JFAG
133 57 2MB
Spanish Pages [407] Year 2012
Autoridades UNVM
Emmanuel Biset
Es doctor en filosofía. Investigador Asistente del CONICET y Profesor en la Universidad Nacional de Córdoba. Coordinador del Programa de Estudios en Teoría Política del CIECS (UNC-CONICET). Miembro del Consejo Editorial de «Nombres. Revista de Filosofía». Actualmente trabaja sobre el problema de la justicia en el pensamiento político postfundacional.
Fruto de una investigación doctoral, el libro explora el pensamiento político de Jacques Derrida. Se trata de un recorrido desde los textos tempranos a los tardíos para indagar las tensiones que surgen en lo político mismo. Un camino que no busca construir una totalidad unificada pero tampoco quedarse en un aspecto puntual, sino analizar los desplazamientos que han dado lugar a reconfiguraciones en lo que se puede denominar la copertenencia de filosofía y política en el autor. Desplazamientos que van desde la economía de la violencia a la deconstrucción como justicia, proponiendo una lectura posible de Derrida y presentando algunas de las dificultades que atraviesa la filosofía política contemporánea.
Violencia, Justicia y Política
Emmanuel Biset
Rector Abog. Martín Rodrigo Gill
Violencia, Justicia y Política Una lectura de Jacques Derrida
Emmanuel Biset Prólogo Jean-Luc Nancy
Vicerrectora Cra. María Cecilia Ana Conci Director EDUVIM Mgter. Carlos Gazzera
OTROS TíTULOS DE POLIEDROS Fuera de Cuadro Ximena Triquell - Santiago Ruíz Televisión y vida cotidiana Marcela Sgammini La TV que no se ve Santiago Druetta La estructura paradojal de la realidad humana Cristina Gonzalo Canavoso - Lorenzo Toribio
Violencia, Justicia y Política Una lectura de Jacques Derrida
Emmanuel Biset Prólogo de Jean-Luc Nancy
Biset, Emmanuel Violencia, justicia y política: una lectura de Jacques Derrida. - 1a ed. - Villa María: Eduvim, 2012. 420 p.; 198x139 cm. - (Poliedros) ISBN 978-987-1868-12-4 1. Ciencias Políticas. I. Título CDD 320 Fecha de catalogación: 15/02/2012
Editor
Alejo Carbonell
Diseño
Silvina Gribaudo
Queda hecho el Depósito que establece la Ley 11.723 La responsabilidad por las opiniones expresadas en los libros, artículos, estudios y otras colaboraciones publicadas por EDUVIM incumbe exclusivamente a los autores firmantes y su publicación no necesariamente refleja los puntos de vista ni del Director Editorial, ni del Consejo Editor u otra autoridad de la UNVM. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio electrónico, mecánico, fotocopia u otros métodos, sin el permiso previo y expreso del Editor.
Violencia, Justicia y Política Una lectura de Jacques Derrida
Emmanuel Biset Prólogo de Jean-Luc Nancy
Índice
Agradecimientos
11
Prólogo
15
Introducción
17
Supuestos
29
Primera Parte
57
Capítulo I: Escrituras
59
Capítulo II: Violencias
91
Capítulo III: Economías
123
Capítulo IV: Políticas
155
Capítulo V: Instituciones
183
Segunda Parte
215
Capítulo I: Lógicas
217
Capítulo II: Justicias
251
Capítulo III: Espectros
285
Capítulo IV: Amistades
313
Capítulo V: Incondicionalidades
347
Conclusiones
381
Bibliografía
391
Agradecimientos
Este libro es fruto de un trabajo de investigación realizado durante algo más de cuatro años. Existe una soledad irreductible que atraviesa esos años deambulando en torno a ciertos problemas, autores, textos. Al mismo tiempo, ciertos vínculos desajustan aquel círculo en el que cae muchas veces el trabajo, abriendo nuevos espacios de pensamiento. Este cruce muestra la dificultad de escribir en la primera persona singular o en la primera persona plural, pues hay algo del inasible vínculo con los otros que no deja de merodear, rondar, acosar, todo eso que uno escribe. De modo que es algo más que una ayuda, una colaboración, un consejo o una corrección. Son todas esas voces que han hecho posible este libro. Por esto, quisiera agradecer a quienes han abierto ese lugar en el límite de lo posible e imposible donde algo acontece. El libro es producto de una investigación financiada por diversos organismos. Conicet me otorgó becas de postgrado tipo I y tipo II sin las cuales hubiera sido imposible dedicar el tiempo necesario. La UNRC financió una parte al cofinanciar la beca de postgrado tipo I de Conicet. El Ministerio de Educación y la Embajada de Francia en la Argentina financiaron una estadía corta para comenzar la investigación en Paris. Por último, el Programa Alban me concedió una beca por seis meses para realizar una estadía en la Université Paris 8, fundamental para acceder a bibliografía y cursos específicos. Quisiera expresar profunda gratitud hacia el director de la investigación: Gustavo Ortíz. Reconociendo a lo largo de estos años en sus atentas lecturas, su diálogo sereno, su consejo sensato, algo más que un director. Quizá el nombre de amigo sea el más adecuado. Aun así, prefiero utilizar el de maestro, recupe11
rando el viejo sentido de una palabra caída en descrédito. No puedo dejar de mencionar la hospitalidad brindada por mi codirector, Hubert Vincent, quien en tierras parisinas, supo abrir un espacio de intercambio fructífero con un interlocutor que muchas veces peleaba más con el idioma que con las ideas. Sabiendo que la amistad no se agradece, quisiera dejar algunas palabras para esa multitud informe de voces, escrituras, miradas, que caminan con todo lo escrito. Amigos cuya presencia en el libro podría hacer desaparecer su supuesta autoría. Amigos que han posibilitado comprender en qué sentido existe una amistad inherente al pensar. A Natalia Lorio, cuya antigua compañía y escucha se hacen hoy indisociables de mi voz. A Luis García por sus lecturas iniciáticas, críticas, históricas. A Roque Farrán, en la insistencia de sus preguntas, algunas veces comprendidas, muchas veces ignoradas. A Juan Manuel Conforte que en su entusiasmo infinito abre lo lúdico y oscuro al pensar. A Florencia Galfione cuyo habitar incómodo con Derrida es también un saber. A Leonardo Marengo, fiel creyente en el pensar y la risa. A Gabriela Milone, voz de una escritura herida. Y a Adriana Canseco, en la risa y lo grave. Entre esas palabras cercanas ocupa un lugar privilegiado el grupo de investigación en filosofía política de la Universidad Nacional de Córdoba. Lugar central porque evitando el culto a la especialización y la academia, a todo eso que burocratiza la filosofía, ha abierto un espacio de amistosa cercanía con el pensamiento. Indudablemente Diego Tatián, director en forma, ha impreso su salvaje cautela en este devenir. Un transcurrir desde nombres desconocidos a amigos cercanos: Natalia Lerussi, Sebastián Torres, Paula Hunziker, Cesar Marchesino, Guillermo Vásquez, Verónica Galfione, Andrea Torrano, Soledad Croce, Anselmo Torres, Marcos Santucho. Existen algunas personas que por cercanías casuales me han permitido dar un paso más allá o más acá de ciertas certezas, límites, horizontes, que cerraban antes que abrir. Nombres dispersos, espacialmente, temporalmente. A Gustavo Cosacov, en su apertura constante a la escucha. A Mauro Cabral, por esto, aquello, y ese otro Derrida en su lectura. A Alejandro Groppo, apasionado de la reflexión en su propagación. A Gabriela Bal12
carce que en su ritmo otro, aquí y allá, ha acompañado mis lecturas. A Gabriela Manini, compañera de caminos europeos, de una indagación que abisma. Debo reconocer el apoyo brindado por especialistas en la temática que me han facilitado libros, materiales, diálogos, y con ello posibilitado la escritura del libro: Mónica Cragnolini, Analía Gerbaudo, Ana Levstein, Marta Palacio, Ana Paula Penchaszadeh. Emanuel Rodríguez dedicó largas horas de su tiempo a leer el manuscrito del libro en búsqueda de aquellos errores de diverso tipo que dificultan la lectura. Amigo corrector a quien se debe que estas páginas sean un tanto más prolijas. A Oscar del Barco, por su invitación generosa al pensamiento. No puedo dejar de mencionar esas cinco personas, pequeño núcleo, que no sólo han hecho posible mi existencia, sino que le han dado un sentido. A mis padres, Marina y Enrique; mis hermanos, el tato y la chili; mi abuela, la elvi. Sofía, en el temblor de unas manos que escriben.
13
Prólogo
Emmanuel Biset atraviesa la obra de Derrida de parte a parte para asir allí la política. ¿Qué política? No la política de Derrida en el sentido de su orientación, de sus valores y de su compromiso, sino en el sentido del concepto de lo político. ¿Pero cuál, aquel de lo “político” –singular que designa una esencia sin embargo mal asignable, incluso inasignable pero que tendería a confundirse asintóticamente con la institución misma de la “sociedad”, que es inseparable del acontecimiento “humano” como tal? ¿O bien aquel de “la” política, que designa un orden específico de las prácticas destinadas al gobierno de una sociedad, es decir, a hacerse cargo de sus equilibrios y de sus tensiones en cuanto que, al menos, no es o ya no es una instancia sagrada, jerárquica en el sentido propio, lo que asegura este hacerse cargo? Sucede que, en la actualidad, el desarrollo y el estado crítico en los cuales se encuentra la política dan cuenta de una dificultad fundamental en la determinación de lo político. Sin duda descubrimos que, por mucho tiempo, bajo esta palabra creímos poder subsumir un fundamento del ser en común (sea bajo la forma de una “ciudad”-polis –o la de un “reino”, en el sentido de que bajo una u otra de esas palabras debía darse la asunción verdadera del ser común). La democracia representa propiamente el momento en el cual “lo político”, volviéndose el fundamento, al mismo tiempo se desvanece en su especificidad, puesto que deviene equivalente a la totalidad del “cuerpo” social, cuyo concepto se inventa al mismo tiempo. Es por ello que una deconstrucción de la filosofía no podría ser más que, a la vez, una deconstrucción de lo político –sin ser un obstáculo o una objeción a la práctica política, sino exigiendo repensar de nuevos modos el desafío del ser-en-común, que 15
sin duda en última instancia no es político, no más que metafísico, y que por esto, para nosotros, quizá no tenga todavía nombre. Puesto que, quizá, debe ir más allá de todos los nombres. Es necesario seguir los análisis pacientes y precisos que realiza Emmanuel Biset. Agregaría solamente una indicación: aquí o allá, en Derrida, se puede ver aparecer, o al menos transparentarse, el motivo de un más allá de la o de lo político. Como lo dice en su seminario La bestia y el soberano (que no había aparecido aun cuando Emmanuel Biset terminaba su tesis), es necesario prestar atención con Heidegger al hecho de que bajo la palabra polis los griegos comprendían más que la política, y particularmente “los dioses, los templos, los poetas, los pensadores”. Si el “pensamiento” –o también la “poesía”, o incluso la relación con los “dioses”– puede ser caracterizado como la consideración de la “justicia” como justicia incondicionada, en el sentido del reconocimiento absoluto de la absoluta singularidad de cada existencia y de cada “común” de existencia –la justicia “como advenimiento del otro singular” como escribe Emmanuel Biset– entonces la polis y la justicia en efecto exceden considerablemente la política y “lo” político mismo, puesto que ese nombre no puede ya llevar la esencia de lo singular-común. Lo cual, para terminar, excede y deshace toda esencia. Jean-Luc Nancy
16
Introducción
¿Qué convoca el pensar? ¿Qué interpela el pensamiento? Quisiera señalar que este libro comienza en cierta incomodidad, en la imposibilidad de reconciliarme con el mundo como tal. Se trata de la perturbación, o del malestar, que genera distanciamiento con cualquier estar en paz. Como tal no se define de modo claro y distinto, sino que permanece como un murmullo que configura una forma de vida. Desde este murmullo surgen preguntas, cuestiones, problemas que van atravesando lecturas. La escritura de este libro surge quizás de un transcurrir por ciertas lecturas desde ese malestar. De esta incomodidad, todavía sin definirla, se puede señalar dos cosas: que no se ubica sólo en la reflexión teórica y que se juega allí un modo de vida. Es lo indeterminado que se forma e informa, que asedia todo el tiempo y que atraviesa un modo de habitar el mundo. En resumidas cuentas, una incomodidad no se resuelve, se habita. Resulta difícil tematizar, definir u otorgarle límites precisos a aquello que carece de forma. ¿De qué incomodidad se trata? Quizá, como primer indicio, la incomodidad se presenta ante la necesidad de pensar lo contemporáneo, reflexionar sobre la relación existente entre las transformaciones del mundo contemporáneo y las posibilidades del pensamiento. Pero, segundo indicio, no se trata de cualquier indagación sino de aquella destinada a pensar la política. Lo que, como tercer indicio, conduce a una cuestión singular dentro del pensamiento político: ¿cómo pensar la buena vida en común luego de la caída de los fundamentos? Si la política adquiere ciertos rasgos singulares desde que no es posible encontrar un fundamento último en el cual basar la vida en común, ello no implica abandonar la urgencia de reflexión sobre el cómo vivir-juntos. La incomodidad que 17
merodea y convoca el pensamiento se ubica aquí en la posibilidad o imposibilidad de pensar políticamente formas de vida deseables. Un enunciado de este tipo requiere innumerables clarificaciones, pero aun en su generalidad muestra un desajuste y construye un lugar a pensar: cómo dar cuenta en términos estrictamente políticos, esto es, no subordinados a ninguna instancia exterior a la misma política, de formas deseables del estar en común. Esto significa pensar sin el reaseguro de una certeza o un ideal que regule la política, que le otorgue legitimidad o validez desde un criterio establecido, y allí construir un discurso riguroso para pensar la buena vida en común. En fin, se trata de trazar un camino en la incomodidad. En este marco, el objetivo de esta introducción es establecer algunas indicaciones del camino que comienza, traducir la incomodidad en objeto de estudio. Para ello se fijan los límites de la investigación desde un autor y un tema: la cuestión política en el pensamiento de Jacques Derrida. Si la delimitación central surge de un nombre propio, no se aborda el mismo como si fuese una “obra total”, pues la noción de obra supone la posibilidad de enmarcar el pensamiento de un autor –una firma–, bajo las premisas de “totalidad” o “unidad”. No es ésta la concepción de autor de la que se parte, sino aquella de un autor como multiplicidad de rasgos, escrituras, matices, tonos. Para evitar la pretensión de totalidad aquí se utiliza la noción de “lectura”, indicando con ella que se realiza un recorrido singular por las diversas articulaciones que adquiere la cuestión en el autor. Para comprender esta singularidad resulta pertinente comenzar con otras formas de abordar la cuestión y situar en ese marco la apuesta del libro.
Lecturas de Derrida En términos generales es posible señalar, como indica Christopher Norris, que el pensamiento de Derrida se ha leído según dos perspectivas:
Los lectores de la deconstrucción pueden ubicarse aproximadamente en dos campos principales: algunos (como Rodolphe 18
Gasché) leen el trabajo de Derrida como una continuación radical de ciertos temas kantianos, y otros (como Richard Rorty) elogian a Derrida por haber mostrado el carácter engañoso de ciertas nociones de la ‘Ilustración’ llevando a una posición posmoderna-pragmatista que releva todo el exceso de bagaje metafísico1.
Si estas son las dos lecturas generales sobre Derrida, de un modo esquemático sobre la cuestión política es posible mostrar tres posturas. En primer lugar, existen autores que señalan que la deconstrucción derridiana no aporta nada al pensamiento político, es decir, que el ámbito propio de su desarrollo se encuentra en lugares externos a la política como la esfera privada. Tal es el caso de Richard Rorty, quien señala: Creo que el ataque de Nietzsche-Heidegger-Derrida a la metafísica produce satisfacción privada a gente que está profundamente interesada en la filosofía, pero no tiene consecuencias políticas, excepto de manera indirecta2.
Rorty sirve sólo como ejemplo de toda una serie de lectores de Derrida para quienes su pensamiento no sería relevante para abordar la política en tanto sus textos estarían destinados a otros ámbitos del pensamiento. En segundo lugar, están aquellos que sostienen que la deconstrucción efectúa un aporte negativo a la hora de pensar la política al implicar una posición reaccionaria. Tal es, por ejemplo, la posición de Jürgen Habermas que ubica a Derrida en una forma de neoconservadurismo posmoderno. Para Habermas, esta posición se comprende como una crítica a la modernidad realizada desde dos herencias posibles de Nietzsche: por un lado, una línea que tematiza el olvido del ser, desde la filosofía última de Heidegger a la mística filosófica de Derrida; por otro lado, una línea que tematiza lo otro de la razón, su parte NORRIS, C., “Deconstruction, Postmodernism and Philosophy, Habermas on Derrida” en WOOD, D., (ed.), Derrida, a Critical Reader. Oxford, Blackwell., 1992, pág. 170. 2 RORTY, R., “Notas sobre deconstrucción y pragmatismo”, en MOUFFE, C., (ed.), Deconstrucción y Pragmatismo, Buenos Aires, Paidós, 1998, pág. 41. 1
19
proscripta, desde la “economía general” de Bataille a la “genealogía del saber” de Foucault. Respecto a Derrida, Habermas va a criticar la “sobregeneralización” de la función poética del lenguaje frente a su práctica cotidiana donde contrafácticamente es posible encontrar las presuposiciones idealizadoras de la acción comunicativa3. La crítica a esta generalización de la función poética del lenguaje desatendiendo el uso cotidiano, se entiende como abandono de una fundamentación posible para ejercer la crítica, de allí su estatuto conservador. En tercer lugar, están quienes afirman que la deconstrucción efectúa un aporte específico a la hora de pensar la política. Dentro de quienes se ubican en esta perspectiva existe un debate hegemónico: el problema del “giro ético-político” en Derrida. Si este libro se ubica explícitamente en esta perspectiva, resulta necesario sentar una posición respecto a la existencia o inexistencia de tal giro. Entre quienes niegan tal giro, es posible ubicar a los autores más cercanos a Derrida. En tal sentido resulta ejemplar el caso de Geoffrey Bennington en “Derridabase”. Si bien este texto no tiene una estructura que pretenda sistematizar el pensamiento de Derrida, los diversos apartados son presentados sucesivamente sin ninguna línea de ruptura evidente. El texto se organiza a partir de términos que son centrales en el autor y que constituyen una especie de “base de datos”. En la presentación, los términos donde Derrida se refiere explícitamente a la política –el don, la diferencia sexual, la institución, etc.– continúan a otros apartados sin una diferencia o contradicción explícita. En esta base de datos, el apartado titulado “Política” es uno más en la lista de términos trabajados donde Bennington se dedica a presentar los “efectos políticos” de la deconstrucción más allá de tal o cual texto dedicado específicamente a la política. Frente a esta postura que se construye desde la “continuidad” en el pensamiento de Derrida sobre la política, se encuentra aquella que afirma la existencia de un giro ético-político. En su mayor parte esta lectura ha sido realizada en el mundo an Resulta importante señalar que la distancia inicial entre Derrida y Habermas, fruto del libro de Habermas El proyecto filosófico de la modernidad, ha sido matizada en tiempos recientes. Se podrían rastrear numerosos indicios de ello, en especial el dictado de un seminario en conjunto por invitación del propio Habermas. 3
20
glosajón buscando mostrar la ruptura entre dos momentos. La paradoja que surge en este marco es que los distintos autores que parten de la existencia del giro se ubican de modo diverso ante el mismo, o mejor, afirmar tal giro sirve en ciertas ocasiones para defender un Derrida temprano y en otras ocasiones para defender un Derrida tardío. Así, para citar sólo un ejemplo, Kearney señala que se puede interpretar el giro como el paso de la influencia de Heidegger a la influencia de Levinas. Esto implica para Kearney un cambio que produce el vuelco hacia el abordaje de problemas éticos y políticos: “Pero cierto cambio parece ocurrir en la escritura de Derrida después de 1972 al ser marcada por un énfasis más pronunciado en la cuestión de la responsabilidad ética”4. Resulta relevante entre quienes afirman la existencia de un giro la discusión entre Ernesto Laclau y Simon Critchley, pues se evidencian allí dos formas de comprender la relevancia del “giro” en la obra del autor. Con Laclau es posible identificar una posición que destaca la importancia de los textos tempranos de Derrida para pensar la política, Critchley la lectura que acentúa la centralidad de los textos tardíos. Para Laclau el aporte de la deconstrucción se encuentra en los textos más tempranos de Derrida: Un enfoque deconstructivo es altamente relevante respecto de dos dimensiones de lo político –como opuesto a lo ‘social’– que han adquirido una centralidad creciente en los debates actuales. La primera es la noción de lo político como el momento instituyente de la sociedad. [La segunda es] la incompletud de todos los actos de institución política5.
La relevancia de la deconstrucción se ubicaría en la ampliación del campo de indecidibilidad estructural y en la apertura del terreno para una decisión tomada en ese contexto. Derrida ayudaría a pensar la politización de lo social como cruce entre 4 KEARNEY, R., “Derrida’s Ethical Re-Turn”, en MADISON, G., (ed.), Working through Derrida, Evanston, Northwestern University Press, 1993, pág. 28. 5 LACLAU, E., “Deconstrucción, pragmatismo, hegemonía” en MOUFFE, C., (ed.), Deconstrucción y Pragmatismo, Buenos Aires, Paidós, 1998, pág. 98.
21
la indecidibilidad estructural y las decisiones contingentes, es decir, los modos en los que se instituye parcialmente lo social. Siguiendo a Robert Bernasconi, Critchley sostiene que se ha dado un viraje en la obra de Derrida hacia la cuestión pública de la responsabilidad. Para este autor, a partir del giro, se debe entender la deconstrucción como una exigencia ética pensada en directa relación con Levinas. Las últimas obras de Derrida apelarían a la justicia como la experiencia de lo indecidible que surge de la relación con la singularidad del otro. Por este motivo, la cuestión para Critchley es la relación entre la ética y la política, pues la ética como responsabilidad ante al otro debe ser traducida en una política: Para Derrida, ninguna forma política puede ni debe intentar incluir la justicia, y la indecidibilidad de la justicia debe hallarse siempre fuera del espacio público, guiando, criticando y deconstruyendo a ese espacio, pero jamás instanciada dentro de él6.
El aporte específico de Derrida para la política, señala este autor, aparece luego del giro producido en su obra más reciente, donde existe una tematización de la política a partir de su relación con Levinas. En resumidas cuentas, existen dos posturas en relación al giro ético-político: por un lado, quienes afirman que cierta parte de la obra de Derrida sirve para pensar la política, autores que se dividen entre quienes rescatan los textos tempranos y quienes rescatan los textos tardíos; por otro lado, están quienes tienden a ver en la deconstrucción cierta “continuidad” en relación a la política, tal es el caso de Richard Beardsworth quien indaga la relación de Derrida con la política a lo largo de toda su obra. Es necesario destacar aquello que el mismo Derrida ha dicho al respecto. Por un lado, ha señalado que no existe continuidad absoluta, lo que llevaría a señalar que la deconstrucción siempre ha dicho lo mismo y la cerraría en torno a un círculo. Frente a ello, Derrida afirma que la deconstrucción desarrolla y articula nuevas temáticas con relación a la ética y la política. Por otro CRITCHLEY, S., “Deconstrucción y pragmatismo”, en MOUFFE, C., (ed.), Deconstrucción y Pragmatismo, Buenos Aires, Paidós, 1998, pág. 79. 6
22
lado, si bien se puede señalar que existen aportes en sus textos recientes, para Derrida esos aportes no se podrían pensar como ruptura con las afirmaciones iniciales ni como giros. En relación al amplio debate sobre la existencia o inexistencia del giro ético político, escribe Derrida:
Recuerdo esto de paso, en un abrir y cerrar de ojos, de una forma algebraica y telegráfica, con la sola intención de recordar que jamás hubo, en los años ochenta o noventa, como a veces se pretende, un political turn o un ethical turn de la ‘deconstrucción’ tal y como, al menos, yo la he experimentado. El pensamiento de lo político siempre ha sido un pensamiento de la différance, y el pensamiento de la différance siempre ha sido también un pensamiento de lo político, del contorno y de los límites de lo político, especialmente en torno al enigma o al double bind auto-inmunitario de lo democrático. Lo cual no quiere decir, muy por el contrario, que no haya pasado nada nuevo entre, digamos, 1965 y 1990. Sencillamente, lo que haya pasado no tiene ninguna semejanza con lo que la figura del turn –que sigo por consiguiente privilegiando aquí–, de la Kehre, del giro o de las tornas, podría hacer que nos imaginásemos7.
Hacia una hipótesis de lectura Luego de presentar las lecturas en torno al objeto de estudio, el problema que surge es saber si existe continuidad o ruptura en los textos de Derrida. Desde la perspectiva sostenida aquí, el problema es que quienes niegan o afirman la existencia del giro parten del presupuesto de una “obra” derridiana. Así, ordenar una obra por etapas implica que es posible la sistematización de un autor desde cierta totalidad: un corpus de textos que mantie7 DERRIDA, J., Canallas, Madrid, Trotta, 2005, pág. 58. Al respecto, resulta interesante una observación de Vattimo: “[…] la reticencia de Derrida para hablar de una evolución de su pensamiento está, en última instancia, ligado a su rechazo de una visión teleológica de la historia cualquiera que sea, desconfiando de la pretendida linealidad en la construcción de un sentido”. VATTIMO, G., “Historicité et différance” en COHEN, J. y ZAGURY-ORLY, R. (eds.), Judéités. Questions pour Jacques Derrida, Paris, Galilée, 2003, pág. 161.
23
nen su unidad bajo una firma. Para escapar al falso dualismo del giro sí o giro no, la noción de “lectura” defendida muestra un trazado singular que no busca totalizar el sentido de la política en Derrida. De hecho, leyendo atentamente la cita de Derrida se puede indicar que se distancia de quienes hablan de giro ético o político, pero eso no significa que no haya pasado nada nuevo a lo largo de sus textos. Por esto mismo el desafío es evitar la noción de giro y, al mismo tiempo, pensar esa novedad, ese cambio, esa variación, que se ha dado a lo largo de las cuatro décadas de escritura del autor. Esta variación se hace evidente a partir de la década del ochenta cuando empieza a trabajar explícitamente alrededor de cuestiones políticas al tematizar la justicia, el derecho, la hospitalidad, el don, el perdón, etc. De modo que el desafío es presentar una lectura que pueda dar cuenta de la variación sin caer en dos extremos contrarios y subsidiarios: continuismo o discontinuismo. ¿Cuál es la hipótesis de lectura que permite organizar la tematización de la política en Derrida? Resulta pertinente retomar una cita del mismo Derrida ante una intervención de JeanLuc Nancy criticando la idea de “giro”: Descartemos al pasar, y entre paréntesis, una objeción que vendría de la fecha de ese texto [‘Violencia y metafísica’] –1964– y que nos comprometería en una problemática del ‘joven’ o del ‘primer’ Derrida. No más que otras, este tipo de perspectiva simple no tendría pertinencia aquí8.
A esta intervención, Derrida responde señalando que si bien no existe un corte definitivo, sí existen variaciones de acento: Un detalle aun: con respecto al texto de 1964 sobre Levinas, tenías razón al decir que las cuestiones de fecha son ridículas en este contexto. Sin embargo, me he dicho: al menos no escribiría eso del mismo modo hoy, aunque siempre tuviera en cuenta las preguntas de Levinas. He escrito recientemente un texto a propósito de Levinas que ha tomado la forma de un diálogo entre una voz masculina y una voz femenina. […] ¿Por qué no escribiría como en 1964? – Básicamente es la pa-
NANCY, J., “Intervention” en LACOUE-LABARTHE, P. y NANCY, J., (comps.), Les fins de l’homme. À partir du travail de Jacques Derrida. Colloque de Cerisy 1980, Paris, Galilée, 1981, pág. 169. 8
24
labra cuestión que habría cambiado allí. Desplazaría el acento de la cuestión hacia algo que sería la llamada9.
Desde esta cita, la hipótesis que guía la lectura propuesta es que para evitar el giro y la continuidad es necesario pensar en términos de desplazamiento de acento. Esta noción sirve para pensar cómo en los textos de Derrida se van configurando distintos pensamientos políticos. Desplazamiento significa “relación diferencial”, esto es, de un lado, existe una relación entre las dos etapas pues no se da una ruptura o corte definitivo, y, de otro lado, existe una diferenciación entre distintos momentos puesto que la relación no es de continuidad, ni de oposición, ni de contradicción, sino de variación. Por esto mismo, cada etapa no se diferencia en sí, sino debido a esa relación diferencial donde sólo se percibe la diferencia cuando se trabaja sobre unos u otros textos. La diferencia se rastrea aquí no en datos históricos (en una especie de historia intelectual), sino en una lectura interna a los textos que muestra cómo la acentuación de uno u otro aspecto desplaza el pensamiento político del autor. Esto permite presentar en toda su complejidad la pluralidad de relaciones con la política que aparece en sus textos. Ahora bien, si la afirmación de un desplazamiento de acento sirve para establecer una posición respecto a la discusión sobre el giro ético-político, la cuestión es qué es aquello que se desplaza, es decir, si se trata de un concepto de lo político, de su filosofía política, de los supuestos filosóficos, etc. Para responder a ello, el segundo elemento de la lectura propuesta parte de la existencia de una copertenencia de filosofía y política en Derrida. Esto significa que no se desplaza aquello que el autor entiende por filosofía, o los supuestos de su concepción de filosofía, tampoco se desplaza una idea de política, o las consecuencias políticas de su posición, sino que se desplaza un modo particular de articular la relación entre filosofía y política. Aún más, posiblemente el aporte específico de Derrida al pensamiento político se encuentre en la reconfiguración de su vínculo con la filosofía, esto es, en la idea de copertenencia. La copertenencia nombra la determinación filosófica de la política y de la determinación DERRIDA, J., “Intervention” en LACOUE-LABARTHE, P. y NANCY, J., (comps.), Les fins de l’homme, op. cit., pág. 184. 9
25
política de la filosofía. Desde esta perspectiva no hay en el autor una “filosofía política” o una “teoría política” como áreas de reflexión dentro de un sistema. El objetivo del libro es cruzar los dos aspectos indicados: mostrar cómo se da un desplazamiento de acento en la copertenencia de filosofía y política en Derrida. Esto significa, de un lado, clarificar qué se entiende por copertenencia de filosofía y política y, de otro lado, qué elementos le dan uno u otro sentido. Para dar cuenta de este desplazamiento aquí se utilizan las nociones “violencia” y “justicia”. En primer lugar, la copertenencia en los primeros textos se articula desde el sintagma “economía de la violencia” que aparece en la primera lectura de Levinas y establece un distanciamiento respecto de cualquier postulado de no-violencia. El objetivo de la primera parte del libro es analizar cómo se configura una concepción de política desde las nociones de violencia y economía. Para ello, se realiza una lectura de ciertos textos tempranos del autor donde no sólo se rompe con cierta concepción de filosofía, sino que se cuestiona la no-violencia como fin ético de la política. Las lecturas de Saussure, Levinas, Bataille y Rousseau serán las que guíen la exposición. En segundo lugar, el sintagma “la deconstrucción es la justicia” será utilizada para pensar el desplazamiento de acento de la copertenencia. Si bien los motivos que aparecen en los primeros textos siguen presentes, al acentuar otra dimensión se reconfigura su sentido. De hecho, a la irreductibilidad de la violencia se le opone una relación con el otro no instrumental, una definición de justicia como relación no apropiativa con el otro. Las lecturas de Benjamin, Levinas, Marx, Nietzsche y Schmitt guiarán la segunda parte del libro. El trabajo sobre el desplazamiento de acento sirve para mostrar la dificultad de pensar la relación entre violencia y justicia, pues parece existir o bien una politicidad radical entendida como violencia irreductible, o bien la justicia como hospitalidad reduce esa politicidad. Existe así una tensión en pensar el vínculo con el otro desde la economía de la violencia o desde la justicia como relación no-violenta. Esta tensión no sólo aparece en ciertos textos del autor, sino que su análisis permite pensar más allá de Derrida un problema del pensamiento político contemporáneo. Si la crítica a la que 26
han sido sometidos los diversos fundamentos ha conducido a afirmar la necesaria institución de lo social, la cuestión es la posibilidad o imposibilidad de presentar distintas maneras de esa institución. Dicho de otro modo, de un lado, el cuestionamiento a los fundamentos, y ante todo a la noción de sociedad como entidad autorregulada, llevó a señalar la existencia de una institución política de lo social, así de una economía de la violencia irreductible; de otro lado, la justicia como buena vida en común se convierte en un problema central, no sólo por la caída del relato moderno que la definía desde el formalismo de la ley, sino por la misma ausencia de criterios para responder al problema. La cuestión se podría formular del siguiente modo: cómo pensar formas de vida deseables en el nihilismo. De una u otra forma, de múltiples formas, cada vez que se enuncia la justicia parece necesario ubicarla en un lugar externo a la política, una externalidad que funciona como horizonte. La pregunta, entonces, es si es posible pensar una justicia radicalmente política. Si bien la pregunta excede este libro, constituye el marco desde el cual se comprende. Dicho de otro modo, la tensión entre “violencia” y “justicia” nombra el malestar con el que se empezaba. Para desarrollar el desplazamiento de acento en la copertenencia de filosofía y política el libro se organiza en dos partes precedidas de un capítulo donde se explicita cómo se analiza el vínculo de Derrida con la política. El capítulo titulado “Supuestos” presenta y discute la noción “copertenencia de filosofía y política” indicando la tradición en la que se inscribe la lectura propuesta. En la primera parte del libro se trabaja sobre la primera acentuación alrededor del sintagma “economía de la violencia”. Para ello, el primer capítulo analiza el quiebre producido por la deconstrucción respecto a las dos corrientes filosóficas predominantes en el momento de su surgimiento: la fenomenología y el estructuralismo. En este marco, la noción de “escritura” permite dar cuenta de una relación singular entre filosofía y política, mostrando al mismo tiempo cómo se produce una dislocación de la filosofía y una radicalización de la política. En el segundo capítulo se trabaja sobre la noción de “violencia” desde la primera lectura que hace el autor de Levinas, en la que resulta central el cruce con Hegel, Husserl y Heidegger. En el tercer ca27
pítulo, desde la lectura que hace Derrida de Georges Bataille, se analiza qué entiende por “economía”. El cuarto capítulo realiza una síntesis de los elementos conceptuales desarrollados desde el análisis de la relación del autor con Jean-Jacques Rousseau y Claude Lévi-Strauss, pues será en la crítica a este último donde adquiera sentido la acentuación de la violencia. Por último, se muestran las implicancias que tal posición supone sobre las instituciones académicas, lugar privilegiado de la intervención política del autor. En la segunda parte, también organizada en cinco capítulos, se analiza la segunda acentuación alrededor del sintagma “la deconstrucción es la justicia”. Para ello, en el primer capítulo se muestra cómo surge una nueva lógica para pensar la política articulada en torno a la relación entre derecho y justicia. En el segundo capítulo, para comprender qué entiende el autor por justicia, se muestra el trabajo de lectura realizado sobre Levinas en textos tardíos, allí donde aparece como cuestión central la relación entre ética y política. Para complejizar el tratamiento de la justicia, y su relación con la tradición crítica, específicamente con la idea de emancipación, el tercer capítulo presenta la lectura que Derrida realiza de Marx. En el cuarto capítulo se analiza la noción de “amistad” porque en la misma se muestra cómo cierto pensamiento de la amistad ha estructurado un concepto de lo político y cómo desde otra idea de amistad ir más allá de ese concepto. En este mismo capítulo, el análisis de Carl Schmitt permite mostrar que no existe un concepto adecuado de lo político porque la política es por definición inadecuada al orden conceptual. En el último capítulo, se abordan algunas nociones centrales para comprender la política en la segunda acentuación indicada, como son la responsabilidad, el don, la democracia, la autoinmunidad. En fin, la lectura propuesta analiza el desplazamiento de acento entre violencia y justicia en la copertenencia de filosofía y política en Jacques Derrida.
28
Supuestos
Una de las dificultades centrales a la hora de pensar la cuestión política en Derrida es la posibilidad de enmarcar o ubicar su pensamiento, pues tal como se ha señalado no existe algo así como una teoría o filosofía política. Y esto debido a que la política no constituye un área de reflexión dentro de un sistema. Al respecto, señala Jean-Luc Nancy: Derrida evitó producir una ‘filosofía política’ que habría buscado fundar una política más sobre un pensamiento nuevo. Pues este pensamiento nuevo –el suyo, pero con el suyo todo el movimiento de la época, de esta época de avances de independencia–, este pensamiento desplazaba el motivo mismo del ‘fundamento’ de una política, y con él el concepto mismo de ‘política’1.
Por ello, en el presente capítulo se presenta la noción de “copertenencia de filosofía y política” para dar cuenta de la singularidad de la perspectiva de Derrida. En el trabajo de deconstrucción de la tradición se redefinen los vínculos de filosofía y política al trabajar críticamente sobre el significado de cada uno de los términos y sobre su articulación. La presentación de la noción de copertenencia se articula aquí en cuatro movimientos: primero, se da cuenta del texto específico donde surge la misma; segundo, se presenta la lectura que efectúan Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe en tanto es la principal referencia en la que se inscribe este libro; tercero, se señalan cuáles han sido las críticas a las que ha sido sometida está interpretación; cuarto, se sintetizan los apartados precedentes especifi1 NANCY, J., “L’indépendance de l’Algérie et l’indépendance de Derrida”, en Cités, Derrida politique. La déconstruction de la souveraineté (puissance et droit), N° 30, Paris, 2007, pág. 69.
29
cando como se ha de comprender en el libro la articulación de filosofía y política. Lo que liga desde siempre la esencia de lo filosófico a la esencia de lo político La idea de una copertenencia de filosofía y política aparece en un escrito de 1968 titulado “Los fines del hombre”. El texto comienza del siguiente modo: Todo coloquio filosófico tiene necesariamente una significación política. Y no sólo por lo que desde siempre une la esencia de lo filosófico a la esencia de lo político [ce qui depuis toujours lie l’essence du philosophique à l’essence du politique]. Esencial y general, este alcance político entorpece, sin embargo, su a priori, lo agrava de alguna manera y lo determina cuando el coloquio filosófico se anuncia también como coloquio internacional2.
La copertenencia se entiende desde la afirmación de Derrida en la que desde siempre la esencia de lo filosófico está unida o ligada a la esencia de lo político. Vale destacar que la palabra utilizada por Derrida es ligar, unir, vincular, y lo que se vincula es la esencia, no de la filosofía o la política, sino de lo filosófico y lo político. El acento en el sintagma no recae en una determinación contextual, histórica, particular, sino que se refiere a una ligazón que atañe a lo filosófico y a lo político como tales. ¿Qué es “lo que” liga? ¿Qué significa “desde siempre”? ¿“Esencia” de lo filosófico? ¿“Esencia” de lo político? Antes de abordar todas estas cuestiones, es posible afirmar que para el autor filosofía y política no son dos esferas separadas, sino que tienen un vínculo que afecta su misma definición. Con ello se cuestiona la posibilidad de lo filosófico como un a priori independiente de lo político y de lo político como algo exterior a lo filosófico. Resta indagar la utilización de los otros términos que no son clarificados en la expresión. Luego de establecer esta indicación, Derrida señala que la ligazón se da en cierto marco institucional: un Coloquio Internacional. A diferencia de ciertas tradiciones, para el autor la filosofía no es independiente de las instituciones en las cuales DERRIDA, J., Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra, 1989, pág. 131.
2
30
se desenvuelve. Por el contrario, se parte de las implicancias políticas de un Coloquio Internacional de Filosofía, que supone al mismo tiempo la existencia de nacionalidades filosóficas y la consideración de la filosofía como lugar de encuentro que excede ese marco. El marco institucional se precisa desde dos indicios contradictorios: la multiplicación de Coloquios, su normalidad en ciertos lugares, pero también la extensión de aquellos sitios donde los Coloquios son imposibles. La imposibilidad no atiende sólo a un límite político-ideológico, a la imposibilidad de un Coloquio en determinado contexto político, sino también a cierta limitación de la filosofía. En este último sentido, las limitaciones son inherentes porque no se refieren a disputas internas a la filosofía, sino a aquello que es o no es filosofía, por lo que un Coloquio de Filosofía sólo tiene sentido al interior del campo filosófico que determina un espacio de disputas. En otros términos, si una de las limitaciones surge de aquellos países que prohíben la realización de Coloquios, otra limitación surge de la fijación de que ha de considerarse filosofía o filosófico para que pueda participar en dicho Coloquio. Por esto, existe un vínculo constitutivo entre política y filosofía, ante todo porque aquello que entendemos por filosofía se va constituyendo en sus formas institucionales y, también, porque al ser un campo de disputa la fijación de los límites de lo filosófico siempre implica una u otra definición. Resulta necesario, entonces, atender a este doble sentido de la “institucionalidad” de la filosofía. Las implicancias políticas de un Coloquio Internacional son ubicadas, por Derrida, en relación a la “forma” democracia. Un Coloquio Internacional sólo es posible donde la democracia es la forma de organización política de la sociedad. Esto significa que la supuesta identidad filosófica nacional es excedida hacia una dimensión internacional donde es posible preguntar y cuestionar la supuesta unidad de un discurso filosófico nacional. Al mismo tiempo que no existe una identificación entre los distintos filósofos de un país, tampoco existe un acuerdo necesario con la política de sus respectivos países. Pero esto no significa que el mero hecho de poder expresar las discrepancias respecto de la política oficial sea una expresión de la libertad, pues desde el mismo momento en que se permite la expresión de una 31
opinión contraria, se lo hace porque esa opinión no produce ningún efecto:
Es lo que quería traer a colación para comenzar al hablar de la forma de la democracia como medio político de todo coloquio internacional de filosofía. Y es también la razón por lo que proponía poner el acento sobre forma, tanto como sobre democracia3.
Aquí se encuentra el primer indicio por el cual se habla de copertenencia de filosofía y política, pues si la filosofía no es independiente de las formas institucionales (sean inherentes a la forma de un Coloquio, sean el marco político nombrado por la democracia), ya no será posible señalar que el discurso filosófico tiene una identidad trascendental que excede su institucionalidad. Tal como ha de desarrollar extensamente en el libro Del derecho a la filosofía, para Derrida la institución es constitutiva de la misma filosofía. A este primer argumento para construir el significado de la copertenencia, se le debe sumar aquel que constituye el tema de “Los fines del hombre”: la revisión del humanismo. El texto contextualiza y problematiza el humanismo como marco epocal. Este no es un indicio menor, puesto que aun cuando no es clarificado el sentido de la expresión “lo que liga la esencia de lo filosófico a la esencia de lo político”, no es una idea o esencia del “hombre” aquello que subyace como fundamento último. Y en este sentido, el vínculo entre filosofía y política se da siempre desde el cuestionamiento al humanismo. Así, en un Coloquio Internacional dedicado al hombre, Derrida efectúa un trazado histórico entre la generación precedente, aquella de Sartre y Merleau-Ponty, con un claro acento en el humanismo, y su propia generación, que presenta dos vías del anti-humanismo. Del humanismo como configuración de la época es posible dar diversos indicios, desde la traducción del Dasein heideggeriano como “realidad humana” a las lecturas antropológicas de Hegel, Husserl y Heidegger. Lo fundamental es que la “unidad” del
DERRIDA, J., Márgenes de la filosofía, op. cit., pág. 135.
3
32
hombre nunca es cuestionada, y por ello el humanismo sigue siendo metafísica: Cualesquiera que sean las rupturas señaladas por esta antropología hegeliano-husserliano-heideggeriana con respecto a las antropologías clásicas, no se ha interrumpido una familiaridad metafísica con lo que, tan naturalmente, pone en contacto el nosotros del filósofo con el ‘nosotros-hombres’, con el nosotros en el horizonte de la humanidad. Aunque el tema de la historia esté muy presente en el discurso de esta época, se practica poco la historia de los conceptos; y, por ejemplo, la historia del concepto de hombre no es interrogada nunca. Todo ocurre como si el signo ‘hombre’ no tuviera ningún origen, ningún límite histórico, cultural, lingüístico. Ni siquiera ningún límite metafísico4.
Si bien no es posible señalar que toda la época se agote en esta caracterización, para el autor estos son los rasgos dominantes que permiten comprender el cambio respecto de su propia generación. La nueva generación se ha de caracterizar por el “relevo” del humanismo que se da en un contexto de creciente expansión de las ciencias humanas. Si la generación precedente efectuaba una lectura humanista de Hegel, Husserl y Heidegger, el problema de la nueva generación, y esto es aquello que destaca Derrida, es que no se ha detenido a mostrar la imposibilidad de esta lectura, sino que ha asumido la identificación de estos autores con el humanismo y se aparta de ellos: La crítica del humanismo y del antropologismo, que es uno de los motivos dominantes y conductores del pensamiento francés actual, lejos de buscar sus fuentes o sus fiadores en la crítica hegeliana, husserliana o heideggeriana del mismo humanismo o del mismo antropologismo, parece al contrario, por un gesto a veces más implícito que sistemáticamente articulado, amalgamar a Hegel, Husserl y –de forma difusa y ambigua– Heidegger, con la vieja metafísica humanista5.
4 5
Ibídem, pág. 137. Ibídem, pág. 141. 33
Por ello, la tarea para Derrida es mostrar cómo se da en cada uno de estos autores un “relevo” del humanismo6. Un relevo implica dos cosas: de un lado, mostrar que la lectura antropológica de los filósofos alemanes desatendía las razones por las cuales ellos mismos se habían apartado del humanismo (sea en la ubicación de la fenomenología del espíritu en una etapa posterior a la antropología en Hegel, sea en la crítica al psicologismo de la filosofía trascendental de Husserl, sea en la filiación entre humanismo y metafísica establecida por Heidegger); de otro lado, mostrar los residuos humanistas que quedan en estos autores a pesar de su distancia del humanismo. En este sentido, señalar que existe un relevo del humanismo implica afirmar al mismo tiempo que no existe en estos autores el humanismo atribuido por la generación de la filosofía francesa de post-guerra y que existen indicios de otro humanismo. Como en otras tópicas, para Derrida el humanismo no es algo que simplemente se pueda abandonar con su olvido (y de allí la crítica a su propia generación que no realiza una lectura atenta que cuestione las interpretaciones humanistas), sino que es necesario deconstruirlo. En este sentido, se vuelve necesario evitar la simple homologación de Hegel, Husserl y Heidegger con el humanismo, y tal habría sido la lectura de la generación de postguerra, pero también se debe evitar el camino inverso según el cual no hay ningún rastro de humanismo en estos autores. Derrida asume la tarea de leer atentamente a los autores alemanes para mostrar dos elementos por los cuales persistiría cierto humanismo. En primer lugar, y en una breve lectura de Hegel y Husserl, el humanismo de estos autores se ubicaría en su teleologismo. Escribe Derrida: El pensamiento del fin del hombre está entonces ya prescrito siempre en la metafísica, en el pensamiento de la verdad del hombre. Lo que hoy es difícil de pensar, es un fin del hombre que no esté organizado por una dialéctica de la verdad y de la negatividad, un fin del hombre que no sea una teleología en primera persona del plural7.
Vale recordar que el término “relevo” es utilizado en otras ocasiones por Derrida para traducir, y así criticar, la Aufhebung hegeliana. 7 DERRIDA, J., Márgenes de la filosofía, op. cit., pág. 158. 6
34
En segundo lugar, y en un extenso análisis de Heidegger, el humanismo subrepticio de este autor (aquel que mejor ha mostrado la relación entre humanismo y metafísica) se encontraría en la proximidad, es decir, en un pensamiento donde la esencia del hombre se encuentra en proximidad con el ser, y así el privilegio como aquel ente que formula la pregunta por el ser: En el juego de una cierta proximidad, proximidad a sí y proximidad del ser, vamos a ver constituirse contra el humanismo y contra el antropologismo metafísicos, otra insistencia del hombre, que reemplaza, releva, suple lo que destruye según vías en las que estamos nosotros, de las que salimos apenas – quizá– y que siguen estando ahí para ser interrogadas8.
En uno u otro caso, sea en la teleología o en la proximidad, el humanismo se define por la constitución de un “nosotros” incuestionado. El humanismo es la existencia de un nosotros no problemático9. En síntesis, existen dos cuestiones que debemos retomar del texto. Por una parte, la relación entre filosofía y política en Derrida no se puede abordar como un área subordinada –la filosofía política como una rama que surge de un tronco matricial llamado filosofía–, sino como copertenencia de filosofía y política. Esta expresión no identifica, ni por ello concilia pacíficamente, filosofía y política. Por el contrario, señala que existe una ligazón que cuestiona aquellas filosofías que la definen desde cierta pureza que excluye hacia el exterior la política. El sintagma está dirigido contra una concepción de filosofía no contaminada por la política. Al mismo tiempo, se utiliza la expresión “desde siempre” para indicar que no se trata de una ligazón particular, es Ibídem, pág. 161. En este marco se entiende la pregunta con la cual finaliza el texto: “¿Pero quién, nosotros?”, puesto que lo que se cuestiona es la constitución de un nosotros desde el humanismo. Una de las cuestiones fundamentales es la crítica a un concepto de lo político construido desde el humanismo. Esto ha sido abordado por Derrida extensamente en Políticas de la amistad mostrando cómo se ha generado un nosotros desde cierto fraternalismo que atraviesa la tradición occidental. Así, el otro será considerado como tal desde la proximidad, el parecido, la mismidad, la familiaridad. Es contra esta tradición que Derrida piensa otro nosotros, o mejor, abre hacia una política que cuestiona la constitución del nosotros a partir de una relación hiperbólica con lo absolutamente otro. 8 9
35
decir, de establecer el vínculo entre filosofía y política en una u otra época. No es determinada filosofía, la de un autor, un siglo, o un texto, la que manifiesta la ligazón, sino la filosofía como tal. De este modo se comprende la utilización de la palabra “esencia” para referirse a lo filosófico y lo político. Es la filosofía como tal y la política como tal aquellas que tienen una ligazón que hace imposible su absoluta independencia o autonomía. Y esto es previo a pensar las conflictivas relaciones entre filosofía e instituciones políticas. Es la copertenencia como co-implicancia recíproca. Por otra parte, al señalar que existe un “relevo” del humanismo se indica que no se trata de pensar la ligazón de filosofía y política desde la esencia del hombre. Por el contrario, el vínculo se da en la deconstrucción del humanismo. Lo cual significa que no existe un simple abandono, sino que se trata de problematizar cómo se constituye un “nosotros”. Otro modo de decirlo: criticar los supuestos metafísicos recurrentes que le dan un sentido a priori al nosotros, y esto no sólo desde la metafísica de la subjetividad moderna, sino en la teleología o la proximidad que surgen de dos filosofías centrales del siglo XX como son las de Husserl y Heidegger. La deconstrucción de los conceptos políticos estructurados desde la tradición metafísica se entiende, también, como la desedimentación de la tradición humanista para pensar la política. Así fue comprendida la impronta del pensamiento derridiano por Jean-Luc Nancy: […] era una ruptura general de las autosuficiencias, de los orígenes y de sus reaseguros. Era también, por consecuencia, una ruptura política en sí, de la identidad del concepto ‘política’, que se aprehendía a través de un modelo de fundación autoctónica, un modelo de autocontractualidad de sujetos autoconstituidos o un modelo de soberanía10.
Con ello surge un indicio central para comprender la copertenencia, pues aquello que se comprende por política, y no sólo conceptualmente, se encuentra atravesado por una u otra concepción filosófica. La determinación filosófica de la política se NANCY, J., “L’indépendance de l’Algérie et l’indépendance de Derrida”, op. cit., pág. 69. 10
36
refiere a esta constitución desde diversas matrices de la política. Lo cual no significa que la política se reduzca un filosofema, o pueda ser deducida de la filosofía. Por el contrario, se trata de pensar que si, por un lado, es posible afirmar que la política es un concepto metafísico, por otro lado, no existen conceptos metafísicos como tales, establecidos de una vez y para siempre. Hasta el momento, y en el orden de los argumentos desarrollados, se ha señalado que Derrida parte de la copertenencia de filosofía y política. Atendiendo ante todo a que lo que liga desde siempre la esencia de lo filosófico y la esencia de lo político no es una tercera instancia que funde la ligazón. La noción de copertenencia impide la remisión a una instancia última que determinaría lo que liga de uno u otro modo. No existe algo que implique a la filosofía y a la política, sino que se implican mutuamente sin una referencia exterior. El significado de la copertenencia se puede circunscribir, así, desde tres aspectos. Primero, se cuestiona una concepción de la filosofía política que la considera un área subordinada dentro de la filosofía, pues el término “copertenencia” viene justamente a dislocar esta ubicación regional y subordinada. Segundo, Derrida está pensando las implicancias políticas, pero con ello filosóficas, de un Coloquio Internacional. Este es un aspecto clave que ha de ser una constante en los planteos del autor: la filosofía no se puede escindir de sus formas institucionales. Tercero, no resulta menor que las indicaciones precedentes se realicen en un texto que establece claramente la diferencia entre dos generaciones a partir del humanismo. Para lo que interesa aquí se debe destacar que la copertenencia implica una deconstrucción del humanismo combinando dos estrategias: aquella que busca dar un salto por fuera de la tradición y aquella que busca cuestionarla internamente.
La retirada ante el totalitarismo Para avanzar en un sentido preciso de la copertenencia, resulta pertinente analizar algunos textos de Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe, quienes han sido los primeros en 37
acentuar esta interpretación para pensar el vínculo entre filosofía y política en Derrida. La misma es uno de los puntos de partida de un Coloquio realizado en el año 1980 en Cerisy titulado “Los fines del hombre” y que surge justamente para pensar el texto al que se hacía referencia en el apartado anterior. Luego de este Coloquio, Nancy y Lacoue-Labarthe compilaron dos libros avanzando en una concepción del vínculo entre filosofía y política estructurada desde el pensamiento de Derrida. Lo primero que resulta relevante destacar es que con el Coloquio y los libros editados surge explícitamente la necesidad de interrogar la deconstrucción en su vínculo con la política: ¿Tiene la deconstrucción alguna implicancia política? ¿Existe una determinada política de la deconstrucción? ¿O quizá una deconstrucción de la política? ¿Qué política surge después de la deconstrucción de la metafísica? ¿Qué pensamiento político cuando se deconstruyen los fundamentos de la filosofía política? Para abordar estas preguntas, Nancy y Lacoue-Labarthe construyen una perspectiva singular para pensar la política desde la deconstrucción. Es a partir del distanciamiento con la perspectiva de estos autores que se comprende el sentido que se le da a copertenencia aquí. La empresa teórica de Nancy y Lacoue-Labarthe tiene como punto de partida un nuevo pensamiento de lo político: ¿Cómo (y se puede), hoy, interrogar lo que es necesario nombrar provisoriamente la esencia de lo político? Tal investigación, cuya necesidad excede los comentarios, exige sin duda la construcción de un nuevo objeto y no sabría conformarse ni con un trabajo de ‘estudios políticos’ ni con una empresa de ‘filosofía política’. La filosofía misma se encuentra allí, en primer lugar, cuestionada11.
En esta breve cita ya se señala la necesidad de investigar la esencia de lo político desde una posición que exceda los estudios políticos, la filosofía política, los discursos normativos y los discursos positivos. Una posición, por esto, que se ubica dentro de la filosofía al mismo tiempo que la pone en cuestión. Los LACOUE-LABARTHE, P., NANCY, J., (comps.), Les fins de l’homme, op. cit., pág. 9. 11
38
autores destacan que la pregunta por lo político lleva a problematizar la misma definición de filosofía. Luego de señalar que lo político no puede ser pensado como un área autónoma y separada, ni como una positividad ya constituida, los autores señalan que su perspectiva se funda en la copertenencia esencial de lo filosófico y lo político. Van a definir del siguiente modo la copertenencia:
La implicancia recíproca de lo filosófico y de lo político (lo político ya no es exterior o anterior a lo filosófico, así como lo filosófico, en general, no es independiente de lo político), esa implicancia recíproca no remite solamente para nosotros, incluso a la manera de la ‘historialidad’, al origen griego –o sea de una reducción a la polis sofística y a su garante, el anthropos logikos. Es en realidad nuestra situación o nuestro estado: queremos decir, en la posterioridad mimética o memorial del ‘envío’ griego que define la edad moderna, la efectuación y la instalación de lo filosófico como lo político, la generalización (la mundialización) de lo filosófico como lo político –y por eso mismo el reino absoluto o la ‘dominación total’ de lo político. […] Lo que nos falta pensar, dicho de otro modo, no es una nueva institución (o instrucción) de la política por el pensamiento, sino que es la institución política del pensamiento llamado occidental12.
La definición que los autores dan de copertenencia le otorga márgenes precisos a algo que no lo tenía en el texto de Derrida. Del párrafo citado es necesario retener los elementos centrales: en primer lugar, que definen copertenencia como “implicancia recíproca” y esto lo entienden como la negación de una u otra exterioridad, sea la autonomía de lo político, sea la independencia de lo filosófico; en segundo lugar, esto no remite a ningún tipo de humanismo, pues el hombre no es el garante de la copertenencia tal como destaca Derrida; en tercer lugar, la copertenencia se entiende como diagnóstico de época, pues es la situación actual definida como la instalación y generalización de lo filosófico como lo político. Es este “como” el que los autores acentúan dos veces y que une el diagnóstico de época y la coper
12
Ibídem, pág. 14. 39
tenencia. En otros términos, la copertenencia es la efectuación o realización misma de lo filosófico “en tanto que” político. El segundo elemento que surge, entonces, tiene que ver con la caracterización de época que realizan Nancy y Lacoue-Labarthe desde donde entienden la relevancia de la deconstrucción. Así van a señalar que la época puede entenderse desde el nombre de totalitarismo. El totalitarismo para los autores no es un fenómeno político particular, sino la determinación misma de la época a la luz de la técnica, siguiendo ciertos lineamientos del pensamiento de Martin Heidegger. El mundo contemporáneo es entendido como el predominio del hombre y se comprende a la luz de la técnica como dominación total. Lo cual significa que no sólo los supuestos teóricos, sino la misma práctica y sus conceptos se entienden desde la dominación total de la técnica. Este totalitarismo también aparece en la afirmación que sostiene que “todo es político”. Lo que los autores llaman dominación total de lo político o totalitarismo es por ello la realización de lo filosófico: Históricamente –es decir historialmente– se llegó a un límite, y este es el hecho totalitario en tanto que acompaña el movimiento de la filosofía que se acaba. Esto no quiere decir que el Gulag esté en Hegel o Birkenau en Nietzsche, sino que es necesario dejar de denegar la efectividad de los diversos modos de cumplimiento de lo filosófico: del Estado-partido a la dictadura psicológica13.
Desde esta afirmación se comprende la distinción de los autores entre la filosofía y lo filosófico. Esta última expresión, que es la utilizada por los autores, viene a indicar que lo filosófico tal como es configurado en la modernidad conlleva una totalización de lo político. En la interrogación de lo filosófico mismo los autores indagan la singularidad de la copertenencia. En esta indagación señalan, por una parte, que existe una clausura de lo político (o bien un acabamiento) como imposición de lo filosófico. La época del cumplimiento de lo político es la exclusión de otro dominio de referencia en el mismo momento que los discursos humanistas, el discurso de realización del género hu LACOUE-LABARTHE, P., “Au nom de…”, en LACOUE-LABARTHE, P., NANCY, J., (comps.), Les fins de l’homme, op. cit., pág. 494.
13
40
mano o discurso revolucionario, han llegado a su fin. Por otra parte, que existe una distinción entre el discurso filosófico y el discurso metafísico que funda una esencia de la política y un modo de existencia correlativo. Es frente a una época totalitaria, que vale reiterar no se identifica con un régimen político totalitario, sino con la totalización de lo político, de los conceptos y las prácticas políticas, desde la metafísica moderna basada en un sujeto fundador, que los autores van a construir la noción de “retirada”. Aún más, el concepto de retirada es aquel que permite entender la tarea política de la deconstrucción. Frente a la totalización de lo político no hay que abandonarlo sino desplazarlo, y por ello se busca pensar el exceso de todos los conceptos de la praxis, es decir, pensar conceptos que permitan destituir la totalidad. La retirada de lo político no se entiende en función de la situación política presente, sino de la retirada ante la política y el mundo definidos exclusivamente desde lo político. Sólo en la totalización se comprende la necesidad de una retirada: es necesaria la desconfianza o la sospecha como primer paso de la deconstrucción de lo político. La deconstrucción sería así la ruptura con la evidencia que señala que todo es político, lo cual no significa abandonarlo para alojarse en un lugar seguro de pensamiento, sino ejercer una retirada activa14. La deconstrucción sería un trabajo de retirada en su doble sentido: retirarse de una definición de lo político construida desde la metafísica moderna y que ha llegado a totalizar su sentido, pero también resignificar lo político, inventar nuevas definiciones más allá de esta determinación: La palabra debe tomarse aquí, al menos, en lo que hace a su doble sentido: retirarse de lo político como de lo ‘ya conocido’ y de la evidencia (evidencia ciega) de la política, del ‘todo es político’ por el cual se puede calificar nuestro encierro en la clausura de lo político; pero también repensar lo político,
En un texto clásico al respecto, “¿Todo es político? (Simple nota)”, Nancy escribe: “La política viene a ser precisamente lugar de destotalización. O bien, uno podría arriesgarse a decir: si ‘todo es político’ –pero en otra acepción que la teología y/o economía políticas– es en el sentido en que el ‘todo’ no sería total ni totalizado en modo alguno”. NANCY, J., “¿Todo es político? (Simple nota)” en Actuel Marx ¿Pensamiento único en filosofía política?, Buenos Aires, Tesis 11, 2001, pág. 63. 14
41
retrazarlo –haciendo surgir la cuestión nueva, que es la cuestión, para nosotros, de su esencia15.
Por ello, Nancy y Lacoue-Labarthe plantean la posibilidad de pensar la comunidad sin los presupuestos de la subjetividad, sin el nosotros humanista, aquel nosotros que Derrida cuestionaba. Piensan así, el nosotros como una comunidad más allá de la subjetividad, criticando la idea de comunidad como gran sujeto La retirada de lo político, en su doble sentido, conlleva también una redefinición de la filosofía. Nancy y Lacoue-Labarthe entienden la filosofía no como la autoridad del fundamento, sino como la destitución de su propia autoridad. Señalan que la perspectiva inaugurada busca iniciar una investigación de lo político que esté a la altura de la filosofía entendida según esos gestos de destitución. Así resumen sus objetivos: Es esta doble exigencia –reconocimiento de la clausura de lo político y práctica destituyente de la filosofía en vista de ella misma y de su propia autoridad– la que nos lleva a pensar en términos de re-tirada de lo político16.
En resumidas cuentas, la copertenencia adquiere un significado particular en estos autores desde las categorías de totalitarismo y retirada. Sólo cuando se diagnostica la época como totalitarismo tiene sentido la retirada de lo político. Lacoue-Labarthe y Nancy indican que se trata de la clausura de lo político, pero no entendida como eliminación, sino en el sentido en el que Heidegger entiende la técnica como efectuación o realización de la metafísica. La clausura de lo político es justamente la efectuación de lo filosófico. Esto significa la realización y el acabamiento del humanismo –y así del discurso revolucionario–, como efectuación del género humano17. En todo caso, frente a lo LACOUE-LABARTHE, P., NANCY, J., (comps.), Rejouer le politique, Paris, Galilée, 1981, pág. 18. Los autores juegan con la doble significación del término retrait en francés: retirada y re-trazo. 16 Ibídem, pág. 18. 17 Los autores para clarificar el sentido de la “clausura” de lo político y en referencia explícita a Sartre escriben: “Lo que nosotros designamos con ella [la clausura] tiene relación con lo que Heidegger, a su manera (y en los límites que a pesar de todo le ha impuesto su propia historia y la historia de Alemania), ha intentado pensar con la cuestión de la técnica. Para nosotros, teniendo en cuenta la diferencia de contextos y otra historia (en el sentido restringido), teniendo en cuenta también nuestros itine15
42
filosófico y a la metafísica, los autores defienden una concepción destituyente de la filosofía en la cual se inscribe su perspectiva. La filosofía como el movimiento recurrente de la destitución de sí misma y de su autoridad. Desde esta perspectiva se trabaja sobre lo político para pensar, por un lado, los conceptos en sus límites o, mejor, los límites sobre los cuales se estructuran los conceptos políticos; por otro lado, cómo el exceso que habita los conceptos es siempre reapropiado por un esquema de la subjetividad que domina el análisis. El objetivo es plantear la cuestión de lo político sin presuponer ninguna respuesta dada. En este preguntar, tal como se ha señalado en el apartado precedente, se pone en cuestión la figura de la filosofía política como campo disciplinar. El problema central de lo político para los autores es la cuestión del sujeto tal como es configurado en la modernidad. Frente a lo cual, los autores tratan lo político como la institución de un lazo social que crea una comunidad que no es pensada como organismo, armonía o comunión, tampoco como anarquía, sino como la an-arquía de la arquía misma. Se comenzaba este apartado señalando la dificultad de circunscribir el significado de la copertenencia desde los textos de Derrida. Es este problema el que toman Nancy y LacoueLabarthe para construir una interpretación del autor que configura una forma particular de abordar la política. Es necesario atender a las decisiones teóricas adoptadas por los autores para comprender los aspectos que dan lugar a una y no otra interpretación de esa ligazón que se indicaba en el apartado precedente. En primer lugar, los autores utilizan lo político y no la política, el neutro da cuenta de un giro conceptual que marca su posición teórica, un giro en el cual se demarca el área de investigación: se busca analizar esencialmente lo político, que por ello mismo es independiente de la política (entendida en su dimensión empírica o fáctica). En segundo lugar, no hablan de filosofía, rarios políticos respectivos y nuestras elecciones particulares, que no son parecidas ni asimilables, ésta es el hecho que, sin duda en un sentido en el cual Sartre no podía entender su propia fórmula, “el marxismo es el horizonte irrebasable de nuestro tiempo”. En nuestra traducción: el socialismo (en el sentido de “socialismo real”) es la figura acabada, acabante, de la imposición filosófica”. LACOUE-LABARTHE, P. y NANCY, J., (comps.), Rejouer le politique, op. cit., pág. 15. 43
sino de lo filosófico, en resonancia con el concepto de “metafísica” en Heidegger. Esto implica una posición crítica respecto a la relación entre lo político y lo filosófico. Es justamente una configuración conceptual de lo político en la época de la metafísica –metafísica de la subjetividad–, aquello que define la copertenencia para los autores. Sólo si se comprende esto, en tercer lugar, se entiende la noción de retirada. La copertenencia, entendida desde la metafísica, adquiere su forma contemporánea en la era de la técnica, entendida en este caso como la totalización de lo político. La retirada de lo político, que también significa su deconstrucción, encuentra su razón de ser en una concepción crítica del vínculo entre lo político y lo filosófico. La interpretación de Nancy y Lacoue-Labarthe, en fin, acentúa la idea de una investigación de esencia sobre lo político despegado de todo análisis fáctico, puesto que lo que les interesa son las implicancias conceptuales de lo político a la luz de la metafísica, y en la definición de copertenencia el vínculo entre ambas dimensiones sólo puede ser de retirada o deconstrucción desde el diagnóstico de época realizado.
De la esencia a la facticidad Lacoue-Labarthe y Nancy según lo expuesto cumplen un papel central porque tematizan explícitamente la copertenencia y circunscriben un significado posible de la misma. Y lo hacen, es necesario destacarlo, desde una estrecha relación teórica con Derrida. Partiendo de la totalización de lo político, la retirada da cuenta del doble movimiento necesario para destituir la totalidad. Ahora bien, la posición de los autores construida sobre las nociones de totalitarismo y retirada va a sufrir una serie de críticas. Las mismas ya se anticipan en dos intervenciones que se ocupan de la relación entre deconstrucción y marxismo en el Coloquio de 1979, a cargo de Gayatri Spivak y Jacob Rogozinski. El punto de partida de la discusión se puede abordar desde la oposición entre una deconstrucción de la política y una política de la deconstrucción. Si Lacoue-Labarthe y Nancy acentúan la necesidad de una deconstrucción de la política que resume la 44
noción de retirada, Spivak y Rogozinski van a hablar de políticas de la deconstrucción. En este marco, Spivak señala que existe una estrecha relación entre deconstrucción y revolución, porque en ambos casos se trata de desestabilizar el mundo occidental para confrontarlo con lo otro excluido. Por el contrario, Rogozinski va a señalar que la deconstrucción rompe constitutivamente con la idea de revolución puesto que cuestiona cualquier posibilidad de corte radical. Sea que se la piense como política revolucionaria, sea como política no-revolucionaria, en ambos casos se trata de pensar la política. Esto presenta una clara diferencia respecto del planteo de Nancy y Lacoue-Labarthe para quienes la práctica política es la deconstrucción de la política, pues toman la decisión de sustituir la politización de la deconstrucción por la deconstrucción de lo político. Esto fue señalado ya en un texto de comienzos de los 80 por Nancy Fraser: Por un lado, ellos se resisten a adoptar una posición política y quieren en lugar de ello producir una investigación pura, rigurosa, cuasi-trascendental y deconstructiva de lo político. Pero, por otro lado, mantienen la esperanza, no tan secreta, de conseguir que su enfoque tenga alguna relevancia para la politique. Por lo tanto, hay un constante ir y venir entre dos formas heterogéneas de análisis, un constante aventurarse hacia una postura política para después retroceder a una reflexión metapolítica, filosófica18.
Si el primer señalamiento crítico tiene que ver con la necesidad de avanzar en una política de la deconstrucción, luego surgirán cuestionamientos tanto del diagnóstico de época como de la empresa teórica de Nancy y Lacoue-Labarthe. Respecto del primer aspecto, resultan sumamente interesantes las observaciones que ha de realizar Claude Lefort como estudioso del totalitarismo. Antes de proceder a una discusión de la utilización del concepto de totalitarismo para caracterizar la época, Lefort se distancia de los autores indicando que su intención es restaurar la filosofía política, pues en la ausencia en intelectuales FRASER, N., “The French Derrideans, Politicizing Deconstruction or Deconstructing the Political?” en MADISON, G., (ed.), Working through Derrida, Evanston, Northwestern University Press, 1993, pág. 1227. 18
45
de izquierda de una elaboración teórica de las transformaciones políticas del mundo contemporáneo y en la extrema sofisticación de ciertos discursos encuentra un retorno al realismo político. Abandonada la preeminencia del discurso marxista, el autor señala que la filosofía política parece haber quedado desierta. Por ello la tarea es repensar la filosofía política o abordar lo político de un nuevo modo. No como la determinación de un campo particular establecido por la ciencia social, sino pensando la política como el lugar de constitución del espacio social. Para Lefort volver a pensar lo político requiere de una clara diferenciación entre democracia y totalitarismo, algo que no es resuelto desde su perspectiva por Nancy y Lacoue-Labarthe. Lefort emprende en este camino un abordaje del totalitarismo como nueva forma social y no como régimen político particular. Tematiza el totalitarismo como la transformación de lo político caracterizada por la condensación entre la esfera del poder, la esfera del saber y la esfera de la ley. El totalitarismo es radicalmente diferente de las formas de despotismo clásicas porque implica una encarnación total del poder al construir una sociedad homogénea y transparente a sí misma. Para entender esta forma de sociedad es necesario comprender la destitución del Antiguo Régimen por la democracia como forma social en la cual la fundación de lo social desaparece: se funda sobre la ausencia de fundamento. A diferencia del Antiguo Régimen donde el rey tiene dos cuerpos –une poder divino y poder humano en la constitución del reino–, la democracia se asienta sobre el poder como lugar vacío. Sólo así puede ser ocupado por diferentes fuerzas y en ello se funda la posibilidad del cambio permanente. Toda democracia supone el vacío en el poder que posibilita la existencia de luchas entre fuerzas antagónicas por ocupar ese lugar, ocupación que siempre es deficitaria. El totalitarismo sólo puede explicarse, para Lefort, sobre esta base. Debido a que la democracia, luego de la Revolución Francesa, viene a instituir una forma social sin fundamento es posible el totalitarismo como el intento de completar absolutamente ese lugar vacío. Esto no implica confundir las dos formas, pues el totalitarismo como ocupación total del vacío, sin apelar a la trascendencia, es en sí mismo la negación de la democracia como indeterminación 46
última del fundamento. En este sentido, la perspectiva de Lefort cuestiona directamente el diagnóstico que Lacoue-Labarthe y Nancy realizan a la luz de Heidegger, pues el totalitarismo ya no se entiende como la dominación total en la era técnica, sino como forma social que busca suturar el lugar vacío del poder. En otros términos, Lefort reduce la generalidad del diagnóstico, para ubicar el concepto de totalitarismo en un campo específicamente político. Y al cuestionar la caracterización de la época, la misma perspectiva de análisis proyectada por Nancy y Lacoue-Labarthe en términos de retirada pierde sentido. Al mismo tiempo que una crítica al diagnóstico de época, diversos autores van a cuestionar el mismo proyecto de una deconstrucción de lo político. El argumento central de estas críticas es que los autores reinventarían el privilegio de la filosofía, de una “investigación de esencia”, sobre la política. Ya en su texto, Spivak señala: A partir de la distinción tan clara entre lo político y la política, me pregunto si no hay una exclusión de la política en tanto lo otro como tal. Me pregunto si no es únicamente del lado de lo político que movilizamos los principios más generales y más filosóficos, mientras que del lado de la política ubicamos ejemplos nacionales y situados19.
En esta misma línea, Denis Kambouchner cuestiona la idea de mutua determinación de filosofía y política, pues que la filosofía haya elaborado un concepto de lo político no significa que haya aprehendido la facticidad de la política en tanto existe una inadecuación constitutiva entre la política y su concepto. La inadecuación se debe, para este autor, a la opacidad de la política: no puede ser claramente delimitada por la esfera del concepto. En esta medida una filosofía general de la política es imposible a priori porque la facticidad resulta de una opacidad inasible. Para Kambouchner, la filosofía se interesa por el fin de la política para poder pensar la esencia de lo político. Esta posibilidad se asienta en la demarcación entre lo fundamental y lo derivado, lo trascendental y lo empírico, lo contingente y lo esencial. La SPIVAK, G., “Il faut s’y prendre en s’en prenant à elle” en LACOUE-LABARTHE, P., NANCY, J., (comps.), Les fins de l’homme, op. cit., pág. 505.
19
47
filosofía tiende a dominar lo fáctico de la política para poder conceptualizarla. Es en este sentido, que instituir la diferencia entre lo político y la política reconstituye una forma particular de subordinar o eliminar la facticidad. Así, la caracterización de la época en términos de totalitarismo y retirada reinventa el privilegio de lo teórico sobre lo empírico, es decir, no puede en la deconstrucción de los presupuestos de la filosofía política transformarse en un ejercicio de la política: La forma de la teleología que constituye la filosofía política es de algún modo mantenida en esta radicalización; o más bien, esta radicalización no puede evitar ser aquella de cierta posición del pensamiento, de modo que ella podría determinar en sí lo esencial fuera de toda consideración regulada de lo empírico, y ejercer por la simple liberación de lo esencial un tipo de decisión en lo empírico mismo20.
Las críticas realizadas a la perspectiva teórica motiva la respuesta de Nancy y Lacoue-Labarthe en los tres aspectos señalados: lo filosófico, el totalitarismo y la retirada. En primer lugar, respecto de lo filosófico insisten en que la copertenencia constituye el punto de partida de todas sus reflexiones. Es a partir de la diferencia entre lo filosófico y la filosofía que se entiende la copertenencia. Distinción similar a la realizada entre lo político y la política que es reafirmada por los autores. Y aquí se ubica la pregunta central:
[…] lo político tal como aparece y domina actualmente –y si fuéramos sencillamente heideggerianos diríamos: la técnica, aunque justamente, por razones imposibles de desarrollar ahora, preferimos no decirlo–, lo político, entonces, tal como aparece y domina actualmente, ¿no es el efecto de cierta retirada de lo filosófico, es decir, también de cierta efectuación de lo filosófico (en el sentido en que Heidegger habla de una efectuación de la metafísica)?21
KAMBOUCHNER, D., “De la condition la plus générale de la philosophie politique” en LACOUE-LABARTHE, P. y NANCY, J., (comps.), Le retrait du politique, Paris, Galilée, 1983, pág. 151. 21 LACOUE-LABARTHE, P. y NANCY, J., “La “retirada” de lo político”, en Revista Nombres, Año X, n° 15, Córdoba, 2000, pág. 36. 20
48
La pregunta supone la clausura conjunta de lo filosófico y lo político que es lo que los autores llaman totalitarismo como horizonte de la época. Es aquello que, según se ha señalado, ubica a los autores en una línea heideggeriana en la cual lo filosófico traduce la metafísica. En segundo lugar, el concepto de totalitarismo tiene dos significados para los autores. Por un lado, en un sentido general significa el cumplimiento de lo político como totalización sin resto:
Designaba el cumplimiento sin más de lo político, es decir, a la vez el reinado completo de lo político (la exclusión, como dice Hannah Arendt, de cualquier otro dominio de referencia, el ‘todo es político’, que domina hoy casi universalmente) y, en ese reino o bajo esa dominación, el cumplimiento de lo filosófico, y de lo filosófico principalmente en su figura moderna, la que delinearon las filosofías (o bien en rigor: la metafísica) del Sujeto22.
Los autores señalan que tratar al totalitarismo de este modo es sacarlo de todo abordaje empírico y que sólo desde la suspensión del totalitarismo es posible plantear nuevas preguntas políticas. Por otro lado, en un sentido restringido remite a un concepto más específico trabajado por la filosofía política: el totalitarismo como la resubstancialización forzada del cuerpo político. Los autores parten de la necesidad de reconocer esta segunda acepción, de trabajar sobre la realidad y la naturaleza de este fenómeno, pero es justamente esto lo que lleva a pensarlo en relación al primer sentido. Sólo desde este cruce se puede pensar, para Lacoue-Labarthe y Nancy, la democracia como una “forma suave” de totalitarismo23. Ibídem, pág. 37. Posiblemente este sea uno de los indicios más relevantes para comprender cierto “desplazamiento de acento” en la concepción de la política en los textos de Jacques Derrida. Luego de la intervención de Claude Lefort se transcribe la discusión que siguió. En la misma es el mismo Derrida quien se pregunta si la democracia no es una forma de totalitarismo. Al respecto, existe una clara diferencia con los planteos en torno a la “democracia por venir” que va a caracterizar a los últimos textos de Derrida. En otros términos, la cuestión de la democracia es un importante indicio para notar el desplazamiento desde el momento en que se pasa de una crítica radical al asimilarla al totalitarismo a una defensa radical al hablar de una democracia infinitamente perfectible. 22 23
49
En tercer lugar, es en el marco de una forma inédita de totalitarismo que se entiende la pertinencia de una noción como retirada. Ante un mundo caracterizado por la homogeneización bajo la figura del animal laborans, donde el espacio público se ha identificado con lo social y en el cual la figura de la autoridad se ha desvanecido (y con ella la posibilidad de la libertad) es necesaria la retirada de lo político. La nueva forma de totalitarismo se entiende como disolución de la trascendencia donde lo político impregna la totalidad de la vida sin alteridad posible. Por ello la retirada es una forma de trascendencia, pero no para recuperar la trascendencia divina perdida, sino para reelaborar un concepto de trascendencia que exceda la totalidad de la inmanencia. Es la retirada de la unidad, la totalidad y la manifestación efectiva de la comunidad: Como corolario, esto quiere decir que en verdad es de la retirada de lo político de donde surge lo político ‘en sí mismo’, su cuestión o su exigencia. Y que surge, tal como lo recordábamos hace un momento, como ineluctablemente filosófico24.
Sobre la copertenencia de filosofía y política Si el término copertenencia nombra “lo que une desde siempre la esencia de lo filosófico y la esencia de lo político”, es justamente la determinación política de la filosofía y la determinación filosófica de la política lo que construye una perspectiva que permite abordar la cuestión política en Derrida. Si bien se mostraron ciertas indicaciones respecto al significado de la copertenencia –en relación a la institucionalidad, el internacionalismo, la democracia, el humanismo–, para desarrollar sus implicancias los textos de Nancy y Lacoue-Labarthe resultan de gran utilidad puesto que configuran un marco conceptual en el que se establecen claramente los lineamientos de una investigación de esencia de lo político. Al mismo tiempo, las críticas introducidas han servido para relativizar la interpretación que realizan estos LACOUE-LABARTHE, P. y NANCY, J., “La “retirada” de lo político”, op. cit., pág. 43. 24
50
autores, pues permiten situar otra lectura posible a partir de dos distanciamientos respecto a su propuesta: primero, a la división estricta entre lo político y la política que conduce a un excesivo esencialismo; segundo, a la división ente la filosofía y lo filosófico realizada a la luz de un diagnóstico de época. En primer lugar, entonces, el distanciamiento surge por la división tajante entre la política y lo político que conduce a cierto esencialismo a la hora de pensar lo político, a una ruptura absoluta frente al orden de lo fáctico presente en la política. En el análisis de Lacoue-Labarthe y Nancy existe una reducción de lo fáctico, de lo contingente, lo cual significa una reducción de la política a lo político. Tal como se pudo señalar, los autores manifiestan explícitamente que su intención es trabajar la esencia de lo político. Por esto es necesario preguntarse qué se juega en esta apuesta, es decir, si no se reinventa allí la clásica reducción del orden de lo fáctico –la contingencia del conflicto o la pluralidad que ha caracterizado a la política–, en nombre de una investigación de esencia denominada filosofía. Partiendo de una posición heideggeriana sobre la existencia de una dominación planetaria de la técnica (que llaman totalitarismo), los autores concluyen que sólo habitando de cierta manera la esencia de lo político es posible escapar a esa dominación. En esta posición se parte de una visión de lo político que excluye la política y que parece pertinente cuestionar aquí. Ante todo porque en Derrida existe siempre una contaminación entre lo trascendental y lo empírico. La idea de contaminación vuelve imposible una investigación de esencia sin tener en cuenta las determinaciones fácticas de la política. De lo contrario se repite un esquema que opone y subordina lo trascendental y lo empírico. Al respecto señala Simon Critchley: [E]l diagnóstico de la retirada de lo político y de la reducción de la polítique a le polítique de Nancy y Lacoue-Labarthe lleva a una exclusión de la política, entendida como un campo de antagonismo, lucha, disenso, confrontación, crítica y cuestionamiento. La política sucede en un terreno social que es irreductiblemente fáctico, empírico y contingente25.
CRITCHLEY, S., The Ethics of Deconstruction, Derrida and Levinas, Cambridge, Blackwell, 1992, pág. 216. 25
51
Postular una delimitación clara y distinta entre lo político y la política es apostar por una investigación de esencia que rechaza como espuria toda intervención concreta. Tal interpretación se opone al trabajo mismo de Derrida, pues la deconstrucción trabaja y disloca los lugares de exclusión que permiten estabilizar un dualismo como el de la política y lo político. Aún más, para una lectora atenta a la cuestión política como Spivak esto tiene que ver con la misma apertura política de la deconstrucción: En primer lugar, indicaría la lección ‘política’ más importante que he aprendido de mi propia interpretación de Jacques Derrida: a saber, la conciencia de que la teoría es una práctica. Pronunciando tal frase, soy inmediatamente consciente, gracias a Derrida, que el establecimiento provisorio de tal oposición binaria es la condición y/o el efecto de ciertas decisiones ético-políticas que deben establecer normas centralizadas por exclusiones estratégicas26.
En segundo lugar, Lacoue-Labarthe y Nancy al desplazar el significante “filosofía” hacia “lo filosófico” realizan una traducción del concepto de “metafísica” utilizado por Heidegger. Por ello mismo, lo filosófico conlleva una irreductible epocalización de la filosofía. En otros términos, lo filosófico señala determinada configuración que no puede identificarse con la filosofía como tal. Esta configuración se tematiza en vistas a una epocalización de largo alcance que lleva inevitablemente a la totalización de lo político. Ahora bien, si este es el caso, la copertenencia adquiere un matiz de época que no sólo se puede sino que se debe abandonar. Por lo que se podría afirmar que la invención de nuevos conceptos, la construcción de otra política, conllevaría el abandono de la copertenencia. Parecería así que sólo acordando con el diagnóstico cuasi-heideggeriano de la época como dominación total es posible utilizar el término. Por el contrario, aquí se parte de la extensión del término copertenencia más allá de un diagnóstico epocal porque, ante todo, de diversos modos los textos de Derrida han contribuido a criticar y complejizar la perspectiva histórica de Heidegger. En este sentido, la copertenencia se extiende para pensar la im SPIVAK, G., “Il faut s’y prendre en s’en prenant à elle”, op. cit., pág. 506.
26
52
plicancia mutua de filosofía y política sin determinar la misma desde una concepción histórica. Esto no implica construir una nueva totalización de la filosofía política en términos de copertenencia, sino señalar que en Derrida se configura de este modo el vínculo de filosofía y política. En resumidas cuentas, existen dos razones por las cuales se propone redefinir la expresión “copertenencia esencial de lo filosófico y lo político” por “copertenencia de filosofía y política”: para evitar cualquier tipo de planteo esencialista y para evitar una conceptualización sólo negativa de la implicancia recíproca de lo filosófico y lo político. Por lo que el vínculo de filosofía y política adquiere una nueva configuración cuando no se determina desde lo filosófico y lo político. Esto supone, de una parte, deconstruir la oposición entre la política y lo político desde el momento en el que la barrera que divide ambas dimensiones siempre es precaria y supone la mutua contaminación. No es posible, como se ha señalado, construir un concepto, una idea o una esencia de lo político independiente de los dispositivos institucionales. De otra parte, al hablar de filosofía y no de lo filosófico, ya no se caracteriza la copertenencia desde un diagnóstico de época particular. En fin, se radicaliza la ligazón al ubicarla en la filosofía y en la política como tales. Si bien es posible acordar con el proyecto de Lacoue-Labarthe y Nancy en cuanto señalan la necesidad de repensar y reinventar conceptos políticos a la luz del mundo contemporáneo, este proyecto no se puede realizar sino partiendo de un trabajo donde la indagación sobre la política muestre su facticidad constitutiva. Si la deconstrucción cuestiona la oposición rígida entre la política y lo político, entre la esencia conceptual y la facticidad empírica, se puede indicar que el mismo término “política” muestra una inestabilidad constitutiva. Ante los recurrentes intentos de diferenciar ambas dimensiones para ubicar el estudio filosófico del lado de lo político, resulta pertinente desde los textos de Derrida indicar que “política” es un término en el cual la estabilización de uno u otro sentido conlleva una decisión ético-política. Antes que construir dicotomías que simplifican, vale complejizar la misma noción de política. Esto lo reconoce en un texto reciente Jean-Luc Nancy: 53
‘Lo político’, Philippe Lacoue-Labarthe y yo lo habíamos utilizado en los años ochenta, fundando un ‘Centro de estudios sobre lo político’: queríamos designar (siguiendo ‘das Politische’ de Carl Schmitt) la esencia de la cosa, distinguida de su ejercicio o acción. ¿Pero es legítimo hacer esta diferencia? Este sería un tema interesante… ¿La esencia de ‘lo’ político no se encuentra en el ejercicio de las funciones políticas? ¿Y ‘la’ política debería ser distinguida con el riesgo de devaluarse, quizá ligeramente, en relación a ‘lo’ político? Me parece, por otra parte, que el neutro ha sido abandonado o simplemente ignorado desde hace cierto tiempo. Ni Derrida, ni Badiou, ni Rancière recurren a él. Reflexionando detenidamente, pienso que la preocupación que ha guiado cierto tiempo hacia el neutro procedía de una desvalorización peligrosa de la actividad política (¡‘partidaria’!) y al mismo tiempo una tentación no menos peligrosa de magnificar el término (no por el masculino, puesto que no era machista, sino por el efecto de ‘esencia’) y así, precisamente, renovar la expectativa hiperbólica que se le ha adjuntado a la democracia. Ahora bien, pienso que es necesario separar claramente el orden político de los órdenes que se refieren a esa esperanza: los órdenes, decimos, del sentido o de la verdad27.
Siguiendo las anotaciones realizadas, el punto de partida de la lectura propuesta es la copertenencia de filosofía y política. Esta expresión nombra, por un lado, la determinación filosófica de la política porque la configuración conceptual e institucional que constituyen el universo político está atravesada inevitablemente por filosofemas; por otro lado, una determinación política de la filosofía en un doble sentido. Primero, en sentido general, porque existe una politicidad inherente a todo orden conceptual. Como se señaló, si la definición misma de filosofía se da en un campo de disputas, existe una dimensión política inherente a su definición, es decir, a la estabilización de uno u otro significado de filosofía. Segundo, Derrida va a cuestionar toda posición que ubique la filosofía en un lugar de pureza incontaminada que excluya hacia el exterior la institucionalidad, la facticidad, la lengua, etc. De este modo, las dimensiones polí NANCY, J., “El deseo de las formas”, en Revista Nombres, n° 22, Córdoba, 2008, pág. 55. 27
54
ticas que parecían ubicarse en un afuera que no contaminaba la filosofía se consideran centrales en su constitución, esto es, son inherentes a ella. La copertenencia de filosofía y política cuestiona la ubicación de la política en un lugar derivado en el área del saber respecto de la filosofía. Esto acarrea no sólo consecuencias de orden teórico, sino importante efectos políticos. Al ubicar la política en un exterior extraño a la filosofía, inevitablemente la tarea de la filosofía –la “política de la filosofía”– sería la eliminación de la política, no sólo del orden cognoscitivo sino en su realidad fáctica. La fuerza del planteo de Derrida se encuentra en el cuestionamiento de la jerarquía, subordinación, e incluso eliminación de la política por parte de la filosofía. Generando de este modo un poderoso instrumento de análisis de la compleja relación entre filosofía y política en cada caso singular. Por esto, la noción de copertenencia sirve para pensar la problemática articulación que se da entre filosofía y política en la tradición occidental. La copertenencia, así, nombra la diferencia entre filosofía y política. Por diferencia, entendemos una ligazón constitutiva, y con ello se cuestiona la construcción de la filosofía y la política como áreas autónomas, sea en una dimensión conceptual, sea en una dimensión fáctica. Pero, ligazón no significa identificación, sino diferencia como diferir, como polemos, como conflicto. La diferencia en este sentido significa tensión, porque no existe una relación de armonía preestablecida entre filosofía y política. Al señalar que no existe identificación, indicamos que la copertenencia no lleva a una unidad fácil donde toda política es filosófica y toda filosofía es política. La copertenencia, a diferencia de esa identificación, muestra que en cada caso singular la política en tanto dispositivo (instituciones, prácticas, saberes) está atravesada por determinados filosofemas, y la filosofía es instituida políticamente porque un orden conceptual requiere estabilizaciones de sentidos y porque siempre se da en determinado marco institucional. Se acentúa la idea de singularidad porque la noción de copertenencia no busca reducir toda la historia del pensamiento político en un solo cuadro, como si las relaciones de ambas dimensiones fueran las mismas de los griegos 55
a la actualidad. La singularidad conlleva un análisis situado que atiende a la particularidad de textos y contextos para comprender la ligazón. En fin, partir de la copertenencia evita la subordinación de la política por la filosofía o de la filosofía por la política y acentúa la idea de tensión para pensar en cada caso singular aquello que liga de modo constitutivo filosofía y política.
56
Primera Parte
Capítulo I Escrituras
Le graphique et le politique renvoient donc l’un à l’autre selon des lois complexes. Jacques Derrida
En este capítulo se inicia un camino posible para indagar la copertenencia de filosofía y política en los textos de Derrida. La primera parte de este libro se centra en textos tempranos del autor para identificar la articulación específica que se da de la copertenencia, aun cuando la política no parece ser un objeto privilegiado en la escritura del autor. Se dan argumentos en un doble sentido: por una parte, se señala que la dislocación de la filosofía realizada por Derrida, de lo que ha llamado “metafísica de la presencia”, implica un cuestionamiento radical de aquella caracterización de la filosofía que subordina o excluye la política. En otros términos, la copertenencia surge de la deconstrucción de la filosofía como presencia. Por otra parte, se señala que ese mismo cuestionamiento introduce una politicidad radical al mostrar que todo proceso de significación conlleva la articulación e institución de significados. A lo largo de la primera parte esta politicidad se define, progresivamente, como “economía de la violencia”. En este capítulo, a partir de diversos trabajos sobre la noción de escritura, se trabaja sobre las complejas leyes que relacionan la política y lo gráfico. En los textos sobre la escritura –con relación a la fenomenología, al estructuralismo, a Saussure–, se va a precisar una definición de política como inscripción desde reenvíos significantes infinitos. El capítulo se ordena 59
desde tres movimientos: primero, se muestra como la discusión con la fenomenología y el estructuralismo da lugar a un vínculo entre filosofía y política que no es de necesaria exclusión; segundo, se muestra cómo desde la discusión con el lugar que la tradición le atribuyó a la escritura es posible discutir en las nociones de presencia y naturaleza dos formas de reducir la política; tercero, desde la lectura de Saussure, se precisa el sentido por el cual la deconstrucción da lugar a una politicidad radical.
Discutir la fenomenología: la historicidad trascendental como escritura La dislocación del discurso filosófico está presente desde los escritos más tempranos de Derrida. Uno de sus primeros textos es la introducción a un escrito de Edmund Husserl titulado El origen de la geometría y es de 1961. El caso de Husserl resulta ejemplar aquí porque se encuentra en el filósofo alemán un intento radical de hacer de la filosofía una ciencia estricta. Ciencia estricta significa una ciencia que parte de la fundamentación y de la sistematización del conocimiento. Por ello, la filosofía como ciencia, si quiere llegar a un conocimiento sin presupuestos, no puede dirigirse a hechos contingentes. Resulta central en este sentido la distinción husserliana entre hechos y esencias. Si los primeros son contingentes e individuales, sólo permiten un conocimiento fáctico, un conocimiento que no puede ser más que la enumeración de datos sensibles. Por lo que la filosofía debe ser una ciencia eidética descriptiva, donde la esencia se define como “idea” o “eidos”, esto es, posibilidades ideales o significaciones que hacen que cada cosa sea lo que es. Frente a la contingencia de los hechos, las esencias son universales y necesarias y por ende la ciencia apodíctica. De modo que Husserl resulta central aquí porque construye una concepción de filosofía como ciencia estricta que se dirige a pensar la idealidad de los objetos. Con ello se encuentra una definición de filosofía que no sólo retoma ciertos motivos clásicos sino que los radicaliza. Se parte de Husserl porque su definición de filosofía reconstruye los motivos clásicos por los cuales la política es necesa60
riamente exterior a su definición. Pues la filosofía al definirse como ciencia descriptiva de ideas, conlleva una concepción de la significación regulada por la univocidad. En otros términos, si la fenomenología se ocupa de la idealidad de los objetos como su significación, la misma debe ser unívoca para garantizar esa misma idealidad (o lo que es lo mismo, la equivocidad introduce la contingencia en el plano de la significación). Por esto, si se llega a significaciones ideales, únicas por definición, no existe lugar para la política como conflicto o diálogo en torno a determinados significados. La filosofía como ciencia es una descripción donde no existe disputa sino como desconocimiento. Se reinventa aquí la hostilidad entre filosofía y política, o mejor, la hostilidad entre el orden de la verdad como algo unívoco y la política como orden de la multivocidad. Por lo que el trabajo de deconstrucción de la definición de filosofía husserliana realizado por Derrida, permite mostrar en qué sentido se puede pensar otro vínculo entre filosofía y política. Para deconstruir la definición husserliana de filosofía, Derrida parte de aquello que constituye su centro: la pureza de la idealidad absoluta. La idealidad de un objeto singular se encuentra en su esencia incontaminada de facticidad. Por esto es necesario atender a cómo se construye la idealidad que sobredetermina una forma de comprender la filosofía:
El objeto matemático parece ser el ejemplo privilegiado y el hilo conductor más persistente de la reflexión husserliana. Pues el objeto matemático es ideal. Su ser se agota y se transparenta de un extremo a otro en su fenomenalidad1.
Atender a este objeto singular que son las matemáticas resulta de suma relevancia en tanto allí se muestra una noción de idealidad pura que ha de configurar cierta definición de filosofía. Partiendo de los objetos matemáticos, específicamente de la geometría, Derrida plantea el problema de la historicidad trascendental, es decir, la relación entre la historia particular de la geometría –la historia de los hechos que dieron lugar a la geo DERRIDA, J., Introducción a “El Origen de la Geometría” de Husserl, Buenos Aires, Manantial, 2000, pág. 14. 1
61
metría–, y el valor normativo del objeto ideal. El problema puede ser formulado de este modo: la geometría tiene una historia singular, ha surgido en un momento particular de la historia, pero su verdad no depende de esta historia, o mejor, las leyes de la geometría no dependen de su contextualización histórica. Por lo que es necesario pensar cómo se da el paso de un acontecimiento histórico a una verdad que excede esa historicidad. Lo que está en juego aquí es la posibilidad de escapar a una historia puramente empírica y, a su vez, a un racionalismo ahistórico. La pregunta por el origen de la geometría que Derrida rastrea en el texto de Husserl es aquella que busca pensar la historicidad de un objeto ideal, de aquel objeto que parece resistir con mayor fuerza a la historicidad2. La primera indicación de Derrida es que cuando Husserl piensa la historicidad de aquello que parece ser lo más resistente a la historia –la geometría– el lenguaje ocupa un lugar central, es decir, cuando se piensa la relación entre aquel acto que dio origen a la geometría y su estatuto de objeto eidético y apriórico, es el lenguaje lo que da paso de una esfera a la otra. Sin lenguaje no sería posible la idealidad de los objetos geométricos, pero para que esto sea posible el lenguaje tiene que tener objetividad e identidad ideales y no reducirse a su materialización empírica. Por lo que resulta necesario reducir la facticidad del lenguaje. Pero esto, señala Derrida, es particularmente difícil en el lenguaje debido a que está atravesado por una mundanidad ambigua: Es en el interior de una lengua fáctico-histórica donde el sustantivo ‘Löwe’ es libre, y por lo tanto ideal, respecto de sus encarnaciones sensibles, fonéticas o gráficas. Pero en cuanto palabra alemana, se mantiene esencialmente ligado a una espacio-temporalidad real; sigue siendo solidario, en su propia
En este sentido, señala Françoise Dastur: “Se trataría por consecuencia para Derrida de no dar un privilegio unilateral al último Husserl, al pensador de la Lebenswelt, de la historia y de la intersubjetividad, como lo hizo en un sentido MerleauPonty, sino de intentar al contrario comprender la unidad del gesto aparentemente contradictorio que combina en el pensamiento de Husserl un idealismo estricto con una filosofía de la historia, una reducción trascendental que neutraliza toda la esfera mundana y una génesis trascendental que permite la comprensión de la historia concreta”. DASTUR, F., “Finitude et repetition chez Husserl et Derrida”, en Alter. Revue de phénomenologie, N° 8, 2000, pág. 34. 2
62
objetividad ideal, con la existencia de hecho de una lengua dada, y por lo tanto con la subjetividad fáctica de una cierta comunidad hablante3.
Como primer paso, Derrida muestra cómo para Husserl la idealidad adquiere objetividad mediante el lenguaje, la mediación del lenguaje es aquello que constituye la objetividad de la idealidad. El problema es, como se señalaba, el encadenamiento del lenguaje con la facticidad de una comunidad hablante. Pues si el lenguaje permanece sólo en el marco de una comunidad histórica, no se puede entender cómo los objetos geométricos van más allá de su surgimiento en una comunidad particular. Para evitar este problema, Husserl reconduce la idealidad hacia el mismo lenguaje, pues sólo si el lenguaje se mantiene en su más pura idealidad será posible la objetividad de los objetos ideales. El lenguaje es aquello que permite que la formación geométrica se vuelva omnitemporal e inteligible para todos, escapando a la vida psicológica de determinado individuo fáctico. El lenguaje es la condición de la idealidad, pero ello desemboca en una paradoja: La paradoja reside en que, sin lo que parece como una recaída en el lenguaje –y por ende en la historia–, recaída que desnaturalizaría la pureza ideal del sentido, éste seguiría siendo una formación empírica, cautiva como un hecho en una subjetividad psicológica, en la cabeza del inventor4.
Ahora bien, el paso decisivo que da Derrida en su lectura de Husserl se da respecto de la escritura. Se ha señalado que la posibilidad de constitución de un objeto ideal absoluto está en el lenguaje, es decir, mediante el lenguaje se pasa del momento originario de un fundador subjetivo a la objetividad ideal, de la cabeza del inventor a la formulación de la ley. Para que se complete este proceso no basta con el lenguaje como comunicación oral, pues si así fuera la objetividad quedaría encadenada a los intercambios orales de una primera comunidad instauradora. De esta forma, siguiendo el hilo de la argumentación derridiana, DERRIDA, J., Introducción a “El Origen de la Geometría” de Husserl, op. cit., pág. 65. 4 Ibídem, pág. 73. 3
63
para la constitución de los objetos ideales puros –los matemáticos–, es necesaria la escritura. La expresión gráfica es la instancia que permite salir de la evidencia actual y de una comunidad determinada para pasar a la objetividad ideal. La escritura es, para Derrida, el lugar de una historicidad trascendental pura: Sin la última objetivación que la escritura hace posible, todo lenguaje seguirá estando todavía cautivo de la intencionalidad fáctica y actual de un sujeto hablante o de una comunidad de sujetos hablantes. Al virtualizar al diálogo de modo absoluto, la escritura crea una especie de campo trascendental autónomo del cual todo sujeto puede ausentarse5.
Así se rompe con una perspectiva tradicional que ve en la escritura sólo un medio de transmisión de verdades ya constituidas. La escritura es la condición de consumación de la objetividad ideal, pues no es posible una objetividad ideal sin esa encarnadura en la escritura, es la posibilidad gráfica aquello que permite la liberación de la idealidad. El problema que plantea Husserl se repliega sobre la escritura: cómo la escritura en tanto corporalidad pasible de experiencia sensible y de experiencia intersubjetiva puede ser origen de la idealidad. Problema fundamental, pues de lo contrario el origen de la idealidad de los objetos geométricos estaría en un simple cuerpo sensible constituido. Para solucionar el problema, Husserl señala que es necesario pasar de una escritura sensible atravesada por la equivocidad (Körper), a una escritura activa y unívoca (Leib). El imperativo de la univocidad se dirige contra la seducción del lenguaje surgido en la experiencia sensible y que se atiene sólo a las asociaciones libres. Es frente a este intento de reducir la corporalidad o materialidad de la escritura que Derrida va a mostrar su imposibilidad. La escritura como posibilidad de constitución de la idealidad, paradójicamente, no puede ser ella una idealidad unívoca como pretende Husserl. La equivocidad es irreductible en el lenguaje y la escritura, por lo que nunca se pueden constituir como objetos absolutos. La equivocidad surge de la multivocidad contingente
5
Ibídem, pág. 85. 64
y esencial del lenguaje, contingente porque una convención objetiva le puede atribuir diversos significados a un mismo significante, esencial porque existen experiencias nuevas que animan la identidad del sentido objetivo. Esta equivocidad que Husserl desea y necesita eliminar es irreductible en la escritura desde que es, radicalmente, una serie de mediaciones, es decir, está habitada por una equivocidad pura frente a la univocidad del objeto ideal absoluto: Si la equivocidad es, de hecho, siempre irreductible, lo es porque las palabras y el lenguaje en general no son y no pueden ser jamás objetos absolutos. No poseen identidad resistente y permanente que les sea absolutamente propia6.
Siguiendo una lectura atenta de Husserl, Derrida muestra que el origen de la univocidad trascendental de los objetos ideales es la equivocidad de la escritura. Esta equivocidad propia de la escritura ya es definida en este texto como “diferencia”. Pues la escritura nunca puede estar presente a sí misma, la escritura siempre se da en su diferir, en una especie de retraso originario. La escritura manifiesta la estructura aporética de la temporalidad, la paradoja de un imposible origen absoluto del presente mismo: “[…] porque es presente sólo difiriéndose sin tregua, esa impotencia y esa imposibilidad se dan en una conciencia originaria y pura de la Diferencia”7. Justamente lo trascendental de la historicidad trascendental es la diferencia, es la diferencia como temporalización que es retraso y anticipación, así el presente no coincide consigo mismo al retener el pasado y anunciar el futuro. En este sentido se comprende la figura de lo cuasi-trascendental, pues al señalar que la diferencia es trascendental ya no puede entenderse en los términos de una pureza ideal unívoca. Resulta necesario destacar, de un lado, que la diferencia es trascendental, esto es, no se trata de una diferencia empírica o fáctica, sino de la diferencia como condición de posibilidad (la escritura no se ubica en el plano de la historia empírica de la geometría, sino de la historicidad trascendental); de otro lado, el “cuasi” viene a indicar que no existe univocidad sino equi
6 7
Ibídem, pág. 105. Ibídem, pág. 162. 65
vocidad, la diferencia rompe con cualquier elemento simple definido a priori en un presente de dado y, al mismo tiempo, existe una contaminación irreductible entre lo trascendental y lo empírico. De este modo, en uno de sus primeros textos, Derrida esboza una afirmación central en el recorrido propuesto aquí: para la constitución de los objetos ideales es necesaria la escritura. En este sentido, la escritura es el paso del origen subjetivo fáctico a la objetividad ideal. Un paso que conlleva el doble movimiento de la intersubjetividad y la temporalización. Movimiento que se da como diferencia. Las preguntas aquí son: ¿qué consecuencias tiene este deslizamiento para pensar la copertenencia de filosofía y política? ¿En qué sentido se puede afirmar que una reflexión sobre el estatuto de los objetos ideales, sobre la génesis de los objetos matemáticos, puede ser relevante para una reflexión sobre la política? La relevancia surge desde el momento en que se muestra la equivocidad inherente a la idealidad trascendental y, en este sentido, se cuestiona la posibilidad de una filosofía pura que expulse fuera de sí la política como impureza. Si aquello que define y constituye la filosofía se presenta como algo contaminado, impuro, equívoco, aún más, como medialidad –si la filosofía es escritura–, ya no tiene que excluir necesariamente a la política como dimensión suplementaria. Trabajar sobre lo ideal, sobre el estatuto de los objetos ideales, es pensar aquello que tradicionalmente ha definido y diferenciado al saber filosófico. Aún más, se puede señalar que una reflexión sobre la idealidad implica pensar, en gran medida, aquella característica que ordena una jerarquía de saberes. Y no es azaroso que la filosofía, en diversos momentos de su historia, se haya construido mirando a la matemática como aquel saber a imitar. Un pensamiento sobre la idealidad de los objetos matemáticos es un pensamiento que busca rastrear la misma idealidad, o mejor, el lugar donde esa idealidad se encuentra en estado puro. Si la matemática ha ejercido una y otra vez fascinación sobre los filósofos, y sobre las diferentes ramas del saber, es por esa idealidad, especie de perfección que la hace independiente de cualquier contingencia histórica. 66
Cuando Derrida lee a Husserl, lee esa reflexión en cuanto lugar de la idealidad pura. Si bien la matemática funciona como paradigma de todo objeto ideal, también es cierto que existe una génesis de la matemática. Siguiendo el hilo de lo expuesto se encuentra la raíz del problema planteado: cómo explicar la relación entre génesis e idealidad, esto es, cómo explicar la génesis histórica de los objetos ideales. El problema radica en que si los objetos ideales son objetos históricos en tanto tienen una génesis, su verdad no depende de esa historicidad. Si tal o cual pensador enuncia una verdad matemática le da su origen histórico, pero ello no implica que la verdad de ese mismo enunciado dependa de las condiciones de enunciación, del tiempo histórico que le dio origen. Por eso se puede hablar de una especie de génesis o historicidad trascendental, en cuanto es una historicidad que no se reduce a la historicidad fáctica. Para que sea posible la idealidad –la verdad trascendental–, es necesario que no sea la verdad de un solo sujeto, se debe pasar de la subjetividad del pensador a la intersubjetividad. Pero no cualquier intersubjetividad, porque no está en juego aquí el reconocimiento de la verdad por cierta comunidad histórica, sino por una intersubjetividad que tiene que ser, a su vez, trascendental. Un enunciado matemático no se puede reducir a una verdad subjetiva, válida para un solo sujeto, pero tampoco al reconocimiento de una comunidad histórica. Desde esta doble negación surge la necesidad de pensar una intersubjetividad trascendental que no dependa del reconocimiento de una comunidad puntual, sino que sea previa a esa comunidad. Para que sea posible la intersubjetividad resulta imprescindible el lenguaje, en cuanto es aquello que permite salir de la subjetividad y pasar a la intersubjetividad trascendental. El lenguaje es justamente lo que explica la historicidad trascendental de los objetos ideales, en este caso los matemáticos. Y esto es así en cuanto el lenguaje tampoco se reduce a la historicidad fáctica o empírica, sino que es trascendental. Ahora bien, el problema es que si ese lenguaje posibilita los objetos ideales, no posee las características de la pureza de una verdad ideal. El lenguaje, en su misma definición, es equívoco. Pero, como muestra Derrida, no basta con un lenguaje oral, pues de ser así la verdad de un 67
objeto matemático se reduciría a una comunidad de hablantes fáctica, por ello la escritura es lo que permite la constitución de los objetos ideales. La escritura, siguiendo el orden de lo expuesto, es lo que está en la génesis de los objetos ideales. Pero la escritura disloca, aun cuando la hace posible, la pureza de toda idealidad. La escritura constituye la idealidad, pero es aquello que la imposibilita al mismo tiempo. Imposibilidad porque la escritura ya no es una idealidad pura, sino que está habitada por la equivocidad, está contaminada. Esto no significa que la escritura se piensa en los términos de una facticidad empírica, sino como lugar de una dimensión trascendental equívoca. Si los objetos matemáticos se constituyen como objetos ideales es en cuanto pertenecen a una especie de presente inmediato, a un presente que no puede diferir de sí mismo, que se da en un aquí y ahora absoluto. La cuestión fundamental es que la escritura, en cuanto es aquello que posibilita la idealidad, nunca puede darse como presente, sino que se constituye en un movimiento de diferenciación, lo que diferencia y difiere al mismo tiempo. La escritura es diferencia. Una diferencia que vuelve imposible el estatuto de la idealidad tradicional y con ello el de la filosofía construida a su imagen. Luego de seguir los pasos de la argumentación de Derrida, se puede retomar la pregunta: ¿en qué sentido el análisis del lugar de la escritura en la constitución de la idealidad de los objetos matemáticos tiene relevancia para pensar la copertenencia? Esta pregunta, según lo expuesto, empieza a traducirse de este modo: ¿qué consecuencias tiene para la relación entre filosofía y política el deslizamiento de la filosofía por la escritura? Si se puede señalar, siguiendo el orden de los argumentos presentados, que la escritura es aquello que disloca, pero que al mismo tiempo define, el saber filosófico, la cuestión es en qué medida la escritura se relaciona con la política. No la ideología política de un escritor, sino un pensamiento filosófico de la escritura como tal. Sin tratar aún de resolver esta cuestión, surgen una serie de indicaciones relativas a la dislocación del estatuto del saber filosófico. Derrida señala que una esfera tradicionalmente secundaria en la reflexión –la escritura– es aquello que constituye la idealidad de lo ideal. Las preguntas iniciales pueden ser 68
reformuladas en un doble sentido: primero, ¿qué consecuencias tiene para la filosofía, para lo más propio de la filosofía, que ella sea considerada como escritura?; segundo, ¿qué consecuencias tiene para la relación entre filosofía y política que la filosofía sea considerada como escritura? Para responder a estas cuestiones, y profundizando el análisis presentado, es necesario detenerse, previamente, en la pregunta por el lenguaje. Según el orden de los pasos seguidos, el paso a la idealidad requiere del lenguaje, donde se muestra la necesidad de la escritura para trascender la comunidad fáctica de hablantes. Problema del lenguaje que no es inaugurado por Derrida, sino que es uno de los ejes del pensamiento filosófico a lo largo del siglo XX. La pregunta es cómo ingresa Derrida a la discusión sobre el lenguaje, y aquí es donde inevitablemente su posición se define con relación al contexto donde inicia su pensamiento. Una y otra vez, Derrida va a discutir con el estructuralismo en cuanto tiene dos características: inaugura un modo de indagar donde el lenguaje tiene un rol central y al acentuar la idea de forma reconstruye un modo clásico de cuestionar todo objeto. Discutir el estructuralismo es aquello que le permite al autor dar cuenta de la radicalidad del problema del lenguaje, pero también mostrar cómo esa radicalidad queda presa de esquemas clásicos.
Revisar el estructuralismo: juego, fuerza y significación Dos textos tempranos se pueden presentar en esta discusión sobre el lenguaje en relación con el estructuralismo. Uno de ellos es de 1963 y se titula “Fuerza y significación”, el otro es de 1966 y se titula “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”. En estos textos, Derrida señala que el estructuralismo es, ante todo, una “aventura de la mirada”, una transformación en la forma de cuestionar todo objeto signada por el lenguaje, por la inquietud del lenguaje. Pero no es una inquietud por el lenguaje como momento dentro de la historia de las ideas, sino del lenguaje como origen de la historicidad. Como ya se expuso, el lenguaje es el lugar de la historicidad trascendental, 69
pero este lenguaje desde la impronta estructuralista elimina la categoría de fuerza, y es allí donde Derrida se distancia de tal movimiento. En referencia al estructuralismo señala:
[…] se lo interpretará quizás mañana como una relajación, sino un lapsus, en la atención a la fuerza, que es, a su vez, tensión de la fuerza. La forma fascina cuando no se tiene ya la fuerza de comprender la fuerza en su interior. Es decir, crear8.
Derrida critica el formalismo del estructuralismo al distanciarse del privilegio de la forma que excluye la fuerza. La forma en el estructuralismo es la neutralización del contenido de una cierta totalidad del sentido, que sólo puede ser considerada como unidad formal de forma y sentido. Por ello para Derrida no se trata de crear estructuras para comprender tal o cual fenómeno, sino justamente lo contrario: “solicitar” las estructuras, esto significa cuestionar o dislocar la estructura como totalidad. En este paso se ubica la diferencia entre la deconstrucción y el estructuralismo como técnica metódica. La estructura es la unidad de forma y significación, es la posibilidad de determinar la significación desde consideraciones formales. Pero por ello el riesgo del estructuralismo es no atender la historicidad interna de toda obra, pues la estructura es un espacio geométrico donde se ordenan formas y lugares. Un ordenamiento es estructurado si es un sistema con cohesión interna que se revela en el estudio de las transformaciones del mismo. Un modelo geométrico constituye el sentido mismo donde la espacialidad construye la estructura formal desde la cual se analiza una obra literaria o grupo social. ¿Qué es una estructura? Una totalidad cuyos elementos se definen de modo relacional, es decir, por las diferencias con el resto de los elementos. El estructuralismo parte de una concepción del lenguaje como sistema relacional donde cada término adquiere sentido por referencia a otro. Si cada término requiere para su definición la remisión a otros, la estructura sólo es posible a partir de la simultaneidad o del orden de co-existencia de sus elementos. Se excluye de este modo todo aquello que no está expuesto en la DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989, pág. 11.
8
70
simultaneidad de la forma. El estructuralismo vive de la constitución de totalidades coexistentes donde se organiza el sentido de modo geométrico. Si la espacialidad geométrica constituye la idea de estructura como sistema, Derrida va a mostrar que para sostener esta noción de estructura existen dos supuestos que, al mismo tiempo que hacen posible el estructuralismo, lo dislocan. De un lado, si la significación depende de la relación entre los elementos –un término refiere a otro término–, resulta necesario fijar esos elementos, es decir, constituir a la estructura como una totalidad cerrada. Caso contrario la referencia de un término a otro término sería infinita y la significación imposible. Una estructura se construye como una geometría del sentido que supone la unidad y totalidad de la forma. La estructura es una totalidad porque sólo si se establecen claramente los límites de la misma es posible dotarla de sentido. Para establecer estos límites, aun cuando el estructuralismo busca definirse por el rechazo del finalismo, requiere un telos que le dé sentido a esa totalidad, esto es, para que una estructura tenga sentido necesita de una finalidad inherente. Por lo que sólo se pueden fijar los límites de una estructura desde un elemento que se sustraiga a las diferencias y fije las fronteras. De otro lado, y siguiendo lo expuesto, la estructuralidad de la estructura depende de un principio organizador que debe limitar el juego de los elementos que la componen en una forma total. Esto produce inevitablemente una paradoja, pues el estructuralismo sostiene que todos los elementos de una estructura se definen por relaciones diferenciales, pero para ser tal necesita un centro ordenador, un elemento que escape a las relaciones diferenciales: El postulado de un significado trascendente es, en definitiva, constitutivo del estructuralismo, puesto que le provee el núcleo a partir del cual todo sistema puede articularse como tal. Pero, a la vez, es destructivo de aquél, dado que, para ello, debe sostenerse en una premisa que escapa, por definición, a su concepto; esto es, disloca el principio estructuralista de la inmanencia del sistema de referencias mutuas entre signos o elementos9.
PALTI, E., Verdades y saberes del marxismo, Buenos Aires, FCE, 2005, pág. 95.
9
71
Al mostrar que el estructuralismo se constituye desde dos supuestos, como son los de totalidad teleológica y centro ordenador, Derrida cuestiona su misma posibilidad. Esto aparece claramente en dos nociones: juego y fuerza. La noción de juego le sirve para pensar una estructura que carece de centro ordenador, de origen o de fin. La cuestión es pensar qué sucede si se afirma que ninguno de los elementos de una estructura escapa a las relaciones diferenciales. Esto supone, a su vez, pensar qué sucede si ya no existe un centro que fije los límites de la estructura. El punto de partida de la deconstrucción, siguiendo los postulados del estructuralismo, es pensar las consecuencias de afirmar la ausencia de centro ordenador o de límites fijos de una estructura: Este es entonces el momento en que el lenguaje invade el campo problemático universal; este es entonces el momento en que, en ausencia de centro o de origen, todo se convierte en discurso –a condición de entenderse acerca de la palabra–, es decir, un sistema en el que el significado central, originario o trascendental no está nunca absolutamente presente fuera de un sistema de diferencias. La ausencia de significado trascendental extiende hasta el infinito el campo y el juego de la significación10.
Una estructura sin centro abre el juego de la significación. Este juego se refiere no a la imposibilidad de totalidad por la finitud de un sujeto o un discurso, no es una finitud de orden empírico, sino la infinitud de las sustituciones posibles. Esto no significa que el campo de significación sea infinito en extensión, sino que es su finitud carente de centro, lo que posibilita las sustituciones infinitas, pues al no existir un centro que ordene las diferencias se extienden sin límite. Porque no hay centro, o porque el centro es una ausencia, siempre puede estar ocupado por un signo suplementario, siempre se suple una falta. La articulación del sentido suple un vacío estructural, pero esta suplencia nunca puede completar ese vacío, y es por ello constitutivamente precaria.
DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 385.
10
72
La noción de fuerza es puesta en relación con la de forma. Lo que escapa al esquematismo estructuralista es la fuerza definida como heterogeneidad cualitativa. Derrida no afirma la fuerza como oposición a la forma, no basta con este movimiento pendular, sino que, por el contrario, es necesario inventar una economía que considere a la vez diferencias de lugares y de fuerzas. En este sentido, Derrida analiza aquello que escapa a un esquema geométrico-mecánico como el planteado por el estructuralismo, pues la fuerza, la cualidad y la duración exceden el modo de indagar o fijar los objetos por parte del estructuralismo. El desafío inicial de la deconstrucción es pensar esa fuerza que habita las estructuras y que es negada tanto por el estructuralismo como por la fenomenología. Con esto no se busca reproducir una dicotomía entre fuerza y forma, apostando por una de ellas, sino pensar la diferencia entre fuerza y estructura. Derrida recupera el motivo estructuralista de un origen de la historicidad, motivo que ya se planteaba respecto a la fenomenología, pero no se busca en un formalismo geométrico sino en la tensión o diferencia entre fuerza y forma. Se pueden entrever dos análisis similares en las escuelas desde las cuales el autor ha iniciado su pensamiento: la fenomenología y el estructuralismo. En ambos casos surge una preocupación por el lenguaje, pero que es inmediatamente controlada: La pregunta que se plantea aquí es qué pasaría si se quebrara este supuesto en que descansa toda la empresa fenomenológica, y que es también el fundamento implícito del estructuralismo (la idea de una presencia inmediata del sentido); esto es, si la referencia al objeto se encontrase siempre mediada por el juego de diferencias internas del propio sistema de referencias11.
El lenguaje se aborda como aquello que está en el origen de la historicidad trascendental, como aquello que se ubica en la génesis pero que no se reduce a la historicidad fáctica. La cuestión es que, en los dos casos, el lenguaje termina siendo subsumido en categorías clásicas que anulan su equivocidad y el juego de fuerzas que lo constituye. PALTI, E., Verdades y saberes del marxismo, op. cit., pág. 96.
11
73
Se introduce así, para decirlo brevemente, la idea de una diferencia de fuerzas en lo más propio del saber filosófico. Lo interesante en este primer movimiento es mostrar cómo la escritura se repliega sobre la filosofía, y este repliegue genera una transformación de la misma filosofía. Transformación que se produce al introducir la fuerza y la forma, lo mismo y lo otro, en tanto dimensiones de la escritura en el saber filosófico. Pero, a la vez, resulta central señalar que esto no implica que la filosofía pueda ser dominada o determinada por un saber específico sobre la escritura. Existe, en un mismo movimiento, una afirmación incondicional de la filosofía y su dislocación. En fin, se han presentado dos dimensiones centrales para pensar la copertenencia de filosofía y política: por un lado, una dislocación de la filosofía que cuestiona la forma (de negación o subordinación) desde la cual se ha constituido la filosofía política, el nexo entre filosofía y política; por otro lado, se anuncia allí una determinada configuración de la copertenencia que aparece como juego de fuerzas.
La escritura frente a la inmediatez y al vínculo natural Según se ha señalado hasta el momento, la política no aparece como objeto de reflexión privilegiado en los primeros textos de Derrida. Pero esta exclusión es sólo aparente, pues como indica el epígrafe de este primer capítulo lo gráfico, que sí se constituye como un lugar central, remite según leyes complejas a la política. Toda la dificultad se sitúa en precisar esas leyes. Para ello es necesario indicar tres cosas: primero, que los apartados precedentes han permitido mostrar cómo se efectúa una dislocación de la filosofía desde la crítica de las características que han posibilitado una subordinación o exclusión de la política; segundo, que en esa crítica aparece cierta politicidad de la filosofía, nociones como fuerza, diferencia, juego, equivocidad, dan cuenta de la copertenencia de filosofía y política; tercero, esa politicidad surge de determinada concepción de política. Si la politicidad adquiere un estatuto estructural, no es cualquier concepción de política la que adquiere ese estatuto. 74
El trabajo sobre la escritura permite precisar estas tres dimensiones para pensar la relevancia de los textos tempranos de Derrida para la cuestión política, aun cuando la concepción de política se va a clarificar en los capítulos sucesivos como “economía de la violencia”. Tres motivos guían el trabajo sobre la noción de escritura: mostrar cómo el cuestionamiento del lugar asignado a la escritura posibilita una filosofía que no excluye la política, analizar en la lectura de Saussure qué elementos permiten hablar de una politicidad estructural y evidenciar en las características que el propio Derrida le atribuye a la escritura una primera aproximación a cierta concepción de política. Para abordar la problemática de la escritura en Derrida es necesario situarse en el texto titulado De la gramatología del año 1967, donde se deconstruye la primacía que occidente le ha otorgado al habla sobre la escritura. En este sentido, por medio de una problematización de la escritura se produce una dislocación de las categorías filosóficas tradicionales. El estatuto de la escritura se comprende, para Derrida, desde la ubicación en una determinada historia de la metafísica y de la ciencia. Una historia que puede denominarse fonocéntrica y que en su organización general ubica a la escritura en un lugar subordinado de un orden jerárquico. Se puede esquematizar este orden en los siguientes puntos: primero, en el origen estaría la plena presencia a sí del pensamiento; segundo, éste necesitaría expresarse apelando a instancias mediadoras, donde se encontraría el habla como la forma de comunicación más natural y directa, signos que comunican dos personas presentes; tercero, estaría la escritura, considerada el último estrato de la expresión, convirtiendo al lenguaje en una serie de marcas físicas sin relación con el pensamiento, operando en ausencia de receptor y emisor. Siguiendo este esquema, la tradición ha considerado la escritura como una representación indirecta y artificial del habla. Y así considera la escritura como una exterioridad, un utensilio, un afuera que rompe la interioridad de la presencia a sí del habla. Siguiendo a Heidegger, Derrida tematiza esta organización como privilegio de la presencia. Si el lenguaje se sigue considerando en términos de presencia, la voz tiene siempre una preeminencia sobre la escritura que se convierte en exterior 75
y amenazadora, que sólo debería restaurar la presencia plena de la voz. La filosofía occidental, desde esta lectura, se organiza en torno al privilegio otorgado a la posibilidad de un significado pleno a sí mismo, es decir, un pensamiento que es plenamente presente a sí y que, por ello mismo, debe excluir toda mediación. Privilegio de la presencia no sólo significa que las cosas como tales son previas a una mediación, sino que el pensamiento tiene una relación “inmediata” consigo mismo. En otros términos, la mediación del lenguaje resulta exterior al vínculo del pensamiento consigo mismo, un simple medio para comunicar un pensamiento ya constituido. Por esto mismo en la modernidad la presencia construye la misma noción de conciencia como autoconciencia (donde la relación de la conciencia consigo debe ser inmediata). La paradoja resulta de que, al mismo tiempo que toda mediación es exterior, prescindente, se le ha otorgado cierto privilegio a la mediación del habla. Ese privilegio reside en la posibilidad de una mediación que se niegue a sí misma, un signo que permitiría comunicar la inmediatez del pensamiento. Ese signo, en occidente, ha sido la voz como aquel medio que restituye la inmediatez de la presencia a sí del pensamiento. Para decirlo con otras palabras, el habla tiene un lugar central porque su materialidad es difusa, se borra al producirse, restituyendo la ilusión en el pensamiento de una relación consigo mismo sin mediación. Y siempre después, la escritura es representación del habla, un nuevo significante que sólo repite el significante primigenio. Porque sucede que la escritura tiene una materialidad que no se borra, que no desaparece. A la voz, entonces, se le atribuye un doble estatuto contradictorio: es un significante prescindible, un accidente como todo signo exterior al pensamiento, pero ese significante es lo más próximo al pensamiento. Y ello porque la voz parece no afectar la inmediatez. La jerarquía sustentada en esa inmediatez y en su posible restitución debe eliminar toda mediación. La ausencia de mediación no es sólo el punto de partida, sino la finalidad misma. Es posible señalar dos cosas respecto de la filosofía que surge en este orden jerárquico y encontrar las razones que fundamentan la subordinación y exclusión de la escritura, pero que se 76
extiende a toda instancia de mediación. Por un lado, la filosofía como lugar por excelencia del pensamiento se constituye en ese privilegio de la presencia, y con ello excluye hacia una exterioridad accidental aquello que no es una presencia plena, es decir, la diferencia, la mediación; por otro lado, este pensamiento encuentra un vínculo “natural” con el habla en la supuesta proximidad entre logos y phoné, naturalidad que excluye, nuevamente, todo vínculo artificial. La exclusión es necesaria en cuanto no tiene lugar la diferencia en la presencia y la subordinación siempre se efectúa en nombre de una supuesta naturalidad, de un vínculo que elimina la política en nombre de una proximidad inmanente. Así es posible afirmar que “presencia” y “naturaleza” son dos nombres que permiten comprender en la subordinación de la escritura las razones por las cuales la política ha sido ubicada en un lugar exterior respecto de la filosofía. Para efectuar la deconstrucción del fonocentrismo, de la consideración en la historia de la metafísica de la escritura como lo físico, aquello que puede afectar un significado que sólo representa, Derrida parte del mismo lugar atribuido a la escritura. Si la concepción de lenguaje originada en el privilegio de la presencia requiere de la exclusión de la escritura, se debe mostrar cómo la escritura, con las características que se le han atribuido, trabaja todo el lenguaje. La estrategia es doble en este sentido: señalar cuáles son las características por las cuáles la escritura ha sido subordinada y mostrar cómo esas características destituyen la posibilidad de la presencia a sí y trabajan toda instancia de mediación. No se trata de dar vuelta el argumento e indicar que la escritura tiene un lugar privilegiado, como si se reivindicara la escritura contra la voz, sino mostrar cómo la misma forma de caracterizar la escritura como representación de una representación (representación de la voz que representa el pensamiento), constituye la “lógica” de la mediación: En todos los sentidos de la palabra, la escritura comprendería el lenguaje. No se trata de que la palabra ‘escritura’ deje de designar el significante del significante, sino que aparece bajo una extraña luz en la que ‘significante del significante’ deja de definir la duplicación accidental y la secundariedad caduca. ‘Significante del significante’ describe, por el contra77
rio, el movimiento del lenguaje: en su origen, por cierto, pero se presiente ya que un origen cuya estructura se deletrea así –significante del significante– se excede y borra a sí mismo en su propia producción12.
La cuestión, para Derrida, no es salir de la jerarquía construida en la historia de la metafísica, pues no se puede simplemente abandonar la historia de la metafísica y el lenguaje construido desde ella, pero sí se puede pensar su clausura. No es el rechazo de cierta historia, sino mostrar la solidaridad conceptual que la habita, y evitar con ello un abandono apresurado. En este sentido, la deconstrucción no es un simple rechazo de la historia, por el contrario es una afirmación de esos conceptos históricos, pues sólo desde ellos se puede conmover esa misma herencia:
En el interior de la clausura, a través de un movimiento oblicuo y siempre peligroso, corriendo el permanente riesgo de volver a caer más acá de aquello que deconstruye, es preciso rodear los conceptos críticos con un discurso prudente y minucioso, marcar las condiciones, el medio y los límites de su eficacia, designar rigurosamente su pertenencia a la máquina que ellos permiten deconstruir; y simultáneamente la falla a través de la que se entrevé, aun innominable, el resplandor del más allá de la clausura13.
Esta forma de comprender el ejercicio de la filosofía, como una determinada manera de habitar las estructuras metafísicas, es aquello que caracteriza a la deconstrucción: un trabajo al interior de las solidaridades conceptuales de la tradición para conmover su misma organización. Si en la discusión con la fenomenología y el estructuralismo se esboza una redefinición de la filosofía, en el trabajo sobre la escritura se muestra en qué sentido la deconstrucción es política. La cuestión central es que las diversas formas de privilegiar la presencia excluyen la política: la inmediatez y la naturalidad excluyen de sí cualquier diferencia o mediación. Por lo que en lo más puro del pensamiento, la política no puede tener lugar. Esto supone un doble movimiento respecto de la política: se excluye, es accidental e innecesaria, pero al mismo tiempo se estable DERRIDA, J., De la Gramatología, Buenos Aires, Siglo XXI, 1998, pág. 12. Ibídem, pág. 20.
12
13
78
ce una finalidad o sentido de la misma. Si hay inmediatez no existe mediación, pero si existe mediación su finalidad debe ser la restitución de la inmediatez. Esta negación y subordinación es también la reproducción de un estatuto de la política como arché. Si la primera razón de la exclusión y subordinación de la política se encuentra en la presencia, la segunda se construye a partir del supuesto vínculo natural entre logos y phoné. Esa naturalidad es la restitución de una inmediatez, o mejor, es el lugar de lo natural como aquello que establece un vínculo que se niega a sí mismo. La voz en cuanto tal no es necesaria, es un simple medio que comunica dos presencias plenas, dos pensamientos puros que no son afectados por esa mediación. Lo natural de este vínculo es la negación de toda mediación. El ataque tradicional a la escritura se sustenta en la contaminación que produce en la circularidad de la presencia que vuelve sobre sí. La deconstrucción de la metafísica de la presencia esbozada a partir de la subordinación de la escritura rompe, así, con dos posiciones que implican la reducción de la política. Por un lado, la idea de una presencia plena como lo inmediatamente presente que se da a la intuición. Si existe algo presente a sí no existe diferencia ni diferir, y por tanto la relación en sí no es un problema. Lo plenamente presente excluye de sí lo otro, la diferenciación, y por ende cualquier politicidad. La política sólo puede surgir con una diferencia, cuando algo no está plenamente presente a sí. En este marco, una filosofía sustentada en la idea de presencia siempre ve a la política como un problema a dominar para restituir la inmediatez. Por otro lado, rompe con la idea de vínculo natural, vínculo que uniría logos y phoné. La naturalidad de un vínculo es la segunda forma de reducir la política en cuanto se da una relación, pero se da desde la naturalidad. Que una relación sea natural significa que los elementos que se relacionan establecen su vínculo necesariamente, y así existe una especie de solidaridad inmediata que hace del vínculo algo prescindente.
79
Una lectura de Ferdinand de Saussure Los aspectos desarrollados respecto del lenguaje encuentran un lugar privilegiado en Saussure, pues no sólo se muestra una relación ambigua con la tradición (la lingüística de Saussure da argumentos para cuestionar el privilegio de la voz, pero termina privilegiando el significante fónico), sino que se muestran los aspectos desde los cuales Derrida construye su posición. Es necesario pensar por qué la posibilidad de ir más allá de la presencia a partir de la tesis del valor diferencial del signo no se ha dado, o mejor, pensar por qué la subordinación de la escritura permanece como un fundamento del pensamiento de Saussure. Derrida retoma los avances de la lingüística preguntándose cómo es posible una ciencia de la escritura. La pregunta es si la lingüística es un capítulo más en la historia de la metafísica u ofrece una ruptura respecto a esta tradición. Dentro de la lingüística aquel nombre que es el origen de su misma cientificidad es Ferdinand de Saussure, y por ello es posible la pregunta por los fundamentos que construyen esa cientificidad. Derrida señala que la cientificidad está construida sobre el privilegio del habla ya esbozado, desde la unidad entre habla y razón. Pero en el mismo momento en que Saussure funda su perspectiva en ese privilegio, lo disloca. En Saussure se da una tensión entre un aspecto que confirma el privilegio tradicional y otro que inaugura la posibilidad de una gramatología que lo excede. Uno de los objetivos de Derrida es mostrar esa tensión desde un análisis de la noción de signo en el estructuralismo, no sólo porque condensa sus presupuestos teóricos, sino porque abre hacia su exceso. Como es sabido, el lingüista ginebrino inaugura la ciencia del lenguaje en cuanto define la naturaleza del objeto y el método propio para su análisis. El objeto de la lingüística es la lengua como hecho social que forma el lenguaje en oposición a su manifestación individual, el habla. La lengua es un objeto bien definido, homogéneo, concreto, que se puede estudiar separadamente. La lengua introduce un principio de clasificación de los fenómenos del lenguaje. Esta clasificación se sustenta en la idea de signo que organiza la lingüística saussureana. Un signo es 80
una unidad discreta que se define por su combinatoria. El signo, como unidad fundamental de la lengua, une un significado y un significante, en términos de Saussure, una imagen acústica y un concepto. En este sentido se puede ver cómo en la misma concepción de signo existe un privilegio de la voz, del carácter “acústico” de esa imagen que se une al concepto. El significante adquiere “naturalmente” la característica de imagen acústica. La pregunta es ¿por qué se da este privilegio de la imagen acústica sobre la imagen gráfica? El signo, para Saussure, posee dos caracteres primordiales. En primer lugar, es arbitrario, esto significa que el lazo que une el significante al significado es inmotivado. En segundo lugar, el significante posee un carácter lineal al desarrollarse en el tiempo. El significante posee una extensión que es mensurable en una línea de tiempo. Luego de establecer estos dos principios, es fundamental notar que el valor del signo surge de una relación diferencial: la lengua es un sistema donde todos los términos son solidarios y el valor de cada uno surge de la presencia simultánea de los otros. Por ello señala Saussure que arbitrario y diferencial son dos cualidades correlativas que constituyen la lengua donde sólo hay diferencias sin términos positivos. En este esquema, Saussure reproduce una jerarquía tradicional al retomar la definición de escritura ya esbozada por la antigüedad griega y atribuirle una función limitada y derivada. Es limitada en cuanto es una modalidad que le sobreviene al lenguaje, entre otras, sin afectar su esencia. Y es derivada porque es un significante del primer significante, es la representación de la significación inmediata. Los dos caracteres de la escritura definen la lingüística saussureana. Según la definición de Saussure el mismo objeto de la lingüística será la palabra hablada y no aquello que representa. La palabra hablada representa la unidad pura entre significado y significante, entre pensamiento y sonido. En la voz se unen significado y significante, sentido y sonido; el signo es la unidad de concepto e imagen acústica. La escritura es la representación exterior del lenguaje, representación de unidades significativas ya construidas. Por lo que la escritura siempre será escritura fonética, determinada por ese fonetismo como representación del lenguaje oral. Esa determinación no 81
es exterior a la cientificidad de la lingüística sino que funda su posibilidad. En resumidas cuentas, el carácter “representativo” de la escritura –constituirse como significante de significante–, repite el esquema clásico donde la escritura tiene un lugar subordinado respecto del habla. La constitución de la lingüística como ciencia se funda en su construcción como un sistema interno no afectado por la exterioridad, un sistema interno determinado por la unidad de significado y significante. Frente a ese sistema interno la escritura es lo exterior, su representación, una representación innecesaria y prescindible. No basta con la prescindibilidad, pues a la escritura se le van a sumar determinaciones negativas, la escritura no sólo es un instrumento, sino que es un instrumento imperfecto y peligroso. Es como una especie de utensilio maléfico que amenaza la pureza originaria del sistema lingüístico. La argumentación de Saussure excluye la escritura como una exterioridad prescindible y en el mismo momento se la condena moralmente como impureza. La escritura siempre fue considerada en este registro una exterioridad sensible respecto al espíritu, al alma, al verbo o al logos. Para que la interioridad no se vea afectada por la impureza se la debe definir como un adentro puro, y esta pureza no puede depender de ninguna exterioridad. El vínculo entre significado y significante no puede ser artificial, no puede ser exterior. Debe existir una relación natural entre significado y significante fónico, un vínculo natural que subordine la escritura. Y ahí se puede entender el pecado de la escritura: la escritura ha roto ese vínculo natural. A la inocencia original de la voz se le opone la violencia artificial de la escritura. Esto le agrega un elemento a lo que ya se presentaba respecto de la política, pues si la exclusión y la subordinación respecto de un vínculo natural ya fueron señaladas, ahora se suma la condena moral. La naturaleza perversa de la política radica en la ruptura de un vínculo natural, es la introducción del artificio en la naturaleza. Si Saussure repite en una serie de motivos la tradición, al mismo tiempo presenta su exceso en el pensamiento de la escritura. En ciertos lugares el ginebrino parece señalar que la escritura es el origen del lenguaje. ¿Cuáles son los lugares de ese rastreo? Los dos elementos que caracterizan a la lingüística saussureana: la 82
arbitrariedad del signo y la diferencia como fuente de valor del signo. En primer término, la tesis de la arbitrariedad del signo impide que se distinga radicalmente entre signo gráfico y signo fónico. Si todo signo es arbitrario, si la unión entre significado y significante es inmotivada para Saussure, ya no es posible establecer la subordinación de la escritura. Si los signos son instituciones arbitrarias no existe jerarquía de significantes. La arbitrariedad del signo rompe con la pretendida unidad de significante fónico y logos, destituye la posibilidad de subordinación. Sólo se podría restablecer esa presunta interioridad de habla y logos si se restituye la idea de símbolo eliminando la arbitrariedad. Ahora bien, si la arbitrariedad habita la relación entre significado y significante, la escritura no es una exterioridad representativa. Se diluye la posibilidad de la representación como imagen del significante fónico. La escritura ya no puede ser imagen de la lengua, y esto desde la misma definición de signo propuesta por Saussure. Un signo se define como tal porque no es imagen, esa es su diferencia respecto del símbolo. Es imposible por su misma definición que la escritura sea un símbolo del habla, pero es ello mismo lo que postula Saussure para excluir la escritura. En segundo término, la tesis de la diferencia como fuente de valor lingüístico imposibilita afirmar la existencia de una esencia naturalmente fónica de la lengua. La diferencia nunca puede ser una plenitud sensible. Según Saussure, el significado depende de las relaciones entre los elementos del sistema lingüístico: un término adquiere significado al diferenciarse de los otros. La lengua es un sistema de signos, estos son arbitrarios y convencionales, y se definen por la diferencia respecto a otros signos. Si Saussure es coherente con la afirmación del carácter diferencial como constitutivo del sistema lingüístico, es imposible afirmar que haya alguna subordinación natural. El significante, su valor, depende de ese juego de diferencias que no tienen vínculo alguno con el elemento material. Si el lenguaje es un sistema de significaciones que adquieren valor desde las diferencias entre sus elementos, existe un juego complejo de reenvíos que impiden que un elemento simple esté presente a sí mismo. Todo elemento del sistema remite a otro que no está presente. Esto implica que cada término del sistema está constituido por la huella que 83
tiene de los otros elementos, formando una estructura de referencias infinitas. En este sistema de la lengua las diferencias actúan y son efectos, generan el sentido de un término, pero esto no implica que estén dadas de antemano, sino que son efecto de la misma lengua. Siguiendo los dos argumentos presentados por Derrida, la escritura ya no puede ser simplemente un elemento derivado y auxiliar del habla. La escritura, que funciona como significación general, surge desde las dos tesis expuestas: la arbitrariedad del signo y la diferencia como fuente de valor lingüístico. La escritura, según lo expuesto, nunca puede ser un objeto, nunca puede ser una presencia para el saber científico. La misma búsqueda de la ciencia de la escritura demarca su imposibilidad. Ahora bien, si escritura viene a designar un significante de un significante, no se trata de restituir la centralidad de la escritura, sino de mostrar que el movimiento que nombra el término escritura es constitutivo de todo proceso de significación. Si Saussure sostiene que el valor de un signo surge de relaciones diferenciales y justamente la escritura nombra ese proceso diferencial, el movimiento de la escritura comprende todo el lenguaje. En este sentido el término escritura deja de designar un área derivada para nombrar el movimiento de todo proceso de significación, es decir, se refiere a la materialidad misma de la diferencia. Por ello mismo, no se ubica ni en un plano empírico ni en un plano trascendental, sino que viene a indicar el lugar de una historicidad trascendental, o mejor, de una arquía trascendental.
La articulación como politicidad estructural Esta arquía es tematizada por Derrida con el término huella. En la huella se unen los dos motivos que estaban en Saussure: arbitrariedad y diferencia. Derrida va a señalar que la huella es inmotivada, lo cual significa que no tiene ningún vínculo natural con el significado, y se entiende como diferenciación, lo cual significa que se da en el reenvío infinito de significantes: “No puede pensarse la huella instituida sin pensar la retención de la diferencia en una estructura de referencia donde la diferencia 84
aparece como tal y permite así una cierta libertad de variación entre los términos plenos”14. De un lado, la inmotivación del signo señala que un signo ya no remite mediante un vínculo natural a la cosa y que el significante no remite naturalmente al significado. La inmotivación es el abandono de cualquier vinculación natural. De otro lado, si esta remisión natural es imposible, si este vínculo natural no existe, inevitablemente en cada signo está inscripto su otro, la diferencia con el otro que permite definirlo. Todo signo es una huella de otros signos. A estas características que pueden ser pensadas de modo exclusivamente espacial, tal como en el estructuralismo, Derrida le agrega la temporalidad: la huella no es inmotivada, sino que es su propio devenir inmotivado. La idea de huella permite neutralizar la sustancia fónica de dos maneras. En primer lugar, la sustancia fónica sólo puede tomar forma con su diferencia respectiva. Si la huella es diferencia, diferencia que es la formación de la forma, ya no es posible una presencia o plenitud sensible de lo fónico. En segundo lugar, todo aparecer, incluso la imagen acústica de Saussure, tiene su origen en la diferencia entre lo que aparece y el aparecer, en la diferencia. La idea de huella encarna entonces la deconstrucción de la idea de significante trascendental, esto es, de un significante que escapa al juego de la diferencia y tiene un vínculo natural con el significado. La huella, como inmotivación, es radicalmente artificial, no de una artificialidad histórica, sino trascendental, y por ello muestra la radicalidad del vínculo entre filosofía y política. Aún más, la ruptura con lo natural, con la inocencia, se realiza desde la huella como algo instituido y en esta institución es que se puede ubicar la politicidad de todo proceso de significación: Simplemente no tiene ningún ‘vínculo natural’ con el significado en la realidad. La ruptura de este ‘vínculo natural’ cuestiona, para nosotros, la idea de naturalidad, más que la de vínculo. Por eso la palabra ‘institución’ no debe interpretarse demasiado apresuradamente dentro del sistema de las oposiciones clásicas15.
14 15
Ibídem, pág. 61. Ibídem, pág. 60. 85
En la noción de huella se encuentran los dos elementos que permiten circunscribir la dimensión política de todo proceso de significación. Por una parte, el término huella retoma el valor diferencial de todo signo redefiniéndolo como reenvíos significantes, que son infinitos porque ya no existe un centro ordenador ni límites fijos de la estructura. Si existe un reenvío es porque existe un devenir infinito que remite de un significante a otro significante. Reenvío que significa, a su vez, que en lo más propio de cada significante está otro significante y así al infinito. Si la huella es originaria en cuanto señala la imposibilidad de todo origen, lo es en cuanto ubica esos reenvíos al inicio. Que existan reenvíos infinitos significa que no se pueden estabilizar definitivamente las significaciones y que esas significaciones siempre remiten a un otro. El cuestionamiento al centro ordenador abre el proceso de significación, lo vuelve inestable. Todo proceso de significación es precario, parcial, contingente, porque no existen a priori límites que fijen la diferencia. Por otra parte, si esto ha llevado a ciertas interpretaciones de la deconstrucción como pura inestabilidad o diseminación de sentido, acentuando sólo la ruptura con la estructuralidad fijada desde una dimensión trascendental, resulta necesario destacar que la noción de huella también recupera la arbitrariedad del signo redefinida como la institución durable. Aún más, vale recordar que Derrida señala que esta es la única definición estable de escritura. Esto significa que si de un lado se abren los procesos de significación, se vuelven inestables, de otro lado se acentúa la estabilización como institución durable, pues existe un momento necesario de institución como estabilización. La noción de huella muestra de qué modo la deconstrucción politiza el estructuralismo, o mejor, politiza las estructuras señalando su inestabilidad constitutiva y el proceso de institución arbitraria por el que se estabiliza. La significación en tanto devenir inmotivado no se asienta en un trasfondo donde sea posible la unidad natural, esto es, el proceso de institución de un signo es siempre un proceso de vinculación no natural. Los dos aspectos destacados en los procesos de significación han sido retomados, por algunos autores, desde la noción de indecidibilidad. Si bien este término aparece poco en los escri86
tos tempranos, ayuda a pensar la politicidad de los procesos de significación, siempre y cuando no conduzca a una teoría de la decisión basada en la subjetividad. El término indecidibilidad se refiere a que todo signo tiene un significado inestable, pues desde el momento que una estructura es abierta y no tiene un centro ordenador, el significado surge de la fijación de ciertas relaciones diferenciales. Esta inestabilidad se muestra desde un trabajo de lectura donde un mismo signo aparece inscripto en relaciones diferenciales que son opuestas. La oposición no se da nunca entre dos significados de igual valor porque siempre se da una jerarquización. La indecidibilidad estructural nombra la imposibilidad de fijar de una vez el significado desde una estructura, pero también posibilita analizar cuáles han sido las relaciones diferenciales que se han estabilizado –de un modo precario–, haciendo que un significado sea privilegiado. De modo que la politicidad surge de esta combinación de inestabilidad y estabilización en todo proceso de significación: porque no existe una estabilización a priori de la significación, la estabilización es fruto de la institución arbitraria, de un devenir inmotivado. La dimensión política señalada va a aparecer con toda claridad en uno de los términos centrales para pensar la escritura: articulación. La noción de articulación en lingüística designa o bien la subdivisión de la cadena hablada en sílabas o bien la subdivisión de la cadena de significaciones en unidades significativas. La articulación muestra el hecho de que las secuencias lingüísticas pueden ser descompuestas en componentes menores y componer otras secuencias. Por ejemplo, un mensaje puede descomponerse en palabras que pueden componer otro mensaje, o una palabra puede descomponerse en fonemas que pueden componer otra palabra. La articulación viene a nombrar la discontinuidad o discrecionalidad constitutiva del lenguaje que permite una u otra composición. La discontinuidad también indica que no existe continuidad, es decir, que existe un blanco o vacío inherente al mismo lenguaje, pues de lo contrario no se podría distinguir entre los elementos que pueden recomponerse en la lengua. La articulación, entonces, nombra el modo en el cual se establecen conexiones contingentes para componer una 87
u otra unidad significativa. Esto es trabajado por Derrida desde la noción de “juntura”:
La juntura señala la imposibilidad, para un signo, para la unidad de un significante y de un significado, de producirse en la plenitud de un presente y de una presencia absoluta16.
La remisión infinita de reenvíos significantes disloca la metafísica de la presencia, cuestionando un pensamiento que parte de la presencia para luego pensar la diferencia. La inestabilidad es aquello que imposibilita una presencia plena, y en cuanto tal muestra la necesidad de la articulación. Si existe articulación se vincula algo que no tiene un vínculo natural, es decir, se trata de la inmotivación o arbitrariedad. Se articulan dos elementos que no tienen un vínculo necesario entre sí y, a la vez, sólo desde ese proceso se constituyen como elementos. La significación de algo sólo se da por el reenvío a otros significantes, pero ese reenvío no es necesario, por lo que esa misma significación es fruto de un proceso arbitrario que fija ciertos reenvíos y no otros. Por este motivo la articulación es un proceso siempre abierto que redefine constantemente la significación de lo que articula. Es fundamental pensar la noción de apertura porque el universo de articulación nunca es un universo cerrado, sino que se da en una redefinición constante de las mismas fronteras: una estructura nunca se puede clausurar. A la vez, no existe una lógica de reapropiación en el movimiento de la articulación: no existe una teleología que oriente y le dé un sentido al proceso. La articulación es abierta, por lo que toda significación redefine constantemente sus elementos. El campo de la significación se comprende como la articulación (no-natural por definición) surgida de la inmotivación del signo y de la diferenciación infinita en la que se inscribe. Esto permite afirmar que aquella frase con la que se comenzaba, la remisión según leyes complejas de escritura y política, no se refiere a dos campos del saber que tienen vínculos entre sí. Por el contrario, se trata de pensar la politicidad inscripta en el mismo seno de constitución de los campos de saber. La
16
Ibídem, pág. 90. 88
copertenencia de filosofía y política surge en el movimiento de la escritura como institución de la significación. En este marco, entonces, la copertenencia es la inscripción de campos de saber y no la relación entre campos constituidos. En fin, la escritura es política porque tiene un estatuto instituyente. Por este motivo, se cuestiona la división disciplinar propia de la filosofía preguntando por sus ramas y por la fijación de una región denominada filosofía política. Esto no implica volver a una anti-filosofía o una forma pre-científica de saber, sino señalar que la escritura como movimiento de diferenciación es el lugar donde se estabilizan las distintas disciplinas, es decir, la politicidad se encuentra no es un campo del saber determinado, llamado política, sino en la misma institución de ese campo. En resumidas cuentas, con el término escritura se muestra el desplazamiento de la filosofía efectuado por Derrida. Desde esta noción se pudo analizar cómo se deconstruye la idealidad de lo trascendental y la estructura como forma neutral. La premisa desde la cual parte el análisis propuesto se centra en la posibilidad de pensar la crítica de la filosofía como aquel saber que ordena los saberes desde su pureza incontaminada. Esto implica una crítica a la idea de filosofía constituida a partir de dos premisas: la presencia plena de una inmediatez del pensamiento y la posibilidad de una mediación que se borra en su naturalidad. En este sentido, la primera cuestión a señalar es que la deconstrucción rompe con una concepción de la filosofía que requiere en su misma definición la subordinación o la eliminación de la política. En la pura presencia a sí del pensamiento, en la ausencia de mediación, la política adquiere un estatuto suplementario (accidental y subordinado). En un vínculo natural, que se niega como relación en tanto desaparece, la política es una artificialidad peligrosa, monstruosa. Hay una doble negación de la política: la inmediatez de la presencia y el vínculo natural. Derrida al criticar esta posición, abre hacia un pensamiento de la solidaridad sistemática entre filosofía y política. Pero no sólo la deconstrucción de la filosofía es relevante, pues en la noción de huella, en tanto devenir inmotivado y reenvío significante, se indica el sentido de la copertenencia. De allí la centralidad de la articulación en todo proceso de significa89
ción: si existe indecidibilidad estructural se dan estabilizaciones precarias de significados. La indecidibilidad surge del cuestionamiento de la estructura cerrada y del centro ordenador. Al cuestionar los supuestos de totalidad, teleología y significado trascendental, el campo de la significación, desde las mismas premisas estructuralistas, requiere articulaciones que no se deducen de la estructuralidad del sistema. En otros términos, la articulación es siempre política porque muestra el momento de institución del significado. Por eso mismo, sólo desde la deconstrucción de la estructura es posible pensar el momento de institución como la existencia de conexiones contingentes en toda significación. En este sentido, la copertenencia de filosofía y política no significa identificación, sino ruptura con el ordenamiento del saber establecido. La escritura deconstruye un orden del saber disciplinar, es decir, no puede pensarse desde la división tradicional en cuanto excede y precede esa división. Esta precedencia, el vacilar de toda la división disciplinar contemporánea, indica que la articulación no se da en una región específica, sino que es el mismo movimiento que constituye esas regiones. Siendo así, la política ya no es una región específica, aun cuando pueda serlo, sino el proceso mismo de institución de una u otra región. La radicalidad que surge de los primeros escritos de Derrida se encuentra en la política como el momento de institución, como la definición de los límites disciplinares. Por esto, aun cuando existe una región que reclama para sí la autonomía de la reflexión política, la institución de esa región es política. La copertenencia indica, en fin, que todo proceso de significación, como institución arbitraria surgida de reenvíos significantes, requiere de una dimensión estructural de la política. Si la escritura es articulación, esa articulación siempre es una violencia originaria y no el suplemento de una inocencia incontaminada. Para analizar la irreductibilidad de la violencia, y sus implicaciones en términos ontológicos, es necesario detenerse en la primera lectura que hace Derrida de Emmanuel Levinas.
90
Capítulo II Violencias
La non-violence est en un sens la pire des violences. Jacques Derrida
Luego de mostrar de qué modo la escritura deconstruye una concepción de filosofía que permite pensar de otra forma el vínculo de la filosofía con la política e indicar la politicidad inherente a todo campo de significación, es necesario avanzar en el sentido de la copertenencia en los primeros escritos como “economía de la violencia”. El tema es, así, el de una cierta lucha de fuerzas irreductible que le otorga márgenes más precisos a la política. Un indicio de ello surge al finalizar el texto dedicado a la tensión entre fuerza y estructura, donde Derrida escribe: Pues el otro fraterno no está en primer término en la paz de lo que se llama la intersubjetividad, sino en el trabajo y en el peligro de la inter-rogación; no está en primer término seguro en la paz de la respuesta, en la que dos afirmaciones se casan, sino que es invocado en medio de la noche por el trabajo de ahondamiento propio de interrogación1.
La cuestión será pensar el sentido de estas afirmaciones donde aparece un contrapunto entre la paz de la intersubjetividad y el trabajo de la interrogación. Para este análisis resulta pertinente trabajar un texto del año 1964 titulado “Violencia y metafísica. Ensayo sobre el pensamiento de Emmanuel Levinas”. DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 46.
1
91
El objetivo del presente capítulo no es mostrar la continuidad o la ruptura entre Emmanuel Levinas y Jacques Derrida. No se busca evaluar la lectura positiva o negativamente, sino trabajar el sentido que adquiere la copertenencia de filosofía y política. Por esto mismo, a diferencia de las lecturas que tematizan en su totalidad la relación de Derrida con Levinas, hay que prestar atención a la singularidad de cada uno de los escritos. El desplazamiento respecto de Levinas que propone la lectura de Derrida ubica a la violencia, específicamente la economía de la violencia, en un lugar cuasi-trascendental. Si ese lugar es aquel de la huella como movimiento de inscripción, abordar la violencia constitutiva de la diferenciación y la institución clarifica qué se entiende por copertenencia en los textos tempranos del autor. Las preguntas iniciales desde las cuales Derrida inicia su lectura de Levinas se dirigen al sentido mismo de la filosofía: ¿qué sentido puede tener la filosofía ante el recurrente anuncio de su muerte en el pensamiento contemporáneo? Según Derrida existen dos voces, después de Hegel, que han abordado esta cuestión: Edmund Husserl y Martin Heidegger. A pesar de sus diferencias, entre ambos autores se pueden establecer una serie de rasgos comunes. En primer lugar, la historia de la filosofía se piensa a partir de su fuente griega. Los conceptos fundadores de la filosofía son para estos autores griegos y no se puede salir de ellos para filosofar. El punto de partida de ambos filósofos marca la dominación de lo mismo que se encuentra presente en sus posiciones. En segundo lugar, la arqueología que prescriben, tanto la fenomenología como la ontología, lleva a la transgresión o reducción de la metafísica, aun cuando el sentido de tal reducción sea diferente en cada caso. En tercer lugar, la ética está disociada de la metafísica, está subordinada a una instancia anterior y más profunda. Los tres motivos muestran cierta continuidad entre Husserl y Heidegger, pues al plantear una única fuente posible de la filosofía indicarían una única dirección para todo recurso filosófico. El trasfondo común es el lugar donde ubican la posibilidad misma del lenguaje filosófico y sus límites. Pues bien, ese trasfondo común e inconmovible es lo que Levinas hace vacilar. En primer lugar, apunta a la dislocación del logos griego como único emplazamiento de la filosofía, aún 92
más, apuesta a ir más allá de toda topología, a una especie de respiración que ya no sería fuente ni lugar. Levinas viene a marcar la necesidad de ir hacia lo otro de lo griego, de liberarse de la dominación griega de lo Mismo y lo Uno que constituye el origen de toda opresión en el mundo. Esto implica cuestionar el concepto de totalidad que domina la filosofía occidental. En segundo lugar, el pensamiento de Levinas se define como la restauración de la metafísica contra la totalidad nacida de la tradición griega. Enunciado que se debe leer a la luz de todas las críticas, ante todo la de Heidegger, sobre la posibilidad de la metafísica. En tercer lugar, busca en la relación ética la posibilidad de liberar la metafísica y abrir el espacio de la trascendencia. La relación ética como relación no violenta con lo infinito como infinitamente-otro; pero sin buscar algo más profundo que subordine ética y metafísica, sino pensando a partir de ellas mismas. Desde estos tres puntos Levinas cuestiona el origen griego de la filosofía y sus principales exponentes contemporáneos: Husserl y Heidegger. Y lo hace desde una escatología mesiánica que no quiere asemejarse a la evidencia filosófica marcada por la totalidad, pero que tampoco se presenta como teología o mística judías. Aun cuando apela a textos hebreos, el recurso que utiliza para hacerse entender es la experiencia misma, y lo más irreductible que hay en ella: paso y salida hacia lo radicalmente otro. Luego de mostrar los rasgos generales del planteo levinasiano, Derrida formula una serie de preguntas que construyen el lugar de la indagación realizada: ¿Qué significan esta explicación y este desbordamiento recíprocos de dos orígenes y de dos palabras históricas, el hebraísmo y el helenismo? ¿Se anuncia ahí un impulso nuevo, alguna extraña comunidad que no sea el retorno en espiral de la promiscuidad alejandrina? Si se piensa que también Heidegger quiere abrir el paso a una palabra antigua que, apoyándose en la filosofía, lleve más allá o más acá de la filosofía, ¿qué significan aquí este otro paso y esta otra palabra? Y sobre todo, ¿qué significa este requerido apoyarse en la filosofía en el que aquéllas siguen dialogando?2
2
Ibídem, pág. 113. 93
Estas preguntas, entonces, son el lugar desde donde se realiza la lectura derridiana. Además son preguntas que señalan dos cuestiones: el exceso de la tradición y el problema del lenguaje. La posibilidad o imposibilidad de dar un paso más allá o más acá, de trascender la tradición hacia lo otro de la misma, es central porque la tradición se tematiza como violencia, como el ejercicio político de la violencia, como guerra. La cuestión del lenguaje se plantea en relación con las palabras que le quedarían a la filosofía yendo más allá de ella. Se trata entonces de la pregunta por el modo de exceder una tradición que se considera en sí misma violenta y, de ser posible ello, con qué lenguaje si la misma gramática está atravesada por supuestos filosóficos.
La totalidad como violencia política Derrida sostiene que la salida de Grecia estaba anunciada desde los primeros escritos levinasianos. Ya en Teoría de la intuición en la fenomenología de Husserl se cuestiona el imperialismo de la theoria. Levinas ve en la fenomenología, como fiel sucesora de la tradición platónica, un privilegio de la luz. La obra de Husserl no habría podido reducir todas las ingenuidades, pues todavía subyace a su pensamiento la ingenuidad de la mirada que pre-determina al ser como objeto. Este problema es central, pues si se determina la tradición como violencia de la luz –de la theoria–, la cuestión es la posibilidad de su trascendencia hacia una no-luz no violenta. La lectura de Derrida se ubica en la pregunta por esa no-luz desde el momento en que Levinas recurre al sol de la epekeina tes ousias platónica para la destrucción de la ontología y la fenomenología que están sometidas a la totalidad de lo mismo. La necesidad de exceder la tradición se encuentra en la definición de la totalidad como violencia. Las críticas levinasianas se dirigen a la complicidad entre el teoreticismo y el misticismo: Éste será el verdadero blanco de Levinas: la complicidad de la objetividad teórica y de la comunión mística. Unidad pre-
94
metafísica de una sola e idéntica violencia. Alternancia que modifica el encierro, siempre el mismo, de lo otro3.
La violencia se empieza a definir en esta cita como encierro de lo otro por lo mismo, como la reducción de toda alteridad por la mismidad4. El distanciamiento de Levinas respecto de Husserl y Heidegger se entiende desde la necesidad de abandonar un pensamiento de la totalidad. Dos temas heideggerianos retiene en su crítica a Husserl: primero, la idea que afirma que en el orden ontológico es primordial el mundo concreto de la percepción respecto a la secundariedad del mundo de la ciencia, es decir, se apoya en la afirmación heideggeriana según la cual el mundo no está dado primigeniamente a una mirada, sino como un centro de acción o solicitud; segundo, critica cierto olvido de la historia, de la historicidad. Pero la apelación a Heidegger para criticar a Husserl se transforma rápidamente en un cuestionamiento al mismo Heidegger. Si bien Levinas va a señalar que en la ontología heideggeriana no se puede hablar de un reduccionismo objetivista, sino de un cuestionamiento del teoreticismo de la tradición griega basado en la mirada y la metáfora de la luz, Heidegger retiene un esquema que hace posible la oposición sujeto-objeto: la estructura dentro-fuera. Frente a la postura heideggeriana, como frente a la husserliana, Levinas no es sólo un crítico externo. Por el contrario, mantiene su verdad mostrando que detrás de ella aparece algo que la precede. Y en esa anterioridad inscribe la metafísica de la separación y la exterioridad. Ibídem, pág. 119. La noción de violencia tal como es entendida por Levinas no se entiende como irracionalidad individual. Esta distancia es fundamental para comprender el sintagma “economía de la violencia” utilizado por Derrida. La violencia no se refiere aquí a una crueldad irracional individual. Por el contrario, Levinas toma la noción de violencia tal como es desarrollada por Eric Weil en Lógica de la filosofía para aplicarla a la tradición occidental comprendida con la noción de totalidad, es decir, violencia se entiende como la negación del ente concreto por parte del discurso universal. Esto implica que la oposición entre la violencia como irracionalidad individual y la paz como discurso universal y razonable es disuelta. Pues es el mismo discurso universal y razonable, aquel de la filosofía occidental fundada en Platón y que llega hasta Heidegger para Levinas, el que niega el ente concreto. Es esta negación implícita en la tradición lo que viene a señalar la violencia y lo que constituye el motivo central del texto de Derrida sobre Levinas. Cf. WEIL, E., Logique de la philosophie, Paris, 1950. 3 4
95
Levinas insta a salir del padre griego, ir hacia una pluralidad sin unidad. Derrida escribe:
Hay que matar al padre griego que nos mantiene todavía bajo su ley: a lo que un Griego –Platón– no pudo nunca resolverse sinceramente, difiriéndolo en un asesinato alucinatorio. Pero lo que un Griego, en este caso, no pudo hacer, un no-Griego ¿podrá conseguirlo de otro modo que disfrazándose de griego, hablando griego, fingiendo hablar griego para acercarse al rey? Y como se trata de matar una palabra, ¿se sabrá alguna vez quién es la última víctima de esta ficción? ¿Se puede fingir hablar un lenguaje?5
Levinas parte del fracaso de Platón para matar a su padre Parménides, por lo que habría que repetir el asesinato desde que el gesto platónico no posibilita la multiplicidad y la alteridad. El verdadero parricidio sería la relación con lo otro, una relación que sólo es posible desde un pensamiento que postule la diferencia originaria. La cuestión relevante aquí es que el mundo de la luz y la unidad, contra el que Levinas escribe, tiene consecuencias políticas. La reflexión sobre el ser y la cuestión política no pertenecen a esferas opuestas. Levinas indica que existe una política surgida de la exclusión del otro por lo mismo. Totalidad e infinito comienza con la identificación de política y guerra: El arte de prever y ganar por todos los medios la guerra –la política– se impone, en virtud de ello, como el ejercicio mismo de la razón. La política se opone a la moral, como la filosofía a la ingenuidad6.
El movimiento es doble: se identifica política y guerra y se diferencia moral y política subordinando la segunda a la primera. La guerra –la política–, se entiende a partir del concepto de totalidad. A la vez, el ideal social en este marco es la fusión en un ideal común, en un nosotros (posición que se encontraría en el Mitsein heideggeriano como forma derivada de la relación original). DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 121. LEVINAS, E., Totalidad e infinito, Valencia, Sígueme, 1999, pág. 47.
5 6
96
Levinas identifica la ligazón entre cierta metafísica y cierto orden político. Desde esta identificación la tarea será ir más allá de la tradición, ir hacia un tipo de relación ética que exceda la violencia de la guerra. Contra la guerra Levinas plantea que la relación original es un cara-a-cara, un encuentro con el rostro, un cara-a-cara sin intermediarios, sin mediatez ni inmediatez. Es esta proximidad y distancia absolutas donde aparece una comunidad anterior a la luz platónica. Sólo allí se manifiesta lo absolutamente otro, antes de una verdad común, antes de la manifestación y la presencia. Esta relación es la que permite ir más allá de la raíz griega común a Husserl y Heidegger, pues esa raíz impide pensar lo otro y ordena todo discurso a esa imposibilidad. Dos consecuencias se derivan de un discurso que niega la alteridad: primero, como no se piensa lo otro no se tiene tiempo, y sin tiempo no hay historia, pues la alteridad absoluta de los instantes sólo puede venir al tiempo por el otro; segundo, al no pensar lo otro sucede el encierro en la soledad y se reprime la trascendencia ética. Se trata, entonces, de la imposibilidad de la tradición griega de pensar la relación con el otro:
Incapaces de responder a lo otro en su ser y en su sentido, fenomenología y ontología serían, pues, filosofías de la violencia. A través de ellas, toda la tradición filosófica en su sentido profundo estaría ligada a la opresión y el totalitarismo de lo mismo. Vieja amistad oculta entre la luz y el poder, vieja complicidad entre la objetividad teórica y la posesión técnicopolítica7.
Resulta central entonces la íntima unidad en Levinas de las filosofías herederas de la tradición griega de la luz y el poder, esto es, la unidad entre objetividad teórica y posición política. Todo lo que está dado a la luz se reduce a lo mismo. La metáfora de la luz sería la raíz común de la filosofía occidental, metáfora que permitirá el desplazamiento de esa opresión a la supuesta inocencia del discurso filosófico. Desde la metáfora de la luz, para Levinas, se construye una posición política en la cual el otro no tiene lugar, es decir, se construye una política de la mismidad. En este esquema general, Levinas debe mostrar cómo DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 124.
7
97
la metafísica puede trascender la fenomenología y la ontología, cómo ir más allá del desconocimiento del otro, más allá de la dominación del otro. A ese “más allá” Levinas lo denomina metafísica o ética, donde la trascendencia metafísica es deseo. Este deseo se encuentra alejado de la concepción hegeliana en tanto es definido como respeto y conocimiento del otro como otro. El deseo se deja interpelar por la exterioridad absolutamente irreductible de lo otro, frente a la cual siempre es inadecuado. Por ello el deseo no se reduce a la intencionalidad teórica o a la afectividad de la necesidad. El deseo es infinito, ninguna totalidad se cierra sobre él. Se trata de una metafísica de la separación infinita que va más allá de lo visible. El deseo es trascendencia hacia lo otro, donde se da una separación absoluta. Distancia que muestra la oposición entra la filosofía organizada en torno a la noción de totalidad, de un yo que atrapa al otro dentro de lo mismo, y la metafísica como apertura al otro. Para Levinas el yo es lo mismo, por lo que la alteridad de ese yo es sólo una apariencia interna a lo mismo. La negatividad del yo queda encerrada en el círculo de lo mismo y no se abre a la alteridad. El planteo levinasiano, si bien dirigido contra Husserl y Heidegger, se construye desde la crítica a Hegel donde lo otro es siempre la negación de lo mismo. Para Levinas el trabajo o el deseo hegeliano pertenecen a un movimiento interno del yo donde la alteridad resulta reducida: Esta neutralización del deseo es la excelencia de la vista según Hegel. Pero es además, para Levinas, y por las mismas razones, la primera violencia, aunque el rostro no sea lo que es cuando la mirada está ausente. La violencia sería, pues, la soledad de una mirada muda, de un rostro sin palabra, la abstracción del ver. Según Levinas, la mirada, por sí sola, contrariamente a lo que se podría creer, no respeta al otro8.
Ibídem, pág. 134. Para Derrida existe un axioma silencioso en los planteos levinasianos que determina la totalidad como totalidad finita. En cierto sentido es posible abordar la lectura de Derrida como un intento para mostrar que lo infinito es la característica propia de la totalidad y que, por eso mismo, ya no se constituye como tal. Algunas indicaciones al respecto fueron señaladas en el capítulo anterior al mostrar cómo la noción de juego disloca toda estructura cerrada. En este caso, frente a la totalidad lógica y la infinitud positiva, Derrida muestra la infinitud de lo finito que imposibilita toda totalidad. En otros términos, el texto puede ser leído 8
98
Tras las máscaras de Husserl y Heidegger, es Hegel el filósofo de la totalidad. Frente a la totalidad, Levinas piensa desde el encuentro con lo otro como la única aventura fuera de sí. El encuentro con lo otro implica la imposibilidad del retorno a lo mismo, y así es una escatología sin esperanza. Por ello mismo el encuentro no se puede conceptualizar, es algo que no puede ser tematizado por categorías. Todo concepto supone un horizonte que impide lo absolutamente otro. El otro infinito trasciende el horizonte que encierra lo mismo, y desde ese encuentro es posible la apertura del tiempo. El encuentro con lo otro se da en el cara-a-cara que mantiene la distancia y rompe la totalidad, un estar juntos que excede la sociedad y la comunidad. La trascendencia del encuentro con el otro, más allá de la negatividad, se da como interrogación. Por esto, la interpelación es el único imperativo ético posible. La metafísica levinasiana permite ir más allá de la visión y la luz, de la relación teórica que restituye lo otro en la interioridad de lo mismo. De este modo la metafísica es, por un lado, posterior a la fenomenología y a la ontología, pues se da como crítica a ellas y, por otro lado, anterior, es primera, muestra el trasfondo anterior a la raíz común de ambas. Sólo la metafísica puede liberar a lo otro de su neutralización tradicional. Tanto la fenomenología husserliana como la ontología heideggeriana entrarían dentro de este esquema de neutralización. La filosofía occidental se define para Levinas como la reducción de lo otro a lo mismo a través de la mediación de un término neutro: la fenomenología neutraliza lo otro desde la luz de una teorética objetivista y la ontología lo neutraliza mediante el pensamiento neutro del ser, pues al pensar el ser del ente como primigenio se neutraliza al otro como ente. La presunta neutralidad de la filosofía occidental esconde una política, aún más, es la neutralización del otro. La ontología, entendida como relación con el ser consiste en neutralizar el ente para apresarlo. Por lo que es imposible una relación de paz desde la ontología, en tanto se parte de la autarquía del Yo que como un doble trabajo: por un lado, mostrar ese axioma silencioso y, por otro lado, deconstruir la supuesta unidad entre totalidad y finitud. 99
suprime y posee al otro, donde la relación con el otro se da en términos de posesión o apropiación. Por esto Levinas relaciona la ontología heideggeriana con el Estado, pues la neutralización, la supuesta no violencia, es lo que posibilita su poder: La ontología, como filosofía primera, es una filosofía de la potencia. Converge en el Estado y la no-violencia de la totalidad, sin precaverse contra la violencia de la que vive esta no-violencia y que aparece en la tiranía del Estado9.
La neutralidad del Estado es la impersonalidad que esconde una relación de posesión con la alteridad. Y como tal es la negación de la alteridad como lo radicalmente otro en nombre de lo mismo. La ontología es una filosofía estatal porque supone la neutralidad del ser para pensar el ente. Es la oposición entre libertad y justicia, entre la libertad entendida como la autarquía de un yo que es independiente del otro y la justicia como la acogida de lo absolutamente otro. Si la ontología lleva al poder anónimo del Estado que conduce el Yo a la guerra como opresión tiránica de la totalidad, la ética levinasiana busca pensar una relación no alérgica con el otro. En otros términos, una consideración del otro que se opone a la identificación de libertad y poder a partir de la relación con un ser absolutamente distante. En este planteo surge una paradoja: el rostro es al mismo tiempo la posibilidad de trascender la violencia, pero también quien la ejerce. En la doble relación frente al rostro, posibilidad y límite de la violencia, encuentra su sentido la referencia a la guerra. Tal como fue señalado, la guerra es inmanente a la idea de totalidad, a las determinaciones de la metafísica occidental. Y la guerra es, justamente, la no consideración del otro, la subordinación del otro ante lo mismo: la violencia ante el rostro. Derrida retoma esta doble posibilidad del rostro que dota a la violencia de una complejidad intrínseca. La violencia propia de lo mismo y la totalidad se da frente a un rostro que, en tanto apertura a la alteridad, resiste esa violencia. En cuanto se dirige al otro existe una diferenciación en la misma definición de violencia que supone ya el exceso de la totalidad: LEVINAS, E., Totalidad e infinito, op. cit., pág. 70.
9
100
Palabra y mirada, el rostro no está, pues, en el mundo, puesto que abre y excede la totalidad. Por eso marca el límite de todo poder, de toda violencia, y el origen de la ética. En un sentido, el asesinato se dirige siempre al rostro, pero para fallar siempre el intento10.
Levinas denuncia la complicidad entre los esquemas del pensamiento que tienen su fuente en Grecia y una determinada posición política, y busca salir de esa posición con una ética que suprima la violencia, que niega el poder sobre el otro. Sólo hay dominio del otro porque se lo conceptualiza, pero por ello mismo el planteo de Levinas al cuestionar la conceptualización construye una posición donde no existe dominio, donde la relación es una ética sin violencia y sin poder. La filosofía primera es ética, no política. Levinas no construye una posición política, o radicalmente política, sino una ética que la subordina, donde la política es secundaria respecto de una relación absolutamente no violenta con el otro:
El rostro en el que se presenta el Otro –absolutamente otro– no niega el Mismo, no lo violenta como la opinión, la autoridad o lo sobrenatural taumatúrgico. Permanece al nivel de quien lo recibe, sigue siendo terrestre. Esta presentación es la no-violencia por excelencia, porque, en lugar de herir mi libertad, la llama responsabilidad y la instaura. No-violencia, mantiene sin embargo la pluralidad del Mismo y del Otro. Es paz11.
Violencia trascendental: Edmund Husserl El trabajo de lectura que realiza Derrida consiste en replegar a Husserl y Heidegger sobre Levinas. Por lo que no se trata de una crítica realizada desde el exterior para mostrar falencias en los textos, sino un trabajo minucioso a su interior para leer de otra forma la tradición. En esa diferencia que no es filosófica, sino de lenguajes, aparece la violencia como temática central. DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 140. LEVINAS, E., Totalidad e infinito, op. cit., pág. 216.
10 11
101
Se muestra progresivamente la existencia de una violencia irreductible, específicamente, de una economía de la violencia. Ese núcleo irreductible es lo que aquí se piensa como copertenencia. En tanto lectura interna, Derrida señala que el marco dentro del cual se ubican las observaciones tiene que ver con la “cuestión del lenguaje”. Husserl y Heidegger son los nombres que permiten mostrar qué se entiende por violencia en el marco, y este es el título con el cual comienza la sección, de una polémica originaria. Polémica, se podría decir, cuasi-trascendental, que no tiene que ver con el ejercicio fáctico o empírico de la violencia, sino con la instancia de inscripción o de institución arbitraria. En el desarrollo de este apartado es necesario pensar las determinaciones que adquiere la noción de violencia, si bien es imposible construir una definición acabada de la misma. Imposibilidad inherente en cuanto la violencia se encuentra en el movimiento de diferenciación, de institución de significados. Así, no hay un sentido vulgar de la violencia, porque la violencia es el proceso de inscripción de sentidos. Se van a desarrollar dos sentidos, violencia trascendental y violencia ontológica, que dan cuenta del lugar de la violencia irreductible. En este sentido, el punto de partida de Derrida es que la metafísica –la posición levinasiana–, no puede escapar a la fenomenología, y no lo puede hacer porque supone la ascendencia a la luz que implica, siempre, una violencia trascendental. Si Levinas señala que la ética es anterior a la fenomenología, Derrida da vuelta el argumento. Esto no sólo debido a la imposibilidad de reducir el teoreticismo husserliano (pues incluso para que algo como la ética tenga sentido debe tener sentido para una conciencia, debe constituirse como una evidencia previa en el campo de la fenomenología trascendental), sino en el horizonte irreductible desde el cual surge la cuestión de la intersubjetividad. La objeción fundamental de Levinas a Husserl se encuentra allí: cuando Husserl piensa el otro como fenómeno del ego, como alter-ego constituido por apresentación analógica, habría perdido la alteridad infinita de lo otro reduciéndolo a lo mismo. Al hacer del otro un ego al que sólo se puede acceder estableciendo una analogía con el propio ego se lo reduciría a la mismidad. La referencia al propio ego para acceder a la alteri102
dad terminaría imposibilitando toda apertura al otro. Frente a esto, Derrida sostiene que se puede mostrar que Husserl, en las Meditaciones Cartesianas, percibe en su significación a la alteridad del otro, pero que su intención es otra. Husserl busca describir cómo ese otro en tanto que otro se le presenta al ego. Es la alteridad irreductible lo que es un fenómeno para el ego, pues sólo es posible respetar al otro, a la alteridad absoluta, si se le aparece a un ego. No se puede hablar de lo completamente otro si no hay un fenómeno de ese absolutamente otro12. El aparecer del otro a un ego, un aparecer que indica que el otro es algo que yo no puedo ser jamás –una no fenomenalidad–, es lo que busca pensar Husserl como fenómeno intencional del ego. Derrida señala que la afirmación central de Husserl tiene que ver con el carácter irreductiblemente mediato de la intencionalidad que apunta al otro como otro. La mediación es fundamental, pues el otro trascendental no se me puede dar de manera originaria, siempre es necesaria la apercepción analógica. En este sentido, la apercepción no reduce lo otro a lo mismo, sino que señala el carácter mediato de la relación. Si yo accediera al otro sin mediación, ese otro dejaría de ser otro. La apresentación reconoce la separación absoluta con el otro, sin la apresentación se da la asimilación. En otros términos, la alteridad, por su misma trascendencia, requiere de la mediación. Es posible realizar aún una observación respecto de la intersubjetividad husserliana. Levinas considera que es reductiva la posición que afirma que el otro es un alter-ego, el otro levinasiano iría más allá de ese alter ego. Pero, para Derrida, en ningún momento se puede decir que en Husserl la referencia al alter-ego implique la reducción del otro como otro yo-mismo, pues sólo implica reconocer al otro en su forma de ego, es decir, reconocer al otro en su forma específica, otra que las cosas del El primer señalamiento de Derrida cuestiona que el teoreticismo husserliano conlleve violencia, pues incluso el respeto ético requiere una fenomenología, otro que aparezca como tal. No existe una constitución finita de los horizontes, sino horizontes de constitución: “¿La irreductibilidad para siempre de lo otro a lo mismo, pero de lo otro que aparece como otro a lo mismo? Pues sin este fenómeno de lo otro como otro no habría respeto posible. El fenómeno del respeto supone el respeto de la fenomenalidad. Y la ética supone la fenomenología”. DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 162. 12
103
mundo. Si no se reconoce al otro como ego se lo diluye en el mundo de las cosas, y ésta sería una forma de violencia. De este modo es necesario reconocer al otro como ego para que sea posible su alteridad. Y así es imposible decir que Husserl reduzca el otro a lo mismo al hablar de alter-ego, el otro es radicalmente otro porque es otro ego. La simetría, que no es simetría real, es la que hace posible toda asimetría. La asimetría es, indica Derrida, una economía, pero no economía real en el sentido levinasiano, sino en un sentido que sería intolerable para este autor: la economía es entendida como la simetría trascendental de dos asimetrías empíricas. Por todo esto, el otro sólo se puede pensar como negatividad, aún más, sólo se puede decir como negatividad, es decir, siempre relativo a un yo. Y esta negatividad no es secundaria respecto a la alteridad absoluta, sino que pertenece a una zona más profunda que la desplegada en una filosofía de la subjetividad como la de Levinas. El otro es mi prójimo como extraño en tanto es un alter-ego. Por lo que la violencia postulada por Levinas sería una violencia sin víctima, el autor de la violencia no podría ser nunca el otro sino el mismo, pero como los egos son siempre otros para los otros sería una especie de violencia sin autor. Concluye Derrida:
Significaría que la expresión ‘infinitamente otro’ o ‘absolutamente otro’ no puede decirse y pensarse a la vez. Que lo Otro no puede ser absolutamente exterior a lo mismo sin dejar de ser otro, y que, por consiguiente, lo mismo no es una totalidad cerrada sobre sí, una identidad que juega consigo, con la mera apariencia de la alteridad, dentro de lo que llama Levinas la economía, el trabajo, la historia13.
Esto se debe complementar con el análisis husserliano de la relación con las cosas, pues las cosas trascendentes y naturales son otras para la conciencia. La trascendencia es el signo de una alteridad irreductible que no reconocería Levinas. Dado que las cosas son lo otro, su acceso deja siempre algo oculto, la apresentación analógica es propia de toda percepción. Esto no significa confundir una y otra cosa. Derrida reconoce que en Husserl no
13
Ibídem, pág. 170. 104
hay medida común para las cosas y la alteridad del otro como alter-ego, pero sólo en el inacabamiento de las cosas trascendentes (debido a la limitación de la percepción) se puede originar la alteridad del otro. Se deben pensar estas dos alteridades conjuntamente, como si una estuviera inscripta en la otra. Sin confundirlas, puesto que la alteridad del otro es irreductible no por los bosquejos siempre parciales de la percepción, sino porque por esencia ninguna perspectiva puede ofrecer la cara subjetiva de las vivencias del alter-ego. Lo que diferencia a Husserl y Levinas, para Derrida, es que el pensador alemán tiene derecho de hablar de ese infinitamente otro, es decir, da cuenta del origen y legitimidad de su lenguaje desde la modificación intencional del ego:
[…] al reconocerle a este infinitamente otro como tal (que aparece como tal) el estatuto de una modificación intencional del ego en general, Husserl se concede el derecho de hablar de lo infinitamente otro como tal, da cuenta del origen y de la legitimidad de su lenguaje14.
Levinas, por el contrario, habla de lo infinitamente otro, pero al no hacer referencia a la modificación intencional se priva de su propio lenguaje. Lo que viene a mostrar Husserl es que el único punto de partida posible para el lenguaje es el fenómeno referido a una intencionalidad. O mejor, no hay un lenguaje puro que pueda dar cuenta de una relación inmediata con la alteridad absoluta. Por el contrario es la mediación la que posibilita no sólo el vínculo con el otro, sino el lenguaje para hablar de ello. Claro que esto implica una forma de violencia, pero sería una violencia trascendental, una violencia pre-ética. Se trata de la violencia de la economía como la violencia cuasi-trascendental toda inscripción. Escribe Derrida: Retornar, como al único punto de partida posible, al fenómeno intencional en que el otro aparece como otro y se presta al lenguaje, a todo lenguaje posible, es quizás entregarse a la violencia, al menos hacerse cómplice de ella y dar derecho –en el sentido crítico– a la violencia de hecho, pero se trata entonces de una zona irreductible de la facticidad, de una vio-
14
Ibídem, pág. 168. 105
lencia originaria, trascendental, anterior a toda elección ética, supuesta, incluso, por la no-violencia ética. ¿Tiene algún sentido hablar de violencia pre-ética? La ‘violencia’ trascendental a la que estamos aludiendo, en cuanto que está ligada a la fenomenalidad misma y a la posibilidad del lenguaje, estaría alojada así en la raíz del sentido y del logos, antes incluso de que éste tenga que determinarse como retórica, psicagogia, demagogia, etc.15
Violencia ontológica: Martin Heidegger Vale recordar que desde la posición de Levinas afirmar la prioridad del ser sobre el ente es subordinar la relación con algún ente a la relación con su ser, con algo impersonal que permite su aprehensión. Por esto, la ontología heideggeriana, señala Levinas, no vale para el otro: la ética se sometería a la ontología, a partir de la falta de reconocimiento del truismo Ahora bien, contra esta lectura de Heidegger, Derrida señala que sostener que la prioridad del ser respecto del ente es lo que imposibilita pensar en lo otro es un contrasentido. Y lo es en tanto no se puede hablar de prioridad del ser, pues el ser no es nada, no es un ente, y sólo dos cosas determinadas, dos entes, pueden tener prioridad unas respecto de otras. Dado que el ser no es nada, no puede preceder al ente. El ser es siempre el ser de un ente, pero no se identifica con el ente. Por esto mismo el ser es la nada respecto del ente, respecto de la totalidad de lo ente. Heidegger ha señalado una y otra vez la imposibilidad de la precedencia del ser sobre lo ente, lo que permite indicar que no es posible hablar de la subordinación del ente al ser o, como dice Levinas, de la relación ética a la relación ontológica. Escribe Derrida: Pre-comprender o explicitar la relación implícita con el ser del ente, no es someter violentamente el ente al ser. El ser no es más que el ser-de este ente, y no existe fuera de él como una potencia extraña, un elemento impersonal, hostil o neutro. La neutralidad, tan frecuentemente acusada por Levinas, sólo puede ser el carácter de un ente indeterminado, de una
15
Ibídem, pág. 168. 106
potencia óntica anónima, de una generalidad conceptual o de un principio16.
El pensamiento del ser no es una filosofía primera y no produce una potencia, la potencia sólo se puede dar entre entes. Este pensamiento es extraño a toda filosofía primera, a toda moral y a toda búsqueda de una arquía. La extrañeza respecto de la ética hace imposible su subordinación. Si el pensamiento del ser no es una subordinación de la ética por la ontología, Derrida señala que toda ética necesita de un pensamiento del ser para poder surgir. La ontología no sólo no es violencia ética, sino que es aquella que abre la posibilidad de toda ética. La pre-comprensión del ser condiciona el respeto del otro como lo que es, es decir, condiciona el reconocimiento de la esencia del ente. Sin este reconocimiento del ser de un ente existiendo fuera de mí no es posible ninguna alteridad, y por ello ninguna ética. Si la esencia del otro pertenece al ser, el dejar-ser como apertura del ser del otro lo respeta como tal. El dejar-ser lo deja ser al otro en su esencia y su existencia, y por consiguiente es respeto por la alteridad y por ende aquello que posibilita la ética. En este sentido, Derrida indica en clara oposición a la tesis levinasiana que no hay dominación de la relación con el ente por la relación con el ser de lo ente:
No hay, pues, ninguna ‘dominación’ posible de la ‘relación con el ente’ por la ‘relación con el ser del ente’. Heidegger criticaría no solamente la noción de relación con el ser como Levinas critica la de relación con el otro, sino también la de dominación: el ser no es la altura, no es el señor del ente, pues la altura es una determinación del ente17.
Sólo se puede afirmar la dominación si se sostiene una tesis que el mismo Heidegger negó: que el ser sea un ente excelente o primigenio, pero el ser no está encima o al lado del ente, y no es posible la relación de dominación óntica entre el ser y el ente. El ser sólo es algo en el ente, en la apertura de la diferencia ontológica. Para Derrida, la relación con un ente no puede ser
16 17
Ibídem, pág. 184. Ibídem, pág. 186. 107
dominada por la relación con el ser de ese ente, y no lo puede ser desde la presentación del ser que hace el mismo Heidegger. En este marco, la dominación postulada por Levinas resulta imposible porque la relación con el ser del ente no es una relación de saber. Y, al no ser un saber, no se confunde el ser con un concepto de ser como generalidad indeterminada. Derrida retoma la afirmación heideggeriana que señala que el ser no es un concepto al que lo ente estaría sometido. El ser no es un concepto, no puede ser un concepto, y por ello no puede ofrecerse a la comprensión dominadora: “Así, el pensamiento, o la pre-comprensión del ser, significa cualquier cosa antes que un comprender conceptual y totalitario. Lo que acabamos de decir del ser podría decirse de lo mismo”18. Y en nota al pie, en referencia a la imposibilidad de conceptualizar lo mismo como totalidad escribe: Las relaciones esenciales entre lo mismo y lo otro (la diferencia) son de tal naturaleza que la hipótesis misma de subsumir lo otro bajo lo mismo (la violencia según Levinas) no tiene ningún sentido19.
El pensamiento del ser es lo que posibilita toda determinación, pues si el ser es poder dejar ser, desde allí se entiende la alteridad, pues sólo se deja ser aquello que no se es: lo otro. Derrida se diferencia claramente de Levinas al señalar que lo mismo no puede ser tematizado como totalidad o identidad. El pensamiento del ser no hace del otro un género del ser, porque el ser no es una categoría, no puede tener una relación con la totalidad. La totalidad siempre se da en relación con lo ente, por lo que, siendo extraño a la totalidad, el ser no puede oprimir a los entes. El ser del ente no es una arquía, el ser no es el “amo” de lo ente. Por el contrario, el ser es la radical liberación respecto de la arché. Derrida señala que, de la misma forma que con la fenomenología, Levinas pone continuamente en práctica la pre-comprensión del ser aun cuando lo haga para criticar la ontología: ¿Qué significaría, de otra manera ‘la exterioridad como esencia del ser’? ¿Y ‘sostener el pluralismo como estructura del
18 19
Ibídem, pág. 189. Ibídem, pág. 190. 108
ser’? ¿Y qué ‘el encuentro con el rostro es, absolutamente, una relación con lo que es. Quizás sólo el hombre es sustancia, y es por eso por lo que es rostro’? La trascendencia ético-metafísica supone, pues, ya la trascendencia ontológica20.
El pensamiento del ser no puede ser violencia ética porque sin ese pensamiento se encierra la trascendencia en identificación y economía empírica. Para Heidegger, indica Derrida, la metafísica es lo que cierra la totalidad, no trasciende el ente sino hacia otro ente. La metafísica se olvida, justamente, de pensar la diferencia entre ser y ente. Una metafísica ligada al humanismo que no se pregunta por la relación de la esencia del hombre con la verdad del ser. Levinas llama metafísica al movimiento ético de trascendencia hacia otro ente y caracteriza su pensamiento como humanismo. Propone, así, una metafísica a la vez que un humanismo: se trata de acceder al ente supremo como otro, ente que es el hombre como rostro a partir de la semejanza con Dios. Es siguiendo esta línea de análisis que Derrida indica que contra la unidad de metafísica, humanismo y onto-teología escribe Heidegger: La cuestión del ser retrocede más acá de este esquema, de esta oposición de los humanismos, hacia el pensamiento del ser que presupone esta determinación del ente-hombre, del enteDios, de su relación analógica, cuya posibilidad sólo puede abrirla la unidad pre-conceptual y pre-analógica del ser21.
Aún más, Derrida muestra que la experiencia del rostro es posible de ser expresada porque implica el pensamiento del ser. La metafísica propuesta por Levinas, su metafísica del rostro, encierra un pensamiento del ser, presupone la diferencia entre ser y ente pero al mismo tiempo la calla. No hay expresión sin un pensamiento del ser, aun cuando se dé una precedencia óntica. El ser sólo se puede dar bajo la forma de un ente, aun cuando no puede ser reducido a él, por ello el ser siempre está disimulado. En este marco, sí se puede afirmar con Levinas que existe una preexistencia de la relación con lo ente, aun cuando ello no ponga en cuestión las afirmaciones heideggerianas. El ser sólo
20 21
Ibídem, pág. 191. Ibídem, pág. 194. 109
empieza al ocultarse bajo lo ente, se oculta en su determinación, la relación de lo ente es el ocultamiento del ser. El ser no existe antes del ente, sino que empieza por ocultarse en la determinación óntica. Sólo por la simulación del ser por lo ente es que existe algo, es que existe historia. El ser sólo se da como determinación metafísica, se da sustrayéndose él mismo. Esto no implica que la ontología heideggeriana sea no-violencia pura, tal cosa se identifica con la violencia pura22. El pensamiento del ser heideggeriano implica cierta violencia ontológica. A la violencia empírica le antecede una violencia de orden ontológico inscripta en el mismo aparecer del ente, es la violencia del lenguaje, de toda configuración, de toda delimitación del ser. A partir de esa violencia de la inscripción es posible señalar, con Derrida: El pensamiento del ser no es, pues, jamás extraño a una cierta violencia. Que este pensamiento aparezca siempre en la diferencia, que lo mismo (el pensamiento [y] [de] el ser) no sea jamás lo idéntico, significa de entrada que el ser es historia, se disimula a sí mismo en su producción y se hace originariamente violencia en el pensamiento para decirse y mostrarse. Un ser sin violencia sería un ser que se produjera fuera del ente: no-historia; no-producción; no-fenomenalidad23.
Es la violencia de aparecer siempre en la diferencia, que el ser es historia, y que siempre se disimula a sí mismo. Un ser no violento sería aquel que se produce fuera de lo ente, y nada es posible allí: una no historia. El pensamiento del ser es violento, indica Derrida, porque irreductiblemente el ser se muestra como ente, es decir, se disimula, se violenta, se oculta. No existe un acceso inmediato al ser sino siempre mediado por el ente, incluso por aquel ente que pregunta por el ser, por ello esa violencia como ocultarse del ser es el origen de la historia, el lenguaje. De hecho, violencia pura y no-violencia pura se identifican: “La violencia pura, relación entre seres sin rostro, no es todavía violencia, es no-violencia pura. Y recíprocamente: la no-violencia pura, la no-relación de lo mismo con lo otro (en el sentido en que lo entiende Levinas) es violencia pura. Sólo un rostro puede detener la violencia, pero en primer término porque sólo él puede provocarla”. DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 200. 23 Ibídem, pág. 200. 22
110
Cuando se separan la posibilidad del lenguaje y la violencia de la efectividad histórica se postula un pensamiento transhistórico. En este ahistoricismo cae Levinas al postular que el origen del sentido se ubica más allá de la historia. Derrida se pregunta, de diversas maneras, si es posible esta transhistoricidad. La a-historicidad del sentido postulada por Levinas es lo que lo separa de Heidegger, su diferencia última. Para Heidegger el ser es historia, se produce en la diferencia y como violencia. La primera violencia, que permite pensar Heidegger, es la disimulación del ser y, con ello, la disimulación del lenguaje: En la violencia ontológico-histórica, que permite pensar la violencia ética, en la economía como pensamiento del ser, el ser está necesariamente disimulado. La primera violencia es esta simulación, pero es también la primera derrota de la violencia nihilista y la primera epifanía del ser. El ser es, pues, menos el primun cognitum, como se decía, que lo primero disimulante24.
Economía de la violencia Violencia trascendental. Violencia Ontológica. He aquí las dos objeciones que Derrida le plantea a Levinas. Objeciones que, bajo la forma de un repliegue de Husserl y Heidegger, articulan cierto distanciamiento donde se define el lugar de la copertenencia de filosofía y política. Y el eje, como el mismo título del trabajo de Derrida lo indica, es la violencia. Pero no una violencia como violencia intersubjetiva o violencia empírica, sino violencia trascendental u ontológica. Frente a la tradición que piensa el ser desde la luz no se puede apelar a la no luz en tanto relación pacífica con el otro: hay violencia en cuanto existe diferencia o partición, huella en el origen. La violencia irreductible se tematiza finalmente como movimiento de diferenciación, término que designa el movimiento de todo proceso de significación. Se trata entonces de una violencia originaria o
24
Ibídem, pág. 203. 111
economía de guerra puesto que existe una diferencia de fuerzas en todo proceso de diferenciación. En este marco general es necesario retener cuatro motivos desde los cuales sistematizar el distanciamiento entre Derrida y Levinas: la alteridad, el lenguaje, la finitud y la filosofía. Esto no indica que sean cuatro motivos claramente diferenciados, por el contrario, Derrida viene a cuestionar el entramado desde el que los piensa Levinas. Tal como se ha señalado, Levinas indica que la tradición entendida como totalidad se constituye como violencia o guerra en tanto reduce la alteridad a la mismidad. Por esto mismo, su filosofía se dirige a exceder el lenguaje de la tradición desde una ética originaria entendida como apertura a la alteridad radical. Frente a la totalidad se esboza un pensamiento del infinito, del otro como infinito positivo. Derrida, en un movimiento similar al de Levinas, no va a cuestionar desde el exterior sus textos, sino mostrar un origen previo. El punto de partida es el cuestionamiento de la posibilidad de la alteridad como infinito positivo, pues si el otro absoluto sólo puede decirse mediante la negación de la exterioridad espacial finita, ya no es posible hablar de una infinitud positiva, es decir, su sentido será finito: “Así pues, si no puede designar la alteridad irreductible (infinita) del otro más que a través de la negación de la exterioridad espacial (finita), es quizás que su sentido es finito, no es positivamente infinito”25. Lo infinitamente otro no puede ser infinitamente otro si se constituye como infinitud positiva desde que debe conservar en sí la negatividad de aquello que niega. Si Levinas piensa la totalidad en relación a la filosofía hegeliana, Derrida presenta una postura que no se identifica con la levinasiana, pero que tampoco es hegeliana. A lo largo de los escritos de Levinas aparece recurrentemente la necesidad de diferenciarse de Hegel, por ejemplo, en las referencias al deseo, a la negatividad, al infinito, etc. Levinas piensa la alteridad como trascendencia positiva, no negativa, y aquí parece ubicarse la diferencia central con Hegel: para este autor la alteridad no puede ser pensada sino en el trabajo de la negatividad. Por esto, la pregunta es si es posible pensar la alteridad más allá de la negati
25
Ibídem, pág. 153. 112
vidad. De hecho, Derrida va a mostrar una paradoja en los planteos de Levinas: si se ubica la alteridad fuera de la totalidad ya no es posible definirla como irreductiblemente violenta, como guerra; pero si se ubica la alteridad en la totalidad se la niega, también, como oposición a lo infinito. Para Levinas lo mismo es una totalidad finita (violenta) y como tal se diferencia de lo otro, es decir, lo Otro no tiene lugar en la totalidad. El problema es que la violencia sólo se ejerce contra una alteridad, por lo que si la alteridad fuera externa a la totalidad la violencia sería imposible. En otros términos, si la totalidad fuera lo mismo no podría entrar en guerra con los otros, pues sería solo mismidad. Pero como ya fue expuesto, la totalidad es la guerra para Levinas, y como tal requiere de lo otro. Sólo hay violencia frente a otro, no frente a una cosa, por eso mismo el otro ya debe estar en la totalidad. Pero si el otro está en la totalidad se destruye la oposición entre totalidad-mismidad e infinito-alteridad. En esta paradoja se encuentra el señalamiento central de Derrida, cercano a Hegel en esta ocasión: la cuestión es la diferencia entre lo mismo y lo otro, diferencia que cuestiona la oposición entre totalidad e infinito. En este sentido, Derrida no niega el infinito positivo levinasiano, sino que viene a indicar que incluso la relación con el otro debe pensarse como negación de la mismidad. La diferencia entre lo mismo y lo otro es anterior a la apertura ética. Aún más, es una diferencia que no se reduce al otro-hombre, sino que es la condición del mismo aparecer, de todo fenómeno como tal. En su crítica a la infinitud, Derrida señala que el origen, horizonte donde se hace posible lo infinito, no es lo infinitamente otro, sino la diferencia entre lo mismo y lo otro. Frente a la fenomenalidad del otro entendida como la incorporación a la luz que lo domina, que en todo caso simula la verdadera alteridad, Derrida piensa la fenomenalidad del otro como huella: la fenomenalidad es huella porque remite a otro. La fenomenalidad de la alteridad ya no es simple dominación o negación en tanto su aparecer se da como huella, como marca, una inscripción que no es un presente absoluto sino un remitir, un reenviar a otras huellas. 113
Esta diferencia originaria, de la misma fenomenalidad como aparecer, que hace posible la finitud como la infinitud, es el lugar de la violencia trascendental, de la violencia de todo proceso de constitución:
La violencia, ciertamente, aparece en el horizonte de una idea del infinito. Pero este horizonte no es el de lo infinitamente otro, sino el de un reino en que la diferencia entre lo mismo y lo otro, la différance, no seguiría ya su curso, es decir, de un reino en que la paz no tendría sentido26.
La violencia es el horizonte de la diferencia que trabaja, incluso, lo infinitamente otro. La trascendencia, lo absolutamente otro, sólo se puede dar en relación a lo mismo, y como tal supone la diferencia. Por lo que si se señalaba que Hegel recorría todo el texto levinasiano, en Derrida la violencia puede ser pensada como negatividad. Pero negatividad que ya no se ordena en vistas a la parousía, es decir, se trata de una negatividad sin reconciliación o pacificación final. Esto conduce a pensar desde una finitud originaria, no ya como totalidad finita, sino una finitud sin totalidad (paradójicamente infinita). He aquí la diferencia medular entre los autores: la cuestión del lenguaje. Cuestión del lenguaje que puede ser ubicada en un doble registro: en el lugar del lenguaje en la relación con la alteridad y el lenguaje de la tradición como algo esencialmente violento. Respecto del primer aspecto, Derrida señala que desde el momento en que lo absolutamente otro se transforma en plenitud positiva, deja de ser nombrable, se hace indecible. Posiblemente a ese lugar de pensamiento quiere conducir Levinas, a ese lugar de lo infinito que rompe con la tradición, pero para ello debe romper con el lenguaje, y con la unidad establecida entre pensamiento y lenguaje. Para Derrida, desde que se accede al lenguaje, y se debe acceder para construir sentido, la palabra “otro” se comprende dentro de la finitud. Sólo se salva esta posibilidad si se diferencia pensamiento de lenguaje, si se sitúa el pensamiento
26
Ibídem, pág.174. 114
de la infinitud más allá del lenguaje27. Pero esto supondría la posibilidad de un pensamiento sin lenguaje. Respecto del segundo aspecto, surge el problema de la relación entre filosofía y lenguaje atendiendo a la violencia de la tradición. Aquí se encuentra el punto de inflexión entre Derrida y Levinas: la necesidad de pensar más allá del sistema, de la totalidad, de la conceptualidad, conduce a la cuestión recurrente del mismo lenguaje para esta tarea. Derrida va a señalar que incluso un planteo como el de Levinas que quiere exceder la tradición pensando la “exterioridad” utiliza ciertas metáforas congénitas al logos, por ejemplo, la distinción dentro-fuera:
Que haya que decir en el lenguaje de la totalidad el exceso de lo infinito sobre la totalidad, que haya que decir lo Otro en el lenguaje de lo Mismo, que haya que pensar la verdadera exterioridad como no-exterioridad, es decir, de nuevo a través de la estructura Dentro-Fuera y la metáfora espacial, que haya que habitar todavía la metáfora en ruina, vestirse con los jirones de la tradición y los harapos del diablo: todo esto significa, quizás, que no hay logos filosófico que no deba en primer término dejarse expatriar en la estructura Dentro-Fuera. Esta deportación fuera de su lugar hacia el Lugar, hacia la localidad espacial, esta metáfora sería congénita de tal logos28.
En este sentido, no es posible una exterioridad absoluta del lenguaje, aún más, es necesario el lenguaje de la totalidad en su Para Derrida, un discurso filosófico sólo se comprende si circulan en él lo mismo y el ser. Levinas, al no aceptar esto, es decir, al postular la inclinación del pensamiento ante lo Otro, se transforma en un empirista: “Pero el verdadero nombre de esta inclinación del pensamiento ante lo Otro, de esta aceptación resuelta de la incoherencia incoherente inspirada por una verdad más profunda que la ‘lógica’ del discurso filosófico, el verdadero nombre de esta resignación del concepto, de lo a priori y de los horizontes trascendentales, es el empirismo”. DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 206. Derrida ubica a Levinas dentro de la tradición empirista, que sólo posee un defecto: presentarse como filosofía. ¿Qué es el empirismo? Derrida lo define: “Es el sueño de un pensamiento puramente heterológico en su fuente. Pensamiento puro de la diferencia pura. El empirismo es su nombre filosófico, su pretensión o su modestia metafísica”. DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 206. De este modo para Derrida cuando Levinas radicaliza el tema de la exterioridad asume aquello que ha animado a todo los empirismos, demostrando que todo empirismo es metafísica. La experiencia de lo otro levinasiana sería un empirismo radicalizado. 28 DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 151. 27
115
negación para nombrar la exterioridad del mismo, y por ello el infinito positivo levinasiano se reinscribe en lo finito. Para Derrida, la deconstrucción conlleva la necesidad de instalarse en la conceptualidad tradicional para destruirla. La filosofía es entonces el repliegue de la violencia del discurso sobre sí, la necesidad de plegar sobre sí la lengua de los griegos para excederla. La filosofía, también, como la apertura a cuestiones que la exceden, a aquellas preguntas que no pueden ser respondidas desde su corpus, que a priori no tienen respuesta en el lenguaje, pero que la constituyen. Esto señala el lugar de una filosofía que se toma en serio la finitud. Para Derrida la conciencia de la finitud de la filosofía implica dos cosas: por un lado, una filosofía que se sabe histórica (pero en un sentido que excede la infinitud positiva y la finitud de la totalidad); por el otro, una filosofía que es economía, economía de las violencias. La filosofía asume la finitud irreductible que se da en el lenguaje como escritura, donde es posible la relación con el otro. La filosofía dentro del discurso, pues la palabra permite ir contra la violencia pero es aquello que la inaugura: Si la luz es el elemento de la violencia, hay que batirse contra la luz con otra cierta luz para evitar la peor violencia, la del silencio y la de la noche que precede o reprime el discurso. Esta vigilancia es una violencia escogida como la violencia menor por una filosofía que se toma en serio la historia, es decir, la finitud; filosofía que se sabe histórica de parte a parte (en un sentido que no tolera ni la totalidad finita, ni la infinitud positiva) y que se sabe, como lo dice, en otro sentido, Levinas, economía. Pero, una vez más, una economía que para ser historia no puede estar en su terreno ni en la totalidad finita, que Levinas llama lo Mismo, ni en la presencia positiva de lo Infinito. La palabra es sin duda la primera derrota de la violencia, pero, paradójicamente, ésta no existía antes de la posibilidad de la palabra. El filósofo (el hombre) debe hablar y escribir en esta guerra de la luz en la que se sabe ya desde siempre involucrado, y de la que sabe que no podría escapar más que renegando del discurso, es decir, arriesgando la peor violencia29.
29
Ibídem, pág. 157. 116
El filósofo debe escribir en la economía de una violencia contra otra, en ese renegar del discurso filosófico. Así, la filosofía es historia, pero no una historia como totalidad, sino como un movimiento que excede la totalidad y la hace posible. La historia no es la totalidad trascendida por la metafísica, sino la trascendencia misma, el movimiento de esa trascendencia. Trascendencia que es por definición polémica, es decir, política. La tragedia de la inscripción en el yo de lo mismo y lo otro, es la imposibilidad de dejar de ser el mismo incluso en la apertura al otro. Pero entre el origen trágico y la tierra prometida, la filosofía es el discurso de esa lucha de la finitud consigo misma. La diferencia pasa, entonces, por la apuesta derridiana por la filosofía. Apuesta que no significa retomar la filosofía en sentido tradicional, sino mostrar su necesidad, en tanto siempre el otro se le da a un yo, en tanto es impensable una experiencia que no sea la de un yo, y por eso un discurso que es violencia y que se violenta a sí. Desde los cuatro motivos señalados es posible indicar que es en el problema del lenguaje donde se inserta el cuestionamiento derridiano a Levinas. Atendiendo en ello a dos exigencias cruzadas pero contradictorias en Levinas: por una parte, sólo el discurso puede ser justo, dado que instaura y mantiene la separación absoluta; por la otra, todo discurso retiene el espacio y la mismidad en él. El lenguaje, al mismo tiempo que es condición de posibilidad de la ética como relación con la alteridad, es el lugar de la violencia de la mismidad. Siendo así, existe una relación intrínseca entre violencia y discurso. Ahora bien, si el discurso es violencia, se podría postular la paz como no violencia, donde la violencia se extingue hacia el final del discurso, con el silencio. Pero el silencio finito, nos dice Levinas, también es violencia. Aún más, el silencio es la peor de las violencias desde que se suspende la separación posibilitada por el lenguaje. Por esto, para Derrida, no hay frase que no pase por la violencia del concepto, pues la violencia aparece con la articulación. La peor violencia hace cohabitar el silencio con la paz, pues la paz sólo es posible en un silencio protegido por la violencia de la palabra. El silencio no sólo suspende la separación, sino que niega al otro como palabra. Por lo que, frente a la oposición 117
levinasiana entre violencia y paz, para Derrida la no violencia se da como violencia contra violencia, como lucha del discurso contra el discurso, como economía de la violencia:
Sólo hay guerra después de la apertura del discurso, y la guerra sólo se extingue con el final del discurso. La paz, como el silencio, es la vocación extraña de un lenguaje llamado fuera de sí por sí. Pero como el silencio finito es también el elemento de la violencia, el lenguaje no puede jamás sino tender indefinidamente hacia la justicia reconociendo y practicando la guerra en sí mismo. Violencia contra la violencia. Economía de violencia30.
La economía de guerra es la única posibilidad de la paz, o mejor, de la menor violencia posible. Es en la lucha violenta contra las violencias que es posible escapar a la violencia pura del silencio. Violencia contra violencia, economía de guerra. Se trata de la diferencia entre la palabra y el silencio, entre la filosofía como palabra violenta y el silencio sin lenguaje. Diferencia que siempre es economía de la violencia. Derrida rehabilita la necesidad del discurso frente al silencio, de la luz frente a la noche. Y para ello rompe con todo el irenismo de una filosofía que opone a la violencia una no-violencia pura, sea en un estado inocente originario o en una paz final. Se trata de cuestionar aquellos pensamientos de la política, que en la arché o el telos, inscriben una dimensión pacífica no política, esto es, hay que pensar la violencia sin una perspectiva teleológica de la no-violencia. Al indicar que la no-violencia es la peor violencia, aquella que no puede ser articulada en el discurso, la violencia pura de la noche, es necesario hacerle la guerra a la guerra. Es una apuesta del sentido frente al sin-sentido, y es así una elección violenta, de la violencia de la articulación del sentido: La mejor liberación respecto de la violencia es una cierta puesta en cuestión que solicita la búsqueda de la arché. Sólo puede hacerlo el pensamiento del ser, y no la ‘filosofía’ o la ‘metafísica’ tradicionales. Estas son, pues, ‘políticas’ que sólo pueden escapar a la violencia por medio de la economía: luchando violentamente contra las violencias de la an-arquía,
30
Ibídem, pág. 157. 118
cuya posibilidad en la historia es, todavía, cómplice del arquismo31.
Afirmación central porque indica que la filosofía y la metafísica son políticas. Y, al mismo tiempo, define qué es lo que se entiende por política: la lucha violenta contra las violencias, contra la anarquía y la arquía. No se trata entonces de la oposición entre paz y guerra, o mejor, la oposición entre violencia y no violencia, sino de la economía de la violencia. Frente al dualismo que opone violencia y no-violencia, que además estructura la oposición y subordinación entre ética y política, en Derrida la violencia es irreductible. La relación con el otro se da en la violencia originaria y, a la vez, la posibilidad de reducir la violencia es una economía. En esta economía la relación con el otro, según Derrida, se establece como violenta o no violenta desde la libertad ética, se trata de la violencia irreductible de la relación con el otro que es al mismo tiempo no-violencia en tanto abre esa relación, es por ello una economía. Lo otro sólo aparece en relación con lo mismo, y esta es la violencia que es origen del sentido y del discurso, ambos como dimensiones de la finitud. La copertenencia de filosofía y política es, para decirlo en este marco, la violencia como origen del sentido y del discurso en la finitud. Copertenencia que no es la facticidad o lo empírico, sino la arquía trascendental, la inscripción como la institución inmotivada que constituye el sentido. Es lo que se podría llamar historicidad trascendental. Aquella arquía trascendental abordada desde el comienzo del capítulo precedente en las observaciones relativas a la geometría, adquiere en este caso una especificidad mayor, en relación al objeto de estudio abordado, al ser referida como violencia originaria e irreductible: la violencia como origen del sentido. Es la violencia inscripta en todo aparecer y en todo discurso, es una guerra irreductible. Se trata de una economía porque es hacer la guerra a la guerra, hacerse violencia, pero sin la apropiación de la negatividad, sin la dialéctica que retiene la violencia en vistas a un fin. La violencia segunda, la economía de la violencia, es el repliegue de
31
Ibídem, pág. 191. 119
la violencia sobre la violencia que evita dos cosas: por un lado, el silencio de una noche sin discurso, sin sentido, sin lenguaje; por otro lado, la reapropiación de la violencia en el discurso del sentido, la violencia como lógica de la totalidad. Escribe Derrida:
Esta guerra segunda, en cuanto declarada, es la menor violencia posible, la única forma de reprimir la peor violencia, la del silencio primitivo y pre-lógico de una noche inimaginable que ni siquiera sería lo contrario del día, la de una violencia absoluta que ni siquiera sería lo contrario de la no-violencia: la nada o el sin-sentido puros32.
La copertenencia, en resumidas cuentas, aparece como el reconocimiento de la economía de la violencia o, en otros términos, de una polémica originaria. Polémica que está dada por la finitud y el lenguaje, por una filosofía que se hace historia en esa lucha. Una lucha en la cual, frente a la violencia, sólo puede utilizar otra violencia, esto es, resulta inútil oponer en política la paz a la guerra en tanto la violencia originaria es irreductible. Se deconstruye de este modo una posición filosófica-política sustentada en la erradicación de la violencia como fin del discurso. En otros términos, se cuestiona la posibilidad de una instancia no-violenta, comunidad pacífica, como origen y fin de la política. Si la violencia no puede ser eliminada es porque se encuentra en el mismo movimiento de articulación, lo que disloca una concepción que vuelve una y otra vez sobre la reconciliación sin conflicto. Aún más, es posible señalar que la economía de la violencia se dirige contra el misticismo de la violencia radical del silencio y contra la luz de una comunidad no violenta. Quizá la observación radical sea esta: no existe peor violencia que aquella de un vínculo sin violencia, no existe mayor negación de la alteridad. En este marco, frente a la reducción de la política por la ética, la apuesta por una ética pacifica frente a la política entendida como guerra, Derrida viene a mostrar el carácter irreductible de la política. Pues en ningún momento se postula una separación de política y violencia, ni siquiera se abandona la afirmación del
32
Ibídem, pág.175. 120
carácter violento de la tradición filosófica. La crítica de Derrida a Levinas puede ser leída como la reivindicación del lugar estructural de la política, puesto que se ubica en la misma articulación. Pero esto no lleva a una aceptación de la violencia, sino a la necesidad de luchar, de plegar una violencia contra otra. De allí la necesidad de pensar el sentido del término “economía”, pues se juega en este término la posibilidad de optar por “la menor violencia posible”. Es en la discusión con Hegel, que se entiende el sentido de la noción de economía.
121
Capítulo III Economías
Il s’agit encore d’une certaine économie.
Jacques Derrida
En el capítulo precedente se pudo señalar que la dimensión política en los primeros escritos de Derrida adquiere especificidad a partir del sintagma “economía de la violencia”. Si se parte de la politicidad estructural generada desde la concepción de escritura y los contornos de la misma se definieron como violencia irreductible, es necesario detenerse en la noción de economía. Tal como pudo ser presentado no existe una noción de violencia definida de modo claro y distinto en los textos tempranos debido a que la violencia se manifiesta en un nivel cuasitrascendental: en el movimiento de constitución de la significación. La imposibilidad de definir taxativamente el significado de la violencia, incluso la inexistencia de un sentido corriente del término, no impiden la construcción de cierto marco donde adquiere determinados rasgos. Husserl, Heidegger y Levinas han permitido circunscribir la violencia desde los calificativos de “trascendental” y “ontológica”. Ahora bien, desde el momento en que a la violencia inherente al discurso no es posible oponerle el silencio o la paz, la noción central pasa a ser la de “menor 123
violencia”. La cuestión es en la economía de guerra, tal como la define Derrida, determinar la menor violencia posible. La definición de lo “menor” de la violencia no puede escapar, para su definición, a la misma economía de la violencia. En este sentido, la disputa entre violencias, entre una menor y una mayor violencia, es definida como economía. Economía significa el juego entre las violencias ante la imposibilidad de su reducción absoluta. Si la violencia adquiere contornos en las referencias a Husserl y Heidegger, el término economía queda desprovisto de mayores referencias en el artículo sobre Levinas. Sólo se anuncia, brevemente, que esta economía no se corresponde con la economía real de la cual escribe Levinas. Y no se corresponde porque es una economía ubicada a un nivel cuasi-trascendental y no a nivel empírico. Si bien no es posible definir de modo concluyente su sentido, el objetivo del presente capítulo es otorgarle algunos rasgos a la noción de economía. Para abordar este problema hay que detenerse en dos autores: Hegel y Bataille. Específicamente trabajar sobre el escrito de Derrida donde se lee el pensamiento de Bataille a la luz de su cercanía y lejanía respecto de Hegel. La noción de economía a la cual se refiere Derrida en el sintagma “economía de violencia” se vincula directamente con la “economía general” batailleana. La economía, a diferencia de un planteo hegeliano, no implica una lógica regulada en la cual cada elemento se ordena como movimiento en vistas a un telos. El artículo de Derrida al cual se hace referencia se titula “De la economía restringida a la economía general. Un hegelianismo sin reserva”. En el texto, dedicado a Bataille, se muestra cómo desde una lectura interna siguiendo minuciosamente los pasos de la dialéctica hegeliana es posible ir más allá de ella. Resultan relevantes los dos calificativos que diferencian una y otra economía, y la concepción de hegelianismo “sin reserva”, pues se trata de pensar cómo cierta reserva de sentido es constitutiva de la dialéctica. Sobre la relación de Derrida con Hegel se deben efectuar dos observaciones. En primer lugar, según lo señala Descombes, Hegel no es un autor entre otros para la filosofía francesa del siglo XX. Por el contrario, la lectura de Hegel realizada por Kojève tiene un lugar matricial: 124
Si existe un signo del cambio de mentalidades –rebelión contra el neo-kantismo, eclipse del bergsonismo–, desde luego que es la vuelta firme de Hegel. Éste, proscrito por los neokantianos, de repente se vuelve, curiosamente, un autor de vanguardia citado con respeto en los círculos más avanzados. Este renacimiento parece deberse a dos razones principales. Una es el nuevo período de interés hacia el marxismo, tras la revolución rusa. […] La otra razón es la influencia del curso pronunciado por Alexandre Kojève en la Escuela Práctica de Altos Estudios a partir de 1933 y que se prolongará hasta 19391.
En la relación con Hegel se pueden identificar dos momentos. De un lado, la generación que fue alumna directa de Kojève entre quienes se puede citar a: Georges Bataille, Raymond Aron, Alexandre Koyré, Pierre Klossowski, Jacques Lacan, Maurice Merleau-Ponty, Eric Weil, entre otros. Esta generación, si es que le cabe tal palabra, mantendrá una estrecha relación con el pensamiento hegeliano, por lo que la dialéctica goza de un importante prestigio en la Francia posterior a 1930. De otro lado, la generación inmediatamente posterior, entre quienes se puede ubicar a Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jacques Derrida, se caracteriza por la ruptura con Hegel. Al respecto escribe Descombes: Así, en 1945, todo lo moderno proviene de Hegel, y la única manera de reunir las exigencias contradictorias de la modernidad es proponer una interpretación de Hegel. En 1968, todo lo moderno –es decir, siempre los mismos Marx, Freud, etc.– es hostil a Hegel2.
Si bien la presentación es un tanto esquemática, sirve para mostrar la inmensa importancia de Hegel para la filosofía francesa del siglo XX. En segundo lugar, se puede señalar que la relación de Derrida con Hegel es siempre compleja debido a que la “mediación” posibilita romper con cierta noción de presencia inmediata, pero al mismo tiempo, siguiendo la lectura heideggeriana, esta ruptura sigue estando dentro de la metafísica de la presencia. DESCOMBES, V., Lo mismo y lo otro, Cátedra, Madrid, 1998, pág. 28. Ibídem, pág. 30.
1 2
125
Aun cuando no se puede identificar con esta lectura, Derrida retoma los señalamientos de este autor al indicar que en Hegel la presencia organiza su sistema, ya no como presencia inmediata, sino como reapropiación. La relación con Hegel le permite a Derrida retomar los motivos de la mediación, el conflicto, la negatividad, como irreductibles; y construir un pensamiento de esas nociones por fuera de la dialéctica hegeliana. Para ello utiliza el término economía. La noción de economía no aparece sólo en relación a Bataille, sino que Derrida la utiliza constantemente en sus primeros escritos. Y lo hace para dar cuenta del movimiento de diferenciación que es tematizado, recurrentemente, como “economía de la différance”. Como simple indicio se pueden ubicar dos citas. Primero, en uno de los textos más tempranos analizados aquí –Fuerza y significación–, escribe: Contra esta simple alternativa, contra la simple elección de uno de los términos o de una de las series, pensamos que hay que buscar nuevos conceptos y nuevos modelos, una economía que escape a este sistema de oposiciones metafísicas. Esta economía no sería una energética de la fuerza pura e informe. Las diferencias consideradas serían a la vez diferencias de lugares y diferencias de fuerzas3.
Segundo, en Cogito e historia de la locura, texto dedicado a Foucault:
En lo más alto de él mismo, la hipérbole, la apertura absoluta, el gasto a-económico se recupera siempre, y se sorprende, en una economía. La relación entre la razón, la locura y la muerte es una economía, una estructura de différance cuya irreductible originalidad hay que respetar. […] Guarda en él la huella de una violencia. Se escribe más que se dice, se economiza. La economía de esta escritura es una relación ajustada entre lo excedente y la totalidad; la différance del exceso absoluto4.
Estas dos citas son indicios de la utilización recurrente de la noción de economía para dar cuenta del proceso de significación como diferenciación. Por ello es necesario preguntar qué entiende Derrida por economía, y no sólo porque con ello se ha DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 32. Ibídem, pág. 88.
3 4
126
de clarificar su utilización en relación a la différance, sino porque ayuda a entender la copertenencia de filosofía y política configurada como economía de la violencia.
De Hegel a Bataille Si la relación de Bataille con Hegel es el motivo central del texto a trabajar, aquí resulta importante analizar el paso de una “economía restringida” hegeliana a una “economía general” batailleana. Un paso que permite precisar el significado del término economía tal como se utiliza en el sintagma economía de la violencia, pues en cuanto movimiento económico de las violencias no es la simple referencia a un cálculo estratégico como patrón de organización o regulación que privilegia la menor violencia. O mejor, si lo que está en juego es una estrategia, un privilegio de la menor violencia posible, esa estrategia no puede ser entendida en términos utilitaristas. Otra economía está en juego, pero tampoco puede ser asimilada a lo a-económico, al gasto improductivo. No es el don lo que trabaja esta otra economía como si aparecerá con mayor fuerza en algunos textos tardíos. La relación de Bataille con Hegel, objeto del texto de Derrida, puede ser dividida en dos momentos. Un primer momento tiene que ver con la aproximación a Hegel previa al seminario de Kojève donde ya se manifiestan las diferencias con el filósofo alemán. Desde finales de la década de 1920, textos como “El lenguaje de las flores”, “Figura humana” o “El bajo materialismo y la gnosis”, manifiestan una abierta distancia con el hegelianismo. Sobre los textos tempranos de Bataille escribe Queneau:
En ellos se afirma de entrada antihegeliano, y lo hacía en relación con un punto que no era de conocimiento corriente en ese tiempo: sostiene que el animal tiene una ‘historia’ (y no solamente el hombre), lo que conduce –dialécticamente– a una posición hegeliana, pues habría entonces una especie de dialéctica de la naturaleza. […] El enemigo es entonces el panlogismo de
127
Hegel, y la ‘decisión previa de oponerse como un bruto a todo el sistema’ no tiene nada de sistemático5.
Las manifestaciones iniciales de antihegelianismo son diversas, desde las críticas a la abstracción hasta la oposición de lo “improbable” a la contradicción. Se entrevé en los escritos aquello que Derrida va a destacar, es decir, no una ruptura desde la crítica externa a Hegel, sino un esfuerzo por ir más allá de Hegel desde dentro de sus presupuestos, lo que Queneau llama una “dialéctica de la naturaleza”. Aun cuando la lectura de la dialéctica hegeliana es convencional, se manifiesta el intento de excederla en sus propios términos, una especie de antihegelianismo donde la materia, lo que excede la razón, es pensada de forma dialéctica. El segundo momento de la relación de Bataille con Hegel se origina a partir de la asistencia al seminario impartido por Kojève entre 1934 y 1939. La recepción propuesta por Kojève es central aquí en cuanto la lectura de Derrida se centra en los textos de Bataille posteriores al seminario. Si bien Bataille planifica un libro sobre Hegel que no llega a publicar, dos artículos son centrales: “Hegel, la muerte y el sacrificio” (1955) y “Hegel, el hombre y la historia” (1956). En una nota que precede al primero de los artículos, escribe Bataille: Surgido de un estudio sobre el pensamiento, fundamentalmente hegeliano, de Alexandre Kojève. Ese pensamiento pretende ser, en la medida de lo posible, el pensamiento de Hegel tal como podría contenerlo y desarrollarlo un espíritu actual, sabiendo lo que Hegel no supo (conociendo, por ejemplo, los acontecimientos posteriores a 1917 y, además, la filosofía de Heidegger). Hay que decir que la originalidad y la valentía de Alexandre Kojève están en que percibió la imposibilidad de llegar más lejos, y en consecuencia la necesidad de renunciar a construir una filosofía original y por ende el interminable recomenzar que es la confesión de la vanidad del pensamiento6.
QUENEAU, R., “Primeras confrontaciones con Hegel”, en BATAILLE, G., Escritos sobre Hegel, Arena, Madrid, 2005, pág. 62. 6 BATAILLE, G., “Hegel, la muerte y el sacrificio”, en La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2001, pág. 283. 5
128
Tal como puede leerse en la cita, la relación con Kojève modifica la lectura de Hegel: ya no será el Hegel panlogista, racionalista, ni aquel cercano a la experiencia vivida por el hombre y la sociedad, sino el Hegel de Kojève. La relación con Kojève es central en este marco porque permite entender cómo se está leyendo a Hegel. Un Hegel, vale señalar, próximo a Husserl y Heidegger. Y se anuncian allí los elementos que le permitirán a Bataille poner en cuestión la dialéctica como lógica del sentido:
Según él [Kojève], Hegel habría estado a punto de caer en la locura en el momento de alcanzar el saber absoluto. Y, de manera general, su interpretación, lejos de poner el acento en el aspecto razonable y pacificador del pensamiento hegeliano, insiste con satisfacción en los momentos paradójicos, excesivos, violentos y sobre todo sangrientos7.
En esta interpretación de Hegel se acentúa el origen irrazonable de lo razonable, acercándolo a las filosofías de la existencia de principios de siglo. Ante las lecturas panlogistas que destacan la identificación de lo real y lo racional, en el Hegel de Kojève el pensamiento es el movimiento de la razón hacia su otro, es una ampliación de la razón. Por eso el término utilizado es el de sabiduría y no el de racionalidad, es el saber absoluto que muestra lo irrazonable de lo razonable. Desde esta interpretación, la negatividad (leída en términos antropológicos u ontológicos) es el motor de la historia. La lectura de Kojève se va a centrar en la Fenomenología del espíritu hegeliana, y la va leer como una antropología filosófica en una especie de versión humanista de la dialéctica: […] antropológico en el sentido que se trata ahí de ‘existencia’, es decir, de deseo y de acción. Hegel no es simplemente un intelectualista: sin la creación por la acción negadora no hay contemplación de lo dado”8. El humanismo se encuentra en que todo lo que tiene sentido se decide en la historia humana entendida como acción DESCOMBES, V., Lo mismo y lo otro, op. cit., pág. 32. KOJÈVE, A., La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel, Fausto, Buenos Aires, 1996, pág. 53. 7 8
129
transformadora del hombre. La acción proporciona la regla de la verdad, pues el hombre al actuar niega lo dado y así lo transforma, crea un nuevo mundo: hace historia. Indudablemente, la importancia de la lectura propuesta tiene que ver, como destaca Bataille, con leer a Hegel a la luz de la filosofía contemporánea, específicamente en relación con Husserl y Heidegger. Si se pudo cruzar a Husserl, Heidegger y Levinas, en este caso, para diferenciar dos tipos de economía hay que trabajar sobre Hegel, Kojève y Bataille. Al mismo tiempo se debe indicar que el contexto en el cual Derrida lee a Bataille y a Hegel está marcado por la ruptura con el filósofo alemán. El artículo de Derrida comienza señalando que para la comprensión de Bataille es necesaria la referencia a Hegel, pero que el descrédito del nombre de Hegel hace que se lo evite la mayoría de las veces. Abandonar a Hegel, evitarlo, ignorarlo, no hace sino que el hegelianismo extienda su propia lógica de envolvimiento. Para escapar de Hegel no basta con su simple olvido, pues en todo caso en ese gesto la filosofía queda presa del envolvimiento general del hegelianismo: Soportar la evidencia hegeliana querría decir, hoy, lo siguiente: que es necesario, en todos los sentidos, pasar por el ‘sueño de la razón’, el que engendra y el que hace dormir a los monstruos; que es necesario atravesarlo efectivamente para que el despertar no sea una astucia del sueño. Es decir, de nuevo, de la razón9.
Hay que atravesar de cierta forma el hegelianismo para poder ir más allá, un trabajo metódico con sus textos, un recorrido por sus caminos, una lectura atenta de sus movimientos. Sólo se puede ir más allá de Hegel apropiándose de Hegel, pero no apropiarse de cualquier manera, sino desde cierto distanciamiento. El distanciamiento es el exceso de la tradición en la tradición, el exceso de la filosofía en el discurso filosófico. No es un simple abandono, una negación, sino un replegar la filosofía sobre sí: un pliegue al interior de la lengua filosófica. Esto significa un trabajo que se toma en serio su tarea, es decir, no aísla frases, DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 345.
9
130
no extrae argumentos de su contexto, no inserta proposiciones en un discurso extraño. La rigurosidad de la lectura parte de la comprensión de la mutua solidaridad inherente al sistema hegeliano, partiendo del rigor interno que estructura su pensamiento como sistema donde la razón como totalidad está presente en cada uno de sus movimientos. La cuestión de la economía está presente en la definición de totalidad, o mejor, de sistema. La “economía restringida” es la circularidad de un movimiento que retorna sobre sí. Frente a ello, Bataille no abandona la conceptualidad hegeliana, sino que la habita de determinada forma, trabaja sobre sus conceptos para volver imposible la reapropiación circular del sentido: produce una “economía general”. Parte de los mismos conceptos pero los reinscribe, los somete a una especie de vacilación que hace temblar todo el sistema. En resumidas cuentas, mostrar el desplazamiento interno a la conceptualidad hegeliana permite abordar los dos tipos de economía.
La dialéctica como lógica del sentido La conmoción interna del sistema hegeliano encuentra un lugar privilegiado en la dialéctica del amo y el esclavo. Tal como es expuesto en el capítulo IV parte B de la Fenomenología del espíritu, el surgimiento de la autoconciencia es posible a partir de la diferencia entre amo y esclavo. Luego de presentar la relación con la vida como negación a través del deseo, Hegel va a indicar que la autoconciencia surge del reconocimiento de otra conciencia. Si el deseo animal es la negación de la cosa dada, de la naturaleza, el reconocimiento como deseo de un deseo también es negación. Esta negación marca una diferencia originaria puesto que no es posible el reconocimiento de dos conciencias iguales. El yo humano surge del deseo de reconocimiento, por lo que el deseo es plural, o mejor, deben existir una pluralidad de deseos para que sea posible el reconocimiento. La autoconciencia surge de la lucha por el reconocimiento, de ahí que su esencia sea polémica. La partición originaria se da en la forma de una lucha entendida como acción negadora, sometimiento de otra autocon131
ciencia. Es una lucha de vida o muerte en la cual el hombre debe arriesgar su vida para llegar a la autoconciencia. En este sentido es central retener el lugar de la muerte. La muerte tiene un lugar fundamental porque, por un lado, es necesario arriesgar la vida en la lucha para llegar a la autoconciencia, pero, por otro lado, porque es necesario que en esa lucha los adversarios no mueran, que uno renuncie a poner en riesgo su vida. El amo se convierte en tal porque arriesga su vida por un deseo no animal, por el reconocimiento, y el esclavo lo es a partir del privilegio que le otorga al deseo animal, a la supervivencia. La muerte aparece en la partición originaria porque es aquello que distingue a unos y otros, define la humanidad frente a la vida animal. El hombre se define por su negatividad, por la finitud, porque puede morir, pero no es la mera muerte animal lo que define su humanidad, sino la muerte humana, se debe morir como hombre para ser hombre, es decir, la muerte debe ser aceptada como resultado de un proceso de lucha y no mera muerte biológica. La humanidad surge desde que se arriesga la vida para lograr el reconocimiento del otro. Sólo arriesgando la vida se prueba que no se es un animal, sólo buscando la muerte del otro se lo reconoce como hombre. Para Bataille, por todo esto, es justamente en la relación ante la muerte donde es posible poner en jaque la dialéctica. El amo es aquel que arriesga la vida y que por eso puede soportar la angustia ante la muerte y se mantiene ahí. La puesta en juego de la vida, en Hegel, tiene un sentido, es un momento en el proceso de la llegada a la autoconsciencia de sí. Se comprende el arriesgar la vida en vistas a un fin, esto es, la muerte tiene lugar porque forma parte de la historia del sentido. En esta historia, como es sabido, el amo debe conservar la vida aun cuando la arriesga. Incluso aquello que diferencia al amo del esclavo, el temor frente a la muerte, también se reinscribe en el amo como respeto ante la muerte. Ambos, aun cuando sólo el amo esté dispuesto a arriesgar la vida, respetan la muerte. Sólo porque conserva su vida, porque respeta la muerte, el amo llega a la autoconciencia. El respeto ante la muerte juega un papel central en la dialéctica, lo cual significa que la vida tiene un lugar privilegiado, es necesario conservar la vida para que se constituya la autoconciencia. 132
Es el respeto ante la muerte, o lo que es lo mismo, la muerte como un “simulacro” en función de la vida, lo que Bataille va a cuestionar. La apuesta por la muerte, por una muerte que no se inscriba en la economía de la vida, pone en riesgo la constitución de la autoconciencia. En otros términos, la muerte, el respeto ante la muerte, sólo se comprende en una economía de la vida. Si, en un primer recorrido, parece que la muerte juega el papel central, si dos relaciones ante ella permiten diferenciar amo y esclavo, en un segundo recorrido, es posible mostrar cómo el privilegio sigue siendo de la vida, pues la vida se mantiene, debe mantenerse para que se constituya la certeza de sí. El privilegio de la vida es lo que Bataille critica, mostrando que cierto concepto de vida, como el de razón, es siempre conservado en la dialéctica. La muerte adquiere sentido en función de la vida, la muerte vale porque no existe, porque no se muere, porque amo y esclavo conservan su vida a partir de la dominación de uno por el otro. La muerte es reapropiada en una economía del sentido, en el discurso coherente donde la vida tiene un lugar privilegiado. No se trata de la vida biológica, sino una vida esencial, la verdad de la vida. El simulacro de la muerte –el momento de la lucha por el reconocimiento–, produce la diferencia entre amo y esclavo. Si sólo el amo está dispuesto a asumir su humanidad poniendo en riesgo la conservación de la vida, surge una disimetría fundamental, sólo el amo es humano y es reconocido por alguien a quien no reconoce. Como indica Hegel, el amo queda envuelto en un camino sin salida. El amo es quien arriesga su vida para ser reconocido por otro hombre, pero ese reconocimiento es imposible porque el esclavo mantiene su animalidad, no arriesga la vida, no es un hombre. Se produce un reconocimiento unilateral y desigual. Por este motivo, indica Hegel, es en la figura del esclavo donde surge la certeza de sí. El esclavo es quien reconoce al amo como tal, es quien ha cedido en la lucha y reconoce en el otro la conciencia. Aún más, el amo se relaciona con las cosas a través del esclavo, negando las cosas mediante su goce. Por el contrario, el esclavo elabora las cosas pero posterga su goce porque pertenecen al amo. La diferencia que se origina a partir de dos relaciones ante la muerte, se inscribe en un 133
segundo momento como la diferencia entre goce y trabajo. La negación de lo dado, movimiento esencial de la dialéctica, se da en el amo mediada por el trabajo formativo del esclavo. El trabajo de la negatividad es la negatividad como trabajo. Por este motivo, para Hegel la autoconciencia surge de la servidumbre: el esclavo reconoce en el amo la conciencia aun cuando no la posee y mediante el trabajo niega lo dado. Pero por esto también la servidumbre es la esencia de la autoconciencia porque implica la negación de lo dado supeditado a un fin posterior: el esclavo trabaja pero reprime el goce. Al ser trabajo formativo, la verdad de la certeza de sí surge de la categoría de obra, puesto que es en la obra producida por el siervo donde surge la conciencia. La negatividad es entendida en función de la obra, es una negatividad que obra, que tiene un empleo determinado. Es esta servidumbre de la conciencia aquello que Bataille cuestiona y que Derrida recupera:
Es en esa disimetría, en ese privilegio absoluto del esclavo en lo que no ha dejado de meditar Bataille. La verdad del señor está en el esclavo; y el esclavo convertido en señor sigue siendo un esclavo ‘reprimido’. Esa es la condición del sentido, de la historia, del discurso, de la filosofía, etc.10.
La muerte que constituye la humanidad del hombre aparece en un discurso coherente como elemento en vistas a un fin. Si la servidumbre animal se entiende a partir de la subordinación a un fin, de la acción como medio para satisfacer necesidades, al inscribir la muerte en el discurso nuevamente se ordena en función de una finalidad. Por este motivo, al repetir el encadenamiento de medios y fines, la humanidad definida por la muerte se vuelve sierva: es la servidumbre de los medios hacia el fin. En Hegel todo adquiere sentido en función de la sabiduría como fin que requiere el agotamiento del discurso. En Bataille la muerte, o la negatividad, desgarran, son la ruptura del discurso y con ello del sentido: Perdido para el discurso, el sentido queda entonces absolutamente destruido y consumido. Pues el sentido del sentido, la dialéctica de los sentidos y del sentido, de lo sensible y del
10
Ibídem, pág. 350. 134
concepto, la unidad de sentidos de la palabra sentido, a la que Hegel estuvo tan atento, ha estado siempre ligada a la posibilidad de la significación discursiva11.
Si la lectura de Bataille disloca la dialéctica en un trabajo riguroso, lo hace a partir del cuestionamiento del estatuto de la muerte. O mejor, a partir de la muerte muestra que la dialéctica es una economía del sentido en la cual cada momento se conserva, circula y reproduce. Esta circulación es, también, una lógica de la vida, no puede existir muerte o negatividad como ruptura, quiebre, desgarramiento, sino en la medida en que es conservada y superada en un momento superior. Por ello, resulta constitutivo para el pensamiento hegeliano que la muerte sea sólo un simulacro. La dislocación aparece en Bataille, a partir de su lectura de Kojève, en la oposición entre el hombre hegeliano y el hombre del sacrificio. En Hegel la muerte es el origen de la partición, pero aparece como posibilidad reinscripta en la vida, es decir, es una posibilidad que nunca debe ser realizada y que permite diferenciar al amo del esclavo. Dicho en otros términos, la muerte es lo que permite distinguir entre amo y esclavo (uno privilegia la vida y el otro está dispuesto a arriesgarla), pero esa muerte no debe ser efectiva, no debe realizarse, pues en tal caso se acaba la lucha y la autoconciencia se convierte en algo imposible. La muerte sólo puede ser un simulacro no efectivo para que funcione la dialéctica. Por eso, como indica Bataille, es una muerte dentro del discurso, es la superación de lo sensible en vistas al conocimiento. Por el contrario el hombre del sacrificio no inscribe la muerte en el sentido. Esto implica, a la vez, un estatuto diferente de la vida: si en el caso de Hegel la vida es inevitable, necesaria para la representación de la muerte; en el hombre del sacrificio, en Bataille, la vida es enriquecida. Una vida enriquecida por la emoción del horror sagrado. Si en un caso se da la tristeza ante la muerte, en el otro la muerte tiene una estrecha relación con el placer. La muerte hegeliana sirve para la constitución de la certeza de sí, es un simulacro, puesto que su efectividad imposible tiene utilidad. La muerte sacrificial no sirve
11
Ibídem, pág. 358. 135
para nada, es puro gasto, exceso del sentido. El sacrificio no se recupera para la constitución de la autoconciencia porque no se produce en el plano discursivo o del saber, por ello no se entiende a partir de la relación entre medios y fines. El punto en cuestión es el estatuto de la muerte en ambos pensadores. Bataille muestra que la constitución de la humanidad del hombre, de la autoconciencia, requiere de un determinado estatuto de la muerte. Se debe respetar la muerte, tratarla seriamente, para que tenga lugar dentro del sistema. La muerte en ningún caso puede ser exceso, pérdida, sino un momento que permite diferenciar amo y esclavo. Entre la muerte hegeliana y la muerte del sacrificio batailleano surge una profunda diferencia sustentada en el lugar que se le otorga. La muerte en Hegel tiene lugar dentro de un sistema, es por esto una muerte inscripta en el discurso. La muerte en Bataille ya no tiene lugar, no puede ser comprendida como momento en el desarrollo de un discurso, como parte de la constitución del sentido. El sacrificio es, justamente, la suspensión del servilismo inscripto en todo discurso, en la organización discursiva misma: El sacrificio no es por lo tanto una manera de ser soberano, autónomo, sino en la medida en que el discurso significativo no lo explique. En la medida en que el discurso lo explica, lo que es soberano se ofrece en términos de servidumbre. En efecto, lo que es soberano por definición no sirve12.
Por eso, si en el caso de Hegel la muerte tiene un estatuto trágico, el sacrificio se acerca a la comedia. La risa es aquello que excede la dialéctica desde la dialéctica, es decir, lo que no puede ser reapropiado en la economía de la vida y el sentido. La risa estalla ante el riesgo de una muerte que no se da en vistas a la conservación de la vida. Los textos de Hegel leídos a la manera de una comedia. Ese giro cómico está excluido por principio en la dialéctica. La risa batailleana es el estallido del núcleo de sentido donde surge la soberanía. Por eso Derrida retoma el motivo de la risa, de la comedia, como la suspensión del sentido: la dislocación de la economía como circulación. La economía BATAILLE, G., “Hegel, la muerte y el sacrificio”, op. cit., pág. 306.
12
136
hegeliana es restringida porque en la circulación cada momento es conservado y superado en vistas a un fin: […] esta economía de la vida se restringe a la conservación, a la circulación y a la reproducción tanto de sí como del sentido; desde ese momento todo aquello a lo que se refiere el nombre de señorío se hunde en comedia13.
En la risa aparece la diferencia entre señorío y soberanía, donde ésta última ya no pertenece al sistema del sentido y del saber. La risa marca una relación diferente con la muerte, es arriesgar la vida, ponerse en juego en un simulacro de riesgo. Desde la soberanía la muerte es una negatividad abstracta que está inscripta, también, en el juego. Monta una especie de comedia trágica donde se juega la vida, pero en tanto comedia sólo inspira risa, produce un estallido de risa. Esto significa que sólo por la seriedad ante la muerte, una seriedad que posee el reaseguro de la vida, se sostiene la dialéctica que es siempre economía restringida: Lo risible es la sumisión a la evidencia del sentido, a la fuerza de ese imperativo: que haya sentido, que nada esté definitivamente perdido a causa de la muerte, que ésta siga recibiendo la significación de ‘negatividad abstracta’, que siempre sea posible el trabajo que, al diferir el goce, confiere sentido, seriedad y verdad a la puesta en juego. Esta sumisión es la esencia y el elemento de la filosofía, de la onto-lógica hegeliana. Lo cómico absoluto es la angustia ante el gasto a fondo perdido, ante el sacrificio absoluto del sentido: sin retorno y sin reserva14.
En la lectura de Bataille retomada por Derrida, Hegel se opone no a quienes niegan la muerte, a los que simplemente dicen que es nada, sino a quienes se la toman con alegría. Bataille postula una alegría ante la muerte, que no significa sólo la risa ante la muerte, sino una alegría que produce angustia, una alegría angustiada. Una alegría que se opone a la seriedad de la sumisión al sentido: la risa es soberana frente a la seriedad de la servidumbre. DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 351. Ibídem, pág. 352.
13 14
137
En la soberanía, en el sacrificio, ante la muerte no hay respeto, no hay una lógica de conservación. La exterioridad de la soberanía respecto del sentido no puede entenderse como su dominio o fundación, no es el lugar de una arquía o principio externo15. No ocupa el lugar de un principio fundador porque se pone en juego ella misma, no existe un lugar soberano estable, definido, conservado, que organice un discurrir. La imposibilidad de su conservación, o su definición como consciencia, surge de la ausencia de dominación, la soberanía no domina ni se la domina. El soberano es el absoluto fracaso no servil, una no identidad consigo. Es gasto sin sentido, sin reserva, que no busca conocer, y por ello tampoco ser reconocida. La suspensión del sentido no es la simple negación de la dialéctica, no es su abandono, sino su extralimitación. El movimiento batailleano, la soberanía frente al señorío, es una radicalización de la dialéctica que muestra el sin-sentido del sentido. Si en Hegel el sentido se relaciona con la significación discursiva, la suspensión del sentido es la imposibilidad del discurso. Ese más allá del discurso significativo es el lugar en el cual todo discurso puede abrirse a la pérdida. La soberanía, o la poesía, surgen en el abandono del sentido, del saber, del conocimiento. Es la suspensión del discurso porque el servilismo es siempre la sumisión al sentido: Así, el servilismo no es más que el deseo del sentido: proposición esta con la que se habría confundido la historia de la filosofía; proposición que determina el trabajo como sentido del sentido, y la téchne como despliegue de la verdad; proposición que se habría concentrado poderosamente en el momento hegeliano y que Bataille, siguiendo el rastro de Nietzsche, habría llegado a enunciar, habiendo recortado de ahí la denuncia so-
La soberanía batailleana no se puede entender, en este sentido, en los marcos de la soberanía moderna. El soberano batailleano no sirve, pero tampoco ejerce poder, no se somete al ejercicio del poder. Al respecto escribe Esposito: “Hoy se podrá decir del soberano lo que se quiera, excepto que es el sujeto pleno y homogéneo de la autorrepresentación moderna: es más, si se abre un espacio a un nuevo pensamiento de la soberanía, éste, pasa justamente por aquel surco sangrante que libera al sujeto de sí mismo y lo supedita a algo que desde su interior lo trasciende”. ESPOSITO, R., Confines de lo político, Madrid, Trotta, 1996, pág.85. 15
138
bre el sin-fondo de un impensable sin-sentido, poniendo en juego mayor finalmente aquella enunciación16.
La soberanía como transgresión del sentido suspende la diferencia discursiva, pero esto no significa que se identifica con una presencia plena o con una plenitud de sentido. Bataille no vuelve a una metafísica de la presencia desde el momento en que la soberanía es negatividad sin sentido, sin empleo, y como tal, experiencia de la diferencia absoluta:
Esforzándose en dirección al sin-fondo de la negatividad y del gasto, la experiencia del continuum es también la experiencia de la diferencia absoluta, de una diferencia que no sería ya la que Hegel pensó con mayor profundidad que ningún otro: diferencia al servicio de la presencia, trabajando en la historia (del sentido)17.
Existen, así, dos tipos de diferencia, una diferencia en vistas a la presencia y el sentido, y una diferencia que excede la presencia porque siempre aparece como tal. Derrida no ve en Bataille un nuevo místico que apele a la continuidad originaria, al instante pleno o a la fusión entre los hombres. Es un Bataille leído como teórico de la diferencia, donde el esfuerzo pasa por exceder la diferencia entendida en términos dialécticos, es decir, como contradicción en la totalidad. Este ir más allá es la puesta en relación del exceso y el sentido, de lo mismo y lo otro. Así, en esta lectura, es necesario, por un lado, evitar todo equívoco respecto de palabras como comunicación, continuum, instante, mostrando que en cada caso se inscribe la diferencia, que no hay comunicación sino en la herida abierta, que el instante no es un punto presente sino lo que se sustrae entre dos presencias; por el otro, mostrar las diversas estrategias, la económica, que posibilita escribir de otro modo. En la cuestión de la economía está en juego la posibilidad de una escritura que no sea reapropiada por el lenguaje de la metafísica. Un pensamiento de la diferencia debe evitar en este marco dos posibilidades. En primer lugar, aquella que asume la comprensión inmediata de los conceptos, donde se aíslan las no DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 359. Ibídem, pág. 361.
16 17
139
ciones y se elimina su contexto, una especie de entendimiento atómico donde cada concepto es evidente por sí mismo. En este caso, una lectura que elimine el contexto, apela a cierta inmediatez donde deja de tener sentido la tradición, donde se hace como si la tradición no existiera. En segundo lugar, aquella que subsume cada concepto en el contexto como totalidad, esto es, donde cada concepto adquiere sentido en función de un sistema. En este caso, la atención al contexto y a las diferencias de significación a lo largo de la tradición se somete a un sistema de sentido. En los dos casos, en la lectura inmediata o en la atención al contexto como totalidad, se borra todo exceso, se clausura todo horizonte textual y contextual. El exceso aparece cuando se rompe con la lectura atomista y con la lectura sistémica, el exceso es la puesta en relación de los conceptos, puesto que todo concepto adquiere significado en una cadena de diferencias, pero sin subsumir en un sistema esas diferencias. La escritura no sólo muestra la diferenciación como construcción del significado, sino que es un ejercicio de la diferencia. En otros términos, un ejercicio que evita, de un lado, la presencia inmediata de los significados, es decir, la idea de significado trascendental pensado como presencia evidente, y, de otro lado, la presencia mediata de los conceptos, es decir, la comprensión de los conceptos a partir de la mediación interna a un sistema. La diferencia rompe con la inmediatez y con la mediación dialéctica: ¿Cómo transgredir a la vez lo mediato y lo inmediato? ¿Cómo exceder la ‘subordinación’ al sentido del logos (filosófico) en su totalidad? Quizás mediante la escritura mayor. […] Sólo quizás, y ‘en resumidas cuentas, es superfluo’, pues esta escritura no debe asegurarnos de nada, no nos da ninguna certeza, ningún resultado, ningún beneficio. Es absolutamente aventurada, es una ocasión y no una técnica18.
18
Ibídem, pág. 377. 140
De la negatividad sin empleo Es necesario señalar que la puesta en cuestión de Bataille no puede ser interpretada en los términos de una manifestación de lo que excede a la razón, de aquello que está más allá. En ese caso Bataille continuaría, en algún sentido, la exaltación de la subjetividad a la manera de Kierkegaard. En la lectura de Derrida, no es este el caso desde el momento en que Bataille sigue pensando en términos dialécticos. No es un exterior positivo, una infinitud positiva como en Levinas, o una subjetividad excesiva como Kierkegaard, sino una dislocación al interior del sistema. Dislocación que es central para entender el trabajo de Derrida y su noción de economía. Frente a una economía circular, donde cada momento tiene un sentido determinado, no es posible apelar a un puro exceso positivo, sino que se deben mostrar las grietas internas que hacen imposible el mismo círculo. Ante la oposición levinasiana entre la negatividad de la totalidad y el infinito positivo, Derrida introduce una negatividad infinita. Por diversos motivos resulta necesario detenerse en la cuestión de la negatividad. Primero, porque la negatividad es fundamental para exceder una lógica de la identidad plena al dar lugar a la mediación. Escribe Heidegger en este sentido: El pensamiento occidental ha precisado más de dos mil años para que la relación de lo mismo consigo mismo que reina en la identidad y se anunciaba desde tiempos tempranos, salga decididamente con fuerza a la evidencia como tal mediación, así como para encontrar un lugar a fin de que aparezca la mediación en el interior de la identidad. Pues la filosofía del idealismo especulativo, preparada por Leibniz y Kant, y mediante Fichte, Schelling y Hegel, fue la primera en fundar un lugar para la esencia en sí misma sintética de la identidad19.
Segundo, porque esta negatividad tiene un lugar central en la lectura de Kojève debido a las relaciones establecidas entre la negatividad hegeliana y el problema de la nada de la filosofía de la existencia. 19 HEIDEGGER, M., “El principio de identidad”, en Identidad y diferencia, Madrid, Anthropos, 1990, pág. 59.
141
Tercero, porque la negatividad nunca es abandonada por Bataille, la negatividad es afirmada como el exceso del sistema. En todo caso la diferencia entre economía restringida y economía general puede leerse en vistas a la oposición entre negatividad con y sin empleo. La negatividad constituye uno de los aspectos centrales de la dialéctica hegeliana. No es sólo en la constitución de la autoconciencia donde la negatividad respecto del mundo dado y respecto de otra conciencia es fundamental, sino que pertenece a la lógica misma del movimiento dialéctico. En el desarrollo progresivo de la verdad, la contradicción es necesaria como momento lógico del devenir. En otros términos, la dialéctica es la lógica del movimiento progresivo del espíritu que, señala Hegel, se forma de manera lenta y silenciosa. Una larga transformación por la cual cada momento se desarrolla en una nueva configuración. La lógica misma del desarrollo del espíritu se da por la mediación como negatividad. Frente al formalismo vacío, formalismo comparado con la noche en la que todos los gatos son pardos, Hegel sostiene que lo verdadero no es sólo sustancia, sino también sujeto. La verdad como sujeto se constituye en el movimiento de mediación, en el devenir otro del espíritu. La alienación es la lógica misma del espíritu, pero sólo existe alienación por la negatividad, es decir, por la negación de sí al hacerse otro que se recupera como movimiento de un sistema total. El espíritu se hace otro negándose a sí, pero en tanto es el mismo espíritu, o en cuanto el espíritu es Uno, es un proceso de desdoblamiento que se recupera en el espíritu en vistas a un fin. Este es un paso central en la historia de la filosofía que es retenido por Kojève, Bataille y Derrida, puesto que ante la evidencia de una sustancia unida consigo misma, inmediata, en sí, se introduce el movimiento como mediación, como negatividad, para la constitución del para sí. La alienación como negatividad, y por ello como movimiento, vuelve imposible cualquier identidad presente de modo inmediato. La presencia plena como inmediatez no representa la verdad en Hegel, por lo que la pregunta es si con esto Hegel escapa o permanece en la lógica de la tradición metafísica tal como es concebida, a la luz de Heidegger, por Derrida. Y este es el motivo por el cual adquiere 142
sentido el presente capítulo: pensar si la deconstrucción puede ser inscripta como representante del hegelianismo. Se puede formular esta cuestión porque, a lo largo de su trabajo, Derrida cuestiona la subordinación de la escritura desde un esquema que parte de la presencia a sí del pensamiento. Detrás de la consideración de la escritura como suplemento está el privilegio de la presencia en términos metafísicos. Si Hegel viene a romper con esa presencia inmediata, hay que pensar su relación con la tradición. Pero Derrida, como Heidegger, va a señalar que Hegel no escapa a la tradición metafísica, sino que reformula el privilegio de la presencia. No la presencia inmediata, sino el movimiento de reapropiación. La presencia es el resultado de la lógica de todo el proceso. A partir de ello es posible señalar, por una parte, que la diferencia no es dialéctica, que el movimiento de inscripción cuasi-trascendental –la violencia–, no responde a las determinaciones de la dialéctica hegeliana; por otra parte, que se comprende así la doble crítica de Derrida: a la presencia inmediata y al movimiento de reapropiación. En la deconstrucción de la presencia la diferenciación como matriz de significación no pertenece a un sistema. Entre la dialéctica hegeliana y la diferencia derridiana se juegan dos tipos de economía. Por lo que resulta necesario mostrar en qué sentido es recuperada la presencia en el hegelianismo, cómo es cuestionada por Bataille y qué consecuencias extrae de ello Derrida. Una serie de aspectos muestran el privilegio de la presencia en el hegelianismo. En la inmanencia, puesto que el espíritu, que en el movimiento de alienación va del en sí al para sí, es siempre el mismo. El espíritu es, necesariamente, uno. Luego, la verdad del espíritu es su desarrollo, pero un desarrollo lógico, sistemático. El espíritu es un sistema organizado en torno a las categorías de totalidad y finalidad. El sistema es una totalidad con sentido teleológico. Así se puede comprender que Derrida utilice el término “reapropiación” para abordar el movimiento mismo de la dialéctica. Reapropiación porque la negatividad es la mediación que se comprende desde el retorno a sí del espíritu, como movimiento que vuelve sobre sí. Sólo porque la alienación como negación de sí retorna es posible el desarrollo hacia el para sí. Sin los presupuestos de inmanencia y de regulación del devenir no 143
tiene sentido la dialéctica. Incluso Hegel habla de una mediación reabsorbida: la mediación es la alienación como momento que se recupera en el todo, y por eso la verdad es resultado, es el sistema como totalidad donde cada momento encuentra sentido. Hegel señala, al respecto, que la mediación es la igualdad consigo misma o reflexión. De lo que se debe retener, primero, que la mediación como igualdad consigo es igualdad en movimiento, no hay igualdad inmediata; segundo, que es siempre dentro de lo mismo –la inmanencia– que se da la mediación. Esa mismidad es la lógica del retorno a sí, lógica del sentido. La dialéctica, como el mismo Hegel señala, muestra que la verdad es el resultado como retorno a sí mismo. Frente a ello, Bataille a diferencia de Levinas, no cuestiona la negatividad, sino que la radicaliza. Se trata de pensar la negatividad fuera del sistema, o mejor, pensar dos tipos de negatividad. Por esto Bataille sigue pensando en la negatividad, no busca salir de ella sino pensarla de otro modo. La negatividad se radicaliza porque interrumpe el sistema, es un punto donde no hay proceso ni sistema. Si el gran aporte del pensamiento hegeliano es la negatividad –tomarse en serio la negatividad–, Bataille pone en cuestión la seriedad que organiza el discurso hegeliano. Esto no implica volver a las filosofías que piensan desde la positividad, a las filosofías prekantianas de la presencia plena. Es necesario dar un paso más y no volver hacia atrás, no volver a una lógica de la identidad no mediada, sino pensar otra negatividad. Una negatividad sin el doble reaseguro de la inmanencia y la dialéctica. En este sentido, escribe Derrida: “Tiene [Bataille] que marcar en su discurso el punto sin-retorno de la destrucción, la instancia de un gasto sin reserva que no nos deje ya, pues, el recurso de pensarla como una negatividad”20. Se escapa de este modo a la negatividad como la contracara de lo positivo, lo negativo como un trabajo que colabora en el encadenamiento del sentido, del concepto, de la verdad. Esto es lo que Bataille va a denominar negatividad sin empleo, es decir, una negatividad que excede la circularidad del sentido, de su apropiación como momento de la totalidad. Se trata de la ne DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 356.
20
144
gatividad de quien, señala Bataille, ya no tiene nada más que hacer, una negatividad que ya no puede emplearse. Es la negatividad de la herida que no cierra el sistema, sino que lo abre, la negación que no puede ser empleada para nada, que no tiene ninguna utilidad, que no forma parte de un proceso. El hombre de esta negatividad, en la obra de arte, en la religión, objetiva su hacer. Pero ese hecho, el objeto de la negatividad –una pintura, una tragedia–, no puede ser reconocido como negatividad en vistas a otra cosa. Existe, para Bataille, una profunda diferencia entre negatividad con y sin empleo: Hay, pues, una diferencia fundamental entre la objetivación de la negatividad, tal como la ha conocido el pasado, y la que sigue siendo posible al final. En efecto, el hombre de la ‘negatividad sin empleo’, al no encontrar en la obra de arte una respuesta a la pregunta que es él mismo, no puede dejar de volverse el hombre de la ‘negatividad reconocida’. Ha comprendido que su necesidad de actuar no tenía ya empleo21.
El hombre de la negatividad sin empleo, tal como el hegeliano, al actuar niega, se produce en la negación, pero, a diferencia del hegeliano, reconoce en sí la negatividad sin contenido. Es una negatividad vacía, es el hombre ante su propia negatividad sin fin. Un hombre que reconoce la negatividad en sí, que es negatividad reconocida, y actúa, produce objetos sin utilidad. Por ello es también la negatividad de un hacer, pero la diferencia radica en la naturaleza de este hacer: ya no es la negatividad de una acción transformadora de la naturaleza en vistas a la autoconciencia, sino un hacer que reconoce en sí la negatividad como vacío y la expone en el exceso de todo trabajo. En las dos negatividades están en juego dos tipos de acción: Pero si quiero acabar el relato del búho, debo decir también que el hombre de la ‘negatividad sin empleo’ ya está representado por numerosas angustias y que el reconocimiento de la negatividad como condición de existencia, ha sido llevada muy lejos en el estado incoordinado. Por lo que a mí respecta, no he hecho más que describir mi existencia tras haber desembocado en una actitud definida. Cuando hable de recono-
BATAILLE, G., “Carta a X., encargado de un curso sobre Hegel”, en Escritos sobre Hegel, Arena, Madrid, 2005, pág. 85. 21
145
cimiento del ‘hombre de la negatividad reconocida’, hablo del estado de exigencia en que me encuentro: la descripción sólo vendrá después. Me parece que Minerva puede oír al búho desde ahí22.
Dar un paso más es leer minuciosamente a Hegel y mostrar aquellos lugares donde aparece una negatividad que no puede ser apropiada. Bataille leyendo a Hegel disloca la noción de negatividad, pues ya no hay trabajo de lo negativo porque la negatividad no puede tener empleo, no puede ser usada, no es un medio en función de un fin. Por eso se diferencia de la negatividad hegeliana que siempre tiene como reverso una positividad, una negatividad que se inscribe en el discurso del sentido. Es la negatividad que rompe el círculo o el sistema. Así, es la interrupción del sistema es aquello que Derrida retiene de la lectura de Bataille:
La tarea ciega del hegelianismo, alrededor de la cual puede organizarse la representación del sentido, es el punto en que la destrucción, la supresión, la muerte, el sacrificio, constituyen un gasto tan irreversible, una negatividad tan radical –hay que decir sin reserva– que ni siquiera se los puede determinar ya en términos de negatividad en un proceso o en un sistema: el punto en que no hay ya ni proceso ni sistema23.
La negatividad sin empleo es la mediación, la articulación como remisión constante de los significantes, como movimiento de la significación sin su inclusión en una estructura cerrada, acabada, total. En resumidas cuentas, es la negatividad sin círculo, o mejor, la negatividad sin totalidad ni finalidad:
[…] si, en sus momentos mayores, la experiencia interior rompe con la mediación, no por ello es inmediata, sin embargo. No goza de una presencia absolutamente próxima y, sobre todo, no puede, como sí puede el inmediato hegeliano, entrar en el movimiento de la mediación. Tal como éstas se presentan en el elemento de la filosofía, como en la lógica o la fenomenología de Hegel, la inmediatez y la mediatez están igualmente ‘subordinadas’24.
Ibídem, pág. 87. DERRIDA, J., La Escritura y la Diferencia, op. cit., pág. 355. 24 Ibídem, pág. 376. 22 23
146
Hacia una definición del término economía Tanto en la negatividad como en la dialéctica, Bataille tensiona a Hegel desde su interior. Y Derrida retiene este movimiento para oponer economía restringida a economía general a partir de dos nociones de diferencia. Si la generación de Bataille bajo la influencia del seminario de Kojève pensaba con Hegel, y aun en su exceso se pensaba en términos hegelianos, Derrida retoma a Bataille en otro sentido: para dislocar la posibilidad del mismo hegelianismo. Existe una variación sutil, pero no menor, entre ambas generaciones. Si la negatividad puede ser leída a la luz de la violencia, no sólo por la lucha inherente a la dialéctica, sino también como proceso de mediación, resulta imprescindible diferenciar los dos tipos de economía de la violencia. En algún sentido, y ante todo desde la lectura de Kojève, la dialéctica hegeliana es el saber absoluto en la violencia circular del sentido. La negatividad –la violencia– como motor de la historia. La dialéctica es una economía de la violencia, lo cual significa que es la violencia como negatividad en un círculo donde cada elemento adquiere sentido en función del todo y en vistas a un fin. La circularidad es totalidad y teleología. De modo que es necesario prestar especial atención a la figura del círculo porque es aquello que caracteriza a la economía restringida como totalidad finita. El hegelianismo como sistema, como saber, implica necesariamente la circularidad. Un círculo donde cada momento es reapropiado en vistas al todo. No es el caso de una identidad inmediata, una presencia no mediada, sino una mediación regulada por el sistema. Es aquello que Bataille llama “discurso”: el pensamiento discursivo dominado por una lógica del sentido. A la circularidad como saber absoluto que comprende todo en el movimiento de la mediación, Derrida no le opone una exterioridad positiva. Como ya fue expuesto en referencia a Levinas, no es un infinito positivo, una alteridad absoluta, aquello que disloca la totalidad. Por esto mismo Derrida indica que un axioma silencioso en los textos de Levinas determinaba la totalidad como totalidad finita. Y la infinitud se ubicaba, necesariamente, en una exterioridad absoluta. Al mostrar este axioma silencioso, Derrida piensa la posibilidad de la infinitud en el marco de la 147
totalidad, lo cual implica su propia negación. No es el infinito positivo lo que excede la totalidad circular, sino el infinito interior que hace imposible el mismo círculo. Por esto recurre a Bataille, quien sin dejar de pensar en términos dialécticos, muestra la imposibilidad de la circularidad. La diferencia entre economía restringida y economía general surge en los textos donde Bataille aborda aquellas situaciones donde la energía o producción social no es intercambiada, sino que es puro “gasto sin reserva”. La economía restringida es definida a partir de dos nociones clave que organizan el principio de utilidad: reproducción y conservación. Esto implica que la economía, como producción, reproducción y conservación debe ser circular. En otros términos, nada puede ser perdido, todo tiene que recuperarse en la circulación de los bienes. Por esto, la diferencia entre las dos economías pasa por su relación con la energía, con su servidumbre o su soberanía. La economía sin adjetivos es definida por Bataille como la apropiación de la circulación de energía. La economía es la determinación general de la energía, pues el hombre mediante sus actividades le otorga ciertas determinaciones al movimiento de energía del universo. Además del movimiento de energía, Bataille indica que siempre existe un exceso de energía que se le otorga a todo ser vivo, más energía de la que necesita para sobrevivir y así crecen los sistemas o derrochan energía. El excedente, entonces, no es algo propio de la actividad humana, sino un principio general del movimiento de energía, una especie de principio cósmico. Esta observación sirve para indicar que si la economía restringida trabaja sobre la energía aprovechada, que circula para mantener el intercambio, sólo se ocupa de una parte de la economía. Pues existe toda otra dimensión que incluye ese derroche sustentado en el exceso. De este modo se entiende el calificativo de general, es general porque comprende todo el movimiento de la energía. La economía restringida, siguiendo las afirmaciones de Bataille, se organiza en torno de la figura del círculo, es la circulación de bienes que tiende a su reproducción. Con el término economía no está en juego la definición de un área del conocimiento, sino de una lógica. La economía restringida implica una forma de organizar el sentido en tanto toda energía es rea148
propiada. En otros términos, debe excluir de su definición toda producción o gasto perdido. La economía restringida, tal como la entiende Bataille, remite a la economía política tradicional como ciencia del uso de las riquezas. El puro gasto, la entrega absoluta, no tienen sentido en una economía circular que comprende todos sus elementos en función de un consumo que para ser reproducido tiene que circular. Por esto, en la economía restringida la negatividad y la diferencia se comprenden como “trabajo”. En tanto puesta en relación, la economía general excede y comprende la economía restringida. La dialéctica hegeliana, el discurso que ordena la negatividad en función del sentido, queda comprendida dentro de la economía general batailleana, pero no la comprensión como momento dentro de un orden cognoscitivo, sino en la puesta en relación. Inscribe el saber y las figuras del sentido en relación con el no-saber y con el sinsentido. En otros términos, pliega la economía restringida en el abismo del gasto sin reserva: Ésta [la economía general] los pliega para relacionarse no con el fundamento sino con el abismo sin-fondo del gasto, no con el telos del sentido sino con la destrucción indefinida del valor. La ateología de Bataille es también una a-teleología y una a-escatología25.
Por ello es central la distinción entre economía restringida y economía general para comprender la economía de la violencia postulada por Derrida. Incluso se puede afirmar que es la diferencia que excede la relación en tanto es la relación con aquello que no manifiesta ninguna simetría. La economía general, en síntesis, rompe con la circularidad, es la puesta en cuestión del círculo y de toda lógica de la reapropiación. En ésta la energía excedente, como gasto improductivo o destrucción de valor, sólo puede perderse, no tienen ni finalidad ni sentido. Es una economía que incluye la negatividad como trabajo del sentido, pero que la excede al ponerla en relación con el gasto sin reserva. La economía general, tal como
25
Ibídem, pág. 373. 149
indica el título del texto de Derrida, es la ruptura con la reserva de sentido. En esta ruptura la experiencia soberana no es la cara negativa de lo positivo, no es la negatividad de una presencia, la simple inversión que conserva la verdad del sentido de lo positivo. “Sin reserva” porque no es simple inversión, sino diferencia como puesta en relación con el sin-sentido. No es la negación simétrica, no opone el no-valor al valor económico, sino que usa el concepto de valor poniendo en cuestión su apropiación. Preguntarse por qué el valor debe remitir al sentido o si, por lo contrario, existe una constitución del valor que excede el sentido. Frente a la oposición simétrica, que siempre queda atrapada en los términos de la oposición, es un remitir más allá. Remitir más allá es transgredir las oposiciones clásicas. La transgresión no destruye el discurso clásico, sino que […] multiplica las palabras, las precipita unas contra otras, las sume también en una sustitución sin fin y sin fondo, cuya única regla es la afirmación soberana del juego al margen del sentido26.
No es la suspensión del discurso, sino un juego con los signos, un trabajo estratégico sin finalidad, donde se rompe con las determinaciones clásicas del lenguaje. Una estrategia afirmativa porque trabaja al infinito, inscribe signos sin un marco prefijado. La economía general es una escritura donde no es posible la fijación definitiva del sentido de los términos porque se multiplican los reenvíos significantes, es decir, donde los conceptos se determinan unos a otros pero sin que sea posible estabilizar la cadena de esas determinaciones. La economía es entendida, así, como juego que destruye la identidad del sentido. Es lo que puede ser nombrado “juego” como remisión infinita que excede el pensamiento discursivo. La transgresión es un movimiento propio de la economía general que relaciona el sentido con el sin-sentido, y al identificarla con la Aufhebung hegeliana muestra cómo el concepto especulativo queda comprendido dentro de la economía restringida, esto es, el concepto está inscripto como paso en la circulación
26
Ibídem, pág. 377. 150
del sentido, pero no puede mostrar el fondo de la misma circulación. La conciencia filosófica hegeliana, indica Derrida, es una conciencia ingenua porque no puede pensar conjuntamente el sentido y el sin-sentido: Por más que el ‘nosotros’ de la Fenomenología del espíritu se ofrezca como el saber de lo que no sabe la consciencia ingenua sumida en su historia y las determinaciones de sus figuras, sigue siendo natural y vulgar puesto que no piensa el paso, la verdad del paso más que como circulación del sentido o del valor. Dicho ‘nosotros’ desarrolla el sentido o el deseo de sentido de la consciencia natural, la que se encierra en el círculo para saber el sentido: siempre, de dónde viene y adónde va esto. Lo que no ve es el juego sin fondo en el que se levanta la historia (del sentido)27.
La transgresión, esa inscripción dentro del sistema pero que lo excede, no puede interpretarse en un sentido único. La transgresión se manifiesta entre el sentido y el sin-sentido, en su juego infinito. En un texto de año 1972, Derrida resume de este modo el objetivo de su texto sobre Bataille:
He tratado en otra parte, en una lectura de Bataille, de indicar lo que podría ser una puesta en contacto, si se quiere, no sólo rigurosa, sino, en un nuevo sentido, ‘científica’, de esta ‘economía limitada’ que no deja lugar al gasto sin reserva, a la muerte, a la exposición al sin sentido, etc., y de una economía general que toma en consideración la no-reserva, si se puede decir, que tiene en reserva la no-reserva. Relación entre una différance que encuentra su cuenta y una différance que fracasa en encontrar su cuenta, la apuesta [mise] de la presencia pura y sin pérdida confundiéndose con la de la pérdida absoluta, de la muerte. Por esta puesta en contacto de la economía limitada y de la economía general se desplaza y se reinscribe el proyecto mismo de la filosofía, bajo la especie privilegiada del hegelianismo. Se doblega la Aufhebung –el relevo– a escribirse de otra manera. Quizá, simplemente, a escribirse. Mejor, a tomar en consideración su consumación de escritura28.
Ibídem, pág. 381. DERRIDA, J., Márgenes de la filosofía, op. cit., pág. 54. En este sentido, la economía general es la ruptura con el relevo (Aufhebung) hegeliano: “Si ahí había una 27 28
151
Si la diferencia es aquello que aparece desde los primeros textos, diferencia ubicada en un nivel cuasi-trascendental, aquí su movimiento aparece como economía. Una economía de la diferencia y la diferencia como economía. Es una economía que excede lo relacional al poner en tensión la reserva de sentido con la sin-reserva del puro gasto. Y esto implica, en términos de Derrida, reinscribir el proyecto mismo de la filosofía como tal: pensar aquello que permanece impensado por la tradición. Si se piensa el sintagma “economía de violencia” leyendo economía como economía general, se trata de escapar a la circularidad que atrapa la violencia en una lógica del sentido. Y, sin apostar a una violencia mística, deslizar esa circularidad, ponerla en cuestión, en la grieta que rompe la reapropiación: Pues el carácter económico de la différance no implica de ninguna manera que la presencia diferida pueda ser todavía reencontrada, que no haya así más que una inversión que retarda provisionalmente y sin pérdida la presentación de la presencia, la percepción del beneficio o el beneficio de la percepción. Contrariamente a la interpretación metafísica, dialéctica, ‘hegeliana’ del movimiento económico de la différance, hay que admitir aquí un juego donde quien pierde gana y donde se gana y pierde cada vez. Si la presentación desviada sigue siendo definitiva e implacablemente rechazada, no es sino un cierto presente lo que permanece escondido o ausente; pero la différance nos mantiene en relación con aquello de lo que ignoramos necesariamente que excede la alternativa de la presencia y de la ausencia29.
Por lo que el término economía no implica la medición o el cálculo de las violencias, pues para que se dé un cálculo es necesario regular esas violencias en función de un sentido, darle un sentido a la violencia como trabajo de la negatividad. Como si se afirmara que la violencia tuvo un papel central en la historia definición de la différance; sería justamente el límite o la interrupción, la destrucción del relevo hegeliano dondequiera que opere. El campo aquí es enorme. Digo la Aufhebung hegeliana, tal como la interpreta un cierto discurso hegeliano, pues es evidente que el doble sentido de Aufhebung podría escribirse de otro modo. De ahí su proximidad con todas las operaciones dirigidas contra la especulación dialéctica de Hegel”. DERRIDA, J., Posiciones, Valencia, Pre-Textos, 1977, pág. 53. 29 DERRIDA, J., Márgenes de la filosofía, op. cit., pág. 55. 152
porque produjo tal o cual acontecimiento. No es esta economía aquella que piensa Derrida, sino una economía que excede esa lógica que regula y calcula el movimiento. Esto no implica remitir a una especie de violencia mística, sagrada, sino a la imposibilidad de reinscribirla en un discurso que le encuentre una finalidad. Ahora bien, resta pensar el vínculo entre la violencia cuasitrascendental y la violencia intersubjetiva. Luego de presentar los elementos del primer sentido, los nombres de Rousseau y Lévi-Strauss muestran cómo la violencia se repliega sobre lo natural y lo propio. Y así, la economía de la violencia se articula explícitamente en relación a la política.
153
Capítulo IV Políticas
L’écriture ne se pense pas hors de l’horizon de la violence intersubjective.
Jacques Derrida
En los tres pasos que se han dado hasta el momento para abordar la copertenencia de filosofía y política en Derrida se trabajó siempre sobre las lecturas realizadas por el autor. Por ello es pertinente prestar especial atención a los autores que va trabajando y pensar allí la relación con el pensamiento político. Si bien pudo establecerse que no existe una relación directa respecto de la política, es posible preguntar si existe algún lugar privilegiado entre los autores de la tradición de la filosofía política en estos textos. Indudablemente el nombre que aparece con mayor fuerza es el de Jean-Jacques Rousseau. Pero en este caso, nuevamente, no se trabaja sobre los supuestos del pensamiento político de Rousseau para deconstruirlos. Por el contrario, el problema de la escritura, del estatuto de la escritura como suplemento, es el objetivo del texto de Derrida. Y allí surgen los elementos que permiten identificar la dislocación de ciertos supuestos del pensamiento político moderno. En este sentido, se pueden puntualizar ciertos motivos de la lectura de Rousseau: en primer lugar, la relación entre escritura y política –entre una 155
concepción de la escritura y un pensamiento político–, presenta una articulación particular; en segundo lugar, al ser uno de los autores centrales del pensamiento político moderno, adquiere mayor claridad lo que se entiende aquí por copertenencia; en tercer lugar, es una especie de punto de condensación donde los aspectos trabajados en los capítulos precedentes muestran una configuración particular. En síntesis, en el presente capítulo se muestra de qué modo la economía de la violencia se condensa en una lectura específicamente política: “Ahora bien, ¿qué liga la escritura a la violencia? ¿Qué debe ser la violencia para que algo se iguale en ella a la operación de la huella?”1. No se trabajan aquí de modo directo los textos políticos de Rousseau, sino que se muestra el deslizamiento de su concepción de política a partir del estatuto otorgado a la escritura. Vale indicar que la lectura de Derrida se detiene en Rousseau, pero lo hace para discutir ciertos presupuestos del trabajo de LéviStrauss. Por ello no es un trabajo que se agote en Rousseau, sino que identifica motivos que persisten en la tradición. Incluso se puede leer como una discusión con el estructuralismo reinante en la década del ‘60: En el campo del pensamiento occidental, y especialmente en Francia, el discurso dominante –llamémosle ‘estructuralismo’– sigue aprehendido hoy, en toda una capa de su estratificación, y a veces la más fecunda, en la metafísica –el logocentrismo– que se pretende en el mismo momento, como se dice tan a la ligera, haber ‘sobrepasado’2.
En resumen, el presente capítulo articula los conceptos y categorías ya esbozados a partir del trabajo de lectura realizado sobre Rousseau y Lévi-Strauss.
De la naturaleza al suplemento Dos motivos construyen el marco desde el cual Derrida lee a Rousseau. Por un lado, se trata de la cuestión de la represen DERRIDA, J., De la Gramatología, op. cit., pág. 133. Ibídem, pág. 132.
1 2
156
tación como caracterización de la modernidad. La cuestión de la representación es central en un doble sentido: como caracterización de la modernidad y como problema en su estatuto actual. Derrida señala que la singularidad de Rousseau en lo que llama tempranamente “historia de la metafísica” radica en su pertenencia a la época de la representación y, específicamente, al momento en el cual representación se define como conciencia de sí. El privilegio de Rousseau se funda en su pertenencia a un momento particular del desarrollo de la filosofía moderna que articula la presencia de un modo específico: la objetividad se da bajo la forma de la representación, es decir, la idea de sujeto como sustancia que se encuentra presente consigo mismo. Escribe Derrida: La identidad de la presencia ofrecida al dominio de la repetición se había constituido precedentemente bajo la forma ‘objetiva’ de la idealidad del eidos o de la sustancialidad de la ousía. Esta objetividad toma en adelante la forma de la representación, de la idea como modificación de una sustancia presente consigo, consciente y segura de sí en el instante de su relación consigo3.
Por otro lado, la lectura de Rousseau no es sino la posibilidad de discutir los supuestos del estructuralismo, esta vez no en su vertiente lingüística, sino antropológica. Es la autenticidad social como sustrato último del pensamiento de Lévi-Strauss lo que entra en discusión. Para esto Derrida va a leer aquel texto de Rousseau en el cual se aborda el problema del lenguaje, tema central para el pensamiento contemporáneo: El ensayo sobre el origen de las lenguas. El último capítulo del ensayo de Rousseau, traza el vínculo entre lenguaje y política, al mismo tiempo que le da un sentido general al texto. El capítulo “Relación de las lenguas con los gobiernos”, opone persuasión a fuerza pública como dos formas de la política: la libertad y la esclavitud. Para Rousseau, en los tiempos antiguos donde reinaba la persuasión, la lengua hablada con elocuencia se utilizaba en la plaza pública, y así pueblos y lenguas de la libertad. Por el contrario, en la modernidad, donde
3
Ibídem, pág. 129. 157
reina la fuerza pública, la escritura muestra el servilismo de una lengua y un pueblo en los cuales ya no es necesaria la asamblea pública sino la espada. En este sentido, estudiar el origen de las lenguas no deja de tener gran utilidad para el estudio de la política. La oposición entre lenguas favorables a la libertad o a la servidumbre es también la oposición entre pueblos libres y serviles, es decir, entre formas políticas. Por lo que desentrañar la génesis y el desarrollo histórico de las lenguas sirve para pensar formas políticas orientadas a la libertad. De este modo, la lectura del Ensayo –siempre en paralelo al Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (lugar donde igualmente se aborda el problema del origen de las lenguas)–, le posibilita a Derrida pensar los supuestos que le otorgan cierto sentido a la política dentro del esquema general de Rousseau. Para comprender la oposición entre fuerza pública y persuasión con la cual termina el texto de Rousseau, es necesario preguntar por el lugar conceptual que le permite no sólo establecer esta distinción, sino construirla como oposición jerárquica. En otros términos, para entender el significado de la política así como la diferenciación valorativa entre formas políticas, y en última instancia el proyecto teórico-político de Rousseau, resulta relevante analizar el esquema general de su pensamiento. Para ello, Derrida señala que en Rousseau adquiere claridad cierta configuración del privilegio de la presencia, privilegio propuesto por Heidegger como lectura de la tradición. Esa configuración adquiere sentido desde el concepto de naturaleza. Será la naturaleza aquello que permita comprender la singularidad de la presencia. ¿Qué es la naturaleza en Rousseau? La naturaleza es entendida como proximidad consigo autosuficiente y, por ello, es arché y telos: origen incontaminado pero también fin que restituye la proximidad. En este sentido, el estatuto de la naturaleza no es ni histórico ni genealógico, es jurídico. Siendo la naturaleza presencia autosuficiente, el Ensayo debe explicar las lenguas desde ese origen. Si la naturaleza se basta a sí misma, la pregunta es cómo surge la lengua en tanto institución social, o cómo algo puede agregarse a una totalidad autosuficiente. Toda la dificultad del origen de las lenguas, pero también del lugar de la po158
lítica, se encuentra en la posibilidad de explicar un más allá de la naturaleza que surge de lo natural. Siendo la primera institución, la lengua tiene inevitablemente su origen en la naturaleza, pero al mismo tiempo es una ruptura con ella. Ahora bien, el mismo concepto de naturaleza indica que, de un lado, debe existir una simplicidad en el origen, la naturaleza es una y total al ser autosuficiente; de otro lado, el más allá de lo natural, no sólo es decadencia sino posibilidad de restitución de la presencia pérdida. Sucede que, en la lectura de Derrida, por lo menos en tres partes se cuestiona la posibilidad de esa simplicidad en el origen: primero, en la distinción entre la lengua y las lenguas, pues el Ensayo comienza señalando que la lengua tiene su origen en las pasiones como exceso de las necesidades naturales, para luego pasar al plural, las lenguas surgen en plural, existen lenguas del sur y del norte; segundo, porque la división entre lenguas meridionales y septentrionales surge de la distinción entre necesidad y pasión, y resulta paradójico que las lenguas pasionales del sur sean anteriores a las que surgen de las necesidades naturales del norte; tercero, porque Rousseau, señala al mismo tiempo que la escritura deriva de la lengua oral y que tiene un origen distinto. La lectura respecto al origen de las lenguas en el Ensayo, conduce a mostrar la complejidad del lugar de la naturaleza en Rousseau. Ante todo, porque los tres indicios señalados vienen a mostrar que existe una complicidad de los orígenes y por ende se deconstruye la misma noción de origen. Luego, porque toda institución tiene un lugar ambiguo puesto que es un añadido externo a la naturaleza, externalidad implícita en la misma idea de autosuficiencia, pero al mismo tiempo se cuestiona esa proximidad consigo que no requiere de nada externo. La noción de suplemento es la clave de lectura en el trabajo de Derrida porque indica las dos cosas al mismo tiempo: un suplemento enriquece la plenitud de una presencia, hace más presente lo presente; y, a la vez, un suplemento viene a suplir una falta, se añade allí donde algo falta. El esquema de Rousseau es el mismo en cada caso: existe una naturaleza originaria e inocente y luego aquello que le es exterior y la corrompe. El pensamiento político que trabaja 159
en el fondo es aquél de una inocencia primitiva que es afectada por algo exterior. Lo natural se define por la autosuficiencia, es decir, por no necesitar de nada exterior. Lo que se basta a sí no debe suplirse, no necesita de ningún suplemento. Y aun así, la cultura, la educación, la escritura, la política, son aquello que viene a suplir una falta inexistente. Resulta central en esta cadena de oposiciones la oposición entre el habla natural inocente (apolítica) y la escritura artificial violenta (política). La escritura es la exterioridad que le sobreviene a la naturaleza inocente y buena: El mal es exterior a una naturaleza, a lo que por naturaleza es inocente y bueno. Sobreviene a la naturaleza. Pero siempre lo hace bajo la especie de la suplencia de lo que debería no faltarse a sí4.
Esto permite abordar la paradoja que estructura el planteo de Rousseau: de un lado, la esencia de la naturaleza es bastarse a sí misma, la presencia consigo autosuficiente; pero, de otro lado, existen suplementos que vienen a suplir la naturaleza deficiente, una deficiencia que por definición no puede ser de la propia naturaleza. En esta oposición entre naturaleza y cultura, entre naturaleza inocente y cultura corrupta, se establece el cruce entre escritura y política. El suplemento en Rousseau es por todo esto un “peligroso” suplemento. Su peligrosidad radica en la ruptura con la naturaleza: “La razón es incapaz de pensar esta doble infracción a la naturaleza: que haya carencia en la naturaleza y que por eso mismo algo se añada a ella”5. Peligrosidad que, paradójicamente, debe curar el mismo suplemento. La escritura es ese suplemento peligroso que rompe con la naturalidad, pero también es ese suplemento que debe reparar la falta, restituir la presencia a sí de lo natural. Enfermedad y remedio. Ahora bien, para funcionar como restitución la escritura debe abstenerse de pasar por el mundo, es decir, debe funcionar como auto-afección en la autosuficiencia pura. Nuevamente la paradoja: si se da un suplemento, un símbolo que sustituye la presencia, sucede que esa presen
4 5
Ibídem, pág. 186. Ibídem, pág. 190. 160
cia nunca puede haber sido deseada sino por esa sustitución. La presencia es entonces deseo de presencia. La dificultad es doble: si la naturaleza, como su misma definición lo dice, fuera autosuficiente, no sería necesario ningún suplemento, y así la escritura no tendría sentido; pero dado que existe escritura, que hay suplemento, debe ser regulada por el mismo valor de presencia para restituir la presencia, esto es, la escritura debe ser pura auto-afección sin contaminación para cumplir ese objetivo. El problema es que la escritura como suplemento innecesario es, para el mismo Rousseau, una instancia segunda contaminada. En otros términos: la inmediatez de la naturaleza, su relación consigo sin mediación, sólo se da como un deseo de restitución en la instancia de mediación por excelencia. La contaminación inherente al suplemento aparece con claridad en su multiplicidad irreductible. No existe nunca “un” suplemento, sino una cadena infinita: A través de esta secuencia de suplementos se anuncia una necesidad: la de un encadenamiento infinito, que multiplique ineluctablemente las mediaciones suplementarias que producen el sentido de eso mismo que ellas difieren; el espejismo de la cosa misma, de la presencia inmediata, de la percepción originaria. La inmediatez es derivada. Todo comienza por el intermediario, he ahí lo que resulta ‘inconcebible para la razón’6.
Si existiera sólo un suplemento sería posible la restitución finita de la presencia plena, pero al inscribirse en una cadena de reenvíos se necesita de la articulación para permitir una configuración determinada: una cierta inscripción. El suplemento es la mediación que rompe con la inmediatez. Resulta central la comprensión de la presencia como autoafección en tanto ya no se trata de una presencia inmediata, sino de una continua autoproducción7. El contrato social se entien Ibídem, pág. 201. Es la pura presencia, es el tiempo vivido como pura presencia, sin intervalos, sin diferencia. Esta presencia no es estática, sino que es un movimiento: “[…] lo que aquí describe Rousseau no es ni la víspera de la sociedad ni la sociedad formada sino el movimiento de un nacimiento, el advenimiento continuo de la presencia. Es preciso dar un sentido activo y dinámico a esta palabra. Es la presencia operante, en vías de presentarse ella misma. Esta presencia no es un estado sino el devenir-presente 6 7
161
de como esa reinvención de la naturaleza en tanto constitución de un sujeto político que no está presente de modo inmediato, sino que se produce constantemente. La presencia es devenir presente. Siendo así, en uno u otro caso, el estatuto jurídico de la naturaleza implica la eliminación de la política como exterioridad innecesaria, al mismo tiempo que es aquello que viene a solucionar el problema de la falta, de la carencia. En la lectura de Derrida, entonces, se deconstruye lo natural en un doble sentido. Por una parte, como origen inocente, no-violento, puro, y con ello se disloca una conceptualización de la política como lo que sobreviene a lo natural. Si no existe un origen inocente, natural, si existe complicidad de los orígenes, la política es inherente incluso a la institución de algo así como lo natural o la naturaleza. Dicho de otro modo, no existe la naturaleza, existen procesos políticos de naturalización o desnaturalización. Por otra parte, como retorno a sí, como vuelta a la proximidad consigo, y con ello se desplaza una conceptualización de la política que busca eliminar toda institución desde un ideal apolítico. Es en este sentido que la deconstrucción de lo natural es el pensamiento de una politicidad estructural. La modernidad, tal como la presenta Derrida en la lectura de Rousseau, sustituye la presencia de la sustancia por la proximidad consigo del sujeto como auto-afección. Aparece así la necesidad de la restitución de la presencia, restituir aquello que ha sido afectado por una exterioridad accidental. Ahora bien, desde el momento en que el suplemento está inserto en una cadena infinita ya no es posible la restitución, es decir, aparece la mediación sin una lógica que restituya lo natural. La peligrosidad del suplemento, de la mediación, se encuentra aquí: ser nede la presencia”. DERRIDA, J., De la gramatología, op. cit., pág. 329. Es un estado de fiesta, de sociedad, de lenguaje, de pasión, pero sin articulación, sin dominación, sin intervalo. Un momento de continuidad pura: “Pero en los sitios áridos donde sólo podía conseguirse agua por medio de pozos había que reunirse para cavarlos o al menos establecer acuerdos para su uso. Tal debió ser el origen de las sociedades y de las lenguas en las regiones cálidas. Allí se formaron los primeros lazos familiares, allí se produjeron los primeros encuentros entre los dos sexos. Las muchachas venían a buscar agua para las tareas domésticas, los jóvenes llevaban a abrevar el ganado. […] Esa fue, en resumen, la verdadera cuna de los pueblos, y del puro cristal de las fuentes salieron los primeros fuegos del amor”. ROUSSEAU, J., Ensayo sobre el origen de las lenguas, UNC, Córdoba, 2008, pág. 88. 162
cesario e innecesario a la vez. Muestra la lógica de un esquema de pensamiento y lo hace imposible a la vez. Un suplemento se define, y así la política, por su carácter exterior respecto de un orden natural a-político, pero desde el momento en que es necesario el suplemento, que se debe suplir una falta, la misma definición de naturaleza, el bastarse a sí, se vuelve imposible. En otros términos: si es necesario que la política restituya el orden de la presencia en la naturaleza es porque esa naturaleza no es natural desde el momento en que necesita de la exterioridad artificial. La institución a partir de reenvíos significantes –la inscripción desde la articulación–, da cuenta de la existencia de una institución política originaria. En una estructura clásica el origen es algo esencial e idéntico a sí a lo que le sobreviene de afuera lo no original. Cuando Derrida muestra que el suplemento habita lo originario, como bien señala la noción de huella, ya no existe un origen como tal. O mejor, el origen es la inscripción como articulación. Por ello, la noción de suplemento es clave para pensar la copertenencia en un doble sentido. Por un lado, la política es suplementaria porque tiene un lugar no necesario, no esencial, pertenece al orden de lo accidental, de lo accesorio, del artificio. La política, en un esquema tradicional, no es intrínseca a la filosofía, sino que pertenece a la exterioridad prescindible. El lugar de la política es el de la facticidad del conflicto de facciones, es el lugar de la negación de los presupuestos que constituyen a la misma filosofía. La filosofía es un saber que implica el retiro del significante, pero este retiro se hace con un sentido: se retira el significante para restituir la presencia del significado ideal. Si la filosofía es la restitución de la presencia del significado ideal, la política es negada como exterioridad significante. La exclusión de la política resulta, por todo esto, necesaria en esta definición de filosofía. En la lectura derridiana esto se comprende desde dos lugares: la presencia y la reapropiación. Si existe presencia, una presencia plena a sí y el pensamiento que responde a este movimiento, no puede tener lugar la política que requiere, incluso más allá de las diversas definiciones, de una instancia de mediación. Si existe reapropiación, la política es negada porque se restituye la propiedad del logos filosófico como movimiento que asigna a 163
cada cosa su nombre propio. Por otro lado, la política es suplementaria en cuanto viene a acrecentar o a completar la filosofía, un logos que no está plenamente presente a sí. Mediante un movimiento tradicional se niega a la política como algo innecesario o accidental, pero se necesita la política para restituir el orden de la verdad perdida. La política viene a completar una filosofía incompleta en sí en cuanto necesita de algo externo para restituir el orden de la verdad. En fin, el suplemento es relevante en relación a la copertenencia porque introduce un movimiento de diferenciación, de suplementarización, en el lugar del origen.
De una representación apropiada El Ensayo es el lugar elegido para mostrar el funcionamiento de la lógica del suplemento en Rousseau. Si bien de una forma u otra los textos políticos de Rousseau están implicados en el análisis de Derrida, es en la deconstrucción del escrito sobre el origen de las lenguas donde se pueden encontrar los rasgos que permiten ubicar la política, donde se deconstruye lo natural en un doble sentido. Por una parte, como origen inocente, no-violento, puro, y con ello se disloca una conceptualización de la política como aquello que sobreviene a lo natural. Si no existe un origen inocente, la política es inherente a su propia institución. Por otra parte, como retorno a sí, como vuelta a la proximidad consigo, y con ello se desplaza una conceptualización de la política que busca eliminar toda institución desde un ideal apolítico. La naturaleza en Rousseau tiene un estatuto de arquía y finalidad, el origen es también el fin, es lo que Derrida llama arqueo-teleología de la naturaleza. Pues si la naturaleza es la presencia a sí como origen, es también el ideal que regula la restitución de esa presencia. Se trata de discutir entonces ese doble estatuto de origen y finalidad. En el texto de Rousseau, la escritura surge como suplemento en el origen del habla, es decir, la escritura es secundaria respecto a un habla que estaría más cerca de lo natural. La articulación es el origen de la escritura en cuanto sustituye al habla, para lo cual debe obliterar lo más propio de ésta: la acentuación. En este 164
esquema, la escritura sobreviene al habla, se trata de la articulación como la fría necesidad racional que sustituye al calor de las pasiones propias de la acentuación. El reemplazo del habla por la escritura, que también es como se señaló al comienzo el reemplazo de la persuasión por la fuerza pública, conlleva un movimiento de regresión y perversión. Ahora bien, para evitar esta degeneración, la escritura debe constituirse como un lenguaje justo y exacto que evite la decadencia. Y ello es posible desde un valor del lenguaje: la propiedad. Un lenguaje justo y exacto es un lenguaje propio y unívoco, no metafórico. Valor de propiedad que constituye la revalorización de la escritura del Rousseau escritor, la escritura como aquello que puede restituir cierta naturalidad. Si no es posible lo natural, está lo propio. Si la teoría de la escritura aparece como un suplemento del origen de las lenguas, un suplemento innecesario y perverso, al mismo tiempo posibilita la reconstitución de la presencia a partir del valor de propiedad. ¿Cuál es el lugar de lo propio en la exposición del origen de las lenguas? Esto se comprende desde el modo en el cual Rousseau piensa el origen de las lenguas, pues señala que las lenguas surgen de las pasiones y que por ello el primer lenguaje fue figurado. A pesar de lo paradójico que pueda resultar, para Rousseau no está en primera instancia el lenguaje literal sobre el cual se construyen figuras, sino que el lenguaje figurado es originario. Ahora bien, si se rompe el esquema según el cual hay un sentido propio inicial y un sentido figurado secundario, la pregunta es si es posible restituir el sentido propio en el lenguaje. Para resolver esto, Rousseau afirma la posibilidad de lo propio al considerar la figura como proceso del sentido y no como juego del significante, esto es, al subordinar la metáfora a la idea. La metáfora se entiende a partir de una idea representativa, trasponen ideas que son representaciones del objeto dentro del espíritu. Pero esta representación del objeto depende de la pasión, por lo que la idea no representa directamente la cosa, sino que expresa la pasión que despierta. El sentido propio de una idea es la relación con la pasión que ella expresa. Y la metáfora es la expresión de esa pasión: debe expresar propiamente esa pasión. La propiedad no 165
es la relación con la cosa, sino la expresión de un afecto8. Dicho en otros términos, cuando Rousseau afirma que el primer lenguaje es figurado ya no es posible pensar la propiedad desde su relación con el referente, pues si la idea representa una cosa está atravesada por la pasión que despierta. Por esto mismo, el valor de propiedad no depende de la adecuación entre idea y mundo, sino de la expresión de una pasión. Esto no significa que una idea con sentido en relación a una pasión puede no tener sentido propio en relación al objeto. Pero esto le genera un problema a Rousseau, pues si no hay adecuación entre idea y objeto, la cuestión es cómo dar cuenta de un lenguaje más apropiado que otro (esto es, cómo limitar la equivocidad de las palabras pasionales). Ante el equívoco que puede surgir hay que pasar del orden de la expresión al orden de la indicación, de las pasiones a las designaciones. El sentido propio surge en un segundo momento cuando se regula el sentido de las palabras como designación de objetos del mundo. Lo relevante aquí es que, en el caso de la expresión de una pasión o en el caso de la designación de una cosa, el sentido propio regula la metáfora9. En relación al valor de propiedad se comprende Una de las principales objeciones que ha recibido la lectura que Derrida realiza de Rousseau fue realizada por Paul De Man: “Pero cuando la deconstrucción viene a América surge un cambio, sutilmente inaugurado en la crítica de Paul De Man a Derrida en Blind and Insight. De Man argumenta que el texto de Rousseau ya realiza las operaciones deconstructivas que Derrida le aplica, de modo que Derrida está de hecho elucidando a Rousseau, aunque pretende hacer algo más porque, como De Man señala, lo que hace es un buen relato”. CULLER, J., The pursuit of signs, Routledge, London/New York, 2001, pág. 17. La tesis central de Paul De Man es que en Rousseau el lenguaje tiene el estatuto de escritura tal como la entiende Derrida, y que por ello mismo no puede ser ubicado dentro de la metafísica de la presencia. 9 El ejemplo propuesto por Rousseau es central para comprender los dos sentidos de propiedad: lo propio de la expresión y lo propio de la designación. Escribe Rousseau: “Un hombre salvaje, al encontrarse con otros, en un primer momento se asustará. El miedo le hará ver a esos hombres más grandes y fuertes que él; le dará el nombre de gigantes. Luego de algunas experiencias, habrá reconocido que esos pretendidos gigantes no son más grandes ni más fuertes que él y su estatura no concuerda con la idea que primeramente había asignado a la palabra gigante. Inventará así otro nombre, común a ellos y a él, como por ejemplo el nombre de hombre, y reservará el de gigante para el objeto falso que lo había asustado mientras duró su ilusión. Es así como la palabra figurada nace antes que la palabra propia, cuando la pasión nos cautiva los ojos, y cómo la primera idea que nos ofrece no es la de la verdad”. ROUSSEAU, J., Ensayo sobre el origen de las lenguas, op. cit., pág. 50. Así, la palabra figurada gigantes tiene un sentido propio en relación a la pasión que expresa, 8
166
el valor adquirido por la escritura. Si el lenguaje figurado es el primer lenguaje, si el signo primigenio es propio en relación a la idea de un afecto pero falso respecto del objeto, la escritura debe ser la claridad sin pasión de la razón que puede solucionar esa falsedad. En las tierras del sur el hombre se encuentra preso de las metáforas, sin relación verdadera con el mundo. El escritor de las tierras del norte organiza el lenguaje, lo gramaticaliza fríamente, y alcanza la verdad del objeto. El poeta tiene una relación de verdad con la expresión de la pasión, el escritor tiene una relación de verdad con la designación del objeto. La metáfora es así dominada desde la idea de lo propio: Así, aunque afirmando en apariencia que el primer lenguaje fue figurado, Rousseau mantiene lo propio: como arquía y como telos. En el origen, puesto que la idea primera de la pasión, su primer representante, está propiamente expresada. En el final, porque el espíritu esclarecido fija el sentido propio. Lo hace entonces por un proceso de conocimiento y en términos de verdad10.
Si la vuelta a la naturaleza es imposible, y Rousseau señala en repetidas oportunidades ello, el sentido propio le permite construir una noción de lenguaje sin diferencia. Lo propio es la naturaleza luego del proceso de decadencia. Ahora bien, Derrida muestra en Rousseau que no es posible regular la metáfora desde la propiedad. Desde el momento en que la pasión es el origen de la lengua ya no existe garantía de una idea adecuada o de una representación apropiada. De una parte, porque si en el origen existe un desplazamiento metafórico, el sentido propio o literal no puede ser sino una estabilización que depende de esa no-propiedad, sólo puede ser una designación arbitraria no representativa. De otra parte, porque lo propio sólo puede entenderse en una estructura de pertenencia y de clasificación, es decir, en un sistema de diferencias. Lo propio sólo se entiende en este sistema y, así, surge desde el borramiento de la desapropiación de la diferencia. El sentido propio es la inscripción de un lugar en esta cadena de diferencias. el temor ante hombres más grandes y más fuertes; pero es falsa, carece de sentido propio, en relación a lo que designa, al objeto que en este caso son hombres. 10 DERRIDA, J., De la Gramatología, op. cit., pág. 349. 167
Si la presencia natural parece perdida para siempre –y aquí se puede leer la vuelta a un estado pre-lingüístico–, en Rousseau es necesario garantizar un lenguaje donde exista una relación de designación entre sujeto y objeto. Se podría pensar que luego del distanciamiento de las palabras y las cosas, sólo la subjetividad es garantía de una designación adecuada donde el valor de propiedad es la restitución de un lenguaje unívoco. El sentido propio reconstituye la proximidad como designación unívoca del lenguaje:
La presencia será plena pero no a la manera de un objeto, presente por ser visto, por darse a la intuición como un individuo empírico o como un eidos que está ante o muy próximo; sino como la intimidad de una presencia consigo, como conciencia o sentimiento de la proximidad consigo, de la propiedad. Esta fiesta pública tendrá pues una forma análoga a la de los comicios políticos del pueblo reunido, libre y que legisla: la différance representativa se borrará dentro de la presencia consigo de la soberanía11.
En la lectura de Derrida, entonces, la eliminación de la política no sólo se entiende desde una originariedad natural, sino desde la propiedad como restitución de la presencia consigo que designa cada cosa por su nombre. La univocidad del lenguaje niega la política como desestabilización de esa designación. Se podría afirmar, en términos contemporáneos, que si existen lugares propios en una comunidad, o si cada cosa tiene su nombre adecuado, desaparece la política. Del mismo modo, si una lectura puede reapropiarse del sentido último de un texto, o mejor, establecer de un modo definitivo el sentido propio de un escrito, se elimina a sí misma. La lectura es infinita, y se juegan en ella posiciones políticas, porque existe una equivocidad estructural a partir de la cual se instituye o estabiliza cierto sentido. La lectura y la política surgen de la imposibilidad de la proximidad natural consigo del hombre: Por lo cual eso propio del hombre no es lo propio del hombre: es la dislocación misma de lo propio en general, la imposibili-
11
Ibídem, pág. 385. 168
dad –y por ende el deseo– de la proximidad consigo; la imposibilidad y por ende el deseo de la presencia pura12.
La crítica a Rousseau es una crítica a la representación a partir de la presencia, de la comunidad reunida o de la asamblea pública. El representante siempre sobreviene a la presencia como el mal: el significante es la catástrofe. Si el mal es la representación, resulta necesario volver a la inmediatez inalienable, es decir, al momento en el cual la representación es imposible. En el orden político la fuente no representable es la voluntad, por lo que la soberanía es la voluntad general en tanto no puede ser alienada. El representante surge justamente cuando la voluntad se delega, cuando se escribe la ley. Y allí la representación es el mal político como posibilidad de que la voluntad general devenga voluntad particular. El vicio inherente a todo cuerpo político es la voluntad particular que obra contra la voluntad general, el gobierno contra la soberanía. El representante no es el representado, es el suplemento de una presencia, que interviene cuando la voluntad soberana se delega. Así, el representante no puede ser el representado, no es la presencia, pero tampoco puede ser sí mismo, puesto que se define por relación a una presencia. El representante es entonces un suplemento y la degeneración está inscripta en el mismo nacimiento del cuerpo político. Por ello Rousseau afirma que todo cuerpo político empieza a morir desde su nacimiento. Derrida señala que contra esta posibilidad de perversión Rousseau necesita la misma idea de representación. Una representación que necesariamente restaure la presencia y se borre a sí misma como tal: Pero la catástrofe que interrumpió el estado de naturaleza abre el movimiento del alejamiento que aproxima: la representación perfecta debería re-presentar perfectamente. Restaura la presencia y se borra como representación absoluta13.
Dos movimientos tiene la representación: perversión y restitución de la presencia. Si la representación es total se restaura la presencia, es decir, si el suplemento cumple su papel se suple
12 13
Ibídem, pág. 307. Ibídem, pág. 374. 169
la falta y ya no hay defecto, no hay mal. El problema de la representación y del suplemento, el origen del mal, es su retraso: que no se supla cabalmente la falta. Al estado de naturaleza debería seguirle la voluntad general, pero hay un hiato entre ambos y aparece el mal, y nuevamente la necesidad de suplir la falta. El mal surge del juego infinito de suplementos donde la presencia nunca termina de restituirse. Contra un pensamiento que sitúa el mal en la representación, Derrida parte del estatuto originario de la representación, la imposibilidad de reducirla como instancia segunda: Se sigue que la esencia misma de la presencia, si siempre debe repetirse dentro de otra presencia, abre originariamente, en la presencia misma, la estructura de la representación. Y si la esencia es la presencia, no hay esencia de la presencia ni presencia de la esencia. Existe un juego de la representación14.
En este sentido, Derrida no busca mostrar simplemente que lo que se presumía exterior habita lo interior, sino que la exterioridad es constitutiva de la interioridad. Se trata, por tanto, de un suplemento originario, no derivado, aun cuando la paradoja se manifieste en el mismo sintagma. En resumidas cuentas, Derrida muestra dos instancias de subordinación del suplemento que son, también, las dos formas clásicas de negación de la política. Por un lado, desde la presencia a sí que excluye toda diferencia y diferimiento hacia el exterior. Por otro lado, desde la reapropiación se busca restituir una presencia a sí donde tampoco hay política. Rousseau reconoce que la vuelta al estado de naturaleza es imposible, la inocencia ha sido perdida definitivamente, pero por eso mismo busca construir una sociedad en la que lo propio ocupe el lugar de la presencia. En una sociedad donde cada cosa tiene su nombre propio, donde ya no existe ninguna ambivalencia o equivocidad, la política nuevamente es imposible. Presencia y reapropiación son los dos movimientos que niegan a la política.
14
Ibídem, pág. 392. 170
Estructuralismo, autenticidad y violencia El trabajo crítico sobre la noción de escritura en Rousseau tiene como trasfondo la discusión con el estructuralismo. Si ya se pudo analizar el distanciamiento a partir de las nociones de fuerza y juego, el trabajo sobre los escritos de Lévi-Strauss permite precisar la diferencia en la cuestión política. En el antropólogo francés se da una notable fidelidad hacia Rousseau y un modo del discurso hegemónico que ha servido como paradigma hacia la mitad del siglo XX: el estructuralismo. En LéviStrauss existe continuidad con los motivos metafísicos –con la reducción de la escritura–, pero esta continuidad presenta una nueva modulación. Si adopta el fonologismo como exclusión o subordinación de la escritura, en ese mismo hecho se sustenta la autoridad acordada a una ciencia como modelo de análisis de toda la realidad. Existe un fonologismo epistemológico que supone un fonologismo lingüístico, metafísico y político. El caso es paradigmático en cuanto construye un modelo a partir del privilegio de la voz que funciona como paradigma epistemológico. Derrida sitúa dos motivos de su lectura de Lévi-Strauss que son de fundamental importancia para el objetivo trazado aquí: §§ La violencia. Derrida va a volver sobre la violencia, para señalar que no es una violencia secundaria que le sobreviene desde afuera a un lenguaje inocente, sino que se trata de una violencia originaria que se encuentra siempre en el lenguaje como escritura: En ningún momento, pues, se rebatirá a Rousseau y a LéviStrauss cuando ligan el poder de la escritura al ejercicio de la violencia. Pero radicalizando este tema, dejando de considerar esta violencia como derivada respecto de un habla naturalmente inocente, se hace cambiar todo el sentido de una proposición –la unidad de la violencia y de la escritura– a la que es preciso cuidarse de abstraer y aislar15.
§§ Lo propio. Derrida vuelve sobre la sujeción de la metáfora ejercida desde la parousía del sentido, es decir, muestra cómo el lenguaje comporta una metáfora
15
Ibídem, pág. 139. 171
irreductible desde el momento en que el nombre propio está irremediablemente ausente. Frente a esto, el pensamiento fonologista ha buscado reducir la metaforicidad originaria en un progreso hacia el sentido propio. Como en Rousseau, el motivo de lo propio ordena el discurso de Lévi-Strauss. Es al privilegio de la propiedad como proximidad consigo a la que se opone un pensamiento de la escritura. La violencia y lo propio, la inocencia y la metáfora, entre estos motivos se mueve la lectura de Lévi-Strauss. La violencia es central en Lévi-Strauss en cuanto se encadena con sus estudios antropológicos. En un mismo punto se cruzan violencia antropológica y escritura. El entrelazamiento de estas cuestiones se encuentra en el estudio que hace Lévi-Strauss de diferentes tribus. Derrida retoma el análisis de los Nambiquara que se encuentra en la “Lección de escritura”, incluido en Tristes trópicos del año 1955. Texto donde se plantea la relación de la violencia con la escritura, o mejor, de las violencias con la escritura. Y aquí adquiere toda su visibilidad la relación de la escritura, como instancia cuasi-trascendental de la inscripción, con la violencia intersubjetiva. La pregunta es, entonces, qué relación existe entre la escritura y las diversas instancias de la violencia. Pregunta, a su vez, por la politicidad ya no sólo en un sentido cuasi-trascendental, sino en el ámbito de las relaciones intersubjetivas. La cuestión que atraviesa la lectura es la oposición entre naturaleza y cultura donde existe un estado natural inocente al que le sobreviene la violencia. Siguiendo ciertos supuestos rousseaunianos, Lévi-Strauss considera a este pueblo como una especie de infancia de la humanidad. Pero al mismo tiempo señala que los Nambiquara pueden ubicarse dentro de un estado de cultura debido a dos indicios: la prohibición del incesto y la estructura de la lengua. Respecto de esto último Lévi-Strauss anota dos cosas: primero, que es una sociedad donde el nombre propio está prohibido; segundo que es una sociedad sin escritura. Ambas tesis son centrales en el análisis de Derrida. Al analizar la relación entre lo propio y la escritura, LéviStrauss caracteriza a este pueblo por la prohibición de utilizar nombres propios. Ahora bien, esta prohibición, señala Derrida, 172
es necesariamente derivada respecto de la tachadura del nombre propio en el juego de la diferencia. Un nombre propio sólo es posible por su ubicación en un sistema de diferencias, dentro de un sistema que retiene las marcas de los otros significantes, es decir, no existe nominación originaria sino a partir de la diferenciación. Esto significa que es necesario diferenciar entre la obliteración fundamental del nombre propio, la del sistema de diferencias, y la prohibición o no prohibición particular:
La no-prohibición tanto como la prohibición presupone la obliteración fundamental. La no-prohibición, la conciencia, la exhibición del nombre propio, no hace más que restituir o descubrir una impropiedad esencial e irremediable. Cuando dentro de la conciencia el nombre se dice propio, ya se clasifica y se oblitera al llamarse. No es más que un nombre que presuntamente se dice propio16.
Desde el mismo momento en que se pueden obliterar los nombres propios y utilizar un sistema diferencial de clasificación existe escritura. Por ello, decir que determinada sociedad no tiene escritura es simplemente reproducir un motivo etnocéntrico por el cual sólo es escritura aquella que existe en occidente. Lévi-Strauss lee la idea de un pueblo sin escritura en términos ético-políticos. El antropólogo francés aborda la incapacidad de escritura como inocencia y no-violencia que sólo es interrumpida por la irrupción occidental. Este es el lugar de un prejuicio que se inmiscuye en las investigaciones antropológicas, aún más, es un prejuicio que las constituye. El mito de un pueblo primitivo inocente, del buen salvaje, se une con una característica necesaria: un pueblo sin escritura. Ante esto, Derrida muestra cómo en el caso analizado por Lévi-Strauss sí existe escritura: Pero sobre todo, ¿cómo rehusar la práctica de la escritura en general a una sociedad capaz de obliterar lo propio, es decir a una sociedad violenta? Porque la escritura, obliteración de lo propio clasificado en el juego de la diferencia, es la violencia originaria misma: pura imposibilidad del ‘punto vocativo’, imposible pureza del punto de vocación. […] Anterior a la
16
Ibídem, pág. 143. 173
eventualidad de la violencia en sentido corriente y derivado, aquella de que hablara la ‘Leçon d´ecriture’, ahí está, como el espacio de su posibilidad, la violencia de la archi-escritura, la violencia de la diferencia, de la clasificación y del sistema de las apelaciones17.
Este punto es fundamental, es el eje mismo de la lectura propuesta aquí, pues señala el lugar de una violencia originaria ligada a la escritura. No una violencia en el registro trascendental, sino una violencia que habita en el registro antropológico. Y esto se da, tal como muestra Derrida, en la misma descripción que Lévi-Strauss efectúa de los Nambiquara. Si este pueblo prohíbe los nombres propios, lo cierto es que utiliza un sistema de clasificación. La prohibición del nombre propio es la prohibición de levantar ese velo que oculta un sistema de clasificación y pertenencia, es decir, un sistema de diferencias lingüístico-sociales. Este sistema de diferencias conlleva una violencia irreductible. La violencia no le sobreviene a una inocencia originaria que se viola en el momento en que revelan los nombres propios. El nombre propio sólo se define por su función, esto es, por establecer un sistema de clasificación social. Lo que se revela con un nombre propio no es el nombre, sino una estructura de pertenencia y de clasificación. Se revela, en otros términos, un sistema de diferencias que trabaja lo social. Lo propio sólo se entiende en este sistema, y así es posible señalar que la escritura muestra una estructura más profunda que borra lo propio. En otros términos, la escritura muestra la articulación de los reenvíos significantes que constituye cada significado. Un nombre propio es la inscripción de un lugar en esta cadena de diferencias: Ese hecho interesa a lo que hemos adelantado sobre la esencia o sobre la energía del graphein como borradura del nombre propio. Existe escritura desde que se tacha el nombre propio dentro de un sistema, existe ‘sujeto’ ni bien se produce esa obliteración, de lo propio, es decir desde la aparición de lo propio y a partir de la alborada del lenguaje18.
17 18
Ibídem, pág. 144. Ibídem, pág. 142. 174
Este sistema de diferencias es una forma de violencia que, por ende, no le sobreviene a una naturaleza inocente no-violenta:
Ya se ha podido comprobar que la violencia, aquí, no sobreviene de una sola vez, a partir de una inocencia original cuya desnudez sería sorprendida, en el momento en que se viola el secreto de los nombres que presuntamente se dicen propios19.
En este sentido, Derrida señala que la estructura de la violencia es más compleja que lo que puede entenderse en un esquema inocencia natural/cultura violenta. Es necesario dar cuenta de tres violencias diferentes y en esta complejidad pensar la política. §§ Una primera violencia que está en el mismo hecho de nombrar, en la constitución de un sistema de diferencias: […] la violencia originaria del lenguaje que consiste en inscribir en una diferencia, en clasificar, en suspender el vocativo absoluto. Pensar lo único dentro del sistema, inscribirlo en él, tal es el gesto de la archi-escritura: archi-violencia, pérdida de lo propio, de la proximidad absoluta, de la presencia consigo, pérdida en verdad de lo que nunca ha tenido lugar20. La
pérdida de lo propio da cuenta de que todo significado y todo significante se encuentran en una cadena de diferencias. Esta violencia es la imposibilidad de la presencia como proximidad consigo. §§ Una segunda violencia prohíbe la anterior, oculta la escritura, instituye una moral: “[…] reparadora, protectora, que instituye la ‘moral’, que prescribe la ocultación de la escritura, la borradura y la obliteración del nombre que presuntamente se dice propio que ya dividía lo propio”21. En este momento a partir del sistema de clasificación, de la existencia de la función del nombre propio, se prohíbe su utilización. Esto implica la prohibi-
21 19 20
Ibídem, pág. 146. Ibídem, pág. 147. Ibídem, pág. 147. 175
ción de revelar el sistema de pertenencia y clasificación social. Es la violencia de la ley como prohibición. §§ Una tercera violencia es aquella que se da en la posibilidad empírica, que puede o no surgir, y que se puede llamar la guerra, la violación, una violencia que consiste en: “[…] revelar por efracción el nombre que presuntamente se dice propio, vale decir la violencia originaria que ha privado a lo propio de su propiedad y de su limpieza”22. Es el momento en que se revela el nombre propio en los Nambiquara, una violencia fáctica, pero que supone los dos pasos anteriores. La transgresión surge cuando se viola la prohibición de utilizar los nombres propios, cuando se revela el sistema de diferencias. El concepto corriente de violencia se sitúa en este último nivel, pero es una violencia asentada en las dos violencias iniciales: en la archi-violencia y en la ley. Cuando se revela el nombre propio se muestra la violencia de la primera nominación como expropiación y la violencia de la ley que hace de sustituto de lo propio. Ahora bien, la tercera violencia es aquélla que LéviStrauss considera accidental. La violencia como un accidente que sobreviene a la bondad natural, pero se trata de una violencia que sólo se puede comprender en el marco de las dos anteriores. Por ello, no existe una violencia que sobreviene, sino originaria. La violencia se debe entender en los tres niveles indicados: primero, como momento de institución social de las diferencias; segundo, como la prohibición de revelar esa institución, como ley; tercero, como la transgresión de la ley. Lévi-Strauss sitúa su presentación de la escritura, y su noción de violencia, sólo en el tercer nivel. Y por ello puede señalar que la violencia es secundaria respecto de una socialidad primitiva natural. Desde el momento en que se muestran las dos violencias iniciales se indica que la misma constitución de lo social es violenta. La concepción de la escritura que presenta Lévi-Strauss sólo se comprende a partir de un grado cero social, inocente, sin escritura, de verídica ternura humana que es interrumpido por la violencia cultural. Si en el texto sobre Levinas la crítica de la
22
Ibídem, pág. 147. 176
no-violencia se daba en términos metafísicos, en este caso Derrida cuestiona la posibilidad de una comunidad inocente originaria. Por este motivo, adquieren una condensación específica los elementos desarrollados en los capítulos precedentes. Sobre los supuestos en los cuales se asienta la idea de escritura en LéviStrauss, escribe Derrida: Sólo una comunidad inocente, sólo una comunidad de dimensiones reducidas (…), sólo una microsociedad de noviolencia y de franqueza en la que todos los miembros pueden estar directamente al alcance de la alocución inmediata y transparente, ‘cristalina’, plenamente presente consigo en su habla viva, sólo tal comunidad puede padecer, como la sorpresa de una agresión procedente del afuera, la insinuación de la escritura, la infiltración de su ‘astucia’ y de su ‘perfidia’. Sólo tal comunidad puede importar del extranjero ‘la explotación del hombre por el hombre’23.
Por esto, para Lévi-Strauss la escritura es la intervención externa que produce la dominación de unos sobre otros, la explotación del hombre por el hombre. La escritura es acusada políticamente como propia de las culturas occidentales que interrumpen comunidades del habla plena e inocente. Motivo que será difícil de atribuir sólo a la escritura, pues si la función de la escritura es la jerarquización social, evidentemente es anterior a la aparición de la escritura en sentido estricto. La jerarquización ya se encuentra en la diferencia o archi-escritura que se da en el habla. De todas formas, la disección es fundamental, la escritura no haría su aparición, para Lévi-Strauss, por causas intelectuales. Se disocia la escritura de la ciencia y de los progresos en el conocimiento. Lévi-Strauss separa escritura de conocimiento y luego escritura de ciencia. Esta separación es necesaria para demostrar que la aparición de la escritura no tiene fines intelectuales, sino fines sociológicos. La escritura tiene una función sociológica en cuanto facilita la esclavización: su fin es el dominio político y no el conocimiento intelectual. La escritura introduce la esclavitud y no la ciencia desinteresada. Por diversas proposiciones, Lévi-Strauss busca demostrar la
23
Ibídem, pág. 155. 177
independencia del conocimiento respecto de la escritura. Para mostrar que la escritura tiene sólo un fin sociológico, la disocia de su relación con las ciencias. Y establece allí su hipótesis central: la escritura es la explotación del hombre por el hombre. La función primaria de la escritura, agrega Lévi-Strauss, es facilitar la esclavitud, y sólo son resultados secundarios los fines estéticos o intelectuales que se persiguen con ella24. Ante esta proposición, Derrida procede en dos movimientos. Por el primer movimiento confirma esta afirmación, señalando la contemporaneidad de la escritura con cierta jerarquización social:
Toda esa estructura aparece desde que una sociedad comienza a vivir como sociedad, es decir desde el origen de la vida en general, cuando, en niveles muy heterogéneos de organización y complejidad, es posible diferir la presencia, vale decir el gasto o el consumo, y organizar la producción, vale decir la reserva en general25.
La diferenciación se encuentra en la base de la sociedad. La diferenciación es violenta porque establece distinciones entre grupos y niveles de poder. La diferenciación es política. Diferencia que se asienta, indica Derrida remitiendo a lo expuesto en relación a Bataille, en un diferir el gasto. Vale recordar que la base de la economía general tal como se expuso es la producción de energía excedente. Producción que se puede pensar en una lógica de la reapropiación, de la utilidad y consumo de todo lo que se produce, como economía restringida; pero que también se puede pensar incluyendo el gasto sin reserva, el puro excedente, la economía general. A partir de esto es necesario señalar que si la violencia es inherente a la différance, lo es en el Ante la separación de conocimiento y escritura, lo que también significa entre ciencia y violencia, escribe Derrida: “Si es verdad, como efectivamente lo creemos, que la escritura no se piensa fuera del horizonte de la violencia intersubjetiva, ¿hay algo, así fuese la ciencia, que le escape radicalmente? ¿Hay un conocimiento y sobre todo un lenguaje, científico o no, que se pudiera llamar a la vez extraño a la escritura y a la violencia? Si se responde negativamente, como hacemos nosotros, el uso de esos conceptos para discernir el carácter específico de la escritura no es pertinente”. DERRIDA, J., De la Gramatología, op. cit., pág. 166. 25 Ibídem, pág. 170. 24
178
doble sentido del término: es diferenciación social, institución de niveles de poder, y es el diferir la reserva, organización de la reserva. En un segundo movimiento, Derrida toma distancia de Lévi-Strauss mostrando cómo se articula en su pensamiento una metafísica de la presencia. Lévi-Strauss señala que la escritura facilita la esclavización. Esta facilitación tiene lugar cuando el antropólogo elimina la diferencia entre autoridad política y explotación. Establece así una continuidad entre la explotación de los pueblos primitivos y el poder de la ley en los Estados modernos. La escritura serviría siempre a la dominación, cualesquiera sean sus formas. Derrida señala que existe un deslizamiento poco riguroso en Lévi-Strauss entre explotación y autoridad política, una igualación de jerarquización y dominación. Y para ello se parte de cierto anarquismo que confunde ley con opresión, o donde se postula que toda ley produce coacción y esclavización26. El poder político es considerado como el detentador de una potencia injusta. Claro que estas proposiciones se sustentan en un anarquismo que identifica libertad con ausencia de ley. Derrida no le opone a esto una concepción liberal por la cual se identifica libertad con legalidad. No es una posición contraria que niegue las relaciones del proceso de alfabetización con la consolidación del poder del Estado-nación, sino señalar que ésta es una posición simplista para definir la ley. Pues si así fuera, la libertad, la no-explotación, sería correlativa del analfabetismo, la ausencia de instrucción pública y la inexistencia de la ley. Derrida trabaja analizando los elementos de la argumentación de Lévi-Strauss. Por una parte, se considera la irrupción de la escritura como degradación, como decadencia en el progreso. Por otra parte, se anhela pequeñas comunidades que se mantengan externas a la corrupción. Ante estas proposiciones, no se busca restituirle a la escritura una especie de inocencia origi Lo cual, como indica Derrida, está en las antípodas del pensamiento de la ley de Rousseau. Si la ley es la expresión de la voluntad general no se puede tematizar como opresión de unos sobre otros. Por el contrario la ley es lo que permite que no exista un predominio de la voluntad particular, que no haya sujeción a la voluntad de los otros. 26
179
naria. Por el contrario, Derrida asume la misma crítica de LéviStrauss como algo propio de la escritura. No es posible pensar que el habla se sustrae a ese orden de politicidad. No es una defensa de la escritura como lugar de inocente apoliticidad, sino una crítica al esquema por el cual se anhelan comunidades primitivas inocentes que han sido pervertidas por la escritura. Es cierto que existe una alianza fundamental entre violencia y escritura, pero no que venga a afectar accidentalmente a un habla originalmente buena. Aún más, si este es el esquema propuesto por Lévi-Strauss, ese mismo esquema se hace imposible en sus propias descripciones. Si fuera cierto el esquema, la violencia, la perversión, sólo vendría con la escritura, y se le impondría a una sociedad inocente. Pero el mismo Lévi-Strauss muestra la violencia existente en sociedades “previas” a la escritura. Los argumentos del mismo Lévi-Strauss son anulados desde la repetición de ciertos prejuicios tradicionales: El ideal que subtiende en profundidad esta filosofía de la escritura es entonces la imagen de una comunidad inmediatamente presente consigo misma, sin diferencia, comunidad del habla en la que todos los miembros están al alcance de la alocución27.
Subyace, de esta manera, una lectura política regida por un criterio de autenticidad, una autenticidad dada por la vecindad de pequeñas comunidades. Frente a esto, la dispersión de la vecindad es la condición de la opresión, de la arbitrariedad. Se manifiesta aquí un pensamiento político donde los gobiernos de opresión efectúan siempre el mismo gesto: romper con la presencia (con la co-presencia de todos los ciudadanos). El criterio del mal político es la ruptura de la autenticidad social como proximidad con los otros, como ausencia de mediación, como intersubjetividad pacífica. Las sociedades auténticas, arcaicas, son aquellas donde la comunicación es interpersonal, sin que medien los códigos. Las sociedades inauténticas, modernas, son aquellas indirectas, con códigos que hacen las relaciones inter-
DERRIDA, J., De la Gramatología, op. cit., pág. 176.
27
180
personales distantes. Un ideal político construye cada una de estas proposiciones:
Presencia consigo, proximidad transparente dentro del caraa-cara de los rostros y del inmediato alcance de la voz, esa determinación de la autenticidad social es clásica; rousseauniana pero ya heredera del platonismo, se conecta, recordémoslo, con la protesta anarquista y libertaria contra la Ley, los Poderes y el Estado en general, también con el sueño de los socialismos utópicos del siglo XIX, muy precisamente con el fourierismo.28.
En este sentido, la autenticidad se estructura en función del habla plenamente presente. Esta posición se funda en una comunidad del habla viva, donde como arquía y telos se construye una sociedad a-política, de la proximidad de sujetos que habitan sin mediación, sin violencia. El ideal que subtiende es el de una presencia dominada, cercana. Frente a ello surge un pensamiento político de la escritura:
Reconocer la escritura dentro del habla, vale decir la différance y la ausencia de habla, es comenzar a pensar el señuelo. No hay ética sin presencia del otro pero también y por consecuencia sin ausencia, disimulo, robo, différance, escritura. La archi-escritura es el origen de la moralidad así como de la inmoralidad. Apertura no-ética de la ética. Apertura violenta. Como se ha hecho con el concepto vulgar de escritura, sin duda es necesario suspender rigurosamente la instancia ética de la violencia para repetir la genealogía de la moral29.
Fragmento en el cual es necesario destacar el doble movimiento. De un lado, Derrida indica la necesidad de la relación con el otro. Relación constitutiva desde la noción de huella: todo significante conserva la huella de otros significantes cuya totalidad es imposible. Existe una relación con el otro, pero que no es una apertura hacia una no-violencia radical, una alteridad absoluta o una comunidad inocente. Por ello, de otro lado, Derrida destaca que siempre, y a priori, en la relación con el otro hay violencia: disimulo, robo, différance, escritura. Es, en otros términos, apertura violenta. Y como tal, economía de la violen
28 29
Ibídem, pág. 179. Ibídem, pág. 180. 181
cia. La escritura se piensa en el horizonte de la violencia intersubjetiva. Lo cual permite dar cuenta ya no sólo de la politicidad estructural, sino de la política como violencia intersubjetiva. En este sentido, se abre la posibilidad de pensar de otro modo los conceptos de cierta tradición del pensamiento político constituidos a partir de un comienzo y un final sin violencia. O mejor, conceptos constituidos desde la parousía del fin de la política. Aun atendiendo a las comillas es importante subrayar la última proposición de la lectura de Lévi-Strauss: “Siempre, de una cierta manera, la ‘fuerza pública’ ha comenzado ya a ‘suplir la persuasión’”30. Fragmento que conecta a Lévi-Strauss con Rousseau, con la afirmación de este último en la cual se señala que en los tiempos antiguos la elocuencia persuadía frente a la fuerza pública. Tiempos en los cuales no era necesaria la fuerza pública porque la elocuencia oral construía la comunidad. En este sentido, Derrida señala que la fuerza ha comenzado desde siempre, que no existe una etapa originaria sin ella. Si desde la naturaleza o la propiedad, la política siempre es considerada una exterioridad que viene a romper o desestabilizar violentamente una interioridad pura, pero si no existe ese origen puro e inocente, la violencia es originaria. Se trata, nuevamente, de la inscripción política originaria.
30
Ibídem, pág. 180. 182
Capítulo V Instituciones
Ici, par exemple, n’est pas un lieu indifférent.
Jacques Derrida
Progresivamente se ha dado cuenta de lo que se denomina copertenencia de filosofía y política en los textos tempranos de Derrida. En este recorrido, la copertenencia adquiere condensación en relación a Rousseau y Lévi-Strauss porque se plantea la economía de la violencia en relación a la intersubjetividad. En el presente capítulo es necesario detenerse en aquellos lugares donde Derrida aborda explícitamente una práctica política: las instituciones académicas. La cuestión de la institución adquiere relevancia en dos sentidos: porque muestra la relación entre prácticas institucionales y supuestos filosóficos y porque se evidencia la posición de la deconstrucción respecto de estas prácticas, es decir, aparece una compleja articulación de teoría y práctica. El aporte de Derrida en sus escritos está en el análisis de las relaciones entre la filosofía y las formas institucionales que adquiere. Lo cual implica que en el abordaje propuesto no se busca trabajar sobre especificaciones académicas en tanto debates puntuales, sino mostrar la relevancia de esa discusión para una problematización teórica de la política. La importancia de 183
este análisis puede ubicarse en dos indicios: por un lado, mostrar cómo los debates en torno a la institución académica dan cuenta explícitamente de la copertenencia de filosofía y política; por otro lado, plantear la cuestión en el estrecho vínculo entre prácticas institucionales y premisas filosóficas para identificar cómo una discusión filosófica sobre la política tiene una relación directa con las formas político-institucionales de una determinada sociedad. Para el trabajo de estos aspectos el capítulo se organiza en una serie de puntos. En primer lugar, se muestra la íntima relación entre institución académica y teoría filosófica para analizar, más allá del caso particular, cómo esta perspectiva plantea otra forma de abordar la relación teoría/praxis. En segundo lugar, la copertenencia trabajada hasta aquí se traduce en una lectura de la institución educativa. Por último, a partir de la différance se resumen los aspectos desarrollados. Se finaliza así el recorrido propuesto para trabajar los elementos que constituyen la articulación que da sentido a la copertenencia en los primeros textos de Derrida. El caso específico de análisis de Derrida generalmente es la institución académica, sus intervenciones han girado en torno a la universidad, la enseñanza de la filosofía, el cuerpo docente, etc. El texto central a trabajar es Del derecho a la filosofía, una compilación de artículos, conferencias, intervenciones, que no constituyen un texto único. Es necesario acentuar que son intervenciones particulares que se dan a lo largo de varios años: por lo menos de 1975 a 1990. Por ello, se encuentran elementos en el mismo texto que permiten señalar que es una especie de bisagra. En este sentido, existen aspectos que claramente corresponden a una concepción que surge desde la violencia irreductible, pero al mismo tiempo se anuncian algunas cuestiones que van a constituir la perspectiva que se aborda en la segunda parte del libro. En la lectura propuesta aquí se acentúan los primeros elementos, privilegiando los textos donde esa concepción aparece con mayor claridad. Fundamenta esta lectura la presentación de la institución como el lugar concreto donde la copertenencia de los primeros textos del autor se constituye en una práctica.
184
La universidad entre razón y poder Una temprana cita quizá sintetice el modo de pensar el vínculo entre filosofía y práctica política:
[…] la actividad filosófica no requiere una práctica política, ella es, de todos modos, una práctica política. Una vez que se ha luchado para que se reconozca esto, empiezan otras luchas, filosóficas y políticas. ¿Cuáles? No tengo una fórmula para recopilar la respuesta a semejante pregunta. Nada más que añadir, si le parece. Lo que se hace o no se hace permanece legible en otra parte para los que están interesados. Me contento con pasar del singular de su pregunta al plural (¿cuál? ¿cuáles?) a fin de subrayar al menos lo que me parece ser un axioma de este campo: el frente está siempre exfoliado, las vías son dobles, los métodos están replegados, las estrategias esquinadas1.
¿En qué sentido la filosofía es una práctica política? ¿Qué vínculo se da allí entre teoría y práctica? ¿Cuál es la singularidad de la deconstrucción como práctica política? Derrida señala que la deconstrucción por sus mismos presupuestos no se puede reducir a una crítica teórica, y por ello implica siempre una determinada posición institucional donde es indisociable la teoría y la formación de una institución. En una entrevista tardía vuelve sobre esta cuestión: No puedo enseñar sin intentar, al menos, hacer que el contenido y, hasta en los mínimos detalles, el procedimiento de la enseñanza disloque, desplace, analice el aparato en el que estoy metido; y esto no sólo en el orden de lo que se reconoce como código político sino politizando los lugares que el código político deja en la sombra […]. Una deconstrucción no puede ser ‘teórica’, desde su mismo principio. No se limita a conceptos, a contenidos de pensamiento o a discursos2.
DERRIDA, J., El Tiempo de una Tesis. Deconstrucción e implicaciones conceptuales, Barcelona, Anthropos, 1997, pág. 94. 2 Ibídem, pág. 64. Las observaciones en torno a la institución se comprenden en relación a las luchas llevadas a cabo por el GREPH (Grupo de investigación sobre la enseñanza filosófica). En el transcurso del año 1974 se dieron las reuniones preparatorias y la asamblea general fue en el año 1975. El grupo de investigación tuvo como objetivo desarrollar investigaciones sobre la relación entre filosofía y enseñanza. Las cuestiones planteadas eran: 1) ¿Cuál es el nexo entre la filosofía y la enseñanza en general? 2) ¿Cómo la didáctica filosófica se inscribe en los campos pulsional, histórico, 1
185
La copertenencia de filosofía y política encuentra un lugar privilegiado de análisis en el cruce entre forma institucional y supuestos teóricos, pues de lo que se trata es de romper con la supuesta “externalidad” de las condiciones político-institucionales respecto de las elaboraciones teóricas. Derrida cuestiona de este modo el prejuicio por el cual se afirma que la investigación filosófica es independiente del marco institucional en el que se desarrolla. Un caso privilegiado para pensar este vínculo entre la formainstitucional universitaria y la filosofía aparece con el “principio de razón”. Para Derrida, desde este principio no sólo se configura una determinada filosofía, sino cierta institución. Dicho de otro modo, se trata de pensar la relación inescindible entre una forma institucional y ciertos supuestos teóricos a la luz del principio de razón. El vínculo entre razón y universidad implica dos cosas: primero, preguntar cuál es la razón de ser de la universidad, su esencia, su justificación; segundo, preguntar cuál es la finalidad de la universidad, su destinación. Eso es lo que engloba la expresión “razón de ser”, una fundamentación, una esencia, pero también un destino. En la expresión “razón de ser” se piensa la causa no sólo como fundamento, sino como causa final: una arquía y un telos. Derrida señala que, por paradójico que resulte, la razón de ser de la universidad es la razón. Esto implica una determinada político, social, económico? En el marco de estas cuestiones generales se ubican las investigaciones específicas relacionadas con la situación contextual de la filosofía en la década de 1970 en Francia a partir de la reforma Haby. Sobre la posición del grupo, escribe Derrida: “El Greph se opuso simultáneamente a las fuerzas representadas por la posición gubernamental –y en consecuencia a la política de desaparición de la enseñanza filosófica. Y a las fuerzas que parecían desde un modo conservador querer defender el estatus quo y la clase de Terminal tal como era. De hecho estas dos posiciones aparentemente antagónicas buscaban conseguir, dado el estado real de la enseñanza en las Terminales y la política general de la educación, la misma consecuencia: la asfixia progresiva de toda enseñanza filosófica. La singularidad del Greph consistió en exigir no solamente que se continúe con la enseñanza de la filosofía, de manera no opcional, no facultativa, en Terminal, sino que se le conceda el derecho reconocido a cualquiera de las otras disciplinas, a saber, una enseñanza progresiva y ‘larga’ desde las más ‘pequeñas’ clases”. DERRIDA, J., Du droit à la philosophie, Paris, Galilée, 1990, pág. 172. Sobre las diferentes dimensiones de las intervenciones de Derrida en torno a la institución académica: VERMEREN, P., “La aporía de la democracia por venir y la reafirmación de la filosofía”, en CRAGNOLINI, M., Por amor a Derrida, Buenos Aires, La Cebra, 2007. 186
relación de la razón con el ser. Supone, en otros términos, el principio de razón que no es lo mismo que la razón: Lo que, desde hace tres siglos, se denomina principio de razón fue pensado y formulado por Leibniz en varias ocasiones. Su enunciado más frecuentemente citado es ‘Nihil est sine ratione seu nullus effectus sine causa’, ‘Nada es sin razón o ningún efecto sin causa’. La fórmula que Leibniz, según Heidegger, considera como auténtica y rigurosa, la única que sea autoridad, la hallamos en un ensayo tardío (Specimen inventorum, Phil, Schriften, Gerhardt VII, p. 309): ‘Duo sunt prima principia omnium ratiocinationum, principum nempe contradictionis (…) et principium redendae rationis’. Este segundo principio dice que ‘omnis veritatis reddi ratio potest’: de toda (entiéndase de toda proposición verdadera) puede rendirse razón3.
En este marco no se trata de la relación entre razón y ser a secas, sino de la forma singular que adquiere esta relación en la modernidad en lo que se ha denominado principio de razón. Leyendo el enunciado leibniziano, que establece que la razón ha de ser rendida, Derrida indica que de toda verdad puede rendirse razón. El problema es a quién se le debe rendir razón, ante quién, porque en el enunciado razón ya no significa una facultad del hombre, ni siquiera el poder racional. Rendir razón marca una necesidad, siempre se dice “hay que” rendir razón, donde lo central es ese “hay que”, pues toda vez que es posible rendir razón es necesario hacerlo. A esa necesidad de responder ante el llamado de la razón, esa necesidad de dar cuentas de la razón de algo, Derrida la trabaja a partir de Heidegger. De aquello que el autor alemán llamó Anspruch¸ es decir, la interpelación que obliga a responder por el principio de razón4. ¿Qué significa esta interpelación? ¿Qué significa responder ante el principio de razón? ¿Qué significa esa necesidad de rendir razón de algo? El principio de razón es la exigencia de dar razones, de explicar los efectos por las causas, y eso es justificar, fundamentar, rendir cuentas. Pero la DERRIDA, J., Cómo no hablar y otros textos, Barcelona, Anthropos, 1997, pág. 122. 4 Cf. HEIDEGGER, M., “De la esencia del fundamento”, en Hitos, Madrid, Alianza, 2000. 3
187
necesidad de responder como apelación al principio o a la raíz podría remitir a la filosofía clásica. Siendo así, el principio de razón pierde especificidad y se constituye como algo permanente en la tradición occidental. Por el contrario, Derrida releyendo a Heidegger señala que existe una distinción entre la filosofía clásica y el principio de razón tal como surge en el siglo XVII. Esa diferencia es el quiebre de la modernidad respecto de la tradición griega: el principio de razón es fruto de la modernidad. En este marco, la institución del principio de razón tiene un vínculo directo con la institución de la universidad moderna, esto es, no se puede pensar la posibilidad de la Universidad sin abordar el principio de razón. Derrida señala con Heidegger que la Universidad se funda en el principio de razón, pero también sobre el ocultamiento del principio. Si no se tematiza el principio de razón esto no significa una simple deficiencia de la universidad, sino que ese ocultamiento es aquello mismo que vuelve posible la institución. La Universidad se desarrolla sobre un abismo, sobre el fundamento impensado del fundamento. Existe, así, una relación entre la disposición metafísica de la modernidad y la institución académica más importante de la época: El esquema del fundamento y la dimensión de lo fundamental se imponen, por diversos conceptos, en el espacio de la Universidad, ya se trate de su razón de ser en general, de sus misiones específicas, de la política de la enseñanza y de la investigación. En cada caso, está en juego el principio de razón como principio de fundamento, de fundación o de institución5.
Ahora bien, existe un autor en la modernidad donde esta relación se vuelve explícita, o mejor, donde es inherente la relación entre razón e institución, la Universidad guiada por la razón: Immanuel Kant. La referencia a Kant se constituye en un punto central del discurso de Derrida, y se justifica en cuanto el discurso kantiano construye las prácticas institucionales y pedagógicas actuales: […] la autoridad del discurso kantiano inscribió sus virtudes de legitimación en una profundidad tal de nuestra for-
DERRIDA, J., Cómo no hablar y otros textos, op. cit., pág. 127.
5
188
mación, de nuestra cultura, de nuestra constitución filosófica que tenemos dificultades para realizar la variación imaginaria que permitiría figurarse en otra. Aún más, la ‘relación a Kant’ marca la idea misma de formación de cultura, de constitución, y sobre todo de ‘legitimación’, la cuestión del derecho, es decir el elemento en el cual vemos anunciarse la situación que describo en este momento6.
Kant es un indicio para mostrar que el proyecto de Universidad moderna se ha fundado en vistas a la razón. Esta conexión tiene una génesis precisa, el siglo XVIII en Europa, donde se produce un nuevo espacio, el de la filosofía en la Universidad estatal y la figura del filósofo funcionario. De este cambio no quedó excluido el propio discurso filosófico y Kant constituye una de las figuras ejemplares para referirse a ello. Entre Leibniz y Kant, indica Derrida, se produce un devenir-institución estatal de la razón, y así un devenir-facultad de la razón. Es posible reconocer tres motivos en el privilegio del análisis del discurso kantiano. Primero, la crítica y la metafísica kantiana proponen una pedagogía. Señalan la necesidad de lo pedagógico, es decir, fuera del pensamiento de los principios puros es necesaria la pedagogía para remontarse a esos principios. Segundo, el discurso kantiano se organiza y se estructura como discurso educativo. Es el discurso de un profesor en la Universidad del Estado. La cuestión es reconocer la situación particular que inaugura Kant al ser un filósofo y un hombre de Estado. Surge el filósofo como funcionario estatal:
Ésta fue homogénea o predispuesta a devenir-enseñanza-pública de la filosofía en las condiciones socio-políticas dadas: sala de clase, programas, evaluaciones y sanciones al interior del dispositivo (la escuela y la Universidad) detentando no solamente un poder de transmisión y de reproducción del saber (cosa que pudo ser tenida por secundaria por ciertos representantes de la filosofía profesional) sino sobre todo un poder de juicio, de evaluación, de sanción, es decir aquel de la jurisdicción, de una instancia que dice el derecho, acompañando sus declaraciones de una coerción objetiva (es la definición misma del derecho según Kant) y decidiendo la legitimidad
DERRIDA, J., Du droit à la philosophie, op. cit., pág. 82.
6
189
de un discurso o de un pensamiento, la pertinencia y la competencia, confiriéndole un título, incluso un derecho profesional7.
Tercero, el discurso kantiano es, a la vez, un síntoma y un factor determinante, es causa y efecto. El nombre de Kant da cuenta de las determinaciones propias de la institución filosófica en los marcos del Estado-nación moderno, pero también es aquel que vuelve posible esas determinaciones. La filosofía kantiana es formada y forma las instituciones pedagógicas modernas. No es sólo un vínculo externo entre una filosofía y ciertas instituciones que la llevan a cabo, sino que estas determinaciones trabajan la misma idea de “crítica”: todo el sistema arquitectónico kantiano está atravesado por la situación político-institucional. El privilegio otorgado a Kant puede ser objetado señalando que toda filosofía procede por oposiciones conceptuales y que, por ende, las observaciones realizadas sobre la filosofía kantiana pueden extenderse a toda filosofía. Derrida señala que efectivamente es así y que los discursos pre-kantianos juegan un rol análogo en su relación con las estructuras político-institucionales. Pero, aun cuando un proyecto que estudie esas analogías es válido, el discurso kantiano encuentra su singularidad respecto al resto en cuanto el problema de la delimitación es su proyecto esencial, es decir, es un pensamiento que funda o legitima los límites. Y esta fundación de los límites es estructuralmente indisociable de cierta determinación jurídica, política e institucional. El problema kantiano es el derecho en tanto filosofía, pues la filosofía emprende el conocimiento de la razón por sí misma, conocimiento que debe instituir el tribunal que juzgue la legitimidad. Por esto mismo debe poder condenar todas las usurpaciones que se hacen en nombre de la razón. Se debe garantizar la autonomía del tribunal de la razón, y así de una institución racional que no depende de sí misma En El conflicto de las facultades, Kant plantea el problema de los límites de la Universidad, de la relación entre razón y Universidad, entre Estado y Universidad. Kant señala que la Universidad debe ser autónoma, autonomía que se funda en la
7
Ibídem, pág. 85. 190
verdad: sólo quienes saben pueden juzgar el saber. Al mismo tiempo, la Universidad es una institución que otorga títulos, no es sólo producción de saber, sino que tiene una performatividad específica. Para crear estos títulos la Universidad no puede autolegitimarse, sino que obtiene su legitimidad del Estado:
Ella es autorizada (berechtigt) por una instancia no universitaria, aquí el Estado, y según criterios que no son más necesariamente y en última instancia aquellos de la competencia científica sino aquellos de una cierta performatividad. La autonomía de la evaluación científica puede ser absoluta e incondicionada, pero los efectos políticos de su legitimación, suponiendo que se puede distinguirlas rigurosamente, no son ya controladas, medidas, vigiladas por un poder exterior a la Universidad8.
Para Kant, entonces, es necesario mantener la autonomía del saber, de la búsqueda de la verdad y, sin embargo, otorgar títulos, dar legitimidad a la performatividad. La Universidad sería sólo responsable ante sí y ante el Estado. Por ello el problema es la delimitación, esto es, la posibilidad de diferenciar entre un adentro y un afuera de la Universidad9. Ibídem, pág. 401. Problema que estará en las bases de la fundación del Collège International de Philosophie años más tarde. El límite de lo filosófico como tal, es decir, entre su adentro y su afuera, define el campo de intervención del Collège como institución. En el texto redactado por Derrida, Chatelet, Faye y Lecourt, Titres (1982), se señala la necesidad de trabajar en la intersección de una diversidad de saberes en relación a una temática (y no desde la interdisciplinariedad). Y esto por motivos limítrofes internos y externos. Internos porque hay temas que no pertenecen a ninguna disciplina. Externos porque dentro de una misma disciplina ciertas determinaciones institucionales definen aquello que es un tema legítimo. Se trata de otro estilo de filosofía que ponga en relación de otro modo el lenguaje filosófico con otros discursos (estilo más horizontal y menos jerárquico, una relación que no sea de fundación o teleología). Por ello desplazar los límites y las formas de la institución filosófica: “Decimos solamente que la regla del Collège sería acordar prioridad a las problemáticas limítrofes y ante todo a aquellas que conciernen a los límites de lo filosófico en tanto que tal. Prioridad que será también reconocida a ciertos enfoques: la exploración de los límites, la incursión singular o extraña. Por supuesto lo extraño, lo limítrofe o lo aleatorio no serían valorizados por ellos mismos en tanto que tales. Pero al lado de otros elementos de apreciación, deberían ser acreditados de los proyectos de investigación sometidos al Collège. El esquema que proponemos interrogar –y quizá desplazar– es la relación entre la filosofía y los saberes tal como se han fijado en el modelo de institución universitaria que domina en Occidente desde el comienzo de la era industrial: estructura ontológico-enciclopédica vertical que tiende a inmovili8 9
191
El problema de Kant es la intervención de cierto afuera en el adentro, el parasitismo de un exceso político que interviene en el adentro, es el cuestionamiento a una delimitación clara entre el adentro y el afuera. Lo parasitario puede tener diversas formas. En primer lugar, puede ser la constitución de organizaciones de especialistas que no pertenecen a la Universidad, es un afuera académico de la Universidad. Esto significa que ciertas investigaciones científicas no pueden abrirse en la Universidad. Ahora bien, desde el momento en que existen partes de la ciencia externas a la Universidad, la misma idea de Universidad es puesta en cuestión. En segundo lugar, y más problemático para la relación entre adentro y afuera, existen universitarios que se constituyen como agentes del gobierno, es decir, hombres formados en las universidades que devienen instrumentos del poder. Son los técnicos que ocupan lugares de decisión en la estructura de gobierno y que son importantes porque tienen influencia sobre el pueblo, son quienes mantienen un vínculo con aquellos que no tienen relación con el saber. Por ello, para Kant es importante que los mismos hombres de gobierno establezcan sus propios límites, es decir, la no-intervención sobre la Universidad. El gobierno debería crear un derecho que limite su propia influencia. Incluso más, deberían someter todos los enunciados relacionados con la verdad, enunciados constatativos, a la autoridad de la Universidad, o mejor, a la autoridad de la Facultad de filosofía. Esto es lo que Kant denomina la “censura” de las facultades. La censura plantea todo el problema del discurso kantiano ya que conjuga el uso de la razón con la fuerza, aquello que debería estar claramente delimitado. La censura es definida por Kant como “crítica con fuerza” uniendo racionalidad y poder estatal: es la mediación entre razón pura y fuerza a disposición del Estado. La simple fuerza no censura porque no se puede plantear sobre un discurso o un texto, una crítica sin poder tampoco lo puede hacer. Es la crítica unida a la fuerza legal del Estado aquello que caracteriza a la censura. La censura no zar todas las fronteras autorizadas del saber”. DERRIDA, J., Du droit à la philosophie, op. cit., pág. 572. Cfr. DERRIDA, J.; CHÂTELET, F.; FAYE, J. y LECOURT, D., Le Rapport bleu. Les sources historiques et théoriques du Collège international de Philosophie, Paris. PUF. 1998. 192
sería extraña o externa a la institución universitaria, sino algo necesario a su constitución: en el momento en que la ley moral se empequeñece en las manos del hombre son necesarias leyes de coacción desde el exterior. Así, Kant en sus críticas trata sobre las limitaciones, sobre la facultad del Estado para limitar o censurar y también de los límites de esa censura, de una razón heterogénea a ese poder. La heterogeneidad se daría en la razón pura o en su traducción institucional: la Facultad de filosofía. Ésta debería disponer de la posibilidad de censurar, pero nunca debería tener poder ejecutivo. El poder de censura de la filosofía se aplicaría sobre los enunciados orientados a la verdad, y para que no se transforme en una odiosa tiranía debería cumplir dos requisitos:
Este sistema tiene la apariencia y tendría la realidad de la más odiosa tiranía si 1. La potencia que juzga y decide aquí no fuera definida por el servicio respetuoso y responsable de la verdad, y si 2. No fuera separada, en principio y por estructura, de todo poder ejecutivo, de todo medio de coerción. Su poder de decisión es teórico y discursivo, y se limita a la parte teórica del discurso10.
La filosofía entonces debería decir la verdad pero no hacer la ley, lo cual supone al mismo tiempo un lugar privilegiado y subordinado respecto del Estado. La Universidad está para juzgar, para diferenciar lo verdadero de lo falso. Y justamente en cuanto se dirige a la verdad, la Facultad de filosofía establece límites al poder: es el lugar de resistencia a todo abuso de poder. En una definición liberal de su función, Kant señala que el poder de la filosofía debe limitarse a poder pensar y juzgar, pero sin poder ejecutivo. Debido a que está excluida de un poder ejecutivo, este poder decir la verdad no se aplica a un decir en público porque se transformaría en acción, en performatividad, en ejecución. Es el momento en el cual la relación entre Estado y filosofía, la razón de Estado que instituye filosofía, define una pedagogía reglada por la necesidad de otorgar la enseñanza de la filosofía a estructuras estatales.
DERRIDA, J., Du droit à la philosophie, op. cit., pág. 417.
10
193
Esta exclusión se traduce en una organización determinada de las Facultades en inferiores y superiores. Kant distingue entre las Facultades superiores (Teología, Medicina, Derecho) ligadas al poder del Estado que representan y la Facultad inferior o de Filosofía, sobre la que ningún poder puede influir, ésta debe decir sin hacer, en la Universidad y no fuera de ella. Las Facultades superiores serían más próximas del poder gubernamental y la Facultad inferior sería el lugar de la autonomía por excelencia, es decir, de la libertad respecto del poder. El gobierno puede establecer qué enseñar en las primeras, pero se debe mantener fuera de la segunda. La Facultad de filosofía debe poder decidir libremente lo que quiere enseñar pues sólo la guía el interés por la verdad. Se trata así, en la lectura de Derrida, de mostrar cómo la construcción de la filosofía como facultad de juzgar supone una definición de razón y un ordenamiento institucional. Es en este sentido que Kant es un pensador de la razón como facultad, en los dos sentidos del término. La división entre las Facultades se hace a partir de la división entre acción y verdad. La facultad inferior es libre porque se aboca sólo a la verdad y ningún poder puede limitar su libertad de juicio en este asunto. La autonomía del juicio de la Facultad de filosofía es su condición incondicionada: la autonomía de la razón filosófica en cuanto ella se da su propia ley como verdad. Ahora bien, Kant señala que no sólo hay Facultad de filosofía, sino también Departamento. Esto implica que el filósofo tiene un lugar determinado, pero a su vez cubriría el saber de las otras Facultades. Esta es la aporía: la filosofía tiene una ubicuidad precisa –una Facultad–, pero puede abarcar todo con su mirada, es decir, puede inspeccionar críticamente a las otras facultades, a todo el campo del saber. Tiene un lugar delimitado, pero también constituye una especie de panóptico. La filosofía sería una disciplina más entre muchas otras, pero a la vez tiene una especie de inmanencia que le permite construir la división entre los saberes: La paradoja de esta topología universitaria es que una facultad, que lleva en ella el concepto teórico de la totalidad del espacio universitario, sea asignada a un lugar particular y su-
194
miso y, en el mismo espacio, a la autoridad política de otras facultades y del gobierno que ellas representan11.
La argumentación kantiana, la necesidad de establecer límites precisos entre un adentro y un afuera de la universidad, se funda en la división entre el orden de la verdad y el orden de la acción. Lo cual supone una diferencia entre el lenguaje de la verdad y el lenguaje de la acción. Para poder diferenciar entre estas instancias deben existir límites precisos entre los lenguajes, es decir, se deben eliminar todos los efectos de simulacro, parasitaje, equivocidad, indecidibilidad. Allí el problema central: cómo construir un lenguaje puramente veritativo, sin ninguna contaminación. Pero para ello es necesario construir un lenguaje privado, intra-universitario: el discurso de la filosofía. Lo cual supone excluir la publicidad del saber de la interioridad de la Universidad. Por esto mismo la publicación del saber se somete a la autoridad del Estado, pero no el saber mismo. Para salvar el saber, esto es, el discurso racional, universal y sin equívocos, hay que limitar su difusión. Proposición contradictoria en sí misma: la misma universalidad de la razón posibilitaría su publicidad absoluta. Kant necesita, entonces, postular una idea pura de Universidad sustentada en la pureza de los enunciados constatativos: El concepto puro de Universidad está construido por Kant sobre la posibilidad y la necesidad de un lenguaje puramente teórico, mudo por el sólo interés por la verdad, y con una estructura que se llamaría actualmente puramente constatativa12.
La razón, y la facultad de filosofía como su lugar por excelencia, deben excluir toda estructura performativa. La performatividad como producción, como institución de un lugar donde se mezcla el saber y el poder, tiene que quedar fuera. La búsqueda de la verdad en el esquema kantiano es puramente constatativa y así externa a toda relación de poder. El problema es que la performatividad atraviesa de diversos modos el discurso de la verdad, lo parasita. Y esto por lo menos en dos sentidos en
11 12
Ibídem, pág. 430. Ibídem, pág. 420. 195
Kant: por un lado, porque la misma razón construye o performa toda una estructura institucional, por otro lado, porque la misma razón como facultad de delimitación, quid juris, es la performatividad de ciertas fronteras. En otros términos, existe una fuerza inherente a la razón desde que se constituye como crítica. Lo cual permite afirmar que, al mismo tiempo, es inherente al discurso kantiano la exclusión de razón y poder y la unidad indisociable de ambos. En la división de Facultades, de lenguajes, se repite siempre la necesidad de establecer límites a partir del esquema que opone lo esencial a lo derivado, lo natural a lo institucional. Frente a ello, al trabajar sobre el parasitaje del lenguaje, mutua contaminación de verdad y poder, Derrida señala que no se puede volver a una especie de dimensión pre-institucional. Y no es posible porque no existe ese supuesto origen pleno y no instrumental, no existe ese estado de naturaleza inocente y no instrumentalizado: siempre existe cierta forma de instrumentalización. La exclusión de lo instrumental o institucional hacia el exterior busca prohibir cualquier discurso que hable de la filosofía no siendo filosófico, la filosofía se resguarda en sí y reclama para sí una pureza para tratar todo asunto filosófico. Derrida cuestiona este esquema mostrando que la oposición entre lo natural y lo instrumental no es pertinente, es decir, rompe con un esquema donde la institución no tiene lugar en la esencia de la filosofía. La posición de Derrida pasa por cuestionar la posibilidad de establecer un límite estricto entre el adentro y el afuera de la Universidad. Es la imposibilidad de una línea certera lo que atraviesa la lectura y que se repite en las diversas divisiones del texto kantiano. A diferencia de Kant, esto es, de la necesaria división entre saber y poder, para Derrida hay que dar cuenta de las implicaciones políticas de toda institución de saber: Es quizá volver tan claras y tan temáticas como sea posible esa implicación política, su sistema y sus aporías. […] Por tematización tan clara como sea posible, entiendo aquí: plantear o reconocer con los estudiantes y la comunidad de investigadores que en cada una de las operaciones que realizamos en conjunto (una lectura, una interpretación, la construcción de 196
un modelo teórico, la retórica de una argumentación, el tratamiento de un material histórico e incluso una formalización matemática), un concepto institucional está en juego, un tipo de contrato firmado, una imagen del seminario ideal construida, un socius implicado, repetido o desplazado, inventado, transformado, amenazado o destruido. La institución no es solamente los muros y las estructuras exteriores que la rodean, protegen, garantizan o coaccionan la libertad de nuestro trabajo, es también y siempre la estructura de nuestra interpretación13.
Aún más, Derrida define la deconstrucción como la toma de posición con respecto a las estructuras político-institucionales que regulan las prácticas. Al cuestionar esas estructuras se dislocan las categorías tradicionales de la ética y la política. Es esto lo que muchas veces entrega un panorama complejo debido a que justamente la copertenencia se encuentra en la deconstrucción de esas estructuras que son, también, las categorías heredadas de la interpretación de la política:
Lo que hace que, demasiada política a los ojos de unos, puede parecer desmovilizante a los ojos de aquellos que sólo reconocen la política con la ayuda de las banderas de señalización de la guerra. La deconstrucción no se limita ni a una reforma metodológica tranquilizante para una organización dada, ni inversamente a una instancia de destrucción irresponsable o irresponsabilizante que tendría por efecto más seguro dejar todo como está y consolidar las fuerzas más inmóviles de la universidad14.
De la naturalización a la intervención El vínculo entre Universidad y principio de razón da cuenta del entrelazamiento entre presupuestos teóricos y prácticas institucionales tal como es abordado por Derrida. Al mostrar este Ibídem, pág. 423. GERBAUDO, A., Derrida y al construcción de un nuevo canon crítico para las obras literarias, Córdoba, Editorial de la Facultad de Filosofía y Humanidades, 2007. 14 Ibídem, pág. 424. 13
197
entrelazamiento, la deconstrucción comienza con un cuestionamiento de la naturalización de las formas institucionales. Si se parte de la compleja articulación entre teoría y praxis, no se lo hace sólo para resaltar una relación particular, sino para realizar una intervención. La problemática de la institución se entiende en relación con la crítica de la naturalización:
[…] habría que evitar, pues, naturalizar este lugar. Naturalizar equivale siempre, o por lo menos poco falta, a neutralizar. Al naturalizar, al aparentar que se considera como natural algo que no lo es y nunca lo ha sido, se neutraliza. ¿Qué se neutraliza? Se disimula más bien, en un efecto de neutralidad, la intervención activa de una fuerza y de un aparato15.
El punto de partida es, entonces, pensar los efectos de neutralización como naturalizaciones. Toda naturalización se efectúa en una intervención activa, es decir, es en su definición no natural (entendida como estado de pura autosuficiencia sin intervención externa). Neutralización es la disimulación de la intervención de una fuerza o de un aparato, de una institución. Existe, en este sentido, una institución originaria que luego puede ser disimulada: lo natural o lo neutral son efectos de disimulación de esa intervención activa originaria: Al hacer pasar por naturales (fuera de dudas y de transformaciones, por consiguiente) las estructuras de una institución pedagógica, sus formas, sus normas, sus coerciones visibles o invisibles, sus cuadros, todo el aparato que habríamos llamado (…) parergonal y que, pareciendo rodearla la determina hasta el centro de su contenido, y sin duda desde el centro, se encubren con miramientos las fuerzas y los intereses que, sin la menor neutralidad, dominan –se imponen– al proceso de enseñanza desde el interior de un campo agonístico heterogéneo, dividido, dominado por una lucha incesante16.
Se puede indicar, en esta cita, una nota central del sentido de la copertenencia: su definición como “campo agonístico heterogéneo”, esto es lo que se ha denominado a lo largo de esta pri DERRIDA, J., “Dónde comienza y cómo acaba un cuerpo docente”, en AA. VV., Políticas de la filosofía, México, FCE, 1982, pág. 60. 16 Ibídem, pág. 60. 15
198
mera parte “economía de la violencia”. Es este no sólo el origen de una institución, sino la lógica de su desenvolvimiento. Y, al mismo tiempo, toda neutralización o naturalización es un efecto secundario, a posteriori, que viene a disimular esa lucha de fuerzas. La primera exigencia de la deconstrucción es no naturalizar o, en otros términos, mostrar y criticar las simulaciones que hacen de una intervención un dato natural. Cuestionando toda naturalidad, una lectura, una práctica, un análisis, son siempre intervenciones que adoptan una posición en un campo constituido. No hay espacio neutro o natural, pues como señala el epígrafe de este capítulo: no hay lugar indiferente. Siempre se parte de un aquí y ahora que implica una posición respecto de ese campo de fuerzas. No como posición trascendental, sino que se da en ese juego de fuerzas efectivo y como tal es una intervención estratégica: Aunque en principio un análisis teórico no baste, al no volverse efectivamente ‘pertinente’, más que para poner en escena y en juego a quien prácticamente se arriesga al análisis hasta desplazar el lugar mismo desde el cual analiza, aunque sea insuficiente e interminable como tal, un análisis consecuente (histórico, psicoanalítico, político-económico, etcétera, y aun en parte filosófico) se impondría para definir ese aquí-ahora17.
Derrida parte de un lugar donde aparecen sus mismas condiciones institucionales, pero que no las asume como naturales. En la crítica a la neutralidad, y en su puesta en relación con la naturalización, Derrida muestra que toda naturalización es un efecto y por ello existe una institución a priori, institución que se entiende como lucha de fuerzas (aún más, no existe un afuera absoluto de la institucionalidad, por ello la institucionalidad en sí como campo general es una economía de la violencia). Si es inherente a la deconstrucción una práctica institucional, esa práctica se dirige contra ciertas determinaciones de la Universidad: “[…] semejante desconstrucción ataca la raíz de la universitas: a la raíz de la filosofía como enseñanza, la unidad última de lo filosófico, de la disciplina filosófica o de la universidad filosófica como asiento de toda universidad”18. Resulta difícil
17 18
Ibídem, pág. 61. Ibídem, pág. 67. 199
encontrar una institución filosófica propiamente deconstructiva en cuanto esta es una posición que juega en los márgenes de la tradición. Desde esos márgenes no se postula la desaparición de la filosofía o de las instituciones relacionadas con ella porque sería abandonar el terreno a otras fuerzas que quieren ocupar ese lugar vacío. A partir de estos dos señalamientos se puede observar que la deconstrucción es siempre una toma de partido que actúa en el límite entre el adentro y el afuera. No se puede tematizar como movimiento interno a la filosofía, pero tampoco es su exterior simple. No es el abandono de la filosofía, o la declaración de su muerte, ni tampoco implica asumir su estructuración tradicional. Una estrategia que no se reduce a una operación teórica o discursiva, sino que trabaja sobre la organización que hace posible la filosofía. Se trata entonces de dos movimientos concurrentes: la crítica de la institución filosófica actual y generar su transformación afirmativa. La posición de Derrida puede ser nominada como una práctica que disloca las determinaciones de la filosofía, de un estilo universitario que excede la Universidad. Trabaja en los bordes de la institución mostrando los supuestos impensados y con ello da lugar a pensar otras prácticas: Ese trabajo, por lo tanto, acometía la subordinación ontológica o trascendental del cuerpo significante con respecto a la idealidad del significado trascendental y a la lógica del signo, a la autoridad trascendental del significado y del significante, por lo tanto a lo que constituye la esencia misma de lo filosófico. Así, es desde hace tiempo necesario (coherente y programado) que la desconstrucción no se limite al contenido conceptual de la pedagogía filosófica, sino que se las vea con el escenario filosófico, con todas sus normas y formas institucionales así como con todo lo que las hace posibles19.
Se establece aquí el nexo entre la crítica del significado trascendental, que es también, señala Derrida, la esencia misma de lo filosófico, y la práctica coherente y programada de cuestionamiento de las normas y formas institucionales de la filosofía. Esta es una necesidad inherente a la deconstrucción, de otro
19
Ibídem, pág. 64. 200
modo sólo sería una forma de autocrítica interna de la filosofía. Por el contrario, como ejercicio o práctica la deconstrucción cuestiona la circularidad desde los márgenes, es decir, discute los mecanismos de reproducción. La circularidad de sentido, analizada en relación a la noción de economía, como práctica institucional se transforma en mecanismo de reproducción. La filosofía como institución de reproducción donde cualquier problema se da en sus marcos, donde todo se constituye en un movimiento interno. La deconstrucción es una intervención como análisis del cuadro institucional de la enseñanza filosófica. Derrida trabaja las determinaciones institucionales de un cuerpo docente comenzando por las indicaciones que aparecen en su nombre francés: agrégé-répétiteur. La cuestión a pensar es el nombre como indicación del nexo entre docencia y repetición. En otros términos, el problema se ubica en las determinaciones institucionales del cuerpo de enseñanza constituido para la repetición: Repetidor, el agrégé-repetidor no debería producir nada, al menos si producir quisiera decir innovar, transformar, hacer advenir lo nuevo. Está destinado a repetir y hacer repetir, reproducir y hacer reproducir: formas, normas y un contenido20.
La repetición es la reproducción como negación de la posibilidad de producir algo nuevo –de inventar–, en la definición de la enseñanza. Un docente debe ser aquel que ayuda a la inteligibilidad de textos, autores, ideas, pero sin intervenir. La docencia se comprende a partir de esa demanda de reproducción donde se construye la lectura como aquello que es necesario repetir en las diversas etapas de control y selección. El docente como repetidor es un experto en la demanda como mecanismo de reproducción. En este sentido el docente no debe generar demandas nuevas, sino ser un experto en interpretar la demanda del poder dominante. El ejercicio de la repetición no se da como simple reproducción automática. Si tal fuera el caso el docente sería sólo una
20
Ibídem, pág. 70. 201
máquina de repetir y se anularía lo que se ha definido como política, es decir, la lucha de fuerzas que atraviesa toda institución. La docencia se da en esa lucha de fuerzas, en una serie de movimientos de disociación entre aquello que se demanda y las prácticas efectivas. Una institución siempre es un campo de lucha, un juego de fuerzas y contra-fuerzas, donde el docente debe cumplir con la demanda de repetición, de lo que es necesario decir, de cómo es necesario hacerlo, incluso el estudiante demanda que se lo inserte en una lógica de repetición. La disociación surge entre el cuestionamiento a esa demanda, a la filosofía implícita en la misma, y los requerimientos de la práctica concreta. Este acuerdo implica repetir prácticas, o silencios, donde se reproduce la misma lógica de repetición más allá de las opiniones sobre la demanda misma. Contrato implícito que reclama, a su vez, la disociación: es necesaria la división entre docentes y alumnos, cada uno de los cuales repite el contrato básico. El alumno debe presentar exámenes y escritos de un contenido y bajo una forma que no problematiza, el docente corrige, evalúa, da consejos técnicos desde un canon establecido. En un caso y en otro, existe una disociación entre las prácticas y la filosofía supuesta, entre las prácticas asumidas, reproducidas, y las objeciones que se le realizan. En este sentido se monta una ficción que constituye una ley general del intercambio filosófico: una especie de obra de teatro que se organiza en función de la repetición y de las estrategias de resistencia. Un simulacro donde se juega la legitimidad de la enseñanza. La repetición es lo que permite entender una lógica de funcionamiento institucional: la reproducción de una demanda de reproducción. En esta lógica se comprende qué es necesario para convertirse en docente. Esto reproduce una estructura semiótica: el enseñante repite los signos de un significado que le precede. El esquema es el mismo que Derrida deconstruye en sus primeros textos: se parte de un significado trascendental (fuera del juego de las diferencias) que adquiere diversas mediaciones por los significantes, pero que nunca sería afectado por las mismas. En uno y otro caso, sea el docente o el significante, serían medios transparentes que no afectan el significado: 202
Procede de la estructura semiótica de la enseñanza, de la interpretación prácticamente semiótica de la relación pedagógica: la enseñanza entrega signos, el cuerpo docente produce (muestra y emite) señales, para ser más preciso significantes que suponen el conocimiento de un significado previo21.
La docencia se estructura desde una concepción del lenguaje como instancia derivada o secundaria respecto del sentido o la verdad. La semiótica y la pedagogía se fundan en la autoridad del significado trascendental que puede ser repetido indefinidamente sin ser afectado por los significantes, por los lenguajes, por los docentes. El esquema se estructura desde el saber como principio que debe ser transmitido intacto. En la definición de las tareas de un cuerpo enseñante se juega un concepto filosófico de enseñanza como revelación, desvelamiento, verdad descubierta. El docente es aquel que funciona como medio para que el alumno pueda acceder a la verdad, al descubrimiento de una esencia incontaminada. El esquema que se juega en la transmisión de la verdad como significado trascendental incontaminado por los medios de transmisión es también un concepto de verdad. En este sentido, el docente sólo debe permanecer el tiempo necesario para producir su propio borramiento, siempre está en retirada, busca desaparecer tras de la relación del alumno consigo mismo. El docente como repetidor se debe borrar: sólo interviene hasta que el alumno puede reproducir el círculo del conocimiento por sí mismo. Ahora bien, la estructuración a partir del significado trascendental no implica la constitución de un campo homogéneo: existen a priori una multiplicidad de fuerzas, incluso un entrecruzamiento de las mismas que imposibilita una totalidad coherente. Ningún campo histórico y político puede ser homogéneo, pues siempre existe una multiplicidad de conflictos que traba ese campo y los discursos que se generan sobre él. Por esto mismo, a una institución se le opone otra, a un cuerpo docente constituido se le opone uno en formación. Siempre, y Derrida lo señala a cada paso, la deconstrucción se ejerce en una lucha
21
Ibídem, pág. 81. 203
de fuerzas, es la intervención en determinada lucha. La deconstrucción es así una economía de guerra. No se trata de pensar un cuerpo docente desde el no-poder, ciego ante el poder, desde una representación liberal o idealista del mismo, pues no existe tal lugar de no-poder, sino poderes múltiples, es decir, efectos de différance: Por tanto, donde quiera que tiene lugar la enseñanza –y en la filosofía por excelencia– hay poderes, que representan fuerzas en lucha, fuerzas dominantes o dominadas, conflictos y contradicciones (lo que llamo efectos de différance) dentro de ese ámbito. Por eso es que un trabajo como el que emprendemos –he aquí una trivialidad que, como nos lo indica la experiencia, hay que recordar siempre–, implica por parte de todos aquellos que participan en él una definición de partido político, cualquiera que sea la complejidad de los relevos, de las alianzas y de los rodeos estratégicos22.
En este sentido, resulta necesario notar que las fuerzas en lucha, los conflictos, las contradicciones, son reinscriptas por Derrida como “efectos de différance”, es decir, el poder se piensa en el juego de diferencias. A partir de ello, todo lugar es diferencial: implica una toma de posición estratégica. Un cuerpo docente, una institución, se constituye en esa lucha de fuerzas que imposibilitan definirlo como una identidad a sí homogénea claramente diferenciada de un afuera. Derrida toma posición entendiendo la filosofía en esa lucha constante por ubicar sus límites en relación a un marco institucional. No se opone, frente a la intervención externa, la pureza de una interioridad académica. Y no se opone porque la filosofía se juega en una toma de posición dentro de una lucha de fuerzas en relación a la institución donde se problematiza el límite entre adentro y afuera. Esto supone una repolitización de esferas tratadas como naturales o subordinadas al poder del Estado: Lejos de ser un factor de despolitización, es ya libertad (relativa) y distancia sin traslado que deberían permitirnos por el contrario repolitizar las cosas, transformar el código político dominante y abrir a la politización de zonas de cuestio-
22
Ibídem, pág. 77. 204
namiento que se le escapan por razones siempre interesadas e interesantes23.
Ahora bien, esto no implica que la relación con el Estado sea simplemente negativa, lo cual repetiría un esquema de oposición entre verdad o libertad y poder donde el cuestionamiento surge de una instancia apolítica. Por el contario, la relación con el Estado es compleja y heterogénea. Incluso es necesario reconocer la importancia del Estado para luchar contra otro tipo de desigualdades, por ejemplo, las de clase. Se trata de cuestionar el vínculo entre racionalidad estatal e institución filosófica: mostrar su complejidad, deconstruir sus supuestos, para pensar otra institución posible. Es una doble relación con lo estatal, relación compleja y situada, pues no es ni la simple negación ni la afirmación sin más: por un lado, la deconstrucción siempre se ejerce en el marco de la estructura estatal, se deconstruyen siempre determinados lugares, jerarquías o posiciones estatales; por el otro, asume en su carácter histórico la irreductibilidad del Estado y su relevancia para determinadas luchas. La relación es de una singularidad que escapa a toda determinación general que establezca un criterio trascendental frente al Estado. La compleja relación con el Estado se da también con la Universidad como forma estatal de instituir la filosofía. Si toda Universidad en tanto que tal depende del círculo auto-enciclopédico del Estado, y por ello negocia con las fuerzas de un Estado particular, no es posible un simple abandono de su figura. No existe un grado cero de la política, una ausencia de violencia, por lo cual todo abandono inmediato de la Universidad como institución da lugar a otro juego de fuerzas, a otra economía de la violencia. La deconstrucción no es una crítica inmediata que postule la fundación de otra institución, o de una no-institución, sino el ejercicio de cierta negociación en los márgenes de la relación entre Estado y filosofía: […] la deconstrucción de sus conceptos, de sus instrumentos, de sus prácticas no se puede realizar inmediatamente en él e intentar hacerlo desaparecer sin el riesgo del retorno inmediato de otras fuerzas, fuerzas que pueden también acomodarse allí. Querer dejar inmediatamente lugar a lo otro de la Univer-
DERRIDA, J., Du droit à la philosophie, op. cit., pág. 177.
23
205
sitas puede también dejar lugar a fuerzas muy determinadas y muy próximas, listas para apoderarse del Estado y de la Universidad. De allí la necesidad, para una deconstrucción, de no abandonar el terreno de la Universidad24.
La deconstrucción empieza con el cuestionamiento de las jerarquías, lo cual no implica su simple inversión, sino pensar la estructura en la cual se constituyen órdenes de clasificación. Estos esquemas definen aquello que es legible, ordenan un texto, establecen prioridades, otorgan legitimidad. Por lo cual no se juega sólo un esquema de lectura, sino una forma de constituir las instituciones como definiciones de estructuras jerárquicas que establecen aquello que es legible. Cuestionando la estructura que organiza las jerarquías que definen lo legible, Derrida no se atiene sólo a una práctica textual sino que la deconstrucción se ejerce en las diversas formas de instituir jerarquías:
La fuerza que domina la operación clasificante y jerarquizante da a leer lo que ella tiene interés en dar a leer (le llama a eso gran texto, texto de ‘gran alcance’), sustrae, excluye lo que tiene interés en sub-evaluar y que en general no puede leer (le llama a esto texto menor o marginal). Y esto va de la evaluación en el discurso del enseñante y en todos los organismos discriminantes (notaciones, jurados de examen, de concurso, de tesis, comités llamados consultivos, etc.), en el discurso de la crítica, del guardián de la tradición, hasta el desarrollo editorial, la comercialización de textos, etc. Y una vez más, no se trata solamente de textos sobre el papel o sobre la tabla negra, sino de una textualidad general sin la cual no se comprende y no se hace nada25.
Las condiciones de una intervención efectiva pasan por el cuestionamiento de las formas tradicionales de jerarquizar, por ejemplo, los modos de evaluación. Lo cual requiere de la elaboración de nuevos lenguajes, de escrituras que no se inscriba en las divisiones tradicionales. La deconstrucción es un cuestionamiento de las formas de legitimidad de un discurso. Esto no significa situarse en un lugar absolutamente exterior a la legitimación, pues una determi
24 25
Ibídem, pág. 226. Ibídem, pág. 206. 206
nada estructura se cuestiona desde otro sistema de legitimación. Una nueva institución de la filosofía no puede partir de la simple negación, sino del reconocimiento que toda investigación o docencia se ejerce desde un lugar de legitimación, sea presente o futuro. Existe un lugar autorizado y de autorización desde el cual se instituyen las formas de ejercer la docencia o la investigación. Como ya se pudo analizar, no es el lugar de una no-institución aquél que Derrida construye, sino de otra posición en relación a la institución que interviene en una situación específica: Lo que nosotros proponemos, no es la utopía de una no-institución salvaje distinta de toda legitimación social, científica, filosófica, etc. Es un nuevo dispositivo, el único capaz de liberar, en una situación dada, lo que el conjunto de los dispositivos actuales inhibe todavía26.
Esto es lo que, para Derrida, aporta la deconstrucción en una definición de la filosofía:
Lo que se llama ‘deconstrucción’, es también la exposición de esta identidad institucional de la disciplina filosófica: lo que tiene de irreductible debe ser expuesto como tal, es decir mostrado, guardado, reivindicado pero en eso mismo que la abre y la expropia en el momento en que lo propio de su propiedad se aleja de sí mismo para relacionarse consigo mismo. La filosofía, la identidad filosófica, es también el nombre de una experiencia que, en la identificación en general, comienza por exponerse: dicho de otro modo a expatriarse. Tener lugar allí donde no tiene lugar, allí donde el lugar no es ni natural ni originario ni dado27.
La filosofía es ese problematizar los lugares de institución de lo filosófico. Se trata de un desplazamiento de las oposiciones filosóficas, pero por eso mismo es también, radicalmente, una deconstrucción de las estructuras institucionales fundadas sobre tales oposiciones. En resumidas cuentas, como señala el mismo Derrida, la deconstrucción es una práctica institucional para la cual el mismo concepto de institución es un problema.
26 27
Ibídem, pág. 594. Ibídem, pág. 22. 207
De la diferencia como polemos Quizá lo que se ha afirmado hasta aquí pueda sintetizarse analizando el modo en el que Derrida entiende la diferencia. En otros términos, en la traducción de diferencia como différance aparece la copertenencia como economía de la violencia. Es importante destacar que Derrida señala que la différance no es una palabra ni un concepto, sino un término que refiere a un sistema de economía general y refleja, así, la idea de un cruce de líneas de sentido. Lo primero que surge de la différance es que no se puede oír, es puramente gráfica, y esto en el marco de una reflexión constante de Derrida sobre la escritura. La diferencia que hace separar a los fonemas, que los hace audibles, no es audible, es no fonética. Tres elementos constituyen la différance. En primer lugar, la diferencialidad de las diferencias (en el sentido de Saussure), la fuerza que conserva agrupado al sistema ante su dispersión, es decir, su mantenimiento. En segundo lugar, la demora o el retraso que hace que el sentido siempre se anticipe o se restablezca posteriormente. En tercer lugar, la posibilidad de las distinciones conceptuales, por ejemplo, entre sensible e inteligible. Las mismas características del término son las que hacen tan dificultoso el comienzo, pues no existe un punto de partida absoluto, ni un comienzo de derecho, ni una responsabilidad de principio. Justamente lo que viene a hacer la différance es a cuestionar la idea de arché: Todo en el trazado [tracé] de la différance es estratégico y aventurado. Estratégico porque ninguna verdad transcendente y presente fuera del campo de la escritura puede gobernar teológicamente la totalidad del campo. Aventurado porque esta estrategia no es una simple estrategia en el sentido en que se dice que la estrategia orienta la táctica desde un objetivo final, un telos o el tema de una dominación, de una maestría, y de una reapropiación última del movimiento o del campo. Estrategia finalmente sin finalidad, se la podría llamar táctica ciega, empírica, si el valor de empirismo no tomara en sí
208
mismo todo su sentido de su oposición a la responsabilidad filosófica28.
Algunos rasgos comienzan a delinear este término que dificulta el mismo uso del lenguaje. Un juego estratégico complejo desde que la différance se une con el diferir. Verbo que tiene dos significados: por un lado, dejar para más tarde, temporizar, recurrir a una mediación temporal que suspende el cumplimiento o satisfacción de la voluntad; por otro lado, diferir implica no ser idéntico, ser otro. El problema es que la palabra diferencia nunca ha podido remitir a los dos sentidos del diferir, la temporalización y el polemos. Esta pérdida es la que justifica el neografismo: Ahora bien, la palabra diferencia [différence] (con e) nunca ha podido remitir así a diferir como temporización ni al desacuerdo [différend] como polemos. Es esta pérdida de sentido lo que debería compensar –económicamente– la palabra différance (con a)29.
En esta notación de Derrida se encuentra el elemento central que ha sido referido: la différance no es sólo una reinscripción de la diferencia saussuriana a partir del diferir temporal, sino que se relaciona con el polemos. Si generalmente se repite que la différance reconfigura la definición espacial de la diferencia saussureana desde la temporalidad del diferir, aquí resulta central destacar un tercer elemento: la diferencia como diferendo, como conflicto. La referencia al polemos remite a toda una tradición que acentúa la polémica –el conflicto–, como eje de la política. La différance se entiende desde la diferencia y la arbitrariedad como estructura general de la lengua propuesta por Saussure. Tal como fue señalado, la diferencia indica que no existen términos positivos, esto es, que no hay concepto o significado presente a sí mismo, sino que se constituye en la cadena de intercambios. Pero existen para Derrida dos rasgos de esta diferencia que la hacen estar y escapar del sistema de la lengua: las diferencias actúan, constituyen los términos, pero esas diferen DERRIDA, J., Márgenes de la filosofía, op. cit., pág. 42. Ibídem, pág. 44.
28 29
209
cias son efectos de la misma lengua, son históricas. En este sentido, la différance es lo que “produce” las diferencias:
Lo que se escribe como ‘différance’ será así el movimiento de juego que ‘produce’, por lo que no es simplemente una actividad, estas diferencias, estos efectos de diferencia. Esto no quiere decir que la différance que produce las diferencias esté antes que ellas en un presente simple y en sí mismo inmodificado, in-diferente. La différance es el ‘origen’ no-pleno, nosimple, el origen estructurado y diferente (de diferir) de las diferencias. El nombre de ‘origen’, pues, ya no le conviene30.
Esto lleva a una nueva dimensión, pues no se trata de una diferencia como análisis de un sistema relacional dado, sino de la diferencia como instancia productiva. Se podría decir en otro lenguaje que existe una dimensión performativa inherente a la différance. Y esto porque designa el movimiento por el cual todo sistema de repeticiones se constituye históricamente como entramado de diferencias. La différance es el origen de las diferencias que marcan una lengua, aunque la différance no es nunca pura, es siempre algo que está entre, está siendo sin ser ella misma, sin estar nunca presente. Esto implica que cada cosa presente se constituye reteniendo la marca del elemento pasado y dejándose marcar por el elemento futuro. Y así se muestra la lucha de fuerzas que atraviesa todo movimiento de significación:
La différance es lo que hace, que el movimiento de la significación no sea posible más que si cada elemento llamado ‘presente’, que aparece en la escena de la presencia, se relaciona con otra cosa, guardando en sí la marca [marque] del elemento pasado y dejándose ya hundir por la marca [marque] de su relación con el elemento futuro, no relacionándose la marca [trace] menos con lo que se llama el futuro que con lo que se llama el pasado, y constituyendo lo que se llama el presente por esta misma relación con lo que no es él: no es absolutamente, es decir, ni siquiera un pasado o un futuro como presentes modificados. Es preciso que le separe un intervalo de lo que no es él para que sea él mismo, pero este intervalo que lo constituye en presente debe también a la vez decidir el presente en sí mismo, compartiendo así, con el presente, todo lo
30
Ibídem, pág. 47. 210
que se puede pensar a partir de él, es decir, todo ente, en nuestra lengua metafísica, singularmente la sustancia o el sujeto31.
El intervalo, siendo dinámico, es lo que Derrida denomina espaciamiento, devenir tiempo del espacio, o devenir espacio del tiempo, es decir, temporalización. El presente es una serie de rastros de las retenciones y protenciones. Por lo que la différance es ese espaciamiento y temporalización como producción de diferencias. Es importante notar que las diferencias, el diferir, no son producidas por un sujeto primigenio, o por una consciencia a priori que tenga tal facultad de producción. El sujeto mismo es un efecto de la lengua, de ese diferir. El privilegio de la consciencia remite al privilegio otorgado al presente. La différance cuestiona tal privilegio, interroga la presencia cuando se piensa como punto de partida absoluto:
Este privilegio es el éter de la metafísica, el elemento de nuestro pensamiento en tanto que es tomado en la lengua de la metafísica. No se puede delimitar un tal cierre más que solicitando hoy este valor de presencia del que Heidegger ha mostrado que es la determinación ontoteológica del ser; y al solicitar así este valor de presencia, por una puesta en tela de juicio cuyo status debe ser completamente singular, interrogamos el privilegio absoluto de esta forma o de esta época de la presencia en general que es la consciencia como querer-decir en la presencia para sí32.
Para Derrida, la presencia ya no tiene un carácter primigenio, sino derivado. La presencia es una determinación o un efecto de la différance. Esta puesta en cuestión de la presencia y de la consciencia Derrida la rastrea en tres autores: Nietzsche, Freud, Heidegger. En relación a Nietzsche, Derrida señala que ha puesto en tela de juicio la idea de una conciencia presente a sí misma, pues la gran fuente de actividad es la inconsciencia. La consciencia es un mero efecto de esas fuerzas que le son extrañas. Ahora bien, esa fuerza no estaría nunca presente, sería un juego del diferir de fuerzas:
31 32
Ibídem, pág. 48. Ibídem, pág. 52. 211
Todo el pensamiento de Nietzsche ¿no es una crítica de la filosofía como indiferencia activa ante la diferencia, como sistema de reducción o de represión a-diaforística? Lo cual no excluye que según la misma lógica, según la lógica misma, la filosofía viva en y de la différance, cegándose así a lo mismo que no es lo idéntico. Lo mismo es precisamente la différance (con una a) como paso desviado y equívoco de un diferente a otro, de un término de la oposición a otro. Podríamos así volver a tomar todas las parejas en oposición sobre las que se ha construido la filosofía y de las que vive nuestro discurso para ver ahí no borrarse la oposición, sino anunciarse una necesidad tal que uno de los términos aparezca como la différance del otro, como el otro diferido en la economía del mismo33.
El pensamiento de Nietzsche sirve aquí para mostrar que la différance derridiana conlleva una lucha de fuerzas, es siempre una diferencia entre fuerzas. Y la noción de fuerza cuestiona, rompe, disloca, la filosofía como presencia o consciencia. Solicita los elementos de la filosofía que niegan la política inscribiendo una politicidad particular en el movimiento de las diferencias: la différance es diferenciación pero también polemos. El término utilizado por Derrida también implicará, siguiendo a Nietzsche, la discordia activa que se opondría a la filosofía platónica, a la armonía apolínea. En relación a Freud, Derrida retoma dos elementos centrales para su noción de diferencia: el diferir como distinción, desviación, espaciamiento; y el diferir como demora, reserva, temporalización. No es posible hablar del origen de la memoria y el psiquismo sin apelar a la diferencia. Las diferencias de inscripción en el inconsciente caen en el término derridiano: Una cierta alteridad –Freud le da el nombre metafísico de inconsciente– es definitivamente sustraída a todo proceso de presentación por el cual lo llamaríamos a mostrarse en persona. En este contexto y bajo este nombre el inconsciente no es, como es sabido, una presencia para sí escondida, virtual, potencial. Se difiere, esto quiere decir sin duda que se teje de diferencias y también que envía, que delega representantes, mandatarios; pero no hay ninguna posibilidad de que el que
33
Ibídem, pág. 52. 212
manda ‘exista’, esté presente, sea el mismo en algún sitio y todavía menos de que se haga consciente34.
En este sentido el inconsciente introduce una alteridad que no puede ser reapropiada por la presencia, el inconsciente es un pasado que nunca fue presente y que no se puede volver presente. Una alteridad que se encuentra en la noción de huella y que permite comprender en qué sentido el planteo de Freud es importante aquí. En la huella se dan los dos elementos que muestran que la différance comprende la articulación que da sentido a la copertenencia como politicidad radical: primero, una huella implica una diferencia de marcas, esto es, un movimiento por el cual la alteridad siempre está inscripta en todo signo, en todo presente; segundo, porque la inclusión de la alteridad se da en una economía de fuerzas. En relación a Heidegger, Derrida indica que todo el horizonte epocal en el que se ubica es la interrogación del ser como presencia. Esto conduce a la relación que se establece entre el término derridiano y la diferencia óntico-ontológica heideggeriana. Entre la diferencia como temporalización y la temporalización como horizonte de la cuestión del ser en Heidegger la comunicación es irreductiblemente necesaria. Sólo a partir de la diferencia entre el ser y el ente es posible pensar la différance, por lo que este término en cierto sentido sólo es el “despliegue” de la diferencia ontológica. Derrida indica que la misma historia del ser, y su pregunta, no son sino una época dentro del diferir, la différance es más vieja que la diferencia ontológica y que la verdad del ser. Por ello mismo se retoma el discurso heideggeriano, pero sin la creencia en una etapa presocrática donde sea posible nombrar el ser: No habrá nombre único, aunque sea el nombre del ser. Y es necesario pensarlo sin nostalgia, es decir, fuera del mito de la lengua puramente materna o puramente paterna, de la patria perdida del pensamiento. Es preciso, al contrario, afirmarla, en el sentido en que Nietzsche pone en juego la afirmación, con una risa y un paso de danza35.
34 35
Ibídem, pág. 55. Ibídem, pág. 62. 213
No existe nombre para este término, no existe una unidad nominal, por ello se disloca todo el tiempo en una cadena de sustituciones. Y esto implica una fuerte afirmación, un gesto nietzscheano de risa y danza. Lo que derrumba la otra cara de la nostalgia que es la esperanza, dirigida a encontrar el nombre único, el nombre-Dios. La lectura de Heidegger, en Derrida, implica cercanía y lejanía: la différance se inscribe y excede todo lo que Heidegger abordó como diferencia ontológica; y rompe con la esperanza heideggeriana del nombre propio, de restituirle al ser su nombre. En las referencias a Nietzsche, Freud y Heidegger se encuentran los antecedentes teóricos de la noción de diferencia tal como la entiende Derrida. Noción que en sí misma es política: Différance designa también, en el mismo campo problemático, a esa economía –de guerra– que pone con relación a la alteridad radical o a la exterioridad absoluta de lo exterior con el campo cerrado, agonístico y jerarquizante de las oposiciones filosóficas, de los ‘diferentes’ o de la ‘diferencia’. Movimiento económico de la huella que implica a la vez su señal y su desaparición –el margen de su imposibilidad– según una relación que ninguna dialéctica especulativa del mismo y del otro podría denominar por lo mismo que es una operación de dominio36.
Esa economía de guerra, de la violencia, inscripta en la différance, en la escritura, es aquello que se llama aquí copertenencia. El diferir no es sólo el retraso originario, sino polemos¸ lucha. La huella es aquello que permite pensar esta relación de fuerzas como una inscripción de la alteridad, pero nunca es equivalente: la alteridad se inscribe en una diferencia de fuerzas.
DERRIDA, J., La Diseminación, Madrid, Fundamentos, 1997, pág. 9.
36
214
Segunda Parte
Capítulo I Lógicas
La déconstruction est la justice.
Jacques Derrida
Hasta el momento se ha mostrado cómo en los primeros textos de Derrida se efectúa un doble aporte en relación a la política. Por un lado, se indicó que el punto de partida es el cuestionamiento de una concepción de filosofía que supone la exclusión y subordinación de la política. La crítica a la metafísica de la presencia posibilita otro vínculo entre filosofía y política. Por otro lado, se destacó que la institución requerida por todo proceso de significación da cuenta de una politicidad estructural que Derrida trabaja a partir de nociones como fuerza, violencia o inscripción. Esta politicidad da cuenta de la copertenencia en términos de economía de la violencia. Ahora bien, en la inscripción de la politicidad en el mismo proceso de significación se anuncian dos problemas que en los textos tempranos siguen siendo una vacilación: la posibilidad o imposibilidad de singularizar algo como político; y el modo de pensar las consecuencias de la copertenencia como economía de la violencia. En el primer caso, si bien es cierto que uno de los aportes consiste en cuestionar y mostrar la forma de instituir la filosofía, señalando que siempre existe una política de la filosofía, el riesgo es la ubicación de la política en una dimensión estructural que elimine la 217
posibilidad de su abordaje. Si no existe en Derrida la intención de reducir su planteo a las formas de constitución histórica de la política, la pregunta es si existe la posibilidad de asignarle un lugar que no implique su equiparación al movimiento de la filosofía misma. En el segundo caso, el problema surge en un paso posterior al indicado, pues luego de reconocer la imposibilidad de un exterior absoluto, la pregunta es si se puede pensar, en los marcos de la deconstrucción, en el “para qué” de la misma. En este sentido, la cuestión es pensar la posibilidad de la justicia en un pensamiento que se presenta como economía de la violencia. Estas cuestiones serán abordadas en el pensamiento tardío de Derrida. Una serie de escritos que no transforman su filosofía, no dan un vuelco radical a sus primeros textos, pero que sí producen un desplazamiento de acento. Se trata de una variación que articula una nueva significación. Si existe un desplazamiento, la pregunta es si el estatuto de la política tal como era definido en los primeros textos persiste o es modificado. Para evaluar esto no se debe caer en una lectura que busque continuidades o discontinuidades, pues en tal caso se generaría el doble absurdo de postular una obra total libre de contradicciones o de señalar giros éticos o políticos. No es el caso. La pregunta que persiste, aun así, es qué implicancias tiene para el sentido de la copertenencia el desplazamiento desde el significante violencia hacia el significante justicia. El segundo recorrido que se inicia aquí busca dar cuenta de las implicancias del desplazamiento de acento, partiendo de la “lógica” desde la cual se configura el nuevo sentido de la copertenencia. Luego de la presentación general, un apartado se detiene en el trabajo sobre Walter Benjamin para mostrar en un primer caso cómo se piensa la relación violencia-justicia.
De la violencia a la justicia Como punto de partida, resulta necesario destacar que una serie de autores cercanos a Derrida a fines de los años ‘70 y comienzos de los ‘80 comienzan a esbozar una serie de preguntas políticas dirigidas a la deconstrucción. Existe así un horizonte 218
de problemas abierto desde la indagación por el vínculo entre deconstrucción y política. En este horizonte es necesario destacar la requisitoria dirigida hacia la deconstrucción para que aborde cuestiones ético-políticas. En esta demanda se problematizan el estatuto de la política y la particularidad de un enfoque deconstructivo al respecto. El problema ya no es el de la politicidad estructural, aun cuando sigue estando presente, sino el lugar singular de la política. Si en la primera parte resultó significativa la constitución política de la filosofía, en esta parte se trabaja sobre las determinaciones filosóficas de la política: la constitución metafísica de un concepto de lo político y la posibilidad de ir más allá de él. Esto es, si en la primera parte la política tenía un lugar estructural al ubicarse en el mismo movimiento de la significación, ahora se le da un sentido preciso. El mismo surge de la creciente relevancia que adquiere el problema de la justicia en los textos de Derrida, es decir, aparece una perspectiva deconstructiva de la política orientada a responder al problema de la justicia1. A partir de estas indicaciones anticipatorias, se pueden empezar a trabajar los planteos de Derrida que construyen una nueva lógica en la relación entre deconstrucción y política. Para presentar la misma resulta pertinente analizar un artículo del autor donde se presenta en su generalidad la “lógica” que organiza la nueva posición: “Del derecho a la justicia” publicado en Fuerza de ley. Si la nueva configuración de la copertenencia se va a ir construyendo progresivamente, en este texto se sintetiza el esquema general del pensamiento de Derrida que aparece en los escritos tardíos. Texto central en tanto se muestran algunos de los elementos analizados en la primera parte, así el tema de la violencia, pero se articulan de otro modo. Si bien la violencia sigue siendo central, progresivamente los elementos se ordenan Quizá el primer indicio significativo sobre la reconfiguración del sentido de la copertenencia se encuentre en un texto de 1984 titulado Psyché. En este texto aparecen toda una serie de términos que son centrales en la configuración de la copertenencia entre filosofía y política: acontecimiento, singularidad, venir, alteridad. Si el objeto del texto es específicamente la invención y sus formas lingüísticas, la serie de términos con los cuales Derrida la piensa dan cuenta de la orientación hacia un pensamiento que desde la conmoción del orden establecido abre hacia una alteridad radical. 1
219
hacia una idea de justicia que se identifica con la deconstrucción. “Del derecho a la justicia” es una conferencia pronunciada en un coloquio que lleva por título Deconstruction and the possibility of justice. La intervención se complementa con otra conferencia titulada “Nombre de pila Benjamin” donde se trabaja el texto de Walter Benjamin Para una crítica de la violencia (1921). El marco del Coloquio es la pregunta por la relación entre justicia y deconstrucción. Y en este sentido es una especie de requisitoria sobre el sentido mismo de la deconstrucción y su relación con la justicia: ¿es que la deconstrucción tiene algo para decir sobre la justicia? La enunciación de la pregunta muestra aquello que se le demanda a la deconstrucción y, por tal, aquello que parece ausente en sus escritos. En todo caso, la pregunta por la relación muestra a priori, sin atender todavía al escrito de Derrida, una variación respecto de lo que tiene que pensar la deconstrucción. Algo que reconoce el mismo autor: ¿Acaso la desconstrucción asegura, permite, autoriza la posibilidad de la justicia? ¿Acaso posibilita la justicia o un discurso consecuente sobre las condiciones de posibilidad de la justicia?2.
El objetivo del texto es responder a esta cuestión mostrando la relación entre deconstrucción y justicia. Para ello realiza un doble movimiento: efectúa una relectura de esta relación señalando que el problema de la justicia –nombrado metonímicamente–, ha estado siempre presente en la deconstrucción y lo expone explícitamente a partir de su relación con el derecho. Sobre el primer punto, es necesario señalar que, efectivamente, la fuerza ha sido tematizada en numerosas ocasiones por Derrida. Incluso toda la cuestión política se aborda en la primera parte alrededor del significante “violencia”. Tal como se ha analizado, en el abordaje de la noción de fuerza se evitan dos cosas: que se entienda la fuerza como concepto oscurantista o sustancialista y que se autorice bajo este concepto una violencia arbitraria. La tematización de la fuerza por Derrida se ubica en DERRIDA, J., Fuerza de ley, Madrid, Tecnos, 1997, pág. 14.
2
220
el carácter diferencial de la fuerza, es decir, la diferencia como diferencia de fuerza y la fuerza como différance. Si la fuerza está implicada desde el comienzo en la deconstrucción, en una relectura de sus propios textos Derrida señala que la cuestión de la justicia también está presente en sus escritos tempranos. Si bien no existe una clara referencia al asunto, señala que cierta idea de justicia ya se encontraba en el trabajo sobre nociones como inconmensurabilidad, singularidad, heterogeneidad. Nociones que serían referencias indirectas a la idea de justicia. Desde esta lectura del propio autor, la justicia parece haber estado siempre presente en la deconstrucción y por ello también la reflexión sobre el derecho. No se trata de aceptar o cuestionar esta lectura, sino simplemente señalar que la necesidad de releer los textos desde el problema de la justicia, y aún más la necesidad de pensar el vínculo entre justicia y política, dan cuenta de la rearticulación de la copertenencia. Para abordar la relación entre derecho, justicia y deconstrucción, Derrida trabaja sobre una expresión idiomática del inglés: to enforce the law. Sintagma que podría traducirse como “aplicar la ley” y que tiene en inglés la ventaja de aludir de modo directo a la fuerza que desde el interior hace del derecho siempre una fuerza autorizada. Esta expresión viene a señalar que no hay derecho sin fuerza, esto es, que la fuerza es esencial al derecho. La aplicación del derecho –su fuerza–, no es algo exterior que se le debe añadir al derecho, sino que es su misma posibilidad. La justicia al transformarse en derecho necesita de la fuerza. No existe ley, ningún derecho, sin esa aplicabilidad, sin lo que en inglés se denomina enforceability. No que toda ley sea aplicable, sino que su misma condición de posibilidad es la aplicabilidad como fuerza. No hay ley sin fuerza. La cuestión es la fuerza sin la cual el derecho sería imposible. Fuerza que es necesario distinguir de la violencia, es decir, el punto de partida es la posibilidad de distinguir la fuerza justa, legitima, de la violencia injusta: ¿Cómo distinguir entre, de una parte, esta fuerza de la ley, esta ‘fuerza de ley’ como se dice tanto en francés como en inglés, creo, y de otra, la violencia que se juzga siempre injusta? ¿Qué diferencia existe entre, de una parte, la fuerza que puede ser justa, en todo caso legítima (no solamente el instrumento al 221
servicio del derecho, sino el ejercicio y el cumplimiento mismos, la esencia del derecho) y, de otra parte, la violencia que se juzga siempre injusta? ¿Qué es una fuerza justa o una fuerza no violenta?3.
El esbozo de las preguntas ya señala una importante cuestión respecto del abordaje de la violencia, pues lo que se pregunta en este caso es la posibilidad de juzgar la violencia y lo que puede ser la fuerza o violencia justa. De modo que es la justicia aquello que orienta el pensamiento de la violencia. Y así la deconstrucción será un cuestionamiento de los fundamentos del derecho4. La fuerza o la violencia en este caso se piensan en relación al derecho. Para ello, Derrida cita un fragmento de Pascal: “Justicia, fuerza. –Es justo que lo que es justo sea seguido, es necesario que lo que es más fuerte sea seguido”5. El fragmento muestra que tanto lo justo como lo fuerte deben ser seguidos, el axioma expresa que lo más justo y lo más fuerte deben ser seguidos. Desde ese lugar común se establece la diferencia, pues que lo justo sea seguido es justo, pero que lo fuerte sea seguido es necesario, en un caso se sigue algo por justicia y en el otro por necesidad. El fragmento de Pascal continua: La justicia sin la fuerza es impotente; la fuerza sin la justicia es tiránica. La justicia sin fuerza es contradicha porque siempre hay malvados; la fuerza, sin la justicia, es acusada. Por tanto, hay que poner juntas la justicia y la fuerza; y ello para hacer que lo que es justo sea fuerte o lo que es fuerte sea justo6.
Esta segunda parte complica la distinción del primero, pues expresa que la fuerza está implicada en lo más justo de la justicia. Si primero Pascal distingue entre justicia y necesidad en la apli Ibídem, pág. 19. Derrida se refiere, en este marco, elogiosamente a los trabajos de lo que se ha denominado Critical Legal Studies: “Me parece que responden a los programas más radicales de una desconstrucción que querría, para ser consecuente con ella misma, no quedarse encerrada en discursos puramente especulativos, teóricos y académicos sino, contrariamente a lo que sugiere Stanley Fish, tener consecuencias, cambiar cosas, intervenir de manera eficiente y responsable (aunque siempre mediatizada evidentemente), no sólo en la profesión sino en lo que llamamos la ciudad, la polis, y más generalmente el mundo”. DERRIDA, J., Fuerza de ley, op. cit., pág. 23. 5 PASCAL, B., Pensamientos, § 298. 6 Ibídem, § 298. 3 4
222
cación de una y otra, luego señala que lo justo de la aplicación de la justicia lleva en sí la fuerza. La lectura convencional señala que el pasaje de Pascal mostraría su escepticismo, relativismo o empirismo, debido a que frente a la imposibilidad de otorgarle fuerza a lo justo, se afirmaría la necesidad de sostener la justicia de lo fuerte. Se trataría de una postura escéptica en cuanto se identificaría la justicia con la misma aplicación del derecho. Se ha leído el fragmento como una influencia de Montaigne desde la cual las leyes no son justas en sí, sino porque son leyes. Los fragmentos de Pascal citados tienen una referencia directa a Montaigne, por ello es necesario volver a una cita de este último: Ahora bien, las leyes mantienen su crédito no porque sean justas sino porque son leyes. Es el fundamento místico de su autoridad, no tiene otro (…). El que las obedece porque son justas, no las obedece justamente por lo que debe obedecerlas7.
El texto de Montaigne expresa dos ideas fundamentales que Derrida busca reinterpretar: el fundamento místico de la autoridad y la distinción entre derecho y justicia. La autoridad del derecho está en el crédito que se les da, las leyes se obedecen por la creencia depositada en ellas, creencia que se opone a un fundamento racional u ontológico. Esto conduce nuevamente a Pascal, pues la unidad de justicia y fuerza en este autor ya no se entiende en un sentido nihilista como la justificación de la razón del más fuerte. Por el contrario, en Pascal como en Montaigne, Derrida encuentra las bases de una filosofía crítica moderna, es decir, de una desedimentación de las superestructuras del derecho: ambos muestran que el derecho oculta y refleja los intereses económicos y políticos de las fuerzas dominantes de la sociedad. Evidencian la estructura intrínseca de la relación entre derecho y justicia, relación que surge desde la fuerza como momento instituyente o performativo: El surgimiento mismo de la justicia y del derecho, el momento instituyente, fundador y justificador del derecho implica una fuerza realizativa, es decir, implica siempre una fuerza interpretativa y una llamada a la creencia: esta vez no en el
MONTAIGNE, M., Ensayos, III, 13.
7
223
sentido de que el derecho estaría al servicio de la fuerza, como un instrumento dócil, servil y por tanto exterior del poder dominante, sino en el sentido de que el derecho tendría una relación más interna y compleja con lo que se llama fuerza, poder o violencia8.
No es que la justicia esté al servicio de determinado poder o fuerza, sino que su momento mismo de fundación es esa fuerza. La operación que hace la ley, que inaugura el derecho, es un golpe de fuerza, una violencia realizativa que no es justa o injusta en sí, y que no responde a ninguna justicia o derecho anterior. Se trata de una violencia performativa inherente a la ley. Leyendo el fragmento de Montaigne, Derrida llama a este poder realizativo “fundamento místico de la autoridad”. En este sentido, el origen de la autoridad, o la posición de la ley, sólo se apoyan en sí mismos: son violencias sin fundamento. Esto no implica que sean injustos, ilegales o ilegítimos. En el momento fundador todavía no es posible juzgar algo como justo o injusto, legal o ilegal, pues es el momento mismo donde se instituye la ley. Aún más, es esta misma estructura del derecho lo que lo hace esencialmente deconstruible porque: o bien está fundado o construido sobre diversas capas textuales interpretables, o bien porque su fundamento último por definición no está fundado. Que el derecho sea infundado (o que su fundamento sea místico en tanto poder performativo) es la posibilidad de todo progreso histórico. En otros términos, la estructura deconstruible del derecho es la que posibilita su deconstrucción: sólo porque el derecho es construible desde la ausencia de fundamento es posible su deconstrucción. Si esto es así, la justicia en sí –la justicia más allá del derecho–, no puede ser deconstruida. Esta justicia más allá del derecho, Derrida la identifica con la deconstrucción: “La justicia en sí misma, si algo así existe fuera o más allá del derecho, no es deconstruible. Como no lo es la desconstrucción, si algo así existe. La deconstrucción es la justicia”9. Derrida efectúa de este modo un doble movimiento: primero, señala que el fundamento sin fundamento de la autoridad es lo que permite que todo derecho sea deconstruible, y por ello existe progreso DERRIDA, J., Fuerza de ley, op. cit., pág. 32. Ibídem, pág. 35.
8 9
224
histórico; segundo, eso mismo indica que existe algo más allá del derecho no deconstruible, es la justicia que termina identificándose con la misma deconstrucción. Derrida afirma la existencia de cierta fuerza o violencia irreductible. La deconstrucción sigue siendo un pensamiento de la violencia, pero en este caso se piensa como la violencia performativa en tanto condición de posibilidad del derecho. No hay derecho sin esa aplicabilidad que es su misma fuerza. La fuerza como el fundamento sin fundamento del derecho: el acto performativo que lo instituye. No existe un orden de razones, un fundamento racional del cual pueda ser derivado o deducido el derecho. En la misma performatividad como condición del derecho se encuentra la posibilidad de la deconstrucción. Al mismo tiempo, la justicia no se identifica con el derecho, pues aun cuando requiere del derecho para realizarse, y en este sentido no es absolutamente exterior al mismo, muestra un exceso. Siendo el derecho lo deconstruible, la justicia es el exceso que posibilita la misma deconstrucción. De esto Derrida extrae tres proposiciones: a) La deconstructibilidad del derecho hace la deconstrucción posible; b) La indeconstructibilidad de la justicia hace posible la deconstrucción; c) Por ello: […] la deconstrucción tiene lugar en el intervalo que separa la indeconstructibilidad de la justicia y la deconstructibilidad del derecho. La desconstrucción es posible como una experiencia de lo imposible, ahí donde hay justicia, incluso si ésta no existe o no está presente o no lo está todavía o nunca10.
La deconstrucción tiene su condición de posibilidad en la desedimentación de aquello que siempre supone, aun cuando esté estructurado como un orden desde un fundamento racional, una instancia de institución infundada. En este esquema, la política tiene un papel central en cuanto la fuerza o la violencia son centrales para toda institución. Es posible señalar, según las indicaciones del mismo Derrida, que la justicia tiene un triple estatuto: en primer lugar, la justicia se encuentra en el derecho aun cuando no se identifica con él, frente a la pura violencia el
10
Ibídem, pág. 35. 225
derecho es fuerza legítima, fuerza justa; en segundo lugar, la justicia es la misma práctica de la deconstrucción, es decir, el paso entre la deconstructibilidad del derecho y la indeconstructibilidad de la justicia; en tercer lugar, la justicia es la deconstrucción en tanto lo indeconstruible. La justicia es, a la vez, el fin de la deconstrucción y la deconstrucción misma, es fin y recorrido. Esto último conduce a pensar la justicia como posibilidad de la deconstrucción o, en otros términos, la estructura del derecho como posibilidad del ejercicio de la deconstrucción. Lo cual significa, respecto de la política, dos cosas: que sigue siendo constitutiva la fuerza, pero en este caso algo a deconstruir, y que la deconstrucción se ubica del lado de la justicia. En otros términos, la política se encuentra del lado de la fuerza, de las estabilizaciones que pueden ser deconstruidas.
Aporías de la justicia Para aclarar el sentido de estas afirmaciones, Derrida señala que es necesario atravesar la experiencia de la aporía. Si la experiencia es camino o travesía, el recorrido hacia un destino, no puede haber experiencia de la aporía, pues aporía significa ausencia de camino. Se trata entonces de una experiencia imposible, de la experiencia de un imposible, que resulta constitutiva de la justicia. Y esto porque para Derrida la justicia es la experiencia de lo imposible. Escribe Derrida:
El derecho no es la justicia. El derecho es el elemento del cálculo, y es justo que haya derecho; la justicia es incalculable, exige que se calcule con lo incalculable; y las experiencias aporéticas son experiencias tan improbables como necesarias de la justicia, es decir, momentos en que la decisión entre lo justo y lo injusto no está jamás asegurada por una regla11.
La cita resume, en gran parte, la configuración de la copertenencia en el Derrida tardío: señala que el derecho es calculable y necesario a la vez, e indica que la justicia es lo incalculable que
11
Ibídem, pág. 39. 226
necesita de la aporía de una decisión sin regla. En este esquema, la política adquiere un estatuto similar al derecho, esto es, como la serie de estabilizaciones parciales, heterogéneas y necesarias respecto de la justicia. Estabilizaciones parciales porque las determinaciones políticas nunca se pueden identificar con la justicia, es necesario suspender el orden de lo calculable, instalarse en la experiencia de la aporía para que sea posible la justicia. La cuestión de la justicia conlleva aquella de la singularidad, pues se trata del paso de la generalidad del derecho a la singularidad del caso. Si sólo se actúa siguiendo una ley general, sin consideración por lo singular, no existe justicia. La heterogeneidad entre justicia y derecho, entre lo deconstruible y lo indeconstruible, hace que el autor postule una exigencia radical de justicia. Exigencia que lleva a la reinterpretación de todos los límites dentro de los cuales una determinada cultura ha fijado el marco que determina lo justo y lo injusto. Es esta afirmación de la justicia la que muestra que la deconstrucción no es una abdicación nihilista de la cuestión ético-política, sino que implica un doble movimiento. Por un lado, es la afirmación de una responsabilidad sin límite, incalculable, ante la memoria. Se debe recordar el origen y el sentido de los límites de conceptos como justicia, ley y derecho. La primera tarea es la de una memoria histórica de lo que ha sido legado con el nombre de justicia, es la responsabilidad de una herencia. La herencia implica un mandato o un imperativo ante el cual la deconstrucción está comprometida. Pero también, la justicia infinita se dirige a la singularidad del otro. La deconstrucción implica, entonces, memoria de todo el aparato que demarca los límites de la justicia y la herencia de un imperativo de justicia infinita hacia la singularidad del otro. Por esto mismo, la deconstrucción de los criterios que determinan los límites de lo justo y lo injusto, no lleva a la neutralidad, sino a otra justicia. Por otro lado, es una responsabilidad ante el concepto mismo de responsabilidad que regula la justicia y la toma de decisiones. Si el concepto de responsabilidad sólo se comprende desde cierta red semántica, la deconstrucción al cuestionar la misma, no busca eliminar la responsabilidad, sino conducir a una responsabilidad hiperbólica. No llevar a la irresponsabilidad, sino a su incremento radical. La 227
apuesta de la deconstrucción es ir más allá de una responsabilidad como la aplicación de un criterio o programa previo. Sólo es posible una responsabilidad radical cuando no es posible anticipar o fijar previamente aquello ante lo cual se va a responder, es decir, cuando no existe un saber que fije previamente el sentido de la responsabilidad. La noción de justicia, así, se convierte en el significante que reconfigura la articulación de los elementos del pensamiento de Derrida. Si en la primera parte, una y otra vez, los diversos análisis volvían a mostrar la différance como movimiento irreductible, en este caso esa différance se ordena hacia la cuestión de la justicia. Por lo que la cuestión central es qué entiende Derrida por justicia. En una nota fundamental para la lectura propuesta afirma que su idea de justicia se aproxima a la de Levinas: Lo haría justamente a causa de esta infinidad, así como a causa de la relación heterónoma con el otro, con el otro rostro del otro que me ordena, del otro cuya infinidad no puedo tematizar y de quien soy rehén. En Totalidad e Infinito, Levinas escribe: ‘[…] la relación con otro, es decir, la justicia’, justicia que define en otra parte como ‘derechura de la acogida hecha al rostro’12.
Nota central porque muestra el desplazamiento del acento: si en la primera parte la copertenencia se articula en torno al sintagma “economía de la violencia” que surge en la distancia con Levinas, en la nueva configuración la noción de justicia se relaciona directamente con los planteos de Levinas. La cuestión a pensar es, entonces, la posibilidad misma de esta idea de justicia a la luz de las observaciones realizadas en la primera parte. La diferencia entre justicia y derecho, su desproporcionalidad, no es una simple distinción de órdenes. Por el contrario, derecho y justicia se necesitan aun en su heterogeneidad, el derecho se ejerce en nombre de la justicia y la justicia necesita del derecho para realizarse. La deconstrucción derridiana se moverá entre esas dos posibilidades. Aún más, la justicia reclama su realización: es justa la perversión de la justicia al realizarla en un derecho determinado. Esto significa que existe una relación de
12
Ibídem, pág. 49. 228
heterogeneidad necesaria entre ambos órdenes. El derecho es tal por su aplicabilidad, porque se funda en un performativo. Este momento instituyente del derecho, fundación sin fundamento, busca realizar la justicia, es decir, la justicia orienta el derecho. Pero nunca se pueden identificar porque la justicia está más allá del derecho. El derecho es el orden calculable que busca traducir la incalculabilidad de la justicia. Para abordar esta relación, Derrida trabaja sobre una serie de aporías donde la deconstrucción encuentra su lugar. Aporías que señalan el lugar inestable de la deconstrucción entre el derecho y la justicia. En primer lugar, la epoché de la regla. La primera aporía se relaciona con la regla y su necesaria suspensión. Para ser justo se debe ser libre y responsable de la acción y la decisión, pero la libertad se entiende como el seguir la ley, como el auto-imponerse una ley y se transforma en algo del orden de lo calculable. Si la libertad consiste en aplicar una regla, en efectuar un cálculo, se puede decir que la decisión es legal, pero nunca justa. Si sólo existe aplicación de una regla o desarrollo de un programa no existe decisión. Para ser justa la decisión no debe seguir sólo la ley, sino que debe asumir la ley porque es justa, es decir, asumirla mediante un acto de interpretación que la reinstaure como dimensión de la justicia. Esto es, […] para que una decisión sea justa y responsable es necesario que en su momento propio, si es que existe, sea a la vez regulada y sin regla, conservadora de la ley y lo suficientemente destructiva o suspensiva de la ley como para deber reinventarla, re-justificarla en cada caso, al menos en la reafirmación y en la confirmación nueva y libre de su principio13.
Cada decisión requiere una interpretación absolutamente única que ninguna regla puede garantizar, de lo contrario el juez sería una especie de máquina de calcular. El juez no puede ser un simple mecanismo de aplicación de reglas si su pretensión es ser justo, pues para que su decisión sea justa debe detenerse en lo indecidible y tomar una decisión más allá de toda regla. No puede existir justicia en un momento dado, en el presente,
13
Ibídem, pág. 51. 229
pues en el presente sólo se da el derecho. La aporía de la regla es una dislocación del presente: es la no coincidencia consigo mismo del momento en que la justicia requiere de la regla y de su suspensión. En segundo lugar, la obsesión de lo indecidible. Esta aporía muestra la heterogeneidad de derecho y justicia: toda justicia requiere una decisión que dirima. La decisión comienza con la interpretación de la regla, con la decisión de calcular, pero por ello mismo esa decisión excede el orden de lo calculable. Esto es lo que Derrida ha denominado indecidible:
Indecidible es la experiencia de lo que siendo extranjero, heterogéneo con respecto al orden de lo calculable y de la regla, debe sin embargo –es de un deber de lo que hay que hablar– entregarse a la decisión imposible, teniendo en cuenta el derecho y la regla. Una decisión que no pasara la prueba de lo indecidible no sería una decisión libre; sólo sería la aplicación programable o el desarrollo continuo de un proceso calculable14.
Lo indecidible no es la vacilación entre dos reglas contradictorias, sino una experiencia que excede el orden de las reglas para poder decidir. En este sentido, no es la simple duda entre dos decisiones alternativas posibles, sino atravesar la imposibilidad misma de la decisión para poder tomarla. Sólo una decisión que atraviese lo indecidible puede ser justa. Esto no significa fundar la decisión en una teoría del sujeto, sino en su exceso: la decisión suspende el sujeto. La justicia, a diferencia de lo legal, requiere la experiencia de lo indecidible, y por ello luego de pasar la experiencia de lo indecidible, nuevamente en el presente la decisión es seguir la regla. La prueba de lo indecidible no es algo que se pase o supere, sino que queda alojada en la misma decisión. Al permanecer en la decisión no existe ningún reaseguro, ningún criterio que establezca que la decisión es justa en el presente. Lo indecidible permanece en la misma decisión e imposibilita estabilizar una decisión como justa. Ibídem, pág. 53. En un texto posterior, de modo más sintético, escribe Derrida: “[…] una indecidibilidad, es decir, una antinomia interna-externa no dialectizable que corre el riesgo de paralizar y requiere, por consiguiente, el acontecimiento de la decisión interruptora” DERRIDA, J., Canallas, op. cit., pág. 54. 14
230
No existe un fundamento racional desde el cual se instituya una ley o determinada forma social, sino que se realiza desde un salto. La prueba suspende la certeza y por ello asegura la justicia de la decisión: la deconstrucción de toda presunción de certeza posibilita la justicia. La deconstrucción desde la idea de justicia infinita debida al otro, es la llegada del otro como singularidad. La justicia que excede el derecho es el movimiento mismo de la deconstrucción. Nuevamente, entonces, la justicia identificada con la deconstrucción se define a partir de Levinas: […] si hay deconstrucción de toda presunción –con una certeza determinante– de una justicia presente, la misma deconstrucción opera desde una ‘idea de la justicia’ infinita, infinita porque irreductible, irreductible porque debida al otro; debida al otro, antes de todo contrato, porque ha venido, es la llegada del otro como singularidad siempre otra15.
La idea de justicia excede todo intercambio, sin reconocimiento y sin circulación se asemeja al don. Es una justicia que excede la regla y por eso puede ser tildada de “loca”. La deconstrucción, afirma Derrida, es la locura por la justicia. La indecidibilidad estructural, presente desde los primeros textos del autor, se ordena en este caso hacia la justicia. En esta oportunidad la indecidibilidad no se piensa en relación a la estructura, sino a la regla. Una decisión requiere de la suspensión de la regla y por esto debe atravesar la experiencia de lo indecidible como lo extraño a la regla. Es la introducción de la justicia como apertura incondicional al otro, a lo otro, aquello que otorga sentido a la prueba de la indecidibilidad en este caso. En tercer lugar, la urgencia que obstruye el horizonte del saber. La tercera aporía la refiere Derrida a la necesidad de suspender todo horizonte determinado, sea como idea reguladora kantiana o arribo mesiánico. Esto se debe a que todo horizonte es una apertura, pero también el límite mismo de la apertura: como espera o progreso infinito. Contra esta idea, Derrida señala que la justicia no espera, pues una decisión justa es necesaria inmediatamente, es urgente. La decisión no puede esperar un DERRIDA, J., Fuerza de ley, op. cit., pág. 55.
15
231
saber sin límite acerca de las condiciones o reglas que pueden justificarla. Y aun si se tiene todo esto en cuenta, el momento de la decisión debe ser un momento finito, una urgencia y una precipitación. La decisión no debe ser el efecto de un saber, sino la interrupción de la deliberación que precede a la misma decisión. Por ello la decisión es una locura: El instante de la decisión es una locura, dice Kierkegaard. Es cierto, en particular con respecto al momento de la decisión justa que debe desgarrar el tiempo y desafiar las dialécticas. Es una locura16.
La locura señala la urgencia de la justicia más allá de todo horizonte de espera. Esto no significa la simple ausencia de regla o saber, sino que la justicia se da en una reinstitución de la regla que no puede estar garantizada por ningún saber. La decisión siempre se da en la urgencia precipitativa, es una violencia irruptiva. Y porque no tiene horizonte de espera, porque se precipita, la justicia tiene porvenir. Porvenir como apertura y venida del otro. En este sentido, la justicia no es un concepto jurídico ni político, es aquello que abre a la transformación del derecho y la política. La justicia es la experiencia de la alteridad absoluta, es la ocasión del acontecimiento y la condición de la historia. El exceso de la justicia respecto al derecho no debe servir para evitar luchas concretas, por esto se debe tener en cuenta siempre que la justicia incalculable ordena calcular. Es necesario el cálculo y también la negociación entre lo calculable y lo incalculable. Esta necesidad es un imperativo que no pertenece ni a la justicia ni al derecho, no pertenece a ninguno de esos espacios sino en cuanto los desborda hacia el otro, lo que implica nuevamente la indisociabilidad y la heterogeneidad entre derecho y justicia. Y aquí se muestra la política: La politización, por ejemplo, es interminable, incluso si nunca puede ni debe ser total. Para que esto no sea una perogrullada o una trivialidad, es necesario reconocer la siguiente consecuencia: cada avance de la politización obliga a reconsiderar,
Ibídem, pág. 58. Cf. LEVSTEIN, A., El don de Don Quijote. Locura y deconstrucción, Córdoba, Fuelle del Sol, 2005. 16
232
es decir, a reinterpretar los fundamentos mismos del derecho tal y como habían sido calculados o delimitados previamente17.
La política, en este marco, tiene un estatuto similar al derecho. Si la deconstrucción es la justicia, requiere de cierta politización, en el mismo momento que la deconstrucción no puede ser solamente política. La política es una de las formas que adquiere la institución. La política es definida como una de las instancias de estabilidad instituidas a partir de lo indecidible:
[…] una vez que queda comprobado que la violencia es de hecho irreductible, se hace necesario –y éste es el momento de la política– tener reglas, convenciones y estabilizaciones del poder. Todo lo que un punto de vista deconstructivo trata de mostrar es que, dado que la convención, las instituciones y el consenso son estabilizaciones (algunas, estabilizaciones de gran duración; a veces, microestabilizaciones), esto significa que hay estabilizaciones de algo esencialmente inestable y caótico. Por lo tanto, se vuelve precisamente necesario estabilizar porque la estabilidad no es natural; porque hay inestabilidad es que la estabilización se vuelve necesaria; porque hay caos es que hay necesidad de estabilidad. (…) Si hubiera estabilidad continua no habría necesidad de la política, y es en este sentido que la estabilidad no es natural, esencial o sustancial, que existe la política y la ética es posible. El caos es al mismo tiempo un riesgo y una posibilidad, y aquí se cruzan lo posible y lo imposible18.
Ibídem, pág. 62. DERRIDA, J., “Notas sobre deconstrucción y pragmatismo”, en MOUFFE, C., (ed.), Deconstrucción y Pragmatismo, Buenos Aires, Paidós, 1998, pág. 162. Por esto mismo Derrida señala que la deconstrucción es hiperpolitizante: “Pero el hecho de que la deconstrucción es aparentemente neutral políticamente permite, por un lado, una reflexión sobre la naturaleza de lo político y, por otro, y es esto lo que me interesa de la deconstrucción, una hiperpolitización. La deconstrucción es hiperpolitizante al seguir caminos y códigos que son claramente no tradicionales, y creo que despierta la politización de la manera que mencioné antes, es decir, nos permite pensar lo político y pensar lo democrático al garantizar el espacio necesario para no quedar encerrado en esto último. Para poder continuar planteando la cuestión de la política, es necesario esperar algo de la política, y lo mismo sucede con la democracia, lo que, por supuesto, hace de la democracia un concepto muy paradójico” DERRIDA, J., “Notas sobre deconstrucción y pragmatismo”, op. cit., pág. 166. 17 18
233
La política en este caso no se ubica en la economía de la violencia que funciona en todo proceso de diferenciación, sino que es la estabilización que surge de ese fondo de inestabilidad violenta. La política, entonces, tiende a identificarse con uno de los términos que articula la lógica de Derrida, o mejor, es la forma que adquiere uno de esos términos. Si la política no es la inestabilidad o indecidibilidad estructural, si la política tampoco es la justicia, parece que la política es una de las formas de la decisión. En un trasfondo de indecidibilidad, la política, como el derecho, se da a partir de un salto desde el cual se constituyen estabilizaciones. Lo relevante es que la política ya no está en el movimiento general de deconstrucción, sino en las estabilizaciones que pueden ser deconstruidas. De ahí que se genera, inevitablemente, una distancia entre deconstrucción y política.
Violencias: fundadoras, conservadoras, míticas, divinas Si el texto titulado Fuerza de ley es central para presentar la concepción de la política de los escritos tardíos de Derrida, no lo es sólo por la configuración de ciertos elementos que dan cuenta de una lógica para pensar la política. La segunda parte del libro, titulada “Nombre de pila Benjamin”, complejiza algunos de los aspectos a partir de la discusión sobre dos tipos de violencia. Y en este sentido es clave para el desarrollo de la tesis sostenida aquí: pensar el desplazamiento de acento en relación a la copertenencia. Si en la primera parte la cuestión de la violencia es central y llega a ser pensada como economía de guerra, en Fuerza de ley al mostrar la contaminación entre las diversas clasificaciones de la violencia en Benjamin, la cuestión de la justicia, incluso de la posibilidad de una violencia justa, es aquella que ordena la discusión. En la lectura de Benjamin se presentan dos tipos de violencia que es necesario pensar teniendo en cuenta la referencia a la justicia. Tal como pudo señalarse, la violencia sigue siendo irreductible debido a que el derecho se define por su aplicación, por la fuerza que posee, y como fuerza sin fundamento permite la deconstrucción. Porque el derecho, o las institucio234
nes políticas, no tienen un fundamento racional, son pasibles de deconstrucción y, así, dan lugar a la justicia. Si Derrida titula su conferencia “Del derecho a la justicia” es porque la deconstrucción se define como el ejercicio de desedimentación de toda estabilización contingente en nombre de la justicia incondicional. La deconstrucción es la justicia, entendiendo esta última desde su definición levinasiana. En el texto dedicado a Benjamin estos aspectos son complejizados porque la relación entre derecho y violencia, y se puede decir entre política y justicia, se organiza en función de dos tipos de violencia. En otros términos, leer atentamente el texto permite comprender cómo cambia la concepción de violencia y cómo se articula en función de la justicia. Derrida trabaja sobre un texto clásico de Benjamin: Para una crítica de la violencia. Trabaja sobre este texto porque está acosado por el problema de la violencia radical como exterminio. Benjamin piensa en dos formas de violencia, la justa violencia divina judía que destruye el derecho y la violencia mítica griega que instaura y conserva el derecho. En este sentido, todo el texto opone violencia divina y violencia mítica como dos relaciones posibles al derecho: o bien la instauración o conservación de la tradición griega, o bien la destrucción del derecho de la tradición judía. En el mismo texto Benjamin efectúa una crítica del lenguaje como representación, es decir, interpreta el mal en el lenguaje como la dimensión mediadora, técnica, utilitaria, semiótica. Crítica a la representación que no se reduce al lenguaje, sino que se dirige a la democracia formal y parlamentaria. El texto pertenece a todo un clima de época que se dirige contra el parlamentarismo y la democracia representativa. Se trata de un texto que se opone a la representación desde la revolución. El problema de la representación también se plantea en relación a la violencia y cuestiona el límite entre violencia fundadora y violencia conservadora. Se pone en cuestión porque Benjamin reconoce que la violencia conservadora debe repetir, representar de algún modo, la violencia fundadora de derecho y así no pueden ser radicalmente heterogéneas. Derrida señala que su lectura debe entenderse desde un contexto marcado por dos indicios. Por una parte, el trabajo sobre Benjamin comienza a partir de la investigación realizada sobre 235
ciertos autores judío-alemanes en quienes aparece una referencia constante a Kant cuando piensan Alemania, es decir, se ubica en el estudio de cierto nacionalismo común entre pensadores no-judíos y judíos en la Alemania de principios del siglo XX19. En este contexto son notables las similitudes, cierta afinidad, entre Benjamin y algunos textos de Schmitt y Heidegger. Cercanía que no tiene que ver sólo con una crítica de la democracia parlamentaria y la Ilustración, sino con cierto concepto de destrucción que aparece en Benjamin. Por otra parte, tal como fue puntualizado, Derrida lee a Benjamin para pensar la relación entre deconstrucción y justicia, y aquí aparece la compleja performatividad del texto del filósofo alemán que deconstruye la oposición entre performativo y constatativo. El texto de Benjamin, leído desde esta doble impronta, plantea diversos problemas sobre la relación entre derecho y violencia, problemas que permiten pensar su relación con la justicia. El texto trata sobre el derecho a partir de ciertas distinciones. En primer lugar, distingue dos violencias del derecho: la violencia fundadora de derecho, la que instituye un derecho, y la violencia conservadora de derecho, la que asegura su permanencia y garantiza su aplicación. En segundo lugar, la distinción entre la violencia fundadora de derecho, llamada mítica, y la violencia destructora de derecho, llamada divina. En tercer lugar, la distinción entre la justicia como principio de la posición divina y la fuerza como principio de la posición mítica. De modo que el texto de Benjamin sobre la violencia, término que Derrida traduce por “fuerza de ley”, no presenta simplemente una concepción negativa de la violencia, sino que la cuestión es la crítica como juicio de la violencia. Es una crítica en el sentido kantiano del término, por lo que no se trata de violencia natural o física, sino de la violencia que pertenece al orden simbólico del derecho, la moral o la política. El problema es la posibilidad de El texto de Derrida donde se establece cierta génesis del pensamiento judíoalemán de comienzos del siglo XX se titula Interpretations at War. Kant, el judío, el alemán y es de 1988. Derrida piensa determinado contexto institucional de interpretación marcado por lo que denomina la psyché judío-alemana, contexto en el cual ubica la referencia a Benjamin. Casi 20 años más tarde, en Fichus (2001), Derrida al recibir el Premio Adorno retoma la cuestión para mostrar dos trazos de la relación de Adorno con la lengua alemana. 19
236
juzgar la violencia en sí misma, no como medio que se dirige a otra cosa, sino si ella misma es justa o no. En este sentido, sólo porque la violencia no es natural puede ser juzgada, evaluada, justificada, es decir, se puede pensar la posibilidad de una violencia justa. Ya no la irreductibilidad de la violencia, sino la posibilidad de su juicio. En este sentido, no es la irreductibilidad de la economía de guerra, sino la posibilidad de una violencia justa aquello que está en juego. La violencia es central porque es una amenaza: si el derecho se caracteriza por su propia conservación, el monopolio de la violencia por el derecho es necesario a su propia definición. El interés en el monopolio de la violencia no se dirige a ciertos fines particulares, sino a la conservación del mismo derecho. El problema de la violencia es, así, el de la legitimidad del orden jurídico en su totalidad. El ejemplo privilegiado de Benjamin es el “derecho de huelga” debido a que constituye el único sujeto aparte del Estado –los obreros–, que tiene derecho al ejercicio de cierta violencia legítima. La huelga implica un ejercicio de la violencia: violencia contra violencia. Violencia que se explicita en la huelga general como caso límite. En ésta se manifiesta el ejercicio de la violencia de los obreros que cuestionan la estructura estatal en su totalidad. Por esto mismo el Estado tiende a declarar la huelga general ilegal y su persistencia es la revolución. Sólo en esta situación el ejercicio del derecho es homogéneo con la violencia, es el derecho como ejercicio de la violencia. La violencia es, así, una amenaza interna al derecho: es la posibilidad de destruir un orden de derecho dado, incluso destruir el orden de derecho que hace posible el ejercicio de la huelga como derecho. El Estado no teme las actividades criminales sea cual sea su tipo, sino la violencia fundadora, la violencia capaz de transformar las relaciones de derecho dadas. Sólo la violencia que pertenece al orden del derecho, sea para transformarlo o fundarlo, permite la crítica porque no la reduce al ejercicio natural de la fuerza. La crítica de la violencia es posible cuando la violencia no se considera algo natural, sino que pertenece al orden simbólico, esto es, al derecho. En otros términos, la amenaza del derecho es interna al derecho: 237
Para que sea posible una crítica, es decir una evaluación interpretativa y significante de la violencia, se debe reconocer en primer término el sentido de una violencia que no es un accidente que sobreviene desde lo exterior al derecho. Lo que amenaza al derecho pertenece ya al derecho, al derecho del derecho, al derecho al derecho, al origen del derecho20.
La huelga general es un caso ejemplar porque utiliza un derecho otorgado para cuestionar todo el orden creando una situación revolucionaria que busca crear un nuevo derecho. La revolución justifica la violencia como la instauración de un nuevo derecho, de un nuevo Estado, y así el nuevo derecho instaurado justifica retroactivamente el ejercicio de la violencia revolucionaria. El Estado se funda en el ejercicio de la violencia que inaugura un nuevo derecho, se funda en una situación revolucionaria. Y aun cuando no se pueda identificar una situación de violencia extrema, la violencia está supuesta en la misma fundación. La violencia de la fundación no es sólo la causa de cierto sufrimiento, sea en la forma que sea, sino la imposibilidad de interpretar o descifrar las acciones que la producen. Esta violencia es llamada por Benjamin mística. Violencia que es inteligible porque no es extraña al derecho, es aquella que en el derecho suspende el derecho establecido para fundar otro:
Ese momento de suspenso, esta epoché, ese momento fundador o revolucionario del derecho es, en el derecho, una instancia de no-derecho. Pero es también toda la historia del derecho. Ese momento tiene siempre lugar y no tiene jamás lugar en una presencia. Es el momento en que la fundación del derecho queda suspendida en el vacío o encima del abismo, suspendida de un acto realizativo puro que no tendría que dar cuenta a nadie ni ante nadie21.
La violencia mística es aquella que perteneciendo al derecho lo destruye para fundar uno nuevo. Violencia que no está bajo una ley existente, sino ante una ley inexistente de hecho, ante una ley por venir: una ley que debe ser fundada por el mismo que la supone. Es la paradoja de la ley: es trascendente respecto DERRIDA, J., Fuerza de ley, op. cit., pág. 87. Ibídem, pág. 89.
20 21
238
del mismo orden que la instituye. La ley es trascendente porque depende del performativo que la instituye:
Se ‘toca’ aquí, sin tocarla, esta extraordinaria paradoja: la trascendencia inaccesible de la ley ante la cual y antes de la cual el ‘hombre’ se sostiene, no parece infinitamente trascendente y, en consecuencia, teológica más que en la medida en que, muy cerca de él, aquélla sólo depende de él, del acto realizativo por el que él la instituye: la ley es trascendente, violenta y no-violenta, puesto que no depende más que de quien está ante ella –y en consecuencia antes de ella–, de quien la produce, la funda, la autoriza en un realizativo absoluto cuya presencia se le escapa siempre.22.
La ley tiene, indica Derrida, una estructura aporética en la medida que es algo por venir y algo ya pasado al mismo tiempo. La interpretación de la ley, su inteligibilidad, depende de ese orden por venir, no del orden dado. En otros términos, la interpretación de la ley depende del orden que interpreta la misma ley. No existe interpretación no-violenta de la ley: la instauración de la ley –la fundación del Estado–, construye un modelo de interpretación, modelo que da sentido retroactivamente a la violencia ejercida para la instauración. De modo que la ilegibilidad de la violencia se hace legible cuando el performativo que instaura el derecho triunfa. Existe una violencia performativa al interior de la lectura interpretativa. El ejemplo de la huelga general se puede trasladar a toda lectura interpretativa: es la posibilidad de suspender la autoridad legitimante de las normas para fundar otro orden de derecho. Hay una situación revolucionaria en toda instauración que es ilegible desde las normas establecidas. La cuestión a pensar es cómo se posiciona la deconstrucción en relación a esta oposición desde que se establece un paralelismo entre huelga general y lectura de ruptura. Derrida señala que la deconstrucción es una lectura de ruptura en tanto pone en cuestión los protocolos de lectura de la cultura y específicamente de la academia, pero no es una lectura de ruptura desde el momento en que se desarrolla dentro de la academia. No existe una estrategia de ruptura pura, del mismo modo que la
22
Ibídem, pág. 90. 239
oposición entre los dos tipos de huelga no es pura. Para Derrida las oposiciones creadas por Benjamin se deconstruyen. Por esto no es posible ubicar la deconstrucción de un lado o del otro y esto no significa sostener una posición conservadora. Aún más, Derrida señala que la fundación de derecho implica ya una conservación del derecho: Pues más allá de la intención explícita de Benjamín, yo propondría la interpretación según la cual la violencia misma de la fundación o de la posición del derecho (rechtsetzende Gewalt) debe implicar la violencia de la conservación (rechtserhaltende Gewalt) y no puede romper con ella. Forma parte de la estructura de la violencia fundadora el que apele a la repetición de sí y funde lo que debe ser conservado, conservable, prometido a la herencia y a la tradición, a la partición23.
La oposición entre violencia fundadora y violencia conservadora es cuestionada por Derrida desde el momento en que toda fundación conlleva en sí la repetición. Si toda fundación es una promesa, en sí misma la promesa es iterable. Como ya fue analizado en la primera parte, el origen es impuro porque la repetición está inscripta en todo origen: hay huella. No hay violencia fundadora de derecho pura, no hay fundación pura, ni tampoco violencia conservadora pura. Toda fundación lleva en sí la iterabilidad, es decir, la ley de una repetición autoconservadora, y toda conservación funda constantemente para poder conservar el derecho. La deconstrucción es el pensamiento de la contaminación diferencial que se encuentra en el corazón mismo del derecho: “No hay, pues, oposición rigurosa entre la fundación y la conservación, tan sólo lo que yo llamaría (y que Benjamín no nombra) una contaminación diferenzial (différantielle) entre las dos, con todas las paradojas que eso puede inducir. […] La desconstrucción es también el pensamiento de esa contaminación diferenzial, y el pensamiento atrapado en la necesidad de esa contaminación”24. Derrida muestra así que el texto de Benjamin se ordena sobre una oposición que requiere para su estructura, pero que no puede fundar en términos de estricta pureza. Al
23 24
Ibídem, pág. 93. Ibídem, pág. 94. 240
mismo tiempo, toda la crítica de la violencia corre riesgo si se rompe la oposición. Pues si se efectúa una crítica de la violencia se debe dirigir contra las dos formas, pero Benjamin se dirige sólo contra la forma conservadora. La contaminación mutua de violencia conservadora y fundadora de derecho requiere de una crítica más compleja. La paradoja se encuentra en que sería más fácil criticar la violencia fundadora porque no existe ningún derecho en el cual inscribirla, es una violencia salvaje que excede el derecho; pero justamente porque no puede ser inscripta en ningún derecho la violencia fundadora no comparece ante ningún tribunal, no existe instancia jurídica desde la cual juzgarla. La violencia fundadora es más fácil y más difícil de criticar. En esta contradicción se ubica la decisión excepcional, es decir, la decisión que rompe con el continuum histórico y desbarata el orden jurídico dado para crear uno nuevo. En la decisión excepcional, en el instante revolucionario, se da nuevamente la contaminación entre los dos tipos de violencia, la iterabilidad en la originariedad, la deconstrucción en acción, escribe Derrida. El problema de toda crítica de la violencia es que se dirige contra una compleja relación: la co-implicancia de derecho y violencia. Para Benjamin, como para Derrida, es impotente una crítica que se dirija contra el derecho desde un anarquismo que postule la libertad sin coacción, la ausencia absoluta de derecho. A lo largo de sus textos, Derrida sostiene que la violencia es irreductible, que no es posible una instancia absolutamente exterior desde la cual ejercer la crítica. La complicación reside en que la crítica se debe dirigir contra el derecho en el derecho. Ante la consistencia del derecho, ante su unicidad, es necesario producir una crítica interna. El derecho es una violencia que rompe con la naturaleza en la cual aparece la contaminación entre fundación y conservación. Existe una ley de contaminación estructural entre las dos violencias, contaminación que Benjamin necesita dominar porque todo su texto se basa en esa distinción, pero al mismo tiempo los límites, las fronteras, son excedidos: Este discurso, él querría o bien fundarlo o bien conservarlo, pero en rigor no puede ni fundarlo ni conservarlo. Todo lo más puede firmarlo como un acontecimiento espectral. Texto y firma son espectros. Y Benjamín lo sabe, tan bien que 241
el acontecimiento del texto Zur Kritik der Gewalt consiste en esta extraña ex-posición: una demostración arruina ante sus ojos (de ustedes) las distinciones que propone. Exhibe y archiva el movimiento mismo de su implosión, cediendo el lugar a lo que se llama un texto, el fantasma de un texto que, en ruina él mismo, fundación y conservación a la vez, no llega ni a la una ni a la otra y queda ahí, hasta cierto punto, por un cierto tiempo, legible e ilegible, como la ruina ejemplar que nos advierte singularmente del destino de todo texto y de toda firma en su relación con el derecho, es decir, necesariamente, con una cierta policía. Tal sería, pues, dicho sea de paso, el estatuto sin estatuto de un texto llamado de desconstrucción y de lo que queda de él. El texto no escapa a la ley que enuncia. Se arruina y se contamina, se convierte en el espectro de él mismo25.
Benjamin agrega, a la oposición entre violencia fundadora y violencia conservadora, una oposición que estructura su discurso cuando piensa la posibilidad de la no-violencia. Si la violencia está estructuralmente unida al derecho, tanto en su conservación como en su fundación, la cuestión es si es posible una no-violencia. Para ello Benjamin señala que la no-violencia sólo se da en la suspensión del derecho público. La no-violencia es posible en el mundo privado cuando se suspende la relación medio-fin para que todo se transforme en una relación de medios puros. La eliminación de la violencia en el mundo privado es posible cuando existe una suspensión del orden del derecho público, cuando existen acciones, relaciones, que no son reguladas por el derecho. La no-violencia sería la sustracción del orden del derecho. No-violencia que se relaciona con la violencia pura. Benjamin refiere el caso de la violencia ligada al destino que utiliza medios justos pero que se opone a fines justos. Violencia, en otros términos, que suspende la oposición entre medios y fines. Casos en los cuales en relación a ciertos fines la violencia ya no puede ser considerada ni medio justificado ni injustificado. Es lo que Derrida va a llamar el momento indecidible en el derecho: Esa problemática estaba toda ella dominada por el concepto de medio. Se advierte aquí que hay casos en los que, puesto en términos de medios/fines, el problema de derecho resulta
25
Ibídem, pág.104. 242
indecidible. Esta última indecidibilidad que hay en todos los problemas de derecho (Unentscheidbarkeit aller Rechtsprobleme), es el resplandor de una experiencia singular y desalentadora26.
Allí donde existen fines que exceden la universalidad del derecho, donde se excede la oposición fines-medios, aparece la posibilidad de la justicia divina. Benjamin remite a la posibilidad de una justicia sin derecho, una justicia que va más allá de la razón y la universalidad y se ubica en la singularidad de cada situación. Referencia clave porque articula dos argumentos centrales: la posibilidad de la no-violencia en términos de exceso del derecho y la aparición de una justicia distinta del derecho. En otros términos, la referencia a la justicia se ordena en vistas a la no-violencia. A la oposición entre violencia fundadora y violencia conservadora, Derrida leyendo a Benjamin agrega su distinción entre violencia divina que destruye el derecho y violencia mítica que funda el derecho. En la tradición griega la violencia mítica funda el derecho, no es la violencia como aplicación del derecho, to enforce the law, sino como fundación. Violencia que viene de un destino desconocido, que no se puede enmarcar o comprender desde el derecho existente puesto que funda uno nuevo. La violencia mítica, griega, no destruye el derecho, sino que crea uno nuevo, y lo funda haciendo correr sangre. A la violencia mítica de los dioses griegos, se le opone la violencia de Dios, judaica, que destruye el derecho. Violencia que no establece límites, sino que los destruye. Una destrucción que no se hace en forma sangrienta como la mítica, sino sin sangre. Y Derrida destaca que en la sangre está toda la diferencia: La sangre es el símbolo de la vida, dice, de la vida pura y simple, de la vida en cuanto tal (das Symbol des blossen Lebens). Pero al hacer correr la sangre, la violencia mitológica del derecho se ejerce en su propio favor (um ihrer selbst willen) contra la vida pura y simple (das blosse Lebens), a la que hace sangrar, aun permaneciendo precisamente en el orden de la vida del ser vivo en cuanto tal. Por el contrario, la violencia puramente divina (judaica) se ejerce sobre toda vida pero en provecho o
26
Ibídem, pág.118. 243
en favor del ser vivo (über alles Leben um des Lebendigen willen). Dicho de otra forma, la violencia mitológica del derecho se satisface en ella misma al sacrificar al ser vivo, mientras que la violencia divina sacrifica la vida para salvar al ser vivo, en favor del ser vivo. En los dos casos hay sacrificio, pero en el caso en que se exige sangre no se respeta al ser vivo27.
La oposición de Benjamin se estructura a partir de la sangre, en un caso la violencia mítica exige el sacrificio de la vida pero en vistas al mismo poder, a la misma violencia; en el otro, la violencia divina acepta el sacrificio pero en vistas a la misma vida. La violencia divina se puede dirigir contra todos los bienes, contra todas las cosas, pero nunca contra el alma misma, contra el alma viva. La violencia divina es un ejercicio de la violencia, un sacrificio, derrama la sangre, pero lo hace en vistas al alma viva. El “no matarás” sigue siendo un principio irrebasable de la violencia divina, un principio que suspende todo derecho, que exige responsabilidad más allá del derecho y por ello una decisión que no se puede fijar en ningún criterio establecido. La violencia divina supone la sacralización de la vida, es el sacrificio en vistas a la vida misma, pero no la vida en sí misma –la vida natural–, sino la vida justa. Es la vida como posibilidad de la justicia, es la potencia de lo justo en la vida lo sagrado que manifiesta en Benjamin su judaísmo. La sacralidad de la vida no se puede entender en un sentido biológico o vitalista porque lo que está en juego es la vida justa, lo justo como valor de la vida: Dicho de otro modo, lo que da valor al hombre, a su Dasein y a su vida, es contener la potencialidad, la posibilidad de la justicia, el porvenir de la justicia, el porvenir de su ser justo, de su tener-que-ser-justo. Lo que es sagrado en su vida no es su vida sino la justicia de su vida28.
El texto de Benjamin, en la lectura de Derrida, se estructura desde la oposición entre violencia mítica y violencia divina. Dos violencias que se relacionan con la decisión y lo indecidible. Si la indecidibilidad se ubica del lado del derecho, está del lado de la violencia mítica, lo cual implica que toda decisión se toma
27 28
Ibídem, pág.124. Ibídem, pág.126. 244
como violencia divina. La decisión es una violencia divina. Para Benjamin sólo desde esta oposición se adopta una posición crítica ante la historia, esto es, una posición que permite decidir. Posición como decisión que se ubica del lado de la violencia divina que destruye el derecho. Por esto mismo es del lado de la violencia divina, de la decidibilidad, que puede surgir una nueva etapa histórica que supere la violencia mítica del derecho. En la violencia mítica como derecho se da una contaminación entre fundación y conservación, para conservar la fundación del derecho es necesario luchar contra otros poderes, contra otras fuerzas instituyentes, por eso el mismo acto de conservación va debilitando la fuerza fundadora. Ante esto, ante la contaminación como debilitación del derecho, como indecidibilidad, es posible una nueva etapa histórica del lado de la violencia divina. Pero Derrida advierte que, como en el caso de la oposición entre violencia fundadora y violencia conservadora, la oposición entre violencia mítica y violencia divina no tiene una delimitación precisa. Nuevamente cuando parece que se construye una clara y precisa oposición entre la indecidibilidad ubicada del lado de la violencia mítica como derecho y la decidibilidad como la violencia divina que destruye el derecho, Derrida nota la imposibilidad de la clara diferenciación. Imposibilidad porque la decisión que permite ubicar, precisar, situar la violencia divina, revolucionaria, pura, es inaccesible al hombre. La indecidibilidad en este caso se manifiesta en un nivel superior: es la imposibilidad de la decisión para precisar la violencia del orden de lo decidible. No es la indecidibilidad del derecho, sino aquella que no permite la decisión desde un criterio establecido que fije lo que es la violencia pura o revolucionaria: la violencia divina. Esto se debe a que la violencia divina no se enmarca en ninguna certeza humana, en ningún cuadro determinable. La determinación, la certeza, sólo se ubica del lado de la violencia mítica, pero no de la divina. Escribe Derrida: Para esquematizar, habría dos violencias, dos Gewalten concurrentes: por un lado, la decisión (justa, histórica, política, etc.), justicia más allá del derecho y del Estado, pero sin conocimiento decidible; por otro lado, conocimiento decidible y 245
certeza, en un dominio que resulta estructuralmente el dominio de lo indecidible, del derecho mítico y del Estado. Por un lado la decisión sin certeza decidible, por otro, la certeza de lo indecidible pero sin decisión. En cualquier caso, de una forma u otra, lo indecidible está en cada lado, y ésa es la condición violenta del conocimiento o de la acción. Pero conocimiento y acción están siempre disociados29.
En este marco, se puede ubicar la deconstrucción como la tensión entre dos incondicionalidades: la incondicionalidad de una decisión, de un acto performativo, que no se puede fundar en el orden condicionado (en el orden del derecho en este caso), es la violencia entendida como fuerza de ley, como fundación mística del derecho; y, a la vez, la incondicionalidad que excede la condicionalidad como justicia, es el exceso del derecho, la decisión que abre hacia una justicia más allá de toda condicionalidad. Como señala el autor existen dos indecidibilidades, de un lado la indecidibilidad del derecho, del otro la indecidibilidad de la justicia. Ahora bien, si en un caso la indecidibilidad se puede entender como la imposibilidad de una taxonomía estructural cerrada de la cual se derive la decisión, en el otro se introduce la apertura hacia una alteridad irreductible como justicia. Es el repliegue de la segunda cuestión sobre la primera la que muestra el desplazamiento de acento. La pregunta es, así, de qué lado se ubica la deconstrucción: si se relaciona con la violencia divina o con la violencia mítica, del lado judío o del lado griego. Derrida responde que la deconstrucción se manifiesta en la pluralidad. No existe la deconstrucción en singular, sino que se manifiesta en la diversidad de sus filiaciones: También porque creo que los discursos deconstructivos tales como se presentan en su irreductible pluralidad participan de forma impura, contaminante, negociada, bastarda y violenta en todas esas filiaciones –digamos judeo-griegas para ganar tiempo– de la decisión y de lo indecidible. Y, después, que lo judío y lo griego no es quizás lo que Benjamin pretende exactamente hacernos creer. Y en fin, por lo que se refiere a lo que en la desconstrucción queda por venir, creo que por sus venas
29
Ibídem, pág.131. 246
corre también, quizás sin filiación, una sangre completamente diferente, o más bien algo completamente diferente de la sangre, aunque sea la sangre más fraternal30.
Afirmación central en cuanto remite al final de “Violencia y metafísica”, donde se presenta la necesidad de la referencia cruzada, de la contaminación, entre lo griego y lo judío. Pero en este caso no se utiliza para mostrar la imposibilidad del exceso del lenguaje de la tradición griega en nombre del judaísmo, sino para reclamar la múltiple herencia de la deconstrucción. Multiplicidad que convierte a la deconstrucción en heredera de las formas de la decisión y de la indecidibilidad de una y otra tradición. En este caso, la contaminación no implica la imposibilidad de una alteridad absoluta, sino la conjunción de la indecidibilidad del derecho con la justicia divina que refiere a la tradición judía. Y, aún más, la última oración remite a un exceso como apertura, a la deconstrucción como algo por venir. En este sentido, la deconstrucción se define como algo estructuralmente abierto hacia lo que viene, como el mismo ejercicio de esta apertura, y con ello vuelve sobre la noción de justicia. Derrida finaliza su texto con esta referencia a la justicia en vistas de la contaminación entre las dos tradiciones: Ibídem, pág. 132. Las sugerencias más inquietantes de Derrida, respecto al texto de Benjamin y su tematización de la violencia, se realizan en el post-scriptum. La cuestión a pensar es la relación entre la conceptualización de la violencia y la solución final del nazismo. Si bien Derrida indica que el texto está fechado en 1921, lo cual muestra una distancia irreductible con el acontecimiento histórico del nazismo, se trata de pensar en qué tipo de violencia puede enmarcarse el mismo. Al presentar esta relación, no sólo se busca abrir una lectura posible, sino dar cuenta de cierta atmósfera, cierto horizonte, del pensamiento judío alemán de principios de siglo. Partiendo del texto, y sólo del texto sin analizar otros escritos de Benjamin al respecto, Derrida muestra un doble movimiento. Por un parte, es posible señalar que Benjamin habría considerado la solución final como la radicalización de la lógica del nazismo. Radicalización que significaría: primero, la radicalización del mal al tratar el lenguaje como medio instrumental; segundo, la radicalización como absolutización del Estado; tercero, la corrupción radical de la democracia parlamentaria y la toma del poder de la policía; cuarto, una radicalización de la violencia fundante y conservadora, de la violencia mítica encarnada en el derecho estatal. Por otra parte, es posible señalar que Benjamin habría considerado la solución final desde un lugar externo a la violencia mitológica del derecho, como la ruptura en la radicalización. Al ser pensada por fuera del derecho, la solución final sería, en este caso, un tipo de violencia divina. Dos interpretaciones posibles, ambas internas al texto de Benjamin. 30
247
Ésta es quizá una de las lecciones que podríamos sacar aquí, la fatalidad del compromiso entre órdenes heterogéneos, y eso en nombre de la justicia que ordenaría obedecer a la vez a la ley de la representación (Aufklärung, razón, objetivación, comparación, explicación, consideración de la multiplicidad y así de la puesta en serie de los únicos) y a la ley que trasciende la representación y sustrae lo único, toda unicidad, a su reinscripción en un orden de generalidad o de comparación31.
A lo largo del texto se muestra cómo Benjamin construye dos dualismos: violencia fundadora frente a violencia conservadora; y violencia mítica o griega frente a violencia divina o judía. En ambos casos Derrida señala que existe una mutua contaminación, incluso define a la deconstrucción como el pensamiento de la contaminación diferencial. Ahora bien, desde el momento en que en el texto una y otra vez se trata de la violencia, la pregunta es en qué sentido existe un desplazamiento de acento. A partir de los elementos desarrollados es posible señalar, en primer lugar, que tal como lo indica Derrida la cuestión es la posibilidad del juicio de la violencia, es decir, de su crítica. Esto conlleva la posibilidad de establecer una diferencia entre violencia justa y violencia injusta. En segundo lugar, el texto repite que frente a la violencia del derecho existe una violencia que interrumpe el derecho. El derecho requiere de la deconstrucción para que sea posible otra cosa. En tercer lugar, es en esa interrupción que aparece la posibilidad misma de la justicia. En este sentido, es la violencia judía la que se denomina justa en cuanto es destrucción del derecho. Destrucción que, diferenciándose de Benjamin, Derrida va a traducir como deconstrucción en un doble sentido: la deconstrucción es un proceso que se ubica entre la justicia y el derecho, es el trabajo de desedimentación del derecho, pero también la deconstrucción es la justicia. Muestra la indecidibilidad en el orden del derecho, la imposibilidad de la decisión, pero al mismo tiempo la indecidibilidad de segundo orden, la indecidibilidad de la justicia. El acento recae no en la irreductibilidad de la violencia, aun cuando es un aspecto ineludible, sino en la posibilidad de calificar a una violencia como DERRIDA, J., Fuerza de ley, op. cit., pág. 144.
31
248
justa. Y es así que el texto termina con una definición de la deconstrucción que nuevamente la identifica con la apertura. De central importancia es la introducción de la tradición judía, en este caso en el nombre de Benjamin, para pensar la justicia. Es en la referencia a otro autor judío, Emmanuel Levinas, donde se precisan los aspectos que dan cuenta del concepto de justicia.
249
Capítulo II Justicias
Et il n’y a pas d’accueil du visage sans ce discours qui est justice, “droiture de l’accueil fait au visage”.
Jacques Derrida
Para mostrar el desplazamiento de acento desde la noción de justicia es de central relevancia, nuevamente, la relación con Levinas. Aún más, la referencia común a este autor permite analizar cómo varía el pensamiento de Derrida. En el primer capítulo de esta segunda parte se ha mostrado cierto contexto de discusión en torno a la deconstrucción que se dirige a la cuestión política y a los elementos acentuados por el autor para definir su posición. Se trata, de un lado, de la acentuación de preguntas o cuestiones de orden ético-político dirigidas a la deconstrucción y, de otro lado, de la articulación de violencia y justicia. Si la noción de justicia juega un rol central debido a que ordena aspectos ya presentes en textos anteriores, resulta necesario abordar qué se entiende por justicia en este contexto. Si algunos elementos al respecto han sido señalados, la única referencia que da en su presentación es el nombre de Levinas. Levinas no es un autor más para Derrida, de un modo u otro, se encuentra presente a lo largo de todos sus textos. No se puede comprender la referencia a Husserl y Heidegger, la cuestión de 251
la alteridad, del lenguaje, de la violencia, de la huella, de la justicia, sin tener presente la filosofía de Levinas. De esta relación permanente dan cuenta no sólo las citas que se encuentran en los textos, sino una amistad construida a lo largo del tiempo. Se pueden indicar tres momentos teóricos de la misma. Un primer momento marcado por la lectura atenta realizada a comienzos de la década de 1960. Un segundo momento surge de un texto escrito a comienzos de 1980, donde cambia el tono de la discusión y aparecen nuevas observaciones críticas. El último momento está marcado por dos textos de la década de 1990 en los cuales se tematiza la cuestión de la justicia en la relación entre acogida y hospitalidad, algo común en todos los escritos de la época. En el marco de un debate realizado en 1986, Derrida va a señalar sobre su relación con Levinas: No sé… Ante un pensamiento como el de Levinas, nunca he planteado una objeción. No suscribo todo lo que dice. Esto no quiere decir que pienso la misma cosa del mismo modo; pero las diferencias son muy difíciles de determinar: ¿qué significa en este caso la diferencia de idioma, de lengua, de escritura? He intentado plantear un cierto número de cuestiones a Levinas leyéndolo, sea que se trate, por ejemplo, de su relación con el logos griego, de su estrategia, de su pensamiento sobre la femineidad, pero lo que pasa allí no es del orden del desacuerdo o la distancia1.
Y más adelante agrega:
[…] la diferencia no puede ser traducida en diferencia de contenido o de posición filosófica. Sería difícil, sobre todo improvisando, decir cuál es esta diferencia; debe ser bastante sensible, pero por ello no es situable. […] No es el único ejemplo, frecuentemente ha sido difícil situar estas divergencias de otro modo que como diferencias de ‘firma’ [signature], es decir, de idioma, de manera de hacer, de historia, de inscripciones ligadas a lo bio-gráfico, etc. Estas no son diferencias filosóficas2.
La cuestión a pensar es, entonces, la diferencia de firmas. Diferencia que, indica Derrida, no es de orden filosófico, sino de idioma, de lengua, de escritura. En este sentido, la firma de DERRIDA, J., Alterités, Paris, Osiris, 1986, pág. 74. Ibidem, pág. 75.
1 2
252
Derrida no fue la misma a lo largo de su relación con Levinas, y en esta variación es posible precisar ciertos indicios respecto de la copertenencia de filosofía y política. Leer los textos de Derrida sobre Levinas sirve, así, para comprender el desplazamiento de acento y para dar cuenta de la concepción de justicia con la cual trabaja, establecida ya no desde el distanciamiento, sino desde la cercanía con este autor. Para presentar estos aspectos en el presente capítulo, primero, se analiza la lectura del año 1995 para mostrar de qué modo la justicia es una traducción de la “acogida” levinasiana. Segundo, se trabaja sobre la posibilidad o imposibilidad de esquemas mediadores entre ética y política. Por último, y desde los elementos analizados, se presenta la noción de hospitalidad como aquello que sintetiza lo que Derrida entiende por justicia.
La justicia como acogida al otro: cercanías y distanciamientos Para abordar la noción de justicia es necesario detenerse en la traducción de acogida (accueil) en términos de hospitalidad. Traducción que le sirve a Derrida para definir la justicia como la incondicional apertura a lo que viene. Antes de trabajar esta definición resulta necesario señalar, brevemente, que existe un texto ubicado a medio camino entre la lectura de 1960 y la de 1990 que se titula “En este momento mismo en este trabajo heme aquí” del año 1980. Si la primera lectura presenta un desplazamiento respecto de Levinas, desde una lectura atenta y cercana, en este texto se produce un doble movimiento: una mayor cercanía, una especie de fidelidad que piensa dentro del mismo Levinas, y se anuncia un distanciamiento que multiplica los motivos del texto temprano. La cuestión central sigue siendo la imposibilidad en el lenguaje de una alteridad absoluta. Para ello, se introducen una serie de términos –como contaminación o seriatura–, que dan cuenta de la necesaria negociación entre lo mismo y lo otro para producir una ruptura3. La deconstrucción En el marco de un debate del año 1986, Alteridades, señala Derrida: “[…] si hablo más fácilmente de negociación que de diálogo en ciertos casos, es porque quiero 3
253
de la tradición, de las jerarquías, dualismos, oposiciones, sólo es posible en su lenguaje mediante una interrupción interna. Ahora bien, en el texto aparecen con fuerza, y es lo que indica la variación de tono, los motivos de la obligación y la responsabilidad. Si bien la imposibilidad de la ruptura desde un otro absolutamente externo se reitera, en este caso se ordena hacia el problema de la obligación que el otro despierta. En relación a la obligación es posible situar la responsabilidad, el responder ante el llamado del otro. Así, el de 1980 es un texto bisagra –contaminado–, que permite entender el desplazamiento de acento que aparece explícitamente en los textos de la década del 90. Durante la década de 1990 existen dos textos específicos que Derrida escribe sobre Levinas: “Adiós” y “Palabra de acogida”. Detenerse en los textos dedicados a Levinas, teniendo como trasfondo la primera lectura efectuada, permitirá presentar la diferencia entre una lectura y la otra. En este sentido, si se lee a Derrida leyendo a Levinas no es para trabajar sobre la relación de los dos autores, identificando puntos en común o zonas de disputa, sino para mostrar cómo en estos textos aparece una nueva articulación de la copertenencia de filosofía y política. En otros términos, si se trabajan aspectos puntuales de la relación entre los autores es para dar cuenta del desplazamiento de acento y cómo allí la política adquiere otro estatuto. El primero de los textos es una especie de carta de despedida, un texto cargado de dolor y nostalgia por la muerte del amigo. Que Derrida haya sido quien lee las palabras finales ante la muerte de Levinas no deja de ser un dato relevante sobre la relación entre ellos. El texto es un indicio de la cercanía en la que ambos desarrollaron sus pensamientos. Derrida reconoce explícitamente su deuda hacia Levinas. Al respecto, señala que la obra de Levinas ha transformado la filosofía contemporánea. Una irrupción que ha ubicado la: “Ética antes y más allá de la ontología, del Estado o de la política, pero también ética más allá hablar crudamente de las relaciones de fuerza que existen incluso en el diálogo, se trata de no disimular estas relaciones de fuerza. Ahora bien, la negociación implica también el discurso, no hay negociación sin diálogo… Sin embargo, tratándose de estilo, preferiría siempre negociación a diálogo. Es una cuestión de pathos, de connotación, de contexto” DERRIDA, J., Alterités, op. cit., pág. 85. 254
de la ética”4. La prioridad de la ética respecto de la ontología, pero ante todo respecto de la política es el objeto central a pensar aquí, es decir, dar cuenta de la posición de Derrida y preguntar cómo se reconfigura en este autor la relación entre ambas dimensiones. La obra de Levinas, indica Derrida, introdujo en Francia dos acontecimientos decisivos. Primero, ya en 1930, Levinas introduce en Francia la fenomenología husserliana y el pensamiento heideggeriano. Segundo, al introducir y reinterpretar esos pensadores, desplazó el eje de la trayectoria de la fenomenología y la ontología. Impronta que no sólo produjo un cambio en la filosofía, sino en otras áreas del pensamiento. El otro texto que Derrida le dedica a Levinas en esta nueva etapa de su obra tiene por temática central la palabra acogida (accueil) que es trabajada en relación a lo que da a pensar para la hospitalidad. Este es un importante indicio, pues la hospitalidad es una temática recurrente en los textos tardíos de Derrida y es donde él mismo ubica su relación con Levinas. En este sentido, para entender lo que se nombra con la palabra hospitalidad es necesario rastrear el trabajo sobre la noción de acogida. Derrida señala que la figura de la acogida es un legado que va más allá de la tradición filosófica del alumbramiento y de la figura del maestro supuesta en la mayéutica. La enseñanza de Levinas no es una mayéutica porque ésta sólo devela aquello de lo que uno mismo es capaz, es decir, está íntimamente ligada a la ipseidad. De modo que no se aprende nada del otro, no se recibe del otro, sino que se produce en el yo. Esto permite diferenciar entre distintas políticas de la amistad. Desde la figura del maestro, desde la enseñanza construida en la mayéutica, se origina una política de la hospitalidad que se apropia del otro, una política de la reapropiación: “Y puede, llegaremos a ello, que se esté anunciando así una cierta interpretación apropiante, incluso política de la hospitalidad, una política del poder en cuanto al huésped, ya sea el que acoge (host) o el acogido (guest). Poder del anfitrión sobre el huésped”5.
DERRIDA, J., Adiós - a Emmanuel Levinas, Madrid, Trotta, 1998, pág. 15. Ibidem, pág. 35.
4 5
255
La acogida propuesta por Levinas da y recibe algo más que la ipseidad, da y recibe otra cosa. La enseñanza es un recibir del otro más allá de la capacidad del yo, y por eso es infinita. La relación con el otro, relación ética, es acogida en el discurso como enseñanza. Levinas propone pensar la apertura en general a partir de la acogida, de la hospitalidad como apertura a lo otro. Este es el objetivo de Derrida, pero desde una guía específica, pensar: […] las relaciones entre una ética de la hospitalidad (una ética como hospitalidad) y un derecho o una política de la hospitalidad, por ejemplo en la tradición de lo que Kant denomina las condiciones de la hospitalidad universal en el derecho cosmopolítico: ‘en vistas a la paz perpetua’6.
La relación entre el orden de la ética y el orden de la política no debe pensarse desde la figura de la fundación, no es que una ética funde una política, y en este mismo marco tampoco se trata de deducir una de la otra. El problema está en pensar si existen o no esquemas que permitan articular ética y política, o mejor, si existen esquemas que puedan derivar una política de la hospitalidad desde una ética de la hospitalidad. Frente a ello, Derrida señala que el punto de partida del texto se ubica en la misma imposibilidad de un esquema mediador entre ambas dimensiones. Todavía sin dar cuenta de la imposibilidad escribe Derrida: Supongamos, concesso non dato, que no haya paso asegurado, según el orden de la fundación, según la jerarquía fundador/ fundado, originariedad principal/derivación, entre una ética o una filosofía primera de la hospitalidad, por un lado, y un derecho o una política de la hospitalidad por otro. Supongamos que no se pueda deducir del discurso ético de Levinas sobre la hospitalidad un derecho y una política, tal derecho y tal política en tal situación determinada hoy, cerca o lejos de nosotros (…) ¿Cómo interpretar, pues, esta imposibilidad de fundar, de deducir o de derivar? ¿Señala una debilidad? Tal vez se debería decir lo contrario. Puede que por la negatividad aparente de esta laguna, por este hiato entre la ética (la filoso-
6
Ibidem, pág. 37. 256
fía primera o la metafísica, en el sentido que Levinas da a estas palabras, por supuesto) de una parte y, de otra, el derecho o la política, nos encontráramos convocados, en verdad, a otra experiencia posible7.
El hiato entre ética y política no es una deficiencia específica, sino algo que lleva a pensar de otra forma la política y el derecho. Aún más, ese hiato abre la posibilidad de la decisión y la responsabilidad sin un fundamento predeterminado. La lectura que realiza Derrida comienza con dos indicios centrales: en primer lugar, refiere que el término hospitalidad se relaciona directamente con aquello que Levinas entiende por acogida, y en este sentido da cuenta de modo explícito de la noción de justicia central en los escritos tardíos; en segundo lugar, la cuestión a pensar es la posibilidad de un esquema mediador entre ética y política. En primera instancia, así, es necesario pensar la hospitalidad porque permite entender la noción de justicia sobre la cual trabaja el autor. Derrida indica que Totalidad e Infinito es un tratado de hospitalidad, y lo es no porque en él exista una referencia explícita al término, sino porque la hospitalidad es el nombre de aquello que se abre hacia el rostro, de lo que acoge ese rostro. Y en este sentido todo el libro de Levinas sería un tratado de hospitalidad, que asume la dificultad de abordar cuestiones que exceden la tematización. Debido a que no existe tematización, objetivación, toda una serie de palabras juegan en una especie de sinonimia, entre ellas hospitalidad y acogida: La palabra ‘hospitalidad’ viene aquí a traducir, llevar adelante, re-producir, las otras dos palabras que la han precedido, ‘atención’ y ‘acogida’ . Una paráfrasis interna, una especie de perífrasis a su vez, una serie de metonimias dicen la hospitalidad, el rostro, la acogida: tensión hacia el otro, intención atenta, atención intencional, sí al otro. La intencionalidad, la atención a la palabra, la acogida del rostro, la hospitalidad, son lo mismo, pero lo mismo en tanto que acogida del otro, allí donde él se sustrae al tema8.
7 8
Ibidem, pág. 38. Ibidem, pág. 40. 257
Aquí se produce un anuncio central: la hospitalidad traduce acogida y atención, y con ello una apertura al otro como respuesta originaria, un “sí” al otro. La alteridad en tanto respuesta inicial señala que lo otro es pre-originariamente acogido. El primer sí, en este sentido, es del otro, la acogida es siempre acogida del otro. No hay un primer sí o, lo que es lo mismo, el primer sí es ya una respuesta. El término “hospitalidad” que Derrida señala como tema central de Totalidad e Infinito aparece pocas veces en el texto, por el contrario el término “acogida” se repite una y otra vez. Por lo que es a partir de este término que la noción de justicia se puede abordar. La justicia como acogida nombra el primer gesto en dirección al otro, y así es receptividad: el recibir como relación ética. Aquí recibir funciona como sinónimo de acogida, un recibir que excede la capacidad del yo. La justicia como hospitalidad se entiende desde la disimetría de la acogida del otro: Este recibir, palabra aquí subrayada y propuesta como sinónimo de acoger, sólo recibe en la medida, una medida desmesurada, en que recibe más allá de la capacidad del yo. Esta desproporción disimétrica marcará más adelante, llegaremos a ello, la ley de la hospitalidad9.
La figura que Levinas utiliza para nombrar la acogida es la puerta que se abre hacia la exterioridad o trascendencia del infinito. La acogida nombra la apertura del yo, es el recogimiento antes de cualquier acto. Acogida que es, también, y como fue referido, justicia. La justicia es la hospitalidad como acogida del otro, como acogida en la desmesura, en la disimetría. Pero no se trata en Derrida de una simple recepción de la noción levinasiana, puesto que una serie de observaciones críticas redefinen la justicia más allá de la perspectiva levinasiana. Derrida se detiene en el abordaje de la figura del “tercero” en Levinas. Pues con la justicia surgen los problemas vinculados al tercero que viene a afectar la relación del cara-a-cara. El tercero, si bien no rompe con el cara-a-cara, le da un giro al introducir la figura del testigo. Ante la relación dual del cara-a-cara,
9
Ibidem, pág. 44. 258
para Levinas el tercero hace posible la justicia y es el comienzo del derecho, aun de un derecho más allá del derecho. El tercero reintroduce los lugares que la ética debía exceder: la visibilidad, la tematización, la comparecencia, etc. Ahora bien, en la lectura de Derrida el tercero no es secundario sino que está desde el primer cara-a-cara: El ‘nacimiento de la cuestión’ es el tercero. Sí, el nacimiento, puesto que el tercero no espera, se da en el origen del rostro y del cara-a-cara. Sí, el nacimiento de la cuestión como cuestión, ya que el cara-a-cara inmediatamente se suspende, se interrumpe sin interrumpirse como cara-a-cara, como duelo entre dos singularidades10.
Si el tercero rompe la inmediatez del rostro del otro e inaugura la cuestión de la justicia, no es derivado para Derrida, sino que aparece en la misma epifanía del rostro. Si el tercero no es una figura sucedánea del cara-a-cara, sino que está desde el principio, tampoco la política puede ser posterior a la ética. En otros términos, si la prioridad de la ética sobre la política en Levinas depende de esta ubicación secundaria del tercero –el testigo de la relación cara-a-cara–, que introduce la misma justicia definida como rectitud de la acogida al rostro, el distanciamiento de Derrida surge al acentuar el lugar originario del tercero que cuestiona el lugar secundario de la política. La complejidad del desplazamiento de acento en Derrida se encuentra en este movimiento que cuestiona la subordinación o secundarización de la política por la ética. Al señalar que la figura del tercero es originaria, todos los aspectos relacionados con la misma adquieren un estatuto diferente al que tienen en el discurso de Levinas. Si se cuestiona el lugar suplementario que tiene la política en Levinas, la cuestión a pensar es qué tipo de relación, si es que existe una relación, se da entre ética y política. Si ambas son instancias originarias el problema es establecer la existencia o inexistencia de un “esquema mediador” entre ambas dimensiones. Antes de presentar esta discusión, vale destacar que tanto la ética como la política son calificadas
10
Ibidem, pág. 63. 259
por Derrida con el término hospitalidad, por lo que es la noción de justicia levinasiana aquella que orienta el tratamiento de las dos dimensiones. Ahora bien, tal como fue afirmado, si el tercero es necesario como interrupción de la inmediatez de la relación con el otro, existe violencia en la pureza del cara-a-cara. Si es necesaria la aparición del tercero, si es necesaria la justicia, es para evitar la violencia ética. Si en la lectura del año 1964 Derrida trabaja la imposibilidad de oponer violencia y ética, en este caso muestra que con la aparición del tercero se muestra el juego entre dos violencias: la justicia protege contra la violencia ética, pero la protección del tercero también implica la violencia de romper con la pureza del deseo ético. Este juego de violencias muestra la existencia de un “perjurio” inicial para Derrida, pues la justicia traiciona la rectitud ética, va contra el primer juramento hacia el otro. Si la justicia se inicia con el perjurio inicial, rompiendo la inmediatez del caraa-cara, no se puede diferenciar en ella lo que es fiel al juramento inicial y aquello que lo traiciona. En este sentido, existe un perjurio originario, ontológico lo llama Derrida, que abre la posibilidad de la ética, incluso de la ética en relación a la política:
Como el tercero que no espera, la instancia que abre tanto la ética como la justicia está pendiente de perjurio cuasi-trascendental u originario, más aun, pre-originario. Podría llamársele ontológico en cuanto que liga la ética a todo aquello que la excede y la traiciona (la ontología, precisamente, la sincronía, la totalidad, el Estado, lo político, etc.)11.
El perjurio es una especie de perversibilidad previa a toda perversión. En la apertura originaria se juega la imposibilidad de encontrar límites claros y distintos entre perversibilidad y perversión, pues la imposibilidad de establecer criterios desde el saber es constitutiva de la apertura. Por esto es necesaria la hospitalidad hacia lo peor para que sea posible darle acogida al otro, para que sea posible el “sí” al otro. La hospitalidad supone la separación radical con el otro, es lo finito que se abre a lo infinito, y que por ello supone el abismo
11
Ibidem, pág. 53. 260
de la separación. Lo que se abre más allá del ser es la hospitalidad. De ello surge, para Derrida, que sólo hay hospitalidad infinita cuando hay acogida de la idea de infinito, es decir, de lo incondicional. El problema a pensar es cómo la hospitalidad infinita puede ser regulada en una práctica política o jurídica, esto es, cómo la hospitalidad infinita o incondicionada se puede traducir a lo finito o condicionado. Para Levinas incluso la inhospitalidad o la guerra suponen la hospitalidad originaria, por lo que existe una especie de paz originaria diferente de aquella que puede ser instituida políticamente: un fondo de hospitalidad que no pertenece al orden de la política. La paz es un concepto que excede lo puramente político, la política viene después. En este sentido la hostilidad supone la hospitalidad, testimonia la separación radical. Por lo que la cuestión es cómo pensar la separación radical, infinita, incondicional, en lugares concretos, determinados, condicionados como el derecho o la política. En las observaciones realizadas hasta el momento aparecen dos indicios relevantes: por un lado, la repetición del motivo de la acogida, de la hospitalidad, y la necesidad de su radicalización, por ejemplo, señalando que existe una perversibilidad originaria en la hospitalidad; por otro lado, los señalamientos dirigidos abren hacia la cuestión política, no sólo mostrando que el tercero o el perjurio marcan el origen, lo cual imposibilitaría condenar a la política a un lugar secundario y accesorio, sino también señalando que la hospitalidad radical, la acogida en sí, preceden a la propiedad, es decir, se cuestiona toda la lógica de la reapropiación que pueda organizar la acogida del otro. El problema es la relación entre la acogida, un cuasi sinónimo de hospitalidad escribe Derrida, y los lugares donde surge la pregunta por la relación entre ética y política: Acerquémonos más modestamente a lo que se anuncia cuando la palabra ‘hospitalidad’ , ese cuasisinónimo de ‘acogida’, llega no obstante a determinar o tal vez a delimitar su figura, para indicar con ella, entre la ética, la política y el derecho, unos lugares, unos lugares de ‘nacimiento de la cuestión’12.
12
Ibidem, pág. 66. 261
Este problema es formulado por Derrida en los términos del vínculo entre Torá y Sinaí. Para situar la cuestión, Derrida apela a una referencia precisa donde Levinas aborda la relación de Sinaí con la hospitalidad, retomando una pregunta que realiza en La hora de las naciones. Allí pregunta Levinas por la posibilidad de un reconocimiento de la Torá antes de Sinaí. Derrida traduce la pregunta: […] ¿habría un reconocimiento de la ley antes del acontecimiento y, por lo tanto, fuera del acontecimiento, localizable, antes del tener-lugar singular, fechado, situado, del don de la Torá a un pueblo? ¿Habría un tal reconocimiento? ¿Habría sido posible y pensable? ¿Antes de cualquier revelación? ¿Un reconocimiento de la Torá por pueblos o naciones para quienes el nombre, el lugar, el acontecimiento Sinaí no significan nada, o nada de lo que significan para Israel o para lo que nombra la lengua de Israel?13.
La cuestión central en la cita es la posibilidad del reconocimiento de la Torá por terceros, por aquellos para quienes Sinaí no tiene el significado que porta para el pueblo de Israel. En otros términos, es la hospitalidad más allá de cualquier revelación, o de un mensaje universal que excede el lugar donde se ha dado la ley. Es, en este sentido, hospitalidad humanitaria fuera del lugar de un acontecimiento singular. Hospitalidad más allá del acontecimiento singular que le dio origen, más allá de lo empírico, más allá, escribe Derrida, de la política en sentido restringido. Derrida indica que se anuncia aquí un mesianismo estructural, un mesianismo propio de la historicidad, pero sin tener una encarnación específica: Lo que aquí se anuncia es, tal vez, una mesianicidad que podría decirse estructural o a priori. No una mesianicidad ahistórica, sino propia de una historicidad sin encarnación particular y empíricamente determinable. Sin revelación o sin fecha de revelación dada14.
Ibidem, pág. 89. Ibidem, pág. 91. Cf. BALCARCE, G., Política y mesianismo en Jacques Derrida. Arqueología de una herencia. Tesis de doctorado. UBA. 2011. 13 14
262
La acogida del otro en Levinas se traduce como mesianismo. Existe una experiencia del extranjero más allá de su acontecimiento en un lugar determinado, es decir, se excede la identidad nacional de quien porta el mensaje: el mensaje se da fuera de su acontecimiento. Por lo que la elección es inseparable de la substitución, lo que le permite señalar a Derrida que la iterabilidad y reemplazabilidad son inherentes a la experiencia de la unicidad como tal. Si Derrida presenta un mesianismo estructural entendido como hospitalidad hacia el extranjero, hospitalidad que excede lugares y momentos determinados, excede toda identidad (y de ahí el más allá de Sinaí). Y, hasta el momento, la política aparece en el lugar de lo condicionado, lo determinado en un espacio y tiempo precisos. El mesianismo estructural sería ético, pero no una ética en sentido tradicional, sino una ética más allá de la ética. Por esto el problema es el esquema que articula la ética como lugar de la hospitalidad infinita con la política como lugar determinado. En otros términos, el texto presenta el problema sobre el cual Derrida vuelve a lo largo de sus textos tardíos, la justicia como hospitalidad y, al mismo tiempo, introduce el problema de la política asignándole un lugar en relación a la justicia.
Sobre la posibilidad de esquemas mediadores entre ética y política La referencia a la relación entre Torá y Sinaí, a la hospitalidad universal más allá de su emergencia concreta, permite pensar los vínculos entre ética de la hospitalidad y política de la hospitalidad. La cuestión es cómo pensar lugares determinados de la hospitalidad incondicionada:
Ahora bien, esta hospitalidad infinita, por tanto incondicional, esta hospitalidad a la apertura de la ética, ¿cómo será regulada en una práctica política o jurídica determinada? ¿Cómo, a la inversa, regulará ella una política y un derecho determinables? ¿Dará lugar, denominándolos así, a una política y a un
263
derecho, a una justicia, para los que ninguno de los conceptos que heredamos bajo estas palabras serían adecuados?15
La posibilidad de traducir lo incondicional en condicionado es objeto de la reflexión política de Levinas y el eje que guía la lectura de Derrida. Lectura situada en un contexto donde se dirige la mirada hacia la mutación del espacio social y geopolítico. La miseria del mundo –exiliados, refugiados, inmigrantes–, reclama una transformación hacia la hospitalidad, hacia una especie de don de albergue. Respecto de estas cuestiones, Levinas habla de la necesidad de dar acogida al extranjero, un deber de hospitalidad con aquel que viene a instalarse en nuestra casa. Es un deber que se convierte en forma política, es la república que excede la mera tolerancia al dar un amor sin medida al extranjero que arriba. Esto se traduce como un deber de hospitalidad que no es algo propio sólo de la tradición judía, sino que pertenece a la humanidad en general. La hospitalidad define la humanidad del ser humano. El deber de hospitalidad presenta el movimiento entre universalidad humana y responsabilidad singular16. Es en este marco donde Derrida presenta la reflexión política de Levinas que data de finales de la década de 1970 y principios de la década de 1980. El pensamiento originario de Levinas respecto de la política se expresa contra el Estado, contra lo que llamaba la tiranía del Estado, abriendo la reflexión hacia un más allá del Estado. Los textos de 1970 y 1980 continúan esta vía, pero buscan el exceso de la política en otra política. Una especie de superación del Estado hacia otro mundo como porvenir mismo de la política. La política más allá de la política, es decir, dentro y fuera de la política. De un lado, Levinas da un sí al Estado, aun afirmando que el Estado es el lugar por excelencia de idolatría, lugar que separa la humanidad de su liberación. De DERRIDA, J., Adiós - a Emmanuel Levinas, op. cit., pág. 69. Por ello, Derrida señala la diferencia entre tolerancia y hospitalidad: “La tolerancia es el inverso de la hospitalidad. En todo caso, es su límite. Si yo creo ser hospitalario porque soy tolerante, es que deseo limitar mi acogida, mantener el poder y controlar los límites de “mi casa” (chez moi), de mi soberanía, de mi “yo puedo” […] La tolerancia es una hospitalidad condicional, circunspecta y prudente”. DERRIDA, J., La filosofía en una época de terror. Diálogos con Jürgen Habermas y Jacques Derrida, Buenos Aires, Taurus, 2004, pág. 185. 15 16
264
otro lado, se retoma la crítica del Estado para pensar la política más allá del Estado: una nueva política, una política mesiánica. De allí que sea posible preguntarse en qué medida aquello que excede la política puede seguir nombrándose de ese modo, pero es el mismo Levinas quien lo sigue nombrando así, frente al Estado de César el Estado de David, frente a la política del Estado, una política mesiánica. Desde la perspectiva de Derrida existe un carácter aporético o paradojal de las reflexiones de Levinas en torno a la política. Un pensamiento que cuestiona la topología tradicional al pensar afirmativa y negativamente en el Estado: “Más-allá-dentro: trascendencia en la inmanencia, más allá de lo político, pero dentro de lo político”17. Esto implica una especie de inclusión abierta de la trascendencia, o bien una trascendencia inclusa. El nombre de este más allá y dentro al mismo tiempo es “política mesiánica”. Esta política no puede pertenecer al orden del saber en cuanto es lo que viene, y así como lo expresa el mismo Levinas se podría definir como Estado democrático en cuanto es la única forma política abierta a la perfectibilidad. Levinas piensa la creación del Estado de Israel como una posibilidad de llevar adelante la política mesiánica en la tierra, pero sólo una posibilidad. En este sentido, no existe ningún reaseguro que garantice que la creación del Estado de Israel sea la concreción de la política mesiánica. Como se pudo analizar, Derrida señala que el perjurio es siempre una posibilidad a priori, es decir, que el Estado de Israel puede devenir un Estado más. Para Levinas, como posibilidad tiene la forma de un exceso de la política empírica, un ir más allá de la solución de problemas políticos puntuales de orden nacional para construir un evento histórico: la creación del Estado de David. La política mesiánica tiene la forma de un compromiso incondicional que debe ser asumido y que puede ser llevado a cabo o no, por esto los acontecimientos políticos siempre pueden traicionar la incondicionalidad. Vale destacar que con esta distinción se estructura un argumento clave de Derrida: la diferencia entre compromiso incondicional y sus
DERRIDA, J., Adiós - a Emmanuel Levinas, op. cit., pág. 102.
17
265
determinaciones, entre una ley estructural y sus concreciones condicionadas. El compromiso con lo incondicional es denominado por Levinas “invención política”: la política más allá de la política. Para Derrida dos preocupaciones surgen en la política mesiánica: primero, interpretar el compromiso o promesa y su forma específica, es decir, pensar la política más allá de la política, entre la política y su otro; segundo, pensar una paz que exceda la política. Levinas busca un más allá de la política en su forma tradicional, pero no hacia una no-política, sino hacia una política mesiánica, pues se trata de exceder sus determinaciones grecorromanas. La discusión gira en torno a qué significa el término “política” más allá de su forma histórica, esto es, si las fronteras del concepto permiten el exceso de la tradición. Y esta es una cuestión central porque si en la primera lectura mostrando la irreductibilidad de la economía de la violencia se indicaba el lugar de una politicidad estructural, en este caso se toman textos de Levinas donde se busca el exceso de la política en la política. Claro que la cuestión a pensar, a definir, es en qué medida esa otra política puede ser denominada política. La pregunta es cuán cercano está el exceso de la política respecto de la economía de la violencia. Luego de presentar el problema de una política que exceda sus determinaciones tradicionales, Derrida destaca la idea de una paz que excede la política en Levinas: ¿Qué se está sobreentendiendo? Un reparto o una partición difíciles: sin estar en paz consigo mismo, en suma, tal concepto de paz contiene una parte política, participa de lo político incluso si otra parte de él sobrepasa un cierto concepto de lo político. El concepto se excede a sí mismo, se desborda, lo que es tanto como decir que se interrumpe, o se deconstruye para formar así una especie de enclave en el interior y en el exterior de sí mismo: ‘más allá dentro’ , una vez más, interiorización política de la trascendencia ética o mesiánica18.
La paz, entonces, es aquello que desborda lo puramente político. Es necesario destacar, así lo hace Derrida, la adjetivación
18
Ibidem, pág. 107. 266
de pureza, lo que se excede no es sólo la política sino su pureza. Para saber qué es la política es necesario saber qué es lo “puramente político” (lo que conlleva el problema de la existencia o inexistencia de conceptualidades autónomas). La cuestión de la invención política, de la política mesiánica, del más-allá-dentro, permite oponer dos políticas. Habría una política posible como aquellas instituciones que constituyen el dispositivo político en un cierto tiempo y lugar. Esto significa que las instituciones políticas de una época conforman una estabilización del campo de fuerzas en el cual se ubican. Un dispositivo que es, como el derecho, deconstruible y perfectible. Habría, a la vez, una política imposible, aquella que no tiene una figura determinada, que no tiene instituciones estables. Es esta política imposible aquella que evoca Derrida en los textos de Levinas. Ahora bien, la evoca señalando que la política no viene después de una instancia primigenia como la ética. Derrida cuestiona, así, dos elementos centrales de Levinas: el estatuto secundario del tercero, de la justicia y con ello de la política; y la identificación de la Torá, de su legado como justicia, con un pueblo o un Estado determinado. Esto conlleva el cuestionamiento de una encarnación específica de la justicia: Entonces, Derrida realiza este movimiento aparentemente formal para evitar lo que he llamado más arriba el posible destino político del trabajo de Levinas, llamadas las últimas ‘opiniones’ sobre la ‘Jerusalem terrestre’ que, aun cuando no son simplemente ‘un nacionalismo más’, ‘un nationalisme de plus’, corren el riesgo de ser unidas a este último. Lo que es deconstruido es la garantía de una encarnación total de lo universal en lo particular, o el privilegio de una particularidad específica que encarne lo universal19.
Luego de esta doble diferencia es posible preguntar por la relación de las dos políticas con la ética, ya no la relación entre ética y política, sino la relación entre política posible / política imposible con la ética. Es justamente aquí donde es posible indicar que Derrida nunca identifica política con hospitalidad. Esto significa que incluso la política imposible, aquella cerca CRITCHLEY, S., The Ethics of Deconstruction, op. cit., pág. :274.
19
267
na a la hospitalidad incondicional es sólo eso, un acercamiento. Como se verá más adelante, aun cuando la política tiene un lugar primordial en los escritos tardíos de Derrida, mantiene su subordinación respecto de la ética, entendida como hospitalidad incondicional. Levinas piensa la paz cuando se refiere a la necesidad de inventar la política, cuando piensa las condiciones de la invención política. Derrida indica que por ello espera esa invención política, que sigue esperando la posibilidad de esa otra forma de la política. Para pensar este lugar se debe partir de una paz que no es puramente política, pero tampoco apolítica. El más allá de la política, Levinas lo ubica en un segundo lugar, y esto se puede reconocer desde el mismo título del artículo que Derrida trabaja: “Política, después!”. El imperativo inicial, primordial, no es político, por lo que la política se subordina, en Levinas, a una demanda que excede la política. Para pensar el primer imperativo se debe estar en el contexto del más-allá-dentro, es decir, del concepto de paz que excede el concepto de política. La paz es posible desde la acogida del otro, hablar de paz tiene sentido desde que se ha acogido el rostro del otro. Por ello paz y hospitalidad van a la par y se oponen a la guerra y la hostilidad. Es este orden conceptual es el que Derrida se propone dislocar. Para pensar la contaminación entre los distintos conceptos de la política, Derrida cruza a Levinas y Kant, indicando que no es seguro que se pueda identificar guerra, conflicto y hostilidad, ni tampoco paz con hospitalidad. Así, puede existir paz entre dos Estados y al mismo tiempo inhospitalidad entre sus ciudadanos. La ruptura de la simetría conceptual del par guerra-paz cae cuando se le da a uno u otro la posición de originariedad. Por ello se debe leer a Levinas con Kant: Instituida como la paz, la hospitalidad universal debe, según Kant, poner fin a la hostilidad natural. Para Levinas, por el contrario, la alergia misma, el rechazo o el olvido del rostro vienen a inscribir su negatividad secundaria sobre un fondo de paz, sobre el fondo de una hospitalidad que no pertenece al orden de lo político, al menos no simplemente al espacio político20.
DERRIDA, J., Adiós - a Emmanuel Levinas, op. cit., pág. 70.
20
268
Se puede pensar con Kant que la naturaleza empieza con la guerra, lo que implica: a) que la paz no es un fenómeno natural sino instituido, es decir, institucional; b) que la paz debe ser instituida como paz perpetua, como promesa de paz eterna. La eternidad es necesaria en cuanto la paz con vistas a una nueva guerra o una nueva hostilidad no sería paz, si hubiese paz debería ser eterna, no con vistas a la hostilidad. De ello se pude derivar que nunca existirá tal paz, pues la politicidad de la paz, su pertenencia a lo institucional no se condice con su necesidad de eternidad. Se puede pensar, en un contexto kantiano algo similar a lo postulado por Levinas: que la paz es inadecuada a la política. O aún más, señala Derrida, la política nunca se adecua a su concepto. Esto, incluso con todas sus diferencias, parece acercar a Levinas con Kant: Desde entonces, esta paz eterna, por muy puramente política que sea, no es política; o más aún: lo político no es nunca adecuado a su concepto. Lo que, a pesar de sus diferencias a las que debemos estar atentos, acercaría ese Kant a Levinas cuando éste, en ‘¡Política después!’ , levanta acta de ese concepto de lo político, de su inadecuación a sí o a su idea infinita21.
La presunta cercanía debe matizarse con las diferencias entre los autores, pues Levinas no habla de paz perpetua, sino de una “paz ahora”, prefiriendo la universalidad al cosmopolitismo kantiano. Esto se ubica en la diferencia radical que, según se expuso, separa a Kant y Levinas: para el filósofo alemán la paz se da en el trasfondo de una hostilidad natural, en cuanto para Levinas aun la guerra conserva la huella de la acogida pacífica del otro. Al ser instituida, la paz en Kant conserva la huella de la hostilidad natural y al conservar la huella la hospitalidad es política o jurídica. En este sentido es una hospitalidad condicionada, limitada. Por el contrario, en Levinas todo comienza por la paz, aunque ésta no sea institucional ni natural, en el origen está la acogida del rostro del otro, la hospitalidad absoluta. Y esto, a diferencia de Kant, permite afirmar que en la hostilidad o el asesinato se manifiesta siempre la acogida del otro. Se trata
21
Ibidem, pág. 114. 269
de dos polos opuestos, dos concepciones de la política que exceden la política, por lo que la disimetría opuesta en cada autor disloca el orden conceptual que une guerra y paz. La cuestión es que si existe originariedad de la guerra o de la paz, no hay una oposición simétrica entre ambas dimensiones. Más allá de este posible diálogo entre Kant y Levinas, el problema de la reflexión en torno a la hospitalidad originaria, o de la paz sin proceso, es la mediación con la política de los Estados modernos: ¿Dónde encontrar una regla o un esquema mediador entre esta hospitalidad pre-originaria o esta paz sin proceso, y, por otra parte, la política, la política de los Estados modernos (ya existan o estén en curso de constitución), como por ejemplo, puesto que no es más que un ejemplo, la política en curso de un ‘proceso de paz’ entre Israel y Palestina?22
La cuestión central es la relación entre ética de la hospitalidad y política de la hospitalidad, lo que Derrida nombra como esquema mediador, ahora traducido en dos concepciones diferentes de la política. En Levinas se parte de la hospitalidad radical hacia el otro, hospitalidad que supone ya la separación: el recogimiento del estar juntos es ya la separación inicial. Incluso el lazo social supone una separación sin la cual no es posible el lazo. El suelo de una nación no tiene nada de natural, ni siquiera de raíz, sino que da hospitalidad provisoria a su huésped. Esto une, de forma indisociable, la paz hospitalaria y la errancia desarraigada: un entramado que excede la figura del Estado. A partir de la hospitalidad originaria surgen, en segundo término, la hostilidad o la guerra. La guerra, paradójicamente, puede ser comprendida como la continuación de la paz por otros medios. El olvido inhospitalario del otro testimonia, aun en el olvido, la hospitalidad. Es en estas reflexiones donde se puede ubicar la relación de la hospitalidad originaria con su materialización, con su realización en un cierto Estado. Justamente lo que ayuda a pensar Levinas es una paz hospitalaria que nunca debe ser simplemen
22
Ibidem, pág.119. 270
te política. Cuando la hospitalidad llega a ser estatal se corre el riesgo de una violencia tiránica, es el tercero que deforma la relación del yo y el otro. Lo relevante para la reflexión política es que no se puede abandonar la política a sí misma. Levinas, para Derrida, viene a decir que es necesaria la acogida del otro que excede la política pero que lo vigila al mismo tiempo: Lo político disimula porque pone a la vista. Oculta lo que saca a la luz. Al poner a la vista el rostro, al arrastrarlo o atraerlo hacia el espacio de la fenomenalidad pública, lo hace por ello mismo invisible. La visibilidad hace invisible su invisibilidad, la retirada de su epifanía. Pero esta no es la única manera de disimular así, exhibiéndola, la invisibilidad del rostro. La violencia de lo político maltrata de nuevo al rostro haciendo desaparecer su unicidad en una generalidad23.
Existen dos violencias que la política efectúa sobre la hospitalidad originaria, violencia bajo las formas de la visibilidad y la generalidad. Así, la paz no puede darse en su forma acabada en el Estado, es decir, la paz no puede tener una forma puramente política. No puede haber paz en el Estado como tiranía o universalismo anónimo. En este marco, la cuestión es la topología de la política o la complejidad estructural de la política:
Hay, pues, un destino topológico para esta complicación estructural de lo político. Enclave de la trascendencia, decíamos más arriba. La frontera entre la ética y lo político pierde allí para siempre la simplicidad indivisible de un límite. Por más que pueda decir Levinas, la determinabilidad de ese límite no ha sido nunca pura, no lo será jamás”24.
La complejidad de la política permite criticar las posturas que afirman su pureza. No existe lo puramente político o la pureza de la política. Aún más, no hay una fijación definitiva de los límites entre la ética y la política. La “trascendencia inclusa” en la cual Levinas piensa la política hace que no exista un límite simple, pues se trata de una lógica que postula la inclusión del exceso o la trascendencia en la inmanencia, una lógica que
23 24
Ibidem, pág. 126. Ibidem, pág. 127. 271
muestra la disyunción en la inmanencia desde la trascendencia. Desde aquí es posible pensar un compromiso humanitario más allá del interés del Estado-nación. Para pensar la ética y la política de la hospitalidad, Derrida recuerda que Levinas remite a un pensamiento sobre Dios. Un Dios que sería aquel que ama al extranjero. Amor desmesurado, amor no recíproco, interrupción de la simetría o la conmensurabilidad. Levinas permite pensar el amor al extranjero, la desmesura, como instancias necesarias de la reflexión política. La cuestión es, nuevamente, la efectivización de la hospitalidad. Si la misma sólo permanece como promesa, sin realización efectiva, nunca deja de ser una promesa como tal. Por ello, lo que debe realizarse, efectivizarse, es la promesa. De allí el problema de la relación de la efectividad con la política: Una promesa permanece, su posibilidad sigue siendo efectiva pero la ética exige que esta efectividad se efectúe, si no es así la promesa traiciona la promesa al renunciar a lo que promete. La realización de una posibilidad efectiva de la ética ¿es ya política? ¿Qué política?25
La pregunta se dirige al eje de la cuestión en un doble sentido: por un lado, pregunta si la materialización de la ética es ya una política, o en otros términos, si la política debe ser la materialización de la ética; por otro lado, y más complejo, la cuestión es de qué política se trata. El problema, una y otra vez, es pensar la hospitalidad ya no en su estatuto trascendente, sino en una figura terrestre, esto es la necesidad de una traducción, una ética traducida en política. La primera exigencia es la traducción en un derecho, en una política, del mandato divino de acogida. La hospitalidad divina, expresada en la Torá, es la justicia como absoluta vigilancia que exige su realización en el derecho y en la política:
Justicia integral, Torá-de-Jerusalén, mas justicia cuya vigilancia extrema ordena que llegue a ser efectiva, que se haga derecho y política. Una vez más, más allá del Estado en el Estado, más allá del derecho en el derecho, responsabilidad rehén del aquí-y-ahora, la ley de justicia que trasciende lo político y lo
25
Ibidem, pág. 134. 272
jurídico, en el sentido filosófico de estos términos, debe someter a sí mismo, hasta excederlo y obsesionarlo, todo lo que justamente el rostro excede26.
En este sentido, Derrida señala que la hospitalidad como acogida a la alteridad absoluta debe trascender la esfera de la pura promesa desde que reclama ser traducida en derecho y en política, es decir, se debe inscribir la hospitalidad absoluta en los márgenes de un Estado. La promesa es una esperanza más allá del refugio, es esperanza porque nada en ella queda determinado, no es determinable cuál es la mejor política. No hay nada determinado que permita fijar lo mejor de la mejor política. El silencio marca un hiato respecto de la posibilidad de traducir en términos condicionados la hospitalidad incondicional. Esto le permite escribir a Derrida, refiriéndose al tema de todo el ensayo: Para decirlo según un discurso filosófico clásico, se guarda silencio acerca de las reglas o los esquemas que nos pudieran procurar las ‘mejores’ o las menos malas mediaciones: entre la ética o la santidad de la hospitalidad mesiánica por un lado y el ‘proceso de paz’ , el proceso de la paz política, por otro27.
En la cita pueden observarse dos aspectos importantes sobre la copertenencia: que la política adquiere un lugar determinado del lado de lo condicionado, lo determinado, del lado del proceso de paz; y que la ética es el lugar de la santidad de la hospitalidad, de la hospitalidad incondicionada, a priori28. De modo Ibidem, pág. 139. Ibidem, pág. 144. 28 El problema, tal como se observa, es el de la relación entre ética y hospitalidad. Problema porque se pueden señalar dos cosas contradictorias: por un lado, que la ética puede ser calificada de hospitalaria y con ello se diferencia de la hospitalidad, y en este sentido justicia u hospitalidad sería la esfera de la apertura incondicional que sirve para caracterizar tanto a la política como a la ética; por otro lado, que la ética adquiere el estatuto mismo de hospitalidad, y en este sentido aquello que Derrida nombra con el vocablo justicia pertenece constitutivamente al orden la ética. Problema central porque está en juego la relación entre ética y política y, así, la subordinación o no de la política a la ética. Al respecto, es posible afirmar dos cosas: primero, que la hospitalidad excede la ética en cuanto a su definición tradicional, no es una ética como disciplina particular dentro de la filosofía práctica; segundo, que por eso mismo es una ética más allá de la ética, con un lugar similar al que ocupa en Levinas, que se equipara a la hospitalidad. Por esto mismo, si bien Derrida ubica 26 27
273
que, aun cuando no es posible fijar los límites de modo definitivo entre ética y política, la cita permite estabilizar dos esferas diferentes. División donde la política es claramente diferenciada de la hospitalidad incondicional. Y así es posible comprender la afirmación que señala la necesidad de guardar silencio sobre las reglas o esquemas de mediación entre una y otra. El silencio es un abismo, pero no expresa la negación de la relación entre ética y política, pues es necesario, afirma Derrida, “deducir” de la ética una política:
No insufla un silencio sobre la necesidad de una relación entre la ética y la política, la ética y la justicia o el derecho. Se necesita esa relación, debe existir, es necesario deducir de la ética una política y un derecho. Es necesario hacer esa deducción para determinar lo ‘mejor’ o lo ‘menos malo’ , con todas las comillas que se imponen29.
En este sentido, si bien no existen esquemas de mediación entre ambas dimensiones, la palabra que utiliza Derrida en este caso es deducir, deducir de la ética una política. La deducción posibilita lo mejor, la misma posibilidad de la mejor política se encuentra en su deducción de la ética. Por esto mismo, la ausencia de un esquema entre ética y política no imposibilita señalar que se transforma la concepción de la política: ya no se tematiza la política como la politicidad estructural ubicada en el núcleo del proceso de significación que caracterizaba los primeros escritos, sino la política como instancia de lo condicionado o determinado que se deduce de la ética entendida como hospitalidad infinita. Existe, así, una profunda transformación en el orden conceptual en el cual se ubica la política y que da cuenta de un desplazamiento de acento. a la política, como al tercero o el perjurio, en un lugar originario, al mismo tiempo sigue afirmando la necesidad de “deducir” de la ética una política. La siguiente cita es significativa al respecto: “La hospitalidad es la cultura misma y no una ética entre otras. En tanto que se refiere al ethos, es decir a la morada, al hogar, al lugar de vida familiar tanto como a la manera de ser, a la manera de relacionarse a sí y a los otros, a los otros como a los propios o como a los extranjeros, la ética es hospitalidad, ella es de un extremo al otro co-extensiva con la experiencia de la hospitalidad, de modo que la abre o la limita” DERRIDA, J., Cosmopolites de tous les pays, encore un effort! Paris, Galilée, 1997, pág. 42. 29 DERRIDA, J., Adiós - a Emmanuel Levinas, op. cit., pág. 198. 274
En este desplazamiento, el silencio no niega la relación, pero resulta imposible darle una forma precisa:
La ética prescribe una política y un derecho; esta dependencia y la dirección de esa derivación condicional son tan irreversibles como incondicionales. Pero el contenido político o jurídico de esta manera asignado permanece, por el contrario, indeterminado, siempre por determinar, más allá del saber y de cualquier presentación, de todo concepto y de toda institución posibles, singularmente, en la palabra y la responsabilidad asumidas por cada cual, en cada situación, y a partir de un análisis cada vez único –único e infinito, único pero a priori expuesto a la substitución, única y, sin embargo, general, interminable no obstante la urgencia de la decisión30.
Esta es la respuesta de Derrida a la pregunta por la relación entre ética y política. Se prescribe la necesidad de la relación y de derivar una de otra, pero no se le da un contenido determinado a esa derivación. La determinación se debe hacer en cada situación particular, desde la responsabilidad y la decisión, sin una prescripción del saber. El silencio al que se refiere Derrida es el entretiempo de la decisión, es el entretiempo entre la ley de la hospitalidad absoluta y la ley de la generalidad. El silencio es el hiato, la ausencia de esquemas entre lo ético y lo político, y esto es para Derrida un factum. El silencio es, también, el hiato entre la promesa mesiánica y la determinación de una regla o derecho político. La distancia es, entonces, entre la ética como promesa mesiánica y la política como determinación de la regla. El silencio indica la radical heterogeneidad entre un orden y el otro, esto es, la necesidad de un salto en el momento de la decisión ética o política, pues de lo contrario sólo se desarrollaría un saber o un programa de acción, lo que significa la suspensión absoluta de la responsabilidad. La heterogeneidad –el silencio– permite pensar lo que Levinas señala respecto de la paz como exceso de la política, de lo puramente político. El hiato permite hablar de mesianismo estructural, escatología sin teleología, mesianismo sin lugar revelado, Torá sin Sinaí:
30
Ibidem, pág. 146. 275
Ese mismo deber de análisis me empujaría a disociar, con todas las consecuencias que puedan derivarse de ello, una mesianicidad estructural, una irrecusable y amenazante promesa, una escatología sin teleología, de cualquier mesianismo determinado: una mesianicidad antes de o sin un mesianismo incorporado por tal revelación en un lugar determinado bajo el nombre de Sinaí o de monte Horeb31.
Lo relevante aquí es qué lugar se le asigna a la ética y la política en relación a la mesianicidad estructural y el mesianismo determinado. La justicia nunca puede identificarse totalmente con la esfera de la política. La política de la hospitalidad es la traducción siempre imperfecta en leyes puntuales de una hospitalidad radical que nunca se identifica con esas leyes. Si la justicia nunca se identifica con el derecho, la política nunca se identifica con lo ético: la ética funciona como una instancia externa que vigila la política. Desde la lectura de Levinas, en primer lugar, se precisan los elementos que permiten circunscribir una noción de justicia: en la relación entre acogida y hospitalidad la justicia se define como la apertura incondicional hacia el otro. En esta lectura, en segundo lugar, Derrida cuestiona la subordinación de la política a la ética en Levinas mostrando que la política, desde la aparición del tercero, no tiene un lugar derivado. Por esto, en tercer lugar, el problema se puede ubicar en los esquemas de mediación entre ética y política desde el momento en que se define la ética como hospitalidad incondicional y la política como las diversas estabilizaciones condicionadas. Si en el capítulo anterior la noción de derecho servía para dar cuenta de aquello deconstruible en nombre de la justicia, en este caso es la política (en una situación paralela al derecho) aquello a deconstruir desde la hospitalidad incondicional. La ausencia de esquemas muestra que no existe un reaseguro que permita definir a priori qué política representa mejor la hospitalidad incondicional, es decir, qué política es mejor. Desde este lugar, Derrida señala que la decisión y la responsabilidad son instancias sin fundamento en tanto no pueden ser derivadas de un saber previo. Existe así
31
Ibidem, pág. 150. 276
una doble relación de heterogeneidad y necesidad entre política y justicia. La política no es una instancia secundaria, está desde el primer momento, es necesaria, pero al mismo tiempo es heterogénea, externa respecto de la justicia incondicional. Para terminar de circunscribir la concepción de justicia en Derrida vale precisar algunas cuestiones en torno a la hospitalidad.
Hospitalidad, extranjero y ley En la lectura de Levinas, Derrida realiza un doble movimiento: un distanciamiento al indicar la originariedad de la política y la traducción de la noción de acogida por hospitalidad para definir la justicia. Si bien el trabajo sobre la noción de hospitalidad recorre diversos textos, vale destacar el trabajo realizado en el texto que lleva como título De la hospitalidad32. Como se indicaba, es la recepción de Levinas el lugar que posibilita definir la hospitalidad no sólo como acogida del extranjero en el hogar, sino como el momento de la apertura a la alteridad del otro. Por esto mismo la cuestión de la hospitalidad comienza con la pregunta del extranjero, o mejor, del extranjero como pregunta. De este modo, al inicio está la interpelación del otro, del otro como extranjero que en su pregunta me pone en cuestión. El pacto que establece una relación con el extranjero –el contrato de hospitalidad–, no es simplemente el derecho de nacionalidad o ciudadanía, sino que es un derecho acordado al extranjero en cuanto tal, al extranjero que sigue siendo extranjero, es decir, que no se ha transformado en ciudadano. Derrida escribe: […] eso refleja, eso nos hace reflexionar en el hecho de que, desde un principio, el derecho a la hospitalidad compromete a una casa, a una descendencia, a una familia, a un grupo familiar o étnico que recibe a un grupo familiar o étnico33.
32 Cf. PENCHASZADEH, A., Política y hospitalidad. (Más allá de) La figura del extranjero como dispositivo político fundamental para la construcción de la identidad vía la diferencia. Tesis de doctorado. UBA – Université Paris 8. 2011. 33 DERRIDA, J., La hospitalidad, Buenos Aires, De la Flor, 2000, pág. 29.
277
Si el pacto desde el cual se piensa un derecho a la hospitalidad implica que se llame al otro, al extranjero, por su nombre y en su lengua, el extranjero no es otro absoluto, en tanto tiene un nombre propio que debe ser respetado en el pacto. Esto muestra una de las paradojas de la hospitalidad: el derecho a la hospitalidad es ofrecido a un extranjero protegido por su nombre, nombre que hace posible la hospitalidad pero que marca su límite. No se ofrece hospitalidad a un recién llegado anónimo, a alguien que no tiene nombre, pues en tal caso no es un extranjero sino otro absoluto, pues es el nombre lo que diferencia a uno de otro. Por ello, la hospitalidad absoluta o incondicional para Derrida rompe con el derecho o pacto de hospitalidad. La hospitalidad absoluta exige abrir el hogar no sólo al extranjero, sino al otro absoluto, dándole lugar sin pedir reciprocidad ni nombre. Es la hospitalidad que excede toda ley, toda condicionalidad, toda determinación: La ley de la hospitalidad absoluta ordena romper con la hospitalidad de derecho, con la ley o la justicia como derecho. La hospitalidad justa rompe con la hospitalidad de derecho; no que la condene o se le oponga, por el contrario puede introducirla y mantenerla en un movimiento de incesante progreso; pero le es tan extrañamente heterogénea como la justicia es heterogénea al derecho del que es sin embargo tan próxima, y en verdad indisociable34.
La hospitalidad absoluta y la hospitalidad de derecho mantienen una relación de heterogeneidad y de necesidad: por una parte, la hospitalidad absoluta es radicalmente heterogénea respecto a la hospitalidad de derecho, y lo es en cuanto supone la hospitalidad al otro absoluto; por la otra, la hospitalidad de derecho necesita la hospitalidad absoluta como horizonte que le da sentido y la enmarca en un movimiento constante de perfectibilidad. Es un doble movimiento que construye una lógica donde lo radicalmente heterogéneo es, a su vez, necesario. Derrida señala que la tradición cosmopolita que comienza con Sócrates y encuentra su forma más potente en Kant, se sustenta en la hospitalidad al extranjero. Hospitalidad que empieza
34
Ibidem, pág. 31. 278
cuando se le pregunta el nombre al extranjero, se le exige que garantice su identidad. En este último sentido es central la posibilidad de estabilización del extranjero a partir de un nombre: ¿quién es el extranjero?, ¿qué es ir o venir del extranjero? Preguntas que se formulan a partir de la definición del extranjero desde un ethos determinado, desde una moralidad objetiva. Es esta limitación, la necesidad de un nombre para la apertura, la que cuestiona Derrida:
[…] una reflexión sobre la hospitalidad supone, entre otras cosas, la posibilidad de una delimitación rigurosa de los umbrales o de las fronteras: entre lo familiar y lo no familiar, entre lo extranjero y lo no extranjero, el ciudadano y el nociudadano, pero sobre todo entre lo privado y lo público, el derecho privado y el derecho público, etc.35.
La ley de la hospitalidad muestra la paradoja en la que se inscribe: la colusión entre hospitalidad tradicional y poder. Colusión que señala el poder en su finitud, es decir, el poder del anfitrión de decidir a quien recibe, la decisión sobre aquellos a los que decide dar asilo. La hospitalidad en su sentido clásico supone la soberanía del sí mismo sobre el hogar propio, por ello la soberanía se ejerce filtrando o escogiendo al que se acoge y por ello la selección es la violencia de la exclusión. Ahora bien, la colusión no es evitable, sino que es lugar de la inscripción de la hospitalidad, y quizá de toda inscripción: “Esta colusión entre la violencia del poder o la fuerza de ley por una parte y la hospitalidad por otra, parece depender, en forma absolutamente radical, de la inscripción de la hospitalidad en un derecho”36. El extranjero no es aquel que se mantiene en el extranjero, aquel que permanece exterior a la sociedad, no es el otro absoluto que se encuentra en un afuera radical, no, el extranjero sólo es posible en relación con el derecho, con el devenir derecho de la justicia. Un extranjero sólo es posible cuando la hospitalidad absoluta se traduce en hospitalidad de derecho, en un derecho a la hospitalidad, es decir, en la limitación misma de la hospitalidad absoluta.
35 36
Ibidem, pág. 51. Ibidem, pág. 59. 279
La hospitalidad, entonces, se juega en esta traducción imposible necesaria a la vez en un derecho hospitalario:
Todo ocurre como si lo imposible fuera la hospitalidad: como si la ley de hospitalidad definiese esta imposibilidad misma, como si sólo se pudiese transgredirla, como si la ley de la hospitalidad absoluta, incondicional, hiperbólica, como si el imperativo categórico de la hospitalidad ordenase transgredir todas las leyes de la hospitalidad, es decir, las condiciones, las normas, los derechos y los deberes que se imponen a los huéspedes, a aquellos o a aquellas que dan como a aquellos o a aquellas que reciben la acogida37.
En la cita se muestra la tensión inherente a la hospitalidad: entre las leyes de la hospitalidad como demarcación de los límites o poderes de la misma y la hospitalidad como necesidad de transgredir esas leyes, esto es, ofrecer una acogida sin condición. La tensión es, entonces, entre lo condicional y lo incondicional, pues la incondicionalidad exige apertura, acogida al que viene, al recién llegado antes de cualquier identificación, antes de su definición como extranjero. La tensión es el lugar de una antinomia no dialectizable entre la ley incondicional de la hospitalidad y las leyes de la hospitalidad que marcan las condiciones de todo derecho. La antinomia es una aporía donde está en juego la ley: el conflicto de dos leyes, una oposición irreconciliable entre la ley de la hospitalidad incondicional y las leyes de la hospitalidad condicionadas. La antinomia irresoluble, a la vez, muestra que existe una asimetría irreductible entre los términos que se enfrentan, una especie de jerarquía donde la ley de la hospitalidad incondicionada es superior a las leyes condicionadas. La superioridad es la transgresión de las leyes, es la ley que está fuera de la ley que indica una heterogeneidad constitutiva de la ley de la hospitalidad respecto de las leyes condicionadas. Heterogeneidad que no implica simple exterioridad puesto que, como fue señalado, la ley necesita de las leyes. La ley sólo puede ser incondicionada porque debe devenir efectiva, concreta, determinada; necesita, para no ser mera utopía, de la concreción en leyes condicionadas, aun co
37
Ibidem, pág. 80. 280
rriendo el riesgo de su perversión. Por ello la perversibilidad es esencial a la hospitalidad misma: es el precio de la perfectibilidad de las leyes y de su historicidad. Las leyes de la hospitalidad son posibles porque están inspiradas o guiadas por la ley de la hospitalidad. Es una relación de heterogeneidad necesaria: las leyes y la ley son antinómicas e inseparables, se implican y se excluyen. En cada momento la ley es lo que da sentido a las leyes y aquello que está fuera de la ley. La ley es lo más propio y lo más extraño a las leyes. La antinomia irreductible disloca la presencia del presente y hace posible la hospitalidad. Esta relación entre lo incondicional y lo condicionado aparece en las referencias derridianas a la temporalidad y la lengua. La cuestión de la temporalidad no es extraña a la hospitalidad:
[…] explica que uno se siente siempre retrasado, y que por lo tanto, a la vez, se cede siempre a la precipitación, en el deseo de hospitalidad o en el deseo como hospitalidad. En el corazón de una hospitalidad que siempre deja que desear38.
Existe en la hospitalidad una doble temporalidad: el retraso porque nunca puede ser realizada como tal y la precipitación necesaria para su realización. Esto conlleva una dislocación temporal que hace imposible toda cronología, pues al mismo tiempo la hospitalidad es irrealizable, y así la distancia entre la ley y las leyes, pero al mismo tiempo debe ser realizada de modo urgente. Esto supone una ruptura con la temporalidad lineal, con el devenir histórico: la hospitalidad es una interrupción del tiempo, la irrupción del otro disloca todo presente reconciliado consigo mismo. La cuestión de la lengua aparece en cuanto todo extranjero tiene como último refugio su lengua, la lengua materna parece ser la última patria de los extranjeros. Y parece porque la lengua siempre es la lengua del otro, aun la materna. La lengua es la primera condición de pertenencia, pero también la primera condición de la expropiación. Por un lado, la lengua es el hogar propio que resiste aun hoy a todos los desplazamientos de la tecnología que deconstruyen el lugar de lo propio. La lengua es
38
Ibidem, pág. 127. 281
una condición estable pero transportable que posibilita todas las movilidades tecnológicas. Por otro lado, la lengua es aquello, también, que produce separación en toda identidad. La lengua es lo más propio y lo más ajeno a la vez, es lo que se separa de uno partiendo de uno mismo. Es el movimiento continuo de abandonar el lugar de origen. Hay que distinguir entre la lengua en sentido amplio como el conjunto de la cultura, los valores, las significaciones compartidas, como ethos, y la lengua en sentido estricto. Entre una lengua en sentido amplio y una lengua en sentido estricto se juegan nociones diferentes de hospitalidad, o mejor, nociones diferentes de extranjero. Pues siempre la acogida al otro pasa por la lengua o el mensaje al otro. Lo que lleva a preguntar si no es necesario suspender la cuestión de la lengua para dar acogida al otro absoluto. El problema de la lengua surge desde que la hospitalidad requiere, a la vez, nombrar al extranjero para recibirlo y dejarlo innombrado para respetarlo como alteridad. De un lado, se puede pensar que la abstención del lenguaje implica un don mayor, un don sin reserva a quien viene. Incluso se puede pensar el callar como posibilidad del lenguaje. De otro lado, se puede pensar que resulta necesario el dar nombre, el abrir la propia lengua al otro. Se juegan aquí la tensión entre hospitalidad incondicional y condicional: Permanentemente nos acechará este dilema entre, por un lado, la hospitalidad incondicional que no toma en cuenta el derecho, el deber o incluso la política y, por otro lado, la hospitalidad circunscripta por el derecho y el deber. Una siempre puede corromper a la otra, y esta perversibilidad sigue siendo irreductible. Debe seguir siéndolo39.
Ibidem, pág. 135. Esto no significa que todas las traducciones políticas de la hospitalidad pura sean lo mismo: “La hospitalidad pura, incondicional o infinita, no puede ni debe ser otra cosa que la exposición al riesgo. Si estoy seguro que el arribante que recibo es perfectamente inofensivo, inocente y me será benéfico… esto no es la hospitalidad. Cuando abro mi puerta a alguien, es necesario que esté listo a correr el riesgo más grande. En cuanto a la política comienza, por el contrario, allí donde no puedo favorecer las situaciones de riesgo, de tomar riesgos por los otros; no tengo el derecho de no ensayar, hasta cierto punto, de calcular el riesgo. Pero, entre la extrema derecha xenófoba y una política de izquierda hospitalaria y xenófila, los cálculos de riesgos serán diferentes, incluso si existen en los dos casos”. DERRIDA, J., “Une hospitalité à l’infini”, en SEFFAHI, M. (dir.), Manifeste pour l’hospitalité, Grigny, Paroles d’Aube, 1999, pág. 137. 39
282
La distinción entre ambas es la que impone recordar que la heterogeneidad radical entre los órdenes también dicta su indisociabilidad. Esto implica pensar cómo traducir en términos del derecho o de la política las exigencias de la hospitalidad incondicional. El exceso de hospitalidad, o la hospitalidad como exceso, se da en la tensión entre hospitalidad ilimitada y hospitalidad condicionada. En el juego heterogéneo e indisociable entre una y otra hospitalidad se da la responsabilidad. La invención política o la responsabilidad política consisten en inventar cada vez el acontecimiento que medie entre esas dos hospitalidades, es decir, inventar un acontecimiento de traducción, no en la homogeneidad sino en el encuentro de dos idiomas que se aceptan sin renunciar a su singularidad. La hospitalidad, en síntesis, forma parte de una cadena de términos que cambian el tono de los escritos de Derrida. Ya no basta con mostrar un trasfondo de indecidibilidad sobre el cual se toman decisiones o se instituyen órdenes legales, sino que es necesario mostrar que esa institución es radicalmente diferente a la justicia o a la emancipación. La deconstrucción es el lugar de un hiato entre lo deconstruible y lo indeconstruible. Ese hiato se da entre los órdenes instituidos, las estabilizaciones estructurales y el exceso de aquello que no puede ser deconstruido, la justicia, y que permite la crítica incondicional de lo condicionado o instituido. Cuando se aplica a la dimensión práctica la deconstrucción muestra cómo se asientan sobre un fondo de indecidibilidad, es decir, deconstruye el supuesto fundamento racional que daría origen a toda institución. Si lo instituido o estabilizado tuviera un fundamento racional último, un fundamento desde el cual se pudiera derivar lógicamente, no podría ser deconstruido. Derrida muestra una y otra vez que no existe ese supuesto lazo entre un fundamento último y un orden de razones derivadas, sino que siempre hay un hiato entre ambas dimensiones. Y existe este hiato porque el fundamento no es un origen pleno del cual pueda deducirse una cadena lógica, sino que es una instancia indecidible que requiere un salto. A esto se le debe sumar la segunda cuestión importante, pues la deconstrucción no se queda simplemente en señalar ese hiato, sino en mostrar que ese hiato es posible porque la justicia no se decons283
truye. Si el primer paso es mostrar el juego entre indecidibilidad y decisión, el segundo paso es una apuesta incondicional por la justicia. La deconstrucción es la justicia. En este marco, la definición de justicia no surge ni de una identificación con el derecho, ni de una distribución calculada de bienes. La definición de justicia como hospitalidad la convierte en una dimensión hiperbólica que destituye todo cálculo. Esta justicia es externa e interna a la política, es decir, resulta necesaria y heterogénea a la vez: la política debe llevar a cabo la hospitalidad, pero nunca se puede identificar con esa hospitalidad. La política se orienta hacia la hospitalidad, busca traducir la hospitalidad incondicional en los términos de estabilizaciones condicionadas, pero la política nunca se puede identificar con la hospitalidad incondicionada, sólo tiende hacia ella. La hospitalidad siempre permanece como lo incondicional que nunca se desarrolla completamente en un marco jurídico o en una estabilización política, pues como señala Derrida la hospitalidad incondicional no tiene en cuenta, incluso, la política. Esto significa que nunca la política puede ser cabalmente hospitalaria, aun cuando esa hospitalidad es la que le da sentido. La hospitalidad es la condición de la perfectibilidad de la política que se debe ir realizando en una u otra institución, sabiendo a priori que nunca se desarrollará completamente. La política es la estabilización precaria, hospitalidad condicionada, vigilada por la incondicional apertura a lo que viene. Para seguir desarrollando las características de la justicia en Derrida en necesario detenerse en la lectura que hace de Marx, quizá el texto más discutido entre los escritos tardíos. Allí se puede encontrar un trabajo sobre la justicia desde la noción de espectro que otorga algunos elementos centrales para completar el cuadro trazado.
284
Capítulo III Espectros
Si nous insistons tant depuis le début sur la logique du fantôme, c’est qu’elle fait signe vers une pensée de l’événement.
Jacques Derrida
En el capítulo precedente se presentaron los elementos que ayudan a comprender la noción de justicia que se define como hospitalidad incondicional hacia lo que viene. Algunas de las dimensiones de la justicia son articuladas en el presente capítulo desde Espectros de Marx, texto en el cual Derrida efectúa por primera vez una lectura de Marx, se inician una multiplicidad de recepciones y se abre el debate sobre la relación de la deconstrucción con el marxismo. El marco de las conferencias que componen el libro es un Coloquio Internacional que giró en torno a la pregunta: “Whither marxism?”, título que tiene dos significados: ¿adónde va el marxismo? y ¿está acabado el marxismo? Buscando responder a estas preguntas el autor precisa las relaciones del marxismo con la deconstrucción. Así, no es sólo una lectura de Marx, sino que es el lugar donde, después de treinta años, Derrida da cuenta de cierta herencia de Marx presente en la deconstrucción1. En este sentido, existen diversos No existe un trabajo sistemático sobre Marx en los textos tempranos de Derrida: “En parte lo explico en el libro: mis referencias a Marx, en todo caso fuera de la ense1
285
motivos desde los cuales resulta relevante la lectura de Marx en relación a la justicia. En primer lugar, y en relación a los aspectos trabajados, la noción de justicia se repliega sobre determinada tradición, es decir, se piensa en relación al marxismo. Es de central importancia señalar que la noción de justicia se traduce en el texto por emancipación, y con ello se formula en la herencia de la tradición crítica. En segundo lugar, se configura la posibilidad de la justicia en función de la categoría de espectro, que le permite hablar a Derrida de una fantología o espectrología en oposición a la ontología. La noción de espectro permite pensar la justicia en relación a la herencia y el legado desde la dislocación de un lugar fijo. La justicia se convierte en una exigencia hiperbólica porque no se dirige sólo a quienes conviven en un tiempo presente, sino que debe darse en relación al tiempo pasado y al porvenir absoluto. En tercer lugar, en esta nueva configuración se elabora todo un trabajo sobre la cuestión del tiempo. A partir del sintagma “the time is out of joint” se muestra la necesidad de la dislocación del presente para que sea posible la justicia. En síntesis, el texto es de central importancia porque trabaja la noción de justicia en función de dos aspectos centrales: la crítica y la promesa. Derrida comienza con un exordio orientado por la cuestión del “aprender a vivir”, y así sitúa la cuestión en el exceso de la vida hacia el bien. No pensar la vida, sino pensar cómo vivir bien. La justicia aparece como el exceso que permite abordar ñanza, seguían siendo hasta aquí –es cierto– raras, discretas, indirectas. Sobre todo cuando comencé a publicar, en el momento que, en mi medio intelectual, el marxismo era muy potente. Por graves razones, a la vez teóricas y políticas, creía entonces que no debía ni ceder a la ortodoxia ni atacarla frontalmente desde lo que corría el riesgo de ser interpretado como otra ortodoxia. Me ha parecido que, en la urgencia política de hoy, por el contrario, era preciso asumir una nueva responsabilidad. A este respecto, sí, hay un cambio. Se debe al tiempo y al contratiempo políticos”. DERRIDA, J., Marx en jeu, Paris, Descartes & Cie., 1997, pág. 191. Al mismo tiempo se debe señalar que en Posiciones, texto del año 1972, se encuentra una de las primeras referencias a Marx, referencia que habría que leer en paralelo con Espectros de Marx: “¿Por dónde empezar entonces? Si se quisiera esquematizar –verdaderamente esto no es más que un esquema– lo que he tratado de hacer puede también inscribirse a título de la ‘crítica del idealismo’. Ni que decir tiene que nada, en el materialismo dialéctico, por lo menos en tanto que opera esta crítica, suscita la menor reticencia de mi parte y al respecto nunca las he formulado”. DERRIDA, J., Posiciones, op. cit., pág. 82. 286
la buena vida en términos ético-políticos. El libro empieza con una frase en cursiva: Quisiera aprender a vivir por fin. Escribe Derrida: Aprender a vivir. Extraña máxima. ¿Quién aprendería? ¿De quién? Aprender [y enseñar] a vivir, pero ¿a quién? ¿Llegará a saberse? ¿Se sabrá jamás vivir y, en primer lugar, se sabrá lo que quiere decir ‘aprender a vivir’? ¿Y por qué ‘por fin’?2
Derrida establece que en la locución se da una relación irreversible y asimétrica: otro es quien dirige el aprender, pues la dirección se puede dar en diferentes formas (experiencia, educación, enderezamiento), pero en todos los casos siempre es otro el que enseña a vivir. Se trata, en realidad, de una tensión puesto que, de un lado, no se puede aprender a vivir en tanto la vida es aquello que no se aprende, pero, de otro lado y por ello mismo, es el otro quien otorga sabiduría. Es un saber necesario e imposible a la vez pues no se puede aprender a vivir, pero esta es la cuestión de la ética. Si el aprender a vivir sólo puede venir del otro, ese otro no es sólo alguien presente, sino que puede ser alguien muerto, un fantasma. Sólo se aprende a vivir en un “entre”, en este caso, entre la vida y la muerte, por eso es necesario contar con aquello que no está vivo ni muerto, es decir, con fantasmas: Aprender a vivir con los fantasmas, en la entrevista, la compañía o el aprendizaje, en el comercio sin comercio con y de los fantasmas. A vivir de otra manera. Y mejor. No mejor: más justamente. Pero con ellos. No hay ser-con el otro, no hay socius sin este con-ahí que hace al ser-con en general más enigmático que nunca. Y ese ser-con los espectros sería también, no solamente pero sí también, una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones3.
Aprender a vivir es la pregunta ética por excelencia que sólo puede venir de otro, pero ese otro es un fantasma, es aquello que no está vivo pero tampoco muerto. Los fantasmas enseñan a vivir, o mejor, aprender a vivir es aprender a convivir con ellos. Y ellos son, entre otras cosas, esos otros que configuran una he DERRIDA, J., Espectros de Marx, Valladolid, Trotta, 1995, pág. 11. Ibídem, pág. 12.
2 3
287
rencia o una generación. La pregunta por cómo aprender a vivir lleva a una política de la herencia, a leer en la herencia filosófica esa enseñanza. Este aprender a vivir es aprender a vivir justamente con los otros, por lo que Derrida busca en otros, en aquellos que no están presentemente vivos, en aquellos que son fantasmas, la respuesta al problema de la justicia. Esto es, ninguna ética, ninguna política, pueden ser justas si no parte del respeto por esos otros que no están presentes, tanto si han muerto como si todavía no han nacido. Por ello, aprender a vivir es una enseñanza que rompe todo soliloquio, es una apertura al otro, otros que se escribe en plural y que jamás está presente. Sólo se aprende a vivir con fantasmas, pero ese con, he ahí toda la cuestión, plantea el problema de la justicia, pues aprender a vivir es aprender a vivir justamente con los otros. Una justicia que no puede estar presente, porque al ser con los fantasmas, ya no hay presente vivo posible. La justicia es lo que hace posible una ética o una política justa en cuanto lugar de la responsabilidad: Ninguna justicia –no digamos ya ninguna ley, y esta vez tampoco hablamos aquí del derecho– parece posible o pensable sin un principio de responsabilidad, más allá de todo presente vivo, en aquello que desquicia el presente vivo, ante los fantasmas de los que aún no han nacido o de los que han muerto ya, víctimas o no de guerras, de violencias políticas o de otras violencias, de exterminaciones nacionalistas, racistas, colonialistas, sexistas o de otro tipo; de las opresiones del imperialismo capitalista o de cualquier forma de totalitarismo4.
En la dislocación del presente, en la no-contemporaneidad a sí del presente vivo, es donde se da la justicia y también la responsabilidad. Una y otra vez, Derrida indica que no existe justicia en un presente pleno o plenamente reconciliado: cuando se rompe con el presente y con lo vivo se abre la posibilidad de la pregunta. Para que sea posible la pregunta es necesario ir más allá de la vida presente y de lo presente como algo autorreferencial. La pregunta es, así, la pregunta por la justicia. Ahora bien, si una de las cuestiones centrales es la relación entre ética
4
Ibídem, pág. 13. 288
y justicia, también es necesario preguntarse por la relación de justicia y política. En dos sentidos: preguntar por el significado de una política justa y preguntar por la politicidad de la justicia. Si ya se pudo mostrar la compleja relación entre política y justicia, en la lectura de Marx aparecen dos elementos centrales para comprender la misma: por un lado, la justicia se inscribe en la herencia de la tradición crítica, lo que significa avanzar en su caracterización y en sus supuestos ontológicos, analizar qué se comprende por herencia y qué se rescata del marxismo; por otro lado, la justicia reformulada como emancipación será nuevamente pensada como apertura incondicional, pero esta vez desde la estructura de la promesa, es decir, desde un performativo que excede las posibilidades no sólo de su constatación sino de su realización feliz.
De la ontología a la fantología Tal como se pudo señalar, para Derrida la justicia sólo es posible desde cierta relación con fantasmas, con espectros que exceden el orden presente. Por esto la cuestión a pensar es qué significa esta relación con espectros. La primera indicación que se establece tiene que ver con que siempre hay espectros en plural. De espectros que, según un término que se utiliza a lo largo del texto, asedian. Los espectros asedian, rondan, y esa es su forma de estar en un lugar sin ocupar ese lugar. Para pensar este asedio, Derrida recurre a diversos textos: Shakespeare y el asedio del fantasma del padre de Hamlet, Marx y el asedio del espectro del comunismo, Valéry y el asedio del espíritu en crisis. El plural de la cuestión no está sólo en los múltiples espectros de Marx, sino en un cruce de espectros que exceden a Marx y se insertan en una intertextualidad infinita. El rondar es la forma propia de estar, o de hacer imposible su estar, que tienen los espectros. En este marco, dos cuestiones ocupan el texto y se repliegan una sobre la otra: por una parte, Derrida busca dar cuenta de su lectura de Marx, esto significa pensar la multiplicidad de espectros del marxismo para asumir uno de ellos; por la otra, esos espectros de Marx sirven para plantear la lógica misma de la espec289
tralidad como aquello que conmueve el presente, que habita en el interior siendo extranjero. Es en el planteo de una lógica de lo espectral que es necesario detenerse. Derrida, leyendo a Valéry, va a extraer tres características de lo espectral que imposibilitan cualquier fenomenología del espíritu. En primer lugar, el espectro es un espíritu que se hace cuerpo, que tiene cierta fenomenalidad imposible. El espectro siempre está entre el alma y el cuerpo, no es simplemente un espíritu pero tampoco un cuerpo, se ubica en el entre: El espectro se convierte en cierta cosa difícil de nombrar: ni alma ni cuerpo, y una y otro. Pues son la carne y la fenomenalidad las que dan al espíritu su aparición espectral, aunque desaparecen inmediatamente en la aparición, en la venida misma del (re)aparecido o en el retorno del espectro. Hay algo de desaparecido en la aparición misma como reaparición de lo desaparecido5.
Espectros de Marx se puede leer, quizá, como un tratado de fenomenología imposible, es decir, como una fenomenología de lo espectral. Lo espectral que aparece y desaparece a la vez, que es cuerpo y alma, inaugura esta lógica como un desafío al saber. Es aquello de lo que nada se sabe porque el saber no puede dar cuenta de él, es lo que excede el saber. Exceso que desbarata la ontología y la semántica: ¿Cómo hablar de aquello que no es un ser pero tampoco un no-ser? ¿Cómo hablar de una cosa que no es una cosa? En segundo lugar, la relación con un espectro siempre es asimétrica, no puede verse pero mira. La asimetría va a ser nombrada por Derrida efecto visera [effet de visière]. Un espectro mira sin ser visto, aparece y vigila sin que pueda ser visibilizado. El espectro habla, ordena, pero sin poseer visibilidad. Es el lugar vacío de la ley que ordena y que no aparece: […] este algún otro espectral nos mira, nos sentimos mirados por él, fuera de toda sincronía, antes incluso y más allá de toda mirada por nuestra parte, conforme a una anterioridad (que puede ser del orden de la generación, de más de una generación) y a una disimetría absolutas, conforme a una desproporción absolutamente indominable. La anacronía dicta aquí
5
Ibídem, pág. 20. 290
la ley. El efecto visera desde el que heredamos la ley es eso: el sentirnos vistos por una mirada con la que será siempre imposible cruzar la nuestra6.
El espectro ocupa el lugar ausente desde donde se dicta la ley –o la ley como la mirada que no se ve–, remite a una concepción de la ley que la distancia del derecho. El espectro ocupa el lugar de la ley que asedia, que reclama justicia, que introduce una obligación hiperbólica que debe ser realizada en leyes particulares, en el derecho, la política, sin responder jamás al exceso mismo del requerimiento. En tercer lugar, el espectro que ve sin ser visto, que es carne y espíritu, está cubierto por una armadura, pues Derrida piensa a partir del espectro que habla tras la armadura en Hamlet. En cuanto el espectro aparece cubierto por una armadura se complica la lectura, pues no se sabe si la armadura es espectral o es lo que oculta el espectro. La metáfora de la armadura que cubre el espectro le sirve al autor para señalar que es imposible decidir sobre la identidad del mismo, resulta de este modo imposible conocer la identidad del espectro. Pero, a su vez, la armadura es signo de autoridad, una especie de efecto yelmo [effet d’heaume]: El yelmo (helm¸ casco), al igual que la visera, no sólo daba protección: sobrepasaba el escudo, y señalaba la autoridad del jefe, como blasón de su nobleza. Para el efecto yelmo basta con que una visera sea posible, y que se aproveche. Incluso cuando está alzada, de hecho su posibilidad continúa significando que alguien, bajo la armadura, puede, a salvo, ver sin ser visto o sin ser identificado7.
Si el efecto visera sirve para nombrar el lugar vacío que ocupa el espectro, es decir, la lógica asimétrica de aquello que ve sin ser visto, el efecto yelmo nombra la imposibilidad de identificar el espectro porque está cubierto por una armadura como signo de autoridad. La armadura es una especie de prótesis técnica que oculta la identidad del espectro. Será esta triple caracterización de la noción de espectro la que trabaja el texto de Derrida. Siguiendo la caracterización dada, los espectros aparecen pero no están presentes, no son
6 7
Ibídem, pág. 21. Ibídem, pág. 22. 291
una presencia de carne y hueso, no pueden ser contados como presencia viva. Esta forma extraña de aparecer es lo que nombra el término asedio, pero que se completa con los rasgos señalados: se trata de una presencia que mira y obliga, que porta en sí un reclamo, y en esta relación asimétrica que demanda algo no es posible una identidad plena, sino una máscara, o máscara sobre máscara, cuya autoridad es la de una ley imposible de satisfacer. Estos rasgos hacen vacilar una ontología construida desde la presencia, es decir, abren la pregunta por el sentido de una ontología de lo espectral (se trata de la pregunta por el “modo de ser” de lo espectral). Para dar cuenta de este desplazamiento de ciertos supuestos ontológicos, Derrida va a utilizar la palabra fantología: Llamemos a esto una fantología [hantologie]. Esta lógica del asedio no sería sólo más amplia y más potente que una ontología o que un pensamiento del ser (del to be en el supuesto de que haya ser en el to be or not to be, y nada es menos seguro que eso). Abrigaría dentro de sí, aunque como lugares circunscriptos o efectos particulares, la escatología o la teleología mismas. Las comprendería, pero incomprehensiblemente8.
La cuestión es, para Derrida, la posibilidad o imposibilidad de una fenomenología de lo espectral. Porque si se indicó que lo espectral tiene una corporalidad paradójica –una visibilidad invisible–, esto es, no es ni cuerpo ni espíritu, un aparecer y así un cierto fenómeno, pero que no se da como una presencia plena, un cuerpo vivo, un ente presente (un espectro es algo indecidible en tanto se ubica “entre” el cuerpo y el espíritu). Así, un espectro no sólo posee un lugar singular, sino que su mismo aparecer espectraliza el mundo y el yo, por lo que se trata de una extraña fenomenalidad que disloca la fenomenología. Porque un fantasma es la aparición fenoménica del espíritu, o mejor, es cuando le sobreviene una nueva dimensión al espíritu: el cuerpo. Un cuerpo que no es un cuerpo común, sino un cuerpo sometido a cierto proceso de abstracción, es una especie de visibilidad invisible: Para que haya fantasma es preciso un retorno al cuerpo, pero a un cuerpo más abstracto que nunca. El proceso espectróge-
8
Ibídem, pág. 24. 292
no responde, por consiguiente, a una incorporación paradójica. Una vez desgajados la idea o el pensamiento (Gedanke) de su substrato, dándoles cuerpo se engendra fantasmas9.
El espectro no es un cuerpo vivo, sino un cuerpo que le sobreviene al espíritu. Esta es la diferencia entre espíritu y espectro, entre aquello que no tiene ningún cuerpo y aquello que posee un cuerpo extraño. Según las características señaladas, lo espectral inaugura una nueva lógica desde la extraña corporización del espíritu. Esta lógica, llamada fantología, viene a cuestionar la ontología desde la indecidibilidad entre cuerpo y espíritu, la simetría de la mirada y la imposibilidad de una identidad. Esto le permite indicar a Derrida que la justicia se define como una exigencia desde un lugar inasible que viene a dislocar el orden presente para reclamar que algo no va bien. Aún más, la justicia en su lugar espectral mira asimétricamente y exige detrás del yelmo. Es por esto que los espectros no se le aparecen a los espectadores, o a los sabios, que buscan observarlos. A los espectros es necesario hablarles, dirigirles la palabra. Y esto es lo que ha sido imposible, lo que es imposible para quienes están en el lugar del saber. Es imposible para ellos porque no creen en fantasmas, sólo creen en distinciones definitivas entre lo real y lo no real, lo vivo y lo no vivo, etc. Un académico parte de la distinción tajante que ordena el saber entre lo vivo y lo muerto, lo presente y lo ausente, y aquello que excede estos ordenamientos es condenado al lugar de la ficción o la literatura. El lugar del saber hace imposible hablar sobre fantasmas. Si se puede llamar a esta figura intelectual o académico (scholar escribe Derrida), se debe señalar que está constitutivamente imposibilitado para tratar con espectros. Como si en el lugar del saber existiera una conjura contra los espectros, una conjura desde el saber contra los fantasmas. Por esto, para Derrida, Marx es una figura doble: es un académico que habla desde el lugar del saber para erradicar los fantasmas, pero al mismo tiempo rompe con esta imposibilidad. La herencia de Marx, tal como Derrida la asume, juega entre esas dos
9
Ibídem, pág. 144. 293
dimensiones: pensar cómo Marx posibilita toda una lógica espectral, pero al mismo tiempo cómo la busca conjurar.
Un tiempo desquiciado El punto de partida de Derrida es la existencia de una pluralidad heterogénea de espectros que sólo puede ser pensada en un tiempo desajustado. Desajuste que tiene un doble significado: es la dislocación del presente, de toda presencia, que permite la apertura al porvenir, y es el desajuste en un sentido moral, el señalamiento que indica que todo marcha mal y por eso es una exigencia de justicia. El tiempo fuera de quicio es un tiempo que no está unido, un tiempo sin juntura asegurada ni conjunción determinable. Derrida piensa la disparidad a partir de una cita de Shakespeare que se utiliza a lo largo de todo el texto: “the time is out of joint”. De la cita de Hamlet, Derrida se detiene en las versiones de la misma frase que permanecen necesariamente desajustadas. “The time is out of joint” ha sido traducido de diferentes maneras también al español: El tiempo está fuera de quicio, El tiempo está trastornado, El mundo está al revés, Esta época esta deshonrada. En la última de las traducciones, Derrida encuentra un indicio para pensar la relación del desajuste con la justicia. La traducción como época deshonrada introduce una calificación ética debido a que indica la decadencia moral de las costumbres, es el paso del desajuste a la injusticia. Y esto es lo que le interesa pensar a Derrida: la necesidad de la dislocación ontológica como posibilidad de la justicia. Que algo está fuera de quicio, o que está deshonrado, indica que algo no marcha bien, que algo está torcido y que se opone, por esto, a lo que marcha correctamente. Pero en la referencia de Hamlet no es un malestar sólo porque el tiempo está fuera de quicio o la época deshonrada, sino por haber nacido él para tener que solucionar esto. Como el tiempo ha sido desarreglado, como un crimen ha desajustado el tiempo, Hamlet debe rectificar el curso de las cosas, debe arreglarlo. El desajuste del tiempo es una corrupción originaria: desajuste y corrupción, dislocación y crimen, como condiciones de posibilidad de la justicia. 294
Por ello hay que pensar cómo se relaciona el desajuste y el ajuste con el tiempo, el desarreglo y el arreglo. Y esto presenta un nuevo problema: poder diferenciar entre un desarreglo que señala una injusticia (aquello que marcha mal en una época) y aquel desarreglo que hace posible la justicia (el desajuste de un tiempo presente que no se encuentra reconciliado consigo mismo). En este sentido, Derrida no está pensando en una justicia calculable o distributiva, sino en la justicia como relación con el otro, como apertura incondicional al otro. Cuando Derrida introduce la definición de justicia nuevamente refiere a Levinas: No el lugar para la igualdad calculable, por tanto, para la contabilidad o imputabilidad simetrizante y sincrónica de los sujetos o de los objetos, no para un hacer justicia, que se limitaría a sancionar, a restituir y a resolver en derecho, sino para la justicia como incalculabilidad del don y singularidad de la ex-posición no-económica a otro. ‘La relación con el otro, es decir, la justicia’, escribe Levinas. Lo sepa o no, Hamlet habla en la apertura de esa cuestión –la llamada del don, de la singularidad, de la venida del acontecimiento, de la relación excesiva o excedida con el otro– cuando declara ‘The time is out of joint’10.
La frase de Shakespeare le sirve a Derrida para pensar un presente que no se encuentra reconciliado consigo mismo, esto es, un presente que no está simplemente presente, pero también un presente que va mal. Para pensar el doble sentido del presente dislocado Derrida retoma un texto de Heidegger ya trabajado tempranamente: “La sentencia de Anaximandro”. En la lectura de este texto, vuelve sobre el trabajo de Heidegger en torno a la noción de justicia (diké) y establece sus diferencias respecto al filósofo alemán. El interés de Derrida se centra en mostrar su distancia de Heidegger a partir de la discusión entre desarreglo y arreglo, entre desajuste y ajuste. En otros términos, dos concepciones de la relación entre justicia y temporalidad. Para Derrida, Heidegger piensa la justicia como juntura, conexión, ajuste, articulación de un acuerdo; en tanto la injusticia es lo contrario, lo disyunto, lo desencajado, aquello que está fuera del
10
Ibídem, pág. 36. 295
derecho. Cuando Heidegger insiste en la necesidad de pensar la justicia más allá de las determinaciones jurídicas y morales, se encuentra con que algo no va, no va como debería ir. En el esquema heideggeriano es el desajuste del tiempo presente aquello que menta la injusticia, por lo que la justicia será un ajuste de ese desajuste, la reunión de aquello que permanecía dislocado. Derrida busca problematizar el privilegio heideggeriano al ajuste, acuerdo, conexión, pues la disyunción de la presencia consigo misma, la no-contemporaneidad del presente consigo mismo es algo que Heidegger dice y calla a vez. En primer lugar, dice. Y este decir se sitúa en la consideración del presente como injusticia, el presente está trastornado o desquiciado. La injusticia se da en la articulación necesaria de todo presente con el pasado y el futuro, es el “entre” lo que va y viene, entre lo que se va y llega, entre lo ausente y lo presente. El presente posee una doble articulación en sí mismo, articulación entre lo que ya no es y lo que todavía no es. En segundo lugar, calla. La sentencia dice la injusticia pero siempre bajo condición de la justicia. Se dice la injusticia como desajuste del presente, pero siempre desde “es preciso” ajustar el desajuste, ordenar, reunir. En este marco se comprende la diferencia entre Derrida y Heidegger, pues el filósofo francés cuestiona el énfasis a favor del acuerdo que reúne armonizando: ¿No hay un riesgo de inscribir todo este movimiento de la justicia bajo el signo de la presencia, aunque sea de la presencia en el sentido de Anwesen, del acontecimiento como venida-ala-presencia, del ser como presencia unida consigo misma, de lo propio del otro como presencia? ¿Cómo presencia del presente recibido, ciertamente, pero apropiable como lo mismo así re-unido?11.
Heidegger, para Derrida, corre el riesgo de reducir la justicia a reglas o normas en un horizonte totalizador al dar primacía a lo re-unido y a lo mismo. Por el contrario, Derrida cree que la justicia como relación con el otro supone cierta dis-yunción, desajuste y dislocación del tiempo consigo mismo. Más allá de la moral y el derecho, la justicia como relación con el otro su
11
Ibídem, pág. 41. 296
pone un disloque, una anacronía. Es en esta interpretación del desajuste donde entra en relación la deconstrucción con la posibilidad de la justicia, es decir, de la deconstrucción en tanto procede de la irreductible posibilidad del desajuste o la disyunción anacrónica con la apertura a la singularidad del otro, con lo que viene del porvenir como la venida misma del acontecimiento. En la lectura de Heidegger se encuentran los elementos que permiten caracterizar la noción de desajuste del presente. Retomando un motivo largamente trabajado en sus primeros textos, la presencia a sí del presente resulta imposible, el presente es algo dislocado en sí, lo que imposibilita cualquier acuerdo del tiempo consigo mismo: Si hay algo como la espectralidad, hay razones para dudar de este tranquilizador orden de los presentes, y sobre todo de la frontera entre el presente, la realidad actual o presente del presente, y todo lo que se le puede oponer: la ausencia, la no-presencia, la inefectividad, la inactualidad, la virtualidad o, incluso, el simulacro en general, etc. En primer lugar, hay que dudar de la contemporaneidad a sí del presente. Antes de saber si se puede diferenciar entre el espectro del pasado y el del futuro, el presente pasado y del presente futuro, puede que haya que preguntarse si el efecto de espectralidad no consiste en desbaratar esta oposición, incluso esta dialéctica, entre la presencia efectiva y su otro12.
La espectralidad es, entonces, la desconexión, el desajuste del presente. Por esto, la relación con la justicia es doble en la temporalidad desajustada: es la dislocación del presente que permite que algo suceda y es el desgaste del mundo que reclama su transformación. El tiempo desajustado es también el llamado a la justicia, a aquel que tiene que reajustar las cosas. Pero este llamado a la justicia, para Derrida, no se puede comprender sin la necesidad de la herencia. Los espectros que retornan y desajustan el presente tienen una doble temporalidad: vienen del pasado y del porvenir. Aún más, rompen con esta oposición pues vienen del pasado para reclamar un porvenir. De modo que la misma espectralidad reclama un pensamiento de
12
Ibídem, pág. 53. 297
la herencia, de quienes son aquellos espectros del pasado que retornan y asedian. El marxismo será en este caso un fantasma que vuelve, asedia, vigila y que por ello mismo no deja que el presente se reconcilie consigo mismo. Pero como los fantasmas dan miedo, como vienen a establecer una exigencia, se los busca conjurar. La apuesta de Derrida es, entonces, luchar contra el conjuro del marxismo (incluso del mismo marxismo que teme a los espectros), y así ser fiel al legado de Marx. Una fidelidad que deberá ser infiel, infiel por fidelidad: heredar a Marx para ir más allá de él. O mejor, en la herencia del pasado abrir a un tiempo por venir. Pues la justicia es la fidelidad infiel a un legado y la apertura a un porvenir sin horizonte de espera.
Conjuro, heterogeneidad y herencia La escritura del libro de Derrida está marcada por un contexto –principios de la década de 1990–, donde existe una tendencia a celebrar la victoria del capitalismo liberal, aun cuando se sabe que ese supuesto triunfo es crítico, frágil, precario y, en muchos casos, con consecuencias catastróficas. Es un júbilo por un supuesto triunfo, pero también una estrategia para ocultar todos los fracasos que niegan ese triunfo. En este triunfalismo el marxismo es conjurado, se trata de un tiempo donde se da una especie de hegemonía sin precedentes que busca conjurar el marxismo. Uno de los temores de la nueva alianza es la metamorfosis del marxismo, el temor a ya no poder reconocer a los marxistas actuales, como si existiera una herencia del marxismo heterodoxa que no es fácil de reconocer. El nuevo temor surge de la dificultad de ubicar o circunscribir el marxismo contemporáneo y a quiénes más allá del marxismo se hacen cargo de su herencia. Un conjuro que ya Marx señalaba de toda la vieja Europa respecto del espectro del comunismo. Ahora bien, conjuro tiene dos significados en francés: conjuración y conjuro. El primer sentido, conjuración, encierra, a su vez, dos sentidos. Por una parte, significa la conspiración de quienes se comprometieron mediante un juramento a luchar contra un poder superior. Por otra parte, conjuración significa 298
una especie de encantamiento mágico destinado a convocar un encanto o un espíritu. Así, es como una llamada que hace venir lo que no está presente. En el segundo sentido, conjuro, significa el exorcismo mágico que expulsa el espíritu maléfico que había sido convocado. De modo que en la palabra juegan varios significados: una conspiración contra el poder hegemónico, la alianza para conjurar un adversario político y el exorcismo de una fuerza maligna. Por eso el exorcismo busca constatar la muerte de un muerto, busca hacer que el espíritu de un muerto esté efectivamente muerto, y en ese acto deja de ser una constatación para ser una performatividad. El exorcismo es un dar muerte: declara la muerte y la otorga. En cuanto performativo es la declaración de una guerra al muerto, es la búsqueda de un dar muerte. Y con ello reconoce la fuerza de los muertos entre los vivos –su presencia–, y la necesidad del conjuro. Se busca conjurar un espectro que viene a trastocar el orden presente, que viene a dislocar el tiempo, que desajusta el mundo. De ahí la necesidad de una herencia crítica de cierto espíritu del marxismo que posibilita la crítica. Si se trata de leer a Marx a partir de la idea de espectro, esa misma lectura es una toma de partido: Yo no propongo una vuelta a Marx como un gran filósofo canónico al que por fin se va a poder incluir dentro de la inmensa tradición de los grandes filósofos clásicos. Aunque siempre resulta necesario un trabajo universitario sobre Marx, existe un riesgo de domesticación, de neutralización de la inyunción revolucionaria de Marx. Y es contra esa neutralización contra la que consideré que tenía que protestar.13
Esto último significa que en el mismo Marx, y aún más en el marxismo, habitan diferentes espíritus y que toda herencia es la opción por uno de esos espíritus. En este sentido, una herencia o legado reclama un trabajo o una tarea que en la multiplicidad termina optando por uno de los espíritus de Marx. Derrida, en una primera lectura, ve en Marx aquel que se dirige a los espectros, o mejor, aquel que sabe dirigirse a los espectros, alguien que sabe hablar con los fantasmas. De ello dan DERRIDA, J., ¡Palabra!, Madrid, Trotta, 2001, pág. 86.
13
299
cuenta todos los espectros que aparecen en su discurso, desde aquel que recorre el Manifiesto hasta la mercancía de El Capital. Y por eso ningún discurso parece hoy más actual, más urgente, escribe Derrida, que el de Marx. Pero es un discurso, como pocos, que señala su propia historicidad al reclamar la necesidad de su transformación. Por ello, para Derrida es una falta no leer a Marx y es una falta contra la responsabilidad teórica y filosófica, la herencia de Marx no es una opción, sino una necesidad. En el momento en que, después de la caída de la URSS, todo marxismo parece perimido, es necesaria la lectura de Marx, pues sin la herencia no es posible ningún porvenir:
Desde el momento en que la máquina de dogmas y los aparatos ideológicos ‘marxistas’ (Estados, partidos, células, sindicatos y otros lugares de producción doctrinal) están en trance de desaparición, ya no tenemos excusa, solamente coartadas, para desentendernos de esta responsabilidad. No habrá porvenir sin ello. No sin Marx. No hay porvenir sin Marx. Sin la memoria y sin la herencia de Marx: en todo caso de un cierto Marx: de su genio, de al menos uno de sus espíritus. Pues ésta será nuestra hipótesis o más bien nuestra toma de partido: hay más de uno, debe haber más de uno14.
La obligación de esta herencia se comprende desde los múltiples espíritus de Marx. Para pensar esto, Derrida retoma un texto de Maurice Blanchot titulado “Los tres discursos de Marx” donde se encuentra planteado el tema de la heterogeneidad necesaria de una herencia, es decir, la disparidad de los diferentes espíritus. Y debido a que existen diferentes discursos de Marx, o mejor, existen diferentes Marx, la herencia es la elección en la disparidad. La herencia nunca puede ser una, aún más, la supuesta unidad de una herencia (bajo el nombre de Marx por ejemplo) no es sino una interpretación que reúne, que reafirma a posteriori la unidad de esa pluralidad. Si existe una pluralidad ab initio una herencia debe escoger entre los diversos espíritus que habitan contradictoriamente. Por esto mismo nunca existe legibilidad transparente, natural o dada de un legado, sólo existe herencia porque el legado no es unívoco. Como no hay DERRIDA, J., Espectros de Marx, op. cit., pág. 27.
14
300
transparencia, no existe algo dado y la herencia es la elección crítica entre diversos espíritus. Esta elección muestra que toda herencia es una tarea finita:
[…] hay que asumir la herencia del marxismo, asumir lo más ‘vivo’ de él, es decir, paradójicamente, aquello de él que no ha dejado de poner sobre el tapete la cuestión de la vida, del espíritu o de lo espectral, de la-vida-la-muerte más allá de la oposición entre la vida y la muerte. Hay que reafirmar esta herencia transformándola tan radicalmente como sea necesario. Reafirmación que sería a la vez fiel a algo que resuena en la llamada de Marx –digamos de nuevo en el espíritu de su inyunción– y conforme con el concepto de la herencia en general. La herencia no es nunca algo dado, es siempre una tarea15.
La fidelidad a Marx, la responsabilidad de una herencia, se traduce en un trabajo de lectura. Si Derrida señala que hereda un espíritu de Marx, aquel vinculado con la crítica y la emancipación, es porque existe un trabajo de interpretación y lectura. La cuestión es, entonces, a qué espíritu es necesario serle fiel. Derrida advierte que la fidelidad debe disgustar a los marxistas, pues la referencia al espíritu como espectro debe molestar a una tradición que se autodenomina materialista. Aun así, Derrida insiste en esa fidelidad selectiva que implica elegir ciertos espíritus y excluir otros. Ante una cantidad de espectros, en principio innumerables, es necesario decidir. Una decisión que se toma, siempre, sobre un terreno indecidible: porque existen múltiples espíritus de Marx es posible la decisión. La decisión, para Derrida, no ha de agradar a nadie porque un no marxista, así lo confiesa, escribe un libro sobre Marx. Escribe un libro donde se reclama fiel a cierto espíritu del marxismo y, en la decisión, elimina otros. Por esto la decisión no ha de agradar a quienes se consideran los herederos legítimos de Marx16. El espíritu por Ibídem, pág. 67. Derrida anticipa en este sentido algunas de las reacciones posteriores que lo critican por su supuesta apropiación de Marx. Diversos autores de la tradición marxista han leído la intervención de Derrida como una especie de invasión. Así, por ejemplo, autores como Eagleton, Ahmad, Spivak. Derrida, luego de estas intervenciones, publica un texto titulado Marx e hijos, donde crítica aquellos autores que tienen una relación apropiativa de Marx: “Lo que no dejará nunca de sorprenderme de la posesividad celosa de tantos marxistas, y más aún en este caso, no es tan sólo lo 15 16
301
el cual opta Derrida es el de una crítica radical más allá de los presupuestos ontológicos del marxismo:
Al ocultar todos estos fracasos y todas estas amenazas, se pretende ocultar el potencial –fuerza y virtualidad– de lo que se llamará el principio, e incluso, siempre recurriendo a la ironía, el espíritu de la crítica marxista. Me gustaría distinguir este espíritu de la crítica marxista, que parece hoy en día más indispensable que nunca, del marxismo como ontología, sistema filosófico o metafísico, ‘materialismo dialéctico’; del marxismo como materialismo histórico o como método; y del marxismo incorporado en aparatos de partido, en Estados o en una Internacional obrera17.
La necesidad de recuperar cierto espíritu del marxismo se hace en vistas a la crítica. Derrida se reclama fiel al espíritu del marxismo como la posibilidad de efectuar, siempre y en cada ocasión, una crítica radical. Fidelidad a la crítica radical, entendiendo esta radicalidad como un repliegue sobre sí, una autocrítica: una crítica que sea capaz de transformarse, reevaluarse, reinterpretarse. Crítica que es heredera de la Ilustración, de un espíritu de la Ilustración al que no hay que renunciar. Optar por este espíritu del marxismo es dejar otros de lado, dejar lo que Derrida denomina la ontología marxista: Distinguiremos este espíritu de otros espíritus del marxismo, que lo anclan al cuerpo de una doctrina marxista, de su supuesta totalidad sistémica, metafísica u ontológica (especialmente al ‘método dialéctico’, o a la ‘dialéctica materialista’), a sus conceptos fundamentales de trabajo, de modo de producción, de clase social y, por consiguiente, a toda la historia de sus aparatos (proyectados o reales: las Internacionales del
que siempre tiene de cómico una reivindicación de propiedad, y cómico de manera aún más teatral cuando se trata de una herencia, y de una herencia textual, ¡y aún más patético cuando se trata de la apropiación de una herencia llamada ‘Marx’! No, lo que no dejo de preguntarme, y más aún en este caso, es dónde cree la autora que estarían los presuntos títulos de propiedad. ¿En nombre de qué, alegando qué, exactamente, se atreve tan siquiera a confesar una ‘reacción propietaria’ (proprietorial reaction)? Porque una confesión como ésta presupone que ha sido reconocido un título de propiedad en nombre del cual uno se ensaña en seguir defendiendo aún su bien. ¿Pero quién ha reconocido este derecho de propiedad, sobre todo en este caso?” DERRIDA, J., Marx e hijos, en SPRINKER, M. (ed.), Demarcaciones espectrales. En torno a Espectros de Marx de Jacques Derrida, Madrid, Akal, 2002, pág. 256. 17 DERRIDA, J., Espectros de Marx, op. cit., pág. pág. 82. 302
movimientos obrero, la dictadura del proletariado, el partido único, el Estado y, finalmente, la monstruosidad totalitaria)18.
En síntesis, por fidelidad al marxismo la deconstrucción del marxismo, lo que significa, incluso, ir más allá de la noción de crítica hacia la noción de deconstrucción. Si bien es necesario heredar el espíritu de crítica marxista, Derrida señala que la deconstrucción siempre ha sido otra cosa que la crítica, la deconstrucción no es sólo crítica porque en todo caso también es posible deconstruir la noción de crítica y mostrar sus supuestos históricos. Ahora bien, una herencia no se dirige sólo al pasado sino que se abre al porvenir. O mejor, la heterogeneidad de los discursos de una herencia muestra la desconexión necesaria para que exista la promesa como apertura hacia lo que viene. La desconexión entre los discursos, la heterogeneidad, es la posibilidad del pasado, de la memoria, de la herencia, pero también la apertura al porvenir, al futuro. Si se anuncia el problema de la herencia, de la relación con la memoria y el pasado, a la vez aparece la cuestión del fin, de la teleología y la escatología, o mejor, de todo lo que distancia la teleología de la escatología. Lo espectros no son sólo algo que retorna del pasado, sino algo que está por venir, y vale recordar que este sentido tiene el espectro del comunismo en el Manifiesto (el comunismo es un espectro en cuanto no es una realidad presente, una realidad efectiva en toda Europa, sino que asedia como una promesa, como algo que tiene que venir). La apuesta de Derrida, entonces, es doble: los espectros son siempre reaparecidos y vienen del porvenir. El espectro del comunismo asedia porque viene del pasado, re-aparece, pero también porque es un porvenir, es la promesa de su realización efectiva. De modo que la herencia en vistas a la justicia tiene una doble orientación, es el testimonio ante algo que reaparece, que vuelve, que reclama ser escuchado, y al mismo tiempo es la promesa como apertura hacia el porvenir, apertura que exige la urgencia de su realización. La justicia es una respuesta ante un pasado que retorna y reclama por un legado de crítica radical, pero el reclamo no sólo viene del pasado, sino que anuncia
18
Ibídem, pág. 102. 303
la posibilidad del porvenir. Todo espectro tiene esta doble característica: es un reaparecido, el retorno de un pasado, pero es también la apertura hacia el porvenir, hacia lo posible sin figura determinada. La apuesta por la justicia de la deconstrucción se vuelve hiperbólica al dirigirse al pasado y al futuro, a los que ya no están y a los que todavía no están. En otras palabras, se trata de quebrar el presente, de hacer una grieta en él, de volverlo inestable desde la justicia que se dirige a aquellos que no están vivos, que ya no o todavía no están presentemente vivos.
Crítica, emancipación, mesianismo A lo largo del capítulo se han podido presentar ciertas características que complejizan la justicia desde la noción de espectralidad. Sin retomar las lecturas específicas de Derrida en torno a diversos escritos de Marx, es posible señalar que muestra una tensión: por un lado, el discurso de Marx está habitado por espectros, por una espectralidad que excede toda ontología; por otro lado, Marx es aquel que clausura la apertura, le da una respuesta ontológica a la cuestión de la espectralidad. Existen fantasmas, pero los fantasmas no son nada, no deben ser nada. Está tensión en Marx lo lleva a intentar exorcizar los espectros, y fundamenta este exorcismo en una crítica basada en una ontología de la presencia como presencia efectiva y objetividad. Por ello, Derrida señala que al ser una ontología crítica pre-deconstructiva, es necesario ir más allá de la crítica y de la ontología que la fundamenta. La deconstrucción es, en este sentido, una apertura hacia los acontecimientos sísmicos que vienen, a la vez, del porvenir y del fondo del tiempo. Deconstrucción, en este caso, situada alrededor de los espectros, de lo espectral que asedia, el extraño que ronda en la proximidad, en la interioridad más próxima. En este marco, resulta central destacar que Derrida en su fidelidad a cierto espíritu de Marx señala dos cosas: la crítica radical y la promesa emancipatoria. Si en un primer momento Derrida reclama que el espíritu al cual es fiel es el de la crítica radical, en un segundo momento aumenta la apuesta y señala 304
que la fidelidad al marxismo radica en una afirmación emancipatoria:
Es más bien cierta afirmación emancipatoria y mesiánica¸ cierta experiencia de la promesa que se puede intentar liberar de toda dogmática e, incluso, de toda determinación metafísico-religiosa, de todo mesianismo. Y una promesa debe prometer ser cumplida, es decir, no limitarse sólo a ser ‘espiritual’ o ‘abstracta’, sino producir acontecimientos, nuevas formas de acción, de práctica, de organización, etc.19.
La fidelidad, entonces, es hacia la emancipación entendida aquí como promesa. Esta fidelidad se opone a dos tendencias: la de las interpretaciones marxistas más modernas (vinculadas al grupo de Althusser) que buscan disociar el marxismo de toda teleología o escatología; y las interpretaciones anti-marxistas que le dan contenidos onto-teológicos a la escatología. Desde la idea de justicia como promesa mesiánica es posible efectuar una crítica radical, infinita por principio, de todas las instituciones existentes. En este sentido, si primero parecen disociarse crítica radical de promesa emancipatoria, luego se muestran estrechamente vinculadas: […] crítica (que) pertenece al movimiento de una experiencia abierta al porvenir absoluto de lo que viene, es decir, de una experiencia necesariamente indeterminada, abstracta, desértica, ofrecida, expuesta, brindada, a su espera del otro y del acontecimiento20.
Crítica y emancipación van juntas, es posible una crítica infinita a partir de cierta idea de justicia que no se puede deconstruir21. Justicia que se entiende como apertura radical a lo que viene y a quien viene. Por esto funciona como una promesa sin Ibídem, pág. 103. Ibídem, pág. 104. 21 En una entrevista posterior Derrida va a señalar que es esto lo que posibilita ubicar su pensamiento en la izquierda: “Parto de un axioma mínimo: en la izquierda está el deseo de afirmar el porvenir, de cambiar, y de cambiar en el sentido de la mayor justicia posible. No diré que toda derecha sea insensible al cambio y a la justicia (sería injusto), pero no convierte éstos en el resorte primero ni en el axioma de su acción” DERRIDA, J., Papel Máquina, Madrid, Trotta, 2003, pág. 311. 19 20
305
contenido determinado, es pura formalidad, esto significa una regla universal infinita y una singularidad que excede toda regla. La promesa, como apertura indeterminada, es una performatividad originaria que no se atiene a normas existentes. Es la performatividad que crea la norma sin atenerse a la norma, la creación de la ley previa a la ley: Violencia de la ley antes de la ley y antes del sentido, violencia que interrumpe el tiempo, lo desarticula, lo desencaja, lo desplaza fuera de su alojamiento natural: out of joint. Es ahí donde la différance, aun cuando permanece irreductiblemente requerida por el espaciamiento de toda promesa y por el porvenir que viene a abrirla, no significa solamente, como se ha creído demasiado a menudo y tan ingenuamente, diferimiento, retraso, demora, posposición. En la incoercible différance se desencadena el aquí-ahora. Sin retraso, sin demora pero sin presencia, es el precipitarse de una singularidad absoluta, singular porque difiere-y-es-diferente, justamente, y siempre otra, que se liga necesariamente a la forma del instante, en la inminencia y en la urgencia: incluso si se dirige hacia lo que queda por venir, está la prenda. (…) No hay différance sin alteridad, no hay alteridad sin singularidad, no hay singularidad sin aquí-ahora22.
La noción de singularidad resulta central cuando la promesa se dirige hacia una alteridad irreductible. La apuesta por la singularidad, por el aquí y ahora, no implica defender la inmediatez o la presencia. La singularidad, en cuanto difiere, está dislocada, presenta una ruptura. Para Derrida la différance es diferimiento pero también urgencia, inminencia, y allí se da la singularidad. La singularidad es revolución permanente y por eso rompe con toda presencia sustancial y con toda ontología. Por esto, la deconstrucción es, para Derrida, la afirmación en la experiencia de lo imposible: la promesa en la posibilidad, o la apertura en la desconexión. El “puede ser”, el “tal vez”, que constituyen la ruptura de la presencia sustancial, de la ontología, son el lugar de la afirmación, de la promesa, y esto constituye una apuesta ético-política. En algún sentido, se DERRIDA, J., Espectros de Marx, op. cit., pág. 44.
22
306
puede leer el texto de Derrida como un tratado sobre la justicia, como una apuesta por esa afirmación incondicional que es la justicia: Que el sin-fondo de ese imposible pueda, no obstante, tener lugar, tal es, por el contrario, la ruina o la ceniza absoluta, la amenaza que hay que pensar y, ¿por qué no?, exorcizar de nuevo. Exorcizar no para ahuyentar a los fantasmas, sino, esta vez, para hacerles justicia, si eso viene a ser lo mismo que hacerlos (re)aparecer vivos, como (re)aparecidos que ya no serían (re)aparecidos, sino como esos otros arribantes que una memoria o una promesa hospitalaria ha de acoger –sin la certeza, jamás, de que se presenten como tales–. No para aplicarles el derecho en este sentido sino por deseo de justicia23.
La justicia que disloca el orden de lo presente, que hace vacilar la vida plenamente presente, es definida como la apertura incondicional al acontecimiento, a lo que viene y a quienes vienen. La justicia disloca el presente permitiendo que algo nuevo acontezca:
Espera sin horizonte de espera, espera de lo que no se espera aún o de lo que no se espera ya, hospitalidad sin reserva, saludo de bienvenida concebido de antemano a la absoluta sorpresa del arribante, a quien no se pedirá ninguna contrapartida (...), justa apertura que renuncia a todo derecho de propiedad, a todo derecho en general, apertura mesiánica a lo que viene, es decir, al acontecimiento que no se podría esperar como tal ni, por tanto, reconocer por adelantado, al acontecimiento como lo extranjero mismo, a aquella o aquel para quien se debe dejar un lugar vacío, siempre, en memoria de la esperanza24.
En este marco, Derrida introduce un término central en su definición de justicia: acontecimiento (événement). Referencia al acontecimiento que se encuentra en la misma noción de espectro: todo espectro es una repetición que es acontecimiento, una singularidad que acontece por primera y última vez. Los espectros retornan como si fuera por primera vez, los espectros retornan como si fuera por última vez, y en esa repetición
23 24
Ibídem, pág. 195. Ibídem, pág. 79. 307
singular, en esa repetición acontecimental, existe una lógica del asedio que deconstruye la ontología tradicional. Un espectro no tiene un comienzo original, sino que empieza por regresar y por ello es un reaparecido. La lógica del acontecimiento tiene un vínculo directo con la hospitalidad puesto que indica la posibilidad misma de la aparición de algo no previsto en el orden de lo presente: es lo imposible que hace posible la deconstrucción. La deconstrucción se efectúa desde una idea de justicia infinita como la llegada del otro singular, del extranjero. La justicia es hospitalidad como apertura al acontecimiento. Derrida no efectúa una crítica a toda escatología mesiánica, aun la supuesta en el marxismo, sino que muestra allí una estructura irreductible. Tal como fue señalado en el capítulo precedente, existe un mesianismo irreductible en la experiencia de una promesa y que por ello se relaciona, directamente, con la idea de justicia25. Este es el límite de la deconstrucción, un mesianismo, una justicia, que son indeconstruibles: Pues bien, lo que sigue siendo tan irreductible a toda deconstrucción, lo que permanece tan indeconstruible como la posibilidad misma de la deconstrucción, puede ser cierta experiencia de la promesa emancipatoria; puede ser, incluso, la formalidad de un mesianismo estructural, un mesianismo sin religión, incluso mesiánico sin mesianismo, una idea de justicia –que distinguimos siempre del derecho e incluso de los derechos humanos– y una idea de la democracia –que distinguimos de su concepto actual y de sus predicados tal y como hoy en día están determinados–26.
La cuestión es, en este sentido, la relación entre un mesianismo general, sin figura determinada, lo mesiánico, y su determinación en una u otra forma, en una u otra figura particular. Derrida aun cuando asume la herencia benjaminiana, destaca a la vez su diferencia: “El inciso, ‘mesiánico sin mesianismo’, es, por supuesto, una formulación mía, no de Benjamin. Así pues, no se trata de una aposición, una traducción o una equivalencia; lo que desearía subrayar, más bien, sería una orientación y una ruptura, una tendencia que va del debilitamiento a la anulación, del ‘débil’ al ‘sin’ y, por lo tanto, la asíntota, tan sólo la asíntota, de un acercamiento posible entre la idea de Benjamin y la que yo desearía proponer. Entre ‘débil’ y ‘sin’ hay un salto, quizá un salto infinito. Una mesianicidad sin mesianismo no es un mesianismo debilitado, una fuerza disminuida de la espera mesiánica”. DERRIDA, J., Marx e hijos, op. cit., pág. 291. 26 DERRIDA, J., Espectros de Marx, op. cit., pág. 73. 25
308
La apuesta de Derrida es un mesianismo sin mesianismo, una apertura incondicional más allá de las figuras particulares, más allá de cualquier figura bíblica. Por eso un mesianismo sin mesianismo. Derrida señala que mostrar esta otra historicidad más allá de las determinaciones metafísicas u ontológicas de la historia implica pensar la acontecibilidad como pensamiento de la promesa. Aún más, es un pensamiento afirmativo de la promesa mesiánica en su sentido emancipatorio. Esta idea de promesa se opone a la idea de programa o de proyecto e inscribe una nueva politicidad: “ Pues, lejos de que haya que renunciar al deseo emancipatorio, hay que empeñarse en él más que nunca, al parecer, como aquello que, por lo demás, es lo indeconstruible mismo del ‘es preciso’. Ésa es la condición de una repolitización, tal vez de otro concepto de lo político27.
Esta promesa que permite pensar otro concepto de política, esta apertura, siempre debe su posibilidad a la indecidibilidad que, como ya fue expuesto, constituye uno de los rasgos característicos de los primeros escritos del autor. La indecidibilidad funciona como un suelo en el que se hace posible una nueva concepción de la política como promesa emancipatoria. Asumir esta concepción de la política es ir más allá del marxismo, más allá de la oposición que está en Marx y lo excede entre lo efectivo como opuesto a lo espectral, la virtualidad, los simulacros. En el marco del cruce entre crítica y promesa, Derrida sostiene que la deconstrucción es una radicalización de cierto espíritu marxista que llevaría a una nueva institucionalidad, aún más, es la apuesta por un intervencionismo internacional que limite la soberanía estatal: Por insuficientes, confusos o equívocos que sean aún semejantes signos, demos la bienvenida a lo que se anuncia hoy con la reflexión sobre el derecho de injerencia o la intervención de carácter humanitario (como se dice de manera oscura y a ve-
27
Ibídem, pág. 89. 309
ces hipócrita), limitando así la soberanía del Estado en ciertas condiciones28.
La apuesta por las instituciones internacionales se dirige a lo que Derrida ha llamado la Nueva Internacional. Si este nombre está en el subtítulo de su libro se debe a que es una de las posiciones centrales del autor. Una Nueva Internacional que se refiere, según indica Derrida, a una profunda transformación del derecho internacional, de sus conceptos y su campo de intervención. Nueva Internacional que significa, así, un nuevo derecho internacional. Esto no implica que la Nueva Internacional sea antiestatalista, por el contrario, Derrida señala que este nuevo derecho debe limitar fuerzas socioeconómicas privadas, es decir, debe tener una fuerte impronta intervencionista. Pero, al mismo tiempo, se debe volver a cierto espíritu del marxismo para criticar la autonomía de lo jurídico y denunciar la captura de las instituciones del derecho internacional por grandes Estados o poderes socioeconómicos. Aun sin asumir todo el legado marxista respecto al Estado y el derecho, su espíritu sirve para criticar el derecho internacional. Desde esta crítica es que puede nacer la Nueva Internacional frente a quienes celebran el triunfo de la democracia liberal: Pues, hay que decirlo a gritos, en el momento en que algunos se atreven a neoevangelizar en nombre del ideal de una democracia liberal que, por fin, ha culminado en sí misma como en el ideal de la historia humana: jamás la violencia, la desigualdad, la exclusión, la hambruna y, por tanto, la opresión económica han afectado a tantos seres humanos, en la historia de la tierra y de la humanidad29.
Ante los discursos triunfalistas, eufóricos, que celebran el fin de la historia, Derrida señala que no es posible ignorar nunca tantos hombres, mujeres y niños que han sido sojuzgados. La Nueva Internacional surge ante esto, y no sólo busca generar un derecho internacional ante estos crímenes, sino que busca constituir un lazo de afinidad, sufrimiento y esperanza. La Nueva
28 29
Ibídem, pág. 98. Ibídem, pág. 99. 310
Internacional es este lazo, un lazo no programado, sin partido, sin clase, sin nación, sin coordinación. En fin, el acento en la lectura que Derrida hace de Marx adquiere sentido en relación a los capítulos precedentes, pues si los elementos centrales de la noción de justicia ya han sido trabajados, al abordar la categoría de espectro aparecen una serie de cuestiones ineludibles. Ante todo, se trata de pensar la relación de la deconstrucción con el marxismo. Derrida señala al respecto que todo aquello que se comprende bajo el término “deconstrucción” hubiera sido imposible sin cierta herencia del marxismo. Por ello, el libro se puede leer como un largo trabajo sobre qué significa heredar. Derrida va a señalar que una herencia es un trabajo porque hay que decidir o elegir ante la multiplicidad de espíritus que habitan en un mismo autor. Esta elección en el caso del autor francés se realiza recuperando aquel espíritu de Marx que viene a señalar que la tarea del pensamiento es una exigencia radical de justicia, pero lo hace abandonando los supuestos ontológicos del marxismo que limitaban esa exigencia. Por ello hay que oponer la fantología a la ontología, pues la justicia es posible cuando el presente no se encuentra reconciliado consigo mismo, no sólo cuando el presente está desajustado por el pasado y el porvenir, sino cuando las cosas no marchan bien. La justicia es una demanda que surge cuando las cosas no van bien, una demanda asimétrica que no deja el tiempo en paz. En esta herencia del espíritu marxista de una demanda incondicional de justicia dos elementos son centrales para complejizar la noción de justicia. En primer lugar, la justicia se comprende como crítica radical, es decir, como una crítica más allá de los supuestos históricos en los cuales surge esta noción (específicamente, la filosofía kantiana). La crítica radical se comprende desde una insistencia de justicia que lleva a cuestionar el orden presente desde una doble apertura: hacia el pasado y hacia el porvenir. En segundo lugar, la justicia se comprende como promesa emancipatoria, esto es, desde la estructura de una apertura incondicional a lo que viene. En el texto, aquello que viene será nombrado con el término “acontecimiento”, lo que rompe todo horizonte hermenéutico de anticipación, toda espera que pueda prever lo que viene. La traducción de justicia por emancipación 311
le otorga, indudablemente, un sentido político. La cuestión central será que la justicia como hospitalidad incondicional se define en este caso como apertura no-económica a la alteridad –la justicia–, que por ello se puede poner en tensión con la lectura inicial de Levinas donde la relación con la alteridad se plantea siempre en términos de violencia. La relación de alteridad y violencia es, así, uno de los lugares privilegiados para rastrear diferentes matices en los textos de Derrida. En este marco, el capítulo siguiente muestra cómo se deconstruye la posibilidad de un concepto estable de la política y se genera, a la vez, un pensamiento de la política no fraternal. Es la amistad, en la separación y disimetría, en la soledad y el silencio, aquello que posibilita otra política. Amistad que aparece en un pensamiento del quizá, o también, en el quizá de un pensamiento.
312
Capítulo IV Amistades
Le phileîn au-delà du politique ou une autre politique pour aimer, une autre politique à aimer?
Jacques Derrida
De un modo u otro la reflexión sobre la política se empieza a hacer explícita en los textos de Derrida desde mediados de 1980, así aquellas cuestiones ético-políticas que debían rastrearse entrelíneas en los primeros textos, comienza a ser abordada de modo recurrente. En este trayecto existe un texto donde la misma conceptualidad política es puesta en cuestión: Políticas de la amistad. La centralidad del texto puede ser ubicada en tres registros. En primer lugar, efectúa una lectura detenida, compleja, de las determinaciones fraternalistas en la constitución de cierto concepto de política. De algún modo puede leerse el libro como la genealogía de una concepción de la política pensada en términos de fraternidad. En segundo lugar, y en la misma línea, la lectura de Carl Schmitt ocupa un lugar central en el texto. El carácter explícito de la reflexión política derridiana se detiene en la misma posibilidad de ubicar o definir un “concepto de lo político”. En tercer lugar, el texto abre la posibilidad hacia otro pensamiento de la amistad. Si toda una herencia determina el sentido de la política desde la figura del amigo como hermano, 313
Derrida piensa otra política a la luz de una amistad no-fraternal. En síntesis, como aparecía en las lecturas de Rousseau y LéviStrauss, en el presente capítulo el desplazamiento de acento se muestra en una discusión directa con la tradición de la filosofía política. Esta vez no para mostrar una economía de la violencia que deconstruye la oposición naturaleza/cultura, sino para pensar otra política desde cierta noción de amistad. La estructura de este capítulo es circular: empieza y finaliza con la referencia a Aristóteles. Circular porque se constituye como una larga reflexión sobre una frase aristotélica que aquí se articula en cuatro movimientos. Primero, se desarrolla desde esa frase y la lectura ciceroniana sobre la misma una concepción de amistad determinada por la figura del hermano y sus características: proximidad, naturaleza, cantidad. Segundo, el nombre de Nietzsche sirve para presentar un contrapunto a esta conexión y mostrar un pensamiento del “quizá” que otorga algunos contornos a esa otra política que piensa Derrida. Tercero, la lectura de Schmitt, núcleo del capítulo, sirve no sólo para mostrar la herencia en este autor de una tradición fraternalista, sino para cuestionar la misma posibilidad de un concepto de lo político. Cuarto, el capítulo cierra nuevamente con la lectura de la frase aristotélica para ver allí otra interpretación posible de la misma y con ello la configuración de otra idea de amistad. En fin, un recorrido sobre la noción de amistad para pensar diferentes políticas. El seminario dictado sobre la cuestión de la amistad abrió cada sesión con una cita de Montaigne que alude a una frase atribuida a Aristóteles: “Oh, amigos míos, no hay ningún amigo”. Esta frase recorre cada página del texto, sus diversas modulaciones muestran el lugar del trabajo de Derrida. El tema que articula la cuestión de la amistad es su relación con la figura del hermano, es decir, cómo la amistad ha sido pensada desde una concepción fraternalista y familiar. Concepción originada en una configuración androcentrada de la política: ¿Por qué el amigo sería como un hermano? Soñemos con una amistad que se lanza más allá de esa proximidad del doble congénere. Más allá del parentesco, tanto el más natural como el menos natural, cuando aquél deja su firma, desde el origen, 314
en el nombre, como sobre el doble espejo de aquella pareja. Preguntémonos, pues, qué sería entonces la política de un tal ‘ más allá del principio de fraternidad’1.
En este sentido se puede señalar que existen dos objetivos del libro de Derrida: mostrar cómo la figura del hermano ha constituido la mayoría de las representaciones de la amistad y pensar una amistad más allá de esa figura. La cuestión será aquí qué concepción de política surge en la ruptura con el fraternalismo, pues si la política ha sido pensada desde un esquema familiar androcéntrico, la pregunta es si existe otra concepción de la política. Por lo que la dificultad radica en pensar la posibilidad de otra definición de la política que escape a su determinación según esquemas familiares: El concepto de lo político se anuncia raramente al margen de alguna adherencia del Estado a la familia, sin lo que llamaremos una esquemática de la filiación: la cepa, el género o la especie, el sexo, la sangre, el nacimiento, la naturaleza, la nación –autóctona o no, telúrica o no–. Cuestión abismal, una vez más, de la phýsis. Cuestión del ser, cuestión de lo que se manifiesta al nacer, al abrirse, al hacer brotar o crecer, al producir produciéndose. La vida, ¿no es eso? Es así como se la cree reconocer2.
En la relación entre amistad y política se muestra no sólo la subordinación de la amistad al esquema familiar, sino de la política misma. Esto rompe con aquella reflexión que entiende la política como quiebre con la familia, la casa, o el estado de naturaleza. El objetivo de Derrida es mostrar cómo, más allá de esta supuesta ruptura, se conserva la imagen familiar para pensar la política. Y eso, ante todo, en relación a una figura privilegiada: la democracia. Pensar, entonces, la relación y el exceso de la democracia con el esquema filiar. Si una de las formas de la democracia requiere, generalmente, cierta fraternidad, pues está unida a un proceso de fraternización que comprende a todo otro como un hermano, proceso de comprensión que reduce al otro, lo convierte en un hermano domesticado, la cuestión será la de una democracia no fraternalista, que no regule la alteridad DERRIDA, J., Políticas de la amistad, Madrid, Trotta, 1998, pág. 12. Ibídem, pág. 13.
1 2
315
desde la proximidad filiar. Si el esquema general que domina la amistad y la política parece ser resumida en la frase “Uno que reduce al otro”, se trata de pensar una política más allá de esa reducción.
Aristóteles: el amigo como hermano Ateniéndose a la tradición, el primer problema vinculado con la amistad surge con el número, con la necesidad de contar el número de aquellos que pueden ser amigos. En el pensamiento aristotélico, la amistad sólo es posible entre unos pocos. Por eso mismo el problema del número no es externo a la amistad, sino inherente. La amistad sólo es posible contando, y contando pocos. Esto mismo es lo que se presenta en la frase que inaugura cada sesión, “Oh, amigos, míos, no hay ningún amigo”, pues la cuenta parece darse en dos momentos. Como si se dijera, primero, a los pocos, amigos míos y, segundo, a los muchos, que la amistad es imposible para el gran número. Pero estos dos momentos no son tan fáciles de diferenciar, pues la misma frase parece negarse a sí, autoeliminarse desde el momento en que se dirige a unos amigos que la misma frase niega. La cuestión es la contradicción de esta frase, cuando los dos momentos están juntos, se dan en el presente. Para analizar la contradicción implícita en la frase Derrida convoca a Cicerón quien, en su Lelio, acerca de la amistad, retoma la frase de Aristóteles. Según Cicerón para entender la frase es necesario distinguir entre dos tipos de amistad, una amistad reina y señora y una amistad corriente y normal. Nuevamente la diferencia entre ambas es el número. La verdadera amistad sólo corresponde a unos pocos, mientras que la amistad vulgar se relaciona con el gran número. Por esto, indica Derrida, la amistad se construye de un modo oligofílico: sólo entre pocos se puede dar la verdadera amistad. Pero no es sólo este el criterio, pues además del número, Cicerón indica que esos pocos deben ser también los más próximos. Este pequeño número determina, también, una concepción política: 316
¿Qué hay de la selección o de la elección, de la afinidad o de la proximidad, qué hay del parentesco o de la familiaridad (oikeiótes, decía ya el Lisis), qué hay del en casa de uno o del cerca de uno en lo que conecta la amistad a todas las leyes y a todas las lógicas de universalización, a la ética y al derecho, a los valores de igualdad y equidad, a todos los modelos políticos de la res publica en los que aquélla es algo axiomático, particularmente en la democracia?3
Dos criterios rigen la concepción de amistad perfecta: el pequeño número y la proximidad. Esta proximidad dada sólo en la amistad verdadera se entiende desde el privilegio de la mismidad, pues el verdadero amigo sería un doble ideal, es decir, otro que es uno mismo. La amistad es una apertura, desde esta concepción, hacia un otro que no es sino la imagen de uno mismo. Por esto, la lógica de lo mismo, narcisista, marca la apertura hacia el porvenir, donde el otro se transforma en uno mismo. La ejemplaridad de la amistad lleva a una esperanza hacia el porvenir, una apertura regulada por la mismidad. El amigo es una proyección ideal de uno mismo, una especie de repetición, una cita. Un amigo, un verdadero amigo, es aquel que se me parece: Cicerón prefiere lo mismo, cree que puede hacerlo, cree que el preferir es siempre eso: si la amistad proyecta su esperanza más allá de la vida, una esperanza absoluta, una esperanza inconmensurable, es porque el amigo es, como dice la traducción, nuestra ‘propia imagen ideal’4.
Por eso, extremando esta posición, aún en la muerte de uno es posible que la oración fúnebre sea pronunciada por uno mismo, pues el amigo que lee la oración sería esa imagen ideal del muerto. Sería como si uno se leyera a sí mismo esa oración. Además del número y la proximidad, en Aristóteles existe un privilegio en la pregunta por la amistad por el qué y no por el quién. Antes que preguntarse quién es o quiénes son los amigos, la pregunta es qué es la amistad. Para responder a ello, Aristóteles señala que se trata de un tipo de amor, y el amor se configura desde la oposición entre acción y pasión, entre agente
3 4
Ibídem, pág. 19. Ibídem, pág. 20. 317
y paciente. La pregunta será, entonces, si es mejor amar o ser amado. A lo que se responde privilegiando la actividad que es, por definición, ontológicamente superior a la pasividad. A la amistad le conviene más amar que ser amado. Esto implica ciertas determinaciones: es preferible la actividad a la pasividad, es mejor amar que ser amado, es acto más que pasión. La esencia de la amistad sólo se revela en la actividad de amar, no en el ser amado. La pregunta es por qué este privilegio, porqué el amar como actividad refleja lo más propio de la amistad y no el ser amado. Para responder a ello, Aristóteles indica que la cuestión es la relación con el saber, pues amar implica saber que se ama, en cambio ser amado no conlleva un saber: se puede ignorar ser amado, pero no amar. Quien ama tiene conciencia al saber que ama, y así el amigo es, entonces, aquel que sabe que ama. Por lo que el amor es, a priori, declarado. La amistad es este acto de amar como un saber declarado: Si nos fiásemos aquí de las categorías de sujeto y objeto, diríamos en esta lógica que la amistad es primeramente accesible por el lado del sujeto, que la piensa y la vive, no por el lado de su objeto, que puede ser amado o amable sin relacionarse de ninguna manera con el sentimiento del que resulta ser precisamente objeto5.
La amistad, en Aristóteles, adquiere su determinación a partir de esta inconmensurabilidad entre quien ama y quien es amado. Pues el amar es acto, es forma, es movimiento, y por ello siempre es superior la inclinación a amar frente al ser amado (que sólo buscan honores y signos de reconocimiento). Esta jerarquía parece contradecir todo el esquema igualitarista, de reciprocidad, que construye la idea de amistad. La diferencia jerárquica es la principal determinación para pensar la amistad:
La estructura de lo uno debe seguir siendo lo que es, heterogénea a la de lo otro, y aquélla, la del amar para el amante, esto es lo que en suma nos dice Aristóteles, será siempre preferible a ésta, a la de ser amada como amable. Amar será siempre preferible a ser amado, como el actuar al padecer, el acto a
5
Ibídem, pág. 26. 318
potencia, la esencia al accidente, el saber al no-saber. Es la referencia y la preferencia misma6.
El privilegio del amar como acto tiene su posibilidad extrema en relación a los muertos: es posible seguir amando aun a los muertos, y esto es posible por el privilegio del amar. El privilegio de la actividad sobre la pasividad que lleva a la posibilidad de la amistad con los muertos, abre el problema de la relación entre amistad y temporalidad. Pues para Aristóteles, en aquello que llama la “amistad primera”, es decir, la superior, es necesario el tiempo para poner a prueba la confianza. La amistad primera no se da sin la confianza que supone la posibilidad de medir el tiempo. La amistad es compromiso que necesita tiempo, y que por eso va más allá del presente o del presente vivo. Es la apertura del tiempo que lo configura como presente estable ante la necesidad de una certeza permanente: En la amistad primera, una fe así debe ser estable, establecida, cierta, segura (bébaios), debe resistir la prueba del tiempo. Pero al mismo tiempo, si puede decirse de nuevo, áma, es ella la que, dominando el tiempo y sustrayéndose a él, tomando y dando tiempo a contratiempo, abre la experiencia del tiempo7.
No hay amistad sin esta confianza, sin esta fe que se repite, que dura en el tiempo. La estabilidad no es espontánea puesto que requiere de la decisión y la reflexión. La confianza es una estabilización que surge de una decisión lenta, difícil, decisión sustentada en la reflexión y deliberación, en el juicio. La estabilización para que el amigo llegue a ser fiable y confiable necesita del tiempo, toma tiempo. En esta contratemporalidad se conjuga una duración y una omnitemporalidad: es una cierta duración hasta que se consigue una estabilidad intemporal. Existe una transición requerida, un camino, una duración, para llegar a la confianza, pero una vez adquirida se transforma en algo intemporal. La paradoja resulta de la necesidad del tiempo para escaparse del tiempo: para conseguir la confianza es necesario someterse al tiempo para llegar a una instancia in
6 7
Ibídem, pág. 28. Ibídem, pág. 32. 319
temporal. Esta estructura paradójica no basta para Aristóteles, si hace falta duración y omnitemporalidad es sólo como condición de posibilidad de la amistad. Condición de posibilidad que sólo pertenece al hombre, ni a los dioses ni a los animales, pero que no basta como tal, pues existe un paso entre esta condición y el acto. Entre la posibilidad de la amistad y la amistad como acto. La apertura al tiempo y su duración para llegar a la confianza estable no bastan para dar cuenta de la amistad como acto. La cuestión de la temporalidad es aquella que da cuenta de la necesidad de un número pequeño. La selección es necesaria en su vínculo con la temporalidad, pues sólo es posible tener pocos amigos porque hay que vivir con ellos para ponerlos a prueba, para llegar a la confianza. Sólo viviendo con cada uno cierto tiempo es posible llegar a la confianza, por eso siempre son pocos los amigos. El paso de la posibilidad al acto implica la selección entre los amigos y las cosas, precisa de una elección de los amigos que son pocos. Porque los amigos son aquellos que eligen a los amigos y no a las cosas. En oposición, los malvados o malintencionados eligen a las cosas y colocan a los amigos entre ellas. En esta segunda posibilidad se pasa de la amistad a los amigos, al cada uno que hay que elegir como amigo. La selección implica que hay que preferir ciertos amigos. Y esto introduce el cálculo allí donde estaba excluido. Si sólo son amigos quienes prefieren los amigos sobre las cosas, se introduce la medición en función del pequeño número de amigos:
Y la elección de esta preferencia reintroduce el número y el cálculo en la multiplicidad de las singularidades incalculables, allí donde habría hecho falta no contar (con) los amigos como se cuenta (con) las cosas8.
Si, en primer término, se señaló que la configuración de la amistad en Aristóteles estaba trabajada por cierta oligarquía –por el pequeño número–; en segundo término, esta configuración surge desde cierta aristocracia –sólo hay amistad en la virtud–. La selección de los amigos requiere de un saber que
8
Ibídem, pág. 37. 320
elija aquellos a los que se puede amar. Este saber es la virtud que no pertenece al orden natural y que debe ir más allá de la amistad. Virtud que se define en relación a la autosuficiencia. La amistad primera se consigue a partir de la confianza o fiabilidad de una estabilidad que se gana por medio de la virtud. Por lo cual el placer de la amistad, que genera la amistad, es el placer inmanente de la virtud. Se requiere de la virtud del otro para poder amarlo: la condición de la amistad es la virtud, su reciprocidad. Es necesario elegir los amigos, al pequeño grupo del cual se puede ser amigo, y por ello hay que elegir al mejor. Para elegir al mejor hace falta tiempo, hace falta que pase la prueba de la confianza. En el paso al acto, entonces, la amistad requiere del número, de cierta aritmética de los pocos. No es posible ser amigo de demasiados, sólo es posible amar a unos pocos. Y la medida de esta diferencia, entre los pocos y los muchos, la da el acto, pues no es posible amar en acto a numerosos individuos. Sólo es posible estar presente, amar en acto, a partir de la selección de cierto número. De modo que Derrida señala que la amistad constituida por la fraternidad, desde la figura del hermano, ha configurado una concepción de la política estructurada sobre los rasgos señalados: sólo se puede ser amigo de unos pocos porque se requiere una temporalidad que garantice la estabilidad del vínculo, vínculo generado desde el privilegio de la acción y la necesidad de la virtud. La verdadera amistad, oligopólica por definición, sólo se da entre hombres virtuosos, que se unen en la virtud. Pero esta virtud, he aquí todo el problema, se define por la autosuficiencia, por la ausencia de necesidad del otro. Esto lleva a que la amistad, desde esta definición, se regule por el esquema de la mismidad: el otro debe ser como uno mismo, el otro debe ser como un hermano. La amistad es una apertura al otro, que lleva tiempo para obtener confianza, pero en el que se encuentra una especie de reflejo, la proximidad del otro está garantizada por el parecido. En fin, el número, la temporalidad, el acto, el saber, la virtud, no llevan sino a una concepción de amistad como apertura al próximo o al hermano. Concepción que, por cierto, ha configurado una y otra vez aquello que se entiende por política. 321
Nietzsche: el amigo lejano La frase de Aristóteles, como se pudo señalar, es una contradicción realizativa y al mismo tiempo es una sentencia. En la herencia de esta frase existe un caso particular, el de Nietzsche, quien la parodia al invertirla. Nietzsche escribe en boca del loco: “¡Oh, enemigos! No hay enemigos”, y con esta inversión se produce una revolución en el concepto de amistad:
Se produce ahí, efectivamente, algo así como un levantamiento del suelo, y querríamos percibir sus ondas sísmicas, de alguna manera, la figura geológica de una revolución política más discreta pero no menos trastornadora de las revoluciones identificadas bajo ese nombre, una revolución, quizá, de lo político. Una revolución sísmica en el concepto político de la amistad que hemos heredado9.
Nietzsche efectúa una conmoción en la historia de la frase atribuida a Aristóteles. En la inversión, aparece de nuevo la contradicción realizativa de dirigirse a unos enemigos a los cuales les dice que no hay enemigos. La negación de la enemistad la realiza el loco que vive, pues sólo la locura puede decir esta verdad. La locura habla y se dirige a los locos, y es por ello también una palabra de hospitalidad a los locos. Ya no es el saber, como en Aristóteles, sino la locura la que puede decir la verdad de la amistad. El límite del saber no se encuentra sólo en la locura, sino en el silencio. Existe un saber del otro constitutivo, por lo que la amistad sólo puede darse en ese callarse, la amistad es guardada, conservada, por el silencio. Nietzsche dice la verdad de la amistad, dice que no hay amistad salvo entre quienes no se dicen todo. El silencio es una especie de protección que asegura la verdad de la amistad, que la resguarda. Porque de lo contrario, mostrando todo, mostrando el fondo del fondo, no hay amistad. Por eso mismo es posible decir que la amistad se funda sobre un fondo que no se revela, se funda para protegerse de ese fondo abismal. Esto no significa que los amigos se callen entre sí, sino que su habla reposa sobre el silencio. Es necesario guardar silen
9
Ibídem, pág. 44. 322
cio para conservar la amistad. Por eso los amigos guardan silencio juntos, una especie de acuerdo tácito donde quienes están separados se conservan como tales, permanecen como singularidades, como alteridades inconmensurables. Escribe Derrida:
No son solidarios, estos dos, son solitarios, pero se alían en silencio sobre la necesidad de callarse juntos, cada uno por su lado sin embargo. Lazo social, contemporaneidad, quizá, pero en la común afirmación de la des-conexión, en el estar-solo intempestivo y, simultáneamente, en la aquiescencia conjunta a la desunión10.
Nietzsche, en la lectura de Derrida, abre hacia una concepción de amistad que no está regida por el saber ni por la virtud, pues el otro se manifiesta como un abismo insondable, como una singularidad absoluta. Eso es, el otro nunca puede ser alguien próximo, alguien parecido, un hermano. La amistad es la cifra de la separación: comunidad sin comunidad de aquellos que están juntos estando solos. Comunidad de la separación, de aquellos que están juntos en su soledad, que hablan sobre el supuesto del silencio. Entre amigos se habla desde el silencio, suponiendo un acuerdo tácito que niega la posibilidad de decir la verdad. Esto funda, indica Derrida, otra forma del entre, del entre amigos a partir del silencio de los amigos. Hay que callarse juntos, pero es imposible medir ese callarse, se sustrae a cualquier tipo de medición de lo común, se sustrae a la medida común. Todo comienza, en la amistad, con el trasfondo de ilusión oculto, sobre el silencio que se guarda sobre la verdad de la amistad. Frente a la estabilidad aristotélica surge una inestabilidad esencial en Nietsche al oponer a la frase aristotélica, en boca del sabio moribundo, la apelación del loco viviente que niega los enemigos. Nietzsche presenta la posibilidad de que el sabio se haga pasar por loco, aún más, señala que por caridad, por sociabilidad, por amistad, se hace pasar por loco para no herir a sus allegados. El sabio se disfraza de loco por amistad, para no ser su enemigo, pero ocultando, a la vez, una enemistad mayor,
10
Ibídem, pág. 73. 323
ocultando su verdadera naturaleza. Finge lo que es para proteger a los otros, pero para protegerlos de su propia enemistad. Esto significa que por amistad se disfraza de enemigo para negar su enemistad, es decir, finge ser lo que es. En esta lógica del disfraz, de la simulación, se plantea una nueva virtud. La virtud nietzscheana no puede ser pensada con viejas categorías, sino que únicamente puede entenderse, pensarse, plantearse, desde sus mismos enunciados. Se trata de una virtud que rompe con la virtud clásica: ¿Y si una nueva sabiduría política se dejase inspirar mañana por la sabiduría de esa mentira, por esa manera de saber mentir, disimular o pervertir la lucidez malvada? ¿Y si exigiese que se sepan, y que se sepan disimular, los principios o las fuerzas de desunión social, todas las disyunciones amenazadoras?11.
La amistad en Nietzsche no es recíproca sino que supone una partición:
La ‘buena amistad’ supone la desproporción. Exige una cierta ruptura de reciprocidad o de igualdad, la interrupción también de toda fusión o confusión entre tú y yo. Significa al mismo tiempo un divorcio con el amor, aunque sea el amor de sí. Las pocas líneas que definen esta ‘buena amistad’ marcan todas esas líneas de partición12.
No hay proporción alguna entre amigos, no hay medida posible, no existe unión. Por el contrario, la partición señala una asimetría constitutiva: se estima más al otro que a sí mismo. Se cuestiona así la presunta unidad del tratamiento de la amistad en Grecia. Hace aparecer, en otros términos, una contradicción interna en la concepción griega de la amistad: entre la libertad como autosuficiencia, como independencia que trasciende el mundo, y la amistad que acepta la dependencia y la apertura al otro. Se oponen dos sentimientos sublimes, el de la autosuficiencia y el de la amistad. La amistad en Nietzsche se formula, para Derrida, desde un “pensamiento del quizá”. El loco viviente que invierte la frase
11 12
Ibídem, pág. 79. Ibídem, pág. 81. 324
aristotélica y anuncia una nueva amistad lo hace bajo la forma de la promesa. En este sentido, la locura es el lugar de la enunciación de una verdad por venir, de una verdad futura, aquella que anuncia lo que todavía no existe. Y el loco promete en el presente, pero toda promesa se abre hacia el futuro, es un “quizá”. El quizá es una apertura al porvenir, es el único pensamiento posible del acontecimiento: Lo que va a venir, no es sólo esto o aquello, es finalmente el pensamiento del quizá, el quizá mismo. Lo que llega llegará quizá, pues no se debe estar seguro jamás, ya que se trata de un llegar, pero lo que llega sería también el quizá mismo, la experiencia inaudita, completamente nueva, del quizá13.
El pensamiento del quizá es el nombre de esa otra amistad que está pensando Derrida como apertura al porvenir. Amistad que se abre a lo que viene, que se abre hacia lo imposible. El “quizá” disloca el presente, desune la necesidad del orden e introduce la interrupción. Esto implica cierta inestabilidad que viene a romper con la constancia o fiabilidad que construía la amistad en Aristóteles. La inestabilidad rompe con la permanencia, es una cierta inconstancia que requiere un tipo de resolución y una exposición al cruce de la ocasión y la necesidad. La inestabilidad no es irresolución, sino una resolución como interrupción de la estabilidad. El pensamiento del quizá aparece en Nietzsche cuando critica a los metafísicos de todos los tiempos porque se detienen en el prejuicio básico de creer en la oposición de los valores. Metafísicos que no pueden pensar el paso de un valor a otro, su trastrocamiento por mutua contaminación. Nietzsche produce, así, un trasmutación de los valores, empezando por la virtud. La virtud que se da en el quizá (y que se relaciona, por esto, a la virtú maquiaveliana), anuncia algo que viene, un porvenir indeterminado. El filósofo alemán reitera, en diversas ocasiones, anuncios de un futuro que vendrá pero que queda innombrado. Sólo se puede percibir la vacilación, el temblor, la vibración, de la época presente. Por esto mismo no es posible saber lo que va
13
Ibídem, pág. 46. 325
a sobrevenir, pues si algo se pudiera saber ya no sería nuevo eso que va a suceder. La apertura al porvenir implica la suspensión del saber:
Hace falta que nosotros no lo sepamos del todo para que un cambio pueda sobrevenir de nuevo. En consecuencia, para que ese saber sea verdadero y separa lo que sabe, le hace falta el no-saber14.
Nietzsche anuncia, es quien desde el no-saber sabe lo que el resto no sabe. Saber de vacilación, del temblor de una época. El pensamiento del quizá se presenta en Nietzsche frente a los metafísicos clásicos que no pueden aceptar la contradicción o la coexistencia de valores incompatibles. Los nuevos filósofos son los que sí pueden aceptar esa coexistencia, por eso son acechados por la locura. La locura es necesaria para poder pensar cómo una cosa puede surgir de su contrario: la verdad del error, el acto desinteresado del egoísmo, etc. Esta locura la traen los nuevos filósofos, éstos se arrojan al peligroso quizá, son filósofos del porvenir como aquellos que están por venir. Es un llamado de amistad, un llamado hacia los amigos que vienen, pero amigos que no tienen ninguna familiaridad. Por esto es una amistad como apertura radical al porvenir: Somos en primer lugar, como amigos, amigos de la soledad, y os llamamos para compartir lo que no se comparte, la soledad. Amigos completamente diferentes, amigos inaccesibles, amigos solos, en tanto incomparables y sin medida común, sin reciprocidad, sin igualdad. Sin horizontes de reconocimiento, pues. Sin parentesco, sin proximidad, sin oikeiótes15.
La amistad sin proximidad y sin semejanza revoluciona, interrumpe la herencia aristotélica. Amistad de la soledad, amistad de los que aman alejarse, de los que sólo aman separándose. Son amigos que aman en la retirada y lo hacen desde su singularidad solitaria. Por eso generan otra comunidad, una comunidad de la desligadura social. Todos estos atributos parecen negar todo lo que se entiende por amistad y comunidad: ¿cómo
14 15
Ibídem, pág. 49. Ibídem, pág. 53. 326
pensar una amistad solitaria?, ¿cómo pensar una comunidad sin ligazón? Efectivamente se anuncia así un imposible, pero es ello mismo lo que aparece en el quizá. La novedad sólo surge desde lo imposible y la amistad debe pensarse ahí: Quizá eso es imposible, precisamente. Quizá lo imposible es la única ocasión posible para alguna novedad, para alguna filosofía nueva de la novedad. Quizá, quizá en verdad el quizá sigue designando esa ocasión. Quizá la amistad, si es que la hay, debe dar legitimidad a lo que parece aquí imposible16.
Por eso la amistad hacia estos amigos que llegan, que van a llegar, una amistad en la soledad, es también una comunidad17. El quizá transforma la idea de amistad tal como la planteaba cierta herencia de Aristóteles. La amistad rompe el nexo con la familiaridad, con lo cercano, con lo mismo que busca su reflejo: Comunidad sin comunidad, amistad sin comunidad de los amigos de la soledad. Ninguna pertenencia. Ni semejanza ni
Ibídem, pág. 54. Derrida cita, para configurar esta comunidad, a Bataille, pues refiere a una “comunidad de los que no tienen comunidad”. La cita remite a todas las discusiones, intervenciones, interpretaciones, en torno al problema de la comunidad. Las intervenciones surgen, como es sabido, a partir de un texto de Jean-Luc Nancy titulado La comunidad inoperante. Derrida señala que la referencia a Bataille debe servir como testimonio de su deuda, amistad y reconocimiento a una serie de autores que han planteado el problema de la comunidad. Esta vez no se refiere sólo a Nancy, sino al texto de Blanchot escrito en relación a éste: La comunidad inconfesable. De ahí que todo lo que Derrida escribe al respecto pueda ser leído en el contexto de estas intervenciones, y por ello todas las reservas establecidas también se dirigen a estos autores. Las reservas se dirigen ante cierta fraternidad que sigue habitando, construyendo, los discursos sobre la comunidad sin comunidad: “Entonces, sí, lo que diré a partir y a propósito de Nietzsche, en su favor también, será un saludo a los amigos que acabo de citar o de nombrar. Lo que diré contra Nietzsche también, quizás, por ejemplo, cuando, más adelante, proteste contra las prendas que sigue apostando por tal fraternización. Sigue habiendo quizás alguna fraternidad en Bataille, Blanchot y Nancy, sobre la que me pregunto, desde el fono de mi amistad admirativa, si no merece algún desapego, y si debe seguir orientando el pensamiento de la comunidad, aunque sea de una comunidad sin comunidad, o de una fraternidad sin fraternidad”. DERRIDA, J., Políticas de la amistad, op. cit., pág. 56. Doble gesto de Derrida: por un lado, su admiración, su deuda, su amistad, ante Bataille, Blanchot, Nancy, y todos los planteos respecto de otro tipo de comunidad; por otro lado, una reserva, una coma, nuevamente desde el problema de la fraternidad, que no sólo construye la idea de amistad heredada, sino también cierto concepto de lo político que trabaja, parece señalar, estos planteos de la comunidad. 16 17
327
proximidad. ¿Fin de la oiheiótes? Quizá. He aquí en todo caso amigos que buscan reconocerse sin conocerse18.
Los amigos son amigos de la soledad, su semejanza es su aislamiento, su singularidad, su no-pertenencia. Aun así, forman una comunidad, conforman una comunidad sin comunidad. Una comunidad que debe ser formada, creada, donde sólo el lenguaje de la locura puede expresar lo imposible, el pensamiento del quizá. Comunidad que se abisma en el quizá como apertura al acontecimiento, deja advenir a los que llegan. Esta comunidad de los solitarios, de los amigos de la soledad, no implica una despolitización, sino otra política. Una comunidad que empieza su política denunciando la contradicción que habita el concepto de lo común y la comunidad: muestra que lo común es una rareza para los raros. Por eso es una comunidad de sujetos inconmensurables, una comunidad sin sujeto, una comunidad sin intersubjetividad. Comunidad de los raros que exceden lo común. La crítica a la apropiación del otro se dirige, incluso, hacia el porvenir, hacia lo nuevo. Pues aún lo nuevo puede caer bajo la ley de apropiación, como si en el corazón de lo nuevo ya estuviera la apropiación como ley que se repite. Por eso la cuestión es dejar un lugar abierto para lo que quizá puede ocurrir, una apertura hacia lo que viene como amistad. Este sería el justo nombre de la amistad, un amor cuyo nombre sería amistad. No existe reaseguro para este amor, para esta amistad en la cual el concepto, el nombre y el acontecimiento no son necesariamente adecuados. Porque este amor es el único acontecimiento posible y, por ello, imposible. Claro que no sirve, simplemente, oponer un tipo de amistad a otra, como dos conceptos opuestos. Esta amistad nueva puede darse como una nueva forma de amar, un amar que no requiere la estabilidad, la confianza o la fiabilidad de Aristóteles19. Amistad que se da en una alianza con el pensa DERRIDA, J., Políticas de la amistad, op. cit., pág. 61. Amor que Derrida denomina amancia, un amor, activo, pasivo, que va más allá de las figuras que adquiere, por ejemplo la amistad o el amor, pero no puede darse sin esas figuras. Amancia que sólo se puede dar en la apertura del quizá. Es lo que se abre desde la experiencia misma del quizá. Y todo esto no es sino, para Derrida, una lectura posible de Nietzsche. Una lectura que piensa la amistad contra una mayoría que hegemoniza su significado, y que por ello configura el espacio público. 18 19
328
miento del quizá, o mejor, con la experiencia del quizá. Esto es, ya no una experiencia de lo posible, sino de lo imposible. Para pensar esta política imposible es necesario, señala Derrida, pasar por la “aporía del quizá”. Una aporía que se juega entre dos términos: sin quizá, sin un horizonte indeterminado, no es posible ningún acontecimiento, ninguna decisión, ninguna responsabilidad, pero todo acontecimiento, toda decisión, suceden suspendiendo el quizá, quitando el quizá: Si no es posible ninguna decisión (ética, jurídica, política) que no interrumpa la determinación comprometiéndose en el quizá, en revancha la misma decisión debe interrumpir aquello mismo que es su condición de posibilidad, el quizá mismo20.
De modo que el nombre de Nietzsche, y aun cuando Derrida reconoce ciertos rasgos que hacen que su pensamiento también se inscriba en la tradición fraternalista, otorga indicios para una política de la separación. Es en este sentido que la noción de amistad abre a una política no fraterna, sino justa. Justicia disimétrica, apertura al otro. Justicia que nunca se identifica con la política, sino que reclama, cada vez, una invención posible e imposible.
Schmitt: la imposibilidad de un concepto de lo político Si se trata de pensar de qué modo la configuración de la amistad bajo la figura del hermano ha dado lugar a un concepto de lo político, existe un nombre privilegiado para abordar la cuestión: Carl Schmitt. En el pensador alemán existe una definición de lo político, de la esencia de lo político, a partir de la oposición amigo-enemigo. En la misma se juegan dos problemas centrales: por un lado, la posibilidad de un concepto de lo político, es decir, el vínculo entre el concepto de concepto y lo político; por otro, las determinaciones que adquiere lo político pensado desde una enemistad constitutiva y, por ende, la posibilidad de su dislocación. De modo que dos son los objetos de decons DERRIDA, J., Políticas de la amistad, op. cit., pág. 86.
20
329
trucción: la posibilidad de una pureza conceptual para definir lo político y la constitución de esta definición desde la figura del enemigo. Derrida parte de un diagnóstico propiamente schmittiano: la despolitización de la era moderna parece haber perdido enemigos y amigos. Se trata de pensar lo político cuando parece haberse disuelto eso que se llama política, como si esta vez no hubiera existido un crimen político –la eliminación de un enemigo–, sino un crimen de lo político. Desde la perspectiva de Schmitt, cuando se pierden los enemigos, cuando desaparece la posibilidad de los enemigos, no surge una era de paz y fraternidad, sino una violencia aun peor. Perder al enemigo conduce a la violencia inconmensurable de aquello que no tiene una figura identificable. Porque las formas de la violencia conocidas, en su identificación, siempre son tranquilizadoras, se las puede reconocer porque pertenecen a una historia común. Por eso, es necesario detenerse en Schmitt como aquel heredero de una gran tradición de pensamiento europeo, aquel que pudo anticipar y criticar el devenir despolitizador de la modernidad europea. Derrida lee a Schmitt en un tiempo en el que enemigos y amigos parecen imposibles, y así en una época de vacilación de todo aquello que configuraba lo político. Lo primero que señala Derrida es que para el autor alemán lo político desaparecería sin la figura del enemigo. Esto es, si la esencia de lo político se define en la oposición amigo-enemigo, la desaparición del enemigo lleva a la despolitización. No habría política sin un enemigo, y ante su desaparición surge una época despolitizada, neutral. Al definir lo político desde la oposición amigo-enemigo surge un diagnóstico por el cual la modernidad es una época de la neutralización desde la creación de la “humanidad”. El concepto de humanidad destruye la enemistad y es la negación de lo político. Por esto, señala Schmitt, la humanidad no es un concepto político y no se corresponde con ninguna comunidad política. Desde este diagnóstico de situación, para Derrida se trata de pensar al mismo tiempo no sólo la fuerza histórica de esta perspectiva, sino las posibilidades de un más allá de la despolitización que no implique la reinvención del enemigo. Para esto resulta necesario pensar cuáles son las determinaciones del concepto de lo político schmittiano. La cuestión para Derrida es 330
desde qué lugares Schmitt determina la pureza de lo político, es decir, establece los límites del concepto. La primera indicación es que tal concepto se encuentra sobredeterminado por la oposición entre lo público y lo privado, pues el enemigo tal como lo entiende Schmitt es siempre público, no existe enemigo privado. El enemigo es la esencia de lo político y como rasgo esencial se deben eliminar de él todos los rasgos exteriores, esto es, se debe eliminar lo privado. Es necesario encontrar el núcleo de lo político, su especificidad, y para ello hay que diferenciarlo de otras regiones, sea lo privado, lo moral, lo militar, lo técnico, etc. Para mostrar este núcleo Schmitt recurre a distinciones del latín y del griego: hostis/inimicus y polémios/ekhtrós. Sólo estas lenguas captarían la distinción que permite no confundir enemistad con hostilidad. Porque en política lo opuesto a la amistad no sería la enemistad, sino la hostilidad. En este sentido un enemigo no es inamistoso, no es alguien contra quien se tenga sentimientos negativos: “Si el enemigo es el extranjero, la guerra que le haré debería mantenerse, en lo esencial, sin odio, sin xenofobia intrínseca. Y lo político comenzaría gracias a esa purificación”21. Es posible ser hostil frente a un amigo como amar al enemigo porque pertenecen a esferas diferentes, una a lo público y otra a lo privado. La distinción entre lo público y lo privado es la que asegura, garantiza, el edificio conceptual schmittiano, pues si esta distinción comienza a discutirse, si sus márgenes no son claros, se corre el riesgo de perder la especificidad postulada por Schmitt. Schmitt ve como amenaza la posibilidad de que se pierdan los límites claros entre lo público y lo privado, y por ello anuncia una amenaza que se aproxima desde el porvenir. Contra lo que viene se refugia en la tradición, necesita establecer lo que se hereda de una tradición ante el riesgo de lo nuevo. Por eso la necesidad de mostrar qué ha significado la palabra enemigo en la tradición, y con ello fijar claramente los límites para no perder la especificidad de lo político. Schmitt remite a Platón para distinguir entre polemos y stasis, entre la guerra que sólo se haría frente a los bárbaros y las guerras civiles que serían entre el mis
21
Ibídem, pág. 107. 331
mo pueblo griego. Schmitt lee Platón desde la diferencia entre guerra civil y guerra ante los enemigos naturales (los bárbaros). Para mantener esta distinción es necesario remitir al trasfondo que la hace posible, es decir, a una noción de naturaleza que la sostiene. Para diferenciar polemos y stasis hay que distinguir entre los litigios que se dan entre quienes tienen lazos de familia y los litigios entre quienes no los tienen. Los extranjeros son aquellos que no comparten la comunidad de nacimiento, por lo que es el nacimiento, la naturaleza, el fundamento de las distinciones schmittianas. Los extranjeros son naturalmente enemigos y los griegos son naturalmente amigos entre sí. Si la naturaleza sostiene la distinción, la pregunta es por qué surge la guerra civil entre quienes son naturalmente amigos. La segunda indicación de Derrida surge de lo establecido, pues los vínculos de familia deberían posibilitar la distinción entre guerra interior y guerra exterior. Schmitt necesita dar un paso en su análisis, pues si primero sostiene su teoría a partir de la división entre lo interno y lo externo, en un segundo momento traslada la lógica general hacia la política interior. La lucha entre amigo y enemigo es situada, primero, como guerra exterior, como guerra con el extranjero, pero en segunda instancia la disputa ingresa en la misma guerra civil. Schmitt tematiza esta interiorización de la polémica como una debilitación del Estado, de la “unidad política” del Estado. La diferencia entre lo político y lo estatal es el punto de partida de Schmitt, pues lo político precede a la forma estatal, al mismo tiempo que el Estado se configura como telos de lo político. Sobre esta base Schmitt piensa la guerra interna como debilitación del Estado, debilitación que se da cuando los antagonismos internos superan a los externos. La cuestión deja de ser la lucha entre unidades políticas, entre Estados, para configurarse como guerra civil. Así surge la necesidad de pacificar el Estado eliminando al enemigo interior. Cuando se interioriza la guerra aparece el problema, pues Schmitt construye su concepto de lo político a partir de la guerra con el extranjero, pero al interiorizar la guerra el enemigo pasa a ser el conciudadano. Para salvar esta dificultad Schmitt tematiza la guerra civil como guerra inter-estatal, es una 332
guerra entre un Estado debilitado y un Estado fuerte por venir, un Estado potencial. La complicación que trae la distinción entre guerra y guerra civil se acentúa con la reformulación de lo político con los revolucionarios del siglo XX, cuando la guerra se convierte en guerra de clases. En este sentido, la guerra se convierte en guerra entre hermanos. Derrida se detiene en el análisis de Schmitt en tanto va a definir al sujeto de la hostilidad absoluta como hermano. Hermano y enemigo se vuelven sinónimos, o bien se tornan indiferenciables. Aparece así la vieja tradición que identifica al hermano con el amigo, pero esta vez un hermano que es un enemigo. La hostilidad se dirige al hermano y la guerra se transforma en guerra interior. La necesidad de distinciones claras, de conceptos puros, se complica desde el momento en que el hermano es también el enemigo absoluto. La cuestión es la del hermano enemigo, del enemigo como hermano. Cuestión que, en tanto tal, disloca el esquema schmittiano. Cuando se define al hermano como enemigo la definición de enemigo se acerca indiscerniblemente a la de amigo, al amigo como hermano. En otros términos, el diagnóstico histórico de Schmitt como despolitización ante la pérdida del enemigo se asienta en la definición del concepto de lo político como oposición amigo-enemigo. Esta oposición está sobredeterminada por la distinción entre lo público y lo privado, un enemigo es tal sólo porque es público (lo que conlleva la separación de cualquier tipo de afecto en la relación). El enemigo público, entonces, se define por la estabilización de una distinción entre el interior y el exterior de una unidad política. En este sentido, un enemigo debe ser siempre exterior. Ahora bien, tanto en la guerra civil como en la guerra de clases se disuelve esa oposición en cuanto se da una guerra entre hermanos, es decir, una enemistad hacia los amigos. Si desde estos dos lugares –lo privado y lo público y la guerra interior y exterior– parece complicarse el edificio teórico schmittiano, resulta relevante señalar que para resolver la inestabilidad de las fronteras Schmitt va a combinar en su pensamiento posibilidad y decisión. Para Schmitt, la guerra general es siempre una guerra armada con vistas a dar muerte al otro. El enemigo es aquel a quien se le puede dar muerte, una 333
muerte que no es natural, pero que tampoco es un asesinato. Si lo que define la guerra es la posibilidad de dar muerte al otro, a quien se considera enemigo, esto supone considerar la vida como un combate y a cada hombre como un combatiente (y así la guerra le da sentido a lo político). La guerra es, entonces, la posibilidad real como dar muerte al enemigo. El edificio teórico de Schmitt, en la lectura de Derrida, se asienta sobre una presuposición cuya posibilidad es efectiva. Presupone la posibilidad real, pero lo hace como algo presente, como algo real. En Schmitt existe, en este sentido, una asociación entre posibilidad y efectividad. Con que un acontecimiento sea posible ya es real, ya es efectivo. La posibilidad real de la configuración amigo/enemigo es lo que utiliza Schmitt para definir lo político. Esta presuposición se asienta en una decisión como el lugar donde se determina al enemigo, se fija quién es el enemigo. La decisión discrimina y decide entre amigo y enemigo. Esto implica no sólo definir al amigo y al enemigo, sino saber quién es cada uno de ellos:
Para que haya algo así como lo político, hay que saber quién es quién, quién el amigo y quién el enemigo, y hay que saberlo no al modo de un saber teórico, sino al modo de una identificación práctica: saber consiste aquí en saber identificar el amigo y el enemigo22.
Lo relevante es saber identificar prácticamente quién es quién. La identificación es posible si existe una oposición con límites claros, donde son distinguibles amigo y enemigo. Para mantener esta distinción Schmitt no apela a la pureza conceptual, sino a su identificación práctica. En la esfera de lo concreto, parece decir Schmitt, se juega la distinción. Se necesita la pureza conceptual pero la misma es posible desde una decisión considerada como identificación práctica, es decir, la impureza de la facticidad parece constituir la pureza de lo conceptual. De modo que si se parte de un diagnóstico histórico sobre la despolitización, el mismo se asienta en una definición pura de lo político. Esto es, una definición del concepto de lo político
22
Ibídem, pág. 136. 334
que establezca claramente sus límites. El problema es que una y otra vez esa pureza es disuelta por el mismo Schmitt. Por ello Derrida muestra la imposibilidad de esa definición pura de lo político, o mejor, que la política nunca puede ser adecuada a su concepto. La inadecuación del concepto es inherente al concepto, es una inadecuación consigo mismo. Un concepto es en sí su propia disyunción, su propia différance. De ahí la imposibilidad de una política adecuada al concepto de lo político: […] incluso lo que se llama una política, una política ideal, un enfoque regulador y programático, incluso una idea de la política en general, no podrían establecer(se) (sobre la base) un tal ‘concepto de lo político’23.
Esta observación pone en riesgo el mismo proyecto de Schmitt, esto es, una ciencia de la política que parta de una definición pura de lo político. Un proyecto que busca un concepto de lo político para fundar una región científica sobre lo político. En este proyecto Schmitt reivindica el lenguaje político, aún más, la palabra política. Lenguaje, palabras que son determinadas desde un litigio, desde un polemos, pues siempre los conceptos políticos son polémicos, son conceptos de lo polémico y su uso es polémico. La dificultad se repliega ante la necesidad de precisar en su pureza la esencia del polemos. La pureza de los conceptos políticos, y deben ser puros para que la ciencia de la política sea tal, está caracterizada por la polémica. Esto lleva a una nueva paradoja: la impureza de los conceptos políticos fuera su propia pureza. Schmitt quiere definir lo político como tal, lo más propio de lo político, su concepto, su pureza, y para ello indica que son polémicos, pero si son polémicos no puede haber conceptos puros en tanto su misma definición está sometida a discusión, es decir, la fijación de sentido pureza se asienta sobre ese trasfondo polémico. Existe todo el tiempo un contrapunto entre la necesidad de distinciones claras, de la pureza de lo político, y la imposibilidad de fijar esos límites. De hecho esto pone en juega la tarea del mismo Schmitt como teórico de lo político que debe fijar los lí
23
Ibídem, pág. 134. 335
mites del concepto de lo político como posibilidad de la ciencia política, y por ello necesita fijar objetivamente, neutralmente, tal definición. Al mismo tiempo, Schmitt señala que todo concepto político es polémico y ubica su perspectiva fuera de la polémica, en una neutralidad despolitizadora. Derrida aumenta la apuesta no sólo cuestionando la posibilidad de una pureza conceptual, sino indicando el carácter irreductiblemente polémico en cualquier fijación de significados: Lo que nos parece más seguro, en cambio, es que el proyecto politológico o polemológico y la toma de posición político-polémica son indisociables. Su pureza respectiva es a priori inaccesible, no se puede denegarlo. Lo que es tanto como decir que solamente se puede denegar. Esta denegación estructural instruye y construye el discurso político y el discurso sobre lo político24.
Ahora bien, resulta interesante señalar que, para Derrida, la imposibilidad de esa pureza es también la necesidad de su denegación. Sólo existe un discurso político o sobre lo político porque se niega la contaminación. Schmitt ejerce esta denegación desde una pretendida neutralidad incontaminada a partir de la cual presentaría el concepto de lo político. Derrida critica la supuesta neutralidad desde la cual construye su concepto de lo político Schmitt mostrando la inestabilidad entre pureza e impureza desde el momento en que lo más propio del lenguaje político es ser polémico. El cuestionamiento de la pureza de lo político se realiza mostrando cómo una y otra vez las fronteras entre amigos y enemigos se borran. Este cuestionamiento no se dirige a proponer una nueva definición cierta de política, pues Derrida señala que la política es constitutivamente inadecuada a su concepto. Por ello se realiza una doble operación: no se renuncia a la lógica de la fraternización que construye la definición de lo político, pero se trabaja en su desnaturalización. Esto significa romper con la figura del hermano como dato natural, sustancial, esencial: Para ser consecuente con esta desnaturalización de la autoridad fraternal (o, si se quiere, con su ‘deconstrucción’), hay que tomar en cuenta una primera necesidad, una primera ley: no
24
Ibídem, pág. 138. 336
ha habido jamás nada natural en la figura del hermano, sobre cuyos rasgos se ha calcado a menudo el rostro del amigo –o del enemigo, del hermano enemigo–. La desnaturalización actuaba en la formación misma de la fraternidad. Es por eso por lo que, entre otras premisas, hay que recordar que la exigencia de una democracia por venir es ya lo que hace posible una construcción. Es la deconstrucción en acción. La relación con el hermano compromete desde el principio en el orden del juramento, del crédito, de la creencia y de la fe. El hermano no es jamás un hecho25.
La deconstrucción desnaturaliza la figura del hermano mostrando que su ligazón con lo original, el suelo, lo natural, no es sino cierta construcción. Y con ello cuestiona las premisas fundamentales de una política erigida sobre las figuras del amigo y el enemigo, figuras formadas desde la hermandad, desde la fraternidad. En este sentido, rompe con la naturalización del vínculo político, con su construcción como lazo natural. La apuesta de Derrida es la deconstrucción de cierta lógica política construida sobre la base de la fraternidad. En fin, la lectura de Schmitt posibilita dos cosas. En primer lugar, desde la oposición entre lo público y lo privado, entre guerra y revolución, Derrida cuestiona la posibilidad de una pureza conceptual de lo político. Mostrando, así, que no existe un concepto adecuado de lo político, o mejor, que lo político es por definición inadecuado a su concepto. La primera conclusión de esto es que la apertura a la novedad muestra también la necesidad de inventar conceptos. Dicho de otro modo, la traducción de la ética hospitalaria en política requiere, como primera tarea, inventar conceptos. Esta invención es siempre política: existe una polémica en la institución de todo orden conceptual. En segundo lugar, muestra que la definición schmittiana de lo político se asienta sobre cierta naturalización de la figura del enemigo. Ante la dificultad de circunscribir esta figura, Schmitt recurre a ciertos lazos de parentesco para diferenciar entre bárbaros y hermanos. La deconstrucción de este recurso a la naturaleza –la
25
Ibídem, pág. 183. 337
desnaturalización–, abre hacia una política no fraternal. Amistad sin semejanza, sin comunidad, que muestra otra política.
Aristóteles: la amistad como apertura Para finalizar Derrida va a volver sobre otra lectura posible de la frase aristotélica porque desde esta nueva traducción se muestra la relación entre amistad y performatividad (como vocativo). La frase con la que comienza toda la exposición (“Amigos míos, no hay ningún amigo”) tiene diferentes modalidades de enunciación. Derrida vuelve a esta frase contra toda una tradición para leer de otro modo la cita aristotélica y, con ello, cuestionar las interpretaciones, infinitamente ricas, que han leído una y otra vez la omega inicial como un vocativo. Otra versión de la misma frase que no busca construir una nueva ortodoxia, sino mostrar esa posibilidad. Para ello, en primer lugar, es necesario ubicar la incertidumbre gramatical de la frase. La misma se ubica en la omega inicial que puede ser, o bien una interjección vocativa, o bien el dativo de un pronombre. En el primer caso, la frase es la ya conocida (“Oh, amigos, no hay ningún amigo”), en el segundo caso quedaría una frase que diría: “aquel para el cual amigos, para él ningún amigo” o “si demasiados amigos, ningún amigo”. Si este es el caso, la cuestión pasa por el número, donde el exceso de amigos niega la amistad misma, su posibilidad. En segundo lugar, esta traducción puede ser presentada como un repliegue, es decir, como aquella que niega el pliegue, la provocación, producida por la primera traducción. Pocas traducciones dan cuenta de esta posibilidad. En tercer lugar, es necesario plantear las razones para traducir de esta forma. Para esto sirve la continuación de la frase, aquella que dice “Y puede leerse esta frase en el libro séptimo de la Ética”. La cuestión, ante la misma advertencia, es si está o no está la frase en el libro siete. O mejor, si el libro siete de la Ética da argumentos para fundamentar una u otra traducción. En este sentido, es posible afirmar que existen más argumentos en el libro siete que se adecuan a la segunda traducción que a la primera. 338
La cuestión es qué posibilita una u otra traducción, preguntarse por la apertura y el cierre de una u otra traducción. Para responder a esto, Derrida señala dos cosas. Primero, que existe una aporía entre autosuficiencia y amistad, pues parece que un hombre absolutamente autosuficiente podría prescindir de la amistad, o, en otros términos, se duda si alguien que busca un amigo es realmente un hombre bueno. Esta aporía da lugar a fundamentar la segunda traducción posible, pues si la virtud sólo puede unirse a la felicidad en la autarquía, en la autosuficiencia, el virtuoso tiende a prescindir de los amigos. Así se entiende la frase aristotélica donde se señala que aquel que tiene muchos amigos no tiene ninguno. Por ello el número es lo que construye la idea de amistad, lo que hace que los amigos sean pocos, raros: “[…] queda que la rareza o la escasez es la ley para toda amistad fundada en la virtud. La rareza es la virtud de la amistad. No tiene amigos el que tiene amigos, demasiados amigos”26. Segundo, la primera traducción, la canónica, es una apelación que se dirige a los amigos y lo hace en una frase que puede caratularse de contradicción realizativa; la segunda traducción no se dirige a los amigos, sino que habla de ellos y lo hace de un modo constatativo. No basta con esto, pues las dos traducciones terminan igual, con un constatativo que señala que no hay amigos, y esto porque en las dos es posible encontrar también una parte realizativa. Si en la primera queda clara como apelación a los amigos, en la segunda está supuesta como aquellos a quienes se dirige. Aún en la segunda traducción existe una especie de “Oh, amigos”, existe ahí también una apelación. Mostrar estas dos posibilidades y la complejidad de una u otra traducción sirve para dar cuenta de dos destinos de la misma frase. Por un lado, en las dos traducciones la frase se dirige a alguien, se dirige a un destinatario que es, por principio, indecidible. Por otro lado, es imposible dirigirse a uno solo, aun cuando esta frase haya sido dirigida a uno, para ser legible debe ser iterable y por eso puesta en circulación, dirigida a más de uno. La frase excede, en cualquiera de las traducciones, la unidad: “Independientemente de cualquier contexto determinable,
26
Ibídem, pág. 240. 339
podrían querer decir, y las dos versiones en coro, y de todas formas lo dicen, se quiera o no: no hay jamás un solo amigo”27. Ya no se dice que no hay ningún amigo, sino que no es posible que haya un solo amigo, siempre debe haber más de uno. Las dos versiones muestran lo infinito que niega la unidad, introducen la multiplicidad y con ella la política aún en la estructura más secreta. Esto es posible porque en la misma frase está presente su descontextualización, es decir, no tiene un destinatario indivisible en un contexto fijo. El destinatario de la frase es múltiple y por ello está separado del contexto de su primera enunciación. Inevitablemente la frase se dirige, Aristóteles debía dirigirse a alguien, y con ello desborda lo constatativo y cualquier contexto fijado definitivamente. Este dirigirse a otro es el que Derrida ubica en la amistad, o mejor, la amistad está en ese dirigirse que apela al otro para que escuche: […] esta demanda de amistad, esta oferta de amistad, esta apelación a establecer lazos de amistad al menos para oír, durante el tiempo de oír o entender, al menor para entenderse, durante el tiempo de entenderse sobre el sentido de la frase, incluso si ésta seguía diciendo, en su dicho, la peor de las dialécticas, ¿no es así?, ese decir de los dicho, ese ‘te quiero, escucha’ del ‘te quiero, ¿entiendes?’, ¿no es así?, ese ‘quizá me oyes en la noche…’, una inflexible hipérbole de la philía¸ inflexible no por alguna indestructible y rígida y resistente solidez, sino porque su ligera vulnerabilidad no daría pie a ninguna inversión, a ninguna oposición dialéctica28.
La amistad en este caso es ese “dirigirse a”, en la apelación a otro para que escuche, una apelación previa a todo constatativo. Un dirigirse que se mantiene en la desproporción del apelar al otro, una desproporción que no puede ser deducida y que es el origen de la partición que hace posible la amistad. Es un dar sin retorno, sin reconocimiento, sin reaseguro de entendimiento posible. Por ello la identidad del destinatario, del quién, tampoco está asegurada.
27 28
Ibídem, pág. 243. Ibídem, pág. 245. 340
En una u otra versión, en una u otra traducción, la frase de Aristóteles nombra el amigo, un amigo que supone cierta reciprocidad aun cuando no se borre la distancia o la disimetría. Amistad que, como se pudo analizar, está regulada por la escasez, los amigos son pocos porque el hombre virtuoso debe ser autosuficiente. Esto da lugar a dos lógicas: existe una lógica que ubica esta amistad como una amistad perfecta y así un telos al cual dirigirse aun cuando no sea posible alcanzarlo, y es posible pensar esta amistad verdadera no ya como inaccesible, sino como algo inconcebible esencialmente. O bien un fin realizable pero que no se alcanza de hecho, o bien ese mismo fin resulta inconcebible. En esta segunda posibilidad la amistad perfecta se niega a sí misma por tres razones: primero, porque se debe querer el mayor bien para un amigo, se debe querer que se convierta en un Dios, pero no hay amistad posible con un Dios, no la hay porque no hay amistad en la ausencia o separación absolutas; segundo, porque la amistad es propia del hombre, la amistad dicta un amor hacia lo que es el otro, un hombre, y no ya un Dios; tercero, paradójicamente, el hombre virtuoso debe asemejarse a Dios, pero Dios no tiene necesidad de amigos, es aquel que se piensa a sí mismo. Dios no tiene nada que hacer con el otro, por esto mismo, la amistad perfecta que quiere asemejarse a Dios, es decir, a la absoluta autarquía, no necesita del otro y no tiene ninguna relación con la amistad: La amistad por excelencia sólo puede ser humana, pero sobre todo, y por eso mismo, para el hombre sólo hay pensamiento en la medida en que éste es pensamiento del otro y pensamiento del otro como pensamiento de lo mortal. En la misma lógica, sólo hay pensamiento, sólo hay ser pensante, en la amistad, al menos si es que pensamiento debe ser pensamiento del otro29.
Como si en cierta paradoja, amistad y pensamiento se convirtieran en una extraña sinonimia. Pensar la amistad significa replegarse sobre la tradición, asumir la responsabilidad de una herencia, y allí identificar dos trazos en la idea de amistad. Uno de ellos muestra el realizativo de
29
Ibídem, pág. 252. 341
toda frase, esto es, muestra la existencia de un espacio heteronómico y disimétrico. Antes de asumir la responsabilidad, antes de poder responder desde cierta autonomía, existe una heteronomía que exige responder. Una experiencia en la cual el otro aparece como otro, donde cualquier otro es completamente otro, sin posibilidad alguna de una fenomenología de ese aparecer. Hay que responder: una obligación excede la oposición entre autonomía y heteronomía. Un “hay que” genera una política que rompe ciertas oposiciones clásicas: Se trataría, pues, de pensar una alteridad sin diferencia jerárquica en la raíz de la democracia Aparecerá más tarde que, más allá de una cierta determinación del derecho y del cálculo (de la medida, de la ‘métrica’), pero no del derecho o de la justicia en general, esta democracia liberaría una cierta interpretación de la igualdad sustrayéndola al esquema falogocéntrico de la fraternidad30.
Se puede ubicar en este párrafo el lugar de la amistad en Derrida, o mejor, esa responsabilidad que lleva a la escritura de un texto sobre la amistad. Se trata, por un lado, como se viene trabajando, de mostrar y desnaturalizar la unión, la contigüidad, entre amistad y fraternidad, aquella tradición que piensa el ideal de amigo como hermano. Por otro lado, surge otra idea de amistad que ya no requiere la simetría, la igualdad, sino que supone una disimetría absoluta con el otro, con la alteridad completamente otra, y este vínculo es el origen de otra política. Existen dos ideas de amistad, una próxima a la singularidad, al secreto, a lo privado, y la otra próxima a la universalidad, a lo público, la política. La cuestión es que los discursos fraternalistas sobre la amistad también generan cierta concepción de la política: El esquema antropológico de la familia asegura aquí el servicio. Es el deseo de una familia. […] En el centro de este esquema familiar, en el centro de lo que se puede seguir llamando oikeiótes, el hermano ocupa un lugar único, el lugar de lo irreemplazable31.
30 31
Ibídem, pág. 259. Ibídem, pág. 293. 342
La figura del hermano constituye un ideal político: el ideal de una democracia cosmopolita fraterna, es decir, una ciudadanía configurada sobre la base de un lazo familiar. La ejemplaridad del hermano se refleja en la idea de humanidad, por lo que la traición contra la humanidad sería una falta a la virtud de fraternidad. Frente a ello, Derrida no abandona la idea de amistad, sino que la reformula excediendo las determinaciones históricas de la figura del amigo en tanto que hermano. Esto lleva a pensar la amistad como un don absoluto, un don que va más allá de cualquier intercambio económico, que desborda toda economía. El don infinito requiere de una distancia tanto hacia el pasado como hacia el porvenir que hacen de la alteridad algo no apropiable. La deconstrucción de la amistad conlleva una lectura atenta de aquellos textos e instituciones que se han construido sobre una determinada hegemonía de la amistad. Esta hegemonía no es una fijación estable. Los mismos textos que fundan esta hegemonía, que fijan la amistad desde ciertas oposiciones clásicas, desestabilizan sus oposiciones. Al mismo tiempo se da una fijación y su desestabilización. La tradición se fractura a sí misma. Pues si la amistad fundada en un modelo grecorromano está dominada por el valor de reciprocidad que tiene una lógica sustentada en la finitud, la inmanencia y la homogeneidad, la amistad fundada en un modelo cristiano se basa en la infinitud y la disimetría rompe la reciprocidad. Entre estos dos tiempos se da una tensión, uno viene a romper el otro, pero aun así existe un vínculo, un reaseguro que lleva los dos modelos a una concurrencia en la figura del hermano. Por esta mediación es que no se puede hablar, simplemente, de una ruptura de la tradición judeo-cristiana respecto a la configuración griega de la amistad. La figura del hermano sigue siendo dominante en ambas. Es para deconstruir una tradición que piensa la amistad desde la fraternidad que Derrida lee en la frase aristotélica un dirigirse a otros, el apóstrofe inicial que implica pero desborda el enunciado constatativo. Este apóstrofe es una apelación y un llamamiento. Primero, es una apelación que se dirige hacia el futuro, se dirige a sus amigos para que sean verdaderos amigos, es un deseo, una petición, una promesa. Como si comprobara 343
que no hay amigos para pedirles a sus amigos que en el futuro existan. Esto implica que la amistad está por venir, surge en esta dirección hacia el futuro de la apelación, requiere el dirigirse hacia el porvenir que imposibilita la presencia. Y lo hace en una apelación construida desde una idea de amistad perfecta, se dice que no hay amigos en el mismo momento que se buscan verdaderos amigos sobre la base de una amistad ideal. Esto rompe, ya, con la posibilidad de la contradicción realizativa de dos enunciados dados en el presente:
La amistad no es nunca una cosa dada presente, forma parte de la experiencia de la espera, de la promesa o del empeño. Su discurso es el de la oración, inaugura, no constata nada, no se contenta con lo que es, se traslada a ese lugar donde una responsabilidad se abre al porvenir32.
Segundo, el apostrofe se dirige hacia el pasado, pues debe existir una amistad otorgada, un mínimo de atención, para que la misma frase sea escuchada. Antes de corroborar presuntamente la inexistencia de la amistad, es necesaria una amistad que escucha. Es una amistad que está supuesta, que es el lazo de comunidad necesario para una escucha33. La misma pregunta por la esencia de la amistad, la pregunta “¿qué es la amistad?”, supone una amistad antes de la amistad, supone una afirmación del estar-juntos en la alocución. Antes Ibídem, pág. 263. La amistad excede el orden de la comunidad. En este sentido, no puede pensarse ni como co-pertenencia ni como no-copertenencia, ni como proximidad ni como distancia. Esto significaría que la amistad no tendría ninguna referencia con lo que significaría comunidad, aun con una comunidad sin comunidad, una comunidad inconfesable o desobrada (inoperante). La amistad que apela a significaciones diferentes de lo común y la parte, sea como sea que se las piense: “Este deseo (“puro deseo impuro”) que en la amancia –amistad o amor– me empeña con éste o con áquella antes que con cualquiera, antes que con todos y con todas, con éstos o con éstas (y no con todos y con todas, y no con cualquiera), con un ‘ quien’ singular, aunque sea en gran número, en un número siempre pequeño, cualquiera que éste sea, a diferencia de ‘ todos los demás’, este deseo de la apelación a franquear la distancia (necesariamente infranqueable) no es (quizá) ya del orden de lo común o de la comunidad, de la parte tomada o dada, de la participación o de la partición”, DERRIDA, J., Políticas de la amistad, op. cit., pág. 329. La comunidad, y he aquí la diferencia de Derrida respecto a toda una serie de pensadores que buscan recuperar cierta idea de comunidad adjetivada: corre el riesgo de hacer volver la figura del hermano. 32 33
344
de poder responder cualquier pregunta, antes de responder a una interpelación, la posibilidad misma de la pregunta supone estar en cierta comunidad y por ello es un sí a cierta comunidad. La amistad no es simplemente algo presente, sino aquello que abre un espacio. La amistad no supone, en este sentido, un sujeto idéntico a sí mismo, sino que lo hace posible. La amistad muestra siempre que el presente está desbordado, que existe un dirigirse hacia el porvenir y el pasado que disloca el valor mismo de la presencia. La amistad se da en el juego entre el porvenir y el pasado impresentables que nunca pueden estar constituidos como presentes, que no tienen presencia fenoménica. Por ello sin denigrar al hermano, sin maldecir su figura, Derrida se pregunta por la política implícita en todo un lenguaje construido sobre la figura del hermano. Si esta figura construye la amistad, allí existe una política sustentada en la naturalización de los vínculos que hay que deconstruir. Es ahí donde Derrida cuestiona lo natural desde una amistad no fraternal como vínculo no instrumental de no violencia. Por ello resulta sumamente significativo el siguiente pasaje: No creo que la no violencia sea una experiencia descriptible y determinable, sino más bien una promesa irreductible y de la relación con el otro como esencialmente no instrumental. No es éste el sueño de una relación beatamente pacífica, sino el de cierta experiencia de amistad tal vez impensable hoy y no pensada dentro de la determinación histórica de la amistad en occidente. Es una amistad, lo que a veces llamo una amiance, que excluye la violencia; una relación no apropiativa del otro que ocurre sin violencia y bajo cuya base toda violencia se separa de sí misma y es determinada34.
Esta amistad más allá de la fraternidad redefine la democracia, para Derrida, como “democracia por venir”. Esta democracia se abre hacia lo que viene al construirse sobre la figura del amigo como aquel que dice “ven”. Democracia por venir, pero no en tanto puede cumplirse en un futuro cercano o lejano. Sino “por venir” en tanto es indefinidamente perfectible, y por ello es siempre insuficiente y abierta. La democracia está por venir de DERRIDA, J., “Notas sobre deconstrucción y pragmatismo”, op. cit., pág. 162.
34
345
modo inherente, es decir, no existe una democracia plenamente presente. Derrida finaliza el texto con una frase similar a la de Aristóteles (“Oh, mis amigos demócratas…”), pero antes de ello pregunta, dos veces pregunta: ¿Es posible abrirse al ‘ ven’ de una cierta democracia que no sea ya un insulto a la amistad que hemos intentado pensar más allá del esquema homofraternal y falogocéntrico? ¿Cuándo estaremos preparados para una experiencia de la libertad y de la igualdad que haga prueba respetuosa de esa amistad, y que sea justa por fin, justa más allá del derecho, es decir, que esté a la medida de su desmedida?35
Resta entonces pensar ciertas figuras políticas de esa nueva amistad justa como vínculo disimétrico con el otro, vínculo que, tal como el mismo Derrida lo señala, es no-violento. Así, se trata de pensar esta no-violencia en tensión con lo señalado respecto de la “economía de la violencia”.
DERRIDA, J., Políticas de la amistad, op. cit., pág. 338. El “ven” es central en el pensamiento tardío de Derrida porque enuncia con una palabra la noción de justicia: “Hay que pensar el acontecimiento a partir del “ven”, no a la inversa. “Ven” se dice al otro, a otros a los que aún no se estableció como personas, como sujetos, como iguales (al menos en el sentido de la igualdad calculable). Es con la condición de ese “ven” que hay experiencia del venir, del acontecimiento, de lo que llega y por consiguiente de lo que, porque llega del otro, no es previsible. Ni siquiera hay horizonte de expectativa para ese mesiánico anterior al mesianismo. Si lo hubiera, si hubiera previsión, programación, no habría ni acontecimiento, ni historia” DERRIDA, J., “Deconstruir la actualidad”, en El Ojo Mocho. Revista de Crítica Cultural (Buenos Aires) 5, 1994. [Versión digital]. El motivo del ven (viens) es trabajado por Derrida en “Pas” texto dedicado a Maurice Blanchot que se encuentra en Parages (1986). 35
346
Capítulo V Incondicionalidades
Déconstruire, si vous voulez, l’une au nom de l’autre, la souveraineté au nom de l’inconditionnalité.
Jacques Derrida
A partir del desplazamiento de acento analizado en los capítulos precedentes, el presente capítulo se detiene en algunos conceptos políticos. Si para terminar la primera parte se abordó la politicidad de la deconstrucción en relación a la institución académica, analizando cómo se da la economía de la violencia en toda institución, en este caso es necesario detenerse en los planteos derridianos respecto de una noción central de la modernidad política: la soberanía. Para ello, el primer apartado aborda la responsabilidad en su articulación con un pensamiento del don que rompe con la economía como intercambio circular. El segundo apartado se detiene en las nociones de autoinmunidad y de soberanía, pues se trata de pensar el vínculo entre la deconstrucción y el principio de soberanía. La “democracia por venir”, en el tercer apartado, da cuenta de la forma política que Derrida le otorga a su idea de justicia. En fin, el presente capítulo busca mostrar en determinados lugares concretos la forma de la copertenencia construida desde la noción 347
de justicia y construir un último cuadro que permita visualizar los elementos trabajados hasta aquí.
Responsabilidad y donación Un aspecto clave de la copertenencia es la concepción de responsabilidad tal como aparece en los escritos tardíos, pues allí se muestra una forma específica de tematizar las decisiones ético-políticas. Tal como se ha señalado, la responsabilidad y la decisión son pensadas desde la indecidibilidad. Sólo porque se enfrenta la indecidibilidad radical es posible la decisión como un salto, pues de lo contrario, si algo se manifiesta como decidible a priori la decisión no es tal. En este sentido, sólo cuando se suspende el saber, cuando no hay una solución dada, es que se toma una decisión. La responsabilidad y la decisión surgen cuando se suspende todo programa, cuando se experimenta lo imposible: La condición de posibilidad de esta cosa, la responsabilidad, es una cierta experiencia de la posibilidad de lo imposible: la prueba de la aporía a partir de la cual inventar la única invención posible, la invención imposible1.
Derrida insiste en que tanto en la responsabilidad como en la decisión, la aplicación de un programa como deducción vuelve a una acción irresponsable y, en última instancia, sin decisión. Si se aplica un programa o un saber preconcebido se trataría no de una decisión responsable, sino de una técnica de aplicación. Si el origen de la responsabilidad es la aporía de lo indecidible, también se puede afirmar que en su desarrollo mismo está marcada por una contradicción: por la necesidad de responder no ante una ley, sino ante por lo menos dos leyes contradictorias entre sí: la ley ética de la sociedad y la ley de una singularidad absoluta. Una decisión para ser tal debe responder, de un lado, a una ley universal que excede toda determinación positiva, pero, de otro lado, debe responder ante la singularidad absoluta. Por DERRIDA, J., El Otro Cabo. La Democracia, para otro día, Barcelona, Ediciones del orto, 1995, pág. 39. 1
348
ello se trata de una doble legalidad, origen de una contradicción irresoluble, donde aparece la relación existente en el concepto de responsabilidad entre singularidad y universalidad. La paradoja se da en los siguientes términos: […] exige a la vez rendir cuentas, responder-de-sí en general, de lo general y ante la generalidad, por consiguiente, la substitución y, de otra parte, la unicidad, la singularidad, la no substitución, la no-repetición, el silencio y el secreto2.
Para Derrida, sólo existe responsabilidad cuando no se sigue un deber o un saber, es decir, cuando existe una especie de salto de fe. En este sentido, la decisión es una locura que exige la temporalidad del instante que el entendimiento o la razón no pueden comprender. En ese instante se deben soportar la paradoja y la contradicción, pues el deber absoluto de responsabilidad exige incluso suspender un actuar por deber. Ahora bien, esta responsabilidad hiperbólica exige, por un lado, responder en el vínculo con el otro en cuanto que singularidad absoluta, pero, por otro lado, ese otro es cualquier otro, o mejor, cualquier radicalmente cualquier otro. Los conceptos de alteridad y singularidad son constitutivos de la noción de responsabilidad. Y allí se cruza una doble exigencia irresoluble: se debe responder ante el otro singular y se debe responder ante la generalidad de todos los otros. La responsabilidad siempre se da en esa tensión irresoluble por la cual al responder ante otro singular dejo de responder ante la generalidad, se es responsable ante un deber absoluto pero irresponsable ante la generalidad. Esta noción de responsabilidad tiene una relación directa con la idea de secreto. El secreto, como condición de la responsabilidad, cuestiona una noción de responsabilidad asentada en el saber, esto es, una posición que funda la responsabilidad en el saber de la acción. Desde la perspectiva de Derrida, se rompe con la idea común que vincula responsabilidad con publicidad, por el contrario, es necesario el secreto para que la decisión responsable sea singular. Frente a aquellas posturas que indicar que se es responsable o se debe responder en público y de aquello DERRIDA, J., Dar la muerte, Barcelona, Paidós, 2000, pág. 63.
2
349
que se sabe, Derrida sostiene que una responsabilidad hiperbólica en cuanto está vinculado a la singularidad del otro no se origina en un saber, existe allí un secreto irreductible. Y no se trata del secreto como aquello conocido que intencionalmente no se revela, sino de algo que por definición no puede ser revelado, es un secreto absoluto: Porque el secreto del secreto del que vamos a hablar no consiste en esconder algo, en no revelar su verdad, sino en respetar la singularidad absoluta, la separación infinita de lo que me une con o me expone a lo único, tanto al uno como al otro3.
De esta manera, Derrida señala dos aspectos como condición de la responsabilidad: un secreto irreductible como interioridad y la ruptura con la simetría, intercambio o cálculo económico, es decir, es necesario un don sin espera de devolución. La responsabilidad se piensa, en Derrida, como la ruptura con el intercambio económico, o mejor, como ruptura con la circularidad inscripta en la misma noción de economía. No se responde ante el otro si la respuesta se da como un intercambio originado en la simetría. Es justamente ante la imposibilidad, en la experiencia de la imposibilidad de responder, que la responsabilidad adquiere un carácter radical. En este sentido se comprende el vínculo entre responsabilidad y don como formas de la incondicionalidad. La economía, en un sentido restringido, siempre se piensa desde la lógica del círculo como el intercambio que vuelve sobre sí por una especie de reapropiación. La economía en su sentido etimológico implica la casa y la ley, la ley como partición, como distribución. Pero, además, […] la economía implica la idea de intercambio, de circulación, de retorno. La figura del círculo está evidentemente en el centro, si es que todavía se puede decir eso de un círculo. Se encuentra en el centro de toda la problemática de la oikonomia, así como en el de todo el campo económico: intercambio circular, circulación de los bienes, de los productos, de los signos monetarios o de las mercancías, amortización de los gastos, ganancias, sustitución de los valores de uso y de los
3
Ibídem, pág. 116. 350
valores de cambio. Este motivo de la circulación puede dar a pensar que la ley de la economía es el retorno –circular– al punto de partida, al origen, también a la casa4.
En este marco, el don es aquello que interrumpe el tiempo circular, es el instante paradójico que desgarra el tiempo, donde toda circulación ha sido interrumpida, una fractura que ya no pertenece al tiempo. Para que haya don es necesario que no exista contra-don o deuda, el don reclama no-devolución, y por ello no debe existir reconocimiento o identificación del don: Para que haya don, es preciso que el donatario no devuelva, ni amortice, ni salde su deuda, ni la liquide, es preciso que no se meta en ningún contrato, ni haya contraído jamás ninguna deuda. Es preciso, en último extremo, que no reconozca el don como don5.
Hay un olvido absoluto inherente al don, pues el reconocimiento es una devolución simbólica del don. Esto no debe llevar a identificar al don con la nada o la inexistencia, sino con un instante, con un tiempo sin tiempo. Existe una especie de imposibilidad posible del don, una lógica que si se realiza se anula, un doble juego: no hay don sin vínculo, pero si existe vínculo se anula el don. El don representa la lógica que se puede oponer a la economía, o en todo caso el pensamiento que deconstruye la economía. El don sería la locura de la razón económica, es un asedio por fuera y por dentro de la razón. El exceso del don se da en cuanto resto de una economía, en tanto consumo no productivo, deseo no regulable. El don es lo que responde a la petición absoluta del otro, es un instante de locura que desgarra el tiempo. Por esto, la idea de justicia excede la idea de deber en un doble sentido: porque desde que uno puede identificar un deber existe un saber que determina la respuesta, existe un saber que señala cómo responder ante determinada deuda, y, a la vez, porque si existe un deber identificable al que se responde se cierra un círculo económico, la respuesta viene a clausurar la deuda, DERRIDA, J., Dar (el) Tiempo. I. La moneda Falsa, Barcelona: Paidós, 1995, pág. 16. Ibídem, pág. 22.
4 5
351
la demanda. Entonces ese exceso que es la justicia respecto del deber introduce una ruptura con cualquier tipo de intercambio simétrico. En la hospitalidad no hay simetría posible, incluso más, la justicia como apertura a lo que viene supone la ruptura de todo horizonte que regula su llegada: es un “ven” abierto:
No es el derecho, excede y funda los Derechos del Hombre, no es tampoco la justicia distributiva, ni siquiera es, en el sentido tradicional del término, el respeto del otro como sujeto humano, es la experiencia del otro como otro, el hecho de que yo deje al otro ser otro, lo que supone un don sin restitución, reapropiación ni jurisdicción. Cruzaré aquí, desplazándolas un poco, como intenté hacerlo en otra parte, las herencias de varias tradiciones: la de Levinas cuando define simplemente la relación con el otro como justicia (‘la relación con el prójimo, es decir la justicia’) y la que insiste a través de un pensamiento paradójico cuya formulación en principio plotiniana se encuentra en Heidegger y luego en Lacan: dar no sólo lo que se tiene sino lo que no se tiene. Este exceso desborda el presente, la propiedad, la restitución y sin duda también el derecho, la moral y la política, siendo así que debía aspirarlas o inspirarlas6.
Pensar la política contemporánea: acontecimiento y soberanía Al romper la circularidad reapropiable de la economía, el don tiene un estrecho vínculo con la noción de acontecimiento, pues sólo hay donación si se da como acontecimiento. Para pensar esta categoría recurrente en los textos de Derrida, y para pensarla en términos políticos, resulta interesante la entrevista realizada después del 11 de septiembre de 2001. Esta entrevista presenta un interés especial porque desarrolla una serie de categorías respecto a un acontecimiento puntual. La primera cuestión a pensar tiene que ver con el supuesto carácter acontecimental de esta fecha. Dado el lugar central que tiene la categoría DERRIDA, J., “Deconstruir la actualidad”, op. cit. [Versión digital].
6
352
de acontecimiento en los textos del autor, incluso su insistencia en que la apertura radical implica también la posibilidad de lo peor, es necesario analizar si el 11 de septiembre puede o no ser pensado como acontecimiento. La entrevista a Derrida comienza con este problema y allí sólo se habla de un supuesto acontecimiento: “[…] quizá no disponemos de ningún concepto, de ningún significado para nombrar de otra manera esta ‘cosa’ que acaba de ocurrir, este supuesto ‘acontecimiento’”7. Sucede algo, una cosa que sólo es nombrada con una fecha, cosa para la que no existe un lenguaje adecuado, no existen categorías para pensar eso sucedido que conlleva diversas consecuencias. No se sabe qué se nombra cuando se utiliza esta fecha, o mejor, se nombra algo que no se puede reconocer todavía. La necesidad de nombrar, incluso sin que sea adecuado ese nombre, sin que sea una categoría que comprenda el acontecimiento, sirve para conjurar el mal desde la repetición, desde que tiene un nombre es repetible y con ello se empieza a neutralizar la absoluta novedad del acontecimiento. Pero cuando se nombra inadecuadamente se niega la misma posibilidad de encontrar un nombre adecuado. En este sentido, lo que hay que pensar es la conminación a abordar este acontecimiento, la obligación de referirse a él. Es esta necesidad, esta compulsión de repetición, aquello que debe ser pensado, aquello que el mismo acto de pensar debe poner en cuestión. Y en esta conminación se trata de pensar la impresión producida por el acontecimiento. Si el texto comienza señalando el supuesto carácter acontecimental de esta fecha, Derrida indica que es necesario diferenciar entre la cosa misma y su impresión, entre cómo se le dio forma a la cosa y cómo se la ha hecho circular. Porque si bien el punto de partida es una condena irrestricta hacia lo ocurrido, al mismo tiempo es necesario pensar el sistema de interpretación por el cual se evalúa el 11 de septiembre como acontecimiento mayor. Todo esto lleva a diversas preguntas filosóficas: ¿Qué es una impresión? ¿Qué es una creencia? ¿Cómo se atribuye creencia a una impresión? Y, ante todo: ¿Qué es un acontecimiento? DERRIDA, J., La filosofía en una época de terror, op. cit., pág. 131.
7
353
Pensando, justamente, el carácter acontecimental de la fecha es que Derrida vuelve a Heidegger para dar cuenta de su cercanía y distancia respecto a lo que entiende por acontecimiento este autor. Ante la pregunta por la relación con el acontecimiento en el sentido heideggeriano, responde Derrida: Pero, curiosamente, en la medida al menos en que el pensamiento de la Ereignis en Heidegger no estaría tornado solamente hacia la apropiación de lo propio (eigen) sino también hacia una cierta expropiación que el mismo Heidegger nombra (Enteignis). La prueba a que nos somete el acontecimiento, aquello que en la prueba a la vez se abre y resiste a la experiencia, es, me parece, cierta inapropiabilidad de lo que sucede8.
Esto significa que un acontecimiento es aquello que en su suceder sorprende y rompe con la posibilidad de comprensión. Un acontecimiento requiere de cierta apropiación, reclama una comprensión, pero la misma apropiación fracasa, es decir, la experiencia de un acontecimiento es la del fracaso de la comprensión. En esto radica lo inapropiable, lo inanticipable, la ausencia de horizonte, que caracteriza a un acontecimiento digno de este nombre. Desde aquí se puede pensar si el 11 de septiembre es o no un acontecimiento, esto es, si existía alguna posibilidad de previsión del mismo. Y no sólo eso, sino también si puede ser calificado de acontecimiento mayor (major event) tal como se repite. Pensar, en fin, qué es aquello que lo haría un acontecimiento por excelencia. Ahora bien, para entender esta calificación Derrida sostiene que hay que comprender el significado del carácter hegemónico de los EE.UU. en el mundo pos guerra fría. Hegemonía que no significa sólo un poderío militar, económico o científico, sino la estabilización de un “orden de interpretación”. Aquello que es amenazado es la misma posibilidad de comprensión, el sistema de interpretación que posibilita comprender, incluso, una cosa como el 11 de septiembre. Lo terrible de esta fecha es la puesta en crisis de la comprensión, es la imposibilidad de un saber sobre lo que sucedió: Lo que se ha tocado, herido, traumatizado con este doble crash ¿es sólo esto o aquello, un ‘qué’ o un ‘quién’, unos edi-
8
Ibídem, pág. 137. 354
ficios, unas estructuras urbanas y estratégicas, unos símbolos del poderío político, militar y capitalístico, un número considerable de personas de todos los orígenes que viven sobre un territorio nacional intocado desde hace muchísimos años? No, no es solamente eso; quizás es, sobre todo, y a través de ellos, el aparato conceptual, semántico, hermenéutico, si usted quiere, que habría podido permitir ver venir, comprender, interpretar, describir, hablar, nombrar el ‘11 de septiembre’, y, al hacerlo, neutralizar el traumatismo, amortiguarlo en un ‘trabajo de duelo’9.
Señalar que el 11-S no sólo es la violencia producida contra personas, edificios, incluso un país, sino la puesta en crisis de un sistema de interpretación, de un horizonte de saber, podría parecer idealista. Para responder de modo negativo a esta calificación, es decir, para mostrar que no se trata de algo abstracto e idealista, Derrida trabaja sobre la categoría de autoinmunidad10: Un proceso autoinmune, como se sabe, es ese extraño comportamiento del ser vivo que, de manera casi suicida, se aplica a destruir ‘él mismo’ sus propias protecciones, a inmunizarse contra su ‘propia’ inmunidad11.
Derrida señala que se puede pensar el 11-S como proceso autoinmune en tanto se trata de un ataque interior, y no de una guerra entre Estados. Esto es, el 11-S es un proceso por el cual se rompen las barreras que parecían garantizar la inmunidad de la mayor potencia mundial. La categoría de “autoinmunidad” ayuda entonces a pensar el carácter acontecimental del 11-S. Este carácter se entiende
Ibídem, pág. 141. La lógica de la auto-inmunidad es un motivo constante en los últimos escritos de Derrida. Ante todo se puede rastrear esta lógica en Fe y Saber. Las dos fuentes de la “religión” en los límites de la mera razón. En la nota número 23 de este texto señala Derrida: “En cuanto al proceso de autoinmunización que nos interesa muy especialmente aquí, éste consiste para un organismo vivo, como se sabe, en protegerse, en resumidas cuentas, contra su propia autoprotección destruyendo sus propias defensas inmunitarias”. DERRIDA, J., El Siglo y el Perdón seguido de Fe y Saber, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2003, pág. 70. Al mismo tiempo, ya en La farmacia de Platón el problema de la inmunidad constituye un motivo central. Cfr. Esposito, R., Inmunitas, Buenos Aires, Amorrortu, 2005. 11 DERRIDA, J., La filosofía en una época de terror, op. cit., pág. 142. 9
10
355
como la puesta en crisis del horizonte de sentido, esto es, entran en crisis las categorías de comprensión por las cuales se atribuye sentido a un fenómeno. Por esto mismo Derrida señala que la filosofía debe responder ante este fenómeno porque son necesarios nuevos conceptos para entender algo inasible. La filosofía debe pensar la crisis de todo el aparato conceptual, en especial la filosofía política respecto de conceptos como guerra, terrorismo, violencia. Así, por ejemplo, distinciones como guerra entre estados y guerra civil, o terrorismo nacional, internacional, estatal, están en crisis, son nociones confusas que no sirven para comprender lo sucedido e implican utilizaciones de diverso tipo. Pero no es sólo un estado de confusión semántica, sino la utilización de la misma por el poder: Inestabilidad semántica, confusión irreductible de la frontera entre los conceptos, indecisión en cuanto al concepto mismo de frontera: no basta con que todo ello sea analizado como un desorden especulativo, un caos conceptual o una zona de turbulencia aleatoria en el lenguaje público o político; por el contrario, es preciso reconocer allí unas estrategias y unas relaciones de fuerza12.
Desde el 11-S existe una mutación semántica y una refundación de conceptos. Y allí la filosofía tiene que asumir el riesgo de pensar donde no existe el reaseguro de categorías dadas, tiene que pensar ante lo nuevo. Esto no significa la ausencia de herencia, por el contrario, aquello que hay que pensar es el vínculo entre toda una tradición conceptual y aquello que la excede actualmente: Es ‘filósofo’ (yo preferiría decir ‘filósofo-deconstructor’) quien intente analizar, con el fin de extraer consecuencias prácticas y efectivas, el vínculo entre las herencias filosóficas y la estructura del sistema jurídico-político aún dominante y visiblemente en mutación. Es ‘filósofo’ quien busque una nueva criteriología para distinguir entre ‘comprender’ y ‘justificar’13.
Pensar nuevos criterios, una criteriología, para diferenciar entre comprender y justificar, esto significa que es posible con
12 13
Ibídem, pág. 156. Ibídem, pág. 158. 356
denar incondicionalmente el acontecimiento nombrado con el 11-S, pero que al mismo tiempo resulta necesario comprender su fundación, aquello que le da legitimidad. El lugar de la filosofía para Derrida es ese arriesgarse ante la novedad, pensar el acontecimiento en tanto aquello que por su misma definición carece de definición. En este arriesgarse la apuesta no es sólo por la comprensión de lo sucedido, por la reinvención de categorías, sino que es una apuesta por la misma posibilidad del acontecimiento. Derrida señala que aquello que le parece más condenable del atentado, y de todas las estrategias vinculadas a él, es la no apertura hacia el futuro. En otros términos, que no abra a ningún futuro. La apuesta es reinventar categorías, conceptos, que permitan entender, comprender, la ligazón entre la tradición y lo nuevo, pero sin cerrar el horizonte o la posibilidad de lo “por venir”: […] yo tomaría partido por el campo que deja, en principio, en derecho, una perspectiva abierta a la perfectibilidad, en nombre de lo ‘político’, de la democracia, del Derecho Internacional, de las instituciones internacionales, etc. Incluso si este ‘en nombre de’ no es todavía más que una alegación y un compromiso puramente verbal. Esta alegación misma, aun en su modo más cínico, permite todavía que resuene en ella una Promesa invencible14.
La apuesta política de Derrida tiene que ver con una recuperación de la tradición del derecho internacional, una apuesta por la perfectibilidad infinita en la redefinición de las instituciones internacionales. Esto implica recuperar cierta tradición moderna europea, la tradición ilustrada que construyó una nueva relación con la dogmática teológica. Frente a otras tradiciones, Derrida apuesta por la recuperación de cierto espíritu de Europa, aquel que ha configurado el espacio público desde una articulación particular de la política y la dogmática religiosa. Pensar otra Europa es pensar un más allá de la política en términos tradicionales que no represente un simple abandono del Estado-nación y la forma de soberanía que lo constituye. Para Derrida hay que preguntar qué forma puede adquirir la
14
Ibídem, pág. 167. 357
soberanía de Europa como totalidad abierta, es decir, una soberanía más allá de su forma tradicional enmarcada en el Estadonación. Una Europa que en la reinvención de la soberanía no se construya como superpotencia fundada en los principios teológicos, sino otra Europa, capaz de construir una alternativa a la globalización:
[…] otra Europa, así, con la cual sueño, que encontraría en sus dos memorias, la mejor y la peor, la fuerza política de una política altermundialista (altermondialiste) capaz de combatir o de reorientar todas las instancias que marcan hoy el proceso ambiguo de la mundialización15.
De modo que en la herencia del legado filosófico, Derrida piensa una Europa como frente de lucha contra lo que se ha llamado globalización, una alternativa que apueste por la justicia social. Para ello es necesario re-pensar el problema de la soberanía, de lo que el autor denomina falta de soberanía (être-en-mal-desouveraineté), es decir, el diagnóstico recurrente según el cual la globalización implicaría una pérdida de soberanía de Estados nacionales. Si se trata de pensar la pérdida de soberanía, la cuestión es por qué la misma se considera un mal. Derrida retoma la tradición griega para señalar que la soberanía ha sido asociada al bien, y en esta asociación la soberanía en su misma definición sería el bien como unidad indivisible. La falta de soberanía sería, justamente, la división de la soberanía, su anulación. Ahora bien, Derrida señala que desde el momento en que la soberanía es la unidad indivisible está habitada por la misma divisibilidad (es justamente la sobreimpresión que busca eliminar esa división):
[…] si aquí tuviera que proponer una tesis política, esta no sería la oposición de la soberanía y de la no-soberanía, como la oposición del bien al mal o del bien que es un mal al mal que desea el bien, sino otra política de la partición (partage) de la soberanía –a saber, de la partición de lo sin parte (par-
DERRIDA, J., “Le souverain bien” en AA. VV., Cités, Derrida politique. La déconstruction de la souveraineté (puissance et droit), N° 30, Paris, 2007, pág. 107. 15
358
tage de l’impartageable), dicho de otro modo: la división de lo indivisible16.
Si Derrida apuesta por la deconstrucción de la soberanía esto no lleva a su simple eliminación. Así, se trata de mantener un doble vínculo: la soberanía estatal es necesaria para la protección de ciertos derechos pero también limitante frente a otros, por ejemplos, vinculados al derecho internacional: ¿Cómo decidir entre, de una parte, el papel positivo y saludable de la forma ‘Estado’ (la soberanía del Estado-nación) y, por consiguiente, de la ciudadanía democrática, como protección contra las violencias internacionales (el mercado, la concentración mundial de capitales, así como la violencia ‘terrorista’ y la diseminación de armamentos), y, de otra parte, los efectos negativos o limitativos de un Estado cuya soberanía sigue siendo una herencia teológica, que cierra sus fronteras a los no ciudadanos, monopoliza la violencia, controla sus fronteras, excluye o reprime a los no ciudadanos, etc.?17
En esta aporía, la “democracia por venir” excede toda configuración estatal, pero también el cosmopolitismo. La democracia por venir no se atiene al carácter de ciudadanos de los sujetos, sino que es un dejar vivir juntos a vivientes singulares antes de cualquier caracterización. La democracia por venir se constituye de singularidades no definidas, singularidades cualquiera que forman un estar juntos. Forma que va más allá de la política en su sentido tradicional, que va más allá de sus determinaciones bajo la figura del Estado o de la soberanía. Esto no implica un proceso de despolitización, sino otra política. Por esto siempre se juega entre dos posibilidades: ¿Cómo conciliar la auto-nomía incondicional (fundamento de la moral pura, de la soberanía del sujeto, del ideal de emancipación, de la libertad, etc.) y la hetero-nomía, a propósito de la cual recordaba yo que se imponía a toda hospitalidad incondicional digna de ese nombre, a toda recepción del otro en tanto otro?18
Ibídem, pág. 110. DERRIDA, J., La filosofía en una época de terror, op. cit., pág. 180. 18 Ibídem, pág. 190. 16 17
359
La cuestión central es pensar la justicia en la forma política que Derrida ha trabajado en sus últimos escritos: la democracia por venir. Pensar la democracia, así, en la tensión entre autonomía y heteronomía.
La democracia por venir El tratamiento más sistemático de la “democracia por venir” Derrida lo realiza en un texto tardío titulado Canallas. En el mismo se plantean dos cuestiones preliminares: en primer lugar, la posibilidad de hablar democráticamente de la democracia, esto es, cómo hablar de la democracia sin imponer un sentido o significado del término que interrumpa el vacío semántico que la constituye; en segundo lugar, la cuestión del significado de la expresión “democracia por venir”, puesto que su uso está marcado por la confusión con una especie de ideal inalcanzable a buscar. En este sentido, como es “por venir” la democracia comporta dos paradojas: por un lado, es una democracia que en tanto es por venir su nombre no puede adecuarse, como apertura infinita no se puede saber que lo por venir ha de llamarse democracia, es decir, el nombre democracia es inadecuado a la apertura incondicional; por otro lado, como la democracia es por venir, tiene como principio que no ha de venir jamás, no puede suceder, no puede arribar jamás. El marco en el cual se inserta el problema es el vínculo entre política y democracia. Es en la relación con el otro (correspondencia disimétrica escribe Derrida) como relación incalculable donde se encuentra el origen de la política. El esfuerzo del autor se ubica en pensar un concepto de democracia, o una democracia que exceda el orden de lo conceptual, que haga posible una política que surja del vínculo no medible con el otro. Ahora bien, si la política se piensa desde este lugar, al mismo tiempo se enfrenta con aquel concepto que constituye a la política moderna: la soberanía. En algún sentido es posible afirmar que Derrida está pensando una política más allá de la soberanía. No su simple abandono, sino aquello que la excede. Por esto pensar la 360
política entre la incondicionalidad de la apertura y la soberanía condicional del Estado-nación. Escribe Derrida:
En cuanto a la razón y a la democracia, en cuanto a una razón democrática, habría en efecto que tratar de disociar la ‘soberanía’ (siempre, en principio, indivisible) y la ‘incondicionalidad’. Ambas se sustraen absolutamente, como lo absoluto mismo, a todo relativismo. Ésta es su afinidad. Pero, a través de algunas experiencias de las que se hablará en este libro y, en general, a través de la experiencia que se deja afectar por aquel(lo) que viene o aquel(lo) que llega, por el o lo otro por venir, se requiere a priori cierta renuncia incondicional a la soberanía. Antes incluso del acto de una decisión19.
Derrida presenta su posición desde la partición entre soberanía e incondicionalidad en un doble movimiento que es preciso puntualizar: primero, señalando que el origen de la política es una relación disimétrica, una distancia, y con ello existe en la definición cierta apertura a el o lo otro; segundo, señalando que existe una tensión entre incondicionalidad y soberanía. La cuestión es el sentido de esta partición como tensión irreductible, es decir, pensar en qué sentido una política definida desde la soberanía, la del Estado-nación, imposibilita la incondicionalidad como venida singular del otro. Esto lleva a oponer dos fuerzas: la fuerza soberana, la soberanía como fuerza fuerte, y la débil fuerza mesiánica, sin poder, de lo que viene sin horizonte. Por esto mismo es un pensar la política que no puede ser traducido en una preceptiva, no hay nada que deducir de tal planteo. No existe una ética o una política a deducir de la afirmación incondicional a lo que viene, pero sí una huella que deja sus marcas en lo que hay que hacer: Sin duda, de este pensamiento no se puede deducir ninguna política, ninguna ética ni ningún derecho. Por supuesto, no se puede hacer nada con él. No hay nada que hacer con él. Pero ¿cabría incluso concluir que este pensamiento no deja ninguna huella sobre lo que hay que hacer –por ejemplo en la política, la ética o el derecho por venir?20
DERRIDA, J., Canallas, op. cit., pág. 13. Ibídem, pág. 14.
19 20
361
De modo que un pensamiento de la democracia por venir, que se arriesgue allí, deja una huella sin preceptiva. No existe una aplicación regulada de una idea de justicia, sino que como apertura, y por ello fidelidad hacia un porvenir desconocido, la democracia siempre es algo desajustado. La reflexión sobre la democracia no puede partir de una definición de la misma porque por principio no existe una adecuación a sí que estabilice un significado o sentido. No hay un saber, o un decir, que pueda circunscribir la noción de democracia puesto que en su seno está lo abierto. Para Derrida no existe un concepto de democracia, o mejor, todo concepto de democracia debe constituirse como un vacío puesto que nunca se puede realizar de modo plenamente presente. No existe ninguna democracia que sea adecuada a su concepto en tanto es el concepto aquello que permanece vacante. La indeterminación de su sentido es histórica porque desde sus inicios el concepto de democracia no fue adecuado a ningún régimen particular. Desde Platón la democracia no es una forma de gobierno entre otras, sino aquella forma de gobierno imposible que es necesario conjurar por su propia diseminación: […] Platón anuncia ya que ‘democracia’, en el fondo, no es ni el nombre de un régimen ni el nombre de una constitución. No es una forma constitucional entre otras. De hecho, hemos conocido, además de las democracias monárquicas, plutocráticas, tiránicas de la Antigüedad, muchos regímenes modernos presuntamente democráticos21.
Pero el vacío no se inscribe sólo en la diversidad de sentidos históricos, pues aun cuando existiera un sentido unívoco heredado por la tradición, para Derrida la democracia excede el orden conceptual en cuanto inscribe un porvenir en su seno. El vacío, también, es a priori desde que la democracia es constitutivamente contingente: […] hay ahí como apertura vacía de un porvenir del concepto mismo y, por consiguiente, del lenguaje de la democracia, el tener una historicidad esencial de la democracia, del concepto y del léxico de la democracia (el único nombre de un casi-
21
Ibídem, pág. 44. 362
régimen abierto a su transformación histórica y que asume su plasticidad intrínseca, su auto-criticidad interminable y, cabría incluso decir, su análisis interminable)22.
La historicidad del concepto tiene un doble sentido: no sólo señala el vacío de una forma que se caracteriza por su transformación permanente, sino que indica al mismo tiempo una apertura constitutiva inscripta en el concepto. El concepto de democracia es, también, el porvenir del concepto de democracia. La indeterminación semántica del concepto de democracia muestra dos cosas. Por un lado, que todo concepto de democracia –todo intento por adecuar una u otra condición política a la democracia–, es excesivo respecto de un vacío constitutivo. El exceso aquí significa que sobre la ausencia siempre se da una pluralidad ilimitada de definiciones posibles e inadecuadas a la vez. El exceso es la sobredeterminación del vacío, por lo que por definición no existe un límite que constituya un campo semántico donde se pueda precisar una serie de definiciones sistematizables. El exceso se da frente al vacío y frente a la historicidad de definiciones posibles. Por otro lado, el exceso se repliega sobre el mismo concepto de concepto. Ya no que exista diseminación semántica, sino la pregunta por la adecuación del “concepto” para la democracia. Pensar, en otros términos, en la misma posibilidad de algo así como un “concepto”. Quizá desde el momento en que se enuncia la democracia el concepto está en jaque. La pregunta es, en última instancia, cómo es posible hablar de la democracia. Si la democracia no tiene un significado dado, si no es posible atribuirle un sentido propio, entonces parece imposible hablar democráticamente de la democracia. La única posibilidad sería dirigir un performativo que instituya un sentido como punto de partida: Para hablar democráticamente de la democracia, sería preciso, con algún performativo circular y con la violencia política de una retórica armada, de una fuerza de ley, imponer un sentido a la palabra ‘democrático’ y producir así un consenso que fingimos, ficticiamente, suponer como algo dado –o, como poco, posible y necesario23.
22 23
Ibídem, pág. 43. Ibídem, pág. 95. 363
La inadecuación del concepto debe pensarse a su vez como forma de instituir un estar juntos. Si no existe forma de gobierno democrática, es necesario abordar el tipo de vínculo con los otros –vivir-juntos– que surge en democracia. Pensar cómo se constituye un semejante en democracia, cómo se determina el otro como semejante en ese vivir-juntos. Y pensar a qué tipo de poder, de kratos, hace referencia el término. Ambas cuestiones están relacionadas, para el autor, con la ipseidad, con el ipse, pues la ipseidad remite a la mismidad, a lo mismo, que define al semejante como otro-mismo y al poder en referencia a la soberanía:
Antes incluso de cualquier soberanía del Estado, del Estadonación, del monarca o, en democracia, del pueblo, la ipseidad nombra un principio de soberanía legítima, la supremacía acreditada o reconocida de un poder o de una fuerza de un kratos, de una kratia. Esto es, por consiguiente, lo que se encuentra implicado, puesto, supuesto, impuesto también en la posición misma, en la auto-posición de la ipseidad misma, en todas partes en donde hay algún sí mismo; primer, último y supremo recurso de toda ‘razón del más fuerte’ como derecho otorgado a la fuerza o fuerza otorgada al derecho24.
Si como fue afirmado la cuestión a pensar es la tensión entre incondicionalidad y soberanía en la democracia, se muestra allí que la razón del más fuerte, la fuerza como razón, es lo que remite a los términos kratos, ipse, autos, mismo. La soberanía es definida como ipseidad, entendiendo ésta como la “auto-posición de lo mismo”. Es la posesión de sí como sí mismo, es esta identidad de sí a sí lo que define el poder que compone el término soberanía. En este sentido, en el mismo concepto, existen dos indicaciones a pensar: el kratos como auto-posición o soberanía, y la definición del vínculo democrático, del semejante como relación con la mismidad. La democracia como circularidad del poder: Pues bien, la democracia sería eso, a saber: una fuerza (kratos), una fuerza determinada como autoridad soberana (…),
24
Ibídem, pág. 28. 364
por consiguiente, el poder y la ipseidad del pueblo (demos). Dicha soberanía es una circularidad, incluso una esfericidad25.
Es esta referencia a la ipseidad como circularidad, retorno a sí, que Derrida quiere discutir en el seno de la democracia. Pensar, por ello, una democracia más allá de esas dos características, pero sin su negación absoluta. La democracia por venir es aquella que excede la referencia a la ipseidad inscripta en su nombre, ipseidad que significa, señala el autor, lo Uno, el autos, la simetría, lo homogéneo, lo mismo, lo semejante. Contra esto, tensionar aquella otra definición de democracia como verdad de lo otro, diseminación como apertura a lo heterogéneo, como relación disimétrica con otro indeterminado (un cualquier otro). En esta tensión recurrentemente el problema ha sido el del exceso del pueblo. Sí existe un exceso democrático, o si la democracia inscribe en su seno un exceso, es porque existe esa disputa constitutiva entre la soberanía ipsocéntrica y la diseminación heterogénea. Disputa porque una y otra vez la soberanía busca constituir al pueblo desde la referencia al semejante, a la mismidad, por lo que el pueblo se trata como un exceso a controlar. Esta es una de las referencias ineludibles del título del libro de Derrida, el pueblo es excesivo porque va más allá de la razón, es la canallada. La cuestión es la posibilidad de definir el demos para constituir una medida que le otorgue su lugar. En otros términos, la medición del demos sólo es posible por su diferenciación dentro del todo social, lo cual requiere puntuar una de sus características para otorgarle cierta identidad específica. Pero justamente la necesidad de una propiedad que otorgue un lugar específico es aquello que pone en cuestión el demos. En la democracia está en juego la posibilidad de la distribución o partición de lo social: cómo se cuentan las voces y se les otorga un lugar. Pero el demos es el pueblo como aquella parte que no tiene ninguna característica específica, no tiene una propiedad que le otorgue un lugar, es el gobierno de quienes no poseen ningún título. Esta misma imposibilidad ha llevado a una de sus caracterizaciones: el pueblo es siempre libertino. El pueblo como canalla interior y exterior a la sociedad: aquella parte excluida de
25
Ibídem, pág. 30. 365
la buena sociedad civilizada. La licencia de la democracia es el pueblo como lugar interior que destruye las buenas costumbres, aquellos que están fuera de la ley como medida y como derecho. La democracia es la fuerza de ese pueblo libertino que confunde licencia con libertad. Si la democracia se define a lo largo de la historia como forma política de la libertad, ésta se articula según dos sentidos: como licencia de hacer lo que se quiere o como facultad de auto-determinarse. El exceso democrático aparece en la mezcla de ambas nociones de libertad, es decir, la supuesta confusión del fuera de la ley con la ley como autodeterminación. La diferencia pasa por la ley como aquello que funciona, nuevamente, como criterio divisor entre la verdadera libertad y la licencia de aquel que dedica su vida al placer y el ocio. La paradoja se ubica en la circularidad de la ley: la posibilidad de diferenciar uno y otro caso pasa por la ley, pero esa misma ley es la auto-determinación del pueblo. Dicho de otra forma: la ley define el dentro y el fuera de la ley, pues la autodeterminación sólo se puede entender como la institución de la ley que obliga a hacer la ley y excluir el fuera de la ley. La licencia es violar la ley instituida y, a la vez, estar por fuera de la ley de la ley, esto es, del auto-dictado de la ley. La canallada democrática no sólo viola la ley, sino que se niega a tener una ley. La canallada democrática es ese pueblo heterogéneo a toda norma que excede las determinaciones de la mismidad. En uno y en otro caso lo que se juega en la democracia es la misma posibilidad de medida o, en otros términos, de límites. Por ello la cuestión tiene que ver con la posibilidad de su exterior. El problema es que siempre la alternativa a la democracia puede ser representada dentro de la democracia. Exceso porque la presentación del más allá de la democracia, de su otro, puede aparecer como alternativa democrática. La democracia, señala Derrida, es suicida: “La democracia siempre ha sido suicida y si hay un porvenir para ella es a condición de pensar de otro modo la vida y la fuerza de la vida”26. Suicidio que se puede pensar desde el concepto de auto-inmunidad, pues la condición misma de la democracia es inmunizarse de sus propias barreras inmu
26
Ibídem, pág. 52. 366
nitarias. La democracia es también ese exceso de hospitalidad que permite dar acogida incluso a aquello que viene a cuestionar su misma posibilidad. Lo excesivo es en este caso la posibilidad y la imposibilidad de alteridad. Para que algo como la democracia sea posible deben existir límites, un afuera donde se ubique lo no-democrático, por ello su condición de posibilidad es esa alteridad, lo que difiere y diferencia. Pero esa alteridad es imposible al no existir una esencia o una identidad de la democracia, por lo que toda alteridad puede incluirse, es decir, deja de constituirse como alteridad. La posibilidad e imposibilidad de la alteridad tiene un efecto inverso sobre la democracia: desde el momento en que la posibilidad de la democracia es ubicar una alteridad, su inclusión bajo una forma democrática vuelve imposible la misma democracia. Por ello el riesgo es la constitución de la democracia como figura omnicomprensiva. Ahora bien, frente a la posibilidad de totalización formal inclusiva no es el límite aquello que restituye la democracia porque la lógica del proceso autoinmunitario sólo se comprende en la democracia como exceso de la totalidad. La auto-inmunidad requiere de barreras inmunitarias y de la puesta en cuestión de esas barreras. No es la ausencia de límites, sino su exceso aquello que define la democracia. Todo proceso auto-inmunitario muestra cómo el exceso es constitutivo de la democracia de modo paradójico puesto que su misma forma permite la auto-negación. Si la democracia inscribe en su seno la libertad es necesario pensar la misma en los marcos de la tensión señalada: libertad como auto-posición, pero también libertad como exceso. Si la libertad parece ser, aquí y allá, lo que define lo más propio de la democracia, hay que mostrar la lucha interna entre la libertad como soberanía y la libertad como incondicionalidad. Esto es posible porque es inherente a la democracia la carencia de una mismidad que defina su identidad. Si la democracia desde sus inicios es inadecuada a sí es porque no existe una característica propia que le dé sentido: Es el sentido propio, el sentido mismo de lo mismo (…); es el sí mismo, lo mismo propiamente mismo del sí mismo lo que le falta a la democracia. Aquél define la democracia, así como
367
el ideal mismo de la democracia, por esa falta de lo propio y de lo mismo27.
La democracia cuestiona la mismidad de lo mismo y con ello la verdad o la esencia que regularía toda facticidad en vistas a un ideal. No existe posibilidad de adecuación, manifestación, conformidad con la democracia porque ésta se define por la ausencia de verdad propia. Como señala Derrida, en última instancia no existe ideal democrático. En este sentido, la democracia por venir no puede entenderse como un ideal democrático a alcanzar, es decir, un ideal que funcione como horizonte a perseguir. La carencia de esencia abre la democracia hacia una alteridad que no puede ser reducida desde el orden de la mismidad o ipseidad. En resumidas cuentas, existe una tensión irreductible en la democracia entre el kratos como ipseidad que define la soberanía (o la libertad soberana) como auto-posición de la mismidad, regulando la alteridad desde lo semejante, y la dislocación de esta mismidad para constituirse como apertura a lo disimétrico, a la alteridad, a la singularidad. La democracia es la inscripción de un diferir que disloca toda posibilidad de un sí mismo democrático. Si esta tensión habita la democracia, para Derrida se trata de replegar la apertura a la alteridad sobre la ipseidad, cuestionar una por la otra. La democracia sería así el desplazamiento de la idea de mismidad y de soberanía. Si el kratos propio de la democracia ha sido entendido como fuerza o soberanía, la libertad entendida como subjetividad dueña de sí y de sus decisiones, el desafío es deconstruir esa definición para pensar otra democracia: En toda la filosofía política, el discurso dominante sobre la democracia implica esa libertad como poder, facultad, facilidad para hacer, fuerza, en suma, para hacer lo que se quiera, energía de la voluntad intencional y decisoria. Por consiguiente, resulta difícil entender –y eso es lo que queda por pensar– cómo podría otra experiencia de la libertad fundar de una forma inmediata, continua, consecuente, lo que todavía se llamaría una política democrática o una filosofía política democrática28.
27 28
Ibídem, pág. 56. Ibídem, pág. 63. 368
Para dar cuenta de este otro pensamiento de la libertad Derrida retoma un escrito de Jean-Luc Nancy titulado La experiencia de la libertad. Texto en el que se apoya para pensar otra ontología de la libertad que exceda su definición como autoposición. La cuestión es cómo pensar la libertad como exceso de la auto-posición, de la soberanía, del sujeto. Para ello, Nancy piensa la libertad como liberación del fundamento y de la finalidad que se entrega en la singularidad de un existente. La singularidad no significa el reconocimiento de una propiedad esencial, sino la apertura a la existencia como participación en la partición del ser. Es un espaciarse singular del ser. En otros términos, desde la inesencialidad, la libertad es la entrega de un ser finito en su singularidad. La libertad como el arrojarse a la existencia en la singularidad. Leyendo a Nancy, Derrida señala que la libertad es espaciamiento, es la partición que abre el tiempo-espacio de la inicialidad. Esta libertad es excesiva porque es la puesta en cuestión de toda medida, es una libertad más allá del kratos, es decir, rompe con toda propiedad como unidad de medida. La libertad es una partición de lo inconmensurable. Se excede así la vieja antinomia entre la igualdad como cálculo (según el número o según el mérito) y la libertad heterogénea a la medida. Se excede porque desde el momento en que la libertad es aquello que todos comparten, la igualdad pierde toda posibilidad de medición. En tanto que iguales en la libertad no existe ninguna medida común a los sujetos, son inconmensurablemente iguales en su libertad como singularidades: Desde el momento en que todo el mundo (…) es igualmente libre, la igualdad forma parte intrínseca de la libertad y, entonces, ya no es calculable. Esta igualdad en la libertad ya no tiene nada que ver con la igualdad según el número y según el mérito, la proporción o el logos. Es una igualdad incalculable e inconmensurable en sí misma; es la condición incondicional de la libertad, su partición, si lo prefieren29.
29
Ibídem, pág. 68. 369
La democracia se presenta como excesiva porque es constitutivamente aporética al requerir una medida que defina su sujeto propio y, al mismo tiempo, exceder esta medida:
[…] la democracia siempre ha querido, por turno y a la vez, dos cosas incompatibles: ha querido, por una parte, no acoger más que a hombres, y a condición de que éstos fuesen ciudadanos, hermanos y semejantes, excluyendo a los otros, sobre todo a los malos ciudadanos –los canallas–, los no ciudadanos y todo tipo de otros, desemejantes, irreconocibles y, por otra parte, a la vez o por turno, ha querido abrirse, ofrecer una hospitalidad a todos estos excluidos30.
Estos dos requerimientos incompatibles muestran la tensión inherente a la democracia que fija y disloca la posibilidad de la alteridad: quiere regular todo otro como semejante y quiere abrirse más allá de la simetría del vínculo. La cuestión es, allí, la posibilidad o imposibilidad de un criterio, una regla o una ley, que determine la alteridad. Puesto que si Derrida titula su libro Canallas es para indicar ese exceso respecto de la regla, el demos como el desorden. Lo relevante es que no es el desorden aislado, sino aquel que se oculta como contra-poder. En otros términos, el exceso del demos cuestiona la absoluta visibilidad que requiere la democracia, el espacio público, introduciendo el contra-poder de un secreto. La apuesta por la democracia, tal como la entiende el autor, consiste en replegar una de sus condiciones sobre la otra: la incondicionalidad sobre la soberanía. Si la democracia es, a la vez, apertura hacia lo heterogéneo y soberanía de la ipseidad, el porvenir surge de la dislocación de la soberanía: es la división de aquello que, por principio, es indivisible. Se trata de pensar lo indisociable y contradictorio de la democracia y la soberanía, de otorgarle el kratos al demos. La democracia por venir en Derrida puede, entonces, circunscribirse desde cinco características. Primero, es la crítica política de toda democracia que pretenda estar realizada o consagrada. Se define por la posibilidad de la crítica radical, incluso de la misma idea de democracia. Segundo, es un pensamiento del acontecimiento de aquello y de
30
Ibídem, pág. 85. 370
aquel que viene sin horizonte de espera. Tercero, es la apuesta por la creación de un espacio político internacional que exceda la soberanía y la ciudadanía definidas en el marco del Estadonación. Por ello es la invención de formas políticas que hagan divisible la soberanía. Cuarto, la democracia por venir tiene un vínculo directo con la justicia, la necesidad de la democracia se inscribe en la justicia que excede el derecho. Por último, existe una urgencia en esta apuesta o llamado, es un deber aquí y ahora, que por ende no designa un futuro que va a venir, sino algo inminente. Escribe Derrida: “El ‘por’ del por venir vacila entre la inyunción imperativa (recurso al performativo) y el quizá paciente de la mesianicidad (exposición no performativa a lo que viene, a lo que siempre puede no venir o haber venido ya)”31. El exceso de la soberanía moderna, de la determinación moderna de la política, se da desde un nuevo pensamiento de la democracia: Esto es lo que yo quisiera entender por ‘democracia por venir’. ‘Democracia por venir’ no quiere decir democracia futura que un día será ‘presente’. La democracia jamás existirá en presente: no es presentable, y tampoco es una idea regulativa en el sentido kantiano. Pero hay lo imposible cuya promesa inscribe la democracia –que arriesga y debe arriesgar siempre con pervertirse en una amenaza–. Hay lo imposible, y lo imposible sigue siendo imposible en razón de la aporía del demos, éste es a la vez, de una parte, la singularidad incalculable de cualquiera, antes de todo ‘sujeto’, el posible desleimiento social de un secreto que hay que respetar, más allá de toda ciudadanía y de todo ‘Estado’, incluso de todo ‘pueblo’, y del estado actual de la definición del ser viviente como viviente ‘humano’; y, de
Ibídem, pág. 116. Es necesario volver a la cuestión de la performatividad y su relación con el acontecimiento: “Para presentarlo de otro modo –cada vez más tengo está impresión– la performatividad es lo que produce acontecimientos, todas las instituciones y actos en los cuales la responsabilidad debe ser asumida; pero es también lo que neutraliza el acontecimiento, es decir, lo que sucede (ce qui arrive). En dondequiera que hay un performativo, donde hay una forma de comunicación, hay un contexto convencional legítimo, legitimante, legitimado que permite neutralizar lo que sucede, es decir, la acontecimentalidad bruta del arribante (l’événementialité brute de l’arrivant). Dicho de otro modo, si de cierta manera la performatividad encuentra el acontecimiento producido por el lenguaje, también neutraliza la acontecimentalidad del acontecimiento” DERRIDA, J., “Performative powerlessness. A response to Simon Critchley” en Constellations, Volume 7, N° 4, 2000, pág. 467. 31
371
otra parte, la universalidad del cálculo racional, de la igualdad de los ciudadanos ante la ley, el vínculo social del estar juntos, con o sin contrato, etc.32
Lo imposible es la exposición a lo que viene, la apertura hacia el porvenir, hacia lo incalculable. De modo que la deconstrucción se encuentra entre lo condicional y lo incondicional, entre el cálculo racional y lo incalculable. No que permanezca en la aporía, sino que esa aporía es la apuesta por la apertura incondicionada hacia un porvenir absoluto. Y en esta apuesta es central la noción de democracia por venir, no como un régimen político, sino como aquello que siempre es perfectible, infinitamente perfectible. La justicia, entonces, como apertura al acontecimiento encuentra en la democracia por venir, política imposible, tensión entre demos y kratos, su forma específica.
De la condicionalidad a la incondicionalidad Los elementos generales que configuran la nueva posición que adquiere la copertenencia en Derrida han sido articulados a lo largo de los capítulos de esta segunda parte. Como se ha podido señalar en esta nueva configuración la noción de justicia adquiere un rol central porque permite comprender el desplazamiento de acento respecto a los primeros textos. Para finalizar, un nuevo texto permite desde las nociones de condicionalidad e incondicionalidad sintetizar los elementos desarrollados en la segunda parte. El texto es uno de los últimos escritos de Derrida y se titula “El ‘Mundo’ de las Luces por venir. (Excepción, cálculo y soberanía)”. En el mismo se presenta una nueva delimitación de la deconstrucción como relación entre lo condicional y lo incondicional donde la política adquiere una determinación precisa. El marco general del texto es el problema de la razón, pues Derrida afirma la indisociabilidad entre dos exigencias: la exigencia de soberanía en general y la exigencia incondicional de lo
DERRIDA, J., La filosofía en una época de terror, op. cit., pág. 175.
32
372
incondicional. La alianza entre dos aspectos de la racionalidad, entre soberanía e incondicionalidad, es irreductible:
¿Se puede todavía, y a pesar de ello, disociar estas dos exigencias? ¿Se puede y se debe disociarlas en nombre justamente de la razón, sin duda, pero también del acontecimiento, de la venida o del venir que se inscribe tanto en el por-venir como en el de-venir de la razón? ¿Acaso esta exigencia no es fiel a uno de los dos polos de la racionalidad, a saber, esa postulación de incondicionalidad?33
Las preguntas acentúan un aspecto en su modulación: si, en nombre mismo de la razón, se puede privilegiar una de las dos exigencias, aquella vinculada a la incondicionalidad. La modulación de la pregunta tiende a sugerir, aunque sólo como posibilidad, que el acontecimiento y la apertura a lo que viene serían más fieles a la incondicionalidad de la razón. Entonces, ante todo, pensar y preguntar por la disociación que parece imposible e impensable, disociación que es irreductible entre, por un parte, la compulsión o auto-posición de soberanía y, por la otra, la postulación de la incondicionalidad, que se encuentra en la exigencia crítica y deconstructiva de la razón. Pensar esta distinción y la posibilidad de disociar ambas exigencias es lo que se propone la deconstrucción:
Ya que la deconstrucción, si algo semejante existiese, seguiría siendo, en mi opinión, ante todo, un racionalismo incondicional que no renuncia nunca, precisamente en nombre de las Luces por venir, en el espacio por abrir de una democracia por venir, a suspender de una forma argumentada, discutida, racional, todas las condiciones, las hipótesis, las convenciones y las presuposiciones; a criticar incondicionalmente todas las condicionalidades, incluidas las que fundan todavía la idea crítica, a saber, la del krinein, de la krisis, de la decisión y del juicio binario o dialéctico34.
Esta cita permite ordenar una serie de cuestiones: en primer lugar, Derrida afirma que la deconstrucción es un racionalismo incondicional; en segundo lugar, ese racionalismo pertenece al espíritu de la Ilustración, pero no sólo como una etapa histórica, DERRIDA, J., Canallas, op. cit., pág. 169. Ibídem, pág. 170.
33 34
373
sino de las luces por venir (tal como la democracia, para Derrida la Ilustración será siempre “por venir”); en tercer lugar, ese racionalismo fiel al espíritu de la Ilustración implica no renunciar a suspender todas las condicionalidades, las convenciones o presuposiciones; en cuarto lugar, la crítica incondicional de lo condicional se hace de modo argumentado, racional, por medio de discusiones; en último lugar, la deconstrucción mediante esta operación va más allá de la crítica, pues aborda críticamente las condicionalidades que construyen la misma idea de crítica. La deconstrucción es definida en este caso como la crítica incondicional de lo condicional. Al afirmar esto, Derrida toma partido con relación a la reunión de exigencias de la razón y la posibilidad de su disociación: el objetivo es deconstruir la soberanía en nombre de la incondicionalidad. Una crítica deconstructiva efectúa un pliegue al interior de la doble exigencia de la razón, como si una parte de la razón cuestionara la otra parte. Ahora bien, ¿qué sería lo incondicional? Derrida define a este término como acontecimiento (événement): la posibilidad misma de que acontezca algo. Un acontecimiento es aquello imprevisible, aun cuando visible no se puede prever, no se lo puede anunciar desde un horizonte que anticipe su llegada. Cuando un acontecimiento se puede prever ha dejado de ser tal, significa que ya ha arribado y por tal ha sido neutralizado en su capacidad de irrupción. Siempre que existe un horizonte, es decir, una teleología ideal que permite ver, saber o anticipar tal o cual acontecimiento, éste ha dejado de ser tal. Por ello todo acontecimiento debe exceder el idealismo teleológico y las diversas astucias de la razón teleológica para dominar esa irrupción. Pero un acontecimiento no puede ser llevado al campo de lo irracional, justamente la exigencia es la opuesta: el acontecimiento es lo incondicional como una de las exigencias propias de la razón. El acontecimiento se debe anunciar como imposible, sin un horizonte de espera o anticipación. Si la deconstrucción es la crítica incondicional de las condicionalidades, es la crítica de las instituciones, de los condicionamientos, desde una justicia indeconstruible. En otros términos, es el ejercicio de la deconstrucción de la condicionalidad desde la incondicionalidad como justicia, lo que permite liberar al pensamiento de 374
los condicionamientos de los poderes o instituciones políticas, militares, tecnoeconómicas o capitalistas. Replegar la incondicionalidad sobre la condicionalidad, criticar una por la otra, permite cuestionar todo tipo de controles efectuados sobre el pensamiento. En este mismo sentido, la incondicionalidad postulada por el autor articula de un nuevo modo la relación del saber con la decisión y la responsabilidad. La decisión y la responsabilidad, como ya se presentó, no pueden ser la simple aplicación del saber. La decisión o la responsabilidad no pueden estar fundadas o justificadas en un saber en tanto que tal, sin una discontinuidad o heterogeneidad radical entre los dos órdenes. El salto entre el orden del saber y el orden de la decisión o de la responsabilidad muestra nuevamente el pliegue interno que configura la deconstrucción: el orden de lo calculable y el orden de lo incalculable. Derrida, una y otra vez, argumenta a favor de este último en contra del primero. Desata una lucha donde la opción por la incondicionalidad cuestiona lo condicional. Incondicionalidad que es lo imprevisible como singularidad incalculable y excepcional. Sólo donde existe la singularidad absoluta de lo incalculable y lo excepcional puede acontecer algo, se abre el porvenir a lo otro y al otro. Por ello se trata de pensar el porvenir de la razón como experiencia de lo que viene y de quien viene. Lo que llega, el acontecimiento, es la singularidad absoluta de una alteridad no reapropiable por la ipseidad de un saber calculable o un poder soberano. La apertura a lo que viene y a quien viene es la justicia. Pero este esquema que repliega lo incondicional sobre lo condicionado, es complejizado por Derrida al señalar que existirían dos formas de comprender la incondicionalidad. En primer lugar, la incondicionalidad de lo incalculable refiere al acontecimiento, es decir, a la justicia como la venida o el venir del otro. La incondicionalidad de la razón relaciona cada singularidad con lo universalizable y esta es una exigencia que no se puede abandonar. Se trata de exigir o postular un universal más allá de todo relativismo, de todo culturalismo o etnocentrismo. La incondicionalidad es nombrada, metonímicamente, de diversas formas por Derrida. En otros términos, como nombres de la incondicionalidad de lo incalculable, aparecen ciertos térmi375
nos ya desarrollados: hospitalidad, don, perdón. Estos términos permiten pensar juntas las dos figuras de la racionalidad que, en un mismo movimiento, se requieren y se exceden la una a la otra. La incondicionalidad incalculable excede el cálculo de las condiciones como, por ejemplo, la justicia excede el derecho, la política o la economía. Referencia crucial para destacar que la deconstrucción es la justicia que permite deconstruir las condicionalidades políticas. De modo que la política es ubicada del lado de lo condicional deconstruible en nombre de lo incondicional. Se debe pensar a la vez la heterogeneidad e indisociabilidad de lo condicional y lo incondicional, es decir, poner en acciones y palabras la “auto-inmunidad”. Siempre existe una transacción inaudita, un tránsito entre la exigencia de cálculo o la condicionalidad y la exigencia intransigente de un incalculable incondicional: En ambos lados, ya se trate de singularidad o de universalidad, y cada vez ambas a la vez, es preciso tanto el cálculo como lo incalculable. La responsabilidad de la razón, la experiencia que consiste en conservar la razón, en responder de una razón que nos es legada de esta manera, yo la situaría justamente en la mayor dificultad, en verdad, en la aporía auto-inmunitaria de esa transacción imposible entre lo condicional y lo incondicional, el cálculo y lo incalculable35.
En esta cita Derrida define claramente el objetivo de la deconstrucción: mostrar la doble relación entre lo calculable y lo incalculable, su necesidad y su heterogeneidad, es decir, pensar la transacción entre lo condicional y lo incondicional. La transacción no tiene una salida preestablecida, no está asegurada de ningún modo, sino que inventa, en cada situación singular, una norma que dé acogida al acontecimiento. Sólo hay responsabilidad y decisión en esa transacción. La transacción debe permitir la apertura al acontecimiento que en su llegada afecta cualquier pasividad, esto es, afecta a una vulnerabilidad expuesta sin inmunidad absoluta. La auto-inmunidad no es el mal absoluto,
35
Ibídem, pág. 180. 376
sino que permite la exposición al otro, a lo que viene. Sin autoinmunidad, con inmunidad absoluta, nada podría acontecer. La llegada del otro permite pensar otra idea de libertad que ya no sería el poder de un sujeto, sino una heteronomía sin servidumbre, una especie de decisión pasiva. Esto conlleva la redefinición de todos los filosofemas relacionados con la decisión, y por ello con la actividad y la pasividad. En este movimiento se deconstruyen las categorías clásicas de la ética y la política. El autor señala que se debe pensar en una hiper-política y una hiper-ética, que vayan más allá de actuar conforme al deber o por puro deber: Esa hiper-ética o esa hiper-política va incondicionalmente más allá del círculo económico del deber o de la tarea (Pflicht o Aufgabe), de la deuda que hay que reapropiarse o anular, de lo que se sabe que se debe hacer y que, por consiguiente, depende todavía de un saber programático y normativo que ésta se contenta con desarrollar consecuentemente36.
Derrida señala que el hiato existente entre las dos exigencias, el exceso de la razón que se desborda y por ello se abre al acontecimiento incalculable, es el espaciamiento irreductible de la fe o la creencia en la que se funda el lazo social. En este sentido, el hiato abre un espacio racional para una fe crítica, sin dogma ni religión, sin institución religiosa. Es aquello que Derrida ha llamado numerosas veces un mesianismo sin mesianismo. Esta fe es otro modo de fundar razón, que se opone a cualquier tipo de irracionalismo u oscurantismo. En segundo lugar, la incondicionalidad de la excepción se encuentra en la soberanía en dos modos: la soberanía se constituye como aquello por lo cual la razón define su propio poder y su propio elemento, es decir, cierta incondicionalidad, pero también es la concentración de la fuerza y la excepción absolutas en un solo punto de una singularidad indivisible (Dios, el pueblo, la monarquía, el Estado). La soberanía es aquello que decide sobre la excepción, aquello que se guarda el derecho de suspender el derecho. La soberanía conjuga en sí el acto perfor Ibídem, pág. 182.
36
377
mativo, la fuerza, que constituye su propio poder, pero lo hace desde un punto único o indivisible. Por ello, se debe prestar atención al cambio en la soberanía según los acontecimientos históricos, es decir, a la crisis del concepto de soberanía indivisible del Estado-nación. Bajo el signo de la globalización, la racionalidad de los derechos universales rompe con la soberanía del Estado-nación. La globalización pone en tela de juicio todos los conceptos políticos organizados alrededor de la soberanía nacional: los conceptos de guerra mundial, terrorismo, enemigo, pierden su pertinencia. La globalización indica un más allá del derecho nacional, un más allá de la política a la medida de la soberanía nacional. Esto, en cierta medida, es un importante progreso. Estados, instituciones, jefes de Estados, son llamados a comparecer ante instancias de derecho internacional, existe una injerencia humanitaria que debe ser saludada. Por ello, en nombre de la razón es necesario limitar la lógica de la soberanía del Estado-nación, discutir su principio de indivisibilidad, su derecho a la excepción, su derecho de suspender el derecho, etc. Al mismo tiempo, sería imprudente y precipitado oponerse incondicionalmente a una soberanía incondicional e indivisible. No se puede combatir formalmente la idea de soberanía sin poner en riesgo los principios clásicos de libertad y autodeterminación que tienen lugar bajo la soberanía del Estado-nación. La soberanía del Estado nacional puede ser necesaria, en determinada instancia, contra tal o cual poder internacional, contra una hegemonía ideológica, religiosa o capitalista. Porque existe una corrupción del derecho internacional por fuerzas y campos, potencias económicas o Estados, que someten el ejercicio del derecho o las acciones humanitarias, es necesario recurrir a la soberanía del Estado-nación como lugar de resistencia irreductible. Derrida muestra que existen dos incondicionalidades contradictorias, pero no se reduce a plantear la tensión, sino que toma partido, pues la deconstrucción es el repliegue del acontecimiento sobre la soberanía: la deconstrucción es la crítica incondicional de lo condicional. En este repliegue se posibilita el advenimiento del acontecimiento, la apertura hacia lo otro que viene. Un repliegue no sólo de las dos instancias en gene378
ral, sino que se reproduce al interior de lo incondicional y de la soberanía. En primer lugar, en la esfera de lo incondicional, se manifiesta la tensión entre lo calculable y lo incalculable en sus diversas formas. Tensión que se da en un doble sentido, pues entre ambas esferas existe una relación de heterogeneidad pero también de necesidad. En segundo lugar, la soberanía como delimitación de lo exclusivo presenta un doble movimiento. Por un lado, la soberanía es aquello por lo cual la razón se determina como incondicional, pero por el otro es el lugar de una singularidad única. En este movimiento, es necesario cuestionar la soberanía nacional en nombre del Derecho Internacional y cuestionar las injerencias hegemónicas internacionales en nombre de una soberanía nacional. Estos movimientos, hiatos o tensiones que Derrida señala en las diversas instancias de la razón, tienen consecuencias ético-políticas relevantes para el mundo actual. El hiato señala que la decisión y la responsabilidad no están predeterminadas por un saber, que no pueden ser la simple aplicación programática de un saber, sino que implican un salto, una interrupción. En la interrupción se da la transacción entre la incondicionalidad y la condicionalidad de un modo singular cada vez. El tránsito o transacción es lo razonable, es decir, aquello que excede el cálculo racional hacia lo incalculable de la razón. La relación entre la incondicionalidad y la soberanía, como las relaciones internas de cada una, indican una lógica que estructura la deconstrucción en los textos tardíos, pues los términos se vinculan desde la heterogeneidad y la necesariedad. Lo incondicional es radicalmente heterogéneo respecto de lo condicionado, pero uno y otro son indisociables. La doble relación sólo puede pensarse si se tematiza el hiato existente entre ambas exigencias. Ante la tensión Derrida toma postura, no se posiciona en ambos lugares del mismo modo, sino que señala que la deconstrucción es el repliegue de una exigencia sobre la otra. La apuesta por lo incondicional tiene que ver con su definición, pues lo incondicional es la apertura al acontecimiento, es la justicia. Por ello es la posibilidad de una apertura radical a lo que viene y a quien viene. La tematización de lo incondicional le permite al autor extraer las consecuencias ético-políticas de tal 379
posicionamiento, criticando aquellas posturas que hacen de la decisión o la responsabilidad la aplicación de un saber programado. En la tensión o hiato entre lo condicional y lo incondicional se debe plantear una transacción que deberá inventar sus máximas en situaciones singulares, sin por ello caer en relativismo o culturalismo. La incondicionalidad permite una crítica a los poderes establecidos como condicionalidades que deben ser excedidas hacia el acontecimiento, es decir, mediante decisiones que permiten la hospitalidad absoluta hacia la alteridad:
De lo que decía hace un momento sobre el recién llegado absoluto no puede extraerse una política en el sentido tradicional de la palabra política, una política que un Estado nación pueda poner en práctica. Pero sin ocultarme que lo que señalaba del acontecimiento y el recién llegado era, desde el punto de vista de ese concepto de la política, una proposición apolítica e inadmisible, sostengo no obstante que una política que no conserve una referencia a ese principio de hospitalidad incondicional es una política que pierde su referencia a la justicia. Conserva tal vez su derecho (que distingo aquí una vez más de la justicia), el derecho de su derecho, pero pierde la justicia. El derecho de hablar de ella de manera creíble37.
DERRIDA, J., “Deconstruir la actualidad”, op. cit., [Versión digital].
37
380
CONCLUSIONES
Cierta incomodidad, especie de susurro constante, dio lugar al camino recorrido por estas páginas. Aquella incomodidad en la dificultad de su precisión daba cuenta de un extrañamiento, de un quiebre con un modo de estar reconciliado con el mundo. Y esto porque justamente se trataba de pensar un estar juntos deseable en un mundo donde las certezas al respecto parecen disolverse. De modo que el distanciamiento surge del malestar con un mundo injusto, con una realidad en la que la justicia parece condenada a teología. No se ha tratado aquí de formular un marco propositivo para solucionar los problemas existentes, sino de asumir radicalmente la pregunta inicial. Por esto mismo, al finalizar el camino no se encuentra un resultado definitivo –un cierre–, sino una forma precaria de complejizar ciertas inquietudes. Se trata, entonces, de un recorrido en torno a un lugar de indagación. La escritura de este libro puede ser considerada un tránsito precario por lugares inciertos. No se ha pasado de la ignorancia al saber, tampoco se ha avanzado en una creciente autoconciencia. Se ha tomado un autor, Jacques Derrida, como compañero de un viaje que busca abrir preguntas, no responderlas. Posiblemente una puerta abierta al final de un libro produzca una sensación de desazón, sin embargo aquí ese abrir resulta una apuesta. De cierto modo, escribir como una forma de abrir mundos, de entrelazar sendas cuyo destino final permanece incierto. Así, en esta última parte se reformula la incomodidad inicial como una tensión constitutiva de la política. Para ello, se reconstruyen brevemente los argumentos desarrollados a lo largo del texto y se indica en qué sentido existe una tensión entre violencia y justicia. 381
Huellas de un recorrido Uno de los problemas centrales de trabajar sobre los textos de Derrida es que en los mismos, una y otra vez, se discute qué significa leer. Dos registros atraviesan siempre los textos del autor: aquel que aborda una cuestión particular y aquel que problematiza el modo de abordarla. De ahí que exista una gran biblioteca destinada a pensar las estrategias de la deconstrucción como forma de lectura, de ahí que gran parte de la recepción se haya dado en los departamentos de crítica literaria, de ahí que “deconstrucción” se utiliza –en una generalidad carente de rigurosidad–, ante cualquier interpretación que escapa a las clasificaciones tradicionales. Por esto mismo el problema es cómo leer aquel autor que hizo de la lectura un problema filosófico. Si en términos generales se ha evitado el paroxismo de la identificación o la manipulación (o una lectura que miméticamente escriba como Derrida o una lectura externa que lo adapte a un método preconcebido), en términos particulares se ha comenzado mostrando las distintas interpretaciones del autor. No existe un comienzo absoluto, un grado cero desde el cual partir, por lo que sobre una huella se sobreimprimen lecturas al infinito. Esa huella en la que se inserta la lectura propuesta está constituida por las diversas perspectivas sobre la cuestión política en Derrida. Desde un criterio general se diferenció entre aquellos que sostienen que el autor no aporta nada al pensamiento político, los que afirman que su postura responde a cierto conservadurismo contemporáneo, y quienes señalan que sí existe un aporte relevante. Desde el criterio particular se diferenciaron dos posiciones en torno al supuesto giro ético-político en Derrida. Por un lado, algunos autores afirman que se ha dado un giro o un cambio sustancial en relación a la política. Este giro se interpreta de diversos modos, o bien destacando los primeros textos para pensar la política (criticando el acercamiento ético a Levinas, como es el caso de Laclau), o bien destacando los textos donde se trata explícitamente la política (mostrando el giro hacia cuestiones éticas o políticas no presentes en sus textos iniciales). Por otro lado, algunos autores, entre los que se incluye el mismo Derrida, sostienen que no ha existido tal giro. 382
Cierta recepción parte de un continuismo que bajo las figuras de lo implícito, lo subyacente, lo supuesto, interpreta finalmente los textos como una “obra” (es decir, se encuentran aportes similares para pensar la política en textos escritos por más de cuatro décadas). Esta presentación esquemática no buscó totalizar el campo de la recepción, sino simplemente señalar algunos indicios para trazar aquella huella desde la que se parte. Para dar cuenta de ese punto de partida y de la forma de trabajar sobre los textos del autor se ha utilizado el término “lectura”. Con ello se quiere evitar la formulación de un método a priori que ordene la presentación y la supuesta ausencia de método. Entre estas dos posibilidades, la lectura es un trabajo sobre los textos que parte de un “como si”, esto es, de una hipótesis que se va desarrollando a lo largo del recorrido. Por esto mismo, el subtítulo del libro acentúa este aspecto señalando que es una, y no otra, lectura de Derrida. Esta lectura parte del cuestionamiento de la discontinuidad que se construye desde la noción de giro, (que también puede encontrarse en nociones como contradicción, negación, etc.) y del distanciamiento con la continuidad que encuentra, al fin y al cabo, las mismas ideas en relación a la política en textos separados temporalmente por más de tres décadas. Es frente a estas dos posibilidades inscriptas en la noción de “obra” que se esboza el principio de lectura articulando tres elementos. En primer lugar, se señaló que existe una complejidad específica al intentar plantear la cuestión política en Derrida desde que no es posible hablar de filosofía política ni de teoría política, tampoco de un concepto de lo político, ni de una teoría en relación a una praxis, etc. Por esto, tomando el texto “Los fines del hombre” del año 1968, se comienza afirmando que en Derrida existe una copertenencia de filosofía y política. La misma se entiende como la implicancia recíproca de filosofía y política, y puede ser comprendida a la luz de evitar una definición a priori de filosofía absolutamente independiente de la política. El problema surge al pensar qué significa la afirmación “lo que une desde siempre la esencia de lo filosófico a la esencia de lo político”. ¿Cómo pensar esa unidad? Si bien esta pregunta no encuentra una respuesta directa en el texto de 1968, se dan una serie 383
de indicios que permiten circunscribir una perspectiva singular. Derrida señala que la filosofía es constitutivamente política, esto significa dos cosas: que el marco institucional no es un contexto “externo” respecto de una esencia pura de la filosofía (vale recordar que se analiza tanto un marco restringido como es el caso de un Coloquio Internacional como un marco general como es el caso de la forma-democracia), pero también que una u otra definición de filosofía surge en un terreno de disputas por sus límites, esto es, de una disputa política por definir qué es y qué no es filosofía. A la vez, la política es constitutivamente filosófica porque siempre se encuentra atravesada por aquello que Derrida llama “filosofemas”, es decir, inevitablemente la política, sea como práctica, instituciones, acciones, está constituida por una u otra concepción filosófica. El texto donde se indica esta ligazón marca un distanciamiento entre dos generaciones de la filosofía francesa en torno al humanismo, por lo que la copertenencia nunca se desarrolla desde una concepción humanista, pues no es la esencia de lo humano lo que liga filosofía y política. Incluso más allá del cuestionamiento a una esencia de lo humano, no existe una tercera instancia a la que pueda ser remitido el vínculo entre política y filosofía. Uno de los aportes centrales de Derrida se encuentra en redefinir el vínculo entre filosofía y política evitando no sólo la exterioridad entre ambas sino la exclusión o subordinación. Por esto, el libro es una larga meditación sobre el sentido de la copertenencia de filosofía y política. En segundo lugar, si la cuestión a pensar es la copertenencia –la articulación particular que le otorga uno u otro sentido–, se afirma que existe un desplazamiento de acento que la configura de diversos modos. Con esta afirmación se responde al problema del giro ético-político que ha sido una de las discusiones hegemónicas en las interpretaciones de Derrida. Desplazamiento de acento significa que existe una diferencia entre dos etapas de producción textual debido a la acentuación de motivos diferentes. La expresión está tomada de una observación que Derrida le efectúa a Nancy. Ante la crítica que este último realiza sobre la hipótesis del giro ético-político, Derrida observa en relación a los dos primeros artículos sobre Levinas, que ellos no dicen lo 384
mismo porque acentúan cosas diferentes. Ahora bien, ¿en qué sentido esta afirmación realiza un aporte respecto a las lecturas continuistas o discontinuistas subsidiarias de la noción de obra? Aquí se sostiene que no existe ni ruptura ni continuidad en cuanto gran parte de los elementos que configuran unos u otros textos se repiten, pero que el acento en unos u otros redefine su sentido. Esto significa que no es que las elaboraciones teóricas de los primeros textos sean abandonadas, tampoco que los textos tardíos presenten una radical novedad, sino que en cada uno de ellos se acentúan diferentes elementos. Al respecto resulta necesario señalar que no existe una clara demarcación temporal, puesto que si bien el desplazamiento de acento se ve a lo largo del tiempo, no se presenta a partir de un suceso particular, así es el mismo desplazamiento aquello que permite comprender la pertenencia de los textos a una u otra etapa. En tercer lugar, se eligieron dos términos para pensar el desplazamiento de acento: violencia y justicia. Existe una configuración particular de la copertenencia, que se encuentra en los textos tempranos, alrededor del sintagma “economía de la violencia”. Partiendo de la relación de Derrida con la fenomenología y el estructuralismo –el contexto de emergencia de su pensamiento–, se pudo mostrar cómo se realiza una deconstrucción de la filosofía, ante todo de una definición cuya pureza constituida desde la idealidad de los objetos matemáticos excluye y subordina la política como facticidad externa. En la discusión con el estructuralismo, y específicamente con Saussure, el cuestionamiento de un centro ordenador que hace de la estructura una totalidad cerrada abre el proceso de significación. Este abrir implica atender al doble movimiento de diferenciación e institución, lo que aparece en nociones como inscripción o huella. Todo proceso de significación, en ese doble movimiento, conlleva cierta politicidad. Para entender el sentido de la misma, las referencias a Levinas y Bataille son centrales. De un lado, porque frente a una perspectiva que critica la violencia desde un exterior no violento, Derrida afirma el carácter irreductible de la violencia. De otro lado, porque se trata de pensar una economía de la violencia que no repita la figura del círculo o de la reapropiación. Si se afirma que el primer acento de la coper385
tenencia surge como economía de la violencia, esto encuentra toda su materialidad en las lecturas de Rousseau y Lévi-Strauss. En las mismas se muestra que sea en la presencia, la naturaleza o la propiedad, la política busca ser reducida desde un exterior apolítico que encuentra su forma privilegiada en la idea de autenticidad social. Esto lleva a que Derrida afirme que la deconstrucción es una práctica o un ejercicio que cuestiona cualquier neutralidad o naturalización. Si los elementos en juego no varían radicalmente, de modo progresivo la justicia adquiere un estatuto destacado que reconfigura la copertenencia. El sintagma “la deconstrucción es la justicia” da cuenta de esta centralidad. El problema de la violencia sigue siendo central, irreductible, pero la misma ha de ser ubicada en la dimensión performativa que instituye determinado orden. Esta institución infundada da lugar a la deconstrucción de cualquier estabilización, pero también posibilita definir lo indeconstruible: la justicia. Ahora bien, si en los escritos tempranos existe un distanciamiento respecto de la ética levinasiana como vínculo no violento con una alteridad radical, en los textos tardíos la justicia es definida desde el mismo Levinas. Será casi el único autor que una y otra vez sea citado para definir la justicia como hospitalidad incondicional hacia lo que viene, lo que conlleva un trabajo de herencia y una apertura al porvenir. De allí que la deconstrucción se inscriba en la tradición crítica, pero una crítica hiperbólica definida como crítica incondicional de las condicionalidades. En esta oportunidad, no se destaca la politicidad de todo proceso de significación, sino el juego entre una política posible y una imposible. La política posible como el ordenamiento institucional de una sociedad determinada es deconstruida desde una política que se configura en vistas a la hospitalidad. La cuestión es que, en la herencia levinasiana, la justicia como hospitalidad incondicional siempre excede la política y, en última instancia, es una ética. En este sentido, Derrida ha de señalar no sólo la necesidad de “deducir” una política de la ética, sino que se trata de un vínculo no-violento con el otro. Esto aparece claramente cuando el autor trabaja sobre una idea de amistad más allá de la fraternidad para dar lugar a una democracia por venir. 386
En síntesis, el argumento general es que en Derrida existe un desplazamiento de acento entre violencia y justicia en la configuración de la copertenencia de filosofía y política.
Tensiones abiertas Entre las cuestiones abiertas es posible señalar aquella en torno al lugar de la política que, por cierto, excede el planteo del autor en tanto es uno de los desafíos del pensamiento político contemporáneo. Uno de los aportes de Derrida es, como se señaló, cuestionar aquellas definiciones de política que se efectúan en vistas a un más allá de la política, es decir, que se realizan en vistas a una instancia no-política. Esto significa criticar una definición de política que se niega a sí misma, o mejor, criticar la existencia de una arché y un telos no políticos que regulan la política. Ya no una filosofía que excluye de sí, en una presencia a sí, la contingencia, la diferencia o la institución, sino una política que se niega en sí misma. Se han mostrado diversas dimensiones de esta negación: la intersubjetividad pacífica, la no-violencia, la naturaleza como inocencia primitiva, la fijación de lugares propios, los vínculos naturales, la amistad como fraternidad, etc. En cada uno de estos casos se busca analizar cómo existe en Derrida una deconstrucción de la política que acentúa su carácter irreductible y la imposibilidad de otorgarle un concepto adecuado, único y definitivo. Esto dará lugar a una paradoja, pues la política tiene un estatuto constituyente y constituido. La inexistencia de un significado trascendental, lo que significa también de un cierre del campo de la significación, abre el juego hacia reenvíos infinitos. Esto no lleva a sostener, como algunos críticos insisten, que existe una deriva infinita, un puro devenir de significantes, pues luego de señalar que no hay a priori un cierre del campo de significación, Derrida muestra cómo existe institución de significados. El término “inscripción” viene a señalar determinada configuración de los reenvíos, es decir, la estabilización como la politicidad estructural que aparece en los primeros textos. Pero al mismo tiempo cuando se precise el significado de la política no se ubicará en el proceso de sig387
nificación, sino que tendrá un significado determinado, como el orden institucional de una sociedad determinada, como una forma de trazar el vínculo entre mismidad y alteridad, como una práctica colectiva, etc. Sea como sea, ya no se ubica en la instancia de fijación de significación, sino como significado más o menos estable. ¿En qué sentido se trata de una paradoja? La misma surge al nombrar con el término política el juego entre reenvíos significantes e institución, pues cualquier nombre dado a esta instancia es posterior al ser resultado del mismo proceso de significación. Tal como se indicó respecto de la violencia, no existe un significado común o corriente de la misma porque la violencia se encuentra en la instancia de fijación de significados. Esto da lugar a un problema central: ¿cómo calificar de política aquello que es previo a toda definición? Pero este problema sólo puede plantearse desde un esquema de lo original y lo derivado, pues su mismo planteo implica que existe una instancia de definición donde se establecen nombres esenciales que luego son aplicados a áreas derivadas. La resolución de este problema, esto es, la justificación de por qué se utiliza el término politicidad para indicar el movimiento de la significación, puede darse desde la noción de “huella”. No se afirma la politicidad porque se construye un significado trascendental de la política, sino porque se parte de la sedimentación que lo atraviesa. Se llama politicidad estructural porque la política tal como es pensada por cierta tradición, en su doble estatuto de facticidad del conflicto e institución del orden, tiene un estatuto cuasi-trascendental. Esto permite afirmar que si la politicidad se encuentra en un nivel estructural, en la inscripción, la fijación de la política, sea cual fuere, es una negación de la politicidad anterior. La estabilización de un significado de política sólo se puede realizar desde la politicidad estructural, pero por ello mismo debe negarla. Y en este juego el significado de política se vuelve constitutivamente inestable. El desplazamiento de acento también puede ser pensado como la tensión entre violencia y justicia. Si la filosofía no requiere una práctica política porque en sí misma lo es, la deconstrucción se define desde una estrategia particular, es una prácti388
ca que desnaturaliza cualquier posición aparentemente neutral. Esto implica que no se trata de una crítica absolutamente externa (¿cómo sería posible criticar la tradición si todavía se habla su mismo lenguaje?), sino de un trabajo al interior de un campo que conlleva una lucha de fuerzas, una economía de la violencia. En el primer texto dedicado a Levinas, Derrida ha de señalar que se trata de una apuesta por la “menor violencia posible”. El problema es entonces desde qué criterio establecer cuál es la mayor y cuál es la menor de las violencias cuando la violencia no es empírica sino que se encuentra en la misma definición del criterio para definir la menor o la mayor violencia. En este sentido, aquella pregunta que sobrevuela los primeros textos, que retorna una y otra vez, tiene que ver con el “sentido” de una operación deconstructiva. Esto es, si no hay nada que escape al juego de las violencias, no hay un lugar no-violento desde el cual definir la menor violencia posible, es violenta la misma definición de una menor o una mayor violencia. En este sentido, no parece haber ninguna instancia indeconstruible, nada escapa al trabajo de desedimentación de los supuestos. Sin embargo, en los textos tardíos la justicia será aquello indeconstruible que definirá a la misma deconstrucción. La deconstrucción es aquello que se desarrolla entre el derecho y la justicia, o entre lo condicionado y lo incondicional, pero a la vez se identifica con uno de sus polos al señalar que la deconstrucción es la justicia. Si bien la violencia tiene un lugar central, en este caso es la justicia aquello que ordena todo el planteo, incluso la violencia se piensa en sus marcos: se opone violencia legítima e ilegítima. Las preguntas surgen cuando se recurre a Levinas para definir la justicia como hospitalidad incondicional hacia la singularidad del otro, pues en ciertos textos tardíos Derrida va a indicar que se trata de un vínculo no-violento. Así parece que aquello que define a la deconstrucción esta vez es un más allá de la violencia, que en cierto modo abre el problema de una política regulada por un exterior apolítico, tal como pudo ser presentado en torno a la existencia o inexistencia de “esquemas mediadores” entre ética y política. Aún más, si bien no se trata de una ética definida como marco normativo, incluso en su 389
definición hiperbólica como hospitalidad, se habla de “deducir” o “derivar” una política de la ética. Pareciera como si la violencia irreductible excluyera la posibilidad de la justicia y como si la justicia como hospitalidad incondicional regulara la violencia desde la no-violencia. Lo que el libro muestra es esa tensión irreductible entre violencia y justicia, pues si bien en una u otra etapa se acentúan cosas diferentes, la misma nunca se resuelve. En este sentido, el desplazamiento de acento es una forma de pensar la tensión entre modos de la copertenencia. Ahora bien, la tensión indicada muestra que ante la ausencia de fundamentos (o de un significado trascendental) se extiende la política hasta ocupar un lugar estructural, pero por eso mismo surge el problema del cómo de esa política. Si se comenzaba con una incomodidad es porque en ella aparecía la dificultad de articular un pensamiento sobre la política –sobre el vivir-juntos–, que asuma al mismo tiempo la politicidad como configuración del estar-juntos y la necesidad de pensar el cómo de esa configuración. En este marco quizá se comprende la contemporaneidad de Derrida como un cuestionamiento a la doble despolitización que aparece en cierto pensamiento de la política: la eliminación de la violencia desde un exterior inocente apolítico y la eliminación de la justicia como pregunta por la buena vida en común. Frente a esta despolitización pensar la política como lucha de fuerzas o economía de la violencia donde la justicia se inscribe como un exceso en esa misma politicidad. En el cruce de ambas cuestiones, apostando por la deconstrucción como politización, se trata de pensar la justicia asumiendo la irreductibilidad de la violencia. O, en otros términos, el cruce entre la economía de guerra constitutiva del vivir-juntos y la insistencia de la cuestión de cómo darle una forma deseable a ese vivir-juntos. En fin, la cuestión es pensar la política en el entrecruzamiento de violencia y justicia.
390
Bibliografía
Textos de Jacques Derrida Le problème de la genèse dans la philosophie de Husserl, 1954, (PUF), 1990. “Introduction” a Husserl, L’origine de la géométrie, Paris, PUF, 1962. [Introducción a “El Origen de la Geometría” de Husserl, trad. D. Cohén y V. Waksman, Buenos Aires, Manantial, 2000]. De la Grammatologie. Paris, Minuit, 1967. [De la Gramatología, trad. O. del Barco y C. Ceretti, Buenos Aires, Siglo XXI, 1998]. L’écriture et la différence, Paris, Seuil, 1967. [La Escritura y la Diferencia, trad. P. Peñalver, Barcelona, Anthropos, 1989]. La Voix et le phénomène. Paris, PUF, 1967. [La Voz y el Fenómeno, trad. P. Peñalver, Valencia, Pre-Textos, 1995] La Dissémination. Paris, Seuil, 1972. [La Diseminación, trad. J. Martín, Madrid, Fundamentos, 1997]. Marges de la philosophie. Paris, Minuit, 1972. [Márgenes de la filosofía, trad. de C. González Marín, Madrid, Cátedra, 1989]. Positions. Paris, Minuit, 1972. [Posiciones, trad. M. Arranz, Valencia, Pre-Textos, 1977]. L’archéologie du frivole, Paris, Galilée, 1973. (Introducción al Essai de Condillac). Publicado independientemente en 1990. Glas, Paris, Galilée, 1974. “Economimesis”, en AA.VV., Mimesis. Des articulations, Paris, Aubier-Flammarion, 1975. “Où commence et comment finit un corps enseignant”, en AA. VV, Politiques de la philosophie, Paris, Grasset & Fasquelle, 1976. [“Dónde comienza y cómo acaba un cuerpo docente”, trad. O. Barahona & U. Doyhamboure , en AA. VV., Políticas de la filosofía, México, FCE, 1982]. Éperons. Les styles de Nietzsche. Paris, Flammarion, 1978. [Espolones. Los Estilos de Nietzsche, trad. M. Arranz, Valencia, Pre-Textos, 1997]. La vérité en peinture. Champ philosophique. Paris, Flammarion, 1978. [La verdad en pintura, trad. M. C. González y D. Scavino, Barcelona, Paidós, 1997]. 393
La Carte postale. De Socrate à Freud et au-delà. Paris, Flammarion, 1980. [La tarjeta postal de Sócrates a Freud y más allá, trad. T. Segovia, México, Siglo XXI, 2001]. D’un ton apocalyptique adopté naguère en philosophie. Paris, Galilée, 1983. [Sobre un tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía, trad. A. M. Palos, México, Siglo XXI, 1994]. Otobiographies, L’enseignement de Nietzsche et la politique du nom propre. Paris, Galilée, 1984. La Filosofía como Institución, trad. A. Azurmendi, Barcelona, Juan Granica, 1984. “Bonnes volontés de puissance (Une réponse a Hans-Georg Gadamer)” en Revue International de Philosophie, Año 38, N° 151, 1984. “Préjugés. Devant la loi”, en AA. VV., La faculté de juger, Paris, Minuit, 1985. Parages. Paris, Galilée, 1986. Schibboleth. Pour Paul Celan. Paris, Galilée, 1986. [Schibboleth, trad. de J. Pérez de Tudela, Madrid, Arena, 2002]. Alterités, Paris, Osiris, 1986. (Con Labarrière, P.J.). De l’esprit, Heidegger et la question. Paris, Galilée, 1987. [Del espíritu, trad. M. Arranz, Valencia, Pre-Textos, 1989].* Feu la cendre. Paris, Editions des Femmes, 1987. Psyché, Inventions de l’autre. Paris, Galilée, 1987. [Traducciones parciales]. [“Psyche: Invenciones del otro”, trad. M. Rodés de Clérico y W. Neira Castro, y “Nacionalidad y nacionalismo filosófico”, trad. M-C Peyrrone, en AA. VV., Diseminario: La desconstrucción, otro descubrimiento de América. Montevideo, XYZ Ediciones, 1987]* Ulysse gramophone. Deux mots pour Joyce. Paris, Galilée, 1987. [Ulises Gramofono. Dos palabras para Joyce, trad. Mario Teruggi, Buenos Aires, Tres Haches, 2002]. Mémoires, Pour Paul de Man. Paris, Galilée, 1988. [Memorias para Paul de Man, trad. C. Gardini , Barcelona, Gedisa, 1998]. Signéponge. Paris, Seuil, 1988. Limited Inc. Paris, Galilée, 1990. Du droit à la philosophie. Paris, Galilée, 1990. 394
El Tiempo de una Tesis. Deconstrucción e implicaciones conceptuales, trad. P. Peñalver , Barcelona, Anthropos, 1997. Cómo no hablar y otros textos, trad. P. Peñalver, C. de Peretti y F. Torres Monreal, Barcelona, Anthropos, 1997. La Deconstrucción en las fronteras de la filosofía, trad. P. Peñalver, Barcelona, Paidós, 1997. El lenguaje y las instituciones filosóficas, trad. Grupo Decontra, Barcelona, Paidós, 1995. Mémoires d’aveugle. Paris, Réunion des musées nationaux, 1990. “Circonfession”, en Jacques Derrida, Paris, Le seuil, 1991, con G. Bennington. [“Circonfensión”, trad. M.L. Rodríguez Tapia, en Jacques Derrida, Madrid, Cátedra, 1994. L’autre cap. La démocratie ajournée. Paris, Minuit, 1991. [El Otro Cabo. La Democracia, para otro día, trad. P. Peñalver, Barcelona, Ediciones del orto, 1995]. Donner le temps. 1. la fausse monnaie, Galilée, 1991. [Dar (el) Tiempo. I. La moneda Falsa, trad. C. de Peretti, Barcelona: Paidós, 1995]. Choral Work, Londres, Architectural Assoc., 1991, con P. Eisenman. Passions. Paris, Galilée, 1993. [Pasiones, trad. J. Panesi, material de la cátedra: Teoría y análisis literario “C”, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires]* Sauf le nom. Paris, Galilée, 1993. Khôra, Paris, Galilée, 1993. [Khôra, trad. D. Tatian, Córdoba, Alción, 1995]. Spectres de Marx. Paris, Galilée, 1993. [Espectros de Marx, trad. J.M. Alarcón y C. de Peretti, Valladolid, Trotta, 1995]. Prégnances. Quatre lavis de Colette Deblé. Paris, Brandes, 1993. [“Pregnancias. Sobre cuatro lavis de Colette Deblé”, trad. J. Masó y J. Bassas, Lectora. Revista de mujeres y textualidad, nº 13, Barcelona, 2007].* “Deconstruir la actualidad”, trad. C. de Peretti, Passages, n° 57, septiembre de 1993, pp. 60- 75. [El Ojo Mocho. Revista de Crítica Cultural (Buenos Aires) 5 (Primavera 1994)].*
395
Force de loi. Paris, Galilée, 1994. [Fuerza de ley, Trad. Adolfo Barberá y Patricio Peñalver, Madrid, Tecnos, 1997]. Points de suspensión. Entretiens, Paris, Galilée, 1994. Politiques de l’amitié. Paris, Galilée, 1994. [Políticas de la amistad, trad. P. Peñalver y P. Vidarte, Madrid, Trotta, 1998]. “Fourmis” en Negrón, M., (ed.), Lectures de la difference sexuelle, Paris, Des Femmes, 1994. Mal d’archive. Une impression freudienne. Paris, Galilée, 1995. [Mal de archivo, trad. P. Vidarte, Madrid, Trotta, 1997]. Moscou aller-retour. Paris, L’Aube, 1995. “Avances”, en Margel, S., Le tombeau du dieu artisan, Paris, Minuit, 1995. Apories. Mourir -s’attendre “aux limites de la vérité”. Paris, Galilée, 1996. [Aporías. Morir – esperarse (en) “los límites de la verdad”, trad. C. de Peretti, Barcelona, Paidós, 1998]. Monolinguisme de l’autre ou la prothèse d’origine. Paris, Galilée 1996. [El monolingüismo del otro, trad. H. Pons, Buenos Aires, Manantial, 1997]. Résistances à la psychanalyse. Paris, Galilée 1996. [Resistencias del psicoanálisis, trad. J. Piatigorsky, Buenos Aires, Paidós, 1997]. Échographies de la télévision, Paris, Galilée / INA, 1996. (con B. Stiegler). [Ecografías de la Televisión, trad. H. Pons, Buenos Aires, Eudeba, 1998]. “Un témoignage donné…” en AA.VV., Questions au judaïsme, Paris, Desclee de Brouwer, 1996. Adieu - à Emmanuel Levinas. Paris, Galilée, 1997. [Adiós – a Emmanuel Levinas, trad. J. Santos, Madrid, Trotta, 1998]. Cosmopolites de tous les pays, encore un effort! Paris, Galilée, 1997. “L’animal que donc je suis”, en L´animal autobiographique. Autour de Jacques Derrida. 11 au 21 juillet 1997, Paris, Galilée, 1997. Du droit à la philosophie du point du vue cosmopolitique, Paris, Verdier, 1997. [“El derecho a la filosofía desde el punto de vista cosmopolítico”. trad. P. Vidarte, Endóxa (Madrid, UNED), nº 12, vol. 2, 1999]. 396
De l’hospitalité, Paris, Calmann-Lévy, 1997. (con Anne Dufourmantelle). [La hospitalidad, trad. M. Segoviano, Buenos Aires, De la Flor, 2000]. Marx en jeu (con Marc Guillaume y Jean-Pierre Vincent). Paris, Descartes & Cie., 1997. [“Marx no es un don nadie” y “Alguien se adelante y dice”, trad. de J. Díaz y C. Meloni, en Peretti, C. de (ed.), Espectrografías (Desde Marx a Derrida). Madrid, 2003]. Historia de la mentira: prolegómenos, trad. M.E. Vela, C. Hidalgo y E. Klett. Revisión general J. Sazbón. Buenos Aires, Universidad, 1997. Le Rapport bleu. Les sources historiques et théoriques du Collège international de Philosophie. Paris. PUF. 1998. (con F. Châtelet, J.-P. Faye, D. Lecourt) Voiles, Paris, Galilée, 1998. (con Hélène Cixous).[Velos, trad. de M. Negrón, México, FCE, 2001]. Demeure. Maurice Blanchot. Paris, Galilée, 1998. “Notas sobre deconstrucción y pragmatismo”, trad. de M. Mayer, en Mouffe, Ch., (ed.), Deconstrucción y Pragmatismo, Buenos Aires, Paidós, 1998. “Interpretar las firmas (Nietzsche/Heidegger). Dos preguntas, trad. G. Aranzueque, en Gómez Ramos, A. (ed.): Diálogo y deconstrucción. Los límites del encuentro entre Gadamer y Derrida. Cuaderno Gris. Universidad Autónoma de Madrid, nº 3, 1998, Época III. No escribo sin luz artificial, trad. R. Ibañes y Mª J. Pozo, Valladolid, Cuatro ediciones, 1999. Donner la mort, Paris, Galilée, 1999. [Dar la muerte, trad. C. de Peretti y P. Vidarte, Barcelona, Paidós, 2000]. Sur Parole. Instantanés philosophiques, Paris, Editions de l’Aube/ France Culture, 1999. [¡Palabra!, trad. C. de Peretti y P. Vidarte, Madrid, Trotta, 2001]. “Une hospitalité à l’infini”, en Seffahi, M. (dir.), Manifeste pour l’hospitalité, Grigny, Paroles d’Aube, 1999. Le Toucher. Jean-Luc Nancy, Paris, Galilée, 2000. États d’âme de la psychanalyse, l’impossible au-delà d’une souveraine cruauté. Paris, Galilée, 2000. [Estados de ánimo del psicoanálisis. Lo 397
imposible más allá de la soberana crueldad, trad. V. Gallo, Buenos Aires, Paidós, 2001]. “Performative powerlessness. A response to Simon Critchley” en Constellations, Volume 7, N° 4, 2000.* Foi et savoir / Le siècle et le pardon, Paris, Éditions du Seuil, 2001. [La religión, trad. C. de Peretti y P. Vidarte, Buenos Aires, De la flor, 1997. También: El Siglo y el Perdón seguido de Fe y Saber. trad. de El Siglo y el Perdón: M. Segoviano, trad. de Fe y Saber: C. de Peretti y P. Vidarte, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2003.] L’université sans condition. Paris, Galilée, 2001. [Universidad sin condición, trad. de C. de Peretti y P. Vidarte, Madrid, Trotta, 2002]. De quoi demain... Dialogue (con E. Roudinesco). Paris, Fayard/Galilée, 2001. [Y mañana que…, trad. V. Goldstein, Buenos Aires, FCE, 2002, con E. Roudinesco]. Papier Machine. Paris, Galilée, 2001. [Papel Máquina, trad. C. de Peretti y P. Vidarte, Madrid, Trotta, 2003]. “Une certaine possibilité impossible de dire l’événement”, en AA.VV., Dire l’événement, est-ce possible?, Paris, L’Harmattan, 2001. Fichus. Kant, le Juif, l’Allemand. Paris, Galilée, 2002. [Acabados. Kant, el judío, el alemán, trad. de P. Peñalver, Madrid, Trotta, 2004]. Marx & Sons. Paris, PUF/Galilée, 2002. [Marx e hijos, trad. M. Malo de Molina, A. Riesco y R. Sánchez Cedillo, en Sprinker, Michael (ed.), Demarcaciones espectrales. En torno a Espectros de Marx de Jacques Derrida, Madrid, Akal, 2002]. “La Bête et le souverain”, en La démocratie à venir. Autour de Jacques Derrida. 8 au 18 juillet 2002, Paris, Galilée, 2002. Philosophy in a Time of Terror. Dialogue with Jürgen Habermas and Jacques Derrida, Chicago, UCP, 2003. [La filosofía en una época de terror. Diálogos con Jürgen Habermas y Jacques Derrida, Trad. de J.J. Botero y L.E. Hoyos, Buenos Aires, Taurus, 2004]. Voyous. Paris, Galilée, 2003. [Canallas, trad. de C. Peretti, Madrid, Trotta, 2005]. Genèses, généalogies, genres et le génie. Les secrets de l’archive. Paris, Galilée, 2003.
398
Chaque fois unique, la fin du monde (con P.A. Brault y M. Nass). Paris, Galilée, 2003. Béliers. Le dialogue ininterrompu, entre deux infinis, le poème. Paris, Galilée, 2003. “Abraham, l’autre”, en AA. VV., Judéités. Questions pour Jacques Derrida, Galilée, 2003. “La verité blessante”, en AA. VV. – Europe. Revue littéraire mensuelle, Mai 2004, Special “Derrida”. ISSN 0014-2751, Paris, 2004. L’animal que donc je suis. Paris, Galilée, 2006. [El animal que luego estoy si(gui)endo, trad. de C. de Peretti y C. Rodríguez Marciel, Madrid, Trotta, 2008). “Je suis en guerre contre moi-même”, entrevista con Jean Birnbaum. Le Monde del 19 de agosto de 2004. [Aprender por fin a vivir, trad. N. Bersihand, Buenos Aires, Amorrortu, 2006). “Le souverain bien” en AA. VV., Cités, Derrida politique. La déconstruction de la souveraineté (puissance et droit), N° 30, Paris, 2007. [De los textos indicados con un asterisco se han utilizado versiones electrónicas extraídas de la página web: http://www.jacquesderrida. com.ar/ (30/07/08)].
399
Fuentes especiales sobre Jacques Derrida
Coloquios: Les fins de l´homme. 20 julio al 2 agosto 1980. Paris, Galilée, 1980. Le passage de frontières. 11 al 21 de julio 1992, Paris, Galilée, 1992. L´animal autobiographique. Autour de Jacques Derrida. 11 al 21 de julio 1997, Paris, Galilée, 1992. La démocratie à venir. Autour de Jacques Derrida. 8 al 18 julio 2002, Paris, Galilée, 2002. L´éthique du don. Jacques Derrida et la pensée du don, Colloque de Royaumont, 1990, Paris, Métailié-Transition, 1992. Judéités. Questions pour Jacques Derrida, Colloque international, Paris, Galilée, 2003.
Números especiales de revistas: (1972), Les Lettres Françaises (1972). (1973), L’Arc. Jacques Derrida, 54. [C. Clement (ed.)]. (1978), Research in Phenomenology 8 (1978): Reading(s) of Jacques Derrida. (1985), Diacritics (winter 1985): Marx after Derrida. [S. P. Mohanty (ed.)]. (1988), Cahiers Confrontation 19 (Primavera 1988). (1990), Revue Philosophique de la France et de l’Étranger, Año 115, Tomo CLXXX. [C. Malabou (ed.)]. (1990), Les Lettres Françaises (1990). (1997), Philosophie, Philosophie. Revue des Étudiants de Philosophie Univ. Paris VII. Numéro hors série (abril-1997). (2004), L’Herne. [M-L Mallet y G Michaud (eds.)]. 400
(2004), Europe. “Derrida”. Año 82, Número 901, Mayo 2004. (2005), Revue du Collège International de Philosophie. “Salut à Jacques Derrida”.
Libros sobre Jacques Derrida AA.VV. Cábala y deconstrucción, México, Azul, 1999. AA.VV., Affranchissement du transfert et de la lettre. Colloque autour de La carte postale de J. Derrida (4-5 Avril 1981). Paris, Confrontation, 1982. AA.VV., Deconstruction and Criticism, New York, The Seabury Press, 1979. BALCARCE, Gabriela, Política y mesianismo en Jacques Derrida. Arqueología de una herencia. Tesis de doctorado. UBA. 2011. BEARDSWORTH, Richard, Derrida y lo político. Buenos Aires, Amorrortu, 2008. BENNINGTON, Geoffrey, Jacques Derrida, Paris, Seuil, 1991. BENNINGTON, Geoffrey, Legislations. The Politics of Deconstruction. London-New York, Verso, 1994. CAPUTO, John, Deconstruction in a Nutshell. New York, Fordham U. Press, 1997. CORNELL, Drucilla (ed.), Deconstruction and the Possibility of Justice, New York, Routledge, 1992. CRAGNOLINI, Mónica, (comp.), Por amor a Derrida, Buenos Aires, La Cebra, 2007. CRAGNOLINI, Mónica, Derrida, un pensador del resto, Buenos Aires, La Cebra, 2007. CRITCHLEY, Simon, The Ethics of Deconstruction, Derrida and Levinas, Cambridge, Blackwell, 1992. CULLER, Jonathan, Sobre la deconstrucción, Madrid, Cátedra, 1997. CULLER, Jonathan, The pursuit of signs, London/New York, Routledge, 2001. 401
DIREK, Zeynep y LAWLOR, Len (eds), Jacques Derrida. Critical Assesments of Leading Philosophers, London/New York, Routledge, 2002. FERRARIS, Maurizio, Introducción a Derrida, Buenos Aires, Amorrortu, 2006. FERRO, Roberto, Escritura y deconstrucción. Lectura (H)errada con Jacques Derrida, Buenos Aires, 1992. GASCHÉ, Rodolphe, The Tain of the Mirror. London, Harvard University Press, 1986. GERBAUDO, Analía, Derrida y al construcción de un nuevo canon crítico para las obras literarias, Córdoba, Editorial de la Facultad de Filosofía y Humanidades (UNC), 2007. JOHNSON, Christopher, Derrida. El estrado de la escritura, Bogota, Norma, 1998. KOFMAN, Sarah, Lectures de Derrida. Paris, Galilée, 1984. LACOUE-LABARTHE, Philippe, NANCY, Jean-Luc, (comps.), Les fins de l’homme. À partir du travail de Jacques Derrida. Colloque de Cerisy 1980, Paris, Galilée, 1981. LARUELLE, François, Les Philosophies de la Différence. Paris, PUF, 1986. LARUELLE, François, Machines Textuelles. Déconstruction et libido d’écriture. Paris, Seuil, 1976. LEVSTEIN, Ana, El don de Don Quijote. Locura y deconstrucción, Córdoba, Fuelle del Sol, 2005. LISSE, Michel, (ed.), Passions de la Littérature. Avec Jacques Derrida. Paris, Galilée, 1996. LISSE, Michel, Jacques Derrida, Bruxelles, Hatier, 1986. MADISON, Gary, (ed.), Working through Derrida, Evanston, Northwestern University Press, 1993. MAJOR, Rene, Lacan avec Derrida. Analyse désistentielle. Paris, Mentha, 1991. MARRATI-GUÉNOUN, Paola, La genèse et la trace. Derrida lecteur de Husserl et Heidegger. Dordrecht, Kluwer Academic Publishers, 1998. 402
MCQUILLAN, Martin, (ed.), The politics of deconstruction. Jacques Derrida and the other of philosophy, London, Pluto Press, 2007. NEGRÓN, Mara, (ed.), Lectures de la différence sexuelle, Paris, Des femmes, 1994. NORRIS, Christopher y Roden, David, (eds.), Jacques Derrida. Cambridge, Sage, 2003. NORRIS, Christopher, Deconstruction and the interest of theory. London, Pinter, 1988. NORRIS, Christopher, Deconstruction. Theory and practice, London/New York, Routledge, 1988. PEÑALVER, Patricio, Deconstrucción, escritura y filosofía, Barcelona, Montesinos, 1990. PENCHASZADEH, Ana Paula, Política y hospitalidad. (Más allá de) La figura del extranjero como dispositivo político fundamental para la construcción de la identidad vía la diferencia. Tesis de doctorado. UBA – Université Paris 8. 2011. PERETTI, Cristina, (1989), Jaques Derrida, Texto y deconstrucción, Barcelona, Anthropos. RABATÉ, Jean-Michel y WETZEL, Michael, L’éthique du don. Jacques Derrida et la pensée du don, Colloque de Royaumont – Décembre 1990, Paris, Métailié-Transition, 1992. REGAZZONI, Simone, Jacques Derrida e la decostruzione del politico, Tesi di dottorato in filosofia, Universitá degli setudi di Genova y Université Paris 8, Paris, 2005. SALLIS, John, (ed.), Deconstruction and Philosophy. University of Chicago Press, 1987. SEFFAHI, Mohammed, (dir.), Manifeste pour l’hospitalité, Grigny, Paroles d’Aube, 1999. SKLIAR, Carlos, Frigerio, Graciela, (comps.), Huellas de Derrida. Ensayos pedagógicos no solicitados, Buenos Aires, Del Estante, 2005. THORSTEINSSON, Björn, La question de la justice chez Jacques Derrida, Paris, L´Harmattan, 2007. VIDARTE, Paco, (coord.), Marginales leyendo a Derrida, Madrid, UNED, 2007. 403
WOOD, David, (ed.), Derrida, a Critical Reader. Oxford, Blackwell, 1992. WOOD, David, The step back. Ethics and politics after deconstruction, Albany, State University of New York Press, 2005. ZIMA, Pierre, La déconstruction. Paris, PUF, 1994.
Artículos sobre Jacques Derrida AGAMBEN, Giorgio, “Pardes. L’écriture de la puissance” en Revue Philosophique de la France et de l’Etranger, 1990, Año 115, Tomo CLXXX., Paris, PUF, 1990. BALIBAR, Etienne, “«Possessive Individualism» reversed, from Locke to Derrida”, en Constellations, Volume 9, N° 4, 2002. BALIBAR, Etienne, “Violence et politique – quelques questions”, en AA.VV., Le passage des frontières. Autour de Jacques Derrida. Colloque de Cerisy, Paris, Galilée, 1994. BARNETT, Stuart, “Introduction, Hegel before Derrida” en Barnett, Stuart, (ed.), Hegel after Derrida, London/New York, Routledge, 1998. BENNINGTON, Geoffrey, “Derrida et la politique” en Europe, Año 82, Número 901, Mayo 2004. BOERSMA, Hans, “Irenaeus, Derrida and the hospitality, on the eschatological overcoming of violence”, en Modern Theology, 19, 2, April 2003. BOTERO, Juan José, “Derrida y la cuasi-deconstrucción de la Fenomenología”, 2004, en http://www.jacquesderrida.com.ar/ (30/07/08) BUONAMANO, Roberto, “The economy of violence, Derrida on law and justice”, en Ratio Juris, Vol. 11, N° 2, Junio 1998. CAMPILLO, Antonio, “Foucault y Derrida, historia de un debate –sobre la historia”, Daimón, Revista de Filosofía, N° 11, 1995. CORSON, Ben, “Transcending Violence in Derrida, A Reply to John McCormick”, Political Theory, Vol. 29, No. 6., Dec. 2001.
404
CRITCHLEY, Simon, “Metaphysics in the Dark, A Response to Richard Rorty and Ernesto Laclau”, Political Theory, Vol. 26, No. 6., Dec., 1998. CRITCHLEY, Simon, “Remarks on Derrida and Habermas”, en Constellations, Volume 7, N° 4, 2000. DASTUR, Françoise, “Finitude et repetition chez Husserl et Derrida”, en Alter. Revue de phénomenologie. N° 8, 2000. DE MAN, Paul, “Rhétorique de la cécité, Derrida lecteur de Rousseau”, en Poétique 4, 1970. DE VRIES, Hent, “Une pensé hospitalière” en Europe, Año 82, Número 901, Mayo 2004. DELACAMPAGNE, Christian, “L’aventure américaine de Derrida”, en Cités, Derrida politique. La déconstruction de la souveraineté (puissance et droit), N° 30, Paris, 2007. DILLON, Michael, “Another Justice”, Political Theory, Vol. 27, No. 2., Apr., 1999. EAGLETON, Terry, “Marxismo sin marxismo” en Sprinker, Michael, (ed.), Demarcaciones espectrales. En torno a Espectros de Marx de Jacques Derrida, Madrid, Akal, 2002. ESPOSITO, Roberto, “Conflitto/differenza/contraddizione” en Almanach de Shakespeare and Co. 2, 1975. FOUCAULT, Michel, “Mi cuerpo, ese papel, ese fuego”, en Historia de la locura en la época clásica II, México, F.C.E, 1998. FRANK, Manfred, “L’herméneutique de Schleirmacher. Relecture autour du débat Herméneutique-Néostructuralisme” en Revue International de Philosophie, Año 38, N° 151, 1984. FRANK, Manfred, “La loi du langage et l’anarchie du sens. A propos du débat Searle-Derrida” en Revue International de Philosophie, Año 38, N° 151, 2004. FRASER, Nancy, “The French Derrideans, Politicizing Deconstruction or Deconstructing the Political?” en Madison, Gary, (ed.), Working through Derrida, Evanston, Northwestern University Press, 1993. FRITSCH, Matthias, “Derrida´s democracy to come”, en Constellations, Volume 9, N° 4, 2002. 405
GADAMER, Hans-Georg, “Destrucción y deconstrucción”, en Verdad y Método II, Madrid, Cristiandad, 1993. GADAMER, Hans-Georg, “Et pourtant, puissance de la bonne volonté (Une réplique à Jacques Derrida)” en Revue International de Philosophie, Año 38, N° 151, 1984. GADAMER, Hans-Georg, “Le défi herméneutique” en Revue International de Philosophie, Año 38, N° 151, 1984. GRONDIN, Jean, “Derrida et la question de l’animal” en Cités, Derrida politique. La déconstruction de la souveraineté (puissance et droit), N° 30, Paris, 2007. HAAR, Michel, “Le jeu de Nietzsche dans Derrida” en Revue Philosophique de la France et de l’Etranger, 1990, Año 115, Tomo CLXXX., Paris, PUF, 1990. HABERMAS, Jürgen, “Comment répondre à la question éthique ?” en Cohen, Joseph; Zagury-Orly, Raphael (eds.), Judéités. Questions pour Jacques Derrida, Paris, Galilée, 2003. HABERMAS, Jürgen, “Sobrepujamiento de la filosofía primera temporalizada, Crítica de Derrida al fonocentrismo”, en El discurso filosófico de la modernidad. Versión castellana de Manuel Jiménez Redondo, Taurus, Madrid, 1991. HAMACHER, Werner, “«Lingua amissa», el mesianismo del lenguaje de la mercancía y los Espectros de Marx de Derrida” en Sprinker, Michael, (ed.), Demarcaciones espectrales. En torno a Espectros de Marx de Jacques Derrida, Madrid, Akal, 2002. HONIG, Bonnie, “Declarations of Independence, Arendt and Derrida on the Problem of Founding a Republic”, The American Political Science Review, Vol. 85, No. 1, 1991. JAMESON, Fredric, “La carta robada de Marx” en Sprinker, Michael, (ed.), Demarcaciones espectrales. En torno a Espectros de Marx de Jacques Derrida, Madrid, Akal, 2002. KAMBOUCHNER, Denis, “De la condition la plus générale de la philosophie politique” en Lacoue-Labarthe, Philippe, Nancy, JeanLuc, (comps.), Le retrait du politique, Paris, Galilée, 1983. LACOUE-LABARTHE, Philippe, “Au nom de…”, en Lacoue-Labarthe, Philippe, Nancy, Jean-Luc, (comps.), Les fins de l’homme. À
406
partir du travail de Jacques Derrida. Colloque de Cerisy 1980, Paris, Galilée, 1981. LACOUE-LABARTHE, P. y Nancy, Jean-Luc, “La “retirada” de lo político”, en Revista Nombres, Año X, n° 15, Córdoba, 2000. [Traducción de “Le “retrait” du politique” publicado en Lacoue-Labarthe, Philippe, Nancy, Jean-Luc, (comps.), Le retrait du politique, Paris, Galilée, 1983]. LEFORT, Claude, “La question de la démocratie” en Lacoue-Labarthe, Philippe, Nancy, Jean-Luc, (comps.), Le retrait du politique, Paris, Galilée, 1983. LYOTARD, Jean-François, “Notes du traducteur” en Revue Philosophique de la France et de l’Etranger, Año 115, Tomo CLXXX., Paris, PUF, 1990. MACHEREY., Pierre, “Marx desmaterializado o el espíritu de Derrida” en Sprinker, Michael, (ed.), Demarcaciones espectrales. En torno a Espectros de Marx de Jacques Derrida, Madrid, Akal, 2002. MAJOR, Rene, “A coups de dé(s)” en Revue Philosophique de la France et de l’Etranger, Año 115, Tomo CLXXX., Paris, PUF, 1990. MAJOR, Rene, “Derrida, lecteur de Freud et de Lacan”, en Études françaises, Derrida lecteur, Volume 38, numéro 1-2, 2002. MALABOU, Catherine, “Économie de la violence, violence de l’économie (Derrida et Marx) ” en Revue Philosophique de la France et de l’Etranger, Año 115, Tomo CLXXX., Paris, PUF, 1990. MARRATI-GUENOUN, Paola, “Idealite et difference. Derrida et l’autre Husserl” en Alter. Revue de phénomenologie. N° 8, 2000. MC CARTHY, Thomas, “La política de lo inefable, el deconstruccionismo de Derrida”, en McCarthy, Thomas, Ideales e ilusiones, Madrid, Tecnos, 1992. MCCORMICK, John P., “Derrida on Law; Or, Poststructuralism Gets Serious”, Political Theory, Vol. 29, No. 3, Jun, 2001. MCCORMICK, John P., “Justice, Interpretation, and Violence, A Rejoinder to Corson”, Political Theory, Vol. 29, No. 6., Dec., 2001. MONTAG, Warren, “Espíritus armados y desarmados, los Espectros de Marx de Derrida” en Sprinker, Michael, (ed.), Demarcaciones espectrales. En torno a Espectros de Marx de Jacques Derrida, Madrid, Akal, 2002. 407
NANCY, Jean-Luc “Le judéo-chrétien” en Cohen, Joseph; Zagury-Orly, Raphael, (eds.), Judéités. Questions pour Jacques Derrida, Paris, Galilée, 2003. NANCY, Jean-Luc, “¿Todo es político? (Simple nota)” en Actuel Marx ¿Pensamiento único en filosofía política?, Buenos Aires, Tesis 11, 2001. NANCY, Jean-Luc, “L’indépendance de l’Algérie et l’indépendance de Derrida”, en Cités, Derrida politique. La déconstruction de la souveraineté (puissance et droit), N° 30, Paris, 2007. NANCY, Jean-Luc, “La voix libre de l’homme”, en Lacoue-Labarthe, Philippe, Nancy, Jean-Luc, (comps.), Les fins de l’homme. À partir du travail de Jacques Derrida. Colloque de Cerisy 1980, Paris, Galilée, 1981. NANCY, Jean-Luc, “Sens elliptique” en Revue Philosophique de la France et de l’Etranger, Año 115, Tomo CLXXX., Paris, PUF, 1990. NEGRI, Antonio, “La sonrisa del espectro” en Sprinker, Michael, (ed.), Demarcaciones espectrales. En torno a Espectros de Marx de Jacques Derrida, Madrid, Akal, 2002. PARKER, Andrew, “Taking Sides (on History), Derrida Re-Marx” en Diacritics 11, 3, 1981. PERETTI, Cristina, Vidarte, Paco, “Política y deconstrucción”, en Vidarte, P. (Coord.), Marginales leyendo a Derrida, Madrid, UNED, 2007. PETITDEMANGE, Guy, “De la hantise, le Marx de Derrida” en Cités, Derrida politique. La déconstruction de la souveraineté (puissance et droit), N° 30, Paris, 2007. POPKIN, Richard, “Comments on professor Derrida’s Paper (‘The Ends of Man’)” en Philosophy and phenomenological Research 30, 1970. QUIVIGER, Pierre-Yves, “Derrida, de la philosphie au droit” en Cités, Derrida politique. La déconstruction de la souveraineté (puissance et droit), N° 30, Paris, 2007. RAMOND, Charles, “Matérialisme et hantologie” en Cités, Derrida politique. La déconstruction de la souveraineté (puissance et droit), N° 30, Paris, 2007.
408
RAMOND, Charles, “Presentation. Politique et déconstruction”, en Cités, Derrida politique. La déconstruction de la souveraineté (puissance et droit), N° 30, Paris, 2007. ROGOZINSKI, Jean, “Déconstruire – La révolution” en LacoueLabarthe, Philippe, Nancy, Jean-Luc, (comps.), Les fins de l’homme. À partir du travail de Jacques Derrida. Colloque de Cerisy 1980, Paris, Galilée, 1981. RORTY, Richard, “¿Es Derrida un filósofo transcendental?”, en Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos. Escritos filosóficos 2, Rubio, Paidós, Barcelona, 1993. RORTY, Richard, “De la teoría ironista a las alusiones privadas, Derrida”, en R. Rorty, Contingencia, Ironía y Solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991. RORTY, Richard, “Desconstrucción y circunvención”, Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos. Escritos filosóficos 2, Paidós, Barcelona, 1993. RORTY, Richard, “Dos significados de “logocentrismo”, respuesta a Norris”, en Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos. Escritos filosóficos 2, Paidós, Barcelona, 1993. ROUDINESCO, Elisabeth, “A propos du concept de l’écriture. Lecture de Jacques Derrida”, en Littérature et idéologies. Colloque de Cluny II, 2-4 avril 1970. Paris, La Nouvelle Critique, 1970. SEARLE, John, “Reiterating the Differences, a Replay to Derrida”, en Glyph l, 1977. SEARLE, John, “The World turned upside down”, en The New York Review, 27-l0-1983. SOKOLOFF, William, “Between Justice and Legality, Derrida on Decision”, Political Research Quarterly, Vol. 58, No. 2, Jun., 2005. SOLLERS, Philippe, “Un pas sur la lune”, en Tel Quel 39, 1969. SPIVAK, Gayatri, “Il faut s’y prendre en s’en prenant à elle” en Lacoue-Labarthe, Philippe, Nancy, Jean-Luc, (comps.), Les fins de l’homme. À partir du travail de Jacques Derrida. Colloque de Cerisy 1980, Paris, Galilée, 1981. STIEGLER, Bernard, “Mémoires gauches” en Revue Philosophique de la France et de l’Etranger, Año 115, Tomo CLXXX., Paris, PUF, 1990. 409
VATTIMO, Gianni, “Historicité et différance” en Cohen, Joseph; Zagury-Orly, Raphael, (eds.), Judéités. Questions pour Jacques Derrida, Paris, Galilée, 2003. VERMEREN, Patrice, “La aporía de la democracia por venir y la reafirmación de la filosofía”, en Cragnolini, Mónica, (comp.), Por amor a Derrida, Buenos Aires, La Cebra, 2007. VIDARTE, Paco., “Sobre psicoanálisis y deconstrucción”, Daimón, Revista de Filosofía, N° 16, 1998. WHITE, Stephen, “Poststructuralism and Political Reflection”, Political Theory, Vol. 16, No. 2, May, 1988. ZABOROWSKI, Holger, “On freedom and responsibility, remarks on Sartre, Levinas and Derrida”, en Heyj, XLI, 2000. ZANER, Richard, “Discussion of Jacques Derrida, «The Ends of Man»”, Philosophy and Phenomenological Research, Vol. 32, No. 3., Mar., 1972. ZARKA, Charles-Yves, “Le souverain vorace et vociférant”, en Cités, Derrida politique. La déconstruction de la souveraineté (puissance et droit), N° 30, Paris, 2007.
Otros textos AA.VV., La faculté de Juger. Autour de Jean-François Lyotard, Juillet- Août 1982, Paris, Minuit, 1982. AA.VV., Mimesis. Desarticulations, Paris, Aubier-Flammarion, 1975. ABENSOUR, Miguel, “Philosophie politique critique et emancipation?” en Politique et Sociétés, vol. 22, Nº 3, 2003. AGAMBEN, Giorgio, La potencia del pensamiento, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2007. AGAMBEN, Giorgio, Medios sin fin. Notas sobre la política, PreTextos, Valencia, 2001. ARENDT, Hannah, Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península, 1996. ARENDT, Hannah, ¿Qué es la política?, Madrid, Paidós, 1997. 410
ARISTÓTELES, Ética Nicomáquea, Madrid, Gredos, 1997. BALIBAR, Etienne, “¿Qué es la filosofía política? Notas para un tópico”¸ en AA. VV, ¿Pensamiento único en filosofía política?, Buenos Aires, Kohen & Asociados Internacional, 2001. BARTHES, Roland, El placer del texto y lección inaugural…, México, Siglo XXI, 1996. BATAILLE, Georges, Escritos sobre Hegel, Arena, Madrid, 2005. BATAILLE, Georges, El Culpable, Taurus, Madrid, 1981. BATAILLE, Georges, La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2005. BATAILLE, Georges, La experiencia interior, Taurus, Madrid, 1989. BATAILLE, Georges, La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2001. BATAILLE, Georges, La oscuridad no miente, Taurus, México, 2001. BATAILLE, Georges, La parte maldita, Edhasa, Barcelona, 1974. BATAILLE, Georges, Las lágrimas de eros, Lunaria, Buenos Aires, 2003. BATAILLE, Georges, Sobre Nietzsche, Taurus, Madrid, 1972. BECKER Jean-Jacques y Candar, Gilles, (dir.), Histoire des gauches en France, Paris, La découverte, 2004. BENJAMIN, Walter, Angelus Novus, Buenos Aires, Edhasa, 1971. BENJAMIN, Walter, Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Madrid, Taurus, 2001. BENOIST, Jean-Marie, La révolution structurale. Paris, Bernard Grasset, 1975. BESNIER, Jean-Marie, Histoire de la philosophie moderne et contemporaine, Paris, Grasset, 1993. BLANCHOT, Maurice, L’amitié, Paris, Gallimard, 1971. BLANCHOT, Maurice, La comunidad inconfesable, Madrid, Arena, 1999. BLANCHOT, Maurice, La escritura del desastre, Monte Avila, Caracas, 1990. 411
BOVO, Elena, Absence/Souvenir. La relation à autrui chez Emmanuel Levinas et Jacques Derrida, Turnhot, Brepols, 2005. BUTLER, Christopher, Interpretation, deconstruction and ideology. Oxford, Clarendon Press, 1984. CAVELL, Stanley, Philosophical passages: Wittgenstein, Emerson, Austin, Derrida, Oxford and Cambridge, Blackwell, 1995. CICERÓN, Marco Tulio, Lelio, acerca de la amistad, México, UNAM, 1986. CULLER, Jonathan, La poética estructuralista. Barcelona, Anagrama, 1978. DALMASSO, Gianfranco, El lugar de la ideología. Por una lectura no burguesa de Marx, Freud, Althusser, Tel Quel, Derrida y el neomarxismo, Madrid, Zero-Zyx, 1978. DE MAN, Paul, La Ideología Estética, Madrid, Altaya, 1999. DEL BARCO, Oscar, Exceso y donación, Buenos Aires, Biblioteca Internacional Martin Heidegger, 2003. DEL BARCO, Oscar, La intemperie sin fin, Córdoba, Alción, 2008. DESCAMPS, Christian, Les idées philosophiques contemporaines en France, Paris, Bordas, 1987. DESCOMBES, Vincent, Lo mismo y lo otro, Cátedra, Madrid, 1998. DUPUIS, Michel, Pronoms et visages d’Emmanuel Levinas, Dordrecht, Kluwer Academic Publishers, 1996. ESPOSITO, Roberto, Communitas, Buenos Aires, Amorrortu, 2003. ESPOSITO, Roberto, Confines de lo político, Madrid, Trotta, 1996. ESPOSITO, Roberto, Immunitas, Buenos Aires, Amorrortu, 2005. FERRY, Luc y Renaut, Alain, Heidegger et les modernes, Paris, B. Grasset, 1988. FERRY, Luc y Renaut, Alain, La pensée 1968. Essai sur l´antihumanisme contemporain, Paris, Gallimard, 1986. FINALYSON, Alan y Valentine, Jeremy, Politics and post-structuralism, Edinburgh, Edinburgh University Press, 2002. FORSTER, Ricardo, Walter Benjamin y el problema del mal, Buenos Aires, Altamira, 2001. 412
FOUCAULT, Michel, “Prefacio a la transgresión”, en Entre filosofía y literatura, Paidós, Barcelona, 1999. FRANK, Manfred, Qu’est-ce que le néo-structuralisme?, Paris, Cerf, 1989. GABILONDO, Ángel, La vuelta del otro, Madrid, Trotta, 2001. GADAMER, Hans-Georg, Verdad y método II, Salamanca, Sígueme, 1991. GRISONI, Dominique, Políticas de la filosofía, México, FCE, 1982. HABERMAS, Jürgen, El discurso filosófico de la modernidad, Buenos Aires, Taurus, 1989. HEGEL, Georg Wilhem Friedrich, Fenomenología del espíritu, México, FCE, 1971. HEIDEGGER, Martin, Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1998. HEIDEGGER, Martin, El Ser y el Tiempo, Madrid, Trotta, 2003. HEIDEGGER, Martin, Hitos, Madrid, Alianza, 2000. HEIDEGGER, Martin, Identidad y diferencia, Madrid, Anthropos, 1990. HEIDEGGER, Martin, Introducción a la metafísica, Barcelona, Gedisa, 1999. HIERRO Sánchez Pescador, José, Principios de Filosofía del Lenguaje, Madrid, Alianza, 1980. HUSSERL, Edmund, Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, México, FCE, 1992. HUSSERL, Edmund, Meditaciones cartesianas, Madrid, Tecnos, 1997. JABÈS, Edmond, Ça suit son cours. Montpellier, Fata Morgana, 1975. JAMESON, Fredric, La cárcel del lenguaje. Perspectiva crítica del estructuralismo y del formalismo ruso, Barcelona, Ariel, 1980. JAMESON, Fredric, The Political Unconscious, London, Methuen, 1980. JAY, Martin, Campos de fuerza, Barcelona, Paidós, 2004. 413
KOJÈVE, Alexandre, La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel, Fausto, Buenos Aires, 1996. LACLAU, Ernesto, Emancipación y Diferencia, Buenos Aires, Ariel, 1995. LACLAU, Ernesto, Misticismo, retórica y política, México, FCE, 2002. LACLAU, Ernesto, Nuevas Reflexiones sobre la Revolución de Nuestro Tiempo, Buenos Aires, Nueva Visión, 2000. LACLAU, Ernesto, y Mouffe, Chantal, Hegemonía y Estrategia Socialista, Madrid, Siglo XXI, 1987. LACOUE-LABARTHE, Philippe, L’imitation des modernes, Paris, Galilée, 1986. LACOUE-LABARTHE, Philippe, Nancy, Jean-Luc, (comps.), Le retrait du politique, Paris, Galilée, 1983. LACOUE-LABARTHE, Philippe, Nancy, Jean-Luc, (comps.), Rejouer le politique, Paris, Galilée, 1981. LECOURT, D., Les piètres penseurs, Paris, Flammarion, 1999. LEFORT, Claude, La invención democrática, Buenos Aires, Nueva Visión, 1990. LEVINAS, Emmanuel, “¿Es fundamental la ontología”, en Entre Nosotros. Ensayos para pensar en otro, Valencia, Pre-Textos, 2001. LEVINAS, Emmanuel, À l’heure des nations, Paris, Minuit, 1988. LEVINAS, Emmanuel, Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo, Buenos Aires, FCE, 2002. LEVINAS, Emmanuel, De Dios que viene a la idea, Madrid, Caparros, 1995. LEVINAS, Emmanuel, De lo sagrado a lo santo. Cinco nuevas lecturas talmúdicas, Barcelona, Riopiedras, 1997. LEVINAS, Emmanuel, De otro modo que ser, o más allá de la esencia, Salamanca, Sígueme, 1995. LEVINAS, Emmanuel, Descubriendo la existencia con Husserl y Heidegger, Madrid, Síntesis, 2005. LEVINAS, Emmanuel, Difícil libertad, Buenos Aires, Lilmod, 2005. 414
LEVINAS, Emmanuel, El tiempo y el otro, Barcelona, Paidós, 1993. LEVINAS, Emmanuel, Más allá del versículo. Lecturas y discursos talmúdicos, Buenos Aires, Lilmod, 2006. LEVINAS, Emmanuel, Noms propres, Paris, Fata Morgana, 1976. LEVINAS, Emmanuel, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Valencia, Sígueme, 1999. LÉVI-STRAUSS, Claude, Antropología estructural, Buenos Aires, Eudeba, 1977. LÉVI-STRAUSS, Claude, Tristes tópicos, Barcelona, Paidós, 1997. LYOTARD, Jean-François, La Posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa, 1987. MACHEREY, Pierre, Histoires de dinosaure, Paris, PUF, 1999. MARCHART, Oliver, Post-foundational political thought, Edimburgh, EUP, 2007. MARGEL, Serge, Le tombeau du dieu artisan, Paris, Minuit, 1995. MARION, Jean-Luc, Acerca de la donación, Buenos Aires, UNSAM, 2005. MARION, Jean-Luc, Étant Donné, Paris, PUF, 1998. MARION, Jean-Luc, L’idole et la distance, Paris, Le livre de poche, 1991. MARION, Jean-Luc, Réduction et donation, Paris, Epiméthée, 2004. MARX, Karl, El Capital, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002. MARX, Karl, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Buenos Aires, Nuestra América/La nave de los locos, 2003. MARX, Karl; Engels, Friedrich, La ideología alemana, Buenos Aires, Pueblos Unidos, 1985. MARX, Karl; Engels, Friedrich, Manifiesto del partido comunista, Bogotá, Panamericana, 1993. MONTAIGNE, Michel, Ensayos, Buenos Aires, Orbis, 1984. MOUFFE, Chantal, (ed.), Deconstrucción y Pragmatismo, Buenos Aires, Paidós, 1998. 415
MOUFFE, Chantal, Dimensions of Radical Democracy, Londres, Verso, 1992. NANCY, Jean-Luc, La comunidad inoperante, ARCIS, Santiago de Chile, 2000. NANCY, Jean-Luc, Le partage des voix. Paris, Galilée, 1982. NANCY, Jean-Luc, L’impératif catégorique. Paris, Flammarion, 1983. NEGRÓN, Mara, (ed.), Lectures de la différence sexuelle, Paris, Des femmes, 1994. NEWMAN, Saul, Power and politics in poststructuralist thought, London and New York, Routledge, 2005. NIETZSCHE, Friedrich, Humano, demasiado humano, Madrid, Akal, 1996. NIETZSCHE, Friedrich, La ciencia jovial, Caracas, Monte Avila, 1992. NIETZSCHE, Friedrich, Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 1999. PAEZ, Alicia, Políticas del lenguaje, Buenos Aires, Colección del Círculo, 1995. PALACIO, Marta, La mujer y lo femenino en el pensamiento de Emmanuel Levinas, Córdoba, Editorial de la Universidad Católica de Córdoba, 2008. PALTI, Elías, Verdades y saberes del marxismo, Buenos Aires, FCE, 2005. PASCAL, Blaise, Pensamientos, Buenos Aires, Aguilar, 1984. PATOČKA, Jan, Essais hérétiques sur la philosophie de l’histoire, Paris, Verdier, 1999. QUENEAU, Raymond, “Primeras confrontaciones con Hegel”, en Bataille, Georges, Escritos sobre Hegel, Arena, Madrid, 2005. RANCIÈRE, Jacques, El desacuerdo, Buenos Aires, Nueva Visión, 1996. RANCIÈRE, Jacques, En los bordes de lo político¸ Santiago de Chile, Arcis, 1994. 416
RICOEUR, Paul, La métaphore vive. Paris, Seuil, 1975. RINESI, Eduardo, Política y tragedia, Buenos Aires, Colihue, 2003. ROSE, Gillian, Dialectic of Nihilism. Post-structuralism and Law. London, Basil Blackwell, 1984. ROUDINESCO, Elisabeth, Un discours au réel. Paris, Mame, 1973. ROUSSEAU, Jean-Jacques, Del contrato social. Discursos, Madrid, Alianza, 1980. ROUSSEAU, Jean-Jacques, Ensayo sobre el origen de las lenguas, UNC, Córdoba, 2008. SCHMITT, Carl, El concepto de lo político, en Aguilar, Héctor, (Selección y prólogo), Carl Schmitt, Teólogo de la política, México, FCE, 1997. SCHMITT, Carl, Teología política I, en Aguilar, Héctor, (Selección y prólogo), Carl Schmitt, teólogo de la política, México, FCE, 1997. SCHMITT, Carl, Teología política II, en Aguilar, Héctor, (Selección y prólogo), Carl Schmitt, teólogo de la política, México, FCE, 1997. SCHMITT, Carl, Teoría del partisano, Madrid, Instituto de estudios políticos, 1966. STAROBINSKI, Jean, J.J. Rousseau. La transparence et l’obstacle, Paris, Gallimard, 1971. STRAUSS, Leo,¿Qué es la filosofía política?, Madrid, Guadarrama, 1970. VALÉRY, Paul, Œuvres, Paris, Gallimard, 1957. VATTIMO, Gianni, Las Aventuras de la diferencia, Madrid, Altaya, 1999. WAHL, François, Qu’est-ce que le structuralisme? La philosophie entre l’avant et l’après du structuralisme, Paris, Seuil, 1973. WALDENFELS, Bernhard, De Husserl a Derrida. Introducción a la Fenomenología, Barcelona, Paidós, 1997.
417
UNIVERSIDAD NACIONAL DE VILLA MARÍA AUTORIDADES Rector Vicerrector Secretaria Académica Instituto de Extensión Instituto de Investigación Director Editorial
Abog. Martín Rodrigo Gill Cra. María Cecilia Ana Conci Dra. Luisa Margarita Schweizer Mgter. Omar Eduardo Barberis Dra. Carmen Ana Galimberti Mgter. Carlos A. Gazzera
Editorial Universitaria Villa María Director | Publisher Editores
Carlos Gazzera Ingrid Salinas Rovasio Emanuel Molina Alejo Carbonell
Editores Gráficos
Lautaro Aguirre Silvina Gribaudo
Secretaría Editorial Comercialización
Renata Chiavenato Damián Truccone Lucía Pruneda Paz Pablo Effel Magalí Castro Rocío Monesterolo
Administración Infraestructura digital y Comunicación
Pablo Pérez Rodrigo Duarte Marcos Gutierrez
Comité Honorario Internacional
Silvana Mandolessi |Bélgica Países Bajos Susana Nigro |Alemania Fernando Stefanich |Francia Leroy Gutiérrez | Uruguay Rachele Erika Ranalli | Roma - Italia Paola Donatiello | Bologna - Italia Beatriz P. Dibildox | Barcelona - España
UNIVERSIDAD NACIONAL DE VILLA MARÍA Villa María - Carlos Pellegrini 211 P. A. - (5900) - Tel. (54) (353) 453-9145 Córdoba - Viamonte 1005 - (5004) - Tel. (54) (351) 486-0384 http://www.eduvim.com.ar - http://www.eduvim.blogspot.com e-mail [email protected]
Impreso por orden de
Julio 2012 Carlos Pellegrini 211 P.A. Tel: 0353 - 4539145 Villa María - Córdoba www.eduvim.com.ar Universidad Nacional de Villa María