Una Sociedad A La Deriva

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Cornelius Castoriadis Una sociedad a la deriva Entrevistas y debates (1974-1997]

Edición preparada por Enrique Escobar, Myrto Gondicas y Pascal Vernay Traducido por Sandra Garzonio

discusiones

Castoriadis, Cornelíus Una sociedad a la deriva : entrevistas y debates, 1974-1997 - la ed. - Buenos Aires : Katz, 2006. 352 p .; 13x20 cm. Traducido por: Sandra Garzonio ISBN 987-1283-05-9 1. Filosofía Occidental. I. Sandra Garzonio, trad. II. Título CDD 190 Primera edición, 2006

cultura L i b r e © Katz Editores Sinclair 2949, 5o B 1428, Buenos Aires www.katzeditores.com

Une société a la deríve. Entretiens et débats, 1974-1997

Título de la edición original: © Éditions du Seuil, París, 2005

ISBN: 987-1283-05-9 [rústica] ISBN: 84-609-8361-7 [tapa dura]

'Diseño de colección: tholün kunst Impreso en la Argentina por Latingráfica S. R. L. Hecho el depósito que marca la ley 11.723.

índice

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Presentación IT IN E R A R IO

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El proyecto de autonomía no es una utopia (1993) Por qué ya no soy marxista (1974) Las significaciones imaginarias {1981) Respuesta a Richard Rorty {1995) Guerras en Europa (1992) IN T E R V E N C IO N E S

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“Si es posible crear una nueva forma de sociedad” (1977) Lo que no pueden hacer los partidos políticos (1979) Los envites actuales de la democracia (1986) “Atravesamos una mala época...” (1986) ¿Hay vanguardias? (1987) Qué es una revolución (1988) Ni necesidad histórica, ni exigencia solamente “moral” : una exigencia política y humana (1988) Cuando el Este bascula at Oeste (1989) Mercado, capitalismo, democracia (1990) Una “democracia” sin la participación de los ciudadanos (1991) La guerra de! Golfo reconsiderada (1991) Gorbachov: ni reforma ni vuelta atrás (1991) Guerra, religión y política (1991) Comunismo, fascismo, emancipación (1991) La ecología contra los mercaderes (1992) La fuerza revolucionaria de la ecología (1992) Una sociedad a la deriva (1993) Sobre el juicio político (1995)

Ni resignación, ni arcaísmo (1995) Una trayectoria singular (1997) Cronología y bio-btbUografía

Presentación

Este volumen reúne entrevistas y debates en los que Cornelius Castoriadis, pensador proteiform e que fue con igual pasión militante político, economista, psicoanalista y filósofo, participó entre 1974 y 1997. Corresponden a la segunda parte de su carrera, esencialmente dedicada a la reflexión filosófica, después de la experiencia de la revista y del grupo Socialisme ou Barbarie (1948-1967). Debido a que esta última es estudiada en detalle en uno de los textos (1974), pode­ mos afirmar que aquí se presenta al lector todo su itinerario intelec­ tual.' Esperamos que esta recopilación sea útil para todos aquellos que se acercan a este autor por prim era vez, pues puede ofrecer un hilo conductor para orientarse en una obra a veces densa y compleja. Otros encontrarán en ella un resumen claro y cómodo de posiciones que -é l mismo era muy consciente de ello - distan de ser evidentes para todos. En este libro podrá verse en particular cómo dos cuestiones, la de la verdad y la de la vida en sociedad, eran para él en última instancia inseparables, y cómo ellas se encontraron unidas en su propia histo­ ria. Com o dice en uno de sus textos, son cuestiones propiamente “interminables” —expresión que podría haber dado, además, título a esta recopilación-. Preferimos comenzar, alterando el orden cronológico, con una entrevista de 1992, en la que Castoriadis presenta sucintamente lo que 1 Agregamos una cronología, también una bibliografía que no es exhaustiva, por cierto, pero que esperamos sea útil para aquellos que quieran profundizar.

entendía en esa época - y encontraremos aquí posiciones que m an­ tuvo hasta el final de su vid a- por “proyecto de autonomía” indivi­ dual y colectiva. Luego, en esta primera parte, retomarnos dos entre­ vistas más extensas, también más trabajadas, que, como suele decirse, fueron sin duda muy atentamente “ revisadas y corregidas por el autor”.2 La de 1974 contiene la presentación más completa que haya brindado sobre lo que fue el grupo y la revista Socialisme ou Barba­ rie. Está hecha con la distancia suficiente (el grupo desapareció en 1967), pero también en un momento en que las cuestiones que se debaten están aún fuertemente presentes, tanto en el medio -restrin­ gido, por cierto- que ha seguido o que descubre la revista, como en su propio trabajo. Encontramos resumidas aquí (así como en la entrevista de 1977 de la segunda parte de este volumen) las concep­ ciones de Castoriadis sobre las grandes cuestiones estudiadas en la revista: la naturaleza económica y social de los países del antiguo blo­ que “ soviético”, la experiencia de la burocratización en la sociedad y en el m ovim iento obrero mismo, la ruptura con el m arxism o, las posibilidades de una sociedad autónoma. En la entrevista sobre “ Las significaciones imaginarias” (1982) presenta ideas que han estado en el centro de su reflexión desde La institución imaginaria de la socie­ dad (1965-1975), en particular la naturaleza de las significaciones que

2 Lo mismo vale para otras largas entrevistas, retomadas luego en volumen, que también examinan el conjunto de sus posiciones políticas: “ L’exigence revolutionnaire”, en Le Contenu du socialisme, París, u c e , “ 10 /18 ” 1979, pp, 323366 [trad. esp.: “ La exigencia revolucionaria”, en La exigencia revolucionaria. Colección de escritos de Cornelius Castoriadis, Madrid, Acuarela, 2001 ]; “ Une interrogation sans fin” (1979 ), en Domaines de l'homme, París, Seuil, 1986, pp. 24 1-2 6 0 , reedición “ Points Essais” 1999, pp, 299-324. [trad. esp.: “ Una interrogación sin fin” en Los dominios del hombre. Encrucijadas del laberinto II, Barcelona, Gcdisa, 19 9 5]; una de 1993 que da su título a la recopilación La montée de l’msignifiance, París, Seuil, 1996, pp. 82-102 [trad. esp.: El avance de la insignificancia. Encrucijadas del laberinto IV, Buenos Aires, Eudeba, 1997]; y en el mismo volumen “ El deterioro de Occidente” (1991). Hay aquí tres excepciones: la respuesta a Richard Rorty, la conferencia de 1992 sobre tas guerras en Europa y la última entrevista (1997) con Lilia Moglia, a la cual los responsables de esta edición dieron su forma definitiva.

hacen que las sociedades “ tengan cohesión”, significaciones que ha llam ado “ im aginarias”, pues no podría reducírselas a lo “ real” ni a una dimensión “ racional-funcional”. Estas cuestiones fueron tam ­ bién el principal objeto de su enseñanza en L’École des Hautes Études en Sciences Sociales (eh ess ) (1980-1995), que debía dar el material para una obra en varios volúmenes titulada La creación humana —un proyecto que no pudo concluir-.3 A pesar de que el debate con Richard Rorty no contiene una exposición de conjunto de las posi­ ciones del autor, toca cuestiones lo suficientemente amplias como para que hayamos preferido incluirlo en esta parte. Lo mismo ocurre con la conferencia de 1992 sobre las guerras en Europa, que, además del interés intrínseco del tema, permite recordar la importancia que tuvo en la vida y en la obra de Castoriadis el análisis de la dimensión psíquica del ser humano. Es sabido que los análisis más extensos que Castoriadis dedica a la realidad económica y social, ya sea en los textos de S. ou B. o en las actualizaciones de la reedición en “ ío/iS’V1 se relacionan esencial­ 3 Los seminarios de la e h e s s se están publicando con este título en las Éditions du Seuil. Han aparecido ya Sur Le Politique de Platón (publicación parcial del año 1985-1986) [trad. esp.: Sobre El Político de Platón, Buenos Aires, f c e , 2003]; Sujet et vérité dans le monde sodal-hístorique (2002) (año 1986-1987) [trad. esp.: Sujeto y verdad en el mundo histórico-social, Buenos Aíres, FCE, 2004]; y Ce quifait la Gréce. 1. De Homero a Heráclito (2004) (publicación parcial de! año 1982-1983) [trad. esp. en preparación]. 4 En particular “ Sur la dynamique du capitalisme”, S. ou B „ 12 (agostoseptiembre de 1953) y 13 (enero-marzo de 1954); los textos “ Sur le contenu du socialisme” (1957-1958) son retomados en 1979 en Le contenu du socialisme; “ Le mouvement révolutionnaire sous le capitalisme moderne” (1960-1961) (Capitalisme moderne et révolution, 2,1979) [trad. esp.: Capitalismo moderno y revolución, Madrid, Ruedo Ibérico, 1979], así como la “ Introducción a la edición inglesa...” (1974), en Capitalisme moderne... 2, donde dio su interpretación sobre el episodio inflacionario (1960-1970) de la posguerra. Pero también “ Technique” (1973) (en Les carrefours du labyrinthe, París, Seuil, 1978) [trad. esp.: Las encrudjadas del laberinto, Barcelona, Gedisa, 1986]; “ Réflexions sur le ‘développement’ et la ‘rationalité’” (1974), en Domaines de l’homme, París, Seuil, 1986 [trad. esp.: “ Reflexiones sobre el 'desarrollo’ y la ‘racionalidad’”, en Sobre el desarrollo, Kairos, 1980); “Valeur, égalité, justice, politique...” (1975), en Les carrefours...

mente con el mundo entre 1945 y 1975, cuyos dirigentes habían aprendido las lecciones (parcialmente) de la terrible experiencia del período situado entre las dos guerras. Este mundo, en su parte des­ arrollada, se basaba en un equilibrio relativo entre la empresa capi­ talista, el Estado y las diversas burocracias políticas y sindicales —los “ representantes” de los asalariados-. Criticando a aquellos que se aferraban a la idea de que existe una dinámica de las contradiccio­ nes objetivas del capitalismo descripta en lo esencial en El capital, afirmando que más de un siglo de luchas sociales había conducido a la transformación del capitalismo y a la aparición de una verda­ dera política capitalista que toma en cuenta los intereses del sistema -globales y en el largo plazo-, Castoriadis se dedicó a demostrar que este universo sigue siendo labrado por las contradicciones y la irra­ cionalidad propias de la organización burocrática de “ una estructura social en la cual la dirección de las actividades colectivas está en manos de un aparato impersonal organizado de manera jerárquica, que actúa supuestamente según criterios y métodos ‘racionales’, que es privilegiado económicamente y reclutado según las reglas que de hecho él m ism o dicta y aplica”.5 Por cierto, este universo no se encontraba al abrigo de las crisis, al contrario; pero estas crisis no dependían de los factores y de la dinám ica que el análisis marxista había creído descubrir. El reverso -con d ición y consecuencia- de esta realidad es la destrucción de las significaciones, la irresponsa­ [trad. esp. en Las encrucijadas...]. Véase también, para la etapa posterior, las páginas 12 8 -2 12 de Devartt la guerre, París, Fayard, 1981 [trad. esp.: Ante la guerra, Barcelona, Tusquets, 19 8 6 ]; “ La crise des sociétés occidentales" (19 82), en La montée de Vinsignifiance, 1996 [trad. esp.: “ La crisis de las sociedades occidentales”, en El avance de la insignificancia, Buenos Aires, Eudeba, 19 9 7 ]; y por último “ La ‘rationalité’ du capitalisme” {19 7 7 ), en el volumen postumo Figures du pensable, París, Seuil, 1999 [trad. esp.: Figuras de lo pensable, Buenos Aires, f c e , 2 0 0 1]. 5 “ Le mouvement révolutionnaire sous le capitalisme moderne” (1960-1961), en Capitalisme moderne... 2, p. 127 [trad. esp.: “ El movimiento revolucionario bajo el capitalismo moderno”, en Capitalismo moderno y revolución, Madrid, Ruedo Ibérico, 1970].

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bilidad de masa, y sobre todo lo que ha llamado la privatización, la retirada de la población de la esfera política: la población “ se ocupa de sus asuntos, mientras que los asuntos de la sociedad le parecen escapar de su acción”.6 Ahora bien, esta evolución -esta ausencia de fuerzas capaces de oponerse a las tendencias destructoras del sistem a- a la larga sólo podía abrir la puerta a un capitalismo librado a sus demonios: es lo que viene ocurriendo cada vez con más nitidez después de 1980. Castoriadis, ocupado cada vez más por su trabajo filosófico, no presentó análisis de conjunto7 de la sociedad posterior a 1980 y de la “ contraofensiva” de las capas dirigentes, de esta fase caracterizada por el borramiento voluntario - y sin duda finalmente suicida para el sistem a- de los actores estatales. De ahí el interés de las indicaciones que se encuentran en los textos reunidos en la segunda parte. Se trata de entrevistas más cortas, de textos de circunstancia podría decirse, que, como tales, deberían alcanzar para desbaratar la leyenda de un Castoriadis indiferente a la vida política a partir de cierto momento. Vuelve aquí incansablemente sobre la cuestión de la democracia: sobre su carácter inacabado, su pasado y su futuro en el mundo occidental. Se expresa con su vigor acostumbrado, sin pre­ ocuparse demasiado por sutilezas (son textos de intervención y no de análisis, no lo olvidem os), con términos voluntariam ente sim ­ ples pero que, sobre todo, no debemos creer simplificadores. Aque­ llo que en Castoriadis es una afirm ación brutal corresponde en general a un hecho brutal, cuyas características muy a m enudo el tiempo no ha hecho más que revelar. El lector que tuviese alguna duda sobre este punto podría comparar la fecha de las entrevistas, el diagnóstico formulado en la época y lo que ocurrió después.

7 A pesar de que sólo en los últimos años -sabiendo que el tiempo le faltaríaabandonó sus esfuerzos por dar un análisis del “ sistema mundial de dominación” y publicar el volumen sobre La dymmique du capitalisme previsto en la reedición de sus artículos en “10/18”. Sin embargo, en “ La ‘rationalité’ du capitalisme” (1997) pueden encontrarse indicaciones sobre lo que habría sido la orientación de este trabajo.

Dos ejemplos serán suficientes. Lo que se dice acerca de la retirada de los ciudadanos de los asuntos públicos podía parecer pesimista en los años 1970 o 1980. Hoy en los grandes países “democráticos”, e incluso en aquellos donde la democracia llamada representativa pare­ cía más arraigada, a veces los gobernantes no “ representan” más que a un elector entre cinco; y la mayoría de los miembros del cuerpo elec­ toral a menudo se niegan a participar, de hecho, en la vida del sistema. Es verdad que desde 1995, y sobre todo desde 1999, en los países des­ arrollados la pasividad ha dejado de ser total. Se crean movimientos, cuyos aspectos positivos sin duda habrían sido acogidos favorable­ mente por Castoriadis. Pero tampoco nadie duda de que habría esti­ mado que la condición indispensable para su éxito, aunque éste fuese parcial, es que sepan aprender todas las lecciones del siglo pasado, y en particular la de la experiencia totalitaria. Pues, con todo, la desecación del mar de Aral -q u e probablemente haya sido la catástrofe ecológica más grande del siglo-, o los millones de muertos de hambre en China, que fueron el precio del fracaso del “ Gran Salto hacia adelante”, no fueron los productos del reinado exclusivo de las relaciones “mercan­ tiles”. Nada se hará, nada se obtendrá si no se entiende claramente que la impostura “ liberal” no es la única forma de impostura, que el calle­ jón sin salida “ liberal” no es el único callejón sin salida al que deba­ mos temer para la humanidad de mañana. Castoriadis se preguntaba también lo que podía ser el porvenir de una sociedad cuyo único freno es el miedo de la sanción penal. Hoy, después de Enron y tantos otros casos, cuando vemos desapa­ recer como por arte de magia el equivalente del pbi anual de más de un Estado medianamente desarrollado, haría falta una tremenda ceguera para creer que sólo se trata de aspectos moralmente desagra­ dables de la vida social, viejos como el mundo y sin relación con la estructura misma de nuestra sociedad; o para objetar que en los paí­ ses no desarrollados la corrupción está desde siempre en todas par­ tes; esto es indiscutible, pero muestra claramente lo que está en juego en nuestros países desarrollados. Nada, decía Castoriadis,8“en

i ((Véa* aquí, p. au.>

el discurso “ liberal” o en los “ valores” de la época explica por qué —excepto la amenaza del Código Penal- un juez no debería vender su juicio al m ejor postor, o por qué un presidente no debería utili­ zar su puesto para enriquecerse. Pero el Código Penal a su vez nece­ sita jueces íntegros para funcionar”. Esto fue escrito hace quince años. Nos tentaría decir que aún no había visto nada (y sin embargo, los miles de millones de dólares volatilizados durante el escándalo de “ Savings and Loans” en los Estados Unidos, o el agu­ jero en las cuentas del Crédit Lyonnais no fueron asuntos desdeña­ bles). Hoy nadie lo duda: en eso estamos. Durante más de treinta años, Castoriadis volvió sobre este problema político esencial: la existencia de una “ democracia” sin “ demó­ cratas”, tendiente a destruir continuamente el tipo humano que podría permitir su supervivencia, aun con la forma imperfecta que le es propia. Y sacó una conclusión de esto que hoy casi todo el mundo tiene que admitir: que nos encontramos frente a una “sociedad a la deriva”. Es verdad que cada uno intenta no sacar estrictamente nin­ guna consecuencia de esta constatación. Cuando el problema se manifiesta en formas particularmente agudas, hablamos con grave­ dad de catástrofe y afirmam os que nunca más será como antes; luego, pasado el pánico, nos apresuramos a olvidar. {Aquellos que creen que todo esto es una caricatura, pueden revisar la prensa de estos últimos cinco años.) Nuestra sociedad saturada de informacio­ nes es también una sociedad amnésica; y aun cuando no lo fuese, se han desplegado los más grandes esfuerzos para que se concentren en buenas manos los medios de acallar toda función crítica y borrar eventualmente toda memoria, como pudimos ver recientemente en Francia. Sin embargo, todos aquellos que se preocupan por la cosa pública deberían prestar la atención necesaria a estos problemas, pues tarde o temprano harán sentir sus efectos de manera tal que será difícil escurrirse. La invocación ad nauseam del “socialismo” y de la “dictadura del proletariado” no evitó que un día explotase ante los ojos de todos lo que estas palabras escondían: en grados diversos, terror, opresión, desigualdad e ineficacia económica. La repetición mecánica de los términos “ Estado de derecho” y “ economía de m er­

cado” no podría reemplazar indefinidamente la consideración ya no de lo que estas palabras podrían querer decir, sino de las realidades históricas concretas que abarcan actualmente: acumulación sin fin (en todos los sentidos de la palabra), destrucción del medio ambiente, retirada de la población de la esfera pública, descomposi­ ción de los mecanismos de dirección de nuestras sociedades. Al res­ pecto, las posiciones de Castoriadis -e l proyecto de autonom ía- sin duda merecen ser tomadas en cuenta verdaderamente; lo que hasta aquí, por lo que sabemos, no se ha hecho. No hemos dudado en corregir algunos lapsus o errores evidentes en los textos publicados, ni en introducir modificaciones estilísticas menores. También hemos efectuado cortes (señalados) para evitar repeticiones inevitables en el momento, pero que corrían el riesgo de aburrir en un texto que puede leerse de un tirón, conservando según el caso tal versión más concentrada o más desarrollada de una mism a idea. Va de suyo, sin embargo, que aquellos que están fam iliarizados con la obra, encontrarán aquí muchas form ulacio­ nes, pues Castoriadis, como otros buenos espíritus del pasado, esti­ maba que una cosa justa puede decirse dos, tres e incluso cien veces. Decir que casi no se preocupaba por estas repeticiones o rea­ nudaciones casi literales es poco: no habría querido perder un m inuto tratando de evitarlas. Pero, más allá de que esta recopila­ ción no está destinada de m anera prioritaria a los lectores que tie­ nen un conocim iento profundo de la obra, la evocación de cosas que van en contra de la corriente de lo que se lee o de lo que se escucha de manera cotidiana puede ser un ejercicio saludable, aun para éstos. Ojalá que esta obra, de todos modos, despierte en algu­ nos las ganas de ir (o de volver) a textos donde las posiciones del autor se presentan de manera más extensa. Por último, como todo se olvida, nos planteamos si era necesario introducir notas -aun qu e más no fuese para recordar, por ejemplo, a nuestros lectores más jóvenes lo que había sido la muy rim baudiana “ Unión de la izquierda”, que quería “ cambiar la v id a -”. Des­ pués de reflexionar, preferimos presentar una cronología que per­ mite situar las diversas entrevistas en su contexto histórico. Salvo

algunas excepciones debidamente señaladas en el texto, los diferen­ tes títulos fueron elegidos por los responsables de esta edición. Sus notas a pie de página (esencialmente citas o remisiones a otros tex­ tos del autor) fueron colocadas entre corchetes “ oblicuos” o “que­ brados” : < > .

E. E„ M. G. y P. V.

Itinerario

E l proyecto de autonomía no es una utopía1

¿Por qué no le gusta el término “ utopía”? No es que no me guste, es que respeto la significación exacta y origi­ nal de las palabras. La utopía es algo que no tiene lugar y que no puede tenerlo. Lo que yo llamo proyecto revolucionario, el proyecto de autonomía individual y colectiva (ambos son inseparables) no es una utopía sino un proyecto histórico-social que puede realizarse, nada muestra que sea imposible. Su realización no depende más que de la actividad lúcida de los individuos y de los pueblos, de su com­ prensión, de su voluntad, de su imaginación. El término utopía volvió a estar de moda en los últimos tiempos, un poco por la influencia de Ernst Bloch, un marxista que, mal o bien, se había acomodado al régimen de la rda , y nunca hizo la crí­ tica del estalinismo y de los regímenes burocráticos totalitarios: encontraba así una suerte de pretexto, una palabra que le permitía diferenciarse del “ socialismo realmente existente”. Más reciente­ mente, el término fue retomado por Habermas, porque después de la quiebra total del marxismo y del marxismo-leninismo, parece legiti­ mar una vaga crítica al régimen actual mediante la evocación de una transform ación socialista utópica, con perfume “ premarxista”. De hecho es todo lo contrario, pues nadie puede comprender (salvo que

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sea filósofo neokantiano) como puede criticarse lo que es a partir de lo que no puede ser. El término utopía es mistificador. ¿Qué es el proyecto de autonomía individual y colectiva? Es el proyecto de una sociedad en la cual todos los ciudadanos tienen una igual posibilidad efectiva de participar en la legislación, en el gobierno, en la jurisdicción y en definitiva en la institución de la socie­ dad. Este estado de cosas presupone cambios radicales en las institu­ ciones actuales. Aquí es donde puede llamárselo proyecto revoluciona­ rio, entendiendo que revolución no significa matanzas, ríos de sangre, la exterminación de los chouans o la toma del Palacio de Invierno. Es claro que tal estado de cosas está muy lejos del sistema actual, cuyo funcionamiento es esencialmente no democrático. Llaman democráti­ cos a nuestros regímenes falsamente, porque son oligarquías liberales. ¿Cómo funcionan estos regímenes? Estos regímenes son liberales: no utilizan esencialmente la coacción, sino una suerte de semiadhesión blanda de la población. Esta última fue penetrada finalmente por el imaginario capitalista: la meta de la vida humana sería la expansión ilimitada de la producción y del con­ sumo, el supuesto bienestar material, etc. Como consecuencia de ello la población está totalmente privatizada. El métro-boulot-dodo [“ metro, trabajo y a dorm ir” ] de 1968 se volvió coche-trabajo-televi­ sión. La población no participa de la vida política: no es participar el hecho de votar una vez cada cinco o siete años por una persona que no se conoce, sobre problemas que no se conocen y que el sistema hace todo para evitar que se conozcan. Pero para que haya un cam ­ bio, para que haya de verdad autogobierno, es preciso cambiar las instituciones, claro está, para que la gente pueda participar en la dirección de los asuntos comunes; pero también es preciso, sobre todo, que cambie la actitud de los individuos hacia las instituciones y hacia la cosa pública, la res publica, eso que los griegos llamaban id koiná (los asuntos comunes). Pues hoy, dom inación de una oligar­

quía y pasividad y privatización del pueblo no son más que las dos caras de la misma moneda. Hagamos un paréntesis, un poco teórico. Siempre hay, de manera abstracta, tres esferas en la vida social considerada desde el punto de vista político. Una esfera privada, la de la vida estrictamente personal de la gente; una esfera pública en donde se toman las decisiones que se aplican obligatoriamente a todos, públicamente sancionadas; y una esfera que puede llamarse público-privada, abierta a todos, pero donde el poder político, aunque es ejercido por la colectividad, no debe intervenir: la esfera donde la gente discute, publica y compra libros, va al teatro, etc. En la jerga contemporánea se han mezclado la esfera privada y la esfera público-privada, sobre todo desde Hannah Arendt, y esta confusión aparece todo el tiempo en los intelectuales que hablan de “ sociedad civil”. Pero la oposición sociedad civil/Estado (que es de fines del siglo xvm) no basta, no nos permite pensar una sociedad democrática. Para ello, debemos utilizar esta articulación en tres esferas. Retomando los términos griegos antiguos, debemos dis­ tinguir entre el oikos (la casa, la esfera privada), la ekklesía (la asamblea del pueblo, la esfera pública) y el agorá (el “ mercado” y el lugar de encuentro, la esfera público-privada). Bajo el totalitarismo, las tres esferas están totalmente confundidas. Bajo la oligarquía liberal, hay a la vez dominación más o menos clara de la esfera pública por una parte de la esfera público-privada (“el mercado”, la economía) y supresión del carácter efectivamente público de la esfera pública (carácter privado y secreto del Estado contemporáneo). La democra­ cia es la articulación correcta de las tres esferas, y el devenir verdade­ ramente público de la esfera pública. Esto exige la participación de todos en la dirección de los asuntos comunes, y exige a su vez institu­ ciones que permitan que la gente participe y que la inciten a hacerlo. A su vez, esto es imposible sin igualdad política efectiva. Es éste el ver­ dadero sentido de la igualdad: una sociedad no puede volver a la gente igual en el sentido de que todo el mundo sería capaz de correr cien metros en diez segundos, o de tocar admirablemente la Appassionala. Pero puede volverlos iguales en cuanto a su participación efectiva en todo poder instituido que exista en la sociedad.

Es esto el proyecto de autonomía, cuya realización, evidentemente, abre problemas considerables. Nadie, solo y de antemano, puede tener la solución de los mismos; solamente la sociedad, si se pone en m ovi­ miento, podrá resolverlos. Por ejemplo, es claro que una sociedad democrática es incompatible con la enorme concentración del poder económico que existe hoy. Es igualmente claro que también es incom­ patible con una seudoplanificación burocrática. También está la cues­ tión de la libertad en el trabajo. Los ciudadanos no pueden ser escla­ vos en sus trabajos cinco o seis días por semana, y libres los domingos políticos. Hay entonces un objetivo de autogobierno en la esfera del trabajo: es lo que llamo desde hace más de cuarenta años la gestión de la producción por los productores; por cierto, esto también plan­ tea problemas, por ejemplo, la participación de los técnicos y de los especialistas. Implica también un mercado que sea un verdadero mer­ cado>, no como el de hoy, un mercado dominado por los monopolios y los oligopolios, o por las intervenciones del Estado. Todas estas transformaciones presuponen-y van a la par d e- una transformación antropológica de los individuos contemporáneos. ¿La cultura de los individuos, en definitiva? Podemos llamar a esto cultura. Se trata de la relación estrecha y pro­ funda que existe entre la estructura de los individuos y la del sistema. Hoy los individuos son conformes al sistema y el sistema a los indi­ viduos. Para que la sociedad cambie, hace falta un cambio radical en los intereses y en las actitudes de los seres humanos. La pasión por los objetos de consumo debe ser reemplazada por la pasión por los asun­ tos comunes. ¿Cómo puede crearse esta pasión por los asuntos políticos? ¿Cómo esti­ mularla? No lo sé, Pero sé que ha existido en la historia. Hubo momentos, e incluso épocas, en que los individuos se interesaron apasionadamente por los asuntos comunes. Salieron a la calle, pidieron cosas, impusie­

ron cierto número de ellas. Si vivimos hoy en un régimen liberal, no es porque este régimen nos haya sido otorgado por las clases dom i­ nantes. Los elementos liberales en las instituciones contemporáneas son los sedimentos de las luchas populares en Occidente desde hace siglos, luchas que comienzan con los combates llevados a cabo a par­ tir del siglo x por las comunas para obtener un relativo autogobierno. Si hoy constatamos una atonía, incluso una atrofia de las luchas, nadie puede decir que sea éste el estado definitivo de la sociedad. De todos modos, no hay y no habrá jamás estado definitivo de la sociedad. Ape­ nas se había secado la tinta de los textos de Fukuyama cuando su idio­ tez quedaba ruidosamente demostrada por la historia. Si se perpetuase el estado de apatía, de despolitización, de privati­ zación actual, asistiríamos ciertamente a crisis mayores. Volverían a la superficie con una acuidad hoy insospechada el problema del medio ambiente, por el cual nada se ha hecho; el problema de lo que se llama el tercer mundo, de hecho, las tres cuartas partes de la huma­ nidad; el problema de la descomposición de las mismas sociedades ricas. Es la retirada de los pueblos de la esfera política, la desaparición del conflicto político y social lo que permite que la oligarquía eco­ nómica, política y mediática escape de cualquier control. Y esto, de aquí en más, produce regímenes de irracionalidad llevada al extremo y de corrupción estructural. ¿No choca el proyecto de autonomía, fundado en la participación de los individuos en los asuntos de la colectividad, con los efectos letárgicos de la televisión y de los medios de comunicación? La televisión actual es un medio de embrutecimiento colectivo. Y en Francia aún no hemos visto nada. Aquí una película se corta dos o tres veces con la publicidad, mientras que en los Estados Unidos o en Australia, por ejemplo, los cortes publicitarios duplican o tripli­ can la duración de la película. Esto, además, no es una maldición "norteam ericana”. Es el molde capitalista, la publicidad -p o r lo tanto, los sponsors—dom inan los medios de com unicación. En Le M onde Frappat y Schneidermann lo señalan todas las semanas: los

programas más o menos interesantes están a la una de la mañana. Si quisiera ponerse la televisión, la radio y los demás medios modernos de comunicación al servicio de la democracia, esto exigiría cambios enormes, no sólo en el contenido de los programas sino también en la estructura misma de los medios de comunicación. Éstos, tales como son hoy, encarnan una sociedad de dominación en su estructura tanto material como social: un polo emisor, una cantidad indefinida de re­ ceptores anónimos, aislados y pasivos. El papel de los medios de comunicación es totalmente conforme al espíritu del sistema y con­ tribuye poderosamente con el embrutecimiento general. N o tenemos más que recordar cómo fue “cubierta” la guerra del Golfo. ¿Cree que el sistema que critica es un sistema moderno? ¿Vivimos en una era posmoderna, o rechaza usted esta noción? Ya critiqué el término “posm oderno” en El mundo fragmentado. La modernidad duró aproximadamente dos siglos, de 1750 a 1950. Des­ pués entramos en lo que yo llamo la época del conformismo genera­ lizado. La modernidad era el cuestionamiento permanente de lo que estaba establecido, tanto en filosofía como en política y en arte. Desde 1950 aproximadamente, este fenómeno casi ha desaparecido. Fecha arbitraria y esquemática, por cierto, pero fue alrededor de ella cuando el inmenso soplo creador que había anim ado a Occidente durante dos siglos empezó a debilitarse hasta desaparecer casi por completo. ¿Piensa usted que la idea de progreso ya no existe? La idea de progreso sigue existiendo, es claro, aunque esté cada vez más apolillada. Es una significación im aginaria que ha durado lo que ha durado, y que durará mientras pueda durar. Pero como idea es falaz. No podemos hablar de progreso en la historia de la hum a­ nidad, salvo en un ámbito, en el dominio de lo conjuntista-identitario (es lo que yo llamo lo ensídico), digamos el dominio de lo lógicoinstrumental. Hay un progreso, por ejemplo, en la bom ba H con

relación al sílex, puesto que la prim era puede matar mucho más y m ejor que el segundo. Pero en las cosas fundamentales, no podemos hablar de progreso. No hay progreso ni regresión entre el Partenón y Notre-Dame de París, entre Platón y Kant, entre Bach y Wagner, entre Altamira y Picasso. Pero hay rupturas: en la antigua Grecia, entre el siglo viii y el siglo v, con la creación de la democracia y de la filosofía; o en Europa occidental, empezando por los siglos x y xi, acompañada por una cantidad enorme de creaciones nuevas, que culmina en el período moderno. Pero, con todo, en la noción de progreso está la idea según la cual la suerte de la generación siguiente ha de mejorarse con respecto a la de la generación precedente. ¿Nofiie esto mismo lo que suscitó la adhesión del proletariado durante la industrialización? ¿Ha de mejorarse con respecto a qué criterio? El capitalismo ha basado toda la vida social en la idea de que la “mejora” económica era la única cosa que contaba - o la cosa que, una vez realizada, daría el resto por añadidura-. M arx y el m arxism o lo siguieron en esta vía. Durante mucho tiempo, mientras el proletariado luchaba contra su explotación, no tenía como único objetivo la “m ejora” de su nivel de vida; pero evidentemente, a la larga, este im aginario esencialmente capitalista, compartido con el marxismo, también penetró en la clase obrera. Es cierto que hubo con el capitalismo una expansión econó­ mica fantástica (que, mirando hacia atrás, habría sido inimaginable incluso para M arx). Pero, como vemos hoy, ha sido a costa de des­ trucciones irremediables infligidas a la biosfera. Y su condición tam­ bién ha sido la lucha de los obreros por el aumento de la remunera­ ción de su trabajo y por la reducción de la duración del tiempo de éste. Así fue com o se crearon los mercados internos, agrandados constantemente, sin los cuales el capitalismo se habría desmoronado por crisis de sobreproducción; así fue como también se reabsorbió el desempleo potencial engendrado por el crecimiento de la produc­ tividad, El desempleo actual se debe al hecho de que el aumento ace­ lerado de la productividad del trabajo desde 1940 fue acompañado

por una reducción muy débil de la duración del tiempo de trabajo, lo opuesto de lo que había sucedido de 1840 a 1940, donde la duración del tiempo de trabajo semanal se redujo de 72 a 40 horas. Esta obse­ sión por el aumento de la producción y del consumo está práctica­ mente ausente en las otras fases de la historia. Com o ha mostrado -entre otros- Marshall Sahlins (en Edad de piedra, edad de abundan­ cia), la duración del tiempo de trabajo en las sociedades paleolíticas era de dos a tres horas diarias; y ni siquiera puede llamarse a esto tra­ bajo en el sentido contemporáneo: la caza, por ejemplo, era también una fiesta colectiva. El resto del tiempo la gente jugaba, charlaba, hacía el amor. Lo que se llama “progreso económico” se obtuvo mediante la transformación de los humanos en máquinas de produ­ cir y de consumir. ¿Es posible encontrar placer trabajando? Por supuesto, con la condición de que el trabajo tenga un sentido para quien lo hace; y esto depende tanto de los objetos producidos como de la organización de la producción y del papel del trabajador en ésta. En Francia hay tres millones de desempleados. ¿Cómo explicar que el sistema social no estalle? M uy buena pregunta. En primer lugar, no es seguro que el statu quo dure indefinidamente. Luego, el peso del desempleo está limitado, en parte, por la existencia de una red social de protección que no es des­ deñable. Y sobre todo, este desempleo alcanza de manera desigual a las diferentes capas y secciones de la población. La miseria apunta particularmente a ciertas categorías -locales, étnicas, etc.- cuya fuerza de protesta es reducida y cuya marginalización a menudo des­ emboca en la transgresión y en la desviación, pues su reacción no toma una forma colectiva. Hablamos antes de la condición principal para el crecimiento del desempleo: el mantenimiento de una dura­ ción del tiempo de trabajo constante a pesar del alza de la producti­

vidad. También hay otra: el abandono de las políticas keynesianas de mantenimiento de la demanda global —hecho que, en gran medida, había condicionado a los “ treinta gloriosos” de la posguerra- en pro­ vecho de un neoliberalismo estúpido: Thatcher, Reagan, Friedman, los Chicago Boys, etc. Asistimos a cosas absolutamente increíbles. Por ejemplo, comienza a observarse ahora en Suiza cierto aumento del desempleo; en respuesta a ello el gobierno federal reduce los gastos públicos. Es exactamente la política de Hoover en los Estados Unidos a principios de la Gran Depresión de 1929 a 1933, la política de Laval en Francia (aconsejada por Jacques Rueff) de 1932 a 1933. Se responde a la deflación con más deflación. La realidad de la descomposición mental de las capas dirigentes supera lo que podía prever la teoría de manera razonable. ¿Piensa usted que los ecologistas o los partidos alternativos pueden encarnar esa renovación que estaría necesitando tanto la sociedad? La corriente ecológica es positiva como tal, pero los partidos ecolo­ gistas existentes son totalmente miopes desde el punto de vista polí­ tico. No ven el lazo indisoluble de los problemas ecológicos con los problemas generales de la sociedad y tienden a convertirse en un lobby ambientalista. Para concluir: usted que señala la importancia del reconocimiento de ¡a alteridad del otro a nivel individual en su proyecto de autonomía, ¿podría darnos su opinión sobre el “derecho de injerencia”? El problema es muy com plejo. Usted conoce la famosa frase de Robespierre: “A los pueblos no les gustan los misioneros armados”. Nadie puede dejar de observar que la situación es terrible en muchos países del tercer mundo, donde las tentativas de implanta­ ción, ya sea del “ socialismo”, ya sea del capitalismo liberal, han fra­ casado. En Somalia y en Etiopía reaparecen los enfrentamientos tri­ bales, sin límites; en la India, las matanzas recíprocas entre hindúes y musulmanes; en Sudán, la tentativa del gobierno islamista de

im poner por la fuerza la ley islámica a las poblaciones cristianas y animistas del sur; el caos sangriento en Afganistán; en algunas repú­ blicas de la antigua Unión Soviética, la vuelta al poder de los com u­ nistas después de asesinar a los opositores; las despiadadas guerras étnicas en el Cáucaso, o, sobre todo, en la antigua Yugoslavia, etc. Nadie puede permanecer indiferente ante estas monstruosidades. Pensamos, y con razón, que algunas significaciones creadas en y por nuestra sociedad y nuestra historia -respecto a la vida y a la integri­ dad corporal, a los derechos humanos, a la separación de lo político y lo religioso, etc - tienen, en derecho, una validez universal. Pero es trágicamente claro que estas significaciones son rechazadas por sociedades - o estados- que corresponden quizás a los cuatro quin­ tos de la población mundial, y que las ilusiones liberales y marxistas acerca de la difusión universal “ espontánea” de estos valores están por el suelo. ¿Se puede, se debe im ponerlos por la fuerza? ¿Quién ha de imponerlos y cómo? ¿Y quién tiene el derecho moral de im ponerlos? La hipocresía de los gobiernos occidentales a este respecto es flagrante. Los Estados Unidos intervinieron m ilitar­ mente en Panamá o contra Irak porque había intereses específicos en juego -poco importa su naturaleza—pero se oponen a cualquier intervención en Haití. El caso de la ex Yugoslavia es horrible, y está muy cerca de nosotros, desde hace un año no se hace más que par­ lotear sobre el tema. Y por lo menos, en este caso, se parlotea y se envía “ ayuda hum anitaria”. Pero si una crisis com parable estallase entre Rusia y Ucrania, ¿se hablaría de injerencia? Mientras nosotros hablamos, en Sudán continúa la guerra que lleva a cabo el gobierno islamista del norte para im poner la chaña a las poblaciones no musulm anas del sur. Gran parte de esta guerra es financiada por Irán (que financia también a los integristas egipcios y magrebíes). ¿Por qué ese desinterés por las atrocidades del gobierno sudanés? Porque el Islam es un problema demasiado difícil de resolver, por­ que está el polvorín de M edio Oriente y el petróleo. Los derechos hum anos se violan sistemática y cínicamente en China, Vietnam, Indonesia (exterm inación de una buena parte de la población del Tirnor), Birmania. ¿Se va a “ injerir” allí? ¿Qué sería este derecho que

castigaría a algunos pequeños ladrones y dejaría en paz a los gran­ des gángsters? Yo creo que el “ derecho de injerencia” es un eslogan típicamente kouchneriano.* ¿En el sentido bueno o malo del término? En el sentido kouchneriano del término.

* Alusión a Bernard Kouchner, uno de los fundadores de la organización humanitaria Médicos del mundo; secretario de Estado, ministro de Salud y diputado europeo, fue también uno de los principales creadores del concepto “deber de injerencia”. [N. de la T.]

Por qué ya no soy marxista 1

1. H ISTO RIA DE SOCIALISM O O BARBARIE

Socialismo o Barbarie nació en el verano de 1946 a partir de una ten­ dencia que se había constituido en el seno del Partido Comunista Intemacionalista (PCI), el partido trotskista francés. Por mi parte, yo había desarrollado una crítica a la concepción trotskista del estalinismo a fines de 1944 y comienzos de 1945 a partir de mi experiencia del golpe de Estado estalinista de diciembre de 1944 y enero de 1945 en Grecia. Para Trotski y los trotskistas los partidos estalinistas en los países capitalistas se habían alineado definitivamente del lado del orden burgués (al menos desde la época de los Frentes populares y de la guerra de España); para el trotskismo estos partidos no represen­ taban más que una reedición del reformismo, y, con respecto a ellos, 1

se retomaba lo esencial del análisis y de la crítica leninista del refor mismo clásico. En esta óptica, si los estalinistas participaban de un gobierno, no podía ser más que de la manera y con los objetivos de los partidos reformistas: para salvar el régimen burgués durante una fase difícil de su existencia. Pero en 1944, en Grecia, era evidente que no se trataba de ninguna manera de esto sino de una tentativa cabal del PC para apropiarse del poder e instaurar su dictadura (dictadura que ya ejercía, durante la última etapa de la ocupación, en casi todo el país). La insurrección de Atenas de 1944 fracasó, pero sabemos lo que se produjo durante el mismo período en Yugoslavia, y luego, a medida que pasaban los meses, en los demás países de Europa oriental. Esta experiencia demostraba ya lo absurdo de la “ táctica” trotskista, que consistía en apoyar al PC y en “empujarlo” a tomar el poder (“Gobierno

p c -p s-c g t ”

era la consigna trotskista, y salvo error, sigue

siéndolo). Esta táctica se apoyaba en dos ideas, tan ilusorias una como otra: 1) que el PC en el poder sería tan frágil como lo había sido, por ejemplo, Kerenski; 2) que la contradicción entre los motivos de adhesión o de sostén acordado al

pc .

por parte de las masas (se supo

nía que éstas querían un cambio revolucionario de régimen) y la política real del pc (se suponía que éste quería conservar el orden burgués) estallaría con el acceso del p c al poder. Ahora bien, el PC ins­ talado en el poder no es frágil de ninguna manera (si lo fuese, ade­ más, no estaríamos aquí para discutirlo, pues el primer acto del PC en el poder es siempre el exterminio de los revolucionarios de los que puede echar mano). Y la “ contradicción” entre la política del PC y la voluntad de transform ación de las masas no estalla por la buena razón de que el PC transforma efectivamente el régim en, expro­ piando a la burguesía tradicional, “planificando” la economía, etc., y que transcurre cierto tiempo antes de que las masas vean clara­ mente que no han hecho otra cosa que cambiar de explotador. Pero todo esto también llevaba a volver a abrir la “cuestión rusa” y a rechazar la concepción de Trotski, según la cua! la burocracia rusa no era más que una capa parasitaria y transitoria que sólo se mante­ nía en el poder en función de un equilibrio inestable, a escala m un­ dial, entre el capitalismo internacional por un lado, y la revolución

por el otro. De ahí el pronóstico de Trotski según el cual la guerra provocaría el desmoronamiento de la burocracia rusa y sólo podía terminar o por la revolución internacional o por una victoria del capitalismo (que implicaba, en su opinión, una restauración del capitalismo en Rusia misma). Este pronóstico, totalmente desmen­ tido por el desenlace de la guerra, no era el de un periodista: en él se condensan efectivamente todos los pormenores de la concepción de Trotski a la vez sobre la cuestión de la burocracia y sobre la época contemporánea. El hecho de que la burocracia no haya salido de la guerra debili­ tada sino inmensamente reforzada, el hecho de que haya extendido su poder en toda Europa oriental y que bajo la égida de los PC se esta­ blecían regímenes idénticos en todos sus aspectos al régimen ruso, ineluctablemente llevaba a verla no como una “ capa parasitaria” sino como una clase totalmente dominante y explotadora -h ech o que, además, un nuevo análisis del régimen ruso permitía confirmar en el plano económico y sociológico-. Cuando llegué a Francia (a fines de 1945), el peí preparaba el II Con­ greso de la “ IV Internacional”, en cuyo orden del día figuraba en primer lugar la cuestión de la Unión Soviética y del estalinismo. Par­ ticipé en las discusiones preparatorias desarrollando las ideas resu­ midas más arriba; fue durante una de estas discusiones que conocí a Claude Lefort, que sentía, por su parte, un malestar creciente frente a la línea oficial del PCI. Rápidamente observamos que nuestros pun­ tos de vista eran semejantes, y con algunos camaradas constituimos una tendencia en el peí; los primeros documentos de esta tendencia fueron difundidos allí a partir de agosto de 1946. En 1947, cuando el PCI

había alcanzado el punto máximo de su influencia después de la

guerra (alrededor de 700 militantes en Francia), nuestra tendencia reunía algunas decenas de camaradas. Pero a partir de 1947, el peí entró en una de sus fases periódicas de descomposición. Por una parte, su ala derecha lo abandonaba para adherir al

rdr

(Rassemble-

ment démocratique révolutionnaire) de Rousset y Sartre; por otra parte, los militantes que permanecían eran visiblemente cada vez menos capaces de cuestionar la ideología del partido y de evolucionar

(cuando llegaban a comprender lo absurdo de esta ideología aban­ donaban simplemente toda actividad política). Al m ism o tiempo, tanto los acontecimientos -huelgas de 1947 en Francia, evolución de los países de Europa oriental, comienzo de la Guerra fría - como el desarrollo de nuestro trabajo teórico nos perm itían ver la enorm e distancia que separaba los discursos trotskistas de lo que era pertinente en la lucha de clases, la historia mundial contem po­ ránea de la teoría revolucionaria misma. A partir del momento en que se llegaba hasta el final del análisis y de la crítica de la experien­ cia de la Revolución Rusa, una reconsideración fundamental de la cuestión: “ ¿qué es el socialismo?” se hacía necesaria, y esta reconsi­ deración sólo podía partir de la idea de la acción autónom a del proletariado como idea teórica y práctica central de la revolución, y llegar a la definición del socialism o com o gestión obrera de la producción y como gestión colectiva de todas las actividades socia­ les por parte de todos aquellos que participan en ella. Todo esto estaba separado por una distancia inmensa de la concepción trots­ kista de la “ nacionalización” y de la “ planificación” como objetivos centrales de la revolución, y del poder total del partido com o ins­ trumento de su realización. Desde el verano de 1948 estábamos decididos a salir del p CL y dis­ cutíamos sobre la fecha y las modalidades de esta salida, cuando ocu­ rrió, como por casualidad, uno de esos acontecimientos que sellan una situación: la ruptura entre Tito y el Kominform. Los trotskistas se pusieron a gritar como un solo hombre: viva Tito, viva la revolu­ ción yugoslava, y escribieron al PC yugoslavo para proponerle el Frente único (s¿c). Cabe recordar que algunos días antes todavía escribían que Yugoslavia (como, además, todos los países satélites de Rusia) era un país “esencialmente capitalista” ; esto porque el PC no había nacionalizado todo desde el prim er día, y porque mantenía en el gobierno a algunos ministros marionetas que no pertenecían al

pc

de manera formal (en general eran espías infiltrados) y representa­ ban formaciones fabricadas por los estalinistas y estaban completa­ mente controladas por éstos (como acaso un día en Francia lo serán los “ radicales de izquierda populares progresistas democráticos” ). El

absurdo de estos razonamientos es tan grande que uno no sabe por dónde tomarlos. ¿Qué importancia podía tener el hecho de que algu­ nos porcentajes de la producción no habían sido nacionalizados aún, cuando lo esencial de la economía sí lo había sido, y cuando, además, dicho porcentaje disminuía regularmente todos los meses? ¿Y cómo discutir con gente que pensaba que si todo se nacionalizaba tendría­ mos lo esencial del socialismo? Sólo podían ver a los países del Este en función del siguiente dilema: ¿es socialismo (identificado con la nacionalización, etc.) o bien es capitalismo (identificado con la pro­ piedad privada tradicional)? Pero la pregunta no podía plantearse en estos términos. Se trataba de ver que la asimilación estructural de estos países al régimen ruso progresaba cada día, que los PC sólida­ mente implantados en el poder instalaban a sus hombres en todas partes, creaban un nuevo aparato de gestión de la producción y de la sociedad alrededor del cual se cristalizaba rápidamente una nueva capa dominante y explotadora, y que este proceso no sólo no era incompatible con la “ nacionalización” y la “planificación”, sino que encontraba ahí su forma perfectamente adecuada. ¿Y qué podía sig­ nificar el Frente único entre un partido estalinista en el poder, que disponía de un ejército y del presupuesto de un Estado, y algunas decenas de trotskistas en París? Éste era el lado cómico del asunto. Pero el conjunto fue para nosotros el punto final en lo que al trotskismo se refiere. Al dejar el peí nos constituimos como grupo inde­ pendiente y publicamos el primer número de Socialisme ou Barbarie en marzo de 1949. No voy a relatar la historia del grupo Socialismo o Barbarie desde su constitución hasta su final; para hacerlo correctamente habría que estudiarlo como una “ historia de caso”, en detalle, examinando pro­ fundamente todos los aspectos -q u e la concepción tradicional eli­ m ina- de la vida de una pequeña organización revolucionaria durante dieciocho años, de su vida cotidiana efectiva y no solamente “ ideológica”, de las personas que la compusieron, etc. Sería muy largo, y hay tareas más urgentes. Intentaré describir solamente algunos de sus aspectos -recordando que estuve profunda y constantemente implicado, que no soy neutro, y que sin duda no lo seré jam ás-.

Podemos “ periodizar” la historia del grupo definiendo una pri­ mera etapa que va desde 1949 hasta 1953. Recordemos el contexto social, político e internacional. En 1949 la Guerra fría está desarro* liándose; en junio de 1950 estalla la Guerra de Corea. La gente se queda helada, vive la situación com o si la tercera guerra mundial fuese inminente. Después de las grandes huelgas de 1947, hay muy pocas luchas en Francia; la huelga de los mineros de 1948 -ú ltim o gran conflicto de la inmediata posguerra- tiene lugar bajo el control total y totalitario de los estalinistas. Durante este período, el público más cercano al grupo y a la revísta está formado por lo que subsiste de los grupos de ultraizquierda a la antigua usanza: bordiguistas, comunistas de los consejos, algunos anarquistas y antiguos retoños de los “ izquierdistas” alemanes de los años 1920. Estos grupos, ade­ más, estallan o desaparecen con bastante rapidez (el más importante de ellos, el grupo bordiguista, adhiere en su mayoría a Socialismo o Barbarie en 1950). Por su parte, la vida del grupo está marcada por dos largas discusiones que tienen lugar -co n un breve intervalosobre la “ cuestión de la organización”, la segunda de las cuales desem boca en una escisión (que fue de corta duración) con Claude Lefort y algunos otros camaradas. A partir de 1950 el grupo sufre un aisla­ miento creciente; hacia fines de 1952 se encuentra reducido a una decena de camaradas, y los números de la revista son poco frecuen­ tes y de pocas páginas. Luego la escena cambia, extraño poder de la historia. Casi sin inte­ rrupción, muere Stalin, los obreros de Berlín Oriental se sublevan, todo el sector público de Francia hace huelga. El grupo recobra vida, cierto número de personas adhiere a él, el contenido de la revista se enriquece y su aparición se hace más frecuente. Daniel Mothé, que se une al grupo en 1952, hace un trabajo sistemático en Renault; y con un grupo de obreros que trabaja allí publica Tribune Ouvriére, que distribuye algunas centenas de ejemplares dentro de la fábrica. Henri Sim ón, por su lado, desempeña un papel importante en el m ovi­ miento de los empleados de una gran compañía de seguros, quienes constituyen un “consejo” y rompen con los sindicatos. Otros contac­ tos obreros se establecen en distintas partes, aparecen algunos corres­

ponsales en las provincias. El X X Congreso del PC ruso, Poznan, luego, evidentemente, la Revolución Húngara y el movim iento polaco estimulan considerablemente la vida del grupo por la confir­ mación masiva que aportan a nuestra orientación, y crecen sensible­ mente (todo es relativo) tanto la circulación de la revista como la participación en las reuniones públicas mantenidas en París. Desde entonces, se venden como mínimo 700 ejemplares de la revista por número (hasta 1.000 para algunos de ellos), y cerca de cíen personas exteriores al grupo asisten a nuestras reuniones públicas. Ustedes vivieron el período posterior a mayo de 1968, donde hubo cierta masificación del público izquierdista; hay que señalar que durante nuestra travesía del desierto, teníamos reuniones “públicas” en la Mutualité con unas veinte personas exteriores al grupo. La guerra de Argelia comienza en noviembre de 1954; el gobierno de Mollet (principios de 1956) efectúa una movilización parcial para enviar tropas a Argelia. Los soldados reclutados realizan manifesta­ ciones, detienen los trenes en que son conducidos, el desorden eco­ nómico se amplifica, estallan con frecuencia movimientos reivindicativos. En el otoño de 1957 la agitación en las fábricas es importante, la situación es visiblemente inestable y abierta. En este momento publicamos el texto “ ¿Cómo luchar?” 2 que se benefició en gran medida por los discursos hechos a partir de un primer proyecto que yo había redactado con algunos camaradas del grupo y otros de dife­ rentes emprendimientos que no pertenecían al grupo pero que venían a las reuniones para discutir sobre el tema. Pero ningún m ovi­ miento importante se desarrolla durante el invierno 1957-1958, y luego, repentinamente, es 13 de mayo y De Gaulle llega al poder. En vísperas del 13 de mayo el grupo contaba con unos treinta miembros (que pagaban regularmente una cotización, y participaban regularmente en las reuniones y en las tareas decididas en común). Los acontecimientos hacen que varias decenas de simpatizantes se acerquen para organizarse y actuar con nosotros. Esto vuelve a plan­ 2 Cf. L’expérience du mouvement ouvrier, 2, París, u g e , “ 10/18”, 1974 [trad. esp.: La experiencia del movimiento obrero, Barcelona, Tusquets, 1979, vol. 2I.

tear la “cuestión de la organización” del grupo, y esta vez en términos prácticos. En efecto, es claro que el m odo de funcionam iento que teníamos cuando éramos treinta, y cuando todos aquellos que lo deseaban podían expresarse en la reunión semanal del grupo, no podía seguir siendo el mismo si pasábamos a ser cerca de cien; una reunión general de cien personas se vuelve casi fatalmente una asam­ blea general en donde algunos tenores hablan y los demás escuchan. Además, tal reunión no puede decidir nada en cuanto a tareas prác­ ticas de la naturaleza de las del grupo. Hacía falta “ dividir” ; pero sí se divide también hay que volver a unificar. ¿Cómo? ¿Bajo qué formas? El conflicto por la cuestión de la organización que estaba latente desde siempre, pero que no había reaparecido explícitamente desde las discusiones de 1950-1951, vuelve a surgir en este momento. Final­ mente la discusión no dura demasiado y acaba en 1958 con una esci­ sión: una parte de los camaradas, cuyos portavoces eran Claude Lefort y Henri Simón, abandonan Socialismo o Barbarie, y forman un grupo, Informatiorts et liaisons ouvriéres [Informaciones y enlaces obreros] (más tarde Informations etcorrespondance ouvriéres) [Infor­ maciones y correspondencia obreras]. Sus posiciones están form u­ ladas en el texto de Claude Lefort “Organisation et Parti” [“ Organi­ zación y partido” ], publicado en el núm ero 26 de Socialisme ou Barbarie .3 La mayoría, por su parte, adhirió al texto “ Prolétariat et organisation” [“Proletariado y organización” ] publicado en los números 28 y 29.4 En este texto yo trataba de ir más allá de la crítica “exterior” del tipo de organización tradicional y de su actividad. No se trataba solamente de que el bolchevismo se erigía en “ dirección” y que el partido estaba sometido a un régimen burocrático autoritario. Al hacerlo, adoptaba el modelo capitalista de la organización en el sentido más general, y lo introducía en el seno del m ovim iento obrero (como lo había hecho la socialdemocracia con diferentes

3 Retomado ahora en el libro de Lefort, Éléments pour une critique de ta bureaucratie, Ginebra, Droz, 19 71. 4 Reproducido en el vo l 12 de L’Expérience du mouvement ouvrier.

variantes). La dirección se dividía en dirigentes y ejecutantes; y glo­ balmente se colocaba como un dirigente frente a ese ejecutante de la revolución que era el proletariado. El tipo de trabajo de los militan­ tes era el de ejecutantes. Y -ú ltim o aspecto, pero es el más im por­ tante-, la concepción de la teoría revolucionaria que subtendía el m odelo organizacional y el tipo de actividad implicada, y el conte­ nido de esta teoría, permanecían esencialmente capitalistas - y esto, ya desde el mismo M arx-. Este análisis y esta crítica iban a la par de un esfuerzo por definir de otro modo la nueva organización revolucionaria. Había que repu­ diar el modelo capitalista en todos los ámbitos y en todas sus im pli­ caciones; para comenzar, esto no podía hacerse más que inspirándose en las creaciones de la clase obrera de los últimos ciento cincuenta años. No valía la pena decir -pero también se d ijo - que la organiza­ ción revolucionaria no podía ser una “dirección” de la clase obrera, sino un instrumento -u n o de los instrumentos- de la lucha revolu­ cionaria. Y no podía más que inspirarse en las formas de organiza­ ción que el proletariado había creado, y de su “espíritu”. Debía pues regular su estructura y su funcionamiento interno a los principios subyacentes a la organización de los soviets o de los consejos obre­ ros (asambleas generales soberanas, tan frecuentes como fuese posi­ ble, comités de delegados elegidos y constantemente revocables por sus mandantes en todos los casos en que la decisión por asamblea general no fuera posible). Pero, más allá de los cambios del tipo de organización, era el conjunto de la concepción tradicional lo que se cuestionaba profundamente.

La política Comencemos por un punto que desempeñó un gran papel en la esci­ sión de 1958, pese a que no fue explicitado como tal. Para mí, las con­ cepciones de Lefort y Simón desembocaban, sin decirlo, en negar, o en rechazar, la dimensión política de la organización. Si se entiende por “ política” lo que entienden el pcf o los trotskistas, es evidente que todos estaríamos de acuerdo. Pero es claro que no se trata de eso.

La cuestión de la política es la cuestión de la sociedad global; y una de las tareas de la organización es mantener constantemente esta cuestión abierta ante el proletariado. Si se la elude, no veo cómo podría uno pensar y situarse como revolucionario. Nos proclam a­ mos partidarios de la gestión obrera (o de la autogestión, como se dice ahora); ¿qué significa esto? ¿Qué implica? Supongamos que los obreros establecen su poder en cada fábrica tomada por separado; queda el hecho de que todas las fábricas son directa y estrechamente interdependientes, que la integración de sus actividades debe hacerse de una manera o de otra, y que, si no se hace de manera revolucio­ naria, será hecha de todas maneras, ineluctablemente, y por lo tanto de manera burocrática, es decir, por especialistas de lo universal, que dirán para empezar: “ustedes se ocupan de la gestión de su lugar, está muy bien; nosotros vamos a ocuparnos de la coordinación general”. Evidentemente, si esto ocurriese, la “gestión” local muy rápidamente se vaciaría de toda significación, pues la cuestión de la integración de las diversas “unidades sociales” en todos los niveles (empresas, loca­ lidades, tipos de actividad, etc.) no puede resolverse sola, por m ila­ gro, y no constituye un aspecto exterior y secundario, cuyas repercu­ siones en cada unidad puedan permanecer circunscriptas y limitadas en importancia: es absurdo pensar en fábricas socialistas o simple­ mente autogestionadas en el contexto de una “ coordinación” buro­ crática de la economía y de la sociedad. Por otra parte, como la gente siempre tiene conciencia de esta cuestión de una manera o de otra, todas las tentativas particulares son trabadas e inhibidas por el hecho de que ella duda de su capaci­ dad, o de la posibilidad objetiva de enfrentar esta cuestión global de la sociedad, de enfrentar la organización social como tal. Indepen­ dientemente de cualquier otra consideración, es claro que los traba­ jadores no pueden llegar hasta la “ toma del poder” en la fábrica si ya no han considerado, de cierta manera -aunque fuese oscura, semiconsciente, am bigua- la cuestión del poder en la escala de la socie­ dad. No me ubico solamente desde el punto de vista de la “ relación de fuerzas” ; no quiero decir -truism o, ilustrado otra vez por el caso L ip - que el poder de los obreros en la fábrica pueda ser liquidado

-brutal o solapadamente- por la burguesía, si permanece “ poder en la fábrica” ; quiero decir que más allá de un punto, la gente que lucha se plantea necesariamente la pregunta: ¿qué hay después, en la escala de la sociedad? Si esta pregunta no se explicita, tanto como sea posi­ ble, este factor no puede más que frenar el movimiento de manera radical en uno u otro momento. Es una tarea de la organización revolucionaria ayudar a los trabajadores a elucidar y a explicitar esta cuestión y mostrar que no hay fatalidad en el dilema: desmorona­ miento del movimiento o bien “poder” central separado de las masas, por lo tanto burocracia, por lo tanto vuelta en un breve lapso a una variante del estado de cosas precedente. Es una tarea de la organiza­ ción mostrar que una organización socialista de la sociedad global, más allá de la fábrica como tal, es posible. Pero hay un aspecto de esta cuestión más importante aun: recu­ sar de manera implícita o explícita la dimensión política de la exis­ tencia y de la actividad de la organización - a partir del principio de que la organización no debe expresar lo que preocupa a los obreros hic et nunc, y de que los obreros ahora no se sitúan por sí mismos en ese terreno-, no es más que repetir las premisas de la posición leni­ nista del ¿Qué hacer?, aunque se la critique severamente en otra parte. Pues se niega así el hecho de que hay un pasaje o una relación interna entre la situación y las luchas ‘'inm ediatas” de la clase obrera y la cuestión de la sociedad global. Pero este pasaje, esta relación, existen y tienen una importancia capital. Residen en que tal lucha en tal fábrica, tal actividad de tal categoría, tal tema de preocupaciones “cotidianas" pueden contener y generalmente contienen potencial­ mente mucho más de lo que aparece para una mirada superficial: contienen, en germen, la contestación implícita pero global -p o r sus implicaciones y sus consecuencias- de la generalidad del orden esta­ blecido. Se trata, pues, de despejar esta significación en primer lugar, de explicitar aquello que en todas estas luchas, actividades, etc., “par­ ticulares”, contiene en potencia este cuestionamiento del sistema establecido, y que casi siempre permanece oscuro para los partici­ pantes mismos. Pues esta significación, estos gérmenes, son reprimi­ dos por toda la estructura social contemporánea, por la ideología rei­

nante, por el trabajo incansable de las organizaciones tradicionales y, evidentemente, por la interiorización psíquica de esta estructura por parte de los individuos: la autorrepresión de las significaciones nue­ vas que ellos crean sin saberlo completamente. Por ejemplo, es una brom a decir que la organización debería difundir descripciones e informes de las luchas ejemplares, y eludir estas preguntas: ¿en qué y por qué son ejemplares estas luchas, y quién decide al respecto? Ahora bien, las luchas no son ejemplares más que en función de esta significación potencial que supera el con­ tenido inmediato y manifiesto de éstas, no sólo en tanto que eso que se produjo allí vale también en otros casos “numéricamente”, sino también en tanto que estas implicaciones van mucho más allá de lo que parece invocarse en su desarrollo. Un comité de huelga elegido y revocable no es ejemplar solamente porque todos los comités de huelga deberían ser elegidos y revocables; lo es porque la masa de los huelguistas, por su constitución y por las relaciones que mantiene con él, rompe los principios de la filosofía política que están ahí desde hace veinticinco siglos, y con eso crea otro. Pero claro, esto lo deci­ mos nosotros, y no podemos decirlo más que a partir de nuestra con­ cepción de conjunto. Ahora bien, no sólo debemos tomar abierta­ mente la responsabilidad de esta concepción, sino que además me parece deshonesto y manipulador el hecho de no explicitarla. Si esta concepción es verdadera, vemos que también hace vacilar la distinción tradicional entre lo “ inmediato” y lo “político”. Pero tam­ bién abre una vía que permite superar las consideraciones tradicio­ nales sobre la teoría revolucionaria y su modo de elaboración. La necesidad de tal elaboración es evidente; es claro también que la organización revolucionaria no puede y no debe ser un CNRS [Cen­ tre National de la Recherche Scientifique] o una Academia de la revo­ lución. La actividad teórica es dirigida por una decisión previa refe­ rida a la pregunta ¿qué es lo importante? A esta pregunta no podemos responder más que otorgando un lugar central a lo que germina en la población y a lo que la preocupa ( y que, repito, permanece repri­ mido), La superación de la concepción tradicional de la teoría, en tanto contenido y en tanto modo de actividad, exige, por un lado, un

cambio de sus ejes de preocupación, de los temas centrales de la acti­ vidad teórica; pero también -van necesariamente juntos- un cambio de método y de tipo de elaboración. Si no debe quedar como ocupa­ ción solitaria de una categoría de especialistas, con todo lo que esto implica fatalmente, la teoría revolucionaria no puede ser elaborada más que en un medio donde se mezclen y cooperen aquellos que pueden llamarse los portavoces de la población y aquellos que tien­ den a dar una expresión general a eso que los primeros tienen para decir. Es claro que un circuito análogo de cooperación y de intercam­ bio debe instaurarse entre la organización como tal y su medio ambiente, y finalmente con el medio social en general. A partir de principios de 1959 publicamos un diario mensual mimeografíado, Pouvoir ouvrier. La mitad de éste estaba consagrado a una sección titulada “ La palabra a los trabajadores”, donde publicába­ mos todo lo que llegaba al diario. Pero dejar la palabra a los trabaja­ dores realmente es una tarea enorme; no alcanza con “ dejársela”, tam­ bién es preciso que ellos la tomen. Para que la gente hable no sirve de mucho reunir a un grupo y decirle: “son libres de hablar y de decir todo lo que les pasa por la cabeza, no hay aquí ningún tabú, ninguna autoridad, nada que se considere a priori como trivial o sin importan­ cia”. Tampoco alcanza con titular una rúbrica “ La palabra a los traba­ jadores” para que los trabajadores escriban. La gente no se expresa; desde siempre, todo el trabajo de la sociedad instituida ha apuntado a persuadirla de que lo que tiene para decir no es importante, y que lo importante es lo que conocen y dicen Giscard, Marchais o Mendés France, los especialistas de la economía y de la política (en el caso general, seudoespecialistas de seudociencias). Este trabajo ha logrado su objetivo, y la gente cree: “ lo que a mí me preocupa no tiene mucha importancia, son pequeñas imbecilidades personales; yo no puedo hablar de los asuntos de la sociedad porque no conozco nada de ellos”. Tenemos que destruir los efectos de este trabajo, invertir los signos de valor, difundir la idea evidente de que todos los discursos que de manera cotidiana inundan los diarios, la radio, la televisión, tienen una importancia casi nula y que las preocupaciones de la gente son el único asunto importante desde el punto de vista social.

Sobre la experiencia del no y del ico Después de la escisión, Lefort y Simón fundaron un grupo y publica­ ron un diario mimeografiado, ILO (Informations et laisons ouvriéres [Informaciones y enlaces obreros]). Poco tiempo después, Lefort se separaba de los demás, y Simón continuó; el nombre del grupo y del diario se transformó en ic o (Informations et correspondance ouvriéres [Informaciones y correspondencia obreras]). Los fundadores de

il o

tenían una concepción de la actividad revolucionaria más que restrictiva y, en m i opinión, profundamente contradictoria: la única tarea real que debía proponerse el grupo era la de recoger y difundir informaciones. El fundamento de esta actitud era cierta interpreta­ ción de la idea de autonomía del proletariado, que consideraba que ella implicaba la negación a intervenir y aportar algo “ajeno” a la experiencia propia del proletariado. Para mi, esta posición perm a­ necía prisionera de una problemática cuyo otro resultado era la burocracia: tenemos nuestras ideas y las imponemos a la gente - o bien (simple negación del enunciado anterior sobre el mismo terreno): tenemos nuestras ideas pero no las decimos, porque decir­ las sería imponerlas a la gente (y adulterar su evolución “autó­ nom a” )-. De hecho, la evolución autónom a de la gente no quiere decir nada. La evolución de la gente no es “autónoma” en absoluto, ella se hace en medio de una lucha y de una dialéctica social donde constantemente están presentes los capitalistas, los estalinistas, etc. Entonces, el único resultado al que podríam os llegar sería que la única voz ausente del concierto es la de los revolucionarios. Una cosa es condenar la concepción del partido como “dirección” ; otra es rechazar sus propias responsabilidades y decir: “ Nuestro único punto de vista consiste en poner nuestro diario a disposición de aquel que quiere hablar”. Es superfluo recordar que yo doy m i percepción de las cosas; de todos m odos, los textos están ahí, aquellos que quieran pueden leerlos. Yo creo que mis críticas de entonces se vieron confirm adas por los acontecim ientos que siguieron. Q uisiera ilustrarlo de m anera más particular con un problem a im portante y siem pre

actual.

Una de las implicaciones de las posiciones de los fundadores de ¡l o era que no había que decir de manera clara y firme que hay m iem ­ bros de la organización y gente que no lo es -p ara empezar porque no se ve a partir de qué se lo diría—. Es cierto que la querella acerca de la cuestión de los miembros de la organización tiene resonancias históricas un tanto siniestras: la escisión entre bolcheviques y men­ cheviques en el segundo congreso del

po sd r

se hizo a partir del ar­

tículo 1 de los estatutos: ¿quién es miembro? Los bolcheviques querían trazar una frontera tajante y aceptar como miembros sólo a aquellos que trabajaban bajo la dirección de una instancia de la organización; los mencheviques querían considerar como miembros a aquellos que estaban de acuerdo con el program a del partido y cotizaban haciendo un trabajo cualquiera para el partido. Los términos en los cuales se planteó la cuestión en su época, la manera en que se desa­ rrolló la discusión, evidentemente, han sido superados. La cuestión misma subsiste, no se la puede evitar. Supongamos que quisiéramos suprimirla. Hay un grupo que se ha formado sobre la base de afini­ dades de ideas, tiene su rutina, los participantes -d iez o quince- se conocen desde hace tiempo, se reúnen, cada uno ha llegado a amar el olor de los demás, están aislados y con algunos contactos exteriores, no hay problemas. Un buen día -después de mayo de 1968, digam osaparecen en sus reuniones unos cien tipos —poco im porta quiénes son-, y preguntan: “ ¿Está abierto? ¿Podemos pasar?”. Se les responde: “ Sí, claro”. Entonces, aquel que iba a recordar el orden del día de la reunión dice: “ Habíamos decidido discutir hoy los temas A, B, C ”. Gritos en la sala: “ ¿Qué historia es ésta? ¿Quién es este burócrata imbécil? Los órdenes del día son una invención de la burocracia.” “ Pero tenemos que decidir el sumario del próximo número del dia­ rio.” “ ¿Por qué hace falta un sumario del diario? Hace falta un anti­ diario, un antisumario.” O bien: “ La cuestión del sumario está solu­ cionada: publicaremos el programa común de la izquierda, que hay que difundir”. A los diez o quince participantes iniciales no les queda más que partir a escondidas, acusados por los demás -c o n razón- de engañar a la gente al decirle que su grupo era “ abierto”, e ir a reunirse en otra parte, en una sala “ cerrada”.

No pueden evacuarse con recetas menores y negativas los proble­ mas que se cuestionan aquí. Si hay revolucionarios que quieren traba­ jar juntos, esto significa que durante el tiempo que subsista un grado de acuerdo entre ellos, asumen juntos, colectivamente, cierto número de tareas. Sólo ellos pueden decidir lo que son estas tareas, cómo van a realizarse y por quiénes. Por cierto, es esencial romper la oposición absoluta entre militantes de la organización y un pantano informe de simpatizantes buenos para adoctrinar, para desollar, para que com ­ pren el diario o para darles las direcciones para la correspondencia. Hay que romper con esa concepción del medio de la organización y del “simpatizante”, romper en los actos, organizar reuniones frecuen­ tes donde todos estén en el mismo nivel, inventar actividades que pue­ dan ser efectivamente comunes. Pero no puede evitarse que aquellos que se comprometieron a asumir, de manera continua, las tareas que se fija la colectividad -lo s militantes- sean quienes asumen también las decisiones en cuanto a su orientación y a su actividad. Pretender suprimir la separación entre los militantes, los m iem ­ bros de la organización y los demás, y negarse a decir quién es miem­ bro del grupo y quién no lo es, es eludir -só lo en el pensam iento- las dificultades reales que surgen del hecho de que hay gente para la cual el trabajo en una colectividad fundada en un proyecto revoluciona­ rio es muy importante (es una tarea que, para ellos, sólo acabará con la muerte), pero también hay gente que en una determinada etapa de su existencia se interesa en él, quiere participar parcialmente, pero no hace de esta actividad el eje de su vida (lo que para nosotros no los desvaloriza). La coexistencia de estas dos categorías de individuos es un hecho que debemos afrontar. No lo afrontamos si decimos que el primer tipo de individuos no existe porque no debe existir. Esto sólo desemboca en la hipocresía y en manipulaciones de otro tipo: estos individuos, que son militantes, cualquiera sea el nombre que se les dé, están siempre ahí, hacen las cosas aunque sea silenciosamente, por este hecho tienen un poder, pero este poder está oculto porque formalmente no son más que cualquier otro. Tienen un poder de hecho, enmascarado por la elim inación de la cuestión del poder como cuestión explícita: situación nefasta no sólo porque oculta su

poder, sino porque oculta - lo que es infinitamente más grave- la cuestión del poder. Para concluir con la escisión de 1958, un último punto: me parece que por el lado de Claude Lefort ésta fue sobredeterminada -estoy interpretando, esto no fue escrito en ese m om ento- por una concep­ ción que ya se estaba formando en él y que sólo expresó, más o menos, un poco más tarde. La resumiría aproximadamente así: no puede apuntarse a una revolución radical; es cierto que hay luchas que sacuden el orden establecido, movimientos que prefiguran una nueva forma de sociedad, estamos de su lado y tratamos de actuar en el mismo sentido; pero la idea de que pueda haber una transforma­ ción radical de la sociedad, una superación de la alienación social, es un absurdo filosófico. No seguí de cerca la evolución de lío -ico , pero creo que la ruptura que tuvo lugar más tarde entre Lefort y Simón fue condicionada por esta concepción.

La interpretación del gaullismo Entre 1958 y 1961, el grupo Socialismo o Barbarie se desarrolla numé­ ricamente de manera bastante satisfactoria; dos o tres células funcio­ nan en París y se crean unas cuantas en las provincias con estudian­ tes y algunos obreros. A fines de 1960 somos alrededor de cien, y esto no es poco para la época; las reuniones públicas se suceden, y el grupo tiene alguna influencia en algunas capas nada desdeñables de estudiantes en París, y de trabajadores de Renault gracias al trabajo que Mothé realizó allí. Esta evolución está ligada con la lucha contra la guerra de Argelia y con la actitud ignominiosa de las organizacio­ nes tradicionales hasta el final de ésta. No hubo divergencias en el grupo a propósito de la interpretación del gaullismo que se instalaba. Nadie vio el gaullismo como el fas­ cismo. El gaullismo fue interpretado de inmediato como el paso al capitalismo moderno -con las especificidades que implicaba la his­ toria de la burguesía y de la sociedad francesas-, como la tentativa de liquidar todo un conjunto de rasgos “ retrasados” del régimen ante­ rior, el imperio colonial, claro está, pero también el caos económico y

financiero, e incluso el caos político de la república burguesa. El texto que yo había escrito en esa época daba esta interpretación, pero insis­ tía también en la incapacidad de la burguesía francesa -co n o sin De G aulle- para darse un funcionamiento político “ normal” y “ regular”. Hoy -enero de 1974- puede decirse que en un sentido este problema político también fue “resuelto”, puesto que está Pompidou. Pero tam­ bién puede decirse que no fue resuelto porque, precisamente, está Pompidou. Por otro lado, la toma del poder por parte de De Gaulle se había hecho en ausencia de la población; más aun, en noviembre de 1958, De Gaulle y su constitución habían sido sometidos a plebiscito. No se podía pasar por alto la significación de este hecho.

Una nueva escisión Se planteaba entonces la cuestión de la interpretación de la actitud de la población hacia la política, y esta interpretación debía consi­ derar la evolución de conjunto de todos los países capitalistas m odernos, puesto que esta mism a actitud se observaba en todas partes. Otros hilos -e n particular nuestra crítica de la concepción tradicional del socialism o- conducían igualmente a la exigencia de una revisión radical. Intenté anudar estos diferentes hilos en el texto “ El movimiento revolucionario bajo el capitalismo m oderno” ; una primera versión circuló dentro del grupo desde 1959 y enseguida causó una separación pues sirvió de inductor a la cristalización -p o r oposición- de todo aquello que en el grupo se resistía a un trabajo crítico radical. Ya había habido textos (como “ Sobre la dinámica del capitalismo”, 1953-1954) que implicaban el rechazo de las posiciones clásicas sobre la pauperi­ zación, las crisis, el crecimiento del ejército industrial de reserva, para resumir, el rechazo de todo aquello que pasa por - y es efectivamentela teoría económica de Marx, como también de la concepción clásica del imperialismo; así como textos (“ El contenido del socialismo”, 19551958) que rechazaban otra idea central del marxismo según la cual la revolución podía concebirse simplemente como recibiendo la técnica capitalista y poniéndola al servicio del socialismo: o incluso (véase

más atrás) la concepción tradicional del papel y del contenido de la teoría, que participa de la actitud especulativa elaborada en Occidente desde hace veinticinco siglos. Todo esto confluía, convergía en sus consecuencias, y hubo por fin, como diría el camarada Mao, una transformación de la cantidad en calidad. Lo que se cuestionaba no era tal o cual posición particular, sino todo el marxismo. Y, natural­ mente, esto provocó de inmediato un movimiento hacia atrás horro­ rizado en Maille, Lyotard, Souyri,5 y gritos: “ Castoriadis abandona el marxismo”, “ Castoriadis se vuelve existencialista”. La pelea que tuvo lugar duró tres años. Durante mucho tiempo, aquellos que de manera característica se habían llamado a sí mismos la “antitendencia” no nos propusieron más que argumentos polém i­ cos que se contradecían unos con otros (“no hay elevación del nivel de vida de los obreros”, “ hay una, pero no tiene significación, o no la significación que ustedes dicen”, etc.). Por fin, durante los tres meses anteriores a la escisión produjeron tres textos, donde trataban de defender una variante incoherente del neopaleomarxismo, y res­ pecto de los cuales lamento, por m i parte, que sus autores no los hayan publicado. Evidentemente, esta pelea interfirió muy rápido en todas las acti­ vidades del grupo, bloqueándolas de m anera bastante grave. Y al mismo tiempo se produjo una suerte de polarización en relación con las tareas: la “antitendencia”, cada vez más, tomaba a su cargo Pouvoir Ouvrier, y los camaradas que estaban de acuerdo con la línea del “ Movimiento revolucionario bajo el capitalismo m oderno” estaban a cargo de la revista. Los primeros trataban de hacer de

po

una especie

de diario de agitación sobre temas tradicionales -hecho que nosotros denunciábamos diciendo que hacían trotskismo correcto-. Critica­ ban a los sindicatos diciendo que había que ir más lejos, que había que hacer esto o aquello en ocasión de tal huelga; no podían dejar de hacer un editorial cada vez que el gobierno hacía o decía algo -lo que para nosotros era aberrante porque significaba colocarse en el 5

mismo terreno que el enemigo-. Se oponían con burlas, necedades y una obstrucción permanente a nuestras proposiciones que apunta­ ban a transformar radicalmente los ejes de nuestra propaganda y de nuestro trabajo, por ocuparnos a fondo de los problemas de la juven­ tud y de los estudiantes (todo esto está consignado en textos de 1960, muchos años antes de Berkeley), o de la m ujer y la familia, de la pedagogía y de la crítica a la supuesta educación, de la crítica a la existencia misma de la educación; o de la importancia de otras luchas además de las del proletariado industrial y de las huelgas reivindicativas. La distancia, teórica y práctica, entre unos y otros aumentaba cada vez más. La escisión se produjo en julio de 1963. Después de un arreglo amistoso, la “antitendencia” se quedó con el Pouvoir Ouvrier y nosotros con Socialisme ou Barbarie.

La suspensión de la publicación de Socialisme ou Barbarie y de las actividades del grupo Después de la escisión publicamos todavía seis números de la revista (35 a 40), el último de los cuales fue en junio de 1965, y el grupo siguió funcionando hasta la primavera de 1966. Durante este período, la audiencia externa de la revista fue quizás la más grande (alrededor de mil ejemplares vendidos por número, reuniones públicas que convo­ caban hasta doscientas personas). Pero, por otra parte, no había casi ningún feed-back, ningún retorno. Los lectores de la revista no escri­ bían nunca o casi nunca, la gente venía a las reuniones y se volvía a sus casas (a pesar de nuestras tentativas por romper la estructura profe­ soral de la reunión tradicional). Las ideas circulaban, sin duda, pero el público se comportaba como consumidor pasivo de ideas. Por otra parte, cada vez se planteaba con más insistencia un problema relativo al reclutamiento del grupo; llegaban compañeros muy jóvenes, muy despiertos, muy astutos, y al mismo tiempo no lograban funcionar con los antiguos (o al revés, da lo mismo). Mi interpretación es que estos compañeros, que, como todo el mundo, habían llegado a partir de motivaciones personales, las traducían constantemente por su comportamiento en el grupo; y, dada la situación, el grupo no procu­

raba el terreno donde estas motivaciones iniciales hubieran podido transformarse en otra cosa; en un sentido, el grupo se volvía un susti­ tuto de la familia, e inducía a una ambivalencia tan fuerte como la de ésta. Esto, a su vez, provocaba reacciones de parte de los “antiguos”, y el funcionamiento del grupo, socavado por las fricciones que resulta­ ban de esto, cada vez se volvía menos colectivo y menos coherente. Por último, el carácter mismo que tendía a tomar la revista plan­ teaba un grave problema. Mis últimos textos, que cuestionaban el conjunto de la concepción marxista, trataban de volver a los funda­ mentos de la concepción de la sociedad y de la historia, y por esto tomaban un giro cada vez más “ abstracto” y “ filosófico”. Este trabajo era solitario, no sólo en lo que se refiere a su redacción, sino también porque el grupo no sentía la necesidad de discutirlo. Otros aparecían en la revista (los de Mothé o los de Chatel,6 por ejemplo) pero la uni­ dad del conjunto permanecía oscura. La revista se había convertido en la actividad esencial del grupo -y , al mismo tiempo, ya no repre­ sentaba un trabajo esencialmente colectivo-. Mantenerla, y mantener el grupo, en estas condiciones, contra viento y marea, no tenía mucho sentido. Fue a partir de estas observaciones que propuse sus­ pender la revista.7 Durante este período, un camarada decía: “ Si la semilla no muere...”. En efecto, creció después... ¿Por qué no haber tratado de reconstituir el grupo después? Por­ que, hasta ahora, hay una enorme dificultad para mantener una acti­ vidad revolucionaria cuando uno ya no se respalda en un corpus teó­ rico o supuestamente teórico, diciendo: “ Cállense, la respuesta está en M arx o en M ao”, y trata de enfrentar honestamente los problemas reales. La experiencia de todos los grupos después de Mayo de 1968 muestra que es imposible eludir las preguntas: ¿quiénes somos? ¿Cómo funcionamos? ¿Quién es nosotros y quién no lo es? ¿Hay un “nosotros” ? Y sobre todo: ¿qué es “nosotros” ? Esta pregunta es muy

6 CChatel: seudónimo que tenía en el grupo Sébastien de Diesbach.> 7 Cf. la Introducción a La Saciedad burocrática, 10/18,1973 Creed. París, Christian Bourgois, 1990 [trad. esp.: La sociedad burocrática, Barcelona, Tusquets, 1976] ->

importante: este “ nosotros” puede ser mistificador y alienante; ade­ más, la mayoría de las veces, en una organización no se dice “ nos­ otros”, se dice el “partido”, el “grupo”, etc. Pero en todo caso, este “ par­ tido”, este “ grupo” - o este “ nosotros”- eran definidos al menos de m anera ideal, por referencia implícita o explícita a una teoría aca­ bada y definida. Ahora bien, yo digo que esta concepción de la teoría es una fantasía mistificadora. La gente debe juntarse porque com ­ parte un proyecto -e l proyecto revolucionario-. Se dirá que de esta m anera sólo se desplaza la dificultad. Digo más: que se encuentra agravada considerablemente. Pues un proyecto contiene la dimensión de una elucidación perpetua, nunca acabada, abierta, e implica una actitud subjetiva completamente diferente con respecto a la teo­ rización. En definitiva: rechazar categóricamente la idea de que pueda haber aquí una teoría acabada (o indefinidamente perfectible) y de que hay soberanía de lo teórico; y entonces, no aceptar decir cualquier cosa (lo que hoy es practicado casi universalmente por aquellos que creen haber roto los marcos tradicionales, y sólo son tanto más prisioneros de ellos, de otro modo; el “ discurso dom i­ nante” de cierto medio “contestatario” hoy, esa horrible mezcolanza que es el freudo-nietzscheo-marxismo, es rigurosamente lo cualquier cosa). Ahora bien, tal actitud es difícil de mantener -n o digo que sea im posible-. Pero, a menos que se junte un número suficiente de per­ sonas que la comparten, no veo cómo podría constituirse algo que tenga una posibilidad de vivir y de desarrollarse.

2 . LA RU PTURA CON EL M ARXISM O

¿Qué es, en tu opinión, aquello que hace que la ruptura con el marxismo sea necesaria? ¿Cómo se relaciona con tu análisis de la situación del movimiento obrero? Podemos discutir sobre este asunto en dos planos: el contenido teó­ rico del marxismo y la manera en que plantea el problema de la teo­

ría, y el destino histórico del marxismo. En el plano teórico: hay una metafísica marxista, una teoría de la historia y una teoría económica, las tres están estrechamente vinculadas. Las tres son insostenibles. Ya que los marxistas consideran la teoría económica com o la piedra angular del edificio, comencemos por esta última. ¿Qué es la teoría económica de Marx? ¿Qué puede decir, hasta dónde puede ir, tiene límites? Se sabe que, contrariamente al espíritu de algunas frases del joven Marx, la elaboración sistemática de la teo­ ría hecha por M arx en su madurez apunta a constituir una teoría soberana, que no tiene ningún límite, que define las leyes de la eco­ nomía capitalista y muestra que el funcionamiento de éstas conduce ineluctablemente a su desmoronamiento y a una nueva sociedad. Ahora bien, tal teoría es principalmente imposible. En resumen, todo lo que dice El capital, la elaboración teórica que allí se hace, no es posible más que mediante la eliminación de dos factores decisivos en el funcionam iento y en la evolución de la economía capitalista: la evolución de la técnica y la lucha de clases. Y esto no es una casuali­ dad; es una necesidad interna de este tipo de teorización. Pues, en el ámbito de la economía, en estos dos factores se traduce por excelen­ cia la creatividad de la historia, que hace que no pueden establecerse “ leyes” de la evolución económica de otro modo que no sea en un sentido siempre parcial y transitorio. La elim inación de la lucha de clases es absolutamente flagrante. M arx establece que la fuerza de trabajo es una mercancía, y la trata como tal en la teoría (a partir de la idea de que ella es así en la reali­ dad del capitalismo). Ahora bien, es sabido que en el sistema m ar­ xista una mercancía tiene un valor de cambio definido, y si es “m edio de producción”, también un valor de uso definido. Pero la fuerza de trabajo no tiene ni valor de uso definido, ni valor de cam­ bio definido. No tiene valor de uso definido: el capitalista que com­ pra una tonelada de carbón sabe, en función del estado dado de la técnica, cuántas calorías puede extraer de ella; pero cuando compra una hora de trabajo, no sabe cuál es el rendimiento que podrá extraer de ella. Ahora bien, M arx trabaja constantemente a partir del postulado según el cual, así como el capitalista extraerá de la tone­

lada de carbón el máximo de calorías que le permita extraer la téc­ nica de la época (y efectivamente el carbón es pasivo), así podrá extraer del obrero el m áxim o de rendimiento permitido por el estado de la técnica (tipo y velocidad de las máquinas, etc.), pues el obrero sólo puede ser pasivo. Pero esto es falso. M arx no habla casi nunca de la lucha encarnizada en torno del rendimiento que se desa­ rrolla en la industria cotidianamente; no habla de la resistencia de los obreros al rendimiento más que de m anera incidental, en dos lugares de El capital, y las dos veces la presenta com o inevitable­ mente destinada al fracaso, lo que significa que el obrero es un puro objeto pasivo del capital en la producción, que no hay lucha de cla­ ses en la producción, sino dominación íntegra e indiscutida -p o r ser indiscutible- de una clase sobre otra. Pero la historia de la industria moderna no es sólo la historia de las grandes batallas campales sindicales; es también y sobre todo la his­ toria que se desarrolla ocho horas por día, sesenta minutos por hora, sesenta segundos por minuto en la producción y a propósito de la producción; durante cada uno de estos segundos cada gesto del obrero tiene dos fases, una que se conforma a las normas de produc­ ción impuestas, otra que las combate. El rendimiento efectivo es el resultado de la lucha que se desarrolla en este terreno. No hay, pues, valor de uso definido en la fuerza de trabajo que pueda captarse independientemente de esta lucha y de estos efectos. Pero es fácil ver que, al mismo tiempo, esta lucha codetermina en grado decisivo el valor de cambio de la fuerza de trabajo. Esto no solamente porque ella codetermina la productividad del trabajo (y con ello el valor uni­ tario de las mercancías que entran en el consumo obrero), sino tam ­ bién, sobre todo, porque ella sola fija el nivel efectivo del salario. El salario no es “ x francos por hora”. Esto no significa nada, pues de hecho el capitalista no com pra “ una hora” ; se presenta como com ­ prando “ una hora”, pero en realidad com pra rendimiento efectivo, rendimiento efectivo que precisamente es indeterminado, que va a tratar de determinar con la introducción de nuevas máquinas, con los relojes, etc., y que los obreros, por su parte, tratarán de determi­ nar de otra manera, alterando los relojes, haciendo trampas en los

costes, organizándose entre ellos, etc. En realidad, el salario es una tasa de cambio: tantos francos contra el rendimiento realizado durante una hora, y el segundo término es indeterminado. Tantos francos para obreros completamente sometidos a los relojes, y tantos francos para obreros que se les resisten con éxito no es de ninguna manera lo mismo. ¿Y cómo piensa M arx la determinación del valor de cambio de la fuerza de trabajo? Puesto que ésta es mercancía, com o toda otra mercancía, vale “ el trabajo” que contiene, es decir, el trabajo incor­ porado en los “gastos de producción y de reproducción de la fuerza de trabajo”, materialmente representados por la cantidad de m er­ cancías que un obrero (o una familia obrera) consume para vivir y reproducir una nueva generación obrera. Si llamamos a esta canti­ dad “ el nivel de vida” de la clase obrera, el valor de cam bio de la fuerza de trabajo será una función simple de dos factores, y sólo de dos: este “ nivel de vida” y el valor unitario de cada una de las m er­ cancías que lo componen (de hecho, el simple producto multiplica­ tivo ponderado de uno por otro). Ahora bien, este valor unitario de cada mercancía, a grandes rasgos, no es más que lo contrario de la productividad del trabajo: cuanto más aumenta ésta, menos tiempo de trabajo es incorporado en cada mercancía producida, y el valor unitario de ésta es menor. Entonces, si el nivel de vida de la clase obrera permanece constante, el aumento de la productividad del trabajo -incansablemente perseguida y realizada por el capitalismosignifica ipso facto una reducción del valor de las mercancías que componen el nivel de vida obrero, por lo tanto una reducción de la “parte pagada” de la jornada de trabajo, por lo tanto un aumento de la tasa de explotación, suponiendo que la jornada de trabajo a su vez permanece constante. ¿Pero podemos postular que el nivel de vida obrero permanece constante? M arx no tiene mucho para decir sobre este tema; plantea que cada vez es “ determinado por factores históricos y morales”, y continúa postulando implícitamente que es preciso suponerlo cons­ tante. Pero esto es lógicamente arbitrario y realmente falso. Para com odidad de la exposición y como prim era aproximación pode­

mos plantear la hipótesis de que el nivel de vida obrero permanece constante si se trata de hablar de la situación de la economía durante un período muy corto. De ningún m odo podem os hacerlo sobre uno o dos siglos - y a esto se refiere la teoría m arxiana de la econo­ mía capitalista- Ahora bien, es evidente que hubo una m odifica­ ción considerable (una elevación) del nivel de vida real de la clase obrera desde hace 150 años. Esta elevación fue el resultado de las luchas obreras, tanto de luchas inform ales, como hemos dicho, implícitas, en el nivel de la producción, como grandes o pequeñas luchas reivindicativas abiertas. M arx hace abstracción de esta lucha, y como todo lo que sigue en E l capital reposa necesariamente sobre este “análisis” de la determinación del valor de cambio de la fuerza de trabajo como mercancía, todo el edificio ha sido construido sobre arena, toda la teoría está condicionada por este “olvido” de la lucha de clases. Hay que releer también el final de Salario, precio y ganancia para convencerse de que, incluso cuando M arx admite una influencia de la lucha obrera sobre el nivel de los salarios, esta influencia sigue siendo para él coyuntural y “cíclica”, y no podría alterar el reparto fundamental a largo plazo del producto, tal como es regulado por la ley del valor. Esto no es todo. A partir de cierto momento los capitalistas m is­ m os com prendieron que la elevación regular del nivel de vida obrero era una necesidad inherente al funcionamiento del sistema. Pues sin una expansión continua del mercado de bienes de con­ sumo, no puede haber expansión capitalista -e n todo caso, no el tipo de expansión que nosotros conocem os-. Evidentemente, en ciertas situaciones (la Alem ania nazi, la Unión Soviética durante mucho tiempo, períodos de guerra, etc.), el sistema orienta la pro­ ducción en particular hacia la fabricación de armamentos o hacia una acumulación acelerada, y el nivel de vida real de la clase obrera se encuentra bloqueado e incluso declina. Pero la evolución “ n o r­ m al” del sistema a largo plazo es imposible sin una expansión con­ tinua del m ercado de los bienes de consumo; y este m ercado, en gran parte, se constituye por la demanda solvente, por lo tanto, por los ingresos de los obreros y de los asalariados en general. De

manera que, si queremos plantear una hipótesis, por la comodidad de la exposición y como prim era aproximación, estamos obligados a plantear la de una estabilidad del ritmo de aumento del ingreso real de los obreros durante el período de corto plazo que estamos estu­ diando. Por cierto, en la hoja de papel podemos intentar imaginar una hiperteoría que trataría de cuantificar la intensidad de la lucha de clases y su relación con el nivel de los salarios, e insertarla en el esquema “ más general” (además, por el lado de los economistas aca­ démicos existieron tales tentativas, donde, como por casualidad, la tasa de sindicalización es tomada como variable representativa de la “ presión de los salarios” ). No voy a discutirlo; considero esta orientación como fundamentalmente absurda. Todo esto muestra que la idea de una “ ley del aumento de la tasa de explotación” es un mito. Y de manera más general, es un mito toda idea de una “ ley” que determinaría la evolución del reparto del pro­ ducto social entre capitalistas y trabajadores haciendo abstracción de la lucha de clases. Asimismo, la supuesta “ ley” de la elevación de la composición orgánica del capital reposa sobre una falacia. Puesto que en términos de volumen, e incluso más rigurosamente, en térmi­ nos físicos, se observa un aumento de la masa del capital constante (de la cantidad de máquinas, materias primas, etc.) con respecto al “capital variable” (es decir, de hecho, a la cantidad de obreros y de horas trabajadas), se saca la conclusión de que el capital constante, en términos de valor, aumenta con respecto al capital variable, igual­ mente en términos de valor. Esto es lo que en lógica se llama un non sequitur. La evolución de la masa física del capital constante aún no dice nada acerca de la evolución de la masa de su valor; pues ésta es igual a masa física multiplicada por valor unitario, y este último dis­ minuye con el aumento de la productividad del trabajo (y no hay razón alguna para suponer que ella aumenta menos rápido en el sec­ tor que produce medios de producción que en el conjunto de la eco­ nomía). No es porque la cantidad de máquinas, materias primas, etc., aumenta en relación con el número de obreros que el valor del capi­ tal constante aumenta en relación con el del capital variable, Al mismo tiempo, Marx suponía que con un número de obreros cons­

tante, el valor del capital variable disminuía con el tiempo en función del aumento de la tasa de explotación; y hemos visto que ésta no existe. Entonces, no puede decirse nada apriori sobre la evolución de la composición orgánica. En cuanto a la “ baja tendencial de la tasa de beneficio” es el ejem­ plo mismo del no-problema. Quizás haya que escribir un día un tra­ tado psicoanalítico acerca de los motivos de la fascinación que ha ejercido en M arx y en los marxistas, y antes de ellos en la economía política clásica, la idea de una baja secular de la tasa de beneficio.8 La fórm ula del beneficio en M arx es: pl/c+ v (relación de la plusvalía total con la suma del capital constante y del capital variable). P l es función del número de obreros empleados, puesto que la plusvalía sólo se extrae del trabajo vivo. La “ ley de la elevación de la com posi­ ción orgánica del capital” dice que c aumenta más rápido que v. Por lo tanto, p l sólo depende de v, y como éste aumenta menos rápido que c, el numerador de la fracción, con el tiempo, debería disminuir en relación con el denominador. Éste es el razonamiento, y todos sus eslabones falsos. Ya hemos visto que no es necesariamente verdadero (no es verdad en la realidad) que la composición orgánica aumente. Por otra parte, M arx afirma que la tasa de explotación (la relación p l/v) aumenta con el tiempo; ¿cómo sabemos que este aumento no alcanza para compensar un eventual aumento de la composición orgánica, o incluso para sobrecompensarlo, en cuyo caso no tendrí­ amos una tendencia a la baja, sino una tendencia al alza de la tasa de beneficio? Por último, la fórm ula misma carece de sentido en rela­ ción con este “problema” : pl/c+ v no es una tasa de beneficio sobre el capital, sino una tasa de beneficio sobre el volumen de ventas (el capital sólo se representa allí por c, que es la fracción productiva­ mente consumida por período, pequeña parte generalmente del capital comprometida en la producción).

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Por otra parte, ¿cuál es el interés o la pertinencia? Admitamos que la tasa de beneficio tiende a disminuir; ¿y después qué? Si se tratase de una tasa de beneficio sobre el capital, podríamos concluir de ello, si todo lo demás permanece constante (postulado que no es trivial en modo alguno), que el ritmo de la acumulación capitalista tiende a ir más despacio; ¿y entonces? (Observemos que, en la realidad, sucede más bien lo contrario de lo que hemos observado hasta aquí. Desde hace dos siglos la producción capitalista ha aumentado, digamos, un prom edio de 4% anual; ¿en qué reconforta esto o afecta nuestras perspectivas políticas de pensar que hacia 2175 su ritmo de creci­ miento anual no será más que de 2%? Y no se trata ni siquiera de la tasa de beneficio sobre el capital, sino de tasas de beneficio sobre el volumen de ventas, que como tal no tiene relación directa con el ritmo de la acumulación.) Por último, si suponemos que existe esta “ baja tendencial”, ¿por qué dejaría de existir en la sociedad socialista? Según Marx, las razo­ nes por las cuales hay baja tendencial de la tasa de beneficio en la sociedad capitalista son razones técnicas, que no tienen nada que ver con la estructura social del capitalismo; se deben a que siempre hay más máquinas, materias primas, etc., para una cantidad determinada de obreros. Com o nosotros no decimos que en una sociedad socia­ lista vamos a tratar de tener un desarrollo técnico al revés (y, en todo caso, M arx y los marxistas no lo dirán nunca), ese factor siempre estará presente; incluso estará agravado, puesto que el otro factor que puede contrabalancearlo en el régimen capitalista, el aumento de la tasa de explotación, ya no debería existir en una sociedad socialista. Entonces, ¿en una sociedad socialista habrá baja de la tasa de sobreproducto (puesto que ya no podemos hablar de beneficio)? ¿Y cuá­ les serán las consecuencias de esto? Tomemos ahora lo que yo he llamado la elim inación del factor tecnológico en Marx. Por cierto, M arx vio con profundidad la con­ moción constantemente repetida que introduce la evolución técnica en la sociedad y en la economía capitalistas, e hizo análisis sociohistóricos ejemplares e incomparables. Pero cuando se trata de cons­ truir su sistema económico, es como si se olvidase de todo esto. El

postulado implícito, sin el cual todo cuanto dice en El capital no ten­ dría sentido, es que hay progreso técnico (sin el cual no habría ele­ vación de la productividad del trabajo), pero este progreso técnico está representado por una variable continua. Hay u n / ( f) creciente, una función creciente y continua del tiempo, que determina el ren­ dimiento de la hora de trabajo, es todo. Si queremos ir más allá, tener en cuenta todo lo que M arx ve cuando habla histórica y concreta­ mente del progreso técnico, ya no hay nada que pueda ser llamado valor del capital ni que pueda ser tratado en la teoría económica como M arx lo trata: a saber, algo mensurable, que corresponde al amontonamiento de edificios, de máquinas, de minas, etcétera. La concepción de M arx presupone, en efecto, que se puede medir el valor del capital, representar con un número esta reunión heteróclita de objetos, poner juntos a perros y gatos, para esto sirve la teo­ ría del valor-trabajo. Cada máquina, por ejemplo, tiene un valor en tanto incorpora trabajo pasado, que puede contarse (en horas, etc.). Si no hay ningún progreso técnico, lo que significa que se produce y reproduce indefinidamente el mismo tipo de máquinas mediante los mismos métodos, no hay problema: el trabajo (directo e indirecto) gastado efectivamente por la fabricación de la máquina, su costo “ histórico”, mide sin ambigüedad el valor de ésta. Si hay progreso técnico, esto significa ipsofacto que los métodos de fabricación cam ­ bian; las máquinas fabricadas ayer, que todavía hoy están en funcio­ namiento, tienen un costo “ histórico” diferente (generalmente supe­ rior) al costo de las máquinas fabricadas hoy, mediante métodos más eficaces. Sin embargo, sería extraño decir que ellas tienen “ más valor” (haciendo abstracción del uso, etc.). La lógica (y la práctica real de la economía capitalista) lleva a decir que el valor de este tipo de máquina deberá ser determinado (como además el de cualquier producto) no por su costo histórico efectivo, sino por su costo presente necesario (dicho de otro modo, su costo de reproductibilidad). Si el progreso técnico es continuo en sentido matemático, es decir, sí está hecho por adiciones infinitesimales, se puede mostrar, tam ­ bién por medio de otras condiciones pasablemente restrictivas, que es posible sostener un cálculo del “valor” de la máquina según sus

costos de producción. Pero si, como ocurre en realidad, el progreso técnico se hace a saltos, esta posibilidad ya no existe. Se obtendrá, ya no una “obsolescencia” (envejecimiento técnico) infinitesimal de cada máquina que hace tender insensiblemente su valor hacia cero, sino a la vez máquinas nuevas, otras que siguen sirviendo a pesar de estar pasadas de moda, pero ya no son reproducidas (y en conse­ cuencia, ya no se puede calcular, de manera significativa, su costo de reproductibilidad), otras, por último, que súbitamente pasan del ser al no ser pues, si hasta ayer eran buenas, padecen de los efectos de la invención de otra máquina que las vuelve positiva y totalmente no rentables, o bien, porque de pronto el producto final para cuya pro­ ducción ella servía es reemplazado por otro, de una fabricación com­ pletamente diferente. En estas condiciones, ya no se puede estable­ cer una medida del capital que tenga un sentido a través del tiempo; ya no se puede decir lo que representa c en las fórm ulas y en las supuestas leyes de desarrollo del capitalismo, sino en un sentido absolutamente “ instantáneo”. ¿No es esto el cuestionamiento de todo discurso sobre economía? Por supuesto. ¿Entonces a la ciencia económica sólo le quedaría una tarea descriptiva? Más que eso, por cierto. Incluso en sociología puede hacerse mucho más que descripción. En economía hay conexiones, repeticiones, regularidades “ locales” y parciales, tendencias generales; hay una inteligibilidad de los fenómenos con la condición, claro está, de no olvidar nunca -s i se quiere comprender algo- que hace falta volver a sumergir la economía en lo histórico-social. Pero lo que no existe es una economía política establecida siguiendo el modelo de una cien­ cia físico-matemática. Y este modelo es el que M arx tiene en mente cuando escribe El capital. Ahora bien, dicho modelo presupone in­ variantes y conservaciones. Las “ leyes” de la física son relaciones inva­ riantes donde aparecen parámetros que son constantes (las “constan­

tes universales” ); hay una relación que es siempre la misma, que vin ­ cula presión, volumen y temperatura de un gas, y una constante de gas perfectos. Y a través de todas las modificaciones de un sistema físico, hay siempre “algo” que se conserva: la masa-energía, la carga eléctrica, etc. Pero, ¿qué “ se conserva” en economía? ¿Y dónde pue­ den encontrarse en ella relaciones funcionales invariantes? Cada vez que se trata de establecer tales relaciones (la economía académica se dedica en vano a esto desde hace decenios), tarde o temprano se observa que su form a cambia, que sus parámetros cambian, que el tipo mismo de su dependencia con respecto a las condiciones “ inicia­ les” o “exógenas” bajo las cuales se postulaba que valían, cambia. Lo repito, la economía está llena de encadenamientos “localmente regu­ lares”, que no son ininteligibles, pero que no pueden ser integrados en un sistema exhaustivo y permanente de relaciones invariantes, y menos aun formalizados. Acabas de demostrar en qué es insostenible la teoría económica m ar­ xista. ¿En qué es insostenible la teoría de la historia de Marx? Lo que acabamos de decir sobre la economía muestra que no puede considerarse la sociedad capitalista como si obedeciera al esquema teórico del materialismo histórico (tal como se lo formula, por ejem­ plo, en el prefacio de la Contribución a la crítica de la economía polí­ tica). Menos aun puede comprenderse la historia de la humanidad anterior a la era burguesa a partir de este esquema. Por ejemplo, ¿cómo comprender las llamadas sociedades arcaicas de esta manera? Muy a menudo estas sociedades exhiben, sobre la “ base” del mismo estado de las fuerzas productivas y del mismo tipo de relación de pro­ ducción, una variedad increíble de formas de organización y de vida sociales. Frente a ello, una de las respuestas marxistas consiste en decir: nos importa poco esta variedad que sólo es aparente, las formas de organización y de vida no son más que un condimento, la sustan­ cia es en todos los casos la misma; que unos sean totemistas y otros no, que unos vivan en un sistema matriarcal y otros en un sistema patriarcal, lo esencial es que todos viven de la recolección y de la caza.

Pero esto equivale a elim inar la historia de la sociedad, a decidir de antemano que la única realidad es la de las “ fuerzas productivas” y todo lo demás es simple epifenómeno (cuya simple existencia y cuyas variaciones, además, se vuelven entonces totalmente ininteligibles; ¿por qué diablos estos salvajes no se contentan con cazar y se ponen a representar cosas? ¿Y por qué se ponen a representarse cosas diferen­ tes, cuando todos no hacen más que cazar?). Esto equivale también a juzgar la historia del conjunto de la humanidad según la mentalidad más cruda y más bruta que un patrón capitalista pueda tener: ¿quién es Fulano? — Gana tanto por mes. ¿Qué es esta tribu? — Son cazado­ res en tal nivel de desarrollo técnico. Así, toda la historia de la huma­ nidad es considerada como una serie de tentativas cada vez menos imperfectas para llegar a esta perfección final, la fábrica capitalista. Y en la medida en que aún no lo lograron, esos pobres salvajes pierden su tiempo inventando “cosas absurdas” (Engels lo escribe con todas las letras). Finalmente, todo esto remite a la filosofía “ racionalistamaterialista” del marxismo, que no es más que una variante de una metafísica que tiene veinticinco siglos, casi vacía de significación. Pero también hay que hablar del destino histórico del marxismo. Es extraño ver a gente que se proclama marxista o quiere “defender a M arx” e ignora encarnizadamente esta cuestión. Yo podría discutir acerca del cristianismo y decir: “ La Inquisición no me im porta, el Papa es un accidente; la participación de la Iglesia Católica en la Gue­ rra Civil Española junto a Franco, ésos son sacerdotes empíricos. Todo esto es secundario con respecto a la esencia del cristianismo, la cual se manifiesta en tales frases de los Evangelios”. El cristianismo es una realidad social e histórica instituida desde hace dos mil años; esta realidad, infinitamente compleja y ambigua, por cierto, tiene con todo una significación que en ningún momento puedo ignorar: el cristianismo ha sido y sigue siendo la religión del poder, que enseña

a la gente que hay que dar al César lo que es del César, etc. No puedo pensar de otro modo cuando se trata del marxismo. Claro, no hay aquí dos mil años sino sólo ciento veinte, pero los últimos sesenta son muy pesados históricamente. En prim er lugar, en un grado aplastante y que supera todo lo demás, la realidad del marxismo es

que es la ideología a la que dicen pertenecer los regímenes de opre­ sión totalitaria que ejercen su poder sobre m il millones de hombres y de mujeres. Y también es la ideología de partidos burocráticos de otros países, que, como sabemos, apuntan a instalar regímenes idén­ ticos a los anteriores, y cuya práctica cotidiana es una sucesión de infamias. Esto no dura desde hace dos mil años, pero pesa dos mil millones de toneladas. Si decimos: “ Es claro que Brézhnev no es marxista, sino un m is­ tificador que utiliza a M arx; el verdadero pensamiento de M arx no tiene nada que ver con todo esto”, entonces, ya no se trata de m ar­ xism o sino del “ verdadero pensamiento de M arx”. Pero el “pensa­ miento verdadero de M arx” -expresión misteriosa, adem ás- tiene el mismo estatuto que el verdadero pensamiento de Freud, el verda­ dero pensamiento de Hegel, el verdadero pensamiento de Kant, etc. Es una gran obra; es ambigua; también es contradictoria; hay estra­ tos diferentes; hace falta trabajo, un trabajo inmenso, para no per­ derse en ella -e s decir, sobre todo para encontrar interrogaciones-. Ahora bien, los fieles siempre creen que hay una verdad entera y cuadrada, y que está depositada materialmente en los escritos de M arx. Dicho esto, es evidente que M arx es muy importante. Ni por un segundo podríam os mantener esta conversación si no hubiése­ mos pasado por su pensamiento y si no viviésem os en un mundo que ha sido influido por él. ¿Es siempre el proletariado, como dice Marx, el que detenta el proyecto revolucionario? Lo que llamamos proyecto revolucionario ha sido engendrado en y por las luchas obreras, y esto antes de M arx (entre 1790 y 1840) en Inglaterra y en Francia. Todas las ideas pertinentes se forman y se for­ mulan durante este período: el hecho de la explotación y de sus con­ diciones, el proyecto de una transformación radical de la sociedad, el de un gobierno de los productores y para los productores, la supre­ sión de la asalarización... La historia del proletariado es un hecho fundamental y una fuente inagotable. No se conoce otra clase expío-

tada que por sí misma se haya constituido en polo activo de la socie­ dad, que haya engendrado un proyecto de tal transformación radical, que haya actuado con tanta audacia, con tanto heroísmo; que ella, clase explotada, haya logrado esa cosa extraordinaria de haber codeterminado en un grado decisivo la evolución del sistema social. Todo lo que ha ocurrido en el mundo occidental desde hace ciento cin­ cuenta años es, en una grandísima parte, el resultado de las luchas obreras. Estas luchas fueron las que impusieron los aumentos de sala­ rios, las reducciones del tiempo de trabajo, el acceso a los derechos políticos, la “ verdadera” república burguesa; también fueron ellas las que indujeron a cierto tipo de evolución tecnológica. Pero actualmente debemos comprobar que en las sociedades capi­ talistas modernas el proletariado disminuye sin cesar en el porcentaje de la población, y ya es minoritario en los países más “desarrollados”. En los Estados Unidos, los obreros manuales representan apenas un cuarto de la población en el trabajo; y la tendencia es la mism a en otros países del capitalismo moderno. Sobre todo, desde hace más de veinticinco años, ya no se postula, com o en el pasado, como clase que apunta a la transformación radical de la sociedad. Entonces, ya no podemos mantener al proletariado en el papel que M arx le asig­ naba partiendo de la idea de que el proceso de la acumulación capi­ talista iba a transformar a todo el mundo en proletarios industriales (menos un puñado de capitalistas y quizás algunos vigilantes). No es esto lo que sucede. Decir que todo el mundo - o casi- se volvió asa­ lariado, no quiere decir que todo el mundo se volvió proletario con el contenido que se le daba a este término. Ser asalariado es la condi­ ción prácticamente general en la sociedad capitalista moderna; ya no es una situación de “ clase”. Evidentemente, hay diferenciaciones muy importantes desde muchos puntos de vista dentro de los “asalaria­ dos”. Pero no otorgan los criterios de una división en clases. Por ejemplo, el criterio “económico” estricto, el nivel de ingreso (de sala­ rio), no puede utilizarse de verdad. Si se lo utilizara de manera con­ secuente y en escala mundial, habría que decir que el asalariado peor pagado de un país capitalista desarrollado es un explotador de los dos tercios de la humanidad que viven en los países no desarrollados.

La otra línea divisoria dentro de los asalariados, entre dirigentes y ejecutantes, tiende a volverse cada vez menos pertinente, pues las categorías de dirigentes puros y de ejecutantes puros cada vez son menos importantes numéricamente; la pirámide burocrática se infla por el medio, si se puede decir así, pues hay proliferación de tareas productivas de cuyos agentes no puede decirse que estén reducidos al papel de simples ejecutantes. El único criterio de diferenciación dentro de la masa de los asalaria­ dos que sigue siendo pertinente para nosotros es su actitud con res­ pecto al sistema establecido. Esto equivale a decir que hay que aban­ donar los “criterios objetivos”, sean los que fueran. Con excepción de una pequeña minoría en la cima, el conjunto de la población está igualmente abierto - o cerrado- a una perspectiva revolucionaria. Puede ocurrir que, coyunturalmente, tal capa o categoría desempeñe un papel más importante; pero ya no se puede mantener la idea de que el proletariado es “el" depositario del proyecto revolucionario. Esta idea se convirtió en una suerte de hechizo que, por una parte, permite que el PC se postule como el partido que habla “en nombre” de los trabajadores, y por otra parte, que los grupúsculos de izquierda y de extrema izquierda se engañen a sí mismos repitiéndose “ somos diez pero somos el partido potencial del proletariado” o “ somos en derecho este proletariado que todavía no se conoce a sí mismo”. Tam­ bién es claro que uno no puede a la vez proclamarse marxista y tra­ tar de encontrar un sustituto para el proletariado en la persona de los campesinos del tercer mundo. El privilegio político del proletariado en el marxismo era hom ó­ logo al privilegio teórico y filosófico otorgado a la esfera de la pro­ ducción. Hemos visto que éste no puede mantenerse. Y, sim étrica­ mente, no se puede quitar importancia histórica a la evolución de la lucha de los jóvenes, ni a todo lo que ocurre con la parte femenina de la población (después de todo, la producción tiene como condi­ ción la reproducción de la especie...). Esto nos lleva a la conmoción de las relaciones entre los sexos, a la conm oción de la estructura familiar tradicional, a la crisis de todas las estructuras anteriores.

Estas manifestaciones deben tener tanta importancia para nosotros como otras cualesquiera. Un último punto sobre la relación entre esta idea del proletariado y la teoría marxista. Un tipo muy frecuente de discurso que todavía encontramos hoy es este razonamiento circular: el proletariado desem­ peña un papel histórico privilegiado, como lo demuestra la obra de Marx (que es verdadera); la obra de Marx tiene un estatuto (de verdad) aparte, porque es la expresión consciente del movimiento del proleta­ riado (que es una clase históricamente privilegiada). Esto no es dicho de esta forma, pero bastan diez minutos de interrogatorio socrático para llevar a casi todos los marxistas a estos enunciados. Así también: la prueba de la verdad de las Escrituras es la Revelación; y la prueba de que hubo revelación, es lo que dicen las Escrituras. Es el sistema autoconfirmatorio. De hecho, es cierto que la obra de Marx, según su espí­ ritu y su intención misma, se sostiene y se cae al mismo tiempo que esta aserción: el proletariado es y se manifiesta como la clase revolucio­ naria que está a punto de cambiar el mundo. Si éste no fuese el caso -com o no lo es-, la obra de Marx vuelve a ser lo que siempre ha sido en realidad, una tentativa (difícil, oscura y profundamente ambigua) de pensar la sociedad y la historia en la perspectiva de su transforma­ ción revolucionaria - y nosotros debemos retomar todo a partir de nuestra propia situación que, por cierto, contiene a la vez como com­ ponentes a Marx mismo y la historia del proletariado-.

3 . EL PROYECTO REVOLUCIONARIO HOY

Lo que decías antes a propósito de los jóvenes, de las mujeres, etc., era como un principio de desarrollo de la fórm ula “la problemática revolu­ cionaria hoy debe extenderse al conjunto de las esferas de la actividad social, y en prim er lugar a la vida cotidiana". Ciertamente, Lo cotidiano es también la vida cotidiana del obrero, por ejemplo. Es, entonces, ocho horas por día, o más, de trabajo en la

fábrica, con las condiciones de trabajo que conocemos, la lucha implí­ cita, informal, incesante en la producción; la lucha contra los relojes contiene en germen la tendencia de los obreros a determinar por sí mismos su ritmo de trabajo, esto tiene una significación capital. Pero lo cotidiano es también la casa por la tarde, el barrio, toda la vida de la gente en todos sus aspectos ignorados, descuidados, considerados como secundarios por aquellos que sólo están obsesionados por las huelgas, los acontecimientos “ políticos” o las crisis “ internacionales”. ¿Se desemboca entonces en la problemática de Marcuse con respecto a la lucha de los jóvenes? Es difícil captar el pensamiento de Marcuse con respecto a esto. A veces se expresa como si pensara que ya no puede tratarse de revolu­ ción, sino de luchas revolucionarias condenadas a permanecer mino­ ritarias, como si dijese: “ ¡Vivan los estudiantes, vivan los prisioneros que se rebelan, pero sabemos que el mundo no puede cambiar esen­ cialmente. Tanto mejor si la gente lucha en alguna parte, es la prueba de que el ser humano no se deja someter y embrutecer completa­ mente!”. Por m i parte, rechazo categóricamente esta actitud y la filo­ sofía que le corresponde. A veces se tiene la impresión de que Marcuse niega el papel revolucionario del proletariado, más exactamente, que niega toda posibilidad de actitud revolucionaria de los obreros y reserva estas posibilidades a otras categorías (jóvenes, etc.). Esto es M arx al revés: hay privilegio negativo del proletariado, y siempre pri­ vilegio positivo de alguien determinado. Yo digo, por mi parte, que hace falta salir de este universo de pensamiento. ¿Qué puede decirse de la actividad revolucionaria hoy? En primer lugar, hay que romper con la concepción imperialista según la cual la actividad revolucionaria es solamente la acción de los militantes revolucionarios. No se puede hablar de una actividad revolucionaria, de un tipo de actividad revolucionaria. En la sociedad contemporánea hay necesariamente una pluralidad de actividades

potencialmente revolucionarias. La actividad de los militantes que se organizan en una organización revolucionaria no es más que uno de los vectores de un combate multiforme, que se desarrolla en varias esferas, potencialmente en todas (y si así no fuese, la actitud de los revolucionarios sería absurda intrínsecamente). Como tal, la activi­ dad de los militantes revolucionarios no tiene ningún privilegio; es un componente de un movimiento histórico que la supera -q u e debe superarla- infinitamente. ¿Pero puede hablarse aún de proyecto revolucionario.'’ Eso es otra cosa, y quizá haya que precisar aquí lo que entendemos por proyecto. No hablamos de un “ program a”, de un conjunto de medidas concretas que tendrían que tomar las masas en el poder, en Francia o en Venezuela. El proyecto revolucionario es la mira histó­ rica de una sociedad que habría superado la alienación; por aliena­ ción entiendo un hecho histórico-social (la heteronomía instituida), y no un dato metafíisico. En otros términos, es la mira de una socie­ dad autónoma, que no está sometida a su pasado o a sus propias cre­ aciones. Digo bien: sometida. Por cierto, uno está siempre determi­ nado por su pasado y por sus propios actos; pero todo depende de lo que se entienda por “ determinado”, y hasta dónde va esta determ i­ nación. Esta determinación no es la mism a para un psicótico que para un “normal” o neurótico; tampoco es la misma para las socieda­ des “tradicionales” (arcaicas o “asiáticas” ), para las ciudades griegas, para los Estados Unidos o la Francia del siglo xvni. ¿Qué es una sociedad autónoma? A l principio yo había dado al concepto de autonomía, extendido a la sociedad, el sentido de “ges­ tión colectiva”. Ahora debo darle un contenido más radical, que no es simplemente la gestión colectiva (la autogestión) sino la autoinstitución permanente y explícita de la sociedad; es decir, un estado donde la colectividad sabe que sus instituciones son su propia creación y se ha vuelto capaz de mirarlas como tales, de retomarlas y de transfor­ marlas. Si se la acepta, esta idea define una unidad del proyecto revo­ lucionario.

Parecería que has definido la reflexión global como indispensable e imposible a la vez. Uno puede preguntarse también si tu análisis no asigna un efecto regulador a las luchas. Parecería que la autoinstitución de la que hablas fuese un proyecto global, una suerte de petición de principio según la cual esta globalidad fuera viable, y que las luchas des­ embocarían en una suerte de racionalidad. No digo que las luchas cotidianas, como tales, desemboquen en la globalidad. Sin embargo, cuando analizamos una lucha determinada -lo s obreros contra los relojes, los estudiantes con respecto a los program as- constatamos que, en un momento preciso y sobre un punto preciso, ella se opone al sistema capitalista que, por su parte, sean cuales fueran sus contradicciones y sus fallas, tiene una “globalidad” que se traduce aquí como educación opresiva, allá como cronom e­ traje, etc. Cuando alguien se rehúsa a permanecer como un objeto pasivo del sistema de educación, o de la dirección de la fábrica, o de su marido, después de haber sido el de su padre, lo sepa o no, hay un “ reverso positivo” de este rechazo, otro principio que está en contra­ dicción frontal con el principio fundamental del capitalismo. M i interpretación de estas luchas me lleva a ver en ellas una unidad - o al menos una hom ología- en su significación. Si me equivoco, ya no podríamos hablar de proyecto revolucionario, en el período actual, y habría que volver a posiciones como las que le imputábamos antes a Marcuse. Pero si no me equivoco, estas significaciones homologas nos remiten necesariamente, por el hecho mismo de que su hom o­ logía se afirma a través de sectores y actividades diferentes de la socie­ dad, a la cuestión de la globalidad social y a su realidad. Evidente­ mente, cuando hablamos de la globalidad de la sociedad, hablamos de un problema que sólo está en el nivel del conjunto de la sociedad como sociedad actuante. Y esto es lo que crea esa impresión de un enorme hiato. Creo que la capacidad imaginativa y creadora de la sociedad le permitirá resolver problemas que hoy pueden parecemos irresolubles, y otros cuya form ulación ni siquiera podemos sospe-

Chtr. Si no existe tal capacidad, efectivamente no sirve de nada preo­ cuparse de Mi o cual aspecto de la organización de una sociedad

socialista en su primera fase, y hablar de ello. Tal discurso sólo tiene sentido si apunta a aclarar lo más posible la mayor cantidad de pre­ guntas posible, si apunta a despejar el terreno, a mostrar que ciertas dificultades son imaginarias, y que, para otras, tales tipos de solucio­ nes de ahora en más son inconcebibles, etc. Pero todo esto presupone siempre que uno se refiere a la actividad determinante de la gente como capaz de enfrentar las preguntas que se plantearán - y como única actividad capaz de hacerlo-. Tomemos un ejemplo. Desde hace mucho tiempo considero la escuela no como una institución que debe reformarse y perfeccio­ narse, sino como una prisión que hay que destruir. Com o un “ reverso positivo” de esta negación, puede concebirse la reabsorción de la fun­ ción de la educación de las jóvenes generaciones por la vida en la sociedad. (Soy completamente hostil a la mitología del “ buen salvaje” que desde hace algún tiempo vuelve a nacer. Esto no impide compro­ bar que, desde este punto de vista, las sociedades arcaicas nos hacen ver la posibilidad realizada de una “educación”, es decir, de una absorción de la cultura por parte del individuo a medida que éste crece, que no implica la institución de un sector de actividad sepa­ rado y especializado para este fin.) Pero no se trata de proponer una utopía nueva, pues esta utopía estará siempre vacía en su parte cen­ tral: la reabsorción de la función educativa por parte de la vida social sólo tiene sentido si la gente en su conjunto es capaz de vivir con sus niños, y con los niños de los otros, por lo tanto con los niños, de un modo diferente de como lo hace ahora. Esto implica transformacio­ nes profundas, tanto de la organización y de la naturaleza del trabajo mismo, como del hábitat, del psiquismo de la gente, etc. No es poco, lo sé. Es decir que esto remite inmediatamente a la globalidad de la sociedad - y a la actividad y al ser mismo de la colectividad como capaz de tomarla a cargo-. ¿Será capaz la sociedad de secretar una respuesta coherente a estas cuestiones? No podemos demostrar de antemano, por una reflexión teórica, que lo será, menos aun pode­ mos demostrar que esta respuesta tendría el sentido que intentamos prebosquejar. Es claro que tal “demostración” sería una contradic­ ción en los términos.

Pero lo que sabemos es que todas las sociedades en la historia han sido capaces de dar respuestas coherentes al problema de su globalidad como tal y a las particularidades cada vez específicas de esta globalidad. Esta coherencia, dicho sea de paso, deja —o más bien debería dejarasombrados y sin palabras a todos los sociólogos, psicoanalistas, eco­ nomistas, etc. (digo debería pues de hecho casi no se preocupan por ello). Pues ella supera infinitamente toda capacidad analítica conce­ bible. El psiquismo de los individuos, el régimen económico, la orga­ nización social, el modo de fabricación de los objetos, el espíritu de la lengua, etc., todo esto tiene cohesión, es imposible que uno exista sin otro, y que la sociedad exista sin cualquiera de ellos. Es la socie­ dad que lo postula así, es la sociedad que se instituye como sociedad global. Inmenso enigma y hecho enceguecedor: no hay sociedad fra­ casada, nunca la hubo. Hay monstruos biológicos y hay fracasos psí­ quicos, no hay sociedades fracasadas. Los chinos, los atenienses, los franceses de innumerables colectividades en la historia siempre fue ron capaces de instituir, sin saberlo, una vida social coherente. Decir que la sociedad posrevolucionaria sería la única incapaz de ello no puede apoyarse más que en la idea de que hay un absurdo radical o una imposibilidad en la mira de una sociedad autónoma. Ahora bien, hasta tanto esta idea no haya sido “demostrada” (y digo que tal “demostración” es por principio imposible), seguiré afirmando que no expresa más que una decisión práctica-política-filosófica de quien la enuncia. ¿Qué es posible hacer actualmente? ¿Y cuáles son las tareas de los revo­ lucionarios, más particularmente en tanto intelectuales? La primera tarea es tratar de organizarse en tanto militantes revolu­ cionarios. M ientras un revolucionario permanece aislado, la pre­ gunta planteada no tiene mucho misterio ni interés. Los individuos aislados deben tratar de hacer lo que pueden ahí donde están, pero no hay respuesta general posible. La pregunta que importa es: ¿cómo superar los problemas que se plantean en una colectividad de revo­ lucionarios y se oponen a su supervivencia y a su desarrollo? Por el

resto, nada podemos: los obreros lucharán o no lucharán, el m ovi­ miento de las mujeres se extenderá o no se extenderá, los estudiantes continuarán o volverán al redil. Pero de lo que debemos sentirnos responsables es de que hay en Francia centenas de personas, por lo menos, que piensan aproximadamente en ¡a dirección trazada por el marco de nuestra discusión, por la problemática que nos interesa (poco importa si sus respuestas varían) -m arco y problemática que otros rechazan-. Sin embargo, cada uno de ellos siente o sabe que las cala­ midades que asolaron las pequeñas organizaciones revolucionarias no han desaparecido, y no están dispuestos a creer hoy más que ayer que ellos podrían dar una respuesta a los problemas que volverían a surgir si una organización volviera a constituirse. Para saber si podemos nadar, no hay otro medio que entrar en el agua. Claro, uno puede ahogarse, pero para empezar podemos elegir un lugar donde hagamos pie. En prim er lugar hace falta saber si es posible un embrión de organización en la dirección a la que yo alu­ día antes (si existe la gente que participaría en ella), luego tratar de definir cierto número de puntos de acuerdo necesarios y suficientes para que comience una actividad colectiva. A partir de un referente común de problemas y de ideas puede comenzar la puesta en prác­ tica del principio de que la organización se autodetermina constan­ temente, con todo lo que esto implica. Hace falta que la gente esté dispuesta a asumir una actividad colectiva permanente de largo aliento y de carácter aunque sea un poco general. Hace falta también que la gente esté dispuesta a examinar las relaciones que se estable­ cen entre ellos, y, más en general, los problemas internos a la organi­ zación, vinculados con los que se plantean con respecto al exterior; dicho de otro modo, hace falta que hayan comprendido y admitido que un grupo se com pone de individuos de carne y hueso, y no de conciencias políticas puras. Podemos dar a estos problemas bellas soluciones en la hoja de papel, que en la práctica no sirven para nada. Pues aquello que determina el comportamiento efectivo de la gente en la organización, mucho más que sus “ ideas”, es su vida, su perso­ nalidad, sus preocupaciones, su experiencia, las relaciones que esta­ blecen con los demás dentro de la organización, etc. Todo esto influye

tanto más cuanto que el campo de actividad de una organización revolucionaria no presenta los apremios “ objetivos” que presentan otros tipos de actividad colectiva. Cuando se trata de trabajo produc­ tivo, por ejemplo -sea alienado o n o -, existe un apremio “objetivo” que tiende a minimizar los efectos de los factores mencionados ante­ riormente. No ocurre lo mismo cuando se trata de una colectividad que, en un sentido, flota un poco en el aire, y que debe extraer de sí misma lo esencial de lo que piensa, de lo que quiere hacer y cóm o quiere y debe hacerlo. Ahora, si su pregunta significa: supongam os que esta organiza­ ción existe, ¿cuáles deben ser sus tareas?, responderé, evidentemente, que a ella le corresponde definirlas, y que dependen en buena parte de factores coyunturales. Por mi parte, considero que deben cum ­ plirse tareas inmensas en el plano de la elucidación de la problemá­ tica revolucionaria, de la denuncia de lo falso y de las mistificacio­ nes, de la difusión de ideas justas y justificables, y de informaciones pertinentes, significativas y exactas; como también de la propaga­ ción de una nueva actitud con respecto a las ideas y a la teoría. Pues hace falta a la vez romper el tipo de relación que la gente mantiene actualmente con las ideas y la teoría, tipo que siempre es esencial­ mente religioso, y mostrar por lo tanto que no podemos perm itir­ nos decir cualquier cosa. Evidentemente, me parece igualmente esencial que la organización participe en las luchas en el lugar donde éstas se desarrollan y se vuelva su instrumento, con la condición de que esta participación no sea fabricada u orquestada. Establecer una nueva relación entre los revolucionarios -en el sentido que quere­ mos dar a esta palab ra- y el medio social comienza con la convic­ ción de que la organización tiene tanto para aprender de la gente en la calle como ésta tiene de ella. Pero esto no quiere decir nada si no se concreta, y aquí otra vez se abre un enorme campo de invención para la actividad de los revolucionarios.

Las significaciones imaginarias1

A continuación, dos de las preguntas que han orientado su reflexión: ¿qué es lo que hace que los hombres permanezcan juntos para consti­ tuir sociedades?, y ¿qué es lo que hace que estas sociedades evolucionen, que emerjan nuevas formas? No se trata sólo de que los hombres “permanezcan” en sociedad. Los hombres no pueden existir más que en la sociedad y por la sociedad. Aquello que en el hombre, en lo que habitualmente llamamos el indi­ viduo humano, no es social, es, por una parte, el sustrato biológico, el hombre animal; por otra parte, infinitamente más importante y que nos diferencia radicalmente del simple viviente, es la psique, ese núcleo oscuro, insondable, a-social. Núcleo que es fuente de un flujo perpetuo de representaciones que no obedecen a la lógica ordinaria, asiento de deseos ilimitados e irrealizables -y, por estas dos razones, i 2

pero que remiten a lo que ha escrito en otra parte. No sería muy inte­ resante que yo le respondiese con una serie simétrica de afirmaciones basadas en lo que ya he dicho o escrito: el auditorio sólo encontraría allí la pura oposición de dos series de tesis. Prefiero entonces centrar m i intervención en algunos puntos que me parecen estratégicos, como suele decirse, o que, tal vez, irritaron particularmente mi sen­ sibilidad político-filosófica. El prim ero es la concepción de la historia que combate Rorty, y también, según tengo entendido, pues no he leído su trabajo, Ernesto Laclau.3 Esta concepción que ve en la historia de la hum anidad un camino hacia la salvación fue y sigue siendo un absurdo, poco importa la forma que Hegel, Marx, los Padres de la Iglesia o Agustín hayan podido dar a esta salvación. Entre paréntesis, Platón y Aristó­ teles nunca pensaron que teníamos prometido un porvenir radiante - y no digo esto para excluirlos de la condena de los filósofos-. Sabe­ mos bien dórtde, cuándo y mediante qué comienza esta historia -estas posiciones que, se descubre ahora, hay que com batir-. Sabe­ mos también que todo esto encuentra su form a más acabada en el sistema hegeliano. En la versión vulgar de este último, la historia sim ­ plemente tiene un sentido. Así Sartre acusaba a Camus de no ver que la historia tiene un sentido -q u e ella va... a Bagnolet, a Porte-desLilas, a no sé qué otra estación de m etro-. En la única lectura del sis­ tema que, desde mi punto de vista, es digna, la historia es sentido, la historia es logos, la historia es un momento en la autorrealización del Espíritu. Pero -creo que para algunos esto es evidente desde hace mucho tiem po- estas expresiones son absurdas: la historia no tiene más sentido o no es más sentido que el campo gravitacional no pesa catorce kilos. Es en el campo gravitacional donde algo puede pesar

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catorce kilos. Asimismo, la historia es el campo en y por el cual el sen­ tido emerge, es creado por los humanos. Y es absurdo, lingüística­ mente absurdo, tratar de encontrar un sentido al campo en y por el cual emerge el sentido. Ahora, si esta tentativa -qu e comienza efectivamente con la posi­ ción hebraica y es retomada luego por los cristianos— no es, por cierto, griega, hay que ver bien, sin embargo, que no es más que la realización en el campo histórico de una proposición filosófica mucho más general, a saber, que el ser es sentido. Y esta posición, por su parte, es compartida por los griegos de la decadencia, es decir, por Platón y Aristóteles. Para Platón, más allá de las Ideas, más allá de las esencias, está el Bien, fuente del Ser; e incluso la jerarquía aristoté­ lica de laphúsis, a pesar de su imperfección, tiene un sentido o es sen­ tido, y está enamorada del sentido supremo que es el sentido que se refleja, el pensamiento que se piensa. Así, la filosofía -creada origi­ nalmente para echar abajo la teología, el imaginario religioso insti­ tuido, la idea de que la verdad viene de otra parte- se transforma a su vez por medio de este postulado del ser como sentido en una suerte de teología que pretende ofrecer a los humanos un sentido global que garantiza respuestas satisfactorias en los tres niveles de la represen­ tación, del afecto y de la práctica o intención: lo que es verdadero, lo que es bueno, lo que hay que hacer. Se reconoce ahí el agathón de Pla­ tón: lo bueno, lo deseable, y al mismo tiempo lo que hay que querer. Y esta falacia persistirá hasta Heidegger. Entonces, repetimos con fuerza: el ser no es sentido, el ser no tiene ningún sentido. Simplemente, hay una dimensión del ser, del ente total, en la cual se encontrará un sentido reducido. Es lo que yo llamo el sentido conjuntista-identitario: lo “ensídico”. Que se sumen dos cabras y dos cabras, o dos mesas y dos mesas, tendremos siempre cuatro cabras y cuatro mesas. Si se trata de cubitos de hielo, al cabo de media hora ya no tendremos cuatro cubitos de hielo sino agua; habrá que recurrir entonces a una ley de transformación más com ­ plicada para encontrar una equivalencia entre los cubitos de hielo y el agua. Más allá de este sentido reducido, nunca nadie nos probó que el ente global tiene lo que nosotros llamamos sentido. Y es muy

divertido ver que alguien como Heidegger reprocha a la filosofía que lo ha precedido el hecho de no buscar lo que es el Sinti des Seim sin plantearse ni por un segundo la pregunta: ¿qué podrá ser el Sinn des Seins fuera de la interpretación del término Sein en el lenguaje filo­ sófico (que comienza con Aristóteles)? ¿Y en qué lengua este Sinn des Seins podría decirse alguna vez? Para terminar con este prim er punto. Rorty ha citado una frase de Laclau según la cual la tesis del fin de la historia es verdadera en el sentido de que la historia comienza ahora. Uno no puede más que alegrarse por el hecho de que Laclau, según parece, haya compren dido lo que siempre ha sido la historia. Queda lo esencial y lo evi­ dente: la historia nunca fue captable y no lo será jamás. La naturaleza misma no es captable; ¿cómo y por qué la historia, que presupone la naturaleza, lo sería? Y si hay ahí una complejidad, la de la historia sólo puede ser infinitamente más grande. ¿Por qué? Porque lo que yo llamo la creatividad del ser en general se manifiesta en la historia mediante la libertad de los seres humanos, la indeterminación psí­ quica del comienzo e incluso la indeterm inación del individuo consciente. Llego ahora a ciertos enunciados, en mi opinión totalmente erró­ neos, a propósito de la filosofía. De ningún modo comparto la idea según la cual la filosofía sería una sucesión de narraciones. La M eta­ física de Aristóteles no es una narración, tampoco La crítica de la razón pura. Hay ahí como una mezcla muy poco legítima de lo que quisieron ser algunas filosofías de la historia con lo que es la filosofía misma, como tentativa de elucidar lo que es dado. Asimismo, no veo en qué está pensando Laclau cuando nos dice que ahora podemos tener una concepción más materialista que el materialismo de Marx. ¿Por qué haría falta tener una concepción materialista, y mayor o menor que la de Marx? No sé qué quiere decir el término materia­ lismo, no sé qué quiere decir el término idealismo, son enunciados metafísicos privados de sentido, y la discusión, desde hace mucho tiempo, debería haber abandonado ese terreno. Si por materialismo se entiende “ liberado de ciertos esquemas im aginarios o esquemas psicológicos”, muy bien, de acuerdo, pero ¿por qué hablar de mate­

rialismo? El materialismo, tal como se lo conoce en la historia de la filosofía, incluyendo a M arx, evidentemente, no es más que un esquema im aginario de la sustancia o de lo más recóndito del ser, que sería materia. ¿Pero qué quiere decir? Recordemos las tentativas desesperadas del pobre Lenin, en Materialismo y empiriocriticismo: la materia es, en prim er lugar, trozos sólidos de objetos, el aserrín de la madera, por ejemplo. Pero, ¿qué hacer con los electrones, con todas esas partículas elementales que vuelven casi inasible e! con­ cepto de materia? Lenin se vuelve entonces hacia la energía. ¿Y enton­ ces? ¿Qué es la energía? Si con ello se quiere decir que lo importante en La pasión según San Mateo es que su composición y su ejecución implican energía, muchas gracias, pero no adelantamos gran cosa. Hace falta energía, por cierto, pero en un sentido completamente metafórico: la esencia de la Pasión no está ahí. Por último, me opongo totalmente a esa manera que tiene Rorty de reducir la historia de la humanidad desde hace veinticinco siglos a la narración de la historia de la filosofía. La historia de la hum ani­ dad no es la historia de los errores de Platón, de Descartes, de Hegel, de Kant, etc. Y ahí está, precisamente, el vicio hegeliano-heideggeriano-haberm asiano -la s tres hache, o cuatro, con Husserl cuando habla de la humanidad europea-, que reemplaza la historia efectiva por la historia de las ideas. No puede uno entonces más que recor­ dar al pobre viejo M arx... Además, las ideas tampoco son el reflejo de la historia, aunque formen parte de ella. Ellas dom inan muy a menudo los actos de los hombres en nuestras sociedades llamadas “ evolucionadas” -palab ra que yo detesto- porque toman un lugar cada vez más importante en el imaginario social dominante o en el im aginario social crítico. Si los griegos constituyeron ciudades y comenzaron la lucha democrática, no es porque un Rousseau griego haya intervenido para decirles: “ La voluntad general...”. Ellos se cons­ tituyeron en colectividades democráticas y fue en estas colectividades democráticas donde la filosofía se hizo posible como cuestiona­ miento de la institución dada de la sociedad. Asimismo, si el Occidente vive desde hace dos siglos en un régi­ men relativamente liberal, no es porque tal o cual filósofo haya

escrito tal o cual cosa. En esta historia, la filosofía de la Ilustración, por ejemplo, no ha sido más que la expresión - y no el reflejo ni la su­ b lim ació n - de las partes de un nuevo im aginario aparecido en la vida efectiva de la sociedad y que va a explotar en la realidad con la Revolución Norteam ericana, la Revolución Francesa, el m ovi­ miento de los obreros ingleses a partir de 1800... Todas estas luchas populares desaparecen en la historia de las ideas que nos cuentan Hegel, Heidegger, e incluso Haberm as. ¿Y de dónde vienen esos m onstruosos regímenes totalitarios de nuestro siglo xx? Puede decirse, desde luego, que Lenin fue el creador del totalitarismo. Y Lenin, es cierto, apareció como un momento en la historia de la II Internacional, es decir, del movimiento marxista. Pero, ¿qué era este movimiento? Sólo una de las corrientes - y finalmente una suerte de con fiscación- de algo mucho más vasto: el m ovim iento obrero. Que no fue inventado por Platón, Aristóteles o Rousseau..., sino que ha sido creado por los obreros m ism os, en sus luchas, en sus reivindicaciones, que pueden discutirse y revisarse, pero donde lo esencial era fundamentalmente justo. Ahora bien, sin estas conquis­ tas obreras, el capitalismo, la sociedad contemporánea “ liberal”, no sería lo que es. ¿Qué sería? No lo sé. Acaso una suerte de capita­ lism o a la m anera japonesa. Pues las recientes declaraciones de nuestra prim era ministra, Édith Cresson, a propósito de los japone­ ses no me hacen renunciar a lo que digo desde hace años, desde que conozco el Japón: detrás de un enchapado institucional de origen norteam ericano, apenas transform ado, sigue sobreviviendo el m ism o Japón feudal-imperial tradicional, salvo que el lugar de los antiguos cortesanos ha sido tomado por las burocracias estatales y empresariales, como también por la oligarquía política del Partido liberaldem ócrata, el único que ejerce el poder hasta ahora. Y si la sociedad occidental no se transform ó en eso fue porque no cesó de combatir, de hacer huelgas, de padecer fusilamientos durante más de un siglo, hasta 1936 e incluso más tarde. El movim iento obrero perm itió que el m arxism o existiese en la historia, y no lo contrario -aunque hoy este movim iento parece estar en vías de agotamiento, como pienso y escribo desde 1960-.

En un proyecto de transform ación de la sociedad, ya no se puede otorgar al Mesías proletario el papel privilegiado y soberano que M arx le atribuyó en su teología histórica. N o hay Mesías y el prole­ tario no tiene ningún privilegio. Más aun, por lo general los pobres com o pobres no tienen ningún privilegio político. Pueden ser tanto una clase subversiva -¿pero subversiva hacia qu é?- com o la presa más fácil de los demagogos estalinistas o nazis. Para M arx, si el pro­ letariado tenía un papel que cumplir, no era sólo a causa de la pau­ perización y de la miseria, sino en razón de los nuevos m odos de socialización impuestos por la fábrica capitalista: el proletariado com ponía entonces una nueva clase de hom bres, con otros refle­ jos, otros com portam ientos sociales, que tendían a autoorganizarse para lograr sus reivindicaciones. Esto, dicho sea de paso, nos m ues­ tra hasta qué punto comprendía Jean-Paul Sartre -con form e a sus hábitos- a M arx y el marxismo cuando, con Fanón, quería traspo­ ner el papel del proletariado a los cam pesinos del tercer mundo. Quizá estos últimos salven a la humanidad, no lo sé, y no hay seña­ les de ello. En todo caso, no pueden ser integrados por la fuerza en un esquema m arxiano de una socialización a la vez negativa y posi­ tiva contra el capital, que, sobre todo, establece nuevas formas de coexistencia social, de “ ser conjunto”, como se dice hoy, y es este último elemento el que ha dado al movimiento obrero la importan­ cia que tiene. Sobre la cuestión de la política, muy firmemente quiero decir que es falsa la idea de que el objeto de la política sería la reducción de la miseria y finalmente la felicidad. Incluso es una idea - y que Rorty me disculpe- muy peligrosa. Si la meta de la política fuese volver feliz a la gente, alcanzaría con votar leyes que decretaran la felicidad univer­ sal mediante, no sé, la música de Cage, la lectura obstinada de los Upanishad, tal o cual práctica sexual... Pero todo esto depende de la esfera privada, íntim a, y es perfectamente ilegítimo tratarlo en el agorá - la esfera público-privada-, y menos aun en la ekkksía, la esfera pública-pública. Sería una posición perfectamente totalitaria. Después de todo, los dirigentes de los países comunistas estaban dis­ puestos a hacer la felicidad de la gente contra su voluntad. El objeto

de la política no es la felicidad, el objeto de la política es la libertad. Desde este punto de vista, el dilema que plantea Rorty -crear una sociedad sin miseria o crear una sociedad buena para la existencia de Sócrates, o para los Sócrates modernos que seríamos nosotros- es, en mi opinión, un falso dilema. Acaso ninguna sociedad sea buena para Sócrates. Ni para mí, además, si me atreviera a ponerme en pri­ mer plano. No sé lo que es una buena sociedad. Lo que yo quiero es una sociedad libre, Y de hecho, Sócrates vivió en una ciudad libre —para los adultos machos y libres-, donde pudo discutir en el agora, refutar a los sofistas, sacudir a la gente que cree saber todo y no sabe nada. Esto duró setenta años. Y luego, en 399, una coyuntura política lo obliga a beber la cicuta. Pero una sociedad donde puede aparecer Sócrates es una sociedad libre. Rorty propone introducir en nuestro vocabulario político la pala­ bra greed {codicia, avidez, ganas), pues abarca una realidad social esencial que no puede eliminarse de un plumazo. Evidentemente, no estoy en contra: una sociedad sin libertad, donde reinarían los más greedy, reduciría a todos los demás a la miseria. Por cierto, no hay desde este punto de vista ningún dilema entre una sociedad ideal para el intelectual y una sociedad donde se puede luchar contra la miseria. Por lo tanto, hay que avanzar más. ¿Por qué reducir o elimi­ nar la miseria? No me detengo en el aspecto puramente afectivo de la cosa, no porque lo desprecie sino porque casi no se presta a cuestionamientos. Salvo que uno se enfrenta con casos límite de indiferen­ cia hacia los otros -Nietzsche, por ejemplo, para quien matar a sus semejantes es perfectamente admisible si esto traduce la voluntad de poder de un ser superior...—. Aquí la discusión se detiene. En cam ­ bio, hay que elim inar la miseria simplemente porque reduce a la esclavitud a quienes azota, impidiéndoles ser ciudadanos de su ciu­ dad. Evidentemente, este m ínim o de bienestar es variable: no serían, desde luego, catorce televisores por hogar y otros tantos autos, sino, por ejemplo, tres hectáreas, o treinta, por granjero, para cultivar en una sociedad donde predominan los campesinos... Sin esta base material, la gente está obsesionada por el hambre y la pobreza, y no puede superarlas para reflexionar libremente.

Cuando se habla de proyecto político global, algunos le oponen eso que los ingleses llaman los piecemeal reforms, las mejoras parcia­ les para mejorar el sistema. Pero es evidente que cualquier político, ya sea reformista o conservador, si toma medidas parciales, locales, sin tener en vista la globalidad del sistema, sólo acumulará errores. Además, es lo que ocurre desde hace bastante tiempo. Último ejem­ plo francés hasta la fecha, que es la causa directa de mi retraso de hoy: la reducción de la edad de la jubilación. Hace ocho años, esto se tomó como una medida muy social. Y hoy, existe inquietud por el equili­ brio de las cajas de jubilación, se habla de aumentar las cotizaciones, de retrasar la edad que se había adelantado... Y los asalariados, temiendo que se cuestionen sus derechos adquiridos - o sus privile­ gios, poco im p orta- hacen huelga. Otra manera de abordar este mism o problema de la sociedad considerada como una totalidad, donde, mal o bien, todas las cosas tienen cohesión, es señalar su grado de flexibilidad o de rigidez, sabiendo que cada vez se trata de una creación de cada sociedad. En una tribu primitiva, la rigidez es muy fuerte; en las sociedades modernas, al menos aparentemente, la flexibilidad es mucho más grande. Pero si se toma en cuenta el grado de dependencia o de rigidez de los elementos entre sí y con respecto del todo, siempre es la sociedad que se instituye como totalidad. Y no fueron los pensadores totalitarios quienes lo decidieron, quienes pos­ tularon esta totalidad. En prim er lugar la sociedad fue un todo, y al cabo de cien mil años, filósofos, como Platón en el segundo libro de la República, observó que esos agricultores, esos comerciantes, esos soldados, formaban una colectividad, que tenía cohesión; que la edu­ cación era un elemento fundamental para mantener esta coheren­ cia. Dentro de este m ínim o de coherencia sin el cual la sociedad no podría existir se manifiesta, precisamente, el hecho de que la socie­ dad es totalidad, una totalidad que no fue pensada ni postulada por nadie. Pero si no se toma en cuenta esta totalidad, ni siquiera puede reformársela de manera válida. Tomemos el ejemplo del capitalismo. El capitalismo no tiene que ver con el lobo feroz y tampoco se reduce al reino del mercado -v o l­ veré sobre esto-. El capitalismo es una institución de la sociedad cuya

significación imaginaria central es la expansión ilimitada del control racional -seudocontrol y seudorracional-. Por esta razón puede adap­ tarse muy bien a una ausencia de propiedad privada. Lo que importa es el “ amos y poseedores de la naturaleza” -incluyendo, además, la naturaleza humana, puesto que se comienza a toquetear el genoma hum ano-. Ahora bien, es claro que este capitalismo se vuelve cada vez menos compatible con estas libertades reducidas que las luchas habían podido imponer al sistema. De ahí la pregunta, inevitable: ¿es este sistema indefinidamente reproducible desde un punto de vista aunque más no sea antropológico? Y no se trata para nada de profe­ tizar una catástrofe como M arx. Pero cuando Richard Rorty enseña, ¿se comporta como un buen Homo capitalisticus? Es seguro que no, en caso contrario faltaría a sus clases, tanto y tan a menudo mientras no peligre su sueldo. Ahora bien, no sólo postulo sino que sé que no se com porta así, que cada día trata de hacer lo m ejor que puede. Y esta actitud -hacer siempre lo mejor que se pueda sin esperar de ello un provecho m aterial- no tiene lugar en el andamiaje imaginario del capitalismo. De ahí, además, el vacío moral actual del que se habla. En este plano, el capitalismo vive agotando las reservas antropológi­ cas constituidas durante los milenios precedentes. Así como vive ago­ tando las reservas naturales. Desde este punto de vista, hay una enorme regresión en las ideas de nuestro tiempo. Por ejem plo, cuando Haberm as escribe -co n una sangre fría que me asom bra- que “ los cambios revolucionarios que encuentran su culminación ahora ante nuestros ojos contienen una lección sin equívocos: las sociedades com plejas no pueden reproducirse si no dejan intacta la lógica de autorregulación de una economía de mercado”.4 No tengo tiempo aquí para hacer una enu­ meración exhaustiva de los absurdos que contiene esta frase. Rápi­ 4

respuesta depende de un cambio de la sociedad: la socialización de los individuos puede ser modificada en el sentido de su autonomía, de un conocimiento mayor de sí mismo, y de un control mayor de las pulsiones inconscientes. Este aspecto es fundamental. Y esta educa­ ción también deberá dar otra respuesta a la pregunta: ¿quiénes somos? Pero nos enfrentamos aquí con una paradoja. Hace tiempo yo proponía como divisa de una sociedad autónoma, y la sigo propo­ niendo, esta respuesta para la pregunta “¿quiénes somos?”: “nosotros somos quienes nos damos nuestras propias leyes, y quienes podemos cambiarlas cuando la necesidad o el deseo de hacerlo se deja sentir". ¿Lo que nosotros somos, este tipo de sociedad, tiene un valor? Sólo podemos crear seres humanos en esta sociedad haciéndoles interio­ rizar la idea de que es el único modo de vida en sociedad verdadera­ mente digna de seres humanos. En todo caso, es lo que yo diría. Pero entonces, ¿qué hay que hacer con los otros? Aquellos que, por ejem­ plo, están dispuestos a matar a los que no piensan como ellos, a m atar a Salm an Rushdie, ¿son “ inferiores” ? Hoy se dirá que son diferentes. Pero no podemos sostener lo que pensamos de la liber­ tad, de la justicia, de la autonomía, de la igualdad, contentándonos con hablar de “ diferencia”. Sin embargo, es lo que hace la inmunda mezcolanza seudoizquierdista, o seudodem ocrática contem porá­ nea, que justamente en este tema se limita a habladurías sobre esta “diferencia”. Hay gente que cree en la libertad y en la democracia, y luego, hay gente que cree que hay que cortar las manos de los ladro­ nes. Los aztecas hacían sacrificios humanos. ¿Es una simple diferen­ cia? Supongam os que aparece una nueva creencia, que lleva a la constitución de cofradías de cortadores de cabezas en Bruselas o en París. ¿Nos las habernos con una “diferencia” que hay que respetar? Queremos instaurar una sociedad autónoma; y si lo queremos, es evidente que la juzgamos preferible a toda otra form a de sociedad actual o concebible, por lo tanto (pues yo no creo que pueda osarse pretender que los regímenes políticos son como gustos culinarios) superior. Pero sabiendo lo que es la autonomía y lo que presupone, no se nos pasaría por la cabeza querer imponerla por la fuerza a los otros: sería una contradicción en los términos. Hay una cresta del­

gada sobre la que debemos caminar tanto en el presente como en un porvenir menos deplorable que este presente: afirmar el valor de la autonomía, de la libertad, de la justicia, de la libre reflexión, de la libre discusión, del respeto de la opinión del otro, sin por lo tanto tra­ tar como subhombres a aquellos que no comparten esta concepción. Sólo podemos tratar de convencerlos razonablemente. Hecho que parece, evidentemente, una tarea casi imposible, pues a partir del momento en que el otro se refiere a un Libro sagrado que contiene una revelación divina, convencerlo razonablemente no quiere decir casi nada, puesto que para él el criterio último no es el carácter razo­ nable de lo que se dice sino su conformidad con el lenguaje divino. Pero lo que se cuestiona también es la identidad de esta colectividad que se define por su referencia a la autonomía; pues esta autonomía no tendrá existencia ni valor más que si somos capaces -s i fuese indispensable- de defenderla al precio de nuestra vida. [De todas maneras, el punto de referencia de esta identidad colectiva, sin la cual el ser humano no puede socializarse, no tendrá que ser un “ territo­ rio”, ni un pasado seudohistórico “ im aginario”, sino el proyecto mismo de autonomía individual y colectiva, anclado por cierto en una historia y en una tradición -pero que sería la historia y la tradi­ ción de esta lucha por la autonomía, por la libertad-.]1

DISCUSIÓ N

¿No hay también un misterio de la paz? Usted no habla de los pueblos -los nuer, los trobriandeses, los m urta- que no conocieron la guerra. Decir que no hay teoría general de la guerra, es decir que no hay teo­ ría general de la paz. La guerra y la paz, en este aspecto, son las dos caras de la misma moneda. Podemos aclarar un poco algunos aspec­ tos del problema, pero no elucidarlo totalmente. Estoy dispuesto a 3

aceptar que entre las miles de sociedades conocidas hubo tres o cua­ tro que no conocieron este fenómeno atroz que estamos intentado comprender. Esto significa que, salvo un milésimo, todas las socie­ dades conocen y han conocido la guerra. Pero, efectivamente, son los períodos de paz los que plantean problemas a toda teoría general. Podemos sostener una teoría de tipo “ newtoniano-m arxista” de la guerra: tenemos “ causas” que se acumulan, una explosión, luego una fase de distensión; y vuelve a comenzar. Pero deberíamos tener entonces una periodicidad que sea a su vez más o menos explicable. Toda teoría general de la guerra debería ofrecer al mismo tiempo una explicación de los períodos de paz. Ya he hablado de la pulsión de muerte en Freud: ¿que hacía durante los períodos de paz? Es cierto que la región donde Freud vivía no tuvo guerra entre el conflicto austro-prusiano de 1886 -é l tenía 16 añ os- y la conmoción de 1914. Es claro que este período de “paz” conoció muchas guerras: pero eran guerras que ocurrían allá, in der Türkei, en Turquía o allá lejos, como dicen los burgueses del Fausto. En los tiempos de Freud había matan­ zas en todo el planeta, pero él sólo tomó conciencia en 1914, cuando esto lo tocó personalmente, y escribe entonces sus “Consideraciones actuales sobre la guerra y la muerte”. Pero ¿qué hacía entonces la pul­ sión de muerte, a escala colectiva, durante este período de paz? ¿Había emigrado a Pleven, a Jartúm, a Puerto Arthur? La existencia de los períodos de paz es la dificultad más grande para toda teoría general de la guerra. Y lo mismo puede decirse, además, de las explo­ siones de racismo, puesto que hay largos períodos durante los cuales no ocurre nada -en todo caso, en algunas partes del m undo-. Hace unos diez años usted habló de la amenaza que presentaba el com­ plejo militar-industrial soviético para la paz del mundo. ¿Qué hay de eso hoy? Es cierto que, sobre este tema, hubo un cambio fundamental estos últimos años. Sigo creyendo que la reflexión que hacía en Ante la gue­ rra sobre el régimen ruso como metatotalitario, convertido en un régimen estratocrático -n o en el sentido de que los “ coroneles”

hubiesen tomado el poder, sino porque toda la sociedad estaba orientada hacia una expansión que sólo podía ser militar, pues no podía ser ideológica ya que la ideología había m uerto-, esta descrip­ ción de la situación era correcta en esa época. Y esta sociedad era irreformable. Hubo un punto en el que me equivoqué: cuando dije que era impensable que desde adentro de esta burocracia saliera una capa reformadora. Y me equivoqué a medias, si puedo decir así. Lo que salió, al principio, es Gorbachov y su grupo, que tuvo ilusiones reformistas pero fue incapaz de llevar a buen puerto esta reforma porque el sistema era completamente irreformable; y así se ha des­ truido este sistema: acaso la burocracia rusa sea el único ejemplo his­ tórico de una clase que se ha autodestruido. Pues no le puso fin una rebelión o un movimiento popular, como en Polonia, en Checoslo­ vaquia, en Alemania, etc,; además, en agosto de 1991 en Moscú, la gente en la calle no gritaba: “ ¡Democracia, democracia!”, sino “ ¡Rusia, Rusia!”, o “ ¡Yeltsin, Yeltsin!” Tengo un problema con su definición de la paz. Hubo la guerra de Arge­ lia, la guerra de Indochina... Para mí hubo guerras en Europa durante los últimos veinte años. Seamos de buena fe. Yo hablé de guerras en el continente europeo, después de 1945. Sé muy bien que hubo decenas de guerras durante este período, incluso más que antes. No hay ninguna duda de que las potencias europeas se han visto mezcladas en conflictos guerreros durante este período. No digo que es menos importante, ni que la vida de los argelinos o de los indochinos valga menos que la de los franceses, los belgas, los alemanes, etc. Pero, por diversas razones, hablaba de este continente; de donde partieron, además, los dos cata­ clismos mundiales que afectaron la vida de todos los otros pueblos. En mayo de 1968, una de nuestras motivaciones centrales era la guerra de Vietnam. Teníamos la certeza de que podíamos actuar y militar efi­ cazmente contra una guerra —como antes, contra la guerra de Argelia-, Lo que ocurre actualmente en Yugoslavia nos perturba mucho más,

estamos perplejos y paralizados. ¿Cómo tomar partido, cómo actuar frente a esta guerra? Desgraciadamente, no puedo responder a su perplejidad más que describiendo la mía. Nos piden que firmemos, que participemos en mesas redondas, etc.; resumiendo, que hagamos todo lo que hacen los intelectuales que no saben hacer otra cosa, mientras allá están matando gente. Podríamos haber hablado mucho más sobre este tema, porque los Balcanes aclaran de manera fantástica la compleji­ dad del problema y la dificultad de dar respuestas “ simples”. En pri­ mer lugar, está el peso de la historia. También está la mezcla de pobla­ ciones (además del hecho de que una proporción considerable de la población tiene un padre serbio y una madre croata, o lo contrario). Por cierto, en un mundo razonable y pacificado, nada de todo esto es irresoluble. Podemos decir: vamos a constituir comunas autóno­ mas que se federen como ellas quieran, etc. Pero no estamos en un mundo así. Están precisamente estas pasiones identificatorias, estas mitologías recíprocas (todos los croatas han sido pronazis, todos los serbios han sido chetnik, o “comunistas” etc.). Sobre todo, esta mez­ cla de poblaciones hace que no pueda decirse que haya que hacer referéndums (como en algunas regiones de Europa después de la guerra 1914-1918), puesto que de mayorías de 55% resultarían regio­ nes dominadas por una etnia, lo que sería organizar la guerra civil a plazos... Viendo lo que ocurre hoy, ¿qué permite decir que un día existirá una sociedad autónoma? Nada. Pero nada permite decir lo contrario. No hay imposibilidad, no hay ciertamente ninguna necesidad, ninguna fatalidad. Todo depende de la actividad, y de la creatividad de los humanos. E incluso si un día existe una sociedad autónoma, nada permite decir que no vuelva a caer en la heteronomía. No hay ninguna garantía, nada puede impedir que una democracia se suicide o que zozobre en vaya uno a saber qué locura. Pero no creo que pueda trazarse una raya y

decir: lo mejor que podía dar este proyecto de autonomía -q u e surgió ya en Atenas, incluso con una forma muy limitada, y que se reanudó en el siglo xi en Europa occidental, aquí mismo, en Flandes, en Italia y en otras partes-, es Bush, M itterrand, Kohl y la sociedad en que vivim os. Creo que sería adoptar una mirada, digamos, definitiva sobre una materia que sigue abierta -aunque, en efecto, los signos son muy sombríos en este tiem po-, ¿Cuáles son las condiciones que permitieron el avance actual de la extrema derecha en Europa? ¿Por qué este avance ocurre ahora y no hace diez años? Ya he dicho lo que pensaba sobre este tema en una entrevista publi­ cada en Le Monde el 10 de diciembre de 1991. No me convence mucho lo que escucho decir sobre el sentimiento contra los inmigrados, etc., aunque este sentimiento existe, por supuesto. Sólo se lo puede com ­ prender en el marco más general de la actitud de la gente frente al sis­ tema. Éste ya ni siquiera parece mantener sus promesas en el plano “ material” ; ya no está el horizonte indefinido del “progreso”. Ante esta situación la gente reacciona de maneras muy diversas. Unos, con apatía política. También creo percibir - y no creo ser víctima de un optimismo que falsearía mi juicio-, digamos, un estremecimiento de la gente más joven, que hoy está más dispuesta a hacerse preguntas que hace diez arios, más dispuesta a criticar y quizás, incluso, a hacer algo. Y luego, en efecto, en otra parte de la población, donde sin duda había un terreno favorable, se observan efectivamente manifestacio­ nes de extrema derecha: encontramos aquí una verdadera mezcla de racismo “ tradicional”, de desesperación, de resentimiento frente a esta sociedad, etc. Aunque tampoco hay que subestimar el papel de algunas maniobras electorales políticas del presidente M itterrand para hacer que la derecha tradicional pierda votos; gracias a esto, en mi opinión, un día los socialistas van a estar detrás de Le Pen en las elecciones...

Intervenciones

"S i es posible crear una nueva forma de sociedad" 1

Sin retomar todos los análisis que usted desarrolló hace treinta años en relación con Rusia y el estalinismo —y que extiende a China-, ¿puede indicar algunos de sus puntos esenciales? Por ejemplo, usted rechaza la expresión “socialismo de Estado” y habla de capitalismo burocrático. Más en general, ¿qué puede decirse del fenómeno decisivo de la burocracia? La expresión “ socialismo de Estado” (o el hallazgo más reciente, “ socialismo dictatorial”, involuntariamente humorístico), equivale a las expresiones círculo cuadrado, sólido de una sola dimensión, etc. Sólo tiene una función ideológica, hacer olvidar que el régimen ruso y los otros regímenes similares no tienen nada que ver con el socia­ lismo. La existencia del Estado es inseparable de la esclavitud, decía M arx con razón. El socialismo significó siempre la supresión de la explotación y de la opresión, la elim inación de la dom inación de todo grupo social particular, la destrucción de las instituciones (eco­ nómicas, políticas, culturales) que instrumentan estas relaciones de dominación. Ahora bien, todas las instituciones de Rusia -com o de C h in a-, desde las máquinas y la organización del trabajo en las fábricas hasta los diarios y la literatura oficial, pasando por el Ejér­ cito, el Estado, etc., están hechas para transmitir, consolidar, repro­

i

ducir la dominación de una capa particular -la burocracia y su Par­ tid o - en la sociedad. Dicho esto, el proceso de burocratización es universal, atañe a la sociedad contemporánea en su conjunto. El régimen social de todos los países es el capitalismo burocrático: fragmentado en Occidente, total en los países del Este. Prim era com probación sorprendente: la burocracia aparece como clase explotadora y dominante sin reser­ vas, en prim er lugar en Rusia después de 1917, y, paradójicamente, com o el producto de lo que se ha llamado la degeneración de una revolución socialista. Se ha querido explicar el advenimiento de la burocracia en Rusia mediante factores locales y accidentales: retraso de Rusia, guerra civil, aislamiento de la revolución. Era la tesis de Trotski, de la que hoy -otra farsa de la historia- algunos historiado­ res del p c f ofrecen repeticiones empobrecidas. Esta recuperación, por su parte, no es de ninguna manera accidental. En ambos casos, se trata de evacuar las preguntas políticas que plantea el destino de la Revolución Rusa: la cuestión del contenido del socialismo, la cues­ tión del papel del Partido bolchevique, leninista, y de su aparato como núcleo, agente, instrumento y beneficiario de la instauración de nuevas relaciones de dominación y de explotación. ¿Estas explicaciones no valen nada, entonces? Dejan de lado la pregunta, no explican lo que hay que explicar. El retraso, el aislamiento, etc., habrían podido conducir igualmente a la restauración del capitalismo privado. Pero, ¿por qué la burocracia? Se nos dirá: el partero no trabajó bien, el establo estaba escasamente ilu­ minado, la madre yegua ya tenía deformaciones congénitas. Yo pre­ gunto: ¿cuál es entonces la naturaleza del animal que ha nacido y que sigue viviendo desde hace sesenta años? La explicación por la degene­ ración está hecha para evitar esta pregunta crucial. Y de todas mane­ ras, la discusión en estos términos es totalmente anacrónica. Rusia se ha industrializado. Ya no está “ aislada”. Los regímenes burocráticos someten hoy a mil trescientos millones de individuos. De ningún modo todo esto ha provocado la desaparición o la atenuación del

poder de la burocracia. Y ésta accedió a la dominación en Alemania oriental, en Checoslovaquia, países de ninguna manera “retrasados”. ¿Q uépensar entonces de la degeneración de la revolución en 1917? Finalmente, el término mismo de degeneración es impropio. Desde febrero a octubre de 1917 existe en Rusia un “doble poder”, el gobierno provisorio por un lado, los soviets, por el otro. Después de octubre, se instaura por algún tiempo otro “ doble poder” atenuado, entre el Partido bolchevique y lo que subsiste como actividad autó­ noma de masas y como órganos de esta autonomía (sobre todo, los Comités de fábrica). Atenuado, porque buena parte de los obreros creen que el Partido bolchevique es “su” partido. Pero este Partido, con Lenin y Trotski a la cabeza, sólo hace una cosa, independiente­ mente de lo que pueda decir. Reconstituye un aparato de Estado, separado de la sociedad y sometido a su control propio, domestica los soviets, los sindicatos, todas las organizaciones colectivas, trabaja para subordinar todas las actividades sociales a sus propias normas y a su propio punto de vista; y lo logra. Este período acaba definiti­ vamente con el aplastamiento de la Com una de Cronstadt (1921) por parte de Lenin y Trotski. A partir de entonces, el partido bolchevi­ que constituye el grupo social dominante en Rusia, y sólo una revo­ lución social, una revolución del pueblo entero, habría podido sacarlo del poder -com o sin duda lo hará algún d ía - En rigor, sólo podría hablarse de degeneración en lo que respecta al Partido bolchevique mismo. Hay por cierto una diferencia considerable entre Lenin y Sta lin, entre el Partido de 1903 a 1921 y el Partido de 1927 a 1977. Pero esta “degeneración” es en verdad un advenimiento, un nacimiento, des­ pliegue, revelación y realización de la naturaleza burocrática totalita­ ria del tipo de organización creada por Lenin. Una vez en el poder, este partido reinstaura o instaura en todas partes la jerarquía que define su propia organización, y aglomera alrededor suyo a las capas burocráticas de gestión de la producción, de la economía, del Estado, de la cultura. Así se constituye una clase dominante y explotadora, la burocracia, que detrás de la forma jurídica de la “nacionalización”,

dispone plenamente de los medios y de los resultados de la produc­ ción, del tiempo de la gente, de su vida misma. ¿Y China? El caso de China aclara más aun el problema de la burocracia. Ilustra la relativa independencia histórica de ésta, pues no puede hablarse aquí de la “degeneración” de una revolución obrera socialista. Durante los años 1920, el PC chino se constituye como organización político-militar sobre el modelo bolchevique. Se beneficia con el des­ moronamiento de la sociedad china tradicional y la inmensa rebelión de las masas campesinas. Cuando accede al poder, instaura relaciones de dominación que hacen de la sociedad china -en los puntos esen­ ciales que nos interesan aquí y a pesar de las particularidades eviden­ tes e indiscutibles- una sociedad del mismo tipo que la sociedad rusa. De manera más clara aun que en el caso de Rusia, podemos ver aquí que la constitución de una burocracia totalitaria no es necesariamente el producto de una evolución de alguna manera orgánica de la socie­ dad. No tenemos aquí un desarrollo de las fuerzas productivas, que ocasionan nuevas relaciones de producción, que engendran una nueva clase, que se apodera finalmente del poder político. Hay cons­ titución de un grupo político, que se apodera del poder, a partir de lo cual se crean nuevas relaciones de producción y la infraestructura correspondiente. La industrialización de China es el resultado del acceso de la burocracia a la dominación, y no lo contrario. Esto obliga, una vez más, a rechazar el punto de vista de M arx según el cual las cla­ ses se forman en la producción y se definen por la posición de los individuos con respecto a las relaciones de producción. Punto de vista que no es más que la extrapolación arbitraria al conjunto de la histo­ ria de algunos aspectos del advenimiento de la burguesía. ¿Qué puede decirse de la burocracia en los otros países? En los países capitalistas clásicos, la emergencia de la burocracia hasta cierto punto se deja interpretar dentro del sistema de referen-

cías de Marx. La concentración del capital, el aumento del tamaño de las empresas, la tendencia a someter el proceso de trabajo a un con­ trol cada vez más detallado y a dirigirlo desde afuera, hacen que la gestión de la producción ya no pueda ser garantizada por un patrón asistido por un ingeniero y un contador. No puede serlo más que mediante un aparato burocrático importante, cuya cúpula detenta de hecho el poder en la empresa, independientemente de todo título formal de propiedad. Un capitalista individual sólo puede actuar ver­ daderamente en su empresa a condición de estar ubicado en la cima de la pirámide burocrática a cargo de la gestión. Dicho de otro modo, tendrá que limitarse a cobrar dividendos (cuyos montos ni siquiera podrá fijar). La propiedad es un título de acceso a la cima de la pirá­ mide. No es el único, ni siquiera el principal, como lo muestran el grupo de dirigentes autocooptados que dom inan cada vez más las grandes firmas del mundo contemporáneo. Pero esta interpretación marxiana es insuficiente e incompleta. La burocratización de los países capitalistas occidentales encuentra también otra fuente en la enorme extensión del papel y de las fun­ ciones del Estado, independiente de toda estatización de los medios de producción (como lo muestra el caso de los Estados Unidos), y que supera de lejos la simple regulación de la economía. El Estado tiende a dirigir, a reglamentar, a controlar cada vez más todos los aspectos y los sectores de la actividad social, lo que va a la par de la proliferación de una burocracia estatal y política. Por último, desde hace ochenta años, el movimiento obrero mismo ha sido una fuente poderosa de burocratización. En el seno de las organizaciones obre­ ras, sindicales y políticas, se constituyó una burocracia que expropió a los participantes el control de estas organizaciones y que las domina. Esto quiere decir que el m ovim iento obrero ha adoptado un modelo de organización que es el modelo capitalista, y las signi­ ficaciones capitalistas: jerarquía, especialización, división entre diri­ gentes y ejecutantes. ¿Cómo explicar que esta burocratización, proceso universal, según sos­ tiene usted, desemboque en regímenes totalitarios en los países del Este,

mientras que en los países occidentales permite la existencia de regíme­ nes democráticos? Su pregunta nos conduce al corazón de los problemas más profun­ dos de la filosofía de la historia. Hay, es indiscutible, cierta unidad o uniform idad del mundo m oderno, por eso hablo de capitalismo burocrático. Al mismo tiempo, hay diferencias, desde varios puntos de vista importantes, entre el capitalismo burocrático fragmentado de los países occidentales y el capitalismo burocrático total de los paí­ ses del Este. Considero imposible una “ explicación” de esta diferen­ cia, si por explicación se entiende, como es habitual, un razona­ miento teórico que reduce lo que adviene a causas que ya estaban ahí. Por cierto, podemos elucidar una multitud de aspectos del naci­ miento del totalitarismo, despejar numerosos factores que desempe­ ñan aquí un papel importante. Pero es imposible no ver en el adveni­ miento del totalitarismo una ruptura histórica, una creación. Que esta creación sea monstruosa no impide que sea una creación. El totalitarismo moderno es una figura histórica original, que excede todas las “ explicaciones” que podrían darse al respecto. No es ni el despotismo asiático, ni la tiranía, ni -com o se dice superficialmente desde hace un tiem po- el producto fatal de la simple existencia del Estado. El Estado existe desde hace seis milenios por lo menos; el totalitarismo sólo aparece en el siglo xx. Es evidente que echa raíces, de múltiples maneras, en la evolución del capitalismo. Pero es igual­ mente evidente que esta evolución no lo “explica”, no lo “determina” -d e lo contrario, lo habría engendrado siempre en todas partes-. Este fracaso de los esquemas de explicación deterministas alcanza tam­ bién, según usted, a la concepción de Marx, a cuya crítica ha consagrado usted numerosos textos desde hace mucho tiempo. ¿Cuáles son los pun­ tos principales de esta crítica? Toda crítica, e incluso toda discusión sobre el m arxism o, para no ser una copia - y m ala- de un examen de profesorado, debe partir necesariamente del destino histórico del marxism o, que en lo esen­

cial se resume en este hecho m acizo; el m arxism o se ha vuelto la ideología, la religión laica oficial de estados que dom inan, explo­ tan y oprimen a un tercio de la población del planeta. Surge enton­ ces esta brutal e inmensa pregunta: ¿cómo una teoría que se preten­ día revolucionaria y socialista pudo convertirse en la cobertura ideológica de estos regímenes? Así com o es superficial e irrisorio decir -co m o quiere la moda de h o y - que el Gulag está en M arx, es también superficial e irrisorio considerar una teoría social y política, y la práctica histórica efectiva que se inspiró y apeló a ella, en una exterioridad total una con respecto a la otra. De hecho, hay un vín ­ culo sólido entre elementos centrales del pensamiento de M arx y lo que llegó a ser el marxismo. Es lo que usted mostraba en su texto de 1964 “Marxismo y teoría revo­ lucionaria", que forma la primera parte de La institución imaginaria de la sociedad y que sella su ruptura con el marxismo. Ruptura que había comenzado con el cuestionamiento de la teoría económica de Marx. En efecto, esta teoría económica es una pieza central que también es testimonio del modo de adhesión de los fieles del marxismo. N o es casualidad que este hombre haya pasado cuarenta años de su vida trabajando en su Suma económica, sin lograr terminarla. Tampoco que los fieles vivan en la creencia de que M arx había descubierto las “ leyes” de la economía que garantizarían la caída del capitalismo. Dos aspectos íntimamente relacionados: había que descubrir “leyes” ; hay que creer que existen estas leyes. Y si no las conocemos perso­ nalmente, están los especialistas del Partido, que “ leen E l capital”. ¿Qué hay de verdad en estas leyes? Consideremos un ejemplo ver­ daderamente central. M arx cree descubrir una ley del aumento de la tasa de explotación en el capitalismo (brevemente: que la relación masa de beneficios/masa de salarios aumenta con el tiempo). Ahora bien, para aquel que no se deja enceguecer voluntariamente, esta “ ley” es desmentida por los hechos. En dos siglos de historia del capi­ talismo los salarios reales aumentaron - a largo plazo- al menos tanto como la productividad del trabajo; dicho de otro modo, la tasa de

explotación, en el peor de los casos, permaneció constante. ¿Por qué? Esencialmente porque los trabajadores lucharon para obtener aumentos en los salarios reales, y los obtuvieron. Si volvemos a la teoría para buscar la razón del error, com proba­ mos este hecho sorprendente: la lucha de clases está ausente de El capital, más exactamente, no existe más que del lado del capitalista, que siempre gana. Y no es esto una omisión que podría corregirse o completarse. Esta “ausencia” de la lucha de clases es el equivalente riguroso de la tesis explícita de M arx, axiom a central de su análisis del capitalismo: la fuerza de trabajo es una mercancía como las demás (para los aspectos que nos interesan aquí). Como tal, tiene un “costo de producción” determinado y constante en términos de materiales -m ientras que el rendimiento de una jornada de trabajo aumenta continuamente en función del progreso técnico-. (O, en términos de “ valor” : el valor producido por una jornada de trabajo por definición es constante, mientras que el valor unitario de las mercancías que entran en el consumo de la clase obrera, supuesto constante, disminuye con el tiempo.) Por lo tanto, la diferencia entre am bos, que M arx denomina plusvalía, aumenta con el tiempo, e igualmente la tasa de explotación de la clase obrera. Éste es el razona­ miento de Marx; razonamiento radicalmente falso, independiente­ mente de toda falsificación empírica. Falso porque ignora, y debe ignorar, la resistencia, la lucha de los trabajadores -d ich o de otro modo, porque establece que la fuerza de trabajo es una mercancía-. Es un punto de vista que usted subraya desde 1953 en esos textos sobre la dinámica del capitalismo y que ha retomado a menudo. En efecto, es un punto de vista decisivo y sus ramificaciones no tie­ nen fin. La fuerza de trabajo no es mercancía en cuanto a su “valor de cambio”. Ninguna mercancía negocia su valor, ni lucha para que éste aumente. El carbón nunca hizo huelga para obtener un aumento de su precio. La fuerza de trabajo tampoco es mercancía en cuanto a su “ valor de uso” en la producción. Cuando un capitalista compra una tonelada de carbón, sabe, por un estado dado de la técnica, cuántas

calorías podrá extraer. Cuando com pra una jornada de trabajo, no sabe cuántos gestos productivos y eficaces podrá extraer de ella. Dependerá de lo que ocurra en la fábrica, de la resistencia y de la lucha de los obreros. Ni “valor de cambio” ni “valor de uso” de la fuerza de trabajo están, y no pueden estar, determinados “ objetiva­ mente”, independientemente de la actividad de los obreros y de su lucha. Pero M arx, como todos los economistas, está obligado a igno­ rar este aspecto, a postular valor de cambio y valor de uso de la fuerza de trabajo como determinados, independientemente de la actividad de los hombres. ¿Cómo construir un sistema de “ leyes” económicas, si la variable central del sistema es indeterminada? Por lo tanto, debe adoptar como axiom a teórico lo que es la mira práctica del capita­ lismo suponiéndola íntegramente realizada: la transform ación del obrero en puro objeto pasivo. Todo cuanto dice El capital presupone que el capitalismo ha elimi­ nado la resistencia de la clase obrera. Pero este capitalismo es pura ficción, no tiene ningún interés: es el capital solo en el mundo, es lo que yo llamo la Novela solipsista del capital. Y esto, evidentemente, afecta todas las consecuencias, por ejemplo, la tasa de acumulación depende de la tasa de explotación (la inversión depende de los bene­ ficios). Asimismo, el equilibrio de la economía capitalista depende de sus mercados internos, cuya evolución será totalmente diferente si los salarios reales permanecen constantes eternamente o si aumentan paralelamente a la productividad del trabajo. Comprobar que la mira del capitalismo, la transform ación del obrero en objeto pasivo, es irrealizable, devela una problemática mucho más profunda que la de la “economía”. Problemática que permite comprender lo que he lla­ mado la contradicción fundamental del capitalismo. ¿Qué entiende por ello? La tecnología capitalista, y con ella toda la organización supuesta­ mente “racional” de la producción que le corresponde, apunta a transformar a los trabajadores en objetos pasivos, en puros ejecutan­ tes de tareas circunscriptas, controladas, determinadas desde afuera

-p o r un aparato de dirección de la producción- Pero al mismo tiempo, esta producción sólo puede funcionar en la medida en que esta transform ación de los trabajadores en objetos pasivos no se efectúe. El sistema está obligado a solicitar constantemente la inicia­ tiva, la actividad de aquellos mismos que por otro lado intenta transformar en robots. Una sola hora de verdadera huelga de celo en todas partes -w orking to rule, como se dice en inglés-, y la produc­ ción mundial cae al piso. El sistema sólo funciona en la medida en que, en todas partes, los hombres lo hacen funcionar contra sus pro­ pias reglas. La contradicción fundamental del sistema es que sim ul­ táneamente está obligado a excluir a los trabajadores de toda parti­ cipación esencial en la dirección de su actividad y a solicitar constantemente esta participación. Esta antinomia está incorporada en la tecnología y en la organización actuales de la producción —que no son instrumentos neutros, puros medios de una “ racionalidad” productiva y económica, como creía M arx {y Lenin y Trotski), sino consustanciales con la naturaleza y con las miras del sistema de dominación, en el Oeste como en el Este- Su superación exige pues el cambio total de esta tecnología y de esta organización de la pro ­ ducción. Esto sólo puede hacerse si los trabajadores y sus colectivi­ dades asumen plenamente la dirección de sus actividades -e s lo que yo he llamado la gestión colectiva de la producción por parte de los productores-. Y como esta antinomia se encuentra en todas las esfe­ ras de la actividad social -e s exactamente la otra cara de la burocratización creciente de estas esferas-, su resolución implica la gestión colectiva de las actividades sociales por parte de los órganos autóno­ mos y federados de los participantes -productores, estudiantes, etc.-; lo que se llamó más tarde autogestión, edulcorando un poco el contenido. El verdadero contenido del socialismo - y aquello a donde los trabajadores apuntaron durante la Com una, en Rusia en 1917, en Cataluña en 1936 y 1937, en Hungría en 1956, etc.- es la autoorganización de la sociedad, Pero, si esta autoorganización no ha de confinarse a trivialidades, no puede conocer límites sociales, insti­ tuidos, dados de antemano. Significa pues la autoinstitución explí­ cita de la sociedad.

Sin duda deberemos retomar esta idea. Pero decir que M arx transforma en axioma teórico la mira práctica del capitalismo, ¿no es decir que en el pensamiento de M arx hay una contaminación de la ideología bur­ guesa, desde el origen? Ciertamente. Está el M arx que escribe que ya no se trata de interpre­ tar al mundo sino de transformarlo; o que el comunismo no es un estado ideal, sino el m ovim iento efectivo que suprime el estado de cosas existente. Este M arx empieza una ruptura con el universo capi­ talista y, más aun, con toda la herencia grecooccidental. Pero también está - y al mismo tiempo, no se trata de una evolución cronológicael otro M arx, en quien el elemento teórico, racionalista, que apunta a establecer un sistema de verdades determinado y potencialmente acabado se impone constantemente. Cuando M arx comienza a escribir, hace cuarenta años que los obreros ingleses y franceses sostienen ideas y prácticas revoluciona­ rias que rompen con el.universo instituido. La grandeza de M arx es haber comprendido la importancia de estas creaciones obreras y se inspira en ellas. Pero, al mismo tiempo, no logra pensarlas más que en el marco heredado (aun si lo amplía enormemente). No logra cuestionar ni la concepción tradicional de la “ teoría”, ni el presu­ puesto, el prejuicio ontológico que le corresponde y que la subtiende desde Parménides: ser = ser determinado. Piensa que la razón teó­ rica, inspeccionando la historia y analizándola, puede descubrir sus determinaciones, las leyes que explican su devenir. Participa asi en esta inmensa empresa comenzada por los griegos y proseguida por los occidentales: la constitución de la gran Teoría, de la consideración de lo que es tal como es verdaderamente -p o r lo tanto, en esta con­ cepción, a-temporalmente-. Empresa que no puede desplegarse más que ocultando lo propio de la vida histórico-social: el hacer como hacer-ser, la creación, la autoinstitución de la sociedad. Pues recono­ cer esto equivale a reconocer una dimensión esencial, primordial, de indeterminación en el ser histórico-social (y, finalmente, en el ser a secas), abandonar la concepción heredada de la Teoría, ver que sólo nos encontramos con un proyecto de teoría, cuyo sentido es una acti­

vidad continua de elucidación del mundo y de nosotros mismos. La Teoría como acabada es una fantasía. Como ocurre con todas las fan­ tasías, la idea de abandonarla sólo parece insoportable durante el tiempo que estemos prisioneros de ella. Lejos de dejarnos ciegos y mudos, este abandono libera por el contrario nuestra actividad de elucidación. Y según usted, ¿quedó M arx prisionero de esta fantasía? Para lo esencial, sí; y sobre todo en relación con lo que tiene una reso­ nancia social e histórica en su pensamiento. Esto se comprende fácil­ mente. M arx se dirigía a un mundo que esperaba -q u e sigue espe­ rando- que se le otorgase la gran Teoría racional. Su enorme impacto histórico se debe a esta “ mala razón”. No fue en función de su ele­ mento revolucionario, ni de su profundidad y de su sutileza que el pensamiento de M arx se propagó y fue eficaz al mismo tiempo. Sino porque, una vez reducida a algunos esquemas elementales a los que ella se deja efectivamente, e incluso -e n un sentido- fielmente, redu­ cir, ofrecía al seminarista obtuso de Tiflis, al pequeño cuadro del Yenan, al secretario de la célula del Pas-de-Calais, una visión aparen­ temente clara, simple y completa del mundo y de lo que hay que hacer o no hacer. Ha llegado el momento de hablar de las ideas de creación, de autoinstitución, de imaginario, que por lo menos desde 1964 recorren todas sus reflexiones y sus trabajos. ¿Se trata de un salto a lo irracional? ¿El ima­ ginario es una ficción, una visión fantasmática? ¿O es el resurgimiento de la utopía? En el lenguaje corriente se ha opuesto el imaginario como ficción a lo que no es ficción: lo real y lo racional. Oposición clara para la vida corriente en un mundo social dado; pero que se vuelve oscura y enig mática si uno empieza a hacerse preguntas. ¿Qué es lo real? Cuando consideramos la historia, observamos que cada sociedad instituye su real. Lo que es y no es, lo que existe y no existe varía de una ciudad a

otra. M arx mismo dice en alguna parte que el Apolo de Delfos era para los griegos una potencia tan real como cualquier otra. Lo mismo ocurre con los espíritus en una sociedad arcaica, con Dios en una sociedad monoteísta, etc. De la misma manera, lo que es “ lógico” y lo que no lo es, también la idea de lo que es una verificación, difie­ ren de una sociedad a otra. Hay cada vez institución de la sociedad y de la racionalidad por parte de la sociedad considerada. La ilustra­ ción más inmediata nos la da el lenguaje. A la vez portador e instru­ mento esencial de la organización del mundo -d el mundo “ natural”, social, de los lincamientos racionales de toda realidad en general-, el lenguaje está históricamente instituido, y cada vez instituido como lenguaje diferente. No existe lenguaje en general, lenguaje puro, len­ guaje fundamental cuyos ejemplares ísomorfos serían las lenguas his­ tóricas. Lo que es común a todos los lenguajes o bien es trivial, o bien es abismalmente enigmático: el poder de significar, el hacer-ser de un mundo de significaciones. Entre estas significaciones, las más im por­ tantes no tienen referente asignable, no tienen correspondiente real o racional; son estas significaciones, las significaciones imaginarias sociales, las que dan cohesión a todas las demás y a la sociedad con­ siderada. Una significación así es, por ejemplo hoy, la seudo-“ racionalidad”. Cada sociedad es constitución de un mundo, de lo que es y de lo que no es, vale o no vale, de las necesidades, de los individuos, de sus roles e identidades, etc. Esta institución es creación: no es reductible a lo que ya estaba, ni a factores “ reales” o “ racionales” exte­ riores a la sociedad considerada. Es obra del imaginario radical his­ tórico-social -com o una obra de arte original es obra de la imagina­ ción radical del individuo—. ¿Esta creación sería arbitraria, entonces? Digo que no es reductible; no digo que es absolutamente arbitraria. Por ejemplo, ninguna sociedad puede ignorar las necesidades de ali­ mento o la diferencia de los sexos. Pero los hombres comen alimen­ tos históricamente instituidos, no calorías; y los sexos sociales son diferentes de los sexos biológicos. Hay apuntalamiento de la socie­

dad en la naturaleza, no determinación de la sociedad por la natu­ raleza. La “ naturaleza" misma es cada vez postulada, representada y actuada de m anera diferente. Para los antiguos griegos, está an i­ m ada por los dioses, las dríadas, las nereidas. Para la sociedad m oderna, es material inerte del control hum ano. Las relaciones entre la sociedad y la naturaleza son cada vez establecidas y creadas por la sociedad considerada. Y en última instancia, los dos términos de la relación también. Por cierto, y esto en el m ism o m ovim iento e inmediatamente. El hombre moderno no puede establecer su relación con la naturaleza como una relación de dominación (Descartes: dueños y poseedores de la naturaleza) postulando la naturaleza como conjunto de obje­ tos inertes y a la sociedad como sujeto de un control racional. El carácter imaginario, a-real, a-racional, de esta posición salta a la vista. A decir verdad, se trata de una posición delirante; pero esta posición delirante es la realidad del mundo contemporáneo. Hay todo un trabajo de evaluación crítica de los poderes de la razón teórica, por lo tanto también de la ciencia misma. Esto form a parte de lo que usted llama elucidación. Pero sin duda esto también form a parte de un trabajo político, puesto que se identifica cada vez más saber y poder. Precisemos bien una cosa. Lo que yo llamo el proyecto de teoría, si lo liberamos del absolutismo teórico, de la fantasía de la Teoría aca­ bada, no es ni vacío ni vano. Hay que sacarse de encima esas ingenui­ dades gemelas y complementarias: la ciencia sabe o sabría todo/la ciencia no sabe nada. Tanto en un caso como en otro, ya no habría ningún problema. Ahora bien, a la vez hay saber efectivo, y el objeto, la naturaleza, la coherencia, la historia de este saber son intermina­ blemente enigmáticos. En cuanto a la identificación del saber y del poder, se trata de una mistificación, propagada por el poder mismo, hecho que se com ­

prende, pero también por algunos que pretenden combatir el poder y no hacen más que acreditar esta mistificación. La creencia en la omnipotencia y en la omniciencia de los estados instituidos es, en último análisis, el único fundamento verdadero del sistema. Pero la mitad de las veces, el poder es a la vez ciego y descerebrado, y esto por necesidad esencial. Y quienes dirigen no son técnicos y especialistas competentes (¿cómo, en virtud de su especialización, un especialista tendría competencia universal?), sino aquellos que son competentes en esta especialidad particular: el ascenso dentro de una escala buro­ crática. No fue el m ejor marxista quien llegó a ser secretario del

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ruso, sino aquel que supo cómo degollar mejor a los demás. No son los mejores ingenieros quienes dirigen las firmas, sino aquellos que saben sacar el m ejor provecho para su propio interés de la lucha de las bandas y los clanes. Esta identificación del poder y del saber es una pieza esencial de la ideología dominante. Ninguna sociedad puede vivir sin darse una representación de sí misma. Esta representación forma parte de las significaciones im aginarias sociales correlativas a su institución. Ahora bien, contrariamente a todas tas sociedades precedentes, la sociedad capitalista no se da una representación mítica o religiosa de sí mism a; quiere darse una representación racionalista, que sea, al mismo tiempo, su “justificación”. La ideología capitalista es raciona­ lista: invoca el saber, la competencia, la cientificidad, etc. Lo seudo“ racional” es la pieza central del imaginario de esta sociedad. Y esto también vale para la ideología m arxista, transform ada en religión laica de Estado, Y digo racionalista, no racional. Pretende una racio­ nalidad vacía y suspendida en el aire, que contradice toda su reali­ dad. Otra vez aquí, tenemos algo históricamente nuevo. En ninguna otra sociedad se observa esta antinom ia entre el sistema de repre­ sentaciones que la sociedad se da de sí misma, y su realidad efectiva. La realidad de una sociedad arcaica, esclavista, o feudal, es conforme a su sistema de representaciones de sí misma. Pero la sociedad m oderna vive en un sistema de representaciones que postula la racionalidad a la vez com o el fin y el medio universal de la vida social -lo cual es desmentido por cada uno de sus actos-. Pretende

ser racional - y produce masivamente lo que desde su propio punto de vista es irracionalidad-. Después de todo este trabajo de crítica y de elucidación, ¿podemos toda­ vía considerar un proyecto socialista y revolucionario? Sólo por medio de un trabajo así podemos comprender lo que es este proyecto, su origen, su contenido, y situarnos con respecto a él. No hay socialismo como etapa necesaria de la historia, tampoco ciencia de la sociedad que garantice su advenimiento, y que, entre las manos de sus “especialistas”, podría guiar su construcción. El proyecto socia­ lista es proyecto de creación de una nueva forma de sociedad. Y nace efectivamente como creación histórica, en y por la actividad de una categoría de hombres. Desde el comienzo del siglo xix, los obreros cuestionan la institución establecida de la sociedad; no solamente de la sociedad capitalista, sino de todas las sociedades denominadas “ históricas”. No combaten solamente la explotación económica, sino la dom inación com o tal, quieren instalar un nuevo orden fundado sobre la igualdad, la libertad, la cooperación. En y por la actividad de estos hombres emergen nuevas significaciones, que se encarnan en nuevas formas de organización, y que se oponen al mundo insti­ tuido desde hace milenios: el mundo del Estado, de la jerarquía, de la desigualdad, de la dominación de unos por otros. En su evolución, de manera recurrente, este m ovim iento decae sin alcanzar su mira. Se burocratiza, adopta los modelos de organi­ zación capitalistas, las significaciones correspondientes. Su encuen­ tro con el marxismo -qu e, en muchos países, se vuelve su confisca­ ción por el m arxism o- es un momento crucial en esta evolución. En el nivel más profundo, el marxismo llega a ser, de hecho, correa de transmisión de los modelos y de las significaciones capitalistas en el movim iento obrero (racionalismo, jerarquía, productivism o, pri­ macía de la seudo-“teoría”, etc.). Pero el movimiento ha continuado y continúa. Siempre tiene la forma elemental de la resistencia coti­ diana de los trabajadores a la explotación y a la alienación a las cua­ les los somete el sistema. Sale a la luz, afirmando siempre la misma

m ira, en Europa entre 1917 y 1923, en España entre 1936 y 1937, en Hungría en 1956. Se le unen otros movimientos que tienen la misma mira: el movimiento de los jóvenes -lo que da Mayo de 1968 en Fran­ cia-, el movimiento de las mujeres, el movimiento ecológico. Esta mira puede ser form ulada en una sola palabra: la mira de autonomía. Ella implica la supresión de los grupos dominantes, y de las instituciones que encarnan e instrumentan esta dominación -en prim er lugar, el Estado-, implica el verdadero autogobierno de las colectividades, la autoorganización de la sociedad. Tomada en su sentido pleno, esta autoorganización significa la autoinstitución explícita de la sociedad. ¿Por qué explícita? Porque la sociedad está siempre autoinstituida, pero no sabe que lo está. Forma parte de la institución de las sociedades tales como han existido hasta aquí, y del sistema de representaciones que se dan de sí mismas, el hecho de im putar esta institución a una instancia diferente y exterior: a un héroe mítico, a Dios, a las leyes de la naturaleza o a las exigencias de la Razón. Ahora bien, hay que comprender que no debemos huir de nuestra responsabilidad en cuanto a la institución de la sociedad que nosotros queremos, ni siquiera refugiándonos detrás de la “ Razón”. Queremos la igualdad, la libertad, la justicia: esto no es ni “ racional”, ni “ irracional”, está más allá. Pensar que las leyes de la historia garan­ tizan el advenimiento de una sociedad justa (o de una sociedad donde la cuestión de la justicia podría ser eliminada) es un absurdo. Pensar que podría definirse de una vez por todas lo que es una socie­ dad justa, y demostrar que una sociedad justa es más “ racional” que una sociedad injusta carece de sentido (en el m ejor de los casos, el razonamiento sería circular). Y pensar que tal demostración haría avanzar un milímetro las cosas es pueril. Auschwitz o el Gulag no se refutan, se combaten. Hay una guerra histórica, comenzada por el demos griego y los pri­ meros filósofos de Jonia, que conoce largos eclipses, se reanima periódicamente, y que, en nuestro período histórico, es reanudada por las secciones parisinas de 1792 y 1793, por los obreros ingleses que fundan sus primeras unions, por los comuneros, los obreros y los intelectuales de Budapest. Guerra contra el sometimiento a un grupo

dominante, contra los mitos, contra toda idea simplemente recibida, contra la institución establecida de la sociedad como institución de la heteronomía. Mientras la sociedad permanezca dividida asimétrica y antagónicamente, esta guerra no ha de cesar. A cada cual le corres­ ponde elegir su campo. Pero, ¿cuáles son las posibilidades de este proyecto de autonomía frente a la omnipotencia de los estados instituidos? No hay omnipotencia de los estados instituidos. Su potencia no es más que la otra cara de la creencia de la gente en esta potencia. Para lo demás, no tengo respuesta. Todo depende del deseo y de la capa­ cidad de los hombres y de las mujeres para cambiar su existencia social, para aceptar que son responsables de su destino, para asumir plenamente esta responsabilidad. Si todo cuanto hemos dicho tiene una significación política, ésta puede resumirse muy simplemente. Se trata de recordar a los hombres esta verdad elemental que conocen bien pero que olvidan regularmente cuando se trata de los asuntos políticos: nunca, ni la expansión de la economía capitalista, ni el gobierno, ni las leyes de la historia, ni el Partido, trabajan para ellos. Su destino será lo que ellos quieran y puedan hacer.

Lo que no pueden hacer los partidos políticos1

¿Qué realidad abarca, en su opinión, el término de “experimentación social” ? ¿Le parece apto para caracterizar a los nuevos movimientos sociales? El término me parece ambiguo e incluso poco inocente. Parece pre­ sentar como nuevo algo que no lo es, pero cuya importancia ha sido constantemente minimizada o ignorada por las organizaciones o fi­ ciales “ de izquierda”. En nuestra área cultural - y esto se vuelve claro y macizo, al menos desde fines del siglo x v iii - , hubo una serie de tentativas y de actitudes de gente que apunta a m ejorar concreta­ mente sus condiciones de vida, incluyendo, claro está, sus condicio­ nes de trabajo. Esto comenzó desde el principio del movim iento obrero: éste nunca fue, y no habría podido ser nunca, un m ovi­ m iento de pura contestación del orden establecido; fue al mismo tiem po un m ovim iento de autoorganización, o, para retom ar un término que me gusta, de autoinstitución —autoinstitución positiva, claro está-. Esto se tradujo por lo que hay que llamar formas de cre­ ación - y no de “ experimentación”- social, como la constitución de los prim eros sindicatos, de las mutuales, de las cooperativas, etc.; para resumir, se tradujo por el conjunto de las actividades de auto-

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organización de la clase obrera mediante las cuales se constituyó como clase en el sentido pleno del término. Pues no alcanza con que haya máquinas capitalistas para que haya clase obrera: estas máqui­ nas no hacen existir más que una categoría de hombres como obje­ tos pasivos de explotación, una “clase en sí”. La clase obrera se vuelve clase “ para sí” se constituye como clase histórica en la medida en que se autoorganiza, en la medida en que hace y se hace. Este m ovi­ miento de autoconstitución de la clase obrera, que ocupa el siglo xix en los países más “ avanzados” de entonces, luego es cubierto por la burocratización de las organizaciones obreras. Sin embargo, no se ha detenido. Luego llegó el movimiento de las mujeres. También en este caso, ¿no es un poco extraño hablar de “ experimentación social” ? Desde hace casi un siglo, por una actividad cotidiana, anónima, en gran parte subterránea, las mujeres m odificaron gradualmente su situa­ ción - y por esto mismo la situación de los hombres tam bién-, des­ truyeron tabúes milenarios, trastocaron actitudes y costumbres de una manera que tiene consecuencias incalculables, y ciertamente aún imprevisibles, Y esto no fue debido a las organizaciones “ políticas”, ni a las organizaciones específicas -e l mi/f, etc., es una aparición de los diez o quince últimos añ os- sino a un número inmenso de mujeres que cambiaron de actitud e impusieron más o menos a los hombres también este cambio, que crearon entonces positivamente algo, alte­ raron la institución establecida de las relaciones entre los sexos. ¿Qué sentido tendría llamar a esto “ experimentación” ? Lo m ism o ocurre, desde hace veinticinco años y más, con el m ovim iento de los jóvenes. Y más recientemente, con otros m ovi­ mientos que ya no pueden definirse a partir de una “ categoría” social (como la clase obrera, las mujeres o los jóvenes). Gente de una loca­ lidad, o reunida por intereses o preocupaciones comunes, se agrupa y trata de hacer algo por sí misma. ¿Por qué se bautiza a esto “ expe­ rimentación social” ? Para tapar el desnudo ideológico y político de la “ izquierda” actual. La gente que actúa en estos casos no lo hace para “experim entar”; actúa para hacer algo, para crear algo. ¿Se lo llama “experimentación” porque no entra en el marco programático

e ideológico de las organizaciones políticas oficiales? También fue el caso de los movimientos de las mujeres o de los jóvenes, que fueron combatidos sordamente, despreciados, ignorados por estas organiza­ ciones -antes de que ellas intenten recuperarlos-. ¿Por qué la gente emprende estas actividades? Porque han com ­ prendido que ni las instituciones estatales ni los partidos responden a sus aspiraciones y a sus necesidades, que son incapaces de respon­ der a ellas (de lo contrario, la gente trataría de utilizarlas para estas actividades). Por ejemplo, si se han constituido movimientos ecoló­ gicos no es solamente porque los partidos existentes no se preocu­ paban del problema, sino también porque la gente se da cuenta de que, si bien es cierto que los partidos hablan de ecología, sólo lo hacen por razones demagógicas, y que con estos partidos nunca ocu­ rrirá nada diferente. Al mismo tiempo, la gente comienza a comprender más o menos claramente que es absurdo subordinar toda actividad a la “ Revolu­ ción”, o a la “ toma de poder”, luego de las cuales todas las cuestiones supuestamente quedarían resueltas: mistificación enorme, que ga­ rantiza precisamente que nada quedaría resuelto luego de la “ Revo­ lución”. Los movimientos de auto organización, de autogestión par­ cial, por un lado, son expresiones del conflicto que desgarra a la sociedad actual, de la lucha de la gente contra el orden establecido, y también, por otro lado, preparan otra cosa: incluso en forma embrio­ naria, trabajan y encarnan la voluntad de la gente para tomar la suerte entre sus manos y bajo su propio control. Sin embargo, ¿no podemos pensar, como algunos, que estos movimien­ tos sirven como relevo de instituciones desfallecientes o incluso como un nuevo compromiso de clase con la gran burguesía, en lugar de que des­ emboquen en una transformación política de la sociedad? Decir que durante el tiempo que subsiste el régimen recupera todo, es una tautología. Pero, ¿porque el sistema recupera o integra la liber­ tad de prensa, por ejemplo, vamos a combatir contra la libertad de prensa, o incluso vamos a desinteresarnos de ella? ¿Y por qué, enton­

ces, no mantener este razonamiento a propósito de los sindicatos, donde estaría mucho más justificado, puesto que actualmente y desde hace mucho tiempo los sindicatos son engranajes del funcio­ namiento del sistema, y no puede haber país capitalista moderno, “ liberal” o incluso totalitario, sin sindicatos que enmarquen a la clase obrera? Es un razonamiento insuficiente. Lo vemos en la historia y en la evolución de la producción capitalista y de su organización. El sis­ tema organiza la producción y la explotación de cierta manera; los trabajadores inventan medios de réplica y de lucha contra esta orga­ nización; tarde o temprano, el sistema los íntegra o los recupera; el terreno de la batalla se desplaza, los trabajadores inventan nuevos medios, y así sucesivamente. La historia es esto. Pero además, detrás del argumento que usted cita, se encuentra visiblemente una concepción de la “ política” que la reduce al enfren­ tamiento de los partidos para apoderarse de la dirección del Estado. Esto no es solamente una concepción restrictiva, es una concepción burocrática de la política, ¿Entonces los partidos políticos son más un freno que un medio para desarrollar los movimientos de creación social? Por supuesto. Esta concepción de la actividad política está necesa­ riam ente incorporada en lo que son los partidos: organizaciones burocráticas, que (en función de una ideología más o menos defi­ ciente) pretenden haber encontrado el punto arquimédico para la transformación de la sociedad; a saber, hay que apoderarse del apa­ rato de Estado, y todo el resto viene solo. Es lo que explica el enceguecimiento de los partidos ante lo que estaba ocurriendo con los nuevos m ovim ientos, y el hecho de que estas organizaciones de “ vanguardia” aparecieron com o retaguardias que se arrastraban lamentablemente lejos de los acontecimientos. Los geniales líderes políticos y los ilustres teóricos descubrieron -c o n un desfase de cinco años algunos, de diez años otros, de veinte, o tro s- la autoges­ tión -d e la que nosotros venim os hablando desde 19 47-, la vida cotidiana -d e la que hablam os desde 1955-, a las m ujeres y a los

jóvenes -d e los que hablamos desde 1960-, etc. Hace algunos días leí en Le Monde que el señor Séguy declaró muy seriamente en no sé cuál reunión de la c g t que el problema de las condiciones de tra­ bajo era nuevo e im portante, pero difícil, y que era preciso estu­ diarlo más a fondo antes de comprometerse con él. ¿Ah, si? ¡No me diga! Este “jefe” obrero y su C onfederación descubren en 1979 el “ nuevo” problema de las condiciones de trabajo -problem a por el cual los obreros luchan desde que hay fábricas capitalistas, es decir, desde hace dos siglos-. Con respecto a estos movim ientos, los partidos de “ izquierda” adoptan dos actitudes, que, además, de ninguna manera se excluyen entre sí. La primera -qu e corresponde a la realidad de estos partidosconsiste en decir: necesitamos el gobierno, las nacionalizaciones, etc., y el resto viene solo. La segunda consiste en la transformación de las nuevas reivindicaciones en plumas decorativas, en simples cosméti­ cos, mediante una serie de concesiones demagógicas verbales. ¿Las mujeres reivindican derechos? Y bien, no importa, se decreta que el 30% de los puestos de las instancias dirigentes estarán ocupados por mujeres -com o si esto resolviera algo- También: ¿emprende la gente actividades para cambiar sus condiciones de vida? Y bien, vam os a bautizarlo “experimentación social"y a declararlo “ interesante”. ¿“ Ex­ perimentación” con respecto a qué? Con respecto a las verdades “ga­ rantizadas”, inscriptas en los “programas” de los partidos. Tales como existen, los partidos “de izquierda” son organizaciones que, indepen­ dientemente de las intenciones y de las ideas de los individuos que las componen, están destinados a dirigir, a administrar desde afuera y por arriba. Según usted, la solución no se encuentra de ninguna manera en los par­ tidos políticos actuales. Pero, ¿llega usted a cuestionar totalmente el principio de la organización política como tal? Es seguro que la solución no está en los partidos políticos tales como son. Más exactamente, estos partidos existen para otra solución -la solución burocrática, ya sea reformista o totalitaria-. Pero claro, esto

no resuelve, más que negativamente, nuestro problema. No habrá transformación de la sociedad sin actividad política explícita y elu­ cidada. La actividad política es necesariamente colectiva. Nos hace falta, pues, una colectividad política que luche y actúe para la trans­ formación de la sociedad, para la instauración de una sociedad autó­ noma. Esta organización colectiva tendrá una serie de tareas esencia­ les que cumplir: difundir y hacer conocer el verdadero contenido de las luchas y de los movimientos que se desarrollan, discutir su signi­ ficación, sus debilidades eventuales, las razones de su éxito o de su fracaso, despejar su ejemplaridad. Su universalidad no le llegará por la posesión de una “ teoría verdadera” definida de una vez por todas -sin o por el hecho de que ella querrá explicitar lo que ya está, im plí­ citamente, como universal inmanente en la actividad de la gente, como significación de esta actividad que supera las circunstancias particulares en las cuales está encarnada-. Tal colectividad, evidentemente, no podría estar organizada más que de una manera que encarne y vuelva visibles los fines para los cuales ella actúa: será entonces autogestionada, autogobernada. Y por cierto, esto no es fácil. Cómo algunos miles de personas dispersas a través de Francia podrían constituir una colectividad política no burocrática (y no desordenada), una colectividad efectivamente autogestionada, y autogobernada (en autogobierno, no sólo está auto, también está gobierno, lo que muchos olvidan), es, en mi opi nión, uno de los problemas más importantes de hoy. Infinitamente más importante, en todo caso, que las discusiones sobre la “ Unión de la izquierda”, etcétera. Pero esta organización política -q u e corresponde más o menos a lo que tratamos de hacer en el p s u —¿no está destinada a la marginación por el simple juego de las instituciones políticas actuales? Aquí, otra vez, hay que despojarse de las ideas recibidas; en particu­ lar de la idea de que la única acción política es la de los partidos, que implica consejeros municipales, diputados, etc. ¿Cuál fue el aconteci­ miento político más importante de Francia desde hace veinte años,

o más? Es Mayo de 1968. ¿Y quién hizo M ayo de 1968? ¿Cuál fue el partido que hizo M ayo de 1968? Ninguno. Sin embargo, diez años después, Francia ha sido más marcada por Mayo de 1968 que la Fran­ cia de 1881 por la Comuna. Pero en un sentido, Mayo de 1968 fracasó; en la medida en que no des­ embocó en una transformación política efectiva, sólo quedó como un inmenso movimiento social. Por cierto, en un sentido, y en parte, puede decirse que Mayo de 1968 fue un “ fracaso”. Durante los acontecimientos, yo mismo hice circu­ lar un texto (que apareció enseguida en La Bréche, que publicábamos M orin, Lefort y yo, a fines de junio de 1968) donde trataba de m os­ trar que hada falta organizarse, instalar formas durables de acción y de existencia colectivas. Nada de eso se hizo por razones que llevaría mucho tiempo discutir ahora. Pero esto no reduce sin embargo la inmensa importancia positiva de Mayo de 1968; que reveló e hizo visible para todos algo fundamental: el lugar verdadero de la política no es aquel que se creía. El lugar de la política está en todas partes. El lugar de la política es la sociedad. ¿No hay contradicción entre la confirmación de que el fracaso de Mayo de 1968 proviene de una incapacidad para instituir, y por otra parte la crítica de las formas institucionales existentes, ya sean las instituciones del Estado o los partidos políticos instituidos? Sólo hay contradicción si se confunden estas instituciones existentes con toda institución posible. El fracaso -m ás exactamente, el lím itede Mayo de 1968 fue la incapacidad para instaurar nuevas institucio­ nes, otras instituciones: otras no sólo, por cierto, en cuanto a sus nombres, sino también en cuanto a su esencia. Decir que sin la des­ trucción del aparato de Estado y sin la disolución de los grupos dominantes y de las instituciones consustanciales a su dominación no puede haber entrada en una nueva fase de la vida social no quiere decir que una sociedad autónoma es una sociedad sin instituciones.

Una sociedad sin institución no existe; el reino del puro deseo es también, esencialmente, por ejemplo, el deseo de asesinar al otro. ¿Qué podemos decir, desde ahora, de las instituciones de una nueva sociedad, de una sociedad autónoma? En todo caso, esto: que ellas encarnan la autonomía, a saber, la autogestión, la autoorganización, el autogobierno colectivos en todos los ámbitos de la vida pública. Esto significa también que estas instituciones no serán esta­ blecidas de una vez por todas, que no se sustraerán a la actividad instituyente de la sociedad. Por eso, en mi opinión, el problema político central - e incluso el único, en última instancia- es el de la autoinsti­ tución explícita, consciente, de la sociedad. Su solución implica tanto instituciones nuevas como un nuevo tipo de relación entre la sociedad y sus instituciones. En este punto de vista hay que colocarse para ubicarse con res pecto a los movimientos de los que hablamos: ¿representan formas nuevas, autónomas, de organización colectiva? ¿Se instaura ahí otro tipo de relación entre la gente y su organización colectiva, que hace que la primera controle a la segunda efectivamente? Éste es el criterio esencial. No condenamos el Partido Comunista o a cualquier otra organización burocrática, porque es una institución, sino porque es una institución burocrática, porque esta institución, en su forma, en su estructura, en su organización, en su ideología, es necesariamente heterónoma, alienada y alienante, sometedora para sus miembros y para los demás. Dicho esto, todavía quedan distinciones por hacer. Es cierto que mientras la sociedad global siga siendo como es, es imposible que existan organizaciones plenamente autónomas, en un sector o en un lugar particular. Pues ninguna organización puede estar separada y aislada de la sociedad global; está inmersa en ella, influida por ella, padece sus consecuencias. Pero esto tampoco significa que deba ser necesariamente recuperada por el régimen todo el tiempo y en un ciento por ciento. También aquí hay que denunciar este prejuicio absolutista seudorrevolucionario, según el cual o bien habría un corte radical y total, o bien seríamos recuperados en un ciento por ciento por el sistema. No es verdad.

Precisamente, queda un problema con respecto a estos movimientos de autogestión parcial, de creación social localizada: si no pueden transfor­ mar tradicionalmente la sociedad sin destruir cierto número de insti­ tuciones centrales, ¿cómo permitirles converger para hacerlo? ¿Cuál es la lógica unificante de estos movimientos? Para ver si existe tal lógica unificante, y lo que ella es, hace falta ver cómo se plantea el verdadero problema de la transformación de la sociedad. ¿Cuál es la raíz del conflicto social en el régimen actual, más allá de las simples oposiciones de intereses? La contradicción fundamental de la sociedad capitalista -y a sea capitalista burocrá­ tica fragmentada, como en el Oeste, o capitalista burocrática tota!, como en el Este, en los países abusivamente denominados socialis­ tas-, es inmanente a la organización misma de esta sociedad, a la división entre dirigentes y ejecutantes. Esta división implica la exclusión de la gente de su propia vida, individual y colectiva. Hablo de la división entre dirigentes y ejecutantes, no de la vieja oposición de la filosofía política entre dirigentes y dirigidos. Es posible ser diri­ gido, no es posible ser puramente ejecutante. Ahora bien, el régimen trata de reducir a la gente a puros ejecutantes -está obligado a hacerlo-, trata de excluirla de la dirección de sus propias activida­ des; y, al mismo tiempo, no podría sobrevivir si lograse realizar ple­ namente este fin, imponer a la gente una pasividad total. (Lo vemos claramente en el ejemplo de la organización del trabajo en la empresa contemporánea.) A hora, todos los m ovim ientos de los que hemos hablado apun­ tan -d e una m anera o de otra, en un grado u o tro - a superar y a abolir esta división entre dirigentes y ejecutantes -entre dirección y ejecución-. En la medida en que no son simplemente m ovim ien­ tos de explosión y de expresión, sino también movimientos de crea­ ción, de institución social, traducen y encarnan la aspiración de la gente a la autonomía. Así, anuncian y preparan la única transfor­ mación radical de la sociedad que exista: el advenim iento de una sociedad autónom a, que asume por prim era vez su autogobierno, que establece ella mism a sus leyes. La lógica unificante de estos

m ovim ientos, y su vínculo con el proyecto de la transform ación radical de la sociedad, se encuentra en que ya encarnan, aunque sea de m anera parcial, fragm entaria, balbuceante, estas significa­ ciones políticas centrales: autogestión, autoorganización, autogo­ bierno, autoinstitución.

Los envites actuales de la democracia1

[...] Las constituciones modernas comienzan con declaraciones de los derechos cuya primera frase es o un credo teológico, o una ana­ logía: “ La Naturaleza ha ordenado que...” o “ Dios ha ordenado que...”, o “ Nosotros creemos que los hombres han nacido iguales”, aserción esta última que además es falsa: la igualdad es una creación de los hombres que actúan políticamente. Por com paración, las leyes atenienses contienen un elemento de una profundidad insupe­ rable: siempre comienzan diciendo: “ Edoxe té boulé kai tó demó” : “ Pareció bueno, ha sido la opinión bien sopesada del Consejo y del pueblo que...”, luego sigue el texto de la ley. Esta edoxe es fantástica, en verdad es la piedra angular de la democracia. No tenemos ciencia de lo que es bueno para la hum anidad, y jamás la tendremos. Si hubiese una, no sería la democracia lo que tendríamos que buscar, sino la tiranía de aquel que poseyera esta ciencia. Trataríamos de encontrarlo para decirle: “ Bueno, tú vas a gobernar puesto que posees la ciencia política”. Es, además, lo que dice explícitamente Platón y muchos otros; y lo que decían también los aduladores de Stalin: “ Dado que tú conoces la historia, la economía, la música, la lingüística... ¡Y que viva el secretario general!”. Los atenienses, por su parte, decían: “es la opinión bien sopesada del Consejo y del pueblo que decreta esto...”. Esto quiere decir que la democracia es el reino de

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la dóxa, es decir, de la opinión bien considerada, de esta facultad que tenemos de formarnos una opinión sobre asuntos que escapan a los razonamientos geométricos. Tomemos por ejemplo la cuestión de saber a qué edad debe otor­ garse el derecho de voto a los ciudadanos y a las ciudadanas. ¿Hay una ciencia que pueda dar una respuesta? ¿Esta ciencia misma es concebible? No, por supuesto. A partir del momento en que una sociedad se plantea esta pregunta, la respuesta supone una elección. Y esto, cualquiera sea el régimen político, incluso bajo la “dictadura del proletariado” : ¿quién es proletario?, ¿y a qué edad lo es? ¿Es nece­ sario y alcanza con ser explotado para tener voz en el cabildo? El punto esencial es que en democracia no tenemos una ciencia de la cosa política y del bien común, tenemos las opiniones de la gente; estas opiniones se confrontan, se discuten, se argumentan, y luego, finalmente, el pueblo, la colectividad se determina y zanja con su voto. Esto, entonces, en cuanto al proceso de interrogación, de cues tionamiento establecido por la democracia. Que no es un cuestiona miento en el aire: nosotros sabemos que el pueblo decide, antes bien, incluso, nosotros queremos que el pueblo decida. Y sabemos o debe­ ríamos saber que lo que el pueblo ha decidido no es forzosamente la última verdad, que puede equivocarse, pero que no hay otro recurso. Nunca podrá salvarse al pueblo contra sí mismo, sólo es posible darle los medios institucionales para corregirse a sí mismo si se ha equi­ vocado, para volver atrás si se ha tomado una decisión errónea, o para modificar una ley si ésta es mala. Hay, de entrada, autoconstitución del cuerpo político, sin ayuda de ninguna ciencia. Nosotros mismos debemos trazar y fijar los lími­ tes, y nuestra decisión no será demostrable ni científica ni matemá­ ticamente. Se dirá entonces, al menos eso espero, que participan de la colectividad política todos aquellos que viven habitualmente en el territorio y están involucrados por lo que ocurre en él. Esto puede parecer evidente, pero no lo es en absoluto en las legislaciones exis­ tentes, donde sólo los “ nacionales” del Estado considerado participan en el voto (en América la naturalización es relativamente fácil, pero no en Europa). Deberíamos decir entonces “aquellos que participan

en la vida de la colectividad”. E incluso, para determinar a estos últi­ mos, los criterios elegidos serán forzosamente un poco arbitrarios. No diremos -e so pienso- que un japonés o un francés que hace escala en Montreal un día de elecciones puede ir a votar. No si per­ manece tres horas. Pero, ¿si se queda tres semanas, si alquila un apar­ tamento? Lo que quiero señalar con estos ejemplos que quizás son menores, es esta necesidad de autoposición, de autoconstitución de la colectividad política, que ha sido olvidada en toda la retórica teológico-filosófica de los dos últimos siglos. ¿Qué filosofía podrá decir­ nos alguna vez a partir de qué edad, de cuánto tiempo de residencia todos los derechos del hombre se vuelven automáticamente válidos? Pero también podemos ahondar la autodefinición de la colecti­ vidad con respecto a la definición del pueblo, del poder y de la par­ ticipación igual de todos en este poder. Una sociedad democrática, cualquiera sea su tamaño, está siempre formada por una pluralidad de individuos cuya totalidad participa en el poder en la medida en que cada uno tiene, tanto como los demás, la posibilidad efectiva de influir en lo que ocurre. Lo que de ningún modo está en práctica en nuestras sociedades democráticas, que, antes bien, son lo que yo lla­ maría oligarquías electivas y liberales, con estratos sociales bien pro­ tegidos en sus posiciones de poder. Por cierto, estos estratos no son completamente estancos. El famoso argumento de los liberales: “el señor Fulano empezó como vendedor de diarios y luego, gracias a su capacidad, terminó presidente de la General M otors”. Esto simple­ mente prueba que las capas dominantes también saben renovarse reclutando en los estratos inferiores a los individuos más activos en el juego social tal como ellas lo han organizado. Y lo mismo ocurre con la política, dom inada por la burocracia de los partidos: poco importa que estén en el gobierno o en la oposición, que sean socia­ listas o conservadores, en un sentido son cómplices con respecto a los envites inamovibles de poder. No cambian en función de alguna voluntad popular, sino según las reglas del juego burocrático del aparato partidario, que van a promover nuevos dirigentes. Y lo poco que queda de democrático en la sociedad actual no es más que la supervivencia de los resultados de luchas llevadas a cabo durante

siglos y siglos. Todo esto no podría hacer del pueblo el detentor efec­ tivo del poder en nuestras sociedades llamadas democráticas, las sociedades liberales de oligarquía. El pueblo sólo tiene, como mucho, un vago veto electoral, cada cinco o diez años -veto, como ustedes saben, que es más ficticio que real por la simple razón de que el juego está trucado, no en el sentido de fraude electoral, sino por­ que las posibilidades de elección ofrecidas a los electores siempre están predeterm inadasPero no habría que creer, sin embargo, que las oligarquías dom i­ nantes, capitalistas o políticas, violan siempre y en todas partes a un pueblo inocente, contra su voluntad. Los ciudadanos se dejan llevar por las narices, se dejan engañar por políticos hábiles o corruptos, y manipular por medios de comunicación ávidos de novedades, pero ¿no tienen ningún medio para controlarlos? ¿Por qué se han vuelto tan amnésicos? ¿Por qué olvidan tan fácilmente que el mismo Reagan o el mismo Mitterrand, hace un año, hace cuatro años, sostenían dis­ cursos muy diferentes...? ¿Fueron convertidos en zombis por espíri­ tus maléficos? Y si así fuera, ¿qué podemos hacer? Pero yo no creo que se hayan vuelto zombis, creo simplemente que atravesamos una fase histórica muy crítica en la cual se plantea efectivamente el pro­ blema de la participación política. Todo ocurre como si la gente reci­ biera con un cinismo extremo lo que se les dice - “ ¡Todos corruptos! ¡Todos los políticos pertenecen a la mafia!”- lo que no les impide for­ zosamente que vayan a votar. [...] A propósito de la participación igual de todos en el poder, qui­ siera eliminar primero la confusión entre igualdad e identidad. Dar a todos las mismas posibilidades efectivas de participar en el poder no significa de ninguna manera volverlos idénticos, evidentemente es un absurdo. El asunto de partida: hay un poder en la sociedad; la tesis democrática -q u e podemos cuestionar, a la vez en lo absoluto y en lo relativo- es que este poder debe ser el poder de todos, de todos aquellos que quieran participar en él. Me dicen entonces: “ Pero tal vez no participen todos los ciudadanos; siempre quedará una des­ igualdad entre los activos y los pasivos”. No he dicho que la democra­ cia realiza esta igualdad; tal cualidad no pertenece al régimen, aun­

que a la larga pueda pertenecerle, por medio de la educación de la gente, porque van a comprender que la ciudad, es asunto suyo... He dicho: dar la posibilidad efectiva. Si la gente no la quiere, no hay nada que hacer. Tranquilícense: volveremos al gobierno liberal, y ocurrirá lo que ha ocurrido a menudo, especialmente en los sindicatos. No podemos salvar a la humanidad contra sí misma. Y nadie puede pre­ servarla ni de la locura ni del suicidio. Supongo que la democracia implica ciudadanos activos, que quieren de verdad participar. Pero no podemos tomarlos como si fuesen un dato absoluto, indepen­ dientemente del régimen en que viven, de lo que el régimen hace de ellos, y de lo que ellos pueden hacer con el régimen. Por otra parte, la posibilidad efectiva para todos de participar en el poder excluye, en mi opinión, que un individuo o un grupo de individuos sea el único propietario de fábricas que son el pan de dos­ cientos mil obreros. Esto me parece incompatible. A la colectividad le corresponde decidir. Por mi parte, me opongo tanto a la prohibición de empresas individuales como a las colectivizaciones forzadas, pero, en una sociedad moderna, a partir del momento en que tenemos empresas importantes, son éstas lugares de poder tanto político como económico. ¿Qué hacer con la minoría? Es evidente que debe ser libre de expresarse, de organizarse. Además, allí donde la mayoría ha podido expresarse de verdad, nunca oprim ió a las minorías. Las minorías han sido oprimidas, y las mayorías también, cada vez que una m ino­ ría dada ha tomado el poder, para ejercerlo en nombre... del proleta­ riado, de la raza alemana, de todo lo que se les ocurra. Esto no es opresión de las minorías por la mayoría, aunque en 1933, el 43% de los alemanes votó por Hitler. La idea de que la mayoría tendería a eli­ minar a la minoría carece de ejemplo concreto en la historia. Aque­ llos que eliminan a las minorías son siempre minorías que han aca­ parado el poder. En última instancia, evidentemente, estoy en acuerdo total con ustedes: en un régimen democrático, la gente debe ser libre de expresar sus opiniones, sin impedimentos ni persecucio­ nes. Esto no es negociable. Pero es sólo una consecuencia de un régi­ men democrático. Porque una democracia no puede funcionar más

que en la discusión, en la apertura, en el conflicto de opiniones; y nadie discutirá sabiendo que su cabeza está en peligro si el voto le resulta desfavorable. Es evidente. Dicho esto, si tienen un poco de sentido de la realidad, saben bien que lo que protege actualmente a las minorías, no son esencialmente las reglas constitucionales. Las constituciones han sido hechas, y pueden ser deshechas: quince naciones soberanas en Europa occidental tuvieron ciento cincuenta constituciones en los dos últimos siglos. ¿Qué prohíbe en la Consti­ tución de los Estados Unidos que una mayoría calificada decida, no sé, que todos los pelirrojos sean automáticamente esclavos del Estado? La verdadera protección de las minorías en la sociedad con­ temporánea - y los acontecimientos de los años 1960 lo mostraron ampliamente en lo que se refiere a los negros- no reside tanto y sola­ mente en las reglas escritas de la Constitución, sino en la construc­ ción de un tipo de individuo democrático, que ha incorporado en sí mismo los componentes democráticos de las instituciones. Y que, siendo blanco, no tolera que los negros en los estados del sur no pue­ dan inscribirse en las listas electorales, y se moviliza para obtener su derecho de voto. Un individuo que, respetando la ley com ún, no sacraliza sin embargo la autoridad, se atreve a imponerse cuando un policía abusa de esta autoridad, anota su número... Y este tipo de individuo no existe forzosamente en otra parte, en todo caso no existe en Irán hoy en día, quizás tampoco en Rusia, y sin duda cada vez menos en nuestras sociedades contemporáneas.

"Atravesamos una mala época..." 1

No había salido usted del “silencio de los intelectuales” después de 1981. Ahora que la derecha vuelve al gobierno, ¿siente la urgencia de un kairós, ese momento crítico donde algo debe decirse o hacerse? Varios textos de Dominios del hombre muestran que me expresé cada vez que lo creí útil. Pero no podía tratarse de participar en ese lío cuyos envites, actores y motivaciones eran trivialmente transparen­ tes. Hace mucho tiempo que la división izquierda-derecha, en Fran­ cia y en otras partes, ya no corresponde a los grandes problemas de nuestro tiempo ni a elecciones políticas radicalmente opuestas. ¿Dónde está la oposición entre Mitterrand y Chirac en materia m ili­ tar, nuclear, africana? ¿Dónde está la oposición en materia de estruc­ tura y de gestión del poder, de educación, e incluso de economía? Durante cinco años, los supuestos socialistas dispusieron de un poder absoluto; lo utilizaron para adm inistrar el sistema y -c o m o durante la guerra de A rgelia- para hacer lo que la derecha quería y no se animaba. Las políticas de Bérégovoy y de Chevénement son los ejemplos más claros de esto. Desde 1981, las “ reformas” se refieren a tres tipos de medidas: las que se deben a singularidades y retrasos franceses (descentralización, pena de muerte); las que explotaban útilmente una dogmática paleo-socialista en beneficio de la buro­

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cracia del partido (nacionalización, reemplazando en los puestos a los managers por los “ nuestros” ; por último, las medidas destinadas a facilitar la mayor penetración del aparato socialista en el aparato de Estado. Por otra parte, una “derecha” que se dice liberal y que combina cada una de sus medidas con quince cláusulas intervencio­ nistas o dirigistas; que, naturalmente, acometen contra las capas menos favorecidas, contra las poblaciones inmigradas y demás extranjeros; y que padece irremediablemente de la m isma falta total de ideas y de imaginación política. Malentendido total, época aberrante. ¿El cretinismo que usted denuncia sin miramientos no sería entonces propio de los liberales? Sabemos que entre los liberales hubo espíritus profundos y origina­ les; entre otros, los padres fundadores norteamericanos, Constant, Tocqueville, Mili. Ninguna relación con los trillados discursos “ libe­ rales” contemporáneos, donde no hay una idea nueva, ningún esfuerzo para enfrentar los problemas del presente. La pregunta que surge ante esta miseria es: ¿de dónde proviene la fuerza que tiene este seudoliberalismo desde hace algunos años? Pienso que en gran parte proviene del hecho de que la demagogia “ liberal” supo captar el m ovim iento y el hum or profundamente antiburocráticos y antiestatales que están presentes en la sociedad desde principios de los años 1960 (y que habían escapado de la mirada penetrante de los dirigentes “socialistas” ). Es un gran malentendido ver el origen del “ individualism o” con­ temporáneo en Mayo de 1968 y en los otros movimientos de los años 1960. El individualism o resulta del fracaso de M ayo de 1968 y este fracaso fu e interno. El movimiento -com o los análogos de otros paí­ ses- arrastró muchos absurdos, y no pudo superar el estadio de la manifestación subversiva, no supo enfrentar positivamente la cues­ tión de su autogobierno. Pero su inspiración profunda era la aspi­ ración a la autonomía tanto en su dimensión social como individual. Hoy com o siempre, la tarea política es retomar y llevar más lejos la

gran tradición emancipadora de Occidente: construir una sociedad democrática, autogobernada, donde autonomía individual y auto­ nom ía colectiva se apuntalen y se nutran entre sí. Pero esto no puede hacerse sin un m ovim iento dem ocrático de la población, que, precisamente, está ausente. El fracaso de los m ovim ientos de los años 1960 convergió con las tendencias profundas del capita­ lismo burocrático moderno, llevando a la gente a la apatía y a la pri­ vatización. Por ahora, entonces, el kairós falla como kairós político. No pode­ mos hacer nada, y no es una pérdida total. Da tiempo para pensar más, para cuestionar más profundamente, como trato de hacerlo en los textos filosóficos de Dominios del hombre. ¿Cómo explicar esta apatía? Pregunta enorm e, es uno de los núcleos del segundo volumen de Ante la guerra:2 ¿por qué y cóm o muere una cultura? Tan difícil com o la otra: por qué y cóm o se crea una cultura. Una cultura se crea creando nuevas significaciones imaginarias y encarnándolas en sus instituciones. El mundo está poblado de dioses y de ninfas. O: el mundo y los humanos han sido creados por un Dios omnisciente y omnipotente. O incluso: el mundo no es más que materia inerte mediante la cual podemos realizar lo que da sentido a la vida hum ana -la expansión ilimitada de las fuerzas productivas, o del control, o del poder-. Son significaciones imaginarias nucleares de algunas sociedades conocidas - y vemos sin dificultad las institucio­ nes que las han encarnado activamente-, A menudo estas institucio­ nes entran en crisis; pero las sociedades poseen también una enorme capacidad de autorreparación. Ésta depende esencialmente de la vitalidad continua de estas significaciones im aginarias, es decir,

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Comunismo, fascismo, emancipación1

El comunismo y el fascismo parecen dos maneras de resolver los proble­ mas de la época moderna y de las sociedades de masa. ¿Qué piensa usted? ¿Y qué piensa de la opinión corriente, que no distingue entre comunismo y fascismo? El comunismo y el fascismo no son, precisamente, dos maneras -p o r monstruosas que sean- de resolver los problemas de la época moderna. Ambos destruyen la sociedad de la que se apoderan y no pueden durar más que el tiempo que pueda mantenerse su com bi­ nación de mentira y de terror. Los hechos muestran que la perpetua­ ción de tales regímenes es muy improbable: son regímenes que no logran reproducirse y conservarse. La opinión corriente que no distingue entre fascismo (o, mejor dicho, nazismo) y com unism o no es enteramente falsa. Desde el punto de vista del simple ciudadano, el resultado de ambos regíme­ nes es idéntico: la esclavitud. Son también profundamente similares en su naturaleza totalitaria. En ambos casos, la distinción entre lo público y lo privado es abolida, la esfera privada de cada ciudadano es absorbida por el poder, y la esfera pública a su vez se vuelve “ pro­ piedad privada” y secreta del grupo dominante. El pensamiento y el alma de los seres humanos deben amoldarse para llegar a ser confor­

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mes a las ideas del Partido, no puede haber en la sociedad otra ver­ dad más que la “ verdad” oficial. Sin embargo, hay entre ambos regímenes diferencias im portan­ tes que van en sentidos opuestos- Por un lado, desde un punto de vista cosmohistórico, el nazismo es menos peligroso que el com u­ nismo: el com unism o tiene una vocación universalista, habría podido apoderarse de todos los países; mientras que el nazismo, al proclamar la misión dominadora de una sola raza, estaba destinado a fracasar rápidamente. Ochenta millones de alemanes no podían dom inar a cinco m il millones de individuos. Por otra parte, el im a­ ginario nazi —por cierto, monstruoso y absurdo- no contenía con­ tradicciones internas. Poco más, poco menos, el nazismo dice lo que hace y hace lo que dice. El com unism o está condenado a de­ cir una cosa y a hacer lo contrario: habla de democracia e instaura la tiranía, proclama la igualdad y realiza la desigualdad, invoca la ciencia y la verdad y practica la m entira y el absurdo. Por esta razón pierde rápidamente su influencia en las poblaciones que domina. Pero también por esta razón los adherentes al comunismo, en todo caso antes de su llegada al poder, están impulsados por m otivacio­ nes muy diferentes de las de los nazis. Están poseídos por una “ ilu ­ sión revolucionaria”, creen en general que el partido com unista apunta de verdad a instaurar una sociedad democrática e igualita­ ria. Por esta razón un com unista que descubre la m onstruosidad del com unism o realizado puede desmoronarse psicológicamente, o volverse socialdemócrata, o mantener un proyecto de transform a­ ción social radical liberado del mesianismo marxista-bolchevique. Un fascista o un nazi no pueden encontrar, en sus creencias ante riores, algo que los incite a cambiarlas. A la vista de los resultados, ¿el comunismo representó para nuestra época una utopía progresista o reaccionaría? ¿Cuál es su herencia? El comunismo realizado representó un desvío monstruoso del m ovi­ miento obrero revolucionario. Llevó al poder a una nueva clase dominante, la burocracia del partido-Estado que explotó y oprimió

a la población como ningún otro régimen conocido en la historia; pues ningún otro régimen disponía de medios técnicos e ideológi­ cos de terror, de intervención en la vida cotidiana de la gente, de manipulación ideológica comparables. Destruyó el movimiento obrero de los otros países, subordinándolo a la política imperialista de Rusia. Corrompió y prostituyó de manera irreversible las ideas y el vocabulario del movimiento revolucionario, desconsideró la idea de una transformación social; hizo que el régimen capitalista apare­ ciera ante las poblaciones como el paraíso realizado en la tierra. Cuando hoy, en un antiguo país comunista uno quiere criticar el capitalismo, la gente se va de la sala (tuve la experiencia en Hungría en junio pasado). Su única herencia es que mostró en todos los pun­ tos -absolutamente en todos- lo que no hay que hacer, y en esto con­ siste el contrario absoluto de una política de emancipación. El año pasado, en una entrevista a nuestro diario,z usted observó que a cada régimen político corresponde un tipo antropológico, un tipo de espíritu público. ¿Cuál ha sido este tipo en los países “socialistas” de Europa del Este? El régimen comunista trató de crear un nuevo tipo antropológico que le correspondiera: el individuo - o miembro del partido- disci­ plinado como un cadáver, a la vez entusiasta y pasivo. Este esfuerzo rápidamente fracasó, ante la realidad del sistema. A partir de entonces se crearon dos tipos humanos diferentes: el burócrata cínico, m enti­ roso, m anipulador, obsesionado por el poder, y el sim ple ciuda­ dano, apático, medroso, que huye de toda responsabilidad, haciendo trampa mientras puede para conservar un espacio de vida miserable. En ambos casos, se destruyeron los gérmenes de actitudes democrá­ ticas que habían podido existir antes, y no se sabe cuándo ni cómo podrán recrearse. Ésta es también una de las herencias más pesadas de los regímenes comunistas. También es una de las razones por las cuales el nacionalismo y el chauvinismo emergen de nuevo con una 2

fuerza tan grande en todos estos países. Pues, en el desmoronamiento general, aparecen como la única referencia identificatoria a la que la gente puede aferrarse. ¿Piensa usted que las revoluciones democráticas en Europa del Este van a cambiar la idea de la revolución, y en qué sentido? Las revoluciones democráticas en Europa del Este mostraron aquello que sabíamos desde siempre: cuando un movimiento radical abarca la gran mayoría de la población, no necesita recurrir a la violencia. La identificación de la revolución con la violencia, el terror, etc., es un espantapájaros mistificador fabricado por la propaganda conserva­ dora, que pudo encontrar argumentos en los golpes comunistas, comenzando por el golpe bolchevique de octubre de 1917. Pero tam­ bién hay que señalar otro aspecto de las revoluciones de Europa del Este. Así como la población se mostró decidida, heroica, capaz de autoorganizarse con una eficacia formidable para derrocar la tiranía comunista, también, una vez desmoronada esta tiranía, ella aban­ donó prácticamente toda actividad política, volvió a su casa y dejó el destino de la sociedad en manos de profesionales, antiguos o nuevos. Por cierto, podem os explicar esta actitud por la enorme desilusión de la población ante aquello a lo que fue inducida a considerar como “ la política”, pero éste es un factor que ya pesa demasiado en la situa­ ción social y política de estos países. Después del fin del comunismo, ¿qué queda como teoría del cambio social? ¿Cómo hacer el mejor uso de la gran herencia de las luchas lleva­ das a cabo por los comunistas y los socialistas de izquierda, que han con­ tribuido en la construcción de las democracias occidentales? El m ovim iento em ancipatorio no necesita una “ teoría del cambio social”. Esta teoría no puede existir; la sociedad y la historia no están sometidas a leyes con las cuales podría construirse la teoría. La his­ toria es el ámbito de la creación humana; esta creación está sometida a ciertas condiciones, pero estas condiciones le trazan un marco, no

la determinan. La idea de que pueda existir una “ teoría” del cambio social es una de las ilusiones catastróficas de M arx; conduce a la monstruosa idea de ortodoxia, que introdujo el m arxism o por pri­ mera vez en el m ovim iento obrero. Pero si hay ortodoxia, hay dogma; si hay dogma, hay guardianes del dogma, a saber la Iglesia, a saber el partido. Y si hay guardianes del dogma, hay Inquisición, a saber, kgb. Esto no significa que pueda ocurrir cualquier cosa, ni que esta­ mos ciegos ante los acontecimientos. Podemos y debemos elucidar lo que pasa, y lo que es imposible. Pero cada acción hum ana crea nuevas posibilidades, y si es importante, nuevas formas del ser histórico-social. No queremos el cambio social por el cambio social. Queremos una transformación radical de la sociedad porque queremos una socie­ dad autónoma hecha por individuos autónomos; y la sociedad capi­ talista contemporánea, incluso en su forma seudodemocrática, es una sociedad dom inada por una oligarquía (económica, política, estatal, cultural) que condena a la pasividad a los ciudadanos, que sólo tienen libertades negativas o defensivas. Es lo que llamo el pro­ yecto de autonomía individual y social. El proyecto viene de muy lejos (de las ciudades democráticas de la antigua Grecia) y resurgió con múltiples formas en la Europa occi­ dental moderna. Los elementos democráticos que subsisten en las sociedades occidentales ricas de hoy no son el producto del capita­ lismo, sino los residuos de las luchas democráticas de los pueblos, y, muy en particular, del m ovim iento obrero. Pero a partir de un momento, este movimiento fue desviado por el marxismo, luego por el marxismo-leninismo, que introdujeron en él la idea de ortodoxia, la idea del rol dirigente (y con esto crea dictadura) del partido, un mesianismo mistificador y seudorreligioso, el desprecio d éla activi­ dad creadora de) pueblo, y el imaginario típicamente capitalista del carácter central de la economía y de la producción. Si todo lo que a usted le interesa es el aumento de la producción y del consumo, puede quedarse con el capitalismo; éste lo logra bastante bien. Si lo que a usted le interesa es la libertad, debe cambiar de sociedad.

En este punto, la herencia del movimiento obrero es preciosa, tanto positiva como negativamente. Las luchas obreras mostraron las inmensas capacidades de autoorganización que posee el pueblo, crea­ ron formas que conservan para nosotros un valor de ejemplo, como los consejos obreros. Pero también muestran lo que no hay que hacer: alienar su soberanía y su iniciativa a un partido, creer que puedan existir funcionarios de la humanidad desinteresados.

La ecología contra los mercaderes1

La idea de que la ecología sería reaccionaria se basa ya sea en una ignorancia supina de los datos de la cuestión, ya sea en residuos de la ideología “progresista” : elevar el nivel de vida y . .. ¡que sea lo que Dios quiera! Por cierto, ninguna idea está protegida por sí misma contra las perversiones y las desviaciones. Es sabido que temas vin­ culados con la ecología sólo en apariencia (la tierra, el pueblo, etc.) han sido y siguen siendo utilizados por movimientos reaccionarios (nazismo, o Pamiat en la Rusia actual). La invocación de este hecho por parte de los antiecologistas me recuerda antes bien las amalga­ mas estalinistas. La ecología es subversiva porque cuestiona el imaginario capita­ lista que domina el planeta. Ella recusa su motivo central según el cual nuestro destino es aumentar sin cesar la producción y el con­ sumo. Muestra el impacto catastrófico de la lógica capitalista en el medio ambiente natural y en la vida de los seres humanos. Esta lógica es absurda en sí misma y conduce a una imposibilidad física a escala planetaria puesto que desemboca en la destrucción de sus propias presuposiciones. No es solamente la dilapidación irreversible del medio y de los recursos no reemplazables. Es también la destrucción antropológica de los seres humanos transformados en bestias pro­

i CTexto incluido en un dossier sobre ecología publicado por Le Nouvel Observateur del 7 al 15 de mayo de 1992, con el título “ L’écologie est-elle réactionnaire? Sauvons les zappeurs abrutis” [trad. esp.: “ ¿La ecología es reaccionaria? Salvemos a los zapeadores embrutecí dos” ).>

ductoras y consumidoras, en zapeadores embrutecidos. Es la destruc­ ción de sus medios de vida. Las ciudades, por ejemplo, maravillosa creación de fines del neolítico, se destruyen al mismo ritmo que la selva amazónica, dislocadas en guetos, barrios residenciales en las afueras y barrios de oficinas muertos después de las ocho de la noche. No se trata entonces de una defensa bucólica de la “ naturaleza” sino de una lucha por la salvaguardia del ser humano y de su hábitat. Es claro, en mi opinión, que esta salvaguardia es incompatible con el mantenimiento del sistema existente y que ella depende de una reconstrucción política de la sociedad, que haría de esto una demo­ cracia en la realidad y no en palabras. Además, es sobre este punto, según mi opinión, que los movimientos ecológicos que existen hoy son insuficientes la mayoría de las veces. Pero detrás de estas evidencias surgen preguntas más difíciles y más profundas. Domina hoy la autonomización de la tecnociencia. La pregunta ya no es si hay necesidades para satisfacer, sino si tal hazaña científica o técnica es realizable. Si lo es, será realizada y se fabricará la “ necesidad” correspondiente. Las consecuencias latera­ les o las repercusiones negativas raramente se toman en cuenta. También hay que detener esto, y empiezan aquí las preguntas difíci­ les. Todos queremos -e n todo caso, yo quiero— el desarrollo del saber científico. Entonces, por ejemplo, queremos satélites de obser­ vación de muy alta calidad. Pero éstos implican la totalidad de la tec­ nociencia contemporánea. Entonces, ¿debemos querer a ésta tam ­ bién? No puede tratarse de restringir la libertad de la investigación científica. Pero los límites entre el saber puro y sus aplicaciones, eventualmente letales, son sumamente difusos, cuando no inexis­ tentes. El gran matemático inglés Hardy, que se opuso a las dos gue­ rras mundiales, decía que se había dedicado a las matemáticas por­ que éstas jam ás podrían servir para matar a un ser humano. Esto prueba que uno puede ser un gran matemático y no saber razonar fuera de su campo. La bomba atómica hubiera sido imposible sin el concurso de varios grandes matemáticos “puros”, y en cuanto se inventó el cálculo diferencial, se lo utilizó para calcular las parábo­ las de tiro de los cañones.

¿Cómo trazar el límite? Por prim era vez en una sociedad no reli­ giosa tenemos que enfrentarnos a la pregunta: ¿hay que controlar la expansión del saber mismo? ¿Y cómo hacerlo sin desembocar en una dictadura sobre las mentes? Pienso que podrían postularse algunos principios simples: 1) no queremos una expansión ilimitada e irrefle­ xiva de la producción, queremos una economía que sea un medio y no el fin de la vida humana; 2) queremos la expansión libre del saber pero ya no podemos pretender ignorar que esta expansión contiene en sí misma peligros que no pueden ser definidos de antemano. Para enfrentarlos, nos hace falta eso que Aristóteles llamaba phrónesis, la “prudencia” (según la mala traducción latina del término). La expe­ riencia muestra que la tecnoburocracía actual (tanto económica como científica) es orgánica y estructuralmente incapaz de poseer esta prudencia, pues sólo existe y es impulsada por el delirio de la expansión ilimitada. Necesitamos, pues, una verdadera democracia, instaurando procesos de reflexión y de deliberación que sean lo más amplios posible, donde participen los ciudadanos en su totalidad. Esto, a su vez, no es posible más que si los ciudadanos disponen de una verdadera información, de una verdadera formación, y de oca­ siones de ejercer su juicio en ia práctica. Una sociedad democrática es una sociedad autónoma, pero autónoma significa también y sobre todo autolimitada. No sólo frente a eventuales excesos políticos (la mayoría no respeta los derechos de las minorías, por ejemplo), sino también en las obras y en los actos de la colectividad. Estos límites, estas fronteras, no podemos trazarlos de antemano -p o r esta razón, hace falta la phrónesis, la prudencia-. Las fronteras existen, y cuando las hayamos atravesado, por definición, será demasiado tarde -com o los héroes de la tragedia antigua sólo se enteran de que están en la húbris, en el exceso, una vez ocurrida la catástrofe-. La sociedad con­ temporánea es fundamentalmente imprudente.

La fuerza revolucionaria de la ecología1

¿Qué es la ecología para usted? La comprensión de este hecho fundamental, a saber, que no puede haber vida social que no otorgue una importancia central al medio ambiente en el cual ella se desarrolla. Curiosamente, esta compren­ sión parece haber existido antes mucho más que hoy, en las socieda­ des arcaicas o tradicionales. En los años 1970, en Grecia todavía exis­ tían pueblos que reciclaban casi todo. En Francia, el mantenimiento de los cursos de agua, de los bosques, etc., es una preocupación per­ manente desde hace siglos. Sin “ saber científico”, la gente tenía una conciencia “ ingenua” pero justa de su dependencia vital en relación con el medio ambiente (véase también la película Dersu Uzala). Esto ha cambiado radicalmente con el capitalismo y la tecnociencia m o­ derna, basados en un crecimiento continuo y rápido de la produc­ ción y del consumo, que implican efectos catastróficos en la ecoesfera terrestre, que ya son visibles. Si las discusiones científicas le aburren, sólo tiene que mirar las playas, o respirar el aire de las grandes ciu­ dades. De manera que ya no se puede concebir política digna de este nombre sin una preocupación ecológica mayor.

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¿La ecología puede ser científica? La ecología es esencialmente política. No es “científica”. La ciencia en tanto ciencia es incapaz de fijar sus propios límites o sus finalidades. Si se le pidiesen los medios más eficaces o más económicos para exterminar a la población terrestre, ella puede (¡e incluso debe!) dar una respuesta científica. En tanto ciencia, no tiene absolutamente nada que decir acerca del carácter “ bueno” o “m alo” de este pro ­ yecto. Se puede, y por cierto se debe movilizar la investigación cien­ tífica para explorar las incidencias de tal o cual acción productiva en el medio ambiente, o, a veces, los medios para prevenir tal efecto lateral indeseable. Pero en última instancia, la respuesta no puede ser sino política. Decir, como los signatarios del “ llamado de Heidelberg” (que yo llamaría, antes bien, el llamado de Nuremberg), que la ciencia sola puede resolver todos los problemas es desolador. De parte de tantos premios Nobel, esto traduce un analfabetismo elemental, una falta de reflexión sobre su propia actividad, y una amnesia histórica total. Se sostienen estos propósitos mientras que, apenas hace algunos años, los principales inventores y constructores de bombas nuclea­ res hacían declaraciones públicas de contrición, se golpeaban el pecho, declaraban su culpabilidad, etc. -Oppenheimer y Sajárov, para citar sólo a dos de ellos-. No fueron los filósofos quienes cons­ truyeron las bombas nucleares - n i los científicos quienes decidieron utilizarlas o no-. Ha sido precisamente el desarrollo tecnocientífico, y el hecho de que los científicos nunca tendrán nada para decir en cuanto a su uti­ lización e incluso en cuanto a su orientación capitalista, lo que ha creado el problema del medio ambiente y su gravedad actual. Y lo que observamos hoy es el enorm e margen de incertidumbre en cuanto a los datos y a las perspectivas de evolución del medio terres­ tre. Margen que, evidentemente, está en ambos lados. M i opinión personal es que las perspectivas más sombrías son las más probables. Pero éste no es el verdadero asunto; es la desaparición total de la pru­ dencia, de la phrónesis. Dado que nadie puede decir con certeza si el

efecto invernadero provocará o no una elevación del nivel de los océa­ nos, ni en cuántos años el agujero de ozono se habrá extendido en toda la atmósfera, la única actitud que se puede adoptar es la del diligens pater fam ilias, la actitud del padre de familia concienzudo que reflexiona: puesto que lo que está en juego es enorme, y aunque las probabilidades son muy inciertas, procedo con la prudencia más alta, y no como si no pasara nada. Ahora bien, lo que vemos actualmente, por ejemplo, en el carna­ val (llamado cumbre) de Río, es una irresponsabilidad total. Es el encarnizamiento de Bush y de los liberales, quienes, precisamente, invocan al revés el argumento de la incertidumbre (puesto que no está “demostrado”, sigamos como antes,..). Es la monstruosa alianza entre protestantes de derecha norteamericanos y la Iglesia católica para oponerse a toda ayuda al control de la natalidad en el tercer mundo, cuando la relación entre la explosión demográfica y los pro­ blemas del medioambiente es manifiesta. Al mismo tiempo -e l colmo de la hipocresía- hay una supuesta preocupación por el nivel de vida de las poblaciones. Pero para m ejorar este nivel de vida, habría que acelerar más la producción y el consumo, destructores de los recursos no renovables... En la cumbre de Río se adoptaron dos convenciones que, con todo, algu­ nos consideran históricas: la convención sobre los cambios climáticos y la convención sobre la biodiversidad. ¿Esto forma parte del “carnaval”? Sí, pues no proponen ninguna medida concreta y no están acompa­ ñadas por ninguna sanción. Es el homenaje del vicio a la virtud. Una palabra sobre la biodiversidad. H abría que recordar a los signatarios del llamado de Heidelberg que nadie sabe actualmente cuántas especies vivientes hay en la tierra. Las estimaciones van de diez a treinta m illones, incluso se ha afirm ado que la cifra ascien­ de a cien millones. Ahora bien, sólo conocemos una modesta p ar­ te de estas especies. Pero lo que se conoce casi con certeza es el núm ero de especies vivientes que hacemos desaparecer cada año, en particular por la destrucción de las selvas tropicales. E. O. Wil-

son estim a que en los próxim os treinta años habrem os exterm i­ nado casi el 20% de las especies existentes, es decir, en la estimación más baja del total de éstas, un prom edio de setenta mil especies por año, ¡doscientas especies por día! Independientemente de toda otra consideración, la destrucción de una sola especie puede implicar el desm oronam iento del equilibrio -p o r lo tanto la destrucción- de todo un ecotopo... Cuando se leen algunos textos suyos, se tiene la impresión de que la eco­ logía no es más que la parte visible de un iceberg que esconde un cuestionamiento no sólo de la ciencia sino también del sistema político y del sistema económico. ¿Es usted un revolucionario? Revolución no significa torrentes de sangre, la toma del Palacio de Invierno, etc. Revolución significa una transformación radical de las instituciones de la sociedad. En este sentido, soy un revolucionario, por cierto. Pero para que tal revolución exista, hace falta que haya cambios profundos en la organización psicosocial del hombre occi dental, en su actitud con respecto a la vida, para resumir, en su im a­ ginario. Hace falta que se abandone la idea de que la única finalidad de la vida es producir y consumir más -id ea absurda y degradante a la vez-; hace falta que se abandone el im aginario capitalista de un seudocontrol seudorracional, de una expansión ilimitada. Esto, úni­ camente pueden hacerlo los hombres y las mujeres. Un individuo solo, o una organización, como mucho, sólo puede preparar, criti­ car, incitar, esbozar posibles orientaciones. ¿Qué paralelo podría establecerse entre el retroceso del marxismo y de las ideologías, y el avance de la ecología política? La relación es com pleja, evidentemente. Hay que ver, en prim er lugar, que ya M arx participa íntegramente en el im aginario capita­ lista: para él, como para la ideología dominante de su época, todo depende del aumento de las fuerzas productivas. Cuando la produc­ ción haya alcanzado un nivel lo suficientemente elevado, podrá

hablarse de una sociedad verdaderamente libre, verdaderamente igual, etc. No se encuentra en M arx ninguna crítica de la técnica capitalista, ya sea como técnica de producción o como tipo y natu­ raleza de los productos fabricados. La técnica capitalista y sus pro­ ductos son para él parte integrante del proceso de desarrollo humano. Com o tampoco critica la organización del proceso de tra­ bajo en la fábrica. Critica por cierto algunos aspectos "excesivos”, pero esta organización como tal le parece una realización de la ra­ cionalidad a secas. Lo esencial de sus críticas se relaciona con la uti­ lización que se hace de esta técnica y de esta organización: ellas benefician únicamente al capital, en lugar de beneficiar a toda la humanidad. No ve que deba hacerse una crítica interna de la técnica y de la organización de la producción capitalista. Este “olvido” es extraño en Marx, pues en la misma época encon­ tram os este tipo de reflexión en muchos autores. Para tomar un ejemplo conocido por todos, recuerden Los miserables, de Hugo. Cuando Jean Valjean transporta a Marius por las cloacas de París para salvarlo, Hugo se entrega a una de esas digresiones que tanto le gustan. Basándose sin duda en los cálculos de los grandes químicos de la época, probablemente en Liebig, dice que cada año París tira al mar a través de sus cloacas el equivalente de quinientos millones de francos oro. Y opone a esto el comportamiento de los campesinos chinos, que abonan la tierra con sus propios excrementos. Por esta razón, dice aproximadamente, la tierra de China hoy es tan fecunda como en el primer día de la Creación. Sabe que las economías tradi­ cionales son economías de reciclado, mientras que la economía con­ temporánea es una economía de despilfarro. M arx descuida todo esto, o hace de ello algo periférico. Y ésta será la actitud del m ovi­ miento marxista hasta el final. A partir de fines de los años 1950 van a conjugarse diversos facto­ res para cambiar esta situación. En prim er lugar, después del vigé­ simo congreso del PC ruso, la Revolución Húngara del mismo año (1956), luego Polonia, Praga, etc., la ideología marxista pierde su atractivo. Luego comienza la crítica de la ideología capitalista. M en­ ciono al pasar que en uno de mis textos de 1957, “Sobre el contenido

del socialismo”,2 desarrollo una crítica radical de M arx, por haber dejado de lado completamente la crítica de la tecnología capitalista, en particular en la producción, y por haber com partido com pleta­ mente la óptica de su época en este punto. Al mismo tiempo, se empiezan a descubrir los estragos del capitalismo en el medio am ­ biente. Uno de los primeros libros que ejerció una gran influencia fue Silent SpringS de Rachel Carson, que describe los desastres que los insecticidas infligen en el medio ambiente: los insecticidas destru­ yen a los parásitos de las plantas, pero también a los insectos -p o r lo tanto, a los pájaros que se alimentan de ellos-, ejemplo claro de un equilibrio ecológico circular y de su destrucción total por destruc­ ción de uno solo de sus elementos. Una conciencia ecológica comienza a formarse entonces, que se desarrolla tanto más rápido cuanto que los jóvenes, descontentos por el régimen social en los países ricos, ya no pueden canalizar sus críti­ cas en la vía marxista tradicional, que prácticamente se vuelve irri­ soria. Las críticas miserabilistas ya no corresponden a nada; ya no se puede acusar al capital de hambrear a los obreros, cuando cada fam i­ lia obrera posee un auto y a veces dos. Al mismo tiempo, también se produce una fusión de los temas propiamente ecológicos con los temas antinucleares. ¿La ecología es entonces la nueva ideología de fin de siglo? No, yo no diría eso, y de todas maneras no hay que hacer de la eco­ logía una ideología en el sentido tradicional del término. Pero tomar en cuenta el medio ambiente, el equilibrio entre la hum ani­ dad y los recursos del planeta es una evidencia central para toda política verdadera y seria. Es impuesta por la carrera desenfrenada 2 < “Sur le contenu du socialisme", retomado en Le contenu du sociatisme, París, u c e , “ 10 / 18 ”, 1979 [trad. esp.: “ Sobre el contenido del socialismo”, en La experiencia del movimiento obrero, vol. IT: Proletariado y organización, Barcelona, Tusquets, ¡ 979 ].> 3

de la tecnociencia autonomizada y por la inmensa explosión dem o­ gráfica que seguirá haciéndose sentir por lo menos durante medio siglo más. Pero esto -to m a r en cuenta el m edio am biente- debe estar integrado dentro de un proyecto político que necesariamente ha de superar a la sola “ecología”. Y si no hay un nuevo movimiento, un despertar del proyecto democrático, Ja ecología puede integrarse m uy bien dentro de una ideología neofascista. Frente a una catás­ trofe ecológica mundial, por ejemplo, podemos im aginarnos regí­ menes autoritarios que im ponen restricciones draconianas a una población enloquecida y apática. La inserción del componente eco­ lógico en un proyecto político democrático radica] es indispensa­ ble. Y es tanto más imperativo cuanto que el cuestionamiento de los valores y de las orientaciones de la sociedad actual, im plicada en este proyecto, es indisociable de la crítica del im aginario del “ desa­ rrollo” en el que vivim os. ¿Los movimientos ecologistas franceses son portadores de este proyecto? Pienso que en los Verdes y en Generación Ecología el componente político es inadecuado e insuficiente. No se elabora reflexión alguna sobre las estructuras antropológicas de la sociedad contemporánea, sobre las estructuras políticas e institucionales, sobre lo que sería una verdadera democracia, las cuestiones que plantearía su instauración y su funcionamiento, etc. Estos movim ientos se ocupan exclusiva­ mente de las cuestiones del medio ambiente, casi nada de las cuestio­ nes sociales y políticas. Puede comprenderse que no quieren ser “ni de izquierda ni de derecha” Pero esta especie de pundonor que mani­ fiestan al no tomar posición en las cuestiones políticas candentes es m uy criticable; tiende a que estos m ovim ientos se transformen en una suerte de lobbies. Y cuando hay toma de conciencia de la dimensión política, me parece insuficiente. Éste ha sido el caso en Alemania, donde los Ver­ des habían instaurado una regla de rotación /revocabilidad para sus diputados. La rotación y la revocabilidad son ideas centrales en mi reflexión política. Pero separadas del resto no quieren decir nada. Es

lo que ocurrió en Alemania, donde, insertas dentro del sistema par­ lamentario, perdieron toda significación. Pues el espíritu mismo de un sistema parlamentario es elegir “ representantes” por cinco años para sacarse de encima las cuestiones políticas, es remitir estas últi­ mas a los “representantes” para ya no tener que ocuparse de ellas, es decir, todo lo contrario de un proyecto democrático. ¿También engloba las relaciones Norte-Sur este componente propia­ mente político de un proyecto de cambio radical? Por supuesto. Es una pesadilla ver gente que mira por televisión con el estómago bien saciado a los somalíes que se mueren de hambre, y luego vuelven al partido de fútbol. Pero también, desde el punto de vista realista más bajo, es una actitud terriblem ente corta de vista. Cerram os los ojos y dejam os que revienten. Pero a la larga no van a dejarse reventar. La inm igración clandestina aum enta a medida que sube la presión demográfica, y es seguro que todavía no hemos visto nada. Los chícanos atraviesan casi sin obstáculo la frontera m exicano-estadounidense - y pronto no sólo serán m exi­ canos-, Para Europa, hoy es -entre otras- el estrecho de Gibraltar. Y no son m arroquíes; son gente procedente de todos los rincones de África, incluso de Etiopía o de Costa de M arfil, que padecen su­ frim ientos inim aginables para poder llegar a Tánger y pagar a los pasadores. Pero mañana ya no será solamente Gibraltar. Hay quizás cuarenta mil kilóm etros de costas mediterráneas que bordean lo que Churchill llam aba “el vientre blando de Europa.” Ya hay ira­ quíes fugitivos que atraviesan Turquía y entran a Grecia de manera clandestina. Luego, está toda la frontera oriental de los Doce. ¿Va­ mos a instalar un nuevo muro de Berlín de tres o cuatro m il kiló­ metros de largo para impedir que los orientales hambrientos entren en la rica Europa? Sabemos que existe un terrible desequilibrio económico y social entre el Occidente rico y el resto del mundo. Este desequilibrio no disminuye sino que aumenta. Lo único que el Occidente “civilizado” exporta como cultura hacia estos países son las técnicas del golpe de

Estado, las armas y la televisión con la exhibición de modelos de con­ sumo inalcanzables para estas poblaciones pobres. Este desequilibrio no podrá seguir, a menos que Europa se transforme en una fortaleza dirigida por un régimen policial. ¿Qué piensa usted del libro de Luc Ferry 4 que dice que los Verdes son portadores de una visión global del mundo que cuestiona las relaciones del hombre con la naturaleza? El libro de Luc Ferry se equivoca de enemigo y al final se trans­ forma en una operación de diversión. En el momento en que la casa se quema, cuando el planeta está en peligro, Luc Ferry se otorga un enemigo fácil en la persona de algunos ideólogos marginales que no son ni representativos ni amenazadores, y no dice ninguna palabra, o casi ninguna acerca de los verdaderos problemas. Al mismo tiempo, a una ideología “ naturalista” opone una ideología “ hum a­ nista” o “ antropocéntrica” totalmente superficial. El hombre está anclado en algo distinto de él, el hecho de que no es un ser “ natu­ ral” no significa que está suspendido en el aire. No vale la pena que nos machaquen con la finitud del ser hum ano cuando se trata de filosofía del conocim iento, y que se olvide esta misma finitud cuando se trata de filosofía práctica. ¿Existiría un filósofo fundador de la ecología? N o veo que haya un filósofo que pudiera designarse como funda­ dor de la ecología. Hay, por cierto, un “ amor por la naturaleza” en los románticos ingleses, alemanes, franceses. Pero la ecología no es “amor de la naturaleza” : es la necesidad de autolimitación (es decir, de verdadera libertad) del ser humano en relación con el planeta en donde, por casualidad, existe, y que está destruyendo. En cambio, podemos encontrar en muchas filosofías esta arrogancia, esta húbris, 4

como decían los griegos, el exceso presuntuoso que entroniza al hombre como “ amo y poseedor de la naturaleza” -aserción verdade­ ramente ridicula-. Ni siquiera somos dueños de lo que haremos, individualmente, mañana o en algunas semanas. Pero esta húbris llama siempre a la némesis, el castigo, y corremos el riesgo de que esto nos suceda. ¿Sería salvador un redescubrimiento de la filosofía antigua en su dimensión de equilibrio y de armonía? Un redescubrimiento de la filosofía en su conjunto sería saludable, pues atravesamos uno de los períodos menos filosóficos, para no decir antifilosófico, de la historia de la humanidad. Pero la actitud griega antigua no es una actitud de equilibrio y de armonía. Ella parte del reconocimiento de los límites invisibles de nuestra acción, de la mortalidad esencial y de la necesidad de autolimitación. ¿Podría considerarse el aumento de las preocupaciones por el medio ambiente como un aspecto del regreso de lo religioso con la forma de una fe en la naturaleza? En prim er lugar, a pesar de todo lo que se dice, no pienso que haya un retorno de lo religioso en los países occidentales. Luego, la eco­ logía correctamente concebida (y, desde este punto de vista, es casi el caso general) no hace de la naturaleza una divinidad, como tam ­ poco del hombre. La única relación que yo puedo ver es muy indi­ recta. Se relaciona con el influjo de la religión en casi todas las sociedades. Vivim os en la prim era sociedad desde el comienzo de la historia de la hum anidad, donde la religión ya no ocupa el centro de la vida social. ¿Por qué este enorme lugar para la religión? Por­ que ella recordaba al hombre que no era el dueño del mundo, que vivía sobre el Abism o, el Caos, el Sin-Fondo, que había algo más aparte de él, que ella “personificaba” de una u otra manera: lo lla­ maba tabú, tótem , A m ón-Ra, dioses del O lim po - o M o ira-, Jehová... La religión presentaba el Abismo y al m ism o tiempo lo

encubría, dándole un rostro: es D ios, Dios es amor, etc. Y por medio de esto también daba sentido a la vida y a la muerte hum a­ nas. Por cierto, proyectaba sobre las potencias divinas o sobre el Dios monoteísta atributos esencialmente antropomórficos y antropocéntricos, y en esto precisamente “daba sentido” a todo lo que es -e l Abismo se volvía de alguna manera fam iliar, hom ogéneo con nosotros-. Pero al mismo tiempo recordaba al hombre su autolim i­ tación, le recordaba que el Ser es insondable e indominable. Ahora bien, una ecología integrada a un proyecto de autonomía debe indi­ car al m ism o tiempo esta lim itación del hombre y recordarle que el Ser no tiene sentido, que somos nosotros quienes creamos el sen­ tido por nuestra cuenta y riesgo (también con la form a de religio­ nes...). Hay entonces proxim idad de alguna manera, pero también, de otra m anera, oposición irreductible. ¿Más que la defensa de la naturaleza, desea usted entonces la defensa del hombre? La defensa del hom bre contra sí mismo, es la pregunta. El peligro principal para el hombre es el hombre mismo. Ninguna catástrofe natural iguala las catástrofes, las matanzas, los holocaustos provoca­ dos por el hombre contra el hombre. Hoy el hombre sigue siendo, más que nunca, el enemigo del hombre, no sólo porque sigue entre­ gándose como nunca a la matanza de sus semejantes, sino también porque sierra la rama donde está sentado: el medio ambiente. Es la conciencia de este hecho lo que habría que intentar despertar en una época en que la religión, por muy buenas razones, ya no puede des­ empeñar ese papel. Se trata de recordar a los hombres su limitación, no sólo individual sino social. No es solamente el hecho de que cada cual está sometido a la ley y que un día va a morir; es que todos ju n ­ tos no podemos hacer cualquier cosa, debemos autolimitarnos. La autonomía -la verdadera libertad- es la autolimitación necesaria no sólo en las reglas de la conducta intrasocial, sino también en las reglas que nosotros adoptamos en nuestra conducta con respecto al medio ambiente.

¿Es usted optimista en cuanto al despertar de esta conciencia de los lími­ tes del hombre? Hay en los hum anos una potencia creadora, potencia de alteración de lo que es, que por naturaleza y por definición es indeterminable e impredecible. Pero, en tanto tal, no es positiva ni negativa, y es liviano hablar de optimismo o de pesimismo en este nivel. El hombre en tanto potencia creadora es hombre también cuando construye el Partenón, o Notre-Dam e de París, cuando organiza Auschwitz o el Gulag, La discusión sobre el valor de lo que crea comienza después (y, evidentemente, es la más importante). Actualmente, por cierto, hay interrogación angustiante en relación con el hundimiento de la sociedad contemporánea en una repetición cada vez más vacía; luego -suponiendo que esta repetición dé lugar a un resurgimiento de la creación histórica- interrogación en relación con la naturaleza y con el valor de esta creación. No podemos ignorar ni callar estas interro­ gaciones, ni responder a ellas de antemano. La historia es esto.

Una sociedad a la deriva1

En 1979 usted denunciaba, en relación con los “nuevos filósofos”, el avance del impudor, la ausencia de espíritu crítico, de verdadera refle­ xión política. Hoy estas tendencias son omnipresentes... Lo que ocurre en la esfera “ intelectual” está profundamente vincu­ lado con la evolución de conjunto de las sociedades occidentales. Lo que más asombra, cuando se compara la fase presente con las fases precedentes de la historia de estas sociedades, es la desaparición casi total del conflicto, ya sea económico-social, político o “ ideológico”. Asistimos al triunfo de un im aginario, el im aginario capitalista“ liberal”, y a la casi desaparición de la otra gran significación im agi­ naria de la modernidad, el proyecto de autonomía individual y colec­ tiva. Superficialmente, esto se tradujo desde el principio de los años 1980 en la victoria de la contraofensiva llamada “neo-liberal” -s im ­ bolizada por las políticas Thatcher-Reagan-, contraofensiva que impuso cosas que antes parecían inconcebibles. Reducción pura y simple de los salarios reales, y a veces incluso nominales, por ejem ­ plo; o niveles de desempleo que, según yo mismo lo había pensado y escrito en 1960, se habían vuelto imposibles, pues habrían provocado una explosión social. Pero nada ocurrió. Para esto hay ciertas razo­ nes, unas coyunturales: la amenaza -e n gran parte del b lu ff- de la “crisis”, relacionada con un “ shock petrolero”, etc., pero hay otras 1

mucho más profundas de las cuales vamos a volver a hablar. Para decirlo brevemente, asistimos a la dominación íntegra del imagina­ rio capitalista: centralidad de la economía, expansión indefinida y supuestamente racional de la producción, del consumo y del “ tiempo libre” más o menos planificados y manipulados. Esta evolución no expresa sólo la victoria de las capas dominantes que quisieran aumentar su poder. Casi toda la población participa en esto. Temerosamente replegada en su esfera privada, se contenta con pan y espectáculos. Los espectáculos son garantizados sobre todo por la televisión (y el “ deporte” ); el pan, por todos los artefactos dispo­ nibles para los diversos niveles de ingresos. De una u otra manera, el conjunto de las capas sociales tiene acceso a este confort mínim o; sólo hay minorías sin peso que están excluidas de esto. Todo ocurre com o si se hubiese encontrado el medio de com prim ir la cantidad general de miseria engendrada por la sociedad en el 15 o el 20% de la población “ inferior” (negros e hispanos en los Estados Unidos, des­ empleados e inmigrantes en los países europeos). La gran mayoría de la población parece contentarse con tiempo libre y artefactos, con algunas reacciones puntuales y corporativistas que no tienen conse­ cuencias. No alimenta ningún deseo colectivo, ningún proyecto aparte de la salvaguardia del statu quo. En esta atmósfera, las barreras de contención tradicionales de la república capitalista caen unas tras otras. Ya no hay control de la vida política; no hay sanciones fuera del Código Penal, el cual, como lo muestran los “casos”,* cada vez funciona menos. De todas maneras, en esta situación, como siempre, se plantea la pregunta: “ ¿Y por qué diablos los jueces mismos, o sus ‘controladores’, escaparían de la corrupción general, y por cuánto tiempo? ¿Quién cuidará a los cui­ dadores?”. La ausencia de barreras de contención hace que se intensi­ fique la irracionalidad inherente al sistema. Los dirigentes piensan que todo, o casi todo, les está permitido, con la condición de que el medidor político de la audiencia televisiva no reaccione demasiado * “Aífaires", en francés. Escándalo social, o político, que es objeto de una investigación. [N. de la T.]

mal. Además, ya no gobiernan de verdad, pues su única preocupa­ ción es permanecer en el gobierno o acceder a él. Las ideologías tra­ dicionales, de “derecha” o de “ izquierda”, se han vuelto completa­ mente vacías; nada esencial separa los programas de los partidos respectivos. Con respecto a esto, “ hacer el balance” de la “ izquierda” ya ni siquiera es necesario (¿dónde están las famosas “ proposiciones” sucesivas del señor Mitterrand?). Pero lo mismo ocurre con la “ dere­ cha” : cuando ésta anuncia la catástrofe, no se ve, ni siquiera con microscopio, que las propuestas de esta gente estén hechas a la medida de la catástrofe. Ni siquiera hay program a “ reaccionario” o conservador, no hay nada. No hay más que sus nombres y sus siglas para diferenciar a unos de otros. ¿No puede objetarse a esta constatación de fracaso la emergencia de la ética, de la acción humanitaria, de los derechos humanos? Estos fenómenos no constituyen una objeción a la constatación sino que la confirman. Estas ideas son utilizadas para esconder la miseria del vacío político. No hay que mezclar la sustancia de las ideas mismas con la forma en la cual han sido puestas a circular. ¿Quién estaría “contra” los derechos humanos? M uy poca gente. ¿Pero cuándo se empezó a hablar al respecto? Fueron invocados sobre todo contra las tiranías totalitarias del Este, M uy bien. Pero se ha querido hacer de esto la sustancia de toda política, lo cual es aberrante. Una vez garan­ tizados los derechos humanos, queda por saber lo que hacemos en sociedad y de la sociedad. Hay, por cierto, una respuesta ultraliberal que consiste en decir: no es ésta una pregunta legítima, ni tampoco sensata, que cada cual haga lo que quiera, Pero esta respuesta ignora totalmente lo que es la naturaleza profunda de toda sociedad. Una sociedad no puede vivir si cada cual hace lo que quiere dentro de algunos límites mínimos impuestos por el Código Penal - e incluso un Código Penal no puede redactarse ignorando completamente algunos valores sustantivos que superan de lejos los “derechos del individuo”-. O bien la ética: otra vez aquí, el punto de partida (también hubo otros) ha sido sobre todo la acción de los disidentes de los países del

Este. Solzhenitsin, Sajárov, los polacos, Havel, etc. Para ellos se trataba de una guía mínima: “En la situación en la que estamos -la de la Unión Soviética y la de los países de Europa del Este durante los últimos treinta años-, no sabemos qué hacer en el plano político, pero hay barreras de contención éticas que deben permitir a la gente compor­ tarse decentemente, y al mismo tiempo, socavar el régimen”. Por ejem­ plo, Solzhenitsin decía “ no mentir”. Esto se comprende, no sólo en su situación sino en general: ninguna política digna de este nombre puede basarse en la mentira. Pero precisamente, es claro que no pode­ mos oponer -com o se hace cada vez m ás- la ética a la política. Más aun, y mala suerte si esto escandaliza a algunos: finalmente la gran política es superior a la ética; como diría Aristóteles, es la más arquitec­ tónica. El “ nunca mentir”, por ejemplo, no es sostenible en toda situa­ ción: Solzhenitsin no podía y en todo caso no debía decir la verdad a el k g b cuando lo interrogaban sobre el escondite de su libro El roble y el ternero, o sobre quiénes lo habían ayudado a introducir El archipié­ lago de Gulag en Occidente. La redacción y la publicación de estos tex­ tos eran actos políticos, y todo lo que conducía a su realización no podía juzgarse únicamente con la vara del “ no mentirás”. Lo mismo: “no matarás”. ¿Puede erigirse en norma absoluta de comportamiento? Es evidente que no. Si un terrorista amenaza con matar a algunas dece­ nas de rehenes, ¿debe usted prohibir absolutamente que lo maten, si es que puede? De la misma manera, cuando actualmente se apoya una intervención armada en Bosnia para detener las matanzas, si llegara el caso, ¿podría hacerse esto sin matar? Todas estas decisiones son deci­ siones políticas donde la ética no es más que un componente, muy pesado por cierto. La ética de los Evangelios es una ética acósmica. Si nunca fue verdaderamente aplicada en la vida social, independiente­ mente de las hipocresías de las iglesias, es porque no podía serlo. Justamente, a propósito de Bosnia, los partidarios de una intervención quieren hacer una guerra ética y no política. Es otro absurdo. No discutiré la cuestión de saber si hay que interve­ nir militarmente en Bosnia o no. Pero, en caso de intervención,

¿cómo podría evitarse la cuestión de los objetivos políticos de la intervención misma? Hay que poner fin a la carnicería, de acuerdo. ¿Y después? ¿Nos quedamos ahí para siempre? ¿Ponemos el país bajo tutela? El problem a es aun más flagrante con respecto a Somalia. Pues en Yugoslavia no es absolutamente imposible imaginar que, una vez detenida la carnicería (y cumplida, lamentablemente, una buena parte de la limpieza étnica; ya es casi un hecho) podrían implementarse tres o cuatro entidades políticas que respetarían al menos el principio m ínim o de toda sociedad, la prohibición del asesinato ad libitum. ¿Pero en Somalia? Nadie sabe qué hacer. La acción humani­ taria está muy bien. Hay que impedir, mientras se pueda, que los seres humanos se mueran de hambre. Pero, ¿qué hacer si la ayuda humanitaria es sistemáticamente robada y desviada por bandas armadas? Habría que instaurar -¿im poner?- una sociedad política, ¿pero cuál y por qué medios? ¿Cuál es la ética que posee la respuesta para estas preguntas? Sin una concepción política, sin una respuesta a la pregunta: “ ¿por qué y cómo vivim os en sociedad? ¿Para hacer qué cosa? ¿Qué nos importa en la vida?”, y bien, ni siquiera hay res­ puesta verdadera a las preguntas éticas; excepto, quizás, para un San Francisco de Asís. Paradójicamente, estas preguntas se plantean doce años después de la llegada al poder de una izquierda que, a través de su programa, encar­ naba la razón política. Yo nunca pensé que los socialistas franceses fueran socialistas. Ya en 1981 su program a era un m onum ento arqueológico. Por ejemplo, las “nacionalizaciones”. Hacía decenios que había gente -co m o y o que venía demostrando que las “ nacionalizaciones” no tenían nada que ver con el socialismo. De todas maneras, desde siem pre el Estado francés había influido, e incluso, de hecho, había dirigido la econom ía, y siem pre había contado con los m edios para hacerlo, aunque más no fuera por su control del crédito y del sistema bancario. Este punto de su program a, com o casi todas las medidas tomadas fuera de la gestión corriente de los asuntos, eran total­

mente demagógicas - y la única excepción, en el estado actual de las cosas, era la instauración del

r m i:

en una sociedad que permanece

capitalista, hay que tener una red de protección social-. Tampoco aquí se trata de filantropía: alguien que se muere de hambre - y esto lo vemos en los Estados U n id o s- no puede ser un ciudadano, incluso en el sentido actual del término. En 1981 y 1982, los socialis­ tas intentaron una “ reflación” de la economía, y fracasaron lam en­ tablemente. ¿Por qué? Porque - y esta com probación tiene un valor más general- ignoraban las reglas del juego de la sociedad que pre­ tendían reform ar. No se puede reform ar ni conservar un sistema social si no se considera el todo: no puede moverse una pieza de este m ecanism o inmensamente com plejo sin tener en cuenta las repercusiones en otras partes del sistema. Bien o mal, los socialis­ tas aprendieron las reglas del juego de la economía capitalista - y las aplicaron con un entusiasmo desbordante-. De m anera que su única gloria es haber introducido y haber aplicado el program a del neoliberalism o en Francia. Esto que quizás la población habría aceptado difícilm ente viniendo de la derecha, lo aceptó a regaña­ dientes de parte de los socialistas. Por esta única razón permanece­ rán en la historia, y esto es sumamente risible. ¿Tiene sentido todavía la idea misma de programa político? Se puede -y o puedo- formular un programa político. Pero este pro­ grama no tendrá valor si la mayoría de la población no está lista, no para votar por este programa, sino para participar activamente no sólo en su realización sino también en su despliegue, en su desarro­ llo, y, llegado el caso, en su alteración. Este programa sólo podría ser hoy el proyecto de una sociedad autogobernada en todos los niveles - y es tautológicamente claro que este proyecto no tiene sentido si la gente no tiene el deseo y la voluntad de autogobernarse y no hacen lo que hay que hacer para lograrlo-. Ahora bien, no es lo que constata­ mos hoy. ¿Significa que hay que renunciar a esto? No lo creo. No puede haber predicción seria en política y en historia. En vísperas de M ayo de 1968 Viansson-Ponté escribía su célebre artículo “ Francia

se aburre”. En efecto, tanto se aburría que explotó algunas semanas más tarde. No quiero decir que estemos en vísperas de un nuevo Mayo de 1968, sino simplemente que ninguna encuesta y ninguna inducción empírica podría prever el comportamiento de una pobla­ ción en un lapso breve, menos aun a mediano o a largo plazo. Pero el deseo de participar supone que uno cree en la posibilidad de par­ ticipar. Por supuesto. Es una cuestión de creencia, es también una cuestión de voluntad, y ambas son inseparables en el ámbito político. La his­ toria humana es creación. La aparición de nuevas formas históricosociales no es predecible, pues no puede producirse ni deducirse a partir de lo que la precede. Un sociólogo-etnólogo-psicoanalista de Marte que hubiera aterrizado en Grecia en el afio 850 a.C. no habría podido predecir la democracia ateniense. Tampoco, en 1730, la Revo­ lución Francesa. Ahora bien, decir que estas formas resultan de una creación no determinada de los seres humanos significa que desde el punto de vista de una lógica habitual, su creación aparece como un círculo vicioso. El campesino que veneraba a su señor no era quien iba a participar en los movimientos que precedieron y siguie­ ron a la noche del 4 de agosto. Al mismo tiempo que hay un m ovi­ miento colectivo, los individuos se transforman, y al mismo tiempo que los individuos cambian, emerge un m ovim iento colectivo. No tiene sentido preguntarse cuál es anterior al otro: ambas presuposi­ ciones dependen una de otra y se crean al mismo tiempo. Es como la gallina y el huevo, o, mejor, como la emergencia de la primera célula viva: el funcionamiento del

adn

celular presupone la existen­

cia de los productos de este funcionam iento. Es como un anillo cuyas partes están conectadas, y la nueva creación sólo puede postu­ larse en la totalidad de su complejidad. Es verdad que hoy la gente no cree en la posibilidad de una sociedad autogobernada, y esto hace que esta sociedad, hoy, sea imposible. No creen porque no quieren creerlo, no quieren creerlo porque no creen. Pero si se ponen a que­ rerlo, creerán y podrán.

La desaparición de las tierras prometidas políticas debería permitir una mayor autonomía y una mayor capacidad de creación política. Pero ocurre más bien lo contrario. Teóricamente, la época tendría que haber sido fantástica. Y de hecho es muy mala. Sí. No hay una verdadera “ explicación”. Po­ demos producir varios factores que vuelvan el hecho algo compren­ sible, o elucidable, pero no sería una verdadera explicación. Tanto como las fases de creación, las fases de descomposición de una socie­ dad son inexplicables. Tenemos en Atenas, en los siglos vi y v a.C., la creación de la democracia, los grandes poetas trágicos, una multitud de otras creaciones extraordinarias. En el siglo IV esto ya había termi­ nado, y por ejemplo, ya no hay ni un solo gran poeta ateniense. ¿Por qué? Ciertamente, la guerra del Peloponeso y la derrota ateniense tie­ nen que ver con esto. Tucídides escribió páginas inmortales sobre la corrupción general provocada por la guerra (¿pero por qué no por las guerras anteriores?), incluyendo la corrupción del lenguaje, cuyas palabras se habían puesto a significar lo contrario de lo que signifi­ caban al principio, y eran utilizadas en sentidos contradictorios por los diferentes partidos (¿esto no le hace pensar en algo, hoy en día?, “democracia”, por ejemplo.,.}. Pero la derrota no alcanza p ara“ explicar”. ¿Por qué el demos, el pueblo, ya no es el mismo pueblo? ¿Por qué los individuos como las sociedades pierden su poder de creación? Podemos elucidar el hecho en parte, pero no explicarlo. Lo mismo ocurre en lo que se refiere al período contemporáneo. Existieron todos esos m ovim ientos inmensos de emancipación durante siglos. Hubo el m ovim iento obrero, que fue más o menos confiscado por el marxismo; el marxismo mismo evolucionó dando lugar a dos corrientes opuestas, la socialdemocracia y el bolchevismo; la prim era ha dado lo que conocemos, la segunda dio el Gulag. El resultado de esto fue que la pasión, la energía de la clase obrera y la de aquellos que querían marchar con ella fueron desperdiciadas. Además, estas ideologías no eran sólo miserabilistas -e l PC fran­ cés ha sostenido la tesis de la “ pauperización absoluta” de la clase obrera hasta no hace mucho tiem po-, sino centradas en la tesis de

que el capitalismo no podía “ resolver el problema del desarrollo de las fuerzas productivas”, es decir, que había que instaurar el socia­ lismo para que las masas pudieran consumir. Ahora bien, evidente­ mente, desarrollar la producción y el consumo es lo único que hace el capitalismo: en los países ricos no hay ninguna relación entre el “nivel de vida” -es decir, de consumo, en el sentido capitalista del tér­ m in o - de un obrero de 1840 y uno de 1990. Si queremos esto, y nada más, no vale la pena cambiar de gobierno, como dice la canción. Y

al mismo tiempo este desarrollo tiene como resultado el hecho

de que la población valoriza cada vez más el dinero y las mercaderías, el poder, la gente com o Tapie, etc. Dicho de otro modo, hubo una suerte de despolarización de los valores, y el polo negativo, el polo subversivo fue engullido por el imaginario capitalista. Todo esto no “explica” pero permite elucidar ciertos aspectos de la decadencia, de la evanescencia del conflicto y de la actividad social y política, y mos­ trar algunos de sus apuntalamientos. ¿Qué hay entonces de la necesidad de creencia? Pensar que nuestras leyes, nuestras creencias, el hecho de estar en sociedad, no se basan en nada, que no hay fundamento absoluto para ninguna realidad, ¿no es insoportable? No lo creo, de otro modo no estaría aquí. Pero, efectivamente, es la pregunta. Contrariamente a lo que decía Aristóteles, eso que los humanos desean por encima de todo no es el saber, es la creencia. En las sociedades ricas -q u e además representan, como mucho, un sép­ timo de la población m undial-, con el fin de las creencias políticas y la evanescencia de la capacidad de la sociedad para crear nuevos valores que pudiesen significar algo, reina lo que Pascal habría lla­ mado la diversión o la distracción, el olvido. No se quiere saber que somos mortales, que vamos a morir, y que más allá no hay retribu­ ción ni recompensa. Se lo olvida m irando la televisión... Tapie, o M adonna, o qué se yo l-..]. Y esto no significa que vivam os en una sociedad del espectáculo sino en una sociedad del olvido: el olvido de la muerte, olvido del hecho de que la vida no tiene más sentido del

que somos capaces de darle. El espectáculo está para facilitar y escon­ der este olvido. No tenemos el coraje ni la capacidad de admitir que el sentido de nuestra vida individual y colectiva ya no puede sernos dado por una religión o por una ideología, ya no puede sernos dado por un regalo, no tenemos el coraje ni la capacidad de admitir que, entonces, debemos crearlo nosotros mismos. ¿Esta ausencia de coraje no consagra el fracaso de su proyecto de auto­ nomía? No lo creo. El proyecto de autonomía ha sido proclamado en algunas sociedades, en la sociedad ateniense, en las sociedades occidentales durante el gran período de la modernidad. Ahora bien, cada vez fue portado por movimientos que, con reserva de algunas notas a pie de página, fueron profundamente conscientes de que el sentido de nues­ tra vida está en este bajo mundo, que ninguna trascendencia puede darle sentido a una vida que desinvestimos por otra parte. Toda tras­ cendencia en sentido religioso es una creación imaginaria de los humanos. Los movimientos de emancipación antiguos y modernos empezaron todos tomando distancia, cuando no de la trascendencia misma, al menos de la idea de que esta trascendencia podía actuar en la inmanencia, y, por ejemplo, resolver la cuestión de la sociedad y de su institución justa. Y aquello en lo que creyeron esencialmente, es que si hay un sentido en nuestra vida que no esté mistificado es el sentido que podemos crear nosotros mismos. Usted mismo escribió que una de las causas de la morosidad reinante era el sentimiento de que todos los valores, todas las normas eran pura­ mente contingentes. En el hecho de crear uno mismo el sentido parece­ ría que afrontamos un absurdo radical. Si no hay sentido absoluto, ¿cómo no pensar que nada tiene sentido? En primer lugar, hay un hecho que tendremos que digerir algún día: somos mortales. No solamente nosotros, no solamente las civiliza­ ciones, sino la humanidad como tal y todas sus creaciones, toda su

memoria, son mortales. La duración del tiempo de vida de una espe­ cie animal es un promedio de dos millones de años. Aunque, miste­ riosamente, superásemos indefinidamente este límite, el día en que el sol alcance su fase terminal y se vuelva una estrella gigante roja, su frontera estará en algún lugar entre la Tierra y Marte; el Partenón, Notre-Dam e, los cuadros de Rembrandt y de Picasso, los libros donde están consignados el Banquete o las Elegías de Duino se redu­ cirán al estado de protones que darán energía a esta estrella. Frente a esto, hay dos respuestas posibles. La primera es Pascal, es Kierkegaard: no puedo aceptar esto, no puedo o no quiero verlo: en alguna parte tiene que haber un sentido que soy incapaz de for­ mular, pero creo en él. El “contenido” puede ser diferente -otorgado por el Antiguo Testamento, los Evangelios, el Corán, los Veda, poco im porta-. La otra actitud es negarse a cerrar los ojos, y comprender al mismo tiempo que si uno quiere vivir, no puede vivir sin sentido, sin significación. En esta acepción, las significaciones creadas social e históricamente no son ni contingentes, ni necesarias; son, como he escrito, metacontingentes: sin ellas no hay vida humana, ni indivi­ dual ni social. Es esta misma vida Ja que nos permite comprender en un momento dado que estas significaciones no tienen fuente “abso­ luta”, que su fuente es nuestra propia actividad creadora de sentido. La tarea de un hombre libre es saberse mortal y mantenerse de pie al borde de este abismo, en este caos desprovisto de sentido y en el cual hacemos emerger la significación. Ahora bien, sabemos que tal hom ­ bre y tal com unidad pueden existir. Ni siquiera hablo de grandes artistas, pensadores, científicos, etc. Aun el artesano digno de este nombre que no fabricaba estatuas de dioses, sino mesas, recipientes, etc., investía su trabajo absolutamente; el hecho de que el recipiente fuese bello, de que la casa se mantuviera en pie, era una realización. Esta investidura de la actividad dadora de forma, por lo tanto de sen­ tido, ha existido en todas las civilizaciones, sin excepción. Hoy existe cada vez menos, porque la evolución del capitalismo ha destruido todo sentido en el trabajo. Todo el mundo no puede ser Beethoven o Kant; pero todo el mundo debe tener un trabajo que pueda investir y donde implicarse.

Esto presupone una modificación radical de la noción de trabajo, de la tecnología contemporánea, de la organización de este trabajo, etc. -m odificación incompatible con el mantenimiento de la institución contemporánea de la sociedad y del im aginario que ella encarna-. Los mismos ecologistas no ven este inmenso aspecto del asunto: sólo ven el aspecto del consumo y de la contaminación. Pero la vida humana transcurre también en el trabajo. Por lo tanto, debemos devolver el sentido al hecho de trabajar, de producir, de crear, y tam ­ bién de participar en proyectos colectivos con los demás, de dirigirse a sí mismo individual y colectivamente, de decidir acerca de las orientaciones sociales. Es difícil, por supuesto. Pero esto ha existido en cierta medida. En los griegos, hasta fines del siglo v a .C „ quienes no creían en la inmortalidad, en todo caso en una inmortalidad “positiva” (la vida después de la muerte era infinitamente peor que la vida en la tierra, com o la som bra de Aquiles enseña a Ulises en la Odisea). Para los m odernos es más com plicado. Pues en ellos siem pre hubo restos más o menos escondidos de la creencia en una trascendencia de tipo religioso. Esto tampoco les im pidió llegar muy lejos. Pero tam ­ bién esto se hizo en función de otro desplazamiento: fue postulado un paraíso terrestre en el “ final de la historia” (marxism o) o como dirección asintótica de ésta (liberalismo). Ya aprendimos que se tra­ taba de dos formas de la misma ilusión, que no hay “sentido inm a­ nente” en la historia y que no habrá más que el sentido (o el sinsentido) que seamos capaces de crear. Y la gente que se dejaba matar en una barricada sabía esto: el hecho de que com bato es lo que tiene sentido, no el hecho de que habrá una sociedad perfecta dentro de dos siglos. Y, sin duda, la m orosidad actual representa también en parte el trabajo de duelo hecho sobre la muerte de esta ilusión de un porvenir paradisíaco. La sacralización actual de la ética puede considerarse como la puesta en escena de la ausencia de sentido; llevamos bolsas de arroz, denunciamos las matanzas y las violaciones - y finalmente, si nos quedamos en esto, sabemos que no tiene f in - Al mismo tiempo, ¿no consagra la explosión

del sistema mediático y publicitario esta ausencia de sentido, instau­ rando un tiempo que ya no pasa, una suerte de inmenso presente? Sí. Más exactamente, hay en la actualidad un tiempo imaginario que consiste en la negación del verdadero pasado y del verdadero futuro; un tiempo sin verdadera memoria y sin verdadero proyecto. La tele­ visión, efectivamente, constituye una imagen muy poderosa y muy simbólica de esto: Somalia fue novedad ayer, hoy ya no lo es. Y si Rusia estalla, pues parecería que ha tomado este camino, se hablará dos días de ella y luego se la olvidará. Ya no hay escansión verdadera sino eso que usted llama un perpetuo presente que es más bien una melaza, una sopa homogénea donde todo está aplastado, todo se pone en el mismo nivel de significación y de im portancia. Todo es apresado en esta corriente informe de imágenes; esto va unido con la pérdida del futuro histórico, la pérdida de un proyecto, y la pérdida de la tradición, el hecho de que el pasado es, ya sea un objeto de eru­ dición para los excelentes historiadores que tenemos; ya sea un pasado turístico: se visita la Acrópolis como se visitan las cataratas del Niágara, se ha visitado Italia como se han visitado las islas Seyche­ lles. El pasado form a parte materialmente del circuito turístico: un día en Atenas, un día en Mícono, un día en Delfos, etc. Aquí lo más trivial se une a lo más profundo. En este sentido también, el espíritu de la época tiende a la trivialidad.

Sobre el juicio político1

Estoy de acuerdo con Vincent Descombes sobre la mayoría de los puntos a los cuales se refiere. Sin embargo, en mi opinión, hay cues­ tiones que es preciso radicalizar. Evocaré cuatro de ellas, brevemente. i. En primer lugar, ¿a qué llamamos juicio político? Por cierto, como recuerda Vincent Descombes, el juicio político, como todo juicio práctico, no apunta a lo “verdadero” sino al “bien”, no tiene la forma “ pienso a porque V\ sino “ quiero x porque y ”. Las cuestiones se refie­ ren al dominio de x y de y, que pertenecen al prakton -pero no lo agota-, y a la especificidad de este porqué. Hace falta distinguir el juicio político dentro de un régimen y el ju i­ cio político que se refiere al régimen como tal. Estamos en 1788: el lenguaje corriente calificará de político tanto un juicio del tipo “Necker debe hacer x para salvar la monarquía”, como otro del tipo “ la monarquía debe ser abolida y reemplazada por la república”. Estare­ mos de acuerdo en que el primero, considerado absolutamente, no plantea cuestiones filosóficas. Enuncia “un axioma”, aunque sea im ­ plícitamente (la monarquía debe salvarse), a partir de lo cual puede desarrollar consecuencias de manera racional en cuanto a los medios (;zweckrational), lo que puede ser terriblemente complicado en la rea-

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lidad, pero, como tal, no se relaciona con los principios (salvo si inter­ viniesen otras cláusulas, por ejemplo:

por todos los medios” ).

La considerable ambigüedad tal vez pueda evitarse si se acepta dis­ tinguir entre lo político -aquello que se refiere a la dimensión del poder en una sociedad, a su ejercicio y al acceso a éste- y la política, que se relaciona con la institución in toto de la sociedad, incluyendo, evidentemente, la dimensión del poder.2 Lo político no cuestiona fines y principios, y lo encontramos necesariamente en toda sociedad; la política como actividad que plantea la cuestión del mejor régimen o de la buena sociedad es una creación esencialmente greco-europea. 2. Esta aclaración me parece indispensable para responder a la pre­ gunta planteada por Vincent Descombes: ¿es todo político? No, por cierto, si político significa habérselas con el poder, Pero sí, por cierto —por definición, podría decirse-, si consideramos la política en el sen­ tido que hemos definido más arriba. Aunque deberíamos evitar los malentendidos. Quisiéramos, por supuesto -al menos la mayoría de nosotros- establecer límites en toda actividad instituyente (legislante) explícita; pero esto mismo es una posición y una decisión políticas. La idea de que todo no debe ser político (o sometido a la “ley divina”, etc.) es una creación histórico-social muy reciente (más o menos equiva­ lente a la creación de la democracia). Incluso estos límites dependen, también, de una decisión política. Hace falta una decisión política -instituyente- para declarar y garantizar que aquello que se desarro­ lla en el oikos o en el agorá escapa a las decisiones y al poder de la ekklesía, dentro de los límites trazados por esta decisión misma.3

2 Cf. mi texto "Pouvoir, politique, autonomie” en Revue de métaphysique et de morate, N° i, 1988, retomado en Le monde morcelé, París, Seuil, 1990, pp. 113139; Creed. “ Points Essais” 2000, pp. 137-171 [trad. esp.: El mundo fragmentado, Buenos Aires, Altamira, 1993]-> 3 Cf. mi texto “ Fait et á faire” [Hecho y por hacer], Revue européenne de sciences sociales, N° 86,1989, retomado en G. Busino (ed.), Autonomie et autotransformation de la société. La philosophte militante de Cornelius Castoriadis, Ginebra, Droz, 1989, pp. 500-509 PP- 62-72 [trad. esp.: Hecho y por hacer, Buenos Aires, Eudeba, 199S] .>

Que se trata aquí de una decisión política (instituyente), lo mues­ tra el hecho de que la decisión contraria no solamente puede tomarse (como con el totalitarismo comunista o nazi), sino que fue tomada efectivamente por casi todas las sociedades siempre en la historia. Com o sabemos, éste fue el caso de todas las sociedades “ religiosas” (tanto primitivas como históricas), que, según exhortaciones y princi­ pios “ divinos” siempre reglamentaron una enorme parte tanto de acti­ vidades “privadas” (en el oikos) como privadas-públicas (en el agora}, tal como quieren hacer siempre las sociedades islámicas rigurosas. Que unas u otras no hayan podido (o, al comprender esta imposibilidad, no hayan querido) hacerlo en un ciento por ciento depende de otros fac­ tores y en particular de la imposibilidad de controlar totalmente a los hombres y las circunstancias -aunque la interiorización completa de la institución a menudo haya conducido casi a tocar este límite-, 3. El caso del “buen nazi” 4 no me parece ofrecer un buen ejemplo -y , en lugar de haber sido “ construido para ser difícil”, contiene varios elementos ad hominem: el horror com partido ante el nazismo, y, sobre todo, su derrota-. Es a la vez “ políticamente correcto” e histó­ ricamente oportunista. ¿Qué ocurriría si uno se preguntase: qué hay “de bueno en un sentido cualquiera (instrumental o último)”, en que el rector de la Universidad de Teherán sea un buen islamista o, ya que estamos, en que el rector de la Universidad de Salamanca en el siglo xvi haya sido un buen cristiano? “ En resumen: ora comáis, ora bebáis, ora hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios” (Cor. 1, 10 ,31). Ahora bien, sabemos que la interpretación de lo que exige la gloria de Dios ha variado enormemente según las épocas, y sería arriesgado pretender que las interpretaciones más extremas eran incompatibles con la supervivencia o incluso con la expansión de las sociedades que las mantenían. Después de todo, hubo pocas expansiones tan masivas y tan rápidas en la historia como la del Islam a partir del siglo vil. 4

4. ¿Cuál puede ser el porque... del juicio político? ¿Cómo puede jus­ tificarse que se quiera tal tipo de sociedad y no tal otro? Suponemos que nadie aceptará como justificación válida un enunciado del tipo porque está escrito en el Levítico 20 ,13 que...” o la invocación de Lapolítica extraída de las Sagradas Escrituras. Esto ya nos separa de la inmensa mayoría de los humanos a través de las edades, para quienes este tipo de justificación era no sólo legítimo sino el único concebi­ ble. Nosotros nos situamos en un campo histórico-social, el campo del lógon didónai, dar cuenta y dar razón. ¿Pero dar razón cómo? Vincent Descombes tiene razón cuando denuncia lo que yo había llamado la confusión entre la historia universal y un seminario de filo sofía en Frankfurt, en rechazar lo que él llama la filosofía fundación a ria. Aquello que debe quererse en política no debe derivarse de un razonamiento discursivamente deducido de un fundamento indiscu­ tible. Este fundamento ni siquiera existe en filosofía “ pura” (y por cierto, ni el principio de contradicción ni las condiciones de la “comu­ nicación” podrían desempeñar su papel). También es inaceptable un simple decisionismo, pues no hace más que repetir lo que es: los nazis son nazis porque decidieron serlo; los cristianos, lo mismo, y los par­ tidarios del

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también. Cada cual “ siempre ya” ha decidido ser algo

(aunque mas no fuera un ciudadano cínico, apático y pusilánime) y si permanecemos en esta presentación tautológica de los hechos ningún juicio político tiene cabida. ¿Pero por qué hace falta que haya juicio político, por qué debemos emitir estos juicios? ¿Por qué no cultivar nuestro jardín, o dejar que hagan “ los que saben” ? Aquí no podemos eludir dos decisiones o tomas de posición inaugurales, que pueden defenderse por todo tipo de argumentos más o menos razonables pero no lógicamente impe­ riosos. Está la decisión de hacer, y no aceptar o padecer, Y está la deci­ sión de hacer esto más que aquello, la elección de tal tipo de régimen en vez de tal otro. Tanto estas dos decisiones como toda argumenta­ ción que trata de justificarlas presuponen la creación histórico-social de un espacio y de un tiempo donde la política -e n el sentido defi­ nido anteriormente, como mira y querer explícitos que se refieren a la institución de la sociedad y que aceptan dar cuenta y razón de sí

m ism os- ya está establecida, donde entonces la Revelación, la pala­ bra de los ancestros, etc., dejaron de ser admisibles como motivos de hacer o de no hacer, de hacer esto en vez de aquello. Hacia adelante de esta posición -pero sólo hacia adelante-, discu­ sión, argumentación, razonamientos son posibles y, por cierto, requeridos. Pero queda por ver que si salimos del dominio de lo ins­ trumental, de lo racional en cuanto a los medios (donde lo hipotético-deductivo mantiene su validez), estos razonamientos -com o he dicho- serán razonables pero no imperiosos. La mayoría de las veces serán entimemáticos: ex consequentibus vel repugnantibus, diría Quintiliano. Puedo defender mis posiciones políticas ante alguien que acepte que ciertas consecuencias son superlativamente deseables, y otras horriblemente detestables. Pero, ¿quién que estuviera en todos sus cabales trataría de demostrar la excelencia de la democra­ cia a un nietzscheano convencido?

Ni resignación ni arcaísmo 1

Usted no firm ó ninguno de los dos textos que circularon con respecto al plan Ju p p é* ¿Por qué? El primero (propuesto por Esprit) aprobaba el plan Juppé, a pesar de algunas reservas teóricas, y para mí era inaceptable. El segundo (conocido como la “ lista Bourdieu” ) estaba impregnado del lenguaje estereotipado de la izquierda tradicional e invocaba “ la República” —¿cuál?- como si hubiese una solución simplemente “ republicana” para los inmensos problemas que se plantean hoy. Una mezcla de arcaísmo y de evasión. ¿Cómo juzga usted entonces las posiciones de la izquierda tradicional frente a este movimiento social? Otra vez, tanto la izquierda política como las organizaciones sindica­ les exhibieron su vacío. No tenían nada sustancial que decir sobre las i