La Filosofia Desde La Ciencia

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LA FILOSOFÍA DESDE LA CIENCIA

CENTRO DE ESTUDIOS FILOSÓFICOS, POLÍTICOS Y SOCIALES VICENTE LOMBARDO TOLEDANO

DIRECCIÓN GENERAL

Marcela Lombardo Otero SECRETARÍA ACADÉMICA

Raúl Gutiérrez Lombardo COORDINACIÓN DE INVESTIGACIÓN

Cuauhtémoc Amezcua COORDINACIÓN DE SERVICIOS BIBLIOTECARIOS

Javier Arias Velázquez COORDINACIÓN DE PUBLICACIONES Y DIFUSIÓN

Fernando Zambrana Primera edición 2014 © CENTRO DE ESTUDIOS FILOSÓFICOS, POLÍTICOS Y SOCIALES VICENTE LOMBARDO TOLEDANO

Calle V. Lombardo Toledano num. 51 Exhda. de Guadalupe Chimalistac México, D. F., c.p. 01050 tel: 5661 46 79; fax: 5661 17 87 [email protected] www.centrolombardo.edu.mx ISBN 978-607-466-067-8

SERIE ESLABONES EN EL DESARROLLO DE LA CIENCIA

La edición y el cuidado de este libro estuvieron a cargo de la secretaría académica y de las coordinaciones de investigación y de publicaciones del CEFPSVLT

LA FILOSOFÍA DESDE LA CIENCIA Raúl Gutiérrez Lombardo José Sanmartín Esplugues EDITORES

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

viii

PRIMERA PARTE EL NATURALISMO EN FILOSOFÍA Y SUS TIPOS 1. LA MODESTIA DE QUERER SER UNA CIENCIA

José Sanmartín Esplugues

1

2. DELIMITACIÓN Y DEFENSA DEL NATURALISMO METODOLÓGICO (EN LA CIENCIA Y EN LA FILOSOFÍA)

Antonio Diéguez Lucena

21

3. HACIA UN NATURALISMO LIBERAL EN FILOSOFÍA DE LA BIOLOGÍA

María Cerezo

51

SEGUNDA PARTE LA NATURALIZACIÓN EN LA ÉTICA, LA ESTÉTICA Y LA ANTROPOLOGÍA 4. LA ÉTICA DESDE EL PARADIGMA CIENTÍFICO

Raúl Gutiérrez Lombardo

83

5. CLAVES DEL CEREBRO EN LA APRECIACIÓN DE LA BELLEZA: UNA HISTORIA DE DOS MUNDOS

Camilo J. Cela Conde Francisco J. Ayala

97

6. ÉTICA DE LA VERDAD Y ÉTICA DE LA PERSUASIÓN EN LA TRADICIÓN PSICOTERAPÉUTICA OCCIDENTAL

Gloria Cava Lázaro

115

7. UNA APROXIMACIÓN EVOLUCIONISTA A LAS CIENCIAS SOCIALES: LA NATURALEZA SUADENS DE HOMO SAPIENS

Laureano Castro Nogueira

129

AUTORES

151

INTRODUCCIÓN

En una de las charlas TED de 2003, Daniel Dennet comienza diciendo que tiene un problema: “es que soy filósofo”. Y prosigue: Cuando voy a una fiesta y la gente me pregunta lo que hago y digo “catedrático”, sus ojos se ponen vidriosos. Cuando voy a un cóctel de académicos y me preguntan en qué campo trabajo y digo “filosofía”, sus ojos se ponen vidriosos. Cuando voy a una fiesta de filósofos y me preguntan en qué campo trabajo y digo “la conciencia”, sus ojos no se ponen vidriosos... pero sus labios hacen una mueca de disgusto, porque piensan “¡eso es imposible! No se puede explicar la conciencia”.

Creemos que lo dicho por Dennet refleja fielmente la situación por la que atraviesa cierto tipo de filosofía, la filosofía de la que nos ocupamos precisamente en este libro. Quienes colaboramos en él somos académicos que, sólo por serlo, en el imaginario común y corriente hemos de figurar entre los habitantes de un mundo especialísimo, poblado por seres peculiares que, a menudo, no tienen los pies en la tierra. Y, por cierto, esos mismos prejuicios se repiten cuando te confiesas filósofo ante científicos. “¿Filósofo? ¿A qué se dedica un filósofo en estos tiempos? ¿Queda todavía algo que no pueda ser explicado por la ciencia?” La cosa, claro está, se complica todavía más cuando dices que tu objeto de estudio es el ser humano y, en concreto, la conciencia del ser humano y, peor aún, cuando añades que andas ocupado en el estudio de la capacidad que tiene el ser humano de ser consciente de sí mismo, de saberse pensando, de reconocer sus propios estados de ánimo, y demás. Sobre todo eso, ¿qué puede decir la filosofía? ¿Queda algo más allá de lo que puedan decir la neurobiología y la neuropsicología?

VIII / INTRODUCCIÓN

Para eminentes científicos como Hawking, la respuesta a este último interrogante es nítida y rotunda: No, no queda nada, y sí quedara algo, no sucedería nada, pues la ciencia, en su desarrollo imparable, acabaría dando cuenta de ello. En ese sentido asevera Hawking que la filosofía ha muerto y expide el certificado de defunción de la filosofía alegando como causa de la misma su inutilidad manifiesta. La filosofía no sirve ya para nada, porque no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos de la ciencia. Los científicos, concluye Hawking, se han convertido en los portadores de la antorcha del descubrimiento en nuestra búsqueda de conocimientos. Y eso es todo. Nada más. Nada menos. La verdad, sea dicho de pasada, es que si alguna comunidad de científicos parece haberse sentido insatisfecha con su disciplina y ha realizado continuas incursiones en otras áreas del saber y, especialmente, en filosofía y filosofía de la ciencia, es la comunidad integrada por los físicos teóricos. ¡Qué le vamos a hacer! Entre poetas y científicos (en este caso, en particular, físicos teóricos) la filosofía está emparedada y, según unos y otros, llamada a perder su identidad, o por fusión, o por puro y simple remplazo. En una columna periodística dedicada al tema (L’Espresso, 2011), Umberto Eco no se muerde la lengua y tacha de solemne tontería (“una afirmación muy tonta”, dice él) la declaración de muerte de la filosofía proferida por Hawking. Para Eco, este físico teórico ha mostrado (que no demostrado) cómo la física puede explicar hoy en día: (1) si el universo necesita tener un creador; (2) por qué hay algo en lugar de nada; (3) por qué existimos, y (4) por qué existe este juego específico de leyes. Se trata, sin duda, de cuatro interrogantes que parecían, inexorablemente, un coto cerrado de la filosofía. Entonces Eco introduce en este punto una crítica letal. Muy bien, muy bien; la física responde esos cuatro interrogantes, pero estas preguntas presuponen otras dos: ¿qué significa decir de algo que es real? y, ¿conocemos el mundo tal como es?, cuestiones ambas que siguen estando abiertas al escudriñamiento filosófico en busca de respuestas y, antes, en busca de planteamientos para el debate. La filosofía se nos cuela por todas partes. Por cerrado que esté el cofre de la ciencia, siempre hay hendiduras por las que, como el agua, se introduce la filosofía. Por una sencilla razón. La ciencia

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contesta, pero no da respuestas que no encierren en sí preguntas filosóficas, entre otras cosas porque la ciencia es siempre un saber secundario, no principal o radical. La filosofía vive en y de las raíces de los problemas de los que la ciencia puede o podría ocuparse. Al decir que “vive de”, queremos sugerir que, como algunas orugas litófagas, se alimenta entrando por las raíces en el árbol de los problemas y haciendo túneles a lo largo y ancho del mismo hasta agotar en ocasiones (pocas, desde luego) su propia existencia. De todos modos, conviene no olvidar que los Hawking en turno siempre han contado con la complicidad, incluso entusiasta, de cierto tipo de filósofos. Me refiero a los filósofos que, al menos durante los siglos XIX y XX han aspirado a hacer de la filosofía una ciencia, avergonzados de que la filosofía, a veces, pareciera más poesía que otra cosa. Estos filósofos lanzaron, desde la lógica simbólica y la filosofía del lenguaje de Russell-Wittgenstein, una ofensiva en toda regla contra los embrollos lingüísticos en los que decían que consistía la mayor parte de la filosofía. El existencialismo, el raciovitalismo, la fenomenología, la hermenéutica... no eran más que literatura (no necesariamente barata, pero literatura), muy alejada de los estándares de rigor y objetividad de la ciencia. La filosofía debía abandonar estos devaneos con lo abstruso e ininteligible, y aplicarse sobre todo a la tarea de reconstruir racional y lógicamente aquello que se nos aparece como summum del saber riguroso: la teoría científica. Por una parte, la filosofía puede y debe ocuparse en el análisis de la estructura de las teorías científicas; por otra, puede y debe tratar de clarificar los criterios (se supone entonces que racionales) que, entre teorías en conflicto, permitan la adopción de decisiones a favor de una u otra. Un filósofo compañero nuestro solía decir que este autocercenamiento de las propias posibilidades parece inspirado en las técnicas para la producción de bonsais. No estamos totalmente de acuerdo. Un bonsai es un árbol de minúsculas proporciones, pero un árbol al fin y al cabo. La filosofía que se entiende a sí misma como un saber adjetivo de la ciencia (la filosofía de la que venimos hablando en estos últimos párrafos) y todavía más la llamada “filosofía científica” —la filosofía que se considera una ciencia

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más— en todo caso reducen el árbol a una rama aquí, algo del tronco allá y unas cuantas raíces acullá. Quienes hemos participado en la confección de este libro creemos que cabe aproximarse a la filosofía y a la ciencia siguiendo un camino bien distinto. Ninguno de nosotros cree que en el binomio filosofía-ciencia uno de los dos miembros sobra y ha de desaparecer. En absoluto. También creemos que no es posible hacer filosofía hoy ignorando los desarrollos de las ciencias. Se pasan los científicos que niegan la filosofía; se pasan, asimismo, los filósofos que niegan la ciencia. Y haberlos, los hay. Incluso en áreas tan delicadas como las relativas a la mente y a la conciencia humana. A este respecto, nos desconcierta la existencia de filósofos que son capaces de hablar de la mente sin aludir al cerebro. Nosotros pensamos que la ciencia, en concreto las ciencias de la vida, no van a remplazar a la filosofía (o a áreas filosóficas determinadas). Saber cuál es la base neurobiológica del yo y del pensamiento moral no va a desplazar ni a la epistemología, ni a la ética, por mucho que eminentes intelectuales se hayan obstinado en defender lo contrario. Para este empeño reservamos la expresión “naturalismo sustitutivo”. Quizá el naturalista sustitutivo más famoso en el siglo XX haya sido Quine y su consideración de “para qué epistemología habiendo psicología”. Aunque los extremos encierran en sí un atractivo del que carece la prudencia de posiciones intermedias, hay que decir sin embargo que sólo en sectores minoritarios ha prendido la llama del naturalismo sustitutivo. Hawking es aquí, de nuevo, el ejemplo paradigmático. Lo cierto es que frente a las exageraciones del naturalismo sustitutivo, lo que ha ido extendiéndose es la idea de sentido común de que, si las ciencias están avanzando en su estudio de diversas realidades problemáticas, deberíamos prestarles la atención adecuada desde la filosofía. El código de honestidad del filósofo tendría que establecer, en consecuencia, que el buen filósofo es aquel que hace uso de los hallazgos y explicaciones de las ciencias, siempre que sea oportuno, desde la convicción de que filosofía y ciencia están llamadas a entenderse. El cielo es lo suficientemente grande para que ambas quepan bajo el sol —nosotros así lo pensamos. Ciencia y filosofía maridan muy bien; otros dicen: “se contaminan”. ¡Bendita contaminación! Sólo cuando seamos capaces de

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abandonar el pensamiento dicotómico (o ciencia o filosofía), como se nos recomienda en alguno de los capítulos de este libro, podremos sacar los beneficios teóricos que, con seguridad, se seguirán de la fusión de los tenidos por opuestos. Esa es la posición que subyace a cuantos capítulos constituyen este libro. En el primero, José Sanmartín Esplugues insiste sobre la mayor parte de los temas acabados de pergeñar, en su defensa de una filosofía que se sienta orgullosa de serlo y renuncie a la modestia de querer ser una ciencia. Antonio Diéguez y María Cerezo profundizan en el tema, haciendo un análisis de los distintos tipos de naturalismo existentes y de la adopción de un naturalismo colaborativo en el ámbito de las ciencias de la vida. En los siguientes capítulos se aborda la aplicación del naturalismo colaborativo en diversas áreas: en ética (Raúl Gutiérrez Lombardo), en estética (Camilo J. Cela Conde y Francisco J. Ayala), en psicología (Gloria Cava) y en antropología (Laureano Castro). Queda algo muy importante por decir. Este libro es en su mayor parte el resultado de haber reunido en un volumen las ponencias que se presentaron en el marco del coloquio “La Filosofía desde la Ciencia”, que tuvo lugar el 5 de noviembre de 2013 en la sede del Centro de Estudios Vicente Lombardo Toledano, en la Ciudad de México. Este coloquio era en cierto modo el homenaje que algunos compañeros y amigos quisimos dispensar a uno de los más originales filósofos de la biología de España, Carlos Castrodeza Bermúdez de Castro, muerto de manera tan inesperada que algunos seguimos sintiéndonos hoy muy afectados por su pérdida física. Nos ha compensado hasta cierto punto su legado filosófico y el hecho de que su selectísima biblioteca sobre ciencias de la vida haya recalado finalmente en el Centro Lombardo, donde ha quedado abierta al público interesado. Quienes firmamos esta introducción fuimos amigos de Carlos y le quisimos mucho: era tan buena persona como genial investigador. Gracias, Carlos.

José Sanmartín Esplugues y Raúl Gutiérrez Lombardo Valencia-México, junio 2014.

1. LA MODESTIA DE QUERER SER UNA CIENCIA JOSÉ SANMARTÍN ESPLUGUES

A Gloria §1. SOBRE SIMPLIFICACIONES INTELECTUALMENTE CASTRADORAS

Ser es ser percibido. Acabo de hacer una aserción que, para algunos, es uno de esos sinsentidos cuya denuncia les entusiasma. Para otros, está preñada de significado. Si así se quiere, lo dicho es un sinsentido para unos, cargado de sentido para otros. Negándoles el pan y la sal a lo que decretaban como sinsentido y expulsándolo del paraíso de lo aceptable (lo que no es pseudo), creo que los empiristas lógicos le hicieron un flaco favor tanto a la ciencia como a la filosofía. Actualmente, otras corrientes de pensamiento transitan exultantes por vías parecidas, usando las ciencias y, en particular, las ciencias cognitivas y las ciencias de la vida como palas con las que enterrar la filosofía. Lo diré rotundamente: me horripila la ceguera de quienes siguen presos del pensamiento dicotómico: o ciencia o filosofía, o analítico o sintético, o...o. Me horripila en lo que tiene de simplificación castradora. Si el pensamiento dicotómico es fruto de la lechuza, se trata de un ave alicorta. En ese sentido, si partimos aceptando dicotomías de ese tipo, es evidente que una oración como “Las cosas no son lo que parecen, pero son”, al no ser ni analítica, ni sintética, debe ser tildada de pseudoenunciado. Sin embargo, ¿alguien en sus cabales le negaría un interés, y no sólo un interés filosófico, sino humano? A todo ser humano, parafraseando la Metafísica de Aristóteles, le inquieta por naturaleza la cuestión por el conocer 1. Y este sinsentido nos remite nada menos que a la problemática de si existe, o no, algo así como la realidad independiente del sujeto cognoscente; de si conocemos la realidad tal cual es o si, por el

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contrario, nuestros sentidos la filtran como un colador que tan sólo deja pasar a través suyo una minúscula parte, una parte insignificante de la misma que, además, sesgamos, deformamos, en suma reconstruimos mediante las aportaciones de esos sentidos nuestros y de nuestra historia personal 2. §2. DE LA REALIDAD A LA QUE LLEGO

El asunto es todavía más complejo, pues la realidad que sesgo mediante mi aparato cognitivo ya ha sido sujeta a una profunda constricción: la que impone la propia intervención técnica que la humanidad ha realizado dentro de ella y sobre ella. Recuérdese que no habría humanidad sin técnica, de ahí que la intervención técnica en la realidad sea tan vieja como el propio ser humano. Dicho de otro modo, la primera intervención técnica en la realidad marcó la hora cero de la humanidad en sentido estricto. Según lo dicho, la realidad que me llega (o mejor sería decir, a la que llego cognitivamente hablando) ya no es la realidad tal cual, sino esa realidad más un conjunto de construcciones humanas —unas mías; otras, ajenas— que, a veces, le están implantadas y, otras veces, superpuestas. La realidad se nos manifiesta, se nos hace patente, a través de tales artificios: la realidad nos llega filtrada a través de la malla de nuestras propias obras, imbricadas con la propia realidad. Es entonces una realidad cernida que todavía habrá de sufrir una más y, quizá, la mayor reconfiguración cuando nuestro aparato cognitivo la remodele de acuerdo con los elementos que configuren nuestra historia personal. §3. LA REALIDAD COMO MEDIO

Esa realidad filtrada por la red más o menos fina de nuestros productos y modelada por los elementos de nuestra historia personal creo que es lo que suele denominarse el “medio” y Ortega llamaba “la circunstancia”. Y es el medio y no la realidad lo que, precisamente, nos lleva a emprender acciones. Al decir estas cosas, ¿he estado filosofando o haciendo ciencia? §4. UN YO QUE SE SABE PENSANDO

Quizá cuanto he dicho hasta ahora sea una sarta de tonterías. Aunque lo fuera, creo que es difícil negar que es una retahíla bien traída. Es más, es incuestionable que plantea un problema que

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parece haber importado al ser humano desde la noche de los tiempos: saber, conocer, conocerse a sí mismo y, aún antes, tratar de entender por qué conoce. Creo que ese tratar de conocer y, en particular, de conocerse a sí mismo es una característica definitoria del ser humano. Yo no sólo pienso, sino que sé que pienso y tratamos de explicar no sólo por qué pensamos, sino por qué sabemos que pensamos. No es un trabalenguas. Tampoco es una memez, pues la pregunta por ese yo que se sabe pensando (o emocionándose, tanto da) —en suma, la cuestión de la autoconciencia 3— ha sido una constante a lo largo de la historia de la humanidad. §5. UNA PREGUNTA CON RESPUESTAS MÚLTIPLES

La relevancia de la pregunta por el yo es incuestionable. Han sido múltiples los intentos de responderla. Se ha dicho que conocemos porque así lo ha querido Dios. O conocemos porque alguna vez, en otro tiempo, tuvimos ocasión de conocer en su pureza los habitantes de un Mundo 3 que ahora encontramos materializados en cosas del Mundo 1, del mundo de las realidades físicas, o en entidades del Mundo 2, del mundo de los estados o situaciones mentales del ser humano. O conocemos porque la realidad, el en sí incognoscible kantiano, nos modela a través de un proceso de selección natural de mutaciones que han contribuido a incrementar nuestra eficacia biológica cuando ha sido el caso... Caben muchas respuestas y eso no debe desesperarnos. El pensamiento filosófico no tiene por objetivo encontrar la respuesta (así, en singular) o disipar las dudas. §6. EN LA ESENCIA DE LA FILOSOFÍA

Está en la esencia de la filosofía dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas; generar nuevas dudas abordando dudas; abrir interrogantes mientras una mínima parte de los mismos va obteniendo respuestas objetivas (otro término maldito por su equivocidad). Se trata de respuestas que se van desarrollando en áreas de conocimiento que se desgajan del tronco filosófico materno y que, aparentemente al menos, se consolidan como saberes más o menos limpios del lodo, del barro de lo cuestionable en el que la filosofía vive y se revuelca.

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§7. ¿QUIÉN SOY YO?

De vuelta al yo, uno de esos interrogantes con los que la filosofía misma nace es precisamente ¿quién soy yo? El conócete a ti mismo socrático establece la exigencia de clarificar ese yo que soy. Tal clarificación pasa actualmente por hallar una estructura o sistema de estructuras neurobiológicas que pueda estar en la cúspide de la cognición y que sea, en definitiva, la base (el cuartel general) del yo que se sabe pensando. Encontrar tal estructura (o conjunto de estructuras ligadas en un sistema) sería un descubrimiento sensacional, uno de los mayores que cabría hacer actualmente. Sería, asimismo, el final de un larguísimo camino de preguntas y de imperativos. Creo sin embargo ese final está muy lejos y, quizá, nunca se alcance. Y no sólo mientras tanto, sino incluso cuando tal meta se hubiere alcanzado, estoy seguro de que habría lugar para seguir planteando preguntas desde un punto de vista filosófico. La naturaleza del yo parece que, a priori, desborda el conjunto de circuitos neuronales cuya actividad lo produce. Me parece algo obvio, aunque, como decía Ortega, lo peor de las obviedades no es decirlas, sino no entenderlas. §8. LAS GRANDES CUESTIONES DE LA FILOSOFÍA

Las grandes cuestiones acerca del yo comparten espacio (y, frecuentemente, tiempo) con otros enigmas concernientes al origen del universo y al lugar del ser humano en él. Son interrogantes cuyo estudio filosófico puede caer muy lejos del territorio de lo empíricamente contrastable y cerca, incluso, de la poesía. Recuérdese que, con cierto gracejo, el Unamuno de El sentimiento trágico de la vida decía que la filosofía “se acuesta más a la poesía que no a la ciencia”. Y que Heidegger, a partir de 1935, sostenía que pensamiento y poesía pertenecían al mismo orden y se desplegaban en una dimensión distinta de la propia de la ciencia. Yo no me atrevería a decir tanto, pero lo que sí tengo claro es que el abordaje filosófico es el que va a desbrozar, a menudo, el camino 4 para que otros —los científicos— se manejen en esferas más modestas e intenten la contrastación (en último extremo, empírica) de hipótesis de vuelo mucho más bajo 5.

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§9. SOBRE FILÓSOFOS DIMINUTOS

A veces esos grandes problemas encuentran respuestas filosóficas originales. Estas ocasiones son escasas, porque raros son los seres humanos con verdadera originalidad y capacidad de innovación. Nosotros, mayoritariamente, solemos estar asociados a alguna escuela, en la que intentamos limar las impurezas de la doctrina del fundador, contraponiendo sus bondades a doctrinas ajenas. Si estuviéramos en contextos científicos seríamos simplemente miembros de alguna comunidad hacedora de ciencia normal, en el sentido kuhniano de la expresión. Como ahora estamos en un contexto filosófico, consideraré que no somos otra cosa que los filósofos diminutos de que hablaba Berkeley. §10. ESPECULAR

Aunque me perciba a mí mismo como un filósofo diminuto, coincido con Karl Popper cuando dice: “Contrariamente a los diminutos filósofos con sus diminutos problemas, pienso que la principal tarea de la filosofía es especular críticamente sobre el universo y sobre nuestro lugar en él, incluyendo nuestros poderes de conocimiento y nuestros poderes para el bien y para el mal 6”. No hay que asustarse ante los términos usados por Popper. Yo me crié filosóficamente entre lógicos y teóricos de la ciencia a los que se les erizaba el cabello cuando oían la palabra “especular 7”. Quizá convenga recordar la etimología de este término. “Especular” viene del latín speculari, que no significa, como a veces se sostiene, algo perteneciente o relativo al espejo. La opinión más extendida entre los filólogos es que speculari significa mirar a fondo desde arriba, desde una atalaya. Cabría añadir entonces que “especular críticamente” es mirar o analizar un problema a fondo, sin dar nada como cierto de partida, desde la atalaya de la razón. §11. LA FILOSOFÍA NO DEBE SER CIENCIA

No hay que minusvalorar, pues, la tarea de la filosofía. Sin especulaciones críticas previas no habría ciencia. La filosofía es el ariete que abre camino a la ciencia. Hace la tarea ardua de plantearse grandes interrogantes para, despejada parcialmente la problematicidad, dejar el tema para la ciencia. Siempre ha sido así. Sin

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metafísica no habría física; sin filosofía natural, sin nuestras ideas (incluso mitos) sobre la naturaleza, no habría ciencias de la vida. Esto es algo que no entendieron (o no quisieron entender) los miembros del Círculo de Viena que, en el siglo XX, consolidaron el camino hacia una filosofía científica en consonancia con los intentos de los positivistas del XIX de hacer de la filosofía una ciencia. Nadie como Ortega ha caracterizado (quizá caricaturizado) mejor esta deriva filosófica diciendo: “En un ataque de modestia temporal, la filosofía quiso ser ciencia”. Porque sólo al ser muy modesta y cicatera en sus pretensiones, la filosofía puede convertirse en ciencia. En suma, la filosofía ni es ciencia, ni debe ser tan solo un apéndice de la ciencia. La filosofía va delante de la ciencia, abriendo camino. Popper supo verlo y apreciarlo, aunque se le haya malinterpretado. Cuando el filósofo austriaco demarca entre ciencia y filosofía como saberes bien distintos, no está prejuzgando la superioridad de uno frente al otro. Son simplemente distintos y están dedicados a tareas diferentes. Tras lo dicho creo que queda claro que, dada su tarea, la filosofía ni es, ni debe ser un edificio con firme asiento en la roca dura (de la experiencia o de lo que se quiera, tanto me da). La filosofía, en particular la filosofía-ante, es y debe ser un intento permanente de no hundirse en el terreno pantanoso de lo oscuro y complejo: de lo que no se deja desplegar fácilmente, de lo que, en sus infinitos pliegues, encierra una complejidad tal que, resuelto algo, queda por resolver una parte mayor. Y es bueno que así sea. La firmeza de la roca dura queda como aspiración para los saberes científicos. Los cimientos de la filosofía deben alzarse sobre arenas movedizas. Esa es su grandeza. Sólo así, comprometida, con coraje, huyendo de la convención y del consenso castrador que permitan una actividad más o menos tranquila, la filosofía se constituye en vivero de ideas, más que eso: en avispero de ideas cuyo intento de objetivación queda para otros. Y decirlo no es criticar la filosofía; casi, casi, es lo contrario: es poner de manifiesto su gloria y poder. §12. LA FILOSOFÍA DE ANTE A POST

Ahora bien, la tarea de la filosofía no empieza y acaba en desbrozarle el camino a la ciencia, yendo en avanzadilla. Una vez que la

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ciencia se consolida y ofrece teorías, a la filosofía le pueden quedar, al menos, dos vías de desarrollo en interacción con la ciencia. Por una parte, puede y debe ocuparse en el análisis de la estructura y de la dinámica de la ciencia, reconstruyendo lógicamente sus teorías, indagando acerca de las comunidades que las sustentan, interrogándose acerca de las reglas lógicas o, en su caso, de los valores epistémicos que influyen en la toma de decisiones de los científicos, y un largo etcétera. Por cierto que como la soberbia no es el menor de los males de los filósofos y, en particular, de los filósofos que reflexionan sobre la ciencia, cada escuela o corriente suele considerar aquello de lo que se ocupa como lo único relevante (incluso, lo único posible como objeto de estudio). Personalmente creo que reconstruir lógicamente una teoría científica no tiene por qué excluir el interés filosófico de analizar cómo se comportan las comunidades científicas. Las visiones exclusivistas de algunos filósofos suelen ser mezquinas y pacatas, y responden a la tentación humana del pensar dicotómico 8, cuando no a intereses poco confesables. Por otra parte, la filosofía puede recurrir a la ciencia como una herramienta para clarificar aspectos de sus indagaciones. Hacerlo así no significa renunciar a la filosofía en nombre de la ciencia, sino utilizar la ciencia en la filosofía cuando se estime necesario o conveniente. Pese a este uso de la ciencia en la filosofía, reitero que, si algo es evidente, es que la filosofía es como el aceite en el agua de la ciencia. Sin duda alguna, es importante clarificar el agua (la infraestructura material) que subyace a ítems de los que se ocupa la indagación filosófica, como, por ejemplo, el yo. Pero, esa clarificación ni agota el problema, ni lo retiene en los límites de lo científico. Hay una pregunta filosófica en su origen —en este caso, la pregunta por el yo— que rebasa tales límites y que, a su vez, genera nuevas e importantes preguntas filosóficas 9 parte de las cuales pueden quedar respondidas en ámbitos de menor nivel, en ámbitos científicos. Voy a permitirme una digresión ilustradora de lo dicho.

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§13. COMIENZO LA DIGRESIÓN

Punto 1. Sobre reacciones y acciones La digresión tiene que ver con mi aserción previa de que es el medio y no la realidad quien nos impulsa a emprender acciones. Y, hablando de acciones, ya se sabe que una cosa es la acción y otra bien distinta la reacción. Toda acción, sensu stricto, es consciente. Quizá sea imprudente o temeraria, pero no por eso es menos consciente. La reacción, en cambio, es siempre una conducta automática. Ante determinados elementos reaccionamos en un sentido o en otro, instintivamente, sin pensar. Me atrevería a aseverar, aunque sin rotundidad, que esos elementos que nos llevan a reaccionar quizá formen parte de la realidad tal cual, en breve: de la realidad. Por una parte, no sudo, jadeo o me quedo completamente inmóvil porque he visto una víbora. Sudo, jadeo y me quedo completamente inmóvil antes de ver la víbora, cuando, paseando por el bosque con escasa iluminación, hay algo ante mí que ha hecho que me quede quieto. Cuando más tarde analice por qué he reaccionado de ese modo, seguro que encontraré mil motivos. Lo bien cierto es que, cuando he reaccionado, no lo he hecho por una razón determinada; lo he hecho, sin más. Sea lo que sea lo que me llevado a reaccionar de un modo determinado, es algo que parece independiente de mis facultades cognitivas. Por eso me he atrevido a decir que quizá se trate de algo real en sentido estricto. Por otra parte, ver una serpiente es algo que cae en un plano distinto. Ver una serpiente (identificar lo que tengo en el suelo ante mí, enroscado) es el resultado de la activación de una serie de circuitos neuronales en capas superpuestas de modo que las superiores iluminan (vuelven claras) las inferiores. Conforme se asciende por esas capas, se va abandonando progresivamente el plano de lo inconsciente, de lo borroso y difuminado. Hablando en términos neurobiológicos, se va dejando abajo el mundo de las interconexiones neuronales cuya activación desencadena reacciones automáticas. Para ver una serpiente y determinar que es una víbora, hay primero que tener y, luego, perfilar la percepción de una entidad que, encajada en el entramado de mis recuerdos, de lo que he aprendido a lo largo de mi historia personal, acabará por ser la

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imagen de una serpiente 10. Obviamente, cuando veo algo y lo analizo mentalmente a la luz de mi historia personal, ya no estoy en el plano del inconsciente. Lo veo porque mi corteza occipital ha procesado el input visual que le ha llegado en un largo trayecto desde el tálamo a través de la amígdala. En esos momentos ya me he hecho una imagen de qué es lo que tengo delante de mí. §14. PROSIGO LA DIGRESIÓN

Punto 2. Sobre la interacción entre el yo y el medio La imagen, procesada por mi corteza occipital, se encaja luego en el entramado de recuerdos inscritos en los circuitos neuronales que forman la compleja infraestructura material de la memoria 11. Es entonces cuando comienzo a saber que lo que tengo ante mí no es un palo enroscado, sino una serpiente. Siguiendo un proceso parecido podré decidir si es, o no, una serpiente venenosa. Pues bien, hoy sabemos que las vivencias personales de cada cual contribuyen a la configuración y reconfiguración de sus circuitos neuronales y, en concreto, de los circuitos neuronales que forman la base material de los recuerdos. Toda vivencia deja huella en el cerebro. Todo contribuye al modo en que cada cual edifica su cerebro, produciendo cambios en los patrones de conexión de las neuronas. En este sentido, determinadas vivencias desencadenan la activación de neuronas que, si se disparan juntas, acaban conectándose en circuitos. Esos circuitos son permanentes (al menos, se mantienen a largo plazo), cuando las vivencias en cuestión se reiteran. Tales circuitos (las conexiones neuronales correlativas a vivencias), permanentes o no, serán pues específicos y propios de cada individuo según su historia personal. Y, según sea la historia personal, se configurarán circuitos de un tipo u otro y, si éstos se distorsionan, será posible asimismo su reconfiguración. Dime, pues, qué vivencias tienes y te diré qué circuitos neuronales has configurado a lo largo de tu historia personal. El producto de esos circuitos no es otra cosa, en términos generales, que ideas y creencias con las que cada uno filtra la realidad en sí, sea lo que sea ésta. Ese filtrado se traduce en que cada ser humano construye su medio: el medio con el que su yo interacciona. Las interacciones entre el yo y su medio no son otra cosa que vivencias personales.

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De modo que hemos partido de las vivencias personales para llegar a los circuitos neuronales y, desde éstos, hemos vuelto a las vivencias personales en una suerte de ciclo más que vicioso, virtuoso. En suma, yo construyo mediante mis ideas y creencias un medio propio, en el que se desenvuelve mi vida y, a su vez, estas vivencias mías (resultado de la interacción entre yo y mi medio) me construyen en buena medida a mí. Quizá fuera más exacto decir que yo construyo (al menos, parcialmente) mi cerebro que, a su vez, me construye a mí. También podría decirse que el cerebro necesita el yo para modificarse, y a la inversa. §15. Y ACABO LA DIGRESIÓN

Punto 3. Sobre el yo y su cerebro Pues bien, siguiendo con el ejemplo del palo enroscado-serpiente, sólo cuando mi entramado de ideas y creencias entre en juego, sólo entonces dejaré de sudar o de jadear o, por el contrario, sudaré o jadearé más, a la vez que echaré a correr, o no, en sentido contrario... porque habré tomado una decisión. Todo dependerá de si, finalmente, he visto, o no, una serpiente que ahora sé que es muy probable que sea venenosa. Lo sé, porque he aprendido a distinguir entre serpientes venenosas e inocuas por su forma, por su colorido, etc. En último extremo, mis vivencias me llevarán a actuar de un modo u otro: a actuar, no a reaccionar, que es cosa bien distinta. Reaccionar ya habré reaccionado cuando, más tarde, ejecute una acción (o ninguna, que también cabe la omisión). La decisión de emprender una acción o de no de ejecutarla, según lo dicho, será consciente, aunque no necesariamente razonable. Se tratará de una decisión adoptada por un yo que se sabe y se siente consciente incluso de sí mismo. La pregunta filosófica de mayor enjundia que podemos plantearnos en este punto es de nuevo la que concierne a ese yo. ¿Quién es ese yo que está por encima de cuantas operaciones mentales y conductuales he descrito y que se sabe pensando, inmovilizado por el miedo o, por el contrario, tranquilo ante lo que percibe y califica mentalmente de inocuo? De acuerdo con lo dicho es obvio que mi respuesta pasa por aseverar que yo soy un producto de mi cerebro. O, al menos, que mi proto-yo (fuere lo que fuere) fue producido en un primer

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momento por mi cerebro y que, a partir de ese momento, se inició el ciclo de interacciones entre uno y otro. Una aserción de este tipo guía entonces la búsqueda de correlatos materiales en nuestro cerebro que permitan sustentar hipótesis empíricamente contrastables. Entonces, cuando actuemos así, habremos abandonado el terreno siempre pantanoso de la filosofía para adentrarnos en el ámbito (más o menos firme) de las ciencias de la vida. También es verdad que, cuando obtengamos respuestas, por mucha, variadas y profundas que sean, no agotaremos el universo de cuestiones filosóficas que tal yo nos plantea. Éstas seguirán suministrando energía para nuevas aventuras filosóficas. §16. FILÓSOFOS Y CIENTÍFICOS AUTISTAS

Si las cosas son así, si filosofía y ciencia, al jugar papeles distintos, están profundamente interconectadas en el planteamiento de cuestiones y búsqueda de respuestas, ¿por qué científicos y filósofos suelen comportarse de modo autista? ¿Por qué, a menudo, se dan la espalda? ¿Por qué negar la ciencia desde la filosofía y, sobre todo, por qué negar la filosofía desde la ciencia? En la digresión anterior me he valido de desarrollos de la neurobiología para responder, sólo en una mínima parte desde luego, la pregunta por el yo autoconsciente que la teoría del conocimiento viene planteándose desde la noche de los tiempos. Eso debería ser lo normal y no debería serlo la reconstrucción de las áreas de saber filosóficas y científicas como si no tuvieran ningún tipo de imbricación o, si se prefiere, de inter-contaminación. Es un error, un tremendo error que nace de profundos prejuicios. ¿Por qué renunciar a Descartes en nombre de Damasio? §17. DIME LA FILOSOFÍA QUE CULTIVAS Y...

Es más. Como ya he dicho, una vez constituido un saber científico —por ejemplo las ciencias biológicas y, dentro de ellas, las teorías de la evolución— las interacciones con la filosofía suelen proseguir de forma más o menos explícita. Es cierto que esas interacciones no suelen estar libres de sesgos inducidos por la filosofía de partida. Si, por ejemplo, yo soy partidario de la doctrina filosófica del egoísmo ético y, en consecuencia, considero que las personas han de obrar para su propio interés, lo congruente entonces es que, si decido recurrir al apoyo científico, busque justificación de mis

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posiciones en una teoría sociobiológica como la de Wilson 12 en la que el altruismo existe porque beneficia a los genes del individuo que lo pone en práctica. La teoría sociobiológica siempre me ha parecido extravagante. Considero natural que así sea, porque mi formación filosófica hunde sus raíces en la etología de Lorenz y, por consiguiente, en una teoría de la selección grupal. Por eso, prefiero filosóficamente alinearme con quienes sustentan que el ser humano es altruista por naturaleza y que, si algo resulta difícil de explicar, es que seamos egoístas. No ignoro que mi postura está tan sesgada como la de quienes sustentan lo contrario desde posiciones sociobiológicas y, como ellos, podría recurrir también a la neurobiología para reafirmarme en mis hipótesis. En concreto, podría recurrir —como suelo hacerlo— a la teoría de las neuronas espejo, esas neuronas que a uno se le activan automática y, por consiguiente, inconscientemente cuando ve a otro congénere hacer algo y, además, le permiten ponerse en su lugar 13. Lo cierto es que, siendo estrictos, ni siquiera es necesario ver; tales neuronas también se activan inconscientemente imaginando determinados sucesos. Por eso nos emocionamos viendo los gestos que traslucen la tristeza que invade a un ser querido; así como sentimos un profundo dolor al leer el libretto de La Traviata e imaginamos la tristeza que estará invadiendo a Violetta mientras escucha las crueles palabras de Giorgio Germont en el segundo acto de esta célebre ópera. Debo confesarles que yo suelo llorar ante tamaña desgracia. Y sé, repito sé, que todo es mentira. Sé que es pura ficción. No importa. En esos momentos, ni caigo en la cuenta. Mis reacciones siguen adelante. No son voluntarias. Son el efecto de que mi cerebro tiene neuronas espejo —al menos, eso creemos ahora. Sea como fuere, la activación inconsciente de mis neuronas espejo me lleva a vivir con el otro sus propias emociones. Eso se llama empatía. De ahí a aseverar que hay una gran red invisible, que tiene como base las neuronas espejo y que nos interconecta empáticamente a los seres humanos hay un paso absolutamente justificable. Y la empatía, no se olvide, es la madre del altruismo. Éste y no el egoísmo nace, pues, de nuestra biología. En consecuencia, lo que habría que explicar. Al contrario de lo que intentan los sociobiólogos, es el porqué del egoísmo, no del altruismo.

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§18. DE NUEVO, LAS VIVENCIAS PERSONALES SON LA CLAVE

Nuestro yo, pues, es altruista por su infraestructura biológica. Con todo, si algo debería quedar claro tras todo lo dicho, es que el yo es más, mucho más, que pura biología. Nuestro yo es el producto de sus propias vivencias, mediatizadas por su propia biología. Somos la huella biológica de lo que hemos sido. Al hablar de huella biológica me distancio de Ortega que, en el resto, en su aserción de que somos historia, tenía por completo razón. Nuestra historia personal, nuestras vivencias tienen tal fuerza que, al dejar su huella en forma de reconfiguraciones de circuitos neuronales, son capaces no sólo de dictar acciones u omisiones, sino de secuestrar las reacciones, las conductas automáticas. Dicho de otro modo, el yo autoconsciente puede llegar a tapiar el inconsciente. De ahí que sea posible que, si en lugar de entristecerse ante el sufrimiento de Violetta alguien goza, ese alguien tenga algún defecto biológico de fábrica. No obstante, sin padecer defecto biológico de ese tipo, también yo puedo lograr que mis neuronas espejo no reflejen nada o, al menos, nada que pueda conmoverme. Mis vivencias personales son cruciales a ese respecto. Si he interiorizado la creencia de que toda mujer de vida alegre no merece ningún tipo de conmiseración, si he hecho mío el estereotipo de que los hombres nunca deben mostrar sus emociones en público y menos aún llorar, si he interiorizado la creencia en el pecado, en que toda falta ha de tener su castigo y en la eficacia de éste, es muy probable que neutralice la reacción de mis neuronas espejo y la remplace por una acción consciente: ni me emociono, ni lloro, porque Violetta... ¡lo tiene merecido, dada su conducta disoluta! Mis creencias han secuestrado mis emociones. Mi historia personal ha sido, pues, decisiva para, por un lado, reprimir la reacción ante estímulos reales (tristeza y llanto) y, por otro, promover una determinada acción ante elementos de mi medio (comportamiento frío). §19. EL NECESARIO MARIDAJE ENTRE CIENCIA Y FILOSOFÍA

Biología y medio están, pues, íntimamente trabados tanto como, a la luz de los ejemplos introducidos, lo están filosofía y ciencia. Ese maridaje entre ciencia y filosofía no sólo es posible, sino necesario, y no merma la importancia de ninguno de los miem-

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bros de la pareja. Ya no es sólo que la filosofía pueda dedicarse a tareas de análisis y de reconstrucción lógico-formal de las teorías científicas, o al estudio de cómo se comporta el científico en el laboratorio, o cómo nace y se desarrolla una comunidad de científicos, etc. La filosofía no tiene por qué ir detrás de la ciencia. La filosofía no tiene por qué ser un saber adjetivo. También, como saber substantivo, puede y debe ir delante de la ciencia, abriendo camino. Sus discursos serán distintos, ¿y qué? Cada cual tiene su lenguaje, cada cual tiene su oficio. §20. PARA ACABAR, EL EXCESO DE EXCLUIR LA RAZÓN

El elogio de la filosofía, evidenciar su necesario papel en el juego del saber, no me lleva a reducir la importancia de los saberes científicos. Sería simplemente un disparate hacerlo así. Todavía mayor me parece la sandez de poner en pie de igualdad los saberes científicos con la sofistería o la brujería. Lo dijo magistralmente Pascal al aseverar que, en la ciencia, es necio el exceso de excluir la razón. Y, en la segunda mitad del siglo XX, parece que ha habido mucha necedad. La provocación ha estado de moda en epistemología y, en general, en filosofía. Creo que ha sido una moda grotesca que ha desembocado en el estrafalario todo vale: da lo mismo la neurocirugía que la trepanación. Algunos autores han dicho cosas parecidas a la anterior, incluso acalorada y rotundamente y, en cambio, no han acabado en su lugar natural: el psiquiátrico. Claro está que siempre ha habido filósofos que, bondadosamente, han tratado de dulcificar estos desvaríos buscándoles una razón de fondo. Hemos estado décadas perdidos entre las provocaciones de unos y los laberintos lingüísticos de otros, ocupación esta última predilecta de la filosofía analítica 14. Quizá sea hora de acabar con la altivez de estos últimos y con la excentricidad de que han hecho gala bastantes filósofos de la ciencia; una excentricidad que, reitero, les ha llevado a veces al tremendo exceso de excluir la razón.

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NOTAS

1 Aristóteles dice en la primera línea de la Metafísica: “todos los hombres desean por naturaleza saber”. 2 Esta historia personal está escrita en los circuitos neuronales que producen nuestros recuerdos Con un ejemplo, entro en una habitación en completa oscuridad y me atrevería a aseverar que hay un muerto en ella. Quizá me equivoque. Pero es que me ha llegado un cierto olor dulzón. ¿Dulzón? Yo sé cuándo un sabor es dulzón: cuando es dulce, pero desagradable y empalagoso. ¿Pasa lo mismo con el olor dulzón? Lo bien cierto es que no sé por qué se le llama olor a dulce, porque no conozco ningún dulce que huela como un muerto. Lo único que sé es que mi historial personal me lleva a adscribir tal adjetivo en determinadas ocasiones porque aprendí a usarlo en circunstancias parecidas. Sea como fuere, la realidad del muerto se me oculta. Conozco su existencia porque hay un determinado olor en el ambiente que aparenta ser el olor de la muerte, un olor reconstruido por mí como el olor de la muerte de acuerdo con mis vivencias personales. 3 Mi yo es autoconsciente: tiene conciencia de sí mismo, un sí mismo que viene a coincidir con el conjunto de las operaciones mentales que realiza. 4 Casi sería mejor hablar de “trocha” en una selva en lugar de camino. 5 Creo que caben pocas dudas de que Descartes y Spinoza desbrozaron la senda por la que transita ahora mismo Damasio. 6 “Cómo veo la filosofía”, por Karl R. Popper en Bontempo, Ch. J. y Odell, S. J. (1979), La lechuza de Minerva, Madrid, Ediciones Cátedra. Allí dice Popper: “Estoy persuadido de que la crítica es la sangre que da vida a la filosofía; pero una crítica diminuta de puntos diminutos sin una comprensión de los grandes problemas de la cosmología, del conocimiento humano, de la ética y de la filosofía política, y sin un serio y fervoroso intento de resolverlos, me parece fatal. Casi parece como si todo pasaje impreso que pudiera con algún esfuerzo ser mal entendido, o mal interpretado, es justificación suficiente para escribir un nuevo artículo de crítica filosófica. El escolasticismo, en el peor sentido del término, abunda; todas las grandes ideas son sepultadas por un diluvio de palabras”. También habla de la arrogancia de ciertos filósofos. Tengo para mí que se refiere a buena parte de los filósofos analíticos. 7 En el siglo XVIII, el término “especular” se aplicó con carácter negativo al medio de obtener ganancias rápidas en transacciones mercantiles. Quizá la extensión de este significado a otros ámbitos (como el del

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pensamiento) pueda explicar el cliché negativo que de este término suele tenerse. 8 Un pensamiento que se traduce en la división de lo que fuere, por ejemplo el mundo, en dos partes o bandos irreconciliables. Sin embargo, yo creo que, de la conciliación entre opuestos (real o ficticiamente), suelen seguirse los desarrollos más jugosos tanto desde un punto de vista filosófico como científico. Véase por ejemplo, mi artículo “Huyendo de los extremos. Conciliación (consilience) en la explicación del comportamiento violento humano”, en Contrastes. Suplemento XVIII (2013): “Filosofía actual de la biología”, volumen editado por Antonio Diéguez y Vicente Claramonte. 9 Por citar una cuestión: ¿cómo se explica la unidad y continuidad del yo? 10 En un principio no es la imagen de nada. 11 Me refiero, obviamente, a circuitos neuronales en el hipocampo. 12 Aunque la bibliografía sobre este tema es abundante, creo (aunque tal vez me equivoque) que la obra Sociobiología de Edward O. Wilson (Barcelona, Omega, 1980) es la mejor. 13 Dicho de forma menos ambigua, en el ser humano, pero no sólo en él, hay cierto tipo de neuronas (las mismas) que se activan haciendo o viendo hacer, un hacer que puede ser consciente en quien actúa, pero que activa inconscientemente determinadas neuronas en quien lo ve. A quien ve se le activan inconscientemente las mismas neuronas que se activarían si realizase él mismo la acción en cuestión 14 Wittgenstein, uno de sus padres fundadores, fue un genio. En cambio, quienes han hecho del análisis y desarrollo del pensamiento de Wittgenstein el objetivo de su existencia, han incrementado la fila de los filósofos diminutos que, dedicados en cuerpo y alma a problemas minúsculos, han puesto plomo en las alas de la lechuza de Minerva. Su influencia ha sido tan notable que, incluso, una esperanza blanca de algunos sectores con fue el Kuhn de La estructura de las revoluciones científicas acabó pringado en el muñeco de brea de las discusiones lingüísticas. Recordemos que Kuhn, girando sus ojos hacia la sociología de las comunidades de hacedores de ciencia, parecía haberse zafado a la influencia de quienes reducen la ciencia a teorías científicas y éstas a meros tinglados lingüísticos que se dejan racionalizar en grado sumo a través de su reconstrucción lógico-formal. Kuhn, al principio, no habla de teorías y de reconstrucción lógica; lo hace, en cambio, de paradigmas (un conjunto de modelos, ejemplos paradigmáticos y valores epistémicos) que pueden inducir una determinada forma de ver el mundo: una Gestalt, dice el autor de La estructura de las revoluciones científicas. Cada comunidad científica tiene su propia Gestalt, inconmensurable con la de aquella otra comunidad que se

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alza como alternativa en un proceso revolucionario. Y la tiene porque los términos que forman parte de las generalizaciones simbólicas que cultiva tienen un significado que les viene dado por los propios componentes de su paradigma y, en particular, por los ejemplos paradigmáticos que lo integran. De modo que cada comunidad acaba hablando de lo suyo en un diálogo de sordos. Cada comunidad parece, así, obligada a vivir encerrada sobre sí misma sin posibilidad, sin quiera, de entender a la ajena. Se trata, pues, de comunidades autistas. La evolución de la ciencia ha sido tal que opiniones como la de Kuhn (en esta interpretación extrema de su pensamiento) parecen claramente estrafalarias. Entonces, si eres evolucionista, ¿no puedes comparar lo que dices o haces o con lo que dice o hace un fijista? ¿No hay posibilidad de diálogo o de comparación? La respuesta de Kuhn en La estructura es drástica y rotunda: no, no hay posibilidad de diálogo. ¿Por qué? Porque los paradigmas son inconmensurables, ya que el significado de los términos que aparecen en sus generalizaciones simbólicas lo son. Baste considerar, a título de ejemplo, el término “masa” en la mecánica newtoniana y en la teoría de la relatividad. De modo que Kuhn, comenzando por la sociología, acaba cayendo en las redes de la semántica filosófica. Es muy difícil zafarse a la influencia del tiempo en que a cada cual le ha tocado vivir. En este sentido, Kuhn está también preso de la filosofía dominante de su tiempo. Y, como el niño que juega con un muñeco de brea, retornando a mi imagen anterior, ve pringados sus dedos en los problemas sin fin de la filosofía del lenguaje al modo analítico. Es cierto que Kuhn reacciona más tarde y que, a partir de lo que es fácilmente perceptible en la dinámica de la ciencia, termina yendo contra su posición inicial extrema en estos temas de la inconmensurabilidad, y aceptando que sí, que hay una base para comparar paradigmas alternativos y que, aunque no sean traducibles, son al menos interpretables (en el sentido quineano de la expresión) uno en el marco del otro. Con un ejemplo, yo, si soy partidario de la teoría del oxígeno, no puedo traducir el término “flogisto” a mi propio lenguaje, pero sí que puedo interpretar lo que los partidarios de la teoría del flogisto querían decir con tal término. Lo he hecho infinidad de veces al explicar a mis estudiantes de filosofía el cambio radical de perspectiva que la teoría del oxígeno supuso respecto de la teoría del flogisto y, al menos por su conducta, parecieron haberme entendido.

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2 DELIMITACIÓN Y DEFENSA DEL NATURALISMO METODOLÓGICO (EN LA CIENCIA Y EN LA FILOSOFÍA) ANTONIO DIÉGUEZ LUCENA

§1. INTRODUCCIÓN

Trato con este trabajo de ofrecer un modesto homenaje a Carlos Castrodeza, quien fue para mí un gran amigo, así como un excelente y añorado interlocutor en cuestiones filosóficas. Creo que un tema apropiado sería el de la clarificación conceptual del naturalismo filosófico, un asunto en cuyo análisis y defensa él fue uno de los más aventajados representantes en el mundo cultural de habla hispana. Si bien receloso siempre de toda ortodoxia, supo relativizarlo y contemplarlo con desapasionamiento. Carlos, en efecto, solía desconfiar de toda posición filosófica que alcanzaba la preminencia, y el naturalismo la había alcanzado en las últimas décadas, al menos en la tradición de pensamiento que se expresa en lengua inglesa. Quizás por ello, tomando cierta distancia objetiva y mirándose a sí mismo como si lo hiciera desde el exterior, en uno de sus libros póstumos (Castrodeza 2013, p. 43) escribe lo siguiente: La clave para el naturalismo ortodoxo está en la exclusión del sentido y de la finalidad en el mundo real. Es decir, se trata de potenciar el nihilismo como estrategia de supervivencia de una clase media acomodada y de izquierdas acorde con los tiempos. Del mismo modo que desde el campo creacionista se trata de acoplar el teologismo en la estrategia de supervivencia de una clase media alta y de derechas asimismo acorde con los tiempos.

Para él, como queda de manifiesto en esta cita, tanto el naturalismo como el sobrenaturalismo son estrategias adaptativas, con la misma (escasa) legitimidad racional cada una de ellas. El natura-

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lismo sería tan metafísico y tan carente de fundamentación racional como el sobrenaturalismo. Su búsqueda de apoyo en el propio prestigio epistémico de la ciencia sería una estrategia retórica para imponerse sobre su enemigo dialéctico. No debería, pues, el naturalista sentirse superior al sobrenaturalista por contar con una base epistémica sólida de la que este último carecería. Las dos posiciones enfrentadas están en el aire, como quien dice, y en última instancia sólo deberían poner en su haber el modo en que cada una de ellas facilita la vida a ciertos grupos de personas. Es muy posible que Castrodeza tuviera razón en que no cabe sustentar sobre una base epistemológica privilegiada al naturalismo, y que cualquier justificación que se le dé será siempre considerada como prejuiciosa y cuestionable desde el bando contrario. No obstante, en mi opinión, una vez que se asume que las ciencias han mostrado a lo largo de su historia un éxito sin parangón en la explicación y predicción de los fenómenos que estudian, no es en absoluto improcedente preguntarse si ese éxito tiene algo que ver con sus avances metodológicos y, si se admite que es así, preguntarse entonces si la filosofía podría aprender algo de ello. En este trabajo defenderé que el naturalismo, en su modalidad metodológica, ha sido un elemento central en ese éxito explicativo de la ciencia y que tal hecho ha de tener también implicaciones para la filosofía. Empezaré distinguiendo tres modalidades principales de naturalismo: el ontológico, el epistemológico y el metodológico. Haré una valoración sucinta de cada uno de ellos y dedicaré mayor espacio a la defensa del naturalismo metodológico. Explicaré cuál es su papel en la ciencia y argumentaré que debe considerarse una característica definitoria de la propia ciencia. A continuación aclararé por qué es aconsejable también su adopción en la discusión filosófica.

§2. LAS VERSIONES DEL NATURALISMO

La tesis central del naturalismo, que encontramos ya formulada en algunos pasajes del Tratado sobre la naturaleza humana de Hume, así como en los textos del pragmatismo americano, y a la que dio un impulso decisivo Quine a finales de los años sesenta del pasado siglo (Quine, 1969), es que no hay una discontinuidad esencial entre la ciencia y la filosofía. Hay más bien una continuidad de

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fines y de métodos entre ellas (aunque no una identidad completa). Esto implica que la filosofía no tiene autonomía total con respecto a las ciencias. No hay para ella caminos de acceso privilegiado al conocimiento y sus propuestas deben estar en armonía con los resultados de las ciencias. Esta última exigencia debe ser especialmente asumida en aquellas cuestiones filosóficas que caen más cerca de las preocupaciones científicas, aunque, por supuesto, pueda haber otras partes de la filosofía cuya relación con la ciencia sea más remota y en las que no haya un modo claro o unívoco de conseguir dicha armonización. No obstante, esta tesis ha sido en ocasiones escindida en otras tesis naturalistas que no siempre son compatibles con ella, al menos bajo ciertas interpretaciones extremas. Suele, en efecto, distinguirse dentro del naturalismo contemporáneo varias modalidades, y conviene precisarlas porque incluyen ideas dispares, unas mejor argumentadas que otras. Probablemente la caracterización que ofrezco a continuación de las variedades del naturalismo no satisfará a algunos, ya que difiere en ciertos aspectos de la habitual; sin embargo, la clasificación que hago sí encaja bastante bien con la visión del asunto que tienen muchos naturalistas (Pennock, 1996). El naturalismo, tal como se entiende en los debates filosóficos recientes, tiene varias modalidades y, como ya he dicho, pueden señalarse tres: el naturalismo ontológico, el naturalismo metodológico, y el naturalismo epistemológico o cientifista (y que no debe ser confundido con la epistemología naturalizada). 2.1. NATURALISMO EPISTEMOLÓGICO

Empecemos por esta última modalidad, quizás la que cuenta con una menor aceptación entre los filósofos. El naturalismo epistemológico podría ser definido como la tesis según la cual la ciencia es la forma más fiable de conocimiento en todos los ámbitos. Los métodos de la ciencia son los que garantizan un conocimiento genuino. Son los métodos que han de emplearse para enfrentar de la forma más racional cualquier problema. En concordancia con ello, para el defensor de este naturalismo es de esperar, y desde luego es deseable, que el progreso de las ciencias hará que los temas que aún permanecen bajo el cobijo de la filosofía o de otras disciplinas humanísticas sean progresivamente traspasados

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a la competencia analítica y experimental de los científicos, de modo que finalmente no quede ningún tema relevante que no sea objeto de investigación científica. Así como en el pasado la ciencia le arrebató a la filosofía el estudio de las causas del cambio y del movimiento, del origen de los seres vivos, del funcionamiento de la mente, de los modos de razonamiento, y demás, en el futuro veremos como esto mismo ocurrirá con otros muchos asuntos, hasta que finalmente no quede ningún tema de verdadera importancia que no esté en manos de la ciencia. Este tipo de naturalismo tiene mucho que discutir. Personalmente creo que debe rechazarse la tesis reduccionista fuerte, defendida por Quine, según la cual la epistemología debe desaparecer integrada en la psicología (o en cualquier otra ciencia). Creo que aunque algunos problemas centrales de la epistemología tradicional puedan encontrar en el futuro una respuesta científica, siempre seguirá teniendo sentido la pregunta por la legitimidad, la selectividad, los presupuestos y la fuerza de esa propia respuesta, lo cual no deja de ser una cuestión epistemológica. En cambio, simpatizo con la idea naturalista moderada de una continuidad ciencia-filosofía (lo que excluye la identidad o la sumisión de la una a la otra, o de la otra a la una), y creo que la ciencia no tiene por qué contar en todos los ámbitos con la última palabra. Dicho de otro modo, hay ámbitos no científicos en los que podemos afirmar con garantías que tenemos conocimiento genuino. La ciencia tiene límites. En primer lugar, porque en cada momento histórico su conocimiento del mundo es parcial y no parece haber ninguna razón de peso para pensar que esto no seguirá ocurriendo en el futuro previsible. Seguirá habiendo temas que, por falta de datos, por insuficiencias metodológicas, por limitaciones técnicas, o por la mera finitud de la mente humana, las distintas ciencias no podrán abarcar. Además, hay asuntos, especialmente asuntos humanos, que no quedarían jamás exhaustivamente entendidos mediante un enfoque científico de los mismos, por mucho que éste avance. Piénsese, por ejemplo, en las cualidades de las experiencias subjetivas (el problema de los qualia —si es que admitimos que no es un problema espurio), o en el conocimiento que se obtiene del otro a través de las relaciones personales, o en la experiencia estética, o en la determinación de en qué consiste una vida buena, o en modo de darle sentido a un proyec-

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to personal de vida, o en la cuestión de si existe o no el libre albedrío, o en el concepto de causa implicado en la idea de causación mental o empleado en algunas teorías físicas. Estos y otros ejemplos que podrían ponerse son suficientes para mostrar que habrá preguntas filosóficas que no desaparecerán ni encontrarán plena respuesta en las ciencias, tanto más cuanto que las ciencias mismas descansan en presupuestos filosóficos que ellas no tematizan. Finalmente —y esto puede sonar a paradoja— incluso aunque se quisiera dar a la ciencia la última palabra en todos los temas relevantes que han ocupado tradicionalmente a los filósofos, la discusión filosófica no dejaría de ser necesaria en casi todos ellos. No hay más que mirar a lo que hoy sucede en este tipo de discusiones para comprobar que los propios científicos pueden sacar conclusiones muy diferentes acerca de lo que la ciencia puede decir sobre esas cuestiones, y es claro que la evaluación de sus diferentes conclusiones demandaría una reflexión filosófica que no tendrían por qué reclamar sólo para ellos mismos en tanto que científicos. El naturalismo epistemológico, al que bien podríamos nombrar igualmente como ‘cientifismo’, no sólo es una tesis poco defendible, sino que, además, como han repetido sus críticos, tiene un aire autocontradictorio: él mismo es una posición filosófica que, pese a ello, busca deslegitimar de algún modo la fundamentación de toda posición filosófica. Este tipo de naturalismo parece incluir, asimismo, una suposición discutible: la de que las ciencias poseen un método o un conjunto de métodos exclusivos que las caracterizan. La filosofía de la ciencia de las últimas décadas ha venido mostrando la implausibilidad de una tesis semejante. Algunas páginas de Feyerabend deberían bastar para disipar las dudas al respecto. Más que afirmar que la ciencia posee en exclusiva los métodos que garantizan el conocimiento genuino, podríamos decir que cuando descubrimos un método que resulta fiable en la adquisición de conocimientos, ese método encontrará a buen seguro un lugar en alguna ciencia. Y desde luego, lo que resulta claro para la filosofía de la ciencia actual es que no hay un método científico común a todas las ciencias y cuya aplicación convierta en científica y rigurosa cualquier investigación. La situación se parece mucho más a la que describía hace años el filósofo de la ciencia Stephen Toulmin (1992, p. 148):

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Al leer la historia de la ciencia desde 1700, podríamos llegar a la conclusión de que [la ciencia] cambió porque los científicos extendieron el alcance de sus temas, reaplicando continuamente a nuevos fenómenos un “método científico” común. La verdad es más interesante. Cuando los científicos se trasladaron a la geología histórica, la química o la biología sistemática y, más tarde, a la fisiología y la neurología, el electromagnetismo y la relatividad, la evolución y la ecología, no emplearon un repertorio único de “métodos” o formas de explicación. Cuando acometieron cada nuevo campo de estudio, lo primero que tuvieron que averiguar fue cómo estudiarlo.

El naturalismo filosófico que aquí defenderemos no tiene por qué asumir, pues, el cientifismo. A la hora de articular un naturalismo razonable sería un error eliminar la filosofía diluyéndola en las ciencias. Basta con renunciar a métodos que reclamen una supuesta autoridad epistémica basada en intuiciones incontrastables, por indirectamente que sea, a través de algún tipo de evidencia empírica. 2.2. NATURALISMO ONTOLÓGICO

El naturalismo ontológico, por su parte, sostiene que sólo existen entidades, procesos o propiedades naturales, o en forma resumida, que no hay más realidad que la natural. Qué es o no una entidad natural no es algo fácil de determinar, y esto ha generado numerosas discusiones. ¿Son los números entidades naturales? ¿Son las instituciones sociales entidades naturales? ¿Son los procesos mentales o los objetos intencionales procesos o entidades naturales? ¿Es la Quinta Sinfonía de Beethoven una entidad natural? Todos ellos son casos dudosos y sujetos a debate. Habrá quien acepte unos pero no otros. Un naturalista ontológico (que no fuera un eliminativista o un reduccionista radical) podría, en principio, admitir como reales (o “naturales”) no sólo el Mundo 1 de Popper (el mundo de los objetos físicos), sino también el Mundo 2 (el de los procesos y estados mentales) y el Mundo 3 (el de las entidades abstractas y los productos culturales), pero consideraría que las entidades de los Mundos 2 y del 3 están condicionadas en su existencia por la existencia de las del Mundo 1. Popper mantuvo que el Mundo 2 y el 3 surgen evolutivamente del Mundo 1, y, en ese sentido, su existencia depende de la existencia del Mundo 1, pero les concedió cierta autonomía en su funcionamiento y,

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sobre todo, la capacidad de influencia recíproca. El Mundo 3 puede actuar sobre el 2 y el 2 puede actuar sobre el 1. Esta capacidad de actuación es, para Popper, prueba del carácter real de los tres Mundos (Niiniluoto, 1999, pp. 23-25), y de hecho, la posibilidad de acción causal es habitualmente considerada por los filósofos como prueba de realidad. Una posición así permitiría, por cierto, conceder las entidades sobrenaturales cierta realidad, pero sólo como objetos del Mundo 2 o del Mundo 3, es decir, como contenidos de pensamiento o como elaboraciones culturales. En la actualidad, la mayor parte de los naturalistas ontológicos aceptaría los procesos mentales como entidades naturales, pero probablemente no tantos estarían dispuestos a hacer lo mismo con los números y otras entidades abstractas, por la simple razón de que suele identificarse lo natural como aquello que existe en el espacio y/o en el tiempo y los números y las entidades abstractas no tienen una existencia de este tipo. Elliot Sober (2011), por ejemplo, no duda en calificar a los números de entidades sobrenaturales, al menos si se asume la interpretación platónica acerca de su naturaleza, y eso le lleva a concluir que en tal caso las ciencias pueden admitir la existencia de algunas entidades sobrenaturales; una conclusión que, por mucho que Sober se empeñe, resulta bastante chirriante a los oídos de cualquier naturalista. Por otra parte, son también muchos los naturalistas que no aceptan más relación causal que la que se da entre objetos físicos, rechazando, por tanto, la acción causal “descendente” de entidades del Mundo 3, e incluso del Mundo 2, sobre el Mundo 1. Todas estas dificultades para caracterizar lo natural y para decidir qué entidades pertenecen a tal categoría son innegables y no parece que vayan a tener una solución inmediata. Sin embargo, no deberían hacernos olvidar que hay también casos muy claros de entidades naturales y de entidades no naturales que pueden servir como modelos intuitivos para los casos dudosos: las piedras y los árboles son entidades naturales, los ángeles no lo son, ni Dios tampoco. Es en ellas, además, en las entidades paradigmáticas y claramente asignables o no a lo natural, en las que suele centrarse la discusión entre naturalistas y sobrenaturalistas. Algunos naturalistas ontológicos cortan por lo sano para resolver esta cuestión y consideran que entidades naturales son las que caen bajo el dominio de alguna ciencia empírica. Las ciencias son

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las que deben determinar el tipo de entidades y propiedades que hay en el mundo. El mobiliario del universo aceptable en un momento dado viene dictado por lo que las ciencias establecen como existente en ese momento. Cualquier entidad que no tenga cabida dentro del estudio de una ciencia empírica no debe considerarse como existente en absoluto. Podríamos decir, pues, que para el naturalista la ontología es una disciplina que debe estar subordinada a la ciencia. No tendría sentido una ontología elaborada desde planteamientos contrarios a los marcados por la ciencia. No podría, por ejemplo, aceptarse como existente ninguna entidad o proceso que estuvieran excluidos por alguna ciencia o sobre los que hubiera razones científicas para desestimar su existencia. La ontología desarrollada por la filosofía debería limitarse a establecer relaciones y a determinar propiedades estructurales de segundo nivel entre las entidades cuya existencia ha quedado establecida por las diversas ciencias. En palabras del filósofo estadunidense Wilfrid Sellars “Science is the measure of all things, of what is that it is, and of what is not that it is not” (Sellars, 1963, p. 173). Una discusión que se ha planteado en este punto es si las ciencias que han ser tomadas como base para la determinación de la ontología del mundo deben ser sólo las ciencias naturales o si cabe incluir también a las ciencias sociales. En este segundo caso, las instituciones sociales o los contenidos mentales pueden ser considerados como entidades naturales por derecho propio, sin necesidad de buscar su dependencia de las entidades postuladas por las ciencias naturales. Philip Kitcher, por ejemplo, defiende en los últimos años un “naturalismo pragmatista” que sería un naturalismo no cientifista y abierto a una diversidad de ciencias, incluidas las ciencias sociales. Lo describe en estos términos: En sentido amplio, ‘naturalismo’ designa una posición filosófica que se distingue por su voluntad de adecuarse los mejores estándares de investigación —medidos según el estado (sintético) del conocimiento humano. Un modo de adecuarse a ellos es restringir las entidades y procesos que se invocan a aquellos permitidos por las ciencias en la actualidad —entendiendo ‘ciencia’ en un sentido lato de modo que cubra todas las disciplinas rigurosas que existan, desde la historia del arte y la antropología a la zoología. Otro es introducir sólo entidades y procesos que sean defendibles de acuerdo con los cánones metodológicos adoptados por las ciencias actuales. Y aún otro es

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introducir sólo entidades y procesos que podrían garantizarse mediante cánones metodológicos defendibles ellos mismos como adiciones progresivas a los estándares de las ciencias actuales (Kitcher, 2012, p. XV).

Ahora bien, esta forma de caracterizar lo natural conduce a una dificultad insuperable si va unida al naturalismo metodológico —del que a continuación hablaremos— entendido como rasgo definitorio de la ciencia. En efecto, se produce una evidente circularidad si se afirma que lo natural es aquello que es objeto de estudio por parte de alguna ciencia empírica y simultáneamente se entiende como una característica esencial de la ciencia el que ésta sólo apela como recursos explicativos a entidades y procesos naturales. El fisicalismo, que frecuentemente cualifica al naturalismo ontológico, pero no siempre ni necesariamente, es la tesis que mantiene que las entidades naturales no contienen en última instancia otros componentes distintos de los fisicoquímicos. En especial, en lo que a los seres vivos se refiere, el fisicalismo sostiene que son sólo un tipo particularmente complejo de entidades físicas. No hay en ellos nada que vaya más allá de las leyes de la física y de la química. Todos los aspectos y propiedades de los seres vivos, entre ellos sus procesos mentales, en los que los tengan, son exclusivamente el producto de la interacción de sus componentes funcionando de acuerdo con dichas leyes. El fisicalismo a su vez puede ser reduccionista o no reduccionista. El fisicalismo reduccionista sostiene que cualquier otra propiedad o característica estudiada por la ciencia que no sea una propiedad fisicoquímica, es reductible a (o se identifica con) un conjunto de propiedades fisicoquímicas (propiedades neurofisiológicas, en el caso de los procesos mentales). Así, para los eliminativistas como Paul y Patricia Churchland las propiedades que atribuimos a los estados mentales son imaginarias y engañosas, puesto que no existen más que las propiedades fisicoquímicas, y por tanto, la ciencia debe prescindir por completo de ellas. Otros naturalistas ontológicos reduccionistas, sin embargo, prefieren considerarlas como propiedades reales supervinientes sobre esas propiedades fisicoquímicas, y por tanto, no serían eliminables sin pérdidas explicativas; esto implica que su reduccionismo ontológico no les lleva a un reduccionismo teórico o epistemológico. El fisicalismo no reduc-

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cionista, en cambio, admite que ciertas propiedades puedan surgir como consecuencia de la interacción de propiedades fisicoquímicas, pero sin que sean reductibles a (o identificables con) éstas, puesto que ofrecen una novedad genuina. Dicho de otro modo, hay propiedades que, aunque estén realizadas siempre por propiedades fisicoquímicas, no presentan una identidad de tipos con ellas, sino que son emergentes con respecto éstas y tienen influencia causal (causación descendente), como Popper creía, sobre las propiedades de más bajo nivel así como sobre otras propiedades emergentes (Beckermann, Flohr & Kim (eds.), 1992; Kim, 1998; Crane, 2001; Francescotti, 2007; Stoljar, 2009; O’Connor & Wong, 2012). La tesis de la emergencia de lo mental sobre lo fisicoquímico no es exclusiva del fisicalismo no reduccionista. Al menos en alguna de sus interpretaciones más fuertes es de hecho asumida también desde posiciones dualistas. Pero el fisicalista no reduccionista puede adoptarla para explicar la relación de lo mental con su sustrato material, añadiendo que lo mental no podría existir sin ese sustrato. Tanto para este tipo de fisicalismo como para el fisicalismo reduccionista las propiedades fisicoquímicas tienen primacía ontológica. Del mismo modo, todo fisicalista, sea reduccionista o no, coincide en que un mundo que fuera un duplicado físico de otro, sería también un duplicado en todo lo demás, esto es, presentaría los mismos fenómenos mentales, biológicos, etc. Por supuesto, se entienda como se entienda el término ‘natural’, todos los naturalistas ontológicos rechazan la existencia de entidades y de causas habitualmente tenidas por sobrenaturales. Y, en su versión fisicalista reduccionista, este tipo de naturalismo está comprometido con la tesis de que el mundo físico está “causalmente cerrado”. Los efectos físicos tienen sólo causas físicas, o dicho de otro modo, toda causa de un fenómeno físico es una causa física. El naturalismo ontológico, al igual que el epistemológico, es una opción filosófica. De hecho, está ampliamente extendido entre los filósofos de la biología y los filósofos de la mente (dejo de lado a biólogos y a psicólogos o neurocientíficos, porque no suelen manifestar su opción por esta posición o por otra contraria en sus trabajos como científicos, sino sólo cuando escriben como filósofos de su materia). Ninguna disciplina científica, en ninguna de sus teorías constituyentes, incluye la afirmación de que sólo

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deben aceptarse como existentes las entidades que en ella se postulan como tales. Es más, se puede ser un buen científico y no ser naturalista en estos dos sentidos hasta ahora mencionados; así como se puede ser naturalista y ser un analfabeto en cuestiones científicas. No obstante, los naturalistas ontológicos suelen argumentar que esta posición filosófica es la más coherente con los resultados de la ciencia. Como era de esperar, esta modalidad de naturalismo está también sujeta a una intensa discusión, incluso en el ámbito filosófico angloparlante (Papineau, 2009). Particularmente influyente ha sido la crítica contra el naturalismo ontológico no reduccionista efectuada por Jaegwon Kim, el filósofo que más ha hecho precisamente por articular la noción de ‘superviniencia’, que muchos naturalistas consideran básica para el naturalismo. Kim (1989) ha argumentado que no es posible conciliar la noción de causación descendente con la tesis naturalista de la clausura causal física del mundo. El naturalismo moderado, no reduccionista o “emergentista”, sería, pues, inviable, o más bien inestable, puesto que colapsaría o bien en la identificación de lo mental con lo físico o bien en un dualismo. Kim considera, por ello, que el único naturalismo ontológico viable sería el reduccionista radical. Las causas mentales se identifican con las causas físicas que operan en el nivel cerebral. Sin embargo, este tipo de naturalismo ontológico no encuentra demasiado apoyo entre los filósofos de la mente o incluso entre científicos cognitivos. La razón es simple: parece difícil negar la evidencia de la realizabilidad múltiple de los procesos mentales. No es plausible suponer que todos los organismos que estén en un mismo estado mental están eo ipso en el mismo estado físico. Es necesario reconocer que los conceptos de ‘emergencia’ y ‘superveniencia’ son, en efecto, problemáticos, aunque no mucho más que otros conceptos filosóficos. Tratan de encontrar una vía media entre el dualismo y el reduccionismo radical o el eliminacionismo. El equilibrio es difícil, pero no se ha demostrado que sea imposible. Por ejemplo, hay quien considera que una adecuada comprensión de las propiedades emergentes como propiedades configuracionales y la admisión de cierto tipo de causación descendente puede resolver el problema que Kim señala (El-Hani & Pihlström, 2002). Hay otras salidas posibles, si bien todas ellas

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controvertidas (Crane, 2006). El defensor del naturalismo ontológico tiene, pues, ante sí una interesante y fructífera tarea articulando su propuesta de modo que pueda salvar las objeciones planteadas. En todo este debate no se ha dicho ni mucho menos la última palabra y aunque la opción dualista ha quedado en la práctica abandonada, no está ni mucho menos claro que la única alternativa viable sea el naturalismo ontológico en su versión reduccionista. No es de extrañar el interés que los últimos años ha vuelto a despertar el concepto de ‘emergencia’ (ver, por ejemplo, Clayton, 2004; Kistler, 2006; Bedau & Humphreys (eds.), 2008; Ritchie, 2008; Corradini & O’Connor (eds.), 2010; Vision, 2011; Silberstein, 2012). 2.3. NATURALISMO METODOLÓGICO

En la caracterización que acabo de efectuar del naturalismo ontológico y del epistemológico no creo haberme separado demasiado de lo que la mayoría de los autores que han considerado la cuestión entienden por ambas doctrinas. Sin embargo, la caracterización que hago a continuación del naturalismo metodológico pretende ser más personal, entre otras razones porque estimo necesario marcar distancias entre éste y el naturalismo epistemológico, dado que en ocasiones se llega erróneamente a identificar a ambos. El naturalismo metodológico, tal como lo entiendo, es la tesis que sostiene que en el avance de nuestros conocimientos hemos de proceder como si sólo hubiese entidades y causas naturales. Sólo las causas naturales y las regularidades que las gobiernan tienen auténtica capacidad explicativa. Apelar a causas o a entidades sobrenaturales, como el espíritu (en el caso de la actividad mental), o la fuerza vital (en el caso de la vida), es lo mismo que no explicar nada. Puede apreciarse en ese ‘como si’ que he utilizado en su caracterización, que el naturalismo metodológico es compatible tanto con la aceptación del naturalismo ontológico como con su rechazo. El naturalismo metodológico se limita a afirmar cómo han de obtenerse ciertos conocimientos. Hemos de investigar el mundo “como si” fuese de una determinada manera, aunque en otras circunstancias no aceptemos que sea de esa manera. Este ‘como si’ no debe, sin embargo, ser interpretado de forma ficcionalista. No implica necesariamente una distorsión o una “disminución”

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del modo en que el mundo realmente es. Seguramente muchos naturalistas metodológicos piensan que el mejor modo de alcanzar conocimientos acerca del mundo es proceder como si sólo hubiera entidades naturales porque, de hecho, sólo hay entidades naturales. En este caso, el naturalista metodológico lo será por ser también un naturalista ontológico. Pero no siempre tiene que ser así. Un creyente puede ser perfectamente un naturalista en sentido metodológico. Como creyente, no lo será en sentido ontológico, puesto que aceptará la existencia de Dios y quizás de entidades sobrenaturales de diverso tipo, pero como científico puede admitir que Dios sólo actúa mediante leyes naturales y que, por tanto, sólo son posibles evidencias naturales para apoyar nuestras teorías científicas, y de ese modo su antinaturalismo ontológico sería compatible con la aceptación de un naturalismo metodológico. De hecho, el naturalismo metodológico ha sido tradicionalmente aceptado por la Iglesia Católica como el modo adecuado de proceder en la ciencia, y podemos encontrar una buena defensa de él en algunos destacados filósofos y científicos que pertenecen a ella (McMullin, 1991). No se entiende, por tanto, el empeño de algunos sobrenaturalistas, especialmente en los Estados Unidos, por hacer del naturalismo metodológico algo incompatible con la fe religiosa y por promover en consecuencia una “ciencia” en la que no se acepte ese naturalismo. Volveremos sobre este asunto. Conviene hacer algunas consideraciones adicionales. Para empezar, ¿por qué suponer que la investigación científica ha de hacerse de acuerdo con el naturalismo metodológico? Esta pregunta ha recibido fundamentalmente dos respuestas, que han sido presentadas como opuestas entre sí. Para unos, la razón estriba en la propia naturaleza de la ciencia moderna como actividad epistémica. La ciencia moderna, desde su constitución, se ha basado de forma destacada en el método experimental, y el método experimental, como bien ha señalado un autor que no oculta su descontento con el naturalismo metodológico, conlleva de por sí algunos presupuestos ontológicos (Dilworth, 2006, cap. 2), entre ellos el principio de regularidad de la naturaleza, el cual deja fuera de la escena científica los milagros, y por tanto la causación sobrenatural. De este modo, si se acepta el método experimental, Dios no es una opción explicativa viable ahí donde

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ese método se utilice. Esta, y no una convención arbitraria, es la razón de que, si se acude a entidades sobrenaturales en alguna explicación de un fenómeno natural, esta explicación quede fuera del ámbito de la ciencia actual. Un discurso en el que se recurra como resorte explicativo a causas sobrenaturales, no sometibles por principio a regularidades ni a control empírico, es un discurso incontrastable y, por tanto, deja de ser un discurso metodológicamente aceptable en la ciencia. A medida que una disciplina adquiere madurez como ciencia, esas entidades y causas desaparecen del horizonte de los recursos explicativos posibles. Esto significa que el naturalismo metodológico ha ido adquiriendo carta de naturaleza como requisito de la ciencia de una forma dispar y en tiempos distintos, dependiendo de la ciencia particular en cuestión. Probablemente no sería erróneo afirmar que en algunas ramas de la biología, el naturalismo metodológico no estuvo bien asentado hasta finales del siglo XIX, y de ahí que algunos vean en esta tardanza una debilidad que aprovechar para intentar derribarlo. En efecto, Dios no aparece en el contenido explicativo y predictivo de ninguna teoría científica madura. Aparece, eso sí, como principio de inteligibilidad, como “gobernador” del cosmos o como creador del mismo en las justificaciones o aclaraciones generales dadas por algunos científicos, principalmente en los comienzos de la ciencia moderna, a la hora de enmarcar sus propuestas en el contexto cultural de la época. Incluso se pueden localizar en dichos comienzos algunos pasajes en los que se realiza una apelación directa a Dios para explicar un fenómeno natural concreto, como en el párrafo del escolio general del libro III de los Principia de Newton, ya al final del libro, en el que éste acude a un “ente inteligente y poderoso”, que —nos dice— no puede ser otro que el Dios creador, para dar cuenta de por qué todos los planetas del sistema solar se mueven en la misma dirección y en el mismo plano. Es bien sabido que una explicación puramente naturalista de este hecho ya la había dado Descartes con su propuesta de los vórtices, pero Newton no la aceptaba porque no encajaba con el movimiento de los cometas. Ahora bien, ni las leyes del movimiento ni la ley de la gravedad, que son los elementos centrales —el núcleo duro, que diría Lakatos— de la mecánica newtoniana dependen en su validez explicativa o predictiva de

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acción divina alguna, y poco después de Newton la apelación a Dios para explicar algún fenómeno natural concreto desaparece totalmente de la física. En biología, se mantiene esta apelación hasta el siglo XIX, como en la teoría de las creaciones sucesivas, defendida entre otros por Louis Agassiz; teoría que estuvo lejos de despertar el consenso. A partir de la publicación del Origen de las especies, la aceptación generalizada del hecho evolutivo la hace desaparecer de la literatura científica (al tiempo que el debate sobre el conflicto entre ciencia y religión se reaviva). La segunda respuesta que se ha dado a la pregunta de por qué la ciencia ha de estar ligada al naturalismo metodológico —respuesta que a mí no me parece incompatible con la que acabo de presentar— sostiene que el naturalismo metodológico no debe considerarse a priori como constitutivo o definitorio de la ciencia moderna, sino que su aceptación generalizada se debe a su historial de éxitos explicativos. La principal razón que aportan los defensores de esta tesis para rechazar la idea de que el naturalismo metodológico sea constitutivo de la ciencia es que, si se considera como tal, se descarta la posibilidad de que la ciencia pueda mostrar la falsedad de muchas afirmaciones sobrenaturalistas y, de ese modo, se le despeja alegremente a los defensores del sobrenaturalismo un terreno propio en el que pueden actuar con total autonomía y sin injerencias externas por parte de la comunidad científica (Fishman, 2009; Boudry, Blancke & Braeckman; 2010; Fales, 2013; Fishman & Boudry, 2013). De forma un poco extraña, hay incluso quien ha sacado la conclusión de que lo que el naturalismo pretende es apartar a la ciencia incapacitándola para ejercer cualquier crítica a la filosofía y la religión. Esta idea, sin embargo, no parece muy ajustada a las intenciones que están realmente tras las posiciones de los participantes en este debate. Son precisamente los defensores del Diseño Inteligente los que han pretendido acabar con el naturalismo metodológico en la ciencia para poder afirmar que ellos tienen una teoría científica que prueba la existencia de Dios. Por otra parte, los que ven el asunto de este modo, parecen presuponer que, en caso de que se le permita juzgar acerca de lo sobrenatural, la ciencia sólo serviría para refutar cualquier afirmación de los sobrenaturalistas. No obstante, a menos que se asuma de antemano el naturalismo ontológico, cometiéndose así una petitio principii a ojos del sobre-

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naturalismo, no queda claro por qué la ciencia no podría entonces “mostrar” de algún modo la existencia de lo sobrenatural, tal como pretenden algunos defensores del sobrenaturalismo. Ahora bien, la mera aceptación de esta última posibilidad sería, en mi opinión, una reductio ad absurdum de esta tesis. ¿Es imaginable que alguna revista científica seria acepte un artículo en el que se apele a algún acontecimiento milagroso para explicar algún fenómeno natural? Una de las discusiones más vivas sobre ciencia y religión en los últimos años la ha propiciado precisamente el hecho de que algunos filósofos antinaturalistas, como Alvin Plantinga (1996), han rechazado el naturalismo metodológico, especialmente en aquellas cuestiones que tienen que ver con el origen del ser humano y del universo. Plantinga cree que la ciencia, en tanto que búsqueda de la verdad, no puede excluir a priori las causas y la explicaciones sobrenaturales. Para él, el naturalismo metodológico no es un rasgo definitorio de la ciencia, sino el producto de una contingencia histórica que cifra en una noción fundamentalista de ciencia propiciada por Descartes y Locke, y afianzada por la Ilustración. Pero la prueba que aporta para su afirmación es que algunos científicos no han sido neutrales desde un punto de vista religioso a la hora de formular sus teorías, en particular dando muestras fehacientes de ateismo. No hace falta explicar que esto, incluso si fuera verdad (yo no conozco ninguna teoría científica aceptada en una ciencia actual que haga referencia a ningún ente sobrenatural ya sea para afirmarlo o para negarlo), sólo probaría que en ocasiones los científicos no están a la altura de las exigencias metodológicas de la ciencia. Como argumento a favor de que el sobrenaturalismo carece de fuerza alguna, puesto que no es más que una falacia del tipo tu quoque. Plantinga se escuda además en el llamado “problema de la demarcación” —es decir, en las dificultades para separar con total nitidez lo que es ciencia de lo que no lo es— para negar que pueda hablarse de un rasgo definitorio de la ciencia. No aclara que el fracaso de la filosofía de la ciencia en proporcionar un criterio formal y preciso de demarcación no convierte al ámbito de los conocimientos humanos en la noche en la que todos los gatos son pardos (Pigliucci & Boudry, 2013). No hace falta un criterio preciso y formal de demarcación para saber que la ufología o la parapsicología no son ciencias, mientras que la mecánica cuántica sí lo es,

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y una de las razones para ello (al menos en el caso de la parapsicología) es que se apela a poderes cuya existencia no ha podido nunca ser establecida mediante controles experimentales rigurosos. Puede que no haya un conjunto de condiciones necesarias y suficientes para que algo sea científico, esto es, puede que no haya una esencia de la ciencia (yo tampoco creo que la haya), pero lo que sí hay son condiciones claramente excluyentes, como, por poner algunos ejemplos, aceptar hipótesis echándolas a los dados, o porque así lo decide el Partido, o introducir en las explicaciones entidades y causas sobrenaturales. No se trata, pues, de que el sobrenaturalismo quede excluido porque hemos decidido definir ‘ciencia’ de una determinada manera. No estamos ante una cuestión de definición que pueda resolverse negociando un cambio de significado en el diccionario. Se trata de que una determinada actividad intelectual a la que hemos dado en llamar ‘ciencia’ tiene ciertas características que ha ido adquiriendo a lo largo del tiempo y que la distinguen de otras actividades intelectuales, y si esas características desaparecieran, desaparecería la actividad intelectual como tal. Estas características, en ciertos casos, se refuerzan y se reclaman unas a otras, como sucede en el caso del naturalismo metodológico, del método experimental y del objetivo de encontrar regularidades en el comportamiento de la naturaleza. No puede eliminarse una de ellas sin tirar por la borda o sin dejar seriamente afectadas a las demás. Por lo tanto, la llamada de Plantinga a la comunidad cristiana para que ésta haga ciencia “a su propio modo y desde su propia perspectiva” (1996, p. 192), si se interpreta como una llamada a hacer ciencia introduciendo explicaciones sobrenaturales, no puede ser tomada más que como una llamada a hacer otra cosa que no es ciencia, y —en el improbable e indeseable caso de tener éxito— una llamada a destruir la propia ciencia. A todo esto el sobrenaturalista podría aducir que incluso aceptando que la ciencia ha adoptado en el pasado, sea o no como característica constitutiva, el naturalismo metodológico, nada obliga a que sea así en el futuro, puesto que, como han señalado repetidamente en las últimas décadas los historiadores y los filósofos de la ciencia, los principios metodológicos e incluso los criterios de racionalidad científica han variado a lo largo de la historia. ¿Por

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qué no aceptar entonces que se promueva legítimamente el abandono del naturalismo metodológico si es que se constata su insuficiencia explicativa en ciertos casos? La respuesta a esta objeción es, según creo, bastante simple. En primer lugar, es cierto que a lo largo de la historia de la ciencia no sólo han cambiado los contenidos de las teorías, sino también los criterios metodológicos (ha habido un progreso metodológico innegable), e incluso han cambiado algunos elementos de juicio generales acerca de lo que es racionalmente aceptable en la ciencia; sin embargo, estos cambios nunca han sido tan grandes que la propia actividad científica haya quedado diluida o transformada en otras formas de contemplar la realidad. Si esto ocurriera, no tendríamos ya ciencia. Los cambios metodológicos no podrán nunca hacer que pase por científica una elección de hipótesis basada en el azar, que la intuición personal se considere una prueba favorable para una hipótesis, o que la ontología de nuestras teorías se pueble de seres espirituales y sobrenaturales. En segundo lugar, no hay razones suficientes para afirmar que el éxito explicativo propiciado por el naturalismo metodológico esté agotado. Más bien hay razones para pensar todo lo contrario. El historial de éxitos del naturalismo a lo largo de los tres últimos siglos ha sido apabullante, y el trabajo diario de los científicos en nuestros días no hace más que afianzar nuestras expectativas en que será incluso mayor en las próximas décadas. En cambio, el historial de éxitos explicativos del sobrenaturalismo (suponiendo que realmente pueda hablarse de “explicaciones sobrenaturales”) parece estancado desde hace varias centurias, y desde entonces siempre ha ido a la zaga del naturalismo. La actitud naturalista ha contribuido al descubrimiento de causas y entidades naturales antes desconocidas, en tanto que el sobrenaturalismo no puede afirmar algo parecido. Como he señalado antes, esta última línea de defensa del naturalismo metodológico es la preferida por algunos naturalistas como Giere (2010) y Boudry Blancke & Braeckman (2010). No coincido, sin embargo, con estos últimos autores en que la defensa que he presentado de lo que ellos designan como “naturalismo metodológico intrínseco” ofrezca las dificultades que ellos creen ver en ella. Ellos reconocen que “es verdad que la noción de ‘sobrenatural’ está completamente ausente del corpus del conocimiento científico moderno” (p. 230), pero a continuación pregun-

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tan: “¿significa eso que los eventos sobrenaturales, si ocurre alguna vez alguno en el universo, están necesariamente más allá del alcance de la ciencia?”. Mi respuesta a esta pregunta es sí, al menos en tanto que se vean como eventos sobrenaturales. Lo que haría la ciencia en un caso así, como hace en las investigaciones sobre supuestos poderes paranormales, es intentar mostrar que el aparente evento sobrenatural, si es que tiene algún viso de realidad, es completamente natural (explicable mediante leyes naturales), y si fracasa en el intento, se retira (por el momento al menos) de los intentos de explicación. Esas son las reglas del juego. Si se le pidiera a un científico estudiar un supuesto milagro, su punto de partida (y de llegada) es que no hubo tal milagro. Si no puede explicarlo mediante causas naturales, suspende el juicio como científico. Es absurdo decir, por ejemplo, que los estudios científicos sobre la Sábana Santa han probado la resurrección. Como mucho se podría decir que no han conseguido explicar la figura que allí aparece (y esto sólo para los que así lo crean, que no son todos). El naturalismo metodológico no implica, además, que la ciencia no pueda decir absolutamente nada sobre las afirmaciones de los sobrenaturalistas. La ciencia puede refutar algunas afirmaciones en las que aparecen implicadas entidades o causas sobrenaturales, e.g., que las especies biológicas han sido creadas por Dios hace unos miles de años con la forma aproximada que tienen hoy. Sabemos que la segunda parte de esta afirmación es empíricamente falsa y, por tanto, lo es toda la afirmación, aparezca en ella o no una entidad sobrenatural. En cambio, otras afirmaciones sobrenaturalistas, como “Dios es el creador del universo” o “Dios guía de forma indetectable la evolución de las especies” son infalsables y no pueden pertenecer jamás a la ciencia. Finalmente, introducir el sobrenaturalismo en la ciencia proporcionaría pocas ventajas epistemológicas al modo resultante de explicación de lo real. ¿Cómo saber, por ejemplo, cuándo está justificado y cuándo no el recurso a causas sobrenaturales? ¿Podría recurrirse siempre a ellas, o sólo cuando no encontráramos explicaciones basadas en causas naturales? Y en este último caso, ¿cuánto tiempo habría que esperar antes de recurrir a la explicación sobrenatural? ¿Cualquier dificultad explicativa que durara unos años dejaría abierta la brecha para una explicación de ese

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tipo? ¿No desanimaría esta posibilidad los intentos de seguir buscando una explicación naturalista, posiblemente mucho más relevante desde el punto de vista de su utilidad para la implementación tecnológica? ¿No serían las explicaciones sobrenaturalistas más susceptibles de ser salvadas mediante hipótesis ad hoc de los problemas a los que pudieran enfrentarse? ¿No serían, en el fondo, explicaciones vacías, puesto que podrían usarse para cualquier problema y ser protegidas siempre de cualquier dificultad? En definitiva, ¿qué criterios podrían establecerse y con qué fundamento epistemológico para escoger las entidades sobrenaturales causalmente relevantes? Un Dios creador y providente parece un candidato muy socorrido, pero, ¿podemos acudir también a los ángeles, a los demonios, a las deidades de la mitología clásica, a los duendes o a las almas en pena? ¿Cuál sería el criterio de selección? El sobrenaturalista no ha dado muestras de tener una respuesta satisfactoria para estas preguntas.

§3. EL NATURALISMO METODOLÓGICO, TAMBIÉN EN LA FILOSOFÍA

El naturalismo metodológico no sólo es hoy la única opción viable en la ciencia, sino que es visto además por muchos filósofos (entre los que me encuentro) como una opción saludable en la propia práctica de la filosofía. El filósofo que así lo estime, tenderá a creer, como dijimos al comienzo del apartado anterior, que no hay diferencias metodológicas que marquen una separación absoluta entre la filosofía y la ciencia —o si se quiere, que la filosofía también debe tomar la evidencia empírica como piedra de toque de sus propuestas teóricas, que a su vez han de interpretarse como hipótesis revisables. Aceptará, pues, que en la filosofía puede también aplicarse de forma fructífera un principio de parsimonia —Ronald Giere lo ha bautizado como “principio de prioridad naturalista”— que manda no explicar de forma no naturalista lo que puede ser explicado de forma naturalista (Giere, 2006). La dificultad estriba en dar contenido preciso a todo esto. ¿Considera necesariamente el naturalista a la filosofía como “ciencia incompleta”, tal como la describió en alguna ocasión Bertrand Russell, o es compatible el naturalismo filosófico con la idea de una filoso-

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fía autónoma de las ciencias? Intentaremos proporcionar una respuesta a esta cuestión. Es en la extensión del naturalismo metodológico a la metafísica y a la epistemología donde muchos filósofos ven un problema, cuando no directamente una actitud filosófica reprochable. Hay quien considera que el teísmo (o sobrenaturalismo, en la terminología que hemos empleando en este contexto) encaja mejor que el naturalismo con algunos resultados de la ciencia y que eso, para un filósofo atento a la propia ciencia, ha de significar que la idea de Dios no sólo queda reivindicada por ella, sino que la filosofía no debe introducir en su uso reparos injustificados. Veo dos problemas aquí. En primer lugar, es muy discutible, aunque sólo sea por mantener un principio de parsimonia, que el teísmo encaje mejor que el naturalismo con los resultados de la ciencia. El naturalismo necesita menos entidades que el sobrenaturalismo para ser “empíricamente adecuado”, por decirlo en terminología de van Fraassen, esto es, para encajar con los datos observacionales proporcionados por la ciencia. El naturalismo no postula ninguna entidad diferente o que esté más allá de las que postulan las ciencias. El teísmo (o sobrenaturalismo) sí. En segundo lugar, aunque fuera cierto que el teísmo encajara mejor con la ciencia actual, la hipótesis de Dios seguiría careciendo de poder explicativo, incluso en filosofía. Explicar un fenómeno natural afirmando que se debe a la acción divina es, tanto en ciencia como en filosofía, atribuir dicho fenómeno a un milagro, y por tanto introducir una excepcionalidad en la regularidad de la naturaleza que más que explicar algo, requiere ella misma una sólida explicación. No niego que para el filósofo creyente la existencia de Dios dote de sentido al universo y que con ello tenga una base inspiradora sobre la que edificar sus propuestas filosóficas. Tampoco niego que esté en su derecho de reivindicar un sobrenaturalismo ontológico basándose en la tradición filosófica y en cómo las doctrinas teístas han contribuido en el pasado de forma fructífera en la dilucidación de ideas interesantes. Puede pensar legítimamente que el teísmo, tras pasar por una cierta fase degenerativa, será (o es ya) de nuevo un programa metafísico progresivo. Con todo, en la situación actual, en la que el filósofo teísta no puede dar por descontado ni mucho menos que su interlocutor en el debate

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filosófico crea también en una divinidad creadora y personal que interviene en el mundo, el naturalismo metodológico se convierte en la única herramienta capaz de hacer que el debate filosófico prosiga y conduzca a resultados relevantes para todos. El naturalismo metodológico no obliga, claro está, a que el problema de Dios desaparezca por completo de la filosofía. A buen seguro, seguirá siendo un problema central para muchas personas y, algunas, en su dilucidación querrán ver hasta dónde les conduce la reflexión filosófica. Preguntarse por la mera posibilidad de la existencia de un creador omnipotente y benéfico, esto es, preguntarse por la coherencia del concepto de Dios y por las implicaciones de su asunción, es una tarea que puede realizarse sin desbordar los límites del naturalismo metodológico. Un filósofo naturalista puede analizar y valorar los argumentos que se han dado históricamente para sustentar la creencia en Dios, particularmente los que parecen contar con más apoyo en la actualidad, como el argumento antrópico o el argumento teleológico. Puede, asimismo, señalar como relevantes en esta discusión algunas de las vicisitudes históricas que condujeron al establecimiento institucional de dicha creencia, especialmente a través de determinados textos, cuya confección final dependió de decisiones que podrían haber sido distintas y habrían marcado en tal caso contenidos diferentes para la misma. Puede valorar si tenía razón Bertrand Russell cuando sostuvo que aplicar el concepto de causa a todo el universo (como hace Santo Tomás en uno de sus argumentos sobre la existencia de Dios) es un error categorial, puesto que el concepto de causa tiene su origen en la aplicación a casos individuales y nada garantiza que pueda aplicarse legítimamente al conjunto de todos los eventos. Puede tratar de averiguar si una filosofía procesual consigue resolver mejor algunos de los viejos problemas que afectaban a las nociones tradicionales (atemporales) de la divinidad. Puede —por citar sólo una tarea más— discutir la fuerza probatoria de los argumentos esgrimidos por la psicología evolucionista acerca de la ventaja adaptativa proporcionada por la creencia en Dios como base explicativa de su persistencia. La discusión sobre la estas cuestiones seguirá siendo sin duda —durante un tiempo impredecible— un tema de interés en la filosofía, y no sólo por su importancia histórica, sino por el impacto que ejercen sobre la vida de muchas personas.

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Tampoco excluye el naturalismo metodológico que el filósofo pueda preguntarse con sentido por la posible existencia de entidades no físicas de diverso tipo. Así, puede preguntarse, sin reproche alguno, por el tipo de existencia que puedan tener los números o los productos culturales, o qué ontología sería la más coherente en un posible mundo diferente al nuestro. También está en su derecho de intentar promover un cambio en la agenda de problemas que la filosofía asume como prioritarios, de modo que estas cuestiones no sean en el futuro (tan) centrales entre las preocupaciones de los filósofos, pero ese es otro asunto. Lo que sí excluye el naturalismo metodológico es introducir a Dios o a cualquier otra entidad sobrenatural, dando por sentado su existencia, como explicación de un fenómeno natural, como hace Plantinga para explicar la fiabilidad de las capacidades cognitivas humanas. Lo excluye porque hacer eso no sólo es, como ya dije, no explicar nada, sino porque es jugar con unas reglas que no todos los jugadores pueden aceptar. Es convertir lo problemático y de existencia discutible en explicación de algo mucho menos discutible y problemático. Una explicación naturalista acertada acerca de un fenómeno natural, si la tenemos en algún caso, lo puede ser tanto para el naturalista como para el teísta. Éste no tendría especiales razones para negarla. En cambio, el naturalista no podría dar como acertada una explicación teísta, porque precisamente se niega a aceptar que explicar lo menos dudoso por medio de lo más dudoso y de existencia cuestionable sea dar una auténtica explicación. Rechaza esto no como consecuencia de asumir una posición epistemológica apriorista, sino porque no es así como funcionan las explicaciones, ni siquiera en filosofía. Si el naturalista no tiene una buena explicación de la posesión de capacidades cognitivas fiables por parte del ser humano (yo sí creo que la tiene, dicho sea de paso: la explicación evolucionista), podrá hacérsele ver que no la tiene y, por tanto, que habrá de seguir buscándola, aunque su solución, por mala que sea, no será nunca “milagrosa” en el sentido de que viole las leyes naturales. La “solución” de Plantinga, en cambio, sí es milagrosa. En definitiva, el naturalismo (que para este caso también podría ser llamado ‘racionalismo’) es el único terreno común en el que puede y debe jugarse este juego.

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Una fuente importante de resistencia a la extensión del naturalismo metodológico más allá del ámbito científico proviene, como es lógico, de aquellos filósofos que consideran que el naturalismo filosófico en general implica una sumisión intolerable a la ciencia por parte de la filosofía. Creen que ésta debería permanecer abierta a la postulación de cualquier tipo de entidades que considere apropiadas para sus fines, sin dejarse coartar en ello por su supuesta compatibilidad con la ciencia (quién sabe después de todo qué podría decir al respecto una ciencia del futuro). En particular, para una parte importante del antinaturalismo contemporáneo de raíz heideggeriana, el naturalismo es una manifestación última de una forma de pensamiento y de un modo de hacer filosofía que debe ser dejado atrás (Zabala, 2011). Se trataría de una forma extrema del pensamiento calculador, el cual ha conducido a la situación actual de dominio excluyente de la técnica. La concepción de la razón que subyace al naturalismo sería un modo de razón que constriñe la diversidad, busca la unificación y dominación sobre otros saberes, impone la universalidad, es ajeno al mundo-de-la-vida, exige la fundamentación y pone su principal fuente de legitimación en el progreso y el éxito tecnológico, y de ahí que se haya convertido en el instrumento propicio de los poderes dominantes en la sociedad capitalista. Seguir prisioneros de dicha forma de razón es ya —para los que así piensan— algo que va más de un mero error filosófico. Es obvio que no podemos responder aquí, ni siquiera de forma somera, a los argumentos de una posición como ésta, que se sitúa por completo ajena a la tradición filosófica en la que surge el naturalismo. Sí diré, al menos, que no creo que pueda ser vista como representativa de todo lo que se engloba habitualmente bajo el apelativo de ‘filosofía continental’. Lo más que podemos decir es que se debe colocar sobre sus hombros la carga de la prueba. ¿Qué alternativas mejores hay al naturalismo metodológico en filosofía? Es evidente que la mayoría, si no todos, los autores que trabajan dentro de esos enfoques rechazarán el naturalismo epistemológico, y en eso no se diferenciarán de la mayoría de los naturalistas actuales. Tampoco verán de buen grado la tesis naturalista genérica, según la cual hay una continuidad entre la ciencia y la filosofía, puesto que buena parte de lo escrito en estas corrientes de pensamiento es para marcar distancias precisamente entre

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la ciencia y la filosofía. Quizás haya también entre ellos quienes no vean con simpatía el naturalismo ontológico, o lo encuentren empobrecedor, ingenuo y filosóficamente pernicioso, y prefieran sumarse a las tesis sobrenaturalistas, o defender el idealismo en cualquiera de sus modalidades. Puede que algunos quieran borrar la distinción entre lo natural y lo sobrenatural como si se tratara de una de esas dicotomías ilegítimas que un nuevo lenguaje filosófico ha de derribar. Seguro que no serían un caso ni dos, aunque no serán mayoría. Serán más los que, en una inversión de la posición naturalista, consideren que lo natural es un producto de lo cultural. Puesto que no hay estudios sociológicos al respecto, nadie lo puede saber con total seguridad. Con todo, si se acepta que hay entidades y procesos que podemos detectar en la naturaleza y otros que trascienden las posibilidades de lo natural tal como son establecidas por las ciencias, no se me ocurre ninguna razón de peso por la que incluso dentro de estos enfoques no debiera aceptarse en filosofía el naturalismo metodológico. Como es de esperar en cualquier posición filosófica, hay numerosos problemas para los que el naturalismo no tiene una solución adecuada. Es probable, puesto que se trata de un enfoque cada vez más activo, que algunos encuentren respuesta satisfactoria en el futuro. Nadie debería esperar que pueda resolver todos los problemas de su dominio a satisfacción de todos. Ahora bien, lo que nadie ha mostrado hasta ahora es que el naturalismo no pueda dar una respuesta aceptable a bastantes de ellos. Hay críticos del naturalismo que, sin recurrir al sobrenaturalismo y asumiendo el contacto estrecho entre ciencia y filosofía, no pueden aceptarlo porque consideran que estos problemas irresueltos —y para ellos irresolubles desde las premisas naturalistas— son lo suficientemente graves como para ensayar otros caminos. El naturalismo —se afirma repetidamente— no da cuenta de la naturaleza y funcionamiento de la mente humana, especialmente de la intencionalidad de los procesos mentales, de la conciencia, de la relación mente/cuerpo y de la causación mental. Tampoco da cuenta de la validez de las verdades lógicas y matemáticas, ni de la normatividad o de la conducta libre basada en valores. Un buen ejemplo de estas críticas es el libro de Thomas Nagel titulado Mind and Cosmos (Nagel, 2012; una reseña crítica puede verse en

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Diéguez, 2013). Para estos críticos, si el sobrenaturalismo no es una solución a estos problemas, el naturalismo tampoco lo es. Desde las filas naturalistas podría responderse que no es pretensión del naturalismo resolver todos los grandes problemas de la filosofía. Quizás haya cosas que permanecerán siempre inexplicadas (ya sea en términos naturalistas o no naturalistas), como el problema de los qualia, o el de la causación mental, al menos en la formulación que actualmente les damos. Cabe señalar aquí que no parece justo poner en el debe del naturalismo todo lo que no ha podido resolver (ni otros enfoques tampoco) sin contrabalancearlo con lo que habría de contar en su haber. Del mismo modo, no cabe ignorar que en los últimos años el naturalismo se ha venido mostrando como un programa de investigación más progresivo que los alternativos. En efecto, las respuestas a todas estas cuestiones proporcionadas desde posiciones antinaturalistas han resultado demasiado convincentes. Nadie podría decir, pongamos por caso, que el dualismo tiene una solución satisfactoria al problema de la relación mente/cuerpo o al de la causación mental (Crane, 2006; Bennett, 2007). No es que nadie tenga una buena explicación de la causación mental, es que nadie tiene siquiera una buena explicación (en el sentido de que haya despertado un amplio consenso) acerca de la causación. La noción de causa sigue siendo tan problemática como en tiempos de Hume, si no más. Aun así, sería descabellado agarrarse a este fracaso para postular una relación no natural entre causa y efecto.

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3. HACIA UN NATURALISMO LIBERAL EN FILOSOFÍA DE LA BIOLOGÍA1 MARÍA CEREZO

§1. INTRODUCCIÓN

La reflexión filosófica acerca de las relaciones entre ciencia y filosofía, y acerca de los compromisos ontológicos que un genuino conocimiento entraña, ha sido una constante en la historia del pensamiento, que ha experimentado un importante auge en las dos últimas décadas. Puede decirse que hasta recientemente, la concepción ortodoxa era la de un naturalismo fuerte o naturalismo científico, que defiende que sólo existen las entidades que la investigación científica, y en particular sus teorías, exige 2 y en el que la relación entre ciencia y filosofía es de continuidad. En términos generales, esta continuidad se ha extendido de dos maneras. En primer lugar, la filosofía puede concebirse como instrumento de la ciencia (cientificismo neopositivista clásico) o como filosofía científica (cientificismo postquineano) (Quine, 1969; Ladyman y Ross, 2007). Sin embargo, son cada vez más los heterodoxos que abogan por un naturalismo más moderado, un naturalismo que algunos han llamado liberal, frente al naturalismo restringido de las dos posturas antes mencionadas 3. La idea fundamental que defiende este naturalismo es que el concepto de naturaleza que subyace a las ciencias empíricas es demasiado estrecho, y que hay aspectos de la realidad, aspectos reales, por tanto, que son una parte sui generis de la naturaleza, y que no son y no pueden ser atendidos con propiedad por la ciencia empírica, por ejemplo, los aspectos normativos y los aspectos intencionales. El naturalismo liberal, por supuesto, es naturalista porque sitúa tales aspectos en la naturaleza y, por ello, no niega que la ciencia empírica estudie las realidades que presentan esos aspectos. Aun

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así, según el naturalista liberal, la atención a esas realidades desde una perspectiva científico-experimental, en particular de acuerdo con el concepto de ciencia propio de la edad moderna en que la noción de leyes de la naturaleza tiene un papel central (me referiré en adelante a este concepto de ciencia como ciencia moderna) y en el que la naturaleza se entiende como compuesta en último término de cosas materiales “pushing and pulling at one another” (la expresión es de Dupré, 2004, 37), distorsiona o no permite comprender adecuadamente tales aspectos normativos e intencionales 4. En general, los aspectos que se consideran normativos o evaluativos y que suponen, por tanto, un reto para el naturalismo restringido, son los que caen dentro de disciplinas como la ética o la estética, y los intencionales son los que son objeto de atención por parte de la filosofía de la mente. El naturalista restringido afronta entre sus tareas la de naturalizar los aspectos normativos e intencionales, en donde naturalizarlos es “resituarlos” o “recolocarlos”, es decir, apuntar a la disciplina o teoría científica en que tales valores, intenciones y propiedades subjetivas pueden ser tratados, de manera que pasen a ser aspectos propiamente naturales. Además, el problema de naturalizar conceptos se plantea también de una manera más sutil en disciplinas filosóficas más cercanas a la ciencia, como es el caso de la filosofía de la biología, en donde se habla, por ejemplo, de naturalizar el carácter teleológico y la normatividad propia de las funciones biológicas (Bedau, 1991; Mossio, et al., 2009) o el concepto de información o representación genética (Shea, 2013). Es a esta disciplina y estos temas, los de las ciencias de la vida, a los que voy a prestar atención en este trabajo. Es cierto que la cuestión es distinta. Ahora no hay un problema de “recolocar” nada. Los genes, las células, los organismos, las especies y los ecosistemas, por citar algunos ejemplos, son atendidos por las ciencias empíricas, en particular, por las ciencias biológicas, y no tiene sentido plantearse la cuestión de cómo hacer de ellos objetos naturales o cómo hablar de ellos en el discurso de las ciencias, puesto que de hecho son naturales y se habla de ellos en el discurso de las ciencias. Así las cosas, la especificidad propia de la biología plantea al menos dos cuestiones en el marco del tema de este volumen. Por un lado, se plantea la cuestión de si la noción de

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naturaleza de la ciencia moderna es suficientemente amplia para dar cuenta de algunas de las propiedades y comportamientos que observamos en las realidades vivas, además de si las tareas de naturalización están bien enfocadas. Por otro, se presenta como tema el de la relación entre la biología, como caso particular de ciencia, y en este caso una ciencia especial, y la filosofía. En este trabajo me propongo contribuir a la discusión de la primera cuestión defendiendo un naturalismo liberal en filosofía de la biología, es decir, que más que buscar naturalizar los aspectos normativos y teleológicos de la vida, hay que reconocerlos como naturales sui generis. Pienso que una defensa de un naturalismo liberal en el ámbito de las ciencias biológicas aportaría razones para responder también a la segunda cuestión, que postule una sana autonomía e interrelación entre filosofía y biología, lo que me gustaría llamar naturalismo dialógico, aunque dejaré para otra ocasión la reflexión acerca de esta cuestión 5. El tema general que afronto en este trabajo, el problema del naturalismo en el contexto de las ciencias de la vida, ha sido tratado por John Dupré en “The miracle of Monism” (Dupré, 2004). En este artículo, en línea con su trabajo anterior (Dupré, 1993), ha criticado el monismo y la tesis de la unidad de la ciencia, y ha defendido un naturalismo pluralista, en el que las ciencias se entienden como un conjunto de prácticas solapadas con distinto contenido y metodología, y caracterizadas en cualquier caso por su carácter empírico y por virtudes epistémicas como el poder explicativo, predictivo y de control. Por su parte, la filosofía y disciplinas humanísticas se entienden como tareas epistémicas de naturaleza más teorética y crítica, y con diferentes virtudes epistémicas, como el rigor analítico, la claridad de argumentos y la sensibilidad al dato empírico. Comparto estas ideas de Dupré, tanto sus argumentos antirreduccionistas, como su defensa del pluralismo científico, adecuadamente justificado con base en ejemplos de pluralidad de contenido y método de las distintas ciencias de la naturaleza. También comparto su idea de la filosofía como tarea más teorética y crítica, a la que apuntaba antes al hablar de naturalismo dialógico. Mis reflexiones pueden entenderse como un desarrollo de la línea de Dupré, que intentan sacar las consecuencias de su rechazo del monismo, y defender que el naturalismo además de ser pluralista,

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además de aceptar la biología, y sus contenidos y métodos, como distintos de los de la física, ha de ser liberal, aceptando igualmente la noción de naturaleza amplia que tal diversidad de contenidos entraña (sección 2). Antes de afrontar esta tarea dedicaré una sección (sección 1) a aclarar la terminología, a mostrar que el término “naturalismo” se emplea de manera equívoca, y a precisar el sentido en que uso el término “naturalismo” cuando hablo de naturalismo liberal. Será este punto en el único en el que intente enmendar en un cierto sentido el argumento de Dupré presentado en su artículo (Dupré, 2004).

§2. NATURALISMO, EMPIRISMO Y MONISMO

Existe un cierto consenso en la idea de que ser naturalista implica rechazar el sobrenaturalismo. Esta característica —el rechazo del sobrenaturalismo— sería, por así decir, la característica general de todo naturalista, aunque podrían darse diversas especies de naturalismo de acuerdo con diversos criterios. Voy a intentar mostrar que esta manera de entender el naturalismo confunde dos cuestiones hasta cierto punto independientes. Podríamos decir que hay dos oposiciones en juego que corresponden a dos cuestiones. La primera cuestión es si existen agentes o fuerzas que, de alguna manera, están fuera del mundo natural y cuyas acciones o influencias no pueden ser entendidas como parte del mundo natural 6. A esta cuestión corresponde la oposición entre naturalismo y sobrenaturalismo, en donde el primero responde negativamente a la cuestión, y el segundo lo hace afirmativamente. Me referiré a este naturalismo como naturalismo anti-sobrenatural. Otra cuestión diferente es si las entidades o aspectos de la naturaleza pueden ser estudiados de una manera distinta a como lo hace la ciencia. A esta cuestión corresponde la oposición entre naturalismo cientificista o restringido y naturalismo no cientificista o liberal 7, donde el primero responde negativamente y el segundo positivamente. Son la segunda cuestión y la segunda oposición las que están directamente relacionadas con el presente volumen y en las que me centraré en el resto del trabajo, e intentaré mostrar que se trata de dos cuestiones separadas y que, por tanto, el término “naturalismo” se presenta como equívoco.

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El naturalismo cientificista o restringido y no cientificista o liberal no son dos especies del naturalismo anti-sobrenaturalista. En primer lugar, el naturalista cientificista o restringido, si defiende que las entidades o aspectos de la naturaleza no pueden ser estudiados de una manera distinta a como lo hace la ciencia, no puede dar una respuesta negativa a la primera cuestión. Y ello por dos razones: primero, porque las realidades sobrenaturales estarían, por definición, fuera del mundo natural y, por tanto, no serían objeto de la ciencia, y segundo, porque la ciencia está impedida precisamente por el diseño específico de sus métodos para estudiar todo aquello que no forme parte de la naturaleza. Una respuesta negativa a la segunda pregunta no implica que haya que dar también una respuesta negativa a la primera, a no ser que se añada alguna premisa que afirme que sólo existe la naturaleza. Pero tal premisa no sería justificable con el método empírico de la ciencia. El naturalista restringido podría insistir en que el hecho de que haya razones para pensar que la ciencia nunca podrá, con sus métodos, justificar la existencia de realidades sobrenaturales es suficiente para justificar la creencia en el rechazo de la existencia de tales realidades 8. Aun así, nuevamente se hace necesario añadir ahora la premisa de que no existe aquello que no puede ser conocido por el método científico, y esta premisa tampoco es justificable con el método empírico de la ciencia. De Caro y Macarthur han reconocido también la dificultad de definir el naturalismo en términos del rechazo de entidades sobrenaturales, ya que esto supondría que la categoría de lo sobrenatural es más clara y menos controvertida que la de lo natural, de manera que el naturalista puede apoyarse en ella para determinar precisamente lo que sí acepta, lo natural (De Caro y Macarthur, 2004, 2). Es claro que esta postura es incómoda para el naturalista anti-sobrenaturalista. ¿Y el naturalismo liberal? ¿Es una especie de naturalismo anti-sobrenaturalista? Tampoco, y por las mismas razones. El naturalista liberal amplía la noción de naturaleza para incluir en ella aspectos que van más allá de una idea de naturaleza demasiado dependiente de los métodos de la ciencia moderna. En la medida en que las realidades sobrenaturales sobre las que trata la primera oposición están precisamente fuera de la naturaleza, el naturalismo liberal es también ajeno a las mismas.

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Quiero ilustrar este punto examinando el argumento de Dupré, que rechaza tanto el monismo como el sobrenaturalismo. En primer lugar, indicaré las dificultades que me parece advertir en su asociación entre naturalismo y anti-sobrenaturalismo. En segundo lugar, intentaré mostrar que un argumento parecido al que él ofrece contra el monismo puede invalidar su crítica al sobrenaturalismo. Dupré recoge la opinión extendida de que el naturalismo suele ir asociado a un anti-sobrenaturalismo, y justifica tal asociación con base en una noción de entidades sobrenaturales como agentes causales, que considera inconsistente por el siguiente argumento. Si la naturaleza se compone en última instancia de cosas materiales en mutuas interacciones físicas (“pushing and pulling at one another”), y si las entidades sobrenaturales se entienden como agentes causales, entonces, puesto que una condición necesaria mínima para que un agente causal interaccione con nosotros en la naturaleza es que sea material, y por tanto esté en el mismo espacio en que estamos nosotros y, puesto que las entidades sobrenaturales se entienden como inmateriales y no están en el espacio en que estamos nosotros, no parece posible que sean agentes causales (Dupré, 2004, 37). Pero el argumento de Dupré ignora precisamente que lo que el sobrenaturalista defiende es que las acciones o influencias de tales agentes sobrenaturales no pueden ser entendidas como parte del mundo natural, y por ello no parece tener sentido rechazarlas porque no pueda darse cuenta de tales relaciones causales al modo como se da cuenta de las relaciones causales entre las cosas materiales. La crítica al argumento de Dupré contra el sobrenaturalismo no es suficiente para afirmar el sobrenaturalismo. No he probado que existan tales entidades sobrenaturales, que no ha sido ese mi propósito, sino sólo mostrar que el argumento de Dupré para rechazar su existencia no es concluyente. Esta crítica, además, ayuda a poner de manifiesto la particular noción de naturaleza que Dupré parece usar una noción de naturaleza mecanicista y cartesiana que, como veremos en la siguiente sección, es la noción de naturaleza que el naturalista liberal sostiene que debe ser ampliada. El argumento de Dupré contra el monismo, a mi juicio, es más convincente. El naturalista está comprometido con el empirismo,

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pero el empirismo es incompatible con el monismo reduccionista, luego el naturalista debe abandonar el monismo y optar por un naturalismo pluralista, que se caracteriza por el rechazo de la unidad de la ciencia y del fisicalismo. Dupré presenta distintas versiones de este argumento, centrándose en rechazar tanto la unidad de contenido como la unidad de método de las ciencias naturales. Presenta el mismo argumento contra la tesis de la completud de la física: no hay evidencia empírica en ésta de cómo el comportamiento animal, por ejemplo, pueda derivarse del comportamiento de las partículas físicas. Y si no la hay, pretender que la investigación sobre las propiedades de las partículas físicas contenga la clave para investigar el comportamiento de las cosas que están compuestas de tales partículas, supone atribuir poderes sobrenaturales a las partículas físicas (Dupré, 2004, 50; 55). De ahí que nuestro autor califique al monismo como mito o le atribuya una dimensión milagrosa: el monismo es sobrenatural por no ser empírico. Un argumento parecido mostraría que la crítica de Dupré al sobrenaturalismo no es exitosa. Así como el monismo es sobrenatural por no ser empírico, también el anti-sobrenaturalismo lo es por eso mismo. Así como no hay evidencia empírica de cómo el comportamiento animal puede derivarse del comportamiento de las partículas físicas, tampoco la hay de que no haya agentes sobrenaturales cuya acción sea distinta a las interacciones propias de los agentes naturales. Si pretender que la investigación sobre las propiedades de las partículas físicas contenga la clave para investigar las propiedades y comportamiento de las cosas que están compuestas de tales partículas supone cierto sobrenaturalismo, con mayor razón lo supone pretender que la investigación sobre las interacciones causales propias del mundo natural ofrezca la clave para investigar las acciones de agentes que no pueden ser entendidas como parte del mundo natural. El problema de Dupré es que emplea el compromiso empirista de una manera ambigua, como un compromiso ontológico (sólo existe lo que puede ser conocido como se conoce lo natural) y epistemológico (la única manera adecuada de conocer lo natural es el método empírico). Por ello, cuando dice que los argumentos que nos llevan a decir que no hay agentes sobrenaturales son precisamente los que nos llevan a negar el monismo (Dupré, 2004,

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37), está haciendo un uso ambiguo de esos argumentos empiristas que, en el primer caso, tienen alcance ontológico, pero en el segundo sólo epistemológico. Dicho de otra manera, si el argumento contra el monismo es estrictamente epistemológico (pues Dupré considera que la naturaleza no es nada más que partículas en interacciones mutuas, aunque de ahí no se sigue que investigarla se reduzca a investigar tales interacciones) no se acaba de ver por qué tal argumento epistemológico sea usado con alcance ontológico para rechazar la existencia de agentes sobrenaturales. A diferencia de Dupré, me parece más adecuado mantener las dos cuestiones separadas. Sugiero, por tanto, que el tema de la relación entre ciencia y religión es distinto del tema de la relación entre ciencia y filosofía. En el resto de este trabajo me centro exclusivamente en la última de estas relaciones, y en la segunda de las oposiciones arriba indicadas entre naturalismo restringido o cientificista / naturalismo liberal o no cientificista. Por ello, el compromiso con el naturalismo liberal no puede verse como argumento ni a favor ni en contra del sobrenaturalismo, y tan problemático sería ver en él un argumento apuntando a entidades sobrenaturales como lo sería ver en él argumentos que excluyan su existencia 9. Mi atención se centra estrictamente en la naturaleza viva que estudia la biología, que es natural y no sobrenatural. Al exponer la conveniencia de separar las dos cuestiones y oposiciones, he tenido en cuenta, sobre todo, la confusión que entre ambas hace con frecuencia el naturalista (en boca de Dupré). No obstante, por las mismas razones que defiendo que tales cuestiones deben mantenerse separadas, me aparto también de posturas en el otro extremo, como la de Clarke, que defiende que los naturalistas, precisamente por aceptar la metodología científica, no pueden rechazar las entidades sobrenaturales (Clarke, 2009). El argumento de Clarke es de carácter histórico y es el siguiente: el naturalista está comprometido con la metodología científica; en la formulación de explicaciones científicas, la metodología científica conlleva el uso de inferencias a la mejor explicación con alcance ontológico. Pero en la historia de la ciencia hay ejemplos en los que la inferencia a la mejor explicación ha llevado a la conclusión de que hay entidades sobrenaturales 10, y es razonable pensar que esto pueda volver a pasar. Clarke justifica esta razonabilidad en una inducción, que denomina “inducción sobre-

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natural”, y que concluye, a partir de los casos de esas inferencias en el pasado, que es razonable esperar que en el futuro haya apelaciones a lo sobrenatural que sean consideradas como las mejores explicaciones de determinados fenómenos por parte de la ciencia. Luego, el naturalista debe permanecer abierto a la posibilidad de lo sobrenatural cuando formula su ontología naturalista (Clarke, 2009, 132). Es difícil argumentar inductivamente como razonable que lo que ha ocurrido en el pasado vuelva a ocurrir en el futuro, cuando la práctica científica actual muestra precisamente lo contrario. Ante los misterios de la naturaleza que la ciencia todavía no ha desvelado, el científico no recurre, mediante inferencias a la mejor explicación, a entidades sobrenaturales, sino que busca otras explicaciones, y mientras no las encuentra, simplemente reconoce que no ha alcanzado una explicación científica de tales misterios. La inducción, para estar al menos parcialmente justificada, requeriría que los casos de inferencia a la mejor explicación que concluyen apelando a entidades sobrenaturales no se hubieran interrumpido. Clarke considera una objeción parecida cuando reconoce que no hay ejemplos de inferencias a lo sobrenatural en la ciencia contemporánea, excepto los que se asocian a movimientos minoritarios y en la periferia de la ciencia, como el movimiento del Diseño Inteligente. Hay que señalar que la única respuesta que ofrece a esta objeción es de carácter retórico: el carácter periférico de tales movimientos no debe impedirnos pensar en el papel que tales inferencias han jugado en la historia de la ciencia. Aun así, ello no responde realmente a la cuestión de por qué tales inferencias no juegan ya ese papel cuando la ciencia no tiene a mano otras explicaciones.

§3. NATURALISMO LIBERAL EN FILOSOFÍA DE LA BIOLOGÍA

En la sección anterior, se ha aludido al hecho de que el argumento anti-sobrenaturalista de Dupré descansa en una particular concepción de la naturaleza que se caracteriza, esencialmente, por estar compuesta, en última instancia, por cosas materiales en mutuas interacciones físicas (“pushing and pulling at one another”). En esta sección mi intención es mostrar que si Dupré tiene razón

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cuando afirma que no hay evidencia empírica de cómo el comportamiento animal puede derivarse del comportamiento de las partículas físicas, y que la investigación sobre las propiedades de las partículas físicas no contiene la clave para investigar las propiedades y comportamiento de las cosas que están compuestas de tales partículas (Dupré, 2004, 50; 55), entonces es posible que eso se deba a que la manera misma en que las entidades naturales se comportan (y no sólo la manera de investigar ese comportamiento) no se reduce a interacciones físicas o, por utilizar la expresión de Dupré, que además de interacciones al modo de “pushing and pulling at one another”, hay, por decirlo así, relaciones de “pushing and pulling from and towards themselves”. En su artículo “Naturalism and the philosophy of mind”, John McDowell ha propugnado un naturalismo liberal que, en vez de reducir el conocimiento y la intencionalidad, propios del ámbito de las razones, a algo que pueda ser explicado en el discurso de la ciencia moderna (el del ámbito de las leyes de la naturaleza 11), reconoce que la noción de naturaleza es más inclusiva, y que los aspectos normativos e intencionales son aspectos sui generis de la naturaleza (McDowell, 2004). La claridad que la revolución científica de la Modernidad arrojó sobre el ámbito de las leyes de la naturaleza no tiene por qué identificarse con claridad sobre la naturaleza (McDowell, 2004, 94). Según McDowell, al menos para la interpretación contemporánea en filosofía de la mente, Descartes pretendía que las relaciones que organizaran el ámbito de la sustancia mental fueran casos especiales de los tipos de relaciones que organizan los constituyentes de los entes naturales (entendiendo ahora por entes naturales los de la noción de naturaleza que corresponde a la ciencia moderna). Es entonces cuando surge la dificultad, pues se exige a las relaciones que organizan los constituyentes de los entes naturales que sean capaces de hacer el papel de las relaciones que constituyen el ámbito de las razones. Por ello, McDowell atribuye precisamente al carácter restringido de la noción de naturaleza moderna las dificultades que surgen y distorsiones que se producen al intentar dar cuenta de las propiedades mentales (Stroud, 1996). Algo análogo ocurre con la concepción de las entidades vivas. Al igual que el concepto de naturaleza restringido al ámbito de las leyes no deja espacio a los aspectos cognoscitivos que le preocu-

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pan a McDowell, tampoco parece dejarlo a los aspectos biológicos que, en cuanto tales, escapan también al ámbito de las leyes, concebidas éstas como en la ciencia moderna, es decir, como leyes físicas que son independientes de las circunstancias materiales particulares, algo imposible en el caso de la biología 12. El diagnóstico, en este caso, es parecido al que hace McDowell. Para Descartes, los procesos vitales deben ser explicados como procesos mecánicos (Descartes, 2004) incluyendo no sólo la nutrición, crecimiento y reproducción, sino también los procesos sensoriales y, en general, los comportamientos animales destinados a reaccionar adecuadamente al entorno y satisfacer sus necesidades, como son hacerse con alimento y evitar el peligro. Junto con la oposición que McDowell hace entre el ámbito de las razones y ámbito de las leyes, puede también advertirse una oposición entre el ámbito de los fines y el de las interacciones; así como la intencionalidad y el conocimiento sólo comparecen adecuadamente en el ámbito de las razones, también la teleología y la normatividad propia de los procesos vitales comparece de manera completa y adecuada en el ámbito de los fines. Por ello, si en el caso de la mente, del que McDowell se ocupa, la intencionalidad y el conocimiento son los elementos del ámbito de las razones que se resisten a una naturalización “moderna”, en el caso de las entidades vivas es, quizás, su carácter teleológico, y la normatividad a él asociada, el que ofrece una cierta resistencia 13. Para entender el problema al que estoy apuntando, conviene distinguir entre la teleología como una característica de un proceso natural o del sistema implicado en tal proceso (sea éste biológico o no) y la dimensión teleológica de las adscripciones de funciones biológicas, que es un caso especial de la dimensión teleológica que puede observarse en adscripciones funcionales en general, que incluye también la que se hace en el ámbito de los artefactos 14. Me referiré a estos dos modos de la teleología como teleología de los procesos y teleología funcional o de las funciones. Cuando se habla de teleología de los procesos naturales se alude a un cierto orden, direccionalidad o tendencia de tales procesos, mientras que cuando se habla de la teleología de la función o funciones de un rasgo o de su actividad se hace alusión al hecho de que es por la función (efecto) del rasgo o por su actividad por la que el rasgo está presente o desarrolla esa actividad: el rasgo

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desarrolla su actividad “porque sirve para algo”. En ambos casos, la teleología determina una normatividad, que es más fuerte en el caso de las adscripciones funcionales, pero que está en cierta manera presente también en la teleología de los procesos. En el caso de estos últimos, se puede hablar de la tendencia que deberían seguir los procesos en términos de regularidad (la tendencia que siguen en la mayoría de los casos) o en términos de propiedades de esos procesos, como son la estabilidad o su viabilidad 15. En el caso de las adscripciones funcionales, la normatividad deriva del beneficio que supone su contribución. La descripción de la teleología de un proceso natural como su dirección o tendencia es muy general y, dependiendo de los procesos de que se trate, adquiere una u otra especificidad. Con frecuencia se habla de la teleología como la persistencia y plasticidad de un sistema, en donde la persistencia se entiende como la capacidad de volver a una trayectoria después de interrupciones o alteraciones, y la plasticidad como la capacidad de encontrar la misma trayectoria desde distintas condiciones iniciales (McShea, 2012). Más específicamente, en biología, la estabilidad dinámica o propiedad que permite recuperar un estado en el que el sistema se encontraba antes de ser perturbado es la homeostasis. En biología teórica del desarrollo, Waddington, por ejemplo, introdujo los términos “homeorhesis” y “chreod” para las propiedades de los sistemas que retornan a una trayectoria y para la trayectoria misma, respectivamente. Introdujo también el uso del término “canalización” para describir la propiedad de los procesos de desarrollo de plasticidad limitada, es decir, la propiedad por la que los procesos pueden seguir sólo un número restringido de estados alternativos más que una colección amplia de ellos (Waddington, 1940; Thom, 1989). Presentó además la metáfora del paisaje epigenético para ilustrar la naturaleza de tales procesos, en particular, de los procesos de diferenciación celular que constituyen los procesos básicos del desarrollo (figura. 1). Esta caracterización de los procesos de desarrollo intenta capturar lo que aquí estamos presentando como teleología de los procesos naturales. La ciencia empírica investiga tales procesos naturales indagando la manera en que distintas condiciones materiales, interacciones y mecanismos realizan o efectúan esos procesos con tal direccionalidad.

FIGURA 1. Paisaje epigenético de Waddington: los valles representan las trayectorias que pueden seguir las células, y el paisaje manifiesta el carácter irreversible que va aumentando a lo largo del proceso.

La biología del desarrollo está llena de ejemplos al respecto. El desarrollo mismo es un proceso teleológico, pues tiende a formar un determinado organismo, y tal proceso de desarrollo es persistente y plástico. Por ello, muchos de los subprocesos que tienen lugar en el desarrollo, que tienden a la formación de nuevos tejidos y órganos, son también persistentes y plásticos. El estudio del desarrollo en organismos-modelo como la rana Xenopus laevis, el nematodo Caenorhabditis elegans o la mosca Drosophila melanogaster ha permitido conocer procesos como la gastrulación, la diferenciación celular o la segmentación del embrión 16. La diferencia entre la teleología de los procesos naturales y la de las funciones se pone de manifiesto en que es posible encontrar en el ámbito biológico ambos modos, combinados o separados. Es posible entonces adscribir funciones a los procesos teleológicos mismos, aunque normalmente las funciones se adscriban a objetos o rasgos. En ocasiones, un proceso que tiene una determinada tendencia o dirección en un determinado nivel, tiene una función que consiste en una contribución a otro proceso en un nivel superior, pero no hay que confundir la tendencia o teleología del proceso con la función que se le pueda adscribir. La apoptosis celular, por ejemplo, es un proceso que tiende a la muerte de la

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célula (en el nivel de organización celular), y que en el desarrollo ocurre de manera programada y tiene, entre otras, la función de contribuir a la formación de los miembros al permitir la separación de los dedos o la de contribuir al correcto del ritmo de proliferación celular (en el nivel de organización de tejidos). Hay también procesos teleológicos que no presentan teleología funcional, como son algunos procesos degenerativos o de envejecimiento. Y hay, finalmente, procesos que no son teleológicos, pues propiamente no tienen una dirección, sino que son estrictamente mecánicos, que son los ejemplos paradigmáticos de teleología funcional, como es el caso del bombeo de sangre por el corazón (McShea, 2012). El bombeo de sangre es, como el movimiento ascendente y descendente de un ascensor, un movimiento sin teleología procesual pero con fuerte teleología funcional. Los biólogos emplean ciertos términos para referirse a los procesos teleológicos o a los objetos en ellos implicados que ponen de manifiesto el carácter tendencial de los mismos, y así hablan por ejemplo del “destino de la célula” (cell fate) para referirse a la diferenciación celular o de “suicidio celular” (cell suicide) para referirse a la apoptosis programada. Estas denominaciones no conllevan necesariamente adscripciones funcionales, ni el recurso a estos términos implica adscribir propósitos o intenciones a los procesos materiales o a los organismos en ellos implicados ni a algo o alguien fuera de ellos, de la misma manera que la descripción de los procesos de transcripción del ADN como transcripción de “mensaje” tampoco implica atribuir capacidades comunicativas a las moléculas. Por ello es, en cierto sentido, sorprendente la frecuencia con que los filósofos tienden a describir la teleología en términos intencionales, lo que da lugar a una confusión que parece generar la necesidad de naturalizarla 17. Como ya he adelantado, tampoco debe confundirse la teleología del proceso, su tendencia o dirección, con el conjunto de mecanismos y sucesión de interacciones que lo realizan o efectúan 18. El trabajo reciente de Daniel McShea (2012) es un ejemplo de esta confusión 19. Este autor propone analizar los sistemas, en su opinión, “aparentemente” teleológicos (sistemas que exhiben persistencia y plasticidad) en términos de una teoría de jerarquías composicionales, de manera que los procesos teleológicos pueden entenderse como procesos en los que una entidad se mueve

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dentro de una estructura que la contiene y que dirige su comportamiento sin determinarlo de manera precisa. La dirección desde arriba en que McShea disuelve la teleología, es descrita como cualquier efecto que una estructura tiene sobre una estructura más pequeña que en ella está contenida (McShea, 2012, 668), en donde, “efecto” se entiende como efecto de causas eficientes, y entiende, por tanto, la teleología como algo “aparente” y reducible a relaciones causales dentro de la teoría de jerarquías composicionales. Entre otros sugerentes ejemplos, McShea ilustra su propuesta con uno de biología del desarrollo: la migración regulada de células mesenquimales en la gastrulación del proceso embrionario de los erizos de mar que da lugar a la estructura a partir de la que se desarrollará el esqueleto. El proceso es (o “parece”, según McShea) teleológico en la medida en que tiende a la formación de esas estructuras incluso cuando las condiciones iniciales son muy variadas (distinto número de células mesenquimales primarias, o recuperación del proceso cuando se interrumpen o alteran subprocesos, por ejemplo, de migraciones celulares, etcétera). McShea se apoya en experimentos de Ettensohn, en los que una célula mesenquimal ya posicionada en embriones en la zona ventrolateral de la estructura que dará lugar al esqueleto, es implantada a otros embriones en un estado embrionario anterior en que las células mesenquimales todavía no han migrado ni adquirido su posición específica. La observación del desarrollo de tales embriones muestra que esa célula puede distribuirse a distintas zonas —no sólo a la zona ventrolateral— y muestra, por tanto, que la migración de las células mesenquimales primarias no está preprogramada en ellas, sino que está dirigida por la estructura del campo global en que están contenidas (Ettensohn, 1990; Ettensohn and McClay, 1986). No está claro que los experimentos de Ettensohn, que forman parte de una larga historia de experimentos que se retrotraen a los conocidos de Wilhelm Roux y Hans Driesch, permitan una disolución de la teleología como la que pretende McShea. En primer lugar, McShea prima excesivamente la dirección desde arriba al no tener en cuenta que es necesario también una cierta especificidad en las células mesenquimales que migran que les permite, precisamente, ser dirigidas desde arriba: sólo las células

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mesenquimales pueden responder a la información posicional que ofrecen las células del ectodermo y su lámina basal (el campo global superior “que dirige”). La extracción de células mesenquimales primarias no impide el desarrollo del esqueleto de la larva porque otras células —cierto grupo de células mesenquimales secundarias— adquieren el fenotipo mesenquimal primario, y pueden así desarrollar esa función (Ettensohn y McClay, 1988). En segundo lugar, el movimiento migratorio es, probablemente, un proceso con una teleología muy débil, digamos que meramente espacial. Los procesos de migración a que hacen referencia estos experimentos son subprocesos de un proceso con un carácter teleológico más claro, la gastrulación. La tercera observación es la más importante. Aunque la regulación fuera exclusivamente desde arriba, y ello determinara el curso que, de hecho, sigue la célula, esto no supone ninguna disolución de la teleología. Cuando hablamos de teleología del proceso no nos referimos a una tendencia, por así decir, inscrita en cada una de las entidades que intervienen en él (en este caso, no nos referimos a un propósito interno de las células mesenquimales), sino a la direccionalidad del proceso mismo hacia algo, en este caso, la estructura del esqueleto de la larva. Los procesos de los experimentos de Ettensohn son sólo un ejemplo de una clase muy amplia de procesos en el desarrollo embrionario y en los procesos biológicos en general, en los que la regulación es compleja e incluye no sólo mecanismos internos o inferiores (partes o componentes que regulan el proceso desde abajo), sino mecanismos externos o superiores, o mejor dicho, en el que realmente lo que hay es una coordinación compleja en ambas direcciones. El mecanismo de inducción celular es un mecanismo muy frecuente de regulación de los procesos de desarrollo, y la pluripotencia de las células embrionarias permite que los mecanismos de inducción sean determinantes de la regulación del proceso. La pluripotencia de las células embrionarias es el hecho de que la potencia prospectiva de una célula (los tipos de células que puede formar) sea mayor que su destino (los tipos de célula a que normalmente da lugar en un desarrollo inalterado experimentalmente). Precisamente porque la diferenciación celular y el destino de las células no está fijado, múltiples causas (eficientes) pueden

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intervenir desde arriba (o lateralmente o desde abajo) para efectuar el proceso. En la inducción celular, un grupo de células dirige el desarrollo de células o tejidos vecinos por medio de señales que inducen cambios en las células vecinas, y tal fenómeno suele ir correlacionado con la competencia, es decir, la capacidad de una célula para responder a determinadas señales y ser, por tanto, inducida por otras. Esta capacidad no es un estado pasivo de la célula, sino una condición que se adquiere activamente a través de microprocesos en los que intervienen distintos factores de competencia. Por ello, la inducción conlleva, a veces, la preparación en fases anteriores de las células receptoras de la inducción para hacerse competentes. En el desarrollo del ojo en el pollo y en mamíferos, por ejemplo, se da un proceso de inducción en el que el ectodermo es inducido por las células de la vesícula óptica, pero la competencia del ectodermo depende de la proteína Pax6, que es un factor de competencia (figura 2). La expresión de la proteína Pax6 es, a su vez, consecuencia de un proceso de inducción en estadios anteriores del desarrollo. El proceso puede dar la impresión de que un conjunto de células de la vesícula óptica a través de interacciones induce un cambio en otro conjunto de células en este caso, del ectodermo (de que está dirigido desde arriba). En realidad, la inducción es exitosa porque se han preparado las condiciones adecuadas en fases anteriores del proceso (Sullivan, et al., 2004). No hay propiamente un inductor, sino que más bien, por usar la metáfora de Gilbert, el aparente inductor (la vesícula óptica) es, por así decir, el marcador del “gol ganador”. La metáfora es útil para lo que estamos intentando defender como teleología del proceso: la parte de la metáfora que indica la tendencia del proceso es la alusión a “ganador” y la comprensión del partido precisamente desde esa perspectiva, mientras que McShea centra la atención en el “gol” pero, obviamente, que haya goles no implica que el partido se gane, o mejor dicho, que se dirija todo él a ganar.

FIGURA 2. Modelo de inducción de la lente (S. Gilbert, Biología del desarrollo, Ed. Médica Panamericana, 2005).

También los procesos asociados a adscripciones funcionales presentan esta dimensión compleja propia de la teleología de los procesos. Un ejemplo lo ofrecen los fagocitos, cuya función es ingerir material extraño al organismo. Los fagocitos desarrollan su función a través del proceso de fagocitación, pero tal proceso está inducido y regulado por una multiplicidad de factores, dependiendo de los contextos. La fagocitación que tiene lugar en la apoptosis, por ejemplo, está inducida por la célula “que se suicida” que atrae a los fagocitos a través de moléculas con propiedades quimiotácticas (Taylor, et al., 2008). Los procesos de supervivencia y proliferación celular, por ejemplo, tanto en el proceso embrionario como en la posterior trayectoria del organismo, están regulados por señales externas a la célula (factores de crecimiento), de manera que tales mecanismos de regulación normalmente impiden la apoptosis celular que ocurriría de no recibir tales señales, y son también, a veces, los causantes de que la proliferación celular se descontrole 20. La fecundación del óvulo por parte del espermatozoide y la implan-

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tación del embrión están también dirigidas desde arriba, por medio de mecanismos de incrementación de la motilidad del espermatozoide que son inducidos por las vías reproductivas femeninas (capacitación) y por medio de mecanismos del endometrio, respectivamente. De hecho, la investigación en biología del desarrollo apunta a una importancia cada vez mayor no sólo del entorno celular intraorganísmico, sino de los factores ambientales extraorganísmicos en los procesos de desarrollo (Gilbert, 2001). Esta presencia de regulación desde arriba ha llevado a los biólogos del desarrollo a reivindicar el restablecimiento de los planteamientos organicistas (Gilbert y Sarkar, 2000). Ahora bien, la regulación no debe confundirse con lo regulado. Cuando hablamos de la teleología de los procesos en estos casos, hablamos de la tendencia de los procesos migratorios de las células mesenquimales a formar una particular disposición y ordenación de células, la de la fagocitación a la eliminación de los materiales extraños, la de la apoptosis a la destrucción de la célula, la del proceso de fecundación a formar un cigoto (¡y no una neurona!), y la del desarrollo embrionario a dar lugar a un organismo de la especie de sus progenitores y no cualquier otro. En resumen, conviene distinguir la manera particular en que el proceso es dirigido (la regulación de la trayectoria), de la tendencia o dirección misma del proceso (la trayectoria misma). Los mecanismos que intervienen e interacciones que se dan, es decir, la causalidad eficiente particular, ya sea desde abajo o desde arriba, tienen que ver con la manera particular en que el proceso es dirigido 21. Eso es lo que estudian los biólogos: cómo las distintas partes implicadas en el proceso contribuyen a que el proceso tenga la dirección que tiene. Esos mecanismos dan respuesta, por tanto, a la pregunta de cómo se dirige el proceso, cómo se regula su dirección; y no dan respuesta a la pregunta de hacia dónde se dirige. La primera pregunta presupone la segunda, pues si el proceso no tuviera una dirección, no se acaba de entender qué sentido tendría su regulación. La distinción entre el modo de dirigir y la dirección que estoy apuntando se muestra en que en el desarrollo de organismos de distintas especies las fases del proceso embrionario presentan una misma tendencia, aunque el modo de dirigirla sea distinto en unos y otros casos. La fecundación, por ejemplo, se dirige a la

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formación del cigoto tanto en equinodermos como en mamíferos, pero la manera en que se lleva a cabo es muy distinta. Las diferencias afectan a las distintas fases del proceso, en el que un ejemplo paradigmático son los distintos modos de reconocimiento entre espermatozoide y óvulo, que son intraespecíficas en muchos casos. Otro ejemplo lo ofrece la gastrulación, que es un proceso de movimientos coordinados de las células que reordena la disposición de las células. El proceso de gastrulación difiere en las diversas especies, incluyendo, normalmente, una combinación de distintas formas de movimientos posibles (figura 3), causados por mecanismos de cambio de la forma celular y una pluralidad de mecanismos de migración de células. En ellos intervienen mecanismos filopodiales (proyecciones del citoplasma) y mecanismos de adhesión y afinidad celular que dependen de componentes de la matriz extracelular, como las glicoproteinas fibronectina y laminina. La manera particular en que esos mecanismos se articulan en la gastrulación varía en las distintas especies, y en todos los casos el proceso es teleológico por dirigirse a la formación de la gástrula.

FIGURA 3. Formas de gastrulación (S. Gilbert, Biología del desarrollo, Ed. Médica Panamericana, 2005).

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En los ejemplos que hemos presentado, la trayectoria particular de cada uno de ellos puede considerarse como el fenómeno a explicar, como explanandum, y la regulación desde arriba o desde abajo como explanans. Creo que esto es a lo que apuntan los trabajos al estilo del de McShea. La existencia de esos explananda, de procesos teleológicos, suscita la pregunta del porqué de esa direccionalidad. En este caso, el explanandum es, por así decir, de orden superior: no se trata de explicar una trayectoria particular, sino el hecho de que el proceso tenga trayectoria. Es aquí donde la diferencia entre procesos físicos y biológicos se pone de relevancia, y donde la noción de naturaleza constituida sólo por partículas en interacciones al modo de “pushing and pulling at one another” se queda algo pequeña. En el caso de los procesos físicos con teleología (la formación de una falla, o la de unas cárcavas como consecuencia de la erosión del agua), los científicos no se preguntan por el porqué de la trayectoria. No parece haber un explanandum de orden superior. En el caso de los procesos biológicos y, especialmente, en el caso de los procesos del desarrollo, la pregunta es relevante y tiene una respuesta precisamente en la necesidad de construir las estructuras materiales necesarias y, en particular, de organizarlas de una manera determinada, que permita al organismo automantenerse, crecer y reproducirse. La noción de organización de los organismos es una noción fuerte. Cabría distinguir entre dos conceptos de organización: débil y fuerte. Un todo está débilmente organizado si y sólo si: (i) tiene partes; (ii) hay relaciones e interacciones entre esas partes; (iii) esas partes, relaciones e interacciones contribuyen a la realización del todo, y (iv) para contribuir a la realización del todo, las partes, relaciones e interacciones deben estar adecuadamente integradas en el todo. Los artefactos y las organizaciones sociales (un reloj y una compañía) son ejemplos de organizaciones débiles. En un cierto sentido, también una especie biológica puede ser considerada como una organización débil 22. Las organizaciones débiles son analizables en sus partes tanto teórica como, en la mayoría de los casos, prácticamente: es posible distinguir claramente las partes, relaciones e interacciones, y las contribuciones que cada una de ellas hacen, y es posible descomponer el todo en sus partes y volver a construirlo.

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Un todo está fuertemente organizado si y sólo si: (i) es una organización débil; (ii) tras la descomposición en sus partes, el todo no puede volver a rearmarse de nuevo (Weiss, 1968); (iii) no es fácil dividir el todo en partes nítidas de manera que la contribución de cada una de las partes sea localizada con exactitud (Wimsatt, 1974); (iv) las partes son construidas para y desde otras partes, y para y desde el todo, y (v) estos procesos de construcción de partes y de interacción de las partes son los procesos requeridos para la constitución del organismo de una manera sui generis, pues la definición de las partes requiere hacer referencia al todo, y viceversa. En otras palabras, la organización dinámica del sistema juega un papel causal en la generación de las restricciones que de hecho lo hacen posible (Polanyi, 1968; Ruiz Mirazo, et al., 2000). La especificidad de los procesos biológicos consiste en que son teleológicamente fuertes. Se dirigen a construir (y mantener construidas) las estructuras de un todo fuertemente organizado. En las entidades biológicas convergen, por tanto, las dos dimensiones de la teleología. La función de la estructura que se construye (y mantiene) es normativa también respecto al proceso 23. La relación de los procesos biológicos teleológicos con la construcción de todos organizados y con su mantenimiento favorece, a mi juicio, a las teorías organizacionales de las funciones biológicas frente a sus rivales, las teorías disposicionales y las teorías etiológicas (Mossio, et al., 2009 24). Como ya se ha indicado, la dimensión teleológica de las funciones biológicas suele describirse como el hecho de que la existencia o actividad del rasgo al que se adscribe la función se explique por sus efectos, y la normativa como el carácter evaluativo que adquiere la función respecto a la norma o normas que vienen determinadas por la producción del efecto para el que la función existe. Las teorías disposicionales o sistémicas entienden la función de un rasgo de un sistema como la contribución de ese rasgo a alguna capacidad del sistema. Estas teorías parecen disolver las dimensiones teleológica y normativa en la medida en que reducen la funcionalidad a la contribución del rasgo a una capacidad de orden superior, pero con ello no logran distinguir suficientemente las contribuciones propiamente funcionales de las que no lo son. Las teorías etiológicas explican la existencia de los rasgos apelando a los procesos de selección natural, de manera que el

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rasgo es efecto de la selección sobre precedentes de ese rasgo en la historia evolutiva. No obstante, esta manera de entender las funciones separa la razón de la existencia del rasgo, de la contribución actual del rasgo al sistema. A diferencia de sus rivales, las teorías organizacionales definen las funciones biológicas en términos de la contribución de la actividad del rasgo al mantenimiento de la organización de un sistema (Mossio, et al., 2009). Según la definición más reciente, un rasgo T de un sistema S tiene una función si y sólo si: C1. T contribuye al mantenimiento de la organización O de S C2. T se produce y mantiene bajo restricciones que ejerce S C3. S es un caso de cierre organizacional (Saborido, et al., 2011). El cierre organizacional es una relación causal circular entre un patrón o estructura de nivel superior y la dinámica e interacciones del nivel inferior. Según los defensores de la teoría organizacional, esta característica es la que da cuenta de la dimensión teleológica de las funciones, puesto que debido al cierre organizacional, la actividad del sistema es una condición necesaria para la existencia del sistema mismo (Mossio, et al., 2009, 824-825). Las teorías organizacionales, al tener en cuenta la organización y atender a la dimensión teleológica, corrigen las insuficiencias de las anteriores, y se acercan a lo que podría ser una explicación de las funciones biológicas. Sin embargo, esa teoría suscita algunos problemas que inclinan a pensar en la necesidad de revisarla. En primer lugar, sus defensores piensan que podría ser aplicada a artefactos, aunque restringen su atención a las funciones biológicas. Al menos prima facie, no es fácil ver cómo esta propuesta podría extenderse a artefactos muy básicos a los que se atribuyen funciones. Un cuchillo o una sierra tienen funciones, pero propiamente no contribuyen a la organización de ningún sistema de la manera sofisticada en que propone la teoría organizacional. En segundo lugar, no está claro que las atribuciones funcionales de la práctica científica y, en particular el modo en que se hacen, satisfagan las condiciones de la definición organizacional. Los biólogos hablan de la funcionalidad, por ejemplo, de la enzima caspasa como su contribución a la apoptosis celular progra-

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mada (Taylor, et al., 2008), pero no parece que esa contribución lo sea al mantenimiento de la organización celular, sino más bien a su contrario. Esto podría resolverse apelando al mantenimiento de la organización del organismo a la que la apoptosis programada a su vez contribuye, requiriendo, por tanto, un cierto ajuste en la definición organizacional. De otro modo parece difícil capturar en la propuesta el modo en que los biólogos atribuyen funciones a las enzimas pues, por ejemplo, al atribuir alguna función a la caspasa, no apelan a la organización del organismo, sino simplemente a la apoptosis. Otros casos como el parasitismo y la simbiosis podrían requerir también ciertos ajustes, en la medida en que están implicadas distintas formas de organización. Aunque eso es tarea que queda para futuras investigaciones 25.

§4. A MODO DE CONCLUSIÓN

El naturalismo liberal que se ha defendido comparte algunos rasgos con el naturalismo liberal de McDowell, en el que está inspirado, aunque se aparta de él en otros. Comparte con McDowell la idea de que la noción de naturaleza de la ciencia moderna no es suficientemente rica y debe ser ampliada. Al hablar de fines intrínsecos a la naturaleza, y no de razones, la ampliación necesaria hace referencia al tipo peculiar de organización de la materia de lo vivo que incluye una dimensión teleológica. Es por ello un naturalismo que requiere menos liberalidad porque los fines son fines no intencionales, a diferencia del ámbito de las razones con que McDowell contrasta el ámbito de las leyes. Es un naturalismo que requiere ampliar la noción de naturaleza del naturalismo restringido no para evitar distorsiones, pues el discurso científico acerca de lo vivo no tiene efectos distorsionantes, sino para evitar lagunas y lograr una comprensión adecuada de los fenómenos. La propuesta de que los procesos biológicos son intrínsecamente teleológicos es distinta al vitalismo que propone una fuerza vital para dar cuenta de la regulación. Los mecanismos de regulación que estudian los biólogos del desarrollo son los responsables de que efectivamente se lleve a cabo la regulación, como se ha apuntado antes al decir que el explanans de una cierta trayectoria es su regulación particular. El vitalismo, sin embargo, exige a lo que aquí llamamos tendencia o dirección, a la teleología,

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actuar como causa eficiente del proceso. Eso es una versión sofisticada del “pushing and pulling at one another” mecanicista, en la que la fuerza vital mueve a la materia desde fuera. Esta es la raíz también de las dificultades contemporáneas para aceptar la teleología, que se entiende como una causación hacia atrás, como si el término de los procesos, aquello a lo que tienden, tuviera que estar al principio. El reconocimiento de la teleología de los procesos no implica que la tendencia esté pre-programada de una manera necesaria. Si lo estuviera, los procesos no serían reversibles mediante manipulación (y, a veces, lo son), ni se darían procesos que se apartan de la tendencia natural habitual (y, a veces, se dan). La idea que he querido sugerir en este trabajo es que la materia viva tiene una organización especial que le permite moverse a sí misma de una manera teleológica, para automantenerse. Como la organización de la materia está presente a lo largo del proceso de la vida, no es necesario pensar en términos de causación hacia atrás. El vitalismo se supera no con el mecanicismo, que resulta insuficiente por las razones apuntadas, sino con el reconocimiento de la especificidad irreductible de la organización de la materia de los seres vivos, que se caracteriza por su carácter teleológico y sus capacidades operacionales.

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NOTAS 1 Debo gratitud a Gloria Balderas, Marta Bertolaso, Elsa Muro y Vanessa Triviño por las conversaciones mantenidas acerca de algunas de las cuestiones de este ensayo sobre las que se an ocupado en los últimos años, y cuyo trabajo e interrogaciones me ha obligado a prestar atención a algunos de los problemas que afronto en este artículo. Esta investigación ha sido posible gracias a la financiación recibida del Ministerio de Innovación y Ciencia/Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España (Proyectos FFI2009-13687-C0201/FISO y FF12013-47849-P). 2 Hay al menos dos cuestiones relacionadas con la cuestión del naturalismo: la discusión acerca del realismo / antirrealismo (si las entidades exigidas por las teorías científicas tienen algún tipo de realidad o existencia o son meramente teóricas), y la cuestión del reduccionismo / antirreduccionismo (si todo conocimiento científico puede en último término reducirse al conocimiento que aporta la física). Dejamos aquí de lado la cuestión del realismo / antirrealismo, pero la cuestión del reduccionismo / antirreduccionismo está íntimamente entrelazada con el problema del naturalismo, y aparecerá a lo largo de todo el trabajo de forma transversal como el lector podrá advertir. 3 Tomo las expresiones, los conceptos y la oposición entre naturalismo liberal y naturalismo restringido de McDowell (McDowell, 2004). Soy especialmente deudora de su trabajo como inspiración para las reflexiones que incluyo en la sección 2 de este trabajo. 4 Existen también argumentos contra el naturalismo restringido basados en la incapacidad del método científico para dar cuenta de las propiedades modales del mundo. Véase, por ejemplo, Rea, 2002. 5 En este punto comparto las reflexiones de Sklar que ha apuntado las dificultades que entraña definir al naturalismo sobre la base de las implicaciones mutuas entre las tareas filosófica y científica (Sklar, 2010). Sklar ofrece ejemplos de la física, pero pienso que también pueden encontrarse en la biología. Los biólogos del desarrollo, por ejemplo, afirman que el organicismo es la filosofía de la embriología (Gilbert y Sarkar, 2001). 6 La formulación de la cuestión está tomada de Stroud, 2004, 23. 7 En realidad habría que matizar, puesto que la oposición cientificista/no cientificista no corresponde exactamente a la oposición restringido/liberal, pero en este momento el matiz no es relevante para el contraste que se quiere hacer entre las dos cuestiones.

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8 Esta es la manera en que formula Clarke la posible reacción del naturalista cientificista a una objeción similar a la que estoy desarrollando que ofrece Rea (Clarke, 2009, 128-129; Rea, 2002). 9 Cabría también preguntarse por la relación entre la filosofía y la religión, o por la posibilidad de la teología natural. Pero esta cuestión es también distinta a la que nos ocupa ahora: los argumentos ontológico y teleológico a favor de la existencia de Dios, por ejemplo, no están basados en el estudio empírico que de la naturaleza hace el biólogo ni en ninguna otra reflexión científica. Son argumentos que, más bien, tienen como punto de partida tesis metafísicas. Este tipo de reflexiones queda también fuera del alcance de este trabajo y, como en el caso de la relación entre ciencia y religión, pienso que lo que se afirma en ese trabajo no tiene consecuencias para una postura determinada, ya sea positiva o negativa, en lo relativo a la teología natural o a la relación entre filosofía y religión. 10 Clarke aduce tres ejemplos: la explicación de Newton de la estabilidad de los planetas en el sistema solar por la ley de gravedad junto con la cuidadosa inicial colocación de los planetas relativos al sol por parte de Dios; la apelación al élan vital de los vitalistas Van Helmont y Stahl, que lo consideraban una entidad sobrenatural, y la hipótesis del diseño inteligente de Paley (Clarke, 2009, 130-132). 11 McDowell toma la oposición entre ámbito de las razones y ámbito de las leyes de Sellars (Sellars, 1956). 12 La caracterización de la biología como ciencia especial, y las dificultades que plantea el problema de las leyes de la naturaleza en el ámbito biológico son cuestiones bien conocidas, y en este trabajo doy por supuesta la opinión comúnmente aceptada que al menos tiene en cuenta tales dificultades. 13 Hay otros elementos que podrían considerarse: las nociones de información y agencia, por ejemplo, aparecen a veces en la filosofía de la biología como requiriendo ser naturalizadas, como ya he mencionado anteriormente, pero por razones de extensión me centraré sólo en la noción de teleología. Como se verá en el trabajo, comparto planteamientos como el de Bedau (1991, 1992a, 1992b) y Cameron (2004), por citar algunos ejemplos. 14 Por eso, por ejemplo, McShea a cuyo trabajo presto atención más adelante, separa la cuestión de la dimensión teleológica de las funciones de la que a él le preocupa, que es la de la teleología de los procesos (McShea, 2012, 678). 15 Perlman, siguiendo a Ariew, disuelve este elemento normativo de la teleología de los procesos por entender la dimensión normativa asociado a la teleología de una manera evaluativa excesivamente fuerte,

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como contribución a un bien (Ariew, 2002; Perlman, 2010). Pero esta comprensión deriva de entender los procesos teleológicos naturales desde la discusión contemporánea de las funciones biológicas y, por tanto, proyectar en aquellos el tipo de normatividad de éstas. 16 Con Natalia López-Moratalla me he ocupado del proceso de autoconstrucción de un organismo para el caso de los mamíferos, ofreciendo una interpretación de los tipos de causalidad implicados en esos procesos, y atendiendo a algunos problemas planteados por la gemelación (López-Moratalla y Cerezo, 2011). 17 Por ejemplo, “teleology is based on the idea that things in the natural order are constructed for a purpose, or subserve some good. Naturalism tries to eliminate precisely this sort of supposition from the physical and biological sciences” (Matthen 1991). Espero mostrar en este trabajo que si la teleología se entiende adecuadamente, una noción de naturaleza suficientemente amplia puede incluirla sin necesidad, por tanto, de afrontar programas de naturalización. 18 De manera intencionada, en este trabajo he querido dejar fuera de la discusión la cuestión de si la teleología de la que estamos hablando corresponde al concepto clásico de causalidad formal o al de la causalidad final, si expresa que precisamente en la naturaleza ambas se identifican o si no corresponde a ninguna de ellas. El lector interesado puede acudir a los análisis de Aristóteles y Peirce, que ofrecen ideas interesantes y sugerentes en ese sentido, además de acerca de cómo la teleología puede ser entendida como intrínseca a la naturaleza misma, sin necesidad por tanto de buscar una naturalización de la misma. Véase Hulswit, 1996. 19 Dupré ha defendido también una postura parecida en su reciente libro, proponiendo una concepción dinámica procesual de la realidad frente a la idea clásica de la realidad como colección de objetos o substancias. Entiende los objetos como conexiones de procesos temporalmente estables en el flujo de interacción desde abajo y desde arriba (Dupré, 2012, 202). En su propuesta no presta atención a la teleología de los procesos, posiblemente por entenderla también disuelta en procesos reguladores entre niveles jerárquicos, es decir, relaciones de “pushing and pulling at one another”. No voy a prestar atención a su propuesta, porque la cuestión que le preocupa a Dupré es distinta: cuál sea la categorización ontológica de la realidad más adecuada. 20 Por ello, también la carcinogénesis puede entenderse como un proceso dirigido desde arriba como muestran los modelos holistas (tissue model) (Sonnenschein y Soto, 1999; 2008).

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21 Estos procesos eficientes particulares son los que estudia la ciencia, ya que pueden ser representados y medidos de manera adecuada al método científico. Un ejemplo de estas mediciones lo ofrecen los modelos matemáticos de los paisajes epigenéticos. Véase Bhattacharya, et al., 2011. 22 En cierto sentido, una especie biológica está a caballo entre la organización débil y la fuerte, pero para nuestros propósitos no es necesario ahora precisar este punto. 23 Por ello, la posible objeción de índole pragmatista que podría plantearse a la defensa de la teleología que estoy defendiendo resulta rebatible. El pragmatista podría señalar que no hay una diferencia práctica entre tener en cuenta la teleología o no tenerla, puesto que sólo la regulación misma es la que tiene consecuencias prácticas. Pero la medicina y veterinaria buscan intervenir en los mecanismos de regulación para lograr unas determinadas trayectorias y no otras, lo que presupone la definición de las trayectorias mismas. 24 Sigo a Mossio, et al., 2009 para la descripción de las dimensiones teleológica y normativa de las adscripciones funcionales, y en la breve presentación de las teorías de las funciones biológicas. La clasificación que hace Perlman de las teorías en no naturalistas, cuasinaturalistas y naturalistas, podría ser quizás más oportuna para este volumen y este artículo, pero su análisis, aunque interesante, es algo insuficiente para mis propósitos por su manera de entender la teleología (ver nota 15) (Perlman, 2010). El lector interesado puede también consultar McLaughin, 2001 para una exposición crítica más amplia, que defiende otra versión de teoría organizacional. Para una presentación breve y crítica de otras propuestas organizacionales, véase Saborido, et al., 2011. 25 Creo que el recurso a organizaciones de segundo orden para resolver el problema de las funciones reproductivas, que parecen no contribuir al mantenimiento de la organización (Saborido, et al., 2011), genera también algunas tensiones, pero el examen y exposición de las mismas requiere una atención que dejo para una ocasión posterior.

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4. LA ÉTICA DESDE EL PARADIGMA CIENTÍFICO RAÚL GUTIÉRREZ LOMBARDO

§1. INTRODUCCIÓN

En este trabajo sobre la ética vista desde el paradigma científico, deliberadamente vamos a dejar de lado la creencia de que los seres humanos somos especiales respecto al resto de los seres vivos. Lo haremos con objeto de llevar hasta sus últimas consecuencias, en lo que atañe a la conducta ética, la llamada visión del mundo desde la ciencia o, dicho en términos más académicos, desde la filosofía naturalizada, la cual sostiene que ningún fenómeno de la naturaleza puede considerarse como algo misterioso para el conocimiento científico. Para ello, nos basaremos principalmente en la obra de Carlos Castrodeza, el filósofo de la biología de lengua castellana que más profundizó en este tema.

§2. ACCIDENTALISMO

Esa perspectiva teórica, que nuestro autor llama “accidentalismo”, parte del argumento de que todo ser viviente dedica su existencia a buscar los recursos necesarios para su supervivencia y su reproducción. Pretensión biológica que incluye al ser humano como a cualquier otro organismo, con la característica de que éste es consciente de esa búsqueda, la cual es parte/consecuencia de su bagaje adaptativo y no una propiedad inefable adquirida de un modo cuasi-mágico. De lo anterior se deduce que su comportamiento social es una estrategia adaptativa eficaz para hacerse con esos recursos, siempre escasos, frente a sus competidores, en donde rige una manera de llegar a ellos antes que los demás con el mínimo conflicto, o lo que es lo mismo, con el mínimo riesgo

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para su propia identidad. Este comportamiento social, según nuestro autor, desde la filosofía se denomina “ética”, la cual, traducida a la realidad biológica, se reduce a pactos entre congéneres o a luchas abiertas entre los mismos en lo que, en el mejor de los casos, sería la práctica de un altruismo recíproco como estrategia adaptativa. Esta estrategia adaptativa, siempre según nuestro autor, implica que los seres humanos necesitamos recursos para mantener el tipo y, sobre todo, para transmitirlo. Además, como ya popularizara a finales del siglo XVIII, Thomas R. Malthus 1, en principio los recursos primarios (alimentos) crecen mucho más despacio (aritméticamente) que los seres humanos (geométricamente), por eso hay guerras y desigualdades, porque, estando como están las cosas, no hay para todos y hay que abrirse camino “a codazos”. Charles Darwin 2, autor fundamental para Castrodeza, fue quien en su obra maestra El origen de las especies le da una dimensión evolucionista al asunto, de lo cual surge su teoría de la selección natural. Estas son las dos ideas básicas que nos unen a todos los seres vivos: necesitamos recursos y no hay para todos, por mucho que las cosas hayan mejorado mediante la tecnología. O sea que la historia de esas necesidades y de esos intereses, que sólo pueden satisfacer a unos cuantos, los supervivientes, es la historia de la evolución de los seres vivos. Desde esta perspectiva, aunque en los seres humanos la historia es un elemento fundamental de su hábitat, esta es en realidad un componente más de la interacción de su genoma con su medio, y su expresión fenotípica es simplemente el resultado de esa interacción. Que dicha interacción, como todo lo que hace dicho ser, se transforme por los filósofos en algo inefable, nuestro autor argumenta que incluso la atribución al ser humano de una característica inefable por sí misma es algo a lo que también se le puede atribuir una razón de ser biológica, que no es el objeto de estudio de este trabajo. He aquí su argumento: Todo carácter adaptativo o funcional es la cara de una moneda cuya cruz es disfuncional. Por ejemplo, el macho del pavo real con su plumaje atrae a la hembra pero también atrae a los depredadores. Análogamente, el hombre con su autoconciencia sobrevive en un

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medio complejo, heterogéneo, pero al mismo tiempo, “gracias” a esa autoconciencia, contempla su propia muerte y, sobre todo, su propia vulnerabilidad hacia lo que le rodea... Una manera de protegerse de esa certidumbre fatal, una manera de escapar de ese depredador que es su propio miedo a su finitud aplazada, es pensar que hay algo que le protege, sea Dios, o sea su creencia en su propia superioridad con respecto a los demás organismos... Así, cuando la situación del ser humano está relativamente controlada, cuando de alguna manera se olvida que su suerte está sellada y el paso hacia esa inautenticidad cotidiana se ve facilitada por sus circunstancias coyunturalmente favorables, la autenticidad se recupera con el posicionamiento mental en la peor de las situaciones, en aquella situación en que se aventura que no hay nada ni nadie que ofrezca una protección fiable. En dicha situación, toda inefabilidad sobra, y se adopta la postura en que se subraya la propia accidentalidad frente a cualquier sueño de esencialidad que alguna vez se pudo tener... De esta manera, la creencia en que se es algo inefable está cargada de optimismo y compensa cuando se está en una situación difícil de la que cuesta trabajo salir. Creerse entonces especial, creerse protegido, creerse un ser vivo y “algo más” ayuda. Mientras que creer que no se es más que un animal con su propia estrategia adaptativa, creer que no se es más que un accidente orgánico aparecido por selección natural es una actitud pesimista que también ayuda en su caso. Ayuda a no perder la cabeza en situaciones de euforia adaptativa porque se viva coyunturalmente en una buena situación y parezca que “todo el monte es orégano” (Nihilismo y supervivencia 3, 2007, pp. 68-69).

§3. LA ÉTICA DESDE LA BIOLOGÍA

Entonces, ¿qué pasa con el comportamiento ético desde esta perspectiva accidentalista?, o dicho de otra manera más general, ¿que pasa desde la biología? Según nuestro autor, la primera consecuencia es esa defensa que renacentistas, barrocos e ilustrados (o sea los humanistas en sus distintas formas) hacen del respeto a la propia vida y a las propias posesiones la prioridad en la vida, porque lo que se tiene en común no se cuida como lo propio. El problema con las relaciones éticas es que hay quien se aprovecha de los demás a la menor oportunidad, y no necesariamente por falta de ética, sino por falta de recursos. Además, aunque en principio hubiera recur-

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sos para todos, hay recursos necesarios que no se pueden repartir ni con la mejor voluntad. Está la enfermedad en sus múltiples acepciones, el no ser aceptado por los demás como otros que tienen más aptitudes sociales. Aquí incidimos en el mito de la igualdad de oportunidades, porque claramente están, sin considerar a los que tienen simplemente buena suerte, los que están mejor dotados por la naturaleza (genéticamente) para realizar las funciones más cotizadas por todos (por la sociedad) y los que no lo están, incluso descontando los prejuicios raciales y sociales de siempre. Así, inevitablemente, los que tienen se tienen que defender de los que no tienen, y también de los otros que tienen. Porque los que tienen quieren tener más. De acuerdo con la biología del comportamiento, esto significa acaparar por si vienen tiempos difíciles, es decir, desde esta perspectiva la ética tiene serias limitaciones. Nuestro autor apunta que David Hume 4, a mediados del siglo XVIII, antes de que hubiera explicaciones más propiamente biológicas, observó que queremos más a los parientes más cercanos y que esa querencia va disminuyendo con la lejanía parental hasta prácticamente quedar en el olvido. Hoy en día, en vez de parentesco podríamos hablar de “distancia genética” y estaríamos diciendo en la práctica lo mismo. Otro escocés, que resaltaba también desde entonces las anomalías de la ética, fue Adam Smith 5 con su concepto de mano invisible, que dejaba patente que el egoísmo produce bienestar social, porque cuando los egoístas compiten para suministrar un producto, se ocupan de suministrar cada uno el mejor producto para obtener la mayor clientela posible y así el máximo beneficio con respecto a sus competidores. Aunque esto fuera cierto, nuestro autor apunta que Adam Smith no se fija especialmente en la posibilidad del engaño, de la falta de juego limpio. En efecto, y siempre desde bases biológicas, el engaño está muy extendido en la naturaleza. El mimetismo no es más que una manera de evitar al depredador o de conseguir con más facilidad la presa, según sea el caso. La naturaleza también promociona la detección del engaño a través de un proceso que, por selección natural, propicia que además del veneno (el engaño) se produzca el antídoto (la detección del engaño), y luego está, especialmente entre los seres humanos, el autoengaño, el que engaña sin preten-

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derlo, el cual es el engaño más eficaz (adaptativamente hablando claro), porque no hay mala fe (yo hice eso porque pensaba que era lo mejor para todos). Ahora bien, según nuestro autor, no todo parecería fraudulento en esa ética contaminada por el egoísmo y el engaño. Adam Smith 6 también observó la circunstancia de que la desgracia ajena a menudo inspira compasión y ésta es un acicate para remediarla. Aquí hay que señalar que la contaminación no viene del hecho de ser mentiroso, sino de ver las cosas desde lo inefable. Desde la accidentalidad, desde la perspectiva de la selección natural, el altruismo es como un arma secreta que se traduce en el engaño sublimado. No ya porque mañana pueda ser yo el afectado y entonces exija como contrapartida que se me ayude como yo pueda haber ayudado en su día. Lo interesante es por qué la naturaleza me obliga a hacerlo, por qué me siento mal si no hago lo que debo. ¿Por qué, en cambio, me siento bien si ayudo a necesitados que ni siquiera voy a conocer jamás, o cuando simplemente ayudo por ayudar sin que el ayudado sepa nunca cuál fue la mano amiga que, al menos en parte, le sacó momentánea y parcialmente de su apuro? Castrodeza es contundente en su respuesta: Simplemente, porque estoy haciendo publicidad de mi bondad y “buenos sentimientos” ante los que me rodean, para generar confianza en mí, para hacerme lo más imprescindible posible, para que se cuente conmigo por ser de fiar. En definitiva, estoy engañando, pero sin saberlo, porque las emociones son genuinas, pero el resultado me promociona, me saca adelante con respecto a los demás, y sobre eso es sobre lo que actúa la selección natural... O sea que el comportamiento ético genuino, cuando realmente existe, beneficia a los demás, pero me beneficia a mí más, sobre todo si, contra toda apariencia, dicho comportamiento es genuino y no pretendido (N. y S., 2007, pp. 72-74).

Para nuestro autor, el altruismo recíproco como estrategia evolutivamente estable no propicia un final de la historia a gusto de nadie. La selección natural es oportunista y no favorece ni el bien, ni la verdad, ni la belleza, a no ser que sus promotores/portadores prosperen a expensas de los otros. Si no es así, los otros son los

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que se llevan el gato al agua irreductiblemente. De manera que el bien, la verdad y la belleza son, citando a Jean Baudrillard 7, simulacros para la construcción de una hiperrealidad generalizable como Disneylandia. Asumir esta contingencia es decidir vivir en la perplejidad, o como diría Martin Heidegger 8, por otros cauces, en la autenticidad. ¿Quién asume esta contingencia? Nuestro autor es claro como el agua: El que la conoce, la comprende, la puede soportar y, a la postre, “se la come con patatas”, suspicacias aparte... cada cual se decanta según su experiencia, conocimiento y capacidad de simulación/ adaptación (N. y S., 2007, p. 170).

De modo que, y siempre de acuerdo a nuestro autor, en la etología de la cooperación y de la competencia, seguiríamos a los filósofos de la sospecha, según la feliz expresión de Paul Ricoeur 9, es decir, a Sigmund Freud, a Karl Marx y a Friedrich Nietzsche, quienes mostraron que nada es lo que parece. Porque el altruismo recíproco viciado por el engaño y su detección está en la línea del dictamen general de Freud, para quien las razones reales de nuestras actuaciones están enterradas en el subconsciente, y las razones aparentes son las que funcionan en nuestra convivencia para no infundir sospechas sobre nuestras verdaderas intenciones (que no las conocemos, por lo general, ni siquiera nosotros mismos). Lo mismo sucede con Marx, a nivel de grupo o clase, y en Nietzsche, quien destaca por su interpretación de la razón, encarnada en la figura de Sócrates, como instrumento del resentimiento en aquellos que no pueden llegar a los recursos, como los poderosos de la Tierra en donde el resentimiento depura la racionalidad pensante haciendo, por ejemplo, de la “irracionalidad” una metarracionalidad “edificante” o, más simplemente, una metafísica “liberadora” (N. y S., 2007, pp. 171-172). §4.¿CUÁL ES EL FIN DE NUESTRO GRAN MELODRAMA?

Según nuestro autor, se trabaja y se sufre para no trabajar y no sufrir, y cuando se llega al menos a un simulacro de ese inefable estado, no se sabe qué hacer; se necesita un hobby, o sea una

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manera hiperreal de trabajar y sufrir, de matar el tiempo, como lo ve Paul Feyerabend 10. Los defensores de estas ideas, como Robert Wright 11, Mat Ridley 12 y Brian Skyrms 13, extraen de sus planteamientos las consecuencias de una nueva ética naturalista derivada de los filósofos de la sospecha antes citados, sobre todo de Darwin y sus antepasados ideológicos también citados como Hume y Smith, entre otros, que en la segunda mitad del siglo XX popularizan autores como William Hamilton 14, George G. Williams 15, Edward O. Wilson 16 y Richard Dawkins 17. Con todo, continúa el argumento de nuestro autor, en última instancia, todo sistema ético (llámese éticas tradicionales o no) se remite irremisiblemente a un sistema de creencias más o menos coherente... Entonces, ¿en qué se diferencia un comportamiento aconsejable dentro de un esquema humanista, religioso o secular, de otro genuinamente científico, donde el humanismo se sustituiría por el biologismo? Ambos extremos se refieren a la instrumentación de la supervivencia personal según las normas del esquema que, a su vez, se apliquen... Es decir, si afirmo que mi comportamiento debe de ser de cierta manera, de acuerdo con ciertas preconcepciones humanistas (teológicas o seculares, se insiste) estoy diciendo, en la práctica, lo mismo que si alego que mi comportamiento se ajusta asimismo a determinadas pautas porque existe un imperativo biológico que así lo exige. Actuar de modo distinto al requerido sería en el primer caso, o bien pecar contra Dios, o contra la humanidad (según convicciones), o bien en el caso opuesto, ser presa de una determinada patología que haga que mi comportamiento se desvíe del normal (N. y S., 2007, pp. 151, 166 y 174).

En resumen, entonces, en la ética naturalizada (nueva ética), las exigencias comportamentales son como en la ética más tradicional, sólo que la justificación sería distinta. Y esa justificación sería arbitraria o relativamente mejor según fuera el marco ontoepistémico adoptado.

§5. EN TORNO AL RELATIVISMO

En este momento nos podríamos preguntar si nuestro autor ha recogido velas y se ha decantado por un relativismo filosófico al

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no haber ningún progreso entre unos presupuestos y otros, puesto que son igualmente arbitrarios Nos inclinamos a pensar que no, aunque no estamos muy seguros. En las reflexiones finales de su libro más filosófico, Nihilismo y supervivencia, escribe que, por un lado, todo sistema de creencias, desde una perspectiva naturalista, se puede legitimar empíricamente del mismo modo que se legitima cualquier proceder epistemológico (científico). Por otro, desde la perspectiva más analítica, en concepciones no enunciativas de la ciencia la palabra “ética” sería ya un término anacrónico debido a su contaminación metafísica, adquirida a lo largo de su prolongada historia, y se debería sustituir por “hábito comportamental”, de acuerdo, por ejemplo, al “materialismo eliminativo” de Paul y Patricia Churchland 18. ¿Está entonces de acuerdo con los Churchland? No nos queda claro, al menos en sus últimos escritos. En su libro Razón biológica, escrito una década antes, es más preciso y sobre todo más atrevido. En el epílogo, apoyado en el libro de Leslie Stevenson 19, Siete teorías de la naturaleza humana, formula las preguntas que todo ser humano se hace: ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Por qué no acepto mi situación? ¿Hay solución?, que por cierto son las preguntas kantianas por excelencia. Nuestro autor arguye que las dos primeras (la cosmológica y la antropológica) son las que plantearían en sus respuestas la epistemología, y las dos últimas un principio ético, tanto en su fase pre-ética (sintomática) como en la práctica ética propiamente dicha.

§6. TEORÍAS ACERCA DE LA NATURALEZA HUMANA

Stevenson explicitaba entonces siete cosmovisiones típicas. Una sería típicamente racionalista, la platónica; dos, instintivas de signos opuestos, la cristiana y la existencialista de Sartre; dos instrumentalistas, la freudiana y la marxiana; una positivista, la conductista de Skinner y otra refutacionista, la etológica de Lorenz. La idea de Stevenson era que todos los seres humanos participamos en mayor o menor grado de las cosmovisiones de estos pensadores. Lo cierto es que, dice nuestro autor, el modelo de Stevenson se puede generalizar aún más, e incluir una serie adicional de cosmovisiones que cubran de un modo mucho más completo las

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pretensiones humanas. De hecho, y de acuerdo con las ideas expuestas, habría una cosmovisión de la que derivarían todas las demás. Esta sería una cosmovisión de corte biológico-evolucionista, basada específicamente en un esquema darwiniano, que iría más allá de la ortodoxia vigente y sería, desde luego, más amplia que el que propugna Lorenz, y sobre todo, Skinner. La raíz de esta cosmovisión generalizadora, arguye nuestro autor, estaría en el sufrimiento animal, y específicamente en el humano, lo que reflejaría exactamente la sensibilidad del propio Darwin al respecto. Para ello procede a contestar las preguntas stevensonianas desde esa perspectiva biológica general y a un nivel macroscópico, es decir, tomando como referencia lo que estima que el hombre siente a flor de piel. Sensación que no es otra cosa que la materia prima para el estudio de una supuesta naturaleza humana por parte, tanto de racionalistas como de intuicionistas, en los extremos, así como de cualquier otro estudioso al respecto. ¿Donde ve el hombre que está cuando su autoconciencia se va despertando? Ve que el mundo es un lugar amenazador. Siente, contemplándolas, las amenazas del frío, del hambre, de la enfermedad, del tedio, de los depredadores, de la hostilidad de sus congéneres, del fracaso vital en sus distintas dimensiones. Intenta contrarrestar estas amenazas a costa prácticamente de lo que sea y de quien sea, aunque teóricamente manifieste cierta contención. Pero siempre constata que la inseguridad persiste, y que hay que seguir viviendo hasta que, quizá en el mejor de los casos, se sucumba gradualmente por el deterioro orgánico que se impone hasta la muerte. Una vez ubicado su medio, ¿cómo se ve el hombre? Nuestro autor es enfático: se vislumbra como un ser forzado a (deseoso de) sobrevivir sobre todas las cosas. No importa cuál sea su sufrimiento, su miseria, su menosprecio a la vida, su desesperación. Se ve arrastrando su existencia, a menudo de una manera tan tragicómica como amarga, hasta que alguna vez, rara vez, se rompe y acaba él mismo con esa existencia. Para nuestro autor, su rechazo a su situación está claro, pero insiste en llegar al fondo de las cosas. Y asume que el hombre sufre, sobre todo porque en realidad no sabe qué hacer, no sabe a qué atenerse para remediar su condición existencial. Concretamente, su verse forzado a (deseo de) sobrevivir por encima de

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todo, resulta truncado por la inevitabilidad de su propia muerte. Algunas veces piensa que existe un Ser Superior (un Algo) y que si confía en Él (en Ello), viviendo en el mundo como si estuviera al margen de todo (o fuera parte de un Todo), su doliente estado al menos se mitigaría. Pero esa confianza que exige una fe inexplicable, tiene su precio. El precio de la fe. Este es normalmente la renuncia a supuestas compensaciones que puede conseguir y que supone en ocasiones, fugazmente, casi olvidar su situación. En cualquier caso, la duda insuperable hace que esta actitud parezca frecuentemente insostenible. Otras veces decide que lo mejor es no pensar, que es necesario distraerse con algo que aparte la atención del problema existencial, un problema que, se insiste, no sabe cómo resolver. De nuevo, esa escapatoria funciona parcialmente, en especial si no se tiene tiempo para pensar, aunque el mal de fondo subsiste y va horadando la conciencia incesantemente. ¿Y qué solución encuentra nuestro autor? Desde la mejor de las situaciones, que la manera óptima de diluir esa desesperanza omnipresente está en inmiscuirse —del modo más directo al más indirecto— en actividades tecnológicas, científicas, artísticas y filosóficas. La tecnología, con la pretensión de remediar, con la menor dilación posible, las necesidades más perentorias (no pasar hambre, ni frío, no sufrir por causas de dolencias orgánicas). La ciencia, con la pretensión de dilucidar hasta qué punto puede ser posible resolver todas y cada una de las necesidades que surgen, a más largo plazo. Porque la satisfacción de las necesidades más inmediatas parece ceder el paso a otras que aguardan su turno, como soterradamente, y que cuando les toca actualizarse son tan exigentes como las que fueron en su día más apremiantes. El arte, porque le traslada a un mundo de bienestar sosegado, que no parece producir resaca, y ayuda a no perder la calma, e incluso, resuelve la angustia existencial en ciertos casos. Y por fin, la filosofía, actividad crítica de todo lo anterior, con objeto de cotejar hasta qué extremo no existe una ilusión indebida y se sigue con los pies en el suelo, porque si dura es la realidad cotidiana —se experimente o se piense (en propia carne o en la de otros)— peor es estar en Babia y despertarse en una pesadilla más horrenda que la que se haya podido soñar.

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Estas aproximaciones atañerían a todos los seres humanos, en sus distintas variantes, especialmente en sus dos extremos: el hombre racional y el hombre instintivo. Es más, con independencia del posible —pero difícil de probar— condicionamiento genético, a que hace referencia, por ejemplo, la teoría genética de la personalidad de Eysenck, que combina con las categorías hipocráticas (reproducidas en Pinillos 20, 1991), se podrían hacer las sugerentes asociaciones siguientes, matizando la tipología racionalinstintiva. El hombre racional, en su extremo más robotizado, sería introvertido-no emotivo (positivista simple e instrumentalista) o flemático. Si esa racionalidad estuviera más templada por las emociones, su portador sería introvertido-emotivo (positivista complejo, refutacionista y relativista simple, con sus estadios intermedios) o melancólico. Por su parte, el hombre instintivo, en su extremo más irracional, sería extrovertido-emotivo (intuicionista simple) o colérico. Y si ese intuicionismo desbordado se viera reprimido por una ausencia emocional manifiesta, el temperamento sería extrovertido-no emotivo (relativista e intuicionista complejos) o sanguíneo (R. B., 1999, pp. 242-246). Aun así, la perspectiva teórica de nuestro autor nos lleva irremediablemente al terreno de lo provisional, porque como lo dice al final de N. y S.: todo es hipotético, todo es ‘como si’, pero esa sería la característica principal del marco científico (en comparación con el inefable, pero no en su detrimento). El ser humano que está en buena situación se pone en guardia por si acaso. Y ponerse en guardia es pensar que puede ocurrir lo peor y entonces qué. Porque en lo peor de lo peor estamos solos, nadie ni nada ayuda y todos y todo conspiran para nuestra destrucción. Prima entonces ser científico, conservar la calma. Por el contrario, cuando se está en una mala situación, paradójicamente no hay más remedio que bajar la guardia, confiar en el otro y en las circunstancias, como último recurso, como última humillación, hay que lanzarse al vacío porque no hay donde asirse. Prima entonces dejarse seducir por lo ‘inefable’.

O, dicho a lo Daniel C. Dennet, agarrarse a un gancho ardiendo colgado del cielo.

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NOTAS

1 Malthus, T. R. (1798), An Essai on the Principle of Population. 2 Darwin, Ch. (1859), The Origin of Species by means of Natural Selection. Impresión de 1972 (presentación de J. W. Burrow). Middlesex, Penguin Books. 3 Obra abreviada en lo sucesivo por “N y S”. 4 Hume, D. (1739), Traité de la nature humaine. 5 Smith, A. (1776), The Wealth of Nations. 6 Smith, A. (1759), The Theory of Moral Sentiments. 7 Baudrillard, J. (1970), La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras, Madrid, Siglo XXI. 8 Heidegger, M. (1998; 2006), Ser y Tiempo, Santiago de Chile, Editorial Universitaria; Madrid, Trotta. 9 Ricoeur, P. (2002), Freud: una interpretación de la cultura, México, Siglo XXI. 10 Feyerabend, P. (1970), “Consolations for the specialists”, en Lakatos, I. & Musgrave, A. (eds.), Criticism and the Growth of Knowledge. Cambridge, Cambridge University Press, pp. 197-230. 11 Wright, R. (2000), Non-zero: The Logic of Human Destiny, New York, Pantheon Books. 12 Ridley, M. (2003), Nature via Nurture: Genes, Experience, and What Makes us Human. London and New York, Harper Collins. 13 Skyrms, B. (2004). The Stag Hunt and the Evolution of Social Culture, Cambridge, Cambridge University Press. 14 Hamilton, W. D. (1963). “The evolution of altruistic behaviour”, The American Naturalist 97: 354-356. 15 Williams, G. C. (1996). Plan and Purpose in Nature. London, Weidenfield and Nicholson. 16 Wilson, E. O. (1975). Sociobiology: The New Synthesis. The Belknap Press de Harvard University Press. 17 Dawkins, R. (1976, 1a ed.). The Selfish Gene. Oxford University Press, Oxford. 18 Churchland, P. (1986), Neurophilosophy (Toward an Unified Science of the Mind-Brain). Cambridge, MIT Press. 19 Stevenson, L. (1974), Seven Theories of Human Nature, Oxford, Oxford University Press. 20 Pinillos, J. L. (1991), La mente humana. Madrid, Ediciones TH.

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BIBLIOGRAFÍA

Para este trabajo se han consultado tres libros fundamentales del autor, en los cuales desarrolla su argumento y expone el marco onto-epistémico de su postura filosófica. Estos son: Castrodeza, C. (1999), Razón biológica: la base evolucionista del pensamiento, Madrid, Minerva. (En este libro desarrolla la biologización de la cultura humana). Castrodeza, C. (2007), Nihilismo y supervivencia: una expresión naturalista de lo Inefable, Madrid, Trotta. (Es el libro más filosófico del autor). Castrodeza, C. (2009), La darwinización del mundo, Barcelona, Herder. (Es un libro en el que expone la manera como el darwinismo biologiza la realidad hasta convertirla en la cosmovisión naturalista que rige el modelo social dominante. Es una síntesis de su obra).

5. CLAVES DEL CEREBRO EN LA APRECIACIÓN DE LA BELLEZA: UNA HISTORIA DE DOS MUNDOS CAMILO J. CELA CONDE FRANCISCO J. AYALA

§1. INTRODUCCIÓN

Una historia de dos mundos [A tale of two worlds] es el título de una película muda de Frank Lloyd que se estrenó en 1921, casi olvidada hoy. El guión narra la historia de un amor prohibido a causa de las barreras étnicas y culturales que existían entonces entre China y Estados Unidos. Una historia de dos mundos es también una buena metáfora de las barreras que se interponen entre la apreciación personal subjetiva de la belleza y el análisis científico objetivo de la actividad cerebral. ¿Pueden unirse estos dos mundos, separados desde los tiempos del filósofo Descartes? Para responder esta cuestión asumiremos como dados por ciertos los puntos siguientes, propios del paradigma del funcionalismo mental: a) los procesos cognitivos —‘mentales’— son, desde el más simple hasta el más complejo, estados funcionales del cerebro; b) un estado funcional del cerebro aparece cuando distintas áreas neuronales interactúan, es decir, establecen una conectividad funcional; c) la conectividad funcional se puede definir como la dependencia estadísticamente temporal de los patrones de activación neuronal de regiones del cerebro anatómicamente separadas;

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d) el análisis de la conectividad funcional puede poner de manifiesto las redes cerebrales; e) la mejor descripción disponible de los correlatos cerebrales de los procesos mentales consiste, hasta el momento, en tales redes. Aquí, como hemos dicho, daremos por sentados estos puntos generales centrando nuestra atención en las redes cerebrales relacionadas con la apreciación de la belleza —dentro de lo que se denomina como “neuroestética”— y en su significado evolutivo.

§2. NEUROESTÉTICA

Más allá de los valiosos precedentes de las ideas de Ramachandran y Zeki sobre el arte y el cerebro, el campo empírico de la neuroestética comenzó en 2004, cuando tres estudios distintos ofrecieron la primera descripción de la activación de áreas del cerebro durante la apreciación estética. Vartanian y Goel encontraron actividad cerebral relacionada con preferencias por las obras de arte en el núcleo caudado derecho, en el surco cingulado izquierdo y en el giro fusiforme bilateral (Vartanian & Goel, 2004). Kawabata y Zeki identificaron actividad en la corteza orbitofrontal media ante los estímulos bellos en comparación con los estímulos feos, y también en el giro cingulado anterior, en los estímulos bellos vs. los estímulos neutros (Kawabata & Zeki, 2004). A su vez, Cela-Conde y colaboradores indicaron un aumento de actividad ante los estímulos bellos comparados con los no bellos en la corteza prefrontal dorsolateral izquierda (Cela-Conde, et al., 2004). La condición de bello y no bello de cada estímulo se estableció como resultado de la decisión personal subjetiva de los participantes en el experimento. Esta definición personal, no objetiva, de lo bello es compartida por la mayoría de las publicaciones en el campo de la neuroestética. Desde 2004 han aparecido numerosas investigaciones relacionadas con dicho campo. Así, se ha identificado la activación de distintas regiones del cerebro de acuerdo con las diferentes tareas cognitivas planteadas a los participantes en la apreciación estética (véase Tabla 1).

TABLA 1. Áreas del cerebro activadas en veinte experimentos de neuroestética. La columna “Nº.” expresa el número de experimentos que mencionan el área del cerebro correspondiente.

Con respecto a las posibles redes de la percepción estética, Brown y colaboradores propusieron la existencia de un “circuito central para el procesamiento de la estética” (core circuit for aesthetic processing) por medio de un modelo en el que la información exteroceptiva que pasa a través de la corteza orbitofrontal (COF) y la información interoceptiva que pasa a través de la ínsula anterior se integran para lograr la apreciación estética personal (Brown y cols., 2011). Sin embargo, este modelo no está sustentado por ningún estudio empírico sobre la apreciación estética. Se basa más bien en el análisis del sistema de recompensas y el procesamiento de la valencia afectiva. La aportación más interesante con respecto a las eventuales redes estéticas es la sugerencia formulada por Jacobsen y colaboradores (2006) y enunciada como hipótesis por Vessel, Star y Rubin (2012) acerca de las conexiones entre las partes medias de la corteza frontal (CFM), el precúneo (PCUN) y la corteza cingulada

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posterior (CCP), entre otras regiones (véase la lista de la Tabla 2). Estas áreas interconectadas coinciden en parte con lo que conocemos como la red por defecto [Default Mode Network (DMN)]. La activación de la DMN durante la percepción estética parece sorprendente. Raichle y colaboradores (2001) identificaron esta red como el estado de referencia del cerebro presente bajo condiciones de reposo; un estado que se reduce o desaparece al realizar una acción concreta (Raichle y cols., 2001; Fox y cols., 2005), como es por supuesto la de llevar a cabo un juicio estético.

TABLA 2. Regiones activas durante la percepción estética correspondientes a las áreas de Brodmann y las coordenadas de Tailairach, según (A) Jacobsen y cols. (2006), y (B) Vessel y cols. (2012). Ninguno de estos artículos incluyó análisis de conectividad funcional.

¿Por qué se mantiene activa la DMN durante esos experimentos de neuroestética? Con el fin de responder a esta pregunta, nuestro grupo ha llevado a cabo un estudio sobre la dinámica de las redes cerebrales en la apreciación estética (Cela-Conde, et al., 2013). Mediante magnetoencefalografía (MEG) se obtuvieron series temporales de

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la actividad cerebral de 24 participantes en el estado de reposo y durante la realización de juicios de belleza respecto de 400 diferentes estímulos visuales. A continuación se calculó la sincronización en la banda beta de las series temporales obtenidas para los distintos sensores MEG, utilizando el coeficiente de correlación de Pearson y el valor de la fase de bloqueo (Phase Locking Value, PLV) (Mormann, 2000; Pereda y cols., 2006). Las señales MEG se dividieron en tres ventanas de tiempo (Figura 1, zona superior): — TW0, 500 ms (milisegundos) antes de la proyección de cada estímulo — TW1, 250-750 ms después de la proyección de cada estímulo — TW2, 1000-1500 ms después de la proyección de cada estímulo. Las comparaciones entre las ventanas permitieron evaluar las diferencias en la conectividad para cada condición (bello/no bello) a lo largo del tiempo. Las comparaciones entre las condiciones permitieron evaluar las diferencias en la conectividad entre los estímulos considerados bellos y los no bellos para cada ventana temporal (Figura 1, zona inferior). Los resultados obtenidos indican que la conectividad neuronal presente en el estado de reposo se reduce en la primera ventana de tiempo (TW1, Figura 2, zona superior), que es sustituida por lo que llamamos la “red estética temprana”. Esta red conecta principalmente regiones occipitales (Figura 2, centro). La red estética temprana es muy parecida en los estímulos bellos y no bellos. Sin embargo, durante la segunda ventana de tiempo (TW2) aparecen diferencias significativas en función del resultado del juicio de belleza. Lo que denominamos “red estética tardía” consiste en la actividad sincronizada cuando los sujetos aprecian estímulos bellos, y se extiende principalmente a lo largo del occipital medio, el occipital lateral, el parietal lateral posterior, el parietal medio, el frontal medio y el prefrontal dorsolateral en el hemisferio izquierdo, alcanzando también el parietal lateral derecho (Figura 2, zona inferior).

FIGURA 1. Ventanas de tiempo y comparación de condiciones en el análisis de la dinámica del cerebro durante la apreciación estética (Cela-Conde y cols., 2013).

El escenario dinámico durante la apreciación estética parece ser, pues, como sigue: i. Una alta sincronización durante el estado de reposo (TW0), que incluye la red por defecto (DMN). ii. Esta conectividad se reduce durante la primera ventana de tiempo (TW1) y se sustituye por una red distinta, la red estética temprana. iii. Parte de las redes del estado de reposo se recuperan más tarde durante la segunda ventana de tiempo (TW2). Una de esas redes recuperadas es la red estética tardía.

FIGURA 2. Diferencias en la sincronización en los estímulos bellos (a la izquierda) y no bellos (a la derecha). Arriba: sincronización superior en el estado de reposo (TW0>TW1). Centro, sincronización superior en la primera ventana temporal (TW1>TW0.) Abajo, sincronización superior en la segunda ventana temporal (TW2>TW1).

Durante la segunda ventana temporal (TW2) ambas condiciones, bello y no bello, comparten una sincronización bilateral mayor a lo largo de las regiones laterales frontales-tempoparietales-occipitales. Este patrón coincide con la sincronización bilateral similar durante el estado de reposo. Debido a su posición lateral, esta conectividad tendría poca relación con la DMN, que está localizada en la zona media. Hipotéticamente hablando, se podría sostener que las tareas de atención, obviamente implicadas en la apreciación estética, serían responsables de esta red bilateral. Por su parte, las diferencias de sincronización en favor de los estímulos bellos afectan principalmente a las partes medias del cerebro. Estas diferencias se muestran mejor en el análisis entre

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las condiciones (bello frente a no bello) en la segunda ventana temporal (TW2), comparación que pone de manifiesto una conectividad más alta en favor de los estímulos bellos (Tabla 3 y Figura 3, arriba). Los estímulos no bellos carecen de una mayor sincronización en cualquiera de los casos (Tabla 3 y Figura 2, a la derecha). Sin embargo, las diferencias a favor de los estímulos bellos en TW0 sólo pueden deberse a artefactos en el cálculo de la sincronización puesto que el sujeto ignora, durante el estado de reposo, qué tipo de estímulo le será presentado a continuación. Por su parte, las diferencias en sincronización en TW1 son mínimas y no significativas. Es en TW2 cuando se pone de manifiesto la sincronización superior bello no bello, mientras que, como decíamos, los estímulos no bellos carecen de enlaces de sincronización mayor —comparados con los bellos— entre las regiones cerebrales. La red estética tardía es exclusiva de la apreciación mental de la belleza.

TABLA 3. Número de sensores del MEG y conexiones más sincronizadas en las comparaciones entre condiciones con p.

La Figura 4 muestra, desde distintas perspectivas, dicha red exclusiva de los estímulos bellos en TW2. La red estética tardía coincide, al menos en parte, con la red por defecto del estado en reposo (DMN). Como veremos a continuación, esta coincidencia podría arrojar algo de luz con respecto a las interrogantes acerca de la evolución de la capacidad estética humana.

FIGURA 3. Comparación entre condiciones en la segunda ventana de tiempo (TW2). Arriba, mayor sincronización para los estímulos bellos. Abajo, mayor sincronización para los estímulos no bellos.

FIGURA 4. Red estética tardía desde distintas perspectivas.

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§3. LA ESTÉTICA COMO UN RASGO EVOLUCIONADO

Los experimentos de neuroestética se han realizado, en general, con grupos de sujetos muy específicos: en la mayoría de los casos se trata de estudiantes universitarios de países desarrollados. Sin embargo, la capacidad de apreciación estética tiene un alcance universal. Es más, la gente es capaz de reconocer productos de otras culturas como obras de arte y esta característica general, en opinión de Carroll (2004), es un argumento a favor de la consideración de que el arte puede servir para fines adaptativos generales. Dicho de otra forma, la estética podría ser un rasgo humano aparecido en la evolución de nuestra especie. Esta hipotética evolución plantea un problema. Como es bien sabido, los tejidos del cerebro son metabólicamente costosos. La actividad cerebral en el estado de reposo representa probablemente el principal costo, en términos de energía, del cuerpo humano (Raichle, 2011). En estado de reposo y con el sujeto despierto el cerebro consume el 20 por ciento del total de oxígeno a pesar del hecho de que ese órgano supone sólo el 2 por ciento del peso corporal (Gusnard y Raichle, 2001). Es difícil justificar cómo una capacidad relacionada con el funcionamiento cerebro puede haberse fijado durante la evolución humana sin explicar sus beneficios (Aiello y Wheeler, 1995). Por ello, resulta necesario indicar cuáles son las ventajas adaptativas de la apreciación estética. El poder de las obras de arte para construir comunidades de sentimientos que promueven la cohesión de los grupos parece una ventaja sobresaliente (Dissanayake, 1992, 2007). La estética podría ser, pues, un factor de cohesión y por ello conveniente en términos adaptativos. Además, la recompensa emocional, es decir, hedónica, del arte ofrece una explicación para la eventual selección de la capacidad para apreciar la belleza (vid. por ejemplo, Dutton, 2003). Ambos factores, el de recompensa y el de cohesión, son buenas hipótesis para explicar las relaciones actuales que existen entre la belleza y el arte (Dissanayake, 2009). Aun así, ¿qué decir sobre su trayectoria evolutiva? En la actualidad no se puede comprobar la correlación entre el desarrollo filogenético del cerebro y la apreciación de la belleza. Ni los registros fósiles ni los arqueológicos ofrecen evidencias suficientes que muestren la evolución de tal capacidad. A pesar de que existen posibles obras de arte antes de llegar a la cumbre

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de las policromías de las cuevas francesas y españolas del Paleolítico Superior, se sabe poco sobre la evolución de la arquitectura del cerebro más allá de los patrones generales de su morfología en los neandertales frente a la de los humanos modernos (Bruner y Holloway, 2010; Bruner y cols., 2003; Roseman y cols., 2011). No obstante, los rasgos humanos se pueden distinguir por medio de enfoques comparativos con primates no humanos. Rilling y colaboradores (2007) compararon la activación del cerebro de humanos y de chimpancés en el estado de reposo. Estos autores analizaron, mediante tomografía de emisión de positrones (PET), la actividad cerebral de chimpancés anestesiados pero despiertos. De acuerdo con sus resultados, los humanos y los chimpancés parecen coincidir en la activación durante el estado de reposo de la COF dorsolateral y media y de la corteza parietal media, con actividad mayor localizada más dorsalmente en los humanos (BA 9, BA 32) y más ventralmente (BA 10) en los chimpancés. Como sostuvieron Rilling y colaboradores (2007), durante el estado de reposo “la actividad lateralizada-izquierda más fuerte, relacionada con el lenguaje y el procesamiento conceptual de los humanos, estaba ausente en los chimpancés”. Watanabe (2011) obtuvo, también por medio de PET, una disminución de la red por defecto en monos rheus despiertos mientras realizaban tareas cognitivas que demandaban atención. Watanabe (2011) indicó que “al igual que el sistema de red por defecto de los humanos, todos los monos mostraron mayor actividad relacionada con el reposo en las áreas prefrontal media y parietal media (...)”. Es más, al tener en cuenta que la red por defecto de los humanos está relacionada con procesos de pensamiento interno, Watanabe indicó que la actividad en las áreas medias del cerebro sugiere que “podría haber procesos de pensamiento interno en el mono”. A propósito de los chimpancés, Norhoff y Panksepp (2008) asumieron que los altos grados de autorrelación [self-relatedness] corresponden a una gran actividad neuronal en estado de reposo. Si Watanabe y Northoff y Panksepp tienen razón, las similitudes entre los monos, los simios y los humanos podrían indicar una capacidad de autorrelación compartida en cierta medida. Sin embargo, la capacidad estética no es igual a la autorrelación. Tal

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vez el aspecto más interesante de los enfoques comparativos sea la identificación de la fuerte lateralidad izquierda obtenida por Rilling y colaboradores (2007) como un rasgo humano que no está presente en los monos durante el estado de reposo. Volvamos, pues, a la identificación entre la DMN y las redes estéticas.

§4. LA APRECIACIÓN ESTÉTICA COMO UNA EXAPTACIÓN

Se ha postulado que la aparición de la capacidad humana para la percepción estética no necesariamente implica que se deba a sus eventuales ventajas adaptativas; se pudo haber aprovechado la existencia previa de otras características cognitivas que evolucionaron a causa de sus propios beneficios adaptativos. En otras palabras, la estética podría ser una exaptación. Por ejemplo, Kaplan (1987) postuló que “sería adaptativo para los animales el gustarles el tipo de entornos en los que se desarrollan” y, así, la preferencia por los paisajes pudo haber dado lugar a la preferencia por ciertos ornamentos como los jardines. Centrándose en la apreciación estética de valencia positiva, Brown y sus colaboradores (2011) sostuvieron que “tal sistema evolucionó primero para apreciar los objetos con ventajas de supervivencia, como las fuentes de alimentos, y posteriormente, fue absorbido por los seres humanos, para la experiencia de obras de arte capaz de satisfacer necesidades sociales”. Es obvio que cualquier hipótesis en este campo es difícil de probar. Sin embargo, se puede dar una justificación complementaria en la evolución de las capacidades para apreciar la belleza mediante las coincidencias entre la red estética tardía y la red por defecto (DMN). Una función fundamental de la DMN es facilitar las respuestas a los estímulos. Como Raichle y Snyder (2007) sostuvieron, la actividad cerebral intrínseca ayuda al “mantenimiento de la información para interpretar, responder e incluso para predecir demandas ambientales [el énfasis es nuestro]”. Esta capacidad funcional parece lo suficientemente adaptativa para justificar por sí misma sus costes metabólicos. A su vez, una DMN filogenéticamente fijada y vinculada a la percepción estética bastaría para justificar la capacidad humana de apreciar belleza en los objetos. Otro asunto distinto es explicar cómo aparece esta

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relación entre la DMN y la percepción estética, o dicho de otra forma, qué características de la red por defecto podrían dar lugar a las experiencias de apreciación de belleza en un cuadro o un paisaje. Como función adicional, la DMN se relaciona con los procesos de “mente divagadora” [mind wandering]. Tales procesos se refieren a las imágenes, los pensamientos, las voces y los sentimientos que la mente produce de manera espontánea en ausencia de estímulos externos (en adelante, pensamientos independientes de los estímulos —SIT, stimulus independent thoughts). Los SIT son lo que podríamos llamar “la mente hablando consigo misma”. Mason y colaboradores (2007) ofrecieron distintas explicaciones del valor funcional de la mente divagadora. Los SIT podrían permitir a los sujetos mantener un nivel óptimo de excitación. De manera alternativa, los SIT añadirían coherencia a nuestras experiencias pasadas o presentes. Estos autores propusieron, sin embargo, un origen no adaptativo de dicha capacidad: los SIT podrían ser el subproducto de una capacidad general para manejar tareas mentales concurrentes que se obtuvieron durante la evolución humana. Aun cuando la mente divagadora tenga determinadas utilidades, “la mente divagaría simplemente porque puede hacerlo” (Mason y cols., 2007). La apreciación estética no es un pensamiento independiente de los estímulos. Excepto en el caso de rememorar experiencias pasadas, detectar la belleza depende de los estímulos externos. Con todo, la percepción estética podría ser un subproducto de esa capacidad general de la mente divagadora. Divagar mentalmente es un proceso general de percepción que no está guiado por ninguna meta ni se dirige hacia ningún aspecto en particular. Es obvio que esto vale también para la apreciación estética del medio ambiente. En la línea de Kaplan (1987), el siguiente paso de la apreciación de los paisajes para recrearlos como obras de arte se apoyaría en la coincidencia entre la DMN y la red estética tardía. Una capacidad relacionada con la mente divagadora es la del proceso de comprensión rápida que resuelve un problema o una ambigüedad perceptual mediante introspección mental —momento ¡ahá! Al combinar electroencefalografía (EEF) e imagen de resonancia magnética funcional (IRMf), el momento ¡ahá! ha podido identificarse como la culminación de una serie de procesos

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neuronales en diferentes escalas de tiempo (Kounios y Beeman 2009; Kounios y cols. 2008). Los participantes de los experimentos de Kounios y colaboradores se encontraban en el estado de reposo cuando se les plantearon los problemas a resolver; se les pidió a la mitad de ellos que lo hiciesen de manera analítica y a la otra mitad que utilizasen la introspección. Estos últimos, de acuerdo con los experimentadores podrían haber hecho uso de capacidades de tipo general relacionadas con el estado de reposo para alcanzar el momento ¡ahá! Con respecto a la percepción estética, nuestro actual estudio sugiere que la apreciación de la belleza podría ser también un momento ¡aha! que aparece en etapas temporales tempranas del proceso perceptivo y no resulta guiado por tareas con metas dirigidas sino que trabaja de manera casi holística. A su vez, las ventajas obvias de la capacidad de apreciación de la belleza, que van desde la complacencia hedónica propia hasta la satisfacción de necesidades sociales (Brown y cols., 2011), podrían agregar ventajas adaptativas a dicho rasgo. No sorprende, pues, que la percepción estética también active regiones como la CFPDL, ligada a funciones ejecutivas (Jacobnsen, 2006; Vessel y cols., 2012).

§5. PROBLEMAS DE LOS DOS MUNDOS

Al entenderse como una capacidad interna pero dependiente de estímulos externos, la apreciación visual de la belleza supone un ejemplo de la experiencia subjetiva y consciente a la que los filósofos llaman quale (Lewis, 1929). El problema intrigante de los qualia, es decir, la relación mente-cerebro, se puede enunciar así: ¿cómo produce el cerebro la subjetividad cualitativa? (Searle, 2011). En su estudio sobre la conciencia, Crick y Koch (2003) dejaron de lado el “problema fuerte” del quale, el contenido subjetivo de los estados mentales: “nadie ha dado una explicación plausible sobre cómo la experiencia de la rojez o de lo rojo podría surgir de las acciones del cerebro”. En su lugar, Crick y Koch se centraron en el “problema débil”: los correlatos neuronales de la conciencia. Con respecto a la apreciación estética, este problema débil consiste en localizar las áreas del cerebro activas cuando los sujetos miden la belleza de un objeto visual. El problema débil ya se ha resuelto,

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al menos en parte, mediante los experimentos de neuroestética mencionados al principio. Algunos aspectos de la investigación disponible respecto de apreciación de la belleza ayudan a abordar la superficie del problema fuerte. Mediante la combinación de experimentos, tanto fMRI como MEG, así como estudios de comportamiento de sujetos con ciertas discapacidades, la forma en la que la experiencia de la belleza surge de los procesos cerebrales podría empezar a esbozarse. Sin embargo, los enfoques disponibles del problema fuerte únicamente ofrecen soluciones parciales. Por un lado, parece que se puede acceder mediante procedimientos científicos a la estructura del quale, que consiste en una descripción de los procesos cerebrales que llevan a la apreciación de la belleza de un objeto (Cela-Conde, et al., 2013). Por otro lado, muchas circunstancias personales como son las experiencias previas, los rasgos de carácter, la salud, la edad y tal vez el género, al igual que las particularidades históricas y culturales de cada época y lugar, contribuyen con certeza a la experiencia de apreciación de la belleza. Estos aspectos podrían modificar, de una manera que aún no se puede detallar lo suficiente, los sentimientos subjetivos. Por el momento, el contenido del quale —el resultado eventual de la belleza, o su ausencia, como una sensación interior— queda fuera de nuestro alcance.

Este texto es la versión escrita y revisada del trabajo presentado en la Giornata Golgi, 2013, “Brain science and human culture”, que se llevó a cabo en la Accademia Nazionale dei Lincei, en Roma, el 3 de junio de 2013. Trabajo respaldado por el Ministerio Español de Ciencia e Innovación, proyecto FIS2007-60327, y una beca de la Comunidad Autónoma de las Islas Baleares.

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6. ÉTICA DE LA VERDAD Y ÉTICA DE LA PERSUASIÓN EN LA TRADICIÓN PSICOTERAPÉUTICA OCCIDENTAL GLORIA CAVA LÁZARO

Loco es aquel que, haciendo siempre lo mismo, espera resultados distintos. Albert Einstein

§1. HIJOS DE SÓCRATES

Los occidentales somos hijos intelectuales de Sócrates y, por lo general, nos sentimos muy orgullosos de serlo. Como él, hemos perseguido históricamente la verdad. Hemos promovido todo tipo de métodos, esperando que nos acerquen a la verdad y, aunque tales métodos han mostrado una y otra vez debilidades, no hemos abandonado la búsqueda. Como mucho, hemos reducido nuestras expectativas. Así, frente a una verdad que estimamos prácticamente inalcanzable, nos hemos conformado con la verdad parcial, o con la verosimilitud, o con el carácter progresivo de nuestro programa de investigación, o con algo similar. Fuere el que fuere nuestro intento, siempre la búsqueda de la verdad (al menos, como ideal) ha latido en el interior de las corrientes dominantes en ciencia o en filosofía. Hasta tal punto las cosas son así que, para una vasta mayoría de científicos y filósofos, renegar de la verdad equivale hoy en día a abdicar del progreso de nuestro saber y nuestro hacer con relación al mundo y con nosotros mismos. Para ellos, todo científico honrado debe, en consecuencia, perseguir la verdad. Para ellos, sólo sobre la verdad puede alzarse una práctica que merezca el nombre de éticamente correcta. Pues bien, en lo que sigue pretendo poner de manifiesto que, aunque lo dicho fuera correcto con relación al saber en general, resulta difícil mantenerlo con relación al saber hacer y, más en

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concreto, con el hacer. En particular con el hacer relativo a la esfera de la conducta humana. Pondré un ejemplo muy sencillo. ¿Cómo tratamos de evitar que los adolescentes incurran en conductas de riesgo, como abusar de drogas y, en particular, de sustancias como el MDMA (3,4-metilendioximetanfetamina), corrientemente denominado “éxtasis”, que (sabemos) dañan las redes neuronales de forma, aparentemente, irreversible? El recurso que, por lo común, se emplea es proporcionar a los adolescentes información sobre hipótesis acerca de los riesgos que conlleva el abuso del éxtasis. ¿Y qué sucede? Pues que la información sobre riesgos parece ser eficaz en el caso de los adultos, pero entre adolescentes incluso incita a poner en práctica la conducta en cuestión. Dicho de otro modo, aunque las hipótesis sobre riesgos fueran verdaderas, informar sobre ellas parece ser ineficaz para cambiar la conducta de adolescentes. Éstos se mueven más por los beneficios de la conducta que por los riesgos. ¿Por qué? Quizá la respuesta la tengan algunos de desarrollos de la neurobiología de nuestro tiempo, en especial algunos relativos a la maduración cortical. Hoy empezamos a tener hipótesis positivamente contrastadas en torno a la maduración cortical, cómo y cuándo se produce. Repito, “positivamente contrastadas”, lo que no significa que sean verdaderas. Tienen implicaciones que se cumplen, pero pueden ser perfectamente falsas. En cualquier caso, sabemos, repito, sabemos que la maduración cortical se parece bastante a la poda del inmenso ramaje de un frondosísimo árbol. Al parecer, desde un punto de vista adaptativo (siempre y cuando la teoría de la evolución lleve razón —no digo que sea verdadera, sino que siga proporcionando explicaciones razonables), nos sobra buena parte de los circuitos neuronales que existen en la fase infanto-juvenil. La poda de ese excedente se traduce en que la materia gris empieza a adelgazar en los comienzos de la infancia siguiendo un proceso que se inicia en la región occipital y que no alcanza las áreas prefrontales del cerebro hasta los primeros años de la edad adulta. Hay que recordar que la corteza prefrontal (la parte más delantera de la corteza) parece ser la sede del pensamiento y es la última que madura. Incluye diversas áreas, entre las que destacan el área dorsolateral, donde se elaboran los planes y conceptos, y en la que se comparan las

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diversas alternativas y se toman decisiones; el área orbitofrontal, donde radica la capacidad de ejecutar las decisiones adoptadas y, finalmente, el área ventromedial, donde se dota a las acciones de significado emocional.

FIGURA 1. Áreas de la corteza prefrontal 1. Corteza orbitofrontal. Inhibe acciones. Posterga recompensas inmediatas. 2. Corteza dorsolateral. Compara. Forma Planes. Toma decisiones. 3. Corteza ventromedial. Impregna de significado emocional las percepciones. 4. Corteza cingular. Centra la atención.

Pues bien, la maduración cortical, que se inicia en la región occipital, sólo parece alcanzar estas áreas de la corteza prefrontal hacia los veinte años por término medio (aunque reconozco que es éste un tema controvertido). Eso podría significar, en concreto, que no se está en plena posesión de la capacidad de comparar alternativas y adoptar decisiones absolutamente razonables (en el sentido estricto del término) hasta dicha edad. ¿Significa esto que, hasta esa edad, el ser humano no está en disposición de razonar? Yo no me atrevería a decir tanto, pero lo que sí que está claro es que, hasta dicha edad, la arquitectura de los cerebros de adolescentes y adultos no es la misma y que, por consiguiente, no razonan igual. Pese a ello, cuando informamos a los adolescentes (no sólo sobre conducta de riesgo), lo hacemos como si, simplemente, fueran adultos pequeñitos. Y nuestros resultados nos

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indican con claridad que nos equivocamos al actuar así. La información, que puede resultar importante para que un adulto cambie su conducta, parece completamente irrelevante para un adolescente. Es más, yo me atrevería a decir que, aunque así no fuera y, sin perder de vista tal diferencia arquitectónica entre adulto y adolescente, incidiéramos sobre los supuestos beneficios de la conducta de riesgo al hablarles a los adolescentes, tengo para mí que de poco serviría. ¿Por qué? Porque todo ser humano, adolescente o adulto tanto da, ofrece un cierto grado de resistencia, mayor o menor, a la aceptación incluso de consejos siempre y cuando vayan en contra de los beneficios que potencialmente el aconsejado adscribe a la conducta en cuestión. Si, para introducir una dificultad mayor, estamos hablando de personas que presentan ciertos trastornos mentales, de la personalidad o, simplemente, de la conducta, lo habitual es que quien quiera ayudar (terapeuta o no) se encuentre con una mayor o menor resistencia a la aceptación de su situación y de medidas para salir de ella. Mi experiencia de casi quince años tratando personas con trastornos alimentarios me dice que ese es el caso. Para cambiar la conducta de una persona afectada por un problema no basta con informarle sobre el mismo, sus posibles causas y efectos. A veces, incluso, la información es contraproducente y reafirma a la persona en cuestión en sus preconcepciones o, dicho de otro modo, en su modo de percibir el mundo y de percibirse con relación a tal mundo, con los otros y consigo misma. Y eso es fatal, como vamos a ver.

§2. PERSPECTIVISMO

Lo diré de forma rotunda. Cada uno de nosotros se conduce según lo que percibe, no según la realidad en sí, cuya afirmación es la fiel y habitual compañera de la ética de la verdad. Por eso, en psicoterapia, no suele bastar con informar a la persona que presenta el síntoma de cuál es su verdadera situación a fin de que introduzca los cambios comportamentales adecuados. Es muy probable (por no decir que seguro) que ella tenga su verdad acerca de sí misma y acerca de su relación con los otros, incluido el psicoterapeuta. Hablando de nuevo de trastornos alimentarios,

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su autopercepción suele ser la de que es una persona normal, una persona con peso normal, aunque esté esquelética. En ese contexto, ¿de qué sirve hablarle de mi percepción como psicoterapeuta, si ella tiene su propia percepción de su realidad? Mi experiencia clínica me dice que sirve para lo contrario de lo que en principio pudiéramos suponer: en lugar de propiciar la colaboración de la paciente, refuerza su resistencia a admitir sus problemas. Lo cierto es que la cuestión que deberíamos plantearnos en este punto es por qué ha de darme crédito a mí y no a lo que le muestran sus ojos. Los perspectivistas lo tienen claro. Yo debo decirles que el subjetivismo de alguno de ellos me parece excesivo. Más tarde me explicaré. Ahora me gustaría que recordaran que, en la base del perspectivismo en Nietzsche, uno de sus grandes representantes, se halla su consideración de que Dios ha muerto, aunque la gente no se haya enterado de su orfandad. Con tal sentencia, Nietzsche —en La gaya ciencia o Así hablaba Zaratustra— lo que quiere aseverar es que si Dios ha muerto, ya no hay nada que dé sentido global al universo; ya no existe el dios de la verdad única, absoluta y eterna. De ahí que a cada cual, a cada ser humano le corresponda ahora sostener por sí mismo el sentido del mundo. De ahí que la verdad (no la Verdad, así con mayúsculas) sea relativa a cada ser humano, pues —dirá Nietzsche— en el mundo no hay hechos, sino interpretaciones. Interpretaciones: algo que depende de la perspectiva que cada cual emplea al enfrentarse a tal mundo, de como lo percibe. También Ortega se ubica en planteamientos perspectivistas. A riesgo de simplificar demasiado, para el autor de “Verdad y perspectiva”, el ser humano no puede escapar de su punto de vista particular, de su perspectiva. Hay tantas realidades como puntos de vista. Cada par de ojos ve una cosa distinta y, a veces, en un mismo ser humano ambas pupilas se contradicen. La verdad es, pues, perspectiva. Hay que evitar un error frecuente que se comete al hablar de este perspectivismo. Frente a quienes consideran que es el sujeto cognoscente quien determina la perspectiva, Ortega sustenta que la perspectiva es algo de la realidad: es el resultado de la influencia de la realidad en el sujeto cognoscente. Repito “influencia”, pero para que exista tal, es preciso que haya quien influye (la realidad,

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en este caso) y alguien que es influido (el sujeto cognoscente). Son precisos ambos, realidad y sujeto cognoscente. Este matiz es de suma importancia. Si el sujeto cognoscente por sí solo determinara la perspectiva, habría tantas realidades como sujetos cognoscente y sus perspectivas serían inconmesurables. Si por lo contrario, es la realidad quien ofrece al sujeto cognoscente múltiples caras, desaparece tal problema, pues si un espectador es sustituido por otro en el mismo lugar, la perspectiva permanece idéntica. Sus perspectivas, aun siendo sujetos cognoscentes distintos, son conmensurables. Es posible, en definitiva, un cierto tipo de objetividad, sin incurrir en el error del objetivismo de considerar que la cosa es la responsable única del conocimiento. El sujeto cognoscente importa. Importa en su interacción con la cosa. De ese modo, ni uno ni otra, por separado, son responsables exclusivos del conocimiento. La verdad radica en el hecho de que ambos, el sujeto y el objeto, son inseparables. Las consecuencias prácticas de la aceptación de este perspectivismo (o algo parecido) son tremendas. Nadie puede convertir su perspectiva en algo absoluto que los demás deban aceptar, aunque siempre puede intentarse que el otro ocupe el lugar que yo ocupo con relación a la realidad, de modo que las perspectivas sean conmensurables. Traducido lo dicho al lenguaje de la psicoterapia, eso significa que para cambiar la perspectiva del paciente (la faceta de la realidad que percibe) es preciso traerlo a mi perspectiva. Sólo así podré evidenciarle sus problemas.

§3. EL PODER DE LA PERSUASIÓN

Como ya he dicho, para ese traer a mi perspectiva no es eficaz (o es escasamente eficaz) informar sobre el problema: parece irrelevante el discurso teórico, aun integrado por aserciones que pudieran considerarse contrastadas positivamente desde un punto de vista empírico. El discurso teórico, además, suele oficiar de lecho de Procusto; dicho de otro modo, el psicoterapeuta que da prioridad a una teoría intentará ajustar a ella el problema de que se trate y, si no puede, acabará forzándolo para que encaje, al igual que Procusto le cortaba las piernas a los huéspedes para que no sobresalieran del lecho.

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La ética de la verdad (en este contexto, desde luego) parece algo bello desde un punto de vista teórico, pero innecesario e inútil desde un punto de vista práctico. Un psicoterapeuta lo que tiene que hacer es ayudar al paciente a resolver su problema. Por eso mismo considero que la ética de la perspectiva se ajusta mucho más que la ética de la verdad a la práctica clínica. Veámoslo. La conducta más generalizada entre los seres humanos (no sólo entre los pacientes) es tratar de resolver los problemas desde su propia perspectiva, aplicando soluciones ad hoc que, si fallan, no suelen abandonarse sino se incrementa su dosis. Un ejemplo clarísimo lo ofrecen los neoconservadores de nuestro tiempo con sus recetas ante la crisis producida por el capitalismo financiero, recetas que se reducen a una: austeridad, entendida como recortes tremendos de los ligeros logros sociales significados por el Estado del Bienestar. Cuando las medidas de austeridad fallan (por ejemplo, en Grecia sin ir más lejos), no se abandonan, sino que, de acuerdo con la perspectiva neoconservadora, se incrementan. Caso de que el paciente se muera con tanta medida austera, basta con echarle la culpa: es que no cumplió como debía con las restricciones que, sin duda, tenían que acabar produciendo el objetivo de recuperación deseado. Los psicoterapeutas solemos proceder de modo parecido. Me explicaré algo más ampliamente. Como he dicho, cada ser humano percibe y gestiona su realidad a través de la comunicación que establece consigo mismo y con su circunstancia (en el sentido orteguiano del término). Comunicación que, repito, no está libre de las ideas o de las creencias propias del sujeto que construye la realidad: según sea su punto de vista, según sea su perspectiva, así será su realidad. Reitero, la suya. Lo bien cierto es que, con relación a la realidad propia, pueden surgir problemas. Para afrontar estos problemas, las personas ensayan soluciones. La terapia estratégica (obra principal de Paul Watzlawick y Giorgio Nardone, que sigue de cerca las enseñanzas de Milton Erickson) llama “soluciones intentadas” a estos ensayos de resolver problemas. Pues bien, lo habitual es que cuando una solución intentada no funciona, se vuelva a aplicar, aumentando su dosis. Como dicen Nardone y Portelli (2006), en lugar de buscar soluciones alternativas, existe la tendencia a aplicar la solución inicial con más vigor,

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basándose en la ilusión de que hacer más de lo anterior será más efectivo. No se abandona la solución intentada disfuncional, sino que se incrementa su cantidad, produciéndose un círculo vicioso:

En estos casos, el problema que trata de resolverse, si se persiste en la solución intentada, puede acabar convirtiéndose en un síntoma (en el sentido ericksoniano de este término). Visto con algo más de detalle, el esquema de aparición o persistencia de un síntoma podría ser el siguiente: 1. Un cambio evolutivo (o un nuevo requerimiento externo) precisa de un nuevo tipo de respuesta. 2. El sujeto da una respuesta disfuncional y, en vez de abandonarla cuando observa que no consigue el efecto deseado, aplica una dosis mayor de la misma solución. Si el error es circunstancial, no se producirá un síntoma. Si persiste, se llegará a él. 3. Las personas que rodean a quien comienza a desviarse, tratan de solucionar el problema. El hecho de que no consigan nada, no les motiva a cambiar su esquema de actuación, sino a aplicarlo más activamente. Si se trata de algo circunstancial, no se producirá el síntoma. Si se persiste, se llegará a él. ¿Qué cabe hacer ante una situación como la descrita? Me gusta mucho la propuesta de la terapia estratégica en este punto, pues se adecua perfectamente a alguna de las hipótesis que antes he sostenido. Para resolver el problema hay que conseguir que el paciente cambie su perspectiva y adopte la del terapeuta. Eso

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puede lograrse mediante el empleo de estrategias focales que rompan el sistema circular de retroacciones entre el problema y la solución intentada. Mediante tales estrategias, el terapeuta tratará de cambiar el punto de observación, la perspectiva desde la que el paciente está construyendo su realidad, atrayéndolo a su propia perspectiva. Al lograrlo, cambiarán las soluciones intentadas disfuncionales. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo lograr que el paciente cambie una perspectiva por la otra? La respuesta de la terapia estratégica, muy cercana a lo que suele suceder en la práctica clínica, es que, a este fin, no basta con teorizar y con dotar al paciente de conocimientos acerca de lo que (según el psicoterapeuta) realmente le sucede. Todo lo contrario. Actuar así suele incrementar la resistencia del paciente al cambio, porque realmente él se autopercibe de modo muy diferente a como lo percibe el terapeuta. El término “realmente” que acabo de emplear hace alusión —reitero— a una realidad multifacética donde cada cual ve en ella una cara. Frente a ese proceder, la terapia estratégica sustenta la necesidad de emplear estratagemas que permitan la ruptura del sistema perceptivo-reactivo del paciente, remplazando su respuesta rígida y disfuncional por un abanico de estrategias resolutivas, una ruptura que debe tener lugar por lo común sin que aquél se dé cuenta. Pese a la desconfianza ante el término “estratagema”, el empleo de este recurso no tiene por qué tener una connotación negativa. Es cierto que las estratagemas a las que recurre la terapia estratégica suponen una buena dosis de astucia y habilidad, así como el dominio de técnicas retóricas. Sin embargo, en nada de ello es preciso ver algo negativo. La habilidad para persuadir no tiene que confundirse con la astucia para engañar o manipular. El dominio apabullante de la tradición de la lógica y la merecida mala fama de algunos sofistas han arrojado graves sospechas sobre el uso honrado de las técnicas retóricas. La habilidad para persuadir, por el contrario, puede y me atrevo a decir que debe radicar en el empleo de técnicas dialógicas que, sin engaño alguno, lleven al paciente a abandonar su perspectiva con el fin de que se produzcan en el persuadido los efectos concretos que el terapeuta busca. Estas técnicas dialógicas consisten, principalmente, en el empleo de preguntas cerradas y paráfrasis estratégicas que van

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formando una especie de embudo que se estrecha y que persuaden al paciente sin forzarlo para que cambie su perspectiva. Por preguntas cerradas se entienden cuestiones que reducen las posibilidades de incertidumbre. Para poner un ejemplo, no se trata de interrogantes del tipo: “Cuando usted tiene un ataque de pánico, ¿qué siente?”, que deja completamente abierta la respuesta, sino preguntas como: “Cuando usted tiene un ataque de pánico, ¿tiene miedo de perder el control o tiene miedo de morir?”, que reduce a la mitad las posibles variantes de respuesta. Estas preguntas cerradas van acompañadas de paráfrasis estratégicas, consistentes en resúmenes de las respuestas dadas hasta ese momento por el paciente. Se trata de una síntesis para formular una definición del problema que le permita al terapeuta comprobar que ha comprendido perfectamente al paciente, sin valoraciones o interpretaciones por su parte. El terapeuta, en suma, ni evalúa, ni interpreta, sino que solicita —y mejor todavía si lo solicita con humildad— una verificación de que ha comprendido al paciente. Paráfrasis, por ejemplo, como “Corríjame si me equivoco. Ateniéndonos a lo que usted ha dicho, parece que...” Este modo de dialogar tiene un valor añadido. No sólo le permite al terapeuta verificar que su comprensión es correcta, sino que se le hace sentir al paciente que es él quien guía el proceso de diálogo, de descubrimiento. Es ésta una idea de Erickson que impregna la terapia estratégica y, en particular, el diálogo estratégico. Para Erickson, la persona con el síntoma tenía en sí la capacidad de resolver su problema; el terapeuta debía limitarse a guiarla en este proceso. Mediante el uso de paráfrasis como la citada, el paciente no se sentirá descalificado, sino gratificado y su posible resistencia al cambio desaparecerá (o, al menos, se reducirá). El paciente no se sentiría de este modo como si estuviera frente a un profesional que le prescribiera: “Haga esto, esto otro y aquello” ni frente a alguien que sentencie: “Es usted un enfermo de...”. Más bien, se sentiría comprendido y emocionalmente fortalecido y reconocido. Estoy firmemente convencida, porque la práctica me ha llevado a ello, que actuando del modo descrito se construye una relación positiva entre terapeuta y paciente que amplía la colaboración y la expectativa del paciente respecto de la terapia. En el

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marco de esta relación, el paciente empieza a tener un conocimiento no de las causas del problema, sino de cómo funciona su problema y cómo cabe gestionarlo. §4. CONCLUSIONES

La historia de la filosofía —no digo el devenir real de la filosofía, sino lo que se nos narra a ese respecto— parece plasmar perfectamente el pensamiento dicotómico: o blanco o negro, ocultando la amplísima gama de colores que hay entre uno y otro. En Origen y epílogo de la filosofía, Ortega sostuvo, más o menos, que el progreso en filosofía consiste en ir descubriendo las limitaciones de toda filosofía concreta. En cada filosofía concreta hay avances y también problemas que quedan para la siguiente. La filosofía es así un ir dando respuestas a cuestiones que plantean nuevas cuestiones. Me gusta esta idea de qué es filosofía. Con toda modestia he querido insertar esa idea en un discurso ecléctico. Frente al nosotros y ellos —nosotros los racionalistas, ellos los empiristas; nosotros los realistas, ellos los idealistas; nosotros los psicoanalistas, ellos los conductistas, y demás— creo en la posibilidad de un encuentro entre opuestos. Por eso mismo, considero conveniente y correcto adoptar de cada posición filosófica aquellos puntos de vista o concepciones que me parecen más adecuadas. Adecuadas, ¿para qué? Obviamente, para (intentar) dar solución a un problema. El problema manda y, para resolverlo, lo que menos adecuado me parece es permanecer rígidamente anclada en una posición filosófica determinada, tratando de acoplar el problema a la tal posición. En ese sentido, creo equivocado anatematizar la ética de la persuasión desde la ética de la verdad. Me parece incluso ridículo que se quiera quitar toda importancia a la retórica desde la lógica, como si la retórica fuera irracional —cuando no, el arte del engaño. La retórica, ya se sabe, es el ars bene dicendi, esto es, la técnica de expresarse de manera adecuada. Adecuada, ¿para qué? Para persuadir al otro. Y el verbo “persuadir” proviene del latín persuadere, que no significaba engañar o manipular perversamente, sino aconsejar con palabras suaves. Más claro, el agua. Por lo demás, he reivindicado la ética de la persuasión (sin que ello conlleve renunciar a la ética de la verdad allí donde se

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considere preciso) desde la experiencia de bastantes años como terapeuta. Si algo he aprendido durante esos años es que la verdad no ayuda a vencer resistencias en el paciente y que la persuasión es clave, incluso humanamente clave.

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7. UNA APROXIMACIÓN EVOLUCIONISTA A LAS CIENCIAS SOCIALES: LA NATURALEZA SUADENS DE HOMO SAPIENS LAUREANO CASTRO NOGUEIRA

§1. NATURALISMO Y CIENCIAS SOCIALES

La corriente central del pensamiento sociológico, representada por E. Durkheim (1895) y sus seguidores, es la que los psicólogos evolucionistas L. Cosmides y J. Tooby (1992) han denominado “modelo estándar de las ciencias sociales”. Esta tradición, en la que podemos incluir también a los fundadores de la antropología americana (Kroeber, 1917; Lowie, 1917; Murdock, 1932; Boas, 1940), ha defendido siempre la radical autonomía de los procesos culturales de manera que lo social se explica sólo por lo social, marcando distancias insalvables con otras disciplinas como las ciencias de la vida y la psicología. El modelo estándar ha reivindicado la autonomía de los procesos culturales frente a los biológicos. La idea de naturaleza humana que maneja se aproxima, ya sea implícita o explícitamente, a la de Locke, que consideraba a los seres humanos como una tabla rasa colonizada por las distintas tradiciones culturales en las que se hallan inmersos los individuos (Pinker, 2002). Esa imagen de la naturaleza humana recibió un fuerte impulso de las ideas ilustradas acerca de la plasticidad del ser humano. La maleabilidad de nuestra constitución natural, el peso del ambiente y la experiencia eran hechos demasiado evidentes y poderosos como para dudar de ellos. En cierto sentido, la diversidad cultural, sustentada en una incipiente pero abundantísima evidencia etnográfica, fue tomada como un factum a partir del cual pensar la realidad humana (Shweder, 1990). Al mismo tiempo, la fascinación

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por la singularidad y la diferencia no ocultó otro factum tan evidente como el anterior para la mirada social: la convicción de que la cultura precede al individuo y que lo social es lógica y ontológicamente anterior a él (Geertz, 1973). Bajo el influjo del modelo estándar, el paradigma neodarwinista surgido a mediados del siglo pasado sostuvo también que el extraordinario potencial de nuestro cerebro permitió a los seres humanos alcanzar un grado de desarrollo cultural que nos ha independizado en gran medida de nuestra biología (Dobzhanskky, 1973). Los cambios culturales son tan rápidos y su efecto sobre nuestra conducta resulta tan poderoso que, en la práctica, se admitía que éstos son los únicos responsables de las diferentes culturas presentes en las sociedades humanas. Sin embargo, en las últimas décadas, la separación drástica entre biología y cultura ha sido matizada. A mediados de los años setenta apareció la sociobiología (Wilson, 1975; Lumsden y Wilson, 1981) y de su estela emergieron la ecología del comportamiento (Alexander, 1979), la memética (Dawkins, 1976; Blackmore, 1999), la psicología evolucionista (Tooby y Cosmides, 1992, 2005), la epidemiología de las representaciones (Sperber 1996) y las teorías coevolutivas de la herencia dual (Boyd y Richerson, 1985; Cavalli-Sforza y Feldman, 1981; Richerson y Boyd, 2005), disciplinas que han puesto el énfasis en el estudio de la cultura y de la conducta humana desde una perspectiva evolucionista, en un intento de explicar qué conductas, creencias y valores se extienden en las sociedades humanas (para una revisión de la importancia de cada una de ellas véase, por ejemplo, Laland y Brown 2011). De todas ellas, la psicología evolucionista y la teoría de la herencia dual son las que han intentado elaborar una alternativa más completa a los postulados del modelo estándar. La psicología evolucionista parte del hecho de que la mente humana posee un diseño estructural y funcional modular, un conjunto de mecanismos psicológicos, que han surgido durante el proceso de hominización como instrumento para dotarnos de respuestas adaptativas frente a problemas tales como la selección de pareja, la adquisición del lenguaje, las relaciones familiares o la cooperación (Cosmides y Tooby, (1992). La teoría de la herencia dual, por su parte, defiende que la cultura humana funciona como un sistema de herencia independiente del genético pero, al mismo tiempo,

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conectado con él por la existencia de mecanismos cognitivos que inciden sobre la propagación de los diferentes rasgos culturales (Boyd y Richerson, 1985). Tales mecanismos dan lugar a sesgos en la transmisión de caracteres culturales, unos dependientes del contenido de las variantes culturales y otros del contexto social, tales como la tendencia a imitar lo más frecuente o los rasgos que exhiben individuos con relevancia dentro del grupo. Richerson y Boyd (2005) destacan que estos sesgos relativos al contexto social pueden en ocasiones generar tradiciones sin valor adaptativo o, incluso, claramente perjudiciales en clave adaptativa. Encuentran así un factor psicobiológico que justifica la importancia de los efectos históricos y contingentes en la evolución cultural de las sociedades humanas. Se pueden encontrar en ambas disciplinas los elementos clave de lo que podríamos considerar un programa naturalista para las ciencias sociales, en oposición al programa del modelo estándar. En primer lugar, la cultura humana se define como un fenómeno que, aunque singular por su enorme desarrollo, debe ser percibido como un producto de nuestra biología y no como una ruptura cualitativa de nuestra especie con los principios que rigen toda la evolución orgánica. La cultura se contempla como un sistema de herencia, distinto del genético, que ha resultado adaptativo en su conjunto, sin que esto signifique aceptar que todos los rasgos culturales lo sean. Por el contrario, es necesario dar cuenta de su complejidad y diversidad, asumiendo como parte esencial del proyecto el ser capaces de explicar el origen, conservación y transmisión de tradiciones y creencias completamente superfluas desde la óptica adaptativa o, incluso, contrarias a sus principios más elementales. En segundo lugar, se defiende la necesidad de investigar la arquitectura mental de nuestra especie, que se supone en lo esencial común y universal, pues su conocimiento contribuirá a dar cuenta plena del que es su principal producto, la cultura. Esto exige investigar, a pesar de las enormes dificultades que entraña, los mecanismos psicobiológicos evolucionados en nuestro cerebro que modelan y condicionan la génesis y la propagación de las formas culturales. Por último, se afirma que para poder comprender nuestra naturaleza biológica resulta necesario analizar en qué sentido la cultura, como un tipo especial de medio,

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ha contribuido a configurarla. Nos encontramos ante un fenómeno de coevolución entre genes y cultura. Este programa naturalista no otorga especial relevancia al hecho de que la transmisión cultural en nuestra especie tiene lugar entre seres capaces de categorizar la conducta propia y ajena en términos de valor y de actuar en consecuencia. Los humanos somos sujetos activos en el momento de la transmisión cultural, y dicho papel activo no sólo corresponde al individuo que aprende que puede escoger qué variantes imitar y que, muy probablemente, está provisto de sesgos que influyen en las decisiones que adopta, sino también al individuo que actúa como modelo que es capaz de incidir sobre qué conducta adoptarán otros individuos a través de la aprobación o la reprobación de la misma. En otras palabras, esas disciplinas prescinden en buena medida de lo que denominamos nuestra condición de Homo suadens (del latín suadeo: valorar, aprobar, aconsejar). En este capítulo, dedicado a la relación entre naturalismo y las ciencias sociales, en especial la antropología, planteamos una aproximación naturalista que incorpora en sus planteamientos teóricos ese aspecto de la naturaleza humana que hemos definido como naturaleza suadens. En la primera parte, se rastrean los orígenes evolutivos de Homo suadens y se discute el impacto que la concepción de la naturaleza humana, como tal naturaleza suadens, proyecta sobre dos procesos clave a la hora de analizar la evolución de nuestra especie: la transmisión cultural acumulativa y la cooperación para beneficio mutuo. En la segunda parte, se defiende la necesidad de revisar algunos principios básicos del núcleo teórico-metodológico de las ciencias sociales, tratando de poner a disposición del investigador social un conjunto de reglas heurísticas que funcionen como alertas ante el uso inadecuado de determinadas concepciones de la naturaleza humana.

§2. LA TRANSMISIÓN CULTURAL ASSESSOR: LAS RAÍCES DE HOMO SUADENS

En este apartado se defiende la hipótesis de que la evolución de la cultura en nuestra especie necesitó la aparición en uno de nuestros antepasados homínidos, al que denominamos “Homo suadens”, de una potencialidad cognitiva nueva: la capacidad

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conceptual de categorizar en términos de valor (positiva o negativa; buena o mala) la conducta propia y ajena (Castro, 1992; Castro y Toro, 1995, 2002, 2004; Castro, Medina, y Toro, 2004; Castro, Castro-Nogueira, y Castro-Nogueira, 2008; Castro et al., 2009, 2010). Nuestra propuesta sostiene que esta capacidad de categorizar transformó el aprendizaje social primate en un sistema de transmisión cultural que denominamos assessor, basado en la aprobación o reprobación parental de la conducta que aprenden los hijos (Castro y Toro 2002, 2004). Sugerimos que los seres humanos han desarrollado evolutivamente mecanismos psicológicos que facilitan este aprendizaje assessor, haciéndonos emocionalmente receptivos a la aprobación y a la censura ajena, de manera que asociamos lo apropiado o inapropiado de una conducta con las emociones de agrado o desagrado que genera su aceptación o rechazo en el entorno social más íntimo de cada individuo (Waddington, 1960; Simon, 1990; Baum 1994; Cialdini y Goldstein 2004). Esto supone, en la práctica, un proceso nuevo: la transferencia de información sobre el valor, positivo o negativo, de la conducta aprendida que parece ausente en primates no humanos (Tomasello y Call, 1997; Premack, 2004). Según nuestro modelo, la adopción de una conducta aprendida en primates puede ser definida como un proceso con tres etapas: la primera, descubrir y conocer una determinada conducta; la segunda, ponerla a prueba y evaluarla, y la tercera, rechazarla o incorporarla al repertorio conductual del individuo. Los primates pueden llegar a descubrir una conducta —el primer paso— mediante aprendizaje individual o aprendizaje social; además, una vez aprendida, los individuos todavía deben ponerla a prueba y evaluarla. Para ello, utilizan sus estructuras cerebrales valorativas, generadoras de placer o desagrado, y en función del resultado la aceptan o la rechazan. Los primates, al igual que los demás mamíferos, mantienen intactos los sistemas de valor requeridos para el aprendizaje por ensayo y error, sistemas que son más antiguos en la filogenia de mamíferos que la capacidad de verdadera imitación. Si se prescindiese de la evaluación de la conducta y se aceptase sin más la conducta que exhibe otro individuo, habría el peligro cierto de que los cambios ambientales la conviertan en inadecuada, en poco útil para las nuevas circunstancias. El éxito del aprendizaje social radica en que cada individuo mani-

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fiesta básicamente las mejores conductas que ha logrado desarrollar a lo largo de su existencia, filtrando de manera selectiva la información que ha acumulado (Rendell, et al., 2010; Castro y Toro, 2012). De este modo, cuando uno observa cómo actúa un individuo, está accediendo a la mejor alternativa conductual de la que dispone en ese momento en su repertorio. Ahora bien, una vez adoptada una conducta, si no proporciona el rendimiento esperado, puede ser rechazada y remplazada por otra en busca de un beneficio mayor (Galef, 1992; Heyes, 1994). Existe evidencia clara de que tanto los primates humanos como los no humanos podemos ir modificando la conducta para ajustarla mejor a las condiciones ambientales, en un proceso que Boyd y Richerson (1985) han denominado “variación dirigida”. Este proceso permite acoplar innovación e imitación, y es esencial para el desarrollo de un sistema de transmisión cultural acumulativa, capaz de producir tradiciones complejas que un individuo no puede inventar por sí mismo y cuyo aprendizaje resulta cada vez más laborioso. La aparición de variantes culturales complejas supone nuevos problemas que requieren nuevas soluciones. Por una parte, cuando existen varias alternativas conductuales complejas, explorar una a una todas ellas puede resultar excesivamente costoso en tiempo y energía. Por ello, el desarrollo de sesgos cognitivos indirectos que favorezcan el aprendizaje preferencial de determinadas alternativas puede resultar adaptativo —por ejemplo, imitar las alternativas culturales más frecuentes, las que están asociadas a un mayor éxito en un ambiente concreto, o las que exhiben individuos con mayor prestigio social (Boyd y Richerson, 1985; Henrich y Boyd, 1998; Henrich y Gil-White, 2001). Por otra, la dificultad de que un individuo joven, aunque tenga una buena capacidad imitativa, pueda replicar con eficacia la conducta que observa crece paulatinamente como consecuencia de la complejidad creciente de lo observado (Mesoudi, 2011; Ehn y Laland, 2012; Castro y Toro, 2014). Nuestra tesis sostiene que el desarrollo de la transmisión cultural assessor entre padres e hijos permitió que éstos fuesen capaces de reproducir con fidelidad los conocimientos de aquéllos. En otras palabras, cuando nuestros antepasados se transformaron en Homo suadens, individuos capaces de facilitar y de orientar el aprendizaje de sus hijos, aprobando o reprobando su conducta, la interacción entre innovación e

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imitación se transformó en autocatalítica y se favoreció el desarrollo de ambas capacidades. La evolución cultural acumulativa necesita replicar adecuadamente sus productos para seguir creciendo en complejidad y, si no es así, más pronto que tarde se detiene (Castro y Toro, 2014). La aprobación y la reprobación de la conducta mal imitada incrementan la fiabilidad del proceso de transmisión, obligando a repetir las conductas mal imitadas. Además, la desaprobación permite que los hijos adquieran una valoración negativa sobre una conducta sin necesidad de que sufran todas las consecuencias negativas que se derivan del aprendizaje por ensayo y error de la misma. La importancia adaptativa de este fenómeno proviene de la disminución de los costes asociados a la experimentación de conductas que, aunque sean fáciles de categorizar como desfavorables, pueden ocasionar consecuencias muy negativas mientras el individuo las pone a prueba. Una gran parte de las cosas que un individuo aprende a lo largo de su vida se refiere a conductas y acciones que debemos evitar. Este tipo de conocimientos no se puede transmitir por imitación, excepto en contadas ocasiones y siempre de forma indirecta. Por otra parte, la orientación sobre lo que no se puede hacer, sobre lo prohibido, permite controlar los efectos negativos que la capacidad de imitar puede tener sobre los jóvenes. Los niños pueden tratar de imitar conductas que, aun siendo favorables para un adulto, suponen un enorme riesgo cuando no se está preparado para las mismas debido a la propia juventud. La reprobación representa una extensión del cuidado parental, dirigido a evitar que los jóvenes reproduzcan conductas categorizadas como desfavorables o inapropiadas para su edad. La aprobación o reprobación de la conducta funciona como un criterio de evaluación extra, que facilita la toma de decisiones cuando la evaluación entre alternativas conductuales es laboriosa o compleja. De este modo, los jóvenes pueden aprovechar la experiencia de los padres. Al tiempo, el aprendizaje social se transforma en un sistema de herencia en sentido estricto, ya que los niños reproducen la estructura fenotípica de la generación parental sin perder la capacidad de modificar su conducta si descubren mejores alternativas. La capacidad de aprobar o desaprobar la conducta de los hijos puede considerarse una forma elemental de enseñanza, aunque

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una singular. No se trata ya de efectuar tareas en presencia de las crías para que éstas puedan imitarlas como parece que hacen algunos primates, sino de transferir a los hijos el valor que le han otorgado a las conductas que han aprendido y categorizado con anterioridad. Estamos, pues, ante un nuevo sistema de transmisión cultural que se produce entre individuos capaces de generar, de transmitir y de aceptar valores. Posiblemente, el que los padres pudiesen transmitir a sus hijos toda su experiencia conductual, tanto sobre lo que se puede como sobre lo que no se puede hacer, generó una presión de selección a favor del desarrollo de la capacidad lingüística, con el fin de que los hijos comprendiesen mejor la nueva clase de información recibida de los padres (Castro, et al., 2004). En una línea similar, Csibra y Gergely (2006, 2011) han propuesto que la comunicación humana está adaptada a la transmisión de conocimientos entre individuos. Tal sistema de transmisión, al que denominan pedagogía natural, tiene como objetivo facilitar el aprendizaje de aquellos rasgos que son difíciles de adquirir por mecanismos de simple observación e imitación.

§3. LA COOPERACIÓN PARA BENEFICIO MUTUO EN HOMO SUADENS

La capacidad de categorizar la conducta propia y ajena permite a los seres humanos aprobar o reprobar la conducta de otros individuos distintos de los hijos. Nuestra tesis sugiere que durante la ontogenia la comunicación valorativa entre padres e hijos es sustituida por otra, también en clave valorativa, entre individuos de la misma generación. De este modo, extendemos el modelo de transmisión cultural assessor entre padres e hijos a otro más general, en el cual la aprobación o reprobación de la conducta proviene también, a lo largo de la vida, de otros individuos no necesariamente emparentados entre sí. Según nuestra propuesta, la capacidad de nuestros antepasados Homo suadens de interaccionar en clave valorativa permitió el desarrollo de la colaboración para beneficio mutuo, favoreciendo la coordinación de las conductas y el ostracismo o el castigo de los que tratan de aprovecharse de la colaboración para su propio beneficio. Cada individuo posee un grupo social de referencia, formado por aquellas personas con las que interacciona de manera prefe-

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rencial y ante cuya opinión se muestra especialmente sensible: familiares, pareja, amigos y colegas. Nuestra propuesta sugiere que los humanos han desarrollado mecanismos psicológicos que nos han hecho receptivos no solo a los consejos parentales, sino también a la opinión de los miembros de nuestro grupo social de referencia. La presión de selección que promovió estas nuevas interacciones valorativas está relacionada con la necesidad de establecer interacciones cooperativas para beneficio mutuo más eficaces. Los individuos suadens no pueden evitar percibir la conducta teñida de valor. Cuando interaccionan, están obligados en cierto modo a comparar su conducta con la de sus iguales y a modificarla si la consideran mejor que la propia. Aunque no tengan el propósito de educar como sucede con los hijos, los individuos aprueban o reprueban la conducta de los otros y esto resulta decisivo para el establecimiento de interacciones cooperativas eficaces, propiciando la coordinación a la hora de actuar y la transferencia de información sobre el mejor modo de actuar. Cosmides y Tooby (1992) han definido una lógica del intercambio social que, en nuestra opinión, evolucionó en un escenario de cooperación para beneficio mutuo. Según estos autores, la selección natural ha favorecido: en primer lugar, la tendencia a cooperar de manera condicional, esto es, sólo cuando el resultado ha sido satisfactorio. Después, el desarrollo de un mecanismo cognitivo que nos permite razonar de manera especializada para detectar que individuos engañan e intentan obtener ventaja en los intercambios sociales. Finalmente, un fuerte sentimiento de rechazo hacia los tramposos. Nuestro cerebro parece diseñado para detectar tales engaños y actuar en consecuencia, rompiendo la cooperación cuando es en parejas o favoreciendo el castigo de los tramposos cuando la cooperación es en grupo. Por ello, parece razonable asumir que haya evolucionado una tendencia a aceptar las recomendaciones de aquellas personas con las que más estrechamente se relaciona cada individuo, favoreciendo la coordinación y, como consecuencia, la cooperación entre los individuos. Hume, Adam Smith y Darwin, entre otros, detectaron con claridad la presencia en la naturaleza humana de dicha tendencia psicológica que nos permite disfrutar con el reconocimiento social. Como hemos señalado, la puesta en práctica de una conducta, con independencia de cómo haya sido aprendida, permite que los

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individuos experimenten las emociones de agrado o desagrado asociadas a su práctica y, a partir de esas sensaciones, tiene lugar su incorporación o rechazo al repertorio conductual. La novedad en el caso humano es que una parte de esas emociones tienen su origen en la aceptación o el rechazo social que produce la conducta. Por tanto, el individuo se encuentra ante dos fuentes de valor cuando experimenta una conducta, una biológica, derivada del placer o displacer directo que produce la misma, y otra social, derivada del placer o displacer que origina su aceptación o rechazo. El sistema funciona porque las categorizaciones valorativas que genera la transmisión assessor se construyen de manera similar a como aprendemos por ensayo y error. Cuando la gente cree algo aceptado como bueno o verdadero por otros, su mente procesa las emociones sociales que genera esa creencia como evidencia empírica a favor de la misma. Esto es, el individuo no acepta una creencia de otros individuos como un acto de fe o de mera aceptación de autoridad; el individuo adquiere su creencia sobre el valor de una determinada conducta asumiendo que las emociones sociales de placer o desagrado que genera su acción son el reflejo de una propiedad objetiva de la propia conducta. De este modo, se consigue evitar que los individuos tengan que empezar de cero, evaluando por sí mismos todo lo que descubren u observan sin más ayuda que los dispositivos cognitivos innatos y la propia experiencia personal de cada uno. Homo suadens interioriza la emoción de placer o desagrado producida socialmente como si fuese una propiedad más de la conducta y la utiliza para su categorización como favorable o desfavorable. La lógica subyacente a este proceso, que nosotros denominamos modus suadens, se puede esquematizar como sigue: si una conducta es aprobada, entonces es buena, mientras que si es reprobada entonces es mala. La eficacia del aprendizaje social assessor reside precisamente en la satisfacción emocional que los individuos experimentan cuando hacen aquello que aprenden que deben hacer, con independencia de cuál sea el contenido concreto de ese deber. De este modo, los individuos suadens sienten placer cuando ajustan su conducta a lo que considera correcto su entorno social y, por el contrario, tienen sentimientos de culpa y malestar cuando no es así (Castro y Toro, 1998; Castro, et al., 2008; Castro, et al., 2010). Esta satisfacción debida a que los

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individuos sienten que se comportan de acuerdo a como deberían hacerlo, es la base de lo que denominamos el “bienestar en la cultura” (Castro, et al., 2008), por contraposición a los paradigmas más influyentes en las ciencias sociales que conciben al ser humano como un ser cuya auténtica naturaleza está constreñida y reprimida por la cultura. Por el contrario, nosotros pensamos que el ser humano para desarrollarse como tal necesita habitar en espacios culturales en los que las costumbres, creencias y valores son transmitidos en buena medida a través de la aprobación y reprobación micro-social, generando emociones de agrado y desagrado que el individuo asocia de modo inevitable con el contenido de verdad, bondad o belleza de la actividad que realiza. Los individuos suadens parecen diseñados para percibir en clave valorativa las conductas, normas y creencias que siguen. En ocasiones, la relación emocional que algunos individuos establecen con una parte de las ideas, tradiciones y prácticas de su entorno social puede llegar a ser tan intensa que resulta imposible explicar su comportamiento, sus motivaciones, sus deseos y su felicidad o amargura, sin tenerla en cuenta. La valoración de una conducta, sin embargo, no es permanente. Por ejemplo, la sensación de agrado que genera una conducta por sí misma puede disminuir de intensidad o hacerse negativa con el paso del tiempo, o puede surgir una conducta nueva que produzca una satisfacción mayor que la primera y la desplace. Asimismo, el cambio puede proceder también de una modificación del valor transmitido por vía social. Por ejemplo, lo que está prohibido a una edad puede no estarlo más tarde o viceversa. O puede modificarse el entorno social en el que se desenvuelve un individuo, de manera que en el nuevo entorno exista una categorización mayoritaria diferente de determinadas conductas. Nótese que un cambio de entorno no significa necesariamente un cambio de población; basta con que cambien las personas con las que el individuo interacciona de manera directa: su pareja, sus amigos o compañeros, es decir, su grupo social de referencia. En todo caso, la conducta que finalmente adopte un individuo se considerará como buena frente a la otra y podrá transmitir esta nueva categorización, esta nueva creencia, a otros individuos en sucesivas interacciones. La importancia de la cooperación para la supervivencia humana ha favorecido el ostracismo y el castigo de

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aquellos individuos que no comparten valores y van por libre dentro de un grupo social de referencia. Los solapamientos de los grupos sociales de referencia aumentan la homogeneidad cultural dentro de sociedades al tiempo que la variabilidad entre sociedades. En todo caso, el elemento clave es el grupo social de referencia de cada individuo. Por ello, comunidades con valores culturales muy diferentes pueden convivir sin apenas influencia mutua en el mismo ámbito social, siempre y cuando los solapamientos a la hora de configurar el grupo social de referencia de los individuos pertenecientes a comunidades distintas sean escasos (Kraybill, 1994).

§4. INCORPORAR LA NATURALEZA SUADENS A LAS CIENCIAS SOCIALES

En la segunda parte de este capítulo defendemos la necesidad de incorporar este marco teórico sobre la naturaleza suadens de los seres humanos en todos aquellos ámbitos en los que el análisis sociocultural se apoya subsidiariamente en una concepción de la naturaleza humana carente de una base bio-psicológica contrastada. En contra de la imagen usual que atribuye a la investigación naturalista el propósito de dar cuenta de los fenómenos culturales como proyecciones a escala colectiva de una gramática profunda alojada en nuestros genes, nosotros sostenemos que lo que el programa naturalista debe ofrecer al científico social es un conjunto de reglas heurísticas que prescriben ciertos compromisos teóricos y prohíben otros. Si se prefiere, un sistema de alertas frente al uso especulativo de interesadas representaciones de la naturaleza humana, así como de otras nociones ideológicas que anidan en la ciencia social estándar. Tales reglas no niegan el papel de una ciencia social autónoma, cuyos objetivos son irrenunciables, aunque sí intentan transformar la manera en la que se abordan muchos problemas en el ámbito de las ciencias sociales. Presentamos, a modo de ejemplo, la aplicación de nuestro modelo a dos aspectos del modelo estándar de las ciencias sociales cuya redefinición consideramos esencial. Nos referimos, por una parte, al vínculo social y a la socialización de los seres humanos y, por otra, al papel que desempeñan las creencias en el conocimiento humano.

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4.1. SOCIALIDAD ORIGINARIA Y SOCIALIZACIÓN

Un primer aspecto que se debe aclarar es la naturaleza del vínculo social. Esta tarea exige una visión de la capacidad social humana construida sobre los conocimientos de la ciencia actual y no sobre las especulaciones que alimentaron la imaginación filosófica desde Aristóteles a Rousseau, Hegel y Marx, pasando por Hobbes, Smith y J. S. Mill. Las ciencias sociales se encuentran marcadas por una consideración del individuo como átomo social, que se reproduce tanto en las tradiciones individualistas, en las que el origen de lo social se concibe como resultado no pretendido de la actividad del sujeto, como en las tradiciones holistas, en las que el individuo es configurado por el organismo social mediante su potencialidad socializadora. Nosotros defendemos que esta concepción no es adecuada. La capacidad social humana posee un perfil marcado por nuestra filogenia y es indispensable para comprender al hombre y su cultura. La exploración de la naturaleza humana pone de manifiesto que el ser humano es un ser constitutivamente proyectado en sus relaciones sociales (Maffesoli, 1988; Todorov, 1995; Pagel 2012; Green 2013). La socialidad humana consiste en una red de relaciones de aprendizaje y cooperación, emocionalmente intensas y cuantitativamente limitadas —una red microsocial— que se extiende articulando pequeños grupos de individuos, muchos de los cuales se encuentran, además, unidos por vínculos de parentesco y/o de reciprocidad. Una pieza fundamental de esos procesos de interacción consiste en la búsqueda de reconocimiento y aprobación por parte de los otros, de aquellos que configuran los sistemas de relaciones privilegiadas en los que se inserta el individuo. Los gestos explícitos o implícitos de aprobación y reprobación social que acompañan toda interacción, especialmente aquellas cuya finalidad específica es el aprendizaje o la cooperación, resultan cruciales en el proceso de transmisión cultural, lo que permite la incorporación local de los contenidos que dan cuerpo al fondo cultural de cada comunidad humana. Esta forma de socialidad originaria o primordial, y no el individuo o lo social en su conjunto, es la que constituye el verdadero entramado ontológico de las colectividades humanas. En consecuencia, esta socialidad es la que determina las condiciones objetivas mediante las cuales experimentamos —es decir, repre-

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sentamos, sentimos y actuamos en— los distintos procesos socioculturales, ya que actúa como condición de posibilidad y como medida real de todas nuestras vivencias. A pesar de la incesante hipertrofia cultural que desde hace diez mil años crece en torno al individuo, una dimensión tribal, local (Maffesoli, 1988) se mantiene por debajo de las grandes instituciones de la experiencia colectiva —por ejemplo, el Estado, las iglesias, los mercados, la nación. Esta dimensión local, emocionalmente intensa, nos recuerda que por debajo de las grandes estructuras sociales, cuya existencia e influencia sobre el destino de los actores sociales nadie discute, existe una trama microsocial en la que el individuo experimenta tanto su individualidad como su pertenencia al cuerpo social. Esta trama da cuerpo (ontológico) y sentido (bienestar) a nuestra particular existencia, ya que fija las condiciones específicas bajo las que el individuo accede y experimenta cualquier fenómeno sociocultural. Esta micro-ontología de lo social obliga a recelar del determinismo característico de la lógica culturalista. Además, permite comprender la aparente inconsistencia con la que a menudo se comportan los actores individuales en muchos procesos sociales cuando se observan desde el modelo estándar, sin tener en cuenta el contexto concreto en el que habita cada individuo. Un segundo problema del modelo estándar estriba en que sólo contempla la socialización a partir de un eje ideal, enteramente pasivo, entendido como absorción escolástica por cada individuomateria prima de una forma sustancial, la cultura, que se impone coactivamente sobre cada sujeto (Tooby y Cosmides, 1992; Pinker, 2002). En consecuencia, el individuo se ve relegado a un papel marginal, pues lo crucial para comprender la vida social y los productos culturales consiste en establecer las grandes estructuras y significaciones que los constituyen y sujetan (Wrong, 1961). Sin embargo, a nuestro juicio, no se puede entender de verdad la complejidad social sin incorporar a esta visión unilateral otras perspectivas, tanto o más decisivas que ésta. Dicha reivindicación ha sido abordada ya parcialmente desde distintas perspectivas teóricas (Garfinkel, 1967; Cicourel, 1974; Foucault, 1981; Maffesoli, 1990; Latour, 2005). Aquí reivindicamos la necesidad de que el científico social cruce aquel primer eje que surge de la poderosa facticidad de lo social con otro muy diferente

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de orden bio-psico-social. De este modo, aceptando el poder virtual de las estructuras sociales de sujeción sobre los individuos, defendemos el hecho de que éstos experimentan dichas estructuras de formas muy diversas como consecuencia de su interacción con otros individuos que se comportan como camaradas, amistades íntimas, amores o variopintos grupos de creyentes en torno a diferentes complicidades (Sloterdijk, 2000, 2003). La recuperación del sujeto que ha sido diluido en las estructuras sociales debe ser, ciertamente, un objetivo central de las ciencias sociales. Ahora bien, este rescate no debe abordarse desde la perspectiva de un individualismo atomista, con tan poca base empírica como el holismo del modelo estándar, sino desde la recuperación de la micro-socialidad originaria en la que todo individuo se encuentra instalado. El análisis de los procesos de socialización y de aprendizaje social exige una teoría implícita de la plasticidad humana. El modelo estándar ha exagerado la maleabilidad de la naturaleza humana, ignorando la relevancia de nuestra peculiar constitución psicobiológica en la explicación de los fenómenos sociales. Esta socialidad originaria filtra y refracta nuestras experiencias y representaciones y es la verdadera medida de nuestra naturaleza social. En otras palabras, nuestra plasticidad es, simplemente, resultado de nuestro singular proceso evolutivo. Por ello, el científico social debe considerar frente a una plasticidad de primer orden que enfatiza la primacía de lo colectivo sobre el individuo, otra, menos visible pero más auténtica, que mantiene en constante reestructuración nuestra identidad. Esta plasticidad permite entender por qué una y otra vez los actores sociales se muestran rebeldes frente a su destino social o presentan un perfil ideológico o unas pautas de conducta a medio hacer, como si su proceso de troquelado social se hubiera interrumpido antes de tiempo (Castro Nogueira, et al., 2013). Esta plasticidad de la que hablamos es necesaria si queremos armonizar de forma definitiva las aporías que atraviesan la teoría social y que impiden que, en las ciencias sociales, salgan las cuentas predictivas. 4.2. CONOCIMIENTO Y CREENCIA

Otra tarea para las ciencias sociales es dotarse de una genuina fenomenología de las creencias, no en tanto que investigación

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acerca de la creencia como contenido distinguible del saber o la superstición, sino como indagación acerca de lo que significa ser creyente desde la óptica de Homo suadens. Como hemos argumentado, Homo suadens tiene su razón de ser filogenética en su extraordinaria capacidad para transmitir y recibir información cultural ligada a connotaciones valorativas. Sólo porque los procesos de aprendizaje y enseñanza ocurren de este modo, bajo el empuje aprobatorio y reprobatorio de la interacción social más elemental, la transmisión cultural ha sido posible tal y como la conocemos en nuestra especie. Las ciencias sociales deben asumir la necesidad de redefinir la ontología que subyace a su concepción de las creencias. No se puede obviar un asunto crucial, a saber, que las creencias formadas en los procesos de aprendizaje, mediadas por los vínculos sociales primordiales, deben ser el punto de partida de cualquier reflexión sobre nuestra realidad social. Contemplada desde la óptica del modelo estándar, la facticidad de lo social se muestra como una facticidad reproductora y clonadora. Es por ello que los análisis socioeconómicos, sociopolíticos o etnográficos que se elaboran desde la perspectiva del modelo estándar no son habitualmente lo bastante consistentes con sus propias predicciones. El problema surge de que las creencias de las personas, aunque reproducen estereotipos y representaciones imaginarias como supone el modelo estándar, lo hacen refractando cada una de esas representaciones a través de los prismas de la socialidad originaria. La ontología social tiene que integrar los vínculos del pequeño grupo, de las burbujas microsociales, que hacen que aquello que unifican las categorías que maneja el científico social se refracte en formas y variedades diversas de esas mismas representaciones. Cualquier sistema de creencias se constituye en torno a tres elementos: lo que el creyente cree (el contenido de la creencia), lo que hace como creyente (sus prácticas) y lo que siente y experimenta cuando piensa y actúa como creyente (su vivencia de la fe). El aprendizaje social de un sistema de creencias surge de la interacción entre estos tres elementos, de manera que la verdad de los contenidos y lo adecuado de las acciones están inevitablemente unidos a las emociones que genera su puesta en práctica, parte importante de las cuales provienen de la retroalimentación social. La creencia es la forma primigenia de todo saber transmi-

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tido culturalmente, pues todo saber se adquiere como creencia, es decir, como una determinada configuración localizada en el espacio y en el tiempo y corporalizada que conecta ciertos contenidos, ciertas prácticas y ciertos valores. Todo cuanto aprendemos lo aprendemos como tal configuración. Así aprende un joven novicio los secretos de su fe, su vocación y su encaje institucional, mediante la convivencia y la interacción intensa con otros cuya mirada aprobatoria aprende a desear, cuyas emociones emula y cuyos gestos, expresiones e indumentarias imita. Así aprende un niño a emocionarse con los colores del equipo de sus mayores y a sentir lo que debe sentir cuando contempla a un contrario o comparte con los suyos las consignas, los gritos y los espacios de encuentro. Así aprendemos también a distanciarnos de lo extraño y ajeno y a vibrar con nuestra lengua, con los paisajes de nuestra tierra, sus aromas, su luz y sus sabores, hasta sentir que tales experiencias de bienestar y conexión emocional son el efecto que tales realidades bellas, buenas y verdaderas producen en nosotros como deberían producirlos en cualquier otro. Todas las sociedades humanas han construido sistemas de creencias y valores a partir de los cuales pueden discriminar, con apariencia de objetividad, sobre lo correcto o incorrecto del comportamiento humano. Una vez puesto en marcha el sistema de transmisión cultural assessor, pueden surgir creencias no instrumentales, sin contenido empírico, que si son categorizadas como verdaderas, como buenas, pueden ser transmitidas en estos mismos términos y propagarse en una población. El sistema de transmisión de creencias puede funcionar al margen de los contenidos concretos de cada una. Esto explica el carácter contingente de buena parte de los rasgos culturales en las sociedades humanas y su escasa correlación, en muchos casos, con un valor biológico adaptativo. Ahora bien, afirmar que el aprendizaje assessor funciona generando creencias que el individuo percibe como verdaderas gracias a la influencia social, no es, claro está, lo mismo que afirmar que todo lo que se aprende tiene realmente la misma consideración de veracidad objetiva. Los seres humanos, a lo largo de la historia, han sido capaces de establecer principios axiomáticos y reglas de inferencia, como se hace en lógica y matemáticas, o criterios de falsación, como se hace en ciencia, que funcionan como brillantes hallazgos epistemológicos, a partir de

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los cuales se puede discriminar con racionalidad entre unas creencias y otras. Sin embargo, sólo una parte del conocimiento se refiere a proposiciones lógicas o a hechos y es, en principio, contrastable. No parece sencillo encontrar otros principios con vocación de universalidad que nos permitan extender el ámbito de aplicación de la razón e ir más allá de lo conseguido en las ciencias exactas y experimentales. Es algo bien conocido en el marco de la reflexión humanística y científico-social que los fines que impulsan tanto la alta política como aquellos otros que dirigen nuestras decisiones más cotidianas se escapan, en buena medida, a la disputa racional. Hoy estamos en condiciones de entender de manera más precisa las razones de este hecho, razones que no son otras que las que se desprenden de un conocimiento más profundo de nuestra naturaleza común. Sin embargo, vale la pena insistir en que esta convicción no conduce a una suerte de entropía emocional y valorativa nihilista, pues ésta sí que está fuera de nuestro alcance como seres humanos. El relativismo radical y profundo al que nos estamos refiriendo, un abismo al que todos preferimos no asomarnos, proclama que actitudes tales como el cinismo o la falta de compromiso no son propias de nuestra naturaleza y que Homo suadens es siempre un ser de creencias, valores y compromiso. En otras palabras, el nihilismo radical que acompaña a nuestra naturaleza nos condena a construir una y otra vez, como a un moderno Sísifo, el mundo social con los mimbres de los que disponemos, un mundo edificado sobre los vínculos sociales primordiales, aquellos que se nutren de la complicidad de los otros.

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LOS AUTORES

FRANCISCO J. AYALA es University Professor, el título de más alto

rango otorgado por la Universidad de California. Ha recibido el Premio Templeton y la National Medal of Science, máxima distinción que puede alcanzar un científico en los Estados Unidos Por una parte, ha realizado importantes contribuciones al desarrollo de la teoría de la evolución, de la genética molecular y de la reproducción de los parásitos que causan la malaria, la leishmaniosis y la enfermedad de Chagas así como de los mecanismos que intervienen en la transmisión de esas dolencias. Por otra, sus estudios acerca de la evolución humana, y sus aportaciones filosóficas respecto de aspectos del comportamiento humano, como son los de la estética, el lenguaje, la moral y la religión, han completado dentro de las vertientes más humanísticas lo que es un abanico de intereses intelectuales y contribuciones relevantes de una amplitud excepcional. Entre sus múltiples contribuciones figuran los cuatro volúmenes que, publicados bajo el título In the Light of Evolution, se han dedicado a Adaptation and Complex Design (2007), Biodiversity and Extinction (2008), Two Centuries of Darwin (2009) y The Human Condition (2010). LAUREANO CASTRO NOGUEIRA es doctor en CC biológicas, cate-

drático de bachillerato y profesor-tutor de la UNED. Es autor (o coautor) de tres libros y de unas setenta publicaciones de carácter científico o de divulgación. Su línea de investigación se enmarca en el ámbito de la biología teórica, la sociobiología y la evolución cultural humana. Ha elaborado modelos teóricos sobre la evolución de algunos rasgos característicos de nuestra especie, tales como la capacidad para la cultura, el altruismo, la capacidad ética,

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la inteligencia y el lenguaje, y ha publicado estas investigaciones en algunas de las más prestigiosas revistas del campo. [email protected] GLORIA CAVA LÁZARO es doctora en psicología, máster en psico-

logía clínica, máster en terapia familiar y máster en terapia breve estratégica. Ha sido psicóloga adjunta de la Unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria (UTCA) del Hospital Universitario La Fe (Valencia, España). Actualmente, dirige el Gabinete Psicológico “Trastornos de la Conducta Alimentaria y Familia” y es profesora de modificación de conducta en la UCV “San Vicente Mártir” (Valencia). Es coautora del libro Anorexia nerviosa (Ariel, 2003) y colaboradora habitual del blog online.ucv.es/resolución. htttp://www.gloriacavapsicologa.com [email protected] CAMILO JOSÉ CELA CONDE es profesor de antropología y director

del Laboratorio de Sistemática Humana de la Universidad de las Islas Baleares (http://evocog.org). Es “fellow” de la American Association for the Advancement of Science (sección de biología) y miembro del Center for Academic Research and Teaching in Anthropogeny, Salk Institute & University of San Diego. Último libro publicado (con Francisco Ayala): Evolución humana, Madrid, Alianza Editorial, 2013. Último artículo (y más representativo de la línea de investigación actual): Cela-Conde, C., et al. (2013), “Dynamics of brain networks in the aesthetic appreciation”, Proc. Natl. Acad. Sci. USA 110 (Supplement 2): 10454-10461. http://es.wikipedia.org/wiki/Camilo_Jos%C3%A9_Cela_Conde [email protected] MARÍA CEREZO LALLANA es profesora titular de lógica y filosofía

de la ciencia de la Universidad de Murcia. Su trabajo de investigación se ha centrado en los orígenes de la filosofía analítica, en particular el Tractatus Logico-philosophicus de Wittgenstein, donde ofrece una interpretación novedosa del mismo (The Possibility of Language, CSLI Publications, University of Chicago Press, 2005). Recientemente se ocupa en temas de la metafísica de la ciencia, en particular, metafísica de la biología. En la actualidad, explora la aplicación de algunas teorías metafísicas de la persistencia a las

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especies biológicas y los organismos, y la de teorías disposicionales de la causalidad a las especies y los genes. http://webs.um.es/mmcerezo/ ANTONIO DIÉGUEZ LUCENA es catedrático de lógica y filosofía

de la ciencia en la Universidad de Málaga. Ha sido visiting scholar en las universidades de Helsinki y de Harvard. Una de sus líneas de investigación principales ha sido el debate sobre el realismo científico. Acerca de esta cuestión publicó el libro Realismo científico (Málaga: Universidad de Málaga, 1998). Mantiene también una línea de investigación sobre aspectos centrales de la filosofía de la tecnología, con atención a las tesis del determinismo. En los últimos años se dedica especialmente a la filosofía de la biología, e indaga sobre cuestiones de epistemología evolucionista. Sobre este tema ha publicado el libro La evolución del conocimiento. De la mente animal a la mente humana (Madrid: Biblioteca Nueva, 2011). Es de destacar su libro La vida bajo escrutinio. Una introducción a la filosofía de la biología (Barcelona: Biblioteca Buridán, 2012). http://webpersonal.uma.es/~DIEGUEZ/inicio.html [email protected] RAÚL GUTIÉRREZ LOMBARDO es fundador de Ludus Vitalis, revis-

ta de filosofía de las ciencias de la vida, publicación internacional especializada en filosofía de la ciencia y la tecnología, que ha convocado y organizado varias reuniones internacionales sobre el tema. Es fundador y coordinador académico de la colección de libros Eslabones en el Desarrollo de la Ciencia. Actualmente es secretario académico del Centro de Estudios Filosóficos, Políticos y Sociales “Vicente Lombardo Toledano” (México). Entre sus obras más recientes figuran: Gutiérrez-Lombardo, R. (2011), “Darwin and environmental ethics”, en Martínez, C.J. & Ponce de León, A. (eds.), Darwin’s Evolving Legacy, México, Siglo XXI, pp. 90-99; y Gutiérrez-Lombardo, R. (2012), “Darwinismo universal: metáfora o mito”, en Lizarraga, X., et al., (eds.), Escenarios evolucionistas, México, INAH, pp. 189-198. http://www.centrolombardo.edu.mx/ [email protected]

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JOSÉ SANMARTÍN ESPLUGUES es catedrático (en excedencia) de

lógica y filosofía de la ciencia de la Universidad de Valencia (España) y director de la oficina del campus virtual de la UCV “San Vicente Mártir” (España). Ha sido investigador de la Alexander von Humboldt Stiftung en el Instituto Max Planck (Seewiesen/Andechs) y director del Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia (España). Es miembro honorario del Centro de Estudios Filosóficos, Políticos y Sociales “Vicente Lombardo Toledano” (México). Ha desarrollado programas propios de investigación en filosofía de la tecnología (Los nuevos redentores, Barcelona, Anthropos, 1987) y en sociología y biología de la agresividad y de la violencia (La violencia y sus claves, Ariel Quintaesencia, 2013). El número 82-83 de la revista Anthropos está dedicado a analizar su pensamiento. http://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Sanmart%C3%AD n_Esplugues [email protected]