Volverás a la región: El cronotopo idílico en la novela española del siglo XIX 9783954879007

El autor estudia la novelística de Fernán Caballero, Juan Valera, José María Pereda, Pérez Galdós y Pardo Bazán a partir

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Volverás a la región: El cronotopo idílico en la novela española del siglo XIX
 9783954879007

Table of contents :
ÍNDICE
ADVERTENCIAS Y AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN: EL CRONOTOPO IDÍLICO
PRIMERA PARTE: LA NOVELA IDILIO
CAPÍTULO 1. IDILIO AMOROSO Y REALISMO FORMAL EN FERNÁN CABALLERO: UN VERANO EN BORNOS
CAPÍTULO 2. UN COSMOPOLITA LOCAL: TEORÍA Y PRÁCTICA DEL IDILIO EN VALERA
CAPÍTULO 3 PEREDA Y LA CLAUSURA DE LA NOVELA DE TESIS: DE DON GONZALO GONZÁLEZ DE LA GONZALERA A PEÑAS ARRIBA
SEGUNDA PARTE: LA DESTRUCCIÓN DEL IDILIO
CAPÍTULO 4. EL REVÉS DE LA TRAMA: LA INVERSIÓN DEL IDILIO ORBAJOSENSE EN DOÑA PERFECTA
CAPÍTULO 5. EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS: LA PROVINCIA EN LA NARRATIVA DE NARCÍS OLLER
CAPÍTULO 6. LA INTERIORIZACIÓN DEL IDILIO EN LA MADRE NATURALEZA
CONCLUSIÓN: ENTRE POÉTICA HISTÓRICA Y CRÍTICA TEMÁTICA
BIBLIOGRAFÍA
ÍNDICE ONOMÁSTICO Y DE OBRAS

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Volverás a la región: El cronotopo idílico en la novela del siglo XIX

Toni Dorca

LA CUESTIÓN PALPITANTE. LOS SIGLOS XVIII Y XIX EN ESPAÑA VOL. 2

Consejo editorial Joaquín Álvarez Barrientos (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Pedro Álvarez de Miranda (Universidad Autónoma de Madrid) Philip Deacon (University of Sheffield) Andreas Gelz (Universität Potsdam) David T. Gies (University of Virginia, Charlottesville) Yvan Lissorgues (Université Toulouse - Le Mirail) François Lopez (Université Bordeaux III) Elena de Lorenzo (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Leonardo Romero Tobar (Universidad de Zaragoza) Ana Rueda (University of Kentucky, Lexington) Josep Maria Sala Valldaura (Universitat de Lleida) Manfred Tietz (Ruhr-Universität Bochum) Inmaculada Urzainqui (Universidad de Oviedo)

VOLVERÁS A LA REGIÓN: El cronotopo idílico en la novela española del siglo XIX TONI DORCA

Iberoamericana · Vervuert · 2004

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Reservados todos los derechos © Iberoamericana, Madrid 2004 Amor de Dios, 1-E – 28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2004 Wielandstr. 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-151-8 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-132-4 (Vervuert) Depósito Legal: Diseño y composición cubierta: Marcelo Alfaro Ilustración cubierta: Nicolas Poussin, Et in Arcadia ego (1638-1639) Foto: RMN / Louvre / Ojéda / Vetrieb bpk Berlin Impreso en España The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706

A l’Eileen, per tot i per sempre

ÍNDICE

ADVERTENCIAS Y AGRADECIMIENTOS

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INTRODUCCIÓN: EL CRONOTOPO IDÍLICO 1. Auge y destrucción del idilio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. La vuelta a la región . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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PRIMERA PARTE LA NOVELA IDILIO CAPÍTULO 1 IDILIO AMOROSO Y REALISMO FORMAL EN FERNÁN CABALLERO: UN VERANO EN BORNOS 1. Hacia una poética del realismo castizo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Idilio amoroso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Realismo formal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. Obra in nucleo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 2 UN COSMOPOLITA LOCAL: TEORÍA Y PRÁCTICA DEL IDILIO EN VALERA 1. Ficción libre, ma non troppo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. El idilio en El comendador Mendoza y Juanita la Larga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. El regreso a la aldea en Pepita Jiménez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. El desenlace armónico de Pepita Jiménez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 3 PEREDA Y LA CLAUSURA DE LA NOVELA DE TESIS: DON GONZALO GONZÁLEZ DE LA GONZALERA A PEÑAS ARRIBA

DE

1. Pereda y la novela de tesis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. La Arcadia devastada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. La Arcadia restaurada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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SEGUNDA PARTE LA DESTRUCCIÓN DEL IDILIO CAPÍTULO 4 EL REVÉS DE LA TRAMA: LA INVERSIÓN DEL IDILIO ORBAJOSENSE EN

DOÑA PERFECTA

1. Doña Perfecta, novela moderna de costumbres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89 2. La superación del idilio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91 3. Las fuentes ocultas de la tragedia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 102 CAPÍTULO 5 EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS: LA PROVINCIA EN LA NARRATIVA DE

NARCÍS OLLER

1. La provincia y la ciudad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 2. La futilidad del regreso en Vilaniu . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 114 3. La precariedad del idilio en La Maiola . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121 CAPÍTULO 6 LA INTERIORIZACIÓN DEL IDILIO EN LA MADRE NATURALEZA 1. La novelística rural de Pardo Bazán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. El idilio desde dentro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Los «caballos muertos», o el aprendizaje negativo de don Gabriel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. Un conflicto insoluble . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CONCLUSIÓN: ......................................

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ENTRE POÉTICA HISTÓRICA Y CRÍTICA TEMÁTICA BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO Y DE OBRAS

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ADVERTENCIAS Y AGRADECIMIENTOS Con la distancia que se tiene al releer un manuscrito en que uno ha estado trabajando durante varios años, me doy cuenta ahora de que éste podría haber sido fácilmente otro libro de haberse adoptado una óptica distinta. La metodología de los estudios culturales tan en boga hoy habría propiciado un acercamiento social, histórico y económico a la problemática campo/ciudad, tradición/progreso y demás polaridades que acompañan la aparición de la novela idílica. Podría haberme tentado lo que Raymond Williams hizo en su día en el insuperable The Country and the City; o ciñéndome al ámbito del hispanismo actual, la propuesta de Jo Labanyi en el excelente Gender and Modernization in the Spanish Realist Novel. Sin embargo, y a pesar de la influencia de estos críticos, la huella más evidente en este libro es la de Mijail Bajtin. De él procede la idea de una poética histórica con que abordar las manifestaciones del cronotopo idílico en la narrativa española del XIX. Sin reparos y con toda la ingenuidad de que soy capaz, confieso que el interés que en mí despiertan los estudios culturales no ha eclipsado nunca mi propensión hacia el estudio diacrónico y comparativo de la literatura. Un segundo estímulo proviene de un artículo del entrañable amigo Anthony H. Clarke, «El regreso a la tierra natal: Peñas arriba dentro de una tradición europea». El trabajo del insigne peredista gira en torno al regreso al campo en la novela europea del ochocientos, con ejemplos de Pereda (Peñas arriba), Tolstoi (Anna Karenina) y Hardy (The Return of the Native). La lectura de esta última obra, que por entonces desconocía, me permitió ligar el cronotopo idílico con un motivo recurrente en la novelística del XIX, a saber, el joven que vuelve a la región después de pasar unos años en la capital de provincia o la metrópolis. En homenaje a Hardy pensé incluso en titular el libro El regreso del nativo, pero terminé desechando la idea por una cuestión de semántica. En efecto, el sustantivo «nativo» suele invocar en español un concepto diferente de lo que en inglés se entiende por «native».

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Algunas secciones del libro vieron la luz primeramente en revistas. El capítulo de Fernán Caballero combina un artículo ya publicado con una sección inédita sobre el idilio en Un verano en Bornos. El artículo en cuestión es: «Teorías del realismo en Fernán Caballero», Letras Peninsulares, 13.1 (2000): 31-49. Una primitiva versión de los capítulos sobre Valera, Pereda y Oller se publicó en su día en inglés: «The Return of the Native: Pepita Jiménez as Provincial Idyll», Anales Galdosianos, 37 (2002): 113-124; «Pereda and the Closure of the Roman à Thèse: from Don Gonzalo González de la Gonzalera to Peñas arriba», Hispanic Review, 70.3 (2002): 355-372; y «The Town and the City in the Narrative of Narcís Oller», Catalan Review, 15.2 (2001): 61-77. Finalmente, el capítulo de Galdós se leyó en una versión muy reducida en el Séptimo Congreso Internacional Galdosiano celebrado en Las Palmas de Gran Canaria en marzo de 2001. Para su inclusión aquí los he retocado y ampliado según convenía a mis propósitos. Doy desde aquí las gracias a Mary Vásquez, Hazel Gold, Carlos Alonso y Mercè Vidal-Tibbits por acceder amablemente a su reimpresión en forma de libro. Estoy en deuda con innumerables amigos, colegas, bibliotecarios y lectores anónimos por las sugerencias y ayuda que me han dispensado en todo momento. Si me excuso de citarlos aquí, es por no hacer interminable la lista, aunque quiero que sepan que me acuerdo de todos ellos con mucho cariño. Especial gratitud merece Macalester College, y en concreto Dan Balik, por la generosa subvención que me ha concedido para la publicación de esta obra. Lo mismo cabe decir del editor de Iberoamericana, Klaus Vervuert, quien ha atendido en todo momento a mis ruegos con gentileza y puntualidad. El celo corrector de Anne Wigger ha mejorado también la claridad y la concisión de la escritura. Por último, mi familia ha contribuido sobremanera a mantenerme en el terreno de la cordura durante la elaboración y redacción del manuscrito. De mis padres no he recibido más que amor y apoyo constantes (sólo me queda lamentar que mi madre nos haya dejado antes de que este proyecto viera la luz). La presencia sous rasure de Ignasi permea cada una de las páginas, pues no en vano se ha afanado cada mañana por retocar lo escrito en el ordenador con su particular gramática infantil. En cuanto a Eileen, es imposible encarecer en su justa medida la dulzura con que día tras día llena el ámbito doméstico en que se desliza mi existencia. En ella y con ella he aprendido que la aurea mediocritas es mucho más que un tópico literario.

INTRODUCCIÓN: EL CRONOTOPO IDÍLICO 1. AUGE Y DESTRUCCIÓN DEL IDILIO Desde los albores de la literatura occidental hasta la conciencia medioambiental de nuestros días, el mito de una edad de oro viene plasmando ininterrumpidamente las ansias humanas por construir una sociedad ideal en armonía con la naturaleza. La crisis de la modernidad con que se clausura el siglo XIX agudiza la dialéctica entre lo natural y lo social sobre la base de una nueva relación del hombre con su entorno. Efectivamente, Europa vive a lo largo de la centuria un momento histórico de transición que culmina en el desmantelamiento de las estructuras feudales del Antiguo Régimen y la entronización de los modos de producción capitalista. Además, el afianzamiento de la novela realista hacia 1850 dota a la literatura de un vehículo idóneo para captar los latidos de una sociedad en permanente e irreversible proceso de cambio. Nunca hasta entonces una forma literaria había nacido con la voluntad expresa de convertirse en receptáculo de todas las demás disciplinas, tanto intelectuales como artísticas. Tampoco nunca una forma literaria se había comprometido tan solidariamente con el momento presente, al que pretendía analizar, diseccionar y comprender en cada una de sus múltiples y complejas manifestaciones. Lo mejor del realismo español suele localizarse en el espacio de la metrópolis (el Madrid de Galdós) o de la capital de provincia (la Vetusta clariniana). Sin embargo, no es menos cierta la presencia de un elevado número de relatos cuya acción se desarrolla en zonas periféricas del campo y la montaña1. No debe sorprender tal predilección si se 1

El fenómeno tiene una dimensión europea: «the demands for contemporaneity in art and literature in the years around the middle of the nineteenth century were answered by artists who themselves so frequently chose to escape from the harsh realities of urban industrialism to the peace and eternal verities of the countryside» (Nochlin, 113).

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tiene en cuenta que, a pesar de las transformaciones que en ella se operan, la sociedad del XIX continúa siendo eminentemente rural. Al lado de descripciones de escenarios reconocibles, indicio de una voluntad realista manifiestamente explícita, este tipo de narrativa incorpora una visión idealizada de unos modos de vida en consonancia con la naturaleza. Subyace aquí el legado del costumbrismo romántico, transido de nostalgia hacia un mundo en proceso de cambio. Montesinos acertó a ver en dicha corriente la permanencia de «algo residual», «un detritus» (Costumbrismo, 118), la experiencia de un tránsito que lleva irremisiblemente de lo antiguo a lo moderno. En las novelas de Fernán Caballero o José María de Pereda existe una conciencia análoga de que el mundo que se representa está en trance de extinción. Se escribe por ello con voluntad de futuro, la de legar a las generaciones venideras un testimonio de cómo eran los usos y costumbres de una región antes de que la Revolución Industrial alterase para siempre la faz de personas, objetos y contornos2. El análisis más brillante de la presencia de un componente idílico en la novela se debe a la pluma de Mijail Bajtin, en su celebrado ensayo Las formas del tiempo y el cronotopo en la novela. Ensayos de poética histórica (originalmente compuesto entre 1937 y 1938). La aportación de Bajtin al estudio diacrónico del género novelesco se concreta en la adopción de un término científico, el cronotopo, con que señalar «la conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura» (237). En el cronotopo las unidades de tiempo y espacio se fusionan en un todo inteligible: «Los elementos de tiempo se revelan en el espacio, y el espacio es entendido y medido a través del tiempo» (238). La serie de cronotopos que elabora Bajtin tiene una importancia decisiva en la determinación de las variantes genéricas de la novela, desde el romance griego de aventuras hasta el realismo moderno. Tales son sus prerrogativas que, de hecho, cada motivo literario puede tener su propio cronotopo (402).

2 El prólogo de Pereda a Sotileza, «A mis contemporáneos de Santander», es suficientemente conocido al respecto: «lo que en él [el libro] acontece no es más que un pretexto para resucitar gentes, cosas y lugares que apenas existen ya, y reconstruir un pueblo, sepultado de la noche a la mañana, durante su patriarcal reposo, bajo la balumba de otras ideas y otras costumbres, arrastradas aquí por el torrente de una nueva y extraña civilización» (VI: 65).

Introducción

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El cronotopo idílico está vigente en la literatura de occidente prácticamente desde sus orígenes, en autores como Hesíodo (Los trabajos y los días), Teócrito (Idilios) y Virgilio (Églogas y Geórgicas). Allí se forma ya un sentido del tiempo propiamente idílico sobre la base del trabajo agrícola y los ciclos de la vida natural: faenas del campo, estaciones, períodos del día, fases de crecimiento de plantas y animales, etc. En el siglo XVIII resurge con fuerza en una rica variedad de formas y matices, como consecuencia del «sentido filosófico» (Bajtin, 379) que adquiere el tiempo. En efecto, la organicidad de la vida idílica se contrapone tanto al «tiempo vano y escindido» (379) de la vida urbana como al tiempo histórico. Como veremos, es precisamente esta variante la que se instala en las novelas idílicas más representativas del siglo XIX. Tres son los rasgos esenciales del cronotopo idílico según lo define Bajtin: 1. La vida se desarrolla en un «microuniverso espacial» (256) limitado y autosuficiente, donde las generaciones se suceden unas a otras. Esta unidad de lugar contribuye al debilitamiento de las fronteras de tiempo, ya que por regla general estas generaciones «han vivido en el mismo lugar, en las mismas condiciones, y han visto lo mismo» (377). Así, se obtiene la «ritmicidad cíclica del tiempo» (377) característica del idilio. 2. El idilio se limita a realidades fundamentales como el amor, el nacimiento, la muerte, el matrimonio, el trabajo, la comida y la bebida, las edades, etc. Estas realidades no suelen presentarse en un aspecto descarnadamente realista, caso de Petronio, sino «atenuado y hasta cierto punto, sublimado» (377). 3. Hombres y mujeres se acoplan al ritmo uniforme de la naturaleza, dando lugar a un «lenguaje común para fenómenos de la naturaleza y acontecimientos de la vida humana» (377)3. En cuanto a los tipos de idilio, Bajtin distingue en primer lugar el amoroso, en el cual la sencillez de la convivencia en el seno de la naturaleza se contrapone a «la complejidad y escisión de la existencia privada» (377) en sociedad. Un segundo tipo, el agrícola, hace hincapié

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«[T]he idyllic model offers… a civilization growing like nature or built as if it were nature… The idyllic world does not even accept nature as nature, unless it is somehow related to man, or permeated by his presence —the rest is wilderness, non-nature, negation, chaos» (Nemoianu, 17).

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en las condiciones de trabajo del campesino y su adscripción a la tierra (378). El carácter laboral de este idilio lo aleja de las convenciones de la novela pastoril del Renacimiento, en la que un cortesano disfrazado de pastor se retira a las soledades del campo a cantar sus cuitas amorosas4. El idilio familiar, por su parte, congrega a distintas generaciones y edades en torno a una mesa bien surtida. La presencia de los niños apunta a la «sublimación del acto sexual y de la concepción» (378), que reitera los temas del crecimiento y la renovación de la vida y la muerte5. Ha de notarse finalmente que, si bien cada una de estas variantes puede darse en estado puro, lo más habitual es que se combinen entre sí en una misma obra formando los «tipos mixtos» (376). La significación del idilio para la evolución de la novela ha sido colosal y hasta el momento «no se ha comprendido ni valorado en sus justos términos» (379). De entre las cinco direcciones principales en que se ramifica este cronotopo hay que mencionar la influencia que ejerce, según Bajtin, en la novela regional6. Precisamente es éste un subgénero de fuerte arraigo en la narrativa española de la segunda mitad del XIX en que confluyen lo rural, lo autóctono y lo costumbrista7. Cuenta con destacados representantes como Fernán Caballero, Pereda, Pedro Antonio de Alarcón, Armando Palacio Valdés, Emilia Pardo Bazán y Vicente

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«La Arcadia del siglo XIX se inspiraba en la naturaleza, pero el placer que de ésta se derivaba no era puramente contemplativo. El énfasis estaba ahora en el trabajo que funcionaba como lazo entre el hombre y la naturaleza. En esta forma, campesinos y labradores captados en medio de sus actividades sustituyeron a los despreocupados pastores y zagalas» (Litvak, Retorno, 53). 5 Bajtin enumera, sin explicarla, una cuarta variante, el «idilio del trabajo artesanal» (376). A ella pertenece la primera novela de George Eliot, Adam Bede (1859), con la visión positiva que en ella se ofrece de las habilidades en materia de carpintería de su protagonista homónimo. 6 Las restantes direcciones son: el tema de la destrucción del idilio en la novela pedagógica, en Goethe y en las novelas influenciadas por Sterne (Happel, Jean-Paul); la influencia del idilio en la novela sentimental de tipo rousseauniano; la influencia del idilio en la novela familiar y en la novela generacional; por último, la influencia del idilio en las diferentes variantes de «el hombre del pueblo» en la novela (380). 7 José-Carlos Mainer señala: «los puntos de tangencia de cierto costumbrismo que no disimula su vocación elegíaca y el regionalismo o provincianismo literarios que surgen… de dos motivaciones: una frustración, un quedarse a medio camino de la modernidad que alcanza la capital o el estado; un plus estético, al ser provincia y región los productos privilegiados de una sustancia pintoresca más estable en mundo de condición tan azarosa» (197).

Introducción

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Blasco Ibáñez. Estas obras guardan en común «la localización regional de sus argumentos, personajes, episodios y ambientes» (González Herrán, Costumbrismo, 453). Sin embargo, la disparidad ideológica y estética entre sus cultivadores hace que no todas las novelas regionales puedan calificarse propiamente de idílicas. En aquéllas, con todo, la vinculación de las generaciones a un espacio limitado reproduce «la relación puramente idílica del tiempo con el espacio» (Bajtin, 380). Asimismo, en la novela regional se difuminan las fronteras temporales mientras que el ciclo de la vida humana está en consonancia con la naturaleza. El papel de ésta no se limita, pues, a lo accesorio, aumentando «la proporción de paisajismo» a medida que se acentúa «la in tensidad del regionalismo» (Clarke, Paisajista, 51). También los protagonistas suelen ser los mismos: campesinos, artesanos, pastores o maestros rurales (Bajtin, 380). La inserción del idilio en la novela regional lo convierte en «uno de los discursos más característicos del realismo español» (Litvak, Retorno, 53)8. El reconocimiento de dicha modalidad proviene en buena parte de la etiqueta novela idilio utilizada por Montesinos en su libro de 1961, Pereda o la novela idilio. El propósito del crítico consistía en fijar el arte narrativo de Pereda en contraposición al realismo en mayúsculas de Balzac, Flaubert, Dickens o Galdós. Montesinos no se extiende apenas en la definición de novela idilio, aunque de su estudio se deduce fácilmente el eje de su poética (semejante, por otra parte, al formulado por Bajtin), a saber, la presentación de una realidad estática donde el individuo se somete de buen grado al peso de la tradición y vive en armonía con el medio que lo rodea. Esta visión «arranca de la convicción de que la belleza está en la vida natural, en las formas espontáneas de esta vida, que para Pereda, como para Fernán, en virtud de una extraña manipulación dialéctica, son las que se conforman con una tradición nacional y cristiana» (Montesinos, Pereda, 68).

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Una opinión parecida sostiene Ignacio Javier López: «La definición de La madre Naturaleza como idilio permite inscribir esta novela en una tradición que, en España, no escasea en el siglo XIX, Pepita Jiménez de Valera; Marianela y, en alguna medida, también Doña Perfecta de Galdós; La Puchera, Sotileza y, probablemente, Peñas arriba de Pereda; y, quizá, incluso, La cigarra y Sor Lucila de Ortega Munilla, entran dentro de esta orientación genética o, al menos, comparten rasgos característicos del idilio. Cierto que en algunos casos, como Marianela o Doña Perfecta, se trata de un idilio trágico» (Introducción, 58).

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En caso de que no basten las fuentes aducidas, el testimonio de Valera debe servir para convencer al lector más escéptico de la vitalidad de la novela idílica. En el prólogo a su traducción de la novela de Longo Dafnis y Cloe (1880), Valera se refiere a las posibilidades de éxito de dicho modelo en el presente9: «Lo publico como algo que, en mi sentir, puede y debe gustar, aun al vulgo; como algo que puede ser popular en nuestros días» (I: 835). A continuación el autor cordobés desglosa una tradición del idilio en prosa, que se origina en Longo y florece en la época moderna en autores como Bernardin de Saint-Pierre (Paul et Virginie), George Sand (romans champêtres como La mare au diable) y, en un guiño autorreflexivo, él mismo: Dafnis y Cloe, más bien que de novela bucólica, puede calificarse de novela campesina, novela idílica o de idilio en prosa; y en este sentido, lejos de pasar de moda, da la moda y sirve de modelo aún, mutatis mutandis, no sólo a Pablo y Virginia, sino a muchas preciosas novelas de Jorge Sand, y hasta a una que compuso en español, pocos años ha, cierto amigo mío, con el título de Pepita Jiménez. (I: 843)

A la luz de las conclusiones de Bajtin, es evidente que Valera percibe acertadamente que el idilio se infiltra en diferentes tipos de relatos a lo largo de los siglos XVIII y XIX. Y precisamente porque en su tiempo se ve en ella «una posibilidad viva y estimulante» (Romero Tobar, 55), la novela idilio se hace acreedora de una mayor consideración crítica que la que ha venido gozando hasta este momento10.

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Bajtin admite, aunque precariamente, el tono idílico de Dafnis y Cloe: «En su núcleo está el cronotopo pastoril idílico, pero afectado de descomposición; su carácter cerrado y limitado, compacto, está destruido; dicho cronotopo está rodeado por todas partes de un mundo ajeno, y él mismo se ha convertido en semiajeno; el tiempo idílico natural ya no es tan condensado, se ve rarificado por el tiempo de la aventura. Es imposible incluir sin reservas el idilio de Longo en la categoría de novela griega de aventuras. Esta obra ocupa un lugar aparte en la evolución histórica posterior a la novela» (256). 10 Me refiero, por supuesto, al caso español. En la literatura alemana del XIX el discurso idílico predomina sobre el propiamente realista, de ahí la procedencia del término Winkelidylle (idilios de rincón, de lugar retirado). Escribe al respecto Auerbach: «hasta finales del siglo XIX, las obras más importantes que intentaron dar forma seriamente a temas de la sociedad de la época se mantuvieron en lo semifantástico o en lo idílico o, al menos, dentro de los estrechos límites de lo local y presentaron el cuadro de lo económico, social y político como algo estático» (425). También en la Inglaterra victoriana se cultiva profusamente la novela idílica en la obra de George Eliot (Adam Bede, Silas Marner) y Thomas Hardy (Under the Greenwood Tree, Far from the Madding Crowd, The Woodlanders).

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No está de más insistir aquí en las diferencias que separan lo pastoril de lo idilico. Según la tesis de Virgil Nemoianu, la literatura pastoril constituye un género que, como tal, incluye una serie de obras que guardan entre sí semejanzas de forma, estilo o propósito (15). En cambio, el idilio posee diversas funciones según el tipo de obra en que aparece: prosa, lírica, épica, drama e, incluso, tratados teóricos (16). Por ello no participa de las convenciones de género y cabe adscribirlo a la categoría de modelo: «the idyll should be regarded not as a literary genre, but rather as a “model” (the term “extended topos” is also used), in opposition to pastoral, which is the traditional genre» (7). Al mismo tiempo, Nemoianu contempla la evolución de lo pastoril hasta su confluencia en el modelo idílico de los siglos XVIII y XIX11. La genealogía del idilio se explica, pues, a partir de un desarrollo del género bucólico en el que, al lado de unos motivos que permanecen intactos (locus amoenus, menosprecio de corte y alabanza de aldea, beatus ille, etc.), surgen otros contenidos de naturaleza plenamente moderna. Resultado análogo se obtiene al cotejar la novela pastoril con la idílica. La primera, modalidad de la prosa renacentista inaugurada en la Arcadia (1504) de Jacopo Sannazaro, presenta un espacio imaginario poblado de falsos pastores, contiene elementos de lo fantástico y se sustenta en una concepción neoplatónica del amor. La novela idilio, por su parte, es una respuesta artística a la industrialización y el auge del capitalismo compuesta de 1750 en adelante con un propósito eminentemente realista: los escenarios son reales, así como los campesinos y pastores que los habitan, el folclore sustituye a la fantasía y la trama amorosa comparte, en ocasiones, protagonismo con la ardua labor de las faenas agrícolas12. 11 En el siglo XVIII resurge sin embargo con fuerza la poesía pastoril. También el interés renovado por las novelas pastoriles de Jorge de Montemayor, Gil Polo y Cervantes debió de influir en el cultivo de dicha modalidad por parte de Pedro Montengón (El Mirtilo, 1795). 12 Michael Squires propone una distinción idéntica entre lo que él llama «traditional pastoral» y «pastoral novel»: «we must regard the pastoral novel as a variation or version —a mutation— of traditional pastoral. It is a form which combines realism with the pastoral impulse. Not only is the world of the pastoral novel a precise geographical spot, which the Arcadian landscape of tradition rarely was, but the delight in rural landscape and figures no longer kneels before the conventions of pastoral. The bower of Theocritus and Vergil expands, in the pastoral novel, into the small rural community, where work blends with pleasure and where shepherds may become farmers or woodsmen or gamekeepers. The imagined landscape of the pastoral novel may also show signs of photographic reality. Love may become problematic, and allegory may disappear» (2).

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Es importante no perder de vista estas conexiones del idilio con la realidad social a fin de no incurrir en juicios parciales como los de una cierta crítica de orientación marxista. Así, la defensa que los cultivadores del idilio llevan a cabo de un ideal armónico se intepreta como una manera de ocultar las graves deficiencias del orden burgués: «el ansia de armonía no es sino con demasiada frecuencia en el individuo del período imperialista un retroceder cobarde, o en el mejor de los casos tímido, ante los grandes problemas de la vida llena de contradicciones que lo rodea» (Lukács, Ideal, 111). No parece justo valorar el idilio apelando únicamente al criterio referencial, ya que el veredicto va a ser por fuerza negativo. La novela idilio no puede (ni pretende siquiera) competir con el realismo de Balzac o Galdós en el grado de fidelidad con que representa «la realidad social corriente de la época, basada en el movimiento histórico ininterrumpido» (Auerbach, 216). El suyo es más bien un sympathetic realism (Squires, 16), donde idealismo y realismo se dan la mano. No obstante, en ella se articula una resistencia al capitalismo no menos comprometida a veces que la que abanderan las huestes de Marx y Engels. Allí se acoge, como en los movimientos antiglobalización de nuestros días, una abigarrada muestra de tendencias que coinciden en ensalzar el espíritu colectivista y solidario frente al radical individualismo burgués sometido a las leyes de la oferta y la demanda. El idilio se convierte, por tanto, en una forma sui generis de humanismo en la época (Nemoianu, 25). Una segunda acusación se centra en la supuesta tergiversación de la dialéctica entre campo y ciudad. En opinión de Raymond Williams, la inminente desaparición del orden rural, tal como se predica en la novela idilio, termina por conformar un poderoso mito (entendido en el sentido barthesiano de mistificación) que alude a la caída del hombre desde un esplendor edénico al paisaje deshumanizado de la ciudad industrial: «A willing, lulling illusion has now paid its political dividends. A natural country ease is contrasted with an unnatural urban unrest» (180)13. Es cierto que en la novela idilio suele pasarse por

13 «The city-country contrast is exploited… to reveal the peace and the sense of an integrated community outside the industrial and cultural centers… The pastoral novelist writes sympathetically about the virtues of peasant life and offers the rural world as the best place to locate value because of its unity and simplicity, its intimate communion with nature, and its freedom from sophistication» (Squires, 11).

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alto que la implantación de una economía de mercado repercute tanto en la vertebración de la vida urbana como de la agrícola, máxime si se tiene en cuenta que la legislación en materia agraria en el siglo XIX no conduce a una distribución más justa de la propiedad. En palabras de Josep Fontana, «en todas partes, y cualesquiera que fuesen las modalidades que se adoptaran, las reformas agrarias liberales produjeron unos mismos efectos inmediatos: concentración de la propiedad, expulsión de los campesinos de las tierras que cultivaban tradicionalmente y proletarización de esta población desplazada» (Fontana, Transformaciones, 154). Ello no da pie, sin embargo, a adulterar la imagen del novelista idílico haciendo de él un ser adánico, ingenuo hasta la saciedad, o egoístamente despreocupado en captar el mínimo asomo de contradicción en el mundo que describe. Al contrario, una lectura atenta de la narrativa de Fernán Caballero, Juan Valera o Pereda nos persuade enseguida de que estos escritores no se retraen a la hora de exponer la crudeza de la vida cotidiana. Sus novelas están repletas de episodios cargados de excesos de comida y bebida, parasitismo, violencia, robo, adulterio, mendicidad o corrupción: «the idyll is not utopian, on the contrary, imperfection always remains one of its basic features» (Nemoianu, 16). Eso sí, a diferencia de la impasibilidad naturalista, la mirada humorística o compasiva del autor idílico termina por sobreponerse a las flaquezas humanas que, de este modo, se neutralizan mediante el perdón o la resignación cristianas. Por último, el hecho de que el modelo idílico derive fácilmente en un conflicto irresoluble (como veremos en los capítulos dedicados a Galdós, Narcís Oller y Pardo Bazán) da indicio de hasta qué punto no se rehúyen en él las cuestiones espinosas del presente. En el caso español se observa una continuidad de la novela idilio en el XIX, establecida hacia 1850 por un precursor (Fernán Caballero) y reanudada por un cultivador devoto pero no siempre constante (Valera) y un seguidor entusiasta (Pereda). Se da, pues, carta de circulación a un discurso alternativo al realismo/naturalismo que, si bien participa del criterio de la verosimilitud, se encuentra estética y filosóficamente en las antípodas de éstos. Mientras Galdós se compromete con la causa burguesa para encomendar su capacidad emprendedora o censurar sus vicios, el novelista idílico retrocede nostálgicamente a un paisaje agrario anclado en una estructura semifeudal. Su propósito es ensalzar un código patriarcal elaborado en torno a una serie de virtudes

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sempiternas como la caridad, el respeto a la autoridad de los poderosos y a la experiencia de los mayores, la abnegación o la fuerza de la colectividad14. Un último aspecto que no puede soslayarse es la íntima relación que existe entre la novela idílica y la pintura paisajística de género. Etimológicamente la palabra idilio procede del griego eidyllion, ‘pequeño cuadro’15. Además, el recurso a vocablos como «pintar», «boceto», «pincel», «cuadro» o «paleta» desde el costumbrismo en adelante muestra el grado de dependencia de las técnicas descriptivas de la narrativa respecto del lenguaje pictórico. Estos símiles conforman, por tanto, algo más que una estrategia retórica de reelaboración del tópico horaciano ut pictura, poesis. Así lo ilustran las distintas valoraciones de Menéndez Pelayo acerca de Pereda y Galdós. Para el crítico santanderino, los logros de su paisano Pereda se cifran en la limitación de éste a los argumentos y escenarios de su región natal. A tal fin no vacila don Marcelino en oponer estéticamente la plácida inmovilidad de la pintura de costumbres locales de Pereda a las imágenes fotográficas del vicio a cargo de los naturalistas: «el señor Pereda no es fotógrafo grande ni chico, porque la fotografía no es arte, y el señor Pereda es un grande artista» (Pereda, 203). Más tarde, en su respuesta al discurso de ingreso de Galdós en la Real Academia Española del 7 de febrero de 1897, el polígrafo cántabro lamenta el despliegue excesivamente crudo de realismo que se lleva a cabo en las Novelas Contemporáneas: […] no se puede negar que la impresión general de estos libros es aflictiva y penosa, aunque no toque en los lindes del pesimismo; y que en algunos la fetidez, el hambre y la miseria, o bien las angustias de la pobreza vergonzante y los oropeles de una vanidad todavía más triste que ridícula, están fotografiados con tan terrible y acusadora exactitud, que dañan a la impresión serena del arte y acongojan el ánimo con visiones nada plácidas… (Contestación, 84-85; la cursiva es mía)

14 Un lector de hoy, educado en principios democráticos, difícilmente va a sancionar un sistema de valores que justifica la distribución desigual de la riqueza y la explotación de las clases menos favorecidas (campesinos y mujeres, principalmente). Al mismo tiempo, sin embargo, me atrevería a sugerir que tal vez este mismo lector se deje cultivar por el encanto de un microuniverso armónico poblado de ejemplos de solidaridad y espíritu de sacrificio. 15 «The term idyll… was given to the poems of Theocritus not by himself but by scholiasts and applies to the pictures of Hercules and of the Dioscuri, the heroes, as well as to the pictures of Daphnis and Menalcas, the herdsmen» (Shackford, 585-586).

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La ruindad del mundo naturalista captada a modo de instantáneas tiene su contrapartida en el placer que se deriva de las convenciones pictóricas a las que se adhiere Galdós en los Episodios Nacionales: «¡Qué distinta cosa son las escenas populares, de ese mismo pueblo de Madrid, llenas de luz, color y alegría, que Pérez Galdós había puesto en sus Episodios, robando el lápiz a Goya y a D. Ramón de la Cruz» (Contestación, 85; la cursiva es mía)16. Por otro lado, la afinidad de Pereda con los paisajistas de su tiempo (Carlos Haes, principalmente) no escapó a la agudeza de Montesinos. Para éste, sin embargo, tal conexión revela una perspectiva conformista del arte que impide a sus cultivadores adoptar la mirada impresionista propia de la modernidad: «estos realistas [de la vertiente idílica] españoles partían de un principio cuya falsedad comenzaba justamente a demostrar el impresionismo: que las cosas son como son y que la misión del artista es reproducir ese ser estático suyo» (Pereda, 264). Por las semejanzas en el tratamiento del paisaje, tanto la novela idílica como el cuadro de género exploran al máximo las posibilidades que se derivan de contemplar la realidad a través de una óptica pintoresca, es decir, aquélla que se aplica «a los lugares o escenas que tienen interés pictórico; que son dignos de ser pintados» (Moliner II: 748). Concierne al pintor y al novelista la captación estática de los personajes en la diversidad de sus costumbres, así como de los parajes agrestes ubicados en las zonas más recluidas de una región. De ello se desprende el encanto que las personas y las cosas no corrompidas por la civilización tienen para un público como el decimonónico, más adiestrado en lo pictórico que en lo literario17. Esta identidad emerge de unas convenciones de época proclives a la visualización (por medio del pincel o la pluma) de los rasgos idiosincráticos en materia de gentes, oficios,

16 Calvo Serraller ha estudiado la apropiación nacionalista del genio aragonés por parte del Romanticismo: «el carácter español de la obra de Goya es un factor esencial para la literatura romántica, que es la que inicialmente configura el mito de su imagen» (Mito, 31). 17 «[L]o pintoresco es para ser contemplado, se ofrece a la contemplación del espectador como ejemplo y prototipo de una realidad curiosa y entretenida. El receptor es un espectador de esa “galería de imágenes”, que lo entretienen, lo satisfacen más o menos, pero que casi nunca ostentan pretensiones de esencialidad. Ni siquiera las imágenes más entrañablemente románticas logran desprenderse de este aura de contemplación (Bozal, 81; la cursiva es mía).

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tradiciones o accidentes geográficos. Desde el esplendor del costumbrismo en los años 1830 y 1840 hasta por lo menos el fin de siglo, la moda del paisajismo no deja de influir en la conciencia de románticos, realistas, simbolistas y modernistas18. Esta revolución en el estudio de la naturaleza afecta sobremanera a los cultivadores del idilio, para quienes resulta imposible sustraerse a la atracción de unos escenarios reproducidos a la manera del pintor. A medida que el arraigo del capitalismo hace imposible la fusión del individuo en la naturaleza, el cronotopo idílico cede su posición de privilegio a la confrontación del protagonista con su entorno. Para Lukács, efectivamente, la extraordinaria intuición de un escritor como Balzac se cifra en su renuncia a «la descripción de la vida bella y del individuo armonioso» (Ideal, 119) a la que tan propenso se había mostrado el regionalismo costumbrista. En España se suele designar el año de 1881, fecha de publicación de La desheredada de Galdós, como el de la superación tanto del realismo castizo como del relato tendencioso de la década de los setenta19. Ello no entraña, sin embargo, la desaparición del cronotopo idílico en la novela realista, tan sólo una reformulación de su papel dentro del texto. No resulta difícil identificar en algunas obras de Galdós (Doña Perfecta), Oller (Vilaniu) y Pardo Bazán (La madre naturaleza) un sustrato idílico que pugna tenaz aunque fútilmente por establecer sus prerrogativas. Bajtin se refiere a este proceso como el de la «destrucción del idilio» (384) que sigue a la implantación de una mentalidad capitalista en Europa. La derrota del ideal idílico no se justifica tanto por las imperfecciones inherentes a este sistema como por su inadecuación a la nueva realidad social20.

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Así lo expone Gómez de Baquero en 1906 en relación con la novela: «El sentimiento del paisaje no es más que una de las manifestaciones del sentimiento de la Naturaleza, de la contemplación estética de las bellezas de la tierra; en suma, un sentimiento geórgico; y no puede decirse que sea cosa moderna. Pero es manifiesto que en la novela contemporánea nuestra está mucho más desarrollado que en la antigua, aun contando en ésta la existencia de un género bucólico como la novela pastoril» (382). 19 Destacaría igualmente la importancia histórica de Doña Perfecta (1876) que, si bien se agrupa dentro de la novelística de tesis por su contenido simbólico, propone ya una visión plenamente moderna del conflicto individuo-sociedad. 20 Para Renato Poggioli dicha transformación se explica a partir de cuatro tendencias culturales: «the humanitarian outlook, the idea of material progress, the scientific spirit, and artistic realism» (48).

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No estamos, pues, ante una concepción progresiva de la historia donde cada etapa mejora necesariamente la anterior. Al contrario, la destrucción del idilio en la novela realista se expone a través de «una cierta sublimación filosófica» (384) que incide en el profundo humanismo del hombre, la integridad de su existencia y la pervivencia de una labor agrícola no mecanizada. Asimismo, la sociedad triunfante queda perfilada en sus aspectos más negativos. En ella se revela una falta de humanidad y principios morales, la descomposición de las relaciones personales (amor, familia, amistad) y la reificación del trabajo. Ante esta coyuntura, los protagonistas conflictivos de las novelas que vamos a examinar (Pepe Rey, Albert Merly y Gabriel Pardo de la Lage) sucumben estrepitosamente hasta devenir seres patéticos destinados a una muerte trágica o a un exilio autoimpuesto. «El hombre positivo del mundo idílico», concluye Bajtin, «se convierte en ridículo, miserable e inútil» (385). He aquí el sino que aguarda a quienes pretenden conservar los impulsos naturales en un mundo regido por el egoísmo y las ansias desmesuradas de lucro21.

2. LA VUELTA A LA REGIÓN En la crítica arquetípica el regreso figura como uno de los elementos constitutivos del rito iniciático del héroe tras la culminación de su búsqueda: «The full round, the norm of the monomyth, requires that the hero shall now begin the labor of bringing the runes of wisdom, the Golden Fleece, or his sleeping princess, back into the kingdom of humanity, where the boon may redound to the renewing of the community, the nation, the planet, or the ten thousand worlds» (Campbell, 193)22. No estamos por

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La distinción entre novelas idílicas y novelas de destrucción del idilio recuerda la propuesta por Schiller entre idilio y elegía: «Cuando un poeta contrapone al arte la naturaleza y a la realidad el ideal, de tal manera que la representación de ese ideal es lo que prepondera y el complacerse en él se vuelve sentimiento dominante, lo llamo elegiaco. También este género se subdivide, como la sátira, en dos clases. O bien la naturaleza y el ideal son objeto de dolor, cuando la naturaleza se representa como perdida y el ideal como inalcanzado, o lo son de alegría, al representarse como reales. De lo primero resulta la elegía en sentido estricto, de lo otro el idilio en su sentido más amplio» (102-103). 22 Juan Villegas se ha ocupado de la recurrencia del modelo mítico del retorno del héroe en la novelística española del siglo XX: «En la novela moderna, dicho de modo general, el esquema inicial se repite, aunque disminuye la importancia del viaje como desplazamiento físico y se le sustituye por experiencias internas o intelectuales» (15).

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tanto ante ningún motivo literario de nuevo cuño, puesto que la vuelta a la tierra natal está presente ya en uno de los textos fundadores de las letras de occidente, la Odisea de Homero23. El retorno de Ulises a Ítaca, obsesivamente ansiado por el protagonista tras años de peregrinaje, se convierte en el leitmotiv de un poema cuya universalidad se cifra en la lucha del hombre contra las adversidades que se oponen a la realización de sus deseos. Un relato bíblico igualmente extraordinario, el del hijo pródigo que vuelve a casa arrepentido y es recibido con honores por su padre, hace hincapié asimismo en los peligros de aventurarse fuera de los territorios familiares donde uno se ha criado. Tanto Ulises como el hijo pródigo representan la asunción de que el ser humano, en su afán por conquistar nuevas fronteras, termina por recalar en el sitio de origen en busca de una seguridad afectiva y emocional que no puede hallar en ninguna parte. El motivo del regreso guarda más de una semejanza con otro de raigambre también clásica: el retorno a la naturaleza24. De hecho, ya desde sus orígenes en el beatus ille horaciano, cabe hablar no tanto de retorno cuanto de huida, pues de lo que se trata es de refugiarse del tráfago cortesano en la aurea mediocritas de la naturaleza. En el Renacimiento español este esfuerzo cuaja en dos direcciones: de un lado, el Menosprecio de corte y alabanza de aldea (1539) de Fray Antonio de Guevara, de influencia decisiva en la obra de Pereda; de otro, la novela pastoril, cuyo máximo exponente son Los siete libros de Diana (¿1559?) del portugués Jorge de Montemayor. Estos precedentes juegan evidentemente un papel destacable en la predilección de la novela idílica por emplazar a sus personajes en un medio armónico. De todos modos, resulta improcedente calificar el retorno a la Arcadia en la época moderna «simplemente de resabio anacrónico de la literatura pastoril» (Litvak, Retorno, 53). No debe perderse de vista que la novela idilio encierra una doble discursividad a la que es ajena el bucolismo: en ella la sublimación de un mundo feliz se combina con una descripción de la sociedad contemporánea teñida de matices críticos. Se trata, en suma, no tanto de 23 En el Diccionario de motivos de la literatura universal compilado por Elisabeth Frenzel aparece bajo el epígrafe de «Repatriado» (300-306). 24 Para un análisis de este motivo en la literatura de la Edad Media y del Renacimiento es de lectura obligatoria el libro de Baltasar Isaza Calderón, El retorno a la naturaleza. Los orígenes del tema y sus direcciones fundamentales en la literatura española. Pese al título, el libro no aborda en absoluto la cuestión en lo relativo a la época moderna.

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una despreocupada evasión de una realidad hostil cuanto de una abierta confrontación con la misma, cuyas ramificaciones se extienden hasta la literatura finisecular: «One of the strongest reactions against industrialization manifested itself as a nostalgic longing to return to nature» (Litvak, Return, 151)25. Partiendo de la labor desarrollada por Lionel Trilling y Rodolfo Cardona, propongo incluir la vuelta al terruño dentro de la serie de patrones novelísticos en que se estructura la narrativa decimonónica. Recordemos que, para Trilling, novelas como Les illusions perdues de Balzac o The Princess Casamassima de Henry James se organizan en torno al joven de provincias que emprende viaje a la capital en busca de fortuna y termina fracasando en su empeño: The defining hero may be known as the Young Man from the Provinces. He need not come from the provinces in literal fact, his social class may constitute his province. But a provincial birth and rearing suggest the simplicity and the high hopes he begins with —he starts with a great demand upon life and a great wonder about its complexity and promise. He may be of good family but he must be poor. He is intelligent, or at least aware, but not all shrewd in worldly matters. He must have acquired a certain amount of education, should have learned something about life from books, although not the truth. (61)

Siguiendo a Trilling, Cardona compone por su parte el esquema del joven ilustrado que, procedente de la capital, pugna infructuosamente por transformar el ambiente retrógrado de la provincia donde se halla residiendo temporalmente. Este modelo se reproduce en novelas como Padres e hijos de Iván Turgeniev o Doña Perfecta: Un Joven de la Capital visita un lugar de Provincias. Trae consigo no sólo su educación científica, sino también una visión del mundo libre de ideas trasnochadas y acompañada de avanzadas convicciones políticas, todo lo cual entra inmediatamente en conflicto con el ambiente reaccionariamente satisfecho de la vida provinciana ultraconservadora. Estos jóvenes invariablemente desarrollan un interés sentimental por alguna muchacha de una familia prominente a la que el joven tiene acceso, un hecho que les complica su vida psicológicamente, además de dificultar su acción. El Joven de la Capital desea efectuar un cambio en este ambiente provinciano, pero ya sea por falta de habilidad o por impotencia, sus planes no sólo le fallan, sino que termina siendo dominado por las fuerzas reaccionarias y perdiendo su propia vida. (Propósito, 210) 25

El retorno a la naturaleza configura también uno de los parámetros de nuestra asediada posmodernidad: «ecological concern has to be seen as a fundamental postmodern phenomenon, a reaction to the modernist abuse, both ignorant and wilful, of the natural world» (Donnelly, 43).

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Como sabemos, el cronotopo idílico se concreta en un lugar único e inmutable que acentúa la sensación de circularidad del tiempo. Esta disposición espacio-temporal es, en principio, incompatible con la movilidad de los personajes más allá de su zona habitual de residencia. Tampoco es común la llegada de gente de fuera que altere los hábitos de la población: «Como norma, no existían en el idilio héroes ajenos al mundo idílico» (Bajtin, 381). Sin embargo, en la novela regional se permite una mayor libertad de movimientos entre aldea y ciudad, lo que termina por negar el carácter sedentario del idilio clásico: «aparece algunas veces un héroe que se separa del conjunto local, se marcha a la ciudad, y perece o vuelve cual hijo pródigo a la comunidad natal» (Bajtin, 381-382). Esta sensación de nomadismo se agudiza en el siglo XIX, consecuencia de las profundas transformaciones socioeconómicas y la mejora en las comunicaciones por la invención de la máquina de vapor. El cronotopo idílico se muestra, pues, especialmente permeable a una dialéctica campo-ciudad encarnada en unos personajes habilitados para trasladarse de un ámbito a otro sin apenas solución de continuidad26. Quisiera resaltar, en suma, que el perfil itinerante consustancial con la novela idílica es proclive a la creación de otro patrón no menos frecuente que los apuntados por Trilling y Cardona. Me refiero al del joven que emprende el camino de regreso al hogar, normalmente ubicado en un pequeño pueblo colindante con el campo o la montaña, tras un periplo urbano más o menos extenso. Anthony Clarke ha dedicado un artículo a la cuestión, donde demuestra la «regularidad persistente» (Regreso, 213) del motivo en la novelística europea decimonónica. Agudamente, señala el crítico inglés, la relación directamente proporcional entre el grado de industrialización de un país y la aparición de dicho motivo en su literatura: se da «más temprano en forma novelística en los países donde tuvo su influencia más temprano la Revolución Industrial» (Regreso, 213), como fue el caso de Inglaterra. Se admite en él todo tipo de variantes, desde «novelas aisladas que tratan el tema y novelas que representan el tratamiento del tema a lo largo de la obra», hasta «novelas que no hacen sino recomendar la “aldea” frente a la ciudad

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«Diríase que el hombre decimonónico —y hay al respecto abundantes textos literarios— se hallaba en una situación “movible”, de tránsito, entre la vieja tierra rural y el nuevo mundo de la sociedad industrial, mundo excitante pero, al mismo tiempo, peligroso, a causa de sus facciones aún poco conocidas» (Bonet, Luces, 70).

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y novelas que penetran más hondo en la cuestión social y que proponen una nueva estructura social» (Regreso, 214). El asentamiento del protagonista en el hogar familiar tras una estancia en la capital de la provincia o la metrópolis tiene por objeto normalmente la exaltación del lugar natal. Alrededor de esta idea se construye una axiología que se resume en «an attachment to the place, the landscape, in which we first lived and learned to see» (Williams, 84). Aunque se puede cuestionar hasta qué punto la novela idilio falsea la realidad a fin de sustentar una ideología concebida de antemano por el autor, no es menos cierto que los vínculos del individuo con el lugar de nacimiento procuran un remedio a su desorientación vital. Ahí radica precisamente la verosimilitud psicológica que contribuye sobremanera al realismo de estas obras. Una escueta referencia a los textos seleccionados en esta sección va a servir de ilustración a lo enunciado. En Un verano en Bornos, Carlos Peñarreal es un derrotado de las huestes carlistas que decide cortarse la coleta y recalar en su pueblo natal, Bornos. Alejado de los negocios mundanales (nítida recreación del tópico horaciano), Carlos lleva una vida tranquila y austera en contacto directo con la naturaleza, ocupándose diariamente de la reconstrucción de la casa paterna y el cuidado del jardín. Su matrimonio final con Serafina Villalprado, alma gemela que opta por instalarse en Bornos en vez de instar a su marido a trasladarse a Cádiz, transmite al lector el poderoso estímulo de la vida retirada en el campo frente a la artificiosidad de las convenciones urbanas. También el protagonista de Pepita Jiménez, Luis de Vargas, anda inconscientemente a la búsqueda de una identidad con que reemplazar el falso misticismo que viene alimentando desde que tiene uso de razón. El reencuentro con el paraíso perdido de la niñez (con motivo de una estancia en el pueblo para despedirse de su padre antes de ordenarse sacerdote) conduce al clímax de su crisis vocacional. Todo se resuelve favorablemente, empero, cuando Luis se deja arrebatar por la pasión amorosa para, ahorcados los hábitos y casado con Pepita, suceder a su padre en el puesto de cacique local. Por último, el más necesitado de regeneración es el personaje principal de Peñas arriba, Marcelo Ruiz de Bejos. Urbanita ocioso, dispendiador y viciosillo, Marcelo emprende un viaje desde Madrid a la aldea natal de su padre con objeto de visitar a su tío enfermo y reanudar los lazos de sangre con su linaje. Una vez allí, se deja cautivar poco a poco por la belleza del paisaje montañés y la ejemplar sencillez de su gente. A tal punto llega la familiarización con la tierra de sus progenitores que, al final, consiente en

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continuar el régimen patriarcal instituido por su tío en compañía de su nueva esposa, Lita. El elemento común a estas novelas es la reinserción de los protagonistas en el eslabón de una cadena generacional después de sus respectivos escarceos por el campo de batalla, el seminario y la corte. Únicos supervivientes de un tronco familiar a punto de extinguirse, Carlos, Luis y Marcelo asumen su responsabilidad como garantes de la preservación de un régimen codificado en los ciclos de la vida natural, el trabajo manual en el campo y el respeto a la tradición y la autoridad. «Todo permanece, nada fluye», el reverso del axioma de Heráclito sirve para sintetizar el pensamiento de estos conversos que, hastiados del canto de las sirenas del gran mundo, retornan con renovada energía a sus orígenes al objeto de encontrarse a sí mismos. Por otra parte, en las novelas estructuradas alrededor de la destrucción del idilio el desenlace suele estar teñido de ambigüedad. El cronotopo idílico se reduce en estas obras a elemento accesorio de una trama tejida en torno a la polaridad entre naturaleza y cultura. Paralelamente, la derrota del joven que regresa al hogar no lleva consigo, ni implícita ni explícitamente, el repudio de un modo de vida que naufraga solamente a causa de la precariedad de sus principios, arrollados sin piedad por el nuevo orden social. Remito a lo dicho anteriormente: el idilio se desintegra no porque el autor vea nada intrínsecamente malo en él, sino porque no se adapta ya a la sociedad en que se inscribe. En esta dirección se orienta, pues, mi lectura de las novelas seleccionadas en la segunda parte de este estudio (Doña Perfecta, Vilaniu y La madre naturaleza), además de la que sirve de paradigma a todas ellas, The Return of the Native (1878) de Thomas Hardy. Se narra en ésta la vuelta de Clym Yeobright, joyero afincado en París, a la comunidad rural de Edgon Heath. Aun con sus buenas intenciones (llevar una vida austera dedicada al cultivo de la tierra) y la firmeza de su carácter, el contacto de Clym con la gran ciudad lo ha convertido en un ser diferente de sus coterráneos. De hecho, los años de estancia en París lo han despojado de su condición de nativo, de hijo del brezal27. Su alienación lo conduce a un doble fracaso, laboral y amoroso, sólo parcialmente redimido al final cuando decide abrazar la carrera de predicador itinerante. Desde un plano formal, la novela está entreverada de numerosos pasajes acerca de los usos y tradiciones de la comarca, así como de la descripción 27 «The Return of the Native questions the viability not so much of the word return as of the word native» (Johnson, 130).

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de personajes pintorescos (Diggory Venn, por ejemplo). A pesar del sustrato costumbrista, se hace poca justicia con Hardy si se lo considera únicamente un novelista regional, «the incomparable chronichler of his Wessex» (Williams, 197). De adoptarse tal perspectiva se pierde, en suma, la lúcida percepción que el escritor victoriano tiene de las transformaciones sociales y económicas que sacuden la campiña inglesa durante la segunda mitad del XIX. En Doña Perfecta, la llegada del ingeniero Pepe Rey al pueblo de su madre, Orbajosa, se produce con el propósito de ultimar el casamiento con su prima Rosario. En el fondo de esta decisión asoman con no menor intensidad las ansias de Pepe por descansar de una existencia azarosa en el seno de la naturaleza. La desilusión no tarda en producirse, puesto que ni el paisaje destaca por su belleza ni los orbajosenses (a excepción de Rosario) por su inocencia. Al contrario, todo en torno al ingeniero rezuma fealdad, ruindad y bajos instintos, con lo que el final desgraciado se hace inevitable. Dentro de las coordenadas del relato de tesis de ideología liberal, Galdós impugna la visión pseudoidílica de una pequeña ciudad provinciana anclada en el pasado y temerosa en exceso de los logros de la Revolución de 1868. Una condena igualmente feroz del provincianismo la lleva a cabo Oller en Vilaniu. Se relata aquí la inadaptación de otro joven, Albert, a la mediocridad de su pueblo natal, Vilaniu, donde se instala tras terminar la carrera de Derecho en Barcelona. La pequeñez moral que detecta en sus paisanos, unida a su carácter taciturno y al escándalo de un adulterio nunca consumado, no le dejan otra alternativa que el suicidio. Anteriormente, también se ha esfumado para Albert la posibilidad de una convivencia feliz en el espacio idílico de la residencia estival de los Galceran, situada en pleno campo y ajena por tanto a la atmósfera opresiva de Vilaniu. Tanto la novela de Galdós como la de Oller se adscriben al cronotopo de la ciudad de provincias, de tan notable progenie en la narrativa del XIX, variante del idilio que termina por subvertir el modelo original: Esa pequeña ciudad es el lugar del tiempo cíclico de la vida cotidiana. Aquí no existen acontecimientos, sino, tan sólo, una repetición de lo «corriente». El tiempo carece aquí de curso histórico ascendente; se mueve en ciclos limitados: el ciclo del día, el de la semana, el del mes, el de la vida entera. El día no es nunca el día, el año no es el año, la vida no es la vida. Día tras día se repiten los mismos hechos corrientes, los mismos temas de conversación, las mismas palabras, etc. En ese tiempo, la gente come, bebe, tienen esposas, amantes (sin amor), intrigan mezquinamente, permanecen en sus tiendecitas y despachos, juegan a las cartas, chismorrean. Es el tiempo banal de la cíclica vida cotidiana. (Bajtin, 398)

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En La madre naturaleza el escenario de los pazos es inseparable de la historia de un amor imposible entre Perucho y Manolita marcado por el estigma del incesto. El desencadenante de la acción no es otro que Gabriel Pardo de la Lage, de vuelta a su región después de diversas etapas en Madrid y otras zonas de la geografía española. En la pretensión pigmaliónica de Gabriel de casarse con su sobrina Manolita para educarla en los hábitos cortesanos se encierra un error de principio: no tener en cuenta el poder de lo natural. El infausto desenlace hace hincapié igualmente en la inutilidad de preservar la inocencia idílica por culpa de unas convenciones impuestas desde fuera por la religión y secundadas, algo arbitrariamente, por las leyes humanas. Al igual que Carlos, Luis y Marcelo, Pepe, Albert y Gabriel se han educado lejos del hogar y están más que familiarizados con un modo de vida distinto al de sus progenitores. Sin embargo, en los protagonistas de las obras de Galdós, Oller y Pardo Bazán lo moderno ejerce una influencia determinante en los móviles de su conducta. Se puede afirmar, por tanto, que el regreso de aquéllos supone un fracaso en tanto que la renuncia a desprenderse de su bagaje cultural los coloca en una coyuntura de choque con la tradición. Situados en un delicado equilibrio entre lo viejo y lo nuevo, estos individuos sienten atracción por la vida retirada de la naturaleza al par que son portadores en germen de ideas transgresoras. Al ser incapaces de negociar una solución airosa a su compromiso con la sociedad de la que desean formar parte (nótese su radical intransigencia frente a la mayor tolerancia de Carlos, Luis y Marcelo), terminan por ser expulsados del paraíso donde una vez se creyeron con derecho a ingresar. La inserción del cronotopo idílico en el motivo del regreso hace patente la simbiosis entre poética histórica y tematología en aras de una comprensión del subgénero novela idilio. El auge de ésta se produce en la Europa de los siglos XVIII y XIX, consecuencia de la implantación de una mentalidad capitalista y del progresivo acercamiento de la literatura a un cánon realista. La noción bajtiniana del cronotopo favorece la visión diacrónica de la literatura a partir de una serie de unidades determinadas por su configuración espacio-temporal. Tres rasgos esenciales definen el cronotopo idílico: la unidad de lugar que conduce a un tiempo cíclico, la presentación sublimada de realidades fundamentales y la uniformidad de los fenómenos de la naturaleza y los acontecimientos de la vida humana. Desde un punto de vista temático, la novela idilio articula la contraposición campo/ciudad en el

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motivo del regreso del protagonista a su lugar de nacimiento. En una primera etapa, comúnmente asociada en España con el realismo castizo de Fernán Caballero, Valera y Pereda, el motivo conlleva la reinserción feliz en la comunidad y la exaltación de un modo de vida en contacto con la naturaleza, a las cuales no es ajena tampoco la apología de un régimen patriarcal. Hacia 1880, con el desarrollo del realismo moderno, se empieza a cuestionar seriamente la vigencia del ideal armónico. Los personajes de las novelas de Galdós, Oller y Pardo Bazán vuelven al pueblo con el deseo de recuperar también la paz interior en un entorno presuntamente idílico. Sin embargo, atacados por la ponzoña de lo moderno y reacios a pactar con una tradición que juzgan obsoleta, terminan por sucumbir en su lucha contra las convenciones y prejuicios de sus paisanos. Se culmina de este modo la destrucción del idilio, última etapa en la evolución del cronotopo idílico en la novela decimonónica.

PRIMERA PARTE: LA NOVELA IDILIO CAPÍTULO 1 IDILIO AMOROSO Y REALISMO FORMAL EN FERNÁN CABALLERO: UN VERANO EN BORNOS 1. HACIA UNA POÉTICA DEL REALISMO CASTIZO La elección de Un verano en Bornos (1853) responde al propósito de desvelar la novela ideal de Fernán Caballero, aquélla en que halla plena realización el potencial de una escritora que no siempre quiso ni pudo decir lo que a ella le hubiera gustado. Dicho relato, a la vez que constituye la suma de la poética de Fernán Caballero en relación con la novela idilio, permite alcanzar conclusiones más firmes en lo referente a la contextualización y valoración de su narrativa. Así pues, partiendo del realismo como categoría crítica, me gustaría llevar a cabo una lectura de Un verano en Bornos que sirva para aproximarnos al lugar que le corresponde a nuestra autora en el panorama de la novelística decimonónica. Propongo, en definitiva, un viaje a la semilla, a la obra in nucleo, de donde pudiera haber germinado una excelente cosecha de haber sido otras las circunstancias en España allá por los aledaños de 1850. Toda aproximación a Fernán Caballero ha de tener muy en cuenta que lo esencial de su personalidad se modela en el espíritu del romanticismo conservador que su padre, don Nicolás Böhl de Faber, introduce en la península en 18141. Nociones como la identificación de poesía y pueblo, el relativismo histórico en materia de gustos, el rechazo de los principios neoclásicos de imitación y creación, la afirmación 1

En ello concuerda la mayoría de los críticos. Montesinos, por ejemplo, dice lo siguiente: «nada encontramos en su obra que no sea de la más genuina ortodoxia romántica, debido todo ello sin duda alguna a las enseñanzas directas de Böhl de Faber, cuya obra continúa en cierto modo» (Fernán, 59).

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de la individualidad de cada nación y la nostalgia por la España de los Siglos de Oro, entre otras, entroncan su pensamiento con lo más granado del Romanticismo alemán, de Herder al grupo de Jena. Desde lo arraigado de estas convicciones, se explica que doña Cecilia vea con malos ojos las innovaciones que el romanticismo francés exporta al resto de Europa a partir de 1830. Es la suya una postura (que no pose) literaria en pro de la naturalidad y la sencillez, y contraria por ello al efectismo melodramático de los Hugo, Dumas padre y compañía2. Al mismo tiempo, resulta innegable que la obra de Fernán Caballero se inscribe dentro de una concepción moderna de la literatura forjada asimismo en el seno del romanticismo, la cual se cifra en una percepción de lo real en el aquí y el ahora. El auge del costumbrismo en la cuarta década del XIX representa, en este sentido, una saludable apertura del discurso narrativo a la esfera de lo contemporáneo. El artículo periodístico de un Mesonero Romanos, por ejemplo, supone ya un primer paso en la trayectoria que luego culminan Galdós, Clarín o Pardo Bazán. También la novela de costumbres contemporáneas participa de esta voluntad de testimoniar el presente, tal como se afirma en el prólogo de La Gaviota: «dar una idea exacta, verdadera y genuina de España, y especialmente del estado actual de su sociedad, del modo de opinar de sus habitantes, de su índole, aficiones y costumbres» (39). Aun si se limita su papel en la configuración del realismo, no cabe duda que la obra de doña Cecilia significa un avance fundamental en esa dirección, máxime si se contrasta con el aluvión de novelas históricas que vieron la luz entre 1830 y 1850. Así pues, la cuestión de la pertenencia al romanticismo o al realismo no cabe plantearla en términos exclusivos. El eclecticismo parece de momento la mejor solución, como hace Juan Luis Alborg al referirse al realismo romántico (394) de Fernán Caballero y Alarcón. Abono dicha conciliación, si bien me inclino por el marbete realismo castizo, de alcance más definido. Con él se alude al momento de transición del relato oral a

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Es famosa la distinción que hace Fernán entre lo romántico y lo romancesco: el primero, «signifying positive qualities of a given sort», en tanto que el segundo, «embodying various forms of extravagance» (Flitter, 157). Paradójicamente, los elementos romancescos no dejarán de asomar por sus novelas: «she did not shrink from the melodramatic, the macabre or the gruesome, despite her criticism of “lo romancesco”. She employs such elements without hesitation when they can be adapted to her purpose» (Flitter, 170).

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la novela, que acontece en los albores de la modernidad, cuando la tradición de contar historias empieza a ceder sus prerrogativas a la narración escrita: «It took the novel, whose beginnings go back to antiquity, hundreds of years before it encountered in the evolving middle class those elements which were favorable to its flowering. With the appearance of these elements, storytelling began quite slowly to recede into the archaic» (Benjamin, Storyteller, 88). Esta dicotomía contar/novelar explica las vacilaciones de Fernán en lo referente al tipo de literatura que practica. Al tiempo que declara una y otra vez que no escribe novelas porque carece de inventiva e imaginación, insiste en la necesidad de una novela original de costumbres de la que suponemos son muestra las suyas (por lo menos así las subtitula ella). Si tanto se obstina en disfrazarse de cuentista o recolectora de hechos no es por ningún prurito de originalidad, sino porque era consciente de encontrarse un poco en tierra de nadie, en la encrucijada de la oralidad y la eclosión de un nuevo género. Y allí se queda, a mitad de camino de lo costumbrista y lo narrativo, escribiendo novelas a la vez que les niega su condición de tales. Buena parte del sustrato del realismo castizo viene suministrado, pues, por el oficio de contar historias, de ahí que Fernán se muestre a los lectores con la máscara de quien refiere en voz alta una historia amasada en la tradición. Su perfil coincide con el que Benjamin atribuye al cuentista, o sea alguien que modela su relato en la experiencia (bien legada por el pasado, bien por observación particular), de la cual quiere hacer partícipe a sus espectadores: «Storytellers tend to begin their story with a presentation of the circumstances in which they themselves have learned what is to follow, unless they simply pass it off as their own experience» (Storyteller, 92). De igual modo, la abundancia de digresiones que tanto molesta desde nuestra visión actual de la novela ha de considerarse en relación con la finalidad didáctica que persigue el relato oral: «it contains, openly or covertly, something useful. The usefulness may, in one case, consist in a moral; in another, in some practical advice; in a third, in a proverb or maxim. In every case the storyteller is a man who has counsel for his readers» (Storyteller, 86). Otra conclusión fundamental del artículo de Benjamin es el vínculo que la narrativa oral guarda con la armonía de hombre y naturaleza: «the epoch in which man could believe himself to be in harmony with nature has expired… The storyteller keeps faith with it» (Storyteller, 97). Pese a la conciencia de extinción de su mundo que tiene doña Cecilia, o mejor, a causa de ella, su obra gira en torno a la relación idílica que las

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cosas y las gentes mantienen con su entorno. Ello no significa que los conflictos se escamoteen (muertes, asesinatos, huidas y abandonos están por doquier), pero éstos no suelen ser lo bastante poderosos para romper la adscripción de hombres y mujeres a la tierra que habitan y los vio nacer. Los rebeledes suelen recalar otra vez en el pueblo (Marisalada en La Gaviota), los culpables son castigados (Perico en La familia de Alvareda) o vueltos penitentes (Rita en La familia de Alvareda), en tanto que los que acatan la autoridad y las leyes naturales reciben su recompensa (Clemencia y Pablo en Clemencia, Serafina y Carlos en Un verano en Bornos). Al final las aguas vuelven a su cauce, los conatos de revolución se apagan y todos terminan, si no satisfechos, al menos dulcemente resignados. El ideal armónico que persigue Fernán y el resto de novelistas castizos los lleva, no obstante, a un dilema, ya que a ninguno de ellos pasa desapercibida la creciente problematización de la realidad contemporánea. La placidez de la vida provinciana se ve cada vez más amenazada por la llegada de la industria. Hay que retirarse a lo más profundo de la vida campesina, donde aún existe la posibilidad de convivencia del hombre con su medio: allí son caritativos los ricos, los pobres resignados, y el progreso algo que se teme y rechaza. La confianza está puesta en la beneficiencia de la religión y la monarquía, pilares ambos de la ideología castiza que se plasma en la novela idílica. El realismo castizo aparece, por tanto, en un momento de transición; mejor aún, su poética se define precisamente por esta situación intermedia que ocupa en la historia literaria. Su arraigo coincide con el momento en que el relato oral principia su declive. Poco a poco, el contar cede las prerrogativas al narrar, la descripción a la invención, el copiar al crear, el didacticismo al relativismo moral. Fernán se sigue aferrando a su labor de cuentista, es cierto, pero no puede evitar que lo novelesco se le escape continuamente por las costuras del texto. Ella asegura que lo que ofrece al lector no es sino fruto de la observación y recopilación de la vida rural andaluza. Sin embargo, no es difícil percibir un esfuerzo de contención mediante el que se pretende integrar el cuadro de costumbres en una acción y unos personajes que resulten a todas luces verosímiles3. Hay, en suma, un proceso de ficcionalización en la 3

Doña Cecilia «construye un microcosmos ficticio, común a todas sus novelas, que se caracteriza por una homogeneidad susceptible de amparar la transferencia de sus componentes. El factor radical de dicha homogeneidad reside en la verosimilitud» (Montes, 257).

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obra de Fernán que no puede ser desatendido. Desde el Lazarillo a la autobiografía posmoderna, sigue insistiendo la novela en disfrazarse de verdad y ocultar así lo que Roland Barthes denomina «los signos más espectaculares de su fabricación» (70).

2. IDILIO AMOROSO En Un verano en Bornos se narra la estancia de la familia Villalprado en este pueblecito andaluz durante los meses de junio a septiembre de 1850. Como consecuencia de la hipersensibilidad nerviosa de la hija mayor, Serafina, los Villalprado se trasladan al campo a fin de procurar alivio a la muchacha. Durante la permanencia en Bornos, una serie de acontecimientos va a alterar la vida de Serafina. No sólo va a curarse de sus transtornos, sino que va a hallar al compañero de su vida en un ex-combatiente carlista, Carlos Peñarreal, que ha decidido volver a la casa paterna tras la derrota de sus ideales políticos. Los jóvenes se enamoran casi sin darse cuenta de ello, pero antes de que su unión se lleve a cabo, es necesario allanar los obstáculos que se oponen a la misma: de un lado, Serafina está prometida a un militar de graduación; de otro, Carlos no tiene fortuna. Los conflictos se resuelven cuando el prometido, Alejandro, rompe el compromiso para contraer matrimonio con la hija de un marqués, y los padres de Serafina aceptan a don Carlos por la nobleza y honradez de su carácter. Al mismo tiempo, un amigo íntimo de éste, Félix de Vea, acude a Bornos para asegurarse del buen desenlace de los amores y termina él mismo prendado de la belleza de la hermana menor de Serafina, Primitiva. Las dos parejas terminan casándose. No es difícil identificar una serie de rasgos que hacen de esta novela un idilio, entre los que cabe citar en primer lugar el motivo del regreso. Carlos, último vástago de uno de los linajes más antiguos de Andalucía, ha determinado por propia voluntad retirarse a su pueblo natal al objeto de encontrar la paz consigo mismo que le ha sido negada en los tratos con el gran mundo. Dentro del sistema de valores de doña Cecilia, una persona que rechaza los falsos brillos de la corte merece los mayores encomios4. Así lo manifiesta Serafina, portavoz aquí del mensaje autorial: 4 En Clemencia (1852), la protagonista del mismo nombre desprecia la alta sociedad sevillana para instalarse de nuevo en la aldea de Villa-María. En Sevilla la joven ha descubierto la falsa pasión de Sir George, quien bajo su fachada de aristócrata culto y elegante esconde a un cínico incapaz de amar a nadie. Después del desengaño, Clemencia otorga su mano a Pablo, sobrino del cacique rural dotado de excelentes prendas morales.

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«¡Cómo desfigura el hombre la felicidad con sus pasiones turbulentas, su insaciable ambición y el fantástico e irrealizable ideal que se crea» (III: 153). En el caso de Carlos, empero, la recuperación del yo característica del beatus ille está teñida de pesimismo existencial. Antiguo combatiente carlista, el fracaso en el campo de batalla le ha quitado la ilusión de triunfar en la política y lo ha conducido a Bornos en espera de la muerte: «soy, sencillamente, el último Peñarreal que viene a morir en la cuna de su raza, como muere la última hoja de un árbol al pie del tronco de que nació» (III: 150). Con la única compañía de un criado con quien apenas cruza palabra, Carlos aparece al principio de la novela como un ser huraño cuya ocupación consiste en cuidar del hogar y de la huerta. Precisamente estos dos ámbitos gozan de especial relevancia en la novela idilio, en cuanto plasman el dominio ejercido por el hombre sobre la naturaleza y propugnan un orden alternativo al de la sociedad urbana convencional. Espacios fronterizos entre lo público y lo privado, los jardines y huertas de Bornos provocan la admiración de Serafina, quien cifra en ellos «todo cuanto encanta en la reunión de lo doméstico y de lo campestre» (III: 153)5. Por su parte, la casa de Carlos, «aunque pequeña, era tan bonita interior como exteriormente» (III: 154). En el salón hay una mesa cubierta «con lindas cestas de las más ricas frutas y las más hermosas flores» (III: 154). Significativamente, en el momento en que Serafina está acodada en la ventana de la casa de Carlos tiene lugar el primer diálogo entre ambos, que empieza a revelar la afinidad de sus caracteres. Serafina contempla «la hermosa vista que presentaba la naturaleza como con amore; cual un inmenso cuadro a los que la aman y comprenden» (III: 154). El ex-carlista, acercándosele, pregunta admirado: «¿Os gusta el campo? ¿Pensáis que esto sea bello?» (III: 154). A una sensibilidad especial hacia la belleza natural unen los dos jóvenes el consiguiente desprecio del lujo y la gloria cortesanos. La fusión de estos dos aspectos configura, de hecho, el eje temático de Un verano en Bornos, reforzado por dos citas de Octave Feuillet y Bernardin de Saint-Pierre puestas en boca de Primitiva y Carlos respectivamente: «detrás de cada florido matorral hay un idilio» (III: 160); «La continencia

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Gail Finney y María Teresa Zubiaurre dedican atinadas observaciones a la variedad de funciones del jardín en la narrativa del siglo XIX. Recordemos, de pasada, las descripciones de la casa y la huerta en Pepita Jiménez y Doña Perfecta.

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y la temperancia del hombre aseguran su salud: el desprecio de la vanagloria y de las riquezas, su reposo, y la confianza en Dios, su valor (III: 150). La novela se desliza, pues, hacia un idilio amoroso en estado puro (las faenas agrícolas no tienen relevancia aquí), donde se describe el proceso psicológico que culmina en un enamoramiento recíproco. La irrupción brusca del amor provoca en Carlos un ataque de spleen que lo despoja de su serenidad, colocándole «en una disposición de ánimo que hallo ridícula y afeminada y que he combatido sin piedad cuando la he visto en alguno de mis amigos» (III: 166). El hecho de que la mayor de las Villalprado esté comprometida con Alejandro supone un obstáculo en principio insalvable, máxime si se tiene en cuenta la rectitud de principios de Peñarreal. Éste no lee bien tampoco en el corazón de Serafina y cree que ella sigue prendada del militar: «Sabe que la amo, pero ella ama a Alejandro y rechaza con firmeza el amor que inspira a otro» (III: 174). Además, por un apego excesivo al orgullo de su linaje, se cree indigno de Serafina al no poder ofrecerle una posición económica boyante (III: 185; III: 192). Ante tal cúmulo de adversidades, no sorprende que Félix inste a su amigo a huir de Bornos y reunirse con él en Madrid6. Serafina, en cambio, se enamora de Carlos sin darse cuenta de ello (III: 176), por lo que ni siquiera le pasa por la mente que su sentimiento pueda ser correspondido. Al final, como cuadra a las necesidades del idilio, una cadena de circunstancias favorables hace posible la unión de los dos jóvenes en matrimonio: la ruptura de Serafina con su antiguo pretendiente en vista de la infidelidad de éste, la intercesión de los amigos y el consentimiento de los padres de Serafina. Es interesante resaltar la despreocupación del cabeza de familia Villalprado, don Prudencio, por la escasez de caudales de Carlos, circunstancia ésta que lo engrandece ante una burguesía obsesionada por el culto a lo material: «no es un hombre que a todo antepone el dinero, sino que lo deja en su puesto secundario» (III: 195). Ni siquiera lo acucia el deseo, no menos burgués, de emparentar a su hija con un apellido ilustre: «no fueron tampoco los pergaminos de Peñarreal cebo que le atrajese, porque don Prudencio

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En Pepita Jiménez, el Deán recomienda también a Luis que deje el pueblo y vuelva al seminario. En el capítulo correspondiente a Valera se analiza con mayor detalle esta dialéctica huida/retorno consustancial con el relato idílico.

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no es un hombre vano, es un hombre digno» (III: 195)7. En contraste con la atmósfera idílica de Un verano en Bornos, en Lágrimas (1850) la autora lleva más lejos que en cualquier otra novela la derrota de lo viejo a manos del capitalismo. En el retrato, algo tosco, del burgués ambicioso y sin escrúpulos don Roque de la Piedra convergen todos los defectos imaginables de su persona: avaricia, egoísmo, ausencia de amor paternal, además de grosería y falta de tacto. No se produce tampoco el arrepentimiento y conversión del personaje que esperamos al final, como si doña Cecilia quisiera dar a entender que esta clase de hombres no se detiene ante ningún obstáculo. Siguiendo el impulso de sus afinidades electivas, Carlos y Serafina acuerdan establecerse en Bornos durante la mayor parte del año, a excepción solamente de «lo riguroso del invierno» (III: 199), que lo pasarán en Cádiz. A tal efecto se piensa restaurar una casa que Carlos tiene en el pueblo, equipándola con todo lujo de detalles, en una síntesis perfecta de lo tradicional y lo moderno muy del agrado de la autora: «Chimeneas, papeles, cuarto de baño, nada le faltará de cuanto el moderno buen gusto pueda insertar sobre la antigua solidez y grandiosidad» (III: 199). Para culminar el idilio amoroso, Félix se encarga de sacar adelante un pleito que restituye a Carlos los antiguos bienes de la familia Peñarreal (III: 199). Únicamente la perspectiva final de la madre, apenada porque se queda de golpe sin sus dos hijas (III: 204), diluye un poco la felicidad reinante.

3. REALISMO FORMAL Pasemos a examinar ahora las relaciones que el casticismo de Fernán guarda con el concepto crítico de realismo. Según muestra Darío Villanueva en una monografía fundamental, la teoría literaria de occidente empezó acuñando una primera modalidad del mismo que podemos denominar realismo genético. Éste presupone una equivalencia entre las palabras y las cosas, gracias a la cual las primeras tienen la capacidad de reflejar directamente las segundas: el énfasis se pone «en la potencialidad imitativa o reproductiva de una realidad exterior a ella que la obra de arte verbal tiene» (Teorías, 30). Recurriendo al esquema del acto 7

De la unión de blasones y talegas va a componer Pereda una deliciosa narración, no exenta de toques humorísticos, incluida en Tipos y paisajes (1871). Doña Cecilia, por el contrario, no se permite nunca tomar el asunto a la ligera.

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comunicativo de Roman Jakobson, vemos que el realismo genético se relaciona con la función referencial del lenguaje. Se considera a Zola como el artífice de este tipo de realismo, si bien sus componentes aparecen ya, «por separado y con anterioridad, a lo largo del siglo XIX» (Teorías, 32). ¿Cómo se perfila dicha categoría en la obra de Fernán Caballero? Si nos atenemos a los principios de su estética, concluiríamos que el realismo genético es consustancial con su concepción de la novela, aun cuando el trasfondo romántico pudiera hacer pensar lo contrario. En efecto, nuestra autora se encuadra en la corriente que exalta el Arte como Verdad y propugna la superioridad de la poesía sobre la filosofía o las ciencias. Es poético aquello que brota espontáneamente, a impulsos del corazón, fruto de la fusión del yo en la Naturaleza8. Sin embargo, al pasar de lo abstracto a lo concreto, de la estética a las exigencias de la narración, Fernán se da cuenta de que no basta con el sentimiento y la claridad de expresión. Todo intérprete de la Naturaleza ha de contar también con agudas dotes de observación que le permitan captar las manifestaciones de esta esencia indefinible que encierra la Poesía. Hoy sabemos que doña Cecilia solía anotar impresiones de lo que veía y oía, y que de estos apuntes (esbozos de personas que conoció, modismos, chascarrillos, etc.) se sirve después en sus obras9. Es precisamente esta tarea de recopilación que va llevando a cabo durante la mayor parte de su vida lo que explica su espectacular floración como escritora a partir de 1849, año en que publica nada menos que cuatro novelas (La Gaviota, La familia de Alvareda, Una en otra y Elia), amén de otros relatos breves. He aquí, pues, cómo Fernán concilia las dos fuerzas centrípetas del romanticismo, el mundo exterior y la visión subjetiva, el espejo y la

8 «Dans le romantisme de Iéna, la conception de la nature n’est que le miroir du sujet poétique, le passage de l’un à l’autre est le passage du Même au Même. On pourrait dire encore que la Nature est le lieu où le sujet poétique se signifie à lui-même» (Schaeffer, 41). 9 Escribe al respecto Javier Herrero: «esa labor de recolección se extiende, no ya a las leyendas y cantes, romances y cuentos incluidos en su obra, sino que su “realismo poético”, su “costumbrismo” abarcan, con frecuencia, todos los elementos de su creación artística: las historias, los tipos, los diálogos, incluso detalles tales como el paisaje o las casas, están tomados directamente de la realidad, y ello no mediante una labor de recuerdo, sino sacando de sus bien provistos archivos historietas o descripciones» (286).

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lámpara10, hasta llegar a una nueva formulación que comprende lo principal del realismo genético. De un lado, está la diafanidad del estilo: «la realidad que precede a la obra encuentra su reflejo transparente en ella con la intervención de un arte literario que consiste fundamentalmente en el paradójico adelgazamiento de los medios que lo evidenciarían, sacrificados a aquel objetivo prioritario de recrear el referente exterior» (Villanueva, Teorías, 69; la cursiva es mía); de otro, la mirada objetiva a la realidad y su posterior calco: «el realismo genético todo lo basa en la relación del escritor con el mundo de su entorno, que aprehende por la vía de la observación y reproduce miméticamente de la forma más fiel posible» (Teorías, 70; la cursiva es mía). La superación del mimetismo a ultranza y el abrir paso al análisis de la obra en sí han impulsado el auge de un segundo tipo de realismo, que Villanueva califica de formal. Éste resulta «de la creación imaginativa que depura los materiales objetivos… y los somete a un principio de coherencia inmanente que los hará significar, más por la vía del extrañamiento que por la de la identificación de la propia realidad factual» (Teorías, 30). El foco de atención se desplaza de fuera a dentro, y no se busca ahora ni la correspondencia con el mundo exterior ni el grado de veracidad de la copia. Lo que se valora es el texto como entidad autónoma regida por leyes propias, su cohesión interna, el cómo significa, en suma, su «literariedad» (Teorías, 70). Este realismo, cuya génesis se encuentra en Flaubert, confiere mayor importancia a la función poética del lenguaje que a la referencial. La realidad se toma solamente de punto de partida para someterla después el autor a un elaborado proceso de depuración artística. Muy poco se ha estudiado la obra de Fernán Caballero desde esta vertiente, y ahí radica sin duda la causa de que el conocimiento de su narrativa haya ido poco más allá de las aportaciones (siempre fundamentales, mas también necesitadas de revisión) del maestro Montesinos11. Da la impresión de que no merece la pena seguir por tales derroteros porque la sentencia está dictada de antemano: la sociedad no se describe en la obra de Fernán en una multiplicidad de dimensiones,

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La imagen proviene del título del clásico estudio de M. H. Abrams, The Mirror and the Lamp. Romantic Theory and the Critical Tradition (1953). 11 Dos excepciones recientes son los libros de Marieta Cantos Casenave (1999) y Rosa Eugenia Montes Doncel (2001).

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los personajes recuerdan a los tipos del costumbrismo y apenas evolucionan en contacto con el ambiente y las coordenadas históricas, el relativismo moral brilla por su ausencia, etc. La autora no es sino una reaccionaria de tomo y lomo, y sus novelas el medio de que se vale para defender una ideología indefendible. La univocidad del mensaje, se concluye, no precisa de un análisis intrínseco12. Un verano en Bornos escapa a este reduccionismo crítico al que seguimos sometiendo la obra de doña Cecilia. Precisamente por llevar mucho más lejos de lo esperado las premisas del realismo formal, se da cima en esta novelita a lo mejor que la autora guarda dentro en cuanto a dominio de la técnica narrativa (alternancia de puntos de vista, metaficción, introspección psicológica, por citar algunos de los recursos más representativos). Al final, la mímesis termina diluyéndose ante el protagonismo que adquiere el juego retórico. Fernán no finge ya copiar ni reproducir del natural, sino que se deleita en presentarnos su texto como una combinación de significantes que pone al descubierto el engaño de la ficción. Mas no pensemos que Fernán opera en el vacío, recreándose solamente en su habilidad compositiva, puesto que lo revolucionario de la forma se engarza en un discurso sobre la tolerancia y la libertad individual que soterra la imagen autoritaria que tenemos de la escritora. En la gran tradición del realismo formal, continente y contenido son dos caras de la misma moneda. La novedad más llamativa de esta novela reside en la forma epistolar que la estructura de principio a fin: el cruce de cartas entre varios personajes que hace avanzar la intriga hasta llegar al desenlace13. A diferencia de la mayoría de los relatos de Fernán Caballero, en que la presencia autorial limita la fluidez narrativa, el nuestro corre a rienda suelta de principio a fin. Las digresiones ocupan un espacio mínimo, estando además puestas en boca de los personajes y no de un narrador extradiegético. Igualmente se abstiene la autora de mentar las fuentes de su narración, y no se intercalan tampoco anécdotas ni escenas costumbristas desgajadas de la acción principal. En fin, la propensión a 12 «Al hacer la crítica de Fernán Caballero los distintos autores no pueden eludir el tomar posiciones de acuerdo con sus propias connotaciones ideológicas y, en general, sigue sin estudiarse el hecho literario en sí, sino que, automáticamente, se centra la discusión en el conservadurismo reaccionario de la escritora» (Langa Laorga, 156). 13 La técnica la utiliza Fernán en otra novela, Una en otra, aunque sin el grado de sofisticación que en Un verano en Bornos.

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los cuadros de costumbres que luego se ensamblan con mayor o menor acierto en una unidad mayor, apenas tiene trascendencia en la obra que comentamos. Propone ésta una arquitectura donde prima una articulación rigurosa de las partes en el todo. Atenta como nunca a la dispositio, Fernán refrena su tendencia a la dispersión y se asegura minuciosamente de la sucesión lógica de los eventos. Cualquier elemento, por irrelevante que parezca a primera vista, debe colaborar en el sentido último del texto. Mientras Serafina escribe a su amiga Luisa Tapia contándole los pormenores del veraneo, otro tanto hace Primitiva con la hermana menor de aquélla, Teresa. En el caso de Primitiva, sin embargo, tenemos constancia de que las cartas no responden tanto al afán de poner al día a su destinataria cuanto a una tarea que le ha impuesto el aya: «me lo encargó para adiestrarme a expresar mis ideas sobre el papel» (III: 148). Consciente de estar practicando un ejercicio de redacción, Primitiva se declara muy puntillosa a la hora de ordenar y transmitir lo que quiere decir: «Después de esta previa introducción empezaré mi carta por lo primero, y no por lo último» (III: 148). Por otra parte, Fernán introduce diversos procedimientos que potencian el efecto de realidad propio de la carta. En una ocasión, Primitiva interrumpe la narración de un incidente porque le ha entrado sueño (III: 191), mientras que al final le cuesta mantener la contención al saberse querida de Félix: «esta pluma que no quiere obedecer a mi voluntad, sino seguir los impulsos de mi corazón» (III: 203). Al lector le queda la sensación, empero, de que la verosimilitud está siempre a expensas del juego ficcional. Más que exhibir pretensiones realistas, Fernán apela a nuestra competencia para que no perdamos de vista la autorreflexividad del texto. Las cartas de Primitiva, deberes de un escolar en vacaciones, funcionan de ese modo como metonimia de la novela toda: unas y otra vienen a ser, principalmente, una actividad literaria. Esta intención se expresa en clave irónica en uno de los episodios más atractivos de Un verano en Bornos. Al iniciar la correspondencia con su amiga, Primitiva agradece el celo que el aya ha mostrado en su educación, y en particular la insistencia en que aprenda las técnicas del arte epistolar: «considero que tiene razón Carolina cuando dice que tendré precisamente que escribir cartas en el transcurso de mi vida» (III: 148). Ni que decir tiene que la prolepsis se cumple, en el momento que la joven debe aceptar la propuesta de matrimonio que le ha hecho su enamorado. Aturdida, Primitiva no sabe cómo dar el sí:

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«—¡Yo!... ¡Yo escribirle», exclama, «no sé..., no puedo y no quiero» (III: 202). La madre se enfurece ante el apocamiento de la hija, quejándose de que «a qué se había gastado tanto dinero en su educación y mandado venir una aya de Francia, si a la primera ocasión que se le presentaba de escribir una carta salía diciendo que no sabía hacerlo» (III: 202). Al cabo de dos días, Primitiva se dispone al fin a responder, pero tras varias tentativas frustradas se ve obligada a pedir ayuda a su hermana: «rompió cuantas cartas escribió, unas por cortas, otras por largas, otras por tontas, otras por frías, y acabó por echarse a mi cuello suplicándome por nuestro cariño que le contestase yo en nombre de ella» (III: 202). Obviamente, la impotencia de Primitiva a la hora de pergeñar su carta contrasta con el triunfo que supone componer toda una novela a base de ellas. El guiño de Fernán, dirigido a los ingenuos que piensan que la escritura no consiste sino en trasladar al papel los latidos del corazón o los dictados de la mente, no puede ser más elocuente: llenar una hoja en blanco exige oficio y dedicación, y no está al alcance de cualquiera. Además de una reflexión sobre el acto de escribir, Un verano en Bornos invita al lector a un reconocimiento de los diversos códigos genéricos con que la obra entra en diálogo. Los ecos de la novela pastoril resuenan en un relato como el que nos ocupa, centrado en la presentación de casos de amor en el escenario idílico de un pueblo andaluz en verano. A tal identificación contribuye el encadenamiento de los personajes, ligados unos a otros de manera fortuita: Serafina es amiga íntima de Luisa, ésta prima de Félix, éste compañero de Carlos, y Serafina y Carlos coinciden en Bornos, donde van a enamorarse. La aparición de Carlos en el jardín de su casa, enfundado en ropas de jardinero, recuerda asimismo la del cortesano disfrazado de pastor: «este hombre que, aunque en traje de campesino», escribe Serafina, «tenía la figura más noble y hermosa y el porte y maneras del más distinguido caballero» (III: 154). El protagonismo que adquiere el paisaje establece otro punto de contacto con lo pastoril, ya que el marco campestre participa activamente en la feliz resolución de la trama. Ya hemos señalado cómo la sensibilidad de Carlos y Serafina ante la belleza de Bornos augura la unión posterior de dos almas afines. Un poco más adelante, Primitiva remacha la intertextualidad del universo bucólico, al juzgar de insólito que en pleno siglo XIX un joven se entierre en las soledades de Bornos: «todos quieren ser diputados, pero nadie anacoreta» (III: 159), aduce.

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Para ella, tal decisión puede darse solamente en la «ficción poética», que se erige de este modo en la «única casa noble a quien se haya dejado amayorazgada su mejor propiedad, la vida pastoril» (III: 159). El comentario de Primitiva menoscaba nuevamente la fuerza del realismo genético, al sugerir que la decisión de Carlos proviene de un contexto literario más que del referente histórico-social. En consecuencia, el lector de Un verano en Bornos tiene la sensación de habérselas él también con una «ficción poética14». Un tercer componente del juego ficcional concierne al rol dramático que se asigna uno de los personajes a fin de modificar los sucesos. Enterado por su corresponsal Luisa del obstáculo que presenta Alejandro en los amores de Carlos y Serafina, Félix urde el plan de engañar al prometido y apartarlo de la mayor de las hermanas. Una noche que coincide con el militar en una tertulia en Madrid, Félix se las apaña para deslizar la mentira de que la casa de Villalprado acaba de quebrar, lo que no hace sino aumentar en Alejandro el deseo de conquistar a otra pretendiente más acaudalada. Félix es consciente de haberse arrogado «el papel de Destino y por medios ilegítimos», mas poco le importa su falta si con ella logra realizar la unión que se ha propuesto: «¿no será más bien que el Destino se vale de mi ingenio para labrar la felicidad de nuestros amigos?» (III: 181). Alejandro, al que mueve sobre todo la codicia, no tarda en romper su compromiso tan pronto como cree haberse asegurado el matrimonio con Fanchetta. Cada vez más imbuido de su misión, Félix se muestra orgulloso de haber alterado con su intervención los acontecimientos: «—¡Nos hemos, pues, salvado, gracias en parte a mi papel de destino, que he desempeñado de la manera más acertada!» (III: 183). Sin embargo, la empresa no está terminada hasta que Carlos y Serafina se declaren el amor que se profesan y los padres de la muchacha otorguen su consentimiento. A tal objeto, Félix no vacila en acudir a Bornos y precipitar los acontecimientos con otra

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El entronque con el idealismo renacentista se complementa con alusiones a la novela cumbre de aquel período. Me refiero, claro está, al Quijote, con cuyo héroe mantuvo siempre Fernán una especialísima relación de cordialidad. Cuando Félix moteja a su amigo Carlos de «Quijote del siglo XIX» (III: 168) por vivir del modo que lo hace, erraríamos al suponer que el juicio es compartido por la autora. Ésta no le perdona a Cervantes que se burle tan cruelmente de su personaje. Como dice Carlos, hay que lamentar que un libro así se escribiera «con el fin, poco simpático para mí, de ridiculizar el noble espiritualismo en su caballero andante» (III: 173).

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jugarreta no menos osada: da a leer a los interesados las cartas de los demás, violando así el secreto de la comunicación epistolar. La estrategia surte efecto, primero con el padre: «sobre todo la última carta de Carlos y la de Serafina que me entregaste y que ambas puse en sus manos», escribe Félix a Luisa, «fueron las razones que le llevaron a condescender gustoso en un enlace que hará la felicidad de esa hija que tanto ama y aprecia» (III: 195); después con Carlos (III: 195) y Serafina (III: 196), quienes se dan cuenta al fin de la reciprocidad de su sentimiento. Irónicamente, el personaje de Destino que se dedica a arreglar amores termina él mismo enredado en ellos. Félix, hasta aquel momento inmune al enamoramiento, se confiesa vencido por la gracia de Primitiva y se retracta de su ideal de soltería (III: 198). La prueba más patente de que se han traspasado los límites del realismo genético tiene lugar cuando la ficción misma anuncia su carácter de tal. Esta circunstancia se produce en el momento en que Félix expone a Luisa su voluntad de que «el Verano en Bornos concluya por un casamiento, como una pieza de teatro o una novela» (III: 194). No se agotan aquí las transgresiones, pues a renglón seguido Félix invita a su prima a publicar las cartas, alegando el interés de las mismas y las semejanzas que guardan con una novela: «si se imprimiesen nuestras correspondencias, compondrían, sin que le faltase tilde, una novela de la más genuina y cándida verdad y de la más incontestable actualidad» (III: 194; la cursiva es mía). Al unísono, la autora proclama y niega la autenticidad del relato, indicio de que lo lúdico ha adquirido ya estatuto propio dentro de su universo literario. Un verano en Bornos no va a satisfacer a los que busquen en ella indicaciones o pistas para una lectura realista. Ésta no tiene cabida en una novela que hunde sus raíces en el ideario romántico y declara, de manera abierta y consciente, su estatuto ficticio. Incluso la apelaciones directas al receptor no hacen sino confirmar la autorreflexividad del texto, cortando toda posibilidad de comunicación con el referente. La narración termina justamente en el momento en que el matrimonio Villalprado se dirige «Al lector de esta novela» para que dé su beneplácito al doble casamiento: «Don PRUDENCIO VILLALPRADO y DOÑA MARIANA LA RIVA DE VILLALPRADO participan a usted el enlace contraído por sus hijas SERAFINA y PRIMITIVA, la primera con don CARLOS PEÑARREAL y la segunda con don FÉLIX DE VEA, deseando merezca su aprobación» (III: 105). El colofón carece de verosimilitud, ya que introduce un diálogo entre personas pertenecientes a planos diferentes, uno

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ficticio (los Villalprado) y otro real (el lector de carne y hueso). Colocada estratégicamente al final, la carta termina por enterrar el último vestigio de mimetismo que todavía pudiéramos esperar en la novela. Cuanto más se insiste en el carácter verdadero de la correspondencia epistolar, más convencidos estamos del engaño. Un verano en Bornos, en definitiva, nos persuade de que el juego de la ficción suplanta maravillosamente la fuerza del realismo genético que esperamos en una autora aparentemente afín a dicha doctrina. Se han analizado en este apartado tres direcciones en las que nuestra novelita despliega los atributos de su ficcionalidad: la retórica de la escritura, la intertextualidad y las muestras de metaficción. Con ello se pretende hacer hincapié en la importancia que confiere nuestra escritora a la constitución del texto como unidad independiente. El menoscabo de la referencialidad no debiera considerarse una carencia, pues es sabido que cuanto más vulnera las convenciones del realismo, más valora el lector actual la novelística del XIX. En palabras de John Kronik, «tal vez el verdadero placer del texto realista reside no tanto en su creación de grandes personajes y de mundos humanos verosímiles como en sus momentos de anulación del mimetismo» (2). Arraigada en la mejor tradición del género, Un verano en Bornos reflexiona sobre las inestables fronteras de lo real y rinde culto a la erótica de la ficción, estímulo éste del que dimanan algunos de los signos más inefables de nuestra condición humana. En eso sí quiso doña Cecilia seguir a Cervantes.

4. OBRA IN NUCLEO Como iniciadora de la corriente regionalista en la novela del XIX, la obra de Fernán Caballero abunda en la descripción de los usos y costumbres que configuran el modo de ser español (y en particular, andaluz). Su nacionalismo, aparte de exaltar las virtudes de sus compatriotas, propone una reflexión sobre la variedad de temperamentos que forma el carácter de un país. No en vano, y en ello hemos venido insistiendo a lo largo de este capítulo, fueron las ideas románticas las que forjaron lo mejor de su personalidad. Mas si en sus narraciones aparece con frecuencia la visión relativista e histórica, no es menos cierto que se suele tomar partido en favor de unos u otros: el cacique y el aristócrata son preferibles al burgués, la esposa resignada a la rebelde, el campesino al habitante de la metrópoli, etc. La jerarquía se tergiversa solamente en casos aislados, sobre todo en algunas figuras

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femeninas en las que la condena de su comportamiento va a la par de la admiración que la autora siente por ellas (Marisalada en La Gaviota y Rita en La familia de Alvareda, por poner dos ejemplos evidentes). En Un verano en Bornos, el respeto a la diferencia alcanza proporciones inusitadas, hasta el punto de erigirse en mensaje central. Probablemente por la ausencia de un narrador en tercera persona que le instaba a la prédica, doña Cecilia se siente por fin con ganas de fundir su verdadero yo en el coro de voces del relato epistolar. Un primer modelo de tolerancia lo constituye la inquebrantable amistad de Carlos y Félix, frente a la que nada puede el hecho de que ambos encarnen credos opuestos: «¿Por qué han de desunir las cabezas a los corazones?» (III: 169), proclama Félix. Carlos hace gala de un apego al pasado con el que se identifica la autora: «Retroceder, retroceder, y no hagáis de nuestro noble y poético país un ridículo maniquí; ¡retroceder, retroceder!, que cuando es incontestablemente mejor lo pasado que lo presente, el retroceder es progresar» (III: 170). Por su parte, Félix acaba de obtener acta de diputado y sueña con la reforma del país. Políticamente «liberal como el que más» (III: 167), reúne en su persona a lo mejor del ilustrado y el castizo: «lo que más agrada en él», reconoce su prima Luisa, «es que al adquirir en sus viajes buen trato, mundo, ilustración y saber, nada ha perdido de su gracia y naturalidad española» (III: 147). Lejos de inclinarse por un personaje u otro, como suele ser norma en Fernán, esta novela apuesta decididamente por la reconciliación, con miras a un futuro mejor: «a la puerta está el porvenir, la nueva generación y con ella una renovada era en la que cediendo cada cual en sus pretensiones… se unirán como la fresca hiedra al fuerte roble, hermoseando ésta a aquél y aquél sosteniendo a ésta» (III: 169). Que el que hable así sea el conservador Carlos dice mucho de las convicciones que alimentaba la propia doña Cecilia, y que rara vez se atrevió a formular abiertamente en público15. La disparidad que hemos visto en los dos amigos se observa igualmente en las hermanas, si bien aquí desde una dimensión psicológica y artística. Durante el veraneo en Bornos se despierta en Serafina un anhelo tan fuerte de entrar en comunión con la campiña que la idea de regresar a la ciudad se le hace insoportable: «¡Lo ficticio después de la 15

Hay un relato breve de Fernán Caballero que trata de la cuestión con igual espíritu de ecuanimidad: Tres almas de Dios (1855), que en ediciones posteriores aparece con el título definitivo de Un servilón y un liberalito.

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realidad! ¡Y pensar que si Alejandro se acuerda de mí será para quererme llevar a Madrid! ¡Oh, Luisa! ¡Yo no he nacido para esa vida de ruido y de movimiento» (III: 175). La joven descubre que, aunque la inteligencia y la ambición garantizan el triunfo en sociedad, «la nobleza, la elevación y la delicadeza de sus sentimientos» (III: 164) constituyen prendas más valiosas que sólo se adquieren viviendo en una suerte de armonía cósmica. Primitiva, en cambio, se burla de la sentimentalidad de su hermana y no tiene reparos en confesar que Bornos le gusta para estar en él solamente «un ratito» (III: 164). Ella no suspira por árboles ni plantas, sino por los bailes de salón, en que «adquieren tanta elegancia el hombre y la mujer» (III: 164). Las dos difieren asimismo en gustos estéticos, en particular en su concepción de lo poético. Serafina, portavoz del romanticismo de los Böhl de Faber, se adhiere a «la sencilla poesía de la vida real» (III: 155) que la naturaleza transmite a quien se deja impregnar de ella. Por el contrario, las fuentes de la creación las localiza Primitiva en el intelecto: «¿No ves que la inspiración la comunica Apolo y no estos andurriales?» (III: 164). Además, en lo que viene a ser un insólito rasgo de modernidad, la hermana menor anuncia que también «las ciudades inspiran poesía», y se confiesa partidaria de una «poesía ciudadana» (III: 164). La estimación por dos tipos distintos de arte, uno natural y otro aprendido, exalta nuevamente la diversidad frente a la regla clásica de la imitación universal16. Puesto que la uniformidad comporta una actitud postiza, cada ser humano debe seguir las inclinaciones que mejor se adapten a su persona. En el caso de las relaciones personales, hay que buscar sobre todo la compatiblidad de caracteres, lo que Primitiva denomina «simpatía» (III: 159)17. Ésta arraiga en Carlos y Serafina a medida que su trato se hace frecuente, hasta convertirse en una admiración y una estima mutuas que ceden paso al amor. Peñarreal lo manifiesta claramente a su amigo: «cada conversación que tenemos es como un tema cantado a dos voces; lo que sucede cuando llevan los pensamientos un mismo giro, los ocupan las mismas cosas, los elevan los mismos sentimientos 16 Un poco más adelante, Carlos define las «dos fuentes de poesía, una que brota de la cabeza, que es teórica; otra que mana del corazón, que es práctica» (III: 172). 17 El desenlace está ya anticipado en el siguiente comentario de Luisa a su primo Félix: «si las inclinaciones nacen de la paridad de caracteres y de las simpatías en el sentir y en pensar, Serafina es la predestinada a tu amigo Peñarreal… como Primitiva la que lo está para ti» (III: 167).

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y los consolidan los mismos principios» (III: 172). En Félix y Primitiva todo transcurre muy rápidamente, como corresponde a dos jóvenes impetuosos que se encuentran más cómodos en la esfera de la acción que en la de la reflexión. El salero de Primitiva cautiva a su futuro marido, amante del brillo exterior y poco predispuesto a compartir las honduras de sentimiento de Carlos y Serafina. Se comprende también que un político liberal que va a fijar residencia en Madrid se sienta atraído por las ideas progresistas y feministas de la hermana menor18. La decisión de Carlos y Serafina de permanecer en Bornos, por su parte, casa bien con sus creencias tradicionalistas. En palabras de Primitiva, «cada uno en este mundo tiene su distinto ser» (III: 174). Este capítulo tenía como principal objetivo proponer una síntesis de la poética de Fernán Caballero, a partir de un análisis de Un verano en Bornos orientado en tres vertientes. En primer lugar, y desde el punto de vista de género literario, dicha novela se inscribe en las coordenadas del idilio amoroso según los aspectos reseñados anteriormente: regreso a la tierra natal, recuperación de una identidad perdida, plenitud amorosa en el seno de la naturaleza y rechazo de las pompas cortesanas. A continuación, desde la acotación de la estética castiza se da cuenta de la superación de la teoría del reflejo en aras de un realismo formal. Éste se manifiesta en una serie de atributos que refuerzan el carácter metaficticio del texto y terminan por borrar los límites entre lo real y lo ficticio. Esta concepción autónoma de la literatura está en consonancia con el principio romántico que equipara lo artístico con lo real. Finalmente, una lectura temática apunta al reconocimiento de la diversidad de temperamentos que conduce a la libertad de elección del individuo. No son éstas las coordenadas en las que habitualmente encuadramos la novelística de Fernán, de ahí mi invitación a reconsiderar el lugar que le corresponde en la narrativa decimonónica. Si tan dispuestos estamos a señalar sus limitaciones, quizás no sea del todo improcedente encarecer el hecho de que, al menos en esta ocasión, doña Cecilia supo aderezarse con sus mejores galas y componer un emotivo homenaje a la tolerancia y el respeto humanos.

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Ésta no vacila en motejar de «gran preste» del oscurantismo (III: 198) al médico de Bornos, por tener ideas anticuadas del matrimonio. Para ella, la educación es un instrumento esencial en la mujer casada: «los novios presentes, a imitación del siglo actual, tienen otras exigencias que los anteriores» (III: 198).

CAPÍTULO 2 UN COSMOPOLITA LOCAL: TEORÍA Y PRÁCTICA DEL IDILIO EN VALERA 1. FICCIÓN LIBRE, MA NON TROPPO Suele darse por sentado que la poética de Juan Valera se cifra en una evasión de la realidad hacia los confines de la estética, si bien hay que matizar que, al lado de la doctrina del arte por el arte, nuestro escritor exhibe una predilección no menor por el razonamiento intelectual. Efectivamente, sus novelas abundan en disquisiciones sobre cuestiones religiosas o filosóficas puestas en boca de unos personajes que actúan de portavoces de la ideología del autor. Asimismo, sería erróneo suponer que el virtuosismo de su estilo (suya es la prosa más elegante del XIX) le impide tomar el pulso a su época. Aunque su narrativa deja de lado conflictos como el auge de la clase proletaria, no por ello se ignoran las profundas transformaciones que sacuden el país después de la Revolución de 18681. Ocurre que en vez de componer un cuadro que abarque todos los contornos de la sociedad, al estilo de Balzac o Galdós, Valera se sirve de un lienzo más pequeño para pintar al individuo en abstracto. Su obra explora, en fin, las vicisitudes de unos personajes que luchan por realizar su potencial en un mundo despojado ya de categorías absolutas. Y si bien el amor es el estímulo que mueve a la

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Comparto la opinión de Joan Oleza: «No es, pues, el arte de Valera un arte desinteresado del mundo, ni mucho menos: su realismo idealizador, poético, esteticista, que deleita imitando, también muerde en la realidad, alude a su podredumbre, a su fanatismo, aunque casi siempre con ironía y de pasada» (52). Jo Labanyi va más lejos incluso, al atribuir al creador de Pepita Jiménez una agenda política afín a la Restauración canovista: «Pepita Jiménez sets out in advance the Restoration’s agenda of creating a modern, integrated nation-state through the palliation of conflict» (268).

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mayoría de sus protagonistas, Valera trata con igual intensidad otras cuestiones de su tiempo: la autenticidad de la vocación de cada uno (Pepita Jiménez, Doña Luz, Morsamor), la contraposición entre la imaginación romántica y las exigencias del vivir cotidiano (Las ilusiones del doctor Faustino, Pasarse de listo), o la dignificación de la mujer en un mundo dominado por el hombre (Juanita la Larga). Al abordar estos temas, su compromiso humanista lo lleva a defender el libre albedrío frente a los convencionalismos sociales. Como moralista «entregado al estudio del hombre, de sus acciones y de sus móviles» (Montesinos, Valera, 183), nuestro autor hace gala de una inquebrantable fe en las virtudes de la tolerancia y el respeto. Más cosmopolita que cualquier otro escritor de su generación, Valera viaja extensamente y ocupa diversos cargos diplomáticos en el extranjero. En vista de este bagaje internacional y la familiaridad con que se mueve en las esferas de la corte, no deja de sorprender que un elevado número de sus novelas se ubique en el reducido ámbito de las aldeas cordobesas donde transcurrió su infancia2. Sus sentimientos hacia el campo no fueron nunca entusiastas, puesto que si bien recuerda con nostalgia su lugar natal no se le pasa por la mente enterrarse «in a small provincial town except as a last resort» (DeCoster, 201). Tampoco se lo puede considerar un escritor regionalista, dado que el paisaje tiene por regla general una función secundaria en su obra3. En vez de integrarse en la trama o ayudar a la caracterización de los personajes, el componente regional tiende a diluirse en una serie de digresiones encaminadas a mostrar el espíritu agudo, erudito o socarrón del propio Valera. Según escribe en «El regionalismo literario en Andalucía», su afinidad con este movimiento se reduce a una preferencia de carácter folclórico por «los juegos florales, las procesiones y las ferias» (II: 1051). Poco dispuesto a comprometerse con causa alguna, Valera no se decide

2 Debemos a Manuel Azaña, tal vez el mejor conocedor de la figura y obra de Valera, esta aguda observación: «Es notable que Valera, genuino hombre de mundo, que vivió medio siglo cumplido en lo más denso de la sociedad madrileña, que conocía a fondo la capital y sus gentes, que sabía al dedillo innumerables historias, genealogías, aventuras y enredos secretos, desdeñase una materia tan copiosa» (56-57). 3 «En la obra de Valera el campo se ve apenas; no es el campo, es la aldea lo que figura en sus novelas de ambiente rústico, y más que la aldea, sus hombres. El paisaje rural de Valera es un paisaje humano. Él no comprendió nunca bien aquel regionalismo que se había apoderado de la novela española» (Montesinos, Valera, 101).

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a abrazar los postulados políticos de tal doctrina por temor a los «alborotos, motines y hasta guerras civiles» (II: 1051) que pudieran ocasionarse. Por tanto, si por un lado rechaza tajantemente Valera los principios de la escuela naturalista4, por otro no se adhiere tampoco a la novela costumbrista-regionalista. De tal indeterminación se vale Montesinos para presentar a nuestro autor como portaestandarte de la ficción libre: «ocupa una posición única en la literatura española del siglo XIX, escriba novelas, cuentos o cualquier otra cosa. Todo cuanto hace es valeresco y queda forzosamente fuera de las clasificaciones usuales» (Valera, 1). Mucho hay ciertamente de singular en el arte de Valera: educado en el ideario romántico pero escribiendo en unos años de dominio del canon realista, no se identifica con ninguno de estos movimientos. Él es en el fondo un clásico, predispuesto por temperamento a acatar las normas del orden, la moderación, el buen gusto y la belleza idealizada. En este parentesco radica, como acertadamente expone María del Pilar Palomo, «la causa del perfil anómalo que su novelística presenta en el cuadro general de la novela realista decimonónica» (XVI). Su obra está además repleta de referencias cultas que remiten a un profundo conocimiento de las letras griegas y latinas, de las que se sirve para comentar, muchas veces en clave humorística, acerca del carácter o actitud de un personaje. Convendría limitar, en cualquier caso, la vigencia de esta ficción libre que pretende hacer de nuestro autor un caso aislado y sin precedentes en la literatura de su tiempo. De hecho, y dado el grado de autoconciencia artística que poseyó siempre Valera, contamos con testimonios suficientes para insertar lo esencial de su poética en el molde del idilio. Destacaría en primer lugar la ya mentada traducción de la pastoral de Longo, Dafnis y Cloe. Recordemos que la publica Valera en 1880 (¡un año antes de que vea la luz La desheredada de Galdós!), con la esperanza de hallar buena acogida y contribuir al establecimiento del idilio en prosa en las letras hispanas. Las simpatías por Longo le vienen de lejos, puesto que ya en 1860, en «De la naturaleza y carácter de la novela», manifiesta su deseo de que en el presente «se pudiesen escribir muchas cosas por el estilo» (II: 201). La novelita griega suscita el interés

4 Así lo hace en su conocido artículo, «Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas» (1886-1887).

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de Valera por una serie de rasgos fácilmente asimilables a un credo cuya suma se encuentra en Pepita Jiménez: brevedad, estudio psicológico de los personajes, idealización del paisaje, pulsión erótica y exaltación del amor carnal en un escenario paradisiaco (Romero Tobar, 62-63)5. Temáticamente, el regreso de Dafnis y Cloe al campo tras una breve estancia en la ciudad coincide además con la exaltación de la vida rural consustancial con las novelas idílicas. Una segunda fuente en la que bebe Valera es George Sand. De ella le atrae el realismo de sus novelas campesinas, sobre todo la verosimilitud en la caracterización: «Sus rústicos son verdaderos rústicos, tostados del sol, encallecidas las manos del trabajo, mal vestidos, peor comidos y sin una peseta» (II: 195). El autor cordobés tiene clara conciencia de las diferencias que separan a las criaturas de ficción de George Sand de los «ideales y cortesanos pastores engalanados de rosas y moños, sin más ocupación que componer artificiosos versos o tocar el caramillo, y en familiar convivencia y trato con las ninfas y los faunos y hasta con el mismo Amor y otras divinidades superiores» (II: 195). La distinción se corresponde con la que se ha señalado entre lo idílico y lo pastoril, atribuyendo a aquél un compromiso ineludible con la realidad de su tiempo que apenas se entrevé en éste. Con todo, es característica de George Sand (y, por ende, del idilio) la sublimación amorosa de los protagonistas, la cual «saca de sus almas una luz encantadora, cuyo resplandor esclarece y trastrueca la escena» (II: 195). Dicha facultad hace de la escritora gala una «eminente poeta» (II: 195), máximo elogio que podía tributarle Valera a un novelista6.

2. EL IDILIO EN EL COMENDADOR MENDOZA Y JUANITA LA LARGA Que nuestro autor fue consecuente con sus dictados teóricos se constata en el hecho de que sus dos mejores novelas, Pepita Jiménez (1874) y Juanita la Larga (1895), se inscriben en la tradición del idilio. Una tercera, El comendador Mendoza (1876), mantiene por su parte una fuerte relación

5 De ahí que la traducción tenga «para el entendimiento de la novela de Valera un interés extraordinario» (Palomo XII). 6 En «De la naturaleza y carácter de la novela» Valera concibe ésta como un subgénero poético: «Llamo a la novela poesía, aunque las novelas, por lo general, se escriben en prosa, porque ni son historias, ni Ciencia, ni Filosofía, y, aunque no estén en verso, no dejan de ser parto de la imaginación poética» (II: 89).

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intertextual con dicha modalidad. Ciñéndonos por el momento a esta última, en el capítulo VII se nos refiere cómo Carlos de Atienza recita un idilio en presencia de don Fadrique y su familia, en el que se exponen las quejas del zagal Mirtilo por el amor que siente Clori hacia un viejo rabadán. Ello motiva las protestas del comendador, al creerse falsamente representado en el poema: «yo no soy viejo ni rabadán…, ni me parezco en nada al del idilio» (I: 360). Estructuralmente, pues, la lectura del idilio sirve de punto de arranque de los sucesos, tal como Lucía confiesa a su tío Fadrique: «El pícaro idilio tiene la culpa. Sin el idilio, ni a usted le hubiera yo confiado nada» (I: 389). A partir de este momento, la novela se transforma en una peripecia amorosa teñida de elementos melodramáticos y folletinescos que culmina en un final feliz. Unidas en matrimonio las dos parejas, Carlos compone un segundo idilio en honor del comendador, «como la palinodia del primero» (I: 452). En él se alaba la conveniencia de la unión entre un hombre maduro y una mujer joven, positiva reelaboración del tema (siempre caro a Valera) del viejo y la niña. Con la transcipción completa del mismo (I: 452-453) se cierra la novela. A pesar de la importante presencia del juego intertextual, El comendador Mendoza no puede calificarse propiamente de novela idílica7. La naturaleza, aunque descrita con delectación y morosidad en un paseo campestre en el capítulo VIII, carece de relevancia como mediadora del conflicto (compárese, a este respecto, el papel clave de la misma en el episodio central de Pepita Jiménez). Debilita asimismo su condición de idilio el que los hechos principales no transcurran en Villabermeja, sino en la pequeña ciudad donde reside el hermano de don Fadrique. En este escenario, la participación de la colectividad en el buen desarrollo de los sucesos es nula. Todo se resuelve, en cambio, a partir de largas entrevistas entre los protagonistas, reflejo evidente del gusto de Valera por la casuística. Más tiene nuestro relato, en fin, de intriga provinciana en torno a un caso de conciencia que otra cosa. Por otra parte, el argumento sí incorpora motivos propios del idilio, a saber: el retorno a la tierra natal y el menosprecio de corte. Segundón de la ilustre estirpe de los Mendoza, don Fadrique se marcha de su pueblo a seguir la carrera militar en la Marina. Durante años viaja por tierras

7 En carta a Gumersindo Laverde fechada el 31 de diciembre de 1876, Valera sí bautiza El comendador Mendoza de «idilio» (Montesinos, Valera, 126).

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exóticas, «ya en el Perú, ya en el Asia, en el Extremo Oriente» (I: 371), anhelando «adquirir honra, dinero y posición» (I: 372). Vive también dos años en Madrid (I: 374), durante los cuales se desengaña del liberalismo y la fe ilimitada en el progreso humano. En la primavera de 1794, rico y cansado de peregrinar por el mundo, toma la decisión de afincarse en Villabermeja en busca «de reposo, de oscuridad y de calma» ( I: 376). A tal efecto se instala en la casa solariega, espacio ideal para forjarse «un retiro rústico al par que elegante» (I: 380). Más patente es la filiación genérica de Juanita la Larga, a la que Montesinos califica de «último idilio clásico de la literatura española» (Valera, 149)8. La obra aparece por entregas entre octubre y noviembre de 1895 en El Imparcial, poniendo fin a más de quince años de silencio en la producción novelística del escritor de Cabra. De vuelta a Madrid a los 71 años, mermado en su salud por la ceguera, Valera reúne todavía fuerzas suficientes para reanudar su interrumpida vocación. El periplo diplomático de quince años en el extranjero no despoja nunca a Valera de su condición de andaluz, encaminándolo de nuevo al recuerdo nostálgico de su niñez en Cabra y Doña Mencía. La acción se sitúa en Villalegre, en un tiempo indeterminado y desprovisto de referencias históricas. En la descripción de antecedentes y personajes principales rezuma la imagen de un régimen patriarcal bajo la férula de Andrés Rubio, quien dirige al pueblo con mano experta: «si todos los caciques fueran como don Andrés, sería gran ventura que cada pueblo tuviese su cacique» (I: 582)9. La profusión de escenas costumbristas refuerza asimismo la impresión de armonía dentro de la comunidad: el ir por agua a la fuente (I: 539-540), la feria (I: 552-554), las procesiones (I: 554-557; I: 604-607). En Juanita la Larga se narra un proceso amoroso cuyo desenlace es la unión de don Paco López, privado de don Andrés, y Juanita, hija natural de Juana la Larga. La diferencia de edad entre ambos (nueva versión del viejo y la niña) no es el mayor obstáculo que se opone al noviazgo, sino el nacimiento ilegítimo de Juanita y los recelos que ésta despierta en doña Inés, hija de don Paco, y el resto de Villalegre. 8 En el mismo año se publica Peñas arriba, cumbre del idilio en prosa en las letras decimonónicas españolas. 9 Como don Fadrique, don Andrés ha vivido en Madrid y viajado por Francia, Italia e Inglaterra. Finalmente ha vuelto a Villalegre, «desengañado y harto del estruendo de las grandes ciudades y de sus pompas vanas» (I: 582).

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Después de diversas peripecias, don Paco se hace acreedor al amor de la muchacha por la fidelidad y gentileza de su trato: «Sólo don Paco fue constante en amarme y respetarme» (I: 623). Juanita, encarnación de la libertad honrada que remite a la Preciosilla cervantina, es capaz de restablecer su honor haciendo uso de un ingenio y una valentía fuera de lo comunes (I: 626). Una vez satisfechos los deseos de cada protagonista, en el epílogo se recupera la sensación de ucronía típica del idilio. Allí se nos informa que las cosas en Villalegre siguen casi igual seis o siete años después del matrimonio entre don Paco y Juanita (I: 628-31). Por último, y en consonancia nuevamente con la poética del idilio, la colectividad de Villalegre dista mucho de ser ejemplar en la conducta de algunos de sus habitantes. A la maledicencia y el qué dirán, males endémicos de cualquier aldea, se suma una cadena de vicios que el narrador, siempre reticente, se atreve solamente a sugerir: don Álvaro, marido de doña Inés, es jugador, bebebor y adúltero; doña Inés tiene una amistad algo más que platónica con don Andrés; señoras respetables de Villalegre se deshacen de los hijos fruto de relaciones extramatrimoniales, comportamiento que contrasta con la dedicación de Juana a la crianza y educación de su hija; finalmente, la estrechez de miras de las clases rectoras (clero, nobleza y alta burguesía) pretende negar a Juanita, en virtud de su oscuro nacimiento, la posibilidad de una vida digna sancionada por el matrimonio.

3. EL REGRESO A LA ALDEA EN PEPITA JIMÉNEZ El tiempo de la trama está cuidadosamente estructurado en Pepita Jiménez. La primera sección consiste en una colección de cartas de don Luis a su tío el deán, fechadas del 22 de marzo al 18 de junio. La segunda, «Paralipómenos», es una narración en tercera persona que abarca del 23 al 24 de junio, con un breve apunte de la boda de Luis y Pepita que tiene lugar el 27 de julio. En el epílogo, el editor selecciona unas cartas de don Pedro a su hermano el deán que llenan el intervalo de los cuatro años posteriores al enlace de los protagonistas. Sin embargo, y a pesar de la precisión cronológica, se respira a lo largo de toda la novela una atmósfera de atemporalidad, más acentuada si cabe al final: «a sense of timelessness, particularly in the ending, where the classical arts of literature, painting and sculpture combine to give the effect of repose in eternity» (Whiston, 26).

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Las referencias de época están virtualmente ausentes, mientras que el lugar donde transcurre la acción apenas deja entrever la impronta del progreso intelectual o material10. Al recalar Luis en el pueblo, se sorprende de lo atrasada que está la gente en lo relativo a ideas y costumbres modernas. Además, puesto que nadie lee un libro ni por asomo, se pregunta cómo pueden corromper «las malas doctrinas que privan ahora» (I: 123). La sensación de estatismo refuerza la circularidad temporal de la obra. La vida en la aldea se circunscribe al trabajo, la comida, la familia, las fiestas, en una secuencia de realidades básicas dispuestas en torno al calendario. En cuanto a sus habitantes, por lo general se contentan con la suerte que les ha tocado y no les preocupa auparse por encima de su condición. El buen gobierno del cacique don Pedro, unido a la caridad de Pepita y la guía espiritual del vicario, bastan para satisfacer sus necesidades. Como aduje anteriormente, la descripción de la lucha de clases no casa bien con el talante de Valera, más atento por norma a la problemática individual que a la cuestión social11. En la novela idílica se borran las coordenadas temporales al objeto de integrar el ritmo de la vida humana en los ciclos de la naturaleza. En Pepita Jiménez, más que en el resto de su ficción, el ambiente ejerce una influencia constante en los personajes. Don Luis, ya desde el comienzo, siente temor y admiración a la vez por el maravilloso paisaje que se extiende ante sus ojos. En su contemplación halla indicios de un orden divino, pero también una distracción de sus inclinaciones religiosas en que yace «algo de delectación sensual» (I: 127). Su mirada se detiene también morosamente en la huerta de Pepita, trasunto del clásico locus amoenus con cascada, flores, árboles y abundancia de frutas y verduras (I: 128-129). Más adelante, el seminarista vaga por los 10

Es habitual en Valera «la exclusión del tiempo como factor novelesco» (Oleza, 60). Algunas de estas ideas las desarrolla Joan Ramon Resina en un brillante análisis del idilio en Pepita Jiménez. Lo mismo cabe decir acerca de la adscripción al romance que proponen Vernon Chamberlin y Richard Hardin: «Romance is generically associated with summertime: solar imaginery frequently supports the characterization of the male protagonist, and the story unfolds against a background of seasonal change as the protagonist almost invariably triumphs over all difficulties, entering into a happy marriage with his feminine counterpart during the summer» (69). Sin embargo, ninguno de estos críticos tiene en cuenta la novela idilio como subgénero narrativo ni el cronotopo idílico de Bajtin. No abordan tampoco el conflicto entre retorno y huida, que considero central en la obra maestra de Valera. 11

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alrededores del pueblo a fin de calmar sus emociones antes de despedirse de Pepita para siempre. El hechizo del solsticio de verano en la noche de San Juan, con sus tonos de paganismo, termina por aniquilar su resistencia ascética: «se sintió dominado, seducido, vencido por aquella voluptuosa Naturaleza» (I: 169). La contenida pasión que siente por Pepita se refleja por doquier que pasee su mirada: «la Tierra toda parecía entregada al amor en aquella tranquila y hermosa noche» (I: 169). Así, no sorprende que cuando llegue a casa de la joven viuda su propósito de abrazar el sacerdocio esté derrotado de antemano. Valera, cuyo quehacer artístico se cifra en visitar las escenas de su infancia andaluza por vía de la imaginación, construye su novela a partir del regreso temporal de Luis de Vargas a su pueblo de origen. Allí, y después de una prolongada estancia en el seminario, se produce un extático reencuentro con la gente: «El contento de verlos y de hablar con ellos» (I: 117); y asimismo con el paisaje: «Lo que ahora comprendo y estimo mejor es el campo de por aquí» (I: 118). No obstante, en pocos días se da cuenta de que siendo hijo de quien es le resulta imposible llevar una vida ordenada como en el seminario: «en un lugar de Andalucía, y, sobre todo, teniendo la honra de ser hijo del cacique, es menester vivir en público» (I: 136)12. A menudo, se queja de no disponer de tiempo para leer o meditar debido a las numerosas celebraciones a las que debe asistir. Inmerso en un ritmo frenético de fiestas, jiras, tertulias y visitas, teme estar participando en un exceso de actividades poco edificantes para un futuro hombre de iglesia: «aquí me paseo mucho a pie y a caballo, voy al campo, y por complacer a mi padre concurro a casinos y reuniones» (I: 143). A consecuencia de una agenda tan apretada, se siente mal interiormente y lamenta haber salido del seminario: «¡Cuánto me pesa de haber venido por aquí y de permanecer aquí tan largo tiempo!» (I: 134). Por si lo anterior no bastase, su creciente atracción por Pepita empieza a poner en peligro su vocación. Aunque intenta engañarse a sí mismo asegurando al deán que no va ser víctima de los encantos de la joven, éste sabe leer entre líneas lo que pasa y le insta a partir enseguida. 12 Por contra, en la ciudad «es fácil no recibir, aislarse, crearse una soledad» (I: 136). Es éste también el perfil del novelista moderno (léase realista), un individuo solo y aislado que ha cortado sus lazos con la comunidad: «the solitary individual, who is no longer able to express himself by giving examples of his most important concerns, is himself uncounseled, and cannot counsel others» (Benjamin, Storyteller, 87).

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A modo de excusa, Luis le responde que no puede seguir su consejo para no desairar a su progenitor: «Mi padre no quiere que me vaya; mi padre me retiene a pesar mío; tengo que obedecerle» (I: 137). En cartas fechadas el 12 y el 19 de mayo reconoce finalmente que debería irse mientras esté todavía a tiempo: «tratar de abandonar cuanto antes este pueblo y de volverme con usted» (I: 147); «[n]o me queda más recurso que huir» (I: 149). Compulsivamente, en su carta del 18 de julio reitera su compromiso de regresar por fin al seminario: «El 25 saldré de aquí sin falta» (I: 152), «[e]l 25, repito, partiré sin falta» (I: 153). En gran medida, pues, la novela se estructura en la irresolución de Luis al respecto de si le conviene quedarse o no en el pueblo. Paradójicamente, la desobediencia al deán es lo que le va a permitir ultimar su proceso de autodescubrimiento. En la dialéctica permanencia/huida el papel de los intermediarios es decisivo. Ni que decir tiene que la gente no comparte la obsesión del hijo único del cacique por hacerse cura: «Apenas hay aquí quien acierte a comprender lo que llaman mi manía de hacerme clérigo» (I: 118). Después de todo, si va a convertirse en heredero de don Pedro, la lógica del pueblo llano dicta que es absurdo renunciar a tan envidiable posición. Mientras que la novela realista hace hincapié en la búsqueda individual de valores auténticos en un mundo degradado (según la famosa definición de Lukács), la novela idilio insiste en perpetuar un estado de cosas que el autor presenta bajo un aspecto muy favorable. Los personajes del idilio, por tanto, sólo alcanzan su plenitud al someterse voluntariamente a las necesidades de su comunidad, lo cual reporta beneficios para todos. En suma, el carácter idílico de Pepita Jiménez se manifiesta principalmente en una suerte de tensión por la cual la fuerza de la colectividad va a contrarrestar, y en última instancia anular, los planes de fuga de Luis para beneficio de todos. En el universo de Pepita Jiménez no hace falta un misionero que se dedique a convertir herejes en tierras lejanas, sino un continuador del régimen político de don Pedro imbuido de su misión regeneradora: «the family, ownership of land, and the position of cacique involve responsibility to the collective» (Labanyi, 279). La novela aboga de manera inequívoca por la preservación de un orden semifeudal basado en la adscripción de los súbditos a su patriarca, cuya autoridad casi divina está sancionada por la iglesia. En ello no difiere mucho Valera de la ideología de Fernán Caballero o Pereda. Nuestro autor combina de este modo el modelo idílico con el del Bildungsroman al objeto de hacer

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creíble al lector la conversión secular de Luis. La crisis vocacional del seminarista, bien sazonada de introspecciones psicológicas, se solventa en el momento en que acepta la irrevocable falsedad de su misticismo y abre el corazón a Pepita: «—¡Alma mía… vida de mi alma, prenda querida de mi corazón, luz de mis ojos, levanta la abatida frente y no te prosternes más delante de mí!» (I: 179). Puesto que el idilio surge de la colaboración de cada miembro de la comunidad, el amor de los protagonistas llega a buen puerto por la intercesión de otros personajes. El primero de ellos es el vicario, quien de la manera más inocente se dedica a pregonar las virtudes de Luis a Pepita y las de Pepita a Luis. A continuación, hay que citar a la criada Antoñona, una especie de celestina benevolente que se enfrenta a Luis para cuestionar su voluntad de regresar al seminario. Si ya tenía en mente volver con el deán, esgrime Antoñona, Luis hace muy mal en jugar con los sentimientos de su señora: «¿por qué viniste por aquí y no te quedaste allá con tu tío?» (I: 165). Abrumado por la fuerza del argumento, el joven Vargas promete hacer una visita de despedida a Pepita que precipita, como sabemos, el desenlace favorable de los hechos. Por último, cuando el deán expone a su hermano sus recelos acerca de la pasión amorosa de Luis, don Pedro se afana por facilitarle al hijo todo tipo de oportunidades para que trate más de cerca a Pepita. Poco le importa si con ello tiene que renunciar a sus propias aspiraciones respecto de la viuda. Así se lo manifiesta al deán: «no entiendas que voy a limitarme a esperar que cuaje el naciente noviazgo, sino que he de trabajar para que cuaje» (I: 190). Si el lector no dispusiera de esta información (que los demás personajes ignoran), seguramente no comprendería la razón por la cual un cacique bien conservado y con fama de tenorio como don Pedro deja de cortejar de la noche a la mañana a la mujer más deseada del pueblo. Sucede, empero, que don Pedro se ha confabulado con Antoñona a fin de allanar el camino a los dos amantes: «Antoñona se entiende ya conmigo» (I: 190). No menos crucial en este proceso de aprendizaje es la prueba de masculinidad a que se somete Luis una vez perdida su virginidad. Avergonzado de no haber defendido a su ahora prometida cuando su conducta fue puesta en entredicho por el conde de Genazahar, encamina sus pasos al casino en busca de venganza. Al salir ganador del duelo con el conde no sólo restablece el honor de Pepita, sino que se gana también el respeto y la admiración de sus paisanos: «la opinión

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había dado una gran vuelta desde aquella mañana, y entonces estaba a favor de don Luis» (I: 186). Inmediatamente después de su victoria, el joven Vargas es aclamado como nuevo jefe de la tribu en sustitución del arrogante y disoluto «forastero» (I: 184)13. Por otro lado, el regreso de Luis alimenta las esperanzas que tiene Pepita de encontrar un alma gemela con quien aliviar sus ansiedades más íntimas. Asediada por un grupo de zafios pretendientes, esta Penélope de aldea suspira por un hombre superior en el plano intelectual: «un amante más distinguido y cabal que todos mis adoradores de este lugar y de los lugares vecinos» (I: 176)14. Pronto se atisba que la devoción religiosa de Pepita, lejos de ser sincera, no hace sino sublimar una pasión humana. Luis entrevé enseguida la compleja psicología de la joven y concluye, contra la opinión del vicario, que se preocupa en exceso por su persona: «la viuda se ama a sí misma sobre todo» (I: 124). En un tono irreverente que no cuadra con el de un seminarista a punto de ordenarse, Luis se atreve incluso a sugerir que Pepita no debe de colocar a Jesús en una escala «muy por encima de los canarios y de los gatos» (I: 124). Ella constituye, en fin, otro ejemplo de misticismo postizo en la novela. Sin embargo, un Valera que escribe «cuando más sana y alegre estaba mi alma, con optimismo envidiable, y con un panfilismo simpático a todos» (Prólogo, 224), no tiene intención alguna de convertir su obra en una tragedia. Pepita Jiménez, relato de una pasión correspondida, termina en un casamiento que asegura la pervivencia del sistema patriarcal. A Luis va a legarle su padre todo su caudal y propiedades: «hubiera sentido yo quedarme sin un heredero de mi casa y nombre que me diese lindos nietos, y que después de mi muerte disfrutase de mis bienes» (I: 189). Por su parte, Pepita logra satisfacer sus instintos maternales sin dejar de lado el compromiso con la comunidad a la que pertenece. En el epílogo, don Pedro informa a su hermano de cómo

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Notemos las semejanzas de Pepita Jiménez con Peñas arriba. En la narración de Pereda los habitantes de Tablanca también obtienen de Marcelo la firme promesa de aceptar el legado político de don Celso. La presión de la gente (conversaciones con el cura, el médico, el tío y un patriarca erudito), amén de la presencia de una atractiva joven, Lita, terminan por convencer a Marcelo. Finalmente, la caza del oso en el capítulo 20 sirve para certificar la masculinidad del futuro líder. 14 Algo hay en ella también de Eustacia Vye, la desgraciada heroína de Hardy en The Return of the Native, a la espera de alguien que la redima de la soledad del brezal.

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ella asistió al vicario en su lecho de muerte (I: 192) y continúa haciendo obras de caridad en compañía de su marido (I: 193). La guinda la pone el nacimiento del primogénito de Luis y Pepita, destinado a suceder (y mejorar) a su padre como cacique local. El orgullo de don Pedro está más que justificado, y así se lo hace saber al deán: «he sido el padrino, y le hemos dado mi nombre» (I: 192-193). El idilio suele concluir con el establecimiento de los protagonistas en su región natal. Después de un viaje por el extranjero, Pepita y Luis adoptan la decisión unánime de permanecer en el pueblo para siempre: «vienen resueltos a no volver a salir del lugar» (I: 193). Poco deseosos de abandonar el dorado retiro campestre para dar alas a su ambición en la ciudad, se inclinan por el goce de «un suavísimo y perpetuo idilio» (I: 183) bajo los auspicios de su gente. Luis, haciendo ostentación de su erudición clásica, llega a comparar su felicidad y la de Pepita con la de Filemón y Baucis: «renovar con Pepita Jiménez, en nuestra edad prosaica y descreída, la edad venturosa y el piadosísismo ejemplo de Filemón y de Baucis, tejiendo un dechado de vida patriarcal en aquellos campos amenos» (I: 183)15. Su voluntad la comparte entusiásticamente don Pedro, consciente del hechizo que ejerce la urbe en la gente joven: «no bien hay alguien en los lugares que sabe o vale, o cree saber y valer, no para hasta que se larga, si puede, y deja los campos y los pueblos de las provincias abandonados» (I: 193)16. Junto a Fernán Caballero y Pereda, Valera muestra la integración de los que retornan a su medio en su afán por emprender reformas con que aumentar el nivel de vida suyo y de sus conciudadanos (algo bueno se les tiene que pegar de lo que han visto y aprendido en la ciudad): «Todo lo van mejorando y hermoseando para hacer de este retiro su edén» (I: 193). No obstante, de ahí a calificar a Luis de Vargas de burgués 15

Es significativo que en Un verano en Bornos Serafina recurra a los mismos personajes, entresacados de Las metamorfosis de Ovidio, a fin de elogiar la dulce existencia de los caseros de los Villalprado: «son un Filemón y Baucis, que estudio con tanto interés como simpatía. La tía Belica se pinta en estas tres palabras: compostura, bondad y devoción, y el tío Miguel con estas otras: honradez, agudeza y buen sentido» (III: 153). 16 El propio Valera se hace eco de esta preocupación en el artículo «El regionalismo literario en Andalucía»: «Lo que me preocupa es la centralización que proviene de la iniciativa individual, y del empeño que todos solemos tener de vivir en la capital y de abandonar los campos, las aldeas y hasta las ciudades que no consideramos de grande importancia» (II: 1050). Obviamente, a lo largo de su vida no predicó Valera con el ejemplo.

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hecho a sí mismo, capaz de forjarse un destino fuera de su comunidad, media un abismo. Considero desproporcionada, por tanto, la siguiente declaración de Gabriel García Bajo: «El ideal del Antiguo Régimen, aristocrático, religioso e improductivo, sucumbe a la energía de la burguesía que, consciente de su poder y segura de sus valores, asume la representación de la nación y la responsabilidad de dirigirla» (69). Como mucho acepto la reconciliación del concepto aristocrático de la propiedad, basado en la transmisión de la misma por vía hereditaria, con un nuevo orden regido por las leyes del mercado (Labanyi, 273). Y a pesar de ello, ¡qué poca atención se presta a la descripción de esta economía capitalista, sólo aludida de pasada, frente a la machacona insistencia en la fuerza de la sangre! Dicho de otro modo, si Luis de Vargas se afianza como futuro cacique, es por ser hijo de quien es más que por sus presuntas habilidades comerciales. En conclusión, en Pepita Jiménez se ensalzan por encima de todo los valores de la tradición, el respeto a la autoridad política y religiosa y la fidelidad al lugar de nacimiento que constituyen los pilares de la ideología castiza. Como el mismo Valera escribe en el prólogo a la edición en lengua inglesa, «mi novela es, por la forma y por el fondo, de lo más castizo y propio nuestro que puede concebirse» (222).

4. EL DESENLACE ARMÓNICO DE PEPITA JIMÉNEZ Son los críticos coetáneos de Valera, como Manuel de la Revilla y Clarín, quienes forjan la imagen de un autor subversivo disfrazado de moralista convencional. Detrás de la máscara de ciudadano respetuoso con las leyes asoma «la oreja del escéptico revolucionario» (Revilla, Revista, 381). Clarín, por su parte, afirma que Valera «va con el pensamiento y con las consecuencias de sus creaciones muy lejos, pero no quiere manifestarlo en sus palabras» (Solos, 343). Esta percepción no hace sino crecer en el siglo XX, consecuencia del énfasis de diferentes escuelas (el formalismo ruso, la Nueva Crítica, la semiótica o la deconstrucción) por identificar las estrategias retóricas que dan sentido final al texto. A la luz de estas interpretaciones, el frecuente recurso a la ironía le permite a Valera esconder su radical escepticismo bajo una aparente conformidad con los códigos de conducta de su tiempo: «[q]ue Valera no creía en el sistema de valores puesto en marcha por la Restauración parece evidente, pero también es evidente que trataba de aparentar que creía» (Oleza, 54). La ironía acentúa igualmente la distancia autorial

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hacia el destino de sus criaturas: «un observador serio de las vidas y conflictos de sus personajes, pero desde una perspectiva irónica que le permite ver sus ambiciones y pequeñeces» (Durand, 3). El retrato de un Valera reticente e impenetrable da pie a algunos críticos a detectar señales de ambigüedad en el desenlace aparentemente armónico de Pepita Jiménez. Los dardos se dirigen principalmente contra la decisión de Luis de renunciar a la religión por una mujer. En opinión de Carlos Feal y Harriet Turner, la novela ha de leerse como la historia de un desengaño, donde los sueños de grandeza del protagonista se rebajan a la obtención de un mediocre patriarcado17. Ciertamente puede desprenderse esta conclusión del hecho de que Luis juzgue ocasionalmente su existencia de «vulgar, egoísta y prosaica» (I: 193), si bien no me parece que unos pocos pasajes alusivos a la nostalgia del antiguo seminarista encierren la clave del mensaje del autor implícito. En otras palabras, que Luis se interrogue a veces sobre si se han cumplido o no sus expectativas con el matrimonio no socava la naturaleza idílica de la novela. Ni tan siquiera se pone en entredicho la legitimidad de su elección si se tiene en cuenta que el apego a la carrera eclesiástica, más que un impulso verdadero, pretende borrar la culpa de su nacimiento ilegítimo: «[mi vocación] proviene también de orgullo, de rencor escondido» (I: 122). Dichas vacilaciones refuerzan además la verosimilitud de un personaje introspectivo y proclive al autoanálisis18. ¿Qué hay de extraño, después de todo, en que un joven excesivamente orgulloso se avenga a ajustar el curso de su vida después de aceptar que el amor por Pepita es más fuerte que su celo misionero? En comentario del deán, «ya que no sirve para grandes cosas, sirva para lo pequeño y doméstico» (I: 183)19. No veo falla moral alguna en tomar 17

Según Feal, Luis sacrifica «sus sueños humanos o egoístas, para encerrarse en los límites de una aurea mediocritas, una existencia oscura y odiosa, sin pena y sin gloria» (474). Turner habla de «a “subdued” Luis, a flat character who grows up merely to reflect his father’s values and style of living» (354). 18 Valera descubre el valor de la experiencia interior en los místicos antes de que la psicología adquiera un papel dominante en la novela española de las décadas de 1880 y 1890. 19 No me parece casual que Galdós haga exclamar a Tristana justamente lo contrario: «es que sirvo, podré servir para las cosas grandes; pero que decididamente no sirvo para las pequeñas» (94). La heroína galdosiana se labra su desgracia al enfrentarse con el código moral de su época. En cambio, su amante Horacio se salva de un romanticismo malsano cuando se retira al campo y se casa con una lugareña.

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conciencia de las limitaciones de uno mismo, sobre todo cuando se nos asegura que Luis «se consuela y se conforma con no haber sido un varón místico» (I: 194). Un caso semejante es el de Pepita, a quien Valera supuestamente deshumaniza y rebaja al estereotipo de la mujer doméstica20. No obstante, una vez examinados los sentimientos íntimos de la joven, se comprueba que el desarrollo psicológico del personaje se aparta de esta dirección. La madre de Pepita, mujer de «instintos groseros» (I: 119) que aspira solamente a «una buena colocación para su hija que la sacase de apuros» (I: 119), la obliga a aceptar un matrimonio de conveniencia con un viejo avaro, don Gumersindo. A la petición de mano de éste, y antes de que Pepita pueda expresar su opinión, su madre «contestó por ella» (I: 120). Su breve matrimonio con don Gumersindo, a quien ella cuida encarecidamente y de quien hereda una considerable fortuna, es un episodio cuya evocación todavía le avergüenza en el momento presente: «el recuerdo de su matrimonio indigno y estéril» (I: 133). Desde la más tierna edad, por tanto, a Pepita se le niega la posibilidad de gozar de la compañía de un hombre libremente escogido. Al conquistar a la única persona del pueblo que por educación puede apreciar su sensibilidad (recordemos que los demás pretendientes son todos arrogantes o excesivamente toscos), Pepita ejerce al final su libre albedrío en lo que puede considerarse una afirmación de su condición femenina21. No en vano es ella «una criatura muy a lo natural» (I: 180), como la mayoría de heroínas del idilio, a diferencia de «una señora de ciudad que conoce lo que llamamos conveniencias sociales» (I: 180). El propósito último de Valera no es otro que tejer una historia de autorrealización que culmina en una unión de los amantes bendecida por toda la comunidad con una celebración por todo lo alto (¡si bien por respeto a Pepita se les ahorra la cencerrada de rigor!) (I: 190-191).

20 Feal arguye que Pepita, «suprimida su figura de mujer apasionada y decidida, se reduce a un símbolo de todo lo bueno y hermoso» (480). Para Turner, nuestra protagonista, «once motivated by a complex mix of energies, flattens out into the model wife —docile, loving, subservient, a thoroughly conventional and marginal presence» (355). 21 Coincido con la lectura de Labanyi: «This paradoxical acquisition of self through ego-loss consists, of course, in acceptance of her female role as body and object of beauty offered to Luis for his pleasure. But it must not be forgotten that this also allows Pepita to accept her own body and sexuality; she does, after all, seduce Luis and not vice versa» (281).

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En este sentido, la mezcla simbólica de religión y antigüedad clásica en el hogar de la pareja alude al dualismo sintético que caracteriza al idilio. De un lado, las «preciosas capillitas católicas o devotos oratorios» (I: 194) dan fe de la renovada fe de Luis y Pepita en la providencia divina. De otro, los cuadros de escenas mitológicas revelan su gusto por el «paganismo» y la «poesía rústica amoroso-pastoril» (I: 194). No comparto por ello la negativa de Feal a aceptar que tal «acuerdo o equilibrio se realice» (481). Se hace necesario una vez más recalcar que el idilio no pretende eliminar todo rastro de imperfección en el mundo que presenta. Importa, eso sí, que al final se limen las asperezas y se recomponga el equilibrio de la comunidad. Por ello, en el epílogo don Pedro refiere cómo Antoñona ha vuelto con su marido alcohólico para regentar con éxito una taberna que les ha procurado Luis (I: 192). El primo de éste, Currito, se casa con «la hija de un rico labrador de aquí» (I: 192). El conde de Genazahar, ya restablecido de sus heridas, promete no volver a sus «pasadas insolencias» (I: 192). Incluso un tunante incorregible como el hermano de Pepita ha sido capaz de enriquecerse con el tráfico de esclavos en Cuba, y está a punto de ingresar en las filas de la aristocracia «titulado de marqués o de duque» (I: 193). Finalmente, aunque nada se nos dice al respecto, es evidente que don Pedro ha dejado de lado su donjuanismo y se dedica enteramente a la familia y el trabajo. Pepita Jiménez es la novela de Valera que más se ajusta a los rasgos del cronotopo idílico delineados por Bajtin: unidad de espacio, tiempo cíclico, énfasis en las realidades básicas de la vida y sincronía del ritmo humano con el de la naturaleza. Además, desde el punto de vista temático, el regreso de Luis precipita una crisis de identidad que le permite encontrar su auténtica vocación de patriarca en la aldea natal. Gracias al apoyo de la comunidad, la relación entre Luis y Pepita termina dichosamente en un matrimonio que no sólo rubrica su fidelidad a la provincia, sino que garantiza también el mantenimiento del statu quo. Algunos críticos sostienen que tal profesión de conservadurismo no cabe en escritor tan audazmente enrevesado como Valera. Según su testimonio, nuestro autor se las ingenia para dotar a su novela de un final abierto mediante la inclusión de un giro irónico que deshace la efectividad de la vía matrimonial. Aunque puede haber argumentos que abonen dicha interpretación, personalmente me inclino por afirmar también el carácter idílico del desenlace. Me mueven a ello varias razones. La primera es que la caracterización realista de Luis y Pepita,

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lejos de atentar contra un final feliz, contribuye a la verosimilitud que se espera encontrar en un idilio en prosa. También la síntesis de religión y paganismo que clausura la narración sirve para reconciliar las dos nociones de amor que se presentan, la platónico-cristiana y la carnal. Como colofón, el destino positivo que se otorga a los personajes secundarios participa del ideal armónico de que hace gala un idilio que se precie de tal.

CAPÍTULO 3 PEREDA Y LA CLAUSURA DE LA NOVELA DE TESIS: DE DON GONZALO GONZÁLEZ DE LA GONZALERA A PEÑAS ARRIBA 1. PEREDA Y LA NOVELA DE TESIS Aun si se concede la primacía del factor ideológico sobre los demás, la novela de tesis de la década de 1870 no puede reducirse a una simple dialéctica tradición/modernidad. Al mismo tiempo, una aproximación formalista no basta para dar cuenta de la peculiaridad de una época que ensalza la novela al rango más elevado entre todas las disciplinas por su fidelidad en iluminar los entresijos de la conciencia contemporánea. Un análisis que se centre en la calidad intrínseca de esta narrativa, por otra parte, conduce en último término a la depreciación de la misma en virtud de la subordinación del fin artístico al doctrinal. Tomados por separado, pues, los análisis ideológico, semiótico y estético se revelan insuficientes a la hora de sopesar el impacto de la novela de tesis en los años inmediatamente posteriores a la Restauración borbónica de 1875. En vista de la dificultad de establecer una poética que haga justicia a la novela tendenciosa, he apuntado en otro lugar la conveniencia de revaluar el metadiscurso que acompaña a la publicación de estas obras. Con ello me refiero a la «colaboración sistemática de teoría y práctica» (Reformulando, 273) en las reseñas aparecidas en las revistas del momento, especialmente Revista de España, Revista Europea y Revista Contemporánea. La simbiosis de crítico y novelista fue decisiva para consolidar un tipo de narración que no buscaba tanto rebajar la literatura a propaganda cuanto elevar su significación filosófica: «el discurso crítico de Revilla, Clarín y González Serrano concibió la novela como vehículo cognitivo con el que aprehender un sistema de verdades sólo al alcance

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del artista privilegiado» (Reformulando, 277)1. La dependencia en la tesis, lejos de atentar contra lo novelesco, contribuye por el contrario a la legitimación del mismo: «esta crítica “impura” ha de redundar en beneficio de la novela como género pues… empieza a ser considerado como un medio literario… que hay que tratar con respeto y tomar definitivamente en serio» (López, Revolución, 11). La positiva recepción que el relato de tesis tiene en su tiempo debería servir, pues, para cuestionar nuestra habitual percepción de habérnoslas con un género pseudoartístico2. Una segunda asunción que me gustaría matizar tiene que ver con los orígenes de la novela de tesis en la Revolución de Septiembre: «La nueva ficción fijará su mirada en los “tiempos presentes”. Y como quiera que esos tiempos son de hipersensibilidad ideológica, de odios y suspicacias, de esperanzas y fracasos, todo ello habrá de incorporarse en la novela que está en trance de nacer» (López-Morillas, 101). Como es sabido, al alzamiento popular que derroca a Isabel II sucede una caótica transición que llega a su fin en diciembre de 1874. El golpe de estado del general Martínez Campos acaba con las esperanzas democráticas que sólo seis años antes habían mobilizado al pueblo en contra de su monarca. En enero de 1875 el hijo de Isabel, Alfonso, vuelve del exilio para tomar las riendas de una nación profundamente escindida. No es casual que la primera muestra de este tipo de novelas, El escándalo de Pedro Antonio de Alarcón, se publique sólo unos meses después de la Restauración borbónica. El retraso de Alarcón a la hora de terminar una obra iniciada en 1868 indica que la novela de tesis podía florecer solamente en un período de estabilidad política. Tras el colapso de la Gloriosa, la literatura o, más concretamente, la novela, se vuelve campo de batalla donde enfrentar a los paladines del nuevo orden con los defensores del 1

Las aproximaciones modernas al estudio de la narrativa continúan resaltando la fuerza de ésta como instrumento que rivaliza con las explicaciones teóricas.Véase al respecto el artículo de Louis O. Mink, «Narrative Form as Cognitive Instrument». 2 En opinión de Northrop Frye, «[t]he anatomy, of course, eventually begins to merge with the novel, producing various hybrids, including the roman à thèse and novels in which the characters are symbols of social or other ideas» (312). Para Hans Robert Jauss, la novela de tesis «can be characterized by an aesthetics of reception as not demanding any horizontal change, but rather as precisely fulfilling the expectations prescribed by a ruling standard of taste, in that it satisfies the desire for the reproduction of the familiarly beautiful; confirms familiar sentiments; sanctions wishful notions; makes unusual experiences enjoyable as “sensations”; or even raises moral problems, but only to “solve” them in an edifying manner as predecided questions» (25).

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viejo. Dicho en otras palabras: la novela de tesis, más que reflejar meramente el turbulento sexenio de 1868-1874, se interroga sobre la crisis de identidad nacional que tiene por trasfondo la revolución fallida: «no es la experiencia revolucionaria la que origina la novela de tesis, sino la clara conciencia del fracaso político de aquélla tras el triunfo de la Restauración» (López, Revolución, 7). El tono antiliberal de El escándalo confirma que, al principio, el género busca delinear un «discurso contrarrevolucionario» (7) con el que anular toda expectativa de cambio. La alianza de Alarcón con el Antiguo Régimen lo sitúa entre quienes pretenden aliviar su temor a la revolución por medio de la apología de una gloriosa (y, en gran parte, inventada) tradición española. Las novelas ideológicas de Pereda en los años setenta son parte igualmente de un discurso contrarrevolucionario que opone el estatismo precapitalista al canto de las sirenas del progreso burgués y urbano: El buey suelto (1878), Don Gonzalo González de la Gonzalera (1879) y De tal palo, tal astilla (1880). Articula esta última una tesis religiosa que exalta la fe de Águeda, al tiempo que condena el materialismo positivista de Fernando. En cuanto a Don Gonzalo, se describen allí los desastrosos efectos de la Gloriosa en una aldea que había prosperado hasta entonces bajo el gobierno de su patriarca. El hecho de que Pereda interrumpa la composición de este tipo de obras después de De tal palo concuerda con los límites temporales del género, fijados por la conversión naturalista de Galdós en La desheredada (1881). Una década y media más tarde, no obstante, Pereda va a recuperar los ideales formulados en Don Gonzalo para incluirlos en su novela más representativa, Peñas arriba. La preservación del statu quo en una recóndita comunidad rural tras el tumulto revolucionario (Peñas arriba) contrarresta el poco acierto de don Román a la hora de contener el contagio de las nuevas ideas en su comunidad (Don Gonzalo). Asimismo, la determinación de Marcelo Ruiz de Bejos de permanecer en Tablanca como aclamado gobernante contrasta con el exilio que se impone a sí mismo don Román. El diálogo intertextual entre ambas novelas va, por tanto, más allá de las semejanzas temáticas que se encuentran a lo largo de toda la ficción perediana3. Puesto que Peñas arriba cierra definitivamente

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Semejanzas que se cifran en el clásico menosprecio de corte y alabanza de aldea: «Toda la novelística de Pereda depende de ese tema y cabría hacer un estudio interpretativo de ella a la luz de éste» (Clarke, Paisajista, 99).

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las suturas ideológicas visibles en Don Gonzalo, sugiero que esta «novela perediana por excelencia» (Clarke, Peñas, 14) se lea también como su novela de tesis por excelencia.

2. LA ARCADIA DEVASTADA Al comienzo de Don Gonzalo González de la Gonzalera Coteruco es una comunidad modélica regida por don Román Pérez de la Llosía, rico propietario y heredero de una familia «de bien notorio abolengo en el país» (IV: 59). La confianza de don Román en el principio de autoridad se complementa con su generosidad e impulsos caritativos, así como con una inquebrantable fe en la iglesia. Su creencia en el sistema patriarcal le ha permitido mantener la cohesión en Coteruco y garantizar el bienestar de su gente. En un largo capítulo introductorio, el narrador describe con admiración el esplendor de los campos que rodean el pueblo, la excelencia de sus habitantes, su irreprochable moralidad, fruto todo ello de la dedicación de don Román: «Éste era el único galardón que apetecía; el exclusivo fin a que aspiraba en sus dispendiosos desvelos el generoso Pérez de la Llosía» (IV: 63). Otra razón del éxito es que el campesinado respeta la organización social de Coteruco, aceptando de buen grado su condición de clase trabajadora. Convencido de que la rusticidad es la única garantía de felicidad para sus súbditos, don Román se enorgullece de tenerlos engañados de lo que se cuece en el gran mundo: «el mayor bien que al cielo debían aquellos aldeanos que le rodeaban, era su sencilla y honrada ignorancia. Sostenerlos en ella era su principal cuidado» (IV: 60-61). A fin de dominar al populacho hay que asimilar sus hábitos, recurriendo si cabe a las manos cuando la ocasión así lo reclama: «aventajarlos en todo… hasta en fuerza bruta» (IV: 192)4. Esta visión del pueblo como masa inculta y no apta para la instrucción es consustancial con la organización jerárquica propia de toda comunidad idílica. Sin embargo, a diferencia de sus novelas de ambientación rural o marinera en los años 1880 y 18905, el término novela idilio acuñado por

4 «El amor de Pereda al pueblo llega a ser el de un padre dominante por un hijo fácilmente díscolo y propenso a contraer inquietantes resabios» (Montesinos, Pereda, 69). 5 Entre ellas figurarían El sabor de la tierruca (1882), Sotileza (1885), La Puchera (1889) y Peñas arriba (1895), en las cuales la ardua labor en el campo o en el mar predomina sobre la ociosa contemplación. Alborg y Clarke disienten de esta visión de un Pereda

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Montesinos para definir el arte de Pereda no puede aplicarse a Don Gonzalo más allá de la parte preliminar: «Sólo unas páginas sueltas, durante la parte introductoria, prestan sugerencia a la felicidad de la vida aldeana, pero tan pronto se desencadena el conflicto, la égloga se esfuma y ya no hay lugar para prestar atención a las excelencias del lugar» (Miralles, Gonzalo, 40). De hecho, en el momento en que el germen revolucionario se esparce por Coteruco la armonía que preside el gobierno de don Román empieza rápidamente a derrumbarse. A partir de entonces, el idilio cede paso a una novela política cuya tesis es la condena del orden producto de la Setembrina. Lucas, don Gonzalo y los Rigüelta inoculan el veneno de la revolución a los ingenuos coterucanos apelando a los bajos instintos de éstos, especialmente su codicia y glotonería. Estos abanderados de la Gloriosa adoptan la estrategia de ofrecer vino y carne asada en la taberna como medio de adoctrinamiento. Es precisamente la taberna, «la más desprovista y menos concurrida» (IV: 63) de todo el valle, la que se transforma de la noche a la mañana en foco de corrupción. El narrador describe sus efectos depredadores en estos términos: «absorbente vorágine que se engullía a los hombres de Coteruco en cuanto salían dos pasos más allá de los umbrales de sus puertas» (IV: 181). Recurriendo a una demagogia infalible, los revolucionarios destronan en pocos meses el régimen patriarcal y lo reemplazan por una fraudulenta oligarguía disfrazada de democracia. Ello provoca el amargo lamento de don Román: «[l]a ridícula vanidad de un mentecato, infernalmente explotada por dos o tres bribones», la cual «bastó para trocar, en ocho días, a los hombres más honrados y virtuosos, en un tropel de inmundas bestias» (IV: 340). Como Montesinos y otros indican, el Pereda preidílico anterior a El sabor de la tierruca (1882) no se muestra proclive a idealizar a sus rústicos,

idílico: «Lo que Pereda, pues, quiere defender o preservar no es ninguna vida idílica, que ni existe, ni la imagina, ni cree en ella, sino impedir, si puede, que la marea política moderna llegue hasta allí, a los últimos rincones en donde no ha penetrado todavía. Pero no lo consigue, que sería el supuesto triunfo del idilio imaginado; la paz idílica no triunfa en ninguno de sus libros» (Alborg, 605); «El idilio… nunca abarcaba toda la extensión de una novela; siempre existían las notas discordantes, los puntos sombríos» (Clarke, Primer, 19). A diferencia de estos críticos, mi concepción del término novela idilio no excluye la presencia de elementos disolventes. He venido insistiendo a lo largo de este libro en la imperfección del universo idílico como condición sine qua non del mismo.

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dejándose impregnar apenas del Volksgeist romántico que de tan buen grado acogió Fernán Caballero6. Dada la manifiesta hostilidad entre liberales y reaccionarios que permea la novela española de la década de 1870, es probable que Pereda compusiera Don Gonzalo González de la Gonzalera con la intención de ofrecer una respuesta conservadora a Doña Perfecta (1876). En la obra de Galdós el mal reside en las fuerzas regresivas de Orbajosa encabezadas por una arrogante matrona, doña Perfecta, y su manipulador acólito, el canónigo don Inocencio. Ante tan poderoso enemigo va a sucumbir Pepe Rey, joven culto mas falto de experiencia, cuyo asesinato por uno de los criados de doña Perfecta simboliza la aniquilación del progreso a manos de la reacción. Desde una perspectiva antagónica, Don Gonzalo aborda la destrucción de una comunidad idílica en nombre de un falso principio revolucionario auspiciado por un grupo de outsiders, los cuales subvierten la autoridad de don Román al objeto de satisfacer sus egoístas necesidades. El ferviente regionalismo de Pereda le impide atribuir los desmanes al establishment de Coteruco, como sí se atreve a hacer Galdós al responsabilizar directamente de la muerte de Pepe Rey a doña Perfecta. Presente igualmente en ambas novelas es el motivo del retorno, aunque encarnado en un sistema de valores opuesto. Mientras que en Doña Perfecta el cosmopolita Pepe Rey no puede ajustarse a la intolerancia de sus compatriotas, para Pereda los repatriados Lucas y Gonzalo son los culpables de destruir la paz en su lugar natal. Lucas es un universitario librepensador y subversivo a quien las autoridades han obligado a exiliarse en Coteruco para controlar mejor sus actividades. En el pueblo va a dar rienda suelta a sus instintos revolucionarios, convirtiéndose en el líder intelectual de los sublevados: «al desterrarme el Gobierno a este pueblo, recibí del centro revolucionario el encargo de preparar toda esta comarca para el gran suceso» (IV: 141). En cuanto a don Gonzalo, nos hallamos ante un indiano descastado,

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«Toda la evolución de su arte está en eso: en que al principio las realidades menos amables, lo sórdido, lo repelente, figurarán en su obra acompañados de un comentario sarcástico por el que el autor acusa el contraste en que se encuentran con respecto a lo ideal, a las deformaciones clásicas o románticas; mientras que una familiarización paulatina con el medio montañés irá borrando o atenuando el halo irónico que rodeaba las cosas en los ojos del autor, y éste se dará más y más a su contemplación, deleitable o desinteresada ya» (Montesinos, Pereda, 4).

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antipatriótico y resentido con sus paisanos. Enriquecido tras veinte años de incesante labor detrás del mostrador de un «tugurio sombrío» (IV: 125) en alguna colonia americana, se resuelve a regresar a Coteruco a fin de hacer ostentación de su riqueza. Lo mueve asimismo la ambición de emprender reformas en la aldea y destronar a don Román de su patriarcado. Por último, el narrador de la novela de Pereda informa que «estamos al comienzo del año memorable de 1868» (IV: 59), en tanto que «al finalizar el mes de septiembre» (IV: 242), en el capítulo XIX, Coteruco está a punto de repudiar a don Román y abrazar la Gloriosa7. La analogía da pie a ver en Don Gonzalo una alegoría política tan evidente como la de Doña Perfecta. Si para Clarín Orbajosa llega a representar «toda España» (Preludios, 87), no menos rotundo se muestra don Román al reconocer que el levantamiento de Coteruco tiene que examinarse igualmente desde una perspectiva nacional: «Quien ve un pueblo», dice a don Frutos, «ve una nación entera» (IV: 243). La interpretación simbólica de Don Gonzalo refuerza su carácter de relato de tesis, trascendiendo los límites geográficos de una ciudad o una región al objeto de comentar acerca de las vicisitudes de todo un país. La fuerte invectiva de Pereda contra la farsa revolucionaria termina con la aniquilación de ésta. En el capítulo XXIII, el alcalde don Gonzalo ordena la detención de don Román sin tener indicio alguno de su culpabilidad. Lo arbitrario de su decisión, motivada por el despecho de no haber obtenido la mano de la hija del patriarca, provoca una firme protesta en Coteruco, sobre todo en don Lope. Abandonando éste por una vez su indiferencia a la política, sale en persecución de quienes conducen a don Román a la capital para ser juzgado. Tan pronto como llega a Santander es capaz de convencer a las autoridades de la injustificada agresión cometida contra don Román. El subsiguiente apoyo de un grupo de patriarcas cierra rápidamente la discusión a su favor. Mientras que don Román es liberado al instante, Patricio Rigüelta y sus acompañantes reciben una dura reprimenda por sus acciones. 7 El detallado análisis que lleva a cabo Miralles revela los paralelismos entre historia y ficción: «el nervio central de la trama política atraviesa las mismas etapas que vivió la nación ese año memorable: 1.o la fase pre-revolucionaria… 2.o la creación de un Gobierno provisional con el apoyo de las Juntas revolucionarias; 3.o la convocatoria de elecciones a Cortes constituyentes. El curso de la ficción está estructurado también en tres partes, equivalentes a este orden de hechos» (Gonzalo, 32).

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Al relatar el incidente, Patricio reconoce con un deje de amargura que la vieja aristocracia conserva aún demasiado poder para que la causa revolucionaria pueda imponerse: «con las gentes que imperan allá, con sus miramientos y blanduras de señorío… ¡Vaya usté a hacer revoluciones como Dios manda!» (IV: 302). La contrarrevolución estalla en el capítulo XXV, cuando los coterucanos recurren a la violencia en el club a fin de rebatir la demagogia de sus líderes. El incidente tiene como consecuencia la pérdida definitiva del «ya bien cercenado prestigio de los hombres que habían arrastrado al pueblo a tales desvaríos» (IV: 292). La justicia poética culmina con la caída en desgracia de los culpables. Lucas se exilia a cambio de un «destinillo subalterno» (IV: 309) que don Román le procura generosamente; Patricio muere apuñalado en el fragor de las elecciones (IV: 329); su hijo Gildo enloquece irreversiblemente poco después de la refriega (IV: 338); don Gonzalo, por último, se casa con Osmonda (la malhumorada sobrina de don Lope), quien no tarda en someter la voluntad de su marido a la suya (IV: 337-338). Como comenta uno de los testigos, «[m]ás tarde o más aína, la mano de Dios cobra las deudas» (IV: 338). Aunque la nostalgia perediana de un régimen patriarcal termina por imponerse a los peligros que entraña la revolución, no cabe inferir de ello que las expectativas de la novela de tesis se hayan cumplido. Dicho de otro modo, que el mensaje se despliegue abiertamente a los ojos del lector no significa que Don Gonzalo haya llevado a la perfección las convenciones del género. Por el contrario, no es difícil percibir que las carencias del arte novelístico perediano, más acusadas al principio de su carrera, restan efectividad a la tesis. En primer lugar, el talante burlesco del autor lo lleva a ensañarse en exceso con los representantes del progreso8. El fuerte tono sarcástico, que en algunos pasajes roza la farsa, plantea más de un problema al contenido didáctico de la novela. Al insistir tanto en sus discapacidades físicas (la cojera de Lucas), sus modales grotescos (el estrafalario lenguaje de don Gonzalo), o simplemente los orígenes humildes de todos ellos, el autor

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Según Galdós, «hombre que tenga en grado más alto la facultad de ver lo cómico y todos los grados de ridiculez de sus semejantes, no creo que exista ni aun que haya existido» (Pereda, 63). Dicha tendencia es más acusada en las obras de Pereda anteriores a 1882, tanto sus cuadros de costumbres como las novelas de tesis.

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corre el riesgo de cargar en exceso las tintas contra los enemigos de la tradición. Además, el despojarlos de todo resto de dignidad no coadyuva a la tarea de convencer al lector del sistema de valores que se propugna. Recordemos que la novela de tesis se define por la presencia de un mensaje orientado a la persuasión: «it signals itself to the reader as primarily didactic in intent, seeking to demonstrate the validity of a political, philosophical, or religious doctrine» (Suleiman, 275). Al mismo tiempo, sin embargo, este tipo de relato se inscribe en un «realistic mode» basado en «an aesthetic of verisimilitude and representation» (7)9. Si los personajes carecen de una mínima profundidad, su significación ideológica se debilita hasta el punto de no encarnar la verdad que el autor quiere comunicar. Pepe Rey y doña Perfecta, con toda su ambivalencia de personas de carne y hueso, van a tener siempre un interés artístico y un poder de convicción mayores que el caricaturesco don Gonzalo González de la Gonzalera. Al lado de la nula credibilidad que merecen los antagonistas, la conclusión de la novela se revela también incompatible con la presunta finalidad doctrinal. Don Román, constatado el desmantelamiento de su ideal, decide abandonar Coteruco para establecerse en Santander con su hija y su yerno: «Iremos a la ciudad, donde, con otra vida y otras costumbres, y viendo otras caras y otros objetos, tan diversos de los que me han rodeado durante tantos y tan felices años, quizá se vayan curando mis heridas poco a poco» (IV: 341). Aunque tal resolución se atribuye a un desencanto mezclado con vagos sentimientos de venganza, a la hora de ponerla en práctica la revolución está ya agotada y la seguridad de su familia garantizada. Es fácil suponer, además, que Coteruco, por entonces «foco de la pestilencia que iba llevando la muerte, de pueblo en pueblo, a todo el valle» (IV: 344), tiene más que nunca necesidad de un líder que lo restituya a su antiguo esplendor. No obstante, en vez de delegar en don Román la reconstrucción del idilio en la aldea, Pereda condena sorprendentemente a su protagonista a un exilio que pone fin a las ventajas del régimen patriarcal. Incluso llega a sugerirse lo improcedente de la inveterada costumbre de don Román de dejar a oscuras a

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Así lo señala el crítico más importante de aquellos años en España, Revilla, según el cual esta modalidad constituye la «más adecuada a los gustos y necesidades de la época» por ser «vivo retrato de la agitada y compleja conciencia contemporánea» (Boceto, 121).

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los coterucanos: «después de todo, don Román los había traído engañados, y en su derecho estaban alejándose de él» (IV: 221). Las dudas sacuden también al patriarca, quien se acusa a sí mismo de falta de penetración: «mi obra ha sido imperfecta. ¡Ceguedad humana! ¡Tanto blasonar de linces, y no penetran nuestros ojos más que la costra miserable de las más comunes dificultades» (IV: 230-231). La repentina huida a la ciudad no cuadra tampoco con el enraizamiento de don Román en Coteruco ni con sus recelos hacia la vida urbana. En su juventud vivió durante dos años en el extranjero, durante los cuales puso a prueba la fuerza de sus convicciones rurales. Al regresar, «más apegado que nunca a sus aficiones campestres» (IV: 9), lo hace dispuesto a aceptar el liderazgo sin caer en la vulgaridad provinciana ni en el chauvinismo. A lo largo de los años su afición por Coteruco se robustece hasta el punto de que, en el momento de abandonar sus posesiones, contempla ya un retorno cuando la situación se estabilice: «Y si Dios es servido de encauzar un día este torrente de groseras y corruptas pasiones, tornaré a mis lares queridos» (IV: 341). La posibilidad del regreso mitiga un poco la tragedia de los coterucanos, acosados por una plaga de proporciones bíblicas. Sin embargo, el castigo divino (todo lo inmisericorde que se quiera) no puede satisfacer a quienes, plenamente comprometidos con el mensaje de la novela, ansían una restauración del idilio en Coteruco. Esta comunidad de lectores ideales para la que escribe Pereda exige en su fuero interno la restitución de don Román, forastero en la capital, alejado de sus dominios y desconectado del quehacer cotidiano de su gente10. Al no haber solución al conflicto, Don Gonzalo participa de la complejidad textual de la novela moderna en cuanto admite una pluralidad de interpretaciones. No es éste, empero, el propósito de un Pereda siempre sólido en sus ideas11. Dicho desenlace tampoco casa con un 10 En un contraste que refuerza la singularidad del temperamento de don Román, el narrador asegura que la hija y el yerno no tienen reparo alguno en residir en Santander: «Digámoslo con franqueza: ni a Magdalena ni a su marido causó la menor pesadumbre este discurso de don Román. Dejar las soledades del campo, casi en el corazón del invierno, por los atractivos del mundo, nunca desagrada a los jóvenes; y mucho menos si son recién casados, y ricos y venturosos, y, por contera, prestan con el sacrificio un favor a un padre sin segundo» (IV: 232). 11 Repárese en el agudísimo juicio de Galdós: «Pereda me llevaba la ventaja de no tener dudas. Ved aquí la diferencia capital entre nuestros caracteres considerados literariamente: Pereda no duda; yo sí» (Contestación, 154).

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precepto básico de la novela de tesis, a saber, la búsqueda «for a single meaning and for total closure» (Suleiman, 22). Así pues, pese a todas las diatribas en contra de la revolución engendradas por el miedo autorial, Don Gonzalo exhibe al final un cierto carácter de obra abierta, de work in progress cuyos hilos narrativos no están anudados en un haz uniforme. La apología del idilio patriarcal que subyace a la obra de Pereda quedaría seriamente comprometida si don Román se diluyera en una vida mediocre en la ciudad. Más tarde o más temprano, el autor va a tener que confrontar este dilema y aportar una solución definitiva.

3. LA ARCADIA RESTAURADA En su ejemplar estudio de la recepción de la obra perediana, José Manuel González Herrán explica cómo la mayoría de reseñas coetáneas de Peñas arriba se ocupan de la legitimidad de la tesis: «el tema que casi monopolizó el debate», escribe el crítico, «fue el que planteaba su tesis» (Obra, 419). Los juicios discurren, así, más por la vía sociopolítica que la literaria: «Pocos fueron los que se preocuparon de analizar en qué medida aquellos presupuestos ideológicos… afectaban la valía artística de la novela» (431). La conexión de Peñas arriba con el relato tendencioso la nota más tarde Montesinos, para quien algunos pasajes de la obra maestra perediana «reanudan argumentos inconclusos en otros libros» (Pereda, 248), entre ellos Don Gonzalo. Según Miralles, las dos novelas «pulsan una misma cuerda» (Peñas, XXXV), aun cuando ofrecen perspectivas contrapuestas. Clarke propone igualmente la necesidad de una nueva lectura en relación con «los debates de las novelas de tesis de los años setenta» (Peñas, 58-59). Estos precedentes dan pie a ahondar en el juego intertextual entre ambas narraciones, mostrando cómo el final inconcluso de Don Gonzalo se clausura definitivamente en Peñas arriba. El círculo abierto con el exilio de don Román se cierra de este modo con la continuidad del idilio sancionada por la conversión de Marcelo. La primera evidencia de dicha intertextualidad la proporciona el tiempo de la historia. Aunque Peñas arriba se publica en 1895, la acción se inicia dos años después del final de Don Gonzalo, o sea en 187012. Cuando don Celso instruye a Marcelo sobre sus responsabilidades, le conmina a no dar nunca por sentado el éxito de su empresa, citando como ejemplo la caída de don Román: «dos años hace, en cuanto vinieron 12

La acción transcurre del otoño de 1870 al verano de 1871.

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estas políticas nuevas que hoy nos gobiernan, en un abrir y cerrar de ojos se le fueron [los coterucanos] de las manos» (VIII: 633; la cursiva es mía). Basta esta leve referencia cronológica para fijar la correlación con la primera fase del período revolucionario descrita en Don Gonzalo. La obsesión por el período 1868-1875 responde al miedo a la revolución que acecha al novelista de ideología ultraconservadora. En Pereda esta fijación permanece inalterable hasta la década de 1890, llegándose a confundir la época del Sexenio con la del fin de siglo mediante «[u]na suerte de esguince historicista» (Bonet, Hacia, 114). Junto a las coordenadas temporales, Peñas arriba incorpora motivos ya tratados en Don Gonzalo, como las peligrosas consecuencias de la revolución en los habitantes de la España rural. El médico de Tablanca, Neluco, enumera los riesgos de la Gloriosa en una manera que recuerda la de don Román. En su opinión, el hecho de que la fiebre política no haya llegado a la aldea se debe únicamente a las dotes de previsión de don Celso: «Por eso no se conocen aquí ciertas plagas, relativamente modernas, de los pueblos campestres, ni han entrado jamás los merodeadores políticos a explorar la ignorancia y la buena fe de estos pobres hombres» (VIII: 530). Mas si algún día la ponzoña del liberalismo llega a inficionar la labor de don Celso, la enfermedad que acabó con Coteruco va a afectar también a Tablanca: «¡desdichados de ellos el día en que les falte la fuerza de cohesión, hidalga y noble, que les da la casona de los Ruiz de Bejos!» (VIII: 530). Coteruco y Tablanca se asemejan igualmente en su organización cuasi feudal, consistente en la alianza de la aristocracia con la iglesia (don Román y don Celso por un lado, don Frutos y don Sabas por otro). El campesinado, por su parte, sólo puede salir adelante depositando toda la confianza en la providencia de sus líderes. Caso de que no esté dispuesto a ello, el patriarca tiene que procurar por todos los medios posibles que se respeten sus mandatos. Así lo expresa don Celso: «[h]ay que armarse a veces de mucho aguante, eso sí, porque en un rebaño, ¡zancajo!, no todas las bestias son de una misma condición» (VIII: 474). El carácter de obra in nucleo de Peñas arriba se pone finalmente de manifiesto con la reaparición de personajes de otras obras13. En un episodio climático que sigue a la muerte de don Celso en el capítulo XXVIII,

13 Es la novela que «mejor plasma la concepción artística e ideológica de Pereda» (López de Abiada, 383).

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un grupo de patriarcas de la región llega por separado a Tablanca a dar el pésame y asistir al funeral. El primero en hacer acto de presencia es don Recaredo (VIII: 766), el excéntrico aristócrata de Los hombres de pro (novela corta que publica Pereda en 1876). A continuación viene «el ilustre caballero don Román Pérez de la Llosía y su yerno don Álvaro de la Gerra» (VIII: 766), a quienes siguen «el perínclito señor de la Torre de Provendaño» (VIII: 767) y el no menos preclaro don Lope del Robledal (VIII: 769). Tras saludar don Román a don Lope, no vacila en preguntarle por las últimas novedades de Coteruco: «la santa avidez con que el noble expatriado de Coteruco aprovecharía aquella providencial ocasión de saber algo más de lo que sabía sobre el estado de cosas de su pueblo nativo» (VIII: 769). Durante la comida la conversación gira en torno a Marcelo, momento que aprovecha don Román para referir su trágica historia a fin de que sirva de aviso al futuro heredero de don Celso (VIII: 771). No se abstiene tampoco don Román de sincerarse ante sus colegas, reconociendo «lo que le costaba aclimatarse a la vida de la ciudad» (VIII: 771). Allí echa de menos «respirar el aire oxigenado, puro, de la Naturaleza» (VIII: 771), lo cual exacerba la añoranza de sus antiguos súbditos: «necesitaba también la presencia y hasta la compañía de aquellos hombres rústicos, aun con sus ingratitudes» (VIII: 771). A pesar de esta nostalgia, don Román está convencido de que su exilio ha tenido efectos beneficiosos: los coterucanos, «a solas con su pecado» (VIII: 771), han tenido tiempo de reflexionar acerca de sus errores «y ya le echaban de menos» (VIII: 771). La autovindicación del antiguo patriarca contrasta con sus aprensiones pasadas, allanándose así el camino para un retorno en un futuro no muy distante: «si no había vuelto ya a Coteruco, era porque quería hacerse desear un poco más, para asegurar mejor la curación de sus locos» (VIII: 771). Su reaparición (y en menor medida, la de don Recaredo, don Álvaro y don Lope) no sirve únicamente para reforzar el realismo orgánico de la novela. Constituye, por encima de todo, una estrategia retórica destinada a comunicar al lector cómplice que el destronado don Román está listo para reintegrarse a su comunidad natal y ejercer el papel que le corresponde. Parece inminente, en síntesis, la restauración del idilio en Coteruco. Las ventajas del régimen patriarcal sobre el constitucional forman el tejido ideológico de las dos novelas, si bien con una sutil diferencia. Si en Don Gonzalo no se va más allá de un lamento por la destrucción del gobierno de don Román, en Peñas arriba es don Celso quien, en el

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lecho de muerte, lega el cetro a Marcelo y exige de su gente la obediencia al sucesor: «Éste es; de la mi sangre neta, y amo y ya señor de esta casa… Para él todo vuestro respeto y vuestra lealtad de hombres honrados y agradecidos» (VIII: 741-742). Antes de aceptar el cargo, Marcelo tiene que superar definitivamente su aversión inicial a Tablanca. El proceso psicológico por el que se hace verosímil la conversión de Marcelo forma la columna vertebral de la novela, es decir, aquello que sustenta la estructura narrativa y garantiza la correcta recepción de la tesis. Suma de las ideas centrales de Pereda en torno a la dialéctica campo/ciudad, Peñas arriba se fusiona con el Bildungsroman a fin de narrar, en la usual primera persona retrospectiva del protagonista, la gradual familiarización de Marcelo con La Montaña hasta su decisiva transformación14. El primer capítulo cumple la función típica del relato decimonónico de poner al lector en antecedentes sobre la historia y personalidad de Marcelo. Su padre, hermano de don Celso, se marchó de Tablanca en su juventud en busca de fortuna. Después de la muerte del progenitor, Marcelo opta por una vida ociosa de señorito rico, soltero y pródigo: «me daba la gran vida con el caudal que había heredado de mi padre» (VIII: 430). Encarnación del animal urbano, del «buen madrileño» (VIII: 431), Marcelo disfruta del ritmo frenético de la ciudad al par que aborrece las montañas. Su única estancia en Santander fue como turista (VIII: 431), uno de esos tipos transhumantes ridiculizados por Pereda en su colección de cuadros de costumbres del mismo título publicada en 1877. Con este bagaje, es lógico pensar que Marcelo vaya a declinar la invitación de su tío para pasar una temporada con él en Tablanca. No obstante, Marcelo la acepta por cambiar un poco de aires, pues en los últimos tiempos su existencia se ha vuelto algo monótona: «comenzaba yo a notar a la sazón cierta languidez de espíritu, cierta inapetencia moral» (VIII: 432). Indicio de la importancia que Pereda concede en esta novela a la caracterización de su protagonista15, al joven le impele el

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La dimensión de «Bildungsroman itinerante» (González Herrán, Érase, 66) la comparte Peñas arriba con Pedro Sánchez. Dentro de la estructura del viaje, el tránsito campo/ciudad es un leitmotiv de la obra perediana: «trató en ocasiones diversas un tema ya clásico entre los escritores de costumbres: el del transplante más o menos transitorio del rústico a una Corte soñada como el reino de Jauja, o el del cortesano a una aldea que imaginó ser Arcadia» (García Castañeda, 139). 15 Máxime si se tiene en cuenta que ésta fue siempre uno de los flacos de Pereda.

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deseo de anudar los lazos emocionales con el lugar natal de su padre. Aunque nunca ha estado allí (no es, en sentido estricto, natural de Tablanca), emplea adjetivos posesivos para referirse a «nuestra casa solar» (VIII: 427), «[n]uestra casa de Tablanca» (VIII: 428), «mi casa solariega» (VIII: 432), como si ésta le perteneciera en virtud de inextricables lazos de sangre16. Asimismo, la casona se revela en la mente de Marcelo como una imagen obsesiva a la que no puede renunciar: «la visión, a mi modo, de la casa de Tablanca, con sus montes y sus fieras y sus gentes y su desolación inverniza, no se apartaba un instante de mis ojos» (VIII: 433). Es la casa espacio grato al novelista idílico, como hemos observado ya en Un verano en Bornos y Pepita Jiménez. Después de estos prolegómenos se narra el rito iniciático de Marcelo, que lo va a transformar de disoluto urbanita en responsable patriarca rural. El primer paso de esta ceremonia tiene lugar durante la dificultosa marcha a pie hasta Tablanca, descrita en detalle en el capítulo II. En el trayecto Marcelo y su espolique, Chisco, llegan al nacimiento del Ebro cerca de Reinosa, circunstancia que provoca una curiosa reacción en el primero. En efecto, éste lamenta que el río desvíe su curso fuera de la provincia, trayendo «el beneficio de sus aguas a extraños campos y desconocidas gentes» (VIII: 438). Su enfado va en aumento al pensar «en la conducta de este renegado montañés» (VIII: 438). El río que abandona sus orígenes para regar otros territorios se identifica alegóricamente con el propio Marcelo, otro «renegado montañés» que despilfarra la fortuna de su padre en Madrid en vez de dedicarse a mejorar la condición de su gente. Colocado estratégicamente al comienzo de la evolución de Marcelo, este episodio anuncia la regeneración que va a experimentar al entrar en contacto con la región17. El crecimiento espiritual de Marcelo es inseparable de su apreciación del paisaje montañés que rodea Tablanca. Esta sensibilidad por el medio ambiente se refina a lo largo de excursiones con don Sabas o

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Coincido con el comentario de Labanyi: «Peñas arriba constructs a world held together by family ties —which being natural, “just are”— outside the network of interrelationships established by the modern exchange economy» (335). 17 Clarke señala también el papel del río Nansa como proyección del estado anímico del protagonista: «cuanto más en auge está la corte —con el correspondiente bajón de aldea— tanto más se acentúa la nota hostil o amenazante del Nansa; y cuando parece tener más posibilidades la aldea, entonces el río se ve como menos sombrío» (Marcelo, 38).

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Neluco (otro rasgo de novela itinerante), hasta llegarse a la comunión con una naturaleza abstracta repleta de tonos metafísicos: el «gran libro de la Naturaleza» en el que Marcelo aprende a leer pronto, «solo, de corrido y muy a gusto» (VIII: 549). A ello contribuye también la armonía de la vida humana con la agraria (la conversión de Marcelo se produce en verano, estación idílica por excelencia), aspecto bien tratado ya por la crítica: la «religación del hombre en la naturaleza —con las durezas “ascéticas” inherentes al peñasco— es la tesis que nutre el idilio regionalista» (Bonet, Hacia, 129)18. Aun con la exaltación del paisaje montañés, cada vez más interiorizado y desprovisto de elementos pintorescos, la conversión de Marcelo precisa de otros factores íntimamente ligados a lo humano. Hay momentos arduos en el aprendizaje del joven, cuando la falta de comodidades, la incultura de los aldeanos, la escasez de diversiones o el pánico al invierno hacen temer por un regreso a la capital. Por otro lado, Marcelo se encuentra muy a gusto en compañía de hombres cultivados como don Celso, don Sabas, Neluco y el erudito señor de la torre de Provendaño. También le atrae la humilde obediencia de la gente común, no exenta de dignidad, la cual no puede menos que contrastar con la feria de vanidades de Madrid. En última instancia Pereda recurre a una figura femenina, Lita, estímulo definitivo para que Marcelo decida quedarse. La prueba final la constituye un breve retorno de éste a Madrid en el capítulo XXIII, confirmación de que la vida metropolitana carece ya de atractivo para él: «cada día que pasaba me era menos agradable el desairado papel de comparsa anónimo que había hecho yo en el montón decorativo de esa incesante farsa de la vida» (VIII: 801). La unión con Lita culmina el idilio, legitimando un traspaso de poderes que augura una feliz continuidad del patriarcado: «Gran barro, indudablemente, para formar una compañera a su gusto un Adán como yo, en un paraíso de la catadura de Tablanca» (VIII: 791). Montesinos sostiene que Lita es un personaje poco convincente, cuyo protagonismo va en detrimento del mensaje: «es lo afectivo lo que en definitiva decide de sus destinos [de Marcelo], con 18 Esta concepción idílica de la existencia es lo que otorga singularidad a la novela de Pereda: «La justificación de una obra como Peñas arriba viene dada… porque supone un entendimiento de la vida cíclica, de las alternancias del mundo personal y natural, bien distinta de los modos de conocer cifrados en la causalidad de la modernidad o en el descreimiento de toda conexión sustancial entre el hombre y los modos de conocer su entorno de la postmodernidad» (Gullón, Aportación, 167).

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lo que, en cierto modo, la intención social de la novela se debilita o aparece como algo sobrepuesto por artificio a ella, cosa que de seguro no estaba en los planes del autor» (Pereda, 250). Creo, sin embargo, que al gran crítico le pasa por alto que el sistema patriarcal se basa en la perpetuación de un linaje por vía sucesoria. Así pues, el matrimonio es condición indispensable para una total integración de Marcelo en la comunidad de Tablanca, dado que la figura de un patriarca soltero resulta inconcecible19. Marcelo, aunque sólo sea para llevar adelante su misión redentora, precisa asimismo de un heredero que con toda seguridad va a proporcionarle Lita. La inserción del Bildungsroman dentro de la unidad temática del relato de tesis obliga a Pereda a no perder de vista la verosimilitud de su obra. Puede afirmarse, por tanto, que la validez de la lección moral depende del grado de credibilidad que al lector le merezca el ajuste de Marcelo en Tablanca. No discrepo de la opinión de Miralles al respecto de que Pereda está sentando las bases de un programa político afín a las doctrinas regionalistas y regeneracionistas en auge en la España finisecular: «[el] regionalismo doctrinario, cifrado en las tesis regeneracionistas que pone en boca de Neluco y que una década antes venían defendiendo los foros regionalistas como mejor remedio a los males del país» (Nacionalismos, 224). Mas ello no obsta para que la viabilidad de la novela de tesis en cuanto tal se cifre más en la epifánica conversión de Marcelo que en la formulación de un ideario. En realidad, las energías de los tablanqueses se han unificado desde el principio al objeto de persuadir a Marcelo (e, indirectamente, al lector) por medio de alusiones veladas o referencias directas: Tarumbo (VIII: 515), la hija de Pedro Nolasco (VIII: 537), Lita (VII: 538), la hermana de Neluco (VIII: 557), el señor de la Torre de Provendaño (VIII: 586), don Sabas (VIII: 608), don Celso (VIII: 618-619), don Román (VIII: 770) y Neluco (VIII: 780). El mismo Marcelo se hace eco de esta insistencia: «la tesis a que tan acostumbrado me tenían las buenas gentes de aquellos valles» (VIII: 557; la cursiva es mía); «[l]o singular de esta tesis, tan manoseada por unos y 19

«In rejecting bachelorhood for marriage, Marcelo is abandoning egoism for collective responsibility. As with Luis in Pepita Jiménez, this involves the surrender of a sick inner self, but Marcelo’s inner self is sick in the sense that it constitutes an inner void or numbness. In acquiring a heart, Marcelo gains a new inner self which is healthy because it is immersed in the collective (family, village)» (Labanyi, 329). La gradual y, en gran medida, inconsciente atracción de Marcelo hacia Lita conforma un proceso psicológico semejante al de Luis de Vargas, si bien menos logrado artísticamente.

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otros, era para mí la solemnnidad y la hondura del sentimiento con que me la exponían en todas partes» (VIII: 557; la cursiva es mía). El triunfo de Marcelo no debiera rebajar las dificultades de la empresa, sobre todo al compararlo con la desgracia de don Román en Don Gonzalo o los infortunados intentos del señor de Provendaño de instituir una organización patriarcal. Cuando Marcelo hace caso de los consejos de la comunidad, la evolución de su personalidad es ya completa, al pasar de «cortesano muelle, insensible y descuidado» a «hombre activo, diligente y útil» (VIII: 812-813) en el curso de unos meses. En suma, Pereda cumple con el doble objetivo de clausurar el relato de tesis y resucitar el idilio al fusionar voz narrativa y focalización en el relato en primera persona retrospectiva de un aprendizaje20. La simbiosis de teoría y práctica en la década de 1870 contribuye a resaltar la dimensión epistemológica de la narración. En opinión de críticos como Revilla, Clarín o Urbano González Serrano, sólo la novela tiene la capacidad de abarcar las multiples fácetas de la conciencia moderna. Por otro lado, la consolidación del relato de tesis durante la Restauración hace patente la conflictividad de un discurso que enfrenta a enemigos (Alarcón, Pereda) y apologetas (Galdós) de la fallida revolución. En Don Gonzalo González de la Gonzalera, Pereda responsabiliza a la causa liberal de la autodestrucción de una comunidad idílica que termina con la huida a la capital de su destronado patriarca. Diecisiéis años más tarde, el autor revisa sus principios políticos en la que suele considerarse su novela más representativa, Peñas arriba. En ella rubrica la legitimidad del sistema patriarcal al justificar la asimilación del urbanita Marcelo a las costumbres rurales. La preservación del idilio en el corazón de La Montaña cauteriza las heridas del triunfo revolucionario en Coteruco (la caída del Antiguo Régimen, el exilio que se impone don Román a sí mismo, etc.). En Peñas arriba, en fin, las convenciones de la novela de tesis alcanzan su plenitud por medio de la conjunción de forma narrativa y contenido didáctico en un todo unitario.

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Algunos críticos, como López de Abiada, no ven claro el éxito de la empresa de Marcelo: «Intuimos que Marcelo… difícilmente podrá salir airoso del envite. Intuimos que correrá parecida suerte que los coetáneos de su tío: don Román Pérez de la Llosía (derrocado del patriarcado de Coteruco en escaso tiempo), don Lope del Robledal, etc; suerte análoga al señor de Provedaño» (404). Aunque no descarto la conveniencia de una lectura deconstruccionista de Peñas arriba, no hallo indicios suficientes en el texto que den pie a dudar de la intención del autor.

SEGUNDA PARTE: LA DESTRUCCIÓN DEL IDILIO CAPÍTULO 4 EL REVÉS DE LA TRAMA: LA INVERSIÓN DEL IDILIO ORBAJOSENSE EN DOÑA PERFECTA 1. DOÑA PERFECTA, NOVELA MODERNA DE COSTUMBRES Entre el tercer y cuarto volumen de la segunda serie de Episodios Nacionales intercala Galdós la primera de sus novelas de tesis, Doña Perfecta, aparecida por entregas en Revista de España en 18761. El novelista canario interrumpe la revisión de la historia de su siglo a fin de reflexionar acerca de las consecuencias que el reciente fracaso de la Revolución de Septiembre iba a tener para España. Galdós dirige, pues, su mirada a los acontecimientos coetáneos para mitigar el desencanto de una generación que sólo ocho años antes se había alzado triunfalmente contra Isabel II. Mucho hay en Doña Perfecta, en efecto, de reivindicación de una ideología sustentada en la revolución científica y filosófica con que la vanguardia europea entra de lleno en la modernidad. Frente a la secularización del mundo encarnada en Pepe Rey, joven ingeniero y «hombre del siglo» (IV: 432) que ha cursado estudios en Alemania e Inglaterra, el celo patriótico-religioso de los habitantes de Orbajosa toma visos de parodia de una España aferrada a las marchitas glorias de su pasado. La serie de polaridades que la novela establece entre tradición y progreso, provincia y metrópolis, ciencia y religión, etc., le permite a nuestro autor un ejercicio de propaganda en defensa de su

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El final de la novela tal como lo conocemos hoy difiere del de la primera versión por entregas. No es hasta la segunda edición en libro, publicada por La Guirnalda en 1876, cuando Galdós introduce variaciones que afectan sustancialmente el desenlace de la obra. Para la cuestión de las ediciones es de consulta obligatoria Cyril Jones.

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ideario político. Que precisamente Galdós se empeñara en resucitar el espíritu revolucionario en plena Restauración canovista indica hasta qué punto había cundido el desánimo en la intelligentsia progresista tras el colapso de la Gloriosa. Este capítulo no quiere incidir, sin embargo, en la tendenciosidad de Doña Perfecta dentro del marco histórico de su época, aspecto éste del que la crítica se ha ocupado ya sobremanera. Por el contrario, mi lectura va a hacer hincapié en la subversión que lleva a cabo Galdós de las directrices del realismo costumbrista. Como se ha mostrado en la primera parte de este estudio, la nostalgia de unos modos de vida en trance de desaparecer es proclive a la fabricación de idilios regionales ubicados en un marco provincial o rural. Inmerso Galdós desde 1860 en la dinámica de un centro urbano en constante ebullición, le debía de resultar imposible forjarse un concepto unívoco de la realidad como el planteado en las obras anteriormente citadas. Dicha concepción la consideraba además un retroceso en la marcha de España por la senda del progreso y la renovación. Por esta vía llega Galdós a deshacer el idilio orbajosense, convirtiendo esta imaginaria ciudad de provincias «con 7.324 habitantes, Ayuntamiento, Sede episcopal, Juzgado, Seminario, Depósito de caballos sementales, Instituto de segunda enseñanza y otras prerrogativas oficiales» (IV: 421), en escenario de una tragedia teñida de bajas pasiones2. Las divergencias de credo con el realismo castizo constituyen el punto de partida de la renovación de la novela española que Galdós está concibiendo en aquel momento. En «Observaciones sobre la novela contemporánea en España» (1870) empieza alabando a los escritores regionalistas que lo han precedido, caso de Fernán Caballero y Pereda. La autora de La Gaviota ha pintado a «la buena gente de Andalucía con suma gracia y sencillez, retratando la natural viveza y espontaneidad de aquella noble raza» (122). Respecto a Pereda, «sus Escenas montañesas son pequeñas obras maestras, a que está reservada la inmortalidad» (122). No obstante los elogios en que se deshace Galdós, las diferencias que lo separan de estos autores se hacen enseguida evidentes. Así, en 2 El uso del vocablo «tragedia» no es gratuito. Hace ya más de medio siglo que Stephen Gilman estudió la semejanza estructural de Doña Perfecta con dicho género: «The social destiny of Pepe Rey, his victimization by a malign collective imperfection, is nothing less than a new and novelistic expression of Aristotelian prescriptions —the inevitable doom of flawed perfection portrayed in a series of extended narrative acts» (388).

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cuanto Fernán Caballero quiere elevarse por encima de un costumbrismo edulcorado no tardan en asomar las limitaciones de su pensamiento: «nada hay más pobre que su criterio, ni más triste que su filosofía bonachona, afectada de una mogigatería lamentable» (122). Lo mismo sucede con Pereda, cuyo «realismo bucólico y la extraña poesía de que sabe revestir a sus interesantes patanes» no alcanzan a «realizar por completo la aspiración literaria de hoy» (122). Implícitamente responsabiliza Galdós a esta narrativa de haber postergado la aparición de «la gran novela de costumbres» (124) que él va a abanderar pocos años más tarde. A partir del testimonio de «Observaciones» es lícito sostener que la génesis de Doña Perfecta obedece a la voluntad de ofrecer una alternativa que socave «the authority of conservative poetics» (Santana, 302)3. Así pues, antes de erigirse en el novelista urbano más representativo de su época de La desheredada (1881) en adelante, Galdós siente la imperiosa necesidad de desmitificar la imagen del campo y la provincia como salvaguardas de la identidad española. En juego está no solamente la afirmación de una poética afín a su ideología liberal, sino la pugna por conquistar la condición de escritor nacional por excelencia: «what Galdós was claiming for himself was the legitimacy and space literary authorities were awarding to Caballero and Pereda» (Santana, 293). En suma, la falsedad del idilio orbajosense puesta de manifiesto por el autor implícito busca algo más que articular la defensa de un ideario político. Se trata de dar carta de circulación a una nueva «novela moderna de costumbres» (Galdós, Observaciones, 122) con la que superar la estrechez de miras de la «novela de costumbres campesinas» (122) según la cultivan Fernán Caballero y Pereda.

2. LA SUPERACIÓN DEL IDILIO Aunque la acción de Doña Perfecta se sitúa en un momento histórico identificable, la segunda mitad de la década de 1870, Orbajosa lleva viviendo desde siempre de espaldas a la realidad, en una especie de parálisis permanente donde «no sucede absolutamente nada» (Casalduero, 54). Esta ucronía, lejos de propiciar la integración de la colectividad 3 Para la primera versión de este capítulo, leída como comunicación en el Séptimo Congreso Internacional Galdosiano celebrado en Las Palmas en marzo de 2001, no tuve ocasión de consultar el artículo de Mario Santana. Me es grato reconocer ahora las coincidencias que existen en nuestra interpretación, si bien como es natural cada una difiere en la argumentación y el propósito final.

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en el ciclo de las estaciones característica del idilio, no hace sino contribuir al marasmo de la vida orbajosense. Anclada en un régimen patriarcal y caciquil cuya autoridad recae unánimemente en doña Perfecta4, la pequeña ciudad logra subsistir a duras penas en su autarquía tras las malas cosechas de los últimos años. Todo ello no es óbice, sin embargo, para que el establishment se siga aferrando a una autocomplacencia en que lleva sumido desde tiempos inmemoriales. Cuando Pepe Rey propone la entrada de «media docena de grandes capitales dispuestos a emplearse aquí» (IV: 428), la reacción en contra de don Inocencio no puede ser más visceral: «El estribillo es que esto es muy malo y que podía ser mejor. Váyanse con mil demonios, que aquí estamos muy bien sin que los señores de la Corte nos visiten» (IV: 428). Anteriormente, el mismo canónigo ha replicado a las quejas de Pepe en lo referente a la multitud de mendigos que pululan por la ciudad, apelando al derecho de la clase privilegiada a socorrer a los desfavorecidos: «Para eso está la caridad» (IV: 428). Siendo el ejercicio de la misma un componente de la novela idilio esencial al bienestar de la comunidad, no es casual que Galdós aluda a ella para recalcar su ineficacia. En efecto, de la pobreza galopante de la gente se infiere que Orbajosa precisa para su regeneración de una inyección económica mucho mayor que la que ofrecen unas cuantas dádivas. La relación de los orbajosenses con la naturaleza la establece Galdós en torno a la posesión, gestión y explotación de la propiedad agraria, desvirtuando de este modo los vínculos maternales de la tierra con quienes la trabajan5. No contiene la novela descripciones de faenas del campo ni de tipos pintorescos de la región que aporten una nota de folclore al conjunto. La sublimación de las labores manuales, fundamental en el cronotopo idílico, degenera aquí en burdos intereses materiales en los que Pepe no se halla menos involucrado que los demás. Así, al 4 No en vano se congrega en su tertulia lo más granado de la población. Así se lo participa Rosario a Pepe: «a prima noche se reúnen aquí algunas personas: el juez de primera instancia, el promotor fiscal, el deán, el secretario del obispo, el alcalde, el recaudador de contribuciones, el sobrino de don Inocencio» (IV: 434). Igual ascendencia tiene la viuda de Polentinos en el cabecilla carlista Caballuco, autor material del disparo que pone fin a la vida de Pepe: «y bien sabe la señora que si ella me dice: “Caballuco, rómpete la cabeza”, voy a aquel rincón y contra la pared me la rompo» (IV: 482). 5 En palabras de Marie-France Buard, «il ne s’agit toujours que d’agriculture. Toute autre activité, commerciale ou industrielle, brille par son absence. Dans ce contexte, il est normal que la possession de la terre détermine la hiérarchie sociale» (66-67).

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contemplar por vez primera las propiedades legadas por su madre prorrumpe aquél «con júbilo» en la siguiente exclamación: «¡Mis tierras!» (IV: 417). Acto seguido, y tras lamentarse de que hasta el momento no le hayan «producido un cuarto» (IV: 417), muestra su enojo al constatar cómo los dueños de los terrenos limítrofes se han ido apropiando de lo que por ley le pertenece: «algunos propietarios colindantes han metido su arado en estos grandes estados míos, y poco a poco me los van cercenando» (IV: 417; las cursivas son mías). No tarda Pepe en comprender que los terratenientes orbajosenses, en connivencia con doña Perfecta6, se han aliado al objeto de hacerle la vida imposible. Al inundarlo de pleitos confían en que lo «abandone todo y les deje continuar en posesión de sus latrocinios» (IV: 443). Lo que no está dispuesto a reconocer el ingeniero, sin embargo, es la parte de responsabilidad que le corresponde por el abandono en que ha tenido sus tierras hasta aquel momento. Es esta «indolencia del propietario» (IV: 442) que justamente le reprende Jacinto lo que explica en parte sus problemas con la justicia. Sorprenden, en suma, estas repentinas ínfulas de propietario rural en quien hasta aquel momento no se había molestado siquiera en pasar revista a sus heredades, inmerso como estaba en ambiciosos proyectos de ingeniería7. Otro rasgo común a la novela idilio es la reintegración armónica del protagonista en el pueblo o provincia natales. Aunque sabemos que Pepe nunca ha estado en Orbajosa (al igual que Marcelo en Peñas arriba, no es nativo en sentido estricto), pocas dudas caben acerca del peso emocional de un viaje al lugar de nacimiento de su madre8. Además, una 6

En un rasgo supremo de hipocresía, doña Perfecta asegura a su sobrino que va a hacer lo posible por «quitarle de la cabeza al tío Licurgo esas terquedades con que te molesta» (IV: 443). No olvidemos que para Rodolfo Cardona la hipocresía «surge como el verdadero tema de la novela» (Introducción, 27). 7 Agudamente apunta Brian Dendle la poca consistencia de Pepe a la hora de formular sus quejas: «Pepe Rey is an absentee landlord whose intent is to assert rights never before exercised, to the detriment of those “squatters” who have rendered parts of his lands productive» (56). 8 El viaje de Villahorrenda a Orbajosa pudo haber influido en Pereda a la hora de trazar el de Marcelo a Tablanca. Las coincidencias son demasiado numerosas para atribuirlas al mero azar: ninguno de los protagonistas ha visitado el lugar de origen de la madre (Pepe) o del padre (Marcelo); los dos realizan la primera parte del trayecto en ferrocarril, prosiguiendo luego a caballo; a ambos les recoge en la estación un servidor de la casa que les sirve de guía, el tío Licurgo en un caso y Chisco en el otro; el recorrido les causa una impresión desfavorable; finalmente, el episodio se inserta en el capítulo segundo de cada novela.

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serie de sutiles referencias sugiere que en los primeros días se siente tan felizmente acoplado al hogar de su tía como si perteneciera allí por derecho propio. Al atisbar la vivienda comenta Pepe: «estamos ya en casa» (IV: 421). La impresión se refuerza con lo que le dice aquélla a la hora del desayuno: «Aquí puedes mandar como si estuvieras en tu casa» (IV: 427). Pepe se cree «ya en su propia casa», rodeado como se siente de «la atmósfera de paz» (IV: 427) que anhela. Más adelante, cuando doña Perfecta se empeña en convencerlo de que está aburrido, él replica aduciendo que «esta ciudad y esta casa me son tan agradables, que me gustaría vivir y morir aquí» (IV: 438) (¡irónica prolepsis del desenlace!)9. Pepe emprende su recorrido con una imagen ideal de Orbajosa que su madre le ha inculcado desde niño: «La pobre hacía tales ponderaciones de ese país, y me contaba tantas maravillas de él, que yo, siendo niño, creía que estar aquí era estar en la Gloria» (IV: 417). Poco antes de partir su padre le pinta una imagen igualmente halagüeña de la región, donde se respira «la tranquilidad y dulzura de un idilio. ¡Qué patriarcales costumbres! ¡Qué nobleza en aquella sencillez! ¡Qué rústica paz virgiliana!» (IV: 423-424; la cursiva es mía). Con un entusiasmo transido tal vez del recuerdo de la esposa fallecida, Juan Rey contrasta esta placidez con la artificiosidad de la vida urbana: «Allí todo es bondad, honradez; allí no se conocen la mentira y la farsa como en nuestras grandes ciudades» (IV: 424). Por si todavía no bastara lo anterior, el mismo Pepe reconoce estar algo fatigado de sus proyectos y anhelando sumergirse en la aurea mediocritas de Orbajosa: «hace tiempo deseo darme… un baño de cuerpo entero en la Naturaleza; vivir lejos del bullicio, en la soledad y sosiego del campo» (IV: 427). El motivo del viaje en Doña Perfecta se articula, pues, en torno a un joven educado en la ciudad que regresa a la aldea con la idea de encontrar allí el reposo y la paz espiritual de que le ha despojado la gran urbe10. 9 La casa tiene un papel destacado en la novela idilio como símbolo de la transmisión y continuidad del poder patriarcal. También la vivienda de doña Perfecta cobra una importante significación en nuestra novela: «No single image advances a more comprehensive synopsis of Doña Perfecta than that of the house» (Ràfols, House, 53). 10 El viaje refleja aquí «the disillusionment of the nineteenth-century intellectual who, unfulfilled with the knowledge, science, and law nurtured in the metropolis, seeks to complement these virtues with the simplicity, purity, and honesty of provincial Spain» (Paolini, 109). Por supuesto, las expectativas de Pepe van a frustrarse en contacto con una realidad implacable.

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Pese a los buenos augurios, la desilusión del ingeniero empieza tan pronto como desciende del tren en Villahorrenda. Por doquier se extiende un paisaje estéril y feo, tanto más chocante cuanto que montes y valles se designan de manera harto poética: Cerrillo de los Lirios, Valleameno, Villarica, Valdeflores. De «esta horrible ironía de los nombres» (IV: 417)11, especie de trompe l’oeil geográfico, surge una visión de la provincia que nada tiene de complaciente ni de pintoresca. Las tierras fértiles que tanto le habían encomiado resultan poco menos que un erial. No hay «[f]rutas, flores, caza mayor y menor, montes, lagos, ríos, poéticos arroyos, oteros pastoriles», como su madre le aseguraba, sino «desnudos cerros», «llanos polvorientos o encharcados», «vetustas casas de labor» y «norias desvencijadas» (IV: 417). Desengaño todavía mayor le espera a la entrada de Orbajosa, tras verificar la ruina de las casas y constatar la numerosa presencia de mendigos: todo «parece un gran muladar» (IV: 412), concluye sin disimular su amargura. El único locus amoenus —«amenos lugares» (IV: 436)— que se describe es la huerta de doña Perfecta, especie de jardín del Edén donde Pepe y Rosario se entregan a sus confidencias amorosas (I: 435). Pero también en este caso tiene lugar la inversión de la imagen idílica, al ser el jardín escenario de la violenta muerte de Pepe a manos de Caballuco12. A los pocos días de su llegada, Pepe vislumbra que el idilio al que ingenuamente se refería Juan Rey no va a cuajar en un marco tan poco propicio. Parte de la culpa del terrible desengaño que sufre el joven hay que achacarla a sus padres, por dar rienda suelta a su imaginación enalteciendo las virtudes de Orbajosa. Mas ello no exime de responsabilidad a Pepe, quien se ha forjado una imagen de la pequeña ciudad según el clásico motivo del menosprecio de corte y alabanza de aldea. La fusión en el seno de la naturaleza con la que sueña no es tanto una convicción cuanto la evocación de un viejo topos literario que carece de vigencia en la España provinciana de la segunda mitad del XIX. Así se explaya Pepe en los propósitos de su viaje: «Anhelo la tranquilidad 11 Pepe insiste en su observación: «todo aquí es ironía. Palabras hermosas, realidad prosaica y miserable» (IV: 417). Para Ràfols, el texto se vertebra alrededor de este tropo: «the novel features a recurrent instantiation of irony in all its forms: rhetorical, fictional, structural, dramatic, and cosmic» (Lies, 486). 12 Galdós opta por «una perspectiva fluida donde el jardín es paraíso y antiparaíso al mismo tiempo» (Valis, 1033).

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de una vida sin luchas, sin afanes, ni envidioso ni envidiado, como dijo el poeta» (I: 427; la cursiva es mía). El poeta en cuestión no es otro que Fray Luis de León, de cuyos poemas Canción de la vida solitaria («¡Qué descansada vida/la del que huye el mundanal ruido», vv. 1-2) y A la salida de la cárcel («y a solas su vida pasa,/ni envidiado ni envidioso», vv. 9-10) procede la materia prima con que Pepe elabora su entelequia. La fabricación de este arquetipo cultural no cuadra con la mentalidad capitalista de un ingeniero de puentes y caminos, el cual, a renglón seguido de exaltar la vida natural, proclama la conveniencia de que Orbajosa acepte inversiones foráneas (IV: 427-428). Al paradigma horaciano del beatus ille vuelto del revés hay que agregar el despliegue de erudición clásica de don Inocencio, quien se llena la boca a toda hora con citas de las Églogas y Geórgicas de Virgilio. En la figura del canónigo está impugnando Galdós un falso humanismo cristiano degradado al aprendizaje mecánico del latín y la fe dogmática en la Sagrada Escritura. Asimismo, la apología de Orbajosa como último reducto de las virtudes ancestrales españolas, frente al avance imparable de la modernidad, es reveladora del falso idilio: «Aquí verá usted el carácter nacional en toda su pureza, recto, hidalgo, incorruptible, puro, sencillo, patriarcal, hospitalario, generoso» (IV: 462). Estos elogios de don Cayetano hacen de él un portavoz del costumbrismo más rancio, si bien la fuerza de su argumentación queda en entredicho al ponerse en boca de un personaje cuya cordura es más que cuestionable. Al contemplarla bajo un prisma paródico, Galdós está desautorizando la realidad histórica de España según la percibe un reputado ideólogo del costumbrismo13. Ya hemos visto que dentro de las ramificaciones de la ficción regional se hace hincapié en un choque de valores entre ciudad y campo que conduce a la «destrucción del idilio» (Bajtin, 384). La ruptura del individuo con su entorno conlleva un desenlace trágico en que el héroe positivo deviene un ente «ridículo, miserable e inútil» (385). Arquetipos europeos de esta tendencia son Oblomov, protagonista de la novela 13 Coincido de nuevo con Santana: «This inability to see the present and to understand its historical nature is precisely what Galdós was perceiving as the main shortcoming of costumbristic fiction» (299). La mitificación de la patria la sigue sosteniendo don Cayetano en las cartas a su amigo madrileño, en las que entera a éste (y, por ende, al lector) de los sucesos posteriores al asesinato de Pepe. Tanta reiteración no puede obededecer más que a una finalidad satírica.

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homónima de Iván Goncharov, el médico Bazarov en Padres e hijos de Iván Turgeniev, o el ya mentado Clym Yeobright en The Return of the Native de Thomas Hardy. Parias de este tipo pululan igualmente por novelas del XIX que desmitifican la percepción idílica de la España rural o provinciana: Marisalada y Stein en La Gaviota; Albert e Isabel en Vilaniu; Julián y Nucha en Los pazos de Ulloa; Gabriel, Perucho y Manolita en La madre naturaleza. Pepe Rey entraría por derecho propio en esta categoría a causa del ostracismo del que es víctima por parte de la comunidad orbajosense. Su inadptación al medio —en el fondo se lo considera siempre como un «extraño huésped intruso de la patriarcal ciudad» (IV: 424)— va in crescendo a medida que se deja enredar en la sutil dialéctica de don Inocencio, hasta llegar al clímax de un enfrentamiento cara a cara con su tía en el capítulo XIX. Hacia el final de la novela, el patetismo de la confesión epistolar al padre, en que refiere con total sinceridad su degeneración moral al contacto con el ambiente de Orbajosa, revela su condición de héroe trágico destinado a la muerte: «he tenido la debilidad de abandonarme a una ira loca, poniéndome bajo el nivel de mis detractores, devolviéndoles golpes iguales a los suyos, y tratando de confundirles por medios aprendidos en su propia indigna escuela» (IV: 501). Es interesante a este respecto recurrir al patrón novelístico que propone Rodolfo Cardona a fin de reiterar el entronque con el idilio. Acertadamente señala Cardona que Doña Perfecta se inscribe en el molde del «joven de la capital que llega a la provincia donde se encuentra con un ambiente retrógrado contra el cual choca y de cuyo choque surge su final destrucción» (Introducción, 45). A diferencia del realismo costumbrista, la huida de la ciudad hacia el reducto provincial no trae consigo un renacimiento espiritual del protagonista ni tampoco la consagración de un amor ideal, sino el descenso a los infiernos de la hipocresía, el egoísmo y las ansias desmesuradas de medro. Mientras que la ideología castiza tiende a encomiar el espíritu regional en oposición al centralismo de la capital, en Doña Perfecta se condenan las ínfulas separatistas de Orbajosa. De este modo, el mensaje del autor implícito difiere de la opinión casi unánime de los habitantes de la pequeña ciudad. No vacilan éstos en censurar severamente a Madrid, motejándolo de «centro de corrupción, de escándalo, de irreligiosidad y descreimiento» (IV: 483) que se vale de las otras poblaciones únicamente para recaudar impuestos y reclutar soldados. Según colige Pepe de los habituales del casino, los principios de la fe

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orbajosense se cifran en dos; por un lado, un chauvinismo a ultranza: «la supremacía de Orbajosa y de sus habitantes sobre los demás pueblos y gentes de la Tierra» (IV: 446); por otro, una xenofobia no menos rampante: «un sentimiento de viva hostilidad hacia todo lo que de fuera viniese» (IV: 446). Ni siquiera se libra de esta ceguera don Cayetano, erudito bonachón pero ridículo, dedicado en cuerpo y alma a desempolvar orbajosenses ilustres e incapaz de ver más allá de la letra pequeña de sus manuscritos. La pequeña ciudad vive de hecho ensimismada en una especie de modorra que sólo se sacude cuando surge una amenaza procedente de la capital. Así pues, al grito de «¡Viva Orbajosa! ¡Muera Madrid!» (IV: 485) se prepara aquélla para defenderse de la ocupación de las tropas gubernamentales. A tal se efecto se organizan partidas por todas las comarcas al mando del sin par Caballuco, lanza del patriotismo local y acérrimo protector de doña Perfecta y los suyos: «el que venga de fuera y se atreva a tentar el pelo de la ropa a un hijo de Orbajosa, ya puede verse con él» (IV: 420), advierte Licurgo a Pepe apenas iniciada la obra. Frente a la belicosidad de las huestes carlistas, nada va a poder un ejército poco expeditivo que termina poniendo pies en polvorosa. Además de testimoniar el fracaso de los planes de Pepe, la derrota militar viene a simbolizar el constante retroceso de la España constitucional soñada por Galdós a manos de las fuerzas reaccionarias14, pues no en vano Orbajosa se sitúa «en todas partes, y por doquiera que los españoles revuelvan sus ojos y sientan el picar de sus ajos» (IV: 468). Recordemos que Clarín lo expresó de manera más contundente en su reseña de la novela: «Orbajosa es toda España» (Preludios, 87). La dialéctica aldea/metrópoli se inscribe asimismo en la pugna de doña Perfecta y demás representantes del poder local por preservar una estructura semifeudal que sancione los derechos y deberes para con sus súbditos: «As the señora, Perfecta was clearly the superior in all her relationships, but as with the lords of feudal times, the landowner had responsibilities for the care or welfare of her people» (Zahareas, 44). Las desaveniencias con el ingeniero no obedecen tanto a una cuestión religiosa cuanto a la defensa de un régimen agrícola de subsistencia: «the refusal of the underveloped countryisde to become dependent upon the more developed, investment oriented and modernized urban 14 «Rarely has a liberal author seen so clinically and with so much lucidity the disastrous weaknesses of his own liberalism, as Galdós in 1875-1876» (Zahareas, 45).

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centers» (Zahareas, 40)15. Ello explica el fuerte malestar que provoca la franqueza del ingeniero respecto a la deficitaria economía de la patria de su tía: «¿No sabe ese estúpido que en años buenos Orbajosa da pan para toda España y aun para toda Europa?» (IV: 447). La proverbial exageración de la gente atribuye además a Pepe perversas maquinaciones, como el derribo de la catedral (IV: 453; IV: 458; IV: 484). Para mayor afrenta, con las piedras de este símbolo del orgullo local va a levantarse según unos «una fábrica de zapatos» (IV: 453), según otros «una gran fábrica de alquitrán» (IV: 457). Nunca se hace tan patente el miedo a lo moderno como en los infundados rumores que apuntan a una súbita transformación del paisaje rural de Orbajosa en otro de industrial16. En última instancia, el alzamiento de la provincia responde a la decisión del gobierno central de destituir a las autoridades del país (el gobernador, el alcalde y el juez de Primera Instancia), sustituyéndolas por emisarios procedentes de Madrid (IV: 477). Ante lo que considera un casus belli doña Perfecta incita hábimente a Caballuco a la rebelión, amenazada como se siente en sus prerrogativas por culpa de «esa infame gentuza» (IV: 481). Cara y cruz de la misma moneda, Pepe y Madrid representan «la nación oficial» que hay que combatir a toda costa porque «se ha hecho dueña de la fuerza material» (IV: 491; la cursiva es mía). En la novela idilio la disyuntiva entre fuga y permanencia se dramatiza con igual frecuencia que la oposición campo/ciudad. Así se ha visto en las vacilaciones de Luis Vargas respecto de si le conviene quedarse por más tiempo en el pueblo, como inconscientemente desea, o bien regresar al seminario para proceder a su ordenación. Es evidente que el desenlace trágico de Doña Perfecta se habría evitado si Pepe se hubiera ido antes de ocasionar más contratiempos. Esta decisión habría satisfecho sobradamente al clan de doña Perfecta, que en principio no busca sino agotar la paciencia del joven y obligarle a una retirada digna. Pepe contempla la huida en más de una ocasión a lo lo largo de la novela (IV: 447-448; IV: 459), incluso a instancias de su padre (IV: 501). No obstante, el 15 Nótese cómo la primera polémica entre ingeniero y penitenciario (capítulo V) gira en torno al modelo económico más adecuado para Orbajosa. Sólo más tarde (capítulo VI) se orienta la discusión hacia las creencias religiosas y el papel de la ciencia. 16 Estos temores recuerdan los de Fernán Caballero. En Lágrimas, el industrial don Roque de la Piedra ha adquirido el convento de Villamar, donde ha transcurrido parte de la acción de La Gaviota, para edificar allí también una fábrica.

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amor que siente por Rosario y la conciencia de la desgraciada situación de la muchacha lo hacen desistir definitivamente de su propósito: «Por ahora no pienso marcharme» (I: 460), concluye en tono de provocación. ¡Cuán lejos estamos aquí de los remordimientos de conciencia de Luis de Vargas por desobedecer al deán y estar disputándole a su mismo padre el amor de Pepita! En Pepe todo es atrevimiento, temeridad e insolencia, habiendo urdido un arriesgado plan para fugarse con Rosario y casarse en secreto con ella (IV: 507). Finalmente, la mediación de la comunidad para facilitar el romance de Luis y Pepita contrasta con la vigilancia y el encierro inhumanos a que doña Perfecta somete a su hija17. El motivo de la huida no gira solamente en torno a Pepe Rey. De manera inesperada, Doña Perfecta termina en una desbandada general que cabe interpretar en parte como castigo a los responsables del impune asesinato del ingeniero (digo en parte porque Caballuco sigue campando por sus respetos tras dar muerte a Pepe). Al encierro de Rosario en un manicomio de la provincia de Barcelona sucede un evento inesperado, puesto que María Remedios rompe enérgicamente con su tío el penitenciario y se traslada a Madrid con Jacinto en busca de fortuna: «Mi hijo y yo nos marcharemos de aquí para siempre, para siempre. Yo le conseguiré una posición a mi hijo, yo le buscaré una buena conveniencia, ¿entiende usted?» (IV: 498). Convertido de la noche a la mañana en un parvenu que tendrá que labrarse un futuro a base de esfuerzo e ingenio, el personaje de Jacinto daba para una novela balzaciana acerca de sus vicisitudes en la capital18. En cuanto a don 17

Vernon Chamberlin ha demostrado concluyentemente el diálogo que establece Doña Perfecta con Pepita Jiménez. Mas en vez de reivindicar el modelo idílico propuesto por Valera, Galdós se sirve del mismo para cuestionar su vigencia: «By using elements of the plot, characters, and setting of Pepita Jiménez as the basis for his novel, Galdós could challenge both the political and aesthetic implications of Valera’s work» (12). Doña Perfecta debe leerse, pues, como una Pepita Jiménez vuelta del revés que hace patente la inadecuación del idilio a la sensibilidad moderna. 18 «Por desgracia Galdós no llegó a escribir su novela que nos hubiera dado la vida de Jacinto en la capital (¿otro ejemplo más del patrón “grandes esperanzas-ilusiones perdidas”? Sin duda)». (Cardona, Introducción, 54). Yo me inclino a pensar que Jacinto sí va a hacer carrera en Madrid. Así lo sugiere el narrador, cuya sutil ironía no desmiente el hecho de que en la España de la época los que triunfan en política son precisamente los mequetrefes como Jacinto: «tenía todo lo necesario para ser, con el tiempo, una notabilidad de estas que tanto abundan en España; podía ser lo que a todas horas nos complacemos en llamar hiperbólicamente un distinguido patricio o un eminente hombre público» (IV: 437). De la misma opinión son Buard (83) y Ribbans (222).

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Inocencio, el desprecio de su sobrina le ocasiona un enorme desengaño que lo pone abruptamente a las puertas de la vejez. Desde la muerte de Pepe vive solo y recluido en su casa, hasta que abandona la carrera eclesiástica y se exilia en Italia (indicio probable de su arrepentimiento): «Ahora dice que renuncia a su silla en el coro de la catedral y se marcha a Roma» (IV: 510). En una manifestación más de la esencial ironía que recorre la novela, al final permanece en Orbajosa quien apenas desde su llegada deseaba marcharse, mientras que terminan por irse los que hubieran deseado quedarse. La justicia poética se cumple, por último, en el caso de doña Perfecta, enferma de ictericia y cada vez más próxima a la beatería: «Pasa casi todo el día en la iglesia, y gasta su gran fortuna en espléndidas funciones, en novenas y manifiestos brillantísimos» (IV: 511). Solamente don Cayetano continúa inmune a la desgracia desde el refugio que le proporciona su locura bibliófila, si bien reconoce que la alegría que solía reinar en casa de su hermana se ve amenazada ahora por la presencia de «una nube negra encima de nosotros» (IV: 511). Mi lectura de Doña Perfecta se sustenta en la inversión del cronotopo idílico llevada a cabo por Galdós. Temáticamente la obra participa de la oposición provincia/metrópolis característica del costumbrismo rural, si bien trastocando el cuadro de valores al otorgar a Madrid la supremacía moral frente al empuje separatista de Orbajosa. En consonancia igualmente con la poética del idilio, la acción de Doña Perfecta se encuadra dentro del motivo del regreso a la tierra natal. Sin embargo, una vez más, la llegada a la provincia desde un centro urbano carece de la dimensión idealista que se encuentra en el realizo castizo (caso de Marcelo en Peñas arriba). Tanto por la intransigencia de la gente como por la falta de tacto de Pepe, no logra éste aclimatarse a la atmósfera de una Orbajosa tan pagada de sí misma que rechaza toda crítica proveniente de fuera. Adondequiera que Pepe pone los pies se le mira con recelo y hostilidad, como un intruso al que hay que expulsar. La huida que anhela tampoco se produce, a causa del amor que le inspira su prima Rosario. Al final, y tras el abominable asesinato del protagonista, María Remedios y Jacinto se trasladan a la capital en busca de mejores oportunidades. La locura de Rosario, el exilio del penitenciario y la caída de doña Perfecta en una devoción exagerada culminan un desenlace con visos de tragedia clásica. Pese a quien pese, el idilio orbajosense se ha esfumado para siempre.

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3. LAS FUENTES OCULTAS DE LA TRAGEDIA Hay en Doña Perfecta un desequilibrio entre el propósito doctrinal y la presencia de huecos en el texto que desvirtúan el sentido del mensaje, entre ellos, la caracterización de un Pepe Rey tan intolerante como sus enemigos19. Diversos críticos han hecho referencia a la primacía del factor humano sobre el ideológico a la hora de justificar el desenlace trágico de la novela. Galdós «ha partido de una situación y una idea —tendenciosa, claro está— y las ha presentado en términos de causas humanas específicas» (Cardona, Introducción, 41). Richard Cardwell arguye de manera semejante que «considerations other than ideological, religious or political are more potent factors in human motivation» (36). Y asimismo Germán Gullón: «Doña Perfecta… ofrece una base emocional, subjetiva, sobre la que se cuaja una novela de tesis» (Batalla, 63). El punto de partida de este razonamiento lo proporciona en gran medida el narrador, cuando en el capítulo XXVI dedicado a «María Remedios» revela «la oculta fuente de donde aquel revuelto río ha traído sus aguas» (IV: 493). Ésta no es otra que el arrebatado amor de la sobrina de don Inocencio por su hijo Jacinto: «Le amaba con delirio; ponía el bienestar de su hijo sobre todas las cosas humanas» (IV: 494). Ajena a toda contienda política, no tiene otro objetivo en la vida que casar a Jacinto con Rosario para, de este modo, «verle rico y poderoso; verle emparentado con doña Perfecta, con la señora» (IV: 494). Ni que decir tiene que la llegada de Pepe pone en peligro su plan, de ahí su confabulación con el penitenciario a fin de echar por tierra la reputación del forastero. Bien haríamos, con todo, en no reducir las causas de la tragedia a la vehemencia de una sola persona, máxime cuando nos las habemos con un texto complejo que constituye «un importante aviso en contra de la simplificación y de la abstracción» (Cardona, Introducción, 44). Varios son, además de María Remedios, los manantiales de los que brota un inagotable caudal de motivaciones humanas. Cabe decir en primer lugar que la infausta iniciativa de casar a Pepe con Rosario proviene del padre del protagonista: «la idea fue mía» (IV: 423). Doña Perfecta otorga en principio su consentimiento en pago por

19 En palabras de Arnold M. Penuel, «there are aspects of his portrayal which are inconsistent and result in an ambiguous characterization» (74).

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los servicios prestados por su hermano al poner a flote las finanzas tras la muerte del marido: «basta que esta unión haya sido propuesta por tu padre, a quien tanto debemos mi hija y yo, para que la acepte» (IV: 448). El viaje de Pepe a Orbajosa tiene, por tanto, la finalidad de certificar a su prima como futura consorte: «Fuera rodeos. Yo he venido aquí a casarme contigo» (IV: 435). Este matrimonio de conveniencias según lo ha concebido don Juan Rey persigue un indudable móvil económico, pues no en vano se trata de entroncar con la familia más pudiente de Orbajosa. En la decisión del padre pesa más el ver convertido a su hijo en futuro patriarca de Orbajosa que la voluntad de su hermana o las prerrogativas del amor que pueda surgir entre los primos. La proyectada unión, en suma, «is more about real estate than real love» (Ràfols, House, 44). No obstante, para desencanto de doña Perfecta y su círculo, un poderoso arrebato inflama rápidamente los corazones de Pepe y Rosario20. Ésta parece haber estar enamorada de su prometido antes de conocerlo, aguardando ansiosamente durante años su llegada: «Por fin, tu papá dijo lo que no podía menos que decir… Sí, no podía menos que decirlo; yo lo esperaba todos los días» (IV: 436). En cuanto a Pepe, incluso un espíritu encaminado a la conquista del saber científico a través de la razón y la experimentación, educado por su padre en la templanza y el control de los instintos, va a sucumbir a los extravíos de un delirio imposible. Constreñido aún en las coordenadas del relato tendencioso, Pepe Rey está prefigurando, como León Roch dos años después, la intricada psicología de los grandes personajes galdosianos, a los que de ninguna manera se les puede caracterizar de una sola pincelada. Tal grado de complejidad no lo alcanza ninguno de los personajes de la narrativa castiza (a excepción tal vez de la indescifrable Marisalada), mera encarnación de las filias y fobias de sus creadores. Entre las fuentes ocultas de la tragedia hay que señalar por último el excesivo celo maternal de doña Perfecta. Este desvarío, distinto en su origen pero igual en intensidad al de María Remedios, ha pasado sorprendentemente desapercibido por la crítica. Si en la sobrina de don Inocencio influye sobre todo el orgullo de una antigua sirviente de la casa por

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La madre confiaba en que el cosmopolita de su sobrino iba a desechar de inmediato a Rosario: «No creí que una pobre lugareña como mi hija inspirase pasión tan volcánica» (IV: 448).

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emparentar con la señora, en doña Perfecta actúa decisivamente la conciencia de su desgraciado matrimonio. En efecto, en su fuero interno sigue lamentando la unión con Manuel María José Polentinos, «aquel ricacho provinciano, tan vorazmente chupado por las sanguijuelas de la Corte y por el insaciable vampiro del juego» (IV: 422). Del infierno que doña Perfecta debió de pasar en Madrid aguantando las infidelidades de un esposo manirroto y mujeriego surge indudablemente este «desprecio de las vanidades cortesanas» (IV: 505) que con figura un rasgo esencial de su carácter. En vista de este desgraciado precedente, su mayor cuidado como madre es procurar el enlace de Rosario con un joven dotado de excelentes prendas morales y ajeno en lo posible a la vida de la capital. Así se explica la disimulada ojeriza que tiene a Pepe desde el principio, que luego se convierte en irreparable tras los poco afortunados discursos del joven en contra de la religión y los orbajosenses. A tal determinación ha contribuido asimismo el ascendiente que sobre doña Perfecta tiene don Inocencio, cuya condición de director espiritual le da pie a desprestigiar al ingeniero y revelar su presunta monstruosidad: «Desenmascaré sus vicios; descubrí su ateísmo; puse a la vista de todo el mundo la podredumbre de aquel corazón materializado, y la señora se convenció de que entregaba a su hija al vicio» (IV: 496; la cursiva es mía). Al final, la idea de ver a la hija arrancada de su lado y residiendo en Madrid con un descreído se le hace insoportable: «¡Quieres casarte y separarme de mi hija para siempre!» (IV: 448). Horrorizada ante la idea de que Rosario pueda incurrir en un matrimonio tan nefasto como el suyo, doña Perfecta termina por echar al pretendiente de su casa. La obsesión por defender la honra de su hija de las asechanzas del ingeniero se va exacerbando hasta convertirse en una paranoia que pone a la viuda de Polentinos al borde de la demencia: «¡Mi hija!… ¡Perder a mi hija!… Sólo oírlo me vuelve loca. No, no me la quitarán» (IV: 490). Su exaltada fantasía la lleva incluso a figurarse que Pepe y los soldados van a tomar por asalto la vivienda para llevarse a Rosario por la fuerza: «la pobre señora», escribe Pepe a su padre, «ha imaginado que voy a atacar su casa para robarle a su hija» (IV: 502). Lo que no sospecha, sin embargo, es que los amantes se las han ingeniado para verse a solas por la noche y concertar la huida. Las noticias que le comunica su hija acerca de este plan asestan un golpe terrible a la madre: «Me matas, me matas sin remedio» (IV: 507). Si son ciertos los indicios que apuntan a la consumación de la relación entre Pepe y Rosario, la boda

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se hace prácticamente inevitable21. En este sentido, la instigación de la señora a Caballuco para que dispare contra el ingeniero —«¡Cristóbal, Cristóbal…, mátale!» (IV: 508)— obedece al pánico que se ha apoderado de una mente por lo general fría y calculadora. Si bien el impune asesinato de Pepe salva a la familia Polentinos de la deshonra, el precio a pagar es altísimo: la pérdida irremediable de las facultades mentales de la hija y la muerte en vida de doña Perfecta. Al dar mayor peso a las motivaciones de carácter económico, sentimental o psicológico que a las meramente ideológicas añade Galdós verosimilitud a la obra, distanciándose a la vez de la subordinación al mensaje que singulariza la novelística de Fernán Caballero, Alarcón o Pereda. Se atisban, pues, rasgos de modernidad en Doña Perfecta en la medida en que no es la doctrina sino la conciencia de cada uno lo que determina la marcha de los acontecimientos. Al mismo tiempo, el texto se abre a la multiplicidad de dimensiones que conforman la realidad física y emocional del individuo. Desde las premisas del relato de tesis de la década de 1870, y con la lucidez que siempre lo caracteriza, Galdós entrevé ya las enormes posibilidades de esta «novela moderna de costumbres» que está en trance de nacer por obra y gracia de su ingenio.

21 Estos indicios son manifiestos. Así expresa don Inocencio la desolación ante la derrota de su plan: «Entorpecimientos graves, la maldad de un hombre, la pasión indudable de la niña y otras cosas que callo, han vuelto las cosas del revés… Hoy por hoy, Jacinto merece mucho más que esa niña loca» (IV: 495; las cursivas son mías). Caballuco lo dice con menos tapujos: «¡Si al fin y al cabo no tendrán más remedio que casarlos…! ¡Después de lo que ha pasado…» (IV: 500; la cursiva es mía).

CAPÍTULO 5 EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS: LA PROVINCIA EN LA NARRATIVA DE NARCÍS OLLER 1. LA PROVINCIA Y LA CIUDAD Como consecuencia de su adhesión al credo realista, la narrativa de Narcís Oller se centra en las transformaciones socioeconómicas de la sociedad catalana durante la segunda mitad del siglo XIX. A semejanza de Balzac y Galdós, Oller recrea en su obra el proceso que constituye un hito en la modernidad europea, a saber, el ascenso de la burguesía al poder. En este sentido, los tres volúmenes de La febre d’or (1890-1892) han de considerarse su obra más representativa en virtud del protagonismo que en ellos adquiere la pujante clase media. La ambivalencia de Oller respecto del progreso dificulta la tarea de discernir si simpatiza totalmente con la nueva mentalidad o si, por el contrario, se aferra todavía a los principios del Antiguo Régimen. A primera vista, Oller se muestra conforme con el ideal burgués según el cual se concede al individuo la oportunidad de labrarse su propio destino. En algunas ocasiones, no obstante, el autor tarragonés apenas puede ocultar la nostalgia de una época precapitalista en que la movilidad social estaba restringida por el peso de la tradición1. No pretendo resolver aquí lo que probablemente sea una contradicción insoluble en la ideología del autor. Mi propósito se cifra más bien en llenar un hueco en la bibliografía del novelista, escasa hasta el momento en estudios que aborden «la relació de l’escriptor amb la seva societat i la idea que d’ella projecta des de la 1 La cuestión se hace más compleja cuando la ambigüedad aparece en el mismo texto. En La febre d’or, Bernat Foix elogia los esfuerzos de su hermano Gil por hacer llegar el ferrocarril a Vilaniu: «Si no es troba un home ambiciós de glòria, i arruixat i acreditat com ell, el Vilaniu no es fa» (I: 602). Paradójicamente, la novela se cierra con el regreso de Gil a sus humildes comienzos de artesano: «Torna a caure al punt de partida: de fuster va sortir; a fuster torna. Deixem-lo exhalar: potser això el curi» (I: 604).

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seva visió del món» (Cassany, 18). En este capítulo va a examinarse, pues, la relación entre dos loci predominantes en la narrativa de Oller, la provincia y la ciudad, a fin de comprender mejor sus ideas sobre el progreso. La segunda sección se ocupa de la novela Vilaniu (1885), síntesis de la perspectiva del autor acerca del espacio provinciano, de la que propongo una nueva lectura a la luz de dos aspectos no abordados hasta ahora: el motivo del retorno y la presencia de un cronotopo antiidílico. «El transplantat», una de las narraciones breves incluidas en el primer volumen publicado por Oller, Croquis del natural (1879), figura entre sus grandes logros literarios. Se trata de una historia de desilusión protagonizada por Daniel, un panadero de pueblo que decide seguir a su hijo hasta Barcelona atraído por la posibilidad de una vida más excitante y enriquecedora. Sin embargo, tan pronto como se instala en la ciudad, empieza a darse cuenta de su incapacidad para adaptarse al ritmo frenético de sus habitantes. Temeroso de caer en una existencia deshumanizada y echando de menos la placidez de su villa natal, decide retornar allí. Desgraciadamente, la melancolía y la soledad se apoderan de él hasta el punto que le es ya imposible recobrar la felicidad perdida. Como árbol trasplantado que no puede volver a florecer, la salud de Daniel empieza a deteriorarse hasta conducirlo irremediablemente a la muerte poco después. La lectura de esta narración que propone Alan Yates alude en primer lugar a las semejanzas entre Daniel y el mismo Oller. En sus primeros años el futuro novelista alterna su residencia entre Valls y Tarragona antes de establecerse definitivamente en Barcelona, por lo que, en un sentido, «ell mateix era un transplantat» (Yates, 21). Más decisivo aún que las consideraciones biográficas es el hecho de que «El transplantat» incorpora ya los elementos principales que componen la casa de la ficción olleriana: «conté, en forma embrionària però ja ben definida, els motius temàtics i les preocupacions fonamentals que s’aniran definint i matisant al llarg del procés d’articulació d’un món de ficció propi i d’una visió pròpia de la societat catalana del segle XIX» (Yates, 24). Uno de estos motivos es el tránsito constante de y hacia Barcelona, indicio de una constante en el arte de Oller: la movilidad de los personajes2. Se percibe igualmente en «El transplantat» la temprana adopción de una estética 2

«Seria d’un gran interès un estudi comparatiu del paper i característiques que té aquesta relació [campo/ciudad] en el nostre escriptor i en els escriptors castellans de l’època —Galdós, Pereda, Pardo Bazán i Palacio Valdés, especialment—; crec que ens faria veure una de les originalitats decisives de la societat catalana: la comunicació —íntima i constant— entre camp i ciutat» (Beser, Novel·la, 56).

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realista. Lejos de inclinarse por el pueblo o la ciudad, se presenta al lector una ponderada descripción de cada una que subraya tanto sus ventajas como sus defectos: «Les satisfaccions de la vida senzilla en una petita comunitat rural són contrastades amb les limitacions reals de l’idil·li; alhora, les amenitats diverses i l’efervescència de la gran urbs industrial es paguen amb l’anonimat i la deshumanització» (Yates, 21). Este distanciamiento autorial refuerza la tesis de que, a pesar de las limitaciones aducidas por Sergi Beser3, la adscripción de Oller al realismo es absolutamente consciente y meditada. Si la creación de un universo ficticio es la prueba de fuego para determinar si un escritor debe calificarse o no de verdadero artista, no debe haber dudas entonces sobre la categoría a la que pertenece nuestro autor. Ningún novelista en lengua catalana del siglo XIX, y sólo un puñado de ellos en la castellana, resiste la comparación con Oller en lo referente a la configuración de un espacio autónomo definido como propio: «va ésser capaç de donar la prova decisiva del novel·lista, que és la creació d’una realitat pròpia, d’un “món-Narcís-Oller”» (Serrahima, 52). El talante artístico de Oller reside, pues, en la construcción de un mundo que vertebra la interacción entre provincia y capital en los albores de la modernidad. Tal interacción permea no sólo la mayoría de sus novelas (con la excepción de Pilar Prim, afín ya a una estética modernista), sino también un buen número de narraciones breves. A fin de dar cuenta de esta correlación espacio-temporal dentro del llamado «ciclo de Vilaniu» —Isabel de Galceran (1880), Vilaniu, La febre d’or y La bogeria (1899)—, Margarida Aritzeta recurre a la noción bajtiniana del cronotopo: «un cronòtop que marca els seus propis espais i temps de ficció… Oller presenta Vilaniu com un mite volgudament diferenciat de la realitat externa, que cita i utilitza com a document i clau de la seva poètica realista» (48). Cabe matizar, sin embargo, que Barcelona tiene una relevancia no menor dentro de este cronotopo, pues no en vano quiere ilustrar Oller el modo en que el imparable desarrollo de la metrópolis industrial hacia 1870 altera para siempre el paisaje social y económico de Cataluña. Así pues, sólo examinando el juego de fuerzas 3 Estas limitaciones pueden cifrarse en las siguientes: «la imperfecció del llenguatge literari»; «la no existència d’un llenguatge adient al realisme narratiu»; «la falta de tradició d’una narrativa realista catalana»; «una gran inseguretat personal i literària i una certa tendència a la indolència»; finalmente, «dues tendències innates en Oller… [e]s tracta del moralisme i del sentimentalisme» (Limitacions, 337-45).

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que se establece entre dos referentes espaciales, Vilaniu y Barcelona, puede aprehenderse la empresa olleriana en toda su magnitud4. Mientras que en «El transplantat» se percibe un delicado equilibrio en la representación del pueblo y la ciudad, en el resto de las obras el autor implícito parece decantarse del lado de la segunda. La trama de La febre d’or se teje alrededor del espectacular crecimiento de Barcelona durante el auge del mercado bursátil en los años 1880-1881. Aun con ciertas reservas por parte de Oller, Barcelona llega a encarnar favorablemente la idea decimonónica del progreso. Las propias circunstancias del autor tienen que ver sin duda con dicha preferencia: «Barcelona l’atreia, i ell en tenia consciència, perquè havent-se hagut de desprendre del passat provincià, només la capital de Catalunya podia fixar-lo definitivament» (Triadú, 39). En su análisis de la articulación de la metrópolis capitalista en La papallona, Laureano Bonet se inspira en el ensayo de Walter Benjamin sobre Baudelaire5 a fin de recalcar cómo el retrato de Barcelona por parte de Oller sigue la estela del poeta francés. Una serie de motivos enlazados, tales como la multitud anónima, el flâneur, el frenesí callejero o la misteriosa mujer que atrae a Lluís al final de la novela, da fe del impacto emocional que el escenario urbano tiene sobre la conciencia de los personajes: «dicho hervor, ciudadano, colectivo, “democrático” influye sin duda alguna en la andadura psicológica de los protagonistas de La papallona» (Luces, 112). La presencia de la capital catalana se deja sentir igualmente en otras narraciones, si bien generalmente en contraste con la provincia. El auge de la ciudad industrial se produce a expensas del modo tradicional de subsistencia en la era precapitalista, la agricultura, con sus formas de asociación centradas en la aldea y zonas rurales circundantes6. Al principio de su carrera, y por razones no ajenas del todo a su condición de 4

Suscribo el siguiente juicio de Giuseppe Grilli: «n’hi ha prou amb una recorreguda de conjunt de la narrativa olleriana per adonar-nos que efectivament tota història o tot personatge o tota acció adquireix valor i estructura significant a partir de les relacions que estableix amb la ciutat: com a vida o desig, com a nostàlgia o damnació. La ciutat gran enfrontada a la ciutat petita —ara guanya, ara perd— sempre és l’autèntica protagonista del relat breu o llarg» (39). 5 Me refiero al clásico «Sobre algunos motivos en Baudelaire». 6 Ello explica «the dynamic that consciously or not informs modern Catalan thought and imagery: the aporetic antagonism between city and country, between “man” and “nature”, between nomos and physis» (Sobrer, 179). Dicha oposición «tends to surface in societies undergoing a process of rapid economic growth» (Sobrer, 179).

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urbanita converso, Oller está ya predispuesto a transmitir una imagen negativa de la provincia que incide en el retraso y la hipocresía habituales en otros autores realistas europeos. En «Tres mesos de món», incluido en Croquis del natural, una de las protagonistas, Adela, regresa al pueblo natal después de finalizar sus estudios en un internado de Perpiñán. A modo de adelanto del sombrío ambiente que va a describirse más tarde en Isabel de Galceran y Vilaniu, la «senzillesa poètica» (II: 28) que podría esperarse en el lugar natal de Adela brilla por su ausencia. Los habitantes del pueblo, por el contrario, pecan de «molt retrets, molt murmuradors i envejosos» (II: 28), siendo las amigas de Adela las causantes directas de la ruptura en su relación con un joven funcionario, Eduardo. La madre de una de ellas, doña Isabel, ejerce aviesamente su influencia hasta lograr que Eduardo sea trasladado a Galicia. Como Adela descubre al final, «[l]’enveja ha guanyat i quedarà satisfeta» (II: 37). La otra protagonista del relato es Maria, con quien Adela entrecruza una serie de cartas en que se refieren los amores con Eduardo. No debe sorprender que Maria, impregnada de sentimientos nacionalistas y más experimentada que su amiga, resida en Barcelona en lugar de hacerlo en la provincia. La forma epistolar, unida a «una propensió psicològica dins el marc de la reproducció de determinats ambients socials» (Yates, 102), remiten en principio a Un verano en Bornos, si bien en el relato de Oller la nota de desengaño termina por ahogar toda posibilidad de idilio. A lo sumo perviven los restos de una pericilitada relación armónica del individuo con la naturaleza en las descripciones del campo y la montaña (II: 2728; II: 29). Por último, la integración romántica de elementos diversos se hace evidente en la yuxtaposición de Adela y Maria como temperamentos opuestos, si bien perfectamente acoplados (otra reminiscencia de Primitiva y Serafina en Un verano en Bornos): «Per a tu [Adela], doncs, la vida exterior, amb tota la varietat d’un panorama nou que va desenrotllant-se; per a mi [Maria] la vida interna, reconcentrada, la vida del record i de la contemplació» (II: 26). La novela corta Isabel de Galceran fue galardonada con el primer premio en los Jocs Florals de 1880. Muestra de la filiación romántica de nuestro autor, se narra en ella el trágico enamoramiento de un abogado en ciernes, Albert, con una mujer mayor, Isabel, esposa del diputado del distrito. La acción se sitúa en un pueblo catalán en los meses que preceden al estallido de la Revolución de 1868. Aunque la intención de Oller no es describir la vida provinciana, sino centrarse en el desgraciado

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destino de los protagonistas, el narrador Albert no vacila en atribuir la culpa de sus males a «una població curta a la vista d’un jove que ha petjat altres centres on el raquitisme no té tanta ufana ni l’exclusivisme pot gallejar tant» (I: 830). De vuelta de Barcelona tras licenciarse en Derecho, Albert se siente fuera de lugar entre su familia y paisanos, «enterrat a la vila en què vaig néixer» (I: 829) como si fuera un exiliado. Únicamente la evocación de la hechizante vida barcelonesa, sus «teatres, acadèmies, balls i billars» (I: 829), mitiga algo el tedio en que está sumido. La oposición con la ciudad hace hincapié en las restricciones a la libertad invididual que conforman la vulgar existencia en el pueblo, al predominar en éste un anticuado código de conducta que concede más importancia a guardar las apariencias que a mostrar la autenticidad de cada uno: «Enlloc no viu tan encadenada l’expansió, enlloc hi ha menys ingenuïtat ni tanta hipocresia» (I: 832). La calumnia y el fingimiento están a la orden del día, de ahí que el carácter extrovertido de Isabel se malinterprete como señal de frivolidad: «lleugera, freda de cor i, en una paraula, cap de pardals» (I: 832). Además, su descrédito aumenta a los ojos de la gente por el hecho de ser natural de Barcelona. A medida que los falsos rumores de adulterio entre Isabel y Albert despiertan las sospechas del marido, la narración se precipita inevitable- mente hacia un desenlace infausto: locura irreversible de Isabel y suicidio de un desesperado Albert. La trama de Isabel de Galceran se desarrolla con mayor amplitud en una novela posterior, Vilaniu, cuya relevancia para este capítulo merece un análisis por separado. Oller continúa en cualquier caso sus diatribas contra la provincia incluso tras la publicación de Vilaniu en 1885. «La fàbrica», incluido en Figura i paisatge (1897), presenta al lector la aldea de Vallfonda, anquilosada por la falta de iniciativa y la complacencia de sus habitantes: «menjaven del que collien venut a mal preu, sense ambicionar res ni sospitar que pequessin d’imprevisors i pròdigs» (II: 196). La situación empieza a mejorar sensiblemente en el momento en que el heredero de la familia Comes se encomienda a sí mismo la tarea de transformar un viejo molino en fábrica textil. En apenas dos años la población crece en quinientos habitantes, se edifican nuevas tiendas y fábricas, y tanto los campesinos como los ganaderos se benefician enormemente de la demanda de materias primas. El progreso prosigue imparable su marcha, y muy pronto se erige un conjunto de residencias veraniegas en torno a las aguas termales de la zona. Villafonda deja de ser «un recó [sic] de món» para transformarse

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en «una vileta alegre, rica, visitada, que cada dia creix» (II: 200). Con todo, en medio de este bienestar la gente no se muestra agradecida al heredero Comes por haber emprendido tales reformas, sino que lo acosa siguiendo los dictados de un diputado foráneo residente en la capital: «lluny d’aixecar una estàtua a en Comes, no reparen a fer-li guerra ni a martirizar-lo, si un tal Sánchez, diputat per aquell districte, que viu a Madrid i a qui no coneixen, així ho mana» (II: 200). Incluso en una pequeña y próspera comunidad las intrigas de la política llegan a hacer imposible la convivencia. La bogeria es la única novela de Oller en que «els dos marcs clau de la seva obra novel·lística, Barcelona i Vilaniu» (Tayadella, 600), aparecen explícitamente uno al lado de otro7. La alternancia de un espacio a otro recorre la azarosa trayectoria del vilaniuenc Daniel Serrallonga, desde sus días en la universidad hasta su muerte en un psiquiátrico. La historia empieza en Barcelona «a mig curs del 67» (I: 745), cuando el narrador en primera persona, natural también de Vilaniu, conoce a Serrallonga por mediación de un amigo común de ambos. A causa de su ferviente entusiasmo por la futura revolución, Daniel es encarcelado durante un par de meses. Su liberación se produce a condición de regresar a Vilaniu y alejarse de toda actividad subversiva. De vuelta allí, no tarda en enfrentarse a sus hermanas acerca de la validez del testamento paterno, lo que lo distancia irremisiblemente de su familia. En vista de las terribles acusaciones dirigidas contra Daniel, el narrador, en calidad de abogado y amigo, le recomienda que abandone el pleito y se retire a Barcelona en compañía de su mujer e hijo: «Vagi-se’n de Vilaniu: vingui-se’n a viure aquí» (I: 782). La ciega obcecación de Serrallonga, quien no hace caso de los consejos de su compañero, exacerba todavía más su creciente enajenación hasta conducirlo a la muerte. Tras su fallecimiento, las hermanas no cejan en su venganza y se ensañan con la viuda recurriendo a una estrategia habitual en Vilaniu: la calumnia. Según ellas, Daniel fue víctima de una confabulación de su mujer a fin de quedarse con toda la herencia. Para un lector ya familiarizado con Isabel de Galceran y Vilaniu, no sorprende que la mentira eche raíces enseguida y que muy pronto el pueblo se soliviante «contra la pobre 7

En La febre d’or el papel de Vilaniu no es ni mucho menos secundario, pero ninguna escena está localizada allí. Y a pesar de las numerosas referencias al pueblo, en particular todo lo relativo a la construcción del ferrocarril, la crítica de la provincia no figura entre los objetivos primordiales del autor.

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muller i els seus parents» (I: 790). Además de reiterar el estereotipo negativo de la provincia, La bogeria se refiere ocasionalmente a hechos pasados, como la rivalidad entre Galceran y Rodon (I: 762) o la construcción del ferrocarril (I: 783). Por último, Oller recupera al «conco lasciu i ridícul» (I: 767) Tomàs Riudavets de Vilaniu a fin de darle el castigo que le corresponde. Casado con una de las hermanas de Daniel, Riudavets es ahora un viejo lastimoso subyugado completamente por su mujer hasta la hora de su muerte. La bogeria transcurre desde la Revolución de 1868 hasta el boom económico de 1880-1881, aproximadamente el mismo período comprendido entre la trama de Vilaniu y La febre d’or. La insistencia en una cadena específica de hechos históricos, así como la reaparición de personajes, refuerzan la convicción de que Oller está modelando conscientemente su universo ficticio a partir de los principios del realismo. Se da cima de este modo a un mundo narrativo propio susceptible de aprehenderse en forma de cronotopo, logro que Oller alcanza con grandes dificultades y gracias a la ayuda inestimable de amigos y críticos (principalmente su primo Josep Yxart y Joan Sardà). Es precisamente esta combinación de una unidad de espacio, configurada por el tránsito constante entre Vilaniu y Barcelona, y un segmento particular de tiempo, 1868-1881, lo que confiere a nuestro autor el rango de primer novelista moderno en lengua catalana.

2. LA FUTILIDAD DEL REGRESO EN VILANIU La difícil gestación de Vilaniu testimonia tanto la tenacidad de Oller como la falta de confianza en sus dotes artísticas. Según expone el autor en sus Memòries literàries, la composición de Vilaniu es fruto de una promesa hecha a su amigo Riera y Bertran de ampliar Isabel de Galceran hasta sacar de ella una novela larga: «no en parlem més fins que l’hagi feta… ja t’ho anuncio… ara que… si Déu em dóna vida i salut, la faré, sí, la faré» (II: 739). Como la tarea se presenta más ardua de lo esperado, Oller la arrincona por un tiempo antes de concluirla definitivamente en 1885. Sin embargo, el producto final no le complace en absoluto, como él mismo reconoce a Galdós: «Le aseguro con sinceridad que es una obra mal compuesta, escrita con pie forzado, casi por despecho, a grandes intermitencias y por consiguiente con falta de calor» (Shoemaker, 277). La mayoría de contemporáneos de Oller se muestra unánime al señalar que las interrupciones en el proceso de redacción terminan por menoscabar la cohesión de la obra. Así lo declara Felipe

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B. Navarro en una carta al novelista fechada el cuatro de febrero de 1886 y transcrita en las Memòries: «me duele en extremo, pero mucho, tener que decirte que la obra no es lo que debía, lo que podía haber sido» (II: 745). Interpretaciones recientes hacen hincapié asimismo en la falta de equilibrio entre una primera sección que avanza muy lentamente y una segunda que lo hace con excesiva celeridad: «El lector no deixa de percebre un desequilibri entre les dues parts de la novel·la i una manca de coordinació entre acció i descripció» (Yates, 191). La primera parte tiene una duración de únicamente cuarenta y ocho horas, desde la tarde del 23 de junio de 1868, verbena de San Juan, hasta el 25. En cuanto a la segunda, se inicia el 28 de junio, vigilia de San Pedro (caps. I-III), para saltar después al 15 de agosto (capítulo IV). En el capítulo VI estamos a finales de septiembre, momento en que estalla la Gloriosa. La duración total de la novela es por tanto de unos tres meses, lo que corresponde a un tempo lento. La acción propiamente dicha no empieza hasta el capítulo II de la segunda parte, cuando Albert intercepta el anónimo de Tomàs Riudavets en que se alude por primera vez al falso adulterio. En una época donde una estructura cuidadosamente elaborada es más una norma que una elección, la decisión olleriana de precipitar el final carece prácticamente de justificación. Por si ello fuera poco, las dos secciones de la novela son incompatibles en lo que se refiere a los códigos literarios en que se inscriben. Mientras que al comienzo la trama se orienta hacia una descripción realista del pueblo y sus habitantes, el desenlace se apoya fuertemente en referentes románticos (amor no correspondido, alienación, mal du siècle, venganza, celos, etc.) Dicha mezcla no satisface el horizonte de expectativas del público lector ni propicia tampoco su familiaridad con el texto, no llegando aquél a reconciliarse nunca con «l’anacronisme que comporta trencar un contracte realista per subscriure’n un de romàntic» (Nunes, Drama, 49). A pesar de estas carencias8, Oller sobresale a la hora de retratar un ambiente social. Este aspecto de la novela lo ensalzan enseguida los críticos coetáneos, como Felipe B. Navarro en la carta anteriormente citada: 8

A las que cabría añadir una caracterización muy superficial de los protagonistas de la novela, en particular de Isabel y Albert: «Tant l’Albert com donya Isabel semblen no saber què fer amb llurs sentiments. L’autor ens dóna l’inici d’un drama d’amor, i l’acaba bruscament en tragèdia sense la prèvia evolució de la passió» (Montoliu, 23).

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«Todo lo del principio: el viaje, la llegada a Vilaniu, la Festa Major, el baile en el Casino, superior. Nadie —lo oyes bien—, nadie, incluso Pereda, lo hace tan bien» (II: 745)9. Además de exhibir su dominio de las técnicas costumbristas, la extensa descripción de la fiesta revela la habilidad del autor para engarzar los respectivos cuadros dentro de una unidad mayor, la de Vilaniu como colectividad. La elección de un nuevo título altera inmediatamente el enfoque de la novela, desde el adentramiento en la psique de la mujer protagonista al estudio científico de una comunidad: «vull que es digui Vilaniu perquè el lector fixi més la mirada sobre la vila que sobre donya Isabel» (I: 164). Finalmente, la sustitución de la primera persona de Albert por un narrador heterodiegético confiere una autoridad mayor al relato a través de la omnisciencia10. Desde un punto de vista comparativo, Vilaniu participa de una serie de motivos característicos de otras novelas de su tiempo. El adulterio y el tedio de la vida provinciana se relacionan fácilmente con obras maestras de la talla de Madame Bovary o La Regenta, si bien la incapacidad de Oller para mediar en el conflicto entre realismo y sentimentalismo se convierte en un lastre casi insalvable para el lector actual. Otros son menos evidentes y han recibido por ello menor o ninguna atención, caso de la vuelta a la tierra natal. El protagonista que renuncia a labrarse un nombre en la metrópolis a cambio de regresar al hogar familiar constituye, como hemos visto a lo largo de este libro, un tema recurrente en la ficción decimonónica. En el caso de Vilaniu, el retorno de don Pau y Albert a Vilaniu no sólo pone en marcha la novela sino que justifica en última instancia el desenlace e interpretación de la misma. Aun con toda su ambivalencia hacia el progreso, nuestro autor tiene aguda conciencia de la imposibilidad de llenar lo que Lukács denomina el abismo entre la realidad que es y el ideal que debería ser (Theory, 78). De hecho, Oller podría haber figurado ya en el grupo de los primeros

9 Marcelino Menéndez y Pelayo sostiene idéntica opinión, según cita el mismo Oller en sus Memòries: «¡Qué estudio tan verdadero y profundo de caracteres y costumbres de las villas pequeñas!» (II: 744). Lo mismo hace Galdós: «Le declaro con toda ingenuidad que pocas cosas me han encantado tanto como la descripción de la fiesta de Vilaniu y en general la exposición de toda esta hermosísima obra» (Shoemaker, 279). Y Sardà: «Com a estil descriptiu, és d’una justesa i d’una força comprehensiva admirables, superior a la dels altres novel.listes espanyols i a l’altura dels millors de l’estranger» (152). 10 El lector interesado en las semejanzas y diferencias entre una y otra narración puede consultar el detallado artículo de Mercè Vidal-Tibbits.

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realistas modernos españoles con La papallona (1882), de no haber cedido a la tentación de una melodramática reconciliación entre los protagonistas11. En Vilaniu, no obstante, ni la ternura del autor ni el deseo de complacer al público interfieren con la resolución de la trama. Es cierto que la tragedia que asedia a Isabel y Albert llega demasiado abruptamente, mas en todo caso revela la asimilación de una estética realista en la que no se redime a los protagonistas recurriendo al deux ex machina, caso de La papallona. Así pues, al distanciarse del destino de sus personajes Oller está inaugurando un momento histórico en la narrativa en lengua catalana, el del nacimiento de la novela realista. Como indica Tayadella, Vilaniu «és, més que no pas La papallona, i al marge dels resultats assolits, la novel·la de l’aprenentatge conscient d’Oller com a novel·lista realista» (646). Ahí radica precisamente su importancia. En la escena inicial de Vilaniu la gente de los lugares vecinos hace su entrada en el pueblo en la víspera de San Juan para asistir a las celebraciones de la Festa Major. De Barcelona llegan también dos carruajes, uno en que viajan Albert Merly y su padre, y otro la familia Galceran. Cediendo a los ruegos de su familia, Albert vuelve a casa a ejercer de abogado tras licenciarse en Derecho. Pau Galceran, por su parte, ha decidido recalar en Vilaniu con la esperanza de que su clima saludable ayude a su mujer, Isabel, a restablecerse del mal nervioso que la aqueja. Ni que decir tiene que la llegada de estos hijos pródigos alienta el entusiasmo y el patriotismo de la gente. Se espera que Albert se convierta en poco tiempo en el primer abogado de Vilaniu, etapa inicial de una fructífera carrera política al amparo de los Galceran. En cuanto a Pau, durante años lleva desempeñando el liderazgo político del distrito a pesar de la creciente oposición de Josep Rodon, un hombre hecho a sí mismo que encabeza el Partido Progresista. Al final, sin embargo, ni Albert ni Pau van a ser capaces de responder a las expectativas depositadas en ellos por la población. Esta imposibilidad de ser profetas en su tierra los va a alienar para siempre de su comunidad. Y si bien puede argüirse que la caída obedece en parte a fallas de su propia personalidad, una lectura atenta revela que la responsabilidad mayor de lo ocurrido debe recaer en Vilaniu12.

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¡No en vano Zola rechaza la escena final y moteja a Oller de «un talent attendri» (7)! «Vilaniu, seguint l’estructura actancial greimasiana, és un oponent de l’Albert que s’interposa en l’objecte del seu desig» (Aritzeta, 68). Y no solamente de Albert, por supuesto, sino también de Pau e Isabel. 12

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La vuelta de Albert es una decisión equivocada desde el momento que no tiene en cuenta el riesgo que supone trasladar al pueblo a un joven brillante, cultivado y acostumbrado a la vida urbana: «Retornar al pasado, al viejo sustrato rural, representaría para el hombre “burgués” —aquí concretamente Albert Merly— entrar en las tinieblas» (Bonet, Luces, 70). Al hilo de la argumentación de Bonet, se puede establecer un contraste entre las luces de la ciudad descritas en La papallona y La febre d’or y la cerrada negrura de Vilaniu. Una noche, mientras Albert se afana por seguir a su padre a la casa de los Galceran por las calles apenas iluminadas del pueblo, se le traba un pie en un agujero y cae de bruces al suelo: «una caiguda perillosíssima, que, com qui es beu un ou, podia deixar-lo amb una cama trencada» (I: 215). Si bien Albert no sufre lesión alguna de importancia y es capaz de continuar la marcha, figurativamente hablando no va a levantarse ya más a lo largo de la novela. Su incapacidad de hacer frente a la maledicencia respecto de su amistad con Isabel, unida a la vergüenza que siente ante la ignorancia de sus compatriotas, paralizan en él toda voluntad de continuar la carrera de letrado o de labrarse la fama en la política. En vez de dedicarse a la acción, Albert se ensimisma en un estado de melancolía e insociabilidad del que no pueden sacarlo ni su familia ni sus amigos. La hostilidad hacia Vilaniu no hace sino crecer en él, tal como se manifiesta en la última mirada, llena «de fàstic i d’odi», que dirige a «la vila que el veié néixer» (I: 308). En el fondo del rechazo de Albert a su comunidad yace un malestar espiritual que proviene de un amor imposible hacia una mujer casada, una propensión al pesimismo (¡no en vano es Schopenhauer su lectura de cabecera!) y una renuncia a aceptar la mediocridad circundante. A diferencia de su protegido, don Pau no sufre ningún síntoma de enfermedad romántica. Con todo, su actividad política, más frenética si cabe por culpa de la rivalidad con Rodon y la inminencia de un levantamiento popular, lo lleva a poner en segundo término sus deberes matrimoniales. Las frecuentes ausencias de Vilaniu aluden a una falta de intimidad con su mujer: «el llit matrimonial, amb sos llargs cortinatges, s’albirava, entre la fosquedat de l’alcova, com un túmul» (I: 231)13. Su comportamiento roza a veces en lo tiránico, al exigir una

13 Ni siquiera el embarazo de Isabel sirve para disuadir al lector del poco afecto con que Pau trata a su mujer.

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pronta obediencia de Isabel, la cual no tiene otra alternativa que «ajupir-se una vegada més a la voluntat de son senyor» (I: 232). Más adelante, en vez de reconfortar a su esposa cuando empiezan a circular los rumores del adulterio, Pau pierde el control de sus emociones e intenta asesinar a Albert en un ataque de celos. A partir de aquí se precipitan los acontecimientos que provocan el aborto y posterior muerte de Isabel y empujan a Albert al suicidio. Mientras tanto, la verdad acerca de la honestidad de Isabel sacude a un Pau aparentemente arrepentido de lo atroz de su comportamiento: «quina imprudència més horrible, la seva! ¡Ell, ell, l’assassí de sa muller, de la mare de sos fills, orb botxí d’un àngel ultratjat i perseguit per la més infame mentida» (I: 312). A tal efecto, busca alcanzar el perdón de sí mismo con muestras de afecto a sus subordinados: «Llàgrimes silencioses solcaren son rostre; sos accionats i sa paraula eren sumament tendres amb tothom» (I: 316). Sin embargo, pronto la humildad se transforma en desprecio, llegando con su ira a responsabilizar de lo ocurrido al pueblo entero: «Son cor sentia un odi tan universal vers Vilaniu com el del mateix Albert» (I: 316). Según testimonio de Oller en el prólogo, la calumnia gana la partida en Vilaniu: «Mon objectiu, ja que estem posats a cercar-lo, era la certament prou masegada condemnació de la calúmnia… I tirant ben dret contra les viles de poc veïnat, que és, a mon entendre, on té aquella passió el principal niu, o, almenys, on disposa de millors mitjans per a causar majors desastres» (I: 164). Así pues, en su papel de chivos expiatorios (Nunes, Boc, 301), los protagonistas son víctimas de una venganza urdida por Mercè Rodon y Assumpteta Tàrrega, la primera por razones de rivalidad política entre Pau y su marido, la segunda por celos y despecho amoroso. Es evidente también que la novela retrata la provincia como un centro de decadencia y animosidad, rasgo característico tanto de la narrativa de Oller como del realismo en general14. No obstante, esta interpretación pasa por alto el alud de acontecimientos que se desencadena tras la muerte de Isabel. Vale la pena recalcar que las ansias de Albert e Isabel por establecerse en Barcelona se vuelven

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Oller explica que «el seu títol irònic de Vilaniu, de niu que, podent-ho ésser de gaubança i de pau enmig de la rica i gloriosa naturalesa que l’envolta, ho és, per estretor de mires, per ignorància, apassionaments i enveges, de malestar i discòrdia suïcida» (II: 742).

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más obsesivas a medida que la novela avanza. Albert alude a esta posibilidad a fin de silenciar la murmuración de la gente y proteger la reputación de Isabel: «No hi ha manera de salvar a vostè si no és deixant de tractar-nos o anant-me’n jo de Vilaniu» (I: 255). Al mismo tiempo, Isabel le ruega a su marido que se la lleve de Vilaniu, pues no soporta la idea de que se la suponga culpable de adulterio: «Tornem-nos a Barcelona, porta’m allà on vulguis; però treu-me de Vilaniu! Fugim d’aquest poblot!» (I: 257). Finalmente, al conocerse la partida definitiva de Pau hacia Barcelona, el pueblo queda sumido en un estado de shock: «queia com una bomba sobre Vilaniu que l’hereu Galceran se n’enduia el cadàver de donya Isabel a Barcelona» (I: 316). El hecho de que Galceran haya optado por el exilio asesta un golpe tremendo a la complacencia de los habitantes de Vilaniu: «veure marxar, carretera amunt, aquell taüt, dins d’un cotxe endolat, i darrera d’ell tota la família i servei de la casa en dos cotxes més, fou un dol i un afront per a Vilaniu» (I: 316). Las esperanzas depositadas en el regreso del patriarca se evaporan súbitamente con una abrupta huida que va a privar a Vilaniu de su familia más representativa. Un ánimo sombrío acompaña a la multitud que se ha congregado para observar la partida de Pau Galceran en una mañana húmeda y gélida de otoño. El sentimiento compartido de desolación lo resume Ramon Merly en la siguiente expresión: «És massa fort això! És massa fort!» (I: 317). En suma, la posibilidad de que Oller esté condenando a Vilaniu por sus pecados cobra mayor vigencia en las últimas páginas de la novela. A diferencia de Vetusta, cuyas costumbres depravadas no sufren modificación tras la caída de Ana Ozores, Vilaniu va a pagar encarecidamente por sus faltas15. El arraigado sentido ético de Oller, su preocupación «per l’home moral, no per l’home total» (Cassany, Narcís, 24), exigen en su fuero interno la reparación de las injusticias cometidas16.

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A semejanza del modelo de Cardona del joven de la ciudad que visita la provincia, el statu quo de Vilaniu queda irreversiblemente alterado: «y aun cuando la lucha es desigual y el representante del progreso ilustrado es totalmente vencido, el final de la novela nos muestra una sociedad que ha sufrido un choque, que ha sido lo suficientemente alterada y que, no importa lo que piense o diga la gente, no será exactamente igual en el futuro» (Propósito, 213). 16 Estamos ante la misma coyuntura que se da al final de Don Gonzalo González de la Gonzalera: exilio del cacique, castigo al pueblo y destrucción del idilio.

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3. LA PRECARIEDAD DEL IDILIO EN LA MAIOLA Sorprende lo poco que se ha escrito acerca de la representación de la naturaleza en las obras de Oller, máxime si se considera que el título de sus colecciones de relatos cortos está plagado de símiles pictóricos: Croquis del natural, Notes de color, De tots colors, Figura i paisatge, o Al llapis i a la ploma17. Esta falta de atención ha ido en detrimento de la valoración de una novela como Vilaniu, articulada no sólo en la polaridad Vilaniu/Barcelona sino también en la oposición entre campo y provincia. Albert encarna una vez más esta dualidad, primeramente en su sensibilidad por el paisaje de la vall de Flors donde se ubica Vilaniu: «Cada cop que el contemplava, trobava en aquell espectacle tota la poesia de la naturalesa» (I: 171). A la misma vez, el delicioso escenario que se extiende más allá de los límites del pueblo contrasta con la degeneración moral de éste: «Totes aquelles esplendors li semblaven un sarcasme rodejant Vilaniu, cau d’odis insaciables i rancúnies» (I: 258). La fusión del individuo en el seno de la naturaleza adquiere visos de realidad con la introducción de otra unidad espacial, La Maiola, residencia estival de la familia Galceran en la campiña. La segunda parte de la novela comienza a finales de junio con los preparativos de marcha a la finca, donde la familia va a pasar dos días de asueto en compañía del gobernador de la provincia. La mirada del narrador se detiene morosamente en los lugares pintorescos (bosque, viñedos, árboles, manantiales) que se ofrecen a la contemplación de los pasajeros que se dirigen a La Maiola. Por la tarde todo el mundo se entrega a su pasatiempo favorito. El gobernador, don Pau y don Ramon se sientan a hablar de los conatos de revolución que están sacudiendo el distrito. Mientras tanto, Albert, Isabel, su padre y los niños deciden hacer una excursión a pie por los alrededores. Habiéndose deslizado por «les vores del torrent, on havien baixat relliscant pels còdols», regresan a la casa cargados de frutas y flores, «tots ells animats» (I: 249). El ejercicio físico ha sacudido la apatía de Albert, quien durante el resto de la velada hace gala de un humor festivo.

17 Joan Gilabert ha dedicado un artículo a la cuestión en que se pone de manifiesto la importancia de la naturaleza en la narrativa de nuestro autor: «Las descripciones de la naturaleza en la obra novelística de Narcís Oller son un ingrediente técnico de suma importancia. En dos de sus novelas —Vilaniu y Pilar Prim— las descripciones de la naturaleza ocupan casi tanto volumen como el desarrollo argumental de las obras» (169).

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Mientras el verano sigue su curso, la salud de Isabel mejora visiblemente a consecuencia de la «envejable tranquil·litat» (I, 266) del campo. Llega así a gozar por vez primera de «les innúmeres belleses que la naturalesa conté per a qui vol observar-la» (I: 247)18. El intertexto idílico es aún más palpable cuando se compara La Maiola con «un nou Paradís, on tot el dia ressonava el col·loqui amorós de persones i parelles alades» (I: 266). En tanto que Isabel se restablece de sus achaques, Albert se consume de aburrimiento en Vilaniu esperando en vano la oportunidad de visitarla: «la Maiola! I ell no hi podia anar; ell, que hi hauria volat cada minut dos cops» (I: 266). La significación de La Maiola dentro del diseño novelístico reside en la imagen prístina que ofrece de la vida rural frente a la decadencia del pueblo. La idealización de ésta busca, en fin, preservar la inocencia del idilio ignorando las tensiones que surgen tanto en el campo como en la ciudad con el auge del capitalismo. En Vilaniu, por ejemplo, no hay ningún atisbo de conflicto social en la relación de vasallaje a que don Pau somete al casero de la finca, Aleix19. La destrucción del idilio se produce cuando la estabilidad política en la zona se hace inviable por culpa de la creciente rivalidad entre los Galceran y los Rodon. Ante el peligro que se cierne, Isabel se ve obligada a abandonar La Maiola e instalarse en la casa de Vilaniu. En esta coyuntura el autor no evade la realidad histórica como en el caso de la vida campestre. Por el contrario, para Oller el estallido inminente de la Revolución de 1868 marca el punto final de la lucha que ha venido enfrentando a la incipiente burguesía industrial (Josep Rodon) contra los últimos vestigios de la aristocracia feudal (Pau Galceran): «Eren les fortunes naixents, pastades amb suors encara calentes, que anaven a encarar-se amb els noms antics, amb les autoritats de sempre, amb els rebrots, ja corsecs, de l’enderrocat feudalisme» (I: 235). El resultado de la confrontación arroja pocas dudas acerca del vencedor: Rodon, a pesar de su encarcelamiento, está a un paso de tomar las riendas del pueblo toda vez que Pau se ha marchado a Barcelona. El impasible relato de los acontecimientos que cierran la obra obedece a la voluntad de Oller de distanciarse de los preceptos de la novela de tesis. A modo

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El verano constituye de nuevo la estación idílica por excelencia. «Oller no s’està de cantar la mitificada arcàdia social del món rural, més fidel, tot cal dir-ho, al tòpic literari urbà que a la ingrata realitat» (Anguera, 36). 19

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de comparación, cabe mencionar la manera en que Gonzalo González de la Gonzalera, Peñas arriba o Sang nova tratan el asunto de la Revolución en un tono fundamentalmente tendencioso20. Oller, por su parte, no está dispuesto a renunciar a la búsqueda de la objetividad por un mero ejercicio de propaganda. En su reseña de Vilaniu, Miquel i Badia lamenta que se ofrezca allí una imagen tan negativa de la región: «algo habrá de color rosa en Vilaniu y en las comarcas y aldeas a ellos parecidos que existen en nuestra tierra de Cataluña» (Yates, 210). A tal juicio replica Oller en las Memòries aduciendo que su propósito no es prescindir de la verdad artística a cambio de una visión edulcorada de la realidad: «de tomar lo bueno cuando la verdad lo ofrece, a desnaturalizar esta misma verdad hasta un punto que hace del mundo una Arcadia pueril o un nuevo Paraíso sin serpiente ni manzana siquiera, media una distancia inconmesurable» (II: 754; la cursiva es mía). Pocas declaraciones son tan elocuentes a la hora de explicar por qué la novela idilio resulta incompatible con el talante de un Oller afanosamente entregado a la causa realista. El idilio que deviene tragedia enlaza Vilaniu con The Return of the Native, puesto que las dos obras recurren al motivo del regreso al objeto de rechazar la posibilidad de una asimilación armónica de los protagonistas a su entorno. El influjo de la noción de progreso sirve igualmente para ahondar en la conexión entre ambas. Como en el caso de Hardy, si no se reconoce que la noción de cambio universal es parte integral de la poética de Oller se le está negando a éste su más valiosa contribución al desarrollo de la narrativa catalana moderna. Una síntesis de este pensamiento se encuentra en las palabras del narrador de «La reforma», relato incluido en Al llapis i a la ploma (1918): «Amb la contínua evolució dels temps tot canvia o es modifica; i en aquest, que és el dels invents a diari i de l’intercanvi universal de tot, encara més» (I: 275). En consecuencia, el análisis de la provincia en la novelística olleriana pone de manifiesto la importancia del cronotopo Vilaniu/Barcelona dentro de una polaridad ideológica entre tradición y modernidad. Con ello se ensalza igualmente el proceso de consolidación de una estética realista frente a 20 Sang nova (1900) de Marià Vayreda se erige en la novela idílica catalana por excelencia del siglo XIX (sin ser, empero, una gran creación desde el punto de vista artístico). Esta «novel·la muntanyenca» (así reza el subtítulo), tan cercana a Peñas arriba en muchos aspectos, gira en torno a la sublimación del campo en aras de la reconstrucción de la identidad nacional de Cataluña.

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las enormes dificultades, tanto intrínsecas como extrínsecas, que Oller tiene que superar. Por último, en mi lectura de Vilaniu la futilidad del retorno de los protagonistas es inseparable del desgraciado final de los mismos. El cronotopo idílico encarnado en La Maiola se derrumba rápidamente bajo la amenaza de la revolución, por lo que no que ofrece más que un refugio muy efímero al desarraigo de Isabel y Albert. En la edad del realismo en que Oller se inscribe por derecho y esfuerzo propios, el idilio carece ya de la fuerza necesaria para resguardar al individuo de las fuerzas disolventes de la historia.

CAPÍTULO 6 LA INTERIORIZACIÓN DEL IDILIO EN LA MADRE NATURALEZA 1. LA NOVELÍSTICA RURAL DE PARDO BAZÁN El traslado a Madrid de doña Emilia en 1868 no conlleva el olvido de la tierra natal ni la supresión de la temática regionalista en su obra. A diferencia de Galdós, madrileño de adopción para quien la capital se convierte prácticamente en la única materia novelable, nuestra autora no tiene reparos en alternar el marco rural (los pazos) o provinciano (Marineda, Vilamorta) con el más cosmopolita de la gran urbe. No hay tampoco una separación estricta entre periferia y centro, subrayándose por el contrario la fluida relación de un espacio a otro. El carácter itinerante de buena parte de la novelística de Pardo Bazán, con unos protagonistas en tránsito más o menos permanente entre Galicia y Madrid, recuerda la polaridad Vilaniu/Barcelona en Oller. Unos se instalan en la capital obligados por las circunstancias: una separación matrimonial (Aurelio Miranda en Un viaje de novios) o un desengaño amoroso (Perucho en La madre naturaleza y Gabriel Pardo en Insolación). Otros se retiran temporal o definitivamente al campo a sanar de sus transtornos físicos (Joaquín Rojas en Bucólica; don Victoriano en El cisne de Vilamorta), pasar el verano (Asís de Taboada en Insolación), arreglar cuentas pendientes (Gabriel en La madre naturaleza) o recuperar su identidad (Rogelio en Morriña y Gastón Landrey en El tesoro de Gastón). Hay, por último, el caso patético de quien añora el terruño y anhela infructuosamente volver a él (Esclavitud en Morriña). Sean cuales sean las circunstancias que inciden en cada uno de ellos, la presencia de un «personaje descentrado, fuera de lugar, depaysé» (Guillén, 116-117) es una constante en Pardo Bazán. La evocación del paisaje gallego desde la lejanía, fuertemente tamizada por los recuerdos de la infancia y la adolescencia, no conduce a la

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idealización del mismo característica del idilio. En ello influye decisivamente el apego de Pardo Bazán a una poética realista. En el prólogo a La tribuna (1882) manifiesta que «nunca seguiría la escuela idealista de Trueba y de la insigne Fernán, que riñe con mis principios artísticos» (I: 410). De hecho, su preferencia por la novela se explica a raíz del estímulo que le procuran dos escritores coetáneos, Galdós y Pereda. Del canario valora la recreación del lenguaje coloquial «de los barrios bajos» (I: 411) que lleva a cabo en La desheredada. Igualmente determinante es el ejemplo de los cuadros montañeses del primer Pereda, donde se sentencia «a muerte a las zagalejas de porcelana y a los pastorcillos de égloga» (I: 411). Tanto uno como otro señalan nuevos rumbos «de los cuales no es permitido apartarse ya» (I: 411). La «novela moderna», remacha doña Emilia en sus «Apuntes autobiográficos», tiene la obligación de reflejar la naturaleza y la sociedad de su tiempo «sin escamotear la verdad para sustituirla con ficciones literarias más o menos bellas» (II: 38). A la filiación realista cabe sumar una comprensión más cabal de la vida rural que la que asoma en Fernán Caballero, Valera o el Pereda maduro. Si bien no carece nuestra autora de sensibilidad para captar la belleza del entorno1, la imagen dominante que transmite es la del embrutecimiento y decadencia del campo gallego. A este respecto, la publicación del relato epistolar Bucólica (1884) en Revista de España supone una primera aproximación a la temática campesina de fuerte sabor realista. El protagonista de Bucólica, Joaquín Rojas, se desplaza de Madrid a Fontela al objeto de restablecerse de una enfermedad nerviosa2. En la abandonada casa de campo en que se instala conoce a la hija del casero, Maripepa, «rústica ninfa» (I: 930) cuya inocencia y falta de educación despiertan la curiosidad del cortesano. A medida que transcurre su estancia en Fontela se apodera de él una sensación creciente de bienestar y arrobo ante el paisaje: «Las aguas del río se estremecen blandamente, y a mí el corazón me da involuntarios saltos de alegría. 1 Y ello incluso en una novela de tonos tan sombríos como Los pazos de Ulloa, en la que no obstante Julián halla consuelo a sus pesares en la contemplación extática de la naturaleza: «miraba contristado el paisaje ameno, el huerto con su dormilón estanque, el umbrío machón del soto, la verdura de los prados y maizales, la montaña, el limpio firmamento, y se le prendía el alma en el atractivo de aquella dulce soledad y silencio, tan de su gusto, que deseaba pasar allí la vida toda» (II: 125). 2 El retiro al campo es prescripción facultativa en la época: «esto de “convivir con la Naturaleza” es el gran específico para los médicos de ahora» (I: 927), escribe el protagonista a su corresponsal.

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Me encuentro tan sano, tan fuerte con esta vida silvestre y libre» (I: 944). A ello contribuye también la hospitalidad y amabilidad de la gente, tan distinta de la que Joaquín está acostumbrado a tratar en Madrid. Los síntomas de enamoramiento de éste lo llevan a expresar su voluntad de permanecer en Fontela y casarse con Maripepa. Al final, sin embargo, un Joaquín desengañado por la falta de principios de la muchacha y su descuidada ignorancia en cuestiones de honra3 opta por marcharse a Madrid. El inaudito desenlace cuestiona la vigencia del «mito del beatus ille» (Clémessy, I: 429), a la vez que pone al descubierto la ironía contenida en el título del relato. En Bucólica se esbozan algunos motivos que luego reaparecen como centrales en el ciclo novelístico más importante de Pardo Bazán, Los pazos de Ulloa (1886) y La madre naturaleza (1887). Ante todo, las tres narraciones se estructuran en torno al viaje de la ciudad al campo por parte de un protagonista nada avezado a la vida rural4. Frustrados sus intentos de regeneración por inadaptación al medio, Joaquín, Julián y Gabriel se ven obligados a regresar al lugar de origen. Este periplo de ida y vuelta es el resultado de unas aspiraciones no realizadas por falta de familiarización con una realidad compleja e inabarcable. La belleza del paisaje, filtrada a través de la conciencia de unos personajes educados en un centro urbano, hace concebir a éstos esperanzas de una relación armónica del individuo con su entorno. Sin embargo, a este idealismo termina imponiéndose el sentido práctico de la gente del campo, cuya adscripción a la tierra se cifra mayormente en el afán por adueñarse del poder material (Primitivo en Los pazos, el Gallo en La madre naturaleza). Resultado de esta diferente percepción de unos y otros es el desmonoramiento de la visión idílica, culminación de un proceso de aprendizaje teñido de desilusión. 3

Como bien apunta Nelly Clémessy, la dura existencia de la campesina gallega la transforma en «un ser rudo que nada tiene que ver con las idealizadas criaturas de las pastorales clásicas, ni tampoco con las de los idilios campesinos de la época romántica» (I: 422). 4 Anthony Clarke ha señalado las semejanzas entre el itinerario de Julián a los pazos y el de Pepe Rey a Orbajosa: «El viaje y la llegada, con presencia de unos pocos símbolos fundamentales —paisaje hostil, crucero, historias de muertes violentas y salteadores de caminos, castillo y cárcel— y la confrontación, con sus correspondientes tensiones, de dos maneras de vivir muy distintas, crean una plataforma… desde la cual se estructura no ya la historia sino la fuerza imaginativa y la coherencia simbólica de las dos novelas» (Viaje, 81).

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En Los pazos de Ulloa el cronotopo antiidílico se teje alrededor del espacio masculino de los pazos, donde la fuerza bruta y los instintos salvajes de sus moradores campan libremente por sus respetos. En dicho ámbito ingresan Julián y Nucha provenientes de Santiago, encarnación ambos de un temperamento femenino incompatible con la rudeza de la vida aldeana. Ésta, según el correcto diagnóstico del señor de la Lage, «cuando se cría uno en ella y no sale de allí jamás, envilece, empobrece y embrutece» (II: 76). Asimismo, la emergencia del tiempo real de la historia frustra cualquier tentativa de integrar a los personajes en la naturaleza, al estar éstos inmersos en «an historical world and a concrete geographical space which separates them definitively from the cyclical time and the self-contained space that evince harmony with the natural world» (Bretz, 48). El inexorable declinar de la aristocracia rural, la autoridad indiscutible de Primitivo, un antiguo montero que tiene a toda la comarca en un puño, y el fragor de la lucha política entre dos rivales sempiternos constituyen pruebas fehacientes de la imposibilidad de que triunfe el idilio. Pardo Bazán recurre al modelo idílico de manera aún más consciente en La madre naturaleza que en Bucólica. La utilización de este cronotopo en la segunda novela del ciclo de Ulloa se concreta en los siguientes aspectos: un énfasis en las descripciones de la naturaleza como fuerza bienhechora y no hostil; la presencia de una circularidad temporal, ucrónica, regida por el ritmo cíclico de las estaciones en vez de por la sucesión lineal de eventos históricos; la profunda imbricación del individuo con las faenas agrícolas; una importante carga intertextual (Longo, Fray Luis de León, Saint-Pierre, Zola) que rebaja en buena medida la pretensión realista de la autora; el motivo del regreso del protagonista y la huida de éste a la ciudad a resultas del fracaso de su proyecto; finalmente, y desde el punto de vista temático, la presentación de un conflicto insoluble entre naturaleza y civilización. En última instancia, el desenlace abierto se explica a partir de la interiorización del idilio en la mente de don Gabriel. Focalizador de una trama urdida en su calenturienta imaginación, el hermano de Nucha plasma en sus contradicciones la esencial inadecuación del idilio a la sensibilidad de su tiempo.

2. EL IDILIO DESDE DENTRO La comparación entre el comienzo de Los pazos de Ulloa y el de La madre naturaleza ilustra hasta qué punto la ambientación de una difiere de la

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otra, a pesar de su ubicación en un mismo espacio. Como es sabido, Los pazos de Ulloa se abre con el sinuoso trayecto a caballo de Julián por un terreno inhóspito y agreste que lo conduce, no sin peripecias, a la casa del marqués de Ulloa. Frente a la impresión de desaliento que produce el inexperto jinete recorriendo un «país de lobos» (II: 64), la apertura de La madre naturaleza transporta al lector «al más amplio contorno de una naturaleza espléndida y pánica» (Baquero Goyanes, 173). En este escenario hace acto de presencia la pareja protagonista en el momento de guarecerse de un torrencial aguacero bajo «un magnífico castaño, de majestuosa y vasta copa» (II: 331), antes de acogerse finalmente al refugio de una «rústica y sombrosa gruta» (II: 332). La apretura del recinto los obliga a permanecer juntos uno del otro, en una extraña turbación que no es sino indicio de una pasión a punto de estallar. Cuando el temporal amaina, salen precipitadamente de la cueva a respirar el frescor del ambiente y a recrearse en la contemplación del arco iris. Habituados a corretear libremente, «sin más compañía que la madre naturaleza, a cuyos pechos se habían criado» (II: 333), Perucho y Manuela encarnan la sintonía del individuo con un medio impasible a las formas convencionales de prescripción social5. A la tormenta de verano suceden unos días de calor intenso durante los cuales se desarrolla la acción principal. A falta de referencias que permitan situar los eventos en un año preciso6, la novela se enmarca de principio a fin en la estación estival. Significativamente, en el atardecer cuando Gabriel contempla por última vez los pazos antes de su partida el bochorno está empezando a remitir: «el gran ardor de la canícula daba señales de aplacarse ya, y eran preludio y esperanza de frescura y acaso de agua las nubes redondas y los finos rabos de gallo que salpicaban caprichosamente el cielo» (II: 613-614). Todo apunta, en efecto, a que la entrada del otoño es inminente, y con él la lluvia y el viento que van a refrescar «la tostada campiña» (II: 614). En vez de la intrusión constante de la historia que se observa en Los pazos de Ulloa, la temporalidad de La madre naturaleza se concentra en una unidad 5 Aunque Perucho reside la mayor parte del año en Orense, amarrado en contra de su voluntad a unos estudios por los que no tiene ninguna inclinación, continúa siendo un «hijo verdadero de la naturaleza» (II: 422). 6 Las que se dan no forman parte de la acción principal, sino que se hilvanan a modo de «recuerdos autobiográficos» (II: 400) de Gabriel.

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definida por la periodicidad de los fenómenos naturales —tiempo idílico7. La morosa delectación en las faenas del campo da pie a atribuir a La madre naturaleza el marbete de idilio agrícola, según clasificación de Bajtin (378). Ello no significa que el propósito de la autora sea la fijación de los elementos pintorescos de la vida rural, puesto que la descripción está siempre supeditada a la trama. Es en la escena de la meda o recogida del centeno (II: 425-431) donde Gabriel ve por primera vez a Manuela, sentada en un carro de mies en amorosa compañía de Perucho. Ante tal visión lo sacude «una extraña impresión: algo raro e inexplicable que le apretó la garganta y le nubló la vista» (II: 431). El malestar que siente es el despertar de los celos al intuir que el corazón de su sobrina está ocupado desde hace tiempo por otra persona. En cuanto a la siega o maja (II: 524-529), allí se produce el reconocimiento tácito de Perucho como legítimo heredero por parte de don Pedro: «Llamarle a que majase la camada en lugar del hidalgo, era lo mismo que decirle ya sin rodeos ni tapujos: —Ulloa eres, y Ulloa quien te engendró» (II: 529). El costumbrismo de nuestra autora, si así puede calificarse, no guarda apenas conexión con la nostalgia de un pasado que quiere preservarse de su inminente desaparición a manos del progreso (Fernán Caballero y Pereda). No hace falta insistir a estas alturas en que doña Emilia es sobre todo una escritora moderna que, como tal, no cree en el ajuste del hombre con el mundo. A una realidad plural, poliédrica e inextricable corresponde en el plano de la creación literaria una percepción basada en la conciencia individual, y por ende inestable, de cada persona. La lección de Los pazos de Ulloa es, en este sentido, definitiva, al brindar una visión de la vida en los pazos mediatizada a través de Julián y no de un narrador extradiegético: «Esta filtración subjetivista del mundo narrado es la clave compositiva» (Villanueva, Estudio, XX) de la obra cumbre de doña Emilia8. Julián se convierte de este modo en protagonista y focalizador de una novela enraizada no en la tradición del naturalismo, sino del Bildungsroman. 7

Los pazos transcurre durante el invierno, pues así conviene a «la tragedia de la esposa humillada y el espectáculo de la ruina de toda una familia y de toda una clase social» (Clémessy, I: 405). En cambio, en la continuación importa destacar «la vitalidad y el poder de sugestión sensual de la naturaleza y por ello doña Emilia decide situar su historia en el seno de un ardiente verano» (Clémessy, I: 405). 8 Darío Villanueva había desarrollado esta idea con anterioridad en «Los Pazos de Ulloa, el naturalismo y Henry James».

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En La madre naturaleza se repite la misma estrategia narrativa, aunque la focalización varía de manera más acusada entre personaje y narrador. En todo caso, la presentación de una naturaleza idílica se fragua uniformemente desde dentro de la agitada mente de Gabriel Pardo de la Lage. El viaje a los pazos, con la buena acogida dispensada por Máximo Juncal, hace revivir en él el entusiasmo por su región, disponiéndole favorablemente a la fabricación del idilio: «El suelo y el cielo, una delicia; el entresuelo… gente amable y cariñosa hasta lo sumo; las mujeres parece que le arrullan a uno en vez de hablarle» (II: 408). Así, mientras dirige su cabalgadura hacia la casa de su cuñado se imagina un encuentro con una Manuela candorosa que le va a ofrecer «una bandeja de frutas y refrescos» (II: 435). El recibimiento de la sobrina, no obstante, peca más bien de frío —«Tenga usted buenas tardes» (II: 435)—, circunstancia que provoca un cierto desánimo en el pretendiente. Anteriormente, la era que éste «se entretenía contemplando» durante la cosecha del centeno le parece, «acaso por la gran plenitud de su corazón y el rosado vapor en que sabía bañar las cosas su fantasía incurable, henchida de soberana quietud y paz» (II: 429). También la siega, «cuadro, para él novísimo», se ofrece a su imaginación del modo «más animado, más bucólico, más digno de un pintor colorista» que es posible concebir (II: 525). En suma, el espectáculo de la naturaleza se transfigura poéticamente a los ojos de Gabriel en una suerte de panteísmo que reproduce el amor que le inspira su sobrina: «Empezaba a considerar con simpatía, aunque por reflejo, aquella cosa vasta y vaga, el campo, mas no se le ocultaba que la veía al través de Manuela, con ese interés que inspiran las cosas que son el ambiente y el marco de la persona querida» (II: 465). Lo que para don Pedro y sus gañanes constituyen arduas jornadas de trabajo de sol a sol, amenizadas acaso al anochecer por el jolgorio de cantes y bailes, Gabriel lo convierte en entelequia de los sentidos a fin de hacer partícipe de su pasión al orbe entero. La fabricación del idilio desde el interior de la conciencia de Gabriel se complementa con una abundante carga intertextual que refuerza la idea de comunión con la realidad exterior9. Los ecos de Paul et Virginie, novela 9 Así lo apreció en su día Clémessy: «bajo las apariencias de una novela de costumbres basada en el método de observación directo, La Madre Naturaleza se revela en realidad como una obra compleja en cuya elaboración colaboró todo un conjunto de elementos del dominio literario. Las reminiscencias, las semejanzas, los ecos… manifiestan el carácter artificial de la obra» (II: 233).

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corta escrita en 1788 por un discípulo de Rousseau, Bernardin de SaintPierre, resuenan por doquier tan pronto como Manuela y Perecho irrumpen en escena: «el simpático y tierno grupo de Pablo y Virginia, que parece anticipado y atrevido símbolo del amor satisfecho» (II: 332). Aspecto éste ya bien estudiado por Armand Singer, Baquero Goyanes y Clémessy, me limito a consignar aquí la alusión a Paul et Virginie que Pardo Bazán desliza en sus ensayos de La cuestión palpitante. Las referencias al espacio y a la temática de la novelita de Saint-Pierre remiten indudablemente a la posterior composición de La madre naturaleza: «buscó para teatro de su poema un país virgen, un mundo medio salvaje y desierto, y para héroes dos seres jóvenes y candorosos, no inficionados por la civilización y que mueren a su contacto» (196). Algo menos visible, mas igualmente perceptible, es el modelo del idilio clásico de Longo Dafnis y Cloe, que Pardo Bazán debía de conocer en la traducción castellana de Valera10. Resulta más que probable que la atmósfera de sensualidad y paganismo, con una naturaleza pródiga en flores y frutos que alienta la pulsión erótica de la joven pareja, provenga directamente del autor griego. Por último, la consumación del amor de Perucho y Manuela en el ámbito paradisíaco de los Castros recrea un lance semejante entre el sacerdote Serge Mouret y Albine en el jardín de Le Paradou, que Zola intercala en La Faute de l’Abbé Mouret. A doña Emilia le estimula la manera en que el autor galo esculpe «las formas espléndidas de la rica vegetación que en aquella soñada selva crece, se multiplica y rompe sus broches embalsamando el aire» (Cuestión, 273), lo que explica el lujo de detalles con que se describe el paisaje de los Castros. Naturalmente, tanto en Zola como en Pardo Bazán la fuente original ha de buscarse en el episodio de Adán y Eva en el jardín del Edén, tal como se relata en el Génesis11. 10

Curiosamente la cita también en La cuestión palpitante: «Me represento a Dafnis y Cloe como un bajo-relieve pagano cincelado, no en puro mármol, sino en alabastro finísimo. Sobre el fondo de una rústica cueva, donde se alza el ara de las ninfas rodeada de flores, retozan el zagal y la zagala adolescentes, y a su lado brinca una cabra y yace caído el zurrón, el cayado, los odres llenos de lecha fresca; el diseño es elegante, sin vigor ni severidad, pero no sin cierta gracia y refinada molicie que blandamente recrean la vista» (188). 11 No se me olvida la influencia en la novela del Cantar de los cantares en versión de Fray Luis, que el insomne Gabriel lee en su lecho durante la noche que precede al incesto de los hermanos. La elaborada relación metaficticia, casi de mise en abîme, entre el texto bíblico y el suceso de los Castros la ha desgranado Harry Kirby en dos secuencias. La primera tiene lugar en «the bucolic episode (Chapters 19-21) which depicts the culmination of the love affair between Manuela and Perucho» (910); la segunda en

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3. LOS «CABALLOS MUERTOS», O EL APRENDIZAJE NEGATIVO DE

DON GABRIEL

De entre el cúmulo de pensamientos que se agolpan en el cerebro de don Gabriel Pardo de la Lage durante la primera noche en los pazos12 surge diáfanamente su etapa en el Instituto de segunda enseñanza de Santiago, unida al recuerdo agradable de Nucha tomándole la lección. De allí ingresa en el Colegio de Artillería de Segovia, en cuya academia se gradúa con el grado de teniente, no sin antes superar una «fiebre nerviosa» (II: 390) al comunicarle su padre la muerte de Nucha. El joven oficial, enémigo acérrimo del liberalismo, lamenta profundamente que la revolución del 68 haya echado a perder la «España épica y gloriosa, compuesta de grandes capitanes y monarcas invictos» (II: 391). En tal disposición de ánimo, con el entusiasmo del militar recién salido al mundo, Gabriel recibe la consigna de desplazarse al norte a luchar contra los carlistas. Allí, ante el espectáculo de una guerra fratricida, el ardor guerrero de don Gabriel se aplaca rápidamente: «Quince días a lo sumo recordaba que duraron sus fantasías heroicas» (II: 391). La indiferencia con que se bate en el campo de batalla se debe a la «atrofia del entusiasmo» y la falta de «cariño al uniforme» (II: 393). Tras la disolución del cuerpo de artillería recala en Madrid, donde se hospeda en casa de unos parientes de su madre. En los meses de estancia en la capital don Gabriel sufre una metamorfosis no menos decisiva. Su ideología política, la condición de hidalgo provinciano y lo gallardo de su figura lo convierten enseguida en pretendiente favorito de las damas pertenecientes a los círculos más conservadores. Aunque el joven es huraño por naturaleza y menosprecia los fulgores de la corte, queda prendido en las redes de una pasión no correspondida con una viuda mayor que él. Este primer desengaño lo coloca a las puertas del suicidio, al par que acentúa la «the subsequent series of chapters (22-25) in which Don Gabriel reads the Cantar de los cantares, reflects on its contents, and extracts meaning which aids him in realizing the incestuous nature of the relationship between the lovers» (910). 12 Me refiero a la analepsis del capítulo VIII, verdadero tour de force que figura entre las mejores páginas salidas de la pluma de la coruñesa. Su importancia estratégica es decisiva, pues en esta retrospectiva de la vida y personalidad de Gabriel se encuentra el móvil de la estrafalaria conducta que condiciona el desenlace de la novela. Ni que decir tiene que todo el capítulo está focalizado en la mente del personaje y no en la del narrador extradiegético.

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adustez de su carácter: «se había vuelto más peñasco que nunca» (II: 394). Retirado de las pompas del gran mundo, Gabriel se entrega vorazmente al estudio de la filosofía alemana, convirtiéndose en «kantiano a puño cerrado» para «las cosas de la ciencia» y siguiendo a Krause «para las de la vida» (II: 395)13. De estas ensoñaciones metafísicas lo despierta una llamada del ejército para que se incorpore a filas a combatir una nueva insurrección carlista. Después de una temporada contemplativa y sedentaria el ejercicio físico reactiva su energía, hasta el punto de que a los pocos días «no se acuerda de Kant, da al diablo los Mandamientos de la humanidad» (II: 396) y halla distracción, en fin, en la rutina de la vida militar. Lucha ahora con denuedo por salvar a España, pero el restablecimiento de la Restauración alfonsina corta las alas a su entusiasmo, pues en aquel momento se las da de «republicano teórico» (II: 396). El recién ascendido comandante vuelve a perder la afición al uniforme, regresando a Madrid más escéptico que nunca: «no le quedaba en lo más íntimo sino descreimiento y cansancio» (II: 396). A una breve experiencia fallida con el positivismo sucede un incidente amoroso con la esposa de un brigadier de artillería, truncado en esta ocasión por el traslado de éste a las Filipinas. Se produce la recaída en «misantropía amarga, rabiosa y prolongadísima» (II: 398), seguida de un ataque agudo de ictericia. Destinado a Barcelona, combate su aburrimiento con la lectura de libros militares, llegando a publicar artículos sobre la cuestión en los periódicos. Le toca el turno ahora a una comisión al extranjero que le permite visitar Francia, Alemania e Inglaterra. Si bien la Europa civilizada no tarda en decepcionarlo, al poner de nuevo los pies en Madrid le invade la sensación de haber retrocedido a la Prehistoria. A partir de aquel momento la modernización de España se convierte en la obsesión de don Gabriel, lo que le vale las punzantes burlas de sus amigos que lo motejan de demente. Él mismo empieza a dudar de su cordura y se interroga al respecto: «¿Será cierto, Gabriel? ¿Serás tú un chiflado, un badulaque que se mete a arreglar lo que… no entiende, que todo lo intenta y de todo se cansa, y que se acerca ya a la madurez sin encontrar ancla donde amarrar el bajel de la vida? Soldadito de papel, ¿cuántos caballos te han matado ya?» (II: 399).

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367).

Personifica así «the messy philosopical trajectory of post-1868 Spain» (Labanyi,

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El veredicto final es, no obstante, exculpatorio. Él actúa con una intención recta, por lo que no hay que achacarle que el amor se disfrace de frivolidad, la ciencia no saque al hombre de su ignorancia y la política sea una farsa miserable. Tras la muerte del progenitor recala en el caserón solariego de Santiago, donde la imagen amorosa de la hermana menor se le aparece en cada rincón. Envuelto en un mar de meditaciones, lo ilumina de golpe una idea en que no había reparado antes, la de casarse y formar una familia para iniciar de este modo la regeneración de su patria: «preparar así la nueva generación que ha de sustituir a ésta tan exhausta, tan sin conciencia ni generosos propósitos» (II: 401). Entonces da por bien empleadas las amarguras que ha sufrido a lo largo de los años, etapas intermedias de un proceso de formación que lo ha provisto de la madurez necesaria para ejecutar su proyecto. En el crepúsculo del atardecer de esta jornada memorable, mientras revuelve los cajones de la cómoda del dormitorio de don Manuel, descubre una carta de Nucha en la que la enferma insta a su padre y a su hermano a cuidar de Manuela cuando ella falte: «Usted y él no dejarán de mirar por ella: moriré tranquila confiando en eso» (II: 403). Presa de profunda agitación, la lectura del papel lo lleva a adoptar «una firme resolución y una promesa» (II: 403): ponerse en camino a los pazos y pedir a su cuñado la mano de la sobrina. El regreso de Gabriel a la tierra natal después de una prolongada ausencia parece constituir, pues, el término de una azarosa existencia en la que cree haber hallado por fin un agarradero firme. Bien haríamos, sin embargo, en desconfiar de la capacidad de Gabriel para dotar de equilibrio a su atormentada psicología. A la serie de inconsistencias que forma su vida hasta aquel momento, va a agregarse pronto el disparate de que un urbanita culto y refinado como él pretenda casarse con una montañesa sin instrucción y refinamientos como Manuela14. Gabriel se convence de que tanto la diferencia de edad como de condición pueden superarse sólo con que la joven se someta de buen grado a un plan de educación que él ha dispuesto: «era, en suma, una cera virgen, y Gabriel presentía enajenado los deliciosos

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Mucho más sentido común tiene la joven que su tío cuando alude sin tapujos al desajuste entre ambos: «yo soy una infeliz que me he criado aquí, entre los tojos, como quien dice, y usted anduvo mucho mundo y corrió muchos pueblos y sabe todo… Conmigo se tiene que aburrir» (II: 456).

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relieves que un hombre como él sabría imprimirle» (II: 472)15. Esta deformación del mito de Pigmalión y Galatea entraña el uso de mecanismos de control característicos de la sociedad patriarcal, a fin de separar a Manuela de Perucho con el pretexto de salvaguardar su honra: «he will attempt to introduce the panopticon to Ulloa» (Six, 1023). En efecto, la reprensión de Gabriel al marqués por consentirle a su hija que «ande por los montes sin más compañía que un mocito un poco mayor» (II: 534) bien puede leerse en clave foucaultiana. En última instancia, la venida de don Gabriel a los pazos no sólo se revela estéril para cumplir con el programa de regeneración por él diseñado, sino que desencadena involuntariamente la tragedia. Tiene razón Baquero Goyanes al notar que Julián en Los pazos de Ulloa y Gabriel en La madre naturaleza desempeñan una función idéntica (87), a saber, la de sembrar ambos la desgracia en los pazos por culpa de su escasa penetración de los hechos. Mas a ello hay que añadir una diferencia fundamental entre uno y otro. Julián, tras diez años de destierro en una parroquia de montaña, llega a dominar su pasión por Nucha imponiéndose una férrea disciplina interior que lo engrandece como sacerdote16. Una vez indultado por el obispo, se le permite el regreso a la parroquia de Ulloa, donde (ya en La madre naturaleza) el ejercicio de la más abnegada caridad hace de él un santo a los ojos de la gente. Aun si el recuerdo de Nucha lo acecha a diario, el aprendizaje de Julián, desde el joven impresionable y poco indulgente con los pecados ajenos hasta la personificación de la humildad cristiana, cabe calificarlo de eminentemente positivo. No así el de Gabriel, cuyo malogrado proyecto de matrimonio es un eslabón más en una interminable cadena de despropósitos; «[o]tro caballo muerto» (II: 613), en suma, al que poco 15

La idea la formula Gabriel en numerosas ocasiones a lo largo de la obra (II: 421;

II: 449; II: 450; II: 460; II: 514; II: 516), como anteriormente lo había hecho Joaquín en Bucó-

lica (I: 492; I: 493). 16 En las montañas Julián se integra en los ciclos de una naturaleza indómita: «se acostumbra a vivir como los paisanos, pendiente de la cosecha, deseando la lluvia o el buen tiempo como el mayor beneficio que Dios puede otorgar al hombre, calentándose en el lar, diciendo misa muy temprano y acostándose antes de encender luz, conociendo por las estrellas si se prepara agua o sol, recogiendo castaña y patata, entrando en el ritmo acompasado, narcótico y perenne de la vida agrícola, tan inflexible como la vuelta de las golondrinas en primavera y el girar eterno de nuestro globo, describiendo la misma elipse, al través del espacio» (II: 320). Sin idealización alguna Pardo Bazán ha consignado aquí el tiempo del idilio.

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después se añade el pequeño chasco en la relación apenas iniciada con Asís de Taboada en Insolación: «esto no es un caballo muerto, ¡qué disparate!, es sólo un tropiezo del caballo» (II: 712); o la ridícula explicación del suicidio de Esclavitud en Morriña, achacable a su juicio al «sombrío rumor de la raza céltica» (II: 905). En relación con su papel en esta última obra comenta Maurice Hemingway: «he is partial to pedantic generalisations and glib explanations of human behaviour» (Making, 61-62). La caracterización es exacta y, como tal, aplicable también a La madre naturaleza e Insolación. Parafraseando la terminología de Wayne C. Booth, el antiguo comandante se revela totalmente indigno de confianza17 en cualquier cometido que se arrogue, bien como focalizador de la acción, expositor de doctrinas o desfacedor de entuertos. Precisamente porque el protagonismo de La madre naturaleza lo acapara Gabriel más que cualquier otro personaje, esta novela constituye, a diferencia de su predecesora, un ejemplo de Bildungsroman negativo. Pese a la bondad de sus intenciones, Gabriel es víctima de un idealismo recalcitrante que lo impele continuamente a urdirse una realidad alternativa desde dentro de su conciencia. El germen de sus reiteradas frustraciones se encuentra en su incapacidad para equilibrar los dos polos de su personalidad: una imaginación «propensa a caldearse» y un entendimiento que se afana en vano por «analizar y calar a fondo todo ese mundo fantástico» (II: 548). A causa de sus reiterados exabruptos y pérdidas del control sobre sí mismo, la probabilidad de habérnoslas con una persona que sufre un transtorno nervioso va cobrando cada vez mayor certeza. Como señala Labanyi, a Gabriel lo perturba una enfermedad típica de la modernidad, la neurastenia, producto de una «over-stimulation of the brain by modern city life» (372). Decadente español avant la lettre (recordemos que la biblia del decandentismo, À rebours, la publica Joris-Karl Huysmans en 1884), Gabriel reúne en su persona los rasgos del hombre inconstante en sus voliciones, hastiado de la vida y prematuramente envejecido característicos de la mentalidad finisecular. A ello ha de sumarse una sexualidad inmadura y pervertida a la vez, centrada en la relación edípica con «la mamita» (II: 387) Nucha, verdadero móvil de su venida a los pazos: «allí estaba el cariño santo

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«I have called a narrator reliable when he speaks for or acts in accordance with the norms of the work (which is to say, the implied author’s norms), unreliable when he does not» (159).

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de su vida, la que al cabo de tantos años, desde el fondo de la tumba, le había atraído a aquel ignorado valle» (II: 548). Es indudable que si se prenda de Manuela sin apenas conocerla no se debe a las cualidades de la muchacha, sino al hecho de ser ésta hija de quien es.

4. UN CONFLICTO INSOLUBLE Para algunos críticos el influjo de la naturaleza en los protagonistas es lo suficientemente acusado para sugerir una lectura naturalista de la novela, a saber, la formulación de una tesis determinista concretada en «la presión del medio, del ambiente, sobre las pasiones de las criaturas humanas» (Baquero Goyanes, 13). Desde esta perspectiva, la relación sexual entre Perucho y Manuela cabe intepretarse como la inevitable caída de dos seres adánicos en el pecado. Esta mediación decisiva del entorno en la conducta de los personales la formula Gabriel desde la angustia que le producen los celos. Sumido en una meditación al pie de un castaño, se figura una conversación con la naturaleza en la que ésta le dice lo siguiente: «Necio, pon a una pareja linda, salida apenas de la adolescencia, sola, sin protección, sin enseñanza, vagando libremente, como Adán y Eva en los días paradisíacos, por el seno de un valle amenísimo, en la estación apasionada del año, entre flores que huelen bien, y alfombras de mullida hierba capaces de tentar a un santo. ¿Qué barrera, qué valla los divide?» (II: 542). No obstante los fundados temores de Gabriel, la trama de la obra no puede reducirse a la simple demostración de una hipótesis, pues ello implicaría pasar por alto el final abierto de la misma. A la hora de evaluar el naturalismo en Pardo Bazán, hay que tener en cuenta además el juicio de Hemingway al respecto de que la autora se complace en cimentar sus novelas en unos supuestos que después los hechos se encargan de rebatir. Aunque a primera vista la validez de un argumento queda confirmada en el transcurso de la acción, una lectura más atenta revela que sucede precisamente lo contrario, o sea, la refutación de dicho argumento18. Si el credo naturalista al que presumiblemente se adhiere doña Emilia se subvierte desde dentro mismo de los sucesos de la trama, otro tanto hay que decir de la teología católica. Difiero de este modo de la 18

Hemingway menciona las dos estrategias que utiliza doña Emilia para llevar a cabo su propósito: «the introduction of important variables and the undermining of the authority of the ideologues» (Making, 150).

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opinión compartida por algunos estudiosos acerca del triunfo de la religión «como potencia mediadora contra la naturaleza desordenada» (López, Introducción, 60). En vez de la integración de una en otra por intercesión de la gracia divina, el desenlace de La madre naturaleza hace hincapié en la futilidad tanto de las leyes de la sociedad como de la doctrina cristiana a la hora de enmendar las consecuencias del trágico suceso. De hecho, ni la reparación del incesto en el matrimonio (propuesta de don Gabriel) ni la expiación de la culpa a través de la penitencia (propuesta de Julián) se realizan efectivamente a lo largo de la novela. Antes de conocer la verdad sobre los lazos fraternales que lo unen con Manuela, Perucho reivindica orgullosamente sus derechos sobre ella apelando a los dictados de la naturaleza. Desde niños se han criado juntos en completa libertad, sin que nadie haya aludido nunca a su condición. El futuro lo contempla Perucho en una vida en común con su amada, trabajando la tierra en un dorado retiro que recuerda la atmósfera del idilio: «Una casita y una heredad y una pareja de bueyes con que labrarla, no hemos de ser tan infelices que eso nos falte» (II: 563). Al producirse la revelación de don Gabriel, un fuerte sentimiento de culpa inunda al joven: «Hoy mismo, hoy —y se retorcía las manos— he perdido… a una santa de Dios» (II: 568). Verificado el testimonio se determina a someterse, aunque a regañadientes, a la ley divina en cuya vigencia cree: «—Pues si no hubiese Dios… ¡lo que es a Manola… soltar no la suelto!» (II: 570). Perucho se aviene, pues, a marcharse de los pazos tal como sugiere Gabriel, si bien no con el humilde propósito de recabar el perdón de su delito. Al contrario, al ejercicio cristiano de la humildad sustituye Perucho el orgullo de quien, sintiéndose herido en lo más hondo de su ser, se enfrenta abiertamente a su padre acusándolo de haberlo tenido engañado tanto tiempo respecto de su parentesco con Manuela. La repentina huida de Perucho a Madrid no es, en suma, un acto de contrición sino de rebeldía contra la autoridad de don Pedro, ante quien reniega de su condición filial: «Que se cisca en lo que le deje por testamento, y que no quiere de él ni la hostia» (II: 576)19. 19 Tampoco tiene intención Perucho de permanecer en los pazos para ser testigo del, en su opinión, más que probable enlace matrimonial entre Gabriel y Manuela. Los celos asoman ya en una conversación con su amada anterior a la revelación: «ver que viene otro y con sus manos lavadas le escamotea la novia, le roba todo… Eso ya pasa de raya… No tengo paciencia para sufrirlo ni para verlo» (II: 500; la cursiva es mía).

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Cuando la mayordoma comunica a Manuela la salida de Perucho de los pazos, exagerando la situación desesperada del muchacho con invenciones de su propia cosecha, la joven queda postrada en la cama víctima de un acceso nervioso. Tras confesarse a petición propia con Julián se resuelve a recluirse en un convento de Santiago, rechazando de este modo la petición de mano de Gabriel. Para el párroco tal decisión obedece al arrepentimiento de la joven y a su deseo de «expiar y llorar su culpa» (II: 608). En ello no concuerda Gabriel, para quien es absurdo que Manuela se aparte del mundo a purgar un pecado que no ha cometido: «¡Ella es inocente… otros, otros somos los culpables!» (II: 608). En este diálogo entre uno y otro se plantea el conflicto central de la obra, a saber, la pugna entre naturaleza y cultura según el punto de vista diferente de cada interlocutor. Para don Gabriel, estrafalario hasta la médula y enemigo de convencionalismos, la raíz del presunto delito de Manuela se encuentra «en lo más sagrado y respetable que existe… ¡en la naturaleza!» (II: 609). Por el contrario, Julián, fiel a su condición de sacerdote, replica aduciendo el poder de la gracia para enmendar los errores de los hombres: «La ley de naturaleza, aislada, sola, invóquenla las bestias: nosotros invocamos otra más alta» (II: 609)20. Al final, no obstante, ninguno de los dos acierta con su veredicto en relación con Manuela. A ambos los derrota, según atisba a comprender finalmente Gabriel, el poder del amor: «Cura de Ulloa, ni tú ni yo… tú un iluso y yo un necio. Quien nos vence a los dos, es… el rey… ¡No, el tirano del mundo!» (II: 613). Ni Manuela está dispuesta a traicionar a Perucho casándose con una persona a quien no ama, ni mucho menos se retira del mundo en busca de consuelo divino. Sabedora de la imposibilidad de que la sociedad sancione una relación incestuosa, la alternativa de enclaustrarse en un convento le parece la más razonable a fin de facilitar la vuelta de Perucho a los pazos: «así que yo esté en el convento, él vuelve aquí, y mi padre queda satisfecho, y todos bien, todos bien»21. El acto de generosidad de Manuela revela dos cualidades de la

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Julián parece referirse a la particular metafísica del algebrista de Boán, para quien personas, animales y plantas son «todo lo mismísimo… ¡La cosa grande!» (II: 351). 21 Comparto las opiniones de Maryellen Bieder y Labanyi: «Manuela accepts the self-sacrifical role of woman, not primarily as a sacrifice for God but for Perucho» (Bieder, 110); «When… Manuela decides to go into a convent, it is not to conform to the virginal ideal which Julián tries to impose on her having failed to do so with her mother, but so that Perucho can come back» (Labanyi, 366).

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condición femenina que se repiten a lo largo de la ficción pardobazaniana: por un lado, la abnegación y capacidad de sacrificio; por otro, el desdén implícito a las reglas de conducta impuestas por la sociedad patriarcal. Si en el cierre de la novela Gabriel lamenta que a la naturaleza se la siga llamando madre en vez de madrastra, no es menos cierto que la civilización exhibe igualmente síntomos inequívocos del profundo malestar que aqueja al hombre moderno22. Del análisis de la narrativa rural de Pardo Bazán se desprende que el talante artístico de la autora se muestra proclive a la descripción realista de los usos y costumbres del campo gallego. Aun con la inclusión de descripciones que hacen hincapié en la belleza del paisaje, la vida campesina se presenta como una pugna de intereses fruto del egoísmo y del afán de poder de una humanidad dejada de la mano de Dios. La falta de legitimidad de la ideología del costumbrismo castizo es, en suma, un componente esencial de la poética de doña Emilia. El cronotopo idílico se inserta de manera más acusada en La madre naturaleza que en las restantes novelas. Éstos son los puntos principales en que se manifiesta: 1. Armonía del individuo con la naturaleza (Perucho y Manuela) y con el trabajo agrícola (don Pedro de Ulloa). 2. Unidad de espacio (los pazos) articulada en torno a un tiempo circular y ahistórico (la estación veraniega). 3. Referencias al idilio clásico (Longo, Fray Luis), rousseauniano (Saint-Pierre) o naturalista (Zola). 4. El motivo del regreso a la tierra natal en infructuosa busca de la identidad (Gabriel). 5. Las diferencias irreconciliables entre partidarios de la naturaleza (Gabriel) y de la religión (Julián). En última instancia, la clave interpretativa de la obra ha de buscarse en la percepción de los hechos principales de la historia desde dentro de la atribulada conciencia de don Gabriel Pardo de la Lage. Al igual que en Los pazos de Ulloa, la aprehensión de la realidad bajo el prisma de un focalizador indigno de confianza lleva consigo el que las 22 Agudamente sostiene Hemingway que la fusión de lo humano y lo religioso no la alcanza Pardo Bazán hasta la publicación en 1890 de Una cristiana y La prueba. En estas novelas «the possibility of man’s rising above nature is explored in a positive manner», de ahí su función «as a counterbalance of Los pazos de Ulloa and La madre naturaleza» (Grace, 347).

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expectativas iniciales queden defraudadas. Paralelamente, hay una diferencia fundamental entre la regeneración espiritual de Julián por medio del sacrificio y la fe religiosa (aprendizaje positivo) y la irremediable serie de «caballos muertos» que jalonan la trayectoria vital de Gabriel (aprendizaje negativo). Mientras que en Los pazos de Ulloa la destrucción del idilio se produce a causa de la ominipresencia del mal, en La madre naturaleza la responsabilidad mayor de la desgracia cabe atribuirla a la extemporánea irrupción en los pazos de un quijote de pacotilla.

CONCLUSIÓN: ENTRE POÉTICA HISTÓRICA Y CRÍTICA TEMÁTICA El estímulo de Bajtin ha resultado decisivo en la configuración de este libro por su apelación a una poética histórica para el estudio diacrónico de la novela. A él se debe también la catalogación de un cronotopo idílico arraigado en la narrativa europea de los siglos XVIII y XIX. Por si lo anterior no bastase, la descripción de este cronotopo contiene en esencia los rasgos principales de las obras aquí seleccionadas. El grupo de novelas idilio compuesto por Un verano en Bornos, Pepita Jiménez y Peñas arriba da fe de la vigencia durante la segunda mitad de la centuria decimonónica de un modelo que se cimienta en tres nociones fundamentales: una unidad de espacio articulada en el tiempo cíclico de las estaciones; la delimitación de una serie de realidades básicas en que se circunscribe la acción amorosa; finalmente, la correlación entre los fenómenos naturales y la vida cotidiana de los personajes. Elemento decisivo en estas narraciones es la relación armónica del individuo con su entorno, la fusión en el seno de una naturaleza sensible a las cuitas de quienes conviven con ella día a día. Esta unidad esencial del hombre con el medio empieza a resquebrajarse a medida que el realismo moderno se consolida con el asentamiento de la burguesía y el desarrollo científico e industrial. El ideal armónico del costumbrismo castizo cede paso a lo que Bajtin denomina la destrucción del idilio, tal como se manifiesta en Doña Perfecta, Vilaniu y La madre naturaleza. En estas novelas el conflicto del protagonista con la sociedad termina por aniquilar toda posibilidad de comunión con un medio natural que, si bien descrito en términos positivos, se revela estéril para contener las fuerzas disolventes de la historia. Se da cima de este modo a la última etapa del cronotopo idílico en la narrativa de los siglos XVIII y XIX. La influencia de Bajtin se complementa con la metodología de la crítica temática o tematología, centrada aquí en el motivo del regreso del

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protagonista a la tierra natal tras su estancia en la corte. Dicho motivo, de raigambre clásica, reaparece con frecuencia en la novelística regional del siglo XIX, fruto de una relación más fluida entre campo y ciudad por la mejora sustancial de las comunicaciones. La plasmación arquetípica de este retorno se encuentra en la novela de Thomas Hardy, The Return of the Native, que sirve de armazón a un conjunto de obras coetáneas que presentan una estructura narrativa similar. Cabe distinguir igualmente entre dos líneas argumentales, según se trate de novelas tejidas alrededor de la exaltación o bien de la destrucción del idilio. En el primer caso importa destacar tanto la asimilación del protagonista a su comunidad como la preservación de un orden patriarcal, al cual va a contribuir aquél de manera decisiva con su asentamiento en el pueblo de origen. Al renunciar voluntariamente a una falsa vocación lejos del lugar que los vio nacer (Carlos Peñarreal y Luis de Vargas) o de la ciudad en que transcurrió la mayor parte de su vida (Marcelo Ruiz de Bejos), estos personajes recuperan su identidad en contacto con la naturaleza. La segunda dirección se inscribe en los parámetros del realismo moderno, en tanto que proclama la disolución del ideal armónico y el conflicto irresoluble del hombre con la sociedad. Pepe Rey, Albert Merly y Gabriel Pardo, si bien deseosos de aclimatarse a las formas de vida natural después de una etapa en la ciudad, son incapaces de renunciar a su condición de urbanitas y terminan por chocar abiertamente con sus paisanos. Este enfrentamiento culmina en la derrota de sus aspiraciones, la cual los conduce a la muerte o la huida. En el capítulo primero, dedicado a Fernán Caballero, se definen las premisas del realismo castizo a partir de la distinción de Benjamin entre el cuentista arraigado en la tradición oral y el novelista desgajado de su comunidad que hace de su escritura un oficio solitario. La producción de Fernán Caballero se sitúa en un momento de transición entre ambos, lo que explica sus vacilaciones al respecto de su labor como escritora. Si por un lado afirma que su propósito no es otro que la recopilación y fiel reproducción de las costumbres andaluzas, por otro hay una voluntad de someter estos materiales a un proceso de ficcionalización. A diferencia de La Gaviota, en que el final desgraciado de la protagonista prefigura la ruptura con la sociedad característica del realismo moderno, Un verano en Bornos se inscribe plenamente en la categoría del idilio amoroso. El retorno de Carlos Peñarreal a su pueblo supone

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en principio la claudicación espiritual de un derrotado carlista que se retira del mundo y viene a morir sin descendencia a la casa paterna. Sin embargo, la trama gira más adelante en torno a un caso amoroso que concluye felizmente en el matrimonio de Carlos y Serafina Villalprado. La afinidad de caracteres entre ambos se concreta en el goce de una vida sencilla y en el consiguiente desprecio de las pompas cortesanas, de ahí su decisión unánime de permanecer en Bornos en vez de instalarse en Cádiz. Un verano en Bornos da pie asimismo a ponderar la habilidad compositiva de la autora en relación con las premisas del realismo formal. Efectivamente, Fernán Caballero hace gala en esta novelita epistolar de una voluntad de experimentación insólita en la narrativa de aquellos años. La adopción de estrategias metaficticias y el recurso a la intertextualidad de la novela pastoril terminan por menoscabar la referencialidad de un texto que, al final, exhibe sin tapujos su condición de artefacto de ficción. Este despliegue de autorreflexividad sitúa a Fernán Caballero en unas coordenadas muy diferentes de las que por regla general se inserta su obra, por lo que es de esperar que en el futuro se pueda seguir ahondando en esta dirección. Desde un punto de vista temático, el dogmatismo habitual en la autora cede paso en Un verano en Bornos a una celebración de la diferencia. Sin inclinarse por una u otra ideología, Fernán Caballero exhibe un talante democrático al recoger la diversidad de opiniones que componen la condición humana. Así pues, tanto derecho tiene Carlos a defender el apego al pasado como su amigo Félix de Vea a dedicarse a la carrera política en pro del liberalismo. La vida tranquila en el seno de la naturaleza a la que se acoge Serafina contrasta asimismo con el deseo de su hermana Primitiva de lucir sus encantos en la sociedad madrileña. Acostumbrado el lector de Fernán Caballero al sermoneo constante en favor de un ideario ultraconservador, la multiplicidad de voces del relato epistolar otorga a Un verano en Bornos una dimensión inusual (y ciertamente saludable) dentro de su universo narrativo. El capítulo segundo se centra en un autor de difícil encasillamiento como Juan Valera. Más cosmopolita que cualquier otro escritor de su generación, sus novelas se ubican paradójicamente en los escenarios reconocibles de Cabra y Doña Mencía donde transcurrió su infancia. Dicha predilección por la aldea andaluza, a la que debe unirse un rechazo tajante del naturalismo zolesco, no conlleva sin embargo la adopción de un credo regionalista al estilo de Fernán Caballero o Pereda.

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Por otra parte, el marbete de ficción libre al que recurre Montesinos para catalogar su poética no es del todo satisfactorio tampoco. La traducción de la pastoral de Longo, Dafnis y Cloe, que Valera publica en 1880 proporciona el elemento clave para comprender su filiación con el idilio. Recordemos que, en palabras del propio autor, la divulgación de la obra de Longo tiene por objeto consolidar una alternativa al discurso dominante del realismo en que hallen acogida sus propias obras, caso de Pepita Jiménez. Aunque en El comendador Mendoza no convergen las características básicas del cronotopo idílico según lo define Bajtin, sí se da en esta novela una relación intertextual con dicho modelo. La transcripción de dos poemas idílicos, uno al comienzo y otro al final, sirve de marco y motor de la acción principal. Más evidente es la adscripción idílica de Juanita la Larga, una de las novelas de Valera que mayores elogios sigue suscitando en la actualidad por parte de la crítica. La descripción de usos y costumbres en el ámbito de un pueblo andaluz acentúa la sensación de circularidad temporal característica de la obra del cordobés. A ello se añade la presentación de una peripecia amorosa, que culmina felizmente en la unión de Paco y Juanita tras superar los amantes los obstáculos que se interponen en su camino. Igualmente afín al universo idílico es la pervivencia de una serie de conductas poco ejemplares dentro del establishment de Villalegre, atenuadas por la reticencia de un autor que se complace más en sugerir que en decir las cosas por su nombre. En la obra maestra de Valera, Pepita Jiménez, la ausencia de referencias históricas y la integración de la vida cotidiana en el ritmo de las estaciones remiten enseguida a la atmósfera del idilio. Paralelamente, la narración se vertebra alrededor de la agónica indeterminación de Luis de Vargas acerca de si establecerse en la aldea o volver al seminario a fin de ordenarse sacerdote. Gracias a la intercesión de la colectividad y la certificación de la masculinidad de Luis, éste termina por ahorcar los hábitos y casarse con Pepita. Tal decisión implica la continuidad de un régimen patriarcal que se transmite por vía hereditaria de padres a hijos. Fieles a la responsabilidad que les corresponde de acuerdo con su jerarquía, Pepita y Luis se establecen definitivamente en la aldea para seguir ejerciendo desde allí sus obligaciones (la caridad y el cacicado, respectivamente). Se propugnan en Pepita Jiménez el respeto a los valores de la tradición y la fidelidad al lugar de nacimiento, pilares ambos de una ideología castiza a la que el cosmopolita don Juan se aferra por nostalgia o por prurito aristocrático.

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Un último aspecto de Pepita Jiménez que considero fundamental se refiere al desenlace presuntamente abierto de la novela. Según sostienen algunos críticos, a la imagen de un Valera escéptico y radicalmente ambiguo no cuadra un final armónico en que Luis y Pepita vivan en la aldea en perpetua felicidad. El fracaso de la ambición de Luis y la caída de Pepita en el ámbito de la domesticidad atentan a su parecer contra una resolución unívoca de la trama. Sin embargo, la unión de ambos jóvenes no tiene por qué leerse en clave irónica, pues proporciona en gran medida una solución conciliadora al desarraigo existencial de cada uno. A Luis el matrimonio lo confirma como hijo del cacique local, quien hereda por la fuerza de la sangre la capacidad de mando del padre y se compromete a seguir trabajando en pro de sus conciudadanos. En cuanto a Pepita, es evidente que el seminarista se presenta, por edad y condición, como el único partido digno de ella en toda la comarca. Nadie más que él puede satisfacer de hecho las necesidades físicas y emocionales de la joven viuda, a fin de borrar en ella el recuerdo de su infausto matrimonio con don Gumersindo. El capítulo tercero se configura en torno a la perenne relación de José María de Pereda con el relato tendencioso. La poética de éste se examina no a partir de premisas ideológicas, semióticas o estéticas, sino prestando atención a las reseñas coetáneas. En ellas se constata la dimensión epistemológica que hacia 1875 posee la novela de tesis, cuya legitimación a cargo de los críticos de mayor renombre de la época contrasta con el desprestigio que sufre en el momento presente. Por otro lado, el auge de este tipo de narrativa no es tanto un producto de la Revolución del 68 cuanto del ocaso de ésta tras la implantación de la Restauración canovista. Su cultivo por parte de Pereda responde a la necesidad de mitigar los recelos que todavía despertaba la fallida causa revolucionaria, de ahí la exaltación de una tradición nacional arraigada en los principios del Antiguo Régimen que sirva de antídoto de lo moderno. La conexión entre Don Gonzalo González de la Gonzalera y Peñas arriba se fundamenta en el hecho de que la segunda continúa el debate ideológico de la primera hasta clausurarlo definitivamente. El comienzo de Don Gonzalo traslada al lector al escenario idílico de Coteruco, donde la autoridad de don Román Pérez de la Llosía viene garantizando durante años la paz y cohesión de la comunidad. Sin embargo, el liderazgo del patriarca se deshace de la noche a la mañana por culpa de la Revolución del 68, que instala en el gobierno local a un grupo de desalmados

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a quienes sólo interesa medrar a costa del erario público. Aunque al final el pueblo se rebela contra éstos y los obliga a soltar las riendas del poder, don Román se siente tan defraudado por la conducta de su gente que decide exiliarse en la ciudad. Este desenlace sorprende por lo inesperado, pues en aquel momento de desorientación Coteruco necesita más que nunca de la capacidad de mando del antiguo cacique. Al lector ideal para el que escribe Pereda no puede satisfacerle la marcha de don Román, sabedor de que éste no va a habituarse a las costumbres urbanas. En última instancia, el carácter abierto de la novela es incompatible con las expectativas del relato tendencioso en lo concerniente al didacticismo y la univocidad de significado. A fin de anudar los hilos sueltos de Don Gonzalo Pereda escribe en 1895 Peñas arriba, cifra y compendio de una labor novelística que se extiende por más de cuatro décadas. La acción, que transcurre apenas dos años después de los sucesos referidos en Don Gonzalo, gira alrededor de la conversión a la vida rural del sobrino del cacique de Tablanca, el madrileño Marcelo Ruiz de Bejos. La tesis de la obra, puesta en boca de numerosos personajes al objeto de persuadir a Marcelo, hace hincapié en la necesidad de preservar el idilio patriarcal y contribuir desde la periferia a la regeneración social y política de España. La aceptación por parte de Marcelo del papel de continuador de la obra de su tío contrasta con la huida anterior de don Román, indicio de la voluntad del autor de cerrar de una vez por todas la indeterminación textual de Don Gonzalo. Participando al unísono de las convenciones del Bildungsroman, la novela idilio y el relato de tesis, Peñas arriba enlaza la verosimilitud del aprendizaje del héroe con la formulación de un credo político afín al regionalismo finisecular. Ya dentro de la segunda parte del libro, «La destrucción del idilio», el capítulo cuarto se detiene en la inversión de las premisas del idilio que Galdós lleva a cabo en Doña Perfecta. En su artículo de 1870, «Observaciones sobre la novela contemporánea en España», el escritor canario señala las limitaciones del realismo castizo de Fernán Caballero y Pereda y su inadecuación a las necesidades del presente. Dicha crítica se inscribe dentro del proyecto galdosiano de dar carta de circulación a una nueva «novela moderna de costumbres», de la que Doña Perfecta sería una muestra primeriza. Los habitantes de Orbajosa andan sumidos en la complacencia de una vida provinciana donde no pasa absolutamente nada. Esta sensación de estatismo consustancial con el idilio tiene aquí, sin embargo,

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connotaciones negativas que se traducen en la pobreza galopante de la gente y en un excesivo afán por la posesión de la tierra. En la estrechez moral de esta atmósfera ingresa Pepe Rey, ingeniero procedente de Madrid que recala en el pueblo de su madre para casarse con su sobrina Rosario. Influido por la imagen idílica de Orbajosa que le han pintado sus progenitores y que él mismo se ha forjado en una serie de lecturas, Pepe sufre una amarga decepción al constatar la decadencia y el abandono de la región. A resultas de ello, el descanso que venía buscando en el seno de la naturaleza no tarda en degenerar en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con la gente de Orbajosa. Aunque su condición de intruso lo impele en principio a marcharse, Pepe decide finalmente quedarse por amor a Rosario. A partir de este momento, el enfrentamiento con doña Perfecta y su clan se va agudizando hasta concluir en el impune asesinato del ingeniero. El cronotopo idílico se deshace, pues, en contacto con la hipocresía de la provincia que Galdós condena sin paliativos. Por otro lado, la pugna entre el sistema caciquil de Orbajosa y la nueva mentalidad burguesa encarnada en Pepe se inscribe dentro de las coordenadas de una novela de tesis de ideología liberal. En el fondo de esta cuestión subyace el problema de España, tal como lo plantea Galdós en una de sus obras más representativas del período que sigue al desmantelamiento de la Gloriosa. Otro aspecto que se aborda en relación con Doña Perfecta es la concatenación de motivaciones humanas, con las que Galdós se aparta de las coordenadas ideológicas del relato tendencioso. En este sentido, al móvil que guía el comportamiento de María Remedios cabe añadir los de Juan Rey y doña Perfecta. El padre del ingeniero tiene una responsabilidad grande en la tragedia, pues suya es la idea de casar a Rosario con su hijo para asegurar el porvenir de éste. En cuanto a doña Perfecta, el recuerdo de sus tribulaciones en Madrid en compañía de un marido vicioso la indispone desde el principio en contra de su sobrino. El temor de que Rosario pueda sufrir un destino semejante al suyo a manos de un descreído como Pepe es una obsesión que crece hasta ponerla a las puertas de la locura. Esta paranoia creciente explica la desaforada orden que da doña Perfecta a Caballuco para que dispare contra Pepe en la huerta. En el capítulo quinto se analiza la visión que la narrativa de Oller ofrece de los cambios sociales y económicos asociados con el despegue industrial de Cataluña después de la Revolución de 1868. Un cotejo sistemático de los dos grandes espacios de su narrativa, Vilaniu y

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Barcelona, permite aventurar la hipótesis de que el autor se muestra conforme con la idea de progreso encarnada en la ciudad. Al mismo tiempo, es indudable que la imagen olleriana de la provincia tiende a resaltar los aspectos más negativos de ésta: atraso cultural y económico, estrechez moral e hipocresía rampante de sus habitantes. El cronotopo Vilaniu/Barcelona configura, en suma, el rasgo decisivo de la poética de Oller en aras de su clasificación como primer novelista moderno en lengua catalana. El interés de Vilaniu para el lector actual radica en el hecho de constituir la muestra más temprana de realismo propiamente dicho en la trayectoria de Oller. Ello no obsta para que se señalen las carencias de una obra compuesta a trazos, en la que el código realista de la primera mitad no se concilia con el sustrato romántico de la segunda. Mi lectura de Vilaniu se orienta hacia dos aspectos desatendidos por la crítica: el motivo del regreso y la destrucción del idilio. La vuelta a Vilaniu de Albert Merly y Pau Galceran se produce al unísono y por diferentes motivos: el primero a instancias de su familia, el segundo a fin de que su esposa se restablezca de una enfermedad nerviosa. La llegada de estos hijos pródigos provoca un entusiasmo enorme en la población, pues de ellos cabe esperar que en poco tiempo contribuyan decisivamente al progreso de la misma. No obstante, lo fallido de sus tentativas de reinserción en la vida del pueblo ilustra hasta qué punto la familiarización con Barcelona se revela incompatible con el modus vivendi de la provincia. Si bien Albert y Pau no carecen de defectos, los dardos de Oller van dirigidos a un Vilaniu excesivamente pagado de sí mismo que al final recibe su castigo con la pérdida de dos de sus más egregios conciudadanos. En la segunda parte de la novela la acción se traslada a La Maiola, la finca que posee Pau en las afueras. La hermosura del campo y la soledad que se disfruta allí proporcionan a Isabel un remanso de paz lejos de la atmósfera asfixiante de Vilaniu. Desgraciadamente, el estallido inminente de la revolución interrumpe el idilio de Isabel con la naturaleza. De vuelta al pueblo se precipitan los acontecimientos que culminan en el suicidio de Albert, la muerte de la señora Galceran y la marcha definitiva de Pau a Barcelona. En los capítulos ubicados en La Maiola constata Oller la precariedad del cronotopo idílico en la época moderna, plasmada en la imposibilidad de convivencia del individuo con el medio rural. Finalmente, el capítulo sobre Pardo Bazán hace hincapié en la alternancia espacial entre Galicia y Madrid que recorre su novelística.

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Rasgo común a sus obras de temática campesina (Bucólica, Los pazos de Ulloa y La madre naturaleza) lo constituye la fallida tentativa de aclimatación al campo por parte de unos personajes educados en la ciudad. Fiel a su adscripción realista, la óptica de Pardo Bazán está teñida de tonos pesimistas: declive de la aristocracia, embrutecimiento de la vida aldeana, materialismo acérrimo de la gente e irrupción del tiempo lineal de la historia. A pesar de la belleza del paisaje, la destrucción del idilio termina por imponerse a una fusión armónica del hombre en la naturaleza. Los rasgos del cronotopo idílico se dan con mayor nitidez en La madre naturaleza que en cualquier otra novela de doña Emilia. Estos rasgos pueden enumerarse de la siguiente manera: descripción de la naturaleza como fuerza bienhechora; temporalidad circular regida por el ciclo de las estaciones; inmersión del individuo en las labores del campo; recurso a unas fuentes literarias enraizadas de una forma u otra con el idilio (Longo, Fray Luis de León, Saint-Pierre y Zola); el motivo del regreso a la región natal a cargo del personaje protagonista; por último, una pugna irreconciliable entre naturaleza y civilización. La fabricación del idilio dentro de la atribulada conciencia de Gabriel Pardo se erige en la clave interpretativa de la novela. El tour de force del capítulo VIII es clave en este sentido, puesto que permite comprender la psicología del personaje a través de una serie de retazos autobiográficos que se agolpan en su memoria durante la primera noche en los pazos. La cadena interminable de despropósitos que jalona su existencia (los «caballos muertos», como el mismo Gabriel los denomina) está lejos de concluir con su proyecto de casarse con Manuela para hacer de ella una cortesana refinada. Gabriel está aquejado de una imaginación galopante que exhibe los síntomas inequívocos de la neurastenia y de una sexualidad inmadura y pervertida. No sorprende por ello que sus aspiraciones, además de no satisfacerse, precipiten la tragedia en los pazos donde ha recalado con el propósito de arreglar su desordenada existencia. A diferencia de Julián, el supuesto aprendizaje de Gabriel lo sume nuevamente en un decadentismo incompatible con toda noción de progreso moral. El desenlace de la novela deja abierto el conflicto entre lo natural y lo social. Efectivamente, el final no se explica ni a partir de los preceptos del naturalismo (caída en el pecado de dos seres adánicos por determinación del medio) ni del credo católico (redención de los protagonistas por intercesión de la gracia divina). La interpretación más

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convincente la proporciona la crítica feminista, al proclamar la irreducible voluntad de Manuela de no someterse a los mecanismos de control masculino. La renuncia voluntaria a la posición social que le ofrece Gabriel y su decisión de entrar en el convento no sólo testimonian el amor que siente por Perucho, sino también el deseo de crearse un reducto inmune a la prescripción de unas leyes humanas en las que decididamente no cree.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO Y DE OBRAS A À rebours: 137 Abrams, M. H.: 42 Adam Bede: 14, 16 Al llapis i a la ploma: 121, 123 Alarcón, Pedro Antonio de: 14, 34, 72, 73, 88, 105 Alborg, Juan Luis: 34, 74, 75 Anguera, Pere: 122 «Apuntes autobiográficos»: 126 Arcadia: 17 Aritzeta, Margarida: 109, 117 Auerbach, Erich: 16, 18 Azaña, Manuel: 54 B Bajtin, Mijail: 8, 12, 13, 14, 15, 16, 22, 23, 26, 29, 60, 69, 96, 130, 143, 146 Balzac, Honoré de: 15, 18, 22, 25, 53, 107 Baquero Goyanes, Mariano: 129, 132, 136, 138 Barthes, Roland: 37 Baudelaire, Charles: 110 Benjamin, Walter: 35, 61, 110, 144 Beser, Sergi: 108, 109 Bieder, Maryellen: 140 Blasco Ibáñez, Vicente: 14-15 Böhl de Faber, Nicolás: 33, 50 Bonet, Laureano: 26, 82, 86, 110, 118 Booth, Wayne C.: 137

Bozal, Valeriano: 21 Bretz, Mary Lee: 128 Buard, Marie-France: 92 Bucólica: 125, 126-127, 128, 136, 151 C Caballero, Fernán (pseudónimo de Cecilia Böhl de Faber): 10, 12, 14, 15, 19, 31, 33-51, 62, 65, 76, 90, 91, 99, 105, 126, 130, 144-145, 148 Calvo Serraller, Francisco: 21 Campbell, Joseph: 23 Cantar de los cantares: 132, 133 Cantos Casenave, Marieta: 42 Cardona, Rodolfo: 25, 26, 93, 97, 100, 102, 120 Cardwell, Richard A.: 102 Casalduero, Joaquín: 91 Cassany, Enric: 108, 120 Cervantes Saavedra, Miguel de: 17, 46, 48 Clarín (pseudónimo de Leopoldo Alas): 34, 66, 71, 77, 88, 98 Clarke, Anthony H.: 8, 15, 26, 73, 74, 75, 81, 85, 127 Clemencia: 36, 37 Clémessy, Nelly: 127, 130, 131, 132 Croquis del natural: 108, 111, 121 Cruz, Ramón de la: 21 CH Chamberlin, Vernon: 60, 100

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D Dafnis y Cloe: 16, 55, 132, 146 De tal palo, tal astilla: 73 De tots colors: 121 DeCoster, Cryus: 54 Dendle, Brian J.: 93 Dickens, Charles: 15 Don Gonzalo González de la Gonzalera: 10, 71, 73, 74-81, 82, 83, 88, 123, 147-148 Don Quijote de la Mancha: 46 Doña Luz: 54 Doña Perfecta: 15, 22, 25, 28, 29, 38, 76, 77, 89-105, 143, 148-149 Donnelly, Kevin: 25 Dorca, Toni: 71 Dumas, Alexandre: 34 Durand, Frank: 67 E Églogas: 13, 96 El buey suelto: 73 El cisne de Vilamorta: 125 El comendador Mendoza: 56, 57-58, 146 El escándalo: 72, 73 El Mirtilo: 17 El sabor de la tierruca: 74, 75 El tesoro de Gastón: 125 «El transplantat»: 108-109, 110 Elia: 41 Eliot, George (pseudónimo de Mary Ann Evans): 14, 16 Engels, F.: 18 Episodios Nacionales: 21, 89 Escenas montañesas: 90 F Far from the Madding Crowd: 16 Feal, Carlos: 67, 68, 69 Feuillet, Octave: 38 Figura i paisatge: 112, 121 Finney, Gail: 38

Flaubert, Gustave: 15, 42 Flitter, Derek: 34 Fontana, Josep: 19 Frenzel, Elisabeth: 24 Frye, Northrop: 72 G Galdós, Benito Pérez: 10, 11, 15, 18, 19, 20, 21, 22, 29, 30, 31, 34, 53, 55, 67, 73, 76, 78, 80, 88, 89-105, 107, 108, 114, 116, 125, 126, 148-149 García Bajo, Gabriel: 66 García Castañeda, Salvador: 84 Geórgicas: 13, 96 Gil Polo, Gaspar: 17 Gilabert, Joan: 121 Gilman, Stephen: 90 Goethe, Johann Wolfgang von: 14 Gómez de Baquero, Eduardo: 22 Goncharov, Iván: 97 González Herrán, José Manuel: 15, 81, 84 González Serrano, Urbano: 71, 88 Goya y Lucientes, Francisco de: 21 Grilli, Giuseppe: 110 Guevara, Fray Antonio de: 24 Guillén, Claudio: 125 Gullón, Germán: 86, 102 H Haes, Carlos: 21 Hardin, Richard: 60 Hardy, Thomas: 8, 16, 28, 29, 64, 97, 123, 144 Hemingway, Maurice: 137, 138, 141 Heráclito: 28 Herder, Johann Gottfried: 34 Herrero, Javier: 41 Hesíodo: 13 Homero: 24 Hugo, Víctor: 34 Huysmans, Joris-Karl: 137

Índice onomástico y de obras

I Idilios: 13 Insolación: 125, 137 Isabel de Galceran: 109, 111-112, 113, 114 Isaza Calderón, Baltasar: 24 J Jakobson, Roman: 41 James, Henry: 25, 130 Jauss, Hans Robert: 72 Johnson, Bruce: 28 Jones, Cyril: 89 Juanita la Larga: 54, 56, 58-59, 146 K Kant, Immanuel: 134 Kirby, Harry L.: 132 Krause, Karl Christian Friedrich: 134 Kronik, John W.: 48 L La bogeria: 109, 113-114 La cigarra: 15 La cuestión palpitante: 132 La desheredada: 22, 55, 73, 91, 126 «La fàbrica»: 112-113 La familia de Alvareda: 36, 41, 49 La Faute de l’Abbé Mouret: 132 La febre d’or: 107, 109, 110, 113, 114, 118 La Gaviota: 34, 36, 41, 49, 90, 97, 99, 144 La madre naturaleza: 15, 22, 28, 30, 97, 125, 127, 128-142, 143, 151-152 La mare au diable: 16 La papallona: 110, 117, 118 La prueba: 141 La Puchera: 15, 74 «La reforma»: 123 La Regenta: 116 La tribuna: 126 Las formas del tiempo y el cronotopo en la novela. Ensayos de poética histórica: 12-15

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Las ilusiones del doctor Faustino: 54 Las metamorfosis: 65 Les illusions perdues: 25 Los hombres de pro: 83 Los pazos de Ulloa: 97, 126, 127, 128, 129, 130, 136, 141, 142, 151 Los siete libros de Diana: 24 Los trabajos y los días: 13 Labanyi, Jo: 8, 53, 62, 66, 68, 85, 87, 134, 137, 140 Lágrimas: 40, 99 Langa Laorga, María Alicia: 43 Laverde, Gumersindo: 57 Lazarillo de Tormes: 37 León, Fray Luis de: 96, 128, 141, 151 Litvak, Lily: 14, 15, 24, 25 Longo: 16, 55, 128, 132, 141, 146, 151 López, Ignacio Javier: 15, 72, 73, 139 López de Abiada, José Manuel: 82, 88 López-Morillas, Juan: 72 Lukács, Georg: 18, 22, 62, 116 M Madame Bovary: 116 Mainer, José-Carlos: 14 Mandamientos de la humanidad: 134 Marianela: 15 Marx, Karl: 18 Memòries literàries: 114, 115, 116, 123 Menéndez y Pelayo, Marcelino: 20, 116 Menosprecio de corte y alabanza de aldea: 24 Mesonero Romanos, Ramón: 34 Mink, Louis O.: 72 Miquel i Badia, Francesc: 123 Miralles, Enrique: 75, 77, 81, 87 Moliner, María: 21 Montemayor, Jorge de: 17, 24 Montengón, Pedro: 17 Montes Doncel, Rosa Eugenia: 36, 42

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Volverás a la región: el cronotopo idílico en la novela del siglo XIX

Montesinos, José Fernández: 12, 15, 21, 33, 42, 54, 55, 57, 58, 74, 75, 76, 81, 86, 146 Montoliu, Manuel de: 115 Morriña: 125, 137 Morsamor: 54 N Navarro, Felipe B.: 115 Nemoianu, Virgil: 13, 17, 18, 19 Nochlin, Linda: 11 Notes de color: 121 Nunes, Maria: 115, 119 O Oblomov: 96 «Observaciones sobre la novela contemporánea en España»: 90-91, 148 Odisea: 24 Oleza, Joan: 53, 60, 66 Oller, Narcís: 10, 19, 22, 29, 30, 31, 107-124, 125, 149-150 Ortega Munilla, José: 15 Ovidio: 65 P Padres e hijos: 25, 97 Palacio Valdés, Armando: 14,108 Palomo, María del Pilar: 55, 56 Paolini, Claire J.: 94 Pardo Bazán, Emilia: 14, 19, 22, 30, 31, 34, 108, 125-142, 150-152 Pasarse de listo: 54 Paul et Virginie: 16, 131, 132 Pedro Sánchez: 84 Penuel, Arnold M.: 102 Peñas arriba: 8, 10, 15, 27, 58, 64, 71, 73, 74, 81-88, 93, 101, 123, 143, 147,148 Pepita Jiménez: 10, 15, 16, 27, 38, 39, 53, 54, 55, 56, 57, 59-70, 85, 87, 100, 143, 146-147

Pereda, José María de: 8, 10, 12, 14, 15, 19, 20, 21, 24, 31, 40, 62, 65, 7188, 90, 91, 93, 105, 108, 116, 120, 126, 130, 143, 145, 147-148 Petronio: 13 Pilar Prim: 109, 121 Poggioli, Renato: 22 R Ràfols, Wifredo de: 94, 95, 103 Resina, Joan Ramon: 60 Revilla, Manuel de la: 66, 71, 79, 88 Ribbans, Geoffrey: 100 Richter, Johann Paul Friedrich (Jean Paul): 14 Romero Tobar, Leonardo: 16, 56 Rousseau, Jean-Jacques: 132 S Saint-Pierre, Bernardin: 16, 38, 128, 132, 141, 151 Sand, George (pseudónimo de Aurore Dupin): 16, 56 Sang nova: 123 Sannazaro, Jacopo: 17 Santana, Mario: 91, 96 Sanz del Río, Julián: 134 Sardà, Joan: 114, 116 Schaeffer, Jean-Marie: 41 Schiller, Friedrich: 23 Schopenhauer, Arthur: 118 Serrahima, Maurici: 109 Shackford, Martha Hale: 20 Silas Marner: 16 Six, Abigail Lee: 136 Shoemaker, William H.: 114, 116 Singer, Armand E.: 132 Sobrer, Josep: 110 Sor Lucila: 15 Sotileza: 12, 15, 74 Squires, Michael: 17, 18 Sterne, Lawrence: 14 Suleiman, Susan Rubin: 79, 81

Índice onomástico y de obras

T Tayadella i Oller, Antònia,: 113, 117 Teócrito: 13, 17, 20 The Princess Casamassima: 25 The Return of the Native: 8, 10, 28, 64, 97, 123, 144 The Woodlanders: 16 Tipos transhumantes: 84 Tipos y paisajes: 40 Tres almas de Dios: 49 «Tres mesos de món»: 111 Triadú, Joan: 110 Trilling, Lionel: 25, 26 Tristana: 67 Trueba, Antonio de: 126 Turgeniev, Iván: 25, 97 Turner, Harriet S.: 67, 68 U Un servilón y un liberalito: 49 Un verano en Bornos: 10, 27, 33-51, 65, 85, 111, 143, 144-145 Un viaje de novios: 125 Una cristiana: 141 Una en otra: 41, 43 Under the Greenwood Tree: 16 V Valera, Juan: 10, 15, 16, 19, 31, 39, 5370, 100, 126, 132, 143, 145-147 Valis, Noël M.: 95 Vayreda, Marià: 123 Vidal-Tibbits, Mercè: 10, 116 Vilaniu: 22, 28, 29, 97, 107-124, 143, 149, 150 Villanueva, Darío: 40, 42, 130 Villegas, Juan: 23 Virgilio: 13, 17, 95, 96 W Whiston, James: 59 Williams, Raymond: 8, 18, 27, 29

167

Y Yates, Alan: 108, 109, 111, 115, 123 Yxart, Josep: 114 Z Zahareas, Anthony N.: 98, 99 Zola, Émile: 41, 117, 128, 132, 141, 151 Zubiaurre, María Teresa: 38