Arte Psicoanalisis Y Estetica

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Arte, Psicoanálisis y Estética: promesa de reconciliación LA FALTA DE EVIDENCIA DEL ARTE CONTEMPORÁNEO Y SU DERECHO A LA EXISTENCIA

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GARDUÑO COMPARAN, Carlos A. Arte, psicoanálisis y estética : promesa de reconciliación / Carlos A. Garduño Comparan : Castelló de la Plana : Publicacions de [a Universitat jaume I, D.L, 2012 p. ; cm, : (Ars ; 2) Bibliografía ISBN 978-84-8021-878-8 1, Art — Filosofía. 2. Estética. 3. PsicoanaJisi i art. I. Universitat Jaume I. Publicacions. II. Tito!. III. Serie. Ars (Universitat Jaume I ) ; 2 7.01 111.852 159.964.2:7 ABA HPN JMAF

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Publicacions de la Universitat Jaume I és una editorial membre de l'UNE, cosa que en garaníeix la difusió i comercialització de les obres en els ámbits nacional i internacional. www.une.es.

Director de la coMecció: Joan M. Marín O Dei text: Carlos A. Garduño Comparan, 2012 © IMustracions de la coberta: Josep Porcar, 2012 © De la present edic'ió*. Publicacions de ía Universitat Jaume I

Edita: Publicacions de ia Universitat Jaume i. Servei de Comunicado i Publicacions Campus del Riu Sec. Edifici Rectoral i Serveis Centráis. 12071 Castelló de !a Plana w w w .te n d a .u ji.e sp u b lica cio n s@ u ji.e s Imprimeix: Imprenta Kadmos iSBN: 978-84-3021 -378-3 Dipósit legaf: CS 238-2012

Para Cora! Herrera En e! goce de nuestra compañía, la obra es el amor de cada instante.

Sea como sea, es preciso tratar de explicar por qué los niños tienen miedo a la oscuridad, Se comprueba al mismo tiempo que no siempre tienen miedo a la oscuridad. Entonces, hacen psicología. Los que se Ilaman experimentadores se ponen a hacer teorías sobre la reacción heredada, ancestral, primordial, de un pensamiento -ya que hay pensamiento, parece que siempre se deba conservar este término- estructurado de un modo distinto que el pensamiento lógico, racional. Y construyen e inventan. A h í es donde hacen filosofía. En este punto esperamos a aquellos con quienes alguna vez deberemos proseguir el diálogo, en el mismo terreno en que este diálogo tiene que ser juzgado. Veamos si podemos, por nuestra parte, dar cuenta de la experiencia de un modo menos hipotético. Jacques Lacan Seminario de la angustia

History is a nightmare from which I am trying to awake. James joyce Ulysses

...v i cosas que me indujeron a no hablar más de aquella bendita mujer hasta tanto que pudiese tratar de ella más dignamente. Dante Alighieri Vida Nueva

ÍNDICE

INTRO DUCCIÓ N

11

AGRADECIM IENTOS

18

CAPÍTULO 1, LA PROMESA DE RECONCILIACIÓN

19

1.1. Freud: Ilusiones y m alestares d e la cultura

19

1.2. Benjamín y Adorno: El derecho a Ja existencia dei arte] la técnica en la producción y consum o, y la redención de la ilusión 1.3. A rte y c rític a cultural en la obra d e Ad orn o 1.4. placeres y g o ces d e la Ilustración

24 42

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CAPÍTULO 2. LOS PROCESOS DE SUBLIMACIÓN Y EL ARTE SUBLIME: FREUD Y KANT, PLACER Y GOCE ENTRE EL INTERÉS Y EL DESINTERÉS ESTÉTICOS

6.5

2.1. La oposición d e Freud y Kant en la Teoría Estética

66

2.2. El psicoanálisis en ia o b ra de A d orn o

75

2.3. A d o rn o y la estética kantiana

85

CAPÍTULO 3. EL PLACERY EL G OCE ESTÉTICOS EN FREUD

95

3.1 JEI arte en la obra d e Freud

95

3.2. El chiste y su relación con la estética

102

3.3. El crea d o r literario y el fantaseo

110

3.4,.Arte m ás allá del princip io d e p lacer

114

3.5.

120

C atarsis y su blim ación

3.6 El p lacer y el g o ce estético s en Freud

127

CAPÍTULO 4. MORALIDAD Y SUBLIMIDAD EN KANT

131

4.1. La m oralidad y sus incentivos

131

4.2 S o b re lo sublim e: Longino y Burke

139

4 .2 .1 . Lon gin o

139

4.2.2. Edm und B u rk e

146

4.3, Lo

sublim e en Kant l . O b se rvacio n e s sobre el sentim iento de lo bello y lo sublim e

4 .3

4 .3 .2 ’ La C rític a del ju ic io 4 .3 .2 .1 . D e los propósitos y d e fin icio n e s de la C rítica dei ju ic io 4 .3 .2 .2 . A n a lític a de lo b e llo 4 .3 .2 .3 . A n a lític a de lo su b lim e 4.4. C o n c lu sio n e s

161 161 165 166 174

181 188.

CAPÍTULO 5. ARTHUR DANTO: EL ARTE COMO LENGUAJE VACÍO

195

5.1:, ti fin del arte

196

5.2. La esen cía d el arte

219

5.3... Eí arte y su conflicto con la estética

240

CAPÍTULO 6. LA PERTINENCIA DE LAESTÉTICA EN LA HISTORIA DEL ARTE

265

ÉÍ.1. Tres artistas n orteam erican o s: Poe, N ew m an y W arh ol

265

6 -1 .1 . Edgar AH an Poe

265

6 :1 .2

270

Barnett N e w m an

6.T¿3. A n d y W a rh o l

278

6.T.4.J Prob lem as a co n sid e rar co n m iras a una teoría estética

292

6 .2 . ¿Por qué Lacan y Benjam in según Z izek?

295

6.3 . U na historia del arte a partir d e las tesis d e Benjam ín

303

CAPÍTULO 7. HACIA UNA ESTÉTICA PSICOANALÍTICA: EL ARTE COM O UN SÍNTOMA PARTICULAR

313

7.1. La angustia

314

7 .1 .1 . La angustia en Freud

314

7 .1 .2 . La angustia en Laca n

322

^ ./ S e n t id o ético y sublim ación

335

'7.3, G e n e ra ció n d e valor

355

¡7.4. ,£1 goce estético

368

.7.5: El arte co m o «sinthome»

381

CONCLUSIONES FINALES BIBLIOGRAFÍA

389 397

En 1969, tras una década de constantes cuestionamientos políti­ cos, sociales y culturales en el mundo, muere Theodor Adorno, dejan­ do inconclusa su última obra, la Teoría Estética, en la que articula, en su acostumbrado estilo dialéctico, sus múltiples preocupaciones en torno al arte y sus posibilidades reales de aportación a los individuos, sobre los intereses de cualquier racionalidad impuesta sistemática­ mente. El tono de la obra, sin embargo, está marcado desde sus pri­ meras líneas, por la siguiente afirmación {1971: 9): «Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derechq a la existencia». La afirmación de Adorno es tajante y apunta a una evidencia que no podemos evadir. Evidencia que, desde su obra fundamental, la Dia­ léctica de la Ilustración, se prefigura. La cultura occidental ha perdido certeza en relación a aquello que el arte, en tanto que elemento cons­ titutivo, puede ofrecer. El problema, considerado en abstracto, separado del resto de la dinámica histórica, social y cultural, en sí no parece tener consecuen­ cias, Que el arte resulte absurdo, probablemente incomprensible, no solo para la gran masa, sino incluso para las élites intelectuales y los mismos productores, luce como una especie de curiosidad. Sin em­ bargo, pensado dialécticamente, en el seno de las contradicciones so­ ciales, de los conflictos políticos y afectivos, la absurdidad del arte se revela en su inquietante obscenidad. ¿Por qué? Porque se espera algo de aquellos objetos denominados arte, que supuestamente tienen un valor particular y elevado. Algo de suma importancia en el devenir de nuestro destino cultural, sin que obtengamos respuestas ni de las producciones artísticas ni de sus productores. ¿Qué se espera del arte? Adorno no ofrece una respuesta afirmativa al respecto; de hecho, parece evadirla, aun y cuando su obra apunta a ella. Desde el conflicto de la racionalidad occidental, denunciado en la Dialéctica de la ilustración, se deja ver que la radicalización de la opresión propia de la razón moderna -desde la superación griega

n

de los mitos, hasta los regímenes totalitarios del siglo xx y la instaura­ ción de un sistema económico que impone una producción cultural bajo criterios industriales- ha venido engendrando, inevitablemente, su contrario: un resto de irracionalidad, igualmente radical. El tono de los textos de Adorno, al respecto, es, de hecho, más que alarman­ te, desesperado. Si la irracionalidad se intensifica con la imposición sistemática de una racionalidad de dominio, nuestra civilización pa­ rece estar condenada, en función de su acelerado progreso, a mani­ festaciones de violencia igualmente progresivas y sistemáticas. Cada avance en el dominio racional del mundo parece traer consigo inevi­ tablemente una escalada de la barbarie. Y, ante ello, en un repaso y cuestionamiento a nuestra cultura, tras la superación de ¡os mitos y sus prácticas mágicas y rituales, pareciera que so/o el arte podría ofre­ cer una respuesta para la conjura de la irracionalidad. Sin embargo, guarda silencio. En su constante interrogatorio al arte, Adorno recurre a diversos métodos para abordarlo: los de la filosofía, la sociología, la crítica y el psicoanálisis. Y, de entre ellos, en el desarrollo de la Teoría Estética, se revela una particuiar oposición dialéctica que podría dar frutos. Quizás el arte no solo deba ser entendido en función de su historia y de sus relaciones con la sociedad, en términos de la tradición estética occidental que encuentra en Kant una de sus articulaciones privilegia­ das. Quizás esta misma tradición, en función de la propia evolución histórica del arte hasta nuestros días, nos reveía qué su aparente insufi­ ciencia ha de ser complementada por un tipo de pensamiento distinto que, sin embargo, apunta al mismo problema: el psicoanálisis. ¿El psicoanálisis apunta al mismo problema en relación al arte, que la tradición estética de occidente? En este trabajo, se partirá del supuesto que ia pregunta implica, pues, en efecto, parece que el pro­ blema identificado por Adorno remite directamente a una de las gran­ des preocupaciones del pensamiento psicoanalítico, detectable en los textos de Freud. ¿Qué preocupación es tal? El primer capítulo de este texto, titulado «La promesa de reconci­ liación», pretende ser una respuesta a la mencionada pregunta, bajo

la tesis de que tal promesa ofrece el punto de mira, la noción de ver­ dad, al que se dirigen tanto los desarrollos de la estética como los del psicoanálisis. Y lo que nos mostrará es que dicho elemento no solo mantiene una estrecha relación con los distintos tipos de utilización de ía técnica, la producción y el consumo resultantes, y los tipos de lenguaje a ello vinculados, sino de manera más originaria, con las vías de acceso al placer y al goce que !a evolución histórica de nuestra cultura ha generado. Lo que esperamos entonces del arte, su promesa, esa incógnita que enigmáticamente se les plantea tanto a estetas como a psicoanalistas, ¿es el placer y ei goce? Sobre dichos cimientos, a partir del segundo capítulo, se indagará en la naturaleza del placer y el goce estéticos, en t^nto condiciones de la promesa que, suponemos, es el arte; para lo cual, no solo hemos de responder qué tipo de placer y goce son los propios del arte, sino qué tipo de experiencia o expectativa genera esta promesa. Tradicio­ nalmente, se ha señalado al sentimiento de io bello como atributo esencial de las obras. Sin embargo, ante el reto que el arte contem­ poráneo implica contra la tradición y nuestras nociones cotidianas de gusto y sensibilidad, Adorno apunta a un sentmiento más radical: lo sublime. ¿Cómo podemos entender, entonces, el arte contemporáneo en función de dicho sentimiento? V, por otro lado, ¿el psicoanálisis tiene algo que ver con él? La oposición dialéctica que Adorno realiza en ia Teoría Estética, entre las críticas de Kant y Freud al arte, enfrenta, en último término, el sentimiento de lo sublime, tal como lo caracteriza Kant, con el pro­ ceso que permite que nuestros impulsos y actividades en general, para Freud, se conviertan en virtud cultural: la sublimación. Ahora bien, ¿por qué hemos de abordar así el problema? ¿Por qué ei acercamiento de Adorno es pertinente? La importancia de dicha oposición radica en ia identificación de dos elementos paradójicos en la experiencia estética, de los cuales, como nos muestra Adorno, pareciera que Kant y Freud optan por uno distinto, rechazando el otro: el interés y el desinterés en la contempla­ ción. Rara Adorno, pues, la crítica de Freud en cuestiones artísticas,

así como su noción de sublimación, está del lado del interés; mientras que la crítica kantiana se ubica, en su comprensión formal del arte, con base en sus análisis de los sentimientos de lo bello y lo sublime, del lado del desinterés. Desde este punto de vista, el pensamiento oc­ cidental, representado en este caso por Kant y Freud, se nos muestra en un conflicto irresoluble, ¿Cuál es o ha de ser, dada esta situación, nuestra actitud hacia el arte contemporáneo? ¿Cuál es el estado de nuesfro deseo en relación a él? Por otro lado, ¿obstaculiza dicho con­ flicto nuestra comprensión del arte? A mi parecer, lo que revela Ador­ no con la identificación del conflicto es justo lo contrario; a saber, que tal oposición puede abrirnos el camino hacia su comprensión. Si es verdad, entonces, que las teorías de Kant y Freud son fun­ damentales en la comprensión del problema que implica el arte en nuestra cultura -cada una desde una perspectiva distinta, ambas anti­ téticas una respecto a la otra-, es un deber ineludible de este trabajo adentrarse en las obras de dichos pensadores para sacar a la superficie los elementos que están en juego. Los capítulos tres y cuatro están destinados a dicha labor. En el tercero, bajo la misión de comprender las conflictivas relaciones, en diversos procesos entre la represión y la sublimación, que posibilitan en nuestra psique, para Freud, el goce y el placer estéticos. En el cuarto, para comprender análogas relaciones entre ¡a moralidad y el goce estético, palpables desde la analítica de lo bello en la Crítica del juicio de Kant, pero ampliamente manifiestas en la esquematización de la razón ante el desbordamiento de la ima­ ginación, expuesta en la analítica de lo sublime. La cosecha recogida tras la elaboración de los cuatro menciona­ dos capítulos, nos permite contar con los elementos para abordar el problema de la «promesa de reconciliación» del arte, desde la pers­ pectiva en la que Adorno nos instruye. Sin embargo, en este punto, cabe la disyuntiva que cuestione si la brecha que abre Adorno nos lleva a dar en el blanco sobre el problema que intentamos aclarar o si existe algún otro ángulo a tomar en cuenta. En un esfuerzo dialéctico, como medio de contraste, he decidido exponer, en el quinto capítulo, un intento representativo de abordar

la problemática falta de evidencia del arte, desde un punto de vista que claramente excluye ei que venía desarrollando. Me refiero al del filósofo analítico y crítico de arte norteamericano Arthur Danto. A mi parecer, su filosofía del arte -basada en consideraciones semánticas y no estéticas- ha introducido en la discusión sobre la comprensión del arte contemporáneo un argumento que no debemos evadir. Si es verdad, como afirma, que la historia del arte ha llegado a su fin -alre­ dedor de la época de la muerte de Adorno y de la elaboración de su Teoría Estética- , en virtud de la elección de una empresa de autoconocimiento, desechando la de abrir vías de placer y goce, entonces sería preciso dejar de verlo como aquí lo hacemos: como una promesa. Sin embargo, ¿es verdad lo que Danto propone? ¿Qué tarp atinadas son sus valoraciones del trabajo de los artistas que utiliza como ejemplos para sustentar su teoría? ¿Puede realmente existir arte que no se configure en función de efectos estéticos?

,

A pesar de su coherencia interna, el juicio de Danto sobre el arte me parece erróneo, particularmente cuando se trata de comprender su relación con la experiencia, así como su importancia en la vida de las personas. Por ello, para refutarlo, y para regresar a mi perspectiva original, en el séptimo capítulo analizo ¡os textos de tres artistas nor­ teamericanos, significativos en relación a los argumentos que Danto esgrime -pues de hecho, refiere a la obra de dos de ellos-, en los que exponen lo que se puede considerar su filosofía de producción. Los tres artistas escogidos, pertenecientes a tres periodos distintos, son Edgar Alian Poe, Barnett Newman y Andy Warhol. Y lo que el análisis arroja como resultado, es que, en contra de Danto, no hay pruebas de que el trabajo de estos artistas se apoye en consideraciones semánti­ cas. Todo lo contrario, la evidencia apunta a que su labor está dirigida a la consecución de efectos estéticos, claramente relacionados con los que veníamos estudiando. El mencionado análisis, sin embargo, saca a relucir aspectos que no se contemplan en la perspectiva de Adorno. Ciertamente, el trabajo de estos artistas no rechaza la base estética que propone, en una dialécti­ ca entre interés y desinterés, pero sí cuestiona, sobre todo en Warhol,

[a función crítica del arte y su oposición a lo que Adorno denomina, despectivamente, «industria cultural».1 La obra de Warhof, entonces -como de alguna manera indica Danto-, nos impone nuevos retos para comprender lo que pasa con el arte contemporáneo. Pero, de acuerdo al argumento aquí realizado, podemos afrontarlos bajo la perspectiva de la estética y el psicoanálisis, más allá del punto de vista de Adorno. A estas alturas, por tanto, la cuestión a indagar es sobre los ele­ mentos que deben agregarse a nuestra comprensión del arte. ¿Qué nos puede seguir prometiendo después de Warhol y su aparente y enigmática fusión de arte y mercancía? En el mismo sexto capítulo, propongo que ei filósofo y crítico de la cultura Slavoj Zizek, en su libro Ei sublime objeto de la ideología, traza el camino hacia la posi­ ble respuesta. Y tal camino, básicamente, apunta hacia dos sitios, que no se alejan mucho de donde partimos, pero que permiten innovar respecto a Adorno: hacia Walter Benjamin y sus Tesis de ¡a filosofía de la historia, y hacia los desarrollos psicoanalíticos de jacques Lacan. ¿Por qué? Porque ambos pensadores, de manera complementaria, nos ofrecen un panorama de la historia y el lenguaje en el que, en contra de la teoría de Danto, el verdadero motor de la cultura son los efectos estéticos que puedan generarse en función cierta expectativa, la cual considero análoga a la promesa que guía el rumbó de este texto. Así, como una propuesta de comprensión de! arte desde un punto de vista estético, el último apartado del sexto capítulo está dedicado a mostrar la viabilidad de una historia del arte a partir de las Tesis de Benjamin; una historia que, más que progresar bajo el auspicio de cierto concepto, significado o narrativa, se concebirá como una serie de detenciones de la continuidad témpora!, las cuales son capaces de inaugurar, en función de sus efectos, horizontes que engendren esperanza en una oportunidad de redimir el pasado oprimido; como una promesa de reconciliación de los elementos de la cultura que se mantienen en conflicto durante su desarrollo.

1. A través de este término, Adorno refiere a la imposición de un tipo de racionalidad -basada en criterios industriales- sobre la producción cultural “-promovida por el sistema económico capitalista-, que la masifíca y estereotipa.

Por su parte, el séptimo capítulo, en su totalidad, está dedicado ai desarrollo de los principios que nos pueden permitir comprender el arte, en su dimensión estética, bajo la lente de los descubrimien­ tos freudianos y la formalizados en la que se esfuerza en instruirnos Lacan. Y, así, al introducirnos en la compleja trama de sus escritos y seminarios, se establece que hemos de lidiar con el afecto de angustia, con lo que llama la Cosa freudíana, con la escabrosa relación entre la filosofía práctica de Kant y Sade, con la ética dei psicoanalista, con Jos procesos de sublimación y de generación de valor en la producción de objetos referidos -como residuos- con la denotación «a», con el ¡nsimbolizable goce y con la noción de sinthome -la cual mantiene una íntima relación con el arte de la escritura. Esto es, en suma, el camino planteado por este texto, con la inten­ ción de lograr cierta comprensión acerca de qué puede, en las condi­ ciones actuales de nuestra cultura, ofrecer esperanzas reales de satis­ facción más allá de los conceptos abstractos que nuestra racionalidad en su evolución ha concebido y del desahogo barbárico de nuestros impulsos elementales. De no existir una especie de justo medio en­ tre ambos extremos, en una desesperación como la que los textos de Adorno suelen expresar, pareciera que solo tendríamos las opciones de la resignación socrática, la violencia dionisiaca o la abstención de todo acto y decisión al estilo dei Bartleby de Hermán Melville. Si, como muestra Freud, nuestra cultura es incapaz de concebir caminos para la satisfacción, nuestro destino sería no solo el malestar, sino rivalizar con la propia cultura y nuestros semejantes, en e¡ mar­ co de la lucha de esos seres míticos que son Eros y Tánatos. Pero si nuestra cultura, de hecho, ha creado tales caminos, como en este tra­ bajo sostengo, es labor de quienes nos dedicamos a su estudio echar mano de las herramientas de análisis, crítica y reflexión que ofrece, para aclararlos y mostrarlos. Es mi opinión que la filosofía, a través de !a tradición estética occidental, y el psicoanálisis, nos proporcio­ nan los elementos suficientes para discernir esa virtud, de naturaleza más técnica que intelectual, que a la fecha nos sigue prometiendo e impulsando a continuar, aun en el frecuentemente desesperanzador

escenario de nuestro mando contemporáneo y sus depresivas ilusio­ nes posmodernas. Sí este texto aspira a alguna utilidad, esa sería la de mostrar, a través de las exigencias de ia investigación, la posibilidad real de la convicción que sostengo. Por ello, no queda más que dar paso a su desarrollo y conclusiones, quedando, sin embargo, abierto al mejor juicio del lector.

AGRADECIMIENTOS

A mi padre, sin cuyo sostén económico y morai, este proyecto no habría sido. Al Dr. Francisco de Asís Caja López, porque su guía dio luz al camino que me propuse. Al Dr. Pedro Chacón Fuertes, por su siempre amable disposición a auxiliarme en los complicados mecanismos de [a Universidad. A la Dra. Ana María Leyra Soriano, por haber considerado este trabajo y haberlo recomendado para publicación.

1 .1 . Freud: ilusiones y malestares de la cultura En su texto de 1927, El porvenir de una ilusión, Freud aborda el tema del desarrollo de la cultura en relación a las posibilidades de satisfacción que es capaz de ofrecer. En su opinión, la vida humana, regida por la cultura, muestra dos aspectos; por un lado, el saber y el poder a través de los cuales los hombres se han elevado sobre la na­ turaleza; por otro, las normas para regular los vínculos entre los hom­ bres y la distribución de los bienes. Ahora bien, esas dos orientaciones de ia cultura son independientes entre sí por tres factores (Freud, 1980 b: XXI, 6): «porque los vínculos recíprocos entre los seres humanos son profundamente influidos por la medida de la satisfacción pulsional que los bienes existentes hacen posible [...]; porque e! ser humano individual puede relacionarse con otro como un bien éi mismo [...]; porque todo individuo es virtualmente un enemigo de la cultura». Así, Freud hace notar que la cultura no solo satisface necesidades, sino que además posibilita la explotación de los hombres, los somete a una opresión que exige renuncias y crea en ellos tendencias agresivas en contra de la misma cultura. «Por eso la cultura debe ser protegida contra los individuos». ¿Querrá decir esto que la cultura tiene fallas intrínsecas a su concepto, que paradójicamente, en ciertos momentos, pueden empujar a los hombres a la barbarie? ¿Cultura y barbarie están intrínsecamente relacionadas? En primera instancia, nos dice Freud (1980 b: XXI, 7), «cabe supo­ ner que estas dificultades no son inherentes a la esencia de la cultura misma, sino que están condicionadas por las imperfecciones de sus formas desarrolladas hasta hoy», con lo cual uno puede albergar la esperanza de perfeccionamiento y de reconciliación de los elementos en conflicto en el seno de la cultura. Sin embargo, inmediatamente Freud apunta que, mientras el progreso en el dominio de la naturaleza es evidente, «no se verifica con certeza un progreso semejante en ¡a regulación de los asuntos humanos». ¿No hay, entonces, posibilidad

de perfeccionamiento en la manera en que concebimos nuestras rela­ ciones humanas? Rara Freud (1980 b: XXI, 8) es un hecho «que toda cultura debe edificarse sobre una compulsión y una renuncia de lo pulsional» y que «en todos los seres humanos están presentes unas tendencias destructivas, vale decir, antisociales y anticulturales», siendo que io primero parece implicar como consecuencia a lo segundo. Con eilo, el centro de los problemas de la cultura, en nuestro actual grado de desarrollo, no parece ser el control de la naturaleza, sino «que se lo­ gre [...] aliviar la carga que el sacrificio de lo pulsional impone a los hombres, reconciliarlos con la que siga siendo necesaria y resarcirlos por el la». A lo anterior se aúna la cuestión de que la gran mayoría de los hombres ha de ser gobernado por una minoría; unos «individuos arquetípicos que las masas admitan como sus conductores».2 Todo iría bien, según Freud, si estos hombres tuvieran la capacidad de encon­ trar soluciones a las necesidades objetivas de la vida y, al mismo tiem­ po, fueran capaces de controlar sus propios deseos puisionales, edu­ cando a las masas «en el amor y respeto por el pensamiento» que les permitiera disfrutar de los beneficios de la cultura de la mejor manera. Pero, ¿qué tan probable es que eso realmente suceda? ¿La cuitura es capaz de perfeccionarse y de permitir la reconciliación en función de un buen liderazgo que guíe a las masas hacia los ideales del pensa­ miento? Como identifica Freud, hemos de tomar en cuenta varios factores para evaluar la situación: económicos, políticos, sociales y psicológi­ cos, de entre los cuales, centrará sus esfuerzos en los problemas relati­ vos a los últimos. Así, básicamente señala dos tipos de medios anímicos a través de los cuales se pretende conservar la cultura (Freud, 1980 b: XXI, 10): «los medios compulsivos y otros destinados a reconciliar con ella a ¡os seres humanos y resarcirios por los sacrificios que impone». Frustración o denegación sería ei hecho de que la pulsión no pueda 2. Este tema fue desarrollado en profundidad por Freud en Psicología de las masas y análisis del yo, de 1921.

ser satisfecha, mientras que la prohibición sería la norma que la exi­ ge y la privación el estado producido por la prohibición, siendo las prohibiciones fundamentales aquellas relacionadas con ios deseos del incesto, el canibalismo y el gusto por matar, ¿Ha creado la cultura los medios suficientes para que logremos resarcir estas renuncias? Antes de intentar contestar dicha pregunta, Freud se apresta a explicar el desarrollo moral de los individuos, ei cual se basa en la interiorización de la autoridad externa, creando una instancia aními­ ca particular que acoge sus mandamientos: el superyó. Así, la psique deviene moral y social; no hay cultura sin superyó. Sin embargo, las privaciones que imponen dichos mandamientos son, a su vez, ia base del descontento y de la opresión de ia mayoría de jos hombres. Exis­ te, por otro lado, un tipo de patrimonio anímico distinto de las leyes morales; se trata de los ideales y las creaciones artísticas (Freud, 1980 b: XXI, 12), «vale decir, las satisfacciones obtenidas.de ambos», en los que se expresan los logros supremos y más apetecibles de la cultura. Por un lado, en lo referente a los ideales, estos distan mucho de ser universales para Freud. La satisfacción que involucran es de tipo narcisista, descansa en el orgullo y requiere de la comparación con ios ideales de otras culturas, a los que ha de despreciar; con lo cual, a pesar de que ayudan a contrarrestar las tensiones que provocan hos­ tilidad contra la cultura, tienden a crear nuevas formas de discordia, esta vez contra quienes no pueden ser identificados como parte de la misma cultura. Por otro lado, el arte brinda satisfacciones sustitutivas para las renuncias culturales, por lo que (Freud, 1980 b: XXI, 13-14) «nada hay más eficaz para reconciliarnos con los sacrificios que [...] imponen». Lo «consiguen dando ocasión a vivenciar en común sen­ saciones muy estimadas [...], sirven a la satisfacción narcisista cuan­ do figuran los logros de la cultura en cuestión y hacen presentes sus ideales de manera impresionante». ¿Será entonces el arte la mayor esperanza de reconciliación de la cultura? Antes de dar una respuesta, Freud continúa repasando el inventa­ rio psíquico de la cultura, pasando a la que quizá sea su manifestación más importante: ias representaciones religiosas; sus ilusiones. ¿Cuál

es, pues, para Freud, el valor de la religión? Se trata de una especie de consuelo que disipa los terrores que inspiran el mundo y la vida, y que ofrece respuestas ai apetito de saber de Sos hombres, humanizando la naturaleza. Entonces (Freud, 1980 b : XXI, 17), «uno cobra aliento, se siente en su casa {heimiscb} en lo ominoso {Unheimlich}, puede elaborar psíquicamente su angustia sin sentido». Y no solo las huma­ niza; les confiere, además, «carácter paterno, hace de ellas dioses, en lo cual obedece no solo a un arquetipo infantil, sino también, como he intentado demostrarlo, a uno filogenétíco». La religión, pues, tiene su base en el desvalimiento .de los hombres y en su añoranza por los padres, convertidos en dioses. La respuesta de la religión, sin embargo, fracasa porque no resuel­ ve el desvalimiento y el desconcierto de los hombres ante la natura­ leza. La religión, entonces, encuentra su dominio genuino, más que del lado de las satisfacciones, en el de ia moral, con lo cual se termina atribuyendo origen divino a los preceptos culturales mismos y se crea la ilusión de que la vida en este mundo sirve a un fin superior. ¿Cuál es el valor efectivo, el significado psicológico, de esta ilu­ sión? Las representaciones religiosas (Freud, 1980 b: XXI, 25-29) «son enseñanzas, enunciados sobre hechos y constelaciones de la realidad exterior (o interior), que comunican algo que uno mismo no ha des­ cubierto y demandan creencia [...], nos dan información sobre lo que más nos importa e interesa en la vida». Se trata, pues, de información que, a falta de pruebas, requiere de fe y de no ser cuestionada, io cual en el fondo revela que «la sociedad conoce muy bien la fragilidad de los títulos que demanda para sus doctrinas religiosas». Tenemos, pues, que precisar «en dónde radica la fuerza interna de estas doctrinas, a qué circunstancias deben su eficacia independientemente de su acep­ tación racional». La respuesta de Freud es clara, simpiey se sigue del planteamiento del problema. En tanto que ilusiones, las representaciones religiosas son cumplimientos de los deseos más antiguos e intensos del hombre; anhelos producidos por sus más profundas carencias. El secreto de su fuerza es la fuerza de estos deseos, a los cuales se les provee, en

torno a un complejo paterno, de una solución universalmente admi­ tida. Universalmente admitida, sin embargo, sin justificación racional alguna. Debe ser aceptada a priori; es irrefutable. ¿Por qué habríamos entonces de creer en ella? De acuerdo a io dicho hasta ahora, las esperanzas de reconci­ liación que ofrece la cultura, ¿aspiran a una justificación racional o no son más que ilusiones irracionales que responden a profundas ca­ rencias afectivas, pero sin eficacia en su resolución? La respuesta de Freud es que nuestra cultura está edificada sobre las ilusiones de tipo religioso, pero ello no debería llevarnos a acallar cualquier tipo de # cuestionamiento intelectual a favor del mantenimiento de un orden irracional, sino a una revisión radical del vínculo éntre cultura y rei

ligión. En este sentido (Freud, 1980 b : XXI, 41), «sería una indudable ventaja dejar en paz a Dios y admitir honradamente el origen solo humano de todas las normas y todos los preceptos de la cultura. Con la pretendida sacralidad desaparecería también el carácter rígido e inmutable de tales mandamientos y leyes». Dicha actitud, en principio, posibilitaría el progreso racional en el camino a la reconciliación entre la cultura y la satisfacción pulsional. Pero, ¿puede la razón por sí misma encontrar la respuesta esperada? La discusión que entabla Freud en el texto le lleva a admitir que quizá la ciencia y la razón también persiguen ilusiones; es decir, no que ellas en sí mismas sean ilusiones, pero sí creer que podríamos obtener de otra parte lo que ellas no pueden darnos. ¿Pueden ellas, entonces, darnos, además de herramientas de análisis y de dominio de la natu­ raleza, una esperanza realista de reconciliación? La posible respuesta siempre resultará problemática para Freud. Incluso, en El malestar en la cultura, ai hacer un repaso de las nu­ merosas técnicas y creaciones que el hombre ha llevado a cabo para resarcir sus renuncias, de las diversas satisfacciones sustitutivas y su­ blimaciones que ha logrado alcanzar, los conflictos producidos por las exigencias de la cultura que nos piden duras renuncias no encuentran una clara solución. Parecería, pues, que la cultura, en el desarrollo de sus diferentes manifestaciones-arte, religión, moral, tecnología, e tc-,

implica siempre un malestar, el cual, en ocasiones, puede llevar al in­ dividuo a desarrollar impulsos violentos contra la cultura. La situación planteada por Freud es preocupante y complicada. ¿Estaremos conde­ nados a la insatisfacción y a la exposición a la violencia, la cual puede irrumpir en el momento menos esperado, a causa de nuestra propia naturaleza? Freud, finalmente, se pronuncia al respecto en El malestar en la cultura (Freud, 1980 a: XXI, 140): A sí, se me va el ánim o de presentarme ante m is prójim os corno un profeta, y me someto a su reprocho de que no sé aportarles ningún consuelo -pues eso es lo que en el fondo piden todos, el revolucionario más cerril con no menor pasión que ei más cabal beato.

El malestar parece, pues, imponerse sobre la ilusión de reconcilia­ ción, la cual, a pesar de todos los intentos de la cultura por mantener viva la esperanza en ella, termina fracasando por su ineficacia; por su propia irracionalidad. La racionalidad, entonces, solo encuentra lugar en el dominio sobre la naturaleza, mientras que el dominio de los hombres y sus relaciones se revela como irracional y carente de una respuesta satisfactoria. Freud rio puede prometer nada.

1.2. Benjamín y Adorno: El derecho a la existencia del arte, la técnica en la producción y consumo, y la redención de la ilusión Freud se abstiene de dar consuelo, pues prefiere ello a engendrar ilusiones, falsas esperanzas; las cuales, en el fondo, son como un en­ gaño o una mentira. Sin embargo, aun y cuando no se pueda garan­ tizar una solución al conflicto, habríamos de seguir preguntando por posibilidades dentro de la misma cultura que no necesariamente sean falsas y que nos brinden un tipo de esperanza que no tenga que caer en el engaño. ¿Qué puede, entonces, en el estado de la cultura con­ temporánea, mantener viva la esperanza de superación del conflicto, sin mentir? Las respuestas de W. Benjamín yT. Adorno apuntan hacia un mismo lugar, desde diferentes perspectivas, aunque con muchas semejanzas: hacia la producción artística.

En El autor como productor, texto presentado en 1934, en París, para el estudio del nazismo, Walter Benjamin aborda el tema del tipo de arte que, en una situación social especifica, tiene derecho a existir, por ser el que responde a los problemas del momento en lugar de perpetuarlos, a partir dei cuestionamiento «sobre e! derecho de exis­ tencia del poetan,3 Señala que, al plantearse la cuestión, se suele caer en una discusión sobre qué es lo fundamental en el arte, la tendencia política o la calidad de la obra. La opción que Benjamin (2004: 2122) suscribe como propia, es la siguiente: «una obra que presente la tendencia correcta poseerá necesariamente toda otra cualidad». Con esto, Benjamin conjuga dos aspectos que se suelen pensar por separa­ do, el de la praxis política y el del trabajo artístico, fítues «la tendencia política correcta incluye una tendencia literaria. Y, para completarlo de una vez: que es en esta tendencia literaria [...] y no en otra cosa, en lo que consiste la calidad de la obra». Una obra de calidad, por tanto, es una obra cuya tendencia es realizada correctamente; es útil a la praxis política. Ahora bien, en lugar de partir del debate entre tendencia y calidad, Benjamin nos señala que pudo partir de otro análogo, aquel entre for­ ma y contenido. Este resulta estéril si se analiza la obra en abstracto. Más bien, para que la discusión sea fecunda, ha de insertarse la obra en el conjunto de las relaciones sociales, las cuales, desde el punto de vista del materialismo dialéctico, están condicionadas por las re­ laciones de producción, con el fin de analizar desde allí la forma y el contenido. Así, nos dice Benjamin, se suele preguntar sobre la actitud de las obras frente a dichas relaciones de producción. Sin embargo, es preferible formular otro tipo de pregunta, menos pretenciosa, en su opinión, y más precisa, a mi parecer (Benjamin, 2004: 25): «¿cuál es su posición [de la obra] dentro de ellas [las relaciones de produc­ ción]?». Es decir, qué papel juegan la forma y contenido específicos de

3. Dicha cuestión, como nos recuerde Benjamin, fue planteada con toda su fuerza por Platón, en la República, por el concepto elevado que tenía del poder de [a poesía. Ahora, es necesario retomarla desde un contexto distinto; Platón consideraba dañina la poesía en una comunidad perfecta, pero en una imperfecta ha de precisarse su aportación.

una obra dentro de ¡a compleja red de relaciones. La pregunta, pues, «apunta directamente a la función que tiene ia obra dentro de las relaciones de producción [...] apunta directamente hacia ia técnica [...] de las obras». £1 centro de la discusión que ie interesa precisar a Benjamin, por tanto, es el de la correcta utilización de la técnica para producir una obra, siendo así que la tendencia de una obra, en la cual consiste su calidad, consiste, a su vez, en un progreso o retroceso de la técnica. La producción, el producto y su función en la red de relaciones so­ ciales, vinculada a la actividad política, no pueden pensarse como momentos ajenos, sino como parte del mismo proceso dialéctico que, en su conjunto, constituyen ei fenómeno artístico. No se trata, por tanto, de producir a partir de géneros y funciones previamente es­ tablecidos, como si existiera una necesidad espiritual o natural para hacerlo, sino de funciones determinadas por las circunstancias en las que se encuentran las relaciones de producción en un momento de­ terminado, con el fin de que sean útiles a ¡a tendencia política que cada uno elija. Lo anterior no solo favorece la autonomía -pues eí individuo no depende de lo que e¡ sistema produzca para satisfacer sus necesida­ des, ya que él mismo desarrolla la técnica que requiere cada obra en específico para ser útil a sus intereses, a partir de las condiciones de desarrollo existentes-, sino que además propicia la liberación de los medios de producción que, de otra manera, quedarían monopoliza­ dos por los capitalistas. Haciendo referencia al teatro de Brecht y sus aportes técnicos, Benjamin nos hace notar que se trata de una refuncionalii:ación del material existente en la realidad social, sin ¡a cual, se encontraría ata­ do a relaciones de explotación. Vale la pena insistir que no se trata de una (Benjamin, 2004: 38) «renovación espiritual como la proclamada por los fascistas; se proponen innovaciones técnicas». Con ello, lo producido se resiste a alimentar el sistema dominante y más bien se propone transformarlo. Por lo tanto, una obra que abastece y fortifica el sistema, es decir, que no aporta nada para que las relaciones so-

cíales y de producción cambien, para Benjamín, tiene una tendencia incorrecta, es de pobre calidad y no es eficaz en absoluto. Si se está en una situación de alienación e insatisfacción, lo propio de aquello que hemos de llamar arte ha de ser su funcionalidad para cambiar materialmente la situación de las relaciones sociales que de­ penden de las relaciones de producción y encontrar una solución. Se trata de (Benjamín, 2004: 44) «suprimir la oposición entre el ejecutan­ te y el oyente y suprimir la oposición entre la técnica y el contenido». La cultura, por tanto, y particularmente el arte, no ha de ser entendida como objeto de consumo, paladeo y contemplación, sino desde sus procesos de producción y desde sus aportaciones, fundamentalmente técnicas. El espectador ha de ser capaz de comprender el proceso de producción de aquello que se le presenta como satisfactorio, criticarlo y, de ser necesario, convertirse en productor de nuevas obras. Así pues, la utilización de la técnica, desde la perspectiva de Ben­ jamín, es la base a partir de la cual hemos de discutir las posibilida­ des de superación de la alienación y la insatisfacción que el sistema de producción genera. Ante ello, hemos de considerar la opinión de Freud, en el Malestar en la cultura, acerca de la tecnología. Menciona que, sin duda, debemos sentirnos orgullosos del grado de desarrollo que ha aícanzado la técnica en la modernidad; que es, de hecho, como un cuento de hadas, como (Freud, 1980 a: XXI, 90) «e! cumpli­ miento de todos los deseos de ios cuentos». El hombre se ha hecho de aquello que en otras épocas parecía imposible lograr, de aquéllo que se imaginaba propiedad exclusiva de los dioses. En virtud de ia técnica, el hombre ha devenido un dios él mismo; «una suerte de diosprótesis, por así decir, verdaderamente grandioso cuando se coloca todos sus órganos auxiliares; pero estos no se han integrado con él, y en ocasiones le dan todavía mucho trabajo». ¿Por qué no se han integrado al hombre sus órganos auxiliares, a pesar de que estos le dan el poder de un dios? ¿Qué se entiende por integración en esíe contexto? De lo que habla Freud es del cumpli­ miento de deseos. La integración se refiere a la utilización de dichas herramientas a favor de ello. Sin embargo, aún es necesarid,T£>n>a¡1’'en

cuenta otro aspecto (Freud, 1980 a: XXI, 91): «el ser humano de nues­ tros días no se siente feliz en su semejanza con un dios». No se trata, pues, soio de cumpiir deseos, los cuales, como sabemos, en gran parte solo persiguen ilusiones. Lo que está en juego son ¡as posibilidades de la técnica en el logro de la felicidad, de satisfacción. Del mayor de los deseos. Así, la verdadera integración no consiste simplemente en insertar al individuo en el sistema de producción, sino en adaptar los medios de producción a las necesidades de satisfacción y a la búsqueda de felicidad de cada individuo. No se trata, pues, de subsumir lo particular en lo general, sino de que lo particular encuentre su satisfacción a través de lo que solo debería ser un medio. Por io tanto, hemos de preguntamos si en nuestras sociedades la técnica es real­ mente un medio cuyo fin es la satisfacción de los individuos o, más bien, se ha convertido en un sistema que administra los intereses de los individuos de acuerdo a una lógica que es ajena a las necesidades de estos. En su famoso ensayo de 1936, La obra, de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Benjamin realiza una crítica de las transfor­ maciones que implica ei creciente progreso de los medios, y nos da una idea de sus posibilidades, en un contexto apenas anterior al del capitalismo de consumo.4 El primer rasgo a considerar y sobre el cual gira el texto, es que ia producción cultural, en específico el arte, ya no puede ser estudiada, como se anticipa en El autor como productor, a partir de conceptos que han sido dejados atrás, como los de creación, genialidad, peren­ nidad y misterio; conceptos todos que pueden ser utilizados con sen­ tidos fascistas, por su ineficacia en ia transformación de las relaciones de producción. La cultura, bajo esta perspectiva, no es un producto del espíritu, sino de la técnica. Ahora bien, lo propio de este texto, sin embargo, es que ia técnica característica de nuestra época ha sido di-

4. Desde el texto ya citado del Autor como productor, las dos preocupaciones principales de Ben­ jamin parecen ser el fascismo y el enfrentamiento entre proletarios y capitalistas. Me parece que, para poder hablar de la sociedad de consumo, bajo una línea de pensamiento similar, tenemos que recurrir al concepto formuJado varios años después porT. Adorno de la «Industria cultural».

señada para reproducir. Producir arte, en nuestros tiempos, por tanto, es reproducir, con lo cual, otro tipo de técnicas ajenas a la reproduc­ ción van perdiendo paulatinamente vigencia. Lo anterior implica que el aquí y ahora de las obras, su existencia singular, su aura, esa manifestación irrepetible de una lejanía, base de su autoridad y autenticidad, quedan irremediablemente dañadas. Y esta atrofia del aura, nos dice Benjamín, es un proceso sintomáti­ co. ¿Un síntoma de qué? El arte, cada vez más, se desvincula de la tradición, de sus prácticas y sus conceptos; se vuelve masivo y pue­ de actualizarse constantemente, al desligarse de su contexto orígi- 5 nal, para salir al encuentro de cualquier destinatario. E! desarrollo de los medios de reproducción, pues, está íntimamente vinculado a la formación de masas, las cuales requieren la superación de la singula­ ridad y el acercamiento espacial y temporal de todas las producciones culturales para adueñarse de éstas en su falta de individualidad. Con esto, la percepción de los objetos sufre modificaciones; lo igual le gana terreno a lo irrepetible; acostumbramos nuestro gusto a lo in­ mediato y reproducible, y perdemos sensibilidad hacia lo auténtico y diferente. Por un lado, el arte tradicional, vinculado al culto y al ritual, sufre una severa crisis que lleva a ciertos artistas a la posición extrema de i'art pour ¡'art, por otro, el arte se emancipa del ritual y se abre a una nueva posibilidad (Benjamín, 1989: §4): «En lugar de su fundamentación en un ritual aparece su fundamentacíón en una praxis distinta, a saber en la política». El arte, en su vinculación con !a política, privi­ legia la exhibición de la obra sobre su valor cultual,5 haciéndola sus­ ceptible de los más diversos usos; liberándola, podríamos decir, para darle la función que la tendencia política requiera. La consecuencia, por tanto, es que los objetos artísticos se vuelven objetos de todo tipo de manipulación: manipulación de realidades fotografiadas, manipu­ lación de los actores en el mecanismo cinematográfico, manipulación de la percepción de los espectadores sometidos a todo tipo de estímu5. Valor cultual que depende del ritual; ía tradición y sus ideas religiosas que delermirian de antemano la fundón de la obra.

los; todos los participantes en los procesos de reproducción hemos de responder de manera automática a las exigencias de los medios, ha­ bituando nuestra percepción a las diversas competencias requeridas. Aunque, como veíamos en El Autor como productor, este parece ganar autonomía y eficacia, el análisis de los medios de reproduc­ ción nos muestra que, en la formación de masas que ellos propician, en función de su propia dinámica, los que participamos en ella en realidad perdemos autonomía e. individualidad en la producción y consumo, tras la desaparición de los roles tradicionales. Es cierto, el consumidor aspira siempre a ser productor, pero lo que también tien­ de a suceder es que el productor pierde su carácter de creador para convertirse en un operador de mecanismos. Se trata, en suma, de una manipulación y puesta en circulación constante del material disponi­ ble, que pone en cuestión la eficacia política que Benjamin postulaba como constitutiva de la calidad de la obra. ¿Puede aún el productor aspirar a ser autónomo al verse enfrentado a los medios de reproduc­ ción? ¿Puede aún realizar la tendencia política de la obra, siendo que su producto es susceptible de circular de manera indeterminada por todo el sistema? ¿Puede asegurarse de que su producto, en la circu­ lación, opere una transformación en el sistema, en lugar de que el sistema lo transforme a é! y lo integre en su lógica? Para ampliar nuestra comprensión de lo que ¡Benjamín ha identifi­ cado, hemos de continuar con el análisis dei texto. ¿Qué es lo que de hecho se realiza en esta transformación en el gusto y la percepción, operada por los medios? Benjamin nos da algunas pistas en relación a los desarrollos del psicoanálisis. Los medios de reproducción nos permiten ver cosas que de otra manera habrían pasado desapercibi­ das. Los medios, en este sentido, son como herramientas de análisis. A través de ellos nos enteramos de toda una realidad que permanecía desconocida, como en ei psicoanálisis nos enteramos del inconscien­ te. Los medios, pues, literalmente, producen y, en el proceso, amplían la realidad, a costa, sin embargo, de su fragmentación. Crean una rea­ lidad en la que se puede profundizar fragmentándola, diseccionándo­ la, dispersándola, separándola en piezas para su análisis minucioso

y apropiación masiva, pero que, por otro iado, carece de un vínculo cultural que determine la dirección de la producción, con lo cual, como nos dice Benjamin, la política se convierte en el eje en torno al cual se decide el destino de la producción, ya sea en la estetización de ¡a política, como en el fascismo, en la politización del arte, como en el comunismo, o, como nos hará ver Adorno, en ia mercantilización de la cultura que promueve la industria. Propiamente hablando, es con el concepto de industria cultura! con el que entramos en el análisis del arte en la sociedad de consumo y de sus posibilidades en ella. Según el punto de vista liberal que sirve de ideología al sistema de producción capitalista, la utilidad que los individuos puedan obtener de los medios está en sus manos; depende por completo de sus capacidades. Sin embargo, bajo las condiciones actuales de repartición de la riqueza y división del trabajo, esa res­ puesta parece insuficiente, pües no logra explicar ¡a insatisfacción, los síntomas, las alienaciones y, en suma, los malestares propios de nuestras sociedades. Los hechos, como dice Adorno, lo desmienten cotidianamente. Los individuos no parecen tener a la mano, dentro de la lógica de! sistema de producción, los medios para intentar rea­ lizar su felicidad. De ser así, la producción -los intentos- sería tan variada como los individuos. Pero el hecho es que, más bien, en todo el mundo cada vez se parece más lo que se produce, se ofrece como satisfactorio y se consume. Todo, como ve Adorno, tiene un rasgo de semejanza. Ello, por supuesto, nos debería hacer reflexionar. ¿En fun­ ción de qué producimos? ¿De nuestra individualidad? ¿De nuestras necesidades? ¿O de un tipo de generalidad impuesta por el sistema? La tesis de Adorno apunta a esto último. El sistema controla la pro­ ducción a través de la estandarización, bajo criterios que ya no tienen que ver con la cultura en un sentido tradicional, sino con la industria y el comercio. A falta de cultura tenemos, entonces, una industria que produce un sucedáneo de cultura. Adorno reconoce que la industria cultural busca armonizar todos los elementos que puedan entrar en contradicción con el sistema, con io cual, si su pretensión se pudiera cumplir, en principio, al menos, la

alienación disminuiría notablemente, y nuestra satisfacción, si no es­ tuviera garantizada, sería, al menos, muy facilitada. El problema para Adorno es que esta promesa de reconciliación descansa en una premi­ sa falsa. Para que sus pretensiones fueran genuinas, los individuos de­ berían tener cada vez más poder frente al sistema, tal como proclama el espíritu liberal con sus propuestas de ¡aissez-faire. Pero, para Ador­ no, lo único que se hace cada vez más poderoso es el mismo sistema de producción, sometiendo cada vez más a su antítesis, el individuo. Ahora bien, al igual que Benjamin, Adorno reconoce la atrofia del aura y la identifica en el sacrificio de la lógica propia, única e irrepeti­ ble, de cada obra, en el seno de la producción en serie. La diferencia, sin embargo, es que para Adorno (2001: 166) esto «no se debe atri­ buir a una ley de desarrollo de la técnica como tal, sino a su función en la economía actual». Utilizar medios de reproducción para hacer objetos culturales no implica por sí mismo la disolución del aura y ia pérdida de autenticidad, lo cual, quizás, abre una posibilidad al arte autónomo aun en el marco de la reproductibilidad. Lo que más bien pone en jaque al arte bajo esta perspectiva, son las exigencias del mercado en el que hemos de interactuar y resolver nuestras necesi­ dades y suerte. Necesidades que no están determinadas ni siquiera por los deseos de los individuos, como pudo haber pensado Freud o como afirma la ley de oferta y demanda, sino por el secreto que Marx identificaba en la fetichización de la mercancía y en ia plusvalía, a saber, la reproducción del mismo sistema operada por la abstracción del valor, en función del tiempo de trabajo social, lo cual asegura su éxito como negocio. Lo que Adorno muestra, en contra de cualquier espíritu de libre competencia, es que la producción tiende al monopolio cultural; a la administración eficaz de todo recurso a través de una estandarización que no tolera desperdicios o cualquier tipo de gratuidad sin fines de lucro. ¿No es esto paradójico? ¿Cómo puede un sistema prometer las mayores satisfacciones en su publicidad, sin aceptar, a su vez, un gas­ to improductivo? ¿No implica la idea misma de satisfacción un gasto que no sea necesariamente susceptible de ser reinvertido en la lógica

de cualquier sistema? ¿Un gasto puro, una descarga de energía que está destinada a perderse y que incluso puede manifestarse, en su cru­ deza, en su violencia, de manera amenazadora, siniestra, destructiva, como ya identificaba Freud en el caso de la pulsión de muerte? La producción en la industria cultural, para Adorno, funciona es­ quemáticamente; en su racionalidad, toda manifestación es absorbida y sometida; todo contenido procede de la conciencia. Ei contenido pulsional e inconsciente es domesticado de manera cada vez más ava­ salladora hasta convertirlo en cliché, con lo cual su impacto puede ser calculado para distribuirse con éxito en función de su valor de cambio. La carrera hacia el éxito que cualquier individuo emprenda se convierte, así, en la suma de esos acontecimientos idiotas, en el cumplimiento del cliché, sin ninguna repercusión energética. ¿Qué se siente, pues, al lograr el éxito en una empresa de este tipo? No mucho, al parecer. El tedio es la constante. ¿Ofrece algo la industria cultural para lidiar con ei tedio? Ofrece entretenimiento; industria del entretenimiento, bajo un hostil mandato inherente: ¡diviértete! Adorno (2001: 181) es contundente ai referirse a este proceso: La diversión es la prolongación del trabajo bajo el capitalism o tardío. Es busca­ da por quien quiere sustraerse dei proceso dei trabajo mecanizado para ponerse en condiciones de poder afrontarlo. Pero, al mism o tiempo, ia m ecanización ha conquistado tanto poder sobre el hombre durante el tiempo libre y sobre su felicid ad, determ ina tan íntegramente la fabricación de los productos para distraerse, que el hombre no tiene acceso más que a las copias y a las repro­ ducciones del proceso de trabajo mismo. El supuesto contenido no es más que una pálida fachada; lo que se imprime es la sucesión automática de operaciones reguladas. Solo se puede escapar al proceso de trabajo en la fábrica y en la ofi­ cina adecuándose a él en el ocio. De ello sufre incurablemente toda diversión. El placer se petrifica en aburrimiento.

Si el placer, y la satisfacción pulsional que en él se logra, implica, como en los análisis de la sexualidad, de los chistes y de las crea­ ciones artísticas en Freud, un relajamiento de la conciencia y la cen­ sura que nos impone el trabajo y nuestras interacciones sociales,6 el 6. Lo cual se analizará en el tercer capítulo de este trabajo.

entretenimiento de la industria cultural lo imposibilita al igualar el trabajo al ocio. Al entretenernos con lo que se nos brinda para consu­ mir, reproducimos el sistema tanto como lo hacemos en el trabajo. En términos de Adorno, los divertimentos que se nos ofrecen son absur­ dos, desprecian el significado que pueden tener en relación a la vida interior de los individuos; carecen de simbolismo, el cual es sustituido por tramas de acción, de violencia en aumento y de destrucción sin sentido. La industria acostumbra a nuestros cuerpos al maltrato continuo y al quebrantamiento de la resistencia individual, pues no es solo que seamos sometidos constantemente a la violencia ejercida contra per­ sonajes ficticios o ajenos a nosotros (Adorno, 2001: 183), sino que el «placer de la violencia hecha al personaje se convierte en violencia contra el espectador, la diversión se convierte en tensión». La reproductibilidad técnica, en manos del sistema económico de producción, impone como régimen una estimulación violenta y perpetua que nos mantiene en una tensión distinta y de hecho opuesta a lo que, para Adorno, es propio del arte. En el arte, el sufrimiento es expresado en la tensión entre elemen­ tos alienados de hecho en el seno de las relaciones entre la vida in­ terior y exterior del artista, lo cual posibilita la conciencia de dicha represión y puede engendrar la esperanza de reconciliación. En la diversión, Sa tensión es provocada por el objeto sobre el sujeto, exci­ tándolo descaradamente con todo tipo de crudas exhibiciones, en las que incluso se ofrece la ilusión de posesión de objetos sexuales. Con esto, el arte, al menos, podría salvar la pulsión en una sublimación nunca asegurada (Adorno, 2001: 184), al «representar la plenitud a través de su misma negación». Mientras que ia industria cultural no sublima, sino que reprime al exhibir y prometer más de lo que puede dar. No «hace más que excitar el placer preliminar no sublimado que, por el hábito de la privación, ha quedado desde hace tiempo deforma­ do y reducido a placer masoquista». ¿Querrá decir !o anterior que aun en una época dominada por la industria cultural, el arte, para Adorno, puede seguir ofreciendo

esperanzas de reconciliación, realizando tendencias políticas, como pretendía Benjamin? La cuestión es planteada de manera problemá­ tica, por no decir desesperada. Me parece claro que, en la dialéctica interna del objeto artístico, Adorno ubica ia posibilidad de reconcilia­ ción como una promesa, pues, al contrario de la industria que busca eliminar en sus mercancías cualquier tipo de tensión entre lo universal y lo particular, igualando su producción a ia vida cotidiana y vicever­ sa, lo propio del arte es mantener la tensión en ia expresión, como manifestación de las estructuras sociales y las violencias que produce. Con ello, el estilo de cada obra no es, como en la moda, un conjunto de aspectos a reproducir para ser usados por cualquiera. La promesa y, en este sentido, la esperanza, tiene lugar en virtud d^l mantenimiento de la tensión. Sin embargo, regresando al motivo freudiano ya mencionado, las promesas de la cultura, incluidas las del arte, son ilusorias; siempre ideológicas. Y, sin embargo, piensa Adorno (2001: 175), la promesa no deja de ser necesaria; «tan necesaria como hipócrita». Pareciera, pues, que en pos de mantener vivas las posibilidades de satisfacción, hemos de recurrir no solo a la eficacia que pretendía Benjamin en sus reflexiones sobre la técnica, sino a ilusiones. Pero no a cualquier tipo de ilusión. La ilusión que ofrece la mercancía, como indica el subtí­ tulo del capítulo sobre la industria cultural, es un engaño de masas; aquello que nos mantiene atados a la reproducción de la lógica del sistema a través del consumo. La ilusión que posibilita la autonomía, la hemos de ubicar, más bien, en la constitución de la obra artística; en su compleja dialéctica, ya mencionada por Benjamin, entre forma y contenido, en el seno de las relaciones de producción. Ahora bien, identificar la obra de arte como el lugar de la autono­ mía no garantiza ni resuelve nada por sí mismo, porque, como bien ve Adorno, no hay nada más incierto que el arte. Su Teoría estética co­ mienza con la siguiente afirmación, que resulta sumamente significa­ tiva (Adorno, 1971: 9): «Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia». Con esto, de nueva cuenta,

regresamos al motivo del que partía Benjamín en el Autor como pro­ ductor: el derecho a existir del arte no está asegurado de entrada; la cuestión es problemática y su posibilidad dependerá de lo que los individuos sean capaces de producir-y no de lo que consuman o in­ tenten legitimar independientemente de su función y de su incidencia en las relaciones de producción. ¿Cuál es, pues, para Adorno, la situación de esa promesa de recon­ ciliación que es el arte, en nuestra época? En su constante lucha por la autonomía, el arte ha perdido todo tipo de evidencia a priori; in­ cluso sus materiales, los cuales, a fuerza de usarse, se han desgastado y caído en expediente decorativo sujeto e intereses comerciales. Sin embargo, este desgaste transforma a su vez el concepto de arte, lleván­ dolo cada vez más hacia la desilusión. El arte, pues, va perdiendo su naturalidad y se vuelve una reacción en contra del entretenimiento de la industria, el cual busca ia integración social. Sucede, entonces, una polarización entre arte y mercancía en la que esta ultima, para Adorno (1971: 30), «es un testimonio del fracaso de la cultura [...] [la cual] convirtió ese fracaso en voluntad propia». El arte sería la esperanza de la cultura y estaría luchando en contra de los procesos sociales que parecen empujarnos a la barbarie. «Pero por esto mismo perciben [los engañados por la industria cultural] su inadecuación [del arte] al proceso socia! contemporáneo de forma mucho más transparente que quienes todavía recuerdan lo que un tiempo fue la obra de arte». El arte se ha vuelto algo ajeno al común de los consumidores, quienes han acostumbrado su gusto a la mercancía; lo cual, sin em­ bargo, reafirma la verdad del arte que no se deja integrar. Así (Adorno, 1971: 31), los «clientes de la cultura se rebelan contra la autonomía de la obra de arte porque la convierte en algo mejor de lo que ellos creen que es». ¿Qué es eso que los consumidores creen o quieren que sea el arte, según Adorno? Un fetiche en ei que io que realmente se consume «es ei carácter abstracto de su ser-para-otro, sin que real­ mente esas mercancías sean para otro». Cuando la cultura se transforma en mercancía, las obras que se consumen se convierten en un mero factum; ya no prometen, solo

reflejan Sas proyecciones del sistema. Lo propio del arte sería resistirse a ser objeto de proyecciones; el sujeto debería olvidarse a sí mismo en la contemplación. No ha de igualar el objeto artístico a sí mismo, sino igualarse a él (Adorno, 1971: 31): «Era la sublimación estética; Hegel llamaba a esta actitud libertad hacia el objeto». La sublimación, pues, entendida como posibilidad propia del arte, contribuye a la liberación de las relaciones de producción ai evitar que el sujeto proyecte sus ilusiones ideológicas sobre los objetos, obligándolo a salir, al menos momentáneamente, de la lógica del sistema -mientras que la mercan­ cía lo mantiene atado a ella. Sin embargo, nunca se puede cantar victoria (Adorno, 1971: 32), porque el «arte nunca fue perfectamente autónomo Respecto dei opro­ bio que le viene de la autoritaria industria cultural. Su autonomía es algo a lo que ha accedido, lo que constituye su concepto, aunque no a priori». Cada obra se ha de ganar su libertad en momentos específi­ cos, en virtud de su constitución, de su dialéctica interna entre forma y contenido. La autonomía es algo que ha de llegar a ser y que nunca puede asegurarse. Engañarse y pensar que, de antemano, el arte tiene derecho a existir, es la base de la ideología que ha hecho del arte un negocio orientado al lucro económico, porque, aunque responda a una necesidad real, habrá dejado de ofrecer una verdadera promesa; se encontrará del lado del oponente, al servicio del más fuerte, es decir, del sistema. Así, lo propio del arte es la expresión de un contenido que se ha dado por llamar negatividad (Adorno, 1971: 33); «algo en la realidad que es reacio al conocimiento racional»; aquello que este cree poder subsumir y determinar; «el resumen de todo aquello que oprime la cultura establecida» y que Adorno llama sufrimiento. Tal ha de ser la verdad del arte; una verdad no conceptual, pero no por ello absoluta­ mente irracional o barbárica. En todo caso, expresión de lo irracional de manera racional, la cual, sin embargo, no resuelve el sufrimiento ni promete hacerlo; pero que, aun así, en la tensión que manifiesta, por su misma constitución, en su objetividad, brinda verdaderas esperan­ zas; una verdadera promesa de reconciliación, no en el ofrecimiento

de garantías, sino en la toma de riesgos (53): «Solo las obras que algu­ na vez corrieron riesgo tienen la posibilidad de sobrevivir». Lo producido en arte, pues, no ha de verse integrado sin más en la dinámica social, ya que la integración frena así las fuerzas que se le oponen. La unidad de lo múltiple lograda por el arte debe ser antitéti­ ca; mientras que una unidad abstracta, sin tensión (Adorno, 1971: 47), sería «una unidad alienante [...] [al] desprenderse de su esperanza para caer en la necesidad ciega». De hecho, «podemos entender todo ei arte nuevo como una constante intervención del sujeto que ya no piensa dejar dominar sin reflexión el tradicional juego de fuerzas en 1a obra de arte», sin que esto signifique que el sujeto imponga su volun­ tad sobre el objeto. El arte, más bien, coloca los resultados objetivos fuera del sujeto, descargando a este de responsabilidad y haciendo de tales descargas una «garantía de una indestructible objetividad». Con esto, la técnica sería concebida por Adorno no solo como prolongación del sujeto, sino como algo que io conduce siempre más allá de este. El arte, en donde lo fundamental es la utilización técnica de los materiales disponibles, no puede ser subsumido en el domi­ nio de la subjetividad pura. Para lograr una expresión no alienada que posibilite la sublimación, la subjetividad requiere una mediación objetiva. Lo contrario, a saber, la pérdida del objeto, implicaría el em­ pobrecimiento del sujeto, su alienación; la imposibilidad de buscar su satisfacción a través de la cultura, en virtud del desarrollo técnico. Cuanto más se totaliza una sociedad, reduciendo su funciona­ miento a la lógica de un sistema, tanto más las obras de arte se con­ vierten en su opuesto. En tanto más se impone una racionalidad, como manifestación de un tipo de subjetividad, las obras se convierten en objetos que expresan la alienación al hacer desaparecer los matices subjetivos y los tonos intermedios. El arte, pues, no necesariamente ha de coincidir con una intención subjetiva, ya que su expresión requie­ re, más bien, la oposición a ella; su negación, introduciendo con ello un tipo de novedad en la que la técnica es usada para (Adorno, 1971: 51) «expresar lo inexpresable», como una especie de utopía; una po­ sibilidad del sujeto que, sin embargo, no se realiza positivamente en el

objeto, pues la realización implicaría el fin dei arte, el fin del progreso técnico y, finalmente, «la posibilidad de la catástrofe total». El arte, en contra, «quisiera exorcizar esa catástrofe». Adorno somete a la producción técnica, por tanto, a un tabú de la representación; a ia imposibilidad de representar la realización subje­ tiva, la satisfacción, con el fin de evitar su ideologización; para evitar que su promesa se convierta en engaño. De lo que se trata en arte es de correr riesgos; de producir sin modelos o esquemas establecidos (Adorno, 1971: 57): «La imaginación del artista casi nunca ha podido concebir lo que va a producir». El riesgo del arte y sobre el que recae el tabú está en el uso que se le da a la imaginación en la producción técnica. La posibilidad de liberación que implica el arte requiere de dominio subjetivo, pero no sobre el objeto, sino sobre la relación entre ei sujeto y su producto. No se trata, entonces, de una responsabilidad que ¡lene a! sujeto de culpas. Para Adorno (1971: 59), la técnica artística tendría que incor­ porar «ingredientes lúdicos sin los que el arte no puede ser pensado, como tampoco la teoría», sin perder la seriedad. Se trata de mantener el equilibrio entre responsabilidad e irresponsabilidad como posibili­ dad de la sublimación. El sujeto con respecto a la obra de arte ha dé respetar, por tanto, cierta distancia, siendo la subjetividad, en el proceso de producción, una parte de su objetividad. Dicho de otra manera, el sujeto no es más que un momento en la construcción del objeto y, como tal, una fuerza productiva que debe mediar entre los procesos objetivos que siempre corren el riesgo de independizarse de él y empujar a la sociedad a la regresión. Así, como se ha venido diciendo, el arte ha de mantener una tensión, en sus procesos, entre sujeto y objeto, renunciando a toda reconciliación de los opuestos. La autonomía sería posible en la construcción de dicha tensión en el objeto, sin violar el tabú de la representación. La construcción del objeto en ei arte no estaría, por tanto, de­ terminada por un fin, sino por una tensión dialéctica que permite la distancia crítica, la reflexión y, en úitimo término, la sublimación y la

liberación de las relaciones de producción. Con ello, la forma de la obra no puede estar determinada por ningún tipo de concepto, ya que eso equivaldría a su integración en alguna ideología. Su verdad, más bien, la habríamos de buscar en su contenido, eS cual, sin embargo, no es determinable. Con ello, la tendencia política de la que hablaba Benjamin, que constituía la calidad misma de la obra, se vuelve pro­ blemática, pues ¿cómo podemos comprenderla si no es representable más que en negativo, en la expresión de tensiones? La comprensión de la obra, así como la de la experiencia estética que con ella se produce, siguiendo a Adorno (1971: 232-233), ha de adecuarse a ella como si se tratase de «algo vivo». La obra, pues, está en movimiento, porque la unidad de sentido que en ella se logra no es algo fijo, sino un proceso en el que se alcanza cierto equilibrio de los antagonismos. «A partir de su técnica se puede entender que las obras de arte no son ser, sino devenir». Y no solo eso, sino que, en esta dinámica inmanente, es «donde la experiencia estética se parece a la sexual, y precisamente en su culminación. El modelo viviente y originario de la experiencia estética es la forma en que en la sexual se modifica la imagen amada y en ella se une lo más viviente con lo más rígido». El arte y la sexualidad son concebidos por Adorno en términos dinámicos. En una tensión entre !a síntesis orgánica que busca identi­ dad y los momentos no idénticos que la podrían constituir, pero que no necesariamente se han de definir en función de ella, pues, en el proceso (Adorno, 1971: 233), la «unidad es un momento y no una fór­ mula mágica». La tensión «no puede acabar en la resultante de la pura identidad» porque ello implicaría determinar de antemano el proceso por un concepto y, en ese sentido, saber cuándo ha de terminar su dinámica, lo cual equivaldría a su fetichización. El carácter dinámico y temporal de las obras, por la exigencia que les impone su verdad, su contenido, su negatividad, por tanto, se ha de enfrentar siempre a su desaparición, en contra de su fijación en cualquier sistema ideológico, siendo así que, para Adorno, la duración de las obras es imitación de las categorías de posesión burguesa. Hoy

en día, piensa Adorno (1971: 234), tai vez «sean necesarias unas obras que por su núcleo temporal se consuman a sí mismas, que hagan des­ aparecer sin huellas su vida en el momento de la manifestación de la verdad sin que esa verdad atenúe su desaparición en lo más mínimo», de manera que la realización de las tendencias en los materiales de la misma obra, en función de su inmanente dinámica, al tender a su desaparición, sea «grandiosa, [...] la de un arte de grandes exigencias que sin embargo estaría dispuesto a verse desechado». La propia dinámica de las obras, por tanto, impide que su repre­ sentación se consume y más bien tiende a la desaparición en una expresión de grandiosidad. En un mundo totalmente administrado, como el que Adorno concibe en tiempos de industria cultural, el arte, que tiende a radicalizarse, debería realizarse de tal manera como una manifestación de la conciencia oprimida, siendo este tipo de obras, que se trascienden a sí mismas, en función de su contenido de verdad (Adorno, 1971: 258): las que ocupan el lugar que en otro tiempo quería significar el concepto de lo sublim e. Su espíritu y sus m ateriales se distancian, pero ellas conservan ia tendencia de llegar a ser uno. Su espíritu se experim enta a sí mismo como írrepresentable sensiblem ente y sus m ateriales, com o aquello que existe fuera del confinam iento de la obra, com o irreconciliable con su unidad.

El derecho a existir del arte cuyo fundamento es la utilización de la técnica, pensada en función del contenido, en una época avanzada tecnológicamente como la nuestra, para que posibilite la sublimación que libere las relaciones de producción, ha de tender a lo sublime. Por ello, Adorno (1971: 284) identifica que la «idea kantiana de finalidad, que sirve en Kant de conexión entre el arte y el interior de la natura­ leza, está cercanamente emparentada con la técnica. Esta es el medio por el que las obras de arte se organizan en relación a un fin [...] Solo la técnica las convierte en eficaces». El tema de la eficacia política que Benjamin enfatizaba en El autor como productor, de las relaciones entre forma y contenido y tenden­ cia y calidad, encuentra una respuesta por parte de Adorno -en el con­ texto de la industria cultural-en el arte sublime, el cual es concebido

como la posibilidad de realización de tendencias en virtud de la técni­ ca, siendo esta «la responsable de que la obra de arte sea más que un aglomerado de lo fáctico, y este más es el contenido», La técnica ha de evitar convertirse en aparato de dominio bajo el influjo de cierta forma de racionalidad. En sí mismas, las fuerzas de producción técnica no son nada; son medios que reciben su valor solo en relación con su fin en ias obras y su contenido de verdad, el cual no es conceptual, sino del ámbito de la experiencia. La obra, por tanto, no puede permanecer ni en la industria ni en la naturaleza, y la técnica ha de ser el medio que evite su aislamiento y fijación en cualquiera de ambos polos, favoreciendo en su lugar una dinámica de alta exigencia que permita el constante progreso y la liberación de las relaciones de producción.

1,3 í Arte y crítica cultural en la obra de Adorno El arte, se ha mostrado, ocupa un lugar central en la filosofía de Adorno. Son incontables sus textos sobre arte no solo en lo que se re­ fiere a estética, sino también en crítica, sociología y musicología. Sus preocupaciones al respecto son numerosas y'la variedad de manifes­ taciones estéticas que aborda es amplia; desde literatura y teatro -don­ de sobresalen sus reflexiones sobre Kafka, Valéry y Beckett-, pasando por obras y géneros musicales -a través de numerosos escritos sobre composición y apreciación de música clásica, popular y la llamada «nueva música», acerca de autores como Schónberg, Wagner, Mahler, Beethoven o Stravinsky-, hasta productos de la «industria cultural» -como el cine y la televisión. Todos sus textos reflejan sus principales posturas filosóficas, entre las cuales figura la tesis de que las artes, al igual que el resto de ia cultura, son el producto de la evolución de la racionalidad occidental en una dialéctica de dominio de ia naturale­ za. En ese sentido, tanto su filosofía como su crítica tienen como fin contribuir a la comprensión de dicha evolución histórica. Cualquier explicación estética debe ser capaz de dar cuenta de los momentos

históricos en los que son creadas las diversas manifestaciones cultura­ les, en su particularidad social. En opinión de Adorno, el arte ha llegado a ser libre y autónomo gracias a la separación que lleva a cabo, a través de su forma, de un contenido de la realidad social que, sin embargo, sigue manteniendo su identidad con aquello de lo cua! fue separado, por lo cual expresa la verdad dei momento histórico. Esto, según él, ha permitido al arte responder a distintas demandas a lo largo de la historia. Por ejem­ plo, el arte cercano a la época de la Revolución francesa, como la música de Beethoven, expresaba la plenitud de lo humano; producía obras afirmativas. Después de Auschwitz, en cambio, tan solo puede concebirse como negación crítica, como expresión del lenguaje dei sufrimiento. Ante ello, hemos de hacernos varias preguntas: ¿Cómo puede la crítica hacer justicia a la verdad de las obras? ¿Cómo es que, a partir de la crítica, Adorno pretende explicar ia verdad del contexto actual? ¿Qué función tienen el placer y el goce en un objeto que, en nuestros tiempos, ha sido reducido a denunciar el sufrimiento? ¿Cómo se relaciona esto con la esperanza de reconciliación? El arte es capaz de hablar, para Adorno, solo en función del len­ guaje que impone la particularidad de la forma de cada obra. Puesto que cada obra es como una mónada sin ventanas, su lenguaje no es comunicativo, sino más bien mimético. El crítico, en este sentido, da palabras a la obra sin que ello signifique que su función sea inter­ pretarla, pues la obra se niega a ser interpretada, a ser comprendida. Habla sin hablar, muestra ocultando, no dice lo que dice, y el críti­ co debe mantener ese enigma, esa tensión, simplemente haciéndola manifiesta, pues en ello radica su entendimiento. Se trata, pues, de descifrar la configuración de la obra, lo cual es una necesidad que esta impone, pues sin ello, la verdad de la obra permanecerá muda y se perderá; la crítica es inmanente al arte. La labor del crítico, por tanto, no consiste en valorar a través de prescripciones normativas, pues ello sería fijar la obra en una ideolo­ gía, en un discurso atemporal que se opone a la historicidad a la que responde el arte. Y, sin embargo, debe juzgar la legitimidad de cada

obra en su contexto social. Tenemos que la relación del crítico con el arte, y en genera! con la cultura, es conflictiva. Citemos la opinión del propio Adorno (1962 b: 9): A l crítico cultural no le sienta la cultura, pues lo único que le debe a esta es la desazón que le procura. El crítico cultural habla como si fuera representante de una intacta naturaleza o de un superior estado histórico; sin embargo, él m is­ mo participa necesariamente de esa entidad por encim a de la cual se imagina egregiamente levantado.

Ahora bien, el crítico cultura!, a pesar de que su labor se basa pre­ cisamente en la cultura, se distingue de los especialistas de la industria en que no tiene por qué seguir su misma lógica para contribuir a la cultura. Su contribución se puede medir en función de su alejamiento de ella (Adorno, 1962 b: 10): «Lo que hace ei crítico es articular la diferencia o distancia en el mismo dispositivo cultural que pretendía superar y que precisamente necesita de esa distancia para tomarse por cultura». Pero, ¿por qué es necesaria la distancia como condición para que algo se pueda «tomar por cultura»? Porque, como ya menciona­ mos en el caso del arte, entre las creaciones culturales y la realidad de la que surgieron se debería dar una diferencia en la cual pueda ser identificable tanto su particularidad como su contribución. Al articular dichas distancias, el crítico es capaz no solo de cuestionar la dignidad de las obras, sino que escapa a su legitimación; es decir, la cultura, a los ojos del crítico, nunca tendría ganado el derecho a ser considerada como legítima por sí misma, sino por lo que introduce en la realidad. El crítico, pues, no debería ser un mero informador de lo que pasa en la cultura y mucho menos un manifestante de la fe en ella -es decir, en su versión oficial-; eso es más bien publicidad y un mecanismo al que recurre la industria. Su papel tan solo se puede entender dialécti­ camente (Adorno, 1962 b: 13): La cultura no es verdadera más que en sentido crítico-im plícito, y ei espíritu, cuando lo olvida, se venga de sí mismo en los críticos que él mismo cría. La crítica es un elemento inalienable de la cultura, en sí misma contradictoria; y con toda su inveracidad es la crítica tan verdadera com o la cultura es falaz.

El método dialéctico de Adorno (1966: 32) no considera a los fe­ nómenos como ilustraciones de algo existente; más bien, «se exige transformar la fuerza del concepto universal en el autodesarrollo del objeto concreto y resolver la enigmática imagen social de este con las fuerzas de su propia individuación», sin que con ello se busque una justificación social, «sino una teorfa social en virtud de la explicación de la justicia y la injusticia estética en el corazón de los objetos». La relación de la crítica con la cultura no se puede entender más que en función de oposiciones; es una complicidad cuyo fruto no ha de ser su separación radical, ya que una no se da sin la otra, sino el movimiento mismo de la cultura en cuya esencia está el negarse a ser fijada en vaiores ahistóricos. El esfuerzo del crítico, pues, es ijno de constante valoración de la autenticidad de lo producido; una autenticidad jamás asegurada, ya que el crítico no puede dejar de valorar desde la cultura a la que critica y el objeto rio puede permanecer en las categorías de la autenticidad inmutable sin convertirse en fetiche. El trabajo del crítico se basa en una insistencia en la independencia y autonomía de las obras respecto a los fines de la sociedad y en una (Adorno, 1962 b: 15) «ambigua promesa de la cultura mientras la existencia de esta depende de la realidad vanamente conjurada». La esencia de la crítica, entonces, está en la dialéctica entre una promesa de cultura -que nunca debería ser aceptada por completo-, la realidad critica­ da y la posibilidad objetiva de superación. Por ello, la crítica misma nunca está segura como tal y puede caer en cualquier momento en ia ideologizaciórt. Sin embargo, su inestabilidad y su negatividad la vuelven un obvio instrumento de la cultura contra la violencia de su cosificación y reproducción. Adorno habla de una fisiognómica social (24): «Cuanto más alienado, socialmente mediado, filtrado, se hace el todo de los elementos naturales, cuanto más «conciencia» es, tanto más se hace el todo cultura. En todo momento se destaca el concepto de negatividad de la cultura como condición de su verdad en función de sus insuficiencias, las cuales la crítica no atribuye a diversos chivos expiatorios individuales (26), «sino que intenta derivarlas de los diver­ sos momentos del objeto. Esta crítica persigue las aporías de la lógica,

las irresolubilidades ínsitas ya en su tarea. Y en estas antinomias com­ prende las propiamente sociales». El arte, a los ojos de la crítica, se presenta como una respuesta auténtica a la dinámica cultural. Su producción permite alejarse de estereotipos y del pensamiento en fórmulas rígidas y esquemáticas, por lo cual, como dice Adorno sobre la «nueva música», no tiene por qué ser entendida por todos. Por otro lado, su trabajo refleja una insis­ tencia en ia inmanencia formal de la obra de arte más que en la idea de arte. Lo suyo, pues, es ei objeto que produce en su materialidad; Adorno (1985: 136) habla incluso de una «disciplina objetiva» y de cómo, en el caso de la música, «el modo mismo de componer ten­ dría en cuenta las modificaciones históricas del acto de comprender». El artista conoce de arte como un mét/er. Parte de la comprensión de un oficio y de las posibilidades expresivas de sus materiales, en los cuales ve la posibilidad de manifestar al hombre entero, pleno, indiviso (Adorno, 1973 a: 193); «hombre cuyos modos de reacción y cuyas capacidades no han sido disociadas ellas mismas según el esquema de Sa división social del trabajo, enajenadas las unas de las otras, cuajadas en funciones utilizables»/ El artista tiene al arte en una alta opinión; no es una mercancía más sino algo por lo que vale la pena trabajar, un producto cuya técnica hay que llevar a la perfección. Precisamente esa aspiración a la perfección aleja al objeto artístico del resto de los objetos; incluso lo aleja del mismo artista, pues su deseo de perfección es como una promesa que no se cumple en la obra, aun y cuando esta lo mantenga vivo. La técnica y él contenido de! arte son, así, idénticos y no idénticos. Idénticos en tanto que el contenido ma­ nifiesta la tendencia genera! de la técnica en la sociedad; no idénticos en tanto que la técnica al servicio del arte no busca el control de su contenido para utilizarlo con otro fin que no sea ia configuración de la obra. Ei trabajo de producción artística se convierte de esta manera en un momento de autonomía en tanto objetivación de lo espiritual que solo responde a su propia ley formal. Tenemos, por tanto, que los 7. Dicho concepto de arte y de expresión dei hombre en su integridad es enunciado a partir de los pensamientos y creaciones de PaulValéry, artista que para Adorno es un ejemplo paradigmático.

objetos artísticos, por su capacidad de expresión de lo humano en su totalidad no alienada por la producción industrial, están en represen­ tación de aquello que podríamos ser; transforman materialmente la cultura. Esto, aun en la expresión del sufrimiento, será fundamental al momento de definir el goce que pueden ofrecer. Ahora bien, a pesar del alto concepto en el que son coSocados el arte y la cultura, no todo es coser y cantar en ellos. A través de su cons­ tante crítica, Adorno identifica tendencias regresivas en las manifesta­ ciones culturales que pervierten su esencia y que brindan experiencias y placeres que, a la luz del análisis histórico-social, serán juzgados como perjudiciales para la dinámica dialéctica. Pero, ¿por qué le pasa eso a la cultura? Porque, a partir del hecho de que (Adorno, 2004:114) «quien.dice cultura, dice también administración, lo quiera o no», lo cultural en cada época es influido por determinaciones funcionales. Cultura y administración se implican y a la vez se oponen. El con­ cepto de cultura nunca se manifiesta en la realidad elevado sobre todo y de manera pura. El deseo que expresa la cultura es ei de ser la esencia pura del ser humano sin consideración alguna de contextos funcionales; lamentablemente, no es más que un deseo, una ilusión. Precisamente en la imposibilidad de cumplir su deseo, como ya había mostrado Freud, está su malestar. Sin embargo, sin la administración, lo cultural puede perder su posibilidad de influencia y su existencia. Podemos decir, pues, que lo cultural es solo uno de los términos que da forma a lo social en tensión con io administrativo, donde lo espe­ cíficamente cultural es io que se ha exonerado de las necesidades im­ prescindibles de la vida, y lo administrativo, la institución que impone su superioridad técnica al perseguir fines particulares, los cuales se realizan a través de funciones fijas. Por su naturaleza, lo administrati­ vo, al igual que lo cultural, tiende a independizarse, solo que aquel lo hace como forma de dominio en oposición a io individual, mientras lo cultural lo hace a su favor. Al estar al mando la administración -cosa que parece inevitable-, se da lugar a la subsumibilidad bajo reglas abstractas, reduciendo las diferencias entre los sectores sociales y en cada uno de ellos en particular, disminuyendo, en el proceso, su re­

sistencia a la administración. El ideal de humanidad de la cultura deja de operar mientras mayor es el dominio de la administración, a la cuaí solo le interesa formar especialistas que sepan organizar io diverso en función del todo. Cuando lo administrativo se impone totalmente en una sociedad, lo cultural deja de ser apreciado en su autonomía y es medido por nor­ mas que no son culturales, es decir, por normas que no tienen que ver con las cualidades del objeto -en su dialéctica entre forma y conteni­ do-, sino con patrones abstractos.8 Una administración ilustrada debe­ ría ser consciente de dicha dialéctica y sobre todo de sus consecuen­ cias. Sin embargo, la consciencia de la administración suele variar a lo iargo de la historia, hasta grados en los que parece nula. Cuando ello sucede, no solo se radicaliza el dominio administrativo, sino también la cultura -y en particular el arte-, hacia el extremo opuesto de lo inútil. Ahora bien, el problema con las categorías de utilidad e inutili­ dad, es que ninguna de ellas es natural, aunque la ideología requiera de ellas para funcionar. En su polarización extrema, ambas se vuelven dudosas y privan a la cultura de su participación en la praxis, neutra­ lizándola. En su reemplazo, la administración suele generar «cultural activities»,9 las cuales, por la ignorancia de la administración en ma­ teria cultural, no tienen relación con el contexto ni con el contenido social; son meros formalismos. El arte, pues, si pretende permanecer vigente, no puede prescindir del concepto de trabajo sociaímente útil, aunque solo sea en su negatividad. Para los propósitos dei presente texto es importante tomar en cuenta las distintas posibilidades de manifestación de la cultura en su dialéctica histórica porque ello influye directamente en ios tipos de placer y goce estéticos que es capaz de ofrecer y, en este sentido, en su promesa de reconciliación. Cuando las creaciones culturales se

8. Para referir y criticar el modo de producción de objetos pretendidamente culturales en e! que ia administración adquiere el control total de las decisiones, Adorno acuñó el concepto de «industria cul­ tural», entre cuyas realizaciones, en su opinión, están el cine, la televisión y géneros musicales como el jazz. Como se ha visto, uno de los capítulos de la Dialéctica de ¡a Ilustración está dedicado por completo a este concepto. 9. Sarcasmo que Adorno (2004:1 23) utiliza aquí para referir a su concepto de «industria cultural».

van al extremo de lo inútil, lo que ie queda experimentar al individuo es indiferencia, conformismo, regresión, complacencia ciega y placer sensual inmediato. Cuando las obras están ai servicio de la Ilustración y logran manifestaren ellas la dialéctica entre universalidad y particu­ laridad, el goce que puedan ofrecer será vivido en una tensión entre interés y desinterés que favorece la sublimación.10 Lo importante aquí es que la explicación psicológica -como la freudiana- de la vivencia de cierto placer o goce, para Adorno, no basta para hacernos com­ prender el fenómeno total, de naturaleza histórico-social, en ei que acontece.” Para ello, es necesario un desarrollo teórico que tome en cuenta la evolución histórica de la racionalidad, por lo cual, a conti­ nuación, nos adentraremos en la Teoría Estética y 1^ Dialéctica de la Ilustración, para intentar comprender dicha propuesta. Antes, sin em­ bargo, hemos de recalcar que, lo que nos hace notar Adorno (2004: 135), gracias a su crítica, es que la cultura en estaco puro cae en la ingenuidad e ¡noperatividad, mientras que su conciencia -y su posible goce- solo se dan en oposición a lo que ella no es y en su tendencia al extremo que nos permite definir su virtud:

No existe inm ediatez pura de ia cultura: donde los hombres pueden consum irla a placer como bien de consumo, m anipula a los seres humanos. El sujeto se convierte en el sujeto de la cultura únicamente a través de la m ediación, de la disciplina objetiva, y su abogado en eí mundo administrado es en cualquier caso el experto. Desde luego que podrían encontrarse expertos cuya autoridad es en realidad la del asunto y no meramente la fuerza del prestigio personal o del poder de sugestión. El que decide quiénes son expertos, tendría él mismo que ser uno de ellos -u n círculo fatal. La relación entre administradores y expertos no es solo necesidad, sino también virtud. Abre las perspectivas para proteger ¡os asuntos culturales del ámbito de control del mercado o pseudomercado, que hoy casi los m utila irrem isible­ mente.

10. Esta tensión en relación a la sublimación nos ocupará a lo largo de todo este trabajo, pues es en ella, en gran parte, donde se juega la dignidad de la cultura y la esperanza de superación de los conflictos que engendra. 11. Esto lo hemo& de corroborar con un análi&is de lo que se expone en la obra de Freud sobre e! tema.

1.4. Placeres y goces de la Ilustración La dialéctica entre cultura y administración que favorece la tensión interna de las manifestaciones culturales se ha de entender, en cuestio­ nes estéticas, a partir de los tipos de lenguaje que posibilitan su expre­ sión. Como se ha mencionado, la administración obedece a un lengua­ je de dominación, es decir, de ordenamiento y catalogación. La cultu­ ra, en cambio, cuyo representante por antonomasia es el arte, recurre, en opinión de Adorno, a un lenguaje mimético en representación de lo individual. ¿Qué entenderemos, pues, por lenguaje mimético? El concepto que Adorno tiene de dicho tipo de lenguaje está ba­ sado en gran parte en las reflexiones de W. Benjamin a! respecto. Se puede decir que, para este filósofo, el tipo de lenguaje que utilizamos está en función de las relaciones que establecemos entre la humani­ dad y la naturaleza, con lo cual, lo que se pone en juego es el uso de la técnica con diversos fines.12 Así, para él (Benjamin, 1987: 97), la técnica no debería ser «dominio de la naturaleza, sino dominio de la relación entre naturaleza y humanidad». El problema, pues, lo hemos de ubicar en el tipo de physis que la humanidad se está formando a partir de la técnica, ¡a cual determinará (98) «su contacto con el cosmos», esencialmente distinto en la modernidad al de los pueblos antiguos. El lenguaje, a los ojos de esta dialéctica, es entendido como medio en el que se relacionan el hombre y la naturaleza. A partir de lo anterior, podemos decir que el lenguaje encuentra manifestación en varios tipos de lenguas, siendo cada lengua de un ser (Benjamin, 2006 a: 161) «el medio en el cual se comunica su ser espiri­ tual». Según Benjamín, esta comunicación atraviesa toda la naturaleza, 12. Al respecto, es importante hacer notar que, aunque a mi parecer, Adorno y Benjamín comparten el mismo concepto de mimesis, sus opiniones en refación a la aplicación de la técnica divergen, lo cual es patentó en la polémica que se estableció entre ellos en tomo al texto de Benjamin Lé¡ obra de arte en ia época de su reproductibilidad técnica. Aunque anteriormente ya fue abordada, en parte, ía postura de cada pensador sobre este tema, se ha de hacer notar que Adorno le critica a Benjamin haber menospreciado el aura de las obras con nexo cultual y haber privilegiado el arte tendente a la copia. A su vez, Adorno intenta reivindicar lo irracional como momento de la constitución de la obra, pues para, él, en contra de Benjamín (1971: 80): «Manifestar artísticamente lo irracional (ia irracionalidad del orden y de la psique), formarlo y hacerlo en cierto sentido racional, no es lo mismo que predicar la irracionalidad, tal como suele suceder con eí racionalismo de los medios estéticos, en nexos superficiales groseramente conmensurables».

desde las cosas hasta Dios; cada ser tiene su propio tipo de comuni­ cación. Mientras las cosas son mudas y se comunican mediante una lengua sin palabras, el hombre es capaz de dar nombre a la naturaleza y a sus semejantes, lo cual le permite conocer y juzgar. De hecho, para Benjamin, nombrar lo que la naturaleza nos comunica no sería sino una traducción de una iengua inferior a una superior; la expresión del ser espiritual de lo conocido en un lenguaje de mayor perfección. Bajo esta concepción del lenguaje podemos comprender la facul­ tad mimética del hombre, la cual consiste, básicamente, en producir semejanzas. Para Benjamin, dicha facultad tiene una historia tanto en sentido filogenético como ontogenético. Ya desde niños manifestamos una conducta mimética en el juego: jugamos no sqlo a imitar a los adultos, sino a todas las cosas. De manera similar, el hombre, a lo lar­ go de la historia, ha establecido su ámbito vital bajo el gobierno de la ley de la semejanza, con los astros, por ejemplo. La l,engua nos otorga un canon para ayudarnos a comprender este establecimiento de seme­ janzas de tipo inmaterial. La semejanza inmaterial es aquello que, en tanto correspondencia no sensible, establece una relación por medio del lenguaje entre el hombre y su entorno y (Benjamin, 2006 a: 166) «fundamenta las tensiones no solo entre lo dicho y lo entendido, sino también entre lo escrito y lo entendido y también entre lo dicho y lo escrito», a través de nexos significativos que le sirven de sostén como elemento semiótico. Imitar, entonces, es establecer una relación por medio del lenguaje con el mundo en la que se lleva a cabo una traduc­ ción de lo que un ser nos comunica en su propia lengua, a la nuestra. A partir de estas nociones de lenguaje y mimesis, podemos com­ prender la idea que tiene Adorno de arte y expresión estética. En su texto sobre Música, lenguaje y su relación en ¡a composición actual, dichos términos son utilizados en el sentido expuesto. La música, al igual que el resto de las artes, es considerada por Adorno (2000: 25) un tipo de lenguaje «en tanto sucesión temporal de sonidos articula­ dos» que «dicen algo, a menudo algo humano». Las manifestaciones estéticas, como la música, responden a cierta articulación interna, a cierta lógica, sin que se pueda decir, sin embargo, que sean un sistema

de signos. Así, aunque la música, por ejemplo, no conozca significa­ dos, es análoga al habla no solo por articular sonidos, sino porque «conoce la frase, el sintagma, el período, la puntuación; pregunta, ex­ clamación, oraciones subordinadas [...] las voces se elevan y decaen, y en todo elfo el gesto de la música es tomado de la voz que habla», además de crear conceptos determinados por la singularidad de su contexto, cuya identidad (26) «se halla en su propia existencia, y no en la de aquello a lo que se refieren», por lo que podemos decir que su contenido se manifiesta por sí mismo, en sus propias intenciones. Tal tipo de lenguaje nos remite a una concepción de interpretación en la cual su comunicación requiere de algo distinto al entendimiento o captación de un mensaje por parte de un oyente (Adorno, 2000: 27), pues «interpretar música es hacerla», en el sentido de ejecutarla. Lo que se quiere decir es que las manifestaciones estéticas, como las artísticas, no requieren ser descifradas, sino imitadas; se habla de una «praxis mimética», de una compenetración con la obra más que de una contemplación o una cognición. Ahora bien, la relación del arte y ei lenguaje no se explica por sus elementos aislados, sino por el todo de su composición, por (a ten­ dencia de su propia forma que da unidad a las intenciones de la obra sin diluirlas en una intención más elevada o abstracta y, a la vez, a sus elementos expresivos, con lo cual de nueva cuenta nos encontramos ante la dialéctica entre contenido y forma, en la cual, en el caso de la música (Adorno, 2000: 30): el contenido m usical es en verdad la plenitud de cuanto subyace a la gramática y la sintaxis m usical. Cada fenómeno m usical señala más allá de sí m ismo, gracias a lo que es recordado, a aquello de lo que se aparta, a lo que despierta esperanza. La síntesis de tal trascendencia del singular m usical es el «conteni­ do»; lo que sucede en la música.

Lo acontecido en los fenómenos estéticos en virtud de su dialécti­ ca no implica una función simbólica que nos remita a un sentido o sig­ nificado más allá de su unidad de forma y contenido. Es en su propio lenguaje que su ser espiritual es comunicado; en su propio acontecer, en su ejecución, en su mimesis, y no en un acto ajeno y posterior de

interpretación, pues, cuando se pretende separar la interpretación de la composición, como si la construcción del objeto fuera un proce­ so independiente de su comunicación, lo que se hace es cosificar la obra, haciendo de la relación que se establece a partir de ella un asun­ to meramente técnico, de dominio de lo subjetivo sobre lo objetivo, donde (Adorno, 2000: 35): el producto absolutamente objetivo resulta en verdad falto de sentido; objetiva y absolutamente indiferente. El sueño de una m úsica com pletamente espiri­ tualizada que haya dejado atrás el estigma de la anim alidad del ser humano, despierta como rudo material prehumano y como monotonía mortal.

La mimesis, en contra de cualquier racionalidad de dominio, im­ plica la identificación con la obra y el olvido de sí reísimo, lo cual no significa que la obra se iguale al sujeto, sino que el sujeto se iguale a la obra. Con ello, se establece una diferencia entre el arte y la vida que la industria cultural no puede admitir, ya que ello significaría ceder en su dominio. Al respecto, Adorno (1971: 31) hace una interesante afirma­ ción que nos concierne directamente; para él, en esta identificación «consistía la sublimación estética; Hegel llamaba a esta manera de comportarse libertad para el objeto», Ai parecer, Adorno entiende la sublimación como la experiencia espiritual en que un sujeto sale de sí mismo para enfrentarse al objeto, el cual no cumple ninguna función más allá de oponerse en su autonomía -la cual no es a priori, sino que ha llegado a ser- al sujeto. El objeto aquí no es un fetiche, no es el reflejo de nuestras proyecciones; el sujeto no se percibe en él. Se trata de una experiencia en ia que el sujeto se constituye como tal a través de su enfrentamiento con lo que es distinto a él y no en virtud de un ideal. Sin embargo, Adorno va más allá del punto de vista hegeliano, y es aquí donde Freud se vuelve relevante; la mencionada negatividad del objeto es más que una mera oposición (33): es el com pendio de lo reprimido por la cultura establecida. A hí hay que ir. En el placer por lo reprim ido, el arte asume al mismo tiempo la desgracia, el prin­ cipio represor, en vez de protestar simplemente en vano contra él. Que el arte exprese la desgracia mediante la identificación anticipa la destitución de ía des­ gracia,

El lenguaje mimético, la identificación con el objeto que él exige y su negatividad entendida como «lo reprimido», lo cual nos remite a un contenido de tipo pulsional, son los tres factores que intervienen en la sublimación estética y que permiten a ¡a obra, en su dialéctica de forma y contenido, establecer una relación de desinterés e interés en la que Adorno opondrá las críticas freudiana y kantiana,'3 abriendo la posibilidad a un goce estético que rebase el placer inmediato que suelen dar las mercancías y a- la vez ofrecer esperanzas de cambio, pues en su misma constitución objetiva, la obra ofrece una alternativa distinta a la del resto de los productos de la sociedad. Además, este tipo de goce se nos presenta como una opción más auténtica, en tanto que el hedonismo que la industria cultural motiva tiende a la monoto­ nía por recurrir a la reproducción. La negación, como algo disonante, como algo cortante, se convierte en un poderoso estímulo. De lo que hablamos es de un tipo de expresividad que re­ nuncia a la reconciliación última, a la idealización y a la suavización, y que gracias a ello puede seguir dando esperanzas. Por ello mismo, la expresividad en la obra, en tanto representación de aquello irracional que la racionalidad pragmática tiende a reprimir, no puede ser abso­ luta; a dicha imposibilidad de representación Adorno se refiere con el término de tabú mimético. De nueva cuenta, los términos freudianos son aquí la clave para comprender lo que Adorno pretende establecer. Si el contenido a representar es, antes que nada, de naturaleza pul­ sional, es decir, si se trata de fuerzas subjetivas insertadas en la obra, estas, por la naturaleza misma de la pulsióri, se negarán a ser fijadas en una representación a menos que sean llevadas a ello por otras fuer­ zas. Estas últimas son fuerzas productivas de carácter social, las cuales permiten la construcción del objeto. De lo que hablamos, por tanto, es de una dialéctica entre construcción y expresión, en la cual el ob­ jeto puede alcanzar la dignidad de una obra de arte o el carácter de una mercancía, lo cual, a su vez, determinaría el tipo de placer que el objeto pueda ofrecer. En el caso del arte, la construcción no puede

13. Como veremos más adelante.

partir de una plarteación previa, como en la industria que tiende a la eficacia y a la obtención de un resultado externo a la composición del objeto (Adorno, 1971: 66), «sino que tiene que acomodarse (por así decirlo) a partir de los impulsos miméticos sin planificación». No hay, en consecuencia, algo así como un punto de equilibrio a priori entre ia expresión y su objetivación, lo cual lleva al arte a (157) «hacer cosas que no sabemos qué son», pero con las cuales nos podemos comuni­ car y establecer relaciones. La obra de arte, por ello, es Sa portadora de una verdad14 que no puede ser enunciada o predicada, sino comunicada mi mélicamente a través de su forma. Participa de la irracionalidad y de la racionalidad, estableciendo un orden que se opone al exterior y que se eleva como una promesa de superación de las condiciones dominantes. El arte, por tanto, completa lo que el conocimiento puramente racional exclu­ ye y a la vez mueve a la técnica en dirección opuesta al dominio, en una dinámica que mantiene la tensión entre los momentos irreconci­ liables que van de la regresión a la magia y el culto hasta la raciona­ lidad que cosifica, renunciando a su inserción al mito. Las obras, por tanto, y en ello participan de la sublimación, no reprimen, sino que dan expresión a lo irracional de manera racional -oponiéndose a la racionalidad que domina de manera irracional. Ahora bien, la importancia del tabú mimético y de ias posibili­ dades de expresión que este genera, han de entenderse no solo en términos de representación, ya que, como nos hace ver Adorno (1971: 159), «tras el tabú mimético se encuentra un tabú sexual». Hay en juego algo más que la aceptación o el rechazo de cierto estilo; no es, pues, un mero asunto de gusto y de juicio, como una crítica de arte kantiana podría postular. La utilización de los conceptos psicoarsalíticos será un recurso indispensable para entender la componente pulsional que involucran las manifestaciones estéticas y que tiene que

14. Por verdad se entiende en este contexto, rio algo que se dice del objeto, sino lo que aparece en una negación determinada a través dei objeto artístico. El contenido de verdad del arle no se puede iden­ tificar inmediatamente, sino solo a través de mediaciones, lo cual no quiere decir que se pueda atribuir a algún fenómeno sensorial concreto, sino que se constituye a partir de este.

ver con nuestras posibilidades de satisfacción, a saber, con el tipo de placer y goce que nos pueden brindar las creaciones culturales. Así pues, proponiendo una lectura de la Dialéctica de la Ilustración en estos términos, me pregunto ¿qué tipos de placeres y goces posibilita la Ilustración? A la luz de Auschwitz, esta pregunta se vuelve funda­ mental, pues hubo en ese acontecimiento elementos patológicos de los cuales no es capaz de dar cuenta un pensamiento que se centra exclusivamente en los elementos formales y espirituales de la consti­ tución de la subjetividad y el devenir histórico. Lo que Adorno (2003: 59) entiende por Ilustración es definido desde las primeras páginas de ia Dialéctica y sostenido a lo largo toda ella: La Ilustración, en el más am plío sentido de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido desde siem pre el objetivo de liberar a los hombres de! miedo y constituirlos en señores [...1 El programa de ía Ilustración era el desencan­ tamiento del mundo. Pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante la ciencia.

Es fácil ver, desde estos enunciados, que, en la opinión de Adorno, la Ilustración va unida a un proyecto de dominio. La paradoja es, a su vez, que este dominio implica una liberación, a saber, de los encantos, las ilusiones, las supersticiones y los mitos. Su vocación es claramen­ te la de objetivar científicamente. La cuestión es que esta liberación no parece contemplar a la naturaleza y a lo material en general sino como objetos de dominación por parte del espíritu, con lo cual (Ador­ no, 2003: 61), lo «que importa no es aquella satisfacción que ios hom­ bres llaman verdad, sino la operación, el procedimiento eficaz». Con ello, resulta evidente que aquello que la ilustración busca erradicar no solo es la ilusión o la mentira; su proyecto establece un tipo de repre­ sión que equivale a una castración. La técnica del hombre ilustrado no lo ha de llevar necesariamente a la dicha, sino al ideal de dominio. La Ilustración cree superar el mito en su pretensión de dominar la materia (63) «sin la ilusión de fuerzas superiores o inmanentes, de cualidades ocultas», sin embargo, lo que nos hace ver Adorno es que se vuelve igual o más totalitaria que cualquier mito, pues reduce a todo ser y acontecer a ia unidad de un sistema del cual se derivan todas y cada

una de las cosas, para controlarlas. Con ello, así como los mitos, en su afán de representar y explicar, fijaban realidades hasta convertirlas en doctrina, la Ilustración, que pretende liberarnos de ellos, irónicamen­ te, cae en la misma suerte. Solo que, supuestamente, quienes mandan en la Ilustración ya no son los dioses, sino los hombres, que se con­ vierten en soberanos sobre lo existente. Así, ios hombres son como los dueños del mundo gracias a una ciencia que tiende a eliminar las diferencias entre ias cosas, y entre los mismos hombres, para domi­ narlos mejor. La paradoja es clara: en su afán de dominio, el hombre termina esclavizándose a sí mismo; es opresor y oprimido a la vez. No hay más dioses en quienes depositar la causa de nuestras desgracias. La diferencia entre ios pensamientos mítico e ilustrado la pode­ mos apreciar incluso en las formas lingüísticas (Adorno, 2003: 66): «El mundo de la magia contenía todavía diferencias» entre los objetos; no eran simplemente un conjunto de cosas que estaban allí para ser utilizadas, por lo cual era posible establecer afinidades entre ias cosas e inclusive involucrarse con ellas sin que perdieran sus rasgos propios. La «magia, como la ciencia, está orientada a fines, pero los persigue mediante la mimesis, no en una creciente distancia frente al objeto». Para Adorno no se trata, por tanto, en la magia, de una relación de dominación con las cosas, pues estas, aunque distintas al hombre, no eran ajenas a él, no se mantenían radicalmente a distancia. Rara que pudiera darse el paso de la magia a la técnica industrial tuvo que dar­ se, a ia vez, «que los pensamientos se independizasen de los objetos, como ocurre ya en el yo apartado de la realidad». Como nos enseña el psicoanálisis, esta separación implica un proceso de represión y el establecimiento de un tabú que, como hemos visto, es a la vez mimético y sexual, lo cual nos prohíbe (69) «el conocimiento que alcanza realmente al objeto»; aquello que,.en las religiones antiguas, era vene­ rado como mana, como complejidad material, como algo insólito, «lo que en las cosas es algo más que su realidad ya conocida» y que, sin embargo, no es ajeno al individuo que se enfrenta a ellas. Ahora bien, si en la base de la Ilustración está la separación entre sujeto y objeto, Adorno nos hace ver que también lo está el temor

mítico radicalizado, ya que el terror nace de la sola idea de lo exterior que no puede ser asimilado. Es, pues, el objeto, que está en la base misma del proceso de la Ilustración, en la negatividad que hemos se­ ñalado constantemente, lo que se opone a su proyecto de igualación, repetición y reproducción, en una búsqueda obsesiva de dominio. Así las cosas, ¿qué instancia es capaz de salvar, en la Ilustración, el lugar del objeto, en un mundo sin magia ni encantamientos? ¿Quién se ha de hacer cargo de la negatividad en un mundo sin chamanes? La res­ puesta, para Adorno (2003: 72-73), como hemos adelantado, es el arte, en el sentido de ejercer una capacidad mimética que sea capaz de «sustraerse a la pura imitación de lo ya existente»,15 reclamando la dignidad de lo absoluto en «cuanto expresión de la totalidad». Al respecto, cabe recordar nuevamente que el arte no busca reconciliar ni consolar. Su esperanza, como la de la religión judía, está en {77) «la prohibición de invocar como Dios aquello que no lo es, de tomar lo finito como infinito, !a mentira como verdad», no en ofrecer fórmulas u objetos de redención, lo cual lo distingue claramente de la magia.15 No tiene la naturaleza de un culto, aunque pueda tomar elementos de él, ni puede comprenderse simpiemente como un ámbito especial de la actividad social, como si fuera parte de su sistema. Si lo dicho hasta ahora es cierto y el arte es capaz de convertirse en el lugar de !a negatividad en la época ilustrada, entonces ¿cuál es el problema con la Ilustración? Que, como dice Adorno (1971: 9) al co­ mienzo de la Teoría Estética, «nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia». La radicalización de la búsqueda de dominio parece haber vuelto incierto su polo opuesto. Los individuos, en el proceso

1 5. Con esto, de derla manera, se parto de la prohibición que imponía Platón sobre el arte, en el libro X de la República, al cua[ consideraba una mera práctica imitadora. Sin embargo, Adorno le reconoce al arle otras posibilidades derivadas de su conocimiento mimético de ios objetos, las cuales io relacionan, sin igualarlo, a la magia, y hacen pertinente retomar los conceptos de culto y aura que fueron centrales en la polémica de Adorno con Ben/amin, a rafz del texto de este sobre la reproductibilidad técnica del arte. 1 6. De nueva cuenta, de lo que hablamos aquí es del concepto de negación determinada que rechaza toda representación de lo absoluto, lo cual determina la función que para Adorno tiene ia dialéctica. Esta ha de enseñar a leer una obra no como representación de lo absoluto o de ideas, sino como objeto en cuyos rasgos reconocemos (2003: 78) rto.

época de avanzando dominio tecnológico, para Adorno, sea el arte sublime. Una clase de arte, como en la doctrina de Kant sobre el senti­ miento de lo sublime (Adorno, 1971: 258), «vibrante en sí mismo, que queda en suspenso en gracia a una verdad que no tiene apariencia, lo cual no le impide, en cuanto arte, conservar su carácter apariencial». Un arte que, aun en su apariencia, no viole, representándola, el tabú que la Ilustración ha impuesto sobre la naturaleza, pero que permita su expresión como un contenido que no se agota en la forma. El espíritu de este arte sería «la autorrefiexión sobre su propio elemento natural», espiritualizándolo, alejándolo de! placer inmediato y elevándolo a un goce en e! que e! tabú sexual al que estaba sometido es superado, sin violar por ello, como apuntamos, el tabú mimético al que está sujeto en la obra. Así, el arte sublime, entendido como una espiritualización, es decir, como una sublimación de la naturaleza, buscaría emancipar los elementos alienados por lá lógica Ilustrada en un arte que es, a su vez, «la emancipación de la autonomía de ese arte»; la emancipación humana a partir de la liberación de sus medios de producción técnica. La noción de lo sublime que.Adorno retoma, refiere directamente a la obra de Kant. Según ella (Adorno, 1971: 259), «el espíritu, en su impotencia empírica ante la naturaleza, experimenta su inteligibilidad como separada de la naturaleza», pero como esta puede ser sentida, «la teoría de la constitución subjetiva de acuerdo a la naturaleza tam­ bién se vuelve sublime y la autodeterminación de lo sublime en la na­ turaleza sirve de anticipación de la reconciliación con ella»; la natura­ leza dejaría de estar oprimida por el espíritu. El retorno de la naturaleza reprimida, en la manifestación de su grandeza y su poder, superando el dominio subjetivo, es lo sublime. Un arte sublime sería aquel que, más allá de las formas bellas y sus juegos, ha de privilegiar Sa manifestación de la verdad de su contenido, imponiéndose sobre ellas: El ascenso de lo sublim e es lo mismo que la necesidad que tiene el arte de no esquivar las contradicciones fundamentales, sino de vencerlas del todo en sí mismas; su reconciliación no es resultado del conflicto sino, únicam ente, de que ese conflicto encuentre un lenguaje.

El arte sublime es expresión, por tanto, del conflicto entre las fuer­ zas de la cultura y la naturaleza; es expresión del malestar y, en cuanto tal, esperanza de reconciliación, más que su reconciliación como tal. Por ello, a continuación, tanto la reflexión de los procesos de subli­ mación, en la obra de Freud, como los dei arte sublime, en la obra de Kant, serán el centro de nuestros análisis.

C A P ÍT U L O 2, LO S P R O C ESO S D E S U B LIM A C IÓ N Y EL ARTE SU BLIM E: FR EU D Y KANT, PLACER Y G O C E EN TRE EL IN TERÉS Y EL D ESIN TERÉS ESTÉTICO S

La Teoría Estética de Adorno, partiendo, desde sus primeras líneas, del cuestionamiento sobre el derecho a la existencia del arte, realiza un largo recorrido, lleno de oposiciones, con el fin de intentar com­ prender filosóficamente el lugar del arte en la situación actual del pen­ samiento y de la sociedad, pues en él se juega la posibilidad de man­ tener viva la esperanza de reconciliación como promesa de la cultura. El libro comienza abordando el tema de la libertad del arte, su ideal de humanidad, su autonomía irrevocable y su esencia histórica en función de su separación de lo empírico y de una dialéctica entre pasado y futuro, donde lo que el arte es no puede definirse más que en función de lo que no es, es decir, de aquello a lo que se resiste a integrarse en función de su propia verdad; su negatividad. Posterior­ mente, Adorno se introduce al tratamiento de los problemas teóricos de la forma y el contenido de las obras de arte en tanto opuestas a la realidad empírica y a la vez productos del trabajo social. Justo inme­ diatamente después, de manera un tanto desconcertante, se anuncia la relación del arte y el psicoanálisis -criticando su utilización en la crítica de arte-, se lleva a cabo una crítica a las teorías estéticas de Kant y Freud, y se procede a hacer un análisis dei goce artístico (.Kunstgenuss) y el placer (Lust) en la experiencia estética -bajo el tí­ tulo de «Hedonismo estético y dicha del conocimiento». La pregunta que surge, ante este orden de temas, es ¿cómo podemos entender la repentina irrupción del psicoanálisis y su relación con el placer y el goce estéticos, en oposición a la teoría estética de Kant? A partir de esta pregunta, se intentará desarrollar la concepción de Adorno en torno a los términos en cuestión, lo cuales, me parece, son puntos clave para comprender su pensamiento estético y, por ello, su concepción de la promesa de reconciliación. Se ha de responder, entoces, a lo siguiente: ¿qué relación mantiene el pensamiento de Adorno con el psicoanálisis y la teoría kantiana? ¿Cómo se relacio­ nan las obras de Freud y Kant en materia de estética? ¿Qué tiene que

ver lo anterior con el goce y el placer que una obra puede generar y qué lugar ocupa dicha preocupación en el pensamiento de los autores mencionados? Con el fin de ofrecer respuestas satisfactorias a los cuestionamientos anteriores, propongo el siguiente procedimiento: partir del análisis de la oposición que establece Adorno entre las obras de Freud y Kant en materia de estética para, a la postre, profundizar en algunos de ios principales textos en los que Adorno hace referencia al psicoanálisis y a la filosofía kantiana,23 con el fin de determinar los aspectos claves de su interpretación de los autores mencionados, así como el Sugar que ocupan en su obra. Posteriormente, se analizarán los principales textos, en las obras de Freud y Kant, en ios que el goce y el placer estéticos son abordados o en ios que existe alguna relación esencial para comprenderlos,24 con el propósito de realizar una crítica de su tratamiento del problema, así como de las oposiciones y de la complementariedad de ambos pensamientos que nos permita llegar una con­ clusión, siempre en relación al planteamiento de Adorno que nos sirve de base, el cual se estructura alrededor del problema de ia promesa de reconciliación que descansa en las posibilidades de sublimación de! arte.25

2.1. La oposición de Freud y Kant en la Teoría Estética La Teoría Estética desarrolla, con extraordinaria densidad, la gran variedad de preocupaciones de Adorno en tomo al arte. Aun y cuando 23. Tanto para retomar conceptos a favor de su propia teoría como para erííicarlos y refutarlos. 24. En el caso de Freud, aparte de los trabajos en los que trata algún tema estético, haremos referencia a su texto de Introducción d eí narcisismo y a! de la Represión. En el caso de Kanl, además de referir a la obligada Crítica de! juicio, referiremos a su texto de juventud Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y io sublime, 3 ía Fundamentación de la metafísica de ¡as costumbres y a la Crítica de ¡a razón. práctica/ para tratar sobre [os problemas relativos a la definición del juicio reflexionante/ a la capacidad de juzgar en función de fines o de !a mera finalidad sin fin, y ai problema de los incentivos que han de ser base de ios respectivos juicios, pues todos son temas clave en la concepción de su teoría estética. 25. Al respecto, no solo será necesario hacer referencia a Sa Teoría Esfétí'ca de Adorno o a sus textos de crítica de arte, sino a aquellos a partir de los que podamos desarrollar su noción de crítica cultural y a los textos de !a Dialéctica de la ilustración, en los que realiza su interpretación de la evolución de la racionalidad occidental.

todo su contenido es relevante para el tema que tratamos aquí, lo ideal para los intereses que nos ocupan es partir de su primer capí­ tulo titulado Arte, sociedadestética -en especial sus últimos cuatro apartados-26 y de los primeros tres apartados del siguiente capítulo titulado Situación.27 No obstante, algunas otras partes del libro serán referidas en tanto sea conveniente. El texto comienza, como se ha mencionado, con la descripción de una situación que, a la vez, es la denuncia de un problema filosófico -en materia de estética- que requiere reflexión: nada que tenga que ver con el arte es obvio. Es significativo que no se diga que el arte ha ’ perdido algo que tiene que ser recuperado. Se parte, más bien, de lo que para Adorno es un hecho surgido de las condiciones objetivas del momento histórico. Ahora bien, ¿por qué, ai parecer, nada en el arte es obvio? Porque, por la ampliación de ia categoría de arte, este se ha vuelto incierto. No se puede decir, a ciencia cierta, cjué es arte. Ei arte, en tanto que históricamente se ha nutrido de la idea de humanidad, se volvió libre, lo cual se opone a la falta de libertad en la totalidad social y le hace tambalear ante ella. De su libertad y de su ideal de humani­ dad se sigue su autonomía irrevocable, que nos obliga a preguntarnos si en las condiciones actuales aún es posible. Es importante recalcar que Adorno no intenta definir el arte ni fijarlo en valores universales y atemporales, sino que más bien, su estado de libertad y autonomía, así como su incertidumbre, surgen a la vista de lo que el arte ha sido a lo largo de la Historia. ¿Qué ha hecho, entonces, el arte, a lo lar­ go de la Historia, para ganarse su libertad y autonomía? Para Adorno (1971: 10), las «obras de arte salen de! mundo empírico y producen un mundo con una esencia propia, contrapuesto a lo empírico, como si también existiera ese otro mundo».28 En e! arte, pues, no hay de

26. Lo &temas de dichos aparatados son (Adorno, 1971: 18-29): Crítica de la teoría psicoanalítica del arle, Las teorías del arte de Kant y Freud, «disfrute artístico» ¡Kunstgenuss), Hedonismo estético y dicha del conocimiento. 27. Los temas de dichos apartados son (Adorno,, 1 971: 29-34): descomposición de materiales, desartifización del arte: crítica de la industria cultural, lenguaje del sufrimiento. 28. La respuesta de Adorno, a mi parecer, responde en gran medida a su valoración de aquellas obras de arte que considera auténticas, en función de su interpretación de lo que el arte ha llegado a ser, más que a aquello que ha sido considerado arte, en general, en diversas épocas y culturas.

antemano reconciliación con la realidad, ni armonía, ni consuelo, ni nada en específico en relación con el mundo que lo produjo, a no ser su oposición. Niega la realidad con su propia realidad. Tai situación lo vuelve incierto, pero en virtud de ello se convierte cualitativamente en una cosa distinta al resto de las cosas producidas en la realidad social; se trasforma y opera una transformación en el todo. Dicha oposición a lo existente es llevada a cabo en virtud de la forma de la obra, que a la vez da forma a una nueva existencia. Debido a esta negatividad radical del arte, su esencia no se puede abordar genéticamente y de­ ducir de su origen histórico. Lo que el arte era, pues, ya no es nece­ sariamente, y lo que es, no necesariamente se deduce de lo que fue. Más bien, se debe abordar filosóficamente en una dialéctica que nos ayude a comprender que, lo que el arte es (Adorno, 1971:11-12), está marcado «por lo que fue, pero solo se legitima mediante !o que el arte ha llegado a ser y la apertura a io que él quiere (y tal vez puede) llegar a ser». Por io tanto, el arte solo puede ser definido negativamente, a partir de lo que no es, ya que su concepto remite a lo que no tiene, a saber, a lo que fue y puede ser: «El arte solo es interpretable al hilo de su ley de movimiento, no mediante invariantes [...] su ley de movi­ miento es su propia ley formal». Unas líneas después de haber tratado la cuestión de la esencia del arte en función de su forma, Adorno, en sus acostumbrados movi­ mientos dialécticos, introduce la cuestión del contenido del arte a tra­ vés del concepto de verdad. Si hay verdad en el arte, esta solo es como algo que ha llegado a ser y no como algo que ha de ser, en contra de cualquier punto de vista teleológico. El contenido del arte podría estar en su propio carácter perecedero, aun y cuando el contenido del arte pasado no necesariamente ha de desaparecer. Lo que se quiere decir con esto es que las obras de arte, en función de su contenido, son caducas, porque incluso en la formación de su autonomía son heterónomas y dependientes del mundo que las vio nacer; es decir, su verdad, inclusive en su separación del mundo empírico-en virtud de su forma-, depende de la realidad social en cierto momento histórico, pues es de esta de donde toma su contenido. No todo en el arte es arte

(Adorno, 1971: 13), «sino también algo ajeno, contrapuesto al arte». Toda obra, en oposición a lo empírico, contiene algo de lo empírico. El arte no se agota ni en su forma ni en su contenido, y es más que ¡a dialéctica de estos, porque su contenido es, a la vez, parte de lo que se le opone. «En relación con la realidad empírica, el arte subli­ ma e¡ principio ailí imperante dei sese conservare en el ideal de ser uno mismo de sus productos; se pinta -como decía Schónberg- un cuadro, no lo que representa». El objeto artístico quiere la identidad consigo mismo, por lo que se debe separar de ¡a realidad empírica que le niega dicha identidad. En esa separación, la «identidad estética ha de socorrer a lo no-idéntico que es oprimido en la realidad por la imposición de la identidad» al ser capaz de modelar las relaciones que en lo empírico le son negadas. Lo que sucede, pues, es una es­ pecie de mimesis, en la que «las obras de arte son copias de lo vivo empíricamente en la medida én que proporcionan a este lo que se le niega fuera, de modo que lo liberan de aquello en que lo convierte su experiencia cósica exterior». El contenido del arte, entonces, es el contenido de lo empírico, de lo «exterior», pero reconfigurado en el «interior» de la obra, de manera tal que satisface aquello -en el objeto artístico- que de otra manera no hubiera podido haberse satisfecho. El hecho de que se utilice e! término «sublimación» es significativo y nos remite directamente a ia obra de Freud. ¿De qué tipo de contenido se está hablando que puede ser sublimado? Vayamos siguiendo el texto paso a paso. Las obras de arte son un producto del trabajo social, a pesar de oponerse a la sociedad. En virtud de ello, se comunican con la empiria a la que repudian, pero de la cual obtienen su contenido. Son capaces de hablar, en ese sentido, de una manera que les está negada a los objetos «naturales» y a los sujetos que las hicieron (Adorno, 1971: 14-15): «Hablan en virtud de la comunicación de todo lo individual en ellas». Su forma es contenido social sedimentado que se ha opues­ to en su individualidad irreconciliable a la realidad que las produjo, Se comunican con ella mediante la «no-comunicación» al adoptar una postura determinada, la cual constituye su estilo. Las «obras de

arte representan como mónadas sin ventanas lo que ellas no son»; su historicidad inmanente, en tanto dialéctica de naturaleza y dominio de naturaleza, es de la misma esencia que la dinámica exterior, por lo que se parece a ella sin igualarse, es decir, conservando su diferencia y su relación con aquello de io que proviene. La fuerza productiva del arte, entonces, es la misma que la del trabajo útil, pero en su particu­ lar relación con la empiria, las obras salvan, neutralizando, lo que el espíritu expulsó de ella. En ese sentido, participan de la ilustración y tienen una relación con la verdad; no mienten. Son una respuesta a la interrogación, a los problemas que les vienen de afuera, los cuales se manifiestan en la obra como problemas inmanentes de su forma; su tensión interna se basa en ello. A su vez, en la medida en que representan un problema, también representan su superación, hecho que constituye la dicha del arte. Por ello, el arte nunca está asegurado, sino que tiene que estar actualizándose respecto a los problemas de la realidad exterior. Además, no puede percibirse de manera estric­ tamente estética. Solo en virtud de !o que no es arte en el arte, de lo que es otro en él, este puede sublimar. Aquello que el psicoanálisis nos puede ayudar a comprender en relación a esto, es el proceso a través del cual el contenido de carácter social, que se enfrenta a una problemática en el mundo empírico -su represión, podríamos decir-, encuentra una respuesta en el estiio particular de la obra, sin ser pu­ ramente estética. El arte, por tanto, no inventa su contenido, al cual responde asig­ nándole una forma específica. No es arbitrario, sino que se estructura a partir de una exigencia social que encuentra expresión gracias a la obra. El hecho de que esta se oponga a la sociedad, aun siendo huella de ella, nos habla de un conflicto del momento histórico cuya antítesis se hace manifiesta, a través de la producción artística, para poder ge­ nerar conciencia de él. Por ello, el arte es una respuesta y contribuye a la superación del problema. Su parecido con la cura psicoanalítica nos podría hacer caer en la tentación de clasificarlo como un artilugio psi­ cológico y de explicar todo lo que a él concierne en función de motiva­ ciones psíquicas-como, de hecho, suelen hacer algunas explicaciones

psicoanalíticas. Justo en ese sentido va dirigida la crítica de Adorno a la aplicación de ciertos tipos de psicoanálisis a cuestiones estéticas. Si bien es cierto que la constitución del territorio del arte (Adorno, 1971: 18) «está en correspondencia con la de un territorio interior de los seres humanos en tanto que espacio de su representación», por lo que participa de antemano de la sublimación, reducirlo a lo meramente psíquico sería prestar atención únicamente a uno de los términos de su dialéctica, a saber, el contenido, olvidándonos de sus categorías formales, producto de una larga tradición artística. Todos los psicologismos y formalismos absolutos son rechazados por Ador­ no. Así como !os segundos tienden a hacer de la obra un artefacto sin relación con la realidad, propiciando su indiferenqia y fetichización -características de la industria cultural-, los primeros hacen de ella una mera representación afectiva, una proyección del inconsciente de quienes ia produjeron, un sueño en vigilia que la reduce a la categoría de documento biográfico, cuyo fin, en manos de ciertos psicólogos,29 es la «salud» mental. Lo proyectivo en la obra de arte, para Adorno (1973 a: 97), es solo un momento cuyo valor difícilmente es decisivo en su configuración; «al artista no pertenece sino lo mínimo de sus formaciones; que en verdad el proceso artístico de producción [...] tiene ia rigurosa forma de una legalidad impuesta por la cosa, y que frente a esto la cantada libertad creadora del artista no tiene apenas peso». Así, para Adorno, el psicoanálisis se suele quedar en un siste­ ma de signos subjetivos que no hace justicia a la idea de verdad de la obra, la cual requiere de la forma y de aquello que no es psíquico en el arte. La función del psicoanálisis en la comprensión estética es, más bien, la de ayudar a sacar lo no artístico del interior del arte; aquello que en el arte está en relación con la pulsión, descifrando el carácter social que habla desde una obra y en el que se manifiesta el carácter social del autor. El psicoanálisis proporciona elementos de mediación entre la estructura social y la estructura de ias obras, pero es incapaz de abarcar todo lo que al arte se refiere. 29. A los cuales Adorno, cuando utilizan herramientas psicoanalíticas, llama revisionistas. Hablare­ mos de ellos más adelante.

En este sentido, para Adorno, Freud, en cuestiones estéticas, es ¡a antítesis de Kant, sin que ninguno, sin embargo, supere el ámbito de lo subjetivo. Para sostener dicha afirmación -a reserva de desarrollar posteriormente los conceptos sobre los que se apoyan, en lo que a nosotros concierne, ambas teorías-, se basa en la noción de «interés» de cada pensador. De acuerdo a su lectura de la «analítica de lo bello» de la Crítica del juicio, el sentimiento de lo bello se sostiene en el desinterés por la representación de la existencia de un objeto,30 mientras que para Freud el objeto artístico estaría allí para cumplir un deseo -opinión que aún hemos de comprobar. En ambos pensadores hay un acento en la representación, producto de su enfoque subjetivista que busca la cualidad estética en el efecto de ia obra sobre el espectador. Ahora bien, para Adorno, lo revolucionario de la Crítica del juicio es que intenta salvar la objetividad mediante el análisis de los momentos subjetivos. Por ello, para Kant es fundamental que el desinterés se aleje del efecto inmediato, quebrando la supremacía del agrado. El problema es que, con ello, castra a la obra del goce que puede proporcionar, cargándose desmesuradamente a la forma (Adorno, 1971: 21): «La doctrina del agrado desinteresado es pobre a la vista del fenómeno estético; lo reduce a lo formalmente bello (que es muy dudoso en su aislamiento) o a los objetos naturales llamados sublimes». La consecuencia es clara para Adorno: «Kant separa a! sentimiento estético (y, de acuerdo con su concepción, virtualmente también al propio arte) de la facultad de apetecer». Aun y cuando Adorno está de acuerdo con la concepción de Kant en que la com­ prensión del arte ha de ser separada del efecto inmediato (lo cual entra en correspondencia con su separación del mundo empírico y con la distancia que necesita para propiciar la reflexión), sostiene que debe involucrar cierto interés en cuyo nombre sea posible la sublima­ ción -lo cual salva al arte de la trascendentalidad en tanto que toma

30. A Adorno (1971: 21] no íe queda claro sí «n Kanlese desinterés se refiere al objeto tratado en la obra a a la obra misma. El problema es que el tema de Kant no es el arte, sino las facultades de repre­ sentación, cuyo conocimiento nos ha de llevar a la comprensión de las condiciones de posibilidad del sentimiento de lo bello.

en cuenta su historicidad-. En ello radica la pertinencia de recurrir a la teoría freudiana.51 Adorno (1971: 22) deja claro que: para Freud, las obras de arte no son realizaciones inmediatas de deseos, sino que transforman la libido primariamente insatisfecha en una prestación so cial­ mente productiva; por supuesto, aq uí el valor social del arte se sigue presupo­ niendo sin más, debido al respeto acrítico a su vigencia pública.

Por un lado, pareciera que ei interés que Freud enlaza a las obras de arte se aleja del efecto inmediato e implica, de hecho, cierto desin­ terés; por otro, que se presupone una función social y no se considera la oposición y ia capacidad crítica del arte con respecto a la sociedad. Lo que capta la teoría freudiana de la sublimación, para Adorno-que, a la vez, es aquello de lo que adolece Kant-, es el retorno de los componentes puisionales transformados

-y

en ese sentido, negados-,

lo cual pone de manifiesto el carácter dinámico de lo artístico y su relación con lo empírico, a la vez mimética y transformadora. Sin em­ bargo, en opinión de Adorno, en Freud no parece haber una distinción de lo estético respecto de lo práctico y lo apetitivo,32 con lo cual, el arte no sería más que un representante de las pulsiones. Así, parte del problema del modelo freudiano -compartido por el de Kant- es que la obra de arte solo existe en relación a quien la contempla o produce,33 sin tomar en cuenta el momento histórico y la dinámica social en la que fue producida.

31. Una interpretación que nos permite profundizar en la comprensión de la relación de la Crítica dei juicio con el intento de salvar el conocimiento objetivo, en relación a la noción de interés estético, es la de Paul de Man (1998:1 71-183) en su artículo «Ei materialismo de Kant», donde analiza retóricamente el análisis de la trascendentalidad del sentimiento de io sublime. En palabras de P. de Man (1 82), «[a dinámi­ ca de lo sublime marca el momento en que Eo infinito es congelado en la materialidad de la piedra, el mo­ mento en que no es concebible ningún pathos, ansiedad o sim-patía; es, en efecto, el instante del a-pathos, o apatía, como pérdida completa de lo simbólico». Todo contenido reai es negado -lo cual propicia Ea radicaíización de lo material- en la estética de Kant, bajo esta perspectiva, porque el sujeto kantiano no es más que un observador que siempre está a salvo en relación a lo observado (1 63): «La contemplación del mundo por parte de Kant tal y como uno Ea ve («wie man ihn sieht») es un formalismo radica], absoluto, que no contiene ninguna noción de referencia o semiosis. Al contrario, es un formalismo absolutamente no fenomenal, no referencial, a-pathético, que vencerá en la batalla entre los afectos y encontrará acceso al mundo moral de la ra.zón práctica, a la ley práctica y a la política racional [...I el formalismo radical que anima el juicio estético en la dinámica de lo sublime es Eo que se denomina materialismo». 32. Aun hemos de corroborar esta afirmación con ei análisis de la obra de Freud. 33. Se trata, según Adorno, de un enfoque subjetivista, como se mencionó.

Lo que pone Freud en ei centro de Sa discusión al hacer participar a las pulsiones en la dinámica cultural es la cuestión del placer. La doc­ trina kantiana resulta insuficiente para explicar este asunto que tiene que ver (Adorno, 1971: 23) «con el interés corporal, con las necesi­ dades reprimidas y no satisfechas», y su estética se convierte en «un hedonismo castrado, en un placer sin placer». Por otro lado, el pro­ blema, para Adorno, de hacer de la sublimación la última palabra en torno al arte, es que este se reduce a un hedonismo estético en función de necesidades egoístas, So cual se lleva bien con una teoría del apa­ ciguamiento armónico de los contrastes y la aceptación conformista. Entendida así, me parece, la sublimación no es más que una forma de integración que por sí misma no implica carácter subversivo alguno ni fuerza que le permita superar el orden empírico. Es como si estuviera por completo del lado del interés, mientras que el lugar del arte está más bien en la tensión entre el desinterés y el interés más salvaje. A partir de lo expuesto sobre la situación problemática del arte, por aquello que ha llegado a ser en función de su dialéctica, en rela­ ción al interés y desinterés estéticos, y al placer y goce a los que el arte puede aspirar, se han sentado Sas bases que hacen posible contrastar el pensamiento de Adorno con el de Freud y Kant. Varias son las pregun­ tas que hemos de contestar. ¿Cuál es el lugar del psicoanálisis y de la teoría kantiana en la estética de Adorno? ¿El lugar social del arte está sin más presupuesto en las obras de Freud y Kant? ¿Hay alguna consi­ deración en la obra de Freud con respecto a la forma del objeto y a la praxis artística que nos haga replantear las supuestas funciones socia­ les del arte, así como en la de Kant alguna sobre el placer o el goce es­ téticos en relación a ia dimensión práctica? ¿Qué tan subjetivistas son realmente los enfoques de Kant y Freud? ¿Qué tan complementarias son las nociones de sublimación de Adorno y Freud, y cuál es su po­ sible relación con e! sentimiento de lo sublime, tal como es concebi­ do en la obra de Kant? ¿Qué relación, en suma, guardan la obra de Kant y Freud en relación al interés y el desinterés estéticos? Y, final­ mente, ¿qué tipo de placer o goce se producen para Freud y Kant en la experiencia estética, y cómo puede ayudarnos ello a comprender

la esperanza de reconciliación que Adorno ubica en el arte? Así pues, sin más, pasemos al análisis de los textos de Adorno, Freud y Kant que nos ayudará a dar respuesta a nuestros cuestionamientos.

2.2. El psicoanálisis en la obra de Adorno El pensamiento de Adorno, como sucedió en general con la escue­ la de Frankfurt, pretende comprender la evolución histórica del sujeto y sus modos de producción a través de una filosofía de corte marxista » en la que So económico ya no tiene la primacía como principio expli­ cativo. Sus intentos por explicar las manifestaciones de una sociedad altamente tecnificada y consumista, después de Auschwitz, le ímpusieron el reto de recurrir a principios políticos, sociales, psicológicos y culturales a la vez, en un esfuerzo dialéctico en el que ningún elemen­ to podía elevarse sobre los demás como si fuera absolutamente autonomo. En específico, las relaciones entre cultura, sociedad y psique, ocupan un lugar central en su obra. El arte, en este sentido, pensado como un producto, entre otros, sujeto a las fuerzas de producción del momento histórico -y en cuanto tal, reflejo de ellas-, se distingue por estar involucrado con una praxis específica y por sus cualidades obje­ tivas. Su abordaje, por tanto, ha de tomar en cuenta la complejidad de los elementos que lo componen, sin intentar reducir las oposiciones que lo constituyen, sino comprendiéndolas dialécticamente. El recha­ zo de Adorno de cualquier metodología armonizadora tiene su justi­ ficación precisamente en que la realidad social y cultural no presenta armonía alguna y en que la única manera de hacerle justicia sin caer en ideología es conservando, en la teoría, el antagonismo entre lo uni­ versal y lo particular. Una de las posibles maneras de expresar dicha tensión se puede articular en una dialéctica entre sociología y psico­ logía, cuya separación como disciplinas del saber se presenta a la vez como verdadera y falsa. Verdadera porque refleja un antagonismo real y falsa porque su separación impide el conocimiento de la totalidad que incluso la separación de ambas requiere.

En este contexto, podemos entender la constante utilización que Adorno hace de la teoría psicoanalítica. Rara él, el mejor acercamiento al componente psicológico de la cultura lo ha llevado a cabo Freud, aun y cuando su teoría sea insuficiente para comprender la totalidad cultural. Por ello, cuando escribe sobre las aportaciones del psicoanálisis, lo hace en relación a la sociología, la educación o el arte, y no tratándolo como una disciplina aislada, arraigada en e! ámbito clínico que la vio nacer.. En su texto sobre las relaciones entre sociología y psicología, que denuncia !a arbitraría clasificación de estas ciencias, Adorno (1986 a: 36) expresa claramente su predilección por la teoría psicoanalítica, pues es «la única que investiga seriamente las condiciones subjetivas' de la irracionalidad objetiva». Un pensamiento capaz de mostrar las contradicciones de la sociedad ha de recurrir a ella con ei fin de com­ prender la falsa conciencia que implica la separación de sociedad y psique, el desgarro de ia vida interior y la exterior, así como la alie­ nación de los individuos que, debido a la división dei trabajo, no se pueden reconocer en la sociedad. La aportación del psicoanálisis es la de ayudarnos a dilucidar los mecanismos psíquicos que de manera inconsciente nos mantienen fijados a una falsa relación con la reali­ dad, en la que coinciden el superyó y las necesidades funcionales del sistema social que aseguran su perpetuación (41), fusionando «la vieja angustia ante la aniquilación física con la muy posterior de dejar de pertenecer a la unidad social que abarca a los hombres en lugar de la naturaleza». Así, la angustia y el apego al sistema social se acentúan en la medida en que el poder de! individuo disminuye en proporción al aumento del poder de las instituciones, cuya base es su capacidad tecnológica de reproducción. En eso, en parte, consiste ía irraciona­ lidad, desvelada por el psicoanálisis, de un sistema aparentemente racional. Lo importante aquí es que las tensiones objetivas y las sub­ jetivas no pueden entenderse por separado, pues su oposición revela lo que suele ser reprimido en la praxis cotidiana impidiéndonos ser conscientes de las fuerzas que nos determinan (44): el conocim iento no posee ninguna otra totalidad que la antagónica y solo en virtud de la contradicción puede alcanzarla [...] Q ue la aptitud específicamente

psicológica contenga casi siempre un componente irracional, en todo caso antisistemático, no es tampoco una casualidad psicológica, sino que se deriva del objeto, de la irracionalidad separada como complemento de la ratio dominante.

Así, para Adorno, tanto cualquier psicologismo, como todo in­ tento de concebir un sujeto totalmente social y racional, son ideolo­ gías que transforman realidades inexistentes, es decir, puramente so­ ciales o puramente extrasociales, en determinaciones naturales. De ahí que, a pesar de su predilección por el psicoanálisis, este pueda ser criticable bajo ciertas interpretaciones (Adorno, 1986 a: 49): «El mandamiento freudiano: Donde era ello, ha de ser yo contiene algo vacío, inevidente. El individuo atenido a la realidad, sano, es tan poco inmune a la crisis como lo es, en lo económjco, quien mueve sus negocios racionalmente». Lo social en oposición dialéctica a lo psicológico es más bien una.fuente de conflicto bajo las condicio­ nes actuales, y toda ideología, aun en sus versiones científicas, es incapaz de verlo. De ahí la falsedad, en opinión de Adorno, de las psicoterapias y el psicoanálisis que busca encausar a los individuos a la «normalidad», al triunfo del yo (50), que no es sino «un triunfo de la ofuscación por lo particular». La única posible reconciliación es de lo particular con lo universal, no de lo particular consigo mismo, pues ello solo significaría el aislamiento en una sociedad cuyas con­ diciones objetivas son cada vez más dominantes. Por ello, ese tipo de psicoanálisis contribuye a la acentuación del conflicto y a la subordi­ nación del sujeto -a la sumisión, a la identificación con el agresorai polarizar aún más los extremos en tensión, sin siquiera saberlo (55):3+ «Cuanto más estrictamente es concebida la esfera psicológica 34. El tipo de psicoanálisis al que Adorno se refiere es aquel que llama revisionista. En 1946, Adorno pronunció una conferencia titulada «El psicoanálisis revisado» -a cuyo texto nos referiremos más adelante- frente a la Sociedad Psicoanalítica de San Francisco, criticando la tendencia de dicho psicoanálisis a concederle un papel más decisivo a Eas motivaciones sociales o culturales que a las inconscientes. Se ha dado por llamar a esta corriente t uiturajismo americano, en la que se ha identificado a Karen Horney como una de sus representantes principales. Os justo a eEla a quien Adorno critica en la conferencia, acusándola de reducir eJ psicoanálisis □ una psicología dei yo. Por otra parte, también son conocidas las polémicas al respecto entre Fromm y Adorno desde la década de los treinta. Fromm formó parte de la Escuela de Frankfurt desde su primera época y fue una de las figuras centrales; sin embargo, paulatinamente, sus conceptos fueron separándose tanto de Freud como de Adorno, a! privilegiar las explicaciones basadas en aspectos sociales sobre aquellas basadas en motivaciones inconscientes.

como campo de fuerzas hermético y autártico, tanto más comple­ tamente se desubjetiviza la subjetividad». En su aislamiento, ei in­ dividuo no es capaz ni de ceder a su instinto (52) -«ya que ello es sancionado por la sociedad y presupone hoy, ni más ni menos, la fuerza de que justamente carece quien actúa irracionalmente»- ni de adaptarse a la realidad -pues «cuanto más se ajusta a la realidad, tanto más se convierte él mismo en cosa, menos va viviendo, más absurdo se torna ese «realismo» suyo»-. Más bien, io que a Adorno (54) le interesa del psicoanálisis es el «cortocircuito entre incons­ ciente y realidad» que le caracteriza y que le permite realizar expli­ caciones psicodinámicas, de acuerdo a las posibles interacciones de la psique con su entorno objetivo. Esta flexibilidad en la explicación posibilita al pensamiento no partir de una definición de lo que debe ser el sujeto ni de su lugar en la sociedad, sino de los variables y cir­ cunstanciales juegos de fuerzas, lo cual es uno de los fundamentos de la dialéctica negativa de Adorno. Por otro lado, el psicoanáli­ sis es pertinente en tanto que pone especial acento en la necesidad de satisfacción pulsional.35 Ninguna reconciliación, en opinión de Adorno, es posible si el objetivo pulsional aplazado -exigido por ia sociedad, en virtud de la escisión que implica en relación a la vida psíquica- no es proporcionado, de alguna manera, con poste­ rioridad. Ello vuelve al concepto de yo, dialéctico (62); «psíquico y no psíquico, un trozo de libido y representante del mundo». Según Adorno, Freud no identificó tal dialéctica implícita en su teoría-afir­ mación bastante polémica, sin duda-, por lo cual, según él, «en el sistema freudiano falta de plano cualquier criterio suficiente para diferenciar las funciones «positivas» y «negativas» del yo, sobretodo entre la sublimación y la represión», temas que son fundamentales para la reflexión que intentamos llevar a cabo en este trabajo y cuya 35. El concepto de satisfacción pulsional, en el contexto del psicoanálisis, ha tenido distintas inter­ pretaciones. En este texto, se pretende desarrollarlo en relación a las aportaciones de Freud, Adorno y finalmente de Lacan, en lo referentes la obtención de placer o de goce de tipo estético. Cabe aclarar que, aunque la satisfacción - o la reconciliación, según la terminología usada por Adorno-juega un papel fun­ damental en dichos pensadores, no estoy afirmando que para ellos el objetivo del arte o de las creaciones culturales sea brindar satisfacción. Como iremos viendo, más bien será la imposibilidad de alcanzar la satisfacción ío que determinará el tipo de goce propio de la experiencia estética.

relación trataremos de precisar en ambos autores, en función de la experiencia estética.36 Así pues, ¿cómo entiende Adorno ¡a relación del yo con el mundo en función de ía necesidad de satisfacción pulsional? Para Adorno, el yo no puede ser considerado una instancia meramente racional, pues elio no es suficiente para explicar la dinámica pulsional. El yo (Adorno, 1986 a: 63) «tiene que convertirse él mismo en inconscien­ te, en parte de ia dinámica pulsional sobre la cual, por otra parte, debe elevarse», por lo que constituye en sí un conflicto constante y cambiante entre las exigencias internas y externas, y no una reconci­ liación con la realidad social, a la cual le conviene cualquier tipo de indiferenciación que vuelva absoluto ya sea al ello o al yo. Este, por tanto, bien puede considerarse una instancia mediadora que mantiene en una errática unidad a la realidad exterior y a la interior, siempre en tensión. Sobre el concepto de yo, Adorno basa su desacuerdo con las interpretaciones revisionistas de Freud,37 puesto que, en la concepción que estas tienen del yo, este parece estar reconciliado de antemano con la realidad social, aislando atomísticamente la dinámica puisiona! dentro del individuo en lugar de considerar al proceso vital -la tensión del yo entre el interior y el exterior- en su totalidad. En su texto El psicoanálisis revisado, Adorno realiza una dura crítica al respecto. Las categorías históricas de los llamados revisionistas parecen coincidir con la autonomía histórica alcanzada por el sujeto, ignorando, sin embargo, tal relación (Adorno, 1986 b\ 19): Com o si la captación por Freud de la inevitabllidad de los conflictos culturales, de la d ialéctica del progreso, pues, no hubiese sacado a la luz más acerca de ¡a esencia de la historia que el precipitado recurso a los factores del medio que, según los revisionistas, han de exp licar el surgimiento de conflictos neuróticos.

36. Lo que está en juego aquí es el lugar de la represión en el proceso de sublimación, lln este trabajo se intentará precisarlo en función del goce estético que nos puede brindar el arte. Me parece que Adorno está planteando un problema que exige de reflexión en materia de estética, y uno de los propósitos de este trabajo es mostrarlo a través de la comparación de lo dicho ai respecto en la obra de Freud con los desarrollos de la Teoría Estética y la Dialéctica de ¡a Ilustración de Adorno. 37. Hablamos de las interpretaciones de Karen Horney y Erich Fromm, a las cuales ya hemos hecho referencia en una nota anterior.

El concepto de yo de los revisionistas se presenta a priori como au­ tónomo en relación ai ello sin siquiera plantearse cómo es posible, si es que es posible, llegar a esa conclusión. En opinión de Adorno, parten de ia presuposición de un ideal que ha de realizarse en una sociedad igualmente ideal, es decir, no conflictiva, no traumática, sin considerar que el yo, más bien, siempre está condicionado por ia alienación del individuo en una sociedad imperfecta. Su totalidad, pues, es ficticia, ideológica, y encubre lo que (Adorno, 1986 fa: 20) «casi se podrfa lla­ mar un sistema de cicatrices que solo son integradas en el sufrimiento, mas nunca totalmente»; ocultando dicho dolor detrás del ideal, como si el sufrimiento tuviera sentido en sí mismo. Estos revisionistas, sin embargo, no hacen justicia a Freud, quien, sobre todo en sus últimas obras,38 reconoció el conflicto entre los individuos y la sociedad sin intentar resolverlo. Ellos (22-23) «olvidan que no solo el individuo, sino también la categoría de la individualidad, es un producto social», por lo que «una psicología analítica tendría que descubrir las fuerzas sociales determinantes en los mecanismos más íntimos del individuo» antes de intentar establecer su lugar en una sociedad preestablecida, como si fuera una especie de segunda naturaleza. Por otro lado, los revisionistas, para Adorno, suelen entender los conflictos psíquicos en función de una sexualidad que no es capaz de responder a la presión de la cultura, lo cual ubica su explicación más en el preconsciente que en la represión fundamental del inconsciente; como si !a solución pudiera hallarse en la mera modificación de algunos epifenómenos sociales (30), lo cual «desemboca precisamente en la confirmación de la sociedad patriarcal, de la cual quería apartarse la secesión». El psicoanálisis radical, en cambio (23), se dirige «hacia la libido como algo presocial, alcanza tanto filogenética como ontogenéticamente aquellos puntos donde el principio social del dominio coincide con el psicológico de la represión pulsional». Por ello, el revisionismo tiende a suavizar el potencial subversivo de la teoría freudiana y a volverse

38. Hablamos aquí de obras como El mafcstar en la cultura, Psicología de las masas y anáfisis del yo, El porvenir de una ilusión o, inclusive, 7ofem y tabú, obras, todas, en Jas que se aborda la problemática relación entre individuo y sociedad.

conformista, a pesar de sus constantes críticas sociales que no llegan a la raíz del problema. En este sentido, hemos de resaltar que ei placer y la prohibición no pueden ser separados, sino que se condicionan recíprocamente. Su comprensión, pues, es dialéctica: uno es inconce­ bible sin el otro. No se puede hablar de emancipación sin hablar a la vez de autoridad y represión; olvidarnos de ello sería ingenuo y solo contribuiría al status quo, pues imposibilitaría adquirir consciencia de él. En cambio (32), «si la teoría menciona la repetición por su nombre, e insiste en lo idénticamente negativo de lo aparentemente nuevo, pueda quizá arrancarle por la fuerza a io siempre igual la promesa de lo nuevo». Tal conciencia, a la cual contribuye el psicoanálisis que se plantea llegar a los principios fundamentales de la psique más que a normalizar individuos, es también una de las principales característi­ cas que, para Adorno, tienen las grandes obras de arte, las cuales en su unidad formal son capaces de expresar la totalidad de la realidad tal cual es y no como un ideal quisiera que fuera, aun y cuando ello implique oponerse a lo existente. Adorno, por tanto, considera que cierta versión del psicoanálisis -la más apegada a Freud- es fundamental para comprender los fenó­ menos sociales y culturales a cabalidad. Sus textos están impregnados por doquier de conceptos psicoanalíticos y algunos están destinados de lleno a explicar cómo puede contribuir la teoría de Freud a cla­ rificar un asunto específico, comúnmente relacionado al análisis de cierta autoridad o grupo autoritario. Ejemplos de ello son sus textosla Teoría Freudiana y el modelo de la propaganda fascista o La educación después de Auschwitz. En específico, este último texto contiene refe­ rencias que nos conviene repasar aquí. Una de las intuiciones de Freud que más interesan a Adorno (1973 b\ 80) «es que la civilización engendra por sí misma la anticiviliza­ ción», y ello, en su opinión, debería ser tomado en cuenta en co­ nexión con Auschwitz, prestando especial atención a El malestar en ia cultura y a Psicología de las masas y análisis del yo. No es una exageración decir que toda la filosofía de Adorno está comprometi­ da con esta problemática y que si deseamos comprender cualquier

s

aspecto de su pensamiento estético, debemos partir de la misión que tiene para él cualquier tipo de educación: evitar que Auschwitz se repita. Preguntémonos, pues, ¿por qué Auschwitz? Porque Auschwitz significa el fracaso de la civilización, no por casualidad, sino por su misma lógica; porque es expresión de una tendencia social poderosa de la cual aún no somos plenamente conscientes. Si la civilización es una lucha contra la barbarie, y esta surge en aquella, se trata de una lucha desesperada. Lo que nos queda es ser conscientes de la deses­ peración, lo cual posibilita escapar del idealismo utópico -como el de los revisionistas- e intentar contrarrestar las fuerzas que han sido engendradas por ia historia. Ahora bien, evitar que Auschwitz se repita no solo implicaría cam­ biar las condiciones objetivas de !a sociedad, sino también las subjeti­ vas, sin apelar a valores eternos o a la Ilustración -en el sentido de do­ minio sobre la naturaleza. Ello requiere buscar las raíces del conflicto en los agresores con el fin de descubrir los mecanismos que vuelven a los hombres capaces de tales cosas, mostrárselos e intentar disuadirlos de (Adorno, 1973 b: 82) «golpear hacia el exterior sin reflexión sobre sí mismos». Todos los esfuerzos críticos de Adorno parecen resumirse en esto: desvelar la raíz profunda del conflicto, mostrar y propiciar la reflexión, sin moralizar. El arte y el psicoanálisis, bajo esta perspectiva, siguen la misma dirección. Como se mencionó, cualquier proceso de emancipación ha de tomar en cuenta al tipo de autoridad predominante. Para Adorno, las sociedades actuales tienden a desintegrar la individualidad en Sa in­ tegración general, lo cual vuelve a los individuos incapaces de cual­ quier resistencia. El vacío generado en el sujeto, su impotencia ante la totalidad, que experimenta como una disminución de su libertad, suele ser ocupado por alguna autoridad soberana que se convierte en la referencia para la libertad. Asf, la libertad del individuo pasa a la de la autoridad, lo cual genera una dependencia de ella -de los mandatos del más fuerte- que no se justifica racionalmente. Como toda prohibición lleva aparejada un tipo de placer, el psicoanálisis nos ayuda a detectar en este fenómeno una de las condiciones del

terror sádico-autoritario.39 Lo que nos hemos de preguntar aquí es ¿a qué tipo de autoridad se puede apeiar para evitar caer en la lógica del torturador? La respuesta de Adorno apunta hacia la autonomía y la fuerza de autodeterminación y reflexión; a no entrar en el juego de otro. Por supuesto, esto tiene resonancias kantianas; sin embargo, Adorno reelabora la autonomía de la moral de Kant por considerar que, por su falta de compasión -por su renuncia a tomar en cuenta los intereses patológicos-, cae en un tipo de heteronomía.40 La no­ ción de autonomía de Adorno estará ligada, más que a ¡a moral, a la estética, con So que podremos hablar de una «autonomía del objeto artístico», cuya peculiar relación con el goce y el placer será nuestro tema central. Antes de profundizar en ello, sin embargo, hemos de seguir repasando algunos de los acercamientos al psicoanálisis en ¡a obra de Adorno. Como se ha adelantado, ¡a compasión estará íntimamente ligada a la idea de autonomía de Adorno. Me parece claro que, para Adorno, no podemos ser plenamente autónomos si no somos capaces de iden­ tificar el terror y el sufrimiento. La siguiente cita es bastante explícita (Adorno, 1973 b: 85); «En esto radica, en buena parte, el peligro de que el terror se repita: que no se lo deja adueñarse de nosotros mismos, y si alguien osa mencionarlo siquiera, se lo aparta con violencia, como sí el culpable fuese él, por su rudeza, y no los autores del crimen». Evitar que se repita Auschwitz, pues, no depende de la imposición y el cumplimiento de ciertas máximas, por más universales que puedan parecer a los ojos de cierta razón. La represión del terror y sufrimien­ to, como So muestra el psicoanálisis, provocará su Tegreso en otras formas; de hecho, Adorno constantemente identifica en todas las ma­ nifestaciones culturales dominantes tendencias regresivas, indicativas de componentes sádico-masoquistas reprimidos. Especialmente inte­ resante al respecto, resulta el pequeño texto «Interés sobre el cuerpo» 39. Esto es analizado por Adorno en otros textos como el ya mencionado iét Teoría Freudiana y ef modelo de la propaganda fascista. 40. Esto es tratado en «Julictte, o Ilustración y moral», texto contenido en la Dialéctica de la Ilustra­ ción. A llí se ofrece un acercamiento a la autoridad, en relación al esquematismo de la morai kantiana, que degenera en sadismo, y que analizaremos más addante.

contenido en la Dialéctica de la Ilustración. La relación con el cuerpo de nuestras sociedades refleja una conciencia mutilada y una estruc­ tura compulsiva proclive a la violencia, producto de la historia de los instintos y pasiones reprimidos o desfigurados por la civilización. Puesto que nuestra sociedad es el resultado de una evolución en la que la división del trabajo ha llegado a ser solo a condición de explo­ tar, humillar y estigmatizar el cuerpo, este se convirtió en objeto de prohibición y crueldad. Así, en su inferioridad con respecto al espíri­ tu, permanece alienado, reificado y deseado como una cosa que se puede poseer; reducido a lo material, a lo meramente físico, en una falsa conciencia que es incapaz de identificar la fractura sufrida en la separación de cuerpo y espíritu -la cual es vivida como una servidum­ bre, pues no es posible liberarse del cuerpo-. Con ello (Adorno, 2003: 280), «cuando no se le puede golpear, se lo exalta», lo cual es típico en el fascismo. Ni el rigor, ni el ascetismo, ni el pensamiento esquemático son respuestas para Adorno; de hecho, suelen ser parte del problema, pues llevados al extremo generan indiferencia al dolor y fetichizan ideales a los que los individuos les ceden su autonomía, reduciendo a estos a la categoría de cosas, de especialistas, de bienes, cuya capacidad de establecer relaciones libidinosas con otros hombres queda atrofiada. Me parece que el problema de todo formalismo, para Adorno, es que olvida el contenido afectivo de las acciones. Más bien deberíamos, desde su perspectiva, pensar en términos de una dialéctica en la que no se impongan ni el contenido ni la forma. Esto es especialmente sig­ nificativo en lo que se refiere a la estética, a la concepción que Adorno tiene del arte y a la aportación del psicoanálisis a su comprensión. Numerosos son los textos en los que Adorno trata la problemática uni­ dad de contenido y forma en las obras de arte, mostrándose como un crítico implacable ante aquellas expresiones que no cumplen dicha dialéctica a cabalidad. Hemos de ubicar al psicoanálisis, pues, del lado del contenido. En cambio, sobre la forma, hemos de repasar las consideraciones de Adorno sobre la estética kantiana.

2.3. Adorno y la estética kantiana La postura de Adorno en relación a la filosofía kantiana está ín­ timamente vinculada al papel de esta en la evolución de la raciona­ lidad occidental. En específico, la crítica que realiza Adorno de los elementos de la filosofía práctica de Kant que reflejan los ideales de la Ilustración, nos servirá de base para comprender a profundidad su re­ lación con la estética kantiana. AS respecto, su texto «Juliette, o Ilustra­ ción y moral», contenido en la Dialéctica de la Ilustración, nos ofrece referencias que me parece pertinente retomar, para, posteriormente, adentrarnos en el contexto de la Teoría Estética y de los problemas que en ella se abordan, El escrito comienza retomando la definición dada por Kant, en su respuesta a la pregunta sobre qué es la Ilustración (Adorno, 2003: 129-130): «la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad», siendo esta la «incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro», es decir, «el entendimiento guiado por la razón», La razón, pues, para Kant, en su labor sintética, al reunir y combinar cono­ cimientos particulares en un sistema, hace del entendimiento su objeto, determinando la aplicación de sus conceptos en virtud de un fin de sus actos bajo cierta unidad colectiva, que es el mismo sistema.41 La razón, entonces, postula las normas que han de dirigir la construcción y aplica­ ción del conocimiento. Se trata, en suma, de «producir un orden cien­ tífico unitario y deducir el conocimiento de los hechos de principios». En último término, e! orden es determinado por leyes lógicas cuya uni­ dad ha de residir en la unanimidad. Con esto, el «conocimiento se iden­ tifica con e! juicio que integra lo particular en el sistema [...] Todo pen­ samiento que no tienda al sistema carece de dirección o es autoritario». Todo conocimiento y experiencia posible están, pues, determinados por los elementos formales que garantizan la interconexión conceptual. Así, según Adorno (2003: 130), para Kant, a priori podemos pen­ sar la homogeneidad de lo particular y lo universal, garantizada «por

41. Referido por Kant 11996) como un «Reino de írnesi- posibles.

«el esquematismo de! entendimiento puro» que consiste en el obrar inconsciente de! mecanismo intelectual», siendo que, sin dicho esque­ matismo, «es decir, sin la intelectualidad en la percepción, ninguna im­ presión se adecuaría al concepto, ninguna categoría a! ejemplar; no se daría ni siquiera la unidad del pensamiento, mucho menos la del sistema, a la que, no obstante, todo tiende». La concordancia de la na­ turaleza con nuestra facultad de conocimiento es presupuesta a priori por el juicio y sirve de hilo conductor de nuestra experiencia. Ahora bien, justo aquí reside el problema que identifica Adorno, pues el siste­ ma no solo es concebido con fines teóricos, sino que, además, «debe ser mantenido en armonía con la naturaleza [..,] los hechos deben, a su vez, confirmarlo [...] los hechos pertenecen a la praxis». El sistema se impone en la praxis como el deber de hacer concordar armónicamente la naturaleza y nuestros actos. ¿Por qué? Porque cuando el pensamiento no armoniza sistema e intuición, en tanto que lo que está en juego no es solo una teoría, sino la praxis real, deviene un conflicto de consecuen­ cias físicas y tangibles (131): «el puente se hunde, la siembra se seca, la medicina enferma en lugar de curar [...] la muerte súbita». Lo que de fondo encierra la filosofía kantiana, en tanto representante -quizás el más logrado- de ia Ilustración, es la conciencia de que el conocimiento se ha de traducir en dominio de la naturaleza con el fin de que el sujeto pueda conservarse a sí mismo, revelando que la supuesta minoría de edad no es otra cosa que la incapacidad de conservarse a sí mismo. La Ilustración y la filosofía kantiana encierran, por tanto, una ideología particular, la cual es, en opinión de Adorno, la del burgués, «en las sucesivas formas de propietario de esclavos, de libre empresario y de administrador», bajo la fachada del sujeto lógico. Para Adorno, entonces, el concepto de razón de Kant, tras la apa­ rente claridad del sistema y de sus juicios, oculta el hecho de que los sujetos se hallan inmersos en contradicciones reales, las cuales se manifiestan en las contradicciones no resueltas en la Crítica de la Razón Pura entre el yo trascendental y el empírico.42 Esto hace

42. Sobre ellas haremos referencia al analizar la obra de Kant en lo referente a su filosofía práctica.

que, para Adorno, los conceptos de Kant sean ambiguos. Por un lado (Adorno, 2003: 131), la razón contiene ia idea de libertad en la que los hombres «se organizan como sujeto universal y superan el conflicto entre la razón pura y la empírica», representando la uni­ versalidad y la utopía^ pero, por otro, «la razón es la instancia del pensamiento calculador que organiza ei mundo para los fines de la autoconservación y no conoce otra función que no sea la de convertir el objeto, de mero material sensible, en material de dominio». Hay, pues, una contradicción intrínseca a la razón, entre sus posibilida­ des de emancipación y de dominio. Lo que ha de liberarnos, en su inteligibilidad, nos somete en nuestra materialidad; nos homogeneíza pasando por alto las tensiones y conflictos entre lo universal y lo particular. En realidad, para Adorno, la ciencia no debería ser más que instrumento; sin embargo, tanto Kant como la Ilustración en ge­ neral parecen identificar verdad con sistema científico, degenerando tal noción, por ello (132), en «meras consignas para manipulaciones según las reglas del juego». Así, bajo la filosofía kantiana, para Ador­ no (133), «ciencia es ejercitación técnica, tan alejada de la reflexión sobre sus propios fines como otros tipos de trabajo bajo la presión del sistema». Así, la lógica de las teorías científicas, consecuente y dura, al ser aplicada, se manifiesta en doctrinas morales propagandísticas y sen­ timentales, cuyo fin oculto es (Adorno, 2003: 133) «fundamentar el cuidado [...] de otra forma que a través del interés material y la violen­ cia». El reverso no confesado de la filosofía kantiana, por tanto, el otro lado de su fe en el constante progreso, es el horror ante la recaída en la barbarie. El problema con esta falta de reconocimiento es que la ra­ zón científica es presentada, falsamente, como «impulsos y modos de conducta no menos neutrales que los inmorales». Ilusoriamente neu­ trales, porque en realidad ocultan sus relaciones con los poderes en turno, sin tomar en cuenta el rol de los deseos, pasiones y sentimien­ tos en situaciones variables. Pareciera, pues, que la función última de la razón no es más que la de administrar sin consideración de los deseos o pasiones humanas, con lo cual, la consecuencia, en contra

del mismo imperativo categórico,43 es tratar a ios hombres como cosas, encerrados en funciones determinadas a priori por los esquemas que posibilitan el conocimiento y nunca por contenidos empíricos, recha­ zados, de antemano, como irracionales. Con esto, a final de cuentas, para Adorno, lo que Kant fundamenta en la teoría, de manera trascen­ dental, a saber, la afinidad entre nuestras facultades de conocimiento y nuestra actuación en el mundo, Sade lo lleva a cabo empíricamen­ te en su literatura, desvelando así que la razón pura, encerrada en su subjetividad (137), «devino antirrazón, procedimiento impeca­ ble y sin contenido», de manera análoga a lo que hace Nietzsche, en su crítica, al mostrar cómo al radicalizarse la razón también lo hace la irracionalidad, es decir, la vida sin más ley que su propia fuerza, opuesta a la ley sin vida de la moral kantiana. ¿Cómo se traduce esta interpretación de la racionalidad en la fi­ losofía kantiana a cuestiones estéticas? Para comprenderlo, propongo partir del apartado de la Teoría Estética titulado «Las categorías de lo bello, lo feo y la técnica», por ser aquí donde Adorno reconoce la influencia del formalismo kantiano en la concepción de lo bello, así como en la de lo feo, de lo no formado, por negación. La categoría de lo feo, en la estética de Adorno, tendrá un lugar fundamental, siendo la disonancia el término técnico con la que se la apropia el arte, que no solo representa, sino: que hace que salte a los ojos (Adorno, 1971: 68) «la violencia que la técnica ejerce sobre ia naturaleza» y que podría cambiar si «las fuerzas productivas cam­ biasen también, no solo de objetivos, sino de relación con la natura­ leza, a la que ahora se trata de tecnificar». Lo feo, ai expresarse en disonancias, muestra las consecuencias represivas de la ideología de dominio que la filosofía kantiana parece ocultar. Así, lo feo nos señala el permanente retorno que en sus fases arcaicas tenía su contenido en (69) «la imitación del miedo que [...] nacía como pecado». Ahora bien, cuando el proyecto de la Ilustración busca superar este terror mítico, como sucede con ia filosofía kantiana, «vacía de contenido 43, Se opone a la exigencia formulada por Kant de relacionarse con la humanidad siempre como un fin y no solo como un medio. Sobre esto se hablará en profundidad más adelante.

esos rasgos penetrados por el tabú», con lo que ellos son juzgados como feos «comparados con la actitud de reconciliación introducida en el mundo por el sujeto adulto y su libertad viviente». Sin embargo, nos recuerda Adorno, ese contenido persiste. La Ilustración, pues, al estigmatizarlo, no lo supera, sino que radicaliza su represión. En este sentido, la belleza, más allá de su formalidad, en relación con el contenido reprimido, ha de ser entendida como la posibilidad de sublimación de este, no pudiendo ser, por tanto, determinada a priori, pues más bien es (Adorno, 1971: 69) «algo que ha llegado a ser por ia renuncia a lo que en otro tiempo se temía». La belleza es, s entonces, «prohibición de prohibición»; superación del terror mítico y condena, a su vez, en el arte, de lo «sexual, polimorfo y la violencia desordenada y mortal»; de lo feo como antítesis de lo bello. Cuando el arte se racionaliza, el canon estético se mide a partir del puro principio formal, quedando, entonces, encerrado en un tipo de subjetividad que, como Adorno identifica en la estética kantiana, permite que el arte se eleve sobre las fuerzas naturales, imponien­ do una especie de armonía dominadora y soberana. Una estética de contenidos,44 en opinión de Adorno, debería contraponerse a ella; sin embargo, es necesario reconocer que el formalismo permite otorgar al arte un carácter abstracto sobre su base material. Ahora bien, la oposición bello-feo tiene un carácter social. Lo feo, lo oprimido, quiere la revolución; se rebela contra la forma, contra la razón dominante. En este sentido, para Adorno (1971: 71), el «arte tiene que convertir en uno de sus temas io feo y proscrito, pero no para integrarlo, para suavizarlo o para reconciliarse con su existencia por medio del humor [...] Tiene que apropiarse de io feo para denunciar». Una estética crítica, pues, ha de oponerse a cualquier autonomía de la forma, para mostrar su ideología de dominio y su consecuente re­ presión. Imponer la armonía como una exigencia a priori y embellecer lo feo sería ceder por completo el dominio a ia forma, siendo que, la verdad de la fealdad, está en el contenido.

44. Estélica a Ja cual el psicoanálisis puede aportar los conceptos fundamentales.

En relación a la formalidad de la belleza, lo sublime, observa Adorno (1971: 71), suele ser considerado por las doctrinas que creen en invariantes como una degeneración, implicando, sin embargo, la «infiltración de lo moral en lo estético, tal como Kant la describió». Esta observación ha de hacernos preguntar ¿qué reSación hay, pues, en la estética kantiana entre ia moral y la estética de io bello y lo sublime? ¿Qué procesos hay involucrados en ello y qué identifica Adorno sobre esto, en relación al arte? Las obras de arte violentan el contenido amorfo para elevarse a una forma que, en la belleza, alcanza su máximo dominio y raciona­ lidad. Sin embargo (Adorno, 1971: 72), la «violencia que hay en la materia de la obra de arte refleja esa otra violencia de la que procedió y que perdura como resistencia frente a la forma». Así, la forma, que en realidad procede de la materia que intenta racionalizar, que ha bro­ tado de lo feo, aun en sus formas ilustradas, «es la imitación del mito», siendo lo que ella reprime la fuente del «terror mítico de ia belleza [que] penetra irresistiblemente en las obras». Hacer, pues (73), «de Sa estética una doctrina sobre la belleza es infecundo porque el concepto de belleza nace del conjunto de! contenido estético». Lo bello es más bien solo un momento; uno muy importante, sin embargo: aquel que permite «realizar ese movimiento de salida del terreno de los objetos prácticos, de la autoconservación y dei principio del placer, que es esencial, por constitución, al arte». En este sentido, la belleza, en­ tendida desde la formalidad, no puede ser definida o determinada, a priori, por un concepto (74), sino captada en la concordancia «del objeto estético con las determinaciones subjetivas más generales [...] como algo que ha llegado a ser en dinámica y, por lo tanto, según su contenido». La belleza, pues, aun en su formalidad, ha de entender­ se dinámicamente como un proceso de formalización de contenidos que, en su movimiento, no puede permanecer en la identidad; no puede fijarse a un fin o a algún criterio de objetividad. Es justo ello lo que permite el progreso del arte (86): «Si la obra de arte queda perfectamente objetivada de acuerdo con sus puras leyes prácticas se convierte en un purum factum y deja por ello de ser arte». Habría, por

tanto, que definir, en términos estéticos, los límites de la racionalidad, la forma y el dominio, para que estos sigan propiciando el progreso sin petrificarse en los esquematismos que critica Adorno en ia Dialéctica de la Ilustración, como una consecuencia de la filosofía kantiana de­ terminada por su ideología burguesa. Tanto la afirmación del dominio como la posibilidad de reconciliación parecen estar contenidos en la obra de Kant; el primero en su moral, el segundo en su estética. De acuerdo a lo anterior, para Adorno, ia belleza natural y la be­ lleza artística serán dos temas fundamentales en su reflexión sobre el arte y su promesa de reconciliación, dedicándole a cada concepto un apartado en su Teoría Estética. La belleza natural es descrita por Ador­ no (1971: 87) como «algo parecido a una herida a la^ue se puede casi identificar con la fuerza con que la obra de arte, puro artefacto, golpea a lo natural». Hay, en el seno del concepto mismo, una relación de oposición entre arte y naturaleza, La forma, ciertamente, tiende a la dignidad45 y eí arte pretendería realizarla, elevando al humano sobre ia animalidad, de no ser porque el arte no puede realmente separarse de aquello que pretende superar y que es su contenido: ia naturaleza. Los hombres, apunta Adorno, no aspiramos a la dignidad de manera positiva (88): «Por eso Kant la situó en lo inteligible y no se la conce­ dió a lo empírico». La belleza natural, entonces, ¿qué relación guarda entre lo empírico y lo inteligible? La obra de arte pura representa, para Adorno, algo humano en sí, la dignidad, el fin, lo que es no meramente para el sujeto; en términos kantianos, la cosa en sí. Un progreso del arte hacia lo espiritual, in­ teligible y formal, llevaría a la ilusión de que se separa de lo natural, reprimiéndolo en realidad (Adorno, 1871: 89): «A esto respondería el cambio de dirección de la teoría estética hacia la belleza natural». La belleza natural, pues, mantiene en tensión lo natural con los fines de la razón y permite conservar una relación de interés con el mundo. Inclu­ so Kant, como nos hace notar Adorno con una cita tomada de la Críti­ ca del juicio, lo señala: «Frente a la belleza del arte, la belleza natural, 45. Como analizaremos posteriormente, en 3a obra de Kant, en relación a la moral y el imperativo categórico.

aun superada por aqueila en cuanto a ia forma, tiene la primacía en suscitar un interés inmediato. Todos los hombres que han cultivado sus sentimientos morales están de acuerdo con ello en su forma de pensar más pura y fundamental». La belleza natural no es posible cuando la naturaleza es conside­ rada como una instancia todopoderosa o como ajena a la historia; es histórica y posible en un contexto en que las relaciones permiten la dialéctica entre técnica y naturaleza. Empero, Adorno (1971: 90) re­ conoce que tal dialéctica no solo se conserva en este tipo de belleza, que va más allá de lo formal, sino que el mismo «Kant ha adscrito a la naturaleza lo sublime». ¿Qué relación hay, pues, entre la belleza natural y lo sublime, así como entre estos conceptos y el estado de la civilización? En la belleza natural, la naturaleza se manifiesta libremente (Ador­ no, 1971: 92), «no como materia de trabajo y reproducción de la vida». No se relaciona, pues, con la autoconservación. El arte, para Adorno, podría intentar realizar la promesa que esta belleza implica, sin poder, sin embargo, liberar realmente a la naturaleza (93), porque «la naturaleza, en cuanto algo bello, no se puede imitar [...] la belleza natural [...] es ya imagen. Su imitación tiene algo de tautológico, pues al objetivar su presencia la destruye». El arte más bien debe some­ terse a un tabú mimético; a una prohibición de la representación de la plenitud de la naturaleza. Como sea, aun en ia imposibilidad de realizarla, al tender a ella expresando dicha imposibilidad, su negativídad, el arte renuncia al dominio absoluto de la razón y la forma. El arte, pues (100), «no imita a la naturaleza, tampoco a una concreta belleza natural, sino a la belleza natural en sí misma». El modelo del arte, para Adorno, no está en el espíritu, lo inteligible o el concepto; de hecho (107), «no procede de intención humana alguna». Tendría­ mos que concebirlo, más bien, en su contrario; en la naturaleza como contenido de verdad; y, aun y cuando su lenguaje sea mudo (108), «el arte intenta convertir en lenguaje ese silencio». En la tensión entre lo que es posible representar bellamente a tra­ vés de la forma y aquello que tan solo se ha de expresar negativamente

en la obra, la belleza natural llega a su punto máximo en lo que Kant llama ¡o sublime, relacionado con fenómenos de fuerza y grandiosi­ dad. Sin embargo, para Adorno, Kant no reconoce dicha dialéctica implícita en su estética (Adorno, 1971: 98): La grandeza de la naturaleza, adm irada todavía por Kant y com parada por él con [a ley m oral, se contem pla [...) como un reflejo del delirio de grandeza propio de la burguesía, de su sentido del récord, de su tendencia cuantitativa, incluso de su culto por el héroe. Pero se pasa por alto que ese momento de la naturaleza aporta también al que lo contem pla algo diferente, la con cien cia del lím ite del dom inio humano y la im potencia del afán y trabajo universal.

La estética de Kant, para Adorno, sigue siendo ideológica, aun y cuando de ella es posible obtener los elementos que nos permiten comprender, lo que posibilitaría la conciencia de los límites de la for­ ma, el dominio y la razón. Así (Adorno, 1971: 127): La teoría kantiana de lo sublim e anticipa para la belleza natural esa espiritua­ lización que solo el arte proporciona. Lo sublime de la naturaleza no es en él otra cosa que la autonomía de! espíritu frente ai poder de la existencia sensible y esto solo se afianza en la obra de arte espiritualizada.

Desde la perspectiva de Adorno, la estética kantiana de lo sublime es una expresión del triunfo del espíritu sobre la naturaleza y no la posibilidad de expresión de esta en su negatividad, lo cual, a su pare­ cer, implica ciertas aporías (Adorno, 1971: 129): «una creciente espi­ ritualización del arte [...] choca con [..,] la posibilidad de su intuición sensible». Sin lo sensible, que en lo sublime parece desaparecer por completo (130), «el arte sería lo mismo que la teoría», sin que esto sig­ nifique que se le tiene que atribuir evidencia sensible. Se tendría que comprender las obras, más bien, en una tensión dialéctica entre lo sen­ sible, es decir lo natural, y lo conceptual. En Kant, para Adorno (132), la aporía se mantiene porque «trata el juicio de gusto como función lógica» al mismo tiempo que (133) «la obra tiene que ser «sin concep­ to», ofrecerse a la pura intuición sensible, como si fuera sencillamente extraiógica». Resulta, entonces, que está implícita en Kant la noción de arte como proceso que no puede ser fijado a un fin, concepto

o utilidad,46 pero que no la pudo reconocer corno tal por tender a la formaiización y a la espiritualización propias de su ideología burguesa (259): «La idea que Kant tuvo del arte era la del servidor, pero el arte se hace humano desde el momento que reniega del servicio».

46. Profundizaré en 3a noción de finalidad sin fin, paradójica para Adorno, al adentrarme en e3 aná­ lisis de la obra de Kant.

3.1. El arte en la obra de Freud Después de definir el contexto desde el cual abordamos nuestra problemática, a partir de la obra de Adorno, hemos de establecer la manera en que Freud se acerca al arte y el lugar que ocupan el placer y el goce en su tratamiento. Podemos decir que la teoría freudiana, y en general el psicoanálisis, no fueron hechos para estudiar y comprender, en principio, los objetos culturales en su especificidad, sino solo a través de la lente de los mecanismos y motivaciones que constituyen la vida psíquica de los individuos. Así pues, no se puede decir que exista una teoría estética o una teoría de las artes en el psicoanálisis. Sin embargo, este, desde el mismo Freud, constantemente ha dirigido su mirada al arte, ya sea para analizar a! autor de aiguna obra, por la carga psíquica de esta, como apología de su propia doctrina, como una ilustración accesible al gran público no científico, como un modelo para elaborar su propia teoría, como ampliación de esta o como una herramienta útil para esclarecer los motivos de las creaciones culturales. En todos estos acercamientos, el placer juega siempre un papel central. Sin embargo, es difícil definir lo que el psicoanálisis entiende por placer, y en especí­ fico placer estético, pues, además de que cada autor parece tener una concepción particular al respecto, en algunos, como en el mismo Freud, el placer tiene distintos significados dependiendo del contexto en el que es usado el término; en ocasiones, por ejemplo, relacionado con la des­ carga de energía psíquica, y en otras, con el juego de representaciones significativas -manifiestas o latentes- sin que la tensión provocada por el uso de energía que las carga encuentre salida. Si nos centramos en Freud, el placer no parece corresponder exclusivamente con ia descar­ ga satisfactoria de energía; en todo caso, tendríamos que hablar de dis­ tintos tipos de placer y goce entre los que se encuentra ese. inclusive, se habla de placeres previos y sublimados -ambos estrechamente relacio­ nados a los fenómenos artísticos- en los cuales no queda del todo claro qué rumbo toma la energía psíquica en relación a las representaciones

que carga. Nuestro problema se vuelve más complejo todavía si intenta­ mos definir qué sucede con el deseo en un tipo de placer que surge de la apreciación desinteresada de un objeto. Para no entrar en una enu­ meración infinita de dificultades, propongo partir de los acercamientos de Freud al arte y reflexionar sobre ello bajo la perspectiva previamente definida para este trabajo. Por principio de cuentas, podemos decir que el acercamiento de. Freud al arte sirvió a varios propósitos, cuya motivación no fue siem­ pre ia investigación científica. En ocasiones, fue un recreo dei tra­ bajo clínico que le permitió viajar, coleccionar y leer textos que le apasionaban, desde obras literarias, hasta textos de crítica y análisis, arqueología, etnografía e historia de las religiones. También, el arte le permitió llevar a cabo una apología de su propia doctrina, a la vez como una defensa, una ilustración y un modelo para su teoría -como en el caso del complejo de Edipo, sobre el cual se especuló desde su correspondencia con W. Fliess, Finalmente, fue una ampliación de la teoría de ia psiconeurosis más allá del ámbito clínico, proponiendo al psicoanálisis como una herramienta útil para esclarecer los motivos de las más apreciadas creaciones culturales.'17 Aunque sus intentos por aplicar el psicoanálisis al campo de la cul­ tura solían ser un paréntesis a su actividad clínica y sus acercamientos al arte, un producto de sus gustos personales, sus textos muestran siempre el rigor sistemático que caracteriza el estilo de Freud. En este sentido, «la seducción estética» que él mismo experimentaba al contemplar una obra nunca reveló sus secretos a su ciencia. Sin embargo, sí fue capaz de mostrarnos que, a través del análisis de detalles que solo son relevan­ tes a los ojos de un psicoanalista experto, se ocultan tras ella grandes tensiones que involucran deseos, afectos y necesidades desfigurados. Con ello, las representaciones de los distintos géneros artísticos en parte pueden considerarse una forma de satisfacción sustitutiva que, sin em­

47, Puesto que el arte no fue uno de ios temas sobre los que más escribió l-reud, hay poca información respecto a los propósitos que lo movieron a escribir sobre él. La información aquí vertida responde en gran parte a informes de terceros y no tanto a fuentes documentadas. Las principales fuentes de consulta en las que me baso son [as obras de Ernest Jones (1997) y Peter C ay ¡1 989).

bargo, no pueden catalogarse como un síntoma neurótico más, pues han pasado por un trabajo de producción que presenta elementos dis­ tintos a la formación del síntoma y a la figuración de los sueños. Los textos de Freud sobre el arte se pueden considerar como textos aislados y fragmentarios, pero reforzados por el punto de vista siste­ mático de la teoría psicoanalítica. Evidentemente, el psicoanálisis de una obra no puede compararse con un análisis terapéutico, a pesar de todas las analogías que se puedan realizar, pues no existe una re­ lación entre el médico y el paciente, no se puede aplicar el método de asociación libre y se tiene que recurrir a documentos biográficos e históricos que muchas veces tienen el valor de informes de terceros que no necesariamente son testimonios del creador. En todo caso, si se puede hacer una analogía, ios abordajes de Freud se parecen más a una reconstrucción arqueológica que pretende dilucidar el contexto probable en el que varios indicios pueden encontrar sentido, bajo el criterio sistemático de la teoría psicoanalítica. En varias ocasiones, Freud nos advierte de los límites de su psicoa­ nálisis del arte. Constantemente nos hace ver que él no se considera un conocedor de arte, sino un profano; que no se acerca a todas las manifestaciones artísticas que existen y que no le interesa desentra­ ñar los misterios de la totalidad de los fenómenos estéticos, sino solo aquello que pueda servir a ia teoría psicoanalítica como modelo o como una aplicación en el campo de ia cultura. Por otro lado, es no­ table el énfasis que pone en el contenido simbólico y conceptual de las obras, privilegiándolo sobre las propiedades técnicas y formales, aunque en su libro sobre el chiste, por ejemplo, puso gran atención a estos últimos detalles siempre en relación con la obtención de placer. La poesía, la escultura y la arquitectura eran las artes que mayor influencia ejercían sobre él; luego la pintura y finalmente la música, de la cual, él mismo nos dice (Freud, 1980: XXIII, 21 7), era «incapaz de obtener goce alguno» porque no podía reducir a conceptos aque­ llo que le afectaba ai escuchar una pieza. Una disposición raciona­ lista y analítica le impedía dejarse afectar sin comprender el porqué de lo que le conmovía. En este sentido, no es ninguna sorpresa que

las obras, tanto literarias como escultóricas y pictóricas que escogió, se caracterizaran por su alto contenido representativo en el cual veía ocultos ciertos propósitos del artista que busca afectarnos a través de una lógica que, muy probablemente, permanece oculta incluso para él mismo. Lo que las obras escogidas deben posibilitar es el análisis de esos motivos psíquicos de los cuales son expresión en tanto repre­ sentantes; debe poder colegirse el sentido y el contenido de lo que en ellas ha sido figurado, es decir, poder ser interpretadas. Solo así, el psicoanalista puede hacer de la obra de arte un objeto análogo a los sueños y a los síntomas: figuraciones simbólicas que representan motivos ocultos de ia psique dei analizado. El tipo de arte del que se trate, plástico o literario, poco importa; el punto está en su capacidad de representación. Así, representaciones en una obra dramática o en una pintura pueden ser tratadas por igual, pues ambas llevan a cabo una función simbólica en la que pueden interpretarse motivos, El arte, bajo ia lente del psicoanálisis, pasa a formar parte del con­ junto de representaciones a partir de las cuales los sujetos, a través de diversos mecanismos psíquicos, intentan obtener placer o, al menos, defenderse del displacer, tramitando cierto conflicto entre las fuerzas del deseo y las de la represión. Desde su libro sobre el chiste o su conferencia sobre el creador literario y el fantaseo, este punto de vista parece mantenerse en todos sus textos sobre el arte, ya sea analizando el trabajo del creador, el efecto sobre el espectador o el simbolismo de la obra en sí misma. La concepción freudiana dei aparato psíquico, ia cual podríamos entender desde un modelo sistémico, distinguiendo los aspectos tópi­ co, dinámico y económico, es la base a partir de la cual el psicoanáli­ sis analiza el arte, tal como lo hace con el resto de las manifestaciones clínicas y culturales. El aspecto tópico se refiere a la estructura del aparato psíquico.48 Como es bien sabido, Freud desarrolló a lo largo 48, El intento de describir el aparato psíquico en términos tópicos tiene sus raíces en las intenciones de Freud de encontrar una forma de análisis que satisficiera los criterios mecamcistas de ía neurología de la época. Desde sus investigaciones con Charco! y Breuer se pueden rastrear explicaciones en las que se pretende construir un sistema para explicar las interacciones dinámicas de cantidades de energía y sus posibilidades de descarga.

de su obra dos teorías tópicas sucesivas, no excluyentes: ia primera tópica, que dividía el aparato psíquico en conciencia, preconsciente e inconsciente, y la segunda, que distinguía el yo, el ello y el superyó. Ambas tópicas se relacionan de manera particular en lo referente al arte y Sa estética, dependiendo del contexto. Por ahora, como intro­ ducción, cabría señalar que, por ejemplo, ai analizar lo cómico, el chiste y el humor, en su libro sobre el chiste de 1905, Freud acentúa la importancia del inconsciente como la fuente a partir de la cual el chiste extrae su material para configurar, a través de cierta técnica, una representación cuyo efecto será la risa. En un texto posterior sobre el humor, de 1927, Freud parece completar los análisis iniciados en e! libro anterior con la aportación que la segunda tópica podía hacer al tema. En este sentido, se señala que el humor es capaz de obtener su material de otra fuente distinta al inconsciente. Esta es el superyó, lo cual nos ayuda a entender mejor el efecto moderado que ejerce el humor en comparación con la risa más bien explosiva dei chiste. Por otra parte, los puntos de vista dinámico y económico no se refieren a la estructura del aparato psíquico, sino a los contenidos que se encuentran en ella. El dinámico se ocupa de los juegos de fuerzas en la psique; el económico, de los flujos energéticos. Ambos aspectos de la teoría freudiana son de gran relevancia para el tema estético ,pues la afectación que una obra pueda tener sobre el espectador o sobre el mismo creador dependerá directamente de los conflictos de fuerzas en la psique de los sujetos involucrados y de la exitosa o fallida tramitación que se pueda llevar a cabo al crear o contemplar una obra, la cual causará placer o displacer. Además, esta perspectiva tiene especial importancia en cuanto a la crítica de arte se refiere, pues, desde que el psicoanálisis aplicó estos conceptos al arte, se puede concebir un tipo de crítica que nos permita valorar una obra no solo por sus cualidades formales o técnicas, sino por la efectividad de su contenido y su importancia simbólica; por el juego de fuerzas que sea capaz de desencadenar la obra. Ahora bien, aunque, como se ha mencionado, el aparato psíqui­ co concebido por Freud parte de un modelo sistémico que pone en

juego fuerzas y flujos energéticos, el contenido de ias estructuras no se limita a ello. Así, mientras las fuerzas y energías se refieren más bien a cantidades en una interacción dinámica, siendo susceptibles de aumento, disminución, desplazamiento y descarga, también hemos de considerar las cualidades a través de las que se relacionan. El con­ cepto de representación (Vorstellung) ocupa ese papel y es entendido en general como una imagen mental elaborada a partir de su origen en los órganos de los sentidos. Sus antecedentes teóricos los podemos encontrar en filósofos como Johann Friedrich Herbart, Theodor Lipps y Franz Brentano, e incluso, como nos hacen ver M. Henry (1985) y P. L. Assoun (1982), en Platón, Kant y Schopenhauer. Así pues, lo que Freud está intentando articular constantemente a lo largo de su obra son las representaciones con las diversas cargas energéticas en juego constante, en referencia a los fenómenos de excitación, los afectos y las significaciones en relación con una investidura. El placer en general (iust} y el que puede dar una obra de arte, parecen depender básicamente de los conceptos de energía y repre­ sentación. Por una lado, tenemos el concepto de energía nerviosa o psíquica, tomado del modelo de la física que nos remite a una concep­ ción mecánica del deseo y, con esto, a! concepto de pulsión (Tríeb), tal como es tratado en los Tres ensayos de teoría sexual y en El chiste y su relación con el inconsciente, ambos libros escritos paralelamente y publicados en 1905. Por otro, por ejemplo en la: Interpretación de ios sueños, el énfasis parece estar puesto en la relación de las representa­ ciones del contenido manifiesto y su lógica latente. En general, se pue­ de decir que la relación entre energía y representación se basa en la capacidad, frecuentemente insuficiente, de la percepción, el recuerdo o la huella mnémica, es decir, algo del plano de la representación, de dar rumbo a la excitación ciega para que encuentre su camino hacia la satisfacción. La liberación satisfactoria de energía o no, dependerá, por tanto, del objeto o representación que en el pasado satisfizo la ne­ cesidad y de aquello que en la actualidad se presenta a la percepción como objeto, lo cual estará en función de las asociaciones que se lle­ ven a cabo en ¡a cadena de representaciones que separan al primero

del segundo. Dicha cadena puede ser considerada corno una cadena de significantes, por lo que, auxiliándonos de términos lacanianos, se trata de un fenómeno lingüístico, cuya naturaleza fantasmática se opo­ ne a la realidad de la necesidad que impone la carga energética.49 Así pues, el placer o displacer que pueda provocar un objeto, dependerá en gran medida del significado que pueda tener para un sujeto en un momento específico. Justo en el posible juego de significaciones que propone la obra de arte a través de sus representaciones es en lo que Freud está más interesado, pues en ello radica ia capacidad de ia obra de dar placer, el tipo de placer que genere y su importancia en la vida anímica de los individuos. Nuestro vínculo más claro con la experiencia estética lo encon­ tramos cuando el aparato anímico se halla libre de obtener las satis­ facciones imprescindibles y de la necesidad de permanecer atado a las prohibiciones sociales, trabajando solo por placer, es decir, ex­ trayendo placer de su propia actividad, lo cual nos liga al concepto de desinterés. Las actividades lúdicas y libres, como podrían ser la creación artística o la apreciación del arte, se entienden, en términos freudianos, como el trabajo placentero de ir dando forma a determi­ nadas representaciones para lograr que vayan adquiriendo cierta carga y la transmitan a su destinatario. Esa carga, que es a la vez energética, emocional y significativa, sería puesta por el artista en la obra -no solo de forma consciente- al elaborar las imágenes o los sonidos que la forman. Así, una de las posibles vías de placer en el arte tendría sus raíces, como el placer del chiste o el del iapsus, en la apertura de nuevas vías de expresión para representaciones reprimidas y en la consecuente descarga de sus energías. Sin embargo, aceptar este punto de vista para hablar de todo tipo de placer estético sería reducir a toda obra de arte a un papel similar al del chiste, a saber, un evasor 49. De lo que hablamos aquí es de la propuesta de j. Lacan de concebir al inconsciente como una formación lingüística, bajo la influencia de la teoría estructuralista de F. de Saussure. En esle sentido, lo propio de las formaciones inconscientes sería la preeminencia de un número determinado de significan­ tes sobre eí significado, el cual varía constantemente. La parte energética, como en Freud, sería un fenó­ meno real que se mantiene en la psique independientemente de su representación, que es susceptible de carga y descarga, y que en su interacción con la parte lingüística genera diferentes configuraciones sintomáticas.

de la censura con el fin de mostrar un objeto deseado, deformado por Sos mecanismos de condensación y desplazamiento, anteriormente re­ primido. Me parece, pues, que aunque ciertas obras de arte respondan a este tipo de mecanismo para expresar algo y generar placer, no se puede generalizar y más bien debemos seguir buscando en la obra de Freud otros indicios sobre nuestro tema. La creación artística para Freud, como hemos apuntado, permite a ia psique estructurar representaciones significantes con sus conteni­ dos, tanto en el plano afectivo como en el cognitivo. Ahora bien, des­ de esta perspectiva, el acercamiento al fenómeno estético no habría que buscarlo exclusivamente en los contenidos que el artista pone en su obra de forma explícita o manifiesta; también habría que hacerlo en aquellos que se suponen latentes. Al igual que los sueños y los síntomas, las obras de arte supondrían el ocultamiento de verdades secretas tras su apariencia. No solamente importa, por tanto, lo que se muestra en la figuración que ¡leva a cabo el artista; también es ne­ cesario descifrar los mecanismos que oculta; las relaciones, casi me­ cánicas, entre las cadenas asociativas de representaciones y ios flujos energéticos, generalmente en conflictos entre las fuerzas del deseo y de la represión. Estos fenómenos implican una relación entre técnica y contenido, la cuai fue desarrollada por Freud, por primera vez, en la parte analítica de su libro sobre el chiste, en relación a la obtención de placer a través del particular efecto del chiste, la risa. Conviene, pues, analizar dicho texto a profundidad, para avanzar en nuestra compren­ sión del tema, aunque el arte no se pueda reducir a ello.

3.2. El chiste y su relación con la estética El chiste y su relación con el inconsciente puede ser considerado como el primer libro de Freud en el que se trata propiamente, como objetivo principal, un tema estético. Sus aportaciones sobre la técnica y su subordinación a la obtención de placer, son claves para entender lo que, en el marco de la teoría psicoanalítica, podemos entender por

arte y estética. En este sentido, los mecanismos psíquicos involucra­ dos en las manifestaciones estéticas aquí consideradas tendrán que ser leídos como las diversas relaciones que un sujeto logre establecer, a partir de una técnica específica, entre varias representaciones de cier­ ta significación social, con el fin de lograr un efecto en un espectador, el cual consistirá en su aprobación a través de la descarga placentera que implica la risa. La importancia del estudio de la técnica de! chiste radica en la com­ prensión de ¡a manera en que las palabras son usadas para convertir un juicio en un chiste. Se trata, pues, de un estudio de la forma más que del contenido del juicio; una especie de lógica formal que pretende diluci­ dar los principios fundamentales de la estructura del chiste. Uno de los primeros aspectos a tomar en cuenta, por saltar de inmediato a la vista, es la brevedad de este. La presentación del juicio que es eS chiste no puede extenderse demasiado; tsu exposición no debe ser exhaustiva, sino lo más abreviada posible. De hecho, en el chiste se trata de algo más que de expresar en pocas palabras; se trata de ocultar cierto contenido del juicio, cierta premisa necesaria para obtener la conclusión del razonamiento que, al final, si el espectador es capaz de comprenderlo, se manifestará y completará el sentido que en un comienzo no podía discernirse. Ahora bien, aquel contenido omitido tiene que ser sustituido por otro que nos permita reconstruir el sentido; justo en función dei juego de sustituciones y parentescos que el chiste sea capaz de llevar a cabo, podemos ser capaces de en­ contrar su efecto risueño. La técnica aquí involucrada es denominada «condensación con formación sustitutiva», término que ya había sido utilizado en la Interpretación de ios sueños para hablar de la manera en que el sueño figura su contenido manifiesto a partir del material deformado del contenido latente,50 el cual, al igual que en el chiste,

50. De lo que hablamos aquí es de los mecanismos inconscientes que Freud identificó como genera­ dores de [a figuración de ios sueños (condensación y desplazamiento), con el fin de expÜcar su lógica en la deformación de cierto contenido reprimido durante la vigilia, que solo en virtud de esa deformación puede manifestarse. Dichos mecanismos, para Freud, son análogos a los del chiste y las manifestaciones artísticas, y ello nos explica cómo el artista logra dar forma a la expresión de ciertos contenidos que, como en el sueño, estaban destinados a permanecer reprimidos.

permanece oculto. En este caso, la condensación consiste en crear significados mixtos, tal como en el sueño se crean imágenes y también palabras que unen en sí elementos de otras distintas y permiten aso­ ciaciones que comúnmente nuestro pensamiento crítico no permitiría, es decir, asociaciones que permanecen reprimidas por nuestras ins­ tancias censuradoras. Las condensaciones pueden variar dependiendo del carácter de cada chiste, de ia lógica y ei contexto que cada juicio establezca, siendo en unas más leves que en otros y en algunos más cotidianas. A partir de ios argumentos expuestos, Freud (1980: VIII, 29) puede concluir que: la brevedad de] chiste es a menudo el resultado de un proceso particular que ha dejado com o secuela una segunda huella en el texto de aquel: la formación sustitutiva. Pero, aplicando el proceso reductivo, que se propone deshacer el peculiar proceso de condensación, también hallam os que el chiste depende solo de la expresión en palabras producida por el proceso condensador.

En esta cita podemos apreciar algunos de los términos claves de la teoría freudiana en cuestiones estéticas. Por un lado se nos habla de «huellas», las cuales funcionan como «formaciones sustitutivas». Como todo indicio y toda sustitución, nos llevan a algo que se puede rastrear a través de ellas. El proceso reductivo ai que se refiere es aquel que hace de la obra, en este caso el chiste, una pista que nos lleva a aquello que en realidad importa al psicoanálisis. La representación, a través de la cual hemos de llegar a los mecanismos psíquicos ocultos, presenta ia forma de condensación de palabras, es decir, de conden­ sación de representaciones. Dicho de otra manera, el efecto de una re­ presentación sobre un sujeto, en este caso la risa-el cual no se puede explicar a partir de tal representación, por lo que su causa permanece oculta-, puede ser esclarecido a partir del reconocimiento de que tal representación es la fusión de dos o más representaciones, cada una con su propio significado y carga afectiva. Ahora bien, en la Interpretación de los sueños se hablaba de otra mecanismo que tenía lugar en la figuración del sueño: ei «despla­ zamiento». En ei libro sobre ei chiste, este mecanismo será descrito

como una técnica al servicio de la obtención de! placer. Cuando en un chiste no se utiliza un doble sentido y las repeticiones de un mismo material no implican significados múltiples sino una efectiva repeti­ ción del mismo significado de las palabras, seguramente la técnica que está operando es un desvío del cauce que el chiste parece impo­ nemos al comienzo, es decir, un desplazamiento de acento psíquico. La idea del desplazamiento parece ir más allá de la representación y hacer énfasis en la importancia de la enunciación; es decir, el tono que se le da a una palabra o frase en un lugar y el que se le da en otro puede causar un desplazamiento y desviar el sentido del chiste, sin 5 hacer uso de múltiples significados. Por lo tanto (Freud, 1980: VIH, 50), «ei chiste por desplazamiento es en alto grado^ independiente de la expresión literal. No depende de las palabras sino de la ilación del pensamiento». Aquí, la reducción del chiste no puede llevarse a cabo encontrando las palabras que permanecían ocultas y comple­ taban el significado del chiste, sino solo modificando la ilación del pensamiento. Se puede decir, pues, que la condensación tiene que ver con las sustituciones de representaciones y el desplazamiento con el cambio de carga afectiva o de tono en una misma representación. Las combinaciones entre ambas técnicas son potencial mente infinitas y dependerán dei talento del autor, puesto que (34) «las palabras son un material plástico con el que puede emprenderse toda clase de cosas». Hablamos aquí, por tanto, de una utilización totalmente libre de las palabras, de «juegos de palabras». La actividad propia del chiste y, como iremos viendo, de la creación artística en general, es la de jugar; lo cual no quiere decir que el artista no se tome en serio lo que hace, sino que utiliza sus representaciones desligadas de cualquier función social específica para fines que, en el caso del chiste al menos, pare­ cen estar vinculados a la obtención del placer. Las técnicas de condensación y desplazamiento en el chiste nos ponen muy cerca dei empleo que se suele hacer de ciertas falacias y contrasentidos. En varios chistes se establecen relaciones lógicas no sostenibles bajo una apariencia engañosa que nos hace recordar a los sofismas. Dentro de las técnicas que Freud identifica también encon-

tramos el recurso de la sustitución del «no» por su contrario, al cual se Se llamará figuración por su contrario -como figurar la fealdad a través de algo hermoso-, y la figuración por So semejante, ambas figuracio­ nes indirectas. Sin embargo, estos recursos, como el de las falacias, tampoco son exclusivos del chiste, pues son usados en la ironía, en símiSes y en alusiones no chistosas. Ante este tipo de casos, Freud (1980: VIH, 70) se ve llevado a afirmar que «la sola técnica no basta para caracterizar a! chiste. Tiene que agregarse algo más que hasta ahora no hemos descubierto». ¿Qué es, pues, lo que distingue el chiste de otros tipos de figuración, ya que no posee una técnica formal exclusiva? La respuesta estará, más bien, del lado del contenido. Después de analizar las técnicas de los distintos tipos de chiste, Freud dedica una pequeña sección a reflexionar sobre las tendencias de carácter pulsional de los contenidos del chiste. Al comparar los efectos de los chistes inocentes -que no recurren al desvelamiento de un contenido reprimido- y de los tendenciosos, Freud (1980: VIII, 91) hace notar que, ya que la técnica de ambos tipos de chiste es la misma, «nos está permitido conjeturar que el chiste tendencioso por fuerza dispondrá, en virtud de su tendencia, de unas fuentes de placer a que el chiste inocente no tiene acceso alguno». El problema de aná­ lisis se traslada, por tanto, de! aspecto formal y del tipo de actividad que estaban implicados en Sa técnica del chiste, al del contenido. La cuestión ahora radica en cómo podemos abarcar las tendencias del chiste para lograr su comprensión. La respuesta de Freud sorprende por su simpleza: el chiste, cuando no es inocente, «se pone al servicio de dos tendencias solamente, que aún admiten ser reunidas bajo un único punto de vista: es un chiste hostil (que sirve a la agresión, ia sátira, la defensa) u obsceno (que sirve al desnudamiento)». La téc­ nica no determina ninguna tendencia, sino que más bien, usada en favor de la tendencia, ayuda a ocultar la obscenidad de una pulla burda, la agresividad o el cinismo de un ataque, y nos provoca sin embargo ei mismo goce, engañando a la censura. Nos encontramos, pues, ante uno de los grandes descubrimientos freudianos en cuestio­ nes estéticas. Las fuentes del placer estético más explosivo no están en

la utilización técnica de las representaciones sino en su tendencia, la cual está al servicio de pulsiones, de mociones reprimidas. El placer provocado por el mero uso de la técnica es moderado, lo cual indica que la cantidad de energía invertida en ello es mínima. Su importancia psíquica, por tanto, es mucho menor a la del uso tendencioso de las representaciones y su utilización para la obtención de placer, en con­ secuencia, parece que tan solo puede ser explicada por la represión cultural que impide el goce obsceno. Este descubrimiento es muy importante para nuestro tema pues no solo nos da una clave sobre cómo comprender los diferentes tipos de placer que una obra puede generar a través del uso de técnicas como el desplazamiento y la condensación de representaciones, sino que además nos permite discutir una posible definición de placer estético. ¿Qué tan desinteresado es el placer que una obra nos puede dar si en el fondo no solo surge de la mera apreciación de las representacio­ nes manifiestas que contemplamos, sino de nuestros deseos sexuales y agresivos? Pareciera, en primera instancia, que el piacer obtenido gracias a las representaciones tendenciosas no es estético, pues este debería depender de las formas que fueron manipuladas por el artista a través de ciertas técnicas, más que de deseos. Sin embargo, hemos de considerar que las representaciones tendenciosas no se pueden re­ ducir a puro contenido psíquico, pues ellas son también un elemento constitutivo de la obra; son aquello que debe ser moldeado técnica­ mente para poder ser mostrado al espectador. Me parece, pues, que a esta altura podemos decir que hemos descubierto gran parte de lo que la obra freudiana puede decirnos en cuestiones estéticas y en especí­ fico sobre el placer estético y su vínculo con la expresión. El artista es capaz de expresar cierto contenido psíquico -significativo, emocional y afectivo- a través de una representación de alto o bajo contenido tendencioso, moldeada a través de cierta técnica para causar un efecto en el espectador, el cual puede obtener placer de distintos tipos de intensidad, de acuerdo al grado de identificación que logre con lo expresado. Además, como ya veníamos mencionando, el placer que la obra puede proporcionar puede ser muy variado, y así como el

placer de un chiste tendencioso está basado en la liberación explosiva de energía, Freud habla también de placer previo y sublimaciones, en los cuales el trabajo consciente del artista está presente, pues siempre está involucrada la técnica. Aquí, el concepto de ahorro de energía nos puede ayudar a avanzar en nuestra comprensión. La pregunta que guía la reflexión de Freud sobre dicho tema, en su libro sobre el chiste, es ¿a partir de qué fuente en común pueden gene­ rar placer la técnica y la tendencia? ¿Cuál es ei mecanismo del efecto placentero? Rara buscar un esclarecimiento, Freud comienza por el chiste tendencioso. Como vimos, la tendencia pretende vencer una resistencia, interna o externa, cancelando la inhibición, lo cual con­ duce a una satisfacción de dicha tendencia que genera placer. Ahora bien, tanto para establecer como para conservar una inhibición es ne­ cesario realizar un gasto psíquico; el chiste tendencioso, al cancelar la inhibición, supone el ahorro de esa energía, lo cual hace suponer a Freud que ia ganancia de placer del chiste puede estar en relación con ia cantidad de energía ahorrada. Con este concepto, tanto la técnica como la tendencia pueden ser abarcadas, puesto que los fines de una como de otra parecen estar en el ahorro. Los actos de reconocimiento, descubrimiento, conocimiento, inclusive de recuerdo, que tienen lu­ gar al apreciar una representación, implican el alivio de una tensión que bien pudo haber sido mantenida por la misma lógica de la obra hasta que, como suele suceder frecuentemente en la música o en la literatura, ofreciera un desvío, giro o rodeo que permitiera la liberación y el consecuente ahorro de la energía antes invertida en el esfuerzo de comprensión. De igual manera, el carácter lúdico o libre que carac­ teriza a la experiencia estética implica un ahorro porque la psique se sustrae de la presión de la razón crítica y se entrega a su propia acti­ vidad por disparatada que pueda ser. Se puede decir, por tanto, que la finalidad de algunas obras está en devolver a la psique, que ocupa de­ masiada energía en mantener las inhibiciones sociales introyectadas, un talante relajado en el que el gasto de energía psíquica sea mínimo. Por supuesto, como se ha venido diciendo, este punto de vista no puede ser generalizado a todo lo estético, pues quizás, precisamente

el mantenimiento de la tensión es el fin de una obra. Esto sucede cuando la energía sofocadora tiende a ser mayor que la de las mocio­ nes sofocadas. Pero, si más bien, lo que se quiere es liberar dicha ten­ sión, el artista está obligado a ofrecer un incentivo previo que pueda hacer ceder la represión como un excitador con miras a obtener una satisfacción mayor, la cual radica en la cancelación de la inhibición y el ahorro y descarga consecuentes. Al incentivo ofrecido se le llama placer previo, término que Freud postuló también en los Tres ensayos de teoría sexual y elevó al grado de principio. Allí, se habla de él como estimulación de zonas erógenas y no como un uso del lenguaje, tal como se hace aquí. Aunque ambas formas de obtener placer están emparentadas, puesto que en ambas se busca vencer cierta resisten­ cia o tensión y lograr con ello alivio o descarga, lo que se pone de manifiesto en el libro del chiste es que los mecanismos de placer no necesariamente tienen que estar ligados a la práctica sexual. La obten­ ción de placer que pueden brindar ¡as creaciones culturales es de gran importancia para entender la idea que tiene Freud sobre la estética y ei arte. En este sentido, si consideramos que ia satisfacción sexual es más originaria en el desarrollo psíquico, la obtención de placer a través del uso de nuestras representaciones bien puede ser vista como una sus­ titución que nuestra psique requiere para evocar, de manera deforma­ da, las etapas más primitivas, enterradas y olvidadas. El placer previo, pues, puede ser comprendido como excitación emparentada con la práctica sexual, que place por sí mismo y que puede ser el preámbulo de un placer mayor. Por otro lado, la desexualización que implican las actividades culturales puede ayudarnos a comprender el mecanismo de sublimación del que Freud habla en ocasiones, en algunos de sus textos sobre arte -como en su ensayo sobre Leonardo da Vinci-, sin desarrollarlo de manera sistemática. Sobre dicho tema trataremos con mayor profundidad más adelante. Por lo pronto, si la sublimación pue­ de ser entendida como la canalización y drenaje de las excitaciones hipertensas, que vienen de las diversas fuentes de la sexualidad, en otros campos, como el arte, convirtiendo en virtud cultural la dispo­ sición universalmente perversa -en tanto dispersa y no funcional- de

la infancia, ¿podríamos decir que el uso de la técnica en el arte, al servicio de la tendencia, es una forma de sublimar la necesidad sexual que no pudo ser satisfecha en un acto concreto, sino solo a través de su representación socialmente mediada? Quizá podríamos responder afirmativamente si vemos en la creación artística una alternativa de obtención de placer en un acto que a la vez expresa contenidos que, de otra forma, permanecerían reprimidos. A continuación, antes de continuar con el complicado tema de la sublimación, mostraré cómo los conceptos analizados hasta ahora son constantes en los textos de Freud sobre temas estéticos, a la vez que son complementados con las aportaciones que ofrece a la reflexión otro tipo de material estético más compSejo que el del chiste.

3.3. El creador literario y el fantaseo Varios son los textos en los que Freud intenta aplicar sus descu­ brimientos psicoanalíticos al campo del arte. En El creador literario y el fantaseo se plantea la cuestión sobre el origen de los materiales que el poeta utiliza para configurar una obra literaria y cómo logra conmovernos con ellos, es decir, qué expresa y cómo nos afecta de manera placentera.51 Justo después del planteamiento, se afirma que los mismos poe­ tas, si les preguntáramos, no serían capaces de darnos razón de ello. ¿Cómo podemos, pues, explicarnos una actividad que al parecer vas más allá de la conciencia del autor mismo que la lleva a cabo? El camino propuesto por Freud, como suele hacer siempre que aborda cuestiones estéticas o sobre el arte, es recurrir a una analogía con alguna actividad que pudiera ser afín a aquella que busca desvelar. Inmediatamente plantea otra pregunta al público (Freud, 1980: IX,

51. El creador literario y e í fantaseo fue, originalmente, una conferencia expuesta en 1 907 y publicada en 1908. Se traía del tercer texto de FreucJ sobre cuestiones literarias, después de Personajes psicopáticos sobre el escenario y el texto sobre la Cradiva de Jensen. El centro de interés de este trabajo es la utiliza­ ción de las fantasías ai servicio del arte Literario.

127): «¿No deberíamos buscar ya en el niño las primeras huellas del quehacer poético?». ¿Qué actividad realiza el niño que lo acerca a la creación poética? ¿Por qué buscar en él los orígenes de nuestra capacidad de poetizar? Como una primera respuesta, se nos plantea que es en la actividad favorita de los niños, el juego, donde hemos de comenzar a buscar. En su tratamiento sobre el chiste, como vimos anteriormente, ya se hacía referencia al carácter lúdico como fuente de placer. Sin embargo, esta vez se apela a un objetivo diferente y más general; se trata de encontrar la relación esencial que existe entre la creación poética -entre la que bien podría catalogarse al chiste como una variedad de lo cómico- y el juego. Para Freud, el niño se convierte en creador cuando juega, y en ese sentido se comporta como un poeta porque se crea un mundo propio insertando las cosas del mundo en un nuevo orden que le agrada. Que esta actividad presente el carácter de juego no le quita seriedad en absoluto; el niño se toma muy en serio lo que hace pues invierte en ello grandes cantidades de afecto. Así pues (Freud, 1980: IX. 127), «lo opuesto al juego no es la seriedad, sino [...] la realidad efectiva». Lo anterior no significa que el niño se vuelve un psicótico cuando juega. Distingue perfectamente el mundo real del mundo creado por él, de tal manera que es capaz de apuntalar conscientemente sus objetos y situaciones imaginadas en cosas palpables y visibles en el mundo real (128): «Solo ese apuntalamiento es el que diferencia aún su jugar del fantasear». El poeta hace io mismo que el niño al jugar: crea un mun­ do imaginario al que dota de grandes cantidades de afecto, separán­ dolo de la realidad efectiva pero distinguiéndolo como ficción. Justo en el carácter de juego de la creación poética y en la irrealidad de los mundos que crea, Freud encuentra importantes consecuencias para la técnica artística, «pues muchas cosas que de ser reales no depararían goce pueden, empero, depararlo en el juego de la fantasía; y muchas excitaciones que en sí mismas son en verdad penosas pueden conver­ tirse en fuentes de placer para el auditorio y los espectadores del poe­ ta». Lo que nos dice la cita es de gran relevancia porque pone de ma­ nifiesto una de las cualidades del arte que desemboca precisamente

en nuestro tema. El arte, a través de su capacidad de afectarnos estéti­ camente, es capaz de mostrarnos aspectos de la realidad, pero separa­ dos de ella, de manera que podamos obtener placer de ellos y a la vez, que podamos contemplarlos largamente sin necesidad de repudiarlos o levantar barreras defensivas o críticas ante ellos. Al igual que con el chiste, Freud (180: IX, 128) expone una pe­ queña psicogénesis de la creación poética a partir de su origen en el juego. El adulto en un momento de su desarrollo anímico e inte­ lectual dejó de jugar, lo cual no significa que haya renunciado a la fuente de placer que el juego le proporcionaba -la psique siempre se resiste a renunciar a! placer-: «En verdad, no podemos renunciar a nada; solo permutamos una cosa por otra». ¿Cuál es, entonces, el sustituto adulto del juego? Lo que resigna el adulto al dejar de jugar es el apuntalamiento de su imaginación en objetos reales; y en lugar de ello, solamente fantasea; sueña despierto. Aquello que de niño hacía en el espacio exterior, de adulto lo realiza solo en su interior, como si una prohibición social a comportarse de manera infantil le impidiera seguir exteriorizando sus fantasías para transformar el mundo a placer. Los análisis de los neuróticos en este sentido son los que mejores pistas nos dan para ilustrar esta situación; su deseo reprimido promueve fan­ tasías que manifiestan al analista durante el tratamiento. Ahora bien, evidentemente estamos hablamos aquí de una insatisfacción que bus­ ca salida a través de la actividad interior del fantaseo, pues el mundo exterior ya no permite su realización en él. Las personas satisfechas, por lo tanto, no fantasean;52 solo lo hacen quienes necesitan satisfacer su deseo a través de una fantasía; deseos de naturaleza generalmente ambiciosa, con fines de exaltación de la personalidad, o eróticos. Las fantasías tienen la cualidad de adecuarse a las impresiones vitales, es decir, no son rígidas, sino que varían con las circunstancias 52. Por supuesto, aquí podríamos preguntamos si realmente existen personas satisfechas que no fantasean. Y, en caso de responder afirmativamente, preguntarnos qué tipo de personas serían y cómo po^ drían interactuarsocialmente. Me parece que la respuesta a estas cuestiones es fundamental para lo que en este trabajo hemos de entender por satisfacción. En una nota anterior, al hablar del lugar del psicoaná­ lisis en la obra de Adorno, ya hablábamos de la dificultad que entraña el concepto para nuestro texto. En mi opinión, al final del análisis de la sublimación tanto en Freud como en Adorno, y posteriormente en Lacan, será la imposibilidad de satisfacción lo que posibilitará el goce estético.

temporales. Con esto podemos decir que la fantasía oscila a la vez en tres momentos de nuestro representaren correspondencia con nuestra experiencia temporal. Por un lado, la fantasía se anuda a una impre­ sión actual, al tiempo presente que es capaz de despertar el deseo de la persona; esto provoca el recuerdo de una experiencia anterior, que en términos freudianos suele ser infantil, en la cual el deseo se cum­ plió; finalmente, se crea una referencia al futuro, una expectativa que figura como el nuevo cumplimiento del deseo. El pasado, el presente y el futuro están engarzados en la representación del cumplimiento de! deseo que implica la fantasía. La pregunta que nos hemos de hacer ahora es si esa configuración temporal de la fantasía encuentra corres­ pondencia en las creaciones del poeta. Para responder, por principio de cuentas, Freud restringe los alcances de su argumentación prescin­ diendo por el momento de aquellos poetas que recogen materiales ya listos, como los épicos o los trágicos antiguos, para quedarse con aquellos que parecen crearlos libremente. El hecho de que Freud no universalice su respuesta, ni siquiera en aquellos que obtienen su ma­ terial de su propia imaginación, nos habla de la consciencia que tenía de los límites de la teoría psicoanalítica en cuestiones estéticas. Tan solo podemos enfocarnos en aquellos casos, quizá los más populares, en los que el arte se asemeja a una fantasía y es capaz de generar de placer, lo cual por supuesto no implica que Freud pretendiera definir toda manifestación artística o estética bajo esta categoría. El primer rasgo que Freud señala en su comparación de la fantasía con la creación poética es que, la mayoría de novelas, novelas breves y cuentos de los poetas que tienen mayor y más ávido número de lec­ tores, presentan a un héroe como el centro del interés. Este héroe ge­ neralmente muestra rasgos de invulnerabilidad que apuntan al carácter egocéntrico de las fantasías relacionadas con la figura del padre. El he­ cho de que los creadores modernos hayan escindido a ese héroe no los aleja de la fantasía; lo que sucede es que esta escisión permite al escritor la observación de su propio yo en pequeños yoes parciales a ios cuales personificará en varios héroes con el fin de plasmar ias corrientes que entran en conflicto en su propia vida anímica. Dicho o dichos héroes

son insertados en una trama cuya temporalidad puede ser relacionada con los tres tiempos anteriormente mencionados de la fantasía. La expli­ cación que da Freud es que ei poeta configura su creación a partir de una vivencia actual que despierta su recuerdo de una anterior desde ia cual arranca el deseo cuyo cumplimiento se asegurará en !a creación poética. Así, las aventuras y desventuras que sufra un héroe en un relato no serán sino aquellos caminos que el poeta imaginaba y se procuraba durante el juego en la niñez y del cual obtenía sus mayores satisfacciones. Con lo anterior, Freud en parte ha respondido al problema sobre ei material del que se vale el poeta para sus creaciones. Aún le queda por contestar la cuestión sobre los recursos que utiliza para generar sus efec­ tos. Su respuesta considerará aspectos que ya analizamos en el chiste, a saber, el uso de la técnica para superar la critica que implica la revelación de algo que debe permanecer oculto, a través de un soborno que genera una ganancia de placer puramente formal, es decir, el placer previo que el autor brinda en Sa configuración de fantasías, con el fin de lograr una ganancia mayor proveniente de la liberación de las tensiones en nuestra psique, a raíz de la cancelación de nuestras inhibiciones. Rara ejemplifi­ car la técnica a ía que Freud suele reducir el arte, repasaremos algunos conceptos y reflexiones expuestos en sus libros sobre la Cradiva de Jensen y el Hombre de arena de Hoffmann, lo cual, además, sacará a la luz algunas novedades que nos pueden orientar hacia una concepción del arte más allá dei cumplimiento de deseos propio del principio de placer.

3.4. Arte más allá del principio de placer En El delirio y los sueños en la Cradiva de W. jensen/3 Freud ana­ liza el contenido de una novela en la cuai el protagonista principal, el

53. Se trata del primer texto sobre asuntos literarios que publicó Freud, en 1 907/ y uno de sus pri­ meros trabajos de divulgación sobre la teoría de la neurosis y la acción terapéutica dei psicoanálisis. La pequeña novela llegó a Freud por recomendación de Jung y es probable que, en parte, por ello se haya realizado este texto. Además, en él figuran algunos de los gustos personales de Preud, como la arqueoio* gía, de profundas analogías con e! psicoanálisis-las cuales, a juicio de Freud, son puestas en evidencia en la novela-, y su fascinación por la ciudad de Pompeya.

arqueólogo N. Hanold, cae en un estado delirante, para posteriormen­ te, con la ayuda de una amiga de la infancia a quien había olvidado, regresar al estado de normalidad y establecer una relación amorosa con ella. El tema de la novela es la irrupción de la fantasía hasta apo­ derarse de la realidad; el mérito del poeta, en este caso, fue su capa­ cidad de plasmarlo de manera ta! que la historia causara placer en los lectores. El texto de Freud ocupa demasiadas líneas en la descripción de la novela porque considera que esta logró captar una cura análoga a la psicoanalítica. Se muestra cómo la fantasía sobreviene por la re­ presión sexual del protagonista, quien manda al olvido toda una parte de su vida infantil relacionada con quien después será su salvadora, Zoé Bertgang. El acierto del poeta, según Freud, fue notar que el re­ cuerdo reprimido no se pierde, sino que mantiene su capacidad fun­ cional y eficiente, y está destinado a regresar con especial frecuencia por hallarse ligado a las impresiones del sentir erótico del individuo. Así pues, Hanold, quien en su adolescencia huyó del contacto erótico para refugiarse en la ciencia que heredó de su padre, se vio destinado a repetir a través de desfiguraciones fantasiosas de esa misma ciencia aquellos deseos que en otra época tuvo que sepultar y que en el pre­ sente se le imponen como una necesidad que tiene que salir a la luz; como si de un trabajo arqueológico se tratase. La novela, a ojos de Freud, es una perfecta expresión de los mecanismos generadores de la fantasía en concordancia con la teoría psicoanalítica. Y con esto, se refuerza la tesis de que el creador literario obtiene su material de las fantasías, plasmándolas de manera tal que, más que generar censura por parte de los lectores, nos identifiquemos con elSas, acercándonos al héroe para comprenderlo y comprender a la vez los mecanismos de nuestra propia psique. En este sentido, la literatura se nos muestra como algo más que una técnica a favor de una tendencia reprimida con el fin de provocar un efecto placentero al satisfacer un deseo, como ocurría con el chiste; la literatura es además capaz de mostrar­ nos un fragmento de verdad. Es cierto, el efecto en el chiste resultaba ser más explosivo, pero el contenido literario, correctamente maneja­ do de acuerdo a la técnica que soborna al espectador para mantenerlo

en la lectura, permite un acercamiento ya no solo a la fantasía articula­ da en una representación temporal, sino a Sos mecanismos que le die­ ron origen. Por ello, no debe asombrarnos que Freud constantemente recurriera a figuras literarias no solo para ejemplificar su teoría, como en el caso de la Cradiva, Hamlet, El hombre de arena, etc., sino para obtener de allí el material que le permitiría conceptuar el psicoaná­ lisis mismo, como en ei conocido caso del complejo de Edipo, cuya, especulación data desde antes de.la publicación de la interpretación de los sueños y cuyos primeros escritos podemos encontrar desde sus cartas a W. Fliess, (Freud, 1980: I, 307); LJn solo pensamiento de validez universal me ha sido dado. También en m í he hallado el enamoramiento de la madre y ios celos hacía el padre [...] Si esto es así, uno com prende el cautivador poder de Edipo rey que desafía todas las objeciones que el intelecto eleva contra la premisa del oráculo, y comprende por qué el posterior drama del destino debía fracasar miserablemente. Nos re­ belamos contra toda compulsión individual arbitraria [...] pero la saga griega captura una com pulsión que cada quien reconoce porque ha registrado en su interior la existencia de ella.

En este reconocimiento dei que habla Freud radica gran parte del efecto cautivador del arte y de su poder estético, más allá del mero efecto placentero como en el caso del chiste. ¿Qué sería la fantasía en sí misma, por bellamente que pudiera ser plasmada por ei poeta, si no pudiéramos reconocernos a nosotros mismos en ella? Así pues, me parece que gracias a las interpretaciones y análisis literarios de Freud podemos agregar dos elementos de comprensión sobre ia generación de placer y goce en el arte y la estética, que no estaban contenidos en su libro sobre el chiste: la plasmación de una fantasía, tanto de su contenido manifiesto como de su génesis y mecanismos en términos no científicos, sino de la trama misma, y la identificación por parte dei público con esa fantasía y esos mecanismos, capaz de generar un efecto catártico, como veremos un poco más adelante. Ahora bien, hemos hablado de la fantasía, hasta el momento, solo como una manifestación de deseos reprimidos cuya figuración nos da placer y conocimiento, y de la literatura como la expresión socialmen­ te aceptada de estas figuraciones. Sin embargo, Freud sabe y reconoce

que existen contenidos reprimidos que los artistas son capaces de plasmar y que producen un efecto que, al menos en primera instancia, no es precisamente placentero sino más bien angustioso y terrorífico; nos referimos a lo siniestro u ominoso. Las mismas tragedias griegas y las obras de Shakespeare tan citadas por Freud logran, en momentos específicos, esos efectos. Sin embargo, Freud decidió ilustrárnoslo con un cuento que a su juicio es más representativo: El hombre de Arena de E.T.A. Hoffmann.54 Lo ominoso es un efecto del cual la estética tradicional mente no ha hablado mucho. La mayoría de los textos sobre esta materia, hasta entonces, se habían dedicado a esclarecer cuestiones relacionadas con los sentimientos que culturalmente se consideran más elevados. Sin embargo, Freud, como estudioso de la psique húmana, no pudo dejar pasar que existe algo más que representaciones inmediatamente placenteras. La pregunta que nos interesa plantearnos aquí es por qué, si gran parte de la literatura, a juicio de Freud, tiene como función principal generar placer al mostrarnos aquellos contenidos propios de nuestras fantasías, existen obras que más bien nos producen el efecto contrario, es decir, horror. La reflexión freudiana sobre lo siniestro comienza analizando el origen etimológico de dicha palabra en alemán, unheimlich. De entra­ da, resulta evidente que unheimlich es lo opuesto a heimlich y a heimisch, íntimo y doméstico respectivamente, de lo cual puede inferirse que lo terrorífico tiene algo que ver con aquello que es nuevo, ajeno y extraño, sin que todo lo nuevo, ajeno y extraño cause horror. Freud señala una larga lista de significados emparentados a heimiich con el fin de familiarizarnos con el término, lo cual nos llevará por lo oculto y lo secreto. Y, en este contexto, nos damos cuenta de que heimlich y unheimlich pasan, repentinamente, de ser opuestos a significar algo similar; lo heimlich devino unheimlich; las fronteras entre lo familiar y lo no familiar parecen no ser tan claras como en un principio pudimos

54. De lo que habíamos aquí es del texto publicado por Freud en 1919, con título lo ominoso. Se cree que Freudya pensaba en las ideas de este texto desde Tótem y Tabú, de 1913, y que se relaciona con el tema de la «compulsión de repetición» de Más a¡!á dei principio de placer, de 1920.

haber pensado. Al respecto; Freud (1980: XVII, 225) hace referencia a una definición de Schelling sobre el concepto de unheimlich: «Nos dice que unheimlich es todo lo que estando destinado a permane­ cer en secreto, en lo oculto, ha salido a la luz». Así pues, mientras heimlich parece designar aquella intimidad que permanece oculta y unheimlich su desocultamiento, ambos términos coinciden en algún punto con su opuesto, pues ¿no es precisamente lo que permanece oculto, lo que al aparecer nos causará horror? En el caso del cuento del Hombre de Arena, Freud centrará el efec­ to siniestro sobre el acto que se le imputa a este hombre, a saber, des­ pojar los ojos -acción emparentada con el castigo que Edipo inflige sobre sí mismo al enterarse de la verdad de su asesinato y su relación incestuosa-, y lo relacionará con el miedo a la castración, el cual sur­ ge a partir de la amenaza de castigo que se profiere para salvaguardar las prohibiciones sociales. En este sentido, el hombre de arena ocupa psíquicamente el lugar del padre -en tanto que la función simbólica de este es el establecimiento de la ley y sus prohibiciones sociales, así como la aplicación de los castigos necesarios para hacerlas respe­ tar- y la angustia que genera no es sino el recuerdo de su amenaza. Sabemos que el miedo a la castración es la base de la represión y que esta busca mantener a raya las mociones antisociales haciendo que gran parte de lo que en un momento de nuestra vida era común pase al olvido como algo inaceptable para nuestro nuevo orden psíquico. El afecto de dichas mociones antisociales es convertido en angustia a causa de la represión y con ello es posible explicar el porqué del pare­ cido semántico entre heimlich y unheimlich; ambos términos refieren a un mismo contenido que en una etapa fue algo familiar y que por obra de la represión se volvió siniestro. Como vemos, la lógica a través de la cual se puede explicar el con­ tenido psíquico del tipo de obras ominosas es similar a lo que mencio­ nábamos con otros tipos de fantasía como en la Cradiva. Sin embargo, vemos que, aunque se trata en ambos casos de mostrar algo que estaba destinado a permanecer oculto por no corresponder a lo que las leyes de la práctica exigen, los efectos son distintos en cada caso. Mientras

que en la Cradiva el lector siente alivio al mismo tiempo que la trama va desvelando la lógica de la fantasía de Hanold, en el Hombre de arena el efecto es una angustia en aumento. La respuesta ante tales fe­ nómenos la hemos de buscar, más que del lado del contenido, en el de la técnica de narración, en la forma. Desde las reflexiones freudianas sobre el chiste supimos que la técnica es lo que permite que ciertas mociones censurables sean capaces de aflorar con el consentimiento del oyente y provocar su complacencia y complicidad a través de la generación de placer. Una técnica inadecuada, es decir, aquella que no genere, a través del uso adecuado de palabras, el placer previo necesario para lograr la aprobación del público, impedirá que el chiste logre su efecto. En el caso de las obras que ahora analizamos, la técni­ ca es análoga a la del chiste. En la pulla, por ejemplo, el que cuenta el chiste ubica al oyente como espectador de un acto de desnudamiento que satisface su deseo, con lo cual le genera un placer que evitará que repudie el acto de agresión sexual. En las obras literarias, de igual forma, ei lugar en el que es ubicado el espectador para contemplar la escena determina el tipo de efecto sobre él. En la Cradiva, el especta­ dor permanece como un observador que se ubica sobre la percepción de los protagonistas y por ello es capaz de comprender su delirio y su cura, sin perder la noción de la realidad. En cambio, en el Hombre de Arena nosotros vemos a través de los ojos del protagonista; se nos coloca en ¡a posición de quien experimenta el horror para que seamos capaces de vivenciar en sus propios términos. Lo destacable es que, a pesar de tal sentimiento, no nos alejamos horrorizados del texto, sino que continuamos la lectura. Lo que sucede es que, en realidad, la obra nos hace experimentar una mezcla entre displacer y piacer, posibili­ tada por un manejo específico de la técnica. La técnica, en relación a nuestros contenidos psíquicos, como en el chiste, es el factor decisivo para generar en el espectador los afectos que se requieren para que permanezca en la lectura y se involucre de la manera que el autor pre­ tende, sobornándolo con placer previo, inclusive en lo ominoso, para que siga la trama atentamente. Sin embargo, no se puede hablar aquí de placer asociado al cumplimiento de un deseo, sino de angustia.

El goce de este tipo de obras, por tanto, parece responder a otra lógica, cuya comprensión requiere que entremos de lleno al análisis de los conceptos de catarsis y sublimación en los textos de Freud.

3.5. Catarsis y sublimación La catarsis, tanto en el método de Breuer para el tratamiento de la histeria,55 como en la tragedia griega -modelo y objeto de reflexión privilegiado de Freud-, es uno de los antecedentes de mayor impor­ tancia del psicoanálisis. Para analizarla, en relación al tema que nos ocupa, propongo partir de una obra en concreto. Personajes psicopá­ ticos en e! escenario es un texto brevísimo que condensa de manera admirable el punto de vista de Freud en relación a la utilización de la técnica de configuración de personalidades en un espacio ficticio con ei fin de crear un efecto placentero en el espectador, en relación a una representación que, en condiciones normales, no tendría por qué ocasionar placer, sino lo contrario. El texto comienza con una referencia a la catarsis aristotélica (Freud, 1980 a: VII, 277): Si el fin del dram a consiste en provocar «terror y piedad», en producir una «pu­ rificación {purga} de ios afectos», como se supone desde Aristóteles, ese mismo propósito puede describirse con algo más de detalle diciendo que se trata de abrir fuentes de placer o de goce en nuestra vida afectiva.

Se parte, pues, del principio del arte como medio para abrir fuentes de placer; como medio de desahogo de afectos, en !a relación entre

55. El método hipnótico de Breuer para e! tratamiento de ]a histeria llamó poderosamente la atención de Freud desde 1882, a partir del famoso caso de Anna 0 . ( más que por sus cualidades sugestivas, por sus efectos catárticos, los cuales se fundamentan en la posibilidad de traer a la conciencia un afecto y su representación, anteriormente reprimidos, con ei fin de propiciar la descarga o «abreacción» de [a energía del afecto y quitarle, con esto, la fuerza al síntoma histérico, para dar paso a su desaparición. En los Estudios sobre la histeria (1893-1895), obra conjunta de Breuery Freud, anterior a !a formulación del psicoanálisis, el método catártico tiene un papej protagónico como uso terapéutico y, como tal, es uno de los principales antecedentes del psicoanálisis que se mantiene a su base, a pesar de que, en escritos posteriores, Freud destacara las diferencias entre el psicoanálisis y el método catártico: tratamiento de otras neurosis además de la histeria, la etiología sexual, Identificación de resistencias y la desestimación de la hipnosis.

excitación y el posterior alivio de una tensión. De nueva cuenta, se utiliza ia analogía con el juego de los niños al afirmar que el drama es el juego de los adultos, así como la analogía con la fantasía en la cual se ofrece al espectador identificarse con ei héroe de la obra, ahorrán­ dole los dolores y las penas que tendría que pasar para lograrlo en la ilusión que se ofrece sobre el escenario, dando salida a las mociones sofocadas que ansian íibertad en lo religioso, político, social y sexual. Ahora bien, lo que parece interesarle a Freud (1980 a: Vil, 278) del drama sobre otras creaciones literarias es su capacidad de plasmar a los protagonistas en una serie de peripecias, desarrollando todas sus % posibilidades afectivas, desde sus goces y triunfos hasta sus desdichas y derrotas, en io cual se vislumbra una «complacencia casi masoquista». Por tanto, puede caracterizarse el drama por su relación con el penar y la desdicha, tanto en la comedia como en la tragedia -donde el penar encuentra su concreción. Rara Freud, ei hecho de que ei drama naciese de los ritos de sacrifi­ cio no puede dejar de tener una relación con el sufrimiento; la función de un sacrificio es apaciguar las penas que la revuelta contra el orden divino nos ha traído. Los héroes suelen ser sublevados contra dicho orden y el piacer que generan puede ser comprendido tanto desde el punto de vista del masoquismo, por las penalidades que han de pasar, como desde la grandeza que se les confiere. El tema del drama es el sufrimiento y su fin extraer placer de él (Freud, 1980 a: VII, 278): «de ahí resulta la primera condición de la creación artística», así como, agrego yo, su paradójica condición. El drama, pues, no debe hacer su­ frir al espectador, sino proporcionarle goce; una «regla que infringen con particular frecuencia autores recientes», por lo que Freud recono­ ce que no toda representación dramática responde a tal fin, aunque a su parecer, probablemente, así debiera ser. El drama necesita generar, por principio de cuentas, una acción que induzca penas a través de un conflicto entre las fuerzas de una vo­ luntad y de una situación adversa. Este conflicto puede llevarse a cabo en varios niveles: el orden humano contra el orden divino, el indivi­ duo contra la comunidad humana o contra una sociedad, la lucha de

caracteres individuales -entre personalidades sobresalientes no res­ tringidas por instituciones-que implica más de un héroe, o la lucha de héroes contra instituciones encarnadas en caracteres fuertes. El hecho de que la acción sea movida por fuerzas en conflicto que producen sufrimiento, aunque sean ubicadas en el espacio sociai, implica que el elemento esencial sea psicológico (Freud, 1980 a: VII, 280): Es en el alm a m ism a del héroe donde se libra la lucha engendradora del su­ frim iento; son mociones encontradas-las que se combaten, en una lid que no cu lm ina con la derrota del héroe, sino con la de una de tales m ociones. Tiene que term inar con la renuncia a una de ellas.

Lo que pone de manifiesto Freud es que el efecto del drama sobre el espectador recae en el conflicto de lo que significan los agentes en el escenario dentro de la psique del espectador y no lo que significan de manera social o fáctica. Por ello, lo predominante en este tipo de ficción es la fantasía, aunque se valga de elementos tomados de la realidad. Ahora bien, las posibilidades se amplían cuando el drama psicológico se vuelve psicopatológico, es decir, cuando una de las mociones enfrentadas es de orden inconsciente o reprimida (Freud, 1980 a: VII, 280): «Condición de goce es, aquí, que el espectador sea también un neurótico». Si la moción reprimida es mostrada a al­ guien cuyo proceso de represión haya sido exitoso, ella solo causará repugnancia. En el neurótico, en cambio, la represión siempre está en trance de fracasar, por lo cual, para mantenerla, requiere de un gasto constante de energía psíquica; gasto que le es ahorrado cuando se le presenta su misma lucha en el escenario. Sin embargo, la naturaleza dual del neurótico impedirá que ei goce de la obra sea absoluto; más bien generará goce y resistencia a la vez. Para lograr disminuir esa cuota de resistencia, el artista tiene que saber plasmar la moción re­ primida de manera tal que, por un lado, sea reconocible y susceptible de identificación y, por otro, que nunca se le llame por su nombre, que nunca llegue a ¡a conciencia del espectador. Así, la atención crítica es engañada, queda distraída por el correcto uso la técnica del placer previo, y el espectador es capaz de entregarse a sus sentimientos. El trabajo del dramaturgo es colocarnos en el lugar del enfermo sin que

sepamos que es un enfermo, sino siguiendo el proceso a través del cual enfermó. La catarsis, desde el punto de vista freudiano, parece definirse a partir de una función que, sin transgredir el funcionamiento social, permite la superación, aunque sea momentánea, de las inhibiciones sociales, otorgándonos un goce en la desdicha.56 En ese sentido, tal vez estamos cerca del punto de vísta de Adorno en relación al interés que debe involucrar la obra de arte. Sin embargo, a partir de estas reflexiones no podemos hablar de autonomía del arte, pues aún hace falta el elemento crítico, objetivo y social que nos permita determinar la distancia de la obra con respecto a la realidad, la cual posibilita ai espectador tomar una postura reflexiva. Sin embargo, es un hecho que, desde el punto de vista freudiano, el placer nos permite ubicar­ nos más allá de nuestras propias represiones y, en este sentido, abre la posibilidad de superar también el orden social impuesto. Nuestro interés egoísta es capaz de triunfar sobre los intereses sociales; nos libera y nos da alivio psíquico. Nos otorga una vivencia a través de la cual se nos permite contemplar la realidad y a nosotros mismos de una manera que bajo la perspectiva de nuestra conciencia cotidiana está prohibida; desde una visión a partir de la cual podría surgir una reflexión y un cambio de actitud acerca de nuestras posibilidades de satisfacción o sobre nuestros Ifmites en el mundo. Por otro lado, tenemos el proceso de la sublimación, uno de los conceptos más complicados en ia obra de Freud por no haber sido desarrollado de manera sistemática. Su utilización aparece constante­ mente referida a la práctica artística. Quizás el texto más representati­ vo al respecto es el análisis biográfico de Leonardo daVinci. En dicho ensayo, Freud (1980 a: XI, 75) habla de la sublimación como una tercera posibilidad, aparte de la inhibición del pensar y la compulsión neurótica -en relación a la investigación de los individuos sobre sus 56. Se trata de un goce que va más allá del principio de placer y de la descarga y ahorro de energía que implica, a pesar de que, como en el chiste, hay una superación de las inhibiciones sociales. Lo particular de ia catarsis es que la superación convive con la represión, la cual se mantiene en parte. Con esto, podemos hablar aquí de un goce neurótico e inclusive masoquista, que se regodea en la liberación y mantenimiento parciales de tensión.

deseos-, en la que la represión no consigue arrojar ai inconsciente la pulsión parcial de placer sexual, sino que «la libido escapa al destino de la represión sublimándose desde ei comienzo mismo en un apetito de saber y sumándose como refuerzo a la vigorosa pulsión de investi­ gar». La diferencia de la sublimación con la neurosis está en que en la primera no hay una irrupción de lo inconsciente; de ella «está ausente la atadura a los originarios complejos de la investigación sexual, y la pulsión puede desplegar libremente su quehacer al servicio del inte­ rés sexual». Leonardo, pues, pareciera corresponder al tercer tipo de personalidad cuya investigación logró ser sublimada. La sublimación, por tanto, ha de entenderse como un destino de la pulsión que escapa a la represión. En el caso de la catarsis, veíamos que la represión era necesaria para la consecución de goce, siempre y cuando la represen­ tación en el escenario pudiera mostrar io reprimido, aun de manera deformada. La sublimación es más bien un proceso en que no hay irrupción desde lo inconsciente. La represión solo existe a partir de que se ha establecido una sepa­ ración nítida entre la actividad consciente e inconsciente de la psique (Freud, 2004 b : XIV, 142) «y su esencia consiste en rechazar algo de la conciencia y mantenerlo alejado de ella», lo cual pone de mani­ fiesto su función defensiva y posibilita el retorno de lo reprimido-por obvias razones- en diversas manifestaciones de intensidad y efectos variables -dependiendo del éxito del proceso represivo-, entre las cuales están los síntomas, pero también los efectos de ciertas obras de arte y de otros objetos predilectos por los hombres, como los feti­ ches, en ¡os que la agencia originaria representante de la pulsión se descompuso en dos fragmentos, uno que sufrió la represión y otro que se idealizó. Ahora bien, aun y cuando (148-149) «la represión crea, por regla general, una formación sustitutiva», ello no implica que «es la represión misma ia que crea formaciones sustitutivas y síntomas, sino que estos últimos, en cuanto indicios de un retorno de lo repri­ mido, deben su génesis a procesos por completo diversos». El meca­ nismo de la represión no coincide con el de los mecanismos de for­ mación sustitutiva. ¿Puede la sublimación, entonces, estar relacionada

con algún mecanismo deformación sustitutiva que propicie el retomo de lo reprimido? Al respecto, conviene indagar las relaciones entre la sublimación y ia idealización. Esta surge como una incapacidad a renunciar a la sa­ tisfacción libidinal de la que alguna vez gozó el hombre. Al no querer privarse de la perfección narcisista de su infancia, procura recobrarla en su nueva forma de ideal del yo; proyecta frente a sí un ideal que es sustituto del narcisismo perdido de su infancia en la que era su pro­ pio ideal. Se trata, pues, de una formación sustitutiva, cuyo proceso envuelve a un objeto que, sin variar de naturaleza, es engrandecido y realzado psíquicamente (Freud, 2004 a: XIV, 91): «Por ejemplo, la sobrestimación sexual del objeto es una idealización de este». La subli­ mación, en cambio, es un proceso que atañe a la libido de objeto en el que la pulsión se lanza a una meta que no es la satisfacción sexual: «el acento recae entonces en la desviación respecto de lo sexual». Así pues, la sublimación describe algo que sucede con la pulsión y la idealización algo que sucede con el objeto. Con ello, «que alguien haya trocado su narcisismo por la veneración de un elevado ideal no implica que haya alcanzado la sublimación de sus pulsiones libidi­ nosas», aun y cuando el ideal del yo reclame dicha sublimación, sin que pueda forzarla: «la sublimación sigue siendo un proceso especial cuya iniciación puede ser incitada por el ideal, pero cuya ejecución es por entero independiente de tal incitación». El ideal del yo, de he­ cho, tiende a aumentar las exigencias del yo y favorece la represión; la sublimación, en ese caso, puede constituir una vía de escape que permite cumplir las exigencias del ideal sin dar lugar a la represión. Esto es especialmente significativo en la comprensión de Sa psicolo­ gía de masas, que tanto importa a Adorno, pues el ideal involucra un componente social que suele convertirlo en objeto de veneración co­ mún de una familia, un grupo, una nación, etc. La sublimación puede o no participar en la formación sustitutiva de la idealización, pero al hacerlo, se convierte en una fuente de satisfacción libre de culpas; un escape de la angustia y la impotencia que provoca la totalidad sobre el individuo, podríamos decir. La idealización implica dependencia de

una imagen forzada de sí mismo, la fijación de la pulsión a un objeto. La sublimación, en cambio, es posible en tanto que la naturaleza de la pulsión -al ser parcializada por la represión y ia amenaza de cas­ tración que la acompaña- permite que el objeto sea perpetuamente intercambiable, sustituido. La pulsión sexual, por tanto, no siempre es favorable a la plena satisfacción, por lo que esta debe ser disociada del objeto.57 La sublimación, entonces, puede convivir con formaciones sustitutivas que implican represión y ser, a la vez, un proceso que se sustrae a ella. No hay, pues, una síntesis del individuo y la sociedad en la sublimación porque no hay continuidad entre el contenido pulsional y ia sociedad, sino que la sublimación echa mano de una cons­ trucción antagónica, opuesta tanto a la tendencia pulsional -lo cual concuerda con el desinterés estético- como a la sociedad, en la cual ha de introducir una novedad -lo cual no se opone a las constantes afirmaciones de Freud sobre la aceptación social de la sublimación; es aceptada aun en su oposición. Por ello, en la sublimación se presenta una inhibición de la meta -la satisfacción sexual- como en el caso de Leonardo, cuya vida sexual era prácticamente inexistente y cuyos pro­ yectos solían verse truncados con frecuencia. Y, aun así, es lo sexual lo que está en juego, por lo que se puede decir que el proceso de la sublimación es puesto en marcha por una tensión .entre el interés por la satisfacción sexual y la renuncia a ella. El comportamiento religioso es un buen ejemplo de esta renuncia y obtención de satisfacciones, así como de la convivencia entre idealización y sublimación. Se suele prometer la satisfacción de la sublimación como recompensa por el sufrimiento que exige el ideal, por lo cual la sublimación suele ser el barómetro con el que se miden las acciones y las palabras elevadas. Sin embargo, la separación que lleva a cabo la teoría freudiana entre sublimación -que es un proceso y no un resultado- e idealización -que es un punto fijo- pone de manifiesto que el sufrimiento no tiene ningún sentido en sí mismo. 57. Ningún objeto es satisfactorio porque, de ser así, una sola sería suficiente. Por ello hay varios destinos de la pulsión. Esa es la condición que posibilita la sublimación.

La sublimación pone en suspenso cualquier sexualidad parciali­ zada en objetos. Los objetos imaginarios son abandonados. Pero, el que sublima, no se queda sin objetos, sino que los produce. El pro­ ceso de producción artística se relaciona con la investigación de la sexualidad -pulsión de saber- a la que Freud hace referencia en el texto sobre Leonardo. Los objetos producidos son el resultado de esa investigación, pero no implican un punto de llegada, por lo cual no se restablece la sexualidad parcializada ni sus componentes sociales. Se puede decir que el proceso de sublimación nunca termina; nunca se encuentra una respuesta al enigma de la sexualidad, a la tensión dialéctica entre satisfacción e insatisfacción. La sublimación se opone, además, a la perversión. Esta no acepta la castración y cae en la fetichización del objeto. En la sublimación, en cambio, el objeto no es más que una mera ilusión, aun y cuando lo sostenga la creencia de que puede referir a algo real -sin que se sepa a ciencia cierta a qué puede referir. Esto es importante en relación al arte en tanto que esto puede explicar el porqué de la necesidad de autenticidad y originalidad, es decir, de su creatividad, de negarse a ser fijado en estilos -no hay personaje menos creativo que el perverso, a pesar de su alejamiento del patrón de «normalidad».58 En rasgos generales, hemos hecho un repaso de lo más signifi­ cativo que la obra de Freud contiene en torno al arte, en relación al placer y el goce estéticos, por lo cual tan solo nos queda recapitular y concluir en relación a las interrogantes que nos planteaba el tema.

3.6. El placer y el goce estéticos en Freud Como hemos podido constatar a lo largo del recorrido realizado, nuestro tema implica una complejidad considerable. Ei placer y el goce que podemos obtener en nuestras experiencias estéticas, en lo

58. Al respecto^ refiero eE libro de ja rin e Chasseguet-Smirgel, Ética y estética de la perversión: Las desviaciones de la conducta, sexual como reescritura dei universo (2007}, donde se aborda a profundidad la relación de las perversiones y la creación artística.

que hemos analizado de la obra de Freud, no parece reducirse a un solo tipo, y mucho menos en el arte, cuyos elementos objetivos, for­ males y sociales deben ser valorados con mayor detenimiento para poder obtener respuestas satisfactorias. De hecho, Freud nunca tuvo la intención de desarrollar la cuestión, por lo que podemos decir que no existe una respuesta concluyente en su obra. Por ahora, al menos, podemos retomar las preguntas con las que finalizamos el apartado sobre la oposición del psicoanálisis y la estética kantiana realizada por Adorno, para responderlas con conocimiento de causa, y recapitular lo expuesto sobre la obra de Freud. ¿El lugar social del arte está sin más presupuesto en la obra de Freud? Me parece que, aun y cuando en El creador literario y el fantaseo y Personajes psicopáticos sobre el escenario, se insinúa una función social en la obtención de placer y en el alivio psíquico, este punto de vista no se puede generalizar; de hecho, Freud se cuida de no hacerlo, Ya en sus reflexiones sobre el Hombre de arena pudimos detectar la insuficiencia del principio de placer para caracterizar el arte. El tema de Freud, como él mismo suele puntualizar, no es la estética ni el arte en general, sino solo aspectos específicos. Por otro lado, sus reflexiones so­ bre la sublimación dificultan más una respuesta afirmativa, pues aunque la sublimación no es rechazada por la sociedad, sus producciones tam­ poco tienen, como tal, un lugar previamente asignado. Leonardo, con su actividad sublimatoria, crea algo nuevo que no estaba presupuesto en el orden social. Pensar que la teoría freudiana de la sublimación determina un lugar específico para el arte en un orden previamente establecido, es lo mismo que subsumir la sublimación bajo el mandato de la idealización, lo cual, como hemos visto, sería un error teórico. ¿Hay alguna consideración en la obra de Freud con respecto a la forma del objeto y a la praxis artística que nos haga replantear las su­ puestas funciones sociales del arte? Como hemos visto, el tema de la forma es tratado en relación a la técnica con la que las representacio­ nes de importancia psíquica son manipuladas en las obras, con el fin de explicar sus efectos al interior dei sujeto. Por otro lado, también son constantes las referencias a la praxis artística en relación al juego y su oposición al orden social represor. De todos esos análisis no se sigue

alguna función social específica del arte, sino al contrario, se acentúa su oposición, si no ai orden social como ta!, al menos a la represión. ¿Qué tan subjetivista es realmente el enfoque freudiano? Pienso que, por obvias razones, la perspectiva freudiana no puede dejar de poner su acento en lo subjetivo; sin embargo, eso en ningún momento lleva a la teoría a encerrarse en un subjetivismo radical. Las reflexio­ nes freudianas toman en cuenta los momentos sociales, formales y objetivos de los temas sobre los que reflexiona, aun y cuando no se profundice de ileno en ellos, por no ser ese su objetivo principal. E! hecho de que tome en cuenta tanto lo subjetivo como lo que no es subjetivo de la experiencia estética, aunque no haga exploraciones exhaustivas más que del lado de lo subjetivo, da a la teoría una fle­ xibilidad que la vuelve el complemento ideal de un ¡análisis objetivo, formal y social del arte y ia estética. Sin embargo, como bien apunta Adorno, no puede ser la última palabra al respecto.59 ¿Qué tan acertada es la concepción de la sublimkción de Adorno, considerado lo problemático del término en la obra de Freud? Por lo expuesto hasta ahora, podemos decir que la teoría freudiana de la sublimación parece coincidir profundamente con la dialéctica entre interés y desinterés que propone Adorno para caracterizar el objeto artístico, y que, aun y cuando la crítica de Adorno, ya expuesta, a la teoría de la sublimación freudiana, me parece correcta en lo que refie­ re a que esta no puede ser la última palabra para caracterizar todo lo que tiene que ver con el arte, por no tomar en cuenta el momento his­ tórico y la dinámica social específicos en ios que es producida la obra, no creo que implique ni hedonismo, ni egoísmo radicales; ni tampoco una asimilación conformista de la obra por parte de un orden social preestablecido, sino renuncia a metas sexuales inmediatas, que no

59, Según Adorno {1971: 24): «cuando se consigue Ea deseada sublimación do la obra de arte y su integración en el uno y en el todo, pierde la fuerza por la que supera ia existencia externa, por la que se desliga de elia en su propia forma de ser. Pero si conserva la negatividad de la realidad y toma posición respecto de ella, se modifica entonces el concepto de desinterés». Pensada exclusivamente en función de los intereses de integración de la sociedad, la sublimación resulta insuficiente para caracterizar el fenómeno artístico. Sin embargo, como ya vimos en el análisis de la sublimación en Freud, se traía de un proceso dinámico que no puede permanecer fijo e integrado en el todo, pues eso equivaldrías reduciría a la idealización, sino que requiere, tal como propone Adorno, de un impulso negativo, no integrable, que mantenga el proceso en movimiento constante.

reprime la pulsión, así como oposición y transformación objetiva en el orden social que podría redundar en beneficio de la misma sociedad. ¿Qué relación guarda la obra freudiana en relación al interés y el desinterés estéticos? Las reflexiones de Freud en torno a la estética se mueven de uno a otro polo dependiendo del tema analizado. En el chiste, por ejemplo, ei interés parece ser lo predominante, mientras que en el caso de la sublimación, esta es propiciada por una dialéctica entre los dos términos. Sin embargo, cualquiera que sea el caso, en tanto que siempre hay involucrados contenidos puisionales en relación a alguna fuerza represora, podemos decir que el interés y el desinterés nunca son totales, pues ello implicaría o satisfacción o represión absolutas, que impedirían, en ambos casos, cualquier tipo de efecto estético. ¿Cuáles son las principales aportaciones de la obra de Freud al tema del placer y el goce estéticos? El reconocimiento de que los objetos estéticos son formaciones sustitutivas que responden a procesos de producción técnica particulares que realizan figuraciones simbólicas, las cuaies representan motivos ocultos de la psique, en conflictos entre fuerzas del deseo y la represión, en los que se reconoce un componente social. El placer, en este sentido, suele ser caracterizado por un aho­ rro de energía y su consecuente descarga, gracias al correcto juego de asociaciones entre representaciones y cargas energéticas -en virtud de condensaciones y desplazamientos- que permite la apertura de vías de expresión a contenidos reprimidos. Por otro lado, se pone de manifiesto el carácter lúdico de la experiencia estética, cuya praxis se opone a las exigencias de las prohibiciones sociales. Se puntualiza, además, ei uso de la fantasía, la ficción y la irrealidad, al servicio de la satisfacción de deseos en el apuntalamiento de objetos en la realidad exterior. Finalmente, en relación a lo siniestro, la catarsis y la sublimación, se exponen relaciones que parecen ir más allá del principio de placer. Al analizar representaciones y procesos que no tienen como fin ofrecer pla­ cer inmediato, sino mantener una tensión entre displacer y placer, renun­ cia y obtención de satisfacción, interés y desinterés, el psicoanálisis es capaz de dar cuenta de un tipo de goce que no se identifica con el cum­ plimiento de deseos pero que tiene su origen en contenidos puisionales.

A partir de la problemática establecida por Adorno sobre la pro­ mesa de reconciliación que podría ser el arte, en función de la cual se estableció la necesidad de oponer la teoría freudiana y la estética kantiana para concebir la tensión dialéctica entre forma y contenido de las obras, y de haber analizado los elementos que en la obra de Freud pueden contribuir a la comprensión del contenido de las obras de arte -el cual, según vimos, es de naturaleza pulsional- y de ¡os pro­ cesos de sublimación en ellas involucrados, hemos de introducirnos en el análisis de los elementos que, en la obra de Kant, en función de la mencionada oposición con Freud, nos pueden ayudar a dilucidar el elemento formal del arte. Para ello, seguiremos el siguiente orden: partiremos del análisis de los incentivos de la moralidad en la filo­ sofía práctica de Kant con el fin de juzgar la relación que en ella se establece entre la ley moral -formal y objetiva- y su influjo sobre la subjetividad, cuyo efecto es el sentimiento de respeto; posteriormente, nos introduciremos en su pensamiento estético, con el fin de analizar los principios que hacen posible para Kant el juicio sobre lo bello y lo sublime, poniendo énfasis en este último por ser, como veíamos en Adorno, el punto de mayor tensión en la expresión estética, donde se ubicaría la esperanza de reconciliación que puede ofrecer el arte, en su misma constitución, entre los elementos alienados por la diná­ mica h¡5toricosocial. Respecto a este último punto, he considerado pertinente, a modo de introducción y antecedente, para profundizar acerca de lo sublime, repasar las que se suelen considerar las influen­ cias más importantes de Kant en su concepción de dicho sentimiento, a saber, las consideraciones ai respecto de Longino y Edmund Burke.

4.1. La moralidad y sus incentivos La filosofía moral de Kant es considerada pura en tanto que deriva sus teorías exclusivamente de principios a priori. Al estar limitada a

determinados objetos, a saber, a las costumbres, se llama metafísica, de los que se encarga de investigar sus principios racionales, es decir, lo moral separado de lo empírico. Así, una ley, para valer moraSmente como un deber, tiene que lle­ var consigo una necesidad absoluta, y su fundamento debe buscarse a priori. Cualquier ley que se asiente en principios empíricos podrá llamarse ley práctica, pero nunca !ey moral. En este sentido, una vo­ luntad buena será aquella que acomode a un fin universal nuestros in­ flujos, inclinaciones y toda acción, siendo la buena voluntad la condi­ ción que nos hace dignos de aspirar a la felicidad, a la satisfacción de nuestras necesidades e inclinaciones. La buena voluntad, pues (Kant, 1996: 119), «es buena no por lo que efectúe o realice, no por su apti­ tud para alcanzar algún fin propuesto, sino únicamente por el querer, esto es, es buena en sí». La voluntad, cuando es moralmente buena, es un fin primero e incondicionado que restringe cualquier otro fin, segundo y siempre condicionado por ella. Con ello, la felicidad, al depender de principios empíricos, no puede ser considerada por Kant como un fin último y, para ser procurada de manera digna, debe bus­ cársela no por inclinación, sino por deber, es decir, con asiento en la voluntad determinada a priori por la ley moral. El valor moral de una acción no está, por tanto, en su propósito a alcanzar, sino en la máxima por ia cual se realizaren el principio del querer. Con esto, la voluntad, que al tomar una decisión se encuentra en una encrucijada entre los principios a priori, que son formales, y sus resortes a posteriori, que son materiales, tendrá que optar por ei principio formal del querer en general (Kant, 1996: 131): «una acción por deber ha de apartar por entero el influjo de la inclinación [...] así pues, no queda para la voluntad otra cosa que pueda determinarla, a no ser objetivamente la ley y subjetivamente el respeto puro por esa ley práctica»; la representación de la ley en sí misma y el respeto como influjo y efecto inmediato del seguimiento de la ley. Lo único que le queda para seguir, entonces, a la voluntad, es la universal conformidad a la ley de las acciones en general y, por ello, no obrar más que de modo (Kant, 1996, 131): «que pueda querer

también que mi máxima se convierta en ley universa!», en una lucha contra los impulsos egoístas, determinados empíricamente. El modelo de la voluntad, de su dignidad, ha de ser puramente racional. Sin em­ bargo, la voluntad humana, en tanto que influida por determinaciones empíricas, no puede ser enteramente buena, es decir, enteramente obediente,60 por lo que su relación con las leyes objetivas de la mo­ ral será de constricción. La representación de los principios objetivos será, pues, para la voluntad, un mandato, y su fórmula, un imperativo, siendo el categórico el propiamente moral, el que representa (Kant, 1996: 159) «una acción como objetivamente necesaria por sí misma, sin referencia a otro fin»; como buena en sí (163): «No atañe a ia materia de la acción y a lo que se siga de ella, sino a la forma y al principio de donde ella misma se sigue». Con esto, la pregunta (169) «cómo sea posible el imperativo de la moralidad [...] no se puede apoyar en una presuposición ['..] no se puede decidir por medio de ningún ejemplo»; él mismo es ei modelo de la acción. En este sentido, el imperativo categórico, en tanto causa cuyos efectos constituirán de manera universal cierto orden de cosas a través de la acción de la voluntad, cierta naturaleza, puede formularse así (1 73): «obra como si la máxima de tu acción fuese a convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza». Ahora bien, para Kant (1996: 181), cuanto mayor sea la dignidad de una acción, tanto mayor será la sublimidad del mandato, lo que equivale a decir que será más digna «cuanto menos están a favor las causas subjetivas y cuanto más están en contra, pero sin por eso de­ bilitar en lo más mínimo la constricción por la ley ni quitar aigo a su validez». La ley moral, pues, es absoluta y solo en ella radica la medida de la dignidad humana, mientras que las satisfacciones de las inclinaciones están (187) «tan lejos de tener un valor absoluto para desearlas a ellas mismas que más bien estar enteramente libre de ellas tiene que ser el deseo universal de todo ser racional». Ei fin en sí mis­ mo, totalmente racional, y no las inclinaciones, es lo que nos eleva a

60. Si lo fuera, no necesitaría de una ley y tería má& bien sania.

la dignidad de personas; «la naturaleza racional existe como fin en sí misma». Por ello, la medida de lo humano ha de ser io racional y el imperativo moral que corresponde a nuestra relación con ello, ha de formularse de la siguiente manera (189): «obra de tal modo que uses la humanidad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro siempre a ía vez como un fin, nunca meramente como medio». Toda acción ha de tener como fin ultimo una condición objetiva, universal y, por eilo, puramente racional, que límite la libertad humana, y no algún interés particular, como podría ser la satisfacción de las incli­ naciones. En esto radica la autonomía para Kant: en no depender de interés alguno, propio o ajeno, sino en obrar por la ley que permita a la voluntad erigirse en legisladora universal. Así, Kant puede concebir como posible un reino de fines en el que distintos seres racionales, enlazados sistemáticamente por leyes comunes, prescindiendo de sus diferencias personales y del contenido de sus fines privados, legislen autónomamente, estando sujetos, a la vez, a dichas leyes. En el reino de los fines, todo tiene o un precio o una dignidad. El fin en sí, la racionalidad, asiento de la moralidad, se halla sobre todo precio y es por ello digna. En cambio (Kant, 1996: 199), lo «que se refiere a las universales inclinaciones y necesidades humanas tiene un precio de mercado; lo que, también sin presuponer necesidades, es conforme a cierto gusto, esto es, a una complacencia en el mero juego, sin fin alguno, de nuestras facultades anímicas tiene un precio afectivo». La dignidad de la naturaleza racional está en que se pone a sí misma un fin, no a realizar, no determinado por interés o impulso, sino uno prohibitivo, negativo, contra e5 cual no debe obrarse nunca y que limita cualquier fin condicionado por ella. Las manifestaciones estéticas, en cambio, valen en función de los afectos a ellas vincula­ dos. Sin embargo, hemos de preguntarnos, ¿están ellas determinadas por el fin de la moral? Kant nos dice que aquello que se conforma a cierto gusto, lo hace sin fin alguno; entonces, ¿qué relación tiene el gusto con el fin y la dignidad humana? Por otro lado (207-209), «el ser racional no puede contar con que [...] el reino de la naturaleza y la ordenación con respecto a fines del mismo concuerden con él, como

miembro adecuado para un reino de los fines posible por él mismo, esto es, favorezcan su expectitativa de felicidad», con lo que, igual­ mente, hemos de preguntarnos, ¿qué relación hay entre la dignidad, la naturaleza y la esperanza de felicidad, no solo como algo meramente posible, sino como la satisfacción de las propias inclinaciones? En el tercer capítulo de la primera parte de la Crítica de la Razón Práctica, acerca de los incentivos (triebfedern) de la razón pura prácti­ ca, se aborda el tema del influjo de la ley moral sobre ia subjetividad y de los sentimientos involucrados en ello. Al comenzar esta parte, se afirma que lo esencial en el valor moral, lo que le da su dignidad, es que la moral determine inmediatamente a la voluntad; si la acción no se produce por la ley misma, sino por un sentimientci (Kant, 2001: 70), «la acción tendrá legalidad, pero no tendrá moralidad»; es decir, en una acción en cuya base esté un sentimiento, no hay determinación objetiva y por ello no aspira, cómo tal, a la dignidad propia de la razón. Por otro lado, para que la ley moral sea seguida no solo según la letra, sino en cuanto al espíritu o a la intención, la ley moral no debe determinar solo objetivamente, sino que debe ejercer un influjo sobre la subjetividad; debe llegar a ser, pues, un incentivo, es decir, un fun­ damento determinante subjetivo de la voluntad. Sin embargo, para ser incentivo, la ley moral debe involucrar cierto sentimiento, sin que este esté en la base de la voluntad; debe, pues, en tanto fundamento de­ terminante objetivo, ejercer, a su vez, un efecto sobre la facultad hu­ mana de desear, de manera que afecte el alma en términos de placer y displacer. ¿Qué tipo de sentimiento será aquel que ejerza un infiujo sobre nuestra subjetividad, afectando nuestra facultad de desear, sin estar determinado, de entrada, por placer o dolor? En tanto que la buena voluntad está determinada por la ley con exclusión de los impulsos (Kant, 2001: 71), «el efecto de la ley moral como incentivo es solo negativo» y, dicho efecto, «por el perjuicio inferido a las inclinaciones», por la represión a la cual son sometidas por la ley moral, «es también un sentimiento», uno «que puede ser llamado dolor [,,.] el primero y quizá también el úitimo caso en el cual, con conceptos a priori, podemos determinar la relación de un

conocimiento (que en este caso es de una razón pura práctica) con e! sentimiento de placer o displacer». Tenemos aquí, pues, quizás, el Único caso en que a priori podemos determinar la relación de un sen­ timiento con un conocimiento; aquel en el que ley moral se opone al egoísmo de nuestras inclinaciones, humillando nuestro amor propio, nuestra presunción y nuestra vanidad, pero reafirmando nuestro va­ lor como seres racionales, como personas. Engendrando, entonces, otro tipo de amor propio: uno raciona!. ¿Cuál es, pues, el sentimiento involucrado en este conflictivo amor, que de entrada parece infligir dolor, pero, después, un tipo de satisfacción más allá de nuestras in­ clinaciones? La ley, en tanto que forma de !a causalidad intelectual y real que es la libertad, se convierte en objeto de respeto al oponerse a las ten­ dencias subjetivas contrarias; el respeto que inspira, pues, radica en que humilla al amor propio, a las inclinaciones egoístas; se trata de una especie de desprecio intelectual. Así, el respeto a la ley moral en tanto (Kant, 2 0 0 Í: 72) «sentimiento producido por un fundamento intelectual 1...] es el único que conocemos totalmente a priori y pode­ mos percatamos de su necesidad»; el único que, independientemente de cualquier inclinación, puede ser conocido, en función de la opo­ sición y humillación de la razón contra lo sensible y las inclinaciones naturales. El efecto sobre el sentimiento es, pues, negativo, y por ello no es producido patológicamente, sino prácticamente. El sentimiento de respeto a ley, así (74), «no es un incentivo de la moralidad sino que es la moralidad misma [...] da autoridad a ley, la cual solamente tiene influjo ahora» y hace posible que la sensibilidad no sea más un obstáculo para las pretensiones de la razón. ¿Será, entonces, que en el respeto se reconcilian lo sensible y lo racional, nuestras inclinaciones y las exigencias de la moral; en la afirmación de la humillación de aquellas y el dominio de esta? No. Aún no podemos hablar de recon­ ciliación porque aún no hemos hablado de esperanza ni de felicidad; de la posibilidad de satisfacer, de alguna manera, las inclinaciones humilladas. «El respeto siempre se refiere solo a las personas y nunca a las cosas»; es decir, se refiere solo a lo racional puro y a sus objetos

causados por la libertad, no a nada natural, pues esto tan solo puede causar amor, miedo, admiración o asombro. ¿No habrá, sin embargo, algo en dicha admiración, miedo, admiración o asombro, análogo al respeto y su negatividad, que posibilite la redención de la naturaleza humillada, tal como el respeto ie dio autoridad a la ley moral? Conti­ nuemos profundizando sobre el sentimiento de respeto y su relación con el placer y el dolor. El respeto, aunque de entrada se imponga de manera dolorosa, no es solo displacer, pero tampoco llega a ser placer. La descripción que hace Kant (2011: 75) de su influjo parece acercarse más bien a un tipo de fascinación beatífica: «no puede uno saciarse de mirar la majestad de esa ley y el alma cree elevarse a la misma altura-en que ve elevada sobre de sí y de su frágil naturaleza a Sa santa ley». La humillación por parte de la razón a las inclinaciones y lo sensible, que en un primer momento genera un displacer, en un segundo momento produce una elevación de la estimación moral, es decir, una estimación práctica; con ello, el incentivo, en cuanto es representado mediante la razón, se con­ vierte en interés, concepto sobre el cual se funda también el de máxima. Sin embargo, los conceptos de incentivo, interés y máxima (77): suponen una lim itación de la naturaleza de un ser, en el que la naturaleza subjetiva de su albedrío no coincide por sí m isma con la objetiva de una razón práctica; suponen también una exigencia de ser estimulado de alguna manera a la actividad puesto que un obstáculo interno se opone a ella.

Suponen, en suma, un conflicto interno, en el cual todos ellos juegan un rol en relación a la vida práctica de los individuos, sin que puedan, como tal, resolverlo o reconciliar las fuerzas en oposición. Por ello, el respeto a la ley moral -la cual en un ser no santo no es sus­ ceptible de amor, sino de obediencia- está siempre (Kant, 2001: 79) «ligado al miedo o al menos a la aprehensión de transgredirla» y, por ello mismo, a la tentación de hacerlo. Sería, pues, absurdo ordenar como un deber, hacer algo con gusto. Empero, lograr la armonía entre gusto y deber, respeto y amor, para evitar caer en un fanatismo estoico o en la inmoralidad, debería pre­ sentársenos siempre como posible (Kant, 2001: 81):

conno todos los preceptos morales del Evangelio, la disposición moral en toda su perfección como un ideal de santidad inalcanzab le por criatura alguna, y que, sin embargo, constituye el prototipo hacia el cual debemos procurar acer­ cam os y asemejarnos en un progreso sin interrupción pero infinito.

¿Como racionalmente posible, en tanto ideal que conjuga, como bien supremo, dignidad y felicidad, pero irrealizable? La virtud está en cumplir el deber y el estado en que puede encontrarse es en la ¡ucha, no en la santidad o en la posesión de una presunta pureza perfecta de las intenciones. Hacer de la dignidad una cuestión de gusto, por otro lado (Kant, 2001: 82), sería caer en «fanatismo moral e incremento de la presunción», como cuando: se exhorta a los hombres a acciones que se presentan com o nobles, sublimes y m agnánimas, pues así se les arroja en la ilusión de que no es el deber, es decir, el respeto a la ley, cuyo yugo [ ...] a disgusto, deben soportar, el que constituye el fundamento determinante de sus acciones, y el que los hum illa siempre cuan­ do lo cum plen (lo obedecen).

Por otro lado (Kant, 2001: 84-85), la moralidad «eleva al hombre por encima de sí mismo (como parte del mundo sensible), lo que lo enlaza con un orden de cosas que solo el entendimiento puede pen­ sar, al cual está sometido todo ei mundo sensible» y nos da cierta «paz interior [...] meramente negativa respecto de todo lo que puede hacer que la vida sea placentera [...] el efecto d,e un respeto hacia algo totalmente distinto a la vida», en la cual se vive únicamente por deber y «no porque tenga el más mínimo gusto por la vida». La ley moral, pues, nos eleva y, a !a vez, nos aleja de lo que tenga que ver con nuestro gusto, nuestras inclinaciones y la vida, a ¡as cuales más bien ha de humillar, generando con ello respeto y paz interior. ¿No ha­ brá, sin embargo, un tipo de elevación, análoga a la de la moralidad, en la que entren en juego nuestras inclinaciones en una relación que no sea de dominio y humillación, es decir, en la que sea considerado nuestro gusto sin ser determinado racionalmente, y que en función de ello, sea capaz de ofrecer una esperanza de reconciliación entre nues­ tra naturaleza y nuestra dignidad racional? Dicha posibilidad, como Adorno identificó, quizá se encuentra en el sentimiento de lo sublime,

por lo cual, a continuación, profundizaremos en ello, dando un re­ paso a la historia de dicho concepto, tanto en las obras de autores fundamentales al respecto -Longino y Burke-, como en la obra del mismo Kant hasta su culminación en la analítica de lo sublime de la Crítica del ju d o .

4.2. Sobre lo sublime: Longino y Burke 4.2.1. Longino El tratado Sobre !o sublime, atribuido a Longinb, es considerado una referencia fundamental en el estudio acerca dé la expresión su­ blime en las artes. La fecha de realización y la autoría son inciertas, y fue más bien estudiado y difundido hasta ya entrados en el siglo xvi. Aun y cuando los intentos por precisar la fecha de composición del tratado han sido infructuosos, se ha propuesto ubicarlo entre los siglos i y ni d. C. De igual manera, el nombre del autor ha sido pro­ blemático, habiéndose propuesto nombres variados como Pompeyo Gemino, Elio Teón, Dionisio de Halicarnaso, Casio Longino y hasta el de Plutarco. La mayoría de los más recientes trabajos sobre el pro­ blema, basados tanto en referencias externas como internas al texto, coinciden en que se trata de un autor griego desconocido que emigró a Roma, durante el siglo i d. C., alrededor del mandato de Augusto. A pesar de ser un texto incompleto, del cual solo se conservan dos terceras partes, aún puede estudiarse una parte significativa de sus argumentos, los cuales resultaron de especial interés sobre todo para los pensadores modernos, desde el siglo xvni a ia fecha. Escrito en una lengua de características semejantes al griego koiné, con reminiscen­ cias clasicas, rico en referencias platónicas y helenísticas -por !o que se le suele clasificar de estoico platonizante-, el texto refleja un estilo sumamente personal y original, lo cual soporta el argumento de Lon­ gino de que el estilo ha de representar al individuo y sus cualidades. En este sentido, un estilo sublime es la expresión de una personalidad

que tiende a la grandeza, siendo lo emocional, la imaginación y las dotes propias del escritor, las fuentes de las cuales ha de brotar la su­ blimidad del discurso. Aunado a esto, el tratado presenta un método que conjuga lo psicológico y io histórico en su análisis de discursos, lo cual hace de Longino un autor particularmente cercano a la crítica literaria moderna y a sus intereses. El texto se divide en una introducción (los seis primeros capítu­ los) y una parte principal en la que propiamente se desarrollan los argumentos del autor. En la introducción, se realiza una descripción de lo sublime en la que se destaca la manera en que se ha de tratar la cuestión, a saber, desde la perspectiva del efecto de la obra sobre el oyente. A su vez, ei autor se cuestiona si existe un arte de lo sublime y su opuesto, señalando, para realizar obras de ese tipo, la necesidad de conjugar el método de composición con una naturaleza excelsa. En este sentido, se puede decir que el tratado, partiendo de la impor­ tancia del efecto sobre el espectador, realza la importancia de una correcta composición, la cual solo es posible si el autor es capaz de comprender la intrínseca relación entre el contenido del discurso y la moderación de sus propios deseos y pasiones. Por otro lado, en la parte principal del texto (capítulos VI al XL), se procede a definir los aspectos que caracterizan ló sublime, para dar paso al desarrollo de una crítica literaria en la que ei autor estudia, en referencias particulares, lo que a su juicio son las cinco fuentes principales de las que se deriva el estilo sublime: el talento, la pasión, el conveniente uso de las figuras, la justa elección de las palabras y la dignidad y emoción impresos en la composición. Longino comienza su tratado con una dedicatoria a su amigo PostumioTerenciano61 y con una referencia a un tratado sobre lo sublime, atribuido a Cecilio,62 al cual critica por ser, en su opinión, demasiado pobre y falto de utilidad para los lectores. A su parecer, a un tratado de esta naturaleza se le han de exigir dos cosas (Longino, 1996: 148):

61. Joven romano versado en las artes literarias. 62. Probablemente se trate de Cecilio de Caleacte, profesor de retórica en Roma en época de Augusto y autor de varias obras sobre eí tema.

«en primer lugar que muestre cuál es su objeto de estudio, y en se­ gundo lugar por el orden, pero por su valor lo más importante, que enseñe cómo y a través de qué métodos podríamos hacerlo nuestro». Así pues, un tratado que verse sobre lo sublime, no solo ha de carac­ terizar el término y ejemplificarlo, sino además, como meta de gran importancia, mostrar de qué modo «podríamos llevar nuestra propia naturaleza a un cierto progreso del sentido por la grandeza». Podemos apreciar en esta cita aquello que para nuestro autor es necesario con­ siderar en la expresión artística. La importancia no radica exclusiva­ mente en la obra, sino en la relación del discurso con nuestra propia naturaleza; en las posibilidades que el objeto puede abririe. En este sentido, lo sublime ha de estar relacionado con la grandeza a la que podemos aspirar, con lo cual, en tanto que dependiente del estilo de expresión, podríamos definirlo como «una elevación y una excelencia en el lenguaje» a través de la cual podemos alcanzar los más altos honores y la inmortalidad. Ahora bien, lo fundamental en el estilo de expresión sublime no ha de ser ia persuasión, como se suele suponer de la retórica en gene­ ral, sino el éxtasis. Lo fundamental, pues, en lo sublime, no serán los argumentos ni los efectos sobre el entendimiento, sino lo maravilloso y el asombro, lo cual (Longino, 1996: 149) es «siempre superior a la persuasión y a lo que solo es agradable». La mencionada elevación de la naturaleza a través del lenguaje, por tanto, ha de estar vinculada a efectos específicos, los cuales han de determinar en cierta dirección nuestros deseos y pasiones. ¿Por qué esto resulta superior? Porque mientras la persuasión «depende la mayoría de las veces de nosotros», lo sublime proporciona «un poder y una fuerza invencible al discurso [que] dominan por entero al oyente». La elevación de la naturaleza para este helenista, por tanto, no es un asunto primordialmente racio­ nal, sino afectivo. El más grande de los poderes que se pueden mani­ festar en el discurso no ha de captarse a través del entendimiento, sino que ha de desbordarnos. Y ha de hacerlo no en virtud de un momento aislado del discurso, sino por la experiencia en la invención y la ha­ bilidad en el orden y en la disposición del material, las cuales solo es

posible captar en el tejido tota! dei discurso. En lo sublime, pues, So propio de la forma del discurso, aquello a través de lo cual ha de ser valorado, debe ser la manifestación de su poder, de un efecto devasta­ dor que «pulveriza como el rayo todas las cosas y muestra en un abrir y cerrar de ojos y en su totalidad los poderes del orador». ¿Existe, entonces, un arte sublime o de su opuesto?, se pregunta Longino. No, si se pretende reducir el arte a reglas técnicas, ya que lo propio de lo sublime es la grandeza y esta es innata y no se adquiere con la enseñanza, con lo cual, afirma (Longino, 1996: 149), «el único arte para liegar a ella es ser así por naturaleza». La naturaleza, por tanto, en la expresión sublime, se impone a la técnica, lo cual no sig­ nifica que se trate de un asunto arbitrario o de mera genialidad, pues la naturaleza «no es algo fortuito y no le gusta en absoluto actuar sin método; ella misma es en verdad el principio originario y arquetípico que subyace a toda creación». La expresión de la naturaleza, aunque no esté sujeta a reglas, requiere de orden y disciplina para lograr ma­ nifestarse de manera poderosa. Fijarse límites para tomar sabias deci­ siones, con lo cual, las particularidades de la literatura que depende de la naturaleza (150) «no las podemos aprender por otro medio si no es por el arte». Al privilegiar la naturaleza a la técnica, la concepción más elevada del arte para Longino, la sublime, prescinde de reglas fijas y propone un tipo de conocimiento y práctica en la composición que, de manera disciplinada y limitada, sabe cuándo y cómo expre­ sarse. La referencia última, por tanto, no es ni técnica ni formal; es el efecto sobre nuestra naturaleza, en función del saber que hemos de desarrollar para lograrlo. Un arte que intenta expresar la grandeza a través de ia pura téc­ nica, desligada de la naturaleza, cae en varios vicios que Longino de­ nuncia. Hay escritores que (Longino, 1996: 152), sin estar «poseídos en realidad de un furor báquico [...] juegan como niños»; en lugar de expresar grandeza, hinchan sus discursos y se muestran, más bien, pueriles. Buscando lo sublime, caen en lo opuesto, un estilo superfi­ cial, académico, de cuidados irrelevantes y excesivos que desembocan en la frialdad. Quieren lograr ei asombro propio de la grandeza a través

de artificios que (153) «encallan en un estilo chillón y afectado». Al perder su base natural, el arte se vuelve falso, inoportuno y vacío. Ade­ más, muchos escritores, nos dice Longino, se dejan llevar por un éxta­ sis que nada tiene que ver con el asunto tratado, por lo que el auditorio se muestra indiferente a ellos y su discurso se vuelve patético. Las diferencias entre el arte sublime y sus opuestos, entre la no­ bleza del discurso y las faltas que lo rebajan, suelen ser provocadas por circunstancias, como la constante búsqueda de la novedad, que distraen nuestra atención de lo verdaderamente grande en nuestra na­ turaleza. ¿Cómo evitar, entonces, las fallas y lograr un estilo noble? La dificultad para responder a esta cuestión radica en que un buen juicio literario es el resultado de una larga experiencia y no de un conjunto de reglas y métodos. Uno conoce de lo grande en ia vivencia, pues ante ello, sus pensamientos son transportados a lo alto, y las palabras a través de las cuales se elevó nunca se convierten en algo insignifi­ cante. La grandeza del arte sublime, por tanto (Longino, 1996: 157), es «aquello que proporciona material para nuevas reflexiones y hace difícil, más aún imposible, toda oposición y su recuerdo es duradero e indeleble». A lo verdaderamente grande en nuestra naturaleza, pues, nada se le opone, no puede ser despreciado y, por ello, permanece siempre. Además, a pesar de que la grandeza es más que lo meramen­ te agradable, agrada siempre a todos, pues, en tanto dependiente de la naturaleza, no puede repugnar, lo cual sería ir en contra de ella. Ahora bien, que lo sublime siempre agrade no significa que sea sencillo ni de lograr ni de comprender, pues, como se ha mencionado, hay factores de experiencia involucrados y no toda naturaleza se ha elevado lo suficiente. Por ello, ante la exigencia que Longino impone a su tratado de ofrecernos un camino para la realización de lo subli­ me, se ve en la necesidad de explorar en las cinco fuentes a partir de las cuales se produce, a su juicio, la grandeza de estilo. La base común de las fuentes de lo sublime (Longino: 1996: 158) «es el poder de expresión»; sin este, ellas no serían nada. Sobre tal fundamento, se levanta la primera y más importante de todas, «el ta­ lento para concebir grandes pensamientos», y la segunda, «la pasión

vehemente y entusiasta». Estas dos primeras fuentes son disposiciones innatas. Las otras son, propiamente hablando, producto del arte: la formación de figuras (de pensamiento y de dicción), ia noble expre­ sión que depende de la elección de palabras y de la dicción metafó­ rica y artística, y la composición digna y elevada, que encierra a las cuatro causas anteriores. De entre todas, Longino destaca la pasión, pues suele ser olvidada por otros críticos que hablan de lo sublime,® y hacerlo, nos puede llevar a imprecisiones, pues podríamos suponer que en lo sublime se puede manifestar cualquier pasión. Pero no toda pasión es sublime; hay, de hecho, algunas que son patéticas y caen en lo insignificante (159), como «los lamentos, las tristezas y temores; y, a su vez, hay muchas veces la sublimidad sin pasión». La pasión en la expresión sublime, por tanto, cuando esta la implica, debe ser una pasión noble que se manifiesta en ei momento oportuno; «que respira entusiasmo como consecuencia de una locura y una inspiración espe­ ciales y que convierte a las palabras en algo divino». Por lo anterior, la pasión debe depender de la primera y más importante de las fuentes; el talento, la natural tendencia a la grandeza de espíritu. Así, aun y cuando el talento sea algo recibido más que desarrollado, Longino recomienda (160), en la medida de lo posible, «elevar nuestras almas hacia todo lo que sea grandioso, y preñarlas, por así decirlo, constan­ temente de nobles arrebatos». El arte noble, entonces, descansa en la naturaleza, en las disposiciones del orador, en sus pasiones y en las tendencias de su espíritu. Y por ello, Longino afirma categóricamente que «no es posible que aquellos que han tenido toda su vida hábitos y pensamientos bajos y propios de esclavos realicen algo digno de admiración y de la estima de la posteridad». Lo que está en juego en el arte es la misma dignidad del artista. No hay grandes obras de arte hechas por espíritus mezquinos. La obra es un reflejo de la naturaleza de quien la compone; de sus pasiones y de su espíritu. La mayor parte del tratado se ocupa del análisis de escritos que pre­ tenden expresar grandeza. La intención de Longino es mostrar cómo

63. Aquí, Longino (1996: 158) refiere al tratado de Cecilio, ya mencionado.

lo logran o no, en función de la pureza y el poder que manifiestan, de la pasión que imprimen y de ia dirección en que es encausada, de los matices y las decisiones del escritor en el uso o abstención de ciertas figuras y palabras. De las variables relaciones, nunca sujetas a reglas, sino dependientes del talento y experiencia del artista, entre forma e intensidad, en el marco, siempre presente, de la grandeza de la natu­ raleza. Grandeza que se puede presentar de las más diversas maneras. Que no depende de límites, fórmulas o técnicas preestablecidas, por io que Longino ha de recurrir a una variedad considerable de ejem­ plos para ilustrar su punto, siempre destacando que lo propio de lo sublime es la elevación y no la acumulación propia de la abundancia, y que es en función de aquella que los elementos de la obra deben componerla, al grado de que los artificios de la retórica, las figuras y palabras usadas (Longino, 1996:182) «desaparecen completamente al ser rodeados por todas partes por lo grandioso». La grandeza, de ori­ gen natural, ensombrece cualquier arte y cualquier técnica, pues ante su brillo, todo lo demás resulta insignificante. Así, por ejemplo, un discurso es más arrebatador cuando pareciera que el éxtasis y ias pa­ siones del orador son espontáneos y surgen despreocupadamente del mismo tema y su desarrollo. Y, en esos casos, la obra da la impresión de ser perfecta, en la profunda conmoción que provoca, porque (1 86) «el arte es perfecto cuando parece que es una obra de la naturaleza»; porque, en la expresión de ia grandeza, cualquier detalle y posible falla pasan desapercibidos. A partir de sus análisis,y reflexiones, surge, para Longino, la cues­ tión de cómo hemos entonces de evaluar la dignidad del arte (Longi­ no, 1996: 198): «¿es preferible la grandeza en la poesía y en la prosa, aunque sea defectuosa en algunos momentos, a la mediocridad en la perfección, completamente sana y sin faltas?». Para Longino, la gran­ deza de lo sublime no encuentra una necesaria correspondencia con la perfección técnica, la cual, de hecho (199), «corre el peligro de la vulgaridad». Y más aún, «en los grandes talentos, como en las grandes fortunas, debe haber también algún descuido», porque son los gran­ des genios los que corren riesgos y siempre «están sujetos ai peligro»,

mientras que los espíritus mediocres, al arriesgarse poco, cometen po­ cas faltas. La grandeza, por tanto, no aspira a una perfección sin fallas. Se trata, como hemos mencionado, de una elevación de la naturaleza que no se somete a ley. Un tipo de perfección, en todo caso, que no se puede determinar y que no puede ser medida por la ausencia de errores, sino por la sabia composición de figuras, palabras y pasiones de intensidad variable. Para Longino, el hombre tiende por naturaleza a la grandeza. Su arte, por tanto (Longino, 1996: 202), en función de «un amor inven­ cible por io que es siempre grande y, en relación con nosotros, sobre­ natural», debe buscar las formas de expresión más sublimes; aquellas que (203) «abandonan las fronteras del mundo que los rodea». Lo humano siempre busca ir más allá de lo humano y, en lo sublime, se eleva y se acerca a «la grandeza espiritual de ia divinidad». Quizá lo «inmaculado sea irreprochable, pero la grandeza se gana también nuestra admiración», y esto último suele hacer insignificante cual­ quier falla. En realidad, para Longino, la obra perfecta sería aquella que pudiera conjugar la ausencia de faltas del arte con la excelsitud de la naturaleza. Propone, a mi parecer, una dialéctica entre forma y contenido que no puede ser sometida a reglas fijas, sino que, en todo caso, debe ser comprendida en la vivencia de sus procesos, que se oponen a la indiferencia y más bien reconocen la, importancia de uti­ lizar las herramientas de las distintas artes para encausar la pasión a lo más noble y elevado de nuestra naturaleza, así como la preeminencia del talento y la experiencia del artista.

4.2.2. Edmund Burke La Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de ¡o sublime y de lo bello de Edmund Burke, se considera uno de los antecedentes más importantes de la estética kantiana. Escrito en 1 757, algunos la clasifican como una obra marginal dentro del conjunto de preocupaciones más bien políticas del autor. Sin embargo, se trata de

un texto fundamental en la historia de la estética, en lo referente a la conceptuación de lo bello y lo sublime. Entre las influencias más importantes del texto, encontramos eS Tratado de las pasiones de Descartes y el Ensayo sobre el entendi­ miento humano de Locke. El primero, en lo referente a la concepción del cuerpo humano como una especie de máquina en el que ¡as percepciones de objetos generan diversas impresiones, las cuales pueden ser dilucidadas a través del análisis de los mecanismos que les dieran origen. El segundo, en relación aS método empírico de investigación que busca los principios materiales, a partir de su procedencia en los sentidos, de las actividades usualmente atribuidas al alma o al espíritu. Con base en estos fundamentos teóricos, el texto busca reivindicar el lugar de las sensaciones y los sentimientos como base en la formación de nuestros conocimientos y nuestra moral.

Sobre el gusto El texto comienza con una pequeña introducción sobre el gusto. En ella se plantea la posibilidad de que exista una norma común a todos los humanos en lo concerniente a la razón y el gusto, porque, de no haberla (Burke, 1997: 7) «sería imposible aprehender su razón o sus pasiones lo suficiente para mantener la ordinaria corresponden­ cia de la vida». Sin embargo, no existe una conformidad obvia en las discusiones al respecto. Así pues, el objeto de estudio de la Indagación será e! gusto, entendido cómo (8) «aquella facultad o aquellas faculta­ des de la mente, que se ven influenciadas por, o que forman un juicio acerca de, las obras de la imaginación y las artes elegantes», con el fin de encontrar los principios de afectación, de haberlos, comunes a todos los hombres. Se parte, entonces, de que ias potencias naturales del hombre, a través de las cuales se relaciona con los objetos externos, son los senti­ dos, la imaginación y el juicio. Sobre los sentidos, Burke da por hecho que ia manera en que perciben objetos en todos los hombres, difiere

poco, así como ios placeres y pesares que provocan, pues (Burke, 1997: 9), si «negamos esto, hemos de imaginar que ia misma causa, actuando del mismo modo y sobre sujetos de la misma ciase, produ­ cirá efectos diferentes, io cual es muy absurdo». Si hubiera alguna dis­ crepancia considerable en lo percibido por los sentidos, tendríamos que suponer alguna falla o vicio. En consecuencia, se puede discutir con suficiente claridad sobre las cosas que son placenteras o desagra­ dables para los sentidos, además de reconocer lo que en elios es na­ tural y adquirido. Así (11), en «todos los hombres hay una memoria suficiente acerca de las causas naturales del placer, que los capacita para conducir todas las cosas que se les ofrecen a los sentidos». Una base común a todos que posibilita una investigación sobre los princi­ pios del gusto. La imaginación, por su parte, es el poder creativo que representa a su antojo imágenes, sin que por ello pueda producir lo absolutamente nuevo, sino que (Burke, 1997: 12) «solo puede variar la disposición de aquellas ideas que ha recibido de los sentidos». A su vez, la ima­ ginación es «la provincia más extensa del placer y ei dolor», pero, puesto que sus representaciones tienen origen en los sentidos, debe compartir los mismos principios de lo que a ellos les complace o les disgusta. Se presupone, pues, una concordancia entre la imaginación y los sentidos, en la que la primera es la representación en imágenes de las realidades percibidas por los sentidos, y en la que ambas facul­ tades encuentran complacencia en los mismos orígenes. Para Burke, el placer y el dolor propios de la imaginación se deri­ van de dos causas, que actúan de manera uniforme en todos los hom­ bres (Burke, 1997:12): ya sea porque «se desprenden de las propieda­ des del objeto natural» o por el «parecido que la imitación tiene con ei original». En relación a esto último, la imitación como causa de placer tiene su base en la capacidad de la mente de buscar semejanzas, la cual se opone a la actividad propia del juicio de buscar diferencias. Ahora bien, el placer se produce en las semejanzas porque: La mente del hombre da muestras de alacridad y satisfacción mucho mayores trazando sem ejanzas que buscando diferencias; al establecer sem ejanzas, pro-

ducim os nuevas imágenes, unim os, cream os y am pliamos nuestros sentidos. Pero a! establecer distinciones, no ofrecemos alimentos a la im aginación; la tarea es en sí misma más severa y fastidiosa, y el placer que extraigamos de ello, cualquiera que sea, es algo de naturaleza negativa indirecta.

Entre más esfuerzo, por tanto, menos placer. La imaginación, al combinar representaciones, crear imágenes en el proceso y establecer semejanzas, produce un placer natural positivo, común a casi todos ios hombres en la medida de su conocimiento de las cosas represen­ tadas; mientras que el placer que pueda brindar la facultad de juicio no podrá ser directo y se ha de considerar, más bien, negativo. Con esto, se puede decir que los principios del gusto son naturales y por tanto comunes a todos los hombres, mientras que (Burke, 1997: 14) «el gusto crítico no depende de un principio superior en los hombres, sino de un conocimiento superior». Así pues, en la medida en que el gusto pertenece a la imaginación (15): no hay ninguna diferencia en la manera en que les afecta [a los hombres], ni en las causas de la afección; pero sí hay una diferencia de grado que procede principalm ente de dos causas; sea de un grado mayor de sensibilidad natural, o de una atención más cercana y larga con respecto al objeto.

El principio de afectación del gusto, por tanto, es natural y uni­ versal, y su base pertenece a los sentidos y a la imaginación, mientras que las posibles discrepancias no son más que diferencias de grado en el contacto con el objeto. Ahora bien, cuando entramos en el te­ rreno de las diferencias, nos introducimos en (Burke, 1997: 16) «la provincia del juicio», lo cual va más allá de las cualidades sensibles de las cosas y de las representaciones de pasiones comunes a todos como el «amor, dolor, miedo, cólera y alegría», y tiene que ver más bien con «costumbres, caracteres, acciones e intenciones de los hom­ bres, sus relaciones, sus virtudes y sus vicios», por lo que, «lo que llamamos gusto [...] depende en gran parte de nuestra habilidad en las costumbres y en las observancias de tiempo y lugar, y de decencia en general». Así, en conjunto, tomando en cuenta las tres facultades mencionadas, el gusto:

no es una idea sim ple, sino en parte hecha de una percepción de los placeres prim arios de los sentidos, de los placeres secundarios de la im aginación, y de las conclusiones de la facultad de razonar, acerca de las diversas relaciones de estas, acerca de las pasiones hum anas, costumbres y acciones.

El hecho de que el gusto es una idea compleja, posibilita el con­ flicto entre las diversas facultades que en él tienen lugar. Por ello, en ocasiones, el juicio se opone a la imaginación, sujetándonos (Burke, 1997: 18) «al desagradable yugo de la razón». Pero con ello, también, surge la posibilidad de otro tipo de placer: los placeres indirectos que no resultan «inmediatamente dei objeto que está bajo contemplación» y que, en tanto involucran a la razón, permiten mejorar nuestros jui­ cios, ampliar nuestro conocimiento y ejercitar nuestra atención y re­ laciones con el objeto.

Sobre el placer, el dolor y el deleite Bajo los mencionados principios del gusto, Burke comienza a ela­ borar su indagación sobre lo bello y lo sublime. La primera parte, ini­ cia con un breve apunte sobre la necesidad de que haya cierto grado de novedad, en lo que integra todo instrumento que opera sobre la mente», a pesar de que la curiosidad, nuestro deseo de novedad, sea el más superficial de los afectos por cambiar constantemente de obje­ to y por satisfacer de manera fácil e inmediata. Posteriormente, comienza a indagar sobre la naturaleza del pla­ cer y del dolor. Ambos, son ¡deas simples con origen en los sentidos, las cuales, en cuanto tales, no pueden definirse. Burke (1997: 24) se inclina a creer que, en su forma más simple y natural de afectación, ambos son «de naturaleza positiva, y en modo alguno dependientes el uno del otro para su existencia»; es decir, para Burke, uno no se puede entender por contraste con respecto al otro, sino que se perciben (25) «por separado sin ningún tipo de idea de su relación con otra cosa». La disminución de dolor no equivale, por tanto, aun verdadero placer. Sin embargo, sí es razonable distinguir entre el placer que simplemente

es tal y el que solo puede existir en una relación, en específico una relación con el dolor. Para referir a este placer relativo, no positivo, Burke utiliza el término deleite, con el fin de expresar «la sensación que acompaña la remoción de dolor o peligro». Ante el cese de placer, la mente suele ser afectada de tres mane­ ras distintas: por indiferencia, decepción y pesar. La primera se da cuando el placer cesa después de haber durado un tiempo apropiado. La segunda, cuando el cese es brusco. La tercera es una pasión que acontece cuando el objeto se pierde, ya no hay posibilidad de gozar otra vez con él, y su representación es evocada constantemente. Aun y cuando es violenta, esta última pasión no se identifica ni con el dolor ni con el placer. De hecho, el placer y el dolor, pof su inmediatez e intensidad, no pueden ser soportados durante mucho tiempo, mientras que la persona que tiene un pesar (Burke: 1997: 27-28) «aguanta que ia pasión se apodere de el la; .se abandona a ella, la ama». Se trata de una especie de melancolía en la que «es natural mantener su objeto continuamente a la vista, presentarlo bajo ios aspectos más placen­ teros, repetir todas las circunstancias que le acompañan». De hecho, en el pesar, hay una especie de elevación del placer; un deleite en la modificación del dolor, que refleja el material del cual fue originado en los sentidos, «de naturaleza sólida, fuerte y dura». Ahora bien, para Burke, las ideas que causan las más fuertes im­ presiones en la mente, ya sean placenteras o dolorosas, se pueden reducir a la autoconservación y la sociedad. Las de autoconservación las relaciona con el dolor y el peligro, y en su opinión, son las más po­ derosas de todas. Las de sociedad, con las relaciones entre los sexos y con la sociedad en general, las cuales tienen su origen en la gratifica­ ción y el placer, y se relacionan con el amor, jas actividades con otros seres humanos, y sus opuestos, las pérdidas de los objetos amados y la soledad -que, al radicalizarse, pueden llegar a ser el mayor dolor que puede concebirse. De las mencionadas pasiones, todo lo que es terri­ ble por atentar contra la salud y la vida (Burke, 1997: 29), «que actúa de manera análoga al terror, es una fuente de lo sublime». Ahora bien, cuando el dolor y el peligro son demasiado cercanos, no ocasionan

ningún deleite; simplemente son terribles. Pero, «a ciertas distancias y con ligeras modificaciones, pueden ser y son deliciosos». He aquí lo propio del deleite en lo sublime. Este surge en la distancia con res­ pecto a lo que amenaza la vida y, como en el pesar, no se identifica con un placer inmediato y positivo, pues en realidad solo se puede medir por su relación, su distancia, respecto al dolor y el peligro. La belleza, por su parte, tiene que ver más con las pasiones que nos unen en sociedad, por lo que Burke (32).la considera «una cualidad social». Con respecto a las pasiones sociales, las tres principales categorías de toda ia posible variedad son la simpatía, la imitación y la ambición. En ia simpatía, cuando nos emociona lo que a otros, sucede una es­ pecie de sustitución y nos ponemos en el lugar de otro hombre. En relación al dolor, puede formar parte de las pasiones que se refieren a la autoconservación y ser una de las fuentes de lo sublime. Al respec­ to, Burke apunta que esta identificación con el dolor de otro ha sido propuesta como una de las fuentes del placer en las tragedias,64 y que se ha asegurado que dicho placer es ocasionado en el reconocimiento de que lo presenciado no es más que una ficción de la cual, en reali­ dad, estamos a salvo. Sin embargo, para Burke (1997: 34-36), esta es una conclusión de la facultad de razonar sobre los objetos y más bien se «debería imaginar que !a influencia de la razón en ía producción de nuestras pasiones no es ni mucho menos tan decisiva como se cree co­ múnmente». E! reconocimiento del carácter ficticio de una represen­ tación trágica, pues, nada tiene que ver, en opinión de Burke, con la pasión que provoca. De hecho, Burke está «convencido de que expe­ rimentamos cierto placer, y no pequeño, en las verdaderas desgracias y pesares de los demás», y que nuestro deleite se eleva cuando el que padece es, efectivamente, «una persona excelente que se hunde bajo una fortuna inmerecida»; y más aún, cuanto menos ficticia nos parece la representación de una tragedia, mayor es su efecto en nosotros. Tal deleite no es condenado por nuestro autor, sino todo lo contra­ rio. Este placer mezclado con cierto malestar nos permite acercarnos

64. Como en el caso de la Poética de Aristóteles.

a las escenas miserables: «y el dolor que sentimos nos incita a conso­ larnos a nosotros mismos, consolando a aquellos que sufren; y todo esto antes de cualquier razonamiento, gracias a un instinto que nos impulsa hacia sus propios fines sin nuestra participación». De ahí lo sublime de esta afección: nos permite actuar moralmente ante situa­ ciones que, en primera instancia y sin la posibilidad de distanciamiento del deleite, más bien nos repugnarían, nos alejarían o paralizarían; posibilitando, en su lugar, que veamos «con lástima pesares, que in­ cluso aceptaríamos en lugar de los nuestros». Con respecto a la imitación y la ambición, Burke las vincula con > un tipo de placer que no requiere mediación racional. Con relación a la primera, menciona que es fundamental en los procesos de apren­ dizaje. Sobre la segunda, destaca el sentido de superación que le ca­ racteriza y lo relaciona con la elevación de la cual (Burke, 1997: 38) «Longino ha observado cerca de! sentido glorioso de la grandeza inte­ rior, que siempre invade al lector de pasajes sublimes de poetas y ora­ dores», lo cual la hace parte de la afección de lo sublime pues «esta hinchazón nunca se percibe tanto, ni opera con mas fuerza, como cuando estamos en relación con objetos terribles sin peligro, ya que la mente reclama para sí parte de la dignidad e importancia de las cosas que contempla». Como se ha mencionado, lo sublime es todo lo que excita el deleite que nos causan las ideas de dolor y peligro (39), «sin hallarnos realmente en tales circunstancias», y se distingue de la belleza, porque esta, más bien, se refiere a aquellas cualidades de las cosas que «provocan en nosotros un sentimiento de afecto y ternura, o cualquier otra pasión lo más parecida a estas». Burke (1997: 41) finaliza la primera parte de su indagación con una reflexión sobre cómo la dilucidación de los principios dei gusto ha de influir en la composición de las artes. En su opinión, «el arte nunca puede dar las reglas que hacen un arte»; los artistas, pues, no han de imitarse unos a otros, porque esto los limita a un círculo re­ ducido. Más bien, deberían seguir el modelo natural que ofrecen los principios presentes en cada hombre, pues, las afecciones de lo bello y lo sublime, como hemos visto, en opinión de Burke, así como las

relaciones sociales que de ello se derivan, tienen sus orígenes en los sentidos y en pasiones anteriores a todo juicio, que todos comparti­ mos, siempre en relación con el placer y el dolor.

Las pasiones sublimes En la segunda y tercera partes de su indagación, Burke se dedica a explorar las variadas pasiones relacionadas con lo sublime y lo bello, respectivamente. Acerca de lo sublime, comienza afirmando que su pasión caracte­ rística, en su grado más alto, es el asombro, en el sentido de un estado del alma en el que los movimientos son suspendidos con cierto grado de horror (Burke, 1997: 42), porque «la mente está tan llena de su objeto, que no puede reparar en ninguno más, ni en consecuencia razonar sobre el objeto que la absorbe». Los efectos inferiores de lo sublime son «admiración, reverencia y respeto». Las dos causas principales que Burke identifica de dicha pasión son el miedo ante la percepción del dolor y la muerte, en relación al peligro que amenaza la autoconservación, y la oscuridad, en tanto imposibilidad de determinación de lo que se presenta a la percepción. Sobre ei miedo, Burke destaca las asociaciones que solemos hacer entre lo terrorífico, lo admirable, lo reverenciable y lo respetable, pues todos están ligados a un mismo tipo de asombro. Sobre la oscuridad, nos muestra que esta parece ser una de las condiciones de toda cosa terrible, en el sentido de lo que es incierto y confuso. De hecho, la oscuridad parece intensificar nues­ tras pasiones, mientras que la claridad (Burke, 1997:45) «no contribuye mucho a afectar las pasiones, al igual que es un enemigo para cualquier entusiasmo». La ignorancia, pues, pareciera ser «la causa de toda nuestra admiración y la que excita nuestras pasiones», reforzando la tesis de que no es la racionalidad y el reconocimiento lo que provoca nuestras más elevadas afecciones, sino procesos más elementales e, incluso, opuestos. Ideas demasiado grandes o difíciles de abarcar por el entendimiento, como las de eternidad o infinidad, por ejemplo, generan confusión

y son más susceptibles de generar afecciones subiimes, mientras que una idea clara para ei entendimiento no es otra cosa que una pequeña idea. En este sentido, un arte que utiliza la oscuridad y la confusión como medios de expresión estará mucho más cerca de lograr una afectación sublime que aquel que muestra de manera demasiado clara sus ideas. Aparte de ia idea del peligro y cualquiera que produzca un efecto similar, Burke (1997: 48) señala que no hay «nada sublime que no sea alguna modificación del poder». Ei poder es sublime por su relación no solo con lo oscuro y amenazante, sino con las nociones de fuerza y violencia en tanto que no las podemos someter para usarlas a vo­ luntad y obtener de ellas algún placer. Cuando un gran poder se eleva sobre nosotros, sea este natural o el de alguna figura o institución social, es el sufrimiento y el dolor lo que se impone de manera terro­ rífica, mientras que, cuando dominamos su fuerza, lo despreciamos. Así, por ejemplo, la idea de divinidad, al ser considerada, desde un punto de vista intelectual (50), como «una idea compleja del poder, la sabiduría, la justicia y la bondad», afecta muy poco a la imaginación y las pasiones. Sin embargo, al tratar de representarla sensiblemente, su efecto es distinto, porque nos topamos ante nuestra incapacidad de acceder a este tipo de ideas a través de imágenes, enfrentándonos a nuestras limitaciones naturales. La gradación más elevada dei poder, por tanto, en función de cómo afecta nuestro gusto (52), es aquella en «donde nuestra imaginación finalmente se pierde; y vemos que el terror, a medida que aquei [poder] progresa, es un compañero insepa­ rable y que aumenta con este, hasta donde logramos seguirlos». En función de estos principios, lo sublime encuentra múltiples ma­ nifestaciones que Burke explora. Las privaciones en general que, al ser demasiado grandes, se vuelven terribles, como la vacuidad, la oscuri­ dad, la soledad, el silencio; la sensación de vastedad provocada por re­ giones de grandes dimensiones o las dimensiones demasiado pequeñas, como aquella que vinculamos a la infinita divisibilidad de la materia; las nociones de infinidad, sucesión y uniformidad en cuanto tratamos de representarlas a través de la imaginación; todo aquello que se encuentra en construcción o que no puede determinarse como acabado; las di­

ficultades que parecen imposibles de superar o esfuerzos demasiado grandes; lo magnífico que no puede ser subsumido bajo un orden; la luz, en tanto que ciega y no nos ayuda a identificar objetos; los sonidos y olores excesivos; el dolor corporal intenso que amenaza la autoconservación. Todo esto genera en nuestro gusto un deleite que, a partir de principios naturales y universales, con base en los sentidos y la imagina­ ción, como se ha visto, no se identifica ni con el dolor ni con el placer, sino que, en relación a estas afecciones inmediatas y positivas, como en una especie de conflicto, se manifiesta de manera indirecta y negativa.

Las pasiones bellas Burke (1997: 67) define la belleza como «aquella cualidad o aque­ llas cualidades de los cuerpos, por las que estos causan amor o alguna pasión parecida a él», limitándose a lo meramente sensible. Distingue, además, el amor del deseo o lascivia, siendo lo primero la satisfacción provocada por la contemplación de algo bello, lo segundo «una ener­ gía de la mente que precipita a la posesión de ciertos objetos». Bajo estos conceptos, Burke cuestiona la idea tradicional de que la belleza consiste en ciertas proporciones entre las partes que integran un objeto. La proporción, como toda idea de orden (Burke, 1997: 68), «se refiere casi por completo a la conveniencia» y, por ello, es una causa que se relaciona más con el entendimiento que con la imagina­ ción. En realidad, para nuestro autor, «la belleza no exige auxilio de nuestro razonamiento; nada tiene que ver tampoco ia voluntad». La idea de proporción, en cambio, exige conciencia de las relaciones de las partes con respecto al todo, o de los medios con los fines; cálculos, mediciones y especulaciones de tipo matemático o práctico, cuyos juicios se realizan de mejor manera cuando la mente se encuentra en un estado de neutralidad o indiferencia con respecto al objeto que la ocupa. «Pero seguramente, la belleza no es una idea que se pueda medir, ni tiene nada que ver con el cálculo y la geometría», por lo que también podemos encontrar belleza en cosas en las que no podemos

identificar cierta proporción. Es más, frecuentemente, (70) «el método y la exactitud, el alma de ¡a proporción, resultan más bien perjudicia­ les que beneficiosas para la causa de la belleza». Después de varias consideraciones sobre la noción de proporción en objetos de la na­ turaleza, como anímales, plantas y humanos, Burke desecha la idea de que existan proporciones o modelos naturales a los cuales cada individuo se adecúa con mayor o menor grado de perfección, por lo que más bien opina que (75), «si la proporción no opera mediante un poder natural con arreglo a ciertas medidas, tiene que ser con arreglo a la costumbre o a la idea de utilidad». Entonces, si la proporción tiene s que ver con el modo en que acostumbramos percibir, ya sea natural­ mente o por cuestión de uso y conveniencia, la belleza le resulta ajena porque (76), «en realidad, lo que nos afecta es extremadamente raro e inacostumbrado. Lo bello nos impresiona tanto por su novedad como por lo deforme». La proporción, pues, presenta una especie de me­ diocridad que no congenia con el efecto de la bell'eza. Sin embargo, ¿cómo podríamos distinguir a esta de lo que es igualmente extraordi­ nario, pero que más bien repugna por su fealdad? La proporción y la adecuación a cierto modelo producen un tipo de satisfacción que tiene que ver más con ia aprobación y ei asenti­ miento del entendimiento que con el amor. Se juzgan con respecto a un uso o un fin. Su medida es la razón, no la pasión o el apego. Por ello, la belleza y la virtud moral no son equivalentes ni necesariamen­ te compatibles, además de que la primera no genera los sentimientos de admiración y respeto que puede ocasionar, como se ha visto, algo sublime. Sin embargo (Burke, 1997: 83-84), la belleza «afecta dema­ siado como para no depender de algunas cualidades positivas» y, al no ser producto de la razón o la voluntad, se debe, en opinión de Burke, «concluir que la belleza es, en su mayor parte, alguna cualidad de los cuerpos que actúa mecánicamente sobre la mente humana me­ diante la intervención de los sentidos», con lo que, al cuestionarnos sobre sus causas, lo pertinente es indagar en la disposición de las cua­ lidades sensitivas en las cosas que nos provocan amor, Así, en una exploración del efecto de lo bello sobre nuestros sen­ tidos, parece ser, de hecho, que es opuesto al de lo sublime, ert el

sentido de que, mientras este es provocado por cosas grandes, terri­ bles, poderosas y amenazantes, el primero más bien proviene de cosas pequeñas, placenteras, familiares, que invitan a acercarse a ellas más que a mantener una prudente distancia, siendo la fealdad, en cam­ bio (Burke, 1997: 89), «suficientemente compatible con una idea de lo sublime», aunque como tal no se igualan, a menos que lo feo se halle unido «a cualidades como las que excitan un fuerte terror». Lo moderadamente pequeño, lo liso, Jo frágil y delicado -sin caer en la debilidad-, lo limpio y de tono suave, la claridad, lo apacible, todo ello, en cambio, genera un agradable sentimiento próximo (93) «a una especie de melancolía» que no puede ser clasificado bajo un concep­ to de utilidad o de finalidad específicos.

Las causas de lo sublime y lo bello En la cuarta parte del texto, Burke indaga sobre las afecciones de la mente que causan en el cuerpo los efectos propios de lo bello y lo sublime, presuponiendo una íntima y estrecha conexión entre la men­ te y el cuerpo (Burke, 1997: 98), al grado de que «uno es incapaz de dolor o de placer sin el otro». La primera relación entre mente y cuerpo que aborda es la del do­ lor y el miedo. Ambos, para nuestro autor (Burke, 1997: 97), «actúan sobre las mismas partes del cuerpo» y «consisten en una tensión de los nervios que no es natura!», en el sentido de que van acompañados de una fuerza anormai. La diferencia entre ambos es que «las cosas que causan dolor operan en la mente mediante intervención del cuerpo; mientras que las cosas que causan terror generalmente afectan a los órganos corporales mediante la actuación de 1a mente que sugiere peligro». En este sentido, el terror, una de las pasiones características de So sublime, puede considerarse causa de (99) «una tensión anormal y de ciertas emociones violentas de los nervios», por lo que, en conse­ cuencia, una pasión distinta, que no necesariamente implique peligro y que motive una tensión semejante, puede ser una causa de lo sublime.

Ahora bien, si lo propio de io sublime es la tensión, es decir, una especie de dolor, lo que se ha de indagar es «cómo se puede derivar ninguna especie de deleite de una causa aparentemente tan opuesta». Para responderá la cuestión, Burke hace referencia al ejercicio físi­ co y a la tensión que es necesario ejercer sobre el cuerpo para sacarlo de Sos perjudiciales estados lánguidos e inactivos (Burke, 1997: 100), la cual «se asemeja al dolor [...] en todo salvo en grados». De manera análoga, Burke piensa que las facultades del alma, para mantenerse en buen estado, necesitan ser sacudidas y trabajadas. Sin embargo, no basta la acción física para mover estas partes más finas; se «requiere una especie de terror». Así pues, si las tensiones propias del dolor y ei terror no conducen a una violencia dañina, peiigrosá o perturbadora, sino que, a pesar de su intensidad, no atenían contra la autoconservación de la persona, producirán en esta un deleite; no un placer, que más bien la mantendría en un estado de languidez que a la larga la perjudicaría (101), «sino una especie de horror delicioso, una especie de tranquilidad con un matiz de terror». Un asombro, en su grado más alto; «pavor, reverencia y respeto», en los inferiores. Cualquier modo de afectación sublime puede ser entendido, para Burke, bajo dicha lógica. Los objetos demasiado grandes, por ejem­ plo, causan tensión en la membrana ocular y en los nervios y múscu­ los relacionados, de manera que, entre más difícil es abarcarlos, como cuando intentamos hacerlo de una sola vez y de manera uniforme, en tanto que nuestros órganos no encuentran la oportunidad de relajarse, la persona experimenta una sensación que se aproxima al dolor. De manera análoga, la idea de infinito refiere a una sucesión uniforme de grandes partes que, en el esfuerzo de ser representadas como un todo, generan tensión. Así, toda sucesión de cualquier tipo de imagen (auditiva, visual, etc.), siempre y cuando sus reiteraciones sean simi­ lares o uniformes, pues las variaciones moderadas más bien permiten relajación, pueden producir, en el aumento de tensión, la emoción de lo sublime. La tensión que experimentamos en la oscuridad sería un ejemplo. Igualmente, variaciones repentinas, pronunciadas o muy violentas, también son capaces de causar dichas tensiones.

Por su parte, la belleza, en oposición a lo sublime, sería más bien (Burke, 1997: 112) «una tendencia natural a relajar las fibras», y la pa­ sión del amor sería, por tanto, «producida por esta relajación», tanto en la mente como en el cuerpo, por ios objetos bellos. Así, contra los ejemplos de lo sublime, lo bello más bien se relaciona con ia.lisura, la dulzura, la suavidad, los objetos que por su moderada pequeñez pue­ den ser fácilmente abarcados por la vista, las variaciones atenuadas que nos relajan placenteramente y sin aburrirnos, así como los colores suaves, claros y que tienden a la transparencia.

Las palabras y las pasiones La quinta y última parte de la obra está dedicada a indagar cómo las palabras pueden provocar efectos bellos y sublimes. Elias, en opi­ nión de Burke, afectan de manera distinta a lo que solo lo hace en virtud de disposiciones naturales o de las leyes de la razón. Lo común de los diversos usos de las palabras, ya sea en la poesía, la elocuencia o la conversación ordinaria (Burke, 1997: 121), es que «afectan la mente despertando en esta ideas de aquellas cosas para las que la costumbre les ha señalado significar». Para lograrlo, se hace uso de distintos tipos de palabras65 y de diversas composiciones entre ellas, que no necesariamente han de referir a una idea real, pero que, al ser aplicadas en situaciones particulares, sabemos lo que significan y producen ciertos efectos. Así, en referencia a una observación de Locke, las palabras relacionadas con el vicio y la virtud, por ejemplo, suelen ser enseñadas antes de los modos particulares de acción, de lo que podemos inferir que lo que de ellas importa, en realidad, es su aplicación y no aquello a lo que refieren. Nos afectan, pues, incluso sin el momento en el que aquello que dicen tiene lugar. Para Burke, las palabras producen tres efectos en la mente del que escucha: el sonido, la pintura o representación de la cosa significada

65. Las agregadas, que representan ¡deas simples unidas por la naturaleza; las simples y abstractas, que contienen una simple idea de las composiciones de la naturaleza; las compuestas y abstractas, que están formadas de la unión arbitraria de las anteriores y de las variadas relaciones entre ellas en grados.

por el sonido, y la afección del alma.66 No toda composición ha de cumplir necesariamente con los tres, siendo que, en ocasiones, debe­ mos separar la representación del sonido y del afecto. Por ello, un dis­ curso que, en conjunto, refiere a cosas irreales, puede afectamos fuerte­ mente. En este sentido, la retórica y la poesía no buscan describir algo (Burke, 1997:129), sino «afectarnos más bien mediante la simpatía que mediante la imitación; más bien mostrar el efecto de las cosas en la mente del que habla, o de los otros, que dar una idea clara de estas mis­ mas cosas». Las palabras, pues, nos afectan mediante representación en tanto que no necesitan la presencia de aquello de lo que hablan. Así, si una palabra, en su uso, por ejemplo, representa algo grande o podero­ so, es adecuada para causar un efecto sublime, aun y cuando aquello de lo que habla no esté presente o no exista. Las palabras, entonces, afectan como las representantes de cosas naturales y nos afectan igual o más que ellas, dependiendo de la manera en que las utilicemos ers una composición. Si la composición es sumamente culta, racional y crítica, su efecto tenderá a la claridad y, por lo tanto, perderá fuerza; si lo que se busca es la exaltación de los afectos, «surtirá su efecto sin ninguna idea clara, y a menudo sin ninguna idea, de la cosa que originalmente le ha dado lugar». Podemos concluir, por tanto, bajo esta perspectiva, que una obra de arte, la poesía o la retórica, excitan nuestras pasiones más como objetos naturales, que por ei reconocimiento racional de las ¡deas que expresan y los objetos a los que remiten.

4.3. Lo sublime en Kant 4.3.1. Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime La fundamentacíón kantiana de los juicios estéticos retoma las no­ ciones acerca de los sentimientos de lo bello y lo sublime de pensado­ res como Longino y Burke, y se encarga de establecer sus principios 66. Las palabras agregadas y las simples y abstractas cumplen con los tres efectos, mientras que las compuestas y abstractas, solo con el pri mero y el tercero.

de enjuiciamiento en el marco de la subjetividad trascendental, carac­ terística de su filosofía crítica. Desde su ensayo de 1764, Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, Kant ya muestra interés sobre el tema de nuestras afecciones en función de la formación mora! y el desarrollo cultural, sin desarrollarlo sistemáticamente. Se trata de un texto cuyo atractivo radica en la identificación de algunas de las intuiciones de Kant sobre eS tema, desde un punto de vista moral y psicológico; una obra ilena de todo tipo de observaciones sobre diversos caracteres individuales y colectivos, desde perspectivas tan variadas como la reflexión sobre !os géneros, las nacionalidades y la cultura en general. Entre aquello que podemos rescatar del texto, hemos de tomar en cuenta la caracterización de los mencionados sentimientos en función de los objetos que los sueien provocar, destacando que, ya desde esta obra, Kant (1957:11) señala que los distintos modos de afectación, de contento o disgusto, «obedecen menos a la condición de las cosas ex­ ternas que las suscitan que a la sensibilidad peculiar de cada hombre para ser grata o ingratamente impresionado por ellas». En opinión de Kant, los sentimientos de lo bello y lo sublime, aun y cuando pueden ser experimentados por las almas más comunes, son de naturaleza más fina que el resto de aquellos en los que se juega la satis­ facción de nuestras inclinaciones. El refinamiento de estos sentimientos radica en que pueden ser disfrutados largamente (Kant, 1957:12), «sin saciedad ni agotamiento, bien porque supone en el alma una sensibili­ dad que ia hace apta para los movimientos virtuosos, o porque pone de manifiesto aptitudes y ventajas intelectuales», provocando, en ambos casos, sensaciones de naturaleza agradable, aun y cuando, como en ei caso de lo sublime, pueda estar involucrado el terror. A partir de estas bases, Kant se dedica a contraponer ambos senti­ mientos, caracterizándolos con diversos adjetivos y ejemplificándolos a través de variadas manifestaciones. Así, mientras io bello encanta y, de manera análoga a Burke, es susceptible de ser amado, lo sublime, en su conmoción, provoca sensaciones de genuina amistad, despre­ cio de lo mundano y de eternidad. En su opinión, existen tres tipos

de sublimidad: la terrorífica, ligada a un sentimiento de terror o de melancolía; ia noble, en la que acontece un asombro tranquilo; y la magnífica, en la que se da un sentimiento de belleza extendido sobre una disposición sublime. Todos ellos, como en Burke, relacionados con ciertas características, como la grandeza, ia sencillez, la oscuri­ dad y la profundidad, en oposición a la pequenez, el engalanamiento, la claridad y la delicadeza de !o bello. Ahora bien, en el segundo capítulo, Kant realiza una interesante reflexión sobre aquellas cualidades que en el hombre, en general, son bellas o sublimes, lo cual bien puede ayudarnos a comprender las causas o facultades que en los individuos provocan tales sentimientos. Así, la inteligencia, la audacia, la veracidad, la rectitud y todo lo que infunda respeto, es sublime, mientras que el ingenio, la astucia, lo atractivo y la amabilidad, son bellos. En este tenor, lo sublime es un sentimiento más poderoso qué lo bello, sin embargo, por ello mismo, más fatigoso. Suele dar dignidad y elevación, así como asociarse con lo trágico, dependiendo de aquellas cualidades y facultades que, para darse o funcionar, requieren de grandes esfuerzos. En contraste, lo bello más bien es desenfadado, cómico y hasta ridículo. Puede, ade­ más, haber algo bello y sublime hasta en nuestros vicios y defectos, e incluso dichas cualidades pueden degenerar; en el caso de las subli­ mes, en lo monstruoso y extravagante, creando caracteres fantásticos y chiflados; en el caso de las bellas, en la frivolidad. En tanto que las cualidades sublimes suelen estar asociadas a la inteligencia, también lo están los productos y actividades más propios y, podríamos decir, más puros de esta, como el dominio de las pasio­ nes y sus virtudes características, las representaciones matemáticas de infinitud o las representaciones metafísicas de eternidad. Con esto, lo propiamente moral, a saber, el deber en cuanto tal, el cual ha de ser universal y apoyarse en una determinación autónoma de ia voluntad, es sublime y, a su vez, frío (Kant, 1957: 25), pues «no es posible que nuestro pecho se interese delicadamente por todo hombre ni que toda pena extraña despierte nuestra compasión». Lo subiime, pues, en esta obra de Kant, de manera más decidida que lo bello, establece una

distancia entre los individuos y la realidad en general, que permite el respeto y el ejercicio de la virtud con base en ia autonomía. Así, una persona de carácter sublime suele actuar por deber, aun en contra de las circunstancias y de lo que piensen los demás, mientras que una persona que tiende a la belleza (26), «no obra según reglas encami­ nadas a la buena conducta en general» y busca más bien agradar a los demás. «La verdadera virtud, por tanto, solo puede descansar en principios que la hacen tanto más sublime y noble cuanto más gene­ rales», sin que se trate de regias especulativas, «sino la conciencia de un sentimiento que vive en todo pecho humano, y cuyo dominio es mucho más amplio que el campo de la compasión y la complacen­ cia», las cuales (27), «son fundamentos de bellas acciones» que, para ser realmente virtuosas, necesitan el complemento de una inclinación que nos aleje del egoísmo y ei interés por ios placeres inmediatos, permitiendo el recto seguimiento del deber. Lo sublime permite di­ cha distancia en función del terror que provoca en su más alto grado, limitando al alma y permitiéndole ver los peligros que debe vencer, así como (29) «ia grave, aunque grande, victoria del dominio sobre sí misma»; mientras que, por otro lado, ia belleza deja que nos llevemos por la compasión y la benevolencia, sujetándonos al cambio de las circunstancias, sin un principio lo suficientemente genera! como para actuar de manera sólida y autónoma. Ahora bien, la frialdad de lo sublime no implica ausencia de sen­ saciones, sino todo lo contrario; se trata de una conmoción más in­ tensa. Más seria, pero, por lo mismo, no menor. P&ra Kant, hay cierta fascinación en lo sublime en oposición al encanto de lo bello. Su bienestar es, aunque intenso, una satisfacción tranquila y, a su vez, más constante que lo bello, porque lo subiime mueve a los hombres a (Kant, 1957: 31) «ordenar sus sensaciones bajo principios» generales. Lo sublime, pues, en tanto que elevado sentimiento, permite subordi­ nar, en su amplitud, a los inferiores. Por ello, en virtud de este senti­ miento, un individuo puede sentir, más allá de sus inclinaciones por lo que place de manera inmediata o por su identificación con algún otro individuo en particular, respeto por la humanidad en general; por

cada hombre, independientemente de su circunstancia, por igual. Y, sin embargo, también, en su degeneración, puede volverse melancóli­ co, fanático, temerario, colérico y monstruoso. Finalmente, por los fines que aquí interesan, cabe destacar que la expresión de lo bello, tanto en los caracteres individuales, como en los colectivos y en al arte, se relaciona con la diversidad; con una riqueza que no se deja abarcar y que se opone, a la vez, a lo que re­ pugna. La expresión sublime, por su parte, se relaciona con la unidad que pretende abarcarlo todo y que, en su generalidad y grandeza, nos sobrecoge. En este sentido, para Kant, la humanidad puede ser conce­ bida como un cuadro en el que se expresan, a través de los diversos grupos e individuos que la componen, de sus géneros, de sus naciona­ lidades y de sus actividades culturales, la belleza y la sublimidad; un cuadro (Kant, 1957: 41) «donde la unidad se transparenta en la grande diversidad y el conjunto de la naturaleza moral se muestra en sí bello y digno». Bello por variado, digno por sublime.

4.3.2. La Crítica del juicio La función de la Crítica de! juicio dentro del sistema de la filosofía crítica kantiana, es la de tender un puente entre la razón especulativa y la práctica, entre lo empírico y lo suprasensible, entre naturaleza y libertad, entre el entendimiento y la razón, estableciendo principios a priori comunes a ambas dimensiones, a saber, los fundamentos de nuestra facultad de juzgar, vinculada a nuestros sentimientos de placer y dolor, que no son regidos ni por el entendimiento ni por la razón, con el fin de concebir, en función de ello, la posibilidad de realizar nuestra libertad en el mundo natural, gobernados bajo los mandatos de la ley moral. La crítica está dividida en dos grandes partes, un prólogo y una introducción. La primera parte, la cual ocupará nuestro interés, está dedicada a la crítica del juicio estético. La segunda, a la del juicio teleológico. A su vez, la primera parte está divida en dos secciones,

una de análisis y otra de crítica del juicio estético. La sección ana­ lítica se divide en dos, una dedicada ai juicio sobre lo bello y otra, al de lo sublime, de las cuales se deriva la deducción de los juicios estéticos puros. Será, pues, nuestra labor adentrarnos en ia analítica de lo beílo y lo sublime para comprender cómo de ellas se deduce el juicio estético, con el fin de determinar las relaciones que, según Kant, en dicho tipo de juicio se dan entre nuestros afectos y facultades, de conocimiento. F&ra ello, sin embargo, antes hemos de exponer los motivos de la Crítica de!Juicio y las definiciones fundamentales de las que parten sus principales argumentos.

4.3.2.1. De los propósitos y definiciones de la Crítica del Juicio Desde el prologo, Kant explica los propósitos de su Crítica del juicio. Por un lado, la Crítica de la Razón Pura es concebida como la investigación de la posibilidad y límites de la facultad de conoci­ miento teórico por principios a priori. Así, en tanto que solo se ocupa del conocimiento, excluye la investigación relacionada con nuestra facultad de desear y con nuestros sentimientos de placer y dolor, ex­ cluyendo, a su vez, la exploración de la razón y de nuestra facultad de juzgar, centrándose en el análisis del entendimiento, pues solo este puede proporcionar principios del conocimiento constitutivos a priori. Lo propio del entendimiento, pues, es prescribir a priori leyes para la naturaleza, considerando esta (Kant, 2007: 72) «como el conjunto de los fenómenos (cuya forma es igualmente dada a priori)». Por otro lado, las ideas de la razón trascienden nuestra facultad de conocimiento teórico y sirven de principios regulativos (Kant, 2007: 72) «para contener las inquietantes pretensiones del entendimiento», así como para establecer los límites en que es posible conducirse en relación a la naturaleza «según un principio de integridad». La razón, pues, solo encierra principios constitutivos a priori en relación a nues­ tra facultad de desear, y su investigación ha de ser concebida como una crítica de la razón práctica.

El Juicio, entonces, en relación a nuestras facultades de conoci­ miento, para Kant (2007: 73), «forma un término medio entre el enten­ dimiento y la razón», a lo cual se pregunta si también está constituido o regulado por principios a priori y si puede dar la regla al sentimiento de placer y dolor en tanto enlace entre las facultades de conocer y desear. Ahora bien, de existir, el principio característico del juicio no debe ser derivado de conceptos a priori (Kant, 2007: 74), «pues los con­ ceptos pertenecen al entendimiento y el Juicio se ocupa tan solo de su aplicación». Se debe, más bien, dar un principio por medio del cual no se conozca, pero que le sirva al Juicio como regla, «aunque no regla objetiva». Tal tipo de regla, para Kant, se da sobre todo en los juicios estéticos que se refieren a lo bello y lo sublimp de la naturaleza o del arte, pues en ellos no se contribuye en nada al conocimiento de las cosas enjuiciadas y, sin embargo (75), «muestran una relación inmediata de esta facultad con el sentimiento de placer o dolor, según algún principio a priori», sin confundirlo con el principio de deter­ minación de la facultad de desear que tiene su base en las ¡deas de la razón, ni con el principio de los juicios lógicos con base en con­ ceptos del entendimiento, pues de ninguno de ellos se puede sacar una conclusión inmediata sobre los sentimientos de placer o dolor. La preocupación de Kant, en esta crítica, por tanto, no tiene pretensiones de cultivar o formar el gusto. Su interés, como en sus otras dos críticas, es exclusivamente trascendental. Así pues, tenemos que, para Kant, la filosofía se divide en teórica o de la naturaleza y práctica o moral, habiendo respectivamente dos clases de conceptos: sobre la naturaleza y sobre la libertad. Las reglas del arte y de la habilidad en general (Kant, 2007: 81), «en cuanto sus principios descansan sobre conceptos, deben contarse solo como corolarios de la filosofía teórica, pues ellas conciernen tan solo a la posibilidad de las cosas según conceptos de la naturaleza». A la na­ turaleza, por su parte, pertenecen tanto los medios utilizados, como la voluntad «en cuanto puede ser determinada, según aquellas reglas, por medio de motores naturales». Dichas reglas se llaman precep­ tos, y no leyes, al entrar no solo bajo el concepto de naturaleza, sino

también bajo e! de libertad. Por lo mismo, tampoco pueden contarse entre las leyes formales de la filosofía práctica, porque se basan en un conjunto de reglas (82) «exclusivamente técnico-prácticas, eneaminadas a producir un efecto que es posible según conceptos de la naturaleza de las causas y de los efectos», y no descansan, como ¡as leyes morales, solo sobre el principio suprasensible que da a conocer ei concepto de libertad. Ahora bien, a pesar de que la facultad de conocer tiene dos es­ feras, la teórica y ia práctica, y de que entre ellas hay un abismo in­ franqueable, siendo que el tránsito entre ambas, de lo sensible a lo suprasensible, parece imposible, el territorio sobre el cual la fiiosofía en general (Kant, 2007: 83) «ejerce su legislación continúa siendo solo el conjunto de los objetos de toda experiencia posible, en cuanto que no son considerados más que como meros fenómenos». Debe haber, por tanto, cierta integridad entre nuestro conocimiento del mundo y nuestra actuación en él; ambas esferas se deben influir (86): El concepto de libertad debe realizar en el mundo sensible el fin propuesto por sus leyes, y la naturaleza, por tanto, debe poder pensarse de tal modo que al menos la conformidad a leyes de su forma concuerde con la posibilidad de los fines, según leyes de libertad, que se han de realizar en ella.

La investigación de la posibilidad del fundamento para la unidad de la libertad y la naturaleza, que permita el tránsito de una a otra, es ei objetivo de la Crítica del juicio, a pesar de nó tener esfera caracte­ rística propia, ni ofrecer algún conocimiento teórico o práctico, con io cual, lo que también está en juego es la posibilidad del fundamento del arte y las actividades que requieren habilidad técnica en general. Kant identifica el Jucio como ¡a facultad de conocimiento que ocupa el término medio entre el entendimiento y ia razón, y supone que, si bien, quizá no posee una legislación propia, al menos tiene su propio principio (Kant, 2007: 87), «uno subjetivo y a priori [...], el cual, aun­ que no posea campo alguno de los objetos como esfera suya, puede, sin embargo, tener algún territorio y una cierta propiedad del mismo, para lo cual [...] soio ei tal principio sería valedero».

Para Kant (2007: 87), las facultades del alma pueden reducirse a tres, que no se dejan deducir de una base común: «la facultad de conocer, el sentimiento de placer y dolor y la facultad de desear». Entre la facultad de conocer y de desear, Kant supone que, de ma­ nera análoga al lugar intermedio del Juicio entre el entendimiento y la razón, está el sentimiento de placer y dolor. Así, puesto que es de suponer que el Juicio encierra un principio a priori (89), «y que, ya que necesariamente placer o dolor va unido a la facultad de desear [...], [el Juicio] realiza también un tránsito de la facultad pura dei conocer [...] a la esfera de! concepto de la libertad, del mismo modo que e n ¡ el uso lógico hace posible el tránsito del entendimiento a la razón». El análisis del Juicio, por tanto, es fundamental en la comprensión del tránsito entre las operaciones mentales del entendimiento y de la razón, mientras que el sentimiento de placer y dolor, es la facultad del alma a través de la cual podemos comprender el vínculo de la esfera dei conocimiento con el de ia libertad. El Juicio, en general, es definido por Kant (2007: 89) como «la facuitad de pensar lo particular como contenido en lo universal». Si lo universal es dado, el Juicio que subsume en ello lo particular es deter­ minante. Si solo es dado lo particular, sobre So cual el Juicio debe en­ contrar lo universal, es reflexionante. El juicio determinante, por tanto, solo subsume contenidos bajo una ley ya dada, que «no tiene nece­ sidad [...] de pensar por sí mismo [...] con el fin de poder subordinar lo particular en la naturaleza a lo universal». El juicio reflexionante, por su parte, asciende de lo particular, contingente y diverso en la naturaleza, a lo general; «necesita, pues, un principio que no puede sacar de la experiencia». Debe, por tanto, darse a sí mismo, como principio, una ley trascendental que no está dada de antemano ni pue­ de prescribir a la naturaleza. Esta ley ha de ser considerada como una unidad semejante a las leyes generales de la naturaleza que tienen su base en ei entendimiento (91), «para hacer posible un sistema de la experiencia según leyes particulares de la naturaleza». Sin embargo, tal principio sirve solo para reflexionar, para dar unidad a lo particular sin que haya dada de antemano una ley que lo determine. La facultad

de juzgar, por tanto, «se da, de ese modo, una ley solo a sí misma y no a la naturaleza». En relación a lo anterior, Kant (2007: 91) llama fin al «concepto de un objeto, en cuanto encierra al mismo tiempo la base de ia reali­ dad de ese objeto», siendo la finalidad «la concordancia de una cosa con aquella cualidad de las cosas que solo es posible según fines». La finalidad es, pues, un principio de Juicio «con relación a la forma, de las cosas de la naturaleza bajo leyes empíricas», bajo el cual se representa la naturaleza «como sí un entendimiento encerrase la base de la unidad de lo diverso de sus leyes empíricas». En tanto que dicha unidad es solo un concepto que necesita darse a sí mismo el Juicio, ía finalidad de Sa naturaleza es «un particular concepto a priori que tiene su origen solamente en el Juicio reflexionante»; es un concepto que solo se puede usar para reflexionar sobre la naturaleza y no para atribuir a sus productos una relación según fines. A su vez, el con­ cepto de finalidad de la naturaleza es distinto al de finalidad práctica, tanto en el arte como en las costumbres; sin embargo, este último se piensa según una analogía con aquel. El principio de finalidad de la naturaleza es un principio trascendental/7 pues no encierra nada em­ pírico.68 El de finalidad práctica, en cambio, al ser pensado en la idea de la determinación de una voluntad libre, es metafísico (Kant, 2007: 92-93),69 «porque el concepto de una facultad de desear, como una voluntad, tiene que ser empíricamente dado», á pesar de ser igual­ mente a priori.™ Así pues, Kant (2007: 95-96) parte de que, para investigar la con­ tingente diversidad de las leyes de la naturaleza y sus productos, he­ mos de presuponer y aceptar una unidad que enlace tal diversidad

67. Se entiende por principio trascendental (Kant, 2007: 92) «aquel por el cual se representa la con­ dición universal a priori bajo la cual solamente cosas pueden venir a ser objeto de nuestro conocimiento en general». 68. Los conceptos de objetos, pensados bajo este principio, no son más que conceptos puros del objeto del conocimiento posible de experiencia en general. 69. Por principio metafísico se entiende «!a condición a priori bajo la cual solamente objetos cuyo concepto debe ser dado empíricamente pueden recibir a priori una mayor determinación». 70. Porque {Kant, 2007: 93) «el enlace dei predicado con el concepto empírico del sujeto de sus juicios no necesita más experiencia, sino que puede ser considerado como completamente a priori».

con una experiencia posible y coherente, «unidad que nosotros no tenemos que fundar, pero pensable, sin embargo, y conforme a ley», representada como finalidad de los objetos en un juicio reflexionante. Ahora bien: Ese concepto trascendental de una finalidad de ia naturaleza, no es, empero, ni un concepto de la naturaleza ni un concepto de la libertad, porque no añade nada al objeto I ...] , sino que representa tan solo la única manera com o nosotros hemos de proceder en la reflexión sobre los objetos de la naturaleza [ ...] ; por consiguiente, representa un principio subjetivo (m áxim a) del Juicio.

Como se ha mencionado, tal unidad en la finalidad no puede ser * demostrada ni examinada; es una necesidad del Juicio para establecer una concordancia a priori entre ia naturaleza y nuestra facultad de co­ nocimiento. Una necesidad para encontrar lo universal de So particular y el enlace de lo diferente, a través de un principio que no se prescribe como ley de la naturaleza, ni se aprende por observación, pero que, en su aplicación, hace posible progresar en la experiencia, con el uso de nuestro entendimiento, y adquirir conocimiento. Por eilo, apunta Kant (2007: 96), «nos sentimos regocijados (propiamente aligerados, después de satisfecha una necesidad), exactamente como sí fuera una feliz casualidad [...] cuando encontramos una unidad sistemática se­ mejante bajo leyes meramente empíricas». Así pues, hay cierto placer en la satisfacción de la necesidad del juicio de darse un principio a priori que prescribe una ley para sí mismo71 y no para la naturaleza; o, mejor dicho, «para la posibilidad de la naturaleza, pero solo en relación subjetiva». Esto es así porque (99) la «consecución de todo propósito va enlazada con el sentimiento del placer». Y, en este caso, siendo que el sentimiento de placer está determinado por un funda­ mento a priori que establece una relación entre el objeto y la facultad de conocer, sin hacer referencia a la facultad de desear, se distingue de toda finalidad práctica de la naturaleza. Se trata, pues, de una especie de admiración por la concordancia de nuestra facultad de conocer con

71. A sí como la autonomía es la posibilidad de una legislación propia, característica de la voluntad, la de una legislación que se da a sí mismo un sujeto, a través del Juicio reflexionante, es heautonomía.

la diversidad de las leyes de la naturaleza, haciendo posible, aunque solo de manera contingente, la concepción de leyes más altas y prin­ cipios más sencillos. Lo contrario, en opinión de Kant (100-101), la heterogeneidad, en cambio, «nos desagradaría por completo», porque «es un mandato de nuestro Juicio el proceder, según el principio de acomodación de la naturaleza a nuestra facultad de conocer, tan lejos como ello alcance [...] sin decidir si tiene límites o no». Lo propiamente subjetivo de la representación dei objeto en el jui­ cio son sus cualidades estéticas, como la del espacio, en tanto forma a priori en la cual tenemos la intuición de las cosas, o la de la sensa­ ción, que expresa lo propiamente material de las representaciones. De lo subjetivo en una representación (Kant, 2007: 102), «lo que no puede de ningún modo llegar a ser un elemento de conocimiento, es el placer y dolor que con ella va unido», pues ello no nos dice nada sobre el objeto representado. De manera análoga, la finalidad de una cosa no es cualidad alguna del objeto mismo, sino que precede al conocimiento como un elemento subjetivo. Por ello, la consideración de un objeto conforme a un fin, es solo tal «porque su representación está unida con el sentimiento de placer, y esta representación misma es una representación estética de la finalidad». Así, cuando una representación no es determinada por un concepto, sino relacionada a un sentimiento de placer o dolor, referirá solamente al sujeto y a la acomodación de ia representación con las facultades de conocimiento que entren en juego en un Juicio reflexionante que, por necesidad, le asignará ai objeto una finalidad formal (Kant, 2007: 103): «Semejante juicio es un juicio estético sobre la finalidad del objeto, que no se funda sobre concepto alguno actual del objeto, ni crea tampoco uno del mismo». Lo juzgado es, por tanto, la mera forma del objeto en la reflexión «como la base de un placer en la representación de se­ mejante objeto, con cuya representación este placer es juzgado como necesariamente unido», no solo para el sujeto que lo juzga, sino para todo sujeto en general, pues las condiciones de la conformidad a leyes dei Juicio a las que se ajusta la representación del objeto en la reflexión, son a priori y tienen valor universal, aun y cuando la concordancia del

objeto con las facultades del conocimiento del sujeto en las que se pro­ duce la representación de una finalidad, sea contingente. Tal tipo de juicio es un juicio de gusto, y su única pretensión es la de ser valedero para cada uno. Lo extraño y anormal de este juicio es que, lo que se exige que sea aceptado como predicado del objeto juzgado, no es un concepto, sino un sentimiento de placer, como si se tratara de un conocimiento dei objeto (Kant, 2007: 104): porque ia base de este placer se encuentra en [a condición universal, aunque subjetiva, de ios ju icio s reflexionantes, que es, a saber: la concordancia final de un objeto (sea producto de [a naturaieza o del arte) con la relación de las = facultades de conocer entre sí, exigidas para todo conocim iento em pírico (la im aginación y el entendimiento).

Por estar fundados sobre principios a priori, es posible someter los juicios de gusto a una crítica según su posibilidad, con base en la capacidad de sentir placer nacido de la reflexión sobre la forma de las cosas, la cual expresa, no una finalidad del objeto, como hemos visto (Kant, 2007:105), sino «del sujeto con relación a los objetos, según su forma y hasta su carácter informe, a consecuencia del concepto de li­ bertad». En este sentido, la crítica que investiga sobre las condiciones de posibilidad del juicio estético debe indagar acerca de dos tipos de juicio de gusto: el que reflexiona sobre la forma de un objeto y es re­ ferido a lo bello; y aquel en el cual la finalidad de un objeto es puesta en relación con lo informe, considerado, por tanto, como «nacido de un sentimiento del espíritu» y no de un objeto, y referido a lo sublime. Ahora bien, lo que aquí interesa es la crítica de los juicios estéticos, por su relación con los sentimientos de placer y dolor, y no tanto el otro tipo de juicio que Kant analiza, a saber, el teleológico. La diferencia entre uno y otro es que, en el primero, se juzga por medio de un sen­ timiento de placer, mientras que, en el segundo, según conceptos. Por ello, el segundo tipo de juicio, no es de gusto, sino lógico, y su función es preparar al entendimiento para el conocimiento de la naturaleza a través de un principio que dé unidad a las experiencias particulares, de manera empírica, en un juicio reflexionante, encontrando aplicación en la esfera teórica de la filosofía. Como se ha dicho, el juicio estético

no aporta nada al conocimiento de Sos objetos ni a la determinación de nuestra voluntad, por lo que no encuentra sitio ni en la esfera teórica ni en la práctica, sino solo en la crítica de! sujeto que juzga y de sus facultades de conocimiento. Como sea, a pesar de no encontrar una aplicación directa en alguna esfera, la espontaneidad del juego de las facultades del conocimiento que posibilita el placer ligado al juicio es­ tético (Kant, 2007: 111), lo hacen apiicable para «instituir el enlace de , la esfera del concepto de Sa naturaleza con la del concepto de la liber­ tad, en cuanto favorece [...] la receptividad del alma para eS sentimiento moral». Es, pues, nuestro interés, adentrarnos, a continuación, en las condiciones de posibilidad que Kant identifica en estos juicios, a través de la analítica de So bello y So sublime, para comprender sus modos de afectación y los procesos involucrados.

4.3.2.2. Analítica de lo bello El análisis de Sas condiciones que determinan los juicios estéticos, en la crítica sobre nuestra facultad de juzgar, comienza con lo bello. El primer momento de la analítica tratará del juicio de gusto según su cualidad, porque, como indica la nota aclaratoria, el gusto se define aquí como la facultad de juzgar lo bello y los momentos de su análisis se han de establecer en relación a las funciones lógicas del juzgar (Kant, 2007: 114), «pues en Sos juicios de gusto está encerrada, siem­ pre, a pesar de todo, una relación con el entendimiento» y porque lo propio del método trascendental es estudiar el objeto en relación a la facultad que hace posible el conocimiento del objeto, en este caso lo bello, y los juicios que sobre él hacemos. Por otro lado, tratar primero sobre la cualidad tiene su razón de ser en que lo bello siempre se refiere primeramente a ella, es decir, en que algo belSo se define, en primera instancia, por sus cualidades. Así pues, Sa analítica comienza por reafirmar que un juicio de gusto es estético, entendiendo por ello que, cuando aSgo es bello, su representación es referida mediante la imaginación, unida, quizá, con

el entendimiento, al sujeto y a su sentimiento de placer o dolor, y no al objeto. No genera, como se ha venido diciendo, conocimiento alguno, porque la relación con el sentimiento no es objetiva, sino to­ talmente subjetiva. La representación en el juicio de gusto, por tanto, no es vinculada a un fin, sino a la sensación de satisfacción; es referida al sentimiento de ia vida del sujeto. Para Kant (2007: 114), esto es su­ ficiente para fundar una facultad de discernir y de juzgar, distinta a la que da conocimiento, que pone «la representación dada en el sujeto frente a la facultad total de las representaciones, de la cual el espíritu tiene consciencia en el sentimiento de su estado». Ahora bien, la satisfacción propia de este estado, que determina al juicio de gusto, es totalmente desinteresada, porgue el interés es (Kant, 2007: 115) «la satisfacción que unimos con lá representación de la existencia de un objeto» y ello está siempre relacionado con la facultad de desear. Según Kant; en nuestro juicio sobre lo bello, no im­ porta la existencia de la cosa, sino «cómo la juzgamos en la mera con­ templación (intuición o reflexión)». Lo que se juega en el juicio sobre lo bello es saber si ía representación va acompañada de satisfacción, siendo indiferente la existencia de! objeto representado. Por ello, nos dice Kant (116), «cuando digo que un objeto es bello y muestro tener gusto, me refiero a lo que de esa representación haga yo en mí mismo y no a aqueilo en que dependo de la existencia del objeto». Un juicio interesado, para Kant, sería muy parcial y, por lo tanto, no sería puro. «No hay que estar preocupado en lo más mínimo de la existencia de ia cosa, sino permanecer totalmente indiferente, tocante a ella, para hacer el papel de juez en cosas del gusto». Por lo anterior, para Kant es de suma importancia contraponer la satisfacción desinteresada del juicio de gusto con la satisfacción que va unida al interés; para lo cual, de inmediato, establece las diferen­ cias entre io bello, lo agradable y lo bueno, siendo la satisfacción vinculada a estos últimos, interesada. Así, lo agradable (Kant, 2007:117) «es aquello que place a los sentidos en la sensación», es decir, en la percepción de un objeto, y provoca un tipo de satisfacción interesada porque excita el deseo hacia él. Presupone,

por tanto (11 8), «no el mero juicio sobre [...] [el objeto], sino la relación de su existencia con mi estado». Un objeto agradable despierta inclina­ ciones y su goce se vuelve fin, lo cual provoca que el sujeto se aleje del juicio sobre sus cualidades y se entregue ai placer. Lo bueno, por su parte (Kant, 2007: 118), «es lo que, por medio de la razón y por el simple concepto, place». Tanto en lo bueno para algo -que place como medio-, como en lo bueno en sí -que place por sí mismo-, «está encerrado siempre ei concepto de un fin» y se establece una relación con la voluntad. Por consiguiente, en lo bueno acontece una satisfacción vinculada con ia existencia de un objeto o acción que involucra cierto interés, fera saber que algo es bueno como objeto de la voluntad, se debe tener un concepto de ello, es decir, se le debe colocar como propio para un fin, bajo principios de la razón. Ahora bien, aunque lo bueno se distingue de lo agradable en que este excita el deseo por ei goce que produce y el primero mueve a la voluntad por una determinación de la razón, ambos implican interés por la existencia de io que ha de provocar una satisfacción. Lo agradable, entonces, provoca una satisfacción por estímulos, mientras que lo bueno, una satisfacción práctica. En ambos, no solo place la representación, sino también su existencia. En cambio, el jui­ cio de gusto es meramente contemplativo; es indiferente a la existen­ cia del objeto y enlaza la representación directamente al sentimiento de placer o dolor. No determina, por tanto, a través de ningún tipo de concepto; no presupone o produce exigencia, por lo cual, la satisfac­ ción de lo bello puede ser considerada como desinteresada y libre. Así, solo donde se ha calmado la necesidad, tanto la del apetito como la impuesta por la razón en la ley moral (Kant, 2007: 122), «puede decirse quién tiene o no tiene gusto entre muchos». Después de haber concluido el tipo de satisfacción propia del ju i­ cio de gusto, según su cualidad, en un segundo momento, Kant se presta a analizar dicho juicio por su cantidad. Lo bello, bajo este con­ cepto, puede ser representado como objeto de satisfacción universal, al fundarse sobre la misma base de satisfacción para cualquier sujeto y no sobre una inclinación particular, por lo que puede hablarse de ello

(Kant, 2007: 123) «como si la belleza fuera una cualidad del objeto y el juicio fuera lógico», exigiendo a cada uno exactamente la misma satisfacción. Sin embargo, esta universalidad no nace de conceptos; tan solo se trata de una pretensión que debe ir unida al juicio. El gusto, por tanto, exige la aprobación de todos. Al comparar lo agradable, io bueno y lo bello, bajo el concepto de cantidad, tenemos que lo agradable es, más bien, un sentimiento pri­ vado (Kant, 2007: 134), pues «cada uno tiene su propio gusto (de los sentidos)».73 El bien, por otro !ado, como la belleza, también pretende ser válido para todos; sin embargo, a diferencia del gusto, su universa­ lidad no descansa en un sentimiento, sino en un concepto. De los juicios aquí analizados, que descansan sobre un sentimien­ to, el de lo agradable sería una especie de juicio de los sentidos, mien­ tras que el de la belleza, de reflexión. Ei primero, pues (Kant, 2007: 126), «enuncia solo juicios privados y el segundo, en cambio, supues­ tos juicios de valor universal (públicos)». Como se ha venido diciendo, la universalidad del juicio de gusto, al no basarse en conceptos, no es lógica, sino estética, por lo que no encierra un concepto de cantidad objetiva. Lo que de elia se desprende, entonces, es, más bien (127), «validez común [...] de la relación de una representación [...] con ei sentimiento de placer y dolor para cada sujeto». Por otro lado, todo juicio de gusto es individual, porque implica la comparación del obje­ to, inmediatamente, sin conceptos, con el sentimiento de placer o do­ lor de cada uno. No puede haber, por tanto, a pesar de la mencionada pretensión de universalidad (128), «regla alguna según la cual alguien tuviera la obligación de conocer algo como bello», pues ello requiere de ia mediación de un concepto. El juicio de gusto, entonces (129), «no postula la aprobación de cada cual [...]; solo exige a cada cual esa aprobación como un caso de la regla, cuya confirmación espera, no por conceptos, sino por adhesión de los demás». Una vez establecida la universalidad dei juicio de gusto sobre base del sentimiento de placer y dolor, y no de un concepto, Kant (2007:129)

72. Contrario a lo que pensaría un ejripirista como Burke, por ejemplo.

afronta la cuestión acerca de si el sentimiento de placer precede al juicio sobre el objeto o viceversa, por considerar la solución a este problema como «la clave para ¡a crítica del gusto». Lo que para Kant tiene que estar a la base del juicio de gusto es (130) «la capacidad universa] de comunicación del estado de espíritu, en la representación dada, [...] como subjetiva condición [...], y tener, como consecuen­ cia, eí placer en el objeto». Si en el conocimiento, lo universalmente comunicable depende de la objetividad de la representación, en lo subjetivo dei juicio estético, «no puede ser otr[o] más que el estado del espíritu que se da en Sa relación de las facultades de representar unas cors otras, en cuanto estas refieren una representación dada al conocimiento en general». Tal estado de! espíritu, comunicable uni­ versalmente, ha de ser el del sentimiento provocado por las facultades de conocimiento puestas en libre juego, es decir, sin la determinación de un concepto que las restrinja a una regla particular, mediante una representación, la cual, para que sea dada, requiere de la imagina­ ción para combinar lo diverso de la intuición, y del entendimiento, para darle unidad a través de conceptos. La universal comunicabilidad subjetiva, por tanto (131), es «el estado de espíritu en el libre juego de la imaginación y el entendimiento», la cual establece una relación subjetiva que, en tanto que universal, debe tener igual valor para cada hombre. Tenemos, entonces, que la base del placer en el juicio de gusto es la armonía de las facultades de conocer, la cual funda, a su vez, «la validez universal subjetiva de ¡a satisfacción que unimos con la representación del objeto llamado por nosotros bello».73 Ahora bien, la armonía de las facultades de conocimiento no pue­ de conocerse más que por la sensación, siendo su universal comuni­ cabilidad la que es postulada por el juicio de gusto. Así pues, si bien el mencionado estado del espíritu no puede ser comunicado, ni pen­ sado, mediante conceptos, puede, en cambio, con base en sus condi­ ciones subjetivas, ser sentido (Kant, 2007: 132) «en el efecto sobre el espíritu; y en una relación sin concepto alguno [...], que consiste en 73. El juicio degusto es, por-tanto, sintético, en tanto que es imposible extraer del concepto de sujeto el predicado de belleza; a su voz es, a príori, por la base universal y subjetiva sobre la que se funda.

el juego facilitado de ambas facultades del espíritu (la imaginación y el entendimiento)». Por tanto, es la sensación la que nos permite ser conscientes de la disposición de nuestras facultades de conocimiento y de sus relaciones, a través de su libre juego, mediante una represen­ tación dada. En el tercer momento de la analítica, Kant se dispone a abordar los juicios de gusto desde la perspectiva de !a relación con los fines en ellos considerada. Comienza por definir que, según sus determi­ naciones trascendentales (Kant, 2007: 133),74 «el fin es el objeto de un concepto, en cuanto este es considerado como la causa de aquel (la base real de su posibilidad). La causalidad de un concepto, en consideración de su objeto, es la finalidad (forma finolis)». Así, se pien­ sa un fin cuando se piensa la existencia o forma de un objeto como efecto posible, mediante un concepto del objeto. «La representación del efecto es aquí el motivo de determinación de su causa y precede a esta última». Así, un objeto, un estado del espíritu'o una acción son finales solo porque (134) «su posibilidad no puede ser explicada y concebida por nosotros más que admitiendo a su base una causalidad según fines, es decir, una voluntad que la hubiera ordenado según la representación de una cierta regla». La finalidad, por tanto, es un prin­ cipio explicativo y «no tenemos siempre la necesidad de considerar con la razón (según su posibilidad) aquello que observamos». Por ello, podemos concebir una finalidad según la forma, sin vincularla a un fin, concepto o existencia, solo para reflexionar. En específico, el juicio de gusto solo tiene a su base la forma de la finalidad, sin un fin, pues este implica interés en el objeto y refiere, además, a un concepto sobre las propiedades y la existencia de aquel. No se trata, por tanto, de vincular a la representación en el juicio de gusto con una causa, concepto o fin, pues en tal juicio solo están en juego las relaciones mutuas de las facultades de conocimiento. La satisfacción que juzgamos como fundamento de determinación dei juicio de gusto no es, entonces (Kant, 2007: 135), «nada más que la

74. Sin suponer nada empírico, entre lo que se encuentra el sentimiento de pJacer y dolor.

finalidad subjetiva en la representación de un objeto sin fin alguno (ni objetivo ni subjetivo) y, por consiguiente, la mera forma de la finalidad en la representación, mediante la cual un objeto nos es dado». Ahora bien, no puede establecerse a priori un enlace entre el sen­ timiento de placer y dolor y una causa. Más bien (Kant, 2007:136), el «estado de espíritu [...] es ya en sí un sentimiento de placer, idéntico con él, y así no se sigue de él como efecto». Por ello, la «conciencia de la finalidad meramente formal j...] es el placer mismo», e! cual, en todo caso, tiene como su única causalidad «la de conservar, sin ulte­ rior intención, el estado de la representación misma y la ocupación de las facultades del conocimiento». El fundamento de determinación del juicio de gusto descansa, por tanto, solo en la finalidad de la for­ ma, la cual se identifica con el estado del espíritu y el sentimiento de placer y dolor propio de la armonía en juego de las facultades de conocimiento, sin ninguna relación ulterior con interés, concepto, causa, fin o cualquier determinación empírica. Por ello, también, se le considera puro. De lo anterior se deduce que el juicio de gusto es independiente de cualquier concepto de perfección o utilidad del objeto represen­ tado, es decir, de lo que el objeto deba ser. El juicio puro de la forma no se relaciona con finalidad objetiva alguna, sino con una finalidad subjetiva sin fin. Así, cualquier belleza que fuera juzgada con relación a la perfección de un objeto, no sería pura ni libre, sino condicionada por un fin, por lo que Kant prefiere llamarla adherente. De manera análoga, los modelos de gusto no son más que la adecuación de una representación de la imaginación a conceptos sobre la función de un objeto o a ideas de la razón. Este tipo de belleza es, por tanto, fijada por medio de un concepto de finalidad objetiva. Así, cualquier mo­ delo de belleza está en realidad determinado por funciones o ideales que pretenden determinar la expresión de la utilidad o de lo moral en una manifestación sensible e imaginaria, que no es susceptible de ser evaluada en un juicio ni puramente estético ni simplemente de gusto. Finalmente, en un cuarto momento se analizan los juicios de gusto según la modalidad de su satisfacción, partiendo de la afirmación de

que de toda representación (Kant, 2007: 152) «es posible a menos que ella (como conocimiento) esté enlazada con un placer» y que lo bello siempre se piensa en una relación necesaria con la satisfacción; una necesidad que no es ni teórica ni práctica, sino que determina qué place y qué disgusta solo por medro del sentimiento, aunque con valor universal por tener a su base el libre juego de nuestras facultades de conocer. ¿En qué se funda dicha necesidad de satisfacción con pretensiones de validez universal? Kant (2007: 155) nos dice que los «conocimien­ tos y juicios [...] tienen que poderse comunicar universal mente, pues de otro modo no tendrían concordancia con el objeto; serían todos ellos un simple juego subjetivo de las facultades dé representación, exactamente como lo quiere el escepticismo». Tiene, pues, que supo­ nerse cierta comunicabilidad universal que, sin embargo, en el juicio de gusto no puede estar determinada por conceptos, sino solo por el sentimiento. Ha de presuponerse, por ello, como condición necesaria de la universa] comunicabilidad de nuestro conocimiento, un senti­ do común. Así, el sentimiento de lo bello no ha de ser considerado como privado, sino común, pero sin poder fundarse en la experiencia. El sentido común, es, entonces (156), «una mera forma ideal» que permite que el juicio concuerde con ella, sobre ia satisfacción que propicia su objeto, y que se haga una regla. Para Kant, pues, una «nor­ ma indeterminada de un sentido común es presupuesta realmente por nosotros; lo demuestra nuestra pretensión a enunciar juicios de gusto» con pretensiones de valer para todos. 4.3.2.3. Analítica de lo sublime Tras afirmar la universal comunicabilidad de los juicios de gusto y su necesaria satisfacción, sobre la base de un sentido común que ha de presuponerse como forma ideal, para concordar con el juicio y permitir hacer una regla sobre ella, Kant procede a analizar el senti­ miento de lo sublime, estableciendo el tránsito dei sentimiento de lo bello a aquel.

El juicio sobre lo sublime, al igual que el de lo bello, es un juicio de reflexión, por lo que su satisfacción no depende de una sensación determinada ni de un concepto. Ahora bien, como veíamos, el juicio sobre lo bello de la naturaleza se refiere a la forma del objeto, la cual consiste en su limitación, mientras que lo sublime (Kant, 2007: 162): puede encontrarse en un objeto sin forma, en cuanto en él [ ...] es representada ¡lim itación y pensada, sin embargo, una totalidad de la mism a, de tal modo que parece tomarse lo bello como la exposición de un concepto indeterminado del entendim iento, y lo sublim e como la de un concepto semejante de la razón.

La satisfacción en lo bello, por tanto, está unida a la cualidad del objeto mientras que en lo sublime, a la cantidad; pero, además, la de lo bello (Kant, 2007: 162) «lleva consigo directamente un sentimiento de impulsión a la vida» y la sublime nace «de una suspensión momen­ tánea de ías facultades vitales, seguida inmediatamente por un desbor­ damiento tanto más fuerte de las mismas; y así, como emoción, parece ser, no un juego, sino seriedad en la ocupación de la imaginación». En lo sublime, el espíritu experimenta una tensión entre la atracción y el rechazo por el objeto, siendo los apelativos que Kant utiliza para calificarlo «admiración o respeto, es decir, placer negativo». ¿Respeto, goce negativo, como el influjo que ocasionaba la ley moral sobre el espíritu? ¿Aspira, entonces, lo sublime, que es un sentimiento, a la dignidad del reino de lo inteligible, de la libertad, de ia razón? Por otro lado, ¿lo sublime es determinado racionalmente? Lo sublime, al igual que lo bello, es considerado solo en relación a objetos de la naturaleza/5 pero, a diferencia de lo bello que parece ser una finalidad en su forma y por ello concordar con nuestro jui­ cio, lo sublime, en cambio, surge en nosotros (Kant, 2007: 162) «sin razonar, solo en la aprehensión [...] podrá parecer, según su forma [...] contrario a un fin para nuestro Juicio, inadecuado a nuestra facul­ tad de exponer y, en cierto modo, violento para la imaginación; pero sin embargo, solo por eso será juzgado tanto más sublime». El objeto

75. Y (Kant 2007: 162) «lo sublime del arte se limita siempre a las condiciones de la concordancia, con [a naturaleza».

sublime, entonces, no tiene forma, se relaciona más bien con caos, destrucción, grandeza y fuerza, pero refiere a ideas de ia razón a las cuales pone en movimiento por la inadecuación de nuestra sensibi­ lidad a él. El espíritu, pues, en lo sublime es «estimulado a dejar la sensibilidad y a ocuparse con ideas que encierran una finalidad más eievada». Ahora bien, para Kant (164) esto significa que lo sublime «no presenta absolutamente nada de finalidad en la naturaleza misma, sino solo en el uso posible de sus intuiciones para hacer sensible en nosotros una finalidad totalmente independiente de la naturaleza». La finalidad no determinada de lo sublime, aun y cuando sea conside­ rado en relación a objetos de la naturaleza que nos desbordan, para Kant, no tiene nada que ver con la naturaleza, sino' con la razón. Así ías cosas, Kant afirma que: Esta es una nota previa muy necesaria, que separa totalmente la idea de lo sublim e de la de una finalidad de la naturaleza y hace de su teoría un sim ple suplemento al ju ic io estético de la finalidad de la naturaleza, porque mediante la idea de lo sublim e no es representada forma alguna particular de la natura­ leza, sino que solo es desarrollado un uso conforme a fin, que la im aginación hace de su representación.

En lo sublime, para Kant, lo que está en juego es un «uso conforme a un fin» y no una forma, por io que no puede referirlo a la naturaleza. ¿Será entonces que, para que algo pueda ser referido a la naturaleza, ha de poder juzgarse en relación a una forma y, si no, tan solo puede ser referido a la razón? Antes de responder, continuemos con la expo­ sición de ia analítica. Al igual que con lo bello, Kant emprende el análisis de lo sublime según categorías lógicas: según la cantidad, para establecer su valor universal; según la cualidad, para determinar que carece de interés; según su relación, para mostrar que se hace representable como ur¡a finalidad subjetiva; y según su modalidad, para señalar su necesidad. Sin embargo, en lo sublime habrá una división distinta a la de lo bello; se analizará lo sublime matemático y lo sublime dinámico, porque lo sublime lleva consigo un movimiento que lo bello no suponía -en tanto que su contemplación era reposada-, que será referido no solo a

la facultad de conocer -la cual será añadida al objeto como una dis­ posición m a te m á tica sino también a la de desear -añadida al objeto como una disposición dinámica de la imaginación. Rara comenzar a tratar sobre lo sublime matemático, Kant (2007: 166) define lo sublime como lo que es absolutamente grande, es decir alo que es grande por encima de toda comparación». Ahora bien, la magnitud de lo sublime, aun y cuando sea informe (1 67) «puede llevar consigo una satisfacción universalmente comunicable, y, por tanto, encierra la conciencia de una finalidad subjetiva en el uso de nuestras facultades de conocer, pero no una satisfacción en el objeto, como en lo bello». Si no es, entonces, una satisfacción en ei objeto, ¿en qué descansa la satisfacción en lo sublime? Se trata de «una satisfacción en el ensanchamiento de la imaginación en sí misma», en el que, por la apreciación de su magnitud en un juicio de reflexión «unimos a la representación siempre una especie de respeto». Nada de lo que puede ser objeto de los sentidos puede ser llamado sublime; sin em­ bargo, entre la tendencia de la imaginación a progresar al infinito y la pretensión a la totalidad absoluta de nuestra razón, se despierta un sentimiento que para Kant (168) es ei de «una facultad suprasensible en nosotros», por lo que lo propiamente sublime no puede ser el obje­ to contemplado (169), sino «la disposición del espíritu mediante una cierta representación de la que se ocupa el Juicio reflexionante». Así, para Kant, lo sublime se ha de buscar (168), «rio en ias cosas de la naturaleza, sino solamente en nuestras ideas». Con respecto a la apreciación de la magnitud en lo sublime, des­ de un punto de vista matemático, no existe un máximo, porque esta puede ir hasta el infinito. Sin embargo, para la apreciación estética, sí lo hay, siendo la magnitud sublime aquella sobre Sa cual no es posible apreciación subjetiva mayor. ¿Qué es lo que es llevado a su máxi­ mo en la imaginación al apreciar una magnitud demasiado grande? Para intuir en la imaginación se requiere tanto de aprehensión como de comprensión. Mientras que la aprehensión puede ir al infinito, la comprensión tiene un máximo que no se puede rebasar. En la apre­ ciación de lo sublime, es la comprensión lo que se desborda, lo cuai

impide que pueda ser expuesta por los esquemas del entendimiento, a los cuales rebasa en una progresión hacia el infinito. Sin embargo, la razón exige totalidad (Kant, 2007: 173): «comprensión en una intui­ ción, pide una exposición»; poder pensar ia progresión infinita como un todo. Tal posibilidad denota una facultad del espíritu que supera toda medida de los sentidos; una facultad suprasensible, supone Kant, bajo la cual puede ser comprendido el infinito bajo un concepto. El efecto sobre la subjetividad al lograr dicha comprensión es un (1 74) «ensanchamiento de! espíritu que se siente capaz de saltar las barreras de la sensibilidad» en sentido práctico. A partir de esto, Kant formula la siguiente definición de lo sublime: «la naturaleza en aquellos de sus fenómenos cuya intuición lieva consigo la idea de su infinitud»; ia naturaleza que desborda la imaginación pero que puede ser com­ prendida como un todo infinito por nuestra razón, produciendo (175) «una disposición del espíritu congruente y compatible con la que el influjo de determinadas ideas (prácticas) produciría en ei espíritu». El sentimiento de lo sublime, por tanto, parece concordar con el senti­ miento de respeto, producto del influjo de la ley moral sobre la sub­ jetividad. Así, el fin de ia naturaleza, aun en su ¡limitación, frente a la razón, análogo a lo que pasaba con las inclinaciones frente a la ley moral, es su desaparición (176) «frente a las ideas de ía razón cuando aqueila [la imaginación] ha de proporcionar a estas una exposición adecuada». Al tratar sobre la cualidad de la satisfacción en el juicio de lo su­ blime, Kant (2007: 176) insiste en comparar este sentimiento con el respeto, pues, el «sentimiento de la inadecuación de nuestra facultad para Sa consecución de una ¡dea, que es para nosotros ley, es respeto». ¿Hay una ¡dea que para nosotros sea ley, en lo sublime? Para Kant, la comprensión de la magnitud en una exposición «nos es impuesta por una ley de la razón [...] que no reconoce otra medida determinada [...] más que el todo absoluto». La imaginación, pues, en su inade­ cuación, se ha de adecuar a la razón como si lo hiciera a una ley, con lo que el sentimiento de lo sublime en la naturaleza sería uno «de res­ peto hacia nuestra propia determinación», aun y cuando lo refiramos

a un objeto de la naturaleza. El respeto, como ya indicaba Kant al reflexionar sobre la moral, solo puede referir a lo humano, siendo lo racional su rasgo más elevado. Igualmente, no es propiamente la na­ turaleza ia que hemos de juzgar como sublime, sino la razón misma imponiendo su ley sobre ella. El objeto, pues, solo está ahí para hacer «intuible la superioridad de la determinación razonable de nuestras facultades de conocer sobre la mayor facultad de la sensibilidad». Ahora bien, teniendo en cuenta lo anterior, ¿qué tipo de goce es el de lo sublime para Kant? Por una parte, implica un sentimiento de dolor por la inadecuación de la imaginación en la apreciación estética de las magnitudes; por otro, es un placer por la concordancia con las ideas de la razón (Kant, 2007:177) «en cuanto el esfuerzo hacia estas es para nosotros una ley», siendo la magnitud absolutamente grande de lo sublime una referencia no a la naturaleza, sino a la ley de la razón: «es un placer el encontrar que toda medida de la sensibilidad es inadecuada a las ideas de la razón». ¿Es, pues, un goce en el que lo fundamental es la concordancia con Sa Sey racional y no lo sensible o la naturaleza, en su movimiento y en su inadecuación a una ima­ gen sensible? Se trata de un sentimiento de que tenemos razón pura independiente de la intuición sensible, que solo (1 78) «puede hacerse intuible

por la insuficiencia de Sa facultad misma». Con respecto

a la temporalidad, se anula la progresión de la imaginación y lo que se hace intuible es la simultaneidad, con lo que, en último término la «violencia que ha sufrido el sujeto mediante la imaginación es juz­ gada como conforme a fin para la tota! determinación del espíritu». Se trata de una especie de goce en el dominio de la razón sobre la violencia, en la que el tiempo parece detenerse. ¿Cómo entender, entonces, de manera dinámica, lo que, en la comprensión de una magnitud infinita parece implicar la detención del tiempo? La naturaleza, desde un punto dinámico, ha de ser enten­ dida no como un objeto sino como una fuerza, siendo esta, lo mis­ mo que el poder (Kant, 2007: 180), «una facultad que es superior a grandes obstáculos». Por otra parte, la naturaleza, en So sublime-dinámico, es considerada por Kant «como fuerza que no tiene sobre nosotros

ningún poder». ¿Qué es lo que, desde esta perspectiva de lo sublime, es superado? El poder de la naturaleza sobre nosotros, venciendo ia resistencia de nuestra facultad y provocando terror. La naturaleza, des­ de un punto de vista dinámico, es un objeto de temor. Quien teme, entonces, no puede juzgar sobre io sublime, «así como el que es presa de la inclinación y el apetito no puede juzgar sobre lo bello». Sublime es, pues, lo que, considerado como temible, juzgamos sin sentir temor ante él. Es, entonces, condición de lo sublime que nos encontremos nosotros en un lugar seguro, en virtud de una supuesta independencia de nuestro espíritu sobre la naturaleza en su inconmensurabilidad. Una (181-182) «independencia en la cual la humanidad en nuestra persona permanece sin rebajarse, aunque el hombre tenga que some­ terse a aquel poder». Así pues, ¿el hombre se somete, pero su humani­ dad no se rebaja? ¿Lo sublime es el sentimiento de la dignidad aun en ei sometimiento? ¿En virtud de ello podrá mantener viva ía esperanza de reconciliación, siendo que «la satisfacción, aquí, se refiere tan solo a la determinación de nuestra facultad»? Lo sublime, en Kant (2007: 185), presupone el desarrollo de ideas morales, sin las cuales lo que se juzga como sublime «aparecerá al hombre rudo solo como atemorizante». Se exige, pues, como condi­ ción del juicio, cierto nivel de cultura y la suposición subjetiva (186) «del sentimiento moral en el hombre». Pero, ¿no está con esto morali­ zándose y espiritualizándose ei sentimiento de lo sublime, alejándose absolutamente de la sensibilidad y las inclinaciones? ¿No estaríamos así cayendo er¡ la paradoja de quitarle lo sensible a un sentimiento, lo cual ya parecía suceder desde la analítica de lo bello, al separar a este de lo agradable y del interés por la existencia del objeto, a pesar de que aún se juzgaba y mantenía su forma en función de una finalidad sin fin? Kant (196), al respecto, responde que es «una preocupación totalmente falsa la de que, si se la privase de todo lo que puede re­ comendarla a los sentidos, vendría entonces a llevar consigo no más que un consentimiento sin vida y frío y ninguna fuerza o sentimiento motriz». ¿Por qué? Porque en lo sublime, los sentidos no perciben ob­ jeto, «y sin embargo permanece imborrable la idea de la moralidad».

¿Es, entonces, la ¡dea de la moralidad, a falta de imágenes, la fuerza motriz que da vida a! sentimiento de lo sublime? ¿Hemos de suponer, por tanto, detrás de la representación formal de la iey moral, y más allá de cualquier representación empírica, una fuerza que posibilite la sublimidad? ¿Qué tipo de fuerza sería esta? O, ¿debemos más bien aceptar que la referencia última de la estética kantiana es la idea de la moralidad, es decir, un criterio puramente forma!?

4.4. Conclusiones Tras la exposición de las complejas relaciones entre moral, cono­ cimiento, naturaleza, placer y goce estéticos en Kant, es ahora mo­ mento de retomar las preguntas que nos planteamos en relación a la oposición que Adorno realizó de las teorías de Freud y Kant a propó­ sito del interés y el desinterés estéticos, para responderlas y concluir al respecto. Así, ¿podemos decir que el lugar social del arte está sin más presu­ puesto en la obra de Kant? Como pasaba con Freud, el tema central de Kant no es en ningún momento el arte ni su comprensión, sino la crí­ tica trascendental de la subjetividad para dilucidar los principios que hacen posible el conocimiento, la determinación práctica de nuestras costumbres y el juicio. Ahora bien, sí en el arte no solo están involu­ cradas reglas prácticas, sino juicios a cuya base hay sentimientos de placer y dolor -es decir, juicios estéticos-, y si estos, como nos hace ver Kant en el caso de lo bello y lo sublime, son de gusto, no pueden estar de entrada determinados por fin o concepto, por lo que el juicio sobre obras de arte, bellas o sublimes, juzgadas en cuanto tales como objetos naturales, no podría presuponer algún tipo de determinación social, contrario, por ejemplo, a lo que sucedía con Burke, quien par­ tía de una base empírica y juzgaba dichos sentimientos en función de la sociedad, sus costumbres y la autoconservación, y más cercano a Longino, en quien lo sublime eleva nuestra naturaleza sobre las cir­ cunstancias concretas, más allá de cualquier regla. En todo caso, más

que presuponer una función social del arte, los objetos artísticos, en su relación con el gusto, presuponen competencias culturales y cierta formación moral; una naturaleza digna, como suponía Longino, pero que, contrario al pensador helenista, en Kant no se ha de medir en función de sus pasiones, sino de la racionalidad, la libertad y la auto­ nomía. Presuponen, pues, ciertas estructuras subjetivas que no están determinadas por principios empíricos ni por contenido patológico, sino por principios y leyes de nuestras facultades de conocimiento que tan solo podemos conocer a priori. Estructuras formales y puras que, por ello mismo, no están determinadas social o circunstancialmente, sino que son la condición cuyo fundamento incondicionado, inteligi­ ble, posibilita la experiencia de lo bello y lo sublime, es decir, de una contemplación libre y desinteresada. ¿Hay alguna consideración en la obra de Kant sobre el placer o el goce estéticos en relación'a la dimensión práctica? Aun y cuando los juicios de gusto parecen estar desvinculados de consideraciones prácticas, al no estar determinados por concepto, fin o utilidad, parece haber siempre una relación de dichos juicios con las facultades de conocimiento que posibilitan nuestra acción sobre el mundo, dispo­ niendo a nuestro espíritu para ello. Así, Kant recaSca constantemente la afinidad entre lo bello, lo sublime y la moralidad, lo primero como símbolo de la moralidad, lo segundo como un sentimiento de respeto, análogo al que impone como influjo la ley moral sobre la subjeti­ vidad, lo cual es siempre calificado por Kant como sublime. Ahora bien, ¿un objeto juzgado como bello o sublime, es por ello juzgado, ai mismo tiempo, como práctico? No, en Kant se trata de juicios dis­ tintos. Sin embargo, me parece que, de manera análoga a la elevación que, como Longino señala, un discurso sublime es capaz de realizar en nosotros, o como indica Burke, al uso de palabras que es capaz de causar en nosotros ciertos afectos, en Kant es posible concebir un arte capaz de engendrar en nosotros los sentimientos que dispongan a nuestro espíritu de la mejor manera para ejercer su acción en el mun­ do. La dimensión práctica, pues, no es omitida nunca por la estética kantiana, sino tan solo distinguida. De hecho, como se ha expuesto,

el propósito de la Crítica del juicio es el de comprender el enlace entre las dimensiones especulativa y práctica, a partir de la dilucidación de un principio a priori entre ellas, que, en el caso del juicio estético, no tiene su base ni en conceptos ni en ideas, sino en el sentimiento de placer y dolor. ¿Qué tan subjetivista es realmente el enfoque de Kant? Ta! como pasaba con Freud, el enfoque de Kant, en tanto crítica trascendental del sujeto, no puede sino partir de este y considerar solo secundaria­ mente al objeto, omitiendo así un análisis de su realidad empírica, histórica y social. En este sentido, en reSación al arte, como nos hace ver Adorno, su filosofía solo puede dar cuenta de lo formal en relación con el sujeto, pero no del contenido, de origen pulsional como vimos con Freud, ni de los elementos sociales, empíricamente determina­ dos, que afectan al objeto. Ello, sin embargo, no quiere decir que la filosofía kantiana rechace de entrada este tipo de determinaciones en el arte. Por otro lado, desde !o bello, y con más fuerza en lo sublime, parece llevarse a cabo una separación radical de cualquier conteni­ do empíricamente determinado, siendo que, en lo sublime, el objeto mismo se pierde por completo y solo nos queda para juzgar el estado del espíritu en el que la razón se impone a nuestra imaginación des­ bordada para lograr una exposición de un contenido que no puede ser caracterizado por Kant más que como informe y, caótico; una fuerza o poder susceptible de temor y confusión. Así, como se ha venido diciendo, la estética kantiana no ofrece los elementos para la com­ prensión del contenido que se manifiesta bajo cierta forma en lo bello y que en lo sublime parece hacerlo más allá de toda forma, siendo entonces necesario, como nos hace ver Adorno, recurrir a Freud para ello y demostrar su naturaleza pulsional. ¿Qué relación guardan las nociones de sublimación de Adorno y Freud con el sentimiento de lo sublime? Como se ha analizado, la sublimación es un proceso, un destino de la pulsión que escapa a la represión y que le permite mantenerse en movimiento, evitando su fijación en cualquier objeto, fin, concepto o utilidad previamente esta­ blecidos. Como señala Adorno, la sublimación es posibilitada no solo

por elementos subjetivos, sino por el objeto mismo al cual el sujeto se tiene que igualar. Lo sublime, de manera análoga, implica un proceso, un movimiento, en el cual el contenido intuido por la imaginación, al desbordarla, no es susceptible de ser identificado con forma alguna, por lo que la contemplación del objeto natural, el cual pone en mo­ vimiento el proceso, no puede ser fijada en él. Tampoco hay aquí, en tanto juicio de gusto, fijación a un concepto, fin o utilidad. En ambos, la sublimación y lo sublime, además de los elementos cognitivos y formales que los posibilitan, existen factores dinámicos que exigen el concepto de fuerza en su compresión. Así, en ambos, Sa fuerza o la pulsión parece mantenerse libre y en movimiento, superando todo obstáculo empírico, sensible o circunstancial. Sin embargo, hay que destacar que, en el caso de la noción kantiana de lo sublime, ei pro­ ceso parece estar destinado a la detención, a la simultaneidad y a su separación radical de todo contenido sensible, el cual es superado por la exigencia de totalidad de la razón, por la idea de moralidad, por ia ley que impone la facultad suprasensible en nosotros sobre !a naturaleza y cualquier contenido empírico. Solo así, nos dice Kant, el terror del desbordamiento ocasionado por ia fuerza de la naturaleza es superado y puede ser entonces juzgado como sublime. La referencia última en lo sublime, para Kant, es, entonces, la razón y no la pul­ sión, como parecía ser en la sublimación freudiana. Ahora bien, esto contrasta con las nociones de lo sublime tanto de Longino como de Burke. F^ira el primero, es la naturaleza, en función de la experiencia sensible, el talento y la pasión, la referencia última que en su eleva­ ción, en su movimiento -el cual no es caótico ni desordenado, sino medido y ordenado por cierta sensibilidad y conocimiento del artista, que no se pueden enseñar sino que pertenecen al hombre mismo y que por ello no están determinados de antemano conceptualmente-, no encuentra ningún tipo de límite. Para Burke, como puede verse en su crítica a la catarsis aristotélica, la razón tampoco determina en absoluto ei sentimiento de lo sublime, el cual tiene su base en leyes de los sentidos y de la imaginación y no en el juicio. Rara este pensador, ío sublime se explica por la tensión provocada tanto en los sentidos

como en la mente y se relaciona con un esfuerzo no superado por alguna instancia espiritual. Es, pues, como en el ejercicio físico, en ia tensión y en su negatividad donde se da el deleite de lo sublime. Me parece que esta noción coincide con la tensión dialéctica entre interés y desinterés que Adorno exige a toda creación artística, siendo así que en lo sublime dicha tensión encontraría su punto de mayor tirantez. Me parece también que ia conservación de la negatividad de la pulsión y de ia tensión en lo sublime permitiría mantener el movimiento de ia sublimación, mientras que la noción kantiana más bien parece implicar su detención y desaparición en una especie de síntesis racional. Por otro lado, ia noción kantiana involucra un tipo de negatividad que se opone al contenido pulsional, lo cual, quizás, es la causa de que Adorno haya opuesto las teorías de Freud y de Kant. Dicha negatividad es la de la forma, la de la razón y su ley, la de ia moralidad. Kant destaca que el sentimiento de respeto provocado por la ley moral parte de un dolor, como lo sublime en Burke, por su oposición a las inclinaciones. Y, sin embargo, el respeto no se queda en el dolor, de manera análoga a lo sublime que, en la oposición de la razón al terror dei desbordamiento de la fuerza de la naturaleza, en su negatividad, permite ia realización de un goce que no se puede igualar con el placer. ¿Qué relación guarda la obra de Kant con el interés y el desinterés estéticos? El interés estético, en Kant, pertenece solo al agrado provo­ cado por un objeto, por su existencia, por su posible posesión, por el placer inmediato que proporciona a los sentidos. Ei interés, pues, se encuentra del lado del hedonismo. El desinterés, en cambio, se rela­ ciona con los sentimientos de lo beiio y lo sublime en tanto que su juicio exige un distanciamiento de cualquier tipo de interés determi­ nado ya sea por sensación, concepto, fin o utilidad. Ahora bien, como señala Adorno, este desinterés permite la superación de lo inmediato, le confiere cierta dignidad a la contemplación y posibilita la crítica; sin embargo, es cuestionable que ei goce de lo bello y lo sublime al separarse de io sensible, como también señala Adorno, aún posibilite cualquier tipo de placer o goce. Lo bello y lo sublime, de acuerdo a

la conceptualización kantiana, ¿no generarán, más bien, indiferencia por el objeto y por toda circunstancia empíricamente determinada, en su separación de todo contenido patológico? ¿Una contemplación, pues, indiferente? Como en el caso de la moralidad, parece que lo único susceptible de interés es nuestro estado anímico, determinado por la ley moral en el terreno de lo práctico, pero indeterminado en el de lo estético. ¿Puede aún así existir goce? ¿En la indeterminación y sin pasión? ¿Un goce apático, totalmente formal? Resulta difícil con­ cebirlo y más bien me parece que, aun y cuando tomar distancia del placer inmediato y las circunstancias empíricas posibilita cierto tipo de goce, el componente pulsional, patológico y empírico debe con­ servarse, pues e!lo, en su tensión con lo formal, a priori, abstracto y universal, también es condición de posibilidad del deleite entre el dolor y el placer, como decía Burke; de goce en la renuncia al placer inmediato, como veíamos en Freud. ¿Qué tipo de placer o goce se produce para Kant en la experiencia estética y cómo se relaciona con la promesa de reconciliación que Adorno ubica en el arte? Por un lado, lo agradable produce un placer inmediato y sensorial sujeto por completo al interés por la existencia y posesión del objeto. El juicio de gusto, en cambio, implica desinte­ rés por el objeto. Así, en lo bello, el goce no estará determinado por concepto, fin o utilidad, sino que responderá exclusivamente al estado de nuestro espíritu en el cual nuestras facultades de conocimiento, la imaginación y el entendimiento, se encontrarán en libre juego entre ellas, conforme a fines, por una necesidad del juicio, pero sin deter­ minarse. El goce de lo bello surgirá, pues, del juicio de la forma de un objeto de la naturaleza, no determinada por fin o concepto, en el libre juego de las facultades de conocimiento involucradas. En lo sublime, en cambio, al verse desbordada la imaginación por la fuerza y magni­ tud del objeto de la naturaleza, ei juicio no podrá hacerse sobre la for­ ma; sin embargo, la tendencia finalista se mantendrá y el contenido de ia imaginación superada será referido a la razón en la cual encontrará una correcta exposición. El goce de lo sublime será para Kant, por tanto, el de la superación del terror -que provoca el desbordamiento

de lo sensible- por nuestra facultad suprasensible. Será, pues, un goce en el que la naturaleza, aun en la manifestación de su máximo poder, es superada por nuestra razón. El juicio de lo sublime es, propiamente, sobre nosotros mismos; sobre la humanidad, sobre nuestra facultad suprasensible y nuestra máxima dignidad, y no sobre la naturaleza. En este sentido, ¿lo sublime, en Kant, puede ofrecer una esperanza de reconciliación entre la razón y la naturaleza, en ia afirmación de nuestra máxima dignidad como .humanos? Como muestran Freud y Adorno, tal dignidad, basada en la razón y ia moralidad, conlleva un tipo de represión. Si la naturaleza, aun en su máxima expresión, en lo sublime, es dominada y reprimida, ¿no estará destinada a generar más bien malestar, como lo indica Freud? Por otro lado, si no existiera dicha posibilidad de sobreponernos a ia naturaleza, ¿no permanece­ ríamos, más bien, sumidos en el terror? Lo sublime, de acuerdo con Kant, me parece, contribuye a la reconciliación al hacer inteligible la facultad que permite superar la inmediatez, lo empírico y las circuns­ tancias, aun y cuando estas superen con su poder nuestra imagina­ ción. Ahora bien, creo que, además, para mantener viva la esperanza, es necesario que esa superación no sea absoluta, es decir, que la na­ turaleza no aparezca dominada, como detenida de una vez portadas, sino que su poder, su fuerza y sus posibilidades se mantengan libres y en movimiento, pues la esperanza no solo radica en su superación, sino en su posible cambio.

Después de haber analizado la oposición establecida por Adorno entre las teorías de Freud y Kant en relación al interés y el desinterés estéticos, con el fin de comprender el goce propio del arte, que en lo sublime encuentra su mayor tensión, a continuación abordaremos la propuesta del filósofo analítico Arthur Danto sobre el arte de nuestros tiempos. ¿Cuál es la pertinencia de introducir en esta investigación la filo­ sofía del arte de Danto? Danto, al igual que Adorno, en tanto crítico de arte en Nueva York, se enfrenta al problema de la falta de evidencia del arte. ¿Qué es el arte si ya nada es obvio con respécto a él? ¿Cómo podemos comprenderlo si cada vez resulta más difícil identificar qué en el objeto lo eleva a la dignidad de arte? La empresa de Danto, sin embargo, a pesar de partir del mismo conflicto, tomará el camino opuesto al de Adorno. Mientras que para este lo propio del arte es su negatividad, posibilitada tanto por su forma, que se separa de lo empí­ rico, como por su contenido de origen pulsional, siendo la oposición dialéctica de estos elementos lo que permite el placer y el goce esté­ ticos, Danto propondrá una respuesta en !a que no tomará en cuenta, en absoluto, dicha tensión. Con ello, ni el psicoanálisis ni la estética kantiana podrán tener un lugar en la comprensión del arte, sino que se establecerá, más bien, que la filosofía hegeliana es la única sobre la que se pueden establecer las bases para definir el arte. ¿Cómo concibe Danto una dialéctica hegeliana, sin recurrir a los conceptos que Adorno pone en juego? Su respuesta se estructu­ ra bajo tres distintos aspectos que se expondrán a continuación: una concepción de la historia del arte, como parte de la historia del es­ píritu, paralela a la de la filosofía y la religión, que es susceptible de llegar a su fin. Una posible definición de la esencia del arte basada en principios semánticos, que excluye consideraciones estéticas, lo cual hace de los objetos artísticos, esencialmente, objetos de conocimiento que no tienen por qué ofrecer goce. Finalmente, una reconsideración del lugar de la estética en el arte a partir de cierta noción de la belleza

que entra en conflicto con los conceptos kantianos de finalidad sin fin y libre juego de las facultades de conocimiento. ¿Puede, entonces, el arte, pensarse sin una relación esencial con la estética y, por ende, sin relación con el inconsciente y la pulsión? ¿No es ello reducir todo lo que implica el arte a la consciencia, bajo cierta lectura hegel iana de la evolución dialéctica del espíritu? ¿Será que una lectura hegeliana del arte, en nuestros tiempos, implicaría dejar de lado tanto consideraciones estéticas como psicoanalíticas? ¿Qué tan pertinente es esto? Para dar respuesta a estos cuestionamientos, demos paso a la exposición de la filosofía del arte de Danto.

5.1. Ei fin dei arte ¿Qué quiere decir Danto con que la historia del arte ha llegado a su fin? Según Danto, su concepción de la historia se basa en ia filoso­ fía hegeliana. Así (Danto, 2005 b: 4), «Hege! coloca la religión justo ai lado del arte en las etapas finales del itinerario del espíritu, donde la historia ha llegado a su fin y no queda más que adquirir consciencia de ío que, en todo caso, no puede ser cambiado».76 Para Danto, la historia es la historia del Espíritu en su camino hacia el conocimiento absoluto, siendo su destino la consciencia de lo que se ha consumado y que no puede ser cambiado. El fin del arte es, entonces, el momento en que el arte ha ¡legado a tal punto de su evolución histórica en que por fin puede ser consciente de sí y en el cual ya no habrá cambios significativos ni, por ende, posterior evolución. ¿Cómo ha sido posible que el arte llegara a tal situación? La tesis parte del supuesto hecho de que el arte ha sido considerado peligroso a lo largo de la historia y de que, por ello, se ha buscado suprimirlo. Ahora bien, la opinión de Danto (2005 b: 4) es que el peligro del arte no se deduce de circunstancias históricas, sino de creencias filosófi­ cas: «Se basa en ciertas teorías del arte que los filósofos han elaborado 76. Todas las citas dd libro de A. Danto The Philosophical Disenfranchisement o í ArC han sido tradu­ cidas por mí det original en ingles.

[...] por haber percibido un peligro en ei arte, al grado de que la his­ toria de la filosofía en sí casi podría ser considerada como un gran esfuerzo de colaboración para neutralizar la actividad». Con esto, la historia de la filosofía es, a su vez, la historia de la neutralización del arte, siendo que incluso podemos definir la primera a partir de la segunda: «es una manera de responder al peligro percibido del arte, abordándolo metafísicamente como si no hubiera nada que temer». Entonces, para saber io que es el arte, lo que se tiene que hacer es entender la relación de exclusión y de complementariedad entre la filosofía y el arte. La historia del arte, pues, es la historia de sus con­ flictos con la filosofía; una especie de dialéctica amo-esclavo, en la que el arte lucha contra su opresor en la búsqueda dé reconocimiento y autoconsciencía. ¿Dónde comienza esta lucha por el reconocimiento? En la estéti­ ca de Platón, quien en el libro X de la República (Danto, 2005 b: 5) «identificó la práctica del arte cor* la creación de apariencias de apa­ riencias, dos veces separadas de la realidad a la que la filosofía re­ fiere». El arte, desde Platón, se convirtió, entonces, en una imitación de apariencias; el artista imita sin poseer el conocimiento de aquello que imita, excepto cómo luce. Por ello, para Platón, el arte debe ser desterrado de la República, pues la política debe basarse en el co­ nocimiento teórico y práctico del que el arte carece; con lo cual, es relegado al reino de las sombras, los reflejos, los espectros, los sueños y las imágenes. Por esto, para Danto, la estética de Platón se basa en motivos políticos (6), «una lucha por dominar sobre las mentes de los hombres, en la cual se concibe al arte como el enemigo»; el arte como ia antítesis de la filosofía, encargada de velar por el conocimiento verdadero. Así, el arte fue relegado por la fiiosofía a la función de imitación. Ha sido sujetado por una teoría de la mimesis, la cual (Danto, 2005 b: 6) «nos da menos una teoría que una metáfora de la impotencia podero­ samente desabilitadora», a partir de la cual la misma filosofía se defi­ ne, pues si el arte no es más que una imitación de segundo grado de la verdadera realidad, la fiiosofía, en cambio, es la disciplina que tiene

acceso directo a dicha verdad. La filosofía, desde esta perspectiva, se ha encargado de mostrar la ineficacia del arte para resaltar su propia efectividad, en función de una supuesta «realidad verdadera». Según Danto, esta estrategia filosófica consta de dos etapas. La primera es la realización de una ontología en la que la «realidad» queda lógicamente inmunizada de los «peligros» del arte, neutralizán­ dolo. La segunda consiste en la racionalización del arte, de manera tal que la razón paulatinamente coloniza el ámbito de los sentimientos, tal como Nietzsche identificó en el Nacimiento de la tragedia como una especie de estética socrática, en la cual se iguala la razón con la belleza, trayendo esto como consecuencia el fin de la tragedia y de la comedia, por desechar su irracionalidad intrínseca. A partir, entonces, de que el socratismo dominó la filosofía, la actitud de esta con respec­ to al arte ha sido la de alternar (Danto, 2005 b: 7) «entre el esfuerzo analítico de volver efímero y, por tanto, apaciguar al arte, o permitirle cierto grado de validez tratándolo como si hiciera lo que hace la filo­ sofía, pero torpemente», siendo la primera la opción elegida por Kant y la segunda la opción de Hegel. La actitud de Kant hacia el arte es la del desinterés, lo cual es compatible con la pretensión de su sistema filosófico de mostrar la universalidad del juicio estético. Con esto, según' Danto, Kant se pone cerca de la actitud de Platón, en el sentido de que, para este último, nuestros verdaderos intereses deben estar en las formas puras y no en las obras de arte. Kant, como hemos visto, liga el juicio estético con una finalidad sin fin, con lo que el arte, desde el punto de vista filosófico que lo limita a través de una teoría estética basada en la belleza -la cual implica distancia respecto a la realidad empírica-, no tiene utilidad alguna (Danto, 2005 b: 10): «Por lo tanto, el arte es neutralizado sistemáticamente, eliminado del dominio del uso [...] y [...] del mundo de necesidades e intereses. Su valor consiste en su falta de valor». Entonces, aunque Kant suponga que el arte da placer, este se encuentra (11) «desconectado de la satifacción de necesidades reales o del logro de metas reales». El arte se convierte, así, en una especie de placer narcolépsico, cuyo valor, en todo caso, radica en

ias posibilidades que ofrece para distanciar de las contingencias del «mundo real». Bajo las dos perspectivas del arte, la hegeiiana y la kantiana, lo que nos trata de mostrar Danto (2005 b: 12) es que eJ arte es una espe­ cie de pretexto por el cual la filosofía existe; su justificación: «el arte es la razón por la fue inventada la filosofía, y los sistemas filosóficos, al final, son arquitecturas peninteciarías que es difícil no ver como laberintos para mantener monstruos dentro de ellos y protegernos así contra algún profundo peligro metafísico». ¿Cuál es, pues, ese peligro; ese núcleo traumático de la filosofía? Danto se hace la pregunta y con­ testa así: «Quizás el temor es que si el enemigo es ilusorio, la filosofía es ilusoria». ¿Es, entonces, todo este juego político que ha definido el lugar de la filosofía y del arte, una cuestión ilusoria sin referencia a algo real? ¿No hay realmente algún peligro? ¿Todo está en nuestras cabezas? ¿Nuestras prácticas, nuestras sociedades, nuestras institucio­ nes, están definidas exclusivamente por teorías, que en e¡ fondo no son sino ilusiones que nos protegen de ilusiones? Para intentar responder a estos cuestionamientos desde la perspec­ tiva de Danto, vayamos del lado del oponente reprimido, de lo que han identificado y propuesto los artistas. Duchamp, para Danto, ha sido un momento clave en la historia de Sa lucha del arte por ser reconoci­ do por su opresor. Nos comenta que a Duchamp (Danto, 2005 b: 13) le debe «(a concepción de que, desde Ja perspectiva del arte, la esté­ tica es un peligro, puesto que, desde la perspectiva de la filosofía, el arte es un peligro y la estética la agencia encargada de lidiar con él. Sin embargo, ¿qué debería ser el arte si se deshace de la atadura de la belleza?». Lo que sería el arte más allá de la estética es lo que intentó realizar Duchamp, según Danto. Es decir, no se trataba solo de no hacer cosas bellas, haciendo cosas feas, sino de hacer arte más allá de cualquier categoría estética, a lo cual, Danto hace una interesante afirmación, comparando la liberación del arte con ¡a liberación de las mujeres: «La forma de dejar de ser un objeto sexuai no es conver­ tirse en un objeto antisexual, puesto que uno sigue siendo un objeto a través de esa transformación, cuando el problema es cómo eludir

completamente la objetualidad». La emancipación del arte con res­ pecto a la filosofía está en trascender su carácter de objeto, su esencia basada en su apariencia, haciendo de lo que se percibe en el objeto algo irrelevante para la definición del arte. Así, el arte escapa a su de­ finición por parte de la estética, io cual, según Danto, nos lleva de la postura kantiana a la hegeliana. La pregunta de Danto, en relación al momento que la obra de Duchamp implica en la historia del arte, es la siguiente: ¿Por qué un objeto como Fuente (figura 1) -el orinal que Duchamp exhibió en 1917, en Nueva York, bajo el seudónimo de R. Mutt- es una obra de arte, cuando un objeto que se ve exactamente como ella no es más que un orinal? Ahora bien, ¿qué tiene que ver esta cuestión con Hegel? Que su posible respuesta, planteada por el mismo gesto artístico de exponer ei urinal y no por un filósofo, implica el logro de Sa conscien­ cia del arte por sí mismo. El arte, pues, en la época de Duchamp, llegó al punto en que fue capaz de cuestionarse por su propia esencia, más allá de la especulación filosófica; su carácter de objeto no dependía de su definición por parte de una teoría del sujeto (Danto, 2005 b: 16): «el dualismo sujeto/objeto es superado». Así, si la obra de Duchamp implica que la pregunta sobre la definición del arte se realiza desde el mismo arte, «el arte es ya filosofía en una forma auténtica, y ha cumplido su misión espitirual al revelarnos la esencia filosófica en su núcleo [...] Por So tanto, lo que el arte finalmente habrá alcanzado como su cumplimiento y realización es la filosofía del arte». El arte se libera a sí mismo haciendo de sí una filosofía sobre sí mismo. Su «misión espiritual», a ojos de Danto, deducida de lo que, a su parecer, ha llegado a ser por su desarrollo histórico, es la autoconsciencia; la autodefinición. Que cada obra contenga en sí su propia definición; que no tenga que referir a una teoría externa aS objeto artístico. Arte y teoría se identifican en la obra. «Y, cuando lo hace, bueno, en gran parte, el arte llega a su fin». Al realizarse el destino del arte, al convertirse en su opuesto, la filosofía misma que se definía a partir de aquel, irónicamente, se neu­ traliza; pierde la justificación que implicaba Sa indefinición, el peligro,

Figura 1. D ucham p, M arce l. Fuente (1917)

la irracionalidad, de su oponente. ¿Es, entonces, el fin deS arte, el fin de la filosofía como tal? Si la historia de la oposición ha liegado a su fin, si la contradicción ha sido purificada, ¿en qué tipo de época es­ taríamos entrando? La respuesta de Danto es que nuestro arte es posthistórico; que el arte mismo no tiene futuro, con lo cual !a filosofía del arte puede también realizar su fin: definir de una vez por todas lo que el arte es, tomando en cuenta toda la diversidad que ha alcanzado, gracias a que se ha agotado su concepto. Así, aunque puede seguir habiendo variadas manifestaciones artísticas, no habrá desarrollo en

el concepto de arte. El arte ha alcanzado, supuestamente, sus propios límites. Ahora bien, a todo esto, ¿cómo fue posible? ¿Cómo evolucio­ nó el arte, de la estética socrática, al cuestionamiento de Duchamp y de ahí a su fin? La explicación de Danto parte de la identificación de dos modelos impuestos al arte a io largo de su historia. Un primer modelo, llamado mimético, que reduce el arte a ia imitación de la realidad tal como . se percibe (con base en la estética de Platón), y otro, el modernista (basado en la estética kantiana), en el cual se deja atrás la imitación y se pone énfasis en el desarrollo de sus propios medios en cuanto tal, sin un fin ulterior. El primer modelo, entonces, puede ser concebido como (Danto, 2005 b: 86) «la conquista gradual de las apariencias naturales»; como un refinamiento de nuestras técnicas de representación de la realidad para duplicarla; para imitar apariencias. Dicha historia, para Danto, concluye con el desarrollo de los medios de reproducción en la fo­ tografía y el cine. ¿Quiere decir esto que otras artes, como la pintura, fueron dejadas atrás? No. Es aquí donde entra el segundo modelo. ES arte en general, como la pintura ante el advenimiento de la fotografía, ya no solo intentó reproducir apariencias, sino definir la posición del artista frente al objeto y la técnica en términos de los medios propios de cada arte. Así, se desarrolló una teoría en la que el fin de la obra ya no era representar, sino expresar la subjetividad a través de! objeto, lo cual exigía que el espectador se involucrara en un complejo proceso de interpretación. Con esto, Danto supone que (102) «el sentimiento es entonces comunicado al espectador al grado de que el espectador puede inferirlo con base en las discrepancias. De hecho, el especta­ dor debe generar algunas hipótesis»; lo cual difiere, por ejemplo, de opiniones como la de Adorno, en la que el arte modernista no busca comunicar ni se presta a la interpretación, sino que, todo lo contrario, intenta oponerse al sujeto; se niega a colaborar con él. Se podría decir, entonces, que para Danto, este segundo modelo es expresionista, con lo que, en él, lo importante no es la identificación de objetos, sino de sen­ timientos (103): «Los objetos se vuelven menos y menos reconocibles

y, finalmente, todo junto desaparece en el expresionismo abstracto, lo cual por supuesto significó que ia interpretación del trabajo pura­ mente expresionista requería de la referencia a sentimientos sin obje­ tos». Contrario a Adorno, insisto, para Danto, el arte se convirtió en la expresión de sentimientos por parte de! artista, y la apreciación, en la identificación de eilos por parte del espectador, así como en su juicio sobre la forma en que el artista los materializó en la obra. Ahora bien, dada esta concepción, lo que en realidad le interesa a Danto es que «la historia del arte adquiere una estructura totalmente diferen­ te». Que la historia del arte se puede concebir más allá de su ¡dea de mimesis -distinta a la que concibe Adorno- y, por ende, más allá deí progreso de técnicas y medios: «ya no hay más una razón para pensar el arte como si tuviera una historia progresiva [...] Ño la hay porque no hay tecnología mediadora de la expresión [...] se fragmenta en una secuencia de actos individuales, uno después del otro». El segundo modelo, bajo el concepto de expresión, relativiza el. arte, con lo cual la historia del arte se reduce a (104) «las vidas de los artistas, una después de la otra». La reSativización del arte tiene consecuencias en la forma en que definimos el arte y en la que pensamos su historia. Si no podemos identificar progreso, la pregunta por el fin del arte no tiene sentido. Además, si la historia del arte es concebida como una sucesión de obras, cada una independiente de la otra, es imposible definir el arte en términos positivos -por lo que Adorno opta por hacerlo en términos negativos. Y esto va en contra de los intereses de Danto, por lo que rechaza el modelo expresionista y lo sustituye por su interpretación de la filosofía de la historia hegeliana (Danto, 2005 b: 107), la cual «requiere que haya genuina continuidad histórica y, de hecho, un tipo de progreso [...] un tipo de progreso cognitívo». La historia del arte para Danto, entonces, no tiene sentido si la entendemos como un progreso de la técnica; habría que concebirla como un progreso de la conciencia que ha llegado a su fin: La cuestión, entonces, es qué tipo de cognición puede ser esta, y la respuesta, decepcionante como ha de sonar en un primer momento, es ei conocim iento

de lo que el arte es [...] La historia term ina con el advenimiento de la autoconciencia, o mejor, el conocim iento de sí [ ...] El arte term ina con el advenimiento de su propia filosofía.

El modelo expresionista trajo como consecuencia la reducción del arte a movimientos basados en manifiestos y la concepción de la histo­ ria del arte como la de sus discontinuidades, como si cada movimiento fuera una época, por efímero que fuera. Lo que Danto (2005 b: 109) identifica, sin embargo, es que cada movimiento requería su propia teo­ ría y que, «ante la profunda interacción entre la ubicación histórica y la emancipación teorética, la apelación a los sentimientos y a la expresión lucía cada vez menos y menos convincente». Era como si, parafrasean­ do a Kant (110), «ei arte fuera algo conceptualizable sin satisfacer algún concepto en específico». Se podría decir, portante, que para Danto, las explicaciones basadas en la expresión no explican nada. Por ello, Danto propone otro modelo para concebir la historia del arte, con miras a su posible definición, a su fin -el fin del arte, pues, es la posibilidad de su definición. Un modelo basado en estructuras narrativas (Danto, 2005 b: 110) «ejemplificado por la Bildungsroman, la novela de autoeducación, la cual ¡lega a su clímax en el autorreconocimiento del yo». Un modelo en el que el arte es capaz de llegar al conocimiento de sí a partir de la realización de dicho conocimiento en sí mismo (111), «demostrando, entonces, que la autoteorización es una posibilidad genuina y garantía de que hay algo cuya identidad consiste en entenderse a sí mismo». Así, lo que muestra Danto es que la historia del arte ha progresado en la dirección de la dependencia de cada obra de una teoría, al grado de que la teoría ya no es algo externo a cada obra de arte; cada obra es su propia teoría. Con esto, si la teoría quiere entender al arte, ha de entenderse a sí misma en el arte. Por lo que, como consecuencia de la evolución histórica, «virtualmente, todo lo que hay al final es teoría, el arte finalmente se evapora en una ofuscación de pensamiento puro sobre sí mismo, quedando, por decirlo así, solo como el objeto de su propia consciencia teorética». Y solo así es posible pensar que el arte ha llegado a su fin; es decir, solo es posible pensar que el arte ha llegado a su fin cuando se realizan

obras que pretenden llevar en sí mismas su propia explicación, su propia teoría y su propio imperativo. £1 arte, pues, al llegar a su fin, es transportado al mundo de las ideas; ya no importa qué se haga ni qué dirección tome la producción de arte, pues cada obra se dirige a sí misma; cada obra es su propio concepto. A lo cual, hemos de pregun­ tarnos, ¿cuáles son estas obras que se han hecho y que nos han llevado a suponer que el arte ha rebasado todo modelo y que ya no depende para su comprensión y su realización de ningún concepto exterior a cada obra? ¿Cuáles son las obras que han consumado el destino de la historia del arte; a las cuales se llegó progresivamente, hasta el grado de no poder concebir progreso más allá de ellas? Para Danto, la conciencia del arte de sí mismo,comenzó a darse a comienzos del siglo xx, con el llamado período modernista, el cual no solo implicaba una nueva época, sino una crisis. Lo propio de esta nueva actitud del arte fue la de ver hacia el interior de sí mismo más que hacia el mundo. Esta perspectiva trajo como consecuencia la pro­ ducción de nuevos tipos de objeto (Danto, 2005 b: 205): «volvernos conscientes de nosotros mismos como objetos no es lo mismo que volvernos conscientes de cualquier otro objeto: es una nueva clase de objeto». ¿Nuevos objetos como cuáles? Objetos, según Danto, cuyos referentes son ellos mismos y que, para justificarse, tenían que defi­ nirse a sí mismos. Por ello (206), «la posterior evolucion del arte pudo darse en lo sucesivo solo en el nivel de la fiiosofía». Cada arte, así, no solo se encargaba de representar la realidad, sino de hacer percepti­ bles sus propios límites. Y esto, para Danto, es un progreso cognitivo (207): «el progreso del arte a la filosofía [...] un progreso en la cog­ nición [...] donde la cognición se convierte en su propio objeto». Es en dicho sentido en el que cada obra se convirtió en su propia teoría. Se negó, pues, que la representación, entendida como imitación de la realidad visual, fuera la esencia del arte, lo cual inevitablemente llevó a la abstracción y a la formalización. El concepto de representación en arte se transformó; no se trataba de representar lo que vemos (208), sino «una realidad más alta que la óptica», a través de la cual «nos volviéramos más grandes y más espirituales como consecuencia de

adaptarnos a ella». Justo esta narrativa de perfeccionamiento espiritual y autoconsciencia es la que, para Danto, históricamente, ha llegado a su fin. Filosóficamente, las bases de esta narrativa las podemos encontrar en Descartes (Danto, 1997: 6), quien «empezó a traer las estructuras dei pensamiento a la conciencia [...] esas cualidades subjetivas que la filosofía moderna puso en el centro».77 Lo importante aquí son las. condiciones de la representación, más que la representación misma. La crítica de las condiciones de posibilidad, entonces, se volvió un elemento fundamental en el arte, como en la filosofía de Kant. Ya no era posible concebir el arte sin la crítica. Así, críticos de arte como Clement Greenberg, consideraron queManetes el equivalente en pin­ tura a Kant, lo cual, a su vez, posibilitaba pensar el arte dentro de una narrativa análoga a la que guio la filosofía moderna desde Descartes hasta Hegel: una narrativa del progreso de la conciencia hacia el co­ nocimiento absoluto. La cuestión que surge, a partir de estas transfor­ maciones del arte en relación a la filosofía, es ¿cómo el arte moderno se convirtió en arte contemporáneo, en el cual ya no encontramos narrativas bajo ¡as cuales comprenderlo, ni estilos definidos? ¿Cómo podemos comprender el paso del arte moderno al postmoderno? Para Danto, el periodo modernista abarca desde 1880 hasta la dé­ cada de los sesenta, aunque la distinción entre moderno y contempo­ ráneo no fue clara sino hasta los setenta u ochenta. Ahora bien, llamar a este nuevo arte postmoderno o, como Danto prefiere, posthistórico, más que hablar de una comprensión de lo que sucede, habla de nues­ tra incapacidad para definir las nuevas manifestaciones. ¿Por qué? Por­ que parece que, actualmente (Danto, 1997: 12), «ha desaparecido el linde de la historia.Todo está permitido [...] lo más urgente es tratar de entender [...] la década de 1970». Los sesenta fueron, para Danto, un paroxismo de estilos y los setenta, el momento en que el arte se conceptualizó de tal manera que ya no fue posible distinguir diferencias palpables entre objetos artísticos y objetos cotidianos, como sucede 77. Todas las citas del libro de A. Danto After ffre end o fa rt: Contempomry art and tbe ps!e o f history han sido traducidas por mí del original en inglés.

Figura 2. Warho!, Andy. Brillo Soap Pads Box (1964)

con el ejemplo favorito de Danto: la Caja, de Brillo de Andy Warhol (figura 2). El arte, supuestamente, dejó de apelar a los sentidos y em­ pezó a hacerlo, más bien, al pensamiento, con lo que saber qué era cada obra era saberlo filosóficamente (14): «Sin embargo, no fue hasta la década de los sesenta cuando una filosofía seria del arte se volvió una posibilidad; una que no se basara solamente en hechos iocales». La evolución histórica del arte en los sesenta, permitió, pues, para Danto, plantear la pregunta fundamental sobre el arte: ¿Por qué un objeto es arte si ninguna de sus cualidades perceptibles lo distingue de otro cualquiera que no es arte; si no hay criterios a priori sobre cómo debe lucir una obra?

justo antes de llegar el momento en que fue posible plantear la pre­ gunta, en la época que Danto llama «la edad de los manifiestos», acep­ tar algo como arte era aceptar la ideología que lo justificaba, con lo que, en la búsqueda de la verdad que habría de definir el arte, lo que se imponía era !a diversidad de ideologías. Sin embargo, parece que, para Danto (1997: 30), ia búsqueda realmente, en algún punto de la década de los sesenta, llegó a su fin: «a la conciencia de la verdadera naturaleza . filosófica del arte», lo cual no se presenta a ios sentidos sino a nuestro juicio sobre lo que ei arte es. Así, el arte deja de valer por sus cualidades estéticas, el goce que pueda brindarnos deja de ser tomado en cuenta, y más bien ha de ser juzgado por su aportación a ia comprensión de lo que él mismo es. ¿Cuál es, entonces, ia verdad sobre sí mismo a la que, supuestamente, accedió el arte? Una, probablemente, muy decepcio­ nante (34): «que realmente no hay arte más verdadero que cualquier otro, y que no hay una manera en que el arte tenga que ser: todo arte es igualmente e indiferentemente arte»; lo cual no significa que todo objeto es arte ni que todo arte sea de la misma calidad, por lo que una definición de lo que es o no arte, resulta imprescindible, y con lo cual regresamos a la pregunta sobre la Caja de Brillo de Warhol: ¿qué la hace distinta de una que se puede comprar en un supermercado? Ahora bien, ¿y qué si en lugar de pensar la verdad del arte como algo filosófico y, por ende, conceptual, pensamos en ella como algo estético? ¿Si nos adaptamos a los cambios en el arte con explicaciones que refieran a nuestra sensibilidad y no al concepto de lo que el arte es? Esto sería lo contrario a la postura asumida por Danto (1997: 56): «Para alguien cuya interacción con el arte es de este orden [estéti­ co], una teoría sobre el fin del arte no tiene sentido en absoluto; uno continúa ajustándose y respondiendo a lo que sea que venga sin una teoría». ¿Nadie, pues, fue capaz de articular una teoría estética que permitiera abarcar la diversidad de manifestaciones que se estaban produciendo? Danto supone que solo Clement Creenberg se embarcó en esa empresa, aunque su intento haya sido rebasado. ¿En qué consistió el intento de Creenberg? En definir ios criterios estéticos a los cuales se tenía que ceñir el verdadero arte, lo cual solo

era posible bajo los principios de la filosofía moderna, en específico, de la estética kantiana. Este intento, Danto lo enmarca en el cambio de paradigma del modelo mimético al expresivo; el movimiento «del ojo a la psique». Así, lo que se buscaba era redefinir el arte bajo una nueva narrativa, lo cual habría de redefinir también el modo en que el arte tenía que criticarse: la crítica de arte ya no era solo cuestión de crítica de obras, sino una crítica de cada disciplina en particular; de lo que cada una habría de ser, con miras a purificarse. El progreso, bajo la perspectiva de Greenberg, no consistía más en ei perfeccionamien­ to de ia representación de la realidad visual, sino en el desarrollo de los modos de expresión propios de cada disciplina. En la búsqueda de la pureza en pintura, escultura, etc., a través de la constante críti­ ca que va depurando paulatinamente el concepto dé cada disciplina (Danto, 1997: 70): «La historia del modernismo es la historia de la pur­ gación», Sin embargo, hemos de preguntarnos: ¿esta depuración tiene realmente bases estéticas? Es decir, ¿involucra elementos patológicos o solo considera criterios formales? ¿Se juzgan las obras por ei sentimiento que producen en el sujeto o solo por su apariencia? Pareciera que la interpretación de Greenberg de la estética kantiana es comple­ tamente formalista y desecha todo contenido empírico, pues Danto la relaciona, de manera similar a las críticas de Adorno al pensamiento de la Ilustración, con el totalitarismo: No es sorprendente, sino sim plemente chocante, reconocer que el análogo po­ lítico del modernismo en arte era el totalitarism o, con sus ideas de pureza racial [ ...] Mientras más estrictamente -escrib e Greenberg- se definan las normas de una d isciplin a, menos libertad permitirán en muchas direcciones.

La consecuencia de la radicalización del formalismo, paulatina­ mente, al llevar al límite la tensión entre las disciplinas artísticas y la realidad, la cual era separada de ia obra en un gesto de abstracción, hizo inestable la distinción misma entre arte y realidad. Para Green­ berg, lo que era arte se tenía que mostrar de manera inmediata al ojo a través de su forma; sin embargo, en virtud del proceso de depura­ ción que emprendió la crítica, dichas cualidades «estéticas» dejaron de ser obvias, al grado de que ya no fue posible discernir, a través de

la mera forma, entre un objeto artístico y uno común y corriente. En contraparte, el mismo material de la obra se empezó a concebir como una cualidad abstracta y a radicalizar (Danto, 1997: 72): «donde las propiedades físicas del cuadro -su forma, su pintura, su superficie pla­ na- se convirtieron en la inevitable esencia de la disciplina artística. Comparo esto con lo que se podría llamar lo abstracto formal, ai cual el nombre de Greenberg está indisolublemente asociado». ¿Qué es lo que dejó de tomar en cuenta esta visión formalista, según Danto? Cierto contenido, análogo al que la crítica de Adorno a la estética kantiana señala; sin embargo, el contenido que para Danto dejó de ser considerado, no refiere a la negatividad, de naturaleza pulsional, que veíamos en Adorno, sino al significado (meaning) de la obra, el cual es susceptible de ser sometido a juicio bajo procesos cognitivos y de interpretación, y es, por ende, de naturaleza conceptual. Por ello, para Danto (1997: 77): El m odernismo llegó a su fin cuando el dilem a reconocido por Greenberg entre obras de arte y meros objetos reales no pudo ser articulado en térm inos visuales, y cuando se volvió im prescindible renunciar a una estética materialista a favor de una estética del significado. Esto, de nueva cuenta, en mi opinion, vin o con la llegada del pop.

La estética, pues, entendida en términos puramente formalistas, como la de Greenberg, dejó de ser útil para explicar lo que estaba suce­ diendo con el arte que se producía en su momento, como el pop. ¿Po­ drá, entonces, una teoría del significado, como la de Danto, hacerlo? Antes de pasar a la exposición de la teoría de Danto, que pretende definir ei arte, así como a analizar su relación con la estética, hemos de terminar de repasar !a concepción de la historia del arte de este autor con algunas consideraciones. Una de fas mayores intuiciones de Danto con respecto a la apor­ tación del pop y en relación al agotamiento del expresionismo es que, mientras el expresionismo cada vez se separaba más de la realidad, bajo sus propios principios críticos, las siguientes generaciones inten­ taron disminuir esa brecha y poner en contacto el arte con la vida cotidiana. Por ello, para Danto (1997: 104), «fue el pop, sobre todo,

el que determinó el nuevo curso de las artes visuales», lo cual, pau­ latinamente, fue alejando el arte de cualquier narrativa que juzgara y definiera sus prácticas. Supuestamente, el éxito de obras como las de Duchamp y Warhol consiste en haber demostrado que un objeto pue­ de alcanzar el valor de arte sin recurrir a cualidades estéticas, por So que dichas obras demuestran que la estética no tiene que ser parte de la esencia del arte (112): «Lo que Duchamp hizo fue demostrar que el proyecto debería haber sido discernir cómo el arte debía distintguirse de la realidad». El arte dejó de ser un asunto de gusto y se convirtió en una cuestión ontológica, tal como lo planteaba Platón, pero revalo­ rándolo. Lo que se cuestiona, pues, es la separación misma entre arte y realidad. Por ello, si la historia del arte inició con,dicha distinción, al ponerse en duda, la historia del arte llega a su fin, y con ello (114): «Todo es posible. Cualquier cosa puede ser arte». El arte de hoy exis­ te, entonces, en una era pluralista; una en la que

arte ya no ha de

buscar su propia identidad porque, supuestamente, ya la encontró, y ahora todos son libres de hacer arte como quieran. A estas alturas, cabe preguntarse, propiamente hablando, en qué consiste el pop. (Danto, 1997: 128) «El arte pop como tal se compone de lo que llamo emblemas de la cultura popular transfigurados en gran arte [...] El arte pop es tan excitante porque es transfiguratívo [...] La transfiguración es un concepto religioso. Significa la adoración de lo ordinario». Estamos, aquí, ante el que quizás es el concepto clave de la teoría de Danto; su idea de transfiguración, de resonancias religio­ sas, que se relaciona a su vez con la noción de aura que expusimos en Benjamin, pero que es concebido de una manera distinta a la de Adorno. Aquí, los objetos no se distancian de la realidad empírica como suponía Adorno y, sin embargo, adquieren un valor superior. Mientras que en Adorno el arte se debía separar de lo ordinario, como una mónada sin ventanas, en el pop, lo ordinario es lo que es elevado (131): «la gente quería disfrutar de sus vidas tal como eran, y no en un plano diferente [...] No querían posponer o sacrificar [,,.] Solo ser de­ jado en el mundo que el pop hizo consciente era una vida tan buena como la que cualquiera podría querer». Esta especie de divinización

de lo ordinario, de la vida tal cual es, nos ayuda a distinguir, desde la perspectiva de Danto, la obra de Duchamp de la de Warhol (132): «Lo que sea que haya logrado, Duchamp no estaba celebrando lo ordina­ rio. Estaba, quizá, disminuyendo la estética y probando los límites del arte». Duchamp, entonces, fue clave en el cuestionamiento de la esté­ tica como parte de la esencia del arte; pero el paso decisivo para que el arte lograra su supuesta autoconciencia, lo da ei pop al elim inarla barrera entre e] arte y la vida cotidiana, elevando esto último-transfi­ gurándolo- a la dignidad de arte. No está de más destacar que, de esta forma, el arte pierde todo el potencial revolucionario que Benjamín y Adorno pudieron ver en él, pues, asf, no es capaz de agregar nada a la realidad, ya que tan solo la celebra; como si el mundo de las sopas Campbell, las fibras Brillo y las botellas de Coca-Cola, en suma, el mundo de las mercancías, fuera el mejor posible. ¿Puede un arte así seguir manteniendo ia esperanza de reconciliación? Parece evidente que no, porque, como dice Danto, bajo esta concepción, el arte ya no tiene futuro; ha llegado a su fin. Solo trata de las cosas tal como son; como si su labor fuera hacernos aceptarla o ayudarnos a soportaría, en lugar de mostrarnos que algo más es posible. Las obras de Warhol, pues, eran una celebración de lo ordinario, y la elevación de esto era lograda a través de la repetición de una imagen (Danto, 2003: 136) «hasta que la familiaridad se disuelve y experimentamos lo milagroso de lo banal». Aquí, el uso de lo banal es indispensable; lo que se busca es el reconocimiento inmediato de lo mostrado, que cualquiera se pueda identificar con la obra, sin que por ello se convierta en algo trivial y se olvide. El punto es lograr que permanezca en la memoria de los espectadores como algo de supre­ ma importancia. El pop, para Danto (2003: 138), es una especie de «sacramentalidad de lo cotidiano» que eleva a través del arte su visión de So que supuestamente somos: Somos refrescos, sopa en lata, hamburguesas, patatas fritas, conservas dulces, conos de helado. Somos pop. No somos pintura [ ...] La intuición de Warhol fue que nada que un artista pudiera hacer nos aproxim aría más a lo que el arte buscaba de lo que la realidad ya nos proporcionaba.

Ahora bien, eso que supuestamente «somos» y que la realidad ya nos proporciona, no tiene que ver con ia mimesis de la realidad, de la que hablaban Benjamin y Adorno, ni con la belleza natural, que veíamos en Kant, en la cual apreciar una obra de arte bella es como apreciar un objeto natural, sin concepto o fin que determine nuestro juicio. Pues aquí, lo que somos, no es referido a la naturaleza, sino a lo que Adorno denominaría industria cultural. La belleza dei pop, en cambio, para Danto, se relaciona directamente con esta realidad social producida industrialmente (Danto, 2003: 140): «Yo creo que él [Warhol] sintió profundamente que la misma vida cotidiana era muy belia y que sus objetos estaban dotados de una carga de significado inconmensurablemente mayor de lo que el arte podría alcanzar». De nueva cuenta es el significado, el concepto fundamental de las no­ ciones estéticas de Danto. Si el pop era bello, lo era porque mostraba significados que, en tanto que.conceptos, apelan al intelecto más que a la sensibilidad. Conceptos que determinan objetos y funciones, en relación a los intereses económicos de la sociedad. En realidad, Dan­ to tiene clara la mencionada oposición de ideologías estéticas: «Un imperativo insistía en la diferencia entre el arte y la vida, y el otro insistía en su identidad». La belleza, pues, así como el rumbo del arte, para Danto, se definen por su identidad con ¡a vida cotidiana, sujeta, en consecuencia, a significados, y no por su diferencia y su falta de sujeción a fines o conceptos. E! arte, entonces, y Danto (2003:142) no parece tener empacho en decirlo, prácticamente se iguala a la publicidad: «Warhol se inclinaba por ser una estrella, una celebridad, un producto publicitario, lo más cercano a una divinidad que permite la cultura americana contem­ poránea: un ídolo artístico, algo que él inventó». Economía, religión, filosofía, sociedad y arte parecen estar unidos bajo esta visión en una unidad no conflictiva. Evidentemente, la tan apreciada, por Adorno, distinción entre alta cultura y cultura popuiar, se desvanece. Los artistas ingresan a la publicidad y la publicidad utiliza imágenes artísticas para transmitir (Danto, 2003:150) «parte de su aura ai producto anunciado». Warhol,

pues, es el símbolo de una revolución cultural, cuya práctica primor­ dial, para Danto (154), consiste en «transformar medios [means] en significados [meanings]»; espiritualizar objetos elevándolos a la digni­ dad de conceptos de importancia social, con lo cual el arte pierde su vocación de trascender la realidad social y referir a una realidad más auténtica y fundamental. ¿Quiere decir esto que todo arte, al llegar el fin de la historia, ha superado toda contradicción entre lo sensible y lo intelectual, entre el sujeto y el objeto, y ha logrado !a armonía que pretendía Platón en su República, desterrando todo peligro de su ámbito? No. Más bien, solo el arte que ha llevado la historia a su fin ha logrado esto. Pero Danto no puede dejar de reconocer que se sigue haciendo otro tipo de arte, al cual denomina «peligroso» (Danto, 2003: 185): «Yo creo que el análisis de Kant avanza un buen trecho en el camino de la explicación de por qué el arte es peligroso. Es peligroso porque sus métodos están abiertos a la representación de cosas peligrosas, pero de tal modo que se hace tan peligrosas como ellas». El peligro que puede implicar la obra misma radica en su oposición al orden social, !o cual ha de recordarnos a la negatividad que para Adorno debe ser uno de los elementos constitutivos del arte, la cual determina su postura con res­ pecto a la realidad. Ahora bien, para Danto, el peligro y la negatividad no son algo fundamental, sino consecuencias de cierta concepción filosófica impuesta al arte (186): Naturalmente, lo que a m í me preocupa es la relegitimación filosófica del arte, en la medida en que !a m isma deslegitim ación es de origen filosófico. A q u í pa­ rece haber dos tareas. La primera es en cierta medida arqueológica. Uno tiene que volver a Platón e identificar qué era, por más que lo definiera, lo que él percibía como peligroso en el arte. Y esto, por supuesto, lleva luego a la difícil cuestión de la corrección de su análisis y a la explicación, en último término, de dónde radica realmente el peligro (si es que lo hay).

La empresa de Danto, la relegitimación del arte, por tanto, tiene que ver, de fondo, con comprender ei peligro con el que se le ha relacionado y, a la vez, establecer una postura respecto a él, separándolo del arte en sí y considerándolo como un efecto de este (Danto, 2003: 186):

Mi propia impresión es que el poder del arte es el poder en efecto de la retó­ rica [ ...] que tiene com o objetivo la m odificación de la actitud y la creencia. El problema con la teoría platónica del arte es que reconocía el poder, pero trataba de reaccionar a él ofreciendo teorías filosóficas del arte de las que se desprende que el arte no podía ser peligroso porque era demasiado metafísicamente insustancial.

Aquí notamos otra diferencia fundamental en relación a Adorno. El peligro del arte, para Danto, tiene que ver con sus capacidades re­ tóricas; con su capacidad de convencer, afectar y modificar actitudes y creencias. Para Adorno, el peligro está relacionado con la violencia patológica que el arte intenta conjurar a través del objeto artístico. Para Danto, el arte es reducido a discurso y a sus efectos, mientras que Adorno reconoce en la obra un contenido de naturaleza pulsional, una negatividad irreductible en el seno de la obra, que justifica su forma, a partir de la cual se opone a la realidad empírica. Finalmente, para Danto, el reconocimiento del poder del arte, rusas que una espe­ ranza, como para Adorno, implica un problema moral que ha de ser corregido (Danto, 2003: 187): U na vez que se entiende el poder, la siguiente tarea es de índole m oral: elim inar la libertad meramente formal que el concepto de arte ha adquirido, por el cual las obras de arte pueden expresar cualquier cosa de cualquier modo sin efecto porque es arte. Esta es una libertad vacía, y su choque con la realidad lo vemos en el racism o y la pornografía.

Así, para Danto, no se debería mostrar cualquier cosa en el arte; para él, hay obras que por el simple hecho de mostrar cierto conteni­ do, no importando ia forma en que lo hagan, son inmorales. Si bien, la libertad formal busca mostrar ciertos contenidos dañinos, sin hacer daño -en virtud de la separación que logra con respecto a lo empírico-, para adquirir consciencia de ellos, Danto, al reducir el arte a retórica, ubica el peligro tanto en el contenido como en la forma -pues, así, el contenido nos afecta a través de ¡a forma-, con lo que podemos deducir que hay ciertos contenidos que no deberían ser mostrados de ninguna forma posible, como los de] racismo y la pornografía. A lo cual, me pregunto: ¿Estos contenidos, entonces, han de permanecer por siempre en la oscuridad, sin que haya alguna posible forma de manifestarlos?

Bajo su concepción del fin de la historia, pues, podemos con­ cebir en Danto dos modos de hacer arte: uno progresivo que busca la transfiguración dei objeto en filosofía -y que se realiza en el arte pop- y otro regresivo que se empeña en la manifestación de conte­ nidos peligrosos e inmorales. Profundicemos más acerca de lo que podría ser este último tipo de arte, a través de lo que Danto llama art o f disturbation. Para Danto, existen dos tipos de frontera con respecto a los cuales se ha tratado de definir el arte: la frontera entre la filosofía y el arte y aquella entre el arte y la vida. La primera es laque Danto ha explorado con más atención y sobre Sa que se basa su teoría sobre el fin del arte. La segunda se relaciona con la perturbación como efecto del arte, so­ bre lo cual hemos de tratar. El término disturbation art, en inglés, para Danto, refiere tanto a masturbation como a disturbance, en el sentido de que busca producir una especie de espasmo así como introducir cierta amenaza o peligro en el ámbito de la vida. No basta en este arte con que el contenido de io que se representa sea perturbador, sino que la obra misma cause un disturbio, con lo cual, la brecha entre arte y vida, entre imitación y realidad, es franqueada de una manera distinta a como io hace el pop. Así, la decisión de realizar la obra se convierte en una decisión existencial que implica cierto riesgo en relación con la vida. Ahora bien, para Danto (2005 b : 123): «ordinariamente nues­ tro involucramiento con el arte no es de este orden». Ordinariamente, piensa Danto, ei arte no se mete directamente en la vida ni se entro­ mete en nuestras decisiones existenciales -y por ello, el pop le parece tan revolucionario; porque, a su parecer, une arte y vida sin peligro-, ¿Será este peligro del arte que es capaz de perturbar nuestra existen­ cia, el que identificaba Platón? Danto acepta que dicho arte continúa siendo tan sofisticado como cualquiera, sin embargo, su fin no radica en la afirmación de su propia identidad y en su reconocimiento con­ ceptual, según la dirección que Danto asigna a la historia. Más bien (Danto, 2005 b: 127); apunta a algo mucho más prim itivo: apunta a reconectar el arte con aquellos impulsos oscuros de los que se cree que el arte pudo haberse originado y a los

cuales el arte tendió a sofocar más y más: es una postura regresiva, que pugna por recuperar una etapa del arte en la que el arte mismo era casi como magia -co m o magia profunda, que hace que las posibilidades oscuras se realicen.

En esta relación con los impulsos fundamentales, que relaciona el arte con los ritos primitivos, piensa Danto, quizá radica el peligro iden­ tificado en el arte; sin embargo, a su vez, parece que para Danto ia evolución del arte sigue la dirección opuesta al contacto con dichos impulsos, hacia su espiritualización, como si la relación con los im­ pulsos se perdiera en un arte desarrollado y solo nos quedaran, para relacionarnos, conceptos y significados. Por supuesto, Danto (2005b: 131-132) reconoce que «hay un componente subracional en cada una de nuestras psiques que el arte antiguo intentaba alcanzar, y es la reac­ tivación de este contacto -vemos estos impulsos en el Surrealismo y el Dada- a lo que apunta el disturbatory art». Sin embargo, a su vez, desprecia cualquier manifestación no conceptual de esta relación con los impulsos, por artística que pueda ser (132-133): «Yo no disfruto el disturbatory art, quizás porque siempre estoy fuera de éi y lo veo como patético y fútil». Con esto, la teoría del fin del arte de Danto tal vez no puede ser tan concluyente como pretende si hay un tipo de arte que más bien sigue la dirección contraria a la que supuestamente la historia ha de tomar. Danto parece acercarse al fenómeno como a una excepción que parece confirmar la regla que intenta postular: «El disturbatory art sin embargo va contra el carácter histórico, si mi construcción hegeliana de la historia del arte es correcta, pero nos recuerda de dónde debió haber madurado esta empresa filosófica altamente desarrolla». Ahora bien, ¿realmente puede definirse el arte y su historia, como pretende Danto, si alguna de sus manifestaciones -como aquellas que intentan hacer de la relación con los impulsos el fundamento y razón de ser de la obra- no entra por completo en la definición? ¿Basta con decir que es una expresión primitiva, patética y fútil, que no ha evolucionado hacia donde debería? ¿No nos dirá este tipo de expresión algo que no podemos dejar de tomar en cuenta en relación al arte? Las cuestiones sobre las excepciones y sobre la relación de los impulsos y la estética con el arte, serán problemáticas en la obra de

Danto. Según él, el fin del arte nos abre la puerta a una época de plu­ ralismo, más allá de cualquier narrativa que intente imponer sentido a la historia, pues con el pop han llegado a su fin. ¿Pero qué tan plura­ lista es realmente esta época del arte? ¿Se puede realmente todo? ¿Ya no hay ideología reinante? La evolución que llevó al arte a la era del pluralismo fue la realiza­ ción de obras que mostraran que (Danto, 2003: 212): lo que constituye la diferencia entre e1 arte y lo que no es arte no es visual, sino conceptual. D escubrirlo es algo que corresponde a la filosofía del arte [ ...] Los artistas ya no necesitaban ser filósofos. Estaban liberados, una vez puesto el problema de la naturaleza del arte en manos de la filosofía, para hacer lo que quisieran.

Así, los artistas pueden hacer lo que quieran, excepto definir su propia actividad, tarea que Danto toma en sus manos. La verdad del arte, pues, es un asunto de filósofos, mientras que (Danto, 2003: 217) «en arte no hay ni verdad ni falsedad, lo cual significa que en último término eS pluralismo resulta inevitable».Todo lo que haga un artista, entonces, mientras haga arte, el cual es definido por filósofos como Danto, es válido, siendo así liberado del peso de hacer algo verda­ dero, de la necesidad de justificar su obra en sus propios términos y no en términos filosóficos, ¿Son realmente libres ios artistas, de esta forma? ¿No es esta una noción de libertad sin autonomía? ¿Sin la posi­ bilidad de que el artista defina por sí mismo el destino de sus produc­ ciones, como si la historia, conceptualizada por Danto, lo hiciera de antemano por él? Por otro lado, nos dice Danto que «la filosofía del arte únicamente puede discriminar entre obras de arte y meras cosas reales; no puede discriminar entre obras de arte, todas las cuales de­ ben encajar en sus teorías si es que las teorías tienen algo de bueno», lo cual nos lleva a la siguiente, obvia, pregunta: ¿y cómo una buena teoría sabrá lo que es una obra de arte si no hay en ellas aigún tipo de verdad que nos permita distinguirlas de cualquier otra cosa? Danto da por hecho que hay ciertos objetos en la realidad que son en efecto obras de arte y qué se pueden distinguir conceptualmente de otro tipo de objetos, cuya definición, función o relación con la realidad no

depende en último término de quien los produce, sino de ia evolución histórica del Espíritu, ¡a cual ha de ser interpretada por filósofos para establecer su correcta dirección. Y, entonces, bajo tales suposiciones, Danto nos dice: «No tengo razones para excluir nada [...] yo puedo gustar de todo». Se prociama absolutamente pluralista. Pero, ¿puede aceptar que incluso lo que no encaje en su concepto de historia del arte, sea arte? ¿No es, más bien, que su pluralismo está limitado por su teoría de la historia, y que no se puede extender más allá de estos límites a un arte que pretenda ser radicalmente distinto? ¿Al grado de meterse, como el disturbatory art, con la vida misma -y no solo con conceptos? Para seguir profundizando en los cuestionamientos y en la obra de Danto, a continuación se analizará su intento de definición del arte contenido en La transfiguración de! lugar común, así como, posterior­ mente, la complicada relación de su definición con las estéticas tanto de lo bello com o-de manera más acentuada- de lo sublime.

5.2. La esencia del arte Uno de los objetivos de Danto, una vez identificado el fin del arte, es el de determinar su esencia. Esto se ha intentado a lo largo de la historia de la Filosofía, pero a juicio de Danto, los filósofos que lo han buscado han errado, debido a que, por su perspectiva histórica, han confundido propiedades contingentes con propiedades esenciales. Así, Danto considera que él se encuentra en la perspectiva histórica adecuada para definir de una vez por todas lo que el arte es. Danto considera que hay dos formas de pensar la esencia (Danto, 1997: 194): «refiriendo a la clase de cosas denotadas por un término, o al conjunto de atributos que el término conota: por su extensión y su intensión». El arte, considerado en toda su extensión, es indefinible por la heterogeneidad de ios objetos que pueden ser agrupados bajo su concepto. Sin embargo, la definición que pretende realizar Danto no procede por inducción, es decir, no parte de la observación de las

características de los objetos que se intentan definir, sino de los sig­ nificados (meanings) a los que supuestamente las obras dan cuerpo. Esta noción de dar cuerpo (embodiment) va más allá de la distinción entre intención y extensión porque no depende de los objetos en sí ni de sus propiedades, sino del significado de la obra. Así, dos objetos en apariencia idénticos, como la Caja de Brillo de Warhol y una caja de fibras, pueden ser diferenciados por sus respectivos significados. Ahora bien, aunque las obras de arte varíen a lo largo de la historia, aumentando la extensión del concepto, Danto supone que su esen­ cia es atemporal y que se revela a sí misma a través de la historia. El contenido de la obra y su medio de presentación son históricos; sin embargo, como para Danto las obras no apelan a la percepción sino al juicio, su apariencia no agrega nada a su definición y esta puede ser establecida de manera que valga para cualquier época y manifes­ tación artística. La variabilidad absoluta de las manifestaciones, en cuanto a su apariencia, es salvada y la definición posibilitada bajo el concepto de pluralismo. Todo, pues, es posible en cuestión de apa­ riencia, pero no todo es arte y ello depende del significado de la obra. En tanto que el significado de una obra depende de su inserción en un momento histórico, se ha de tomar en cuenta la forma en que las personas de cierto periodo se relacionan cor¡ sus objetos, así como sus modos de vida. Con ello, los periodos de la, historia del arte no son solo intervalos de tiempo, sino (Danto, 1997: 201) «un intervalo en el que ias formas de vida vividas por hombres y mujeres tienen una compleja identidad filosófica». Esto supone que la forma en que la gente vive puede ser dilucidada en términos filosóficos; que es regida por ciertos significados que a su vez determinan lo que puede o no ser arte (202): «imaginar una obra de arte es imaginar una forma de vida en la cual juega un rol». Ahora bien, para Danto, tratar una obra en términos puramente estéticos es como sacarla del modo de vida que determina su significado: «despojarlas de su arraigo en formas de vida y considerarlas en si mismas»; con lo cual, lo que así no se recono­ ce, según Danto, es que cualquier cualidad estética, como la belleza, solo tiene sentido bajo cierto modo de vida que se lo proporciona.

Lo estético en la obra, contrario a la opinión de Adorno, no adquie­ re sentido en su oposición a los modos de vida predominantes, sino dentro de eilos; al interior de complejos sistemas filosóficos, de signi­ ficados, los cuales hemos de descifrar para determinar el significado de las obras particulares. Las obras y los objetos en general, pues, adquieren cierto sentido en determinados contextos y en otros pueden ser mencionados o ci­ tados y adquirir otro uso o sentido. Entonces, una obra de arte solo lo es en su contexto y fuera de él no puede serlo. Lo que es arte se ha de entender en su contexto y fuera de él pierde su significado. Ahora bien, planteémonos, junto con Danto, un ejemplo problemático, el caso del falsificador Van Meegeren. Vermeer, el artista falsificado por Van Meegeren, es reconocido como tal porque sus obras tienen cierto significado en el contexto holandés del siglo xvn, mientras que sus falsificaciones no pueden ser'arte, aunque sean perfectas imitaciones, porque no tienen nada que ver con su significado original; porque fue­ ron realizadas en un contexto en el que su producción no puede ser considerada arte. Así, aunque en apariencia una pintura de Van Mee­ geren y una de Vermeer sean idénticas, para Danto (1997: 206) la del segundo es «en verdad inconmensurablemente más vibrante que la fa­ bricación de Van Meegeren» (figura 3). No hay, pues, en la apreciación de Danto, ninguna consideración estética; lo que pueda ser arte es definido por su contexto -y no por oposición a él- porque conceptual­ mente lo permite, pues se presupone que cada época está estructurada narrativamente; como un sistema de ideas, de creencias filosóficas, que a su vez determinan el significado de los objetos que en ellas se producen. Con ello, las falsificaciones de Van Meegeren no aspiran a tener un uso en el sistema conceptual en el cuai fueron realizadas. Para lograrlo (207), sus producciones debieron hacer un «enunciado acerca del tipo de pintura que ejemplifica, y no un enunciado acerca de lo que una pintura de Cristo en Emaús trata», porque aquello acer­ ca de lo que la pintura trata depende de! contexto holandés del siglo xvn, con lo cua!, si Van Meegeren aspiraba a ser considerado artista debió hacer un enunciado que dijera algo sobre la pintura faisificada,

Figura 3. Meegeren, Han van. Falsificación de la obra de Johannes Vermeer, Cristo con la adúltera (1941-1942)

haciendo que el significado de su falsificación fuera distinto de aquel de la pintura de Vermeer. Lo propio del arte, entonces, no es lo que se ve, no es la pintura en sí, sino el enunciado (statement) que a través de ella -al darie cuerpo a un significado- se realiza. Solo él puede trascender su época y ser apreciado, a través del juicio, en otras (209): «El mensaje, de hecho, trasciende su propia época y la nuestra». El mensaje y no el cuerpo de la obra, con lo cual, a reserva de seguir confirmándolo en el análisis de los textos de Danto, podemos inferir

Figura 4. Komar y Melamid. United States: Most wantedpainting (1994-97)

que para éi, la esencia de la obra no está en su materialidad, sino en el supuesto mensaje que se da en esta (con lo que tendríamos que pre­ guntarnos qué sentido tiene tomarse la molestia de producir un objeto en su materialidad si lo que importa es lo que se quiere decir, aunque se haga bajo cierto estilo, y no el objeto en sí). A las falsificaciones de Van Meegeren, Danto opone la obra de los artistas rusos Komar y Melamid Most Wanted Painting (figura 4). Básicamente, el proyecto de estos últimos es realizar encuestas sobre lo que la gente quiere ver en una pintura para, estadísticamente, de­ terminar lo que han de pintar. El resultado, la pintura en sí, para Danto (1997: 216), «no tiene lugar en ei mundo del arte en absoluto. Lo que tiene lugar en el mundo de! arte es la pieza de performance [...] que consiste en la encuesta, la pintura, la publicidad, etc. [...] Ese trabajo es sobre el arte de la gente sin ser en sí mismo arte de ia gente en absoluto». La obra, lo que vale como arte, entonces, no es la pintura, sino el proceso de producción y aquello acerca de lo que el proceso habla. Al final, para Danto, Van Meegeren es una figura trágica que no es capaz de embonar en su época y Komar y Melamid un par de

bromistas que, sin un estilo particular (217), son «verdaderos héroes del periodo posthistórico». La comedia es lo que queda después del fin de arte. Ningún estilo en particular y ninguna exigencia estética. La calidad de la obra, en todo caso, radica en la pertinencia de io que se quiera decir a través de ella y de los medios usados, en un contexto determinado. Pero, entonces, me surge la siguiente pregunta acerca de las falsificaciones de Van Meegeren: a través de sus actos y produc­ ciones, ¿intentaba decir algo? Y, aun si no tenía otra intención que la de mostrar que era capaz de pintar como Vermeer, ¿no nos dicen sus actos y su producción algo sobre nuestra época, sobre el mundo del arte, sobre la manera en que valoramos las cosas? ¿No nos dice más Van Meegeren sobre nuestro mundo, incluso sin querer decírnoslo, en negativo, que Komar y Melamid haciendo encuestas? ¿Incluso el acto de estos últimos, no nos dice más si lo consideramos como un síntoma y no como un performance o una especie de puesta en escena? ¿No dice más lo que no dicen que lo que dicen en un statementí No para Danto. Para él, una obra se define a partir de lo que el artista tiene intención de decir, en cierto contexto, a través de ella. Una vez establecido lo anterior, lo que nos queda es profundizar en el análisis de los conceptos que hemos de tomar en cuenta, bajo la perspectiva de Danto, para definir el arte. Todos estos elementos son abordados en su principal obra sobre el tema, La transfiguración del lugar común, por lo cual, a continuación expondré dicho trabajo. Se podría decir que La transfiguración del lugar común es el inten­ to de Danto de dar respuesta a la pregunta sobré cómo podemos dis­ tinguir una obra de arte de un objeto común y corriente, aun y cuando ambos luzcan idénticos, es decir, sin tomar en cuenta sus propiedades materiales o percibidas por los sentidos. Para ello, concibe una filo­ sofía de! arte bajo presupuestos de una filosofía de la acción. Así, al hablar de arte, no se hablará simplemente de objetos, indiscernibles muchas veces de objetos que no son arte, sino de acciones, siendo una acción (Danto, 1981: 5) «un movimiento del cuerpo más x»,70 con 78. Todas las citas del libro de A. Danto The transfiguration o f the Cornmonplzce han sido traducidas por mí deí original en inglés.

lo que, siguiendo la analogía entre acción y obra de arte, «una obra de arte es un objeto material más y», siendo el problema de ja filosofía del arte resolver la identidad de y, como la filosofía de la acción ha de hacerlo con x. «Una solución wittgensteniana temprana fue esta: una acción es un movimiento corporal determinado por una regla». ¿Será, entonces, el arte un objeto determinado por una regla? Esto no resol­ vería el problema inicial de Danto, porque no es posible identificar reglas específicas para el arte, válidas en cualquier época. ¿Cuál será, entonces, la identidad de la incógnita despejada? (7) «¿Qué clase de predicado es, en cualquier caso, una obra de arte?» Como se indicó en el apartado anterior, ni el predicado de la imi­ tación ni el de la expresión, para Danto, pueden definir todo tipo de arte. Sin embargo, hay un concepto ligado a los dos anteriores, que podría definir de mejor manera lo que buscamos: el de metáfora. La metáfora no solo expresa o imita una realidad, sino que, involucrando ambos aspectos, puede brindarnos conocimiento en virtud de la re­ flexión que es necesaria para su interpretación. Sin embargo, aún está presente el problema sobre aquello en lo que se basa el conocimien­ to que puede proporcionar; ello sigue siendo una incógnita, la cual está involucrada en la determinación de lo que es ilusión y lo que es realidad, cuyos orígenes en la tradición filosófica podemos encontrar en Platón. ¿Cómo sabemos que una metáfora muestra una realidad o cómo sabemos que es solo una ilusión? Y, si podemos saberlo, ¿dónde ubicamos el arte? Si consideramos el problema desde la perspectiva de la verdad, pareciera que la obra en sí, como lo establece la crítica platónica, no es más que una ilusión que, en el mejor de lo casos, representa una realidad en la cual reposa la verdad. Sin embargo, Danto prefiere tratar ei arte bajo una categoría distinta que, sin des­ cartar la ilusión, permite abarcar un espectro de obras más amplio que aquel en el que lo que se muestra no es más que una imitación de una realidad exterior y más cercana a la verdad: el concepto de representación. El concepto de representación es utilizado en dos sentidos distin­ tos: uno religioso y otro simbólico. El primero es remitido a los rituales

en los que algo puede representar la divinidad bajo eí entendido de que ello mismo es divino; de que dios está en él. En el segundo, algo está en lugar de algo más que se encuentra ausente. Así, el interés de Danto respecto a estos tipos de representación es conceptual (Danto, 1981: 19): «los dos sentidos de representación corresponden muy cer­ canamente a dos sentidos de apariencia, siendo el primero en el que la cosa se muestra por sí misma [...] y el segundo, en el que debemos de hecho comparar la apariencia.con la realidad». Es el segundo tipo de representación e! que para Danto está vinculado al arte y en virtud del cual se distingue del ritual (21): en un caso la relación era la de identidad -a l ver la apariencia uno veía la co sa - y en el otro la relación era la de designación, abriéndose una brecha, por decirlo así, entre la realidad y sus representaciones, com parable a, si no es que de hecho la m ism a, que la brecha que percibim os a! separar el lenguaje de la realidad cuando aquel es entendido en su capacidad figurativa o descriptiva.

La distancia de este tipo de representación tío es la distancia del desinterés estético de la que hablaba Kant, porque para Danto tal ac­ titud puede ser tomada con respecto a cualquier cosa en la realidad y no explica nada sobre el problema específico de cómo podemos identificar obras de arte, además de que, en su opinión, separa a estas de toda actitud práctica, cosa que para Danto tampoco puede ser par­ te de la esencia buscada; a su parecer, las actitudes estéticas solo son convenciones de ciertas épocas. Lo que deberíamos identificar, por tanto, en relación a este tipo de representación, no son las actitudes estéticas que le corresponden, sino que estas son posibilitadas por sistemas de significados convencionales que determinan nuestra rela­ ción con lo que es ilusión y lo que es realidad. ¿Quiere decir esto que las convenciones definen el arte? No, pues con ello regresamos al pro­ blema de encontrar reglas que valgan para el arte de toda época, cosa que es imposible; además, las convenciones como tal no nos ayudan a responder la pregunta fundamental de Danto sobre la diferencia entre una obra de arte y un objeto común y corriente. Podemos, sin embar­ go, al menos, plantearnos la pregunta de la siguiente manera: ¿Cómo se distinguen las representaciones artísticas, una vez establecido

a cuáles nos referimos, de los objetos ordinarios? El problema, enton­ ces, deja de ser estético y se vuelve metaffsico. Supongamos que tenemos dos objetos idénticos, uno de los cuales es un objeto cualquiera y el otro, uno que pretende ser arte y no una mera copia del otro. Las intenciones con las que ambos fueron realiza­ dos son distintas. Lo importante a destacar aquí es que estos hechos no son externos, sino que son parte de la constitución de la obra (Danto, 1981: 36): «las obras están en parte constituidas por su ubicación en la historia [...] así como por sus relaciones con los autores [...] no se pue­ des aislar estos factores de la obra porque ellos penetran, por decirlo así, la esencia de la obra». Podemos inferir, entonces, que parte de lo que hace que una representación sea arte es cierta iñtención asociada I

a ella, en relación al contexto del autor. ¿Pero qué tipo de intención? La respuesta, como hemos visto, en parte tiene que ser histórica; la intención a la que la obra, da cuerpo se tiene que entender en su contexto, determinado por sistemas de creencias filosóficas que posi­ bilitan la producción no solo del objeto sino de su significado (Danto, 1981: 47): «que hubiera sido posible históricamente para tal objeto ser una obra de arte en una época y no en otra». Pero, por otro lado, tiene que ver con el tema (subject) de la obra, que no se identifica ni con el gesto, ni con la expresión -lo cual, para Danto, se asemeja más a un síntoma. De nueva cuenta, Danto intenta establecer una analogía con la filosofía de la acción. Cuando alguien realiza una acción lo hace por algún motivo; no tiene una mera reacción corporal. Y, aunque no sepa decir por qué lo hizo, puede al menos hacerse la pregunta (Danto, 1981: 48): «La relación, entonces, entre una obra de arte y una cosa en cuanto tal es, al respecto, análoga a la diferencia entre una acción básica y un mero movimiento corporal, para toda apariencia externa». Una obra, así, ha de tener tema en relación a la intención del autor, ha de ser sobre algo, aun y cuando no sepamos sobre qué, pues la pregunta misma, si es arte, es pertinente. Y, aquello sobre lo cual la obra es, está relacionado con su historia causal, con el contexto en e! cual fue producida, con las razones que ie dieron origen. Lo que se

supone que se ha de hacer ante una representación artística, entonces, es entender lo que esta pueda significar, su tema, en función de ias intensiones y el contexto que la posibilitaron. La historia del arte, sin embargo, bajo Sa tesis de Danto, involucra un elemento más: una progresión hacia la conciencia de sí. El arte ha evolucionado de tal manera que no se puede concebir el objeto artístico sino como una reflexión sobre sí mismo, con lo que (Danto, 1981: 56) «las obras de arte han sido transfiguradas en ejercicios de filosofía del arte». Hacer arte es hacer, a la vez, fiiosofía del arte en el objeto mismo: «la definición del arte se ha vuelto parte de la natura­ leza dei arte de una forma muy explícita». Parte de la esencia del arte, pues, yace en que, aquello de lo que trata y define su significado, es su esencia misma. Evidentemente hay cierta circularidad en ei argu­ mento, lo cual «sugiere de manera casi irresistible que la filosofía y el arte son uno mismo» y que el arte no ha sido más que una parte de la misma filosofía (y viceversa) que fue alienada de sí. Sin embargo, Danto pronto rectifica (57): «Casi irresistible: pero es una sugerencia que prudentemente hemos de resistir». En realidad, si las fronteras entre el arte y la filosofía se desvanecieran, ambos serían indefinibles, y esto iría en contra de los intereses de Danto. El punto, más bien, es aclarar dichas fronteras de manera que se tomen en cuenta los intentos del arte de definirse a sí mismo, sin que ello io convierta en fiiosofía. Así pues, intentemos seguir a Danto en su esfuerzo analítico de aclarar fronteras, bajo el siguiente cuestionamiento: ¿se puede reco­ nocer una obra de arte sin tener la definición del arte? Incluso, radi­ calicemos la pregunta retomando el planteamiento fundamental de Danto: ¿podemos distinguir una obra de arte de un objeto cotidiano, si ambos son idénticos para la percepción sensorial y sin una defini­ ción de lo que el arte es? Como ya hemos mencionado, no podemos partir de un conjunto de reglas o fórmulas para definir el arte, porque su extensión es tal que lo impide (Danto, 1981: 61): «podemos ver mejor lo que se puede esperar de una definición dei arte: no pue­ de esperarse que nos dé una piedra de toque para reconocer obras de arte». No necesitamos, pues, una definición para reconocer arte.

¿Cómo lo reconocemos, entonces, si no es posible hacerlo a través de las propiedades percibidas del objeto, ni de un concepto previo? La respuesta apuntará a las relaciones que la obra establece en su con­ texto. ¿Se pueden reconocer, empero, relaciones esenciales en el arte, como cuando uno reconoce a su tío por ser hermano de su padre? El concepto de representación implica estar en relación con algo. ¿El arte con qué estaría, esencialmente, en relación? La respuesta de Danto nos devuelve a la cuestión del tema (subject); la representación artística siempre está en relación con aquello acerca de lo que es, sin que, necesariamente, aquello acerca de lo que es exista. ¿Qué es entonces aquello acerca de lo que la obra es? Un concepto inten­ cional que, en tanto que forma parte de la esencia dei arte, Danto lo llama, como si fuera una especie de propiedad del objeto, aboutness. El aboutness es el sentido que, en tanto que statement, formula el objeto artístico, y no requiere de una contraparte real para que la obra signifique. Su significado (meaning) radica en la relación que la obra misma establece, sin que necesariamente se relacione con algo dife­ rente a ella misma. Esto es así, porque el término significado puede ser entendido de dos maneras distintas (Danto, 1981: 71): un término significa aquello que representa, o lo que denota [ ...I lo que es su extensión [...] Pero, a veces, un término, de hecho, no representa nada, o tiene una extensión nula [...] algo más que su denotación debe invocarse para dar cuenta de esto [,..] sea lo que sea, sería et segundo sentido de significado lo que parece necesario distinguir.

¿Puede entonces el arte no denotar nada y sin embargo significar? Aquí, Danto hace uso de la distinción formulada por Frege entre sen­ tido (Sinn) y referencia (Bedeutung) de una expresión. Una imitación, por ejemplo, debe tener ambos, pues no basta con que se entienda aquello acerca (about) de lo que la representación es, sino que ade­ más establezca una relación de similitud refiriendo a algo reai externo a ella; que denote aquello de (of) lo que es (Danto, 1981: 75): «solo por esa razón debería ser claro que entender que las imágenes repre­ sentan algo tiene poco que ver con entender de [of¡ qué son». Así, el arte puede o no ser una imitación, establecer o no una relación con la

realidad externa a la obra, pero no puede dejar de ser acerca (about) de algo. Una distancia se establece, entonces, entre al arte y la reali­ dad, separándose, a la vez, del ritual y la magia. Y, justo en este punto, es donde podemos abordar la relación del arte con la filosofía (78): O pinión que el arte, en cuanto tal, en tanto que es algo que contrasta con la realidad, surgió junto a la filosofía, y que parte de la cuestión sobre por qué el arte es algo que tiene que ver con la filosofía puede ser relacionada con la cuesr tión sobre por qué la filosofía no apareció históricamente en todas las culturas.

Es decir, para que la filosofía existiera fue necesario que ciertas cul­ turas, como la griega y la hindú, acuñaran un concepto de realidad diferente al de los rituales religiosos; y para que esto fuera posible, ne­ cesitaba contrastar con algo distinto: con el arte, que es una representa­ ción que (Danto, 1981: 78) «establece totalmente la realidad y la pone a distancia». Detrás de esta separación, sin embargo, existe otra más fun­ damental: !a separación entre el lenguaje y el mundo. Hay un contraste entre las palabras y las cosas y, por ende, entre las representaciones y la realidad. Una representación no es una cosa cualquiera, de la misma manera en que una obra de arte no es objeto ordinario (79): «Las cosas se distinguen de las representaciones en una relación muy diferente (o conjunto de relaciones) que aquellas en las cuales se distinguen unas de las otras». Y ei punto en relación con la filosofía es que solo esta requiere para articular sus discursos que sus conceptos se apoyen en la mencionada distinción. No hay filosofía sin realidad y sin algo que con­ traste con ella. El arte, pues, es necesario para ser consciente de lo que la filosofía es y, en este sentido, el arte que es consciente de sí mismo es el que es capaz de articular en el objeto artístico la relación del tal objeto con el discurso filosófico que lo requiere para existir. El arte se separa del mundo en virtud de su capacidad de articular un sentido, es decir, de significar, de decir algo acerca de algo que no necesariamente existe (aboutness). Así pues, e! sentido de la obra, su significado, está en ia obra misma. Pero, entonces, aquello que es portador de sentido y que contrasta con la realidad, ¿es real? ¿No es la ilusión parte de ia realidad? ¿De qué manera lo es? (Danto, 1981: 82) «Las obras de arte, en cuanto clase, contrastan con ias cosas reales justo

de la manera en que las palabras lo hacen, incluso si son en «cual­ quier otro sentido» reales». El arte es, en esencia, lenguaje puro -en tanto que significa algo- separado de todo referente y, por lo mismo, no es susceptible de ser verdadero o falso. Por eilo, la preocupación de Danto al respecto (83) «tiene que ver menos con la pregunta sobre cómo pueden ajustarse las obras de arte a la realidad [...] que con la diferencia entre realidad y arte», siendo el valor filosófico del arte el de haber ayudado a la conciencia de la separación que lo constituye. Es en ese sentido en el que el arte fue capaz de llegar a su fin; cuando fue capaz de hacer que un objeto cualquiera fuera separado de la realidad cotidiana -en virtud de su capacidad de significar algo sin referencia-, sin modificación alguna de sus propiedades perceptibles. Lo anterior significa que ni las cualidades perceptibles del objeto ni sus efectos sobre el espectador juegan algún rol en la definición del arte. De hecho, para Danto, saber que algo es arte -nuestra creencia de que el objeto es arte- determina los efectos estéticos del objeto y no al revés, es decir, que los efectos estéticos determinen lo que es arte. Así, puede que haya estéticas y lenguajes propios del arte, pero eso no contribuye en nada a su definición. Saber lo que es arte no re­ cae en nuestras respuestas estéticas ante el objeto (Danto, 1981: 99), sino en «comprender [...] que tiene cualidades a las que hay que pres­ tar atención, de las que carecen sus contrapartes no transfiguradas»; cualidades que se relacionan, más bien, con su significado. ¿Qué es, entonces, io que vale en el arte, si no es la experiencia estética que ofrece? Aquello que no ofrecen las cosas ordinarias ni la cruda materialidad; el significado que las distingue de estas. Las obras de arte (Danto, 1981:110) «son sobre teorías que también rechazan, e internalizan teorías que cualquiera que pueda apreciarlas debe enten­ der, y aluden incluso a teorías adicionales, cuya ignorancia empobre­ ce la apreciación de estas obras». No hay, pues, arte sin teoría, siendo esto último lo que lo define. Las obras de arte son (111): obras teoréticas [ ...] tan conscientes de sí, de hecho, que casi ejem plifican un ideal hegeliano en ei que la m ateria se transfigura en espíritu, habiendo d ifíc il­ mente en este caso un elemento de la contraparte m aterial, el cual no puede ser candidato para ser parte de la obra de arte misma.

Lo estético depende de lo teórico. De la conciencia que la obra realiza en sí misma, no en las propiedades del objeto, sino en función de las relaciones que establece con su contexto; del sistema, históri­ camente determinado, en el cual se inserta la obra. La apreciación de la obra, entonces, no consiste en experimentar los efectos del objeto sobre nosotros, sino en interpretar la teoría implícita en lo que esta­ mos viendo. La apreciación es un proceso cognitivo y no estético; el proceso de determinar, conceptualmente, la relación de ia obra con su contraparte material, con lo cual, ia pregunta filosófica en relación a la apreciación del arte, a su interpretación (Danto, 1981: 114), es «cuáles son las diferencias estructurales entre responder a obras de arte y responder a meras cosas». Para empezar, hemos de identificar que un objeto es una obra de arte, para después interpretar los elementos que constituyen su estruc­ tura. Y, como decíamos, si el objeto es sobre (about) aigo, si significa algo más de lo que vemos en él, entonces es una obra de arte y hay una estructura intencional -la cual constituye su significado- que interpretar en ella. Así (Danto, 1981: 119), «interpretar una obra es ofrecer una teoría acerca de lo que trata la obra, sobre cuál es su tema». Ofrecer una teoría sobre lo que el objeto significa, siendo que la estructura de la obra es un sistema de relaciones con las cuales el objeto estabiece identificaciones; un sistema de relaciones intencionales que no pueden ser percibidas sensorialmente en el objeto y que definen sus límites. Cada interpretación de un objeto, pues, ofrece un sistema distinto y constituye obras distintas, lo cual hace posible que objetos idénticos sean obras distintas (125): «Uno puede ser un realista acerca de objetos y un idealista acerca de obras de arte», ya que lo que se interpreta es ia idea a la que el objeto da cuerpo, no e! objeto en sí. La interpretación, entonces (126), «es algo como un bautizo, no en el sentido de dar un nombre, sino una nueva identidad, participación en ia comunidad de los elegidos». Hacer arte es tomar cualquier objeto e introducirlo en una red de relaciones en la que signifique algo más; en 1a que es transfi­ gurado, elevado, al reino del arte, sin que por ello pierda su significado literal; sin que se oponga a! significado ordinario, pero estableciendo

una diferencia lógica -en contra del punto de vista de Adorno, en el que la oposición total de la obra, su negatividad, como mónada sin ventanas, y no solo un elemento que se separa y se distingue de lo empírico, es lo decisivo en la configuración del objeto. Los límites de la interpretación y de la obra son, por tanto, históricos, no en el sentido, como se mencionó, de que la obra se oponga a lo existente, sino de que, en virtud de las relaciones en las que la obra es insertada en la red de lo existente, un objeto cotidiano adquiere un significado superior, un significado filosófico, sin dejar de ser por eso un objeto cotidiano (134); «el mundo no ha de ser superado a favor de un mundo más alto, sino que ha de ser cargado con las cualidades de un mundo más alto». Dado lo anterior, lo que debemos precisar es la relación entre la teoría y el arte -pues el segundo depende la primera- que determina el tipo de interpretación que hace de un objeto, obra de arte. Danto plantea ei problema en relación al tipo de representación que, a su juicio, es el arte. Es decir, en tanto que el arte es un tipo de representación particular, le ha de corresponder un tipo de interpre­ tación específica. Ahora bien, como hemos visto, para Danto el arte tiene una historia particular dentro de la cual, lo que pretenda ser arte, ha de ser interpretado. Dicha pertenencia a la historia del arte -el inscribirse en sus procesos evolutivos- es uno de los elementos que distingue un objeto que pretende ser arte del que no lo es, aunque en apariencia sean idénticos. Las relaciones que determinan el significado del objeto, entonces, han de ser leídas en el marco de la historia que ha posibilitado que ese objeto signifique algo, que sea un síatement que diga algo pertinente en el supuesto mundo del arte; que tenga va­ lor filosófico, de acuerdo a los cuestionamientos que es posible hacer en cada época. En virtud de lo anterior, una obra de arte tendrá un contenido distinto al de un objeto que, aunque idéntico en apariencia, no se haya inscrito dentro de ia historia del arte (Danto, 1981: 143): «Un contenido, entonces, ha de ser más profundo que el otro»; sin embargo, este contenido como tal no es lo que busca Danto para de­ finir el arte, porque para él, no hay un contenido en particular que se le tenga que asignar. Hay que insistir en que, para Danto, la diferencia

fundamental está en e¡ tipo de representación que es el arte y no en su contenido, por profundo que pueda ser -con !o que podemos suponer que una obra puede ser extraordinariamente superficial, en relación a su contenido, y aun así, de excelente calidad. Entonces, si en la representación artística e! contenido no deter­ mina en absoluto su carácter artístico, ¿qué sí lo hace? Su antítesis, ía forma en que la obra representa un contenido (Danto, 1981: 146) «para llamar la atención sobre cómo es presentado e! contenido». La pregunta obvia en relación con esta caracterización de la forma del objeto artístico, es ¿qué hemos de entender por «llamar la atención»? Siguiendo el texto de Danto podemos contestar que una obra de arte (147) «presenta el contenido de una forma que muestra algo sobre el contenido presentado». No basta, para Danto, que el arte muestre contenidos bajo cierta forma -una bella, por ejemplo-, por muy im­ portante que sea para los hombres de cierta época presenciar dichos contenidos, sino que lo haga de manera tal que la forma en que se presenta la obra muestre algo acerca del contenido presentado ya en algún objeto cotidiano -aconteciendo esto último, evidentemente, de forma cotidiana. Sin embargo, es necesario insistir en la pregun­ ta, ¿mostrar qué? O, quizá, debamos más bien preguntar: ¿«llamar la atención» sobre qué? Me parece que la respuesta la hemos de buscar en el título mismo dei libro: mostrar que lo cotidiano, el lugar común, puede encarnar significados filosóficamente relevantes; que un objeto puede transfigurarse en autoconsciencia, en una teoría sobre la reali­ dad, sin perder su carácter de objeto cotidiano. Por ello, para Danto, cada obra ha de ser interpretada en sus propios términos, porque cada obra es como un argumento distinto sobre la realidad en la cual se encarna, entendibie a partir de su propia lógica, de la forma en que muestra su contenido, en su propio contexto. Lo propio de la repre­ sentación artística, entonces, no es denotar un contenido, sino conno­ tar; agregarle un significado que no puede ser totalmente determinado en relación a algún referente, io cual, a juicio de Danto, pone al arte en una inevitable relación con la metáfora, la expresión y el estilo; como si compartiera una estructura con los tres términos.

Por tanto, tenemos que ¡o propio de los objetos artísticos es su complejidad semántica, aun y cuando pueden ser estéticamente po­ bres, siendo su forma la que determina su significado y el contenido solo aquello que se muestra de cierta forma -por relevante que pueda ser dicho contenido para los individuos de cierto contexto-. El con­ tenido, entonces, es completamente determinado por ia forma bajo esta perspectiva, con lo que, al final, lo único que nos queda para definir el arte es, precisamente, su forma, como si del análisis lógico de un argumento se tratase -aun y cuando el contenido no sea recha­ zado- (Danto, 1981: 157): «la imagen a la que el medio da cuerpo, estrictamente hablando, supone no tener propiedades propias. Así, si las flores representadas son amarillas, lo más que tenemos derecho a i

decir de eso en la imagen que muestra este rasgo de ellas, es que es de [of] amarillo». El amarillo presentado en el cuadro, a pesar de todas sus cualidades estéticas, no importa en el juicio de si el objeto es arte o no; lo que importa es que el cuadro muestre esta característica de (of) las flores para significar algo sobre (about) ello. Se trata de un asunto conceptual; de lenguaje y formas puras. Después de todo, Danto es un filósofo analítico. ¿Cómo podemos, entonces, entender que una obra exprese y que lo haga a través de cierto estilo, sin tomar en cuenta factores estéticos? ¿Qué entiende Danto por expresión y estilo, y qué relación tienen estos términos con la forma y el contenido de las obras? Con la res­ puesta a estos cuestionamientos, Danto finalizará su intento de definir la esencia del arte. Las obras de arte no solo representan, sino que, al hacerlo, ex­ presan algo sobre los sujetos que las han llevado a cabo con cierta intención, la cual no se reduce al significado, sino que, a su vez, busca afectar a los espectadores, por lo que aquí se introduce, por su perti­ nencia, el concepto de retórica. Con esto, la pregunta sobre la esencia del arte apunta (Danto, 1981: 165) «a! punto de intersección entre estilo, expresión y retórica». La retórica es aquí entendida como la práctica que causa que la au­ diencia asuma cierta actitud hacia el tema del discurso (Danto, 1981:165):

«hacer ver cierto tema bajo cierta luz». Así, un orador no solo dice algo sobre un tema, sino que intenta transformar la manera en que la audiencia recibe el tema de! discurso. E! orador, pues, realiza una representación con una intención que va más allá de la de significar algo. Pero, este más allá, ¿no es estético? No para Danto -y en con­ tra de lo que, por ejemplo, piensa Longino, como vimos. Para él, lo propio de la retórica no es afectarnos sensiblemente -aunque pueda recurrir a ello- (167), sino «representar [el mundo] de tal manera que nos haga verlo con una cierta actitud y con una visión especial». Es una cuestión, fundamentalmente, de perspectiva y no de afectos. De ver algo como si fuera otra cosa distinta: a Napoleón como si fuera un emperador romano. Es justo esta función de la retórica a la que el tex­ to de Danto ha intentado apuntar en todo momento: una «transfigura­ ción metafórica», en función de la estructura significante del objeto, que mueve a las audiencias a adoptar cierta perspectiva. Con esto, la relación entre el afecto y la estructura del discurso al que da cuerpo la representación, es de subordinación de! primero al segundo. La representación (Danto, 1981, 169) «te hace tener esa emoción y no solo te dice lo que deberías estar sintiendo», es decir, determina intencionalmente lo que la audiencia ha de sentir, a través de su estructura. ¿No es esto reducir el arte, en relación con la estética, a manipulación de sentimientos, tal como suele hacerlo la propagan­ da? Para Danto, la participación de la audiencia con la obra debe ser activa; no se trata simplemente de recibir contenidos que la afecten. Sin embargo, dicha participación parece centrarse en seguir el hilo del argumento que propone la obra e interpretar lo que dice y lo que pide hacer y pensar -no lo que no dice, lo cual sería una interpretación sin­ tomática como las apoyadas en conceptos marxistas y psicoanalíticos-, con lo que la labor del artista puede describirse como (179) «explotar el momento del oyente» para hacerlo aceptar su punto de vista. La me­ táfora misma es definida como (171) «una especie de silogismo elíptico con un término fallante y, por tanto, una conclusión de entimema». Claramente, los intereses teóricos de Danto son puramente formales. Comprender una obra de arte, así, es seguir ia lógica de un argumento.

En mi opinión, lo más interesante de la tesis de Danto es que en todo momento la empuja al borde de sus propios límites, como cuan­ do, después de haber definido la metáfora en función de su forma lógica, afirma que las más grandes metáforas son aquellas en las que (Danto, 1981, 172) «el espectador se identifica con los atributos del personaje representado: y ve su vida en términos de ia vida represen­ tada [...] donde ia obra de arte se vuelve una metáfora de la vida y la vida es transfigurada». Cuando nuestra vida cambia en función de una estructura puramente formal con la que nos identificamos (1 73): «eres aquello de lo que en último término trata la obra, una persona común y corriente transfigurada en una mujer asombrosa». ¿Quiere decir esto que la meta última del arte es definir nuestra identidad en función de su forma lógica, transfigurando nuestra cotidianidad en la de personas asombrosas, sin que nada cambie objetiva y materialmente hablan­ do? ¿No es esto una especié de mistificación de masas, como soiía decir Adorno? Quizas. Pero Danto reconoce que algo más cambia aparte del significado que damos a nuestra identidad (174): «es, más bien, el poder de la obra el que la metáfora implica, y poder es algo que debe sentirse». Cambia, también, la manera en que nos sentimos. Pero, ¿qué factores hay involucrados en estos sentimientos? ¿Son ele­ mentos puramente formales? De ser así, entonces, ¿por qué el arte que perturba (art o f disturbation), como vimos, no va en la dirección de la evolución histórica que propone Danto, y el pop sí? ¿No deberíamos considerar factores que no sean puramente formales, como insistía Adorno, retomando las aportaciones psicoanalíticas? Que las representaciones artísticas sean intencionales, asegu­ ra Danto (1981: 175), no implica que se les tenga que reducir a la conciencia: «puede haber lugar para una teoría que remita el arte al inconsciente del artista, sin que esto cambíe de ninguna manera las relaciones conceptuales entre el arte y sus intenciones»; pero Danto no se introduce en el estudio de lo que esa teoría -a la que refiere como «psicología» y no como teoría estética- podría ser, porque se centra exclusivamente en las características formales de la representa­ ción que contribuyen a que sintamos lo que nos hace sentir. Entonces,

podemos insistir en la pregunta: bajo estos términos, ¿por qué preferir el pop sobre el arte que perturba? Me parece que en este punto de la exposición, hemos de pregun­ tarnos qué es lo que expresa el arte para Danto y si eso que expresa ha de de ser tomado en cuenta como elemento esencial de la constitución de ia obra. Las obras de arte (Danto, 1981: 189) «no simplemente re­ presentan temas, sino propiedades de ¡os modos de representación». Entonces, ¿su expresión puede ser reducida a formas de representar, in­ dependientemente de cualquier tipo de contenido, como el pulsionai? ¿No participa en la obra algo más de la subjetividad del autor que su modo de representar? Al parecer, todo lo que el artista puede expresar en la obra, para Danto, es abarcado en el concepto de estilo, siendo lo propio del estilo (193) «la correlación de forma y expresión»: el estilo como expresión de la forma en que el autor representa el mundo. Es, por tanto, falso que una obra, bajo esta perspectiva, exprese sentimien­ tos o contenidos no formales; en todo caso, los ejemplifica a través de metáforas, las cuales, como hemos visto, son descritas por Danto en tér­ minos puramente formales (197): «El interés filosófico radica en que el concepto de expresión puede reducirse al concepto de metáfora, cuan­ do la manera en que algo es representado se toma en conexión con el sujeto representado». La expresión, al ser reducida a representación metafórica, reduce lo expresable del sujeto a lo forrpal, al grado de afir­ marse que lo que el estilo expresa es «lo que queda de la representación cuando sustraemos su contenido». Ahora bien, como mencioné, Danto suele radicalizar sus conceptos, pues líneas después de la frase anterior, corona diciendo que (198) «el estilo es el hombre mismo: es la manera en que representa el mundo, menos el mundo, tomando al hombre, portentosamente, como la encarnación del mundo». El hombre mis­ mo, definido a partir del arte, como su modo de representar el mundo, separado del mundo y de todo contenido. El hombre como la transfi­ guración que hace de él la encarnación de la palabra; de sus propias representaciones, en un sentido exclusivamente formal, frente al mundo y sus contenidos. ¿No hay implícita en esta teoría una alienación como la que Adorno ie criticaba a la estética kantiana, pero radicalizada en

función de sus herramientas de análisis lingüístico? ¿Una alienación ba­ sada en una definición del hombre en la que este es capaz de separarse a sí mismo de la naturaleza y de las contingencias del mundo? ¿Habrá, detrás de esto, un proyecto de dominio, análogo al que denuncia Ador­ no en la Dialéctica de la ilustración? En reiación con lo anterior, me parece que no es sorpresa que Danto recurra al concepto de genio de ¡a modernidad para tratar de referir al tipo de conocimiento que el estilo implica. El estilo, así, no se aprende ni se entrena como si fuera una habilidad técnica (Danto, 1981: 200): «ei estilo es un don». El estilo, entonces, en realidad, va más allá del conocimiento y del arte entendido como técnica, al grado de que Danto parece hacerlo el referente último dé estos (201): «el estilo es el hombre mismo. Es la manera en que es hecho». No es, en­ tonces, para Danto, una cuestión de dominio técnico, sino de auten­ ticidad. Pero, ¿es así? ¿No habrá en el fondo, como sospecha Adorno, un contenido que se intenta dominar y que, en la falta de reconoci­ miento, radicaliza la alienación del sujeto, nulificando la promesa de reconciliación? ¿No está Danto recurriendo a una especie de «jerga de la autenticidad»79 para hacer pasar habilidades y productos técnicos por cualidades metafísicas, impidiendo así el reconocimiento de otros factores en la conformación del sujeto y sus productos? Me parece que, al negarse a aceptar que lo estético sea parte de la definición del arte, Danto también se niega a reconocer en las pro­ ducciones del sujeto algo más que estructuras formales. La ausencia de cualquier contenido en la definición del arte, sobre todo de conte­ nidos pulsionales, acarrea un conflicto ineludible en la relación entre el arte y la estética. ¿Es que puede realmente haber arte sin estética? En la obra de Danto, me parece que La transfiguración del lugar común no es su última palabra al respecto. Aún hay un texto más que analizar a profundidad, en espera de que arroje alguna luz sobre ei problema que aquí nos interesa acerca de las posibilidades dei arte en relación a nuestros afectos: el abuso de la belleza. 79. Esle es el título de uno de los libros más importantes de Adorno en el que critica a los filósofos que idealizan concepciones al grado de crear una jerga que ya nada tiene que ver con la realidad.

5.3. El arte y su conflicto con la estética ¿Por dónde podemos empezar a caracterizar el conflicto entre la estética y la concepción de arte de Danto? Quizá por la oposición que las teorías estéticas suelen realizar entre belleza y consideracio­ nes prácticas, es decir, a partir de la noción de satisfacción desinte­ resada, de un goce sin concepto, central en la estética kantiana, que hace preguntar a Danto (1997: 82) «¿qué tipo de satisfacción puede ser esa?». Nuestro autor reconoce que, para Kant, no hay distinción entre belleza artística y natural. Ahora bien, ¿la esencia del arte ha de reposar en la belleza siendo que esta no es una propiedad exclusiva de los objetos artísticos? Según Danto, justo lo que Duchamp vino a demostrar con sus ready-made es que esto no tiene que ser así. Que dichos objetos, para ser arte, no han de poseer alguna cualidad es­ tética, por lo que (Danto, 1997: 84) «la belleza, de hecho, no puede ser un atributo esencial del arte». Con base en tal razonamiento, para Danto, la crítica de arte no puede reposar en consideraciones estéticas. Pero, ¿no implica esto reducir la aportación de la estética a la comprensión del arte, a lo bello, como si lo único que nos pudiera decir la estética sobre el arte es que este debe sér bello? Otra discusión, sin embargo, puede ser establecida al respecto. La estética descansa sobre los conceptos de experiencia y de gusto. ¿Tendrá el arte alguna relación esencial con ellos? Si la apreciación del arte se basara en dichos conceptos, para poder llegar a un acuer­ do sobre las cualidades de una obra debemos suponer, como hace Kant, un sentido común, una facultad universal de comunicación, ciertos presupuestos subjetivos que todos hemos de compartir, sobre los cuales se apoyen los juicios estéticos. ¿Cuál es la postura de Dan­ to al respecto? Que, en el caso de críticos de arte como Greenberg, que recurren a tales principios (Danto, 1997: 88), «lo bueno en el arte es en todo íugar y siempre lo mismo». Que siempre se presupone la misma experiencia más allá de cualquier teoría o concepto, como una especie de aura que autoriza a ciertos críticos supuestamente

cultivados en cuestiones de gusto, como si detrás de ello no hubiera un discurso que los determina. El reclamo de Danto es que, aunque se suponga una experiencia libre de determinaciones conceptuales, críticos como Greenberg (90) «dieron razones, aun si la indagación de la calidad estaba en función del ojo». Pero, ¿no estamos así con­ fundiendo dos órdenes distintos de juicio? ¿No está igualando Dan­ to, al recurrir al ejemplo de críticos como Greenberg, la calidad de la obra, «the goodness», con una experiencia que para ser juzgada no puede referir a conceptos de ese tipo sino, como dice Kant, al libre juego de nuestras facultades? ¿No está eliminando la distinción que pretende criticar, entre lo práctico y lo estético? ¿No está clausuran­ do Danto la posibilidad de hacer una crítica de la ¡experiencia que obras como las de Duchamp y Warhol nos ofrecen, por insistir en su reconocimiento como arte de buena calidad? En e! caso del pop, por ejemplo, Danto (1997: 92) sabe que los objetos que se suelen utilizar, ai provenir del ámbito comercial, es­ tán diseñados para atraer la atención (catch the eye), pero «lo que hizo del pop gran arte, en vez de arte comercial, solo tuvo que ver accidentalmente con las cualidades estéticas que íes dieron éxito como arte comercial». Entonces, cuando el pop transfigura objetos cotidianos en arte, ¿no eleva también la experiencia estética? Podría ser que sí, pero para Danto eso es indiferente para determinar por qué el pop es arte, así como su calidad. Lo que importa, bajo su lectura de Hegel, es el significado de la obra y el modo en qiie di­ cho significado es presentado en un objeto. Ahora bien, para Danto (98), el «error de la crítica de arte kantiana es que separa la forma del contenido», io cual parece coincidir con la crítica de Adorno que nos llevó a considerar la necesidad de recurrir al psicoanálisis. Pero, ¿qué entiende exactamente Danto por contenido? «La belleza es parte del contenido de las obras que aprecia, y su modo de pre­ sentación nos pide responder al significado de belleza». ¿La belleza es parte del contenido de la obra? ¿La belleza es un significado? ¿El contenido del arte, entonces, es reducido a significado, así como las cualidades estéticas de la obra? Evidentemente, si el contenido es

significado, el psicoanálisis no tiene cabida en la comprensión de lo que el arte es, pero tampoco la noción kantiana de juicio estético en la que la contemplación de un objeto place sin concepto. Si la belleza depende de un concepto y más que ser experimentada ha de ser interpretada, siendo constituida en ese acto de interpretación, ni Kant ni Freud, ni la estética ni el psicoanálisis, pueden decir algo sobre el arte. El arte, así, es reducido a una función cognitiva, y lo estético a un (Danto, 2005 b: 29) «modo de estimulación sensorial o pasión, el menos al tratar con obras de arte», sin que estos estímulos constitu­ yan la obra en sí. ¿Sobre qué da, pues, conocimiento el arte? Como se ha mencionado, sobre la diferencia entre la realidad y ei arte -es decir, en parte sobre sí mismo. El punto de Danto es que dicho co­ nocimiento no se logra por medio de experiencias estéticas, sino al interpretar el significado del objeto. La apreciación del objeto, y su misma constitución, depende de su interpretación. Por ello, Danto puede decir de una obra como Fuente de Duchamp, a pesar de no ser susceptible de ser apreciada por el gusto (35): «La admiro filosófi­ camente». La apreciación y constitución del arte, en último término, son un asunto filosófico. Una de las consecuencias de ia postura de Danto, en tanto que esenáalista, es que pone de manifiesto la polarización de dos térmi­ nos. Por un lado, si aceptamos el significado como lo propio del arte, la experiencia estética no tiene cabida en su definición. Por otro, si la experiencia es lo fundamental, el significado tiende a desapare­ cer, Tenemos, bajo esta perspectiva, que elegir entre uno y otro. La esencia tiene que recaer en alguno. El conflicto, así, es inevitable. ¿Cómo podemos concebir, entonces, que el arte pueda expresar algo sin cualidades estéticas? Danto recurre al concepto de expresión simbólica. Si, a diferencia de un signo que representa a su causa-la cual es externa a él-, un símbolo contiene su significado -por lo que ¡a relación con su contenido es interna-, las obras de arte serían sím­ bolos que dan presencia a su contenido. Así, Danto concibe ia ex­ presión en el arte como la comunicación de un contenido lingüístico

que la misma obra produce en su interior; el arte expresa significa­ dos, ¡deas, no sentimientos o cualquier cualidad sensible. La expre­ sión, pues, es de lo que Danto (2003: 78) denomina el yo empírico, eí cual es «definido por la comunidad de la que cabe esperar que capte las expresiones simbólicas que la cultura pone a disposición del yo. El yo es esa comunidad asimilada». Lo que el arte puede ex­ presar, en contra del punto de vista de Adorno, está determinado por las condiciones empíricas de la cultura y la comunidad, dentro de cuyos límites se da y con las cuales ha de colaborar, siendo, además, las intenciones del yo que ía comunidad constituye, el estilo de la obra (230), «como si el estilo fuera la esencia platónica del artista». Entonces, si lo que se expresa es un símbolo que constituye su pro­ pio contenido y estilo, y estos son determinados por las condiciones contextúales de cierta época, al final lo que termina expresándose es una especie de «lenguaje compartido», la narrativa de la época que, en función de su propia trama, propicia cambios que dan pie a que la historia evolucione y que, inclusive, llegue a su fin. Dado lo anterior, ¿la estética puede tener alguna pertinencia en el arte? ¿O los efectos estéticos logrados a lo largo de la variada tra­ dición artística de occidente han sido fútiles? La respuesta de Danto la hemos de buscar en El abuso de la belleza. La obra en cuestión es un texto sui generis en el que ei autor renuncia al estilo académico -y a referir citas textuales-, procurando convertir (Danto, 2005 a: 29) «sus experiencias en el mundo artístico en filosofía», haciendo del libro «algo más personal y confesional [...] [una] confesión meditativa [...] como un relato de aventuras», del cual, nos advierte, «quisiera ante todo que nadie piense que [...] aspira a cualquier autoridad académica». No consideraré, pues, que este libro sea una contribución a sus teorías sobre la historia y la esencia del arte, pero sí lo utilizaré como documento que nos ayude a reflexionar sobre la relación entre el arte y la estética. El libro comienza con el siguiente epígrafe de Stendhal, que refiere a uno de los principales temas que en el presente trabajo se intentan abordar: «/a belleza es la promesa de felicidad». ¿Qué importancia

puede tener dicha promesa en el arte? ¿No es el arte, como veíamos con Benjamin y Adorno, el lugar en que, en la cultura occidental, dicha promesa se realiza? ¿Un arte que deja de prometer, es decir, un arte sin estética, tiene derecho a existir? Danto (2005 a: 22) supone que, del siglo xvm a principios del siglo xx, «se dio por sentado que ei arte debía poseer belleza» y que los movimientos vanguardistas como el dadá abjuraron de ella, prefinen-, do «el arte intelectual, sin gratificaciones sensoriales», dando con ello un paso filosófico, mostrando que el concepto de arte no requería de consideraciones estéticas. Ahora bien, Danto parece atenuar su pos­ tura al asegurar que el «concepto de arte puede requerir la presencia de algunos rasgos, entre los cuales está el de la belleza, pero también muchos otros, como la sublimidad», a los cuales llama pragmáticos para distinguirlos de los semánticos. Como expuso en La transfigu­ ración de! lugar común, para que algo pueda ser arte (27) «debe re­ presentar algo, es decir, debe poseer alguna propiedad semántica», sin embargo ahora !e «gustaría añadir que una segunda condición es poseer algunos de esos rasgos que yo he llamado aquí pragmáticos, pero no tengo la certeza de que sea cierto». ¿Por qué esta vacilante reconsideración? Porque se pregunta «qué hace, después de todo, que el arte sea algo tan significativo para la vida humana». ¿No es este un cuestionamiento fundamental, en relación a la experiencia que el arte ofrece, no solo para definir lo que es, sino para que este, sea lo que sea, tenga valor y justifique su derecho a existir? Y, por otro lado, sí algo no tiene derecho a existir, ¿por qué preocuparse tanto por definir­ lo? ¿No hay una relación fundamental entre el valor, la importancia y ia definición de un objeto? De hecho, en el caso específico del arte, tradicionalmente ¿no entran en su concepto sino objetos preciosos, de un valor superior, propios de una elevada cultura? ¿Basta el significado para explicar dicha importancia? El problema en nuestros tiempos, identifica Danto (2005 a: 54) -¡refiriendo a Adorno!- es que, en nuestra relación con los objetos artísticos «ya no resulta tan fácil identificarlos como antes [...] ha dejado de ser una cuestión de mero reconocimiento». Ya no basta

Figura 5. Mapplethorpe, Robert. Patrice (1977)

la apariencia de un objeto para determinar que es arte; lo que estos objetos son, no es obvio. Pero, entonces, ¿qué es lo que les da valor? ¿No es eso que les da vaior, lo que los define como arte? ¿No es fun­ damental el valor para la definición del arte? De hecho, ¿algo puede ser arte sin importar en absoluto? Danto (2005 a: 63) reconoce que a su definición «x es una obra de arte si encarna un significado», formulada en La transfiguración del lu­ gar común, le hace falta un elemento: la «referencia a la belleza». Pero, ¿cómo podrá introducir tal elemento después de tan férrea oposición? ¿Cuál es su noción de belleza? Al hablar sobre las fotografías de Robert Mapplethorpe -sujetas a una grave polémica por su fuerte contenido sexual- (figura 5), Danto realiza la siguiente afirmación (65): «Fue su

beileza, y no su contenido a menudo escabroso, lo que hizo que la vanguardia fotográfica se distanciara de él como artista» por la supues­ ta creencia de que «la belleza trivializa aquello que posee». Lo que está implícito en esta afirmación es que la belleza se distingue del contenido, con lo cual podemos inferir que, para Danto, reposa en su carácter formal, lo cual congenia muy bien con la, tan criticada por él, interpretación de la estética kantiana de Greenberg. Por otro lado (68), a Danto le parece un acierto «psicológicamente hablando, [...] conectar la conciencia de la belleza con el sentimiento de felicidad». Entonces, después de todo, ¿sí hay un elemento patológico que consi­ derar en relación a la belleza y a su posible introducción en la defini­ ción del arte? ¿O estamos ante una flagrante contradicción? A lo largo de su obra, Danto suele optar por la división entre be­ lleza natural y belleza artística, la cual a su parecer es propia de la filosofía hegeliana. En el texto que ahora nos ocupa, sin embargo, se nos dice que (Danto, 200S a: 72): La belleza conecta con algo inherente a la naturaleza humana, lo cual e xp lica­ ría por qué es tan importante la realidad estética y por qué la privación estética -desposeer a los individuos de la b e lle za - acabó adquiriendo la importancia que adquirió en los programas artísticos de la vanguardia.

La reflexión recae aquí, por tanto, en relación a la cuestión de la importancia, sobre la belleza natural en el arte, para explicar ¡a actitud del arte de vanguardia con respecto al tradicional. Sin duda, un cambio de perspectiva respecto a lo que Danto nos tenía acostum­ brados. Empero (Danto, 2005 a: 75), se apresura a atenuar este giro, para aclarar que «sería un error creer que el valor artístico es lo mismo que la belleza y que la percepción del valor artístico es la percepción estética de la belleza». Su noción del valor del arte en función de su calidad sigue estando del lado del significado, pero la importancia del arte para la vida se encuentra del lado de la belleza. Ahora bien, ¿por qué la vanguardia intratable -como Danto la califica- negó un aspec­ to del arte tan importante para la vida, haciendo sin embargo arte de excelente calidad?

De manera muy interesante, a propósito de una reflexión sobre Una temporada en el infierno de Rimbaud, Danto (2005 a: 80) relacio­ na la belleza con la moralidad, a la manera kantiana, como símbolo de la segunda y en oposición a ¡a locura a la que alude el poeta; como si la belleza fuera una especie de defensa contra la locura, análoga -mas no equivalente- a la moral. ¿En qué reposa esta analogía de ecos kantianos? En que la belleza pretende asentimiento universal y, en virtud de ello, eleva e! espíritu por encima de lo que agrada a los sentidos. Pareciera, pues, que dignifica a las personas de manera se­ mejante a como lo hace la moral (81): «Desde esta óptica, la injuria a la belleza encarna simbólicamente un atentado a la moral y, por lo tanto, a la humanidad misma». Pero, ¿por qué habría de atacar simbó­ licamente la vanguardia a la dignidad humana? Danto (2005 a: 81) recalca el punto de que el ataque es simbó­ lico, sobre la base de que «Kant manejaba las diferencias morales y estéticas de modos sistemáticamente paralelos», con lo cual supone que Kant está postulando un imperativo estético, paralelo al categóri­ co, que impone la belleza de manera universal. Por eso, según él, de forma análoga a su rechazo al relativismo moral (82), «Kant rechaza la estética de los Mares del Sur, tal como él la entiende»; como si la crí­ tica del juicio estético implicara una imposición del gusto europeo a quien no es tal. Por ello, para Danto, juzgar estéticamente es imponer prejuicios occidentales sobre el objeto. Lo correcto, entonces, sería, por ejemplo, juzgar los tatuajes de un aborigen isleño en función del significado que le da su sistema de creencias y no de nuestra experien­ cia estética determinada por nuestra tradición filosófica. ¿Quién nos dice, después de todo, que estos tatuajes no son, para los nativos, más que una marca de estatus, en función de un significado, sin relación alguna con la belleza que nosotros vemos en ellos? Por otro lado, podríamos cuestionar sí no hay una relación esencial entre ia expe­ riencia de la belleza, que sentimos nosotros y que suponemos que ellos sienten, y el estatus del tatuado. Ambos cuestionamientos supo­ nen una perspectiva distinta y asumir alguna determina nuestra com­ prensión de las vanguardias: ¿Cuáí era, pues, la meta de sus ataques?

¿La experiencia estética en sí de la belleza o el significado que da importancia a ciertos personajes? Después de haber seguido los desarrollos teóricos de Danto, no es de sorprender que para él la vanguardia jamás se opondría al signifi­ cado, pues dejaría de ser arte, sino a la experiencia estética de la be­ lleza. Y, como se mencionó, fue Duchamp el primero en comprender­ lo, como supuestamente demuestra (Danto, 2005 a: 86) «la profunda desconexión conceptúa! entre arte y estética en sus readymades». Así, no le queda más que afirmar a Danto (87): «la apertura de esa brecha es la aportación de lo que yo denominaré Vanguardia Intratable». Lo que separa, entonces, al arte de la moral, lo que le permite inclusive ir en contra de la moral predominante, no son sus cualidades estéticas, como podrían habernos hecho pensar los análisis kantianos de la Críti­ ca dei Juicio, sino la desconexión del arte de los imperativos estéticos, como si estos fueran la morai. ¿No está así Danto eliminando, más que refutando, la distinción kantiana entre juicios morales y estéticos? Es decir, si el ataque de la vanguardia contra la belleza es simbólico, ¿no está Danto pasando por alto que tal vez su verdadera meta era la mo­ ral y sus significados y no ia belleza? ¿Está así sugiriendo Danto que lo propio de la vanguardia fue la creación de una moral antiestética? Pero, ¿no será más bien que la vanguardia intentó atacar la moral y toda imposición de significados, por medios estéticos que Danto no es capaz de reconocer? ¿Dónde queda entonces la estética en relación al arte después de la vanguardia? Danto sigue haciendo referencias a la relación de los vanguardistas con la locura que en aquellos tiempos reinaba en Eu­ ropa.80 ¿Podían o pretendían enfrentarla sin estética? ¿No se supone que Rimbaud recurrió a la belleza para salir del infierno? Para Danto (2005 a: 91) es todo lo contrario: la locura se superaba destruyendo la belleza: «De ahí el sueño de Iza ra de asesinar a la belleza». Pero, 80. (Danto, 200.5 a: 91} Hans Atp: «Buscábamos un arfe elemental que, esperábamos, salvaría a la humanidad de la furiosa locura de aquellos tiempos. Aspirábamos a un orden nuevo:-. Tristan Tzara: «Tenemos que barrer y limpiar: afirmar ia limpieza del individuo después del estado de locura, de total y agresiva locura de un mundo abandonado en manos de los bandidos que se desgarran mutuamente y destruyen los siglos».

justo inmediatamente después, en lugar de mantener la coherencia con el resto de su obra y explicar cómo el significado vino a sustituir a la belleza para ayudarnos a superar la locura, Danto introduce un apartado titulado «Del gusto al asco». ¿No es el asco una experiencia estética y no un significado? Danto reconoce que ei arte vanguardista supera la estética de la belleza, pero ¿supera por completo a la estética en función del significado? ¿No hay otro tipo de manifestaciones esté­ ticas a las cuales recurrió la vanguardia, que nos proporcionan goces más complejos que el de la belleza y por ló cual es pertinente seguir haciendo críticas del juicio estético en relación al arte? El asco no da placer, asegura Danto refiriendo a Kant, pero ¿por ello supera el ámbito de la estética? ¿No puede dár goce una repre­ sentación de algo asqueroso? Recordemos que, como vimos en Burke, hay goces paradójicos; deleites en los que no todo es placer; que in­ volucran un impulso negativo, doloroso, repulsivo. ¿Dónde entra este tipo de experiencia en ja concepción de Danto? Pareciera que simple­ mente no entra. O algo es bello o lo contrario, asqueroso, repulsivo, abyecto, horroroso, etc. No parece haber para Danto un punto medio en e! que se establezca una tensión gozosa -más aliá del principio de placer- entre impulsos contradictorios. El objeto, o atrae o rechaza. Entonces, ¿dónde queda io sublime? (Danto, 2005 a: 99): Lo sublim e es un tema demasiado am plio para abordarlo a estas alturas de mi investigación, pero m erece la pena señalar que en [Observaciones sobre el sentímiento de lo Bello y lo Sublime] [.. .1, Kant observa de manera deliciosa que el antónimo de lo sublim e es lo necio, lo cual sugeriría que el dadá no perseguía tanto injuriar a la belleza como rechazar lo sublime.

Más allá de lo cueslionable que es no abordar a profundidad un tema tan pertinente como el de lo sublime, queda claro que para Dan­ to lo propio de los vanguardistas era ser necios: aislarse del resto de ia humanidad, sumergida en la locura de su contexto, a través de los significados de sus obras, y negarse a participar. Así, su postura ante el sufrimiento humano no fue la de lidiar con él, sino la de recha­ zarlo, con lo que la evolución del arte posterior más bien tendería a (Danto, 2005 a: 101) «lo desapasionado, lo racional, lo distanciado,

lo abstracto». La vanguardia, ejemplificada por el dadá, y ei posterior desarrollo del arte, son reducidos a «una suerte de payasada puniti­ va». Sin embargo, continuando con los contradictorios giros de este peculiar texto, Danto reconoce que (1 02) «es posible que al debilitar, si no destruir, la relación supuestamente intrínseca entre el arte y la belleza haya posibilitado que el arte aborde de manera más directa las inhumanidades». Entonces, es posible que ei arte y su relación con el sufrimiento -central en autores como Adorno- sea más de lo que su definición abarca y, así, será posible volver a lo sublime y su goce más adelante. En el recuento de las aventuras del filósofo analítico Danto en el mundo del arte, los cuestionamientos son constantes y no dejan de horadar sus propias teorías sobre el arte. El texto es conflictivo y Dan­ to (2005 a: 103) no se deja de debatir, regresando una y otra vez a la pregunta inicial sobre el lugar de la estética en la definición del arte: «quizá la propia estética pueda explicar, para empezar, para qué te­ nemos arte: para que nuestros sentimientos se impliquen en aquello sobre lo que trata el arte». De ser así, la vanguardia puede ser pensada como una revalorización de las posibilidades estéticas más allá de la belleza. Pero, ¿cómo pudieron hacerlo si (104) la «diferencia entre la belleza y el resto de las cualidades estéticas [...] es que la belleza es la única que se reivindica a sí misma como valor» (Danto, 2005 a: 104) ? ¿Cómo se puede revalorar algo que no aspira a valer en absoluto, ¿qué es asqueroso y que nos deja en un mundo insoportable? Visto así, el mundo mismo se perdería si se perdiera la belleza. Y, si no hay mundo, no hay arte: «La cuestión filosófica urgente será entonces cuál es el vínculo adecuado entre el arte y la belleza». Y la tentación será «distinguir entre lo repugnante natural y lo repugnante artístico, como sí ocurre entre la belleza natural y la artística». ¿Caerá Danto en la tentación? Antes de poder responder, debemos seguir su pensamiento en relación a sus concepciones de belleza. Primero, bajo su lectura de Hegel, aborda la distinción entre be­ lleza natural y artística. Belleza natural es (Danto, 2005 a: 105) «esa belleza cuya existencia es independiente de la voluntad humana» y,

desde la perspectiva kantiana, no se distingue de la artística. Pero, para Hegel (106), la «belleza artística es "más elevada" que la belleza natural, al haber nacido del espíritu». Con esto no se quiere decir que la belleza no se presente a los sentidos sino que no se contenta con gratificar a Sos sentidos. Es, pues, la cuestión del placer lo que está en juego en las distinciones de Danto. Con esto, las artes «se instalan en la misma esfera que la religión y ia filosofía [...] desplegando en lo sensible hasta ¡a más elevada de las realidades»; una realidad que, sin embargo, no se experimenta estéticamente, aunque se sienta, sino que en su presentación sensible significa algo. Así (107), «el arte se convierte en un pretexto para el juicio intelectual [...] objeto de aten­ ción para eruditos y entendidos y su contenido pasa a ser materia de investigación para la historia del arte». La forma, pues, en cualquier tipo de arte no es lo fundamental para definirlo. Por eso, como Adorno y Danto apuntan, nada en el arte es obvio a partir de su apariencia. Es el contenido lo que determina su relación con la estética; y, cuando el arte se convierte en objeto de estudio y reflexión filosófica, no deja de ser arte, piensa Danto, pero sí objeto de goce estético. Lo cual no quiere decir que el arte no pueda ser más que eso; es decir, aunque pueda ser objeto de goce, el contenido que se mantiene en sus dife­ rentes contextos es su significado, lo cual hace libre al arte. Ahora bien, la mencionada belleza artística, dependiente de su significado, parece darle un lugar muy firme y autónomo ai arte, per­ mitiéndole trascender fronteras, pero no parece aportar mucho a ¡a experiencia de los hombres. Por ello, Danto (2005 a: 108), en su bús­ queda de algo que sea importante en ei arte para los individuos, in­ troduce en el texto «un tercer reino estético [identificado por Hegel], estrechamente relacionado con la vida y ia felicidad humanas». Se trata dei reino de los objetos preciosos, de ia decoración y el em­ bellecimiento. El arte puro, por supuesto, tendría su propio reino y no tendría la necesidad de caer en ei uso de este tipo de beiieza; sin embargo, para Danto es de suma importancia para la vida humana por su aplicación práctica, pues los mencionados objetos no solo pla­ cen, sino que además son determinados por un concepto a servir para

cierto fin. Dicha determinación, evidentemente, impide clasificar tal belleza en categorías kantianas, por lo que, en lugar de cuestionar si este tercer reino es en realidad autónomo y no una mera belleza adherente, Danto más bien asegura que (112) lo «que le falta a Kant es el concepto de significado». Le corrige la plana al filósofo de Kónigsberg y se apresta a realizar una crítica del tercer reino (114): «La belleza del Tercer Reino es esa belleza que aigo posee solo porque fue inducido a poseerla por medio de unas acciones cuyo objetivo era embellecer». ¿Este tipo de belleza no es natural por haber sido inducida? ¿Qué se quiere decir con eso? Que se trata de una especie de belleza super­ ficial que (Danto, 2005 a: 114) «solo mantiene una relación marginal con lo Verdadero y io Bueno». ¿Pero no separa enfáticamente Kant la belleza natural del bien y la verdad? ¿Qué separa, entonces, para Dan­ to, a la belleza natural del embellecimiento? Una especie de prejuicio moral, a su juicio; aquel bajo el cual se piensa que engalanar algo no es una verdadera belleza. Pero, ¿no es este embellecimiento una manifestación de lo que para Kant solo era agradable a los sentidos y que, por ello, generaba interés y no permitía la distancia necesaria para juzgar lo bello? Danto parece confirmar constantemente que en el embellecimiento el interés siempre es determinante: nos embelle­ cemos frente al espejo (115) «para ver cómo esperamos que los otros nos vean [...] para que los demás nos vean como esperamos ser vistos. Nuestra apariencia es índice de nuestra felicidad o infelicidad». El embellecimiento, entonces, según Danto, es importante para nuestra felicidad porque nos ayuda a ser deseados. Y la belleza natural o la artística, ¿cómo pueden contribuir a nuestra felicidad? Al parecer solo en el Tercer Reino (119) «realmente se vive la vida humana», mientras que los otros son concebidos por Danto como si fueran propios de órdenes exclusivamente naturales o espirituales, lo cual parece hacer eco de la crítica de Adorno al desinterés estético de Kant, sin que Dan­ to le oponga, en un gesto dialéctico, su contraparte del interés para generar tensión. Más bien, la tendencia de Danto es la de optar por uno de los términos y desechar el otro. Así, si no escoge el desinterés, escogerá el interés. El gusto, para él, en consecuencia, será relativo y

se formará en la elección de alguno de los tipos de belleza bajo cierta perspectiva de vida o concepción moral; bajo cierto interés. La apor­ tación de alguno de los tipos de beileza mencionados a la felicidad, dependerá, por tanto, de cuál vaya mejor con la moral bajo la que nos regimos, por lo que ninguno debería ser a príori más relevante que otro para la vida. Danto se inclina a pensar que toda belleza es deter­ minada por ciertos principios morales de representación, Por ejemplo, piensa que los criterios de representación renacentistas determinaran la dilucidación kantiana de los principios de la belleza natural, por lo que, en realidad (128), «el embellecimiento era el paradigma». Por lo mismo, no debe ser la falta de determinación lo que en realidad carac­ teriza la belleza, sino la determinación moral. Lo conceptual, pues, se impone en su noción de belleza y esta solo importa en función de ello. Y, por eso, Danto entiende que la vanguardia atacó a la belleza porque determinaba nuestro gusto como una forma de moraj estética -lo cual, por supuesto, para Kant sería una especie de absurdo. La lógica del razonamiento de Danto recae en una inversión de los fundamentos kantianos. En lugar de que lo natural, indeterminado, sea el modelo de belleza, Danto (2005 a: 130) piensa que «Kant parece es­ tar diciendo que el mundo es hermoso cuando se asemeja al modo en que los pintores lo representan». La representación, pues, como la teo­ ría de Danto indica, inmersa en un sistema conceptual, es el fundamen­ to de la belleza, forzando así a la estética kantiana de la belleza natural dentro de los dominios de la moral y, por ende, del embellecimiento de contenidos, de temas, de objetos y, en suma, de representaciones. Estamos, por tanto, hablando de un ámbito (133) «donde no tratamos con lo natural sino con una belleza manipulada»; una belleza artificia!. Y si es artificia!, ¿por qué tendría que aspirar a la universalidad, a im­ portar igual para todos y a imponerse en la definición de lo que el arte es? Me parece que podemos inferir que, para Danto, a la belleza no le corresponde algún tipo de sentimiento o experiencia en particular, sino que cada objeto es bello a su manera, dependiendo de las intenciones del autor, inmerso en un sistema de significados determinado por su contexto histórico. Y que, en el fondo, tanto la belleza natural como la

artística son formas de embellecimiento o de belleza artificial; una con referencia a la naturaleza, otra a nuestros más altos ideales; ambos, em­ pero, significados dependientes del contexto, que remiten a la percep­ ción sensible. Y, por supuesto, recordemos que, para Danto, lo esencial en el arte no remite a los sentidos, a las apariencias que percibimos, sino al pensamiento. La belleza, así, puede ser analíticamente separada del arte. Preguntemos, sin embargo, ¿qué hay de la idea kantiana de libre juego de nuestras facultades de conocimiento? ¿No remite esto, a la vez, a lo percibido por ios sentidos y al pensamiento? ¿No implica esto en realidad una noción más compleja que aquella a la que Danto reduce a la belleza? ¿Puede el arte simplemente desembarazarse de la tensión implícita en ese libre juego? La lectura de Danto (2005 a: 143) de la analítica de lo bello, sugie­ re que Kant limita «el repertorio significativo de afectos al placer y el dolor, con la importante excepción de la sublimidad». Pero podríamos refutar, aseverando que la noción de libre juego de las facultades im­ plica ya un tipo de goce más complejo que el mero placer o dolor, y que en lo sublime se intensifica por el desbordamiento de la imagina­ ción. Que hay, por tanto, en ambas categorías estéticas, una relación entre to sensible y lo racional, condición que para Danto hemos de aceptar en relación al arte, pues este (144) «puede, y de hecho debe, ser racional y sensible a un tiempo». El rechazo de panto de la estéti­ ca en la definición del arte, así como su elección de basar la esencia en la representación significante sin referencia a algún contenido real, pienso, tiene que ver con esta interpretación errónea del sentimiento de lo bello que lo encierra en el ámbito de la sensación. Por otro lado, ¿qué pasa con el sentimiento de lo sublime? ¿No acabamos de citar que Danto acepta que en él hay un tipo de goce compiejo? Citemos otro de los múltiples pasajes en los que Danto (2005 a: 162) se bate con los conceptos kantianos: «Es bello -escrib e Kant— lo que agrada universalmente sin concepto». Q uiero subrayar lo de «sin concepto». Esto indica que la belleza es un contenido no conceptual de ciertas experiencias, que por supuesto pueden contribuir a una experiencia más am plia de una obra de arte cuando es tomado como parte del significado de esta últim a.

Por un ¡ado, reconoce que [a belleza no puede ser reducida a un concepto y, así, interpreta correctamente el sentido del texto kantiano; por otro, niega que esta experiencia pueda ser lo propio de la obra, por lo que si existe una belleza artística, esta no puede ser la que Kant ana­ liza, sino una que dependa de un significado, es decir, de un concepto. En el arte, pues, lo importante no es la belleza, y en general la expe­ riencia estética, sino que la belieza sea un acierto artístico. Por ejemplo, Danto nos dice que cuando vio Elegy to the Spanish Republic de Robert Motherwell (figura 6), comprendió su belleza al captar su pensamiento, por lo que su estética era interna a su significado. Pero eso quiere decir que no experimentó la belleza que comprendió. ¿Puede ser, entonces, que la belleza no sea experimentada? Si no lo es, obviamente no es es­ tética, con lo que lo propio de ia teoría de Danto es acuñar un término de beileza ajeno a la estética, pero característico del arte. ¿Por qué en una obra se habría de recurrir a una belleza que no^e puede experi­ mentar? La elegía de Motherwell, interpreta Danto (2005 a: 164), «es una forma de respuesta artística ante lo que no es posible soportar, o que solo cabe soportar». La función de esta belleza determinada por un concepto y no experimentada, ¿tiene la función de ayudar a soportar? ¿Nos salva de la locura, como a Rimbaud? ¿Nos ayuda a comprender, en su frialdad intelectual, aquello que de otra manera nos derrumba­ ría? ¿Nos separa del sufrimiento sin darnos placer en absoluto? Según Danto, esta belleza (165) «transforma en cierto modo el dolor, rebajan­ do su gravedad en un ejercicio de liberación»; y, a su vez, cuando el asunto de la obra es una cuestión pública, quedamos «absorbidos en una comunidad de dolientes». Es decir, nos quedamos dolidos, pero aguantamos el dolor sin volvernos locos. Suena un tanto masoquista y, sinceramente, poco liberador en términos reales. Pero me parece que esta es la opinión de Danto sobre las posibilidades del arte en relación a nuestra experiencia: no puede hacer nada por cambiarla o enrique­ cerla; en ei mejor de los casos, nos ayuda a soportar, en una especie de conformidad forzada; en el peor, nos hacer gozar sádicamente del sufrimiento; y en el caso de la vanguardia, puede evadirlo poniéndolo en una especie de perspectiva filosófica, siendo indiferente a él (179):

Figura 6. Motherweli, Robert. Elegy to the Spanish Reptiblic-108 (1965-1967)

«El embellecimiento conlleva [...] una insinuación de falsificación» e incluso de manipulación. A Benjamín y a Adorno, seguramente, bajo su visión marxista, les parecería que este arte no tiene derecho a existir. Análogo a la Miseria de la Filosofía,m esto sería la Miseria de! Arte. Pero para Danto, los efectos mencionados son los que vuelven a la belleza importante para la vida. Y, más allá del sufrimiento, su pensamiento apunta incluso a la muerte (196): «Existe, como he tratado de demostrar, un vínculo entre belleza y muerte siempre que mediante la belleza da­ mos significado a la muerte». Una forma de domar a la muerte, en una especie de negación de la nada. Pero, ¿es esta negación de la negación aquella a la cual se refería Hegel? ¿Realmente hay en esta noción de belleza, superación y reconciliación? ¿O se trata tan solo de una especie de evasión o represión del vacío? Y, por otro lado, ¿qué hay del senti­ miento de lo sublime, que Danto ha aplazado hasta el último capítulo de su texto, y sobre ei cual Adorno sentaba las mayores esperanzas de reconciliación de nuestros días? En este capítulo, Danto se refiere enfáticamente a la obra y los idea­ les estéticos de Barnett Newman. En particular, a su trabajo titulado Onement I. ¿Qué de este autor llama la atención de Danto? J. F. Lyotard, cita Danto {2005 a: 203), «escribiría que la lógica de la vanguardia ha­ lla sus axiomas [...] en la estética de lo sublime'», y Newman basaba su arte en este principio estético. Tenemos, pues, una lectura contraria de las vanguardias a la de Danto. Ni Lyotard ni Newman conciben el arte más radical como una negación necia de la belleza, sino como una ne­ gación que supera la belleza en lo sublime. El mismo Danto reconoce que ninguna cualidad estética plantea (204) «el desafío a la belleza que supone lo sublime». Por ello, para defender su punto de vísta -su teoría del arte basada en el significado y su interpretación de la vanguardia que marca el rompimiento con la estética-, es imprescindible que enfrente el reto que le plantea lo sublime, encarnado en la figura de Newman. Según Danto (2005 a: 205), en una época de polarizaciones, «Newman no pudo resistirse a poner lo sublime en contraste con lo 81. Libro de Karl Marx publicado 1 847, en el que critica la postura de Proudhon en su libro La filosofía de la Miseria.

beilo», identificando a esto ultimo con el ideal del arte de la tradición occidental. Lo sublime, así, es el representante del «deseo de destruir la forma» bella; o, de otra manera, el deseo de encontrar cómo «la forma pueda ser informe»; cómo la forma pueda ser más que forma. Cómo, en suma, se puede superar ¡a tradición occidental sin dejar de ser occidental y sin rechazar la estética. Cómo hacerla progresar y evitar con ello su fin. Como hemos visto en este trabajo, la reflexión sobre lo sublime ad­ quirió gran importancia en el siglo xvm con la revaloración del tratado de Longíno y los desarrollos de Burke y Kant. La cuestión acerca de la posibilidad del arte de elevarse sobre sí mismo entró en una discusión en relación al futuro de nuestra cultura y ia validez 'de sus promesas, lo cual hizo que (Danto, 2005 a: 208) «la idea de ló sublime entrara en colisión con la esfera del gusto como una fuerza perturbadora». Lo sublime era postulado corno la emoción más fuerte que podía ser experimentada; tan fuerte como para destruir ios esquemas de nuestra imaginación, pero no tanto para, como veíamos en Kant, perder todo esquema en absoluto, pues al final, ¡a razón es capaz de esquematizar el fracaso de la imaginación. Precisamente en esa tensión entre fraca­ so y éxito de distintos tipos de esquematización, radica ¡a posibilidad de superar la tradición sin quedarnos en el vacío o en la inmovilidad del fin. Por ello mismo, como hemos visto y como reconoce Danto (209), «Kant entendió que, más que un sentimiento por ¡a belleza la receptividad ante lo sublime es un producto de la cultura»; un produc­ to de la cultura que, dentro de ella, se excede a sí misma. Pero, ¿cómo puede eso ser posible? Porque, como se ha destacado desde Longino, ei movimiento no es autorreferencial, sino que asienta sus raíces en la naturaleza humana; en su poder y en su fuerza. Precisamente por tal referencia a la naturaleza que se nos manifiesta en todo su poder, para Danto (2005 a: 213), respecto a la sublimidad, «nos hallamos en una situación equiparable a la de aquellos que Kant calificaría de salvajes». Como seres primitivos que nos asombramos, nos aterramos, de la fuerza de los elementos que nos superan y que, por un instante, nos hacen experimentar nuestra vulnerabilidad. Podríamos

decir que lo sublime nos pone en contacto con nuestra realidad más elemental y, por ello, nos enfrenta a nuestros límites. De ahí que Danto apunte que «el asombro sigue siendo cosa del poeta y no del científico. El científico, si algo hace, es destruir la sublimidad [...] La ciencia mata para diseccionar [...] Podría decirse que cuanto más sabemos, menos sentimos». ¿Querrá decir esto, entonces, que la intención de Danto, bajo su interpretación de Hegel, al tratar de convertir el arte en obje­ to de conocimiento, es matarlo en una disección analítica para saber más de él, pero para sentirlo menos? ¿No dejaría así de asombrarnos y, por ello, de enfrentamos a nuestros límites? ¿Cómo podríamos sin dicho asombro tener al menos la esperanza de superar nuestro contexto y avanzar en nuestro conocimiento? Por otro lado, como bien apunta Danto, no necesitamos saber el tema de una pintura pára sentir la subli­ midad de la pintura. Sin embargo, surge ia siguiente cuestión: ¿podemos comprender la pintura, sin sentiría? ¿Basta con analizar su significado? ¿Lo sublime de una obra no es parte de su constitución? Para Danto, el problema con la noción de lo sublime es que, al im­ plicar el fracaso de la imaginación, no puede ser representada. Y, sí no puede ser representada, ¿cómo se va a mostrar en una obra de arte? La respuesta es que no se muestra. Más bien, como el mismo Danto (2005 a: 218) señala, descubrimos «así algo fundamental de nosotros mismos al contemplar en nuestro retrato, algo que el retrato en sí no muestra». Y, ¿qué descubrimos? (219): «Descubrimos que no somos "inteligencias puras" sino criaturas de sentimientos [...] de sentimientos poderosos». Pero, si aceptamos esta revelación como un elemento esencial del arte, tenemos que concebir su esencia más alia de la representación, en su fracaso mismo. Y eso impediría la definición del arte en términos posi­ tivos así como su fin, lo cual es contrario a todos los desarrollos de la obra de Danto. Sería una paradoja: ¿cómo puede el arte definirse por su fracaso mismo? La pregunta fundamental, por tanto, es: ¿puede haber arte más allá de la representación? ¿Puede haber, por ejemplo, pintura que no sea imagen? ¿Pintura anicónica? (220): «Newman consideraba su obra decisiva, Onement I, como una pintura y no como una imagen [...] Onement l J'no se representa más q ueasí misma" [...] como pintu­ ra se tiene a sí misma como tema» (figura 7).

La apuesta de Newman es un arte que no represente, que no tenga tema o quizá, siendo más radicales y retomando ios planteamientos de Adorno, un arte que represente el vacío, la negatividad. No un arte que evada la realidad al no querer nada, tal como Danto interpreta las vanguardias, sino uno que enfrente ia realidad al querer la nada, al abrazarla en sus obras, enfrentándonos a la ausencia de formas en una experiencia sublime. Pero Danto (2005 a: 220) simplemente ¡o desca­ lifica: «No me lo creo». Y procede a interpretarlo en sus propios térmi­ nos: «El cuadro trata de algo que puede decirse pero no mostrarse, ai menos no por medio de imágenes [...] ¿Qué significa entonces Onemení? En mi opinión, significa la condición de ser uno [...] la unicidad (oneness) de Dios». ¿De qué es, pues, esta interpretación? No de la experiencia que Danto pudo haber tenido ante del cuadro -de la cual nunca habla-, sino del supuesto tema, del título, en términos semánti­ cos: «En general, el sufijo '-ment se une a un verbo-como en 'atone' o 'c o m a n d para el que designa un estado -ei estado de expiación (atonement), por ejemplo-, o un producto». Onement I es, así, una obra que trata sobre el estado de ser Dios. ¿Qué queda de lo sublime después de una interpretación como esta? Curiosamente, para Danto, lo sublime radica en ia conciencia que se logra del cuadro después de la interpretación semántica (223): «es sublime porque está en la mente del espectador». Ninguna referencia, pues, a la fuerza desbordante de la naturaleza, ni al terror, ni, por ende, a ía elevación sobre el fracaso de la imaginación. Como si, al evitar hablar de su experiencia ante la obra, omitiera todos los procesos que en éi se dieron para llegar a su conclusión. Como sugiriendo que en su interpretación solo entraron en juego razonamientos sobre el significado de la obra y no una se­ rie de vivencias contradictorias, incluso más complejas que la de la belleza. ¿No es esta falta de reconocimiento de la experiencia una especie de alienación que, a final de cuentas, nos impide reconocer la aportación del arte a nuestra vida? ¿Cómo puede entonces Danto concluir que «la belleza, a diferencia de otras cualidades estéticas, lo sublime incluido, es un valor»? Dicho de otra manera, ¿cómo se pue­ de comprender que la belleza es valor si no se consideran los procesos

que dieron origen a ese valor y que son del orden de la experiencia; procesos, entre otros, que involucran el fracaso de !a imaginación y la esquematización de dicho fracaso por la razón, propios de lo sublime? Para abordar estas interrogantes, será necesario ir más allá de los planteamientos de Danto. Es cierto, el autor reconoce la necesidad de incluir en el análisis del arte elementos históricos y semánticos para comprender la manera en que una representación se configura y pre­ tende decir aigo con la intención de lograr algún efecto. Sin embargo, al rechazar la dimensión estética, condena el arte a su fin. Así, si el arte vale, lo hace por decreto; no podemos llegar a comprender, bajo este marco, los procesos a través de los cuales llegó a convertirse en valor. Necesitamos, pues, otra versión de la historia. Una historia del arte que no solo considere su evolución en función de un fin, sino que dé cuenta de todos aquellos momentos que no son eslabones de dicha realización progresiva. Que son, más bien, testimonios de su fracaso. Testimonios que, en tanto que refieren a lo que se opone al flujo que nos lleva a! fin, implican una esperanza de realización, en su negativi­ dad, más allá de él. El siguiente capítulo, por tanto, será un intento de comprender el arte y sus procesos en relación a su génesis conflictiva, no solo refiriendo a su esencia, sino incluyendo aquello que va más allá de ella y que determina su fracaso. Será, pues, un capítulo en el que, para adentrarnos en sus orígenes, enfrentaremos la experiencia de lo sublime y retomaremos, para ello, las herramientas que nos brin­ dan los desarrollos psicoanalíticos.

A continuación, con el fin de mostrar la posibilidad de una inter­ pretación del arte y su historia, alternativa a la de Danto, en ia cual la estética y el psicoanálisis tengan lugar, analizaremos textos de tres artistas norteamericanos, en diferentes momentos históricos, para evi­ denciar que en su obra se juegan elementos que la teoría del significa­ do de Danto no contempla. Ello nos llevará a revisar su filosofía de la historia y a proponer otra más acorde a nuestro análisis. Sin embargo, nos hará cuestionar también la teoría estética de Adorno, pues los métodos de trabajo de los artistas pondrán en duda que, en último término, lo bello, lo sublime y sus promesas de reconciliación puedan dar cuenta de lo que en sus obras se pone en juego. Los textos de los artistas que he decidido analizar pertenecen a Edgar Alian Poe, Barnett Newman y Andy Warhol, por dos razones básicamente: porque dejaron testimonio escrito de sus motivaciones y sus procesos de trabajo, en relación a su contexto sociohistórico par­ ticular; y porque Danto ubica el cambio de paradigma del arte mimético al expresionista alrededor de la época de Poe (mediados del siglo xix), y la conclusión del último en tiempos de Newman y Warhol (la década de los sesenta del siglo xx), refiriendo a ambos -como se hizo notar en el capítulo anterior- como protagonistas centrales de dicha evolución: el primero en representación de un expresionismo abstrac­ to en decadencia, el segundo como autor de las obras que dieron fin al predominio del mencionado estilo y de cualquier otro, lo cual implica el fin de la historia del arte.

6.1. Tres artistas norteamericanos: Poe, Newman y Warhol 6.1.1. Edgar Alian Poe E. A. Poe suele ser presentado como un escritor atormentado por su complicada situación familiar y económica, en un contexto en el que resultaba imposible pretender vivir del oficio de la escritura. Aquí,

sin embargo, dejaremos de lado dichos sufrimientos y nos [imitaremos a anal izar su método de trabajo, el cual expone de manera admirable­ mente clara en La filosofía de ia composición, texto en el cual explica cómo concibió la elaboración de su más célebre poema: El cuervo. ¿Qué cambio, con respecto a Danto, implica analizar la obra de un autor desde esta perspectiva? Que lo primordial no será lo que uno pueda interpretar de la obra en tanto objeto, sino el proceso a través de! cual el artista realizó dicha producción. La tesis es que, enfatizando la importancia del proceso de producción sobre el signi­ ficado del objeto en sí, podemos dar cuenta, de mejor manera, de la importancia de la relación del autor con !a obra en una dialéctica que los enfrenta a la condiciones sociales que posibilitan y limitan dicha producción, con lo cua! podemos, a su vez, determinar la importancia de los elementos estéticos de las obras, tanto desde el aspecto formal, como desde el contenido pulsional. Por otro iado, bajo tal perspec­ tiva, tampoco se realizará una especie de psicoanálisis basado en la biografía del autor, con el fin de explicar el contenido de su obra. Lo analizable será, más bien, el proceso de trabajo; los recursos técnicos a partir de los cuales se generan efectos estéticos; la manipulación, pues, del contenido que ha de ser parte de la configuración formal de la obra, siendo dicha manipulación aquello sobre lo cual, me parece, ha de recaer el valor del objeto, cuya explicación, por ende, no puede descansar en su significado. ¿Cómo nos explica, entonces, Poe, el proceso de trabajo a través del cual produce un objeto capaz de expresar cierto contenido y no un mero significado? Desde la primera página, refiriendo a sus propios análisis de los textos de Dickens y Codwin, Poe nos hace notar la im­ portancia de concebirlos de manera sistemática; como argumentos que antes de ser expuestos deben ser planeados desde el comienzo hasta su desenlace, pues no perder el objetivo final permite (Poe, 2007: 10) «dar al argumento la semblanza indispensable de consecuencia o causali­ dad, haciendo que los incidentes, y especialmente el tono, contribuyan en todo momento al desarrollo de la intención». Hemos de notar, desde ahora, que para Poe el fin de la obra no está en configurar o transmitir

un significado, sino en realizar una intención; no del autor, sino de la obra misma, especialmente a través del tono, dando al texto la indis­ pensable semblanza de consecuencia o causalidad. De crear, pues, una estructura -que recuerda a los desarrollos de la Poética y la Retórica de Aristóteles- que no está sujeta, sin embargo, a las intenciones particu­ lares del orador o del escritor. ¿Hemos de decir, por tanto, que el artista se ha de someter, en el proceso de producción, a las exigencias que !a estructura del objeto imponga? Y, de ser así, ¿cómo es que el objeto puede imponer al autor sus exigencias a partir de una estructura que aún no ha sido realizada? Sigamos el texto. ¿Cómo piensa Poe que conviene planear la estructura del texto? Un error común y garrafal suele ser partir de una tesis sugerida por un incidente ocurrido, lo cual hace de! trabajo del escritor una forma de llenar espacios vacíos para sustentar la tesis. Lo preferible, piensa Poe (2007: 10), es «comenzar con una consideración concerniente al efecto»; al efecto y no al mensaje, lo cual pone a la base de la estructura del texto consideraciones estéticas y no semánticas. La planeación del texto, bajo dicho punto de vista, requiere, entonces (11), echar «una mirada alrededor de mí (o más bien dentro de mí) a fin de lograr aquellas combinaciones de sucesos y de tono que resulten más eficaces para la obtención del efecto». Y, ¿qué ha de mirar Poe dentro de sfí De ninguna manera, nos hace notar, una especie de «éxtasis intuitivo, o algo así como un delicado frenesí», como se solía pensar, románticamente, del trabajo de los genios creadores; sino, más bien: las escenas de la elaboración y las vacilaciones del pensamiento que tienen lugar en el proceso de la creación [...] los innum erables vislum bres de la idea que no Negó a m adurar plenamente, las fantasías rechazadas por rebeldes, las cautelosas selecciones y exclusiones, las dolorosas raspaduras e interpolacio­ nes, en pocas palabras, las ruedas y los piñones, los aparejos para cam biar las escenas, que en noventa y nueve de cien casos constituyen las cualidades del histrión literario.

De hecho, Poe (2007: 12) compara los procesos que llevó a cabo para ia elaboración de El cuervo con ia precisión y la consecuencia rígida de un problema matemático». Sin embargo, reconocer el papel

de la razón en la creación artística no ha de llevarnos a confundirla con una especie de ciencia exacta. Como ya hacía notar Kant, en referencia a los juicios puros de gusto, en estos no hay determinación por concepto; es el placer lo que está a la base; o, como nos dice Poe, el efecto. Por otro lado, recalca Poe, tampoco hemos de tomar en cuenta, como parte del poema, «la circunstancia [...] de componer un poema capaz de satisfacer, a la vez, el gusto del público y del crí­ tico». Que la composición del poema implique cuestiones de gusto, no quiere decir que se tenga que satisfacer el gusto de alguien -lo cual equivaldría a subsumirlo bajo los conceptos del público o del crítico, negando con ello los fundamentos del juicio estético, como lo hacía notar Kant. Así, Poe (2007: 13) comienza a explicar sus consideraciones en la elaboración de El cuervo. La primera es sobre la relación de la ex­ tensión y unidad del poema con la totalidad del efecto, destacando que: «un poema solo es tal cuando, al elevar el alma, determina cierto grado de exaltación; y que todas las exaltaciones intensas son, por necesidad física, breves». Se destaca de nueva cuenta, pues, que una obra, incluyendo su extensión y unidad, se ha de definir en términos estéticos. Posteriormente, siguiendo una especie de lógica kantiana, después de haber abordado el efecto en relación a la magnitud del texto, lo hará en relación a la cualidad del efecto, de manera que su obra pu­ diese ser universalmente apreciada, agregando, en gran concordancia con el filósofo de Kónigsberg (Poe, 2007: 14): El placer que a la vez es el más intenso, el más elevado y ei más puro, se encuentra, según creo, en la contem plación de lo bello. Cuando los hombres hablan de B elleza quieren significar no precisam ente una cualidad, como en genera] se cree, sino un efecto. Para expresarlo en pocas palabras, se refieren a la elevación intensa y pura del alm a -n o a la del intelecto o a la del corazón[ ,..I que se experim enta como consecuencia de la contem plación de lo «bello».

La belleza, pues, no tiene que ver ni con la razón o el entendimien­ to puros, ni con la pasión pura. Y, en su relación con la obra de arte (Poe, 2007, 15), «el verdadero artista tratará siempre de subordinarlas,

en primer lugar al fin predominante [el efecto], y, en segundo lugar, de rodearlas, en todo lo posible, de esa belleza que es la atmósfera y la esencia del poema». Lo importante aquí es destacar que la belleza no es el efecto del poema, sino el lugar en el que se realiza; la «provin­ cia» que posibilita el efecto. Así, el efecto, más bien, tiene que ver con el tono o modo de manifestación de la belleza en el poema, es decir, con la manera en que el alma es elevada -con lo cual bien podríamos comprender lo sublime como el tipo de belleza más alto. Siendo que el efecto del poema es dependiente de la belleza, Poe procede a explicarnos cómo eligió la técnica (el estribillo), el persona­ je (el cuervo) y el tema (la muerte de una mujer hermosa), en función de un tipo de belleza específico (la melancolía, la cual es la forma de belleza que de manera más auténtica (Poe, 2007:15) «hace derramar lágrimas al alma sensible»). El argumento, la trama y los diálogos del poema, responden al establecimiento de dichos principios. Ahora bien, podemos preguntarnos ¿qué sucede con la originali­ dad de una obra -y, en ese sentido, con su aportación- al racionalizar su proceso de producción en función del efecto? Poe (2007: 21) nos indica que la originalidad «no es de ninguna manera un asunto, como muchos se inclinan a creerlo, de impulso o de intuición [...] hay que buscarla afanosamente, y [...] se requiere, para lograrlo, menos inven­ tiva que negación». Lo creativo en el arte, pues, no parece tener que ver con ocurrencias o inventos, sino, como ya veíamos con Adorno, con un arduo trabajo de elaboración técnica en el que lo propio es la negación y no la afirmación de ideas o significados -lo cual más bien nos llevaría a suscribir tendencias ideológicas. ¿En qué radica enton­ ces, según Poe, la originalidad de El cuervo? En una mera aportación técnica (22): «la originalidad que puede corresponderle a El cuervo reside en su combinación de estrofas. Nunca se ha intentado nada que remotamente asemeje a esa combinación» -siendo el tema, en contraste, de lo más convencional: la muerte de la amada. Por otro lado, ¿qué hay del manejo del significado, siendo que este no ha de ser el fin de la obra, sino un elemento en función del efecto? En opinión de Poe (2007: 26), debe ser tratado como «una corriente

profunda, aun cuando indefinida, de significado»; siendo este inde­ finido significado «lo que imparte a la obra de arte esa riqueza [...] que nos sentimos demasiado inclinados a confundir con ei ideal». El correcto manejo del significado, pues, es esencial para el logro del efecto. Y confundir su uso con la determinación de un concepto, equi­ vale a «confundir !a corriente superficial del tema con la profunda», lo cual convierte en prosa («por cierto del género más chato») al poema. De lo que se trata en el uso del significado, por tanto, no es permitir­ nos interpretarlo en la obra, convirtiendo esta en una pieza de prosa filosófica, sino de que los conceptos usados pongan (27) «a la mente en disposición favorable para buscar un significado». La diferencia es sutil, pero las consecuencias, notables. No es lo mismo proponer un significado para encontrarlo en la obra, que usar significados para ponernos en posición de buscar, sin encontrar. Por ello, el «lector co­ mienza ahora a considerar al Cuervo como un símbolo». ¿Un símbolo de qué? De algo profundo y, en el fondo, indeterminado: «del recuer­ do, triste e imperecedero». Es decir, no de un objeto determinado, sino de algo de lo cual el poema es representante. De algo, pues, que nun­ ca se presenta, ni a nuestro intelecto, ni a nuestra percepción sensible, pero que posibilita la particular belleza de la obra.

6.1.2. Barnett Newman Newman vivió casi tres cuartas partes del siglo

XX,

Ya que murió

en 1970, podemos decir que fue testigo del nacimiento y desarrollo de gran parte de las vanguardias artísticas, a lo cual él mismo contri­ buyó con su propia obra, crítica y reflexión. Además, conservamos su amplia producción escrita, en su mayoría ensayos y artículos para di­ versos catálogos, revistas y exposiciones, lo cual lo hace un excelente candidato a ser estudiado en este trabajo por nosotros. A Newman se le reconoce no solo como artista, sino como un activista comprometido con las causas culturales e intelectuales de su sociedad, frente al poder de las exigencias del mercado y la ideología

dominante. Como miembro de una familia emigrante de origen judío, de Europa del este, en Nueva York, y ante los obstáculos que tenían que enfrentar los intelectuales y creadores para hacer valer su obra y sus opiniones -en tiempos en los que Estados Unidos estaba preocu­ pado por ei desarrollo de su identidad como nación y por determi­ nar ia ideología con la que establecería su lugar en el nuevo orden mundial, a raíz de las dos grandes guerras-, Newman se vio ante la necesidad de precisar rigurosamente las ideas sobre su arte, en térmi­ nos estéticos y poiíticos, para que este pudiera sostenerse y defender­ se. No pensaba simplemente que, para que una obra adquiera valor como arte, bastara con que esta comunicara un significado relevante en función de su contexto histórico. Como integrante del movimiento expresionista abstracto americano -y aquí hay que recalcar que su no­ ción de América abarca todo el continente, considerando incluso sus raíces precolombinas- para él lo primordial no se puede identificar en términos conceptuales, acotados por una cultura y un contexto. Lo primordial, lo que ie importa expresar y lo que le da valor al arte, a su juicio, trasciende sistemas simbólicos y aspira a la universalidad, por lo que podemos decir que Newman se inscribe en la búsqueda propia dei arte moderno. Analicemos sus textos para profundizar en sus ¡deas. Por principio de cuentas, hemos de precisar qué implica para Newman criticar arte. ¿La comprensión de una obra requiere de hacer un análisis objetivo, formal y semántico, para determinar su lugar den­ tro de las estructuras conceptuales de su contexto? No. En opinión de Newman (1990: 92), refiriendo al modo de hacer crítica de Roger Fry, lo que se debe destacar son «las cualidades que siempre han carac­ terizado al gran arte [...] esos principios que han sido el fundamento de la estética [...] en todas las épocas [...] esas cosas que todo gran artista ha sentido y sabido». La crítica se debe basar en principios estéticos válidos para cualquier contexto y, por tanto, independientes de conceptos socialmente determinados. Es decir, una buena crítica, en un espíritu muy kantiano, ha de identificar el núcleo que, indepen­ dientemente de las circunstancias y de ideologías, ie da valor a una

obra, posibilitando la experiencia estética. ¿Por qué? Porque, a juicio de Newman, lo propio del arte es su relación con el gusto y ninguna (93) «universidad ha creado un gusto por la literatura, ninguna aca­ demia de arte ha fomentado una visión perspicaz de la pintura, nin­ gún conservatorio una adecuada y fructífera concepción de la forma musical». Es decir, porque los principios del gusto y la estética no se pueden apoyar en una teoría, en una ley, en ideales y, por ende, en ninguna tradición, como ya mostraba Kant. Pues, en tanto una obra es determinada por algún concepto, esta deja de ser juzgada como algo bello o sublime-es decir, por el gusto-y empieza a ser juzgada como algo útil con respecto a un fin. Y, al dejar de valer por sí misma, ¿no pierde por ello su valor como arte? ¿No deja el objeto, así, de ser arte, perdiendo, en términos de Adorno, su negatividad, para convertirse en un objeto cualquiera? ¿Puede, entonces, apreciarse una obra desde un punto de vista exclusivamente formal? Definitivamente no (Newman, 1990: 94): «El artista categóricamente no crea formas. El artista expresa en una obra de arte una idea estética que es innata y eterna». ¿Innata y eterna? ¿A qué tipo de contenido se refiere Newman? Al parecer, no a un conte­ nido que pueda ser analizado a partir de la observación, desde la po­ sición de espectador. Lo que Newman quiere decir, tan solo puede ser comprendido (124) «desde el punto de vista del creador, del artista»; es decir, no desde un punto de vista externo y, en apariencia, neutral a la producción de la obra, sino desde una posición de involucramiento e, incluso, de compromiso con el proceso a través del cual se realiza en el objeto la dignidad de arte, en función de sus cualidades estéticas. Como el mismo Newman dice, en referencia a Baudelaire (1 73), «la crítica debería ser parcial, apasionada, política». Y, más aún, cualquiera «que ejerza la crítica de arte sin ser apasionado es culpable de cobardía moral. Ese escritor que practica la crítica desapasionada, científica, objetiva, descriptiva, analítica, formal, declara abiertamente que se autoelimina en su propio acto». El énfasis, por tanto, está pues­ to en los procesos subjetivos a través de los que se configura el objeto. En el sujeto y sus pasiones y no en la forma final del objeto. ¿Será

esto una manera de parafrasear a Kant, asegurando que lo propio del arte está en la finalidad subjetiva de la forma del objeto, a cuya base están sentimientos de placer y dolor, y no en su fin? ¿Y que eliminar este aspecto patológico, es eliminar al mismo tiempo al sujeto que enuncia la crítica, como si estuviera rechazando la responsabilidad de emitir su juicio persona!, en un gesto de «cobardía moral»? Lo que a mi parecer intenta mostrarnos Newman es que aquello que da su valor a una obra, al juicio que se emite sobre ella y al mismo crítico de arte, se constituye en la experiencia misma de creación de la obra y de emisión de juicios críticos, y no por adelantado en una teoría. Newman ejemplifica esto con la figura de Baudelaire: Lo que estamos celebrando no son estas cosas [los objeto^ que le interesaban a Baudelaire], sino su enorme valo r para apasionarse por todo lo que le inte­ resaba, las cosas que veía, las cosas en [as que pensaba, las cosas que sentía. Fue este acto de valor hacia su propia naturaleza pasional lo que le posibilitó com prender el problema más fundamental de un pintor, el problema que tiene todo pintor, al margen de su estilo: qué pintar [...] A Baudelaire no le importaba ser correcto o no. Solo le importaba ser él m ismo. El crítico «científico» vive con el temor constante de cometer un error.

¿A qué ideas estéticas eternas e innatas se refería, por tanto, New­ man, al hablar de aquello que le da valor al arte de todos los tiempos? A mi juicio, a lo que nos permite apasionarnos, sin una forma de­ terminada, por las cosas que vemos, pensamos y sentimos; es decir, la condición de nuestro apasionamiento, nuestra propia «naturaleza pasional», la cual no necesariamente ha de concordar con máximas científicas o morales, con lo correcto o incorrecto, pero sin la cual no se podría sostener una postura ética; sin la cual, pues, nuestras obras no tendrían valor. Lo que da valor a las obras, para Newman, es independiente de contextos y culturas; es natural. Y, por ende, ha de estar presente en cualquier obra de cualquier época, como expresión de la naturaleza humana. Por eílo, al apreciar el arte primitivo, por ejemplo, la pre­ gunta no ha de ser sobre el significado que tenía el objeto para sus creadores, en el contexto original, sino por aquello que posibilita que lo apreciemos al igual que ellos (Newman, 1990: 99): «El sentido de

Figura 8. Tamayo, Rufino. Dualidad (1964). La obra de Tamayo es uno de los ejemplos de Newman sobre la utilización de la abstracción para expresar el terror primordial, a través de imágenes pertenecientes a la antigua tradición de su tierra

Figura 9. Newman, Barnett. Broken Obelisk (1968)

dignidad, la elevada seriedad de propósito, el sublime estado moral [...]» ; la pretensión de (102): capturar el sentido de la vida [...] una vitalidad superior [...] captar el secreto poder de la naturaleza ( ...) ¡a brutalidad de la vida, la ferocidad de la naturaleza (...) [la) expresión elemental [...] el mayor misterio de la vida: la muerte (...) un arte religioso extraído de las profundidades de! alma humana.

Así, el proceso de valorización, en los términos que maneja New­ man, parece coincidir, de manera universal, con el proceso en que se origina el sentimiento de lo sublime, en relación al poder de la natura­ leza. Y, por ello, el arte puede ser considerado como (Newman, 1990: 109) «un terreno de pensamiento puro [...] es autónomo», capaz de abstraerse de las circunstancias históricas, al grado: de asegurar que (201) «el acto estético siempre precede al acto social». La expresión originaria del hombre, más que una demanda de comunicación, es concebida aquí como una expresión del «temor y la rabia por su trá­ gica condición, por la conciencia de sí mismo y su propia indefensión ante el vacío» (figura 8). De esta forma, lo fundamental en el arte y su uso del lenguaje no tiene un fin cognitivo. Ei ámbito hacia el que está dirigido es el de lo incognoscible. En consecuencia, el arte ha de tender siempre a lo sublime. Ni siquiera la belleza alcanza para expresar su valor. ¿Por qué? Porque la belleza, cuyos ideales en el mundo occidental responden al gusto griego, es incapaz, al depender de la forma para su expresión (New­ man, 1990: 2 )0 ), de «penetrar la base nouménica de los objetos bár­ baros» (figura 9). En ese sentido, el arte bello, como el arte griego, «es siempre más concreto que simbólico; y por eso el fanatismo griego, como todos los fanatismos que se basan en lo concreto, derivó en un fanatismo del refinamiento». Refinamiento que, al final, «debe condu­ cir a un arte de la sensibilidad cohibida, al amor de las sensaciones ideales, a una economía de la belleza». Lo que ha de valer en el arte no es la posibilidad de materializar ¡a belleza en formas que tiendan a la idealización, sino lograr expresar contenidos primordiales del or­ den de lo real. Por ello, Newman insiste, quizá de manera más decidi­ da que Kant, en ¡a separación que implica lo sublime con respecto a

Figura 10. Newman, Barnett. Vir Heroicus Sublimis (1950-1951)

la belleza, como (215) «un deseo de destruir la forma», siendo dicho deseo, a su parecer, lo que caracteriza los esfuerzos del arte moder­ no y las vanguardias, desde el impresionismo hasta el expresionismo abstracto, apartándose de las imágenes, figuras, objetos e ideales de la tradición y el clasicismo. Tal conciencia le lleva a afirmar que, en América, alrededor de 1948, se estaba (217-218) «encontrando la res­ puesta [de los cuestionamientos modernos], al negar completamente que el arte tenga nada que ver con el problema de la belleza y dónde encontrarla». La realización de! destino de las vanguardias parecía consistir en lo siguiente:

Estamos reafirmando el deseo natural deí hombre por lo exaltado, por una preocu­ pación por nuestra relación con [as emociones absolutas 1...] Nos estamos libe­ rando de las trabas de la memoria, la asociación, la nostalgia, la leyenda, el mito [...] La imagen que producimos es la de la revelación, evidente, real y concreta, que puede comprender cualquiera que la mire sin gafas nostálgicas de la historia.

Al parecer, estaban revelando -al propiciar cierto tipo de experien­ cia estética sublime-, más que representando, lo real (Newman, 1990: 219) (figura 10): algo que debe experimentarse en el lugar: ei sentimiento [de] que aquí está el espacio

com o si uno estuviera viendo afuera desde dentro de un cuadro

Súbitamente uno se da cuenta de que la sensación no es de espacio o [de] un objeto en el espacio [ ...] Es la sensación del tiempo [...] Solo el tiempo se siente en privado [ ...] Solo ei tiempo es personal, una expe­ riencia íntim a [ ...] Cada persona debe sentirlo por sí misma.

Pero, entonces, si estaban realizando el destino de la vanguardia, a saber, romper el vínculo del arte occidental con la tradición, logrando elevar su experiencia al acto real de «la sensación física del tiempo», ¿no significa eso que llevaron a su fin la vanguardia y, con ello, al arte moderno? ¿Podemos ver en las reflexiones de Newman una explica­ ción alternativa del fin del arte, con base en principios estéticos, que va desde la exploración de la técnica para lograr efectos bellos, como vimos en Poe, hasta el logro de la destrucción de esas formas bellas en una experiencia sublime? Y, de ser así, ¿qué significaría el surgimiento del arte pop, tras esta posible versión del fin del arte?

6.1.3. Andy Warhol De acuerdo al punto de vista de Danto, que analizamos en el ca­ pítulo anterior, Warhol y el pop art son los protagonistas de un cambio en el rumbo de la historia dei arte, en el que se pone fin a las búsque­ das, esfuerzos y desarrollos del arte moderno y las vanguardias -cul­ minando con el expresionismo abstracto, del cual Newman es uno de los principales representantes-, dando paso a una nueva época, la cual Danto califica de posthistórica. Ahora bien, la pregunta que aquí se plantea, ante la interpretación de la historia del arte y la definición de este, que propone Danto, es si su teoría posibilita una comprensión adecuada de lo que implicó el por art. Rara ello, como hicimos en el caso de Poe y Newman, partiremos del análisis de un texto representa­ tivo de Warhol, La filosofía de Andy Warhol (de ia A a la B y de regre­ so), para intentar determinar los elementos que él mismo consideraba como fundamentales en su arte y métodos de trabajo. La filosofía de Andy Warhol es un libro divido en quince pequeños capítulos, en los cuales Warhol expone en un estilo muy personal, no

susceptible de ser catalogado bajo un género literario o académico específico, sus opiniones sobre diversos aspectos de la vida. ¿Cómo podemos describir su estilo? Básicamente es un despliegue de pensa­ mientos, anécdotas y diálogos, sobre variadas situaciones de su vida cotidiana. Quizás, una especie de retrato de sí mismo; como hacién­ donos notar que, si queremos conocer su filosofía, debemos conocer su persona. ¿Cómo procede Warhol a mostrarnos su persona? El texto comienza con una breve introducción en la que Warhol representa su relación con un supuesto B. ¿Quién es B? Al parecer, cualquiera de las personas que mantienen contacto cotidiano con él, en cualquier as­ pecto de su vida. B, pues, es quien sea; una abstracción que simboliza sus relaciones cotidianas, desde que se levanta porjia mañana hasta que se va a dormir. De esta forma, Warhol (2007:1) intenta mostrarnos cómo «Andy puts his Warhol on»,82 es decir, cómo pone a andar lo que a su parecer es «Warhol» J

,

Las situaciones mostradas no se distinguen por nada en particular. Y, sin embargo, quizás en ello radica la constante que se mantiene a lo largo de todo e¡ texto: la relación de B y Warhol con la nada. Por ejemplo, cuando nos describe un acto intrascendente, como oler ei alcohol con el cual humedeció un hisopo para limpiarse un grano, lo que sucede en su mente es (Warhol, 2007: 8): «Pienso en nada. Cómo siempre está a la moda. Siempre de buen gusto. Nada es perfecto después de todo, B, es lo contrarío a nada». Los diálogos, así, parecen ir, generalmente, de la nada a la enumeración de variadas situaciones cotidianas y su valoración en términos frecuentemente monetarios. Y Warhol parece regresar siempre al mismo origen (9): «El punto es pensar en nada, B. Mira, nada es excitante, nada es sexy, nada no es vergonzoso. La única vez que he querido ser algo es afuera de una fiesta, para poder entrar», al grado de que «nada no desilusiona». Y, así, si nada es todo lo que se piensa, nada falta. Pero, entonces, ¿qué es lo que pasa cotidianamente? ¿Algo? ¿Nada? Warhol constantemen­ te lo pregunta a lo largo del libro (12): «Pero no me has dicho qué 82. Todas las citas del libro de A. Warhol The phifosophy o f A ndy Warhol (from A to B and back again) han sido traducidas por mí del origina] en inglés.

pasó». Quería que B me lo explicara detalladamente. Si alguien más habla sobre ello, escucho, oigo las palabras, y pienso, tal vez todo es verdad». Quiere que se lo digan; escucha y acepta todo lo que dicen. Pero, al final, siempre regresa a lo mismo: la nada. ¿Cómo es que Warhol ¡legó a este grado tan radical de negatividad? Los tres primeros capítulos del libro tratan sobre el amor: en la pubertad, en la madurez y en la vejez. Así, en la primera etapa, nos habla de sus propias niñez y adolescencia, en las cuales empezó a sentir (Warhol, 2007: 21): «Estaba cargando con los problemas de la gente que conocía». El mismo no sentía que tuviera problemas pro­ pios, porque no había especificado alguno, pero los de sus conocidos lo empezaban a afectar, llevándolo a sufrir tres crisis nerviosas espa­ ciadas por un año. Casi nunca veía a su padre y frecuentemente no entendía lo que su madre le decía en su acento de Europa del este. Su situación general queda perfectamente descrita de la siguiente manera (22): «No era muy cercano a nadie, aunque, supongo, lo quería; por­ que cuando veía a los chicos diciéndose unos a otros sus problemas, me sentía segregado. Nadie confiaba en mí». De acuerdo a esto, pare­ ciera que Warhol no desarrolló sus habilidades sociales y lingüísticas en relación a sus afectos, y la situación se prolongó hasta su etapa productiva, cuando viviendo en Nueva York, a pesar de que su carga de trabajo no !e brindaba la oportunidad de relacionarse y compartir problemas con los demás, aún se sentía aislado y lastimado. ¿Cómo tramitó su situación Warhol? justo en el momento en que decidió dejar de buscar amistad y permanecer solo (Warhol, 2007: 23): «todos los que nunca había visto antes en mi vida empezaron a seguirme para decirme cosas que justo había decidido no pensar que era buena idea escuchar. Tan pronto como me volví un solitario, en mi mente, ahí fue cuando obtuve lo que puedes llamar un "seguidor"». Todos los Bs empezaron a llegar a compartirle sus problemas en cuan­ to él decidió dejar de desear su compañía: «Tan pronto como dejas de querer algo, lo obtienes. He encontrado que eso es absolutamente axiomático». Lo que Warhol como celebridad y artista es, por tanto, está íntimamente relacionado con el devenir de su deseo. Y ¿cómo

manejó este nuevo escenario en el que todos llegaban a compartirle sus problemas? Buscó ayuda psiquiátrica, pero no encontró apoyo al­ guno en ello. En su lugar, regresando del psiquiatra, compró su primer televisor en Macy's (24): y justo en este instante olvidé todo acerca del psiquiatra. Tenía la TV prendida todo el tiempo, especialm ente cuantío la gente me estaba contando sus proble­ mas, y encontré que ia teíevisión era lo suficiente entretenida com o para que [os problemas que la gente me decía realmente no me afectaran. Era como una especie de magia.

Paulatinamente, Warhol se empezó a hacer más y más popular, su negocio iba creciendo y, en un momento, se vio rodeado de todo tipo de gente; desde los más extraños hasta las celebridades más conoci­ das. En sus propias palabras, después de salir lastimado por preocu­ parse demasiado en sus relaciones con otras personas, decidió dejar de preocuparse. Sus «amores», con quienes mantuvo las relaciones más satisfactorias, fueron su televisión y, posteriormente, su «esposa», es decir, su grabadora (Warhol, 2007: 26): «Nada fue un problema de nuevo, porque un problema simplemente significaba una buena cinta, y cuando un problema se transforma en una buena cinta, deja de ser un problema. Un problema interesante era una cinta interesante. Todos lo sabían y actuaban para la grabadora». Y, así, comenzó a definir su arte y su modo de trabajo. Lo que se cuestiona en sus cintas es la realidad de las emociones y los problemas; es decir, ¿los problemas que la gente manifiesta en las grabaciones son reales o actuados? Con esto, la postu­ ra de Warhol en relación a los afectos o, lo que es lo mismo, su relación con la estética, parece definirse en lo siguiente (27): «Creo que una vez que miras las emociones desde cierto ángulo no puedes volver a pensar en ellas como si fueran reales. Eso es más o menos lo que pasó conmigo [...] Realmente no sé si alguna vez fui capaz de amar, pero después de los sesenta nunca volví a pensar en términos de amor». Mientras los afectos, ya fueran bellos o sublimes, eran la base en torno a la cual Poe y Newman desarrollaron su obra, Warhol cuestiona su realidad; y, sobre dicho cuestionamiento elabora su arte. Si, por su parte, la vanguardia cuestionó los ideales de la tradición, oponiéndose

Figura 11. Warhol, Andy. Edie Sedwick (1966)

a ellos a través de medios estéticos, Warhol parece radicalizar el cuestionamiento al anular su deseo por relacionarse con otras personas, oponiéndose a los afectos -empezando por el amor-, a través de su trabajo. ¿Qué puede entonces darle algún valor a su obra a los ojos de cualquiera? ¿Nada? Quizá la respuesta sea que, en efecto, la nada es lo que le da valor a su obra, en el sentido de que la negatividad radical que Warhol personifica y su obra materializa, después de todo, sí tiene un efecto estético -muy acorde con las reflexiones de Adorno, er¡ rela­ ción, por ejemplo, a la obra de Beckett. El efecto de esta «nada» no es solo de belleza o sublimidad, sino de fascinación (Warhol, 2007: 27): «la fascinación que experimenté probablemente era cercana a cierto tipo de amor». El ejemplo que da de su fascinación, fue una mujer de Charleston llamada Taxi -probablemente refiriéndose a Edie Sedgwick. ¿Por qué le resultaba fascinante? Porque tenía una (Warhol, 2007: 33) «patéti­ camente vacía, frágil cualidad que la hacía un reflejo de las fantasías privadas de todos. Taxi podía ser todo lo que querías que fuera [...] Era un maravilloso, hermoso vacío» (figura 11). De nueva cuenta, nos encontramos con la relación con la nada: «Estaba tratando de probar a su familia en Charleston que podía vivir de nada». Su personalidad era una especie de vacío que podía tomar cualquier forma. Todo el tiempo actuaba. Sin embargo, no era atractiva por representar ideales. Es necesario insistir en que su atractivo no descansaba en conceptos, pues, de hecho, aunque a los ojos de Warhol lucía muy bella (34), «te­ nía más problemas que cualquiera que había conocido. Muy hermosa pero muy enferma». ¿No es esta fascinación que capturó a Warhol, un efecto estético que escapa a cualquier significado? De hecho, ¿no es ur¡ tipo de belleza que raya en lo sublime? La descripción que da War­ hol de su sentimiento, al contemplarla cuando en apariencia dormía, es (36): «Estaba fascinado-pero-horrorizado»; una especie de tensión entre el placer y el dolor que escapa a toda determinación. Por otro lado, ¿este tipo de enigmático afecto tiene algo que ver con la obra de Warhol y con el fenómeno que fue su arte? Continuemos con sus reflexiones sobre el amor.

¿Por qué, para Warhol, el amor en realidad no vale la pena? Por­ que, de acuerdo a su experiencia, no es más que un ideal que una vez realizado, decepciona. Nunca cumple lo que promete. ¿Qué ideal? (Warhol, 2007: 43): «Te pago sí me pagas». Es decir, la exigencia de reciprocidad; de que las dos partes den lo mismo, sin que ninguna gaste más de lo que recibe. Ei amor, pues, es una especie de fantasía que mantiene vivo el deseo de relacionarse con el otro. Sin embargo, mientras avanza la vida, la fantasía se desgasta (44): «Es mucho tiem­ po para jugar con eS mismo concepto. E! mismo aburrido concepto». Después de esta afirmación, uno espera que Warhol argumente a favor de la experiencia concreta frente al ideal abstracto. Sin embargo, su­ cede algo muy particular; sucede todo lo contrario: «El amor-fantasía es mucho mejor que el amor-realidad. No hacerlo nunca es muy exci­ tante. Las atracciones más excitantes suceden entre dos contrarios que nunca se encuentran». La realización de la experiencia concreta abu­ rre porque la fantasía deja de ilusionar y el deseo desaparece. Mante­ ner ¡a fantasía, rechazando su realización, por el contrario, conserva la intensidad de la excitación. Pero, entonces, el precio que se paga por la excitación es ia evitación del acto. La pasividad y ia soledad. Se mantiene una especie de pureza, nunca se deja de ser lo que uno mismo se esmera en no dejar de ser. Se intensifica, pues, la sensación de riesgo y peligro; pero, por otro lado, se elimina ¡a posibilidad de realmente arriesgarse y sufrir daño. ¿No son estas características de lo sublime, que Kant ya indicaba? En un primer momento, la excitación sube ante el aparente peligro; hay un terror que paraliza momentánea­ mente; pero, posteriormente, el miedo es superado por la conciencia de que, en realidad, estás a salvo. La conciencia de que solo eres un espectador. ¿Será, entonces, que Warhol, y no Newman, fue quien dio con el arte que mejor expresa la naturaleza de lo sublime, explorando este sentimiento entre la excitación y la inhibición? ¿Y será este la promesa de reconciliación cuyas pistas hemos estado buscando a lo largo de este trabajo? ¿Será este, por tanto, como Danto presumía, el fin dei arte -aunque en este caso, con base en un sentimiento y no en un significado?

Figura 12. Warhol, Andy. B lo w jo b (1964)

En palabras de Warhol (2007: 48): «Lo que estaba tratando de ha­ cer en mis primeras películas era mostrar cómo las personas pueden conocer otras personas y qué pueden hacer y qué pueden decirse unos a otros [...] Eran como actuales porejemplos sociológicos. Eran como documentales». Sus películas tenían una especie de fin cognitivo. Eran como pruebas empíricas de la nulidad que es el amor en realidad. Pero, entonces, ¿eran arte? Resulta problemático saber si esto era arte para Warhol o una exploración cuasi científica. Analicemos las siguientes afirmaciones: «Yo nunca quise, particularmente, hacer meras pelícu­ las de sexo. Si hubiera querido hacer una película de sexo real, habría filmado una flor procreando otra flor. Y la mejor historia de amor es simplemente dos tórtolos en una jaula [...] El mejor amor es no-pensaren-eso» (figura 12). Las películas de Warhol muestran a personas re­ lacionándose, por lo que son documentales de tipo sociológico; pero no pueden mostrar como tai la sexualidad, pues para ello más bien

debió hacer una expresión del tipo «los pájaros y ias abejas»; es decir, una expresión que al mostrar la reproducción de la naturaleza animal y vegetal, refiriera, indirectamente, a la nuestra. El amor, pues, el mejor amor, quizás aquel íntimamente ligado a lo sexual y no al ideal, no es pensable ni directamente representable. Y, entonces, tal vez eso sería arte y no un documental. Pero, aquí, no podemos estar seguros de ello, por lo que tenemos que seguir avanzando. De hecho, hemos de aclarar que los argumentos de Warhol no tienen nada que ver con la cuestión de la representación de la sexua­ lidad, como si fueran análogos a los del tabú de la representación de Adorno. Los argumentos de Warhol están en relación con la vivencia misma de la sexualidad. En realidad, como ya hemos apuntado, lo propio de Warhol es evitar a toda costa cualquier cosa que pudiera lle­ var a la realización de la experiencia concreta. Cualquier insinuación debe ser nulificada, al grado de definir el sexo no como un acto, sino como (Warhol, 2007: 53) «nostalgia de sexo». Nostalgia, ni siquiera por algo que pasó y que deseas que vuelva a pasar, sino «nostalgia de cuando solías quererlo, a veces». Y, aun y cuando reconoce que para algunos el sexo implica cierta violencia, Warhol se limita a decir de ello: «Nunca pude ver eso». Se reitera, pues, la negación radical del acto, la violencia y el riesgo reales. Pero, entonces, ¿qué es lo propio del arte de Warhoi y qué relación mantiene con la estética? Habría que determinar qué es lo que inten­ taba captar Warhol en los personajes que filmaba, en relación a la fas­ cinación que le causaban. ¿Qué les daba valor a sus ojos? ¿Cuál era el efecto estético que experimentaba al verlos? Por ejemplo, cuando War­ hol (2007: 55) habla de las razones para utilizar a drag queens en sus películas, se refiere a que funcionan mejor que las chicas reales por­ que estas «no parecían excitarse con nada, y los drag queens podían excitarse con cualquier cosa» (figura 13). Vemos, pues, que Warhol está considerando detenidamente el efecto y, muy poco, el significado de la obra. Que, además, el efecto tiene que ver con aquello que no es «lo real», es decir, en este caso, no con las verdaderas mujeres, sino con imitaciones de ellas. La evitación de lo real y el mantenimiento de

Figura 13. Perich, Antón. Fotografía de Candy y Andy Warhol tomada del documental Beautiful Darling: the Ufe and times of Candy Darling, Andy Warhol

Superitar, de James Rasin (2011)

la fantasía, de nueva cuenta, favorecen el efecto de fascinación. Me parece que podemos decir, por tanto, sin temor a equivocarnos, que el arte de Warhol descansa sobre principios estéticos y no sobre una base conceptual. Principios estéticos que son logrados por los contras­ tes logrados entre los ideales, las fantasías y la realidad concreta. Por la «nada», por el vacío, que separa estos ámbitos. ¡Y, reforzando nuestra conclusión, justo en este punto de su libro, después de haber hablado sobre el amor en tres distintas etapas, dedi­ ca un capítulo a la belleza! La manera en que se expresa de ella, re­ cuerda a la definición del tiempo de San Agustín (Warhol, 2007: 61 ):83 «No he conocido una persona que no pudiera llamar una belleza», pues a su parecer todos tenemos algo de belleza, pero, «honestamente no sé io que es la belleza». Inmediatamente después de hablar un poco de lo que le parece bello, Warhoi nos dice que prefiere a las personas que hablan (Talkers) 83. {Agustín de Hipona, 1999: 93) «¿Qué es, entonces, eí tiempo? Si nadfe me Jo pregunta, lo sé; si quisiera explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sái>.

a las que solo son bellas (Beautíes), porque las primeras están hacien­ do algo y las segundas simplemente son así (Warhol, 2007: 62): «No sé qué es lo que están siendo. Es más divertido estar con personas que están haciendo cosas». Por una parte, podemos inferir que la belleza no tiene que ver con hacer algo en específico, sino con lucir de cier­ ta forma no determinable; con una especie de (63) «magnetismo de pantalla [..,] algo secreto». Por otro lado, es curiosa la preferencia de Warhoi por quienes están haciendo algo, siendo una de sus máximas evitar el acto. ¿Será, pues, que es mejor entretenerse viendo como otros hacen algo, que hacerlo uno mismo? Como al ver una película, ¿la acción se vuelve más emocionante al no estar involucrado en ella? Por otro lado, ¿puede involucrarse de alguna manera la belleza con la acción? Cuando Warhol (2007: 64) describe a las personas que sufren crisis nerviosas, nos dice que pueden lucir muy hermosas «porque tienen ese algo frágil en la manera en que se mueven o caminan. Manifiestan un estado de ánimo [mood\ que las hace más bellas». Es decir, una acción en sí no implica belleza como parte de su rea­ lización o su meta; sin embargo, sí se puede actuar y expresar en ello una especie de estado de ánimo, que es como «algo» frágil. La estética y la acción no están peleadas. Todo lo contrario; la acción se puede volver efectiva en términos estéticos cuando es contemplada, y no realizada, en función de aquello que rebasa su fin. Podemos ver esta relación claramente en la descripción que Warhol hace de Diana Vreeland, editora de Vogue (66): «es una de las mujeres más bellas en el mundo porque no tiene miedo de otras personas, hace lo que quiere». No actúa, pues, determinada por conceptos o significados de peso social; es natural; es lo que es. Pero, además, Warhol añade algo, tras una observación deTruman Capote: «ella es muy limpia, y eso la vuelve más bella. Tal vez es, incluso, el fundamento de su belleza». Resulta fascinante la introducción del concepto de «limpieza». ¿Qué relación podrá tener con la belleza? ¿Tendrá que ver con prescripcio­ nes higiénicas y, en ese sentido, estar determinada por conceptos? A mi parecer, nada en el texto de Warhol nos lleva a tal interpretación.

Más bien, me parece que hemos de vincular esta noción de pulcritud a un efecto estético muy similar a los que describía Burke. La limpieza genera un sentimiento de seguridad y está íntimamente ligada a la evitación dei peligro y la autoconservación. Y, en este caso, con la ya mencionada evitación del acto que parece ser tan apreciada por Warhol. Así (67), «La belleza en peligro se vuelve más bella, pero la belleza en suciedad se vuelve fea». La limpieza, pues, denota belleza, su contrario la denigra y el peligro la acentúa -siempre y cuando no se realice-, pues aumenta la excitación. La evitación del acto, quizás, la eleva a lo sublime. No sorprende, por tanto, que Warhol haga afir­ maciones similares a las que hacía Burke en relación a los objetos que nos causan el sentimiento de belleza: «Los niños son siempre bellos [...] Las facciones pequeñas y la pie! tersa [...] Los bebés al ser bellos son protegidos porque la gente quiere dañarlos menos. Esto también se aplica a todos ios animales». Warhol, pues, parece reafirmar, al más puro estilo de un ilustrado, la relación de la belleza.con la naturaleza. Y, sin embargo, «la belleza no tiene nada que ver con el sexo»; a lo cual, quizás hemos de agregar, después de seguir el texto, que no tiene que ver con el acto sexual, pero sí con las fantasías sobre el sexo, el deseo que provocan y la excitación anterior al acto; como la belleza de las sensuales actrices de las películas (68), «las únicas personas que puedo identificar inequívocamente como bellezas»; las cuales, al verlas en vivo, «tampoco son realmente bellas, por lo que tus estánda­ res tampoco existen realmente» (figura 14). No existen los estándares porque su belleza no es más que un efecto estético que depende de la apariencia lograda por las técnicas cinematográficas, y no por reglas o ideales. La belleza, sea lo que sea, hace que sobresalgan ciertos objetos sobre los demás, independientemente de conceptos o convenciones. Con lo cual, para acabar de destacar la correspondencia de las no­ ciones de Warhol (2007: 70) con los conceptos kantianos, hemos de agregar que «la belleza y la riqueza podrían no tener nada que ver con qué tan bueno seas». Una cosa, como diría Kant, es juzgar la bondad y la utilidad, y otra la belleza. Lo cual, por otro lado, no quiere decir

Figura 14. Warhol, Andy. In g rid Bergm an (as H e rse lf) (1983)

que la belleza se lleve mal con el dinero, pues, lo más bello, para Warhol, de Tokio, Estocolmo, Florencia y, podemos suponer, de cual­ quier parte que no sea Estados Unidos, es McDonald's (71): «América es realmente la BelSa. Pero sería más bella si todos tuvieran suficiente dinero para vivir». ¿Qué tendrá Estados Unidos que lo hace la «Belle­ za» por antonomasia? ¿Y qué misteriosa relación tendrá con el dinero, independientemente de consideraciones funcionales? Uno de los conceptos que Warhol maneja y que nos puede ayudar a comprender tal relación es ei de «fama», el cual liga inmediatamen­ te con el de «aura». ¿Qué es, pues, el aura? Algo que solo alguien que no eres tú puede ver en ti (Warhol, 2007: 77): «Todo está en los ojos

de (a otra persona. Solo puedes ver un aura en personas que no cono­ ces muy bien o que no conoces en absoluto». Algo que no depende del conocimiento o función del objeto, pero que afecta al otro en la contemplación, por lo que podemos suponer que tiene una base esté­ tica, o en lo términos de Warhol, una base en nada (86): «Las estrellas de las películas ganan millones de dólares por nada». Por otro lado, es algo que se puede producir y comercializar; Warhol nos dice que una compañía estaba interesada en comprar su aura, y que, en el lugar y tiempo adecuados, cualquiera puede tener un aura con la cual cual­ quier otro podría obsesionarse. De hecho, se pueden categorizar las auras por tipo, al grado de que (85) «los fanáticos solo idolatran partes de las estrellas. Hoy, la gente puede idolatrar una estrella en un área y olvidarse de ella en otra». El aura no tiene que ver con ninguna de las características reales del objeto, sino con aquello que, del objeto, atrapa la atención del espectador, sin ser nada en particular; pudiendo ser cualquier cosa en absoluto que haga que las emociones luzcan sumamente fuertes y reales. La relación del aura con el dinero es que a ella, en función de la importancia que adquiere para ei espectador, se le puede asignar un valor. Con esto, Warhol (2007: 92) nos asegura que «el Arte-Negocio es el siguiente paso del Arte». Más que arte comercial, Warhol realiza un arte que genera valor. Es decir, no simplemente crea mercancías, las cuales bien pueden tener una utilidad; su arte se encarga de hacer valer incluso aquello que ha sido desechado. Arte entendido como trabajo que genera vaior en lugar de utilidad y que, aunque siempre evite cualquier acto real -su inserción en el transcurso de los aconte­ cimientos cotidianos-, intensifica las emociones al distanciarse. Así, para Warhol, una pintura es (133) «como dinero en la pared»; y quizá, como le pasa a Warhol al tener contacto con el dinero, con el arte se puede sentir algo análogo (137): «todo desaparece en el momento que lo toco». ¿En función de qué es capaz de crear valor Warhol? Como decía­ mos, no en relación a la utilidad, pues bajo esa categoría los objetos artísticos son una especie de desperdicio. El objeto en sí mismo no

vale nada, y en esto radica lo fascinante de] arte de Warhol. El efecto estético y, por tanto, su valor, consiste más bien en el espacio que el artista crea para colocar allí su objeto. Por ello (Warhol, 207: 144): «El Arte-Negocio es una cosa mucho mejor que el Arte-Arte, porque el Arte-Arte no mantiene e! espacio que ocupa, mientras que ei ArteNegocio sí lo hace. (Si el Arte-Negocio no mantiene su propio espa­ cio, se queda fuera del negocio)». Hacer arte es como mantener un negocio; lo primordial es, por tanto,- ser capaz de mantener el espacio artístico, al grado de que dicho espacio puede valer por sí mismo, aun vacío, y ser por sí mismo bello, incluso cuando es creado por medios de reproducción masiva. Nada, pues, en particular, tiene valor; lo que vale en sí es el espacio que posibilita que algo adquiera importancia; el espacio vacío que en sí mismo es nada y que el artista llena con lo que sea, creando distintas atmósferas. En el arte, entonces, según la visión de Warhol, no se arriesga nada personal. Es un asunto de producir espacios y cosas para llenarlos. Lo que está en juego no es más que una decisión de negocios -que en sí no tiene nada que ver con la libertad de empresa y la capacidad de autodeterminación- en la que uno debe ingeniárselas para hacer (183) «algo de la nada», sin basarse en argumentos, sino, en todo caso, en la experiencia personal. Es decir, en nada en particular.

6.1.4. Problemas a considerar con miras a una teoría estética Después de haber analizado los textos de ios tres artistas escogi­ dos, es momento de exponer las conclusiones y los problemas que ellas generan en relación con la investigación aquí emprendida, con miras a proponer ciertos principios a tomar en cuenta para la realiza­ ción de una posible teoría estética. Para empezar, desde las reflexiones de Poe, se nos impone consi­ derar los siguientes aspectos en relación con la producción artística: Que esta depende de un trabajo sistemático cuidadosamente planea­ do, con el fin de desarrollar técnicas de expresión eficaces, en función

de un pretendido efecto sobre el espectador. Ello io podemos corro­ borar igualmente en Newman y Warhol; la concepción dei trabajo como proceso de desarrollo técnico, así corno el reconocimiento de su importancia, son vitales para la realización de sus producciones. En todos, la técnica encuentra su finalidad en algo no determinable: la generación de una experiencia estética a través de la obra. En contra de la teoría de Danto, no hay nada que nos indique que la utilización de la técnica en la producción del arte deba encontrar su fin en la configu­ ración de un significado pertinente en función de su contexto. La forma en que estos artistas manipulan el lenguaje nos muestra que el fin no es determinable lingüísticamente; en todo caso, si se puede hablar de un fin, este ha de ser del orden de la experiencia en tanto no determinable; de una experiencia bella o sublime, de clara correspondencia con la fi­ losofía kantiana, en el caso de Poe y Newman; o de una experiencia de «nada», en el caso de Warhol, én la cual cabría determinar sus posibles vínculos con los sentimientos de lo bello y !o sublime. En este sentido, las nociones estéticas que hemos venido manejando a partir del análisis de la teoría de Adorno, en relación a Kant y Freud, es decir, sobre los sentimientos de lo bello y lo sublime en función de la forma de la obra y su contenido pulsional, se vuelven problemáticas. ¿Por qué? Porque los procesos del mencionado trabajo de producción artística ponen en cuestión ía realidad de dichos sentimientos. Si la be­ lleza de los poemas de Poe es resultado de la construcción de una es­ tructura-conclusión, a su vez, de un cuidadoso cálculo-, si lo sublime en las obras de Newman es la culminación de una búsqueda -propia de los desarrollos técnicos de las vanguardias- acerca de las estructuras mínimas a partir de las cuales podemos generar cierta experiencia del tiempo, y si los espacios creados por Warhol son la consecuencia de una fría decisión de negocios, ¿se puede seguir pensando lo bello y lo sublime en función de la naturaleza, como suponíamos en Longino, Burke y Kant, y como parece corroborar Freud desde su propio campo de estudio? ¿No es, por ejemplo, este, el cuestionamiento fundamental de la obra de Warhol: que los sentimientos no son reales, sino depen­ dientes, por completo, de la evitación del contacto con lo real y de

la correspondiente construcción de un espacio independiente de cual­ quier acto? ¿Que lo irreal, lo artificial, incluso lo que Adorno repudia bajo el apelativo de «industria cultural», se impone en una especie de superación del riesgo y el sufrimiento? Al respecto, el tema del la promesa de reconciliación, que hemos mantenido como eje de este texto, también se cuestiona, pues ¿en verdad, bajo ias premisas del trabajo y las nociones estéticas de estos artistas, es posible mantener una esperanza de reconciliación de los elementos alienados? En Newman, la pregunta parece encontrar una respuesta categóricamente afirmativa a través de su concepción de lo sublime y de las vivencias del tiempo que pretende generar. Pero el asunto es más complicado en Poe y en Warhol. En Poe, ¿la belleza en que se configura el efecto de melancolía de E! cuervo, nos per­ mite albergar esperazas de reencuentro con «la amada», o más bien refuerza su imposibilidad? Y, en Warhol, ¿no se niega, de hecho, de manera tajante, la posibilidad del amor -la posibilidad de reconcilia­ ción-, reafirmando la alienación en la que vivimos? Es más, ¿no es de hecho el sentido de la negatividad de Warhol el justo opuesto del sentido de la negatividad de Adorno? Es decir, mientras en Adorno la negatividad deí objeto artístico, al separarse de la realidad empírica, ofrece la esperanza de algo mejor, en Warhol, dicha separación ¿no es la afirmación de la imposibilidad de poder hacer algo mejor en lo real? ¿No es que, en Warhol, lo mejor está en el objeto mismo y no en la posibilidad que ha de engendrar como esperanza? ¿Bajo qué principios estéticos, por tanto, podemos explicar ambos sentidos de la negatividad del arte, siendo que ni Adorno ni Danto parecen ser suficientes para dar cuenta de la complejidad emanada del análisis de las «filosofías» de trabajo propias de cada artista? En función de dicho cuestionamiento, a continuación estructuraré una propuesta bajo la lógica siguiente: en tanto que Warhol parece ofrecer, desde una postura definida y sostenibSe como artista, una opo­ sición a los principios estéticos de Adorno, en cuya base, como vimos, están Kant y Freud, pienso que hemos de buscar un nuevo punto de par­ tida para explicar tanto las producciones en las que Adorno se apoya,

como la producción de Warhol, tan cercana a la industria cultural. La estética de lo bello y lo sublime da cuenta, de manera satisfactoria, de las producciones de Poe y Newman, pero, ¿sirve para describir lo que, fundamentalmente, busca generar Warhol? Mi conclusión es que sus términos no son suficientes. Que, más bien, los métodos de trabajo de Warhol nos revelan que, lo que primordiaimente crea, más allá de los mencionados sentimientos, bajo la categoría de «Business Art», es va­ lor, Que las obras de Warhol, más que bellas o sublimes, son valiosas. Y que su valor se funda en principios estéticos. Por ello, nuestra pre­ gunta fundamental debe formularse sobre los principios bajo los cua­ les una teoría estética puede explicar satisfactoriamente los procesos a través de los que se origina el valor de los objetos, más allá de lo que prometan. Bajo tal premisa, a continuación, mostraré la posibilidad de explicar dichos principios, por un lado, bajo una teoría de la historia adecuada -la que propone Walter Benjamín en sus Tesis de Filosofía de la Historia- y, por otro, a través de desarrollos psicoanalíticos que nos permitan pensar la negatividad propia del contenido pulsional, en varios sentidos (tanto en el de la reconciliación, como en el de la industria cultural) -a saber, lo que en mi opinión lleva a cabo Lacan.

6.2. ¿Por qué Lacan y Benjamin, según Zizek? Con el fin de introducir los conceptos de las obras de Lacan y Benjamin que nos permitirán responder a nuestros cuestionamientos sobre el arte contemporáneo, a continuación echaré mano de la expli­ cación de Slavoj Zizek, contenida en El sublime objeto de la ideología, sobre cómo podemos pensar el objeto que sostiene a la ideología y posibilita su goce, para usarla en favor de nuestros propios intereses. Para, empezar, es necesario apuntar que la concepción dei objeto de Zizek, se basa en la ética que según Lacan84 implica el psicoaná­ lisis, cuyo lema es que no hemos de ceder al propio deseo, es decir

84. En el Seminario 7: La ética del psicoanálisis.

(Zizek, 1992: 25), «no hemos de borrar la distancia que separa lo Reai de su simbolización, puesto que es este plus de lo Real que hay en cada simbolización lo que funge como objeto-causa de deseo». Llegar a un acuerdo con el objeto, con el plus, «significa reconocer un desacuerdo fundamental (antagonismo), un núcleo que resiste la integración-disolución simbólica». Ahora bien, según Zizek, la mejor manera de «situar una posición ética de este tipo es a través de su oposición a la noción marxista tradicional de antagonismo social», en el sentido de que la ética psicoanalítica no reduce la pluralidad de las luchas particulares a una sola causa social. Así, la pluralidad debe ser pensada como (27) «una multitud de respuestas al mismo núcleo imposible real»; núcleo imposible que es pensado como una «dimen­ sión de radical negatividad». Con ello, la negatividad, en opinión de Zizek).no puede ser superada o abolida; tan solo se puede pretender llegar a urt^cuerdo con ella: «aprender a reconocerla en su dimensión aterradora y después, con base en este reconocimiento fundamental, tratar de articular un moclus vivendi con ello». Ahí es justo donde radica el fin de la cultura y sus manifestaciones, como el arte, siendo la aspiración a abolir la negatividad (28), «la tentación autoritaria». Para Zizek (1992: 29), esta comprensión sublime del objeto im­ plica una lectura de Hegel en la que su dialéctica' no es sino «una anotación sistemática del fracaso de todos los intentos de este tipo. El «conocimiento absoluto» denota una posición subjetiva que final­ mente acepta la «contradicción» como condición interna de toda identidad». En contra de la lectura hegeliana de la historia del arte de Danto, la lectura de Zizek nos muestra que cualquier pluralidad impli­ ca conflicto, el mantenimiento de la negatividad y, en este sentido, la pertinencia de la estética (con sus nociones de belleza y sublimidad) para comprender las maneras en que los individuos intentan lidiar con el resto irreductible de lo real. Con ello, la empresa de Zizek (31) es «salvar a Hegel [...] a través de Lacan [...] [abriendo] una nueva manera de abordar la ideología [...] sin ser presas de cualquier tipo de trampas "posmodernas" (como la de la ilusión de que vivimos en una condición "posideológica")».

La lectura de Lacan por parte de Zizek (1992: 35), comienza por identificar lo que para Lacan es un síntoma, en estrecha relación con el análisis de la mercancía de Marx, bajo el supuesto de que las no­ ciones fundamentales para analizar la mercancía también nos sirven para analizar los sueños, los fenómenos histéricos y otros fenóme­ nos propios del psicoanálisis. La razón es que «hay una homología fundamenta] entre el procedimiento de interpretación de Marx y de Freud [...] entre sus análisis respectivos de la mercancía y los sueños». Dicho de otra manera, la pregunta sobre por qué los pensamientos latentes han tomado la forma de un sueño, es análoga a la de por qué el trabajo asumió la forma del valor de una mercancía (o, en términos de esta investigación, análoga a por qué el trabajo asume la forma de una obra de arte). Lo fundamental, pues, en el sueño, la mercancía y la obra de arte, es e! trabajo sobre cierto contenido, del orden de lo real, que ies dio forma. Así, en el sueño (38), «la verdadera materia del sueño (el deseo inconsciente) se articula en el trabajo del sueño, en la elaboración de su "contenido latente"». ¿Será esto mismo lo que se articula en los trabajos de elaboración de mercancías y obras de arte? Y, por otro lado, sobre todo a partir de Warhol, ¿será pertinente distinguir el trabajo de elaboración de mercancías del de obras de arte? Dar respuesta a estos cuestionamientos ha de ser labor funda­ mental de nuestro texto, pues, como dice Zizek, lo importante no es saber que detrás de la forma del objeto hay un contenido oculto, sino comprender (40) «el proceso mediante el cual el significado oculto se ha disfrazado de esa forma». ¿Qué es, entonces, lo que permite que un objeto, a través de su for­ ma, adquiera cierto valor y que, en consecuencia, pueda ser intercam­ biado? En primer lugar, que exista un orden simbólico sobre el que se sostenga el valor; en segundo, que al momento del intercambio, se actúe con respecto a él como si fuera real, es decir, sin reconocerlo en su carácter simbólico. Tales condiciones implican que el valor y el intercambio siempre son ideológicos, entendiendo por ideológica (Zizek, 1992: 47) «una realidad social cuya existencia implica el no conocimiento de sus participantes en lo que se refiere a su esencia, es

decir, la efectividad social». Esto mismo nos hace llegar a la dimen­ sión del síntoma, pues la efectividad de su goce depende de la igno­ rancia de su lógica. ¿Serán, pues, la ideología y el síntoma las claves para comprender ia mercancía y el arte? Por otro lado, ¿responderán a ideologías y síntomas distintos? Un síntoma, por definición, es un elemento paradójico dentro de una totalidad universal y racional. El elemento irracional dentro de un aparente funcionamiento racional (Zizek, 1992: 49): «el punto en el que la Razón encarnada en el orden social encuentra su propia sinrazón». ¿Cuáles son esos síntomas en un mundo del arte que, se­ gún Danto, ha llegado a una aparente totalidad racional a partir de Warhol? ¿Qué irracionalidad podemos detectar en Warhol, que nos lleva a gozar de su obra sin comprender por qué? ¿Qué relación se establece entre arte y mercancía al respecto? ¿Realmente se resolvió la contradicción que Adorno intentó radicalizar entre el arte y la indus­ tria cultura], sin ningún resto de negatividad? En términos de Zizek (1992: 60), podemos pensar que el síntoma se relaciona con la ilusión de ver los objetos como si «fueran simple­ mente otras tantas encarnaciones del Valor universal»; y más especí­ ficamente, con pasar por alto (61) «la ilusión que estructura nuestra relación efectiva y real con la realidad». Es decir, en él caso de Danto, en relación a su interpretación de Warhol, podemos pensar que ei sín­ toma que está detrás de su comprensión del fin del árte y de¡ supues­ to pluralismo sin contradicciones ni negatividad del arte de nuestros días, tiene que ver con pasar por alto que esa concepción de realidad está estructurada por una ilusión utópica que encubre el elemento negativo. Dicho de otra manera, Danto se encarga de exponer ia fan­ tasía que Warhol estructura, pasando por alto que es una fantasía y, por ende, sin tomar en cuenta la negatividad que posibilita los efectos estéticos de su obra; el resto que (74) «lejos de obstaculizar la plena sumisión del sujeto al mandato ideológico, es la condición misma de ello: es precisamente este plus no integrado [...] lo que sostiene lo que podríamos llamar el jouis-sense, goce-en-sentido (goza-sígnifica) propio de la ideología».

Danto ubica el arte en el polo opuesto de la negatividad. La pers­ pectiva desde la cual Zizek nos instruye, a partir de la noción lacaniana de síntoma, ubica el arte en el terreno de una ideología que se sostiene en la negatividad, en lugar de oponerse a ella, posibilitando el goce con ello. Así, en un sentido lacaniano, ia realidad social y las creaciones culturales no serían sino (Zizek, 1992: 76) «una construc­ ción de la fantasía que nos permite enmascarar lo Real de nuestro deseo». Pues, ¿cómo podría el arte mostrar lo real de nuestro deseo sin fantasía? ¿Y cómo podría la fantasía en el arte dar goce sin un resto real que la sostenga? Por otro lado, es solo a través de esta ilusión que podemos llegar a confrontar lo Real de nuestras fantasías, rompiendo el poder de la ideología que estructura la realidad, !o cual nos acerca a las concepciones de Adorno y nos puede ayudar a comprender la di­ ferencia que estableció entre arte y mercancía: el primero te enfrenta, a través de la ilusión ideológica, a lo rea!; la segunda, te mantiene en el goce de lo real a través de la ilusión ideológica. El tipo de estructura temporal ligada al síntoma y a la fantasía debe estar mediada por la subjetividad y, contrario a la estructura histórica propuesta por Danto, no puede caracterizarse en primera instancia por el autoconocimiento (Zizek, 1992: 91), sino porque «el error-fal­ ta, equivocación, falso reconocimiento- llega paradójicamente antes que la verdad en relación con la cual lo designamos como error, por­ que esta verdad llega a serlo únicamente por medio de [...] el error». O, dicho de otra manera, la verdad solo puede ser propuesta en re­ trospectiva sobre la base de la interpretación de una serie de actos fallidos. Actos que en sí mismos no son la expresión de la verdad, sino en función de una posterior elaboración simbólica. El punto es que estos actos no son la expresión del curso de la historia, pues de hecho, en tanto que fallidos, con ellos (94) «se rompe la necesidad histórica». Son, pues, expresiones arbitrarias, negativas, que solo por su repetición se imponen como la nueva verdad de la historia. Es de­ cir, no porque, a modo de Danto, ese sea el fin de la historia; este se percibe erróneamente como fin, a fuerza de la repetición de lo que en principio no fue sino un error que (94) «cuando surge por primera vez

se experimenta como un trauma contingente, como una intrusión de un cierto Real no simbolizado», pero que al repetirse, paulatinamente encuentra lugar en la red simbólica; y aun simbolizado se sigue con atención porque ese Real se mantiene como objeto causa de deseo; como aquello que nos atrae y nos mantiene en pos de él hasta el final; hasta que nos damos cuenta de que el fin de !a historia no es sino lo que nos mantuvo pendientes de ella, nuestro propio deseo y el núcleo de negatividad que posibilita el goce. En este sentido, la historia no puede ser comprendida exclusivamen­ te en términos de estructuras simbólicas o semánticas. Pues, para seguir el hilo de ía historia, para formar, incluso, nuestra identidad como parte de una historia, debe haber, aparte de estructuras, cierto goce, cierta fascinación; debe haber deseo. Así, entender el arte meramente por su inclusión en narrativas es un error, porque dejamos de tomar en cuenta el goce que nos ofrece, es decir, su dimensión estética. Podemos, retomando las reflexiones de Zizek (1992: 106) sobre el Titanic, decir que el recurso último del arte: no es el de la presentación, sino el de una presencia inerte [...] es una Cosa en el sentido lacaniano: el resto m aterial, la m aterialización de la aterradora e im posible jouissance í...] una perspectiva del terreno prohibido, de un espacio que habría que dejar no visto [ ...] Este impacto aterrador no tiene nada que ver con el significado - o más exactam ente, es un significado penetrado de goce, un jouis-sense lacaniano [...] funciona por lo tanto como un objeto sublim e: un objeto m aterial, positivo, elevado al estatus de la Cosa.

No es, pues, lo propio de la obra de arte, recordando a Adorno, lo que se puede decir sobre ella en términos de su significado, sino la materialización de lo que escapa a! significado, a la historia en­ tendida en términos de estructuras narrativas; su impacto aterrador y gozoso: sublime. Un objeto material, en términos lacanianos, elevado al estatus de la Cosa, cuyo proceso de elevación coincide con el de la sublimación. El arte, entendido en términos de síntoma, nos pone entonces ante una disyuntiva: o es interpretable en función de significados o, ante la materialización de algo del orden de lo Rea! en una obra, tan solo nos

queda ser impactados y callar. Desde un punto de vista psicoanalítico, en primera instancia, pareciera que la falla que implica un síntoma dentro de la red simbólica de significados, está llamado a ser interpreta­ do, siendo que su interpretación, por otro lado, anuncia su disolución. Dicha noción del psicoanálisis implica que su meta es (Zizek, 1992: 109) «restablecer la red rota de comunicación permitiendo al paciente verbal izar el significado de su síntoma: a través de esta verbal ización, el síntoma se disuelve automáticamente». Sin embargo, desde este punto de vista no se toma en cuenta la importancia del goce en la configura­ ción del síntoma; pues, si el síntoma no es solo una estructura lingüísti­ ca, sino ia forma en la que alguien organiza su goce, la disolución del síntoma echaría a perder el goce y io dejaría sin identidad. Introduciendo el goce en la disyuntiva, esta se nos muestra de la siguiente manera: o interpretamos el síntoma, lo estructuramos en el terreno del Otro y renunciamos al goce; o escogemos el goce y renun­ ciamos a su interpretación. Zizek nos hace ver que estas alternativas pueden ser pensadas haciendo una distinción entre síntoma y fantasía. Mientras un síntoma se define por su significado, una fantasía ¡o hace por el goce que ofrece. Y, con ello, mientras un síntoma ha de ser interpretado, una fantasía ha de ser atravesada con el fin de obtener distancia con respecto a ella para (Zizek, 1992: 110) «experimentar que la formación de la fantasía solo enmascara, llena, un cierto vacío, falta, lugar vacío en el Otro». La distinción entre interpretar un síntoma y atravesar una fantasía es clave en cuestiones artísticas, pues mientras lo primero nos deja por completo en el terreno del análisis semántico, lo segundo nos pone di­ rectamente en el de ¡a experiencia estética, a saber, en la necesidad de establecer distancia con respecto a un objeto cargado fuertemente de afecto, que estructura nuestra realidad en función de nuestros deseos, con el fin de experimentar una vivencia inespecífica e indefinible, sin significado, que nos dé acceso a la comprensión de nuestros vacíos fundamentales. Podemos decir, por tanto, que en cuestiones artísticas no se trata de superar el síntoma, sino de aceptar y comprender de for­ ma vivencial las fantasías que lo estructuran, por lo que lo más correcto

sería recurrir al concepto lacaniano de sinthome (Zizek, 1992: 110), el cual designa «una determinada formación significante penetrada de goce [...] un significante como portador de jouis-sense, goce-en-sentido», que da consistencia a nuestro ser, sin estar, sin embargo (111), «encadenado en una red sino inmediatamente ¡leño, penetrado de goce [...] "psicosomático" [...] una marca corporal aterradora que es meramente un testigo mudo que testimonia un goce repugnante, sin representar a nada ni a nadie». Por otro iado, pensar la historia del arte en relación al goce, equi­ vale a pensar el proceso de simbolización en relación a un lugar vacío (Zizek, 1992: 181), «un núcleo no histórico alrededor del cual se arti­ cula la red simbólica», el cual a su vez, «nos permite concebir la po­ sibilidad de un aniquilamiento total, global, de la red significante [...] la posibilidad de la "supresión" total de la tradición histórica». Una concepción tal de la historia, como nos lo hace ver Zizek, fue conce­ bida por Walter Benjamin en sus Tesis sobre la filosofía de la historia. Dichas tesis consisten en un modo de apropiación de la historia que, en opinión de Zizek (1992: 183), se opone a los modos de inter­ pretación propios de la hermenéutica, en ios que la comprensión de un acontecimiento singular depende de la totalidad de su horizonte histórico. La propuesta de Benjamin, en contra, tiene que ver con el «aislamiento de un fragmento del pasado respecto de la continuidad de la historia», bajo una confesada predisposición por las clases opri­ midas. El espíritu de esta perspectiva tiene que ver con oponerse a la continuidad histórica que conviene a las clases dominantes, introdu­ ciendo discontinuidades que rompen con el orden simbólico impe­ rante y posibilitando con ello la redención de lo que en el pasado se vio truncado y en el presente permanece reprimido y latente. Así, lo propiamente histórico para Benjamin no es el transcurrir de acontecimientos encadenados como si una lógica determinara su rumbo de antemano, sino la posible detención de dicho transcurrir, la cual abre nuevos horizontes; una oportunidad revolucionaria que permite el surgimiento de esperanzas que permanecían clausuradas, en virtud del rompimiento de la continuidad histórica.

Rara Zizek (1992: 188), esta suspensión del movimiento histórico «únicamente es posible como sincronía del significante, como la sin­ cronización del pasado con el presente»; es decir, el aislamiento de un fragmento de la historia, con respecto a la aparente continuidad, equivale a aislar «el significante poniendo entre paréntesis la totalidad de la significación», lo cual trae como consecuencia un «cortocircuito entre presente y pasado». Con esto, en completa oposición a la pers­ pectiva de Danto, bajo las tesis de Benjamín podemos pensar que los acontecimientos artísticos, en lugar de reafirmar constantemente cierta significación, llevando la historia hacia su fin, más bien introducen en función de su capacidad de materialización de goce, significantes que interrumpen la continuidad simbólica; síntomas, los cuales «son inten­ tos revolucionarios fallidos del pasado» que buscan redimir (1 89) «-es decir, realizar en lo Simbólico-,estos intentos fallidos del pasado». La concepción de la historia de Benjamín, para^izek, puede ser calificada de materialismo creacionista, en contra de un evolucionismo hacia el fin, como el de Danto. Materialismo creacionista porque en la irrupción constante de significantes materiales (Zizek, 1992: 192) «la Meta final no está inscrita en el comienzo; las cosas reciben su signifi­ cado después; la creación repentina de un Orden confiere significación hacia atrás al Caos precedente». La posibilidad de un nuevo comienzo, a partir de la nada, en la ruptura de la continuidad de cualquier ciclo o significación que determine el acontecer histórico. Por todo lo anterior, los mencionados términos resultan de alta prioridad para la investigación llevada a cabo en este trabajo, por lo que a continuación se dará paso a su exposición y anál isis en las obras de Benjamín y Lacan, con el fin explorar a profundidad sus posibilida­ des en relación con nuestro tema.

6.3. Una historia del arte a partir de las tesis de Benjamín ¿Cómo comprender el arte a partir de las Tesis de la filosofía de la historia de Benjamín?

Para empezar, hemos de definir la perspectiva de la que parte el autor. Desde la primera tesis, se nos hace notar que se tomará partido por el punto de vista del materialismo histórico. Pero, ¿qué entenderá Benjamin por materialismo histórico? Bajo e! estilo literario que le suele caracterizar, describe el concep­ to a través de una metáfora. El materialismo histórico es como un au­ tómata, como un mecanismo diseñado para competir con cualquiera y vencerlo a partir de sus propios movimientos. Sin embargo, como el muñeco vestido de turco que parece vencer a sus rivales en el ajedrez, a través de un mecanismo secreto que en el fondo no es más que un enano jorobado oculto, el materialismo histórico debe echar mano de su propio enano, a saber, de la teología. ¿Por qué la teología? ¿Qué es lo que aporta a nuestra concepción de ia historia? La aportación es descrita en la tesis siguiente: ofrece una imagen de la felicidad. ¿Qué tipo de felicidad? Una en la que (Benjamin, 2008: 36) «late inseparablemente la redención». Es de­ cir, la idea de felicidad de Benjamin remite en primera instancia al pasado, al «aire que hemos respirado junto con otros humanos, a los que hubiéramos podido dirigirnos; junto con las mujeres que se nos hubiesen podido entregar»; a las posibilidades que hubieran podido ser y que, sin embargo, no fueron. ¿Y dónde entra aquí la teología? En que, a través de su lente, el pasado no se queda atrás, perdido irremediablemente en un tiempo irrecuperable o sujeto, en el presen­ te, a las narrativas de la historiografía en turno. Más bien, nos hace notar que el «pasado lleva un índice oculto que no deja de remitirlo a la redención». Lo no realizado, io sofocado, lo fallido, lo trunca­ do, lo reprimido, permanece presente pugnando por redimirse, por ajustar cuentas; apunta al futuro como una esperanza de realización, de reconciliación (37), como «un secreto compromiso de encuentro [...] vigente entre las generaciones del pasado y la nuestra. Es decir: éramos esperados sobre la tierra». ¿Éramos esperados sobre la tierra? ¿Para qué? Para saldar cuentas con los reclamos del pasado, como si nos hubiera (Benjamin, 2008: 37) «sido conferida una débil fuerza mesiánica». Se trata, pues, de una

noción de la historia que tiende ciertamente a un fin, a saber, la re­ dención de todos ios momentos vividos (38), «el día del Juicio final». Sin embargo, este fin, este día, este ajuste, aunque esperado, no está determinado nunca a realizarse, pues no es un hecho que se siga ló­ gicamente de la trama de la historia; todo lo contrario, la continuidad histórica lo niega constantemente, lo rechaza. ES Juicio final, en todo caso, es el objeto que mueve a la historia en función de un deseo, de un anhelo de justicia. Lo fundamental, pues, en la concepción de la historia de Benjamin, es el deseo, cuya fuerza impulsora es todo aque­ llo que no fue realizado, que fue negado por !a historia dominante; que no existe y que nunca ha existido, pero que late como una posi­ bilidad de realización. La felicidad de los oprimidos. En este sentido, en un tono claramente marxista, el motor de la historia es la lucha que pone en cuestión (Benjamin, 2008: 38) «todos los triunfos que alguna vez favorecieron a los dominadores», no sim­ plemente por un afán crítico, sino revolucionario; apuntando siempre (39) «hacia ese sol que está por saiir en el cielo de la historia». Nunca, pues, la historia, bajo esta perspectiva, puede o tiene derecho a ser definida por los dominadores; nunca las apariencias, las ilusiones que estos impongan, serán la fuente impulsora de la creación y las trans­ formaciones. Todo lo contrario, es con «la más inaparente de todas las transformaciones» que debe entenderse e! materialismo histórico. ¿Cuál es, pues, la imagen verdadera del pasado, si no es la que se impone bajo ei régimen de los victoriosos, la del orden simbólico imperante? (Benjamin, 2008: 39) «La imagen verdadera del pasado pasa de largo velozmente. El pasado solo es atrapable como la imagen que refulge, para nunca más volver, en el instante en que se vuelve reconocible». La verdad del pasado histórico, por tanto, no es apresable por concepto, significado o historiografía. No puede ser narrada en una red simbólica. Su imagen pasa, su verdad se nos escapa. ¡Pero es reconocible en un instante! Y, en ese instante, «la imagen verdadera del pasado es una imagen que amenaza con desaparecer con todo presente que no se reconozca aludido en ella». Se opone, pues, al or­ den presente como una amenaza de destrucción. Se niega a ser parte

de él. ¿Cómo comprender este tipo de negatividad con poder de trans­ formación histórica, si no podemos hacerlo a través de conceptos, significaciones, narraciones? ¿Si, cuando tratamos de interpretar su refulgente imagen, esta desaparece en el instante? Pues, precisamen­ te así, como una presencia rnapresabíe, inenarrable, insimbolizable, que tiende, sin embargo, a la realización; a su redención, en tanto oprimida, rechazada, fracasada; y amenazante, precisamente por su oposición al orden actual que impide su satisfacción. Por ¡o anterior, la historia no es cognoscible -y, en contra de vi­ siones como la de Danto, es impropio plantear su fin en el autoconocimiento-, (Benjamin, 2008: 40) «Articular históricamente el pasado no significa conocerlo «tal como verdaderamente fue». Significa apo­ derarse de un recuerdo tal como este relumbra en un instante de peli­ gro». Apoderarse y no conocer; en ello radica la verdad de la historia. Pero es necesario puntualizar que no se trata de apoderarse de un recuerdo de cualquier manera; no se trata de traer a la memoria una imagen en un estado apacible y de neutralidad, ni tampoco hacerlo por mero pragmatismo político. El apoderamiento del recuerdo debe darse tal como «este relumbra en un instante de peligro». He aquí lo fundamental. ¿Qué peligro? El que «amenaza tanto a la permanencia de la tradición como a los receptores de la misma'[...] el peligro de entregarse como instrumentos de la clase dominante. En cada época es preciso hacer nuevamente el intento de arrancar la tradición de manos del conformismo». El peligro es el conformismo que entrega nuestras esperanzas al dominante, al más fuerte;, que trunca las es­ peranzas propias de los más altos ideales de la tradición, dando paso a la barbarie; a la imposición del orden por la fuerza. Y este peligro no puede separarse del pasado porque «tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo si este vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer». Cuando la imposición del más fuerte vence -y no ha cesado de hacerlo-, los muertos, sus ideales, sus proyectos, sus anhelos, son traicionados. Pero sus reclamos no cesan hasta hacerles justicia. Un historicismo neutro, que pretenda aprehender el pasado en térmi­ nos estrictamente científicos, con fines exclusivamente de conocimiento,

al nulificar el deseo y con ello la esperanza de reconciliación, en el fondo no empatiza, para Benjamín, más que con el vencedor, es decir, con el orden regente. Sin embargo, el hecho es que el orden de los dominadores (Benjamín, 2008: 40) «avanza por encima de aquellos que hoy yacen en el suelo», tomando como botín de guerra lo que se conoce como «bienes culturales», ante los cuales el materialista histórico es «un observador que toma distancia». La cultura, para Ben­ jamín, en manos de los dominadores, no es sino «un documento de barbarie [...] Y así como este no está iibre de barbarie, tampoco lo está el proceso de la transmisión». Con esto, ai arte se le presenta la siguiente disyuntiva: o se vuelve documento de barbarie, reafirmando el poder del más fuerte, es decir, el orden simbólico que soporta su poder y favorece sus intereses, a través de la reiteración de los signifi­ cados relevantes para el contexto; o toma distancia y asume una tarea distinta, a favor del deseo y desperanza de reconciliación (43): «la de cepillar la historia contrapelo». ¿Qué implica tal tarea? Benjamín lo muestra con cristalina cla­ ridad en la tesis VIH: enseñar que «el «estado de excepción» en que ahora vivimos es en verdad la regla»; que la barbarie no es ei resto que le falta por domesticar al progreso que se impone como norma de la civilización y como continuidad histórica, sino su reverso, tan necesario como la lógica de una condición. Este resto indomesticable, este contenido negativo insimbolizable, es la verdad de ia historia; es el pasado que el ángel de la historíaB5 contempla con horror, como una catástrofe ante la que (Benjamín, 2008: 44) «quisiera detenerse, despertar a los muertos y recompo­ ner lo destruido», sin poder hacerlo porque un «huracán lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro [...] Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso». La concepción de la historia de Benjamín, por tanto, solo encuentra su verdad retroactivamente. Intentando detener ei avance para reparar injusticias, los anhelos no realizados, viendo hacia atrás, a pesar de hallarse trágicamente impulsada hacía el futuro

85. Referencia de Benjamín (2008: 44) al Angelus Novus de Paul Klee en la tesis IX.

por las fuerzas que definen el rumbo de las sociedades. Se trata, pues, de un intento análogo al de los hermanos novicios en un monasterio (46): «alejarlos del mundo y sus afanes [...] desatar al que vive en el mundo de la política de las redes en que ellos lo han envuelto [...] [evitar] toda complicidad con aquella a ¡a que esos políticos siguen aferrados». Si el arte quiere ocupar un sitio verdadero en la historia, debe ha­ cerlo desde el lugar de esta negatividad; en la oposición a las razones dominantes y a cualquiera de sus significados. Y ello implica que su labor sea concebida como un trabajo que no se base en la explota­ ción, ni de la naturaleza ni de los hombres, sino uno que (Benjamin, 2008: 48) «lejos de explotar a la naturaleza, es capaz de ayudarle a parir las creaciones que dormitan como posibles en su seno. Al con­ cepto corrupto de trabajo le corresponde como complemento esa na­ turaleza que [...] "está ahí gratis"». El arte como creación de posibi­ lidades latentes, arraigadas en la naturaleza, independientemente de cualquier interés de explotarla con fines determinados. El sujeto del conocimiento histórico, el sujeto creador, quien com­ bate por la causa de lo oprimido, ha de trabajar más para la redención de las generaciones futuras que para el presente, aun y cuando su lucha esté en función de un pasado de posibilidades truncadas. Se trata de nutrirse más del (Benjamin, 2008: 49) «ideal de los descen­ dientes liberados», que de los «antepasados esclavizados». Por otro lado, este enfoque en el futuro no implica un ideal de progreso, lineal, continuo, imparable, común a toda la humanidad, pues este tipo de movimiento, para Benjamin (51), es «un avanzar por un tiempo ho­ mogéneo y vacío». La pregunta, más bien, ha de ser ¿cómo redimir el pasado fracasado con miras a! futuro, sin caer en la noción abstracta y universal de progreso, sino, como dice Benjamín, recurriendo a una construcción histórica llena del «tiempo del ahora i/efzfze/f]»? Mientras el progreso impone una continuidad temporal universal que conviene al mantenimiento dei orden simbólico de los dominan­ tes, Benjamin (2008: 51) propone «hacer saltar el contínuum de la historia» y, con ello, el orden mismo, con lo cual, tal momento es

como un nuevo comienzo, el «día que comienza un calendario», el evento fundador de nuevas posibilidades que permanecían latentes; «en el fondo el mismo día que vuelve siempre en la figura de los días festivos, que son días de rememoración». Estamos hablando de un acto fundador y liberador a la vez, el cual bien podría constituir la esencia de una obra de arte. La historia, pues, se ha de definir en el momento presente. No des­ de el punto de vista de un historicismo a favor dei orden, cuyo interés es levantar (Benjamín, 2008: 53) «una imagen "eterna" del pasado». En contra, el materialista histórico propone «una experiencia única del mismo». Nótese cómo todo el peso de esta concepción recae en la experiencia y no en la representación. Cómo no basta con estructurar una red de significados, una narrativa que refiera al pasado; ello, para hacer justicia a la verdad a representar, debe sostenerse en una expe­ riencia única en el momento:actual. Debe involucrar la dimensión estética. ¿Por qué? Porque solo así se mantiene la singularidad de lo representado, con lo cual, el materialista histórico «permanece dueño de sus fuerzas» y libre de ías ilusiones de la representación historiográfica, determinada ideológicamente en todo momento. Así, mientras el historicismo que tiende ai progreso universa] tan solo va adicionando acontecimientos a sus representaciones a priori -y por ello vacías de contenido de verdad-, el materialismo histórico se basa en un (Benjamin, 2008: 54) «principio constructivo». Es decir, en tanto que creador de experiencias singulares, no está solo intere­ sado en el movimiento de las ideas, y mucho menos en una dirección preestablecida hacia un fin, «sino igualmente en su detención». ¿Cómo favorece la detención a la vivencia de un acto singular que haga saltar la red simbólica e inaugure nuevas posibilidades? (Ben­ jamín, 2008: 54) «Cuando el pensar se para de golpe en medio de una constelación saturada de tensiones, provoca en ella un shock que la hace cristalizar como una mónada [...] En esta estructura [el ma­ terialista histórico] reconoce el signo de una detención mesiánica». Tenemos, de nueva cuenta, el concepto de mónada ya utilizado por Adorno en su Teoría Estética para referir a la obra de arte. Aquí, sin

embargo, Benjamín agrega un par de elementos: su estructura se con­ figura históricamente en la detención del continuum temporal, provo­ cando un shock. En términos de Zizek, esto equivaldría a decir que la verdad de la historia y de las ideologías que de ella surgen en su proceso de simbolización, tienen como origen un hecho traumático, un acontecimiento singular que permanece insimbolizable como su núcleo de goce. Un núcleo que, aunque no susceptible de simboliza­ ción, al ser parte de una estructura singular, por ejemplo, de una vida o de una obra de arte, permite que en ella se encuentre (55) «conser­ vado y superado el conjunto de la obra, en esta toda la época y en la época el curso entero de la historia». Implica, pues, en términos muy hegelianos, conservación y superación, no en ideas, significados, representaciones o estructuras en abstracto, sino en una experiencia singular, no por ello sin estructura (la de una mónada), como (56) «una solución completamente nueva ante una tarea completamente nueva», en una especie de (57) «prodigiosa abreviatura» de la historia de la humanidad. De acuerdo con lo expuesto y analizado, se puede concluir que las tesis de Benjamín nos ofrecen una perspectiva que coincide con la promesa de reconciliación que hemos manejado como eje de este trabajo, en profunda correspondencia con la Teoría Estética de Ador­ no. Además, en contra de Danto, nos permiten recuperar los concep­ tos estéticos como pertinentes para concebir la historia del arte hasta nuestros días. Por otro lado, ante obras tan problemáticas como la de Warhol, en ¡a cual no es fácil identificar la «causa de ios oprimidos» ni su diferencia con respecto a la dominante industria cultural, las tesis de Benjamín, aunque en primera instancia parecieran enfrentarse a los mismos problemas que la Teoría Estética de Adorno, como ya adelan­ tamos con Zizek, en realidad nos abren un panorama para interpretar las obras no solo en función de su rol como arte o mercancía, a pesar del acento que pone Benjamín en la función del trabajo y su relación con la naturaleza -clave en la oposición que plantea Adorno-, sino sobre todo como objetos cargados de una esperanza redentora; de su

capacidad de inaugurar nuevas posibilidades para el futuro, en fun­ ción de un pasado truncado y latente que busca su realización en un ajuste de cuentas. Ahora bien, para comprender mejor la naturaleza de dicha espe­ ranza y de los sublimes objetos que podrían ser las obras, capaces de detener el continuum temporal en un acto fundador de nuevas posi­ bilidades, sean arte, mercancía o ambos, aún hemos de profundizar en las nociones lacanianas de síntoma, porque, como también vimos con Zizek, estas se conciben como estructuras ideológicas, ilusorias, fantásticas, artificiales, cuya efectividad social, es decir, cuyo vaior, independientemente de su carácter de arte o mercancía, radica en un núcleo Real, traumático, imposible de simbolizar; en las esperanzas truncadas del pasado a las que Benjamin refiere, que constituyen la verdad de la historia; en el objeto que precisamente nos interesa com­ prender y que es la clave del goce: el objeto a. Finalmente, presumo que el análisis de obras bajo la concepción lacar¡iana de síntoma puede superar la crítica de Adorno a la crítica psicoanalítica del arte (a mí parecer, injustamente atribuida a Freud), porque aquí, el síntoma no solo es definido como un fenómeno psíqui­ co, ajeno a lo social, histórico y formal, es decir, como un mero pro­ ducto de la fantasía y la subjetividad, sin repercusiones objetivas, sino como uno que requiere de la efectividad social para sostenerse; de la ideología y de estructuras que determinan nuestra realidad sociopolítica. Fenómenos que, en términos lacaníanos, podemos denominar éxtimos: manifestaciones psicosomáticas de la intimidad que adquie­ ren consistencia en el exterior; y que para su articulación, no bastan las oposiciones propias de la dialéctica negativa de Adorno entre psí­ quico y social o subjetivo y objetivo, que presuponen la de externo e interno.

C A P ÍT U L O

7.

H A C IA U N A ESTÉTICA PSICO A N A LÍT1CA : EL ARTE C O M O UN

S ÍN T O M A P A R TIC U LA R

El análisis y comprensión de la naturaleza de los síntomas es una de las piedras angulares de cualquier tipo de psicoanálisis, porque ellos son el fenómeno que, antes que cualquier otro, se presenta a su estudio; aun antes que la enfermedad misma, la cual, de hecho, es inferida a partir de ellos. En ese sentido, si el psicoanálisis tiene algo que decir sobre el arte, tratar a este como un síntoma a ser estudiado por dicha disciplina, para concluir ios elementos y el trabajo que posibilitaron su forma­ ción, parece ser un proceder obvio. En sus Conferencias de introducción a¡ psicoanálisis de 1917, al exponer lo relativo a los síntomas histéricos, como una anotación fi­ nal, Freud (1980 a: XVI, 342-343) hizo la siguiente observación, muy significativa para lo que aquí se intenta hacer: Existe, en efecto, un cam ino de regreso de la fantasía a la realidad, y e s ... el arte. A l com ienzo, el artista es también un introvertido, y no está m uy lejos de la neurosis. Es constreñido por necesidades pulsionales hipertensas: querría con­ seguir honores, riqueza, fama y el amor de las m ujeres. Pero le faltan los medios para alcanzar estas satisfacciones. Por eso, como cualquier otro insatisfecho, se extraña de la realidad y transfiere todo su interés, también su libido, a las form aciones de su deseo de vida fantaseada, desde las cuales se abre un cam ino que puede llevar a la neurosis. Tienen que conjugarse toda una serie de circuns­ tancias para que no sea este el desenlace de su desarrollo; y es bien conocida la frecuencia con que justamente los artistas padecen de una inhibición parcial de su productividad, provocada por una neurosis.

Por principio de cuentas, la cita interesa aquí porque Freud recalca el papel de ia fantasía, en relación a deseos insatisfechos, en la forma­ ción de síntomas. Por otro, que mientras los neuróticos tienden a la introversión de la libido que se queda fijada, por regresión, a fantasías de satisfacción, el arte, en contra, posibilita un camino de regreso de la fantasía a la realidad. Una manera de vencer la inhibición propia de ia neurosis, la falta de medios para realizar las fantasías, al encontrar una forma de expresarlas en la realidad -y, por ende, encontrando

una satisfacción sustitutiva que no limita y encierra al sujeto en sus pensamientos, sino que lo reintegra a la dinámica social, posibilitando la satisfacción de su deseo en la realidad. El arte, pues, es una satisfacción sustitutiva análoga a los síntomas neuróticos y a los sueños. Pero, como en toda analogía, las semejan­ zas implican diferencias. En este sentido, intentaremos aquí compren­ der el arte como un síntoma, y para conseguirlo nos introduciremos a la obra de Lacan; pero será fundamental también entender su dife­ rencia con respecto a los síntomas neuróticos y los sueños, a saber, el proceso a través del cual son vencidas la introversión, la regresión y la inhibición; el trabajo a través del cual las fantasías de satisfacción toman forma en la realidad; el proceso de sublimación que culmina en la realización de una obra y que posibilita la reconciliación entre la actividad pulsional del sujeto y la dinámica social. Sin más, comenzaremos este recorrido con el análisis del afecto que quizá más interesó a Freud y a Lacan en su estudio de síntomas, uno de los más comunes dentro de los padecimientos a los que los psicoanalistas se enfrentan y al cual filósofos como Heidegger consi­ deran la experiencia originaria que posibilita la apertura en relación a la dinámica social y la realización de proyectos auténticos, ios cuales, en nuestro contexto, son aquellos que de algún modo favorecen los procesos que sostienen el deseo en función de un contenido de ver­ dad de naturaleza pulsional: la angustia.

7.1. La angustia 7.1.1. La angustia en Freud La 25.a conferencia de introducción al psicoanálisis de Freud, leí­ da en 1917, está dedicada a la angustia y no es coincidencia que esté precedida por la de formación de síntomas y la del estado común del neurótico. Hay una íntima relación entre este afecto y la formación de síntomas neuróticos.

Para empezar, Freud intenta diferenciar tipos de angustia. Por una parte, tenemos la angustia realista, la cual pareciera ser racional y com­ prensible porque se presenta como una reacción frente a la percepción de un peligro exterior; una especie de reflejo de huida, una manifesta­ ción de la pulsión de autoconservación que depende de nuestro saber y de nuestro sentimiento de poder frente a las circunstancias, y que varía en relación con estos factores. Luce, pues, como una angustia provocada por la conciencia, pero el hecho es que esto no implica que tal reacción es la más adecuada ante un peligro, pues en realidad (Freud, 1980 b: XVI, 359), «la única conducta adecuada frente a un peligro que se cierne sería la fría evaluación de las propias fuerzas comparadas con la magnitud de la amenaza, y el decidirse, sobre esa base, por lo que prometa un mejor desenlace». El afecto en cuestión, por tanto, no es una reacción.instintiva que tenga una función clara­ mente discernible en ia conservación de la integridad del individuo. No mueve en sí ni a la huida, ni a la defensa, ni al ataque. Es más, cuando alcanza una fuerza desmedida suele paralizar y ser perjudi­ cial. En todo caso, piensa Freud, se puede considerar como parte de «un apronte al peligro», en el cual, por un iado, se debería generar una acción motriz adecuada a la situación y, por otro, el afecto de la angustia, sin que por ello quede claro si ejerce una función. Con ello, tenemos que la angustia refiere a un estado y no puede vincularse a un objeto ubicable en tiempo y espacio. Su diferencia con el miedo es que este se experimenta frente a algún objeto o si­ tuación determinables. Por otro lado, se distingue del terror en que, aunque este se da igualmente en una situación de peiigro, en él no se da el apronte angustiado, por !o que Freud (1980 b: XVÍ, 360) sugiere que «el hombre se protege del horror mediante la angustia». De no haber angustia, en una situación de peligro, sobrevendría el horror. En tanto que afecto, debe implicar dos tipos de elementos: por un ¡ado, un conjunto de descargas, sensaciones de placer y dolor, per­ cepciones y estímulos; por otro, que se dé como repetición de una vi­ vencia significativa acontecida en el pasado que conjugue los factores señalados. Bajo dicha premisa, Freud supone que la vivencia que sirve

de fuente y modelo de la angustia es el nacimiento. Pero también con­ sidera que la repetición de dicha vivencia no basta para explicar los distintos tipos de angustia, pues en ocasiones se presenta como una espera de ios acontecimientos más terribles, como una manifestación de la libido que no ha encontrado satisfacción, como una reacción de exagerada intensidad ante ciertos objetos en las fobias o como un ataque gratuito en el que se pierde el nexo con ia amenaza de peligro. La cuestión es que, independientemente del tipo de angustia, Freud (1980 b: XVI, 365) mantiene la siguiente expectativa: «si hay angustia, tiene que existir algo frente a lo cual uno se angustie». Y, entonces, lo que hemos de contestar es ¿ante qué nos angustiamos? Una de las tempranas observaciones de Freud, que trata en esta conferencia, es que hay un vínculo entre la angustia y la insatisfac­ ción sexual, siendo que ia correspondencia entre estos fenómenos le lleva a afirmar que la angustia es una sustitución de la libido, lo cual corregirá en posteriores textos.86 Sin embargo, hemos de recalcar que lo importante de estas observaciones es la detección de una relación entre la libido y la angustia, independientemente de cuál sea. Por otro lado, tenemos también que los pacientes no saben decir ante qué se angustian y más bien, a través de una elaboración secun­ daria, relacionan el afecto a los objetos de sus fobias. Por eso, Freud supone que ¡a angustia puede ser la transformación de un contenido inconsciente de naturaleza libidinosa. Empero, en las neurosis, la an­ gustia suele ser cubierta por acciones obsesivas, con lo cual, la for­ mación de síntoma podría ser el sustituto de la angustia. En cualquier caso, tenemos que tomar en cuenta a la represión como factor esen­ cial en el surgimiento dei afecto, con lo que (Freud, 1980 b: XVI, 368) «ei resultado del proceso represivo es, o bien un desarrollo de angustia pura, o bien una angustia con formación de síntoma». Sea cual sea el caso, la relación de la represión con la angustia nos revela algo fundamental: que el peligro ante el cual uno se an­ gustia proviene del interior y que, en el caso de la angustia neurótica 86. En Inhibición, síntoma y angustia, de 1 926 y en Ja 3 2 .a Conferencia de introducción al psicoa.nál¡sis: angustia y vida pulsional de 1933.

(Freud, 1980 b: XVI, 369), «el yo emprende [...] un intento de huida frente al reclamo de su libido y trata este peligro interno como si fuera externo». Entonces, ¿es el reclamo de la libido aquelio ante lo cual nos angustiamos? ¿Se cumple así la expectativa de Freud? ¿La huida angustiosa del yo frente a su libido no puede haber nacido más que de la libido misma? Freud continúa con sus indagaciones. En apariencia, la concien­ cia podría ser fuente de angustia, a saber, cuando nos percatamos de nuestra debilidad e indefensión. Sin embargo, pronto nos aclara que un niño no se angustia por su propia debilidad, sino porque, al esperar algo determinado -como la madre, el objeto amado-, se encuentra con algo extraño. Y entonces, concluye que son (Freud, 1980 b: XVI, 370) «su desengaño y añoranza lo que se traspone en angustia»; una libido inaplicable que, al no poder mantenerse en suspenso, ha sido descarga en angustia. De estas valiosas observaciones, hemos de des­ tacar que el afecto de angustia que experimenta el niño se presenta ante algo extraño. Por otro lado, que la situación implica la separación del objeto amado, la madre, tal como Freud supone que sucede en la primera angustia del nacimiento. Ahora bien, en textos posteriores,87 Freud desechará la ¡dea de que la angustia se produce por la transformación de una libido que no en­ cuentra descarga; de que el proceso represivo produce una mudanza de afecto. Ciertamente, Freud sostiene que la represión corresponde a un intento de huida del yo frente a la libido sentida como peligro, pero ¿con ello es suficiente para asegurar que esta ha de mudar, por una necesidad de descarga insatisfecha, en angustia? Al final de la conferencia, Freud hace la observación de que en lasfobias, el análisis del contenido no basta para explicar el afecto, sino que se debe dar cuenta de su proceso de elaboración. Es decir, que lo angustioso en una fobia solo puede (Freud, 1980 b: XVI, 374) «establecer su enlace con el peligro mediante una referencia simbólica». No es suficiente, pues, con referir al contenido de una libido no satisfecha para explicar

87. Referidos en la nota anterior y analizados más adelante.

el proceso por el que la angustia surge, ya que el peligro ante el cual se presenta puede no ser en sí la libido, sino algo en relación a la elaboración simbólica. En su texto de 1926, Inhibición, síntoma y angustia, Freud abordará de manera más extensa y detallada lo que concierne al surgimiento de angustia, en relación a la formación de síntomas y las inhibiciones a ellos relacionados, definiendo con esto su postura final sobre el afecto que tratamos. Una inhibición es la limitación normal de una función y no tiene por qué ser parte de un síntoma. Este, por su parte, es ei indicio de un proceso patológico y puede implicar inhibiciones. En ¡as neurosis, por ejemplo, las inhibiciones se relacionan con la sobrestimación sexual de ciertos órganos, funcionando ellas como prohibiciones de algo in­ debido. El yo renuncia a ias funciones de los órganos que simbolizan lo prohibido con el fin de evitar un conflicto con el ello. Sin embargo, mientras ia inhibición es algo que le sucede al yo, el síntoma no puede describirse como un proceso que le suceda al yo. El síntoma, más bien (Freud, 1980: XX, 87), «es indicio y sustituto de una satisfacción pul sional interceptada, es un resultado del proceso represivo». Es, pues, algo que le sucede a la pulsión, la cual es reprimida por encargo del superyó, conservándose como formación inconsciente y provocando displacer que el yo inhibe o desvía. En este contexto, y más allá de lo sostenido en la conferencia so­ bre la angustia, esta surge como una señal del yo mediante la cual se protege del elio y del principio de placer. Así, más que la libido se transforme en angustia, io que muda es la investidura de un objeto del cual ha de huir el yo, bajo la exigencia de la prohibición. Por ello, en realidad (Freud, 1980: XX, 89), «el yo es el verdadero aimácigo de la angustia». La angustia, entonces, no es producida a raíz de la represión, sino reproducida siguiendo un modelo preexistente como imagen mnémica, en relación a un peligro, pérdida o separación. Lo que tenemos, a partir de este cambio de perspectiva, es una nueva relación entre síntoma y afecto. Ei síntoma se engendra a partir de una moción pulsional afectada por la represión, siendo, empero,

una represión fracasada que más bien termina creando un sustituto de la satisfacción pulsional, ia cual, en lugar de dar placer, adquie­ re el carácter de compulsión. A su vez, el proceso de sustitución es mantenido lejos de la acción y descarga sobre el mundo, provocando inhibiciones en las funciones del yo, sin que el proceso por el cual la represión devino síntoma se sostenga en el yo, pues el síntoma más bien afirma su existencia fuera de la organización del yo y con inde­ pendencia de él. Goza, en términos de Freud, de extraterritorialidad. El síntoma puede describirse, recurriendo a términos médicos, como un cuerpo extraño que se alimenta de los estímulos prove­ nientes dei tejido en el que está inserto. En nuestro caso, el yo, ante ia presencia de ese cuerpo extraño que lo afecta, debe emprender (Freud, 1980: XX, 94) «algo que tenemos que apreciar como intento de restablecimiento o de reconciliación» con el cuerpo extraño, en una aspiración a la síntesis: «cancelar la ajenidad y el aislamiento dei síntoma», tratando de sacarle ventaja; haciéndolo cada vez más parte del yo. De hecho, aquí suele estar la base de las resistencias a las que se enfrentan los psicoanalistas. A los pacientes no les resulta fácil soltarse de sus síntomas, porque el yo ha intentado incorporarlos a sí mismo en busca de paz. Al respecto, Freud hace referencia al famoso caso de Hans y su fobia a los caballos. El síntoma del pequeño y su angustia no eran sino intentos de solucionar su conflicto de ambivalencia edípico. Por un lado, debió reprimir su pulsión hostil hacia el padre, sufriendo esta un desplazamiento hacia el caballo. Por otro, también hubo regresión, quedando fijado en una actitud tierna y pasiva ante el padre. Tene­ mos, pues, que hay aquí dos procesos en función de dos mociones pulsionaíes distintas: las tiernas y las hostiles. ¿Qué pasa entonces con el afecto? En la represión, nos indica Freud (1980: XX, 103), está presente «la angustia frente a una castración inminente». Por ella, Hans resigna ia agresión hacia el padre y también ser amado por él. Y así, tenemos una explicación del afecto de la angustia: el síntoma de Hans, su fobia, no es más que un sustituto desfigurado de un contenido originario, a

saber, ¡a angustia de castración que forma parte del proceso represivo. (104) «Pero el afecto-angustia de la fobia [...] no procede del proceso represivo [...] sino de lo represor mismo». Se trata, pues, en último término, de «angustia frente a un peligro que amenaza efectivamente o es considerado real. Aquí la angustia crea a la represión y no -como yo opinaba antes- la represión a la angustia». El peligro o la amenaza ante el que se desencadena la angustia, fue, en algún momento, una vivencia traumática real. Y, ante ella, se crea la represión y se forma el síntoma, como intentos de salvaguardarse. No es ia libido, por tanto, el peligro que da origen a la angustia, sino una amenaza real y concre­ ta contra la integridad del individuo. La angustia nace del yo. ¿Y qué pasa con la regresión? Esta es la consecuencia del éxito de la lucha defensiva del yo contra la exigencia de la libido; en el caso de Hans, de la defensa contra las aspiraciones del complejo de Edipo, movida por la amenaza de castración. En sí misma, la defensa no tiene que ser perjudicial, pues implica procesos propios del periodo de latencia como el sepultamiento del complejo de Edipo, la creación del superyó, la erección de barreras éticas y estéticas. Sin embargo, en las neurosis, los procesos aumentan en intensidad, desembocando en inhibiciones. Con esto, la formación del síntoma procurará sustituir las satisfacciones a las que estaban destinadas las funciones inhibidas, al precio de un yo limitado a buscar su satisfacción en tal formación y con un gran riesgo: la posible parálisis de la voluntad del yo ante su incapacidad de encontrar una respuesta en el conflicto entre ello y superyó. El yo, en la formación del síntoma, básicamente está sujeto a dos actividades: anular lo acontecido, intentando cancelar el pasado mis­ mo para que no se repita -paradójicamente, repitiendo el pasado de modo distinto a como aconteció efectivamente-, y aislar ia vivencia despojándola de su afecto. Se busca, pues, suspender el nexo -en el pensamiento y en el contacto con el exterior- con el recuerdo trau­ mático. La angustia funciona como señal en cuanto aparece algo que evoque el peligro original, inhibiendo los procesos de investidura o desplazándolos en el caso de las fobias, con lo que se esquivan los

conflictos de ambivalencia ante los que se profirió la amenaza y, a su vez, se suspende la angustia. Lo que alguna vez fue un peligro exterior -la castración-, deviene interior, permaneciendo inconsciente a causa de la represión, pero manteniendo intacto el afecto de la angustia, el cual, en urr comienzo, fue una reacción ante el peligro, y tras la formación de síntoma, una señal para evitar la separación, e! daño, el abandono del superyó o cualquiera de las consecuencias que la amenaza implica. Ahora bien, el hecho es que el afecto de la angustia, por displa­ centero que pueda ser, requiere que el peligro ante el que surge no se haya realizado. En caso de que la castración, ia separación del objeto investido intensivamente, su pérdida, efectivamente suceda, lo que so­ breviene como consecuencia es dolor, es decir, (Freud, 1980: XX, 130) «el aumento de la tensión de necesidad» a niveles intolerables. He aquí el verdadero núcleo del peligró. La ausencia del objeto puede acarrear desvalimiento psíquico y biológico, lo cual quiere decir que está ligada a la imposibilidad de goce y autoconservación a la vez. La angustia, además, al despersonalizar la imagen del padre y volverla indetermina­ da, se traduce en una especie de angustia social, en la posibilidad de quedar fuera de la sociedad, y finalmente, en una angustia de muerte. Esto quiere decir que la formación del síntoma se da no solo para evitar la angustia, sino el peligro, es decir, para huir del posible daño de las propias mociones pulsionales. La inhibición del yo, consecuen­ cia de la formación del síntoma, es entonces una limitación de su organización, de sus funciones, con fines defensivos; para evitar do­ lor. Pero, ¿la inhibición, el síntoma y la angustia, son nuestras únicas opciones ante el peligro que viene de nuestro interior? No necesaria­ mente. Ya en este texto, Freud hace mención del proceso de duelo, en el cual la separación y el dolor se dan efectivamente. Es decir, ya que el peligro se realizó, lo que queda es el retiro de investidura dei objeto. ¿Será, por tanto, que la única alternativa a la inhibición es la realización de! peligro, soportar el dolor correspondiente y despren­ dernos obligatoriamente de nuestros anhelos respecto al objeto? ¿La renuncia? De nueva cuenta, ia respuesta es que no necesariamente,

pues, como se intenta mostrar en este trabajo, el arte podría ofrecer otro camino para la reconciliación del superyó ye ! ello, superando las inhibiciones de las funciones del yo y los peligros de nuestras pulsio­ nes, las cuales, a final de cuentas, en palabras del propio Freud -en la última de sus conferencias sobre el tema- (Freud, 1980: XXÍI, 88), «son seres míticos, grandiosos en su indeterminación».

7.1.2. La angustia en Lacan Por su parte, Lacan retoma la reflexión freudiana sobre la angustia en su seminario sobre el tema,88 partiendo de la suposición de que la estructura del fantasma no está lejos de ella. Además, agrega que debe existir una relación esencial entre tal afecto y el deseo del Otro; con las preguntas ¿qué me quiere?, ¿qué pide, él, a mí?, ¿cómo me quiere?, ¿qué quiere en lo concerniente a este lugar del yo? Por otro lado, en contra de la reflexión existencialista tan propia de filósofos como Heidegger o Sartre, para Lacan no hay que buscar ¡a angustia en relación a la preocupación, la seriedad o la espera. ¿Por qué? Porque, en realidad, lo que se juega en la angustia es que no hay nada que esperar. Justo eso, para Lacan, muestra Freud en Inhibición, síntoma y angustia (Lacan, 2004 a: 17): «que no hay red». Que ahí donde se da la angustia, se tiene que dejar un lugar vacío. Al analizar los términos de inhibición y síntoma utilizados por Freud, Lacan nos recuerda que el primero simplemente refiere a una detención de movimiento, mientras que ei segundo implica un impe­ dimento. Y, entonces, la cuestión es ¿qué implica estar impedido? De manera muy interesante, Lacan refiere a la etimología latina impedicare, que significa «caer en la trampa». ¿Qué trampa es esta en la que caemos en el síntoma? La captura narcisista; dejarse atrapar en el camino hacia el goce por la propia imagen especular. ¿Y dónde entra aquí el afecto angustioso?

88. 5eminario 10: ia angustia.

La angustia es una especie de reacción catastrófica que se distin­ gue de la turbación y el terror en que estas últimas implican caída de potencia. Vemos, pues, que hay una distancia entre estos distintos afectos, en relación con una posibilidad que ha de ser evitada. Como ya indicaba Freud, nos protegemos del terror generando angustia. Así, la angustia es un afecto que tiene una relación de estructura con lo que es el sujeto y con las posibilidades derivadas de esa estruc­ tura. Un afecto desplazado en relación con los significantes que lo amarran y que, como muestra Freud, han sido reprimidos. En ese sen­ tido, como también manifestó Freud, el afecto implica la posible des­ carga de contenidos pulsionales, las tensiones y conflictos a ello rela­ cionado, así como un peligro proveniente de otro lugar. Lo que agre­ ga Lacan es que se debe considerar además la introducción primera de un significante en lo real, que haga concebible a un sujeto, y la presencia del Otro anterior a lo que podemos elaborar o comprender. La introducción de estos elementos nos pone en una perspectiva en la que el reconocimiento a través del lenguaje se vuelve factor fundamental, por lo que Lacan no duda en introducir a Hegel en la re­ flexión; con el fin, antes que nada, de mostrar las diferencias respecto al lugar del Otro en la filosofía de este y en la experiencia analítica. Piara Hegel, el Otro con el que me enfrento es una conciencia que me mueve y que da inicio a la lucha por «puro prestigio». Para Lacan, en cambio, el Otro está allí como inconsciencia; concierne a mi de­ seo en la medida de lo que le falta. Y, en tanto que es una falta lo que sostiene el deseo, no hay objeto perceptible, cognoscible, ubicable en el espacio y tiempo, del cual podamos ser conscientes, que baste para explicar el porqué de mi deseo como su causa. Para explicar la constitución del deseo, más bien se debe suponer al Otro como lugar del significante donde se instituye la diferencia singular de la inserción del significante en lo real. En Hegel, se requiere al Otro para obtener reconocimiento y yo soy reconocido por él como objeto, lo cual resulta insoportable en tanto que yo también soy consciencia, Selbst-bewusstein. Lo que se pre­ senta, entonces, es la necesidad de decidir entre las dos conciencias

en un conflicto que desemboca en la violencia. Para Lacan, aunque la hegeliana es una posibilidad y aunque el deseo del Otro sigue siendo un requerimiento de! reconocimiento, las cosas no tienen por qué ser llevadas a tal grado de tensión (Lacan, 2004 a: 33): «En el sentido iacaniano, o analítico, ei deseo de deseo es ei deseo del Otro de una forma mucho más abierta por principio de una mediación». No es una necesidad del deseo oponerse radicalmente al deseo del Otro -ello más bien recuerda a la oposición propia de la dialéctica negativa de Adorno y la irremediable separación entre los productos de la indus­ tria cultural y el arte. En Lacan, ei Otro es una mediación que posibi­ lita mi propia identidad, mi propia imagen especular, la cual es (34) «el equivalente del deseo del Otro». La cuestión es que este Otro está tachado; como se dijo, es inconsciencia; me soporta como lo que soy, pero no puedo de entrada saber lo que pide de mí. Y es justo este nosaber, esta falta, lo que me soporta, lo que mantiene mi deseo; siendo la conciencia -de lo que me pide desear, de lo que me pide gozar- lo que lo vendría a dar al traste con mi deseo. De acuerdo con lo dicho (Lacan, 2004 a: 34), «la angustia es lo que da la verdad de la fórmula hegeliana» en la extrema tensión de la lucha de conciencias -lo cual también se aplica a la oposición de racionalidades de Adorno. Sin embargo, como ve Lacan, esto resul­ ta en una perversión con consecuencias políticas: «que hasta el fin de ios tiempos el esclavo seguirá siendo esclavo» -y sabemos que el lugar dei esclavo, para Adorno, frente a la dominante industria cultu­ ral, es ocupado por el artista. El cambio de perspectiva que introduce Lacan nos permite ver la cuestión de la siguiente manera: no se trata de hacer de la angustia la verdad última -es decir, de ía oposición de conciencias-, sino de -en profunda concordancia con las Tesis de la filosofía de la historia de Benjamin- tratar de articular la «verdad de la angustia»; el peligro que la genera, el núcleo que la sostiene y sus posibilidades redentoras. ¿Cómo pretende articular tal núcleo Lacan? A través de su seme­ janza con Hegel, a saber, que lo que se constituye en primer término, en relación al reconocimiento del Otro, es un objeto, un resto. En

Hegel, el sujeto, siendo el objeto, queda marcado por la finitud; queda determinado a ocupar el lugar del esclavo. Pero en Lacan, debido a la existencia del inconsciente -aunque nosotros podemos encarnar ese objeto-, su apariencia, su lugar, luce siempre indefinido; porque por la faita constitutiva, ai participar de cierto vacío, por desplazamiento, puede llenarse de distintas maneras. Este objeto, este residuo, este a, siempre debe estar presente, pues, aunque irracional, es (Lacan, 2004 a: 36) «prueba y única garantía» de la alteridad del Otro que nos constituye como inconsciente; que nos sostiene sin que podamos saber de él. Así, mientras en Hegel la relación de reconocimiento equivaldría a un «Te amo aunque tú no quieras», en Lacan se describiría como un (37) «Yo te deseo, aunque no io sepa». Es decir, que tomo al otro, con el que habió, con el que me relaciono, siempre sin saberlo, inconscientemente, «como el ob­ jeto para mí mismo desconocido de mi deseo». Con ello, identifico a ese otro con el que hablo, con el objeto que a mí mismo me falta. Y, en ei «circuito obligado para alcanzar el objeto de mi deseo, realizo precisamente para el otro lo que éi busca»; encuentra lo que le falta en mi propia falta. Esta relación inconsciente de reconocimiento, no solo nos identifica ante alguien y, por ende, permite generar nuestra propia imagen, sino que, en ese mismo acto, ratifica el valor de esta imagen. Esto, para La­ can, implica la creación de un lugar en el cual las cosas puedan valer, respecto a algo que, fuera de ese lugar, posibilite que valgan -el incons­ ciente. Dicho lugar es comparable a una escena, y la manera en que las cosas entran en escena, en que adquieren valor, es explicable en función de leyes del significante, pues el proceso por el que son reco­ nocidas es el mismo por el cual las cosas acuden a la escena para poder decirse. Así, hemos de comprender la situación en dos momentos. En el primero, hemos de suponer que hay un mundo. En el segundo, que hay una escena (Lacan, 2004 a: 43) «a la que hacemos que suba este mundo. La escena es la dimensión de la historia. La historia siempre tiene un carácter de puesta en escena» y en ella, las cosas adquieren valor. El mundo, al subirse a ella, avanza «enmascarado», acumulando

restos, objetos, cuya importancia depende de algo que está más allá de la escena, lo cual no es perceptible en el espacio y tiempo. El a, el resto, lo que le da valor a las cosas, lo que las hace desea­ bles y que escapa a las leyes de la estética trascendental, es para Lacan lo que se esconde detrás de la angustia. No es solo, pues, el objeto causa del deseo, sino lo que posibilita el afecto. ¿Cómo podemos ar­ ticularlo? Lacan parte de la siguiente pregunta (2004 a: 52): «¿cuándo surge la angustia?» Y su respuesta es: «surge cuando un mecanismo hace aparecer algo en el lugar que llamaré [...] natural [...] que co­ rresponde [...] al lugar que ocupa [...] el a del objeto del deseo». Así, se prefigura la comprensión del objeto a y de su participación en la generación de afecto y valor. El objeto a no debe ser comprendido como algo a localizar, es decir, algo a imaginar y describir, sino como el lugar en el que, al apa­ recer algo, nos afecta. Lo que debemos comprender es la estructura de ese lugar vacío que puede ser llenado por cualquier cosa. Y, para ello, Lacan propone hacerlo a través de lo Unheimlichkeit que Freud ela­ boró en su texto sobre el Hombre de arena, porque la angustia propia de lo siniestro surge precisamente en ese lugar, que Freud, de manera imaginaria, vincula a la castración, pero que refiere'a una falta que en realidad no se puede imaginar. Entonces, ¿qué pasa cuando un objeto imaginario ocupa el lugar de la castración? Pues (Lacan, 2004 a: 52) «que la falta viene a faltar». Que se llena lo que no debió ser llenado. Que lo que permanecía oculto, fue mostrado. Que lo que era normal, dejó de serio. Así, según Lacan, hemos de entender «el término pérdida dé objeto» característi­ co de la angustia. Lo que se pierde es el lugar del objeto a. Lo que tenemos, es que la imagen especular se caracteriza por una falta; algo que en ella se evoca y que orienta y polariza el deseo. Tal ausencia mantiene una especie de poder sobre el sujeto, lo gobierna en función de su carácter inaprensible. Más precisamente, gobierna la relación con nuestra reserva libidinal. Los desarrollos freudianos llegan a dilucidar que lo que determina en úIti mo térm ino esta relación es la amenaza de castración y la angustia que

produce. Pero para Lacan, aquello a lo que, por ejemplo, teme el neuróti­ co, no es la amenaza, ya que hace (Lacan, 2004 a: 56) «de su castración algo positivo», a saber, la garantía de la función del Otro; «ese Otro don­ de el sujeto no se ve sino como destino, pero destino sin término». Este destino, el conjunto de historias que lo constituye, las narrati­ vas, no son sino ficciones; y lo que mantiene al sujeto en ellas, es algo de un orden distinto, real, a saber (Lacan, 2004 a: 56), «que en algún lugar haya goce», lo cual «solo puede ser asegurado por medio de un significante, y por fuerza este significante falta. En este lugar faltante, el sujeto es llamado a hacer su aportación mediante un signo, el de su propia castración». Podemos decir, por tanto, que si el neurótico, consagra (Lacan, 2004 a: 56) «su castración a la garantía del Otro», lo que lo angustia, aquello que lo inhibe, es el lugar al que el analista lo conduce, a pesar de sus resistencias: «ei momento de la interpretación de la cas­ tración». La amenaza no es la castración, sino la comprensión de su secreto, de la falta. Y, con ello, la angustia es ¡a señal de lo que pudiera surgir en dicho lugar, de que algo materialice lo que debería faltar, como en el fenómeno de to Unheimlichkeit. Cualquier imagen, en ese lugar, adquiere entonces el carácter de aquello que nos define; se convierte en la imagen del doble, en el fantasma, en aquello que, aunque ficticio, es como el portador de nuestros anhelos, como la realización de nuestros deseos. ¡Nuestros sueños hechos realidad! Es, en términos de Lacan, una especie de a postizo, con el cual, los neuróticos, por ejemplo, intentan protegerse de la angustia, de la carencia de apoyo que la falta aporta, para retener al Otro en una demanda. Los perversos, en contra, pretenden generar angustia en función de la imposición de goce en la escenificación de sus fantasías. El analista, finalmente, intenta comprenderlo como una ficción en función del deseo del Otro. Ninguna fantasía de este tipo, en contra de perspectivas como la de Danto, nos ofrece un conocimiento de nosotros mismos, pues eso que nosotros mismos somos no es sino la imagen especular que encubre lo que realmente la sostiene; algo que no es del orden del conoci­

miento. Lacan (2004 a: 75) refiere a estos signos de identificación de los sujetos como «huellas falsas». Los hombres dejamos huellas para que «se crea que son falsas», en un comportamiento «esencialmente significante». Cuando se presenta una huella como vacía, esto quiere decir «que el sujeto, allí donde nace, se dirige a [...] la forma más radical de la racionalidad del Otro [...] [busca] insertarse en el lugar del Otro, en una cadena de significantes». EÍ significante revela la presencia del sujeto, pero este está interesa­ do en que la huella se considere falsa, porque el Otro no debe saber. Ei sujeto borra sus huellas y el inconsciente se convierte en un deber. La demanda del neurótico al Otro, en este sentido, implica la recuperación del saber tras haber borrado sus huellas, lo cual, empero, acarrea un pe­ ligro: la desarticulación de ia estructura que posibilita la falta, es decir, su deseo. De allí el carácter angustioso de enfrentar ia castración. Y de allí, también, que el vacío a preservar no dependa en sí de un contenido específico, positivo o negativo ^como la libido-, sino de la forma de la estructura. Por ello, Lacan apunta que la angustia está enmarcada; se da en el marco de un cuadro, de una ventana, en la casa, Heim; cuando el huésped que la habita ha devenido hostil, se ha vuelto unheimlich. En esto radica la pertinencia de comprender la relación del ienguaje, y el trabajo que él implica, con los afectos. Ló propio de dicho trabajo es hacer pasare! interior del sujeto al exterior, quedando en el proceso un residuo no invertible ni significable. Este residuo es el a, el lugar vacío, el cual, paradójicamente, a pesar de ser una especie de desecho, es lo único que realmente importa. El afecto de la angustia, en relación al proceso (Lacan, 2004 a: 87), es un «corte que se abre y deja aparecer [...] lo inesperado, la visita, la noticia»; una apertura en la red significante que nos enfrenta al va­ cío. Por eso los neuróticos intentan evitarla; es decir, tratan de evadir la certeza del vacío que ella implica. Y en ello radica la causa de su inhibición. En contra, la certeza, su aceptación, engendra acción (88): «Actuar es arrancarle a la angustia su certeza». La función de este corte es análoga a la de ia amenaza del complejo de castración, en el cual, obviamente, no hay una mutilación real. El

corte, sugiere Lacan (2004 a: 102), es como la circuncisión: refuerza, aislando, «el término de la masculinidad en el hombre». Hace, enton­ ces, del falo, un objeto de especial importancia, que no puede faitar, a pesar de sostenerse sobre una faita. Y, en ese sentido, la extrañeza y la angustia se dan porque lo que estaba enraizado al cuerpo, pasa «al registro de lo amovible». Tenemos, entonces, que podemos designar dos tipos de objetos que determinan la diferenciación y la identidad. El falo, en un primer momento, es un órgano más, entre otros; pero a partir del corte, es elevado, adquiere un valor sobre el que sostiene su función social, en reiación, por supuesto, al deseo del Otro. En términos de Lacan, la distinción de objetos se puede plantear de la siguiente manera: los que se pueden compartir y los que no. Es decir, hay objetos que circu­ lan, son compartidos, competidos y se pueden poseer como objetos de intercambio, como moneda corriente. Y hay otros que rso, como el falo y sus equivalentes, que son anteriores a la constitución de los objetos comunes, comunicables y socializados. La angustia acontece justo cuando los objetos que no se pueden compartir, aparecen y son reconocidos donde no tendrían que estar; en el campo de lo inter­ cambiable, de los objetos a la mano, pues su presencia en ese lugar amenaza a toda ia estructura, al orden social mismo. Por ello, los objetos a corresponden a ios tipos de pérdida o de separación fundamentales que determinan la elección del objeto de amor. Su falta sostiene el orden social, el deseo del Otro. Y, por eso mismo, cualquier cosa que los materialice es una amenaza contra ese orden. A su vez, se relacionan con el placer preliminar y su aumento de excitación característico que, de no llegar a la descarga, puede volverse insoportable y convertirse en dolor. Como ya apuntaba Freud, implican un peligro, en relación a nuestra vida pulsional, que puede tener como consecuencia la disolución del vínculo social y la pérdida de control del organismo. Por otro lado, eí objeto a, nos indica Lacan, no debe asociarse a la noción de intencionalidad de ia noesis, propia de la fenomenología fundada por Husserl. El objeto es causa del deseo (Lacan, 2004 a: 114),

«está detrás deí deseo». No es la meta (ZieD de la pulsión. Debemos ubicarlo antes de cualquier satisfacción, como causa, y en un lugar ex­ terior; anterior a toda interiorización. Es condición de posibilidad del deseo que no señala o garantiza la satisfacción del contenido pulsional. Ya Freud decía que el yo, y no la libido, es el almacigo de la an­ gustia. En estrecha correspondencia, Lacan (2004 a: 116) afirma que «allí donde dicen yo (je), es ahí, propiamente hablando, donde, en el plano deí inconsciente, se sitúa a». El problema es que, si tú mismo eres la causa de tu deseo y de tu angustia, si tú eres el objeto, como pasaba en la dialéctica hegeliana, la situación se vuelve intolerable. Y así como en ia dialéctica hegeliana la relación entre sujeto y objeto definía la de amo-esclavo, para Lacan, ella ofrece los elementos cons­ titutivos del sadismo, el masoquismo y la ley moral, en una estructura homologa a la que Kant articuló como condición del ejercicio de una razón pura práctica, en el sentido de que la ley y el deseo comparten el mismo objeto: en tanto que la ley lo prohíbe, impone desearlo. En ello, afirma Lacan (120), reside «el único mérito del masoquista»; en que «pretende hacer manifiesto -y añado, en su pequeña escena, porque nunca hay que olvidar esta dimensión- [...] que el deseo del Otro hace la ley». El sujeto se constituye en el lugar del Otro, bajo su deseo que se hace ley moral, engendrando en esta operación, equivalente a la inte­ riorización del complejo de castración freudiano, un resto, el objeto a como falta y reserva última irreductible de la libido. La garantía del de­ seo del Otro. Aquello que da valor e importancia a los demás objetos; con lo cual se ama. Lo que permanece fuera de la escena, del marco, y que en su imperceptibilidad, permite la distinción entre interior y exterior, afuera y adentro, heimlich y unheimlich, yo y no-yo, mi ima­ gen especular y lo extraño. Lo que posibilita el placer y, al acercamos a él, en una excitación en aumento, que se convierta en displacer, en el cuadro de una amplia variedad de afectos. Algo que es goce y que Lacan refiere como ía Cosa freudiana: el límite al que el análisis tiende asintóticamente, aquello que se caza en la interpretación, que es im­ posible apresar, pero que hemos de tratar de comprender.

Propiamente hablando, en el lugar de la Cosa no hay falta. No hay falta en lo Real. Ella solo puede captarse por medio de lo simbólico; por la introducción de lo simbólico en lo real. En ese sentido, se puede afirmar que la castración es simbólica; presentifica lo que no está ahí, a saber, la falta. Designa una ausencia. Este punto, e! de la falta signifi­ cante, a su vez, no puede ser significado, no es susceptible de conoci­ miento. Por otro lado, lo que sí es real es la privación a la que el sujeto se suele someter en función de la falta. El obsesivo, por ejemplo, se esfuerza por anular y denegar; por alejarse siempre del origen de la estructura; trata de llenar la falta, de alcanzar en el significante su fun­ ción de signo, haciendo de cualquier tipo de satisfacción o plenitud una cuestión teórica. Esto no quiere decir, por supuesto, que el origen de la ley moral y sus prohibiciones sean conceptuales; su principio y proveniencia debe buscarse del lado de lo real. Para Lacan, siguiendo a Freud, lo que constituye la sustancia de la ley es el deseo por la madre, por la Cosa. Y lo que normaliza el deseo, lo que lo socializa, es la interdicción del incesto. Por ello, es posible que el deseo de los perversos se manifieste como voluntad de goce. Una voluntad que, por supuesto, está destinada al fracaso, porque encuentra su límite en el ejercicio de su propio deseo. En esta relación de ley, deseo y objeto, el sujeto es advertido de la configuración de dichos elementos en la angustia, porque este afecto pone en cuestión su mismo ser; lo anula, en una especie de demanda que no tiene que ver con una necesidad, sino con la falta; solicita su pérdida. ¿Qué puede hacer el sujeto ante esto? En tanto que la demanda viene del Otro y este es anterior a él, no puede rechazarlo; ha de comprometerse. Y tal función está relacionada con la lucha y el amor. ¿Qué queda fuera, por tanto, en el compromiso propio del deseo? El goce. Como en el coitus ¡nterruptus, la angustia no es más que la mediación entre el deseo y el goce, en el sentido de que ella es provo­ cada ante la aparición del instrumento como objeto de goce. Por otro lado, ello no solo nos revela la causa de la inhibición, sino también la del momento cumbre, la del clímax, el orgasmo. Es decir, nos muestra

el posible lugar de realización, de reconciliación, de redención, como algo del orden de lo real. Como una observación muy significativa para este trabajo, Lacan muestra que ahí está también el iugar de la obra; en el momento cumbre de ia angustia, en la culminación del acto. Esto no quiere decir, sin embargo, que la acción se da en el vacío, pues ante él se da, más bien, lo contrario, la inhibición. La acción comienza cuando el vacío es tachado, cuando hay estructuras for­ males que le dan el estatuto de objeto perdido y posibilitan nuestro deseo. Objeto que, es importante recalcar, siempre es parcial. Es decir, siempre refiere al cuerpo, a una parte de nosotros. El deseo, pues, es siempre deseo del cuerpo, del cuerpo del Otro. Y, con ello, la posible realización no puede ser meramente intelectual o teórica; toda satis­ facción debe involucrar al cuerpo, aun en la sublimación. ¿Quiere decir esto, entonces, que la satisfacción, del orgasmo o de la obra, se identifica con el lugar del goce, de la Cosa? Lacan es claro en su respuesta: no, en absoluto. Ello implicaría la disolución de las estructuras y, por ende, del deseo. Por otro lado, quizá debemos matizar un poco nuestra respuesta, pues no es lo mismo pensar el goce en términos masculinos que en términos femeninos. El hecho es que la sexualidad femenina depende mucho menos del deseo que la masculina. El hombre no puede llevar hasta los mismos extremos su deseo, y la angustia es una señal de esto. De nueva cuenta, la función del objeto como causa del deseo es fundamental. Que el deseo sea el efecto del objeto: implica que este no se realice en aqueí. Hay, entre ambos, lo que Lacan denomina «hiancia»: un hueco, una separación fundamental entre ambos. Y en ello, está la base de la comprensión de la función del lenguaje y de io que es posible hacer con él. El lenguaje no tiene como efecto co­ municar, transmitir significados. Ello equivaldría a pensar que el deseo tiene como fin la consumación del objeto. Más bien, el efecto de la palabra, en tanto significante, es hacer surgir en el sujeto la dimensión de! significado; significado que no iogra su fin, que no se cierra, que permanece abierto, decepcionando con ello el deseo de comunicar.

Al intentar comprender el lugar de la obra en relación al goce, por tanto, no hemos de poner el énfasis en la realización del goce a través de la obra, en su consumación, en la realización de su significado, sino más bien en su imposibilidad. Como indica Lacan, las produccio­ nes idealistas más elevadas, las obras más sublimes, tienen a su base objetos irremediablemente perdidos, una base imposible. Lo importante aquí es que el sujeto, ante la pérdida, ante la situa­ ción traumática, no se queda paralizado ni se doblega. E¡ término que Lacan utiliza, es que cede. ¿Cede a qué? No al goce, sino ai objeto. Una de las características del objeto a es que es cesible. ¿Qué quiere decir esto? El niño, por ejemplo, cede ai seno, no porque satisfaga su necesi­ dad, sino porque ei objeto se presta a su desamparo; le da soporte. Así, la cesión del objeto a se traduce en la fabricación de objetos cesibles, de sustitutos, en estrecha relación con los objetos transicionales de W innicott." El sujeto, por tanto, no se disuelve en ellos, como pasaría con el goce, sino que se conforta. Entonces, ¿qué relación hay entre estos objetos, la inhibición y el acto, en función del deseo? Que un acto no se puede entender única­ mente en el campo de lo real, sino en él de la elaboración simbólica. Que está en íntima relación con la inhibición, de la cual es su posible superación. Y que el sujeto no se realiza en el acto en sí, sino en sus objetos, en sus obras. Tenemos, pues, los elementos con ios que Lacan define el acto (Lacan, 2004 a: 342): «acción que tiene ei carácter de una manifestación significante en la que se inscribe lo que se podría

89. (Wnnicott, 1987) Con los términos de objetos y fenómenos transicionales, Winnicott intenta de­ signar una zona, intermedia de experiencia entre la realidad interior y la vida exterior de! sujeto, entre la experiencia con su cuerpo y la que tiene con los objetos que no son él, entre la incapacidad para reconocer y aceptar la realidad, y la creciente capacidad para hacerlo; entre la subjetividad y la objetividad. Se carac­ teriza por la paradoja de ser a la vez ilusorio y establecer vínculos reales con los objetos. Aquí, no importan tanto las relaciones simbólicas, representativas o discursivas con la realidad, ni tampoco fas puisionales, sino la relación en sí misma con los objetos. Como su nombre indica/ su función es ia de ofrecer la posibili­ dad de transitar de un estado a otro: de uno de desamparo a otro de autosuficiencia, a través de la confianza y la creatividad desarrolladas en el juego con los objetos de transición. La separación del objeto establece una base para fa creatividad en tanto que implica el problema dei regreso al objeto original, que es la madre, a través de un objeto manipulado en ei presente. Fiara ello, es necesario que se le ofrezca ai sujeto la ilusión de que controla ese espacio, con el fin de darle confianza en su capacidad creativa,, a la vez que se deben permitir las desilusiones, de manera gradual, para que regrese a la realidad.

llamar el estado del deseo. Un acto es una acción en la medida en que en él se manifiesta el deseo mismo que habría estado destinado a inhibirlo». Con ello, hemos de concebir la realización de obras como actos en su pleno sentido ético; como posturas ante el deseo, siendo los sínto­ mas neuróticos, por ejemplo, impedimentos que aplazan el acceso al objeto. Por eso, el pasaje al acto siempre implica un no-saber. En tanto que la causa viene del objeto, el saber que el sujeto intenta imponer­ le solo obstaculiza su posibilidad de realización. Así, el obsesivo, en lugar de realizar obras, actúa para mantener la imagen de sí mismo; lo hace solo de manera defensiva. X por eso, no le está permitido a su deseo manifestarse objetivamente, pues ese riesgo comprometería todo lo que pretende mantener. Sostiene su deseo en el plano de las imposibilidades del deseo; no se puede permitir hacerío posible. En el análisis que Lacan hace de los distintos tipos de objeto a, re­ sulta particularmente interesante la mención del grito. Este, en cuanto que cesión, es algo que se escapa. Y en dicho escape, la angustia y la relación con el Otro están implicadas. En cuanto manifestación de deseo, por su parte, muestra la otra cara del apego por el objeto: su separación. El hecho es que, el objeto, como el grito, está original­ mente soltado. Y aunque los neuróticos busquen retenerlo como base del valor y del prestigio de su propia imagen, generando dinámicas de competencia, de lucha por el dominio -como en ia dialéctica hegeliana-, hemos de reconocer en él, más bien, el principio de nuestro deseo. Lo que nos permite salir a su encuentro. Pero, ¿cómo encontrarlo? Para ello, se tiene que traspasar el fan­ tasma que lo sostiene y lo constituye, abriendo así posibilidades de realización auténtica, con los riesgos que ello implica. La búsqueda, entonces, adquiere el matiz de una decisión; ha de entenderse en un sentido ético de realización: la del deseo que me constituye a través de los objetos que se realizan en actos. La realización de la propia subjetividad en actos que tienen la estructura de deseo, el cual es efec­ to del objeto causa. Objeto que, a su vez, más allá del bien que pen­ semos que ha de significar para nuestra imagen, siempre ha de faltar.

7.2. Sentido ético y sublimación En su texto La Cosa freudiana, al cuestionarse sobre el sentido de los descubrimientos freudianos, Lacan indica que estos ponen en tela de juicio la verdad, al mismo tiempo que nos permiten comprender el poder de la verdad sobre nosotros, en nuestra carne misma. ¿De qué tipo de verdad estamos hablando? (Lacan, 2006 b: 389) La «verdad de que hay algo verdadero». Tal es la particularidad del descubrimiento freudiano con respecto a la verdad, y para Lacan esto sitúa a Freud «en el linaje de los moralistas» bajo una preocupación de «la autenticidad del movimiento del aíma». Con ello, en Freud la verdad no puede ser reducida a una repre­ sentación que refiere a algo real, pero inaccesible. La profunda sub­ versión del psicoanálisis radica en la comprensión de que la verdad no es una ilusión, sino algo particular que, al ser desvelado, cambia por completo nuestra noción de realidad. Pero, ¿de qué cosa estamos hablando? ¿Cómo podemos saber de ella? Lacan (2006 b: 391) muestra la manera en que la verdad se nos manifiesta, con la siguiente frase: «Yo, la verdad, hablo». La verdad habla y, para comprenderla, hemos de entender cómo nos habla. (393) La «verdad no pasa ya por el pensamiento: cosa extraña, parece que en lo sucesivo pase por las cosas: rebus, es por ti por quien me comunico». No se manifiesta, pues, ni a! pensamiento ni a la razón, por lo que no habla su lenguaje, sino el de las cosas, las cuales son corno signos de una palabra que hemos de reconocer. ¿Quién nos habla a través de las cosas? Freud buscó todo el tiempo la respuesta, acercándose, rodeándola, según Lacan, sin llegar a dar en el blanco, como una especie de Acteón tras !a diosa Diana. ¿Es Yo o f//o? La respuesta de Lacan apunta a Ello. Pero, ¿cuál es su lenguaje? Ello habla (Lacan, 2006 b: 396) «allí donde ello sufre». ¿Cómo pode­ mos entonces comprender, articular, el lenguaje del sufrimiento? Todo lenguaje está constituido por leyes y no puede reducirse a la expresión natural, a códigos, a información o a una superestructura. Para comprender la verdad, hemos de entender las leyes a través de

las que se manifiesta. Y, ¿cuáles son? Las que nos enseñó Saussure; las de las redes de significado y significante que organizan relaciones que no se recubren; las de una estructura sincrónica -el significante- que da el material dei lenguaje, donde cada elemento toma su empleo exacto por su diferencia con el resto; y las dei conjunto diacrónico -el significado- de los discursos concretamente pronunciados, que reac­ ciona históricamente. Leyes de la significación que no se resuelven en su referencia a lo real, sino que siempre remiten a otra significación, que encuentran la garantía de su coherencia teórica en el significante. Entonces, si la verdad no está en su referencia, ¿cómo podemos dar con ella a partir de las leyes de la significación? Justo aquí el descubrimiento freudiano es relevante. Con Hegel, comprendíamos al yo como ser legal; constituido bajo ias leyes de la familia, la sociedad y el Estado. En Freud, el yo es un ser real. Un ser real que entra al intercambio social con la función simbólica impresa en la carne y la verdad como causa, lo cual trae como consecuencia una revisión de la noción de causa que implique al sujeto. ¿Quién es, pues, este sujeto que habla en un lenguaje encarnado y de sufrimiento? No el yo, como se mencionó, sino el ello. Pero el ello a través del yo. Lacan nos indica que el punto de la distinción entre Das Ich und das Es es el de establecer una separación entre el verdadero sujeto del inconsciente y el yo constituido por identificaciones enajenantes. Sin embargo, esta separación debe comprenderse en el sentido que indica la frase Wo Es war, sol! Ich werden, a saber, ahí donde Ello es, en el lugar del Ello, allí es donde Yo debe llegar a ser (Lacan, 2006 b: 400): «es decir no sobrevenir, ni siquiera advenir, sino venir a la luz de ese lugar mismo en cuanto que es lugar de ser». Se trata de una cuestión de deber: «mi deber es que yo venga a ser» en un lugar específico, el de ello. Tenemos aquí la primera ley, moral, del lenguaje a través del que se manifiesta ia verdad. Una que objetiva a aquel sobre el que se aplica -ei yo- y que lo rige, en el desconocimiento (402), «no solo como observado, sino como observador». No es, por tanto, que se tenga que hablar del yo o de alguna de sus representaciones, sino que otra cosa le habla a él. ¿Qué cosa? Una

que (Lacan, 2006 b: 402) «habla en nosotros, y aun si se hurta detrás del discurso que no dice nada sino para hacernos hablar, sería bueno ver que no encuentra a quién hablar». Algo en nosotros mismos, que nos hace hablar, lo reconozcamos o no, Así, el yo con sus funciones, centro operacional del saber moderno, no es considerado más que como un medio de la palabra del inconsciente. Uno que se resiste a reconocerla entre más tiende a su unidad imaginaria, y que solo pue­ de acceder a ella fragmentado. Que resiste en función del compromi­ so con el deseo del Otro ligado a la imagen especular de su cuerpo, haciendo de esta identificación un asunto de un yo frente a otro yo, que al final ha de llevar a la lucha, a la comunicación agresiva; a la competencia, en términos hegelianos, por el puro prestigio. El lengua­ je del yo, en oposición al de la verdad, no es más que (Lacan, 2006 b\ 311) «la iluminación intuitiva, el mando recolectivo, la agresivi­ dad retorsiva del eco verbal

la palabrería educativa y el ritornello

delirante [...] feed back [...] un disco de gramófono, de preferencia rayado en el lugar debido». Se reduce a funciones determinadas, a la reproducción de objetos y situaciones con fines defensivos y con consecuencias como la regresión y el acting out, es decir, la salida a lo real a través de la fantasía. El hecho es que, a pesar de todas las resistencias de! yo, este no puede huir de su mandato simbólico y moral; de su deber de ver la luz en el lugar de la verdad de su ser, del ello. De un mandato que auten­ tifica como la palabra de un padre, en respuesta a las falsas esperanzas de la madre. De una palabra que endeuda y de ia que el sujeto debe hacerse responsable, pues ia autentificación tiene un precio: la falta real y la tentación imaginaria. El análisis, en relación a tal deber, tiene la función de estudiar los modos en que el lenguaje recubre la deuda que él mismo engendra, como en el arte, la literatura, los chistes, los sueños, etc., a través de las herramientas del lingüista, el historiador y hasta del matemáti­ co, con ei fin de denunciar, renunciando al dominio (Lacan, 2006 b: 411), «el pensamiento mágico [...] coartada de los pensamientos de poder».

Por ello, el estudio psicoanalítico de cualquier manifestación cul­ tural impiica un sentido ético, cuyo apoyo está en la verdad, del orden de lo real, que Freud posibilitó concebir con su descubrimiento. Y por lo mismo, ei valor de cualquier objeto solo será reconocido bajo la luz de tal verdad, articulada en función del mandato simbólico que ella requiere. ¿Cómo entender, pues, !a adquisición de valor de los objetos en el marco de los mencionados factores? Para responder a dicha pregunta, propongo partir del texto Kant con Sacíe y continuar con el seminario sobre la Ética del psicoanálisis. La pertinencia del primero radica en que permite entender claramente la separación entre la concepción moral propia de la modernidad, representada por Kant y Sade, de aquella en la que Lacan intenta ins­ truirnos. La del segundo, por supuesto, en que se trata de la exposición de lo que se podría denominar la ética del psicoanalista. Aunque Kant con Sade estaba destinado a ser un prefacio a la Fi­ losofía en el tocador, puede ser considerado un estudio sobre la moral moderna desde quienes probablemente sean los representantes que con mayor contundencia expresan su espíritu. Tanto es así, que Lacan considera que la Filosofía en el tocador da la verdad a la Crítica de la razón práctica -en el sentido de «verdad» previamente expuesto-, en tanto que la completa. ¿Qué es lo que Sade agrega a Kant, sin con­ tradecirlo? Para Kant, ningún bien (wohl} del orden del mundo fenoménico puede ser el Bien (das Cute) de la ley moral. Este nos es indicado por un mandato categórico, incondicionado, que por su carácter univer­ sal se opone a los inciertos bienes circunstanciales y a lo patológico.. Ahora bien, Lacan nos previene de no confundir el Bien del imperati­ vo con el «Soberano Bien de los Antiguos», pues mientras este es una noción metafísica que se contrapone al orden mundano, el de Kant es una especie de «antipeso» (Lacan, 2006 a: 746), «la sustracción de peso que produce en el efecto de amor propio (Selbstsucht) que el sujeto siente como contentamiento (arrogantia) de sus placeres, por el hecho de que una mirada a ese Bien vuelve esos placeres menos respetables». Como se apuntó al analizar los incentivos de la moral en

Kant, se trata de una humillación de la importancia personal, de ur¡ sometiendo al mandato de la ley sobre todas Sas cosas. Lo que Lacan hace notar es que, ante la falta de un objeto localizable en los ¡imites de la estética trascendental, la ley hace valer su bien como algo significante, a saber, una voz en uno mismo que ordena que nuestro acto valga para todos los casos o que no valga en ninguno si no vale para todos. Y, como ya vimos, este tipo de gestos significan­ tes no son sin objeto, pues, aunque su objeto se hurte a la percepción, se le puede seguir su rastro. ¿En dónde? En la Filosofía en el tocador. Lo insólito de este texto es que propone una regla en todo senti­ do compatible con el imperativo kantiano, por plantearse como regla universa], independientemente de cualquier circunstancia o influencia patológica como la compasión, sobre el goce (Lacán, 2006 a: 743): «Tengo derecho a gozar de tu cuerpo, puede decirme quienquiera, y ese derecho lo ejerceré, sin que ningún límite me detenga en eí capricho de las exacciones que me venga en gana saciar en él». Un mandato que, al igual que el imperativo categórico, es incondicional; se basa exclusivamente en su forma. O, en términos lacanianos, que nos requiere desde el Otro. Así, nos muestra Lacan (2006 a: 747), la bipolaridad propia de la instauración de la ley moral, su principio, es lo mismo que «la esci­ sión del sujeto que se opera por toda intervención del significante: concretamente del sujeto de la enunciación al sujeto del enunciado». Y el mérito de Sade es que lo desenmascara; en su honestidad muestra que su máxima es pronunciada por el Otro, haciendo del sujeto su instrumento. Con ello, lo que permanecía oculto en el texto kantiano, sale a la luz, a saber, que (Lacan, 2006 a: 750) «es la libertad dei Otro lo que en el discurso del derecho al goce pone como sujeto de su enunciación», manteniendo, al igual que Kant y los estoicos, el dolor y el desprecio por el mundo y sus placeres, pero instalándose más allá de ellos «en lo más íntimo del sujeto al que provoca [...] por herir su pudor» con el propio impudor, siempre en el lugar de! Otro. Aquí el punto es notar que el paso que da Sade con su impudor nos abre la posibilidad de

concebir lo que para Kant era impensable, a saber, la Cosa en sí. Mien­ tras para Kant eso es inalcanzable, para Sade es {751) «como Ser-allí, Dase/n, del agente del tormento». El torturador está separado de tal objeto, que jamás se manifiesta en el mundo fenoménico, pero es, a su vez, su punto de emisión, el ejecutor de sus órdenes en este mundo, el encargado de aplicar su ley. ¿El goce de quién, entonces, ordena realizar el imperativo de Sade? El goce del Otro, de un Dios sin rostro, de lo que está más allá de la ley y ante lo que el sádico se somete como su siervo: un «Ser-supremoen-maldad». Y así, ni el placer del bien (wohl) que rechaza Kant por el Bien de la ley moral, ni el goce de este Bien, son para el sujeto, el cual no es más que un cómplice desfalleciente, impotente, de la ¡ey. Solo el fantasma salva al sádico al hacer del placer algo propio para el deseo. Puesto que el doior tiene su límite en el desvanecimien­ to del sujeto, el fantasma, como sostén del deseo del torturador, debe entrar para articular el placer en la imagen de una víctima que nunca muere, que puede soportar todo suplicio, en la monotonía propia de la relación del sujeto con el significante. La víctima, entonces, no es sino la fantasía que el sádico necesita para llenar el lugar del objeto a; el lugar de lo real, entre la muerte simbólica y su consumación mate­ rial, en el que cualquier objeto, por ejemplo Justine, adquiere belleza incomparable e inalterable, como una especie de (Lacan, 2006 a: 755) «barrera extrema para prohibir el acceso a un horror fundamental». ¿Cuál es, entonces, el placer del sádico? El mismo que el de Kant y el de cualquier hombre propiamente moderno, y puritano; el de aquello que posibilita el fantasma que sostiene el deseo en la segun­ da muerte: la seguridad, la certeza del mantenimiento del orden y la regularidad, contra la incertidumbre de ia naturaleza y sus procesos de corrupción. Con esto (Lacan, 2006 a: 757), «el sadismo rechaza hacia el Otro el dolor de existir, pero sin ver que por ese sesgo se transmuta él mismo en un objeto eterno; se vacía de vida por el placer que posibilita el fantasma, la víctima, que sostiene su deseo. Y aun así, Lacan nos aclara que «Sade no es engañado por su fantasma, pues su rigor lógico no le permite dejar de ver que el fantasma no tiene otra

realidad que de discurso»; que en términos kantianos es trascendental, condición de posibilidad del deseo, del interés, sin dar acceso al saber de quién es ese deseo, pues lo que permite el conocimiento no es cognoscible. El sádico, al igual que Kant, no tiene acceso a la verdad de su deseo, bajo el entendido de que la ley y el deseo reprimido son una sola y misma cosa. Pero, ¿por qué, bajo esta ley, Kant y el sádico se detienen y no lle­ van más allá su deseo en busca de la verdad de la Cosa en sí? Porque (Lacan, 2006 a: 763) «la Ley pone en equilibrio no solo el placer, sino dolor, felicidad y asimismo presión de la miseria, incluso amor a la vida, todo lo patológico», destacando, por otro lado, que lo propio de la ética moderna, en oposición a la antigua, es que la opción de la política y la sociedad ya no es más la felicidad, sino (765) «la libertad de desear», «que la ley sea libre», el derecho al goce más allá del pla­ cer y del «egoísmo de la felicidad». «Déjese entrever otra felicidad». Kant, pues, nos lleva así a la vecindad de la Cosa, y Sade nos muestra que más allá de esos límites, a saber, de aquellos en los que se sostiene el deseo en el fantasma de la víctima, no hay placer posi­ ble. Sin embargo, también nos muestra lo poco satisfactorio de estos límites, pues en el fondo, donde apunta el deseo sádico es a que la víctima (Lacan, 2006 a: 767) «llegase a consentir en la intención de su atormentador, y aun se enrolase por su lado gracias al impulso de su consentimiento», cosa que nunca sucede. El sádico desea amor sin saberlo, pero en su lugar proclama el triunfo de la virtud. Después de todo, ¿qué es la Filosofía en el tocador sino un tratado de la educación de las muchachas? Se reafirma la ley, la madre permanece prohibida y el sujeto no puede ver más allá del fantasma ni tener acceso a la verdad de su deseo. No hay, pues, reconciliación posible, a pesar de la contemplación de la inmaculada belleza de la víctima. ¿Podrá la ética del psicoanálisis revivir tal esperanza? ¿Tendrá que ir, para ello, más allá de los límites del placer y la belleza del fantasma? ¿Y cómo hacerlo sin caer en el horror, del cual ia angustia nos previene? ¿Cómo comprender la ética del psicoanalista? Quizá, por principio de cuentas, debamos referirnos a su noción de falta, pues aquí, ella

no solo refiere a una búsqueda de castigo, no tiene que desencadenar violencia en contra, no tiene que generar necesariamente sentimiento de culpa, pues es considerada como algo originario; está más allá del deber. Esto nos permite pensar la experiencia moral más allá del superyó y sus mandatos, sin que ello implique perder la referencia, pues ante la comprensión del Yo de ver la luz en el lugar del Ello, es posible la interrogación del yo sobre lo que quiere y así escoger someterse o no a la ley. En este sentido, el psicoanálisis implica (Lacan, 1998: 17) «la esperanza de que el comprender liberará al sujeto, no solo de su ignorancia, sino de su sufrimiento mismo». Implica cierto ideal, el cual, sin embargo, hemos de entender correctamente. ¿Se trata de un ideal del conocimiento de uno mismo, de la plenitud del amor y la sexualidad, de la autenticidad, de la autonomía, del adiestramiento? No. Sería incorrecto determinar conceptualmente el ideal. Ello sería análogo a las pretensiones de Kant y Sade. Más bien, hemos de pensar que (21) la «cuestión ética, en la medida en que la posición de Freud nos permite progresar en ella, se articula a partir de una orientación de la ubicación del hombre en relación con lo real». ¿Qué es, pues, io que ha de esperar al hombre en lo real? ¿Algún bien? De ninguna manera. Esto sería una orientación utilitarista que sitúa el bien del lado de lo real, como si fuera ubicable más allá de las ficciones que el lenguaje estructura. El hecho es que estas ficcio­ nes son las que dan estructura a los deseos y placeres de los hom­ bres, siendo que el inconsciente mismo está estructurado en relación a ellas, en una búsqueda de placer a través de signos. Lo propio del psicoanálisis es la comprensión de estas variadas configuraciones, y su ética debe establecer su lugar en relación a ellas y en función de lo real hacía lo que se orienta. Con base en los descubrimientos freudianos y considerando lo an­ terior, Lacan plantea su tesis de la siguiente manera (Lacan, 1998: 30): «la moral, el mandamiento moral, la presencia de la instancia mora!, es aquello por lo cual, en nuestra actividad en tanto que estructurada por lo simbólico, se presentifica lo real -lo real como tal, el peso de lo real». La moral, pues, es pensada no en relación a un fin ideal, no en

relación al bien, sino en tanto que sobre ella, por ella, lo real adquiere peso y presencia. Y, así, los límites éticos de la praxis psicoanalítica han de tener como consecuencia acciones que desemboquen en lo real, que introduzcan algo nuevo en lo real. Y más aún, la verdad de la experiencia analítica no es la de una ley superior o fin (35), sino «una libertad que vamos a buscar en un punto de ocultamiento de nuestro sujeto. Es una verdad particular»; pues el deseo no es una ley universal, sino una muy particular. En este sentido, ei psicoanálisis no ofrece modelos para ser adulto. Los modelos son propios del llamado al orden del principio de reali­ dad en tensión con el de placer. Además, aquel no debe ser entendido como una imposición de orden, sino como rectificación, corrección, compensación. Como una especie de guía para la culminación po­ sible de la acción del sujeto, que Lacan vincula a las articulaciones aristotélicas de la acción con respecto a un fin. ¿La conciencia de este tipo de fin puede ser una guía de los procesos inconscientes? No. Porque (Lacan, 1998: 44) «el sujeto solo recibe en su conciencia, nos dice Freud, signos de placer o de pena». En realidad, estos signos no nos indican un camino hacia el bien, sino hacia los procesos internos de nuestra psique. Por ellos, sabemos del inconsciente y que este tiene una estructura de lenguaje. Estructura que no es la del conocimiento de! sujeto, sino una articulación provocada por la urgencia de placer, que hace valer unos signos más que otros. Así, los bienes de los suje­ tos son determinados a nivel del principio de placer. Por otro lado, la adecuación que exige el principio de realidad no se identifica con un bien cualquiera. ¿Con qué tipo de bien lo hace? El bien del principio de realidad se articula en función de algo más allá del principio de placer que Lacan denomina das Ding, la Cosa, en estrecha relación con Kant, y en oposición a las cosas (sachen} que son significantes del orden del valor de uso y de cambio; de lo producido e intercambiado con fines utilitarios. (Lacan, 1998: 60) Lo «que hay en das Ding es el verdadero secreto». ¿El verdadero secreto de qué? En analogía con Marx, de las cosas, su valor, su intercambio y sus conse­ cuencias en la dinámica social. De cosas como el arte y la mercancía

que dan forma a la realidad; al mundo exterior, conformado por sig­ nos que son manifestación de algo más. (67) «El Ding es el eiemento que es aislado en el origen por el sujeto [...] siendo por naturaleza extranjero». Es, pues, aquello en torno a lo cual el sujeto organiza su realidad, en una especie de anhelo de reencontrarse con ello, sin hacerlo nunca. Estructura su búsqueda como su posible término, bajo la condición de que lo que se trata de encontrar no puede volver a ser encontrado. El objeto está perdido corno tal, por su naturaleza. A su vez, esta Cosa ers torno a la cual se estructura nuestro deseo, se dirige a nosotros con su propio lenguaje, como significante; más que siendo representada, dando en el blanco; pronunciada como im­ putando algo a nuestro cargo, de manera tal que el yo tiene que reco­ nocerse, en respuesta, como responsable. ¿Responsable de qué cargo? Del que ha de asegurar la prohibición fundamental que articula el inconsciente del hombre como deseo, en una estructura que posibilita la palabra como condición de toda vida social; la del incesto, la de no satisfacer el deseo por la madre. El deseo por aquello sobre lo que se apoya la moral y toda estructura formal; la Cosa que el descubrimiento freudiano nos permite concebir más allá de las elaboraciones de la modernidad. La Cosa (Ding), por tanto, es un significante, fuente del valor y el bien (wohl) de las cosas (sachen), y núcleo del bien (Cute); causa noumenon de ¡a ley moral según Kant, de ia que el sujeto se mantiene a distancia, defendiéndose en sus síntomas. Ahora bien, ¿por qué el sujeto se defiende en sus síntomas de esto que es núcleo del bien? La respuesta es una de las innovaciones del psicoanálisis en materia de ética. Porque, como veíamos con la angustia, uno se defiende a través de ella, en los síntomas, de un terror fundamental; la fuente del mal misma. Por ello, Lacan puede calificar al síntoma como una mentira sobre el mal. Una mentira que, en el caso del arte, bien podría estar diciendo la verdad, apuntando hacia ese núcleo insimbolizable para comprender su inquietante y fundamental presencia. De esta manera podemos comprender mejor las intenciones de Kant y Sade, no siempre explícitas, en relación al respeto por 1a ley.

En ambos es una protección contra el ma!, que en último término, como claramente muestra Sade, apunta a la corrupción propia de los procesos de la naturaleza; a la muerte misma. Y de ahí la necesidad del fantasma como una especie de mentira que estructura el deseo. ¿Quiere decir esto, entonces, que rechazar la mentira e ir en busca de la verdad es como violar la prohibición del incesto? ¿Que estamos violando así el derecho de las personas a permanecer en sus mentiras, las cuales les brindan certidumbre frente a la posibilidad de la muerte? Responder que sí, no es tan simple. Retomando los argumentos kantianos, la ley es principio cognoscendi de la Cosa y esta, principio essendi de la ley. Es decir, la Cosa es causa de la existencia de la ley, pero en realidad solo sabemos del mal porque está prohibido. Sin (Lacan, 1998:103) «la Ley ia Cosa está muerta»; en cambio, cuando está prohibida es deseable y tentadora. Solamente, pues, debido a la ley, el pecado adquiere un carácter des­ mesurado, hiperbólico. Y entonces, la falta es considerada digna del peor de los castigos, a saber, paradójicamente, aquel que se pretendía evitar en un principio con la ley: la muerte. La Cosa se convierte en un gran peligro y la interdicción de la ley intenta asegurarla en el mayor de los riesgos. Pero, ¿qué tanto debe ser así? ¿No hay una manera de franquear la moral sin quedar sometido al peligro -el cual, como se ha establecido, es inseparable de la ley? El psicoanálisis nos permite articular tal posibilidad de acción y sus sugerencias apuntan al arte y los procesos de sublimación en los que las obras ven la luz, Lacan nos recuerda que Freud había hecho notar que la sublima­ ción es una satisfacción sustitutiva en objetos bien valorados, en la que el sujeto, en función de ciertos compromisos adquiridos, se re­ concilia con la sociedad. Lo problemático aquí es que no existe con­ tinuidad entre la satisfacción sustitutiva y su valor social -pues de ser así, la sublimación no sería un destino de la pulsión, sino un instinto. Entre una y otro debe haber (Lacan, 1998:118) «la construcción de un sistema de defensa [...] Hace intervenir entonces, como fundamental, una oposición, una antinomia, en la construcción de ia sublimación de un instinto. Introduce pues el problema con una contradicción en

su propia formulación». Para que la tendencia instintiva encuentre sa­ tisfacción y aprobación, algo debe oponerse a ella. La negatividad, en la formulación freudiana, está en el núcleo de la sublimación. Pero, ¿podemos superar la antinomia que representa? En términos lacanianos, el problema de la sublimación puede ser planteado desde otra perspectiva: el de la relación con el objeto. ¿En qué sentido? En función de la diferencia entre los objetos apreciados socialmente, los cuales emergen de una relación narcisista e imagi­ naria, y la Cosa. La tesis es que a través de sus creaciones, de sus ob­ jetos, la gente puede (Lacan, 1998: 123) «engañarse sobre das Ding, colonizar con sus formaciones imaginarias el campo de das Ding». Es decir, que en la sublimación debe buscarse una función imaginaria en relación a una referencia última real, la cual implica una disyuntiva ética en relación con esto real, con múltiples opciones. La diferencia entre los objetos y la Cosa es importante porque sin la referencia que esta última ofrece, los objetos solo tendrían la posi­ bilidad de la idealización, es decir, de la identificación del sujeto con el objeto. Pero la sublimación es algo muy distinto porque en ella se (Lacan, 1998: 138) «eleva un objeto [...] a la dignidad de la Cosa», en correspondencia con la estructura de la ley y el deseo, es decir, en correspondencia con el vínculo social y nuestros anhelos. Sublimar es, por tanto, crear una formación imaginaria y colocar­ la en el punto de fijación de nuestro deseo, la Cosa,' en un esfuerzo de (Lacan, 1998: 146) «cercarla, incluso contornearla, para concebir­ la», y en virtud de ello, de alguna manera domesticarla. Así, el objeto construido mantiene una relación de oposición no solo con el suje­ to, sino con la Cosa, de la cual tenemos noticia precisamente por tal oposición, como reencontrando el objeto perdido, la falta, el vacío fundamental. En este sentido podemos entender la noción de creación ex nihilo; se crea un vaso, como dice Lacan, a partir del agujero. Tai es la importancia del proceso de sublimación, que podemos afirmar que a través de él, el hombre es modelado en relación a dicho vacío. Por otro lado, aunque aquello que salga del agujero esté des­ tinado a la belleza, ello no implica una visión optimista de las cosas,

porque lo que precisamente sostiene a esa belleza es lo que se debe evitar, el mal mismo. Y ni la ciencia, ni ia religión, ni el arte pueden salvar a la Cosa, al realizarla en un supuesto fin redentor, pues ella, en tanto que causa, es irreductible. Lo cual, por supuesto, implica que la esperanza de reconciliación es mantenida como lo que es, como una mera posibilidad no realizada, ni realizable, si es que queremos conservarla. Por otro lado, la función del arte, al cercar la Cosa, más que imi­ tarla, opina Lacan, es fingir que la imita, al delimitarla, presentificarla, autentificarla, proyectando una realidad en función de ella, que no es ella. Y, puesto que la referencia es iaC o say no la realidad, el arte debe ir en contra de esta para reestablecer la relación con la Cosa, renovan­ do con ello ia dignidad de los objetos que conforman la realidad y con los que el yo establece identificaciones. Dignidad que solo es posible en el lugar de la Cosa, en correspondencia con el dpber fundamental del Yo de llegar a ver la luz en el lugar del Ello. Tal posibilidad de dignidad, incluso en el arte, mantiene una es­ trecha relación con el superyó. En el Malestar en la cultura, Freud de­ nunció que, al agravarse la imposición del mandato, la satisfacción se dificultaba al grado de! malestar. ¿Cómo puede la sublimación lograr corregir este desarreglo psíquico? Lacan nos muestra que en la subli­ mación, la tendencia a satisfacer, como en el caso del amor cortés, aunque apunta a la Cosa, lo hace sin llegar a ella, es decir, sin violar la prohibición. Recordemos, el arte cerca y no permite el acceso directo; en otras palabras, priva de lo real. No por nada, la Dama en el amor cortés, más que manifestar las características que fantaseamos en la madre, posee aquellas que exige la ley morai. Hay, pues (Lacan, 1998: 186), «una organización artificial, artificiosa, de! significante [...] que fija en un momento las direcciones de cierto ascetismo» en un afán de rodeo que, sin eliminar el deseo y su mandato, implica cierta trasgresión. Una técnica que, ante ¡a imposibilidad de obtener el placer es­ perado, se opone a él, sosteniendo (187) «el placer de desear, es decir, en todo su rigor, el placer de experimentar un displacer», como en los deleites negativos propios del sentimiento de lo sublime, según Burke,

en los que la tensión y no su solución era lo fundamental. Una espe­ cie de, valga la expresión, disciplina del placer. Algo que para Lacan (198) «puede situarse entre una ética y una estética freudianas», bajo la indicación de que «la estética freudiana solo está allí en la medida en que nos muestra una de las fases de la función de la ética», como una especie de -utilizando términos de Ernst Jones- «complacencia moral que [...] es aquello por lo cual la ética nos vuelve inaccesible esa Cosa que ya de entrada lo es». En este sentido es como Lacan nos orienta respecto a! entendi­ miento del mito de la muerte del padre, presente en las dilucidaciones de Freud sobre Edipo y Moisés.90 Su muerte no abre el acceso al goce; todo lo contrario, su falta refuerza la interdicción. Es decir, nuestra única posibilidad de acceder a la Cosa a través de la cultura reside en la trasgresión propia de la sublimación que tiene como apoyo a ia ley moral misma; significante que no tiene a Dios para avalarlo, ya que desde siempre está muerto. Su función de normalizar el deseo la cumple en ausencia, porque su verdad permanece prohibida. Por otro lado, solo esta normalización, esta prohibición, esta au­ sencia, posibilitan el vaíor de los objetos del yo. Pues, de no ser por­ que algo más allá del sistema de sus objetos les brinda ia posibilidad de tener que ver con el propio deseo, todo sería equivalente o tan solo diferenciable por un concepto abstracto; y en la igualación de valores, todo valdría o, lo que es lo mismo, nada valdría, generando malestar. Por ello, la ley protege las diferencias en la igualación que implica la exigencia del respeto por el otro; porque violar sus límites es atentar contra los del yo, ya que la imagen de este se formó sobre ia de aquel; es decir, ya que la individualidad de cada uno se funda sobre deseos estructurados en relación a la misma Cosa, a la misma falta, al mismo vacío, prohibidos por la misma ley. La cuestión es que precisamente lo que funda el sentimiento de res­ peto, como mostró Kant, es lo que nos permite arriesgarnos a acercamos

90. Lo que aquí se refiere es el tema del «asesinato dei padre», determinante en el complejo de Edipo como condición de la conciencia de culpa, sobre la que ha de fundarse la moral. Sus articulaciones las podemos seguir, entre oíros, en los siguientes textos de Freud: Moisés y ¡a religión monoteísta, El Matester en !a cultura, Tótem y tabú.

al otro, en un acto desbordante que podría dar lugar, como el mismo Kant entrevio, como Sade reveló y como Hegel retomó, a su reconoci­ miento, en el cual podemos encontrar ia esencia de lo sublime. Kant, en su analítica, llama la atención sobre ia necesidad de que la razón, en pleno acercamiento a la Cosa, esquematice el desbordamiento de la imaginación; !a imposibilidad de percibir en lo más íntimo del otro un objeto o un concepto. Sade, por su parte, se coloca en e¡ mismo ¡imite, esquematizando con el fantasma de la víctima la inaudita posibilidad de penetrar en los límites del otro hasta su núcleo fundamental, su goce. Hegel, plantea el reconocimiento como el punto de culminación ideal del enfrentamiento entre amo y esclavo. Pero Lacan (1 998: 239), corrige la dirección idealista indicándonos lo siguiente: «No hablo aquí de un amor ideal, sino del acto de hacer el amor». La posibilidad del sublime reconocimiento no es una cuestión que deba concebirse teóricamente; debe darse en jjn acto concreto. El acto de mayor valor, es decir, el más valiente de todos -porque si lo propio del otro (y de mí) es maldad pura, avanzar hacia él, amándolo como a mí mismo (Lacan, 1998: 240), «es a la vez, avanzar necesaria­ mente en alguna crueldad». Por eso los textos de Sade, que tan solo son una representación del recorrido hacia el acto, levantan una espe­ cie de desafío a la sensibilidad; desafío que, en su voluntad de goce, fracasa, porque a final de cuentas se trata solo de tramas que cercan la Cosa, en una sublimación que confirma la necesidad de la ley. En la búsqueda de la más insoportable de las verdades, Sade configuró bellas víctimas, las cuales, en los suplicios ejercidos sobre ellas, dan forma a una obra de tintes sublimes. Pero al final, su conclusión es que el Otro es indestructible, que la víctima siempre sobrevive y que nunca otorgó su amor. Por todo este proceso sublime de generación y destrucción de ob­ jetos bellos, con la esperanza de encontrar la Cosa, la reconciliación, el amor, en una voluntad de goce, de muerte, de comenzar de cero, la obra de Sade -como el amor cortés-, adquiere valor de arte, aun y cuando su intento fracase por la imposibilidad de representar el acto de­ seado. En su belleza, en tanto cerco moral y estético, tras el resplandor

de sus víctimas nos anuncia el anhelo esperado; la promesa de recon­ ciliación; la destrucción del orden que se funda en el deseo actual y la posibilidad del nuevo comienzo. Así, este arte abre una esperanza; una, sin embargo, tan impotente como el deseo del perverso. Pero, ¿no puede el arte ser también defi­ nido por su potencia de satisfacer? Para ello, habría que recurrir a la distinción que hace Lacan entre las relaciones del bien y la belleza con el deseo. Mientras el bien implica prohibición del goce -ante la que Sade, después de Kant, parece inclinarse- (Lacan, 1998: 287), la «manifestación de lo bello intimida, prohíbe el deseo». Dicho en otros términos, lo «bello en su función singular en relación al deseo no nos engaña, contrariamente a la función dei bien. Nos despierta y quizá nos acomoda sobre el deseo, en la medida en que él mismo está relacionado con una estructura de señuelo». Señuelo que, como todo lo de su tipo, atrae a la zona de peligro, el margen del dolor. ¿Es esto una especie de masoquismo primario -se pregunta Lacan-? (288) «Les digo de inmediato -no lo creo». El masoquismo, en realidad, «tiene algo de caricaturesco [...] la economía del dolor masoquista termina por parecerse a la de los bienes. Se quiere compartir ei dolor como se comparten un montón de otras cosas además, y por poco uno se pelea en torno a él». Tiene que ver con reducirse a un objeto intercambiable, a un esclavo, lo cual nos deja en una impotencia análoga, mas no complementaria ni equivalente a la sádica. Nuestra pregunta, ante es­ tas perversiones, es: ¿hay, entre una y otra, en tanto polos comparables a los de la dialéctica hegeliana, un lugar que posibilite ei encuentro? Lacan lo indaga en la tragedia (289) «que Hegel consideraba la más perfecta, por las peores razones: Antígona». ¿Por qué? Porque su bien, a diferencia del de ios perversos, será genuinamente criminal; y en virtud de ello, «nos permitirá indicar un momento esencial [...] en lo concerniente a io que el hombre quiere y aquello contra lo que se de­ fiende [...] veremos que significa una elección absoluta, una elección no motivada por ningún bien». Lacan (1998: 298) nos indica que lo que esta tragedia nos permite ver es «el punto de mira que define el deseo» en la imagen fascinante

de Antígona de una víctima terriblemente voluntaria. En este sentido, lo que le interesa de este fantasma es cómo favorece la catarsis, a tra­ vés del temor y compasión generados en nosotros. La belleza de Antígona depende (Lacan, 1998: 299) del «lugar que ella ocupa en el entre-dos de dos campos simbólicamente dife­ renciados»; del mismo en el que Sade, con la segunda muerte, dotaba a sus víctimas de un brilio especial. Sin embargo, en Antígona pasa lo opuesto que en Sade. Mientras las víctimas de este no debían morir nunca, toda la trama de Sófocles nos lleva inevitablemente a la muer­ te de la víctima; todo el tiempo la muerte se está insinuando en los acontecimientos. ¿Qué efecto tendrá esta belleza sobre el deseo? ¿Se­ guirá adelante ante esta fascinante figura, se detendrá o se extinguirá? La observación que Lacan realiza sobre la función del coro en la tragedia resulta muy significativa. El coro es un conjunto de gente turbada que siente ese afecto paralizante por nosotros. Pero, ¿para qué ha de sentir el terror por nosotros? Para que e¡ espectador permanezca fascinado por la imagen de Antígona, para que pueda seguirla hasta su destino final. Ei coro, la trama y la puesta en escena están ahí para absorber todo elemento que le reste poder de atracción al señuelo. Estos elementos, en gran medida accesorios, sin embargo, no lo son todo en el efecto. El factor primordial es la configuración del deseo de los personajes. Por un lado, Creonte tiene el deseo de asestarle a Polinice una segun­ da muerte-simbólica-, más allá de los límites del derecho propio de su posición como cabeza del Estado. Por ello, piensa Lacan (1998: 306), no «se trata de un derecho que se opone a un deber, sino de un pre­ juicio»; uno que se opone a lo que el deseo de Antígona representa. ¿Y qué representa? Una pasión por la que es arrastrada, más allá de la explicación que da en su discurso sobre los derechos de la ley divina respecto a la familia. Creonte, pues, comete un error de juicio -hamartia-, al tratar de imponer mandatos en un ámbito que no le corresponde. Pero interpre­ tar así su desmesura no nos lleva más allá de los conceptos kantianos. Más allá del juicio, la tragedia nos revela un exceso real, es decir, el

campo en el que uno no debe incursionar -y en el que Kant, con buen juicio, no incursionó- Hacia allá nos llevan todos los acontecimien­ tos, hacia la fatalidad. Algo en Antígona que no soporta vivir bajo la ley de Creonte; algo que, más que monstruoso, es incivilizado, y por ello no puede tener compasión ni temor. Mientras Creonte piensa y decide en función de la utilidad y el provecho político, el bien al que Antígona recurre está más allá de toda esperanza; lo que quiere Antí­ gona está fuera de los límites, tanto de ¡a famiiia, como de la sociedad y del Estado, entre la vida y la muerte, justo en aquello por cuya causa dichas instituciones fueron creadas, para contenerlo. Por ello, Antígona es representada como la que se conoce a sí misma y no soporta que alguien más, como Creonte, hable o decida por ella. De hecho, así interpreta Lacan el humanismo que se le suele atribuir a Sófocles; uno que ubica al hombre, y lo que de él se ha de saber, justo en la falla entre cultura y naturaleza. Ahora bien, la tra­ gedia de Antígona, ¿qué nos posibilita en relación a estos dos reinos? Antígona (Lacan, 1998: 333), «es así porque es así» y no está dis­ puesta a escuchar a nadie más. ¿Esto quiere decir que su destino se configura más allá del Otro? ¿O en nombre de qué proclama esta individualidad intransigente? (334): No se trata más que de un lím ite en el que e lla acampa y sobre el cual se siente inatacable y sobre el cual nada puede hacer que alguien mortal pueda hyperdramein, pasar más allá, nomos, de las leyes. Ya no son más las leyes, nomos, sino cierta legalidad, consecuencia de las leyes ágrapta -traducido siempre por no escritas [ ...I de los dioses. Se trata aquí de la evocación de lo que en efecto es del orden de la ley, pero que no está desarrollado en ninguna cadena signi­ ficante, en nada.

No va, pues, más allá del Otro y su legalidad, sino que permanece en el límite entre ¡os códigos legales de los hombres y aquello que, aun siendo dei orden de lo simbólico, no está desarrollado; es una forma pura. Algo que es lo que es y que nada puede cambiar. Antígona representa este límite radicaS. (Lacan, 1998: 335) El «valor único de su ser» que es «esencialmente de lenguaje»; aquello que la constituye y que está íntimamente atado a sus iazos familiares, independientemente

de lo que los miembros de su familia hayan hecho. El umbral entre la vida y ía muerte, en el que Antígona ha de tomar la decisión de hacia qué lado se dirigirá. El lugar hacia el cual el mismo Creonte la empuja, en espera de que ceda y se someta a su mandato. Y en esa decisión es donde podemos comprender la pasión propia de Antígona. Lacan refiere específicamente al pasaje en que, una vez encerrada en su tumba, lleva a cabo una larga queja por todo lo que le ha sido negado por ¡a vida. Justo en él, piensa, se realiza el efecto de mayor luminosidad de la belleza. En el que ha cruzado al otro lado de la vida, sin perder aún la vida. Entre la ya realizada muerte simbólica y la muerte real que es inminente. Su pasión, pues, fue la de ¡levar al límite la realización de su deseo (Lacan, 1998: 339), «el deseo puro, el puro y simple deseo de muerte como tal». Y, ante ello, Lacan nos pregunta: «¿No debe ser el deseo del Otro y conectarse con el deseo de la madre?». Es decir, ¿no es el deseo de la madre un deseo criminal que da origen a la tragedia y a la condición humana? ¿El deseo por el cuai la ley existe? ¿La posibilidad del crimen? Antígona, por tanto, «decide asumir ei crimen y la validez del crimen [...] elige ser pura y simplemente la guardiana del ser del criminal como tal». ¿Qué es, entonces, lo que la decisión radical de Antígona nos re­ vela, a través de medios estéticos, de su belleza, sobre la ética y el psicoanálisis? Que la elección última del hombre, a la que lo lleva su deseo si decide atreverse a llegar hasta el final, no es la felicidad -por lo que cualquier demanda que la exija siempre será indefinidamen­ te aplazada-, sino la muerte asumida voluntariamente en un gesto criminal. Sin embargo, hemos de hacer notar lo siguiente: Antígona, aunque representa la más real de las posibilidades, ¡es una pieza de arte! Entonces, ¿qué posibilidad nos abre Antígona en tanto obra, en relación a nuestro deseo? La de la sublimación, como una posible felicidad (Lacan, 1998: 349): Una sola cosa alude a una posibilidad feliz de satisfacción de la tendencia, la noción de sublim ación. Pero es claro que al tomar su form ulación más esoté­ rica en Freud, cuando nos la presenta como realizada eminentemente por la actividad del artista, esto quiere decir literalmente ia posibilidad para el hom­

bre de transformar sus deseos en com erciables, en vendibles, bajo la forma de productos. La franqueza e incluso el cinism o de una tal form ulación conserva a m is ojos un mérito inm enso, aunque no agote el fondo de la cuestión, que es -¿cóm o es esto posible entonces?

La pregunta que ha sostenido el texto que aquí desarrollamos, se sigue conservando. ¿Cómo es posible el proceso de sublimación, la reconciliación lograda por e! artista en sus objetos? Como ya había­ mos indicado en Freud, no es meramente el proceso de la creación de un objeto -por lo que no puede reducirse a su fabricación-, sino de la tendencia que puede mudar de un objeto a otro. La demanda de satisfacción del deseo, que está más allá de la necesidad, permite su desplazamiento constante. Pero, ¿cómo puede conocer el hombre el origen de la demanda? ¿Cómo puede intentar satisfacer la pulsión de saber que Freud vinculaba a la sublimación? O, en términos del propio Lacan (1998: 352): ¿cómo el hombre, es decir, un ser vivo, puede llegar a acceder, a conocer ese instinto de muerte, su propia relación con la muerte? Respuesta -p o r la virtud del significante y bajo su forma más radical. En el signi­ ficante, y en ia medida en que el sujeto articula una cadena significante, palpa que él pude faltar en la cadena de lo que él es.

¿Y qué tipo de significante nos permite palpar nuestra falta? El de la belleza, cuya función (Lacan, 1998: 352) «es, precisamente, indi­ carnos el lugar de la relación del hombre con su propia muerte y de indicárnoslo solamente en un deslumbramiento»; el lugar en que un objeto es colocado más allá de su utilidad, más allá de su concepto, de su significado, presentificando lo que buscamos saber, sin realizar­ lo. Nos permite comprender aquello que nuestro deseo busca, a saber, aquello que está más allá de él, que lo sostiene y que nos mantiene en la realidad buscándolo. Comprender el riesgo que implica actuar como Antígona, de ir más allá de las apariencias, como su padre, Edipo. Por ello, en su efecto catártico, procede, como el psicoanálisis, por un retorno a la acción. Nos pone en posición de asumir volunta­ riamente el riesgo. (Lacan, 1998: 371) «Esto por sí solo justifica que

En esto consiste el espíritu de la tragedia: establecer una relación entre la acción y el deseo que no recae al servicio de un fin utilitario y que implica el mayor de los riesgos. En él, se nos presenta la voz de la conciencia moral una vez superado el mandato del superyó (Lacan, 1998: 373): «¿Ha actuado usted en conformidad con el deseo que lo habita?», siendo la única posibilidad de ser culpable (379) «haber ce­ dido en su deseo». La cuestión, entonces, es ¿cómo nos ayuda la subli­ mación a no ceder en nuestro deseo y sobrevivir en el intento? ¿Cómo superar la tentación que implica la belleza de la víctima, cayendo en ella, pero evitando la consecuencia real de asumir su negatividad, a saber, tacharnos de la realidad? Lacan (1998: 382) recurre a la metonimia «comer un libro», la cual probablemente sea «la metonimia más extrema». ¿Por qué? Porque «jus­ to ahí palpamos qué quiere decir Freud cuando habla de ¡a sublimación como de un cambio, no de objeto, sino de meta». En la sublimación (383), el «libro de me deviene». Realizamos nuestro destino de manera simbólica en nuestros objetos en lugar de hacerlo en lo real, obteniendo una satisfacción a nuestro deseo a través de la cultura. Pero, a un precio: «hay que pagarlo con algo. Ese algo se llama el goce». En la sublima­ ción no es posible ir más allá de los límites simbólicos. Conservar el deseo -y probablemente la vida-, implica sacrificios. El sacrificio de que el acto en que uno mismo se realiza ha de realizarse en una obra. Obra que, en tanto manifestación del camino recorrido por el deseo, es constituida por los sufrimientos vividos. Que ha de ser comprendida tanto por su estructura, como por sus efectos estéticos; bellos, como las víctimas de Sade, y sublimes, como el acto criminal de Antígona.

7.3. Generación de valor En su Seminario De un Otro al otro, Lacan explora ias consecuen­ cias de la teoría psicoanalítica en tanto que discurso, pues, para ser tomada en serio, para tener algún tipo de valor, no soio requiere ser articulada, sino tener consecuencias.

El seminario comienza con la siguiente frase, la cual contiene aquello que tendrá que desarrollarse para su posible comprensión (La­ can, 2004

11): «La esencia de la teoría psicoanalítica es un discurso

sin palabras». La cuestión, ante esto, será tratar de comprender lo que nos habla sin palabras y sus consecuencias. Inmediatamente, Lacan nos advierte que para ello tenemos que echar mano del estructuralismo, en tanto que es una teoría sobre el lenguaje que no parte de una filosofía o visión del mundo. Que nos muestra, por ende, al lenguaje como tal, como un hecho. Y, por lo mismo, nos permite ver sus consecuencias reales. ¿Como cuál? Como la castración en los sexos: en uno, su imposibilidad de realización; en otro, la amenaza como una posibilidad que no necesita suceder para ser verdadera. Ahora bien, la castración no es un fenómeno de pensamiento, sino que fue causado más allá de la voluntad y es de hecho lo que reguia el pensamiento. Tenemos nuevamente aquí la noción de causa en la que Lacan se esfuerza por instruirnos. Tal causa, al estar en el origen, no expresa nuestro acto, nuestro pensamiento, en algún tipo de repre­ sentación. Sin embargo, Lacan (2004 b: 13) de inmediato matiza que «no se trata del acto, sino del discurso. En el discurso no debo seguir la regla del pensamiento, sino encontrar su causa»; De lo que se trata es de comprender la causa del discurso, aquello a lo que este apunta. Y, ¿dónde hemos de buscar por ella? «En e! entre-sentido-escúchenlo tan obsceno como puedan imaginarlo-está el ser del pensamiento».91 De nueva cuenta, como en el caso de Sade y Antígona, en el entre que separa lo simbólico de lo real, donde cualquier víctima adquiere la más luminosa de las bellezas. El reconocimiento de una causa más allá del pensamiento estruc­ turado simbólicamente, así como el de las estructuras y prácticas que de ella se derivan, nos ha de llevar a un rechazo de toda promoción de una infalibilidad. Con lo cual, no solo bastará reconocer que la perfección es imposible, sino que hay (Lacan, 2004 b: 13-14): 91. La obscenidad de [□ que habla Lacan se refiere a la homofonía entre serts (sentido) y se¡n (seno}, en un juego de palabras con obscéne (obsceno).

en efecto un proceso de la falla, y de este proceso se vale la práctica de la es­ tructura I ...] io que no es de ninguna manera superarla, sino poder captarla en la consecuencia que se coagula en el punto mismo en que se detiene la repro­ d ucción del proceso. Es d ecir que su tiempo de detención m arca su resultado.

Hemos de seguir, pues, para comprender la esencia del discurso, la estructura hasta el momento de la detención del proceso que la reproduce; hasta el punto en que falla; hasta su resultado, su conse­ cuencia real. Y con ello, en relación al trabajo aquí realizado, se ex­ plicará (Lacan, 2004 b: 14) «que todo arte sea defectuoso. Solo cobra fuerza cuando se recoge lo que se hunde allí donde se produce su desvanecimiento». La falla, su defecto, en tanto esencia de toda obra, es a su vez la causa de sus consecuencias reales, más allá de cualquier interpretación que de ellas podamos hacer y de los significados que les podamos asignar. A través del clásico ejemplo de Lacan del pote de mostaza., pode­ mos ejemplificar lo anterior con claridad. ¿Qué es lo que le da valor al pote? ¿Su contenido; es decir, la mostaza? ¿Su significado; es decir, que contiene mostaza? No. Por lo que vale un pote es precisamente por estar vacío, y para comprenderlo tenemos que fijarnos más que en la interpretación de su uso, en su proceso de fabricación. El artista encargado de producir potes lo primero que tiene que hacer para que sus potes valgan algo, independientemente de las etiquetas que les pondrán encima y de los productos que contendrán, es realizar el agu­ jero, el espacio vacío. En ese espacio es donde hemos de comprender su esencia, causa de la estructura que lo rodea y lugar de las conse­ cuencias reales de la introducción de dicha estructura en el mercado (que la mostaza se venda, por ejemplo). Por otro lado, el pote de mostaza pone de manifiesto una distin­ ción clave en la historia de la filosofía: la de exterior e interior, siendo lo que vale lo que está en el interior; lo cual, estando allí, por ese simple hecho, adquiere otra dignidad (pues no es lo mismo ver a la mostaza allí adentro que embarrada en una superficie). La cuestión aquí, sin embargo, es que el psicoanálisis -particularmente el lacaniano- nos permite comprender, más allá de ia filosofía tradicional -la

cual se centra en señalarnos lo que vale-, qué es lo que le da valor a lo que vale, en homología con Marx. Nos presenta, nos hace ver (Lacan, 2004 b: 16), «el lugar donde tenemos que situar la función esencial del objeto a». ¿Por qué en homología con Marx? Porque Marx (Lacan, 2004 b: 1 6) «plantea el problema del objeto de! capital», es decir, el problema de por qué los objetos en el mercado valen lo que valen independien­ temente de la interpretación que hagamos de su utilidad. Y, ¿qué fue lo que descubrió Marx al profundizaren el problema? Que la novedad del capitalismo es el lugar donde sitúa el trabajo, haciendo de este una mercancía. «Esto le permite a Marx demostrar lo que hay de inaugura! en su discurso, y que se llama la plusvalía». Plusvalía como causa del discurso -articulado por Marx- del capital, y a la vez como el lugar de sus consecuencias reales. En este sentido, lo importante para La­ can es que el discurso implica una renuncia al goce -con lo cual se ubica en el mismo punto que la castración- y que Marx articula esta renuncia mostrando su función y su eficacia social; función que Lacan llamará «plus-de-gozar» y que debe ser comprendida como un efecto de discurso. El discurso, como el mercado, se articula en el campo del Otro; es del orden de lo simbólico y su función es totalizante -como identificó perfectamente Adorno con el fenómeno de la industria cultural-. Ase­ gura la organización en (Lacan, 2004 b: 17) «una' estructura ordinal, hasta cardinal»; pero también, a su vez, «posee los medios de gozar» al posibilitar el establecimiento «de un plus-de-gozar recuperado por algunos». Precisamente aquí es donde la interpretación que Lacan realiza de Marx se separa de la de Adorno; y precisamente por ello nos servirá para entender el arte de Warhol. Para Adorno, e! goce era imposibilitado por la totalización de la industria cultural. En cambio, Lacan nos muestra que sin el mercado, sin el lugar del Otro en el cual algo puede valer más allá de su posible uso, no podríamos acceder al goce a través de la cultura. Al respecto, debemos ser cautos cuando diferenciamos las posi­ ciones de ambos pensadores. Ciertamente, en Adorno, la posibilidad

del arte y de sus goces se tiene que pensar en relación, en oposición, a ia tendencia totalizante del sistema. Lacan no reduce en absoluto esta negatividad, pero desarrolla sus posibilidades en el seno del discurso capitalista, ¿Qué posibilita, pues, para Lacan, el discurso capitalista en relación al goce? La apuesta (Lacan, 2004 b : 18), en función de la cual la «vida en su totalidad se reduce ella misma en este caso a un elemento de valor». Apuesta en la que, para tener esperanzas de reconciliación, se debe jugar algo más que la vida para hacer valer la vida -pues de lo contrario tan solo nos esperaría el destino trágico de Antígona-; «se juega la producción de un objeto esencial [...] el objeto a». De lo que se trata, como se mencionó en relación a la su­ blimación, es de devenir en ¡os productos, en las propias creaciones, en el proceso de trabajo mismo en tanto que se puede vender, pero con un añadido en este caso: arriesgando, dentro de los límites deí mercado, para hacerlos valer; ¿Arriesgando qué? No la vida, sino (20) «la pérdida en la identidad que se llama, hablando, con propiedad, el objeto a», porque nada «se produce allí sin que un objeto se pierda ert ese sitio», como le sucedió a Antígona antes de su muerte real. La plusvalía, el plus-de-gozar, es el lugar de esta pérdida. Como lo iden­ tificó Marx, aunque en un sentido distinto, la causa de la alienación. (Lacan, 2004 b: 21) «Lo mismo sucede con e! síntoma. ¿En qué consiste este sino en la mayor o menor facilidad del recorrido del su­ jeto en torno de eso que nosotros llamamos el plus-de-gozar, pero que él es muy incapaz de nombrar?». Con esta observación, Lacan estable­ ce el vínculo que buscamos entre la producción social, la formación de síntomas y la satisfacción sustitutiva. ¿Qué otro camino tenemos para intentar alcanzar la felicidad, sino el de nuestros síntomas? Por otro lado, ¿no está ese camino marcado desde su origen, a causa de esa misma felicidad? Finalmente, ¿qué posibilidades hay de llevarlo a feliz término, a saber, la reconciliación de los elementos alienados; el Otro y su residuo, el a? La esperanza de reconciliación, la cual es a su vez (Lacan, 2004 b: 23) «la verdad en la experiencia analítica», está en un lugar entre los campos del Otro y del a. Entre las dos muertes. Y el problema puede

ser planteado de la siguiente forma: si el Otro es el lugar donde el discurso adquiere consistencia, donde el sujeto se sostiene y defiende, esperando ser aceptado o rechazado, y a la vez, «si la consistencia de lo que se llama la verdad no puede asegurarse en ninguna parte en el Otro, ¿dónde está la verdad sino en aquello por lo que responde la función del a?». Es decir, el problema está en que, si de entrada la verdad no es simbolizable, sino que en primera instancia no es más que «io que grita aquei que es sufrimiento por ser ésta verdad», «¿qué en el Otro puede responder al sujeto?» ¿Qué hay en el Otro para lidiar con el sufrimiento? ¿Rara brindar un sostén a la expresión del grito y posibilitar su satisfacción? La respuesta apunta (24) a lo «que es allí el verdadero sostén -su fabricación como objeto a [...] ese plus-de-gozar que constituye la coherencia de¡ sujeto como yo [mo/'j». Por lo cual, la cuestión debe ser trazada de la siguiente forma: ¿A través de qué proceso es posible la fabricación del sostén como objeto a, es decir, de plusvalía, del plus-de-gozar? Si la estructura apunta hacia su causa y es allí donde el discurso tiene consecuencias, Lacan considera que dichas consecuencias de­ berían ser pensadas en términos de una energética, es decir, de goce, de descarga, de satisfacción, siempre y cuando esto sea concebido como consecuencia de! discurso, es decir, en función de un punto de referencia significante respecto al cual se pueda mantener constante. Pero, ¿de qué tipo de discurso ha de ser consecuencia? Como nos indi­ ca Lacan, la física nos da un modelo de ese tipo de discurso, efectuan­ do una reducción de su material y destacando su funcionamiento, en el cual es posible captar las consecuencias y articularlas lógicamente. Y la lógica que nos permite hacer esto, es la matemática, la simbólica, aquella que reemplaza por letras ciertos elementos del lenguaje. Dicho proceso de sustitución simbólica, propio de la lógica mate­ mática (Lacan, 2004 b: 33) -«la lógica a secas»-, «es completamente esencial para la existencia de ustedes en lo real, lo sepan o no». Es, de hecho, lo que está implicado en el problema de la existencia de Dios, constante en las reflexiones medievales y modernas. La diferencia es que (34) «no se manifiestan las mismas consecuencias desde que se

profirió el discurso de la lógica matemática». No se ve lo mismo con ella que sin ella, aunque ei problema permanezca. Pero, ¿por qué la simbolización es esencial para nuestra existencia en lo real? Y, ¿qué es lo que posibilita ver? La lógica es fundamental porque nos sostiene. Es una exigencia estructural. ¿Y qué estructura? Primordialmente nuestra vivencia espacio-temporal, por lo cual, como muestra el materialismo dialéctico, la historia debe ser articulada no solo para comprenderla, sino para actuar en ella. Por otro lado, ello nos posibilita ver, como a Marx, ia plusvalía como consecuencia de la estructura de producción capitalis­ ta, en función del tiempo de trabajo social y no como fruto del trabajo real -pues ello es el valor de uso dei producto-; como trabajo no paga­ do. Por eso, Lacan (2004 b: 34-35) puede afirmar qué la «plusvalía es [...] el fruto de ios medios de articulación que constituyen el discurso capitalista. Es lo que resulta de la lógica capitalista» e «implica cierta posición del yo en el sistema». En tanto que esta articulación implica la frustración de varios y el acceso al goce de algunos, la construcción es, de entrada, conflictiva. Lo que debemos preguntarnos, en relación a este conflicto, es ¿dónde se encuentra la verdad? Lacan (2004 b: 35) nos dice que «la realidad capitalista no tiene tan mala relación con la ciencia», pero haciendo la siguiente aclaración: «Hablé de realidad, ¿no es cierto?, no hablé de real». La realidad se acomoda bien a la ciencia, pero con ello nada so­ bre la verdad del conflicto queda resuelto. ¿Cómo, entonces, podemos saber sobre la verdad del trabajo y lo que produce en el capitalismo, si las ciencias de la realidad capitalista no pueden dar cuenta de ello? La respuesta, piensa Lacan, hemos de buscarla en el precio, en tanto límite del saber. Es decir, no encontraremos la verdad de la estructura ai interior de ias prácticas y discursos que constituyen su realidad, sino en el límite del saber que es posible en tal contexto, en el precio que uno debe pagar para ser parte de la realidad capitalista (36): «la renuncia al goce». Así, de nueva cuenta, topamos con la castración como límite y verdad. Pero, contrario a lo que sucedía en el Malestar en la cultura,

aquí se deja ver la causa (Lacan, 2004 b: 37): «Un plus-de-gozar que se obtiene de la renuncia al goce, si se respeta el principio del valor del saber». Un pius-de-gozar que se produce por un trabajo no paga­ do, por la frustración de muchos, pero sin el cual probablemente no habría ni posibilidad de trabajar, ni acceso al goce para algunos. Esta relación con el goce, como consecuencia del discurso del ca­ pitalismo, hace que la verdad sea vivida como algo social, promedio y abstracto; sin embargo, ei síntoma surge como (Lacan, 2004 b: 38) la «manera en que cada uno sufre en su relación con el goce». Y de él, en tanto articulación cuya causa es la verdad del sistema, puede surgir un discurso propio y sostenible en el campo del Otro, con consecuen­ cias reales, aunque bajo ciertas condiciones: ningún discurso puede decir la verdad, pues ella lo sostiene. Por lo tanto, no puede explicar su verdad. Si se esconde, le pedirán explicaciones. Y si no se articula para decir algo, será vano, es decir, permanecerá en el síntoma como sufrimiento. Ahora bien, para que el síntoma pueda convertirse en un discurso con consecuencias en el campo del Otro, debe pasar algo homólogo a lo que posibilitan Marx y el psicoanálisis. Es decir, con sus discursos deben producir, como efecto de su articulación, la plusvalía, el plusde-gozar, el objeto a. De hecho, así como se puede decir que el comu­ nista solo es tal a partir del discurso marxista, el analista es un efecto de su discurso (Lacan, 2004 b: 42), «o, aún más, este síntoma [...] que implica la transformación de la relación del saber [...] con el fon­ do enigmático del goce». Por otro lado, como vimos con Benjamín, este efecto debe ser pensado retroactivamente, pues antes del discurso tuvo que haber formación de síntoma como efecto de la estructura totalizante del Otro. Por eso, «lo que se descubre en un efecto de discurso ya apareció como efecto de discurso en la historia». Lo que se introduce en la historia, por tanto, esa detención mesiánica de la que hablaba Benjamín, es una nueva relación entre saber y goce que implica un rompimiento con la anterior, impidiendo la clausura de sistema. Y, como dice Lacan (44), si «hay algo entonces que nos pone en contacto con la historia, es concebir cuánto, durante tanto tiempo,

los hombres han podido arreglárselas con eso». O dicho en nuestros términos: concebir cuánto se las han arreglado los hombres con sus respectivas fallas, implica pensar la historia en relación a la produc­ ción artística y en función de sus efectos estéticos, de sus posibilidades de generar, como consecuencia de sus discursos, goce. En este punto, resulta pertinente retomar a Adorno. Si la obra de arte introduce un discurso en oposición al funcionamiento normal del sistema, es decir, como una falla que abre nuevas posibilidades, ello mismo la condena a desaparecer, a no durar demasiado. Las preten­ siones de totalización, de cierre, del sistema, en tanto que condición de posibilidad de todo posible discurso, incluyendo los del arte, se mantienen intactas. Como mencionábamos sobre lá función de la ló­ gica en relación a nuestra existencia en lo real, la totalización es una exigencia estructural ineludible (si se quiere permanecer existiendo en lo real). La castración, la renuncia al goce, se debe restablecer para evitar que las consecuencias hagan un daño mayor a1la estructura. Tras descubrir el secreto, el tesoro, el goce del Otro, a través de un discurso que lo denuncia, el Otro debe reduplicarse sobre dicho discurso que articuló el plus-de-goce, como demanda, restableciendo así la renun­ cia y el núcleo que, más allá del alcance del sujeto, en su incons­ ciencia, posibilita su deseo, en homología con la esquematización de la razón en la que Kant nos instruía, como culminación sublime del desbordamiento del entendimiento y la imaginación, sin que ello implique que el proceso de generación de valor no pueda continuar, pues, como mostró Freud, la renuncia no solo da estabilidad, sino que causa malestar. Lo que vale pierde rápidamente valor, cerrando el ac­ ceso al goce; y por ello se debe continuar generando objetos valiosos. La razón de la reproductibilidad al infinito deS sistema, nos muestra Lacan (2004 b: 54), está en la «ínasíbflidad de A [el campo del Otro] como tal», por ser, como diría Kant, condición incondicionada. La razón, a final de cuentas, impone su mandato, independientemente de la voluntad del sujeto. De hecho, como también muestra Kant, la po­ sibilidad de esta voluntad está en la determinación racional de una ley que se impone sin condiciones. En esto mismo, por otro lado, radica

la falia de cualquier saber -y de cualquier teoría basada en el signifi­ cado, como la de Danto-: en que no se puede saber «lo que contiene más allá de su significante». El saber, la ley, la razón, por razones estructurales, no pueden saber su verdad (o perderían todo su poder). El saber que se sabe a sí mismo, deja de saber. Por su estructura, más bien, debe ser abierto hacia su verdad, siendo esta la posibilidad más auténtica del sujeto, en tanto que en ella se juega el devenir de su mismo ser, su realización, su reconciliación. ¿Su reconciliación con qué? ¿Con el Otro? ¿Consigo mismo? ¿Con su prójimo, en una relación yo-tú, de un significante ante otro? Para intentar responder, partamos de lo siguiente (Lacan, 2004 b: 61): «Nunca, jamás, surge un sujeto sino porque el hecho es dicho» o, aunque sea, designado, insinuado, en el decir. ¿Qué hecho? El su­ frimiento. ¿Y cómo es dicho? En el lenguaje articulado del síntoma, «precisamente So inconsciente de todo discurso». Por otro lado, en relación a la expresión del sufrimiento, Lacan introduce la noción de verdad. ¿Y qué dice el sufrimiento, cuando es verdad? La «verdad dice yo». ¿Qué quiere decir con eso? O, quizá mejor habría que plantear (65), «qué ocurre con la verdad en la medida en que dice yo». Ocurre reiteración (67), «respecto de lo que remite a alguna caída del goce [...] y repetición inconsciente». ¿La verdad, entonces, se dice a sí mis­ ma? ¿En una especie de Yo soy e! que soy? De alguna manera, aunque Lacan prefiere expresarlo de la siguiente forma (71): «Yo soy lo que yo es», con lo cual, el ser dei yo depende de su relación con ello. ¿Qué enuncia la verdad al decir yo? Sus leyes, las cuales ordenan no solo adorar esa verdad que habla y no a alguna imagen o ídolo, sino también amar a tu prójimo como a ti mismo. (Lacan, 2004 h: 72) «Ese ti mismo no es más que ese al cual se le dice, ese al que están dirigidos estos mandamientos mismos, como un tú, e incluso a un tú eres». ¿Tú eres qué? ¿Por qué la ley está dirigida a él? Tú es yo, otro yo; «este tú eres [...] los instituye a ustedes como yo». En su ley, la verdad ordena amar lo más propio en otro, instituyendo un yo frente a otro yo, al decirle tú. Y, por eso (73), el «yo aparece en primer lugar como sujetado [assujettí], como asujeto [assu/et]», ante el Otro, lo cual a su

vez permite hacer otro al semejante; hacer de él el lugar dei significan­ te, punto de referencia del deseo que posibilita la elaboración de una lógica sobre la que un discurso puede sostenerse, Con ello, se le demanda al otra, como si fuera el Otro, por su inconsistencia, por So que no puede dar, por su falla, por el objeto de­ seado, el a; pero también a uno mismo, en una pregunta por lo que el otro y el Otro desean de este yo. La verdad, pues, se vuelve un asunto entre tres. Y de ahí la dificultad del reconocimiento y la reconcilia­ ción, ya que el discurso, en esta complejidad que dificulta el discerni­ miento de lo que se busca, suele errar de destinatario. ¿A quién, pues, dirigir ia demanda, para hacerla converger con la promesa? El otro yo, como mi mismo yo, podría presentarse bellamente si aparecen en el lugar adecuado. Sin embargo, como sucedía con las víctimas de Sade y con Antígona, sus imágenes no son sino un señue­ lo, producto de articulaciones que atraen hacia el meollo del asunto, hacia la esencia del lenguaje; hacia la verdad a la que se apunta. No es, pues, ni a mí mismo ni a mi yo semejante a quienes se ha de dirigir el discurso, pues ellos no son sino los medios a través de los que se ha de articular. Lacan (2004 b: 86) nos alerta que «la imagen antropomor­ fa enmascara la función de ios orificios», es decir, enmascara «lo que ocurre con los verdaderos efectos de la estructura». Lo que se oculta así es que todo converge en función del deseo del Otro. La cuestión, entonces, parecería que tiene que formularse «¿qué quiere el Otro de mí?», y articular un discurso que la responda. Pero el problema que surge al plantearlo de esta forma es que se presupone la existencia del yo y que el Otra tiene una respuesta a su posibilidad de realización, lo cual, como se ha señalado, es equivocado, pues si la respuesta nos fuera dada por el Otro, si la supiera, este perdería todo influjo sobre nosotros, nos volveríamos ajenos a él y sería absurdo al menos preguntarnos qué quiere de mí. Lo que queda es dirigir el discurso a la inconsistencia del Otro, al lugar donde falla, a lo que no puede saber, porque carece de ello. Y, aquí, la complicación se radicaliza, pues ¿cómo hemos de articular un discurso en relación a algo que escapa a la simbolización y de lo

cual ni siquiera tenemos garantía de que exista? Por otro lado, si sim­ plemente nos abstenemos, ¿cómo va a devenir yo a su posibilidad más auténtica? ¿Qué garantía tenemos de que yo pueda llegar a darse? La cuestión de la certeza de la existencia se vuelve el centro del proble­ ma, y con ello ya no solo esta en juego el derecho a la existencia del arte, sino el problema con el que Descartes inaugura la reflexión filo­ sófica de la modernidad: ¿en qué garantía se puede apoyar el yo para existir? Solo que, en nuestro momento histórico, ya no contamos con la evidencia incuestionable de ia existencia de Dios para sostenerlo, pues se ha demostrado su falibilidad, su ausencia. En un astuto recurso, Lacan recurre a otro autor moderno para abordar el problema: Pascal. ¿Por qué? Porque en él, el discurso no apunta al saber y a la certeza, sino al riesgo. Lo que se ha de realizar es una apuesta, y por ello el famoso argumento de Fciscal sobre las decisiones que uno puede tomar con relación a la posible existencia de Dios resulta pertinente.92 Decisiones que, como intenta mostrarnos Pascal, no se realizan en el vacío, sino bajo cierta estructura lógica. Una de cálculo de probabilidades de ganancia, de goce. Para comprender la naturaleza de la apuesta debemos tener claro que no es lo mismo el plus-de-gozar que el goce, pues el primero res­ ponde más bien a la renuncia, a la pérdida del segundo. Para arriesgar, con posibilidades de ganar, hay que, de entrada, renunciar. Lo cual no significa que hay que aceptar lo que sea. De ahí la necesidad de deci­ dir; de definir una postura y sostenerla, en función de las posibilidades de éxito o fracaso que se puedan vislumbrar. Pero, ¿éxito o fracaso res­ pecto a qué? Aquí está la base de toda apuesta: uno tiene que suponer, en un gesto de arbitrariedad, que las condiciones actuales, que ¡o que yo vive, es una «nada»; que no solo puede ser perfectamente dejado atrás, sino que tiene que ser dejado atrás. La apuesta, así, no recae solo sobre la promesa de una posible vida futura cualquiera, sinosobrelaexistenciadeyo.Queel yo sea, dependerá

92. La «apuesta de Pascal» (Rasca!, 2004) es un argumento en que se muestra, con base en la imposibilidad de saber con certeza la existencia de Dios, que creer en Él no es solo una decisión racional, sino además, la más redituable.

de las decisiones que tome acerca de lo que puede tener, aun y cuan­ do no haya garantías de la existencia de ello, pues, como vimos, todo parte de la imposibilidad de saber de la existencia de Dios (Lacan, 2004 b: 115): «lo que se apuesta al comienzo está perdido», pero por ello también es tan tentador y prometedor. Lo promete todo. Es decir, no promete todas las cosas habidas y por haber, pues la promesa no es del orden de io imaginario; promete la posibilidad de totalidad, en tanto que la pérdida es del orden de lo simbólico. La racionalidad de la apuesta está precisamente en que, cuanto mayor es la renuncia, mayor será la posible ganancia. Lo cual no quie­ re decir que se obtendrá todo, el goce absoluto en e! saber absoluto, pues de hecho no se asegura nada. Pero así, al articular un discurso con forma de apuesta, se abre una posibilidad: que ¡ó que resulte sea más que aquello a lo que se renuncia. Que se logre una diferencia, un plus-de-goce. Es decir, la lógica de la apuesta siempre converge hacia el lugar entre lo que, al tomar la decisión, se deja atrás, y lo que está por venir y no puede ser concebido más que como obra del azar. El lugar del objeto a, que tiene que ser distinguido del Otro y del yo y sus relaciones con otros yo. Por eso, nos dice Lacan (2004 b: 131), «lo que nos importa, lo que contará en nuestra explicación de la apuesta de Pascal, es lo que él logra en el sentido de que [...] es posible acercarse al a», abriéndonos con elío ía puerta a la posibilidad de reconcilia­ ción, pero también advirtiéndonos del riesgo que implica y que se debe asumir si se decide entrar en el juego: en la renuncia de aquello de lo que se parte, al comprometerse el ser del yo con una postura que no existe de antemano sino que se funda en un acto de decisión, pue­ de perderse todo. No se trata, pues, de intentar asegurar la posesión del a, a toda costa, a partir de un plan centrado en él que determine las relaciones con los otros, con uno mismo y con el Otro, como si se pu­ dieran controlar las consecuencias, como si la certidumbre al respecto fuera posible, sino de (165) «arriesgar el todo por el todo [...] lo que se llama actuar, a secas», sin certeza alguna del resultado. Una vez determinada la dirección que ha de tomar el discurso para tener consecuencias reales en el campo de Otro, para valer, lo

que nos queda es tratar de determinar qué es io que ha de hacer valer. Es decir, ¿qué es aquello de lo cual el discurso intenta sacar un plus, un valor? ¿Qué es, pues, el goce?

7.4. El goce estético En el mismo seminario De un Otro al otro, los cuatro últimos apar­ tados93 están dedicados a la comprensión del goce. La cuestión, sin duda, es complicada, pues ¿cómo podemos decir algo sobre el goce más allá del discurso y sus consecuencias? Es decir, ¿cómo decir algo a! respecto más allá de los procesos que lo hacen valer? ¿Más ailá de la belleza y la sublimidad de las obras de los artistas? En un primer momento, ei goce no puede ser abordado por el psicoanálisis más que como una satisfacción dependiente de (Lacan, 2004 £>: 190) «algo articulado y articulable [...] como montajes [...] [a saber] las pulsiones». Es decir, las pulsiones son como ios instrumen­ tos de la satisfacción, los cuales solo pueden ser concebidos en tanto que una satisfacción tiene lugar, Pero, entonces, cabe la pregunta ¿qué es lo que se satisface a través de las pulsiones? Lo que se supone detrás de las pulsiones parciales, del «instrumento en funcionamiento, de un organon», es una especie de hypokeimenon, un sujeto de la satisfac­ ción. Así, los órganos y sus funciones en relación a la obtención de sa­ tisfacción son pensados como instrumentos de algo que subyace. No funcionan, pues, por y para sí mismos, y por ello la noción de fijación, cuando el fenómeno acontece, tiene sentido. Sin embargo, aqueilo para lo que funcionan tampoco es determinable como si se pudiera traducir en una imagen, cosa o acto. ¿Cómo hablar de ello entonces? Como si la sexualidad fuera un horizonte, un campo. Como un lugar no específico, que posibilita, como su condición, la satisfacción. Ahora bien, que el campo no sea determinable no implica que no requiere de algún tipo de saber (Lacan, 2004 b: 191): se necesi­

93. Bajo los títulos «El Goce: su campo», «El Goce: su real»/ «El Goce: su lógica» y «Evacuación».

ta «el saber arreglárselas [savoir-y-faire] en ese campo»; es decir, un «saber estar allí [savoir-y-étre]», aun y cuando se puede estar ahí sin saberlo (pues, aunque no lo sepamos, uno no puede dejar de estar en el horizonte de lo sexual). Dicho saber tiene que ver, más que con conocer la verdad -la cual, en este contexto, por definición, no puede ser apresada por ningún tipo de saber-, con no ser engañado, en el sentido de no ser explotado por alguien a quien no pensamos servir. Una especie de saber salir del engaño, así como un saber reconocer las falsas promesas. Por ello, la lógica matemática es de gran ayuda para Lacan, pues ella nos posibilita ver, al formalizar nuestros saberes, lo que el saber mismo es incapaz (193): «que el saber es lo que le falta a la verdad»; que nuestro saber puede ser un engaso cuando no se comprende la estructura de deseo de ese saber. ¿Deseo de saber qué? La verdad. ¿Qué verdad? Aquella implícita en el concepto de pulsión y ert su posible satisfacción. Como ya veíamos en Freud (Lacan, 2004 b : 194), «la pulsión es sin duda mitológica. Pero no lo es la suposición de que un sujeto se satisface en ella». Es decir, sea lo que sea la pulsión, no se puede omitir de ella su carácter de sustituto sexual. ¿Y qué es lo que se arti­ cula en el mito que ellas constituyen? El goce, en tanto que (195) «un absoluto [...] que vuelve siempre al mismo lugar». ¿Y cómo lo sabe­ mos? Debido a la mujer, a la histérica, quien lo articula lógicamente «desde el ángulo de un deseo insatisfecho respecto de ella misma». El goce, pues, en tanto absoluto, sobre todo en el caso de las histéricas, «desempeña ia función de estar fuera de los límites del juego». Por ello, como «indica Freud, el enigma es saber qué quiere una mujer», particularmente una histérica. El problema que revela la histérica, en su insatisfacción, dentro del campo de! Otro, es que la relación sexual no anda. Que no hay tal, que no se puede encontrar por ninguna parte, en él. Plantea, pues (Lacan, 2004 b: 197), el goce como lo que se destaca «por la exclu­ sión [...] de algo que representa la naturaleza femenina», mostrando así que ¡o «que ocurre con el goce no se reduce de ninguna manera a un naturalismo». Por tanto, hemos de preguntarnos si los goces de la

llamada belleza natura! y del sentimiento de lo sublime pueden seguir siendo pensados en los términos que la tradición estética ha venido haciéndolo, pues, si el goce tan solo se puede pensar en relación a una exclusión operada por la introducción de significantes, ¿qué tan natural realmente es? Para ello, hemos de regresar, como hemos hecho constantemente, al proceso de sublimación, el cual es un modo de satisfacción de la . pulsión que, en él, es desviada de su fin, sin dejar por ello de desem­ bocar en una estructura social. Lacan, al retomar lo dicho por Freud en Introducción al narcisismo, nos recuerda que es fundamental con­ siderar que mientras en la idealización se establece una relación con el objeto, la sublimación se caracteriza por hacerse con la pulsión, en el sentido de que algo se satisface con la pulsión, la cual, a pesar de estar inhibida en cuanto al fin sexual, se realiza en obras de valor social. Así pues, si no podemos hablar en la sublimación de una sa­ tisfacción en términos de acto sexual, porque ello equivaldría a una objetivación idealizada, ¿en función de qué término, que igualmente remita al horizonte de la sexualidad, sin tintes naturalistas, podemos entenderla? De nueva cuenta, hemos de recurrir a la castración en tanto connotación de una falta sin la cual nada podría funcionar. Una falta de goce que, sin embargo, no simplemente ha de hacer del goce algo inexistente -pues ello traería como consecuencia el cierre del sistema y la postulación del saber absoluto-, sino que (Lacan, 2004 b: 206) lo impide como una «interdicción en el centro, que constituye [...] lo que nos es más cercano sin dejar de sernos exterior. Habría que inventar la palabra éxtimo para designar lo que está en juego». La castración, en tanto que prohibición y no anulación del goce, constituye, como consecuencia de su instauración, algo en el centro de nuestro propio ser que solo puede ser reconocido fuera de nosotros mismos. Aquello a lo que Lacan llama el prójimo, que ia ley en su prohibición nos ordena amar como a nosotros mismos, y que puede ser definido como (207) «la inminencia intolerable dei goce»; como aquello que, de realizarse, terminaría con todo orden y deseo. ¿La promesa de reconciliación?

Ahora bien, a este intolerable prójimo femenino no se le puede conocer en sí mismo-pues está prohibido. Se le conoce por represen­ taciones, o más precisamente por variados representantes de la repre­ sentación. Esto equivale a decir que no tenemos a nivel lógico, en el campo del Otro, un representante de la representación de la Mujer; no sabemos lo que Ella es, por lo que podemos suponer que su represen­ tante está reprimido tanto para hombres como para mujeres -siendo la histérica quien con más claridad lo hace notar. La Mujer, pues, no tiene qué la represente; no tiene falo. Es una Cosa (Ding) no sexuada. Pero, entonces, ¿qué se sublima con las pulsiones? Para tratar de articular lo que sucede con la pulsión, Lacan nos recuerda que en ella interviene una estructura de borde. ¿Borde entre qué y qué? Entre ¡a lógica y la corporeidad. Borde que se constituye por una logística de defensa; un cerco lógico que nos protege del goce; una estructura que sostiene el funcionamiento de nuestro cuerI

po y que determina a su vez el carácter de los diferentes representan­ tes de la representación de /a M ujer-como en el amor cortés. Por ello, la sublimación, en tanto que algo se satisface en ella con la estructura de borde de la pulsión, puede ser entendida como (Lacan, 2004 b: 222) el «esfuerzo para permitir que el amor se realice con la mujer». ¿Qué relación tiene este esfuerzo con la obra de arte? Anterior­ mente, ya veíamos que una obra de arte establece una relación con el valor, en tanto que tiene un precio, a saber, el plus generado por la renuncia y la apuesta que ella implica. A su vez, dicho precio tiene una relación con el goce, en tanto que este, en la renuncia, perma­ nece fuera del campo del Otro. Es lo que se arriesga, posibilitando en el acto obtener un plus, el objeto a. En este sentido, lo que interesa comprender a Lacan (2004 b: 226) en la sublimación es si «el objeto a puede funcionar como equivalente del goce». La respuesta a la cues­ tión apunta a que el a, en tanto residuo de una operación significante, se encuentra, de manera análoga al goce, excluido del Otro; es de­ cir, su lugar no puede ser considerado como una parte del todo, sino como una inconsistencia. El objeto a, por tanto, es éxtimo; aunque su lugar se estructura en el campo del Otro, en el orden social, no forma

parte de éi. No responde a un saber previo, pero en virtud de elio, abre una posibilidad para amar a la mujer, que de otra manera per­ manecería totalmente excluida, inalcanzable, lo cual es característico de la escena traumática, donde se encarna la función del Otro (249): «que el cuerpo se percibe separado del goce». La separación, pues, se da de hecho, pero en el proceso se establece el lugar del a, como un sustituto del goce al que se renuncia, sin que se pueda decir nada, en estricto sentido, de su contenido. ¿Qué es entonces la obra de arte en relación con este lugar? La obra de arte, siempre y cuando se la piense en función del goce, de los efectos reales que posibilita, debe ser considerada una especie de discurso sin palabras; no una manifestación de saber -como lo hace Danto-, sino una expresión de ia verdad, del punto de origen de! deseo de saber. Su función no es cognitiva, sino estética. ¿De qué depende, entonces, que el goce efectivamente pueda realizarse a tra­ vés de la obra, en tanto que esta ha de sustituir aquello a lo que de entrada se debe renunciar en el campo del Otro? De que ella sea capaz de mostrar la falla propia de la estructura del deseo, la falta en las relaciones entre hombre y mujer (Lacan, 2004 £>: 252), «que no hay nada estructurable que sea propiamente el acto sexual». El arte, en clara correspondencia con los esquemas de la razón de la analítica kantiana de lo sublime, sería el «Vorsteüungreprasentanz que presenta el hecho de que haya lo no representable, porque está barrado por la prohibición del goce [...] el principio de placer es esta barrera al goce y nada más». Ei goce estético, en lo bello, pero más acentua­ damente en lo sublime, sería posible como excedente, como a, en virtud de la representación de la prohibición del goce, haciendo de la obra un representante de la barrera propia de! principio del placer que presentifica, en negativo, sin realizarlo, aquello que se prohíbe, que está ausente; aquello que se busca, el resorte, ia motivación, el objeto causa de deseo que es imposible simbolizar: el acto sexual. El goce estético, por tanto, la posible ganancia, lo que se juega en la apuesta (273), se da «en el límite, en la frontera, entre lo imaginario y lo simbólico». La esencia de la obra, en términos estéticos, no es

la imagen, lo que se pone a la vista, pero tampoco, como pretende Danto, su significado, lo que simboliza, sino lo que se presenta como imposibilidad entre una y otro. Por ello, el objeto a puede definirse como (274) «esencialmente fundado a partir de efectos maliciosos, en el campo de lo imaginario, de lo que pasa en el campo del Otro, en el campo de lo simbólico, en el campo de orden, en el campo del sueño de la unidad»; como agujerando, a través de la imagen, de la obra, la consistencia del Otro, probando con ello ¡o ilusorio del sueño de perfección y la falta de sustento simbólico de las imágenes; pero también, posibilitando una satisfacción real. La obra de arte, así, no puede ser una representación de la per­ sona, en el sentido de que las imágenes que presentan nos brinden conocimiento de lo que somos. Son, más bien, articulaciones de sín­ tomas, es decir, de las relaciones subjetivas entre saber y goce, a través de efectos imaginarios, en las cuales, lo que es reprimido en lo simbó­ lico reaparece en lo real. Esa es la razón de que las mujeres histéricas (Lacan, 2004 b: 304), cuya característica es «no tomarse por la mujer [...] [no] desempeñar este papel en la conjunción sexual», estén, en principio, en teoría, en lo correcto. Ei problema es que al promover el goce como algo absoluto y, por ende, ajeno a ellas, promueven tam­ bién radicalmente la castración, la renuncia absoluta a cualquier for­ ma de goce, imposibilitando la apuesta y la ganancia. Imposibilitando, pues, el acto sexual no solo en lo simbólico, sino en lo real (305): «Tal es el drama que, al trasponerse del nivel matemático, donde se enun­ cia de una manera perfectamente correcta, a otro nivel, se traduce por el irreducible hiato de una castración realizada». De ahí la necesidad fundamental de reconocer la dimensión estética, es decir, la de la ex­ periencia concreta con los objetos y el cultivo del gusto; para discernir correctamente entre lo real, lo simbólico y lo imaginario, y evitar con ello las consecuencias castradoras de su confusión. Es decir, para reco­ nocer que, aunque no haya relación sexual simbolizable, lo real es que (314) «no hay más que el acto sexual para hacer la relación»; o dicho en los términos que en este trabajo interesan, no hay más que el acto de realizar y contemplar la obra para experimentar el goce estético;

este no se puede aprehender en teoría; responde, como diría Kant, a una especie de finalidad sin fin, sin concepto, sin significado. Por eso los neuróticos, que creen que (320) «el saber es el goce del sujeto del supuesto saber», son incapaces de sublimar. «La sublimación es lo propio de quien sabe contornear eso a lo que se reduce el sujeto del supuesto saber. Toda creación artística se sitúa en este rodeo de lo que queda de irreducible en el saber por cuanto se distingue del goce». La relación entre saber y goce, propia de los síntomas, posibilita la sublimación, la cual encuentra una respuesta, una satisfacción, un plus, en la producción de obras de arte, en objetos con valor, siendo esto sostenido por la experiencia real. Sin embargo, ¿la sublimación es la última palabra respecto al goce, y en particular a! goce estético, el goce del arte, en la obra de Lacan? Me parece que nuestro autor, en el seminario titulado Aun, da un paso más allá. Una de las preguntas inaugurales del seminario Aun, es la que se cuestiona sobre la distinción entre lo útil y el goce. Lo primero tiene que ver más con gozar de los medios, pero sin despilfarrar (Lacan, 1995: 11): «Allí reside la esencia del derecho: repartir, distribuir, re­ tribuir, lo que toca al goce». En cambio, el goce no es más que «una instancia negativa. El goce es lo que no sirve para nada». Lo útil, en­ tonces, mantiene una relación positiva con el gocé; no tiene que ver con el imperativo categórico, sino con ios hipotéticos; con los medios encaminados, administrados, para obtener goce. Sin embargo, lo que nos muestra Lacan con la distinción, es que la relación no es simétri­ ca: el goce no depende de la utilidad, sino que se mantiene en absolu­ ta independencia, en su total negatividad. Y ello tiene consecuencias para este trabajo, pues surge ía siguiente cuestión: ¿de qué iado de la distinción se ubica el arte? Algunas líneas más adelante, Lacan (1995: 12) escribe la siguiente frase en el pizarrón: «El goce dei Otro [...], del cuerpo del otro que io simboliza, no es signo de amor». Posteriormente, nos indica que el amor «hace señas, y es siempre recíproco». Ante esto, nuestro enfo­ que debe variar un poco, pues quizá lo que estamos buscando, aun en el arte, no es simplemente goce, sino amor. ¿Qué se busca en el

amor, que va más allá del goce-goce del cuerpo del Otro-? El «amor pide amor. Lo pide sin cesar. Lo pide... a un. Aun es el nombre propio de esa falla de donde en el Otro parte la demanda de amor». ¿Qué es este aun; esta especie de reiteración? Si el amor, como Bros, es tendencia a hacerse uno, entonces (La­ can, 1995: 14 ) el «amor es impotente, aunque sea recíproco, porque ignora que no es más que el deseo de ser Uno, lo cual nos conduce a la imposibilidad de establecer la relación de ellos. ¿La relación de ellos, quiénes? -dos sexos». Así, «el goce sexual está marcado por la imposibilidad de establecer como tal, en ninguna parte de lo enunciable, ese único Uno que nos interesa, el Uno de la relación proporción sexual». Hay una diferencia irreducible entre los sexos que, en princi­ pio, imposibilita el amor. Es más (15), «el goce fálico es el obstáculo por el cual el hombre no llega [...] a gozar del cuerpo de la mujer, precisamente porque de lo que goza es dei goce del órgano». Por lo anterior, se dice que la mujer, en términos sexuales, no toda es; que no puede ser alcanzada por el hombre, tal como Aquiles no puede alcanzar a la tortuga en la paradoja de Zenón, aun y cuando quepa la posibilidad de rebasarla. No puede ser alcanzada en un sitio determinado lógicamente; y en todo caso, solo se puede plantear que Aquiles la alcanza en la infinitud. El goce fálico, con su referencia a la castración, nos impide llegar a ella; sin embargo, Lacan (1995: 16) se pregunta: «¿puede alcanzarse algo que nos diga cómo lo que hasta ahora no es más que falla, hiancia en el goce, puede llegar a realizar­ se?», ¿No es esto lo que se busca en la esperanza de reconciliación? ¿El amor? Plantear esta pregunta implica enfrentarse a un problema lógico, pues, si como demuestra la paradoja de Zenón, la única posi­ bilidad de hablar sobre el amor se encuentra en el infinito, podemos asegurar que no puede hablarse de éi. Y, sin embargo, como en el mito de Don Juan, su posibilidad tal vez rebase cualquier pretensión filosófica, pues él las posee una por una; su asunto no es la mujer, sino cada una de ellas. Preguntémonos, pues, junto con Lacan, ¿cómo salir de ia necedad del discurso lógico y analítico? ¿Cómo comprender que Don Juan aún continúe amando una por una?

¿Qué implica salir de ia necedad, sino cambiar? Lacan (1995: 25), en términos lingüísticos, o como él prefiere decir, de lingüistería, nos indica que «el amor es signo [...] de que se cambia de razón», o tam­ bién, que el «amor es signo de que se cambia de discurso», siendo aquí signo, en referencia a la lógica de Port-Royal (26), «lo que se de­ fine por la disyunción de dos sustancias que no tienen ninguna parte en común, a saber, lo que en nuestros días llamamos intersección». Por ello, el goce del Otro y del cuerpo que lo simboliza, no es signo de amor. El amor, más bien, tiene que ver con la separación, con la distinción, con la distancia, entre dos sustancias o sustantivos, entre dos cuerpos; siendo estas sustancias significantes cuya consistencia se basa en el Otro, en lo simbólico. Por eso, el goce del cuerpo es goce del Otro, no signo de amor. ¿Cómo llamar entonces a este signo que está entre los cuerpos que gozan sexualmente? Lacan introduce el significante de (32) «la sustancia gozante», como otra forma de sus­ tancia; una en la que, como en los verbos-un significante que indica acto - (34), se «efectúa el paso de un sujeto a su propia división en el goce [...] [que se] determina en disyunción y se convierte en signo». Es decir, no salimos dei orden del lenguaje y, por ende, podemos arti­ cular un discurso sobre o alrededor de ello. Acerca del posible discurso, Lacan remite a la escritura, la cual está constituida de significantes cuyo significado varía constantemente. Así las cosas, en tanto que conjunto de significantes (Lacan, 1995: 46), en el discurso «será siempre imposible escribir como tal la relación sexual», el hombre se pondrá en juego (47) «quo ad castrationem, es decir, en cuanto relacionado con el goce fálico» y la mujer solo entra­ rá «como madre», es decir, no toda. ¿Qué pasa entonces con estos sig­ nificantes? Como en Joyce, independientemente del significado de sus obras, seguramente imposible de determinar (49), los «significantes encajan unos con otros, se combinan, se aglomeran, se entrechocan -lean Finnegan's Wake- y se produce así algo que [...] es realmente lo más cercano a lo que ios analistas, gracias ai discurso analítico, tene­ mos que leer: el lapsus». Algo entre los sustantivos y los verbos, entre una serie de significantes necios, que es efecto de sus interacciones;

lo que (58), «en lalengua,

la quiebra».94 Así, respecto de la rela­

ción sexual, «ei lenguaje solo se manifiesta por su insuficiencia». Pero, ¿cómo se enfrenta en el lenguaje tal insuficiencia? (59) «Lo que suple la relación sexual es precisamente el amor». Lo que ha de leerse en un escrito, en la historia, en una obra, más que las letras o significantes, son sus efectos; lo que conduce a que, por la constitución misma de la obra (Lacan, 1995: 59), sedé «un aso­ mo de vida a ese sentimiento llamado amor»; amor, por supuesto, no narcisista, sino amor por otro. Lo que ha de revelar una buena lectura son (63) «impases que, de suyo, son para nosotros un acceso posible ai ser, y una posible reducción de la función de ese ser, en el amor». El amor, en tanto signo, lo es de (64) «un efecto que es lo que se supone como tal a partir del funcionamiento del significante)). Y más aún, este efecto es el sujeto. ¿El sujeto del goce; lo que se satisface con la pul­ sión? En realidad, un «sujeto, como tal, no tiene mucho que ver con el goce. Pero, en cambio, su signo puede provocar el deseo. Es el prin­ cipio del amor». ¿Qué posible vínculo podemos establecer, entonces, entre el goce y el efecto de discurso que es el amor? Al respecto, Lacan habla de otra satisfacción, es decir, de una ma­ nera particular de fallar. Existen dos formas de pensar la relación entre amor y goce: las del hombre y de la mujer. El primero, por ejemplo, escribe cartas de amor, y estas, por supuesto, no son la relación sexual (Lacan, 1995: 72): «Le dan vueltas al hecho de que no hay relación sexual». En cambio, la mujer refiere a la relación como un no todo; cuando dice algo sobre ella, más que dar vueltas alrededor, de rodear­ la y cercarla, como en la sublimación, simplemente no dice todo. ¿Por qué razón se dan así las cosas? La razón tiene que ver con que, para que haya goce, en el discurso no debe cesar de no escribirse. Si de lo que se trata en el amor es de go­ zar de la mujer más allá del goce fálico, hace falta, en principio, desig­ nar esa posibilidad; designar dicho goce como otro, pero en su ausen­ cia, como uno que no es dicho. Decir el goce femenino, pues, es falso; solo el goce fálico es determinado. Sin embargo (Lacan, 1995: 75), 94. Por el término «lalengua», Lacan refiere a lo que en el lenguaje, más ailá de fas estructuras de saber, lo sostiene como aquello que de! cuerpo habla y expresa, en sufrimiento, la verdad.

no decir el goce de la mujer «no impide que sea verdad [...] que haría falta que no fuese ese». La otra satisfacción no es y no se puede decir que sea. Pero eso no impide decir que no deja de no ser; que no debe dejar de no escribirse. (76) «Dicho goce es reprimido porque no conviene que sea dicho [...] como goce no conviene [...] no es el que falta sino el que hace falta que no». ¿A qué no conviene este goce? A la relación sexual. «Por eso es mejor que calle». La cuestión, sin em­ bargo, es que «no calla y el primer efecto es que habla de otra cosa. Es el principio de ¡a metáfora». Lo que es necesario que no se diga, puede hablar sin ser dicho. Y, así, un discurso puede ser útii para hacer gozar. Justo el objeto a desempeña (78) «el papel de lo que ocupa ei lugar de la pareja que falta», en función de lo cuai se constituye, en dicho lugar, el fantasma. Sin embargo, ¿qué pasa del lado de la mujer? ¿Qué pasa del lado que calla? El hombre, en tanto que su goce, su posibilidad de hacer el amor, tiene como condición la castración, al abordar a la mujer (Lacan, 1995: 88) «solo aborda la causa de su deseo, que designé con el ob­ jeto a». Ei hombre, pues, respecto a la mujer, sublima; hace poesía. «Pero hay un abismo entre ia poesía y el acto. El acto de amor es la perversión polimorfa del macho, y ello en el ser que habla». La mujer, en cambio, y respecto a este acto (89), «permanece'exciuida de la na­ turaleza de las cosas que es la de las palabras», lo cual le posibilita un goce suplementario al de ia función fálica (90): «un goce del cuerpo que está [...] Más allá del falo». Un goce de alguien que no existe, que no significa nada y del cual la mujer no puede saber nada a excepción de «que lo siente: eso sí lo sabe. Lo sabe, desde luego, cuando ocurre. No Íes ocurre a todas». Un goce que Lacan relaciona con el de los místicos. Uno sobre el cual se pregunta (93): «¿no es acaso ¡o que nos encamina hacia la ex-sistencia?».95 Lo que nos encamina, quizás, a un «bien de segundo grado, un bien cuya causa no es un objeto a». ¿Puede ser tal goce místico, un goce estético? ¿Puede tener una relación este goce con el arte, más allá de la poesía de los místicos que 95. Con el término ex-sistencia, Lacan remite a aquello de lo real que subsiste más allá de lo simbó­ lico y lo imaginario, aun y cuando solo se le pueda concebir anudado a ellos.

expresan lo que sienten, pero no saben? Del goce con el que tratamos no se puede decir que sea una excepción, pues sería particularizarlo, hacerlo parte dei orden de lo finito, ni que es el producto de una con­ tradicción. (Lacan, 1995: 125) «Puede, si acaso, postularse como de una existencia indeterminada». La cuestión, entonces, es «dónde está esa ex-sistencia». La respuesta de Lacan tendrá que ir, de nuevo, a La Cosa Freudiana, el lugar en donde «la mujer es la verdad». Pero esta vez, en función del análisis de un estilo artístico: el barroco. ¿Qué es ei barroco para Lacan (1995: 130)? «El barroco es ini­ cialmente la historieta, el anecdotario de Cristo [...] la historia de un hombre»; esa que fue narrada en los evangelios, lo cuales «alcanzan el corazón de la verdad, la verdad como tal, y hasta abarcan el hecho [...] de que solo puede decírsela a medias». ¿Qué verdad? La de la inmundicia del mundo. Ahora bien, para Lacan, lo que se presenta en esta historieta no es (131) «la empresa de salvar a los hombres, sino a Dios». ¿Qué Dios? El goce del cuerpo (138): «todo [en el barroco] es exhibición de cuerpos que evocan goce [...] Todo menos la copula­ ción». Tanto es así que «en ninguna parte como en el cristianismo la obra de arte se descubre en forma más patente como io que es desde siempre y en todas partes: obscenidad», pero exaltada. Todo, en el ba­ rroco, es una especie de mártir (140): «testigo -de un sufrimiento más o menos puro». Algo real que habla con su cuerpo y sin saber. ¿Cuál es entonces el lenguaje en que ese «algo» habla, en ei arte barroco? El barroco no esta comunicando. La comunicación es lo que se realiza en un diálogo, como los de Platón, en el que (Lacan, 1995: 67) «se trata de hacer decir por el interlocutor supuesto io que motiva la pregunta misma del locutor». El barroco, en cambio, es más bien una manifestación de afectos que «son el resultado de la presencia de lalengua en tanto que articula cosas de saber que van mucho más allá de lo que el ser que había soporta de saber enunciado». ¿Y qué «cosas de saber» articula el barroco? Una especie de «savoir-faire con laiengua»; efectos, formas de causarnos afectos, más allá del saber que se pueda enunciar; de manera tal que (171) «el individuo afectado de incons­ ciente es el mismo que hace lo que llamo sujeto de un significante».

El barroco, pues, es la forma de mostrar a este sujeto, en su afectación, haciendo que la obra, que el significante, se convierta en signo. Así, porque «hay inconsciente, a saber, lalengua en tanto que por cohabi­ tar con ella se define un ser llamado el ser que habla, puede el signifi­ cante estar llamado a ser signo». En el barroco, el significante es signo de un sujeto que habla, en su sufrimiento, más allá del saber y las palabras. Aquí la obra, en tanto significante, es el soporte formal que (172) «alcanza a otro distinto de lo que él [...] es como significante, otro a quien afecta y que por ello resulta sujeto, o al menos pasa por serlo». ¿Y qué tiene que ver esto con el amor, del cual se habló desde el principio del seminario? (Lacan, 1995; 1 74) »Todo amor encuentra su soporte en cierta re­ lación entre dos saberes inconscientes». ¿Puede haber saberes incons­ cientes? De lo que habla Lacan es del reconocimiento por signos. ¿Del reconocimiento de qué? ¿Qué es lo que nos permite reconocer el arte barroco, por ejemplo, en tanto que signo de un sujeto? Una especie de «fatal destino»; el de aquello que no cesa de no escribirse, a saber, la imposibilidad de decir la relación sexual. Pero, ¿cuál es el efecto de este reconocimiento? La contingencia, aquello de lo real que escapa de la necesidad -lo que no cesa de escribirse-, en una especie de cesa de no escribirse, porque en ella, como en el mito de Don Juan (175), no hay «más que encuentro, encuentro, en la pareja, de los síntomas, de los afectos, de todo cuanto en cada quien marca la huella de su exilio, no como sujeto sino como hablante, de su exilio de la relación sexual». La obra de arte posibilita este encuentro, en tanto signo de jo que calla, como una especie de huella del exilio; una «ilusión de que algo no solo se articula sino que se inscribe, se inscribe en el destino de cada uno». La ilusión de que la relación sexual se escribió: «este es el punto de suspensión al que se ata todo amor». Un «sustituto que -por vía de la existencia del inconsciente, y no de la relación sexual, que son distintas- hace el destino y también el drama del amor». Pero la cuestión es que hacer de la contingencia un espejismo de eternidad, es lo que hace del signo de amor, de la obra de arte, lo que no es; es hacer un juicio errado. Como veían Kant y Adorno, lo propio de la

experiencia estética es su contingencia; que las obras responden a momentos, que son efímeras, que están destinadas a terminar. Que no aspiran a la permanencia, ilusoria, del concepto, del saber, del sig­ nificado. Como dice Lacan, para concluir su seminario (1 77), «saber lo que la pareja va a hacer no es una prueba de amor». Del mismo modo, saber lo que ha de ser el encuentro con la obra, tampoco lo es.

7.5. El arte como sinthome

Uno de los últimos conceptos desarrollados por Lacan es el de sinthome,% al cual le dedica un seminario. Se trata de una manera particular de comprender los síntomas, en estrecha relación con la producción artística. En específico, Lacan se interesa por ia obra de James Joyce, sobre la cual dictó una conferencia en 1975 titulada ¡oyce el Síntoma.. En un juego de palabras, Lacan vincula el sinthome, por homofonía, con la santidad [sa/nf homme}. ¿Será acaso que la relación con el goce que se establece en función del sinthome, es una especie de santidad? ¿Y qué tiene esto que ver con Joyce? Lacan (2006 c: 160), hablando de su lectura de Ulises, nos hace notar que lo que en él se juega son las casualidades que construyen nuestro destino; «Somos hablados y, debido a esto, hacemos de las casualidades que nos em­ pujan algo tramado»; la trama de nuestro destino. Sin embargo, la obra de joyce intenta ir en contra, precisamente, de dicha trama (162): «Si digo Joyce e! Síntoma es porque el síntoma anula el símbolo [...] es Joyce [...] desabonado del inconsciente». ¿Cómo puede Joyce, a través de sus textos, anular lo simbólico? ¿Qué se lee, entonces, si no son tramas estructuradas simbólicamente? (163) «Si se lee [...] es porque está presente el goce de quien lo escribió». Ahora bien, no todo puede ser goce en un texto, en tanto que es una cosa. Y, si se trata de un trabajo ininteligible, Lacan con toda razón

96- Porma arcaica deí actual vocablo symptdme.

se pregunta ¿por qué lo pubiicó? ¿Qué quería Joyce? La respuesta es la siguiente (Lacan, 2006 c: 163): «haberlo publicado prueba que él que­ ría ser Joyce el Síntoma, en la medida en que da el aparato, la esencia, la abstracción del síntoma». Sus textos son la estructura de sus sínto­ mas. Textos que, como sus síntomas, no le conciernen a nadie más «en la medida en que no hay ninguna oportunidad de que atrape algo del inconsciente de ustedes». Sin embargo, los estudiamos. ¿Qué logró Joyce con sus síntomas? Joyce «quiso ser alguien cuyo nombre, preci­ samente el nombre, sobreviviera para siempre». No el recuerdo de sus acciones, no su mensaje, no el espíritu de su obra; por supuesto, nada que ver con algún significado. Literalmente, su nombre. Lo que (164) «descansa por entero en la letra, a saber, en algo que no es esencial a la lengua, sino que está trenzado por los accidentes de la historia». Joyce escapa de las tramas inconscientes porque juega con e¡ len­ guaje -con el inglés, la lengua de (Lacan, 2006 c: 164) «los invasores, los opresores», y no el gaélico, su lengua madre- como una cosa, jue­ ga con los flagelos que determinan sus síntomas, con el Nombre del Padre, en lugar de analizarlos. Y de ello, solo podemos captar el efec­ to, su goce, desligado de la lengua. Joyce eleva su síntoma «a la poten­ cia de lenguaje sin que, sin embargo, nada de eso sea analizable». Su obra no nos dice nada. Nos deja (1 65) «perplejos '[¡nterdit]». Se dice que joyce «se identifica con lo individual», llegando al «extremo de encarnar en él el síntoma», lo cual le permite escapar «a toda muerte posible», a los ciclos «naturales»; ¡e permite imponer la estructura de su propio síntoma sobre la del destino. Ya en el seminario sobre el sinthome, Lacan caracteriza lo posi­ ble como aquello que cesa en caso de escribirse (Lacan, 2006 c: 14): «que cesaría si llegara a escribirse, en caso de que finalmente advi­ niera el discurso [...] tal que no sería del semblante». Un discurso del semblante es aquel que tiene como referencia la identificación con la imagen especular, dependiente del sostén del Otro, que solo perpetúa lo posible en el campo de este, es decir, figuras lógicas genéricas. ¿Se podría introducir la singularidad en un discurso? Eso equivaldría a nombrar a la mujer. Sin embargo, como ya se ha mencionado, ella

no se puede decir. Se puede decir todo, pero no eso. Este pero no eso, para Lacan, es el sinthome, y su escritura sería, en consecuencia, la elección hereje dei (15) «camino por el cual alcanzar la verdad». Por otro lado, como dice Lacan, puede haber una buena manera de ser hereje; aquella que, «habiendo reconocido la naturaleza del sin­ thome, no se priva de usarlo lógicamente, es decir, de usarlo hasta alcanzar su real, al cabo de lo cual él apaga su sed». El arte de Joyce, en tanto sinthome, sigue siendo considerado, como ha sido desde Freud, un sustituto. Pero en este caso, Lacan (2006 c: 16) enfatiza que suple «su firmeza fálica», que «su arte es el verdadero garante de su falo». Sustituye, pues, algo del orden de lo simbólico. No crea formas imaginarias, sino algo que suple la función paterna. Por ello, ante las carencias de su padre real (23), e! «Otro [...] en joyce [...] debe sostener a este padre para que subsista». Y más que eso, Joyce con su arte «no solo hace que subsista su familia, sino que la vueive ilustre [...] vuelve célebre lo que llama en algún sitio my country, o mejor, la conciencia increada de mi raza [...] He aquí eso cuya misión se asigna Joyce». Pero, ¿cómo lo logra? «¿Cómo el arte [...] puede desbaratar [...] lo que se impone del síntoma? A saber, la verdad». Lacan (2006 c: 24) nos muestra que, mientras reine el discurso del amo, el artista solo puede producir el objeto a como un excedente de la lógica imperante. Sin embargo, también se produce «la división del símbolo y el síntoma» y, en «este sentido, yo diría que en la articula­ ción del síntoma con el símbolo no hay más que un falso agujero». Lo que se tiene en este nivel, es una especie de círculo, entre el símbolo y el síntoma, que se mantiene dando vueltas para que se perpetúe. Pero para sostenerse, debe haber algo real entre ellos que de manera efec­ tiva se realice (25): «es preciso enmarcar, rodear uno de los círculos con algo, una consistencia que los haga mantenerse juntos». Dicha consistencia, el falso agujero, es el sinthome. El sujeto, pues, en su división, no es más que una ambigua suposi­ ción, de la cual el psicoanálisis intenta dar cuenta de su real. La cues­ tión, como ya hemos visto, es que la verdad del sujeto no puede decirse;

en todo caso, menciona Lacan (2006 c: 31), puede «mediodecirse». Ahora bien, en la última parte de su enseñanza, como ocurrió en el seminario Aun, Lacan empieza a considerar la función de la escritura en relación a la posible mostración de la verdad: «y esto, verdaderamente me ha conducido, de una manera que valdría la pena destacar, a la consideración del nudo [borromeo]».97 Este nudo, aunque suele repre­ sentarse con tres círculos, en realidad responde a una «geometría que puede decirse prohibida a lo imaginario». Es decir, en tanto estructura de lenguaje que está ligada a algo que agujerea lo real, operando su captura, no puede ser aprehendida directamente por el lenguaje mismo, de manera tal que la podamos ver. ES lenguaje, pues, no puede reducirse a mensaje, a una cosa analizable empíricamente (32), «sino que solo se sustenta en la función de lo que he llamado el agujero en lo real». El nudo, entonces, ilustra cierto tipo de consistencia (Lacan, 2006 c: 37) «afectada por lo imaginario, de un agujero en lo simbólico y de una ex-sistencia cuyo carácter fundamental es que pertenece a lo real». Es simplemente un método de análisis que «se rehúsa a lo que constituye una virtud, e incluso una virtud llamada teologal. Por eso nuestra aprehensión analítica de lo que concierne al nudo es el nega­ tivo de la religión». Es decir, «se presenta sin esperanza

de romper

de ninguna manera el nudo constitutivo de lo simbólico, lo imaginario y lo real». Es, de hecho, la encarnación del obstáculo al que se en­ frenta el deseo de conocer la verdad. Pero, al mismo tiempo (38), «es el sostén concebible de una relación entre cualquier cosa y cualquier cosa. Si bien el nudo es por un lado abstracto, debe ser pensado y concebido como concreto». En tanto que el nudo es sostén y obstáculo, abstracto, pero de consecuencias reales concretas (Lacan, 2006 c: 38), imaginar su «con­ sistencia lleva derechito a lo imposible del corte, pero por esto el corte siempre puede ser lo reai -lo real como imposible». Cortar ei nudo

97. til nudo borromeo es la representación topológíca que une tres anillos de manera que dos son [ibres uno del otro y que, al separar cualquiera, el nudo se deshace. Esto sirve a Lacan para representar Ea relación entre los registros de lo imaginario, lo simbólico y lo real, ]os cuales se anudan en torno al objeto a.

equivaldría a «disolver el mito del sujeto-sujeto como no supuesto, es decir, como real-, al que no distingue de cada cuerpo aislable como parlétre, cuerpo que solo tiene un estatuto respetable, en el sentido común de la palabra, por este nudo». ¿Cómo podemos comprender entonces la relación de la escritura de Joyce con el nudo y su consistencia? (Lacan, 2006 c: 38) «Joyce al­ canzó con-su arte, de manera privilegiada, el cuarto término llamado sinthome», en la medida en que él completa el nudo de lo imaginario, lo simbólico y io real. El arte de joyce representa la consistencia de los tres registros, sustancializa (39) «el sinthome en su consistencia, pero también en su ex-sistencia y en su agujero». Muestra el hecho de que el lenguaje va más allá de lo que efectivamente se cjice. Al introducir el cuarto término, el nudo que une los tres registros desaparece (Lacan, 2006 c: 42): «Ya no es nudo. Solo se sostiene por el síntoma». Y, así, establece una represión que no puede someterse a análisis, una que nunca se anula, una Urverdrángung. Lo cual nos lleva a la siguiente pregunta (51): «¿Acaso no se nos revela que el mí­ nimo en una cadena borromea está siempre constituido por un nudo de cuatro?». ¿Un cuarto nudo que mantiene la consistencia de los otros tres (52), a los que «llamaremos subjetivos, es decir, personales»? Un nudo de tres da consistencia a la personalidad, con base en la identificación imaginaria con el cuerpo. Ahora bien, es interesante que Lacan (2006 c: 53) nos indique que la personalidad y la «psicosis paranoica [...] son la misma cosa». Si suponemos que los nudos de tres están conectados en una cadena que les da consistencia, hacien­ do así un nudo de cuatro, este no necesariamente debe constituir una paranoia. Esto permite suponer a Lacan que hay (54) «en ia totalidad de la textura [...] ciertos puntos elegidos que resultan ser el término del nudo de cuatro. Y en esto consiste, hablando con propiedad, el sinthome». El sinthome no es la personalidad, no es paranoico, y en función de él es posible darnos «una idea aproximada sobre ¡o que ocurre con el inconsciente». El < ísinthome lo especifica». El nudo, soporte de nuestra consistencia, de lo que nos mantiene juntos, se piensa en función de una cadena, y lo que soporta lo hace

en relación a! campo de la sexualidad. ¿Cómo podemos relacionar esto con la escritura de Joyce? La consistencia muestra que hay un hilo en la trama de nuestras relaciones (Lacan, 2006 c: 63), pero «la capacidad de abstracción imaginativa es tan débil que excluye el nudo de este hilo -que se presenta como residuo de la consistencia». Nudo que, de la trama, «es todo lo que ex-siste». La consistencia es la cadena de acontecimientos de ia trama, conformada de elementos simbólicos e imaginarios, y el nudo, en que tanto residuo, lo que la soporta, subsis­ tiendo fuera de ella. Entonces, eso nos permite pensar que, más allá de la trama, el «nudo [...] puede hacerse»; y esto tiene enormes implica­ ciones, porque si (64) «decir lo verdadero sobre verdadero» es «rastrear lo real» y este «no ex-siste más que en el nudo», estamos hablando de la posibilidad de mostrar la verdad a través de la producción artificial, artística, de lo rea!. La cuestión, entonces, es ¿cómo decir algo verda­ dero, más allá de lo simbólico y lo imaginario, que a su vez muestre su función como sostén de la consistencia de estos? Esto, para Lacan, es un enigma, lo real como enigma. Y el (66) «enigma es un arte». Con base en esto, Lacan interpreta el rol de Stephen Dedaius™ como el que descifra su propio enigma, creyendo en sus propios sínto­ mas -como los de su raza y su conciencia increada. Es el artista, el ar­ tífice, que ante las carencias de su padre, más que buscar reconciliarse con él, crea, en su creencia, el sostén de sus síntomas (Lacan, 2006 c: 68): «Ulysses es el testimonio de lo que mantiene a Joyce arraigado al padre mientras reniega de é!. Ese es justamente su síntoma». Él, como artista, y no su padre, es el que «sabe lo que tiene que hacer». Y lo que hace son enigmas que se resisten ai análisis y a su solución; que mantienen el nudo. Crea, pues, una especie de sentido artificial, a tra­ vés de trucos como el de darle a la lengua un uso distinto a¡ ordinario. ¡Pero no se decide a dejar de creer en lo que la tradición, su sostén, le ha enseñado! Lo que Joyce escribe son las consecuencias de su forma hereje de creer. Como artista, se concibe a sí mismo como redentor; e incluso

98. Personaje que Joycc utiliza en varias de sus obras y que funciona como su alter ego.

más, como ve Lacan (2006 c: 78): «es Dios mismo como hacedor»; (82) «el prototipo de la pére-version» ." La perversión de crear a través de su arte un sostén para la relación con su padre (85), «un modo de suplir un desanudamiento del nudo» (86), una manera de compensar «que su padre nunca haya sido para él un padre [...] que no solo no le enseñó nada, sino que descuidó casi todo». Joyce está creando un nombre, que valoriza sobre su padre real, reparando así la consistencia entre lo simbólico, lo imaginario y lo real. Reparándola, en sus escritos, al descomponer las palabras que les son impuestas, disolviendo el lenguaje mismo, para terminar im­ poniendo su propia palabra. Sin.embargo, esto genera un problema, a saber, que en la sustitución, la relación sexual que no^debía escribirse, en un esfuerzo de restitución, es escrita. E¡ sinthome, así, sostiene al otro sexo, a una mujer, reestableciendo aquello que debía faltar. Se crea, pues, algo real que no eS verdadero. Una mujer que no es mu­ jer (Lacan, 2006 c: 114): lo «real afectado por una falacia»; (11 6) «el sinthome forma un falso agujero con lo simbólico». Y más aún: enun­ ciar (128), «mediante una escritura, lo real en cuestión tiene el valor de lo que se llama generalmente un traumatismo». Un traumatismo que es la consecuencia de la invención de algo real; una invención que es un sinthome y que no tiene por qué tener sentido. Que es, en contraposición a¡ agujero en lo simbólico, un agujero real (132); algo que «está en suspenso, si puede decirse así», y que, en virtud de ello, asegura la consistencia más allá de las contingencias en lo simbólico y lo imaginario, más ailá de cualquier ley u orden, como un sostén para el pensamiento. Que muestra, en suma, que es posible la producción de una escritura realmente autónoma. La producción del marco que sostiene nuestra realidad, del lugar de la enunciación. De un arte, en ei más radical de los sentidos, abstracto. Que es capaz de abstraerse de cualquier identificación imaginaria, incluida la misma identifica­ ción con ei cuerpo.

99. padre.

Juego de palabras con pére, padre, vers¡ hacia, y versión. Perversión como una versión bada el

Uno de los problemas fundamentales que comparten tanto la fi­ losofía como el psicoanálisis es el de ia promesa de reconciliación, a saber, la esperanza de emancipación de los elementos alienados por las renuncias que nuestra participación en la cultura exige. ¿Qué, en el estado actual de nuestra cultura, puede aún sostenerla? Los textos de Freud exploran la posibilidad y con frecuencia se to­ pan con una incapacidad de determinar el lugar de esa esperanza. Sin embargo, dejan abierta la puerta al psicoanálisis para su comprensión, apuntando constantemente al arte en relación a los procesos que en último término coinciden con la sublimación. Por su parte, Benjamín y Adorno se dirigen hacia el mismo sitio, desde una perspectiva marxista que tiene a su base procesos técnicos de producción y modos de consumo que de ellos se siguen. Lo que ambos abordajes muestran sobre la promesa que vislum­ bran en el arte, se condensa en una'única referencia: el placer y el goce, en tanto efectos de ias creaciones culturales. Y, como muestra Adorno en su Teoría Estética, la tradición en occidente que ha intenta­ do dilucidar dicha experiencia, es aquella que en el siglo XVill culmina con la articulación kantiana de los principios que fundamentan los juicios estéticos. E! panorama ante el que nos enfrentamos en un primer momento, por tanto, es el siguiente: la producción y el consumo que en nuestra cultura pueda aún sostener la promesa de reconciliación, se ha de jugar en la posibilidad de determinar el lugar en que se realicen ma­ terialmente procesos de sublimación, en relación con las estructuras de la subjetividad que posibiliten la obtención de goce estético, en las experiencias de lo bello y lo sublime. El problema, pues, es un asunto tanto de efectividad técnica, como de gusto. Asunto que, como indica Adorno, ha de devenir en el orden de lo real, entre el interés y el desinterés. La cuestión, sin embargo, es si podemos seguir esperando que ello devenga en nuestra época. En la Dialéctica de la Ilustración, Adorno

lleva la tensión de la alienación propia de nuestra cultura a un grado tal que la respuesta no puede ser afirmada. ¿Puede aún mantenerse la esperanza en la radical negatividad? Ciertamente, io que muestra Adorno es que sin un reducto de negatividad, la promesa no es po­ sible; pero, en el extremo de su diagnóstico, en la imposición de un sistema de producción omniabarcante como lo es la «industria cul­ tural», el lugar del arte en su enfrentamiento con la mercancía luce condenado a una especie de trágica desesperación. A desaparecer en el mismo instante en que, en virtud de los riesgos tomados en su pro­ ducción, llegue a surgir. Sin posibilidad, por ende, de ser difundido en ei sistema. A una muerte en el silencio e incomprensión totales. ¿La de Adorno es la última palabra al respecto, en una especie de anticipada condena a muerte de! arte? El estudio de las referencias que Adorno señala sobre la oposición de interés y desinterés en el goce estético, a saber, Freud y Kant, revela que no se puede dar carpetazo final. ¿Por qué? Porque la investigación aquí realizada muestra que los procesos de sublimación bajo ia teorización freudiana, no solo no se resuelven en el interés ni en la mera satisfacción de la pulsión, pues ello equivaldría a una fijación que traicionaría su movimiento esencial, el cual escapa a la idealización; y porque la detención del desbordamiento de la imaginación en el sentimiento de lo sublime, en Kant, en virtud de la esquematización de la razón, no implica concep­ to, fin o utilidad; es decir, no implica sometimiento, en ningún senti­ do, a cualquier tipo de sistema de producción como el de la «industria cultural». En ambos casos, !a creación cultural promete un tipo de satisfacción, en uno de la pulsión, en otro de la razón, sin que en nin­ guno la alienación del sistema y su consecuente malestar se impongan como obstáculo ineludible. Es decir, tanto Kant como Freud muestran que alienación y emancipación no son conceptos contradictorios, y que de hecho, lo primero es condición de lo segundo. Que las obras culturales que aún prometan, surgirán de la tensión y se mantendrán gracias a ella. Que no se crea a pesar del sistema y para eliminarlo, sino por las condiciones que ofrece y para obtener el goce que él po­ sibilita. Que la moral no se reduce a un mandato superyoico ni mucho

menos a consideraciones funcionales, pues sin ella no existiría la dig­ nidad humana necesaria que nos diera acceso a los sublimes goces que figuran como promesas en los más altos ideales de la cultura. No tiene, por tanto, por qué postularse !a muerte del arte bajo las premisas de Adorno, Freud y Kant, a pesar del pesimismo que frecuen­ temente aflora en los primeros dos. La muerte del arte es la conclusión de argumentos que omiten los factores del gusto, la experiencia y el goce estético, como la teoría del arte de Danto. Lo que cancelaría, pues, la promesa de reconciliación, es una concepción de la historia, en particular de la historia del arte, en la que su esencia repose sobre estructuras narrativas, a cuyo interior las creaciones culturales estu­ vieran destinadas en último término a configurar significados cuyo fin sea su interpretación en función del contexto de su exposición. Una concepción del arte, en suma, que presuponga su valor sobre bases semánticas, y no técnicas, materiales, estéticas y reales. Un arte sin efectos, que se realiza en conceptos, como teoría. Ahora bien, el hecho es que, como se ha mostrado, hasta e¡ mismo Danto se tiene que enfrentar a la cuestión acerca del valor que un arte así puede tener; y ante la imposibilidad de responder en términos de su propia teoría, regresar a las nociones de belleza y sublimidad. La obra de Danto, sin embargo, es más valiosa para esta investiga­ ción de lo que en principio pareciera, porque en su diagnóstico de las condiciones actuales del arte, detecta, como momento fundamental, la obra de Warhol como suspensión de las nociones estéticas de la tra­ dición occidental. Algo se juega en Warhol que cuestiona la distinción entre arte y mercancía, así como el valor propio de ambas produccio­ nes. ¿Será que lo que vaie, en el fondo, en ambas, es lo mismo? Y, si su significado no puede darnos la clave de su valor, ¿qué puede hacerlo? El análisis de las filosofías de trabajo de Poe, Newman y Warhol ha permitido identificar elementos que, sin contradecir los presupuestos que manejamos con Adorno, Freud y Kant, posibilitan dar un paso más. Se mantiene en los tres artistas la comprensión del trabajo de producción artística como procesos técnicos con miras a la genera­ ción de efectos estéticos específicos, pero surgen dos nuevos factores.

Por un lado, desde Poe, pero con mayor fuerza en Warhol, los efectos estéticos -los posibles sentimientos que la obra provoque- no tienen una base natural, como sugiere el concepto de belleza natural de Kant, pues son producidos artificialmente, lo cual cuestiona el es­ tatuto dei contenido pulsional a satisfacer. El artista, de hecho, calcula su realización, configurando el lugar en ei que ha de acontecer. Pro­ pician, como muestra Newman, una vivencia temporal, al ubicarnos en un sitio desde el cual los objetos'-literalmente, cualquier objetoadquieren a nuestros ojos otro tipo de valor. Se goza de ellos como no era posible previo a la articulación del espacio. Por otro lado, la apertura de nuevos espacios para gozar de los objetos, saca a la luz, particularmente en Warhol, que dichos espacios generan al mismo tiempo valor comercial. Valor artfstico -estética­ mente entendido- y valor comercial son una y la misma cosa. En sus palabras, no simplemente crea arte, sino Arte-Negocio (Business Art). Su obra, por tanto, no cancela en absoluto la estética, como supone Danto, pero sí la distinción entre arte y mercancía. Y por ello, man­ tiene viva la promesa, sacándonos de la desesperación en la que la Dialéctica déla Ilustración nos mantenía sumidos. Después de todo, la «industria cultural» resultó ser, aun en su alienación, o mejor aún, gra­ cias a ella, prometedora. En su espacio y no fuera de él, el arte es po­ sible. ¿Quiere esto decir que Warhol elimina la negatividad que para Adorno era elemento esencial del arte? No. Más bien revela que la negatividad ha de ser entendida en el seno mismo del sistema, como lo que posibilita su efectividad, a saber, la producción de valor. Como apunta Zizek, no existe cultura más allá de la ideología y sus sistemas de producción. Y aquello que está más allá de la ideolo­ gía no debe ser entendido como mera exclusión, sino como su núcleo de goce, sin el cual nada se podría sostener. El arte y la mercancía funcionan exactamente bajo esta misma lógica. No es que el arte sea el lugar exclusivo de la negatividad, como sucedía con Adorno, sino que Sa negatividad está en todo lugar que se sostenga. El goce impreg­ na toda la cultura, a la moral misma, y permanece en potencia como promesa que puede ser llevada a! acto.

Sin embargo, su realización implicaría una detención de la lógica del sistema, un lapsus, una falla. Una historia que comprenda el arte como la irrupción de estos momentos, tendría que partir de los presu­ puestos de Benjamin en sus Tesis de la filosofía de la historia. En con­ tra de Danto, la historia, su acontecer, no dependería de la continui­ dad de estructuras narrativas, sino de su interrupción; y en contra de Adorno, la reduplicación del sistema sobre su falla no tendría por qué cancelar, en principio, una futura posibilidad de irrupción de goce, poniendo en jaque su derecho a la existencia. Como dice Benjamin, ia redención siempre se mantiene latente como índice temporal de un pasado reprimido, pero realizable a cada instante, como promesa para el futuro. La.falla del sistema, por tanto, debe ser pensada como una posi­ bilidad ligada esencialmente a su existencia y no como una feliz co­ incidencia, producto inexplicable de algún genio artístico. Y, si puede ser explicada como parte de la estructura misma de la alienación del sistema, puede ser expuesta formalmente. Es aquí donde el psicoaná­ lisis vuelve a mostrar su pertinencia para la comprensión estética del arte, esta vez gracias a los desarrollos de Lacan. Lo que Lacan nos muestra es que la promesa del arte se da en el lugar del Otro y que podemos comprenderla como deseo del Otro. El arte, entonces, tiene estructura de deseo, siendo los efectos estéticos, efectos del discurso que sostiene al deseo, cuya causa yace en el ob­ jeto; no en la cosa expuesta como obra, sino en su negatividad; en el residuo, el a; el lugar que le da su valor. La causa, así, sería aquello que en la obra es mostrado, en función de la estructuración de un dis­ curso que la hace valer en el lugar del Otro. Que es mostrado sin ser dicho. Como en la angustia, lo que causa el efecto debe permanecer oculto, sosteniendo el deseo. Se podría decir que la causa del afecto, del valor de una obra, es lo real hacia lo cual su estructura apunta, como espacio vacío. La causa de la obra, el origen que sostiene su promesa, es lo que permanece implícito en su discurso como objeto deseado. Como el amor de la víctima en la obra de Sade o como la recompensa de la

dama en al amor cortés, las cuales serian configuraciones bellas. Pero también como la muerte de Antígona, en un acto criminal sublime; acto que configura su desaparición en el espacio, que el discurso de ia obra articula en el Otro, mostrando con esplendor la naturaleza inaprensible e insimbolizable del objeto. El lugar de la promesa, por tanto, es el de ia relación sexual, y su causa, la Mujer, el goce prometido. ¿Quiere decir esto que el arte realiza la esperada relación sexual y crea a la Mujer? ¿Que, como nos mostraban Poe y Warhol, el amores la apariencia artificialmente con­ cebida de una natural espontaneidad? ¿Que un poema puede generar la melancolía de un amor nunca vivido y un drag queen excitarnos como esperamos que lo haga una mujer? La apuesta de la producción es esa. Y, como la apuesta de Pascal, ha de tener su base en la renuncia, en la castración simbólica, en la aceptación del Otro; en la fe por la existencia de Dios. Sin embargo, por sincera que sea la fe, en la producción no se realiza el acto pleno, la unión mística. Se produce, como ya nos mostraba Freud, un susti­ tuto. Justo allí tendríamos que concebir el fin de la sublimación, en homología con la esquematización kantiana propia del sentimiento de lo sublime y la producción marxista de plusvalía. La fe en Dios, en la moral o en el sistema capitalista, es condición de la apuesta, define la postura y posibilita la producción de un plus-de-goce, del objeto a, del goce estético que da valor al arte, apuntando, sin embargo, a un valor superior, a un goce no realizable en el discurso. A la Mujer, que ha de participar en el discurso como lo que no debe ser dicho. Lo que ha de permanecer sujeto a un tabú de la representación; lo que no debe tener acceso positivo al lenguaje. Lo que no debe determi­ nar su deseo, pues traería como consecuencia una castración real. Lo que, sin la mediación del Otro, nos sometería en un acceso directo al noúmeno. La formalización lacaniana nos muestra que la promesa del arte se sostiene, en función de sus efectos, de su goce estético, como una especie de prueba de la existencia de Dios. Prueba que no aspira a la universalidad, pues su escritura no es la de la inteligibilidad del

concepto. Promete era la singularidad de su estructura, como un sín­ toma. Y, como en el amor, su promesa no puede postularse a priori, en abstracto, sino que debe realizarse en cada acto, en cada obra, en cada experiencia estética; como los votos de dos amantes; como ias decisiones de vida o muerte. Cada obra, así, puede ser comprendida como un sinthome. Como el establecimiento singular de una relación hereje entre saber-en un sentido técnico y no teórico- y goce, no compartible; no susceptible de conceptuación, de simbolización, de interpretación o de asigna­ ción de significados. Como la obra de Joyce, el arte puede ser en­ tendido como la fabricación de la estructura real que nos posibilita entablar una relación con el goce; que nos permite, en ese sentido, seguir teniendo esperanzas de algo más; de algo indefinido y real. Más allá, incluso, de nuestras identificaciones imaginarias. El goce más alíá de nuestro mismo cuerpo y toda representación.

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