Viaje Por La Espiritualidad Ignaciana

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Viaje Por La Espiritualidad Ignaciana

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Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionada puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (art. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Título original: Landmarks. An Ignatian Journey. Traducción del inglés: Antonio Falces Remírez. Portada y diseño: Alvaro Sánchez

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Margaret SiIf (texto) Roy Lovatt (dibujos) Darton, Longman and Todd, Londres. 2004 Ediciones Mensajero, S.A.U.; Sancho de Azpeitia 2, Bajo; 48014 Bilbao. E-mail: [email protected] Web: http://www.mensajero.com ISBN: 84-271-2643-3 Depósito Legal: BI-2335-04 impreso en Cestingraf, S.A.L. Printed in Spain

SUMARIO

Prólogo (Gerard W. Hughes)

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Introducción: La fuente de ensalada

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Antes de comenzar

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Os presento al guía

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1.

¿Dónde estoy? ¿Cómo estoy? ¿Quién soy?

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2.

Once yuntas de bueyes

49

3.

¿Qué es lo que falla?

65

4.

El giro copernicano

81

5.

Ortigas y rosas

6.

La brújula interior

113

7.

El deseo más profundo

127

8.

¿Por qué no contestas a mis oraciones?

143

9.

Adicciones y apegos

161

10.

No te apegues a mí

175

11.

Conocer al enemigo, confiar en el amigo

191

12.

¿Qué es la libertad? ¿Qué es la verdad?

207

13.

Verte más claramente

227

14.

Seguirte más de cerca

245

15.

Amarte más ardientemente

263

16.

Benedictus

285

93

9

PRÓLOGO

No conozco ninguna editorial que haya hecho la oferta de devolver su dinero a quien no quedara satisfecho después de haber leído uno de sus libros. Creo que Mensajero podría hacer la primera oferta de esa índole con Viaje por la espiritualidad ignaciana. Si se preguntase a la gente «¿cuál es el tema que más le interesa a usted y en qué tema se considera usted más ignorante?», la respuesta adecuada debería ser «yo». Si a algún lector no le convence esta contestación, pregúntese a sí mismo: «¿aguzo mis oídos si, al pasar junto a un grupo de personas, se menciona mi nombre?» «¿He sentido ansiedad mientras esperaba el resultado de algún examen, académico, médico o para conseguir empleo?» «Cuando veo fotografías, en alguna de las cuales aparezco yo, ¿presto igual atención a todas?» «¿Dedico tanto tiempo a mirar a otras personas como a contemplarme a mí mismo en el espejo?» «¿Por qué ese interés desproporcionado en mí mismo si realmente me conozco bien?» Viaje por la espiritualidad ignaciana responde a las preguntas más fundamentales que atañen y preocupan a todo ser humano, de cualquier raza, cultura, religión o estado de vida. «¿Dónde estás?» «¿Cómo estás y por qué?» «¿Quién eres?» San Ignacio de Loyola, un vasco del siglo XVI, se adentró en estas cuestiones fundamentales en su libro Ejercicios Espirituales, que ofrece métodos para que cada uno descubra por sí mismo la respuesta a esas preguntas básicas. Un amigo de Ignacio, Jerónimo Nadal, al serle pre-

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guntado para quién serían apropiados los Ejercicios Espirituales, respondió: «Para los católicos, los protestantes y los paganos». La misma respuesta serviría para Claves, es igualmente apropiado para todos. Conozco bien y estoy muy habituado a los Ejercicios Espirituales. Suelen decir que la cercanía y familiaridad acaba produciendo menosprecio. No me ha ocurrido eso a mí, pero sí que hay no pocos libros sobre espiritualidad ignaciana bastante tediosos. Sin embargo, nunca me aburrí al leer Viaje por la espiritualidad ignaciana, sino que fue un placer el seguir el camino de exploración de Margaret Silf, usando las claves que Ignacio ofreció hace más de cuatrocientos años. Son hitos, jalones, indicadores que animan a continuar, no pilares que sostienen un techo estable en el que puedan encontrar refugio los lectores. El libro invita a seguir explorando y proporciona, al final de cada capítulo, una gran variedad de ejercicios para que los lectores puedan ir descubriendo más por sí mismos. Viaje por la espiritualidad ignaciana está escrito con lucidez y sencillez, libre de jerga especializada, transmite esperanza y ánimo, e incluye ilustraciones llenas de imaginación, que ayudan en gran manera. Ignacio escribió sus Ejercicios para ayudarnos a encontrar la voluntad de Dios, algo que nos puede parecer a veces, en palabras de la autora, «lanzar dardos a una diana invisible». Este libro nos enseña a descubrir -mirando a nuestro interior- lo que Dios quiere de nosotros, que siempre se orienta no sólo a nuestro beneficio particular, sino también al bien de todos, incluyendo la creación. GERARD W. HUGHES

INTRODUCCIÓN La fuente de ensalada

No hace mucho que fui invitada a la toma de posesión de un nuevo párroco. Después de la celebración, nos encontramos ante unas mesas llenas de toda clase de aperitivos y dulces, preparados por los feligreses. El salón rebosaba de vida y retumbaba con el ruido de conversaciones y, como suele ocurrir en estas ocasiones, las mesas tan repletas hacía sólo diez minutos estaban ya casi vacías... ...casi, porque, en medio de la gran mesa, desierta ahora, había una gran fuente de ensalada de arroz, que nadie había tocado. Me dio un vuelco el corazón pensando en la persona que, probablemente, se había pasado horas preparando la ensalada y la había traído como un gesto de cariño y amor. Imaginé lo herida y triste que estaría. Mi segundo pensamiento fue preguntarme por qué no había comido nadie de aquella ensalada. ¡Parecía tan apetitosa y tentadora! Enseguida caí en la cuenta de cuál había sido la razón por la que la ensalada había quedado intacta. No había cubiertos para servirse. Aquella noche este sencillo detalle me golpeó como un martillazo. Comprendí que aquella fuente de ensalada me estaba diciendo algo sobre lo que pasa muchas veces en la Iglesia. También la Iglesia, como aquella fuente de ensalada, ofrece aquello que todos ansian recibir, aquello de lo que todos están realmente hambrientos. Pero ¿dónde están los cubiertos para servirse? ¿De-

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berá permanecer ese tesoro en una exposición, la pieza central de una mesa vacía, inaccesible e inalcanzable? ¿Puede servirse el pueblo de Dios el alimento preparado para él, o se guarda envuelto en el papel de aluminio de la doctrina y se almacena en el estante más alto de la teología? ¿Y somos tan «bien educados» que no mencionamos el problema? Nadie puede conocer la mente de Dios. Pero seguro que él, como nosotros, se siente herido y triste cuando sus hijos hambrientos se quedan de pie, ante la mesa, porque «la Iglesia» no ha puesto cubiertos para servirse la ensalada. No nos quejemos... más bien, recordemos que nosotros somos la Iglesia, y que depende de nosotros, su pueblo, el hacer que su banquete sea asequible a todos. Yo no puedo añadir nada a la ensalada. Me atrevo a ofrecer solamente una pequeña cuchara, y si puedo hacerlo es porque, antes, otros han sido «cucharas» para mi hambre del pan de vida. Han hecho posible que yo participe en el banquete. Quisiera agradecerles desde aquí ese servicio, ese ministerio sencillo y silencioso, que quizás ellos mismos no se daban cuenta de que estaban ejerciendo. Doy las gracias a mi primo, Ralph Wells, que, con su fe firme e inflexible, tanto me influyó en mi niñez, mucho más de lo que él o yo nos dimos cuenta. Doy las gracias a Michael Patón, que acompañó mi despertar adolescente e hizo más profunda mi fe, al prepararme para la Confirmación; y a Madeleine, mi amiga, que murió por entonces, a los quince años, y que era una candela encendida para Dios que el tiempo no ha logrado apagar en mi corazón. Mi gratitud también para mis padres, Irene y Bernard Ashton, que me dieron el regalo de crecer en una casa donde había amor. Gracias a Brian McCIorry, que me devolvió a casa cuando me había extraviado de mi propia verdad, y que ha sido siempre un compañero paciente, delicado y, a la vez, provocador durante los años que llevan de la verdad a la libertad. Mi agradecimiento también a Gerry Hughes por caminar conmigo a lo largo del camino de los Ejercicios y, más aún, por la sabiduría de sus palabras y su comunión en el silencio... y por el mero regalo de su presencia. Agradezco a Brian y Gerry la ayuda y ánimo que me prestaron durante la evolución de este libro, su tremendo apoyo y el facilitarme

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el ministerio de acompañamiento espiritual seglar, por el que tanto han hecho personalmente. Mi reconocimiento así mismo para mi marido, Klaus, por su apoyo y ánimo como compañero de camino, por su energía incansable en posibilitarme los días tranquilos en los que escribí este libro, y por su inapreciable experiencia técnica cuando se trata de ordenadores y otras maquinarias misteriosas para mí. Y para mi hija, Kirstin, por guardar mi corazón en el cielo y mis pies firmes en la tierra. Gracias, Terry Biddington, por arrastrarme, contra mi prevención y resistencia, al primer grupo de estudio ignaciano en Staffordshire, y por guiarme en los caminos de la oración de imaginación. Mi gratitud a Roy Lovatt por trasladar mis ideas a medio formular a las ilustraciones tan hermosas que acompañan al texto, y a cuantos han trabajado y hecho posible la edición de esta obra. Ha habido muchísima gente que ha compartido conmigo su tesoro interior y, con ello, me han enriquecido más de lo que ellos mismos pueden imaginar. Muy especialmente, quisiera dar las gracias a los «patchworkers» de Stroke-on-Trent y al grupo «Landmarks» de la capellanía de la Universidad de Keele y sus alrededores, y a Mervin Smith y Paul Davies por el apoyo a los «patchworkers» de sus parroquias. Casi todos los ejemplos reseñados en el libro son de mi propia oración personal. Sin embargo, quisiera reconocer mi deuda de gratitud especialmente con Elizabeth McNulty, que nos abrió a mí y a tantos otros a la comprensión de la naturaleza del tiempo, de sabbath que aparece en el capítulo 1.°, y a Gerald O'Mahony, que nos demostró tan gráficamente los efectos de «volverse hacia el sol» del capítulo 4.° Finalmente mi agradecimiento para todos los que han caminado conmigo en Ejercicios y retiros y otros momentos significativos de mi vida y han abierto mis ojos a la posibilidad de «vivir los Ejercicios», especialmente Helen Bamber, Renate Dülmann, Teresa Foster, los ya difuntos Arnold Freeman, Paul Glendinnning, Donald Nicholl, como también para Damián Jackson, John Marbaix, Tom McGuinness, Tom Shufflebottom y, sobre todo, para Brian y Gerry. Os doy las gracias de todo corazón.

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Antes de comenzar

Este libro es un compañero para tu viaje y peregrinación interior. Tómalo con paz y disfruta del paisaje mientras caminas. No te precipites por él como un corredor alocado, resuelto a batir el récord de velocidad. Cuanto más saborees el viaje, tanto más te beneficiarás de él. Algunas personas prefieren pasearse solas. Si estás haciendo tu viaje a solas con este libro, no tengas prisas en el camino, párate siempre que sientas el deseo de hacerlo: toca y palpa la corteza de los árboles, mete el dedo en el riachuelo, quédate mirando el atardecer hasta que te sientas satisfecho. Probablemente no resulta conveniente leer más de un capítulo cada vez, e incluso va mejor, a veces, tomar simplemente una sección pequeña. Elige entre los ejercicios que sugiero al final de cada capítulo; quédate con los que te gusten y deja los demás. Puedes fiarte de la resonancia interna que te producen. Ese eco te indica lo que te va y lo que no. Es probable que descubras que el material de este libro puede ofrecerte compañía espiritual a través de un largo itinerario de oración en casa, dentro del contexto de tu vida diaria, o en un retiro. Sin embargo, un viaje en solitario puede degenerar en una soledad no siempre agradable, en desánimo y hasta desorientación. Podría ayudar el encontrar un compañero con quien compartir tus experiencias de cuando en cuando - u n amigo en el que confíes,

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que esté en tu misma «longitud de onda» o también alguien a quien no conoces todavía personalmente, pero que está dispuesto a caminar a tu lado para buscar juntos dónde os espera Dios a cada uno en vuestra peregrinación interior. Encontrar un amigo semejante puede parecer una tarea complicada. Mi consejo es que husmees en tu círculo de amigos o entre los creyentes de tu entorno y te fijes en quienes parecen dados a la oración (generalmente se nota, si te pones a observar, y a veces es la gente que menos te esperas). Acércate a esas personas y explícales con sencillez lo que estás buscando. Casi seguro que estarán encantadas de poder hacer el camino contigo o te recomendarán a otra persona que pueda ser el compañero idóneo para ti. Otros prefieren caminar en grupo. Si usáis el libro como la base para compartir la fe en grupos, cada capítulo puede daros el material necesario para un día entero de reflexión, con tiempo para seguir alguno de los ejercicios propuestos en una atmósfera de oración y, opcionalmente, compartir vuestras reacciones y respuestas con otros miembros del grupo. El compartir de esa manera -entre amigos de confianza- es quizás el ejercicio más valioso. El moderador ha de asegurar que cada miembro del grupo tenga la oportunidad de participar y compartir en la medida que lo desee, pero sin ninguna coacción. Y no hace falta decir que es imprescindible que haya una confidencialidad absoluta: desde el principio ha de quedar claro este requisito esencial. Cuando se comparten experiencias espirituales de esta manera, se ha de permitir que todos y cada uno aporten la suya, guardando unos momentos de respetuoso silencio después de cada intervención. No ha de haber interrupciones ni discusiones, ni tampoco intentos de «corregir» las ideas de nadie o de dar consejos (ya que se trata de experiencias afectivas, no de un debate intelectual). Hay que dar por sentado -para que este compartir en la fe sea posible- que la experiencia espiritual de cada persona es completamente válida y no debe cuestionarse. Es un regalo que nos hace de su intimidad y confianza. El objetivo debería ser que todos salgamos del encuentro confirmados en la propia experiencia y con un sentido más hondo de su propio valor ante Dios y sus camaradas. Hay que recordar que,

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cuando se abre el corazón a otras personas en un clima de total confianza, estamos entrando en terreno sagrado, donde no hay lugar a comentarios, críticas o correcciones, sino solamente a una respuesta de aceptación cordial. En ese terreno sagrado el Dios-enti escucha al Dios-en-el-otro. Los capítulos están divididos en secciones pequeñas, cada una con su encabezamiento, para que puedan servir de guía. Si se va a utilizar el material para reuniones cortas de compartir en fe, sería más conveniente hacer uso de solamente una o dos secciones cada vez. Ayudaría que cada participante tuviera la oportunidad de leer de antemano el material, e incluso usarlo como oración personal primero. Antes de comenzar el programa, el monitor del grupo debería familiarizarse con todo el libro y hacerse la idea de su estructura y propósito, y así podría evaluar con anterioridad los ejercicios sugeridos para poder recomendar al grupo uno u otro según las necesidades de los miembros. Una forma de proceder consiste en que el moderador presente con brevedad en cada reunión el material que se va a utilizar en la siguiente, sección por sección y capítulo por capítulo, y entonces los participantes lo emplean para su reflexión personal durante la semana y lo comparten al comienzo de la siguiente reunión del grupo. Es importante que el material sea usado en el orden dado, ya que sigue la dinámica de los Ejercicios Espirituales y cada capítulo edifica sobre el conocimiento y familiaridad del lector con lo que ha precedido. Sin embargo no es un comentario de los Ejercicios Espirituales, y mucho menos hacer los Ejercicios. Aunque es un hecho que un gran número de participantes en los dos programas piloto han acabado haciendo enteros los Ejercicios en la vida ordinaria, con dirección personal, y han comprobado que Viaje por la espiritualidad ignaciana había sido una preparación valiosa. Existe una red nacional e internacional de grupos ignacianos y Comunidades de Vida Cristiana que pueden ayudar a los que quieren hacer este recorrido de un modo más profundo. Una música apropiada podría ayudar a esas reuniones de oración compartida. Naturalmente, vosotros mismos podéis usar lo que os guste. También hay otros libros que pueden ayudar.

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Si es posible, animad al grupo a que sea ecuménico. Si no lo habéis descubierto ya, veréis que cuando se comienza a compartir juntos el alcance más hondo del corazón, las divisiones confesionales caen por sí mismas, sin que ello suponga menoscabo o compromiso de la riqueza y variedad genuina de las diferentes tradiciones. La verdad une, y éste es un viaje hacia la verdad. Descubriréis esto más plenamente si vuestro grupo no es confesional y está abierto a gente que no pertenece a ninguna iglesia o tradición establecida.

Los dos grupos piloto originales (ecuménicos) siguen todavía reuniéndose con regularidad en Staffordshire para compartir su camino y también para ayudar a otros. Los patchworkcrs de Stroke-on-Tent y el grupo de Landmarks en Keele se unen a mis oraciones pidiendo toda clase de bendiciones para vuestro trayecto espiritual.

¿Cuántos miembros constituyen un grupo? Bueno, donde dos o tres están reunidos hay un grupo, y Dios está en medio de ellos. Por otra parte, si encontráis que el número pasa de veinte, sería prudente dividirlo en dos o más grupos pequeños. Como el compartir algo tan íntimo como la fe es central en estas reuniones, un máximo de unos seis miembros parece lo más apropiado. ¿Dónde reunirse? Procurad encontrar un lugar apropiado y agradable. A menudo, cuando el número lo permita, es bueno juntarse en las casas de los diferentes miembros del grupo. Los salones parroquiales y aulas de colegios no suelen resultar adecuados y tienden a estar cargados de vestigios confesionales o traen malos recuerdos. En Stroke-on-Trent hemos tenido la suerte de gozar de la hospitalidad de la comunidad de franciscanos para uno de los grupos. El otro grupo se reunía en casas de sus miembros. Casi seguro que si existe una comunidad religiosa local os recibirá con gusto. Finalmente, en el lado práctico, tratad de que los costes sean mínimos. Este compartir en fe y caminar en el espíritu es precisamente para hacer asequible la experiencia a todos aquéllos que no pueden permitirse el tiempo, o el dinero, o la libertad de circunstancias para hacer unos Ejercicios formales. Se os ha ciado de balde, dad tan gratis como sea posible. Días tranquilos de silencio, o simplemente horas, pueden tenerse en las casas sin más gastos que un café o una taza de té. Animadles a que traigan su aportación a una comida o cena en común, y os sorprenderá comprobar qué menú tan rico resulta: ¡mucho mejor que si cada uno trae sus propios bocadillos! Si usáis de locales ajenos o invitáis a algún experto, pedid sencillamente una pequeña contribución para tener un gesto con los dueños del sitio o para pagar los gastos de viaje del invitado.

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Os presento al guía

Cuando escribía este libro, trabajaba profesionalmente en programas informáticos. ¿Cómo casa eso con las intuiciones de un hombre que nació hace 500 años en un valle vasco, escondido en el norte de España? ¿Pueden serme útiles para relacionarme con Dios hoy, en el siglo veintiuno? A veces me imagino los sobresaltos de mi PC, su choque cultural al querer procesar y compaginar mis pensamientos sobre los problemas del tercer milenio y la búsqueda de mis deseos más profundos y espirituales. Este encuentro de dos mundos, aparentemente tan alejados y dispares, es, en sí mismo, una indicación de algunos de los tesoros que poseemos hoy día gracias al legado de Ignacio de Loyola y la Compañía de jesús, que él fundó. Si podemos imaginárnoslo hojeando este libro o sentado con nosotros mientras exploramos juntos estas cuestiones, casi seguro que se nos presentaría sonriendo y musitando algo sobre «encontrar a Dios en tocias las cosas». Vería normal, y saludable, el que tratemos de ahondar en nuestra relación con Dios en medio de la vida que estamos viviendo -metidos hasta las cejas en el trabajo... o en la falta de trabajo, en hipotecas, hijos, desorden y prisas. Le encantaría constatar que casi todos somos laicos, como lo era él mismo cuando realizó este viaje. Estaría de acuerdo con que nos juntemos gente perteneciente a diferentes tradiciones eclesiales o a ninguna. Y sería más que tolerante con nuestro variopinto pasado, recordando los excesos de su disipada juventud. Y, sobre todo, reconocería el amor de Dios que arde dentro de cada uno de nosotros y que, como un faro, nos guía

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siempre adelante para profundizar nuestra relación con Él, porque es reflejo de la experiencia de su propio corazón y de la fuente de su energía prodigiosa. ¿Quién es, pues, ese hombre cuya vida y descubrimientos siguen influyendo todavía hoy, con tanto fruto, en nuestro recorrido? Antes de que comencemos la caminata, vamos a permitirnos una escapada en el tiempo y el espacio que nos lleve a aquella época en que Europa vivía un revuelo de profundos cambios culturales, muy semejante al que vivimos hoy. Una edad nueva que no sólo va a seguir revolucionando los ordenadores, sino que parece estar anunciando la aurora de una conciencia renovada en la gente (se llamen a sí mismos «creyentes» o no) de que necesitamos algo más que un buen salario para conseguir un cierto grado de confort y seguridad en las arenas movedizas de nuestra vida. íñigo López de Loyola, como se llamó en los primeros años de su vida, dio sus primeros pasos en este mundo cuando Occidente estaba saliendo, dolorosa y violentamente, de la Edad Media. Los hechos escuetos de su existencia pueden resumirse en unas pocas frases; pero su contenido iba a ser infinitamente más trascendental y de mucho más alcance. El más pequeño de una familia de trece hijos, nació en 1491, en Loyola, en el corazón del País Vasco. Cuando cumplió los catorce años fue enviado a educarse como cortesano del rey de España y se imbuyó de los ideales caballerescos y la fidelidad a su soberano. A medida que crecía, crecía también su interés por las mujeres, soñaba en su imaginación con damas inalcanzables y se dejaba seducir por las más cercanas de carne y hueso. Lo último que se le pasaba por la cabeza en aquellos años era convertirse en un «hombre de Dios» o prestar atención a los movimientos internos y las inspiraciones divinas. La historia de su vida dio un giro cuando lenía veintiséis años. El favor que su mecenas, don Juan Velázquez, había gozado en la corte real acabó súbitamente con la muerle del rey. Iñigo quedó sin valedor y tuvo que aprender por experiencia propia qué fácilmente y con qué rapidez se desvanece el poder de las riquezas y las influencias. Con quinientos escudos y dos caballos, regalo de

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la viuda de don Juan, Iñigo tiene que comenzar una nueva etapa en su vida. Lo hará como «gentilhombre» en la casa del duque de Nájera. Se adiestra en el ejercicio de las armas y aprende a sofocar rebeliones. Cuatro años más tarde, cuando ya ha cumplido los treinta, debe acudir a Pamplona con el duque, que es virrey de Navarra, a defender la ciudadela contra una invasión francesa. Toda defensa sería en vano, pues la derrota era segura, pero Iñigo era obstinado y rehusó terminantemente rendirse. El precio de su terquedad fue una bala de cañón que destrozó su pierna y rompió su rodilla derecha. Sus contados días como soldado acabaron en una camilla, en la que lo trasladaban a través de montañas a su casa familiar de Loyola, muy enfermo y humillado. Parecía el final del camino. Y, probablemente, la mayoría de nosotros podría identificarse con aquel sentimiento de vacío, de futilidad de nuestros sueños e ilusiones, desvalidos ante el dolor e inmovilidad, en el cuerpo o en la mente. Podemos, sin duda, imaginar lo que sentiría ese hombre todavía joven, en lo mejor de su vida, yaciendo como un inválido impotente, torturado por el dolor, sin más compañía que sus frustrados sueños. Y eso fue todo lo que pudo hacer: dar rienda suelta a su imaginación y a sus sueños. Había pedido algo de leer para pasar el rato, alguna de aquellas novelas de caballería tan románticas, pero todo lo que se encontró en la casa-torre natal fueron dos únicos libros: Vida de Cristo y Vidas de los Santos. Quizás podemos identificarnos con este enfermo hundido y triste, en el tiempo de su larga convalecencia, repartido entre la lectura y el soñar despierto: lamentando que su herida le hubiera robado de golpe su futuro como soldado y su atractivo para con las mujeres. ¡Soñaba despierto! Parece irónico que este hombre con unas dotes militares y un potencial de mando tan notables haya llegado hasta nosotros como un soñador. Pero sus ensueños guardaban un poderoso secreto. Le iban a permitir conocer el don del discernimiento. ¿Y cómo llegó Iñigo a descubrir por sí solo esa llave que había de abrir una mina de oro en su espiritualidad? Bueno, a medida que pasaban los días, amarrado a la inmovilidad, se dio a dos clases de sueños. Continuaban las antiguas fantasías de las batallas que él capitanearía, las glorias militares que conseguiría, las nobles damas que galantearía y conquistaría. Pero eran sueños de lo

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que podría haber sido y, aunque le levantaban el espíritu por un momento mientras gozaba con estos espejismos, a la larga lo dejaban vacío y entristecido. Por otra parte, estimulado por los dos libros que le había dado su cuñada, comenzó a soñar en el Rey cuyo servicio era más deseable y glorioso que el del rey de España, a preguntarse cómo podría alistarse en el ejército de este Cristo Rey, a proponerse llegar a ser más santo que los mismos santos... Todo un nuevo mundo que descubrir y por el que quizá merecería la pena gastar la vida entera. Eran también sueños, pero él comenzó a notar una diferencia importante en sus secuelas. Éstos lo vigorizaban y le dejaban entusiasmado y enardecido. Y no se trataba de lo que podría haber sido, sino de algo que yacía oculto en las profundidades de su propio corazón, como una semilla que había germinado misteriosamente y que pujaba por romper la superficie de su vida, por brotar a través de la tierra y el estiércol del dolor y el desengaño. Eran sueños que no se esfumaban. El don del discernimiento le llegó a Iñigo al percatarse de la diferencia entre ensueños mundanos y sueños divinos (por llamarlos de algún modo). Así es como descubrió lo que podríamos llamar la «brújula interior», capaz de revelarle qué desarrollos, qué evoluciones y movimientos en su corazón lo conducían hacia el norte vital de plenitud, y cuáles lo Nevaban a satisfacciones pasajeras y efímeras que lo dejaban vacío. Tendido en aquel lecho de inmovilidad forzada y de soledad, aprendió cómo sopesar sus estados de ánimo, sus sentimientos y reacciones, y cotejarlos y orientarlos con esa brújula invisible pero infalible. En el silencio interior, pudo escuchar con claridad nueva una invitación, que venía de dentro de él mismo, a alistarse en el servicio de Dios, su nueva aventura.

Sueños vanos Sueños divinos

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Iba implicándose más y más en las historias que inspiraban este nuevo modo de soñar despierto y que le proporcionaban una inédita manera de ejercitar su fantasía. Comenzó a involucrarse en la trama, imaginándose presente en las escenas y tomando parte en los sucesos, acciones y conversaciones de las historias evangélicas. Era para él el comienzo de una aventura en la oración imaginativa, que llegaría a ser un poderoso catalizador para el crecimiento de su relación personal con Dios, un método de oración lan válido hoy para nosotros como lo fue para él. En su lecho de enfermo, Iñigo experimentó, pues, un profundo cambio. Gradualmente, con recaídas, volvió a la vida normal aunque cojeando. Pero no a aquella vida que hasta entonces había llevado y que la bala de cañón había roto en pedazos. Ahora era un peregrino de Dios y estaba dispuesto a ofrecerle todos sus propósitos de comportamiento caballeresco, valentía y tenacidad. El próximo paso era decírselo a su familia... y, como para tantos otros que han recorrido ese camino (incluyendo, sin duda, a muchos de los que están leyendo este libro), eso no fue nada fácil. Su hermano le presionaba para que pusiera sus cualidades y talentos al servicio del honor de los Loyola y contribuir a mantener y acrecentar el patrimonio familiar. Iñigo tuvo que rechazarlo con diplomacia. Y partió... sin que ni él mismo ni sus familiares supieran bien adonde se encaminaba ni adonde iría a parar. Iñigo, el aristócrata noble, el cortesano, el soldado, el intrépido defensor de Pamplona, se ha convertido en un simple peregrino. La primera gran etapa de su peregrinar-en busca de aquel «no sé qué» que le apremiaba a seguir hacia delante- lo llevó hasta la abadía de Montserrat, colgada y resguardada entre peñas cortadas a sierra, desde donde se divisa la llanura de Manresa. Allí quiso hacer una confesión general de los pecados de toda su vida pasada para comenzar de nuevo. El prepararla le llevó tres días, al cabo de los cuales recibió la absolución de uno de los monjes. Cambió sus ropas de noble por el simple sayal de un pobre peregrino, y pasó toda la noche en vigilia y oración. Donó sus ropajes a un mendigo y su muía al convento, y dejó su espada como exvoto y ofrenda ante el altar, signo y señal de que dejaba atrás su vida de servidumbre a los valores del mundo para entregarse al servicio de Dios. A medida que bajaba de la montaña de Montserrat hacia la planicie, la mente del nuevo peregrino iría, sin duda, rememorando

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los recuerdos de su conversión, la confesión, la vigilia y los consejos que los monjes le habían dado sobre la vida de oración. Aplicaría a todas estas nuevas experiencias los modos de discernimiento que había descubierto en Loyola. Necesitaba tiempo y paz para digerir y asimilar cuanto había hecho... y todo lo que Dios le iba enseñando a cada nuevo paso, y tomar tal vez algunos apuntes y notas con sus reflexiones. Y así, en lugar de dirigirse directamente a Barcelona, como había planeado, se quedó en Manresa «donde determinaba estar algunos días»1, que se extendieron hasta once meses. En Manresa se fue fraguando la siguiente etapa de su vida. Resuelto a ser fiel a todo lo que había prometido a Dios en Montserrat, el orgulloso y voluntarioso íñigo se puso a mendigar para obtener su sustento diario. Hubo de aguantar las burlas de los rapazuelos callejeros que, probablemente, iban mejor vestidos y atendidos que él. Viviendo allí abajo en la llanura, los altos sueños de las montañas tuvieron que contrastarse con el calor y polvo de la realidad cotidiana. Se trataba a sí mismo con dureza y austeridad pero, no olvidando la agonía de su larga enfermedad en Loyola, se dedicó a servir y ayudar a los enfermos de los hospitales de Manresa. Se entregó a la plegaria, hasta que la oración se convirtió en parte de cada momento del día. Encontró una cueva cerca del río Cardoner, que fue su «casa en el desierto». Esa gruta iba a ser el lugar donde su amor y conocimiento de Dios llegarían a profundidades que ni él mismo hubiera nunca imaginado, donde tuvo inspiraciones que conservan hoy todo su frescor y validez, y donde -algo muy importante para nosotros- plasmó por escrito el desarrollo de su conversión, oración y reflexiones.

rasgado de vez en cuando por resplandores de inspiración divina y entrega apasionada a Dios, pero también una época de gran crecimiento y maduración espirituales, rasgada por lóbregos rayos de duda y desconfianza. Cualquiera de las dos formas de expresarlo se corresponde sin duda con momentos semejantes en nuestra propia experiencia: instantes cargados de conflictividad y lucha, pero también iluminados y radiantes gracias al calor de nuestros deseos, reflejo de llama que arde en nuestro corazón. El resultado de Manresa fue un hombre que libremente se había ligado al servicio alegre de un rey llamado Cristo, y que se había abierto de tal manera al Espíritu Santo que recibió el don de interpretar su propia experiencia personal de un modo con valor y significado universal. Esa experiencia y la sabiduría que produjo quedaron reflejadas y recopiladas en un pequeño libro sin pretensiones llamado los Ejercicios Espirituales. El cuadernillo de Iñigo, lleno sólo con sus propias experiencias, llegaría a ser una guía universal. Guía para llegar a hacerse cada vez más sensibles a la acción de Dios en nuestra vida, para descubrir y ser fieles a los deseos más profundos que habitan dentro de nosotros, para tomar decisiones que sean fruto a la vez de la presencia de Dios en la vida y de la libertad más interior de la persona, para comprometernos del todo con Jesús, el Dios-hecho-hombre, y vivir con El el espíritu de los evangelios.

Quizás era inevitable que, dado lo que se estaba gestando en su corazón, íñigo fuera víctima de conmociones negativas, o de «falsos espíritus» como él los llamaría más tarde. Padeció durante una larga temporada de continuos escrúpulos y sentimientos de culpabilidad, y se recriminaba sus pecados pasados, reales o imaginarios. Experimentó las más negras profundidades de la desesperación y llegó a casi quitarse la vida. Fue un período de tinieblas, 1

El relato del peregrino. Autobiografía de Ignacio de loyola. Mensajero, Bilbao, n. 1 8, p. 23.

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Sería bonito decir que Iñigo avanzó a pasos agigantados en la vida espiritual... pero, naturalmente, no fue así. Todos sabemos muy bien que las cosas en la vida no son tan fáciles. Su gran sueño de servir a Dios en Tierra Santa se rompió en añicos por la prohibición de las autoridades religiosas. Sus viajes estuvieron entorpecidos por la mala salud y los naufragios. Sus intentos de ayudar a otros compartiendo sus Ejercicios en «conversaciones espirituales» chocaron con la oposición de la Iglesia (que lo puso en manos de la Inquisición) y de las autoridades públicas, que, entre otras cosas, le amenazaron con azotes. Injusticias, humillaciones y traiciones se asociaron a él como compañeros de camino, pero traían oculto un regalo: a través de ellas Iñigo sintió con claridad y fuerza que su deseo de vivir con Cristo era más fuerte que sus ganas de eludir las indignidades y deshonras que el mundo y la Iglesia le prodigaban. Mezclada con todo esto, aparece una palabra que sería clave en la vida y espiritualidad de Iñigo: «compañero». Ya en Manresa, Iñigo había comenzado a compartir su experiencia con algunas personas cercanas que mostraban interés por sus Ejercicios. Sus apuntes le servían de guía para ayudarles. Y así sigue ocurriendo hoy: los Ejercicios sirven de guía al director, o instructor, o acompañante espiritual, en su labor de ayudar a otra persona a descubrir, en la oración y la reflexión, el paso de Dios por su vida. Son un instrumento que ayuda a otros a «descubrir por sí mismos» cómo Dios se dirige a ellos, les llama, y a qué se sienten llamados por Él. Cuando íñigo residió en París como estudiante, tratando de conseguir, a edad ya tardía, los requisilos que acabarían con las objeciones de la Iglesia contra su costumbre de conversar con la gente de temas espirituales, desarrolló y perfeccionó el ministerio de acompañar a quienes estaban deseosos de estrechar su relación con Dios. Se ordenó sacerdote en 1536, cuando ya tenía cuarenta y cinco años, y adoptó el nombre de Ignacio. Pero para 1534, todavía en París, ya había reunido un grupo de siete seguidores (entre ellos Francisco Javier y Pedro Fabro), cuya amistad iría forjando la futura Compañía de Jesús. El 15 de agosto de aquel año compartieron la Eucaristía, hicieron votos en los que se comprometían a algo que podría vaticinarse como una futura orden religiosa, y lo celebraron... ¡con una merienda en el campo!

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Nos separan más de 450 años de aquel suceso que pasó inadvertido en las afueras de París. Entre las muchas riquezas que nos ha legado aquel pequeño grupo, podríamos fijarnos, sobre todo, en aquel «considerarse amigos». Para ellos no había diferencia entre la seriedad de su compromiso con Dios y la sencilla pero rebosante alegría de un día en el campo almorzando juntos. Todo ello les hacía más humanos: la búsqueda y la ilusión, los fallos y caídas, el descanso y la diversión, el fracaso... y hasta una comida campestre. Del mismo modo que mi ordenador acepta alegremente todo lo que le llega, añejas espiritualidades o problemas de notación binaria, nuestro trayecto interior incorpora todo lo nuestro, todo lo que somos y tal como somos, sin separaciones arbitrarias entre «trabajo» y «oración», entre «secular» y «espiritual», entre Dios y «la vida real». La espiritualidad ignaciana trata, sobre todo, de encontrar a Dios en nuestra experiencia de cada día y de dejar que Él la transforme por medio de su Espíritu. Esa novedad será una bendición para nosotros y para toda la familia humana. Los descubrimientos de este libro, como los del mismo Ignacio, fueron inicialmente una respuesta a grupos de amigos que querían reunirse a compartir su búsqueda de Dios. Y como los suyos, son fruto de experiencias personales, algunas felices, otras dolorosas, pero todas ¡vividas! Las ofrezco aquí, como lo hizo el propio Ignacio, con la esperanza de que sirvan de jalones e indicadores de dirección en el terreno misterioso y, a veces, arriesgado de nuestro corazón durante ese viaje interior hacia la perla de gran valor que se esconde a la vez en el centro más profundo de nuestro ser, mucho más allá de ¡o que se figura nuestra imaginación más delirante. Los hitos, mojones y señales nos ayudan a no perder el camino, pues nos muestran un punto que reconocemos. Al descubrir un accidente de un terreno que conocemos -algo distintivo- queda localizada nuestra posición: «Ya sé dónde estoy, reconozco esa marca; o sea que debo ir para allá». Nos dan la tranquilidad de saber que no nos hemos perdido. Nos ayudan a orientarnos y tomar la dirección correcta para la próxima etapa del camino. Cuando estamos en terreno desconocido (y la vida, para todos nosotros, es

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terreno desconocido), hitos, señales y pistas nos ayudan a situarnos y nos animan a seguir adelante. Algo que está fuera de nosotros -algo que todos pueden ver y reconocer (aunque lo vean desde diferente perspectiva y le den distinto nombre)- nos dice exactamente dónde nos hallamos. Nos sitúa, como individuos aislados, dentro del amplio panorama. Los mapas o guías de turismo también podrían sernos de utilidad, podría sugerir alguno. Cuando tratamos de nuestro viaje espiritual, no faltan mapas y manuales, desde los de tipo credo o catecismo que advierten «¡sigue este camino, de lo contrario..!», a los que prometen «cincuenta maneras de ascender por la escalera de la perfección». Todos tienen en común que pueden ser leídos sentados en una poltrona, todos enseñan a nadar sin que te mojes. Las señales en el camino no son eso. No sirven de nada hasta que no te pones en marcha. Son efectivas solamente para enlazar el lugar donde te hallas con un punto de referencia y orientación.

hacia el tesoro fabuloso que se esconde tras las pistas y señales. No las encontraréis hasta que os pongáis en marcha aun a riesgo de perderos. Seguid andando pase lo que pase y pese a quien pese con toda la urgencia sin prisa del momento... Estas pistas y claves de las que hablamos no son los «pilares de la Iglesia», pero le son muy necesarias a la gente del Pueblo de Dios que camina y quiere seguir andando.

Recuerdo cómo me reí una vez con la pintoresca descripción que hace de un paseo el ya fallecido A. Wainwright en una de sus guías para recorridos por la montaña: «Toma la senda de la izquierda cuando llegues al tercer espino blanco», era una de sus fantásticas orientaciones. Este inverosímil destello de sabiduría práctica ridiculizaba los mapas tan intrincados que ¡lustraban el libro. Había que andar hasta descubrir aquel tercer espino blanco. Era como una pista en la búsqueda del tesoro, y exigía no sólo encaminarse hasta allí, sino hacerlo pronto, ahora mismo, antes de que la situación de los espinos cambiara y no pudiera ser reconocida. Era una información extraída de sus caminatas por aquel camino y que, gustosa y jocosamente, quería compartir con sus lectores y camaradas andariegos. El entusiasmo de su descubrimiento resultaba contagioso e invitaba a hacer otro tanto. Sonaba a la vez a consejo personal y universal, a paradoja: una observación en un instante determinado que se pretendía válida para siempre. Las marcas del camino presentadas en este libro me gustaría que fueran del estilo del tercer espino de Wainwright. Sin duda, ya las conocéis aunque no les dais el nombre con que yo las identificaré. Espero que os ayuden a hallar el camino, el vuestro propio,

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1 ¿Dónde estoy? ¿Cómo estoy? ¿Quién soy?

Antes de que comencemos a explorar de qué modo puede ayudarnos la espiritualidad ignaciana en nuestro viaje, debemos echar una mirada a nuestro «paisaje» interior, para determinar nuestras coordenadas y ver dónde nos encontramos en la actualidad. Esa es la finalidad de este primer capítulo, y para ayudar en ese ejercicio de ubicación he usado el dibujo de los tres círculos concéntricos:

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Comenzaremos nuestro viaje por el perímetro exterior. Es lo que he llamado el círculo del dónde. Representa todas esas cosas que no puedo cambiar en mi vida: mi familia, mi constitución genética, el lugar y cultura en que nací, mi educación y formación, todos los sucesos que componen mi historia, mis cualidades naturales y mis deficiencias congénitas, mi salud y mis discapacidades. Todas esas cosas forman lo que me ha sido dado en la vida. Son los hechos de mi existencia. Es, simplemente, donde me encuentro. No sólo no puedo hacer nada por cambiarlo, sino que es casi lo único de lo que soy consciente, lo que acapara casi todas mis energías. Me guste o no, la mayor parte de mi tiempo consciente lo vivo ahí, en el borde exterior de mí mismo. Nos introducimos ahora en el segundo círculo. Lo llamo el cómo, porque es el área de mi vida sobre la que puedo ejercer cierto control y decisión. En esta área también me ocurren cosas, pero puedo elegir cómo responder a ellas. Puedo aceptar o rechazar, darme por vencido o pelear, dejarme llevar por la corriente o resistirme a ella. Puedo establecer relaciones humanas y tomar iniciativas personales. Cada minuto que vivo cambia el calidoscopio de sucesos que me bombardean y cada decisión que tomo me conduce, sutil pero inexorablemente, a ser como soy. Las opciones asumidas crean hábitos y los hábitos, un determinado talante. Y este proceso va más allá de mis propios límites: mis elecciones, mis hábitos, mi talante van cambiando, sutil pero inexorablemente, el cómo de todo ser humano. Cuando elijo la verdad, el mundo se hace más verdadero. Cuando traiciono mi propia integridad, queda socavada la integridad de todos. Para mucha gente el viaje acaba aquí. Viven en un mundo donde les suceden cosas y reaccionan ante lo que les sucede. Pocos se arriesgan a adentrarse, conscientemente, en el tercer círculo, el círculo del quién. Cuando entro en mi corazón, en el centro de mi ser, me acerco mucho a la persona que realmente soy ante Dios. Es terreno peligroso. A medida que voy vislumbrando quién soy -en toda su • verdad y sin máscaras protectoras-, me percato de las discrepancias entre la persona que vive en el dónde y la que habita en el quién, la persona que Dios creó para ser yo. Me topo con la ver-

güenza, pero también con la gloria. Me voy acercando al Dios que mora en mi corazón y ese encuentro me plantea cuestiones que no puedo prever. Ese es el poder de la oración. Ese, el riesgo de un viaje interior.

Germina la semilla de Dios Os habréis dado cuenta de que, en el grabado anterior, había hojas y flores que brotan y emergen de los círculos. No las he añadido por motivos decorativos. Mi experiencia me dice que cuando hago ese viaje hacia dentro, o mejor dicho, cuando permito a Dios que entre en mi centro - l o que comúnmente llamamos el «corazón»- algo muy vital y creativo ocurre: germina la semilla de Dios, si se me permite usar esta expresión.

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Dios, señor de la creación, trascendente, sin límites, más allá délo imaginable ' /

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¿Qué es la «semilla de Dios» y qué hace que germine? La ilustración que sigue puede ayudar a explicar lo que quiero decir. En lenguaje cristiano, decimos que Dios es, a la vez, inmanente (presente en nosotros, en nuestros corazones y en nuestra experiencia humana, individual y colectiva) y trascendente (más allá de nuestra experiencia o imaginación, el totalmente «otro», diferente, sin límites y sin comparación posible con nosotros). La semilla ele Dioses nada menos que el Dios inmanente, encerrado en mi corazón, que espera... a germinar, a un acto de resurrección. ¿Cómo germina? Hay mil maneras y nunca podemos saber cómo va a actuar Dios. Es posible hacerse una idea recordando momentos en los que parece que estamos en contacto con algo, mejor, con alguien, fuera de nosotros, algo así como una tangente que toca el círculo exterior de nuestra vida. En esos instantes, percibimos que está ocurriendo algo diferente al curso normal de nuestra vida ordinaria, aunque no separado de él. Nos sentimos «tocados por Dios». Puede suceder de mil maneras: en un momento de comunión intensa con la naturaleza, en medio de una relación personal, al experimentar una inteligencia de nuestra situación vital por encima de nuestras posibilidades, o quizás una clarividencia repentina que nos muestra el camino a seguir en una situación particular. Cuando esto sucede, podemos decir que Dios no sólo nos ha tocado o rozado sino que, de algún modo, «echa raíces» en nuestra vida y en nuestra experiencia. Aquel «contacto» de Vida, si se lo permitimos, penetra más y más profundamente en nuestro interior hasta su centro. Allí el Dios trascendente que nos «tocó» se une con el Dios inmanente encerrado, como una semilla, en nuestros corazones, y algo nuevo germina de esa unión. La ilustración de la página 36 muestra los resultados. Esa flor (planta, arbusto, árbol) es la manifestación (o encarnación) única y personal de Dios que nosotros, y sólo nosotros, hemos de alumbrar. Si no la dejamos nacer, no surgirá. Pero si la hacemos nacer, será la realización completa de la unión de nuestro «gen» con Dios. Es lo que Dios sueña para nosotros. Es lo que Dios conoce desde siempre y desea para nosotros, pues está ansiando llevarlo a su realización y compleción.

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Es una maravillosa e increíble vocación a la que está llamado todo creyente. Podríamos aquí recordar la respuesta de María en la Anunciación, y apropiarnos aquel momento en que Dios pregunta: «¿Quieres darme a luz en tu propia vida?». Y nuestra respuesta: «Hágase en mí según tu voluntad».

La oración como «sábado» Supongamos que aquella semilla ha germinado. ¿Cómo podemos convertir el sueño de Dios en realidad? Consciente y deliberadamente, por medio de la oración, que nos lleva al centro del quién. En la oración dejamos que Él nutra nuestra «semilla de Dios» y, al mismo tiempo, también quedamos nutridos y alimentados. La palabra sabbath (sábado) tenía un significado muy profundo para los judíos. Para ellos, no era una pausa para relajarse y descansar, y así poder volver al trabajo duro de los días laborales de la semana. El sabbath no estaba en función de los restantes días de la semana. Al contrario, éstos estaban en función de aquél. El sabbath no era una ruptura con la trama y la pauta normales de la vida diaria, sino su sentido total. De la misma manera, la oración no es sólo un medio o instrumento para sostenernos en nuestro itinerario espiritual (que también) sino que es su realidad más auténtica. No es un entreacto tranquilo y pacífico en nuestro atareado día, sino la esencia verdadera de nuestro ser. Cuando oramos, somos más realmente que nunca quienes somos y, por eso, podemos decir que oramos siempre que vivimos la verdad que somos. En otros capítulos trataremos de cómo reconocer e intensificar ese «vivir la verdad que somos». La ilustración de la página 38 equipara la oración al sábado. En un cierto sentido, podría decirse que la oración es tiempo robado al transcurso lineal de la vida. Pero en otro, es nuestra más profunda realidad. Cuando oramos, nos movemos hacia dentro, hacia nuestro centro, hacia Dios. Luego volvemos de nuevo hacia fuera, otra vez a través de las capas de nuestro cómo, hasta nuestro dónde. Más abajo explicaremos este movimiento hacia el centro y de vuelta afuera otra vez.

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Lo que ocurre en nuestro centro es un acto de transformación. No quiere esto decir que salimos de la oración transfigurados, como Jesús en el monte. ¡No es tan espectacular! No hay ninguna explosión de radiación luminosa (que nos mataría), sino un cambio sutil, suave, casi imperceptible, en nuestro modo de ser, que lleva consigo el poder de curar y de cambiar que atraviesa las capas de nuestra experiencia y de nuestra vida, y puede empapar nuestro dónde, nuestro entorno, con los valores del Reino. Y esto ocurre cada vez que oramos, lo notemos o no.

las relaciones personales, hasta ser capaces de la intimidad y confianza de un amor no posesivo. En cada uno de esos contextos (y podéis pensar en otros), habréis notado una capa exterior que puede ser comparada con la experiencia del dónde, una capa más profunda que corresponde a la respuesta del cómo, y un centro íntimo que es asequible solamente a nuestra realidad del quién.

Cuando nos abrimos a Dios en oración, le invitamos a entrar en nuestro corazón. Trae consigo los dones del Espíritu que alivian y sanan nuestros problemas, dolores, pecados. Cuando ha concluido su trabajo transformador en nosotros, el Espíritu lleva a Dios nuestras necesidades y deseos, y los deseos de todos aquéllos por los que rezamos. No son fantasías ni presunciones. Es la promesa que Dios nos hizo por medio de su Hijo, y nuestra experiencia y vivencias testifican su verdad y validez.

Ese ir ahondando, desde el dónde, a través del cómo, hasta el quién, es el distintivo y enseña de toda oración personal y, quizás todavía más, en la tradición ignaciana, que anima a comenzar por encontrar a Dios en las cosas ordinarias y «externas» de nuestra experiencia para ir introduciéndonos en el sentido más hondo de nuestra vida y crecimiento en El.

Antes de dejar los círculos (y recordemos que son solamente imágenes útiles para lograr captar un poco lo que significa ser una persona creyente), podría ser provechoso mirar todo esto desde otros ángulos, variaciones en el modo de entender lo que puede significar el «ahondar» nuestra percepción de las cosas transitando desde el nivel exterior y superficial hasta el centro más profundo de nosotros mismos.

Las «semanas» del corazón

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Ahondar, por ejemplo, en el significado del «placer» y, «dolor», pasando por la «felicidad» y la «desdicha», hasta alcanzar la «alegría» y la «pena». Ahondar en el modo de orar, desde la oración vocal o litúrgica, pasando por la meditación personal, hasta la unión contemplativa con Dios. Trascender los meros sentimientos pasajeros, y mediante la fidelidad de la fe aceptar el hecho del amor de Dios que nunca cambia. Pasar de ser alguien a quien le ocurren las cosas a otro que toma en sus manos la propia vida y liega, incluso, a comprometerse con la suerte de los demás. Dejar a un lado la obsesión por nuestros deseos y temores inmediatos, aceptar responsabilidades en sociedad y en

En los Ejercicios, Ignacio invita al viajero a seguir un itinerario de oración que divide en cuatro «semanas». No se ajustan a nuestro calendario de semanas de siete días. Son fases, etapas, por los que pasa el orante durante su recorrido, y, al acabar esos tramos de los Ejercicios, uno cae en la cuenta de que está de nuevo al principio, que el final es el punto de arranque: al terminar la «cuarta semana», puede tenerse la sensación de que se quiere volver a conectar con la oración de la «primera semana». Ésta es quizás una de las gracias ocultas en los Ejercicios, el descubrir la interdependencia y vinculación total de esas «semanas» entre sí y que, por tanto, sintonizamos con ellas mediante los movimientos y sentimientos internos de nuestro corazón. En nuestra relación con Dios no se progresa siguiendo un orden preciso, como quien sube escalones sucesivos y bien diferenciados desde el estado de pecador caído hasta la cumbre de la resurrección. La trama de la redención no está compuesta de líneas rectas, ni tan siquiera onduladas. Tampoco es un círculo, porque cada vez que volvemos a los «comienzos», la conexión es diferente, y el círculo tiene un diseño nuevo y distinto.

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Esa trama, que resulta tan misteriosa cuando tratamos de explicarla con palabras, es en realidad tan sencilla y tan hermosa como la tierra misma. En la superficie y por encima de ella, está la atmósfera con el aire, el viento, las lluvias... Cambia constantemente. Cada clima tiene sus aspectos buenos y otros no tanto. A veces es extremoso y anárquico, otras veces es suave, moderado y ordenado. Tan incierto e informal como nuestros estados de ánimo y nuestros sentimientos.

Esas cuatro capas, la atmósfera, el suelo, la roca y el fuego, pueden ser también imágenes de las cuatro «semanas» de los Ejercicios:

Luego está la capa del suelo, debajo de la atmósfera y muy influido por ella, pero más estable, que acoge en sí las semillas para su germinación y crecimiento. Es nuestro corazón, donde Dios hace crecer su Reino. Debajo del suelo, el lecho de roca. Cuando vamos ahondando en la oración y en nuestra relación con Dios y los demás, o en el misterio y significado de las cosas, nos encontramos por fin con esa roca firme. Puede parecer la puerta blindada de una cámara cerrada: sin salida, sin entrada. Está tan oscuro que no sabemos con seguridad si estamos entrando (en la sala de un tesoro escondido) o saliendo (de una cárcel). Tal vez ambas cosas. Dios es el lecho de roca, pero también está presente en la atmósfera y el suelo. La roca es el firme soporte con que nos sostiene, el sólido cimiento sin el cual nos hundiríamos en arenas movedizas. Pero es también la piedra que, cuando caemos sobre ella, nos rompe y nos abre, como rompió y abrió a Dios mismo en la cruz. Pero sabemos que debajo de la capa de roca hay un fuego que está siempre ardiendo porque, de vez en cuando, se abre a nuestra visión interior de modo aterrador -como cuando Jesús gritó: «Todo se ha cumplido»-, o a modo de horrible terremoto interno, o en silenciosos y secretos dardos ardientes de luz que, en ocasiones, fulguran en nuestra oración o nuestros sueños. Es como si fuera la fuente de nuestra pasión y energía. Lo mismo que el clima de la superficie, que también puede ser terrible y caótico, o creador y dador de vida. Unas veces lo tememos, porque se parece a las llamas infernales; otras, lo anhelamos, porque parece irradiar la presencia eterna de Dios y la luminosidad del cielo. Ese fuego llamea y lame nuestro corazón, y o bien reprocha y consume, o bien nos transfigura y cambia nuestra visión del mundo.

...la atmósfera, el suelo, la roca y el fuego, imágenes de las cuatro «semanas» de los Ejercicios.

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Nuestra «atmósfera», nuestros estados de ánimo y nuestros sentimientos, nuestra dependencia de Dios, nuestra transitoriedad, nuestra inestabilidad, nuestra naturaleza fragmentada, tan pronto lluvia como sol, tormenta o gloria. Insustancial en sí misma, pero afectada por los movimientos de nuestro corazón, y afectando a cualquier otra criatura sobre la tierra: la ruptura, el abismo del pecado cubierto de lado a lado por el arco iris de un amor incondicional... Es la Primera Semana.

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Viene luego el suelo del crecimiento, del aprender, de la escucha... sentados a los pies del Señor, bebiendo de su bondad, compartiendo su ministerio temporal sobre la tierra, echando raíces, esforzándonos por brotar y salir a la

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luz (conforme a nuestros deseos más hondos), podados y nutridos... hasta llegar, en él, a convertirnos en lo que somos en verdad... Es la Segunda Semana. Luego, la roca, la piedra que nos hace añicos y nos astilla, que nos rompe y abre del todo en el trayecto al Calvario, con el Señor... Es la Tercera Semana. Y por fin, el terremoto del «¡todo está cumplido!». La tierra se rasga y su corazón de fuego salta libre para consumir y destruir o para reavivar y llenar de energía. Destruye todo lo que no es Verdad, y hace pasar de la verdad a la Vida. El fuego del Espíritu que abre el recinto sellado de la tumba... Es la Cuarta Semana.

Una segunda posibilidad es moverse no lateralmente, sino hacia dentro, hasta el círculo del quién, llevando con nosotros todo el dolor de nuestra falta de libertad, «sumergiéndonos y dejándonos empapar en Dios» (como D.H. Lawrence lo describe). Entonces podemos volver al mismo lugar de nuestro dónde, pero transformados (aunque sólo sea ligeramente). El resultado es que esa parte de nuestro dónde se ha vuelto un poco más libre. La libertad se consigue... ...no mudándose de un sitio a otro en el círculo del dónde...

Y por último, otra vez el comienzo. Esa explosión de energía y resurrección en el corazón de las cosas cambia la atmósfera exterior para siempre, y el nuevo clima afecta al suelo, y las raíces de nuestra semilla divina llegan a la roca del amor de Dios, y el ciclo continúa, pero de diferente manera, siempre de manera única. Y cuando todos los ciclos se cumplen, el Reino ha llegado a su plenitud en nosotros: eso es el Reino.

La búsqueda de la libertad Antes de terminar, una palabra sobre la libertad. En un capítulo posterior examinaremos con más profundidad qué significa la expresión «libertad interior». Pero, antes de dejar el esquema de los círculos, merece la pena caer en la cuenta de lo que expresa la palabra «libertad» en lo que atañe a nuestro viaje al centro del quién. La tentación está en creer que la «libertad» se alcanza cambiando de sitio dentro del círculo del dónde, como muestra la ilustración. Hay personas que creen que serían libres (y, en consecuencia, felices y contentas del todo) si no estuvieran en este lugar (en esta situación, en esta relación, en este empleo...) y que, por tanto, conseguirían su libertad con sólo cambiar de sitio. Lo que ocurre, en tal caso, es que se trueca una falta de libertad por otra. Trasladamos nuestra «planta de Dios» a otro lugar esperando que florezca mejor allí.

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...sino adentrándose en el centro del quién, en la presencia de Dios, sumergiéndonos en El, para volver, transformados, a nuestro dónde y hacerlo un poco más libre.

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Esto no excluye que un c a m b i o de circunstancias pueda ser necesario y b e n e f i c i o s o . Lo q u e q u i e r e d e c i r es q u e el c a m b i o real y la transformación permanente ocurren en el quién y no en el dónde. Cambiar de lugar o situación puede liberarnos efe algo que e n c o n t r a m o s opresivo o destructivo, y a veces eso es una etapa necesaria en nuestro c a m i n o . Pero el o b j e t i v o más p r o f u n do de nuestra trasformación es liberarnos para algo, y ese «algo» es la venida del Reino, nuestra resurrección personal y la de toda la f a m i l i a h u m a n a .

Sugerencias para la oración y reflexión El sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Entró y le dijo: —¡Alégrate, favorecida de Dios! El Señor está contigo. Ella se turbó al oír estas palabras y se preguntaba qué podría significar tal saludo, pero el ángel le dijo: —María, no temas; tienes el favor de Dios. Escucha. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de su antepasado David, y reinará sobre la Casa de Jacob por siempre y su reino no tendrá fin. María dijo al ángel: —¿Cómo sucederá todo eso, si todavía soy virgen? —El Espíritu Santo vendrá sobre ti —respondió el ángel— y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será santo y será llamado Hijo de Dios. Y sábete también que tu pariente Isabel, a pesar de su edad tan avanzada, ha concebido también un hijo, y está de seis meses la que era considerada estéril, porque no hay nada imposible para Dios. —Soy la esclava del Señor —dijo María—, que se cumpla en mí lo que has dicho. Y el ángel la dejó (Lucas 1, 26-38). Trata de representarte a ti m i s m o c o m o parte de esta escena. Imagina en tu mente el entorno, las casas, los campos, el p u e b l o , el c l i m a , las vistas y los sonidos y los olores del sitio. Imagina la llegada del ángel. O y e sus palabras. Considera c ó m o reaccionas a

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t o d o . Pide a Dios que abra tu corazón para que puedas oír y e n tender lo que Dios quiere revelarte a ti, personalmente, en esta escena. Sosegada y reposadamente deja que lo que te dice llegue sin obstáculos a tu c o n c i e n c i a y responde de la manera que te parezca más apropiada.

H a c i e n d o uso de un papel y un lápiz, dibuja los círculos c o n céntricos y llénalos escribiendo lo que te parece que son tus circunstancias personales en el círculo del dónde, anota las cosas que no puedes cambiar y aclara lo que sientes sobre ellas. Luego, de qué manera se va f o r m a n d o tu círculo del cómo a consecuencia de las decisiones que has ido t o m a n d o en la vida, recorre el día, o quizás la semana, y recuerda los m o m e n t o s en que tuviste que decidir algo. ¿Cómo reaccionaste? ¿Has t o m a d o decisiones o elegiste pensando sólo en ti o mirando a Dios? ¿Cómo te sientes ahora al recordarlas? Sin duda, querrás decirle a Dios lo que sientes ahora y lo que te gustaría cambiar.

Trata de recordar cualquier suceso o relación personal en que procuraste o quisiste conseguir «libertad» c a m b i á n d o t e a otro l u gar del círculo del dónde. ¿Encontraste la libertad que buscabas? ¿Te has encontrado recientemente en situaciones difíciles o te has sentido c o m o atrapado en ellas? ¿Cómo respondiste entonces? ¿Reaccionarías ahora del mismo modo? Presenta a Dios tus recuerdos, también tus remordimientos y resquemores, y descúbrele sin miedos c ó m o te sientes. Pídele con toda confianza que te sane y te conceda la libertad que estás buscando.

Con la ayuda del primer grabado de este capítulo, reflexiona sobre c ó m o te sueña Dios. Considera c ó m o la «semilla de Dios»,

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sembrada en ti, arraiga en el centro del quién, aunque florece y da fruto en el dónele de tu vida. En tu imaginación, siéntete la flor, la planta o el árbol que va creciendo. Llégate hasta las raíces y siente cómo pujan por penetrar más y más adentro, hacia el agua del fondo y hacia Dios. Siente la savia que sube por tu cuerpo, que empuja para que te realices en plenitud.

¿Puedes recordar algunos momentos en los que te has sentido «tocado por Dios» de manera que has notado cómo nacía o crecía en ti la «semilla de Dios»? Trae esos recuerdos a tu oración y da gracias a Dios por ellos.

2 Once yuntas de bueyes

Pídele que te muestre cómo, de verdad, se han realizado y se están realizando sus sueños sobre ti. En el Antiguo Testamento se narra cómo el profeta Elias llamó a Eliseo a ser su sucesor (1 Reyes 19). La respuesta de éste parece ambigua: quiere seguir a Elias, pero también despedirse de su familia. Finalmente, a pesar de su indecisión inicial, Eliseo da el paso y acepta el manto de Elias -su invitación a ser profeta- y lo sigue. Un compañero de mi itinerario en la fe me sugirió ese pasaje como foco espiritual para mi oración durante un retiro. Mirando hacia atrás, no me cabe duda de que él esperaba que el Señor iba a tocar mi corazón por medio de este pasaje, que me iba a invitar a un seguimiento menos ambiguo de mi parte. En realidad, el pasaje me afectó, pero de un modo muy diferente, algo que nos sorprendió a los dos. Mi atención se fijó en las once yuntas de bueyes que iban labrando el campo por delante de Eliseo, que araba con la duodécima, la última en la línea. Intuí que esa imagen había tocado algo profundo en mí, más allá de todo pensamiento consciente, así que decidí quedarme en eso y dejar que fuese mi oración aquel día. Noté que me llenaba de una sensación de paz honda, como si hubiese topado allí con algo importante. Parecía hablarme de una «llamada», y no solamente sobre mi propia respuesta a Dios, sino sobre lo perenne de la respuesta humana a lo divino. Y más en concreto, parecía ser una llamada a reconocer aquellas «yuntas de

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bueyes» que me proporcionaban orientación y fuerza para tirar del arado en el surco de mi vida: esos hombres y mujeres que eran para mí faros en mi c a m i n o de fe. Quizás os guste uniros a mí, de manera retrospectiva, en mi oración... C o m e n z a d imaginándoos a vosotros mismos de pie, delante de vuestra casa, bajo un cielo estrellado. Empapaos en la grandeza y magnificencia del espacio inmenso que se despliega por encima de vosotros. Más allá de nuestro alcance. Fuera de toda medida. Imagen de lo infinito. Absolutamente trascendente, más allá de t o d o . Y, sin embargo, v i n c u l a d o a nosotros de la misma manera que estamos vinculados a cualquier otra cosa creada. Ahora fijaos en las constelaciones. En m e d i o de esa casi infin i t u d , de ese universo inabarcable, hay alguien que puede reconocerte, que te ubica puntualmente en el lugar y m o m e n t o exactos. Siente la e m o c i ó n de ser localizado en tu lugar único y preciso en m e d i o de esa i n m e n s i d a d . Siente la embriaguez de tener un hueco en el ¡limitado corazón de Dios.

zas estén paseando contigo hoy m i s m o . Son personas que han c o n t r i b u i d o a que tu surco sea hoy el que es; han c o l a b o r a d o en destripar los terrones o en darte la fuerza para tirar del arado. Te han ayudado a guiar tu progreso. Y no sólo gente, sino t a m b i é n momentos importantes, sucesos, decisiones, experiencias que han ido delineando tu surco. Trata de recordarlos. Piensa de qué manera te e m p u j a r o n hacia delante, o quizás corrigieran tu d i r e c c i ó n . Presta también atención al entorno, el paisaje que rodea tu c a m p o , los lugares que han tenido importancia en tu vida. Si preguntas a un labrador c ó m o sabe que está arando en línea recta, te dará este consejo: N o mires al surco, fija tus ojos delante, en algún punto del horizonte - u n árbol, q u i z á - y no dejes de encaminarte hacia él. Manten tus manos en el arado y tus ojos en aquel punto fijo.

Ahora escucha la palabra de la Escritura. Elias está llamando a Elíseo a seguir una vida de profeta del Señor... Fue Elias y encontró a Elíseo arando con una yunta de bueyes. Había once yuntas por delante de él, y él labraba con la última. Elias se quitó el manto y lo puso sobre Elíseo (1 Reyes 19, 19) Imagínate en un c a m p o . Estás labrándolo y tienes un surco por delante de t i . Estás trazando el surco de tu vida en el c a m p o del m u n d o . Tienes las manos sobre el arado y los píes, llenos de tierra, torpes. Q u i z á te sientes solo ante esa tarea gigantesca. Pero mira hacía delante. ¿No ves los once tiros de bueyes que Elíseo tenía delante de sí? N o estás solo. Eres parte de una larga línea de v i da y de sentido. Pero no es una vulgar fila compuesta por bueyes de tiro. Es tu trazo personal, labras tu surco.

Las manos en el arado...

...los ojos en la meta

¿Quiénes o qué cosas o sucesos o circunstancias están en tu e q u i p o de arrastre;1 Piensa en la gente que ha significado m u c h o para ti, que ha supuesto un antes y un después en tu vida. Algunos pueden ser hasta los primeros discípulos ele Jesús o ciertos santos que te han inspirado. Algunos pertenecerán a tu pasado. Otros q u i -

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Jesús es el punto fijo al que debemos mirar. Él está a la cabeza de cada una de las yuntas que mueven nuestra existencia. Le seguimos a él. Su vida y su energía de resucitado son las que nos dan la fuerza. Pero hay toda una constelación de gente (pasada y presente) que él nos ha procurado como compañeros, y hay también hitos y jalones y señales en el camino, en nuestro camino único y personal. Y ahora vuelve a mirar al cielo estrellado desde tu lugar en el campo y mira también a las yuntas de bueyes. Puedes ver en ellas un reflejo de Dios que abre y dibuja personalmente el surco de tu vida, proyectado y perfilado desde la infinidad de su amor. Como las estrellas, todas esas personas te han situado en el suelo firme de tu propia vida y te han revelado muchas cosas sobre tu trayecto. Pueden ayudarte a encontrar la ruta más directa. Son canales de aquella energía impulsora de Cristo resucitado, que es siempre la fuerza que te mueve y el destino que te llama. Cuando miras hacia atrás o hacia adelante por encima de esos rostros de la línea de gente y de los sucesos que han labrado y configurado tu vida, estás mirando también a tu origen y a tu meta, porque Cristo es verdaderamente el principio y el fin, el alfa y la omega de tu ser. Puedes ahora volver, poco a poco, a donde estás ahora, pero con la certeza firme de que no estás arando solo, y de que la historia de tu vida, con sus jalones y señales de tráfico, te lleva de vuelta al Señor, al amo de tu cosecha.

El río que soy yo Si no te atrae la ¡dea de labrar en los campos, puedes encontrar una imagen más apacible. Puedes reflexionar sobre tu vida comparándola con el caudal de un río, desde sus orígenes en una fuente escondida y secreta, hasta su desembocadura en el océano de tu destino. Recuerdo todavía un fin de semana maravilloso que pasé con mis parientes escoceses. Habían cambiado de casa y el sábado nos llevaron a enseñarnos su nueva vecindad. Llegamos a un letrero que señalaba el nacimiento de un río, ese punto esquivo y huidizo, indeterminado e indefinible donde las aguas se van reuniendo y al-

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go nuevo comienza. «Aquí nace el río Tweed», rezaba el rótulo. Nunca había visto yo un anuncio semejante, probablemente porque es extraordinariamente difícil localizar el lugar exacto donde un río tiene su origen, tan complicado como definir exactamente el momento en que comienza una nueva vida humana. En el caso de un río, como en el de un embrión, existe ese tiempo vago e impreciso, invisible, de «no realizado completamente todavía» cuando las aguas van reuniéndose, las células van multiplicándose y algo, alguien, se insinúa, algo nuevo que llegará o no llegará a su composición y cumplimiento. Sea lo que fuere, nuestro viaje de aquel día quedó marcado por el encuentro fortuito de la señal indicadora del nacimiento del río. Con la velocidad y comodidad del coche recorrimos en unos minutos un trayecto eterno: desde la fuente que mana sin cesar (pero sin que se pueda discernir ni descifrar el cómo ni el cuándo), hasta el río que va haciéndose grande pasando por un arroyuelo casi insignificante. En unos minutos, la casi-nada de una fuente era un río donde unos pacientes pescadores trataban de engañar a las truchas, los árboles brotaban y echaban raíces en sus riberas, para luego llenarse de hojas umbrosas y dar frutos a su tiempo. En unos minutos, la fuentecilla escondida se había convertido en un señor río que atravesaba la ciudad del valle bajo un puente ancho y orgulloso. Por sus orillas, llenas de sonido festivo, la gente paseaba y las gaitas escocesas, quejumbrosas, tapaban el ruido del agua. En unos minutos, habíamos pasado de lo recóndito y salvaje de una fuente secreta a algo que tenía ya un nombre, algo que se había llenado y amansado, algo que mucha gente contemplaba y elogiaba, a cuya vera vivían seres humanos, pescaban, lo admiraban, paseaban por su puente o se sentaban a la sombra de sus árboles... mientras él seguía su curso hacia el océano (de nuevo algo sin límites, sin nombre ni definición posible). La aventura de un viaje por etapas sucesivas, sin solución de continuidad, un viaje que no acaba y siempre discurre. En vez del río Tweed puedes ahora imaginar ese río que eres tú y, con la ayuda de la ilustración, reflexionar sobre el recorrido y los

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El río influye en el entorno por el que pasa. Sea la superficie dura como roca o suave como arena, el río la corta y labra su curso por en medio. Supera obstáculos o da rodeos, desaparece bajo tierra, abre cuevas, se divide en brazos, empapa y riega la tierra a su alrededor, o se desborda y la inunda... Y la relación es mutua, porque también el entorno influye en el curso del río y en su destino final. El paisaje le ofrece espacio para que el río discurra o resistencia para cambiar su rumbo. Coopera con la fuerza del agua, o se opone y lucha contra ella. Es una metáfora, pero descubrirás que un poco de reflexión sobre la relación del río de tu vida con el entorno por el que ha pasado o ha de pasar te revela muchas cosas sobre quién eres realmente, qué influencias te están formando y configurando, qué te ayuda y contra qué has de luchar y, sobre todo, con qué sueñas a medida que ese río tuyo se ensancha y hace más hondo, a medida que se apresura hacia su destino. Las circunstancias, tus orígenes, familia y amigos, las personas que han sido importantes en tu vida, los sucesos que te han empujado a nuevos derroteros, las dificultades que has tenido que vencer o evitar, todo aquello que te ha dado energía y alegría, todo eso y mucho más constituye tu entorno. Como me pasó a mí en aquella excursión por el río Tweed, tus reflexiones pueden abarcar en unos minutos todo lo que se ha ido desarrollando y realizando en tu vida desde el momento de tu concepción hasta el día de hoy. Y pueden también dar sentido permanente a los momentos fugaces de tu vida diaria. Considera, por ejemplo: -

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¿Qué sabes y valoras de tus orígenes? ¿Por qué entorno ha transcurrido tu río hasta ahora? ¿Qué clase de escollos y obstáculos has tenido que superar? ¿Has sentido alguna vez que otras personas se han aprovechado de la energía y fuerza de tu río o que querían cambiar su curso? ¿Ha desaparecido tu río bajo tierra alguna vez? ¿Ha dado la impresión de que se secaba? ¿Se ha perdido en ciénagas y fangales?

Mi fuente1, ¿dónde comienza mi vida? ¿Qué talentos hay en mí?

Nace un niño... Comienza el flujo de mi vida.

meandros de ese curso no fluvial sino personal: cómo ha discurrido hasta ahora y hacia dónde crees, o esperas, o sueñas que se dirige.

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Mis afluentes:^ quiénes y qué cosas me han hecho ser lo que soy.

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El río desaparece bajo tierra. Oculto mis deseos mas profundos. El río fluye tranquilo.

Desvían el río para aprovechar su agua. Me siento explotado. ' El río lucha con obstáculos, peñas, presas.

1/ / El cauce se desvía con rodeos. Me extravío.

El río se seca. Siento mi vida baldía. El río se -•"•*A V',-,•< empantana. Parece" que nunca tuvo corriente. El río se ensancha y se hace profundo. Lleva vida y lozanía a otros, riega desiertos y los vuelve fértiles.

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Rápidos y saltos de agua. Me siento solo y asustado.

¿Dónde irá a parar?

¿Cuál es mi deseo más intenso?

¿Qué desviaciones y rodeos ha dado tu vida? ¿Cómo y hacia dónde crees que tu río discurre ahora?

Y, mientras te paseas por las orillas del río, ¿qué momentos, qué vestigios y recuerdos te causan alegría y te hacen sentir agra-

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decido;1 ¿Gente y experiencias concretas? ¿Se te ha ocurrido decirles alguna vez la diferencia que han supuesto para tu vida? Y ¿qué instantes, rastros y cicatrices te traen recuerdos negativos de engaños o traiciones, desilusiones, heridas...? Si te las causaron personas, ¿guardas todavía resentimiento contra ellas o has cerrado ya ese capítulo, no miras atrás sino adelante? ¿Hay cosas de que desearías hablar con las personas que tuvieron que ver con todo eso? ¿Te sientes capaz de hacerlo? (Hazlo solamente si no lo encuentras embarazoso y difícil.)

La historia de tu fe Una «historia de fe» (o una biografía de mi fe o «mi historia de salvación») es simplemente un relato de tu trayectoria interior a través de los sucesos exteriores de la vida, la historia de cómo, poco a poco (o repentinamente), te has ido haciendo consciente de la relación con Dios y de cómo Él te ha ido guiando. Es una especie de mapa interior de los sentimientos que la vida ha ¡do despertando en ti, de las decisiones que has tomado a lo largo del camino y cómo llegaste a ellas, de los pasos, opciones y renuncias más significativos que has tenido que realizar a lo largo del camino, de la gente que ha tenido relevancia y te ha acompañado a ratos en tu viaje y te ayudó a un mejor entendimiento de ti mismo... ¿Por qué ayuda el redactar una «historia de fe»? Hay un sinnúmero de razones: -

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Te permite caer en la cuenta de los impulsos y motivaciones de tu corazón, reconocer los sucesos y las personas que han sido o son importantes en tu vida, y también hacerte consciente de las experiencias interiores que nos revelan cómo Dios se dirige a nosotros. Ayuda a unir y enlazar vida y oración, a ver cada acontecimiento y sentimiento que has experimentado como una invitación a ahondar tu relación con Dios. Con tu «biografía» en la mano, puedes decir a Dios: «Heme aquí. Así es como creo que he llegado a ser lo que

soy. Permíteme caminar contigo hacia lo que he de llegar a ser en ti». ¿Y cómo hacerlo? Un modo sencillo es utilizar uno de los grabados que hemos visto: las once yuntas de bueyes o el río de tu vida. La historia de tu fe sería simplemente una expresión de lo que esos grabados te han revelado. No se trata de un ejercicio literario. La historia de tu fe es una conversación muy personal entre Dios y tú. Podría ser simplemente la narración de los sucesos y momentos de tu vida que han estado marcados por sentimientos especiales, buenos o malos. O quizás prefieras hacer uso de dibujos o símbolos para expresar las cosas que han sido importantes para ti. Hay quienes emplean diferentes colores para expresar sus emociones en conexión con esos sucesos. No importa de qué manera expongas tu historia; lo importante es que te pongas en contacto con las evoluciones y el desarrollo de tu vida y tus sentimientos, y que eso te descubra el modo como Dios ha estado presente en todo ello. La historia de tu fe es sola y exclusivamente tuya. Sin embargo, puede ayudar el compartirla, al menos en parte, con alguien con quien tengas confianza y te sientas a gusto. Verbalizar y manifestar de esa manera tu historia ante otro puede ayudarte a descubrir las pautas y el denominador común de lo que parece un entramado disperso y lleno de movimientos dispares; y eso, a su vez, te servirá para discernir las diferentes maneras en que Dios se hace presente en tu caminar. Cuando acabes de formular tu historia, tal y como la has visto en este momento, guárdala en un lugar seguro, sin cambiar nada. De vez en cuando vuelve a ella y podrás ver si has avanzado, qué líneas y aspectos has mejorado o corregido. Una lectura tiempo después relativiza lo escrito y te permite un juicio tal vez distinto sobre lo que entonces te parecían áreas de luz o tinieblas, misterios «gozosos» y «dolorosos» en tu vida. Quizás ahora te des cuenta de que algunos de los misterios dolorosos eran, en realidad, momentos y lugares en los que Dios estaba tratando de

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alraorle, o de hacerte partícipe de sus propios sufrimientos y asociarte a su cruz, o de invitarte a madurar y no anclarte en las heridas que te ataban al pasado.

punto fijo del horizonte que marca el corazón de mi destino. Pronto él será ya parte de ese destino. Le estoy agradecida, mientras lloro por él.

Y finalmente, goza y disfruta haciendo ese ejercicio. Que tus momentos alegres te traigan alegría, y deposita tus tristezas y disgustos en el seno de esa luz que sana.

Cuando Elias llegó al final de su surco, fue arrebatado al cielo en un torbellino. Y Eliseo oyó que una voz le decía que, si iba a continuar labrando con la fidelidad y el espíritu del que le había precedido, y recibir la antorcha de manos del que había corrido delante de él, debía tener la valentía de mirar con los ojos bien abiertos cómo Elias era arrebatado al cielo.

El final del surco Desde que me lo sugirió aquel compañero, he estado viviendo con la realidad de mis once yuntas de bueyes durante varios años. Y hoy creo que sé algo sobre su final. Ahora mismo, mientras escribo, un querido amigo mío está al borde de la muerte, rodeado de su mujer y su familia. Temo escuchar el timbre del teléfono de un momento a otro, para comunicarme que nos ha dejado ya. Es el primero de mayo y la naturaleza resplandece con la primavera. Los capullos son ya tan copiosos y colmados en los árboles que casi se me hace la boca agua pensando en las cerezas. Los robles tienen hojas, y la vida parece querer reventar sus costuras. Es también la fiesta de San José, el trabajador y el marido fiel, «el padre adoptivo de Dios», y ese amigo, ahora moribundo, había sido como un padre para mí... un padre espiritual. Aquí en Inglaterra es el día de las elecciones generales, un día al que los políticos han calificado como el día del futuro de Inglaterra, un día que muchos esperan que sea el de un nuevo comienzo, bajo un nuevo gobierno, con una nueva visión de la paz y la justicia social, unos ideales que alentaba mi amigo. Un día lleno de esperanza y promesas, pero mi corazón sufre pensando en él en su lecho de muerte. Sin embargo, su vida ha sido larga y profundamente fructífera; por eso mis lágrimas están preñadas de la certeza de que cuanto él nos ha dado a mí y a tantos otros no es una herencia cuya desaparición hay que lamentar, ni un legado al que aferrarse, sino algo que hay que disfrutar, poner en práctica, extender y transmitir a otros. El fue una de mis yuntas de bueyes, yendo delante de mí, mostrándome el surco recto, atrayéndome con el poder de su fe y apremiándome a seguir y a tener mi mirada enfocada en aquel

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