50 Años De Filosofia Vistos Desde Dentro

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5o años de filosofía vistos desde dentro PaidósAsterisco*

Título original: «A Half Century of Philosophy, Viewed From Within» Artículo reimpreso con permiso de Daedalus, revista de la American Academy of Arts and Sciences, publicado en inglés en el número titulado «American Academic Culture and Transformation: Fifty Years, Four Disciplines», invierno de 1997, vol. 126, n° 1 Traducción de Carme Castells Auleda Diseño de colección Mario Eskenazi y Diego Feijóo Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. © 2001 de la traducción, Carme Castells Auleda © 2001 de todas las ediciones en castellano, Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF, Defensa, 599 Buenos Aires. http://www.paidos.com ISBN: 84-493-1107-1 Depósito legal: B-28.513/2001 Impreso en Gráfiques 92, S.A. Av. Can Sucarrats, 91 - 08191 Rubí (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain

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Sum ario

1953-1960 13 «Realismo científico» 19 Oxford en 1960 23 El auge del pancientismo 26 Quine 28 Rawls 31 Wittgenstein en Harvard 35 «El significado de “significado”» 41 Referencia y teoría de modelos 43 El retorno de la historia de la filosofía 48 La (no) recepción de la filosofía continental 50 ¿Debe continuar la filosofía analítica? 51 Notas *54

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En este país, los departam entos que form an a la mayor parte de los doctores en filosofía que comw % p o n d rán la próxim a generación de profesores de la m ate ria están dom inados por u n único tipo de filo­ sofía: la filosofía analítica. La idea que u n estudiante m e­ dio de posgrado puede ten er de la h isto ria de los últim os cincuenta años es m ás o m enos la siguiente: hasta algún m om ento de la década de los tre in ta , la filosofía n o rtea­ m ericana carecía de form a y contenido. Entonces llega­ ro n los p o sitivistas lógicos, y hace unos cincuenta años la m ayoría de los filósofos estadounidenses se hicieron positivistas. E sta evolución tuvo la virtu d de aportar «ma­ yores niveles de precisión» a la m ateria; la filosofía se fue haciendo m ás «clara» y todo el mundo tuvo que apren­ der algunas nociones de lógica m oderna. Sin embargo, tam bién tuvo otras consecuencias. Los (supuestos) p rin ­ cipios cen trales de los p o sitivistas lógicos1 eran falsos: según el estereotipo, los p o sitivistas lógicos sostenían que todas las proposiciones con sentido e ra n 1) propo­ siciones verificables sobre los datos de los sentidos o 2) proposiciones «analíticas», como las de la lógica y las m atem áticas. C reían en u n a clara d istin ció n entre jui9

Hilary Putnam 'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'fck'fí'k'k'ick'íi'k'k'íí'k'fc'k'Hit'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'ft'k'k'k'kit'ít'it'k'k'kit'k'k'k'kit'k'k'k'k'k'k'fck

cios sintéticos (es decir, juicios em píricos, que equipa­ rab an con juicios sobre los datos de los sentidos)2y p ro ­ posiciones analíticas; no com prendían que los conceptos tienen carga teórica3o que existen cosas tales como las re ­ voluciones científicas.4 P ensaban que la filosofía de la ciencia se podía hacer de m anera totalm ente ahistórica. A finales de la década de los cuarenta, W. V. Quine demos­ tró que las cuestiones ontológicas, del tipo si los núm eros existen realm ente o no, tienen sentido5—contrariam ente a lo que afirm aban los positivistas lógicos, p a ra quienes todas las cuestiones m etafísicas carecían de sentido—, contribuyendo así a la recuperación de la m etafísica re a ­ lista en Estados Unidos, au n cuando —lam entablem en­ te— el propio Quine siguiera conservando algunos p re ­ juicios positivistas. Poco después, Quine sostuvo que la distinción analítico/sintético es insostenible.6Posterior­ mente, Q uine dem ostró que la epistem ología puede ser un a p arte de la ciencia n a tu ra l7y adem ás contribuyó a la demolición del positivism o lógico dem ostrando que la di­ cotom ía positivista entre los «térm inos observacionales» y los «térm inos teóricos»8era insostenible. Esto preparó el terren o p a ra u n robusto realism o m etafísico, el cual (lam entablem ente) abandoné a m ediados de la década de los setenta. Aunque la historia anterior contiene algunos elementos de verdad, uno de los aspectos que la distorsionan es la descripción que en ella se da de lo que los positivistas lógi­ cos creían. El movimiento era diverso; los positivistas no pensaban que la filosofía pudiera hacerse con independen­ cia de los resultados de la ciencia.9Budolf Carnap acogió fa10

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vorablemente la obra de Thomas Kuhn La estructura de las revoluciones científicas (que-plantea una ardiente defensa de la indispensabilidadde la historia de la ciencia para la filo­ sofía), y se sabe que contribuyó a que el libro fuese publicalIo^TSstasTcue^^ en la bibliogra­ fía, aun cuando la «tradición oral» las haya recogido de otro modo. Pero en esta descripción hay aún otra falsificación más sutil, la que afirm a que hace cuarenta o cincuenta años el positivismo era la tendencia dominante. Cierto es que, si uno está interesado simplemente en el desarrollo interno de la filosofía analítica, el hecho de que los profesores positi­ vistas lógicos fueran pocos resulta irrelevante, puesto que las perspectivas de muchos de los filósofos analíticos con­ temporáneos se desarrollaron a p a rtir de las críticas a las posturas de aquellos pocos. Sin embargo, si no nos confor­ mamos con una historia de la filosofía estadounidense p a r­ cialm ente ficticia, es im portante señalar que en aquella época, en la que, supuestamente, el positivismo lógico era dominante, los positivistas lógicos eran muy pocos y pasa­ ban bastante desapercibidos. Estaban Rudolf Carnap (que no produjo ni un solo estudiante de doctorado en los últimos diez años que pasó en la Universidad de Chicago), Herbert Feigl en Minnesota, Hans Reichenbach en la UCLA y quizás algunos más. Sin embargo, estas personas estaban bastante aisladas: Carnap no tenía aliados intelectuales en Chicago, como tampoco los tenía Reichenbach en la UCLA. Sólo en Minnesota, donde Feigl creó el M innesota Center for the Philosophy of Science, existía un poco de masa crítica. Ni si­ quiera el propio Quine, en Harvard, tuvo aliados perm anen­ tes en la facultad hasta 1948, cuando Morton W hite11 se in11

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corporó al departamento. Ni tampoco eran los filósofos con­ siderados más importantes en los años cuarenta. Afínales de esa década, la mayoría de los filósofos hubieran contado su historia de una m anera que pocos de los filósofos analíticos de la actualidad serían capaces de reconocer. Hubieran expli­ cado el auge y el declive del pragmatismo; hubieran habla­ do de los nuevos realistas, del realism o crítico (cuyo m áxi­ mo representante era Roy Wood Sellars, cuyo hijo, Wilfrid Sellars, se convirtió en uno de los principales filósofos ana­ líticos estadounidenses); se hubieran referido tam bién al idealismo absoluto, que estaba en declive, aunque aún con­ taba con distinguidos representantes, pero hubieran consi­ derado el positivismo como algo de poca trascendencia. No quiero decir con ello que comparta este juicio: el po­ sitivismo lógico fue un movimiento que no sólo produjo errores, sino tam bién aciertos, y que merecía con creces la atención que posteriormente se le prestó. Pero también en la obra de los pragm atistas había verdaderos aciertos y erro­ res, así como en la de los idealistas como Josiah Royce y en los escritos de los nuevos realistas y de los realistas críticos. A fin de contrarrestar esta historia ficticia, perm ítanme citar mi propia experiencia como estudiante de licenciatura y de doctorado. En la Universidad de Pennsylvania, entre 1944 y 1948, no tuve noticia de una sola clase (si dejamos al margen un curso im partido por Sydney Morgenbesser, a la sazón estudiante de doctorado) en la que simplemente se le­ yeran los escritos de los positivistas lógicos. El departam en­ to contaba con un pragm atista atípico (West Churchman) pero, por lo demás, nadie estaba vinculado a ningún «movi­ miento» filosófico. En Harvard, entre 1948 y 1949, tampoco 12

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puedo recordar ningún curso en el que se leyera a los positi­ vistas lógicos, aunque doy por supuesto que Quine y White debieron comentarlos. En la UCLA, de 1949 a 1951, Reichenbach era el único profesor que representaba el positivismo lógico (¡aunque él rechazaba la etiqueta!) y hablaba del mis­ mo en sus clases. En Harvard, había un pragm atista atípico, C. I. Lewis, y en la UCLA, un deweyano, Donald Piatt. La filo­ sofía estadounidense, no sólo durante los años cuarenta, si­ no también durante los cincuenta, carecía decididamente de ideología. Si en los departam entos concretos había algún «movimiento», éste estaba representado por una o dos per­ sonas. La situación actual, en la que la filosofía estadouni­ dense está dominada por un movimiento —un movimiento que se enorgullece de la forma en que difiere de lo que le pre­ cedió y de lo que ahora considera la tendencia opuesta (la «fi­ losofía continental»)—, es totalmente distinta de la que im­ peraba en el ámbito de la filosofía cuando yo me inicié en él.

1953-1960 Cualquier explicación de lo que ha sucedido en un campo durante un período de cincuenta años debe basarse en una perspectiva individual, por lo que seguiré recurriendo a mi propia experiencia para trazar el panorama de las sucesivas transformaciones. Cuando llegué a Princeton, en 1953, el de­ partamento tenía tres profesores titulares. Ledger Wood era el catedrático, y al cabo de unos años incorporó al departa­ mento a Gregory Vlastos y a C. G. Hempel. Su prim era me­ dida para transform ar el departamento y librarlo del sopor 13

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en el que estaba sumido fue contratar a cuatro hombres jó­ venes: a mí y a tres recién doctorados en Harvard. Aunque cinco años antes pasé un año en esa universi­ dad, los tres hombres que venían de H arvard procedían de un entorno que me resultaba totalm ente desconocido. En unos pocos años, un grupo de estudiantes de doctorado de H arvard había adquirido algo parecido a una orientación filosófica común. El cambio parecía haberse debido, en gran medida, a la influencia de Morton White, quien, además de presentar a Strawson y a Austin en sus cursos, persuadió a unos cuantos estudiantes de doctorado para que pasasen un año en Oxford. El efecto fue que la filosofía oxoniense llegó a Harvard, y que estos jóvenes profesores trabajasen en algo a lo que denominaban «filosofía del lenguaje ordinario». El meollo de esa filosofía tal como ellos la entendían, a p artir de la lectura de Austin especialmente, era que el desastre se produce cuando los filósofos —incluso los que se reivindi­ can como «filósofos científicos»— se perm iten un uso inco­ rrecto del lenguaje ordinario y, especialmente, introducir en los argumentos filosóficos lo que en realidad son «términos técnicos» explicados de m anera muy confusa. Las cuestio­ nes del método filosófico pasaron a prim er plano y eran el tema de la mayor parte de nuestras discusiones. Al principio mi reacción fue burlarm e de la «filosofía del lenguaje ordinario» y defender lo que denominaba «re­ construcción racional», es decir, la idea de que el método adecuado en filosofía era construir lenguajes formales. Ba­ jo la influencia de Carnap, especialmente, sostenía que los térm inos filosóficamente interesantes del lenguaje ordina­ rio se form ulan de m anera demasiado imprecisa y que la ta­ 14

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rea de la filosofía consiste en «explicarlos», en encontrarles sustitutos formales. Sin embargo, ésta es una postura que pronto abandoné porque (para decir la verdad) me vi inca­ paz de dar más de dos o tres ejemplos satisfactorios de «re­ construcciones racionales». Prácticam ente puedo recordar las palabras exactas que me pasaron por la cabeza en aque­ lla época: «Si Carnap tiene razón, entonces la tarea a la que la filosofía debe dedicarse a realizar esta cosa llamada “ex­ plicación”. ¿Pero qué razón hay para pensar que esta “expli­ cación” es posible? Además, aunque pudiéramos presentar explicaciones satisfactorias, ¿quién, excepto Carnap, piensa que los científicos aceptarían estas explicaciones, o adopta­ rían este lenguaje artificial para resolver controversias y to­ do lo demás?». Por otra parte, rechacé la idea de que fuera preciso esco­ ger entre la «reconstrucción racional» y la «filosofía del len­ guaje ordinario». Sentí que aun pudiendo aprender mucho de la lectura de Reichenbach y Carnap, por una parte, y de la de Wittgenstein y Austin, por otra, las metodologías filo­ sóficas holistas que estaban siendo promulgadas en su nom­ bre no eran realistas. Mis razones p ara pensar que la versión de la filosofía del lenguaje ordinario que estaba siendo presentada en Es­ tados Unidos no era realista (cuando visité Oxford con una beca Guggenheim en 1960, llegué a apreciar cuánto más r i­ ca era la «cosa real») eran tan claras y concisas como mis razones p ara pensar que la «reconstrucción racional» era tam bién irreal. La lectura de Austin me hizo ver la cues­ tión antes mencionada: que cuando los filósofos hacen un mal uso del lenguaje ordinario la confusión puede llegar a 15

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************************************************************************ ser monumental. Que, en la medida de lo posible, uno debe tra ta r de hacer filosofía en lenguaje ordinario parece indu­ dable. Por otra parte, la idea de que la filosofía debería ser sobre el lenguaje ordinario (o sobre el «uso ordinario» de expresiones filosóficamente problem áticas) era sim ple­ m ente un non sequitur.12Por otra parte, nunca pude creer que la filosofía tuviese un objeto de estudio claram ente de­ term inado. Hasta aquí he descrito un cambio en la actitud de los jó­ venes filósofos, un cambio que se produjo desde abajo.™ Na­ turalm ente, los filósofos de la generación anterior habían tenido que ver con ello. He mencionado a Austin, a Strawson y a W ittgenstein, cuya influencia, pese a la distancia, obviamente había llegado a Harvard, y a Quine, que llegaría a estar en el centro mismo de todos los avances de la filoso­ fía estadounidense durante las dos décadas siguientes y aún más. En realidad, Quine fue en parte responsable de la crea­ ción del nuevo ambiente. Con ello no quiero decir que la particular ola de entusiasmo por la filosofía del lenguaje or­ dinario que afectó a Harvard, y que posteriorm ente afecta­ ría a otras instituciones estadounidenses,14'se debiese a Qui­ ne (pues él no sentía gran adm iración por dicha filosofía), aunque su ataque a la distinción analítico/sintético hizo que para las jóvenes promesas de la disciplina la filosofía del lenguaje se convirtiera en algo central.15En cualquier caso, cuando C. G. Hempel se incorporó al departam ento de filosofía de Princeton (en 1955 o 1956, si no recuerdo mal), ya estaba convencido de que el ataque de Quine a esta distin­ ción era ciertam ente correcto, y esto se convirtió en un te­ ma candente de discusión entre los estudiantes de doctora16

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do. Pero los pensadores de mi propia generación siguieron jugando un papel en este debate. Por ejemplo, a finales de la década, en 1959, Noam Chomsky y Paul Ziff pasaron un año en Princeton: Chomsky en el Institute for Advanced Study y Ziff como profesor visitante del Departamento de Filoso­ fía. El seminario de filosofía del lenguaje impartido por Ziff, al que Chomsky asistía, se convirtió en el centro de discu­ sión de estos temas. Las Estructuras sintácticas de Chomsky tam bién fueron publicadas en 1957,16y la imagen chomskiana del lenguaje como sistema «recursivo» (un sistema de es­ tructuras que, en principio, pueden ser listadas por un or­ denador)17 impregnó todos nuestros léxicos filosóficos, al igual que la imagen ziffiana de significados como sistema recursivo de condiciones asociadas con las oraciones del lenguaje.18 A finales de la década, mi propia obra también empezó a ejercer cierta influencia más allá del departamento de P rin­ ceton. En aquella época, tenía por costumbre explicar la idea de la «máquina de Turing»19en mis cursos de lógica ma­ temática. Me llamaba la atención el que en la obra de Tu­ ring, como en la teoría computacional actual, los «estados» del ordenador imaginado (la m áquina de Turing) fueran descritos de una m anera muy distinta de la que es habitual en la ciencia física. El estado de una m áquina de Turing (a estos estados se les podría denominar computacionales) se identifica por el papel que desempeña en determinados pro­ cesos computacionales, independientemente de cómo se rea­ lice éste físicamente. Un computador humano, trabajando con papel y lápiz, una calculadora mecánica como las que se construían en el siglo xix y un moderno ordenador electró17

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nico pueden estar en el mismo estado computacional, en lo relativo a la computación concreta que los tres están efec­ tuando, sin estar en el mismo estado físico. Empecé a aplicar imágenes sugeridas por la teoría computacional a la filoso­ fía de la mente, y en una conferencia pronunciada en 196020 presenté una hipótesis que llegó a ejercer cierta influencia con el nombre de funcionalismo; hipótesis según la cual los estados m entales de un ser hum ano son estados computacionales del cerebro. Para comprenderlos (por ejemplo, en una psicología científica) es necesario abstraerse de los de­ talles de la neurología, del mismo modo que cuando progra­ mamos o usamos ordenadores nos abstraem os de los deta­ lles del hardware, y describir completamente los estados mentales en térm inos del tipo de computaciones que están efectuando. Los estados mentales son como el software, por así decir. Más tarde rechacé esta hipótesis, pero sigue siendo popular, y ciertam ente tiene que ver con lo que se convirtió en un esfuerzo continuado por parte de muchos filósofos para hacer que la filosofía y la ciencia m antuvieran un con­ tacto más estrecho. En aquella época, decidí tam bién que una de las dicotomías predilectas de los positivistas, la dico­ tomía entre térm inos observacionales y térm inos teóricos, era insostenible, y publiqué un artículo que contribuyó a re­ chazar totalm ente la postura carnapiana según la cual la ciencia sólo necesita «interpretar directamente» los «térm i­ nos observacionales».21Para explicar por qué tuvo tan buena recepción este artículo, me veo obligado a abordar la cues­ tión del «realismo».

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«Realism o científico» La relevancia que el térm ino «realismo» adquirió posterior­ mente fue, tal vez, presagiada por una observación conteni­ da en mi ensayo «Lo que las teorías no son» en el sentido de que determinadas posturas positivistas son «incompatibles con un mínimo realismo científico». En este punto, ser rea­ lista consiste simplemente en rechazar el positivismo. Ésta es la manera en la que yo (y la mayoría de los filósofos analíti­ cos de mi generación) pensaba en el realismo incluso cuando escribí la introducción a Mathematics, Matter and Method. En dicha introducción, fechada en septiembre de 1974, hay una sección titulada «Realismo» que empieza así: «Todos es­ tos artículos están escritos a p artir de la llamada perspecti­ va realista. Las proposiciones de la ciencia son, desde mi punto de vista, verdaderas o falsas [...] y su verdad o false­ dad no consiste en su cualidad de ser formas altamente elabo­ radas de describir regularidades en la experiencia humana». ¿De qué iba todo esto? Según la mayoría de los positivistas, se supone que las afirmaciones que una teoría científica hace sobre el mundo son expresables en un lenguaje que sólo emplea (además del vocabulario lógico)22«términos observacionales» como «ro­ jo» y «pizcas». En principio, se afirmaba, se podrían emplear «térm inos sense-data», térm inos que se refieren a «expe­ riencias subjetivas» y no a objetos físicos, y aun así exponer el contenido de la ciencia en su totalidad. La idea consiste en que la ciencia no es más que un mecanismo para predecir regularidades en la conducta de los «observables». Según los positivistas, los no observables, como los microbios, son 19

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************************************************************************ simplemente «constructos» que introducimos para ayudar a predecir la conducta de lo observable. Contra esta filosofía de la ciencia (que, a mis oídos, so­ naba un poco como el idealismo de Berkeley) reaccioné en m i artículo «Lo que las teorías no son» y en ensayos poste­ riores; otros compartieron mi postura, como J. J. C. Smart, con quien trabé am istad en Princeton a finales de los años cincuenta. Además de rechazar el positivismo, también nos ocupa­ mos de subrayar que las proposiciones de la ciencia son o verdaderas o falsas. La conexión era la siguiente: puesto que según la perspectiva positivista sólo la ciencia formalizada en su conjunto tiene contenido empírico, bien puede ser que determ inadas proposiciones científicas individuales P ca­ rezcan, en sí mismas, de contenido empírico en el sentido de que, dado el cuerpo de proposiciones aceptadas, para nues­ tras predicciones sería igual que aceptásemos P o su nega­ ción. Por ejemplo, podría muy bien ser que la teoría científi­ ca de un momento determinado, pongamos por caso los años setenta, sea tal que si conjuntamos por una parte la proposi­ ción según la cual la tem peratura solar en un punto deter­ minado es A o, por otra, la proposición según la cual la tem ­ peratura en dicho punto es B, siendo A y B tem peraturas muy distintas, de ello no resultaría ninguna predicción observacional nueva. En tal caso, desde la perspectiva que es­ tábamos criticando, ambas proposiciones carecerían sim ­ plemente de valor de verdad, es decir, no serían verdaderas n i falsas. Si unos años más tarde, una vez que la teoría cien­ tífica hubiese cambiado, estas proposiciones hubieran podi­ do ser contrastadas, entonces sí tendrían valor de verdad, 20

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************************************************************************ sabríamos si son verdaderas o falsas, en función de lo que las nuevas observaciones demostrasen. A la objeción de que la misma proposición no puede tener valor de verdad y carecer de él al mismo tiempo, los positivistas hubieran respondido: «En realidad, no se trata de la misma proposición»; el cambio teórico hubiera cambiado también el significado del término «temperatura». (En «Lo que las teorías no son» y en artículos posteriores, como «Explanation and Reference»,23critiqué a los positivistas por distorsionar todas las nociones de sino­ nimia y cambio de significado de que disponemos, tanto en el lenguaje ordinario como en lingüística, con tal de proteger su doctrina.) Esta perspectiva presenta dos elementos espe­ cialmente preocupantes. En prim er lugar, si cada nueva teo­ ría sobre los átomos, los genes o el virus del sida cambia el significado del térm ino «átomo», «gen» o «virus del sida», en­ tonces no puede darse algo como aprender más sobre los áto­ mos, los genes o el sida; cada descubrimiento que persiga au­ m entar nuestro conocimiento sobre alguna de estas cosas es en realidad un descubrimiento de algo sobre lo que nunca habíamos hablado o pensado anteriormente. Lo único sobre lo que los científicos pueden aprender más es sobre los ob­ servables', según esta perspectiva, los térm inos teoréticos no son más que instrum entos de predicción. (Ésta es la razón por la cual en «Explanation and Reference» definí esta postu­ ra como una forma de idealismo.) En segundo lugar, si admi­ timos que los términos observacionales poseen en sí mismos una carga teórica, entonces se seguiría que su significado tam bién debe cam biar cada vez que se produzca un cambio en la teoría. Esto llevaría a la conclusión de Kuhn, según la cual las diferentes teorías científicas son inconmensurables, 21

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************************************************************************ lo que hace ininteligible que uno pueda siquiera entender las teorías científicas precedentes.24 Si para filósofos como yo, a principios de la década de los sesenta, el «realismo científico» simplemente significa­ ba el rechazo del positivismo lógico y, más en general, de la idea según la cual las proposiciones de las ciencias n atura­ les requieren una reinterpretación filosófica, en el transcur­ so de unos pocos años se convirtió en una elaborada postura metafísica, o más bien en un par de ellas (cada una con sus diversas versiones). La prim era postura, a la que denomi­ naré «pancientismo» sostiene que, al final, los. problemas fi­ losóficos están destinados a ser resueltos por el progreso de las ciencias naturales, y que lo mejor que el filósofo puede hacer es anticiparse a este progreso y sugerir cómo los pue­ den resolver las ciencias. La segunda postura, para la cual emplearé un térm ino introducido por Simón Blackburn, aunque en un sentido más amplio, es el «cuasi-realismo». Esta postura no afirm a que todos los problemas filosóficos serán resueltos por las ciencias naturales, sino que sostiene que la descripción completa de la realidad tal como ésta es «en sí misma» nos la dan las ciencias naturales y, en la ma­ yoría de las versiones dé esta postura, la física. La idea de que existe una clara distinción entre cómo son las cosas «en sí mismas» y cómo parecen ser, o cómo decimos que son, es característica de esta segunda postura. Lo que la distingue de la prim era es la idea de que muchas de nuestras formas de hablar —y, de hecho, las formas en que tenemos que hablar— no se corresponden con cómo son las cosas en sí mismas, sino que representan «perspectivas locales». (Según B ernard Williams —quien introdujo el concepto de «perspectivas 22

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locales»— emplea la noción, una «perspectiva local» puede ser local en el sentido de ser la perspectiva de una cultura determ inada —así es como él entiende el lenguaje ético— o puede ser «local» en el sentido de depender de nuestra fi­ siología hum ana concreta —en este sentido, una «cualidad secundaria», como el color, se considera «local»—.) En la me­ dida en que la filosofía debe esclarecer y ayudarnos a enten­ der el estatus de estas perspectivas locales, está claro que su cometido no tiene que girar sólo en torno a las ciencias na­ turales. Sin embargo, las «perspectivas locales» no tienen ninguna significación metafísica real, pues ésta es patrim o­ nio exclusivo de las ciencias naturales. Paul y Patricia Churchland, Daniel Dennett y Jerry Fodor, pese a las diferencias sustanciales que se dan entre ellos, representan la prim era postura. Como representantes de la segunda, y tam bién a pesar de sus profundas discrepancias, podemos m encionar a Simón Blackburn y B ernard Williams. Naturalmente, no todos los filósofos analíticos son pancientistas o cuasi-realistas, pero ambas posturas han llegado a dom inar en gran medida el panoram a de la «metafísica analítica». Pero me estoy adelantando demasiado.

Oxford en 1960 Pasé el semestre de otoño de 1960 en la Universidad de Ox­ ford. Los cuatro filósofos con los que compartí la mayor par­ te del tiempo fueron Elizabeth Anscombe, Philippa Foot, Paul Grice y James Thomson, y ninguno de ellos se ajustaba al estereotipo del filósofo preocupado por «el uso ordinario 23

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de las palabras». Anscombe estaba interesada en casi todas las cuestiones filosóficas, y aunque fue alum na de Wittgenstein, con quien le unía una estrecha amistad, su propio esti­ lo filosófico es notoriamente distinto. En aquella época, ella y Philippa Foot trataban de elaborar una nueva perspectiva ética en la que prim aba la evaluación del carácter más que la de las acciones (y que adquirió el nombre de «ética de la virtud»).25 Otros m oralistas oxonienses (cuyas propuestas éticas se limitaban, básicamente, a combinar el utilitarism o con el no cognitivismo) desdeñaban este nuevo enfoque, aunque ha continuado proporcionando nuevas aportaciones hasta hoy en día, enriqueciendo enorm emente la filosofía moral. James Thomson llegó a sentir gran interés por la lin­ güística chomskiana y, en parte por esa razón, pude persua­ dirle para que viniera conmigo al MIT, donde, desde 1961 hasta 1965, desarrollé un program a de doctorado en filoso­ fía. En el curso de unos tres o cuatro años Paul Grice elabo­ ró una aportación a la teoría del significado que sigue ejer­ ciendo una enorme influencia hoy en día. A veces se afirm a que en aquella época empezó a declinar la «filosofía del len­ guaje ordinario»; sin embargo, creo que sería más preciso decir que la realidad nunca se ajusta al estereotipo y que, a medida que pasa el tiempo, éste desaparece. Pero, en Oxford, los personajes individuales —aquí, naturalm ente, debemos añadir los nombres de Dummett, Hampshire, Ryle, Strawson y algunos otros— no sólo no desaparecieron de escena, sino que su obra ha seguido siendo objeto de discusión hasta el día de hoy. Se trata simplemente de que, a excepción de Ryle (¡cuyo El concepto de lo mental, no obstante, contiene apor­ taciones derivadas de su tem prano interés en la fenomeno24

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logia!), dejaron de ser considerados «filósofos del lenguaje ordinario» y empezaron a ser tratados como filósofos indivi­ duales, cada uno con su contribución específica La c arrera posterior de Paul Grice merece una breve descripción aparte. En la época en la que nos conocimos, él aún estaba consternado por la m uerte de Austin, fallecido unos meses antes y, en m i opinión, intentaba consciente­ mente ser un austiniano leal. Sin embargo, al cabo de unos años rompió radicalm ente con la forma austiniana de hacer filosofía (y tam bién se trasladó de Oxford a Berkeley). Uno de los aspectos de esa ruptura es especialmente importante. La perspectiva de Austin representaba una especie de prag­ matismo radical, tendencia brillantem ente representada hoy en día en la obra de Charles Travis.26Según Austin, los significados de las palabras en una oración no determ inan exactamente por sí mismos lo que se está diciendo en un con­ texto determinado; se pueden decir muchas cosas emplean­ do estas m ism as palabras con estos significados.27 Grice, cuya postura es ampliamente aceptada hoy en día (aunque personalm ente comparto la de Austin), sostenía que, por el contrario, existe algo así como el significado estándar de una oración y que las distintas cosas «no estándar» que pode­ mos decir empleando una oración son todas ellas explica­ bles m ediante lo que él denominaba «implicaturas conver­ sacionales».28 La pragm ática estudia dichas im plicaturas conversacionales, m ientras que la semántica, claram ente diferenciada de la pragmática, estudia dichos «significados estándar».

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************************************************************************ El auge del pancientism o En 1961 renuncié a m i plaza en Princeton para poder crear un nuevo program a de doctorado en filosofía en el MIT. Si el panoram a (al menos entre los profesores jóvenes) en el Prin­ ceton de los años cincuenta representaba la form a en que una nueva generación de filósofos estadounidenses empeza­ ban a denominarse a sí mismos «analíticos», el panorama en el MIT en los años en los que estuve allí (desde 1961 hasta 1965) representaba el cambio que estaba experimentando tal denominación. Aunque el MIT ya contaba con filósofos, en­ tre los que se contaban Irving Singer y, durante un breve es­ pacio de tiempo, John Rawls, el núcleo del nuevo program a estaba compuesto, aparte de mí, por James Thomson, Judith Jarvis Thomson y los dos «Jerries»: Je rry Fodor y Jerrold Katz. Los cinco nos sentíamos cercanos a Noam Chomsky, interesado en la nueva lingüística «generativa», y nos atraía la idea según la cual la modelación computacional de la mente, la gram ática generativa y la «semántica» estaban destinadas a solucionar los problemas de la filosofía de la mente y la filosofía del lenguaje (o, al menos, a reformularlos como meros problemas científicos).29 La influencia de Quine tam bién jugaba un papel im­ portantísim o, como lo ha seguido haciendo hasta el día de hoy. Aunque a nosotros la idea de Quine según la cual la epistemología está contenida en la ciencia natural, como un capítulo de la psicología, nos parecía demasiado simple, su insistencia en que todos los problemas filosóficos son pro­ blemas sobre la naturaleza y el contenido1de la ciencia (pues­ to que todo el conocimiento o bien es ciencia o bien aspira a 26

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serlo) y la idea de que los problemas filosóficos sobre la ciencia se resolverán dentro de la ciencia nos resultaban muy sugerentes.30 Aunque era consciente de las dificultades que había que resolver, durante muchos años, siguiendo a Quine, también consideré la lógica (y las m atem áticas) como empíricas. Para Quine, esto no tiene el mismo significado que para un em pirista tradicional (como, por ejemplo, John Stuart Mili); no significa que las m atemáticas conciernan directamente al mundo sensible o físico. Quine se da por satisfecho postu­ lando un mundo de objetos matemáticos con existencia in­ dependiente, como los conjuntos, las funciones y los núm e­ ros. Desde esta perspectiva es un platonista de las clases. Lo que esto significa —y aquí Quine se distancia de otros platonistas como Gódel— es que postular la existencia de un m un­ do aparte de entidades abstractas se justifica finalmente por la utilidad del postulado en ese mundo. De acuerdo con ello, defendí el «argumento de indispensabilidad»31quineano (según el cual la justificación de aceptar las m atemáticas consiste simplemente en que son indispensables para cien­ cias incuestionablem ente empíricas, especialmente la físi­ ca) en la epistemología de las matemáticas. En cuanto a la idea de que incluso la lógica es empírica (en el sentido de ser revisable por razones empíricas), en 1960 el físico David Finkelstein me persuadió de que la mejor interpretación de la mecánica cuántica implica abandonar una ley lógica tradi­ cional: la ley distributiva de la lógica proposicional32—una idea avanzada anteriorm ente por una de las principales au­ toridades en mecánica cuántica: John von Neumann—,33 Creo que igual que la geometría euclidiana fue superada 27

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************************************************************************* (dem ostrando que era em píricam ente falsa) por la rela ti­ vidad general, también la lógica aristotélica resultó ser em­ píricam ente falsa e igualmente superada por la mecánica cuántica. (Finalmente tuve que abandonar la idea de inter­ pretar la mecánica cuántica con la ayuda de la lógica de von Neumann a causa de dificultades técnicas insuperables, pe­ ro eso sucedió tres décadas después.)34 En 1965 abandoné el MIT y me incorporé al departam en­ to de filosofía de Harvard. Aunque todos mis colegas de esa universidad influyeron en mi pensamiento, me propongo centrarm e exclusivamente en tres tendencias que siguen es­ tando representadas en el departam ento y que, en mi opi­ nión, han sido importantes para el desarrollo de la filosofía (y no sólo de la filosofía «analítica») en su conjunto. Una de estas tendencias es prácticamente idéntica a la filosofía de un individuo: W. V. Quine. Lo mismo se puede decir de la segun­ da de estas tendencias, que esencialmente es la filosofía de John Rawls. Y la tercera, que tiene que ver con el continuado interés por la filosofía del último Wittgenstein en Harvard, estaba representada al menos por tres miembros del depar­ tamento cuando yo ingresé en él: Rogers Albritton, Stanley Cavell y Burton Dreben. A estas tendencias y personajes aludiré en las líneas siguientes.

Quine He mencionado ya el impacto que produjeron el rechazo de Quine a la distinción analítico/sintético y su «naturaliza­ ción» de la epistemología en el cambiante ambiente de la fi28

50 años de filosofía vistos desde dentro •k'kit'kit'k'k'k-kifkifk-k'k'kitii'k'kit'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'k'kifk'k'k'k'kickifkifkiíií'k'k-k-kickickifk-k-kifk'k'k'kifk-k'kick

losofía analítica estadounidense. También fue im portante su famosa doctrina de la «indeterm inación de la traduc­ ción», a cuya defensa dedicó su obra Palabra y objeto?5En la forma radical en la que Quine la defendía, la doctrina impli­ ca que no hay ningún hecho al que los térm inos de un len­ guaje se refieran.36Al principio la doctrina encontró pocos conversos (en realidad, la mayoría de los realistas científi­ cos se lim itaron a rechazarla de plano), pero posteriorm en­ te una versión de la m ism a sería defendida por Donald Davidson y (cautelosamente) apoyada por B ernard Williams.37 Sin embargo, una cuarta doctrina quineana ejerció una enorme influencia e introdujo un cambio significativo en la naturaleza m ism a de la filosofía analítica, especialm ente en Estados Unidos. Se trata de la doctrina del «compromiso - ontológico». Para explicar esta doctrina tenemos que explicar el uso que Quine hacía del térm ino «ontología». La ontología de una teoría, en el sentido quineano, consiste simplemente en los objetos que la teoría postula. Pero ¿cómo vamos a decir qué objetos postula una teoría (o la ciencia de una época de­ terminada)? (A veces, los científicos hablan de «fallos técni­ cos» —¿está, por eso, la ciencia «comprometida con una on­ tología» de los fallos técnicos?—.) A estos efectos, ¿qué es lo que debe contar como «objeto»? La respuesta que da Quine a estas cuestiones se inscribe totalmente en la tradición de los filósofos lógico-matemáticos Frege y Russell: según estos filósofos, el lenguaje ordinario es demasiado errático e idiosincrático para revelar cuándo los científicos postulan obje­ tos y qué objetos postulan. Para responder a estas cuestio­ nes, como dice Quine, debemos «regular» nuestro lenguaje; 29

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************************************************************************ debemos ordenarlo (por ejemplo, nos abstendríamos de ha­ blar de las «oscilaciones de la energía eléctrica» dada su ir relevancia), y podemos estandarizar nuestro idioma (así, «Algunas partículas tienen carga» se convertiría en algo co­ mo «Existen algunas cosas que son partículas y que tienen carga»). Idealmente, deberíamos escribir las proposiciones de la ciencia (o de la teoría concreta cuya «ontología» quera­ mos determ inar) en la notación de la teoría de la cuantificación, la lógica de tales expresiones («cuantificadores») como «existe un x tal que» y «todo x es tal que». Una vez hecho es­ to, la «ontología» de una teoría sería revelada por el uso que ésta hace del cuantifícador existencial («Existe algo tal que»). Naturalmente, esta forma de pensar lleva implícito el su­ puesto de que «existe» —o el cuantifícador existencial que lo sustituye en la «notación canónica»— es una noción total­ mente unívoca. Si aceptamos la posición de Quine, debemos afirm ar que la ciencia m oderna nos compromete con la tesis de que los números, los electrones y los microbios «existen» exactamente en el mismo sentido y son «objetos» exactamente en el m is­ mo sentido.38(Un «objeto» es algo que «existe».) Así, Quine sostuvo que los números son «objetos intangibles»39porque la matemática postula estos objetos intangibles y ésta es in­ dispensable para la mayor parte de la ciencia moderna. Desde los días del positivismo lógico, el térm ino «meta­ física» no ha gozado de m uy buena reputación; ni siquiera los realistas científicos, como yo mismo, decimos que esta­ mos haciendo metafísica. Ni tampoco lo dijo Quine en su ensayo «Acerca de lo que hay». Pero lo que gradualm ente fue quedando claro es que si Quine estaba en lo cierto en 30

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«Acerca de lo que hay», entonces ya no se podría afirmar, como hacían los positivistas, que preguntas tales como «¿Existen los números realmente»? o «¿Existen los conjun­ tos realmente?» son «pseudopreguntas». Y una vez rehabili­ tada la pregunta acerca de la existencia real de los números y de los conjuntos (a la que Quine, como ya he mencionado antes, proporcionó su «argumento de la indispensabilidad» para la respuesta «Sí, existen»), no tuvo que pasar mucho tiempo para que se plantearan (a veces en el mismo estilo) argumentos relacionados con cuestiones tales como «¿Exis­ ten realm ente los objetos ficticios?» o «¿Existen realmente los mundos posibles»?40y otras por el estilo. Muchos empe­ zaron a sentirse cómodos describiéndose como «metafísicos», algo que unos años antes hubiera sido incompatible con ser un «filósofo analítico», y la expresión «metafísica analítica» empezó a popularizarse. La filosofía analítica estadounidense y, posteriorm ente, la británica empezaron a tener un «estilo ontológico». Y entonces se produjo un cu­ rioso cambio de papeles, en el cual la filosofía analítica an­ gloam ericana, tras haberse considerado antim etafísica durante el período positivista, empezó a ser el m ovim ien­ to más orgullosamente metafísico del panoram a filosófico mundial.

Rawls Tras la aparición de su monumental Teoría de la justicia en 1970,41John Rawls empezó a ejercer una notable influencia en la filosofía analítica. Para los positivistas lógicos la ética 31

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no era una m ateria que tener en cuenta, aunque sí había un objeto posible de estudio denominado «metaética» (cuyo objetivo era dem ostrar por qué la ética no lo era). Aunque durante esos años algunos valerosos filósofos analíticos con­ tinuaron dedicándose a la ética (he mencionado ya la «ética de la virtud» de Elizabeth Anscombe y Philippa Foot), lo cierto es que el panoram a de la disciplina se encontraba en una vía m uerta. Sin embargo, con la publicación de Teoría de la justicia —que coincidió con debates sumam ente im­ portantes en la vida pública estadounidense sobre la perti­ nencia o no del Estado del bienestar y sobre las exigencias de la justicia social—, la ética adquirió una enorm e impor­ tancia y, una vez más, un gran núm ero de estudiantes de doctorado empezó a especializarse en la m ateria. No obstan­ te, en cierto sentido la revolución raw lsiana fue bastante contenida. En tanto que Teoría de la justicia presuponía al­ gún tipo de epistemología, esta epistemología se centraba en la noción de «equilibrio reflexivo». Rawls hizo suya esta idea del planteamiento de Nelson Goodman, según el cual lo que los filósofos deben hacer es abandonar la vana búsque­ da de verdades necesarias y —habida cuenta que los princi­ pios que tenemos en realidad siempre entran en conflicto con las formas en las que resolvemos algunos de los casos que nos parecen claros en la vida real— dedicarse a un es­ crupuloso proceso de «ajuste mutuo». En otras palabras, si reflexionamos sim ultáneam ente sobre los principios y los casos que estamos considerando, tenemos que revisar, gra­ dualmente (y experimentalm ente) los principios y las «in­ tuiciones» sobre los casos particulares hasta llegar a un equilibro estable. Resulta difícil argum entar contra esto si 32

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se entiende como una alternativa sensata al apriorismo, perp los filósofos preocupados por las cuestiones planteadas por los positivistas lógicos —«¿Cómo sabemos que los enun­ ciados éticos no son sólo expresiones de actitudes subjeti­ vas?», «¿Cómo sabemos que pueden tener un valor de verdad (es decir, si son verdaderos o falsos)?»— querrán un argu­ mento filosófico que, dada la naturaleza del caso, parecería tener que proceder de la metafísica, la epistemología o la fi­ losofía del lenguaje, contra la afirmación positivista según la cual dichos enunciados «carecen de significación cognitiva». «Seguramente usted podrá alcanzar eso que denomi­ na “equilibrio reflexivo” —diría el positivista—, pero esto sólo tiene que ver con usted. Otra persona podría llegar a un equilibro totalmente distinto.» En publicaciones posteriores, la más reciente de las cuales es El liberalismo político (1993), aunque ya desde su discurso presidencial ante lp. Am erican Philosophical Association,42Rawls negó la necesidad de que su metodología tuviera que defenderse desde la epistemología, la m etafísi­ ca o la filosofía del lenguaje, pues hoy en día el asunto con­ siste en buscar un conjunto de postulados éticos cuya «ob­ jetividad» reside sim plem ente en el hecho de que, en las democracias occidentales con una historia política deter­ m inada, es posible alcanzar un «consenso superpuesto» sobre si son correctas o no, o sobre si son correctos los idea­ les y las normas éticas que se les atribuyen. Esto es lo máxi­ mo que el filósofo raw lsiano intenta demostrar. (La idea consiste en que si los ciudadanos acuerdan dejar a un lado sus discrepancias teológicas y m etafísicas aún pueden al­ canzar un consenso sobre diversos principios de justicia 33

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específicos.) Una ética norm ativa que, desde el principio, afirm a que la m etafísica y la epistemología no form an p ar­ te de sus intereses, y que advierte que su compromiso es «político, no metafísico», no plantea ningún tipo de am ena­ za a las diversas concepciones de la filosofía analítica ni, concretamente, a las que anteriorm ente describí como las visiones «pancientistas» y «cuasi-realistas» de la actividad filosófica. Sin embargo, no se debe pensar que todos los filósofos que creen que la ciencia es la que nos debe proporcionar toda la verdad sobre la realidad nieguen la posibilidad de enunciados éticos verdaderos. ¡Algunos de ellos lo niegan (por ejemplo, John Mackie y Gilbert Harm an defienden, en obras que gozan de un justo prestigio, la imposibilidad de que exista algo como el conocimiento ético);43otros intentan desarrollar posiciones intermedias —Bernard Williams sos­ tuvo que, si bien los enunciados éticos pueden ser «verda­ deros», su «verdad» no es absoluta, sino que simplemente refleja la perspectiva de «un mundo social u otro»—;44 sin embargo, un grupo de realistas científicos encabezados por Richard Boyd, recuperando la antigua tradición naturalista ética, ha intentado sostener que el predicado «bueno» dis­ tingue una «clase natural» a p artir de la cual es posible, en principio, construir una teoría científica. No obstante, la gran mayoría de los filósofos interesados en la ética norm a­ tiva en los departamentos de filosofía angloestadounidenses de hoy en día probablemente evitará, siguiendo a Rawl^, cualquier controversia de carácter metafísico.

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W ittgenstein en Harvard Tres filósofos de Harvard estaban interesados en la filosofía de Wittgenstein cuando, en 1965, llegué a esa universidad.45 Naturalm ente, sus interpretaciones evidenciaban ciertas diferencias, algunas de las cuales describiré más adelante, pero también coincidían en muchos aspectos. Concretamen­ te, no tardaron mucho en convencerme de que una versión de la filosofía del último Wittgenstein debida a Norman Malcolm, que yo había criticado en diversos artículos,46que ha­ cía de Wittgenstein poco m ás que un positivista disfrazado, no lograba reflejar el verdadero alcance de esta filosofía. Gracias a la influencia de estos lectores pude darme cuenta finalm ente de que W ittgenstein hizo algo muy distinto de ofrecer una «postura filosófica». Creo que la m anera más sencilla para explicar cómo en­ tiendo hoy a Wittgenstein es mediante un ejemplo. Para los filósofos analíticos que, como Quine, creen que «existir» es una noción perfectam ente unívoca, las cuestiones «¿Exis­ ten los núm eros realmente?» y «¿El argum ento de indis­ pensabilidad de Quine es realm ente un buen argumento?» están perfectamente claras. Comprendemos el significado de «existir» cuando se emplea en enunciados matemáticos como «Existen núm eros prim os mayores que mil»; por tan ­ to, podemos com prender «Existen los núm eros primos» y «Existen los números». Podemos preguntarnos si tenemos justificación para aceptar la m atem ática con su «compro­ miso» con «la existencia de objetos intangibles» (los núm e­ ros). Para Wittgenstein, sin embargo, la idea de que cuando un matemático sostiene que existe un núm ero primo entre 35

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************************************************************************ diez y cien ha afirmado que existe un objeto intangible con una determinada relación con otros objetos intangibles es motivo de confusión. Aunque empleemos las mismas reglas lógicas formales para operar con el cuantificador existencial «exis­ te» tanto en m atem ática como en contextos empíricos, es cierto que, en m atemática, el uso de enunciados «existenciales» es enormemente distinto del uso de enunciados existenciales empíricos como «Existen anim ales que pueden orientarse m ediante el eco de los sonidos que emiten». La idea de que cuando usamos el térm ino «existe» en m atemá­ ticas estamos hablando sobre objetos, por «intangibles» que sean, induce a confusión. Ésta es una conclusión a la que tam bién podría llegar un positivista lógico, pero la m anera en que lo h aría sería m uy distinta. Para los positivistas, a esta conclusión se lle­ ga aplicando la distinción analítico/sintético y la «teoría de la verificabilidad del significado». Según dicha teoría, exis­ ten dos y sólo dos condiciones (muy distintas) para que un enunciado sea «cognitivamente significativo» y, por tanto, dos tipos muy distintos de enunciados cognitivamente sig­ nificativos. Según la teoría positivista original de la verifi­ cabilidad, un enunciado es significativo cuando puede ser em píricamente contrastado o bien cuando es decidible por medios puram ente lógicos y m atemáticos.47Para el positi­ vista, de ello se sigue inm ediatam ente que los enunciados existenciales matemáticos pertenecen a una clase totalm en­ te distinta de los enunciados existenciales empíricos. Los prim eros son «analíticos» y los últimos son «sintéticos» o «empíricos» (para los positivistas estos dos últim os térm i­ nos eran sinónimos). Pero el segundo Wittgenstein rechaza36

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ba la id4a de que exista algo como «el» criterio de signifi­ cación. El wittgensteiniano debe empezar por pensar, como la mayoría de nosotros, que hay algo extremadamente «sos­ pechoso» en decir que el número cinco es un «objeto intan­ gible» y preocuparse por si éste «existe realmente», y explo­ rar, de m anera muy paciente y minuciosa, qué hace que nos sintamos impelidos a hablar de este modo, y sentir que, si no podemos hablar de este modo, la m atem ática se tambalea. Para el wittgensteiniano, la idea de que el «argumento de la indispensabilidad» es realmente análogo a las pruebas expe­ rim entales que ofrece un físico para demostrar la existencia de una partícula desconocida no es más que otra manifesta­ ción de la misma confusión.48 Esto tiene que ver con la cuestión de si las cuestiones fi­ losóficas son realmente similares a las cuestiones de la cien­ cia empírica. Creo, como Wittgenstein, que la respuesta es «no», pero tras los poderosos ataques de Quine a la distin­ ción analítico/sintético, quienes compartimos este punto de vista tendremos que dem ostrar que no es incoherente afir­ m ar que una investigación es conceptual y que se caracteri­ za por la falibilidad;49sostener que la filosofía puede alcan­ zar algún tipo de conocimiento infalible simplemente ya no resulta creíble. Algunos intérpretes de Wittgenstein, entre los que se cuenta Burton Dreben, tienden a subrayar aquel aspecto de la filosofía de W ittgenstein en el que una cuestión de la fi­ losofía tradicional, o una «conclusión» de la filosofía tradi­ cional, se revela como una confusión. Evidentemente, su ob­ jetivo no es su stitu ir la filosofía tradicional por un nuevo sistema, como los muchos sistemas de pensamiento produ37

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************************************************************************ cidos por el positivismo lógico a lo largo de su desarrollo, si­ no librarnos de la ilusión de tener un conjunto de cuestiones importantes. En mi opinión, al hacer tal cosa están tocando un punto cuya im portancia es capital, aunque es fácil que los filósofos de hoy en día lo m alinterpreten. Y digo «los filó­ sofos de hoy en día» porque la idea de que algunos proble­ mas filosóficos son ilusorios no es nueva en la historia de la filosofía, juega un papel central en una obra capital como la Crítica de la razón pura de Kant. Pero la mayor parte de los filósofos a los que les resulta difícil comprender el pensa­ miento de Wittgenstein son personas que no dedican mucho tiempo a Immanuel Kant. En sus m emorias, la idea de que «en filosofía» hay «pseudoproblemas» está inextricablemen­ te ligada a Rudolf Carnap y al positivismo lógico. Así, para ellos es natural suponer que, cuando los w ittgensteinianos niegan la inteligibilidad de determinados temas filosóficos, ello se debe a que suscriben la «teoría positivista de la verificabilidad del significado», aun cuando aquéllos nieguen tal cosa. Que uno pueda llegar a ver que una pregunta filosófica es una pseudopregunta analizando las consideraciones que parecen hacer que ello no sea sólo genuino, sino también, y hasta cierto punto, obligatorio, sin proporcionar un «criterio de significación cognitiva» que se refiera a ello desde un punto de vista externo, es algo que puede llevar mucho tiem­ po a alguien familiarizado con la filosofía analítica (cierta­ mente, a m í me llevó bastante), y Dreben tuvo la notable habilidad de transm itir esta idea wittgensteiniana a sus es­ tudiantes (y también a sus colegas). Sin embargo, hay otra forma de ver el resultado de la fi­ losofía del últim o W ittgenstein que no resulta incompati38

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************************************************************************ ble pero quizá sí complementaria. Según el Wittgenstein de Stanley Cavell, las confusiones filosóficas no son sólo un pro­ blema de mal funcionamiento del lenguaje, sino que son una expresión de profundas cuestiones hum anas que tam bién se expresan de muchas otras formas: de forma política, teo­ lógica y literaria.50 Con respecto a esta cuestión, quisiera subrayar que m u­ chos de los problemas que W ittgenstein aborda tienen que ver con la incómoda relación con lo normativo, teniendo en cuenta que con el térm ino «normativo» no pretendo referir­ me exclusivamente a la ética. Analicemos la norm atividad que conlleva la idea de seguir una regla. Que existe una m a­ nera correcta y otra incorrecta de seguir una regla es lo que W ittgenstein denom inaría una verdad «gramatical», pues el concepto de regla va unido a los conceptos de hacer lo correcto o lo incorrecto, o de dar la respuesta correcta o la incorrecta. Pero muchos filósofos consideran que deben reducir esta norm atividad a alguna otra cosa; tratan, por ejemplo, de situarla en el cerebro, aunque entonces sucede que si las estructuras cerebrales nos llevan a seguir correc­ tamente las reglas, en alguna ocasión nos pueden llevar tam ­ bién a seguirlas incorrectam ente. (Naturalmente, uno se puede alinear con los chomskianos y decir que existe una diferencia entre la «competencia» del cerebro y su «actua­ ción», pero esto equivale a decir que incluso a la hora de des­ cribir el cerebro tenemos que emplear distinciones norm a­ tivas, lo cual implica que, en realidad, seguir correctamente una regla no se explica diciendo: «Una regla se sigue correc­ tam ente cuando el cerebro actúa de acuerdo con su compe­ tencia, y se sigue incorrectam ente cuando el cerebro come39

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te un error de actuación». Con ello, lo único que se consigue es reform ular el hecho con el que empezamos —el hecho de la norm atividad de seguir una regla— aunque empleando una jerga especial.) En el pasado, los filósofos que abordaron estas descripciones reduccionistas del seguimiento de reglas no recurrieron a misteriosos poderes mentales ni a entida­ des platónicas con los que supuestamente la mente mantiene alguna misteriosa relación. Tanto en el caso del científico re­ duccionista como en el del metafísico de la vieja escuela, el impulso es el mismo: abordar la normatividad, esto es, la co­ rrección de seguir una vía como opuesta a otra, como si fue­ ra un fenómeno necesitado de una explicación causal (bien se trate de una explicación científica corriente o, si se me per­ mite la expresión, de una explicación «supercientífica»). La respuesta de Wittgenstein consistió en cuestionar la idea de que las expresiones norm ativas necesiten ser «explicadas» de alguna de estas maneras. De hecho, cuestionó la idea de que en este caso hubiera un problema de «explicación». Desde el principio de las Investigaciones filosóficas, la comodidad e incomodidad con lo normativo están asociadas con la comodidad e incomodidad con el desorden del lengua­ je, con el hecho de que el lenguaje que es perfectamente útil en su contexto no pueda, posteriorm ente, satisfacer los es­ tándares de «precisión» y «claridad» impuestos por filóso­ fos y lógicos; en efecto, están asociadas con nuestro deseo de negar todo este desorden, que nos lleva a forzar el len­ guaje y el pensam iento para que se ajusten a una u otra representación imposiblemente ordenada. Concretamente, los «científicos cognitivos» (o los filósofos que se conside­ ran a sí mismos como tales) a menudo hablan como si exis40

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tiera una esencia de la creencia, como si, por ejemplo, creer en algo fuera una cuestión de que «el cerebro pusiese alguna proposición en su caja de creencias». (No le engaño.) Al prin­ cipio de las Investigaciones filosóficas, Wittgenstein subraya que palabras como «creencia», «cuestión» y «orden» repre­ sentan (prácticamente hablando) muchas cosas distintas. El deseo del realismo científico contemporáneo de representar todas las cuestiones como si fueran de un solo tipo, es decir, como cuestiones empíricas, y todas las justificaciones como si fueran de un solo tipo, como justificaciones empíricas, es simplemente otra m anifestación de la tendencia a forzar una única representación de lo que en ningún sentido es un fenómeno unificado. W ittgenstein no sólo quiere aclarar nuestros conceptos, sino tam bién aclararnos a nosotros y, paradójicamente, aclararnos enseñándonos a vivir, como no tenemos más remedio que hacer, con lo que no está claro. A p a rtir de esta lectura, el compromiso con W ittgenstein y el compromiso con la transform ación personal y social no sólo no son incompatibles, sino que pueden reforzarse m u­ tuamente.

«El sign ificado de “sign ificad o”» Las ideas que acabo de describir no afectaron sustancial­ mente mi pensamiento hasta la década de los ochenta. Pero en 1966-1967, prim ero en una clase de filosofía del lenguaje y posteriorm ente en unas conferencias pronunciadas en el NEH Summer Institute on the Philosophy of Language, em­ pecé a desarrollar algunas ideas nuevas sobre el significado 41

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************************************************************************ —ideas en modo alguno inspiradas por un deseo de ver có­ mo la ciencia natural podía resolver problemas filosóficos, sino más bien por una reacción negativa ante las posturas que sostuve durante mi estancia en el MIT—. Según estas posturas, el conocimiento que el hablante posee de las pala­ bras que pronuncia consiste simplemente en el conocimien­ to tácito de una batería de «reglas semánticas» almacenadas «dentro de su cabeza». En 1966 empecé a darm e cuenta de que la imagen completa del lenguaje como algo que está to­ talmente «dentro de la cabeza» del hablante individual tenía que ser errónea. Diversas consideraciones, sobre las que no me extenderé aquí, me convencieron de que la habitual com­ paración de palabras con herramientas es errónea, si las «herramientas» que tenemos en la mente son herram ientas que una persona podría, en principio, usar aisladamente, como un m artillo o un destornillador. Si el lenguaje es una herram ienta, esta herram ienta es como un transatlántico, cuyo uso requiere la cooperación de muchas personas (y participando en una compleja división del trabajo). Lo que confiere a las palabras de un individuo los significados con­ cretos que éstas poseen no es sólo el estado del cerebro del individuo en cuestión, sino las relaciones que éste tiene con su entorno no humano y con otros hablantes. Al principio esta idea cayó en oídos más o menos sordos, pero cuando la presenté con mayor detalle en un artículo que escribí a finales de 1972 titulado «El significado de “sig­ nificado”»51 obtuvo una recepción sorprendentem ente fa­ vorable (debida en parte a su consonancia con las ideas presentadas en las celebradas conferencias que Kripke pro­ nunció en Princeton en 1970, tituladas «El nom brar y la ne42

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cesidad»),52y al menos cierta parte de ella —la idea según la cual toda descripción completa de significado debe incluir factores externos a la cabeza del hablante— prácticamente ha llegado a form ar parte de la «ortodoxia» de la filosofía del lenguaje. (No obstante, debo decirles que esta form a de ver las cosas no surgió del program a del «realismo científico», al cual anteriorm ente me sentí muy vinculado.) Por otra parte, hacia 1972, empezó a preocuparm e un problema al que Quine había dedicado m ucha atención: cómo (y, como hubiera dicho Quine, si) las palabras pueden tener algún ti­ po de referencia determinada.

R eferencia y teoría de m odelos La m anera en que esto llegó a convertirse en un problema para mí fue más o menos la siguiente: como la mayor parte de la gente que suscribe el modelo computacional de la m en­ te, yo creía que cuando vemos u oímos algo lo que realmente sucede es que en nuestras m entes/cerebros se producen determinados datos sensibles visuales o auditivos. Estos da­ tos sensibles son los que la m ente/cerebro procesa cogni­ tivamente. Desde este punto de vista, la relación entre las mesas y las sillas que percibimos y los datos sensibles es simplemente una cuestión de impactos causales en la re ti­ na y en el tímpano, y de señales causales de la retina y el tím pano a los procesadores cerebrales; no tenemos una re­ lación cognitiva directa con los objetos que percibimos. Nuestros datos sensibles son, por así decir, el interfaz entre nuestros procesos cognitivos y el mundo. (Esto es en lo que 43

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se convierte la descripción cartesiana de la mente cuando ésta se identifica con el cerebro.) La posibilidad de sostener que aquello de lo que somos inmediatamente conscientes en la percepción real son las verdaderas propiedades de las co­ sas externas y no «representaciones» es algo que rechazo ca­ tegóricamente. Según esta descripción neocartesiana de la mente, parece que no hay problema en cómo la mente (con­ cebida como un ordenador) puede conocer las «experiencias subjetivas» (los datos sensibles) que tiene la persona, puesto que supuestamente éstos son eventos que ocurren dentro del propio ordenador y que, por tanto, le resultan «accesi­ bles». ¿Pero qué quiere decir que estas experiencias «repre­ sentan» objetos externos a la mente/ordenador? Como hemos visto, la mayor parte de los filósofos analí­ ticos rechazó la postura positivista según la cual una teoría científica es básicamente un mecanismo para predecir ex­ periencias subjetivas. Sin embargo, en la filosofía de la men­ te en la que yo y otros filósofos analíticos estamos interesa­ dos, resulta difícil ver cómo la comprensión m ental de una teoría científica puede realm ente ir más allá de lo que los positivistas hubieran permitido. Se puede entender cómo la mente, concebida como un ordenador, puede «comprender» una teoría científica en el sentido de ser capaz de emplearla como un mecanismo de predicción, pero ¿cómo puede la mente comprender una teoría científica «realistamente» (es decir, comprendiendo que térm inos como «átomo» y «mi­ crobio» aluden a cosas reales) en la forma en que yo lo plan­ teo ya desde mi ensayo «Lo que las teorías no son»? En este momento, me vinieron a la mente determinados resultados de la lógica m atemática. Sin entrar en detalles 44

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técnicos, sucede que si existe alguna correspondencia entre los térm inos de un lenguaje y las cosas del mundo (es decir, la relación de referencia que supuestamente todos tenemos en mente), entonces las distintas correspondencias existen­ tes que hacen que los mismos enunciados sean verdaderos (¡y no sólo en el mundo real, sino también en todos los mundos posibles!) son infinitas.53De ello se sigue inm ediatam ente que si hay un hecho respecto al cual la correspondencia es la relación de «referencia» entre las palabras de mi teoría y los ítem del mundo entonces el hecho no puede determ inarse simplemente haciendo predicciones y contrastándolas. Si A y B son dos correspondencias distintas tales que para la ver­ dad de cualquier enunciado (en cualquier mundo posible) diera igual que la relación de referencia fuese A o B, enton­ ces, concretamente, ninguna prueba empírica puede posible­ mente determinar si A o B e s la relación «correcta». La idea m ism a de «relación correcta» amenaza con convertirse en excesivamente metafísica. Sin embargo, nunca pude acep­ tar la forma extremadamente audaz en que Quine abordaba el problema, que consistía en negar que exista un «hecho» al que nuestras palabras se refieran.54Según Quine, y emplean­ do sus propias palabras, cuando pienso que me estoy refi­ riendo a mi gata Tabitha (o a mi esposa, o a mi amigo, o a mí mismo) no hay ningún hecho respecto al cual mis palabras designen Tabitha o «todo el cosmos menos la gata».55Siem­ pre me ha parecido que una postura que es tan contraria a nuestra sensación de estar en contacto intelectual y perceptual con el mundo no puede ser correcta. Aparentemente el realismo científico exacerba más que resuelve estos profundos problemas, puesto que para los rea­ 45

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listas científicos sólo existen dos posibilidades: reducir la referencia a conceptos empleados en las ciencias físicas, lo cual parece imposible, o afirm ar (como Quine) que la exis­ tencia de una determ inada relación de referencia no es más que una ilusión. Empecé a distanciarm e del núcleo duro del realismo científico en parte por esta razón y en parte porque descubrí la im portante obra de un filósofo que siem pre ha insistido en que para comprender la cognición es tan im ­ portante conocer las artes como conocer las ciencias. Ese fi­ lósofo es Nelson Goodman. Me di cuenta de que en algunos aspectos coincidía con él, especialmente en su insistencia en que el mundo no tiene una descripción «inmediata» o «construida», sino que existen muchas descripciones que se pueden «ajustar» en función de nuestros intereses y objeti­ vos. (Aunque ello no quiere decir que cualquier cosa que nos guste se pueda «ajustar». Que no haya sólo una descripción correcta no quiere decir que todas lo sean, pues la correc­ ción de una descripción puede ser subjetiva.) Sin embargo, aunque discrepo de Goodman cuando afirm a que no hay sólo un «mundo», sino muchos, y que éstos son los mundos que nosotros mismos hacemos,56sigo pensando que su tra ­ bajo es una continua fuente de inspiración. Por otra parte, en aquella época también empecé a tom ar en serio una idea que oí por prim era vez a mis profesores pragm atistas de la Universidad de Pennsylvania y de la UCLA: la idea según la cual los «juicios de valor» no carecen de «significado cognitivo», sino que en realidad están implícitos en toda cogni­ ción; hecho y valor están interrelacionados. Éste era el contexto que me indujo a presentar mi p ri­ mer intento de una vía interm edia entre el antirrealism o y 46

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el realism o metafísico («realismo interno») en las décadas de los setenta y los ochenta.57Aunque sigo defendiendo algu­ nas de las ideas desarrolladas en dicho intento (el negar que la realidad dicta una descripción única y la concepción de hecho y valor como interrelacionados y no discretos son tan centrales en mi pensamiento actual como lo eran entonces) el proyecto en su conjunto me parece ahora fatalm ente vi­ ciado por su adhesión a la concepción tradicional según la cual nuestras sensaciones son un «interfaz» entre nosotros y el mundo.58 Yo no era el único filósofo que empezó a preocuparse por estos problemas. Michael Dummett trabajaba tam bién en alguna de estas cuestiones e intentaba desarrollar una for­ ma de verificacionismo exento de la presión fenomenalista que observábamos en el positivismo. Y en el mismo período Richard Rorty rompió con el realismo científico y avanzó en una dirección que al principio asoció con la «deconstruc­ ción» derridiana y posteriorm ente con el pragmatismo nor­ team ericano.59Al igual que Quine, Rorty rechaza la idea de que exista una determ inada relación de referencia entre pa­ labras y cosas, pero (a diferencia de Quine) sostiene que los enunciados de la ciencia no tienen más derecho a ser cali­ ficados de «verdaderos» que otros enunciados que encontra­ mos satisfactorios en cualquiera de las otras muchas disci­ plinas. Para Rorty, «verdadero» es simplemente un adjetivo que empleamos para «elogiar» las creencias que nos gustan. Aunque no puedo aceptar la «semántica verificacionista» de Dummett, y Rorty me parece peligrosamente proclive a abandonar la idea de que existe un mundo externo, me sa­ tisface comprobar que vieron algunas de las mismas dificul­ 47

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tades que yo advertí en lo que, en filosofía analítica, se ha convertido en la metafísica realista estándar.

El retorno de la h istoria de la filosofía Acabo de describir la m anera en que llegué a darm e cuenta de que las dificultades filosóficas relacionadas con «cómo el lenguaje depende del mundo» no se resolverán mediante nuevas investigaciones en ciencias naturales, incluyendo los modelos computacionales de la mente. Esto es algo que sostiene hace tiempo el eminente filósofo canadiense Char­ les Taylor, quien, concretamente, ha subrayado que estas di­ ficultades surgen porque determ inadas formas de pensar nos parecen obligatorias. Sostiene tam bién que sin investi­ gar la historia de esta obligatoriedad, sin una investigación que intente descubrir la genealogía de los cambios concep­ tuales que hicieron que el cartesianism o (o cartesianism o cum materialismo) parezca la única m anera posible de pen­ sar sobre la mente, nunca llegaremos a ver hasta qué punto son contingentes algunos de los supuestos que generan nues­ tros problemas; hasta que no lo veamos, seguiremos dando vueltas a estos problemas. Sin embargo, esto es algo que yo no estaba dispuesto a oír a finales de la década de los seten­ ta, época en la que escribía Razón, verdad e historia. No obs­ tante, en 1980 (e influido por Richard Rorty) empecé a estu­ diar seriamente la obra de William James e inmediatamente me impresionó su insistencia en que la descripción de nues­ tras experiencias como algo «dentro» de nuestras mentes (o nuestras «cabezas») es un error. Tiempo atrás, a p artir de la 48

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lectura de Sentido y percepción, de Austin, fui consciente de la posibilidad de negar la concepción interfaz, aunque re­ chacé la idea. Pero en 1980, cuando volví a pensar en la cues­ tión, vi con claridad (pese a que el enfoque de James contie­ ne algunos elementos insostenibles) que éste estaba en lo cierto al pensar que se debía abandonar la concepción tradi­ cional.60Además, empecé (con Ruth Anna Putnam) a estu­ diar los voluminosos escritos de John Dewey, que ofrece una m anera de pensar acerca de la indagación ética que evita muchas de las dicotomías estándar (absoluto versus relativo, instrum ental versus categórico, etcétera).61 Más o menos en aquella época, me di cuenta de que un fi­ lósofo al que profesaba un gran respeto, John McDowell, ins­ taba a rechazar la descripción neocartesiana de la m ente y la dicotomía hecho/valor, en la que, aparentemente, estaba anclada la filosofía analítica. Durante muchos años, las ideas de McDowell sólo podían encontrarse en form a de artícu ­ los y conferencias ocasionales, pero en 1991 dictó las Con­ ferencias John Locke en Oxford (actualm ente publicadas con el título M ind and World). En 1994 pronuncié mis pro­ pias Conferencias Dewey sobre diversas cuestiones conexas. En nuestras respectivas conferencias ambos presentam os una postura no cartesiana haciendo continuas referencias a la historia de la filosofía (tal como recomendaba Charles Taylor). Parece claro que el largo predominio de la idea de que «la filosofía es una cosa y la historia de la filosofía es otra» está llegando a su fin. ¿O es una apreciación demasiado optimista?

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La (no) recepción de la filo so fía con tin en tal No puedo term inar sin m encionar una característica de la filosofía analítica angloam ericana que no hab rá pasado desapercibida a ningún observador mínimamente inform a­ do: la exclusión de la «filosofía continental». (Las principa­ les instituciones que otorgan los títulos de doctorado en fi­ losofía raram ente incluyen textos de Foucault o Derrida en sus cursos, y no hace mucho que se ha empezado a prestar atención a la obra de Jürgen Habermas, y aun así sólo en cursos de ética.) A prim era vista, esto puede parecer sor­ prendente; al fin y al cabo, la filosofía se considera parte de las humanidades, y la teoría francesa goza de gran predica­ mento en las otras humanidades. Sin embargo, esta indife­ rencia de los departam entos de filosofía analítica resulta menos sorprendente si se tiene en cuenta que la imagen que la filosofía analítica tiene de sí m ism a es más científica que hum anística. Si uno aspira a hacer ciencia (aun cuando lo que escribe en realidad se acerca más a la ciencia ficción), diferenciarse de las humanidades parecerá una virtud posi­ tiva. Naturalmente, no todos los filósofos que pertenecen a los departamentos analíticos están contentos con este esta­ do de cosas. (Por ejemplo, algunos personajes destacados han estudiado y enseñado durante años la fenomenología de Husserl, o la filosofía de Habermas, e incluso la de Heidegger.) Sin embargo, gran parte de los filósofos analíticos jus­ tifica la exclusión de textos de los autores que acabo de men­ cionar alegando que dichos autores no son «claros» o que sus textos (que, en realidad, probablemente no han leído) «no contienen argumentos». No admiten que su propia con­ 50

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cepción de la filosofía es cientifista; por lo general, cuando se ataca a la filosofía analítica, sus defensores se lim itan simplemente a com parar su estilo de filosofía con «argu­ mento» y «claridad». Pero la doctrina del Tractatus según la cual «todo lo que puede ser expresado puede ser expresado claramente» se ha convertido en un dogma; en realidad, des­ de que la noción de «forma lógica» en la que se basaba el Tractatus fue rebatida, nunca he oído a nadie que argum en­ tara en su favor. La buena prosa, cualquiera que sea el tema del que se ocupe, debe comunicar algo digno de ser comuni­ cado a un lector sensible. Si trata de persuadir, la persuasión no debe ser irracional (lo cual no excluye la posibilidad de que, implícitamente, se proponga que alguien vea lo que se niega a ver —una forma de vida, o lo que realmente sucede en el ámbito de nuestras prácticas lingüísticas, científicas, éticas o políticas— y no simplemente una deducción a partir de prem isas ya aceptadas o la presentación de pruebas de una hipótesis empírica). La exigencia de que sólo digamos lo que puede ser dicho en el tipo de prosa en el que escribió B ertrand Russell, por m aravillosa que ésta fuera, en reali­ dad no hace más que lim itar aquello sobre lo que podemos hablar.

¿Debe continuar la filo so fía analítica? Esta descripción de los cambios del carácter de la filosofía estadounidense durante el medio siglo en el que he sido testi­ go de ella recoge, necesariamente, una perspectiva. Soy cons­ ciente de no haber prestado la debida atención a algunas 51

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************************************************************************ contribuciones brillantes; la obra de Donald Davidson, Saúl Kripke, David Lewis, Robert Nozick y otros sólo ha recibido, en el mejor de los casos, una breve mención. A modo de dis­ culpa parcial debo decir que mi objetivo ha sido esbozar los inicios de las que parecen ser las tendencias dominantes ac­ tuales y el principio de un cambio experimentado a p a rtir de los que, en mi opinión, constituyen los errores de dichas tendencias. Davidson, Kripke y Nozick contribuyeron a es­ tos avances, aunque la forma en que lo hicieron sería difícil de explicar en un artículo descriptivo como éste. Dada mi postura crítica con la tendencia realista científica y sim ila­ res (por ejemplo, el m aterialism o cum perspectivism o de B ernard Williams y el «cuasi-realismo» de Blackburn) pa­ recería también que abogo por el fin de la filosofía analítica, y ésta es una cuestión sobre la que quisiera hacer alguna puntualización. Si por «filosofía analítica» entendemos, simplemente, una filosofía informada por el conocimiento de la ciencia, el conocimiento de los avances de la lógica m oderna y el de las grandes obras de los filósofos analíticos anteriores, desde Russell, Frege, Reichenbach y Carnap hasta la actualidad, entonces, con toda certeza, no estoy defendiendo que deba llegar a su fin. Lo que me preocupa son determ inadas ten­ dencias de la filosofía analítica —la tendencia al cientifismo, a desdeñar la historia de la filosofía, el rechazo a oír otros tipos de filosofía—, pero com batir estas tendencias no es lo mismo que combatir la filosofía analítica. Como filó­ sofo cuya propia obra está repleta de referencias a Frege, Russell, Wittgenstein, Quine, Davidson, Kripke, David Lewis y otros, me considero un «filósofo analítico» en este sentido. 52

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Aunque, por m encionar una últim a tendencia que desa­ pruebo, la tendencia a pensar en la filosofía analítica como en un «movimiento» (y que ha llevado a la creación de nue­ vas —y excluyentes— asociaciones de filósofos analíticos en distintos países europeos) no me parece acertada. Desde mi punto de vista, la única función legítima de los «movimien­ tos» filosóficos es obtener atención y reconocimiento para ideas que aún no se han recibido o que han sido desaten­ didas o m arginadas. La filosofía analítica hace tiempo que está presente y, ciertamente, es una de las corrientes domi­ nantes de la filosofía m undial. Convertirla en un «movi­ miento» no es necesario, y ello no hace más que conservar las características que he criticado. De la misma m anera que podemos aprender de Kant sin declararnos kantianos, de James y Dewey sin declararnos pragm atistas y de Wittgens­ tein sin declararnos wittgensteinianos, podemos aprender de Frege, Russell, Carnap, Quine y Davidson sin declarar­ nos «filósofos analíticos». ¿Por qué no podemos ser simple­ mente «filósofos», sin adjetivo?

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Notas 1. Las características que descri­ bo como supuestos principios cen­ trales del movimiento son las que se encuentran en una de las obras que más contribuyeron a popularizar el positivismo lógico: Language, Truth and Logic, de A. J. Ayer, publicada en Londres, por V Gollancz, en 1936 (trad. casi: Lenguaje, verdad y lógi­ ca, Barcelona, Martínez Roca, 1977). Tales principios llegaron a constituir el estereotipo de lo que un positi­ vista lógico creía. El estereotipo se ajusta a la realidad en estos aspec­ tos: los positivistas lógicos creían que las proposiciones metafísicas care­ cen de sentido (aunque no se ponían de acuerdo sobre cuáles eran las proposiciones «metafísicas») y que éstas se pueden distinguir de las proposiciones «cognitivamente sig­ nificativas» (las proposiciones de la ciencia) porque estas últimas se pueden demostrar empíricamente o bien son decidibles recurriendo a la lógica (en la que se incluían las ma­ temáticas) y a definiciones (véase la nota 47). Las proposiciones éticas y los juicios de valor en general tam­ bién eran considerados «carentes de sentido», como si se tratase de pro­ posiciones que expresan verdades sobre el mundo, aunque se les podía conceder un tipo de significado de segunda clase si se las consideraba expresiones «emotivas», formas de

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expresar una actitud, exhortacio­ nes para que otros compartieran una actitud, etc. 2. Que todos los p ositivistas creían que las verdades empíricas son «sobre» los datos de los sentidos es quizás el error más generalizado. Incluso la celebrada Aufbau («cons­ trucción») deRudolf Carnap, en Der Logische Aufbau der Welt (Berlín, Weltkreis-Verlag, 1928), se limitaba a afirmar que los datos de los sen­ tidos ofrecen una forma posible de reconstruir las proposiciones de la ciencia, y Hans Reichenbach, en Exper ience andPrediction (Chicago, 111., University of Chicago Press, 1938), era inequívocamente hostil a este tipo de fenomenalismo. 3. En realidad, la idea según la cual todos los conceptos científicos —concretam ente, los conceptos observacionales— tienen una carga teórica aparece, significativamen­ te, en artículos de Neurath y Reichen­ bach desde principios de los años veinte. 4. Éste es un error que principal­ mente cabe atribuir a la influyente obra de Thomas Kuhn The Structure of Scientific Revolutions, segunda ed. Chicago, Hl. University of Chicago Press, 1970 (trad. cast.; La estructu­ ra de las revoluciones científicas, México, EC.E., 1971). Reichenbach y Carnap empezaron a dedicarse a la

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filosofía en los albores de una revo­ lución científica, la revolución einsteniana, y la cuestión central de la obra de Reichenbach, The Theory of Relativity and a Prior Knowledge (Berlín, J. Springer, 1992), era pre­ cisamente cómo dar cuenta de las revoluciones científicas sin que esto implique forzosamente la idea de que las teorías anteriores y poste­ riores a dicha revolución son «incon­ mensurables», como más adelante defendería Kuhn. 5. «On What There Is», 1948, publi­ cado en W V Quine, From a Logical Point of View, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1953 (trad. cast.: «Acerca de lo que hay», en Des­ de un punto de vista lógico, Barcelona, Paidós, 2001 [en prensa]). 6. «Two Dogmas» («Dos dogmas del empirismo») (1950), compilado en ibid. Puesto que la forma positivis­ ta de permitir algunos enunciados no demostrables empíricamente —los enunciados de la matemática pura— en la clase de los enunciados «cognitivamente significativos» al tiem­ po que prohibían los «metafísicos» dependía de una estricta distinción sintético/analítico, la crítica de Quine a dicha distinción ayudó a que los filó­ sofos empezasen a sospechar de la dis­ tinción «ciencia/metafísica». 7. «The Scope and Language of Science» (1957), compilado en W V Quine, The Ways of Paradox, Cam­

bridge, Mass., Harvard University Press, 1976, y en «On Epistemology Naturalized», en W. V Quine, Ontological Relativity, Nueva York, Columbia University Press, 1969 (trad. cast.: La relatividad ontológica y otros ensayos, Madrid, Tecnos, 1974). 8. Esta dicotomía está presente en la obra de Carnap desde, aproxima­ damente, 1939. Se daba por supues­ to que los «términos observacionales» (como, por ejemplo, «azul» o «piz­ cas») se referían únicamente a obser­ vables, y que la distinción entre enunciados que funcionan como informes observacionales y los enun­ ciados que funcionan como postu­ lados teóricos se puede trazar de la siguiente forma: los primeros con­ tienen únicamente términos obser­ vacionales, mientras que los últimos deben contener al menos un térmi­ no teórico. En Hilary Putnam, «What Theories Are Not» (1960), compilado en Hilary Putnam, Mathematics, M atter and Method (Cambridge, Cambridge University Press, 1975 [trad. cast: «Lo que las teorías no son», en L. Olivé y A. R. Pérez Ransanz (comps.), Filosofía de la ciencia: teo­ ría y observación, México, Siglo XXI, 1989], se demuestra que ambos supues­ tos son insostenibles. 9. Véase MichaelFriedman, «Logi­ cal Positivism Re-Evaluated», Journal of Philosophy LXXXVÜI, 10, octubre de 1991, págs. 505-519.

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10. Véase G. A. Reisch, «Did Kuhn Kill Logical Emplricism?», Philosophy of Science 58,1991, págs. 264-277. Mi agradecimiento a Gerald Holton y Jordi Cat por esta referencia. 11. Morton White no era positivista, pero se tomaba en serio el positi­ vismo, así como la filosofía oxoniense y el pragmatismo americano. 12. Durante mucho tiempo no con­ sideré que Wittgenstein fuese un «filósofo del lenguaje ordinario» en este sentido, y en mi opinión la ver­ dadera importancia de Austin tras­ ciende con mucho su adhesión a esta idea. 13. White, que jugó un papel en el cambio en Harvard, era el más joven y el últim o que había llegado al departamento (véase también la nota 11). 14. Concretamente, la Universidad de Cornell tuvo un departamento de filosofía «wittgensteiniana» duran­ te varios años. 15. Como se menciona en la nota 6, en el contexto de los debates sobre el positivismo lógico, el ataque de Quine a la distinción analítico/sin­ tético cuestionó también la idea de la distinción «ciencia/metafísica». 16. Noam Chomsky, Syntactic Structures, (Gravenhage, Mouton, 1957) (trad. cast.: Estructuras sin­ tácticas, México, Siglo XXI, 1974). 17. Las funciones recursivas son una clase de funciones que, según una

tesis (la «tesis de Church») defendida por Alonzo Church y Alan Turing en la década de 1930, comprende exac­ tamente las funciones que un orde­ nador puede, en principio, computar. La teoría lingüística de Chomsky ha conservado dos tesis centrales en sus diversas formas: 1) que las estructuras gram aticales de un lenguaje natural son mucho más complejas que las gramáticas tradi­ cionales («gramáticas de estructura de la frase»), aunque 2) estas estruc­ turas más complejas pueden des­ cribirse tam bién empleando un formalismo por la teoría de las fun­ ciones recursivas (y procesos com­ putacionales en general) enunciada por primera vez por Emil Post, un estadounidense contemporáneo de Turing. 18. Paul Ziff, Semantic Analysis, Ithaca, N. Y., Cornell University Press, 1960. Hoy en día, por lo gene­ ral, los estudiantes suponen que esta idea se originó en el texto de Donald Davidson «Truth and Meaning», Synthese XVII, 3,1967, y lamen­ tablem ente, casi nunca se hace referencia al libro de Ziff. 19. Las «máquinas de Turing» son mecanismos abstractos (al menos existían únicamente como abstrac­ ciones matemáticas cuando Alan Turing las describió en los años treinta) que constituyen la base de la teoría computacional moderna.

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The Conceptual Foundations of Psychology and Psychoanalysis, Minneapolis, Minn., The Univer­ sity of Minnesota Press, 1956. 23. Reimpreso como Putnam, Mind, Language and Reality, cap. 11. 24. El texto de Donald Davidson «The Very Idea of a Conceptual Scheme» (en ProceedingsandAddresses of the American Philosophical Association, 67,1973-1974) contiene un poderoso (y celebrado) argu­ mento contra la coherencia de la idea de inconmensurabilidad. 25. El artículo de Anscombe «Modern Moral Philosophy», publi­ cado en 1958, representó una lla­ mada a favor de este nuevo enfoque. Dicho texto está recogido en G. E. M. Anscombe, Ethics, Religión and Politics, vol. 3 de The Collected Philosophical Papers of G. E. M. Anscombe, Oxford, Blackwell, 1981. 26. Charles Travis, The Uses of Sense; 'Wittgenstein’s Philosophy of Lan­ guage, Oxford, Oxford University Press, 1989. 27. Consideremos, por ejemplo, la oración «La mesa está llena de café». En función del contexto, esto puede significar que la mesa está lle­ na de tazas de café, o que el café se ha derramado en la mesa, o que está llena de paquetes de café. Sin embar­ go, en todos estos usos, «café», «mesa» y «llena» poseen sus «significados» estándar.

20. «Minds and Machines», com­ pilada en Hilar y Putnam, Mind, Language and Reality, Cambridge, Cambridge University Press, 1975. 21. Putnam, «Lo que las teorías no son». Esta influencia se debió en parte a determinada confluencia de ataques a la postura de Carnap. Según la descripción que Frederick Suppe da de lo sucedido, en el pre­ facio de The Structure o f Scientific Theories (Urbana, Illinois, University of Illinois Press, 1974 [trad. cast.: La estructura de las teorías científi­ cas, Madrid, Editora Nacional, 1979]), hubo ataques de dos tipos: «En pri­ mer lugar, se atacaron característi­ cas específicas de esta postura [...] encaminadas a mostrar que eran de todo punto erróneas [así es como calificó m i ataque]. En segundo lugar, había avanzadas filosofías alternativas de la ciencia [Hanson, Kuhn y Toulmin] que la rechaza­ ron totalmente y se dedicaron a abo­ gar a favor de alguna otra concepción de la ciencia y del conocimiento científico» (Ibid., pág. 4). 22. A veces, este vocabulario ló­ gico adoptaba los recursos de la lógica de primer orden o, alter­ nativamente, de la teoría de con­ juntos. Véase Rudolf Carnap, «The Methodological Character of Theoretical Concepts», en H. Feigl y M. Scriven, Minessota Studies in the Philosophy o f Science, vol. I de

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36. Un famoso experimento men­ tal de Quine, empleado a menudo para ilustrar su doctrina, implícala idea de encontrar a unos nativos que hablan en un lenguaje hasta ahora desconocido y que, aparen­ temente, para denominar a los conejos u tilizan el térm ino gavagai. En Palabra y objeto, Quine sostuvo que podríamos traducir todos los casos de gavagai en el «lenguaje de la jungla» como «una parte no ais­ lada del conejo» y realizar «ajustes compensatorios» en nuestro esque­ ma de traducción, y el esquema de traducción resultante seguiría ajus­ tándose a todas las significaciones estim ulativas posibles. Si damos por supuesto que la referencia de las palabras es públicamente acce­ sible a partir de las significacio­ nes estim ulativas (pues, de otra manera, ¿cómo podríamos apren­ der el lenguaje?), ¿ello no demuestra —como se preguntaba Quine— que no hay ningún «hecho» que confir­ me si gavagai significa «conejo» o «una parte no aislada del conejo»? 37. En particular, Bernard Wi­ lliams, Descartes: TheProjectof Puré Enquiry, Harmondsworth, Penguin, 1978, pág. 299 (trad. cast.: Descartes: el proyecto de la investigación pura, Madrid, Cátedra, 1996). 38. Puesto que los matemáticos contemporáneos aceptarían el enun­ ciado «Existen números mayores

28. Para una contundente crítica de la postura de Grice, véase Charles Travis, «Annals of Analysis», Mind, 100 (398), abril de 1991, págs. 237264. 29. Por ejemplo, se suponía que el tradicional problema mente-cuerpo se convertiría simplemente en el problema de la relación entre el software y el hardware del cerebro. 30. Véase Quine, «The Scope and Language of Science» y Quine, «On Epistemology Naturalized». 31. Véase Hilary Putnam, Philosophy of Logic (1971), reimpreso como parte de Putnam, Mathematics, Matter andMethod, 2aed.; y Quine, «Acerca de lo que hay». 32. En su forma más simple, esto es «p y (q o r)» es equivalente a (p y q) o (p y r)». 33. Véase Hilary Putnam, «Is Logic Empirical?» (1968), reimpreso como «The Logic of Quantum Mechanics», en Putnam, Mathematics, Matter and Method. 34. Para una descripción de estas dificultades, véase Hilary Putnam, «Reply to Michael Redhead», en P. Clark y R. Hale (comps.), Reading Putnam, Oxford, Blackwell, 1994. 35. W. V. Quine, Word and Object, Cambridge, Mass., Technology Press of the Massachusetts Instituto of Technology, 1960 (trad. cast.: Palabra y objeto, Barcelona, Labor, 1968).

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que 25» y los biólogos contemporáneos aceptarían «Existen microbios que pueden causar enfermedades a los humanos», el criterio del compro­ miso ontológico de Quine Implica que estos científicos «están com­ prometidos con la existencia de» números y microbios, y, puesto que la existencia es unívoca, los números y los microbios existen (si la ciencia contemporánea no se equivoca) exac­ tamente en el mismo sentido. 39. «Succes andLimits of Mathematization», compilado en Quine, Theories and Things, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1981, pág. 149 (trad. cast.: Teorías y cosas, México, UNAM, 1986). 40. Véase David Lewis, Counterfactuals, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1973, págs. 84-91. 41. JohnRawls, A Theoryof Justice, Cambridge, Mass., Belknap Press de Harvard University Press, 1970 (trad. cast.: Teoría de la justicia, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1997). 42. John Rawls, Political Liberalism, Nueva York, Columbia University Press, 1993 (trad. cast.: El liberalis­ mo político, Barcelona, Crítica, 1996); «The Independence of Moral Theory», discurso presidencial pronunciado ante la Am erican Philosophical Associatioñ, división oriental, 1974, en Proceedings and Addresses of the American Philosophical Associatioñ 43,1374-1975, págs. 5-22.

43. J. L. Mackie, Ethics: Inventing Rightand Wrong, Harmondsworth, Penguin, 1977 (trad. cast.: Ética: la invención de lo bueno y lo malo, Bar­ celona, Gedisa, 2000); Gilbert Harman, The Nature of Morality: An Introduction to Ethics, Oxford, Oxford University Press, 1977 (trad. cast.: La naturaleza de la m oralidad: una introducción a la ética, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Filosóficas, 1983). 44. Bernard Williams, Ethics and the Limits of Philosophy, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1985 (trad. cast.: La ética y los lími­ tes de la filosofía, Buenos Aires, Jorge Waldhuter, 1977). 45. Se trata de Rogers Albritton, Stanley Cavell y Burton Dreben. Este último se jubiló en Harvard y actualmente ejerce como docente en la Universidad de Boston, aunque otro de mis colegas, Warren Goldfarb, más joven, además de realizar un bri­ llante trabajo en lógica y en historia de la filosofía analítica, ayuda tam­ bién a continuar hoy en día la tra­ dición de estudios sobre Wittgenstein en Harvard. 46. Véase Putnam, Mind, Language and Reality, caps. 15,16 y 17. 47. Después de que Kurt Gódel descubriera que en todos los siste­ mas de la matemática pura existen enunciados indecidibles, los posi­ tivistas efectuaron diversos y com­

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una determinada afirmación cam­ bie con el tiempo, e incluso en el caso de que alguna afirmación «gra­ matical» resulte ser errónea. 50. Entre los escritos recientes de Stanley Cavell sobre este tema se encuentran Conditions Handsome and Unhandsome: The Constitution of EmersonianPerfectionism, Chica­ go, Hl., University of Chicago Press, 1990; In Questof the Ordinary: Lines of Skepticism and Romanticism, Chicago, Hl., University of Chicago Press, 1988; y PhilosophicalPassages: Wittgenstein, Emerson, Austin, Derrida, Oxford, Blackweü, 1995. 51. Compilado en Putnam, Mind, Language and Reality. 52. Saúl Kripke, N am in g and Necessity, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1972, 1980 (trad. cast.: El nom brar y la necesidad, México, UNAM, 1985). 53. Véase Hilary Putnam, Reason, Truth an d H istory, Cambridge, Cambridge University Press, 1981 (trad. cast:. Razón, verdad e historia, Madrid, Tecnos, 1988). 54. W V Quine, Word and Object, Cambridge, Mass., MIT Press, 1960 (trad. cit.); W V Quine, Ontological Relativity and Other Essays, Nueva York, Columbia University Press, 1969 (trad. cit.). 55. W V. Quine, Pursuit of Truth, Cambridge, Mass., Harvard Univer­ sity Press, 1990, pág. 33 (trad. cast.:

pilcados ajustes en su criterio para evitar tener que decir que todos los enunciados de la matemática pura carecen de significado cognitivo. Sin embargo, no es mi intención extenderme ahora en estos ajustes. 48. Véase «RethinkingMathematical Necessity», en Hilary Putnam, Words and Life, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1994. 49. El ataque de Quine a la dis­ tinción analítico/sintético se dirigía a la idea positivista según la cual una determinada clase de juicios (los analíticos) es, en principio, inmune a la refutación empírica. Los filósofos que suponen que Quine desaproba­ ba la posibilidad misma de distinguir entre conocimiento conceptual y conocimiento empírico (por ejemplo, Richard Rorty) están asumiendo tácitamente que cualquier noción via­ ble de conocimiento conceptual debe ser, en cuanto concierne a su carác­ ter de no revisable, similar a la noción positivista de verdad analítica. Pero en Sobre la certeza, Wittgenstein subrayó que la distinción entre un río y sus riberas es importante, aun cuando en el transcurso del tiempo el curso del río y las riberas cambien y aun cuando algunas orillas sean más variables que otras. Con ello quería decir que existe una dife­ rencia entre las afirmaciones «gra­ m aticales» (conceptuales) y las empíricas, aun cuando el estatus de

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50 años de filosofía vistos desde dentro ************************************************************************

man Mind», The Journal of Philoso­ phy XCI, 2, septiembre de 1994 (trad. cast.: Sentido, sinsentidoy los sentidos, Barcelona, Paidós, 2000), para lo que ahora creo es correcto e incorrecto acerca del «realismo interno». 59. Richard Rorty, Consequences o f Pragmatism: Essays, 1972-1980, Minneapolis, Minn., University of Minnesota Press, 1982 (trad. cast.: Consecuencias del pragm atism o, Madrid, Tecnos, 1996); Richard Rorty Philosophy and the Mirror of Nature, Princeton, N. J., Princeton University Press, 1979 (trad. cast.: La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid, Cátedra, 1989). 60. Véase «James’ Theory of Perception» (1988), compilado en Hilary Putnam, Realism with a Human Face, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1994. 61. Véase Putnam, Words and Life, parte III.

La búsqueda de la verdad, Barcelona, Crítica, 1992). 56. N elson Goodman, Ways of Worldmaking, Indianapolis, Ind., Hackett, 1978 (trad. cast.: Maneras de hacer mundos, Madrid, Visor, 1990). Para un debate sobre esta perspec­ tiva entre Goodman, Hempel, Scheffler y yo, véase Peter J. McCormick (comp.), Star making: Realism, AntiRealism, and Intalism , Cambridge, Mass., MIT Press, 1996. 57. Véase Putnam, Reason, Truth andHisiory (trad. cit.); véase también Hilary Putnam, The Many Faces of Realism, LaSaUe, DI., Open Court, 1987 (trad. cast.: Las m il caras del realis­ mo, Barcelona, Paidós, 2000). 58. Véase Hilary Putnam, «Reply to Simón Blackburn», en Clark y Hale (comps.), Reading Putnam, y Hilary Putnam, «The Dewey Lecture 1994: Sense, Nonsense and the Senses: An Inquiry into the Powers of the Hu­

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