Viajes Al Desierto De La Soledad

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O

• José Tamborrel, 1902 Pablo Montañez, 1904 M ario J. Dom ínguez Vidal, 1913 Rodulfo Brito Foucher, 1924 Pablo Montañez, 1930 Jacqucs Soustelle, 1934

M a p a 12

VIAJES AL DESIERTO DE LA SOLEDAD DEL 15 AL 25

Chiapas •

Palenque

Comitán

Chiapas

15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22.

Miguel Á lvarez del Toro, 1944 Frans Blom y Gertrude Duby, 1948 Harry Little y Jan Muller, 1960-1972 Carlos Helbig, 1971 Manuel Lombera, 1974-1984 José Antonio Abascal, 1986 M ario López, 1977 Fray Pablo Iribarren, 1987

23. Roselia García, 1982-1993 24a. M ario Payeras, 1972 24b. Rafael Sebastián Guillén, 1984 25a. Rafael Aceituno Antonio, 1994 25c. Hermann Bellinghausen, 1999 25d. Hermann Bellinghausen, 2000 25e. Hermann Bellinghausen, 2002

Veinticinco viajes

Capítulo 1

La reducción de Gracia Real, 1786-1793 Manuel José Calderón, cura JOSÉ Farrera, funcionario

Pa r a l o s antropólogos interesados en los 500 lacandones que hoy sobre­ viven en Lacanjá, Najá y Metzabok, la historia moderna de la Selva Lacandona empieza en 1786. En ese año, el cura de Palenque, don Manuel José Calderón, localizó a un grupo de "indios gentiles" a una distancia de ocho leguas del pueblo, rumbo al sur. Siete años después, en 1793, estos "caribes del monte" aceptaron ser reducidos a un pueblo colonial que recibió el nombre de San José de Gracia Real. La reducción no floreció. A partir de 1797, año en que murió don Manuel José Calderón, los lacan­ dones retomaron poco a poco sus antiguas costumbres, aunque siguieron viviendo en el pueblo por tener sus milpas allí cerca. En 1807, el obispo de Chiapas, don Ambrosio Llanos, los mencionó por última vez en una carta suya. Después se hizo sobre ellos el silencio. Sin duda se refugiaron de nuevo en la inaccesible sierra que se levanta al sur del río Chacamax. Sobre este episodio -último intento de reducción en el sureste deMéxico- existe una documentación relativamente abundante, en su mayoría com­ puesta por cartas e informes que don Manuel José Calderón mandó al gobernador intendente de Chiapas en Ciudad Real. De esta corresponden­ cia se transcriben aquí tres documentos: un informe anónimo que relata los sucesos de 1786, una carta escrita en agosto de 1793 por el padre Manuel, y un informe redactado en el mismo mes y año por don José Farrera, envia­ do especial del gobernador de Chiapas para averiguar el progreso de la reduc­ ción. Los tres documentos son inéditos y provienen de un expediente que se conserva en la Biblioteca Latinoamericana de la Universidad de Tulane, Nueva Orleans. El padre Manuel José Calderón y el inspector José Farrera son los pri­ meros criollos chiapanecos que se aventuraron a entrar en la selva y que dejaron constancia de su viaje. Para el séñor cura de Palenque, la camina­ ta debe haber sido una tarea laboriosa, puesto que nos consta que era un hombre bastante enfermo y además muy obeso. Sin duda hizo el trayecto

m

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sentado en una muía particularmente resistente. Acompañémoslo en su primer encuentro con los indios caribes, en 1786, y en su primera expedi­ ción a la Selva Lacandona, en 1793. N

o t ic ia d e

Y

r e d u c c ió n d e

l o s ú l t im o s

h e c h o s p a r a l a c o n q u is t a

l o s in d io s g e n t il e s l a c a n d o n e s

QUE HABITAN E N LOS MONTES Y SERRANÍAS INMEDIATAS AL PU E B L O D E L P A L E N Q U E , PARTIDO DE Z E N D A L E S , p r o v in c ia d e

C iu d a d R e a l

El año de 1786, Francisco Rojas, indio del Palenque y criado del padre cura don Manuel Joseph Calderón, empezó a tener algún trato con los genti­ les, cambiándoles los frutos de cera, cacao y otros, que ellos traían, por herramientas que deseaban tener. Entendido por su amo, pensó (éste) hacer averiguación, tomando las noticias que le fueran posibles, a fin de saber el genio de estas gentes y el número de los cercanos, con el objeto de atraerlos si lo hallaba fácil. En el mismo año acaeció que estando Santiago de la Cruz, muchacho también criado del padre cura, junto al arroyo Baglunté, que en lengua quiere decir "Tigre de Palo", sintió que le tiraron algunas piedrecillas. Miró de dónde podían venir, y vio de la otra parte a un lacandón. Asusta­ do, el muchacho le habló en lengua chol, que es la común en el pueblo, y habiendo entendido se acercó el gentil, tomando del rosario algunas cuentas de vidrio que cortó con el puñal de la flecha, dando al muchacho algunas con un arco, para que las llevase a su amo. Hízolo así toman­ do las flechas, quedando tratada otra visita para la próxima luna. De todo impuso a su amo, quien discurrió que era conveniente avistarse a los indios, presentándose en el sitio a donde acostumbraban venir. Pero receloso de que al muchacho pudiesen hacerle daño o llevarlo al monte, no permitió que fuese el día citado (sino) hasta después. Habiendo reconocido señales de que los gentiles habían estado en el lugar que señalaron, conociendo el padre cura que ya éstos tenían algu­ na consecuencia en su trato, habló con Francisco Rojas, y dispusieron pre­ sentarse, llevándoles algunas cosas con qué demostrar buen trato y agasajo. Con efecto, el día de la Asunción, en el mismo año, ya avisados por Rojas, se les avistó el padre cura y el muchacho Santiago. El padre les llamó y acarició, atrayéndolos; ellos se acercaron; y entonces les habló en lengua chol, haciéndoles conocer los muchos bienes que tendrían si se uniesen a sus deseos y si hiciesen lo que les aconsejaba para hacerse

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cristianos y fieles vasallos del Rey Nuestro Señor, que sin piedad los ampa­ raría. Ellos se mostraron contentos, regalando al padre dos porciones de cacao y el padre les dio su bastón en señal de que volvería a verlos y para que acreditasen a los demás que le habían hablado, quedando con­ certada otra visita para la luna siguiente. Después se pudo saber que habían llevado el bastón con mucha cele­ bridad y que lo habían mostrado a los demás gentiles, contándoles lo que habían tratado con el padre, y que a la luna entrante volvían a visitar­ le, que en eso quedaron. Con cuyo motivo, y ya persuadidos, bajaron al tiempo señalado, que fue el dos de julio del mismo año. Sabido por el padre (éste) se les presentó con hábitos, llevando un crucifijo y un cuadro de San Joseph. Le acompañaron don Julio Garrido, su cuñado, que tenía la juris­ dicción del pueblo, Francisco Rojas, Santiago de la Cruz, y un intérprete. Ya estaban los lacandones esperando, y se le presentaron veintidós, sin llevar las flechas, que habían dejado en el monte. El padre se acercó a ellos, tratándolos con cariño y exhortándoles a que se redujesen a ser cristia­ nos y fieles vasallos del rey, quien los ampararía; que se le daría cuenta a su majestad, a fin de que se dignase ponerlos bajo su real protección. Todo le(s) fue bien explicado por el intérprete, y ellos entendieron, respon­ diendo que deseaban ser bautizados y que estaban prontos a unirse con otros que había en el monte y hacer pueblo, pero que no querían fuese en otro sitio que en donde estaban sus milpas. El padre les ofreció que así se haría, y mostrándoles a San Joseph les dijo que aquel santo sería el patrón del pueblo, porque le tenía encomendada la empresa, y que todo sería para su honra y gloria, que así lo esperaba. El padre les regaló algu­ nas herramientas, que era lo que necesitaban. Con esto se fueron muy gustosos, ofreciendo volver, y con efecto lo ejecutaron el día de Santo Domingo, patrón del Palenque. Supo Francisco Rojas que los lacandones estaban en aquel paraje y saliendo a él los halló en número de veintidós, y dos mujeres. Luego quisie­ ron pasar adelante, pero Rojas lo impidió, hasta dar aviso al padre cura, quien acababa la función de iglesia y no pudo salir. Pero lo ejecutó su padre don Joseph Antonio Calderón, teniente subdelegado del pueblo y su partido, llevando en su compañía a don Julio Garrido y Francisco Rojas y el intérprete. Llegados al sitio, encontraron a los gentiles, a quie­ nes habló Calderón, diciéndoles que el padre estaba cansado y no podía salir, lo que les disgustó. Pero resolvieron entrar en el pueblo, viniéndose dos de ellos con el subdelegado y sus acompañantes, pero a poco rato llamaron a los demás, trayéndose porción de cacao para feriarlo con otras

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cosas, y dejando a su cuidado al caudillo Miguel Cobogues custodiando sus redes. Luego que llegaron al pueblo, en el que con motivo de la fiesta había mucha gente de otros inmediatos, fue una confusión la que juntaron los lacandones, juntos así y por tantos. Para que no se asustasen, los llevó el padre a su casa, dándoles de comer y regalándoles. Ellos se hallaron contentos, y también los palencanos, pues conocían ya por amigos a los que habían temido. Todo esto fue relacionado por los gentiles a Cobogues, indio apóstata de Los Ríos, que de allí se había huido y tenía en los mon­ tes una larga familia. Éste por su buen corazón, no obstante de haberse abandonado a la vida bruta como ellos, les aconsejaba que era bueno ser cristiano y que se sujetasen a los consejos del padre que tenía buen cora­ zón y los quería. El padre cura dio cuenta de todo al alcalde mayor de Ciudad Real, don Ignacio Coronado, quien lo comunicó al Superior Gobierno. Inform e

del

padre

cura de

Palenque

A L GOBERNADOR DE CH IAPAS SOBRE LA REDUCCIÓN DE LOS INDIOS LACANDONES. P a le n q u e , 1 7 9 3

Ilustre señor. El día nueve de junio, domingo, después de haber dicho misa a mis acompañantes, que lo fueron mi padre, deudos y mozos, al tiempo de marchar para los montes, ofrecióse el obstáculo, aunque vencido, por conocida sugestión diabólica en estos indios mis feligreses. Y fue que se armaron unánimes a no quererme llevar la carga de bastimentos, auxi­ lios y camas, con previas prevenciones que se les hicieron de pagárselas hasta que evidenciásemos la distancia. Ellos estaban conformes, pero como nada estables, con despropósitos bastantes se excusaron, alegando temor, pero en ellos fue malicia, porque el trato con los indios gentiles lacandones siempre lo han tenido, y de maíces allá con ellos se han habilitado. Quedáronse ellos, y yo con mis acompañantes nos pusimos a caballo, y con nuestros mozos, con lo que pudieron cargar ellos, y algunas bestias -lo más preciso-, marchamos. A cinco leguas que andaríamos por mal camino, porque las aguas eran recias y la vereda nueva, descansamos aquel día, fatigados, con advertencia que sin estrépitos de ningunas armas, que así convenía. A l otro día, después de mala noche que pasa­ mos todos, seguimos la ruta, y como a tres leguas de distancia de donde

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hicimos noche, encontramos catorce indios lacandones, armados de arcos y flechas. Nos hablaron, los acariciamos, y luego los hicimos venir detrás de nosotros, como entregados a ellos y para más asegurarles de que no les teníamos temor y que ellos tampoco lo tuvieran de nosotros. Pasados dos milpas de ellos, llegamos a su terreno, el cual estaba en una milpa grande, y luego se nos presentaron hombres, mujeres, chicos y grandes, los cuales acariciamos lo bastante y disuadimos de temor diciéndoles que iba yo, el señor teniente y todos para el bien de ellos y no para su mal, ni para atequiarlos en ninguna cosa de servirnos ni darnos de comer, sino sólo saber de sus voluntades y el fin que tenían; a lo que respon­ dieron que era de ser cristianos y que se les hiciese su iglesia. Ofretíles esto mismo, y que por mi mano nuestro soberano monarca el rey (que Dios guarde) les mandaba sus regalías de naguas, mantas, petates, listones, corales, abalorios, sal, dulce, fierro y ácero con el herrero, para que en vista de ellos y a su gusto les trabajase hachas, machetes, cuchillos y todo lo que quisiesen; de lo que quedaron sumamente gustosos (...) y muy reco­ nocidos, y ofrecieron ser fieles vasallos de su majestad. Ellos mismos nos separaron un rancho, aunque a los cuatro vientos e incómodo, pero así lo pasamos, con bastante recelo, sí, y cuidado, cuarenta días que estuvimos entre ellos. Se les formó su iglesia, capaz para cuatrocientas almas o más, se formó la casa de herrería, una coci­ na para nuestro bocado, que después les ha quedado para habitación de ellos, con dos casas más para ellos, separado de tres ranchos grandes y uno mediano que tenían fuera aparte en otra habitación con una milpa, un rancho grandecito y otro mediano. En todas las facciones, nunca se Ies permitió trabajasen en nada; todo se hizo con gente pagada, en sustentos y todo lo necesario. Estuvieron a vernos veintidós hombres, sin sus fami­ lias, y con las dádivas y agasajos y ver estas formalidades, quedaron en venir a poblarse allí mismo, luego que recogiesen sus maíces, que es el tiempo de milpas. Cuarenta y tres almas estables allí quedaron, sin una familia que mantengo aquí con seis bautizados y el padre de ellos que se bautizará en breve, y otra familia compuesta de cinco que había pedido licencia antes para ir a recoger sus trastecitos para venirse a poblar en el propio lugar. Por todos los obsequiados y atraídos con dádivas, son ciento y tres que han prometido incorporarse con los cuarenta y tres, a quienes se les repartió todo lo referido de naguas, mantas, petates, hachas, mache­ tes, etcétera, que quedaron bien regalados y contentos, quedándome toda­ vía mucha parte por repartirles como fueren saliendo; pues, según

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advierto, parece que no habrá más cera que la que arde. Sin embargo, en dando mis cuentas, en el finiquito de todo se verá con qué término se habrá de seguir. Siguen ellos entrando aquí, y yo a mantenerlos. El intérprete marchó el viernes 16 por las flechas y arco que encargó vuestra señoría al señor contador don José Farrera, y ha vuelto hoy domingo 18 con ellas, y los ha hallado muy gustosos y conformes, y muy aseada su iglesia. Se prepara el indicado con su mujer a ir a vivir allá para enseñarles la doctrina cris­ tiana, para que puedan ser bautizados en el verano. La iglesia se dedicó al santísimo patriarca señor San José, que con el beneplácito del soberano será el pueblo de señor San José de Gracia Real. Cuatro misas dije en ella a favor de aquellos pobrecitos indios. Nuestro sustento de aquí nos iba, y para toda la gente, con bastante trabajo y gastos; el pan que comíamos fue hecho de maíz tostado que llaman totoposte. Así lo pasamos con el favor divino muy bien. Algunas quimeras que entre ellos había por estos pobrecitos mis feligreses sembra­ das, fueron desvanecidas. No dejamos de pasar y tener bastantes riesgos, pero el poder de Dios nos libertó. Cinco milpas tenían ellos sembrado, con tabaco, yuca, plátanos, camo­ tes, etcétera, pruebas evidentes de querer ser estables. Ellos son vivos, y de bello índole, si no se echan a perder. Si ya llegó el tiempo de que sean todos cristianos buenos, sucederá -porque así Dios lo permite- con el poderoso instrumento que escogió de nuestro rey (que Dios guarde) y de vuestra señoría tan amante a exigir estas cosas tan del agrado de ambas majestades. En los montes se encuentran árboles frutales, mameyes, chicozapotes y muchos palmitos, tierra fértil para todo y extensa. Por el río de Pes­ cadería se habilitan de peje en un día de ida y vuelta, llamado Chacamax. Jabalíes, monos y aves, y hasta los tigres y leones, a fuerza de la saeta o flecha los derriban todos a tierra, y me hicieron comprar hasta cuanto no quise, por agradarles. Aunque me tomé la licencia, la constancia de mi padre, en medio de su ancianidad, y la de mis deudos y mozos fue para alabar a Dios, y siquiera vuestra señoría atenderá a este pobre señor y mis deudos, pues se han por­ tado fieles vasallos, y aunque algún émulo muerda, ésta es la verdad, en descargo de mi conciencia. El señor contador y visitador ha visto bastante, que llegó allá, lo andu­ vo y especuló; y dirá a vuestra señoría lo que vio. El indicado es don José Farrera, quien generoso y liberal les repartió a todos los lacandones

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en su llegada sus monedas de plata, los acarició y aconsejó bastante a nombre del rey (que Dios guarde) y de vuestra señoría. En su salida hizo lo mismo, de lo que quedaron los indios muy pagados y contentos. Cierta­ mente he reconocido en este caballero ser acreedor a toda atención, como buen soldado, sin poner nada de mi bolsa, que esto ha sido aquí notorio. Yo me hallo algo adoleciente, déjolo todo a la consideración de vuestra señoría y a su discreción, y que reciba estos pequeños servicios como mejor le parezca, pues yo todo lo cedo a honor de ambas majestades, y a la divina suplico y ruego guarde la importante vida de vuestra señoría muchos y felices años. Palenque, agosto 18 de 1793. Besa las manos de vuestra señoría su menor capellán que lo venera, Manuel José Calderón. Al señor gobernador e intendente don Agustín de las Quentas Zayas.

Informe del señoií Joni-: F a h k is iía a l (j o u ií k n a d o k DIO C lIlA I’AS SOUU'R LA IUODIJCCIÓN lili LOS INDIOS IjACANDONKS. PALKNQUK, 1 7 9 3 Señor gobernador intendente. El comisionado de vuestra señoría en la visita que hizo en el partido de Zendales, en la cual le encargó vuestra señoría con especialidad pasase a los Montes de Lacandones, reconociese en el modo posible los indios que habitaban en aquellos territorios, su calidad, braveza o mansedumbre, origen, costumbres, entretenimientos, o ejercicio, gobierno entre ellos, a quién obedecen, qué ídolo adoran, y demás circunstancias que concibiese útiles de poner en noticia de vuestra señoría, dice: que a los dos días de llegado al pueblo del Palenque, pasó inme­ diatamente a las milperías de los gentiles lacandones, donde llegó como a las tres de la tarde, y dista del Palenque, de ocho a nueve leguas, en cuyo paraje encontró al señor cura don Manuel José Calderón, auxiliado del teniente subdelegado de dicho partido don José Garrido, don Julio Garrido, don José Ortega, don Onofre Ortega, y seis mozos ladinos quienes esta­ ban concluyendo la iglesia, de dieciséis varas de largo y diez de ancho, de bajareque, y cubierta de guano; a cuyo paraje habían puesto la denomi­ nación de Pueblo San José de Gracia Real, A mi llegada encontré a los indios lacandones algo temerosos, pues sólo me miraban de lejos y no se acercaban; pero al siguiente día, por medio de intérprete los hice juntar, lo que verificaron sin repugnancia, y se juntaron cuarenta y tres almas de todas edades y sexos, a excepción de cinco cristianos nuevos y un gentil que viven en el Palenque, y juntos les hice dar a entender no tuviesen ningún recelo ni miedo, pues sólo iba

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de parte de vuestra señoría a verlos y hacerles saber la protección y amparo que gozaban de nuestro católico monarca, y que les franqueaba por medio de vuestra señoría todos los auxilios necesarios, a fin de que se redujesen al gremio de nuestra Santa Madre Iglesia y reconociesen el vasallaje debido a nuestro rey y señor; de todo lo que quedaron enterados y respondieron que apetecían con ansia el santo bautismo y que esta­ ban ya sometidos al vasallaje y protección del rey. Ésta es, señor, una nación dócil, de ingenio agudo, semblante blanco, y regulares proporciones de estaturas. No vivían en forma de poblazón, sino en donde hacían sus milpas, sin más ajuar que una galerita a los cuatro vientos, sin cerco, unas hamacas por camas, unas ollas, piedras de moler y abundancia de flechas, que se ejercitan en su manejo desde su niñez. Sus ejercicios son hacer un pedazo de milpa de maíz y tabaco, cazar con las flechas toda especie de animales de monte y pezca, de que abundan sus territorios, buscar cacao silvestre y colmenas que hay abundantes en los montes. No se advierte que tuviesen alguna idolatría ni adorasen alguna deidad, y sólo vivían a lo animal, no reconocían superior, ni tenían gobierno ninguno, ni civil ni político, y sólo obedecían y respeta­ ban cada uno al mayor de su familia. Los varones andan con el pelo suelto y largo, la vestidura es un túni­ co blanco hasta media pierna, sin sombrero, y nunca salen de su ranchito sin el arco y carcas de flechas. Las mujeres usan huipil y nagua, aretes de conchas y en el cuello unas grandes sartas de lo mismo, con frutillas, y en el presente se cuelgan de ellas muchas monedas y cuanto encuentran. Se advierte en ellas mucha honestidad y amor a sus maridos y familia. Esta nación se ignora su origen, a excepción de dos mujeres y un hom­ bre, cristianos de mayor edad, que declaran haberlos metido sus padres de chicos y habiendo muerto casaron con gentiles. Los individuos que hasta el presente se han conocido son ciento y tres de todas edades, y estoy informado que hay algunas familias más, que el señor cura está atrayen­ do a fuerza de cariño y dádivas para reunirlos en el nuevo pueblo. Los montes que estos gentiles habitan son dilatadísimos, y se ignora el fin de ellos. Abunda el cacao silvestre, leche maría, sangre de drago, frutas, caza y pesca. En el paraje donde está el nuevo pueblo, tienen sus milpas, árboles de naranjas, limones, aguacates y zapotes, por lo que desean quedar establecidos. A mí me parece, señor, que esta empresa se debe seguir con mucha eficacia, pues es lástima que tantas almas carezcan del verdadero cono­ cimiento de su Creador, pues hasta aquí, según las observaciones que hice,

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ha ido con mucha lentitud, y me parece fuera muy útil para su conclu­ sión que al señor cura don Manuel José Calderón lo acompañase un eclesiástico ligero y ágil, y que supiese la lengua maya, que ellos hablan, y se internase o viviese con ellos en el mismo pueblo, acompañado de dos o tres ladinos para que así se les enseñase la doctrina cristiana y se instru­ yesen con brevedad en los misterios de nuestra santa fe, y a este ejemplo con facilidad se reducirían los demás, que están internados en los montes, a la vida civil del pueblo, pues para esto no me parece tan útil el señor cura por sus achaques y poca agilidad del cuerpo por ser demasiado grueso. Pues, aunque don Pedro Borrego se halla nombrado por la su­ perioridad para la coadjungación de la conquista, con el honorario de cuatrocientos pesos que se le pasan de reales cajas, me consta no habér­ sele permitido meterse en nada de conquista, y sólo se ejercita adminis­ trando el Palenque, Playa, y haciendas. Pero no por esto debe desmere­ cer el crecido mérito que don Manuel José Calderón tiene contraído en servicio de ambas majestades, por haber sido el primer descubridor y paci­ ficador de estos gentiles. En el espacio de seis días que me mantuve en los Montes Lacando­ nes, andando todas sus milpas y haciendo las observaciones de las cuali­ dades y circunstancias de los dichos gentiles, los hice juntar (en) varias ocasiones, y por medio del intérprete los acaricié y regalé con varias mone­ das de plata, dándoles a entender que todo lo que se les daba de manta, nagua, machetes, hachas, sal, granates y otras cosas, era por orden de nues­ tro católico monarca, y que vuestra señoría se los mandaba, como también que había dado todas las providencias, así al señor cura como al teniente del partido, para que fuesen recogidos con toda benignidad y cariño; a que respondieron todos a una voz que deseaban conocer y ver a vuestra señoría, para cuyo fin se disponían dos o tres de ellos a venir a hablarle y suplicarle fuese a su pueblo, lo que yo impedí, temiendo el extravío de éstos a su regreso, diciéndoles que vuestra señoría no podía por ahora pasar para su pueblo por hallarse gravemente accidentado de resulta de la visita que hizo en los demás pueblos, y que logrando el restablecimiento de su salud iría a verles. Y ciertamente, señor, que en permitiéndolo sus enfermedades me parecía muy útil que vuestra señoría fuese a verlos, pues con su visita se acabaría de perfeccionar la obra y quedarían ellos mucho más gustosos. Entre las ocasiones que los junté, les exhorté y di a entender la utili­ dad que se les seguía en ser cristianos y de sujetarse voluntariamente a la protección y vasallaje de nuestro católico monarca don Carlos Cuarto

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(que Dios guarde), que tanto los protege y ampara; a que respondieron todos unánimes y a una voz que querían ser cristianos, e hincando una rodilla y rindiendo sus flechas dijeron: que se sometían y querían reco­ nocer voluntariamente a su rey y señor natural don Carlos Cuarto, y le prometían toda veneración, obediencia y vasallaje; en cuyo acto me rega­ laron las flechas y arcos que remito a vuestra señoría. En esta entrada que hice a los Montes Lacandones se ha logrado desterrar el continuo y antiguo temor que los pueblos de esta provincia, y hasta los vecinos de Ciudad Real tenían a esta tan nombrada y antigua nación lacandona, y se ha hecho ver que se puede entrar en sus territo­ rios con facilidad, y se ha asegurado el riesgo que la Laguna y Campeche tenían para transitar a esta provincia, por pasar por las inmediaciones de esta nación. A mí me parece, señor, fuera muy útil que vuestra señoría nombrase un gobernador entre ellos, para que reconociesen superioridad, y éste, con el honor del bastón, fuese atrayendo los más internados en los montes. En la entrada que hizo el padre Calderón en los montes, no se presen­ tó riesgo alguno, y fue (él) bien recibido, pues de antemano le estaban instando los indios a que fuese, en donde se mantuvo mes y nueve días y regresó al Palenque. Y es cuanto sobre el particular tengo que informar a vuestra señoría. Nuestro Señor guarde la vida de vuestra señoría muchos años. Palenque, y agosto 6 de 1793. José Farrera. A l señor gobernador intendente don Agustín de Las Quentas Zayas.

Capítulo 2

Una expedición malograda, 1826 José María E squinga, agrimensor

que el padre Manuel José Calderón hizo en 1793 al caríbal de Gracia Real no fue más que una excursión. De mucha mayor envergadura fue la expedición que en 1826 salió de Ciudad Real, antigua capital de Chiapas. Su jefe era JoséMaría Esquinca, un agrimensor con rango mili­ tar de subteniente. Lo acompañaron tres habitantes de Ciudad Real, Cayetano Ramón Robles, Antonio Vives y José Ignacio Sosa, este último para servir de intérprete con los lacandones. Los cuatro exploradores venían protegidos por una pequeña escolta de soldados y rodeados por un grupo considerable de cargadores y macheteros. Su objetivo principal era bajar el río Jataté hasta su desembocadura en el río Usumacinta, con el fin de averiguar la navegabilidad de ambas corrientes fluviales. El verdadero animador del proyecto era Cayetano Ramón Robles; tenía el plan de abrir las dos cuencas a la explotación maderera y ganadera. Tanto él como sus socios subestimaban grandemente los obstáculos que presentaban el Jataté y el Usumacinta en varios puntos de su curso. Además, se imagi­ naban, muy ingenuamente, que el primer río corría desde Ocosingo directa­ mente hacia el noreste, para encontrar al segundo, pocas leguas después, a corta distancia de Tenosique. La expedición salió de la capital chiapaneca el 21 de abril de 1826, rumbo a Ocosingo. La exploración del río Jataté pronto encontró un fin abrupto en el Encajonado de Las Tazas que no dejaba pasar ninguna embarcación. Ante este primer fracaso, José María Esquinca decidió dar vuelta por el noroeste y penetrar la selva desde Tenosique, subiendo el río Usumacinta. Aquí lo esperó otro obstáculo infranqueable, el raudal de San José. El 7 de agosto, la expedición estuvo de regreso en Ciudad Real, sin haber logrado ningún resultado positivo. A continuación se transcribe una parte del diario de JoséMaría Esquin­ ca, en donde éste anotó los pormenores del intento frustrado de cursar el río Usumacinta, más allá de la Boca del Cerro. El diario se conserva, junto con otros documentos valiosos, entre ellos una “Descripción del Río Jataté", El

v ia j e

54 ♦ JOSÉ MARÍA ESQUINCA

en un expediente del Archivo de Terrenos Nacionales, de la Secretaría de Reforma Agraria, en el Distrito Federal. El texto ofrece datos interesantes, no sólo en cuanto a la geografía y la geología de la región sino también sobre lasfamilias lacandonas que enton­ ces habitaban cerca de los ríos Usumacinta y Chocoljá (llamado Choquejá en el diario). D

ia r io s e g u id o

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Jueves, 15 dejunio de 1826. La villa del Palenque se halla en bonita y agra­ dable situación, sobre lomería, tendida, gramosa, rodeada de campos abier­ tos. Su clima cálido y húmedo, sus producciones consisten en la crianza de ganado mayor y milpas, arroz y frijol, el necesario. Su población como mil seiscientas personas divididas en blancos, ladinos y naturales. Aquí fue necesario demorarnos hasta el 26, ya que por las continuas mojadas la mayor parte nos enfermamos, ya porque las aguas eran con demasía y, lo más principal, la necesidad de tomar allí dinero para la continuación de nuestra marcha, que después de muchas circunstancias no lo entrega­ ron hasta el 26. En los días 22, 23 y 24 fui a registrar en lo posible las contiguas ruinas de la ciudad y palacio conocido con el nombre del Palenque. Su construc­ ción, macisés, opulencia, figuras de medio relieve y demás fragmentos que allí se observan, indican la magnificencia de aquellos edificios que deben conservarse en la historia de la nación como unos de los primeros en su clase y en convincente prueba de lo que en aquel tiempo fue esta gran porción predilecta del universo. Su situación es al pie de la serranía sobre lomas cubiertas de montaña alta y espesa, a dos leguas sudoeste del Palenque. Martes, 27 dejunio. Marcha al paraje nombrado Ongai, a cuatro leguas, camino de montaña alta, las tres últimas. Miércoles, 28. A la hacienda de Fomoná. A las cuatro leguas el río Chacamax, que nace en la sierra inmediata al Palenque. La multitud de arroyos que en esta corta extensión se le unen, en número de ciento sesenta y pico, hace necesario pasarlo en canoa. De aquí a seis leguas la expresada hacienda de ganado, todo camino llano, montaña alta, sucia, con palma espinosa, a excepción de las inmediaciones de la hacienda que son campos abiertos.

UNA EXPEDICIÓN MALOGRADA, 1826 • 55

Jueves, 29. Al pueblo de Osumacinta, cabecera de partido del estado de Tabasco, de aquel lado del río grande de este nombre. Tres leguas de comalolotes y lagunas. Hay desde el Palenque doce leguas de distancia directa al rumbo del lesnordeste. El río conserva más de trescientas varas de latitud. Su canal un fondo de seis a siete brasas de agua, arena gruesa. El río estaba a media agua, pero en su mayor sequedad tiene de tres a cuatro brasas de agua y un canal de sesenta a cien varas. Sus dos orillas le forman un muro de cuatro a seis varas elevado sobre el nivel del agua. Éstas, hasta la Boca del Cerro, están pobladas de haciendas, cacahuatales, ranchos, trapiches, con muchísimos frutales que hacen su vista muy amena. Su clima cálido, fuerte y húmedo. La Boca del Cerro, por donde viene el río, demora al sur cuarta del sureste. Tiene grandes tornos, pero su curso es sureste, noroeste. La corriente, en toda esta extensión, hasta el cerro, en una milla por .hora. Aquí fue necesario hacer mansión hasta el 4 de julio, para disponer la gente, canoas, víveres e intérpretes, como en efecto se consi­ guió nos acompañase don Julián Botín y dos lacandones cristianos de la Boca del Cerro, ofreciéndosenos con grandes conocimientos de aquellos terrenos y ríos. Miércoles, 5 dejulio. Al pueblo de Tenosique, rumbo sureste río arriba y a dos leguas de distancia. Jueves, 6. Preparada una canoa y gente escogida, marché en compañía de Botín a reconocer los raudales del cerro. La boca de él demora desde este punto al sur sudoeste y distancia directa dos leguas. Por el río tiene tres por causa de los tornos. Sigue el río entre dos cerros de piedra montañosa en partes cortada y con algunas puntas salientes a la faz del agua, conservando un anchor desigual desde cincuenta a ciento cincuenta varas. Una legua hasta el arroyo de Chiniquijá, con algunos puntos de corriente, su fondo peñas y de ocho hasta diez y nueve brasas de agua. Cambia al lesueste y siguiendo en diferentes direcciones según el paso que le franquean los cerros. A cerca de tres leguas se presenta un gran corriental y remolinos, hasta llegar al pie del raudal que corre en la dirección sureste a noroeste. El raudal tiene como doscientas varas de longitud y ciento de latitud, y su fondo de cuatro a ocho brasas de agua, sus orillas dos muros de peña áspera, no muy dura. Dos días se gastaron en vencer la subida del corriental y raudal, y estando ya vencidos, estu­ vimos a punto de perecer en razón de que dos peñas a la margen del agua estorbaron el paso. La canoa se anegó de agua y en medio de aquellas apuraciones no encontré más recurso que el de echarme raudal abajo, habiendo salido con felicidad. De aquí regresé, considerando no ser posi­ ble por allí finar la expedición.

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Martes, 11. Reparadas las canoas y la gente, marchamos río arriba al arroyo de Chiniquijá a hacer noche. Miércoles, 12. Regresaron las canoas y continuamos la marcha por una cañada, rumbo corregido sudoeste cinco grados oeste y distancia directa dos y media legua, a acamparnos a Agua Fría. Camino llano, montaña alta, con mucha palma y árboles espinosos, clima cálido. Jueves, 13 dejulio. A la casa del lacandón García, a orillas del arroyo Choquejá Chico, rumbo sudoeste cuarta del oeste, distancia directa tres leguas y cuarta. Montaña como la anterior. Las poblaciones de los lacan­ dones son milpas, en medio de las cuales una casa pajisa sin paredes en la que habitan, un tinglodito en donde preparan sus comidas, y en la que tienen sus ídolos y ésta separada. Cada familia vive y se maneja indepen­ dientemente una de otra. Éstos fueron tratados con dulzura y afabilidad y obsequiados con listones y abalorios que se llevan al efecto. Viernes, 14. Antes de la salida bauticé a tres hijos menores del García, a lo que se presentó voluntariamente. De aquí regresaron los lacandones primeros, siguiendo con nosotros el García. A la media legua, encontra­ mos otra ranchería, de los Cobog. Se les obsequió y regaló, bautizándo­ les cinco hijos, y nos acompañó uno de ellos. Fuimos a acampar a Monte Claro, rumbo sudoeste cuarta al sur, y distancia cinco cuartos de legua, montaña como la anterior. Sábado, 15. Marcha al Choquejá, grande río, regular de peñas y de corriental bien crecido, rumbo sueste cuarta al sur y distancia legua y media. La montaña m uy áspera, con dos cerritos en el intermedio, su clima cálido. Domingo, 16. Al punto del regreso, rumbo al sursudoeste, distancia una y media leguas, camino escabroso y montaña como la anterior. Fuga precipitada de los lacandones que nos guiaban, temerosos según se infirió de ser flechados si nos conducían a las habitaciones de los demás. Aquí se reunieron mil circunstancias que obligaron a cambiar de dirección. Tales fueron la falta de víveres de la gente que venía de peones y cargadores del partido de Osumacinta, la tropa que no tenía víveres más que para seis días, las ningunas ventajas que proporcionaba la dilatada marcha por aquella multitud de serranías, la distancia en que nos hallábamos del río Jataté, la imposibilidad completa de su navegación, y otras muchas consideraciones que parece innecesario relatar y que ratifiqué después que vi la situación local en que me hallaba según mis demarcaciones y observaciones. En este estado y para el mejor acierto, consulté a los capi­ tanes Moreno y Castro, encargados de caudales, víveres e intérpretes,

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quienes no sólo apoyaron mi determinación sino que manifestaron la necesidad absoluta de nuestro regreso, así que determiné romper si fuera posible al Palenque en derechura, mucho más cuando los conocimientos de Botín eran mercenarios, pues confesó que, aunque era verdad que había estado entre los lacandones en diversas ocasiones y en una de ellas más de treinta días y que conocía a más de doscientos de ellos, había siempre sido conducido por ellos mismos de una en otra ranchería en medio de monta­ ñas y serranías que atravesaban sin la más mínima señal de camino, pues peligraba entre ellos el que siquiera cortase una rama, como nosotros mis­ mos lo habíamos observado, así que sin más demora retrogradamos el lunes 17 de julio, en que fuimos a hacer noche en Monte Claro. Martes, 18. Se adelantó con buen éxito una partida que tuvo la fortu­ na de sorprender a Juan Pérez y Diego García, naturales de Tenosique, que vivían hacía cuatro años entre los lacandones. Éstos nos ofrecieron sacar en derechura al Palenque. En efecto, a poco antes de llegar a la casa del lacandón García, rompimos a mano derecha y fuimos a dormir en la Cañada. Éste es un plan estrecho que está en la abra de dos cerros. En la noche de este día se fugaron peones y cargadores, dejando abandona­ das nuestras cargas. Miércoles, 29. En este día, después de haber dejado acondicionadas en las tiendas de campaña las cargas y equipaje y custodiadas por quince hombres de la escolta, marchamos el resto con los guías, habiendo ido a hacer noche en la casa del lacandón Naguat, camino plano, montaña espinosa como las anteriores y clima cálido y húmedo. Jueves, 20. A unas rancherías de los del Palenque, a orillas del río Chacamax, el camino algo escabroso y un cerro empinado que fue nece­ sario atravesar. Viernes, 21. Llegamos al Palenque. En este día mismo salió gente con los guías a conducir las cargas que habían quedado en la montaña. El 27 llegaron sin novedad al Palenque, desde donde di cuenta al señor coman­ dante general, con lo que se concluye el diario que he formado exacta­ mente para que de todo ello tenga el conocimiento debido el alto gobierno de la federación. [Ciudad capital de Chiapas, 25 de agosto de 18261

Capítulo 3

De San Pedro Sabana a Palenque, 1840 John L loyd Stephens, explorador

D e t o d o s los viajeros presentados en esta antología, John Lloyd Stephens sin duda es el más conocido. Este abogado estadounidense de Nueva Jersey, aficionado a la arqueología, obtuvo fama mundial con un libro publica­ do en 1841 en Nueva York sobre un largo viaje de exploración que hizo en 1839 y 1840 por Belice, Honduras, Guatemala, Chiapas y Yucatán. El libro, que apareció en 1843 bajo el título Incidents o f TYavel in Central America, Chiapas and Yucatan (Harper and Brothers, Nueva York), tuvo un éxito extraordinario, por dos razones principalmente: la precisión y gracia con las cuales el autor logró describir las ruinas mayas, y las admi­ rables ilustraciones que acompañaban el texto, realizadas éstas por el arquitecto inglés Frederick Catherwood, compañero de viaje de Stephens. La visita a lasfabulosas ruinas de Palenque constituyó uno de los episo­ dios más dramáticos de aquel viaje. Stephens y Catherwood pasaron varias semanas en el sitio arqueológico, el primero describiendo detalladamente los monumentos descubiertos, el segundo eternizándolos en bellísimas acuarelas. Gracias a los dos exploradores, las ruinas de Palenque llegaron a ser conocidas por el gran público, tanto en Europa como en Norteamérica. Tkmbién cobraron fama las difíciles condiciones en las cuales Stephens y Catherwood tuvieron que viajar para llegar a su destino. Los dos viajeros entraron en Chiapas desde Guatemala y pasaron después por las villas de Comitán y Ocosingo. Llegaron a Palenque, tomando el viejo camino real de Yajalón, TUmbaláy San Pedro Sabana. Al salir de este último pueblo, la ruta los llevó a través de la parte noroccidental de la Selva Lacandona. Fue para ellos una experiencia durísima, puesto que tuvieron que abrir brecha no sólo entre la maleza sino además a través de unas serranías particularmente ásperas. El texto escogido describe ese terrible camino. Contiene variosfragmen­ tos inolvidables, sobre todo la descripción que hace Stephens de su paso por la montaña, sentado en la espalda de un indio cargador, y que nos traslada, de golpe, a la época colonial. No menos conmovedor es el fragmento

m

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acerca del joven irlandés, misteriosamente atraído por la selva, en la cual pronto encontró su tumba. Igualmente llamativos son los dibujos de Catherwood que acompañan tanfelizmente el relato escrito. La traducción española está tomada de la edición guatemalteca de 1940, Incidentes de viaje en Centro América, Chiapas y Yucatán, pp. 210-227. Temprano a la mañana siguiente, el grupo azucarero se puso en mar­ cha, y a las siete menos cinco minutos seguimos nosotros, con silla de manos y hombres, elevándose toda nuestra compañía hasta veinte indios. La región por donde ahora estábamos viajando era tan salvaje como antes de la conquista española, y sin una habitación hasta que llegamos a Palenque. El camino se extendía por en medio de una selva tan cubierta de arbustos y malezas que se hacía impenetrable, y las ramas estaban recortadas apenas a la altura suficiente para dar paso a un hombre cami­ nando bajo ellas a pie, de modo que, sobre el lomo de nuestras muías, nos veíamos constantemente obligados a agachar el cuerpo, y aun a desmon­ tar. En algunos lugares, por gran distancia en derredor, el bosque parecía destruido por el calor, el follaje mustio, las hojas secas y achicharradas, como quemadas por el sol; y un tornado había barrido la región, del que ninguna mención se hizo en los periódicos de San Pedro. Encontramos tres indios que llevaban garrotes en las manos, desnudos excepto una pequeña pieza de tela de algodón alrededor de los ijares y que les pasaba entre las piernas; uno de ellos, joven, alto y admirablemente bien formado, con la apariencia del hombre libre de las selvas. Luego después pasamos una corriente, donde indios desnudos estaban colocando toscas redes para pescar, rústicos y primitivos como en las primeras edades de la vida salvaje. A las diez y veinte minutos comenzamos a subir la montaña. Hacía mucho calor, y no puedo dar una idea de lo fatigoso de la ascensión de estas montañas. Nuestras muías apenas podían trepar sólo con las mon­ turas. Nos despojamos de las espadas, de las espuelas y de todo lo demás superfluo; en efecto, nos quedamos en camisa y pantalones, y casi tan en la misma condición de los indios como pudimos. Nuestra caravana habría sido un espectáculo en Broadway. Primero iban cuatro indios, cada uno con una tosca caja de cuero de res sobre sus espaldas, asegura­ da con una cadena de hierro y un gran candado; en seguida Juan, con sólo un sombrero y un par de calzoncillos de género delgado de algodón, conduciendo dos muías de repuesto y portando una escopeta de dos

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cañones sobre sus desnudos hombros; después nosotros, cada uno llevan­ do por delante o jalando su propia muía; luego un indio conduciendo la silla de manos, con cargadores de relevo, y varios muchachos que llevaban pequeños sacos de provisiones, quedando m uy sorprendidos los indios de la silla de que no los hubiésemos ocupado de acuerdo con el contrato y con el precio ya pagado. Aunque sumamente fatigados, sentíamos que era degradante el ser conducidos sobre los hombros de un hombre. En aquella ocasión yo me encontraba en la peor condición de los tres, y la noche anterior, en San Pedro, me había ido a la cama sin cenar, lo que para cualquiera de nosotros era segura evidencia de estar por mal camino. Habíamos traído la silla con nosotros simplemente como una medida de precaución, con mucha probabilidad de vernos obligados a usarla; pero en una empinada cuesta, que por poco me hace estallar la cabeza de pen­ sar en la subida, recurrí a ella por la primera vez. Era ésta una grande y tosca silla de brazos, asegurada con tarugos y cuerdas de corteza. El indio que iba a conducirme, lo mismo que todos los demás, era pequeño, no mayor de cinco pies y siete pulgadas, muy delgado, pero simétricamente formado. Una correa de corteza fue atada a los brazos de la silla, ajus­ tado el largo de las cuerdas, y suavizada la corteza de la frente con una pequeña almohadilla para disminuir la presión. La levantaron dos indios, uno de cada lado, y el conductor se puso de pie, se quedó inmóvil un mo­ mento, me elevó una o dos veces para acomodarme sobre sus hombros, y emprendió la marcha con un hombre a cada lado. Esto era un gran alivio, pero yo podía sentir cada uno de sus movimientos, hasta las elevaciones de su pecho para respirar. El ascenso fue uno de los más escarpados de todo el camino. A los pocos minutos se detuvo y exhaló un sonido, usual entre los indios cargadores, entre silbido y jadeo, siempre doloroso para mis oídos, pero que nunca lo había sentido antes tan desagradable. Iba yo con la cara para atrás; no podía mirar el rumbo que llevaba, pero observé que el indio de la izquierda retrocedió. Para que mi conducción no resul­ tara tan difícil, me senté tan quieto como pude; pero a los pocos minutos, al mirar por sobre mi hombro, vi que nos estábamos aproximando al borde de un precipicio de más de mil pies de profundidad. Aquí estaba yo muy ansioso de bajarme; pero no podía hablar inteligiblemente, y los indios no pudieron o no quisieron entender mis señas. Mi conductor se movía con cuidado hacia adelante, con el pie izquierdo primero, tantean­ do si la piedra donde lo ponía se hallaba firme y segura antes de poner el otro, y por grados, después de un movimiento especialmente cuidadoso, adelantó ambos pies a medio paso de la orilla del precipicio, se detuvo

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y lanzó un tremendo silbido con jadeo. M i conductor, al respirar me subía y me bajaba, sentía su cuerpo temblando bajo el mío, y sus rodillas parecían ya flaquear. El precipicio era espantoso, y el más leve movimien­ to irregular de mi parte podría arrojarnos juntos hasta el fondo. Yo le habría relevado por lo que faltaba de camino, con su paga completa por el resto del viaje, con tal de verme libre de sus espaldas; pero otra vez se puso en marcha y, con el mismo cuidado, siguió subiendo varios pasos tan cerca de la orilla, que aun sobre el lomo de una muía habría sido un paso muy desagradable. M i temor de que se inutilizara o que tropezara era excesivo. Para mi completo alivio, la senda se apartó del precipicio; mas apenas me congratulaba de mi escape cuando descendió algunos pasos. Esto era mucho peor que la subida; si él caía, nada podría librarme de ser lanzado sobre su cabeza; pero me quedé ahí hasta que me bajó por su pro­ pia voluntad. El pobre muchacho estaba bañado en sudor, y cada uno de sus miembros temblaba. Ya otro estaba listo para levantarme, pero yo ya había tenido lo suficiente. Pawling la probó, pero sólo por corto tiempo. Era bastante malo el ver a un indio fatigándose con un peso muerto en las espaldas; pero sentirlo temblar bajo nuestro propio cuerpo, oír su peno­ sa respiración, verlo además chorreándole el sudor y sentir la inseguridad de nuestro puesto, hacían de este modo de viajar lo que nada más que una pereza y una insensibilidad ingénitas podrían soportar. Andando a pie, o mejor dicho, trepando, deteniéndonos muchas veces para descansar, y montando cuando esto era posible, llegamos a un cobertizo techado con halago, donde deseábamos pasar la noche, pero no había agua. No pudimos saber a qué distancia quedaba Nopá, nuestro proyec­ tado paradero, que suponíamos en la cumbre de la montaña. A cada pre­ gunta los indios contestaban "una legua". Pensando que no podría estar m uy encumbrado, continuamos. Durante una hora más tuvimos una empinada cuesta, y en seguida comenzamos un terrible descenso. Por entonces ya el sol había desaparecido; negros nubarrones cerníanse sobre la selva, y el trueno rodaba pesadamente sobre la cima de la mon­ taña. A medida que bajábamos, un fuerte viento azotaba la floresta; el aire estaba lleno de hojas secas; las ramas estallaban y se rompían, los árboles se encorvaban, y se veían todas las señales de un violento tor­ nado. Bajar apresuradamente a pie no había ni que pensarlo. Estábamos tan cansados que esto era un imposible; y, temerosos de vernos sorpren­ didos en la montaña por un huracán y un copioso aguacero, espoleamos y seguimos bajando tan de prisa como pudimos. Era un no interrum­ pido descenso, sin ningún consuelo, pedregoso y muy escarpado. M uy a

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menudo las muías se paraban, temerosas de seguir adelante; y en cierto lugar, las dos muías de remuda se metieron en la tupida selva antes que proseguir. Afortunadamente para el lector, ésta es nuestra última mon­ taña, y puedo finalizar honradamente con un clímax; ésta fue la peor de todas las montañas que jamás encontré en ése o en cualquier otro país, y, bajo nuestros temores de que estallara la tormenta, puedo asegurar que ningunos viajeros la bajaron nunca en menos tiempo. A las cinco menos cuarto llegamos al llano. La montaña se hallaba oculta por las nubes, y la tormenta batía ahora con furia arriba de nosotros. Cruzamos el río, y siguiendo a lo largo de él a través de una tupida selva, llegamos al Rancho de Nopá. Se hallaba situado en un claro circular como de cien pies de diámetro, cerca del río, con la selva alrededor, tan tupida de arbustos y monte bajo, que las muías no podían penetrarla, y con ninguna abertura más que para el paso del camino a través de ella. El rancho no era sino un techo en declive cubierto con hojas de palmera, y sostenido por cuatro troncos de árboles. Por todo el contorno había montones de conchas de caracol, y el piso del rancho tenía varias pulgadas de cenizas, resto de los fuegos para cocerlos. Apenas acabábamos de congratularnos por nuestro arribo a tan bello lugar, cuando ya habíamos süfrido tal embestida de zancudos cual jamás la habíamos experimentado en el país. Hicimos un fuego, y, con el apetito aguzado por un penoso día de trabajo, nos sentamos sobre el césped a disponer de una gallina de San Pedro; pero nos vimos obligados a levantarnos, y mientras ocupábamos una mano con los comestibles, usábamos la otra para sacudirnos los ponzoñosos insectos. Pronto nota­ mos que teníamos una mala perspectiva para la noche, encendimos fuegos por todo el rededor del rancho, y fumamos desordenadamente. No tenía­ mos prisa por acostarnos y permanecimos sentados hasta una hora avan­ zada, consolándonos con el pensamiento de que, si no fuera por los zancu­ dos, nuestra satisfacción sería ilimitada. El oscuro borde del claro se veía alumbrado por luciérnagas de extraordinario tamaño y brillantez, que revoloteaban por entre los árboles, no brillando y desapareciendo, sino llevando una luz fija; y, excepto por su ruta serpentina, semejaban estrellas errantes. En diferentes lugares había dos que parecían estacionarias, emi­ tiendo una pálida pero hermosa luz, y con aire de señoritas rivales en día de recepción. Los ígneos círculos revoloteaban de uno a otro; y cuando alguno, más atrevido que los demás, se aproximaba demasiado, la coque­ ta retiraba su luz, y el revoloteo terminaba. Una, sin embargo, las atrajo a todas frente a ella, y nosotros contamos hasta siete revoloteando a su alrededor.

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Por último nos preparamos para dormir. Las hamacas nos expon­ drían por todos lados a los crueles ataques de los zancudos, y extendimos nuestros petates en el suelo. No nos desvestimos. Pawling, con mucho trabajo, dispuso sus sábanas en forma de mosquitero; pero hacía tanto calor que no pudo respirar debajo de ellas, y se estuvo paseando por los alrededores o en el río casi toda la noche. Los indios se habían ocupado en recoger caracoles y en cocerlos para cenar, y en seguida se acostaron a dormir a la orilla del río; pero a la media noche, con fuertes truenos y relámpagos, se desencadenó un aguacero torrencial, y todos ellos se alber­ garon bajo el cobertizo, y acostándose enteramente desnudos, mecánica­ mente, y al parecer sin que esto les perturbase, se daban manotadas en el cuerpo. El incesante zumbido y los piquetes de los insectos nos mantu­ vieron en estado de vigilia e irritación. Podíamos protegernos nuestros cuerpos, pero con una cubierta sobre la cara el calor era insufrible. Antes de amanecer me dirigía al río, que era ancho y de poca profundidad, y me extendí sobre el arenisco fondo, donde el agua tenía sólo la hondura sufi­ ciente para correr sobre mi cuerpo. Éste fue el primer momento agrada­ ble que yo había tenido. Mi acalorado cuerpo se refrescó, y allí me quedé hasta el amanecer. Cuando salí para vestirme se vinieron sobre mí con el apetito excitado por el espíritu de la venganza. Nuestro día de trabajo había sido tremendamente duro, pero el de la noche fue peor. El aire matu­ tino, sin embargo, era refrescante, y al apuntar el día desaparecieron nuestros atormentadores. Míster Catherwood había sufrido menos, pero en el insomnio se le había perdido un precioso anillo de esmeralda, que había usado en el dedo durante muchos años, y que estimaba por los recuerdos que evocaba. Nos quedamos algún tiempo buscándolo, y por fin montamos e hicimos nuestra última salida rumbo a Palenque. El camino era plano, pero el bosque seguía todavía tan espeso como en la montaña. A las once menos cuarto llegamos a una senda que conducía a las ruinas, o a alguna otra parte. Nosotros habíamos abandonado el propósito de ir directamente a las ruinas; porque, fuera de que nos hallába­ mos en una destrozada condición, no podíamos comunicarnos en modo alguno con nuestros indios, y probablemente ellos no sabían dónde esta­ ban las ruinas. Por fin salimos a un llano abierto y miramos hacia atrás la cordillera que habíamos cruzado, extendiéndose hasta el Petén y hacia la tierra de los indios sin bautismo. A medida que avanzábamos llegamos a una región de espléndidas pra­ deras y vimos hatos de ganado. La yerba mostraba el efecto de las prime­ ras lluvias, y la pintoresca apariencia del campo me trajo a la memoria

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muchas escenas del hogar; pero allí había un árbol de singular belleza que era desconocido, que tenía un elevado y desnudo tronco y desplega­ da copa, con hojas de verde brillante, cubierto de flores amarillas. Conti­ nuando sin preocupaciones, y parando de vez en cuando para gozar de la risueña vista alrededor y apreciar el vernos libres de las obscuras montañas de atrás, nos subimos a una pequeña meseta y miramos el pueblo a nuestro frente, consistente en una calle cubierta de grama, no interrumpida ni aun por una senda de muías, con unas pocas casas blan­ cas dispersas a cada lado, y sobre una pequeña elevación, en el extremo más distante, una iglesia techada con bálago, con una tosca cruz y un campa­ nario frente a ella. Un muchacho podría rodar sobre la yerba desde la puerta de la iglesia hasta fuera del pueblo. En realidad, éste fue el lugar más muerto que jamás yo vi con vida; pero, llegando de pueblos atestados de indios salvajes, su aire de reposo fue muy grato para nosotros. En los subur­ bios había chozas de indios esparcidas; y mientras avanzábamos por la calle, ocho a diez gentes blancas, hombres y mujeres, aparecieron, más de las que habíamos visto desde que salimos de Comitán, y las casas tenían una agradable y respetable apariencia. En una de ellas vivía el alcalde, un hombre blanco, como de sesenta años, vestido con calzoncillos blancos de algodón, y con la camisa de fuera, de aspecto respetable, algo jorobado, pero con una expresión en el rostro que infundía desconfianza. Con la que yo pensaba ser la manera más cautivadora, le ofrecí mi pasaporte; pero nosotros le habíamos perturbado su siesta; se había levantado de mal humor; y, mirándome fijamente al rostro, me preguntó qué tenía él que ver con mi pasaporte. A esto yo no pude responder; y siguió diciendo que nada tenía que hacer con él, y que no necesitaba que se lo diéramos; que debíamos ir con el prefecto. En seguida dio dos o tres vueltas en un círculo como para demostrar que no le importaba lo que pensáramos de él; y, como si adivinara lo que estaba pasando en nuestro pensamiento, espontáneamente agregó, que ya antes habían habido quejas en su con­ tra, pero que éstas eran inútiles; que no podrían removerlo, y que si lo hacían tampoco le importaba. Este saludo al final de nuestro fatigoso viaje fue un poco desconsola­ dor, pero era de importancia para nosotros el no tener ninguna dificultad con este áspero empleado; y, procurando acertar un punto vulnerable, le dijimos que deseábamos quedarnos unos cuantos días para descansar, y que nos veríamos precisados a comprar muchas cosas. Le preguntamos si había pan en el pueblo; contestó: "no hay"; ¿maíz ? "no hay"; ¿café? "no hay"; ¿chocolate? "no hay". Su satisfacción parecía aumentar a medida

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que podía responder "no hay"; pero nuestra infortunada pregunta por pan aumentó su ira. Inocentemente, y sin pensar en ofenderlo, revelamos nuestro disgusto; y Juan, por su propia conveniencia, dijo que nosotros no sabíamos comer tortillas. Esto le vino a la memoria, se lo repitió a sí mismo varias veces, y a todo el que llegaba le decía, con singular énfa­ sis: ellos no pueden comer tortillas. Prosiguiendo, dijo que había un horno en el lugar, pero que no había harina, y que el panadero se había marcha­ do desde hacía siete años; que la gente allí podía pasarla sin pan. Para cam­ biar de asunto, y dispuesto a no quejarme, proferí la expresión concilia­ toria: que, de todos modos, nos considerábamos dichosos de escapar de la lluvia en la montaña, a lo cual respondió preguntando que si esperábamos algo mejor en Palenque, y repitió con gran satisfacción una frase muy común en boca de los palenquianos: "tres meses de agua, tres meses agua­ cero, y seis meses de norte", es decir "tres meses de lluvias, tres meses de chaparrones, y seis meses de viento norte", el que en aquella región pro­ duce frío y lluvias. Encontrando que era imposible dar un punto débil, mientras que los criados apilaban el equipaje me fui a casa del prefecto, cuya recepción, en aquellos críticos momentos, fue de lo más agradable y alentadora. Con la acostumbrada cortesía me ofreció una silla y un puro, y tan pronto como vio mi pasaporte dijo que me había estado esperando por algún tiempo. Esto me sorprendió; y él añadió que don Patricio le había refe­ rido que yo estaba por llegar, lo que me sorprendió todavía más, pues yo no recordaba a ningún amigo de tal nombre; pero pronto supe que este imponente sobrenombre quería decir mi amigo míster Patrick Walker, de Belize. Ésta era la primera noticia de míster Walker y del capitán Caddy que yo había recibido desde que el teniente Nicols llevó a Guatemala el informe que ellos habían sido alanceados por los indios. Habían llegado a Palenque por el Río Belize y el Lago del Petén, sin ninguna otra dificul­ tad más que lo malo de los caminos; habían permanecido dos semanas en las ruinas y salido por la Laguna y Yucatán. Ésta fue la más satisfac­ toria noticia, primero, porque me daba la seguridad de su salvación, y segundo, porque deducía de ella que no habría impedimento para nues­ tra visita a las ruinas. El temor de encontrarnos al fin de nuestro penoso viaje con una perentoria prohibición, nos había perturbado más o menos constantemente, y algunas veces pesado sobre nosotros como plomo. Habíamos determinado no hacer referencia a las ruinas, hasta que tuvié­ semos una oportunidad de averiguar cómo se presentaban las cosas y, hasta ese momento, aún no me había desengañado si todo nuestro

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trabajo sería inútil. Para colmo de mi satisfacción, el prefecto nos dijo que el lugar era completamente tranquilo; que era un rincón retirado hasta donde las revoluciones y convulsiones políticas nunca llegaban. El había desempeñado su empleo durante veinte años y reconocido otros tantos diferentes gobiernos. Regresé para dar mis informes, y con respecto al viejo alcalde, en el lenguaje de un manifiesto de junta de barrio, determiné no pedir nada que no fuera razonable, ni someterme a nada que me pareciera injusto. En este espíritu hicimos una intrépida solicitud de maíz. Los "no hay" del alcalde eran demasiado verídicos; la cosecha de maíz había sido mala y había hambre en el lugar. Los indios, con su habitual imprevisión, habían sembrado apenas lo suficiente para la temporada, y como ésta había resultado mala, se vieron reducidos a frutas, plátanos y raíces en vez de tortillas. Cada familia de blancos tenía más o menos lo suficiente para su propia subsistencia, pero nada de sobra. La escasez de la cosecha de maíz hizo que todo lo demás escaseara, pues se vieron obligados a matar sus gallinas y sus cerdos por carecer de lo necesario para su manutención. El alcalde, que a sus otras ofensas agregaba la de ser rico, era el único hombre del lugar que tenía algo de sobra, y lo estaba reteniendo para cuando hubiera mayor necesidad. En Túmbalá habíamos comprado buen maíz a treinta mazorcas por un real; aquí, con gran dificultad, pudimos lograr que el alcalde nos reservara un poco a ocho mazorcas por dos reales, y éstas estaban tan mohosas y comidas de gorgojo que las muías apenas querían tocarlas. Al principio nos sorprendió el que ningún atrevido capitalista efectuase importaciones de TUmbalá por valor de varios dóla­ res; pero al profundizar en el asunto nos hallamos con que el valor del transporte no dejaba mucha ganancia y, además, que el curso del cambio estaba en contra de Palenque. Unos pocos quintales habrían atestado el mercado; porque como cada familia blanca tenía provisiones hasta para la próxima cosecha, los indios eran las únicas personas que deseaban comprar y no tenían dinero para ello. El golpe de la carestía cayó sobre nosotros y en particular sobre nuestras pobres muías. Por fortuna, sin embargo, allí había buenos pastos, y no lejos. Les desatamos las bridas en la puerta y las dejamos sueltas en las calles; pero, después de dar una vuelta, regresaron todas juntas e introdujeron sus cabezas en la puerta implorando maíz con la mirada. Nuestras perspectivas no eran muy brillantes; no obstante eso, había­ mos llegado a Palenque, y por la noche se desencadenó la tempestad, con

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terríficos truenos y relámpagos, lo que hizo que nos sintiéramos dema­ siado dichosos de que nuestro viaje hubiese terminado. La casa que nos asignó el alcalde estaba inmediata a la suya y era de su pertenencia. Tenía contigua una cucinera (cocina), y dos mujeres indias que no se atrevie­ ron a mirarnos sin permiso del alcalde. El piso de ésta era de tierra, tenía tres camas hechas de cañas, y techo de bálago, muy bueno, salvo que sobre dos de las camas se goteaba. Debajo del puntiagudo techo y a través del remate de las paredes de adobe, había un piso construido de palos, que servía de granero para el mohoso maíz del alcalde, habitado por indus­ triosos ratones, que rascaron, royeron, chillaron y esparcieron polvo sobre nosotros toda la noche. Sin embargo, habíamos llegado a Palenque y dormimos bien. El día siguiente fue domingo y lo celebramos como día de descanso. Anteriormente, en todos mis viajes, yo había hecho el esfuerzo de guar­ darlo como tal, pero en este país encontré que era imposible. El lugar era tan tranquilo, y parecía en tal estado de reposo, que cuando el viejo alcal­ de pasó por la puerta nos aventuramos a decirle buenos días; pero otra vez se había levantado de mal humor; y, sin corresponder a nuestro salu­ do, se paró para decirnos que nuestras muías se habían perdido, y, como esto no nos perturbó lo suficiente, añadió que probablemente se las habrían robado; pero cuando nos vio completamente excitados y a punto de salir a buscarlas, nos dijo que no había peligro; que sólo habrían ido a beber agua y que volverían ellas mismas. El pueblo de Palenque, según supimos por el prefecto, fue en otra época un lugar de considerable importancia, pasando por él todas las mercade­ rías importadas para Guatemala; pero Belize había desviado ese tráfico y destruido su comercio, y muy pocos años antes más de la mitad de la población había sido barrida por el cólera. Familias enteras habían pere­ cido, y sus casas se hallaban desoladas y convirtiéndose en ruinas. La iglesia estaba al extremo de la calle, en el centro de una herbosa plaza. A cada lado de la plaza había casas con la selva directamente encima de ellas; y, encontrándonos un poco elevados en la plaza, nosotros nos hallá­ bamos en línea con las copas de los árboles. La casa más grande de la plaza se encontraba desierta y convertida en ruinas. Había una docena de otras casas ocupadas por familias blancas, con quienes, en el transcurso de una hora de callejeo, nos hicimos conocidos. Yo no tenía más que pararme frente a la puerta y recibía una invitación: "Pase adelante, capi­ tán", cuyo título yo debía al águila de mi sombrero. Cada familia tenía su

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hacienda en las cercanías, y al cabo de una hora yo ya sabía lo que esta­ ba sucediendo en Palenque; es decir, sabía que nada estaba sucediendo. En el extremo más alto de la plaza, dominando esta escena de quie­ tud, estaba la casa de un americano llamado ¡William Brown! Era éste un extraño lugar para la morada de un americano, y míster Brown era un americano emprendedor. En la gran lotería él se había sacado una esposa palenquiana, la que en aquel tranquilo lugar probablemente lo había librado de morir de tedio. Qué fue lo primero que lo trajo al país, no lo sé. Él tenía el privilegio exclusivo para la navegación a vapor del Río Tabasco, y habría hecho una fortuna, pero su barco se fue a pique en el segundo viaje. Entonces emprendió el corte de maderas bajo un nuevo método, y estuvo a punto de hacer otra fortuna, pero algo hubo que le salió mal. En el tiempo de nuestra visita se hallaba ocupado en canalizar un peque­ ño corte hasta el mar, para unir dos ríos cerca de su hacienda. Para asom­ bro de los palenquianos, él estaba siempre ocupado, cuando podía vivir tranquilamente en su hacienda en el verano y pasar los inviernos en el pueblo. M uy a nuestro pesar, no se encontraba entonces en la aldea. Habría sido interesante el hallar a un paisano de su temple en aquel tranquilo rincón del mundo.

Jo h n Slephwi.s motilado en un indio carpidor, 1840. ((¡rallado do F. Catherwood va. Incidente o f Tremí, 1841.)

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El prefecto era muy versado en la historia de Palenque. Está situado en la provincia de los Tzendales, y durante una centuria después de la conquista de Chiapas quedó en poder de los indios. Hace dos centurias, Lorenzo Mugil, un emisario directo de Roma, levantó entre ellos el estan­ darte de la cruz. Los indios todavía conservan su vestido como una sagrada reliquia, pero tienen mucha desconfianza de mostrarlo a los extranjeros, y yo no pude lograr que me lo enseñaran. La campana de la iglesia, también, fue enviada desde la santa ciudad. Los indios se sometie­ ron al dominio de los españoles hasta el año 1700, cuando toda la pro­ vincia se sublevó, y en Chilón, Tlimbalá y Palenque apostataron del cristia­ nismo, asesinaron a los sacerdotes, profanaron los templos, tributaron impía adoración a una mujer indígena, destrozaron a los hombres blancos y se apoderaron de sus mujeres como esposas. Pero tan pronto como llegó la noticia a Guatemala, un poderoso ejército fue enviado en contra de ellos, redujeron a los pueblos sublevados restaurándolos a la fe católica y se restableció la tranquilidad. El derecho de los indios, sin embargo, a la propiedad de la tierra estaba todavía reconocido, y a lo menos hasta la inde­ pendencia mexicana, recibían renta por la tierra en los pueblos y por las milpas en los alrededores. A corta distancia de Palenque el Río Chacamal lo separa del territorio de los indios sin bautismo, a quienes aquí se les llama caribes. Hace cin­ cuenta años el padre Calderón, tío de la esposa del prefecto, acompañado de su sacristán, un indio, se estaba bañando en el río, cuando éste lanzó un grito de alarma al ver algunos caribes que estaban mirándolos, e inten­ tó huir; pero el padre, tomando su báculo se dirigió hacia ellos. Los caribes se prosternaron ante él, lo condujeron a sus chozas, y lo invitaron para volver y para que les hiciese una visita en cierto día. El día señalado, el padre se fue con su sacristán, y se encontró con una congregación de caribes y con una gran fiesta preparada en su honor. Se quedó con ellos por algún tiempo, y en recompensa los invitó para que fueran al pueblo de Palenque el día de la fiesta de Santo Domingo. Una gran partida de estos indios salvajes asistió, llevando consigo carne de tigre, de mono, y cacao como presente. Oyeron misa y miraron todas las ceremonias de la iglesia; entonces invitaron al padre a que se estuviera entre ellos y los enseñara, y erigieron una choza en el lugar donde lo encontraron por primera vez, a la que consagró él como iglesia e instruyó a su sacristán para que dijera la misa todos los domingos. Según dijo el prefecto, si el padre hubiera vivi­ do, muchos de ellos probablemente habrían sido cristianizados; pero, desgra­

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ciadamente murió; los caribes se remontaron en la selva, y desde enton­ ces ninguno de ellos ha aparecido por el pueblo. Las ruinas quedan como a ocho millas de la población, completamen­ te desoladas. El camino era tan pésimo, que, para llevar a cabo algo, era necesario quedarse allá, y tuvimos que hacer los preparativos para el efecto. En el pueblo había tres pequeñas tiendas, cuyas existencias en con­ junto no valdrían setenta y cinco dólares; pero en una de ellas encontra­ mos libra y media de café, que aseguramos inmediatamente. Juan nos comunicó la grata nueva que a la mañana siguiente matarían un puerco, y que ya había tratado una porción de manteca; también, que había una vaca con su ternero que andaba suelta, y que se podía hacer un arreglo para mantenerla y ordeñarla. Al momento se atendió a esto, y se hicieron todos los arreglos necesarios para visitar las ruinas al siguiente día. Los indios generalmente conocían el camino, pero sólo había un hombre en el lugar, apto para servirnos como guía en el terreno, y él tenía entre manos el negocio de matar y distribuir el puerco, razón por la cual no pudo partir con nosotros, pero prometió seguirnos. Al atardecer la quietud del pueblo se vio perturbada, por un estallido, y al salir nos encontramos con que se había caído una casa. Una nube de polvo se levantó de allí, y las ruinas probablemente yacen todavía como cuando cayeron. El cólera la había privado de sus moradores, y por varios años había permanecido deshabitada. Temprano a la mañana siguiente nos preparamos para trasladarnos a las ruinas. TUvimos que hacer provisiones para el manejo de los asun­ tos domésticos en gran escala; nuestros utensilios de cocina eran de tosca alfarería, y nuestras tazas de duras cáscaras de ciertas legumbres redon­ das, cuyo valor total, quizás, ascendería a un dólar. No pudimos conse­ guir un jarro para agua en el lugar, pero el alcalde nos prestó uno libre de costo a menos que se quebrara, y como ya entonces estaba rajado él proba­ blemente lo consideraba vendido. Dicho sea de paso nosotros obligamos al alcalde a que nos quisiera, dejándole nuestro dinero en depósito. Hici­ mos esto con gran publicidad, a efecto de que pudiera ser sabido en el pueblo que allá en las ruinas no habría "plata", pero el alcalde lo estimó como una prueba de especial confianza. En verdad, nosotros no podíamos mostrársela más grande. Él era un viejo tacaño y desconfiado, que guar­ daba su dinero en un cofre en un cuarto interior, y nunca salía de la casa sin cerrar la puerta de calle y llevar la llave consigo. Nos hizo pagar adelan­ tado por todo lo que necesitábamos, y no nos habría confiado medio dólar por ningún motivo.

n • JOHN LLOYD STEPHENS Era necesario llevar con nosotros del pueblo todo aquello que pudiese contribuir a nuestra comodidad, y pusimos todo empeño en conseguir una mujer; pero ninguna quizo confiarse sola con nosotros. Fue ésta una gran privación; una mujer era deseable, no como el lector pudiera supo­ ner, como adorno, sino para hacer las tortillas. Éstas, para ser tolerables, deben comerse en el momento de cocidas; pero nos vimos obligados a hacer un arreglo con el alcalde para que nos las enviara diariamente junto con el producto de nuestra vaca. Nuestro paseo fue igual a cualquiera de los que habíamos tenido en el camino. Un indio partió con un baúl de cuero de res sobre su espalda, soste­ nido por una cuerda de corteza como base de su carga, mientras que a cada lado pendía de una cuerda con corteza una gallina envuelta en hojas de plátano, con sólo la cabeza y la cola visibles. Otro llevaba encima de su baúl un pavo vivo, con las patas amarradas y desplegadas las alas como un águila extendida. Otro tenía a cada lado de su carga sartas de huevos, cada uno de éstos envuelto cuidadosamente en dobladores, y todos asegu­ rados como cebollas en una cuerda de corteza. Los utensilios de cocina y el jarro para agua fueron colocados sobre las espaldas de otros indios, y contenían arroz, frijol, azúcar, chocolate, etcétera; largas tiras de carne de puerco y racimos de plátanos iban colgando; y Juan llevaba en los brazos nuestra cafetera de viaje, de hojalata, llena de manteca, la que en aquella región siempre permanecía en un estado líquido. A las siete y media salimos de la aldea. Por una corta distancia el cami­ no era abierto, pero muy pronto entramos a una selva, que continuó sin interrupción hasta las ruinas, y probablemente muchas millas más allá. El camino era una simple vereda de indios, y las ramas de los árboles, ven­ cidas y pesadas por la lluvia, colgaban tan bajo que nos veíamos obliga­ dos a detenernos constantemente, y muy pronto nuestros sombreros y chaquetas estuvieron perfectamente mojados. Por la espesura del follaje el sol de la mañana no pudo secar el diluvio de la noche anterior. El suelo estaba muy lodoso, interrumpido por corrientes crecidas por las primeras lluvias, con zanjas donde las muías tropezaban y se atascaban; en algu­ nos lugares muy difíciles de atravesar. En medio de la ruina de los impe­ rios, nada habló jamás tan fuertemente de las mudanzas del mundo, como esta inmensa selva amortajando a la que en otro tiempo fuera una gran ciudad. Antiguamente había sido un espacioso camino real, atestado de gentes que se hallaban estimuladas por las mismas pasiones que actual­ mente dan impulso a las acciones humanas; y todas ellas han desapare­

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cido, sus habitaciones se encuentran sepultadas y ningún rastro de ellas ha quedado. En dos horas llegamos al Río Micol, y en media hora más al de Otulá, oscurecido por la sombra de la selva, y rompiéndose hermosamente sobre un lecho de piedras. Al vadearlo, muy pronto notamos montones de piedras, y después una piedra redonda esculpida. Espoleamos sobre un filudo ascenso de fragmentos, tan escarpado que las muías apenas pudie­ ron subirlo, hasta una terraza cubierta, lo mismo que todo el camino, con árboles, de tal modo, que era imposible establecer su forma. Siguiendo sobre esta terraza, nos paramos al pie de una segunda, a tiempo que nues­ tros indios gritaron "el Palacio", y por entre los claros de los árboles vimos el frente de un gran edificio ricamente ornamentado con figuras estuca­ das sobre las pilastras, raro y elegante; los árboles crecían arrimados junto a él, y sus ramas entraban por las puertas; en estilo y efecto único, extraor­ dinario y melancólicamente hermoso. Amarramos nuestras muías a los árboles, subimos por una fila de gradas de piedra separadas y derribadas por la fuerza de la vegetación, y entramos al palacio, paseándonos por algunos momentos a lo largo del corredor y por el patio; y después que terminó la primera ojeada de ansiosa curiosidad, regresamos a la entrada, y, parándonos en la puerta, hicimos una descarga de cuatro tiros cada uno, que era la última carga de nuestras armas de fuego. A no ser por este modo de expresar nuestra satisfacción, habríamos hecho trepidar el techo del antiguo palacio con un ¡viva! Fue proyectado, además, para pro­ ducir efecto sobre los indios, los cuales probablemente nunca antes habrían oído semejante cañoneo, y casi, como sus antepasados en tiempo de Cortés, consideraban nuestras armas como instrumentos que producían el rayo, y quienes, nosotros lo sabíamos, darían tales noticias en el pueblo que harían que cualquiera de sus respetables amigos se guardase de hacernos una visita por la noche. Habíamos llegado al término de nuestro largo y fatigoso viaje, y la primera ojeada nos indemnizó nuestro trabajo. Por primera vez nos hallábamos en un edificio erigido por los habitantes aborígenes, levan­ tado antes que los europeos tuviesen noticia de la existencia de ese conti­ nente, y nos preparamos para hacer nuestra morada bajo su techo. Selec­ cionamos el corredor de enfrente para nuestra vivienda, soltamos al pavo y a las gallinas en el patio, que se encontraba tan cubierto de árboles que apenas podíamos mirar a través de él; y como allí no había pastura para las muías, salvo las hojas de los árboles, y no las podíamos soltar en medio de la selva, las subimos por las gradas en medio del palacio, y las

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soltamos también en el patio. En un extremo del corredor construyó Juan una cocina, cuya operación consistió en colocar tres piedras en forma de ángulo, como para dejar entre ellas espacio para el fuego. Nuestro equi­ paje fue colocado afuera o colgado al alcance sobre palos atravesados en el corredor. Pawling puso una piedra como de cuatro pies de largo sobre patas de piedra en forma de mesa, y con los indios cortó cierto número de varas, las cuales unidas y amarradas con cuerdas de corteza, fueron puestas sobre piedras situadas en la cabecera y en los pies para que sir­ vieran como camas. Derribamos las ramas que penetraban al palacio, y algunos de los árboles de la terraza, y desde el piso del palacio mirába­ mos la copa de una inmensa selva extendiéndose a lo lejos hasta el golfo de México. Los indios tenían supersticiosos temores acerca de la permanencia de noche entre las ruinas, y nos dejaron solos, únicos moradores del pala­ cio de monarcas desconocidos. Poco pensarían quienes lo edificaron que al cabo de pocos años su linaje real perecería y su raza sería extinguida, su ciudad convertida en ruinas, y míster Catherwood, Pawling, yo y Juan, sus únicos moradores. Otros extranjeros habían estado allí, maravillados como nosotros. Sus nombres estaban escritos en los muros, con comen­ tarios y figuras; y aún aquí había señales de aquellos bajos y envilecidos espíritus que se deleitan en profanar los lugares sagrados. Entre los nom­ bres, mas no de los de esta clase, figuran los conocidos: el capitán Caddy y míster Walker; y uno era el de un paisano, Noah O. Platt, de Nueva York. Él había salido para Tabasco como sobrecargo de un buque, ascen­ dido uno de los ríos en busca de palo de Campeche, y mientras cargaban su barco visitó las ruinas. Su relato de ellas me había dado un gran deseo de visitarlas mucho antes que se presentara la oportunidad de hacerlo. Hasta arriba, a un lado del corredor, estaba el nombre de William Beanham, y abajo había una estrofa escrita a lápiz. Por medio de un árbol con muescas hechas en él subí y leí las líneas. La rima era defectuosa y la ortografía mala, pero ellas revelaban un profundo sentido de la subli­ midad moral esparcida entre estas ignoradas ruinas. El autor parecía, asimismo, un conocido. Yo había oído su historia en el pueblo. Era él un joven irlandés, enviado por un comerciante de Tabasco al interior con el fin de traficar al por menor; había pasado algún tiempo en Palenque y por sus alrededores, y, con sus ideas y sentimientos dirigidos fuerte­ mente hacia los indios, después de meditar sobre el asunto cierto tiempo, resolvió penetrar en el país de los caribes. Sus amigos se empeñaron en disuadirle, y el prefecto le dijo: "Tiene usted cabello rubio, una hermosa

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tez y una piel blanca, y ellos o harán de usted un dios y lo retendrán en su compañía, o lo matarán y se lo comerán"; pero él se fue solo y a pie, atravesó el río Chacamal, y después de una ausencia de casi un año regresó salvo, pero desnudo y extenuado, con las uñas y los cabellos largos, habiendo permanecido ocho días con un solo caribe en las ribe­ ras de un turbulento río, buscando un vado y viviendo de raíces y de yerbas. Construyó una choza en las orillas del río Chacamal, y vivió allí con un sirviente caribe, preparándose para otro más prolongado viaje entre ellos, hasta que al fin algunos barqueros que llegaron a trafi­ car con él lo encontraron muerto en su hamaca con el cráneo partido. Había escapado de los peligros de un viaje que nadie en aquel país se atrevió a arrostrar, para morir en manos de un asesino en un momen­ to de supuesta seguridad. Tenía el brazo colgando hacia fuera, y un libro en el suelo; probablemente fue herido mientras leía. Los asesinos, uno de los cuales era su criado, fueron capturados, y se hallaban por entonces presos en Tabasco. Desgraciadamente, el pueblo de Palenque no había tomado sino poco interés en todo esto, excepto en el hecho extraordina­ rio de su visita a los caribes y a su regreso salvo. Todos sus papeles y colec­ ción de curiosidades fueron dispersados y destruidos, y con él perecieron todos los frutos de sus trabajos; pero, si él estuviera vivo, sería el hombre, entre todos los demás, llamado a efectuar el descubrimiento de aquella misteriosa ciudad que tanto ha impresionado nuestra imaginación.

Capítulo 4

En busca de almas perdidas, 1863 Fray L orenzo de Mataró, misionero

En 1862, el arzobispo de Guatemala, Francisco García Peláez, confió a los padres capuchinos deAntigua la cura espiritual de todos los habitan­ tes de El Petén. Esa región entonces era un distrito que dependía jurídica­ mente del departamento de La Verapaz. Su pequeña cabecera, la ciudad de Flores, no tenía ni siquiera 2,000 habitantes y la población total de su vasto territorio no pasaba de 7,000 empadronados. Sin embargo, se esti­ maba que hacia el occidente, en la región fronteriza con Chiapas, vivía un número adicional de 3,000 lacandones. El gobierno civil de Flores había tenido cierto contacto con ellos desde 1837. En este año un tal Julián Segura, enviado especial del gobierno de Guatemala, había celebrado un convenio con el cacique supremo lacandón, Bool Menché, en virtud del cual la tribu se puso entonces bajo la protección y la autoridad del Estado, y el caciquefue reconocido oficialmente como "gobernador", honor que éste pasó en 1860 a su hijo, Cayúm Menché. En cambio, el gobierno eclesiástico hasta esta fecha no se había preocupado por los "infieles". Para todo El Petén "sólo había entonces un sacerdote encargado y otro sacerdotejoven que vivía en su casa" según un informe de la época. Los capuchinos de Antigua decidieron remediar esta situación lamen­ table. Afínales del año de 1862, tresfrailes salieron para Flores, Petén -un viaje de tres semanas-, y de allí pasaron al pueblo de Sacluc, cerca del río Pasión. Afínales del mes de marzo, el trío se embarcó en una canoa y se dejó llevar corriente abajo. Así empezó una odisea que duró varios meses y que los llevó "por todos los límites del arzobispado de Guatemala", como ellos mismos dijeron, es decir por los ríos Pasión, Chixoy, Lacantúny Usumacinta. De regreso en Antigua, el 22 de septiembre de 1863, fray Lorenzo de Mataró redactó el informe que aquí se transcribe. El texto se conserva manus­ crito en el Archivo de la Catedral en Guatemala y fue publicado por Agustín Estada Monroy en el diario guatemalteco El Imparcial, el 16 de octubre de 19 74. Como se desprendefácilmente del relato, el viaje de los tres capuchi[77|

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nos no fue más que un reconocimiento demográfico. En 1864, fray Lorenzo volvió a visitar a los lacandones del Usumacinta, esta vez con la firme decisión de convertirlos al catolicismo. Durante cuatro meses recorrió todos los caríbales conocidos y desconocidos, bautizando a 674 personas y confirmando 244 matrimonios. Esta conquista espiritual relámpago, sobre la cual también existe un informe detallado, no tuvo ningún resul­ tado duradero. A l contrario, 25 años más tarde, en 1895, el explorador alemán Karl Sapper, quien estuvo de paso en algunos caríbales evangeli­ zados, constató que "con sólo mencionar la palabra capuchino bastaba para que los lacandones se dieran a la fuga". A últimos del año pasado de 1862, con la bendición del superior, pasé al Petén con otro padre para juntarme con el padre Pedro y recorrer el Río Pasión, para dar con la tribu lacandón. Llegamos a 12 de enero de este año de 1863 a Flores, y viendo la nece­ sidad espiritual de los habitantes del país del Petén, y a petición de las autoridades, dimos misión en cuatro pueblos principales, mientras que decrecía el río y preparábamos lo necesario para la expedición. A últimos de marzo, el señor corregidor tenía preparada una canoa en el Río Pasión y cuatro hombres en el pueblo de Sacluc, que son los únicos que tienen alguna relación con los lacandones. Bajamos pues el río, y a ocho leguas, a mano izquierda, hay los prime­ ros lacandones que llaman los Coops; vi cinco hombres y éstos tienen sus mujeres. Bajando diez leguas, vi otro rancho en donde había un hombre con dos mujeres; bajando otras dos leguas, a la derecha hallé un hombre con tres mujeres llamado Manché. Su padre en 1826 era reconocido por el principal de los lacandones, y el gobierno de Guatemala le envió vesti­ do de coronel y bastón; hace un año que el señor gobernador del Petén le envió vara de gobernador. Subiendo tres jornadas el Lacantún, hay un pueblo llamado Los Auces, en donde hay dieciocho familias, y ellos reconocen otros pueblos, dicen estar cerca de Gaegen, al cual ningún cristiano ha llegado; no dicen el número de habitantes. Bajando otra vez el Pasión, hay un pueblo que llaman Buch; conté once personas pero había otras fuera monteando. Éstos viven a la derecha, y son los únicos que viven cerca del río; pues todos los hasta aquí menta­ dos viven media legua tierra adentro.

EN BUSCA DE ALMAS PERDIDAS, 1863 • 79

Río abajo ocho leguas, a mano derecha, y cuatro leguas tierra adentro, hay los Huchs (Uks); vi once hombres con sus mujeres, los llaman "los colorados". Río abajo dos leguas, a la derecha, hallé dos hombres con sus muje­ res; y a la izquierda un hombre con su mujer. Dos leguas río abajo, dijeron que estábamos a una jornada de Tenosi­ que. Entramos en la montaña; y a tres leguas vimos una familia de siete; otras tres leguas más adentro, de cuatro hombres con sus mujeres; y seis leguas más adentro un pueblo que llaman Coj, donde encontramos once hombres con sus mujeres. Al día siguiente llegaron a visitarnos seis hombres que viven cerca de una laguna no lejos; y tuvimos noticias de algunos pocos que no vimos. Los lacandones son idólatras; aunque viva una familia sola tiene su rancho de oratorio. En sus oratorias tienen muchos ídolos de barro que ellos mismos fabrican. Su forma es como un jarro con una cara; les encien­ den luces, queman su copal o incienso, piden su favor y les encargan sus cosas. Cada 15 días celebran su fiesta bebiendo hasta embriagarse, el balché es su bebida favorita, y tocar la música. No tienen sacerdote ni reconocen autoridad, pero su oratorio es de ellos muy respetado. El vestido de los lacandones es una túnica de algodón silvestre, hila­ do y tejido por ellos mismos. Igual viste el hombre que la mujer, cuidan muy bien sus cabellos, adornan todo su cuello con collares y pintan su cara en el día de su fiesta. No crían animal alguno ni conocen arma de fuego. Sólo conocen la flecha; para pájaros, peces y animalitos, tiran un palito puntiagudo, pero para animales grandes, pegan al palo una piedra muy afilada en figura de lanza. Su idioma es la lengua maya. En todos los lugares nos recibieron muy bien. Les regalábamos sal, agu­ jas, azúcar, cascabeles, espejitos y otras cositas ya prevenidas para ellos. Por los cuatro hombres de Sacluc, que saben muy bien su idioma, les decíamos que les enseñaríamos a ser cristianos, que era el medio único de salvarse; y que el Señor que crió el sol, la luna y todas las cosas, quiere que todos sean cristianos y ellos respondían: que está bueno. Luego les decíamos, que antes de hacerles cristianos debían saber y creer algunas cosas y luego rezábamos en voz alta el Creo en Dios y los Mandamientos de la Ley de Dios en su lengua. Lo repetía el padre Pedro seis o más veces procurando que ellos lo rezasen igualmente, y en todos los lugares había muchos que se animaban a aprenderlo; pero otros decían que no lo aprenderían.

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Como nuestra llegada les impresionaba algún tanto, resolvimos que no convenía en la primera visita instarles mucho, y así les decíamos que se lo pensasen bien y que cuando nos hubiésemos fijado, les propor­ cionaríamos modo para aprender lo necesario y ser cristianos, con lo que les dejábamos m uy contentos; nos acompañaban hasta la canoa. Desple­ gábamos en todas partes el estandarte de la Divina Pastora, les regalába­ mos y poníamos en el cuello unos rosarios con alguna medalla y dejá­ bamos en cada familia una estampa de la Divina Pastora. Para facilitar la cristiana civilización de aquellos idólatras, nos pare­ ció bien que uno de los más prudentes medios había de ser hacerles reco­ nocer la autoridad civil del Petén o de Guatemala, ya que viven en su país, y que la autoridad o corregidor señalase autoridades locales en cada pueblo. Comuniqué esto con el señor corregidor y le pareció bien. En dos pueblos quedamos en que ellos harían habitación para el padre y otro rancho para celebrar la santa misa, y que nos darían aviso al tenerlo todo listo. El carácter del lacandón es muy bondadoso pero inconstante, con faci­ lidad abandonan su habitación y se pasan a vivir en otra parte, mayor­ mente cuando muere alguno de la familia. Nos pareció que nombrando el corregidor del Petén a uno de ellos por gobernador, con facilidad reuniría en un punto muchas familias y perma­ necerían juntas como estaban en 1826. En la subida del río gastamos 10 días, por lo que creo habré olvidado algunas jornadas en la cuenta de las leguas. Por el río dimos la vuelta por todos los límites del arzobispado de Guate­ mala, pues los prácticos nos dijeron que las montañas que se veían eran las de Chiapas. Hasta aquí la relación descriptiva de mi viaje a la tribu de lacandones. Se compuso un mapa y el arzobispado lo mandó al Sumo Pontífice o a Propaganda Fide.

Capítulo 5

En el Desierto de la Soledad, 1878 Manuel José Martínez, fínquero

En 1859, Felipe Marín, maderero de Balancán, Tabasco, botó 72 trozas de madera preciosa al río Usumacinta, cerca de la boca del Lacantún, y recuperó más tarde 70 de ellas en Tenosique. Con este experimento compro­ bó que el río servía como medio de transporte para troncos de árboles, a pesar de los raudales que obstaculizaban la navegación entre Yaxchilán y la Boca del Cerro. En 1860, los primeros madereros tabasqueños se insta­ laron en la cuenca del río Pasión. Diez años más tarde también se estable­ cieron en la del río Lacantún. La aparición de los monteros tabasqueños en el sur de la Selva Lacan­ dona incitó a dosfinqueros de Ocosingo, Juan Ballinas y Manuel JoséMartí­ nez, a explorar de nuevo el río Jataté. A pesar del intento frustrado de José María Esquinca en 1826 (capítulo 2), los habitantes del fértil valle de Ocosingo no habían perdido la esperanza de encontrar una salida para sus productos vía el mencionado río. De 1874 a 1878, los dosfinqueros hicieron no menos de cinco expediciones a la selva, primero juntos, después cada uno por su lado. De esta manera exploraron todo el curso del Jataté, poniendo nombres a ríos y parajes que todavía existen hoy: Las Tazas, La Soledad, Perlas, El Azul, Colorado, etcétera. Operaron con capital presta­ do por dos importantes negociaciones madereras de Tabasco, la Casa Bulnes Hermanos a Manuel José Martínez y la Casa Valenzuela e Hijo a Juan Ballinas. Gracias al trabajo de los dos pioneros chiapanecos, también la cuenca del río Jataté se abrió así, a partir de 1880, a la exploración made­ rera tabasqueña. Sobre este episodio existen dosfuentes: unas memorias que Juan Ballinas escribió afínales de su vida y que fueron publicadas en 1951 por Frans Blom bajo el título El desierto de los lacandones; y un informe mucho más breve pero más cercano a los hechos, escrito por Manuel José M artí­ nez. El segundo relato se conservó manuscrito en el Archivo de la Catedral de San Cristóbal de las Casas, -actualmente sólo ha sobrevivido unfolio del documento. Afortunadamente, el obispo Francisco Orozco y Jiménez [811

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publicó el texto completo en su Colección de documentos inéditos relati­ vos a la Iglesia de Chiapas, t. n, pp. 182-18 7,1911. Lo transcribimos aquí, en homenaje a su autor y a Juan Ballinas, su compañero de viaje. Los dos fueron finqueros ocosingueros, hombres de escasos recursos económicos pero dotados de una audacia fuera de lo común. Son ellos los verdaderos des­ cubridores de la selva al oriente de Ocosingo. También son ellos los que inven­ taron para esta parte el bello nombre de Desierto de la Soledad. El día 15 de mayo de 1874 vino el señor don Juan Bautista Ballinas a la finca San Antonio Tecojá a visitar al que suscribe, tratándose de la gran escasez de dinero y que no prestaba esperanzas para hacer capital, porque todo era muy barato; el maíz a 50 centavos zonte de 400 mazorcas, el frijol a 25 centavos el almud, el tabaco a 6 pesos el quintal, el ganado a 7 pesos, los cerdos a 4 pesos, el azúcar a 1 peso la arroba. En la conversación que tuvimos nos acordamos que el año de 1867 don Matías Parada quizo descubrir el río de la Pasión, entrando por la finca El Real, rumbo al oriente. Auxiliado por el gobierno para que en las fincas de este valle se le proporcionara gente y víveres, estuvo en su viaje 42 días y nada consiguió. El señor Ballinas me dijo que se le afiguraba que el Río de la Pasión lo teníamos cerca, y que al llegar a esa parte podríamos ir a Belice o a Guatemala, y que en cualquiera de esos puntos se harían negocios brillantes. Nos fue entrando la ambición y después de tantas ilusiones nos resolvimos, y quedando comprometidos a hacer las expediciones por cuenta de los dos, y hacer grandes esfuerzos para descu­ brir el desierto. A los 15 días pusimos en práctica nuestra promesa, llevando el señor Ballinas gente de su finca El Paraíso cuatro hombres, y cuatro que yo llevé de mis sirvientes. Salimos de la finca San Antonio Tecojá el día 11 de junio de 1874 con rumbo al oriente y siguiendo las márgenes del Río Jataté. A los 15 días llegamos en un paraje que nosotros le pusimos "Las Tazas" y que con ese nombre se conoce hasta la fecha. En 15 días andu­ vimos como 14 leguas y dejamos hasta allí los trabajos, porque se nos acabaron los víveres, y había mucha lluvia; pero para seguir luego que nos fuera posible. El 2 de mayo de 1875 volvimos a seguir con nuestro propósito llevan­ do el mismo número de gente cargando los víveres; a los cuatro días llega­ mos al lugar en que teníamos parado el trabajo: Las Tazas. El 5 empe­ zamos de nuevo a trabajar abriendo picado; como el río desde ese lugar empieza a meterse en cerros, nos desprendimos del río y subimos al

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cerro careciendo de agua, y con agua de bejuco nos sosteníamos. El río lo veíamos de cerca pero sin poder bajar porque era enteramente difícil. Los cargadores estaban aburridos y nosotros desconsolados, porque todo era dificultades; subíamos y bajábamos grandes peñas, cimas, y lo que nos mortificaba era la falta de agua; llegó día que ya no encontramos bejucos que produjeran agua buena, sino producían agua amarga y leche. A los 12 días se nos fugó la gente y sólo nos quedamos con uno enfermo. Dejamos parados los trabajos en un paraje que le pusimos "La Cueva". El 17 de junio regresamos desconsolados pero para seguir el siguiente año. El 14 de junio celebramos el día de San Juan Bautista en la finca El Paraíso y allí supimos, refiriéndonos a negocios, que en Tabasco tenían empresas de caoba y cedro, y que se hacían grandes negocios. Nos acordamos que en el desierto se encontraba mucha madera de cedro y caoba, y como no teníamos ese interés poco nos fijamos. El día 8 de marzo de 1876 emprendimos de nuevo la marcha llevando seis hombres cada uno y con mejores preparativos, ya que la expedición se componía de 12 personas. Llegamos a Las Tazas a los cuatro días y tres a La Cueva, lugar en que dejamos parados los trabajos. Al día siguiente, que fue el 15, insistimos a bajar el río, porque oíamos más fuerte el ruido y notábamos que en una cañada venía un río. Llegamos con alguna dificultad y vimos la confluencia del Jataté y Zaconejá, río que viene de San Carlos; seguimos las márgenes del río, pero a poco nos encontramos con dificultades para pasar cargadores, y nos determinamos a subir el cerro. Llegamos a la cúspide y notamos allí una gran claridad, el hori­ zonte estaba muy despejado y se notaba una gran extensión de terreno plano y un río muy hermoso, y esto fue el 18. No dormimos de gusto, que ya nuestras ilusiones se nos realizaban y que nuestras dificultades las íbamos venciendo. Al día siguiente 19 seguimos con entusiasmo; llega­ mos a una playa que le pusimos "La Playa de la Soledad", y con este nombre la reconocen. A los cinco días llegamos a un río que le pusimos por nombre "Perlas" y con ese nombre lo reconocen hasta la fecha, lugar en que hoy está San Quintín. El 26 salimos de ese río y empezamos a encon­ trar huellas de caribes o lacandones; nosotros deseábamos encontrarlos para ver si algo alcanzábamos de ellos con algunos informes. El 30 de abril, a las 11 de la mañana, vimos dos cayucos y unos caribes pescando del otro lado del río; ellos subían y pensamos que al hablarles allí se iban a asus­ tar y se regresaban sin hablarnos. Pasamos sin que ellos se apercibieran y aviolentamos buscando una playa para esperarlos, porque, como era natu­ ral, al ver el rastro que dejamos en la orilla del río, éstos se regresaban

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con rapidez; así fue. A la una del día llegamos a un río que le pusimos "El Azul" y allí quedamos. La luna estaba m uy clara y nosotros pendientes de la pasada de los caribes, y a las nueve de la noche vimos los cayucos que venían a todo escape en la corriente del río y al pasar frente a noso­ tros les hablamos y ellos sin respondernos pasaron; y luego que se vieron fuera de nosotros, nos hablaron con disgusto; ni ellos, ni nosotros enten­ dimos a ellos, y se fueron. Como ya no teníamos víveres, pensamos en regresar; abandonando La Playa de Abril regresamos con el deseo de volver, aunque el río nos llenaba de ilusiones, porque se prestaba para navegar, pero comprendimos la dificultad, en la distancia y que no sabía­ mos lo que nos faltaba. Los sirvientes estaban ya disgustados con los traba­ jadores que teníamos. Allí nos resolvimos a cambiar la idea y emprender en trabajos de madera, avisando y dando informes a San Juan Bautista, Tabasco, en casas madereras, y para dar un informe exacto ya de regre­ so venimos fijándonos en madera, y todos los días veíamos una infinidad de árboles; llegamos de regreso a La Soledad el 6 de abril. El 11 llegamos a la finca San Antonio Tecojá y convenimos escribirles a los señores Policarpo Valenzuela y Bulnes Hermanos. Estos señores resolvieron a los dos meses y que ya mandarían una persona para venir a revisar y arreglarse con nosotros. El año de 1877, en marzo, vino don Nicolás Valenzuela y Jesús Carrasco, con cartas de don Policarpo para que le enseñáramos a su hijo la madera de San Antonio Tecojá a Las Tazas. El 10 salimos de esta finca embarcados; el señor Valenzuela vino revisando el río, y llegamos sin difi­ cultad a Las Tazas; pero allí ya no se podía seguir y regresamos por tierra y río; y vio la abundancia de madera. Nosotros habíamos quedado bien con el informe; pero tenían duda que la madera no pasara en el cerro Las Tazas, y asegurábamos de la planada que había de La Soledad, y que el río era navegable. Con vista de esto la Casa de Bulnes Hermanos y don Policarpo Valenzuela hicieron los denuncias de terrenos. En marzo 6 de 1878, llegaron a esta finca los ingenieros don Encarnación Ibarra y el señor Ezequiel Muñoa, y en representación de Valenzuela don Jesús Carrasco; empezaron sus trabajos el 8 del mismo mes; ya desde esa fecha se empe­ zó a hacer circular dinero y empezó el movimiento en los trabajos. Los señores ingenieros estaban auxiliados del gobierno y tenían gente sufi­ ciente para sus trabajos; uno se entendía en las medidas de los terrenos y otro para abrir la brecha y meter las muías y gente con víveres para los trabajadores. El camino llegó hasta un lugar que le llaman Ibarra; dejan­ do por medio los terrenos de La Soledad.

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El 6 de mayo de 1878; llegó a esta finca San Antonio Tecojá el señor Cornelio Colorado, en comisión de los señores Bulnes Hermanos, para explorar el río Jataté, de La Soledad a Tenosique. Ya este señor conocía de Tenosique al río de la Pasión, a donde ya había monterías. Bulnes Herma­ nos me escribieron para acompañar al señor Colorado, y como mi deseo era hacer grandes negocios, no tuve inconveniente en aceptar, deseando el progreso en mi país, aunque comprendía la dificultad en que me iba a meter; pero yo decía: el que no arriesga no gana. El señor Colorado me ofreció que al salir con felicidad en la empresa, la casa me proporcionaría trabajos de montería, dándome los auxilios necesarios. Con vista de esto no tuve inconveniente y preparamos la salida. El 15 de junio de 1878, salimos de San Antonio Tecojá 14 personas con el objeto de construir una canoa en La Soledad y explorar el río Jataté; la comisión se componía de los señores Cornelio Colorado, Manuel Martí­ nez, Juan Evangelista, Salvador Álvarez, Prudencio Gallegos y Julián N., y ocho cargadores. El 22 llegamos a La Soledad, empezamos con los traba­ jos de construir la canoa, el 30 concluimos. El 11 de julio despedimos los cargadores y ese mismo día nos embarcamos río abajo, como a las diez de la mañana. Llegamos al Río de Perlas, lugar en que está hoy situado San Quintín. Allí saltamos en tierra para explorar el monte, cortando made­ ra de caoba y cedro. El 2 llegamos al río Azul muy temprano e hicimos la misma operación. El 3 salimos de allí, y como a los cinco minutos llega­ mos a la Playa de Abril. Como a los 20 minutos llegamos a un arroyo a donde vimos unos caribes, y como ellos nos daban el trasero y pasábamos en otro extremo del río no nos oyeron ni nos vieron. Julián, que estaba junto de mí, al ver los indios quiso tirarles, pero como lo tenía tan cerca tuve tiempo de quitarle el rifle en momentos que lo preparaba. Llegamos al río de Santo Domingo que viene de Comitán; estaba muy crecido y era imponente y muy correntoso. Abajo de un lugar que le llaman Los Caribes, oímos un ruido muy feo; dejamos a la izquierda un cerro y parecía que el río seguía una planada. La creciente del río aumentando, allí saltamos en tierra y mandamos a Evangelista, Álvarez y Gallegos, que fueran a ver qué cosa era el ruido tan fuerte que se oía. Como a media hora regresaron e informaron que era un arroyo que se desprendía de una peña y que el río no tenía dificulta­ des. Con vista del informe hicimos la cruzada al otro lado. La canoa no podíamos dominarla, la corriente nos llevaba y a pocas horas nos vimos perdidos metidos a dentro del cerro, sin esperanzas de salvar, porque en ambas partes eran paredones de lajas y allí no nos veíamos unos a los otros,

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porque estábamos envueltos en borbotones de agua; aquello era horrible, el ruido aquel que oíamos era una gran caída de agua. Bajó la canoa allí de cabeza entrándole mucha agua; todo lo que había sobre agua, y noso­ tros aunque ya con mucha agua adentro, pero no se sumergía la canoa; al poco otra caída allí se nos sumergió, pero luego sobre agua bocabajo. Desde luego todos subimos agarrándonos como podíamos; Julián desde luego se ahogó y quedamos cinco. Cuando comprendíamos que la canoa iba a chocar en alguna piedra, nos desprendíamos para no sufrir el golpe. La canoa retrocedía y volvía a pasar junto a nosotros; volvíamos a asegu­ rarnos de ella. Así logramos pasar el trayecto que según informes tiene una legua de cerro. Yo no me doy cuenta cómo pasé en tantas dificulta­ des, sin haber llevado un golpe. Luego que vi que ya podía salir a tierra y que habíamos salvado del cerro me bolé a nadar, procuré salir en tierra, y a la vez Evangelista y yo subíamos sobre algunas piedras para quitarnos del río, pero quedamos bajo de unas peñas. En ese momento llovía fuertes aguaceros y toda el agua que bajaba del cerro nos bañaba. Pasamos una noche fatal, me parecía difícil volver a mi casa al lado de mi familia, recordaba la gran distancia en que estábamos, los ríos que teníamos que pasar al regresar, no teníamos esperanzas de víveres, estábamos descalzos, sin sombrero, ni fierro cortante, ni modo de hacer lumbre; era la muerte segura. Pensé en que don Cornelio hubiera tenido tiempo de agarrarse en algunas ramas y hubiera podido asegurar la canoa, porque la corriente iba más en calma. Dispuse seguir adelante buscando a Colorado; a Álvarez ya no lo volví a ver, se supone que en la misma noche fue víctima de algún animal. El día 4 seguimos, Juan Evangelista y yo, buscando por la orilla del río a don Cornelio. Lo que deseaba era encontrarlo y componer la canoa y seguir embarcado y llegar a la montería más inmediata. El 5 llegamos a un río que lo llaman Santa Eulalia; viene de Guatemala. Allí perdimos toda esperanza y comprendimos que allí ha de haberse ahogado el señor Colorado, porque el encuentro de los ríos Jataté y Santa Eulalia forma unos bancos muy feos y unos pailones. Retrocedimos haciendo esfuerzos, y llegamos de regreso el 7 al lugar de nuestra desgracia, que hoy se conoce con el nombre de "Cerro de Colo­ rado". El 14 llegamos al Río de Santo Domingo. Entre este río y Jataté viven los caribes, y al pedirles auxilio se asustaron cuando los llamaba en la orilla del río; ellos estaban de un lado y yo del otro. A fuerza de súplicas cogieron su cayuco y nos fueron a cruzar, ellos muy espantados de vernos. Sin entrar en explicaciones nos metimos al cayuco y nos lleva­

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ron a sus habitaciones, dándonos una buena acogida y dándonos lo que les pedimos de frutas, plátanos, cañas, camotes, tortillas; nos conversaban, pero no nos podíamos entender. A las 9 de la noche, ya subían 20 per­ sonas viéndonos admirablemente. Éstos eran aquellos que yo y Ballinas habíamos visto pescando que pasaron en la Playa de Abril y uno de los que iba a tirar Julián, y que yo lo evité; me lo estaba compensando el bien que yo les hice. El 15 nos despedimos de ellos y muy atentos nos fueron a encaminar hasta la orilla del río y tres nos encaminaron en el Río Jataté hasta la Playa de Abril; allí saltamos en tierra y seguimos nuestros sufri­ mientos. Llegamos al río Azul; allí dejamos todo lo que los caribes nos habían dado para víveres, y pasamos al nado. A los 6 días llegamos al Río de Perlas, allí pasamos al nado, pasamos con felicidad; pero como estaba lloviendo fuerte y todo era carrizal, no cami­ nábamos nada, nos entró la noche, y quedamos montados sobre carrizos. Los dos ríos venían creciendo y era un ruido espantoso, bajando grandes árboles de uno y otro río. Nosotros estábamos consumidos de agua, de frío, de zancudo, de chaquiste y de no tener movimiento para descansar el cuerpo y por último el temor que nos daba era que la corriente nos alcan­ zaba y nos llevaba con todo y carrizos. Al aclarar el día siguiente dimos gracias a Dios y seguimos con violencia, porque el Río Jataté llegaba junto a nosotros, y se unía con el Perlas; a las nueve de la mañana estábamos fuera de peligro. El 24 llegamos a La Soledad, a donde nos habíamos embar­ cado, allí teníamos casa, camas, guano seco para cubrirnos y dormimos muy bien, comimos muchos zapotes, nos quitamos las espinas que tenía­ mos en los pies y en el cuerpo y algunos colmoyotes. El 25 salimos de La Soledad, ya en camino conocido. El 28 llegamos en la finca San Antonio Tecojá en la completa desgracia, hechos un cadáver de flacos y sin ropa. El 29 fuimos a Ocosingo ya montados y al ver a mi familia me desmayé y empezaron mis alimentos con un tratamiento como de un niño. Evan­ gelista se fue a su casa, y a cada poco sabía que estaba en agonía y yo tam­ bién. Después de seis meses fui aliviándome, pero muy clorótico, hincha­ do y muy malo. Al llegar a Ocosingo puse a disposición del juzgado los intereses de don Cornelio Colorado, que dejó en su posada en la finca San Antonio Tecojá. El juez de primer instancia era el señor Camilo Ramírez. La Casa de Bulnes supo que la canoa que nosotros llevábamos, "La Malinche", con todas sus letras y la fecha en que nos embarcamos, salió a Tenosique, pero muy rota. Los señores Bulnes pidieron informes y luego que supieron lo ocurrido me preguntaron. Dije lo que nos había pasado, informé de que había mucha caoba, y que si la canoa había sali­

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do a Tenosique me suponía no había inconveniente en que pasara la madera en todo el río. En el siguiente año empezaron los trabajos de medi­ das de los terrenos, de La Soledad para abajo, y entraron como ingenieros los señores Manuel M. Mijangos, un señor Solís de Comitán y Silvino Ballinas; y desde luego fueron estableciendo los trabajos de monterías, y le ha dado vida a este municipio. Cuando estuve con don Juan Ballinas, el año de 1876, de La Soledad a la Playa de Abril, fuimos por toda la orilla del río y como era tiempo de seca aprovechábamos muchas partes de las playas y no abríamos pica­ do. Cuando yo regresé del naufragio estaban los ríos muy crecidos y no podía aprovechar nada del picado que yo conocía, y veníamos pasando en el monte, abriéndonos las ramas con las manos y pasar como Dios nos ayudaba.

Capítulo 6

Viaje al país de los ukes, 1881 E dwin Rockstroh, ingeniero

g i r a pastoral efectuada en 1863 por el padre Lorenzo de Mataró (capítulo 4), no sólo llamó la atención del arzobispo de Guatemala. Tam­ bién el gobierno civil de ese país y varios intelectuales de la capital empe­ zaron a cobrar interés en aquellas lejanas tierrasfronterizas, habitadas por los legendarios lacandones. Entre aquellos capitalinos figuraba un joven profesor alemán, llamado Edwin Rockstroh. Nacido en Marienberg, Sajonia, en 1850, había llegado a Guatemala en 1877 para dar clases de historia natural y matemáticas en el Instituto Nacional de Varones. A partir de 1878, empleaba sus vacaciones escolares en viajes a diferentes regiones del país, con el fin de estudiar la fauna y la flora, y traer animales vivos o disecados para el jardín zoológico y el Museo del Instituto. Enfebrero de 1881, Edwin Rocktroh organizó una expedición a Lacan­ donia, saliendo por Quezaltenangoy Huehuetenango, y regresando por Flores y Cobán. De este largo viaje escribió un relato muy detallado, que publicó primero en El Porvenir, órgano de una sociedad literaria de igual nombre, y después, de agosto a octubre de 1881, en el Diario de Centroamérica. Desa­ fortunadamente, la segunda edición quedó incompleta -sólo aparecieron ocho capítulos-, y la primera ya no existe. Falta la parte más importan­ te del viaje, el recorrido de la cuenca del Usumacinta y el descubrimiento de las ruinéis de Yaxchilán -¡antes de Maudslay y Charnay!-. Pero aun a pesar de la pérdida de esa parte tan substancial, el relato de Edwin Rockstroh es tan bello que vale la pena transcribirlo íntegramente. Su autor nos lleva por los ríos Subín y Pasión, corriente abajo, hacia la boca del Lacantún. En el camino nos da la oportunidad de oír la hermosa leyenda itzá de los dos enamorados Ahyaolal y Ahyacunak, de observar deteni­ damente la flora ribereña, y de visitar un caríbal lacandón, perteneciente al clan de los ukes. Por su conocimiento de la región, Edwin Rickstroh en 1884fue nombra­ do miembro de la Comisión Guatemalteca de Límites, encargada de trazar la nueva frontera entre Guatemala y México, definida diplomáticamente

La

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desde 1882. Como tal, trabajó varios años en proyectos de topografía y levantó el primer mapafidedigno de la zonafronteriza. En 1895 se enfer­ mó gravemente de malaria y tuvo que retirarse a la capital guatemalteca para curarse. Nunca recobró la salud. Pasólos últimos años de su vida en un cuarto de hotel en Escuintla, sentado en una silla de ruedas, puesto que el reumatismo avanzado ya no le permitía caminar. Murió en 1909. La

c o m it iv a

El veintidós de febrero del corriente año (1881), después de haber dicho nuestro adiós a la pequeña ciudad de La libertad, nueva cabecera del depar­ tamento del Petén, llegamos a eso de las dos de la tarde a la margen derecha del Río Subín, que atravesamos en una mala canoa por el punto llamado "El Paso", para ir a pernoctar en la orilla izquierda en el ranche­ río de una finca de caña que lleva el poético, pero esta vez irónico nombre de "El Paraíso". íbamos a empezar la exploración del territorio de los lacandones, y pronto iba a despejarse la incógnita de nuestro destino. ¿Se llevaría a feliz término la expedición científica del Instituto Nacional? ¿Los lacandones serían aún antropófagos? ¿Habrían perdido aquellas tribus errantes el espíritu belicoso con que supieron resistir a los invasores de Castilla? ¿Los salvajes dispersos por las órdenes de los conquistadores habrían vuelto a levantar sus lares a las orillas de los grandes ríos y en medio del desier­ to? En una palabra, ¿habría o no habría lacandones? Todas estas preguntas eran naturales dadas las circunstancias; aun­ que yo, a fuerza de estudios y meditaciones, sí tenía una opinión formada acerca de cada una de ellas y sabía a qué atenerme respecto de los grandes peligros que había previsto la imaginación de mis amigos y que me había advertido la prensa. Mi pequeña comitiva se componía de ocho hombres en quienes podía confiar. Justo es consignar aquí sus nombres: Ramón Sarmiento era mi piloto para la navegación de los ríos. Ha pasa­ do muchos años de su vida comerciando con los cortes de madera esta­ blecidos en los márgenes del Pasión y del Usumacinta, y conoce, más que otro alguno las tortuosidades, los rápidos, peligros y sorpresas de aquellos caminos que andan, únicos que podíamos seguir para internarnos en la comarca ignota, cerrada por la barbarie a toda comunicación y a todo comercio regular, como no sea el cambio casi casual de alguna zarza­ parrilla u otro producto espontáneo de la tierra por telas o baratijas deslumbradoras para el ojo del salvaje.

VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 91

Sarmiento nació en el departamento de Yoro en Honduras; por sus formas atléticas, por su raza y por su fuerza muscular parece un Hércu­ les negro; es sagaz e inteligente, y todas estas cualidades no menos que su fidelidad y su valor hicieron que fuese considerado como jefe de la comiti­ va. Para mí fue una especie de Tiraabeque o Juan Chapín, medio criado y medio amigo que, menos feliz que los compañeros de La Fuente y de Milla, estaba destinado a seguir no por países civilizados, sino a través de co­ marcas desiertas y desconocidas. ¡Reciba mi fiel Ramón este recuerdo de cariño! Norberto Vásquez, hijo del pueblo de San Andrés, merece también una mención especial en mis "recuerdos". Era el primero entré los bogas, de inteligencia no común y de una instrucción ad hoc que había de serme más útil que la de muchos que con el nombre de sabios pretenden alinear­ se con los inmortales. Vásquez, además del español hablaba el maya, y era el intérprete de los exploradores. El resto de la comitiva lo componían los hombres siguientes: Juan Ac, indígena de Cobán -disecador-, Manuel Dyat, de Cobán, criado. Bogas: Albino Pérez, de San Andrés, Trinidad Cocón, de San Benito, Cristino Rojas, de Balancán en Tabasco, y Tomás Calmenate, de Paso Real del Río de la Pasión. Bien sabía yo que al abandonar la corriente de los ríos, la marcha había de hacerse a pie; pero para llegar al Subín, llevaba dos caballos, amén de seis muías en que iban las provisiones de boca y tierra. Llevábamos buenas armas, los instrumentos científicos más indispensables, una tienda de cam­ paña y sobre todo mucha confianza en nuestra buena suerte. Ramón no dejaba de manifestar recelos por la escasez del bastimento, como él llamaba a las provisiones de boca, y a fe que habría tenido razón si contra todas mis convicciones no habíamos de encontrar hombres en aquellas soledades o si hallándolos habían de tratarnos como a enemigos. Pero las dos suposiciones eran poco probables: ¿No había el Menché de los lacandones celebrado un tratado de amistad con el Estado de Guate­ mala en tiempo del doctor Gályez? La existencia de los salvajes estaba establecida por un dato histórico muy reciente. Ahora bien, si eran beli­ cosos como en los tiempos de antaño, todo consistía en tratarlos diplo­ máticamente, alegando la fe de lo pactado. Antes de llegar al Subín, mientras cabalgaba pensando más que en la expedición, en mis amigos, el señor jefe político del Petén y don Ramón Limón, agente de la casa Jamet y Sastré, que tan bien me habían acogido en La Libertad, Vásquez, el intérprete, fue a interrumpirme con una pre­ gunta inesperada.

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-Señor, me dijo, ¿verdad que el chucho no se come? -Lo comen los chinos, le contesté, y es el plato con que se regalan el día de Año Nuevo, en la creencia de que si logran comerlo ese día, todo el año se alimentan con manjares suculentos. Ramón que venía algunos pasos atrás, saludó mi respuesta con una salva de risa. -¿No te lo decía, Norberto? -dijo el atleta conteniendo a duras penas la carcajada. -N o temás nada, hombre, que cuando se acabe el bastimento, comeremos chuchos hasta que también nosotros ladremos. -¿Pero y si no hay ni chuchos? replicó Vásquez. -¡Qué no ha de haber! Los lacandones van a poner zarzaparrilla o cam­ peche onde quiera que un ladino ha amarrado un chucho en la espesura del monte, dejando junto de él en el suelo la muestra de lo que quiere cam­ biar. Y no me digas que los lacandones quieren los chuchos para comer­ los como esos señores de China, porque dice el refrán que dos soles no se ofenden. Esta salida de tono me hizo perder la seriedad y aún iba riéndome cuan­ do el Subín apareció repentinamente a mi vista, ostentando sus ondas en una anchura como de cincuenta varas. Vi el río con placer: él había de llevarme hacia esa tierra lacandona tan calumniada como mal conocida, y para congraciarme con los genios del misterio que la guardan, aproveché el momento en que toda la comiti­ va se reunía a la orilla del río para advertir a Norberto que es una pura fábula, aunque generalmente creída, ese mismo incalificable de comerciar con los lacandones por medio de perros atados en el bosque. Le dije que en todo tiempo los lacandones han ejercido su pobre y escaso comercio con las monterías de Guatemala y con los pueblos fronterizos de Chiapas y que lejos de hacer del perro el único objeto de sus especulaciones, ya tendría ocasión de encontrar entre los salvajes muchos productos de la indus­ tria civilizada. -¿Y por qué no se van al poblado enteramente, patrón?, me preguntó Vásquez. -Porque están enamorados de la libertad de los bosques, le contesté. -Libertad de andar desnudos y a su ley, observó Ramón. -Pero ellos aman esa libertad en razón de que no tienen idea de nada mejor, repliqué a mi vez. -¡Viva la libertad!, ¡y al agua!, dijo Sarmiento. Las cargas fueron pronto al suelo y entraron en la mala canoa. Las bestias debían pasar a nado.

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Ya he dicho que al otro lado estaba "El Paraíso". Acompáñeme allí el lector. Pasemos el río y vamos a descansar para emprender el viaje al siguiente día, deslizándonos por entre los cristales del Subín. E

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P a r a ís o

En medio de una plantación de caña de azúcar, y a unas veinte varas de la orilla derecha del Subín, hay tres ranchos pajizos; el del fondo es una habitación, el otro cocina y el tercero, sin paredes y bastante cojo, es la casa nacional, destinada al alojamiento de los pasajeros. La finca, besada por las aguas del río, está limitada por los otros rum­ bos por unos de esos bosques magníficos que evocan los recursos genesiacos, tan bellamente resucitados por Figuier y casi sensibilizados en sus obras de vulgarización científica. Figúrese el lector una palmera gigantesca, que alcanza aun mayor altu­ ra que el cocotero, extendiendo colosales abanicos, hasta de cincuenta pies de longitud y formando con ellos el capitel grandioso de su columna esbelta, y tendrá la imagen del corozo, de ese árbol que produce anual­ mente de ochocientas a mil almendras aplicables a la producción del aceite; capaz de sustituir al de olivas, y que también podrán proporcionar jabón de buena calidad y abundante. La almendra cae, y al pie del árbol padre se levantan innumerables corozos jóvenes, formando con sus hojas una corte de palmas al viejo tronco de la palmera. El corozo, semejante en esto a ciertos árboles de Australia, no presenta sus hojas al sol de plano, sino de canto, lo que hace que su sombra sea un entrecruzamiento de hilos umbrosos, tachonado caprichosamente por la luz que se entretiene en cambiar de sitio, como las chispas del diamante, al placer de las brisas y los céfiros que soplan en el bosque. Ese árbol hermosísimo, cubriendo una vasta llanura; el suelo adornado con los árboles menores y a veces desnudo; aquí y allá interrumpida la uni­ formidad del paisaje por el jiote y por las zarzas; el mar de palmas baña­ do de luz en las cumbres, de luz cernida en el fondo; las primeras filas proyectando su imagen en las aguas del río; otras envolviendo el cañal que eleva en triunfo sus flores de plumas; el aire agitando los capiteles fantás­ ticos y el rumor de la hojas, y el quejido de las cañas, y los murmullos de las aguas, unidos a los himnos de los pájaros, formando el concierto de la selva. He allí el bosque en que está como incrustada la finca de El Paraíso. El clima es ardiente, muy ardiente; hasta el aire parece a veces el aliento de una llama. La vida rebosando dondequiera manifiesta su actividad desa­ gradablemente en los mil insectos que atormentan al viajero.

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En aquel matrimonio de la selva y del río, aquélla ha dado las garra­ patas, las pulgas y las hormigas por millones y el esposo ha dotado a la esposa con los mosquitos, los zancudos y los tábanos. Al atracar nuestra canoa, y apenas habíamos puesto pie en tierra cuan­ do fuimos saludados por los perros. Los habitantes sin embargo no aso­ maron. Fue necesario llegar hasta el rancho que sirve de habitación y que Sarmiento dijese tres veces "ave María" para que, después de sonar en el fondo la sacramental respuesta, apareciese la pareja que habita El Paraíso. ¿Cómo se llaman ellos? No sé decirlo. Mi Hércules los bautizó con los nombres de Adán y Eva y a mí me pareció lógico que fuesen ellos los habi­ tantes del Paraíso. Otras razones había para que los nombres les queda­ sen bien. Los dos indios estaban medio desnudos, y según después pude convencerme, son casi tan salvajes como, con perdón de Moisés, deben haberlo sido nuestros primeros padres. Les pedí posada y Adán, desperezándose, me señaló la "casa nacional", diciéndome que para que durmiesen los pasajeros la había hecho el alcalde. No hubo remedio; tuvimos que abrigarnos a la sombra de la casa nacio­ nal, que amenazaba ruina por tener quebrado uno de los horcones. Recordando que en Honduras estos ranchos de los viajeros se llaman "ranchos del rey", y viendo cómo flaqueaba la casa nacional, exclamé: ¡cuán mal parada está la monarquía! Mientras Ramón y Norberto hacían colocar las cargas y colgaban las mantas que en forma de pabellones herméticamente cerrados debían de­ fendernos de los mosquitos, los zancudos y los tábanos, y apersogaban las bestias, y jugaban y reían con sus bogas; yo volvía a la inhospitalaria mora­ da de nuestros primeros padres en demanda de café, huevos o cualesquie­ ra otra cosa que nos diese la ocasión de economizar las provisiones; pero todo fue en balde: en el lugar de las delicias o nada había o nada querían vender los habitantes. Le comuniqué a Ramón mi derrota, y él me dijo seriamente: -Desengáñese, patrón, en El Paraíso sólo la serpiente puede ganarle el corazón a la Eva. Mientras Manuel Dyat desempacaba la carne salada y el queso, y encen­ día el fuego para preparar la frugal cena que en nada cedería a la última de Leónidas y los suyos en Las Termópilas, el resto de la comitiva se ocupó bajo mi dirección de poner a flote la canoa en que debíamos descender por la corriente del Subín al día siguiente. La Victoria era más que una canoa, una lancha de cuarenta y dos pies de largo, de cuatro remos, tallada en un solo caoba y pintada al aceite de ver­ de y de blanco. Mi amigo el señor Simón me había facultado para usarla.

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Estaba varada con el cieno de la playa y fue necesario el empleo de las palancas y, más que esto, las fuerzas de Sarmiento para echarla al agua. Una vez a flote, fue atada a uno de los árboles de la orilla y estuvo ya en actitud de recibir la carga. Si se hubiese tratado de otro país y de otro río, habríamos desde luego acondicionado las cargas en el vientre de La Victoria. Pero el Subín es trai­ cionero, según decía Ramón, y en efecto, la atmósfera lacandona tiene cam­ bios súbitos, las tempestades se improvisan en ella, las aguas lluvias hacen crecer los ríos en pocos minutos, y si hubiésemos puesto la carga en La Victoria habríamos corrido el riesgo de que el turbión la volcase, y enton­ ces ¡adiós expedición científica!, ¡adiós misteriosos pobladores de la Lacan­ donia! ¡Yo no os habría visto aún y continuaríais siendo un sueño de hadas para unos y una pesadilla para otros! La cena fue mejor de lo que esperábamos; Domingo mató dos patos con su escopeta y pudimos poner a contribución en nuestro provecho aquella naturaleza tan pródiga en la vida física, como austera en la vida intelectual y moral, según nos lo probaban a cada momento los señores Adán y Eva, cuyas malas crianzas hacían crispar los puños formidables de mi Hércules. Yo acostado en mi catre de camino, cubierto con el pabellón de manta, que por cierto daba difícil circulación al aire, y cuando los mozos estaban tendidos en el pavimento de la casa nacional, oí que Dyat y Calmenate disertaban acerca de la atmósfera tormentosa del Subín. -Aquí llueve tanto, decía Dyat, porque hay mucho monte. -No, es la humedá del río. -En Cobán, replicaba mi criado, llovía, antes que era un puro tempo­ ral, casi todo el año, y desde que rozaron para hacer los cafetales ya llueve cristianamente. -¡Ah! Si aquí rozaran, se levantaría la neblina en el río, lloraría el cielo; pero no tanto. Sí, dije para mí; la civilización es lo único capaz de hacer de este paraí­ so infernal un terrenal paraíso; y admirando cómo la ciencia, necesidad del espíritu, llevaba a Dyat a la observación de la naturaleza, me quedé pro­ fundamente dormido. La

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Son las seis y media de la mañana del veintitrés de febrero. La Victoria se balancea orgullosa en medio de las ondas del Subín, algo alteradas y cenagosas por la lluvia que ha caído durante la noche.

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Aquella lancha pintada de verde y blanco debe haber parecido entre las aguas del río una esperanza tranquila abandonada al azar de los aconte­ cimientos, y ésta era en verdad la situación de los nueve hombres que nos hallábamos a bordo, sentados sobre los fardos unos, y ocupando cuatro los puestos de los remeros, mientras Ramón, alegre como la mañana, esta­ ba majestuosamente en el puesto del piloto y empujaba el timón con mano segura. El sol empezaba a acariciar las palmas y a rielar en las ondas; las olas chispeaban en la orilla; el bosque de corozos enviaba su prolongada imagen sobre el turbio espejo; la naturaleza, húmeda aún, se esponjaba al calor y sonreía; el cielo azul no proyectaba ni la sombra de una nube, y la vida despertaba en los pájaros, en los insectos y en las flores como poseí­ da de una exaltación lírica. ¡Y, oh, contraste! Mientras mi vista seguía en el horizonte sudoeste las tortuosidades del poético río, y mientras el piloto se extasiaba en mirar los juegos de luz de mil colores con que el sol esmaltara los celajes de oriente; Adán y Eva, seguidos de uno de los perros, husmeaban por el pavi­ mento de la casa nacional, en busca de algo que hubiésemos olvidado... ¡Hospitalidad generosa, tan generosa como nunca olvidada! ¡Adiós!, les dije yo, agitando el sombrero. ¡Abur, padres nuestros!, gritó Ramón. Ellos contestaron: ¡adiós, señores, que se los trague el Tanai! Un movimiento repentino me inclinó de espaldas. Los remos batían las aguas espumosas, al compás, y La Victoria empezaba a caminar... Mientras la tripulación cantaba con el triste canto que usan los cam­ pesinos del país, saqué mi libro de viaje y empecé a apuntar las obser­ vaciones termométricas y barométricas que había hecho en El Paraíso. Tomé en seguida con la brújula la dirección que llevaba al Subín, y luego que también la hube consignado, mi pensamiento desechó toda idea seria. -¿Qué es eso del Tanai, Ramón?, dije al piloto, interrumpiendo el canto. Los bogas todos callaron. -El Tanai, señor, es una cosa fea como la muerte, cuando no va de piloto un negro como yo. -Ha de ser algún animal, dijo Dyat. -El mismo enemigo tal vez, observó Calmenate. -O la Siguanaba, añadió Norberto. -¡Quietos!, dijo Ramón con voz de mando. El Tanai, patrón, es el mis­ mo Subín que baja de repente y corre como un huracán por una cuesta pedregosa como de diez cuadras o más de largo. Allí se rompe el río por onde quiera, se retuerce en mil vueltas, da saltos y se llena de espuma, se

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embravece y ruge como el tigre y ¡ay! de la canoa que esté mal mani­ jada... Se hace astillas contra las grandes piedras medio sumidas a traición y en acecho bajo las aguas, y más de algunos no han contado el cuento. -Eso se llama un rápido. -Bonito nombre, señor, porque de veras que rápido, rápido se va cual­ quiera a la muerte. Si usted quisiera, patrón, yo le contaría la desgracia de dos amantes indios que hace mucho tiempo se hicieron pedazos en ese maldito Tanai, ¡que ojalá se trague algún día a nuestros primeros padres! -Cuéntala, Ramón, ya te escucho. -Pues ha de saber su mercé, patrón, que los indios más viejos de Flores dicen que antes de la venida de los blancos, había en esta tierra muchos reinos. Allí en la laguna que usté conoce estaba el reino de El Petén Itzá; los lacandones eran entonces muchos y vivían en guerra con todo el mundo y entre éstos y el ya dicho reino Petén, había otro de Acalá. Hubo guerra entre el Petén y Acalá y en la pelea cayó preso el hijo del cacique de los acalaes, llamado Abyaolal. Cuando el general triunfante volvía a la isla con su ejército, llevando cautivo al príncipe para matarlo sobre la piedra sagrada, el viejo Canek, que así cuentan se llamaba el rey de la Lagu­ na, mandó a su hija Ahyacunak a encontrarlo con todas las damas de su corte y todos los señores indios de más companiyas. Ahyacunack era tan hermosa que ojos faltaban para verla y llevaba un vestido hecho de sólo plumas de la cola del quetzal, y el pelo suelto. El general Hbaalanak estaba enamorado de la princesa y no le hubiera cabi­ do la Laguna del gusto cuando vio venir la canoa del Ahyacunak con la bandera del reino para darle los cumplidos del Canek. Al juntarse las canoas, el general hizo que el príncipe Ahyaolal se hinca­ ra a los pies de Ahyacunak. Pero el mozo era guapo y al verlo se enamoró de él la princesa. Al momento mandó que lo soltaran, le ordenó a Hbaalanak que nada dijera del joven a su padre, bajo pena de vida y de no quererlo. Y ya todos los señores tomaron como amigo al príncipe y entró él también como señor a la suidá con un maistate bordado de oro, una corona de plumas de colores y un collar de las conchas y caracoles más finos de la Laguna y de los ríos. La princesa lo puso a vivir en el palacio y le dio muchas plumas de quetzales; mucho, muchísimo cacao de Soconusco y de la tierra; las jica­ ras mejor labradas que venían desde Nicaragua; cintas y otros tejidos de maguey, pintados de hermosos colores; gran número de flechas adorna-

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das que al subir por el aire parecían pájaros encantados; arcos de todas clases; suyacales hechos de las hojas más delicadas del corozo, y en fin, para no cansar, de todo cuanto los indios tenían para el encanto de la vida. -Si su mercé lo permite patrón, dijo Norberto, vo y a decirles a uste­ des lo que quieren decir en lengua maya esos nombres endemoniados que Ramón no dice bien. Ahyaolal quiere decir enamorado, Ahyacunak, aman­ te; Hbaalanak, ese cabrón, es como si dijéramos que come hasta que ya no más, esto es que se harta. La pronunciación de Norberto hacía sonar la h como una j aspirada con fuerza, y en el nombre del general sonaba casi sin ningún elemento de letra vocal. Di las gracias a Norberto por su explicación, y Sarmiento continuó. -Pasaron así el príncipe y la princesa días m uy dichosos; pero al fin Hbaalanak pidió en premio de la victoria la mano de la joven, y se la dio el Canek. Ella dijo que tal vez más tarde se casaría y siguió en sus amores con Ahyaolal. Pero sucedió que andando éste un día por las orillas de la Laguna, le tiró con su flecha a una hermosa guacamaya y erró el tiro yendo la flecha por desgracia a clavarse en la frente de un venado. Los venados eran como dioses para los peteneros y hubo escándalo contra el príncipe y fue prendido de orden de los sacerdotes para sacrificarlo sobre la piedra sagrada, abriéndole el pecho con un cuchillo de pedernal y sacán­ dole el corazón para presentárselo al Sol. Ahyacunak se echó a los pies de su padre, pidiéndole la vida del joven y le confesó su amor. El viejo Canek lloró y le ofreció salvarlo, y compo­ nerse como pudiera con Hbaalanak para que se casaran los que tanto se querían. Los sacerdotes levantaron al pueblo exigiendo que fuese sacrifi­ cado el príncipe y ya iba a empezar la pelea entre las tropas del rey y su pueblo, cuando Hbaalanak se presentó en palacio, besó la tierra delante del Canek y pidiéndole perdón, le dijo que Ahyaolal era el príncipe de los acalaes. Enfurecido el Canek, mandó que se abrieran al pueblo las puertas del palacio, se reconcilió con él y con los sacerdotes y ya no hubo quien se opusiera a la muerte del desgraciado Ahyaolal. Pero la princesa se vistió de soldado, le dio pulque a la guardia que cui­ daba al príncipe y cuando todos estaban borrachos, se lo robó de noche y huyeron de la isla en una canoa que era como si hubiera tenido dos alas. Ya en la orilla, anduvieron de día y de noche por los montes y al fin llega­ ron a este río por onde vamos nosotros. Iban, dicen, buscando al cacique de los lacandones a pedir protección contra el Canek.

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Detrás venía Hbaalanak con las tropas de El Petén Itzá y llegó también, siguiéndoles las huellas, hasta el Subín. Ahyaolal y Ahyacunak iban bajando a todo remo en una canoa, y en mil canoas venían detrás las tropas y el general del Canek. El Subín se creció y entró la noche, oscura como la conciencia del malo, y sólo se oían los golpes de los remos y los juramentos de Hbaalanak y los suspiros de los dos amantes. Hbaalanak conocía el río y los prófugos no lo conocían. Hicieron alto las canoas peteneras y siguieron río abajo Ahyaolal y Ahyacunak. Oyeron un gran ruido y creyeron que era la tormenta; y siguieron bajando... ¡Pobres príncipes! Pronto entraron en la corriente del Tanai... Nadie sabe lo que pasó. Si gritaron, sólo lo saben los jimbales de la orilla. Al día siguiente Hbaalanak descendió por el Tanai y en la barra del Subín y del Río de la Pasión halló los cadáveres desgarrados de los dos aman­ tes y se los llevó a Canek en señas de haber cumplido sus órdenes. Desde entonces al romperse el río en la única gran piedra que sobre­ sale de las aguas a media corriente gime el río y tiembla la piedra. Dicen que es por el dolor de la muerte de Ahyaolal y de Ahyacunak. Esa piedra se llama "De los amantes". Calló Sarmiento. La triste historia había hecho impresión en el ánimo de los oyentes. Trinidad Cocón estaba lívido y había soltado el remo. Para levantar el espíritu de los que pronto bajarían el Tanai, abrí una botella de buen "San Jerónimo" y bebimos a la salud del rápido y de la piedra de los Amantes. Cuando Cocón apuraba la copa, Sarmiento hizo virar la lancha con presteza para evitar el encuentro del cadáver flotante de un corozo que nos traía el recuerdo de la tormenta. Algunas gotas del líquido se derramaron y a Cocón le pareció aquello de mal agüero. E i, Tanai

El Subín corre por tierras llanas desde su nacimiento hasta que enrique­ ce el caudal del Río de la Pasión. Ambas márgenes se elevan poco sobre el nivel del río y están sujetas a inundaciones porque son frecuentes las crecidas de aquel pequeño Nilo. El cauce se angosta y ensancha alternativamente, según la resistencia que la roca presenta a la acción del agua y según también las ondulacio­ nes del terreno. Puntos hay, como en el "Paso", donde su anchura apenas alcanza a cincuenta varas y otros en que llega a cuatrocientas y quinientas.

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En estos desplayos el Subín parece más un lago que un río, pues apenas se percibe el movimiento de las aguas. Los remansos durante las inundaciones, ofrecen un espectáculo grandioso. Las aguas alteradas invaden los bosques en una extensión de dos y tres leguas. Los árboles quedan medio sumergidos. Los follajes parecen islas de esmeralda. Las líquidas corrientes hacen vibrar las selvas que se balancean como movidas por oculta mano poderosa. El aire húmedo enriza las olas o inspira a las hojas rumores y suspi­ ros y el cielo se refleja en el espejo ondulante. Las aves no se atreven a emprender el vuelo y permanecen como flores sobre las cimas de los árboles. Los cuadrúmanos y los cuadrúpedos que no han podido huir, se acogen espantados a las bifurcaciones de las ramas. Es aquel entonces un pequeño reino de Neptuno, y sólo los cormora­ nes, negros como el olvido, los pájaros pescadores de plumaje verde, y las garzas blancas con la blancura de las nubes, vuelan sobre las aguas y por entre los troncos y las ramas en acecho de la presa; mientras el perro de agua se sumerge en el líquido elemento para sacar muy lejos su cabeza y su cuello café oscuro, llevando entre los dientes el pez que va a calmar su voracidad ferina y que aletea en la vana esperanza de librarse de la muerte. A veces el huracán se desata. El lago se encoleriza y se levantan de su seno arietes de espuma. El bosque lucha con el dios de los aires. Los árboles más erguidos tambalean y se truenchan y el río triunfan­ te arrastra sus despojos entre el turbión cenagoso. ¡Despojos que tal vez llevan seres vivientes que se habían abrigado entre el follaje! Después de la inundación, cuando el Subín ha recogido sus linfas, las márgenes dan fe de haber sido convertidas en campo de batalla. El limo del río se ha extendido por la llanura y en pocas semanas la vida repara sus pérdidas y vuelven al destruido hogar los moradores de la selva. Trinidad Cocón sabía estos caprichos del río, Sarmiento habíase entre­ tenido en vertir en su corazón el miedo a dosis considerables, y el pobre hijo del pueblo de San Benito vibraba de terror como la cuerda de una vihuela. El Tanai sobre todo le inspiraba pánico.

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Bogábamos aproximados a la margen izquierda a la fresca sombra de los corozos desde que el piloto había torcido el camino de La Victoria para evitar el choque del árbol flotante. La margen derecha quedaba a unas doscientas varas de distancia. La corriente era tranquila y Cocón gozaba de un intervalo de con­ fianza. Parecía haber olvidado el derrame de la copa de "San Jerónimo" y medi­ taba, fijos los ojos en el agua, y moviendo el remo maquinalmente. Un rayo de placer iluminó su cobrizo semblante, los ojos le brillaron con la luz de una verdad que ha surgido del fondo de la duda. -¡N o hay que tener miedo, patrón!, exclamó repentinamente. -Es la verdad, dije yo, el miedo es un mal consejero del hombre. -¡Que no hay que temer! ¡Vaya una patochada! ¡Y decir eso cuando a todo remo nos acercamos a la boca del Tanai!, dijo Sarmiento dirigiéndose a Cocón. -Por el Tanai pasará la canoa; pero nosotros iremos quietamente por la orilla, si lo quiere el patroncito, contestó el remero. -¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡Lo que es no conocer bien a lo que uno se expone! Este corozal ya se va a acabar; después vienen en la orilla los jimbnlcs, y jimbales también en la otra orilla. ¡Aquí está ya uno! Volví la cabeza y vi un magnífico bambú, de unos veinticinco pies de altura, con tallos de dos pulgadas de grueso, color verde amarillento, lo mismo que las hojas, y literalmente erizado de espinas, que punzaron con la imaginación los nervios del remero. -Esas espinitas, añadió Ramón, pasan el mejor caite, cuando están en el suelo, y en las cañas hacen pedazos las carnes del indio más pintado de San Benito. Y no creyas que son uno que otro; es un puro matorral en las orillas que ni los lagartos con tener escamas se animan a meterse en cami­ sa de once varas. -¿Y no hay ni claros, Ramón? -El jimbalar se raleya cuando quiere; pero lo que es en el Tanai hasta se eriza el pelo al sólo verlo. Cocón palideció, y soltó el remo, quedándose absorto, como quien qui­ siera hacerse todo orejas. -¡El Tanai!, gritó despavorido. En efecto: un sordo rumor nos llegaba en la dirección que seguía La Victoria. -¡Ya lo tenemos!, gritó Ramón alegremente.

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-iAl puesto del inútil!, gritó el piloto con voz de mando, y Albino Pérez sustituyó a Cocón sin pérdida de tiempo, empuñando el abandonado remo. El pobre Trinidad, sentado en una de las cargas, paseaba su vista como un estúpido por los jimbales que iban apareciendo formados en batalla a uno y otro lado del río. Pronto el rumor del rápido se convirtió en un estruendo. -El río está picado, me dijo Sarmiento, señalando un perro de agua que aparecía y desaparecía a intervalos avanzando considerable distancia. El grito de un loco y la caída de un cuerpo al agua, todo fue uno... Cocón se había lanzado al río y nadaba como un pez para ganar la lejana margen derecha, donde los bambúes, rotas sus filas, daban lugar a unas cuantas piedras que habían quizá seducido a Trinidad con su encantos. En vano le llamamos; nadaba con los brazos y con los pies y avanzaba rápidamente. Hubo quien opinase por dejarle abandonado y seguir nuestro viaje; pero Ramón se indignó ante semejante propuesta; y yo, que tenía mi reso­ lución tomada, ordené que bogásemos en su seguimiento. Difícil era cortar la corriente del río que ya empezaba a participar de la fuerza descendente del estruendoso Tanai; pero las órdenes del piloto y su incontrastable energía redoblaron el esfuerzo y La Victoria empezó a luchar con las ondas. Avanzábamos con dificultad; Cocón aparecía y desaparecía a interva­ los; le juzgábamos cansado y empezábamos a temer por su suerte. Sarmiento se empezaba en darle alcance antes de que abordase a la orilla, porque en las orillas de los grandes ríos tienen su habitación los cai­ manes y en el Subín los hay en cantidad considerable, según tuve más de una ocasión de observarlo. Iríamos a media corriente y Cocón sólo distaba de nosotros unas cin­ cuenta varas y a otras tantas se hallaba de la orilla; cuando Sarmiento me hizo notar que el Subín se cubría de espumas. -Ya me lo temía, me dijo. Aquel corozo que topamos -aquel perro de agua tan listo... -¿Y que significa eso, Ramón? -Ponga cuidado en el cielo por todos lados, señor, y ya sabrá usted qué es, porque yo no debo apartar la vista de ese loco para irnos derecho y no perder nadita de tiempo. Yo también a veces tenía que obedecerle a Ramón, y en ésta cumplí sus órdenes puntualmente.

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El cielo estaba limpio sobre nuestras cabezas, claro y purísimo en todos los rumbos que observé, y empezaba a tranquilizarme cuando la marcha de La Victoria me quitó de delante unos árboles frondosos y pude ver hacia el nordeste. ¡En lontananza estaba lloviendo, y según mis cálculos, sobre las cabeceras del Subín! Callé para no desanimar a los bogas. Sarmiento leyó la situación en mi mirada, y gritó: -¡Ea, muchachos, pídanle un trago al patroncito! ¡Éste es día de fiesta! También en esta vez cumplí la orden indirecta de Ramón. Los bogas sudaban a mares y sus fuerzas empezaban a faltarles, cuan­ do San Jerónimo vino a darles nueva juventud y mayores bríos. -¡Se revuelve Cocón!, gritó el piloto. Así era: Trinidad, que ya casi tocaba la orilla, se había vuelto precipi­ tadamente. -Patrón, patrón, volvió a gritar Sarmiento. Las piedras se menean... ¡No son piedras! ¡No son piedras!... Eché mano a mi anteojo y ¡oh!, espanto... Eran diez o doce enormes caimanes, que perturbados por Cocón en su reposo, se revolvían en el cieno... -¡Aprieten!, muchachos. ¡Son lagartos! gritaba Sarmiento... Uno de aquellos caimanes se arrojó al agua... ¡Cocón estaba perdido y a pocas brazadas de nosotros!.. Sarmiento le gritó: ¡Nadá quedito...! La agua tiene lodo ya no te mira. No necesitaba Cocón de tal consejo: falto ya de fuerzas, apenas podía conservar la cabeza sobre las ondas. —iJip!, ¡jip!, ¡jip!, dijo el piloto y un formidable envión comunicado a la vez por todos los remos, hizo que La Victoria se lanzase mansamente y como una flecha al encuentro del desgraciado. Lo subimos en peso a la canoa, y quedóse sin sentido e inmóvil como un fardo. -¡Ahora nosotros!, gritó Ramón, ¡volemos! ¡Pasemos al Tanai antes de que nos alcance la creciente! Los bogas espantados, obedecieron silenciosos y la lancha voló como un pájaro siguiendo el curso de las aguas... ¡Estábamos en el principio del rápido!... Una cinta de espuma cenagosa venía siguiéndonos como a quinien­ tas brazadas y tras la espuma se veían venir troncos y ramas flotantes. La Victoria emprendió el descenso con valentía. Ramón la gobernaba como a un caballo y evitaba los rompientes y los escollos...

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Parecía una flecha... Los oídos nos zumbaban... Las orillas eran fajas veloces a nuestra vista... El estruendo del Tanai se mezclaba al rumor de la avenida... Y el encaje de espumas avanzaba y se iba aproximando rápidamente... Cocón nada decía porque aún no había vuelto del desmayo. El Subín se hinchaba de instante en instante y las piedras someras iban quedando cubiertas por las aguas. Y seguíamos bajando... El encaje de espumas vino al fin a romperse contra la popa... íbamos ya navegando en un huracán de agua... Los remos eran inútiles... Un momento después el timón se había roto y Sarmiento tenía entre las manos el mayor de los fragmentos. El agua se azotaba furiosamente contra las piedras, y al rebotar llena­ ba la canoa... Ya nadie luchaba... Estábamos vencidos... Ramón, sereno en la proa, observaba el curso del Tanai... -¡La Piedra de los Amantes!, me dijo, gritándome al oído... Vi en aquella dirección... Pero no vi el rompiente de la leyenda, sino todos los rumbos a la vez y en ellos mezclados en confusión las riberas, el Subín, las piedras, los bambúes, el horizonte. La Victoria había entrado en una vorágine que giraba y nos hacía girar como en la rueda de un molino... Los bogas se marearon... No sé bien lo que por mí pasó en aquellos instantes eternos... Ramón seguía en la proa... Parecía un dios... Un estruendo vino a unirse a los estruendos... Sentí un choque y después otro choque formidable, espantoso... ¿Qué había pasado?... Una nueva correntada había sacado La Victoria del círculo de la vorá­ gine, y escapada casi por la tangente, había ido en derechura a la Piedra de los Amantes. Pero allí estaba el Hércules en su puesto, y rápido como el pensamien­ to, al ir a romperse La Victoria había apoyado con extraordinaria fuerza el fragmento del timón sobre el escollo mismo, y disminuida así la violen­ cia del golpe, el turbión agarrando de flanco la canoa, la había hecho

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vibrar, describiendo un arco sobre su propio eje y obligándola a seguir de popa la corriente del Subín. ¡Estábamos salvados!... E

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Cuando hubo terminado la inclinación del Tanai, todavía las aguas y con ellas La Victoria conservaron durante algunos minutos el impulso del descenso, en virtud de la inercia. El movimiento fue poco a poco siendo menos acelerado y al fin llega­ mos a ser arrastrados por la sola fuerza de la corriente algo aumentada, sí, con la fuerza y el caudal de las avenidas. La lluvia, a no dudarlo, había cesado, pues el Subín empezó a tran­ quilizarse. Decía Ramón que aquello había sido simplemente una garúa (llovizna). Sin embargo, todavía no estábamos fuera del riesgo porque la canoa iba sin timón, entregada a su voluntad, y no podíamos sustituirlo. De los remos, unos se habían hecho astillas, otros estaban inválidos. El ancla se había perdido. Un accidente cualquiera en el álveo del río, un soplo de viento, la cabe­ zada de uno de los perros de agua que venían escoltándonos, el choque de los troncos flotantes, podían desviar el eje de La Victoria de la línea de la corriente, agarraría de flanco las olas alteradas, y en ese caso, ¿quién hubie­ ra podido impedir que volcásemos? Nada nos habría importado el baño frío, pues las ropas estaban ya empapadas; pero ¿y la carga? La carga, tan milagrosamente salvada, era condición del éxito en la exploración de la Lacandonia. Si se hubiera ido a fondo, a fondo se habría ido mi esperanza, el sueño de cuatro años, que al fin iba a ver realizado, gracias a la protección bon­ dadosa y al entusiasmo por la ciencia del director del Instituto Nacional. Estas consideraciones se agolparon en mi cerebro y no encontré más medio para conjurar los peligros contemplados que resolver este pro­ blema de náutica: dada una embarcación sin timón ni remos, abandona­ da al curso de un río, obligarla a seguir el eje de la corriente. La naturaleza es la gran maestra. Observarla con atención es el méri­ to de los sabios. Newton pensando en la caída de una naranja encontró las leyes de la gravitación de los soles y los mundos en el espacio. Watt, siendo niño, notó que saltaba la tapadera de un jarro en que hervía la

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infusión del té, y descubierta así la fuerza misteriosa del calor y del agua, halló más tarde los medios de perfeccionar la máquina de Stephenson y pudo darle al trabajo humano el más poderoso de los músculos en la máquina de vapor. Comuniqué a Ramón mi pensamiento, y me propuso pescásemos La Victoria. Quería atar una cuerda a la amarra del timón roto, y con el otro cabo lazar alguno de los árboles de la orilla. Previ en eso un peligro: la canoa detenida de repente y por una fuerza perpendicular u oblicua al eje de las aguas, volcaría sin remedio. -¿No hay algún banco de arena, Ramón, donde pueda encallar nues­ tra nave? -Es costumbre del río, patroncito, llevar arena a la entrada del gran remanso; allí tal vez; pero quién sabe... y todavía está lejos... Un tronco ramoso y todavía ostentando la vida en el follaje venía nadando en dirección a nosotros. Lo veía venir como quien ve avanzar un nuevo peligro. En las ramas de aquel árbol podía quedar envuelta La Victoria y ya presentaríamos más ancha superficie a los ataques de lo imprevisto. No podía apartar los ojos de aquel lujoso follaje destinado quizá a hacer de nuestra embarcación un nido, y de nosotros indefensas aves. -Usté será una guacamayo, patroncito, y nosotros seremos sanates, decía Sarmiento, que siempre tenía una broma para herir el amor propio de las circunstancias. Noté pronto que el árbol se retardaba en su camino. El viento sopla­ ba contra la corriente del Subín, producía aquella retardación, según lo decían la inclinación de las hojas y la flexión de las ramas. ¡El problema de náutica estaba resuelto!... Todo se reducía a realizar en una vela los principios de la política con­ servadora. El fragmento del timón y el mango de un ex remo fueron atados fuerte­ mente en las escotillas de proa a babor y a estribor, y entre ambos palos atamos floja, y por sus cuatro ángulos, la chamarra de Sarmiento. El viento hinchó la vela conservadora, produciendo el doble efecto de retardar la rápida marcha y de mantener La Victoria sobre el eje del Subín, gracias a que sus fuerzas se resolvían en la resultante que obraba sobre el foco. Tranquilo ya por la lejanía del peligro, pude examinar el estado de la carga y sobre todo el de mis instrumentos, y quedé satisfecho. Nada fal­ taba, ni había ningún desperfecto.

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Los bogas, con la retardación del movimiento, fueron mejorando del mareo. Cocón dio señales de vida, merced a unas friegas que le adminis­ tró el piloto. Abrió los ojos y se sentó, y agarrándose la cabeza con ambas manos, daba gracias a Dios de que hubiese sido mentira. -¡Qué mentira, ni que india envuelta!, le dijo Ramón. Aquello fue la purísima verdá. -¿La verdá Ramón? -¡La verdá! -¿Y qué he hecho yo para merecer que se acuerde de mí el enemigo? Me interesó la extraña respuesta, pedí explicaciones y supe entonces que Cocón había soñado que para librarlo de un caimán que lo seguía, el Diablo lo había agarrado por los cabellos y se lo había llevado en un huracán por sobre las montañas y las nubes. -Era pior el remedio que la enfermedá, patrón, me decía, provocando la hilaridad de Sarmiento. El paisaje del Subín, entretanto, había cambiado radicalmente. El bosque de corozos nos había dicho su adiós al aparecer los bambúes. Ahora una triste monotonía presentaban ambas márgenes. En las orillas, los jirftbales con su verde amarillento, en el fondo, los subines de menuda hoja y los campeches, cuyos negros troncos parecen vestir un eterno luto. Ni el subín, que le ha dado su nombre al río, ni el campeche, tan célebre en la industria, alcanzan arriba de cuarenta o cincuenta pies. Aquél, presentando su follaje trémulo a la voz del viento, éste cuya espesa sombra impide la vida vegetal bajo su copa, y cuya flor es triste como la memoria del dolor, entrelazan sus ramas en una extensión de muchas leguas. Bogábamos y bogábamos, y siempre el mismo espectáculo. La unifor­ midad alcanzaba los límites de la simetría hasta en el tamaño de los árboles, en las distancias que los separan, en lo oscuro de la sombra, en los colores de los troncos, alternando tras los matorrales de bambúes el color leñoso de los subines con el luto riguroso de los campeches, y las aguas del río estaban obligadas a reproducir las mismas sombras inde­ cisas en su espejo. El calor era sofocante y casi palpable en la reverberación de la luz sobre las aguas y las selvas. El fastidio consiguiente a aquella insoportable monotonía lo pagó al fin un pájaro pescador que sobre un bambú esperaba el paso de algún pez para zambullirse y pescarlo. El verde metálico de su plumaje le hacía

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acreedor a figurar en el museo del Instituto, y su pecho blanco adornado de manchas oscuras, provocaba a asestarle la puntería. Pedí a Dyat mi escopeta, advirtiéndole que no debía tocar la de dos cañones, y me dio la de un solo tiro. Apunté, hice fuego, v i por entre el humo una sombra, acaso una ilusión, después volaban algunas plumas, y el pájaro pescador iba flo­ tando en la corriente. Se lanzó a nado Crispino Rojas y me trajo el cadáver de la víctima inocente. Los cazadores saben cuánto envanece cada una de estas fáciles victorias. Apartando las plumas, vi la herida y bárbaramente satisfecho de mi obra, le pasé el pájaro a Juan Ac, el disecador. Teníamos buen jabón arsenical, mucho algodón y un estuche. La disec­ ción fue obra de un momento. Sólo tuve que advertir a Juan que debía rellenar también el cuello, pues había observado que en la Verapaz los disecadores dejan vacío el de los quetzales que por esto se acorta y casi desaparece, quitándole al ave mucho de su gracia y donosura. Otros buenos tiros hice durante aquella etapa excepcional de mi viaje: pero nunca usé la escopeta de dos cañones. Cuando se viaja por un país desconocido, no se puede confiar comple­ tamente en la fidelidad de los hombres del séquito. Yo temía que me abandonasen y Ramón lo temía también. -N o sería la primera vez que hicieran esa indiada, me decía cuando estábamos en Sacluc. Para este caso, el astuto piloto había tomado con anticipación sus medidas. Con mucho misterio y bajo la más absoluta reserva había ido divul­ gando un secreto, haciendo sus confidentes uno por uno a los hombres de la comitiva. -El patrón es gringo, les decía. Tiene una escopeta de dos cañones... Yo con mis ojos la he visto... No la carga con pólvora... No tiene balas... Nada de taco... Está hasta la boca de dinamita... ¡Chitón! ¡Que si lo sabe!... De un tiro mata a todos los lacandones y de otro tiro quema todi­ tos los montes de El Petén. A mí también me había hecho su confidente y por eso le ayudaba a la inocente farsa, haciendo que todos vieran con profundo respeto mi grande escopeta de dos cañones. Cuando ya hubo bastante caza para ocupar a Juan Ac durante una hora, dispuse que almorzáramos. Hice abrir una caja de sardinas y cortar rebanadas de jamón, y des­ tapé una botella de cerveza.

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Los indios hicieron mil gestos al ver el aceite de las sardinas. En vano les insté para que probasen. Decían que el aceite sirve sólo para los enfermos. La cerveza también les pareció una bebida inconcebible e hicieron mil comparaciones que no son para ser escritas en mis "recuerdos". Dioles Ramón carne salada y él y yo tuvimos un almuerzo a la grin­ ga, como él les aseguraba a los bogas. El jamón también les pareció a éstos insoportable y lo bautizaron con el nombre de carne cruda. Me ocupaba en tomar la dirección del río y hacer mis observaciones meteorológicas, cuando la quilla de La Victoria rozó con algo, cesando el movimiento. Habíamos encallado en un banco de arena y estábamos a la entrada de un magnífico remanso. -Éste es un vado, dijo Ramón, y armándose de un fragmento de remo, bajó al agua, y costeando con el bastón, anduvo hacia la vecina orilla, a donde arribó sin contratiempo. No diré que todos saltaron; pero sí que anduvieron a tierra, menos yo, que pasé sobre los hombros de Calmenate. Ramón no perdió un instante; puso a todos los bogas en movimiento, armados de sus machetes, y pronto la selva hubo suministrado el timón y los remos que nos faltaban. La Victoria fue desencallada merced al esfuerzo del Hércules y, ya a flote, la comitiva entera empezó a hacer fuego sobre las innumerables aves acuáticas que adornaban el remanso, mientras yo vagaba solo por la selva estudiando el palo de tinte. Esta madera, que presta a las telas tan hermoso color rojo, se produ­ ce en la península de Yucatán, estados de Tabasco y de Campeche de la República Mexicana y en el norte de Guatemala, si bien ese lugar produc­ tor no está reconocido como tal en el comercio. Objeto de grandes transacciones, el palo de tinte ha formado muchos capitales, y los bosques yucatecos están ya casi agotados. Ha sido intro­ ducido a las Antillas; pero no hay que temer que la competencia deprima un artículo de consumo universal, cuya producción está circunscrita a tan estrechos límites geográficos. Guatemala debe explotar un día sus bosques magníficos de palo de tin­ te y vendrá a ser ése uno de los ramos más importantes de su comercio. Esas razones tenía yo para estudiar el precioso árbol. Lo vi en todos sus estados, corté de su leña y regresé a la orilla del río. El espectáculo era magnífico. El remanso tendría una anchura de quinientas a seiscientas varas. Las aguas se deslizaban mansamente. Las selvas las ceñían de tristeza; pero

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la vida animal se ostentaba grandiosa en las aves de mil colores que se posaban en los bambúes o triscaban en las ondas, y en los peces diversos que revolvían el líquido. En medio del remanso flotaba La Victoria, adornadas las escotillas con florecientes enredaderas que caían sobre el agua como una bionda de flores. La vela retrógrada había desaparecido y en su lugar flotaban ban­ deras y gallardetes. Parecía una pequeña nave de guerra, tal era la frecuencia de los dis­ paros con que los bogas saludaban a las indefensas aves y despertaban los ecos de la selva. Las plumas volaban, la sangre de las víctimas enrojecía las cenagosas aguas, las presas flotaban a merced de las corrientes parciales. El tiroteo cesó, y después que los cazadores hubieron recogido la ambi­ cionada carga, que era el contento de Juan Ac, vinieron por mí, y empren­ dimos la marcha. A l llegar a la boca del remanso, donde el río volvía a encarrilar sus aguas, saludamos con una descarga al aire aquel lugar de paz donde había desaparecido nuestra ansiedad y donde habían terminado nuestros peligros. Tomé mi libro de viaje y escribí: El palo de tinte, Haematoxylon campechianum, según Linneo, pertenece a la familia de las leguminosas. Alcanza en la adolescencia hasta cin­ cuenta pies de altura. Tronco bajo, tiene muchas ramas gruesas y espi­ nas debajo de las hojas. Corteza negra. El corte de la madera hace aparecer el color de sangre. Hojas (ramas menores en forma de pal­ ma) pinadas; las hojuelas, trasovadas (en forma de óvalo). Flor raci­ mosa (en racimo) y hermafrodita (porque reúne los estambres y el pistilo que son los órganos de los dos sexos en las flores); el cáliz con cinco pétalos, unidos en la base, formando tubo; corola formada también de cinco pétalos de color amarillento; tiene diez estambres y pistilo capilar. Legumbre (el fruto) lanceolada (en forma de lanza) con dos semillas. Cuando hube concluido, Ramón me hizo muchas preguntas sobre el valor que para mí tenía el leño de campeche que había hecho colocar a bordo. Y al comprender lo precioso de la mercadería, sus instintos finan­ cieros le brillaron en la mirada. -¡Buen negocio!, me dijo. No sé por qué en vez de cortar cedro y caoba en las monterías, no cortan palo de tinte.

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-Porque no tienen medios para transportarlo. -No, patrón; los tienen, pues las trozas que cortan van nadando por los ríos hasta San Juan Bautista de Tabasco. -Pero el palo de tinte no nada, Sarmiento, en razón de que de un volu­ men de agua, igual a otro volumen de palo de tinte, éste pesa más que aquél. -Será así, señor, pero yo quisiera probar el negocio, a ver qué tal. -Aquí tienes ya la experiencia, le dije, arrojando el leño al agua... Cayó al río como una piedra y Ramón quedó convencido de que el palo de tinte será en el país un grande artículo de exportación cuando haya medios fáciles, seguros y baratos de transporte. Entretanto, el cauce del Subín se había estrechado extraordinaria­ mente. Apenas tendría de veinte a treinta varas. -Ya vamos a llegar, me dijo el piloto. El río daba una pequeña vuelta. Cuando la hubimos salvado, el gran Río de la Pasión apareció a nuestra vista. Comparado con el Subín, era un titán; sus aguas estaban limpias y reflejaban el cielo. El Sol moría y daba a las ondas su beso de despedida. Iba a hundirse en el ocaso y deja­ ba como adioses colores y reflejos y palmas en las nubes. La Victoria ataviada de fiesta, parecía una coqueta que provocaba al amor al nuevo río. Entró a sus aguas majestuosas y subimos la corriente unas doscientas varas para ir al rancherío llamado "El Paso Real" en donde debíamos hacer alto. La

pkso,a diol bobo

El Río de la Pasión corre de este a oeste, por un país llano que sombrean los bosques, sujetos como los del Subín a inundaciones por la poca eleva­ ción del terreno sobre el nivel de las aguas. Su anchura en el estado normal, varía de doscientas a ochocientas varas, habiendo no obstante lugar en donde alcanza un cuarto de legua. Desde el "Paso Real" en adelante, recibe por la derecha el Subín y por la izquierda el Río de las Salinas y el Lacantún, que a no dudarlo ha dado su nombre al Lacandón y a sus habitantes. Después de esta última confluen­ cia toma el nombre de Usumacinta, cruza enriquecido y orgulloso por bosques magníficos, se quiebra en algunos raudales, penetra en territo­ rio mexicano, se bifurca en dos ríos, el de Palizada al este que desagua en la Laguna de Términos, frente a la Isla del Carmen, y el que conser-

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vando el nombre de Usumacinta corre al oeste, envía un brazo con el nombre de Río de San Pedro y San Pablo al golfo de México y sigue por el noroeste hasta morir en el Río de Tabasco. Sus horizontes, al menos mientras conserva el romántico nombre de Pasión, tienen sólo los límites de la vista para el observador que se colo­ ca dominando el boscaje con la mirada. Hacia todos los rumbos abarca entonces un océano de verdura, entristecido sí por la presencia del cam­ peche con su traje de cormorán y su flor amarillenta y limitado en el río por el encaje verde y uniforme de los bambúes; pero embellecido a trechos por las más lujosas de las palmeras y por los árboles más fron­ dosos de nuestra flora. Imagínese el lector el Sol naciente, levantándose en su trono de luz sobre aquel mar de follajes, dividido por un río de diamantes que quiebra los rayos de la mañana en sus ondas, y tendrá uno de los paisajes más encantadores que puede acariciar la imaginación del pintor o del poeta. No éramos nosotros bastante felices para poderle hacer un saludo artís­ tico a aquella naturaleza apasionada. Cuando llegamos al "Paso Real" era la hora más triste del día... Estaba oscureciendo, las aves habían abando­ nado las aguas y los aires, las auras frías y húmedas parecían el aliento de la noche y hasta el río hacía pianos sus murmullos. América es el mundo de la República. Lo regio aquí no la pega y hasta los pasos, si son reales, son unos pasos desgraciados. Tal era aquel ranchero de pescadores. Sin embargo, tuvimos un hallazgo. Entre los pescadores había un hombre como de treinta y ocho años, alto, enjuto, moreno, pálido, barba negra, ojos verdes, nariz con algo de ave de rapiña, labios apretados, cabello color de ébano que se había despedido del frontal y de otras partes adyacentes del cráneo, seño como un desengaño, triste como la noche y al parecer meditador y reservado, que al saber mi resolu­ ción de explorar la Lacandonia, cambió en miel su amargura, me refirió en breves palabras su historia, y me rogó le admitiese en mi compañía, ofreciéndome en cambio de lo que estimaba señalado servicio, darme una ancla de larga cadena de hierro, el timón y los remos de su canoa, una buena atarraya, anzuelos y otras cosas que sería largo enumerar. No tuve inconveniente en admitirle como compañero de viaje porque su resolución me lo hizo interesante y su contribución además no era para despreciarla, dado el estado en que se hallaba La Victoria. Anselmo Cuestas se llamaba el nuevo explorador. Había nacido en Chiapas y casado por amor con una joven de posición humilde, tuvo el dolor de perderla, robada por una tribu belicosa de lacandones, los

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chakampates, que según mis noticias, debían habitar a la sazón en la margen derecha del Usumacinta. Cuestas, aunque en sus primeros años había recibido educación científica y literaria en el Seminario que en Guatemala dirigían los padres de la Compañía de Jesús, caído en pobreza, y dominado por la idea de recobrar a su mujer, se había trasladado hacía dos años al Río de la Pasión en donde vivía de la pesca y atisbaba la opor­ tunidad de tomar su revancha contra los raptores. Le advertí que yo era hombre de paz y que estaba a cien leguas de mí el proyecto de ir a buscar la belicosa tribu; pero él se contentaba con ir y recoger noticias, y queda­ mos arreglados. La plaga era insoportable y el calor sofocante. Dormimos, sin embargo, algunas horas, con el propósito de marchar a la salida de la Luna. Cuando Ramón llegó a despertarme, estaba todo listo, y algo más de lo que yo pensaba, pues Cuestas había preparado un buen "bocado" para que pescásemos "bobos". -Ahora con tiento, Cocón, decía Sarmiento. Cuidado con tirar piedras a los lagartos. Ve que llevamos anzuelos para los bobos y si andas con... te tragarás el bocado. Fuimos a bordo, y empezó la navegación a la luz de la Luna. El río estaba manso, los remos al batir las aguas y La Victoria al cor­ tarlas, dejando magnífica estela, provocaban la fosforescencia y las espu­ mas brillaban como haces de chispas y después con el mortecino esplendor de la Vía Láctea. A lo lejos se veían las selvas quebrando entre las hojas la luz amarillen­ ta de la Luna; y más allá la vista limitada en perspectiva por los innume­ rables troncos, sólo percibía la línea infranqueable de la sombra. Los perfiles estaban borrados; los cuerpos todos, ya fuesen la tierra firme, cargada de humus, ya los árboles balanceándose en las brisas de la noche, ya las aguas plateadas del gran río, los troncos lejanos, nosotros mismos, todo lo que nos rodeaba parecía vago, indeciso, como un ímpetu de sombra, como una visión de vapor; pero ímpetu de sombra y visión de vapor envueltos en blanca gasa que la Luna acariciaba con su luz soño­ lienta. La calma reinaba en derredor nuestro, y el rumor de las aguas y los suspiros de las brisas y el aleteo y chillido de algún lislis triscando sobre las ondas, y en el lejano bosque la voz estridente de la cigarra, eran sola­ mente como la música del silencio para arrullar el sueño de la naturaleza.

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La vista del río sobre todo llenaba de paz el corazón. Cerca de La Victo­ ria la imagen de la luna, el cielo azul y las estrellas en continuo movimien­ to, subiendo, bajando, describiendo arcos, zambulléndose y reapareciendo; más allá el agua repactando y reflejando los haces luminosos, irradiaba el esplendor de una llamarada y a partir de ese punto, sin cesar, movi­ ble, el Pasión palidecía gradualmente, era menos y menor reflector, iba cubriéndose de sutiles brumas, tomaba la blancura de la niebla y empe­ zaba en lontananza a borrarse, como diluyendo su imagen en las sombras fantásticas, o bien en alguna curvatura de la corriente quedaba limita­ da la perspectiva y el río parecía fluir del seno adormecido de la selva, que proyectaba oscura sombra sobre las aguas. Las riberas huían; pero huían como huyen los vapores; parecían sueños indecisos de placer y de tristeza... La calma del paisaje era el reflejo de la calma inmóvil, infinita de los cielos... La Luna llena dejaba atrás las estrellas y volaba como vuela la espe­ ranza, en seguimiento de todos los hombres... Todo convidaba a meditar... Yo sentía algo como el numen, abrigado amorosamente dentro del pecho... Y sin embargo, ¡íbamos en busca de seres inocentes para privarlos de la vida!... ¡Oh, eterna lucha de la realidad cruel y de la poesía!... Norberto observaba que aquella noche no estaba buena para matar; pero Cuestas tenía ya atados los anzuelos en las cuerdas, y el cebo colo­ cado en los ganchos de los anzuelos. Sarmiento, en su puesto, atendía a las maniobras y no desatendía las aguas, esperando oír surgir del fondo del río el ronquido del bobo, que sabe gruñir como el tepeizcuinte. Es el bobo un pez, que alcanza hasta dos varas de longitud, pertene­ ciente al género amiurus, familia siluridae; delgado con relación a su tamaño, cabeza deprimida de arriba a abajo, sin escamas y vestido por una membrana pardusca, jugosa y bastante lisa; con aletas espinosas dorsa­ les y pectorales, y cola también con espinas que causan heridas a los pes­ cadores. Tiene sobre la boca algunos filamentos nerviosos que mueve a voluntad y le sirven como órganos del tacto. Es un pez nocturno; de día no abandona sus guaridas, y de noche es tan precavido que sólo nada por el fondo de los ríos. Cuando se le ha pescado, y a veces también en esta­ do de libertad, da un gruñido particular que los pescadores saben distin­ guir perfectamente. Su carne es muy codiciada. En el Río de la Pasión el bobo es abundante y se le pesca con anzuelo; la atarraya es impotente

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contra un pez que nada en el fondo por costumbre y que sólo por excep­ ción se aproxima a la superficie. —¡Chit!, dijo el piloto, y los remos cesaron de batir las aguas, y el ancla fue echada en un abrir y cerrar de ojos. Los diez hombres echamos al agua nuestros respectivos anzuelos. Ramón nos informó de haber oído el ruido especial del bobo y ya acari­ ciábamos la esperanza de llenar La Victoria con la preciosa pesca. Sin embargo tardaba en morder el bocado. De vez en cuando levantábamos el cordel, y el anzuelo se venía del fondo sin resistencia. -Estos no son tan bobos como otros, dijo Sarmiento. -M e estás chuliando mucho, contestó Trinidad, resentido. -Usté tiene m uy buen corazón, patroncito, me dijo Norberto que estaba cerca de mí y en el extremo opuesto al que ocupaba Anselmo. -¿Por qué lo dices? -Porque anque usté no inora nada, como tal vez nunca habrá que­ rido, no sabe su mecé lo que es que le roben a uno su mujer... -¿Crees que hice bien en admitir a Anselmo en nuestra compañía? -M u y bueno estuvo, señor. ¡Pobrecito! -¿Y tú ya has querido? -¡Pues no! ¡Qué risa me da! -¡Ya jala!, gritó Cocón... -¿Y cómo se llama tu mujer?, pregunté a Norberto. -¡M i mujer!, dijo suspirando, no fue mi mujer; me iba a casar por la iglesia; pero no hubo nada de lo dicho. -¡Qué! ¿se murió? -N o sé, patrón; ella me dijo que sí un día que le salí del monte al camino, cuando iba traer agua a la laguna y la agarré del rebozo; pero sus tatas dijeron que no, porque yo era un indio y ella era una ladina, la más chula de toditas las de San Andrés. A qué, entonces dispuse sacar­ la de su casa, alisté mi canoga y mi hermano Pedro me hizo compañía. De noche estaba yo aguardándola y ella no venía, sentí no sé qué y fui a decir­ le adiós a mi madre, que quedaba dormida y Pedro se quedó en la canoga. -¡Aquí sí quéjala!, gritó Ramón, y jala tieso. -Algún lagarto, dijo Anselmo -los lagartos lo buscarán a usté, que no a mí. -Les gustan los negros. -Hay negros mejores que otros que la llevan de gamonales, acentuó Sarmiento con la voz un tanto alterada por la ira.

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-Besé a mi madre en la frente, continuó Norberto, y pensé que ya quedaba bendito. Me fui corriendo a la laguna, y la conaga ya no estaba. A l otro día, prosiguió, hallaron en una playa el cuerpo de mi herma­ no con una herida en el pecho... y la María, la pobre María no estaba en su casa... y jamás se supo de ella... El juez del Petén dijo en su sentencia que ella era la causante de la muerte de mi hermano; pero yo, patrón, no lo creyó porque era muy buena... -Algún chakampat se la robó, dijo Dyat. -N o hay chakampates en mi pueblo, aunque sí por entonces habían llegado unos dos lacandones. Cocón se nos había acercado, le propuso a Norberto ir los dos a buscar a los chakampates para quitarles a la María. -Si vos no vas de miedo, agregaba, iré yo solo, pues ya me conoces y soy tu amigo... -No, Cocón, no han sido chakampates los que se llevaron a la María, yo tengo mis malicias en el sacristán de mi pueblo. -Pues todo es que volvamos, y ya verés lo que le pasa a ese sacristán, dijo Cocón, lleno de arrogancia. Le advertí que la cuerda de su anzuelo se ponía tirante, y él muy con­ tento, tiró, exclamando: -¡Ya se vino el primer bobo! Tiraba de la cuerda a brazadas y al mismo tiempo brincaba de placer. -iCómo coleya!... ¡Este sí que es grande, patroncito! El cuerpo del pez llegó al fin a la superficie, alborotando las aguas. Cocón de un fuerte tirón lo levantó y lo metió a la canoa, lanzándose a contemplarlo. Dio un terrible alarido y empezó a correr como loco por todos lados, tropezando con las cargas y gritando: -¡Por Dios! ¡Por Dios! ¡La culebra! ¡La culebra! Sarmiento, riendo, lo detuvo con una mano y con la otra le desenrolló una magnífica anguila que se le había enroscado en el brazo derecho. Celebramos de todas veras lo acontecido al valiente que iba a buscar a los chakampates y a matar al sacristán, y volvimos a nuestros puestos. El cielo se nubló; la Luna apenas clareaba tras del toldo de las nubes; soplaba aire frío; pero Sarmiento dijo que llovería; pero que no sería cosa de cuidado. Sentí un fuerte tirón en la cuerda; probé levantándola y pesaba. Empecé a bracear y el pez se movió fuertemente procurando desasirse.

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Cuando el peso llegó a la superficie, detuve un instante la cuerda para ver si era anguila o era bobo; quedé satisfecho, y sacándolo sin vio­ lencia, coloqué el enorme pez sobre La Victoria. El bobo aleteaba y gruñía. Cocón no se movió a contemplar mi triunfo, sino hasta que oyó dis­ tintamente el gruñido. -¡Aquí está otro para Juan Uk!, gritó Sarmiento, arrojando también un bobo junto al mío. -¿Quién es Uk?, le pregunté. -U k, señor, es el jefe de la tribu lacandona a donde llegaremos al romper el día. -¡Los primeros lacandones!, grité entusiasmado. -Sí, señor, los primeros, y les llevamos buen presente. Mandó Ramón levar el ancla, haciendo que se guardaran los desaira­ dos anzuelos, porque ya empezaba a llover, y continuamos nuestra marcha. El río, que al principio había dado muchas vueltas, seguía una línea rigurosamente recta en una extensión de más de una legua: era el Torno de San Juan Acul. A la izquierda existen tres lagunas que desaguan en el río y que llevan el mismo nombre de Acul. No dejó de molestarnos la lluvia. La canoa empezó a hacer aguas, que íbamos desalojando, y entre tanto fue amaneciendo. A eso de las cinco de la mañana, vimos atada una canoa a uno de los árboles de la orilla. Nos acercamos: la canoa tenía a escuadra la popa y proa, enteramente iguales, los costados caían perpendiculares sobre el agua. De sus cabezas salían por encima de las bordas dos tablas volantes, que eran los puestos de los remeros. -¡Qué canoa tan original!, dije yo. -¡Es una canoa lacandona!, contestó Sarmiento. Desembarquemos: hemos llegado a Santa Clara y aquí viven los ukcs. L o s UKIOS Habíamos atracado en la margen izquierda del río. Nuestro horizonte sensible estaba muy limitado por la niebla. Todos teníamos respiración de humo y blanco vapor se levantaba de las yerbas. Sobre las aguas había gases que se exhalaban y más lejos, nube compac­ ta que cernía rocío abundante y helado.

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En la cenagosa playa miles de enjambres de mariposas sobre el cieno y en verde encaje flotante de las lechugas, estaban resposando, juntas y verticales las alas voladoras. El bosque atraía mis miradas, en la esperanza de ver aparecer indios vestidos de pluma, portando el arco y armados de flechas; pero la selva estaba silenciosa y ni siquiera se distinguía el trazo de ningún camino. Sarmiento me informó que los ukes tenían sus chozas a un tercio de legua de la orilla del río, que no existía vereda alguna y que tendríamos que marchar por entre el bosque y sobre la mojada alfombra de grama y de borraja, siguiendo el rumbo suroeste. Nuestra ansiedad era grande; pero no tanto que olvidásemos reposar nuestras fuerzas con un poco de pan y mantequilla y comunicarles calor a los entumecidos miembros con algunos tragos de whisky. Así pertrechados, nos preparamos para la marcha. Dispuse que Calmenate montase guardia para cuidar La Victoria y Cocón se ofreció a acompañarle. Iba a tomar mi escopeta de dos cañones y éste me hizo la justa obser­ vación de que era muy pesada y que sería mejor dejarla a cargo de los guardianes. -Sí, señor, me dijo Sarmiento. Cocón se queda de su bea gracia para mientras ve si los ukes se comen a la gente; pero como pueden llegar hasta el río las dentelladas, es conveniente que se quede en su puesto la escopeta. Me pareció la sospecha bastante bien hilada y como siempre he teni­ do en gran veneración la aquilatada prudencia del miedo, me eché al hom­ bro la escopeta de un solo cañón. Pasé revista con los ojos a la comitiva, y faltaba Anselmo. Le gritamos varias veces y no contestó. -Tenemos otro prudente, dijo Sarmiento. -N o juzgues mal, le contesté. -Será como dice su mercé; pero este pescador que va para dos años de vivir en el río sin que yo le hayga conocido en mi vida, no me hace dos cosas buenas. -Dejémoslo; él nos alcanzará. La niebla empezaba a brillar, dando difícil paso a la luz del Sol nacien­ te, cuando empezó la caminata. ¡Caminata no! Era aquello suelata, por­ que no había camino. La margen izquierda del río es un plano ligeramente inclinado, pobla­ do de bosques tapizado de yerbas, que se va elevando poco a poco hasta ponerse fuera del alcance de las crecientes.

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Por él íbamos en busca de los ukes, distantes una milla. La grama estaba mojada de gotas de lluvia y de rocío; a trechos las altas yerbas nos llegaban hasta el pecho, no escaseaba el lodo en el acuoso suelo y los indios, habiéndose descalzado, llevaban los caites colgados por las correas teloneras de los cañones de las escopetas. Juan Ac y Crispino Rojas rompían la marcha, formando lo que Ramón llamaba la descubierta de chifladores. Y era porque de orden suya iban silbando para endulzarles el oído a las serpientes y evitar en lo posible las mordeduras por la mansedumbre que la música les inspira. Habríamos andado medio kilómetro cuando los dos silbidos se cor­ taron a la vez, los chifladores hicieron alto, y sus dos escopetas con sus péndulas de caites apuntaron en la misma dirección. Todos nos acercamos; las voces eran bajas; vimos un bulto como a cincuenta pasos de nosotros, bajo un árbol corpulento y nos pareció un hombre, aunque las yerbas eran altas y no nos dejaban distinguir de un modo preciso. -¡U n lacandón!, dijo Rojas. -¡U n animal!, dijo Ac. -N o tiren, dije yo. Sarmiento se puso al frente, suspendida el arma del brazo derecho y llevando el pulgar en el gatillo y dispuesto a amartillar la chimenea, mien­ tras la mano izquierda mantenía el cañón en posición oblicua. Avanzábamos con tiento y agachados a fuer de cazadores. El bulto no se movía. -¡Es un hombre!, observó Ramón. Y en verdad era un hombre; pero ni vestía plumas ni el camisón de los lacandones, sino calzón y camisa de manta, estaba hincado con los brazos en cruz y nos daba la espalda. -iU n ermitaño!, me decía Dyat. -Así parece... -Tiene escopeta. ¿La ve su mercé? -Sí, está arrimado al árbol. -Le hace oración... -¡Qué ermitaño ni qué diablos! dijo Sarmiento en voz alta, descan­ sando la escopeta y apoyando sobre la boca la mano derecha. ¡Bien esta­ mos, patroncito! ¡Bien estamos! ¡Biato de ribete!, y movía la cabeza como para darles irónico sentido a sus palabras. Me aproximé al que era objeto de tanto estudio, y le puse la mano en el hombro. Era Anselmo Cuestas... -¿Qué haces aquí?...

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-Así en la tierra como en el cielo... -¿Estás rezando? -El pan nuestro de cada día... -¿Querés un balazo?, preguntóle Ramón, gritándole en el oído. -Dánoslo hoy y perdónanos nuestras deudas... -Muchas habís de tener... -Bendita tú eres entre todas las mujeres... Hice que todos guardaran silencio en homenaje a la libertad de con­ ciencia y nos retiramos algunos pasos para dar lugar a que Cuestas ter­ minase su rosario matutino. No tardó mucho en darse la postrer santiguada y en venir a reunirse con nosotros, dándonos los buenos días en tono compungido, al mismo tiempo que dirigía a Sarmiento la más torva de las miradas con que podían amagar sus verdes ojos. Seguimos andando. Me había chocado mucho el nombre de Santa Clara que tenía el lugar donde moraban los ukes, no menos que el de Juan que daba Ramón al jefe de la tribu. Le hice mil preguntas y por lo que me refirió vine en conocimiento de ser los ukes la misma familia lacandona que había sido visitada por mi amigo el doctor Berendt en 1866. Su historia para el hombre civilizado tiene el interés de la novedad como la de todos los hijos del desierto. El padre de los ukes vino de las montañas de Ocosingo, pertenecientes al sistema de la Sierra Madre, en el estado de Chiapas; bajó el río Lacantún y se agregó a una tribu lacandona que en las orillas de los lagos de Azul tenía entonces sentados sus reales. Allí se casó con varias mujeres, porque la poligamia es de usanza lacandona, y como institución salvaje, muchí­ simo más antigua que el mormonismo establecido en el Utah. De las varias bellezas de la selva tuvo el viejo Uk algunos hijos, de los cuales sólo cuatro debían sobrevivirle. No se sabe por qué, pero es lo cierto que un día se separó de la genero­ sa tribu que un día le había dado asilo y amor y se fue con su ambulante harén y su prole a vivir independiente y como jefe cerca de la Laguna de Petexbatún de donde por la mayor proximidad empezó a comunicarse y a comerciar con Sacluc, que ahora lleva el nombre revolucionario de La Libertad. En 1863 algunos frailes capuchinos se internaron en misión en los bos­ ques lacandones y los ukes fueron de los catequizados, cambiaron sus ídolos de barro por las imágenes de los santos que sin embargo han olvi­ dado, y aprendieron a expresar sus ideas.

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AI regresar los misioneros en 1865, quisieron traer sus catecúmenos a esta capital y consiguieron arrancarles de sus selvas adoradas y de sus ríos queridos. Los nuevos católicos sin embargo, no se avinieron bien ni con las penalidades del camino ni con las costumbres de los pueblos del tránsito. El clima frío de Tactic en la Alta Verapaz enfermó a muchos y en Salamá quedaron diezmados, viéndose obligados los frailes a permitir a los supervivientes el regreso al país cuyo recuerdo traía sobre sus almas la horrible noche de la nostalgia. Los ukes se contaban en el número de los que volvieron a saludar los corozales y a respirar el aire de las selvas. Estos misioneros santificaron aquellos lugares, llamándoles de San Juan los lagos de Azul, de San Juan, también al torno del río, Santa Clara a la comarca que pisábamos e hicieron otras muchas santas y otros muchos santos. Bautizaron al mayor de los hijos de Uk con el nombre de Juan, a otro con el de José y a un tercero, ya muerto, con alguno de los que registra el calendario. El menor de ellos no recibió el bautismo de manos de los misioneros, sino de las del cura y en la propia iglesia de Sacluc. Sucedió que la madre murió en 1854, dejando el niño todavía en pañales. Sabino, que así se llamó, fue llevado por su padre al vecino pueblo y entregado a una vieja para que lo criara. En Sacluc lo conoció el doctor Berendt y habiéndole comprado por una vaca y veinte pesos a la postiza madre, lo adoptó en forma como hijo, se lo llevó consigo a Yucatán y Tabasco y más tarde a los Estados Unidos, en la intención de darle una educación conveniente. Lo colocó de interno en una escuela de agricultura de Mobile, estado de Alabama; y allí lo dejó mientras él emprendía un viaje a Nicaragua para estudiar las lenguas indígenas. Sabino Uk se fugó de la escuela y aun­ que el encargado por Berendt para vigilarlo y correr con sus gastos, quiso recogerlo, no pudo poner de su parte la legalista justicia de la Unión, por no tener en su poder los documentos justificativos de la paternidad adop­ tiva, ni tampoco el poder en forma de su comitente. En vano Berendt a su regreso procuró seguir la pista del prófugo, los instintos trashumantes de su raza habían aparecido en Sabino estimulados por la persecución de los policemen y hasta mucho después apareció en el poblado, sentado fama de "lana" en Mobile y sus alrededores. Entretanto el viejo Uk había muerto. Es costumbre lacandona aban­ donar el lugar donde la muerte ha aparecido una vez, porque habiendo ya conocido el camino, los buenos salvajes temen una nueva y próxima visita de la matrona que entra igualmente erguida y de su segura arma­ da tanto en los alcázares de los reyes como en las humildes chozas de los

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labriegos. Los hijos del fundador de la tribu hicieron al cadáver los hono­ res fúnebres a su especial manera y prendieron fuego a las chozas... Dijeron su adiós a la Laguna de Petexbatún y se fueron a vivir en las orillas del río de las Salinas. Los tres hermanos estaban ya casados y tenían familia. Juan, que era el mayor, heredó la jefatura de la tribu. Perdió un hijo, levantó el campo y llevó a los suyos a establecerse a Santa Clara, en donde iban a recibir nuestra visita sólo dos de los tres hermanos, que habían permanecido en su país, pues el otro se unió a la tribu de los couohes y murió en las márgenes del Río Chakrio, dejando familia que los tíos recogieron. Cuando ya este último se había separado, Juan y José Uk dispusie­ ron proveerse de más esposas, tal vez por no bastarles las que tenían o acaso para reponer las que iban muriendo o envejeciéndose. Armados en guerra, subieron en su canoa en Lacantún y tuvieron la fortuna de llegar a un rancherío de salvajes en momentos en que los hombres estaban ausen­ tes y la presa estaba sola. Hicieron su cargamento de bellezas y volvieron a Santa Clara. Pero los maridos de las robadas tuvieron la feliz inspira­ ción de ir a quejarse al Petén, y una escolta enviada por el jefe político del departamento, despojó a los ukes de lo que no les pertenecía y las bellas volvieron a los brazos de sus legítimos dueños. Parece que los Menelaos de aquellas Elenas eran gente de influencia en las selvas y que en su justo enojo estuvieron a punto de sublevar con­ tra los ukes todas las dispersas tribus lacandonas, porque los raptores se vieron desde entonces obligados a romper sus relaciones de todo género con los salvajes y estrecharlas en consecuencia con los cortes de madera y los pueblos más vecinos de El Petén. No se sabe si esta conducta fue dictada por amor instintivo a la civilización y al buen gusto, o lisa y llanamente por el natural respeto que inspiran las afiladas flechas de pedernal. Tal es la verídica historia de la primera tribu lacandona que iba a recibir nuestra visita. A medida que habíamos ido alejándonos del río, el bosque había ido ganando en magnificencia, hasta convertirse en una vegetación épica, colosal que nos brindaba "bóvedas sombrías" enhiestas sobre columnas espléndidas. Me parecía que habíamos sido transportados a algunos de los bosques delirantes de la India y esperaba ver surgir de la espesura algún tigre de Bengala o algún león de agitada melena. Pero nada de eso: sólo la orquesta de las aves resonaba en las encum­ bradas copas y de vez en cuando las guacamayas cruzaban en bandadas como fajas de iris voladores.

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El Sol había disipado en todos los rumbos el velo de la niebla; las enre­ daderas vestían los árboles y sus flores, llamadas las delicias de la maña­ na, lucían sus campanillas, azules, moradas, rosas, libres ya de las perlas de la aurora; los corozos mecían sus grandes abanicos en las brisas y no faltaban tampoco veteranos de la selva cubiertos de orquídeas, como ves­ tidos de plumas. Repentinamente una cerca espinosa se opuso a nuestro paso: la fran­ queamos y en medio de dos ceibas gigantescas se hallaba el paso apenas guardado por un rústico tapexco. En el fondo ondeaba la milpa adolescente, extendiendo sus lanceadas hojas de esmeralda que daban paso a flecos de azafrán, mientras la flor ostentaba al fin de la pajiza caña sus espigas de oro; y más allá, en medio de las siembras, se levantaban ocho cabañas de palma de corozo. Sobre el techo de tres de ellas se veía la columna de humo que designa el hogar... Una cuadrilla de furiosos perros vino corriendo a hacernos el elocuente saludo de ordenanza... ¿Podíamos dudarlo? Estábamos en la morada de los ukes. I j A I'I í N U M H U A

Penetramos en las siembras de los ukes. Pronto observé que el cercado era sólo un matorral que se extendía algunas varas a uno y otro lado de las grandes ceibas. El resto de las plantaciones estaba al descubierto, limitadas irregular­ mente por el bosque. Era sólo una línea ideal lo que separaba la civilización rudimentaria de aquellos cultivos, de la barbarie majestuosa de la selva virgen. La milpa estaba limpia como la sala de recibo de una de nuestras casas elegantes: ni un cardo, ni siquiera la flor amarilla enamorada fide­ lísima del maíz, nada absolutamente había que distrajera las fuerzas nutritivas de la tierra. El aporreo era imperfecto, acusando la ausencia del azadón y las raíces asomaban en radio como encorvados resortes soste­ niendo la caña. No se veían en el suelo las ondulaciones simétricas del arado que no ha solicitado aún carta de naturaleza lacandona. Faltaba el alineamiento en las siembras, así como la simetría en las distancias viniendo a ser los cultivos un remedo del bosque. A trechos el maíz daba lugar a las matas melancólicas del tabaco, el algodonero que reventaba ufano sus bellotas de espuma; no faltaban ni el ñame ni el camote, como excrecencias del suelo se alzaban las pinas en

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grandes rosas de amarillas pencas ostentando en el centro de la corola su fruta coronada; había mogotes de caña criolla floriendo, y en el confín lin­ dado como los corozales tremolaba al viento sus verdes y anchos lábaros, el plátano. Busqué en vano las guías verde tierno del frijol; pero este noble indí­ gena no es cultivado ni conocido en la tierra lacandona. La variedad de siembras agrupadas en desorden y alrededor de las chozas, si revelaba alguna previsión, delataba también el estado primi­ tivo en que el hombre se afana para producir todo lo que necesita, sin confiar en el camino, padre natural de la división del trabajo. íbamos avanzando por entre las cañas que crujían y casi lloraban al ser apartadas y que al cimbrar se vengaban salpicándonos con la moles­ ta pelusa, llamada el omate. Los perros iban y venían, rascaban la tierra ladrando y emprendían la fuga, hasta que una voz destemplada y chillona resonó entre la milpa diciendo: —¡Chiic! ¡Chiic! Hicimos alto involuntario. Era el instante ambicionado... Avancé algunos pasos y por entre las cañas de maíz vi en un plantío de ñame y de camote algo como una visión nocturna. Era una mujer madura, con el color cobrizo de los indígenas y vestida del cuello al pie con largo camisón blanco, completamente suelto y que a la altura de los hombros daba paso a los brazos desnudos, un tanto enflaquecidos y casi parejos. El pelo, liso, llegábale a la cintura, cayendo sobre las espaldas, no en ondas de seda color de ébano como desciende la cabellera de mis her­ mosas lectoras, sino en mechones enredados semejantes a la lana de un cabro negro. Tenía la mujer una vara en la mano y llamaba a los perros que en número de diez o doce iban rodeándola y acariciándola. ¡Era la primera dama lacandona! A fuer de galante y de cortés me des­ cubrí y salté de júbilo para tener el honor de saludarla y ofrecerle mis homenajes; los perros volvieron a meter grande alboroto y emprendieron la carrera en seguimiento de la Venus de la selva que se había escurrido espantada por entre la milpa. Algunos segundos después llegamos a las chozas; pasamos del impro­ viso cañaveral a la sala de recibo, alcoba, cocina, comedor, y no sé cuánto más que estaba construido por un rancho que sobre horcones, y sin pare­ des, se alzaba ostentando en el techo su vestido de palmas. En medio de la habitación, algo invadida por el Sol de la mañana orean­ do el húmedo pavimento, estaban en cuclillas y alrededor del fuego dos

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mujeres viejas y una joven. Entre las primeras distinguí al instante mi fugaz visión de la milpa. Las tres bellezas encostaladas parecían mudas e insensibles. En vano las saludé con el más afectuoso y más respetuoso de mis saludos; en vano todos los hombres de mi comitiva las rodearon. Aquellas damas de pecho de bronce permanecieron silenciosas, afectando la más glacial de las indiferencias. Ni siquiera se dignaron mirarnos. La más vieja sacaba con la mano el maíz cocido en ceniza y ágo fer­ mentado, del fondo de una olla que no era olla sino cántaro de enorme boca; casi tan grande como la de la circunspecta matrona. Mi aparecida lo recibía en otra olla, que tampoco lo era, y lo revolvía en agua pura para lavarlo. La señorita, que, de paso sea dicho, tenía vida animal entre las mechas del cráneo, se entretenía en alimentar el fuego y asegurar el comal de barro, fabricado salvajemente sobre la hornilla económica que estaba formada por tres o cuatro piedras. Una partida de niños desnudos y bastante sucios nos observaba en silencio en los confines del patio a donde también se habían replegado los perros. Vásquez tuvo la dicha de merecer una mirada y una sonrisa de las damas por haberles preguntado en maya en dónde estaban los hombres de la tribu. Agradecieron ellas la atención, quizá se sintieron orgullosos de oír su idioma en boca de uno de los recién llegados; pero no contestaron... Sarmiento le aconsejaba al intérprete que les hablase de casamiento a fin de que soltasen el trapo, pero Norberto no quiso hacerlo ni en broma. -Son mujeres, hombre, son mujeres, decía Ramón para doblegar la vo­ luntad de Vásquez. Yo me acordé de que mis lectoras no toleran nunca que se les hable de amor y menos aún de matrimonio, y sospechando que en El Lacandón podría el sexo hacer que las salvajes se condujesen recatadamente, di la razón a Norberto y prohibí de un modo terminante y expreso que se usasen tiernas galanterías con las damas en tierra lacandona. Pagando indiferencia con descortesía, empezamos a examinar las chozas y a hacer una escrupulosa pesquisa. Sarmiento había tenido antes algunos negocios de sal con los ukes y nos sirvió de cicerone, dándonos además informes cuya exactitud confir­ mé en seguida sobre las personas y costumbres de la tribu. Las ocho cabañas están agrupadas en reducido espacio. Doce perso­ nas componen actualmente la tribu, que consta de tres familias, y todas viven en las dos primeras chozas de sencillísima arquitectura. A l lado de

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las habitaciones del hombre se alza la habitación de los perros, que son tantos cuantos ukes hemos contado. La choza de los canes es entera­ mente igual a las chozas de los ukes. Las cinco cabañas restantes tienen envarillado, que hace las veces de paredes y son los graneros de la tribu; allí hay maíz, ayotes y cuanto nece­ sitan los dueños para su frugal existencia y regalo. El rancherío tiene al norte el bosque por donde habíamos llegado, al sur lo limita una quebrada, al oeste corre murmurador un arroyo que lleva sus cristales al Río de la Pasión y al oriente la barbarie de la selva circunscribe la aurora de la civilización lacandona. En las casas de habitación hallamos dos pequeños telares absoluta­ mente iguales a los que usan nuestros tejedores para hacer los rebozos. El telar y la lanzadera tuvieron la virtud de arrancarle una palabra de admira­ ción al reservado Anselmo. -¡U n telar entre los salvajes! -N o te admires, le contesté; esa máquina imperfecta, usada en toda la América Central, es herencia de la civilización indígena: aquí la hallaron los españoles y lo que me asombra no es encontrarle en esta comarca, sino observar que tres siglos no han bastado para modificarla entre las manos de la raza civilizada. Sarmiento nos informó que todas las señoras lacandonas saben hilar, tejer y dar el tinte azul, y que ellas hacen los blancos camisones que había­ mos admirado, asi como los camisones celestes que son el uniforme de gran parada. Había algunas botellas llenas de miel de abejas silvestres, colgadas por el cuello del alero de las casas. Los cascos eran recuerdos de la feria de Sacluc a donde van los ukes todos los años, y la miel estaba quizá destinada a fermentarse con la corteza del balché y preparar una bebida embriagante que después vi frecuentemente usada entre los lacandones. Encontré un plato de china en el suelo, venido también de la feria; pero estaba tan sucio que me atrevería a jurar que sus duefios no le han adivinado ningún empleo. Era lisa y llanamente una obra artística para el deleite de los ukes. Un machete, dos sombreros de palma, dos camisas de lana y un par de calzones eran el complemento del ajuar civilizado. Supimos que los sombreros, camisas y calzones sólo servían una vez al año en el obligado viaje a Sacluc, y que, en el país, hombres y mujeres andan con la cabeza descubierta. El ajuar salvaje tenía algunas particularidades.

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Pregunté por los tálamos nupciales en la esperanza de ver el indígena tapexco, y Ramón me señaló las hamacas. Éstas son de henequén, especie de maguey, cuya excelente fibra se cotiza a elevados precios en Europa por ser muy buena materia prima para la cordelería. Son notablemente pequeñas. En los extremos están tejidas de pita pero en el centro son formadas de lazos unidos estrechamente con pita, a fin de evitar las picaduras de la plaga siquiera por los flancos y a retaguardia. Gran número de flechas de pedernal y varios arcos había entre la palma y el tosco envarillado del techo. Noté la ausencia del ocote y Ramón me dijo: que no habiéndolo en la ardiente comarca lacandona, ni aun los ukes, que son los más cultos, se alumbran de noche. No había ningún animal doméstico a excepción de los perros; pero oímos el berrido de un cabro, quizá comprado en Sacluc. Después supe que habían traído una pareja, macho y hembra; pero que notando que hacían perjuicios en las sementeras, se habían comido el macho y estaba en capilla la hembra. -¿Cuántos son los hombres de la tribu?, pregunté a Ramón. -Grandes sólo hay tres: Juan que es el jefe, José su hermano y un sobrino de éstos como de dieciocho años. -¿Y las mujeres? -Am én de la familia menuda, sólo son tres que usté ve. La más vieja, esposa de Juan, es María Couoh, comprada por su marido a la tribu couohes en cambio de una canoga. La de la milpa es mujer de José, y la muchacha, que tanto le gusta a Norberto, es hermana del joven ya dicho, los dos matrimonios tienen hijos y ya ve usté esa partida de patojos que juyeron con los chuchos por entre la milpa cuando salimos al patio. -¡Y sólo una mujer tiene cada hombre! ¡Yo esperaba un serallo! -N o lo dejan de pereza, pero ya le he dicho que les quitaron las muje­ res robadas y que están en guerra con las demás tribus, y es por eso que no tienen más esposas y que no se ha casado el muchacho. -¿Sabes que yo esperaba hallar algunos ídolos, a pesar de los capu­ chinos? -N o dude usté que los tienen; pero, la llevan de poblanos y los escon­ den en el monte. Éstos son cristianos de mentira. No hallará su mercé ni una cruz, ni un santo y también inoran todo lo que sabe mi amo Cuestas. Un ruido entre las cañas interrumpió la conversación. Volví la vista y apareció a poca distancia de nosotros un salvaje como de cuarenta años, atlético, metido en su costal blanco, el pelo largo y

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mechudo, algún bigote sobre los robustos labios, nariz notablemente grande y aguileña; frente espaciosa, sin la depresión que produce el mecapal, mirada a la vez maliciosa y franca, andar de cazador, llevando en una mano el arco y la flecha y colgando de la otra el cadáver ensangrentado de un tepeizcuinte. Era Juan Uk, que llamado quizá por los niños, venía seguido de éstos y de los perros. Sin hacernos caso a nosotros, se fue en derechura a Sarmiento y enfren­ tándosele garbosamente, le dijo en mal español, pues ya hemos dicho, aunque lo omitió el cajista, que los capuchinos les habían enseñado a expresarse en esta lengua: -¿Vino sal? -No, pero te traigo amigos y un bobo. -¿Quiénes son? -M i patrón don Eduardo Rockstroh, dijo Sarmiento señalándome, y los demás que lo acompañan. -¿Tiene Eduardo el corazón malo? -Es hombre de buen corazón. -¡Quién sabe!, dijo el salvaje sacudiendo su melena y viendo para el cielo. -Quiere ser tu amigo, acentuó Sarmiento. -Tomá, me dijo el salvaje volviéndose bruscamente y entregándome el tepeizcuinte que había cazado. Dile las gracias y saqué de mi ridículo un espejito, algunas cuentas y un papel de alfileres; que le entregué como gaje de amistad. Tomó el espejo; se vio y notándose una cana, se la arrancó furioso, gritando: -¡Se muere mi pelo! Echó a correr en seguida hacia la choza de las ingratas, y les dio las baratijas, hablándoles en maya. Ellas vinieron en seguida a buscarnos y se insinuaron haciéndonos el garboso y elegante saludo lacandón que consiste en doblar el brazo derecho aproximando la mano sin tocarlo, y señalando en seguida con toda ella a la persona, objeto de la cortesía. No les entendí por supuesto una palabra de su jerigonza, pues en la Lacandonia hay la especialidad de que las mujeres son menos instruidas que los hombres, sin que el viajero pueda darse cuenta de las causas, y aquellas señoras, a pesar de que en sus ojos chispeaba el mismo espíritu que en el caballero Juan, vivían quizá tan abrumadas por las faena domésticas que no habían aprendido el castellano.

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Pero sí logré hacerme entender por señas. La joven era para la mímica más lista que las viejas. ¡Oh!, ¡las señas!, ¡las señas! ¡Qué gran recurso es ese idioma mudo!... Las tres Marías; pero no, las tres Parcas, me llevaron por la mano a la choza y me obsequiaron una tortilla agria, hecha de masa bárbaramente molida, obligándome a comerla con miel. José Uk vino en seguida. Es algo parecido a su hermano y contará treinta y cinco años. Me dijo que los chuchos servían para cazar y para espantar los tigres y él fue a amarrarlos en la choza que les está destinada. Los niños fueron entrando en confianza y me formaron rueda silen­ ciosamente, observándome de hito en hito ni más ni menos como si se hubiera tratado de un animal curioso. Quise acariciar a uno de ellos como de diez años, y me mordió y arañó lacandonamente. Los demás emprendieron la fuga, tomándome quizá por antropófago. Todos aquellos niños y las mujeres así como los hombres, tenían un rasgo distintivo en la fisonomía que vi después reproducido en las varias tribus: la nariz recta, prominente, aguileña, de tal manera que si alguna vez se edifica una ciudad lacandona, conste que en mi opinión, debe llamar­ se Narizópolis. Pasamos gran parte del día en las chozas de los ukes. Por la tarde regresamos al Río de la Pasión, acompañados largo trecho por nuestros dos nuevos amigos que, a costa de los pájaros, nos dieron repetidas pruebas de su destreza en el manejo de la flecha. Se despidieron de nosotros, prometiéndonos ir a vernos al siguiente día y continuamos solos nuestro camino. Serían las cinco de la tarde cuando llegamos al atracadero. Grande fue el gozo de Calmenatc; pero no tanto como el júbilo de mi buen Trinidad. Cocón saltaba de placer, nos contaba para ver si estábamos cabales y volvía a contarnos y nos examinaba de pies a cabeza como para conven­ cerse de que habíamos regresado íntegros. Los guardianes no habían perdido el tiempo: las champas, especie de tiendas de campaña, formadas de palmas, estaban hechas y podíamos des­ cansar. Mi tienda se alzaba en medio de todas y a orillas del río. Entré en ella y escribí en mi libro: "Los ukes son la penumbra de la barbarie, el último clareo de la civilización; yo quiero ver la sombra."

Capítulo 7

Encuentro en Yaxchilán, 1882 DÉSIRÉ CHARNAY, explorador

r u i n a s de Yaxchilán, igual que las de Bonampaky Palenque, constituyen una de las atracciones turísticas más importantes de la Selva Lacandona. Conocidas y visitadas por los indios lacandones desde hacía siglos, por primera vez fueron descritas en 1873 por el guardabosques tábasqueño José Luis Valay en un informe dirigido a su jefe, el subinspector de bosques nacionales, con sede en la ciudad de San Juan Bautista (actualmente Villahermosa). En 1881 el sitio fue "descubierto" por el ingeniero alemán Edwin Rockstroh (capítulo 6), quien le puso el nombre de Menché Tinamit, en honor a Bool Menché, el cacique supremo de los lacandones. En marzo de 1882, otros dos exploradores visitaron las ruinas, el inglés Alfred Maudslay y, con dos días de diferencia, el francés Désiré Charnay. Fueron ellos los que después dieron a conocer el sitio arqueológico al público euro­ peo interesado. Desde entonces Yaxchilán ha sido visitado por toda una serie de estudiosos, entre los cuales hay que destacar a Teobert Maler, quien en 1897 realizó la primera inspección minuciosa de los edificios y a Sylvanus Morleyysu equipo, quienes en 1931 hicieron la primera descripción detalla­ da de los monumentos escultóricos y efectuaron un levantamiento topográ­ fico del sitio. De 1908 a 1972, las ruinéis quedaron dentro de un predio de 772 hectáreas, llamado La Garganta, que fue propiedad de la empresa Valenzuela (1908-1924), después de la Sucesión Valenzuela (1924-1951), y finalmente del señor Gonzalo Arangaiz Cayosso, accionista de la Compa­ ñía Maderera Maya (1951-1972). Desde 1972 se encuentran dentro de la llamada Zona Lacandona, que por decreto presidencial se tituló enfavor de la comunidad lacandona. De todas las visitas a Yaxchilán, la de Désiré Charnay es la más dramá­ tica. ¡Imaginemos al ilustre exploradorfrancés arribando a su destino para enterarse de que un joven inglés desconocido había llegado dos días antes y estaba paseando por las ruinas como si fueran suyas por simple derecho de descubrimiento! Afortunadamente para Charnay, Alfred Maudslayfue todo un caballero, y los dos arqueólogos se despidieron como buenos

Las

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amigos. Désiré Charnay narró ese memorable episodio en su libro Les anciennes villes du Nouveau Monde, publicado en París en 1885. Lo pre­ sentamos aquí en una traducción española hecha por TeresaMedina y publi­ cada en el libro Yaxchilán: Antología de su descubrimiento y estudios (1986, pp. 35-55). Su editor, Roberto García Moli, amablemente nos dio permiso de transcribir parte del texto (pp. 35-40). El paso Yaxchilán no es más que un punto geográfico para indicar un lugar dado, situado en la orilla derecha del Usumacinta y que marcaría la frontera entre México y Guatemala. Llegamos ahí hacia la tarde después de una larga jornada, fatigados por toda una semana de camino a tra­ vés de la selva; la noche llegó de tal manera que apenas tuvimos tiempo de descargar las muías y darles su comida de cada tarde. tina vez descargadas de sus fardos, y con la seguridad de un reposo de varios días, bajaron alegremente la escarpada orilla para remojarse en las aguas del río y revolcarse a gusto en la caliente arena de la ribera; las observaba retozar cuando al contarlas vi que una de ellas no respondía al llamarla. Era justamente la muía que cargaba el material de vaciado: la pobre bestia, cubierta de terribles heridas, debía estar acostada y medio muerta en alguna parte de la selva. Le avisé al encargado de las muías, quien pareció tomar el accidente bastante a la ligera. Llamó, como de cos­ tumbre, a algunos indios, rogándoles que regresaran sobre sus pasos con el fin de encontrar a la ausente y conducirla al campamento; pero estos señores se hicieron los sordos, y como yo insistía me dijeron claramente que la noche ya llegaba, que la selva era menos segura y que la oscuri­ dad haría su búsqueda vana, que sería mucho más fácil encontrar a la bestia por la mañana. Por tanto, quedamos de acuerdo en que irían a bus­ carla a la mañana siguiente, a primera hora. Mientras tanto limpiamos el lugar donde debíamos descansar; prendi­ mos el fuego para hacer la cena y la noche vino sin que se hubiera tenido tiempo de instalar el campamento. No habíamos tenido ninguna noticia de nuestros hombres de vanguardia, los fabricantes de canoas. Me acosté sobre mi cama de campo, ligeramente inquieto por la pérdida de la muía y la ausencia de los hombres. Estuve alerta por el zumbido agudo de los mosquitos y los alaridos de los monos; dormía con un ojo abierto; hacia la mitad de la noche agucé el oído ante el ruido de un paso fuerte y acom­ pasado en la espesura de la selva; este ruido cesaba a intervalos para volver algunos instantes después, como el ruido de un ser al acecho, que buscaba sorprender una presa. Desperté sobresaltado y me levanté; comprobé que

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los pasos del desconocido se aproximaban sensiblemente hacia nosotros; y no estaba más que a unos diez metros del lugar donde dormía Julián, mi criado, cuando uno de los indios se puso a gritar: ¡al tigre! Este tigre no era más que un jaguar, pero en la selva y para una noche oscura éste es siempre un mal encuentro. Tomé entonces mi arma, un rifle de corto cali­ bre, y tiré en dirección del intruso, que se alejó sin tardar. Esta aventura nos puso en guardia y fue necesario que dispusiera encender fuego cada tarde, que se mantendría vivo toda la noche. A la mañana siguiente los hombres pusieron manos a la obra para instalar definitivamente nuestro albergue, el cual, una vez terminado, no carecía en absoluto de cierta dis­ tinción; otros hombres emprendieron la búsqueda de la bestia extraviada la víspera, la cual encontraron a dos leguas de distancia, echada, con su carga sobre el lomo y medio muerta de fatiga, sed y hambre. Los hom­ bres la liberaron de la carga, que se dividieron entre ellos, pero para la infeliz bestia esto no fue más que un corto instante de reposo, pues el caza­ dor que acompañaba a la tropa mató un jabalí muy bonito, que la pobre muía tuvo que llevar al campamento. La llegada del jabalí fue recibida con exclamaciones de alegría; se tra­ taba de carne fresca y por mi parte pensé que tendríamos comida para algu­ nos días. Pero no contaba con el apetito de mis hombres, porque apenas depositado en el campamento al instante fue desollado, destazado y pues­ to a asar; para ese medio día no quedaba más que el recuerdo: la enorme bestia había sido consumida como si se tratara de un conejo. Felizmente la selva era pródiga en caza y podríamos renovar muchas veces la pequeña fiesta. Hacia el medio día, cuando nuestros indios habían terminado de almorzar, llegaron los canoeros atraídos por los tiros de fusil y los gritos sus compañeros. Me informé ansiosamente de su trabajo y dónde estaba la canoa que fabricaban. El maestro carpintero me respondió, con un aire sumamente apenado, que todavía no terminaba, que habían derribado varios árboles cuyos troncos eran inadecuados para construir la canoa, que había sido mala suerte y no era su culpa, pero que en pocos días finali­ zarían la labor. Después seguí a mis hombres a su talla de carpintería, que habían instalado más o menos un kilómetro río abajo. Ahí encontré, en efecto, dos árboles derribados: uno estaba tallado con el hacha y tenía la forma vaga de una canoa, pero su interior todavía estaba intacto; y si estos infelices habían requerido de seis días para obtener tal resultado com­ prendí que serían necesarios más de ocho para lleva a cabo la obra. Me di cuenta que había sido engañado y que estos miserables se habían conten­ tado con cazar, pescar y vivir bien, sin inquietarse en lo más mínimo de

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mi expedición que se encontraba comprometida. Ocho días de retraso era la ruina, porque a pesar del racionamiento las provisiones se agotaban de modo visible, pues aunque las hubiese calculado para 40 días se volvía muy claro que no durarían más de 20. Entonces regresé al campamento suma­ mente inquieto y sin saber qué hacer; podía regresar siguiendo la orilla del río frente a las ruinas, que se encontraban del otro lado sobre la margen izquierda. Se tendría que abrir un sendero en plena selva, de 18 a 20 kiló­ metros y al llegar a las ruinas hacer una balsa para atravesar el río; pero en este caso no podría llevarme más que parte de mi material; además, .querrían seguirme, los hombres? Los hombres y las muías estaban con­ tratados para el Paso Yaxchilán y no irían ni un paso más allá, ya que mantienen su compromiso cuando les interesa y aborrecen por encima de todo un aumento de tarea. Yo estaba ahí, frente a ese río de aguas rápidas cuyo lecho tiene 200 metros de ancho, con el pensamiento puesto en las cinco leguas que me separaban del final de mi viaje, cuando río arriba vi asomarse un barquichuelo conducido por un desconocido. Estaba vestido con una larga túnica blancuzca y se dejaba llevar por la corriente del río, cobijándose majestuosamente con una gran hoja de palma. Pero en cuanto nos vio el lacandón, pues era lacandón, empuñó su remo y se dio la media vuelta. Por fortuna uno de los hombres hablaba maya, y llamó al indio del cayuco prometiéndole mil cosas si venía con nosotros. El buen hombre se acercó y frente a mis ojos tuve al tipo singular que aparece en nuestro grabado. Se trataba de un viejo delgado que portaba muy dignamente su gran túnica con mangas largas, y después de trepar la escarpada orilla, sonriendo, vino a estrecharme la mano; después penetró en el campa­ mento lanzando a diestra y siniestra miradas temerosas. Además de su túnica, hecha con una burda tela de algodón, pero bastante suave, lleva­ ba alrededor de la cabeza un pedazo de tela del mismo material, que quizá disimulaba su calvicie; de su cuello colgaba un enorme collar compuesto por 20 hileras de granos, perlas de vidrio, diente de perro y algunas mone­ das perforadas; sostenía en la mano su arco y flechas. Afortunadamente era un jefe lacandón, a quien mostré los presentes destinados a él y los suyos si quería llevarnos: todo un conjunto de hachas, machetes, cuchi­ llos, sal y anzuelos. El viejo estaba maravillado: "Oh -decía- claro, por supuesto, él llevaría a mis gentes." Mi intérprete le preguntó si tenía canoas para prestarnos. Tenía dos, de suerte que aquellos de mis hombres que hablaban maya se fueron de inmediato con él para traer los dos barquichuelos. Era poco pero mejor que nada; se embarcarían dos o tres en cada

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canoa y haríamos varios viajes. Si no podía llevar el material de vaciado llevaría mis aparatos, y tomaría las fotografías de los templos y palacios. Me consideraba casi salvado, lo iba a estar totalmente, ¡pero a qué precio! Al día siguiente tuvimos buena suerte por partida doble; en la mañana maté un jabalí, un guaco de cresta negra y media docena de aras rojos, cuya colonia se había establecido cerca de nuestro campamento. Para noso­ tros las aras son correosas e incomestibles, pero los indios las devoran a dentelladas. Separamos las plumas para los lacandones, que las utilizaban en las bardas de sus flechas, y nosotros guardamos los canutos, que nos servían de mondadientes. Mientras tanto esperaba con impaciencia la llega­ da de los cayucos, aislado, en orilla del río, cuando de repente apareció una canoa bastante grande que llevaba tres hombres. ¡Y no eran en absoluto salvajes! ¿De dónde regresaban? Una terrible conjetura me atravesó como lanza. Estos hombres pertenecían a otra expedición ¡que se me había adelan­ tado! Era el resultado de nuestras largas esperas en Tenosique. Llamé al canoero, quien se acercó, y supe por estos individuos que venían de buscar comestibles con los lacandones, río arriba, pero que no habían encontrado más que tomates e iban a reunirse en las ruinas con un tal don Alfredo. -¿Q.ué don Alfredo? -pregunté a uno de los hombres. -Pues... -respondió- es don Alfredo. -Bueno, bien, ¿pero qué hace allá en las ruinas? -Se pasea. -¿Cuántos son ustedes? -Somos 16 y ya no tenemos víveres. -¿Tienen otra canoa? -Sí, tenemos una grande. -¡Bien! -dije-, yo tengo víveres. Después llamé a los hombres e hice que llevaran a la canoa medio jabalí, un costal de tasajo, arroz y bizcochos. -Aquí hay víveres para ustedes y su patrón, se van a llevar tres de mis gentes y le ruegan a don Alfredo que me envíe mañana su gran canoa. Aquí está mi carta que le entregarán. Vayan y regresen lo más pronto posible. Éste es, pensé, un encuentro bueno y malo: yo estaba atado de manos y ese desconocido obstaculizado por el hambre. Ambos íbamos a jugar a la fábula del ciego y el paralítico: "usted caminará por mí y yo lo alimen­ taré". Era para tener buen semblante y sin embargo estaba profunda­ mente entristecido.

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Désiré Charnay acampando fronte a Yaxchilán, 1882. (Grabado en Les Anciennes Villes du Nouveau Monda, 1885.)

A la mañana siguiente, antes de partir, me ocupé en el campamento de los preparativos, y en la tarde todo estaba listo; pero no contaba con la fiebre, que ya había encamado a varios de mis hombres y que me afectó justamente en la mañana del embarco. El acceso fue de los más violen­ tos: estuve delirando y permanecí hundido en una postración completa. Sin embargo, no podía perderme la salida, y tan pronto se calmó el acceso tomé una fuerte dosis de quinina y reposé dos horas sobre la tierra des­ nuda. Cuando llegó la canoa aún me encontraba en un estado lamenta­ ble; cuando mis hombres me vieron decidido a embarcarme quisieron oponerse, pues suponían que no regresaría más. Sin embargo, hice que me llevaran a la canoa, donde se acomodó el material y los víveres y seis de nuestros indios que se embarcaron con Lucien. Dejé a los otros en el cam­ pamento bajo la guardia de Julián. Después nos lanzamos a la corriente; brújula en mano mi secretario continuaba el trazo de los meandros del río. En cuanto a mí, tenía la cabeza perdida: con ambas manos apoyadas en los bordes de la canoa, apenas podía sostenerme. Agobiado por el calor y deslumbrado por la luz veía azul, negro o amarillo, y apenas distinguía las altas orillas arenosas y la espesa vegetación que bordeaban el río, las rocas y los rápidos distribuidos a lo largo del curso.

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Después de tres horas de malsana navegación una fuerte corriente nos llevó frente a un enorme montón de piedras, especie de monumento voti­ vo colocado sobre las rocas a la orilla izquierda del río: una construcción indígena que resistía desde hace muchos siglos los torrentes de las grandes crecientes. Habíamos llegado. En Tenosique me habían hablado de este monumento como si fuera una antigua cepa de puente, pero tal hipótesis era imposible de admitir al ver este sólido, aunque burdo, amontonamiento de piedra. Además, el río era demasiado ancho y por lo que nosotros sabemos una obra tal está muy por debajo del genio indio como para podérselas atribuir; hubié­ ramos admitido esta suposición de haber encontrado, ya fuera enmedio del río o sobre la otra orilla, los escombros de otro montón de piedras, pero no había nada similar. Las canoas debían servir para el ir y venir de la población. Pero la ciudad lacandona estaba escondida ahí, bajo la som­ bra de los grandes árboles y el corazón me latía muy fuerte al subir la orilla escarpada. Entré a la selva guiado por un indio de los que encontra­ mos en la orilla y me puse a buscar a don Alfredo. De derecha a izquierda las ruinas se presentaban a mi vista extrañas, casi nuevas en su disposición general, pero palencanas por la arquitec­ tura, los detalles y la decoración. Volví a subir por el río, me alejé 300 metros más y vi venir a mi encuentro a un gran hombre rubio, joven, que reconocí a primera vista como un inglés y un caballero. Nos dimos la mano; le habían entregado mi carta y conocía mi nombre; me dijo el suyo: 'Alfred Maudslay, de Londres"; como quedé algo sorprendido y descon­ fiado, Maudslay adivinó mi pensamiento y me dijo: -N o tenga sospechas en absoluto de mi presencia; un accidente hizo posible que llegara a estas ruinas antes que usted, como otro accidente lo hubiera hecho llegar a usted antes; de ninguna manera soy un rival y usted no tiene nada que temer. No soy más que un simple aficionado que viaja por su gusto; usted es un erudito y la ciudad le pertenece: bautícela, explore, fotografíe, tome moldes, aquí está usted en casa. No tengo la inten­ ción de escribir o publicar algo. A propósito, no me mencione y guarde esta conquista sólo para usted; y ahora déjeme guiarlo, le he preparado un palacio y su morada le está esperando. Estaba profundamente conmovido por tal delicadeza, pero no podía aceptar el ofrecimiento de mi generoso compañero de viaje y comparti­ remos amigablemente la gloria de haber explorado esta nueva ciudad. Vivimos juntos en esta ciudad donde trabajamos, partimos juntos y, cosa rara, ambos nos separamos convencidos de que nos habíamos pres­ tado el uno al otro más servicios de los que en realidad nos dimos.

Capítulo 8

Una visita al lago Pethá, 1898 TEOBERT MALER, explorador

TtoBERT M a l e r nació en Roma en 1842 de padres alemanes. Hizo estudios de arquitectura e ingeniería en Karlsruhe. A los 21 años de edad se estable­ ció en Viena, donde adoptó la nacionalidad austríaca. En 1864 se enroló en el cuerpo voluntario que Maximiliano de Habsburgo llevó consigo a México para reforzar al ejército imperial. Participó en casi todos los com­ bates que las tropas imperiales libraron contra los republicanos. Ya en ese tiempo le fascinaba el México indígena, primero en Oaxaca, en Chiapas después. Fue tal la impresión que llevó de una visita a las ruinas de Palen­ que en 1877, que decidió quedarse en México para dedicar el resto de su vida a la arqueología maya. Regresó a Europa, donde se quedó seis años, de 1878 a 1884, para liquidar su herencia y prepararse lo mejor posible para su futuro oficio. En 1884fijó su domicilio en Mérida. Desde entonces, hasta su muerte en 1917, exploró sistemáticamente las ruinas de Yuca­ tán, Chiapas y El Petén guatemalteco. Para realizar este proyecto no sólo soportó enfermedades y privaciones, sino también sacrificó la fortuna heredada. Teobert Maler recorrió la península de Yucatán de 1887 a 1894. Después realizó cuatro expediciones a El Petén y a la Selva Lacandona, la primera a expensas propias, las demás patrocinadas por el Museo Peabody de la Universidad de Cambridge, Massachusetts. Viajaba acompañado por unos pocos ayudantes que despejaban los edificios cubiertos por la exuberante vegetación para permitirlefotografiar lasfachadas y paredes ocultas duran­ te siglos. Fueron sobre todo las magistrales fotografías, sacadas a menudo bajo difíciles condiciones y reveladas en el lugar mismo, las que hicieron la fama de Maler. Pero de igual calidad fueron los innumerables dibujos y planos arquitectónicos que trazó durante sus viajes y las descripciones minuciosas que hizo de los sitios visitados. Estas últimas, bajo el título de "Exploraciones e investigaciones", se publicaron, entre 1901 y 1908, en las Memorias del Museo Peabody.

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Ofrecemos por primera vez en traducción española el capítulo v de la obra Researches in the Central Portion o f the Usumasintla Valley (19011903, pp. 22-40), en la cual Teobert Maler narra la expedición que hizo en 1898 al poco conocido pero hermoso lago Pethá, en la parte norte de la Selva Lacandona. Es un documento degran valor, porque combina admira­ blemente los datos arqueológicos con observaciones antropológicas sobre los lacandones e información valiosa sobre las monterías de la región. Después de explorar el camino que va de Chinikihá a Palenque, creí nece­ sario regresar a mi cuartel general de Tenosique para organizar una segunda expedición, esta vez con el exclusivo fin de redescubrir el olvidado lago de Pethá. Después de reclutar a gente nueva y conseguir bastimento fresco, a mediados de agosto de 1898 salí por segunda vez a la montería La Reforma, en donde había dejado mi equipaje. La temporada de lluvias ya había empezado con toda fuerza, las veredas estaban empapadas y todos los ríos y arroyos crecidos. No obstante, aun en esta época el tiempo a veces puede estar muy bueno. La primera parte del camino, que fue construido por la negociación Romano para conectar La Reforma con Tzendales y que atraviesa todo el desierto, está en pésimo estado, porque los trabajadores no encontraron un suelo fírme y pedregoso, sino tierra margosa negra. Este suelo está tan lodoso durante todo el año que ni siquiera los constructores mismos se aventuraron a pisar el camino con sus caballos y muías. Por lo tanto, el viajero se ve obligado a tomar las tortuosas veredas que salen de los cam­ pamentos madereros abandonados y sólo dar con el camino de Tzendales en donde éste cruza el Río Chocolhá. Nosotros también seguimos la práctica general, y cuando, el 2 7 de agosto, estuve listo para salir de La Reforma con mis hombres y muías, después de cruzar el Chinikihá tomamos el sendero angosto que lleva a la montería abandonada El Clavo, que está a una distancia de tres leguas de La Reforma. Allí las champas desamparadas nos ofrecieron un abrigo suficiente contra la lluvia de la noche. A l día siguiente, a pesar de los caminos miserables, lodosos y a veces también montañosos, llegamos al Chocolhá, en donde las monterías veci­ nas mantienen a un barquero que cruza a los viajeros en un cayuco. Este paso se llama La Culebra y está a unas cinco leguas de El Clavo. Pero a unos tres kilómetros antes de llegar al Chocolhá, nos vimos obligados a vadear, con gran dificultad, al muy crecido Río Chancalá, puesto que allá no había cayuco. En La Culebra encontramos protección contra la lluvia de la

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noche en un galerón, situado en la ribera izquierda. La champa del bar­ quero se encontraba en la orilla opuesta. En la mañana del 29 de agosto, cruzamos el Chocolhá por medio de un gran cayuco que cargó con nuestras muías. Desde allí tomamos el camino de Tzendales, que se encontraba en pésimas condiciones, además de ser muy montañoso. Finalmente tomamos una vereda a la derecha y cerca del anochecer llegamos a la montería Las Tinieblas, recientemente establecida en la orilla derecha del Chocolhá Superior. Este campamento era entonces el punto más avanzado para los que deseaban viajar al lago Pethá. Estimé la distancia de La Culebra a Tinieblas en cinco leguas. Las Tinieblas es una sucursal de la gran empresa maderera Troncoso Cilveti y Cía., que hace poco inició la explotación de madera a lo largo del Chocolhá y cuyos privilegios se extienden hasta las inmediaciones del lago Pethá. Después de explicar al encargado de la montería el objeto de mi viaje, acordamos enviar, al día siguiente, un mensajero al administrador de la concesión, el señor Cayetano Irigoyen, quien afortunadamente se encon­ traba en ese momento en la montería vecina La Ilusión y se había ente­ rado de mis planes cuando estuvo en Tzendales. A su debido tiempo, recibí del señor Irigoyen la siguiente respuesta: TYoncoso Cilveti y Cía. Corte de Maderas Preciosas Chiapas La Ilusión, Agosto 30 de 1898. Señor don Teoberto Maler, Montería Las Tinieblas. M uy señor mío Correspondo con gusto a su atenta de hoy en la que me pide un prác­ tico para su excursión a la laguna Pethá. Obsequiando sus deseos, mañana irá nuestro dependiente Francisco Guillén para acompañarlo, aunque sus conocimientos prácticos en esos lugares no son m uy precisos, pero sí creo suficientes para llegar bien al punto deseado: pues las mensuras de los terrenos de esta casa, en cuya apertura estuvo él, se aproximan a unos pocos kilómetros de la laguna. Deseando le sea satisfactoria su visita a estos desiertos, me repito su afectísimo amigo y servidor. Cayetano O

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Tinieblas ocasionalmente es visitado por lacantunes que viven en la cercanía y venden a los empleados primorosos arcos y flechas, pájaros exó­ ticos y otros artículos más. Sin embargo, nadie de la gente de aquí tiene la mayor idea de dónde estaba situado el lago Pethá y cómo se podía llegar a los poblados indígenas. Como de costumbre interrogué estrechamente a los hombres sobre si en sus exploraciones madereras o en sus cacerías habían encontrado ruinas. Declararon unánimes que nunca habían visto rastros de ruinas en los bosques de la región. El señor Guillén llegó el 31 de agosto y con él discutí todos los detalles de nuestra expedición. Como yo estaba completamente preparado, pudimos salir de Las Tinieblas al día siguiente, el primero de septiembre. Dejamos, por supuesto, los caballos y las bestias. Éramos seis personas. Llevamos sólo una pequeña cámara (de 9 x 12 centímetros) y las provisiones más nece­ sarias. Todos íbamos armados. Siguiendo una vereda, de nuevo dimos con el Camino de Tzendales, en un lugar llamado San Antonio, en donde un gran galerón invitaba a descansar. Pero como San Antonio a penas está a dos leguas de Tinieblas, continuamos y pusimos nuestro campamento cerca de un arroyo, como a una legua de El Espejito. En el camino encontramos a unos hombres con una recua que venían de Tzendales. Llevaban también a varios mozos amarrados, los cuales habían cometido un horrible asesinato doble en Tzendales. El 2 de septiembre, a temprana hora, llegamos al paradero El Espejito, que dista de San Antonio unas cuatro leguas. Aquí decidimos apartarnos del Camino de Tzendales y, dando vuelta a la derecha, meternos en la selva en dirección sur sureste. Pronto tuvimos que vadear un tributario nada insignificante del Chocolhá. Lo hicimos aprovechando las formaciones de roca caliza que cubrían el lecho ribereño. A unos pocos pasos de ese lugar, a nuestra gran satisfacción, encontramos una vereda indígena que llevaba exactamente la misma dirección que la que nosotros habíamos pensado tomar. Convencidos que esta senda tenía que llegar a algún lugar, la segui­ mos cosa de dos leguas por cerros y cañadas. Finalmente llegamos a un vado en el Chocolhá Superior (ribera derecha), en donde, según todas las apariencias los lacantunes acostumbraban cruzar el río. En este punto el río corre sobre un extenso lecho de roca caliza y forma una pequeña caída de agua, de metro a metro y medio de alto. En la tem­ porada de sequía, los indios probablemente cruzan el río caminando por el borde de la caída, pero en este momento el río estaba tan crecido que tal

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procedimiento era del todo imposible. Acampamos en una terraza cerca del río, erigiendo una pequeña champa de hojas de palma para pasar la noche. Después tumbamos varios árboles pequeños de madera ligera, los corta­ mos en seis largos pedazos y los amarramos fuertemente con bejucos muy resistentes. Terminada nuestra pequeña balsa, decidimos intentar cruzar el río un poco más abajo de la cascada, en un punto donde el río forma unos grandes y hondos charcos. El más experto de mis hombres, armado con una larga pértiga y un gran rollo de bejuco, valientemente se puso encima de la balsa y alcanzó, sin mayor problema, la ribera opuesta. La improvisada cuerda de bejuco ahora estaba firmemente sujetada a las dos orillas. Yo había pedido al hombre que buscara cuidadosamente en la ribera opuesta si los indios hubieran escondido algún barquito entre los árboles. A penas hubo tocado la orilla, anunció con un grito de júbilo que había encontrado un excelente cayuco nuevo. Desató la barca, entró en ella y la trajo a nuestra ribera. La balsa, ahora inútil, fue abandonada a la corrien­ te del río. El cayuco estaba hecho de un árbol de caoba. Lo amarramos firme­ mente a un tronco, pues temíamos que fuera arrastrado por una crecida del río durante la noche. El hallazgo de este cayuco fue la segunda buena suerte que nos tocó en nuestra expedición a Pethá. Ya no hubo que hacer más. Cocinamos una excelente Crax rubra que habíamos cazado en el camino. Durante la noche llovió invariablemente. En la mañana del 3 septiembre, después de cruzar el río tres veces, el paso del Chocolhá estuvo vencido. Amarramos el pequeño cayuco lo más seguro posible a los árboles de la orilla izquierda, para que nos pudiera ser­ vir al regreso. A sólo doscientos pasos del lugar en donde habíamos cruza­ do el río, vimos una champa bien construida, sin paredes, y cerca de ella otra más pequeña para cocina. Varios utensilios, fabricados de barro, esta­ ban tirados en el suelo. A una corta distancia vimos el claro en donde se había tumbado la caoba y fabricado el cayuco. Numerosos senderos salían de la champa en todas las direcciones, lo cual nos confundió grandemente, pero fieles a nuestros propósitos de caminar siempre hacia el sur-sures­ te, tomamos la vereda que parecía corresponder mejor a ese rumbo. Esta decisión después se vio que fue muy acertada. Caminamos sin interrup­ ción, cruzando varios arroyos y también, a la izquierda, un importante tributario del Chocolhá. La selva se puso más salvaje y montañosa, pero convencidos que la vereda tenía que llevar a alguna parte, la seguimos cues­ ta arriba y cuesta abajo, aunque a menudo era a penas visible. Cerca del

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mediodía, como ya estábamos muy cansados, hicimos una breve parada para descansar y comer. Después seguimos a pesar de los fuertes aguace­ ros que nos mojaron hasta los huesos. Ftor fin llegamos a una pequeña milpa, sembrada en medio del bosque. Fue la primera señal de que estábamos cerca de un poblado indígena. Dejó de llover. Avanzamos con cuidado. Bajando la última cuesta, de repente, una superficie plateada brilló entre las ramas oscuras de los árboles. Unos pasos más, y la vereda terminó en la orilla del lago Pethá. Tres cayucos esta­ ban amarrados a los árboles, los remos se encontraban escondidos en las ramas. Esto fue la tercera suerte que nos tocó durante nuestra romántica excursión a Pethá. En verdad, ¡qué sentido hubiera tenido para nosotros llegar a la orilla del lago sin posibilidad de navegar lo! Previendo lluvia durante la noche, inmediatamente nos pusimos a construir una gran champa cerca del agua, cubriéndola lo mejor posible con hojas de palma y piezas de manta. Colgamos nuestras hamacas y pronto el bienvenido descanso nos hizo olvidar las penalidades del día. Desde el Río Chocolhá, hasta la orilla septentrional del Lago Pethá, la distancia probablemente no era más de cinco o seis leguas, pero como la vereda estaba dividida por la maleza tuvimos que utilizar frecuentemente nuestros machetes para abrirnos camino. Ya estaba cayendo la tarde. Todo estaba bien. Disfruté del glorioso panorama que ofrecía el lago: una cuen­ ca casi circular con un diámetro de más de dos kilómetros. En la lejana orilla meridional, enfrente de nuestro campamento, una imponente cas­ cada caía en el lago y el ruido del agua llegaba a nosotros desde lejos. Unas serranías bajas bordeaban la orilla meridional y en el trasfondo se eleva­ ban las cumbres de la Sierra Madre, rumbo a Ocotzinco, según nuestra apreciación. De repente mis hombres me avisaron que un cayuco pasaba cerca de la lejana ribera meridional. Miré con atención en esa dirección y, en el mo­ mento en que el cayuco pasó frente a la cascada, distinguí claramente su negra silueta, nítidamente dibujada sobre el trasfondo blanco, con dos hombres parados en ella. El cayuco desapareció pronto en una de las ense­ nadas contiguas, cuya posición imprimimos en nuestra memoria. Éstos fueron los primeros seres humanos que vimos, pero los indios segura­ mente no habían logrado vernos a nosotros. Hice limpiar los dos mejo­ res cayucos y embarrar todas las junturas con arcilla. También mandé arreglar los canaletes, y el domingo del 4 de septiembre por primera vez remamos en nuestras embarcaciones tan afortunadamente adquiridas. En cada una viajaban dos personas, puesto que dos hombres se habían quedado en el campamento.

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La gente de Tenosique, por muy flojos que puedan ser en muchos aspec­ tos, demuestran una gran destreza en el agua. En verdad parecía que remar fuera el único oficio que les gusta, pues desempeñan todos los demás tra­ bajos con el mayor desgane. Cruzamos el lago en dirección de la cascada, por donde habíamos visto desaparecer el cayuco. A l lado derecho de la caída encontramos una pequeña caleta, escondida entre los árboles, a los cuales estaban amarra­ dos varios cayucos. Aseguramos también los nuestros y seguimos una vereda bastante pedregosa, tierra adentro. Después de caminar como media hora, llegamos a una milpa grande, en la que crecían, además de maíces muy altos, plátanos, papayos y caña de azúcar. Al borde de la milpa esta­ ba un grupo de casas. Nos acercamos, pero nadie vino a nuestro encuen­ tro y no hubo ladridos de perros. Un silencio mortal dominaba en todas partes. Entramos en las casas. Había dos grandes, que servían obviamen­ te como habitaciones, y en su alrededor varias pequeñas, que servían como cocina, recámaras y abrigos para pequeños animales domésticos. Todas estaban hechas de bajareque y cubiertas con hojas de palma. Las dos casas y las champas contiguas estaban llenas de enseres domés­ ticos de todo tipo y daban una idea muy completa de lo que la actual industria casera maya-lacantún produce a nivel de artículos de uso doméstico. Me pareció que jamás volvería yo a tener la oportunidad de examinar de tan cerca y, hasta en sus menores detalles, el instrumental doméstico de esta extraordinaria gente. Por eso, sin tardar, me puse a exami­ nar cada cosa, poniendo especial atención en los utensilios con dibujos que pudieran interpretarse como escritura, puesto que mis muchos amigos en Europa y en los Estados Unidos tenían particular interés en esta cues­ tión. Muchas ollas y cántaros estaban tirados en el suelo de las champas y también afuera. Todo estaba en gran desorden, como si los habitantes hubieran abandonado repentinamente sus propiedades. Las ollas y cazue­ las se parecían a las de los indios de Yucatán y Tabasco, y estaban hechas de un barro de color gris-pardo oscuro. Los cántaros eran de un acabado superior y estaban hechos de un barro de color gris-blanco más claro. Todos tenían la silueta fuertemente abultada, tan característica de los cánta­ ros de la África española. Muchos tenían dos asas cerca del cuello, pero algunos tenían una sola asa y además una pequeña cabeza de animal sobre­ saliente que servía como segunda. Aparte de estas cabezas animales la cerámica no tenía más dibujos o adornos. Un gran metate estaba puesto en una plataforma que descansaba sobre estaquillas y varios más pequeños se encontraban en su derredor.

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Algunas redes, repletas de jicaras para pozol y balché colgaban de las vigas de las casas principales, unas de ellas adornadas con bellos dibujos grabados, aunque no de carácter jeroglífico. El humo había dado a estas jicaras un hermoso color pardo oscuro. De las vigas colgaban también manojos de hojas de tabaco envueltas en hojas de plátano. Mis hombres no resistieron a la tentación de tomarse algunos para su uso. Varios arcos y flechas estaban colocados en los maderos de la base del techo o pendían de los postes verticales de las paredes. En algunas jicaras encontré resina, cera, hierbas aromáticas, semillas de maíz, cal, puntas de pedernal para las flechas y dientes de lagartos, probablemente destinados para los colla­ res de las mujeres. Entre los postes estaban clavados pequeños husos con hilo de algodón, pequeñas cucharas de madera, manojos de plumas y cala­ veras de pécaris, venados y monos. Hasta había algunos pedazos de ocote, que deben haber sido traídos desde cierta distancia; puesto que no hay pinos en los alrededores de Pethá. En una de las champas pequeñas encontré una jicara muy grande que servía como colmena. Por un lado tenía un diminuto agujero por donde las abejas entraban y salían. M i atención también fue captada por unas jaulas pajareras, primorosamente trenzadas con unos bejucos muy finos, en forma de pera y con pequeñas trampa-puertas, y por unas canastas de simple pero bella figura. Entre las pieles de pequeños mamíferos una de color amarillento con manchas pardas me impresionó, puesto que no pude identificar la pequeña criatura a la cual había pertenecido. Contra la pared de la champa mayor, había un tapesco ancho, puesto sobre esta­ quillas, que contenía una docena de los famosos sahumerios que lucen en la frente la carita de un dios. La mayoría de ellos estaban mucho más grandes que los que yo había hallado en los templos de Yaxchilán, pero menos finos y tan cubiertos con chapopote que su figura apenas se podía reconocer. Sabiendo cuán reacios son los lacantunes a que un extraño se acerque a sus dioses, aproveché la oportunidad de sacar los incensarios de la choza oscura y ponerlos en el sol para fotografiarlos con mi cámara, antes de ser sorprendido por los indios. Después de fotografiarlos, rápida­ mente los coloqué de nuevo en sus lugares. Unas matas de maíz, exuberan­ temente altas, rodeaban las champas, pero se había reservado un espacio para el bello simpalxóchitl amarillo y las espuelas, rojas con manchas blancas. También había una pequeña tabla con yerbabuena. Después de haber explorado detalladamente las champas, quisimos continuar nuestro viaje a fin de encontrar alguna vivienda ocupada. Desafortunadamente las veredas se ramificaban de tal manera y estaban

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tan poco marcadas que no supimos por dónde ir. Decidimos regresar a nuestro campamento, no sin llevarnos una provisión de elotes, que coci­ dos con sal son un alimento muy sabroso. Como pago dejamos un espejo y unos pañuelos de seda roja cerca de los sahumerios. Cuando pasamos por un gran hormiguero de tierra amarilla, le hice varias impresiones con mis zapatos, pensando que si los indios vinieran por este camino, sin duda se darían cuenta de que gente extraña había pasado por allí y tal vez querrían entrar en contacto con ellos. De nuevo sentados en nuestras endebles embarcaciones, visitamos el salto de agua y remamos lentamen­ te por enfrente de las isletas que pueblan esta parte del lago. Finalmente llegamos al campamento en donde los dos hombres de guardia mientras tanto habían mejorado en algo las champas y preparado nuestra cena. El 5 de septiembre, emprendimos una exploración exhaustiva del lago. Tomando ahora por la derecha, es decir siguiendo la orilla septentrional, llegamos a un canal escondido debajo de las ramas que colgaban de los árboles, a través de las cuales nos abrimos camino con bastante esfuerzo. Llegamos a otra cuenca muy pintoresca, de la cual sale un brazo largo y angosto en dirección noroccidental. También esta parte del lago está rodea­ da por todas partes de montañas. Una vegetación extraordinariamente bella cubre las orillas y en varios lugares se elevan peñas tajadas a una altura de veinte, treinta metros. Remamos a lo largo de esta extensión, examinando detenidamente las peñas para ver si no presentaban alguna pintura rupestre. La vegetación que crecía encima de esas rocas fantástica­ mente amontonadas, era verdaderamente asombrosa. Aquí se dan varie­ dades de orquídeas, bromelias y agaves que raramente pueden verse en otras partes. Además, en este preciso momento muchas plantas estaban en plena floración. Después de haber explorado esta cuenca, seguimos por el brazo trans­ versal, que asimismo contiene varias isletas y peñas, para entrar en una tercera cuenca, más grande que la anterior y situada todavía más hacia el occidente. Yo había traído mi pequeña cámara para tomar fotografías de los lugares más bellos, aunque estaba convencido que era imposible fijar en aquéllas la belleza incomparable de estas lagunas enmarcadas por una vegetación jamás tocada por el hombre. Pequeñas bandadas de aves acuáticas negras, llamadas cuervos de agua por mi gente, se levantaron acá y allá al acercarse nuestros cayucos. Curiosamente no vimos ningún pato u otra especie de ave de caza. Probablemente estas aves se van duran­ te la temporada de lluvias, porque el lago no tiene playa. Pero se me hace probable que patos, garzas y pelícanos frecuentan el lago en la época de

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sequía, cuando el nivel del agua ha bajado tal vez unos cinco metros y grandes porciones de la ribera hayan emergido del agua. El lago estaba profundo en todas partes, de manera que sólo utilizamos canaletes y nunca estacas. Regresando del brazo suroccidental, bordeamos la orilla meridional, pasando varias caletas, y llegamos a un pasaje extremadamente bello que nos condujo de nuevo a la cuenca principal. A lo largo de este pasaje, por el lado izquierdo, se elevaba también aquí una serie de peñas tajadas. Asi­ mismo las investigamos con la esperanza de encontrar pinturas rupes­ tres. Con gran alegría descubrimos tres. La pintura central me pareció ser la más interesante y la mejor conservada. A una altura de un metro o un metro y medio por encima de la superficie del agua (en septiembre), se veía un dibujo ejecutado con líneas negras muy claras. Lo interpreté como la representación de las fauces de un monstruo; el ojo estaba particularmen­ te visible en el acto de tragarse a un hombre, la cabeza primero. A la derecha (del observador) una cara grotesca venía saliendo de las volutas superiores, y a la izquierda, es decir por la espalda de la figura, la cabeza del monstruo terminaba en un tocado de plumas. El dibujo tenía cincuen­ ta y dos centímetros de alto y cincuenta y siete centímetros de ancho. Cerca de un metro arriba de esta pintura estaba pintado un hombre dimi­ nuto (alrededor de cuarenta centímetros de alto), asimismo de color negro pero de forma muy rudimentaria. Más arriba, un poco hacia la derecha, estaban pintarrajeadas grandes manos rojas. A la derecha de la pintura central, medio borrado por los aguaceros y la exuberante vegetación, a unos tres metros y medio encima del nivel del agua, se discernía el dibujo de un pie, pintado de color amarillento sobre un fondo rojo, es decir la suela de un pie, con los dedos hacia arriba. Enci­ ma de este, en contornos rojos sobre fondo amarillento, se veía una olla volcada, cubierta de manchas rojas, de cuyo borde inferior salían cuatro como chorros de agua, en la forma de un peine. Esta pequeña pintura se parecía mucho a ciertas vasijas perforadas en las que las mujeres lavan el maíz remojado con agua de cal. Había varias manos rojas arriba de la olla perforada y arriba del pie, a una altura de siete metros sobre el nivel de agua. ¿Sería posible que esta pintura rupestre indicara la tumba de una mujer? Entonces podría interpretarse así: la huella pedestre podría indi­ car que la querida esposa se había ido hacia arriba. La olla volcada repre­ sentaría que nunca jamás volvería a ir al río para lavar su nixtamal o preparar las tortillas para su marido y sus hijos. Las manos rojas, tendi­ das al cielo, podrían indicar los últimos saludos de los que se quedaron llorando en la tierra, mientras ella ascendió a las regiones celestiales.

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Cascada en el Río Chancalá, 1898. (Fotografía de Teobert Maler.)

El dibujo a la izquierda de la pintura central estaba compuesto por grandes y anchas rayas rojas que subían hasta las cimas de las peñas. Eran líneas casi verticales que aquí y allá formaban grandes volutas. Se distin­ guían también dos manos blancas o ligeramente amarillas sobre fondo rojo, y a su lado una serie de líneas negras, ya muy borrosas por cierto. Después de salir del estrecho de las pinturas rupestres, con su belleza poética, entramos en una bahía de la orilla meridional, en donde una segun­ da cascada caía espumosa sobre las rocas en la sombra de grandes árboles. Como ya se acercaba la noche, cruzamos la gran cuenca oriental rumbo a nuestro campamento en la lejana orilla septentrional. Nuestra cena ya nos esperaba y pronto nos resignamos a descansar. El hecho de haber explo­ rado este maravilloso lago hasta sus recodos más escondidos sin la ayuda de los indios y sin despertar las sospechas de esta gente ordinariamente tan astuta, y sobre todo el hecho de haber usado sus propios cayucos, fue para nosotros una causa de gran asombro. Pareció un sueño. Estimamos que el lago medía seis o siete kilómetros, de la orilla orien­ tal de la gran cuenca circular hasta la orilla extrema de las ramificaciones occidentales. El diámetro de la cuenca redonda, a la cual refiere el nombre Pethá -agua circular- es de dos kilómetros, mientras la anchura de los brazos occidentales varía de doscientos a cuatrocientos metros. El agua en todas partes está tan profunda que vapores podrían navegar fácilmente en este lago, probablemente aun en la temporada de sequía, cuando el nivel baja sin duda unos cinco metros.

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En la mañana del 6 de septiembre, regresamos a la roca de las pintu­ ras. Yo llevaba papel transparente para hacer unas calcas de los dibujos negros mejor conservados. Con nuestros machetes hicimos pedazos un gran nido de comején que estaba adherido a la peña inmediatamente deba­ jo de la pintura. Después de limpiar lo mejor posible el dibujo, lo cubrí con una gran hoja de papel por medio de pedazos de cera, y parado en una roca sobresaliente, me puse a hacer la calca. Apenas había terminado esta algo fatigosa tarea, cuando mis hombres me avisaron que un cayuco indígena venía hacia nosotros. Les dije que esperaran tranquilamente. Hubiera preferido no encontrarme con los indios cerca de las pinturas rupestres, pero ya no había tiempo para irnos. Me senté, pues, en la roca sobresaliente y esperé al cayuco que aún no estaba a la vista. De repente, la embarcación dio vuelta a las rocas y nuestros gritos amistosos pronto la puso a lo largo de la nuestra. En ella había un hombre, una mujer, con un niño chiquito y dos mayores. Apenas había notado el hombre que yo esta­ ba parado debajo de la pintura, cuando, con señales de extremo terror, me gritó en un español burdo: "No, hombre, quítate de ahí, es mi santo, es el Cristo; María de nosotros; cuidado, hombre, te come el tigre, vámonos, hombre, por eso mucha agua, por el mal corazón de mi santo; por eso m uy crecidos los ríos y la laguna; vámonos, vámonos." Tranquilicé al hombre lo mejor posible, asegurándole que nosotros tam­ bién le teníamos mucha veneración a este "santo" y le habíamos traído una pequeña ofrenda, para que nos diera buen tiempo y mucho maíz. Entré en mi cayuco, le estreché la mano al hombre y pregunté por su nombre. "Chankín" -chichan, abreviado chan (tsitsan, tsan) = pequeño; kin (k'in) = sol, sacerdote-, contestó. Entonces le expliqué que habíamos venido a ver el lago y a visitar a los indios que vivían en sus alrededo­ res, y también que queríamos comprarles algo de comida y algunas cosas bonitas. Para eso les habíamos traído varios objetos útiles: cuchillos, anzue­ los, pañuelos, espejos y sal, que siempre les hacen falta. Cuando le conté que, buscando en sus casas, habíamos encontrado un grupo de viviendas llenas de toda clase de utensilios, pero sin habitantes, Chankín contestó que las casas pertenecían a su hermano, que había muerto recientemente. -¿De qué murió? -Quién sabe, señor; por el mal corazón de su santo, respondió el hombre enfadado. Chankín, quien había aprendido algo de español en sus frecuentes tratos con los trabajadores de las monterías vecinas, era un hombre robusto, de mediana edad, y estaba vestido con una túnica de algodón tosco. Su cara imberbe, de un aspecto genuinamente indígena, estaba rodeado por lar­

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gos cabellos negros lustrosos. Su mujer era de postura más diminuta y andaba asimismo vestida de algodón. Tenía la cara y los brazos cubiertos de picaduras de pulgas. En el fondo del cayuco había un primoroso juego de arco y flechas, envueltos en una corteza. Pedí al indio que me lo vendiera, lo que hizo, por dos pesos. Remamos hacia el embarcadero en la orilla meridional, en donde amarrábamos las dos barcas. Yo estaba decidido a no perder de vista al hombre, pues de otra manera podríamos perder para siempre la oportu­ nidad de entrar en contacto con los pobladores indígenas de Pethá. Chankín primero tomó una vereda que llevaba a la cascada. El río, que venía m uy crecido, se precipitaba con gran ímpetu hacia abajo, encima de las rocas terrazadas. Nuestro indio avanzó fríamente en medio de la corriente. Mandé cortarme un robusto bastón. Asegurándome con él, yo también atravesé la cascada, corriendo el tremendo peligro de ser arroja­ do por la fuerza del agua a las profundidades espumosas. TVes de mis hom­ bres, quitándose los zapatos, me siguieron de muy mala gana. Tomamos después una vereda muy pedregosa y pronto llegamos otra vez al río (se­ gún mis cálculos) en donde estaba atravesado por un largo y grueso tron­ co, que en ese momento se encontraba unos ochenta centímetros debajo del agua. En ese lugar, el río llevaba varios metros de profundidad y estaba intransitable. Nuestro indio caminó directamente sobre el tronco, ayuda­ do grandemente por la fuerza prensil de los dedos de sus pies descalzos. No sin extrema dificultad logré también cruzar el río, con una larga estaca en una mano y un bastón más corto en la otra. Mis hombres asimismo pasaron con la ayuda de estacas. Pronto cruzamos el río por tercera vez, de nuevo por encima de un gigantesco tronco, ahora, para variar, suspen­ dido en el aire, arriba del agua. Pasamos también con éxito esta tercera y última prueba a la cual Chankín nos sujetaba. Sin embargo, en el camino, entre el primer y el segundo puente, vislum­ bramos por entre los árboles, por el lado derecho, la milpa del "hermano difunto". Advertí a mis hombres descontentos que bajo ninguna circuns­ tancia volveríamos por el terrible sendero tomado por Chankín, sino que a nuestro regreso abriríamos camino hacia esa milpa y de allí iríamos al embarcadero por la vereda que ya conocíamos. Después de cruzar el río por tercera vez, el camino mejoró notable­ mente. Habíamos caminado como una hora, cuando oímos el ladrido de perros y el sonido profundo de conchas, Strombus gigas, con el que los indios saludaron nuestra llegada. El bosque se abría. Entramos en una milpa de maíz, con matas altas y exuberantes. El cuñado de Chankín,

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llamado Max (mas), salió a nuestro encuentro. Estaba rodeado por otros indios, incluso mujeres y niños. Saludé a Max y le expliqué el objeto de mi visita, mientras Chankín le contó en maya las circunstancias en las que nos había encontrado. Yo no dudaba que Chankín había sido enviado para espiarnos y que había llevado consigo a su mujer y sus niños para encu­ brir sus intenciones. Max no estaba nada feliz con nuestra llegada, pero se resignó a lo inevi­ table. Nos prometió provisiones -tortillas, pozol, maxal, etcétera- para el día siguiente, pues le dije que quería visitarlo de nuevo, junto con mi gente. Por el momento me sentí con prisa por regresar al campamento, puesto que ya empezaba a oscurecer y un aguacero amenazaba a caernos encima. Salimos, pues, y no tardamos en llegar al primer árbol-puente. Tallamos unos escalones en la superficie resbalosa del tronco, de manera que el paso perdió mucho de su peligro. Después de llegar al punto situa­ do a la altura de la milpa del "hermano difunto", cortamos directamente a través del monte y llegamos sin problemas al grupo de chozas abando­ nadas. Antes de continuar el viaje, autoricé a mis hombres para que se llevaran una amplia provisión de elotes, plátanos y cañas, con el fin de cas­ tigar al hombre que nos llevó a su cuñado por encima de cataratas y tron­ cos de árboles. Llegamos al embarcadero en medio de un leve chubasco. Los últimos rayos del sol que desaparecieron por detrás de las montañas, nos ilumi­ naron cuando remamos sobre el espejo del hermoso lago, rumbo a nues­ tro campamento. Allá los que se quedaron, habían pasado todo el día con mucha preocupación por nosotros. Mis compañeros no se cansaron de contar a sus amigos todo lo que les había sucedido en el día. Cada uno se consideraba como un héroe. Al día siguiente, 7 de septiembre, dejamos a un solo hombre en el cam­ pamento y cruzamos el lago para visitar a Max y su gente. Habíamos decidido comer allí, con el fin de tener la oportunidad de observar los hábi­ tos y las costumbres de los indios y tomar algunas pequeñas fotografías. Después de cruzar el árbol-puente, logramos matar un crax negro. Ya acercándonos a las champas, oímos el sonido hueco, algo extraño de las conchas, con las que Max y su gente celebraron nuestra llegada. Saludé cordialmente a Max y los demás indios, explicándoles que nos gus­ taría pasar el día con ellos, y como habíamos cazado un kambal, ¿podrían prestarnos una olla para cocinarle? Oyendo esto, una de las mujeres nos trajo un gran puchero y mis hombres empezaron a preparar el ave. Entonces dije a los indios que les traía algunos regalos, artículos que les podrían ser útiles, puesto que vivían tan apartados en el monte. Empecé

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a distribuir sal entre los hombres que estaban presentes. Cada uno reci­ bió una jicara llena. También di a cada hombre un gran cuchillo y varios tipos de anzuelos. En cuanto a las mujeres y muchachas, ellas recibieron vistosos pañuelos de seda y algodón, así como aretes de plata y bellos espejitos. Aunque esta gente, tan poco exigente en cuanto a sus necesidades, es incapaz de expresar genuina alegría, una cierta sensación de satisfacción se hizo patente entre todos los presentes. Mientras tanto, yo había mon­ tado mi pequeña cámara para tomar algunas fotografías, antes de que pudiera desaparecer ese ambiente agradable. Mi cámara, con su caja viva­ mente barnizada y su montura de metal, una vez puesta en su tripié, dio un bonito espectáculo, de manera que la gente no se asustó para nada con esta linterna mágica. Logré tomar varias fotografías que, a pesar de su reducido tamaño ( 9 x 1 2 cm) dan una imagen bastante precisa de los ras­ gos y vestidos de los hombres, mujeres y niños. Los hombres usan un vestido amplio, parecido a una camisa, que les llega hasta la pantorrilla y está hecho de un algodón fuerte y algo tosco. En sus caminatas de cacería o en sus viajes usan una prenda todavía más tosca. Las mujeres usan una falda que les cubre las pantorrillas y encima de ésta un camisón. Todas la mujeres se adornan con un racimo de colla­ res o mejor dicho de cordones de semillas. Estos collares están hechos de semillas duras, comúnmente negras, mezcladas con huesitos cilindricos, dientes, conchitas de caracol, o cualquier cosa que puedan conseguir. Los hombres llevan el pelo sin cortar, y les cae alrededor de la cara, a veces les da un aspecto salvaje y leonino. Las mujeres separan el cabello por la mitad, igual que las mujeres europeas, y juntan los extremos de las trenzas con un manojo de coloridas plumas de pájaro. Todas las mujeres tienen perforados los lóbulos de las orejas; por eso ellas mismas pudieron insertar gustosamente los aretes (de manufactura inglesa) o dejarme a mí hacerlo por ellas. Ni los hombres ni las mujeres parecían usar calzado de ningún tipo. La casa de Max consistía en una gran champa principal, en donde él vivía con sus mujeres e hijos. Esta champa estaba rodeada por cuatro cons­ trucciones más pequeñas, destinadas para la cocina y para el acomodo de los huéspedes; una de ellas estaba dedicada exclusivamente para los sahumerios con caras de dioses. También aquí había una cantidad abundante de ollas para cocinar e instrumentos de toda clase, y los habitantes poseían hamacas hechas de fibra de agave para dormir en la noche y descansar durante el día. Las hama­

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cas de los lacantunes son muy diferentes de las que se usan en otras partes de México. No están tejidas en forma de malla, sino consisten en un siste­ ma de cordones laterales que mantienen unidos los cordones longitu­ dinales. También son más cortas que las mexicanas, pero suficientemente anchas. La gente no las hace para venderlas, sino sólo para el uso propio, de manera que fue totalmente imposible conseguir una de estas prendas tan bien acabadas. El instrumento de madera con el cual las mujeres tejen sus mantas de algodón, también es interesante. Una anciana estaba trabajando en una pieza, y yo quise comprarle la herramienta junto con el tejido parcialmen­ te terminado, pero ella se negó obstinadamente. Sin embargo, las mujeres me dieron de recuerdo algunos de sus collares y yo encargué a los hom­ bres que me trajeran al campamento algunos juegos de arcos y flechas, con la promesa de pagar bien por ellos. Los arcos generalmente están hechos de guayacán o xibé, o si no, de chicozapote. El tamaño de los arcos varía: para los adultos, de 1.50 a 1.75 metros; para los jóvenes, de 1.25 a 1.35 metros. Todos los arcos son más gruesos hacia el centro y adelgazan considerablemente hacia las extremi­ dades. Cada extremo está firmemente enrollado con un mecate cubierto con resina, pero dejando libres las puntas para poder recibir los lazos de la cuerda, hecha de fibra de agave. Los mecates resinosos impiden a la cuerda que resbale cuando el arco esté tendido. Los arcos aparentemen­ te están derechos, pero examinándolos más de cerca, uno se da cuenta de que están ligeramente curvados. Usando el arco, la regla es tenderlo, no en la dirección de la curva, en cuyo caso fácilmente se rompería, sino en la dirección opuesta, es decir, por el lado de la curva exterior. Los indios suelen tener el arco horizontalmente antes de tirar, y sólo en el momento de apuntar o tirar lo colocan en una posición vertical. Las flechas son un poco más cortas que el arco. Existen diferentes clases, según el tipo de animal que se quiere cazar, pero todas, excepto las saetas para pájaros, tienen en común lo siguiente: la parte delantera, que corresponde a la tercera parte de la Iongtitud de la flecha, consiste en una vara cilindrica o cuadrada de madera dura, que está insertada profunda­ mente en el carrizo y firmemente atada, tanto en el punto de inserción como en el otro extremo. El carrizo, que constituye las dos terceras partes de la flecha, tiene en su extremo la muesca para recibir la cuerda, y en ambos lados de la muesca una pluma, fijada en sus dos extremos al carri­ zo con un cordel untado en resina negra. Las varillas de madera dura terminan o bien en puntas agudas, suficientes para matar pescados y

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pájaros pequeños, o bien en cabezas de pedernal, de diferentes tamaños, insertadas en las varas y, en el lugar de inserción, firmemente amarradas con cordeles cubiertas con una goma negra. Las flechas destinadas para matar micos tienen la cabeza de madera dura marcada con profundas inci­ siones en forma de anzuelos, de manera que el animal no puede sacudir o arrancar la flecha. Finalmente, las flechas destinadas para aturdir a un pájaro, de modo que pueda ser capturado vivo, tienen una pequeña cabeza de madera cónica, en vez de una punta de pedernal. El arco se amarra junto con las flechas y el fajo está protegido por un envoltorio de corteza que por lo general proviene de un árbol joven. El arte de rajar el pedernal en capas muy delgadas ha sido conservado hasta el día de hoy por esta pequeña y apartada nación. Parece que en algunos casos la cortada es facilitada por el previo calentamiento de la piedra, pero esto no siempre se hace. La cortada se efectúa por medio de un pedazo de cuerno de venado preparado especialmente para ese fin. Gracias a este instrumento elástico, el golpe del mazo es transferido al filo de la piedra. Las rajas así obtenidas reciben después el tamaño y el filo deseado por medio de un cuchillo (ahora hecho de fierro). Como los indios encuen­ tran muchas botellas descartadas en las monterías abandonadas, también usan el vidrio de estas botellas en vez del pedernal. Fabrican las puntas de las flechas de ese vidrio que no necesita ser rajado. Hubo pocos animales domésticos en la casa de Max. Los únicos mamí­ feros eran los perros, que siempre están amarrados y pertenecen a la raza actual. Entre las aves noté los grandes loros verdes con cabeza azul, que sólo se encuentran en estas selvas. Por eso los llaman "loros de los lacan­ dones" o "loros palencanos". Hubo también varios ejemplares de una bella y pequeña especie de cotumix, llamada bolonchac, que estaban encerrados en pequeñas jaulas hechas de bejucos. Es poco probable que entre los lacantunes se haya preservado algún vestigio de las razas antiguas de perros llamados Techichi, Xoloitscuintli e ltscuintepotsotli. Todos los monteros que entraron en contacto con estos indios sólo han visto perros de la misma raza que se encuentra en otras par­ tes de México. Esperaba yo arrojar más luz sobre la importante cuestión de las repre­ sentaciones pictóricas creadas aún por estos indios, especialmente sobre su posible carácter jeroglífico. Por eso miré con mucho detenimiento en las champas de Max, pero sin provocar las sospechas de la gente. Lamento decir que no encontré nada al respecto. El hecho de que los indios de Pethá viven tan dispersos -cada familia está como a una legua (o una hora de

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camino) la una de la otra- hace todavía más difícil la solución de ese pro­ blema. Sería necesario averiguar si esta gente en alguna parte vive agru­ pada en pueblos, pues en ese caso habría más posibilidades de obtener ejemplares de dibujos. Entretanto mis hombres habían preparado el crax y las mujeres nos proveyeron con las tortillas necesarias, las cuales estaban hechas de maíz nuevo y, medio tostadas, estuvieron particularmente sabrosas. A especial petición mía nos trajeron grandes calabazas llenas de balché, una bebida refrescante hecha de la corteza de un árbol. Mientras satisfacíamos el hambre con esta comida y tomábamos la bebida nacional, el balché, los hombres, después de adornar sus cabezas con cintas tejidas con chacavanté, de color rosa, se retiraron para rezar en la champa en donde se encontraban los sahumerios. La oración consistía en gritos monótonos e ininteligibles, cuyo propósito sin duda era el de suplicar a los dioses que no se enojaran por la presencia de los extranje­ ros y el de apartar cualquier consecuencia negativa que pudiera causar nuestra visita. Las mujeres no participaron en esta ceremonia religiosa. Por fin llegó para nosotros el tiempo de marcharnos y nos despedimos de Max y los demás indios. Antes de hacer eso, administré a una muchacha muy enferma, que tenía calentura, una pequeña dosis de quinina, la cual tomó llorando. A una mujer anciana, cubierta con úlceras (¿elefantiasis?) sólo pude recomendarle una pócima que ella misma pudiera preparar con la zarzaparrilla que crece en la región. Con excepción de estas dos perso­ nas, todos tenían buena salud. Nos quedamos cuatro días más (8, 9, 10 y 11 septiembre) en la orilla de ese hermoso lago, sobre cuyas aguas nunca nos cansamos de navegar. Los indios nos hicieron varias visitas, trayéndonos comida y vendiéndonos varios juegos de sus primorosos arcos y flechas. Max, cuyo nombre significa "mono aullador" {Stentor niger), no era un hombre franco y amable. Evidentemente ejerció una influencia represiva sobre los demás, quienes se mostraron mucho más abiertos en el trato con nosotros cuando Max no estaba presente y de buena gana me dieron toda la información que yo deseaba. Interrogué insistentemente a la gente sobre la presencia de posibles ruinas en esta región. Desafortunadamente parecían carecer de cualquier noción al respecto. En verdad, yo ya me había convencido del hecho de que nunca habían existido ciudades construidas de piedra en los alrede­ dores de Pethá. Sólo aprendí que a una distancia no m uy grande había otros tres lagos pequeños: Hopethá hacia el sureste, el lago llamado Sib

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hacia el suroeste, y entre Pethá y Tinieblas otro lago llamado ChichánPethá, o "pequeña agua redonda". A mi pregunta, cuántas clases de pescado había en el lago Pethá, contestaron cinco: • • • • •

Lu: el pescado bobo, bagre. Sohom: una especie de mojarra. Sactán: sardina (sactan: de color blanco). Chaclau: la mulula de los españoles. Dsibal: un pescado grande (dsibal: marcar).

En el último día de nuestra estancia, el cielo nos favoreció con un tiem­ po estupendo. El 12 de septiembre empezamos nuestro regreso, pero sin despedirnos de nuestros amigos lacantunes, porque éstos habían expre­ sado su intención de acompañarnos hasta Tinieblas. Al llegar al Paso del Chocolhá, nos instalamos en la champa grande de los indios, los cuales llega­ ron también en la tarde. Habíamos cazado otro crax, y los indios habían capturado hábilmente algunos pescados, de manera que tuvimos comida en abundancia. Más aún, Max me había regalado una jicara llena de miel. Uno de los indios, mientras cocinaban al pescado, se volvió confiden­ cial y me dijo en su primitivo maya-español: Lamento que no viniste tam­ bién a mi casa, que sólo fuiste a visitar a Max. Así no pude servirte. Yo también tengo maíz en mi casa. No te hubiera faltado nada en mi casa. Ahora que tu tienes buen corazón conmigo, te digo que yo también tengo mi mujer. Como tú diste bonitos aretes a todas las mujeres pero no a mi mujer -porque no estaba allí-, te pido ahora unos aretes para mi mujer, para que su corazón esté contento. Me dio mucho gusto aprender de esta manera que mis regalos habían sido bien aceptados por la gente. Escogí un lindo par de aretes entre los que sobraban y añadí un pañuelo de seda roja, para hacer feliz a la mujer de marido tan excelente. Cayó un tremendo aguacero durante la noche, pero temprano en la mañana logramos cruzar el Chocolhá en cayuco. No nos permitimos mucho tiempo para descansar. A pesar de la mala condición del camino, llegamos en la tarde a Tinieblas, en donde la gente nos miró con mucho respeto, pues se maravillaron que nosotros, en plena temporada de lluvias, habíamos encontrado el lago que ellos jamás habían visto. Los indios hicieron varias compras en la montería y regresaron ese mismo día a su desierto. Nosotros descansamos un día y continuamos

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después nuestro regreso hasta la Reforma, en donde fuimos recibidos muy cortésmente por el Señor Molina y los demás caballeros. Aquí despedí a mis hombres de Tenosique, los cuales habían estado inconformes durante toda la expedición. Acepté la invitación del Señor Molina para bajar el Chacamax en uno de los cayucos de la Casa Roma­ no, hasta el Usumatsintla y el pueblo de Montecristo, que está situado un poco más abajo de la confluencia de los dos ríos. De allí, el regreso en v.apor a mi casita en nuestra misión de Tenosique ya no significó mayor problema.

Capítulo 9

Un predio de 323,599 hectáreas, 1902 José Tamborrel, topógrafo

Los r e l a t o s de Manuel José Martínez (capítulo 5) y Teobert Maler (capí­ tulo 8) mencionan el establecimientoy, posteriormente, la operación de varias compañías madereras en la Selva Lacandona. Esta penetración, que empezó en 1880, al cambiar el siglo estaba en su apogeo, pero se limitaba estricta­ mente a las cuencas de los ríos "maderables", es decir, aptos para trans­ portar a flote las trozas en la época de las crecientes. La mayor parte de la selva seguía virgen, despoblada, desierta. Esta situación cambió cuando, en 1902, Luis Martínez de Castro, un industrial capitalino y amigo de Porfirio Díaz, consiguió del gobierno federal el permiso para deslindar los terrenos que las compañías madereras no habían podido ni querido arrendar. Su objetivo fue apoderarse de todo el suroeste y el centro de la Selva Lacandona, con una superficie de más de medio millón de hectáreas. Para llevar a cabo el laborioso trabajo de medición, el señor Martínez de Castro buscóy consiguió los servicios del ingeniero José Tamborrel, excelen­ te conocedor de la selva. José Tamborrel había trabajado varios años como miembro de la Comisión Mexicana de Límites y era considerado como el hombre más experto en materia de levantamientos topográficos de la región. En 1902, midió, para su poderdante, en la parte central de la selva, una zona de 323,599 hectáreas, y al sur de ésta, otra pequeña de 37,141 hectáreas. El terreno deslindado se situaba entre los ríos Lacanjá y Jataté, de oriente a occidente, y lafrontera con Guatemala, por el sur. En 1905, otro topógrafo, Pedro Echeverría, añadió a esa superficie un terreno de 204,729 hectáreas, deslindado al sureste del río Jataté. Con estos dos deslindes, Luis Martínez de Castro se apoderó de una extensión de tierra selvática mayor a las 560,000 hectáreas. Aquí se transcribe el informe que el ingeniero Tamborrel redactó en la ciudad de San Juan Bautista, capital de Tabasco, después de haber cumpli­ do con los trabajos de deslinde. Es un texto algo técnico pero muy ilustrativo en cuanto a la situación de la tenencia de la tierra en la Selva Lacandona [I M|

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a principios del siglo xx. De la misma manera, las demás zonas de Lacan­ donia se convirtieron también en propiedad privada. En la primera década del presente siglo, los ingenieros deslindadores constituyeron un grupo de viajeros que cruzaron la selva en todas las direcciones y obtuvieron sobre ella un conocimiento que nunca fue igualado después. El día 21 de julio del año próximo pasado, recibí por conducto del ju z­ gado de distrito de este estado la comisión que el juzgado de distrito de Chiapas me daba, de medir una zona de terrenos baldíos, situados en el oriente del departamento de Chilón, del mismo estado, y desde luego orga­ nicé la expedición, valiéndome de varios ingenieros y ayudantes. La inmensa extensión que se trataba de medir en un desierto descono­ cido y que se creía ocupado por indios lacandones, me dificultó mucho la formación de las cuadrillas de trabajadores, y fue necesario recurrir a per­ sonas dedicadas al corte de maderas, pagándoles sueldos exorbitantes, y armándolos muy bien. Felizmente no resultó cierto que hubiese muchos lacandones o caribes, y los pocos que se encontraron fueron serviciales y sin pretensiones de ninguna clase, pues lo único que desean es seguir tran­ quilos su vida salvaje, retirados de toda sociedad, pues viven en familias aisladas, sin ninguna liga con las demás y cambiando constantemente sus champas (casitas de techo de palma y sin paredes). Aunque por mi nombramiento los terrenos que debía medir en la parte sur colindan con baldíos, me pareció conveniente ver los documentos de los propietarios que están en las riberas de los ríos Lacantún, Tzendales y Jataté, y me pareció conveniente seguir sus líneas, por ser más fácil y sin llevar el riesgo de dejar propiedades a menos de un kilómetro como lo manda la ley. En el límite occidental tomé en colindancia varias propie­ dades que encontré y terrenos baldíos en el resto, porque en esos lugares hay colonias de indios bachajones que aunque no tienen documentos sí tienen posesiones, de modo que me pareció mejor respetarlos y pasar mi línea a una distancia regular. En los límites norte y oriente se tomaron las líneas conforme al denuncio del señor Martínez de Castro. En Tenosique hice observaciones de azimut para determinar las decli­ naciones de los instrumentos, tomando el de mi uso para que sirviera de comparación y que todos los demás se relacionaran a él. Las observacio­ nes se hicieron el día 6 de agosto próximo pasado, por medio de la estrella polar y de otras dos estrellas, por alturas iguales a uno y otro lado del meridiano. El resultado medio para mi instrumento fue de 60' 07".

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A l llegar al Raudal de Colorado, cerca de la estación número 128 del plano, hice nuevas observaciones de azimut, y resultó para mi instrumen­ to 6' 20", el día 4 de octubre del año próximo pasado. Como la distancia a Tenosique es sumamente grande, al calcular se hicieron las correccio­ nes de azimut por declinaciones intermedias entre los dos resultados, según las distancias a los dos observatorios. Últimamente, en Ocosingo se hicieron nuevas observaciones, los días 6 y 7 de abril del presente año, y resultó para mi instrumento compara­ do una declinación de 7’ 05", que quedó justificada en otros dos teodolitos usados, de modo que también se corrigieron los azimutes proporcional­ mente a las distancias este-oeste con los otros observatorios. Para la parte media del plano se tomó la declinación 6' 20", que es la que se puso en el plano. Las cintas y cadenas se compararon con los telémetros analíticos de los instrumentos y con un doble decímetro patrón, y se llevaron en cuenta sus errores, tomando también en cuenta las comparaciones que se hicie­ ron al terminar los trabajos. En todos los trabajos que procuró medir las distancias con cintas o cadenas, no usando los telémetros sino en los terre­ nos accidentados o en los malos pasos. Las inclinaciones se tomaron desde 10' 30" para arriba y todas las dis­ tancias se corrigieron por esa clase de errores. Ninguno de los ingenieros usó procedimientos indirectos, con el objeto de que quedaran abiertas las líneas en el terreno. Los cálculos han sido hechos con suma escrupulosidad, dos veces por separado, haciendo frecuentes comparaciones y rectificando constante­ mente los resultados. El plano puede tener algún error, en virtud de lo defectuoso que son los papeles cuadriculados del comercio y por el clima húmedo en que los hice, pero se tuvo cuidado de tener en cuenta, hasta donde era posible, el efecto de la cuadrícula. Para fijar los terrenos, además de los ríos que entran y los numerosos arroyos, me pareció conveniente ligarlos con las poblaciones más cerca­ nas, con el Raudal de Colorado que es el punto más notable en todos aquellos lugares, y por último, con la boca del arroyo de Agua Azul, del que tenía un levantamiento hecho por otro motivo. En los cálculos se encuentran los resúmenes de esos trabajos. Todo el terreno atravesado, de la estación 0 hasta la 130 en el Río Lacan­ já, es bastante accidentado; de la número 130 hasta la número 370 en las márgenes del Río Lacanjá, es terreno plano; en las líneas de la estación 370

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hasta la número 375, es ligeramente accidentado, y en la línea última, es sumamente accidentado. Se hizo el itinerario de las veredas para reconocer la orografía e hidro­ grafía de los terrenos, pero, no conforme el suscrito con lo que personal­ mente hizo, tiene todavía al señor Federico Suárez con una cuadrilla para seguir los reconocimientos y para hacer un camino del Peltjá a Banabil, que es necesario para unir Ocosingo y Comitán con el puerto de Tenosique. No hay seguramente ninguna parte de los terrenos que tengan más de 1,000 metros sobre el nivel del mar ni menos de 200 metros. En todas partes están cubiertos los terrenos de una selva virgen llena de riqueza de todo género. En las partes bajas hay caoba, cedro, chicozapote, zapote, hule, vainilla, y cacao silvestre, en las partes más altas hay cedro y pinos de varias clases. No creo que haya riquezas minerales de ningún género. Tampoco creo que pueda haber ruinas de algún valor y aun puede ser que de ninguna clase. Hay algunas lagunas interiores, pero son pequeñas, de manera que ni tienen importancia en terrenos que están regados por tantos arroyos y ríos. La superficie total medida es de 323 mil 599 hectáreas 6 mil 328 metros cuadrados, de las cuales sólo se deben descontar por las aguas y zona de los ríos Jataté y Lacantún 37 hectáreas 5 mil 561 metros cuadra­ dos, quedando una superficie adjudicable de 323 mil 562 hectáreas 767 metros, de las cuales le corresponden por su contrato al señor Martínez de Castro 107 mil 866 hectáreas 5 mil 443 metros, y al gobierno, 215 mil 733 hectáreas 885 metros. No he descontado nada por caminos porque no son sino veredas que han hecho las negociaciones de maderas. Ahora la empresa de deslinde ha convenido abrir un camino que sirva para comunicar Ocosingo con Teno­ sique, pero como no está hecho todavía, no he creído que se debiera descon­ tar nada, porque no podría hacerse ese descuento con exactitud. Se sacaron varios negativos de algunos puntos, pero todos se perdie­ ron por no tener manera de aprovecharlos luego. Por precaución tomé una vista a lápiz, que presentaré si la Secretaría no quedare conforme con los procedimientos que he seguido para locali­ zar los terrenos que he medido. Todos los colindantes han dado su conformidad, y en los terrenos nacionales se han seguido estrictamente las líneas que lo determinan en el terreno. San Juan Bautista, junio 10 de 1902. José Tamborrel.

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D atos

y

c á l c u l o s r e l a t iv o s a l p o l íg o n o

d e s l in d a d o

POR C U EN TA D E L SEÑOR L U I S M A R T ÍN E Z DE CASTRO E N E L DEPARTAMENTO DE C fflL Ó N . SA N JU AN B A U T IS T A de

Ta b a s c o ,

j u n io d e

1902. J o s é Ta m b o r r e l

Observaciones La estación 0 está situada en una mojonera que tienen los señores Quintín y Enrique Bulnes en una esquina del terreno que llaman El San­ tuario, perteneciente a su finca El Real. Las estaciones 1 y 2 están en unos postes en la ribera derecha del arroyo Santa Cruz. La estación 6 está en un extremo del terreno Banabil, de don Espiridión López. La estación 9 está en el camino de El Triunfo y es colindancia entre las propiedades de Quintín y Enrique Bulnes y de don Manuel Martínez. La estación 11 está en la separación de los terrenos de Martínez y Bulnes y Cía. La número 12 está a un lado del arroyo de los Riegos. La número 13 está en la margen izquierda del Jataté. La número 16 está en el arroyo de los Fangos. Entre las estaciones 23 y 24 se hizo un levantamiento por entre los cerros de uno y otro lado del Jataté, y se ligaron por una recta, según el contrato de Bulnes y Cía. En las estaciones siguientes se continuó por el Río Jataté, que corre por un cauce entre cerros, hasta el vértice número 80, en donde se encon­ traron terrenos y poste de los señores Bulnes y Cía., cerca de la boca de un arroyo. Desde la estación 81 hasta la 88 pasan las líneas sobre cerros de piedra y cal sin valor ninguno. La estación 88 está fijada en la margen de una laguna que dicen llamar de Buena Vista y que es navegable y profunda, por lo que resolví respetarla. En la estación 98, encontramos una brecha de Bulnes y Cía., y por ella seguimos. En la estación 99 hay una mojonera. En la estación 100 se terminó el terreno El Apuro y se siguieron las brechas en las faldas de los cerros que limitan al norte y este el Arroyo Azul.

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En la estación 107 encontré una brecha que atraviesa el Río Azul y seguí después por puras serranías hasta bajar a la laguna Buena Vista en la estación 112. De la 112 seguí la laguna hasta encontrar una brecha en la 116. De la 116 a la 117 subí una serranía y entre la 119 y 120 baje Jataté que atravesé dos veces. Seguí entre la 120 y 122 por serranías y entre la 122 y 123 atravesé el Río Azul. La estación 124 está sobre la margen del Río Lacantún en una penín­ sula. Allí tuve que atravesar el río, supuesto que hubo que seguir la línea del terreno Vigeriego de los señores Bulnes y Cía., pero considerando el río flotable en esta parte desconté esa parte de aguas y los cinco metros de ribera. Entre las estaciones 125 y 126 atravesé el Río Lacantún y después se midió el río. Antes de llegar al vértice de Colorado, me encontré la brecha de Roma­ no y Cía., que no había abierto años antes. Allí puse un poste (estación 128) que después ligué con la base del Raudal de Colorado, punto muy notable, y resultó que la estación 128 está al N. 7' 50" E., y a los 1,806 metros del raudal. La línea 128-129 está en una serranía que separa las aguas del Río Azul de los afluentes del Río Tzendales; es bastante accidentada y sin aguas. La estación 130 está en la margen izquierda del Río Lacanjá y hay un poste grande de chicozapote en un desmonte que indica el punto de partida de un terreno en tramitación del señor licenciado Rafael Doran­ tes y a la vez el final de los terrenos arrendados a los señores Romano y Cía. De este poste saqué una vista a lápiz que por premura del tiempo no acompaño en mi informe. La estación 131 está en la margen derecha poco fuera del polígono, pero se tuvo en cuenta en los cálculos. En el resto del Río Lacanjá no hay ninguna cosa que merezca llamar la atención, sino sus preciosas caídas y la frondosidad de sus montes de caoba y de diversas palmeras, entre las cuales hay innumerables de jipi­ japa. Hay también algunos lugares abandonados de los caribes que cons­ tan en los planos. En la estación 243 encontramos un poste y un desmonte de habita­ ciones en la ribera izquierda del Lacanjá, en frente de un arroyo que se su­ pone ser la boca del Cedro en el Lacanjá. Esta estación se ligó con la boca

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del arroyo Agua Azul en el Usumacinta, que está al N. 70' 40" E., a los 22 mil 910 metros. La estación 332 está en la intersección del camino de Tzendales con el Río Lacanjá, en un lugar despejado, en donde hay un poste que sirve de mojonera a la Compañía Sud-Oriental. Esta mojonera se ligó a Tenosique, siguiendo una brecha a la boca del Río Butzijá, que yo levanté hace pocos años por una cuestión litigiosa. La estación 332 queda a 59 mil 875 metros al SE. 70' 40" del palacio municipal de Tenosique. De la estación 332 se siguieron las brechas de los terrenos arrenda­ dos a la Compañía Sud-Oriental, hasta la estación 370 en las riberas del Lacanjá. La estación 370 está en la confluencia de varios arroyos; desde allí se dejó el río con el rumbo que señalan los documentos de la Compañía Sud-Oriental, y se llegó a la Laguna Peltjá, que se atravesó por su medio, siguiendo las otras líneas de los terrenos mencionados, hasta llegar a la estación 3 74, en que se encontró el poste de los terrenos del señor licen­ ciado Rafael Dorantes. La estación 375, última del levantamiento, se ligó con el Río Santa Cruz, que dista 150 metros al norte, y con la iglesia de Ocosingo por medio de una línea poligonal. Está la estación 375 al NE. 611' 05" y a los 42 mil 048 metros de Ocosingo. Superficie del polígono: 323 mil 599-63-28 hectáreas.

Capítulo 10

Desastre en Las Tinieblas, 1904 Pablo Montañez, escritor

En su viaje al lago Pethá, en 1898, TeobertMáler recibió la ayuda de unos madereros, recién establecidos en la orilla derecha del río Chocoljá. La mon­ tería se llamaba Las Tinieblas y pertenecía a la empresafrancesa Troncoso-Cilvetiy Cía. (capítulo 8). Dos años más tarde, en 1900, ésta vendió sus derechos a un consorcio belga, llamado la Compañía Sud-Oriental. La nue­ va dueña nofue capaz de llevar adelante el negocio -se declaró en liquida­ ción afínales de 1904-, pero dejó huella en la selva y en la memoria de los monteros por dos hazañas de ingeniería. En 1902, construyó un ferro­ carril de vía angosta, con una longitud de 16.5 kilómetros, para trasla­ dar en trucks las trozas de Las Tinieblas a La Ilusión, punto en que el río Chocoljá volvía a ser utilizable para el transporte fluvial de la madera. Al mismo tiempo mandófabricar en Las Tinieblas una inmensa red de cade­ nas con el fin de contener y almacenar las trozas que iban llegando desde los cortes en el Alto Chocoljá. El ferrocarril fue un éxito, la red de conten­ ción un fracaso. En la primera creciente del río, la fuerza de la corriente y el peso de los troncos amontonados hicieron reventar la cortina de hierro. A raíz de este desastre, que sejuntó con problemas muy serios de tipo labo­ ral con los trabajadores y las autoridades locales, la compañía belga se vio obligada a abandonar temporalmente el terreno de su concesión. Los monteros de aquella época no dejaron memorias escritas. Sobre la suerte de la empresa belga sólo sabemos lo que se conserva en los archivos y eso es bien poco. La misma escasez de información existe sobre las demás compañías que operaron en la selva, los Jamety Sastré, los Romano, los Valenzuela, los Bulnes, los Schindlery Gabucio. Sin embargo, en los recuer­ dos de los monteros y sus hijos, que viven en Tertosique, Palenque, Balancán y Ocosingo, han sobrevivido algunos sucesos memorables, como es precisa­ mente el desastre ocurrido en Las Tinieblas. El hechofue rescatado del olvi­ do por Pedro Vega Martínez, hijo de montero y escritor de tres novelas sobre la selva, bajo el seudónimo Pablo Montañez. Lo sucedido al ingeniero belga |H17|

ItW • I'AIIM) MONTAÑEZ

Alberto Mame en Las Tinieblas forma uno de los episodios más dramá­ ticos de su libro Lacandonia, publicado por primera vez en 1961. En la orilla del Chocoljá, ocho leguas de su unión con el Chancalá, está Las Tinieblas, exactamente en donde el río deja de ser manso para convertirse en un laberinto de rápidos, caídas y encajonados. Desde aquí a La Ilusión el río describe una comba de más de cuarenta kilómetros, que es toda una sucesión de accidentes que va desde una caída de pocas brazadas hasta una de ochenta metros de altura. Al principio, y todavía, en donde el encajonado no se cierra, el agua, intensamente calcárea, va for­ mando compuertas cóncavas del blanco "xac", simulando grandes tazas que reciben el líquido espumoso de otra más alta, agua que al hacerse profunda se tiñe de verde claro. El río se derrama por ambas márgenes for­ mando otros pequeños recipientes, y hasta bajo la selva, dondequiera que el agua calcárea pase, cubre de "xac" los troncos de los árboles, los canales por donde se derrama, y las tacitas se multiplican formando un conjunto de ensoñación. Pero cuando la temporada de lluvias llega, el panorama cambia. El río decuplica su caudal, agua espumosa color chocolate se precipita sobre la obra natural de arquitectura ornamental y todo lo descompone. Visto así el cuadro desde una altura distante, en día de creciente, una capa de niebla cubre las enormes zanjas que marcan el cauce del río. De aquí nació el barbarismo de Tinieblas, que debe ser Nieblas. Una compañía belga había adquirido la concesión de explotación de caoba de esta zona. Sus ingenieros habían estudiado el terreno. Hasta vein­ te leguas río arriba se extiende un valle, enmarcado por las serranías del Güiral, al sudeste, y Piedras Bolas, al oeste, cuyas primeras estribaciones se inician en la mera orilla del río. Tal vez por el drenado, o por estar sufi­ cientemente protegido de los vientos del norte por el cerro de La Vaca, el caso es que aquí hubo un bosque riquísimo en milenarios caobas, de un desarrollo insospechado. Pues bien, debido al obstáculo que presentaba el encajonado, nadie había intentado una explotación que, por las pruebas hechas, sería un fracaso. Romano había tirado veinte trozas arriba, y a La Ilusión salieron un montón de astillas y la mitad de las trozas quedaron clavadas en las pozas abajo de las caídas. Los jefes de la compañía vinieron, y sus ingenieros planearon. Se construiría una enorme red de cadenas que obstruiría el río de lado a lado. Las trozas se detendrían contra el enorme obstáculo, y potentes winches las jalarían primero hacia afuera, y otros en serie las levantarían, ya mon­

DESASTRE EN LAS TINIEBLAS, 1904 • 169

tadas sobre trucks, hasta lo más alto. Sobre la vía de veintidós kilómetros que se construiría hasta La Ilusión, las trozas sobre sus trucks irían bajan­ do en suave pendiente, y en este último lugar serían lanzadas otra vez al Chocoljá, que las llevaría al Usumacinta. Abajo, en las riberas de Tenosi­ que, los "agarradores", que siempre se han dedicado a esto, las pescarían, para que ya en balsas de trescientas trozas fueran llevadas a Frontera, el puerto de embarque. Vinieron los contratistas de Ocosingo y Tenosique con sus cuadrillas de treinta y cuarenta hombres. Un centenar trabajaba tendiendo la vía. Otros muchos con bestias, mitad cargadas, mitad arrastrando, traían los rieles desde Santa Margarita, subiendo y bajando la serranía del Mirador. La red de cadenas, con eslabones hasta de cuatro pulgadas, se levantaba de orilla a orilla partiendo el río; vista desde lejos parecía una telaraña tejida por arañas gigantes. Las "tumbas" se iniciaron por los campamen­ tos de río arriba. En un principio se planeó ir lanzando al agua sólo hasta completar cien trozas, que en cuanto bajaran con los primeros rezumos serían substituidas por otras, y así la red no cargaría con mucha madera en caso de que se presentara una creciente grande; pero la euforia de los contratistas en competencia, y la seguridad de la potencia de la red, hizo olvidar esta precaución, y como locos fueron lanzando al río cuanta ma­ dera "tumbaban" y arreglaban. Pasó un viejo montero, de los veteranos de Romano y Bulnes. Iba de Ocosingo a Tenosique, y pudo observar la forma desordenada en que estaban llenando el río de madera, al pasar el vado que quedaba inmedia­ tamente abajo de la red. Admiró la obra de herrería que los belgas habían realizado, pero movía la cabeza en señal de dudas. Al salir, montado en su briosa muía, al margen opuesto del río, de casualidad, Marne, el jefe de los trabajadores, se lavaba las manos y admiraba satisfecho la muralla de hierro ya terminada. El viejo montero le externó sus dudas sobre la segu­ ridad de que este obstáculo atrancara toda la madera que, sin ton ni son, estaban tirando arriba. -Los ingenieros calcularon todo -contestó. -Mire señor -dijo el montero-, hace años teníamos una balsa como de trescientas trozas detenida a tierra por dos cadenas tan gruesas como ésas - y señaló las más gruesas, que como cadenas madre estaban más altas y de las que colgaba la red-; estaban firmes sobre los grandes amates, un poco arriba de La Isla, por Tenosique, ya en río manso; pero una noche el río creció como dos metros de golpe y las cadenas reventaron como hilos de tejer. La fuerza de los elementos es tremenda, señor.

171) • l’A llli) MONTAÑEZ

-Si, ya entiendo -decía Alberto Marne-, pero todo está calculado. - Y con la vista fija en la muralla de cadenas que cortaba al río, sonrió orgulloso. El rubio belga, alto y arrogante, no sabía que estos torrentes de la selva, cuando las tempestades de junio los hinchan, son más temibles que el mar. -Bueno -dijo el montero, moviendo la cabeza-, tal vez ahora domen a los elementos. Mucha suerte, señor - y espoleó a su muía camino de Tenosique. -Hasta luego -dijo Marne sonriendo benévolamente ante las dudas de aquel viejo que había luchado contra los elementos muchos años y ¡sabe Dios cuántas cicatrices todavía traería en el alma y en el cuerpo! En el margen derecho la red se afirmaba en dos enormes chicozapotes, y la punta de la cadena madre había sido incrustada en la peña. Por el izquierdo, además de haber sido asegurada en media docena de árboles, la punta fue fuertemente amarrada a una serie de postes sembrados más de diez metros. Los winches estaban materialmente sembrados en la peña, que, de una pieza, nacía en el río y terminaba allá arriba en donde la loma acababa. En el lado izquierdo del río, se levantó un campamento, con casas de techo de lámina y paredes de tela de alambre contra los mosquitos. Había una estu­ fa de hierro para la gran cocina y hasta una vitrola había traído Marne, para no olvidar o para añorar la música de su tierra. Este Alberto Marne era hijo de uno de los directores socios de la com­ pañía, que vino de paseo a ver la aventura en que su padre se había meti­ do. Egresado de la Escuela Náutica de Guerra de Bélgica, como tendiente de navio, primero cadete y luego oficial en un destróyer, cuando su barco hizo una gira por los puertos del Caribe y del golfo de México, envidiaba a los europeos que se habían acomodado en esta parte del mundo que rápidamente se estaba poblando por una amalgama de razas que, cruza­ das, producían tipos de mujeres de todos colores y tamaños, pero todas de una atracción subyugante. Sus hombres, como con la seguridad de una lotería que ya venía en camino, luchaban confiados en su risueño porve­ nir. Las risotadas abiertas de mulatas, criollas esbeltas como palmeras y mestizas bronceadas, daban la nota de alegría y belleza en sus bullan­ gueros puertos. ¡Cómo envidiaba a los que vivían en estos países de des­ preocupación! Y la oportunidad vino. Hacía falta un jefe en Tinieblas. Los socios eran todos viejos y nadie quería venir a pasar sus últimos años en la selva. Había jóvenes competentes en Bélgica, pero los mosquitos, las víboras, todo lo que a los pusilánimes impide vivir en esta selva brava, los desanimaba.

DESASTRE EN LAS TINIEBLAS, 1904 • 171

Marne pensó: "No hay guerra, aquí puede uno hacerse rico de la noche a la mañana. Es tan interesante pelear contra escuadras enemigas como contra los elementos, o tal vez más. Así que me hago cargo de Tinieblas." Como ingeniero que era, había estudiado los proyectos y dirigido los últimos trabajos de instalación,' y todo estaba listo. Terminaba abril y se acercaba la temporada de lluvias. En las tardes, cuando el sol ya casi se escondía, hombres y mujeres se bañaban en las playitas del verde y tran­ quilo Chocoljá. Los niños chapoteaban en la orilla, la vitrola de Marne tocaba valses y aires varones. Marne se paseaba de un lado a otro, conta­ giado de la alegre tranquilidad de esta gente que, sin teatros, sin fiestas, respiraban a pulmón lleno el aire perfumado de la selva. Ya entrando la noche se encaminaba a su casa, en donde una queridilla que se le había pegado en Ciudad del Carmen lo esperaba limpia y fresca, meciéndose en su hamaca. Su pelo intensamente negro, su piel yodada por el mar, y un par de ojazos oscuros y brillantes siempre anhelantes de caricias, hacían atracar todas las noches su barco a puerto, él, que, como marino, se había pasado meses en alta mar sin tocar tierra. -Hoy es la Santa Cruz y no puede fallar el agua -decía un montero-. Ya tengo ganas de ver probar la pendejada esa -decía, señalando a la red de cadenas. -Pues se me hace que vamos a ver teatro sin ir a San Juan Bautista -decía otro-. Mira que cuando el río suba hasta ahí, y cientos de trozas que esa partida de brutos están tirando al trancazo allá arriba, lleguen, eso se va a poner como cuerdas de guitarra, y quién sabe si no reviente, porque la fiesta va estar movida. -Sí -dijo otro que escuchaba-. N o se me olvidará nunca cuando deshicimos la tranca como de doscientas trozas que se había formado en el encajonado del Perlas. Habíamos dinamitado las dos piedronas que obstruían el río y que detenían la madera formando un cerrón de todos los diablos, y serían como las tres de la mañana. Había llovido desde la tarde y el río subió mucho. Despertamos con unos tronidos y aquello era un infierno de tamborazos y crujidos que hasta la tierra temblaba. Una piedrona que estaba allá arriba del acantilado se vino rodando y por poco nos hace una torta. No, compadre, cuando el diablo se pone de mal humor, pa' jodelo. A fines de mayo habían empezado a moverse unas trozas con peque­ ños rezumos del río. Habían llegado como veinte trozas a la red. Los winches las habían sacado del río y levantado hasta lo alto de la loma, sin trabajos, sobre sus trucks fueron llevadas hasta la poza de La Ilusión, y tres días des­

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pués avisaban de Tenosique que una docena de trozas habían sido pes­ cadas y estaban siendo embalsadas en La Isla. La maquinaria había sido probada y el éxito asegurado. Era medianoche de junio, la última semana había hecho unos calores tremendos, la temperatura, de más de cuarenta grados a la sombra, hacía irrespirable la atmósfera cargada de humedad y electricidad. Serían como las dos de la tarde cuando la oscuridad llegó al máximo. No eran nubes, era todo el cielo una masa negra. Parecía un eclipse de sol, porque apenas se veía. El viento caliente quemaba la piel. Marne, que se había hecho cons­ truir una caseta cincuenta metros sobre el río, en la loma de los winches, acondicionada como un puente de mando en un barco, de pie, fuera de su caseta observaba aquella espantosa tranquilidad, presagio de una tor­ menta. Ni una hoja de los árboles se movía. De pronto, un relámpago rasgó la oscuridad, un trueno hizo temblar la tierra, más relámpagos que se cruzaban en el aire y un ruido de true­ nos que se sucedían como cañoneo en una batalla. El cielo, como si tuviera un enorme depósito de agua allá arriba, se desfondó, el viento sudeste azotaba el campamento y los árboles rechinaban defendiéndose contra los embates. Las cruces de fuego, que en el aire formaban los relám­ pagos, iluminaban el valle. Los nervios se pusieron en tensión y todo el mundo se preparó para esperar la prueba. Marne, sereno como el capitán que ordenaba un zafarrancho de combate ante el enemigo, daba voces de mando desde su puesto. Llovía sin cesar. Las trozas iban llegando a la red, se reclinaban con­ tra las cadenas; conforme los golpes de creciente iban llegando, buscaban entre la red un hueco para pasar, pero eran demasiado grandes para intro­ ducirse por los pequeños huecos que las cadenas dejaban. Los winches empezaron a jalar trozas, las puntas de acero de sus cables metálicos las enganchaban y las sacaban de la poza, otros las iban subiendo sobre sus trucks. Dos cuadrillas de veinte hombres, escogidos entre los más fuer­ tes para que cada seis horas se relevaran, habían empezado a entrar en calor, como ellos decían. Al ver Marne que sólo con unas docenas de trozas la red se ponía peli­ grosamente tirante, ordenó que tres cayucos, con cuatro hombres cada uno, tendieran de lado a lado del río más cadenas que estaban guardadas como repuestos; así la red sería reforzada hasta el máximo. Aquellos hom­ bres luchaban entre tumbos y remolinos que el agua espumosa achoco­ latada formaba abajo de la red. Asidos a las cadenas de abajo, primero, y conforme el río subía, a las de más arriba, aquellos bronceados y desear-

DESASTRE EN LAS TINIEBLAS, 1904 * 173

nados hombres, todo nervio, valor y destreza, se batían sin descanso contra el peligro que, segundo a segundo, los acechaba. Eran monteros escogidos entre cuadrillas de arreo de Tzendales y San Quintín, que muchas veces habían "corrido" los raudales de Anaité, mitad del tiempo bajo agua, otro poco en el aire, y sólo breves instantes flotando. Con sus pañuelos grandes, colorados, amarrados a la cabeza para evitar que el pelo les tapara la vista, en calzoncillos muy cortos para estar libres en sus ágiles movimientos, sus cuerpos quemados de sol, brillando con el sudor y el agua que el cielo mandaba, habían congregado a todo el campamento en la orilla del río para verlos trabajar. Con el valor suicida de caballeros medievales en un torneo, estos hombres, desnudos, trabajaban con el mayor desprecio para sus vidas. Se oían los gritos de los wincheros, que a cada jalón pujaban como para darse valor. El grupo de mujeres y niños en la orilla del campamento soportaban estoicamente el diluvio, para no perder el menor movimiento de sus hermanos, sus padres, sus maridos y sus hijos. Relámpagos, truenos y viento daban fondo a esta escena de valor y abnegación. Marne contemplaba aquel cuadro del río con la mirada brillante de emoción. Ahora se explicaba por qué en las revoluciones criollas los hom­ bres atacaban los cañones a sombrerazos, y las soldaderas, cayéndose y levantándose, los seguían. La noche se había venido encima y todas las lám­ paras de gasolina existentes, más de cincuenta, iluminaban todo lugar en donde las maniobras se realizaban. Las mujeres, y aun los niños, dirigían las luces de sus focos de mano sobre el río. Ya el agua había subido tanto, que la cadena madre más alta, que el día anterior pendía a más de diez metros del agua, ahora apenas dos cuartas sobresalía. Desde la red río arriba, una plancha de madera café oscuro, como formando una sola pieza, cargaba, empujada por los golpes de creciente, contra la red, amenazán­ dole reventar. Marne dio orden de que el equipo del río saliera ya. Le estaba haciendo daño contemplar aquel constante peligro. Precisamente en esos momen­ tos, los tres cayucos estaban en el centro del río, cerrando el último eslabón de la cadena ya tendida e iniciaban la salida a la orilla, siempre asidos a la cadena. Pero se habían tardado mucho, pues la comba que la red forma­ ba los hacía tener que remontar corriente arriba a sus cayucos. Las muje­ res lloraban y urgían a los hombres que se dieran prisa, pues el río seguía subiendo escandalosamente y se había oído como chasquidos, probable­ mente de cadenas secundarias que se habían reventado. Jalaban y gana­ ban pulgada a pulgada, acortando la distancia muy lentamente, a veces

174 • PABLO MONTAÑEZ

un enorme remolino casi tragaba el cayuco, otras veces un golpe de agua los levantaba casi en el aire; y ellos ante los gritos y los llantos, manda­ ban centellantes miradas de vez en cuando que querían decir: "¡Tengan valor y confianza, que aquí hay hombres!" Todavía se permitían man­ dar valor a los de afuera, ellos que lo estaban derrochando en un alarde de hombría en ese infierno de agua de chocolate espumosa. Una viejecita de pelo cano, arrodillada, miraba al cielo, bañada en lágrimas y empa­ pada de agua, pidiendo a Dios que regresaran con bien los cayucos; su hijo venía en el segundo, que ya había avanzado detrás del otro unos metros. El primer cayuco ya casi llegaba a la orilla; pero el tercero, que se había tardado más en el centro del río, no sabía a qué orilla jalarse, pues había probado para ambos lados y los golpes de corriente lo regresaban. Los pobres ocupantes de este último cayuco, con la angustia pintada en su rostro, sabían que en esos momentos sólo un milagro podía salvarlos, el porcentaje de probabilidades de salvación no pasaba de uno. Hubo un mo­ mento que el cayuco a media comba se detuvo, los hombres se calmaron, dieron un vistazo a la gente que se apiñaba en la orilla izquierda. Una mujer levantó a su hijito sobre su cabeza y se lo enseñaba a su marido para darle valor, una lágrima se le descolgó al pobre hombre que ya esta­ ba seguro no podría besar más a su chiquillo que, creyendo era fiesta, le sonreía. Esa calma era la que todo hombre moribundo tiene, momentos antes de morir. De pronto volvieron a jalar con toda su fuerza, con toda su alma, y el cayuco fue venciéndose sobre el margen izquierdo y avan­ zaba pulgada a pulgada. Ya el primer cayuco había llegado a la orilla y sus hombres se tiraron sobre el lodo, entre las yerbas: ahora todo era igual, habían nacido de nuevo, todo era ganancia. Ahí tirados los besaban sus mujeres. La viejecita, que no quitaba un momento su mirada del cielo como si estuviera viendo a Dios, seguía arrodillada; el segundo cayuco ya casi tocaba la orilla. Aquella masa, compuesta por miles de trozas que cubrían el río en más de un kilómetro, cargaba cada vez más sobre la muralla de cadenas que a cada flujo crujía amenazando con reventar. Los wincheros, Marne y los que estaban en el margen derecho, sintieron como ligero temblor de tierra. Espantados, notaron que el primer firme de la cadena, un enor­ me chicozapote, se iba inclinando suavemente. Se oyó un chasquido de cadena reventada, el chicozapote se derrumbó estruendosamente. Por el margen derecho, la masa de madera se avalanzó sobre el hueco, los del cayu­ co cercano se tiraron al río, los del centro se pararon cuan altos eran, se persignaron, dieron un vistazo de despedida a la orilla y un enorme remo­

DESASTRE EN LAS TINIEBLAS, 1904 ♦ 175

lino se los tragó. No fue un grito, fue un alarido de cien gargantas, el que rompió aquel concierto que mil trozas formaban chocando las piedras, contra ellas mismas, y diez minutos más tarde, al caer de la alta catara­ ta, hacía temblar la tierra. De los cuatro que se tiraron del segundo cayuco sólo lograron salir dos: uno era el hijo de la viejita, que, haciendo el último esfuerzo, la recogió de donde estaba arrodillada, y en brazos, cubriéndola de besos, la llevó a su champa. Con la tensión del momento alguien se descuidó y rompió una lámpara de gasolina en las bodegas, y ésta, despidiendo llamas a todas partes, había incendiado el enorme caserón de lámina, y ahora ardía ilumi­ nando tétricamente el campamento. Era una escena dantesca. Marne, en posición de firme, pálido como un difunto, mojado hasta los huesos, calada su gorra marina que nunca había abandonado, paseó su mirada desconsolada, pero serena, sobre el campamento ardiendo, sobre el grupo de hombres, mujeres y niños que seguían como clavados en la orilla opuesta como si hubieran enraizado, como guardando un minuto larguísimo de silencio por los héroes muertos. Sus wincheros estaban tira­ dos entre las piedras y el lodo, como muertos de cansancio. Ni una troza había quedado en el remanso; de la red sólo se veía el firme en la opues­ ta orilla. En esos momentos, cientos de toneladas de arena estarían cubriendo la red de cadenas para que no quedara ni rastro. "Los elemen­ tos, cuando quieren, son invencibles -repetía-, el mar también cobra su tributo y se ha saciado en cientos de marinos." Podía huir por el camino rumbo a Tenosique, llegar a un puerto e irse a su patria, en donde sus padres y sus hermanas rubias y buenas lo espe­ raban; pero sacudía la cabeza alejando la idea. Como si estuviera en la escuela, recordaba a aquel almirante retirado que era profesor y que, veterano en cien combates navales, había perdido un brazo y cargaba con una pierna tiesa por la metralla. 'Aunque los textos aconsejan salvar el barco, y si no puede, salvarse uno para seguir luchando en otra unidad, yo les digo, como marino de casta: Cuando el barco se hunde en batalla, el capitán debe irse con él." De pronto, como tomando una determinación, levantó los hombros, hizo con la mano un saludo militar, dio medio vuelta, entró en su caseta, tomó de encima de una pequeña mesa una pistola, salió unos metros, y al momento que un relámpago indiscretamente lo bañó de luz casi cegán­ dole, apretó fuertemente el cañón sobre su sien y jaló dos veces. Cayó boca arriba con los ojos inmensamente abiertos, queriendo tal vez llevar­ se al otro mundo la visión de aquellas ramas verdes de la selva que se lo tragó.

Capítulo 11

El cayuco de los suplicios, 1913 Mario J. Domínguez Vidal, escritor

lamentables en las que vivían los trabajadores de las mon­ terías durante el poifiriato fueron objeto de muchas denuncias en tiempos posteriores. La de mayor impactofue, sin duda, el famoso Ciclo de la caoba, escrito por el misterioso novelista B. Traven. En seis libros sucesivos, publicados de 1931 a l 940 en Alemania, este autor describió para sus lectores la dura vida de los monteros. Sobre todo La rebelión de los colga­ dos conmovió e indignó al mundo entero. Sin embargo, Traven no habló por experiencia propia, sino con base en conversaciones que tuvo con antiguos trabajadores, 20 años después de los hechos. Además, como novelista que era, se tomó una gran libertad para el arregloy la interpretación de la infor­ mación que había recibido. Más cercano a los hechos, y másfidedigno, es el relato de unjoven tabasqueño que se enroló en la Brigada Usumacinta que en 1913 desmanteló varias monterías en el norte de la Selva Lacandona. Mario Domínguez Vidal lo incluyó en su libro Las selvas de Tabasco (1942, pp. 148-150). Se trata de una visita que el joven soldado hizo a una montería en compañía de un cabo de la mencionada brigada revolucionaria. No se especifica cuál fue el lugar pero por algunas observaciones -la presencia de 800 bachajontecos, la cercanía de un río grande, el embalse de trozas en ese río-, no puede haber sido otra que la gran central de Santa Margarita, propiedad de la compañía Romano, situada en la orilla izquierda del río Usumacinta, dos leguas al sur de Boca del Cerro. En ese lugar, el informante de Mario Domín­ guez Vidal fue testigo de los castigos sangrientos que el capataz de aquella montería solía infligir a los trabajadores recalcitrantes. A ese tipo de tormen­ tos ni las mujeres podían escapar. Para esos mozos infelices, la llegada de la Brigada Usumacinta significó una verdadera liberación. El relato, cuyo texto se transcribe a continuación, tiene algunas impreci­ siones y exageraciones, que probablemente son responsabilidad del autor del libro, no del informante. Sin embargo, en su conjunto, el suceso narrado parece ser verídico. Mario Domínguez quiso dar información objetiva, por L as

c o n d ic io n e s

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I7N • MARIO J. DOMÍNGUEZ VIDAL

lo menos así lo anunció en el prólogo de su obra, donde escribió: "Este libro bronco, sin brillo literario, sin padrino que lo prologue, sale a la luz, con­ fiado en sus propias fuerzas y en la veracidad de su contenido." Monté en mi caballo y seguí a don León, que ya se alejaba. Cuando lo alcancé le pregunté: -¿Cuándo llegaremos al campamento, don León? -¿Al campamento rebelde? -inquirió. -Sí, señor -dije yo-, al campamento rebelde. -Dentro de ocho días -me respondió llanamente-, si no tenemos algún contratiempo. -¡Cómo! -insistí-, ¿qué no vamos al campamento rebelde? -¡A h qué ocurrencia la tuya! -exclamó riendo, y luego agregó-: ¿qué no ves que llevamos otro rumbo? Vamos a las monterías de arrastre de maderas. Quedé muy contrariado, pues lo que deseaba era salir de aquellos bosques y regresar al campamento rebelde, en donde a pesar del peligro de los federales había más comodidades. Maldije la hora en que había que­ rido explorar las selvas, pero no me atrevía a decirle nada a don León, porque era de pocas pulgas. Abatido, triste, resignado, marchaba al trote de mi caballo. Era tanto mi disgusto que ni siquiera apoyaba las piernas en los estribos; el trote me zamarreaba estúpidamente, y deseaba ser golpeado aún más para que el escarmiento fuera mayor. Como a las dos de la tarde llegamos a un arroyo cristalino. Les quita­ mos los frenos a los caballos y les dimos agua. El calor era sofocante y aniquilador. Don León sacó de las árganas una bola de pozol, batió la sabrosa masa de maíz en una jicara, y se la tomó. Después hice la misma operación. Pusimos los frenos a los caballos, apretamos los cinchos y volvimos a montar, continuando la marcha hasta llegar a la montería. En esa montería de maderas preciosas había más de ochocientos hombres, bachajones de origen chiapaneco; los empresarios eran descen­ dientes de españoles, así como también la mayoría de los empleados y caporales. El trato que recibían los trabajadores era algo inconcebible. Los contratos entre trabajadores y patrones eran meras fórmulas, pues las ver­ daderas bases de dichos contratos estaban en manos de las autoridades, las cuales, por lo general, ponían y manejaban la empresa maderera. Las autoridades formaban un padrón de los habitantes indígenas de la región,

EL CAYUCO DE LOS SUPLICIOS, 1913 • 179

escogían entre los enlistados a los más jóvenes y los obligaban a servir a la empresa, engañándoles con ilusorias retribuciones que nunca recibían los infelices. Anualmente contrataban así de cuatro a quinientos indios, los llevaban a la finca y los repartían en cuadrillas con sus respectivos jefes, que en verdad no eran jefes sino verdugos. Al llegar a la montería, don León y yo nos hospedamos en la casa prin­ cipal, frente a la cual había un cayuco grande sobre unos maderos. -Mañana te llevaré muy temprano -m e dijo don León-, para que te enteres del objeto de ese cayuco. Al día siguiente, a las tres a la mañana, me despertó y me llevó con él a presenciar lo que nunca me imaginara. Al acercarnos al fatídico lugar, comencé a escuchar lamentos de dolor y el ruido de un fuete con el que daban azotes tal como los carreteros le pegan a los bueyes. Nos acerca­ mos más, y con profundo asombro vi a una pobre india, amarrada de pies y manos, y embrocada sobre el cayuco, recibiendo del capataz terri­ bles azotes. Los conté, fueron veinticinco. A l terminar la flagelación la desataron, y como estaba casi sin sentido la arrastraron de un pie hacién­ dola caer, y ahí quedó en el suelo, no como un ser humano sino como una cosa. Inmediatamente subió al suplicio un indito como de unos dieciocho años de edad, de aspecto enfermizo, pálido, amarillento. Lo amarró en la misma forma en que había estado amarrada la india, y comenzó a azotar­ lo. No conté los azotes... huí de aquel lugar de crueldad, en el que espera­ ban su turno más de treinta hombres enfermos y cadavéricos. Todos estos desventurados gemían bajo el fuego lento del paludismo, de la tifoidea, de la disentería, etcétera. Cuando estas terribles enfermedades los atacaban, y faltos de fuerzas no tenían ánimo para terminar las brutales tareas que les asignaban, caían desmayados. Entonces se les con­ ducía al Sanatorio, que tal era el nombre que le daban al cayuco de los suplicios, y se les azotaba todos los días al amanecer, hasta que morían o volvían al trabajo. Después del castigo algunos pedían volver al trabajo para morir con el machete en la mano y la cara al sol, como si dieran gracias a Dios por haberles quitado la vida. Una vieja, que era sirvienta de la casa grande, me contó cosas increí­ bles acerca de las flagelaciones: - A la Lola -me decía la vieja-, la azotaron porque no pudo moler en el metate una arroba de pozol para los trabajadores. Hace cinco días, per­ donando la palabra, parió un niño, y se ha visto muy mala por haberle venido fuertes hemorragias que la dejaron sin sangre ni fuerzas. Y por no terminar la tarea la azotan todos los días, y ahí morirá, pues no tiene aliento para el trabajo.

180 • MARIO J. DOMÍNGUEZ VIDAL

Ese mismo día partimos don León y yo a los arrastres de maderas, íbamos bordeando el río, sobre cuya corriente venían los troncos de árbo­ les, formando balsas con cientos de hombres encima, dedicados a las maniobras. Estas balsas estaban hechas de tres o cuatro grandes trozos o troncos enormes de caoba y de cedro, de cuarenta o cincuenta metros de largo por uno o dos de diámetro, y amarrados fuertemente entre sí. Las corrientes que arrastran estos maderos son fortísimas a consecuencias de las constantes y torrenciales lluvias. Para conducir las maderas, se tra­ baja lo indecible de día y de noche dentro del agua y con esto, como es natural, se les pudre la piel a los trabajadores, se llagan y enferman, y cuando alguien se acalambra y se inutiliza para el trabajo, el jefe de la cua­ drilla lo medicina eficazmente, le da un garrotazo en la cabeza, cae al agua, se hunde y no vuelve a salir. Los lagartos se encargan de lo demás, y asunto concluido. Éstos son castigos ejemplares para que el resto de los trabajadores se atemorice y trabaje sin chistar. Para estos infelices no hay derecho, ni leyes, ni compasión; su misión es trabajar y morir como bestias. En estas condiciones trabajaba el hombre en Tabasco. En los arrastres de maderas preciosas, el boyero trabajaba todo el día y toda la noche, en caminos llenos de lodo y bajo la lluvia. A veces el cansancio vencía al

LA FUNDACIÓN DE BOCA DE CHAJUL, 197+-1984 • 263

mala abogó mucho por nosotros, el gobierno de Guatemala nos quiso detener para que no entráramos, pero la gente de Guatemala dijo que sí. Estaba subiendo el comercio y si ellos tenían a veces que comer, era por nosotros, por los productos que nos vendían. También muchas veces venían aquí y compraban marranos y gallinas, animalitos para criaderos. Como ellos también eran nuevos, ellos aboga­ ron por nosotros. Entonces el gobierno ya no nos evitaba ni nos trataba mal. Iban los muchachos que sabían jugar pelota y se divertían jugando, pero luego hubo la represión muy dura y entonces sólo nosotros nos quita­ mos la idea. El registro provisional del ejido nos lo dieron en el año de 1979, porque cuando hicimos la pista vino un ingeniero a hacer el censo básico provi­ sional. Luego, pero pronto, en el mismo año, vino el ingeniero a darnos la tierra en provisional. El censo arrojó veinticinco ejidatarios, pero allí pusi­ mos algunas mujeres, porque no alcanzábamos en varones, pues la ley dice que debe haber lo mínimo veintidós personas y nosotros no alcanzá­ bamos las veintidós personas, es decir varones capacitados de dieciocho años en adelante. Otros ejidos se disgustaron conmigo, porque ellos tenían hasta doce años de luchar por la tierra y no habían podido lograrlo. Por ejemplo, Galacia estaba luchando desde Rizo de Oro y La Gloria estaba luchando desde un lugar llamado Jataté, los dos fuera de lugar en donde les pertenecía. Estos dos fueron poblados por chiapanecos, los del Playón de La Gloria eran de Margaritas, los de Galacia de Rizo de Oro. Ellos se dis­ gustaron porque nos la habían dado en tres años, siendo de un lugar tan lejos, de Guerrero. Pero yo les decía que yo también era mexicano y que no se enojaran conmigo. Ahora ya no hay resentimiento, puesto que tam­ bién a ellos se les dio la tierra en el mismo año de 1979. En 1976 entró aquí el primer sacerdote. En este año me fui hasta mi tierra y de regreso hablé con el sacerdote de Comitán, Antonio Mejía. Tam­ bién hablé con el director del hospital de Comitán, el doctor Gómez Alfaro. Le planteé el problema que había aquí y conseguí que viniera un médico y éste trajo mucha medicina que nos sirvió bastante. Las enfermedades que más nos atacaban eran las calenturas o sea el paludismo. El doctor y el padre dilataron casi una noche entera escribiendo cómo se llamaba cada medicina, para qué enfermedad era buena y cuánto se daba. Yo ya había estudiado un libro que se llama Donde no hay doctor. El sacerdote y el doc­ tor llegaron a Ixcán, avisando su llegada por el radio de Comitán. El sacer­ dote vino tres años, en el mes de agosto, y vino siempre un médico con él. La última vez vino un especialista que sacaba muelas. Yo creo que, si

JIU ■ MANUEL LOMBERA

hubiera puesto en un costal a las muelas que sacó, lo hubiera llenado, porque de veras sacó muelas. Después de que llegamos aquí, se volvieron a ir casi todos. Se fueron los Baldovino. Yo era muy popular, allá en mi tierra. Por eso se vino mucha gente conmigo. Pero estando aquí, sintieron la vida muy dura, porque no había a quien vender nada, no se hacía dinero, y se regresaron. Se regre­ saron siete u ocho familias. Se fueron a Tabasco, se fueron por el río. En Frontera Echeverría estaba una compañía trabajando, allí se quedaron a trabajar los Baldovino, allí hicieron dinero. Después se fueron hasta Colima, pero no dilataron allá muchos años, porque la vida allá era difícil, y como nos escribíamos, contábamos que la vida aquí ya había mejorado, y se regre­ saron. Durante dos o tres años vivimos no más de tres vecinos, yo, Febro­ nio y Trino, y allá arriba en el Chajul se quedó Ricardo Piseno y Manuel Sosa, como a una hora de camino. Fuimos cinco familias en total. Después empezó a llegar la gente, unos de regreso y otros que nunca habían veni­ do pero que me buscaron, porque allá en Guerrero era yo muy popular, siempre había sido algo en el pueblo. Desde la edad de veintidós años empe­ cé a ser autoridad. Fui seis años comisario municipal, y luego me metieron en mi pueblo a la rural, dilaté ocho años de rural, y siendo rural también fui comisariado ejidal. Por eso la gente me creyó cuando me vine para acá.

Capítulo 20

Una tierra para sembrar sueños, 1986 José Antonio Abasgal, poeta

D esde h a c e 20 años la zona llamada Marqués de Comillas se ha convertido en una de las partes más problemáticas de la Selva Lacandona. Es una región fronteriza por excelencia: por tres lados, sur, oriente y norte, colinda con la República de Guatemala. Inmensa llanura de más de 160,000 hectáreas, invitaba a ser colonizada y poblada rápidamente, desde las orillas de los ríos Lacantún, Pasión y Salinas tierra adentro hasta el Vértice de Santiago, la línea geodésica que en el sur separa a México de Guatemala. Actualmen­ te son 38 los núcleos de población establecidos en su territorio, la mayoría de ellos agrupados en uniones de ejidos de diversa afiliación política. Sus inte­ grantes vienen de todas partes de la República Mexicana, por supuesto también del propio estado de Chiapas. De 1981 a 1984 vivieron, junto a esas colonias recién establecidas, unos 20,000 refugiados guatemaltecos, amontonados en precarios campamentos abiertos en plena selva. En varios puntos de la zona, ingenieros de Petróleos Mexicanos han perforado el subsue­ lo en busca del codiciado oro negro. La empresa paraestatal amenaza con abrir, en algún momento, los primeros pozos, provocando entonces también en esas tierras lejanas el desajuste ecológico y socioeconómico que su pre­ sencia inevitablemente lleva consigo. Finalmente, hace a penas un año que el gobierno mexicano puso en uso la carretera fronteriza, verdadera línea es­ tratégica planeada para movilizar rápida y efectivamente contingentes de tropa en c¿iso de emergencia. La militarización de la franja que colinda con Guatemala es sólo una de las respuestas que el gobierno mexicano trata de dar a una problemática de extrema gravedad: el creciente tránsito ilegal de personas y drogas provenientes de Centro y Sudamérica. Otra es la multiplicación de puestos de control migratorio y aduanero. Necesidades agrarias, intereses económicos, prácticas fuera de la ley, razones geopolíticas: todo converge para hacer de la zona Marqués de Comillas una de las regiones más neurálgicas de México. Las primeras víc­ timas de esta situación de emergenciafueron los árboles, la inmensa y densa capa verde que cubría aquella península fluvial hasta 1970 (cfr. capítulo \ÍK,\

*2(1(1 ■JOSÉ ANTONIO ABASCAL

18). Un joven estudiante del Distrito Federal, José Antonio Abascal, via­ jero y poeta a la vez, caminó en 1986 por la zona, visitando los ejidos recién fundados, acompañando a los campesinos a la tumba y a la siembra, mirando a los tractores avanzar salvajemente por entre la tupida ve­ getación, viendo a los campamentos petroleros surgir como hongos en medio de la selva virgen. El autor expresa en sus reflexiones una doble pre­ ocupación: por la suerte de los campesinos que llegaron "para sembrar sue­ ños", y por el futuro de la selva misma, en la cual "se sigue el desmonte, en el humo de un mundo nuevo donde se va trozando todo, y lo que no se troza es aplastado y lo que no es aplastado se quema y lo que no es que­ mado se vuelve pestilente y se seca". La Selva Lacandona, que en 1786 se abrió al primer viajero como estremecedora soledad, en 1986 se estuvo convirtiendo, ante los asombrados ojos de José Antonio Abascal, en acusadora desolación. Salir temprano cada mañana, caminar con el efluvio del amanecer con una garrafa de agua al hombro, a un lado del sombrero de paja y del ma­ chete asidos con una mano, desde varias chozas, por la misma vereda, hasta el campo de desmonte, y sacar rastrojos y marañas de raíces, y cortar palo flaco y árbol grueso, quemarlo todo y contemplar con satisfacción el claro abierto en la selva espesa, es querer una tierra para sembrar los sue­ ños. A la selva alta del trópico húmedo, en la frontera sureste de Chiapas, donde las caobas y los árboles lagarto sirven de morada a los monos aulladores, a los tucanes de pecho amarillo, y a las orquídeas de colora­ ciones extrañas llegó la necesidad desplazada de tierras de cultivo. Antes del amanecer, cerca de las casas de conote y palma de guano los saraguatos rugen con su tono de caverna, las enormes chicharras de alas membrano­ sas lanzan su estruendo ascendente una tras otra y otra por toda la selva, y los grillos y las ranas palpitan en su canto incesante. Y antes de la pri­ mera luz, se dejan caer hachazos a la leña, y se van encendiendo los fogones donde calentar el café y desembarazarse, para cruzar el monte entre las espinas de la maleza fragosa que franquea las veredas hacia las milpas. Campesinos llegados de tierras templadas, de tierras altas, o de tierras cá­ lidas donde la lluvia cambió sus costumbres. Campesinos en segunda, en tercera migración. Hombres de campo que han sido albañiles, carpinteros, vendedores ambulantes en los suburbios de las ciudades, o que han visto las tierras de cultivo perderse en grandes pastizales por una demente eufo­ ria de engordar ganado. Ahora caminan entre enjambres de moscos que se abren en triángulos para darles paso.

UNA TIERRA PARA SEMBRAR SUEÑOS, 1986 • 267

Hombres curtidos por el Sol, de mirada siempre atenta a los misterios de la tierra, llegados al Marqués de Comillas corriente arriba por el ancho Río Lacantún o por el Río Salinas, bordeados de la vegetación entrelazada, que se extendía tierra adentro entre el lomerío y las tierras bajas anegadi­ zas, en un abrazo que todo lo cubría. Desembarcaron adentrándose, unos hacia el sur, otros hacia el oeste para localizar su dotación de tierras. Había quienes esperaron veinte años la dotación y quienes se enteraron a última hora que se repartían tierras en la Selva Lacandona. Fueron desembarcan­ do grupos de unos cuantos hombres por aquí, otros por allá. Todos, de recién llegados organizaban guardias nocturnas para cuidarse del jaguar o del puma, de los merodeadores intrigados por los intrusos que arriba­ ban. Los desembarcados de cuando en cuando escuchaban a las fieras pasar entre las ramas, sobre la hojarasca quebradiza mientras iban poco a poco experimentando la incertidumbre que provocan los primeros días al hombre recién llegado, los aullidos crispantes de los arrogantes saraguatos, ner­ viosos e insolentes imitadores del hombre paseándose en las ramas de los altos árboles. Los recién desembarcados trataban de ver las chicharras que vibraban en gigantesco estruendo de mágico compás, como dispersas en un gran templo ceremonial, e iban observando las costumbres nocturnas de los animales de la selva. Hubo quien llegó a pasar la primera noche con su familia bajo cualquier árbol, pero los más llegaban sólo con el recuer­ do o la esperanza en la compañera indispensable para trabajar la tierra y complementar la vida. A los primeros en llegar les tocaron las tierras ribe­ reñas donde iban construyendo las primeras casas del naciente ejido y hubo quienes tuvieron que mudar la aldea a dos, a tres kilómetros tierra aden­ tro después de las primeras lluvias que inundaron los solares y las milpas. Los que llegaron más tarde debieron internarse desde la ribera, entre el cieno, con el agua a la cintura, los bultos con machetes, hachas, cazue­ las y semillas al hombro sin encontrar donde repasarlos, sosteniéndolos con las manos y los brazos hinchados a picotazos de moscos, avanzando hasta donde debían estar las tierras asignadas. Hacia allá avanzaban, su­ dorosos por el espeso calor, caminando bajo treinta, bajo cincuenta metros de ramas y lianas por donde se veía al Sol fragmentarse en delgadas venas. Ellos intuían por donde seguir. Algunos recuerdan el alivio al pisar tierra firme. Y los ánimos al llegar y empezar a desmontar el claro para el primer solar. Lo mismo en la ribera que tierra adentro fue apremiante comenzar la roza, tumba, y quema para poder sembrar. Al frijol le iban saliendo gu­ sanos como granitos de arroz. El maíz se empezaba a picar. Hubo veces que comenzaron a escuchar un zumbido intenso que crecía, cada vez más fuer­

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te, cada vez más cerca, entonces salían de la choza para dar paso a una enorme columna de hormigas rojas que arrasaba con lo que estuviera en la mesa, con lo que no estuviera empacado. Los hombres caminaban siempre entre las hierbas espinosas que se enredan en los brazos, en el pelo, en las piernas, hierbas que arañan, hier­ bas ortigosas que queman la piel. Abriendo piques entre el pasto navahuela, cortando helechos arborescentes, ascendían para buscar desde las partes altas donde abrir las milpas. Las pequeñas abejas de una miel dulce exquisita, y los tábanos cafés, azules, verdes los acosaban en el calor seco de la sequía de bochorno imposible mientras decidían donde comen­ zar la roza. Una vez hecho el primer movimiento en ese calor que paraliza, continuaban las jornadas movidos como en péndulo sin parar hasta sentir un sudor frío que estremecía el cuerpo. Y entonces era tomar agua para continuar cortando guarumbo, caoba, guanacastie, palma de guatapil, palma real, marimba, palma y tronco de corozo. Los hachazos se espar­ cían haciendo eco y confundiéndose en la espesura de la selva con los fuertes y rápidos tamboreos de los pájaros carpinteros. Y al trazo de la milpa concluido, los maderos sobre la tierra desenraiza­ da, en ese calor estacionado bajo la atmósfera brumosa, era prender el fuego que abriría campos para que germinara el maíz, y era, en la tierra ennegreci­ da, entre los troncos en brasas regados aquí y allá, entre la ceniza de la llanura, la ceniza caliente de la ladera, ir cavando, en un depositar la se­ milla que haría posible permanecer en estas tierras. Y después del baño, en la noche oscura, se contemplaba con anhelo el claro abierto, con algún tronco quemado en pie, ceiba o zapote en brasas iluminando la noche. Hubo quienes cosecharon tanto maíz sin tener a quien venderlo que tra­ bajaron otro tanto para tirarlo al río. Hacían falta caminos, hacía falta gente para abrir el deslinde entre los ejidos, más hombres para poder for­ mar comisiones que solicitaran ayuda, que tramitaran créditos, que tra­ jeran semillas. Había que traer gallinas y puercos. Había que traer a las familias. Por el río era muy larga la salida. En Chajul, en Pico de Oro, en Galacia, se abrieron claros para que bajaran avionetas. Pero todos pensaban en la carretera. A medida que llegaban nuevos solicitantes de tierras iban creciendo las aldeas, aumentando las milpas. Pero se necesitaban cin­ cuenta niños para solicitar escuela. Se necesitaba mandar representantes a tomar el curso de promotores de salud. A los campesinos que iban lle­ gando se Ies hospedaba con agrado, se les ayudaba a construir sus casas. Tierra adentro, en el Pirú, adonde no se podía llegar en lancha, se inves­ tigaba por dónde pasaría la carretera. Se oía decir que ya venían las

UNA TIUHIiA I’AHA SUMBÜAU SIHCÑOS, l!)8(¡ • 209

máquinas. Y se cambió el emplazamiento de la aldea para quedar cerca del camino. Dentro de las seis mil cuatrocientas hectáreas de la dotación del Pirú por decreto presidencial se asentaron unos intrusos que también traían papeles sellados y firmados por cualquiera. Llegaron con ingenie­ ros, haciendo trazos y levantando casas. Llegaban en avionetas, perma­ necían diez o quince días y se retiraban para regresar con más papeles y representantes agrarios y campesinos armados. Les tiraban la milpa y les ofrecían traerles una planta de luz, traerles víveres, y pagarles un sueldo por trabajar sus tierras. Los ingenieros dibujaban mapas con potreros de doscientas, de trescientas hectáreas. Los ejidatarios, cuando juntaban algún dinero, mandaban comisiones a Tlixtla Gutiérrez, donde nadie sabía qué podía estar pasando, comisiones a México, donde les confirmaban el decreto que los favorecía. Estaban decididos a luchar armados de pacien­ cia. Los intrusos desaparecían por temporadas para volver con su insis­ tencia. Los ejidatarios no recuerdan cómo fue que una noche se decidieron a entrar con sus machetes adonde dormían los intrusos, Iban a cortarles las hamacas y obligarlos a desaparecer. I lasta ahora, comentan, no lian re­ gresado. Para aquel tiempo comenzaron a llegar las primeras familias al Pirú. Los primeros niños acompañaban a los mayores en largas camina­ tas por el monte para ver si veían las pixlerosas máquinas que avanzaban trozando los enormes y frondosos árboles, abriendo paso a la carretera. Los acompañaban en las cacerías, aprendían a rccomxer el olor dejado |x>r las manadas de jabalíes, a buscar las pavas negras en lo alto de las tupi­ das ramas, a caminar con los ojos alerta por las mortíferas nauyacas y a seguir a los perros cuando se lanzan tras un venado. Según crecían las aldeas y las milpas los animales silvestres se alejaban, l/ien jabalíes cazados por un sólo hombre el primer año, cuarenta y cinco mojarras pescadas con el mismo anzuelo en el río Manzanares en un día, pero ahora cada vez se van requiriendo caminatas más largas y más paciencia para obtener carne fresca. Una mañana se oyó el retumbo de las máquinas. Los tractores y los camiones cruzaron los cinco kilómetros del Pirú en dos días. Iil rego­ cijo por la carretera se desbordaba. Volvían a imaginarse las primeras co­ sechas embarcadas alejándose por la carretera, Todos de recién llegados se enferman por alguna agua infecta que beben en los arroyos. Todos, hombres, mujeres y niños, según van llegando en­ tran al ciclo de las fiebres palúdicas del mosco anofeles. Siempre hay alguien en cama retorciéndose entre escalofríos, temblores y dolores en las coyunturas provocados por el paludismo. Cuando unos se levantan otros caen. Algunos han caído al regresar del desmonte. Tirados en una

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vereda bajo el candente Sol de la jornada temblequean secándose los esca­ lofríos, los pies aún calientes de pisar las brasas y las cenizas, los huesos fríos, los ojos cerrados hasta que amaina un poco el estremecimiento, y entonces llegar a casa, al fogón, a la mujer, para luego regresar al des­ monte, al día siguiente o al próximo, aún mareados, sudando frío, pero había que acabar de quemar ya porque se llegaban las lluvias y porque aún no se recogían todas las mazorcas de la milpa y si se mojan, el maíz se pudre. Los que llegaron primero sólo con el apego a la tierra, a la milpa, saben ahora que no fueron los primeros. Según avanzaban conociendo la selva inexplorada cruzaban las brechas petroleras. Tractores y compli­ cados equipos petroleros habían cruzado de este a oeste, de norte a sur, en un renovado éxtasis gambusino. Las brechas ahora se vuelven a cubrir de helechos y arbustos pero fueron ya palpadas las entrañas minerales y oscuras de estas tierras exuberantes y salvajes. Era una tierra que había que poblar. Se había señalado en los mapas. Se había mandado sobre­ volar. Se llamaron expertos que dijeran en qué podían usarse esas tierras. Geólogos, ingenieros, agrónomos, comerciantes. La electricidad desde las aguas del Usumacinta, desde las aguas del Salinas, los aceites, gases y pe­ tróleo desde cuántos kilómetros debajo de la tierra, la madera para algunos ojos inacabables, las tierras para los sofisticados repartidores agrarios, las tierras para los fantasmas sembradores de goma y de cannabis, las aves y los reptiles para los comerciantes de excentricidades. Había que apurar­ se, se empezó a decir, porque llegaban también los refugiados, la guerri­ lla y el ejército vecinos. Al principio cruzaban la brecha divisoria de mapas, familias en una lenta travesía con sus vacas, muías y caballos que vendían por unos cuantos pesos a los hombres visionarios de este lado de la selva. Era una sensación de alivio lo que los movía a cruzar la frontera. Un "tal vez allá". Después eran pueblos enteros precipitados por la angustia de la persecución. Desde el Usumacinta los ríos Salinas y Lacantún fueron cada vez más transitados. Junto a los nuevos solicitantes de tierras llegaban aduane­ ros y oficiales de migración, supervisores de salud y supervisores de go­ bernación, ingenieros con teodolitos y mapas, sociólogos y economistas; los biólogos y los comerciantes, los que investigan para conservar en sofocante carrera con los que consumen hasta extinguir. Y familias con gallinas, perros, recuerdos y anhelos. Fbr los ríos, de vez en cuando, corrien­ te abajo, navegaban cuerpos hinchados de refugiados que nadie pudo enterrar o de perdedores muertos en pleitos por las tierras. Y la carretera debía estar lista, los ejidos repartidos, los pueblos nacionales formados.

UNA TIERRA I’ARA SEMBRAR SUEÑOS, 1988 • "271

Se elaboraron a paso acelerado los planes de desarrollo. Los promo­ tores llegaban explicando la ayuda, los apoyos, los créditos. Emisarios ávidos, emocionados con los grandes proyectos. Prometían, con énfasis en la seguridad de que esta vez sí, de que no eran sueños soñados por todos; esta vez sí, repetían. Hablaban con los campesinos, les explicaban qué y cómo cultivar, les comentaban, según recuerdan, los adelantos de la cien­ cia, algunos hasta comentaron cómo los satélites desde el espacio foto­ grafían la selva y así se conoce todo lo que sucede en ella. Todo se sabe, decían. Hablaban de los fertilizantes, de los tractores, de las bestias de carga y de los animales de engorda que llegarían. Y empapados de sudor, abriéndose paso entre los jejenes y zancudos, también llegaban los políti­ cos organizando afiliaciones y repartiendo los derechos entre los nuevos pobladores. Se fueron creando uniones. Uniones de ejidos, uniones de transportistas, uniones en torno a rudos y fíeles líderes. A los nuevos so­ licitantes de tierra ya no se les ayudó a construir sus casas, y ahora se les pedía una contribución; setenta, ochenta mil pesos por ingresar al ejido, y en la depuración bianual, tal vez, se confirmará su definitividad. Ahora siguen llegando, en camiones por la carretera, poseedores de do­ tación de tierras y solicitantes de ingreso a los ejidos que se forman. Se abren nuevos desmontes y las milpas con varias cosechas son reemplaza­ das con nuevos desmontes antes de las lluvias, cuando no cantan los grillos y el bochorno sólo es rasgado por lo insectos que zumban sobre los hacha­ zos lentos. Y se sigue en el desmonte, en el humo de un mundo nuevo donde se va trozando todo, y lo que no se troza es aplastado y lo que no es aplastado se quema y lo que no es quemado se vuelve pestilente y se seca. Se continúa por necesidad, sin detenerse. Algo se sabe, algo se intuye, pero ¿cómo moverse de otra manera? A veces la muerte llega, y los hombres van a clarear de ramazones y de hierbas el solar de los panteones. Una procesión de vecinos recorre la aldea con velas en la mano y cantan por el descanso del difunto. I*i noche pasa entre cantos, charlas y recuerdos del muerto. Li noche pasa y la vida continúa, por igual en el Pirú, en Galacia, en el Playón de la Gloria. En Chajul, Santa Rita, Nuevo Veracruz, Nueva Chihuahua, Flor de Cacao, Arroyo Delicias, Cluetzalcóatl, Benemérito de las Américas, Quiringuicharo, Nuevo Reforma, América Libre, San Isidro, Belisario Domínguez, López Portillo, Pico de Oro, La Unión. En las ciento treinta mil hectáreas ya repartidas de las ciento sesenta mil de la selva del Marqués de Comillas. Caminando puede uno alejarse de estas tierras pisando un manto de hojarascas y semillas, cruzar por veredas que se desplazan entre arroyos

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y ríos puenteados por grandes árboles caídos en las tormentas de las lluvias pasadas, entre ortigas, ciempiés, tejereques, bejuquillas verdes, fal­ sas nauyacas, tábanos, jejenes, chaquistes, colmoyotes, y monos observa­ dores de los curiosos que los observan. Y continuar tal vez seguidos por felinos de andar silencioso para contemplar en la arena de un arroyo, bajo el agua transparente, las huellas de una dante, las huellas de otros hombres y las tortugas que ya no llegarán a ser viejas, escuchar las guacamayas de plumaje rojo, azul y amarillo resonando en las cúpulas de los árboles, los cantos de los pájaros que semejan tubas, los cantos acuáticos como de gotas al caer en un remanso de agua: cha-jui, cha-jui, del pájaro chajul entre vainas resecas que explotan con el calor, abriéndose en semillas. Y seguir con la fatiga y el calor hasta sumergirse en estados suspendidos en el bochorno rodeado por el zumbido y el vuelo de los insectos. "Díga­ les que deberían hacer algo, que no se desperdicie tanta madera y tanta planta en los desmontes. Aquí nosotros trabajamos duro, y ellos allá sólo que organicen." Y volver a despedirse cruzando estas tierras donde todos trabajan para asentar lo desconocido. Donde unos avanzan en dirección de otros sin saber qué hacen los otros. Donde nadie sabe qué no hacer. Despedirse y alejar­ se desplazando mariposas que aletean colores en la densidad del calor, topándose de vez en cuando con los pájaros tapacaminos, acercándose a ese golpear en las rocas y a la arena que se desmorona en lo que será un bombear mineral hasta la superficie, al trajín de hombres sudando en el claro abierto a los vientos moderados de la selva cálida, verlos subir a la torre del pozo entre el golpeteo del pistón que bombeará el anhelado aceite por el oleoducto que desembocará en la hoja tabular donde impa­ cientes manos de oficinistas teclearán la cifra en el sistema central, la cifra que aparecerá en una pantalla entre una selva de signos, ante unos ojos maravillados y desvelados por presagios siniestros de que el tiempo se acaba, de que no, que es mentira, que nada se acaba.

Capítulo 21

Guerra en el valle de San Quintín, 1977 Mario L ópez Hernández, campesino

C a r l o s H elbig , al sobrevolar la Selva Lacandona en 1974 y pintar de ella su retrato hablado (capítulo 18), menciona, en algún momento de su relato, la existencia de una sabana natural que contrasta con el accidentado re­ lieve y la tupida vegetación tan característicos para el resto de la región. En efecto, el valle de San Quintín, situado al oeste del lago de Miramar, es un verdadero "hueco en la alfombra de la selva", producido por la natura­ leza en vez de ser efecto de la intervención humana. Había sido desde 1870 el núcleo operacional de la emptvsa maderera Bulnesy Compañía, que explo­ taba la madera preciosa en un área de su propiedad que rebasaba las 30,000 hectáreas. A partir de 1965 empezó a ser invadido por grupos de campesinos indígenas provenientes de Los Altos y del Norte de Chiapas. Los primeros poblados en establecerse en la orilla de la sabana fueron los ejidos San Quintín y Emiliano Zapata, seguidos pronto por una decena más de colonias que poco a poco se apoderaron de las tierras que Jaime Bulnes, legítimo heredero del latifundio, en vano trató de defender como suyas. Entre estos poblados La Nueva Providencia ocupaba un lugar excepcio­ nal. Desde su origen estuvo constituido por dos grupos antagónicos: un número relativamente grande de indígenas tzeltales provenientes de varias fincas de Los Altos, y un número m¿ís reducido de mestizos de Comitán bajo el cacicazgo de un ranchero de nombre Polo Aguilar. A pesar de ser ejido don­ de todos los capacitados tenían legalmente el mismo acceso a la tierra, pronto cayó bajo el control de los Aguilar. Ellos lo transformaron en unafinca dis­ frazada, introduciendo de nuevo la vieja y odiosa relación del mozo al servi­ cio incondicional del patrón. Esta situación se hubiera perpetuado si no fuera por los ejidos vecinos que en 1975 se organizaron en una poderosa unión campesina llamada Quiptic ta Lecubtesel -Unidos para nuestro Progreso. Los Aguilar, ante la amenaza de versus intereses cuestionados por la Quiptic, tomaron la decisión de alquilar los servicios de una decena de "guardias blancas". Con esta medida precipitaron un enfrentamiento que tuvo un de­ senlace que nadie hubiera podido imaginarse. |47:l|

m • MAitio L ó ri:z iik k n á n d e z Sobre este memorable episodio existen varias versiones, narradas o escri­ tas por gente que estuvo directamente involucrada en los sucesos. Una de ellas, sin duda la más detallada, es el testimonio de Mario López Hernán­ dez, que se publica aquí por primera vez gracias al amable permiso de Carlos Martínez Suárez, quien lo grabó en agosto de 1989 en el ejido Emi­ liano Zapata, más de 10 años después de los hechos. Pero la narración de Mario López es tan vivida que da la impresión que "la guerra en el valle de San Quintín" ocurrió ayer. Ofrece información valiosa, no sólo sobre el enfrentamiento mismo, sino también sobre la colonización de la región y la organización de los colonos, dos procesos que no se entienden sin la par­ ticipación cercana de la diócesis de San Cristóbal, encabezada desde 1960 por el obispo Samuel Ruiz García. Para que lo sepan todos, voy a contar de cómo fue cuando los Aguilar tra­ jeron once federales, todos con armas buenas, les pagaron para matar campesinos. Los ejidatarios no aguantábamos el enojo de por sí, porque los rancheros que llegaron, algunos años atrás, a La Nueva Providencia, se fueron apoderando poco a poco de todas las actividades y de todas las gentes que formamos la comunidad de "La Nueva". Todos de origen tzeltal, ex peones de fincas que huíamos de las cuentas impagables en las tiendas de raya. Ya habíamos soportado, durante mucho tiempo esa ley que lle­ gaban nuevamente a imponernos, pero ahora los rancheros venidos de Comitán. Cuando llegaron a pedir su ingreso, eran humildes y hablaban con buen modo, nos decían que tenían ganado y como en esta colonia había potreros desde la época de las monterías, era muy buen lugar para criar ganado. Nos dijeron que era bueno para todos si nos hacíamos como socios, para que abundara el ganado y que limpiando potreros, haciendo encierros y corra­ les y trabajando de vaqueros íbamos a conseguir algo de paga, porque aquí, en estas selvas, escasea mucho el dinero. Es verdad, aunque sea pobremen­ te, la comida de todos los días la tenemos segura, pero siempre hacen falta algunas cositas para hacer el gasto. Lo platicamos mucho entre los compañeros que llegamos a formar la colonia y tuvimos acuerdo. Sabíamos que aquí es difícil conseguir el dinerito, siempre hace falta y para salir a Comitán, aunque sea de vez en cuando, dan ganas de poder comer algunas galletas, o comprar azúcar y aceite, jabón y petróleo, que es lo que siempre se busca. Y aunque el maíz y el frijol no falta, siempre se necesitan las cosas.

(i(Ilílil)A EN EI j VALLE DE SAN QUINTÍN, 1977 • 275

A algunos compañeros no les gustaba la idea de que les diéramos ingreso a los rancheros, gente ladina que no m uy se puede confiar en ellos y peor si son de dinero. Aunque sabíamos estas cosas, nos ganó la necesidad y aceptamos que ingresaran a la colonia los Aguilar. Llegó toda una familia bien grande, el papá con los hijos y cada quien con su mujer. A l poco tiempo de que trajeron su ganado, casi todos los que aquí vivía­ mos empezamos a ganar con los recién llegados. Como esta gente tenía dinero, luego pusieron su tienda y aunque todas las cosas las vendían más caras, todos comprábamos las cositas en la casa de don Polo Aguilar. Nos daba fiado y lo apuntaba en su cuaderno. Después trajeron el traguito y como aquí nos gusta tomar, no hubo quien no pidiera trago por trabajo. Ya sabíamos en lo que nos estábamos metiendo y parece que no nos impor­ tó, porque cuando nos encontrábamos tomando y se nos terminaba el trago, luego llegábamos por más y como ya estábamos bolos, ni nos dába­ mos cuenta si lo que apuntaban en el cuaderno era su verdad. Así pasó el tiempo y poco a poco nos empezaron a controlar con el trago y con las cosas que llegábamos a comprar en su tienda. Ni nos dimos cuenta cuando se convirtió nuestra colonia en finca de los Agui­ lar. De una vez fue como los tiempos tic antes, con ellos de patrones y nosotros de peones. Todo cambió, ya no podíamos trabajar en lo propio y como la cuenta era mucha trabajábamos casi toda la semana en los po­ treros o arriando al ganado tic un encierro a otro y no podíamos reclamar porque ya debíamos mucho, unos más que otros, pero casi a todos ya nos tenían bien sujetos en su trabajo del ganado. Hubo quien protestó por la cuenta que sentía que no era verdad lo que estaba apuntado en el cuaderno y con mentadas y casi queriendo pegar nos trataban de indios huevones rateros y nos decían: "Ahora cumplan su deuda, son buenos para tragar y beber, pero si se trata de pagar se hacen los pendejos. Aquí no se van a salir con la suya, hijos tic la chingada. Pri­ mero les tendemos la mano y luego quieren agarrarse de la pata." Así es que como ya nos tenían bien controlados, se les hizo muy fácil meter en la cárcel a dos compañeros que se negaron a seguir trabajando con el ganado. Al poco tiempo, por cualquier cosa encerraban a cualquie­ ra de nosotros y los malos tratos se convirtieron en costumbre. Contro­ laron de una vez a toda I.a Nueva Providencia. Si llegaba gente de fuera, ya sea del gobierno, médicos del paludismo ti vendedores chapines, siempre hablaban primero con los Aguilar, parecía que nosotros ya no éramos per­ sonas, sólo servíamos para los trabajos más duros y no teníamos opor­ tunidad de salir a ganar en otras colonias para pagar nuestras deudas que teníamos pendientes.

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Construyeron buenas casas de piso de cemento y techo de lámina, bien entabladas y pintadas. Empezaron a vender harto ganado y nosotros sólo veíamos cómo con nuestro trabajo ellos se hacían más ricos y nosotros más jodidos. Nuestros hijos se empezaron a enfermar, también nuestras muje­ res estaban tristes porque los hombres sólo nos dedicábamos a echar trago y peleábamos bien seguido, a veces amanecíamos bien golpeados y no nos acordábamos qué había pasado, ni con quien nos habíamos pegado. Todo estaba muy mal, nunca nos imaginamos cómo podía terminar en lo que nos habíamos metido al dejar que los Aguilar llegaran a ocupar nuestra colonia. Fue tanto el abuso que se empezaron a enterar en otras colonias ve­ cinas de nuestra situación tan amolada. En Zapata, en Agua Zarca, Balboa, en San Quintín, en Hidalgo y en Betania, cuando llegábamos a visitar a nuestros hermanos indígenas, nos regañaban y nos decían que cómo era posible que hubiéramos dejado ingresar a los rancheros y de cómo había­ mos dejado que nos metieran a la ley que los Aguilar habían llegado a imponer. Nos decían que ahora era necesario que les marcáramos el alto o las cosas iban a ponerse peor y quien sabe en qué iban a parar. Nosotros estábamos de acuerdo en que nos regañaran nuestros hermanos y hasta nos gustaba cuando nos tachaban de pendejos deja­ dos. Todo nos parecía muy bien, pero no encontrábamos la manera de cómo librarnos de la plaga que invadía nuestra colonia. Así que regresá­ bamos a nuestras casas, sin saber qué hacer, cómo enfrentar a los mesti­ zos, que aunque eran minoría nos ganaban, no sólo por las armas que siempre llevaban al cinto, sino que ya éramos dependientes de su paga y no se diga sobre todo del trago, el cual ya no podíamos dejar. Sin embargo, cada vez que llegábamos de visita a las otras colonias, donde sólo gente indígena trabaja, los mirábamos pensando en un futuro mejor para sus hijos, porque los veíamos contentos con pelotas, jugan­ do todas las tardes después de la tarea en la parcela propia, platicando los hombres en acuerdo sobre cómo mejorar algún aspecto de la comunidad que siempre hace falta, sobre todo que casi todas las colonias eran de re­ ciente creación en aquel entonces. Y se les veía fumando su tabaco y a los viejitos junto con los jóvenes discutiendo y platicando animadamente hasta que el sueño empezaba a vencer a los primeros, que se retiraban a sus champas a descansar. La vida transcurría muy diferente en La Nueva Providencia, la gente que llegamos a fundar la colonia no nos reuníamos a pensar cómo me­ jorar nuestra situación. No podíamos siquiera imaginarnos discutiendo

(¡UEHIÍA EN EL VALLE DE SAN QUINTÍN, 1977 • 277

los problemas de falta de maestro de escuela, de sacar a los puercos de nues­ tras calles y viviendas, de formar una cooperativa para librarnos de la tienda y de los Aguilar o cómo hacer a un lado tantos problemas y conflictos que nos habían ocasionado nuestro alcoholismo. Mientras nosotros sufríamos todos los atropellos de los rancheros, los demás compañeros de las comunidades vecinas se empezaban a orga­ nizar en una Unión que les permitiera tener fuerza para negociar con el gobierno, que nos mantenía olvidados en estas selvas. Nunca nos ayuda­ ron en nada de lo que los campesinos pedíamos para mejorar nuestras condiciones de vida, para conseguir mejores precios a nuestros productos, para que se nos mandaran maestros y médicos. Nada se había consegui­ do, siempre eran engaños y pura sacadera de dinero, prometiéndonos re­ solver la tenencia de la tierra, la construcción de una carretera y tantas cosas que nos hacían falta. Mientras tanto, los compañeros campesinos hacían juntas con las co­ munidades del Valle de San Quintín y la organización crecía cada vez más y maduraba poco a poco. En la Nueva Providencia ya no teníamos milpa, todos nos habíamos convertido en mozos de los Aguilar. Ellos eran ahora los finqueros. Sem­ braban un gran terreno de pura milpa y ya nadie de los campesinos pobres tenía trabajo propio. Todos estábamos sujetos del diario y solamente tres de nuestros hermanos salían de noche para comunicar a las comuni­ dades cercanas de nuestra situación. Todo lo hacían en secreto, esperaban a que los Aguilar se metieran a sus casas para poder salir de noche a la carre­ ra los tres compañeros. Llegaban a Zapata, que es la comunidad más cercana; platicaban de cómo los Aguilar amarraban a los compañeros por cualquier cosa y los dejaban así todo el tiempo que ellos querían. Así, a un compañero lo dejaron amarrado por dos días. Se quejaron los tres compañeros en la junta de la Unión de Uniones y entonces decidieron entre todos venir a La Nueva Providencia a hablar con los rancheros y a exigirles que dejaran de tener a los ejidatarios como sus mozos ya que ahí no era linca de su propiedad y que dejaran a la gente en paz, pues la tenían sujeta con su tienda y así, con los sueldos de hambre que ellos daban a los ejidatarios, nunca iban a poder pagar sus deudas y si no hacían caso de lo que les decían iban a tener problemas. Entonces don Rilo Aguilar, que era el más alzado, les dijo a los que lle­ garon comisionados por la Unión de Uniones que si creían que unos indios iban a mandar, estaban equivocados. Los comisionados de la Unión se aguan­ taron el coraje y con buenos modos les volvieron a decir que no continuaran con ese modo de tratar a los ejidatarios, que ellos llegaban a hablar como

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la gente y que si no querían tener problemas hicieran caso de lo hablado, y así se despidieron. Entonces Polo, Javier y Humberto Aguilar se quedaron enojados de una vez. Decían que cuándo se había visto que una bola de indios vinieran a decir lo que tenían que hacer ellos, que ya verían esos indios alzados quién mandaba por esos lugares, que esos revoltosos se sentían así porque alguien de fuera llegaba a aconsejarlos y seguro esa mamada de la Unión de Uniones no era otra cosa que ideas de algunos comunistas que se metían para aconsejar a la indiada con sus famosas uniones y los ponían en contra de la gente de trabajo como ellos, que eran rancheros ya de por sí. Don Polo tenía muchos conocidos en Comitán y empezaron a pla­ ticar entre ellos y conseguir ayuda para darles una lección a esos borra­ chos huevones. Así fue como don Polo Aguilar se fue en avioneta al día siguiente después de haber platicado con la comisión que había mandado la Unión. Seguro que en Comitán repartiendo dinero con sus compadres y conocidos, consiguió a once federales bien armados y con fama de asesinos que ya antes habían participado en otros trabajitos como el que don Polo llegó a proponerles. "Miren muchachos", les decía don Polo, "ahí en mi rancho no les va a faltar nada, vamos a matar a un novillo para que se coman su carne y si quieren su trago lo van a tener y hasta unas indias, si les gustan, allí se las amarran". A los pocos días llegó don Polo con los once federales dispuestos a meter miedo a la población que ahí vivíamos. Lo primero que querían que vié­ ramos era que don Polo y sus hijos no estaban solos y que tampoco iban a estar dispuestos a recibir órdenes de la indiada. Así que llegando a "La Nueva", les repartieron caballos bien ensillados a todos los federales, co­ mida y trago no les faltó como se los habían prometido. Todos los campesinos de La Nueva Providencia nos espantamos al ver que tres avionetas aterrizaban en la pista y bajaban soldados junto con don Polo que nos miraba con mucho odio. Sus malos tratos se hicieron más duros, las mentadas y los gritos fue su forma de decir cualquier cosa. Los federales se reían junto con los Aguilar de sus rivales que éramos noso­ tros y les preguntaban a los rancheros que si para eso los habían traído para pelear con esa bola de mugrosos. Nuestros compañeros salieron esa noche a avisar a nuestros herma­ nos de Zapata que los Aguilar habían pagado quién sabe cuánto dinero a once soldados para protegerlos y meternos miedo. Además, nuestro único patrimonio, que son los animalitos que podemos criar, como un cerdo o

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algunos pollos, empezaron a desaparecer y amanecían después en las ollas de la comida para los soldados. Cuando se enteraron de esta noticia nuestros compañeros de la Unión, mandaron a uno de los jóvenes más vivos a comprar una botella de trago a casa de los Aguilar y así comprobar si en verdad habían traído a sus sol­ dados, porque querían saber cuántos eran y si venían bien armados. Así lo hicieron y efectivamente regresó el Manuel diciendo lo mismo que nues­ tros tres compañeros: que ahí estaban los soldados y cuando le preguntó a don Polo que por qué habían traído federales, don Polo le contestó: "Están buscando a esos tres que se creen muy vivos y salen de noche a infor­ mar a los revoltosos de la Unión y están dividiendo a la gente del rancho. Estos soldados los mandé traer para que se sepa quiénes son los dirigen­ tes de esa mentada Unión, a ver si son tan valientes cuando los agarren mis muchachos." Al escuchar todos los que estaban reunidos en Zapata que los Agui­ lar tenían gente armada para agarrar a los dirigentes de la Unión, comen­ zaron a decir: "Vamos a ir a La Nueva y que sepan esos rancheros que aquí los dirigentes somos todos, aquí no tenemos dirigentes, nos dirigimos entre todos." Así fue como se empezaron a escribir cartas para todas las comunidades de la organización, informando que los rancheros ya tenían sus soldados dispuestos para romper la Unión y que era necesario ir a pre­ sentarse en La Nueva Providencia para que supieran tanto los Aguilar como la gente que había traído que en la Unión de Uniones nos dirigimos entre todos y que no vamos a permitir lo que están pensando hacer. Salieron ya tarde las comisiones a muchas de las comunidades para llevar la noticia de lo que estaba pasando y la necesidad de revinimos, citando a una asam­ blea urgente esa misma noche para explicar el problema. Cuando esto sucedía, a alguien se le ocurrió pensar que si los tres compañeros de La Nueva Providencia, que habían llegado dos días antes a informar de la situación, no estaban ya de regreso en sus casas, lo más seguro era que los Aguilar ya se habían dado cuenta de su ausencia y po­ siblemente podrían tener detenidas a sus familias. Así que el Miguel y otros dos compañeros de Zapata que trabajaban eventualmente con los Aguilar aserrando madera, se ofrecieron ir a investigar si las familias de los tres compañeros estaban detenidas. Llegaron primero a la casa de los Aguilar, preguntando si tenían trabajo, y como ya sabían que en ese momento no contratarían, se dispusieron después a ir a casa de los compañeros que permanecían desde hacía dos días fuera de su colonia. Cuando supieron que las familias estaban bien, les preguntaron además si sabían de lo que pensaban hacer los rancheros, y las mujeres les contaron que los Aguilar

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habían mandado a dos soldados a la orilla del río para que si miraban a sus maridos pasar en cayuco ahí nomás les dispararan. Así que regresa­ ron con la noticia. Cuando llegaron a Zapata encontraron a cerca de cuatrocientos hombres que ya se habían presentado dispuestos a lo que se acordara para resol­ ver el problema que explicaba la carta que se escribió a los ejidos de la Unión. Seguía llegando gente y para las doce del día en Zapata había ya una concentración de más de mil gentes. Las mujeres y los hombres de Zapata se apuraban para colocar a todos los compañeros que seguían llegando. Desde la noche anterior se amontonó la gente, durmieron en la escuela, en la ermita, en muchas casas. Las mujeres no se daban abasto moliendo pozol, la gente toda reunida con un orden que casi ya no se veía, se llamaba a asamblea con tambor y la gente sejuntaba ligero, todos calla­ dos, escuchando la situación. Y cuando se pedía a los presentes si estaban de acuerdo, bonito se veía, todos gritaban ¡de acuerdo! Mientras tanto, los representantes no dormían, seguían platicando qué hacer. Se llamó muchas veces a asamblea y hasta las doce de la noche sonó el tambor, todos sin tardar se juntaron en la escuela, ya no cabía la gente pero todos en silencio escucharon cómo estaba la situación. Sabíamos que los Aguilar tenían a dos de sus soldados vigilando el paso que se usaba para cruzar el río Jataté, frente a San Quintín, pero desde el día anterior habíamos escondido los cayucos para que nadie pa­ sara sin que nos diéramos cuenta. Entonces llegamos al acuerdo de cruzar el río más abajo donde el Jataté sejunta con el río Perlas, ahí se hacen unos remolinos muy fieros y sólo los manejadores de cayuco que conocen bien el río, se animan a cruzar. Contamos cuántos hermanos éramos en total, cuántas armas juntá­ bamos entre todos, cuántos machetes y los que no llevaban nada, se hicie­ ron de garrotes. El plan fue que a la una de la mañana empezáramos a pasar el río, muy en silencio teníamos que ir. Primero cruzaron los que llevaban pistolas, pues como son armas que no se miran era mejor que pasaran ellos, después, toda la gente con garrote y machetes. Los cuatro cayucos que teníamos no descansaron, vuelta y vuelta pasando a toda la gente y al último cruzaron los que tenían armas largas. Se escogió a los mejores tiradores para que llevaran sus rifles, los que de por sí sabía­ mos que son buenos de puntería se escogieron para repartirles las armas. Así terminamos de cruzar el río como a las cinco de la mañana; empeza­ mos a romper el monte porque teníamos desconfianza de que nos hubieran mandado los Aguilar a más gente para emboscarnos a traición.

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Hicimos un pique hasta salir a los potreros de "La Nueva". Esa noche los soldados tampoco durmieron, pasaron toda la noche echando trago. Así que cuando nosotros salimos al llano nos divisaron desde lejos, rápido agarraron sus armas, se pusieron sus gorras y empezaron a decir: 'Ahí vienen esos venaditos a entregarse, ustedes no se metan" -les dijeron los soldados a los Aguilar-, "estos venaditos se vienen a entregar mansa­ mente, al rato va a haber carne". Sin embargo, Javier Aguilar dijo: 'A mí déjenme a unos cuantos, quiero vaciar mi pistola contra unos de estos revoltosos." Salieron los soldados corriendo contra nosotros, parecía que bailaban, se hacían de un lado para otro, luego se mira que esa gente sabía lo que hacía. Nosotros empezamos a pedir paz, les decíamos: "¡Queremos hablar!, ¡no disparen!" Mientras tanto los soldados se acercaron como a trein­ ta metros de nosotros, seguían como agachados bailando de un lado para otro. Nos apuntaron de repente, a pesar de que pedíamos paz, de que que­ ríamos hablar. Un soldado que estaba dentro del monte disparó, el ganado de los Aguilar salió corriendo. Mucho del ganado se fue a parar entre los soldados y nosotros. "¡Queremos hablar!, ¡queremos paz!, ¡no disparen!", les volvíamos a decir, pero otra vez disparaban. El ganado, que pasaba espan­ tado entre nosotros y los soldados, nos protegía. Manuel, que es un compañero de Balboa, gritó: "No tengan miedo, compañeros". Todos nos tiramos al suelo, bien pegados al zacate. Manuel seguía gritando: "Que sea Dios el que diga, compañeros, quiénes nos vamos a quedar aquí, sólo Dios sabe, no tengan miedo, compañeros, ¡dis­ paren!, ¡disparen!". Y entonces empezó la balacera. El primero que cayó fue el soldado que gritaba las órdenes, era sar­ gento o algún grado tenía. Cayó sentado en la tierra, trataba de agarrar su arma, parecía como bolo. Cuando lo vieron caer sus compañeros, sa­ lieron todos corriendo. Después cayeron otros dos y así fueron quedan­ do uno a uno los soldados. Sólo uno escapó, a saber dónde se fue, nadie lo vio. Javier Aguilar, cuando miró que los soldados que ellos habían traído estaban muertos, salió corriendo para refugiarse en su casa. Todas las mu­ jeres de los Aguilar estaban encerradas en casa de Rilo Aguilar, gritando y llorando. Llegamos a casa de Javier y nos recibió a balazos, tenía una escopetona. Por más que le decíamos que saliera no hacía caso, entonces fuimos donde estaban encerradas las mujeres y les pedimos que más valía que le dijeran al Javier que dejara de disparar y se entregara, porque, si no, lo íbamos a tener que matar. Su mujer del Javier fue quien le habló, y se entre­ gó por las buenas.

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Mientras tanto, Polo y Humberto Aguilar salieron de huida a la pista de aterrizaje. En ese momento llegaba una avioneta de Comitán. No aca­ baba de aterrizar cuando se acercaron corriendo los dos Aguilar junto con un soldado herido de una pierna y le exigieron al piloto que se levantara inmediatamente o los mataban a todos. El piloto les hizo caso y sin parar el motor dio media vuelta y despegó rumbo a Comitán. Nosotros amarramos a Javier Aguilar, que lloraba a gritos que no lo matáramos. Uno de nuestros compañeros le dijo: "Pórtate como los hombres, hace un rato te sentías muy valiente y ahora que miras lo que está pasando lloras como mujer, nosotros no te vamos a matar, vamos a respetar tu vida aunque quizá no la mereces." Las mujeres de los Aguilar salieron huyendo junto con sus hijos, agarra­ ron camino rumbo a Comitán. Las dejamos que se fueran, ya que sus maridos las habían abandonado al huir en la avioneta. Empezamos a buscar en "La Nueva" a las familias de nuestros com­ pañeros campesinos. Poco a poco fueron saliendo de sus casas, bien espan­ tadas, no sabían lo que estaba pasando, sólo salían las mujeres y los niños. Entonces les preguntamos que dónde estaban sus maridos y nos dijeron que se habían huido al monte. Les explicamos que no tuvieran miedo y que nos dijeran lo que había sucedido. Comenzaron a contarnos cómo los Aguilar, junto con el comisariado, los habían obligado a todos los cam­ pesinos a luchar del lado de los rancheros, que tenían que pelear junto a los soldados porque ellos tenían armas buenas y que segurito iban a ganar la pelea, pero cuando empezó la balacera, los compañeros de "La Nueva" salieron a esconderse al monte. Entonces pedimos a sus mujeres que fueran por los hombres, que te­ níamos que hacer una junta y preguntarles si estaban con la Unión. Así fue y cuando se presentó el grupo de hermanos campesinos, todos apena­ dos empezaron a pedirnos perdón. Nos dijeron que ellos no sabían lo que estaba pasando y que el comisariado los obligó por fuerza a que apun­ taran sus armas en contra de nosotros, pero que ellos no habían dispara­ do, que no querían matar a gente de su misma raza. Les preguntamos que si estaban con nosotros, dispuestos a esperar lo que viniera, y nos di­ jeron que sí y que si el gobierno mandaba más ejércitos, nos íbamos a defen­ der hasta que fuera necesario. Todos aceptaron y se unieron con nosotros. Entendimos que los habían obligado en contra de su voluntad a pelear del lado de los rancheros y aceptamos su perdón. Ya todos unidos formamos comisiones para enterrar a los muertos, otros salieron con la tarea de avisar a los ejidos donde había pista de aterriza­

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je para que las taparan, atravesando palos y piedras, y que ninguna avio­ neta pudiera aterrizar. Otros se fueron en comisión para que ocuparan puestos de vigilancia y nos diéramos cuenta si es que entraba más ejército a pie. Cuando todas las pistas de aterrizaje quedaron bloqueadas y los puestos para vigilar cubiertos, regresamos a San Quintín, les adverti­ mos a los empleados de la estación de aforo de la Comisión Federal de Elec­ tricidad que no contestaran la radio transmisora, si es que no les dá­ bamos autorización y que mejor no se metieran si no querían tener problemas. Al poco rato de que sucedió el enfrentamiento en La Nueva Providen­ cia, empezaron a sonar en el cielo los motores de tres avionetas. Todos los compañeros comenzamos a gritar de excitación: "¡Ya nos mandaron más ejércitos!, ¡ahí viene el ejército!" y gritos de júbilo: "Que vengan, aquí van a encontrar lo que les gusta." Las armas de los soldados muer­ tos y las que dejaron en sus casas los rancheros se repartieron entre los mejores tiradores que había entre nosotros. Como los abusivos solda­ dos traían cada uno bolsas con mucho parque, practicaron nuestros compañeros para saber cómo disparar con esas armas buenas. I.as avionetas daban vueltas y vueltas, bien alto, no hacían el intento de aterri­ zar. La gente estaba contenta, con la sangre caliente, dispuesta a lo que viniera, con ganas de defendernos. Cuando las avionetas quisieron bajar un poco, todos nuestros rifles las apuntaron. Muchos compañeros grita­ ron: "¡Vamos a darles!, ¡disparemos!", pero nadie disparó. 'Iodos estábamos de acuerdo en esperar la orden de fuego y que no nos ganaran las ganas del momento. Muchos de los ganados de los Aguilar que nos sirvieron de protec­ ción habían sido heridos cuando la balacera y algunos estaban murien­ do en el monte. Estábamos hambrientos y alguien tuvo la idea de traer un par de animales para repartirlos entre nosotros. Sin embargo, otro grito: "No, compañeros, no venimos a comer ganado, venimos a defender los derechos de los campesinos y es mejor aguantar el hambre y no que luego nos acusen de robar ganado." Se oyó bonito cuando lodos gritamos: "¡de acuerdo!" Así pasamos la tarde y cuando entró la noche nos dispusimos a des­ cansar. A las cinco de la mañana del día siguiente sonó el tambor llaman­ do a junta, una reunión donde hablamos para estar preparados contra una eventual entrada del ejército. Cuando estábamos en la asamblea empe­ zó a sonar la radio de los empleados de la a ;i¿: 'Atención San Quintín,

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atención San Quintín." Se juntaron nuestros representantes en la caseta de la radio de la estación de aforo. Atención San Quintín, se les comunica que un helicóptero con el señor obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz, y el Procurador de Justicia del Estado está dispuesto a viajar a San Quintín con la inten­ ción de negociar y llegar a un acuerdo con respecto a los aconteci­ mientos ocurridos el día de ayer en La Nueva Providencia. Queremos saber si están dispuestos a recibir al helicóptero que transporta a las dos personalidades antes mencionadas sin que sean víctimas de nin­ guna agresión y respetar su integridad física. Cambio. Nuestros representantes dialogaron rápidamente, evaluaron la posibili­ dad de un engaño y decidieron aceptar que el helicóptero arribara a San Quintín. Le dieron la orden al encargado de la radio de que llegara el heli­ cóptero siempre y cuando no vinieran también personas armadas. Recibie­ ron en Tuxtla la respuesta de afirmativo y la voz de la radio recalcó: "No vamos a mandar al ejército ni a ningún agente armado, es una comisión negociadora, cambio." Entonces uno de nuestros representantes pidió el micrófono para hablar por radio y dijo: "Si quieren mandar al ejército está muy bien porque aquí nos hacen falta armas. Si mandan ejército esta­ mos contentos porque así vamos a tener más armas, cambio." Siguieron insistiendo desde Tuxtla en el primer mensaje, subrayando que no mandarían a las fuerzas armadas. Nuestra asamblea continuó después de la interrupción de la radio y nos preparamos por si decidía el gobierno engañarnos y mandaba más gente armada. A los pocos mi­ nutos del mensaje radiofónico, empezó a oírse el ruido del helicóptero igual que el día anterior. Venía volando bien alto y todos nuestros rifles en direc­ ción al aparato, pero esta vez apareció por una de las ventanas una mano que se agitaba como diciendo: no hagan nada, no disparen, queremos paz. Algunos de nuestros compañeros alcanzaron a ver efectivamente la cara del Tatic Samuel Ruiz, obispo de San Cristóbal. Entonces se escuchó el grito: "Es el obispo, no disparen, es el Tatic." Una sensación de alivio fue la que sentimos al reconocer a Samuel Ruiz. Venía agitando su mano por la ventana del helicóptero. Cuando aterrizó el aparato y bajó de él el Tatic Samuel, también vimos que, además del piloto, adentro estaba el Procura­ dor de Justicia del Estado. Varias de las armas de nuestros compañeros apuntaron contra él, pero el obispo Samuel nos pidió con sus manos y con palabras que bajáramos las armas, que el procurador y él venían para

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tratar de llegar a un acuerdo para resolver por medio de la paz lo que otros con violencia habían querido resolver. Todas las armas que apuntaban a la cabeza del procurador hicieron caso de la petición del obispo. En ese momento bajó del helicóptero el pro­ curador y todos nos reunimos en torno al aparato. Les narramos cómo habían ocurrido los hechos desde la llegada de los Aguilar a La Nueva, de todos los abusos e injusticias y de todos los sucesos sangrientos del día anterior. Nos dieron la razón, el procurador hasta nos felicitó y nos dijo que así le gustaba cómo nos habíamos defendido contra los abusos de los rancheros y sus soldados. Que los Aguilar eran los responsables de to­ das las muertes y que serían castigados con el peso de la ley. Nos trató de hermanos y de compañeros. Cuando el obispo habló, empezó diciendo que él ya tenía claro que no­ sotros no éramos culpables de lo que había sucedido y que el día de los hechos trágicos habló con el gobernador y le explicó claramente cómo nos defendimos de la agresión de los rancheros. Le dijo claro que los Aguilar pagaron bastante dinero a) superior de los soldados para que vinieran hasta nuestro ejido a hacer de las suyas. Nos dijo que el gobernador venía en camino y que no tuviéramos duda de que el gobierno no mandaría más federales y que el gobernador llegaría junto con otros empleados del Mi­ nisterio Público a levantar un acta de lo que había pasado y aunque él no nos podía pedir que guardáramos nuestras armas, sí nos pidió como obispo que trabaja al lado de los campesinos, que no le fuéramos a apuntar con nuestras armas al gobernador, que sí estaba bueno que las tuviéramos en la mano pero que no apuntáramos al gobernador, porque era una manera de que se dieran cuenta que nosotros no estábamos peleando jx>r gusto, que nosotros no habíamos empezado esta pelea, sino que nos de­ fendimos en contra de una agresión abusiva por parte de esa gente sin escrúpulos. Así fue. Al poco rato llegó el gobernador Jorge de la Vega con bastan­ tes empleados. Nos dijo igual que el procurador hermanos, compañeros, que así le gustaba que fuéramos gente organizada que no se dijaba de injus­ ticias, que contaba con nosotros y que después de levantar el acta el Ministerio Público y recoger los cadáveres, todos ellos se retirarían y que no nos preocupáramos, que nada más iba a ocurrir en contra de no­ sotros. El día del enfrentamiento en la avioneta en la que lograron huir los Aguilar y el soldado herido, al llegar a Comitán dieron la voz de alarma a la partida militar que se encuentra en el campo aéreo. En esa misma avio­

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neta pensaban regresar dos de nuestros compañeros más queridos que habían salido a Comitán a comprar alimentos y las cosas que siempre se ocupan por estos lugares. Los Aguilar descubrieron que nuestros dos com­ pañeros estaban esperando avión para regresar y luego les dijeron a los soldados que los detuvieran y que seguro ellos estaban enterados de lo que estaba pasando en la selva y que sabían quiénes eran los líderes pues ya los habían visto con gente de la Unión. Así es que los soldados detuvieron a nuestros dos compañeros para interrogarlos. Nosotros ya sabíamos que los habían detenido, por eso, cuando el gobernador nos pidió que entregáramos los cuerpos de los sol­ dados muertos, nosotros le exigimos que devolvieran a nuestros dos com­ pañeros detenidos injustamente en el campo aéreo de Comitán. Luego se vio que al gobernador no le gustó nuestra exigencia, y nos dijo que en ocho días a más tardar nos entregaría a los compañeros. Entonces todos nuestros representantes dijeron que eso no era posible o que si así hacían ellos, todos los que estaban en ese momento esperarían junto con noso­ tros ocho días hasta que aparecieran los compañeros. El procurador inme­ diatamente habló por la radio del helicóptero y regresó diciéndonos que en ese momento salía ya un avión Aislander con nuestros compañeros de­ tenidos y que en ese mismo avión regresarían los cadáveres. Les dijimos, tanto al gobernador como a sus empleados, que si llegaban golpeados nuestros compañeros, ahí íbamos a arreglar las cosas. Todos esperamos a que llegara el mentado avión con los dos detenidos, y para suerte de los que estaban ahí, efectivamente llegó el avión con los dos compañeros sanos y salvos, sin que los hubieran golpeado. En el mismo avión se transportaron los cadáveres que hubo que de­ senterrar y meter en bolsas de nylon. Se mandaron comisiones a ese traba­ jo tan fiero y ya que se fue el avión con los muertos, el procurador nos dijo que lo único que nos pedía era que devolviéramos las armas de los muertos, porque a nosotros no nos servirían, ya que no podríamos con­ seguir parque. Nosotros dijimos que no íbamos a devolver ningún arma y que si de veras éramos sus hermanos y compañeros sería mejor que nos mandaran unas doscientas armas más y que así como decían que les gus­ taba gente como nosotros, nos podríamos defender de futuros atropellos. El procurador nos dijo que iba a plantear nuestra petición al gobernador y que en cuanto tuviera una respuesta, nos la haría saber inmediatamente. Es claro que nunca obtuvimos respuesta. Esa misma tarde se fueron los helicópteros y los aviones con todas las autoridades y el Tatic Samuel y quedamos otra vez sólo compañeros cam­

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pesinos, cansados por lo ocurrido, pero esperanzados por el futuro. Fuimos regresando poco a poco, cada quien a nuestros ejidos, pendientes de cual­ quier noticia. Como a los quince días empezaron también a regresar a su colonia nuestros hermanos de La Nueva Providencia, a tratar de hacer, ahora sí, el sueño de una mejor vida para los hijos. Así fue pasando el tiempo y nuestros recuerdos de aquel día donde nos juntamos para vencer lo que parecía tan difícil de lograr, pero lo conseguimos, organizándonos en un frente común para exigir lo que siempre nos ha faltado: justicia. A la vuelta de los meses, cuando pensábamos que todo había pasado, trabajando contentos, que así es de por sí nuestra vida, empezaron a sonar de nuevo en el cielo las máquinas de tres helicópteros grandes. No se habían visto antes de esos aparatos tan grandes y pintados de verde por aquí. Daban vueltas por todos los cerros, casi que medio día estuvieron volando en toda la zona. Luego supimos que eran federales. Pasaban bien bajo, se iban por la laguna y recorrían todo el valle de San Quintín. Duran­ te dos semanas anduvieron haciendo lo mismo, hasta que un día, en la milpa de un mi compadre, que lo tiene bien claro el lugar de su trabajadero, miró cómo bajaba el gran aparatón. Mi compadre salió a esconderse en la montaña junto con su mujer. Ahí fue dónde se dieron cuenta que baja­ ron hartos soldados. Quien sabe qué buscaban, pero mi compadre se espantó y esperó que se fuera el helicóptero y ya no trabajó. Llegó corrien­ do a Zapata a informar lo que había visto. Otra vez hicimos junta y al día siguiente se mamló avisar a toda la gente que estuviera preparada y los que tuvieran armas, si es que se Ies llamaba, que estuvieran pendientes. Pero ya no fue así, porque un día des­ pués de que bajó el helicóptero en la milpa, llegó un avión grande a San Quintín, de donde bajaron casi treinta federales. Luego nos fueron a avisar y nos empezamos a gritar todos los que estábamos trabajando en las parcelas. Al llegar a Zapata, ya estaba reunida toda la gente y llegamos al acuer­ do de que fueran nuestras autoridades a ver qué era lo que buscaban los soldados. Salieron el comisariado y sus autoridades a San Quintín, pero ya no llegaron hasta la pista aérea, pues ahí venía un grujió como de diez soldados armados y al toj>arse con nuestra gente, les preguntaron por el comisariado, y él les dijo: "Soy yo, qué se les ofrece, ¿por qué así como vienen ustedes?" Entonces el sargento, o a saber qué grado sería, le explicó que no tuviéramos pena, que ellos estaban ahí por orden del gobierno, porque habían oído que en esta zona se siembra amapola y

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mariguana, pero que ya habían dado varias vueltas en helicóptero y no encontraron nada. También le dijeron al comisariado que si la gente estaba de acuerdo el gobierno quería mandar cien soldados a San Quintín para cuidar a los campesinos de los traficantes de drogas y guerrilleros que se oía andaban mucho por esta zona. No nos quedó de otra. A los pocos días ya teníamos un destacamento de cien soldados acampados permanente­ mente en San Quintín. Los jefes de los soldados realizaron juntas en las comunidades para informarnos que era orden del gobierno que estuvieran ellos aquí para cui­ darnos. Así fue como andaban por los caminos que llevan a las diferen­ tes comunidades. Salían desde la mañana y regresaban ya tarde; empeza­ ban a hacer amistad con la gente. Pasaban los meses y nos fuimos acostumbrando a su presencia. Llegaban los federales a nuestras parcelas donde trabajábamos para ver qué estábamos sembrando, pero después de un tiempo sólo pasaban los días haraganeando en San Quintín, yendo a pescar o paseando en la montaña, y hasta pedían prestados rifles 22 para ir a cazar. Así fue hasta que empezaron a desaparecer nuestros animalitos: los pollos, las gallinas, los cerdos, y luego mirábamos en el campamento de los federales las ollas con los chicharrones y cociendo sus carnes. Primero metimos queja con el jefe del destacamento y se puso bravo cuando dijimos que se estaba robando nuestros cerdos y gallinas. También supimos que los empleados de la c f e estaban bien enojados, porque ya habían abusado de algunas de sus mujeres y molestaban de por sí a las muchachas. Decidimos unirnos de nuevo y mandamos una comisión a TUxtla para que sacaran de la selva a sus federales y nos pagaran los daños que habían ocasionado. Los empleados de la cfe también mandaron su queja a sus su­ periores. Fueron varios los viajes que tuvimos que hacer para que atendie­ ran nuestra demanda, hasta que hicimos una carta donde firmaron todos los delegados de la Unión de Uniones que decía más o menos, que si no sacaban a los soldados de San Quintín, pagaban los daños y castigaban a los culpables, nosotros, los campesinos, nos encargaríamos otra vez de arre­ glar el problema, por lo que no nos hacíamos responsables en lo que pu­ diera terminar esta serie de abusos por parte de los soldados. A los pocos días de que mandamos esa carta, se presentó nuevamente el Procurador de Justicia del Estado y de nuevo nos dijo que teníamos razón de todo y que castigarían a los responsables. No supimos si en verdad fueron castigados los soldados, pero lo que sí conseguimos fue la

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salida de soldados por grupos de diez, luego de veinte, hasta que se lleva­ ron a todos los federales. Antes de que llegaran los soldados a hacer su campamento en San Quintín, unos dos meses después, fue muerto uno de nuestros mejores compañeros. Era de los más decididos para organizar cuando se trataba de defender nuestros derechos. Una tarde que estaba contento, saludando y platicando con varios de sus familiares y amigos en el ejido de Zapata, les invitaba a un trago, los convidaba de su botella y como era querido por todos nosotros por ser un compañero que siempre nos aconsejó que estuviéramos unidos, que defendiéramos la causa campesina, que nos preo­ cupáramos por avanzar todos parejos. Esa tarde estaba echándose unos tragos, se le miraba contento porque así era de por sí. Muchos de noso­ tros lo invitábamos a que ya no se fuera a su casa esa tarde, que pasara a descansar en nuestra casa, ya que él vivía en su parcela junto al río Jataté, cerca del poblado. Le dijimos: "Pasá a descansar, mañana te vas a tu casa." Pero el Chayo, que así le llamálvimos, no aceptó: "No, hermanito, estoy bien, me voy a mi casa, gracias." Así nos dijo a varios de los que lo invitamos a pasar la noche y se fue. Al día siguiente temprano vimos a su mujer del Chayo que llegó preguntando por su esposo, que si no sabíamos dónde había pasado la noche, porque cuando tomaba, así era su costumbre, lo invitaban mucho. Lo que le extrañaba es que siempre llegaba bien temprano y ese día ya estaba alumbrando el sol y todavía no aparecía. Nos cayeron de extraño sus palabras y le contamos que sí, que la tarde anterior aquí había esta­ do tomando, pero que clarito dijo que le daba ganas de ir a dormir en su casa. Algunos pensaron que quizá estaba ido en üi Nueva Providencia, a lo mejor lo habían invitado a seguir echando trago. Rápido, muchos de sus amigos y parientes, que aquí éramos todos, nos juntamos y algunos fueron a buscarlo a La Nueva, otros a preguntar en todas las casas si no lo habían visto y otros más fuimos a buscar en los caminos y veredas pen­ sando que a lo mejor por ahí había pasado la noche. Estuvimos medio día buscándolo sin encontrarlo, entonces sí nos preocu|>amos, Chayo, Rosario, que así se llamaba, era el mejor de nosotros, el más entregado al traba­ jo de organizamos, el más claro cuando nosotros no teníamos pensamien­ to y el más dispuesto cuando se trataba de ayudar en cualquier cosa o a quien se lo pidiera. Además era el fundador de nuestra colonia Zapata. Estaba perdido, no sabíamos en dónde estaba ido. Nos reunimos todos bien apenados, formamos comisiones para ir a buscarlo en los ejidos vecinos, en Hidalgo, Betania, San Quintín, en los

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potreros, en su parcela, por todas las veredas. Recorrimos el río y nada, toda la gente buscando, y nada que aparecía nuestro compañero. En Zapata sólo habían quedado las mujeres. Margarita, la esposa del Chayo, estaba bien afligida, creo que ya sentía en su corazón que un mal presagio la mortificaba. Entonces cuentan que junto con su sobrina Martina, la Margarita le dijo: "Mirá, sobrina, traé una brasa de fuego y un tú puño de sal." Y colocando la brasa en la entrada de la casa, echó el puño de sal y empezó a quemarse la sal sacando un humo bien negro, que se fue recto al cielo y la sal quedó bien negra. Margarita abrazó a su sobrina y empezó a llorar: "Mirá, sobrina, es que el Chayo ya está muerto." Estaban así, cuando llegó su sobrino Lorenzo a avisar: "Ya lo encontraron a mi tío, está muerto en el camino." Salió la Margarita corriendo y llorando, quería ir a abrazar a su difunto marido. Nunca supimos qué pasó, miramos a nuestro compañero muerto, todavía con su botella de trago en la mano. Parecía que no había peleado, no tenía ninguna seña de que lo hubieran golpeado o cómo fue que lo mataron. Y digo que lo mataron, porque muchos pasamos varias veces por el camino que después de un día de estarlo buscando fue su sobrinito Lorenzo el que encontró el cuerpo botado a medio camino, si ya había­ mos vueltiado muchos de nosotros por ese lugar. Seguro que quienes lo mataron, al darse cuenta que adonde lo habían botado no lo íbamos a encontrar, lo sacaron de donde lo tenían y lo fueron a dejar a medio ca­ mino. Así fue como se platicó, muchas historias se han dicho de quién y cómo lo mataron. Hasta la fecha es uno de los golpes más duros que nos han dado a todos los campesinos del valle de San Quintín, a todos los miem­ bros de nuestra Unión. Mucho se habló y se sigue hablando de la muerte de nuestro compa Chayo, pero la verdad es que desde su muerte nuestra organización se ha debilitado. No quiero decir que su muerte fue la razón de que perdiéra­ mos nuestra conciencia de grupo, no, ni tampoco que no haya entre no­ sotros compañeros tan valientes y valiosos como el banquil Chayo, no, no quiero eso, sino que la muerte de Rosario fue el principio de una serie de golpes a nuestra Unión, a nuestra clase campesina, a nuestros hermanos indígenas, porque después de su muerte ya no tuvimos la misma fuerza para impedir que más de dos años permanecieran los cien soldados en San Quintín. Claro que se fueron porque supimos poner nuestras quejas, y vuelta tras vuelta estuvimos hasta que se atendió nuestra demanda y los soldados se tuvieron que ir. Los corrimos, pero después de esos dos años quedamos debilitados como organización.

GUERRA EN EL VALLE DE SAN QUINTÍN, 1977 « 291

Ya que se fueron los soldados, llegó otra plaga igual o quizá peor que los soldados: las religiones, los pentecosteses, los presbiterianos, los tes­ tigos y quién sabe cuántas otras más. Estos sí no se han ido, al contrario, aquí están ya construyendo hartos templos. En algunas colonias hasta escuelas han levantado. Nos han separado de muchos de nuestros mejores hombres y mujeres, los tienen bien sujetos, dominados de una vez. Ya ni se puede platicar con estos pobres compañeros. Y así estamos haciendo la fuerza, pensando en cómo vencer a estas sectas y liberar a tanto compañe­ ro desorientado. Todavía no hemos encontrado cómo hacerlo, pero segui­ mos con las ganas y el coraje de que algún día - y no está lejano-, todos los compañeros hermanos, juntos, unidos, trabajemos organizados para salir de esta miseria, de esta ignorancia que no nos deja conseguir un mejor fu­ turo para nuestros hijos que vienen criando. Así pasa la vida por estas selvas de Chiapas, y no es todo. Además de la muerte de nuestros líderes, de la presencia de los ejércitos, de los ranche­ ros abusivos y del trabajo de las sectas protestantes, el gobierno se ha empeñado en comprar a algunos de nuestros compañeros para que trai­ cionen a sus propios hermanos. Ya nos hemos dado cuenta cómo lo hacen. Les dan dinero para que denuncien quién nos está organizando y para que nos digan que no está bueno que tengamos uniones que no estén de acuerdo con el gobierno, también para que nos juntemos a votar sólo por candidatos que ni conocemos quiénes son y que ni siquiera han venido por estos lugares. Quieren que nos afiliemos a sus confederaciones que nunca resuelven nada, pero sí piden cooperaciones que ni entendemos para qué va a servir el dinero que nos piden a la fuerza. Aceptamos autori­ dades que ya sabemos que sólo buscan su propio bien. Todo esto nos da de una vez mucho coraje. Creen que no nos damos cuenta de lo que hacen, de que abusan demasiado de la pobre gente del campo. Estos pobres compañeros que han aceptado trabajar para el go­ bierno y no para su propio pueblo, poco a poco nos estamos dando cuenta de su traición. Cada día menos caso les hace la gente. Hay veces que hasta sus propios hijos o sus mujeres les han reclamado su mala ambición. Ya se han tenido que ir de aquí algunos de estos malos compañeros que por dinero nos han hecho mal, y se van a tener que seguir yendo lejos de aquí, porque así nunca nos han gustado. Queremos gente que trabaje para el pueblo, que se entregue de una vez con los campesinos, que entiendan lo importante de una organización campesina, que luchen por las necesida­ des de los pobres y que no por unos cuantos pesos entreguen a nuestros mejores hombres.

íH á • MARIO LÓPEZ HERNÁNDEZ

Esto que estoy contando no es un cuento que haya salido de mi ca­ beza, ni estoy inventando. Todo es verdad, es la historia de un grupo de hombres y mujeres del campo que nos unimos para conseguir la tierra y llegamos hasta esta Selva Lacandona con la esperanza de mejorar nues­ tras vidas. Nos ha costado mucho trabajo lograr lo que tenemos, sabemos que es muy poco y que falta mucho por hacer, pero ya he visto que entre nuestros hijos hay muchos jóvenes que son mejores que nosotros, que con lo que han visto y vivido y que con lo que les hemos contado de esta lucha, que no termina, quizá ellos no permitan que la historia de injusti­ cias y opresión se repita una vez más. [Ejido de Emiliano Zapata, agosto de 1989]

Capítulo 22

Visita pastoral al ejido Samaría, 1987 Fray Pablo I ribarren, misionero

L a in t e r v e n c ió n de don Samuel Ruiz en el conflicto armado, narrado en el documento anterior, demuestra la influencia que el obispo de San Cristó­ bal ejercía entonces sobre los colonos indígenas de la selva. Esta preponde­ rancia era el resultado de una intensa actividad pastoral que en 1977ya llevaba más de 15 años de haberse iniciado desde la parroquia de Ocosingo. Actores del proceso eran, por un lado, un pequeño equipo encabezado por unos pocos frailes dominicos, encargados de la parroquia, y por otro lado un considerable contingente de catequistas indígenasformados por los primeros en un sinnúmero de cursos religiosos. Primer result¿ido de esta estrecha colaboración había sido la redacción, en 1974, de un catecismo, revolucionario en cuanto a contenido y forma: Estamos buscando la liber­ tad. Los tzeltales de la selva anuncian la buena nueva. Allí seformulaba una pastoral claramente inspirada por la Teología de la Liberación, la corriente de reflexión y acción surgida alrededor de 1970 en varios países del continente latinoamericano. Durante más de 25 años, los poblados de la Selva Lacandona tendrían la oportunidad de acercarse al Evangelio bajo aquella óptica novedosa y formar comunidades cristianas orgullosas de su pertenencia, no sólo a la Iglesia católica universal, sino también a una Iglesia que querían cada vez más suya, autóctona, "tzeltal". A ese proceso de evangelización nove­ dosa y atrevida se incorporó desde 1985 el fraile dominico español Pablo Iribarren Pascal, nombrado por el obispo como párroco de Ocosingo. De 1985 a 1992 recorrió -a pie, a caballo y en carro- el inmenso territorio de su parroquia, visitando las comunidades católicas de la selva y anotando sus impresiones en una serie de cuadernos que rebasan la treintena. La infor­ mación allí reunida es, en primer lugar, una mina de datos sobre los pobla­ dos visitados y el proceso de su crecimiento como comunidades cristianas. Pero asimismo nos introduce en la personalidad de su autor, en su mane­ ra de ser, actuar y predicar como misionero. Cinco siglos lo separan de otro

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* KliAY PABLO IRIBARREN

dominico español, fray Pedro Lorenzo, que por los años 1580 también recorrió la selva y también evangelizó a sus habitantes. Nil novi sub solé, dirían los romanos: Nada nuevo bajo el sol. Del extenso acervo de notas he seleccionado un reportaje particularmente logrado por contener una predicación que su autor tuvo a bien de reconstruir en todos sus detalles. Acompañemos a fray Pablo Iribarren en su visita al recién fundado ejido Samaría. No todos los días tenemos la ocasión de ver y escuchar a un "teólogo de la liberación" en plena acción. E

j id o

11

S a m a r ía , N

d e ju n io d e

ueva

I g l e s ia ,

1987

Tierra fértil la de este ejido, buena para maíz, frijol y toda clase de frutas tropicales. Abundante en madera de ocote, pino y roblares. Hermosos pas­ tizales para el ganado y agua abundante. El ejido se creó hace tres años, el primero de octubre de 1984, sobre par­ te de la finca de San Antonio Pamalá. Los papeles provisionales de dotación de la tierra se los dieron el 14 de mayo de 1986. El total de hectáreas del ejido es de 1,280, con 55 capacitados y una población total de 150 personas en estos momentos. Tiene una escuela en primer grado, pues hace exactamente un año que comenzó. Nos recibe la Comunidad ante las primeras casitas, al otro lado del arroyo. Las casitas son de palo y hoja de caña. Se ve todo muy pobre, como provisional, aun los vestidos de los hermanos. Están comenzando. Tres banderas rojas, como pequeños pendones; en el aire se escuchan los tam­ bores y la flauta con los viejos sones de los tzeltales mientras avanzamos por el camino que nos lleva hasta una sencilla ermita de bajareque y palma en su estructura, al modo de las antiguas construcciones mayas, con la juncia cubriendo el piso y embellecido con flores y palmas del bosque y orquídeas de junio. Doy mi saludo a la Asamblea: Con alegría he venido a la fértil tierra que conquistaron con la ayu­ da de Dios. Hace ocho años que empezamos la lucha, me dijeron los compañeros por el camino. Primero le pedimos al patrón que nos vendiera un pedazo y accedió. Pero luego se arrepintió. Ante esta actitud nos deci­ dimos a organizamos y solicitar la finca a la Reforma Agraria, pues ya estábamos cansados de trabajar para el patrón. Con nuestro sufrimiento y nuestro dolor hacíamos productiva la tierra de esa inmensa finca de San Antonio Pamalá. Ya nos habíamos cansado de trabajar para hacer

VISITA PASTORAL AL EJIDO SAMARIA, 1987 • 295

más y más rico al patrón, para ser explotados por nuestro propio tra­ bajo. El patrón nos vigilaba y ocultamente salíamos al monte para hacer nuestras reuniones, aun en la noche, y así programar el camino a seguir... Después de mucho vueltear y padecimientos en viajes a TUxtla, a Oco­ singo, y por otros caminos, llegaron unos ingenieros y después otros, y al fin llegaron unos más con papeles y, al fin, nos confirmaron la entrega de la tierra. Sabemos que el gobierno la compró al patrón y nos la entregó, pero también somos nosotros conscientes que ya la tenía­ mos comprada y pagada con nuestro trabajo, el trabajo de nuestros padres y el de nuestros abuelos... Fue duro y largo el sufrimiento que pagamos y con la ayuda de Dios alcanzamos esta tierra y con ello ve­ nimos a ser un Pueblo, pues el campesino aunque viva junto a otros compañeros pero si no tiene tierra no es Pueblo. Dios nos acompañó en esta lucha... Así me han hablado de esta comunidad -termino diciendo- los compañe­ ros Ángel y Ramón, que nos vienen acompañando en toda la visita. Me alegro con su triunfo y me uno a su acción de gracias a Dios, pues han tomado conciencia de la compañía de Dios en sus luchas... Uno de los principales inicia una oración que toda la Asamblea acompaña, hincados sobre la juncia y en voz alta. Al término de la misa entonan cantos y concluimos programando el trabajo para las dos de la tarde. Los catequistas se reparten el trabajo y exponen ante la Asamblea el tema "El Llamado" al Pueblo de Israel en Abraham, después organizado y liberado en Moisés. En ese momento tomo la palabra para ayudar a vi­ sualizar su historia de salvación con sus propias palabras: Hubo una vez un pueblo que fue reducido a la esclavitud más cruel, perdió su tierra y se convirtió en mozo del faraón. No podía celebrar sus fiestas ni adorar a su Dios cuando y como lo quería hacer. No po­ día sembrar sus frutales, pues la tierra no era suya y después de largos años de trabajo, nada era suyo. No podía organizarse libre y abierta­ mente, pues era oprimido. Pero un día comenzó a exigir la libertad al fa­ raón, pero éste agudizó la opresión. En sus sufrimientos clamó a Dios pi­ diendo el término de sus penas; sus mujeres lloraron para que cesara el sufrimiento... Con estas o parecidas palabras les hablo y termino preguntando: "¿De qué pueblo les estoy hablando? ¿Qué pueblo es ése que de la esclavitud pasó a la libertad?" La primera respuesta que llega rápida de en medio de la Asamblea es: "El Pueblo de Israel".

2(1(1 • KliAY PABLO IRIBARREN

"Sigan pensando -les digo- platiquen unos con otros, piensen un poco más: ¿Qué pueblo es ése que de la esclavitud salió a la libertad?". Después de mucho diálogo y pensamiento algunas voces comenza­ ron a decir, aunque con cierto temor: Ese pueblo somos nosotros... Usted habla de nosotros. (Con esto se abren los ojos de todos los hermanos y sucede el redescrubimiento de su propia historia salvífíca): Nosotros éramos los que estábamos en tierra extraña y ahora tenemos nuestra tierra, porque Dios escuchó y vio nuestro sufrimiento. Nosotros somos el Moisés, porque fuimos todos los que empezamos a pensar en la tierra, en la libertad y nos orga­ nizamos todos para la liberación. Antes no podíamos tener nuestras propias autoridades, y ahora sí; hemos nombrado comisariado, agente, catequista, principales, comités de escuela y de agua, etcétera etcé­ tera. .. En nuestro sufrimiento muchas veces clamamos a Dios y Él nos escuchó y nos condujo a esta tierra fértil donde sembramos nuestra milpa, el frijol, el plátano, el zapote, y la cosecha es nuestra cosecha. Efectivamente -digo, reafirmando su palabra- ustedes son ese pue­ blo que con las expropiaciones coloniales, las leyes de Reforma, las leyes de tierras baldías del siglo pasado, el hambre y la necesidad en que vi­ vieron sus padres y sus abuelos, les arrebataron la tierra de sus mayores y les obligaron a venderse por la tortilla. Regalaron su trabajo y su vida por la necesidad. En definitiva, perdieron su condición de Pueblo, y fueron reducidos a la esclavitud. Pero con la ayuda de Dios, como ustedes lo han dicho, la organización y su lucha por conquistar la tierra, y con ella su libertad, recuperaron su condición de Pueblo; y con la proclamación de Jesucristo Salvador, que los llamó por medio de los catequistas a vivir una solidaridad más profunda, una fraternidad verdadera, ustedes, además de compañeros de una lucha, son hermanos de un Padre común que es Dios, vinieron a ser Pueblo de Dios, Iglesia Nueva, Pueblo Redimido. En la consolidación de esta situación de Pueblo de Dios hubo en uste­ des cambio de actitudes, conversión, pues sus posturas individualistas se quebraron y se abrieron a su compañero, a su hermano, mirando en la lucha no sólo por sí mismos y sus mujeres e hijos, sino por todos los demás. Fue naciendo el sentido de Pueblo. Así se fueron purificando de todo egoísmo, pues como me han dicho, en un principio, ésa era la motivación de su lucha, propiciada por las mismas ofertas que les hacía individual­ mente el patrón de darles tierra si no le entraban al movimiento. Hubo entonces que tomar actitudes de conversión y ahora hay que seguir

VISITA PASTORAL AL EJIDO SAMARIA, 1987 • 297

manteniendo esas mismas actitudes, pues está latente siempre el peligro de volver a posturas individualistas... Ahora, con gozo y sentimiento cristiano, es que tienen algunas cosas en común y algunos proyectos de ganadería, explotación de madera y de producción de la tierra. Pero vigílense, el diablo del individualismo está detrás de la puerta de su casa... Esta porción del Pueblo de Dios que han integrado, va consolidándo­ se con los ministerios que se han dado en sus catequistas, presidentes, prin­ cipales, comisariado, musiqueros, que con sus sones están reviviendo las raíces muertas de su pueblo; ministerios y ministros que vienen a darle firmeza, trabazón a la Comunidad Eclesial. Estos ministerios hacen como una selva tupida que aparentemente es hoja, follaje y zacatón, pero cuando se intenta penetrar se encuentra uno con ramas, árboles, bejucos y toda clase de elementos sólidos que la hacen impenetrable a no ser que se abra uno paso con machete. Así sucede con el Pueblo de Dios cuando se halla bien trabado por los ministerios nacidos de la propia comunidad ani­ mada por el Espíritu de Jesús, que es el Espíritu de la libertad... Su tradición cultural habla de una primera creación en que la huma­ nidad fue hecha de tierra, pero no sirvió, pues con las primeras aguas se desmoronó, haciéndose lodo que los arroyos arrastraron hasta el gran río. Ante lo sucedido Dios deliberó e hizo un segundo intento de humani­ dad, tomando madera. Al hombre lo hizo de palo de Tzité y a la mujer de palo de Cibaquc. Pero tampoco sirvió, pues la preocupación de Dios al crear la humanidad era que ésta reconociera su grandeza, le ofreciera pom (incienso), nichin (flor) y candela, y alabara y bendijera su nombre y cumpliera sus mandamientos y así fuera feliz. Pero este hombre de madera no supo cumplir con este destino que le había señalado Dios y vino el diluvio y la creación entera -montes, árboles y peñas- se lan­ zaron al paso del hombre. Los animales del monte y los domésticos también se volvieron metate y ollas y se rebelaron y se lanzaron contra esos hombres y mujeres de palo que no supieron reconocer a su Formador y Creador. Al fin, después de larga deliberación, Dios decidió hacer el hombre de maíz, rojo, blanco y amarillo, traído por los animalitos del monte des­ de el paraíso. Del maíz hizo Dios la carne del hombre y le dio su estruc­ tura de huesos con la caña brava (tani) y así hubo solidez en su carne y vivió. Esta humanidad supo reconocer a su Hacedor y Formador y ofre­ ció a su tiempo pom, nichin y candela y guardar sus mandamientos. Así sucedió y éste es el Pueblo de Dios, la Iglesia, los cristianos organizados, conscientes de su condición de hombres libres, nacidos de Dios, solidarios

208 • FRAY PABLO IRIBARREN

y fraternos. Esta es la carne, perfectamente trabada por unos servidores, ministros, catequistas, túneles, principales que vienen a ser como la estructura, la caña brava, los huesos de esa Humanidad Nueva, su ner­ vadura que da solidez; ministerios nacidos de la comunidad, de las necesidades sentidas por la misma a impulsos del Espíritu de Jesús que está en su corazón. Otro ejemplo me viene a la mente, que no resisto a guardar en mi co­ razón: la bella ceiba, signo de la cosmovisión del mundo, del universo mayense y pueblos mesoamericanos, que desde lo alto de la loma descu­ brí cuando nos acercábamos a esta comunidad en el fondo de la cañada, sobresaliendo entre arbustos, pinos, robles y la gran variedad de árboles que enriquecen esta tierra. Los antiguos sus padres-madres (los mameletk, los totilmetic), que velan como dice la tradición desde lo alto de los cerros por su pueblo, los que guiaron al pueblo antiguo hasta su tierra que des­ pués les fue arrebatada por gentes extrañas y más tarde por sus propios hermanos, unas veces violentamente por las armas y otras con leyes -otro tipo de violencia pero con idéntico resultado de despojo- en el centro del pueblo plantaban una ceiba, o quizá sembraban al pueblo a su sombra. Desde entonces la ceiba es símbolo del pueblo y de su fuerza salvífica que encierra en su corazón. Las raíces de la misma son la tradición, la cultura, sus valores religiosos y sociales, que hacen que el pueblo tenga continuidad histórica, solidez y fuerza. En el respeto hacia esa tradición viva, que permi­ te al pueblo asumir valores nuevos y extraculturales, haciéndolos propios, y asomarse, relacionarse y enfrentarse con visión crítica a la sociedad opresora que lo penetra, está la fuerza del pueblo. En esas raíces se des­ cubren las semillas del Verbo y en ellas crece y se revela el Salvador Jesucristo. El tronco gigante sólido de la ceiba viene a ser los ministros que apa­ recen en gran variedad cuando la comunidad, el Pueblo de Dios, se deja guiar del Espíritu. El grande y frondoso follaje de la ceiba viene a ser los cristianos, los miembros del cuerpo de Cristo. El Pueblo redimido, resca­ tado, renovado en estas tierras fértiles y en esta humanidad concreta, es la Iglesia nueva, renacida. Iglesia viva, en continuidad histórica, Iglesia nueva que nace y se consolidajusto y al tiempo que crea un Pueblo conscien­ te. Así la Iglesia se hace Pueblo y el Pueblo se hace Iglesia, si al mismo tiempo hay un pueblo consciente. Iglesia y Pueblo consciente se comple­ mentan desde y en el proceso, pues es bien sabido que tanto Iglesia como Pueblo son realidades en proceso, con la esperanza de alcanzar su plenitud. Esta reflexión es presentada, paso a paso, por los traductores a la Asamblea y de igual manera que la lluvia de estos días penetra y empa­

VISITA PASTORA!; AL EJIDO SAMARÍA, 1987 • 29»

pa la tierra, así yo siento que va penetrando en el corazón, aunque estoy también consciente de que habrá que volver a sembrar y los hermanos volverán estas palabras hasta que llegue el día de la plena compren­ sión del mensaje de Cristo y de la Iglesia naciendo salvíficamente en el seno de la cultura. El día siguiente amanece entre agua y lodo. He tenido un buen descan­ so en casa de un ejidatario que me prestó su catre y su techo de hoja de caña, que hace que la lluvia se sienta suave, como murmullo, y ayuda a descansar en un ambiente fresco. Salgo de la casa con la primera luz admi­ rando la bondad de estas tierras negras, sembradas de milpas y frijolares y, en el patio de las casas, toda clase de árboles frutales: guanábanas, du­ raznos, limas, zapotes, limones, plátanos varios; todos ellos tiernos, como de uno a dos años de edad. Ahora entiendo por qué insisten tanto cuando hablan de sus tiempos de mozo en la finca y, caracterizando aquella si­ tuación de opresión en que vivían, acostumbran decir: "No podíamos sem­ brar ni un palo de fruta, no era nuestra la tierra." A las siete iniciamos la celebración con la revisión y evaluación de los trabajos del año y mirando el futuro, a la luz de sus necesidades. Se reúnen cuatro grupos de hombres y de mujeres y después de media hora de reflexión traen sus aportaciones a la Asamblea. En mis comentarios les hablo de la importancia de seguir cultivando la nueva vida comunitaria y no volver a caer en las malas costumbres de antes: "Cuando eran mozos el patrón no les dejaba acudir a la Pala­ bra de Dios, pero ahora ustedes se están convirtiendo en patronos de sí mismos.. Como lo habrán visto en ejidos viejos, integrados |x>r antiguos mozos y peones, han crecido nuevos patrones en el comercio, en el poder de la comunidad. Salieron de uno y cayeron en otros, se repitió el esque­ ma de explotación de la finca en el ejido. Dios los ha hecho libres, No caigan en la ambición del dinero, de la tierra y del poder, de convertirse en patrones que esclavizan a los hermanos. Cuando se vive la villa comu­ nal abunda el maíz, la madera, el ganado. I lay para todos. I lay que cuidar la organización comunal y el sentido de solidaridad. I lay que mantener­ se en espíritu de conversión, fundamental en el mensaje de Jesús, del cual no nos podemos apear sin poner en peligro la organización e igualdad alcanzada en la lucha. La vida comunal y de hombres y mujeres libres tiene tales exigencias que a veces pensamos en regresar al pasado de la finca y añoramos los años de esclavitud en que no había el problema de pensar ni de organizarse en comunidad, porque todo se daba hecho, pensado, mandado. Ser libres exige trabajo y pensamiento: Va 'ánik tas nopel -váyan-

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se a pensar. Por eso se les repite y se les pide tantas veces esa expresión en las asambleas y celebraciones. • Estas reflexiones las hago con todo calor. Los catequistas las van tra­ duciendo paso a paso y la Asamblea las piensa, las entiende y las aprueba. La celebración concluye con la Eucaristía y la evaluación de la visita: ¿Cómo la han visto? ¿De qué ha servido? Así concluye la visita a esta nueva y pequeña comunidad eclesial, ver­ dadera porción de la Iglesia Popular, pues ha nacido junto con el pueblo a impulsos del Espíritu de Jesús, Espíritu de libertad y esperanza, con sus propios ministerios y en comunión con todas las comunidades eclesiales Tzeltales, que han nacido conforme al mismo proceso y forman la Iglesia Tzeltal. [Ocosingo, 14 dejunio de 1987]

Capítulo 23

Creciendo en un campamento, 1982-1993 Roselia García, campesina

El r e t r a t o de la Selva Lacandona no estaría completo si no incluimos la pre­

sencia de los campesinos guatemaltecos que en ella encontraron un refugio pasajero de la persecución militar en el propio país. Se trata de gente pro­ veniente de pueblos ubicados en dos regiones limítrofes a la frontera mexicana, El Petén y El lxcán. Fue este último departamento, tierra de re­ ciente colonización desde Los Altos de Guatemala, que proporcionó la mayoría de los refugiados. Yfue sobre todo Marqués de Comillas la parte de la Selva Lacandona que los recibió, en unos 15 campamentos establecidos a lo largo de la ribera derecha del río Lacantún. Entre ellos destacaba, desde el principio, el de Puerto Rico, levantado en terreno de un ranchero mexicano de nombre Antonio Sánchez, y que albergó, en tiempo de sema­ nas, más de 5,000 personas. Muchas de ellas llegaron sólo para morirse de inanición por haber vagado meses en el monte sin comida y abrigo decen­ tes, escondiéndose de día y caminando de noche, con el único fin de alcanzar la seguridad del asilo en el país vecino. Entre los primeros habitantes de Puerto Rico se encontraba una niña de ocho años, oriunda de San Ildefonso Ixtahuacán, en el departamento de Huehuetenango. Pasó toda su adolescencia, de 1982 a 1992, en la Selva Lacandona, yendo de campamento en campamento, en compañía de sus padres y hermanas. En este lapso de 10 años creció no sólo en estatura física sino también en madurez mental y carácter, gracias al proceso de Loma de conciencia y participación política que se dio entre las mujeres refugiadas. Ella fue una de las participantes más activas en ese despertar femenino en medio de las condiciones difíciles de la vida de campamento. Después de su regreso a Guatemala en las filas del Primer Retorno de enero de 1993, puso por escrito su vivencia en los campamentos lacandones. Lo hizo junto con otros compañeros y compañeras que habían tenido experiencias pareci­ das. Estos relatos fueron publicados en un bello libro, editado en 1995 en la ciudad de San José de Costa Rica bajo el título: Nuestra historia del refugio. Por niños guatemaltecos refugiados en México. Responsable |MIII|

:ts primeros tiem­ pos fueron un poco tranquilos, pero después los mexicanos empezaron a ver que sí había mucha gente en esa colonia. Kilos se aprovecharon de Uxlos los refugiados que estaban allí y empezaron a obligar a la gente n trabajar en mano de obra: primero un día al mes, después aumentando los días de mano de obra. Últimamente la gente ya no sojxirtaba, |x>rque los obligaban a trabajar hasta diez días de mano de obra al mes y además trabajar en los trabajos del patrón. Entonces era mucho y así no ganábamos ni un peso, porque todo el tiempo se iba en la mano de obra. Y si la gente no cumplía en la mano de obra, los mexicanos pusieron una ley bastante dura: a cualquiera que no cumplía en sacar sus diez días, le |xmían sanción a esa persona. Itor eso la gente empezó a alegar de que no era justo. Y no era trabajo fácil: los obligaban a cargar pura grava para hacer la carretera de la colonia. Fue ahí donde la gente empezó a reclamar sus derechos. Recuerdo bien todas estas cosas, porque mi papá siempre era el que tenía ánimo para reclamar. El grupo lo nombró a él, junto con otro señor que está también retornado con nosotros. Kilos fueron a hablar con el Agente Municipal y en respuesta los encarcelaron. Mi papá no llegó a estar en la cárcel, pero el otro señor sí pasó una noche en la cárcel. No tardó en salir, porque la gente fue a Migración, a Comar y a a c n u r para resolver este problema. Uegó Migración y así lo sacaron de la cárcel. Fbr esta razón mi papá y un grupo bastante grande salieron a buscar posada en otra co­ lonia y llegamos a Zacualtipán.

¡112 • H(),SUMA GARCÍA

L

as r azo nes para r eto r n ar

Cuando yo salí de Guatemala tenía ocho años y ahora, al pensar en re­ gresar, siempre recuerdo todas las cosas que sucedieron, aunque no todas, por lo menos las principales. Viendo todo el sufrimiento del Refugio -por­ que no es igual si uno está en su tierra-, viendo todo esto, reflexionaba yo: ¿qué estamos haciendo aquí? ¿Será que aquí es nuestra patria? La de­ cisión mía era la de regresar a Guatemala y no quedar en México, porque si seguimos estando en México, los mexicanos, según va pasando el tiempo, van aumentando el precio del alquiler de la tierra. Por eso yo me apunté en el primer grupo del Retorno. Nunca tuve la idea de casarme con un mexicano, ni por un momento pensé en quedarme como mexicana. Mi idea era regresar, aunque mi familia no se regresara. E

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retorno

se pr epar a

Nuestra participación como Mamá Maquím fue la de pasar información, llegar a las reuniones de las ccpp donde se trataban los puntos del Retor­ no, porque antes a estas reuniones sólo llegaban los hombres. Partici­ pamos en un programa en Radio Margaritas, desde donde pasábamos información a todos los campamentos. Era un programa de media hora todos los martes y jueves. Yo no participé directamente en este programa, porque tenía otras tareas, pero lo llevaban otras compañeras y se pasaba en varias lenguas, principalmente en kanjobal y mam. Ya en el momento del Retorno, uno de nuestros objetivos era lograr que las mujeres participaran en las discusiones del Retorno, porque se habían dado casos en las anteriores repatriaciones que la mujer quería repatriar­ se y el hombre no, o al revés. En su mayoría los hombres obligaban a las mujeres a repatriarse aunque no estuvieran de acuerdo, porque como el hombre es el que manda, entonces la mujer no puede hacer nada. Ahí surgen problemas dentro de la pareja. La idea de Mamá Maquím fue de ir orientando a las mujeres que tene­ mos el derecho de pensar y discutir sobre si estamos de acuerdo a retornar o no estamos de acuerdo, ya que todos somos libres. Sabiendo que nuestro país no estaba en paz, cada quien tiene que pensar si va retornar o no va a retornar. Como Mamá Maquím apoyamos la idea del Retorno, aunque sabíamos que en Guatemala no existían las condiciones. Nos vamos a retornar pero no va a ser para descansar, ésa no fue la idea, la idea es retornar para seguir luchando juntos, los hombres, los jóvenes, las mujeres, los ancianos.

CRECIENDO EN UN CAMPAMENTO, 1982-1993 • 313

E

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retorno

se

hace

r e a l id a d

En la caminata del Retorno las mujeres de Mamá Maquím se manifesta­ ron como tales mujeres. Los doce años del Refugio fueron para nosotras como una experiencia y un estudio. Al regresar a Guatemala todas veni­ mos con una idea más clara. La conciencia de las mujeres de Mamá Maquím se vio en los proble­ mas que pasamos en Huehuetenango. La cear nos quería meter en las carpas del ejército y como mujeres no pudimos aceptar eso. Ellos nos decían que las mujeres nos íbamos a quedar ahí, pero no aceptamos porque no éra­ mos ejército. Ellos pensaban que iba a ser más fácil agarrar a las mujeres con sus niños y meterlas ahí. Preguntamos a las mujeres si ven que eso está bueno y todas contestaron que no estamos de acuerdo. Fue un primer inicio de lucha el no aceptar las champas del ejército. Cuando se hizo la manifestación en la capital, ahí se vio la realidad de que todas y todos estamos conscientes de regresar a luchar. Ahí se vio pues la verdadera participación de las mujeres, en esta manifestación. Me puse un poco triste pensando en cómo nos habíamos ido a Méxi­ co, cada uno por su lado, unos por una frontera y otros por otro lado, cada quien como pudo defenderse. Ahora regresamos otra vez al país, pero ya no es igual, ahora regresamos organizados y unidos. Por eso ya no es tan fácil que el ejército nos vuelva a reprimir. Me alegro mucho ver que no sólo nos estaba esperando gente indígena sino también ladinos, principalmente en la capital. No sólo nosotros hici­ mos la manifestación en la capital, sino junto con los sectores populares y los estudiantes. Fue un apoyo bastante importante y se hizo una fiesta muy alegre. Desde la frontera hasta nuestra llegada, la gente nos fue apo­ yando por todo el camino. Nosotros jamás lo vamos a olvidar. La venida en la caravana fue bastante cansada: casi 15 días de caminar desde que salimos de los campamentos. Para nosotras las jóvenes que no tenemos hijos, no tanto, pero para las compañeras que tienen hijos, para ellas sí fue muy pesado. Pero como nos habíamos decidido y estábamos conscientes de esa situación, tuvimos que aguantar. De Cobán para acá fue la caminata más dura. Para las mujeres embara­ zadas hubo que buscar la manera de transportarlas en avioneta. Los hombres tuvieron que sufrir bastante, principalmente los que tuvieron que romper los caminos pasando primero. A ellos les llevó cuatro días en llegar. En algunos lugares estaba lleno de lodo y había que esperar hasta cinco o seis horas en cada parada. Nosotros nos venimos en el tercer grupo y ya fue un poquito más normal: nos llevó tres días de Cobán hasta acá.

314 • ROSELIA GARCÍA

Al llegar, todos estamos con un dolor de todo el cuerpo, con tanto movi­ miento que se había hecho dentro de los camiones. En ese momento se sintió más duro todo ese sufrimiento. D

e nuevo

en

el

Ixcán

Al llegar aquí todo estaba montañoso, se tuvo que limpiar. Como éramos una cantidad muy grande de gente no era tan fácil llevar el control. Éra­ mos 2,568 personas. Había unas cuantas galeras, pero ahí no entrábamos todos. Lo que se hizo es que cada quien construyó su champita de nailon. Las champas estaban muy pegadas unas con otras y eso era muy moles­ to. Ahora las casas ya están un poco más separadas. De todos modos la gente estaba contenta y con ese ánimo bastante fuerte, a pesar de todo lo que se había pasado desde los campamentos de México hasta aquí. Nos quedaba un gran trabajo todavía: el hacer las casas de cada uno. Primero hicimos las champitas y después de dos o tres meses fuimos haciendo nuestras casas. Algunos de nosotros todavía iremos a buscar tierra en otros lugares, pero esta es ya nuestra victoria. Aquí en la comunidad de Victoria 20 de Enero soy responsable de la organización de Mamá Maquím, ju n to con otras seis cí)mpañeras. Poco a poco fuimos organizando los grupos de mujeres. Ya hemos tenido acti­ vidades propias de Mamá Maquím, como reuniones y talleres con las mujeres. Nuestra primera actividad fue el 8 de marzo que es el Día Internacio­ nal de la Mujer, ahí celebramos nuestra primera actividad. I temos hecho varios talleres y estamos impulsando una campaña de alfabetización prin­ cipalmente para mujeres. Empezaron 187 mujeres y hombres, porque no es sólo para mujeres. Otra actividad fue la celebración del aniversario de nuestra organiza­ ción. En esta actividad fue donde se dieron a conocer los logros y los fallos de nuestra organización. En esta fiesta tuvimos mucha participación de solidarios y hubo mucha participación de la población. Todo esto fue ini­ ciativa de las mujeres. Tuvimos que pensar mucho. Yo sueño con una Guatemala en donde podamos vivir en paz y libertad, no sólo como indígenas o como refugiados y retornados, sino todos. Pero que haya una verdadera paz, no sólo para los ricos sino para todo el pueblo. Tal vez nuestros hijos seguirán luchando por esto. Para que haya paz verdadera el gobierno y la ur nc . deben sentarse a dialogar con verdadera voluntad de lograr la paz. Si no, la paz nunca va

(MECIENDO EN UN CAMPAMENTO, 1082-1!)!):) • :(l!>

a llegar a Guatemala. Aunque haya paz dentro de Guatemala, si en nues­ tras comunidades no nos comportamos bien, si nos llevamos mal, no habrá paz, porque la paz tiene que empezar en nuestras familias y en nuestras comunidades. A los jóvenes de Guatemala, tanto muchachos como muchachas, yo les digo: organícense en algunas de las muchas organizaciones, que aun­ que son muchas, tienen una misma lucha y una misma causa. Entre que más organizados estemos, más fuerza tendremos y no será tan fácil la represión de parte de los poderosos. Podemos tener una fuerza bastante grande.

Capítulo 24

Las enseñanzas de la montaña, 1972, 1984 Mario Payeras y Rafael Sebastián Guillén, guerrilleros

U n a s e l v a tropical, por encima montañosa, es el lugar ideal para los que quieren retirarse en resistencia o preparar una ofensiva armada, ya que su impenetrabilidadfísica proporciona la clandestinidad necesaria para ese doblefin. Que la Selva Lacandona cumple ampliamente con esas dos con­ diciones, nos lo enseña ya la historia colonial de la región. No por casua­ lidad sus habitantes originarios, los indios de Lacam TúnySac Bahlam, lograron desafiar al poder español por más de siglo y medio, antes de ser finalmente conquistados por las armas y aniquilados por las enfermeda­ des. En tiempos recientes, la Selva Lacandona volvió a ser utilizada como terreno para preparativos bélicos, esta vez por dos grupos guerrilleros de ideología marxista: el Ejército Guerrillero de los Pobres ( egp ) y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional ( e z l n ). El primero estuvo sólo unos pocos meses (invierno de 1971-1972) en la franja fronteriza de Marqués de Comillas, antes de penetrar en territorio guatemalteco e instalar sus pri­ meros focos en el vecino Ixcán. El segundo, en cambio, lleva ya casi 20 años (1983-2001) de estar presente en Las Cañadas, además de un breve momento en 1974, cuando en la parte norte de la región trató de establecer una célula que pronto fue descubierta y desmantelada por el ejército mexicano. En ambos casos, los insurrectos llegaron capitaneados por mestizos urbanos con poca o nula experiencia de andary vivir en la selva. Porfortu­ na nuestra, también en ambos casos, estos líderes eran intelectuales con claros dotes literarios que estaban, además, dispuestos a comunicamos las impresiones de su primer encuentro con aquel mundo desconocido y hostil. El guatemalteco Mario Payeras las dejó plasmadas en el capítulo inicial de su libro Los días de la selva (1981) bajo el título "19 de enero". El mexicano Rafael Sebastián Guillén, alias subcomandante Marcos, lasformuló ver­ balmente en varias entrevistas, entre ellas sobre todo la que le hicieron, el 24 de octubre de 1994, Carmen Castillo y Tessa Brisac en el Aguascalientes de La Realidad. Su contenido, originalmente un audio que formaba parte |317|

:ilH • MAIUO PAYERAS Y RAFAEL SEBASTIÁN GUILLÉN

del video La leyenda verdadera del subcomandante Marcos, fue incluido como texto por Adolfo Gilly en su libro Discusión sobre la historia (Taurus, 1995, pp. 131-142). Se reproducen aquí ambos textos, aunque reducidos a lo que sus dos autores consideraron que les enseñó "la mon­ taña". Esta palabra indica un universo que no se reduce a la parte serra­ na de la Selva Lacandona, sino abarca todo lo que es "monte", es decir identifica el desierto o despoblado que sigue siendo una buena parte de la Selva Lacandona hasta la fecha. De esta "montaña", Mario Payeras des­ taca sobre todo la absorbente naturaleza, el subcomandante Marcos en cambio su condición de soledad en oposición al mundo humanizado de la "cañada" campesina. Aprender (M

a r io

a c a m in a r d e

otra m aner a

Payeras)

El 19 de enero de 1972 penetró a territorio guatemalteco la guerrilla "Edgar Ibarra", núcleo principal del cual habría de surgir años después el Ejército Guerrillero de los Pobres. (...) Meses atrás, como parte del plan de retorno, un reducido núcleo de compañeros había logrado instalarse en las már­ genes del Ixcán, haciéndose pasar por gente mexicana. En una bolsa, m u y cerca del territorio guatemalteco, hicieron claros en la selva y levantaron ranchos, a ambas orillas del río. Mientras descombraban y sembraban milpas hicieron amistad con la población ribereña. Esta pequeña hazaña inicial, empero, costó la vida de uno de nuestros más esfor­ zados compañeros: Concepción García. No sabía nadar bien, y durante uno de los frecuentes cruces en canoa fue arrastrado por la corriente. Su cadáver nunca nos fue devuelto por el agua. Pero los pequeños claros en la jungla y los ranchos de palma que Sigüina había contribuido a levan­ tar, fueron en adelante la base secreta que durante el invierno de 1971 utilizó el resto de la guerrilla para acercarse a la frontera. Desde la zona del Patar, por solitarias rutas de chicleros y colonos, un segundo grupo se sumó a la avanzada, cruzando subrepticiamente los pocos puntos habita­ dos y efectuando de noche buena parte del trayecto. Este contingente llevó consigo la mayoría de armas y municiones del modesto arsenal de que disponíamos entonces. En diciembre entró el último grupo. Lo integrába­ mos tres compañeros que llegamos por aire, a bordo de una avioneta comercial que hacía vuelos regulares entre el Ixcán mexicano y la ciudad de Comitán en Chiapas. Desde arriba se veía la vasta región selvática exten­ diéndose hasta el horizonte. A l descender en la pequeña pista abierta en

LAS ENSEÑANZAS DE LA MONTAÑA, 1972, 1984 • 319

la jungla poníamos pie en un universo torrencial, dominado por el ruido de las chicharras y el trueno del río. El calor era sofocante y experimentába­ mos dificultad para movernos bajo el peso de la atmósfera. Los chicleros montunos, pálidos de humedad y paludismo, presagiaban gente en armas. Esa misma noche, los empleados chiapanecos de la estación de aforos hacían referencia a algún cadáver ametrallado que había arrastrado el río desde el lado guatemalteco. Después de nuestro arribo, la guerrilla todavía gozó de algunos días de calma. Los planes originales contemplaban la exploración previa de la zona, la apertura de picas de penetración y la construcción de la base social mínima para apoyar el esfuerzo de guerra, utilizando como retaguardia los ranchos fronterizos. Los últimos días del año que se iba y las primeras jornadas de enero fueron de intensa actividad. Mientras el grupo del rancho guardaba las apariencias, el resto desenterrábamos armas, trasegábamos pertrechos, instalábamos los primeros campamentos territorio adentro. Era un trajín de hormigas que se iniciaba al amanecer y no concluía sino con la noche. A esa hora colgábamos hamacas, encendíamos luego y tras una ligera cena consistente en dos tajadas de tamal que nos enviaban desde el rancho y una ración de frijoles, escuchábamos los noticieros vesper­ tinos y nos íbamos a dormir. Fue la época en que las huellas de tigre eran los mayores acontecimientos. Para entonces, la espléndida biblioteca que habíamos acumulado a lo largo de meses había sido arruinada por la acción de los elementos. Los tomos que contenían la sabiduría social del siglo xix aparecían perforados por la voracidad del comején o con páginas enteras desteñidas por la lluvia, lil año /de la revolución rasa, Cien años de soledad y El país de las sombras larcas fueron las únicas obras que lo­ gramos rescatar del desastre. El resto lo abandonamos al invierno. 1.a ley del menor esfuerzo comenzaba a gobernar nuestros movimientos, y un orden de prioridades de absoluto realismo jerarquizaba en nuestra vida el valor de los bienes materiales. Por aquellos días, una patrulla de penetra­ ción se había internado profundamente en la selva y había vuelto con carne de puercos de monte y con noticias esperan/adoras. Varias jornadas ade­ lante, desde la copa de un árbol habían avistado en lontananza, azules y ciertas, las serranías de Huehuetenango. Estos primeros días los empleamos en aprender las verdades elemen­ tales de la selva. Llegábamos a un mundo triste, donde sólo con el tiempo aprendía la inteligencia a encontrar puntos de referencia. Sin éstos, la brú­ jula era un instrumento inútil. Pronto aprendimos que de la plaga de zan­ cudos y jejenes más valía olvidarse. El canto melancólico de la guancolola

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marcaba las horas aquellos primeros días de lluvia y soledad. Aprendi­ mos a distinguir las hojas buenas para envolver tamales y conocimos el bejuco deí que se obtiene té y es a la vez resistente para el amarre de casas. Quienes entre nosotros conocían el monte nos enseñaron a diferenciar entre los distintos linajes de serpientes. Explicaban las costumbres del coral, con su conjunción mortal de anillos rojinegros, y describían la aparien­ cia aterciopelada de la barbamarilla, de índole fatídica. Descubrimos que el colmoyote, el gusano que introduce en la piel cierto mosquito, se muere al ahogarlo con leche de cojón o con un parche de esparadrapo corriente. Aunque todos los días hallábamos huellas de danta, algunos de nosotros tardamos meses en ver la primera. Mientras tanto, aprendimos a orientar­ nos rudimentariamente, utilizando la luz y los acontecimientos del terreno. Por de pronto nos aventurábamos poco en aquel silencio de mariposas y luciérnagas. Los sucesos se precipitaron en la segunda semana de enero. Por el rancho comenzaron a aparecer con frecuencia cazadores que hacían de­ masiadas preguntas y sometían a nuestros compañeros a verdaderos interro­ gatorios. La guerrilla se hallaba todavía en situación precaria, sin un solo conocido en territorio guatemalteco. En nuestro pensamiento estaba pre­ sente la derrota de Bolivia -la guerrilla solitaria en la selva, perseguida y sin base campesina-; pero a la vez dormíamos con un ojo abierto, re­ celando de forasteros y advenedizos. A pocas leguas de allí, a orillas del Lacantún, habían sido asesinados, dos años antes, Marco Antonio Yon Sosa y Socorro Sical, legendarios jefes de guerrillas. Perseguidos, exhaustos por la prolongada travesía de la jungla, se habían acogido a territorio mexicano, acompañados por dos o tres de ios suyos. \bn Sosa cometió el error de atribuirle a los oficiales extranjeros, en cuyas manos se confiaba, su propio sentido de la lealtad y el honor militares. Estas amargas experien­ cias pesaron en nuestra decisión a la hora de plantearnos una alternativa. En una noche de vigilia, víctimas de sentimientos encontrados por los riesgos y ventajas que la acción entrañaba, maduramos el plan de reti­ rada. Habría de iniciarse con un golpe que resonara y pusiera sobre aviso a nuestros compañeros en la ciudad de México, la otra parte de la guerrilla que, entre tanto, hacía preparativos para ingresar al país por otras vías, puesto que hasta ese momento sólo contábamos en la capital con una pe­ queña célula. De todas maneras, Tavo salió dos o tres días antes para llevar el aviso. Un segundo objetivo, no menos importante, consistía en desorien­ tar al enemigo sobre la apurada situación en que nos hallábamos. En ningún momento perdimos de vista que, una vez abandonada la base fronteri­

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za, quedaríamos librados a nuestra propia suerte. En esas circunstancias, tomar la iniciativa era lo más aconsejable. Finalmente, durante la incur­ sión debíamos obtener provisiones para una retirada que calculábamos en meses. Así fue como a la mañana siguiente, 19 de enero, en acción relám­ pago tomamos la pista de aterrizaje y las estaciones de aforo, le dimos fuego a dos avionetas cuyos propietarios estaban vinculados al asesinato de Yon Sosa, desarmamos y advertimos severamente a los supuestos agentes enemigos y, luego de comprar buena cantidad de víveres, en lanchas de motor requisadas emprendimos la aparatosa retirada Lacantún abajo. La mañana siguiente nos encontró varias leguas al este, a orillas del Xalbal, descargando con premura las armas y vituallas obtenidas la vís­ pera. Pasada la euforia de la acción y la accidentada aventura por el río, con la luz de la mañana apareció ante nuestros ojos la realidad de aquel pequeño ejército improvisado. Frente al grupo extenuado por la vigilia y la tensión, armado como se podía, estaba un cargamento descomunal, tal cual si hubiera salido de las bodegas de un barco y no de dos pequeñas lanchas de motor. Armas decomisadas, parque, cajas de embalaje, medici­ nas, utensilios de labranza, botas, sacos de provisiones y quince mochilas llenas a reventar, esperaban por nosotros a pocos metros de la orilla. En el horizonte, zumbando como avispas, los aviones enemigos que a tempra­ na hora iniciaban nuestra búsqueda. La suerte, pues, estaba echada. 'IVas nosotros principiaba una operación combinada de los dos ejércitos que habría de prolongarse por tres meses. Más tarde supimos que, en la prácti­ ca, por parte del ejército mexicano se redujo a infructuosos recorridos por las márgenes de los grandes ríos fronterizos. Hacia el sur, existentes sólo en los mapas y en nuestras esperanzas, los poblados guatemaltecos que a partir de entonces fueron el norte de la guerrilla. Frente a nosotros, un mar de ceibas y caobas que se perdían en el horizonte. Ese día apenas logramos avanzar quinientos metros. Agobiados por el peso de las cananas repletas y por la carga habitual de las mochilas, dábamos pequeños pasos, con alguna caja de medicinas o con un atado de botas sobre la nuca y dos o tres armas adicionales encima del bulto. La ropa se hacía jirones en el continuo forcejeo con la vegetación cerrada, pues para no dejar rastros de la retirada evitábamos abrir brecha a machete. De todas maneras, la huella que dejábamos era abundante. Cuando, hacien­ do equilibrios para no rodar, bajábamos por fin al lecho de una quebrada, las botas se hundían profundamente en el cieno y quedábamos atascados. Sólo con la ayuda de otro lográbamos subir al borde opuesto, después de

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resbalar una y otra vez. Chacaj, cargador experimentado, en cambio, pa­ saba con quintal y medio sobre la espalda, la mano sobre el mecapal, res­ pirando rítmicamente y sin cambiar el paso en los obstáculos. A los que no estábamos habituados a esta forma tradicional de cargar, el mecapal se nos caía sobre la cara y perdíamos la visibilidad. Entonces optábamos por soportar el peso sólo con los hombros, aunque nos representara lastimaduras y dolores insoportables. Pero ahora era el primitivo aparejo, el tahalí del arma o cualquiera de nuestros múltiples arreos de caballo, lo que nos enfrenaba, al trabarse en cualquier tronco providencial. Si alguien en aquellos momentos nos hubiese hablado de tomar el poder y construir la sociedad socialista, muy probablemente le habríamos mencionado a la autora de sus días. De manera que cuando por fin lográbamos salir a terreno firme, chorreando sudor, Chacaj había dejado ya su carga adelan­ te y volvía de su segundo viaje al río. Esa noche acampamos molidos, a diez minutos de la playa, después de prolongada batalla para encender fuego con leña húmeda. En esas condiciones emprendimos la travesía de la selva. Los helicópte­ ros comenzaban a sonar desde el amanecer y dejaba de oírseles sólo al caer la noche, constantemente tras la pista de humo o de cualquier reflejo que delatara nuestra presencia. Aunque la eficacia de estos aparatos resultó nula en la práctica, hubo varias ocasiones en que el bicho se detuvo exacta­ mente sobre nuestro campamento, sin que para fortuna nuestra lograra descubrirnos. A partir de entonces se organizaron los grupos de marcha, se establecieron horarios de posta y se reglamentó el silencio. Principiaban los días difíciles de la etapa inicial, puesto que luego de hacer recuento de víveres y pertrechos, éstos componían la mayor parte del cargamento. En resumen, calculando disciplinada y racionalmente las raciones, dispo­ níamos de aceite, arroz, sal y azúcar para veinte días. Más adelante recogi­ mos la poca cantidad de maíz que habíamos logrado almacenar en nuestros malogrados depósitos estratégicos. Con esto, probablemente teníamos para un mes, en una marcha de la cual ignorábamos la duración. "Disci­ plinada y racionalmente" significaba que el organismo del combatiente debía utilizar la ración asignada para reponer la energía consumida du­ rante una o dos horas del día, tomando en cuenta que el horario de marcha era tan largo como el tiempo de luz diurna. Los azúcares, carbohidratos y demás ingredientes para las horas restantes había que buscarlos en las abundantes despensas de la voluntad y la moral revolucionarias. Una se­ mana después de semejante régimen, las pláticas ocasionales durante los descansos, durante muchas de las conversaciones de sobremesa y, según

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se llegó a saber, también durante algunos desolados discursos pronuncia­ dos en sueños, comenzaron a girar alrededor de este infortunado tema. Naturalmente, éste era también el aspecto sobre el que con mayor fuerza se martillaba durante las prolongadas reuniones nocturnas. "Hoy" comen­ zaba Sebastián, con inequívoca voz de reprimenda, "se produjo un incidente al repartir el desayuno que...". Ya se sabía lo que venía a continuación. Era la referencia de siempre a la pletórica despensa mencionada líneas arriba. El implicado tomaba la palabra y, después de describir con lujo de detalles, más o menos durante una hora, lo que quien dirigía la reunión había resumido en cinco minutos, terminaba por aceptar que, en efec­ to, había tenido la debilidad de lamer el saco vacío de azúcar, habiendo podido enjuagarlo en el agua que iba a servir para el café, ahorrando con ello un tiempo de azúcar. A las diez, cabeceando de sueño, escuchába­ mos el resumen final, para luego irnos a las hamacas, prometiéndonos a nosotros mismos nunca cometer semejantes crímenes contra la econo­ mía colectiva. Esa fue nuestra escuela inicial y lo que en definitiva permitió la sobrevivencia. Por esos días logramos uno de los tres grandes inventos: la harina de maíz. El primero, naturalmente, era el nylon. Sin este material simple­ mente no se puede vivir en un mundo donde llueve nueve meses al año. Para descubrir el tercero -la bota de hule- faltaban todavía varios meses de caminar con los pies empapados de la mañana a la noche. La invención a que nos referimos consistía en lo siguiente: utilizando un molino de mano, fácil de conseguir en zonas campesinas, quebrantábamos el maíz en grano. Luego, en sucesivas repasadas, sacábamos una harina relativamente fina, cuya cocción al fuego reducía notablemente el tiempo tradicional de preparación del maíz y disminuía en mucho el volumen de consumo. En forma de harina cocida se ingiere buena cantidad de agua. Aunque este sistema representó un importante ahorro de tiempo y de granos, con sus indudables ventajas para la movilidad, los niveles de desnutrición de la tropa se incrementaron sensiblemente. Según comprobamos después, la cacería sistemática era un recurso capaz de proporcionarle a la guerrilla comple­ mentos apreciables de proteínas; pero en aquel tiempo eran pocas las opor­ tunidades que hallábamos para dedicarnos a esta actividad y todavía no eran muchos los cazadores experimentados de que disponíamos. Sin embargo, las piezas que cobrábamos esporádicamente eran devoradas casi por completo, pues a excepción de las plumas, las uñas y uno que otro cartílago difícilmente asimible, el resto era cocinado en común, y luego repartido equitativamente, incluyendo los huesos. Éstos, tosta­

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dos en las brasas, constituyen un alimento de primera, en tiempos de hambruna. (...) Seguimos varios días al este, siempre en la dimensión quimérica de los mapas. Los vuelos de helicóptero no habían cesado en ningún momento, por lo cual nos movíamos con la mayor cautela. Fuera del persistente ruido de motores militares, lo único que turbaba el silencio en aquellos ámbitos eran las estampidas repentinas de los puercos de monte y el bullicio remo­ to de las bandadas de pericas. A veces hallábamos grandes ceibas caídas, cuyos troncos formidables eran mucho más largos que nuestra columna. No volvimos a ver el sol y comenzamos a perder el sentido del tiempo. En varios siglos éramos los primeros en pasar por ahí. De vez en cuando, al cavar en el humus para hacer nuestras necesidades, desenterrábamos tiestos indígenas. Eran pequeños testimonios de que esas latitudes habían sido rutas ordinarias de grandes migraciones humanas en el pasado. Nos levantábamos al amanecer, con la algarabía universal de las aves, y avan­ zábamos todo el día en silencio o hablando muy poco. Tuvimos tiempo de sobra para recapacitar, para escudriñar nuestras más recónditas moti­ vaciones de clase. ¿Qué pensaba cada uno durante la jornada interminable? Éramos un mosaico de sangres y de procedencias sociales. Lacho, Jorge, Julián y Mario pertenecían al grupo étnico achí. A pesar de los vínculos de la lengua y la cultura no formaban grupo. A Lacho lo desvelaban los enigmas y las desventuras de la identidad indígena, en medio de una cultura hostil y a la vez apetecible. A los otros quizá no los afligían tanto aquellas cosas y a lo mejor se detenían más en la constatación ele­ mental de que los hombres organizan y fragmentan el mundo movidos por intereses materiales. Chacaj, Toribio, Atilio, Jácobo y Efraín eran coste­ ños, más o menos explotados. A cada uno la economía mercantil de la región lo había colocado en un sitio diferente y lo había hecho pensar también de manera diferente. Propiedades, oficios manuales, lecturas, estre­ checes infantiles y un infortunio común bajo las leyes de la propiedad privada los separaban, los unían y habían hecho que en definitiva se rebe­ laran juntos. Alejandro y Minche eran orientales; ambos venían del cam­ pesinado y un poco se diferenciaban por la fortuna. Muy pobre el primero, acomodado el otro, siendo semillas de idéntica tierra habían devenido especies distintas. Alejandro era naranjo generoso, Minche, cacto de fruto difícil. Sebastián, Victor, Edgar y Benedicto venían de las ciudades y en ellas habían adquirido conocimientos y lastres. Aquéllos los convencían de que la materia se halla en movimiento; éstos les impedían mudar su con­ dición de revolucionarios con igual celeridad. Los quince caminábamos y sólo el tiempo haría dar a cada quien sus frutos. (...)

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Entonces descubrimos que el tiempo se rige en la selva por horarios de ruido. Cuando ascendía el sol y cesaba el bullicio de las primeras horas, en la mañana sólo quedaba el lamento de la espumuy. En algunas zonas, el rugido de los saraguates o los clarines de las pavas en su trayectoria mar­ caban la línea del horizonte. Era el momento en que parábamos a comer lo que habíamos guardado del desayuno. Al atardecer tenía lugar el es­ cándalo final de loros y guacamayos, hora de acarrear leña, encender fuego y colgar hamacas. Comenzaban las horas en que las especies del aire hacen silencio y principian los ruidos de los mamíferos nocturnos. La noche húmeda del trópico se llenaba de chillidos de pizotes, de toses de micoleones y de autocríticas de militantes. Cerca de los ríos, hasta el ama­ necer, la medida del tiempo dependía del canto intermitente del caballero o atajacaminos. Al día siguiente una rutina idéntica. Conforme marchá­ bamos íbamos dejando atrás árboles andes con bullicio de micos. Luego de varias semanas del mismo horario zoológico, la selva comenzaba a darnos la impresión de un océano, sin itinerarios definidos ni puntos de llegada. TVas nosotros sólo quedaba el revoloteo de las grandes mariposas selváticas. Un mes después de la acción de la frontera alcanzamos las vegas del río Xalbal. En la historia de la guerrilla fue éste un lugar memorable, pues allí encontramos las primeras señales de sitios habitados. Hallamos un palo de naranja agria, en la penumbra del bosque, con el calendario cíe la floración trastocado por la falta de luz. En pleno febrero conservaba los escuálidos frutos del año anterior. Toribio mató en aquel sitio dos vena­ dos. La carne de estos animales y varias pavas derribadas en los alrededo­ res fueron un alivio para la desnutrición tenaz de aquellos días. Después de atravesar media selva éramos un ejército hambriento y en harapos. La palidez peculiar de quien ha vivido largas temporadas sin recibir luz solar y el mal olor característico de quien acumula sudores sobre la ropa, identificaban a aquella tropa de sombras que se movía por ins­ tinto. La mayoría estábamos en los huesos y cumplíamos las jornadas de marcha casi como vina forma de olvidar las obsesiones del hambre. La provisión de maíz estaba para concluir; azúcar teníamos para uno o dos días, a lo sumo. El aceite se había agotado la semana anterior. La víspera habíamos derribado un bosque entero para sacar miel de col­ menas, pero desafortunadamente, el poder nutritivo de este alimento silvestre nos había ocasionado malestares de estómago y diarreas in­ contenibles. De no haber alcanzado por estos días el primer poblado, la situación de la guerrilla se habría tornado en extremo difícil. Sin em­

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bargo, la cercanía de poblaciones también significaba para nosotros la posi­ bilidad de chocar con el ejército enemigo. Aquella calma chicha no podía significar sino que los soldados gubernamentales nos esperaban en los puntos habitados. A la esperanza y al riesgo entremezclados se sumaba la incertidumbre por la respuesta popular. (...) De ahí que conforme avan­ zábamos y descubríamos indicios de lugares habitados, la tensión inte­ rior se acrecentó en cada uno. Con todo, estábamos conscientes de vivir la más hermosa aventura de nuestras vidas. H

acernos, de

cuadrados, redondos

(SUBCOMANDANTE M A R C O S)

Es un accidente lo que hace que llegue yo a las montañas del Sureste mexicano, aquí a la selva. Fue algo fortuito. En realidad, yo llegaba aquí a dar clases, porque sabía leer y escribir y sabía de historia, de historia en general pero además de historia de México. Necesitaban a alguien que alfa­ betizara y al mismo tiempo diera historia de México. Porque los compañe­ ros del primer grupo -el primer grupo indígena, no el mestizo- eran gente con mucho nivel político, muy experimentada en los movimientos de masa. Todas las broncas de los partidos políticos las conocían porque habían estado en todos los partidos políticos de izquierda. Habían conoci­ do buen número de las cárceles del país y del estado, torturas y todo eso. Pero reclamaban también lo que ellos llamaban la palabra política: la histo­ ria. La historia de este país, la historia de la lucha. Entonces llego yo con este trabajo. Los compañeros indígenas de este primer grupo guerrillero -estoy hablando de 1984- empiezan como una especie de toma y daca, como pa­ gando las clases que recibían. Decían: "Bueno, tú me estás enseñando eso de historia de México, y a leer y escribir..." Incluso me pedían que les escribiera cartas a sus novias. Ahí empecé con este vicio de las epístolas. (...) Entonces, me invitaron a la parte del trabajo que les tocaba a ellos. Era una época en que había que permear la zona. Permear quiere decir hacerla caminable, hacerla transitable. Había que hacer las exploraciones, ubicar los lugares donde había cacería, donde había agua, una especie de nomadismo guerrillero que buscaba más que nada hacerse parte del terreno. El trabajo político era sobre todo interno, no hacíamos trabajo afuera. Ellos me invitaron a todo eso y me enseñaron a caminar, que tiene su modo, como dicen ellos. Tiene su modo caminar en la montaña, apren­ der a vivir de ella, a identificar los animales, a cazarlos, a aliñarlos, es decir

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prepáralos para la cocina, incluso a comerlos, porque hay que tener una especie de estómago de zopilote para comer todo lo que comían ellos... Y a hacerme parte de la montaña. Pienso que entonces nació en ellos, ya no la recompensa sino un trato de iguales, pienso que entonces fui aceptado en el grupo guerrillero, no cuando era maestro, cuando venía a dar clases, sino cuando me hice parte de ellos. Esa es la primera etapa, una etapa muy difícil, muy solitaria. No nada más para nosotros que veníamos de la ciudad y veníamos, ade­ más, con la apuesta doble en contra, porque nosotros sí sabíamos que nuestra propuesta no tenía ningún consenso en la sociedad, ni siquiera en la izquierda. Ellos todavía tenían la esperanza de que sí, que eventual­ mente algunos sectores revolucionarios, como se decía entonces, iban a entender la lucha armada. Pero yo ya sabía que no. Ya sabía que teníamos esta apuesta en contra. Para ellos también era duro porque estaban aleja­ dos de su comunidad. No era como el indígena que está unos días cazando o consiguiendo alimentos y regresa a su casa. Estábamos mero en la montaña, ahí no se metía nadie. En esa época todavía ese sector de la mon­ taña deshabitado era el lugar de los muertos, el lugar de los fantasmas, de todas las historias que poblaban, que pueblan todavía la noche en la Selva Lacandona y a las que los campesinos de la zona le tienen mucho respeto. Mucho respeto y mucho miedo. Ahí empecé a tocar y hacerme parte de este mundo de fantasmas, de dioses que reviven, que toman forma de animales o de cosas. Tienen un ma­ nejo del tiempo muy curioso, no se sabe de qué época te están hablando, te pueden estar platicando una historia que lo mismo pudo haber ocurri­ do hace una semana que hace 500 años, que cuando haya empezado el mundo. Cuando tratabas de hablar más sobre esas historias, decían: "No, pues, así me lo contaron, así dicen los viejos." Los viejos en ese entonces eran para ellos la fuente de la legitimidad de todo. De hecho ellos estaban en la montaña porque los viejos de sus comunidades lo habían aprobado. Para nosotros era una curiosidad entender de qué manera esa legitimidad provenía de esa historia tan confusa en términos temporales. Por ejem­ plo, un campesino te podía hablar de la época de las monterías, cuando las grandes empresas sacaban la madera de la Selva Lacandona, en tiempos anteriores al porfiriato, como si él hubiera estado ahí. Personas de 20 o 30 años te platicaban y te daban datos perfectamente coherentes con los que tú habías leído en un estudio profundo de alguno de los investigado­ res de esa época de Chiapas.

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Cómo explicarlo, no sé. Yo me decía que era mucha coincidencia. Luego supe que en realidad así procede la historia, la otra historia no es­ crita por ellos. Se heredan las historias y el que las hereda las agarra como propias. Con el analfabetismo que hay, como no saben leer ni escribir, entonces escogen a uno de la comunidad a quien hacen que se aprenda de memoria la historia de esa comunidad. Si se presenta algún problema, con él se consulta, como si fuera un libro andante. Yo le platicaba a alguien el caso de Zapata, cómo Zapata se empataba con el Dios bueno, por llamarlo de alguna manera, de los mayas de esta región, lo que nosotros llamamos el Votán Zapata, cómo se manejaba por ejemplo que Zapata era chiapaneco, que aquí nació y se fue a otro lado y por eso lo mataron, porque se fue: nunca debió haberse ido. Otros decían que no se murió, que se vino a esconder aquí, que anda en las montañas, y otros que lo cono­ cieron. Así, cosas muy de leyenda, pero muy presentes, muy difícil de esta­ blecer que ocurrió en tal periodo: te están hablando como si hubiera pasado en estos días. Cuando estaba empezando la noche es cuando salían estas pláticas, ya fuera de programa, como decíamos nosotros. Empezábamos a plati­ car y se empezaba, cómo decirte, como a contagiar el ambiente. Ahí venían las historias del Sombrerón, las historias de Votán y de Ik'al, el Señor Negro, las historias de las cajitas parlantes, de la Ix'paquinté, que es una mujer que se aparece en la noche a los hombres solos y hace que la sigan y cuando ya van a hacer lo que tienen que hacer, se desaparece y deja al hombre completamente... como pasa con los hombres en estas circunstancias. (...) La montaña te enseña a esperar. Ésa es la virtud del guerrillero, el saber esperar. Es lo más difícil de aprender. Es más difícil que aprender a cami­ nar, a cazar o a cargar, que son cuestiones que te desgastan físicamente en la montaña. Aprender a esperar es lo más difícil, para todos, para mesti­ zos y para indígenas. Eso es lo que la montaña te enseña, desde los pequeños detalles de esperar el animal, el tiempo para hacer una cosa y otra, esa imposición que la montaña te hace sobre tus horarios. Tú vienes de la ciudad acostumbrado a que puedes manejar el tiempo con relativa auto­ nomía. Puedes extender el día con un foco hasta bien entrada la noche. Pero en la montaña no. La montaña te dice hasta aquí, ahora es el turno de otro mundo, y entramos efectivamente a otro mundo, otros animales, otros sonidos, otro tiempo, otro aire y otra forma de ser de la gente, incluso indígena, que estaba con nosotros. En la noche se hacía realmen­ te más temerosa, más introspectiva, más cercana, como buscando un asidero en algo que siempre les estuvo prohibido, la noche en la montaña.

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La población civil para nosotros era un fantasma que no se hacía presente. Y en nosotros estaba el fantasma del Ché, de Bolivia, precisamen­ te, de la falta de apoyo campesino a una guerrilla implantada artificial­ mente. No teníamos una visión muy optimista que digamos. Claro, nos ayudaba un poco que había gente de la zona que hablaba el dialecto y todo eso, pero como quiera no teníamos confianza, la verdad. Pensábamos que podía pasarnos lo que le pasó al Ché. Caminamos esos años con ese fantasma en nosotros, el fantasma de Ñancahuazú. Éramos, te estoy hablando de 1984, éramos seis. En 1986 ya habíamos crecido, ya éramos doce, ya podíamos conquistar el mundo, decíamos nosotros. Podía­ mos comer el mundo como si fuera una manzana. Éramos doce. De los seis primeros, tres eran mestizos y tres, indígenas. De los doce de 1986, uno era mestizo y los once eran indígenas. Ya no más quedaba yo de mestizo, luego subieron otros dos. Lo que ocurre es que esos compañeros indígenas, que sí pueden ir a visitar a sus familias y hacer el trabajo político ahí, empezaron a devolver eso que te platicaba: cómo los jóvenes heredan la historia de todo el po­ blado, de toda la familia, por vía oral. Entonces ellos devolvían ahora esa herencia con la experiencia de la montaña, de la guerrilla, de las armas, de la historia o de la visión política que ahí aprendían. Como que devol­ vían esta carga a los más viejos, a sus familiares, y ésos se encargaban de buscar gente a quien contarles. El mayor obstáculo que tenían era el alcohol, porque ellos tenían que cuidarse mucho de una delación. No estaban en la montaña, si alguien los delataba, ahí mismo les iban a caer en el po­ blado. Entonces tenían que escoger a quién le decían y a quién no. Y a quien le decían primeramente era a los que no tomaban trago, y luego a los que prometían que ya no lo iban a tomar, lira un prcx’eso muy lento, muy se­ lectivo, muy pesado además para ellos. Inicialmente se empieza a dar sobre la línea familiar: el padre recluta a sus hijos, los hijos a los hermanos, a los primos, a los tíos, y así se empieza a correr. Eso es lo que hace que se brinque de un poblado a otro, sin llegar a tener controlado el poblado. Teníamos simpatizantes en diferentes pobla­ dos, pero clandestinos, no decían públicamente ahí que apoyaban al grupo armado. Porque ya era un rumor en los poblados de la selva que había un grupo armado, pero para algunos eran bandidos, para otros era parte de esta historia de fantasmas y de dioses perdidos que había en la monta­ ña. Empezamos a recibir colaboración de los pueblos, apoyo, principal­ mente en informes y alimento. Eso aflojó nuestra presencia cerca de los poblados y facilitó el trabajo en ellos, en el sentido que no los vinculaban

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a un movimiento armado. Pero como ellos movían la carga y tenían que hacerlo de noche, los hizo más sospechosos de estar haciendo algo ilegal en el sentido indígena, es decir, algo en contra de la comunidad: ¿Fbr qué salían de noche, a dónde, será que estaban robando o haciendo algo malo o eran brujos? Eso es la legalidad en las comunidades. Entonces tuvieron que abrirse un poco más para que no se sospechara de ellos. Empezaron a hablar con más y más gente, y llegaron a tener la mayoría en algunos poblados, y en otros a ser todos zapatistas. Entonces ya teníamos poblados que simpatizaban con nosotros, ahí ya podíamos llegar. Uno de esos poblados es el del Viejo Antonio. Es muy adentro de la selva, y ahí es donde nosotros entramos por primera vez, armados, de día, a un poblado, es el primer poblado civil que tomamos, en 1986, precisamente, el poblado del Viejo Antonio, a invitación de él. "Vénganse, porque no me quieren creer", decía él. No lo querían creer por­ que la guerrilla en ese entonces formaba parte de todo este mundo mágico que puede ser cierto o no ser cierto, finalmente hasta que no lo veas no lo puedes creer. Entonces se da la imagen, en el pueblo del Viejo Antonio, de hombres armados que bajan de la montaña, que no vie­ nen de la ciudad. Nosotros, para la población, venimos de la montaña. Y eso engarza con muchas historias de antes, de muy antes, de antes de los españoles incluso. La primera reacción de los poblados es de respeto: "Éstos duermen donde yo no me atrevo a dormir y viven peor que yo." Y sí. Todos los pobladores sabían que los guerrilleros viven peor que cualquier campe­ sino empobrecido de la zona. Y eso permite que escuchen lo que tenemos que decir. Y empezamos a hablar, a tirar rollos de política, los absurdos que habíamos aprendido: que el imperialismo, la crisis social, la correlación de fuerzas y la coyuntura, cosas que no entendía nadie, por supuesto, y ellos tampoco. Eran muy honestos. Les preguntabas: "¿Entendiste?", y te de­ cían: "No". Tenías que adaptarte. No era gente que tuvieras ahí cautiva, como decíamos nosotros. En la montaña puedes dedicarte más tiempo a los alumnos guerrilleros. Pero ahí en el poblado, te decían que no te habían entendido nada, que no se entendía tu palabra, que buscaras otra palabra: "Til palabra es muy dura, no la entendemos..." Entonces tenías que buscar otras palabras, tenías que aprender a hablar con la población. Tenías que empezar a hablar de historia de México, que ahí coincidía otra vez con las historias que ellos venían cargando desde hace mucho tiempo: historias de explotación, de humillación, de racismo.

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Entonces se empezó a hacer una historia de México muy indigenista. Así se apropiaban ellos de la historia y también de la política, así explica­ ban qué es democracia y qué es el autoritarismo, qué es la explotación, la riqueza, la represión. Lo iban traduciendo, pero eran ellos quienes lo hacían, nosotros estábamos de espectadores. Los mismos que habían estado en la montaña eran los que empezaban a hacer esa traducción, que era digerida por los pobladores, los cuales a su vez volvían a traducir las historias de otra forma. Es una palabra nueva que es vieja, que viene de la monta­ ña nueva pero que coincide con lo que habían dicho los viejos muy viejos. Y así se empieza a correr en todas las cañadas y a hacerse más fuerte el apoyo popular. Así se da el contacto, cuando los familiares de los poblado­ res entran al ejército zapatista y empieza un proceso de contaminación cultural en la forma de ver el mundo, que nos obliga a readecuar la po­ lítica y la forma de ver nuestro propio proceso histórico y el proceso histó­ rico nacional. ¿Cómo decirte? Aprendimos a escuchar. Antes habíamos aprendido a hablar, bastante, como toda la izquierda, no sé si mundial pero por lo menos latinoamericana. Su especialidad era hablar, ¿no? Aprendimos a escuchar, obligados, porque era un lenguaje que no era el tuyo. No sólo porque no era castilla (tenías que aprender el dialecto), también es que sus referentes, su marco cultural, eran otros. Cuando se referían a una cosa no querían decir lo mismo que tú dices. Entonces tenías que aprender a escuchar con mucha atención. Como le escribía yo a alguien: nosotros teníamos una concepción muy cuadrada de la realidad, Cuando choca­ mos con la realidad, queda bastante abollado ese cuadrado. Como esta rueda que está aquí. Y empieza a rodar y a ser pulida jxir el roce con los pueblos. Ya no tiene nada que ver con el inicio. Entonces, cuando me pre­ guntan: "¿Ustedes qué son?, ¿marxistas, leninistas, castristas, maoístas, o qué?", no sé. Realmente, no sé. Somos el producto de un híbrido, de una confrontación, de un choque en el cual, afortunadamente creo yo, perdimos.

Capítulo 25

En la Lacandona zapatista, 1994-2001 Rafael Aceituno y H ermann BELLINGHAUSEN, reporteros

L l e g a m o s al final de nuestro recorrido. No podemos despedirnos de la Selva Lacandona sin conocer a los poblados de donde salieron, en la Nochebue­ na de 1993, los campesinos insurgentes que tomaron, en la madrugada del Año Nuevo, a la ciudad de San Cristóbal y con su declaración de guerra al gobierno mexicano sorprendieron al mundo entero. Para acercarnos a ellos no hay mejores guías que los periodistas que a partir de aquel momento se han dedicado a entrevistar a los rebeldes zapatistas, a visitar a las co­ munidades que los apoyan y a observar el cerco militar que les pone el ejér­ cito mexicano. He seleccionado a dos de ellos, Rafael Aceituno y Hermann Bellinghausen. El primero tuvo la suerte de prvsenciar los combates de enero en la ciudad de Ocosingo. Habló entonces con un joven miliciano que había salido de su ejido selvático pan i conquistar, fusil de madera en la mano, la "patria nueva" que sus instructores le habían prometido como botín de guerra. Fue un encuentro cargado de dramatismo, porque todo indicaba que el soldado zapatista estaba al borde de la muerte. El reportajefue publi­ cado, primero en la revista Siempre!, después en la obra colectiva Los torrentes de la sierra. Rebelión zapatista en Chiapas, compilada por Luis Humberto González (Aldus, 1994, pp. 31-40). De Rafael Aceituno sólo conozco ese único artículo, sin duda excepcional en varios sentidos. En cambio, Hermann Bellinghausen a lo largo de los últi­ mos siete años no ha dejado de informar, a través del periódico La Jornada, sobre lo sucedido en Chiapas. Lo ha hecho a través de una infinidad de repor­ tajes en los cuales se identifica claramente con la causa de los rebeldes, pero con tanto oficio, que el gobierno le distinguió en 1995 con el Premio Nacio­ nal de Periodismo, distinción que, por cierto, no quiso aceptar. Para nues­ tra serie de viajes no hay mejor conclusión que el acercamiento a la Lacandonia zapatista de Hermann a través de algunos de sus reportajes más logrados. Hemos seleccionado cuatro de ellos, por los cuales él nos da a cono­ cer, sucesivamente, el mundo de los insurgentes, el de sus bases de apoyo y el del adversario inmediato y omnipresente de ambos, el ejército mexicano.

¡lili * HAKAIíij ACEITUNO Y HERMANN BELLINGHAUSEN

M o iu r p o r l a P a t r ia N (R a f a e l A c e it u n o )

ueva

Se llama Domingo y tiene los labios gruesos. Está herido y jala aire con dificultad. Ayer le metieron dos balazos en la pierna izquierda. Domingo es guerrillero. Peleó en la batalla de Ocosingo y conservó la vida. Se ha re­ fugiado en una casa del pueblo. Hoy, temeroso cuenta: -Tengo veinte años y no quiero morir. Soy del ejido Laguna del Carmen Pataté. Ahí vivo. El hombre se persigna. La mano derecha resbala poco a poco de la frente y se queda clavada en los labios. Dice: -Entré a la guerrilla hace dos años. Yo trabajaba la tierra en paz... pero me invitaron a participar en ciertas reuniones secretas y asistí. -¿Quién te invitó? -Unos compás. -¿Quiénes? -¿La verdad? -Sí. -La a r i c mandó a la persona que nos invitó a participar. La a r i c es una organización social independiente que está en Ocosingo. a r i c quiere decir Asociación Rural de Interés Colectivo.

In memmam de Domingo, muerto en Ocosingo el 2 de enero de 1994 (Fotografía de Luis Humberto González).

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-¿Es una agrupación clandestina? El rebelde se olvida del dolor y sonríe: -N o .. .no.. .la a r i c actúa a la luz del día. Agrupa a ejidatarios y peque­ ños propietarios. Es la institución más poderosa que haya en Ocosingo. Nada se puede hacer sin su consentimiento. La a r i c no pertenece a ningún partido político. La a r i c es ella misma el poder dentro del municipio. -¿Cómo eran las reuniones? -Ajnimadas. íbamos alrededor de veinte personas. Algunos tenían trece años. Los mayores andábamos por los veinte, veintidós años. Teníamos un instructor que nos daba clases. -¿De qué? -De conciencia. Nos decía: ustedes son milicianos. Ustedes son los hombres que construirán una nueva patria. Ustedes van a tirar los avio­ nes deí gobierno cuando comience la lucha armada. Ustedes serán recor­ dados con cariño por los pobres. -¿Les dieron entrenamiento militar? -Sí. Nos enseñaron a manejar un arma. Nos hacían arrastrarnos por los caminos y atravesar alambradas de púas sin lastimarnos. -¿Dónde se entrenaban? -En un campo que está a unos cuantos kilómetros de Ocosingo. íbamos tres veces por mes. El guerrillero hace un gesto de dolor. El sufrimiento es intenso. Las balas hicieron añicos su pierna. Afirma: -El 15 de julio de 1993 nos dijo el instructor: vamos a tomar Ocosingo el último día del año. Prepárense porque va a ser una lucha a muerte. Recuer­ den: ustedes son héroes y tienen que combatir sin miedo. No lo olviden: cuando entren en la batalla, Zapata va a cabalgar de nuevo. -¿Cómo fueron los preparativos para la lucha armada? -Primero compramos nuestro equipo. -¿Ustedes lo compraron? -Sí. Le dimos veinticinco mil pesos al instructor y él nos dio nuestras cosas. -¿Q.ué cosas? -Nos dio una camisa color café, un pantalón verde y un par de botas negras. Algunos compás alcanzaron armas de verdad. Yo sólo alcancé un rifle de madera. Domingo señala hacia un rincón: -Ahí está mi equipo. Puedes verlo.

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• RAFAEL ACEITUNO Y HERMANN BELLINGHAUSEN

(El reportero se aproxima a un envoltorio ensangrentado. Alza las botas y lee: Calzado Espinosa para Trabajo.) -Estas botas son m uy resistentes. Nos dijeron que están hechas en Guatemala. Si sobrevivo me van a durar bastantes años. -¿Te dio miedo enfrentarte al ejército con un rifle de madera? -No... no mucho. -¿Por qué? -Porque nosotros nomás íbamos a hacer bulto. íbamos para que los soldados se asustaran de ver tanta gente alzada, para que ellos se aco­ bardaran. El instructor nos dijo: Ustedes están pendientes: cuando vean a un militar muerto, le quitan su arma y se suman a la lucha. Mientras tanto, permanezcan haciendo bola. -¿Y qué pasó durante el primer combate? -Los primeros en morir fuimos nosotros, los que sólo hacíamos bola. Nunca pensamos que los soldados fueran a ser tan duros. Ellos arrasaban con todos... sin distinción. La superioridad del ejército era demasiada. Los zapatistas cometieron un gran error: empezaron a bajar rumbo al merca­ do y ahí se atrincheraron. Digo que fue un error porque en el mercado quedaron más al descubierto. La tropa los fue cercando lentamente hasta que los rodeó por completo. Entonces se inició la matazón de a de veras. Los rebeldes caían como moscas. De los que traían sus rifles de made­ ra no quedó ni el polvo. No sé cuántos militares atacaban a los rebeldes. Tal vez unos mil o dos mil. Pero sus gritos se oían por todos lados. Decían: ¡Cérquenlos, cérquenlos! ¡Que no escapen! El guerrillero detiene la plática. Sus músculos se tensan por el padeci­ miento. Pide café, moja sus labios enormes y continúa: -Cuando entramos a Ocosingo íbamos cantando una canción que nos enseñaron los jefes. Decía así: Dios me dio permiso, el Señor está conmigo, yo voy a la guerra... -¿Quién estaba al mando de ustedes, los de infantería? -Nosotros éramos mandados por la capitana. Era una muchacha como de veinticinco años. Hablaba como cachuca... como guatemalteca, pues. Ella fue de las primeras en morir. -¿Qué hicieron con su cuerpo? -Lo levantamos y lo llevaron a la selva. Allá la enterraron con hono­ res militares unos compás. -¿Por qué te integraste a la guerrilla? Domingo parpadea, su voz se rompe, se dobla:

EN LA LACANDONA ZAPATISTA, 1994-2001 • 337

-Porque me casé hace un año y no quiero que mis hijos sufran lo que yo he sufrido. -¿Cuáles han sido tus sufrimientos? El indígena contempla la pierna hinchada y responde: -Todos... todos. -¿Cuáles, Domingo? -Eeeste.. .Casi nunca tengo dinero para comer. No tengo tierra. No soy feliz... Ésos son. Los disparos se oyen cada vez más cerca. El convoy de prensa abandonó Ocosingo hace dos horas. El guerrillero se sobresalta. Dice: -¿Me van a matar, verdad? El reportero guarda silencio. No sabe qué decir. Y Domingo baja la cabeza. El 5 de enero la violencia llegó a su punto más alto. Ese día Ocosin­ go obtuvo un rango reservado a las poblaciones de Europa Oriental: ciudad mártir...zona de miedo...espacio de guerra... Los rebeldes cayeron destrozados por las balas...Murieron en fila: uno tras otro. Y sus cuerpos quedaron tirados al final de la calle. Eran adolescentes armados con rifles de madera y formaban la infantería del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Los heridos se refugiaron en las alcantarillas de la ciudad y permanecieron escondidos en el drenaje. Hasta ahí llegaron los policías de la Judicial Federal, cortaron cartucho y dispararon ...una, dos, tres veces. De nada valieron las súplicas: iYa no disparen! ¡Estamos rendidos! ¡Alto al fuego! Fue inútil: ninguno alcanzó a vivir. L ijc iia m pama guio LA (JKN TIí knti*: MK.IOU B u l l í N fJiiA iis E N )

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En cualquier lugar ele la Selva Lacandona, Chiapas, 5 de abril de 1994. Rondan las generaciones. La subteniente Amalia habla de su padre con una admi­ ración que no disimula: -M i papá es supercampesino, nomás, pero aprendió a hablar la castía. Se dio cuenta desde joven, cuando no estaba casado. Ve que la huelga no da resultado. En su lucha le tocó que lo golpearan. A sus compañeros de organización los torturaron y mataron. La experiencia de su padre, campesino ch 'ol y activista en el norte de Chiapas, terminó, ajuicio de su hija que en estos tiempos ha dado en llamarse Amalia, en un callejón sin salida:

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-Para decir que sí podemos, decir que vamos a dar. Pero cumplir la pa­ labra es otra cosa. Y así le pasó al gobierno. A la sombra de una choza semiderruida y deshabitada, Amalia se apoya, ni de pie ni sentada, en una vieja banca de madera. Por los boque­ tes en el barro que medio compone los muros se contemplan las montañas del norte, dignas de un chino paisajista, escarpadas, boscosas y neblino­ sas. Una realidad nítida que suena al que la sueña, le inventa detalles: desnudándolo, lo acoge y cobija, le tiende su capa. Afuera pasan espo­ rádicamente otros jóvenes zapatistas, con rifles, uniforme y una inocencia que, como Amalia corrobora, resulta justamente lo contrario: -Toda la familia anduvo clandestina, pero no me decían. Les pregun­ taba y o qué hacen, y dicen que para qué quiero saber. Ya después me empiezan a platicar, que hay una organización armada. Tenía yo 15 años, me di cuenta y dije: me quiero ir. Hay una forma en la milicia, en tu propio pueblo, pero hay una forma de los que se van a preparar en el monte. Yo prefiero estar luchando fuera de mi familia, pero los visito. A los 17 años, hace siete años, yo sabía leer y escribir pero no hablo la castía; cuando entré al ejército aprendí. Cuando ya sabes un poco empezamos a estudiar la historia de México y otros países donde ha habido guerra. Y luego nos enseñan tácticas de combate. Si bien algunas mujeres del e z l n tienen gesto duro, feroz incluso (y biografías aterradoras), la mayoría son reidoras. Pero pocas sonríen tanto como Amalia, cuya boca grande fue hecha para pelar los clientes y enchinar los ojos, aun cuando habla de asuntos que a otros, diciéndolos, no les darían ganas. -Es dura la práctica, pero un hijo de campesino desde los diez años anda cargando leña y trabajando. La cosa se hace sencilla. Todos los trabajos manuales no se dificultan. Donde es un poco más duro es en la disciplina, porque tienes que aprender. En tu familia no tienes que aprender. Antes entrené milicias, después cambié el trabajo, te dan de escoger cuál trabajo quieres, y yo escogí de la salud, por eso soy "sanitaria". Cuesta trabajo imaginar a esta muchacha realizando lo que los in­ telectuales llamamos "acciones violentas". -Tirar es bonito, porque nunca en mi vida había disparado un arma. Lo bonito es el valor de hacerlo. Cuando echas el tiro y ves que el enemi­ go cae, te da más ánimo. M i primer combate fue en Ocosingo. No tuve tanto miedo, sabíamos que iba a responder el enemigo. Tenemos armas pero no son poderosas. Los federales llegaron con sus morteros y artille­ rías y francotiradores que son chingones para tirar. No tenemos miedo. El

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fuego enemigo es muy poderoso y a pesar de que no tenemos armas buenas, tanques ni aviones, tenemos conciencia. El arma que tenemos la tenemos que usar. Amalia salió de la batalla de Ocosingo por el drenaje de la ciudad, igual que muchísimos compañeros suyos. Sin duda es una mistificación, pero Amalia se me figuró indestructible. Así como Efraín pudo ser uno de los muchachos tirados en el mercado y las calles de Ocosingo junto a su rifle de palo, es difícil imaginar a la subteniente con un rasguño. (Efraín tiene 17 años, siete de ellos en el e z l n . Y siete meses en las filas. Participó en la toma de Ocosingo, pero como era miliciano combatió sin arma. Hoy ya tiene una "carabina" automática). -Siempre he tenido humor, honestidad en la lucha. Algunos no aguan­ tan. Dejan a la novia en el pueblo, después se arrepienten y regresan. Lo bueno es que siguen siendo compañeros. -¿Te irías a tu casa? -N o puedo. Mi corazón lo dice. Vivir con mi familia es difícil. El ejér­ cito es como familia, te acostumbras mucho, mucho, mucho. Aquí no tenemos amigos, tenemos compañeros. Es nuestra form a de hablar. Desde que me integré en mi unidad hay hombres y mujeres mezclados y revueltos. Amalia está en su vida: -Si dos compañeros se quieren juntar, el mando les da permiso de ca­ sarse si quieren, pero se cuidan con pastillas. No estamos para cuidar hijos, no debes tenerlos en el monte, y si sí, regresas a la comunidad. No pienso orita tener hijos porque estoy en la guerra. Mi trabajo principal es cumplir lo que me ordenan. Mi corazón dice, es luchar, tienes que obe­ decer, no es difícil, digamos, porque es lo que quiero. Me gusta ser zapa­ tista siempre, si no, desde cuándo estuviera en mi casa. Además, si voy a mi casa, ¿qué vo y a hacer? Es como este pueblo donde estamos, así de pobre, por eso voy a luchar para que la gente esté mejor. Allá ade­ más no voy a tener la oportunidad que aquí. Quiero hacer esto, y te lo enseñan. Claro, orita, ya no se puede ir a cualquier lado. Conocí México, Toluca, ya aprendí lo poco que tenía que aprender: salud, milicia, castía. Sin falsas modestias, Amalia se considera privilegiada, aunque palabras como "privilegio" no participan en su léxico: -De por sí mi familia era de los primeros en saber la realidad. Ahora yo le puedo enseñar a mi papá cosas que él no ha tenido. Nunca me dice que abandone la lucha. Yo lo quiero bastante porque me ha dado oportu­ nidad de aprender, más que mis tres hermanos que son milicianos y tienen hijos.

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Comparte las conclusiones del "supercampesino" de 45 años que es su padre: -Ya de mucha experiencia, de mucho tiempo, veo que el gobierno dice. Firmar un papel es fácil. Si el gobierno no da lo que estamos pidiendo, seguimos la guerra. Voy a saber que mi lucha sirvió cuando vea que ya lo tiene el pueblo. La guerra siempre es difícil porque siempre es la guerra. Pero no me importa, ya de por sí el coraje lo tenemos, incluso niños que se dan cuenta piensan que la cosa está mal. Hemos visto morir nuestra gente. Es preferible morir en el combate que de cólera, parásitos. Mejor morir si te moriste por luchar. Así mucha gente toma en cuenta que esa murió porque luchó por los indígenas y el pueblo toma ejemplo. La gente está cansada. Tampoco necesita la palabra "nostalgia": -N o extraño la vida como estas muchachas (las madres jóvenes de este poblado). Mi vida sería muy triste, no me gusta vivir en mi casa, mi familia es tan pobre. No me gusta ver que mueren niños. Si triunfamos, la lucha es la que más me llora, como quien dice, o sea que lo que quiero bastante es mi vida. Amalia, "profesional de la violencia" sin goce de sueldo (en el sentido profesional del término), robusta, saludable, contenta de su "conciencia", sabe que no todos comparten el discurso de su método: -Los que no están de acuerdo piensan que viven, todavía tienen la idea de que lo que tienen es lo que se puede. Como quiera, estamos luchando por ellos. A

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Amador Hernández, Chis., 19 de agosto de 1999. La situación aquí, lejos de distenderse, se agrava. El gobernador Albores va por todo y ya mandó acá a la Seguridad Pública. Con decir que hasta mandos de la inteligencia militar de la Marina han venido a parar a la puerta del valle de Amador. La amenaza es de grandes dimensiones. A través de la radio y la te­ levisión estatal, el gobierno ha decidido movilizar a las fuerzas vivas (estu­ diantes, amas de casa, comerciantes, transportistas, campesinos leales) contra "los que se resisten al progreso de los chiapanecos". La ofensiva sobre Amador, además de hacerle al Pentágono el trabajo sucio, forma parte de la campaña electoral de los amigos de Albores, y ya sentó las bases para la guerra civil y la cacería de brujas.

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Pero Amador Hernández, en el corazón de la Selva Lacandona, es uno de los corazones más grandes de los mexicanos y todos estos indígenas son chiapanecos, pero en su orden de identidad son primero mexicanos. A lo mejor ése es su problema. La experiencia de solidaridad, de resistencia, de sentimientos transpa­ rentes, hace de este húmedo y de momento triste ejido una lección de dignidad y pacifismo que apela a todos. Incluso a los autoproclamados enemigos de su lucha, a quienes ayer regalaron con bayas rojas y flores amarillas, blancas, púrpura y violeta. En respuesta, les mandaron a la policía. "Hermanos soldados", decía ayer una mujer, en un tono distinto al de otros discursos de los indígenas en plantón, "venimos a decirles con estas flores, que tenemos amor con ustedes, corazón con ustedes. Pensa­ mos que algún día van a ser soldados del país". Y los soldados se rieron. La mujer siguió diciendo: "Sirven a grupo de ricos, y nos da pena". Y un hombre, tomando el micrófono, expresó: "Soldados, ustedes están comiendo su propia carne de familias campesinas. Están luchando contra su propio pueblo. Así como nos dicen que vienen por el progre­ so, ustedes saben que no vienen por eso." Un joven de pasamontañas me responde, cuando le pregunto por qué se oponen al camino: "No lo hacen por nosotros. Es para que puedan meter más ejércitos en contra de nosotros." Un hombre, parece de autoridad, y viene de dentro tic los Montes Azules, descalzo y enjuto, habla de cara a los centenares de soldados: "Piensa, reflexiona, soldadito, para que luches al lado del pueblo. Mor­ que si no, vas a seguir triste atrás del alambre. Eres indígena, recuerda." Y una muchacha dice luego: "Soldaditos, aquí te vamos a cantar un canción pa'que no te sientas solo." Y entonan Cartas marcadas: "l\>r todas las ofensas que me has hecho", empiezan, a coro, decenas de indígenas. "Hoy quiero sonreír, hoy quiero vivir." Otro orador adopta un tono más retador, detrás de las púas y las flores: "Ustedes, encerrados y nosotros libres. Ustedes tienen libertad para hablar, pero venimos aquí y nos responden con silencio. Quiten esa malla que tapa el camino de nosotros." Están tocando la guitarra los indios en el lodazal. "Vamos a decirles un canto en tzeltal", dice un señor, "porque hoy estamos contentos". Debo decir que el hombre lo dice con voz triste. O será que no entien­ do ya nada.

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Lo que los caminos traen Todo el día, todos los días, cada día en mayor número, los indígenas, bases de apoyo del e z l n de los pueblos circunvecinos -los que serían "benefi­ ciados" por el camino que traen los militares- están de plantón y protes­ tan, tenaces, sin miedo. De por sí ya lo dijeron: quieren justicia, igualdad y progreso, pero no así. "No que rechacemos las carreteras, pero no queremos caminos así nomás. Pasa que ya sabemos qué traen los caminos. Primero que nada, a los federales", dice Elias, un hombre de edad, según se distingue bajo su pasamontañas. No grita, está a un lado, alza el puño. Sus ojos transmi­ ten una especie de sonrisa que doliera, sonrisa quién sabe por qué si está indignado. El vado de Amador Hernández es escena de la protesta de cada día de más indígenas de las comunidades más allá de las cañadas hacia el este. "No ha llegado el camino, y los ejércitos ya llegaron", remata el hombre, con su bastón de más de un metro encajado en la tierra. A su lado, nadie toca una ortiga de grandes hojas y pequeñísimas espinas. "Escuecen", informa, un poco demasiado tarde, un niño de unos 10 años con el paliacate caído del rostro. Abel da un paso adelante y se une al coro: "Chiapas, Chiapas no es cuartel, fuera Ejército de él." A pocos pasos sucede una escena singular. A través de las mallas y la cerca, un grupo de jóvenes indígenas zapatistas que participan en el plan­ tón contra el bloqueo, reconocen a uno de los soldados que forma la valla. Esta ocasión los soldados no traen al cinto sus granadas de gas paralizan­ te y que puede ser mortal, mismas que traían el día anterior. Sólo traen unos garrotes de plástico ligero, pero contundente y también paralizante. Atrás de ellos, fuera de nuestra vista, se encuentra la mayor parte de la artillería que cayó del cielo en días pasados en este valle, el último al que habrán llegado las galletas de animalitos y los refrescos enlatados. Los muchachos, bajo sus pasamontañas, se suceden unos a otros hablán­ dole en tzeltal a un soldado, también muchacho, y conocido de por sí; viene de la comunidad El Calvario, no lejos de aquí. El interpelado responde con monosílabos, sonríe nerviosamente, muerde un encendedor azul de plástico, trata de apoyarse emocionalmente en sus compañeros de tropa, todos vestidos como él de un uniforme verde olivo, y que no entienden ni jota y le preguntan: "¿Qué dicen?", y el otro no les responde, pues le ha de dar pena.

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El niño de antes traduce: "Le dicen que regrese a su tierra, que si no le da vergüenza venir a chingar a sus hermanos, que ya agarró la moda del uniforme de soldado." En realidad quién sabe qué tanto más le dicen, en tonos que van de la burla a reproche amistoso al, seguramente, insulto. La situación se torna a tal grado incómodo que el mando le indica que se retire del cordón y lo releva por otro soldado igual de moreno, igual de indígena, pero desco­ nocido. Pero ésta es sólo una incidencia marginal de la protesta incansable que transcurre desde la mañana hasta que se va la luz. Cientos de campe­ sinos realizan uno de esos mítines zapatistas de consignas, discursos y can­ ciones que no descansan: "los acuerdos de San Andrés son ahora y no después", "el pueblo, unido, jamás será vencido". Y a la vez, hay un ingre­ diente inusitado de protesta estudiantil, al son de "culeeeros", "el que no brinque es porro" y se ponen a brincar en el lodo. Los mensajes a los soldados que se les oponen, amenazantes y silen­ ciosos, a veces provocan un cambio de gesto en sus rostros, entrenados para ser inexpresivos. "Recibes órdenes de una dictadura, que son tus jefes", dice una mujer. "Tú limpias su letrina de tu patrón", le grita un hombre*. "Soldadito, eres indígena, recuerda, y estás allí atrás de ese alambre como el puerquito que tengo allá en mi casa", dice una mujer más, de paliacate al rostro, tomando el micrófono con las manos. Algunos traen pozol. La mayoría, sólo agua. El mismo régimen para los estudiantes, a quienes las autoridades les quieren echar el mun­ do encima, o de menos el guante, y los culpan de la protesta. O sea, no les perdonan haberla hecho visible. Los representantes civiles del gober­ nador Albores, que llegaron al sitio en los helicópteros barrigones del Ejército Federal, insisten en echarles la culpa "de que la gente esté tan brava". El operador político Por segunda ocasión, este enviado intercambia algunas palabras con Iván Camacho, el "operador político" de Albores en este problema tan militar. Con barba de varios días, el ex candidato a gobernador por el p t (y que quiso serlo por el p r d en 1994), ex colaborador cercano del general Absalón Castellanos, y por lo visto ahora de Albores Guillén, dice que "no hubo gases lacrimógenos ni de ninguno", aunque para entonces eso ya lo re­

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conoció la prensa oficial, y si no eran lacrimógenos eran de otros y dejaron lesiones en piel y mucosas de varias personas. Me consta. Nos separan dos espirales de malla amenazante. Por un hueco nos damos la mano. A su lado, otro representante de la Secretaría de Gobier­ no que no dice su nombre y como usa barba, no se le nota, como a Camacho, que no se ha rasurado. Acaba de alzar vuelo otro helicóptero. Ellos están dentro del círculo del helipuerto. Del lado de acá la maleza está doblada hasta el piso de tanto ventarrón de los helicópteros. -¿Para qué tanto alambre y tantas cosas? ¿Piensan quedarse los soldados? -De eso yo no sé -responde-, eso es cosa del Ejército. Yo vine aquí para buscar la conciliación política. Con razón se pasa todo el día desocupado, yendo y viniendo con los ofi­ ciales y el agente del Ministerio Público, echándole un ojo a la protesta, puesto atrás de todas las barreras del Ejército. O supervisando algunos envíos por helicóptero. Quien sabe dónde andaba a la hora de los gases. Después nos seguiremos viendo, ocasionalmente, a lo lejos, en el vado. “ ¡T e n e m o s c a r n e e n l a c a s a !” (H e r m a n n B e l l in g h a u s e n )

La Realidad, Chiapas, 24 de octubre de 2000. Misael está que no se la acaba. Con gesto feliz repite cada que habla: "¡Tenemos carne en mi casa." De siete años, y una inocencia y una estatura como de cuatro, porque aquí entre algunos niños la desnutrición crónica ha sido canija, celebra lo que para su familia fue una pérdida: la vaca nueva, o lo que de ella queda. Apenas venían de comprarla y en el camino cayó en un hoyo. No pudieron sacarla, todavía cerca del ranchito donde pagaron por el animal 3,500 pesos, una fortuna. El papá de Misael la tuvo que matar, de lo per­ dido lo que aparezca, y allí mismo tasajearla para poderla trasladar a la comunidad. "La traíamos para criarla, no para que nos la fuéramos a comer", explica la Rosaura. Las ondas expansivas del acontecimiento se perciben en las casas cir­ cundantes. Algunos han podido adquirir unos cuantos huesos con carne para roer y darle sabor al caldo. En casa de Misael a pura tortilla pasaron las últimas semanas. El fri­ jol empieza a escasear por todos lados. Y de pronto llegan kilos de carne y viscera en todas partes. Doña Elodia, vecina, guisa ya un fémur, un pedazo de hígado y un pliego de la panza.

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-Compramos poquito, lo da m uy caro la carne mi comadre Luisa -se queja. -También fue que lo pagaron mucho por la vaca -justifica su nuera Celia, a quien ni siquiera le alcanzó para comprar pellejos, pero trajo a sus niños para que les toque un poco de lo que guisa la suegra. Misael mete su manita en la palma de mi mano, para que lo acom­ pañe a su casa y vea. Siquiera "Misa" ya no trae el vientre abultado y lombreciento que lo caracterizó su primera infancia, hasta hace poco, y le dejó secuelas físicas y neurológicas irreversibles, y una dulzura tris­ te, apagada, en los ojos. A diferencia de su vivaracha hermana mayor, Rosaura, Misael es un niño de pocas palabras. Tan pocas que no le alcan­ zan para ir a la escuela. Y repite, impresionado: "Tfenemos carne." Joel, su hermanito de cinco (se ve más grande que Misael), dice que el perro me va a ladrar. Y Rosaura: "No es cierto. Nomás ladra en la noche. Orita además está callado." La cocina, donde habitualmente hay un poco de masa, maíz desgra­ nado, agua en las ollas y sillas que siempre ofrecen a las visitas, por lo regular se ve vacía y enorme, pero hoy es tendedero de una orgía de file­ tes desgarrados y tendones puestos a secar. Rosaura tuvo razón, el perro bravo dormita bajo una mesa, en trance de beatitud, ahíto de sobras. Igual que las mujeres de la comunidad, doña Luisa, madre de Misael, luce excesivamente delgada y siempre enferma. Sus hijas son las que verdaderamente realizan las labores domésticas. Ella "mucho se cansa". Donde que Luisa es de las que no se dejan nunca de embarazarse, toda debilucha se la pasa por parir o aliviándose. Debe ser más joven de lo que parece pero después de ocho hijos (vivos) ya no se le queda ninguna juventud. Al último pichito, apenas anda, todavía le da pecho. Perdida en un bosque de carne roja y sangrante que de los lazos gotea sobre el piso de tierra, doña Luisa es la única que no celebra. A la contra­ riedad de la pérdida suma el agotamiento de reducirla en trozos. -N o llegó siquiera al potrero la pobre animal. Allí tuvo que ir mi esposo a matarla en el camino. Junto al fogón yace grande e inútil, una de las orejas del animal. En un tapanco, dos grandes pezuñas y parte de las piernas, acabaron colo­ cadas como si estuvieran de rodillas. En el patio, a pocos metros de la cocina, la comadre Mari, ella sí una mujer robusta y razonablemente sana, extiende al sol la vasta piel de la vaca desollada en proceso de convertirse en cuero. -M i papá lo va a usar para hacer monturas -informa Rosaura.

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La parvada de chamaquitos, inusualmente tranquila (ninguno m o­ quea, tose ni llora), parece flotar en una briaga de proteínas. Doña Luisa, lamenta que ora a ver cuándo juntan para la paga de otra vaca. "íbamos a dar un poco de leche a los niños." A Misael lo tiene sin cuidado esas cuitas. En su vida había visto tanta carne junta, en su propia casa, y para comer sin límite lo que duren los restos de la res, que no será mucho. La tensión de cada día Con algo de extrañeza, en un respingo había contado Lázaro los soldados que pasaron por la mitad del pueblo: -Fueron 250, más del doble del diario. Tres camiones de cinco toneladas, llenos de tropa, y algunos de civil, se sumaron hoy al convoy que cruzó con maquinaria pesada, muy des­ pacio, hacia el cuartel del Euseba, y de vuelta a Tepeyac. Pasado el convoy, en casa de don Raúl empezó la celebración de la boda de la Mercedes y el Rufino. Un grupo de hombres esperaba en el patio a que sus señoras sirvieran el "banquete", que habría de consistir en sólo pollo y sopa. Resulta difícil imaginar una fiesta de bodas más pobre. Música, la del radio. Los refrescos iban a alcanzar uno para cada quien. Tortillas, esas sí bastantes. Y arroz blanco. De tener plata, hubieran ofre­ cido de la res caída en desgracia. Pero también para ellos, como dice Elodia, está muy cara. El júbilo de Misael nada lo ensombrece. No se cansa de repetir, como en un sueño: "Tenemos carne, en mi casa tenemos carne", y sonríe como quien ha firmado un armisticio con la vida. U n c a s o d e g l o b a l j z a c ió n m il it a r (H e r m a n n B e l l in g h a u s e n )

La Trinitaria, Chiapas, 29 de junio de 2001. Un autobús con problemas de índole mecánica detenía el tránsito por la carretera fronteriza, a la altura de Poza Rica. Sobre la cinta asfáltica se armó un bullicio entre la gente varada: el intercambio de opiniones y curiosidades entre prójimos que, aun viajando en vehículos distintos, descubren que van en el mismo barco. Por retraído que uno sea, siempre acaba encontrando a alguien. Un hombre joven, indígena, pero de hablar occidentalmente correcto, abrió coversación sobre cualquier cosa y se mantuvo atento, sin que yo me diera cuenta.

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Cuando los carros pequeños lograron pasar por la cuneta, el hombre pidió un aventón. "Voy cerca de aquí, antes de los Lagos de Montebello." Presionado por las circunstancias, rompí mi regla de no dar rait a desco­ nocidos en la zona de conflicto. Era difícil negarse, después de compartir el naufragio carretero. Empezó por relatar que llegó de Guatemala aún siendo niño, como tantos indígenas huyendo de la guerra. "A mi familia la mataron los kaibiles", dijo, sin el menor dramatismo. Y para abreviar sus años de destierro, agregó: "También me hice mexicano, tengo las dos naciona­ lidades." Se recordará que hace unos años hubo reformas a la legislación mexicana, para permitir la doble nacionalidad. Los más beneficiados por la medida fueron los refugiados guatemaltecos, al grado que miles de ellos prefirieron permanecer en nuestro país a la hora de la repatriación, cuando la paz (frágil) llegó a Guatemala. A lo largo de la franja fronteriza de Las Margaritas y La Trinitaria, miles de quichés, kakchikeles, mames y otros pueblos mayas formaron campamentos, protegidos por el gobierno mexicano, las Naciones Unidas y las agencias internacionales de asisten­ cia. Hoy permanecen varios miles, que incluso han obtenido derecho de tierras. Durante los años 80, la guerra civil guatemalteca había alcanzado el carácter de tragedia. El genocidio y la violación sistemática de los derechos humanos en 30 años de conflicto forman hoy parte de la historia uni­ versal de la infamia. El ejército guatemalteco (que ocupaba el poder) y sus policías practicaron secuestros, torturas, desapariciones, matanzas colec­ tivas de civiles. En la memoria de todos está el papel jugado en la guerra por el cuerpo de kaibiles: feroces, implacables, adquirieron una fama terri­ ble. Su nombre se volvió sinónimo de la crueldad. 'Rambién conocimos fotos y testimonios de pequeños huérfanos de las aldeas arrasadas, que fueron "adoptados" por los kaibiles, y desfilaban con ellos, con uniformes de campaña y la cara pintada, cual mascotas. "Cuando me llegó la edad del servicio militar, escogí hacerlo en Guate­ mala", prosiguió el relato, que de la historia triste y común del refugiado derivó hacia un cariz distinto. "Me gustó ser soldado, me quedé en el ejército y conseguí que me acep­ taran en los kaibiles." Para probarlo, extrajo su cartera del pantalón y me mostró, con orgullo, su carnet militar. Pude verlo con boina, en unifor­ me de campaña, en la foto tamaño infantil que aplastaba por la orilla con su índice.

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Preferí desviar la conversación hacia temas de mi interés, como por ejemplo, ¿dónde dijo que iba a bajar? Dejábamos atrás el pueblo de Nuevo Huixtán, en las cálidas tierras bajas al sur de la selva mexicana. A muy pocos kilómetros estas tierras se convierten, imperceptiblemente, en Gua­ temala. En las comunidades de por aquí es común todavía ver a las mu­ jeres chamulas con la pesada falda de lana que usaban en las frías mon­ tañas de donde salieron huyendo por motivos políticos y religiosos, y también a las indígenas guatemaltecas con sus barrocas faldas de colo­ res. Un distinto exilio las reúne. "Voy aquí a la base del ejército mexicano de Amparo Aguatinta. Me quedo en el puesto de control. Voy a hablar con los soldados", respondió haciendo alarde. Un caso de plano psicoanalítico de fascinación por el verdugo. El hombre eligió el lado del fuerte. Antes que resentimiento u horror, de­ sarrolló un deseo de ya no ser la víctima. Eso y otras cosas iba yo pensan­ do al volante: "No llego tan allá -mentí- me detengo en Nuevo San Juan Chamula, adelantito de Pacayal." Como si no escuchara, prosiguió: "Me voy a presentar, para integrar­ me con ellos."

El Ejército mexicano patrullando en el ejido de La Realidad, 1996. (Fotografía de Dirk Vandersypen.)

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A pesar del desinterés por sostener esa conversación, solté otra pregunta: "¿Lo esperan?" El kaibil expresó que lo ignoraba, que como bien acababa de decir, apenas iba a presentarse. Dos reportajes recientes de Jesús Aranda en La Jornada (18 y 25 de junio) documentaron la abierta colaboración entre el Ejército federal y los kaibiles del país vecino. Durante los años recientes, ambos han compartido, al menos, cursos de adiestramiento para la guerra irregular en tierras de los pueblos mayas contemporáneos. Se han formado cuerpos de elite, entrenados para la sobrevivencia en condiciones extremas y las acciones de contrainsurgencia. En plena zona de conflicto (concretamente en el mu­ nicipio autónomo Tierra y Libertad), este episodio ilustra la colaboración entre ejércitos mexicano y guatemalteco. Crecía en mí la urgencia por interrumpir esa transformación de un doctor Jekyll exilado en Mistcr Hyde. En la primera tienda de Pacayal detuve el carro. "Hasta aquí llego", anuncié, descendí del vehículo y caminé unos metros hacia el local abierto. El kaibil permaneció en el asiento, como si nada. Regresé con dos latas de refresco y lo vi revisar mis cosas. Al sentirme venir, se hizo el disimulado. Subí al carro, le ofrecí una Coc.t fría y dije: 'Aquí nomás, amigo. Ya se puede bajar." Levemente sorprendido, quizás fingiéndolo, tomó su maleta y se apeó despacio. Dio unas frías gracias y se encaminó hacia las casas de mala gana. O permaneció en la cuneta, no sé. Incómodo, encendí el motor y aceleré con lentitud, sin mirar atrás. Pocos kilómetros adelante, pasando la comunidad de Amparo, alcancé el retén militar que ni siquiera durante la fugaz "desmilitarización" foxista dejó de operar. Mientras los soldados revisaban y tomaban datos, comenté al capitán a cargo: "l\>r allí vienen a visitarlos." El oficial no reaccionó a mi crítico comentario. Supongo que no entendió a qué me refería. Pero por segunda ocasión en el último cuarto de hora sentí que, hablándole a alguien, con nadie hablaba.

Glosario

Acahual : vegetación densa que crece después de ser abandonada una milpa, o en parte de selva destruida o quemada. Almud: medida de peso, equivalente a 15 o 18 libras. Amate: higo silvestre, árbol siempre verde, hasta de 40 metros de alto, que crece especialmente en las riberas de los ríos. Árbol de pan: árbol traído por los españoles de las Molucas; sus frutos se comen tostados o se usan como forraje. Aparejo: silla para carga hecha de dos bolsas de cuero llenas de zacate blando. Aperos: objetos útiles que sirven a monteros, chideros y arrieros para de­ sempeñar sus respectivos trabajos. Apersogar: atar un animal, especialmente del cuello, para que no huya. Ara: nombre genérico de las aves parleras y de vivos colores, como es por ejemplo la guacamaya. Árgana: máquina a modo de grúa, para subir piedras o cosas de mu­ cho peso. Arreador: hombre que sigue el curso de los ríos o arroyos para liberar las trozas de caoba o cedro que se han trabado en las orillas. Arria: grupo de cinco millas de carga y una de silla. Arroba: medida de peso, equivalente a 25 libras, o sea 11.5 kilogramos. Azimut o acimut: ángulo que con el meridiano forma el círculo vertical que pasa por un punto de la esfera celeste o del globo terráqueo. Bajareque: construcción hecha de palos delgados y entretejidos, revestida con lodo mezclado con zacate. Bajo: lugar lodoso y pantanoso con vegetación densa, que se inunda du­ rante la época de lluvias. Bálago: paja larga de los cereales después de quitarle el grano. Balché: arbusto de cuya corteza, mezclada con miel, los lacandones hacen una bebida fermentada que toman en sus ceremonias religiosas. Banquil: hermano mayor en lengua tzeltal. |¡ir,i|

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Bejuco: liana que nace parásito de las grandes ramas de los árboles y cuel­ ga de las mismas hasta tocar tierra; algunos tienen hasta dos pulgadas de grueso y 30 metros de largo; el llamado bejuco de agua produce, al cortarlo, agua que trae en su interior. Bejuquilla: víbora muy delgada, a lo cual debe su nombre. Boga: remero, hombre que maneja las canoas y cayucos en los ríos. Boquete: caída de agua que se forma como canal entre poza y poza. Borraja: rescoldo; hojarasca de los pinos. Brecha: camino ancho en la selva, comúnmente hecho para deslindar terrenos. Bueyero: trabajador encargado del cuidado y manejo de los tiros de bueyes, utilizados para el arrastre de las trozas de madera preciosa. Caballero: nombre popular dado al atajacaminos, un pájaro de vuelo sigi­ loso y canto nocturno e intermitente. Cachuca: variante de cachuco, moneda falsa o de baja ley. Caite: sandalia tosca de vaquete, que se ata al tobillo con unas correhuelas. Callejón: brecha relativamente ancha, abierta para arrastrar las trozas de madera hacia los ríos y arroyos. Camote: planta rastrera cuya raíz es un tubérculo voluminoso y feculento que se come cocido, asado, frito y en dulces diversos. Campeche: palo de campeche o palo de tinte, árbol que abunda en luga­ res pantanosos y cuya madera proporciona una de las más antiguas e importantes materias colorantes. Canalete: remo de hasta 6 metros de largo, que se usa en los cayucos. Canshán: árbol de hasta 70 metros de alto, con tronco de hasta 1.5 metros de diámetro, que produce una madera buena, durable y no difícil de trabajar. Caña brava: tipo de carrizo m uy resistente que crece en la orilla de los ríos. Caoba: árbol hasta de 70 metros de alto y 3 metros de diámetro, que pro­ duce la madera más valiosa de la selva, por reunir todas las cualidades necesarias para la fabricación de muebles finos: resistencia, ligereza, elas­ ticidad, durabilidad, estabilidad, atractiva figura, hermoso lustre. Caribe: nombre que los indios lacandones se dan a sí mismos y por el cual son también conocidos por los demás; es sinónimo de salvaje. Caríbal: lugar poblado por indios lacandones o caribes. Cayuco: canoa pequeña, hecha de un solo tronco de árbol, cuya madera flota fácilmente.

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Cedro: árbol de hasta 45 metros de alto y más de 1 metro de diámetro, que produce una madera muy codiciada por su fragancia, durabilidad, fa­ cilidad de trabajar y su gran fuerza en proporción a su peso. Ceiba: árbol gigante de la selva tropical, de hasta 80 metros de alto y con un diámetro de hasta 4 metros. Central: campamento principal desde donde se dirige la explotación ma­ derera o chiclera de todo un distrito. Cicerone: persona que enseña y explica las curiosidades de una localidad, edificio, etcétera. Cincho: aro de hierro con el cual se aseguran o refuerzan barriles, ruedas, maderas ensambladas, edificios, etcétera. Cojón: arbusto de tronco liso que segrega un líquido lechoso. Colmoyote: larva del tábano, también llamado gusano barrenador, que se incrusta debajo de la piel de animales y humanos, y puede causar hasta la muerte de sus víctimas. Comején: insectillo de 5 o 6 milímetros de largo, destructor de madera y papel principalmente. Conote: variante de conoto, especie de gorrión grande, de color negro bri­ llante. Corozo: palma hasta de 10 metros de alto, cuyas frutas oleaginosas for­ man manojos semejantes a los de la palma de aceite. Coyulillo: variante de coyolillo, nombre dado a varias palmeras silvestres. Crax rubra: nombre científico del hoco u hocofaisán, antes muy abundan­ te en la selva, ahora ya muy poco común. Cuadrilla: grupo de monteros o chicleros que funciona como unidad ope­ rativa en el proceso de explotación. Cucayo: variante de cocuyo o cucuyo, insecto luminoso de las regiones tropicales y del cual hay hasta un centenar de especies. Chajul: nombre ixil para el pino u ocote; nombre de un afluente del río Lacantún que desciende de Los Altos cuchumatanes. Chapai: variante de chapaya, palmenta común cuya cabeza es rica ver­ dura en ensalada. Champa: castellanización de la palabra maya chan-ná, casa chica; protec­ ción contra las lluvias o el sereno, hecho rápidamente de palos y zacate u hojas de palma. Chapopote: variante de chapapote, especie de asfalto que abunda en di­ versas regiones de México. Chaquistes: pequeños insectos volátiles muy perjudiciales, que aparecen en grandes masas y molestan mucho, en especial las hembras; se llaman jejenes en Guatemala.

¡IM • (¡LO,SARIO

Chechen: árbol venenoso cuya resina quema la piel y puede cegar. Chicozapote: árbol alto, cuya savia lechosa produce el verdadero chicle; además, tiene frutos muy sabrosos. Chopa: nombre vulgar de la flor del apompo o zapote de agua; pez de río. Deshecho: vuelta de camino que se abre alrededor de un tapazón. Dril: tela fuerte de hilo o de algodón crudos. Elote: la mazorca tierna del maíz que se come cocida a manera de legum­ bre, en guisos diversos, asado, en dulces y en torta, tamales, atole, etcétera. Enganche: adelanto de una cierta suma de dinero al trabajador en el m o­ mento de firmar el contrato de trabajo, de manera que el enganchado se va a la montería con una fuerte deuda. Espolones: hierros que se ajustan a la bota del chiclero y que llevan abajo un punzón con el cual se clavan en la corteza del árbol, ayudando así al chiclero para trepar. Espumuy: paloma que emite un canto dulce y lastimero. Estiba: colocación conveniente de los pesos de un buque con relación a sus condiciones marineras. Gambucino: variante de gambusino, minero práctico que se ocupa en bus­ car yacimientos minerales. Por extensión, buscador de fortuna, aventurero. Gamonal: cacique, persona influyente, ricachón. Garrapata: arácnida que vive parásito sobre ciertos animales, chupándo­ les la sangre y aumentando así notablemente de volumen hasta hacerse casi esférico. Genesíaco: perteneciente o relativo a la génesis o generación de un proceso. Gorgojo: árbol hasta de 15 metros de alto, cuya madera es muy poco du­ rable, siendo atacada con facilidad por insectos. Grama: pasto forrajero muy bueno que crece sobre las aguas palustres en el sureste de México, especialmente en Tabasco. Guaco: bejuco cuyas hojas, en infusión, se consideran muy eficaces contra la picadura o mordedura de animales ponzoñosos y contra el cólera y el reumatismo; ave gallinácea, variedad del faisán americano o paují. Guanacastle: árbol imponente, de hojas delgadas como plumas, cuya ma­ dera se utiliza para hacer muebles y en la construcción de casas. Guancolola: nombre popular de una especie selvática de perdiz. Guano: palma alta, con hojas grandes en forma de abanico, excelentes para techar champas y casas. Guarumbo: "árbol de hormiga", con tronco articulado hasta los 25 metros y hojas inmensas que brillan al azul.

GLOSARIO • 355

Guatapil: palma chica que se usa tanto como pastura para las bestias como para techado de champas; el corazón de la palma es comestible. Guayacán: árbol de hasta 15 metros de alto, que produce una madera durísima pero excelente para la ebanistería. Guineo: una de las dos especies cultivadas del plátano, junto con el plá­ tano macho; existen muchas variedades, como son el roatán, el enano, el criollo, el morado, el bárbaro, el manzano, etcétera. Hamaca: puente hecho de bejucos o cables de alambre, sólo para el uso de peatones. Hato: claro abierto en el monte por los chicleros, para servir de campa­ mento provisional, mientras se exploten los chicozapotes cercanos. Huípil: antigua prenda de la mujer azteca, camisa de algodón, sin man­ gas, descotada, larga hasta las caderas y ancha, con bordados, adornos y bellas labores. Lo usan todavía las mujeres indígenas de México y Centroamérica. Jabalí: mamífero conocido como "cochi de monte", que se distingue del pécari o senso por el cuello blanco. Jahuacte: palma de hasta 6 metros de alto, llena de espinas largas, que produce madera negra y muy dura. Jato: silla para cargar, aparejo; también equipaje. Jején: especie de mosquito diminuto cuya picadura produce ardor e irri­ tación de la piel. Vive en colonias que forman nubes. Pica de preferencia en la cabeza a las personas, hundiéndose en el cabello. Jetjá: palabra tzeltal que quiere decir agua que hace horqueta, o sea donde se unen dos arroyos o ríos. Jicara: recipiente elaborado de la cáscara de los frutos globosos o elípticos del árbol de calabazas, también llamado jícaro. Jimba: gramínea con aspecto de bambú, hasta de 20 metros de alto, cuyas cañas, cortadas longitudinalmente y aplanadas, se usan para construir paredes y tabiques de casas. Jiote: árbol muy llamativo por su corteza rojiza lisa y sus ramas curvadas o dobladas; es el conocido palo mulato. Jipijapa: planta sin tallo, con aspecto de palma, de cuyas hojas se confec­ cionan los sombreros llamados de Panamá. Kaibil: tigre en lengua kiché; nombre dado en Guatemala al soldado de elite. Kambal: variante de kambul, nombre maya-yucateco del hoco-faisán. Lagarto: reptil anfibio que habita en los ríos, arroyos y pantanos; se distingue del cocodrilo por su tamaño más pequeño, su hocico corto de perfil cóncavo y sus ojos saltones.

350 • GLOSARIO

Leche María: árbol esbelto de hasta 50 metros de alto, con pequeñas hojas brillantes; se llama también palo amarillo, barí, o sacbahlanté (tzeltal). Legua: medida de longitud, equivalente a 4.19 kilómetros. Lía: lazo que los chicleros emplean como cinturón que los detiene colga­ dos del árbol en que trabajan. Maculis: árbol muy parecido al cedro, que de febrero a abril se cubre de flores color rosa de gran belleza. Majahua: variante de majagua, árbol de 5 a 6 metros de altura, de cuya corteza se obtiene una fibra con la cual se hacen sogas y mecapales, y el mecate de uso común. Mancha o manchón: lugar en donde crecen, en una superficie reducida, varios árboles de la misma especie, por ejemplo de caoba, cedro o chicozapote. Manteado: lona grande hecha de manta y usada como tienda de campaña. Marimba: calabazo muy largo y grueso, fruta de una cucurbtácea que se usa en los campos para farol de candil. Marquesa: paquete de chicle concentrado y endurecido, que pesa alrede­ dor de medio quintal. Maistate: variante de mastate faja o taparrabo que usaban los aztecas y demás indios del México antiguo. Mecapal: faja de fibra o corteza de árbol, suave, ancha y resistente, que la gente del campo usa para cargar a las espaldas, haciéndolo pasar por la frente. Mecate: hilo o soga hecha de la corteza de ciertos árboles; es muy resis­ tente. Metate: piedra cuadrilonga y algo abarquillada en su cara superior, sos­ tenida en tres pies de la misma pieza de la piedra, dos delanteros y uno trasero, sobre la cual las mujeres en México muelen el maíz, el cacao y otros granos. Monte o montaña: término local para designar a la selva. Montería: campamento en donde viven los monteros, hacheros y bueyeros que trabajan en el corte de la madera preciosa. Montero: talador, cortador de árboles. Nacimiento: lugar en donde un arroyo o un río sale de la falda o al pie de un cerro. Nagua: variante de enagua; prenda de vestir de la mujer, por lo general de tela blanca, que se usa debajo de la falda exterior. Nauyaca: serpiente particularmente venenosa que llega a medir hasta 2.5 metros de longitud.

ÜLOSAUIO * ¡)í>7

Navahuela o navajuda-, carrizo trepador cuyas hojas son muy cortantes y que sirve de buen forraje para el engorde de ganados en tierras bajas y húmedas. Nixtamal: maíz con el cual se hacen las tortillas, cocido en agua de cal o de ceniza para hacerle soltar el ollejo. Numen: cualquiera de los dioses adorados por la gente. Ñame: planta de procedencia africana, aclimatada ampliamente en la Amé­ rica tropical y subtropical. Su raíz constituye la base de la alimen­ tación popular antillana. Ojo de agua: cualquier pequeño pozo de agua o lagunita, o el nacimiento espontáneo de un arroyo al pie de una colina o cerro. Ortiga: arbusto hasta de 6 metros de alto, con hojas inmensas y flores azul-moradas, que florece principalmente en pendientes empinadas y bordes de caminos. Palizada: hilera de palos que se colocan para formar una pared de defensa; un obstáculo hecho de palos; de ahí, un obstáculo en un camino o un río. Palma real: la palmera por excelencia de las tierras tropicales, oriunda de Cuba, de majestuoso aspecto, de tronco recto, erguido y liso, que se eleva a veces a más de 30 metros de altura. Paraje: lugar en donde pasan la noche las muladas que transitan por los caminos de la selva; siempre queda donde hay agua; no tiene habitan­ tes permanentes. Paso: lugar en donde hay que pasar un río, en general en canoa, cayuco o balsa. Patacho: mulada grande; nombre local para recua. Pethá: palabra tzeltal que quiere decir: agua brazada, agua redonda; indica cualquier laguna; también: pelhá. Picado: caminito abierto en la selva a punta de machete y sólo de uso pa­ sajero. Pita: planta parecida a la piñuela, que produce fibra de muy buena cali­ dad para hacer cuerdas, líneas para pescar, redes y otros artículos más. Pozol: bebida hecha de maíz que ha sido cocido por lo menos una hora y media más que el nixtamal y ha sido molido sólo una vez. Quintal: medida de peso, equivalente a 100 libras o sea 46 kilogramos. Rait: escritura fonética en español de la palabra inglesa ride, aventón. Real: moneda de plata cuyo valor equivale a la octava ¡jarte de un peso, o sean 12.5 centavos. Estuvo en uso hasta hace poco en varias regiones de México y Centroamérica.

:|¡ÍH • (¡IjüSAKIO

Resumo: pequeña creciente de un río en tiempo de aguas. Sanate o zanate: pájaro m uy abundante y sumamente nocivo en las sementeras de cereales, cuyo grano sembrado arranca y cuyos fruto devora. Sangre de drago: nombre vulgar de varias plantas de propiedades medi­ cinales que se usan principalmente para curar las afecciones renales. Saraguato: nombre local para mono aullador. Semaneo: campamento provisional de los monteros, mientras talan las cao­ bas y cedros cercanos. Simpaxóchitl: variante de cempoaxóchitl, nombre que se da en México a la flor de la maravilla. Subín o espino blanco: arbusto o arbolito espinoso, hasta de 7 metros de alto, frecuente en selvas bajas deciduas y en sabanas; dio su nombre al río Subín, afluente del río de la Pasión. Shula: hormigas negras muy grandes que caminan sobre todo en la noche, penetrando y comiéndolo todo; suben a los árboles y devoran flores y frutos suaves. Tábano o mosca verde: insecto que pone sus huevos debajo de la piel de sus víctimas, en donde se desarrollan nidos enteros de larvas, los te­ midos colmoyotes. Tahalí: portafusil. Tapazón: lugar en donde un árbol caído ha cerrado el camino. Tapesco: mesa o cama rústica hecha de varas. Taza: pared semicircular, formada por depósitos de travetina o caliche en los ríos y arroyos, causando una pequeña caída. Tecomate: árbol de la familia de los jícaros, cuya fruta muy alargada es beneficiada como recipiente con boca angosta. Tepescuintle: animal roedor, de formas corpulentas, cuya carne es la más apreciada de todos los mamíferos de la selva. Tinglado: cobertizo, tablado armado a la ligera. De allí, en sentido figura­ tivo, artificio, enredo, maquinación. Tiro: grupo de diez bueyes, aparejados en forma de cinco mancuernas, para arrastrar las trozas de madera preciosa. Torno: tramo de río manso, de más de 100 metros de largo, o tramo de río entre dos raudales. Totopo o totoposte: tortilla delgada y grande que se cuece sólo por un lado y se saca del comal ya seca; tostada. Trabajadero: área desmontada donde el campesino tiene sus cultivos. Tranca: hacinamiento de trozas en los ríos, por encontrar éstas algún obstáculo.

(¡LOSAItlO * :)5!)

Troza: tronco de árbol de caoba o cedro, cortado de tal forma que pueda ser arrastrado por los tiros de bueyes hacia el tumbo. 7hmba: la primera fase de la explotación maderera, el corte propiamente dicho, realizado por los hacheros. TUmbo: lugar en la orilla de un río o arroyo, adonde se juntan las trozas con el fin de botarlas después al agua en la época de las crecientes. Vado: paso por arroyo o río que puede vencerse a pie o montado. Vara: medida de longitud, equivalente a 0.836 metros. Vereda: caminito abierto en la selva, de más uso que un picado. Viejo de monte: mamífero carnívoro, de color negro, con la cabeza gris y una mancha blanca en el pecho, que alcanza el tamaño de un perro chico. Xac: piedra suave calcárea que se forma en los ríos con agua muy cargada de esta materia. Yupo: variante de yopo yopa; árbol conocido como borrachero, cuyo fruto en forma de rapé se usa para embriagarse. Zancudo: nombre dado al mosquito (por tener las zancas o patas largas). Zapote: nombre genérico para toda una serie de árboles, entre ellos el za­ pote blanco, el zapote amarillo, el zapote colorado, el zapote negro, etcétera; los colores indican a veces los frutos, a veces las flores que produce cada variedad. Zarzaparrilla: bejuco cuyas raíces secas, largas y delgadas, contienen un glucósido llamado sarsapopina, que se utiliza en la medicina contra el reumatismo y algunas enfermedades cutáneas. Zonte: unidad azteca de medida para maíz y otros cereales, compuesta de 400 unidades. Se usa todavía en el campo. Se dice también zontle.

Para leer más

B

o t á n ic a

M

ir a n d a ,

G

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Faustino, La vegetación de Chiapas, Ediciones del Gobierno del Estado, 2 vols., Hixtla Gutiérrez, Chis., 1975.

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TfeAVEN,

Modernos, Madrid.

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Indice

Prólogo ................................. i ...............................................................

7

Ja n D e V o s

Introducción.......................................................................................... Ja n D

e

11

V os

Veinticinco viajes

.......... .......................................................................

41

La reducción de Gracia Real, 1786-1793 ...............................................

43

C a p ít u l o 1

M

anuel

Jo sé C a l d e r ó n

y

J o s é Fa r r e r a

C a p ít u l o 2

Una expedición malograda, 1826 ......................................................... J o sé M

a r ía

53

Es q u i n c a

C a p ít u l o 3

De San Pedro Sabana a Palenque, 1840 .................................................

59

J o h n L l o y d St e p h e n s

C a p ít u l o 4

En busca de almas perdidas, 1863 ......................................................... Fr a y L o r e n z o

de

M

77

ataró

C a p ít u l o 5

En el Desierto de la Soledad, 1 8 7 8 ......................................................... M

anuel

Jo sé M

81

a r t ín e z

C a p ít u l o 6

Viaje al país de los ukes, 1881 Ed w i n Ro c k s t r o h

.............................................................

89

C a p ít u l o 7

Encuentro en Yaxchilán, 1882

.............................................................

131

Una visita al lago Pethá, 1898 ..............................................................

139

D ésiré C h a r n a y

C a p ít u l o 8

IfeOBERT MALER

C a p ít u l o 9

Un predio de 323,599 hectáreas, 1902 .................................................

159

J osé Tá m b o r r e l

C a p ít u l o 10

Desastre en Las Tinieblas, 1904

...........................................................

167

El cayuco de los suplicios, 1913 ...........................................................

177

Pa b l o M

o ntañez

C a p ít u l o 11

M

a r io

J. D

o m ín g u e z

V

id a l

C a p ít u l o 12

México desconocido, 1924 ....................................................................

183

R o d u l f o B r it o Fo u c h e r

C a p ít u l o 13

La montería de don Pepe, 1930 ............................................................. Pa b l o M

189

o ntañez

C a p ít u l o 14

Los adoradores del sol, 1934 ..................................................................

195

Ja c q u e s S o u s t e l l e

C a p ít u l o 15

Encuentro con un tigre mañoso, 1944 ................................................. M

ig u e l

Á

l v a r e z del

213

Toro

C a p ít u l o 16

En busca de tribus y templos, 1948 ..................................................... Fr a n s B l o m

y

G ertrude D

227

uby

C a p ít u l o 17

En busca del paraíso perdido, 1960-1972 H a rr y L ittle y Jan M u lle r

239

C a p ít u l o 18

Lacandonia a la vista de pájaro, 1971

247

C a r l o s H e lb ig

C a p ít u l o 19

La fundación de Boca de Chajul, 1974-1984 ......................................... M

anuel

255

L ombera

20 Una tierra para sembrar sueños, 1986 ................................................. C a p ítu lo

Jo sé A

n t o n io

A

265

bascal

C a p ít u l o 21

Guerra en el valle de San Quintín, 1977 ............................................... M

a r io

Ló pe z H

273

ernández

22 Visita pastoral al ejido Samaría, 1987 ................................................... C a p ítu lo

293

F r a y P a b l o I r ib a r r e n

23 Creciendo en un campamento, 1982-1993 ........................................... C a p ítu lo

301

R o s e l ia G a r c ía

24 Las enseñanzas de la montaña, 1972, 1984 .........................................

C a p ítu lo

M

a r io

Pa y e r a s

y

317

R a f a e l S e b a s t iá n G u i i .i .é n

25 En la Lacandona zapatista, 1994-2001 ................................................. C a p ítu lo

Ra f a e l A

c e it u n o y

H

erm ann

333

B e ix in c h a u s e n

Glosario ................................................................................................

351

Para leer más ........................................................................................

361

Viajes al Desierto de la Soledad. Un retrato hablado de la Selva Lacandona se terminó de imprimir en la ciudad de México

durante el mes de enero del año 2003. La edición, en papel de 75 g, consta de 1,000 ejemplares más sobrantes para reposición y estuvo al cuidado de la oficina litotipográfica de la casa editora.