirma Bloomfield, las semejanzas «son sólo relativas». Unicamen­ te dentro de sus límites poseen un carácter «absoluto» (una vez más, 129 ss.). Ahora bien, si prescindiésemos de esta «ficción», como también la denomina Bloomfield, la Lingüística carecería de fundamento alguno. Así, hemos afirmado, por ejemplo, que ambos hablantes emiten la palabra hambre y que esta palabra po­ see en los dos casos el mismo significado. La circunstancia de que el niño esté min­ tiendo y el extranjero diciendo la verdad no es relevante, al menos no lo es para nosotroá en tanto que seamos lingüistas. Pero, ¿de qué manera cabe justificar algo así? La respuesta que daría Saussure a esta pregunta es que hambre es un signo en el que confluyen una imagen acústica «hambre» y un concepto («hambre»); sin embar­ go, a menos que logremos identificar físicamente ambas entidades, una respuesta como ésta nos estaría vedada por el momento. Debemos limitamos a asumir que dichas relaciones existen. En El lenguaje, la obra de Bloomfield, la asunción ante­ rior constituye «la asunción fundamental de la Lingüística». En principio, nuestros enunciados podrían basarse en los descubrimientos realizados por otras discipli­ nas científicas, concernientes al estado físico en que se encuentran el cerebro u otras partes del cuerpo de los hablantes. Pero al carecer de este tipo de datos, debemos asumir que «en determinadas comunidades (las comunidades de habla) algunas pro­ ferendas habladas son semejantes en cuanto a forma y a significado» (Bloomfield, 1935 [1933]: 144). Este punto, en particular, aparece en el libro de Bloomfield des­ tacado en cursiva hasta en dos ocasiones (véase, asimismo, 78). Unicamente ate­ niéndonos a lo anterior podemos afirmar que, en el caso concreto de hambre, una «forma» que fonéticamente equivaldría a [ámbre] posee en ambas «proferencias habladas» el mismo significado, a saber, «hambre». En su libro de 1933, Bloomfield no incluyó la definición de lengua que había pro­ puesto algunos años antes y que citamos previamente. Consideremos, no obstante, que «el inglés», por poner el caso, equivale a la totalidad de las proferencias po­ sibles «en inglés». Describir «el inglés» supondría, por consiguiente, describir todas esas proferencias, y la estructura «del inglés» sería, consecuentemente, la estructu­ ra que poseen dichas proferencias en su conjunto. Ahora bien, ¿qué es exactamente un «preferencia». Para Bloomfield una proferencia es un «acto de habla». Esta caracterización pro­ cede, una vez más, de su trabajo de 1926; lo cierto es que en su libro El lenguaje no se discute el término «preferencia», ni tampoco aparece recogido en el índice de contenidos en tanto que término técnico. No obstante, y como deja bien claro el propio Bloomfield, el «acto» en cuestión es el de emitir los sonidos que constitu­

Breve historia de la Lingüística estructural yen «el habla». Un «evento de habla» se describe, así, en términos estrictamente físicos: la serie de movimientos realizados por las cuerdas vocales del hablante, pero también por otros órganos; las ondas sonoras que son el resultado último de dichos movimientos, el efecto que estas ondas sonoras causan sobre el tímpano del oyen­ te, etc. (Bloomfield, 1935 [1933]: 25. Cabe afirmar, por tanto, que se tiene un cui­ dado especial en distinguir el acto de habla de todo lo que pueda acompañarlo, tan­ to de lo relacionado con el estado de la propia realidad, como de lo concerniente a cualquier otro comportamiento que puedan efectuar el hablante o el oyente (23). En el libro de Bloomfield, también se hace referencia de pasada (en 23) a lo que se denomina una instanciación del habla, que vendría a ser una «proferenda habla­ da». En definitiva, las proferencias que estamos describiendo equivaldrían específi­ camente a los sonidos emitidos por los hablantes. La totalidad de las proferencias que «pueden producirse» en una comunidad determinada vendría a ser, así, la to­ talidad de los sonidos que, al hablar la lengua que les es privativa, son capaces de emitir los miembros de dicha comunidad. Consecuentemente, describir una len­ gua es describir la estructura de dichos sonidos. Lo anterior conduce directamente al programa desarrollado, en buena medida tras la incapacitación y la muerte de Bloomfield en la década de los años cuarenta, por su discípulo Zellig S. Harris. En uno de sus primeros trabajos como lingüista es­ tructural, Harris rechazó la idea de que la «estructura de la lengua», concebida, tal como veremos a continuación, siguiendo la tradición saussureana, pudiera estudiar­ se con independencia de los «actos de habla». La primera, afirma Harris, es «mera­ mente la forma en que la ciencia organiza» estos últimos (Z. S. Harris, 1941: 345). Firth, a quien citamos al comienzo de este apartado, habría estado posiblemente de acuerdo con una observación como ésta. En todo caso, para Harris el objeto de estudio de la Lingüística no sería, al menos en una primera instancia, el evento glo­ bal del que forma parte el habla; se trataría, una vez más, de los sonidos proferidos por los hablantes. A la hora de describir el inglés, lo primero que haríamos sería es­ tablecer que los sonidos representados, por ejemplo, por I ’m hungry «Tengo hambre» constituyen una posible proferenda. Seguidamente, analizaríamos las proferencias para identificar las unidades recurrentes. Así, por ejemplo, una unidad como I apa­ rece también en otras proferencias, como I must eat «Debo comer» o You know I won’t «Sabes que yo no». A continuación, estableceríamos cuáles son las relaciones exis­ tentes entre las unidades identificadas de este modo. Así, por ejemplo, en cada una de las proferencias anteriores, / mantiene la misma relación (denominada tradicio­ nalmente de sujeto) con las unidades que aparecen a continuación; a su vez, en I ’m hungry y en She’s clever «Ella es inteligente», [a]m y hungry mantienen la misma re­ lación mutua dentro de la construcción (como se la denomina tradicionalmente) de la que forman parte que la que existe entre [i]s y clever. El siguiente paso sería el de agrupar las unidades identificadas en clases distintas. Así, en virtud de este tipo de relaciones, diríamos que hungry y clever son, en ambos casos (y recurriendo una vez más a la denominación tradicional), adjetivos. Sería de esta manera como lo­ graríamos asignar una estructura a cada proferenda, merced a la cual podríamos agruparlas seguidamente con otras semejantes en clases adicionales. Así, I ’m hungry posee una estructura en parte semejante a I must eat, en la cual existe un sujeto que se relaciona (siguiendo una vez más la terminología tradicional) con un pre­ dicado ([a]m hungry, must eat). El predicado posee, por su parte, una estructura según la cual cierta clase de verbos ([a]m) se relaciona con cierta clase de adjeti­

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vos (hungry); esta estructura es la misma que posee la secuencia [i]s clever. Y así, sucesivamente. Este método se desarrolla en el primero de los libros que Harris dedica a la Lin­ güística general (1951). «Una lengua o dialecto» sería, en términos generales, «el habla que tiene lugar en una determinada comunidad lingüística» (13). Así pues, en un caso particular, cabría considerarla como «el habla de la comunidad» (9) que se selecciona para su estudio. Los datos de los que disponemos constituyen instanciaciones de dicha habla y cualquier cuerpo o «corpus» de datos constituye una mues­ tra del habla que resulta posible en dicha comunidad. Y la «descripción de la es­ tructura de la lengua», tal como la denomina Harris en el último de los capítulos que integran dicho libro (372 ss.), constituiría, precisamente, la caracterización de la estructura que resulta tener el habla cuando aplicamos este método a su análisis. Resta por discutir un resultado adicional debido a esta aproximación analítica, cuyas consecuencias más relevantes dejaremos para un capítulo posterior (en par­ ticular, para el apartado 1 del capítulo 6). Sin embargo, y por hacer referencia a él auñque sea brevemente, cabría afirmar que una lengua es también, según el punto de vista que hemos adoptado, un conjunto. Los miembros de ese conjunto serían las «preferencias» y, siempre teniendo presente el nivel de abstracción en el que nos es­ tamos moviendo, cada proferenda vendría caracterizada por las relaciones que man­ tiene con un conjunto de unidades menores. Aunque en un principio estábamos haciendo referencia a los sonidos que pueden emitir los hablantes, lo cierto es que en este proceso de abstracción hemos llegado a algo que, efectivamente, se parece en gran medida a un conjunto de oraciones escritas, en el cual determinadas palabras aparecen en un orden concreto. El conjunto como un todo es también, por implica­ ción, un conjunto determinado. Hemos estado haciendo referencia a las proferen­ das que «pueden producirse» en el seno de una determinada comunidad; conse­ cuentemente, y en este nivel de abstracción, deberán ser, asimismo, miembros de nuestro conjunto determinadas combinaciones de unidades menores. A su vez, esta circunstancia implica que existirán otras que, por el contrario,'no formarán parte del mismo. Llegados a este punto cabe preguntarse cuáles son, por tanto, las pro­ piedades que poseen esos conjuntos que hemos venido a llamar «lenguas» y que los distinguirían, en general, de otros conjuntos diferentes. En tanto que constituyen una abstracción de la realidad, los conjuntos son objetos matemáticos. En consecuen­ cia, la pregunta que nos hacíamos concierne realmente a las propiedades de «las lenguas», en tanto que son sistemas matemáticos. Lo anterior no es algo de lo que Bloomfield se percatase en la década de los años treinta y es probable que, en caso de haberlo hecho, se hubiese aprestado a recha­ zar una posibilidad semejante. Pero iba a ser un hallazgo que inspiraría a Harris du­ rante el resto de su vida, que se prolongó hasta haber cumplido los ochenta, ape­ nas un año después de ver publicado su último libro (Z. S. Harris, 1991). Mientras tanto, dicho hallazgo había conducido directamente, allá por la década de los años cincuenta, al concepto clave de «gramática generativa». Un conjunto determinado resulta «generado» si la pertenencia al mismo se ve especificada en virtud de una se­ rie de reglas o instrucciones. Así, por ejemplo, la instrucción «multipliqúese x por 2, donde x es cualquier número entero» genera el conjunto de los números pares. Se­ gún este punto de vista, una lengua sería un conjunto; sus miembros serían las «pre­ ferencias» o, en los términos empleados por Harris, las «oraciones», y una gramáti­ ca, que tradicionalmente se había considerado como la descripción de «una lengua»,

Breve historia de la Lingüística estructural podría «concebirse», por consiguiente, tal como lo expresaba Harris en uno de sus artículos, «como el conjunto de instrucciones que generan las oraciones de una len­ gua» (1954: 260). Sin embargo, se dio el caso de que esta idea no fue desarrollada hasta sus últimas consecuencias por el propio Harris, sino por uno de sus discípulos, Noam Chomsky, constituyendo, de hecho, el pivote sobre el que gira lo que a menudo se ha deno­ minado la revolución chomskyana. No obstante, conviene recordar una vez más que sus orígenes se encuentran en las ideas de Bloomfield.

j 2.3. La autonomía de la Lingüística Por el momento, resulta preciso ocuparse una vez más del propio Bloomfield. Ya hemos visto que el concepto técnico que Bloomfield tiene de lo que es una lengua difiere del de Saussure. Pero en lo que en esos momentos se consideraba como lo esencial, lo cierto es que sus coincidencias eran mayores que sus divergencias. De hecho, en una carta que escribió en la década de los años cuarenta, Bloomfield afir­ maba que su libro El lenguaje constituía, «en todas y cada una de sus páginas», un reflejo del Cours de Saussure (véase a este respécto Cowan, 1987: 29). Para enten­ der la significación real de ambas obras, debemos tratar de comprender el sentido último de lo que Bloomfield quería decir. A comienzos de la década de los años veinte, Bloomfield ya había hecho mención en sus escritos a una «nueva tendencia en los estudios lingüísticos», una tendencia a la que el Cours habría proporcionado un «fundamento teórico» (Bloomfield, 1970 [1922]: 92). «Atañe», decía Bloomfield, «a dos cuestiones cruciales»: la primera concierne al estatus de la lingüística his­ tórica. «Ha llegado el momento en que estamos empezando a creer», manifestaba Bloomfield, «que las restricciones impuestas a los trabajos de naturaleza histórica carecen de fundamento y que a largo plazo son metodológicamente insostenibles». Los estudios sincrónicos, por recurrir a la terminología acuñada por Saussure, son previos a los de carácter diacrónico. Estoy citando a Bloomfield a partir de la re­ visión que hizo de otra introducción general al lenguaje, publicada en 1921 por su coetáneo y compatriota Edward Sapir (Sapir, s.d.). Bloomfield «se alegra al com­ probar» que Sapir «se ocupa de cuestiones sincrónicas [...] antes de hacer lo propio con lo diacrónico». Una preocupación semejante iba a determinar la estructura que adoptaría finalmente su propio libro, en la que cabe advertir una nítida separación entre los capítulos dedicados a la naturaleza del lenguaje, que equivalen aproxima­ damente a la primera mitad del libro, y los que se ocupan de la historia de las len­ guas. Cuando menos, existía un precedente a este respecto en la obra de Von der Gabelentz a la que se hizo alusión al comienzo de este capítulo (Gabelentz, 1901 [1891]). Pero sería el análisis llevado a cabo por Sausssure el que iba a considerar­ se a partir de entonces como seminal. El segundo «punto crucial» concierne a la relación entre la Lingüística y la Psi­ cología. El primer libro de Bloomfield (1914) se había basado, en buena medida, en la teoría psicológica desarrollada por Wilhelm Wundt, quien había sido, a su vez, el autor de dos gruesos volúmenes sobre el lenguaje, que se publicaron coincidiendo con el cambio de siglo (Wundt, 1911-12 [1900]). De la misma manera, y dos déca­ das antes, la gran obra de Hermann Paul acerca de los principios inherentes a la his­ toria de la lengua se había basado, en parte, en un sistema psicológico previo (Paul, 1920 [1880]). En esa época, era difícil escribir sobre cuestiones relacionadas con la

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teoría del lenguaje sin hacer referencia a ambos autores. Otra monografía que se pu­ blicó en esos momentos acerca de esta cuestión, y de la que era autor el especia­ lista en indoeuropeo Berthold Delbriick, constituía, en esencia, una revisión am­ pliada de la obra de Wundt, en particular, en lo concerniente a las relaciones que cabe advertir entre ella y la de Paul (Delbrück, 1901). Sin embargo, el primero de los capítulos que integran dicha monografía se dedicaba al análisis de los sistemas psicológicos subyacentes, basándose para ello en la premisa de que sólo una com­ prensión previa de los mismos permite determinar la validez de una u otra concep­ ción del lenguaje (iii). Delbrück reconoció que, a efectos prácticos, carece de importancia cuál es la concepción concreta de la Psicología que posee un lingüista («für den Praktiker láBt sich mit beiden Theorieen leben», 44). Pero lo cierto es que en el caso con­ creto de esa «nueva tendencia» a la que hacía referencia Bloomfield carecía de im­ portancia por completo, fuese cual fuese el propósito último planteado. «Nos es­ tamos desligando», por expresarlo con sus propias palabras, «de nuestra dependencia déla Psicología, al darnos cuenta de que la Lingüística, al igual que cualquier otra ciencia, debe ocuparse de la materia de estudio que le es propia, en sí misma y por sí misma, trabajando en virtud de asunciones fundamentales privativas de ella» (una vez jnás, Bloomfield, 1970 [1922]: 92). El libro de Bloomfield El lenguaje fue concebido como una revisión de su primera obra. Pero en el ínterin, tal como él mismo lo explica, «hemos aprendido... lo que uno de nuestros maestros ya sospe­ chó hace treinta años, a saber, que podemos embarcamos en el estudio de las len­ guas sin necesidad de tener que hacer referencia a ningún tipo de doctrina psico­ lógica». Proceder de ese modo «salvaguarda nuestros resultados y los vuelve más significativos», entre otros, para los propios psicólogos (Bloomfield, 1935 [1933]: vii). En Psicología, Bloomfield era por aquel entonces un conductista, en conso­ nancia con su concepción de la ciencia en general. Pero en tanto que lingüista, es­ taba ejerciendo, de hecho, una disciplina distinta. Es cierto que dicha disciplina partía, tal como hemos discutido, de una determinada asunción; sin embargo, una vez que dicha asunción se llevaba a cabo, estaba ya en condiciones de volverse una disciplina autónoma. Puede servir de ayuda en relación con esta cuestión el hecho de que proceda­ mos a examinar, en particular, el problema de la definición de la oración. Supon­ gamos que un hablante dice lo siguiente: «Tengo hambre. ¿Podemos almorzar?». Para los gramáticos este hablante ha proferido dos oraciones: la primera sería «Tengo hambre»; la segunda, «¿Podemos almorzar?». Ahora bien, ¿qué es lo que las distingue y cuál es la naturaleza de esa unidad que estamos llamando oración? Según la definición tradicional de oración, lo que hace el hablante al proferirla es «expresar pensamientos». Y para ello recurre a una determinada combinación de palabras. Así pues, según una de las fórmulas que hemos heredado de la Antigüedad tardía, una oración o «preferencia» (en latín «oratio») sería «un ordenamiento cohe­ rente de palabras» («ordinatio dictionum congrua») «que expresa un juicio comple­ to» («sententiam perfectam demonstrans») (Prisciano, citado en Keil, 1855-9,1: 53). Durante siglos, se han venido aceptando las definiciones de este tipo, planteadas en estos precisos términos. No obstante, los pensamientos o los juicios se forman en la mente y la Psicología es la ciencia que se ocupa de ella. Por consiguiente, ca­ bría afirmar que son los psicólogos los que tendrían la potestad de especular acer­ ca de este proceso. ¿Surge en primera instancia el pensamiento como un todo no

Breve historia de la Lingüística estructural analizado? Si es así, deberá ser objeto de un proceso analítico, de forma que que­ de dividido en partes articuladas entre sí en términos lógicos. La oración tal como se profiere constituiría una expresión de este proceso. Esta es la caracterización, simple y acaso cruda, que Wundt propuso en su momento de la totalidad de dicho proceso (II: 242 ss.) La alternativa pasaría por proponer que el pensamiento no surge como un todo, sino que es el resultado de la vinculación de conceptos que ini­ cialmente están separados. Esta es la base, aunque expuesta, una vez más, de un modo simplificado, de la definición de oración propuesta por Paul (121). A lo largo de todo este periodo las teorías acerca de la naturaleza de la oración no hicieron sino multiplicarse. Aunque la caracterización tradicional llevaba implícitos otros pro­ blemas, resultaba difícil no otorgar un papel central a este respecto a la cuestión de la formación de los pensamientos en la mente de los hablantes y la correspondiente percepción de los mismos por parte de las mentes de los oyentes. El tratamiento que da Saussure a este problema en su Cours resulta notoriamen­ te poco explícito. Lo cierto es que si las oraciones expresan pensamientos y los pen­ samientos surgen en la mente de los individuos en ocasiones particulares, la oración no puede ser una unidad del «hecho social» que constituye «una lengua». Esto es, en realidad, lo que afirma el Cours en un determinado pasaje: «[la phrase] appartient à la parole, non à la langue» (172). Al margen de lo anterior, poco más se afirma sobre esta cuestión en la obra de Saussure, lo cual, por cierto, resulta inusual en un libro de esa época. Pero si esta interpretación es correcta, la «linguistique de la lan­ gue» no debería ocuparse de la oración. De lo que debería ocuparse es de las relaciones que, dentro de las proferendas de las que habla Bloomfield, establecen las diferentes palabras que aparecen en ellas de forma secuencial. Supongamos nuevamente que un hablante de inglés afirma: «I’m hungry» «Tengo hambre». Este acto de habla surge, en parte, de un proceso de libre elección de las palabras; una alternativa habría sido que el hablante hu­ biese dicho «I’m starving» «Estoy famélico», o si las circunstancias hubiesen sido diferentes, «We’re sorry» «Lo sentimos», o «How disgusting!» «¡Qué lamentable!». En la terminología acuñada por Saussure, este tipo de actos de habla pertenece a la «parole». Pero, sin embargo, la manera en que se combinan las palabras es, en parte, regular. Así, [a]m concuerda regularmente con I, de la misma manera que [a]re concuerda con we; asimismo, ambos elementos preceden de forma regular a palabras como hungry o sorry, y así, sucesivamente. Este tipo de relaciones debe pertenecer al sistema de la lengua. Forman parte de aquello que comparten los miem­ bros de una comunidad que habla inglés, de la misma manera que, por volver a la analogía que planteamos en el apartado 2.1, la forma en que se coge el cuchillo con una mano y el tenedor con la otra, que vendrá condicionada, una vez más, pol­ las circunstancias particulares y concretas en las que las personas se sientan a comer, pertenece a un sistema compartido de modales a la mesa. Las relaciones como las anteriores son de un tipo que el Cours caracteriza como «sintagmático» (172 ss.). Por desgracia, el Cours no dice gran cosa acerca de ellas y cualquier interpretación más allá de este punto sería una pura extrapolación. Pero si tales regularidades existen, deben existir también en cualquier proferentia combinaciones de palabras que se adecúen a ellas. Si alguien se limita a afirmar «I’m hungry», esta combinación particular, es, por implicación, una oración com­ pleta: / + am + hungry. Pero supongamos, una vez más, que ese alguien, tras afirmar « fm hungry», afirma justo después, y sin dejar pausa alguna entre ambas emisiones,

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«Can’t we have lunch?» «¿Podemos comer?». Esta secuencia constituye también un acto de habla único; en los términos empleados por Saussure, constituiría una instanciación particular de la «parole». En este caso existen regularidades adiciona­ les que limitan la forma en que se combinan los elementos can + not + we + have + lunch, y esta secuencia en particular correspondería a una segunda oración, al menos desde el punto de vista de un gramático. Sin embargo, no hay nada en la len­ gua que regule el vínculo existente entre esta oración y la primera. Un hablante podría haber dicho igualmente «Can’t we have lunch? I ’m hungry» o, en circuns­ tancias semejantes o diferentes, «I’m hungry. Stop the car» «Tengo hambre. Para el coche», «I’m hungry. Why can’t we find a restaurant?» «Tengo hambre. ¿Por qué no buscamos un restaurante?», etc. Las relaciones que se establecen en el interior de las oraciones forman paite del sistema de la lengua, no así las que se establecen entre las oraciones como tales. Ésta fue, efectivamente, la definición que dio Meillet de oración en un manual que escribió acerca del indoeuropoeo y que se publicó cuatro años antes que el Cours de'Saussure. Dicha definición estaba formulada estrictamente «desde un punto de vista lingüístico» («au point de vue linguistique») «haciendo abstracción de cual­ quier cosa relacionada con la lógica o con la psicología» («et abstraction faite de toute' considerátion de logique ou de psychologie»). Según dicha definición, la oraciónmo sena, por consiguiente, nada más que «un conjunto de articulaciones unidas entre si merced a relaciones de índole gramatical» («un ensemble d’articulations lié­ es entre elles par des rapports gramaticaux») «que son autosuficientes, en el senti­ do de que no dependen gramaticalmente de ningún otro conjunto» («et qui, ne dé­ pendant grammaticalement d’aucun autre ensemble, se suffisent à elles-mêsmes») (Meillet, 1937 [1912]: 355). Si pensamos en términos retrospectivos, algo así era lo único que precisaba el lingüista práctico de Delbrück. Sin embargo, allá por la década de los años veinte, poseía también un fundamento teórico evidente, en el con­ texto de una Lingüística que no se basaba ya en ninguna de las teorías psicológicas con las que, hacia el cambio de siglo, Delbrück se había visto obligado a lidiar. La formulación final, clásica, de oración se debe a Bloomfield. En su primer li­ bro se había mantenido fiel a la definición propuesta por Wundt (Bloomfield, 1914: 60). Pero en los años veinte aceptó la de Meillet, destacando su «simplicidad y su utilidad» (Bloomfield, 1970 [1926]: 129, n. 6). Todo lo que restaba era vincularla directamente con su «asunción fundamental». Tal como hemos visto, «I’m hungry» es, en parte semejante, en lo que atañe a la forma y al significado y teniendo en cuenta dicha asunción, a otras proferencias como, por ejemplo, «I must eat» «Debo comer» o a «You know I won’t» «Sabes que yo no». Pero las proferencias no son simplemente «semejantes» a aquellas otras con las que comparten determinadas palabras. Bajo la misma asunción, «I’m hungry» también se parece a otras profe­ rendas con las que comparte el modo de construcción. Así, y aunque están forma­ das por palabras diferentes, la disposición de éstas y el significado que lleva asocia­ do es semejante al que cabe encontrar, por ejemplo, en proferencias como «Mary was furious» «María estaba furiosa» o en «We’re sorry» «Lo sentimos». Consecuen­ temente, I ’m hungry es, por definición, una «forma lingüística», es decir, una forma que, en su conjunto, «posee un determinado significado» (Bloomfield, 1935 [1933]: 138). Y en virtud de un análisis semejante, lo sería también Can’t we have lunch? Las oraciones pueden definirse, por tanto, de un modo bastante simple como aque­ llas formas lingüísticas que no están incluidas en ninguna otra forma lingüística de

Breve historia de la Lingüística estructural mayor entidad (170). En la proferencia emitida por nuestro hablante no existe nin­ gún significado que esté asociado con la manera en que se disponen ambas formas. Por consiguiente, no existiría ninguna «forma lingüística» mayor I ’m hungry. Can’t we have lunch ? Consecuentemente también, la anterior proferencia incluiría dos oraciones diferentes y no una sola. «La controversia acerca de la naturaleza de la oración» ha sido «en buena me­ dida, una controversia no lingüística» (de nuevo, Bloomfield, 1970 [1926]: 129, n. 6). Si los lingüistas se hubieran limitado simplemente a analizar el objeto de es­ tudio que les es propio «en sí mismo y por sí mismo», este tipo de problemas se habría solucionado fácilmente. El «en sí y por sí» es original de Bloomfield (de nuevo, 1970 [1922]: 92). Pero de igual modo podría haberse extraído de la famo­ sa frase con la que concluye el Cours de Saussure. Se trata de una frase que, como era de prever, no aparece en las notas que tomaron sus alumnos. Pero incluso si el autor resultase ser el editor del libro, tiene la virtud de dejar claro lo que el pro­ pio Saussure bien podría haber denominado su «idea fundamental», a saber, que «el único objeto de estudio genuino de la Lingüística es la lengua, considerada en sí misma y por sí misma» («l’idée fondamentale de ce cours: la linguistique a pour unique et véritable objet la langue envisagée en elle-même et pour elle-même») (Saussure, 1972 [1916]: 317). Es en este sentido en el que puede afirmarse, por fin, que cabe ver la influencia de Saussure «en todas y cada una de las páginas» del libro de Bloomfield. Ahora bien, resulta evidente que la autonomía de la Lingüística se había alcanzado sólo a costa de cierto precio. En particular, nos hemos visto obligados a asumir, como Bloomfield deja bien claro, que las relaciones entre las formas y los significados, tanto en lo que concierne al vocabulario como a la gramática, son constantes. Sólo sobre esa base resulta posible hablar de «langues» y «languages», y sólo en esas con­ diciones puede establecerse una «lingüística de la lengua», por traducir una vez más la fórmula que aparece en el Cours. El problema al que debieron enfrentarse tanto Bloomfield como Saussure es el que supone el hecho de que cuando las personas hablan, ninguna de las proferen­ das que emiten es exactamente igual a las restantes. Así, alguien puede decir «I’m hungry» y, al día siguiente, tal como veremos a continuación, decir nuevamente «I’m hungry». Pero cada uno de estos eventos posee un carácter transitorio y los so­ nidos emitidos nunca serán idénticos si los consideramos en detalle, o incluso en lo que atañe a sus características más generales. Una mujer que está muy acatarra­ da puede preguntar «How should I know?» «¿Cómo podría saberlo?». Al mismo tiempo, un tenor puede cantar «How should I know?» (un fragmento del «Curlew River» de Britten). Los sonidos emitidos en estos dos casos son muy diferentes. Y, sin embargo, describiríamos ambos conjuntos de sonidos como secuencias forma­ das por las mismas palabras. ¿En qué nos basamos para proceder de este modo? La respuesta a esta pregunta reside, para Saussure, en el sistema de «valores» que constituye la lengua. En dicho sistema, una «imagen acústica» como la que supone, por poner el caso, «lcnow», se halla ligada indisolublemente, en tanto que «signi­ fiant» (el cual constituye una de las dos facetas posibles de cualquier signo lingüís­ tico), con un «concepto» («know» «conocer») que es el «signifié» correspondiente a él. Por su parte, la respuesta que ofrece Bloomfield a-esta cuestión es, en esencia, la misma. En lugar de «imagen acústica», léase «forma», la cual se define, según su serie de postulados, como un «rasgo vocal» de carácter recurrente (Bloomfield, 1970

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[1926]: 130). Y en lugar de «concepto» léase «significado». Pero lo cierto es que, en virtud de su asunción fundamental, las formas y los significados se encontrarían, asimismo, indisolublemente ligados. Y la razón para ello es que es sólo merced a la recurrencia con que aparecen de forma conjunta los rasgos de carácter vocal y los rasgos de significado, es decir, es sólo, por seguir con nuestro anterior ejemplo, merced a la circunstancia de que un determinado rasgo vocal distintivo está pre­ sente siempre que una persona dice «know» y un determinado rasgo de significado, también distintivo, está presente igualmente siempre que una persona profiere di­ cha palabra, como existe una unidad lingüística permanente. Para Bloomfield, los significados están «presentes» de un modo bastante literal. En tanto que objetos de un estudio de carácter científico, han de tener, en princi­ pio, una identidad física. Consecuentemente, Bloomfield define el significado de una proferentia en función de las circunstancias externas, susceptibles de describirse en términos de espacio y de tiempo, en las que tiene lugar el acto de habla (Bloomfield, 1935 [1933]: 27). En su día, esta concepción del significado tuvo un carácter tan radical, y difería de un modo tan manifiesto de cualquier otra que hubiese propues­ to cualquiera que considerase a los pensamientos o a los conceptos existentes en la mente como algo dado, que sería en la filosofía general del significado de Bloom­ field, a menudo vinculada específicamente con la psicología conductista, donde incidirían en mayor medida sus comentaristas. Pero la cuestión que es realmente relevante para nosotros concierne al vínculo existente entre un determinado «sig­ nificado», se describa como se describa, y la «forma» asociada a él. En las condi­ ciones que marca la asunción fundamental de Bloomfield, cada uno de los térmi­ nos que incluye esta relación presupone, una vez más, el otro. La razón para ello es que la recurrencia de cada uno sólo es posible merced a la recurrencia simultánea del otro. Y en el caso del tratamiento que Bloomfield hace de esta cuestión, que se considera más extenso que el que ofrece el Cours de Saussure, lo anterior también sería válido en relación con las diferentes disposiciones que adoptan los compo­ nentes recurrentes que cabe distinguir en las proferendas, así como con los signi­ ficados constantes que se supone que, por su parte, debe tener cada una de dichas disposiciones, y no simplemente en relación con cada uno de los componentes en sí. Discutiremos más adelante de qué modo cabría desarrollar este punto de vista.

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El objetivo principal, si no el único, del Cours de linguistique générale era el de lograr una caracterización de los fundamentos de la Lingüística. De las cinco partes numeradas que lo integran, las tres últimas se ocupan, de un modo bastante conven­ cional de los cambios que tienen lugar en los sonidos y en las gramáticas de las len­ guas, de la distribución en el espacio de éstas últimas y de los dialectos, de la re­ construcción de las lenguas prehistóricas y de otros temas usuales los manuales de su’ época. En conjunto, la discusión que hace el Cours de todas estas cuestiones abarca más de la tercera parte de su extensión total (193-317). Los capítulos que se citan en la actualidad de manera habitual forman parte de la introducción, de la mayoría de la Parte 1 (cuyo título es «Principios Generales») y, una vez más, de la mayoría de la Parte 2 («Lingüística sincrónica»), lo que viene a representar alre­ dedor de un tercio del total del libro. Sin embargo, y tal como ha puesto de relieve Keith Percival, los primeros comentaristas de la obra no advirtieron en esta primera parte el carácter revolucionario al que posteriormente se haría referencia de modo generalizado. Antes bien, se llegó a considerar al libro como un texto en cierta ma­ nera desfasado (Percival, 1981). Algo así no resulta, después de todo, sorprendente. La razón es que no es ne­ cesario que un determinado trabajo acerca de los fundamentos de una disciplina deba tener necesariamente una repercusión inmediata sobre el modo en que dicha disciplina se lleva a la práctica. Cuando apareció el Cours, la mayoría de los lin­ güistas trabajaba con la familia indoeuropea de lenguas o con alguna otra familia lingüística: se ocupaba de la historia de la gramática de determinadas lenguas o investigaba sobre determinadas cuestiones de dialectología, es decir, su actividad se desarrollaba generalmente en campos para los que cuanto se afirmaba en el Cours no constituía ninguna novedad. Incluso un lingüista «sincrónico» no habría apren­ dido demasiado con su lectura. El tratamiento que se hace en este libro de los so­ nidos del habla, por ejemplo, se basaba en clases que se habían impartido en 1897 (nota 63 de los editores), de forma que podían considerarse como desactualizadas. En lo que concierne al resto, nos sentimos tentados de traer a colación una obser­ vación de Delbrück que ya se citó en un apartado anterior (en particular, en el apar­ tado 2.3), acerca de la circunstancia de que, siempre y cuando no implique ningu­ na modificación de la metodología de la que hace uso, un lingüista práctico puede convivir felizmente con cualquier cosa que se diga en el plano teórico acerca de los principios filosóficos que subyacen al trabajo que está realizando. Serán únicamen­ te otros teóricos, de los cuales hay pocos en cualquier época que se considere, quie­ nes deberían sentirse aludidos. Sea cual sea la razón última, lo cierto es que no fue hasta la década de los años treinta del pasado siglo cuando el estructuralismo saussureano logró despegar fi­ nalmente. Para poder comprender las razones que justifican este tardío despegue y

Breve historia de la Lingüística estructural el modo en que se produjo, debemos examinai' especialmente cómo surge la unidad básica que denominamos «fonema». El término en sí (de origen francés, «phonè­ me») había sido acuñado sin mayores pretensiones en la década de los años seten­ ta del siglo X IX para designar un sonido del habla único (en alemán «Sprachlaut»), En ese momento, «fonema» era simplemente un nuevo término y nada más. Pero, hacia los años treinta del siglo xx, se había convertido en el pilar de una nueva y bien desarrollada teoría. Ni siquiera los historiadores de la lengua estaban ya en condiciones de ignorarlo, por cuanto, como habían puesto de manifiesto Bloomfield y otros lingüistas, el cambio en los sonidos de una lengua era, en realidad, un cam­ bio en sus fonemas (Bloomfield, 1935 [1933]: 351). Al final de dicha década ya se habían desarrollado técnicas que permitían identificar los fonemas de cualquier len­ gua. Y diez años más tarde, tal como veremos en un capítulo posterior, los métodos basados en estas técnicas habían terminado afectando a la descripción de todo el sis­ tema de la lengua. Finalmente, la teoría casaba de un modo harto satisfactorio con lo que se afirmaba en el Cours acerca del objeto de la Lingüística como disciplina.

3.1. La prehistoria del fonema Los hilos que conducen al concepto de fonema son complejos y nos resultaría im­ posible examinar cada contribución individual al mismo. En lo que atañe a todos aquellos que omitiré en la relación que sigue, merece la pena consultar, en parti­ cular, la incisiva historia de esta área de la Lingüística de la que es autor Stephen Anderson (Anderson, 1985). Sea como fuere, desde un comienzo, es posible dis­ tinguir dos ideas principales en lo concerniente a esta cuestión. La primera es la de la existencia de diferencias entre los sonidos que poseen un carácter significativo. Así, por ejemplo, en inglés una palabra como blather «dis­ parates» cuenta con un sonido consonántico que la diferencia de otra como es blad­ der «vejiga». El sonido que escribimos como «dd» se produce merced a un bloqueo transitorio de la corriente de aire que sale de los pulmones. En la terminología uti­ lizada por la Fonética diríamos que se trata de una consonante oclusiva o plosiva (la notación que se emplea para representarla es [d]). Por el contrario, la conso­ nante que se escribe como «th» es una consonante fricativa, en cuya generación interviene una corriente de aire de carácter turbulento, que no llega nunca a blo­ quearse por completo (la notación que se emplea para representarla es [ó]). Se tra­ ta de palabras diferentes. En general, cualquier palabra que contenga el sonido [5] o el sonido [d] en esta posición {feather «pluma», por poner el caso, o body «cuer­ po») cambiará a otra diferente si lo hace el sonido en cuestión (así «fedder» «aire acondicionado», «bothy» «cabaña», respectivamente). La teoría clásica data, una vez más, de los años treinta del siglo xx. En todo caso, según los términos en los que se formuló, [5] y [d] serían diferentes fonemas, caracterizados cada uno de ellos por un conjunto de «rasgos distintivos», entre los cuales se encontraría el ras­ go «fricativo», en el primer caso, y en el segundo, un rasgo distintivo de carácter opuesto al anterior, a saber, «plosivo». Si recurrimos a la terminología saussureana, cabría afirmar que la distintividad es una de las relaciones que definen un de­ terminado sistema lingüístico. Por consiguiente, fricativo y plosivo serían dos de los elementos que integrarían el sistema lingüístico que denominamos «inglés». La segunda de las ideas a las que se hizo alusión anteriormente concierne al he­ cho de que las unidades de sonido «alternan» entre sí. En inglés, por ejemplo, sue-

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le decirse que el diptongo [λι], que aparece en drive «conduzco» ([drAiv]), alterna con el diptongo [ao], que podemos encontrar en drove «conduje» ([draov]), pero asimismo, con el sonido vocálico [i] que aparece en driven «conducido» ([drivan]). Las anteriores son formas de un mismo verbo (to drive «conducir»), pero mien­ tras que en ellas la parte dr...v permanece constante, las vocales intermedias varían. Para los especialistas en lingüística histórica, se trataría de una irregularidad que debe explicarse recurriendo a estadios anteriores de la lengua y a los cambios que tu­ vieron lugar durante el paso de unos a otros; en el caso particular del inglés, la ca­ racterización de este tipo de alternancias es diversa y compleja. Sin embargo, el patrón resultante posee, en buena medida, un carácter sistemático. Así, la relación que existe entre drive y drove es la misma que hay entre strive «me esfuerzo» y strove «me esforcé», o entre ride «monto» y rode «monté», y en el caso de algunos hablantes, entre dive «me zambullo» y dove «me zambullí». Del mismo modo, la relación que cabe advertir entre sing «canto» ([sig]), sang «canté» ([sag]) y sung «cantado» ([sAg]) es la misma que existe, por ejemplo, entee ring «llamo», rang «lla­ mé» y rung «llamado», o entre drink «bebo» (terminado en -nk), drank «bebí» y drunk «bebido». E igualmente, la relación que hay entre la forma de presente read «leo» [ri:d]) y la de pasado read «leí» [red] es la misma que podemos encontrar entre lead «conduzco» y lead «conduje» y entre meet «encuentro» (aunque en este casona vocal fue diferente en un periodo precedente de la historia de la lengua) y met «encontré». Y así sucesivamente. Describir este tipo de patrones equivaldría, en los términos empleados por Saussure, a realizar una descripción del sistema de naturaleza sincrónica. La primera de estas ideas es, en parte, considerablemente anterior al estructu­ ralismo. La distintividad de las consonantes, en particular, es el principio que se encuentra detrás de la invención del alfabeto. Y existe, cuando menos, otro siste­ ma de escritura, ideado para el coreano hablado en el siglo xv, en el que también se representaban determinados rasgos. Sin embargo, su formulación actual puede retrotraerse, una vez más, a la década de los años setenta del siglo xix. El estudio de los sonidos del habla constituía por aquel entonces una disciplina independien­ te, denominada «Fonética» (aunque en inglés este término existía ya desde los años cuarenta de ese siglo). Por consiguiente, la historia que estamos relatando en esta sección constituiría uno de los aspectos de los que se ocupa dicha disciplina. Comenzaremos el relato de nuestra historia en Gran Bretaña, haciendo referen­ cia al trabajo del anglicista y fonetista Henry Sweet. Sweet era, entre otras muchas cosas, un agudo observador de las peculiaridades de carácter fonético más deta­ lladas, cuya fama, más allá del papel que desempeñó en la historia de la Lingüís­ tica, estriba en haber sido inmortalizado por George Bernard Shaw como el Henry Higgins de su conocida obra Pigmalión. Sin embargo, cuanto mayor es la preci­ sión con la que logramos discriminai· entre los sonidos producidos por los hablantes, mayor será también la tendencia a que las diferencias relevantes que existen entre ellos acaben desdibujándose. Así, por ejemplo, en inglés la ee de heel «talón, ta­ cón» posee, en términos físicos, una mayor duración que la i de hill «colina». Que son sonidos diferentes es algo de lo que, ciertamente, cualquier hablante puede percatarse. Pero sin embargo, y a modo de compensación, como bien supo adver­ tir Sweet en un determinado momento, la 1(1) de hill también se vuelve más larga. Y la / también se alarga cuando precede a una consonante como d en una palabra como build «construir», mientras que se acorta cuando va delante de t en la forma

Breve historia de la Lingüística estructural de pasado correspondiente a ese mismo verbo, built «construyó» (Sweet 1971 [1877]: 138). La duración de los sonidos es, por consiguiente, relativa y en el caso de las vocales, en particular, Sweet distinguió, en principio, cinco grados de cantidad, si bien «en términos prácticos» era «generalmente suficiente» con tres (1971 [1877, 1890]: 137 ss.). Los problemas que entraña recurrir a este grado de detalle se ven agravados cuando procedemos al examen de otras lenguas diferentes. La / de heel es, de acuer­ do con la terminología moderna, una consonante alveolar, puesto que se articula cuando la lengua toca el arco óseo plano que existe detrás de los dientes superiores. Sin embargo, a la hora de pronunciar la palabra francesa/?/ «hijo», la punta de la len­ gua se sitúa en una posición bastante más adelantada, alcanzando los propios dien­ tes. La / francesa también podría considerarse como un sonido «de modificación en la zona frontal», en comparación con la l inglesa «que suena más hacia atrás»; si recurrimos, en particular, a la descripción que hace Sweet de esta cuestión, diríamos que en la pronunciación de la / francesa «la lengua adopta una posición más con­ vexa que en inglés; su superficie superior se arquea hacia arriba, orientándose hacia la posición frontal característica de», por poner el caso, y en y et «todavía» (1971 [1908]: 113). Podrían decirse muchas más cosas acerca de la multiplicidad de l en las diferentes lenguas. Pero, sin embargo, para los hablantes de cada una de ellas, todas esas / representan una misma consonante. Se escriben de manera semejante (a saber, como /, o por razones de carácter diferente, como //); y no se produce con­ fusión alguna al respecto. Incluso cuando la l de la palabra francesa./?/ se pronun­ cia con acento inglés, o cuando la / de la palabra inglesa heel la pronuncia un hablan­ te cuyo acento difiere del que es característico del oyente, lo que se oirá en todos los casos será la misma /. De igual modo, la ee de heel también varía, como atestigua, por ejemplo, la diferencia que cabe advertir en su pronunciación entre el acento escocés y el acento británico meridional. Pero si la sustituimos por la vocal que aparece en hill, todos hablantes se percatarán inmediatamente de que nos encon­ tramos ante una palabra diferente. El término «sonido del habla» era, en efecto, ambiguo. En un determinado sen­ tido aludía a lo que el término «letra» había venido significando desde la Antigüe­ dad, a pesar de las numerosas deficiencias intrínsecas inherentes a los sistemas de escritura. «Letras» hacía referencia, por consiguiente, a una unidad capaz de dis­ tinguir una palabra o una sílaba de otra diferente; y cada letra se caracterizaba ade­ más por poseer un valor sonoro distinto del que caracterizaba a las restantes letras. Tal como demostró David Abercrombie hace ya muchos años, ese sentido del tér­ mino «letra» no estaba aún obsoleto en la época de Sweet (Abercrombie, 1949). Pero en un sentido diferente, un sonido del habla era, de un modo bastante li­ teral, un sonido, y la variedad de sonidos que era posible distinguir excedía con cre­ ces el número de «letras» de cualquier lengua. Surgía entonces, en particular, la cuestión de cómo representar los «sonidos» del habla mediante la escritura. ¿Te­ niendo en cuenta todos los matices que un fonetista era capaz de apreciar, o toman­ do únicamente en consideración aquellos aspectos que los hablantes parecían te­ ner en cuenta? Tal como se percató Sweet, la respuesta a esta pregunta depende de los objetivos que nos hayamos planteado. Nuestra intención podría ser la de re­ gistrar sobre el papel las características de un determinado acento o del dialecto empleado en un área geográfica restringida. En este caso, deberíamos tomar nota de cualquier cosa que pudiera ser relevante y hacerlo del modo más detallado pp-

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sible desde el punto de vista científico. Así, al registrar las características de mi pro­ pio acento, no sólo deberíamos dejar constancia de que la vocal de hill es más bre­ ve que la de heel, sino que su cualidad es también diferente, de ahí que recurramos a la notación [hil] en lugar de optar simplemente por [hil]. Pero del mismo modo, resultaría preciso consignar, asimismo, las características cualitativas de la Z, puesto que esta / es lo que los fonetistas denominan una / «oscura», dado que se articula elevando el dorso de la lengua hacia la parte posterior de la boca, de manera que su articulación se diferencia de la que es característica de una I «clara», como es la que aparece, por poner el caso, en una palabra como silly «tonto». De ahí, por tan­ to, que debamos recurrir nuevamente a una notación diferente, a saber, [hii]. Sin embargo, aún no habríamos alcanzado el nivel de detalle deseable. Así, en particu­ lar, no hemos dejado constancia todavía de la circunstancia de que esta l es más lar­ ga; y en el caso de otros acentos diferentes, habría que dejar constancia, asimismo, de que la [i] puede tener otras características ligeramente diferentes en términos cua­ litativos. Y así sucesivamente. Este tipo de representación «científica» de los sonidos^del habla es lo que, si recurrimos a la terminología acuñada por Sweet, cabría denominar una representación «estrecha»; y siguiendo el uso que Sweet dio a este adjetivo, los fonetistas actuales hablan de una «transcripción fonética estrecha». Un objetivo diferente que cabría plantearse podría ser el de desarrollar un sis­ tema 4e deletreo. Algo así tendría sentido si estuviésemos analizando una lengua que careciese de sistema de escritura, pero también podría tenerlo en el caso del inglés: no en vano se trata del objetivo soñado por la Reforma Ortográfica, el cual no ha logrado desvanecerse por completo a pesar de los años que han transcurri­ do desde su propuesta. Sin embargo, para lograr cumplir este objetivo necesita­ mos representar los «sonidos» en otro sentido diferente. Lo que precisamos es po­ der poner de manifiesto de alguna manera que hill y heel son palabras diferentes; consecuentemente, en algún punto determinado, ambas palabras deberán escribir­ se de forma distinta. Así, por ejemplo, si escribiésemos hill como «hil», podría­ mos optar entonces por escribir heel como «hi:l», donde los dos puntos (:) indi­ can que la longitud de la vocal es mayor en este caso. Alternativamente, podríamos optar por escribir hill como «hil» y heel como «hil», para poner de manifiesto que ambas vocales se diferencian en términos cualitativos. Sea como fuere, en ningu­ no de los dos casos sería preciso indicar nada más. Y es que nuestro objetivo po­ see un carácter eminentemente práctico, a saber, el de poner de manifiesto de un modo tan eficaz como sea posible, a qué palabra nos estamos refiriendo. Debería­ mos, en cambio, descartar esta solución si nuestro objetivo fuese representar los so­ nidos de forma detallada desde un punto de vista científico. Siguiendo la terminología propuesta por Sweet, un sistema de este tipo es «an­ cho», puesto que «indica únicamente diferencias amplias (“anchas”) entre los so­ nidos» (1971 [1877]: 231). En palabras de Sweet, una «notación ancha» es «aque­ lla que establece únicamente las distinciones necesarias en términos prácticos entre los sonidos de una lengua y que lleva a cabo dichas distinciones de la manera más simple posible, omitiendo todo aquello que es superfluo» (1971 [1908]:242). Aho­ ra bien, lo que es «necesario en términos prácticos» debe equivaler a lo que es dis­ tintivo, y eso es algo que varía de una lengua a otra. En el sentido en que lo em­ pleaba Sweet, lo anterior equivaldría a lo que es «significativo». Así, en la primera de las referencias mencionadas previamente, Sweet distingue entre los diversos pa­ peles que desempeña en distintas lenguas esta diferencia entre vocales «estrechas»

Breve historia de la Lingüística estructural (articuladas con la lengua tensa y en posición convexa, si imaginamos un corte trans­ versal de la misma) y vocales «anchas» (en cuya articulación la lengua se relaja y adopta una configuración plana). En francés, por ejemplo, los sonidos en cuestión son siempre estrechos, de ahí que la distinción entre ancho y estrecho «no exista en absoluto». En danés o en islandés dicha diferencia no sólo existe, sino que en ocasiones supone la única que cabe advertir entre dos palabras distintas. La dis­ tinción sería, por tanto, «significativa», «es decir, corresponde a distinciones reales existentes dentro de las propias lenguas». Por consiguiente, a la hora de escribir, deberemos representar dichas distinciones. En el inglés británico meridional, las vocales presentes en heel o pool «charco» son estrechas, mientras que las de hill o pulí «tirar» son anchas. Sin embargo, estas dos últimas vocales se distinguen, a juicio de Sweet, por su longitud, de modo que, si bien existe una diferencia entre ambas, dicha diferencia «no es independiente, sino que está asociada a la canti­ dad». Consecuentemente, a la hora de escribir el inglés, el hecho de representarla «sería algo superfluo». En este sentido, «podemos establecer como regla general que en cualquier lengua sólo deben contar con una representación simbólica aque­ llas diferencias entre sonidos que son significativas con independencia de todo lo demás» ([1877]: 230 ss.). Los ejemplos que aporta Sweet proceden de lenguas indoeuropeas, cuya estruc­ tura general era familiar en aquella época. Pero supongamos que estamos inves­ tigando una lengua que desconocemos por completo. Supongamos también que «oímos», por poner el caso, una l. O para ser más precisos, oímos un sonido que per­ cibimos como la l que existe en nuestra propia lengua. Por consiguiente, lo que es­ cribiríamos en nuestras notas sería «1». En circunstancias diferentes es posible que «oyésemos», en ese mismo sentido del término, una «d». Consecuentemente tam­ bién, escribiríamos «d». Pero supongamos, asimismo, que al revisar las notas que hemos ido tomando nos percatamos de que en diferentes ocasiones hemos escrito de forma distinta lo que a todas luces parece ser la misma palabra. Le pedimos en­ tonces a los hablantes de la lengua que estamos investigando que repitan del modo más preciso posible lo que habían dicho previamente y una vez más «oímos» en determinadas ocasiones I y en determinadas ocasiones, en cambio, d. Y sucede in­ cluso, que en algunos casos creemos «oír» d cuando la primera vez creimos «oír» / y viceversa. ¿Qué es lo que hemos hecho mal? Este tipo de dificultades no son nuevas, pero a finales del siglo xix adquirieron un cariz particularmente serio en Norteamérica. Allí existían numerosas lenguas amerindias y el contacto con ellas era, en la mayoría de los casos, reciente. Por expresarlo en términos eurocéntricos, cabría decir que se trataba de lenguas «exó­ ticas». Y lo que era aún peor, de lenguas que diferían considerablemente entre sí. Habitualmente, los logros debidos a los lingüistas de campo tienden a no verse re­ conocidos. Sin embargo, dos de ellos perviven en la memoria popular de todos los especialistas en esta disciplina. Uno de ellos es Edward Sapir, quien desde 1910 realizó numerosos trabajos acerca de multitud de lenguas nativas americanas. El otro fue el antropólogo Franz Boas, que había sido profesor del propio Sapir. En 1900, Boas, que ya había cumplido los cuarenta años, supo percatarse con clari­ dad de cómo surgía el problema que nos ocupa. En tanto que hablantes de una de­ terminada lengua, tenderemos a «oír» los sonidos de. otra lengua diferente de la misma manera en que «oímos» los de la nuestra. Así, en tanto que hablantes, por ejemplo, de inglés, percibimos una / siempre que oímos un sonido que se parece

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a la l inglesa, y así sucesivamente. Sin embargo, nuestra misión en tanto que lin­ güistas debe ser la de determinar que es «significativo» (por recurrir al término acuñado por Sweet) en la lengua que estamos estudiando. Es decir, debemos ser capaces de «oír» lo que sus hablantes «oyen» realmente. Una reacción a este problema ha sido tradicionalmente la de dejarlo simplemen­ te de lado. Esto supone, en la práctica, considerar como «primitivas» a estas lenguas y a sus hablantes, como descuidados. «Los ejemplos tomados de las leguas ameri­ canas», decía Boas, «se han utilizado para tratar de demostrar que la precisión con la que se pronuncian es mucho menor que la que cabe encontrar en las lenguas del mundo civilizado» (Boas, s.d. [1911]: 11). Pero la realidad era diferente. Cada lengua, sea cual sea el tipo de sociedad a la que pertenece, posee «su propio siste­ ma fonético que le es característico», el cual delimita «un grupo de sonidos defini­ do y restringido» (10 ss.). El problema que se nos plantea es que las distinciones que son pertinentes en un caso no coinciden con las que lo son en otro. Boas dis­ cute, en particular, un sonido propio del pawnee, una lengua hablada en las Gran­ des* Praderas. Este sonido «puede oírse», afirma Boas, «con mayor o menor distintividad, en ocasiones como una l, en ocasiones como una i; en otras como una n e, incluso, en determinados casos, como una «d»; sin embargo, dentro del siste­ ma fonético del pawnee «se trata en todos los casos, sin duda alguna, del mismo sonido». Tal como lo describe Boas, consistiría en «una r extremadamente débil, que se articula haciendo vibrar la punta de la lengua contra la parte posterior de la raíz de los incisivos», si bien, «cuando la vibración se oye de forma más pronunciada», como sucede en el contexto que forman determinados sonidos adyacentes, «nos pa­ rece percibir una r». No obstante, se trata también de un sonido vibrante que se produce «con la parte lateral de la lengua situada inmediatamente después del ápi­ ce», de manera que su zona central «apenas se eleva hacia el paladar». Esta circuns­ tancia lo vuelve, al menos en potencia, semejante a la l inglesa, dado que en una l como la que es característica del inglés, el dorso de la lengua desciende de un modo evidente; y sin embargo, y puesto que su articulación es débil, también se aseme­ ja a la d. Además, este sonido «va acompañado a menudo por una emisión audible de aire a través de la nariz», de ahí la sensación que en ocasiones produce de tratar­ se de una n, dado que esta peculiaridad posee un carácter distintivo en el caso de la n inglesa (11 ss.). Las diferencias sonoras que cabe considerar significativas en nuestra propia lengua son una cuestión de mero detalle en pawnee y, desde luego, lo contrario también es cierto. Boas no llegó a hablar de fonemas, como tampoco lo hizo Sapir antes de la dé­ cada de los años treinta. Pero el término «sonido» se revelaba, una vez más, como potencialmente ambiguo. Boas describe el «sonido» del pawnee al que hemos he­ cho alusión como «un mismo sonido en todos los casos». A este respecto se ase­ mejaría a la / de heel, hill, etc. Pero a otro nivel no es siempre el mismo. Así, por ejemplo, «a menudo» se asemeja a una n, lo que implica que en ocasiones no lo hace. A este respecto se parecería a la l «oscura» de hill y la / «clara» que aparece, por poner nuevamente el mismo ejemplo, cuando silly se pronuncia con el acento que me es característico. Es evidente que cuando empleamos la palabra «sonido» con la primera acepción estamos hablando de abstracciones; así, la / del inglés, por poner el caso, constituiría una abstracción que englobaría todo el espectro de sonidos del tipo [i] y [1], y otros semejantes, que uno oye en el sentido literal del término. Aho­ ra bien, cabe preguntarse cuál es la naturaleza de tales abstracciones.

Breve historia de la Lingüística estructural La respuesta que se dio, de hecho, a esta cuestión debe mucho al análisis teóri­ co de las alternancias realizado por el lingüista polaco Jan Baudouin de Courtenay. En inglés, la ee de meet constituye un sonido (si hacemos uso de la notación foné­ tica, correspondería a [i:]), mientras que la e de met representa otro sonido diferen­ te ([ε]). Sin embargo, ambos se encuentran relacionados merced a la circunstancia de que, tanto en este caso como en cualquier otro, estos dos sonidos permiten dis­ tinguir palabras cuyos significados contrastan de forma sistemática. Así, meet se di­ ferencia de met tanto en su sonido como en su significado, lo mismo que sucede con lead y led, con sleep «duermo» y slep- (en slept «dormí»), etc. De la misma ma­ nera, encontramos un sonido [ir] en adjetivos como obscene «obsceno» y serene «tranquilo», el cual alterna con [ε] en los sustantivos obscenity «obscenidad» y se­ renity «tranquilidad». Este tipo de alternancias no puede explicarse recurriendo simplemente a la mera similitud de los sonidos implicados. Como simples sonidos, [i:] y [ε] son menos semejantes entre sí que, por poner el caso, [i:] e [i], Y lo mismo ocurre, por ejemplo, con [ a i ] (como aparece en drive) e [i] (como aparece en chi­ ven). Estos dos últimos sonidos también alternan entre sí, de tal manera que la re­ lación que existe entre drive y driven es la misma que se establece entre ride y rid­ den >y la que mantienen c//v[Ai]ne «divino» y div[i]nity «divinidad» es la misma que cabe advertir entre sal[Ai]ne «salino» y sal[i]nity «salinidad», etc. Sin embargo, no puede afirmarse que en ninguno de estos pares de términos [i:] e [i] se relacionen de modo semejante. Baudouin se ocupó de las alternancias que existían en su propia lengua y en otras lenguas eslavas, y desarrolló una teoría al respecto que se caracterizaba por un notable grado de detalle desde el punto de vista formal. Expuso dicha teoría en una monografía que se publicó en la década de los años noventa del siglo xix. Se trataba de una teoría acerca de los sonidos del habla, a la que se hacía referencia recurriendo al término, entonces en boga, de «Fonética». Pero la Fonética incluía para Baudouin dos ramas separadas. Una de esas ramas se encargaba del estudio de los sonidos como tales, es decir, como meros sonidos. En tanto que sonidos, con­ sistían en eventos físicos, que el oyente era capaz de distinguir en términos auditi­ vos, y que el hablante generaba merced a la actividad de los órganos vocales. En los términos acuñados por Baudouin, su estudio constituía la rama «antropofónica» o «antropofonética» de la Fonética. Pero los sonidos como tales poseen un carácter transitorio. En la terminología saussureana (y Saussure conocía las ideas de Baudouin) pertenecían a lo que el Cours denomina «parole». Por consiguiente, era preciso que existiese otra rama di­ ferente de la «Fonética» que se ocupase de las unidades que existen en la mente del hablante y que corresponden a dichos sonidos. Eran estas unidades las que entraban a formar parte de las alternancias. Así, en la mente de los hablantes de inglés, el dip­ tongo [ a i ] de drive o de divine se relaciona con la [i] de driven o de divinity, la [i:] de meet, lo hace con la [ε] de met, y así sucesivamente. Su estudio correspondería a una rama diferente de la Fonética, a la que Baudouin denominó «psicofonética». Llegados a este punto cabría preguntarse cuál es la naturaleza exacta de dichas uni­ dades. Según la terminología de Baudouin, estas unidades se corresponden especí­ ficamente con los «fonemas» de la lengua en cuestión. Así, el diptongo que apa­ rece en drive sería un fonema («phonem»), mientras que la [i] de driven sería otro diferente. Sin embargo, difícilmente cabría seguir considerando a una unidad que existe en un plano psicológico como un sonido en sentido estricto; antes bien, se

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trataría de la unidad mental que corresponde a los sonidos en cuestión. El fone­ ma, tal como lo definió Baudouin, consistía en «una representación unitaria en el dominio fonético» («eine einheitliche, der phonetischen Welt angehorende Vorstellung») «que surge en la mente merced a un proceso de amalgamiento mental de las impresiones recibidas a partir de la pronunciación de un único y mismo soni­ do» («welche mittlest psychischer Verschmelzung der durch die Aussprache eines und desselben Lautes erhaltenen Eindrücke in der Seele entsteht»). El fonema ve­ nía a ser para Baudouin «el equivalente mental» del sonido del habla, el cual te­ nía una naturaleza física («= psychischer Aequivalent des Sprachlautes») (Bau­ douin de Courtenay, 1895: 9). Como tal, el fonema se encuentra asociado con «un determinado conjunto de representaciones antrofónicas individuales» («eine gewisse Summe einzelner anthropophonischer Vorstellungen»), bien se trate de «representaciones articulatorias», correspondientes a procesos fisiológicos que pueden ejecutarse, bien se trate de las «representaciones acústicas» correspondientes a las anteriores. Así, por reto­ mar uno de los ejemplos que propusimos previamente, si / es un «fonema» del in­ glés, cabría afirmar que la «1 oscura» de hill y la «1 clara» de silly constituyen dos «representaciones antropofónicas» diferentes correspondientes a una única «l» en el plano «psicofonético». Faudouin desarrolló originalmente su teoría en Kazan, en el extremo oriental de nuestro mundo académico, y no fue hasta la década de los años veinte del si­ glo pasado cuando, en los trabajos de Sapir (residía precisamente en el otro extre­ mo de dicho mundo académico), donde resulta posible advertir indicios de que este proceso de abstracción podía llevarse aun más allá. No existen evidencias de que Sapir hubiese leído a Baudouin, aunque tampoco de que lo hubiese hecho, al me­ nos en principio, con Saussure. Pero en su libro de introducción al lenguaje, Sapir hace referencia brevemente al sistema que subyace al «sistema puramente objeti­ vo de los sonidos». Este último sería ya «privativo de una determinada lengua» y correspondería, acaso, a la representación «ancha» de Sweet. Sin embargo, «tras» este sistema, «existe un sistema «interno» o «ideal» más restringido», en el cual «los elementos fonéticos» se relacionan, en parte, entre sí con independencia de su ca­ rácter objetivo. Este sistema interno puede, de hecho, persistir desde el punto de histórico «como un patrón... bastante después de que su contenido fonético haya cambiado». «Cada lengua», afirma Sapir, «se caracteriza por el sistema ideal de so­ nidos que le es propio, así como por el patrón fonético subyacente, en la misma me­ dida» en que puede hacerlo por su estructura gramatical (Sapir, s.d. [1921]: 55 ss.). Estas observaciones fueron desarrolladas en mayor grado en un artículo que Sapir publicó cuatro años más tarde. En él, el lingüista norteamericano comenza­ ba comparando dos sonidos diferentes: uno que no se correspondería con un so­ nido del habla, y que sería el que haría una persona que soplase una vela para apa­ garla; y otro que, siendo un sonido objetivamente semejante, lo emiten realmente numerosos hablantes de inglés (aunque su número parece ser menor en la actua­ lidad en comparación con la época en la que se escribió el artículo), cuando pro­ nuncian palabras como when «cuando» o wheel «rueda». El «aspecto más funda­ mental en que ambos sonidos difieren», afirma Sapir, radica en la relación de wh con otros sonidos del habla. Wh- constituye «uno más de entre los miembros de un conjunto de sonidos que es, sin duda alguna, limitado en términos numéricos» y que «conforma un sistema definido de elementos susceptibles de utilizarse simbó­

Breve historia de la Lingüística estructural licamente». Cada uno de dichos sonidos se caracteriza por «una articulación distin­ tiva y ligeramente variable» y por su correspondiente «imagen acústica». Pero tam­ bién se caracteriza «y esto resulta crucial por un distanciamiento desde el punto de vista psicológico con respecto a los restantes miembros del sistema. Los espacios que, en términos relaciónales, existen entre los sonidos de una lengua son tan ne­ cesarios para poder lograr una definición psicológica de los mismos, como la ar­ ticulación o la imagen acústica a las que se recurre habitualmente para definirlos». Por el contrario, «el sonido emitido al soplar la vela no forma parte» de un sis­ tema de estas características (Sapir, 1949 [1925]: 35). Tomando lo anterior como punto de partida, Sapir llega a una conclusión que reviste potencialmente un carácter mucho más radical. Como cabría suponer, dentro de un sistema como el que acabamos de describir cada sonido se «concibe de un modo inconsciente como «situado en un determinado lugar» en relación con los res­ tantes». De hecho, si no fuese así, «no podría seguir considerándoselo un genuino elemento del habla», en la misma medida en que no lo sería, por poner el caso, «el movimiento de levantar el pie del suelo, en tanto que un determinado paso de bai­ le», si no fuese posible «situarlo» con referencia a otros movimientos que ayudan a «definir la danza». En todo caso, en una nota a pie de página correspondiente al pri­ mer uso del término «situado», Sapir explica que lo anterior «no tiene nada que ver, desde luego, con el “lugar de articulación”». «Resulta posible percatarse de que la relación existente entre el sonido A y el sonido B, por ejemplo, es la misma que la que existe entre los sonidos X e Y sin necesidad de tener idea alguna acerca de cómo y de dónde se generan cada uno de ellos». Por consiguiente, «no es suficien­ te» simplemente con «determinar las características que distinguen a los sonidos del habla de otros sonidos producidos por los «órganos del habla». Existiría una «segunda fase» adicional en el establecimiento de sus características distintivas, que sería «más elusiva, pero que tendría, en cambio, una mayor importancia para el lin­ güista». Consistiría en determinar «la configuración interna del sistema de sonidos de una lengua, es decir, el «lugar» intuitivo asignado a cada uno de los sonidos en relación con todos los demás» (35 ss.). En el resto de su artículo, Sapir muestra de forma gradual hasta qué punto considera abstracta dicha configuración. El lugar que los sonidos ocupan en ella no se ve afectado por las diferentes maneras en que dos hablantes distintos pueden producirlos (36 ss.), como tampoco por las varia­ ciones en el modo en que se articulan en función de las características contextúales creadas por otros sonidos próximos (37 ss.). Una vez «que se logra dejar a un lado todo lo anterior, lograremos llegar al genuino patrón que conforman los sonidos del habla». No obstante, a la luz de lo afirmado anteriormente, «casi resulta super­ fluo decir que dos lenguas, A y B, pueden contar con sonidos idénticos, pero con patrones fonéticos completamente diferentes», o que lenguas «que se caracterizan por poseer sistemas fonéticos mutuamente incompatibles desde el punto de vista articulatorio y acústico» pueden, sin embargo, presentar «patrones idénticos o si­ milares» (38). La evidencia que pone de manifiesto el «lugar» que ocupan los elementos viene a ser, en buena medida, la existencia de las alternancias. Así, por ejemplo, en in­ glés la /d e wife «esposa» se relaciona con la v de wives «esposas» en los mismos términos en que lo hace, por poner el caso, la [s] de house «casa», que al igual que ocurre con wife es una forma singular, con la [z] de la correspondiente forma plural hou[z]es. Sin embargo, deberíamos considerar, asimismo, el modo en que las uni-

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dades se relacionan unas con otras dentro de las secuencias de las que forman par­ te. Así, en inglés la p puede ir precedida de s tanto al comienzo de una secuencia (como ocurre, por ejemplo, al principio de una palabra como spoon «cuchara»), como al final de otra (como sucede en una palabra como cusp «cúspide»). Lo mis­ mo cabe decir en el caso de t y k, como puede advertirse al comparar dos palabras como star «estrella» y scum «escoria» ([scAm]), con otras dos como hoist «alzar» y ask «preguntar». En virtud de ésta y de otras evidencias semejantes, cabe afir­ mar que los elementos anteriores «conforman un conjunto coherente» (42). Con­ secuentemente, sonidos que son semejantes en términos físicos pueden, en virtud de evidencias de similar naturaleza, no conformar ningún conjunto de dichas ca­ racterísticas. Así si nos limitamos a considérai" el sonido en sí, la ng de sing [η] aparecería junto a g [g] en los mismos términos en que podría hacerlo una m en relación con una b, o una n en relación con una d. Y sin embargo, desde el punto de vista fonético, g, b y d son consonantes oclusivas, mientras que ng, n y m son «nasales». No obstante, «a pesar de lo que nos dicen los fonetistas [...] resulta im­ posible lograr que un hablante de inglés se convenza realmente» de que las nasales integran un único conjunto. En particular, tanto m como n pueden aparecer al co­ mienzo de una palabra. Pero en el caso de ng algo así resulta imposible y a este respecto.se comporta como si estuviese constituida por dos elementos, el primero de carácter nasal y el segundo de naturaleza plosiva, y no por uno solo (43). «La inten­ ción última y la esencia de este artículo», nos dice Sapir en el último de los párrafos del mismo, ha sido «la de mostrar que los fenómenos fonéticos no son fenómenos físicos per se» (45). Tratemos de resumir lo discutido hasta el momento. Hemos visto que toda len­ gua cuenta con un sistema de sonidos propio, como sucedía con las estudiadas por Boas y Sapir, el cual difiere sustancialmente del que es característico de nuestra propia lengua. Dentro de dicho sistema, un determinado conjunto de sonidos del habla se distingue de los demás en virtud de sus rasgos específicos, a los que Sweet denominó «significativos». Lo que es significativo en una determinada lengua, pue­ de, una vez más, no serlo en otra diferente. Del mismo modo, un «sonido» de este tipo puede presentar variaciones, de manera que en ocasiones tendrá una mayor duración y en ocasiones será más breve; y en ocasiones también variará en térmi­ nos cualitativos dentro de un cierto margen, aunque suficiente para que a los fo­ netistas o los hablantes de otra lengua los extremos de dicho intervalo les parez­ can sonidos bastante diferentes. De ahí, por consiguiente, la necesidad que surge, por recurrir a la terminología acuñada por Sweet, de llevar a cabo representacio­ nes de los sonidos tanto «anchas» como «estrechas». Dentro del sistema del que forman parte, cada sonido se relaciona con otros so­ nidos diferentes. En primer lugar, mantiene una relación con aquellos de los que se diferencia en virtud de determinados rasgos «significativos»: es lo que sucede en inglés entre [i:] e [i] o entre [g] (plosiva) y [q] (nasal). Podría afirmarse que este tipo de relaciones definen lo que Sapir denominó «el sistema objetivo de sonidos». Sin embargo, los sonidos también se relacionan en virtud de los patrones que con­ forman, es decir, según la manera en que alternan o por las secuencias a las que dan lugar. Este tipo de relaciones define lo que Sapir denominó un sistema «interno». Hacia la década de los años veinte del siglo pasado, todo lo anterior, si lo con­ templamos desde un punto de vista retrospectivo, estaba suficientemente claro. Pero de la misma manera, también nos resulta ahora evidente de qué forma este

Breve historia de la Lingüística estructural tipo de ideas se conectaban con las desarrolladas por Saussure. La razón para ello radica en la circunstancia de que el tipo de «sonidos» que estamos describiendo existe únicamente dentro del sistema de cada lengua particular. Resulta posible identificar la «r débil» del pawnee merced a las diferencias que cabe establecer entre ella y otros «sonidos» característicos del pawnee, de la misma manera que podemos identificar la l del inglés mediante las distinciones que cabe establecer entre ella y otros sonidos propios del inglés. En tanto que simples sonidos, no son nada, dado que sus propiedades físicas no son constantes. En el seno de un siste­ ma de «sonidos del habla», y al igual que sucedía con el sistema saussureano in­ tegrado por los signos lingüísticos, no existen términos positivos. Es posible que el lector se pregunte por las razones que me han llevado a dedicar todo un aparta­ do a una serie de ideas que, en un comienzo, revestían un carácter marcadamente inconexo. La respuesta es que es justamente en este tipo de ideas en las que la teo­ ría saussureana encontró una aplicación concreta, al margen de la circunstancia de que sería precisamente de su síntesis de donde nacería el movimiento que actual­ mente denominamos estructuralismo.

3.2. La Fonología Dicha síntesis es, ante todo, la que llevó a cabo N. S. Trubetzkoy. En 1920, Tru­ betzkoy había cumplido ya los treinta años y había logrado escapar de Rusia, con­ siguiendo finalmente ocupar una cátedra en Viena, de ahí, entre otras cosas, la ha­ bitual ortografía alemana de su apellido. Junto con Roman Jakobson, otro émigré ruso que residía en aquellos momentos en Brno, en Checoslovaquia, Trubetzkoy se convirtió en el miembro más relevante de lo que llegó a conocerse como la «Es­ cuela de Praga». Muiió en 1938, poco después de la incorporación de Austria a otro régimen totalitario, cuando su gran obra acerca de los «Principios de Fonolo­ gía» estaba en buena medida terminada, aunque no finalizada por completo. Di­ cha obra se publicó en los Travaux del Círculo Lingüístico de Praga, cuyo primer volumen (1929) había incluido la que cabe considerar como su primera gran con­ tribución a este campo. Comenzaremos ocupándonos del propio término «Fonología». En origen, «Fo­ nología» poseía un significado semejante al de «Fonética». Así, Saussure había considerado la «phonologie» como el estudio de la fisiología de los sonidos del habla, en oposición (y en una acepción del término que posteriormente terminaría siendo característica de los lingüistas francófonos) a «phonétique», la disciplina encargada del estudio del cambio experimentado por dichos sonidos (Saussure, 1972 [1916]: 55 ss.). Sin embargo, hacia la década de los años veinte, se hizo ne­ cesario introducir una nueva distinción. La razón fundamental para ello fue que, tal como discutimos anteriormente, las propiedades de los sonidos del habla en tanto que sonidos eran una cosa, pero el lugar que ocupaban dentro del sistema del que formaban parte era otra diferente. Por recurrir a la terminología acuñada por Baudouin, diríamos que las primeras eran el dominio de la «antropofonética». Trubetzkoy y sus colegas, y en su estela, todos los estructuralistas que vendrían detrás de ellos, reservaron el término «Fonética» para aludir a dicho dominio. El cambio lo realizó entre otros el propio Baudouin (Baudouin de Courtenay, 1972 [1927]: 280). «Fonología» era, consecuentemente, el equivalente más próximo a su «psicofonética».

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Los cambios terminológicos no son en sí mismos interesantes. Lo relevante es, sin embargo, el hecho de que en estas condiciones ya no resultaba posible seguir afirmando que Fonética y Fonología constituían una única ciencia de los sonidos del habla (a la que anteriormente se había denominado simplemente «Fonética»). En origen, la Fonología se ocupaba de lenguas concretas, de modo que formaba parte de lo que Saussure había denominado la Lingüística de la lengua» («la lin­ guistique de la langue»), o la Lingüística «en el verdadero sentido del término». Siendo estrictos también, la Fonética era una disciplina que se encontraba fuera de los límites de la Lingüística y que mantenía vínculos evidentes con los estu­ dios, más amplios, de los que se ocupaba la Fisiología o la Acústica. Desde el pun­ to de vista de un lingüista (esto es, desde el punto de vista de alguien que se de­ dica a la «linguistique de la langue»), pasó a ser una disciplina auxiliar. En sus «Principios de Fonología», Trubetzkoy comenzaba esbozando una dis­ tinción semejante a la que ya aparecía en el Cours de Saussure (27 ss.) entre un acto de habla («Sprechakt») y «la lengua o la estructura de la lengua» («die Sprache óder das Sprachgebilde»), que deben compartir el hablante y la persona a la que éste se dirige cuando habla. Cada una de estas entidades posee dos facetas, que se relacionan de un modo recíproco: una de ellas es «la que significa» («die bezeichnende») y la otra es «la significada» («die bezeichnete»). Consecuentemente, debe existif, en primer lugar, un significante en cada acto de habla concreto. Este papel le corresponde al flujo de sonidos audibles, que incluirá, naturalmente, todos los tipos de rasgos de los que no se ocupan (en el sentido saussureano del término) los lingüistas. Por consiguiente, y por retomar uno de los ejemplos que aparecían en el propio Cours, una forma como Messieurs! se puede proferir desde el punto de vista físico de maneras extremadamente diferentes y no obstante, en la estruc­ tura del francés sigue siendo, para cualquier lingüista que la considere, la misma palabra. En cada acto de habla existe, asimismo, algo significado, y este elemen­ to incluirá también un buen número de aspectos que son privativos del contexto en que dicho acto de habla tiene lugar. Pero si hacemos abstracción de cada uno de los mensajes concretos e individuales, debemos distinguir también lo que es «significado» en la estructura de la lengua. No se trata de nada concreto, sino de algo que está constituido por reglas que, en una determinada lengua, permiten di­ ferenciar y ordenar las unidades de significado. En tanto que elementos que for­ man parte de la estructura de la lengua, el número de estas unidades es finito. Pa­ ralelamente, y de la misma manera, en la estructura de la lengua debe existir un «significante», que estará compuesto, por su parte, por reglas que, una vez más en una determinada lengua, permiten diferenciar y ordenar las unidades de sonido. En los actos de habla individuales, los significantes se forman a partir de una va­ riedad infinita de sonidos físicos. En cambio, en la estructura de la lengua el nú­ mero de diferencias existentes debe ser, de nuevo, finito (Trubetzkoy, 1939: 5-6). La caracterización llevada a cabo por Trubetzkoy se inspira claramente en Saus­ sure y la simetría global que cabe advertir en su idea resulta característica, como veremos en capítulos posteriores, de este periodo. Sin embargo, en el caso de los «significantes» debemos realizar una distinción adicional, y hacerlo de un modo riguroso, entre dos disciplinas diferentes. La primera de ellas sería la que se ocu­ paría directamente de los sonidos físicos que conforman la faceta significadora de los actos de habla. Se trataría, por consiguiente, de lo que la mayoría de los lin­ güistas denominaba «Fonética», la cual podría considerarse como la ciencia natu­

Breve historia de la Lingüística estructural ral encargada del análisis de los «aspectos materiales» de los sonidos del habla («die Wissenschaft von der materiellen Seite cler(Lciute der) menschlichen Rede», 14). Se trataba precisamente, como ya había dejado claro la definición que de ella se había propuesto a comienzos de esta década, de una disciplina auxiliar de la Lin­ güística («discipline auxiliaire de la linguistique») «cuyo objeto de estudio lo cons­ tituyen los sonidos del habla en general, con independencia de su función dentro del lenguaje» («traitant des phénomènes phoniques du langage, abstraction faite de leurs fonctions dans», si se nos permite reemplazar el término saussureano original, «[la langue]») (Círculo Lingüístico de Praga, 1931: 309). La Fonología, por el contrario, sería la disciplina que se ocuparía de los «signi­ ficantes» que cabe identificar en la estructura de la lengua. Se trataría, por tanto, de la «parte de la Lingüística» «que se ocupa de los fenómenos del sonido desde el punto de vista de la función que desempeñan en la lengua» («partie de la linguis­ tique traitant des phénomènes phoniques au point de vue de leurs fonctions dans la langue»). Esta cita data, asimismo, de 1931. Y tal como dejan claro los «Princi­ pios», un fonólogo no considerará como un «sonido» a nada que no desempeñe una función de esa índole. «Der Phonologe hat am Lautnur dasjenige ins Auge zu fassen, was eine bestimmte Funktion im Sprachgebilde erfiillt» (Trubetzkoy, 1939: 14). La unidad básica de esta disciplina sería, por consiguiente, y como lo era ya para Baudouin, el «fonema». Pero para comprender esta nueva definición de fonema re­ sulta útil volver nuevamente a Sweet. La razón para ello estriba en el hecho de que lo que posee una «función» en la estructura de la lengua es todo aquello que, en los términos empleados por Sweet, cabe considerar como «significativo». Así, en in­ glés, la «1» de hill difiere «de un modo significativo» de, por poner el caso, la «t» de hit o la «d» de hid, Esta «1» cuenta en dicha lengua con una función, a saber, la de distinguir una palabra de otra, de ahí que deba formar parte de cualquier ca­ racterización fonológica de la lengua inglesa. Sin embargo, la «1» de hill no es di­ ferente «de un modo significativo» de la «1» de heel. Lo que es «significativo» en el caso de estas dos palabras es, si atendemos al análisis propuesto por Sweet, la diferencia existente entre una vocal relativamente breve y otra relativamente larga que, si lo representamos según la notación «ancha», equivaldría a la diferencia que existe entre [hil] y [hi:l]. En consecuencia, lo anterior es lo único de lo que cabe afirmar que posee una «función» y lo único que resulta «relevante», tal como lo expresaría ahora Trubetzkoy, en relación con el «sistema fonológico» de la lengua. Por consiguiente, el fonema se definiría precisamente en función de aquello que es «significativo». Por expresarlo nuevamente en los términos empleados por Trubetzkoy, la «1» oscura de hill tendría, en conjunto, una determinada forma fo­ nética o «forma sonora» («Lautgebilde»), Por su parte, la «t» de hit tendría otra diferente, como también la tendría, por poner el caso, la «1 clara» de silly. En tan­ to que «sonidos», los tres son distintos. Sin embargo, la alternancia entre la «1» clara y la «1» oscura nunca permite distinguir una palabra de otra. Por tanto, el ras­ go fonético que diferencia sus respectivas formas sonoras no es «relevante», por recurrir una vez más al término acuñado por Trubetzkoy, en lo que atañe al siste­ ma fonológico. En cambio, los rasgos que comparten la «1» clara y la «1» oscura sí permiten distinguir las palabras que contienen una [1] (si recurrimos en esta oca­ sión a la notación «ancha») de las que contienen una [t] o, por poner el caso, una [d]. Para comprobarlo, basta con comparar las palabras hill, hit y hid; silly y city «ciudad» (en la notación habituai, [sili] y [siti]); y Billy y Biddy. Consecuente-

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mente, estos rasgos, y sólo éstos, poseen «relevancia» para el sistema. Las [d]es de hid o dip, por ejemplo, se distinguen merced a un solo rasgo «relevante» de las [t]es de hit y tip, mientras que lo hacen por otro diferente, pero igualmente único, de las e[l]es de hill o lip «labio»; por otro distinto, y también único, de las e[m]es de him «a él» o mili «molino»; y por otro más, pero igualmente único, de las [b]es defib «trola» o bill «cuenta». La consecuencia de todo ello es que un determinado fone­ ma, como sería el caso de «d», puede definirse en función meramente de aquellos rasgos que lo distinguen, en tanto que una de las unidades que integran el sistema, de las restantes unidades que lo constituyen. Si recurrimos a la formulación acu­ ñada por el propio Trubetzkoy, «puede afirmarse», en líneas generales, que el fo­ nema es «la suma de todos los rasgos que son fonológicamente relevantes» («die Gesamtheit der phonologisch relevanten Eigenschaften») en una determinada for­ ma sonora (Trubetzkoy, 1939: 35). Tal como veremos a continuación, se propusieron en su momento otras defini­ ciones alternativas de fonema. Pero ninguna de ellas pone de manifiesto de un modo tan evidente la manera en que la teoría de Saussure era capaz de proporcio­ nar una explicación cabal de los descubrimientos que Sweet había hecho en tanto que fonetista práctico. Cada fonema es un elemento que forma parte de un siste­ ma en> el sentido saussureano del término, de modo que se define en función de las «diferencias» que mantiene con otros elementos de dicho sistema. En la carac­ terización que Trubetzkoy hizo del fenónemo, cada «diferencia» se consideraba una «oposición» y cada «oposición» («Gegensatz») concernía a un rasgo fonético o a más de uno. Así, por ejemplo, la «d» en inglés se distingue de la «t» por el pa­ pel que desempeña la «sonoridad» (es decir, la vibración de las cuerdas vocales) en su articulación, mientras que lo hace de «b» por la circunstancia de que en su articulación la lengua se proyecta contra el arco óseo situado detrás de los dientes superiores (en otras palabras, es «alveolar»); y así, sucesivamente. El fonema en sí no es un sonido, susceptible de ser identificado de forma independiente. Es una abstracción, constituida únicamente por el conjunto de rasgos «relevantes» o dis­ tintivos, tales como «sonoro» o «alveolar», merced al cual entra en oposición con otras abstracciones de semejante naturaleza. Todo lo que sigue es ya una consecuencia directa de lo anterior. En tanto que abstracciones, los fonemas establecen entre sí otro tipo de relaciones: son las que explican el papel que, como hemos visto al discutir estudios anteriores, desempe­ ñan tanto en las alternancias en las que participan como en la formación de deter­ minadas secuencias dentro de las palabras. Así, entre las reglas que permiten crear «significantes» en la estructura del inglés se encuentra una según la cual, cuando aparece en posición inicial, la «s» puede preceder a un sonido como «k» (de ahí palabras como s[k\um, s[k]ill «habilidad» y otras semejantes), pero no puede ir de­ trás de él. Para Sapir, este tipo de relaciones daba lugar a lo que él denominaba un sistema «interno», el cual se distinguía implícitamente del «sistema objetivo de los sonidos». Para Trubetzkoy, estas relaciones eran, igualmente, diferentes de las oposiciones mediante las cuales se definían los propios fonemas. El término «mor­ fología» se ha venido empleando desde el siglo xix para hacer referencia a las marcas flexivas y a otros aspectos de la forma (en griego, «morphë») de las pala­ bras. Cuando estudiamos este tipo de relaciones, lo que estamos haciendo, conse­ cuentemente, es investigar el uso en la morfología de las unidades fonológicas de una determinada lengua. En la morfología del inglés existen, asimismo, alternan­

Breve historia de la Lingüística estructural cias que vinculan entre sí diferentes «significantes», como drive, drove y driven. Tal como hemos discutido, este tipo de relaciones había ocupado un lugar central en la «psicofonética» de Baudouin. En la descripción que hace Trubetzkoy, tanto las alternancias como las relaciones de carácter secuencial que se establecen en el seno de los «significantes» formarían parte de la «morfonología», o por expresar­ lo de forma completa, de la «morfofonología» (Trubetzkoy, 1931: 160). Si la Morfonología se ocupaba del sistema «interno» de Sapir, el «sistema de sonidos objetivo», tal como él lo caracterizó, sería entonces el objeto de estudio de la propia Fonología. No obstante, a la luz de cuanto hemos discutido previa­ mente, resulta evidente que esta formulación no es tan apropiada como podría ha­ berlo parecido en un principio. La razón para ello, la cual reviste un carácter cru­ cial, es que un fonema no es simplemente un «sonido». Constituye realmente una abstracción de multitud de sonidos y se caracteriza únicamente en virtud de ras­ gos concretos que poseen un carácter constante. Resulta preciso, por consiguiente, predecir un nuevo tipo de relación, merced a la cual, por recurrir a la terminolo­ gía empleada por Trubetzkoy y por la mayor parte de los restantes estructuralistas, el fonema «se realiza» o «se manifiesta» a través de los sonidos de los que consti­ tuye una abstracción. Así, cabe esperar que, cuando en unas circunstancias con­ cretas un hablante de inglés profiera la palabra «hill», genere al final de la misma un sonido [9], que podemos identificar como la realización típica, en esa posición concreta, del fonema «1». Sin embargo, ese sonido particular que hemos identifi­ cado no equivale, en sí mismo, a dicho fonema. Un hablante que profiera la pala­ bra leave «abandonar» producirá normalmente al comienzo de la misma un soni­ do [1] claro, que identificaremos como una realización diferente de «1». Pero en sí mismo, «1» no es un sonido de tipo [1] en mayor medida en que pueda serlo de tipo [9]. No es más que el conjunto de rasgos merced a los cuales una de estas «piezas susceptibles de utilizarse simbólicamente», por recurrir nuevamente a las palabras de Sapir, se distingue de las restantes «piezas» en la estructura de la lengua. Los sonidos mediante los cuales se realiza sólo pueden describirse en términos de «va­ riantes» concretas, tal como las define Trubetzkoy, de una unidad determinada de la estructura de la lengua que es, en sí misma, invariable (Trubetzkoy, 1939: 36). Todas estas cuestiones se tratan de un modo bastante breve. Pero su importan­ cia en el contexto de la tradición saussureana resulta inmediatamente obvia. Si re­ currimos a la analogía, que tan atractiva ha sido para tantos lectores del Cours de Saussure, del tren expreso de Ginebra a París, dicho tren constituiría una abstrac­ ción, que encontraría su realización, en diversos momentos, gracias a distintas má­ quinas, a distintos conductores, a distintos conjuntos de vagones, etc. A pesar de ello, se trataría en todos los casos del «mismo» tren, en virtud simplemente de las diferencias que mantiene con los restantes trenes en el contexto del cuadro de ho­ rarios ferroviarios. Sin embargo, las analogías, por muy atractivas que puedan pa­ recer, nunca terminan por resultar del todo convincentes. El desarrollo de la Fo­ nología puso de manifiesto por primera vez, gracias al análisis de la propia lengua, hasta qué punto la opción de llevar a cabo abstracciones de la realidad física del habla permitía hacer progresar nuestros conocimientos de un modo que resultaba imposible si se optaba por estudiar directamente los fenómenos físicos. El hecho de limitarse a describir los «sonidos» como meros sonidos implicaba adentrase en el proceloso océano del detalle infinito. En cambio, la opción de describirlos como realizaciones de determinados fonemas suponía poner de manifiesto un orden sub­

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yacente de naturaleza finita que, para quienes lo descubrieron, consistía exacta­ mente en el tipo de orden que Saussure había predicho. Un último problema a este respecto lo constituía el de la metodología emplea­ da, Los orígenes de la Fonología se encontraban en parte en la Lingüística de carác­ ter práctico, en particular, en los estudios de campo de las lenguas o de los dialec­ tos, así como en la Fonética aplicada. Ambas tradiciones metodológicas siguieron vigentes y en lo que concierne a esta última, sobre todo merced a los trabajos del fonetista inglés Daniel Jones. La teoría pasó a ofrecer, por consiguiente, un fun­ damento a las técnicas que se habían venido utilizando hasta ese momento, y que habían resultado de probada utilidad. ¿Sería posible ahora codificar dichas técnicas? La pregunta que había que hacerse, en particular, era de qué manera podría ave­ riguar un lingüista cuáles son los fonemas de una lengua determinada. Suponga­ mos, en aras de nuestro argumento, que la estructura del inglés nos resultase des­ conocida. En un momento dado nos encontramos con personas que hablan esta lengua y nuestra primera tarea consistirá en determinar cuáles son las distinciones de sonidos que cabe considerar como significativas. La manera en que procedere­ mos para ello deriva, naturalmente, de la teoría discutida con anterioridad. Así, co­ menzaríamos buscando unidades semejantes a palabras que poseyeran significa­ dos diferentes. Supongamos, por ejemplo, que nos percatamos de que hill difiere a este respecto de hit, que full «lleno» lo hace de foot «pie», etc. Diríamos enton­ ces que estas palabras «contrastan». A continuación trataríamos de encontrar con­ trastes mínimos y lo haríamos buscando y comparando las unidades más breves posibles en términos temporales. Así, por ejemplo, lograríamos averiguar segura­ mente que foot contrasta con feet «pies», que feet lo hace a su vez con leat «con­ ducción», así como con feel «sentir», etc. Puesto que no existen evidencias de la existencia de unidades más reducidas que las anteriores desde el punto de vista temporal, estaríamos en condiciones de aventurar la hipótesis de que [f] contrasta mínimamente al comienzo de una palabra con [1], que [1] lo hace con [i] al final de la misma, y que, en medio de la palabra, lo harán [υ] e [i:]. De este modo, lograría­ mos establecer contrastes de sonidos en posiciones específicas. El paso final con­ sistiría en relacionar entre sí aquellos sonidos que cabe encontrar en posiciones di­ ferentes. Así, hemos logrado identificar una [1] al comienzo de palabra, mientras que hemos hecho lo propio con una [i] al final de la misma. De igual manera, tam­ bién hemos encontrado sonidos que se asemejan a los dos anteriores cuando se trata de una posición intermedia, como ocurre, por ejemplo, en silly y en fuller «más lleno». Pero, sin embargo, no hemos conseguido encontrar palabras en las que una «1» contraste mínimamente con otra «1». Por consiguiente, podríamos concluir que se trata de variantes del mismo fonema, que cabe distinguir de cual­ quiera de los restantes fonemas en cualquiera de las posiciones posibles. En la década de los años cuarenta, Charles F. Hoclcett publicó un precoz traba­ jo en el que desarrollaba esta metodología en todos sus detalles y de un modo par­ ticularmente riguroso (Hockett, 1942). Sin embargo, sus reglas fundamentales ya habían sido establecidas por Trubetzkoy (1958 [1935]: 10 ss.; 1939: 41 ss.) y, des­ de entonces, en una variante u otra, se han venido enseñando de manera práctica a la mayoría de quienes se están formando para ser lingüistas. Una consecuencia de ello ha sido que han acabado por banalizarse, de ahí que para cualquier autor que forme parte de una generación posterior resulta difícil ser capaz al formularlas de reflejar adecuadamente el entusiasmo que despertó en su momento esta unidad

Breve historia de la Lingüística estructural entre lo teórico y lo metodológico. Décadas más tarde, un lingüista norteamerica­ no, que era aún un joven estudiante en los años treinta describiría el fonema, y no completamente en broma, como su «amorcito» (Hill, 1980: 75). Su atractivo radi­ caba, en buena medida, en la circunstancia de que, en él, la teoría y el método se hallaban vinculados de un modo tan estrecho; además, tanto la teoría como el mé­ todo tenían un carácter particularmente novedoso y al mismo tiempo, ambos con­ tribuían a su mutua interpretación. Sin embargo, el vínculo era de hecho tan estrecho que, en Estados Unidos en concreto, el método acabo dominando sobre la teoría. Así, la definición de fone­ ma, en particular, que según la caracterización debida a Trubetzkoy se derivaba de principios o asunciones de carácter básico, pasó a depender, en cambio, de proce­ dimientos codificados, merced a los cuales resultaba posible, al menos en una aplicación ideal de los mismos, identificar los fonemas a partir de los datos dispo­ nibles mediante un proceso de carácter inductivo. Volvamos una vez más al caso de la «1» del inglés. Desde el punto de vista de un fonetista, se trata, efectivamente, de un conjunto de sonidos diferentes, a saber, del que forman aquellos sonidos que, si recurrimos al término acuñado por Tru­ betzkoy, constituyen su «realización». Así, para Jones, por ejemplo, un fonema era «una familia de sonidos». Lo era, desde luego, «en una lengua determinada» y es­ taba integrada por sonidos «relacionados en virtud de su naturaleza», los cuales «se emplean de tal modo, que ningún miembro aparece en una palabra en el mis­ mo contexto fonético que otro miembro cualquiera de la misma». De este modo, la [9] oscura se relaciona en virtud de su naturaleza fonética con la [1] clara y no existe ningún contexto fonético (tal como los que suponen una determinada posi­ ción dentro de la palabra o la identidad de los sonidos que lo anteceden o lo suce­ den en ella) en el que ambas puedan encontrarse simultáneamente. La definición de fonema que acabo de citai' la he tomado de un libro cuya primera edición data de 1950 (Jones, 1962 [1950]: 10). Sin embargo, en esos momentos, Jones estaba a punto de cumplir los setenta años y este tipo de definiciones había estado en uso «desde aproximadamente 1916» en «la enseñanza práctica de la lengua» (vii). De hecho, una formulación similar, en lo esencial, a la anterior ya la había propuesto Jones bastantes años antes en su descripción práctica de la fonética inglesa (Jones, 1975 [1918]: 49). Las «definiciones de fonema» han constituido desde siempre un motivo predi­ lecto y recurrente para los comentaristas. La razón para ello estriba en la circuns­ tancia de que para numerosos fonólogos el fonema seguía constituyendo, al menos en los primeros años, una unidad de lo que Baudouin había denominado «psicofonética» Poseía un «contenido psicológico» y reflejaba una «distinción psicológi­ ca» entre diferentes tipos de «oposiciones fonéticas» (Trubetzkoy, 1929 [Vachek, 1964: 109]; 1936 [Vachek, 1964: 188]). La Fonética se ocupaba, «más o menos», de lo que uno en realidad pronuncia, mientras que la Fonología lo hacía de «aque­ llo que uno cree que pronuncia» («ce qu’on s’imagine prononcer») (Trubetzkoy, 1933:232). En la misma línea, Sapir había escrito en la década de los años veinte acerca del «distanciamiento en términos psicológicos» que existe entre cada una de las «piezas» que constituyen el sistema. Sin embargo, hacia finales de los años treinta esta forma de hablar se había vuelto redundante. Damos por sentado que una comunidad de hablantes comparte la lengua que habla o, si se quiere, «la estruc­ tura de la lengua» que utiliza. Asumir este hecho posee el mismo efecto que la «asun­

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ción fundamental» de Bloomfield (apartado 2.2), a saber, el de conferir una auto­ nomía al estudio de este tipo de sistemas. El fonema es uno de los elementos que constituyen la estructura de dichos sistemas y puede definirse en virtud de las opo­ siciones distintivas que cada uno de ellos establece con los restantes. Si nuestras asunciones son válidas, no resulta necesario hacer referencia específicamente a ninguna otra cosa ajena a nuestra disciplina. Allí donde un partidario de Saussure asumía que existe un sistema lingüístico, uno de Bloomfield asumía, tal como discutimos en el apartado 2.2, que lo que existen son unidades que aparecen de forma recurrente en las proferendas. Dichas unidades se distinguen unas de otras en función de rasgos sonoros, y un fonema, tal como lo define Bloomfield, sería «la mínima unidad de rasgo sonoro distintivo» (Bloomfield, 1935 [1933]: 79). Por consiguiente, también el fonema podría con­ siderarse como una unidad que aparece de forma recurrente en las proferencias. Supongamos, por tanto, y para ilustrar mejor esta cuestión, que afirmo lo si­ guiente: «The little bottle is still full» «La botella pequeña sigue llena». En esta preferencia, el fonema «1» aparece de forma recurrente, en el sentido al que alu­ díamos anteriormente; de hecho, lo hace en cinco ocasiones distintas: al principio y al final de «little», al final de «bottle», etc. Sus características cualitativas exactas en téríninos fonéticos varían, incluso, en aquellas posiciones que son semejantes, comofocurre con las terminaciones «-ittle» y «-ottle». Por tanto, lo que «aparece de forma recurrente» es, una vez más, una «unidad de... rasgo sonoro» y no literal­ mente, un determinado sonido. No obstante, ese mismo elemento puede concebir­ se, tal como ya lo había hecho Jones, como una «familia de sonidos» y es así como, en la práctica, llegaría a definirlo la nueva generación de lingüistas que aparece­ ría en los Estados Unidos. La razón es que el método que se había desarrollado hasta el momento implicaba, en esencia, dos pasos sucesivos. El primero era el de la segmentación. Así, tanto en la anterior como en otras proferencias del inglés, lo que hacemos es identificar los «sonidos» más breves que contrastan entre sí. De este modo, la segmentación que realizaríamos de la proferentia «The little...» se­ ría: [δ] seguido de [a] («the»), seguido, a su vez, de [1] clara, etc. El segundo paso era el de la clasificación. Así, agruparemos en una misma clase, si se quiere en una misma familia (en el sentido al que se refería Jones), la [1] clara que aparece al co­ mienzo de «little», la [i] oscura de «full» y el sonido postconsonántico semejante a éste último que aparece en «bottle», junto con (al menos si tengo en cuenta mi propia forma de hablar) los sonidos ligeramente más claros que aparecen en «still», después de [i] en lugar de tras [υ], y en «-ittle». Todo lo que resta es, por tanto, de­ finir esta «familia» de un modo formal merced a operaciones llevadas a cabo con los datos que hemos recabado. Con este objetivo, lo primero que necesitamos es establecer criterios incontrovertibles que, cuando se apliquen al análisis de las pre­ ferencias, permitan, en principio, identificar los segmentos que contrastan. Desde finales de los años treinta, estos segmentos eran ya «fonos», por recurrir a un tér­ mino que se había vuelto habitual en los Estados Unidos. Cada «fono» era, por con­ siguiente, un «alófono» de un determinado fonema. Consecuentemente también, se planteaba la necesidad adicional de establecer criterios irrefutables que, al aplicar­ se a las secuencias de elementos que contrastan, permitan, en principio, agrupar di­ ferentes fonos como alófonos, bien de un mismo fonema, bien de fonemas distintos. Este «en principio» era importante. El objetivo fundamental no consistía ya en tratar de desarrollar métodos prácticos de análisis, sino en determinar los procedi-

Breve historia de la Lingüística estructural mientas más adecuados para definir los fonemas. En todo caso, resulta evidente, especialmente si se tiene en cuenta, en particular, la definición propuesta por Jones, que un fonema como clase debería satisfacer dos requisitos fundamentales. El pri­ mero sería el de que los miembros que lo integran no pueden contrastar bajo nin­ guna circunstancia. Si lo expresamos recurriendo a la terminología habitual en los Estados Unidos en esta época, diríamos que los alófonos de un fonema deben en­ contrarse «en una distribución complementaria»; en otras palabras, la «distribu­ ción» de cada uno de ellos, definida en virtud de las posiciones en las que cabe encontrarlos o de la identidad de los sonidos que los preceden y los suceden, no debe solapar con la de ningún otro. Surgieron ciertos problemas a la hora de ha­ cer de este criterio un criterio incontrovertible; fue preciso, además, tomar en con­ sideración las excepciones existentes al respecto, etc. Sin embargo, en una carac­ terización que estaría llamada a ocupar un lugar preeminente en los libros de texto durante la década de los años cincuenta, se definió, en parte, al fonema como «la clase integrada por los alófonos que presentan una distribución complementaria». El otro criterio fundamental era el de que los miembros de dicha clase deben ser semejantes. Si recurrimos a los términos en los que lo expresa Jones, diríamos que deben estar «relacionados en virtud de su carácter», o como lo expresaría la tradición norteamericana, deberían superar la prueba de la «similitud fonética». Una vez más, surgieron determinados problemas en relación con este criterio; en particular, no fue posible satisfacer en todos los casos el requisito, implícito a la caracterización que Trubetzkoy había hecho del fonema en la década de los años treinta, de que todas las variantes de un fonema deberían compartir un determina­ do conjunto de rasgos fonéticos. Ahora bien, si los criterios en virtud de los cua­ les se determinaba la existencia de los fonos eran, una vez más, suficientemente incontrovertibles, y se conseguía, a su vez, que tanto dichos criterios como el res­ to de los principios empleados en su clasificación fuesen, asimismo, incontrover­ tibles, entonces el fonema no precisaba de ninguna otra definición alternativa. El fonema sería precisamente la unidad que, al analizar un determinado cuerpo de datos de una lengua cualquiera, resultaría de la aplicación rigurosa de los criterios que se había logrado establecer. Volveremos a ocuparnos de la Fonología en el siguiente capítulo de este libro, en el que deberemos considerar las implicaciones que este concepto tuvo, espe­ cialmente durante la década de los años cincuenta, para la Lingüística histórica. A partir de ese momento, su desarrollo, con independencia de lo fascinante que haya podido ser, es el de una rama más de la Lingüística, por lo que sólo nos detendre­ mos en esta cuestión de pasada. Sin embargo, durante la época en la que se fue configurando como tal, la Fonología ocupaba el lugar de mayor importancia den­ tro de la Lingüística estructural. En la década de los años setenta del siglo xix, Sweet había llegado a creer que la «Fonética», en el sentido en el que el término se usaba en su época, era el «fundamento imprescindible de cualquier estudio del lenguaje», fuese «ese estudio», continuaba diciendo Sweet, «de naturaleza puramen­ te teórica o de carácter práctico». Esta circunstancia, afirmaba, asimismo, Sweet, se «admitía de modo generalizado» ([1877], citado en términos semejantes en Sweet, 1971: vii). En los primeros años del siglo xx, muchas de las mentes más lúcidas de la Lingüística trabajaban en este campo y fue en las teorías de Trubetz­ koy y de sus contemporáneos en las que encontraron por vez primera una aplica­ ción fructífera lo que hoy en día consideramos como las ideas más importante^ del

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Cours de Saussure. En capítulos posteriores, podremos ver de qué manera estas ideas se extendieron también al análisis de otros componentes del lenguaje. Pero en líneas generales, cuando hubieron de enfrentarse a cuestiones de índole teórica o metodológica en otros dominios diferentes, los lingüistas tenderían a volverse una vez más, y ya eran muchas, hacia las teorías fonológicas contemporáneas, ha­ cia conceptos como, por ejemplo, oposición distintiva, o hacia los métodos prác­ ticos de análisis desarrollados por los fonólogos, tanto para buscar en ellos una inspiración general, como para procurarse modelos específicos. En consecuencia, cabe afirmar que el estudio de los sistemas de sonidos ha se­ guido siendo un tema popular e influyente dentro de la Lingüística. El editor de Language, que es la revista más prestigiosa de las que se ocupan de temas de Lin­ güística general, dio a conocer en 1996 el dato de que en dicho año, de los alre­ dedor de cien manuscritos que se habían recibido, más de una cuarta parte se ocu­ paba de cuestiones relacionadas con la Fonología, en el sentido en que este término ha acabado empleándose actualmente ([Aronoff], 1997: 466). Los datos correspon­ dientes a 1995, o a los años posteriores, aunque algo más reducidos, seguían siendo elevados. Para quienes trabajan en otras disciplinas, la fascinación que este aspec­ to del lenguaje ejerce sobre tantos lingüistas puede resultar a primera vista incom­ prensible. Después de todo, los sistemas de sonidos no constituyen sino una porciónfbastante reducida del total de la «estructura de la lengua». Lo que sucede, sin embargo, es que dicha fascinación proviene de una tradición investigadora y do­ cente que constituyó el núcleo de la Lingüística a lo largo de una fase crucial y par­ ticularmente interesante de su desarrollo.

; 3.3. El «estructuralismo® Hacia finales de la década de los años treinta del siglo pasado, la «nueva tenden­ cia en los estudios lingüísticos» a la que había hecho alusión Bloomfield, quien, no obstante, la había denominado ya de ese modo a comienzos de la década ante­ rior, había recibido su bautizo formal. No se sabe con exactitud en qué momento se acuñaron los términos «estructural» y «estructuralismo», ni tampoco quién fue su autor. Pero ya Trubetzkoy hacía referencia en alemán a «la lengua o a la estruc­ tura de la lengua» («die Sprache oder das Sprachgebilde») (de nuevo, Trubetzkoy, 1939) y este uso puede rastrearse hasta la Escuela de Praga diez años antes. Para el lingüista danés Viggo Br0ndal, el «estructuralismo» ya se conocía en esos mo­ mentos (1939) bajo esa denominación particular (Br0ndal, 1943 [1939]: 95). D ala impresión de que todo el mundo se topó con esta palabra en el mismo momento. El significado del término se deja ya claro en ese mismo año, en particular, en una introducción a la Fonología de la que era autor el lingüista holandés N. van Wijk. Tal como explica Van Wijk en el prólogo a su libro, una lengua es «una po­ sesión colectiva de una comunidad» («een collectief bezit van een gemeenschap»). En esto, Van Wijk sigue claramente a Saussure. «En la mente de cada uno de los miembros» de dicha comunidad, «la lengua existe como un sistema que posee una determinada estructura» («leeft de taal ais een system van een bepaalde structuur»), y la tarea del lingüista no es otra que la de comprender dichas «estructuras». La historia de una lengua será también, y necesariamente, la historia de su «estructu­ ra» y no simplemente la historia de las palabras individuales, o de las restantes uni­ dades concretas que la integran, que resulta cuando se hace abstracción de las re­

Breve historia de la Lingüística estructural laciones mutas que mantienen entre sí (Van Wijk, 1939: xiii). Consecuentemente, en el libro se caracteriza a la propia Fonología como «un capítulo más de la Lin­ güística estructural» («een hoofdstuk uit de structurele taalwetenschap»). En un artículo publicado en ese mismo año, H. J. Pos distingue el «estructuralismo» de Tru­ betzkoy y de otros fonólogos, del «nominalismo», por emplear el término que Pos utiliza en su trabajo, del que a su juicio estaban imbuidas las descripciones de los sonidos del habla que se habían llevado a cabo hasta ese momento. Según este pun­ to de vista «nominalista», dichos sonidos no eran otra cosa que ruidos, que se es­ tudiaban de forma individual sin hacer referencia alguna a la mente del hablante («sujet parlant») que los produce. El estructuralismo, por el contrario, no sólo los si­ tuaba dentro de un sistema más amplio, del que forman parte, sino que dejaba cla­ ro también que su realidad depende de la relación que mantienen con la conciencia («conscience») de los individuos que hablan y comprenden lo que se dice (Pos, 1939: 72-74). Este trabajo de Pos pertenece a un volumen que se publicó como ho­ menaje postumo a Trubetzkoy y que apareció en los Travaux del Círculo Lingüísti­ co de Praga, y cabe afirmar que, en relación con la argumentación que se lleva a cabo en él, la Fonología ocupa un lugar central. De todos modos, hallazgos seme­ jantes darían también sus frutos en el estudio de las unidades de significado (74 ss.). Quizá fuese una mera coincidencia el hecho de que tanto Van Wijk como Pos tra­ bajasen en Flolanda. Pero no cabe ver casualidad alguna en la circunstancia de que ambos encontrasen su inspiración en cuestiones de índole fonológica. Jakobson, re­ firiéndose al libro de Van Wijk, comentaría posteriormente que la Fonología no sólo era la primera parte de la Lingüística estructural que había logrado llevarse a térmi­ no, sino que el fonema, en tanto que concepto fundamental de la misma, se había convertido, de hecho, en «la piedra de toque del estructuralismo» en general («und gerade deshalb fiel dem Phonem ais einem phonologischen Grundbegriff die Rolle eines Prüfsteins des Strukturalismus zu») (Jakobson, 1962 [1939]: 284). La extensión del estructuralismo más allá de la Fonología tuvo lugar funda­ mentalmente en las décadas de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Pero volvamos nuevamente, y a modo de introducción a esta corriente, al princi­ pio del contraste. Cuando comparamos hill con hit y hid, por ejemplo, lo que es­ tamos haciendo es establecer un contraste entre [1], [t] y [d| (si lo expresamos re­ curriendo a la notación ancha). De la misma manera, si comparamos Walk up the hill «Subir andando la colina» con Walk down the hill «Bajar andando la colina» y con Walk over the hill «Subir andando la colina para después bajarla», lo que hacemos es establecer un contraste entre up «arriba», down «abajo» y over «por encima». En ambos casos estaríamos realizando operaciones en las que una deter­ minada cosa se mantiene constante y otras cambian. Así, hemos mantenido cons­ tante la parte Walk — the hill y hemos reemplazado la porción up, señalada en el esquema anterior con un guión largo, por down y over. De la misma manera, en el primer ejemplo hemos mantenido constante la parte [hi], mientras que hemos reemplazado la [1] que aparecía a continuación por [t] o por [d]. Cuando se llevan a cabo dichos reemplazos, se produce una alteración en el significado del conjun­ to. Por consiguiente, los resultados obtenidos en el primer caso ponen de mani­ fiesto que [1], [t] y [d] constituyen la realización (o son miembros) de tres fonemas diferentes. En el segundo caso, pondrían de manifiesto que existen diferencias de algún tipo entre up, down y over. Cuál es la naturaleza de esas diferencias es algo sobre lo que aún no hemos dicho nada; volveremos a ocuparnos de este problema

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más adelante. No obstante, el método que hemos empleado en la comparación es, en ambos casos, el mismo. Si mantenemos constante la parte [il], resulta posible reemplazar la [h] situada en posición inicial (-[il]) por una [p] (pill «pastilla») o por una [s] (sill «alféizar»); si mantenemos invariable -up the hill, es posible reemplazar walk por run «correr» o por climb «trepar»; y así sucesivamente. Lograríamos de este modo establecer la existencia de una estructura en la que las unidades se relacionan entre sí a lo largo de dos ejes diferentes. Por un lado, se relacionan con las unidades que las preceden o que las suceden. Así, en hill, por ejemplo, existe una relación de este tipo entre [h] e [x]; de la misma manera, cabe advertir una relación semejante en­ tre [p] e [i] en pill, entre [h] y [λ] en hull «casco» o, en líneas generales, entre cua­ lesquiera elementos individuales susceptibles de reemplazarse mutuamente en tér­ minos secuenciales. De igual modo, existe una relación de está índole entre walk, run o climb, o entre up, down y over. En el Cours de Saussure se caracterizaba a este tipo de relaciones como relaciones «sintagmáticas» (véase nuevamente Saus­ sure, 1972 [1916]: 172 ss.). Por otro lado, cada una de estas unidades se relaciona con todas aquellas otras susceptibles de poder reemplazarla en la posición que ocupa. Así, por ejemplo, cuando aparece en posición inicial, la [h] en -[il] se relaciona con [p], [s], [f], etc. De la misma manera, en la segunda posición de una estructura como Walk — the hill, up se encuentra relacionada en los mismos términos con otras unidades como clown y over. A partir de este periodo, empezó a denominarse «paradigmáticas» a las relaciones que se establecen a lo largo de este eje. Nuestro método fundamen­ tal consistiría, por consiguiente, en tomar un determinado fragmento de habla, en el que asumimos que las unidades que lo componen se relacionan sintagmática­ mente, y tratar de determinar la existencia de contrastes en posiciones específicas del mismo. En un principio, desconocemos el número de posiciones de este tipo que terminarán por definirse. Así, sólo podemos especular, adelantándonos al re­ sultado de nuestro análisis, con la posibilidad de que [hil] constituya la realización de tres fonemas sucesivos, o que Walk up the hill esté formado por walk, up, the y hill. No obstante, y merced a dicho análisis, estaremos en condiciones de vali­ dar las relaciones que se establecen sobre ambos ejes. Cuando logramos determi­ nar que [h], [i] y [1] son entidades independientes, que mantienen entre sí sendas relaciones paradigmáticas, lo que estamos haciendo es confirmar, asimismo, que son precisamente estos segmentos los que se encuentran relacionados sintagmática­ mente. Cuando determinamos que up, por ejemplo, se relaciona paradigmáticamen­ te con otras unidades como down y over, también estamos estableciendo que up es en sí misma una unidad, que se encontrará, por consiguiente, relacionada sintagmá­ ticamente con walk, cuya entidad habremos establecido de un modo semejante. Por el contrario, cuando somos incapaces de establecer relaciones de tipo praradigmático entre un segmento como up e intervalos temporales de menor duración (como los que representarían, por poner el caso, u- o -p), lo que estamos confirmando también es que se trata de una unidad mínima. Si nos centramos en lo fundamental, el méto­ do que permite identificar los fonemas, y el que usamos para validai' la existencia de unidades de mayor tamaño como up, parecen ser semejantes. El término «paradigmático» fue utilizado por primera vez en 1936 por el inves­ tigador danés Louis Hjelmslev, en un artículo publicado a resultas de una de sus conferencias (Hjelmslev, 1938: 140). En el Cours, Saussure había denominado

Breve historia de la Lingüística estructural «asociativas» a las relaciones de este tipo (para un ejemplo relacionado con los so­ nidos, véase Cours, 180) y numerosos comentaristas de la obra de Saussure, si­ guiendo en esto al propio Hjelmslev, habían supuesto que «asociativo» tenía el mismo sentido que paradigmático. Pero en realidad, el concepto al que hacía re­ ferencia Saussure era mucho más amplio. Un esquema relevante a este respecto (página 175) muestra cuatro series de relaciones asociativas que mantiene una pa­ labra como enseignement «enseñanza», las cuales la vinculan, en primer lugar, y entre otras palabras, con enseigner «enseñar» y enseignons «nosotros enseñamos»; en segundo lugar, con otros sustantivos cuyo significado es semejante (apprentisage «aprendizaje», éducation «educación»); en tercer lugar, con otros nombres que se forman con la terminación -ment (como changement «cambio» o armement «armamento»); y finalmente, con palabras de otras clases distintas que terminan con la misma sílaba (como sería el caso del adjetivo clément «clemente» o del ad­ verbio justement «justamente, precisamente»). En resumen, que aquello a lo que hacía referencia Saussure es precisamente lo que cabría esperar del término «aso­ ciativo». Consistiría en la relación que se establece, en líneas generales, entre cua­ lesquiera unidades que pueden encontrarse «asociadas» de algún modo en la men­ te de los hablantes. Hjelmslev justifica la propuesta de un nuevo término como un intento de evi­ tar el «psicologismo» (n. 3) inherente al término «asociativo» usado en el sentido anterior. Pero hacia finales de la década de los años treinta, la Lingüística estruc­ tural no sólo había conseguido alcanzar la autonomía, sino que era ya una disci­ plina de carácter técnico que se ocupaba de problemas de índole metodológica y conceptual, que Saussure a duras penas hubiese logrado formular. Como hemos visto anteriormente, dichos problemas se habían resuelto satisfactoriamente en el caso de los fonemas y el paso siguiente consistía en resolverlos también en lo con­ cerniente a otras unidades de la lengua. De todas las relaciones que Saussure ha­ bía considerado, en un principio, como «asociativas», únicamente aquellas que conformaban el eje contrastivo resultaron ser relevantes. La escuela lingüística norteamericana no hizo uso, en líneas generales, de esta terminología. Sin embargo, fue en los Estados Unidos, y a lo largo de los años cuarenta, donde se desarrolló del modo más riguroso la operación fundamental en Lingüística estructural. En una estructura como Walk up the hill, un gramático ad­ vertiría, asimismo, la existencia de una relación estrecha entre the y hill, la cual daría lugar a una unidad de mayor entidad que denominamos «sintagma» o «fra­ se». Ahora bien, resulta necesario determinar la razón por la que son precisamen­ te the y hill, y no, por poner el caso, up y the, quienes forman el sintagma. De esta cuestión se ocupó explícitamente Zellig Harris en una obra cuya primera edición data de 1946. En una estructura como Walk up the hill, resulta posible reemplazar the hill por it «lo», por Ben Nevis, por the mountain over there «esa montaña de allí», o por con otras muchas formas de este tipo. También es posible sustituirla con esas mismas formas cuando ocupa otras posiciones distintas, como ocurre, por ejem­ plo, en The hill is too steep «La colina es excesivamente empinada». En cambio, no es posible realizar este tipo de reemplazos, al menos con el mismo alcance y con una aplicación tan generalizada, en el caso de up the. En lugar de «reemplazo», Harris habla de «sustitución». Consecuentemente, el método que emplearemos para analizar una oración «no requerirá [...] de ninguna otra operación al margen de la sustitución, repetida tantas veces como sea necesario» (Harris, 1946: 161).

Diacronía

A partir de la década de los años cuarenta, los lingüistas estructurales comen­ zaron a diferenciarse cada vez en mayor medida del resto de los lingüistas. Las escue­ las estructuralistas no habían logrado asentarse con igual éxito en todos los países, de forma que, por ejemplo, apenas si estaban representadas en Italia o en Alemania. Sin embargo, en los Estados Unidos, en particular, ser «lingüista» equivalía cada vez en mayor medida a ser estructuralista. Y por encima de todo, suponía ser un lingüista «descriptivo». El término «descriptivo» posee múltiples resonancias y pue­ de malinterpretarse fácilmente. Pero para los norteamericanos, su significado era semejante al del término «sincrónico» acuñado por Saussure. En un destacado tex­ to de'introducción a la Lingüística publicado en esta época, se definía «la Lingüís­ tica descriptiva o sincrónica» como el estudio de «la manera en que funciona una determinada lengua en un momento concreto, con independencia de su historia precedente o de su destino futuro» (Hockett, 1958:303). Dicha disciplina se ocu­ paría, por consiguiente, del análisis «del diseño característico de la lengua de una determinada comunidad en un momento temporal concreto» (321). Sin embargo, la Lingüística saussureana también contaba con una rama histó­ rica o «diacrónica». Cabe plantearse en qué medida se vio afectada. En el momento en que el Cours vio la luz, dicha rama era la dominante. El pro­ pio Saussure era un joven investigador que trabajaba en Leipzig cuando en la dé­ cada de los años setenta del siglo xix los denominados «Junggrammatiker» o «neogramáticos» formularon los principios básicos que rigen el cambio lingüístico. En el Cours se afirma que fue gracias sobre todo al trabajo de estos neogramáticos como había llegado a nacer «la Lingüística en el verdadero sentido del término» («la linguistique proprement dite») (Saussure, 1972 [1916]: 18 ss.). Por consiguiente, no resulta sorprendente que sean tan pocas las cosas que quepa considerar como novedosas de entre las que se exponen en los capítulos que el Cours dedica a la par­ te diacrónica de la Lingüística (Parte III, 193 ss.). De los estructuralistas que vinie­ ron después de Saussure, Bloomfield era uno de los que se había formado en la tra­ dición de los neogramáticos y la magistral descripción que hace en su obra Language del cambio lingüístico, la cual ocupa la mayoría de las páginas de la segunda par­ te del libro, se basa firmemente en los principios inherentes a dicha tradición. Es­ tos principios encontraron fundamentalmente una aplicación en su brillante trabajo acerca de la familia algonquina de lenguas habladas en Norteamérica, cuyos re­ sultados más relevantes se publicaron de forma sinóptica en uno de sus últimos ar­ tículos (Bloomfield, 1946). Sin embargo, en esos momentos los fundamentos de la Lingüística se concebían de un modo bien diferente. Para Hermann Paul, en la década de los años ochenta del siglo xix, el único «tratamiento científico de la lengua» que cabía hacer era el de ca­ rácter histórico. «En el momento en que uno va más allá del mero registro de los

Breve historia de la Lingüística estructural

detalles, desde el momento en que trata de atisbar el modo en que dichos detalles se encuentran relacionados e intenta conferir un sentido a los fenómenos que ob­ serva, uno se encuentra ya de lleno en el campo de la Historia, incluso aunque no sea consciente de ello» («Sobald man über das blosse Konstatieren von Einzelheiten hinausgeht, sobald man versucht den Zusammenhang zu erfassen, die Erscheinungen zu begreifen, so betritt man auch den geschichtlichen Boden, wenn auch vielleicht ohne sich klar darüber zu sein») (Paul, 1920 [1880]: 20). Para el estudio­ so danés Otto Jespersen, el punto de vista histórico había «provocado un enorme cambio en la ciencia del lenguaje». «En lugar de considérai' una determinada len­ gua, como el latín, como un punto fijo», para seguidamente, y «al modo clásico», proceder a «fijar» otro punto diferente, como sería el caso del francés, los lingüis­ tas del siglo X IX «pasaron a concebir ambas lenguas como entidades sujetas a un flujo constante, como algo sometido a un proceso de crecimiento, de movimiento, de cambio permanente». Podría decirse, afirmaba Jespersen, que a este respecto ca­ bía «oír un lamento en voz alta al modo de Heráclito: “Pánta reí”...» (Jespersen, 1992: 32 ss.). Pero si se sigue a Saussure, realmente habría que considerar a una lengua como el latín, por poner el caso, como un punto fijo. Es posible que, como reza la má­ xima de Heráclito, «todas las cosas sean» en realidad «un mero fluir permanente». Pero si nuestro objetivo es estudiar la historia de una determinada lengua, lo pri­ mero que tendremos que hacer será llevar a cabo un proceso de abstracción de las sucesivas etapas por las que, al igual que ocurría con las piezas en el símil saussureano del ajedrez, ha ido pasando dicha lengua. Cada una de esas etapas puede describirse sincrónicamente y cada una de estas descripciones, en tanto que supo­ ne el tratamiento que hacemos de uno de esos «estados de la lengua», poseería una realidad por derecho propio. La caracterización diacrónica de la lengua tendría, entonces, un carácter secundario. La definición que hace Bloomfield de lo que para él es una lengua difiere, como ya hemos visto, de la de Saussure (apartado 2.2). Sin embargo, también para Bloom­ field, «cualquier estudio histórico de la lengua se basa en la comparación entre dos o más conjuntos de datos de carácter descriptivo». Para poder describir una lengua «no es preciso contar con ningún tipo de conocimiento histórico»; y si disponemos, de hecho, de esa clase de conocimiento y permitimos que interfiera en nuestra des­ cripción, «terminaremos inevitablemente por distorsionar los datos» (Bloomfield, 1935 [1933]: 19 ss.). Para los seguidores de Bloomfield, la Lingüística en un senti­ do estricto podía dividirse en una Lingüística descriptiva, que se ocuparía de las «gramáticas descriptivas», y en una «Lingüística contrastiva», que se encargaría de comparar diferentes gramáticas descriptivas entre sí. La Lingüística histórica sería, por consiguiente, una rama de la Lingüística contrastiva (Trager, 1949). Esta nueva concepción dio lugar a nuevos hallazgos, pero también a nuevos pro­ blemas. Los primeros en aparecer concernían a la historia de los sistemas de soni­ dos, de ahí que será este ámbito el primero del que nos ocupemos (apartado 4.1). Pero si lo que pretendemos es hacernos una idea más general de esta cuestión, será útil retomar el paralelismo que establecía Saussure entre la historia de la lengua y una partida de ajedrez (apartado 2 . 1 ).Una vez más, cada jugador mueve una sola pieza en cada jugada; de forma semejante, los cambios que se producen en una len­ gua revisten un carácter individual y cada uno de ellos conduce desde un «estado de la lengua» («état de la langue») determinado, a otro nuevo. Entre un movimjen-

Diacronía

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to y el siguiente, las piezas forman un determinado diseño sobre el tablero; de modo similar, una lengua cualquiera se encuentra en un determinado momento en un es­ tado de «equilibrio» concreto, que se verá reemplazado por otro estado de «equilibrio» distinto cuando se produzca el siguiente cambio. La única diferencia importante a este respecto que existiría entre ambas situaciones, o al menos eso es lo que se nos dice en el Cours, estriba en que los movimientos que tienen lugar en el ajedrez son intencionados. Por el contrario, «una lengua carece de intención alguna» («la langue ne prémédite rien»): los cambios ocurren «de forma espontánea y azarosa» («spon­ tanément et fortuitement») (Cours, 125 ss.). Pero, ¿realmente suceden siempre así las cosas? Es evidente que, para empezar, deberíamos garantizar que no existe ningún agente supervisor que altere las lenguas de forma deliberada. Ahora bien, los hablantes son agentes y los cambios que tienen lugar en una lengua deben originarse en, y ser sancionados por, su discurso habla­ do. Cabe preguntarse, por consiguiente, si resulta realmente plausible la hipótesis de que todos los cambios que tienen lugar en la lengua son fortuitos. En una partida de’ajedrez, los jugadores calculan sus movimientos en función de las posiciones actuales y futuras de las piezas. Que la reina se vea amenazada puede ser la razón que explique que la pieza que se mueva sea ésta en particular, o que la pieza que la ame­ nazaba resulte comida. Pero, una lengua, y lo repetimos una vez más, es incapaz de calcular nada, ni tampoco sus hablantes, en tanto que cuerpo, la alteran de forma consciente. No obstante, cabría preguntarse si determinados cambios suceden de for­ ma no azarosa, de manera que, al menos en parte, se produzcan en respuesta al es­ tado en que se encuentra el sistema en un momento dado. Consideremos un famoso ejemplo que se basa en estudios coetáneos al Cours que fueron llevados a cabo por el dialectólogo Jules Gilliéron. A partir de los resul­ tados plasmados en el Atlas Lingüístico de Francia, publicado por Gilliéron y por su ayudante Edmont, parecía claro que en Gascuña, al sur del Carona, la consonante que en latín se escribía como II cambió, cuando aparecía al final de una palabra, a t. Así, por ejemplo, la palabra latina coll(um) «cuello» se transformó en cot. De la mis­ ma manera, también resultaba palmario que en la parte occidental de esta región, en particular, la palabra que servía para dénotai' «gallo» constituía una innovación. En los dialectos colindantes, la palabra que se utilizaba derivaba del latín gall(us), de forma que en el área en la que se había producido el cambio de sonido al que hemos hecho referencia anteriormente la forma esperable habría sido gat. Sin embargo, en la región alrededor de Burdeos, la palabra para «gallo» estaba relacionada, en cam­ bio, con el vocablo francés vicaire «vicario», mientras que más al sur lo estaba con otra palabra francesa diferente, faisan «faisán». Daba la impresión, por tanto, de que en estos dos dialectos habían tenido lugar dos cambios independientes. Por un lado, y merced a un cambio en sus respectivos sistemas de sonidos, la -II latina se había convertido en -t. Por otro lado, y mediante un cambio de su vocabulario, la palabra esperada para denotar al «gallo» se había visto sustituida por otra diferente. Sin embargo, en la caracterización que Gilliéron hizo del fenómeno, ambos cambios se hallaban relacionados. La razón para ello es que en ambos dialectos la palabra para «gato» (en latín catt(us)) había adoptado también la forma gat; en vir­ tud del cambio fonético descrito anteriormente, una forma previa gall («gallo») se habría convertido, asimismo, y tal como hemos visto, en gal. En las comunidades rurales este proceso habría dado lugar a una confusión, de modo que los hablan­ tes habrían evitado el problema optando simplemente por sustituir una de estas

Breve historia de la Lingüística estructural formas. Sin embargo, además de gat «gato» existía la variante femenina, gata «gata». Su forma es simple y transparente (masculino gat + terminación femenina -a). Del mismo modo, además de la palabra para «gallo» existía la correspondiente varian­ te femenina («gallina»), pero su forma era, en cambio, menos transparente. En la­ tín había sido gallina·, gall(us) + -ina. Ahora bien, en posición intervocálica la II no había experimentado el cambio a t, sino que lo había hecho a r, de ahí forma ga­ vina. Consecuentemente, la relación entre gat «gallo» y garina «gallina» quedó os­ curecida, mientras que en el caso de gat «gato» y goto «gata» siguió siendo eviden­ te. Esta sería la razón por la que, en último término, se habría preservado la forma gat con el significado de «gato», mientras que se habría renunciado a emplear gat con el sentido de «gallo». Los hablantes encontraron seguidamente nuevas mane­ ras de hacer referencia a esta especie. Gilliéron no era estructuralista y sus ideas generales deben inferirse a partir del análisis detallado de éstos y de otros hallazgos. Pero si lo expresásemos en térmi­ nos saussureanos, cabría afirmar que el primero de los cambios de sonido a los que hicimos mención anteriormente podría concebirse como un movimiento de­ terminado sobre el tablero de ajedrez. Merced a dicho cambio, la palabra espera­ da para «gallo» se habría transformado en lo que sería ya un nuevo «estado de la lengua», en un homónimo de gat «gato». En estas circunstancias, la lengua habría pasado a ser disfuncional, puesto que los hablantes necesitan contar con formas distintas para denotar dos significados diferentes. Si lo expresamos, en cambio, utilizando una metáfora que aparece de forma recurrente en los propios trabajos de Gilliéron, podríamos decir que los dialectos afectados se encontraban, o se ha­ brían encontrado, en un estado parcialmente «patológico» («un état pathologi­ que»), Por consiguiente, en estas condiciones, se hizo necesario algún tipo de «te­ rapia» y esta necesidad vendría también condicionada, en parte, por el estado en que se encontraba el sistema en dicho momento. La razón para ello es que, mer­ ced a otro movimiento realizado previamente sobre el tablero de ajedrez, la II ori­ ginal situada en posición intervocálica se habría convertido, o lo hizo realmente, en r; y en el estado de la «langue» al que había dado lugar este nuevo cambio, la relación entre las formas correspondientes a «gallo» y a «gallina» habría acabado, en el mejor de los casos, por oscurecerse. El ajuste «terapéutico» tuvo lugar pre­ cisamente en el punto en el que las relaciones existentes dentro del sistema eran más débiles. Según esta caracterización del proceso, la sustitución de gat («ga­ llo») no habría sido un fenómeno «espontáneo»; lo único que podría considerarse como «fortuito», aunque se trataría ya de una jugada posterior, sería la forma con­ creta (bien la relacionada con vicaire, o bien la relacionada con faisan) a la que recurrieron los diferentes grupos de hablantes a la hora de encontrar un forma sustitutiva para gat. Gilliéron murió en la década de los años veinte y no se le puede considerar, lo repetiremos una vez más, un estructuralista. Pero esta imagen de la patología y de la terapia, o la forma general de razonar inherente a ella, iba a servir de inspiración para muchos otros investigadores.

4 .1 . Fonología diacrónica Si cada lengua posee una estructura determinada, su historia, tal como subra­ yaba ya Van Wijk a finales de los años treinta, será la historia de dicha estructu­

Diacronía

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ra (apartado 3.3). Fue en el ámbito de la Fonología en el que se había logrado realizar por primera vez, y de una manera exhaustiva, un estudio sincrónico de esta estructura. No resulta sorprendente, por consiguiente, que fuese precisa­ mente, en dicho campo, y merced a los trabajos de Van Wijk y de sus contem­ poráneos, en el que se propusiese por vez primera una teoría estructuralista de la diacronía. Uno de los primeros ensayos a este respecto lo constituye un trabajo de Ro­ man Jakobson. Según la caracterización «tradicional», que será el término que emplee Jakobson, cada sonido ha de tratarse de forma aislada. Así, en nuestro an­ terior ejemplo acerca de la situación lingüística en Gascuña, la consonante deriva­ da de una -11 anterior habría sido en un determinado momento semejante a las existentes en los dialectos circundantes. Posteriormente, su articulación habría va­ riado y lo habría hecho, de un modo que podemos considerar como vinculado es­ pecíficamente a esa consonante en particular, a la que es característica de -t. Pero para los fonólogos, un sonido del habla nunca aparece de forma aislada: cada «he­ cho fonológico» es tratado como un «todo parcial» que se encuentra relacionado con otros «conjuntos parciales» a niveles superiores (Jakobson, 1949 [1931]: 316). El «primer principio» de la Fonología histórica será, por consiguiente, que «cada cambio debe considerarse siempre en relación con el sistema en cuyo seno tiene lugar» («toute modification doit être traitée en fonction du système á l’inté­ rieur duquel elle a lieu»). Así, en nuestro ejemplo sobre Gascuña, el cambio de -Il a -t debería considerarse haciendo referencia a las relaciones que, dentro del sis­ tema, mantiene esa unidad concreta con otras unidades que forman parte de dicho sistema. Por aquella época, estaba comenzando a dilucidarse la naturaleza precisa de los sistemas fonológicos (apartado 3.2.). Dichos sistemas están constituidos por fo­ nemas y cada uno de estos fonemas se caracterizaría, si nos atenemos a la descri­ pción que de ellos propusieron Trubetzkoy y otros miembros de la Escuela de Pra­ ga, por un conjunto de rasgos distintivos. Así, por ejemplo, en la variedad de inglés que yo mismo hablo, la vocal «i» (que aparece en una palabra como pit «foso») comparte un determinado rasgo con «ε» (la vocal que encontramos en pet «mas­ cota») y con «a» (la vocal de pcit «palmada»), entre otros elementos. Según la clasificación que un fonetista haría de estos elementos, todos ellos consistirían en vocales «anteriores», es decir, en vocales en cuya articulación la parte delantera de la lengua se aproxima al techo de la boca. Un segundo rasgo distintivo de la vocal «i» es su carácter «cerrado», por cuanto durante su producción el maxilar inferior se eleva y la lengua se sitúa cerca del techo de la boca. Este rasgo lo com­ parte la vocal «i» con la vocal «posterior» «υ» (que aparece en put «poner»), en­ tre otros elementos. Entre las vocales «anteriores», la «i» se distingue, a su vez, de la vocal «central» «ε», en cuya articulación la mandíbula inferior permanece algo más abierta, así como de la vocal «abierta» «a», en cuya articulación el ma­ xilar inferior se hace descender por completo. En tanto que vocal «posterior», la «υ» puede distinguirse, a su vez, de la vocal «central» «o» (que aparece en pot «olla») y de la vocal «abierta» « λ » (que podemos encontrar en una palabra como putt «golpear la bola [en el golf]»). Esta parte del sistema estaría constituida, por consiguiente, por una red de relaciones según las cuales la «i» (de pit) es a la «υ» (de put), lo que la «ε» (de pet) es a la « d » (de pot), y la «a» (depat) es a la « λ » (de putt). En la figura 1 se representa esta red de forma esquemática.

Breve historia de la Lingüística estructural i

υ

ε

D

a

λ

Figura 1 Supongamos, a continuación, que en dicho sistema se pierde una determinada distinción entre dos fonemas concretos. Imaginemos, por ejemplo, que en esta for­ ma hipotética de inglés todos los hablantes hubiesen sido capaces inicialmente de distinguir entre «va» (que cabe encontrar en palabras como moor «páramo» y poor «pobre») y « d i » (que aparece en more «más» y en pour «verter»), Al igual que sucede en el caso de «υ» y de « d » , se trata, respectivamente, de un elemento cerrado y posterior, y de otro central y posterior, que se oponen, de forma respec­ tiva y tal como se muestra en la figura 2, a «i3 » (que aparece en pier «embarca­ dero»), el cual tiene un carácter cerrado y anterior, y a «si» (que aparece en pear «pera»), el cual es central y anterior. ΙΘ

va

ε:

o:

Figura 2 Supongamos, asimismo, que con el tiempo numerosos hablantes dejan de dis­ tinguir entre ambos fonemas. Si recurrimos a la terminología acuñada por Jakob­ son (1949 [1931]: 319), diríamos que una distinción previamente existente en la lengua se habría «desfonologizado». Sin embargo, la consecuencia de este proce­ so no consistiría simplemente en una reducción del número de fonemas, sino que también daría lugar a una alteración del propio sistema del que dichos fonemas forman parte. Así, si inicialmente existía una situación simétrica, en la que una pa­ reja de vocales anteriores contaba con la correspondiente pareja de vocales poste­ riores, ahora nos encontraríamos ante una situación asimétrica, por cuanto el sis­ tema contaría con dos vocales anteriores, «ia» y «ε:», pero únicamente con una vocal posterior correspondiente a ambas. En otros casos puede suceder, en cambio, que una nueva distinción acabe «fonologizándose» (321). Pero, a su vez, este proceso no supondría tampoco un mero incremento del número de unidades; antes bien, debemos preguntarnos nueva­ mente de qué modo se vería afectado el sistema en su conjunto. Sea como fuere, resulta obvio que en determinados casos ciertos cambios tienen como resultado un debilitamiento de la simetría del sistema. Así, para aquellos hablantes que han per­ dido el contraste entre « υ ο » y « d i » , las vocales anteriores habrán dejado de man­ tener un equilibrio balanceado con las posteriores. Otros cambios, sin embargo, pueden dar lugar a un reforzamiento de dicha simetría. Así, por ejemplo, los sis­ temas consonánticos distinguen frecuentemente series de consonantes caracteriza­ das por compartir un determinado rasgo, como puede ser «labial», «dental/alveolar» o «velar». Las consonantes que presentan estos rasgos se articulan, respectiva­

Diacronía

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mente, gracias al concurso de los labios (como sucede con la «p»), con la punta de la lengua situada detrás de los dientes superiores (como ocurre con la «t») y con el dorso de la lengua levantado hacia el techo de la boca (como ocurre con la «k»). Supongamos que en una etapa concreta de la historia de una determinada lengua, dicha lengua hubiese contado con tres consonantes labiales («p», «b» y «m») y con tres dento-alveolares («t», «d» y «n»). En estas condiciones, la rela­ ción que habría existido entre «p» y «t», y entre «b» y «d» habría sido la misma que la que habría existido entre «m», cuyo rasgo distintivo es ser «nasal» y la co­ rrespondiente consonante nasal de la otra serie, a saber, «n». Sin embargo, podría suceder que el sistema no hubiese contado con una nasal distintiva en la serie ve­ lar, es decir, que dicha serie únicamente hubiese estado integrada por «k» y «g», no incluyendo, por tanto, a «η». Consecuentemente, tal como se muestra en la fi­ gura 3, en el sistema habría existido lo que con frecuencia se denomina un «hue­ co» o «agujero». ,P

t

k

b

d

g

m

n

e

Figura 3 Es posible que merced a un cambio posterior este hueco se «hubiese llenado», de modo que hubiera desaparecido la asimetría existente en ese momento en el sistema. Puede resultar sesgado recurrir a palabras como «debilitamiento» y «re­ forzamiento». Pero en caso de no serlo, y permaneciendo igual los restantes fac­ tores implicados, cabría preguntarse si los sistemas cambian siempre en un senti­ do conducente a reducir su asimetría. Según la metáfora acuñada por Gilliéron, la falta de equilibrio sería «patológica». Por su parte, un cambio que tuviera como consecuencia un mayor grado de equilibrio sería «terapéutico», es decir, aproxi­ maría al sistema a un estado «de buena salud» ideal. Los anteriores son términos empleados por Gilliéron, pero no por Jakobson. De hecho, en líneas generales, la labor de Jakobson se redujo a establecer, en tér­ minos lógicos, los criterios de clasificación de los cambios producidos dentro de un sistema. No obstante, en la última parte de su artículo Jakobson insiste en la idea de que «el hecho de analizar un determinado cambio lingüístico en su con­ texto sincrónico» supone introducirse dentro del ámbito de la teleología («Quand nous considérons une mutation linguistique dans le contexte de la synchronie lin­ guistique, nous rintroduisons dans la sphère des problèmes téléologiques» [334]). Una afirmación como ésta implica, una vez más, que los cambios no suceden a ciegas y de manera fortuita, sino que cuentan con un propósito, el cual, o al me­ nos eso es lo que se nos dice también, puede resultar obvio. Así, un determinado cambio puede venir precedido de una «perturbación en el equilibrio de un siste­ ma dado» («une rupture de l’équilibre du système»). El cambio puede dar lugar, seguidamente, a la eliminación de dicho desequilibrio («une suppression du désé­ quilibre»), Si ése fuera el caso, afirma Jakobson, no debería plantear ninguna di­ ficultad el hecho de descubrir («aucune peine à découvrir») la «función» de dicho

Breve historia de la Lingüística estructural cambio. «Su tarea es la de restaurar el equilibrio» («sa tâche est de rétablir l ’é­ quilibre») que se había perdido previamente. Estas breves observaciones no precisan, probablemente, de demasiadas expli­ caciones. Pero si aceptamos este punto de vista, la pregunta más obvia que surge entonces es quién es ese sujeto al que cabe adjudicar el propósito al que estamos haciendo referencia. Una vez más, no existe un agente que vele por las lenguas y garantice que se corrijan ese tipo de «desequilibrios». Cabe preguntarse, por con­ siguiente, a qué se está haciendo referencia exactamente al afirmar lo anterior. Una posibilidad es que lo que se esté sugiriendo sea que los sistemas fonológi­ cos se autorregulan. Comparemos, por poner un ejemplo, lo que sucede en el caso de un termostato. Un termostato se fija con objeto de mantener una temperatura es­ table, de ahí que si la temperatura desciende por debajo del valor prefijado, se ac­ tivará el dispositivo encargado del calentamiento. El «propósito» de este ajuste, si hubiera que hablar en términos teleológicos, sería el de «restaurar» la temperatura correcta. Si la temperatura se eleva demasiado, el dispositivo calefactor se apaga­ rá. La «intención» sigue siendo la de mantener la temperatura constante. Esta ana­ logía no habría resultado tan obvia en la década de los años treinta. Pero de forma semejante a lo que sucede en el caso del termostato, la idea en lo que atañe a las lenguas sería que para cada componente de una determinada lengua existen propie­ dades que, en general, tenderán a preservarse o a maximizarse. En el caso de la Fo­ nología, entre dichas propiedades cabría mencionar, o estarían incluidas, las rela­ cionadas con el «equilibrio». Pero de la misma manera que en el caso de un edificio intervienen numerosos factores, tanto internos corno externos, que afectan conti­ nuamente a la temperatura, en lo que concierne a las lenguas existen también nu­ merosos factores que, al afectar a los sistemas fonológicos, pueden conducirlos al «desequilibrio». Un sistema iniciará de forma recurrente ajustes cuyo «propósito», si debemos hablar nuevamente en estos términos, será el de «restaurar el equilibrio». Si las cosas fuesen realmente de este modo, no tendríamos necesidad alguna de hablar en términos teleológicos. Lo único que estaría haciendo el sistema sería ajus­ tarse a las leyes que lo gobiernan. En la medida en que dichas leyes se cumplan, su estructura estará «en equilibrio». En los casos en los que se incumplan, estará «dese­ quilibrado», de modo que aparecerá una presión encaminada a corregir dicho de­ sequilibrio. No obstante, seguirán apareciendo de forma incesante nuevos «desequi­ librios». En ocasiones, serán el resultado de cambios que se originaron fuera del sistema. Pero también pueden aparecer como consecuencia de cambios provocados por el propio sistema en respuesta a presiones anteriores. En consecuencia, el es­ fuerzo por corregir el «desequilibrio» existente en un determinado punto del sistema puede dar lugar a la aparición de 1111 nuevo «desequilibrio» en otro punto diferente del mismo. En palabras de Jakobson, este hecho conduce «a menudo» a «toda una serie de cambios estabilizadores» («toute une chaîne de mutations stabilisatrices»). Esta es, ciertamente, una de las interpretaciones posibles de lo afirmado por Ja­ kobson. Pero si tomamos sus palabras de modo literal, las «presiones», tal como las hemos denominado, se ejercerían directamente sobre el sistema. La «langue» saussureana, de la que forma parte el sistema fonológico, se concebiría, entonces, como algo capaz de monitorizar y ajustar su propio estado, con independencia de la comu­ nidad de hablantes de dicha «langue», la cual, en un momento temporal cualquiera, lo único que haría sería limitarse a instanciarla, merced a actos de «parole», tal como se encuentra en ese momento concreto. La objeción obvia que cabe realizar a este

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planteamiento es que las «lenguas» no existen como entidades independientes. No habría partida de ajedrez si no existiesen previamente los jugadores. Del mismo modo, no habrá lengua si no hay hablantes; y es sobre estos últimos sobre los que, con toda seguridad, se ejerce la «presión» a la que aludíamos anteriormente. La naturaleza de las presiones implicadas pudo dilucidarse finalmente a co­ mienzos de los años cincuenta del pasado siglo, merced a una serie de brillantes estudios realizados por el lingüista francés André Martinet, quien empezó a traba­ jar en ellos durante su exilio en Nueva York. Al nivel más general, lo que los hablan­ tes precisan es, ante todo, ser comprendidos. Por consiguiente, se encuentran so­ metidos a la presión de conservar las distinciones existentes entre los fonemas y, de esta manera, entre las palabras y las restantes unidades de significado. No obs­ tante, y como Martinet supo ver muy bien, también se ven condicionados a emplear la menor energía posible, tanto al hablar como al realizar otras actividades. «La evolución lingüística» está gobernada, en consecuencia, por «la paradoja continua» («l’antinomie permanente») de que, mientras que por una parte las personas tienen la necesidad de comunicarse y expresar sus sentimientos («des besoins communi­ catifs et expressifs de l’homme»), por otro, sin embargo, tienden a hacerlo invirtiendo en ello el mínimo esfuerzo físico y mental posible («de sa tendance à réduire au minimum son activité mentale et physique») (Martinet, 1955: 94). Estas dos pre­ siones actúan permanentemente en sentidos opuestos y nunca resulta posible recon­ ciliarlas por completo. Cuanto mayor es la claridad con la que los hablantes tratan de distinguir entre un sonido y otro, mayor será el esfuerzo que deberán hacer para conseguirlo. Pero, del mismo modo, si el esfuerzo que hacen es demasiado poco, la distinción entre los sonidos terminará viéndose comprometida. Cabe suponer que lo esperable sea, entonces, que los cambios que tienen lugar en los sonidos reflejen ambos tipos de presión. En determinadas ocasiones, cuando en la práctica no existe riesgo de confusión, es posible que una distinción termine de­ sapareciendo. Así, en la forma de inglés que yo mismo hablo, en la mayoría de los contextos en los que se emplean estas palabras, no existiría ningún peligro serio de que poor se confundiese con pour, de que moor lo hiciese con more, etc. Sin embar­ go, otros cambios tienden a potenciar las distinciones. En la historia del español, por ejemplo, una consonante que históricamente equivalía a [ts] había cambiado, a co­ mienzos del siglo X V II, a [Θ], Así, [katsar] (cuya grafía era cazar) se convirtió en [kaGar], que es también la manera en que dicha palabra se pronuncia en el español de hoy en día. En la misma época, otra consonante, que históricamente equivalía a una [J], semejante a la que encontramos en inglés en una palabra como ship «barco», cambió a [x]. Así, por ejemplo, [bjefo] (viejo) se convirtió en [bjexo], que es como esta palabra se pronuncia generalmente en español moderno. Antes de que se pro­ dujeran estos cambios, las relaciones que mantenían estos fonemas entre sí podrían representarse esquemáticamente del modo en que se ha hecho en la figura 4. p

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f Figura 4

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(Compárese con Martinet, 1955 [1951-2]: 323.) El efecto de dichos cambio fue reemplazar el anterior sistema por el que se muestra en la figura 5, p

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f

Θ

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X

Figura 5 en el que, como destaca Martinet, las consonantes se diferencian más claramen­ te. En su estado anterior, tanto [ts] como [f] eran semejantes en términos fonéticos a otras unidades sibilantes (es decir, a consonantes «semejantes a s»), en particular, a [tj] (ch), tal como aparece en la pronunciación moderna áe fecha, y a [s], como apa­ rece en casa, la cual en español actual se pronuncia haciendo que la punta de la len­ gua entre en contacto con los alveolos. En palabras de Martinet, el sistema «sufría» de un exceso de sonidos en esta región («ce système souffre de trop de concentra­ tion dans le domaine des sifflantes»), mientras que «otras posibilidades articulato­ rias», que se encontraban claramente disponibles en una lengua con relativamente pocos fonemas, no estaban suficientemente explotadas (323). En el nuevo sistema, los fonemas se distinguían con mayor claridad. En casos como el anterior no es difícil ver de qué modo cabe presentar al sis­ tema como algo que, en efecto, parece estar «corrigiendo un desequilibrio». Así, en términos de los rasgos que implican unas tablas como las anteriores, el cambio de [ts] a [Θ] es también un cambio que permite llenar un «hueco» en la serie de la «t», mientras que el cambio de [J] a [x] hace lo propio en la serie de la «k». Sin em­ bargo, el lugar en el que se produce el cambio depende de los hábitos y de las per­ cepciones de sucesivos grupos de hablantes. Con objeto de distinguir las consonan­ tes presentes en viejo o en cazar, algunos hablantes podrían haber modificado su modo de articularlas, en un principio de manera leve y de forma esporádica. En todo caso, cabría afirmar que en esta nueva etapa el sistema habría seguido siendo el mis­ mo que dichos hablantes habían heredado. Sin embargo, las modificaciones anterio­ res podrían haberse vuelto con el tiempo cada vez más familiares, al hacerse más pronunciadas y más frecuentes, hasta que, por último, las nuevas generaciones, en el proceso de aprendizaje de la lengua a partir del modelo que representa el habla de las que las preceden, habrían terminado interpretando aquello que ya escuchaban, de hecho, de forma generalizada como [Θ] o como [x], como si se tratase, en reali­ dad, de «Θ» y de «x» en términos de rasgos distintivos. En consecuencia, podríamos afirmar que su lengua habría hecho suyo el nuevo sistema. Un factor importante en la teoría general de Martinet es la «atracción» que ejerce un «sistema integrado» («l’attraction exercée par le système intégré») (Martinet, 1955: 80). Así, en el caso de los «huecos» o «cases vides» (80 ss.) el sistema en general, en el cual existirían diversas series de fonemas que establecerían entre sí relaciones paralelas, ejercería una presión sobre aquellos sonidos que no se encontrasen «completamente integra­ dos». No obstante, dicha presión se ejerce realmente sobre una población cambian­ te de hablantes y, en particular, como sucede el caso del cambio subsiguiente acae­ cido en el español que también discute Martinet (84 ss.), sobre los nuevos hablantes.

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De la misma manera, cabe concebir a los sistemas como influidos por otros sis­ temas diferentes. «Les langues», como subraya Martinet en un determinado pasaje, «no evolucionan confinadas dentro de una torre de marfil» (89). Las personas que hablan una determinada lengua o dialecto interactúan con otras personas que hablan otras lenguas o dialectos diferentes; muchas de ellas serán, además, bilingües. De la misma manera, tampoco las fronteras que delimitan una determinada comunidad de habla poseen un carácter inmutable. Una población dada puede hablar una lengua A, pero sin embargo, y merced a su contacto con otra población hablante de una len­ gua B, puede terminar hablando cada vez en mayor medida dicha lengua. Las gene­ raciones posteriores pueden perder la lengua A completamente, como sucedió, por ejemplo, con numerosos descendientes de hablantes de galés, quienes en la actuali­ dad únicamente hablan inglés. Cualquiera es consciente de que cuando se está apren­ diendo una nueva lengua, dicha lengua se habla con un acento foráneo. De la lengua que hablamos en un momento dado transferimos a la que estamos aprendiendo nues­ tros «hábitos de pronunciación». De este modo, cuando una lengua A deja paso a otra B, lo esperable es que, en ocasiones, se retengan hábitos de este tipo. Así, por ejemplo, es posible que determinadas características del inglés que se habla en Ga­ les o en Irlanda constituyan un reflejo de rasgos específicos «transferidos» al inglés desde las lenguas célticas. En la época de Martinet, todas estas cuestiones eran bien conocidas desde ha­ cía ya tiempo. Pero también en este caso lo que debería hacer un estructuralista es examinar los sistemas y no simplemente ocuparse de los sonidos. Así, por ejemplo, en español medieval también había existido una distinción fonológica entre las si­ bilantes sordas y las sonoras. Consecuentemente, las sibilantes sordas «ts», «tj», «s» y «/» se oponían a las sonoras «dz», «d3 », «z» y «3 ». Sin embargo, con el paso de los siglos, el castellano hablado en el norte de la península ganó numerosos hablan­ tes de vasco y en el vasco de la época, al menos en la reconstrucción realizada por Martinet (1955 [1951-2]: 317), las sibilantes sonoras no eran fonemas indepen­ dientes. Imaginemos, siguiendo a Martinet, una comunidad de hablantes de vasco que aprende el español como lengua extranjera. Supongamos que estos hablantes oyen una palabra española que contiene, por poner el caso, una «ts»; lo que harán entonces será identificarla, en tanto que fonema, con la «ts» que existe en su propio sistema. Sin embargo, también oirán palabras que contendrán la «dz» española y puesto que en vasco [ts] y [dz] no constituyen realizaciones de diferentes fonemas, la identificarán, asimismo, con una realización de su propio fonema «ts». En con­ secuencia, tenderán a pronunciar ambas consonantes de modo semejante. Y en la práctica, es posible que lo que suceda usualmente sea que los hablantes nativos de español, que sí distinguen entre «ts» y «dz», los entiendan, sin embargo, correcta­ mente o no precisen corregirlos. Progresivamente, los descendientes de estos indi­ viduos irían empleando el español cada vez con mayor frecuencia y el vasco cada vez menos frecuentemente, y con el tiempo llegarán a hablar únicamente la prime­ ra de estas lenguas. Sin embargo, el dialecto hablado por dichos individuos, que ocu­ paba la frontera septentrional del área, más extensa, en la que se hablaba español, sería un dialecto en el que los pares del tipo «ts» / «dz» habrían dejado de distinguir­ se. Se dio el caso de que fue precisamente a partir de estos hablantes, de los que, conforme se fue generalizando el uso del español, aprendieron la lengua las nuevas generaciones de hablantes de vasco. Y de este modo, este dialecto concreto del es­ pañol se fue difundiendo cada vez en mayor medida. Tal como nos recuerda Mar-

Breve historia de la Lingüística estructural tinet en otra sección de su estudio, fue precisamente del extremo más septentrio­ nal de la península de donde partió la Reconquista cristiana. Para los hablantes de las regiones meridionales, este dialecto pasó a convertirse en «un modelo que imi­ tar» (310), de modo que aquellas distinciones terminaron perdiéndose también para otros hablantes de español. La explicación para este tipo de cambios reviste un carácter «externo», pues­ to que Martinet alude al impacto causado sobre el sistema del español por otro sis­ tema diferente. En cambio, en lo que concierne a los cambios a los que se hizo mención previamente, merced a los cuales [ts] se convirtió en [Θ] y [f] se transfor­ mó en [x], tendrían un origen «interno», puesto que aludimos entonces a la exis­ tencia de un «desequilibrio» inherente al sistema. Sin embargo, en ambos casos, cuando estamos expresándonos en esos términos, lo que estamos haciendo real­ mente es llevar a cabo sendas abstracciones. Porque lo cierto es que el «español», en tanto que «langue», no estaba sometido directamente en esa etapa de su histo­ ria a ningún tipo de presión encaminada a lograr su adaptación al «vasco», o no lo estaba en mayor medida en que pudiese estallo posteriormente para conseguir un reforzamiento de su simetría. Sin embargo, el establecimiento de las corres­ pondencias existentes entre un sistema y otro resulta esencial para una compre­ sión en términos estructuralistas de lo sucedido.

¡ 4.2. Ei sistema y la norma Consideremos nuevamente, pero ya a la luz de los hallazgos discutidos anterior­ mente, la analogía formulada por Saussure entre la historia de la lengua y una parti­ da de ajedrez. Cabe afirmar que dicha analogía se ha vuelto ahora más exacta, al me­ nos en un determinado sentido, a saber, en el sentido de que no todos los cambios que tienen lugar en una lengua a lo largo de su historia son, por citar las palabras exactas que aparecen en el Cours, «espontáneos» y «fortuitos». Sin embargo, cabe afirmar, asimismo, que, en otro sentido diferente, dicha analogía resulta excesivamente simplis­ ta. Si queremos describir un determinado movimiento en el caso del ajedrez, lo único que precisamos es afirmar que la pieza A ocupaba un determinado escaque y que a continuación se encuentra en otro diferente. No hay nada más que resulte relevante a este respecto. De la misma manera, podríamos estar tentados a afirmar que una con­ sonante que había sido «3 » en un «estado» previo del español se convirtió en «f» en un «estado» subsiguiente, y en un «estado» aun más posterior, en «x». Sin embargo, en la práctica estos cambios no fueron ni instantáneos, ni independientes, sino que se difundieron de un modo gradual con el correr del tiempo en el seno de una comuni­ dad de gran tamaño. «Resulta inconcebible», tal como subraya Martinet, «que toda la nación, desde Burgos a Granada» hubiese pronunciado una palabra como viejo, en la que lay se realizaba inicialmente como [3 ], de una determinada forma «en 1550» y de una manera diferente, como [x], «en 1625» (1955 [1951-2]: 319 ss.). ¿Pero qué cabría suponer, se pregunta Martinet, que habría sucedido en el caso de los hablantes cuya vida hubiese abarcado precisamente este periodo? La respuesta más plausible es que, conforme las modificaciones en cuestión se hubiesen ido expandiendo, su uso por parte de los sucesivos hablantes con los que hubieran entrado en contacto habría ido también variando, dependiendo de la edad, de la región en que vivían y de su e s-. tatus social, puesto que lo que también resulta evidente es que las clases gobernantes habrían sido las últimas en abandonar las viejas formas (320).

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Consideremos otro ejemplo, que, si bien cabe considérai' en cierto modo una sim­ plificación, resulta igualmente ilustrativo y que concierne, en este caso, al orden de constituyentes de la oración. En inglés moderno, uno no dice cosas como, por ejem­ plo, Then rode Alfred to Winchester «Entonces cabalgó Alfred hasta Winchester». Por el contrario, el verbo debe ir siempre pospuesto al sujeto (Then Alfi-ed rode to Winches­ ter). Sin embargo, el orden Then rode..., es normal en otras lenguas germánicas empa­ rentadas con el inglés y lo fue también en su día en la propia lengua inglesa. Por con­ siguiente, y recurriendo a la terminología saussureana, diríamos que el sistema ha cambiado: lo que fue en tiempos un requisito, constituye ahora una opción prohibida. En todo caso, a duras penas cabría imaginar que en un determinado momento todos y cada uno de los hablantes hubiesen optado por cambiar del orden heredado al nue­ vo. Lo que debió de suceder seguramente es que durante un cierto periodo de tiempo habría sido posible oír ambas opciones; de hecho, en un principio el orden nuevo po­ dría haber sido infrecuente. Progresivamente, habna comenzado a volverse predomi­ nante, hasta que hubiesen sido muy pocos los hablantes que hubieran seguido em­ pleando el antiguo, el cual se habría utilizado, además, cada vez con menor frecuencia y con un rango de palabras cada vez más reducido. Con el tiempo el nuevo orden de palabras se habría vuelto tan habitual, que los niños, al aprender la lengua, sólo habrí­ an oído el orden antiguo restringido a un número reducido de usos residuales, de ma­ nera que lo habrían aprendido únicamente como una excepción. Finalmente, para las generaciones posteriores su ámbito de aplicación se habría vuelto aun más limitado. En ambos casos, debemos imaginar que lo que se ha producido ha sido un cam­ bio gradual en el uso, según el cual, en un principio, la mayoría de los hablantes de español habrían pronunciado habitualmente [3 ], mientras que, al final, la mayoría habría pronunciado habitualmente [f] o [x], de la misma manera que, en un deter­ minado periodo, la mayor parte de los hablantes de inglés habría preferido decir Then rode Alfred..., mientras que en un periodo posterior la mayoría de ellos habría pre­ ferido decir, en cambio, Then Alfred rode... Resulta, asimismo, evidente que, al me­ nos en lo que atañe a la fonética, pueden producirse cambios de uso que dejarán al sistema inalterado. En un artículo publicado en la década de los años treinta del pa­ sado siglo, Archibald Hill ponía de manifiesto que en el sur de los Estados Unidos «la totalidad... del sistema vocálico» habría provocado la sorpresa de un fonetista llegado de Nueva Inglaterra, a causa de la circunstancia de caracterizarse por ser «un punto más alto» (= más cerrado) que en otras partes del país. Estas diferencias ha­ bían tenido probablemente su origen en cambios precedentes, merced a los cuales el uso que se hizo del sistema en una determinada población divergió del que termi­ nó siendo característico en las restantes. Sin embargo, entre los dialectos «no existen diferencias llamativas en lo concerniente al patrón fonémico» (Hill, 1936: 15). Con­ secuentemente, y por expresarlo en los propios términos que emplea Hill, en este caso los cambios históricos habrían sido de carácter «fonético» y no «fonémico». En los términos utilizados por Jakobson unos años antes, diríamos, en cambio, que no se habría producido ninguna variación en el sistema fonológico, es decir, que no se habría «fonologizado» o «desfonologizado» ninguna diferencia entre sonidos, ni tam­ poco se habrían visto afectados los rasgos que distinguían unos fonemas de otros. Lo único que había cambiado era la cualidad vocálica concreta mediante la cual se realizaba el sistema de oposiciones. El problema que se le planteaba en este caso a la teoría de Saussure resultaba claro y reviste un carácter fundamental. La razón para ello estriba en la circunstan-

Breve historia de la Lingüística estructural cía de que, según la concepción que de ella se formula en el Cours, una «lengua» es un sistema formado por elementos invariantes y es a esa «langue» o sistema lingüís­ tico, que existe en el seno de cada comunidad en tanto que «fait social» o realidad social, a la que debe ajustarse cada hablante individual. Por consiguiente, cualquier cambio que se produzca en la «lengua» de un hablante implica un cambio en el sis­ tema. Sin embargo, al nivel del habla, un cambio nunca será instantáneo, ni en lo que concierne a la comunidad en su conjunto, ni tampoco en lo que atañe a cada uno de los individuos que la integran. Lo que cabrá advertir, en cambio, será la existencia de periodos en los que el uso variará de una de las formas de realización posibles a otra diferente; e incluso en los casos en los que se supone que el sistema no cambia, cabe encontrar, en realidad, patrones de variación semejantes. Estos patrones tam­ bién forman parte de la «realidad social» a la que se ajustan los hablantes. Un ame­ ricano nacido y criado en Charleston o en Atlanta se verá condicionado socialmen­ te a hablar de la misma manera que lo hace el resto de los habitantes de los estados sureños, mientras que un bostoniano lo será a hacerlo de forma semejante a como lo hace el resto de los nacidos y criados en Boston. Lo que cabría esperar de un no­ ble español nacido hacia 1540 es que hubiese hablado a lo largo de toda su vida como sus iguales en términos de edad y de condición social, del mismo modo que un campesino nacido hacia 1600 lo habría hecho como otros campesinos de su mis­ ma región. La «lengua» de cada individuo, en el sentido ordinario del término, se adaptará, de esta manera, al uso que de ella hace la comunidad de la que forma par­ te dicho individuo. Sin embargo, existe una discrepancia entre una «lengua», en el sentido que acabamos de darle al término, y los procesos de cambio que tienen lu­ gar en ella, y los conceptos saussureanos de sistema y de cambio lingüístico en tan­ to que transición de un sistema al siguiente. La crítica más constructiva que se ha realizado hasta el momento en relación con esta cuestión es la que se debe al lingüista rumano Eugenio Coseriu, y aparece reco­ gida en un trabajo que se publicó por primera vez en Montevideo a comienzos de la década de los años cincuenta del pasado siglo. Saussure había empleado el término «parole» para hacer referencia a actos concretos de habla, es decir, a actos particula­ res en los que hablantes individuales emiten, en circunstancias concretas, una deter­ minada proferentia. En cambio, una «langue» era simultáneamente algo abstracto y un constructo social. Cabe afirmar que, en este sentido, existía «una identificación ini­ cial» entre lo que era «individual» y lo que era «concreto» («parole»), por una parte, y entre lo que era «social» y lo que era «formal» o «funcional», por otra, por expre­ sarlo en los términos en los que lo haría Coseriu (Coseriu, 1962 [1952]: 53). Sin em­ bargo, resulta evidente a estas alturas que en la dicotomía planteada por Saussure en­ tran a formar parte elementos que son diferentes en términos lógicos. La distinción entre fonemas, por ejemplo, reviste tanto un carácter «funcional» como «social». La manera en que un fonema se realizará es, sin embargo, algo exclusivamente social y no «funcional», por cuanto dicha realización carece de «relevancia», una vez más en el sentido que Trubetzkoy le da a este término, para el sistema fonológico. No obstan­ te, tampoco puede considerarse algo meramente «individual». A la hora de realizar la «1», los hablantes de inglés no deciden articular, sin más, una [1] «clara» o una [1 ] «os­ cura» basándose únicamente en sus gustos particulares. Antes bien, se ajustan a un conjunto de «normas», las cuales obligan a que sea clara, o más clara, en determinadas posiciones dentro de la palabra, y a que sea oscura, o más oscura, en otras diferentes. El término «norma» es de Coseriu y las normas también poseen un carácter «social».

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La solución que propone Coseriu a este conflicto consiste en reconocer dos ni­ veles sucesivos de abstracción, en lugar de uno solo. En el nivel superior cabe pos­ tular la existencia de un sistema. Sin embargo, no se trataría de otra cosa que de «un sistema de posibilidades», es decir, de «coordenadas» que especifican lo que les está permitido a los hablantes y lo que les está vedado («que indican caminos abiertos y caminos cerrados», por citar literalmente a Coseriu) (98). El ejemplo que propusimos anteriormente acerca de la sintaxis del inglés carece de un equi­ valente entre los aportados por el propio Coseriu. Pero si tuviésemos que descri­ bir el proceso de un modo simplificado, cabría decir que, en tanto que sistema, el inglés habría permitido en una determinada época ambos órdenes de constituyen­ tes. Consecuentemente, y en relación con la construcción particular que pusimos anteriormente como ejemplo, habría sido posible, en principio, decir tanto Then rode Alfred... como Then Alfred rode... Pero sin embargo, en estas condiciones el sistema no habría constituido la abs­ tracción primaria del habla. Lo que en realidad «se impone» al individuo es, en cam­ bio, la adecuación a una «norma». De entre los ejemplos aportados por el propio Coseriu, consideremos el caso de las palabras españolas actriz y directora. Mientras que la primera deriva de actor mediante la adición del sufijo -iz, la segunda lo hace de director mediante la unión de la terminación -a. En general, la lengua, en tanto que sistema de «posibilidades», permite que las formas femeninas se cons­ truyan a partir de las masculinas añadiendo cualquiera de estas dos terminaciones, de ahí que, en principio, la palabra que designa a la mujer encarga de dirigir algo podría haber sido también directriz, de la misma manera que la palabra empleada para désignai' a la mujer que actúa podría haber sido actora. Lo que sucede, en rea­ lidad, es que en condiciones normales los hablantes aprenden de los restantes miem­ bros de su comunidad a decir actriz o directora. Ahora bien, al utilizar estas formas, dichos hablantes no están siendo limitados por el sistema en sí (para el que no ha­ bría supuesto ningún problema que los significados denotados por dichas palabras lo hubiesen sido alternativamente por actora y directriz, respectivamente), sino por lo que Coseriu denomina «la realización» del sistema «según la norma», tínicamente a este nivel de «realización», tal como él lo expresa, cabe considerar como «pre­ feridas» a las formas que los hablantes aprenden y emplean realmente (79). En el caso del ejemplo de carácter sintáctico al que aludíamos anteriormente, es posible que durante el periodo en el que el sistema permitía emplear ambos órdenes de cons­ tituyentes, diferentes grupos de hablantes se viesen condicionados por normas dis­ tintas. Así, cabe suponer que los hablantes más conservadores habrían realizado habitualmente (aunque quizás no siempre) este tipo de construcciones anteponien­ do el verbo al sujeto. Acaso, es posible también que situasen el verbo en primer lugar cuando iba precedido, en particular, por la palabra equivalente a la forma mo­ derna then. Y es posible, asimismo, que otros hablantes hubiesen realizado usual­ mente este tipo de construcciones (auque, una vez más, no siempre) posponiendo el verbo al sujeto. Por consiguiente, la norma que condiciona a un hablante es, efectivamente, «un sistema de realizaciones obligadas», «de imposiciones sociales y culturales» (98), y su nivel de abstracción (95 ss.) se encuentra situado a medio camino entre el «ha­ bla», en tanto que representación de actos de proferencia concretos e individuales, y el «sistema», en el sentido saussureano del término. Las preferencias que impone la norma no son, desde luego, absolutas. La razón fundamental para ello consiste en

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que la esencia de la creatividad inherente al lenguaje radica, como Coseriu explica en diversas partes de su trabajo, en la capacidad de explotar las posibilidades que el sistema deja abiertas de un modo que trascienda los límites prescritos por la norma. Por lo demás, las normas varían «en función de la comunidad» (98). La caracterización de Coseriu se basaba en una crítica de conceptos fundamen­ tales, pero no hacía una mención específica a la diacronía. Sin embargo, se ha adu­ cido que, en lo que atañe a sus numerosas aplicaciones, resultaría especialmente reveladora para nuestra comprensión del cambio lingüístico, en particular (106 ss.). Determinados cambios (y ya estamos en condiciones de afirmarlo en estos térmi­ nos) afectan únicamente a la norma. Así, en el inglés británico meridional, la vocal presente en palabras como hair «pelo», que los fonetistas de épocas precedentes habían representado mediante un diptongo ([so]), consiste hoy en día habitualmen­ te en un monoptongo ([ε:]). Sin embargo, su lugar en el sistema, en relación con las vocales que aparecen en palabras como hear, hire, etc. no ha variado. Cabé su­ poner, asimismo, que algunos hablantes de español crean, de hecho, nuevas for­ mas femeninas acabadas en -ora: senadora sería una que no figura, por ejemplo, en el diccionario del que yo dispongo. Si una palabra como ésta pasa a formar parte de la norma, la «lengua», en el sentido ordinario del término, pasará también a con­ tar con una forma nueva. Sin embargo, en su creación se habría seguido una ruta que, por expresarlo del modo en que lo describe Coseriu, ya se encontraba abierta en el sistema. En otros casos, los cambios afectan asimismo al propio sistema. Tal como he­ mos visto, es la norma lo que «se impone» directamente a los individuos. No obstan­ te, cada miembro de una determinada comunidad de habla «tiene conciencia del sis­ tema», de manera que a la hora de hablar «(se mantiene) dentro de las posibilidades del sistema». Por consiguiente, lo que sucede es que los hablantes individuales adi­ cionalmente «conocen o desconocen» la norma y cuando hablan «la obedecen o no la obedecen». Tal como discutimos anteriormente, dentro del sistema existe un cierto margen para ejercitar la originalidad al expresarse; y lo que en un principio puede tildarse de original en un hablante concreto (el uso de senadora, por ejem­ plo, o la monoptongalización esporádica de [sa]) puede acabar convirtiéndose en un modelo para otros hablantes. Consecuentemente, lo que también en un princi­ pio podía constituir un error aislado o un acto aislado de creación puede acabar for­ mando parte con el tiempo de una nueva norma, a la que a su vez, cada individuo se plegará o no se plegará según las circunstancias. Sin embargo, las normas no pue­ den cambiar sin afectar al mismo tiempo a lo que Coseriu denomina «el equilibrio del sistema». En cualquier momento dado, la norma «refleja» dicho equilibrio. Por tanto, cuando la norma cambia, el equilibrio del sistema se ve, a su vez, alterado, «has­ ta volcarse totalmente de un lado o de otro» (107). De este modo, sostiene Coseriu, los cambios que se originan en el nivel más bajo de abstracción, esto es, en la ma­ nera en que hablan los individuos concretos, puede, de un modo sucesivo, modi­ ficar primero la norma, que constituye una abstracción de nivel intermedio, y final­ mente el sistema, cuyo nivel de abstracción es aun mayor. Tal como afirmamos anteriormente, el ejemplo de carácter sintáctico que pro­ poníamos no se basa en ninguno de los aportados por Coseriu. Sin embargo, y si re­ currimos a la terminología que acabamos de caracterizar, también en este caso po­ dría hablarse de un momento de «volcado», que cabría identificar con el momento en que, tras un proceso en el que la norma se habría ido aproximando cada vez en

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mayor medida al orden que representa Then Alfred rode..., lo que habría alterado, consecuentemente, el «equilibro» del sistema, dicho orden hubiese acabado por convertirse en el único permitido por la lengua, al margen de las posibles excep­ ciones. En la historia del inglés británico meridional, por retomar el ejemplo an­ terior, las «realizaciones ajustadas a la norma» de las vocales presentes en moor y more han cambiado gradualmente desde [υο] y [ d i ] , respectivamente, que en tiempos todos los hablantes distinguían con claridad, hasta variantes cada vez más conver­ gentes. Puede ser que en un primer momento sólo se trate de una cuestión de rea­ lización. Sin embargo, es posible también que con el tiempo el sistema acabe ad­ mitiendo la ausencia de dicha oposición. Ni la monografía citada anteriormente (Coseriu, 1962 [1952]), ni tampoco un destacado libro acerca del cambio lingüístico que Coseriu publicó con posteriori­ dad a ésta (Coseriu, 1973 [1958]), encontraron el eco y la atención por parte de la crítica que realmente merecían. Sin embargo, el papel desempeñado por la varia­ ción estaba llamado a atraer a numerosos lingüistas durante la década de los años sesenta del siglo xx, merced fundamentalmente al trabajo del sociolingüista nor­ teamericano William Labov. Este defendería la idea de que las realizaciones alter­ nativas eran capaces por sí mismas de formar estructuras, así como que el grado de variación que cabía encontrar a este respecto podía llegar a ser sorprendente, incltiso en el caso de comunidades bastante cohesionadas. Resulta del todo evidente que en cualquier comunidad el modo de hablar de cualquiera de sus miembros diferirá ligeramente del característico de los restantes miembros de dicha comunidad. Esto se debe, en parte, aunque sólo en parte, a la circunstancia de que se trata de individuos físicamente diferentes. De ahí que, por ejemplo, Coseriu hubiese hablado de la «norma individual» y de la «norma social» (Coseriu, 1962 [1952]: 96 ss.). Sin embargo, Labov adujo a este respecto que, es­ tudiada de forma aislada, el había de un individuo concreto carecía de sentido en sí misma. AI «dialecto» de un individuo se lo suele denominar «idiolecto»; y en la ciudad de Nueva York, donde Labov llevó a cabo su clásico estudio, «la mayoría de los idiolectos no forman», al menos desde el punto de vista fonológico, «un siste­ ma coherente». Aparecen «salpicados», agregaba Labov, «de todo tipo de oscilacio­ nes y de contradicciones, tanto en lo que concierne a la organización de los sonidos en fonemas, como en lo que atañe a la organización de los fonemas en sistemas ma­ yores» (Labov, 1966: 6). Un mismo hablante puede pronunciar la «r» de car «coche» o de card «carta» en determinadas ocasiones y omitirla en otras. De la misma ma­ nera, la cualidad de la vocal presente en una palabra a puede, en ocasiones, registrar­ se como equivalente a la cualidad de la existente en otra palabra b, mientras que en otros casos ambos registros pueden ser distintos. Resulta evidente que no estamos en condiciones de recuperar datos de este tipo correspondientes a estadios anteriores de una lengua. Pero merced a los estudios del propio Labov, y a los que se llevaron a acabo en años posteriores, empezó a estar claro que. dado que los sonidos varían, el habla individual puede considerarse inconsistente. Así, si retomamos el ejem­ plo que proponíamos anteriormente en relación con el español, es cierto que «3 » habría cambiado a «J» y posteriormente a «x», al menos desde un punto de vista global. Sin embargo, en el momento en que los cambios se estaban difundiendo, la realización de la consonante presente en una palabra como viejo habría varia­ do. en un momento dado, entre [3 ] y |J] para un determinado grupo de hablantes; para otro diferente, entre [J] y [xj; y para un tercero, entre las tres posibilidades.

Breve historia de la Lingüística estructural El «sistema más coherente», al menos en lo que a la ciudad de Nueva York se refería, era «el que abarcaba a la... comunidad en su conjunto» (7). Sin embargo, para Labov, como también lo había sido para Saussure, un sistema era simplemente «un conjunto de diferencias». Dentro del sistema correspondiente a Nueva York, la vocal presente, por ejemplo, en la palabra bad «malo» difería de, o se oponía a, la presente en la palabra bed «cama». Otra cuestión diferente era la manera en que dichas vocales se realizaban en la práctica. De hecho, Labov detectó una sorpren­ dente variabilidad en lo concerniente a la cualidad fonética de «a» entre los hablan­ tes que estudió, la cual dependía, en particular, de la «clase» social a la que a su juicio cabía asignarlos, así como del «estilo», en los términos en los que él lo des­ cribe, al que recurrían al hablar. Cuanto más baja era la «clase» a la que pertenecía un hablante, en mayor medida su realización se aproximaba a uno de los extremos de la escala de variabilidad; del mismo modo, cuanto más alta era dicha «clase», en tanta mayor medida se aproximaba al otro extremo de la escala. Para los hablantes de cualquier clase, cuanto más informal era su modo de hablar, mayor era el por­ centaje de las variantes «más bajas» que cabía detectar en su forma de hacerlo; de la misma manera, cuanto mayor era el cuidado que ponían al hablar, mayor se vol­ vía en su forma de hacerlo el porcentaje de las variantes «más altas». Por expre­ sarlo en los términos acuñados por Coseriu, cabría afirmar que en estas condicio­ nes puede seguirse hablando de la existencia de una «norma» para cada individuo. Sin embargo, dicha norma debería representarse mediante una distribución de fre­ cuencias correlacionadas con diferentes «estilos». Dicha distribución reflejaría, no obstante, un patrón más general, que tendría un carácter sistemático en relación con la comunidad de la que forman parte dichos individuos. Unicamente cuando se analiza la totalidad de la comunidad es cuando resulta posible determinar el orden que la caracteriza. Labov había sido alumno de Uriel Weinreich, cuya propia tesis doctoral, que versaba acerca de los efectos del contacto entre diferentes sistemas lingüísticos, había supervisado Martinet (Weinreich, 1963 [1953]: x). Por consiguiente, no debe resultar sorprendente la circunstancia de que Weinreich se sintiese «particularmente interesado» (318) por aquellos casos en los que existían evidencias del cambio. Ima­ ginemos que, como ocurría en términos históricos en el ejemplo acerca de las con­ sonantes del español al que recurrimos anteriormente, en el seno de una determina­ da comunidad se esté propagando un determinado cambio de sonido. En nuestro ejemplo del español, lo esperable habría sido que, en el momento en que la lengua estaba cambiando, la distribución de las diversas variantes hubiese sido diferente, en una etapa cualquiera de dicho proceso de cambio, en distintos lugares y en dife­ rentes niveles de la sociedad. Sin embargo, en un momento dado cualquiera, tam­ bién habrían existido diferencias entre los hablantes de distintas edades. Así, lo es­ perable es que cuanto mayor hubiese sido la edad del hablante, mayor hubiera sido también la frecuencia, cuando menos, con la esperaríamos haberle oído pro­ nunciar [5 ] o [J|; y recíprocamente, cuanto más joven hubiese sido el hablante, ma­ yor habría sido también la probabilidad, cuando menos, de oírle decir [x], siempre y cuando los restantes factores implicados no se hubiesen visto modificados. En la caracterización que Labov hace de ellos, los resultados de este tipo for­ marían parte de un «tiempo aparente»; no obstante, nos permiten aventurar, inclu­ so en ausencia de evidencias directas correspondientes a etapas precedentes de la lengua, que se está produciendo un cambio en «tiempo real» (319 ss.). En Nueva

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York, la «r» se realizaba de forma variable cuando aparecía detrás de una vocal en palabras como car y card, tal como señalamos anteriormente. Labov determinó, entre otras cosas, que la frecuencia de aparición de la «r» era menor en el «esti­ lo» informal y entre los hablantes de las «clases» más bajas. Sin embargo, su fre­ cuencia también variaba con la edad de los hablantes y este hecho permitió corro­ borar algo que ya era conocido con anterioridad a los trabajos de Labov, a saber: que su dispersión en esta área podía considerarse como un fenómeno relativamen­ te reciente. Por emplear los términos utilizados por el propio Labov, cabía afirmar que se trataba de un cambio que todavía estaba «en progreso», pero también de un cambio que, según se desprendía de las distribuciones observadas entre «clases» y entre «estilos», se había difundido «desde arriba». Los detalles concretos de este caso no nos interesan en estos momentos (véase Labov, 1966: 342 ss.). Lo que real­ mente reviste importancia para nosotros son las abrumadoras evidencias de que, al menos en lo que atañe a la fonología, el proceso de cambio se ve reflejado en el patrón que cabe advertir en la variación. Antes de su muerte en 1967, Weinreich había comenzado a escribir un artículo de gran calado acerca de la teoría del cam­ bio lingüístico. Labov fue el encargado de concluirlo. En su versión final, que se mantuvo fiel a las ideas de Weinreich, Labov dejó establecido, entre otros muchos, el principio según el cual «todo cambio implica variabilidad y heterogeneidad». En consecuencia, «se transmite en el seno de la comunidad en su conjunto», de modo que no «se halla limitado a los pasos discretos» que supone la transmisión entre padi'es e hijos. Una vez más, «los factores lingüísticos y sociales» se encuen­ tran en ella «estrechamente relacionados» (Weinreich, Labov y Herzog, 1968: 188). Sin embargo, en lo que concierne a la comunidad como un todo, Labov seguía hablando de sistemas. Así, por ejemplo, en el caso de Nueva York, la vocal pre­ sente en bad seguía siendo para él «diferente», en el sentido saussureano del tér­ mino, de la vocal existente en bed. Su realización podía, ciertamente, variar de for­ ma sistemática pero, no obstante, ambas vocales formaban parte de un sistema de «diferencias» que era el mismo para «la totalidad de la comunidad de habla de Nue­ va York». A finales de los años sesenta, la terminología debida a Saussure estaba siendo reemplazada, cada vez en mayor medida, por la acuñada por Chomsky, de la cual nos ocuparemos más adelante, de manera que un sistema empezó a caracte­ rizarse como un conjunto de «reglas», mientras que una «variable lingüística» vino a ser, por tanto, cualquier elemento «que forma parte del sistema y que está some­ tido al control de» una determinada regla (Weinreich, Labov y Herzog, 1968: 188). La cualidad vocálica era una de dichas variables; la presencia o la ausencia de un determinado elemento, como la «r» en car o en card., era otra. Sin embargo, el sis­ tema en su conjunto, incluyendo dichas variables, era, una vez más, el mismo para todos y cada uno de los miembros de la comunidad de habla de cuya lengua cons­ tituyese una representación. Un conocido ejemplo que permite ilustrar esta situación es el de la «elisión de la cópula» en la variedad septentrional del «inglés negro». Un hablante de dicha variedad de inglés podría decir, en principio, algo como He is a fool «Él es tonto» una construcción en la que aparece la correspondiente forma del verbo copulativo «to be» «ser», o bien optar por decir algo como He a fool, en la que el verbo co­ pulativo está ausente. Por consiguiente, el sistema, que es válido para todos los ha­ blantes, permitiría ambas opciones. En la caracterización que Labov hace del fe­ nómeno, el conjunto de reglas incluiría una que regularía, en particular, la «elisión»

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de is. Sin embargo, no se trataría de una regla categorial, es decir, de una regla que los hablantes estén obligados a seguir en todos los casos, sino de una «regla va­ riable», que afecta a una determinada «variable» (is presente o is ausente) que es función de todos los factores que condicionan la frecuencia de cada uno de los va­ lores que puede adoptar dicha variable (Labov, 1977 [1969]: 93 ss.; compárese Weinreich, Labov y Herzog, 1968: 169-172). El sistema del «inglés negro» debe ser, por consiguiente, diferente de los sis­ temas característicos de otras variedades de inglés, dado que estas últimas exclu­ yen construcciones como He a fool. Del mismo modo, dicho sistema también cambiaría, en tanto que sistema, si en un futuro He a fool se convirtiese en la úni­ ca forma admitida. En el caso del ejemplo de carácter sintáctico que propusimos en su momento, el sistema original tendría necesariamente que haber cambiado en una determinada etapa para poder permitir un orden de elementos como el que existe en una construcción como Then Alfred rode. Por emplear los términos uti­ lizados por Labov, podría afirmarse que en ese momento lo que habría existido ha­ bría sido una «regla variable» que habría permitido modificar el orden de consti­ tuyentes de la oración. Aunque lo máximo que podemos hacer a este respecto es realizar conjeturas acerca de lo sucedido, lo cierto es que la frecuencia con la que se habría seguido dicha regla habría venido condicionada seguramente por diver­ sos factores, cuya influencia habría ido cambiado, una vez más, de forma sucesi­ va con el paso de un periodo al siguiente. En una etapa posterior, habría sido po­ sible afirmar ya que sería la propia regla la que habría cambiado, puesto que si inicialmente el cambio en el orden de constituyentes se producía desde el corres­ pondiente a una construcción como Then rode Alfred... hacia el inherente a otra como Then Alfred rode..., en estos momentos el sentido del cambio sería el inverso. En esta nueva etapa, cabría hablar ya de la existencia de un nuevo sistema, si bien la regla en cuestión, al menos en estos momentos iniciales, habría seguido siendo «variable». En este tipo de caracterizaciones, el cambio lingüístico es, en realidad, un proceso continuo, de modo que no consiste ya en una cuestión de movimien­ tos discretos a la manera de la partida de ajedrez de la que hablaba Saussure. Sin embargo, a un nivel de abstracción mayor, cabe afirmar que las transiciones entre un «estado de la lengua» y otro diferente seguirían estando presentes.

i 4.3. Universales La teoría que se había desarrollado a lo largo de la década de los años cincuen­ ta era una teoría para la que el cambio en la lengua hacia una mayor simetría vo­ cálica o consonántica, por poner el caso, tenía su origen en los cambios de com­ portamiento inherentes a los hablantes individuales. De este modo, sería sobre los individuos, en particular, sobre los que se ejercerían las «presiones» implicadas en dicho cambio lingüístico. Y al menos en lo que atañe al cambio en los sonidos, lo cierto es que, hacia 1960, se tenía la impresión de que la teoría se había consegui­ do llevar a extremos que, esos momentos, parecían posibles. Sin embargo, las palabras y la gramática también cambian, y resulta evidente que también en este caso el cambio puede afectar a los sistemas. Así, por ejemplo, en latín la palabra hic (que se traduce habitualmente como «éste») se oponía bá­ sicamente, en tanto que pronombre de «primera persona» (es decir, «éste» en el sen­ tido de proximidad a, o de asociación con, el hablante), tanto al pronombre de «se-

Diacronía gunda persona», iste (pi'oximidad a, o asociación con, la persona a la que se dirige el hablante), como al de «tercera persona», Ule (proximidad a, o asociación con, una persona que no es el hablante ni tampoco aquella a la que éste se dirige). Sin embar­ go, las lenguas derivadas del latín cuentan, en general, con una distinción binaria semejante a la que existe en inglés; es lo que ocurre, por poner el caso, en italiano, con questo «éste» y quello «ése/aquél». A lo largo de la historia del italiano, no han sido únicamente las formas las que han cambiado, sino que también se ha transfor­ mado el sistema de «diferencias». El ejemplo anterior es uno de los que analizó en la década de los años cuarenta del pasado siglo el romanista Walter von Wartburg (Wartburg, 1969 [1943]: 208 ss.). Sin embargo, tanto en este caso como en otros diferentes, Wartburg tiende a hablar en unos términos que parecen sugerir que cada sistema lingüístico es capaz de go­ bernase a sí mismo. Así, en su obra se afirma, por ejemplo, que en una determi­ nada etapa «la lengua puede intentar preservar una determinada distinción» («la lan­ gue peut tenter de maintenir la distinction») «buscando en algún otro lugar» un nuevo elemento que pueda procurársela («en cherchant ailleurs un remplacement»). Al­ ternativamente, la lengua puede «comprar paz» («elle peut acheter sa tranquillité») al «precio» de tener que sacrificar dicha diferenciación («au prix de la renonciation,’à toute différentiation») (209). Del mismo modo, como ya se hizo en su mo­ mento, puede decirse de una lengua que «ha logrado evitar» el debilitamiento in­ herente a una determinada distinción («... a obvié à cet affaiblissement...») (2 10 ). Esta forma de hablar parece sugerir, una vez más, que las lenguas son capaces de autorregularse. De un modo semejante a como lo haría un termostato, por ejem­ plo (apartado 4.1), las lenguas serían capaces de monitorizar y de ajustar los esta­ dos en los que se encuentran. Pero alternativamente, podemos suponer también que nos encontramos ante una forma de hablar figurada. Ahora bien, cabría pre­ guntarse cuál sería en ese caso exactamente el término de la comparación. Esta imagen de la autorregulación proviene de un ensayo acerca del estructura­ lismo en general escrito por el psicólogo suizo Jean Piaget (Piaget, 1968: 13 ss.); y aunque pocas veces se explicita, lo cierto es que ha resultado (y aún lo sigue sien­ do) particularmente tentadora. No resulta sorprendente, por consiguiente, que esta cuestión volviese a plantearse nuevamente en los años setenta, esta vez en forma de diversas teorías que proponían la existencia de leyes que regularían los diferentes patrones que podía adoptar el orden de constituyentes de la oración. El origen de esta idea data de comienzos de la década anterior y se encuentra en el trabajo realizado en los Estados Unidos por Joseph H. Greenberg. Dicho tra­ bajo tenía una naturaleza puramente descriptiva y sus hallazgos no revestían un ca­ rácter absoluto. Pero asumamos, no obstante, que resulta posible identificar en cual­ quier lengua los elementos que denominamos «sujeto», verbo y «objeto». En algunas de ellas, dichos elementos aparecen normalmente en el orden en que acabamos de enumerarlos, como ocurre, por ejemplo, en el caso del inglés: sujeto Mary «María», más verbo saw «vio», más objeto Jim «a Jim». Sin embargo, en otras lenguas el or­ den puede ser diferente. Asumamos igualmente que podemos identificar, por po­ ner el caso, una categoría equivalente a la que se suele describir habitualmente como «adposición», cuyos elementos pueden ser preposiciones, las cuales siempre an­ teceden al nombre, como ocurre con hacia (hacia Madrid), o «posposiciones», que desempeñan un papel semejante, pero que van siempre detrás del verbo. En ese caso, cabría plantearse, a continuación, si existe una determinada correlación entre el or-

Breve historia de la Lingüística estructural den que adoptan las adposiciones (preposición o posposición) y el orden en que aparecen, en particular, los verbos y los objetos. En la muestra de treinta lenguas que analizó Greenberg, algunas tenían como «orden preferente» VSO (el verbo, en primer lugar, seguido del sujeto y del objeto, en este orden). Lo que Greenberg descubrió es que este tipo de lenguas eran «siempre preposicionales» (Greenberg, 1963:78). En consecuencia, esta correlación se caracterizó como un «universal lingüístico» o «universal del lenguaje». Otras lenguas, en cambio, tenían como or­ den «normal» SOV (primero el sujeto, luego el verbo y finalmente el objeto). Green­ berg encontró que estas lenguas tenían, «con una frecuencia abrumadoramente su­ perior a la que cabría esperar si dicha correlación se debiese meramente al azar», posposiciones. Este resultado también podía considerarse como un «universal» (79). En conjunto, Greenberg formuló cuarenta y cinco de estos «universales», algunos de carácter absoluto y otros no, que concernían a éstos y a otros elementos sintácticos. Asumamos, en aras de la validez del argumento, que las asunciones inherentes a este estudio son válidas, de tal modo que, en particular, todas las lenguas «tienen» sujetos y objetos, los cuales pueden considerarse equivalentes al compararlas entre sí. Cabría preguntarse, entonces, por la razón por la que deberían existir este tipo de correlaciones. Una respuesta tentadora sería la de aducir que los «universales» reflejan leyes que gobiernan la evolución de las lenguas. Supongamos que una de­ terminada lengua se caracteriza por tener el orden «normal» o «predominante» SOV, pero que, a diferencia de la mayoría de las lenguas que presentan este orden de cons­ tituyentes, posee preposiciones. Por ley, diríamos, debe tener pospcsiciones. Por consiguiente, lo esperable sería que cambiase para adecuarse al «universal». Cabría esperar, asimismo, que quizás con el tiempo acabase convirtiéndose en una lengua «posposicional». Alternativamente, podría suceder también que lo que se viese mo­ dificado fuese el orden en que aparecen los elementos S, O y V, de modo que aca­ base asemejándose al característico del inglés (SVO). Sea como fuere, en ambos casos el cambio se «explicaría» (o eso podría aducirse) en términos de presión por adecuarse a una ley que todas las lenguas deben idealmente obedecer. Esta línea de razonamiento fue desarrollada, en particular, por Winfred P. Leh­ mann y Theo Vennemann. En la caracterización que hace Lehmann del proceso, el orden en que aparecen las preposiciones o las posposiciones es uno más entre di­ versos rasgos que covarían específicamente con el orden que adoptan el verbo y el objeto. Otro rasgo particularmente relevante lo constituye la posición que ocupa el adjetivo con función de atributo. En francés, por ejemplo, blanche «blanco» de­ sempeña el papel de atributo en una construcción como une maison blanche «una casa blanca», siendo precedido por el nombre al que se refiere (maison «casa»). Este sería el orden que cabría esperar según la teoría de Lehmann si, como sucede de hecho en francés, el verbo precede al objeto. Por lo demás, en dicha caracteri­ zación se consideraba que una lengua era «consistente» si cumplía las expectativas planteadas a este respecto. En consecuencia, y en relación con dicha caracteriza­ ción, el francés sería una «lengua VO» consistente, por cuanto (a) el objeto aparece normalmente pospuesto al verbo, (b) cuenta con preposiciones en lugar de con pos­ posiciones, y (c) la mayoría de los adjetivos aparece detrás del sustantivo al que se refieren. De la misma manera, una lengua se consideraba «inconsistente» en la me­ dida en que no satisfacía dichas expectativas. Así, por ejemplo, cabe afirmar que, al menos en un determinado aspecto, el inglés sería una lengua VO «inconsistente». La razón es que, si bien (a) el objeto normalmente va pospuesto al verbo y (b) çuen-

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ta con preposiciones, lo cierto es que (c) la posición normal de los adjetivos con­ siste en ir antepuestos al sustantivo y no pospuestos a él, como ocurre en a white house «una casa blanca». A partir de aquí se siguen diversas líneas de razonamiento. Por ejemplo, partien­ do de la «posición anómala» que caracteriza a los adjetivos en inglés «cabría pro­ poner la hipótesis» de que se trata de «una lengua que ha experimentado un cam­ bio desde una estructura de tipo OV», en la que lo esperable sería que el adjetivo precediera al nombre, «a una estructura de tipo VO» (Lehmann, 1978: 37). Ahora bien, cabría preguntarse qué sucedería si el orden de constituyentes cambiase una vez más y lo hiciese de tal modo que se eliminase dicha «anomalía». En el mismo volumen, Lehmann escribe acerca de «una deriva» que presentan las lenguas «ha­ cia una mayor consistencia» (408). Los estudios sobre el cambio sintáctico mues­ tran que, a medida que «los patrones del nuevo tipo [...] se van estabilizando gradual­ mente [,..]la lengua se va volviendo cada vez más consistente» (409). «Cuando tiene lugar el cambio, las lenguas de un determinado tipo se modifican de acuerdo con los principios» sugeridos por el propio Lehmann (431); y dichos principios «permiten explicar lo sucedido». En consecuencia, si la posición del adjetivo en inglés termi­ nase cambiando, dicho cambio podría explicarse en virtud de esa presión que lleva a las lenguas a incrementar su grado de «consistencia». fEl término «deriva» lo había usado Sapir mucho antes (s.d. [1921]: 150,154 ss.). Ahora bien, cabe preguntarse en qué consiste exactamente la corriente por la que una lengua deriva o la presión que la hace tomar esa dirección concreta. En la ca­ racterización que hace Lehmann del proceso, los «patrones básicos de cualquier lengua» están «gobernados por principios simples pero poderosos» (396). En el caso, por ejemplo, de una construcción como I saw a white house «Vi una casa blan­ ca», el adjetivo con función atributiva (white) aparece situado entre el verbo (saw) y el nombre que desempeña la función de objeto (house). Sin embargo, y merced a uno de los principios formulados por Lehmann (19), la secuencia formada por el verbo y el nombre en función de objeto «no debe verse interrumpida». Si el inglés tuviese que cambiar, lo haría respondiendo a dicho principio. En cambio, en la caracterización que hace Vennemann de esta cuestión, el pa­ pel de white en relación con house seria el que desempeña un «operador» en relación con su «operando». Es la misma relación que existe entre el objeto y el verbo, como también la que cabe advertir, por poner el caso, entre un nombre y una preposición o posposición. Consecuentemente, Vennemann propuso un principio general mer­ ced al cual «las lenguas tienden a serializar» dichos elementos «de un modo uni­ direccional». Así, en inglés los objetos se encuentran entre aquellos operadores que deben posponerse al verbo, de ahí que, siendo «X» un determinado operador de esta clase, el inglés sería una «lengua VX». De acuerdo con este principio, un ope­ rador como Cambridge, en la construcción to Cambridge «a Cambridge», ha de apa­ recer detrás de la preposición correspondiente; si esta tendencia se cumpliese siem­ pre, los adjetivos atributivos también deberían ir pospuestos a los nombres. En las «lenguas XV» el patrón adoptado sería el contrario. Así, los operadores como los objetos aparecerán antepuestos a los verbos, las «adposiciones» como in serán aho­ ra posposiciones y los adjetivos atributivos irán delante de los nombres. Según Ven­ nemann, «la historia de la sintaxis del orden de palabras de cada lengua puede en­ tenderse en gran medida [,..]como un proceso de desarrollo encaminado hacia una implementacion sistemática de este principio» (Vennemann, 1975: 288).

Breve historia de la Lingüística estructural Se ha afirmado que dicho principio consistiría en un principio de «serializacion natural». En consecuencia, cabría afirmar que, en su desarrollo, la tendencia que se­ guirían las lenguas sería la de tratar de alcanzar el máximo grado de «naturalidad» posible, siempre que los restantes factores permanezcan constantes. Ahora bien, ca­ bría preguntarse, una vez más, en qué consiste exactamente la presión que las impul­ sa o las guía en dicha dirección. A los hablantes de una lengua como el inglés, su «in­ consistencia» no les resulta poco natural. Aparentemente, no existe ninguna razón por la que, en una construcción como I saw a white house, el nombre no pueda seguir apa­ reciendo detrás del adjetivo; se trata simplemente del patrón concreto que apren­ derá cada uno de los hablantes de dicha lengua. ¿De qué manera, por tanto, podría conducir al cambio la aplicación, en circunstancias apropiadas, de este principio? En el artículo al que se hizo referencia anteriormente, Vennemann se ocupa, en particular, de las causas por los que puede producirse un cambio desde un orden XV a otro VX. Vennemann aduce que, en su opinión, las lenguas tienden a ser del primer tipo (XV) siempre y cuando el sujeto y el objeto se distingan de modo fia­ ble merced a las terminaciones que denotan los casos, como ocurre, por ejemplo, en latín con las terminaciones de nominativo (servu-s «esclavo» o puella «niña») o de acusativo (servu-m o puella-m). En cambio, las lenguas que carecen de este tipo de terminaciones, como sucede con el inglés, tienden a ser del segundo tipo (VX). Sea como fuere, esta afirmación, formulada en estos términos, no es más que una constatación, que lo que hace es generalizar, en realidad, uno de los pos­ tulados de Greenberg (288 ss.). Pero supongamos, no obstante, que el sistema de casos deja de funcionar, de manera que los sujetos y los objetos ya no se distinguan de un modo efectivo, tal como ocurría anteriormente. Esto puede suceder, por ejemplo, si se produce un cambio fonético que afecte a las terminaciones flexivas. Si la lengua era, tal como cabría esperar, una «lengua XV», lo que sucede­ ría entonces, según Vennemann, es que «cambiaría» a «una lengua VX» (289). Ahora bien, ¿por qué razón debería producirse necesariamente dicho cambio? La respuesta que ofrece Vennemann (289 ss.) es que, cuando los casos se pier­ den, los papeles que desempeñan los nombres en la oración pueden resultar me­ nos evidentes. En inglés, por ejemplo, está claro que en una oración como The man who Mary saw «El hombre al que vio María», el sujeto del verbo saw es Mary. Pero si lo está, se debe a la circunstancia de que el inglés es una lengua «SVX», de modo que, si Mary hubiese sido, en cambio, el objeto, el orden en que habrían aparecido los constituyentes habría sido The man who saw Mary «El hombre que vio a Maria». Ahora bien, ¿qué habría sucedido en caso de haberse tratado de una lengua que tuviese como orden preferente «SVX»? Si la lengua hubiera seguido conservando el sistema de casos, no habría surgido ningún problema. Así, si la pa­ labra correspondiente a «Mary» fuese el sujeto, habría aparecido en caso nomina­ tivo, mientras que la palabra equivalente a «who» lo habría hecho en acusativo, de manera que, si recurrimos nuevamente al inglés para una mayor claridad, el resul­ tado habría sido el siguiente: who-acusativo Mary-nominativo saw. En cambio, si la palabra para «Mary» fuese el objeto, habría sucedido lo contrario, de modo que, según el orden «XV», el resultado habría sido el siguiente: who-nominativo Maryacusativo saw. ¿Qué ocurriría, entonces, si se pierde el sistema de casos? Si Mary es el sujeto, seguirá apareciendo antes del verbo saw: who Μ αιγ (S) saw (V). Sin em­ bargo, su posición no variará si desempeña, alternativamente, el papel de objeto: who Mary (X) saw (V). Es posible que en determinadas ocasiones, y ante oracio-

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nes de este tipo, los oyentes siguieran comprendiendo, en la práctica, lo que el ha­ blante quería decir. Pero es probable también que a menudo no lo lograran. La anterior es una de las diversas «ambigüedades y dificultades perceptivas» (290) a las que alude Venneamnn. Por expresarlo de forma resumida, cabría afirmar que una lengua «XV» que careciese de casos sería disfuncional. En consecuencia, sus hablantes tratarán de encontrar otras formas de dejar claro lo que quieren de­ cir, de modo que, expresándolo ahora en los términos empleados por Gilliéron, lo que harán será aplicarle una «terapia». Sin embargo, a la hora de explicar este tipo de cambios, Vennemann no se vio en la necesidad de invocar la actuación de nin­ guna ley específica acerca de la naturalidad. La única presión a la que se encuen­ tran sometidos los hablantes es a la de dejar claro lo que quieren decir. De ahí que, como sostenía Martinet, se encuentren sometidos, en la práctica, a la presión de preservar las distinciones entre fonemas (apartado 4.1). Y de ahí también que es­ tén sometidos, asimismo, a la presión de conservar las distinciones de índole sin­ táctica. En el caso de la fonología esta circunstancia puede conducir a la aparición de determinados cambios que podrían afectar, por ejemplo, a la estructura del sis­ tema consonántico. En el caso de la sintaxis, podría traducirse, por poner el caso, en un cambio en el orden de palabras. Cábe preguntarse, entonces, cuál sería el estatus que poseerían los principios como el de «serialización natural». Según un determinado punto de vista, tales prin­ cipios no constituyen sino exposiciones resumidas de constataciones llevadas a cabo. Así, lo que constatamos es que existen determinadas correlaciones entre una cons­ trucción concreta y otra diferente, típicamente, y por emplear la fórmula acuñada por Greenberg, «con una frecuencia que es abrumadoramente superior a la que ca­ bría esperar, si dicha correlación se debiese meramente al azar». Se trata de una mera cuestión de observación. Para conseguir encontrar una explicación al fenómeno debemos profundizar mucho más, en particular, debemos analizar en detalle la ne­ cesidad de los hablantes de dejar claro lo que están diciendo, de modo que quienes los oigan puedan comprenderlos haciendo para ello el mínimo esfuerzo posible, etc. De la misma manera deberemos proceder a la hora de buscar explicaciones del cam­ bio lingüístico. Es posible que terminásemos constatando que, siendo todo lo demás, y en la medida de nuestros conocimientos, quiza, los cambios se producen, efecti­ vamente, en la dirección conducente a lograr una mayor «consistencia». Pero, una vez más, algo así no constituiría nada más que una constatación. No es posible ex­ plicar el proceso recurriendo a la formulación de leyes hipotéticas que gobiernen los sistemas lingüísticos con independencia de sus hablantes. Proponer este tipo de principios supone, simplemente, volver a formular de otra manera las constatacio­ nes iniciales. De nuevo, debemos profundizar en mayor medida en nuestro análisis, ocupándonos de las presiones que se ejercen sobre los hablantes. Sin embargo, no es esto lo que en apariencia defendía Lehmann, en particular. Del mismo modo que Wartburg, por ejemplo, hablaba acerca de la manera en que «una lengua» lograba encontrar formas de evitar el debilitamiento de un determi­ nado contraste, también «una lengua» se hallaría sometida, si hacemos una lectura literal de las palabras de Lehmann, a una presión conducente a maximizar su «con­ sistencia». ¿Se trataba simplemente de lo que Lehmann consideró como la forma más adecuada de expresarse? ¿O realmente cabía concebir a las «lenguas» como sistemas autónomos sometidos a restricciones que, en ausencia de factores que ac­ túen en sentido contrario, exigen dicha consistencia?

La arquitectura de los sistemas lingüísticos

Volvamos nuevamente a la Lingüística sincrónica. A finales de la década de los años treinta del siglo xx, la descripción de los sistemas de sonidos contaba ya con la base teórica que representaban los trabajos llevados a cabo por Trubetzkoy y por otros investigadores, pero también con una metodología cuyo grado de codi­ ficación no dejaba, asimismo, de incrementarse. Sin embargo, es preciso subrayar, una vez más, que la fonología de una lengua representa únicamente una parte de la «estructura lingüística» total. Por consiguiente, resulta preciso preguntarse, en particular, de qué manera se relacionan los fonemas con las unidades de significa­ do. Del mismo modo, otra pregunta pertinente a este respecto sería la de cuáles son los métodos que cabe emplear con objeto de identificar dichos elementos sin temor a confusión. Finalmente, se hace también necesario dilucidar qué tipos de relaciones mantienen, a su vez, cada una de esas unidades de significado con otras unidades de significado diferentes. Se trataba de cuestiones de carácter técnico; la elaboración de técnicas descrip­ tivas, que es la peculiaridad más llamativa de la Lingüística en las décadas que si­ guieron a la Segunda Guerra Mundial, no se vio acompañada inicialmente de la formulación de nuevas ideas de naturaleza filosófica o general. La razón para ello es que, en su mayor parte, los lingüistas europeos tendían a basar sus propios tra­ bajos en los de Saussure, mientras que los norteamericanos tendían a hacer lo pro­ pio con los de Bloomfield. Los problemas más atractivos eran los de carácter me­ todológico, así como aquellos otros que concernían a cuestiones de detalle de la estructura de las lenguas. Para Trubetzkoy, la «estructura de una lengua» no equi­ valía ya a un único sistema, sino a «varios sistemas parciales» («mehrer Teilsysteme») (Trubetzkoy, 1939: 6). Estos componentes «se mantienen unidos, se comple­ mentan unos a otros y establecen entre sí relaciones mutuas» («so daB alie Teile einander zusammenhalten, einander ergánzen, sich aufeinander beziehen»). La prin­ cipal tarea a la que se enfrentaban sus sucesores era, por consiguiente, la de deter­ minar con exactitud de qué modo era posible algo así y cuál era la naturaleza pre­ cisa de dichos componentes. Fue especialmente en los Estados Unidos donde se logró dar respuesta a estos interrogantes y buena parte de lo que se consiguió ave­ riguar durante este periodo ha pasado a formar paite de los libros de texto y se ha en­ señado durante décadas a las nuevas generaciones de estudiantes. Constituye, por consiguiente, una parte sustancial de los logros conseguidos específicamente por la Lingüística estructural. Debemos comenzar, sin embargo, ocupándonos de la teoría desarrollada por Louis Hjelmslev, a quien cabe considerar casi un contemporáneo de Trubetzkoy. Los orí­ genes de dicha teoría se encuentran en la década de los años treinta y en esos mo­ mentos pareció revestir un carácter tan original, que llegó incluso a acuñarse una denominación específica para designarla: la «glosemática». Al igual que otros eu-

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ropeos de esta época, la fuente de inspiración para Hjelmslev fue el Cours de lin­ guistique générale y sería gracias a su trabajo como se logró determinar del modo más riguroso y sistemático posible el diseño global de los sistemas lingüísticos, entendidos como sistemas integrados por signos lingüísticos en el sentido en que Saussure los había concebido.

ji 5.1. Expresión y contenido La caracterización definitiva de la teoría de Hjelmslev se publicó durante la II Gue­ rra Mundial en forma de monografía y con el título «Sobre los fundamentos de la teo­ ría lingüística» (Hjelmslev, 1943). En ningún momento cabe afirmar que tuviese un carácter sencillo, de modo que, ya en la década de los años cincuenta, fue objeto de un trabajo exegético más extenso aun que el original (Siertsema, 1965 [1955]). No obstante, lo que constituye el núcleo de dicha teoría es un análisis de la «relación sígnica» o de lo que Hjelmslev denominará la «función sígnica», que es la encar­ gada de vincular las dos facetas que componen cualquier signo. Tal como ya hemos discutido, para Saussure un signo era una unidad caracterizada por dos facetas di­ ferentes: por un lado, lo que en el Cours se denominaba la «imagen acústica» o repre­ sentación mental de los sonidos; por otro lado, el «concepto» o representación men­ tal del significado. Así, un signo como árbol, por retomar el ejemplo que propusimos en su momento, reúne una imagen acústica, que podemos representar ya como «[ár­ bol]», y un concepto, «árbol». Cada signo, conviene recalcarlo una vez más, es una unidad. En lo que constituye otra atractiva imagen, el Cours había comparado el aná­ lisis de una lengua con el proceso de cortar una hoja de papel. Resulta imposible cortar sólo una cara de la hoja, o al menos, no es posible hacerlo sin cortar al mismo tiempo la otra; de la misma manera, no cabe distinguir sólo «signifiants», como [árbol], o sólo «signifiés», como «árbol», sin distinguir simultáneamente el otro elemento (Saussu­ re, 1972 [1916]: 15). Ésta es la razón por la que, tal como vimos en su momento, no cabía hacer equivaler el «signo» únicamente con el elemento «significador», como su­ cede en el uso ordinario de este término. Ahora bien, afirmar que una unidad posee dos facetas implica afirmar que existe una determinada relación entre ambas. Así, en el ejemplo anterior «[árbol]», mantie­ ne una relación mutuamente impli.cativa con «árbol». Si lo expresamos recurrien­ do a la formulación que de esta relación hace Hjelmslev, cabría afirmar que uno de los términos que interviene en la relación sígnica es, por definición, una «expre­ sión» («udtryk»), mientras que el otro sería, también por definición, un «contenido» («indhold») (Hjelmslev, 1943: 44). Esta formulación es, volvemos a repetirlo, sim­ plemente una cuestión de definición. Al emplear la palabra «expresión», Hjelmslev no quiso dar a entender que los significantes tuvieran otras propiedades adicionales; antes bien, dicha palabra hace referencia de un modo bastante simple a uno de ios términos implicados en una relación concreta, la cual se caracteriza además por la cir­ cunstancia de que al otro término implicado en ella se hace referencia mediante la palabra «contenido». De la misma manera, al emplear esta última palabra, Hjelmslev no quiso sugerir tampoco que aquello a lo que hacía referencia tuviese alguna otra propiedad al margen de la que implica el hecho de establecer desde el punto de vis­ ta formal una relación con un término complementario al que se hace referencia me­ diante la palabra «expresión». Así, en particular, las expresiones no eran, en principio, imágenes acústicas, de la misma manera que los contenidos no eran, en principio, con-

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ceptos. No obstante, la relación existente entre ambos elementos sí era, en otros aspec­ tos, tal como, en efecto, la concebía Saussure. Por tanto, no cabe hablar de unidades de expresión, como el caso de «[árbol]», por recurrir a la notación empleada ante­ riormente, excepto en virtud de los contenidos que «expresan», como tampoco cabe hablar de unidades de contenido, como seria el caso de «árbol», excepto en virtud de las expresiones con respecto a las cuales constituyen el «contenido». Para Hjelms­ lev, la relación existente entre ambos términos es también una relación de implica­ ción mutua. Si lo expresamos recurriendo a su propia terminología, que a menudo no se deja traducir con demasiada facilidad si se opta por utilizar términos de uso habi­ tual, la relación sígnica o «función sígnica» sería una relación de «solidaridad» (45), en la cual cada término o «funtivo» depende del otro. Aparentemente, lo único que hace una formulación como ésta es volver a expre­ sar, aunque de un modo aún más alejado de la realidad del habla, lo mismo que Saus­ sure había estado afirmando en sus clases treinta años antes. Sin embargo, el hecho de definir la relación como fundamental permite comprender la naturaleza de dichos sistemas con mucha mayor claridad. Consideremos, una vez más, el caso del signo árbol. Estaría formado por una re­ lación entre expresión y contenido en la que uno de los términos es específicamen­ te lo que Hjelmslev denomina una «expresión sígnica» («tegnudtryk»), la cual con­ tinuáremos representando como «[árbol]». El otro término de dicha relación sería específicamente un «contenido sígnico» («tegnindhold»), el cual seguiremos repre­ sentando como «árbol». Estos dos términos o «funtivos» forman una pareja simé­ trica, de ahí que, en este sentido, la analogía sugerida en el Cours con las dos caras de una hoja de papel siga siendo aplicable. Sin embargo, cada uno de dichos tér­ minos es, a su vez, una unidad, la cual puede relacionarse, por consiguiente, con otras de las que forman parte de su mismo dominio. Por un lado, existiría lo que Hjelms­ lev denomina el «plano» de la expresión y, a este nivel, las expresiones sígnicas pue­ den establecer relaciones con otras expresiones sígnicas diferentes, con independen­ cia de cuáles sean los contenidos sígnicos implicados. En el caso del inglés, y por seguir con el ejemplo anterior, «[tri:] (tree «árbol»)», en particular, puede relacionar­ se con otras unidades de expresión, como «[fri:]» (free «libre») o como «[ti'Ai]» (try «probar»), con las cuales, tal como se deriva de su análisis, comparte determinados elementos de menor tamaño. Por otro lado, existiría un «plano» de la expresión y a este nivel, un contenido sígnico como «tree» «árbol» puede establecer, tal como ve­ remos a continuación, determinadas relaciones con otros contenidos sígnicos. Di­ chas relaciones serán, asimismo, independientes de las que puedan establecerse en­ tre las correspondientes expresiones sígnicas. Existe un punto en el que las analogías dejan de ser ilustrativas; no obstante, una vez que hemos cortado la hoja de papel de Saussure, podemos, ciertamente, considerar cualquiera de los dos lados de uno de los fragmentos que hayamos obtenido y estudiarlo comparándolo con el lado equiva­ lente de cualquier otro de dichos fragmentos. Sin embargo, tanto el hecho de cortar como el de comparar dependen de un modo crucial de un procedimiento que Hjelmslev denominó «conmutación». Considere­ mos, en primer lugar, la unidad de expresión realizada, por emplear los términos que utilizaría un fonólogo, por [tri:]. En conjunto, esta unidad difiere, entre otras, de la realizada mediante [hii] (hill «colina»). Ahora bien, ¿cuáles son las evidencias que permiten considerar como diferentes a las unidades pertenecientes a este nivel? La respuesta es que, en la relación sígnica, el intercambio de una expresión sígni-

Breve historia de la Lingüística estructural ca por otra por otra conlleva el intercambio de los correspondientes contenidos sígnicos. Así, el intercambio de «[tri:]» por «[ hil]» en el nivel de la expresión im­ plica necesariamente el intercambio, en el nivel del contenido, de «tree» por «hill». En esta misma relación, el intercambio entre dos contenidos sígnicos determina­ dos conlleva el intercambio de las correspondientes expresiones sígnicas. Así, «tree» difiere de «hill» en el nivel del contenido porque su intercambio conlleva el inter­ cambio de «[tri:]» por «[ hii]» en el nivel de la expresión. Expresado en la termi­ nología acuñada por Hjelmslev, diríamos que ambas unidades «conmutan» en la re­ lación sígnica; sólo cabrá considerarlas unidades diferentes si satisfacen este «test de la conmutación». Tal como Hjelmslev lo describe, el test puede aplicarse por igual, y de un modo simétrico, en ambos planos. Lo mismo que resulta aplicable para los primeros cortes lo es también para to­ dos los análisis subsiguientes. Comparemos, por ejemplo, las unidades de expre­ sión «[tri:]» y «[fri:]». En paite son similares («[ri:]»), pero en parte son también di­ ferentes («[t]», «[f]»). Sin embargo, el hecho de reemplazar «[t]» por «[f]» implica, una vez más, reemplazar, al nivel del contenido, «tree» en su conjunto, por «free» en su conjunto. De la misma manera, el intercambio de «[i:]» por, pongamos por caso, «[u:]» conlleva el intercambio de «tree», en su conjunto, por «true» «verdade­ ro» en su conjunto; mientras que el intercambio de «[r]» por «[1]» (en «[fli:]») con­ lleva el intercambio de «free», como un todo, por «flee» «huir» o por «flea» «pulga». En virtud del mismo test de conmutación, podemos distinguir unidades de expre­ sión, como «[tri:]» como un todo, y analizar cada una de ellas, en su propio nivel, como un conjunto de unidades de menor tamaño, como serían «[t]», «[r]» e «[i:]». La formulación de este test por parte de Hjelmslev es contemporánea a la co­ dificación de los procedimientos de la Fonología (tal como se discutieron en el apartado 3.2) y en su aplicación al análisis de las unidades de expresión, se ase­ meja claramente a ellos. En la caracterización que haría un fonólogo del fenóme­ no, dos sonidos deben considerarse la realización de fonemas diferentes si son ca­ paces de distinguir palabras con significados distintos. En la caracterización que hará Hjelmslev, dos unidades de expresión de menor tamaño pueden considerarse diferentes si su conmutación conlleva una conmutación de los contenidos. No obs­ tante, de la misma manera que las «expresiones sígnicas» pueden analizarse en virtud de este criterio como una suma de unidades de expresión de menor tamaño, también los «contenidos sígnicos» podrían, según su punto de vista y en virtud de un procedimiento simétrico, analizarse como una suma de unidades de contenido de menor tamaño. En la terminología acuñada por Hjelmslev, a las unidades como «[t]» o «[r]» se las denomina «figuras de la expresión» («udtryksfigurer»). Del mis­ mo modo, y en lo que concierne al nivel del contenido, resulta posible postular la existencia de «figuras del contenido» («inholdsfigurer»). «Hasta este momento», señalaba Hjelmslev, «nunca se había hecho, o incluso ca­ bría decir que ni siquiera se había intentando, en Lingüística un análisis de este tipo» (Hjelmslev, 1943 [1953]: 61). Las consecuencias de ello habrían sido, afirmaba Hjelmslev, «catastróficas», puesto que en su ausencia, la descripción del contenido se había antojado imposible de lograr. Sin embargo, el método para ello, tal como él lo concebía, sería «exactamente el mismo». Comparemos, por ejemplo, dos pala­ bras inglesas como tree y bush «arbusto». En términos ordinarios podríamos afirmar que se trata de palabras cuyos significados son parcialmente semejantes, puesto que en ambos casos hacen referencia a «plantas leñosas», si bien la entidad denotada

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por una de ellas sería «mayor», mientras que la otra sería «menor». Por consiguien­ te, en el sistema propuesto por Hjelmslev, y de la misma manera que dos palabras como tree y free tienen en común una paite de la expresión, tree y bush comparti­ rían también paite de su contenido. Denominaremos x a esa paite del contenido que ambas palabras tienen en común. Simultáneamente, el contenido de estas dos pala­ bras será parcialmente diferente. Del mismo modo que tree y free se diferencian, en lo que concierne a sus expresiones sígnicas, por el hecho de que en el primer caso existe una «[t]», mientras que en el segundo aparece una «[f]», tree y bush deberán diferenciarse también en función de determinadas partes de sus contenidos sígnicos. Denominaremos a esas partes y y z. Al intercambiar y por z estamos intercambian­ do en dicho nivel los contenidos sígnicos xy («tree») por xz («bush»), pero al mismo tiempo, y en el nivel de la expresión, también estamos haciendo lo propio con las ex­ presiones sígnicas «[tri:]» y «[bu]]». El ejemplo que propone el propio Hjelmslev es breve (63 ss.) y concierne a los nombres que se distinguen en función del sexo que posee la entidad denotada. Así, «morueco» y «oveja» son, en su conjunto, diferentes contenidos sígnicos, de la mis­ ma manera que lo son «hombre» y «mujer», «niño» y «niña», «garañón» y «yegua», etc. Enunciadas directamente a modo de inventario, se trataría simplemente de di­ ferentes unidades de contenido, de la misma manera que pueden serlo «él» y «ella», «ovino», «ser humano» (en danés, «menneske»), «bebé» o «equino». Sin embargo, si recurrimos al test de conmutación, podemos «eliminar» los ocho primeros términos resolviéndolos para ello en diferentes combinaciones de elementos. Así, «morueco» puede analizarse como «él-ovino» y «oveja», como «ella-ovino»; y de la misma ma­ nera podemos proceder en el caso de «hombre» y «mujer», que se analizarían, res­ pectivamente, como «él-humano» y «ella-humano»; de «niño» y «niña», que se ana­ lizarían, respectivamente, como «él-bebé» y «ella-bebé», y de «garañón» y «yegua», que lo harían, respectivamente, como «él-equino» y «ella-equino». Para Hjelmslev, el intercambio de «él» y «ella», en tanto que componentes de los contenidos sígni­ cos, corre en paralelo al intercambio de los componentes de las expresiones síg­ nicas. Cuando en «[trii]» se sustituye «[i:]» por «[u:]» estamos llevando a cabo, en el plano asociado, un cambio de «tree» por «true». De la misma manera, al reempla­ zar «él», en «él-ovino», por «ella», también estañamos llevando a cabo, en el plano asociado, un cambio de «[moruéko]» por «[obéxa]». De este modo, se lograría una simetría perfecta entre las dos caras del papel o entre los dos «planos» que constituyen la estructura de una determinada lengua. Sin embargo, no es ésta la única manera en la que la teoría de Hjelmslev lleva a su extremo las ideas de Saussure. Tal como hemos visto, todos los elementos discuti­ dos anteriormente, es decir, las expresiones sígnicas y los contenidos sígnicos, así como las figuras de la expresión y las figuras del contenido, se identifican merced a las relaciones que establecen entre sí. Ahora bien, cabría preguntarse si dichos ele­ mentos poseen o no otras propiedades adicionales. Cabría pensai' que lo más natural habría sido asumir que, efectivamente, cuentan con otras propiedades adicionales. Para Saussure un «signifiant» era, lo repetiremos una vez más, la «imagen acústica» de un determinado conjunto de sonidos, mientras que un «signifié» era un «concepto» que cabría considerar como un elemento del pensamiento. Para Trubetzkoy un «significante en la estructura de la lengua» esta­ ba constituido por rasgos distintivos de carácter sonoro (apartado 3.2), mientras que un «signifié» podríamos suponer, por analogía, que se definiría en virtud de deter-

Breve historia de la Lingüística estructural minados rasgos de significado. Al explicar el sistema de relaciones propuesto por Hjelmslev, me he basado en el vínculo implícito que existiría, en particular, entre los sonidos transcritos como [tri:] y la abstracción «[tri:]». Sin embargo, en la ca­ racterización debida al propio Hjelmslev, la naturaleza de este tipo de vínculos es, únicamente la que implica la realización. Así, una expresión sígnica se caracteri­ zaría simplemente en virtud de la relación que mantiene con un contenido signico, de la misma manera que un contenido sígnico se caracterizaría meramente en virtud de la relación que mantiene con una expresión sígnica. De un modo bastan­ te literal, como el propio Hjelmslev hizo cuando introdujo por primera vez estos términos (45), ni el término «expresión», ni el término «contenido» significan otra cosa que eso mismo. Al desarrollar esta idea, Hjelmslev cita (46) un fragmento del Cours de Saussu­ re en el que se afirma que, si se consideran al margen del lenguaje, tanto el «pen­ samiento» como el «sonido» son entidades amorfas. Así, si dejamos de lado la ma­ nera en que se expresan a través de las palabras, los pensamientos equivaldrían a un continuo carente de forma («notre pensée n ’est qu’une masse amorphe et indis­ tincte»). Hasta que el lenguaje no entra enjuego, no existirían divisiones entre las diferentes ideas. Pero lo mismo cabría decir acerca del carácter amorfo de los so­ nidos. «La sustancia sonora» («la substance phonique») sería «un material plástico» («une matière plastique») que resultaría, a su vez, dividida sólo merced a «los sig­ nificantes que precisa el pensamiento» («les signifiants dont la pensée a besoin»). Por consiguiente, una lengua podría representarse mediante una serie de divisiones sucesivas, que se llevarían a cabo de forma simultánea en ambos dominios (Saus­ sure, 1972 [1916]: 155 ss.). La «lingüística de lalengua» no se ocuparía de los dos dominios por separado, sino que operaría «en el área fronteriza en la que se combi­ nan los elementos de ambos órdenes» («la linguistique travaille donc sur le terrain limitotrophe où les éléments des deux ordres se combinent», 157). Su combinación, se nos hace saber a continuación, «produce una forma y no una sustancia» («cette combinaison produit une forme, non une substance»). Esta última frase sólo aparece de un modo parcial en el material escrito en el que se basa el Cours (véase la nota de De Mauro incluida en la edición citada). Sin em­ bargo, la formula se repite al final del capítulo. Sea cual sea la perspectiva desde la que abordemos el análisis de una lengua, lo que encontraremos será un «complejo equilibrio de términos que se condicionan de un modo recíproco» («ce même équi­ libre complexe de termes qui se conditionnent réciproquement»). «En otras pala­ bras, la lengua es una forma y no una sustancia» (169). Lo que quiso decir Saussure no es, después de todo, tan importante. Debemos recordar, una vez más, que el Cours es un libro que Saussure nunca escribió realmen­ te. Sin embargo, lo que quería decir Hjelmslev era exactamente lo que afirma la fór­ mula que empleó para decirlo. No es posible hablar de «sustancia fónica», aunque sea para afirmar su carácter amorfo, sin hacer referencia al mismo tiempo a los sis­ temas lingüísticos, de la misma manera que no es posible hablar de una «sustancia» del pensamiento considerada de un modo independiente. Los sonidos del habla exis­ ten únicamente como una manifestación o proyección, en un dominio situado más allá del sistema de la lengua, de distinciones puramente formales entre unidades de expresión. De la misma manera, la «sustancia» del pensamiento no es sino una pro­ yección, de nuevo en un dominio situado fuera del sistema de la lengua, de distin­ ciones puramente formales entre unidades de contenido.

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Para entender mejor esta última afirmación, puede resultar útil reexaminar de un modo diferente la analogía que propusimos en el apartado 2 .1 entre la lengua y el sistema monetario. Para pagarle a alguien diez libras, una posibilidad consiste en entregarle en mano varias piezas metálicas. Sin embargo, no siempre es imprescin­ dible proceder de esta manera. Otras opciones pasarían por extenderle un cheque, por usar la tarjeta de crédito o por transferirle el dinero electrónicamente desde la propia cuenta corriente de uno a la de esa persona. En todos los casos estaríamos pagándole diez libras: eso es lo que permanece constante. Sin embargo, todo lo de­ más es variable. En un caso se trataría de una suma de dinero que, cabría afirmar, se realiza a través de las monedas. En otro caso, dicha suma se realizaría únicamen­ te a través de un intercambio entre ordenadores. Por consiguiente, cabría pregun­ tarse en qué consisten realmente esas «diez libras», más allá de estas realizaciones variables. Resulta evidente que no son otra cosa que un valor numérico. Se definen, dentro de un sistema monetario específico, merced a la relación que mantienen con todas las restantes cantidades posibles: como diez veces «unalibra», como cien ve­ ces «diez peniques», etc. Las monedas constituyen uno de los medios físicos me­ diante los cuales pueden transferirse. En líneas generales, las monedas no serían mo­ nedas si no fuese por las unidades de valor que representan. Sin embargo, no existe ninguna conexión necesaria entre ambos factores. De hecho, podríamos imaginarfácilmente un sistema monetario que careciese de monedas. Lo mismo que sucede en el caso del dinero, ocurriría con el lenguaje, si bien esta analogía no es original de Hjelmslev. En el plano de la expresión, el papel de los so­ nidos, como sucedía con las monedas, posee un carácter contingente. La distinción entre dos figuras de expresión dadas podría realizarse o manifestarse a través, por ejemplo, de la oposición entre [t] y [f]. No obstante, su modo de realización sería, una vez más, variable. La escritura, en particular, constituye una «sustancia» alter­ nativa, según la cual esas mismas unidades se realizarían mediante marcas trazadas sobre una superficie plana; la oposición sería en este caso la que existe entre «t» y «f» o entre «T» y «F». Según la definición que Hjelmslev propone del término (apéndice, §52), la sustancia sería «la parte variable en una manifestación dada». Unicamente el sistema es constante, el cual para Hjelmslev no es más que la red de relaciones, o de «diferencias saussureanas», que existen entre las unidades. En virtud de una definición análoga, la «forma» sería «lo que es constante en una manifestación dada» (apéndice §51). Cabría afirmar, por consiguiente, que en el Cours de Saussure la «forma» estaba constituida por la relación existente entre las imágenes mentales de los sonidos que poseen un carácter constante, y los «concep­ tos», también de naturaleza constante. Sin embargo, y de la misma manera que, en su nivel, no existe ninguna conexión intrínseca entre las expresiones sígnicas y las figuras de la expresión, por un lado, y los sonidos, por otro, tampoco en el siste­ ma de Hjelmslev los contenidos sígnicos y las figuras del contenido mantendrían, a su nivel, conexión intrínseca alguna con los conceptos o con los pensamientos. El «pensamiento» también sería una sustancia y como tal, poseería un carácter contin­ gente. La «forma», tanto en lo que concierne al contenido como a la expresión, con­ sistiría únicamente en un sistema de relaciones. En suma, podemos afirmar que una lengua se estructuraría, por tanto, según dos planos diferentes: el plano A, llamémoslo así, al que Hjelmslev denominó «del con­ tenido», y el plano B, al que denominó «de la expresión». Pero lo cierto es que las denominaciones «plano A» y «plano B» resultarían perfectamente apropiadas, pues-

Breve historia de la Lingüística estructural to que sólo denotan los términos que intervienen en una relación implicativa bila­ teral. La «forma» del plano A («contenido») consistiiía en una red de relaciones que conferiría una estructura a una «sustancia», de la misma manera que ocurriría en el caso de la «forma» del plano B («expresión»). En cada uno de los niveles, la sus­ tancia implicaría siempre la forma, puesto que no podría existir una sustancia en ausencia de la forma que le confiere una estructura. La forma, por su parte, no im­ plicaría necesariamente una sustancia, puesto que existe como un sistema de rela­ ciones puro, como ocurre con las que se establecen en el dominio de las matemá­ ticas. Por el contrario, una sustancia existiría únicamente en tanto que proyección de una forma, y sólo cuando se comparan las sustancias de diferentes lenguas pode­ mos hablar, por fin, de sonidos del habla en general o de «pensamiento» en general, por poner el caso. En un pasaje al que no hemos hecho referencia todavía, Hjelms­ lev definió lo que cabe denominar como «sentido o significado pretendido» (en da­ nés, «mening»; en inglés «purport»), que sería el significado que puede abstraerse de las diversas sustancias del «contenido» de diferentes lenguas. Así, y según el ejem­ plo que él mismo propaso a modo de ilustración, existiría un «sentido o significado pretendido» común a las «sustancias del pensamiento» de una expresión inglesa como 1 do not know «No lo sé», de su traducción al francés, Je ne sais pas, de su traducción al danés, Jeg véd det ikke, etc. (46 ss.). De la misma manera, cabría extraer un «sentido o significado pretendido» a partir de diferentes «sustancias del sonido» (51), si bien es preciso reconocer que el término se ha vuelto «inusual». Sin embar­ go, ni «el sentido o significado pretendido del contenido», ni el «sentido o signifi­ cado pretendido de la expresión» existirían al margen de los sistemas lingüísticos. La simetría inherente a la propuesta de Hjelmslev atrajo inmediatamente la aten­ ción de otros investigadores y fue objeto de sus comentarios. La «idea fundamental», en palabras del lingüista polaco Jerzy Kuryiowicz, estribaba en señalar con exac­ titud «los rasgos estructurales comunes a los dos planos» (Kuryiowicz, 1949: 48). El método que había previsto Hjelmslev para ello era el de la una «comparación in­ terna» (60), que funcionaría mediante el establecimiento de lo que Kuryiowicz des­ cribió como un parecido de forma, o «un remarcable isomorfismo» (48), entre ambos. Aunque el propio Hjelmslev no llegó a hablar de «isomorfismos» en este sentido (compárese Hjelmslev, 1943: 100 ss.), el término se ha empleado con frecuencia para caracterizar su teoría y otras semejantes. Lo que quizá resulte menos obvio que la simetría en sí misma es el papel de­ sempeñado por la abstracción en su consecución. Si por «expresión» estamos alu­ diendo al sonido y por «contenido» al significado, no existiría aparentemente nin­ gún paralelismo entre estos dominios, ni tampoco ninguna manera, en particular, de manipulai' los «significados» en el sentido requerido por el test de conmutación. En estas condiciones, la simetría sólo era posible merced a la circunstancia de que lo que Hjelmslev estaba manipulando realmente no eran ni sonidos, ni significados, sino elementos puramente abstractos, cuyo único fundamento se encontraba en el hecho de ser los términos que intervenían en las relaciones definidas por el test. De la misma manera, tampoco existiría aparentemente ninguna correspondencia sim­ ple entre sonidos y significados. No obstante, la «solidaridad» existente entre los «contenidos» pertenecientes a nuestro plano A y las «expresiones» pertenecientes a nuestro plano B no tenía, literalmente, nada que ver con ninguno de los dos. La re­ lación de los contenidos sígnicos con el «sentido o significado pretendido» del pen­ samiento era indirecta; y no podía ser de otra manera si diferentes lenguas, cada una

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caracterizada por sistemas distintos a este nivel, proyectaban «sustancias» que eran, consecuentemente, diferentes. La relación del «sentido o significado pretendido» de carácter sonoro con las expresiones sígnicas, fuesen similares o no, era, asimismo, indirecta. En general, las conexiones existentes entre el sonido, literalmente, y el pensamiento o el significado, literalmente también, eran, en correspondencia, muy complejas. Sin embargo, cabía la posibilidad de simplificar considerablemente la «relación sígnica» intermediadora mediante un proceso de abstracción conducente a un sistema de «forma» pura.

5.2. Fonología y gramática La glosemática fue objeto de un activo debate en los años que siguieron a la Segun­ da Guerra Mundial, especialmente después de que se publicase en inglés la caracte­ rización que de ella había hecho el propio Hjelmslev. No obstante, en el momento de su fallecimiento, en la década de los años sesenta, la glosemática había dejado de ejercer una influencia directa. Los diversos tratamientos de estas cuestiones que ha­ bían llegado a ser dominantes en esa época tenían orígenes diferentes y se habían desarrollado a partir de los incontestables descubrimientos llevados a cabo por la Fo­ nología sincrónica, bien de los realizados por la Escuela de Praga, bien de los que cabía adjudicar a los seguidores de Bloomfield. En todo caso, estos tratamientos re­ vestían, igualmente, un carácter más complejo. Comencemos examinando una idea heredada de la Antigüedad. Si lo expresa­ mos mediante una fórmula cuyo origen parece encontrarse en los filósofos de la Stoa, el lenguaje es, en términos generales, «sonido articulado». El término «arti­ culado» procede de la palabra latina que significa «unión o articulación» («articu­ lus») y a lo que se hacía referencia habitualmente al utilizarlo era al hecho de que, a diferencia de lo que, según se creía entonces, sucedía con los gritos de los anima­ les o con otros sonidos «inarticulados» emitidos por los propios seres humanos, el habla se organizaba en unidades diferenciadas. La unidad más pequeña era la «letra» (en latín, «litera»), puesto que, tal como indicamos anteriormente (apartado 3.1), tradicionalmente había sido una unidad hablada y no simplemente escrita. Así pues, y en una formulación convencional que nos legó el gramático Donato, que vivió en el siglo IV d.C., la letra sería «la parte más pequeña del sonido vocal articulado» («pars minima vocis articulatae») (citado en Holtz, 1981: 603). Existirían otras uni­ dades que se disponen formando una estructura jerárquica, en la cual las unidades de un determinado nivel se constituyen merced a las que integran el nivel inmediata­ mente inferior. De este modo, y en primer lugar, determinadas letras se combinarían entre sí para formar una sílaba (en latín, «syllaba»). Así, por ejemplo, en español las letras «s» y «a» forman la sílaba «sa». A continuación, determinadas sílabas se combinarían entre sí para constituir una palabra (en latín, «dictio»). Así, por poner el caso, en español las sílabas «sa» y «ten» forman la palabra «satén». Finalmente, y en lo que supondría el nivel más elevado de la jerarquía, las palabras se combina­ rían unas con otras para formar proferendas u oraciones (en latín, «oratio»). De to­ das estas unidades, las palabras y las oraciones se caracterizan por poseer, además, un determinado significado, lo que no sucede en el caso de las letras o de las síla­ bas. Pero al margen de esta circunstancia, todas ellas se encuentran relacionadas en virtud de un principio de composición simple. Tal como lo formuló Prisciano dos si­ glos más tarde, «de la misma manera que las letras combinadas de forma apropia­

Breve historia de la Lingüística estructural da constituyen sílabas, y las sílabas, palabras, también las palabras se combinan para formar oraciones» («quemadmodum literae apte coeuntes faciunt syllabas et syllabae dictiones, sic et dictiones orationem») (Prisciano, citado en Keil, 1955-9,11:108). Hacia la década de los años treinta, estamos ya en condiciones de leer, en lugar del término antiguo «letra», el «fonema» de los fondlogos. Sin embargo, es preci­ so tener en cuenta además que, desde hacía tiempo, se tenía la certeza de que las pa­ labras podían dividirse en otro tipo de unidades. Consideremos, por ejemplo, el caso de una palabra como amoralidades. Imaginemos, una vez más, que somos unos in­ vestigadores a quienes la estructura del español les resulta desconocida. Así pues, al enfrentarnos a una forma como sus muchas amoralidades, lo que trataríamos de hacer sería intentar determinar dónde radican las semejanzas recurrentes en lo que concierne a la forma y al significado, por expresarlo tal como lo haría Bloomfield (apartado 2.2). Cabe imaginar que lograríamos averiguar que muchas aparece de forma recurrente en otras formas distintas, como sus muchas amigas o Eran mu­ chas; pero también que, si mantenemos constante sus ? amoralidades, es posible reemplazar muchas por pocas (sus pocas amoralidades), o incluso, optar por eli­ minarlo (sus amoralidades). Basándonos en este tipo de evidencias concluiríamos que tanto sus, como muchas y como amoralidades, satisfacen, en conjunto, los cri­ terios que hemos planteado. Sin embargo, también nos percataríamos seguramen­ te de que otras unidades de menor tamaño satisfacen, asimismo, dichos criterios. Así, la forma moral se repite en Fue moral o en un problema moral; la forma a- puede, igualmente, eliminarse (sus muchas moralidades); y de la misma mane­ ra que podemos eliminar muchas, podríamos hacer lo propio con -es (su amorali­ dad); finalmente, la forma-{í)c/ac/ aparece repetida en su bondad o en su maldad, por poner el caso. Basándonos en estas evidencias, cabría identificar a a-, moral, -(i)dad y -es como otras semejanzas recurrentes. Desde el Renacimiento, las unidades como a-, -(i)dad y -es se han venido des­ cribiendo como «afijos» y según una tradición más reciente, que habría de mos­ trarse particularmente arraigada entre los lingüistas franceses, serían un tipo de (emplearemos por el momento el término francés) «morphème». Así, para Joseph Vendryes, los «morphèmes» eran elementos que expresan «relaciones entre ideas». En el ejemplo anterior, moral sería, además, una «raíz» o, por utilizar de nuevo el término francés, un «sémantème». La característica de los «sémantèmes» era la de representar «las ideas» en sí mismas; así, en el caso anterior, se trataría de la «idea» que comparten todas las palabras que lo incluyen, como moral, moralidad o amo­ ralidad (compárese Vendryes, 1968 11923]: 92 ss.). Para Bloomfield, y para la mayoría de los lingüistas a partir de la década de los años veinte, las unidades como a-, moral, -(i)dad y -es son, indistintamente, «mor­ femas». No obstante, sea cual sea la terminología empleada, parece evidente que este hallazgo complica claramente la jerarquía heredada de la Antigüedad. Consi­ deremos, por ejemplo, el caso de desatar. Está constituida por tres sílabas sucesi­ vas que, analizadas del modo usual, serían [de], [sa] y [tar]. Sin embargo, también puede analizarse como una secuencia de tres morfemas: des ([des]), at- ([at]) y -ar ([ar]). Ahora bien, como puede comprobarse, en esta palabra los límites entre las sílabas y los morfemas no coinciden en ningún caso. Cabe afirmar, una vez más, que los fonemas que la constituyen se combinan formando sílabas, las cuales, a su vez, componen la palabra. Pero, alternativamente, también podríamos decir que los fonemas se combinan para constituir raíces y afijos, los cuales componen también

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la palabra. No obstante, tanto en esta como en otras muchas palabras, las silabas y los morfemas no pueden ser simultáneamente las unidades integrantes de una misma jerarquía. La respuesta obvia a este dilema consiste en que, al menos en lo que concierne a la composición de las palabras, existirían dos jerarquías diferentes. Tal como ha­ bían propuesto los gramáticos de la Antigüedad, el habla se encontraría articulada en unidades como [d], [e] o [s]. Los fonemas de los que dichas unidades constitu­ yen su realización formarían silabas, las cuales, al igual que ellos, son unidades ca­ rentes de significado. Sin embargo, el habla también constituiría una realización de (y de ahí que pueda afirmarse que se encuentra articulada en) unidades como des, at- y -ar, las cuales forman también palabras al margen de las sílabas. De la mis­ ma manera que las «letras» o fonemas constituyen las unidades más pequeñas ca­ rentes de significado, los morfemas, ocupando el nivel más bajo de una jerarquía paralela a la anterior, constituirían las unidades más pequeñas que sí lo tendrían. En lo que concierne al menos a Europa, la caracterización clásica de todo lo an­ terior es la debida a André Martinet. Supongamos, por seguir el razonamiento de Martinet desde un principio, que a uno le duele la cabeza. Es posible que en res­ puesta al dolor lo que uno haga sea gruñir, algo que, por expresarlo en los térmi­ nos en los que lo harían los autores de la Antigüedad, equivaldría a emitir un soni­ do de carácter «inarticulado». Pero también sería posible, si uno es francés, que dijera algo como J ’ai mal à la tête «Me duele la cabeza». A diferencia del gruñi­ do, se trata de un sonido articulado en unidades discretas, que en la escritura se­ rían /(e), ai, mal, etc., cada una de las cuales puede identificarse, tal como sucedía en el caso del español con a-, moral, -(i)dad y -es, por su recurrencia en otras pro­ ferendas. Siguiendo la tradición de Saussure o de la Escuela de Praga, cada una de estas unidades sería un «signo lingüístico» mínimo. A su vez, cada una de ellas se caracterizaría por la circunstancia de que una determinada «forma vocal» (en el caso concreto de mal, se trataría de la forma [mal]) se encontraría vinculada con un significado específico (en la notación empleada por Martinet se trataría de «mal»). Esta cita se ha tomado de un libro de texto escrito por Martinet que se publicó a fi­ nales de los años cincuenta (Martinet, 1970 [I960]): 13 ss) y en el que, según la terminología acuñada por él, a los signos mínimos se los denomina «monemas» («monémes») (15). La división en signos mínimos es lo que Martinet llama «primera articulación» y su ventaja en términos prácticos estriba, tal como él mismo señala, en que, mer­ ced a la combinación de unidades discretas de significado, que, en conjunto, no su­ man más que «algunas miles», los hablantes de una determinada lengua pueden co­ municar muchas más cosas que lo que lograrían comunicar en caso de recurrir a millones de gruñidos, gritos o emisiones de índole semejante, de carácter inarticu­ lado. Sin embargo, y en un nivel que depende del anterior, las «formas vocales» como [mal] no consisten simplemente en gruñidos o en gritos más reducidos, sino que están, a su vez, articuladas en fonemas. Así, la forma vocal [tet], que es la par­ te significante del signo tête, estaría articulada en los fonemas [t], [e] y de nuevo [t]. Esto es lo que Martinet denomina «segunda articulación» y su ventaja práctica estriba, una vez más, en que merced a ella un número reducido de estas unidades finales de sonido pueden combinarse para diferenciar los miles de formas vocales que «significan», es decir, que poseen un significado, en la primera articulación (15). Así, la [t] inicial distingue, por sí sola, [tet] de, por ejemplo, [bet] (bête «bestia»),

Breve historia de la Lingüística estructural mientras que la [t] final distingue por sí sola esa misma palabra de, por poner el caso, [tel] (tel «tal»), y así, sucesivamente. Si el lenguaje no estuviese articulado a ambos niveles, no sería en modo alguno tan eficiente. Estos hallazgos tan relevantes sólo se expusieron por primera vez de un modo claro a finales de la década de los años cuarenta del pasado siglo (Martinet, 1949). Sin embargo, ocupaban un lugar central en los trabajos de Charles F. Hockett y de otros seguidores de Bloomfield. En su propio texto de introducción a la Lingüísti­ ca, que contaba con una extensión considerablemente mayor, Hockett señalaba sie­ te propiedades que distinguirían potencialmente al lenguaje humano de los siste­ mas de comunicación característicos de otras especies (Hockett, 1958: 574 ss.). La primera de dichas propiedades era una semejante a la descrita por Martinet, que Hockett denominó «dualidad» o «dualidad de los patrones». Resultaría «inconve­ niente», señalaba Hockett, que el sistema de comunicación del que hace uso la es­ pecie humana no estuviese estructurado de esta manera; por lo demás, de las siete propiedades señaladas por él, ésta era la única que, a su modo de ver y teniendo en cuenta las evidencias disponibles en esos momentos, cabría encontrar exclusiva­ mente en el lenguaje humano. En cualquier lengua, al menos tal como las concebía Hockett, una proferentia «consiste en una determinada disposición de los fonemas que son característicos de dicha lengua»; «al mismo tiempo», también «consiste en una determinada dis­ posición de los morfemas de esa lengua». Cualquier oración estaría, por consi­ guiente, estructurada a dos niveles. En el primer nivel, los morfemas, que eran los equivalentes más cercanos en términos bloomfieldianos a los «monémes» de Mar­ tinet, se relacionarían sintagmáticamente (por emplear la terminología acuñada por Saussure) con otros morfemas. Este tipo de relaciones sería el equivalente más próximo a lo que el propio Bloomfield había denominado «formas gramaticales» (Bloomfield, 1935 [1933]: 264); para Hockett, los morfemas y las formas en que se disponen constituían el «sistema gramatical». Existiría un segundo nivel, en el que los fonemas se relacionarían sintagmáticamente con otros fonemas. Este hecho constituía el equivalente a la «segunda articulación» de Martinet; para Hockett, los fonemas y las formas en que se disponen constituían el «sistema fonológico». Como podemos comprobar, y a pesar de las diferencias de carácter terminológico, la descripción que ambos lingüistas hacían de los componentes o niveles de «una estructura lingüística» era esencialmente la misma, al menos en lo que se refiere a estas cuestiones. «En Lingüística», había afirmado Hockett cuando aún no había cumplido los treinta años, «existen... dos niveles básicos: el fonológico y el gramatical» (Hoc­ kett, 1942: 3). El primero tendría como unidad fundamental al fonema, mientras que en el caso del segundo se trataría del morfema. Ahora bien, resulta preciso preguntarse cuál es la naturaleza exacta de esta segunda unidad terminada en «-ema» y cuál es la relación que mantiene con la primera. Anteriormente discutimos la respuesta que dio Martinet a esta cuestión. Para Martinet, un morfema, o mejor dicho, un «monema», era equivalente a un signo en el sentido saussureano del término. Poseía una faceta que era el significante, la cual podía analizarse directamente como una sucesión de fonemas. Hasta este punto la caracterización de Martinet coincidía con la debida a Hjelmslev y a otros lingüis­ tas, generalmente europeos del Continente. Pero asimismo, cabria afirmar que, en su espíritu, dicha caracterización no se diferenciaba tampoco de la propuesta por

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Bloomfield. Sin embargo, en el sistema terminológico empleado por éste último, un morfema equivalía a lo que en términos saussureanos era únicamente el «sig­ nificante». Se trataba, por consiguiente, de una unidad que «poseía» un determina­ do significado, pero no de una unidad que consistiese en sí misma en la suma de una forma y de un significado. Para Hockett y para otros lingüistas norteamericanos de su generación, se trataba únicamente de una unidad de forma, en el sentido que Bloomfield le había dado a este término; y según un punto de vista extremo, el significado no intervenía en modo alguno en su definición. No obstante, no es po­ sible asumir que, una vez que se ha logrado identificar un morfema, cualquier sig­ nificado individual pueda asociarse realmente con él, como tampoco podemos asu­ mir, por último, que un morfema esté compuesto de fonemas. Tal como discutimos anteriormente, a finales de los años treinta los fonemas habían dejado de conside­ rarse sonidos del habla en sentido literal y habían pasado a concebirse como abs­ tracciones cuya realización correspondía a dichos sonidos (apartado 3.2). A finales de la década de los años cuarenta, la caracterización que se hizo de los morfemas er^ la de una unidad aún más abstracta, que no estaba compuesta de fonemas, sino cuya realización correspondía a dichos fonemas. Esta concepción del morfema se desarrolló muy rápidamente y, para comprender, las razones por las que sucedió así, resulta preciso recordar las peculiaridades de la, épo'ca en la que se consolidó. En aquellos momentos la teoría del fonema seguía te­ niendo un carácter novedoso y continuaba despertando un gran interés; y en los Es­ tados Unidos, en particular, se había logrado desarrollar un método que permitía identificar de un modo riguroso los fonemas de cualquier lengua. Los criterios em­ pleados para ello tenían un carácter objetivo, de modo que, en principio, diferen­ tes lingüistas podrían aplicarlos de forma independiente al mismo material y obte­ ner, sin embargo, resultados equivalentes. El siguiente paso consistió en desarrollar criterios igualmente rigurosos para la identificación de las restantes unidades. De la misma manera que, en un determinado nivel, una proferentia podía analizarse como una sucesión de fonemas, y hacerlo además de un modo exhaustivo, al menos desde el punto de vista de un lingüista, a otro nivel diferente podría analizarse, asi­ mismo, como una sucesión de morfemas (nuevamente, en el sentido que Bloomfield le había dado a este término) y algo así debería poder lograrse de un modo igual­ mente exhaustivo. Ahora bien, llegados a este punto, resulta preciso preguntarse de qué manera cabría identificar, a su vez, estos morfemas de un modo objetivo. Para ello se necesitan, en primer lugar, determinados criterios que regulen el proceso de segmentación. ¿Por qué razón debería una palabra como amoralidades segmentarse en a-, moral, -(i)dad y -es y no, por poner el caso, en am-, or- aliday des? Esta circunstancia implica que, a algún determinado nivel, resulta necesa­ rio identificar elementos invariantes. En el caso del inglés, y en palabras como unkindnesses «malevolencias» ([Ankaindnasiz]) o peaches «melocotones» ([piitjiz]), la terminación de plural, por volver momentáneamente a la terminología tradicio­ nal, es [iz]. En el caso, por ejemplo, de apples «manzanas» o de pears «peras» sería [z] ([aplz], [ρε:ζ]), mientras que en otras palabras como nuts «nueces» o currants «pasas (de Corinto)» sería [s] ([nAts], [kArants]). Existen, asimismo, plurales irre­ gulares, como ocurre con children «niños» o men «hombres», que incrementan aún más el grado de variación. Si embargo, a pesar de toda esta variación, cualquier gra­ mático estaría de acuerdo en que existe la constante o elemento invariante que es­ tamos denominando «plural». Ahora bien, ¿de qué modo debemos proceder para

Breve historia de la Lingüística estructural identificarlo y de qué tipo de unidad se trata? En una expresión como comemos el verbo es fonéticamente [komémos], mientras que en comimos, que es un pasado del mismo verbo («comer»), sería [komímos] desde el punto de vista fonético. Y, sin embargo, todos los gramáticos estarían de acuerdo en que se trata, de hecho, de dos formas del mismo verbo. ¿De qué modo debemos proceder para identificar dicha unidad («comer»)? Y, una vez más, ¿de qué tipo de unidad se trata? ¿En qué consis­ te dicha unidad? Según la caracterización que de él hacía Martinet, el «signifié» sería constante, pero, sin embargo, «se realiza merced a formas que son variables» («se manifest[e] [...] sous de formes variables») (Martinet, 1970 [I960]: 102). La variación se produr ce, por consiguiente, en el «signifiant». Martinet también hablaba acerca de «varian­ tes de los significantes de los monemas» («variantes des signifiants des monémes») o, de forma más breve, de «variantes de los monemas» («variantes de monémes») (106), lo que implica, por otra paite, que el «monema» en sí mismo era constante. Así, por poner como ejemplo el que el propio Martinet propone en relación con el francés ( 10 2 ), «aller» («ir») constituiría un «signifié» que puede realizarse de diversas ma­ neras mediante las formas [al] (aller), [va] (va), etc. Esta circunstancia implicaría que [al] y «aller» constituirían una variante de un «monema», mientras que [va] y «aller» constituirían una segunda variante del mismo «monema». Para los lingüistas norteamericanos, cuyo trabajo conocía bien Martinet, la parte invariante tenía que ser el morfema. Tal como discutimos anteriormente, en el caso de la Fonología el fonema equivalía a una clase de «alófonos» (parte final del apar­ tado 3.2), los cuales se encuentran en una distribución complementaria. Pero sucede, no obstante, que las terminaciones variables a las que hicimos referencia anterior­ mente a modo de ejemplo también se encuentran en una distribución complemen­ taria. Así, el plural [iz] sólo aparece detrás de un determinado grupo de consonantes ([tj], en peaches, [s], en unkindnesses, etc.), con la particularidad, además, de que detrás de dichas consonantes nunca encontraremos ni [s] ni [z]. En los casos en los que aparece |s], como ocurre, por ejemplo, después de |t], en nuts o currants, nunca encontraremos [z], y viceversa. Las irregularidades que cabe observar en men o chil­ dren son precisamente eso, irregularidades, de ahí que sólo aparezcan en determina­ das palabras. Hacia finales de los años cuarenta el paralelismo existente entre am­ bos casos se había vuelto algo obvio. Por emplear los términos que utilizaría un fonólogo, podría afirmarse que el procedimiento que permite determinar la exis­ tencia de los fonemas implica, en primer lugar, una segmentación en «fonos» de las proferendas registradas, la cual iría seguida de una clasificación de dichos «fo­ nos» como «alófonos» de sus respectivos fonemas. Una vez hecho esto, resulta ya posible representar cada proferentia como una secuencia, o por emplear un térmi­ no más habitual, como una «disposición» de fonemas en un determinado orden. El paso siguiente consistiría en segmentar dichas representaciones en disposiciones se­ riadas de menor tamaño, tal como sería, en el caso de peaches, la secuencia [pi:t[| e [iz]. En la terminología propuesta en ese momento por Hockett, dichos elemen­ tos se consideraban, por analogía, como «morios» (Hockett, 1947). En un paso ul­ terior, los «morfos» se clasificarían, merced, entre otros, al criterio de la distribu­ ción complementaria, como «alomorfos» de sus respectivos «morfemas». Un criterio adicional sería, a primera vista, el de que los «alomorfos» deberían compartir un mismo significado. Así, existe un significado (equivalente al «signifié» de Martinet) común a comemos y a comimos o, por retomar el ejemplo del francés

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que propusimos anteriormente, a va y aller, o finalmente, y por mencionare tam­ bién lo que ocurre en inglés, a todas las terminaciones de plural. Ahora bien, en to­ dos estos casos, el morfema en sí se estaría identificando mediante un procedimien­ to que operaría únicamente sobre disposiciones seriadas de fonemas. Si optásemos, efectivamente, por definirlo mediante este procedimiento, el morfema consistiría, una vez más, en una unidad que «tendría» un significado, pero no en una unidad que, a semejanza de las postuladas por Martinet y por otros lingüistas seguidores de la tradición saussureana, «fuese» en sí misma, al menos en parte, un significado. No obstante, ni siquiera cabría afirmar que se tratase de una unidad compuesta por fonemas. Nos encontramos ya en condiciones de decir que «comer» representa un morfema cuya realización corresponde tanto a [komémos] (comemos) como a [komímos] (comimos). De la misma manera, la categoría «plural» sería otro morfema, cuya realización en inglés corresponde a [iz], [z], etc. Sin embargo, únicamente sus realizaciones son susceptibles de dividirse en partes adicionales; los morfemas en sí mismos serían elementos primitivos desde el punto de vista formal. 'S e trata de detalles de índole técnica, de modo que es probable que algunos lec­ tores hayan pensado que, en una obra de carácter histórico que hasta el momento se ha venido ocupando en buena medida de ideas más generales, bien podrían ha­ berse obviado, lo que habría sido probablemente de agradecer. Sin embargo, el hallazgo anterior es fundamental en relación con las teorías que se desarrollaron posteriormente acerca de los sistemas lingüísticos. En los distintos tratamientos que se había dado anteriormente a esta cuestión, las unidades como los «signifiants» de Saussure o los morfemas tal como Bloomfield los concebía habían estado re­ lacionadas directamente con los «signifiés» o unidades de significado. Incluso en la caracterización debida a Martinet, una variante como [al], en aller, se encontra­ ba todavía relacionada directamente con «aller». Sin embargo, en la definición de Hockett el morfema tenía unas propiedades que no correspondían ni a las de una «expresión», ni a las de un «contenido». No equivalía a la representación mental de los sonidos a la que había hecho referencia Saussure, ni tampoco estaba constitui­ do por rasgos sonoros distintivos, y ni siquiera lo estaba por las «figuras de la ex­ presión» de Hjelmslev. De hecho, su realización podía corresponder a distintos alomorfos, como [va] y [al] en francés, que eran muy diferentes desde el punto de vista fonético. Al mismo tiempo, tampoco se trataba de una unidad de significado; ni siquiera de la combinación abstracta de las «figuras del contenido» postuladas por Hjelmslev. Se trataba simplemente de un todo no analizado, merced al cual cabía relacionar sonidos y significados a través de un nivel intermedio en relación con ambos. En tanto que unidad perteneciente a dicho nivel, «comer» puede relacionar­ se, por un lado, con una forma como [komémos], pero por otro, también con un sig­ nificado que, por el momento, representaremos como «comer». Sin embargo, am­ bas relaciones estarían ya separadas y habría dejado de existir un vínculo directo entre [komémos] y «comer». La totalidad de esta idea aparece expuesta en la introducción general a la Lin­ güística que Hockett escribió diez años después del artículo al que se hizo men­ ción anteriormente. Cualquier lengua en su conjunto podía considerarse como un sistema «susceptible de dividirse», afirmaba Hockett, «en cinco subsistemas prin­ cipales» (Hockett, 1958: 137). Tres de ellos eran «centrales»: un «sistema gramati­ cal», un «sistema fonológico» y un tercer sistema que serviría de vínculo entre los dos anteriores. Los dos sistemas restantes podían considerarse como «periféricos». En

Breve historia de la Lingüística estructural el momento en que Hockett escribió su libro, el término «interfaz» todavía no se ha­ bía puesto de moda; sin embargo, los subsistemas periféricos constituían lo que po­ dríamos denominar dos interfaces opuestas con sendos dominios extralingüísticos. Los morfemas, como «plural» o «comer», eran las unidades básicas del sistema gramatical. Dicho sistema consistía, por consiguiente, en un «acervo de morfemas y en las disposiciones en que podían aparecer dichos morfemas». A este nivel, po­ dría afirmarse, por tanto, que la palabra peaches puede representarse como una dis­ posición seriada de morfemas del tipo: «peach + plural», de la misma manera que comimos (en relación con comemos) sería el resultado de disponer el morfema «co­ mer» seguido de un morfema adicional que sería «tiempo pasado». Por su parte, y de forma paralela, el sistema fonológico consistiría en «un acervo de fonemas y en las disposiciones en que pueden aparecer dichos fonemas». Por consiguiente, y a este nivel, peaches y comimos pueden representarse ahora mediante una dis­ posición seriada de los elementos «[p]», «[i:]», etc. Consecuentemente también, sena la existencia de estos sistemas lo que explicaría que el lenguaje, tal como dis­ cutimos anteriormente, posea la propiedad de la «dualidad». El tercer componente central era «el código que mantiene unidos los sistemas gramatical y fonológico». Gracias a este tercer sistema, «peach», en tanto que morfema único, se relacionaría con una disposición determinada de fonemas, a saber, «[ piitj]»; asimismo, y toman­ do como referencia a «[tj])», «plural», que es el morfema que vendría detrás, se re­ lacionaría gracias a dicho código con «[iz]». De la misma manera, la disposición que supone «comer» + «tiempo pasado» se relacionaría en su conjunto, y en el mismo sentido, con «[komímos]». Dado que este código ponía en relación los morfemas con los fonemas, Hockett lo denominó «sistema morfofonémico». Por último, una de las interfaces estaba constituida por un «sistema semántico» periférico, encargado de establecer una asociación entre las unidades y las disposi­ ciones seriadas del sistema gramatical, [por un lado], y las «entidades y situaciones, o tipos de entidades y situaciones, [por otro]» (138). Por consiguiente, los signifi­ cados serían «vínculos asociativos» (139) entre las unidades lingüísticas y el mundo real sobre el que se manifiestan los hablantes. La interfaz opuesta estaba constitui­ da por el denominado «sistema fonético», encargado de relacionar las disposicio­ nes seriadas de los fonemas con los sonidos realmente producidos o percibidos. Dando un último giro a esta parte de nuestra historia, cabría retornar a la idea heredada de la Antigüedad con la que dio comienzo este apartado, si bien teniendo en cuenta que, allí donde los antiguos hablaban de «letras», podemos leer, una vez más, «fonemas», y que, hacia la década de los años treinta, los fonemas tenían ya, tal como también hemos visto, un carácter abstracto. Ahora bien, lo cierto es que, a pe­ sar de todo, en estos momentos podía seguir teniendo sentido todavía afirmar que las palabras y las oraciones eran secuencias de fonemas. Con las ideas que se de­ sarrollaron a partir de los últimos años de la década de los cincuenta, esta situación cambiaría drásticamente. Así, el fonema, en tanto que unidad básica de uno de los niveles de articulación, pasaría a tener su equivalente en el morfema, o en el «monema» de Martinet, en tanto que unidad básica del segundo. En este nuevo nivel de abstracción, las oraciones estarían formadas, en último extremo, por morfemas o por los signos correspondientes a ellos. De este modo, y siguiendo a Hockett, una ora­ ción como Las mujeres entraron allí debería representarse a ese nivel como una disposición seriada de morfemas, a saber, «la+plural+mujer...», etc. Ahora bien, ¿qué sucede entonces con la palabra, en particular? Según una caracterización tra­

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dicional, la oración anterior estaría constituida por tres palabras, que serían las uni­ dades de menor tamaño dotadas de significado. Sin embargo, silos morfemas o monemas han usuipado ahora dicho papel, cabría preguntarse si esta unidad tradicional seguiría contando con un lugar dentro del sistema. Martinet fue uno de los estructuralistas que pensaba que no. En la introducción que se ha estado citando, Martinet colocó el término «palabra» («mot») entre co­ millas y defendió la conveniencia de prescindir de él (Martinet, 1970 [I960]: 114 ss.). Consideremos a este respecto, por ejemplo, la expresión francesa nous courons «estamos corriendo». Si nos atenemos a la descripción tradicional, se trataría de una secuencia formada por dos palabras: nous «nosotros» y courons, que es una forma de primera persona del plural del verbo courir «correr». La primera persona del plural se distingue por la terminación -ons y, siempre según la caracterización tra­ dicional, en tanto que verbo «concordaría» con nous, que sería su sujeto. Sin embar­ go, para Martinet (104), los monemas que constituyen esta forma serían únicamen­ te dos. Uno de ellos, tal como cabría esperar, sería cour-, es decir, el «significant» [leur] unido al «signifié» «courir». El otro consistiría en la unión de un «signifié» «primera persona del plural» con un «signifiant» que no sería ni específicamente [nu] (nous), ni específicamente [ó] (-ons), sino que se trataría de un «signifiant» dis­ continuo, a saber, [nu...ó], que incluiría a ambos. De esta manera, el análisis atravie­ sa limpiamente las fronteras tradicionales existentes entre las palabras, que queda­ rían, en consecuencia, invalidadas. En el siguiente apartado de su obra (105) Martinet también escribirá «concordancia» («accord») entre comillas. No todo el mundo se atrevió a ser iconoclasta hasta ese extremo. Sin embargo, no era posible ignorar la lógica inherente a este tipo de tratamientos del problema. Si el fonema y el morfema habían sido las primeras grandes victorias en el plano téc­ nico de las que podían arrogarse los lingüistas estructurales, estaba empezando a dar la impresión de que la palabra iba a ser su primera víctima.

5.3. Estructura profunda y estructura superficial El lingüista británico C. E. Bazell señaló, en la década de los años cincuenta, que, «si fuese posible identificar un objetivo común a todas las escuelas lingüísticas», sería el de «reducir, merced a recursos de índole terminológica», lo que él denomi­ nó «la asimetría fundamental de los sistemas lingüísticos». Así, por ejemplo, si existen fonemas y alófanos, se asume que «deberían existir, asimismo,» morfemas y alomorfos. «Si existe una forma y una sustancia de la expresión, entonces debe­ ría existir también una forma y una sustancia del contenido». Si los fonemas pue­ den analizarse como «un conjunto de rasgos fónicos relevantes», entonces los mor­ femas (tal como veremos con mayor claridad en un capítulo posterior) deberían poder analizarse como «un conjunto de rasgos semánticos relevantes». Seguramen­ te, no habrá ningún lingüista que esté de acuerdo con todas las propuestas especí­ ficas que se han realizado a este respecto hasta la fecha, pero la relación existente entre ellas resulta «inequívoca» (Bazell, 1953: iii). En todo caso, el anterior es el comentario de un crítico, de modo que es proba­ ble que la mayoría de los estructuralistas se hubiese mostrado en desacuerdo con él, en el sentido de considerar que las simetrías que ellos advertían entre las dos caras del signo lingüístico o los paralelismos que habían estado explorando entre el método descriptivo empleado en la Fonología y el utilizado en la Gramática, no

Breve historia de la Lingüística estructural eran un producto de su imaginación. No obstante, la pasión por el isomorfismo, tal como la caracterizaría Kurylowicz, era en esos momentos rampante, y si Bazell hubiese estado escribiendo hacia finales de la década siguiente, podría haber aña­ dido todavía más ejemplos a su lista. De los nuevos modelos de la disciplina sur­ gidos en la década de los años sesenta, el más influyente sería, con mucho, el idea­ do por Noam Chomsky. Cuando lo propuso, aún no había cumplido los cuarenta años y desde entonces buena parte de sus contenidos y de su terminología se han visto modificados. Sin embargo, a partir de esos momentos la reputación de Chomsky como lingüista, especialmente fuera del ámbito de esta disciplina, no hizo sino as­ cender hasta alcanzar su cénit. Consecuentemente, las ideas de Chomsky acabaron siendo ampliamente conocidas y discutidas, a menudo por parte de comentaristas que, sin embargo, desconocían en buena medida, o por completo, las ideas que las habían precedido. Sus fuentes se encuentran, en parte, en las primeras caracterizaciones de la sin­ taxis realizadas por el propio Chomsky. Con el término «sintaxis» los gramáticos se habían referido tradicionalmente al estudio de las relaciones existentes entre las uni­ dades que constituyen las oraciones. En un principio, dichas unidades eran las pa­ labras. Así, para describir la sintaxis de una oración inglesa como The women came in («Las mujeres entraron», literalmente, «Las mujeres llegaron dentro») lo que ha­ bría hecho un gramático habría sido poner en relación el nombre women «mujeres» con el artículo the «las», el verbo carne «fueron» con la preposición o adverbio in «dentro», y así sucesivamente. Sin embargo, en los años cincuenta dichas unidades habían pasado a identificarse de forma generalizada con los morfemas. Por recu­ rrir al mismo ejemplo, the e in sería unidades indivisibles, mientras que women y came estarían constituidas por dos diferentes: «woman + plural» y «come + pasado». En consecuencia, la sintaxis habría de ocuparse ahora de las «disposiciones» (en el sen­ tido que Hockett le había dado a este término) de los morfemas. Las ideas de Hockett se publicaron con posterioridad a los primeros trabajos de Chomsky. Sin embar­ go, éste último había sido un protégé de Zellig Harris, de modo que la mayoría de los estructuralistas de la escuela norteamericana asumieron, sin más, estos resultados. Resulta preciso preguntarse a este respecto de qué manera se disponen secuencialmente los morfemas para constituir oraciones. La respuesta que en estos mo­ mentos se dio a esta cuestión fue, en parte, la de que constituían jerarquías de uni­ dades intermedias. Así, en el nivel más bajo, «woman» y «plural» daban lugar a una unidad intermedia que escribiríamos como «women». Si hacemos uso de una notación que desde entonces se ha vuelto habitual, podemos representar esta cir­ cunstancia colocando a ambas unidades entre corchetes: [woman plural]. Sin em­ bargo, tanto estas unidades de mayor tamaño como los morfemas que las compo­ nen pueden ser de varias clases. Así, women sería, si nos atenemos a la clasificación tradicional de las partes del discurso, un nombre. Podemos representar este hecho de la siguiente manera: N[woman plural]. De acuerdo con esta notación, que se deja traducir fácilmente a otras diferentes, las unidades de un tamaño progresiva­ mente mayor se irían colocando entre sucesivos corchetes, mientras que la clase a la que pertenecen se iría señalando mediante los oportunos símbolos (como «N» para denotar al «nombre»), que se colocarían como subíndice junto al corchete co­ rrespondiente. De un modo semejante, «come» y «pasado» formarían un verbo: v [come pasa­ do]. Sin embargo, en nuestro ejemplo, dicha unidad constituiría, a su vez, una uni-

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dad mayoi junto con in: ([come pasado] in). Tradicionalmente a esta nueva unidad se la denominaba «predicado» y se afirmaba que los predicados se caracteri­ zan por tener un componente esencial que es el verbo; en consecuencia, desde la década de los años cincuenta este tipo de unidades empezó a describirse como «sintagmas verbales» (en inglés, verb phrases). Así pues, y recurriendo al subín­ dice «SV» (en inglés, «VP»), para denotar esta nueva unidad, el resultado sería sv*v [come pasado]in). De la misma manera, las unidades como the women em­ pezaron a describirse como «sintagmas nominales» (en inglés, noun phrases) y se denotaron con el subíndice «SN» (en inglés, «NP»): SN[theN[woman plural]]. Por último, y en lo que supondría la disposición seriada de elementos de mayor entidad, la oración en su conjunto, que denotaremos como O (en inglés, «S», de sentence), estaría integrada, por consiguiente, por un sintagma nominal y un sintagma ver­ bal, o por expresarlo de forma resumida: 0 [SN[the wornen].sv[came in]]. De este modo, era posible representar cualquier oración como una secuencia de morfemas, es decir, como «the+woman+plural...», los cuales se combinaban, paso a paso, hasta formar una jerarquía constituida por unidades de tamaño cada vez mayor. Este descubrimiento básico es anterior a Chomsky. Sin embargo, será en sus trabajos de los años cincuenta, y en particular, en su monografía Estructuras sin­ tácticas, donde se explorará del modo más riguroso que cabe imaginar la naturaleza^de este sistema. Para Chomsky, describir la sintaxis de una lengua consistirá en establecer, expresándolo mediante una serie de afirmaciones tan simples y tan generales como sea factible, todas las formas posibles en las que una unidad de una clase determinada puede combinarse con las unidades que integran las restan­ tes clases. Así, según una de dichas afirmaciones o, por emplear el término utili­ zado por Chomsky, según una de dichas «reglas», una oración (O) puede consis­ tir en inglés en un sintagma nominal (SN) seguido de un sintagma verbal (SV); en virtud de otra regla diferente, un sintagma nominal puede consistir en un artículo, como the, seguido de un nombre; según una tercera de dichas reglas, un nombre puede consistir en un morfema como «woman» seguido de un morfema «plural»; y así, sucesivamente. Al final del apartado 2.2 se hizo referencia brevemente al concepto de gramática generativa. Una «gramática» que adoptase una forma como la que acabamos de describir podría concebirse precisamente, y de un modo que el propio Harris ya había intuido, como «un conjunto de instrucciones» que per­ mitirían generar oraciones (de nuevo, Z. S. Harris, 1954: 260). Así, si comenzáse­ mos por «O», en tanto que unidad de mayor tamaño, podríamos hacer uso de la primera de las reglas enunciadas anteriormente a modo de una instrucción que nos permitiría obtener una estructura más detallada: «SN + SV». De la misma mane­ ra, podríamos emplear la segunda de dichas reglas como una instrucción que nos permitiría derivar de la primera una estructura adicional, en la que «SN» se habría dividido a su vez: «artículo + N + SV». Mediante pasos sucesivos terminaríamos por alcanzar un determinado punto en el que todos los elementos equivaldrían a clases diferentes de morfemas. Cualquier secuencia de morfemas capaz de satis­ facer los requisitos impuestos por dicha estructura constituiría una de las profe­ rendas que son posibles en la lengua en cuestión. Según la caracterización de Chomsky, una gramática generativa en la que todas las reglas tuviesen esta forma sería, siendo más precisos, una gramática de «es­ tructura sintagmática» (Chomsky, 1957: 26 ss.). Sin embargo, y a pesar de haber logrado explicitai' su forma, lo que hace Chomsky a continuación es defender la

Breve historia de la Lingüística estructural idea de que, en sí mismas, este tipo de gramáticas resultan inadecuadas. Chomsky afirma «desconocer» (34) si el inglés, por ejemplo, podría generarse literalmente de este modo. En todo caso, desde el momento en que «no nos limitamos a conside­ rar los tipos más simples de oraciones» y «en particular [...] tratamos de imponer alguna clase de orden entre las reglas que las producen», «entramos en un campo plagado de dificultades y complicaciones» (35). El remedio consistiría, tal como discutimos anteriormente, en añadir reglas de un tipo bastante diferente, las cua­ les permitirían «transformar» una determinada estructura jerárquica, como la que representa The women came in, en otra diferente. Consideremos un ejemplo clásico, que concierne a «la relación activa-pasiva» (42). En una oración como, por ejemplo, John eats lunch «Juan almuerza» (lite­ ralmente, «Juan come el almuerzo»), el verbo eats, que desde el punto de vista tra­ dicional se consideraría un verbo «activo», estaría formado por dos elementos: el morfema «eat» y, por emplear la notación utilizada por Chomsky, un morfema «S». Sin embargo, en la oración The lunch is eaten by John «Juan se come el al­ muerzo» (literalmente, «El almuerzo es comido por Juan») la forma is eaten, que desde el punto de vista tradicional se consideraría una forma «pasiva», estaría in­ tegrada por dos elementos adicionales: el primero de ellos sería «be» «ser/estar», el cual se combina en este caso con «s» para formar is «es»; por otro lado, existi­ ría un segundo elemento que se ocrrespondería con «en» «[participio]», el cual se combina con «eat» «comer» y cuya realización correspondería en este caso a -en. Estos morfemas adicionales aparecen siempre de manera conjunta (39). No es po­ sible añadirlos cuando un nombre o un sintagma nominal, como por ejemplo lunch «almuerzo», aparece directamente detrás del verbo, de ahí que no se pueda decir algo como John is eaten lunch «Juan es comido almuerzo». Pero de la misma ma­ nera, tampoco pueden omitirse o reemplazarse por otros morfemas en un contexto como Lunch ? by John. Así, no es posible decir Lunch eats by John «El almuerzo come por Juan», ni tampoco, por poner el caso, Lunch is eating by John «El al­ muerzo está comiendo por Juan». Por último, «en una gramática hecha y dere­ cha», como afirma Chomsky, necesitaríamos establecer determinadas restricciones acerca de los nombres que pueden aparecer en las posiciones que en el ejemplo anterior ocupan lunch y John. Dichas restricciones «permitirían», por ejemplo, una oración activa como John admires sincerity «Juan admira la sinceridad» o Since­ rity frightens John «La sinceridad asusta a Juan», mientras que «excluirían las ora­ ciones “inversas”», a saber, Sincerity admires John «La sinceridad admira a Juan» y John frightens sincerity «Juan asusta a la sinceridad». Del mismo modo, y en el caso de las pasivas, dichas restricciones deberían permitir tanto Sincerity is admi­ red by John «La sinceridad es admirada por Juan», como John is frightened by sin­ cerity «Juan es asustado por la sinceridad», mientras que deberían excluir tanto John is admired by sincerity «Juan es admirado por la sinceridad», como Sincerity is frightened by John «La sinceridad es asustada por Juan». «Si tratásemos de incluir las pasivas directamente», a la par que las activas en una gramática de estructura sintagmática, sería preciso formular en una primera instancia todas estas restric­ ciones para una de estas construcciones, pero seguidamente nos veríamos obliga­ dos, asimismo, a reformularlas todas ellas «en el orden opuesto» para la otra (43). «Esta duplicación tan poco elegante», con todas las «restricciones especiales» que implicaría en relación con «be» y «en», «sólo puede evitarse», sostiene Chomsky, si introducimos una nueva regla según la cual para toda oración activa existirá au-

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tomáticamente la correspondiente oración pasiva. Así, dada una oración como John eats lunch, con una estructura jerárquica como la que se esbozó previamente, se seguirá que existe otra oración, Lunch is eaten by John, cuya estructura constituirá, en parte, un reflejo de la anterior. En virtud de esta nueva regla, «be» y «en» serán elementos obligatorios. Consecuentemente, no podrá existir una construcción pa­ siva como «Lunch eats by John», puesto que no incluye dichos elementos. Por lo demás, estos elementos no vendrían especificados, en tanto que unidades, por las reglas que rigen para las oraciones activas, de ahí que no puedan existir oraciones de esta última clase como «John is eaten lunch». Si existe una oración activa como John admires sincerity, se seguirá que deberá existir la oración pasiva Sincerity is admired by John. Puesto que las pasivas se forman únicamente mediante la aplica­ ción de esta regla, el hecho de excluir una oración activa como «Sincerity admires John» supondría excluir, asimismo, una oración pasiva como «John is admired by sincerity». Esta nueva regla corresponde a una «transformación gramatical» (44), de modo que de la unión de una gramática de estructura sintagmática con las diferentes transformaciones lo que resulta es una «gramática transformacional». El atractivo que presenta una gramática de este tipo radica en la circunstancia de que permite, una vez más, evitar todo tipo de inelegancias, complicaciones, duplicaciones, etc. Sin çmbargo, Chomsky afirmaría, asimismo, que este tipo de reglas también per­ mitiría explicar determinados aspectos del significado. Esta idea la defendió, en particular, en relación con los ejemplos que proponía en su obra de lo que con fre­ cuencia se ha denominado «ambigüedad gramatical». Un ejemplo que llegó a ser particularmente famoso lo constituye el de la cons­ trucción the shooting o f the hunters «el (hecho de) disparar los cazadores / a los ca­ zadores» (Chomsky, 1957: 88 ss.). Una construcción como ésta «puede», en pala­ bras de Chomsky, «entenderse de forma ambigua». Por un lado, podría interpretarse en un sentido que equivaldría al que posee una construcción como the growling of the lions «el rugir de los leones» (es decir, los cazadores son los que están dispa­ rando, de la misma manera que son los leones los que están rugiendo). Sin embar­ go, también podría entenderse en un sentido equivalente al de una construcción como the raising o f flowers «el cultivo de las flores» (es decir, los cazadores son el objeto de los disparos, de la misma manera que las plantas son el objeto de nuestros cuidados). Para otros gramáticos, dichas construcciones podían conside­ rarse como ejemplos de genitivos «en función de sujeto» y «en función de objeto», por cuanto the hunters se relacionaría con shooting como lo haría un sujeto (com­ párese con la construcción The hunters shoot «Los cazadores disparan») o como lo haría un objeto (compárese con la construcción They shoot the hunters «Ellos disparan a los cazadores»), respectivamente. Para Chomsky, constituirían, por consiguiente, un reflejo de las diferentes transformaciones que permiten obtener formas terminadas en -ing «[marca de gerundio]». «Un análisis cuidadoso [...] pone de manifiesto que podemos simplificar la gramática» (89) si «establecemos» reglas mediante las cuales, en un caso, «cualquier oración» como The lions growl «Los leones rugen [,..]conduzca [...] al correspondiente» sintagma the growling o f lions «el rugir de los leones»; mientras que en el otro, cualquier oración como They m i­ se flowers «Ellos cultivan flores» conduzca a otra superficialmente similar, como es the raising o f flowers «el cultivo de las flores». La implicación de todo esto sería que lo que Chomsky había denominado anteriormente como «una gramática he­

Breve historia de la Lingüística estructural cha y derecha» debería contener restricciones que excluyesen «no oraciones» como The flowers raise «Las flores cultivan», o They’ growl the lions «Ellos rugen a los leones». Sin embargo, tanto The hunters shoot como They shoot the hunters «conducirían», en virtud de transformaciones diferentes, a una misma forma como es the shooting o f the hunters. En palabras de Chomsky, se trataría de «una expli­ cación automática y clara» (88 ss.) de la «ambigüedad». Éste era el punto hasta el que había progresado Chomsky hacia 1957. En con­ secuencia, puede afirmarse que en este momento las partes de una gramática gene­ rativa serían las siguientes: en primer lugar, un conjunto de reglas que determina­ rían la estructura sintagmática; en segundo lugar, un conjunto de transformaciones; y en tercer y último lugar, un «componente morfofonémico», que al igual que el «sistema morfofonémico» de Hockett (apartado 5.2), se encargaría de poner en re­ lación las representaciones abstractas de las palabras, como «be + S» o «admire + en», con determinadas secuencias de fonemas, como «iz» o «admAiad» (Chomsky, 1957: 45 ss.). En el ámbito de «una teoría más general sobre el lenguaje» (102), también sería posible estudiar las «correspondencias» existentes entre la estructu­ ra formal de las oraciones, tal como la generaría una gramática de este tipo, y de­ terminados rasgos del significado. En la década de los años sesenta, se asumía, sin embargo, que las gramáticas deberían proporcionar por sí solas una caracterización del significado. «Resulta bastante obvio», afirmaba Chomsky en uno de sus trabajos de ese periodo, «que las oraciones poseen un significado intrínseco que viene determinado por reglas lingüísticas» (Chomsky, 1973 [1967]: 115). Conocer una lengua concreta suponía, por tanto, dominar «un sistema constituido por reglas que interactúan entre sí con objeto de determinar la forma y el significado intrínseco» de sus oraciones (1973 [1968]: 71). Una gramática generativa era entonces «un sistema constituido por reglas que relacionan señales [fonéticas]» con lo que se denominaba las «interpre­ taciones semánticas de dichas señales» (1966: 12). Una gramática de este tipo es­ taría constituida, una vez más, por partes o componentes (los «Teilsysteme» de Trubetzkoy). Ahora bien, ¿cuáles eran exactamente los niveles a los que cabía re­ presentar las oraciones? Dos de dichos niveles se consideraban como dados. Si una gramática relacio­ na «señales» con los significados de dichas señales, lo primero que debe poder ha­ cer es representar las propias señales. Estas cuestiones no constituían el objeto preferente de la atención de Chomsky; sin embargo, una propuesta natural a este respecto, desarrollada por su colega Morris Halle, fue la de que los sucesivos seg­ mentos deberían representarse, siguiendo la tradición de la Escuela de Praga, me­ diante rasgos fonéticos. Halle había sido colega de Roman Jakobson, quien había huido de Europa a los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, y quien en los años cincuenta había contribuido a desarrollar una teoría fonológica en la que los fonemas se definían como «haces de rasgos concurrentes» (Jakobson y Halle, 1956: 5). En las representaciones que Halle hacía de las señales, los seg­ mentos se correspondían, en buena medida, con los «fonos» (apartado 3.2), excep­ to por la circunstancia de que, tal como habían dejado claro Chomsky y Halle en un trabajo que escribieron conjuntamente, las gramáticas no se ocuparían de los so­ nidos físicos, sino de las «señales» tal como las «construyen mentalmente» los ha­ blantes de una determinada lengua (Chomsky y Halle, 1968: 14). Los rasgos que, según esta caracterización, constituían dichas representaciones remitían hacia 1968

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a las conformaciones adoptadas por los órganos articulatorios que intervenían en la producción del habla. Sin embargo, y dejando al margen este hecho, lo cierto es que dichas representaciones se situaban en la tradición de las «imágenes acús­ ticas» de Saussure (apartado 2.1). Puesto que una gramática tenía, por definición, que representar las «señales», debería también representar, y por definición, asimismo, sus «interpretaciones se­ mánticas». Los problemas que cabía advertir en relación con esta cuestión seguían «velados», por emplear el término utilizado por Chomsky, a causa de «su tradicio­ nal oscuridad» (Chomsky, 1966: 13). No obstante, en este mismo pasaje, Chomsky hacía referencia a los trabajos de algunos de sus colegas, y en particular, a los de Jerrold J. Katz, entre cuyas implicaciones se encontraba la de que los significados podrían tener un carácter «intrínseco» si se diese el caso de que no reflejasen las circunstancias particulares en las que se profieren las oraciones. «La teoría semán­ tica» sería entonces, y en palabras de Katz y de Jerry A. Fodor, «una teoría acer­ ca de la interpretación semántica de las oraciones en condiciones de aislamiento» (Katz y Fodor, 1963: 177). Volveremos a ocuparnos de esta teoría en un capítulo posterior. Sucede, sin embargo, que cuando se profiere una oración, lo será siem­ pre en un «entorno» particular (176 ss.), y tendrá en todos los casos un determinado significado que vendrá condicionado por dicho entorno. Por consiguiente, cuando se habla de su significado «en condiciones de aislamiento» se estaría haciendo re­ ferencia al significado que se supone que poseería con independencia de dichos «entornos». En consecuencia, una gramática generativa debería ser capaz de mediar entre ambos niveles, de la misma manera que, en el «diseño de la lengua» propuesto por Hockett (1958: 137), los sistemas centrales mediaban entre los periféricos. Ahora bien, es preciso preguntarse de qué modo lograban ajustar entre sí los diversos componentes que había postulado Chomsky en 1957. La respuesta a esta cuestión puede considerarse admirablemente sencilla. Tal como lo expuso el propio Chomky, el siguiente paso consistiría en postular el «con­ cepto técnico neutro de “descripción sintáctica”» (Chomsky, 1966: 13), la cual se encargaría de actuar como intermediaria en la relación existente entre las formas y los significados, pero lo haría de tal manera, que cualquier descripción de ese tipo «determinaría únicamente» una «interpretación semántica» y una «forma fo­ nética» correspondiente a la primera. Así, fuese cual fuese el significado intrínseco de una oración como, por ejemplo, She was disturbed by the growling of lions «Se vio molestada por el rugir de los leones», dicho significado quedaría «determina­ do» merced a una representación de la sintaxis de la oración, la cual también «de­ terminaría» el hecho de que, desde el punto de vista fonético, su primer segmento habría de ser [)], el segundo, [i:], y así, sucesivamente. De este modo, una oración como She was disturbed by the shooting o f the hunters «Se vio molestada por el disparo de/a los cazadores» tendría, naturalmente, dos interpretaciones semánti­ cas diferentes. Dichas interpretaciones vendrían determinadas, consecuentemen­ te, por dos descripciones sintácticas distintas, cada una de las cuales determinaría, sin embargo, la misma «señal» fonética. La forma que adopta la «descripción sintáctica» resulta ya suficientemente ob­ via. En el primero de los ejemplos que propusimos anteriormente, la estructura de una oración como The lions growl «sobrevive», tal como Chomsky había sostenido en la década de los años cincuenta, en la de otra como the growling of lions. Por

Breve historia de la Lingüística estructural lo demás, la estructura de una oración activa, como The growling o f lions distur­ bed her «El rugir de los leones la molestó», se veía transformada en la correspon­ diente a una pasiva. Consecuentemente, su descripción sintáctica debería poner en relación dos estructuras distintas. La primera sería una estructura inicial, genera­ da únicamente, si atendemos a lo expuesto en Estructuras sintácticas, merced a las reglas de estructura sintagmática. Dicha estructura incluiría otra estructura de menor entidad, en la que lions sería el sujeto de growl: [lions growl]; si bien esta estructura posee la forma de una oración (0 [lions growl]), ocuparía, no obstante, el mismo lugar que ocupa el sintagma nominal en una oración como, por ejemplo, The noise disturbedher «El ruido la molestó». Es en este sentido en el que cabe afir­ mar que se trataría tanto de una oración como de un sintagma nominal: SN[0 [lions growl]]. Por consiguiente, la estructura inicial sería, en su conjunto, una estructura en la que dicha oración de menor tamaño constituiría, a su vez, el sujeto de disturbed. La otra representación correspondería a la estructura a la que «conduciría» la estructura anterior merced a las oportunas transformaciones; así, si la representamos de forma parcial, se trataría de 0 [she was disturbed by SN[the growling o f lions]]. Sin embargo, llegados a este punto deberían estar claras también dos cuestiones adicionales. En primer lugar, que es esta segunda representación la que «determi­ na» específicamente la forma fonética de la oración. Para ser precisos, una gramá­ tica debería incluir reglas que permitieran relacionar a «she» con una representa­ ción fonética como [fi:], a «be + pasado» con otra como [vraz], etc. y hacerlo en el orden en que los sucesivos morfemas aparecen en ella. De la misma manera, todo parecía indicar que era la representación inicial la que «determina la interpretación semántica». En nuestro segundo ejemplo, the shooting o f the hunters se encontraría relacionada con dos estructuras iniciales di­ ferentes: una en la que hunters sería sujeto (SN[o[^?