Una Infancia En El Pais De Los Libros 9788449437687, 9786074000443

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Una Infancia En El Pais De Los Libros
 9788449437687, 9786074000443

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Una infancia en el de los libros M ichele P etit Traducción de Diana Luz Sánchez

OCEANO travesía

UN A INFANCIA EN EL PAÍS DE LOS LIBROS Título original en francés: UNE ENFANCE AU PAYS DES LIVRES Tradujo Diana Luz Sánchez de la edición original en francés de Rageot Editeur, París © 2008, Michéle Petit Publicado según acuerdo con Rageot Editeur, París Diseño de la colección: Francisco Ibarra Meza D.R. ©, 2008 Editorial Océano S.L. Milanesat 21-23, Edificio Océano 08017 Barcelona, España. Tel. 93 280 20 20 www.oceano.com D.R. ©, 2008 Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Blvd. Manuel Ávila Camacho 76, 10° piso Col. Lomas de Chapultepec, Del. Miguel Hidalgo, Código Postal 11000, México, D.F. Tel. (55) 9178 5100 www.oceano.com.mx PRIMERA EDICIÓN ISBN: 978-84-494-3768-7 (Océano España) ISBN: 978-607-400-044-3 (Océano México)

H E C H O EN M É X IC O / M A D E IN M E X IC O IM P R E SO EN ESPAÑA / P R IN TE D IN SPAIN 9002484020209

Indice /

Prólogo A los lectores de lengua española Chozas Osos y lobos Cantos Letras Dios Amigos Lo lejano Pasadizos secretos Felicidad de las imágenes Antiguos y modernos El mundo Infierno Liceo La Comedia Francesa Américas Paisajes interiores Divagaciones Los estudios “extramuros” Atravesando el abismo Muy bellas horas Escribir

9 12 15 19 23 27 31 35 41 47 49 57 61 65 71 77 81 87 95 99 105 111 115

Prólogo T o d o t r a b a jo “ c i e n t í f i c o ” es una autobiografía disfrazada.

Mi interés por la lectura, por los caminos alternos que ofrece para ayudar a que uno se construya, o para que se reconstruya en la adversidad, se debió a que yo sabía mucho de eso. Sin embargo, curiosamente, ese saber se hallaba oculto dentro de mí. Yo no acostumbraba hablar del lugar que desde la infancia ocupaban los libros en mi vida, ni siquiera en los divanes de mis psicoanalistas. Uno no habla de lo que es evidente, del aire que respira, del rostro de sus amigos. No solía decir nada de esos objetos que me han acompañado siempre, de esas librerías que necesito visitar varias veces por semana, donde quiera que me encuentre. Fue sólo cuando escuché a algunas personas narrar los libros ilustrados de su niñez o las novelas de aventuras de su adolescencia, o cuando leí algunos recuerdos de lectura redactados por escritores, cuando mi propia memoria comenzó a tomar forma. Después vino la solicitud de mi amigo Daniel Goldin, quien me propuso redactar una autobiografía de lectora privilegiando mis años de formación. Titubeé. No estaba segura de querer que todo el mundo se enterara de mi vida como niña o adolescente. Y tampoco es frecuente que un investigador dé a conocer fragmentos de su experiencia íntima. A tal punto que podríamos preguntarnos si el ejercicio de este oficio no es una manera de preservarla. Pensar en Freud me dio valor. Para avanzar en sus exploraciones sobre el inconsciente él sacó a la luz mucho

más que las obras leídas en su infancia: sus propios sueños y las asociaciones que éstos le evocaban. Además México estaba muy lejos y eso me daba cierta libertad. Así fue como escribí alrededor de quince páginas que fueron publicadas en una recopilación de conferencias.1 Hace algunos meses, en un café cercano al Ángel que domina el Paseo de la Reforma, me sorprendió enterarme de que, en diferentes comunidades indígenas, algunos docentes se reunían para estudiar mis recuerdos antes de esbozar sus trayectorias como lectores. Asombrada, me imaginé a esos maestros de escuela en algún pueblito de Oaxaca o de Chiapas, analizando mis encuentros con Michka o Peter Pan. Esa anécdota me hizo decidirme a retomar y desarrollar el texto que había escrito, para tratar de reconstruir, sin adornarla, la experiencia de mis primeros veinte años. No leí a Proust a los doce años (esperé a tener más de cuarenta), sino las investigaciones del Gato-Tigre. No tuve como guía a Stevenson sino a Sambo y Tintin. O a La Rochefoucauld. Y muchos libros que de niña me encantaron, ahora me desconciertan: la recepción de lo que leemos seguirá siendo un misterio, incluso tratándose de uno mismo. Más que establecer una lista de mis momentos dichosos como lectora en aquellos años, he querido revisitar algunas imágenes, algunos relatos que me impactaron, o lo que hice con ellos tiempo después. Tal vez esos recuerdos le permitan a otros, como a los maestros que mencioné, 1 “Del Pato Donald a Thomas Bemhard. Autobiografía de una lectora nacida en París en los años de posguerra”, en Michéle Petit, Lecturas: del espacio íntimo al espacio público, Fondo de Cultura Económica, Col. Espacios para la lectura, México, 2001, pp. 149-168.

recordar las historias que les contaban a ellos o los libros que iban descubriendo. En particular a todos aquellos y aquellas que deberían transmitir el gusto de leer. Así como un psicoanalista debe psicoanalizarse, un facilitador de libros, sea padre de familia, maestro, bibliotecario, trabajador social, librero o crítico, podría meditar en su propia trayectoria. Pero no hagamos de este ejercicio una imposición: que cada quien, si así le viene en gana, recupere para sí mismo o para el destinatario que elija, algunos de los cuentos, de las rimas o las ilustraciones que hicieron del mundo un lugar más habitable. P r im a v e r a

de

2005

A los lectores de lengua española a mi madre o mi padre leer y perderse en alguna ensoñación, me preguntaba a dónde se habían ido. Tal vez para resolver ese misterio empecé a aventurarme en los libros. Y tal vez también a eso se debió que, muchos años después, me haya convertido en antropóloga de la lectura: mis preocupaciones infantiles se transformaron en temas de investigación. En la actualidad, la historia se ha invertido: lo que me resulta más sorprendente es el rostro de los niños cuando están inmersos en un libro. A veces dejan escapar alguna frase que aclara un poco lo que ocurre entre ellos y las páginas que están leyendo. Casi siempre nos quedamos en el umbral, y así está muy bien. Como dijo la personita a la que le dediqué el presente libro: “la lectura es tu pequeño secreto”. Para acercarnos a él siempre está la posibilidad de leer recuerdos de infancia. Los escritores suelen transmitir muchos, y los mediadores lo hacen cada vez con mayor frecuencia: en toda América Latina, maestros, bibliote­ carios y promotores de la lectura están rememorando las leyendas de sus primeros años o su descubrimiento del mundo de lo escrito. De México, de Argentina, de Colombia me llegan, de tiempo en tiempo, autobiografías de lectores que ellos han tenido la feliz idea de enviarme. Esos escritos me fascinan. Algunas de las obras que citan marcaron mi propia infancia, o mi adolescencia; otras poseen la extrañeza de las tierras lejanas, como esos mitos De

n iñ a , c u a n d o v e ía

de La Llorona, El Mohán o El Lobizón, o ese Tesoro de la juventud que siempre me he preguntado qué aspecto tenía. Escribí Una infancia en el país de los libros porque deseaba comprender qué era lo que buscaba entre líneas cuando yo misma fui niña. Esos recuerdos son la cara oculta de mis investigaciones, en particular de las que hablan sobre la lectura en “espacios en crisis”.1Al publicarlos, no hago sino pagar parte de mi deuda con aquellos y aquellas que nutrieron mis trabajos al contarme su historia. Espero que los títulos o los autores desconocidos que encontrarán en estas páginas tengan para ellos el mismo encanto exótico que tuvo para mí el Tesoro de la juventud , de nombre tan acertado. Y espero también que sigan enviándome sus propios recuerdos para que juntos exploremos ese misterio: el niño que lee. P a rís , 16 d e e n e r o d e 2008

1 Los cuales se publicarán a fines de 2008 en esta misma colección.

Chozas probablemente una de las tareas esenciales en mi oficio de ser niña. Un relato me permitió recuperar esa sensación. Se lo debo a una amiga que adoptó a una niña colombiana. Ella me contó que poco después de haber llegado a Francia, la pequeña reconstruyó en su cuarto, con unas cajas del supermercado, la vivienda improvisada en la que había dormido los primeros cinco años de su vida. Al caer la noche se robaba de la cocina un pedazo de pan y lo llevaba hasta su refugio mientras sus padres adoptivos estaban distraídos. Al cabo de varios meses optó por doblar las cajas: ya no las necesitaba. Yo no viví mis primeros años en las calles de Cali sino en Vanves, un tranquilo suburbio cercano a París, en los años de posguerra. No obstante, esa historia me ayudó a entender a la niñita que un día fui (y por lo tanto a la mujer que soy ahora), aun cuando resulte indecente comparar mi infancia con la de ella, sin embargo para nuestras asociaciones esos escrúpulos no existen. Al escucharla recordé que las paredes de mi casa no bastaban para protegerme y que dentro de los armarios, debajo de las mesas o en las páginas de algunos libros ilustrados experimentaba una tranquilidad y una felicidad físicas. Y pensé que todos los libros que había leído no eran sino cajas que no sé si algún día también doblé. Cuando intento acercarme a la geografía de mi propia infancia, me parece que lo primero es el valle que separa la cama en la que duermo de la de mis padres, y que atravieso ese valle por las mañanas utilizando como vado D o m a r e l e s p a c io fu e

un buró, sin poner el pie en la tierra. Pero ya se están levantando y el espacio se despliega ahora en el plano vertical, separándome de ellos. Busco su mirada pero se alejan. Bajo la vista. Es la edad en que uno vive a ras de tierra, en que se está atento a los menores objetos que encuentra: piedritas, insectos, botones perdidos. Debo tener unos cuatro años. Ellos, allá arriba, intercambian palabras en una lengua de la que se me escapa todo, o casi todo. Y ocupan su tiempo en ir cada vez más arriba, más lejos: mi padre es astrónomo y mi madre está en la luna, perpetuamente. Entre ellos y yo hay una distancia inmensa, pero a veces coincidimos los tres en una altura media, el tiempo que dura una comida. O ella coloca dos cojines sobre una silla y pone frente a mí unos frascos con pintura de agua, papel. Pintarrajeo paisajes; me encanta. Trato de representar una casa con su jardín, unos arriates de hortalizas, flores. O monigotes de frágiles contornos. Esa noche estoy abajo. El libro que mi padre me ha com­ prado, lo ha dejado en el tapete. No tengo el menor recuerdo de la cubierta, la historia o los personajes, hasta tal punto que a veces me pregunto si realmente existió ese libro ilustrado. Pero hay algo que sí recuerdo con toda claridad: cada página es un habitáculo. Cerrado, el libro es completamente plano. Pero si lo abro, se desprende una imagen, surgen animales de colores, árboles. Doy vuelta a la página y se destaca otra imagen, en relieve. ¡Deslumbramiento! Es para mí. Un mundo para mí. Puedo zambullirme en cada imagen.Yo que nunca sabía dónde meterme y que deambulaba tan cerca del suelo, tan lejos de ellos, los de arriba. Años más tarde, un dibujo animado, tal vez de Walt Disney, me proporcionó un placer infinito y algo pareci­

do. Los personajes principales (quizás en el fondo estaba el pato Donald) eran dos ardillitas que conducían un tren y recorrían un país de sus mismas proporciones. Nunca he podido ver de nuevo esa película ni revivir aquello que me entusiasmó tanto. Probablemente, una vez más, el des­ cubrimiento de un mundo en armonía conmigo misma. Junto con ese primer libro y ese dibujo animado, ciertos objetos me sugirieron que yo también podría encontrar un lugar: una pequeña choza de cartón y paja que construí para la escuela, tratando de simular una vivienda de los galos; un castillo de cartón que armó mi padre, en el que hasta las piedras estaban dibujadas; o un río en miniatura que la maestra representó en una mesa con un espejo roto y un poco de arena, y que yo contemplaba con fascinación durante horas. De modo que había otro universo, un espacio que podía esculpirse con madera o papel, con grava de colores acomodada para crear jardines japoneses, con lápices y acuarelas, o con bobinas proyectadas sobre una pantalla: todo era uno. Cuando cumplí cinco años nos mudamos y el valle entre las camas se volvió un pasillo interminable, interrumpido por puertas cerradas. Por la noche, antes de atravesarlo para llegar hasta mi habitación, antes de exiliarme, yo rodaba dondequiera que estuvieran ellos.Trataba de pasar inadvertida deslizándome en un estrecho espacio que había junto a su cama bajo un estante. Éste formaba un codo y a mí me encantaba esconderme en él, al margen de la vida que proseguía, de ellos que se atareaban. Un poco asustada, sin embargo, por la idea de que pudieran aplastarme por descuido.

En mi habitación también corría un foso entre el muro y la cama, pero éste era temible porque el colchón estaba muy alto y si los ladrones se agachaban para mirar debajo de él, pronto me descubrirían. AI final del pasillo en el que me hallaba sola, cuando caía la noche no quedaba ningún espacio, ningún rincón habitable. Para que ningún abultamiento bajo las mantas traicionara mi presencia, se me ocurrió dormir en la ranura a lo largo del colchón. Creo que fue en ese pasillo que me separaba de mi madre y mi padre donde se deslizaron los libros, domesticando lo extraño, lo inquietante. O a veces multiplicándolo.

Osos y lobos estuvo el libro animado, y también los álbumes del Pére Castor (Tío Castor), historias de animales o de niños que viven en países cubiertos de hielo o de palmeras. Cada libro me abre los brazos, y por encima de todos, Michka. Michka es un osito que se ha fugado de casa. Va caminando por la nieve, solo en medio del bosque. En el camino se encuentra con el Reno de Navidad y lo acompaña en su ronda. Cuando llegan a la última casa, donde vive un niño enfermo, al Reno ya no le queda ningún juguete en su bolsa. Entonces Michka suspira, contempla el bosque una última vez y entra en la cabaña, se echa dentro de un zapato y con resignación espera el amanecer. Aquella imagen me desconcertaba hasta hacerme llorar, nunca supe por qué. Durante mucho tiempo pensé que me identificaba con el osito y que lloraba por su libertad perdida, por su terrible abdicación, como si desde esa edad hubiera tenido esa curiosidad por el mundo que me ha tenido atrapada toda la vida. Actualmente, cuando pienso en la mirada de Michka, en su inmenso amor, me digo a mí misma que tal vez simbolizaba al ser que velaría por mí en todo momento. Los libros sabían mucho de mí y de mis deseos más recónditos. Poseían incluso la extraña virtud de plegarse a los deseos de aquel que los abría, de expresar algo distinto para cada uno, aunque eso yo lo ignoraba. Un día, de los álbumes del Tío Castor surgió una cabra martirizada, la del cuento La cabra del señor Seguin, de

E n e l p r in c ip io

Alphonse Daudet. Como Michka, ella también ha huido de casa; salta por la ventana, corre por la montaña que está tan hermosa, y todos allí la festejan. Al caer la oscuridad viene el lobo. Ella se defiende toda la noche, pero muere cuando amanece. Yo suplico a mis abuelos que cambien el final de la historia, que me la cuenten de otra manera, que le den una oportunidad a la cabra. Si al menos ella no se hubiera defendido tanto. Pero toda esa lucha en vano. El cuento es atroz; cada vez que lo escucho tengo la esperanza de que el desenlace sea diferente. Pero no, el lobo descuartiza a la cabra que se estuvo defendiendo toda la noche. El asunto de los libros había empezado bien pero muy pronto fue por mal camino. En casa de mis abuelos o en la escuela me cuentan historias que me atemorizan, con lobos que devoran a abuelitas, niños que son despedazados en cofres para sal, ogros que matan a mujeres. Los cuentos se escapan de los libros, las cubiertas de pasta gruesa no logran contenerlos y los sitios terroríficos que encierran logran colarse hasta la realidad. Una caseta algo retirada en el patio de recreo del jardín de niños, bajo un árbol que le da sombra, me resulta inquietante pues se me figura la casa de un ogro. Tal vez se trataba de un cuarto en el que guardaban los útiles de limpieza y que alguien abría por las mañanas antes de que llegaran los alumnos, o por la noche, cuando los niños ya se habían ido: el caso es que nunca vi a nadie entrar o salir de él. Ese carácter tan obstinadamente cerrado me alarmaba. Era allí, sin duda alguna, donde se hallaba el cofre para sal en el que descuartizaban a los niños, pero ningún Santa Clos los descubriría jamás. De vez en cuando

esa obsesión regresaba, aislándome de los demás niños que jugaban despreocupados, de los adultos que pasaban sin tomar conciencia de lo que estaba a un lado. Algo parecido me sucedía con el jardín de la señora Thomas, que tenía un aspecto maléfico por su completo desorden y que también estaba muy cercano, pegado a la casa de mis abuelos, en Malakoff. Nadie recogía jamás la fruta madura ni se paseaba por él. La rama que llegaba hasta nuestro lado daba unos injertos de cerezo incomparablemente sabrosos. ¿Pero no decían las leyendas que cuanto más apetitosas parecieran las bayas,más peligrosas resultaban? Lo inquietante no se veía. Y el horror se alojaba siempre a un paso de mí. Y) no sabía aún que el mundo era vasto, que iba mucho más allá de las calles en que transcurría mi vida. A partir de La cabra del señor Seguin o de Barba Azul, los cuentos, todos los cuentos, me resultaron cada vez más temibles, por contaminación, hasta el punto de no poder soportar su presencia física. Bastaba con que un solo libro de Perrault o de los hermanos Grimm rodara por mi cuarto para que los ogros, los verdugos y las mujeres estranguladas amenazaran con surgir de entre sus páginas y atraparme. Allí estaban, encerrados, pidiendo salir en la primera oportunidad, y podrían tomar la forma de ese arenero que no tardaría en pasar, según me decían a veces por las noches, cuando empezaban a cerrarse mis ojos, de modo que más valía que fuera a acostarme. Yo trataba de imaginar esa silueta temible que encontraba placer en dejar ciegos a los niños arrojándoles arena a los ojos.

Dicen que los cuentos nos protegen de los espectros nocturnos y que, a diferencia de las pesadillas, permiten mantener a raya las sombras, tamizar los fantasmas arcaicos: descuartizar, devorar, atravesar a los seres amados, temer las mismas crueldades. Antes de que me contaran que para rescatar a Caperucita había que abrirle la barriga al lobo y llenar éste de piedras, yo ya debía estar aterrorizada con la idea de que me comieran o me abrieran el vientre. Esas historias daban forma a ciertas angustias que ya preexistían. Pero entonces, ¿por qué provocaban en mí el efecto de las pesadillas? Si había algo que no ayudaba, era el placer con que los adultos me leían y releían esas historias, un placer turbio, que me impedía jugar con el miedo o refugiarme en sus brazos. Estaba sola con mis temores, y para largo rato. Cada noche me camuflaba a lo largo del colchón; cada mañana me vestía con los trajes que le habían encargado para mí a la señora Pushkin, la costurera: un abrigo y un sombrerito que hacían juego, ambos de un hermoso color rojo. Así salía yo rumbo al bosque.

Cantos el dicho; y el mal, el dolor, saltan por la ventana y se alejan.Tal vez el arte no sea más que un conjuro. De niña, a Sara le asustaba viajar en avión y para ablandar al cielo le dedicaba tonadas que canturreaba en secreto en su soledad. Cuando empezaban las turbulencias, suplicaba: “Se lo ruego, le cantaré una linda canción para que el avión no se sacuda tanto”.Y si la máquina insistía en zarandearse, añadía: “¿No está usted contento? ¿Mi canción no le agrada? ¡Discúlpeme, por favor! Si llegamos sanos y salvos, prometo que haré un dibujo muy bonito para usted”. Pero en cuanto llegaba, ella olvidaba su juramento y en el siguiente viaje, cuando el avión empezaba a moverse, se asustaba y pensaba: “¿Está enojado porque no le hice el dibujito que le prometí? Le aseguro que esta vez sí lo haré apenas llegue a la casa...” No sé si mis padres cantaban para mí, pero jamás me leyeron historias que me permitieran atravesarla noche. Sin embargo, su vida transcurría entre libros, que estaban por toda la casa. Aunque mi padre no tuviera dinero, siempre lo vi con un librito en un bolsillo y dos periódicos en el otro. Le oí hablar en el radio de escritores que le gustaban. Y siempre vi a mi madre en la mesa del comedor, llenando de su puño y letra unas hojas amarillentas, escribiendo historias para otros. Algunas veces ella me alcanzaba un libro ilustrado, Z ambo el negrito o Las desventuras de Ysengrin, me dejaba “E l

q u e c a n t a , su m a l e s p a n ta ” , dice

en compañía de las imágenes y volvía a sus ensoñaciones. Zambo se paseaba por la selva con una sombrilla verde y unas babuchas color malva; cuando los tigres querían comérselo les daba su lindo chaleco, su sombrilla y sus babuchas. Al final, las fieras giraban rápidamente alrededor de una palmera y se transformaban en mantequilla. La madre de Zambo las convertía en crepas bien doradas, como el color de los tigres. Esa transmutación me dejaba con la boca abierta: en tres páginas unos animales furiosos que estaban agarrados por la cola y formaban un círculo alrededor del árbol se transformaban en un torbellino y luego en un charco inerte, amarillo, en el que se reflejaba el tronco de la palmera.Volvía a leerlo, examinaba de nuevo las imágenes, una tras otra, observaba con preocupación el charco de mantequilla. Mientras tanto mi madre cantaba: Después, después, después de que el poeta desapareció Su canción se oye aún por ahí.

Esa podía ser en cierta forma la respuesta a mis inquietudes. Pero la melodía no servía para ahuyentar a los lobos o a los tigres. No explicaba ese truco de magia increíble que reducía el cuerpo de las fieras a tan poca cosa. Las historias que escribía tampoco. Ella estaba en otro lugar, para mi desesperación. Sin embargo una noche le pregunté algo sobre una frase del cuento Barba A zu l que dice: “Ana, mi hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?” y la respuesta siempre frustrante: “No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece”. ¿Por qué tardan tanto los que debían velar por

ella?, ¿cómo es que no se dan cuenta de la urgencia, del peligro? Me recuerdo preguntándoselo, me parece incluso que sé también en qué lugar preciso de la habitación está sentada cuando le hablo, cerca de una ventana, para ser más precisos, y trato de imaginarme esa lejanía que ella escruta -no me refiero a mi madre sino a esa otra mujer del libro-, esa lejanía en la que no hay nada visible. Pero esa “ella” que, sin darme yo cuenta, se ha deslizado en mi frase del rostro de mi madre al de Ana, me hace pensar que si bien mi padre no tenía nada de ogro, en él había algo que asustaba a mi madre. Y que yo llevaba ese temor. No tengo la menor idea de la respuesta que me dio ese día, imagino que fue igual de frustrante que la del sol que resplandece. En mi recuerdo la escena se mezcla con las canciones de Jacques Douai que solía escuchar en lo que entonces llamaban un “pick-up”.2 Hablaban de una dama llorando en su ventana por su triste suerte, y que dentro de mil años o quizá dos mil, seguiría desconsolada, hilando lana y conservando su pena. O contaban la curiosa historia de una nuez: Una nuez, ¿qué hay dentro de una nuez? ¿Qué es lo que ves al abrirla? No hay tiempo de saberlo, La tragas y hasta la vista.

El pasillo era largo, con libros a los lados, y había llegado la hora de dormirme. Me alejaba, pasaba bajo la máscara africana colgada del muro junto a mi cuarto, que según me 2 Fonógrafo

habían dicho daba suerte pues tenía roja la nariz; pero nada me habían dicho de sus ojos demasiado grandes, demasiado golosos, y yo me iba con mucho tiento. Me escurría en la cama y después en la ranura, afanándome en desaparecer para que alguien no me fuera a tragar y hasta la vista.

Letras payaso, escalera, cebra: las imágenes y las palabras van juntas en las páginas de Mi primer diccionario Larousse que me acompaña cuando estoy aprendiendo el alfabeto. Debo tener cuatro o cinco años. Lo cierto es que para entonces ya sé leer y me salto el primer año de primaria. Pero aunque tengo el recuerdo de las horas que pasé pintando en esos años, del placer que sentía yuxtaponiendo los colores en el papel, me es imposible recuperar los lugares o las sensaciones que marcaron mi iniciación a las letras. Con una excepción: estoy sentada frente a una mesa en la que hay unas hojas; a mi lado, mis abuelos paternos me observan mientras me dedico con empeño a en escribir “papá”, “mamá”, “Michéle”. Benévolos, enternecidos, alientan mi esfuerzo como si alcanzara un logro esencial. La escena contrasta con otra que tuvo lugar durante mi último año en el jardín de niños. He manchado mi cuaderno porque las malditas plumillas se pegan al papel y parecen tener vida propia; es imposible controlarlas. Estoy muerta de vergüenza y convencida de que el castigo será terrible cuando la maestra descubra mi crimen. Por la mañana me invento incluso una fiebre, una enfermedad súbita. Hasta el momento en que, llorando, le confieso todo a mi mamá. Ella me consuela y como no cree que el asunto sea tan dramático, acepto encaminarme hacia la escuela. La maestra ni siquiera ve la mancha o la tacha de un plumazo sin detenerse más. Siempre he exagerado las cosas. C ereza s, b u rro, va g ó n ,

Hay una tercera escena asociada con las dos primeras; ocurrió poco después. Esa noche mi madre no está escribiendo. Dobla unas cartas impresas con un borde negro y las desliza en sobres con rostro triste, perdido. Le hago una pregunta con miedo a la respuesta. Me sienta sobre sus rodillas, empieza a llorar y me explica que mi abuela paterna, la misma que se inclinaba sobre las hojas cuando yo empezaba a escribir, que a menudo pasaba a recogerme a la escuela y a quien le sonsacaba merengues envueltos en papel dorado en la tiendita cercana, ya no está en este mundo. Exactamente un año después que su marido, ella ha partido. Mis abuelos, pequeños empleados que vivían en la calle Saint-Denis, se privaron de muchas cosas para que mi padre asistiera a la escuela de los Francos Burgueses, con la esperanza de que se convirtiera en uno de ellos. A juzgar por las fotos que tengo de él cuando niño, siempre lo vistieron con ropas muy finas. En junio de 1940, cuando el ejército alemán acababa de invadir el norte del país, montó en su bicicleta y se precipitó hacia el sur de Francia. Se detuvo en Rodez, durmió en un banco de la calle y en un granero. Presentó su examen de fin de bachillerato. Al regresar a la capital se inscribió en la universidad para estudiar matemáticas. Para escapar del trabajo obligatorio en Alemania, nunca regresó a la casa de sus padres, que vivían desde entonces en Vanves, en la “calle del Progreso”. No recuerdo haber visto ningún libro en su casa, sólo ese carácter un poco solemne de su actitud cuando estaba aprendiendo a escribir. En América Latina, cuando me encuentro a cada paso con personas que veneran lo escrito, en Buenos Aires,

Bogotá o México, cuando al entrar a una feria del libro veo a mujeres que vienen de los barrios humildes y esperan durante horas, pacientemente junto con sus hijos, para pasearse entre los libros, pienso algunas veces en mis abuelos paternos, que consideraban las letras algo tan deseable. Poco después de mi nacimiento había muerto el padre de mi abuela, un autodidacta que según parece se interesaba en todo. Se llamaba Michel; a él -y a los bellos ojos de la actriz Mi chele Morgan—les debo mi nombre. Si para mí es tan importante que cada uno tenga acceso al conocimiento, al arte, a los libros, es por el deseo que tenían esas personas, tal como mis otros antepasados. Los padres de mi madre se habían conocido por medio de las cartas que intercambiaban: siendo maestra en una aldea de Borgoña, ella fue la madrina de un joven soldado belga durante la primera Guerra Mundial. Más que para portar un fusil, él se adelantó a alistarse en el servicio para elegir su arma y servir como enfermero. Mantuvieron correspondencia unos años y cuando cesaron los combates él fue a visitarla. Ya nunca se regresó. Años más tarde emigraron junto con sus hijos a la región parisina donde ella siguió dando clases en un preescolar y él se convirtió en periodista del Quotidien. Durante los años de la Ocupación fue miembro de la Resistencia temprana. No animó a mi madre a que siguiera estudiando después del bachillerato porque era mujer. Sin embargo ella hizo estudios de matemáticas y después de psicología, en la universidad, si bien nunca ejerció. Al llegar la Liberación, para escapar de sus padres ella se casó. Eligió al “menos idiota de sus pretendientes”, pensando que por lo menos con él no se aburriría: él era curioso.

Cuando yo era niña, mis abuelos tenían una posición acomodada. Ella había dejado de dar clases y él era dueño de una inmobiliaria. A diferencia de los padres de mi papá, ya habían recorrido todo un camino. Lo escrito era central para su profesión y los libros se alineaban en los anaqueles de su casa. Entre ellos, el Gran Larousse o las fábulas de La Fontaine que acompañó a mi abuela hasta sus últimos días, a los noventa años, o los cuentos de Daudet que me leían de vez en cuando. Me gustaba mucho sentirme el centro de su interés cuando me destinaban esas historias, que me parecían similares a ellos, un poco anticuadas.

Dios canciones griegas, cuando Lola tenía dos o tres años, me preguntó qué decía la cantante en una de ellas. Era una historia triste, de una madre que lloraba por “el niño que reía”, su hijo asesinado por unos policías o soldados. Le dije que hablaba de un hombre que se hallaba lejos y al que ella amaba, con la esperanza de que la melodía llegara hasta él. De pronto vi en su cara una expresión soñadora, intrigada por la idea de que una canción pudiera viajar y conectarnos con los ausentes. Tras un silencio me rogó varias veces que le contara nuevamente esa historia. Me sentía un poco avergonzada de mi mentira blanca pero la repetí, sobre todo porque me parecía que lo más interesante para ella era el trayecto de la canción. Me encontraba en cuclillas junto a ella (cuando le hablo a un niño siempre me pongo a su altura física, como si tratara de reducir la distancia que me separaba antes de mis padres). Cerca del suelo, le leía los cuentos de Philippe Corentin en los que el lobo es un antilobo que no sabe portarse como lobo. Cuando se atreve a meterse dentro de una madriguera, resbala sobre una zanahoria y es incapaz de encontrar a los conejos escondidos detrás de los sillones. Entonces se mete en la bañera; está de un humor negro, piensa que nadie lo quiere, que a pesar de ser el día de su cumpleaños está jugando solo con un barquito. Hasta que se da cuenta de que los conejos le han preparado un pastel. El humor de los libros actuales es mi desquite de las terribles historias que leí en mi infancia. U n a n o c h e e n q u e e sc u c h á b a m o s

De niña, esas narraciones con su siniestro desenlace me advertían de la suerte que me esperaba si osaba transgredir las reglas; si faltaba a la verdad o desobedecía o sentía ganas de fugarme. Pero no pasaba un día sin que mintiera, sin que soñara con desobedecer o fugarme. En la escuela oí una vez a unas niñas que salían del catecismo hablar sobre sus pecados. Una de ellas había mentido una vez, dos años atrás, diciendo que ya había arreglado su cuarto; la otra recordaba haberse portado desobediente un día, cuando era muy pequeña. De manera que yo era un monstruo. Además yo era pagana, como decían los niños buenos, y me iría al infierno. Aprendí a hacer la señal de la cruz a escondidas. Y es que en la casa faltaba un libro esencial, que todas mis compañeras llevaban bajo el brazo, un día por semana: el misal. Yo era la única que no iba al catecismo, aparte de una niña protestante, pero al menos ella tenía acceso a los secretos de la religión, a esos rituales, puesto que llevaba alrededor del cuello una cadena en la que estaba suspendida una especie de pájaro, acaso un símbolo del Espíritu Santo, que indicaba su pertenencia. Una tarde, de la escuela nos llevaron a pasear a un jardín cercano, el parque Falret, en el que había una capilla. Cuando entramos a visitarla, una niña remojó sus dedos en la pila de agua bendita, volteó hacia mí y me extendió su mano mojada. No entendí qué pasaba. No tenía la menor idea de esos ritos que todos compartían y de los que yo estaba excluida. Me sentí fascinada y avergonzada. El misal que me falta tiene un tamaño perfecto, lo deseo más que cualquier otra cosa. Quiero hacerles creer que también yo pertenezco a esos misterios. Quiero acercarme

a ellos, aunque sea mediante la forma. Exploro en los anaqueles de la biblioteca familiar pero no encuentro un volumen apropiado. Hasta el día en que me topo con un Diccionario de las dificultades de la lengua francesa (la casa tiene varios, que mi madre consulta durante horas) y de un tamaño muy parecido al del objeto de mi deseo. Una tarde en que estoy sola en casa, lo forro con papel liso y salgo a la calle. Me paseo con esa maravilla bajo el brazo. Mi orgullo sólo se compara con el temor de que alguien descubra mi superchería. Los libros no sólo sirven para leerse.

Amigos Dios es im probable y leja n o ; mi primo vive en Bélgica y solamente lo veo dos veces al año; en esa época no se acostumbra que los niños inviten a dormir en casa a algún compañero. Cada noche, en medio de mis padres, que tienen la cabeza en otro mundo, soy hija única. De vez en cuando oigo decir que esos niños son egoístas y me siento culpable, obligada a velar por todos, tal como Michka en la pantufla de todos esos adultos enfermos. Entonces suelto las amarras. Embarco a mis muñecos de peluche en la carriolita de mimbre y tul rosa fabricada por mi mamá (es ella quien me asegura que no eran juegos maternales sino que yo organizaba viajes). O los coloco alrededor de mí, les confecciono unos pequeños cuadernos y me convierto en su maestra. Me escuchan atentamente, sin decir ni pío. Después juego con unas canicas de vidrio que duermen bajo un librero o con unos cochecitos Dinky toys, que me recuerdan a mi primo. Abro un libro del elefante Babar y a veces me pierdo en el trazo de una palmera o de un estanque en el que retoza. Pero no puedo zambullirme en la imagen; tal vez sea su ojo demasiado pequeño o su rostro impasible lo que me lo impide. O la inmovilidad del trazo. Le hacen falta arrebatos, transgresiones, algunas tonterías. Que, por cierto, son las que le dan sabor a Zoé, la heroína de una pequeña historieta que encuentro en Le Parisién de mi abuela, mal visto por mis padres, que acostumbran leer Le Monde o Combat.

Todavía más que en Zoé, en el Journal de Mickey que empiezan a comprarme cada semana todo está en

movimiento. Me gusta ese ratoncito de cara feliz y con un nombre tan cercano al mío, pero aún más el malhumorado Donald, su genio imposible. Yo soy una niña “dócil”, incapaz de expresar mi agresividad. Ese pato refunfuñón me da oxígeno. Me río, todo en él me divierte: el dibujo de su pico, sus patas con dedos palmeados, su boina de marino de la que cuelga un listoncito, y su chaqueta demasiado corta, su cola que apunta hacia arriba, sus aspavientos, sus rabietas, su torpeza y su voz nasal que descubro en el cine Hollywood, situado en la avenida de la Opera. Hay un detalle que me encanta y que aparece muchas veces: al pie de los arcoiris, si uno corre lo suficientemente rápido, se encuentra un caldero lleno de monedas de oro. Hace unos meses, mientras viajaba por el océano Indico en medio de arcoiris que se renovaban cada día, el recuerdo de esos calderos teñía aún el mar y las cascadas con una luz dorada. En el libro ilustrado descubro también a Blanca Nieves, Cenicienta, La bella durmiente. Entre el placer y el temor. Placer por la casa de los enanos en la que todos cantan juntos y cada uno tiene un lugar asegurado, sea cual sea su defecto: la timidez, el mal carácter, la pereza, los estornudos continuos. Temor a las brujas o a las hermanas envidiosas y más aún al espejo, a los piquetes, al ataúd de cristal, al momento en que se rompa la zapatilla. Pero las heroínas me irritan. Me gustaría que se rebelaran, que huyeran, que intentaran algo. No soporto su docilidad, su encierro. ¿Por qué no pueden hacer nada, por qué dependen totalmente de la llegada de un príncipe? El deus ex machina me deja pensando, sólo creo en él a medias. /

Un buen día, primero en el Journal de Mickey y poco después en el cine, aparece Peter Pan. En un abrir y cerrar de ojos vuela hacia el País de Nunca Jamás, seguido por los niños en pijama. El País de Nunca Jamás se parece al primer libro animado: es un paisaje mío, que me hace olvidar todo lo demás. Se confunde en mi recuerdo con la Isla de los Placeres de Pinocho, con sus paredes de chocolate y de bizcocho, en la que brota jugo de naranja de las fuentes. ¡Qué hermoso sería vivir allí! Me encantó leer Peter Pan. Ya no estaba sola, ahora estaba con Peter, y mi libro ilustrado era una ventana por la que yo atravesaba al otro lado. Cada noche, trepada en los radiadores o agarrándome a los tubos de la calefacción central, caminaba de una habitación a otra, al borde del precipicio. No le temía al cocodrilo ni al capitán Garfio. Ellos no tenían comparación con esos ogros atroces que había encontrado en los cuentos y que se escurrían por todas partes. Garfio y el reptil eran risibles y estaban confinados a una ensenada o una caleta. Además Peter era invencible porque era sumamente astuto. Podía incluso ser cruel al luchar pues le había cortado la mano al terrible capitán. Obviamente, a diferencia de él yo no volaba, estaba condenada a quedarme cerca del suelo. Obviamente él era varón mientras que yo era una niña. Me pregunto si existe una sola niña en el mundo que haya podido identificarse con Wendy, la insípida hermana mayor, atareada con el quehacer mientras sus hermanos bailan con los indios, o con Campanita, la presumida insoportable. Gracias a la androginia de Peter (su cabello un poco largo para la época, su camisa ajustada a la cintura que se ensanchaba después como una falda), podía deslizarme fácilmente en

su papel. Durante meses creí ser él y le pedí a mi madre que me hiciera un sombrero exactamente igual al suyo. Me encantaba el color verde de su traje, precisamente ese verde, el color de la alegría. Muchos años después leí los ensayos de los críticos o los psicoanalistas que descubrieron al niño triste detrás del vagabundo alegre, analizando el destino trágico de James Barrie, quien pasó años tratando de consolar a su madre desesperada por la muerte de su hermano. Me pregunté si había sentido una familiaridad inconsciente con ese hombre que dedicó toda su vida a curar sus heridas infantiles. Pero si intento quedarme más cerca de la niñita que fui, me parece que lo que me gustaba de Peter Pan es que abría otro espacio posible, una tercera dimensión. Esa soledad, esos ogros terroríficos, esos osos de ojos tristes y bondadosos, ese lúgubre destino, no eran lo único que había en el mundo. No sólo estaban los padres inaccesibles, el miedo a los castigos en la escuela y la sombra de la guerra. Estaba también ese impulso hacia otro lugar. Yo encontraba en la historia una fuerza. Barrie representó a Peter como un pequeño Pan montado con su flauta sobre una cabra. Aunque conservaba el lado oscuro del dios de las montañas, le faltaba su lascivia, su energía vital. Luego pasó a Hollywood y éste le insufló un vigor antidepresivo, el mismo que hacía saltar a Gene Kelly o a Fred Astaire. Al menos así sucede en mis recuerdos, pues yo nunca volví a ver la película, consciente de que en ella no encontraría nada de lo que tanto me había gustado. Se han dicho muchas cosas malas sobre las películas de Disney. Pero la energía que me proporcionó la adaptación

de Peter Pan me impide considerada estupidizante. “Sólo allí bailaban, en Europa no”, decía Serge Daney sobre el cine estadunidense. De niño, había preferido parecerse a Cary Grant más que a Raimu o a Fresnay; a James Stewart más que a Michel Simón o Fernandel. Río Bravo o Con la muerte en los talones le parecían más interesantes que Guitry. Había amado ese cine en nombre de sus intereses de niño, a contracorriente de una sociedad francesa de los años cin­ cuenta muy reaccionaria, muy hostil a los jóvenes.3 Mis intereses de niña me hicieron adorar a Donald y a Peter Pan, quienes me brindaron una vitalidad que los libros ilustrados del Tío Castor (por los que sigo sintiendo ternura) no lograron darme jamás. Aunque nunca he vuelto a ver la película, hace unos años hojeé el libro ilustrado tras haber tenido un sueño. Busqué en él la vista a vuelo de pájaro del País Imaginario (nombre con el que rebautizó Disney el País de Ningún Lado de Barrie). Tiene la forma de una isla en la que se distinguen algunas playas, unas penínsulas con tipis indios, un río, algunas caletas, lagunas. Y la asocié con un mapa que representaba una isla griega a la que he querido mucho, ya siendo adulta, y donde tuve la misma sensación de haber llegado por fin a mi tierra. El parecido de los contornos me dejó con la boca abierta.

3 Serge Daney, Itinéraire d ’un ciné-fils, Jean-Michel Place, París, 1999, p. 49.

Lo lejano A l h o j e a r m i lib r e t a d e a p u n te s me encuentro con un croquis que representa la bahía de Katsadias el verano pa­ sado. Por toda la costa había personas leyendo tumbadas sobre toallas de colores. Algunos a Seferis, otros a Ellroy, otros The Return of the Dancing Master. Junto con el metro y los trenes, las playas son las principales bibliotecas. Cada día veía incluso mujeres que caminaban por el mar, len­ tamente, con el agua hasta la cintura, un sombrero en la cabeza y un libro en la mano. Curiosamente, las playas son uno de los pocos lugares en donde no puedo leer, por estar demasiado ocupada contemplando los paisajes, buscando pedazos de ánforas, asustándome con las fosas marinas (de diez metros), mirando a Lola que desde la altura de sus ocho años lanza caracoles rotos al mar Egeo mientras le grita: “¡Llévate a tus muertos!” De vez en cuando trazo en mi cuaderno la forma de la costa, los olivos, las rocas, las barcas o la figura del pájaro azul fluorescente, tránsfuga de la reserva ornitológica de la isla vecina, para llevarlos conmigo al invierno que seguirá. Cuando era niña, el verano cerca de la frontera italiana era todo lo opuesto al invierno en los suburbios parisinos: la luz, la vegetación, los sabores y los perfumes, las voces. Y allí estaba por fin la persona que terminaría con mi soledad: mi primo. En esos meses había poco espacio para la lectura; todos mis sentidos se enfocaban en nuestros castillos de arena, en los juegos de los submarinos, los caballitos, el golfito, el Club de Mickey; en el sabor de

las cosas: el agua salada en el cuerpo, el pan de Genova, la fruta confitada, los canelones, los helados de chocolate. Pero el paraíso tenía un tiempo limitado; al terminar el verano él partía de regreso. Me quedaban esas historietas que a él le gustaban y cuando yo las leía era un poco como si algo de él y de los bellos días regresara de nuevo. Después del Journal de Mickey estuvieron pues esas maravillas que se renovaban cada semana, Tintín y Spirou. Al principio me gustaron igual que me gustaba quien me las aconsejó, que fue mi único mentor hasta que tuve once años. Más tarde los libros ilustrados se emanciparon, comencé a desearlos por sí mismos. Durante años corrí cada martes a comprar Spirou y cada miércoles, Tintín. Pocas veces he vuelto a sentir en una lectura la plenitud que experimentaba en esos momentos. A veces, los domingos, un vendedor de L ’Humanité, el periódico del Partido Comunista, recorría los pisos de los edificios de Vanves, tocaba a la puerta y le comprábamos Pif. No se atrevió a hacerlo después de que un día de 1956, mi madre lo echó gritándole que no regresara jamás pues los soviéticos acababan de sofocar la revuelta de Budapest. Así se acabó Pif. La pérdida no fue tan importante; yo lo hojeaba cuando no tenía nada mejor a qué hincarle el diente, del mismo modo que en Spirou recorría entonces las aburridas Historias del Tío Paul, que contaban vidas edificantes. El perro Pif era liso, estático, yo prefería a los héroes estadunidenses o belgas. Los periplos de Tintín, de Spirou, de los exploradores de La patrulla de los castores, de Johan (el joven paje de la Edad Media con peinado cuadrado parecido al mío), de Lucky Luke o del aviador Buck Danny eran una vez más historias

para varones. ¿Pero qué hacer? Después del hada Campanita estaba, en Tintín, la Castafiore, y en Spirou, Secottine, una secretaria tonta y empalagosa. En La patrulla de los castores, el mundo era exclusivamente masculino. Desde luego que había libros para las niñas, la Biblioteca Rosa, o revistas como Suzette o Lisette, pero yo me enorgullecía de jamás echarles una mirada. Con tal de quedar bien con mi primo, me parecían insípidos e ilegibles esos folletos. A la inversa, las aventuras de los Castores me abrían la puerta al misterio de los bosques y las abadías encantadas, me prometían el mundo. Y las de Tintín lo ampliaban considerablemente, dándole contornos a esos nombres: Tibet, América o el Congo, que yo conocía por haber observado muchos atlas. También en ese caso los hacían habitables, familiares. Y es que tenía el gusto por lo lejano, me atraía la idea de viajar. Gracias a las historietas me fugaba a toda velocidad. Escapaba de las sombras de esa guerra que se había librado poco antes de mi nacimiento, que ocupaba aún las conversaciones y que, si uno volteaba, se percibía en los ojos de quienes la habían vivido.Yo me evadía del miedo a que estallara otra guerra, cuyo inicio calculaba de acuerdo con el intervalo que separó a las anteriores. Huía de otros desastres, de otros conflictos, de las luchas internas de mi familia, de las que nadie hablaba pero que yo percibía perfectamente. Mientras leía mis libros ilustrados o pegaba en un álbum pequeñas fotos de otros continentes que salían en las tablillas de chocolate Cémoi, mi madre miraba La revista de los exploradores en la televisión y mi padre construía barcos a escala. Éramos una familia centrífuga y

compartíamos el anhelo por soltar las amarras. Nuestros sueños hacían que el conjunto se sostuviera y allí nos quedábamos, contemplando los blancos en los mapas, pensando en los países salvajes, cultivando nuestra parte oscura. Para representar esa lejanía interior también me ayudó Tintín, aunque sólo lo comprendí mucho tiempo después: en varias ocasiones el joven periodista belga apareció en mis sueños de adulta. Incluso me avergonzaba llevar tan seguido al diván de mis psicoanalistas episodios de sus aventuras mientras imaginaba que las sesiones de los demás estaban salpicadas de referencias a Joyce o a Hegel. Un día asocié un fragmento de sueño con un pasaje de Las joyas de la Castajiore en donde Tintín descubre que lo que se oye en el castillo son unas escalas grabadas en un aparato mientras el pianista toma un respiro en el pueblo, lejos del ruiseñor milanés. Allí comprendí que ya no me reconocía del todo en mis quejas reiteradas en el diván, que se trataba de escalas caducas mientras una parte de mí ya había saltado por la ventana para irse de paseo. La coloración de las sesiones cambió y dejé de lamentarme. Algunas imágenes de Tintín han quedado grabadas en mí para siempre, metáforas geniales .Tal como los periquitos de El tesoro de Rackham el Rojo que de generación en generación se han transmitido groserías mucho después de que desapareciera el que las profirió (imagen que Hergé había tomado tal vez de Chateaubriand o Humboldt). O, en El Templo del sol, un antiguo pasadizo, oculto bajo una cascada, que lleva hasta el corazón del lugar sagrado con riesgo de perder la vida. Al término de su aventura, el

Inca suplica a los héroes no revelar jamás la ubicación de lo que habían descubierto. Hergé retomó ese tema del lugar oculto que uno encuentra por azar tras haber soltado una cuerda o tropezado con una duela, y el de la amnesia obligada, en Vuelo 714 a Sydney. Por un conducto subterráneo cuya entrada está oculta bajo unos arbustos, los héroes llegan hasta un templo muy viejo y olvidado por los hombres pero conocido por los extraterrestres. Lo recordarán como un sueño... salvo Milou. Hergé sabía mucho sobre el inconsciente y las prohibiciones, que aparecían en sus álbumes. Yo también. Al regreso de un viaje de trabajo a Singapur, en los años ochenta, me retorcía de dolor durante todo el trayecto. Al llegar a París pasé dos semanas acostada, sin poder determinar qué era lo que me había hecho daño. Hasta esa noche en que me desperté sobresaltada gritando, sentada en la cama. Esa actitud me recordó algo: era la misma de los sabios en Las siete bolas de cristal, cuando el Gran Sacerdote torturaba estatuillas hechas a imagen de ellos para que expiaran la profanación del templo. Supe que ya estaba curada. Tal vez estaba pagando el hecho de haber ido lejos, tan lejos como mi padre, que había vivido en Indonesia. Aunque no pude explicitar por completo en qué consistía mi propio sacrilegio, el hecho de asociar mi malestar con el suplicio de los sabios me liberó.

Pasadizos secretos que la de Tintín cuando se internó en un pasadizo disimulado tras una cascada para penetrar en el templo sagrado: aventurarme hasta el corazón mismo de mi madre por medio de sus escritos. Ya no recuerdo en qué momento empecé a leer algunos de los textos que escribía ella, a adentrarme en las narraciones en que relataba sus secretos y deseos de cuando tenía quince años, o en esa novela donde hablaba de su pasión por un hombre que no era mi padre. Recuerdo el malestar que me provocó descifrar esas hojas en las que yo parecía estar dentro de ella. La proximidad era demasiado grande. Y sin embargo continuaba leyendo. No es muy común que uno pueda adentrarse así en los pensamientos de su propia madre, sobre todo cuando ésta sueña con lugares distantes, amores imposibles, calles de París que me eran desconocidas y en las que vivía una vida de la que yo ignoraba todo. También sentí una inmensa decepción al comprobar el espacio tan reducido que me había reservado en esa novela en clave que un día salió impresa. En ella sólo hablaba de mí utilizando la expresión “el monigote de Didine”. Me pareció vulgar, me sentí ofendida. E x i s t í a u n a t r a n s g r e s ió n m ás g r a v e

No obstante poco después, una noche en que iba a salir de campamento con los lobatos, me regaló una pe­ queña historieta que había emborronado, una historia de unos niños que se convertían en lobos a medida que se

alejaban de sus padres en un tren. En la vida real, a mí me costó mucho trabajo alejarme de mis padres y conquistar un poco de salvajismo.

Felicidad de las imágenes mi madre me dio a leer El principito. Teníamos incluso un disco en el que los actores narraban la historia y todavía ahora me parece escuchar algunas voces, como la del zorro (¿era Jacques Grellot?) o la de la rosa. Pensando ofrecernos poesía, los adultos nos inoculan lo trágico. La soledad del niño de la bufanda color oro no hacía sino centuplicar la mía, que ya era inmensa. El libro me arrojaba hacia paisajes lunares sin el menor rastro de vegetación donde esconderse, sin ríos. Antes de caer en él, el Principito había recorrido varios planetas sin jamás encontrar alguien que lo escuchara, lo mirara, que le hiciera el menor caso. Y al final de ese periplo, se encontraba con la serpiente que debía enviarlo de regreso a su siniestro planeta para que apagara sus volcanes, destino muy poco envidiable aunque yo sabía bien que la suerte que nos esperaba a él o a mí no era esa, sino la “nada” dibujada en la última página, la arena desolada. “Fue apenas un relámpago amarillo junto a su tobillo”: yo leía la frase esperando cada vez que hubiera cambiado, lloraba como lo había hecho antes, cuando la cabra moría al amanecer. Escudriñaba la arena del mismo modo que antes había escudriñado el charco de mantequilla en que se disolvieron los tigres. Al parecer la literatura y el arte no servían más que para revelarnos lo infortunado de nuestra condición. Incluso es curioso que a lo largo de los años no haya podido estar más de tres días sin entrar en alguna librería, y que libros, C u a n d o c u m p lí o c h o o n u e v e a ñ o s ,

pintura o películas me hayan ayudado tanto a vivir, que me hayan dado tanto placer. De niña los que me ofrecían eran a veces tan tristes que podría haberme alejado de ellos para siempre. Esos adultos que tanto se preocupaban por unas cuantas nalgadas en un libro de la condesa de Segur (aguzando así la curiosidad por esos volúmenes envejecidos que rodaban en casa de mis abuelos maternos, que de manera espontánea me habían parecido destinados a gente de otra época), ¿cómo podían llevarme con una sonrisa prometedora a ver en el cine las desdichas de Bim el burrito? ¿O proponerme Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, ilustrado por Baltasar Lobo? Contaba con el adorno de una hermosa dedicatoria del pintor: un perfil que me representaba rodeada de flores. Pero en las páginas del libro, de un dibujo a otro yo iba acompañando al burrito que trotaba cubierto de margaritas, tan alegre, tan tierno, sólo para encontrarme en las últimas páginas con esta horrible frase: “La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo.” En el nivel de arriba, donde vivían los adultos, les gustaban las historias que acababan mal. Se deleitaban haciendo que los niños las leyéramos. O tenían gusto por los relatos grises, de otras épocas, construidos sólo con palabras, sin imágenes, o casi. Con una ilustración cada cien páginas, como si fuera demasiado placer. Para degustar con parsimonia, tal como el chocolate. Yo había soñado frente al Peter Pan adaptado por Walt Disney, hasta el grado de volverme una con él. Pero un día en que mis padres me compraron esa historia en la edición Rojo y Oro, mi desilusión fue enorme: sólo tenía unos cuantos dibujos.Y

Peter era allí rubicundo, había perdido todo su chiste. En la época de El Principito y de Platero trataron de hacerme leer también a Julio Verne y a Stevenson. Me aburrí. Eran demasiadas palabras. No me interesaban para nada. Tuvieron la elegancia de no insistir y de dejarme volverles la espalda, con la mala compañía de mis historietas. Las imágenes me llenaban, me envolvían. Hoy en día, me impacta el contraste entre esos héroes bien delimitados por una línea, que se destacan del entorno, junto a los que pasé esas horas deliciosas, y las criaturas transparentes, inacabadas, que hasta los treinta y tantos años se aparecieron en mis sueños y que me representaban. Tal vez estaba en busca de un trazo, aunque esto se fue haciendo menos apremiante a medida que dibujaba mis propios contornos a lo largo de mis sesiones de psicoanálisis. Lo cierto es que durante mucho tiempo el texto fue para mi sólo un complemento de las imágenes, y que éstas eran las que me gustaban. Pero la presencia de las palabras (esos pequeños fiadores) no me era desagradable puesto que permanecían en su lugar, no invadían la página, incluso contribuían a un ritmo, una vivacidad, o a un equilibrio. Lo que también me emocionaba era la yuxtaposición, el conjunto de las viñetas. El dibujo animado o la película, que dan la ilusión de la vida, al igual que ésta seguían su propio curso. Como el agua de Fantasía que el pobre Mickey, aprendiz de brujo totalmente rebasado, trata sin fin de reducir. En el cine no era posible retener nada. Si acaso podía uno regresar y comprobar de nuevo que apenas se entreveía una imagen, escapaba a otra parte. Sabe Dios a dónde. Mientras que con las historietas lo que estaba allí era

la vida misma, o casi, su sucesión de instantes. Yo podía agarrarlos entre mis manos. Lo único que se me escapaba eran los cortes de la intriga, ese repentino detenerse en un grito, una puerta abierta, un peligro anunciado. Leía lo más lento que podía, deteniéndome en cada imagen, observando en ella los detalles, para diferir el momento en el que sólo quedaría esa espera infinita, hasta la semana siguiente. Un día, en Bélgica, discutiendo con mi primo, descubrí que él conocía algunos episodios que yo ignoraba, pues Tintín y Spirou se publicaban allá dos meses antes que en Francia.Repentinamente teníayo laposibilidad de avanzar a grandes pasos en cada aventura. No recuerdo si resistí la tentación de comprobarlo, pero sé que experimenté una curiosa decepción. La idea de que toda la historia ya estuviera escrita me desconcertaba. Para mí los héroes existían, me gustaba esa idea de que vivían un poco a ciegas, tal como lo hacía yo, que nada estaba decidido. Durante toda la semana pensaba en ellos, en las pruebas por las que debían pasar. Cuando tomé conciencia de que salían de la imaginación de alguien llamado Hergé o Franquin, un tramo de mundo se derrumbó. Un poco como el día en que mi padre mi dijo que las marcas de detergente que se hacían competencia salían de una misma empresa, cuyo nombre figuraba en letras muy pequeñas en los paquetes: “Unilever”. En esa época (yo tenía ocho o nueve años), no sé si me habría gustado que me hablaran de cómo trabajaban los ilustradores, o de cómo se elaboraba un libro ilustrado. Que me develaran los secretos de la magia, en una palabra. Eso habría equivalido a meter en ataúdes a mis amiguitos. Desde

luego, yo sabía que estaban hechos de papel, no creía en ellos realmente. Pero para mí era vital mantenerm e en una región donde ilusión y realidad no estaban bien definidas. Las historietas representaban la eternidad misma. Sobre todo porque mis álbumes me ofrecían peripecias sin fin. No imaginaba que la oleada de las series que me gustaban pudiera detenerse algún día, que una obra tuviera un número limitado de títulos. Tras la muerte de Hergé se acabó Tintin: hasta la fecha es algo que me asombra. Igualmente me desconcierta saber que Nicolás Bouvier haya partido sin haber visitado Latinoamérica o escrito sobre ella. En esos años cincuenta se iniciaba la abundancia de imágenes, pero nuestra sed no se saciaba. N. me contó que en la región de Languedoc donde asistió a la escuela, para la lección de lectura les repartían a los niños unas tarjetas postales que deslizaban bajo la línea que iban leyendo. Esas fotos le fascinaban, sus ojos corrían de un pupitre a otro para tratar de percibirlas. Cuando le pedían que leyera, había perdido la línea pues se había quedado en uno de los pequeños paisajes. Yo estaba a la caza de todas las imágenes que pudiera encontrar, en las envolturas de las barras de chocolate, en los misales de las niñas que comulgaban, quienes los distribuían de manera más o menos tacaña, o en la papelería cercana a la casa donde comprábamos ilustraciones de viñetas de animales o barcos. Cada una de ellas era como la madriguera de Alicia: un pasadizo para llegar a otro mundo. Sólo las naturalezas muertas de M anet o las Sainte-Victoire de Cézanne me

transmiten hoy en día el sentimiento de perfección que me proporcionaban esas imágenes de cinco centavos. La televisión, en cambio, nunca me impresionó. Llegó a nuestra casa cuando yo tenía nueve o diez años. Era la época en que frente a la vitrina de algunos almacenes se veían aglomeraciones de personas (hombres en su mayoría, como frente a las grúas en un astillero): entre los aparatos puestos uno junto al otro, que veían todos hacia la calle y los peatones, había uno encendido. Gris y negra como los edificios no revocados de París o las fotos de los antepasados, la pantalla se presentaba como moderna pero no lo era. Le faltaban esos colores que yo amaba. Pocas cosas me quedaron de esa época. El recuerdo del encanto que tenía una presentadora, que me miraba largamente a los ojos y me hacía emocionarme; los sombreros de ala ancha de Kit Carson o del amigo del perro Pdntintín -tenía el defecto de crecer a medida que avanzaban los episodios, contrariamente a los héroes de mis historietas—; las volutas de humo que rodeaban a los invitados de Lecturas para todos o d e La revista de los exploradores (al igual que los entrevistadores, nunca soltaban su pipa o su cigarro); los contornos de las cosas y las personas, de por sí deficientes por la falta de contraste de la imagen, se perdían entre la bruma. Yo pasaba frente a los parlanchines sin detenerme verdaderamente, salvo que mis padres insistieran en que lo hiciera. No es sorprendente que me haya vuelto antropóloga de la lectura, si tanto les gustaba ver esos dos programas. En la misma época, el descubrimiento de una opereta fue un deslumbramiento. Me llevaron al Chátelet, a ver El albergue del caballo blanco. Salí de allí exaltada, enamorada

de cada detalle, de cada canción y eso duró meses, lo que a esta edad quiere decir siglos. Pocas veces he sentido que entre el espectáculo que tuve la oportunidad de ver y mis deseos hubiera tantas coincidencias. El año pasado, la estación cultural Arte volvió a montar esa opereta y me esforcé por verla para tratar de acercarme a la niña que un día fui. El misterio seguía intacto: el hecho de que el tema de la obra fuera en todo momento el amor tal vez no había influido para nada en la felicidad que sentí, pero tuve la impresión de quedarme en la puerta. Así sucede cuando regresamos a los espectáculos, a las páginas, a las imágenes que dieron encanto a nuestra infancia y no vemos más que la mala calidad del papel, los hilos demasiado gruesos del director o del dibujante. ¡De modo que sólo era esto! Hace unos años encontré el libro en el que los tigres dan vueltas alrededor de una palmera hasta transformarse en mantequilla. En el dibujo no hay nada que me ofrezca la clave de mi fascinación. Pero en el caso de El albergue del caballo blanco, la televisión probablemente no podía restituirme lo esencial: el hecho de recibir en tres dimensiones la promesa de un mundo en el que la vida tendría más fuerza. Estaba al alcance de la mano, casi podía tocarla, como antes al castillo o la choza de cartón, pues la distancia le devolvía al escenario las dimensiones de una maqueta. Tal vez ese día tuve el presentimiento de todas las dichas que el teatro me depararía. Entre las varias profesiones que me habría gustado ejercer (actriz, pintora, arquitecta, psicoanalista de niños...), hay una en especial que me habría encantado: la de escenógrafa teatral. En los años setenta, más de una vez tuve ganas de escribirle

al empresario de fantasmagorías del Teatro del Sol para proponerle mi ayuda, sin pedirle nada a cambio, desde luego. Nunca me atreví. En Besoin de mirages (Necesidad de espejismos), Gilíes Lapouge cuenta la historia de una familia japonesa en el Amazonas, que trajina de la mañana a la noche bajo árboles más altos que catedrales. Cuando llega el domingo, la abuela poda un bosque enano, una plantación de bonsais. “La vieja japonesa del Pará cuidaba arbolitos que tenían cuatrocientos años y que habían dejado de cambiar desde hacía por lo menos trescientos cincuenta. Esas duraciones inmóviles la aliviaban de la hoguera del tiempo que es la selva amazónica.”4El albergue del caballo blanco o Tintín me aliviaban del oquedal que me rodeaba y de la hoguera del tiempo.

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Gilíes Lapouge, Besoin d ’images, Seuil, París, 1999, p. 113.

Antiguos y modernos Poco a p o c o , y no sin dolor, fui renunciando a las imágenes. Necesité todo el amor que tenía por mi primo, mi deseo obstinado de seguirlo, de no quedarme en el camino, para aficionarme a las aventuras de Bob Morarte, que para mí no tenían atractivo. En esos momentos dejaba las grandes playas de los álbumes por unos volúmenes demasiado estrechos como para albergarme, cambiaba el bello papel couché por folletos de mala calidad, y el color por extrañas ilustraciones en grisalla. No estoy segura de haber sido apta jamás para imaginar mi propio cine, como dice la gente, y todavía hoy no es seguro que la lectura haga surgir imágenes en mí. O bien éstas apenas se hallan esbozadas, tres trazos, un vago tinte de conjunto. Creo que no soy la única: alguien tan visual como Godard dijo que Lelouch es el único que puede ver imágenes cuando lee. En mi familia modernista, la incitación a renegar de las imágenes no era muy fuerte. Sólo intentaban desviar un poco mi interés en ellas. Pero yo sentía que existía una obligación de plegarse a algo, a un Orden de la letra. Los escritos que me recomendaban tenían la etiqueta de “buenos” libros, lo que era una absoluta traición a su esencia. Se presentaban como libros pero no lo eran. Eran el vehículo de la voluntad de los adultos por inmiscuirse en lo más protegido que yo tenía; de hacer que mi deseo se derivara hacia lo que se adecuaba al suyo, de intentar penetrar en el campamento indio sembrado de empalizadas en el que me había encerrado, lejos de las miradas. Incluso

el encantador Winnie the Pooh que compramos en la librería Brentano’s, en la avenida de la Ópera, tenía un tufillo escolar pues bajo su apariencia ocultaba lecciones de vocabulario en inglés. Los álbumes o las historietas que yo amaba eran completamente lo opuesto a los libros de la Biblioteca Verde, con su traje austero, avejentado, a esos Julio Verne encuadernados y en hoja de oro que mi madre había recibido como premio, o a esas obras que yo misma obtuve como recompensa a fin de año y de las que no conservé el menor recuerdo. Salvo por esas entregas de premios, no me parece que en la escuela primaria trataran de inculcarnos el gusto por leer. Tal vez teníamos un manual de lectura, no lo sé. Mis recuerdos de los libros se limitan a los croquis de los galos y de Clovis que adornaban las primeras lecciones de historia, y a una viñeta que ilustraba la regla gramatical según la cual“el masculino se impone sobre el femenino”: niños y niñas jalan de una cuerda, las niñas acaban de soltarla y caen al suelo, despechadas, mientras los niños ríen triunfales. Me sentía indignada por esta injusticia en el orden que regía la lengua. En la escuela, las incursiones en la literatura consistían más bien en dictados que evocaban un mundo obsoleto, campestre. A base de fragmentos de escritores de los que hasta el nombre he olvidado, querían meternos en la sangre a Francia y sus provincias. No me atraían para nada, pese a que mis abuelos habían nacido en ellas. Justamente las habían abandonado por la ciudad. Cuando llegaba el verano atravesábamos en auto esas regiones interminables, sus aldeas con postigos cerrados. Lo único que me

apuraba era llegar a la costa del país, allí donde la lengua provenzal cantaba, el mar estaba próximo y los carabineros usaban sombreros con penacho. ¿Cómo podría yo amar esa Francia rural que querían venderme, con sus niños maltratados y sus madrastras? Me hacían sentir asfixiada. Por el mismo estilo, en nuestra escuela se presentó una obra de teatro basada en Pelo de zanahoria, de Jules Renard, que me resultó insoportable. En ella no vi más que lloriqueos y cosas viejas. Ese universo no era para mí, era un mundo triste, inmutable, acabado, en el que por toda la eternidad los campos eran recorridos por labriegos pobres, y unas mujeres desabridas barrían las casuchas mientras unos niños con la nariz sucia tragaban su sopa. No sé bien de dónde me venía ese sentimiento, pero yo intuía que la modernidad era el único lugar en él que podría encontrar un sitio. Esa modernidad irrumpió un día en mi cuarto, durante el verano de mis diez años, bajo la forma de un escritorio y un sillón de líneas sobrias, una alfombra roja y un librero. El espacio que me era propio, que los álbumes y las historietas habían inaugurado, tomó una forma concreta. Me encantó que todo fuera nuevo y se hubiera comprado pensando en mí. El nuevo acomodo de los muebles tuvo el poder de ahuyentar los fantasmas que tanto habían obsesionado mis noches. En la biblioteca se acomodaron dentro de un mismo conjunto mis libros ilustrados, mis Marabout júnior y algunos objetos. Una góndola fabricada por mi padre (lo que más me maravillaba era una cortinita de terciopelo color granate que preservaba la intimidad de una cabina), unas muñecas españolas que había traído de su viaje, un

perro de porcelana (¿por qué a los niños les gustará tanto el kitsch?) y un maravilloso aparato de radio en baquelita blanca, con un ojo verde, en el que escucharía en secreto algo que me elevaría hasta el universo de los jóvenes adultos a los que envidiaba: “Para los amantes del jazz”. En esa habitación, no sé en qué momentos leía, pero sí dónde: en a ras de tierra casi todo el tiempo. No tengo un solo recuerdo de mí sentada en un sillón, en una mesa o en mi cama. En cambio conservo una pléyade de imágenes en las que me veo sentada en la alfombra, examinando mis libros ilustrados o bien hojeando libros de arte y diccionarios tomados de los anaqueles de mis padres. Al parecer yo necesitaba del contacto con el suelo para leer. Y todavía hoy existen algunos actos relacionados con papel que sólo puedo realizar en el piso, por ejemplo recortar un texto que escribí y acomodar de otro modo los pedazos, como en una especie de gran juego de cartas. Si a veces logro recuperar los movimientos que ejecutaba antes al recorrer álbumes y revistas, se ha perdido el olor de los libros nuevos o de ciertas obras de arte que olían maravillosamente bien cuando pasaba uno las páginas: me parece que, más que el pegamento, era el papel glaseado, y ese aroma se atenuaba con el tiempo. Te enganchaba para siempre.

El mundo en familia por el bosque de Saint-Germain-en-Laye, vi pasar a unos adolescentes con uniforme, coloridas pañoletas y mochilas. Les pregunté a mis padres qué era eso: “exploradores”. Yo estaba azorada. ¿De modo que sí existían en la vida real y no sólo en los libros ilustrados? Un mes más tarde (el tiempo que les tomó encontrar un organismo laico y luego un grupo cercano a nuestro domicilio) ya tenía yo mi uniforme. Y lo que viví fue casi tan bonito como en La patrulla de los castores: amigos, aventuras, un ideal; poco después la noche, las fogatas, los paisajes recorridos. Una vez más, “otro lugar”. Jamás se me habría ocurrido pedir que me inscribieran con esos lobatos cuya existencia ignoraba, jamás tal vez me habría percatado de los ires y venires de esos niños por los bosques, si antes no hubiera leído en Spirou las travesuras de los Castores semana a semana. Sus búsquedas de algún misterio, sus conocimientos sobre alfabetos encriptados, el alfabeto Morse o las pistas, su habilidad y su autonomía me habían cautivado a tal punto que les rogué a todos los miembros de mi familia que en la Navidad anterior me regalaran accesorios para acampar: mochila, cantimplora y ollas, brújula, cinturón y puñal en su estuche de cuero, que entonces no usaba para nada. Durante meses los manipulé en mi recámara, maravillándome de su perfección, imaginándome que recorría el mundo. AI ponerme el uniforme, gozaba al fin de una pertenencia que se evidenciaba en los banderines, las Un

d o m in g o e n q u e p aseá b am os

pañoletas, las insignias cosidas en las mangas o en el pecho, las ceremonias y esos cantos que acompañaban todos nuestros movimientos. Es probable que yo no me sintiera muy segura de tal pertenencia en mi familia, en la que discordias e infidelidades eran el disimulado pan de cada día. Tampoco en el aula, más dividida por el miedo a los castigos o los ajustes de cuentas que unida por los placeres de un juego en el recreo. La idea de un país tampoco me hacía sentirme cómoda. Sabía que estábamos mucho más cercanos de los republicanos españoles que venían a cenar en casa que de los numerosos franceses que habían apoyado a Pétain cuando colaboró con los alemanes. Recuerdo haber discutido acremente con los lobatos, cuestionando la máxima según la cual uno debía ser fiel a su país. ¿Y si éste se equivocaba como le había sucedido a Alemania en los años anteriores? La idea de patria me parecía estrecha, mezquina. Pero el vínculo que me unía a una humanidad fraterna seguía siendo muy abstracto. En los meses posteriores a mi ingreso a los Exploradores de Francia, devoré el Manual del scout. Me regocijaba de mis conocimientos autodidactas, vivía un idilio con los elementos. Experimentaba todavía ese relieve de la materia, de los objetos, que se pierde -salvo que uno sea Caillois o Ponge- en los años posteriores a la infancia, Aprendí a hacer nudos marinos, cabañas, puentes colgantes, fogatas en medio de un viento fuerte, una canoa, máscaras de teatro. A colectar huellas de animales, a observar las nervaduras de las hojas. Leía el mundo, éste se agrandaba y yo me colaba en él. Por fin salía de mi cuarto. Descubría que era posible tener un dominio sobre las cosas. Esto no me había ocurrido nunca en la escuela, donde salvo escasos

momentos no había conocido más que humillaciones, el miedo o el aburrimiento. El Manual del explorador me ofrecía la idea de un universo completo, inventariado. Tenía el encanto poético de las enciclopedias, que a veces encontraba también en las láminas del Larousse que hojeaba en casa de mis abuelos maternos cuando me aburría: aviones, banderas (sabía reconocer las de un número sorprendente de países), fieras, flores, barcos, peces, aves, pinturas antiguas. Mapas geográficos e históricos a discreción. Pude convencer a mis padres de que me era indispensable el equivalente católico del manual, a pesar de las santurronerías de las que fingía burlarme igual que ellos. Allí fue donde aprendí en secreto una oración. Porque estaba pasando entonces por una crisis mística y cada noche, en mi cama, rogaba a Dios que nos protegiera a mí y a mis seres queridos. Que nos hiciera vivir por siglos ilimitados. Pero no sabía cómo rezar pues crecí en una familia atea. En Spirou me abalanzaba sobre los episodios de la vida de San Francisco Javier, en total clandestinidad. U n día él se flageló para expiar los pecados del mundo. Yo caí de rodillas, igual que en la imagen, tomé mi regla de plástico y me di unos cuantos golpes (suaves) en la espalda, con temor de que mi madre regresara del mercado. Creo que esa fue la única vez en que la lectura se asoció para mí a un placer explícitamente masoquista. También leía muchos Signes de piste, unas novelas de scouts que conseguía en la librería Oeters, situada en el bulevar Sebastopol, a la que mi padre acudía casi todos los días y de vez en cuando me llevaba. Disimulada al pie

de un estante en el que estaba lo que a mí me importaba, trataba de que se olvidaran de mí. Oeters era muy alto y casi no se movía. Nunca lo vi sin su pipa. Me intimidaba. Me atemorizaba su mirada y también que me hiciera preguntas en el terreno de los libros, que me resultaba tan íntimo, tal como algunas personas temen a los fotógrafos, como si éstos pudieran develar sus pequeños secretos. Cuando cumplí once o doce años le regalé una pipa india gigante que colocó sobre el escritorio que estaba a la entrada de la librería. Lo veía como a un ogro. Una vez cortadas las páginas de los Signes de piste corría, también allí, a las ilustraciones.Tenía particular afecto por una serie en la que un joven detective, el Gato-Tigre, vivía cerca del palacio de Luxemburgo. Cada vez que paso por la calle Guynemer pienso en él, y el jardín que suelo atravesar le debe a él parte de su atmósfera misteriosa.

Infierno por todas partes, corrían a lo largo del pasillo que unía mi cuarto con las demás habitaciones, o me separaba de ellas. No sé por qué un día los lomos de los libros de pronto me parecieron siniestros. Al menos tendrían otro aspecto si los cubriera con esas cintas adhesivas de vivos colores que vendían en la papelería. Lo más extraño es que logré convencer a mis padres, quienes incluso patrocinaron mi proyecto y me dieron dinero para comprar las cintas adhesivas. ¿Se trataba de un último asalto de los colores antes de que se rindieran frente a las letras? ¿O de un deseo de ocultar lo que se disimulaba entre las páginas? No lo sé. Había allí miles de obras y yo empecé a cubrir íntegramente sus lomos alternando el rojo, el verde, el amarillo y el azul. Al llegar a Aragón, cuando acababa de cubrir Los comunistas y El campesino de París comprendí (o alguien me lo sugirió) que era muy poco práctico no poder ya leer los títulos. Así que recorté una ventanita en mis cintas tornasoladas. En los años que siguieron, la cinta scotch se despegó de las orillas, lo que dio a los libros una forma enroscada. Más tarde alguien arrancó lo que quedaba del adhesivo y la mayor parte de los lomos se hicieron trizas. Los anaqueles quedaron así relegados al cuarto de lavado en una mudanza. Tenía doce años. A menudo estaba sola en casa; mi madre salía a trabajar con sus padres, se iba de compras, qué sé yo. Entre dos recortes, me ponía a investigar con avidez En

m i c asa h a b ía l ib r e r o s

sobre los secretos del sexo. Desde hacía mucho tiempo había entendido que los libros eran un atajo privilegiado para acercarse a ese tema. Muchos años antes, mi primo se había enorgullecido de poseer uno (en su casa, a trescientos kilómetros de allí, sin posibilidades de tener acceso a él sobre todo porque no era “de mi edad”), que incluía unas maravillosas láminas anatómicas que se podían desvestir poco a poco, como muñecas. Era una época en la que pasábamos horas jugando al doctor y la diferencia entre los sexos no tenía ningún secreto para nosotros. ¿Por qué la idea de esas láminas que se deshojaban prometía más saber que nuestros trabajos prácticos? Éstos nos dejaban en la puerta, afuera. Con el libro se podría ir más allá, o más acá, alcanzar un sentido cifrado que llegaba a lo esencial. Como si fuéramos a “ver” por fin cómo llegamos al mundo. Me parece oír al terapeuta en su sillón diciendo: “¿Cómo la concibieron sus padres? ¿Era eso? ¿La escena de guerra de la que huía usted disimulándola con ayuda de sus libros ilustrados?” Es posible. Yo exploraba a diestra y siniestra. Claro que hubo malos encuentros: en un libro titulado Exploraciones, una fotografía de un rito de iniciación en el que un adulto sujeta a un muchacho aterrorizado mientras que otro le coloca en el hueco del vientre una placa llena de insectos —imagen cuyo sadismo a la vez me repugnaba y fascinaba—; en el catálogo de una exposición titulada The greatfamily of men, una serie de fotografías sobre partos que me llenaban de espanto (yo se las mostré una tarde a dos niñas de mi grupo, quienes huyeron gritando aterrorizadas, lo cual me reconfortó); los Trópicos de Henry Miller, censurados durante mucho tiempo a causa de su pornografía; cierto

fragmento de Marcel Aymé en Lajument verte en el que un padre violaba a sus hijas al llegar éstas a la pubertad. Igual que había estado sola con mis terrores infantiles, ahora estaba sola con mis descubrimientos, con los fantasmas que me inquietaban, no podía decir ni pío a nadie más. De la cabra martirizada por el lobo a las hijas violadas por el padre, de las mujeres que daban a luz en medio de un charco de sangre a las que Miller les levantaba la falda sin consideración, el destino que me mostraban los libros parecía terrorífico. ¿Debían mis padres haber sacado esos libros de los estantes, recluirlos en un infierno? De ser así habrían tenido que censurar la mitad de la biblioteca. Más bien me hicieron falta palabras, que me hubieran dicho palabras distintas.Yo no las encontraba. En un acto que podía considerarse audaz para la época, me dieron una página tomada de la revista L ’Express en la que se reproducían fragmentos de un manual de educación sexual sueco. Mi madre se alejó rápidamente de la habitación como si acabara de depositar una bomba entre mis manos: “Para que conozcas lo mismo que los niños suecos”. Allí se hablaba de la mariposa de papá que se posaba sobre la flor de mamá. Era un tanto insuficiente para enfrentar a Miller. Hoy en día es imposible imaginar hasta qué grado los adolescentes estaban entonces desprovistos de palabras, de imágenes en el ámbito del erotismo y del sentimiento amoroso. Recuerdo que examinábamos la desnudez de algunas estatuas que se reproducían en los manuales de literatura de Lagarde y Michard o en los libros de historia, y que por todos los pupitres circulaba un texto mal escrito a máquina en el que se relataba con fuertes obscenidades

la noche de bodas de Madame de Sévigné. Con un fervor semejante corría a las secciones “Prohibido a los padres” y “Correo” de Top, una revista para adolescentes a la que me habían suscrito. Algunas veces una muchacha confesaba su atracción por un muchacho, sus conflictos con su madre o el malestar que experimentaba en su cuerpo. Top ofrecía algunas frases, más bien parcas, para comprender la aventura en la que me había embarcado. Y fotos de Marión Brando o de rocanroleros en cazadora de cuero. Entre Marión y las estatuas de los manuales de historia se iba foqando nuestra imagen sobre la masculinidad. Mis pesquisas prosiguieron cuando tuve que convalecer debido a una pleuresía, y mi madre y yo estuvimos juntas en los Pirineos todo un invierno. Trepada en un árbol desde el que podía divisar no a los hermanos de Ana, sino las idas y venidas de los adultos, recorría números de Selecciones del Reader’s Digest que tomaba del hotel y que abordaban temas candentes con mayor o menor cercanía. Así descubrí el intrigante método Ogino (gracias a los anuncios), los tampones (que permitían nadar todo el año pero cuyo manejo me seguía resultando misterioso) y que había muchachas de mi edad que ya eran madres. Esas lecturas eran doblemente perturbadoras por los temas que abordaban y por el formato popular, “corriente”, del tipo que nunca habría encontrado en mi casa. Cuando mi madre se hallaba a mi lado en la sala de estar del hotel, al contrario, leíamos verdaderos tratados de elegancia: Vogue o La Maison Fran$aise. Ella soñaba frente a vestidos o arquitecturas futuristas mientras yo tomaba de ahí la inspiración para construir todo un mito familiar, imaginándome que narraba a mis compañeras del liceo

que el padre de mi mamá tenía un castillo cerca deTongres, Bélgica, igual al que acababa de ver en las fotografías. Antes de dormirse, ella leía en inglés Cumbres borrascosas de Emily Brónte y trataba de convencerme de hacer lo mismo. Sin éxito, como sucedió con Julio Verne años antes. Yo seguía devorando decididamente los Signes de piste, que narraban el odio inicial y la posterior amistad entre un scout francés y otro alemán, un marsellés y un árabe; o policiacos como el Santo y Arsenio Lupín. Nuevos amigos todos ellos en esos días de soledad. Astutos, aéreos y gráciles como Peter Pan.

Liceo Mis p e sq u isa s so b r e lo s m ist e r io s del sexo contaron mucho para que yo empezara a leer otros libros distintos a las historietas o a las novelas de exploradores. En cambio la escuela no influyó en absoluto. Tras la escuela comunal de Vanves continué en un “buen” liceo para jovencitas, tanto por las maestras normalistas que allí abundaban como por el aire que se respiraba, a dos pasos del Bosque de Boloña, o por la atmósfera burguesa propia del barrio de Auteuil.Yo me sentía ajena allí, rodeada de alumnas acostumbradas en su mayoría a vanagloriarse de que vivían en la calle ChardonLagache, en la avenida Maréchal-Maunoury o en la calle Michel-Ange, direcciones prestigiosas que bordeaba por las mañanas, tras haber atravesado en autobús Vanves, Issyles-Moulineaux y sus fábricas y por último Boloña. Estaba empezando a descubrir las clases sociales. En ese buen liceo había varias profesoras al término de su vida profesional, pero los dados estaban cargados: muchas de las alumnas despreciaban a esas mujeres que “debían trabajar para vivir” (cuando escribo esto, me parece como si hubiera crecido en la época del Antiguo Régimen). Y estaban al acecho de cualquier falla, un dobladillo descosido, una media corrida, para divertirse a costa de ello. No tenían que buscar mucho: con un par de excepciones —una matemática judía y comunista que valientemente repartía panfletos contra la guerra de Argelia, a pesar de las burlas, o una historiadora viajera

y sibarita—, esas maestras ofrecían una galería de cuadros clínicos a cual más patéticos, en los que la depresión se codeaba con los tics, las manías o la locura. Entre alumnas y maestras había pues una guerra de trincheras. El enemigo deslizaba sobre nosotras, o sobre la lista de nombres, una mirada helada que se tomaba su tiempo antes de dejar caer la sentencia designando a quien debía dar la clase.Yo hundía la cabeza entre los hombros, afanándome en hacerme lo más plana posible, en que nada mío llamara la atención. Mientras tanto me cuidaba, si por desgracia me elegían, de decir el texto con una voz neutra, sin jamás “ponerle algún énfasis”, sin una décima de ese cuidado que habría desencadenado la orden de ataque entre mis compañeras. Porque la ironía se dirigía también hacia las alumnas que mostraban cualquier debilidad, cualquier emoción o fragilidad social, cualquier complicidad con el adversario. Poco segura de mi legitimidad, aprendí a engañar y a perderme entre el grupo. La defensa de los débiles que nos enseñaban en las niñas exploradoras encontraba allí su límite. Aunque no en todos los casos: todavía recuerdo cómo Corinne S., quien se convertiría en una gran estilista, puso en su lugar a unas arpías que se ensañaban con una chica tímida. La admiré y sentí vergüenza de mi cobardía. En secundaria, la maestra que debía transmitirnos el amor por la lengua francesa nos infligía con una voz agónica el Román de Renart, de la Edad Media, que formaba parte del programa. En historia se estudiaba entonces Egipto, Grecia y Roma. Al año siguiente nos asestó las

Picardías de Scapin de Moliere con el mismo tono lúgubre,

mientras que las lecciones de historia estaban dedicadas a la Edad Media. Nunca se nos ocurrió la idea de que pudiera haber la menor relación entre lo que aprendíamos en las diferentes disciplinas. Yo dibujaba palitos, sesenta, al principio de cada clase, y los iba tachando a medida que transcurrían los minutos. El liceo volvió ilegibles para mí los textos clásicos y hasta la fecha no he podido reponerme. Sin embargo aprendí de memoria muchas poesías o parlamentos que lamento haber olvidado: si algún día estuviera secuestrada, relegada, cortada de todo contacto, no podría repetir ningún texto. Y sé bien que muchos prisioneros han encontrado en algunas estrofas la energía para permanecer vivos. Sólo me quedan esas rimas de la Leyenda de los siglos, que narran la huida de Caín y de los suyos hasta la tumba en donde el ojo lo mira. Por primera vez había “visto” imágenes leyendo: el ojo de cordero que nos obligaban a disecar en ciencias naturales tomaba proporciones gigantescas y se deslizaba hasta los cementerios. Lejos de contener mis fobias, el gran teatro deVictor Hugo las agravaba. En esos años jamás tuve la suerte de toparme con uno de esos maestros que pueden hacerle sentir a uno que los clásicos fueron escritos especialmente para nosotros, que están tan frescos como un huevo del día. Lo cual sí me ocurrió con un crítico maravilloso, Michel Cournot, años más tarde en la revista Le Nouvel Observateur: una mañana, tengo veinticinco años, bajo a toda velocidad cinco pisos para correr a comprar Chrétien de Troyes después de haber leído un artículo intitulado “Casi no ha nevado sobre usted”.

La escuela casi nunca me hizo sentir que lo que allí se enseñaba tenía algo que ver conmigo. Si algo aprendí en esos años se lo debo a mis padres. Mi madre me obligaba a hacer dictados, me explicaba la estructura de la lengua. Aunque yo rezongaba, la cosa iba marchando. Apenas le preguntaba el significado de una palabra, ella consultaba el diccionario Littré. Eso me exasperaba pues habría sido muy simple que me respondiera de manera aproximada o me diera un ejemplo. Y toda mi vida he manejado diccionarios. A veces, cuando la geología me desagradaba, me llevaba a recoger guijarros. Una noche en que todos dormían la acompañé hasta una calle cercana, con una linterna, un martillo y un buril en la mano, y la ayudé a robar una cantera que ella ya había detectado por la belleza de sus fósiles. Al acecho, sorprendida y angustiada ante tantas transgresiones, miraba a mi madre arrancar un fragmento de la era secundaria de un muro que se estaba desplomando. Antes de cada examen trimestral de matemáticas, mi padre me ponía al corriente, divertido, en un fin de semana. Ambos me mostraban de paso que en las materias podía haber espacio para un placer, para una elección: un giro sintáctico o una demostración matemática más elegante que otra. Día tras día me enseñaban que el saber era deseable y el mundo, sorprendente. Aunque empleaba las horas de clase para tachar palitos, no tenía problemas para pasar de un grado a otro. Sin embargo, soy injusta al hablar así del liceo, pues a una maestra de allí le debo el haber conocido Los más bellos poemas de la lengua francesa, dos discos que me gustaron

tanto que los llevé conmigo cuando partimos rumbo a América Latina, unos meses más tarde. Era una mujer joven, algo pálida, de cabello castaño y opaco, cuyo abrigo sugería que no era rica, mucho menos que la mayoría de las alumnas de ese distrito xvi al que le prodigaba su juventud. Un día murió el actor Gérard Philippe y ella rompió en llanto. Esa expresión de una emoción en medio de una clase era algo excepcional y me sentí incómoda. Poco después llevó un tocadiscos para que escucháramos poemas, en voz de María Casares y del hombre que acababa de morir. Me sorprendió su esfuerzo, que se hubiera tomado la molestia de transportar ese objeto tan estorboso para compartir lo que a ella le gustaba. Sólo fue mi profesora durante un trimestre, pero también me transmitió, por algunos años, el gusto por los poetas del siglo xvi, Louise Labé o Du Bellay. Y durante mucho tiempo conservé (¿donde estará hoy día?) un trabajo corregido donde escribió en el margen: “sé siempre sencilla y espontánea como te conocí y todo saldrá bien”. Me avergonzó no haber estado a la altura de la idea que se había formado de mí, pues yo la juzgué con mezquindad e irritación, no sé por qué, sintiéndome obligada a mostrarme dura, a no aparentar nada, porque el pudor de la adolescencia es inimaginable. El recuerdo de esa joven mujer volvió a mi mente un día en que E. me contó que les había llevado a sus alumnos de un barrio popular algún poema medieval para que lo escucharan. Pasado un primer momento de estupor y de risas burlonas que algo tan extraño había provocado, pidieron volver a escuchar el caset y algunos incluso solicitaron, días después, una copia. Me imagino

que también a ellos les había conmovido el que ella hubiera querido compartir lo que le gustaba, sin pensar ni un segundo que fuera demasiado hermoso para ellos.

La Comedia Francesa contribuyó también a que yo empezara a leer algo más que Spirou y los Signes de piste. Mientras cubría los libros con cinta adhesiva, llegó al poder De Gaulle.Y un compañero de trabajo de mi padre fue promovido al gabinete de Malraux, recién nombrado ministro de Cultura, porque en tiempos de la Resistencia había liquidado a un colaboracionista de alto rango. Aparte de esa acción de armas, lo único que sabía el vecino era pescar con caña. La cultura le aburría soberanamente y le pasaba a mi padre cuantas invitaciones recibía para asistir a eventos. Así fue como durante años disfrutamos de los mejores lugares en las salas subvencionadas de París, o incluso del palco del propio ministro. Yo vi el conjunto del repertorio clásico, llena de placer frente a Moliere, llena de espanto cuando la madre superiora en los Diálogos de las carmelitas, de Bernanos, gritaba su horror ante la muerte (mientras que los adultos parecían ignorar esos pánicos),llena de desconcierto frente a la pasión de las mujeres de Racine o a los desgarramientos de los Atridas revisitados por Giraudoux. No es imposible que mi amor por Grecia, que abreva en múltiples fuentes, sea también imputable a la felicidad que me proporcionaron las palabras de Giraudoux. Como si ese país fuera a restituirme, en cada paso, frases como “eso tiene un nombre muy bello, mujer Narsés, eso se llama aurora” (cito de memoria y probablemente me equivoco pues mis anteojeras de adulto, que juzgan poco correcto Un

a c o n te c im ie n to p o lít ic o

al dramaturgo en varios sentidos, me han impedido leerlo de nuevo). En el Palais Royal descubría el placer de la lengua y trataba de reencontrarlo leyendo los textos de las piezas que había visto. En Navidad me regalaron las obras completas de Moliere en la edición de La Pléiade. Esa posesión me llenó de orgullo. En unas semanas leí todas sus comedias, incluso las desconocidas. Era una maravilla, y podía compartirse, a diferencia de las emociones íntimas. Yo sacaba provecho de mi nueva erudición con los que aceptaban prestarme oídos, empezando con mis padres. A veces, a la hora de la comida, comentábamos alguna pieza o platicábamos de la vida de Poquelin y de los Béjart, cuyo libertinaje me sorprendía. Esos adulterios y ese Edipo a dos pasos de la Corte me parecían estar a años-luz de nuestras cenas familiares. No obstante, seguía la pista de su compañía y me enorgullecía de conocerla como si fuera gente muy cercana a mí. Sus descendientes me eran también completamente familiares: coleccionaba los programas de los espectáculos a los que asistía, me aprendía de memoria los nombres de los actores de La Comedia Francesa, y todavía recuerdo, entre los más antiguos, a Louis Seigner o Lise Delamare, y entre los que acababan de egresar del Conservatorio, a Catherine Samie, Jean-Paul Rousillon o Jean-Laurent Cochet, quien me resultaba totalmente encantador aunque estuviera muy lejos tanto de Marión Brando como de las estatuas antiguas. Me interesaba todo lo que tenía que ver con ellos: condiciones de trabajo, salario, compromisos, y escuchaba lo que sabían mis padres. Mi papá me hizo descubrir las memorias de Pierre-Aimé Touchard, que

había sido el administrador del teatro. Leerlas me hizo sentirme todavía más en casa. Para mí que siempre había estado al margen, esta pertenencia prestada me encantaba, igual que me había exaltado el sentimiento de pertenecer a los Exploradores de Francia. El lazo amoroso que había sentido por el escultismo (y, más concretamente, por algunos de sus miembros) se desplazaba hacia el teatro. En él encontraba un marco que me incluía, me daba un espacio (en la sala, esperando el día en que, tal vez, yo subiría al escenario), costumbres, casi un instructivo para la vida que tenía frente a mí. Es extraño pero las pocas veces en que me he sentido parte de un conjunto han sido los libros los que lo iniciaron: no habría habido Exploradores de Francia sin La patrulla de los castores, ni Comedia Francesa sin las obras de Moliere o de Racine. En las tablas del escenario, los textos clásicos estaban vivos,bailaban el minué, reían, temblaban. Eran mis amigos: amigos elegantes a los que había que visitar bien vestida, y bebiendo Schweppes en el intermedio, lo que me parecía el colmo del refinamiento. Ellos me entronizaban en un mundo diferente, elegido. Pero nunca me vino a la mente la idea de que pudiera usarlos como pose. Mis padres vivían con naturalidad en compañía de los escritores, de ayer o de hoy, y en la de los pintores o bailarines, por curiosidad, por gusto de la poesía, del humor; por el deseo de comprender un poco su condición humana y el universo al que habían sido lanzados. Era lo único que compartían.

Américas m u n d o se e n s a n c h ó de una manera insospechada cuando partimos rumbo a Colombia, donde mi padre, ahora experto en la ONU, sería profesor de matemáticas en un instituto de urbanismo.Yo tenía trece años. Nadie se tomó la molestia de preguntarme mi opinión. Yo estaba azorada, indignada. En vano, la suerte estaba echada. Actualmente me alegro por ello, pues aunque rechacé a Latinoamérica, es mucho lo que ella me ha dado: los años que viví allí han estado entre los más dichosos de mi juventud. Pero de cualquier modo, partir fue un desgarramiento. Durante la infancia siempre me gustó la idea del viaje y solía dibujar planisferios de colores. Poco antes de nuestra partida, todavía jugaba a veces con los objetos que mi padre había traído de sus vuelos a Java, donde estuvo un año. Sola en casa, sentada en un sillón, con las pantuflas de Air France, descifraba un menú de platillos refinados, le explicaba a la azafata por qué tal o cual elección: caviar, paté de hígado, pierna de cordero, y me servía una bandeja. No era el periplo lo que me gustaba, sino la idea del lujo, esa Primera Clase que me habría permitido sentirme en plano de igualdad con mis compañeras de la calle Michel-Ange.Yo no tenía el menor deseo de partir. Desde hacía un tiempo ya tenía una vida propia. Emigrar me arrancaba de esa vida nueva y me hacía bajar algunos peldaños de la escala en la que había subido, para caer de nuevo en la casilla de Inicio, entre mis padres. Además estaba enamorada (ya no recuerdo de quién, eso cambiaba

El

muy a menudo, pero en cada ocasión era algo absoluto, definitivo). Sublevada, comprobaba que a mis padres no les pasaba por la mente la idea de que yo pudiera sentir afectos, penas de amor. Lo único que me consoló un poco fue que antes de partir nos equipamos en la tienda Franck e hijo, de la prestigiosa calle de Passy. Subí al avión llevando en mi maleta el Manual del explorador, mis libros de Moliere en la edición de La Pléiade,los manuales de Lagarde y Michard y Los más bellos poemas de la lenguafrancesa. En el bolsillo, un minúsculo oso de peluche que extravié en el camino. Mi infancia había quedado atrás. Después de algunos días en Nueva York, llegamos a Bogotá una noche. Al llegar la mañana, Tintin me ayudó otra vez a domesticar el nuevo escenario: por la ventana de mi cuarto del hotel miraba en la calle a mujeres de ruana con bebés en la espalda, y comparaba sus sombreros con los de las indias de El templo del so/. Ya estaba en América Latina y no podía creerlo. Lo único que faltaba eran las llamas y eso me hacía sentir desconsolada. Me encantaban esos ungulados altaneros de largas cejas que escupían a la cara del que las importunaba. Como el pato Donald, me vengaban de las humillaciones que sufría, que experimenta cada niño debido a su tamaño y a su dependencia de la buena voluntad de los adultos. Todavía hoy me parece que sigo buscándolas, sin siquiera pensar en ello, cada vez que me encuentro en un pueblo latinoamericano. Durante algunos meses prácticamente no abrí ningún libro, pues estaba demasiado atrapada por los recorridos a caballo que hacíamos por los Andes, los valles de plantas tropicales, los paseos en las calles, los rostros desconocidos,

una nueva situación social y las diversiones que la acompañaban. Ahora estudiaba por correspondencia; en las mañanas despachaba mis tareas y disponía así del resto del día para lo inédito, que surgía a cada paso. La única lectura que me ayudaba a descifrarlo entonces eran las cartas que escribía mi madre a su familia o sus amigas. Dos veces por semana se sentaba en su escritorio y describía nuestros paseos por la cordillera, el patio del hotel de Pacho y el canto del pájaro, los colores de las orquídeas, los naranjales, las casas rurales sin chimenea y el humo que salía bajo los techos, las hormigas atravesando las calles, cargadas de grandes hojas triangulares, los bananales, las galerías azul marchito del teatro Colón y Bogotá de noche, los gamines que dormían amontonados, envueltos en periódicos bajo los portales, el supermercado —que aún no existía en Europa—y el atado de retama verde del barrendero entre los puestos del mercadito de frutas. Mil cosas. Algunas veces adornaba sus cartas con dibujos que ilustraban escenas de la calle, paisajes. Antes de que ella las enviara, yo las leía como quien no quiere la cosa. Descubría todo lo que no había visto pese a haber atravesado los mismos barrios, los mismos paisajes. Entregada a mis tormentos sentimentales, vestimenta y existenciales, no tenía ojos más que para mí misma. Un país producía bellas historias, y las de mi madre me revelaban éste. Cuando las leía, el flujo en el que yo me movía se cambiaba por un mundo pintado por un miniaturista. Los días siguientes me fijaba: es cierto, hay naranjales; casas de las que escapa humo; hormigas que atraviesan la carretera; faltan tapas de las cloacas en las calles.

Se me hizo costumbre y al poco tiempo ya estaba yo observando por mi cuenta. Empecé a redactar también mis pequeños reportajes, aunque de otra manera, en tareas de geografía que le enviaba a un maestro a quien no le preocupaban mucho los programas y que cada quincena nos animaba a hacer alguna investigación sobre el país en el que vivíamos. Me sentía feliz de escapar del liceo, y también de descubrir que un maestro se entusiasmara con mis hallazgos. Por primera vez redactaba mis deberes con placer y daba los últimos toques a mi trabajo sobre el cultivo del café o la arquitectura colonial para ese destinatario tan atento. Me parece verme otra vez con la estatura de mis trece años, en la biblioteca del instituto donde trabajaba mi padre, de una arquitectura cuya modernidad me maravillaba. Con paredes todas de ladrillo y grandes ventanales, daba a unos patios con plantas de colores; entre los libros crecían flores. En esa época en Francia, las bibliotecas eran oscuras, austeras, con acervos que no eran de libre acceso. Todo parecía decirle a una adolescente que no tenía nada que hacer en ellas. La del liceo me había convencido para siempre de mejor ni intentarlo. En Bogotá la bibliotecaria me recibió sonriendo como se sonríe en esos países. Me explicó que estaba allí para ayudarme pero que podía rebuscar a mi gusto, sin tener que pedirle nada a nadie. Yo estaba en medio de todos esos libros que se ofrecían, de esa vegetación tropical. A mi lado trabajaban investigadores, estudiantes. No cabía en mí de orgullo. Sentada en el suelo, hojeaba con fervor la colección del National Geographic) un objeto perfecto; nunca había visto

imágenes tan bellas. El mundo estaba allí, todo el mundo, con sus cascadas, sus ríos, sus plantas, sus colores. Yo las miraba, las deseaba, soñaba con poseer la revista, o más bien con recortarla. Curiosamente, cuando durante nuestros paseos de fin de semana veía esas fuentes, esos pájaros y esas montañas sin las cuatro líneas que los enmarcaban en el papel, no estoy segura de haber sentido el mismo goce.

Paisajes interiores al menos en los primeros tiempos, a encontrar palabras para los nuevos paisajes interiores que ocupaban mi mente. Seguí recibiendo Tintín y Spirou, a los que me había suscrito, pero ya no me interesaban. El imaginario que construí en la infancia había caducado. Ahora debía habitar el mundo de otro modo e ignoraba cómo hacerlo. También en ese caso no tenía a nadie con quien hablar, pues era demasiado púdica, y demasiado solitaria, aunque a mi alrededor había más gente que nunca antes. Algunos eran demasiado niños y sólo compartía con ellos algunos juegos infantiles que se habían prolongado. Los otros, demasiado mayores —pronto viviría entre adultos jóvenes y me ocuparía en imitar su soltura, como si me hubiera saltado la adolescencia—. Pero en realidad no sabía qué hacer con mi cuerpo que se transformaba, con unos deseos y unos sentimientos demasiado grandes para mí. Una nueva búsqueda me obsesionaba: estaba enamorada, perpetuamente. Cada noche me quedaba dormida imaginándome en brazos de alguien que a menudo cambiaba de rostro y a veces de sexo (anteriormente tenía el osito de peluche que había olvidado en el avión, y cuando estaba a punto de dormirme le agarraba una de sus patas). Todo era un problema: combinar mi ropa, moverme, hablar, bailar, amar. De modo que hacía todo eso sin saber cómo, y probablemente me las arreglaba tan bien como cualquier otra. Pero viéndolo desde adentro, me parecía S in

e m b a r g o , n in g u n a l e c t u r a m e a y u d ó ,

como si fuera la única que se sentía perdida, que era diferente de los demás, tal como antes era la única que no iba al catecismo. Debía haber tenido instrucciones para cada minuto. O al menos algunas palabras para entender que todos eran igual de inseguros, igual de frágiles y tímidos que yo. Poco después de nuestra llegada a Bogotá, mi padre organizó un cineclub en la Alianza Colombo-Francesa para ocupar sus ratos libres. Después propuso encargarse de la iluminación para el grupo de teatro, mientras que mi madre la haría de apuntadora con los actores o diseñaría el vestuario. Yo era la única niña del grupo y pasaba allí varias noche por semana mientras los adultos jugaban a la cultura. Me aburría, mascaba chicle y asistía a los ensayos con un nebuloso sentimiento de exclusión. ¡Es tan largo crecer! Pronto se presentó la oportunidad de dejar mi marginalidad, esa posición molesta de relativa invisibilidad. Cierta noche en que la compañía inicia la preparación de una obra amarga de Anouilh, Ardele ou la Marguerite, falta al ensayo una muchacha. El director está inquieto, camina de un lado para otro y pronto se da cuenta de mi existencia; él, cuya mirada barría a todos sin detenerse jamás ni un instante en mí, me pide que diga la réplica para que los demás no pierdan su tiempo. Conozco bien la obra. La vi en Francia, en la televisión. Le agrego el tono adecuado, pongo empeño. Ríe y me mira sorprendido. Acaba de descubrirme, tal como yo descubro las orquídeas, los platanares. Mira a los demás y todos murmuran entre sí. Tres días más tarde el papel es mío.

Así pues, haré un personaje con todas las de la ley. Mi nombre figurará en el programa; y tendré un vestuario diseñado especialmente para mí. Seré tan importante como los demás. Sin embargo, lo recíproco no era tan cierto: me concedía más interés a mí misma que a los demás. Las noches en que se ensayaban escenas donde yo no participaba, adopté la costumbre de pedir prestadas las llaves para abrir los libreros con vitrinas de la biblioteca. Rebuscaba, sacaba muchos volúmenes, los hojeaba.Y me ponía a leer, tumbada en el suelo entre dos cojines. Si llegaba el momento de irnos y aún no había terminado el libro, me lo llevaba a casa para devolverlo dos noches más tarde. En unos meses leí todo el teatro que pude encontrar allí, de todas las épocas, y algunas novelas. A la bibliotecaria le impresionaba que me gustaran las obras de la alta cultura. En realidad no era eso: más bien estaba en busca de un papel, de un rol que me quedara. Me probaba roles como si fueran sombreros, trataba de ajustar a mí tal o cual personaje, me construía mi pequeño teatro. En especial, buscaba con pasión una obra que me permitiera, en el escenario, encontrarme al fin en brazos del ser que me había robado el corazón. Cuando ya no tuve necesidad de ese subterfugio para estar en brazos de alguien, el teatro dejó de interesarme tanto. Al llegar el verano, durante dos noches seguidas representamos en el teatro Colón ante más de mil personas la obra que habíamos ensayado. Estaba muerta de pánico, pero descubría el placer del público, la alegría de oírlo reír en eco con mis réplicas, la paz que dan los aplausos, como si me otorgaran un derecho a existir, el orgullo de leer mi nombre al día siguiente en los periódicos. En esos

momentos soñé convertirme en actriz. Jamás me permití confesarlo en los años posteriores, cuando regresé a una vida mucho más gris, en Europa. Preocupada por conservar mi posición entre los jóvenes brillantes con los que alternaba en el escenario, traté de acoplarme a sus aficiones y leí también algunos libros que ocupaban sus conversaciones. Entre ellos Zazie en el metro, de Queneau, sobre todo porque un vecino me apodaba así. Me decepcionó; me había mandado hasta los barrios populares de París mientras que yo vivía entre platanares y oropeles del teatro. Algunas palabras con la ortografía trastocada, un travestí, unos jeans, yo no entendía por qué se hacían un mundo con esto. Además yo era esnob y esa niñita era vulgar; me molestó mucho que me hubieran comparado con ella. Yo me consideraba alguien con vuelos mucho más altos: algún personaje del repertorio clásico o, para gozar de las risas del público, de alguna pieza de Feydeau que implicara juegos de lenguaje. Sin embargo traté de leer Mi amigo Pierrot, del mismo autor, que les entusiasmaba a todos. No le encontré el menor gusto. Más de una vez tuve esa impresión de quedarme afuera de un terreno común que todos compartían. Ciertos libros o películas, más que permitirme entrar al grupo, acentuaban mi exclusión. Un día en que salía refunfuñando del cine (me parecía elegante tener una actitud crítica), mi madre me dijo que yo no había entendido nada: “no era de mi edad”. La verdad, me habían pasado de contrabando pues el film no era apto para menores. Herida, desde la estatura de mis catorce años especulé largo tiempo sobre las verdades ocultas que podía contener la película, al

grado de que leí en cada plano una alusión metafísica. Al llegar la noche, expliqué mi análisis entre un plato y otro. Ella preguntó qué era lo que yo buscaba. Lejos de mi hermenéutica, en mi recuerdo, se trataba de un film sobre la ambivalencia del sentimiento amoroso. En este sentido ella se equivocaba.Yo ya tenía mucha experiencia. Mis gruñidos se debían también a que todo lo que amaban los adultos me resultaba sospechoso, por más que me esforzara en plegarme a sus gustos. Todo lo que leía era en contra de, si amaba una película era para deslindarme de sus preferencias. Al menos en este terreno mis padres fueron lo suficientemente ligeros o indiferentes como para dejarme depender únicamente de mi cabeza. Esas historias que yo tomaba de la biblioteca de la Alianza y que en la mayoría de los casos he olvidado, rara vez me ayudaban a resolver la intriga en la que estaba inmersa ni bastaban para apaciguarme. A veces tenía que leer cientos de páginas para entresacar alguna frase, unas líneas. O en ocasiones nada. Y sin embargo el secreto de las cosas debía estar escrito en algún lado. Transcrito en fórmulas que iluminaran partes de la realidad.Ya no eran imágenes lo que necesitaba, sino palabras combinadas en frases radiantes. Me gustaban las máximas, los aforismos. Podrían domesticarlo todo, aun lo peor, como esas Palabras finales, una recopilación de frases ingeniosas pronunciadas por agonizantes célebres, que leí con una mezcla de humor y terror. Como ya había hurgado entre los anaqueles familiares, la biblioteca con plantas tropicales y los armarios de la Alianza Colombo-Francesa,me lancé a explorar las páginas de los manuales de literatura de Lagarde y Michard. Me

saltaba las notas biográficas, los comentarios fúnebres y me iba directo a los textos. Y allí, a veces, hacía algún hallazgo. La brevedad de los textos, que se frustraban en el mejor momento, como en una novela por entregas o una historieta, me incitaba en ocasiones a buscar la continuación en las obras originales. De manera que soy ingrata con esos manuales de los que a veces he hablado tan mampuesto que en ellos recogí,además de sugerentes fotos de esculturas, algunas flechas para vivir mejor. Fran^ois Villon, su Balada de los colgados (me conmovía hasta las lágrimas contarme entre esos amigos humanos a quienes interpelaba, a los que cinco siglos antes había destinado sus rimas de granuja); La Bruyére; La Rochefoucauld, que desenmascaraba a los impostores y decía por fin la verdad, me libraba de las muchachas que en el patio de recreo habían confesado años antes, en un tono meloso, algún pecadillo.Tomé prestadas las Máximas en la Alianza Francesa, las leí entre risas y las releí con deleite. De Donald a La Rochefoucauld, de Freud, Melanie Klein o Lacan, que tanto contaron en mi vida, a Thomas Bernhard que es uno de mis escritores preferidos, ha habido un hilo conductor. Esos desencantados pulverizan los sermones de los santurrones. Su lucidez, lejos de ser desesperante, es tal vez la condición para que haya menos barbarie. Como si en ellos el desastre pudiera transformarse en una promesa. A la inversa, los puros, los virtuosos, aquellos que no quieren saber nada de las sombras, del miedo o de la falta, siempre me han inspirado temor. Y la literatura que atraviesa bosques, llamaradas, desesperanzas, siempre me ha parecido más interesante y, paradójicamente, por una curiosa transfiguración que es

tal vez su esencia misma, más reconfortante que la que habla de los pequeños placeres. Siempre y cuando encierre esa fulguración de la inteligencia y ese asentimiento a la vida que brotan de los escritos de Freud o de Bernhard; o, de un modo ligeramente distinto, desde luego, de las gesticulaciones del patito refunfuñón de mi infancia. También estuvo Montaigne. El capítulo “De la amistad”. Por fin encontraba unas palabras para nombrar lo que sentía. Cuando amaba a un muchacho, eso se llamaba amor; cuando amaba a una muchacha con la pasión que Montaigne sentía por La Boétie, eso se llamaba amistad. Así pues, todo estaba en orden en mi vida igual que todo estaba en orden en los libros. Nadie en esa época se había arriesgado todavía a hablar de la homosexualidad de Montaigne.

Divagaciones tenía casi dieciséis años.Tuve que retomar el camino del liceo, del que me había salvado tres años. Otra vez el rebaño, la blusa beige, bajo la mirada de prefectas que escrutaban el menor rastro de maquillaje, medían la altura de la falda, el corte de los pantalones, que debían ser “no ajustados” y de color oscuro. Me asfixiaba; de pronto el mundo se había encogido bajo mis pies. Me sentía perdida; sigo odiando esos años. Con la presión del examen de fin de bachillerato —y en esa época eran dos—me extravié menos en los manuales para recoger algunas frases, leí menos, utilicé menos los pases del Ministerio de Cultura para entrar a la obras de teatro. Pero en cambio seguí visitando los libros en busca del misterio de los seres que me atraían. En busca de rebelión, y de una nueva tierra de adopción. Con una frecuencia desconcertante seguí enamo­ rándome, y leyendo para tratar de explorar los secretos del ser deseado y descubrir algún presagio que me indicara algo sobre mis probabilidades de ser correspondida. Cualquier texto que descubría entre sus manos se convertía en un signo para ayudarme a descifrarlo (me pregunto cómo harán los adolescentes en la actualidad para acercarse a la llave del corazón amado si ahora disimulan sus lecturas tanto como se dice). Pero para iniciarse en el lenguaje de los libros no había ningún manual, como esos que enseñan el simbolismo de las flores.Y donde yo imaginaba tesoros, a veces sufrí algunas decepciones. Recuerdo una pasión que C uando

v o l v im o s a

F r a n c ia

no sobrevivió a la tentativa de lectura deTroyat, que según el objeto de mi pasión nunca lo había decepcionado. No sé qué fue lo que me desagradó tanto (pues mis gustos no eran demasiado refinados), pero al cerrarlo ya consideraba al ser amado con otros ojos. Otras veces, el enigma se hacía aún más indescifrable. Afligida de que estuvieran veladas para mí zonas enteras de la espesura de las cosas, me dedicaba a hacer interpretaciones sin fin. Thierry Laget lo dice muy bien cuando evoca a un muchacho que intenta develar los secretos del corazón de una joven interrogando los poemas de Baudelaire que tanto le gustaban a ella. El misterio se hace aún mayor: “Me sentí desconcertado: la carne estaba efectivamente allí, y el verbo, los perfumes, la cabellera, esa feminidad que me perturbaba y de la que buscaba la clave libresca. Pero todo tenía una escala desmesurada, atemorizante, vertiginosa, y me era imposible hacer coincidir los versos del poeta con las sonrisas tímidas, con los rizos y el perfume indefinido de Catherine”.5 Así fue como devoré Los Thibault, empeñándome en hacerlo coincidir con un rostro descontento y rebelde que no me tomaba en cuenta, barría al mundo con su desprecio y tenía como uno de sus principales atractivos una pose que me recordaba la de Rimbaud pintado por Fantin-Latour, imagen que, una vez más, se reproducía en un manual de Lagarde y Michard. Era la época en que copiaba en un cuaderno poemas de Rimbaud, Apollinaire, Éluard, Prévert. De vez en cuando completaba mi florilegio con incursiones en otros siglos, otros países, y 5 Thierry Laget, A des dieux inconnus, Gallimard, París, 2003, p. 69.

esos versos suavizaban un poco mi dificultad para vivir, mis sentimientos de exilio, ese eterno preguntarse si habría un lugar para mí, si habría alguien que me amara. Recuerdo haberme ilusionado con el romance de Apollinaire y Lou (entonces ignoraba que sólo había durado una semana) pero he olvidado todos los pensamientos que pasaban por mi mente al hojear ese cuaderno, y las rimas que tanto amé se extinguieron. Si algún día llego a releerlas ya no lograrán conmoverme igual que antes. Me sorprende haber perdido, desde que entré en mis treinta, la gran felicidad que sentía leyendo poesía. En el liceo, el recorrido literario se detenía precisamente en Rimbaud, o más bien en el Barco ebrio. No se hacía la menor alusión a los episodios de la vida del poeta que no se adecuaban a las buenas costumbres. Como mi padre no dejaba de repetirlos, yo retaba a la profesora con bromas. Nunca se me ocurrió pensar que esas mujeres estaban obligadas a plegarse a las reglas y que se ponían en riesgo si las infringían. Salvo raras excepciones, cada una de ellas encarnaba a la institución escolar que nos oprimía y por eso mismo nos resultaba detestable. Me habría gustado además que nos hablaran del mundo en que vivimos. Pero los programas escolares no querían saber nada de las figuras que construyeron la modernidad: Picasso, Stravinsky, Freud, Proust o Bretón; por no hablar de lo que pasaba en otros países, de los que no teníamos la menor idea salvo, de cuando en cuando, a través de los cursos de lenguas extranjeras. Recurrí a lo que yo consideraba de mi tiempo: Salut les copains y el existencialismo. En Salut les copains, que compré durante algunos meses, recortaba las fotos de cantantes que tenían

mi edad, las fijaba con tachuelas en la pared, empeñándome enseguida en rascar en una guitarra española de mi padre los tres acordes que me sabía. Hasta el día en que pasé a los roqueros anglosajones, más prestigiosos y mejores músicos. Así como no escapé a Johnny y a Sylvie,6 tampoco me libré de Sartre y Beauvoir, a quienes las corrientes de moda nos presentaban como el referente en materia de libertad y modernidad. Pero con esa libertad daban ganas de pegarse un tiro. Recuerdo mi creciente malestar con La edad de la razón, y mi obstinación por avanzar en esas historias de abortos, esas atmósferas sofocantes en las que todo era tan deprimente. Sin embargo esa pareja se consideraba un modelo. Yo me empeñaba en imitarlos, en conducir mi vida amorosa tal como ellos decían hacerlo, entre amores necesarios y contingentes. Incluso si sospechaba una impostura, sorprendida de que A puerta cerrada o, más aún, La invitada, donde la rival es asesinada abriendo las llaves del gas, dijeran lo contrario de las proclamas sobre el amor libre. Simone de Beauvoir reforzó mis prohibiciones más ocultas, abriendo a las mujeres las puertas de la profesión intelectual aunque a un precio muy alto: olvidarse de los niños y renegar del propio cuerpo. Por lo menos ella tenía un mérito, en ese mundo envejecido, chauvinista, anterior al 68: sus memorias se leían como guías de viaje. Pues yo estaba en busca de una tierra que me acogiera. Y si bien mis lecturas eran en contra de -o al menos eso creía yo- también tenía una inmensa necesidad de decirle sí al mundo. 6 Johnny Holiday y Sylvie Vartan, cantantes franceses de pop.

Los estudios “extramuros” Mis padres habían soñado para mí un futuro de ingeniera física nuclear, a imagen de Marie Curie. Aunque amaban con pasión los libros, la pintura, la danza y el cine, cuando se trataba de elegir profesión no se andaban con juegos. Una carrera literaria, artística por fuerza, estaba bien para las hijas de la vieja burguesía.Yo había nacido en el seno de una familia de clase media en ascenso social; había que ser moderno, de su época.Y lo moderno era la ciencia. Mi padre habría preferido que me tomara dos años sacar el bachillerato en el área de matemáticas que un año luchando por uno en humanidades. Como Beauvoir, me empujaban hacia lo neutro, a borrar mi cuerpo y mi sensibilidad. Había algo que no era lícito. Debía llevar una vida ordenada y sólo consolarme por las noches, con los libros y los sueños. Los años en América Latina habían despertado mi curiosidad por la diversidad de los países, de los pueblos. Desde antes, cuando alguien me preguntaba lo que quería ser de mayor, respondía “exploradora”. A los quince años mi vocación se transformó en la de etnóloga, cuando vi a mi madre ausentarse durante dos largas semanas para abandonarse a la lectura de Tristes trópicos de Lévi-Strauss. Así empecé mis estudios de sociología, que eran la puerta de entrada obligada. Las ciencias humanas eran también una forma de negociar entre las letras y las ciencias. Pero las clases a las que asistía me aburrían, salvo contadas excepciones. L leg ó

el t ie m p o d e eleg ir c a r r e r a .

A pesar de algunas claves para comprender el siglo, ¡cuánto polvo, cuánto cientificismo, jergas especializadas, dogmatismos! Como el día en que un gran profesor decretó que si queríamos entender algo de la sociedad había un autor que debíamos evitar a toda costa: Freud. Evidentemente, atravesé la plaza de la Sorbona, corrí a una librería para comprar esos libros que olían a azufre y de los que ya me había hablado mi madre, pues había sido alumna del psicoanalista Lagache en el Instituto de Psicología. Nunca más volví a soltarlos. No podía entender (ni lograré entenderlo nunca) que la sociología sólo tratara a los humanos de manera general, que no considerara las singularidades de los hombres y mujeres que forman el conjunto. Que se construyera en contra de los saberes existentes, en vez de acercarse a ellos. Igualmente asombrosa me parecía la obsesión de los etnólogos por aislar a sus sujetos de estudio, su voluntad de limitarse a las sociedades sin escritura. A mí lo que me interesaba era lo que ocurría cuando un pueblo se encontraba con otro o se enfrentaba a la modernidad. Quería entender lo que había visto en América Latina, en las calles, en el campo; por qué esa gente estaba condenada a la pobreza, a las humillaciones. Pero no se debía a una toma de conciencia intelectual: la explotación, el desprecio, la condescendencia del Norte hacia el Sur me resultaban insoportables porque yo había amado ese continente (y sobre todo, unos seres que vivían en él y que había perdido para siempre). Curiosamente nunca me topé con Balandier, cuyos trabajos leí sin embargo, tal vez porque estaba asociado al Africa que me inquietaba, pues mi padre acababa de vivir

allí un año difícil en plena descolonización. Más tarde me acerqué a algunos geógrafos que trataban sobre el “desa­ rrollo”. En su busca de legitimidad, corrían detrás de los economistas marxistas. La universidad obligaba entonces a escoger algún bando, entre un marxismo duro que le ponía a uno una mordaza y se declinaba en múltiples va­ riantes, y el liberalismo de un Raymond Barre con su toga y acariciando su armiño, o de un Raymond Aron, tanto menos atractivo porque mi abuelo lo admiraba. Había algo que no alcanzaba a entender en esos bandos parapetados, esas obsesiones disciplinarias. Lo cual no me impedía obtener notas brillantes; desde hacía tiempo había descubierto que era posible funcionar en los sistemas sin entenderlos en absoluto. Sobre todo porque, también aquí, deseaba formar parte del grupo. Me sentía culpable de mi incapacidad para lograrlo, de ese sentimiento de exilio. No soporté la escuela y no me sentía a gusto en la universidad -y toda mi vida me sentí al margen de las instituciones—. Desde los años en Colombia me había lanzado a trabajar sola, a hacerme de una cultura “extramuros”. Paseaba por museos y librerías, descubría la pintura, la arquitecura vernacular, el mundo árabe de Jacques Berque, los inuits de Malaurie, los Brazzavilles de Balandier, la Anatolia de Mahmout Makal, los nambikwara de Lévi-Strauss. Revisité América Latina al lado de René Dumont, leí todos los demás títulos de la colección Tierra Humana a medida que iban apareciendo. Y también a Duvignaud, a Claude Lefort, y a muchos más que ya he olvidado. Porque salvo algunas excepciones —Tintín, Freud, los títulos de Tierra Humana- antes de cumplir veinte años me deshice de todos los libros que había leído,

incluidos los que me acompañaron en mis estudios.Ya no recuerdo siquiera lo que hice con ellos (¿acaso los vendí para sacar algo de dinero?), ni el momento en que llevé a cabo esas repudiaciones. Cientos de estudiantes desertaban de las clases y se fugaban hacia las calles o los cafés, tal como yo lo hacía. Los días posteriores al 68 pusieron fin a esos extravíos con la instauración de lo que se bautizó con la terrible expresión “control permanente”. Desde entonces fue imposible vivir la vida que había conocido, en la que abandonábamos las aulas y las cambiábamos por los libros o revistas, y donde lo esencial ocurría en las discusiones en tabernas, las sesiones sobre cine a la hora de la comida (allí fue donde descubrimos a Bergman, a Godard, a Antonioni), los paseos por las riberas del río... que pronto se convertirían en autopistas. A esta edad en la que se ama vivir en grupo, me sentía sola. Aun cuando tenía una vida amorosa (difícil) y algunos compañeros, no le hablaba a nadie acerca de mis miedos; de esa impresión de ser radicalmente diferente a los que me rodeaban porque pensaba que todos ellos, o casi todos, compartían una soltura de la que yo carecía. Me empeñaba entonces en disimular, mostrando una seguridad que no tenía. El aire de los tiempos, que empezaba a presentarse como libertario, redoblaba mis dificultades. Yo estaba poco dotada para los cambios frecuentes de pareja. Me afligían, y también sufría por mi incapacidad para alinearme a las normas ideológicas del momento. Esa inquietud cesó cuando encontré en Bretón un modelo, una legitimación. “Es en verdad como si me hubiera perdido y de pronto alguien viniera a darme

noticias mías”; era él quien me daba esas noticias. Yo viviría como en el Amor loco o en Nadja. Amaba su gusto por lo maravilloso, por el amor, por los extravíos al azar de las calles, por las muñecas Hopi. Su compromiso político, su curiosidad por el psicoanálisis, su dandismo. Su deseo de vivir todo esto en un solo movimiento. Soñar en la calle Fontaine (por donde más tarde pasaría dos veces a la semana durante años con uno de mis psicoanalistas) era para mí un refugio. También en ese caso mis libros me aseguraban que no estaba loca, que había otras maneras de vivir, de pensar, diferentes a las que reinaban en la universidad. Lo mismo los viajes. Cada verano atravesaba las fron­ teras y descubría que el País de Nunca Jamás existía: el Mediterráneo. Cuando tenía que regresar a clases me quedaba el país de papel. Me construía un Sur mítico leyendo al Camus de Bodas, al Gide de Los alimentos terrestres, el Bello verano de Pavese, a Vittorini, Durrell. Reencontraba incluso a Miller, cuya obscenidad ya no me preocupaba. Me gustaba que se lanzara a la vida. Los escritores que hablaban del Mediterráneo o de América jugaban el papel que habían tenido para mí Peter Pan oTintin: me sacaban de un mundo triste, deprimente. Como también lo hacían, de modo distinto, los periodistas, y acudía al Nouvel Observateur con el mismo ánimo que en otros tiempos buscaba Spirou para encontrar a aquellos que me fascinaban con su pluma: Michel Cournot o Claude Roy (mis maestros de literatura durante años),Jean-Louis Bory, Jean-Francis Held, Katia Kaupp, Maurice Clavel. La lectura del Nouvel Obs, de Le Monde, de los libros de ciencias humanas, me abría a un entendimiento de

lo político que en ocasiones le daba sentido a lo que vi en Colombia o en mis escapadas al Mediterráneo. A los diecinueve años asistí por primera vez a una manifestación contra la guerra deVietnam. Me sentía intimidada, incapaz de gritar (y lo seguiría dejar siendo por mucho tiempo), interrogándome, una vez más, acerca de la manera como iba vestida, los gestos que eran convenientes. Había todo un saber implícito que los demás parecían compartir y que a mí se me escapaba. Pero no tuve mucho tiempo para preocuparme ya que alguien dijo que “formáramos cadenas” porque estaba por iniciarse la represión policiaca. La promesa abstracta de una humanidad fraterna era sustituida por una proximidad más real, carnal incluso, pues de pronto me veía tomada de la mano de un obrero, sintiéndome torpe, pero tranquilizada de verme flanqueada por ese asistente frecuente, y conmovida de que se hubiera tomado la molestia de venir a expresar su solidaridad tras su jornada en la fábrica. Nunca se me ocurrió en esa época, o posteriormente, afiliarme a algún grupo de extrema izquierda o partido, porque si bien había cantidad de opresiones o humillaciones que me indignaban y me hacían lanzarme a las calles, el dogmatismo y los juegos de poder me asfixiaban. Mi principal asunto era pues (y lo seguiría siendo en los cientos de manifestaciones en que participé) encontrar un lugar entre las banderas que formaban un contingente. Casi siempre iba a dar a esos espacios indefinidos que separaban a dos grupos, o a las banquetas, donde se codeaban miles de personas que seguramente eran como yo.

Atravesando el abismo marché por las calles de París día tras día, escuché a la gente que se arremolinaba y discutía por todo el bulevar Saint-Michel, a otros que tocaban el piano en la vieja Sorbona. Por fin se movía Francia. Pero había algo que me impedía gozar de la fiesta: estaba sufriendo una pena de amor. Sabía que pronto me iban a “cortar” y tenía miedo de no volver a encontrar alguien que me amara. El júbilo del ambiente contrastaba con mi estado, haciéndolo más doloroso aún, como el efecto que tiene la primavera sobre un deprimido. Sin embargo, deambulaba y observaba todo, sintiéndome parte integral de esos jóvenes que ya no soportaban el mundo sombrío en el que habían crecido. Yo estaba con ellos de todo corazón. Pero no parecían darse cuenta y yo no me atrevía a internarme más en su círculo, a tomar la palabra en alguna asamblea o en las calles. Un poco a escondidas, como siempre, me regocijaba, y también me preocupaba, de ese abandono a los deseos. Por la noche regresaba a casa de mis padres y me hundía en un abismo tratando de ocultarlo lo mejor que podía. No tenía la menor idea de qué iba a ser de mi vida ni veía cómo podría encontrar un lugar en el mundo. Al

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En los meses que siguieron, la literatura me salvó. En mi búsqueda de un país prestado, había elegido: amaría a Grecia. Tal vez eso comenzó con una fiesta en un lugar del Peloponeso, un 15 de agosto. El autobús rodaba hacia Olimpia; de vez en cuando se detenía en alguna aldea y

en todas partes la gente bailaba. Algunos hombres saltaban, unidos a los siguientes por un pañuelo blanco, dibujando con sus pasos un círculo que permanecía abierto. Yo los miraba por la ventana del autobús, conmovida hasta las lágrimas; todo ese sentimiento amoroso sin objeto tenía por fin dónde emplearse, en esa gente, esos instrumentos musicales, esos árboles de plátano mecidos por el viento, esos cafés iluminados, esas inscripciones en una lengua que me acercaba a los orígenes. El país entero era un libro por descifrar, con caracteres desconocidos que poco a poco fui elucidando. Si Grecia había caído bajo una dictadura, esa era una razón adicional para amarla. Al igual que Seferis, adonde me llevaran mis viajes Grecia me dolía, mi desdicha hacía eco a la suya. Las penas de amor o la crisis existencial no son las peores formas de encontrarse con un país. Una vez más, nuestras asociaciones no tienen escrúpulos, que en los sueños suelen representar un conflicto amoroso mediante imágenes de guerra, o una traición por medio de una masacre. Cuando se reanudaron las clases en la Escuela de Lenguas Orientales, comencé a aprender griego moderno. Tenía más de veinte años cuando descubrí que un maestro podía ofrecerme el mundo. Mientras que sus colegas nos hacían repetir como autómatas frases que parecían sacadas del método Asimil, Christos Papazoglou nos lanzó de lleno en la poesía de Elytis, Kavafis, en las novelas de Papadiamantis o las canciones de los fumadores de opio. Igual que mis compañeros de clase, durante varios años viví tiempos de embeleso. No había gripe que nos impidiera asistir a una clase. No sabría decir en qué consistía ese encantamiento. Nos gustaba escucharlo porque amaba tanto lo que nos

ayudaba a descubrir, admirábamos cómo elaboraba su pensamiento, cómo buscaba los sentidos múltiples de un texto, sin jamás limitarlos. Aunque tomaba libremente préstamos del marxismo, de la semiología, del psicoanálisis, éstos no formaban un sistema. Cada instante lo escrito vivía, se escapaba, danzaba. Y cuando lo leía, ya sola, la ronda del 15 de agosto volvía a formarse. Christos y la literatura griega inauguraban para mí una larga serie oriental, en la que algunos escritores me llevarían del sur de España y de Italia hasta las tierras de Levante. En esos años leí con fervor a Lorca, Shéhadé, Maiakovski, Nazim Hikmet, Fadhma Amrouche. Me acompañaban a cada paso. Dos veces al año iba a Grecia.Y así como intento decir lo que fueron mis encuentros con algunos libros, tendría que escribir sobre el choque con algunos países, reconstituir esa historia desde mi infancia. Grecia se componía tanto de lo que yo había leído como de lo que descubría en ella. O más bien, eran una sola y misma cosa. Algunas veces, ya avanzada la noche, el dueño de alguna taberna o café cerraba puertas y ventanas y todo el mundo empezaba a cantar clandestinamente los poemas de Seferis o de Elytis musicalizados por Theodorakis. Cuando me quedaba dormida, sus palabras me visitaban en sueños. Al llegar la mañana, cuando la barca bordeaba la costa, a mi mente regresaban versos de alguno de ellos, o de Kavafis, y me repetía: Pero ¿qué buscan nuestras almas, viajando así Sobre puentes de barcos hechos trizas

Amontonados entre mujeres pálidas y niños que lloran, A quienes no pueden distraer ni los peces voladores N i las estrellas que los mástiles designan con su punta ...

O bien: Itaca te ha dado un bello viaje, sin ella no te habrías puesto en marcha. Pero ya no tiene más que ofrecerte. /

Yo miraba al que gobernaba el timón y pensaba en Stratis, el marino de Seferis que no osaba acercarse a la sirena tras haber estado con una prostituta. Seguía el dibujo de las islas, eran montañas “con vientre de elefante arrugado”. Si miraba alguna falla en la roca, acudían las pequeñas focas de Elytis, “que, de noche, en submarinas grutas, lloran las tristezas de los hombres”.Y muchos más versos. Un día, una verdadera foca de buen tamaño emergió cerca de la barca. Sopló ruidosamente y tuvimos tiempo de mirarla con detenimiento. Luego se sumergió de nuevo. Me sentí conmovida y trastornada. Sentía que las focas, los delfines, las cabras y los burros velaban sobre mí. Tal como el pequeño Michka, muchos años antes. Ya no estaba sola, un país entero me arrullaba. El Egeo, los animales, las plantas, los objetos que los poetas habían cantado, un simple cántaro cuya forma comparó Elytis con las caderas de la bella Myrto, compartían mi pena. Si trato de reconstruir el estado en que me encontraba, no viene a mi mente un poema griego sino una frase de Jouve:“Tenía el corazón abierto al dolor de las flores”.

Seferis, Kavafis, Elytis, Ritsos, Homero, Hesiodo me ayudaron así a atravesar el abismo hasta el inicio de los años setenta, cuando mi vida se vio felizmente trastocada. Me evitaron tal vez caer en las garras de un psiquiatra. Y me enseñaron a acoger lo que la vida ofrece, cada instante. Hubo también una autobiografía que me acompañó como una Biblia: la Carta al Greco, en la que Kazantzaki expresaba sus temores, su lucha por sobreponerse al sufrimiento y conjugar dos impulsos antagónicos que vivían en él: “¿Cómo armonizar a esos dos antepasados que luchan dentro de mí, el fuego y la tierra? Yo sentía que ese era mi deber, mi único deber: reconciliar a los ir reconciliables...” Sin establecer nunca de manera explícita la relación con mi propia dificultad para conciliar en mí a mis padres, el libro le daba un sentido lírico al caos que experimentaba, a la tensión que habitaba en mí. Eran páginas enteras que me ayudaban a transfigurar mi pena. Por fin me sentía en casa. En los libros recogí abundante material para hacer del mundo un lugar más habitable y sin embargo aún no había leído nada o casi nada. El mundo de los libros se abría frente a mí.

Muy bellas horas como objetor de con­ ciencia, Mamar me contó sobre el placer que experimentó al toparse con un libro que leyó en su infancia: “Era incluso más conmovedor que una foto, y yo no tengo fotos mías de cuando era pequeño”. Las fotos que poseo de esa época me recuerdan muy poco a la niña que fui pese a que busco en ellas algún detalle que se me hubiera escapado hasta ahora, algo imprevisto (igual me gusta mirar lo que se halla al reverso de los recortes de periódicos de hace veinte o treinta años). Igual que Mamar en la biblioteca de Mulhouse, a veces deambulo frente a las vitrinas de las librerías de viejo y encuentro en ellas muchos de los libros que hojeé siendo niña y que no estaban destinados a mí: Picasso por Brassai, París por Prévert, los enamorados de Peynet, la revista Cahiers d’art (Cuadernos de arte). Algunos tenían nombres que siempre me intrigaban: Llévame al fin del mundo o Sortilegio malayo y, por encima de todos, uno que tenía escrito en el lomo Marie, mere de Dieu (María, madre de Dios) que hasta la fecha sigue en mi biblioteca. O Las muy bellas horas del duque de Berry, cuyas láminas en miniatura me fascinaban y en las que más de una vez busqué un pasadizo oculto que me llevaría hasta el secreto. ¿Acaso era el hecho de que las cuatro estaciones estuvieran reunidas en una misma imagen lo que me fascinaba? En El circo, el escritor suizo Ramuz nos lleva por las calles de un pueblito que cada noche se llena de personas En

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una al lado de otra, todas en busca de un mismo consuelo. Esa noche se ha instalado una carpa y todos marchan hacia allá. En la plaza refulgente de luces, a la entrada del circo unas pinturas evocan el África, la India, el Ecuador y el Polo. Escribe Ramuz: “Llegaron frente a algunas figuras pintadas: está el Polo Norte y el hielo, está un oso blanco, está la selva virgen, y una palmera; y las cosas que están separadas habían sido reunidas, y ellos mismos estaban separados y después ya no lo estaban”.7 El arte, la literatura, acercan lo que habitualmente está separado, como el oso polar y la selva virgen, y esas vecindades poseen una fuerza poética. Empujan las representaciones habituales, suscitan el movimiento. Suelen desplazarnos todavía más cuando se convocan esas tierras lejanas que nos vinculan con lo más profundo de nosotros mismos. Al reunir lo que está separado, nos reparan un poco, nos consuelan y nos relacionan con los demás, al menos por un tiempo. Me parece que mi vida ha consistido de inicio en encontrar un lugar, en acondicionar espacios donde sostenerme, y que las historias leídas, pero también las imágenes —las que entresacaba de los libros o las barras de chocolate o las que pinté torpemente—, me ayudaron de manera decisiva a hacerlo. Para mí la lectura estaba muy cercana al arte de las chozas. Algunos niños pequeños suelen agarrar un libro ilustrado y ponérselo en la cabeza, como si fuera un techo. Cuando viajo por países desconocidos 7 Le Cirque, versión publicada en 1936 enVerseau, en Lausana, y vuelto a publicar por Secuencias en 1985.

y cae la noche sobre el hotel, me basta un libro abierto para sentirme en casa. Durante mucho tiempo sólo logré esa sensación en momentos de gracia siempre fugitivos, estando en brazos de aquellas y aquellos a los que amaba, o en algunos paisajes, pinturas y libros. Cuando faltaban unos, corría hacia los otros. Les doy gracias por existir. Sin embargo en los libros, sobre todo cuando ofrecían ilustraciones, tal vez buscaba aún otra cosa (¿o es lo mismo?): una mirada que me habría devuelto una imagen mía más “equilibrada” que la realidad que experimentaba, en la que se habrían mezclado armoniosamente los flujos sanguíneos de los seres que me habían dado origen. Las palmeras y la nieve. Casi todos los libros de arte de mi infancia se dispersaron por los cuatro vientos cuando mi padre los vendió para pagar la milésima parte de las deudas que había contraído, igual que se deshizo de casi todos los objetos que había traído de sus viajes. En una casa desconocida ha quedado así el kriss indonesio de plata que dormía solo en un cajón y del que se decía que no debía guardarse nunca cerca de objetos contundentes porque empezarían a pelear. En otras viviendas, en medio de muebles que desconozco, las obras que despertarían mis recuerdos esperan que alguien las mire. Frente a ellas tal vez pasan niños que de vez en cuando se preguntan cuáles son esas “muy bellas horas” que componen un libro.

Escribir A lo lar g o d e las v id a s que viví después de cumplir mis veinte años, volví a encontrar la serie oriental, de Albert Cohén a Kawadias o Chalamov, de Erri de Luca a Marina Tsvetaeva, de Orhan Pamuk aTanizaki. La etapa se amplió a Europa central, con esos inmensos hermanos que son Rilke, Kleist, Ramuz, Bernhard, Nizon, Bouvier. A la América Latina un día reencontrada, de Felisberto Hernández a Juan Rulfo, y a la España de Javier Marías o de Rivas. Al mundo, a todo tipo de escritores con los que me topé en las librerías. Y al país en que nací, donde Proust, Duras, Calaferte, Genet, Quignard, Michon, Jouve, Le Clézio y muchos otros me ayudaron a vivir y me convidaron a una fiesta de la inteligencia. A merced de los amores, de los encuentros, de los viajes, construí mi habitación, donde el piso sigue estando un poco inestable al menor signo de viento, al menor cambio de escenario. Pero la literatura, en todas las épocas, me sigue siendo indispensable. Porque allá donde vivo, en una de las más bellas ciudades europeas, como en cualquier otro lugar (o más que en otros lugares), la gente recita sin fin palabras convencionales, utiliza la misma jerga, los mismos comentarios. Estamos enfermos de lenguaje, somos grises, previsibles. Durante mucho tiempo me resultó insoportable saber de memoria lo que iban a decirme, oírme repetir algunas fórmulas, poner una mordaza en la boca de los demás. Sentía vergüenza. Eso ha disminuido un poco; ahora soy más tolerante. Sé que

uno no se puede inventar cada segundo. No obstante, por las noches busco palabras limpias de polvo, de las frases en medio de las cuales rodaron. Leo. Los libros me arrojan a los caminos. A veces, al contrario, tapan el paisaje y debo luchar en su contra. Con mis psicoanalistas (he cansado a tres), las cosas nunca funcionan: o hay pocos y temo que él “sólo” haya leído esto, o hay demasiados y me cansan, o no se encuentran en el lugar adecuado. Con uno de ellos el diván estaba rodeado de libreros hasta el techo, que tenía unos cinco metros de altura en dos de sus lados. U n riel corría a todo lo largo y sobre él se recargaba una escalera; un gato solía pasearse. En ocasiones el lomo de un libro me distraía, me guiñaba el ojo. Reconocía en él un título que había visto antes en casa de mis padres. Mientras me deshacía los ojos tratando de descifrar los nombres escritos en los libros de la editorial Pauvert que estaban hasta arriba, el psicoanalista, colocado detrás de mí en forma perpendicular, dibujaba y miraba hacia afuera cómo se movían los árboles. Sentía como si él estuviera en la playa o en el jardín del Edén mientras yo me encontraba castigada entre las palabras. Veinte veces tuve que reprochárselo. Como cualquier parisina que tiene un apartamento miniatura y un hambre atroz de libros, lucho también contra ellos en mi casa y de vez en cuando sus lomos me parecen siniestros, aunque no me decido a cubrirlos con cinta adhesiva. Entonces pongo delante de ellos taijetas postales que representan riberas, vergeles, pájaros, un bollo pintado por Manet; o marionetas del teatro de sombras

turco, una maqueta de una barca traída del Egeo, animales guaraníes esculpidos en madera. No recuerdo quién dijo que lo más bello en los museos eran las ventanas. No es verdad, pocos paisajes resisten al lado de un Cézanne o de un Bonnard. En cambio, lo más bello en una biblioteca serían las brechas que dan hacia los jardines, los pasajes que llevan a caminos. Los patios con plantas tropicales en medio de los libros, tal como los que contemplaba mientras estudiaba en Bogotá. Si releo estos recuerdos, encuentro en ellos cantidad de cosas que algunos jóvenes me han contado durante los últimos doce años, cuando evocaban su propia infancia: el descubrimiento de un mundo, de un paisaje propios, gracias a los libros; la lectura como fuga, fuera de los muros de la familia y de la casa; la liberación de la soledad, el consuelo; el temor a la intrusión de los adultos; el desagrado por los clásicos en la escuela, salvo cuando un profesor logra transmitir su pasión; el paso a otras lecturas en la búsqueda de los misterios del sexo; la necesidad de imágenes que nos envuelvan y luego, más tarde, en la adolescencia, de frases resplandecientes que nos ayuden a expresarnos; la importancia de la lejanía y las metáforas; el descubrimiento vital de que hay otras voces aparte de las que nos fueron impuestas; el eclecticismo (pues la eficacia simbólica no siempre está ligada a la calidad estética). El hecho de que se lea por motivos que no tienen nada que ver con el gusto desinteresado por el Bien y lo Bello. Toda mi vida leí por curiosidad insaciable, para leerme a mí misma, para poner palabras sobre mis deseos, heridas o miedos; para transfigurar mis penas, construir un poco de sentido, salvar el pellejo. Para tomar noticias del mundo. Como cualquier historia de

lector, la mía está dibujada con líneas punteadas; se reduce a algunos fragmentos, algunas escenas primarias en cuyas huellas se inscribieron muchas de mis lecturas posteriores. En cambio numerosos libros que leí en esos primeros años, de Alicia en el país de las maravillas a El gato con botas, de los relatos de exploraciones de Paul-Émile Victor a la biografía de Marie Curie, de La guerra de los botones a El gran Meaulnes, sólo me aburrieron o me distrajeron en su momento. Pero no hablo aquí sino de las huellas conscientes.Y lo esencial está quizá en los olvidos... Vuelvo a encontrar también lo que me dijeron algunos lectores que venían de países del Sur, o algunos escritores nacidos en tierras colonizadas: a veces la lengua, la litera­ tura, no nos dan el menor lugar, pero un día podemos intentar que digan otra cosa. Yo no leía más que historias de varones. Y en el fondo sigo haciéndolo. Si miro los estantes de mi biblioteca, en lo esencial sigue siendo un mundo de hombres. Hombres que en buen número de casos declararon su misoginia sin pudor. Muchas veces he pensado que las mujeres no son rencorosas, pues son las que más leen pese a ser ignoradas o satanizadas por tantos libros. Pese a que los escritores más lúcidos han confesado que la escritura les fue transmitida por una mujer, ya sea su madre o su abuela, pero que por la literatura intentan prescindir de ellas. Cuando era niña o adolescente no encontré palabras ni imágenes para expresar a la muchacha que había en mí. Sólo encontré varones con destinos envidiables. Los libros con los que me topé en esa época me revelaron mi parte varonil, aventurera. Para descubrir a la mujer que era sólo me quedaba el amor. El psicoanálisis. Las mujeres que se

reunirían para pensar, en los años que seguirían.Y tal vez la escritura. Esta fue algo prohibido durante mucho tiempo; la sentía como el privilegio de mi madre. Tocarla era como robarle sus vestidos. Apenas tenía que escribir una taijeta postal, me sentía tan incómoda como si estuviera en un probador de ropa, bajo la luz del neón: “Queridos padres, estoy bien, como bien, me estoy divirtiendo mucho. Hasta pronto”. A la edad en que leía a Mickey, había intentado cometer un plagio. Como estaba segura de que ella no abriría el libro ilustrado, copié un poema que encontré en el globito de una historieta. Era algo en el estilo: “Ah, qué dulce es oír a las abejas hacer su encantador bzzz, bzzz, y a los pájaros su bello cuiiii, cuiii”, etcétera. Corrí a mostrarle mi obra maestra, consciente de mi impostura aunque demasiado deseosa de recibir un reconocimiento que algunas palabras acomodadas de manera inusual pudieran asegurarme. Esbozando una sonrisa me dijo: “qué lindo”, y yo me alejé con la tristeza y la vergüenza de saber que ese cumplido no era para mí. Los adultos sabían hacerlo todo y nosotros, nada. Los niños están en la misma posición de los actores a los que Godard abrumaba porque en todos los terrenos él era más hábil, hasta cuando se trataba de caminar de manos. Mi madre sabía caminar de manos, bailar y hacer judo; escribía poemas o novelas y, en mi opinión, era muy buena, aun cuando no tuviera los medios para darlos a conocer más allá de sus allegados.Y me admiraba la forma en que hacía trazos, con talento y humor, en contraste con los míos, que siempre se pasaban lamentablemente cuando yo

hubiera querido que se detuvieran. Por su parte, mi padre podía armar cualquier rompecabezas, conocía todo acerca de las ciencias, la historia, la literatura; traía papel y lápiz para responder las preguntas que hacen los niños sobre las estrellas, los glaciares, el funcionamiento del teléfono o de los cohetes. Armaba barcos, muebles, talleres de autos en miniatura, o panoplias de indios. Ambos eran muy inteligentes y muy inadaptados. A veces obtenía buenas calificaciones en francés o en dibujo, incluso era lo habitual, pero me daba la impresión de que era gracias a una idea que ella me había “soplado”. Así pues, yo estaba fuera del juego, la lengua no me dejaba espacio. Para habitar la lengua materna tuve que dar un rodeo muy largo, a través de otras sonoridades, de otros países. Al graduarme de Lenguas Orientales pasó por mi mente la idea de convertirme en traductora literaria. Habíamos trasvasado al francés algunos pasajes de Axion Esti y Christos le mostró nuestros intentos a Elytis, que entonces vivía en París. “Me interesa, que venga a verme”, dijo el poeta tras haber leído mis ensayos. Salí corriendo al otro lado. Me prohibí a mí misma ese camino; le di la media vuelta a la literatura. No porque alguna vez haya dejado de leer o escribir. Pero durante mucho tiempo me gané la vida redactando cuartillas sobre los temas más aburridos, textos que otros firmaban. Trabajé con las materias más alejadas de mí, de mis intereses. Me desvié hacia asuntos cercanos a los que manejaba mi padre: urbanismo o economía, que según él mismo le aburrían; a la menor oportunidad los cambiaba por algún pasatiempo artístico

o científico. Hasta el momento en que empecé a trabajar en ese extraño objeto: la lectura. No obstante, tal vez seguí haciendo una concesión a mis padres, que habían soñado con tener una Marie Curie: soy “ingeniera” en investigaciones en un laboratorio del Centro Nacional de la Investigación Científica, situado en la esquina de la calle que lleva el nombre de la renombrada física. Creí conveniente conservar ese estatus para preservar una libertad de pensar y de conjugar los enfoques que no habría tenido con las restricciones disciplinarias que debe observar un investigador. Aunque ¿quién sabe? U n día, durante una sesión de psicoanálisis, al hablar de un sueño recordé el momento en que Tintín, tras haber recorrido todo el mundo en busca de un tesoro, descubre que éste se hallaba escondido justo bajo sus pies. Al día siguiente me vino a la mente una fotografía de Boubat: en un jardín de otoño, una niña se ha confeccionado un vestido con las hojas caídas. Tomé unas hojas de papel y me puse a escribir.

Esta obra fue impresa en el mes de febrero del 2009 en los talleres de Brosmac S.L., que se localizan en M óstoles (Madrid), y la encuadernación se realizó en los talleres de Encuadernaciones Tudela S.L., que se localizan enVillaviciosa de O dón (Madrid).