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IVÁN ALBENIR UNA HISTORIA PARA NEURÓTICOS
Mtro. Alfredo Palacios Espinosa
Fausto Cruz Padrón
DIRECTOR GENERAL
Lic. Carlos Gutiérrez Villanueva DIRECTOR DE PUBLICACIONES
©
FAUSTO CRUZ PADRÓN
CUIDADO EDITORIAL • Dirección de Publicaciones DISEÑO • Mónica Trujillo Ley FORMACIÓN ELECTRÓNICA • Irma Itzel Avendaño Meneses CORRECCIÓN DE ESTILO • Juan Alberto Ruiz Bermúdez
Iván Albenir UNA HISTORIA PARA NEURÓTICOS
Primera edición D.R. © 1984
Segunda edición D.R. © 2007 Consejo
Estatal para la Cultura y las Artes de Chiapas, Boulevard Ángel Albino Corzo No. 2151, fracc. San Roque, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. C.P. 29040. ISBN: 970-697-206-4 HECHO EN MÉXICO
C O NSE JO E STATA L PA R A L A S CU LT U R A S Y L A S A RT E S D E CH I A PA S
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CONTENIDO
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 UN DÍA DE FIESTA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 EL ENCUENTRO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26 CALICLES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46 EL SECRETO DE DIANA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69 EL INDICIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87 LOS MERCADERES DE LA FE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 112 ERÓTICA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134 LA NOCHE DE LOS CUERVOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 160 UNA AURORA SINGULAR . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 188
PRÓLOGO
E
sta magnífica creación de Fausto Cruz Padrón es una novela para la juventud. Su escenario se ubica en un cercano pasado, allá por la década en que aparecieron los “rebeldes sin causa” y el término psicodélico rondaba por todas partes. Cuando Bruno Valverde, en la transición de la niñez a la adolescencia, educado en un hogar honrado y provinciano, de costumbres regidas por el reloj de la autoridad paterna, se enfrenta al descubrimiento de que la realidad del mundo no es solamente la que le ha sido enseñada en el seno familiar, sino que hay también otra, diversa y contrastante entre la luz y la sombra, el bien y el mal, esto lo perturba intensamente. Oswaldo, personaje bien definido, autosuficiente, caprichoso e inmoral, lo induce a cometer en contra de su voluntad sus primeros pecados, que al principio no sabe distinguir en su verdadera naturaleza, y que al final de cuentas supera por la fuerza de la moral aprendida desde su infancia, el mundo se le mueve confuso. Contribuye a aclararle el camino la influencia edificante de un personaje misterioso, descrito entre líneas y más adivinado en el sueño que visto a la luz del día: Iván Albenir. “Una historia para neuróticos” reza el subtítulo de la obra, en la que se advierte, como el autor lo admite con honestidad en los capítulos segundo y tercero, la influencia del Premio Nobel alemán Herman Hesse, ceador de Demián y de El lobo estepario. La neurosis, mal de nuestros tiempos, de nuestras sociedades enfermas por la máquina, el consumo y la pérdida de los valores, es, como sabemos, un desequilibrio del espíritu del que desafortunadamente se da cuenta quien lo padece, 9
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haciendo más intensa su atormentadora presencia. Rubén Darío decía aquello de: “dichoso el árbol que es apenas sensitivo/ y más la piedra dura porque ésa ya no siente/ que no hay dolor más grande que el dolor de estar vivo/ ni mayor pesadumbre que la vida consciente. En cambio la psicosis, un mal mucho más profundo e incurable, tiene la única virtud de que el enfermo no se percata de su existencia. La acción de los hechos que se refieren nace en su pueblo natal, se trasladan a la ciudad de San Cristóbal de Las Casas donde Bruno estudia su bachillerato y posteriormente a la capital del país donde cursa sus estudios de derecho. El talento y la temprana cultura adquirida por Bruno bajo los consejos de Iván Albenir, lo llevan a reflexionar acerca de los sucesos que lo desquician, siguiendo el modelo socrático, descrito en los diálogos de Platón. Nos refiere el coloquio sostenido por Sócrates y Calicles acerca del derecho del más fuerte en detrimento de la paciencia y tolerancia que mantiene quien se sabe dueño de la razón y la justicia. Esta tendencia del autor se repite en reiteradas ocasiones a lo largo del relato, llenándolo de análisis y pensamientos que indudablemente enriquecen el intelecto del lector. Incluso la mayéutica socrática que debería interrogar al interlocutor, se revierte hacia el autor, quien acaba por interrogarse frecuentemente a sí mismo. Los personajes son desde luego una mezcla de realidad y fantasía. Yo en lo personal conocí a Rafael Niño Rincón, quien fuera mi compañero de primaria en Tuxtla y a quien Cruz Padrón dedica el libro. Era el perfecto ejemplo del talento que acaba destruyéndose a sí mismo, cuando El Gran Pájaro Negro de la neurosis (que es el símbolo que el autor utiliza para ejemplificarla, recordando ecos de Edgar Allan Poe) se prende a su existencia. Rafael acabó desintegrándose en un lento y doloroso suicidio lleno de sentimientos negativos, en los que paradójicamente no creía.
Los demás personajes, Cosme, Jerónimo, Lucía, Abigail, Landowsky y, sobre todo, Mara, su amor; dan unidad y coherencia a una realidad viva y desgraciadamente tan frecuente. Seres a los que la enfermedad acaba haciendo vivir fuera del mundo. “Sin horas ni días, sin sexos ni edades” como profetiza el mismo Herman Hesse en su lobo estepario. Y a próposito, la novela está impregnada de buena poesía, el autor es ante todo un poeta. Van algunos ejemplos: “Personajes entraban y salían de las varias oficinas con movimientos casi rítmicos y en un silencio de alfombras”. O este otro: “No deseché la contumaz idea de que Mara hubiese estado a mi lado para convivir juntos la compañía de las montañas y los ríos, de los caminitos hechos por el montaraz o el venado, de las auroras eternas más allá del híbrido verdor de los pastos y las colinas, del lamento noctámbulo del grillo o del canto amaneciente del gallo sobre el tejado de los cobertizos olorosos a lluvia y sol mezclados”. El escritor culpa con acierto a la neurosis de hombres y colectividades de las grandes hecatombes mundiales, de la existencia de Hitler y la bomba de Hiroshima. Como un nuevo Nostradamus preludia las que vendrán todavía, aunque optimista a pesar de todo, piensa que la humanidad habrá de salvarse y que un nuevo hombre dará vida a tiempos nuevos de paz y fraternidad. Como decíamos al principio, el personaje clave de Iván Albenir recorre los pasajes de la narración como un manantial que corriera subterráneamente, como una ecuación que se inscribiera en el humo. Mara es el amor intenso condenado a la desaparición a pesar de sus deseos. Y al final, acierto indudable, el autor descubre al regresar a su pueblo natal, por una feliz casualidad al encontrarse con su anciano maestro de dibujo en pasados tiempos juveniles, que el rostro de Iván Albenir es idéntico al suyo. Que la protección que Iván le brindaba era tan sólo la fuerza de
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su propia voluntad inconsciente, que lo hacía vencer todas las adversidades. Pudo por fin, como Sócrates, conocerse a sí mismo. Esto nos recuerda aquella famosa parábola de Mauricio Maeterlinck sobre El Pájaro Azul de la Felicidad, que después de ser buscado inútilmente por todo el mundo, fue hallado finalmente en el seno del propio hogar. Novela bien concebida y mejor realizada, que amerita otros y mejores comentarios que el presente. ENOCH CANCINO CASAHONDA
en la que cada lector encontrará parte de su vida. Para lograrla me llevó un buen tiempo de meditación respecto de sus personajes, unos reales, ficticios otros. Fácilmente podrá advertirse cierta influencia de Herman Hesse, autor admirable, en el segundo y tercer capítulos de la obra; pero, esto no podía ser de otro modo por cuanto, el episodio, vivido en la niñez por Emilio Sinclair, principal personaje de su “Demián”, no es privativo de dicho autor, sino de todos los que, en nuestra infancia, también lo experimentamos de una u otra manera y porque, al tratar al delicado como escabroso tema de la neurosis, me era preciso conformar a Bruno Valverde, con algunos elementos psicológicos que atormentaron al propio Emilio Sinclair; elementos que, como se verá, únicamente se vislumbran al principio de la narración, sin tocar más adelante las partes esenciales de ésta. Sirva pues, la presente aportación literaria, para rendir culto a la voluntad, como uno de los más preciados tesoros del hombre y, para aliviar en algo, tu neurosis, lector y aun la del mundo en crisis por ese, a veces, peligroso desajuste espiritual. ESTA ES UNA HISTORIA
EL AUTOR
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CAPÍTULO PRIMERO
Un día de fiesta CUANDO CONCLUÍ LA DIARIA tarea de mi clase hogareña de violín, en la
que tenía a mi padre como maestro, me despedí de éste y corrí presuroso hacia donde sabía me esperaba Albenir. Atravesé el vistoso jardín que adornaba el frente de mi antigua casa provinciana y salí a la calle para reunirme con quien acompañaba su soledad bajo la sombra acogedora de la añosa ceiba, en el vecino parquecito de infantes. Mi padre, solista de abolengo durante parte del ya lejano porfiriato, repasaba con antaña devoción algunos fragmentos de sus clásicos predilectos cuyas notas, arrancadas con nitidez a su viejo “estradivario”, dejábanse oír a través de los sobrios ventanales de nuestro cuarto de estudio, lo que motivó que, antes de cambiar saludo, mi amigo y yo permaneciéramos largo rato silenciosos en atención de aquella música extraña y dominante. Días atrás yo había deseado el regreso de Albenir a la ciudad ya que, después de tres meses de no saber nada de él, ahora me había urgido comunicarme con su persona sin lograrlo, en el lapso que debió permanecer al lado de sus familiares, durante esas vacaciones. —¡Eh, Albenir, me alegra verte de nuevo! –Fueron mis palabras de júbilo a su bienvenida, posteriores al acallado violín–. ¿Me escuchaste desde el principio? –le pregunté sonriente al estrechar su mano. —Lo haces mejor –me respondió al tiempo de invitarme un lugar en la banquilla de mármol reclinada a la ceiba–, has adelantado en estos últimos meses y, por lo visto, pronto serás un estupendo concertista como tu padre. 15
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—¿Lo crees así? –volví a interrogarlo con ánimo de proseguir el comentario, muy a sabiendas de lo parco que mi amigo se exhibía en conversaciones de esa índole, por cuanto poco gustaba de los vanos halagos y sí, muy al contrario, solía instigarme a que yo desenvolviera mis dones en el terreno de la música, aconsejándome además la templanza suficiente respecto al carácter de mi padre quien, a menudo, me reñía al estilo de un brusco temperamento burgués, cuando no aportaba el máximo empeño a sus enseñanzas. El reloj de la iglesia cercana marcaba los últimos minutos para las nueve de la mañana y Ios primeros grados de alta temperatura se dejaban sentir en aquel mes de marzo. La primavera tocaba ya en acecho y los cursos escolares estaban por iniciarse de tal suerte que, como ese día se efectuaría la ceremonia de apertura, pronto emprendimos camino rumbo a la escuela en donde Albenir concluiría sus estudios preparatorios y yo, por mi parte, proseguiría los secundarios. En el espacio de pocos minutos, mis ojos habían escudriñado cautelosos los más sutiles detalles de su persona; su presencia era la misma, inalterable e inconfundible pues su modo de ser sencillamente ordenado hacía de él un joven singular y diferente a otros. Yo sabía que muchos de mis compañeros de colegio habían vuelto a la ciudad con el mismo objeto que Albenir; pero, a decir verdad, ningún regreso me proporcionaba tanta correlación como el de éste. Quizá Ray estaría presto a exculparse conmigo, devolviéndome mi libro de geografía que conservaba consigo dolosamente, para luego aburrirme con sus insípidas charlas acerca de los feriales de su pueblo, asiento de sus múltiples fanfarronadas en aquellos ambientes libertinos y extravagantes. Gil por su lado, otro de los viajeros en retorno, me haría la vida imposible enamoriscando a una de mis hermanas e insistiría en brindarme su amistad molesta y malversada ya que, en no pocas ocasiones, el muy ladino había sido echado fuera de la clase de historia universal por sus inconsecuencias en ella, y éstas habían lle-
gado a un extremo que, más de una vez, algunos docentes decidieron votar su expulsión con base en motivos similares. Era evidente que, por una u otra circunstancia, casi todos mis condiscípulos tenían algo de hostil y violento, razón por la cual con ninguno de ellos había podido generar una amistad duradera y edificante, ya fuera para obtener mejores notas en los cursos o desenvolverme en un ambiente afín a mi temperamento y exigencias. Con sumo interés hacia las cosas de mi amigo, interrumpí la monotonía del trayecto y le inquirí: —¿Qué harás cuando hayas terminado el bachillerato? —Me iré a México a graduarme. ¿Y tú, vendrás conmigo? –observó. —Lo ignoro –le dlje–. Parece que mis padres no están de acuerdo en ello, pero haré lo posible por convencerlos. —¡Apúrate y lo conseguirás!, aunque… dime: ¿acaso no te sientes bien al lado de los tuyos? —¡No!, no es eso precisamente –respondí. —¡Ah, ya entiendo, el violín otra vez! –me interrumpió fingiendo adivinar. —Sí, me fastidia la aspereza de su trato. A veces pienso que no me quiere bien –comenté resignado. —¡Vamos, no pienses así de quien desea convertirte en un virtuoso violinista! –aseguró Albenir, palmeándome la espalda. —No lo creo así, aunque es probable –alenté encogiéndome de hombros. —Además, la revolución pudo haber cambiado su carácter –especuló mi amigo. —¿La revolución?… ¿Qué podría significar en todo esto? –le pregunté con extrañeza. —Me contaste que en ella se fracturó el índice de la mano derecha, ¿recuerdas? —Cierto… ya no ejecuta como antes y poco hablan ya de él, pero eso no creo que lo jusifique. No entiendo tu razonamiento, ¿qué te imaginas?
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Por contestación Albenir volvió a palmearme la espalda, a tiempo de encontrarnos en las inmediaciones del colegio. —¡Al fin llegamos! –observé–. Lucía debe estarme esperando. —¿Lucía? –interrogó Albenir. —Sí, se adelantó desde las ocho, fue invitada a tomar parte en los actos de hoy. Ya tú sabes. A ella le da por declamar. —Y en verdad lo hace muy bien –alabó–. ¿Entramos? —¡Entramos! –respondí afanoso y al par nos dirigimos al patio del edificio escolar. El colegio Universal se hallaba a regular distancia de mi casa. Una gran calzada rodeada de árboles y bellas quintas separaba los dos extremos. Estaba construido con todos los adelantos de la época moderna, pero conservaba la disciplina ancestral de los viejos dirigentes. A Albenir le atraía el contraste y en repetidas ocasiones me lo había hecho saber, aunque yo bien poco debí considerarlo para no haberle dado importancia alguna. Aquellos mismos afectos se dejaron sentir en el seno de una multitud bulliciosa y recíproca en sus menesteres, sobre todo con Albenir por parte de sus condiscípulos, quienes le otorgaron la preferencia en el halago y la admiración. Muchos de ellos le llamaban “el sabio”, en respuesta a su despierta inteligencia y a su actitud serena, y meditada respecto a los problemas de sus semejantes en los que, tanto sus puntos de vista como sus actos, resultaban comúnmente acertados. En diversas épocas Albenir había tenido participación activa en la política interna del colegio y sus actuaciones no fueron menos que encomiables. Sin embargo, aquel mote no Ilegó a ser nunca substituto de su nombre y mi amigo no solía reparar en tales cosas, por cuanto no desconocía la imposibilidad de salir ileso de ellas y, no pocas veces, había reído de buena gana ante las reacciones que yo experimentaba al escuchar mi sobrenombre de “taciturno”, impuesto a mi persona quizá por la abierta afición que acu-
saba hacia la literatura y la música. Dichas reacciones eran desde luego contrarias a mi buen humor, pues no me era de gracia el chiste venido de mis insufribles compañeros al grado de que, a su motivo, había separado mi amistad a muchos de éstos. Tal incidente y algunos más me proponían a menudo abandonar la vida colegial para dedicarme al arte, lo que hubiérase realizado de no ser por el freno implacable y el ceño fruncido de mi padre, adversos a esa conjetura. Por los amplios corredores que conducían al salón de actos, en donde tendría lugar la ceremonia, divisamos a Lucía. Yo frisaba entonces los trece años de edad y ella había cumplido diez el pasado verano, hecho por el que la familia le obsequió un viaje a los Estados Unidos, acompañada de una tía cercana y mi madre. Lucía era una chiquilla encantadora, sus finas facciones revelaban cada vez más el primor femenino, y el azul de sus ojos contrastaba con la estructura angelical de su albo rostro. Tales virtudes no eran sólo atributos de su naturaleza, sino de una estricta y esmerada propensión materna. AI vernos corrió infantil hacia nosotros. —¡Casi llegas tarde! –me reclamó cariñosa–, la ceremonia está por dar comienzo. ¿Qué tal, Albenir? –prosiguió, volviendo la mirada a éste quien, de inmediato, le urgió la mano amigablemente. —Bien, muy bien –le dijo a secas. —Bruno estaba impaciente por tu llegada. Quería saber tu opinión acerca de sus adelantos musicales. ¿No es verdad, Bruno? —Sí, así es, ya hemos hablado de eso –farifullé–, ¿estás lista? –añadí con intención de cambiar el tema. —¿A quién declamarás? –terció mi amigo. —A Peza– respondió Lucía. —Fusiles y muñecas –complementé–, seguramente conoces el poema. —Sí –acentuó Albenir–, mi madre solía leérmelo de niño. Es un tema interesante y aún recuerdo sus versos.
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La charla fue interrumpida por el acerado tañer de la campana de recreo anunciando el inicio del ceremonial. Una muchedumbre se aglomeró de pronto para ganar la escalera al primer piso y tomar asiento. Lucía, Albenir y yo logramos, con apresuramientos, acomodarnos en buen sitio. Aquel inmenso salón de expresivos relieves esculturales, atractivos platerescos alrededor de puertas y ventanas, a más de simbólicas pinturas de carácter histórico o científico, se hallaba repleto de espectadores impacientes. El primer número estuvo a cargo de un grupo orquestal, formado por alumnos del plantel, que ejecutó con peculiar maestría música folclórica de la región y algunas melodías en boga. Seguidamente el director, de aspecto simpático y edad madura declaró, en un discurso plagado de optimismos filosóficos, inaugurados los cursos para llevarse el juvenil aplauso de la inquieta concurrencia. Así, entre una y otra actuaciones diversas tocó el turno a Lucía quien, inmediata a su presentación, se dirigió, un tanto serena al estrado. Su vestido blanco parecía resaltar su ya declarada belleza y su voz, timbrada y saludable, se dejó escuchar como un lamento de pájaros, al compás de una mímica expresiva y conjurante, que la hizo transformarse en una mensajera más del anhelo humano hacia el hontanar de la vida, en donde apenas puede soportar la carga de su efímera grandeza y anquilosada miseria. La actuación de Lucía fue única y el aplauso consecuente agradecido por ella con una grata reverencia. Poco después la velada llegaba a su término. —¡Luciste espléndida, te felicito! –le dijo Albenir cuando ya abandonábamos el recinto. —¡Oh, gracias! –repuso–; aunque al principio estuve nerviosa. ¿Lo notaron? —Ni en lo mínimo. Debió ser tu imaginación. Lo hiciste mejor que otras veces –interrumpí–. ¡Ahora deberás volverte a casa! –añadí autoritario–, nosotros nos quedaremos hasta tarde.
—Preferiría regresar con ustedes –opinó Lucía–, mis compañeras se han ido ya y papá se enojará si me ve Ilegar sola. Yo accedí de mal humor. Si algo había que me enfadase era que mis compañeros me viesen, cuando no lo juzgaba oportuno, cuidando de mis hermanas y, la razón de ese extraño, no se fundaba sino en el hecho de que muchos de aquellos, comúnmente de mayor edad y teniendo por motivación la facilidad con que me exaltaba en el enojo, acostumbraban afrentarme floreando a mis hermanas con silbidos y piropos intransigentes, poniéndome de mal talante y alejando, cada vez más, mi inclinación a las diversiones propicias a mi edad juvenil. Sentía, frente al embrollo de ese azar, no poder desenvolverme a mis anchas ni encontrar acomodo en ninguna parte y veía a los muchachos que, para su fortuna no cuidaban de sus hermanas, con no poca timidez y hondura. En consecuencia, ello tendía a provocar en mí explosiones de irritados destemples, cuyas receptoras eran mis propias bienamadas hermanas, a quienes solía inculpar como promotoras de mi ridícula situación. “Mi padre me ha convertido en niñera”, gritaban mis adentros y ese grito, ahogado en el umbral de la palabra, aquel que no se pronuncia, pero que no por ello deja de ser violento y percutivo, silenciaba de súbito al surgir en mi, la sensación del cariño profesado a mi hogar paterno en pago a su protección y solicitud, ante el cual había que doblegarse como al conjuro de una deidad que llevara en sí misma el símbolo de la bondad y de la salvación. La imagen de ese hogar, brindador de honestidad y recogimiento, asaltaba mi mente en forma de un reproche ineludible y me instaba a volver la mirada llena de sumisión hacia sus constructores, en tanto que de ellos había libado el verdadero afecto, la indeclinable santidad y el bien único, sentidos desde mis primeras inquietudes infantiles. Yo sabía todo eso. Lo sabía con precisión adulta, como entendía que entre mis hermanas y yo había ciertas diferencias aunque no dentro del marco generoso de las afecciones. Poco tardé en sospechar
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que esos disímiles condignos debían estribar necesariamente en el sexo. Yo iba para hombre y apremiaba vivenciar cosas distintas a ellas, como lo hacían los muchachos de mi edad, muchos de los cuales ¡las sabían ya! La vida se me presentaba a cada paso con variados horizontes y, por esta motivación, no creía natural permanecer al margen de su devenir sino, antes bien, me era prudente tratar de introducirme en sus cambios, y extraer de su vientre polimorfo toda la realidad de sus secretos. El mundo y su acontecer representaba un atrayente escenario que debía ser conocido de algún modo y, por ello, dándome aires de remozados optimismos, llegué a creerme capaz de desentrañar su incógnita y experimentar las nuevas dádivas que, de seguro, habría de hallar en mi camino. Veía tantas cosas diferentes llamando a mi puerta y que no había imaginado siquiera durante los años de mi permanencia en el internado de San Jacinto, al que abandoné al término de mis estudios primarios, que una nueva vida se inició para mí desde aquel momento la cual, comparada con la de mi, hasta entonces, estado actual de desenvolvimiento, me resultaba más precisa y singular porque, cuando menos, ya no tenía que sentarme a la mesa al toque de campana ni recogerme al punto de una misma hora; las reprimendas y prédicas obligadas habían cesado de una buena vez, así como los juegos al escondite, columpios, trompos y demás pasatiempos con que solía ahuyentar los malos ratos. Un grato recuerdo me asaltaba con impaciencia febril arrancándame suspiros y silenciosa tristeza. Era el de los días de descanso en que tornaba a casa y que constituían los domingos pintorescos y saludables. Mis padres me recibían con devoción y mis hermanas me rodeaban de toda clase de preferencias. ¡Me sentía el huésped elegido, capaz de satisfacer el más íntimo de mis caprichos y deseos! Jerónimo, el criado atento y servicial, mi único amigo de aventuras y no poco receptor de mis majaderías y travesuras, me esperaba siempre a ser testigo de mis andanzas por el bosque. Emprendíamos
la marcha después del desayuno y no regresábamos sino ya muy entrada la tarde, cuando el sol refrendaba sus ascuas amarillas en un rojo esplendor cercano al horizonte. Para esto me armaba de un equipo formado por todo género de cachivaches: hondas, cañas de pesca, rifle de municiones, una mochila llena de frutas y chucherías y un botiquín. Aquel río de aguas cristalinas bajo la sombra de árboles frondosos y tupidos matorrales, serpenteaba hasta perderse en la serranía; yo introducía el anzuelo en los remansos, mientras Jerónimo me procuraba las carnadas consistentes en gusanos u otros avechuchos sorprendidos bajo la hojarazca. Después de la fructífera pesca, tocaban a turno las manuales trampas de pájaros y mi inseparable resortera. Jerónimo y yo habíamos logrado cautivar una envidiable colección de aves que a mí me gustaba comerciar, obteniendo óptimas ganancias en tan divertido “negocio”. Por último, nos refrescábamos en las aguas del río en donde Jerónimo exhibía sus dotes de excelente nadador al atravesar, con suma audacia, su parte más ancha y caudalosa, ofreciendo a mis ojos un espectáculo emocionante que me hacía ver en él al único ser capaz de realizar tan temeraria proeza, hecho que, convertido en argumento era sostenido por mí obstinadamente entre mis compañeros de colegio. Yo admiraba a Jerónimo con pueril obsecación y veía en su recia figura, al amigo ejemplar en quien podía confiar mis más íntimos secretos y cavilaciones. Su sonrisa fea, pero sana y amable, era algo así como un cobijo a mis penas y lágrimas, y sus fuertes brazos parecían barreras infranqueables a cualquier atentado a mi seguridad personal. Jerónimo era para mí un puente entre mi hogar y la calle. Un puente construido a base de mis propias vivencias que, moldeadas con el manto de mi apreciación subjetiva, se iban convirtiendo poco a poco en los ocultos resortes que habrían de mover gran parte de mi aún extenso camino. Aquella libertad espontánea y bullanguera constituía una de mis tantas añoranzas,
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aunque hubiera concluido cuando menos en forma. Mucho tiempo había transcurrido desde que Jerónimo hubo de separarse de mi lado, para irse a trabajar de bracero a los Estados Unidos. En principio recibí noticias suyas en cartas y postales, pero con el paso de los meses y los años fue dejando de escribirme, al grado que no volví a saber más de él. Yo sentí mucho su ausencia, antes de comprender que la primera etapa de mi vida había terminado para siempre. Una vez finalizada la ceremonia, la comunidad estudiantil se dirigió a los campos de juego a presenciar un encuentro de futbol que formaba parte de los festejos del día. Jugaban dos de los mejores conjuntos del colegio y el espectáculo prometía resultar interesante, de tal manera que Albenir y yo, seguidos de Lucía decidimos disfrutarlo desde una de las graderías laterales del estadio, Albenir era un excelente jugador y yo, a instancias suyas, me había convertido en un buen aficionado a ese deporte. Las oncenas contendientes hacían alarde de los más vistosos lances, a objeto de ganar el marco del contrario y apuntarse el triunfo, en tanto la multitud frenética alentaba con gritos y porras al cuadro de su simpatía. Repentinamente, dentro de aquel movido duelo deportivo, uno de los jugadores comenzó a llamar la atención de la concurrencia por su juego habilidoso. Era este un muchacho alto, fuerte y de una agilidad increíble. Tales atributos lo estaban convirtiendo en el baluarte de su equipo que ya aventajaba considerablemente a su rival, mientras yo me daba a externar elogiosos comentarios hacia el intempestivo héroe del momento. —¡Juega muy bien! –alabé– No creo haberlo visto antes, ¿le conoces tú? –pregunté a Albenir sin ocultar mi emoción. —No del todo –me dijo–, parece llamarse Osvaldo. —¡Qué bueno es! –añadí–, con elementos como ese los “técnicos prevocacionales” se llevarán otro chasco este año y retendremos el campeonato. De pronto, algo en el centro del campo puso fin a la conversación y una gran parte de curiosos y jugadores se arre-
molinó en el lugar donde parecía suscitarse una disputa. Al acercarnos Albenir y yo, nos percatamos que allí dos de estos últimos habían decidido cobrarse con los puños un lance que, al parecer, juzgaron poco caballeroso. De inmediato reconocí en uno de ellos a quien en efecto, según mis propias indagaciones en los graderíos respondía al nombre de Osvaldo. Éste con saña inaudita y certeros golpes, iba dando cuenta de su oponente, hasta que el árbitro y algunos voluntarios lograron separarlos. —¡Si te metes otra vez conmigo te mataré! –bramó Osvaldo, tratando de liberarse de quienes lo sujetaban aconsejándole se calmase. Sus ojos grises destellaban odio y severidad, al par que su ondulado cabello le cubría la frente sudorosa y contraída en expresión de un desbordado instinto de arrebato y firme resolución. Finalmente el árbitro, haciendo uso de su autoridad expulsó a los dos rijosos del campo de juego dando, pocos minutos después, por terminado el encuentro. —Te fijaste, Ray no le sirvió ni para empezar! ¡Esto sí estuvo divertido! –comenté a Albenir, lleno de admiración y reconocimiento hacia el muchacho de los ojos grises. Caía la tarde cuando Lucía, mi amigo y yo emprendimos el regreso.
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POR LA MAÑANA SIGUIENTE, Albenir y yo acudimos a las primeras clases. Al toque de campana nos separamos para dirigirnos a nuestras respectivas aulas, bajo promesa de reunirnos a la salida. Yo me encaminé al salón de Dibujo Constructivo, situado en la planta trasera del edificio escolar, y me acomodé en uno de los mesabancos un poco distante a la cátedra. El maestro no había llegado aún, de tal modo que los alumnos aprovechaban el tiempo en charlar prosaicamente y en gastarse todo género de bromas entre risas y devaneos; a algunos les dio por fumar mientras otros se entretenían contándose los chistes de actualidad o la historia de la “nueva conquista”. Yo, alérgico a tales posturas, permanecí silencioso en espera del docente. Así transcurrieron varios minutos sin que éste diera señales de asomar por ningún lado. De pronto, la presencia de Osvaldo llamó notoriamente mi atención. El muchacho de ojos grises, fuerte y pendenciero, acababa de atravesar la puerta de entrada y se dirigía a tomar asiento en un mesabanco vecino al mío. Vestía un pantalón de dril café y una playera de llamativos colores que dejaba exhibir una constitución recia y abundante; su aspecto parecía de pocos amigos y sus modales semejaban ya a los de un hombre. Su fría mirada recorrió varias veces el grupo y no tardó en posarse en mi persona. Yo la esquivé tímidamente con el propósito de rehuir todo contacto, pero el desconocido no vaciló en iniciarlo conmigo. —¡Hola!, ¿traes hora? –me dijo. —Sí, son las nueve y diez –contesté.
—Gracias. ¿Tú eres de esta ciudad, verdad? –se siguió. —Sí, ¿y tú? –me atreví a preguntar. —Del norte, pero llevo algunos meses por aquí; sin embargo, te diré que esto no me gusta nada. —¿La escuela? —Sí, no le hago mucho al estudio y además va para largo– conjeturó con gesto perezoso. —¿Qué te gustaría hacer entonces? –le pregunté curioso. —Trabajar, ¡eso sí deja! –aseveró como reanimándose. —Por qué no lo has hecho si así lo deseas? –le inquirí. —Bueno, quizá se acostumbra uno a estas cosas. —¿Y sueles reñir a menudo? —¿Lo dices por ésto? –respondió sonriendo y mostrándome sus manos, cuyos nudillos presentaban signos de violencia dada su anterior disputa en el campo de juego. —Sí, vi la tunda que le acomodaste a Ray. ¡Se la mereció. Es un tramposo! —Ya “se las traía” conmigo. Se ardió cuando supo que su chica “me daba jalón”, ¿y a ti, te hizo algo? —Bueno, me birló un libro de geografía y me amenazó si lo delataba. No es que le tema pero… tú sabes… —Sí, “te lleva”, aunque puedo hacer que te lo devuelva, ¡todavía le traigo ganas! —¡No, déjalo!, ya tuvo bastante y además el texto no me hace falta –respondí receloso a su pretensión. Osvaldo se encogió de hombros y por unos instantes permaneció en silencio. Con expresión adulta se puso serio, mientras extraía de una de sus bolsas un oxidado cortaplumas sujeto a una cadena pendiente de la presilla de su pantalón, mismo que desprendió del aro y se dio a juguetearlo, clavándolo a desgano repetidas veces en la superficie del mesabanco de madera. En ocasiones volvía la vista y la posaba fijamente en mí, esbozando una sonrisa adhesiva y maliciosa. Yo, por mi parte, comencé a dar muestras de cierta impaciencia. Aquella mirada me sacaba de quicio y me impedía
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CAPÍTULO SEGUNDO
El encuentro
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poner tierra de por medio para evitar la gestación de una nueva amistad que pudiera traerme, consecuentemente, otros disgustos y preocupaciones. Con parco movimiento, consulté mi reloj de pulsera y deduje que el maestro no llegaría esa mañana, en vista de lo cual decidí despedirme de Osvaldo y abandonar el salón cuanto antes. Empero, el intento de sustraerme a él resultó frustrado pues, cuando me disponía llevarlo a cabo, el sujeto se dirigió nuevamente a mí. —¿Cómo te llamas? –me dijo. —Bruno Valverde –contesté. —¿Tienes novia? —No, no tengo… —Oye, me caes bien y voy a proponerte algo, ¿aceptas? Yo no acerté a comprender su intempestiva pregunta. Me resultaba absurdo asentir a una propuesta que me era desconocida y, más aún, proviniendo de alguien a quien apenas minutos antes empezaba a conocer. No obstante, me atreví a preguntar: —No sabría decirte. Explicáte… —Bien, se trata de mi chica. Esta tarde saldré con ella de paseo; pero su hermana menor “se nos cuelga”. Entonces, si me acompañas, yo te la presento y tú haces el resto, ¿comprendes? La chamaca no está mal y además “te cuadra”. ¿Qué te parece, aceptas? Callé de momento al pensar que la idea no era del todo desechable por cuanto nunca antes había yo frecuentado amistades femeninas, y al suponer que el acercamiento de Osvaldo podría resultarme, de suerte, benéfico en contraparte a los perversos que me asediaban con sus intransigencias. El mocetón parecía ser temido en el medio y, teniéndolo de amigo, mis problemas podrían allanarse de seguro. La voz gruesa de Osvaldo interrumpió mi logicismo. —¡Qué pasó!, ¿aceptas? —¡Acepto! –respondí, con reservada hombría. —Bien, entonces a las cuatro en el parque, no faltes, te
estaré esperando –me instruyó, a tiempo que se despedía encaminándose hacia la puerta de salida por donde desapareció enseguida. Me quedé analizando largo rato cada uno de los móviles que me habían impulsado a llevar adelante la inesperada aventura, hasta considerar ridículo temer sus resultados sin antes experimentar lo que sucedería esa tarde y así, un tanto meditativo, abandoné el salón y dispuse esperar a Albenir en el lugar convenido. No tardé en verle llegar al patio de recreo y encaminarse a mí. —¡Hola!, veo que te soltaron primero. ¿Cómo te fue? –me dijo. —El maestro no asomó; pero, en cambio, tengo algo que contarte –respondí, refiriéndole en detalle mi inesperado encuentro con Osvaldo y el compromiso contraído. Albenir me escuchó sin interrupción y, al pedirle que opinara sobre mi actitud, manifestó: —No veo nada malo en ella; pero, por las dudas, ándate con cuidado. No me inspira mucha confianza Osvaldo. —Entonces, ¿crees que debo ir? —¡Lo prometiste!, ¿no? —Tienes razón… a ver qué sale –musité, despidiéndome y emprendiendo el regreso a casa. Durante el trayecto, mi pensamiento estuvo dirigido hacia la proposición de Osvaldo y a la manera en que habría de resolver el problema que, en realidad, se planteaba difícil. ¡Todavía faltaban varias horas para enfrentarlo y ya empezaba a ponerme nervioso! ¿Cómo debía comportarme con una joven que sin duda no había visto en mi vida? Yo me consideraba un tímido de capirote y lo más probable sería que ella me pegara un plantón haciéndome toda clase de desaires. Conjeturé si al principio querría saber si había tenido novia, concurrido a bailes y cosas por el estilo de muy incómodas respuestas y, dada la inminencia, quise de pronto devolver mis pasos, encarar a Osvaldo y exhibirle un buen pretexto a
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fin de disolver el pacto y liberarme de su embarazosa influencia. Empero, estaba yo cierto que esto último no me resultaría menos difícil de realizar pues sabía, por cierta cualidad intuitiva, que Osvaldo no era de esos tipos a quienes pudiera engañarse sin mostrar signos de flaqueza y además, ¿por qué no admitirlo?, había algo en él que infundía temor y respeto mezclados en igual proporción. iNo!, reflexioné al giro de mi lucubración, en tal caso sería menos riesgoso confundir a una mujer que a un hombre y eso era lo que debía hacer: ¡mentira! Yo sabía mentir a perfección y ello me salvaría de los sonrojos. Diría, pues, a la joven, que era un buen bailador con innumerables novias en mi haber, a más de que en mi ambiente rifaba como un muchacho en extremo mundano. Mi junta con Osvaldo abonaría buena prueba en apoyo a mi dicho, y abrogaría toda necesidad de ir más allá de las palabras para convencer a nadie de la veracidad de mis rebuscados argumentos, quedando así viva la posibilidad de que la muchacha se interesase en mí o al menos, no me creyese un tonto. Sumido en esa serie de pueriles conjeturas, penetré a mi casa. Mi padre me esperaba en la sala de estudio y el resto de la mañana lo dediqué a la clase de solfeo. A la hora de comer, bajé de mi habitación al comedor en donde la familia estaba a la mesa. Comí sin apetecer, temiendo que alguien de ella demandara mi compañía a la misma hora de Osvaldo. ¡Por ventura a nadie se le ocurrió hacerlo! y, poco después, volví a mi recámara cuando se acercaba el momento de la cita. Con premura, abrí el ropero harto de ropa limpia, escogí la de mi agrado y me mudé enseguida. En un rincón de la acogedora estancia, pendía un gran espejo que hasta entonces sólo desempeñaba una función puramente decorativa, lo descolgué sin esfuerzo y lo situé en el lugar adecuado a su natural servicio, posando frente a él y mirándome de fijo en repetidas ocasiones. Para esto, previniendo que mis hermanas me sorprendieran haciéndome avergonzar, cerré la puerta con llave.
En realidad, pensaba, mis facciones no eran desagradables y mi cabello parecía más decente y fino que el de Terry, quien solía presumirme de limpio y bien peinado; además, yo era más blanco y tenía la línea del bigote tan notable como la del propio Terry de tal forma que, por ese lado, todo marchaba bien. Ahora necesitaba asentarme el cabello para no incurrir en murmuraciones. Convencido, varias veces repasé parsimonioso el peine sobre mi cabeza; pero, cuando por fin creía haber logrado mi propósito, un considerable mechón se me eregía en la parte trasera, al grado de hacerme perder la paciencia. No obstante, con suma cautela, logré doblegarlo y quedar satisfecho. Por último me dirigí al armario, extraje de él un frasco de perfume que alguna de mis hermanas debió olvidar en su interior y me rocié una buena cantidad encima. Hecho siguiente, volví al espejo, hice un gesto de aprobación y abandoné la alcoba. Después, para obtener de mis padres el permiso de salida, pretexté un deber de escuela, los besé en la mejilla y salí a la calle muy cerca ya de las cuatro. La tarde se exhibía espléndida, el sol brillaba en pleno y un ligero viento mecía las hojas de los árboles. Parecía ya aspirarse el aroma de los retoños. Por calles y aceras, las gentes iban y venían como hormigas y algún rostro conocido me saludaba de vez en cuando. Sin embargo, a pesar del optimista panorama, yo caminaba presuroso pues no tardaron en invadirme los presentimientos creados a la sombra de mi inseguridad. iMe imaginaba que aquellas gentes lo sabían todo!, me sentía el blanco de las miradas y vagaba en mí la certeza de que cualquier persona, encontrada a mi paso, era una testigo silenciosa y claudicante de mis reprobables desbarres. En el trinar de los pájaros repercutía el eco de mi secreto y el sol se encargaba de descubrirlo. Alumbraba demasiado y yo hubiera preferido sombras, muchas sombras, en que refugiar mi intención como un profano en el mar de su arrepentimiento.
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Así, confuso y profundamente exaltado, me llegué a la alameda paseando la vista por sus alrededores. Osvaldo no había asomado y yo no hubiera dado poco porque no apareciera, aun cuando mi conciencia me alertaba que ello no pasaría de ser un quisiera y nada más. En consecuencia, persuadiéndome que no sería interrumpido por algún preguntón inoportuno, lo esperé paciente. No tardé mucho en divisarlo. Venía en un curioso auto convertible modelo de muchos años atrás y, junto a él, una joven de aspecto agradable que, de seguro, debía ser su novia. En la parte trasera de la carcacha estaba la hermana a quien, sin duda, me tocaría cortejar. Era una jovenzuela de mi edad, pero con aires de señorita por sus modales desenvueltos la que, al advertir mi presencia, se apresuró a cederme el asiento de junto. —Esta es Katy, mi novia, y ella su hermana Griselda, ¡la que te dije! –apuntó Osvaldo, señalando a cada una de las jóvenes. La última, haciendo caso omiso de la presentación y atropellando las palabras con la goma de mascar, me dijo: —Osvaldo nos habló de ti, así que si gustas podremos ser buenos amigos. —Sí, si tú lo quieres –contesté, acomodándome en mi sitio–; pero, ¿y tu novio? –le pregunté malicioso. —No lo tengo y ¡Dios me libre topar uno parecido a Osvaldo! –me confió en voz baja cuando ya íbamos en camino–. No sé cómo Katy aguanta sus majaderías. Tal parece que la tiene influenciada aunque tú eres distinto a él, ¿verdad? –añadió curiosa, sin quitarme la vista de encima. Ante tan calculadora pregunta no supe discernir temprano acerca de la diferencia existente entre Osvaldo y yo. Sin embargo, recordando al punto mi bien premeditado plan de crearme una personalidad símil a la de mi ocasional amigo, fingí impacientarme y, adoptando un aire de superior criterio, respondí: —Osvaldo y yo hemos sido siempre buenos amigos y ha-
ces mal en expresarte así de él; pero, no temas, no le diré lo que has dicho porque de lo contrario te reñirá. No le conoces, ¡es capaz de todo! –Así, entre falsos argumentos, fui llamando la atención de Griselda, quien no tardó en convencerse de la “veracidad” de mis bien llevados embustes, al grado de creer que tenía frente a sí a dos tipos de la misma calaña. Ello la llegó a inquietar de un modo que optó por hundirse en un silencio polar, temerosa de mi preponderancia. Su lógica confusión me invistió de cierto poder persuasivo sobre ella, dado a la también no menos meditada argucia de mi proceder o, quizá, y esto hube de tomarlo en cuenta, al respaldo que me ofrecía la recia personalidad de Osvaldo en esos menesteres. Ese hecho me pareció importante, pues representaba el vencimiento de algo estelar en mi vida. Empero, en esa ocasión, aprecié que los móviles que me impulsaron a seguir ese comportamiento no pudieron ser de otro modo, y la razon fue ésta: Bien sabía yo que me encontraba condescendiendo con un muchacho diferente a los hasta entonces por mí conocidos. En verdad, pensaba, Osvaldo era a todas luces disímil a Albenir. Había entre los dos un abismo de hondos antagonismos que aún no acertaba a comprender en su plenitud. Los tipos como Osvaldo parecían ser preferidos por las mujeres, a pesar de que el trato de éstos para con ellas no fuese muy cortés que se dijera. Osvaldo debía sentirse seguro de sí mismo en sus actos sobre todo en enamorar chicas, ante quienes se desenvolvía sin sumisión alguna pues, no obstante sus desplantes toscos y disidentes con los buenos modales, su aspecto debía ser simpático al género femenino. Además el muchacho daba la impresión de vivir espontáneamente, de no tener resortes que lo impelieran a discernir acerca de su hacer. Él a su modo y conformaba las cosas merced a un capricho tan radical como falto de análisis y de motivos. ¡Parecía abarcarlo todo sin poseer nada!, saber mucho sin haberlo aprendido en la forma común, y
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bastarse a sí solo sin depender más que de su propio ser conductivo. Albenir, en cambio, representaba la rectitud y la cordura, el vigor y la severidad del raciocinio, la constancia y la voluntad. Su condición en el mundo parecía no adolecer de fallas, lo que le abonaba el aprecio de cuantos le rodeaban. Ambos ostentaban diversos ámbitos de conquista, con armas distintas y sendas diferentes de las cuales una debía pertenecerme y me era necesario dar con ella; pero, ¿cómo? Mis meditaciones se interrumpieron al detenerse el coche frente a un club juvenil situado en las afueras de la ciudad, al que penetramos. Aquellos lugares no me eran desconocidos, aun cuando habían cambiado un poco desde la última vez que recordé haberlos frecuentado. Desde uno de los asientos circundantes a la mesa escogida en grupo, recorrí con mirada escudriñadora los aledaños del club, evocando lo que algunos años atrás me habían significado, mientras mis acompañantes se entretenían con las distracciones propias del ambiente. Circunspecto, di rienda suelta a los recuerdos que contrastaron en extremo con el presente escenario abierto a mis ojos. Garajes, casas de variada arquitectura, pequeñas fábricas donde los obreros cumplían la diaria rutina y el nuevo fraccionamiento que se iba ensanchando por el bosquecillo, poblado ya de gentes extrañas, habían hecho, de aquella otrora extensa llanura en que solía atravesar, una perspectiva menos natural y sí más novedosa, en tanto que esos cambios comprendían a los seres y a las cosas por ineluctable acción del paso de la vida misma, ajeno al refrendo del adolescente espíritu. Así, el olor a gasolina substituía al perfume de los rocíos y el silbar de las fábricas al cántico de los pájaros y ríos. Había sabido, por los díceres de las gentes y los diarios que, en uno de los paraderos de ese mi antiguo lugar de recreo, se había fincado lo que daba en llamarse un barrio, aunque no común ni permitido como los que, en los días de fiesta religiosa, concurrían en las calles y los atrios de las iglesias en holocausto de una fe redentora y saludable. Aquel ba-
rrio era distinto a estos últimos y no acostumbraba profesar tales dioserías. En él, hombres y mujeres se embriagaban haciendo toda clase de desmanes. ¡Olía a vino y a lujuria, a desfachatez y a miseria! y muchos de mis compañeros se referían a su condición con malicia y curiosidad mal escondidas en tanto, otros más seductores, aseguraban haber estado ahí y desentrañado un morboso misterio a los ojos del novato que se extasiaba ante los pormenores, asaz receptados, en su deseo de asistencia “para ser un hombre de verdad”. Decíase también que cerca del club se construirían albercas, fuentes y demás obras de hábito colectivo y, como ello iba en aras de un progreso impuesto y asequible, llegué a juzgar vanas mis actitudes rebeldes, de seguro símiles a las de muchos jóvenes de mi edad, ante el impecable curso de la vida que suponía desligar el pasado del corazón y dar la espalda a las remembranzas de otras épocas felices. El ruido musical del “tragadieces” y la aguda charla de mis acompañantes, interrumpieron de nuevo mi meditación, obligándome a tomar concurso en aquella tertulia de cuestiones diferentes en las que Osvaldo y las chicas se desenvolvían a placer. Se habló de las recientes modas en el vestir para la primavera, de los próximos festejos a la llegada de la estación y no pocas veces se comentó, con voz baja y maldiciente, los pormenores de algún chisme de vecindad que ponía en tela de duda la moral o dignidad de la persona sujeto del entredicho. Se murmuró de mujeres casadas, viudas y divorciadas que parecían no conducirse conforme a su estado y practicaban el amor prohibido. La biografía de algunas de ellas fluía como verdadera cuando era sustentada por Osvaldo, quien se ufanaba en conocer “los secretos” de casi todas las gentes del pueblo, en tanto Katy y Griselda acusaban lesivo interés en lo que aquél participaba, sin reparar en complementar el triloquio con lo que “a ellas les habían contado”. Yo, oidor involuntario de tales argumentos especiosos, me enteré de muchas cosas que antes no hubiera podido ima-
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ginar siquiera. Supe de los amores sombríos sostenidos por el primer Regidor del Ayuntamiento y una dama, a quien la comunidad había distinguido siempre con el pomposo calificativo de la honorable señora X. Recordé que en diversas ocasiones había visto el coche del munícipe frente a la residencia de la presunta, pero nunca reparé en ningún motivo. Sin embargo, al tratar de objetar a Osvaldo en defensa de la dama, éste me respondió acremente: —¡Podría probártelo si quisiera! ¡EI Regidor De Fuentes vive con ella! Lo he observado llegar temprano y salir de madrugada. Eso todo el mundo lo sabe. ¡Y es de las que suelen golpearse el pecho muy seguido en las iglesias! Yo silencié ante su agresiva aseveración, sin atreverme a contrariarla. Aquello era nuevo para mí y, al final de cuentas, debía ser sensato aprender a conocer a las gentes y poder, en su caso, diferenciar la realidad de las apariencias. Poco después, Osvaldo y Katy se divertían bailando e introduciendo monedas al “tragadieces”, del que brotaba música de jazz y otras varias de tipo americano. Como, por fortuna, Griselda no baila aún, quise a solas confiarle por momentos la verdad y prohibirle la amistad de Osvaldo, pero el temor a que éste pudiera sospechar mi sublevación abrogó mi intento, muy a pesar de que la jovenzuela parecía ser distinta a su hermana, en cuanto a aptitudes de apreciación y compostura. Llegó la hora de retirarnos y, una vez que Osvaldo hubo pagado el gasto, abandonamos el club y decidimos llevar a las jóvenes a su casa. Éstas vivían en una quinta foránea, a un lado de la carretera principal, y, como Osvaldo acostumbraba, al llegar detuvo el automóvil a discreta distancia, con la mira de no ser sorprendido por el padre de las chicas. Empero, esa tarde, las cosas no le resultaron de perlas pues alguien, de seguro, debió permanecer en su espera, abrió de improviso el grueso portón de acceso a la quinta y se dirigió apresuradamente hacia nosotros.
Griselda palideció al reconocer a su padre y, a modo de advertencia, exclamó: —¡Es papá y nos ha descubierto! ¡Váyanse… podría hacerles daño!… Desatendiendo la abservación de Griselda, Osvaldo permaneció inmutable y yo, ante su repentino estatismo, no tuve otra alternativa que la de resignarme a presenciar lo impredecible, no sin acusar cierto estremecimiento. Por su parte Katy, vuelta en sí de la sorpresa, quiso explicar a don Pablo la intempestiva situación, a pesar de haberle prometido no tener más relaciones con el pícaro tenorio por sabidas diferencias existentes entre ambos hombres, pero su intercesión resultó vano. La última vez el viejo granjero había jurado castigar la osadía del intruso y la ocasión era propicia para dar cumplimiento a su amenaza. En efecto, sin proferir palabra y sujetando con firmeza en la diestra un correoso látigo de cuero, don Pablo se encaró a Osvaldo y, al punto, el fuete cruzó violentó el rostro de éste, haciéndolo trastabillar hasta apoyarse en la portezuela delantera del coche. Osvaldo continuó estático. En sus ojos grises dejábase entrever un hálito de instantánea serenidad, mientras un hilillo de sangre comenzaba a teñir sus labios y el instinto conservador lo hacía quedarse quieto, pese a su respiración cada vez más agitada. No era aventurado pensar que, pasado su estupor, el hombre devolviera la afrenta no obstante que la contracción de sus fibrudas manos, asidas a la portezuela parecía detenerlo de su intento. Así transcurrieron largos instantes hasta que, vociferando maldiciones, don Pablo se alejó de la escena no sin antes advertirle que se largara de inmediato. Ya para entonces, Katy y Griselda habían traspuesto los umbrales del portón y yo me apresuraba al auxilio de Osvaldo quien, ecuánime, se limpiaba la sangre de la boca con el antebrazo. Reclinado en el coche no acusaba mayores movimientos; pero su mirada se hallaba dirigida hacia el lugar en donde su verdugo había desaparecido. Varios segundos de-
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bieron pasar todavía sin que Osvaldo reaccionara de su estado semiletárgico, hasta que al fin pareció volver en sí, al sentenciar con voz grave y enigmática: —¡Me la pagará, va por Dios que me la pagará! No dijo más. Con pasmosa pasividad se colocó al volante, me señaló abordar el automóvil y, pisando el acelerador, enfiló rumbo a la ciudad. En el trayecto ambos permanecimos en silencio y, a intervalos, yo lo observaba de reojo. ¡Tenía la mirada fija en la distancia y parecía ignorar mi compañía! Poco a poco su aspecto sombrío me infundió el presagio de que algo debía bullir en su cerebro y prometía aventarlo fuera del dominio de toda persuasión lógica. No tardé en conjeturar que ese algo debía ser la idea de una venganza para cobrarse la afrenta recibida porque sabía, sin equívoco alguno, que tratándose de tipos de su alzada, un hecho como el ocurrido no podría pasar sin graves consecuencias ulteriores. Fue entonces cuando una gana irrecusable por saber el desenlace de los acontecimientos me asaltó de repente y tocó al destino satisfacer mi teórica indiscreción pues, de pronto, Osvaldo disminuyó la velocidad del vehículo a tiempo de cruzarnos con un carretón tirado por un caballo. El rudimentario armatoste venía en dirección contraria, sobre un viejo camino que corría al par de la carretera y, por tal, el tripulante del coche pudo distinguir, en su guiador, a uno de los trabajadores de don Pablo que regresaba a entregar a éste las utilidades obtenidas en el negocio de mercaderías. Una idea repentina debió cruzar la mente de Osvaldo cuando, sin pensarlo mucho, realizó un chirriante viraje a objeto de dar alcance al solitario carretón. La maniobra fue tan rápida que yo no tuve tiempo de comentarla, percatándome sólo del hecho en que el automóvil lo rebasaba deteniéndose a corta distancia de aquél. Acto seguido, recibí la orden de apearme y esconderme detrás de unos arbustos situados entre la carretera y el viejo camino. Osvaldo no tardó en rea-
lizar la misma operación, reuniéndose conmigo en el lugar indicado. Debido a que a esa hora las sombras de la noche no ocultaban todavía los últimos resplandores del sol pude darme fácil cuenta de sus movimientos sigilosos, así como de una pavorosa honda sostenida entre sus manos. —¡Espera! ¿Qué vas a hacer? ¡Esto nos traerá un disgusto! –le advertí con voz baja y temblorosa, al comprender sus aviesas intenciones. Osvaldo se volvió fríamente a mí, sin descuidar la aún visible silueta del carretón ya próximo a rebasar nuestro parapeto. —¡Ahora verás lo que es bueno! –labió, preparando el arma y apuntando al indefenso conductor que en ese instante cruzaba, ajeno, el punto en que ofrecía el blanco apetecido. Con saña increíble estiró de sus hules y un proyectil de piedra vibró como saeta, yéndose a estrellar en el cráneo de su víctima que, profiriendo un breve gemido, se desplomó a tierra. Confiado en el éxito de su disparo, el ahora delincuente se acercó hacia donde el hombre yacía sin sentido sobre la yerba; comprobó que por su estado no habría de importunarlo y se dirigió luego al carretón detenido a la deriva unos metros adelante. Yo, siguiendo medroso el cauce de cuanto acontecía, esperé impaciente el momento en que ambos habríamos de emprender la huida y lo insté, desde mi acecho, a alejarnos de aquel macabro sitio, mientras el rufián se daba a la búsqueda de algo que debía completar la razón del asalto. Con acuciosidad esculcó los enseres que guardaba el carretón y se apoderó, después de revisar su contenido, de un garniel que pendía en uno de sus extremos y dentro del cual se encontraba el dinero de don Pablo. Hecho esto, me llamó quedamente. Yo acudí sin chistar. —¡Rápido, tómala. Llévala al coche y espérame ahí! –me dijo, entregándome la bolsa de cuero. Con el encargo en las manos y la impaciencia en el rostro obedecí las instrucciones al pie de la letra. La obscuridad
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había invadido el firmamento y un tibio aire rompía lúgubre el silencio al mecer las hojas de los árboles, cuyos contornos se erguían espectrales recortados por el débil resplandor de una luna pálida y serena. A lo lejos, el chirriar de los grillos y el croar de las ranas, parecían formar un concierto fantástico de testigos acusadores que me hicieron experimentar un helado sobresalto porque, ante aquella soledad reinante, las sombras de la desesperación se cernían cada vez más abismales en mi derredor y un sudor frío me electrizaba totalmente. ¡Estaba solo a merced de las circunstancias y Osvaldo no daba señales de aparecer por ningún lado! Entonces pensé que el pícaro había huido abandonándome a mi suerte y, con fe inenarrable, me encomendé a todos los santos, sintiendo como si el corazón fuera a salírseme del pecho, al latir con aceleración incontenible, y como si hasta la última gota de mi sangre se hubiera agolpado en mi cerebro y estuviera a punto de desfallecer. ¡No pude más! A un deseo inaudito traté de gritar, llamar a Osvaldo e implorar su auxilio; pero ese grito mensajero de seguridad y relativa salvación se ahogó desesperadamente en mi garganta, a tiempo que el galopar de un caballo, seguido de una serie de pasos que se acercaban presurosos, me hicieron mantenerme espectante. —¡Ya está, lo puse sobre el carruaje y lo largué! –me explicó Osvaldo, encaramándose violentamente al coche–. ¡No temas, nadie nos ha visto! ¡Tú no habrás de decir nada, porque si no…! Aquellas palabras me infundieron cierta desconfianza y un nuevo temor. ¡No cabía duda!, de llegar a descubrirse el desaguisado, la complicidad con el principal responsable me sería declarada y, más aún, era de prever que Osvaldo pudiera traicionarme cargándome toda la culpa de lo acontecido y entonces sí no habría escape posible, por cuanto no desconocía yo el hecho de que, en el terreno de la ley, los mismos criminales se exhibían como enemigos recíprocos
imputándose al por mayor los delitos con tal de salvar el pellejo. No era remoto, pues, que Osvaldo fuera uno de ellos y no vacilara en hundirme en la menor ocasión. ¡Ahora sería yo un vulgar prófugo de la justicia!, y no me restaba sino pedir a Dios que el trabajador de don Pablo estuviera indemne para que esa pesadilla no pasara de ser una travesura intrascendente y nada más. El resplandor de los fanales encendidos había mermado la obscuridad dentro del vehículo y, merced a ello, pude notar cuando Osvaldo lo maniobraba con una mano, mientras con la otra abría el garniel y extraía el dinero robado, metiéndoselo enseguida en los bolsillos. Hecho esto, lanzó la bolsa de cuero a un lado de la carretera e imprimió mayor velocidad. Yo fingí no enterarme de lo sucedido. A lo lejos se distinguían atrayentes las luces de la ciudad y, al advertirlas, me sobrecogí de una melancolía hasta entonces no más profundamente sentida. Aquellas luces que semejaban luciérnagas quietas como los remansos, alumbraban su seno apacible y ajeno a la desgracia y al oprobio. Habitada por gentes, en suma buenas y sencillas, pensé que la ciudad me sería ya sólo un escenario intemerado en el que, sin remedio alguno, arrastraría por doquiera que fuese el drama de mi torpe desaliño. Recordé que en uno de sus cardinales, quizá el mejor, vivía yo rodeado de un hogar blanco y sin tacha, de donde no debí salir esa tarde guarecido por una inicua farsa que probablemente me llevaría al fracaso. ¡Ahora todo parecía estar en mi contra e irme empujando hacia el borde de un abismo cuyas dimensiones se acrecentaban amenazando devorarme! La magnitud de mi infortunio, del que sentíame único culpable me cerraba la posibilidad de correr ingenuo y fervoroso en busca del refugio lumínico que solían reservarme los jueces de mi hogar, al enfrentarse ellos con celo religante al fantasma de mis amarguras, hasta devolverme la paz y tranquilidad íntimas. Y es que en esta ocasión, antes que comprenderme podrían llegar a sucumbir a la vergüenza y desho-
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nor por mi causa, convirtiéndose mi padre en uno de mis crasos verdugos, dado a su rectitud y dureza en el juzgar. Sería la mancilla de mis hermanas que tanto me ponderaban cuando, en las tertulias familiares y al calor de la chimenea, ejecutaba a Tchaikovski, Herbert o Puccini, mientras mi madre se entretenía en el tejido y mi padre me alentaba sonriente humeando tabaco de pipa. Todo eso parecía alejarse ya de mí, por la razón de que su acontecer pertenecía a un mundo generoso, lleno de sencillez y de bendición, vasto de amor y comprendida seguridad. Sabía a miel y su sabor languidecía al contacto de mi amarga desdicha; pero se hacía cada vez más amado; más apetecido e íntimo. Se engarzaba en mi recuerdo y resplandecía en medio de una tempestad sinuosa y despiadada que amenazaba desterrarlo con su fuerza perseverante y destructiva. Eso que era el efluvio de lo místico, la vertical en donde había yo circunscrito el tema de mi verdad y mis creencias, tendría que soportar ahora el peso de una pena anquilosada que caería infamante sobre su regazo y me inclinaría, peligrosamente, hacia las sombras de la corrupción y el vicio. Yo que había permanecido incólume a la adversidad, me encontraba de pronto aledaño a su descarnada desnudez como un pececillo que, habiendo sido arrojado a la playa de entre la espesura de las olas, estuviese a punto de sucumbir en su desierto húmedo, pero asfixiante y hostil. ¿Qué mano salvadora podría devolver el pez a su destino? ¿Cómo desandar ese desierto de incertidumbre que, poco a poco, se tornaría candente hasta aniquilarme sin alternativas de no hacerme nuevamente a la mar? Vano resultaría pretender llevar el convencimiento a las puertas de mi hogar y, a la manera del pecezuelo, tendría que apelar a otros recursos para evitar el desastre. A virtud de mis turbulentas cavilaciones recordé también, con claros destellos, una serie de sucesos por los cuales había yo sufrido la reprensión de mi padre, muy a pesar de serme inmerecida. Una de ellas, quizá la más injusta, fue
la que recibí a consecuencia del accidente ocurrido a Terry, antiguo compañero de colegio, al caerse de un naranjo. Yo había hecho lo posible por asirlo de una mano, pero él se sacudía torpemente y pudo haberme derribado consigo. ¡Casi lo logra de no abrazarme yo con apuro a la rama que me sostenía! Fue entonces cuando Terry se precipitó al suelo quedando sin sentido largo rato. El más vago recuerdo del percance, que costó a mi amigo el año escolar y el andar mucho tiempo con muletas, me causaba escalofríos dado a que, el castigo ejercido por mi padre sobre mi persona, movió a pensar a las gentes que yo había sido el sujeto de una culpa jamás mía. Empero, la azotaína impuesta me supo menos lascerante que la tácita imputación de los espectadores a destiempo y aun la de mi padre, pues éstas habían arrancado de mis labios una sola palabra: ¡perdón!, la cual debió ser entendida como el pago de un arrepentimiento de algo que disté cometer y no como lo que era: un mañoso recurso tendente a atenuar el castigo. Sin embargo, en esa ocasión, hubo alguien que sí dio crédito a mis clamores de inocencia, al no dejarse sorprender por la apariencia de los hechos ni por el consenso de los demás. ¡Ese alguien fue Iván Albenir! Éste había llegado por aquellos días a la ciudad. En realidad nunca supe de dónde, pero se decía que era un chico porfiado y vivaz cuando empezó a frecuentar mi casa. Esa tarde se encontraba de visita y fue precisamente él quien persuadió a mi padre para que suspendiera la reprimenda hasta averiguar su causa efectiva. Al poco tiempo se aclaró todo. La confesión veraz de Terry me reconcilió con los míos y, en adelante, un extraño imán reverencial me fue acercando a Iván, cuya amistad se calificó de ejemplar en el fuero de mi familia. Hasta mis hermanas ponderaban su vestir sobrio y ordenado y, no obstante su mocedad, mis padres lo trataban como a un adulto. A veces me resultaba un tanto pedante y aburrido cuando prefería las cosas serias a los juegos afines a nuestra edad.
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¡Parecía entretenerle más un libro de la biblioteca que un rifle de municiones!, y su conversación llevaba en sí un sello original y distinto a la de otros compañeros, por cuanto gustaba versarla siempre sobre temas prófugos, en suma, del entendimiento de la mayoría. En los juegos y pasatiempos, Albenir solía ser el mejor porque conocía los secretos y artificios para salir avante de ellos, aun en circunstancias adversas en las cuales, al final de cuentas, se erigía dominador ante el resabio de sus competidores. Pero lo que más resaltaba en su persona era una viril profesión hacia la amistad. Albenir era el amigo de verdad y, por tal virtud, había sido mi baluarte en aquella ocasión sólo que, si de ese mal fario, no quedaban sino nebulosos recuerdos y mi compostura exterior había marchado normalmente, ahora todo se presentaba diferente e incierto. Era irrecusable que me hallaba en las manos de Osvaldo y unido a éste por un baldón del que quizá nunca podría desligarme. Osvaldo pertenecía, sin duda, a un estrato social antagónico al mío, a un conjunto de seres cuya cercanía debía ser la prohibida para quienes, como yo, no doctrinaban sus costumbres ni sus apetencias. El bribón sabía demasiado acerca de cosas ajenas al bien y no reparaba en nada con tal de obtener alguna utilidad personal, siendo capaz de traicionar, de ser preciso a su guía, aun hasta a sus más “íntimos”. Por ese motivo, mi situación era grave y sin la menor opción que la de resignarme a mi propia suerte. Poco después Osvaldo detenía el coche en una de las primeras esquinas. Un escaso farol la iluminaba débilmente. —¡Oye, aquí nos separamos, esto es para ti y no te olvides de lo convenido! –me dijo, al par que me alargaba su mano con un fajo de billetes. Yo rehusé tomarlos de inmediato. —¡No, quédatelos tú. No los quiero… podría delatarnos…! –imploré. —¡Bah, no seas marica. Mira, son noventa pesos. Una buena suma. Si no los agarras soy capaz de…!
Ante el predicamento, le pregunté alarmado lo que, evidentemente, sería una nueva sentencia. Mi voz se entrecortaba por momentos. —¿Qué, qué es lo que harías? —Lo diría todo y eso no te sentaría bien –vociferó, esbozando una sonrisa llena de cinismo que cayó como una ducha fría sobre mi nuca. —¡No, por Dios… tú no harás tal cosa… dame el dinero y andaremos en paz! –clamé en el éxtasis de la desesperación, falto de fuerzas y ánimo. —Veo que empiezas a ser “razonable” –apuntó Osvaldo, introduciéndome el dinero en el bolsillo–. Ahora vete y remiéndate la boca. Mañana deberás estar en la escuela. Yo silencié. Con torpes movimientos me apeé del coche y me eché a caminar calle arriba en dirección a mi casa, en donde se me debía estar esperando a cenar. La noche parecía ocultar, en su hondo torbellino, un secreto que amenazaba introducirse por las barreras de mi hogar, tantas veces defendido por el honor de quienes lo constituían y ante los que, de seguro, habría yo de ser el punto negro de la maldad y la degradación, de llegar a descubrirse la sórdida aventura que me amagaba con llevarla a cuestas quizá para toda la vida.
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EL PORTÓN CUYAS REJAS imitaban un sobrio trazo medieval, se abrió quedamente cuando penetré al jardín lleno de aromas versátiles que aspiré ávido por boca y nariz. Estaba penumbroso y callado; pero, en cambio, un fulgor de luces escapaba por las cortinas de los amplios ventanales de mi casa. Entré en ella con sigilo. Mi padre leía junto a la chimenea y mi madre atendía el preparo de la cena. Como de costumbre, les di las buenas noches y los bese en la mejilla subiendo enseguida a mi recámara, en tanto Lucía y Cristina se acompañaban en la biblioteca. ¡Necesitaba deshacerme del dinero que portaba oculto en el bolsillo! Parecía quemarme las manos y debía buscar el medio de enviarlo a su dueño sin riesgo. No tuve que pensar mucho para esconderlo debajo del colchón y bajar al comedor en donde la familia se hallaba reunida con su inglesa puntualidad. Poco después, mi padre pronunciaba la oración de gracias por el pan recibido, ante el silencio reverente de mis hermanas y mi madre mientras Juana, la criada, servía las viandas con escurridiza diligencia. Yo apenas pude rendir atención al exordio porque, en realidad, no tardé en perder la hilación de tan honesta gratitud, pero sentí como si un aliento de optimismo me embargara de repente al pronunciar mis labios la postrer frase coral: ¡gracias a ti, Señor!, supuesto que estas palabras habían brotado de mi interior por un motivo diferente al de mis padres y hermanas. Tal motivo era que, en demora, el peligro material había quedado fuera de casa y tendría que pasar una larga noche para volver a enfrentarme a él.
Noche eterna, acogedora en el calor del tibio lar, noche bendita y oportuna porque su asilo me significaba algo más invalorable que los días plagados de sol y de pájaros, de jardines y de juegos. Su diadema de tiempo era un generoso armisticio entre la sentencia y su ejecución, porque en ella se engarzarían minutos de paz y postergación, de mansedumbre y descanso. Ahora sólo debería importarme esta suave intermisión, a pesar de que en mi mente vibraran aún, con el mismo vigor, los acíbares que acechaban el porvenir de mi existencia. Durante la cena la conversación me puso intrascendente, no obstante haber versado en gran parte sobre cuestiones familiares. Cristina, mi hermana mayor que administraba las granjas patrimoniales, nos ponía al tanto de su rendimiento, satisfecha de que la producción avícola sería superior, en el ciclo reciente, a la de años anteriores. Yo la miraba profundo y, desatendiendo su mensaje, me di a diferenciarla de mí en cuanto a perfiles individuales. En verdad –pensaba– Cristina no tenía por qué preocuparse de sus enredijos, pues siempre los solucionaba sin apremios y sin dar pie para ser reprendida; además, su disciplina y abnegación habían mermado en mucho la actividad material de nuestro padre, quien veía en ella a una impar ayudante de sus quehaceres. Lucía en su renglón no era menos limpia de conciencia y, a menudo, gustaba expresarse con frases matizadas de una tierna sabiduría. Su figura y sus modos parecían enternecerlo todo, como cuando en compañía de Palomo, el perro de casa, daba un bello toque de alegría a las mañanas retozando en el jardín o en el parquesito de enfrente. Palomo era un animal muy vivaracho y había aprendido a últimas fechas a portar la canasta del mercado en el hocico, siendo a la vez un hábil y celoso cuidador de sus dominios. Lucía comentó con alborozo cómo, esa tarde, Palomo había hecho rodar de la bicicleta al panadero, lamiéndole posteriormente la cara en son de amistad y juego.
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CAPÍTULO TERCERO
Calicles
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—¡Mañana Palomo deberá pagar la multa por lo que hizo! –clamó en explosión de buen humor. Todos rieron de fijo y yo no pude resistir hacer lo mismo; pero mi reír no brotó espontáneo ni sincero. Mi risa, antaño desbordante y franca, no alentaba en ese instante el señuelo que atraía la gracia y el ingenio. No me sabía a nada y fluía superficial y compulsiva. Probablemente –conjeturaba– lo acaecido rato atrás había cambiado mi interior al grado de endurecer mi corazón ante las emociones del vivir. ¡Yo era un falso y comenzaba a vivenciar el amargor de esa actitud a través de una sonrisa, cínicamente infantil! Había perdido con la inocencia el don de la veracidad que se derrumbó, cual un castillo de naipes, en un momento de inconsecuencia. Conocía la maldad, había estado en ella y hoy invadía mi ser a modo de un virus calenturiento lleno de malignidad y profanismo. Silente y combatido, sólo me restaba callar mi aciago secreto para arrastrarlo, como un náufrago, en un mar de soledad sin horizonte o derrotero alguno. Ya en mi alcoba, sentí el peso de una inquietud jamás experimentada. Una sensación de austera vaciedad me envolvió al penetrar en ella. Sentí como si hubiera transcurrido una eternidad desde la última vez que había estado en mi cuarto. Un olor a lejanía se respiraba dentro de sus muros, proveniente de cuanto me rodeaba amenazando desterrarme de su ámbito al conjuro de silenciosos reproches. ¡El armario, las tibias paredes barnizadas, el viejo arcón rebalsado de juguetes y recuerdos de otros días, me sabían a distancia y a épocas idas, a pesar de que allí estaban, inmóviles y serviciales, formando parte de lo íntimamente mío. Yo amaba su conjunto y lo que él significaba porque pertenecía a un mundo coherente y apacible; aquel que no admitía trasuntos en su atmósfera, a no ser los humanamente portadores de una religión profesada. Lo amaba con el mismo frenesí con que Werther amara su imposible o como Sinclair su
nacer estoicamente destructivo. Así amaba yo la realidad circundante y partícipe de mi mundo redento, simbolizado aún dentro de la particularidad de lo sutil. Con reflexiva calma, abrí la ventana que daba al jardín. Una luna trasnochada alumbraba frugalmente los helechos y geranios. Había un silencio crepuscular y un aire fresco me rociaba la cara escalofriándome la espalda. Largo rato permanecí echado sobre su umbral, hundida la barbilla entre los brazos y con la vista puesta hacia el arcano. El fin de esa noche –meditaba– sería tal vez el principio de un vendabal que caería con ascuas de fuego encima de mi cabeza y, a veces, dentro del remolino obsesivo de mi pensar, me abordaba un mal consejero impulso prometedor de alguna relativa salvación: ¡Quizá debiera huir para evitar el escándalo y liberarme de Osvaldo que ya representaba un símbolo de maldad y destrucción! Su imagen emergía en mi cerebro tal cual era, con rasgos pétreos de frialdad y de dureza, de crueldad y de desprecio. Su risa burlona descorría el velo de un complejo mercenario de superioridad, de una cierta secuencia de poder, en tanto su cabello pronunciaba una estudiada onda que solía aventársele a la frente y su largo pescuezo, semicubierto por el cuello de la camisa vuelto contra la nuca, se alzaba sobre dos anchos hombros echados hacia adelante. Todo ello, habida cuenta de su voz ronca y mandona que deformaba la dicción de sus palabras, lo hacía más vulgar y repulsivo, siendo esa y no otra su facha original en donde, difícilmente, podría bosquejarse un hálito de bondad escondida. ¡Pero había que esperar a que la hubiese! Las blancas sábanas olían a planchado cuando me metí en la cama y me rendí al descanso. La mañana siguiente me sorprendió en vigilia más temprano que de costumbre. Una de las palomas que habitaban el cobertizo se introdujo en mi recámara, despertándome al revolotear en mi lecho. La tomé entre mis manos y la eché a volar desde la ventana. Abajo Lucía y Cristina se entretenían dándoles de comer, mientras
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Palomo holgaba tumbado sobre el césped. Las campanas de la iglesía doblaban a oficio y las gentes feriaban sus atrios y corredores en fervorosa comunión, al par que los niños correteaban en la placita rodeada de laureles y nambimbos, cuyo vendedor contrastaba con un cielo tranquilamente azul. A lo lejos, a través de los dentados tejares de las casas campesinas, se libertaba el humo bicolor de los fogones encendidos. ¡Humo de leña verde con el olor virginal de la naturaleza auténtica que, en aureolas fugaces, se esparcía al viento! En toda esa gama de vida manifestada, yo había hermanado las vivencias más prometedoras de un porvenir beatífico y perdurable, para cuya consecusión no era menester sino la fuerza del espíritu y de la voluntad, de la dignificación y de la fe. La bondad del mundo parecía ser por entonces, la ungida presea ineluctablemente dada a quien se comportara afín a dichas virtudes. ¡Ahora vería esfumarse mucho de la verdad de ese primario credo, que había constituido la raíz de mis creencias y añoranzas! Como todas las mañanas, en el desayunador me apoderé ansioso de los periódicos del día, aunque no con el habitual propósito de leer sus páginas deportivas, sino por una supuesta seguridad de que alguno de ellos pudiera publicar la noticia del asalto y ya se estuviera procediendo a dar con los hechores. Con tal, mis ojos recorrieron sedientos los encabezados y los interiores sin hallar respuesta a mis deducciones; lo que resultaba buen indicio de que, quizá, la cosa no había sido tomada en serio por no revestir mérito alguno. Camino de la escuela me desvié a las oficinas del correo, abrí mi petaquilla escolar y extraje de ella un sobre dentro del cual, antes de salir de casa, había metido el dinero hurtado, lo rotulé a nombre de su dueño y lo introduje en el buzón después de timbrarlo debidamente. Acto consumado, me seguí de prisa al colegio muy a pesar de mi desgano por llegar a él. Durante las clases todo transcurrió sin novedad. Osvaldo no estuvo presente a la hora de listas y yo no supe nada de
él esa mañana por lo que, terminada la última lección, decidí volverme a casa. Empero, ya fuera del plantel, fui divisado por Albenir quien, inmediato, se encaminó a mí. Yo, abúlico para compartir, fingí distracción y trate de hacerme el perdidizo, pero aquél no tardó en darme alcance. —¿Vas de prisa, Bruno? Me agradaría ir contigo y conversar un poco. ¿O acaso te diriges a un lugar adonde no gustarías llevarme? –me preguntó insinuante. —No. Puedes acompañarme si deseas –respondí por cumplido. —¡Vaya que sí! Un buen paseo es el mejor linimento a nuestras preocupaciones y rutinas. De paso, ¿tienes tú alguna? Si es así, dímela… me agradaría saberla. —No, ninguna– le dije, cuando ya caminábamos. —Sin embargo, amigo mío, tal parece que algo ha llegado a afligirte demasiado. En realidad, uno no sabe hasta dónde puede conducirnos nuestro apuro si no lo aquilatamos en su valor desde que nos abruma. Los hombres suelen caer en el error de no participar sus cuitas, quizá por el risible absurdo de creerse inferiores a los ojos de sus confidentes. Pero, supongo que antes de caer en ese inacierto, debería importarnos la solución del problema. Dime, ¿me dirás ahora la causa de tu aflicción? Escuché atento las palabras de Albenir, hablaba elocuente y persuasivo, al grado que sentí como si un atrayente convencimiento hubiera doblegado mi empeño en seguir negándole la razón de mi secreto, era evidente que no debía sentirme inferior a él, de contárselo, y hasta podría ayudarme de seguro. —Sí, te la diré –le conteste animado–; pero prométeme no decir nada de lo que oirás. —Si con ello te es suficiente, ¡prometido! Ahora, dime… Comencé a relatar a mi amigo el principio de mi desgraciada aventura con Osvaldo. Los dos íbamos entretenidos con el relato y casi instintivamente doblamos una esquina
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prosiguiendo calle abajo. Yo me di a pormenorizar la historia, guiado por cierta alergia de llegar al punto crucial de la narración. El solo pensarlo me producía una sensación de acervada flaqueza; pero, había que seguir adelante. ¡De pronto, algo hizo detener mi intento, haciéndome palidecer hasta la exaltación! Una figura lejana, que fue tomando aspecto a medida que se acercaba, apareció de improviso caminando en dirección contraria. ¡Era Osvaldo! Venía con la cabeza baja, misma que enderezó al reconocerme. Yo advertí de inmediato la ráfaga de su mirada penetrante y calculadora, en tanto que Albenir no pareció apreciar el incidente. Desandando el camino mi enemigo se detuvo con deliberación en la esquina siguiente. —¡Oye, tú, ya era hora que asomaras! –me reclamó al par de pasar junto a él. —¿Qué, qué es lo que quieres? –le pregunté aturdido. —Necesito hablarte del “asunto”, ¿o, acaso vas a oponerte? —¡No, no!, vamos adonde tú digas –contesté rápido, tratando de evitar una indiscreción que, llegada a oídos de Albenir, me comprometiera más. No obstante, a mi nerviosismo, éste intervino en el coloquio. —¡Espera, Bruno, tú no irás a ninguna parte! Escucha, ¿tienes una deuda con él? Yo podría pagársela en el acto –me dijo, apartándome del granuja y encarándosele con tangible serenidad. Dada la retadora postura de mi amigo, Osvaldo titubeó, hizo un gesto de disgusto y, volviéndose hacia Albenir, le espetó: —Lo que hay entre éste y yo es algo que no te llama y, si no, pregúntaselo a él. ¿No es verdad, tú? –añadió, dirigiéndose a mí y envolviéndome en una mirada que me movió a tragar saliva. —¡Sí, sí!, vamos adonde tú quieras –repetí. —Bien. Entonces dile a tu amigo que se vaya… ¡Anda, díselo ya!
Ante su acoso, permanecí indeciso unos instantes, sintiendo como si dos fuerzas antagónicas se hubieran desencadenado dentro de mí, en lucha frenética por adueñarse de mi voluntad y demás facultades vitales. Una de ellas surgía de repente alentadora y mesiánica; pero la otra brotaba concomitante a detener todo intento de persuasión y viceversa hasta que, la primera, hubo de ceder tristemente al empuje irresistible del temor y la angustia. Con mal disimulados aires de seguridad en mi resolución, y mientras Osvaldo cruzaba los brazos en señal de plena confianza en el triunfo, dije a Albenir; —Por favor… vete. Tú no deberás participar del asunto ahora… El aludido se encogió de hombros y, sin alterar uno solo de sus rasgos peculiares, se alejó sin fanfarrias después de palmearme la espalda a manera de asentimiento, perdiéndose en una de las esquinas próximas. Yo le seguí con la vista y, comprendiendo mi indigna actitud, un intempestivo autodesprecio brotó de lo profundo de mi ser: ¡Era un cobarde y debía esperar lo peor! La voz ronca de Osvaldo me volvió a mis casillas. —¿Sabes?, voy a pedirte algo y vas a dármelo sin chistar. —Dime, ¿qué es?, no creo tener nada tuyo… ¿por qué, no me dejas ya? —Te dejaré luego si te pones bien y me entregas la mitad de lo de anoche. Me fuí, de farra y quedé listo… —¡Por Dios, eso no puede ser! ¡No lo tengo!, lo he devuelto esta mañana. —Eso no es cuento mío. Lo necesito y tendrás que dármelo. Te extenderé el plazo por un día, a esta hora y aquí mismo. Así que… tú dirás… —¡Está bien, ahora déjame ir! –clamé casi sin respiro. Osvaldo se retiró silencioso, después de obsequiarme uno de sus gestos despreciables. El pacto estaba hecho. Al día siguiente debería yo cumplir
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la promesa a trueque de obtener mi libertad, sacudiéndome el yugo que me liaba a mi despiadado opresor. ¿Qué importaría pagar un precio por lo que me significaba la redención y paz deseadas? Osvaldo había prometido no molestarme más de entregarle lo convenido y era preciso dárselo de algún modo. ¡Mañana todo concluiría! Un gran peso comenzaba a diluirse en mis espaldas, alejando el suspenso sinsabor que me embargara. ¡Mañana! Por la tarde acudí a la clase de deportes y, al término de ésta, me dirigí a la cafetería del colegio en donde encontré a Albenir en una de las mesitas situadas al fondo. Estaba solo y leía abstraídamente. Parecía no turbarse del bullicio y no atender otra cosa que su lectura. Vacilé en ir a él, hasta que me descubrió invitándome a su lado. Largo rato charlamos sobre temas carentes de interés, tomando café y refresco; pero, durante el transcurso de la plática, pude advertir cierta inconstancia en su ánimo que lo estaba hundiendo en impostergable mutismo. ¡Como si algo le preocupase e intentara darle idónea solución! Yo, sabedor de su actitud rara y desconcertante, no tardé en descifrar su consecuencia: ¡Meditaba!, su meditación lo transformaba en su contextura exterior y gocé al tener la certeza de que pronto me comunicaría el contenido de su reflexión. ¡No cabía duda!, otras veces había sucedido lo mismo y a mí me fascinaba ser su confidente para conversar sobre cosas fuera de lo común. Poco después, abandonamos la cafetería y salimos a la calle, Albenir se echó a andar sin rumbo fijo y yo le seguí sin atreverme a romper el silencio reinante entre ambos. Así transcurrieron algunos minutos en los cuales habíamos ya traspuesto varias cuadras en dirección a las afueras de la ciudad en donde, al par de hacer descansar su brazo encima de mis hombros, mi acompañante dijo: —Pensaba, mi querido Bruno, acerca de las interesantes deducciones que pueden obtenerse en los diálogos de este libro. Es curioso saber cómo expone verdades que en la ac-
tualidad aún prevalecen, aunque disten de ser materia de lo que es el hombre en su condición humana. Por ejemplo: –aseveró, mostrándome el libro que trataba de los diálogos de Platón– en el coloquio sostenido por Sócrates y Calicles sobre el derecho del más fuerte, es importante observar que la postura de este último, a pesar de parecer inmoral y absurda, tiende a regir en el orden de las sociedades humanas y ha engendrado más fanatismo hacia su culto, cuando asegura que es mayor bien cometer una injusticia que soportarla. ¿Lo crees tú así? —No, no lo sé; pero me gustaría saber tu alegato –contesté con interés. —En realidad –me dijo–, la opinión universalmente aceptada es la defendida por el primero o sea que es mejor, en el terreno moral, soportar la injusticia que cometerla. Mas, ¿no crees tú que esto resulta demasiado temerario por cuanto, si bien es cierto que el hombre no debe propender a la injusticia, no lo es menos que deba poner en juego todos los medios de su parte para evitarla en su contra, hasta triunfar o perecer en la contienda con el honor del deber realizado? —Pero, según dijiste una vez –observé– Sócrates sucumbió por defender un ideal o sea: el de no transgredir las leyes que él consideraba sagradas. ¿No es verdad acaso? —¡Cierto, de ello puedes estar seguro! Mas, ¿no te parece que el hecho de que alguien se proponga la defensión de un bien, debe presuponer el agotamiento de los recursos aptos para la consecusión de su propósito y no la adopción, como en este caso, de una servil obediencia a los absurdos mandatos de los juzgadores? ¿Recuerdas a Critón? —Sí, entiendo que ofreció al sofista los dramas necesarios al logro de su libertad. —Y, sin embargo, Sócrates prefirió llevar el peso de lo injusto, dejando en el desamparo a su esposa Jantipa y privando a sus discípulos de sus sabias enseñanzas. Sería natural si creyeras estrafalario lo que ahora te comunico, sobre todo
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cuando apelo al dolor que, sin duda, debió padecer Jantipa; pero lo hago porque, seguramente, en ninguna alusión al tema encontrarás sino sólo argumentos de orden filosófico, y la filosofía tiende por costumbre a sublimar la realidad, pretendiendo ver en el hombre cosas que éste dista mucho de ser. Aquí, ha concebido la actitud de Sócrates como un acto de plena heroicidad moral, cuando no lo fue sino de temerario desvalor y la temeridad, por imprudente y demencial, no es más que la corrupción de la valentía. Dime, ¿crees tú que la mayoría de los hombres obrarían de acuerdo a la postura socrática, en una situación símil y teniendo oportunidad de rescatarse? —No, no lo creo… —Y, sin embargo, todos afirmarían que el proceder del mayéutico sería el más ético; pero yo no lo pensaría así por considerar que, quien obrase de ese modo, sólo fomentaría la vanalidad y la ignorancia al inclinarse a ellas antes bien que combatirlas exhaustivamente. Supón que alguien desea hacerte daño a fin de obtener, para sí, un provecho o para demostrarte que su poder puede avasallarte sin dificultad. Si tú le dejaras hacer, caerías en el peligro de convertirte en esclavo de su voluntad, y tu enemigo no repararía en despojarte, de muchas cosas más de las que de ti quisiera en principio; pero, si por el contrario, te advierte recio de dominar y ve que, a pesar de la débil resistencia que le opones, puedes defenderte sin dar tregua ni transigir en favor de lo que de ti desea, ello te retaría saña y seguridad de triunfo, a un grado en que podría abandonar su intento de dominación. Ahora bien, si todo lo opuesto no bastare para sacudirte su vasallaje, entonces la ayuda ajena te sabría honrosamente pedida, en razón de no haberte exhibido ante la adversidad como un cobarde ya que, ceder a la injusticia, no significa sino ineptitud y sujecion a las circunstancias y al azar. Sin embargo –continuó Albenir–, la primera postura no siempre resulta fácil de realizar, pues si hay algo difícil de vencer en nosotros lo es el te-
mor, sea o no fundado. Así, por ejemplo, si tú aceptaras que tu sucedido con Osvaldo se te presenta sin solución, yo no debería ayudarte aunque pudiera, porque no desconozco el motivo por el cual pareces sujeto a su voluntad. —¡Cómo! ¿Cómo es posible? ¿Te lo dijo él? –troné enardecido. —¡Así es! –repuso–, pretexté estar de su lado, al hacerle creer que tú me lo habías hecho saber esta mañana, y no tuvo empacho en confesarme todo. Ahora me juzga su aliado y creo tenerlo en mis manos; pero, antes, deberás librarte de él por tu cuenta. ¿O es que te supones inferior a tu enemigo? En ese caso no tendré más remedio que salir en tu defensa. Yo silencié, en tanto nos deteníamos a mitad de un ancho puente, bajo el que irrumpía, con selvática prestancia, el río de la ciudad y en donde una cuadrilla de obreros trabajaba la reconstrucción de un muro, debilitado por el embate de las aguas que, a causa de las lluvias torrenciales, amenazaban derrumbarlo. El viejo muro se erguía inmutable y solitario como un celoso guardián jamás vencido en la lid, pero asediado por el paso de los años. Oliente a musgo y humedad, repetía el eco incesante del rumor de esas aguas, cuyo lenguaje arcaico, en las tardes crepusculares, llamaba a quietud y a soledad, a meditación y a actitudes meramente contemplativas. Arribados observábamos, con impertérrita calma, el hacer de los obreros cuando, devolviéndose a sí mismo, Albenir comentó: —¿Ves a esos hombres y la diligencia con que desempeñan su tarea? —Sí –respondí. —Pues bien, cada uno de ellos deberá desarrollar la energía suficiente para hacerse acreedor al pago remuneratorio por su esfuerzo y celeridad. Empero, si alguno se tirara a la holganza, quizá otro por familiaridad o compañerismo le salvaría el apuro. Sin embargo, esto no podría sucederse al infinito por cuanto habría de llegar el tiempo en que, el primero,
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sucumbiría a su debilidad y dejadez. ¿Comprendes ahora por qué te es preciso hacer frente único a lo que te abruma? —Sí… es verdad– contesté teóricamente convencido. Albenir me miró con aire paternal, mientras brotaban de sus labios, con un tinte de profético lenguaje, las palabras siguientes: —Busca el orden en tí mismo. Sólo así te salvarás del martirio ineficaz y tragicómico de santificar el bien en demasía. Poco después se alejaba, despidiéndose en su forma acostumbrada. Los consejos de Albenir me causaron honda inquietud. Su envío fue de tal modo impactante que los posteriores días los dediqué a la meditación de cuanto me había comunicado, hasta condescender con la idea de que mi amigo sabía más de mí que yo, lo cual no dejó de causarme enfado, aunque los defectos imputados tácitamente a mi persona no me parecieran perjudiciales, pues me ayudaron a discernir mucho de mi conducta. No obstante, algo de su saber me fascinó en esa ocasión y, aún hoy, lo recuerdo en su plenitud. Fue lo siguiente: después de haber encarado mi vergonzoso comportamiento respecto a Osvaldo, cosa que no tuve empacho en aceptar, Albenir me habló de un orden que, para no caer en el martirio ineficaz y tragicómico de santificar el bien en demasía, debía buscarlo en mí. Casi niño, yo no entendía hasta entonces por orden, sino el reinante dentro de las fronteras de mi hogar. Aquel que se me inculcaba como paradigma de dilección social e individual, basado en los ritos convencionales de la época. Por tal, el germen de mi impresión se fincó, esta vez, en tratar de poner en claro a qué orden se refería Albenir, al aseverar que debía inquirirlo en mi persona. Gasté muchos días con sus noches cavilando sobre el asunto. La palabra orden me era familiar en todas partes: en el colegio y en la iglesia, en las bibliotecas y en los centros de
juego, en los discursos y en las poesías. El mundo hablaba de un orden, quizá mal entendido algunas veces. Mi hogar era un orden; pero aquí, a más de significarme amor, me sonaba a sumisión sin alternativas y, respecto a gran parte de mis amigos, me sabía a mediocridad y rutina, pues éstos parecían desenvolverse en una dirección opuesta a la mía. ¿Era el orden común, apenas visible en las sociedades caóticas, al que Albenir se refería? –me preguntaba frenético–, ¿o se trataba acaso de algo supraordenado, no concedido a las mayorías insulsas, en donde todo debía estar permitido a los elegidos constructores de las sociedades promitentes, ahora pequeños dioses aislados viviendo una vida misionera, raras veces holgada y feliz? ¿Estaba Albenir formando filas en ese orden misterioso? y, si no, ¿por qué expresaba teorías y verdades desplazadas de sus labios con descarada amargura, como si estuviera sustraído de la mesa y puesto en un ángulo superior a los seres y a las cosas? y ¿por qué jamás le había visto ceder el empuje de una voluntad ajena? ¡Posiblemente –pensaba– era un renegado o un hacedor de mundos!, aunque ello no debería importarme porque comenzaba yo a obtener útiles ideas de él y, además, las armas idóneas para librarme de Osvaldo pues, la vez que acudí a la cita, lo hice sin el dinero consabido. El chantajista había hecho conatos de castigar mi altanería, pero la cosa no pasó a más. Aquello quedó en una nueva amenaza que de seguro no llegaría a cumplirse y el conductor del carretón estaba fuera de peligro. ¡Ahora respiraba yo el aire vital con presunción y, después de dos días de zozobra, retornaba a mi antigua semblanza con una experiencia que, en el futuro, habría de serme útil de algún modo! La primera fase de la lucha estaba ganada por mi voluntad triunfante, al tener la convicción de que Osvaldo desaparecería de mi camino, persuadido de que no obtendría nada de mí. Porque me pareciese, porque así lo fuera, lo cierto es que, por tales motivos, llegué a conceptuar a mi amigo como un
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ser fuera de serie y dotado de potenciales humanos extraordinarios aún respecto al foro de su hogar, en donde debía ser considerado un modelo de hermano, hijo o mucho más. Aunque desconocía por completo la vida de Albenir con relación a su orden familiar, ello no me detuvo a originar esas creencias al deducir que, quizá, era el numen sorteador de sus problemas hogareños sin apremios de exóticos consejos. ¡Acaso fuese superior a su propio hogar! –pensaba– y este juicio, no obstante ser poco ortodoxo para mí, me hacía morbosamente admirarlo pues, su manera de ser era tan singular, que parecía no haber aprendido nada que no brotara de su yo personal y existir sin el silente sobresalto de la conducta arrepentida, dentro de su condición sentimental. De otro lado, había oído entre la gente adulta serios comentarios acerca de su emotividad. Se decía que era un joven estrecho ante las acciones humanas calificadas como sublimes ejemplos de cierto escalamiento espiritual o patriótico porque, al referirse al tema, Albenir solía afirmar agriamente: “EI hombre tiende a idolatrar toda acción que no es sino simplemente un deber de quien la realiza. Las circunstancias determinan al hombre y, por ende, el héroe es sólo un ser que ha cumplido su destino”. Ese disentimiento había mermado mi afición admirativa hacia la santidad y al heroísmo, calificativos muy usados por los maestros de Historia y Filosofía con quienes, no pocas veces, Albenir gustaba dialogar apuntalándolos con preguntas y respuestas muy fuera del límite de la enseñanza catedrática. Su idea, acerca de la posición de Sócrates frente a Calicles, sobre los derechos del fuerte, señalaba que el joven no proselitaba en aplaudir los hechos humanos uncidos al yugo de humildad disfrazada, a su decir, de hipócrita impotencia. La posición del hijo de Sofronisco ante la muerte, suponía un claro ejemplo de martirio ineficaz y tragicómico porque, siendo asistido de toda razón, éste no había luchado hasta el fin.
Hundido en esa incómoda confusión, mi credulidad hacia las concepciones adquiridas en la cátedra, comenzó a desmoronarse respecto a la devoción que Sócrates habíame despertado. ¿Santificó el filósofo la bondad al grado de convertirla en el símbolo de su destrucción? y, de ser así, ¿era menester echar por la borda todo el legajo de creencias que supusieran lo contrario para dar con el orden que Albenir me anunciara? y, más aún, de resultar ello razonable, ¿cómo habría de lograrlo? Mientras tanto, conforme mi entendimiento se acrecentaba en proporción a mi edad, las dimeniones de mi mundo exterior se hacían anchurosas y su panorama, que en la niñez me brindara el edén de las primarias albricias del vivir se fue tornando, por la lógica de los años adolescentes, en un todo menos particular y más exigente a la razón. En efecto, muchos de los sucesos acaecidos durante mi infancia, se encargaron de hacerme esta analítica en cuanto a circunstancias emocionales y debieron, básicamente, repercutir en mi adolescencia. Citaré algunos: yo vivía en una pequeña provincia perteneciente a mi estado natal, en donde inicié mis primeros estudios, antes que mis padres decidieran internarme en el colegio de San Jacinto. Sus paisajes prístinos y su caserío se aromaban con la brisa de la temprana aurora. El vivir era optimismo y regazo materno, travesura en la calle y liturgias de Semana Mayor. La magnificencia de la naturaleza virgen, sólo violada por las caricias de un sol desnudo y ardiente o por el trémulo mecer de sus auras que, con requiebres invisibles, besaban el verde manto de sus formas, presagiaba ora el solemne tul del día despierto, bien la adusta brillantez de la noche dormida. Amé a la naturaleza tempranamente; más de una vez contemplé su azulado cielo confundido a capricho con milenarias montañas, allende el vuelo de los pájaros que deambulaban hermanos y confiados y cuyos cánticos me acompañaron tantas veces cuando, atravesando en rutinaria trayectoria sus callejuelas empedra-
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das, ya resecas por el sol o humedecidas por el rocío de una mañana vaporosa, acudía prudente a mi labor educativa. La escuelita entretejada, hecha de adobe y madera, recibía en su seno, sin distinción de rango, a una multitud de pequeños aprendices con no pocos de los cuales comencé a vivenciar el albor de la amistad, compartiéndola y legándole la nobleza espóntanea de la inocencia. Lejos de todo lo demás. Lejos de la comedia proditoria y brusca de mundanales, no concebidos por la niñez más allá del quicio de la fantasía y el cuento. Esa amistad puramente mecánica, condicionada a relaciones constantes, era aceptada por mí sin reservas y, quienes me la brindaban, constituían parte de un mundo en donde podía yo desenvolverme con largueza, hasta el lindero en que mi conciencia albedraba mis actos. Fuera de él, no concebía otro centro de gravitación permitido y, lo que ocurría en su derredor, lo figuraba como otro mundo extraño, diferente y hostil. A este mundo pertenecía aquello que consideraba una amenaza a mi seguridad y conservación y, su más leve roce, alteraba la serenidad de mi vigilia. Así, si dentro de mi mundo sucedían cosas que me llenaban de ansiedad o disgusto, procuraba permanecer al margen de ellas y obtener una explicación a su respecto. Sabía, por ejemplo, que entre mis compañeros de colegio se suscitaban rencillas ya fuera por la pérdida de un cortaplumas o por la posición de un lápiz mostrenco o un cáñamo de trompo y que, en ocasiones, para defender algo mío, debía hacer uso de la fuerza o de alguna artimaña preconcebida como reacción inmediata de mi instinto preservativo. Cuando esto se daba, mi enemigo pasaba a formar filas al mundo diferente y hostil. Tampoco desapercibía el hecho de que la violencia regía en todas partes. Las noticias que mi padre habituaba escuchar en la radio, provenientes de lugares remotos, me anunciaban que, en ellos, pueblos enteros se hacían la guerra en un constante afán de dominación superlativa, fincado en la propiedad de los débiles y en la misma forma, aunque en proporciones
gigantescas, que el hombre disputara en su infancia la posesión de un cáñamo de trompo. Toda esa realidad me fue induciendo a la idea de que ese hombre no había logrado ser el amigo en quien hubiera podido confiar sin ambages ni desengaños, ni el justo caballero de la leyenda heroica con que solía extasiarme aquellos años mozos ni, mucho menos, el homo sapiens dentro de su materia móvil y enfermiza. Por ello su mundo se eregía a mis ojos cada vez más inexplicable y novedoso, pero al mismo tiempo más repulsivo e histérico; porque su verdad parecía ser el crisol de la farsa a través del poder de quienes la fortuna material despertara su instinto ególatra, mientras la mediocracia generosa, pero ignorante, se agrupaba en torno a los farsantes tributándoles himnos de profana mendicidad, basados en falsos ideales de superación. “Y es que esa informe multitud, cuya razón de barro se amolda según los bastidores de las épocas, ha constituido siempre el punto de referencia para diferenciar al hombre superior y, por lo que a mí respecta, contribuyó a descubrirme el hecho de que los hombres masivos suelen desplazar su existencia a la búsqueda de un poder mercenario y belicoso, cual sanguijuelas movidas por los designios del patriarca”. Esta búsqueda se presentaba en casi todo el inventario de las acciones de mis semejantes y, mi adversión a ella, me hacía sentirme santificado e inmune a la desgracia y al azar. Por entonces, como mi entendimiento captaba ya mucho de la realidad de este mundo y, por circunstancias naturales, creía que para triunfar de él era suficiente la santidad del espíritu, yo caminaba confiado en pos de lo que más tarde me hubiese sido imposible alcanzar de no ser Albenir, mi amigo del alma, quien me ayudó a soportar y construir mi propio destino. “Aún hoy, cuando siento la flaqueza y el hastío vagar por los rincones de mi soledad y ¡ay!, aquello que ambiciono parece derrumbarse al paso del infortunio, emerge en mi interior su figura intacta, llena de templanza y fideísmo, que inyecta remozados bríos a mi quebrantada rebeldía. Aún hoy,
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cuando contemplo que el dualismo de seres y de cosas no marcha en proporción a su grado evolutivo y los ideales perfectibles, antes de convertirse en meta de camino, se disforman con el disfraz de una dialéctica ficticia y lobuna, surgen dentro de mí, como un reto de sempiterna rebelión, las palabras que Albenir me hiciera concebir un día:
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Decía yo que Albenir me había ayudado a soportar y construir mi destino porque, si bien las vivencias de mi niñez me legaron experiencias acerca de lo que el mundo era en su más crudo realismo, fue como su aparición en mi vida cuando hube de comprenderlo, en la medida en que mi capacidad intelectiva me brindó margen para ello, al inculcarme él un deseo de observación de cuanto a mi alrededor acontecía, aun tratándose de sus causas remotas. En efecto, cuando Albenir me habló de un poder diferente, fincado en la fuerza impositiva, y aseguró que el fantasma de Calicles prevalecía en el orden humano en contragolpe a la razón, mi tarea consistió en darme a la búsqueda de ese intruso, a objeto de corroborar la afirmación de mi amigo. Poco me llevó descubrir que aquella tendencia egoísta era una fría y amarga verdad y, sin más brújula que las alas de mi empeño, mis ojos recorrieron muchos lugares en donde ese imperio debía tener cabida, ya fuera en el interior de las serias paredes
de la escuela, ora dentro de los muros lúgubres y empolvados del Ayuntamiento, o bien en el pueblo mismo, en cuyo seno era frecuente toparse con seres de la cepa de Osvaldo, amantes de procurar tan sólo mal y latrocinio. Los periódicos y la chismografía barata daban a conocer, con precisión de reloj, abundante información melodramática de aconteceres que, a modo de locura o extravío, solían escenificarse en medio del pueblo del que yo participaba y aprendía cosas insospechadas. Había sabido, por ejemplo, que Rosa la catequista no era “tan honesta” como aparentó serlo en el preparo de mi primera comunión, a pesar de que su rostro carismático me ayudó a sentir cerca la plasticidad de lo que podía llamarse santo cuando, por las tardes, en una parte de la iglesia principal, la escuchaba ingenuo y devoto labiar las preces con los ojos fijos en el misal, serena y dulcemente atractiva. Yo había aunado por ella un sincero respeto y una admiración sibilina. Sus encantos personales no lo formaban su rostro o las formas de su cuerpo. Llena de fina humildad y no obstante poder hacerlo, Rosa no participaba en fiestas o reuniones de sociedad, porque parecía no importarle otra cosa que la lectura del catecismo, en donde debía tener la fuga de sus afanes y frustraciones que supo esconder mucho tiempo con artístico recogimiento. Mas lo cierto fue que debió haber sufrido lo indecible para hacer lo que hizo, pues un día abandonó la misión de contribuir al bien y huyó con su amante. ¡Se engarzó en el amor corriente y abusivo y se lavó las manos como quien, engreído en torno al altruismo que invadiera la oquedad de su pasado, se cree con derecho a ser feliz a cualquier precio, cobrándole una deuda a la incomprensión de los demás!. Pasó el tiempo y nadie volvió a recordar el suceso que, cual vesperal tormenta, se hundió en la noche del olvido. No se comentó más; pero yo iba aquilatando con mayor claridad el hecho de que, dentro de aquel círculo de seres, no era todo orden ni contento. No eran las gentes como yo hubie-
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…que se incendien las estepas solitarias donde el surco intemporal robó semilla, la semilla de la dicha indescifrable a las arcas de los genios, y al estigma de su estirpe ¡huyan lobos! ¡tornen leones! y la selva se construya sobre un nido de alimañas, ¡así sea!…”
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ra querido que fuesen, y la verdad no consistía sólo en una pequeña alforja llena de paz y ambrosía, presta a llevarse a cuestas, sino en algo escabroso e insólito mostrado a mis sentidos, a modo de secretos que iban perdiendo lo inalienable de su silencio, para dejar al descubierto la insultante desnudez de sus albores. Supe también que en el edificio añejo, oliente a archivo y a creolina, situado frente a la plaza principal, se alojaba el Ayuntamiento representativo de un orden diferente al de mi hogar y la escuela. Ese orden dimanaba de un poder político instituido, y sus dictados debían ser obedecidos sin evasivas, porque tendían a la represión de lo que, socialmente, no debía ser permitido. La estructura de tal poder, empozado en un ambiente de oficinas descascaradas, con remiendos de manifiestos inútiles, me causaba una inefable animadversión en cuanto a la dinámica insolente y mediocre de quienes lo integraban. Así, era una hablilla muy cantada que su máxima autoridad en turno había sido impuesta sin la voluntad popular, siendo un tipo bajo de fondos, estúpido y borracho; pero “entrón y tomaparte” en alguna épica revolucionaria. Era evidente que nada de esto último se tragaba el pueblo, a excepción de sus secuaces que, como él, tenían adicción a los dineros públicos. La investidura de ese poder no se ostentaba absoluta, sino que dependía de otra de superior mando y fuera de las fronteras de la ciudad; otra que debía ser más poderosa y de la cual me comenzaba a compenetrar merced la clase de civismo en la que libaba, con fe íntegra, las ideas de cómo llegar a ser un ciudadano útil a la sociedad y a mi patria. “Recuerdo cuando en las plazas o jardines pringados de confetti y serpentinas, estruendo de bandas y bullicio de cohetería, yo hacía filas con mis compañeros de colegio en homenaje al héroe, al mártir o a la fecha de algún mérito cívico. Vestido de blanco, crédulo y sumiso, me ufanaba de escuchar los discursos con sabor a épocas decisivas y sombrías,
temerarias y constructivas, referidos a personajes reales o legendarios, cuyas vidas habían sido consagradas en aras de bienes trascendentes, pareciendo como si a ese contagio gramatical cada oídor hubiese querido ser el héroe o mártir mentados en homogénea caravana puesto que, al efluvio de la evocación discursiva, la personalidad real del oyente impuro permanecía en un olvido de máscara, de falsa redención o vacuo escrúpulo”. Sin embargo, toda esa comedia me había pasado desapercibida en razón de que, no adolescente aún, mí espíritu receptivo captaba de ella acaso la minúscula superficie, extrayéndole sólo aquello que creía para mí bueno y ejemplar, sano y redimente. Por tal pensaba, sin cuestionar, que los hombres y mujeres allí reunidos debían saber mucho de épocas pasadas y libado sus eficaces principios para vivir en armonía, base por la que el equilibrio estaba hecho y el meollo de los fervores patrios era la confirmación del amor, la indulgencia y el orden. Un día, esas pueriles creencias, paliativo de la niñez acuciosa, luz indirecta a su entendimiento, sucumbieron al peso de su bagaje ilusorio y, lo que antaño me pareciera el alfa y el omega de lo impecable, se me fue descubriendo como una remota expectativa o, en todo caso en ninguna. Ya no era solamente mi hogar el maestro docto y oportuno. Cerca o lejos de éste, el vecindario constituía un nuevo sendero de enseñanzas de lo que en casa se me ocultaba por ignoradas razones y, mis vecinos, jóvenes o viejos, tenían en sus vidas algo de misterioso o histórico, algo de risible o trágico; pero todos manifestaban en los cultos y se envolvían con el espíritu resucitado del héroe insepulto mientras que, por las calles, en los días huérfanos de cívicos estímulos se advertía, deambulante y detentatoria, la apocalíptica sombra del fantasma de Calicles. “¡Tal debía ser el desastre porque, en una sociedad enfermiza y megalómana, la higiene de los elegidos apenas si puede acallar el dolor de sus heridas infestas!”
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Más tarde habría yo de comprender que esa profilaxis no llegaría, siquiera, a los umbrales del amplio ventanal del mundo. CAPÍTULO CUARTO
El secreto de Diana LO HASTA AQUÍ RELATADO, viene a ser como un escaso compendio de
experiencias, vuelta la vista hacia el pasado y descorrido el velo que cubre lo asequible al recuerdo, para vislumbrar con claridad algunas influencias del medio, conformadoras de nuestro ser íntimo. El hombre en la existencia no es sólo un mecanismo, regido por una naturaleza física destinataria, sino algo más que lo impulsa y protege contra el adverso de esa naturaleza. Algo que lo inspira, proyectándolo con fines adelante de lo que ella parece depararle pues, dentro de él, gravita en potencia, un mundo menos abyecto al que le circunda y a veces obstaculiza para actualizar el ideal absoluto de sus aspiraciones innatas. El índice de conducta non grata que suele poner en juego en sus instancias de vida, forma parte de un ser convencional, espectro advenedizo que le tapa el alba de sus altos designios y lo sumerge en aciaga impersonalidad, al mecanizar su voluntad otrora libre. “¡Ah, mala suerte que ese ser convencional sea insuperable, dada la debilidad de su espíritu, inyectado por el opio del oropel y la insidia disfrazados de etiqueta!”. Mas, sin embargo, no habremos de justificar nuestro pesimismo porque cada hombre, somnoliento o despierto, es bien un ser pensante y sabio espectador del mundo o, por el contrario, un ente cretino, aunque esperanzado, puesto sobre el escenario avistado por el primero. El hombre tiene en común abundantes lazos de religación que lo une a las cosas y a sus semejantes; mas estos 68
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lazos, cuya energía vital yace en sus adentros, apenas logran disuadirlo de caer en el error y la inopia, en el temor y la desesperación. Por tal encrucijada, el hombre suele ser en su exterior acaso la mínima expresión de su mundo interior; algo así como la gota que descubre el torrente sin llegar al desborde. Cada hombre es un mundo bueno o malo sensitivo o indiferente; pero un mundo que rubrica una época transitiva y sujeta a correcciones postreras, las que se harían menos necesarias si, desde siempre, proyectáramos la luz de nuestro entendimiento hacia el alma beatífica del niño, capaz de comunizar esa luz ortodoxa y sapiente, como preámbulo de una nueva esperanza. Los sucesos que a continuación narraré, comencé a vivirlos poco después que Osvaldo alejó de mí su obesa estela de alucinaciones pretéritas, y se remontan a los inicios de mi adolescencia, período merced al cual el individuo exhibe el porcentaje más elevado de reservas íntimas, sobre todo durante el lapso de desconocimiento que implica la transición de la niñez a la edad inmediata. Yo no sabía nada de eso y sólo me dedicaba a vivir de acuerdo a lo que era: un hijo de familia honrada, normal y profundamente religiosa. Acudía a la escuela y en los recreos procuraba divertirme con mis condiscípulos de ambos sexos a quienes, por ser evidentes, ya diferenciaba en consideraciones superficiales. Sabía por tacto que las mujeres eran físicamente inferiores a los hombres y, a ello, debían ciertos privilegios que gozaban en el trato social. ¡Ellas eran así y en todas partes había hombres y mujeres por lo que, siendo yo más fuerte, debía protegerlas aun a costa de mi integridad personal. Por otro lado, no ignoraba el hecho de que si uno sorteaba la timidez ganando el agrado de alguna, no era utópico hacerla novia y llegar a besarla o, al menos, gozar de su compañía y de algún acercamiento sin temor a ser reñido. Para ese efecto, los alumnos más avispados solían enviarles, dentro o fuera de la clase, solicitudes eróticas en pedazos de cuadernillo. ¡Decíase que
era un método infalible!, pero yo no me atreví a practicarlo nunca. Como aquéllos, entendía cuando a las mujeres podía calificárseles de bellas o feas, sin explicarme el porqué las primeras me hacían ruborizar y el motivo por el que las prefería en mis juegos. No obstante, y he aquí el principio de la narración, llegó el tiempo en que, indistintamente, empezaron a ejercer sobre mí una atracción lógica y a veces indecorosa, aunque apenas dilucidada por mi vaga perspicacia, a pesar de que su causalidad fuese obvia. Me explayaré: Cierto día en que el maestro de la clase de turno no se presentó a exponer, un grupo de muchachos decidíó matar el tiempo en uno de los parques campestres abundantes en árboles, con el avieso objeto de hurtar fruta burlando el celo de los guardias. Uno de los traviesos me invitó a la aventura y luego nos encontramos haciendo de las nuestras, hasta obtener una buena dotación que fue repartida entre todos de manera equitativa, pese a que las pedruzcas de Erasmo cobraran mejor botín. No faltó quien hiciera hincapié en su hazaña y, acto seguido, Erasmo se convirtió en un personaje extraño, cuya biografía me hizo posteriormente fijarme en él, puesto que fueron muchas las leyendas comentadas en torno a su persona, hechas permanente noticia. Se rumoró que era “un trucha” en cuestiones de mujeres y hasta conocedor de los secretos para hacerse querer por ellas. No faltó quien asegurara que tanto la refresquera como su hija se habían “metido con él”, así como que era adicto a frecuentar los lugares “de arriba”, a tomar vino y hacer versos. Empero, cuando supe todo lo referente a la vida de Erasmo, la impresión que me causó fue diferente a la experimentada por los excesos de Osvaldo, y no poco me movió el deseo de acercamiento al primero aunque, hasta el momento, éste distara mucho de fijarse en mí. Tal deseo me siguió, sin embargo, brotando irresistible y estimulado por mi propio ser. Tanto llegué a saber de su historial pornográfico que, en varias ocasiones, me dediqué a espiarlo en el colegio sin que
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él reparara en ello. A veces me parecía un muchacho común, pese a su descuido en el vestir. Asistía y daba la clase, retozando en el recreo y confiando su conversación a cualquiera. Así transcurrían los días y Erasmo no mudaba su aspecto; a no ser cuando, de improviso, se tomaba lapsos hasta de una semana sin concurrir a la escuela. Entonces su presencia cambiaba radicalmente y sus violáceas ojeras mostraban signos de desvelo y de violencia, de tristeza y de lascivia; como si algo dentro de él emergiera de súbito, transfigurándole el rostro barroso y llanamente pálido. Era esta última fase de Erasmo la que me inquietaba y me hacía vivir una rara sensación, rayante en lo placentero, por la razón de que iba siempre ligada a la escandalosa reseña circundante a su persona, y de aquí que se acrecentaran mis ansias de relación con él, para comprobar mis internos preságios. Pronto llegó el día esperado. Cierta vez, en una de mis tantas salidas de casa, lo encontré reclinado en el zaguán de una herrería, donde meritaba como aprendiz del oficio. Pasaba por su banqueta, cuando me llamó con un siseo y me hizó entrar en confianza, al argumentar conocerme en clase de antemano. Yo asentí y, en presunta camaradería, me dejé llevar hacia el interior del establecimiento, hasta un pequeño cuartucho que le servía de vivienda. Desaliñada y sucia de humo y herramienta, aquella estancia se iluminaba por los rayos del sol que penetraban las oquedades de sus paredes, hechas de carrizo y madera. En una mal alineada pieza contigua y sobre un camastro improvisado a base de cajones de jabón y ladrillos desteñidos, yacía un hombre gordo, barbudo y con la camiseta ennegrecida de sudor y polvo. El viejo rumiaba al roncar plácidamente y, a su ronquido, despedía un repugnante hedor aguardientoso. Erasmo le obsequió, al pasar junto a él, un visaje sin extrañamientos, palmoteó ruidosamente las manos y el durmiente se hundió en un profundo silencio. —El tío Ramón es un gañán desobligado –me instruyó–. Se emborracha todos los días; pero en el fondo es bueno y
yo en algo deberé pagarle sus favores. A veces bebo con él, cuando me necesita, y entonces me da por hacer versos. Tú sabes… uno debe vivir en alguna forma; aunque tú no eres como nosotros… más bien pareces un señorito y por ello ignoras muchas cosas que pronto deberás entender… —Sí –respondí–. A su tiempo. —Si lo crees así me parece lógico; pero no pienses que te las harán saber en tu casa o en la escuela. Los padres y maestros suelen mentir al referirse a ellas. Uno no debe engañarse y a ti te pasa algo… en eso somos todos iguales. Te extrañará si te digo que no ignoraba la causa de tu empeño en buscarme; otros de tu edad han hecho lo mismo y los más me admiran torpemente como si quisieran imitarme. ¿Sabes? Eso es cuestión de ellos… tú comprendes. Escuché embebido a Erasmo sin distraer mi vista de sus detalles personales. Las ojeras de la última vez habían desaparecido y sus ojos recobrado el brillo de la normalidad; a la furtiva palidez de su delgado rostro, suplía el tinte encamado de la juventud renacida y, su verdad expresada me instaba, a intervalos, a confiarle todo lo que empezaba a suceder en mí, así como mi obstinado tesón por descifrarlo. Mi oculto bochorno me impidió entrar en materia; temí el ridículo y preferí aguardar. Con ánimo de participación, Erasmo abrió un roperillo húmedo de vacío y apolillado por el tiempo, cuyas puertas se hallaban tapizadas de figuras de papel, muchas de las cuales arrobaron mi imaginación. ¡Allí estaban ante mis ojos “La adúltera” de Ticiano, “La maja” de Goya, “Las tres Gracias” de Regnault y otras entre las que figuraba una de las múltiples versiones de “Diana la cazadora” que correspondía a Olaguibel! Yo, hasta entonces, sólo había conocido una de ellas en la estatuilla que adornaba el pasamanos de la escalera de casa. Su imitación pertenecía al original de la obra de Praxíteles, antiguo escultor anterior a la era cristiana. La curiosidad por la nueva imagen de Diana me llevó al
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extremo de pedirle a Erasmo me la obsequiara. Éste la desprendió de su lugar y la situó en mis manos. La tomé agradecido y me puse a contemplarla, ahora con mayor sutileza pues, en comparación a la de la estatuilla del pasamanos, la figura de la deidad mitológica me pareció más actual y lejana a la fábula o leyenda. Todo el crisol de fantasía creada a la luz de la primera empezó, de súbito, a convertirse en un intempestivo vuelco hacia una realidad exigida, porque la Diana, presente a mis ojos, me sabía más humana y huérfana de lazos atávicos y paganos hechizos. La beldad no era ya la hija de Júpiter o de Latona ni aquella situada, a mi capricho, en algún paraje de los bosques, amorfa, e intemporal como la fuente beatifica de la inspiración ingenua. Ahora Diana era distinta y el espejo legendario se había roto al estimular en mí, su ser evolutivo un deseo irrefrenablemente erótico. ¡Yo la amaba!, pero no comprendía si la causa de ese amor profesado, era remota o inmediata y me hubiera asustado descubrirla en ese momento por lo que, marginando el asunto, preferí guardarme la prenda en la bolsa del pantalón. Mientras tanto, Erasmo había permanecido largo rato silencioso hojeando un libro de poemas de Lorca. Vuelto en mí, me le quedé mirando sin osar distraerlo de su oficio, con objeto de enterarlo y pasar a otra cosa. No logré mi propósito pues, al observarlo, noté que su rostro había sufrido de nuevo su acostumbrada metamorfosis, por demás siniestra y definida. Sus ojeras amoratadas se tornaron más palpables que antes, sudaba frío y sus orejas estaban pálidas como dos pétalos sin savia. Desatendiéndose del libro, sus ojos se clavaron en el techo de la habitación, a través de una mirada vacía e indescriptible, al par que se dejaba caer de espaldas sobre el camastro, casi convulso y con respiración honda y suspirante. Así se mantuvo unos instantes, hasta que su cuerpo quedó flácido y sus facciones desancajadas fueron adoptando, lentamente, signos de una pasividad ataráxica.
—¿Sabes? –me dijo, aún no repuesto del todo–, esto es fácil. Sólo es cuestión de pensar y ¡ya está! Ahora que si te pones te llevaré con Mirna. Ella es joven, tímida y gusta de los novicios. Si le llegas a caer bien de seguro te cambia la cosa y entonces podrás hacerla tu amante. El día que decidas yo te la presentaré; pero no deberás contárselo a nadie… será cuestión de nosotros. —Gracias, aunque no creo que deba ser pronto –murmuré. —De todos modos es bueno saberlo. Estas cosas empiezan con una fotografía y terminan “arriba”, cuando no por otro camino. Me agradaría seguir conversando contigo, pero el tío Ramón está por despertar y yo he de seguirle dando a la chamba. Mañana nos vemos en clase. Me despedí de Erasmo y salí a la calle con la certeza de que mis presentimientos se iban confirmando y, a la vez, con el firme convencimiento de no tertulizar más con él en lo sucesivo, a pesar de que nuestra primera entrevista había sido reconfortante e instructiva. En los días siguientes, Erasmo no volvió a hacer por mí y la causa fue que yo procuré mostrarme indiferente a su amistad, no obstante que en mi interior, el primitivo deseo de acercamiento se me hizo habitual a modo de necesidad fallida. Por entonces comencé a experimentar nuevos cambios en mi carácter. Me hice más reservado y cauteloso, en lo tocante a mis actualidades afrodisíacas, y adopté un arreglo exagerado en mi persona, afectándola de un exhibicionismo timorato, aunque sin rayar en la pedantería, gesto común en tales dilemas. Acorde a mi novedad, gusté de las conversaciones adultas y en casa me situé oportunidades para tenerlas con Juana cuando, después de su quehacer nocturno, solía charlatanear con alguna vecindona, el trillado novelón de sus enamorados. A pesar de que Juana me miraba de acuerdo a lo que yo era: un jovenzuelo, hijo de familia respetable a la cual asistía años atrás, empecé por ver en ella algo más que una sencilla
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doméstica a quien, otrora, gustaba hacer víctima de mis inquisidores caprichos. La veía como a una amiga y me esforzaba porque así lo creyese, principalmente al confiarme un secreto baladí o el motivo de su tardanza en el mercado. Por tales, Juana me abrazaba comentándome el asunto al oído, haciéndome sentir el tibio golpe de su aliento escalofriante hasta el exceso y la cimbrante geometría de su acendrado cuerpo. A mí me atraía todo eso y hubo un tiempo en que llegué a tener celos de sus pretendientes. Me agradaba verla recién bañada, oliendo a limpío y con su delantal almidonado o bien fregando en el lavadero del patio, semidescalza e inclinada sobre el pretil con el pelo enmarañado, limpíandose las gotas de jabón de su cara morena como su apretada figura. Los domingos Juana se emperifollaba para salir de asueto. Llena de prensapelos y con una flor clavada en su cabello negro y cerdoso adornando su sien, sonreía a los cuatro vientos. Era entonces cuando se me antojaba más mundana y menos fronteriza a mi callada solicitud por el hecho de que, ya en esas trazas, parecía pertenecer a la calle, a la sarabanda o al baile del sindicato. El mundo de Juana debía ser de tal modo pequeño e insignificante; pero, en cambio, su condición de mujer a la que podría yo obtener, aunque sólo fuese a la luz de mi abrumada imaginación, me hacía ser diferente con ella hasta el grado de violar la convención de trato impuesto entre los dos. Varias veces penetré a su cuarto llevado por el impulso de sentir alguna intimidad preliminar a mi desvarío; mas solamente una se debió a su llamado y fue la siguiente: Aquella tarde me encontraba único en casa con la perseguidora tentación de que Juana se hallaba metida en su aposento, rinconado en uno de los traseros de abajo, cuando me pidió, desde su sitio, le obsequiara un puñado de tabaco que mi padre solía dejar a descuido sobre la chimenea. La escuché atento por la ventana de mi alcoba y presto me dirigí a obtener la cantidad suficiente para un cigarrillo, lle-
gándome luego con el encargo a la puerta de su habitación, en donde la muchacha me agradeció el acto invitándome a pasar al interior. Yo acepté, no sin antes adoptar cierta postura cimarrona, al par que me invadió la tibieza del cuarto, cuyo ambiente despedía un desabrido olor a perfume barato y a petróleo quemado, proveniente del quinqué de alumbrar. Ella se sentó en la cama y se dio a trenzarse el cabello, tomando con ese fin un cestillo lleno de baratijas y prensapelos. En tal pose, luciendo el vestido alzado encima de las rodillas y los hombros semidescubiertos por el escote de organdí, Juana parecía solazarse bajo el peso de mi mirada escudriñadora que servía de huérfano contacto entre su cuerpo y mi desaliño. ¡Olí el humor de su carne morena cuando me llamó a su lado para cuchichearme uno de sus mitotes callejeros, cuya prosaica narrativa marginé de mi atención, fija tan sólo en el atractivo estado de sentirme en el umbral de su secreto! Pero lo cierto fue que Juana ni siquiera se percató de mi actitud risible y esteparia, dando pábulo a que la comedia, forjada a fuerza de mi silente soliloquio y a punto de culminar con el acto visionario en el que la doncella debía postrarse en holocausto al poder de mi ingenua seducción, se viniera a tierra derrumbada por el peso de su inculpable indiferencia, haciéndome tragar el agravio infamante que hería de filo a mi intocable dignidad. Ante lo inesperado, me erguí en mí mismo, tratando de escudar el tropiezo con los justificativos favorables que juzgué precisos. Así, de fijo, pensé que erá facil ver en ella, de proponérselo y en mis circunstancias, muchas cosas contrarias a motivar un deseo de posesión sexual en un espectador que, como yo, me creí víctima de sus desdenes. A la manera de Amiel, decidí desechar la manzana dado lo imposible de llegar a ella, hice mutis y opté por creer a Juana una mujer fría, vulgar e incapaz de interesarme en lo sucesivo, no obstante que esos análisis, objeto de mi despecho infundado, bien poco
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mermaron en adelante mi apetencia por lo “suyo” y nada por insistir en mi búsqueda de la respuesta a mi obstinación acrecentada. ¡Y es que había ya nacido en mí una ansiedad nueva, aunque más íntima y menos triturante! La llevaba conmigo sin afligirme demasiado y podía yo modular su intensidad como si se tratase de una válvula de escape, cuya regulación dependiera de una simple llave de metal puesta al alcance de la necesidad, pero sin que fuese lo suficientemente ajustable para impedir que la válvula dejara escapar algo de su contenido de modo intermitente. En efecto, con ser mi ansiedad frenable a esos intentos fallidos de saciedad congruente, ese hecho no inhibió que mis actualidades psíquicas edificaran en mí diversas manifestaciones de estados emocionales, patentizadas en mi vigilia y aun en mis sueños. Una noche, después que mi insomnio cedió al peso de acumulados desvelos, me eché a dormir y soñé que me encontraba en un paraje extraño e ilímite, con una vegetación llena de especies que rebasaban el tamaño normal por mí conocido. A mi paso, racimos de girasoles gigantes me hacían alzar la vista y contemplar su majestad, mientras las albahacas nevaban el suelo y los jazmines despedían un olor que pude reconocer como de vaselina. ¡De pronto, algo llamó poderosamente mi atención y me hizo ponerme expectante! Uno de los girasoles pareció cobrar movimiento, al sacudir con violencia sus raíces hasta alzarlas sobre la superficie; sus convulsiones espirales fueron de tal manera estrepitosas que tuve miedo y me dí a correr sin rumbo, con la certeza de que el bodrio me seguía en forma de una gigantesca serpiente. En mi desenfrenada huida, me llegué a un caserón antiguo y solitario, al juzgar por su grotesca construcción parecida a las de la época del Medioevo. Empujé sin vacilar su enorme portón, y una de sus hojas despostilladas se abrió sin dificultad, dejando ver en su interior un anchuroso salón cuyo piso, de mosaicos lustrosos, reflejaba como espejo los pilares y techados de la rara man-
sión. Penetré sin temor, sintiendo el frío de su suelo bajo mis pies descalzos y caminé cauteloso situándome en medio del salón, no sin antes notar que, a medida que yo avanzaba, el piso disminuía su frialdad haciéndose cada vez más cálido e intransitable. Me detuve por ese incidente, a tiempo que una luz, proyectada al fondo, iba aumentando su volumen y se dirigía al punto donde me encontraba. Presto, traté de desandar el tramo, ganar la salida y mantenerme a salvo de lo que pudiera ocurrir; pero una voz conocida distrajo mi intento, al brotar directamente de la luz, ahora convertida en fuego en el centro de la estancia. Con no menor presteza, alerté mis sentidos y contemplé sus ascuas polícromas, de las cuales pareció emerger Erasmo llamándome con insistentes gesticulaciones. Por instantes, sus brazos convertidos en flamas pretendían alcanzarme sin conseguirlo, mientras su boca, enorme y disformada, reía con satírico estupor. Ínterin al quedarse quieto, su cara se transfiguraba adquiriendo rasgos femeninos y entonces Juana aparecía en aquel escenario candente y se ponía a bailar. ¡Bailaba como una exótica de barrio hundida y rudimentaria, al compás de los gestos burlescos de Erasmo que la alentaba con fachas de merolico volviendo, a entreactos, la mirada hacia mí para mostrarme sus abultadas ojeras ulceradas por el fuego! Yo retrocedí a la puerta de salida y abandoné el lugar. Una sed abrasadora me invadió de repente y me dí a saciarla en un arroyuelo que corría por entre la vegetación, ahora correcta en su estatura. Me disponía a seguir mi camino, cuando alguien me llamó quedamente por mi nombre; volví la vista hacia donde procedía el llamado y vi a Diana frente a mí, tomándome del brazo y acariciándome el cabello. Ávido y triste me recliné en su pecho y ella me estrechó con celo maternal, me sonrió varias veces y yo sentí amarla con la efusión más pura que nació de mí. Desperté. Los sueños, liberadas improvisaciones en que la idea y la realidad no constituyen, necesariamente, una relación cau-
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sal capaz de revelarnos la incógnita que apenumbra las dimensiones de nuestro ser; pero que acaso, dentro de sus enigmáticos caracteres, se encuentra mucho de lo que en nosotros gravita como afanes supletorios de esa realidad no satisfecha, suelen descubrirnos, en su limbo silencioso, un enjambre de anhelos por conquistar lo que prácticamente nos parece imposible y que, dado a ello, éste va quedando poco a poco cubierto con el velo de la ilusión o la quimera. Sea por la dificultad que me ofrecía realizar mi primera incursión erótica con Juana, o por el temor creado a expensas de los principios de orden anidados en mi conciencia, lo cierto fue que, por algún tiempo, me abstuve de procurarme compañías que, como la de Erasmo, tendían a estimular, por asociación, mis crecientes inclinaciones hacia los secretos del sexo. No tuve que esforzarme mucho en el logro de esta determinación. Me bastó continuar la trayectoria del mundo que giraba en la elipse de la disciplina y sanidad constantes del hogar paterno. Volví los ojos a su edén, húmedo aún de añoradas vivencias, y me refugié en su palio rutinario, pero evadido de complicaciones rebuscadas. El solo propósito de regresión a los lares redentivos, era una consecuencia posterior a mis contiendas emotivas, sobre todo cuando en ellas se agudizaba el trauma de mis imaginarias instancias febriles, en las cuales veía a Juana doblegarse bajo el yugo de mi austera voluntad. “Y entonces la cautiva fugaba su insolencia y su anímica virtud a cambio de brindarme, en holocausto, la frágil entrega de su gracia escondida”. En tales contiendas, Diana no participaba sino para, con su imagen intacta, disolver la secuela de esas tendencias eróticas. Y es que Diana había ya pasado a ser un símbolo de lo intocable, un haz de contemplación más alta de los confines del deseo y la gula, aunque sus dones melosos me imantaran, aun en contra de mis propias barreras permisibles a buscar el meollo de su secreto. Cuando esto sucedía,
me avergonzaba sintiéndome indigno de las preseas que me ofrendaba la teórica puridad de sus encantos, con sabor a lejanas épocas evolutivas. La inminencia de poder llegar a conjugar la red profana de mis extravíos con su hado virginal, me hizo apelar a los sabios consejos de Albenir, previa mira de que alejaran de mí la tentativa. No vacilé en dirigirme a éste y marginar mi orgullo. Adusto y solitario, Albenir sabía sondear sin reservas mis apremios, y nulo esfuerzo le costó hallar la causa por la cual precisé su ayuda. Me agradaba no tener que insistir para ser entendido. Una tarde, de esas que huelen a quietud de lluvia ida y las calles huérfanas de gente, se visten de arroyuelos y hojarazca, lo encontré a la salida de la iglesia principal. Era muy dado en mí escuchar los cánticos y salmodias vespertinos, con la venia del organista que me permitía subir al balcón de madera polvosa en donde concertaba y así, cercano a su místico fervor, pasar largos ratos incentivos. Lo encontré, decía yo, esperándome, según me dio a saber, a pesar de no haber convenido ambos ninguna cita, razón por la que, atento a mi sorpresa al confiarle mi determinación de recurrir a él y su presencia coincidente, me instruyó espontáneo: —Es muy sencillo, Bruno. Lo que pasa es que has sido tú quien me atrajo a tu lado, al pensar en mí de modo insistente y yo, al recibir tu mensaje, no hice sino acudir a tu llamado. Ahora… tú dirás… Le miré perplejo y por un momento pensé que se burlaba de mí; pero, al advertir la elocuente seguridad con que explayó su motivo, le pedí me explicara esa última nueva. —El hecho es tan remoto como la humanidad misma –me dijo grave y decisivo–. Sin embargo, las gentes parecen desechar la idea de que el pensamiento pueda transmitirse sin necesidad de la palabra o la escritura cuando, en realidad, la función de pensar es un fenómeno electroquímico cuyas vibraciones alcanzan distancias inimaginables. Así, la influen-
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cia del pensamiento puede regir nuestros actos presentes y aun los futuros. Por ejemplo: si las células básicas que integran el cerebro y que ejercen la máxima preponderancia sobre el conjunto de billones de otras células conformadoras de nuestro organismo, van afectándose de actitudes depresivas, respecto de lo que nos resulta hostil, simplemente porque nos obstinamos en pensarlo así, entonces esa hostilidad aumentará en proporción al grado en que el pensamiento la considere, y ello restará potencia a nuestra voluntad para hacer frente optimista a lo que nos aflije. Las influencias mínimas o supremas ejercidas en nosotros por los seres y las cosas, pueden determinarse según ese grado de temor o excelencia que exhibimos ante unos u otras, de tal suerte que aquel hombre, cuyas células básicas estén a salvo de adoptar impresiones temerosas en circunstancias adversas, bien puede vanagloriarse de poseer uno de los más preciados dones: la templanza. Como sabrás –prosiguió Albenir–, es notorio que la falta de esa virtud teologal tiende a volver a los hombres débiles y corruptibles. Dime, ¿temes tú algo que haya sido producto de tu flaqueza? —Sí –respondí, relatándole mi apuro desde mi entrevista con Erasmo, hasta mi incomprensible apego por Diana, tocante al peligro de que pudiera destruir su sortilegio en un momento de ligereza posesiva y distanciarme del bien que ella me significaba. Albenir sonrió a mi franqueza, no sin antes criticar mi exagerado puritanismo. —¡Vaya, vaya! –me dijo–, después de la tempestad el penitente vuelve los ojos al buen rumbo. No dudo en el acierto de la intención, supuesto que nos avecina a la santidad, oasis del arrepentido –se siguió en tono burlesco–; pero tú no deberás engañarte, Bruno –continuó, volviendo a su antigua parsimonia–, el bien no se traduce sólo en una abstinencia de los apetitos polutos ya que, si así fuese, ello equivaldría a admitir que la conducta, para ser valiosa, tendría que relegar-
se únicamente a una esfera de omisiones, que no de acciones consecutorias de otros valores también de necesidad universal. A diferencia del hombre templado, el deleznable se verá siempre amagado por la conciencia, sin más veleta que la de la endeble mascarada de la autojustificación de sus virtudes y sus vicios, al exaltarse en el arrobamiento de las primeras y santificarse en la tristeza de los segundos. Lo curioso es que esa tendencia lo hace concebir juicios de valor que no lo conducen a nada y, una vez perdido o inestable, conviene en dar marcha atrás en provecho de los moralistas y jefes de Estado, quienes arguyen que sólo sus cánones pueden dar bonanza al espíritu y a la vida civil por el hecho de creerse, los primeros, capaces de interpretarlos y los segundos de crearlos con sabiduría. Pero yo te diré que esto no siempre resulta evidente pues, si te refieres a los moralistas, los más generosos no son necesariamente sabios, y si a los jefes de Estado, su falibilidad es tan frecuente que no pocos se ganan la admonición de sus gobernados. Ahora bien, será prudente comunicarte mi opinión acerca de ciertos cánones que, con ser válidos, no puede atribuírseles la eficacia debida. Para el caso, me referiré en particular a uno de los imperativos del Decálogo, paradigma de la humana bienaventuranza. Tal imperativo nos ordena no desear la mujer de nuestro prójimo, so pena de incurrir en grave defecto. Como ves, ello resulta innegable; mas, ¿podrías asegurar la existencia de seres aptos para cumplir su contenido? El desear, amigo mío, no es sino una simple función anímica, ajena a nuestra actualidad volitiva o sea, no dependiente de un proceso elaborado por la voluntad libre que pudiera manejarlo a su antojo. De allí la ineficacia del imperativo. —¿Entonces, quiere decir que aun el Decálogo no es perfecto? –interrumpí. —Veo que pareces reprochármelo, pero trataré de ser más explícito en esto que ha llegado a interesarte. Vuelvo a repetirte que las máximas del Decálogo forman el verdadero
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código del bien y, por ello, debo darte un concepto, a mi entender lógico, del precepto en cuestión. No es cierto que el desear la mujer del prójimo nos convierta en sujetos de pecado pues, de ser así, nadie podría eximirnos de culpa y solamente nos quedaría rebelarnos al infortunio de sentirnos alejados de Dios, sin ninguna posibilidad de enmienda. Pero, si meditas en lo acontecido antes del advenimiento de Cristo sobre la tierra, cuando nuestros semejantes practicaban variadas formas de ayuntamiento sexual, siendo la poligamia uno de sus signos de ciudadanía. ¿Qué, el desconocimiento de la potestad divina no los eximió de toda culpa? —Creo que eximirlos hubiera sido lo justo –respondí. —Sin embargo, tanto en ellos como en nosotros pesa la gravedad de un pecado original, que ocasionó la aparición de la criatura predilecta del Creador y la inteligencia frontera a su infinita sabiduría, pese a sus debilidades y miserias. ¿Podrías tú concebir esto en su valor y no llamar pecado a lo que fue, aunque parezca tautológico, principio original? —No… no sabría decirte– balbuceé. —Porque tomando las cosas con exagerado fideísmo, no sería aventurado afirmar que la humanidad es el producto irredento del veto divino. ¿O es que en la Creación no estaba implícita y fue abortada por los designios del diablo, a espaldas del Supremo Hacedor? ¿O debía el hombre vivir en el paraíso en estado de naturaleza, no obstante que los términos naturaleza y paraíso son extraños a toda conciliación, en cuanto poseen dictados antagónicos bajo los cuales el hombre era un cordero indeciso, ante la fatalidad de la primera y la santidad del segundo? Sin embargo, el primogénito debía frenar sus instintos para evitar el destierro y el abandono a sus recursos, cosa que, evidentemente, no hizo. Verdad es que la sapiencia de Adán fue portentosa cuando nombró a la Creación, pero, yo te diré que su inteligencia brilló aún más al realizar el principio de la humana concepción o lo que, erróneamente, da en llamar el moralismo ex-
cesivo de los siglos: pecado original. A mí se me antoja que esa denominacion a lo que es origen de nuestra especie, parece negar la omnisciencia de Dios a través del primer hombre, porque relega a la humanidad a un despertar en la cuna del pecado, sin ajenarla de impurezas para sostener la lucha contra los males terrenales, hasta triunfar o hundirse en las sombras apocalípticas. ¡Absurdo, amigo mío, tan absurdo como pretender lo impoluto a los ojos del Menor de los Pecadores! La máxima del Génesis, creced y multiplicaos, es válida y eficaz atendiendo a ese principio original de nuestros padres bíblicos, cuyo producto es este conglomerado que somos y que cumple ineluctable su destino, pugnando por desentrañar su misterio, bien sea construyendo ídolos al demonio en un split maravilloso, o adorando imágenes a semejanza de Dios en pro de su salvación eterna. —En verdad todo lo que externas resulta ilustrativo –inquirí– aunque, hay algo incomprensible: ¿Por qué, si no aceptas como pecado desear a la mujer ajena, tampoco concibes éste en su realización? —Tu pregunta es oportuna y, para darle respuesta, meditemos el pasaje bíblico del edén: en él un poema revestido de lo primero y, en medio, la pareja que, al decir del intelectualismo sublimado, habría de nublar el blanco resplandor de la inocencia, como el rocío al acariciar la antojadiza castidad de las montañas. ¿Podrías concebir aquí la concurrencia de un pecado capital en la atracción natural de los sexos? De ser así, sería curioso aceptar que el hombre debe su existencia a los maleficios del demonio, cuya figura serpenteante arrolló a nuestros padres universales en un abrazo de fugitiva lujuria. Creerlo, amigo Bruno, es plegarse a las mentes que, fanáticas hacia lo misterioso, han subestimado el principio de la humana concepción, empapándolo de embrujos y hechicerías para, al final de cuentas, convertirlo en el símbolo de nuestro destierro con el Verbo. Aquí Albenir se puso severo. Me miró como a un mojiga-
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to, lego de sus embrolladas cavilaciones, y se alejó en busca de su austera soledad. Intransparente era ya el velo de la tarde; pero, acaso, algún rayo de sol despejó el nubarrón cenital que me hizo verla azul. A modo de un viandante que acusa nuevos bríos, pese a las sinuosidades del camino, quise apurar sorbo a sorbo la fresca lección de Albenir, sin la reserva de que pudiera ser errónea, para hacer de él mi gula permanente y así desenvolver mi destino y mi numen. Sin embargo, de su enseñanza, sólo creí proyectivo aceptar que la atracción de los sexos no debería inquietarme pues, tratándose de sus nexos religiosos, no me era dable penetrar su misterio como quien, era obvio, había logrado sobreponerse a su antigua realidad llena, como la mía, de complicaciones anodinas. Por ello, me era preciso obtener de él la solución a mis vacilaciones, no obstante que a su tendencia, de cariz anarquista, se oponían mi religión y mis costumbres, lazos vigorosos que pretendía yo tejer entre los dos, debido a cierta afinidad latente en nosotros ya que, cuando Albenir disipó, en mucho, la niebla de mis dudas acerca de los secretos del sexo y alivió el impulso herético que me inspiraba la imagen de Diana hacia una teórica posesión, ésta comenzó a parecerme, de fijo, humana y alcanzable en un presente cualquiera, dejando de atosigarme el hecho de que pudiera estar ligada a lo prohibido por mi moral consciente. Era indudable que Albenir sabía más que yo del asunto y me había persuadido del absurdo de mi incursión a un culto innecesario al destruir, en un instante, el bagaje de prejuicios ingenuos que me había servido de pedestal para construirlo. ¡Ahora reconocía, con extrema avidez, la importancia que Albenir podría tener en mi vida de no separarme ya de él!
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CAPÍTULO QUINTO
El indicio LLEGÓ EL TIEMPO EN que mis padres me enviaron a la ciudad de SC, a iniciarme en la instrucción preparatoria. El aconteci-
miento revistió, amén de la tristeza lógica que motiva la separación del hogar paterno, una gracia de relativa soltura que consideré idónea, en cuanto me serviría de escala con miras a perspectivas quizá más optimistas. No me fue difícil colocarme en un plano encomiable dentro de las enseñanzas escolares, puesto que no me resultaron indefinibles, y, de paso, pude propiciar campo suficiente a la meditación de mis ambiciones internas. Debí ser poco discreto en tal motivo, ya que muchos de mis condiscípulos comenzaron a verme con interés y tesonera curiosidad; como si tuviese algo distinto e impenetrable a su camaradería usual y sin nada que añadir a mis experiencias de rutina. Por ello era en mí la costumbre de andar solo y de no conciliar con el sofisma de lo convencional que, encontré, servía de sostén al pusilánime y al masivo, a quienes no pocas veces vi, en aquel inicio de nuestra juventud, alinearse como parias vegetantes a la caterva mansa y pasiva de la mediocracia. De otra parte, mi alergia a lo trivial seguía instándome a tratar de descubrir si la verdad de mi mundo podría depender del grado en que yo aceptara la influencia de AIbenir en su ámbito y abracé, por principio de cuentas, su todavía pequeña herencia adoptando cuando me era preciso, el escudo de su personalidad para defenderme del error e ir sembrando en su lugar un primer surco de paradisiacas conquistas. Ese empeño me valió asimilar, a fondo, sus perspicuos consejos y comenzó a 87
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rendirme óptimos frutos en el ambiente, pues ahora mi amigo había marchado lejos y, en consecuencia, debería yo arreglármelas a propia cuenta, sin más guía que la confianza inspirada por su intemporal presencia en mi recuerdo. La casa de pensión que me servía de alojamiento, asistía a una treintena de estudiantes con los cuales, era lógico, hube de entablar contacto, aunque sólo fuese para disipar ratos de tedio o cumplir con un convivio superficial y pasajero logrando, sin proponérmelo, hacerme notar entre los que, hasta entonces, navegaban a contrahilo en el mar de sus turbaciones primeras, de las que yo habíame despojado gracias a Albenir, el Albenir imperioso y sabio. Así, me hallé de pronto elevado a un plano superior a ellos, casi como mi amigo respecto de mi, o sea dueño de un poder capaz de dirigir las cosas a mi antojo y tomar de ellas lo mejor y más lucrativo. No tardaron en cobrarme dócil renunciación. Mi nueva postura de orientador y profeta se debió, principalmente, a mis alardes de amplio conocedor de la vida y sus cuestiones, a pesar de que las ideas participadas, a quienes las apremiaban, no fueran sino las que Albenir me había transmitido y, por tanto, a fuerza de fortalecerlas, logré acariciar un sentimiento de suficiencia en aquello contrario a mi temperamento. Acorde a mi actualidad, me sumé a muchachos afines a la vida disipada, fácil y poco edificante, no tardando nuestro bando en ejercer pleno dominio sobre la población estudiantil, ora empleando métodos persuasivos o violentos en busca de adeptos y caprichosos días de holganza en el colegio, bien ingeniando pesadas jugarretas dentro o fuera de clase a costa de aquellos que, para su desgracia, fungían como blanco casual de ellas. Tales desmanes no contaban con mi agrado, pero sí me llamaba compartirlos y ser espectador de lo que Albenir había visto en los azares de mi persona, antes de tenderme su mano salvadora. Era común en mí irme de pinta o jugar a suertes el dinero que se me enviaba
con miras a cubrir mis gastos personales y, en caso de despilfarro, inventar a base de historias y embustes necesidades extraordinarias para obtener de casa nuevos envíos. Sin embargo, no todo en mí era indisciplina y orgía. Amaba el orden y las buenas costumbres, procurando radicarme, en los ratos de calma introspectiva, los sanos principios adquiridos en la lectura o en el libro de la vida misma. Oía música clásica con frecuencia y comencé a escribir versos, inspirados unos en simples enamoriscamientos eventuales y otros en la nostalgia estimulada por mi solipsismo y mi espíritu inconforme. Durante los años de mi estadía en SC, a excepción hecha de los meses en que, mediando las vacaciones escolares, tornaba a mi hogar, debí alcanzar la estatura y complexión límites, acusando la sana fortaleza que nos otorga la magia de la juventud. Más compenetrado en la realidad, ostentaba yo el sello de un desarrollo normal en cuanto a la facultad de aprendizaje, minérvico don de la adolescencia plena. “Cuando reparo en la mía, me imagino al joven taciturno, de buena presencia y sumo sentido del humor, aunque rivalizando siempre con lo superfluo, con el burdo anonimato que suele aceptar el hombre mediano de su destino, a condición de procurarse una intrascendente, pero cómoda estadía en algún escenario del mundo de Carlyle”. Yo desechaba ese mundo, en donde la mayor parte de los hombres transitan y parecen olvidados, no así el de aquellos que, menos felices, sostienen a ultranza la eterna lucha por los valores de la especie. Esa aprensión se debía, sin duda, a la falta de apoyo de quien se había trocado en mi meta esencial porque, ya fuera Albenir un charlatán o un agorero, yo le guardaba recóndita veneración y me sentía celoso de su ausencia. ¡Él era mejor que yo y resultaba prudente llegar a ser como él! “Aún es tiempo, Valverde… aún es tiempo…”, me murmuraba al oído con lejana voz heráldica, azote de mi infortunio, y esas palabras fueron de una importancia invalorable durante mi etapa adolescente. Explicaré la razón:
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Es innegable que la vida tiene para cada hombre un cúmulo de fines que justifican su transitar por la existencia. Pero, cuando esos fines se erigen lejanos o inalcanzables a fuer de su altura y excelencia, suelen a veces conducirlo hacia derroteros insospechados, regiones de una vida profunda duramente incomprendida por los que transitan fuera de su intenso devenir, porque su acervo de cosas esotéricas les parece, a éstos, enjambre de locura o burda ociosidad de mentes idas. Pues bien, a la vera de esa creciente mediocracia, vacía de espontaneidad y limitada a una pereza sedentaria y anémica de conquistas proyectivas, yo sentí anidar en mi corazón, cada vez con más energía, un desapego a sus condiciones simplistas ante la presencia de lo existente. Me disgustaba el hecho de que en aquel círculo juvenil no pudiera encontrar a alguien parecido a mí interiormente, a efecto de compartir ambos, como acostumbraba con Albenir, los ratos de bohemia sosegada a través de la meditación del existir y sus objetivos. Pronto me percaté que todos ellos eran indiferentes a esos extremos, por parecer destinados a un vivir nada relevante y, a tal motivación, se debió que, por un tiempo, llegué a quedarme sin amigos hasta que conocí a Rafael, un muchacho dos años mayor que yo, inteligente y dueño de un atraído hábito de ironizar, a la manera de un moderno Aristófanes, todo lo que de vulgar e ingenuo creía ver en nuestros compañeros. Esa costumbre le había valido el alejamiento de muchos de ellos, sin que a su temperamento, vasto y disociado, le importaran los incidentes. En aquel entonces, Rafael había llegado con el fin de regularizar su situación escolar e iniciarse en la carrera de Derecho, pese a su habilidad natural para las matemáticas y el análisis. Nos hicimos amigos y, en la primera oportunidad, pasó a ser mi compañero de cuarto, al permutar el suyo con un mozalbete de grado cursante menor que habitaba el mío. Pronto entre nuestras afinidades relució la de hacer versos y, obviamente, optamos por atizar la inspiración en aras de ese logro,
volcándonos hacia parajes desposeídos del bullicio mundano y llenos de contrastes naturales acordes a la intención. Rodeados de sauces y palmeras, los arroyos avivaban con su escuálida presencia nuestros sendos afanes que, sedientos de proyecciones creativas, daban rienda a un estadio bohemio y melancólico, persistente e insaciable. Rafael era un buen versificador, aunque un tanto morboso en sus concepciones, a cual más ligadas a motivos eróticos sexuales, sólo que empapados de una sensibilidad muy nativa en mi singular amigo. Al declinar la tarde, una vez comunicadas nuestras noveles conquistas literarias, nos devolvíamos a la pensión, satisfechos de haber cumplido un deber señalado por el destino. Pero en la vida de Rafael no todo fluía con tendencias de elevación e ingenio, a la manera del artista o el meditabundo. ¡Habría algo en él que lo inducía a adoptar actitudes antagónicas a su voluntad y que más tarde, precipitarían su escape por la puerta falsa de un suicidio crónico y absurdo! Comencé a darme cuenta en una de las incursiones a nuestros lugares predilectos. Días antes me había confiado, sin reservas, tener constantes depresiones nerviosas que lo instaban a exhibir una conducta ritual como símbolo de salvación, respecto de ideas creadas por su mente semi delirante. Noté que el confeso comprendía y hasta gustaba ironizar su desatino; pero no desperdicié oportunidad para reprenderlo, juzgándolo demasiado aprensivo. En la ocasión referida, me hallaba corrigiendo algunos de mis poemas que suponía dignos de publicación, en espera de que Rafael me diera alcance a efecto de disfrutar holgados momentos de esparcimiento. Por la mañana, éste me había prometido su compañía, después de contestar la correspondencia de su casa, en la cual sus padres le encaraban sus inexplicables demoras de noticias, a las que el remiso poco solía poner remedio. Esa parte del día, Rafael permaneció en nuestro cuarto sin acudir a clases.
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Impaciente por su tardanza, dispuse devolverme antes del anochecer. No era la primera vez que aquél faltaba al compromiso a últimas fechas, y la causa se debía a sus estados psíquicos inhibitorios que me hicieron pensar seriamente en su situación, más aún cuando ese día ocurrió el hecho siguiente: regresaba, la tarde despedía sus postreros destellos, la luna llena, divisada en el horizonte, no cernía su luz plena entre los follajes y el susurro del arroyo iba quedándose atrás, a la medida de mis pasos sobre la verde hierba apenumbrada. Pronto llegué a un recodo en donde, el angosto camino, cruzaba otro que conducía a una barranca de corta profundidad, en cuyos extremos sombreaban imponentes, en la quietud del turno crepuscular, las ramas algodonosas de una ceiba cercana. Yo sabía, por gentes de ascendencia campesina, de los misterios y realismos que giraban en torno a la majestad arcaica de las ceibas. La leyenda de los caminos evocando casi siempre su imaginaria presencia, imprimía un señorío a la vecina. Me acerqué a ella y descubrí a Rafael recostado en medio de dos de sus raíces, cuyos troncales afloraban sobre la superficie. Su rostro patibulario denotaba cansancio y sus ojos tenían la mirada perdida en la llanura extendida en derredor. De momento, me quedé en suspenso sin que el personaje pareciera darse cuenta de mi aproximación, pese a que, encontrándome ya muy cerca de él, no habría podido menos que advertirla. Así transcurrió un lapso, durante el cual RafaeI permaneció estatuado, con sus largas y fibrudas manos asidas fuertemente a las raíces y las uñas semi hundidas en ellas, hasta que al fin sus labios pronunciaron, con gravedad y a intervalos, la siguiente frase ritual: “Yo… estoy… en mí. ¡Yo estoy en mí!”. Hecho seguido, me miró con expresión aburrida, pidiéndome le ayudara a incorporarse, lo que hice de buen grado sabedor que significaba su vuelta a la normalidad. —¡Has reincidido otra vez! –lo increpé, mientras se afanaba en sacudirse el polvo del vestido y en asentar su lacio cabello–. ¡Te habías prometido no hacerlo más! –le recordé por cumplir.
El aludido se volvió a mí con fluidez. —¡No lo sé! –respondió en tono justificativo–, de pronto, al dirigirme a la cita, sentí la necesidad de volver ahí para rescatarme –continuó, señalando a la ceiba–. Sé que es ridículo, pero lo he conseguido porque, despues de todo, ya estoy conmigo y eso es lo importante. No volverá a suceder, te lo aseguro –terminó explicando con una sonrisa de incongruente satisfacción. —Está bien. Si lo crees así, qué más da –abundé creyente a medias. De súbito el cielo se embadurnó de negras nubes y gruesos relámpagos se dieron a la tarea de abrir cicatrices al joven crepúsculo, en tanto la lluvia amenazaba desbordarse franca y torrencial. Para evitar el chubasco apretamos el paso con ánimo de ganar la carretera; pero, ya en el avanzado trayecto, Rafael giró intempestivo en dirección contraria, enfilando rumbo a la llanura en la que se internó a campo traviesa. El prófugo corría desaforado, y su silueta no tardó en perderse justamente en el punto mismo en que se encontraba la ceiba. Yo, ante su extravío, opté por seguirlo, y no me causó novedad hallarlo en su inicua posición entre las raíces del árbol, con idéntico aspecto tenebroso. Sólo que, en esta ocasión, algo diferente en la escena alertó mis sentidos hasta el estremecimiento. Era un rumor de ave que parecía provenir de la ceiba y repercutir en Rafael en forma de eco vibratorio. ¡Como si éste poseyera entre sus ropas un imán resonante que, a un tiempo, confundiera su procedencia! Percepté, no obstante, que el rumor semejaba al graznido articulado por los cuervos durante el celo y el hambre, pero no pude comprobar plenamente su origen aun cuando, al alzar la vista repetidas veces hacia donde lo suponía, me asaltó la sensación de haber advertido a un pájaro de anormal tamaño, revoloteando entre la frondosidad de los ramajes, en un intento de emprender el vuelo. Cierto de que Rafael no accedería en regresar a la pensión, presto me devolví, para guaracerme de la furia de los elemen-
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tos, a una troje abandonada en uno de los extremos de la carretera. La noche había cerrado ya, mis ropas estaban empapadas de lluvia y sentía helarme hasta los huesos, mientras la tempestad azotaba furiosa y el granero de palma se columpiaba deleznable, a virtud del viento iracundo que llamaba a un frío entumecedor. Sin embargo, pese a lo intransitable del camino, aproveché una tregua del fenómeno y me eché a andar hacia la distante pensión, a la que llegué todavía acompañado de una llovizna persistente. En ella, todos se habían recogido y la hora de la cena había pasado, causa por la cual hube de quedarme ayuno esa noche por culpa de Rafael. Al pasar de los días, el reincidente se hizo más ritualista y estepario. Seguido se ausentaba de la pensión desde temprano y regresaba ya muy entrada la tarde, si no al amanecer, tocándome en suerte encontrarlo esporádicamente en las aulas o en los corredores del colegio, como un ser fuera de serie, sumido en mutismos impresionantes y negado para convivir los menesteres de las horas. No pocos abonados se dieron a pensar que estaba loco y que, por las noches, al decir de su antiguo compartidor de cuarto, llevaba ruidos a su cama parecidos a un revolotear de alas y graznaba; que todo eso no se le veía hacer porque lo efectuaba en la obscuridad y al relator le daba miedo descubrirlo. Que debido a esas cuestiones, éste había pedido, a su ahora compañero de habitación, tratara su feliz permuta con Rafael. Tales cosas y otras, como la de que tenía pacto con el diablo, se noticiaban entre la gente menuda y lo revestían con un sombrío traje de atrayentes emociones. Por mi parte, yo no reparaba en esas habladurías, hasta una noche en que Rafael asomó tarde a dormir sin desvestirse. No hice alusión a su conducta que me despertó a deshora; pero, minutos después, comencé a escuchar los ruidos anecdóticos achacados al trasnochador que, coincidentemente, provenían del lugar en donde se hallaba. Suponiéndolos pasajeros opté por no hacerles caso, a pesar de su desquiciante innaturalidad;
como si un animal volátil hubiese querido penetrar en la habitación y, al no lograrlo, se alejara dando leves graznidos y aleteos, muy similares a los misteriosos de la ceiba, hasta apagarse lentamente en el arcano de la noche. La mañana del día siguiente al suceso ocurrido en el árbol algodonoso, transcurrió sin que el perdedizo asomara, no siendo sino al medio día cuando se presentó con un penetrante olor a vino que me hizo conducirlo a su cama y echarlo a dormir. Sus ropas estaban húmedas de agua y lodo, lo cual me indujo a pensar que Rafael había permanecido varios lapsos en la ceiba, por el mismo motivo de rescate ilusamente pretendido. En la bolsa de la camisa portaba, a punto de caérsele, un manuscrito de seguro elaborado por él esa noche en alguna taberna desvelada. Decía así:
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“Eres el cuervo que deambula en la obscuridad reinante y la noche se confunde con el negror de tus alas, ¡Qué angustia es sentirte sobre la húmeda almohada y a todas horas saberse despojado por tu cinismo de lo más preciado que el hombre ama! ¡Un día te torceré el cuello ladronzuelo y habrá paz y tranquilidad en el espíritu universal!…”
Sabedor que Rafael no solía escribir de ese modo, intenté comprender el significado de sus proféticas palabras pues, siendo reciente su confianza en mí, me era difícil concretar del todo las causas directas de su pensamiento. Sin embargo, tales versos me abrieron camino hacia la evidencia de que sentía angustia de lo que parecía superar las barreras de su libertad natural, haciéndolo vivir al amparo, como de un proceso salvatorio, de ritos creados y alimentados por él. ¡Y es que el fantasma de la neurosis empezaba a encontrar eco en su mente ofuscada, y hallar un aliciente en su vida disconforme era navegar una ruta sin velamen porque, dentro de su
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conciencia neurótica, Rafael decía ser el producto de una melancolía poco abastecida de las venturas propias de una joven existencia! Creía ser un menguado de felicidad y se ufanaba de haber aceptado su derrota, antes bien que la lucha definitiva, para evitar el desastre. En una de esas fugas, de las que yo participé dada nuestra vecindad, conocí al profesor X, a quien Rafael distinguía por su descarada adicción al vino. La personalidad manifestada del mentor era la de un pobrete metido en la extravagancia de sus años solitarios, resumidos a la enseñanza elemental de la clase de Dibujo y con un soplo de vida sociable que no iba más allá de una sonrisa convencional y furtiva. Era, asimismo, un tipo lúgubre y gruñón, aunque dueño de una aguda disposición de raciocinio, en la que se descubría a un clásico sentimentaloide con las disecciones de un pasado de envidiables perspectivas; pero sin que ninguna hubiera madurado lo suficiente para obtener el fruto de un anhelo de conquista. El profesor y Rafael formaban una pareja simpática e interesante, sobre todo cuando el primero fugaba su empecinamiento lleno de frustradas emociones y corría con el gasto de la parranda en su taberna favorita. Entonces Rafael, atragantado de vino corriente y con el acicate de la disipación, desenfrenaba un histriónico ateísmo en todo cuanto era contrario a su vida licenciosa, hasta desembocar en una aparente liberación de su conducta neurótica, ¡como si el alcohol apartase de él esa nube fantasmagórica, latente en sus estados de vigilia, y al par surgiera el Rafael verdadero! Muchas veces, andando el tiempo, me interrogué si yo hubiese podido salvarlo de la espantosa soledad que habría de aniquilarlo sin resistencia; pero lo cierto fue que nunca precisó ayuda ajena, a su decir. Recuerdo aquella mañana en que el profesor se presentó a su clase de Dibujo. Vestía un traje negro con las solapas deshiladas y de su cuello pendía una corbata del mismo color que, por su contextura, bien podía servirle de pechera. Al toque de campana se dirigió hacia
donde Rafael y yo tomábamos la de Ética y nos invitó a festejar la víspera de las fiestas del estudiante, en un mesón suburbano en el que una botella, de turbio ron, plagó de euforia nuestra mesa. El lugar no era el más selecto de la ciudad, sino uno de esos cantinones concurridos por gente rústica y sencilla, con quienes podía compartirse un trago de cualquier menjunje espirituoso, servido por alguna maritornes o un jeremías mal pagados y en el que, la frase melosa, chusca o grosera, fluía en las charlas baratas y entretenidas de los asiduos faranduleros. Para mí, escuchar el sainete del mundo a través de esas voces estériles y poco gramáticas, era como palpar el drama de la vida profunda, en cuyo escenario el profesor trocaba su rancia educación por el hábito de la bohemia insolente y vivaracha, aunque dueña de una especial filosofía cercana al fondo de las cosas en lo que tienen de comedia y falsía. La taberna, sucia y mal encarada, no era sólo un bebedero de vinos enfermos, sino un refugio heresíarca en donde la sinceridad de la palabra descubría al orgiasta sin maquillajes inicuos, subastándolo mendaz o fiel, cobarde u optimista. Yo, abúlico ese día, procuré beber con moderación y, cuando mis acompañantes urgieron otra botella de licor, de la que Rafael se prestó a llenar nuestras copas, caballeroso le rehusé el favor, anunciándole no apetecer más. Sin embargo, éste me respondió molesto, acercándome la copa rebalsada: —¿Tratas de ser mejor que yo, Valverde, o pretendes aparentar dominar tus apetencias? —No creo que estés en lo justo –le contesté inmediato. —¡Vaya!, te pregunto porque sé que no despreciarías ese licor si, por ejemplo, alguien como Albenir te lo brindara –tronó tendencioso, ingiriendo de un sorbo la suya. —No me supongo inferior a él para que pudiera ordenarme –le aseveré con inseguridad y pensando si la presencia del aludido hubiera cambiado mi actitud.
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Rafael se mordió los labios, frunciéndolos al sabor de la escoria del trago que empapaba su boca. Luego, mostrando ya síntomas de imprudencia báquica, volvió a la carga. —¿Amas el orden acaso?… ¿lo amas? –vociferó, y su pregunta me hizo recordar la tesis de Albenir al respecto. Ante la vastedad del tema, surgió en mí el deseo de exponerlo con sapiencia, considerando oportuna la irónica alusión de Rafael a mis relaciones con Albenir, mismas que yo le había confiado en razón de recíprocas confidencias. Presto sorbí la copa sin saborear y, con aire superior, me dí a exponer lo que yo sabía acerca del asunto. Saqué a relucir la supuesta victoria de Calicles sobre la pasividad de Sócrates, calificada por Albenir de ineficaz y temeraria y resalté, astutamente, el hecho de que yo, a propia instancia, había logrado quitarme el asedio de Osvaldo mediante un poder radicado en mí, pero cuidándome de no descubrir a quien me lo había transmitido como el preciso para enfrentar a mi enemigo, en vez de oponerle la humildad del mayéutico, según el cual la gloria del vencido sería el soportar la injusta esclavitud de su vencedor. La tesis de Calicles, sostuve, alentaba un poder independiente del valor de los medios que llevaran al hombre a obtener la libertad anhelada, al contrario del esclavo, sumiso al mandato de sus opresores. Al final de mi perorata, sentí que el mundo me había obsequiado una luz de asentimiento a través de mis oyentes, quienes no se atrevieron a replicar su contexto. Tiempo después, ellos se hallaban seriamente briagos y yo había logrado la sobriedad, ligada a un vivo entusiasmo que, en esos momentos, invadía mi cerebro. Era cerca de la media noche cuando la campana de la iglesia principal dejó oír su llamado a la misa estudiantil. Al escucharla, abandoné casi por impulso el antro y me dirigí a la plaza mayor con ánimo de vivencias juveniles. Estaba pletórica de estudiantes, muchos de los cuales me saludaron con amigabilidad. Yo respondí a los afectos con ligereza, dado a
mi estado inconveniente, no obstante que, dentro de mí, latía el místico deseo de participación por cuanto, todo ello, era diferente a cualquier cosa mía y porque, en esa fiesta, había júbilo y comunidad sonriente, mientras que en mí había tristeza y desolación. Prófugo, me acomodé en una banca reclinada bajo un flamboyán, en donde una pareja de novios, estudiantes también, se acariciaban con reservada efusión. La sombra del flamboyán que, a la luz de la luna de mayo, caía sobre mis hombros, me separaba fríamente de los enamorados y entonces, sintiéndome solo, pensé, pensé que aquello debía ser bueno de algún modo y hasta pretendí acudir a la Basílica para hacer de ella un refugio promisorio, pero no me atreví a ponerlo en práctica. Observé que de distintos rumbos de la ciudad se hacían presentes las muchachas con su caminar alegre y saltarino. ¡Se veían limpias de alma como sus galas y todas ellas, sin excepción, me parecieron bonitas y con algo de santidad. Érika, una joven con quien yo había asistido a la iglesia el año anterior, pasó cerca de mí sin saludarme, haciéndome recordar que, en esa ocasión, siendo ella reina del estudiante, yo le había tributado uno de mis poemas alusivos la noche de su coronación, llegando a sentirme respetable cuando, pasado el temblor que nos provoca el ojo del escucha, oí lejano su aplauso y capté de la agraciada una sonrisa complaciente desde su trono simpático y juvenil. Más tarde, a pesar de no haber pretendido yo de ésta otra cosa que su amistad, Érika elevó el sofisma de su reino a un grado tal de vanidad que preferí alejarme de ella. El último repique anunció el principio del Oficio y las notas del poema sinfónico “Finlandia” de Sibelius me devolvió a la realidad, llenándome de una emoción que hizo brotar lágrimas a mis ojos, las cuales enjugué al oír una voz cercana que reconocí en el acto. Era la de Pedro Green, un bribón prevocacional, gatero y mal encarado, que se las gastaba de con-
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quistador y que, por su corpulencia, fichaba entre lo mejor de su colegio como atleta y dirigente. No obstante, gustaba de la Psicología y aprovechaba cualquier oportunidad para exhibir ladinamente sus adelantos. —Adivino, Valverde, por que no estás en el templo ahora –me dijo con sorna. —No sé qué debas adivinar –contesté. —Es muy sencillo porque a mí me pasa algo de lo tuyo. ¿Sabes?, hice un indebido; pero no soy de los que de inmediato acuden a santiguarse, sino hasta serme esto absolutamente necesario. De otro modo seríamos esclavos del rito antes que creyentes de lo esencial. —Es posible que tengas razón –respondí a secas. —Y, sin embargo, no pocos fieles de tu talla suelen frecuentarlo a menudo. En realidad me gustaría saber la causa de tu postura pues, en tu exterior, no demuestras ser un mojigato. ¡No me asombraría que fueras un hipócrita, Valverde! En cambio, aquí me tienes a mí que, a punto de ser un inicuo más, carezco de ese molesto hábito compulsivo y no creo estar en pugna con la religión por el hecho de no ser su esclavo ni su adorador. Me desentendí de Sibelius y por un momento quise poner en su sitio al inoportuno Green, pero preferí callar y deshacerme de él, pidiéndole cortésmente me dejara en paz. —Está bien, mas no negarás que me quitas de tu lado para no concederme la razón –me dijo, retirándose en el acto. Yo comprendí que su molesta actitud hacia mí se debía a un resentimiento personal, por haberme abstenido de concurrir a su bautizo el mes anterior. Omisión que ocasionó enfado a él y a su padre, un protestante anabaptista, lector asiduo de la Biblia y empedernido “cantina al hombro”, ya que ambos se distanciaron de mí sin motivo patente, pues yo jamás me habría mofado de alguien que, como Green, recibiera a su edad las aguas bautismales, muy a pesar de haber sido éste llevado al bautisterio casi a rastras por su padre, hecho que
provocó, varios días, hilaridad en el medio. El recordárselo hubiera sido para él un buen escarmiento. Me llegué a la pensión, después de deambular por algunas calles, con el fin de despejarme la cabeza que resentía aún el acoso de la disipación báquica. No había nadie en los corredores y las varias habitaciones estaban cerradas. Rafael no se encontraba en la nuestra y, de seguro, no tardaría en irrumpir en ella más enfermo que de costumbre. Con ánimo incipiente, mohino de todos y de mí, me abandoné en la cama y traté de conciliar el sueño, pero una sed abrasadora impidió mi propósito, haciéndome salir al patio a saciarla con el agua fresca de la paja, casi podía oír mi propio silencio, interrumpido por el siseo del líquido que inundaba la oquedad de mis manos mientras, en mis espaldas, sentía la frialdad de la noche espesa y desolada! Así, asendereado por el imperio de soledad que me consumía, fue naciendo en mí un deseo irresistible de volcarme a la calle y hermanar, en sus aceras esquinas, la cercanía de supuestos transeúntes, acaso la del sereno cuya bicicleta trastabillaba en el empedrado inhóspito por las mañanas, o bien la de Pedro Green invitándome, con voz altanera, a conversar en la glorieta más próxima hasta el amanecer. Pero, ¿es que entonces no estaba yo conmigo y me era menester apelar a esos contactos externos, para consentir que no permanecía yo sentado en la banquilla del flamboyán? Con miras a poner mis pensamientos en su sitio y a efecto de no derrapar ni un instante, recordé la última vez que encontré a Rafael en la ceiba y me indigné de su locura, porque no era descabellado suponer que, a esas horas, pudiera estar haciendo lo mismo que yo pretendía realizar, con la salvedad de que yo estaba consciente de mi no necesidad de regresar a la plaza, como él a la ceiba, para saberme en mí aunque un repentino impulso contrario a mi voluntad me instara, por intermedios, a efectuar ese regreso. ¡Dios mío! Largo rato luché por dominar mi antagonismo e inundarme de una paz y convicción íntimas, hasta que mi sudoro-
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so cuerpo, inquieto sobre la cama sin hacer, recobró la seca frescura de su naturaleza y en mi cerebro emergió, de súbito, una pregunta sin responder: ¿Cuánto habría de durar esa amnistía para mí concedida? Yo, que reclamaba lo mejor de las cosas en el acontecer y gustaba ordenarlas en aras de la liberación permitida, ahora me veía acosado de un sobresalto que, como un duendecillo entrometido, jugaba a robarme el dominio estático de la voluntad común. Paré mientes acerca de si a Schumamn, Baudelaire, Buda o San Francisco les había sucedido lo mismo, porque ¿acaso no eran locos exquisitos aquellos que hubieran sido capaces de reconstruirlo todo, unos con el eco de la fatalidad y otros con el de la santidad? Green tenía razón respecto de los mojigatos, sólo que ignoraba las causas por las cuales no debería confundirme con ellos, y hubiera sido imposible estimarle una explicación que lo hartara. Por otra parte, yo no estaba separado del mundo al modo de Rafael, quien acusaba cada día más extraños en su ser, por seguirle pareciendo la vida un tosco juego de irresponsabilidad y vanas transaciones. Aún recuerdo su concepción megalómana respecto de los estratos sociales prevalecientes, a los que dividía en dos esferas: una cósmica y dinámica, la otra yerma y decadente. A la primera pertenecían el genio y el fuerte; a la segunda el débil y el mediocre, quienes por naturaleza debían veneración idolátrica a los dos primeros, so pena de ser pasados a cuchillo en aras de una eutanasia urgida por la sociedad y el buen gobierno. Amó, basado en su nada humanista tesis, la conquista de México, despreciando la tradición y pureza del conquistado y exaltando el dominio secular de su vencedor. Lo que Calicles pretendía dar al fuerte, o sea la libertad natural y anárquica del superhombre, Rafael lo negaba al débil ya que éste, expresaba, no podría nunca romper las cadenas de su opresión sin la vigorosa ayuda del bien dotado que evitaría, a buen éxito, la unificación de los inermes en su contra.
El caos de la Alemania nazi había sido para Rafael un error de cálculo y, por consiguiente, una lastimera derrota del orden humano ya que, con el derrumbe de una posible monarquía mundial, el orbe dio paso al fortalecimiento de la Rusia soviética y del imperialismo de Occidente, dos enormes cuervos creados por su insensatez, cuyas sombras se extenderían amenazando devorarlo al menor salto de mata. “Será entonces más aguda la neurosis y la lucha más cruenta y sin conciencia, ante lo imposible de un nuevo renacimiento como en la Roma de Augusto, a raíz de la barbarie”, clamaba Rafael dolorido, mientras su mundo se derruía paulatinamente. Recordé su fragmento:
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“Eres el cuervo que deambula en la obscuridad reinante y la noche se confunde con el negror de tus alas, ¡Qué angustia es sentirte sobre la húmeda almohada y a todas horas saberse despojado por tu cinismo de lo más preciado que el hombre ama! !Un día te torceré el cuello ladronzuelo y habrá paz y tranquilidad en el espíritu universal…”
Era muy avanzada la noche cuando, después de pacificar mis ideas, me eché a dormir y soñé. Soñé que me encontraba en una isla cuyas montañas eran de azufre. En ellas, Rafael se entretenía saltando de una a otra como un chiquillo e invitándome a que lo imitara. Ínterin, al disponerme a dar el primer salto, observé que Rafael resbalaba y lentamente, comenzaba a hundirse en la superficie azufrosa. Presto, me encaramé sobre una roca cercana al desaguisado, dándome cuenta que mi amigo se hallaba sumergido de las rodillas hacia abajo. Ante el peligro inminente de que pudiera ser tragado por aquella masa amarillenta, traté de pedir auxilio; pero un enorme pajaro negruzco, desprendido de alguna parte, me impidió, dándome aletazos, proferir palabras de aliento y salvación, a pesar de que Rafael no parecía interesarse en su suerte. ¡De
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pronto, la gigantesca roca dio por temblar bajo mis pies como si se tratara de una gelatina dando muestras de pretender adentrarse hacia donde aquél veíase la cintura ya penetrada en el azufre con estoica fortaleza! Fue entonces cuando, sintiendo aún los aleteos del pajarraco tras mis espaldas, me alejé del lugar, viéndome inmediato en el jardín de mi casa rodeado de mis padres y hermanas, quienes me recibieron con los afectos reservados al ser querido que asoma despues de un largo viaje. Desperté, la mañana estaba plena de sol y Rafael no apareció por ningún lado. Los meses posteriores a partir de los hechos narrados, hasta el día en que, por fortuna, se llegaron los exámenes finales, fueron de disipación y desarreglo, aunque me cuidé lo necesario a efecto de ganar el derecho a ellos y terminar el último año del bachillerato. Asistía a clases con el fin de llenar el requisito asistencial y experimentar el eco del cumplimiento de un deber que, en casa, se me había encomendado con cariñosa severidad. Mucho debí desmejorar para que mis padres estuvieran a punto de no dejarme regresar al estudio en las vacaciones de septiembre. Mi madre se apenaba discretamente ante mi delgadez y falta de apetencias y mi silueta se arrastraba en el camino de una silenciosa desesperación, traducida en trilladas explosiones de mal humor hacia los míos, aun por causas nimias; sobre todo cuando comencé a notar que en casa me claudicaban hasta la culpa más seria, en consideración a una “neurastenia sintomática”, que el médico mal habíame diagnosticado. En varias ocasiones, mi padre trató de amistar conmigo, ávido de procurar mi confesión y esclarecer las causas de mi comportamiento; pero la intrusa vergüenza, seguida de la inseguridad de obtener su comprensión, frustraron su noble intento. Mis evasivas y defensas inculparon a la irregular alimentación de la hospedería y al superior esfuerzo intelectual que ameritaba la absorción de las lecciones. Mi padre las consintió, y así logré salvar “heroicamente” aquel año.
Vino diciembre, mes suave en donde el espíritu navideño parece remozarnos con el soplo de su hálito vivífico que, como respuesta a un anhelo vehemente, nos hace acreedores del indulto de Dios o de nuestra conciencia. Diciembre, mes de revelación en las pinceladas del tiempo, en cuyo solio los ojos del anarquizante se ciegan ante la noche blanca del Advenimiento, y una fe trémula se alza a la intemperie de los siglos, para contemplar lo que es, sin ambages, la arquitectura de su polvo, el árbol orfebre de la mies antigua y venidera, y la fuente invicta en que el dolor trueca su sed por la majestad de una esperanza. Aquel diciembre trajo en su anatomía un acontecimiento que difícilmente podré olvidar jamás, porque se presentó al par de mi honda necesidad. Pudiera decirse que fue obra de un milagro o cosa parecida; pero no es el caso imponer calificativos espectaculares a los móviles determinantes de sucesos inesperados, cuando en nosotros palpita la fe de que algo favorable habrá de acaecer para calmar la angustia que ha hecho, de nuestra vida, una joya desvalorada por el azar y portada, andando el tiempo, con desprecio y desconfianza, con pesadumbre y resignación. Ya he descrito la impresión que causó a mis padres, en septiembre, mi aspecto relajado y abúlico. Pues bien, al retornar a casa en noviembre, mi ánimo siguio distando de ser el de otros días en que, a mi regreso, todo habría de reinar en ella; menos tristeza y pesimismo. Llegó a importarme un bledo el orden y la jerarquía reinantes en mi hogar, como si en vez de volver a éste hubiese tornado a una oficina, ¡mi propia oficina! en el seno de la cual todos deberían obedecer mi imperio sin alternativas. Me volví solitario e incontrolable y cualquier reprimenda me enardecía ilógico, aun a sabiendas que pudiera reportarme un beneficio. Gusté de la noche porque sabía que la calle silenciaba, a su llegada, sus cosas de siempre. Entonces ya no había vecinas baldadas regando sus empedrados, ni el medroso carte-
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ro silbando la correspondencia, ni el vendedor, marchante, patrón u obrero regateando sus conveniencias. El Ayuntamiento permanecía cerrado al oficialismo burocrático, y sus “estadistas y prosélitos” no usuraban la gracia de un poder inadecuado y compadrero. Era como si la noche se tragara a todos ellos para vomitarlos al día siguiente, resultando que esa vida objetivada y relacionada conmigo en cierto modo, me incitara al tedio y, en consecuencia, desaprobara yo su más leve aproximación. Pero lo que llegaba al clímax de un estadio indeciso de compartimiento familiar, era cuando mis padres o hermanas me trabajaban desde temprano con objeto de hacerme asistir a fiestas o reuniones diversas, pues ello suscitaba en mí un conflicto que debía ocultar y resolver a mi manera. Tal conflicto era el siguiente: si pensaba, de primera intención que, de acudir al festejo, algo desastroso podría cernirse sobre mí o lo que yo amara, presto inventaba cualquier pretexto para rehuir el compromiso, bebiéndome la gana de aceptarlo y si, por el contrario, de ir al convite dependía la seguridad de lo que deseaba amparar, entonces lo aceptaba logrando esparcirme un poco. Mi propensión a la nostalgia se puntualizó en grado sumo. Sufría con el alma de los seres en cuanto destilaran dolor o ternura, y una hormiga moribunda hubiese llegado a conmoverme, de haberla encontrado a mi paso, en aquellos días de mi juventud. El silencio suele hacer brotar de las cosas alma y entendimiento. Quietas de palabras y barullos, desde su páramo parecen comunicarnos a veces su animismo, invadiéndonos de actitudes reflexivas. Algunas de esas cosas, hermanadas a nuestro mundo, van ligadas a recuerdos dulces o amargos, comprendidos indiferentes y, bastan su presencia y nuestra libre disposición, para que, de modo catalítico, aviven en el espíritu esos recuerdos de los que han sido partícipes mudas y estáticas.
Del hecho de que mi carácter agrio y ruinoso tuviese como sede de sus desboques la ortodoxa paciencia de mis padres, no se desprende que mis impropios gozaran de impunidad en el fuero de mi conciencia ya que, toda hosquedad o desparpajo contra su caridad, repercutía en mi corazón en forma de remordimientos y perdones callados. En casa llegué a sentirme remoto a todo cuanto en el pasado me llamara por mi nombre, aun con la secreta voz de sus paredes, enredaderas o escalinatas; porque esas mismas voces que una vez habían predicado a mis oídos un reproche a mi fragilidad exhibida, en principio, ante la pícara fortaleza de Osvaldo, ahora abucheaban mi carencia de nolición para frenar mis impulsos y conducirme según érame debido. No obstante, mis arrebatos no llegaron a ser capitales y se circunscribieron a lo ya señalado. Pues bien, los días preliminares a la Pascua de Navidad me ofrendaron nuevos halos de fe y condescendencia. Estaba yo más consistente y difuso, sobre todo al enterarme por mi padre que Albenir se encontraba en la ciudad, resuelto a pasar la Nochebuena con nosotros. Me encelé que no estuviera a visitarme antes, pero gocé en extremo la noticia y hasta me dí a buscarlo por sus rumbos y lugares predilectos, evocándolo con la saciedad de un biógrafo. Acicateado por el prurito de su invisible cercanía, me interrogué si, pese a los años transcurridos, le reconocería inmediato de topármelo a la suerte, porque era tan exacta su antigua imagen empozada en mi memoria que, la más débil alteración o el menor desequilibrio de su personalidad, cerrada a la apostasía y al anatema, me hubieran hecho desconfiar de su identidad. No fue así. Cuando Albenir cruzó el jardín de casa, guiado por mis hermanas, era el mismo de antaño; nada había cambiado en él y aparentaba tener mi edad o ser más joven que yo. Venía cargado de regalos que depositó debajo del arbolito de Navidad señalándome, con especial perspicacia, el que me correspondía. Ese hecho imprevisto me produjo una inapartable curiosidad, durante la
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tertulia y la cena, por saber su contenido, hasta que Lucía se ordenó repartirlos. Tomé el obsequio con ansiedad, bajo la significativa mirada del cedente y, después que todos descubrieron el suyo entre agradecimientos recíprocos, procedí a despojar, de las ligaduras y el papel celofán, al obeso paquete que ocultaba la sorpresa extrayendo, de una espigada caja de cartón, a un disecado pájaro negro, semi acurrucado y en posición de emprender el vuelo. Sus alas lustrosas parecían cimbrarse aún y sus ojos enfáticos antojaban una actitud fiera y decidida, en comunión con el curvilíneo pico. El pajarraco era un cuervo finamente elaborado, y mal podría tener otro uso que el decorativo. Su expresión austera delimitaba una recia personalidad animal, capaz de reñir al águila el reino de los aires. Era, en fin, un córvido azabache, misterioso como el de Allan Poe y ladrón como el de Rafael que, a pesar de su atractivo y majestad, su fija mirada, volcada hacia el arcano, patrocinaba un ímpetu devastador y maligno, Al verlo, de súbito me pareció escuchar un graznido escapado de su larguirucho pescuezo, a más de su siniestro revolotear por encima de los tejados, en busca de carroñas con que saciar su voracidad espumajeante. Yo sabía que los cuervos eran así: insaciables y traicioneros, de lento caminar y con propensión al hurto. Recordé que en su fragmento poético, Rafael decía cargar uno a cuestas molestándolo, perturbando sus sentidos y graznándole a cada minuto ¡a cada santiamén! ¡Determinándolo a lo absurdo y enloqueciéndolo a veces!… La atención de los presentes se posó en los caracteres exteriores del pajarraco, mientras Albenir se desentendía hojeando el libro “Demián” de Hermann Hesse, que yo le había obsequiado esa noche, y situaba por momentos la mirada en mí, como intentando captar el impacto que su regalo me había causado. Sin embargo, yo atento a toda relación, no hice ni sugerí nada que pudiera descubrirle mi velado azoro,
y me limité a elogiar solamente su artística elaboración, certero de que mi amigo ¡lo sabía todo! Pasada la media noche, Albenir convino retirarse pidiéndome lo acompañara a su hotel, no sin antes prometer a la familia otra visita en el invierno siguiente. —Si tú recuerdas, Bruno –me fue diciendo en el trayecto–, el pasaje del “Demián” en donde el pequeño Sinclair es atormentado por la idea de que Franz Kromer denunciará el supuesto robo de manzanas, de no remunerarlo aquél con dos marcos, hasta que Max Demián, su “yo ideal”, consigue salvarle el compromiso, te darás cuenta que el cordero Sinclair, niño aún, pero hombre en potencia, pensó en su desamparo quitar la vida a Kromer. Tal cosa resulta interesante cuando Demián le advierte que “lo más sencillo es siempre lo mejor” y, en ese caso, lo sencillo era aniquilar a Kromer y quitarse un embarazo. Este pasaje, que más bien parece una moraleja, enseña cómo, el cordero transformado en león, puede fácilmente impedir que el cuervo lo sacrifique, si impone su voluntad contra lo maligno porque, en la vida del hombre, nada hay más perjudicial que el pavor al peligro y la superstición. Miles de cuervos ensombrecieron el cielo de Polonia, Etiopía, Pearl Harbor y tantos otros, para luego ennegrecer el de Normandía y Berlín el día más largo de la historía por cuanto, enfebrecidos, tenían que cumplir su cometido hartando a los hombres de locura. Tiempo después el cuervo aliado, en un experimento físico-químico insensato, graznó sobre el cielo de Hiroshima y Nagasaki, abriendo otro curso en la universidad del exterminio más dantesco que el drama de Troya, Cartago, Constantinopla o Alemania. Y es que con París, Escipión Emiliano, Mohamad II o Hitler, el hombre ha encontrado la cuarta dimensión de su historia: la demencia. Pero, en el peor de los casos –continuó Albenir–, el cuervo abandona el tejado o el hueco del árbol, cruza la selva y el río y va a posarse en el jardín de la juventud que, absorta por el ejemplo vil de sus mayores, contempla en lontananza su porvenir
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umbrío cuando éstos, encuervados, le hacen amar a Napoleón o Saladino al contrario de Ghandi o San Francisco, y le inulcan el mito de la fama guerrera a expensas de la víctima que los escarnece y maldice. Es por ello que las generaciones herencían unas a otras las tareas de Caín, Rómulo o Edipo, acaso por un determinismo sui géneris, o porque los bienes transitorios del planeta no hartan la gula de los inquisidores del poder que, atizando la llama del desastre, dan vida a los cuatro jinetes apocalípticos al amparo de toda impunidad. Tal es el cuervo del siglo veinte, amigo Bruno. Es más inicuo que el del último siglo de la Roma antigua. Su garra pretende convertir en sangre lo que Midas hubiera preferido oro, ante la histeria del alma colectiva, hoy en día, superior a la de la Roma bárbara. Pertinaz es su miraje de enloquecer a los pensadores de Estados Unidos y de Rusia, cuyas orgías púnicas se escenifican a capricho en Corea, Hungría o Medio Oriente, pues la manía de esos cuervos es por excelencia el robo sin exponer la propia integridad. Es el saqueo de la libertad por medio de su neurosis asquerosa, cuando la apática voluntad del mundo no puede detener esa obsesiva compulsión de nuestro siglo. Por ello, en el hombre sensato, suele pesar la soledad de Sartre o el hambre de Knut Hansen, aunque no lo supongan así el nacional socialismo, el fascismo, el comunismo o la sociedad capitalista, fantasmas estos que se han cernido sobre el orbe, positivando el crimen bélico y dilapidando las arcas del Estado, dizque para imponer el orden en el torbellino de la gran política. Predicar con tales exabruptos es estar sencillamente loco –terminó diciendo. El hotel había quedado distante y en la ciudad reinaba el aroma de la época, sintetizado en los símbolos de ornato y en el irreverente bullicio prodigado en las posadas de los clubes, en donde se tomaba y bailaba hasta la madrugada. Sin embargo, a pesar del dorado ropaje de la noche, su acontecer fluía indiferente para Albenir, como también el hecho de que nos halláramos en cualquier parte, bajo un
cielo brillante y acogedor. Evidentemente, intuí, a él le interesaba más estar conmigo, pensar, hablar y atraerme a sí con el imán de un convencimiento crudo que yo urgía apetente. Pronto, el bálsamo de su tutela mesiánica realizó en mí el prodigio de que, al salir de casa a solas con él y caminar por las calles y aceras frescas y santiguadas, con uno de sus brazos a mis hombros y la certeza de su acercamiento, los rituales inoportunos que amenazaban la paz de mi vigilia habían evacuado mi mente. El aire acariciaba mi cara con el solaz de un viejo amigo y las calles, prestas a ser regadas en la mañana por las domésticas baldadas o transitadas por el cartero, así como el edificio del descarriado Ayuntamiento, parecieron sonreír aquiescentes a mi humor optimista y libre. Al día siguiente, el pájaro negro, enhiesto sobre el armario de mi alcoba, me pareció tan sólo la tímida estampa de un endeble cordero, atento a huir, para siempre, ante el empuje de mi despierta voluntad porque Albenir, ido ya, me había señalado nuevamente el camino de la salvación, aquella imborrable noche de diciembre.
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EL TIEMPO TRANSCURRIDO desde la visita de Albenir, hasta el día en que concluí mis estudios preparatorios, no se registró hecho digno de mención. Recibir el diploma de Bachiller, sea cual fuere nuestro merecimiento, parece proporcionarnos el placer que da al árbol su primer fruto o a la parturienta su primogénito, por cuanto significa la expectativa de alcanzar, en una época no lejana, la licencia de Estado para ejercer con eficacia y cierto orgullo inocente la profesión que abrazamos. Esa espera, fundada en la probabilidad de coronar el esfuerzo, va unida a la de nuestros padres, novia o vecino, este último que nos vio crecer casi en su casa y reconoce el empeño, del mismo modo con que la sociedad consiente a los aristócratas del hacer público al conquistar éstos, riqueza o renombre, linaje o apostolado. De los graduados en esa ocasión, todos mostramos la seguridad de seguir en pos de un futuro promisorio, excepto Rafael que parecía no creer en el suyo, dado a su compulsión neurótica que seguía lacerando las raíces marcesibles de su sentido común. Empero, la emersión gradual de la enfermedad de su espíritu, seguía patrocinando sus estados frenéticos de buen humor, a disgusto del crédulo y el petulante, muy a pesar de que en su interior acusara el temor a perderlo todo, aun el asilo de un título universitario para justificar su recorrido por las aulas. A un estudiante que, como yo, marcha por vez primera a la capital de su Nación, la urbe suele parecerle, en principio, demasiado laberíntica y, la Universidad, una estructura
de cosas fascinantes en la que habrá de reafirmarse y acrisolar saberes propicios a su alcance intelectual. Accede, la urbe, en primera instancia, a dar a su status personal, un domicilio consistente en una buhardilla de algún edificio antiguo y apuntalado en el centro de la misma, con teléfono público en el estanquillo de entrada y regenteado por una señora veterana que ha hecho de él una hospedería para estudiantes de provincia, empleados de oficinas obscuras y burócratas. En uno de esos palacios desencantados, tomé un cuarto a la señora X, una refugiada española antifranquista, más por despecho que por convicción. Mi poca envidiable contrata se debió a su cercanía con la Facultad de Derecho, profesión a la que me incliné no sin cavilaciones, y al legendario atractivo colonial que ofrecía, por entonces, el llamado México viejo. Una cama, un lavabo despostillado, un escritorio en igual traza y un perchero constituían su amueblado, no menos lúgubre que los corredores y fachada del vetusto edificio. Afuera, conservadora y galopante, corría la calle que conducía a la Facultad, larga como un camino de provincia y ruidosa como su mejor feria. Multitudes heterogéneas la caminaban en cualquier punto cardinal, despidiendo gasolina, sudor o perfumes múltiples. Gentes que parecían venírsenos encima por los cuatro costados y aventar a uno u otro lado de las aceras nuestra timidez provinciana; siluetas que apenas rozaban nuestras miradas, iban y venían en caravanas infinitas golpeándonos los hombros, atropellándonos y robándose una sutil imagen de nosotros, para luego olvidarla a la vuelta de la esquina. ¡Así eran las calles de la gran ciudad con sus palacios multiformes, oliendo unos a la época de la Conquista, de la Independencia o la Reforma, mientras otros se engalanaban con las vestiduras de la vida moderna, en respuesta a las renovaciones absolutas porque México, libre ya de su última pesadilla revolucionaria, tomaba el camino decisivo hacia la modernidad!
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CAPÍTULO SEXTO
Los mercaderes de la fe DURANTE
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La vieja casona de San Ildefonso, frase alusiva a la Facultad, se alzaba imponente, a pesar de no constituir su mole un reto a las alturas ni a las extensiones, como otras joyas arquitectónicas. Cientos de estudiantes entraban y salían de su vientre grisáceo que, más tarde, pasaría a formar parte de la Ciudad Universitaria, al sur de la capital mexicana. Distaba, la vieja casona, escasas cuadras de mi domicilio y esta suerte me salvaba del uso de transportes para llegar a ella, a más de que el cómodo horario de clases escogido me permitió conocer pronto la vida de la metrópoli, tan distinta y complicada, y sorber experiencias nacientes que fueran mitigando, en algo, mi insaciable sed de saber. En la facultad conocí rostros de maestros sabios, eruditos y mediocres, así como grupos de compañeros ávidos de madurez intelectual o deseosos de la fuerza y el oportunismo. Había alumnos, por ejemplo, para quienes la tenencia del título no significaba la defensa de los valores legales detrás de un refinado escritorio de bufete, sino su ostentación, puesto que la bonanza holgaba en las magnificentes arcas familiares. Había otros para los cuales la profesión constituía el reducto insoslayable con que enfrentar apremios económicos y, por último, desfilaban los urgidos en alargar su apelativo con la abreviatura profesional, a modo de un gramático respaldo a su no lejano juniorismo político. No pocos de éstos, lograban licenciarse en el tiempo dispuesto antes del oficial, sin cumplir honestamente en su condición de alumnos y violando la fe regente entre la sociedad y los postulados universitarios. Mi pronta ambientación en la facultad, terminó por hacerme sentir atractivo su contacto y preferir las horas que pasaba en sus aulas, corredores o banquetas con indeterminadas compañías, a las que transcurrían en el palacio desencantado, con mi aposento en la tercera planta que disponía de una puerta ventana hacia la calle y un balcón, en cuyo enrejado, reposaban varios maceteros descuidados y milenarios. El piso de provecta madera, reñida con la geometría, rechinaba al menor
peso de los caminantes, incitando a veces el mal acomodado tripié del lavabo sobre las tablas vaivénicas, hasta dar con el agua de jabón en el suelo. Este hecho traía, como consecuencia, el tunante reclamo del chino arrendatario de abajo por cuanto el agua, al filtrarse en las rendijas del maderamen, caía en cualquier parte de su fonda y yo, para acallar su descarriada lengua oriental, prometía evitar un nuevo impropio, del que no siempre resultaba culpable pues, en no pocas ocasiones, el agua escurría del piso superior por parecidos motivos, mientras la criada, socarrona y descomedida, se complacía en hurgar mis revistas y periódicos con la escoba y el sacudidor entre las piernas, recostada en la silla del escritorio. A mi presencia, la fámula ponía fin a su huelga y abandonaba la estancia, extrayendo de los maderos toda una gama de estruendosos rechinidos con su andar galopante y, dejando en la atmósfera, para rato, el estúpido gaseoso de su perfume. Sin embargo, su sonrisa elemental y propensa a la imbecilidad, me hacía aceptar, a regañadientes, el mínimo aporte de arreglo que proporcionaba a la habitación y olvidar sus desparpajos. Por las noches, mi cuarto se desocupaba de ruidos y palabras, a no ser cuando el silencio era interrumpido por el monótono fluir de los últimos tranvías y autobuses o por las voces esporádicas de los inquilinos trasnochados; el portero descansaba su grito aguardentoso, con que alertaba al vecindario para acudir al teléfono, y los niños cesaban de lloriquear y gastarse travesuras a lo largo y ancho de los corredores. ¡Casi me sabía yo de memoria la naturaleza de todos los ruidos, su procedencia, su autor, su causa! En aquel caserón cosmopolita y senil, me eran familires, a través de las horas y los días, desde el monótono que despedía el sereno, hasta el estridente de la señora X cuando, por las mañanas, al salir de la ducha, mal cantejoneaba semblanzas españolas con un ingrato y amexicanado acento andaluz. Empero, esa diaria pausa nocturna que me defendía de tales chingaderas, no era sino un preparo para volver a ellas al día siguiente, y yo comprendía que debía
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sobrellevar su carga, como aquellas gentes que, quizá, ruidaban a fin de desentenderse de mi propio ruido, preferido al palabrear un libro de derecho o conversar en el comedor sin limitaciones con los abonados. No pocas veces, ya entrada la noche, alguno de éstos asaz ebrio llamaba a mi puerta, me pedía un cigarrillo o una gracia repentina, se plantaba a contarme la desafortunada historia de su farra e inconcluso bostezaba, hundía la barbilla en la bufanda y, en burdo soliloquio, se alejaba dando traspiés, por algún obscuro pasillo. Algo parecido me sucedió una noche con Andrés Landowski, un joven austríaco de veintidós años, habitante del piso de arriba, cuya familia había venido a menos a raíz de la guerra, causa por la que Landowski decidió emigrar del hogar paterno y venir a México en busca de mejor suerte. Tomaba clases de música en el Conservatorio Nacional y, por las noches, trabajaba ejecutando el violín en la orquesta de un cabaret “existencialista”. Dado a su vida nocturna y al estudio, el joven poco dejábase ver y, por ende, jamás habíamos cruzado palabras hasta la vez en que llegó a mi puerta, me solicitó el consabido cigarrillo y subió a su habitación, desde donde dejó escuchar de su violín algunos fragmentos de Tchaikovski y Paganini. Siendo que muchas obras de los grandes maestros me eran conocidas, aprecié con interés las notas del improvisado concertista, por cuanto ese grato ruido era nuevo y distinto a los otros y porque no desconocía yo la difícil ejecución que ofrecía Paganini en su primer concierto. Estimulado por tales cuestiones, arribé al cuarto de Landowski a fin de captar mejor la inesperada audición; pero, al verme éste asomar por la puerta entreabierta, la suspendió de inmediato, disculpándose al considerarla una profanación al genio del autor y prestándose enseguida a darme un asiento. No estaba beodo, pero había bebido y su rostro dejaba entrever huellas de frecuentes desvelos. Con caballerosidad muy a la europea, Landowski se me presentó sin protocolos y luciendo una vestimenta poco usual
entre los jóvenes mexicanos, consistente en un suéter negro de mangas largas con pantalón y cachucha del mismo color. Su cabellera descollaba abundante, pero la extremada expresión viril de su rostro no acusaba rasgos feminoides. Pronto constaté que tenía ante mí a un clásico solitario, sumido en un retiro de inveterado desorden e indiferencia. Sobre una mesa yacían diseminados a descuido varios libros de música y literatura y, bajo de ella, embasurando el suelo, no pocas botellas de licor vacías y colillas de cigarro. Un maltratado retrato de Johann Strauss, llamado el joven, pendía de la pared y, olvidada en un rincón, se adivinaba ya en desuso el viejo estuche del violín, presa de humedad y telarañas. Para justificar el desarreglo, Landowski se apresuró a decirme, al par que disponía dos copas de un claro licor y recorría con rápida mirada la estancia, cuyas paredes complementaban el abandono convertido en grietas y polvo. —Como ves, esto no es precisamente un paraíso; pero a veces lo prefiero al que pretende darme ella diariamente –se quejó, haciendo un mohín de aburrimiento y señalando con el índice el retrato de Abigaíl, una atractiva joven que destacaba en el buró junto a su lecho. —¿Es acaso tu esposa? –le pregunté por saber, a tiempo que desechaba la bebida ofrecida. Landowski no contestó. Presto dejó descansar su copa vacía sobre la mesa y, sorbiendo la otra, se echó en la cama con displicencia, dibujando en su claro rostro un dejo de conmiseración a mi pregunta, al juzgarla, de fijo, fuera de tono. No me sentí culpable ni hubo tiempo para ello. A poco, el hombre se puso bruscamente de pie y se dirigió hacia un desvencijado armario, del que volvió con un pequeño álbum de fotografías con genio orgulloso. Al mostrármelas y yo detectarlas, pronto recordé aquellas que Erasmo me enseñara un día; sólo que ahora no tenía yo a la vista obras de arte o postales inventadas, sino imágenes cuyos originales debían estar vivos en alguna parte del mundo. Varias tenían dedicatorias demasiado
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efusivas para su tenedor y, las femeninas facciones de sus signatarias, eran finas y enigmáticas como las de la Diana de mis ancestrales días, a quien amé con la loca ternura de mis años mozos. Después de hacerme saber que el motivo de su indiscreción no era presumirme de tenorio, Landowski se puso a hojear el álbum, detuvo la mirada en uno de los retratos y lo tomó en sus manos observándolo con amorosa ansiedad. Luego de dármelo a ver, murmuró: —Esta es Romy, trece años, ¡casi una niña! Fue terrible, ya que apenas comenzaba a vivir. Nos creíamos novios hasta donde pueden serlo los adolescentes. Por entonces era mi vecina en un lugar de Salzburgo; pero nuestros mayores no estaban obligados a saberlo y se hicieron la guerra sin importarles los inermes, la sangre nueva, ¡los niños! A muchos de éstos no les dieron tiempo a rebelarse, ni a defenderse siquiera porque, al igual que a Romy, los exterminaron como pajarillos anidados. ¿No es justo, pues, que ahora nos toque protestar contra aquéllos de algún modo? –preguntó, mientras las lágrimas se resistían a brotar francas de sus ojos y una tos, a intervalos persistente, interrumpía su relato durante el cual pude notar cierta debilidad en su carácter, quizá debido al horror que le había despertado su borrascoso recuerdo. Esa noche, noté también en su mirada un odio impreciso y distinto al del ser humano que odia, determinadamente, sólo al contacto de lo que repudia, porque los ojos de Andrés Landowski parecían destellar un desprecio permanente hacia el mundo, culpable de su dolorosa experiencia apenas pocos años padecida y, pese a lo atractivo de sus facciones, su rostro se antojaba cínico, despótico y hasta macabro. Sin embargo, en esa ocasión, llegó a conmoverme la sinceridad conque me confió su diminuta historia, llena de amargura y resentimiento. Esa comunicación de la guerra o crimen supremo contra la juventud, me hizo recapacitar acerca de la verdad, ence-
rrada en las palabras de Albenir, en cuanto a que la humanidad, en su lobuno peregrinar por las estepas del mundo, solía inclinarse más a la hegemónica compulsión de un Calicles severo que a la razón de un Sócrates indulgente. Comprendí que el destino de Landowski estaba señalado por la herencia doliente de Romy, un ser, como otros muchos, desconocido para una gran parte de los que aún permanecemos en la vida y convertido en un personaje abstracto de una historia particular, archivo de palabras en donde, a veces, el hombre se percata de su lastimera realidad. En su abatimiento, el joven había quedado silencioso en espera de mi respuesta que habría de considerar, justa o no, una rebelión de la juventud contra sus mayores. En base a tal disyuntiva, yo hubiera preferido abstenerme de externar una opinión al respecto; pero, atento a la elocuente dimensión de criterio que albergaba su pregunta, asentí con reserva, acaso por estimarle algún optimismo. Él me sonrió amodorrado, devolvió al álbum el retrato de Romy y, arrellanándose en la cama, se quedó con desfachatez inmóvil boca abajo. A partir de esa noche, Landowski dejó de ser para mí un inquilino más en el edificio. Aunque era difícil coincidir, de tiempo en tiempo lográbamos compartir afines diversiones como el teatro o la lectura y nos invitábamos la opípara cena en un restaurante de postín, después de distraernos, hasta tarde, practicando el violín o escuchando conciertos en mi tocadiscos. De fijo, era obvio que la mutua afición a la música había sido el principal resorte de nuestro acercamiento. Empero, consabido ya de que Landowski no era precisamente un muchacho normal, por su propensión a ciertas ideas y disipaciones en las que podría estar inmersa la droga, yo había logrado evadir su oferta de conocer el cabaret donde trabajaba, no obstante sus tentadoras insistencias, hasta un día en que su testarudez se impuso a mi negativa y acepté sin ninguna ilusión. Esa vez concertamos y, por la noche, pasó a recogerme a domicilio en un flamante automóvil con-
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vertible por él tripulado, motivando que, ante mi inocultable extrañeza, se apresurara en el camino a sacarme de la duda. —No te inquietes. El coche no es mío, pero tampoco lo he hurtado –aseguró–, simplemente lo permuté con un amigo por unas horas. Me lo confió a cambio de dejarlo estar con una de mis chicas. Se llama Sergio Vives, tiene dinero y le fascina el club. Además baila bien la música estridente y se comporta como un buen adepto. Fingí festejar su alcance, palmeándole la espalda. Luego le pregunté: —¿Y si la chica llegara a enterarse del singular convenio, qué harías para arreglártelas? —¡Vamos, eso no sucederá! El guiño de un ojo lo resolvió todo. Abigaíl sabe lo suyo y se conduce con prudencia. Es la del cuadro, ¿recuerdas? Conoce su papel en el juego, y Sergio no podrá hacerse de ella si eso pretende. ¡Ya la verás de cerca! –me respondió, poniéndose a silbar muy orondo un vals de Strauss, mientras el automóvil se acercaba a su destino. El salón y los accesorios del centro nocturno estaban semiobscuros y al cobijo de una fachada barroca de mal gusto que se alzaba, discreta, por entre una elevada barda vegetal, en una calle de la entonces muy aristocrática colonia Narvarte. Me tomó tiempo acostumbrarme a su tenue luz y, cuando ya penetrábamos hacia donde Landowski me había prevenido seguirle, tropecé de improviso con el aterciopelado respaldo de una silla, desde la cual unos ojos sin sexo me vieron sin mirar, entornándose luego en espacial entrega contemplativa de las aureolas humosas del cigarrillo que, simétricas y en forma de aros blanquecinos, brotaban de unos labios sensuales fronterizos. Ante el abstraccionismo de aquellas siluetas ya más definidas, no me atreví a disculparme, dí alcance a Landowski que avanzaba con la certeza de quien sabe su ruta y, al final de ella, nos instalamos en una bien situada mesa, sobre la que reposaba una botella de buen brandy, dos ceniceros de jade y una lámpara de luz melancólica. Lógico, alabé
las preliminares deferencias de mi invitador y, al tomar asiento, pronto capté la popular simpatía que gozaba en el medio. La efusividad de no pocas jóvenes, las compelía al descaro de aprisionar su boca, a voluntaria permanencia, con besos sin respuesta promisoria, hasta que Landowski se apresuró a guardar compostura cuando dos de ellas, aparecidas de improviso, se acercaron a la mesa disponiendo compartirla para “cerrar el cuadro”. Una de estas últimas era Abigaíl quien, ni corta ni perezosa, le informó que regresaba de plantar a Sergio Vives en su departamento. La otra respondía al nombre de Mara y era dueña de un fino rostro sereno y atractivo. Odiaba lo doméstico y sus derivaciones, como fuera la sedentaria rutina del hogar y las arcaicas consecuencias que, a su decir, daban al traste con la realización de los alcances femeninos. Por tales imponderables, los padres de Mara habían sucumbido a sus caprichos, al separarla de su lado y asignarle una envidiable pensión, bajo la tutela de una tía suya, habituada a viajar al extranjero, hecho éste por el que la sobrina logró, más tarde, sacudirse el estorbo y rentar un departamento para vivir sin limitaciones. Vestía una blusa escotada de vivos colores y su sedosa y atrevida falda dejaba ver, sin aspaviento, sus bien esculturales piernas y las olímpicas formas de su talle. Por un momento, me sentí transportado a la ocasión en que Osvaldo, Katy y Griselda compartieron conmigo una mesa que no fue precisamente la del comedor de casa, la de las lecciones del cuarto de estudio o aquella del jardín, situada bajo el flamboyán, testigo de las charlas familiares y, ese reparo, me condujo a establecer ciertos paralelos entre mi tristemente célebre verdugo de antaño y Landowski pues ambos, a mi ver, se identificaban en muchas cosas íntimas, como el hecho de que los dos sabían imponer su desprecio a los demás, quizá por considerarse nacidos para escalar la cima de un grosero imperio de poder, con miras a saciar un “ego” personalista y megalómano. La moderna orquesta, el salón de lujoso decorado, los cortinajes románicos, las candilejas pendientes en lugares
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discretos produciendo su expresiva luz tímida y, sobre todo, la declarada belleza de Mara, me alertaron a comportarme esa noche a la altura de las circunstancias, o sea, libar con moderación, bailar y ser compatible a mi pareja de quien, la primera vez que rocé su mejilla con la mía, rodeé su espigada cintura y acaricié su espalda al compás de la música suave e incitante, me dije que bien podría significar en mi vida más de lo que mi prematuro optimismo me había venido prediciendo al conocerla. El pormenor de haber ella aceptado a priori ser mi compañera de fiesta, sin yo solicitárselo, y la silente recepción que daba a mis insinuantes caricias, prodigadas en nuestros bailes, me proponían la expectativa de una aventura elocuente y placentera. De suyo, Landowski no tardó en percatarse de mi acrecentado interés por Mara y, en el intervalo en que ésta y Abigaíl se acompañaron al tocador, me conversó de su motivo: —Es una muchacha difícil e incomprensible aunque, en realidad, poco sabemos de ella desde que hizo migas con Abigaíl hace apenas unos días. Ignoramos quién es y de dónde vino. ¡Pero, eso sí –añadió cínicamente–, es espléndida para alivianar las cuentas! Me satisfizo la primera referencia de un tercero hacia la persona de Mara, por cuanto fue saturada de un cálido misterio que bien podría, de suerte, tocarme develar. La simple tesitura me instó a pretenderla más. —¿Deberé suponer entonces que no ha tenido líos contigo? –pregunté. Landowski hizo un gesto de aparente resignación. —¡Ni lo pienses! –me respondió– Parece ser distinta a las otras. Acostumbra presentarse sola, danzar como los mismos ángeles y marcharse a la hora de su gana. ¡Ahora le pediré que baile. Ya regresa! Cuando Mara supo, a instancias de Landowski, nuestro mutuo deseo de que bailara, su cándido rostro se iluminó de un risueño asentimiento, selló el compromiso con un brindis
contagioso y se encaminó al centro de la pista, no sin antes concertar con el director de la orquesta ante el silencio del espectador. Fue así que, por vez primera, la contemplé convertida en la imagen exacta de una diosa pagana. Inmersa en los confines de la música desbordante, su ser ignoto parecía sublimarse en un voraz horizonte de deseo, en tanto su negra cabellera se agitaba liberta sobre unos hombros semidesnudos, y sus manos gravitaban ágiles como serpentinas. A esas alturas, un éxtasis inefable comenzó a cundir en aquel populacho lleno de mancebos rumiantes de atracciones sicodélicas, ante la unción comunitaria del espíritu, volcado hacia símbolos siderales prometidos. No había vulgaridad en los trazos musicales que dibujaba el cuerpo juncal de la danzarina, sino al contrario, había arte y fuego del más puro clasicismo a la manera de Kurt Well o Duke Ellington y, aunado a su esencia, persistía un grito de juventud liberado de la rutina de las sociedades perennes, de aquellas que hipnotizadas por el espejismo de un mítico ideal de universal dominio, marchan detrás del ídolo de barro hasta fincar su propia destrucción. ¡Había una nueva sangre, ávida de imponer sus conquistas lejos del peligro de sucumbir a los horrores de la guerra o de la frustración y, ahí estaba Mara imponiendo su mensaje lleno de estetismo a la conducta punitiva de los mercaderes de la fe, fugada de ellos, pero jurando venganza a nombre de las juventudes aniquiladas! Yo, por mi parte, comencé a experimentar un detersivo orgullo de ser joven. De aquel humano escenario, sentí vibrar en mí ese inmanente derecho que me otorgaba el mágico don de la juventud, para aspirar a ser, como todos los ahí presentes, pieza motor de su alma colectiva y así clamar por su verdadero sitial de paz y amor en la existencia. Landowski había permanecido ecuánime ante la majestad de la bailarina, aunque con expresión muy parecida a la adoptada en su cuarto, la vez que me había confiado la diminuta historia de la pequeña Romy. Evidentemente –me dije–, su
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pensamiento estaba dirigido hacia ese ser malogrado por gracia de sus mayores, del mismo modo que Ana Frank y tantos otros. Odio y despecho se remarcaron en su rostro sobre surcos ya hechos y, al verlo, no pude evitar el recuerdo del pasaje que, en alguna ocasión, me había comunicado a guisa de complemento a su primitivo relato: “El proyectil silbó con agudo fragor desde lo alto, antes de detonar en el blanco; pero Romy, presa de pánico, abandonó nuestro improvisado refugio y se echó a correr a plena calle. En vano quise hacerla regresar con mis gritos ahogados por el estrépito de la metralla incomprensible. ¡La bomba estalló a contados metros de ella y…!” No intenté disuadirlo de su pena y, al concluir Mara su voluntaria actuación, me apresuré a rescatarla de sus inoportunos admiradores, mientras la orquesta evocaba a Peter York y Abigaíl conseguía el milagro de revivir a Landowski llevándolo a bailar. Solos en la mesa, Mara me confió su deseo de retirarse, le pedí me dejara acompañarla. Era la medianoche y el ánimo en el club no decrecía; más de una pareja se demostraba actitudes; eufóricas con propensión lujuriosa y, en las copas, todavía se escanciaba vino, como señal de que esa noche se escribirían mil historias de amor o se aumentarían los capítulos de las ya escritas. La botella de brandy estaba vacía y nuestros amigos bailaban aún, cuando Mara enfiló su automóvil hacia una de las colonias residenciales, rumbo a su departamento. En realidad éste no era nada comparable a mi buhardilla, pues se trataba de un penthouse de lujo, a juzgar por su amueblado. Un conservador juego de sala compuesto de tres piezas, con vistosos motivos orientales, descansaba sobre una mullida alfombra persa, en un marco de fino contraste con los platerescos renacentistas, a la usanza española, que lucía el interior de la estancia discretamente alumbrada por una hermosa lámpara de cristal de baccarat. Un cuadro de “El jardín de la inocencia”, de Murillo, adornaba la chimenea y, en la superficie de
la cantinilla semicircular, yacía el retrato de un hombre de rasgos indefinibles, en cuyo calce podía leerse la inscripción: “A mi querida hija Mara”. La firma era ilegible. Mientras Mara se cambiaba de ropa, yo me acomodé en el sofá y me dí a paladear el hecho de que mi casual encuentro con ella, nuestro pródigo trato salpicado de furtivas caricias atrayentes y el hallarme, de buenas a primeras, en su principesco departamento, hubiera llegado a envanecer a cualquier mortal de habitar mi piel, más aún si se tomase en cuenta lo aseverado por Landowski de que mi adorable anfitriona difería de otras mujeres fáciles y descaradas que frecuentaban su ambiente. Sin embargo, esa ensoñación fue desvaneciéndose cuando, al verla cruzar el umbral de la puerta de su alcoba y dirigirse a mi lado, noté en ella un cambio radical, aunque al principio inexplicable. Como si la inverosímil visión puesta a mis ojos hubiera sido un personaje teatral que, al finalizar el último acto de la farsa, tornara de su camerino con su real naturaleza. Y es que la Mara deliciosamente mundana, de escandaloso escote, escasa falda vaporosa y noctámbula cabellera, se presentó a mí peinando bucles azabaches y vistiendo un uniforme de colegiala de blusa rosa y largas mangas de seda, cuya falda azul se sostenía con dos amplios tirantes cruzados por la espalda. Calzaba zapatos negros y calcetas rosas. Empero, mi sorpresa fue a más cuando al sentarse a mi vera, advertí en su rostro un dejo de profundo cansancio y cuando, a punto de llorar, se echó a mis brazos en silencioso abatimiento. —Dime que no te irás de mi lado esta noche –murmuró con trémulo acento. No le respondí porque, para entonces, las primicias de su cercanía melancólica me habían hecho presentir que su actitud de buscar refugio en mi persona, de aquel extraño modo, no era del todo reflexiva y que Mara anhelaba de mí, en esos instantes, algo distinto a una amorosa entrega. Esto lo confirmé a poco de descubrir, en la mesa de centro, el su-
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puesto motivo de su angustia. Era un frasquito asilado sobre la arenilla del florero, semi escondido entre las rosas y muy parecido a otros que había visto en el cuarto de Landowski. Con tal antecedente, me incorporé depositando a Mara, que ya dormitaba, en el suave acojinado del sofá, y examiné cuidadosamente el frasquillo para desechar o reafirmar mis temores: ¡Fue esto último!, aquello contenía benzedrinas y, evidentemente, Mara había hecho uso de ellas, encontrándose ahora en el lapso de un agotamiento nervioso del que se repondría con irse a la cama. Pensativo, me acerqué a ella cubriéndola de besos y caricias reclamantes, pero su pasividad me hizo suponer que muy pronto la invadiría un sueño reparador. Era la una de la mañana cuando me dirigí al ventanal de la calle, lo abrí sigiloso y, al punto, arrojé la escoria del medicamento al vacío, sin contar con que Mara había seguido cada uno de mis movimientos, al grado de hallarse retadoramente de pie, con el rostro contorsionado de furia y desesperación. —¿Qué has hecho? ¡Eran las únicas que me quedaban, te voy a…! –me dijo, abalanzándose sobre mí, con serias intenciones de hacerme daño. Pese a la sorpresa, esquivé por instinto los zarpazos de la energúmena y, en una de sus acometidas, logré sujetarle las muñecas sólo para que, en un impulso evasivo y mascullando maldiciones, Mara atropellara con impunidad repetidas veces su cuerpo contra el mío, hasta motivar que, en el forcejeo, ambos nos precipitáramos sobre el sofá en donde, no sin juzgarlo imponderable recurso, crucé su rostro con la palma y el dorso de mi diestra, haciéndola aflojar los músculos y prorrumpir en un llanto asaz reconfortante. La dejé sollozar, doblegando su cabeza en mi pecho y enjugando de sus ojos algunas lágrimas discretas. Por último, le aconsejé se metiera a la cama, a lo que accedió no sin hacerme prometer que, al día siguiente, volveríamos a vernos.
Estaba profundamente dormida, cuando abandoné el departamento. Me llegué al cabaret muy cerca de las dos de la madrugada, a objeto de reunirme con Landowski y regresar con él a la pensión. Para colmo, todavía lo encontré ingiriendo copas y sin signos de que deseara retirarse, a pesar de las insistencias de Abigaíl, quien me dijo excitada: —¡Es necesario que se vaya! Sergio Vives ya debe estar en camino. Tronó porque no asistí a su departamento. Riñeron de palabra, y Andrés le ha dicho que si viene le dará una felpa. ¡Inventa cualquier pretexto y llévatelo! Percibí que la cosa se planteaba difícil e insté a Landowski de mil modos a salir del club. Nada logré. El rumor de una posible riña antológica se había propagado en los corrillos como reguero de pólvora, convirtiendo a mi amigo en un campo gravitante de miradas y murmuraciones. Alguien me dio a saber que, de rehuir éste el compromiso de enfrentar a quien osara oponérsele, esa debilidad lo convertiría en un cobarde ante el grupo que le había confiado su gobierno y sería echado de él sin remedio. Ello me hizo comprender que, siendo yo un sujeto ajeno a tan rara comunidad, en cuyo seno se le reconocía a Landowski suprema potestad, podría resultarme peligroso influir a priori en sus fórmulas y preferí, a despecho de Abigaíl, seguir el curso de los acontecimientos. Poco tardó en hacer su aparición Sergio Vives. Venía solo y con apariencias de querer vengar la afrenta recibida. Una sed de violencia pareció, de pronto, contaminar el ambiente, cuando el hombre se plantó retador frente a su ya declarado rival, exigiéndole el pago de la singular deuda contraída. Landowski lo escuchó sin inmutarse y por respuesta, apuró el rescoldo de su copa, mientras en su rostro iban renaciendo los surcos de un odio impreciso, ahora catalizado por la hostil presencia de Vives. Todo se hallaba previsto en aquel umbrío circo neroniano, en donde voces candentes habían impedido a la orquesta enmudecer por cuanto, aquella música juvenil y
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agresiva brotada de su magia, parecia avivar, cada vez más, el impulso masivo a la violencia. No tardaron los rijosos en convertir la pista, únicamente iluminada en su centro por un fulgor de luces de cambiantes colores caprichosos, en un fragoroso campo de batalla, cuando de las hirientes frases pasaron a los hechos, con el mismo furor que inducía al gladiador romano a masacrar a su oponente para alcanzar la gracia del César. A poco, Landowski lograba, no sin recursivos esfuerzos, conservar esa gracia convertida en poder seductor dentro de los confines oropelescos de aquel extraño reino. Para entonces, Sergio Vives yacía exánime y sangrante sobre la pista, en tanto su vencedor ordenaba, en sumaria deliberación con quienes debían ser sus más cercanos incondicionales, trasladar al caído a su propio coche y asegurar su resguardo. Acto seguido, Landowski se acomodó al volante dirigiéndose hacia las afueras de la ciudad, mientras Abigaíl y yo habíamos logrado abordar uno de los varios automóviles que, al par, fueron desplazándose repletos de curiosos en su seguimiento, lo cual me hizo presentir que aquello no era cosa de juego, sino la expectativa de otra función no menos singular que la acontecida e, irremisiblemente, a costa del vencido. Fuera de mí, la ciudad parecía dormitar, dado a lo avanzado de las horas. —¿Adónde vamos? –pregunté a mi compañera, cuando nuestro vehículo devoraba calles y avenidas en franca ruta del conducido por Landowski. —Al rito –me contestó a secas, mientras extraía de su bolso un frasquito idéntico al culpable de mi riña con Mara. —¿Al rito? repetí extrañado –¿Podrías decirme de qué diablos se trata? Antes de darme respuesta y, con mal disimulada discreción, Abigaíl apuró el contenido del pequeño envase y lo volvió a depositar en el bolso. Luego se volvió a mí con suficiencia, aclarando:
—Consiste en hacer consumir por el fuego cualquier objeto de valor del sentenciado, en castigo a su desacato. En realidad es una alternativa, porque si éste conviene a lo que el grupo le exige logra obtener el perdón… y si no… —¿Y si no qué? –interrumpí sobresaltado. —Bueno –aclaró Abigaíl, masticando las benzedrinas–, lo echan para siempre de la comunidad. ¡Suspiré! La caravana se detuvo en un extremo plano de la vieja carretera a Puebla, distante varios kilómetros del punto de partida. Uno a uno fueron situándose automóviles de distintos modelos alrededor del de Landowski, detenido en el centro e iluminado por la luz cegadora de los fanales encendidos. El automóvil era el mismo que habíamos utilizado éste y yo para desplazarnos de la pensión al cabaret esa noche. Según Abigaíl, muchos de los ahí presentes, famélicos de aventuras increíbles, se habran desprendido en su turno, por faltas diversas, de alguna pertenencia que el grupo les reclamara y Vives debía pagar, dada su rebeldía capital, con algo de más valor que un reloj, una bicicleta de carreras o una guitarra eléctrica. La hierba estaba mojada de un frío que fluía vaporoso de sus hojillas montaraces, cuando abandonamos nuestro vehículo y salimos a la intemperie. Algún conejo, encandilado por las ráfagas de luz, se estatuaba frente a ella, echado sobre sus cuartos traseros y, con sus manitas de gris terciopelo, se restregaba tembloroso el hocico, para luego perderse furtivo en la obscuridad del monte. Ni una estrella asomaba su faro cintilante en el ventral de la noche y, al resplandor de la artificial claridad, el arbolado penumbroso semejaba racimos de siluetas que espectaban sombrías el preámbulo del aquelarre, próximo a dar comienzo. Vives había ya recobrado el conocimiento y abandonado el convertible enmedio de sus custodios. A juzgar por su entereza, se adivinaba que el hombre no desconocía los porme-
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nores del rito, cuya sentencia debía ser, por lógica deducción, siempre adversa al encausado. Presto, Landowski encaró a su víctima y, con voz como brotada de la garganta cavernosa de algún juez medioeval, lo incriminó: —¡Haz profanado la dignidad de nuestro grupo, al rebelarte contra quien ahora lo gobierna! ¿Sabes lo que esto significa? —Lo sé y no temo –respondió Vives. Landowski sonrió despectivo y, con insinuante fascinación, posó largamente la mirada en el perfil del convertible. —Es bonito, ¿verdad? –dijo, refiriéndose a su dueño– Sería una lástima que el grupo lo eligiera en pago a tu grave culpa. Pero… tú comprendes… ellos son así, y podrían sentirse agraviados de ti, si rehusaras al deber de someterte a sus decisiones. Vives escuchó sin pestañear las palabras de su acusador, mientras la chusma concupiscente permanecía en espera de lo que, de seguro, prometía una noche de indescriptible emoción. Tras corto silencio, contestó: —Estoy dispuesto a someterme. Una sonrisa de rabia contenida volvió a dibujarse en los labios de Landowski, en tanto una tos incesante lo obligaba a sorber varios tragos de licor. De hecho, rabia y tos eran el resultado de que Vives aceptara el proceso del rito en el que, según Abigaíl, una de las últimas víctimas del juego había sido Mary Pool quien, previa sentencia, fue despojada totalmente de sus ropas y abandonada en la carretera bajo el aterrador frío de diciembre. Al día siguiente, la chica fue hallada sin vida en el fondo de un despeñadero, lejos del lugar de su abandono y, en las primeras investigaciones, la autopsia reveló en el cuerpo de la infeliz mujer, a más de fractura de cráneo, una fuerte dosis de anfetaminas de reciente ingestión que, al perturbar su equilibrio mental, debió originar el desastre. Pasado un tiempo, en la Jefatura de Policía el
expediente quedó cerrado como un vulgar caso de toxicomanía voluntaria. No era disparatado suponer que Andrés Landowski deseaba imponer a Vives una pena severa, a pesar de que ésta debería ser dictada por la mayoría de los miembros del grupo, lo cual implicaba una seria limitación a sus ambiciones totalitarias. No obstante, Abigaíl llegó a temer el hecho de que esa mayoría pudiera emitir su fallo bajo el total efecto de las drogas y entonces Vives afrontaría un riesgo mayor, pues la misma Abigaíl estaba segura de que, en el caso de Mary Pool, a nadie se le hubiera ocurrido abandonarla completamente desnuda a su suerte, de hallarse en su pleno raciocinio. La cosa era crítica, me dijo, ¡pero habría que esperar! Pronto el silencio imperante se transformó en un efluvio de voces y risas demenciales. Era evidente que el monstruo sagrado pretendía ya devorar al profano, sobre las bases que Landowski debería hacer valer y así, comprendiéndolo éste, de un salto se encaramó al capó del convertible y, con voz desgañitada, preguntó a los espectadores: —¡Y bien amigos! ¿Qué pedís de él, para lograr la expiación de su culpa? —¡El automóvil! –fue la respuesta unánimemente repetida. No se dijo más, a poco la turba se hundía en un relativo marasmo, mientras Landowski se apeaba de la elegida prenda y se encaraba nuevamente a Vives, esta vez tan cerca que su rostro pareció rozar el de éste. —¿Has oído? –lo interpeló, sacando a relucir de su bolsa las llaves del vehículo, para mecerlas, asidas de la cadenilla con que se hallaban sujetas, a la altura de la maltrecha faz de Vives. Por un momento, el aludido se mostró impasible, siguiendo con la mirada el metálico vaivén de las llavecillas que, cual péndulo de implacable reloj, le hacía saber a cada instante de su mensajero recorrido, que la moneda pendía en el aire y era preciso hacerla caer con la respuesta que oscilaba, como el péndulo, entre rescatar el automóvil o permitir su destrucción.
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Debió haber enloquecido Vives a las ironías de Landowski en el lapso crucial precedente a su determinación cuando, de súbito, le arrebató las llaves dirigiéndose a la cajuela del convertible para extraer un recipiente de plástico y una manguera de pequeño corte. Acto seguido, introdujo ésta en el depósito de gasolina y se dio a succionar con la boca el extremo saliente de la manguerilla, hasta hacer rebalsar el recipiente del inflamable líquido. Por último, roció de éste previamente el artefacto y le arrojó un cerillo encendido que, al punto, lo convirtió en una gigantesca pira calcinante. Aquella actitud de leso desprendimiento, no tardó en redituar a Sergio Vives la estimulante condescendencia de la turba que hizo aflorar, en su espíritu alucinado, un sentimiento de solidario histerismo, seguido de estruendosas carcajadas corales, mientras el fuego se encargaba de reducir a cenizas y humo purificantes el obstáculo, cuya inmolación, habría de hermanar de nuevo al sedicente con la comunidad. ¡Y así se lo hizo saber Landowski, cuando ambos, en compañía de Abigaíl, ingerían plácidamente una buena dosis de alucinógenos! Algún tiempo después de los últimos sucesos relatados, mi amistad con Andrés Landowski se vio reforzada por mi permanente interés en Mara quien prefería, como albergue de nuestras citas, el cabaret existencialista en donde, la mayor parte de las veces, eran obvios los compartimientos, similares a la ocasión primera, con Abigaíl y el propio Landowski. Sin embargo llegó el día en que Mara, por subjetivas razones, resolvió no asistir más al club, y entonces nuestros encuentros fueron verificándose en lugares elegidos al azar, hasta centrarse definitivamente y para mi fortuna en su departamento, lo que motivó una mengua en mis contactos disipadores con Landowski, por no acusar éste su presencia en la pensión en horas distintas a las que yo empleaba en estar al lado de Mara. Empero, cierta vez al coincidir en algún sitio del viejo edificio, aquél me confió, de modo inesperado, su
inquebrantable deseo de regresar a Europa, y no tardé en descubrir que esa decisión se debía a que se hallaba enfermo y ello lo inhibía a dejarse ver, con regularidad, en el medio de la pensión. Supe también que en la orquesta del club había quedado cesante y que su fuero en el grupo, otrora ilimitado, iba en vertiginoso declive, al grado de ser ya muy pocos los amigos asiduos a él, por su aspecto demudado y sus constantes accesos de tos que, por las noches, le impedían descansar con normalidad. Esta situación lo obligaba a pasarse días enteros sin abandonar su habitación adonde, siéndome propicio, le llevaba alimentos extraordinarios y lo alentaba a internarse en algún centro de salud oficial, en demanda de atención médica. Varios abonados le ofrecieron sufragar sus gastos de regreso a Europa, al cundir la certidumbre de que estaba tuberculoso y, en una ocasión que comenzó a expectorar sangre, acobardado se echó a llorar y me suplicó le consiguiera los medios para embarcarse a su patria. Fue entonces cuando la seria oferta de los piadosos abonados se hizo efectiva y el enfermo obtuvo lo deseado porque, un día, como las cosas que no nos avisan lo mucho que cambian o las personas extrañas el instante en que han de levar sus anclas hacia regiones ignotas. Andrés Landowski dejó su cuarto vacío sin avisarme. Nada quedó de él porque nada tenía; solamente un papel manuscrito, a mí dirigido, que encontré sobre el buró cercano a su cama. Parco decía: “Querido Bruno: Nuestros mayores han cobrado una víctima más. Tu amigo. Andrés Landowski”. “¡Su joven destino se había cumplido!”, pensé.
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ERA UNA MUJER sencillamente adorable y, por esta razón, más que suficiente, abracé su intimidad con el alarde egoísta de quien, habiendo obtenido los reales favores de la nívea princesa, sin haber arrostrado los riesgos legendarios del príncipe azul, ansía celoso su posesión perenne. Era evidente que ella había llegado a mí como una rara avis destinada, en principio, a brindarme sus primicias de un modo, por demás, inesperado. Pronto, nuestras relaciones se hicieron estrechas sin que inquietara, a su condición de mujer, la novedad del cambio. Su voz febril, casi murmurante, su refinamiento en la diaria conversación y una desplegada seguridad en su hacer y pensar, amén de otros objetivos encantos, eran la causa primordial de mi autoelogio, de mi razón de ser y de los cimáticos deleites eróticos que la vida escanciaba, por entonces, sobre mi yo existencial. De otra parte, podría decirse que nos hicimos amantes desde la incómoda noche que la ceñí en mis brazos y dispuse alejarla de la droga cuando, en realidad, luego me dí cuenta de ello, no era ni con mucho una prisionera del enviciamiento. “El secreto de ser libre –solía decir– consiste en dominar lo bueno y malo de las cosas, hasta hacerlas esclavas de nuestras apetencias. Es un poder perderse en el laberinto melifluo del amor y rescatarse después de recorrerlo plenamente, porque éste tiene el principio del mar que, para ser tal, no admite barreras infranqueables”. Cuando así me comunicaba sus particulares puntos de vista, Mara sabía que yo la interpretaba lógico, que no medra-
ba a la sombra de sus palabras un abismo de incertidumbre sino, antes bien, iba conociéndola más en la medida en que me confiaba sus íntimos pensamientos, fielmente reflejados en su actuar cotidiano, como una causa a su efecto. Ese hecho de saberse comprendida, la emocionaba y la hacía feliz al momento, mientras yo, ufano de sus halagos procurados a mi sentido común, veía acrecentar mi natural derecho hacia sus dádivas. Estar a su lado, era respirar una atmósfera distinta al viento rutinario de las horas indiferentes, y vivenciar sorpresas inauditas, no obstante que su campo de acción se circunscribía a las fronteras de una prematura soledad, por cuanto sus relaciones sociales, quizá llenas de perspectivas diferentes al amparo familiar, habían quedado atrás sin que de ellas deseara, a su decir, el mínimo contacto… Yo, por mi parte, no intervenía en su hacer o pensar porque, en realidad, carecía del más vago imperio para ordenar su vida. Me interesaba su amor y todo lo que de él pudiera disfrutar; pero, a la vez, como lo experimentara con Albenir, me atraía su ser original, su manera de entender a los seres y a las cosas, su privilegiada visión del mundo y su desdeñosa filosofía, no menos única por lo real, sensata, ¡humana! Y es que, desde su emancipación voluntaria, Mara pretendía forjarse una liberación permanente que habría de culminar, según me participaba, en un encuentro consigo misma. En un principio, me abrumaba la idea de sentirme un provinciano, cuyo insípido historial no podría, en modo alguno, hacerme ante ella fascinante, ya que Mara no parecía estar ligada a mí por voluntad o deseo inveterados. El colmo de sus austeras posturas liberadas llegó un día en que, como de costumbre, nos citamos en su departamento. Que yo recuerde, nunca antes me había comunicado su intención de cambiar de domicilio, hasta esa vez en que me sorprendió la presencia de varios hombres, ataviados del clásico overol, desocupando el departamento, mientras el camión de mudanzas es-
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CAPÍTULO SÉPTIMO
Erótica MARA
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peraba completar su cargamento, para transportarlo hacia donde era para mí un misterio del que cuidé no asombrarme, aun cuando sus amorosos argumentos resultaron, a la larga, más convincentes que mis variados reproches. —¡Pudiste habérmelo hecho saber siquiera! –la había reconvenido, con el celoso temor de que mi simple reclamo se convirtiera en el motivo que marcara el inicio de un distanciamiento jamás deseado. No obstante, lejos de ello y haciendo un mohín despectivo al ya semivacío departamento, Mara respondió: —Solamente quise darte una sorpresa, querido. El otro lugar es único y éste empezaba a enfadarme. De suerte lo convertiremos en envidiable refugio para seguir la búsqueda de nosotros. Sé que te agradará, pues será de los dos, ¿comprendes? Me conformó su tesis porque, después de todo, no ignoraba que Mara sabía concebir las cosas con genio y, esa vez, su idea había sido depuradamente ambiciosa. En efecto, su nuevo domicilio era una espléndida mansión campestre, a la medida del gusto más exigente. Situada al norte de la ciudad, sobre la carretera a Laredo, se trataba de una quinta extendida en una hectárea de pródigo terreno. En el frente y circundado de agrestes enredaderas y laureles hindúes, un verde césped esperaba al visitante, prolongándose al fondo, en donde se erguían numerosos árboles frutales separados de la casa por un jardín multicolor, dada la variedad de sus especies. El día que ocupamos aquella maravilla residencia, Mara puso en mis manos las llaves de la entrada y de su automóvil, pues le indignaba permanecer sola más de lo debido con la servidumbre, dos mujeres recién contratadas en una agencia de colocaciones, por cuya razón apenas si acertaban a satistacer las complicadas decisiones de la joven señora que, en mi ausencia, prefería refugiarse en el bosquecillo de la finca, bajo las copas de los árboles abundantes de acogedora inspiración, con un libro de Hess, Rampa o Sartre. No pocas veces la descubrí recostada a la sombra de un adusto
manzano, misteriosamente pensativa e intercalada más allá del viento. Ajena hasta del contacto de su cuerpo con la tierra, Mara parecía detenerse en el tiempo y condicionarse a la distancia de sus pensamientos. No debía haber más para ella que la presencia de lo ignoto suyo. Lo otro no era sino sólo la vida y sus cuestiones, algo como un simple estar en la existencia sin saber por qué ni para qué. De vuelta, acostumbraba escuchar, en mi compañía, música del corte místico de Mozart o Bach. En un principio, nuestra estadía en la nueva residencia me llegó a parecer hueca y sin sentido práctico alguno. Resultaba absurdo que Mara despreciara las vivencias cotidianas de la ciudad y le enfermaran mis insinuaciones para concurrir a un cine, un teatro o un cabaret aristocrático, dado su empeño en vivir al margen de cuanto ocurría allende los muros de la mansión y en disponerla a su antojo; al convertirla en un espacioso confort desordenado, en donde las cosas se veían bien en el lugar que se encontrasen, esto es, llenas de libertad y consentimiento, bañadas de limpieza y esmero aunque, al final de cuentas, desordenadas. El ramillete de flores, que había yo colocado en el florero de la mesa de centro, estaba marchito. Rinconado sobre el piso, sus hojas amarillentas y sus transparentes pétalos se iban desprendiendo de los tallos, sin que el recogedor ni la escoba se atrevieran a llevarlos al incinerador. El ramo, otrora hermoso, que había obsequiado a Mara, ocupaba, desde que lo formé con rosas cortadas del jardín, aquel lugar en donde derramaba su perfume y su color. Curiosamente, era la primera vez que ella había permitido la presencia de flores dentro de la casa, y éstas reverdecían, no obstante los floreros vacíos puestos en la sala, habitaciones y corredores. Hubo de transcurrir cierto tiempo para que Mara cediera a mis instancias y aceptara el regalo a condición, sin embargo, de que yo mismo las colocara en el florero, que ahora yacía abandonado, con su carga marchita, a un lado de la chimenea.
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Macerados, los restos del ramillete despedían un olor nada agradable a materia descompuesta, sólo atenuado por la demasiada ventilación de la estancia y por los aromas rutinarios que se respiraban en ella. La impropia situación del florero me llevó a reclamar alguna vez a las domésticas la gravedad del descuido, pero ambas imputaron a Mara la responsabilidad de su actual permanencia con su aridez mortal. Fue entonces cuando comencé a comprender el porqué de las constantes retracciones de ésta, respecto de participar en las cosas simples de lo cotidiano y preferir la enmurallada tranquilidad de la quinta a las complejas inquietudes de la calle. No tardé en descubrir también que, en su conducta, había una extraña ambivalencia en cuanto a su hacer y pensar, y esto lo comprobé a través de su mejor fuente de información personal: su Diario. En efecto, no obstante haber calificado poco caballeroso mi atrevimiento de violar la intimidad vertida en las páginas de aquel libro negro de letras llamativamente doradas, que encontré puesto a descuido sobre la cómoda de nuestra habitación, justifique mi osadía al enterarme de sus cavilaciones recientes, que giraban en torno al dichoso florero y al ramillete. En el libro había escrito:
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el florero. Deberé quitarlo de la mesa… la oprime demasiado… casi lo siento… SEPTIEMBRE 12. –Muy de madrugada realicé lo que me propuse ayer. Ahora todo ha pasado ya. No debí acceder a la idea de Bruno de traer rosas a la casa… aunque… ¡son tan lindas! Un día habré de rodearme de muchas de ellas…” SEPTIEMBRE 13. –Me siento culpable porque sé que no es ningún crimen cortar flores del jardín. Pronto ordenaré sacar el ramillete para que sea esparcido como abono de la tierra. Sin embargo, no sé si resistiré la presencia de otro dentro de la casa… ojalá…”
“Diario de Mara Klein” SEPTIEMBRE 9. –Este día logré al fin aceptar que Bruno trajera flores a la casa. ¡Tenía yo tantos deseos de ellas y no me atreví a ponerlas en el florero! Debo sobreponerme para poder tocarlas siquiera… SEPTIEMBRE 10. –Es curioso, aún no me atrevo a acariciar sus pétalos, a pesar de desearlo con sed irrefrenable. Quizá cuando Bruno regrese me pida que lo haga y lo haré, ¡de seguro lo haré! ¡Ojalá y así suceda!; pero… ¡qué tonta soy…! ¡cómo habría de pedírmelo?… si él supiera… SEPTIEMBRE 11. –¡Dios mío, no pude dormir pensando en el florero! Sentía el peso de las flores en mi nuca y yo no soy
Una mañana, Mara dispuso cambiar el color azul de su automóvil convertible por el de un rosa encendido, y me confió le procurara el encargo. Falto de compañía, me sentí incómodo al solicitar de la agencia automotriz el tan comprometedor cambio de pintura, por cuanto creí notar cierta sonrisa maliciosa en el rostro del tratista. La sonrisa fue de tal modo que, para rescatar mi dignidad viril, hube de explicarle el motivo. Del mismo color, si bien en tonalidades diferentes, encargó nuevos muebles de sala y comedor, a más de alfombras, candiles y maceteros. Nuestra recámara no tardó en lucir un nada seductor tapiz rosa encendido y, la vez que resolví inquirirle acerca de su excéntrica disposición, ella no tuvo empacho en justificarla mediante un simbólico teorema romántico: —El rosa es un color sublime, querido. No entraña violencia como el rojo ni absoluta pureza como el blanco; tampoco representa pesimismo como el gris, ni luto ni esperanza como el negro o el verde. Si te fijas en él compaginarás que el color de las cosas favorece nuestra inclinación hacia ellas, en la medida en que nos parecen atractivas porque, carentes de espíritu, simplemente se nos muestran tal cual son, y entonces nada mejor que vestirlas a nuestro agrado. Mas esto no nos es dable hacerlo con el alma de quienes nos rodean.
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Cuánto daríamos por encontrar a ese ser con idénticos derroteros a los nuestros, que deambula por entre la masa heterogénea de las cosas y gentes del mundo, en espacios distintos a aquellos en que hemos plantado la huella de un andar vacilante y medroso. —¡Pero yo te amo, Mara; te amo de verdad! –la interrumpí con vehemencia. —Es posible –repuso–. Sin embargo, un día habremos de separarnos y, pasado el tiempo, comprenderás la razón. Pero no te inquietes, por ahora no presiento la cercanía del final… —No obstante, te seguiré sin arrepentirme más adelante –sentencié al impacto nostálgico de sus palabras, envueltas en un misterio de mar presagiando, con su plácida calma, el preludio de un naufragio. —Sé que lo intentarás –respondió serena–, como sé que alguna vez llegarás a decepcionarte de mí. Pero ello no sucederá sino cuando esto haya terminado. No estoy dispuesta a aceptar el mínimo reproche a mi destino y, por tanto, no habré de llevarte conmigo, a pesar de que has dejado de ser un adolescente para convertirte en un hombre –terminó diciéndome. Una mañana nos reunimos en el bosquecillo, al abandonar Mara su reclusión voluntaria que la había hecho permanecer en nuestra alcoba desde la tarde anterior. Por entonces, no obstante los imprevistos de su comportamiento, todo marchaba bien, dada mi no interferencia en ellos, pese a que su pertinaz encierro en la quinta casi había convertido a ésta en una cárcel de muros utópicos, en donde parecía tratar de esconder los desatinos de su mente deambulatoria. En esa ocasión, sus labios temblorosos por ignorados motivos, me hicieron partícipe del pronto arribo de un grupo de personas que habríamos de recibir en calidad de huéspedes el fin de la semana. La noticia le fue de tal agrado que, con oportunidad, ordenó repletar la alacena de alimentos y bebidas suficientes; asímismo, decidió salir de compras y aumentar su
guardarropa con sencillos atavíos para el campo. En vano intenté arrancarle nombres y orígenes de tan inesperados visitantes: pero, en pago, esa mañana orgiamos lo indecible y volví a convertirme en receptor de todas las caricias deseadas por mi yo posesivo, pues ella dialogó menos de lo acostumbrado a cambio de prodigar en mí sus desquiciantes encantos. No envidié a Adán en el paraíso ni a Marco Antonio en el lecho de Cleopatra, porque Mara era única y, al mismo tiempo, la más ritual de las mujeres, por cuanto la veía empeñada en aliviar en mí, con los deleites de sus derramas amorosas, la idea preocupante de su inminente partida lejos de los muros utópicos que parecían, por de pronto, detener su férrea decisión. Fresca, con uno de sus predilectos vestidos juveniles color rosa, Mara representaba menos de sus diecinueve años de edad y, ya desataviada, prófuga de la suave prisión de sus ropajes, se me antojaba que sus ojos, sus labios, su cuerpo y sus pequeños pies descalzos acariciando el pasto con su andar cándidamente voluptuoso, no eran sino partes inmanentes a la grácil y tersa imagen de Diana, aquella que imaginé encontrar un día en el bosque nativo de mi provincia, espesa selva dorada en donde la santidad de la naturaleza contrastaba con la puerilidad del alma nueva. Faros de luces ataviaron mi memoria y recordé, con místicos perfiles la codiciada estampa de Diana que Erasmo me obsequiara la vez que comencé a perder la inocencia, el pequeño armario apolillado del que fue desprendida y aun la estatuilla de la deidad legendaria, luciendo en el pasamanos de la escalera de casa. Todo ello fue uno al pasar por mi mente inspirada en la presencia de Mara, la Diana de carne y espíritu de cuyos labios brotaban a veces, como prédicas punzantes, los amargos designios de su ya cercana ausencia, de la posibilidad de un adiós mortal porque el destino, o lo que nos debiera unir, no fuera capaz de lograr la, para mí, ansiada comunión. Después de amarnos, Mara me invitó a contemplar las azulosas montañas del valle de México que, a modo de moles
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voraces, pretendían aprisionar su cielo. La sola contemplación de su maravilla, hecha desde el pinar, ponía a Mara como en éxtasis, ida del mundo, pero aferrada a sí misma. Imperturbablemente recostada bajo la fronda del manzano, su postura me recordaba la de Iván Albenir cuando meditaba porque, en realidad, los dos externaban una bien delimitada tendencia al análisis de sus incidencias profundas que me era subyugante y me hacía respetar sus estados solemnes. Por ello, no pocas veces, creía ver en Mara una prolongación de Albenir dispuesta a guiarme aunque, en otras, me parecía advertir en ella serios vestigios de un Rafael encadenado a su neurosis austera, y aquí pensaba que podía estar loca y pretendiendo el viaje hacia la muerte como un principio de liberación total. Empero, yo sabía que, esta hipótesis, no pasaba de ser una simple apreciación personal que no había tenido en mí análisis mayor alguno. Era un fácil pensar y sólo eso pues, mis ideas al respecto, no iban ataviadas de un tinte rosáceo a su manera, sino de un gris lleno de pesadumbre por la siguiente razón: meses antes, Rafael había abandonado sus estudios de Derecho y regresado a su pueblo. No supe más de él sino hasta la noticia de su muerte, de la cual había sido su propio arquitecto, el trazarse un camino sin veredas que lo hubieran podido apartar, en modo alguno, de la amargura, la soledad y el alcohol. Así, la muerte de Rafael, me hizo temer el hecho de que Mara pudiera estar inclinándose a tomar el mismo sendero irreversible y, por tanto, procuré seguir compenetrándome en los pormenores de su vida, como un amante biógrafo deseoso de saber el verdadero objeto de sus fines. ¡Esa mañana fue hermosa a su lado! El día convenido para el arribo de los visitantes, sonó el timbre de la entrada. Me encaminé al llamado, mientras Mara se daba los últimos toques de arreglo en la recámara, y mi sorpresa no tuvo límite al ver que dos hombres jóvenes, con sus respectivas acompañantes penetraron, sin anunciarse, el
portón por mí abierto, aposentándose orondamente en el recibidor. Uno de ellos venía descalzo y sus típicos huaraches pendían de la correa de una gruesa mochila que, como los demás, cargaba sobre las espaldas. Los varones vestían camisas desmangadas de sucio color y pantalones avaquerados. Luengas barbas mal afeitadas de reiterados trotamundos semiocultaban sus rostros tipo nórdico, a juzgar por la blancura de la piel, las narices rectas y los ojos claros. Las mujeres, una morena, trigueña la otra, tenían estampa sudamericana y lucían pulseras y collares baratos, pero atractivos. Todos se expresaban en correcto español, aunque a veces, indirectamente, usaban del inglés con acento americano. Mi asombro llegó al colmo cuando Mara apareció vestida con una falda de motivos folclóricos, sandalias rosa y camisa hombruna. Los besó con efusividad y aceptó idénticas respuestas cariñosas de los varones, sin que mi presencia detuviera en algo su descarada postura. A poco, y aún sin presentarme a los desconocidos, me pidió ordenara a las sirvientas dispusieran, en la mesa cercana a la piscina, las viandas y el licor con miras a iniciar el consabido festín. Para corregir su descuido y pasada la euforia del recibimiento, una vez que hubimos tomado asiento alrededor de la mesa ya servida, Mara se resolvió, dirigiéndose a mí con voz semi discursiva: —Bruno, aquí tienes a Wálter, Ramón, Norma y Berenice. Ellos han sido mis amigos de siempre y me agradará si llegan a serlo de ti también en lo sucesivo. —¡Ya lo creo! –contesté con falso júbilo–. Sobre todo si ellos me aceptan como tal. ¿No es así? –pregunté involuntario a los aludidos. De inmediato, quien respondía al nombre de Wálter, se acercó a mí alcanzándome de la mesa un vaso de brandy. Su mirada era profunda y su rostro se hallaba hundido entre las barbas y el bigote, encortinados por una rebelde cabellera polvosamente dorada.
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—Veo que nuestro amigo Bruno es, en principio, como lo imaginamos –comentó con mal disfrazada arrogancia– y, por tanto, pido a ustedes brindar por la anfitriona que nos ha dado la oportunidad de conocerlo. Mara agradeció el brindis y me suplicó llenara nuevamente las copas, mientras Wálter fijaba su mirada impenetrable en ella y sonreía impreciso, a tiempo en que Norma comentaba, después de observar a su alrededor: —Es una bella quinta. ¡Si pudiéramos quedarnos unos días y gozar de su tranquilidad! –¡Demasiado burguesa y antiartística! –la objetó Ramón. —Pero, tranquila al fin –insistió la joven. —¡Vamos, Norma! –inquirió Berenice–, tú nunca acabarás de entender las causas por las cuales Ramón no marcha de acuerdo a las costumbres burguesas. —A decir verdad, no me interesan ni las comprendo. Wálter apartó los ojos aún repuestos en Mara y recriminó a Norma: —En tal caso, podrías guardarte tus cursis pensamientos –le dijo, al par que la muchacha se asilaba en llevarse nueces y confituras a la boca. —¡Así es! –reafirmó Mara– Deberás reconocer que de no haber sido por los sabios consejos de Wálter y Ramón, ¿qué hubiera sido de tí?. Solamente hombres como ellos pudieron ayudarte a dar el paso de tu vida –subrayó suspirando y llamándome a su lado, en donde me acarició y besó por unos instantes. —Bien, bien –asentó Wálter, echándose sobre el respaldo de su silla y cruzando las piernas con aire de suficiencia–. Ahora, Bruno, quisiera preguntarte algo –se siguió volviéndose a mí. —Tú dirás –respondí, ya más compenetrado del asunto, no obstante que Mara intentó ponerse de pie, pero un ademán de Wálter la volvió a confinar en su asiento. —La cosa es sencilla, aunque es posible que ella misma quisiera decírtela. ¿No es así, Mara? –dijo Wálter.
—Por ahora, será mejor me indiques si permanecerán esta noche con nosotros para disponer sus habitaciones –contestó la aludida, semi conturbada por lo que debió juzgar una pregunta a destiempo. Wálter se encogió de hombros y se acomodó correctamente en la silla. —Si has decidido pertenecer a nuestro grupo no será necesario pernoctar en tu casa –le dijo, dando grandes sorbos a su vaso de brandy. Mara no contestó. Con displicencia se apresuró a preparar más bebidas, mientras Ramón recogía los recipientes vacíos y ayudaba a llenarlos, intercambiando a veces alguna mirada significativa con Wálter, que éste debía entender como si se tratara de palabras. Así, pronto percepté que aquel rejuego de expresiones calladas giraba en torno al paso decisivo que los visitantes deseaban de Mara, idéntico al de Norma e influenciado por el propio Wálter, principal dirigente de aquel grupo errante, cuyos componentes debían constituir un número muy superior a los allí presentes. Por tal, no tardé en aprovechar la ocasión en que Mara se ofreció mostrar a las mujeres los alrededores de la línea, para interrogar a los hombres acerca de su insistencia en llevársela cuando, en realidad, ella no había externado síntomas de querer abandonarme. Ante mi franqueza, Wálter exorbitó los ojos posándolos en Ramón quien, captando enseguida su telepático mensaje, se apresuró a decirme: —¿Deberemos suponer que ella no te ha confiado su propósito? ¡Era de temerlo! –reflexionó al término de la pregunta, moviendo la cabeza en señal de reprobación– mas créeme que, aun amándote envidiablemente, tarde o temprano habrá de seguirnos. Y esto será bueno aclararlo ahora. Ella nos pertenece. Somos su mundo y, por tanto, no es probable que su amor hacia ti haya de cambiarla. No di muestras de flaqueza al tragarme las sombrías pa-
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labras de Ramón pues, sabía de fijo, que estaba en juego el destino de Mara y era preciso defenderlo. —¡Observen esto! –les dije, con la sensatez que entraña la fidelidad del hecho que se afirma–, ella me ha obsequiado ese amor sin reservas y me ha jurado… No terminé la réplica. Wálter se revolvió en su asiento y me interrumpió con energía. —Si de jurar se trata, te diré que es más fuerte la promesa dada con el alma que con la endeble palabra, amigo mío, aunque ese prometimiento se haga en una iglesia, en un kaikán o en una sinagoga. Los que profesamos la religión natural, amamos todo sin particularidades de acuerdo a nuestro credo, y no preferimos el dinero por fatuo sino por generoso; no la gloria por ostentación sino por humildad y, por último, no amamos la belleza, por vanidosa sino por contemplativa. La mayor parte de los hombres aman la frivolidad y la posesión disolutas, cosas contrarias a nuestros designios. –No obstante, continuó, modulando el tono de su voz y entallándose el amplio bigote húmedo de licor–, puedo asegurarte que algo te quedará de Mara, como su imagen, su perfume, sus palabras… ¡qué sé yo! Deberás pensar que no se irá de ti pero se irá… Dicho esto, el hombre se puso de pie, y en compañía de Ramón, se encaminó al encuentro de la mujeres que ya asomaban por el bosquecillo, mientras yo me quedaba meditando acerca de lo añadido en torno a la situación de Mara. Pasaron las horas hasta alcanzar la noche. La luna derrochaba su luz en plenitud. Ni una sola nube surcaba el cielo veraniego y se disfrutaba, junto a la piscina, de un airecillo acogedor. La reunión no había decrecido en su nivel orgiástico y, a pesar de ello, Mara y sus amigos se hallaban realmente sobrios. Wálter demostró ser un experto declamador y Ramón un singular poeta; Berenice ejecutó en su turno la guitarra con maestría y Norma cantó aceptablemente, circunstancia por la cual hube de reconocer que todos ellos
eran consumados diletantes, así como selectos consumidores de vino, por cuanto seguían guardando compostura sin mostrar signos de embriaguez o cansancio. En el serenado manzano, hacia donde fugué mis pasos en tanto Mara valsaba “Vida de artista” de Johann Strauss, se dejaron oír sus notas arrobadoras. No pude soportar más y, al evocar su imagen adorable, acariciada por las ondas invisibles de aquella música nostálgica, entristecí: entristecí bajo la agreste sombra nocturnal, a fuer de considerar, ya irremisible, la pérdida de lo que había creído haber conquistado sin la ayuda de nadie y lo sabía providencialmente mío, aunque de difícil retención por tratarse de una mujer, sin duda, distinta a otras por mí conocidas. Así, me encontraba alternando mi teórico llanto con el goce de su visión venerada y amando las recortadas montañas, sabidas mil veces acariñadas por la mirada de sus negros ojos cuando, furtiva, Mara interrumpió mis eróticas cavilaciones, al llegar a mí sola, como siempre lo había sido hasta la primera vez de nuestros amores. No me avergonzó el verme sorprendido en ese anímico estado. La abracé con brusquedad y besé repetidas veces su penumbroso rostro de seda. Ella me apartó de sí suavemente y me pidió regresar al sitio en donde, pude constatar, que los visitantes se habían marchado ya. Me alegró el hecho, pero sentí pena al saberme posible culpable de que hubiese coartado su decisión de apartarse esa noche de mí. No obstante, al verme motivado por ese pensamiento, se me adelantó, adivinando una inminente disculpa de mi parte. —No te preocupes, Bruno –me dijo, sin mayores conjeturas–, si ellos se han ido fue porque yo les indiqué que no habría de acompañarlos por ahora. En verdad me faltó valor para hacerlo y sólo me encargaron decirte que los disculparas. No son rencorosos sino al contrario, te comprendieron y eso es lo importante. —¡Pero volverán y entonces ya no podrás negarte! –le aseguré convencido.
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Mara se guardó comentar mi aseveración. —¡Vamos, Bruno! –me dijo– ¡Ahora seguiremos esto los dos!– alentó, sirviendo sendas copas de licor, mientras la noche seguía su curso inalterable y la luna se iba descolgando del cenit, en su eterna búsqueda del sol. Cuando me incorporé del sofá–cama, en el que habíamos pasado Mara y yo las pocas horas previas al amanecer, eran cerca de las seis de la mañana y ella dormía profundamente. Tomé una ducha ligera, me cambié de ropa y salí al garage con objeto de abordar el automóvil y dirigirme a la facultad. Comprendí que Mara debía descansar y no quise despertarla. A pesar de la ducha, los humos del alcohol no se habían disipado en mí en su totalidad, pero me sentí apto para conducir y asimilar las clases esa mañana. Sin embargo, no bien abría la cochera cuando comencé a escuchar, con agudeza perceptiva, un lejano siseo como llamándome. Ante el imprevisto, me desdije del automóvil y fijé mis sentidos en atención a las características del siseo, inclinándome a pensar, en principio, que debía tratarse de algún pájaro silvestre asiduo a merodear el área del bosquecillo. Empero, dado a que a intervalos, el ruidillo parecía ser producido bucalmente por un ser humano, resolví descubrir su origen y me llegué a las arboledas en donde, a medida que escudriñaba los parajes y alzaba la vista hacia las ramadas de los cipreces, cedros o naranjos, el siseo silenciaba para luego repetirse a mis espaldas. Irritado, redoblé la búsqueda, convencido ya que su autor no era precisamente un ave o cosa parecida, sino alguien empeñado en burlarse de mí de modo incomprensible; pero, al cabo de un rato de frustrados intentos, y sin descubrir de lleno la clave del enigma, decidí no seguir el inútil juego y volver al garage con mi antiguo propósito. No bien devolvía mis pasos cuando, de repente, el perturbador siseo se fue transformando a mis oídos en una franca y burlona carcajada que, cual corriente eléctrica, bajo de un
coposo y espigado árbol de naranjo. Alertado, me acerqué sigiloso a éste y divisé en una de sus más altas y escondidas ramas a Wálter, urgiéndome a señas me arrimara hacia el lado en donde se encontraba encaramado. Su mochila de viaje pendía ufana de uno de los varios troncales y el hombre se solazaba comiendo sabrosamente una naranja. —¡Eh, Bruno! –me gritó con desparpajo–, estas naranjas son en verdad exquisitas. Escala el árbol y compruébalo por ti mismo. —Lo sé, y no me es necesario subir a donde estás. Aquí podría tomar cuantas quisiera con sólo levantar la mano. ¿A qué te quedaste? ¡No me dirás que para invitarme una naranja! –le reclamé en tono severo. —¡Vamos, vamos!, desde luego que no. En realidad no tenía muchas ganas de marcharme. ¿Adónde?, si a los trashumantes el ir y venir nos da lo mismo, porque lo que deseamos está en todas partes y no somos exigentes al escoger. Por ejemplo: yo elegí este árbol y en él pernocté como un buen samaritano en el lugar que ahora ocupo; mas, esta elección, te habría resultado a ti demasiado difícil de tocarte preferir. ¡Anda, sube! Rehusé de nueva cuenta su mandato y lo insté a bajarse a modo de entendernos mejor; pero el intruso siguió en su empeño de hacerme escalar, a fin de complicarme la existencia, pues resultaba difícil el discutido ascenso, ya que las ramas del naranjo eran de hecho resbalosas y con múltiples espinas, lo que exigía, de abordarse la empresa, guardar todo el equilibrio necesario para no dar con el suelo. A mi insistencia de que se apeara, el hombre abortó otra aberrante carcajada llena de mofa y cinismo. —¡Vamos, sube! ¿O acaso tienes miedo? –insistió, a tiempo en que ágilmente cambió de rama y se afianzó a su tronco–. Te ayudaré a llegar a mí si no puedes por ti solo y, es más aún, te prometo que si lo logras Mara no se irá de tu lado… ¡Anímate!
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—¿Debo entender tu propuesta como un trato? –pregunté. —¡Eso mismo! —Está bien –afirmé, sin averiguar más y confiado en la veracidad de sus palabras. Wálter sonrió escéptico, mientras yo analizaba la anatomía del árbol, a efecto de dar con el tramo menos riesgoso e iniciar la ascención. Empero, al disponerme a subir, algo dentro de mí, como una lejana voz austera, me hizo comprender, de pronto, que ese curioso pacto no era sino un nuevo antagonismo subjetivo que pretendía apoderarse de mi voluntad consciente. Eran dos fuerzas equilibradamente preestablecidas que luchaban dentro de mí, por lo que presto, para aniquilarlas, compenetré las de mi sentido común en el árbol y el hombre y me estremecí cuando, al observar con fijeza sobrenatural a la figura humana, me pareció que, por instantes, esta no era sino sólo una parte integrante del todo vegetal que, al contacto del viento, producía ruidos y palabras audibles únicamente en mi imaginación. Denodado, sacudí varias veces la cabeza a objeto de afianzar mis ideas y así, de ese modo, cerciorarme si el personaje estaba allí en carne y hueso o se trataba, simplemente, de un extraño fenómeno eclosivo diversiforme. Por momentos, dado a la dificultad del desentrañamiento, me asaltaba la idea de marcharme del lugar, asilarme en los brazos de Mara quien, ajena, debía dormir aún y así, en su tibieza casi maternal, olvidarme del asunto y recobrar el equilibrio natural de las cosas; pero, al lapso siguiente de tan mística pretensión, algo me instaba a pensar absurdamente que, si lograba yo la escalada del naranjo y me llegaba a Wálter o lo que fuera, ella permanecería conmigo para siempre… iDios mío! No tardé en rendirme al designio del personaje ambiguo, ahora repugnante y psicomorfo. Sin medir las consecuencias, comencé el ascenso más con arrojo que con destreza, abrazándome al tronco e impulsando mi humanidad hacia arriba hasta dar de cara con los primeros ramales. Tras no pocos es-
fuerzos, me encontré en posición de alcanzar la rama de Wálter, quien silencioso me miraba escéptico, a sabiendas de que ahora debería yo rodear la parte de mayor flujo espinoso por lo tupido de la florescencia. Sin embargo, al verme en lo que debió suponer un aprieto, el bellaco se aprestó a brindarme ayuda, afianzándose como primera providencia a su rama y tendiéndome su brazo derecho a fin de que, de lograr asirme, salvara yo el escollo y me situara a su lado. Con otra mira de mi parte, me resistí a efectuar el rodeo y me encaramé al ramaje más próximo debajo de Wálter, procurando hallar el sitio vertical a su rama, sin necesidad de apelar al recurso que se empeñaba en brindarme y así, una vez logrado mi propósito, me puse de pie y de un salto me encontré asido a ella, a tiempo que mis manos resbalaban y Wálter me sujetaba férreamente de un antebrazo, evitando mi inminente caída. Ante tal situación, mi otra mano se prendió a su muñeca y, por unos instantes, quedé en espera de ser erguido lo suficiente para poder valerme por mí mismo. Empero, cuando ya me consideraba fuera de peligro, una fría sensación de no estar sujeto al brazo de Wálter me invadió de repente. Era como, si en vez de ello, mi aferrada mano hubiese contactado una cosa aspera y dura, muy parecida a una pata cubierta de escamas de un animal corpulento, cuyas punzantes uñas pretendieran, incontinenti, clavarse en mis carnes. Confuso por lo intempestivo de mi presentimiento, alcé la vista y vi atónito que lo que debía ser Wálter semejaba más bien una negra mole, por momentos borrosa y sin forma definida; pero que, como el vapor de una nube grisácea, a veces obscura, se iba transformando en la figura de un enorme cuervo, cuyo graznido comenzaba a resonar impetuoso en mis oídos. Todo fue raudo. Con temerosa decisión, aparté mi mano libre para evitar me fuese aprisionada al modo de mi antebrazo y, balanceando el cuerpo de un lado a otro con energía intenté escapar de la presión de aquello, hasta que, exhausto por el esfuerzo y a punto de resignarme a mi suer-
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te, mi diestra fue liberada inopinadamente de su captor, sintiéndome al par impelido hacia abajo como un fardo. El suelo detuvo la incómoda caída, que me hizo semiperder el conocimiento. Cuando lo recobré, me hallé recostado con la cabeza reclinada en el regazo de Mara, quien yacía sentada sobre el pasto, con sus manos acariciantes posándose, indistintas, en mi cabello y mi rostro. Tenía el cuerpo adolorido, pero logré levantarme con dignidad. Ya repuesto y sin dar ocasión a diálogo alguno, me di a hilar mis ideas hurgando, con mirada sedienta, el árbol de naranjo, viva la esperanza de encontrar algún indicio que justificara el hecho. Ávidos, mis ojos recorrieron sus interiores y contornos hasta que, anonadado, me rendí a la evidencia de que el árbol no sostenía a nadie y sus hojas se mecían ajenas a mi alocada pesquisa. Dado a ese hecho inconexo, un nuevo dilema se incrustó en mi maquinante cerebro cuando, al pensar que todo aquello bien podría ser obra de mi imaginación, ipso facto, el dolor acusado en mi anatomía, confinaba esa hipótesis y delataba la posible presencia del sujeto de marras, mi escalada al árbol y el incómodo, cuanto estrepitoso descenso. Recordé, por asociación voluntaria de ideas, el accidente ocurrido a Terry años atrás y, la coincidencia con el mío, me conmovió a tal grado que llegué a deducir si quizá, habiéndome creído alguna vez mi subconsciente, culpable de la desgracia de mi pequeño amigo, yo había querido expiar mi infantil culpa, afrontando las circunstancias idénticas y entonces, de haber sido así, el episodio de la presencia de Wálter no pasaría de ser un mito bordado por mi mente creativa pues, de lo contrario, era inconcuso que Mara debía haber constatado dicha presencia al acudir en mi auxilio, no obstante haberla negado al yo preguntárselo, porfiado en obtener la respuesta congruente. —¡Wálter estuvo aquí! –le había yo aseverado sentencioso–. Dime: ¿acaso lo ignorabas?
A su negativa, Mara había quedado mirándome extrañamente, como queriendo fundir mis pensamientos en los suyos y sin dar señales de ocultarme nada. Con su acostumbrada pasividad, se había arrellanado en el diván llamándome a su lado, pero sin lograr quebrantar mi entereza de no cambiar el tema por sus legados amorosos, pues la idea de haber sido engañado pasó a ocupar un primer plano en la cuestión, haciéndome vacilar acerca del camino a seguir para vengarme, de resultar Mara culpable del mal que empezba a causarme. Sin embargo, de hallar ese camino, reflexionaba al punto, ¿cuál habría de ser el anatema que debería dejar caer sobre su cabeza? Bien sabía yo que Mara estaba situada fuera del principio del honor mancillado supuesto que, a su decir, tal principio no era sino parte de la comedia humana, presta a imbuir de odio a los hombres al coartarles su libertad y su entelequia. Por tanto, consideré estúpido escenificarle uno de esos melodramas pasionales, bien conceptuados por ella más cómicos que efectivos. Configuré entonces la tétrica tesis de que los dos amantes se habían confabulado para deshacerse de mí, en orden a sus fines. No era aventurado, me dije, deducir que Wálter pudiera haberme soltado el brazo para propiciar el accidente que ellos hubieran preferido mortal, aun cuando no concibiera en Mara a una mujer capaz de fraguar nada en castigo a mi desmesurado afán de retenerla conmigo, sin importarme sus condiciones por ilógicas e insensatas que fueren. Así, fui naufragando una y otra vez en busca de respuestas confirmatorias a mis sospechas y, a fuer de seguir incrementando mi amor a su misterio, llegué al extremo de compararlo con el profesado a mi madre, santo refugio de mis años mozos en las horas crepusculares, cuando los cuentos fúnebres de las comadres o de Juana, me asendereaban de miedo y previsión para salir al patio de casa en las noches hartas de lluvia o de silencio y cuando, su sola voz de arrullo, alejaba de mí los malestares causados por los morbosos espí-
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ritus malignos, las tenazas de la inseguridad y el tabú de las cosas y de las gentes sombrías. En realidad, mucho tiempo después, me atreví a conjeturar si en Mara hubiera podido, quizá, reponer esa parte de mi madre, o sea el cobijo que el amante río busca en el mar de la mujer amada; pero, como en la ocasión referida, no todo en ella me era aún conocido, hube de resignarme a vestir nuevamente de gris mis ideas, mientras ella parecía seguir viendo color rosa lo nuestro y, en consecuencia, su proverbial serenidad no debía ser sino un amoroso reproche a la temeridad de mi reclamo. Su voz reposada y tierna me devolvió a mis cabales. —Sé lo que piensas, Bruno –me dijo, encendiendo un cigarrillo y aspirándolo profundo–; mas, te diré que la persona a quien te referiste no debe llamarse precisamente Wálter, porque en tu aturdimiento le señalaste un nombre diferente. —¿Podrías decírmelo? –le respondí, suponiendo la cercanía de una broma de mal gusto. —Desde luego –repuso–. Le llamaste –Iván Albenir. —¡Iván Albenir! –clamé asombrado. Mara se puso de pie y exclamó en mis narices: —¿Qué sucede, Bruno? ¿Conoces a alguien que responda a ese nombre? —No… no tiene importancia –contesté, encaminándome con grave lentitud hacia el jardín, en donde mis ojos recorrieron la virtuosidad de sus colores, en tanto trataba de obtener de su vientre una respuesta. De fijo, reflexioné, dada la sorpresiva comunicación de Mara, existía la posibilidad de que uno de los visitantes hubiése sido Iván y, de ser exacto, él había estado cerca de mí el día anterior y esa mañana. Con mi recién nacida inquietud, cauto volví a Mara y le supliqué me dijera, si, antes de la llegada de Wálter, habíale confiado nuestras relaciones, pero ella negó el hecho sin convencerme pues, no era remoto, que aquél y Albenir fuesen una misma persona, aunque me irritó la probabilidad al juzgar a mi viejo amigo incapaz de
embarrarse en un juego como ese. Sin embargo, no obstante haber quedado atrás aquella lejana noche de diciembre, y yo carecer de posteriores referencias de su vida, sólo bastó el simple pronuncio de su nombre en labios de Mara, tan ajena a su gramática, para que Albenir pasara a ocupar de nuevo un lugar preeminente en el foro de mis pensamientos y llegara a convertirse, pese a mi resistencia en aceptarlo, en un presunto tercero entre ella y yo. Esto me impulsó con más energía a intentar aclararlo todo. Ante el planteamiento de que Albenir y Wálter fuesen la misma persona que me había jugado la treta del árbol de naranjo, por un tiempo me di a recordar el rostro del visitante, situándolo en mi mente como un pintor dispuesto a captar de una cara el más recóndito de sus detalles, para luego plasmarla en el lienzo a satisfacción. Reiteré varias veces el experimento, aun a sabiendas de que, en realidad, casi todos los rostros barbados suelen parecerse entre sí, en cuanto conservan ocultos muchos de sus rasgos peculiares y, cuando creí tener preciso el del hombre aposentado en el naranjo, con no poca concentración mental evoqué el de Albenir y le impuse una barba y un bigote de igual talla que la del primero, hasta descubrir el asombroso parecido, sólo que, para confirmar mi sospecha, me era necesaria la presencia de Albenir quien, a no dudar, sería capaz de cumplir mi deseo en la menor ocasión. Así, llevadas las cosas a ese extremo, deduje que andarme por ahí en su búsqueda sería demasiado conflictivo pues, desde que compartimos algunas facetas de nuestra niñez, hasta la última entrevista, Albenir nunca me habló de su familia ni de su lugar de origen. En verdad, su aparición en mi vida había sido un enigma, un hecho de investigación inatractivo para un niño o un adulto común, y ello me inclinó a la idea de que volvería a verlo sin necesidad de buscarle más aún, teniendo a Mara por señuelo y mi acendrada fe en esa posibilidad. En consecuencia, y a imitación de antaño, volví a
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invocarlo con ánimo ferviente, al renacer en mí la urgencia de su cercanía, la devoción por escuchar su voz y venerar su entereza seductoramente contagiosa y, cual revelación apasionada, uní su ser incorruptible al de Mara, haciendo de ambos personajes, en el altar de mi imaginación soberana y compulsadora, la gran pareja humana con matices de iluminacion bíblica. Curiosamente esta comparación, en vez de agraviarme, me llenaba de placidez al concebir que, después de todo, era alentador descubrir en nuestros semejantes algún místico sedimento que quisiéramos en exclusividad para nosotros, aun cuando nos resultara difícil y riesgoso. En una ocasión llegué a soñar que Albenir había venido de lejos a reclamarme la posesión de Mara. El encuentro fue en el jardín y, al vernos, nos estrechamos con dilección. Las plantas estaban repletas de flores rosas y el pasto lucía también ese color. Pronto, Albenir me dio a saber el objeto de su arribo y yo le negué con firmeza ese derecho, no obstante la severidad de su postura. Inmediata y en el momento mas álgido de la discusion, Mara apareció ataviada con un vestido de seda rosa y con sus cabellos agitándose sensuales al contacto del aire. Éste, al soplar, arrancaba a las flores sus pétalos y los hacía caer sobre nosotros en forma de un vendabal rosa. Con su alegre rostro colegial, saltarina se acercó hacia donde Albenir y yo la contemplábamos, marginados de nuestra disputa, nos tomó de la mano sonriente y nos impuso un beso en la mejilla. Presta y sin articular palabra, se echó a correr velozmente por el bosque y yo traté de seguirla, a tiempo que Albenir me lo impedía asiéndome de un brazo. Sorprendido, tiré con fuerza para liberarme de aquella mano que más bien parecía una tenaza humana; pero, al conseguirlo, observé que Mara iba ya distante rumbo a las montañas y se esfumaba em alguna parte de su accidentado camino. Creyendo perderla, me devolví furioso hacia Albenir para reprocharle su exabrupto, pero éste tampoco se encontraba ya en ningún lado.
Cuando desperté, Mara se hallaba contemplándome en la vera de mi lecho con dulce solicitud. Amante y sin freno, la atrajé a mis brazos hasta meterla en él y, durante el desayuno, le relate los pormenores del sueño y mi alborozo al despertar a su amparo. Esa vez, tuve aliento suficiente para confiarle algunos pasajes de la vida de Albenir, relacionada con la mía. De hecho, esas y otras confesiones habían inyectado la curiosidad de Mara respecto a la personalidad de mi amigo, aunque los reincidentes motivos de un mismo tema la hicieran sentirse asediada en principio. Tanto le hablé de él, que llegó un tiempo en que gran parte de lo nuestro se contactaba con su vida y, esa circunstancia, fue haciendo nacer en mí el deseo de que, un día, la sabia palabra de Albenir la compeliera a quedarse conmigo para siempre. Así, transcurrió un lapso sin que nada cambiara entre nosotros. El mundo de fuera, con sus cosas rutinarias, hacía mis retornos a la quinta más apetentes. La dueña de mi cuarto de estudiante me había hecho ver las ventajas de ahorrarme las rentas por casi no habitarlo, indicación que aprecié, y mis contadas amistades de la facultad, acusando mi decreciente asiduidad a ellas, se desinteresaron en mí, al dejar yo de frecuentar los lugares en donde solíamos compartir nuestros avances lectivos. Únicamente mi fecundo interés por el Derecho y la Filosofía, lograba alejar a Mara de mi pensamiento; pero, culminar la diaria tarea que exigía ese holocausto, me significaba volver a saborear el nectáreo de la vida profunda porque, en ese entonces, nada era comparable a sus místicos excesos ni a sus mundanas daciones. Llegó la primavera y, cierto día, Mara se empeñó en la misión de construir, en un extremo del extenso jardín, un cubierto de estar un tanto estrafalario, rodeado de arbustos y enredaderas. De fijo, su especial talento en el ornar, se reflejó inmediato en toda la obra, y yo hube de cooperar en la empresa, trasplantando especies crecidas al azar en el fondo del bosquecillo, bajo su solemne dirección, hasta formar un
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espacioso semi cuadro de setos vivos, techado con palos y ramadas y cubierto con una gama de caprichos florales. Semejando un confortable bohío, su parte delantera, carente de pared, fue suplantada por una llamativa cortina de fino tul rosa y, en el interior, sobre la superficie del suelo, Mara situó una cruz de regulares proporciones, elaborada por ella con las más hermosas flores del jardín. Terminada la obra, la dimensión de la estancia versicolor aprisionó el aroma de las rosas, nardos y geranios, ofrendando un mayor atractivo a la sed de intimidad que pudiera añorar todo ser humano, en aras de un retiro esotérico. Tanto fue el ideal perfeccionista de Mara que, cierta vez, cuando daba los últimos toques a su arquitectura floral, le hice ver cómo su encantamiento sucumbiría, al par en que los rosales y enramadas comenzaran a marchitarse ineludiblemente; pero ella, ensimismada en forjar aquel castillo de secretas ilusiones, con el fervor de una niña que edifica su casa de muñecas, me contestó segura: —Ello no sucederá, Bruno. Ni las flores ni las enramadas habrán de secarse jamás, porque lo creado con amor tiende a ser inmarcesible, aunque el devenir pretenda su aniquilamiento. Curiosamente concebí la idea de esta manera, y aquí podrás penetrar cuantas veces desees saberte inmune a cualquier agobio mundano, supuesto que en su interior todo es natural. Es la síntesis de la tierra, el agua y el aire, desentendidos del fuego que permanece afuera dispuesto siempre a corroer las entrañas de los seres y las cosas. ¡Una te diré y es ésta! –prosiguió aleccionándome–: cuando coincidamos en él, tú no deberás tocarme ni hablarme siquiera y yo, a mi vez, me abstendré de lo mismo ya que, para comunicarnos de ese modo común, tenemos un mundo. Como sabrás, a mí las iglesias y otros centros de encierro masivo me trastornan, no por lo que signifiquen, sino porque en ellos las gentes difícilmente pueden encontrarse en arreglo a su propia voz interior. En verdad, es justo reconocer que el mejor camino
hacia la sabia existencia radica, más bien, en nosotros que en la mural aproximación con los demás, y esto nos es demostrado a través de la meditación, pues ella entraña un acercamiento menos limitado hacia nuestros semejantes, que el estar a su vera sin comprenderlos plenamente. Créeme, lo que me has ayudado a erigir es un puerto de escala, de donde habré de partir tarde o temprano en busca de mi verdad, hasta dar con ella o sucumbir en el intento. Aquí, Mara recorrió “su templo” con trémula mirada, y dibujó en sus labios una sonrisa aquiescente. Acto seguido, ansiosa me tomó de la mano, invitándome a penetrar en él. Yo acepté y, al punto, un raro placer de entrega a su ambiente se apoderó de mí. No había muebles en su interior ni cosa parecida, a no ser dos promontorios de hierbas y helechos apostados a uno y otro extremo, a manera de suaves tálamos invitando al descanso. Por un momento, el todo vegetal me pareció una réplica ingeniosa del jardín de Epicuro, con sus antiguas prácticas hedonistas, en desapego a los ociosos haceres mundanos que, al decir del filósofo, no conducían al hombre a ninguna parte, en tanto Mara se recostaba en uno de los montículos, quedándose ajena sobre la fresca superficie. Comprendí su gozo y opté por dejarla en su recién edificada casa de muñecas. Afuera había un sol abrasador, heredero del fuego que parecía quemar hierba, flor y esperanza al par. Su cálido mensaje contrastaba con el de aquel reino vegetal, en donde Mara semejó perderse en un paraíso inalcanzable para el mundo, del que pretendía huir.
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CAPÍTULO OCTAVO
La noche de los cuervos COMO QUIEN ESPERA CONTRA toda esperanza, así veía yo pasar el tiem-
po, ajeno a los relojes y calendarios, ajeno a cualquier cosa no relacionada con el momento en que Mara cumpliera su sentencia de desaparecer de mi vida y, esta incertidumbre, me movía a invocar la presencia de Iván Albenir, no pocas veces con ingente inquietud. Unos días después de la construcción de la cabañuela, en cuyo seno pasaba gran parte de su ya controversial ermitañismo, Mara me sugirió que practicáramos la completa abstinencia del amor sexual y, en principio de cuentas, me asignó una nueva y muy amplia recámara, situada en la planta alta de la casa, terquedad que no dejó de causarme disgusto, a pesar de haberla aceptado con naturalidad suponiéndola pasajera. Consecuente a esa disposición, resolvió poner fin a nuestros bacanales nocturnos, siempre acompasados de viandas y licores y de la mejor música de los grandes maestros, cuyas notas arrobaban el incensario de nuestros amorosos desenfrenos. No obstante, el día precedente a tan súbitas decisiones, me pidió la llevara a pasear en el coche desde temprano por diferentes rumbos de la ciudad y así, fijando el itinerario de común acuerdo, nos dirigimos al bosque de Chapultepec. Era domingo y, luego de desayunarnos a la vera del lago, decidimos escuchar, en el hemiciclo a Juventino Rosas, la audición musical de la banda de la ciudad de México y las dulces voces de las divas del Instituto Nacional de Bellas Artes que, esa mañana inolvidable, evocaron la época de oro de la canción 160
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mexicana con melodías de Ponce, Tata Nacho, Talavera y Barcelata. Ancianos, jóvenes y niños ocupaban con entusiasmo reverente las enfiladas bancas que rodeaban el hemiciclo del gran Juventino, gloria de nuestra música auténtica y, desde el comienzo hasta el final del concierto, Mara se mostró poseída de un arrobamiento único en ella porque, a pesar de su juventud, sabía afiliar la canción en turno al romanticismo o tragedia de la época, tanto más cuanto que aquellas de principios de siglo portaban, en buen número, el acento adolorido del México revolucionario, la paz herida y la cruz de los hombres que la habían padecido. Muchos de éstos podían descubrirse, en el seno de esas multitudes folclóricas con los rostros curtidos en arrugas y con las blancas cabezas pesadas de recuerdos por la patria de ayer, forjada entre llantos y canciones: Adiós mi chaparrita no llores por tu Pancho que si se va del rancho muy pronto volverá…
Mara reía al vaivén de la lancha deslizada sobre el lago de Xochimilco, seguida de una chalupa repleta de ramilletes con flores de la estación y la trajinera del vendedor de alimentos y cervezas. Como si adivinase, la chalupera alargó hacia mí, con su viejo brazo retostado por el sol, un ramo de rosas que tomé al punto y obsequié a Mara. Siendo sus predilectas, ésta las recibió gozosa, acariciándolas repetidamente con sus manos y aspirando el suave aroma de sus pétalos. —¡Son bellísimas! –dijo– ¡Mira, este capullo se abrirá al atardecer y rociará, ya transformado en rosa, su perfume en nuestra alcoba, cuando estemos en ella por última vez! —¿Por última vez? –repetí interrogándola. Mara comprendió su ligereza y corrigió: —¡Vamos, no hagas caso! Si dije eso fue un decir y nada más… 161
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No le creí. Las palabras habían brotado de sus labios con precisión abismal y no con el propósito de atisbar mis reacciones defensivas ante su mal sonancia: ¡Por última vez! Rehuyendo a un embarazo polémico, se abandonó en la parte trasera de la embarcación y se dio a jugar con el húmedo ambiente natural que nos rodeaba. Sus manos trasegaban el agua remansada, convirtiéndola en lluvia al impulsarla al viento, mientras el lanchero trasfumaba ajeno el cigarro semi mojado en sus ásperos labios, murmurando una tonada cualquiera, y yo avizoraba el comienzo de lo inesperado que, como la banqueta, se iba acercando al final de su ruta. Caía la tarde cuando alcanzamos la orilla. Mara se puso de pie, sacudiéndose el cabello salpicado de agua y sonriéndome coqueta al prenderse en él una de las rosas que separó del ramo. Yo, adivinando su rebuscada deferencia, me abstuve de cortejar su desplante y, una vez que cubrí el gasto al remero, abandonamos la lancha y nos dirigimos a un salón de baile muy parecido a las sarabandas pueblerinas porque, en aquel entonces, Xochimilco era un rincón paradisíaco de sabor a provincia, no profanado aún por los contagiosos snobismos de la gran ciudad, enemigos de la pureza y tradición de las costumbres populares. El salón olía a aserrín, a cerveza y a palma. Fue Mara la primera en comentarlo, a poco de hacernos de una mesa lateral, desde donde podía distinguirse el naciente crepúsculo, a través de los follajes adormecidos en las laderas del lago. Con donaire, reclinó el espaldar de su silla en el barandal de bambú y dejó caer sobre él sus brazos extendidos, aspirando el céfiro que soplaba acariciante, cimbrando su pelo y la flor yacente en su sien derecha. Al fin, como recordándome, se volvió a mí exclamando: —¡En este lugar me siento selvática! ¿Sabes por qué? —No podría precisarlo hasta dejarte satisfecha –respondí. —Bueno –me dijo, poniéndose correcta en su asiento– es lo mismo que si dejáramos de pronto, muy atrás de nosotros, to-
dos los humanos obstáculos de la existencia, para ser cual somos y sin temor a los vecinos ni a las gentes de todas partes. —Pero tú eres libre o, al menos, empiezas a serlo –le dije. Mara calló. Con su habitual picardía posó sus vivaces ojos en una pareja que, como otras, bailoteaba al compás de una grotesca huaracha mal tocada por la amenizante orquestilla del salón. El hombre, con trazas de obrero sabatino, lucía la camisa desabrochada y semi salida del guango pantalón, mientras la mujer, de bronceado rostro y trenzas recogidas, hacía alardes de equilibrio para no venirse a tierra junto con su ebrio amador, dado al peso que ejercía aquel vacilante cuerpo sobre su humanidad. Mara dijo: –¡Mira, esa pareja sí es libre de verdad pues, contra todo convencionalismo, se soporta y comprende! —¿Por qué estás tan segura de ello? –le pregunté incrédulo. —¡Ahora mismo lo sabrás! –me contestó, poniéndose de pie y dirigiéndose a la pareja sin mayor explicación. Acto seguido, la acercaba a nuestra mesa y acomodaba a la mujer en una de las sillas circundantes, ante la imprecisa mirada del varón a quien Mara tomó del brazo y lo instó a bailar, contoneando el cuerpo hasta aprisionar el ritmo con su acostumbrada gracia. Poco a poco, el hombre fue transmutando su actitud beoda por la de un sumiso seguidor de los pasos de la extraña, hasta deshacerse en grotescas contorsiones propias de un bailarín de barriada, enmedio de un círculo de curiosos que contemplaban el singular espectáculo. Yo, por mi parte, adopté la debida discreción frente a la ocurrencia de Mara, quien ya en la mesa, en compañía de sus ocasionales invitados, me comentó el texto de su razón: —¿Lo ves? Esta gente es maravillosa y de fácil comunicación. Me reconforta saber que un día podré compartir a su lado –sentenció, obsequiando a la mujer un billete de cien pesos que ésta tomó sin entender, para luego perderse con su compañero entre el barullo.
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—¿Compulsión? –le comenté, al verla triste y pensativa. —¿De dónde sacaste esa palabra? –repreguntó, aún más desolada. —Bueno… creo que tú podrías explicarla mejor –le dije. Mara me acarició las manos sobre la mesa y dejó caer en ellas su rostro. En un instante sentí la cálida humedad de sus lágrimas y, al otro, escuché su deseo de abandonar el lugar. Fresca era la avanzada noche cuando regresamos a casa, en donde el alba nos sorprendió en amorosa entrega. Una tarde, cuando ya la abstinencia estaba declarada, y la probabilidad de nuestra separación se iba centrando en sus actos e inhibiciones, la encontré, a mi regreso de la calle, leyendo a Víctor Hugo arrellanada en su diván favorito. Al verme, suspendió su lectura y me preguntó a quemarropa: —¿Te gustaría tener hijos, Bruno? —Bueno… en ciertas condiciones… sería lo natural –respondí. Mara echó hacia atrás sus despeinados cabellos y abrazó el libro contra su pecho. —¡Vaya, eso parece lógico!; pero, qué me dirías si te advirtiera que lo natural no es siempre lo mejor, porque procurarse hijos es empeñar nuestro destino, a veces incierto, en aras de su felicidad, aun a costa de los mayores sacrificios. ¡Mira, Víctor Hugo es bien práctico! De su narración “Los miserables” se desprende que los poderosos imponen a los débiles el orden que conviene a los primeros para luego, a una simple protesta o señal de violencia, pasar a cuchillo a los opositores de ese orden opresivo. Ante esa disyunción humana de siglos, prevaleciente en nuestros días, ¿no crees tú que las nuevas generaciones seguirán careciendo de alternativas mejores, supuesto que si llegaran a colocarse en el poder oprimirían y, de resultar lo contrario, serían las oprimidas? —Así es –respondí–, la influencia que ejerce una generación a su inmediata es más fuerte que la que le impone el
orden natural, por ello los hombres aspiran más a la búsqueda del poder que a una inteligente religión con la naturaleza. —Y, por ello, el hombre es el peor ser de la creación y, al mismo tiempo, el que más necesita de sus semejantes –añadió Mara suspirando. Con desgano, por considerar inicua la conversación que, de convertirse en objeto de polémica, podría ahondar las divergencias por ella cultivadas, la dejé hundida en su lectura y abordé el coche, enfilándolo hacia la Facultad en donde, para colmo, el maestro de Teoría General del Estado, versó la clase en los aspectos jurídicos que pudieran encontrarse en la, por entonces, absurda guerra de Corea, aduciendo una serie de tesis y antítesis acerca de sus motivaciones, entre éstas, la propia lucha armada como sanción impuesta por la organización de las naciones a un país reo del orden internacional. “¡Pamplinas! –pensé, al abandonar el aula. –¿Por qué habría de ser la guerra una sanción de derecho?, si bien era evidente que una nación culpable de un conflicto legal merecía ser castigada, ¿en razón de qué se justificaría la violencia de aquella que resultara ofendida? ¿Acaso en la vendetta privata revestida de formalidad? ¡Al diablo con ello!, alguien debería protestar ante el mundo y poner las cosas en orden…” Salí de la Facultad y tomé el camino de la quinta, a efecto de pasar con Mara parte de la tarde, antes de su habitual retiro a la cabañuela que culminaba a la hora de la cena. Rogué al cielo que, al verme, no se le ocurriera volver a insistir sobre el tema de los hijos y Víctor Hugo, pero, durante el trayecto, un repentino impulso por desahogar mi naciente inconformismo respecto de los bélicos sucesos de Corea, reavivó en mí la idea de hacer oír ahora mi propia voz de protesta en cualquier parte, a condición de que en su palestra repercutiera mi palabra por bien tomada en cuenta. Mientras elegía el escenario, meta de mi ya obstinada rebelión, cátedra de mis complejos rezagados y cloaca de los Calicles impertérrirtos, recordé con tesón el chasquido si-
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niestro de la honda de Osvaldo, al proyectar el pedruzco hacia el cráneo del enviado de don Pablo, en venganza por los golpes de látigo que éste le había propinado aquel aciago día y cuyas consecuencias afectaron mi persona, hasta que Albenir acudió en mi ayuda. Recordé también, la oportuna intervención de mi amigo, al conseguir que mi padre pusiera fin a la azotaína de la que me estaba haciendo víctima, por creerme responsable improbado de la caída de Terry del naranjo, y cavilé acerca de la, cada vez más complicada, conducta de Mara en lo concerniente a las cosas mundanas. “En realidad –pensé–, ellos habían protestado innúmeras veces cada uno a su manera, porque eran gentes capaces de alzar su voz en contrario a lo que consideraran injusto. ¡Ahora tenía yo una buena oportunidad de hacer lo mismo…!” Convencido de la validez de mi propósito, puse rumbo a la Avenida del Paseo de la Reforma y estacioné el coche junto al edificio de la Embajada de los Estados Unidos, adonde me dirigí sin aspavientos. Numerosas personas, de diferente origen y nacionalidad, entraban y salían de las varias oficinas con movimientos casi rítmicos y en un silencio de alfombras. Un constante teclear de máquinas y diálogos en diversos idiomas, dejábanse oír por doquier que me iba introduciendo en las rumbosas estancias, llenas de secciones y departamentos, hasta detener mis pasos frente a una suntuosa y descomunal puerta que, calculé, debía corresponder al privado del señor Embajador. No bien me aprestaba yo a solicitar la consabida audiencia con la recepcionista próxima al recinto, cuando un empleado lejano, resumido en pecas y puesto detrás de una ventanilla, me pidió a señas me acercara a él. Yo obedecí, alentando obtener de su presteza la audiencia deseada; pero, una vez teniéndome enfrente, el sujeto de marras me dijo en buen español: —Usted viene a protestar por la guerra de Corea, ¿no es así?
—Bueno… sí… ¡así es!; pero, ¿cómo lo supo? –contesté caviloso. —Descuide –observó, tomando una libreta de uno de los estanteros y poniéndola solícito a mi vista, después de verificarla–, lo sé porque muchos inconformes, como usted, se presentan decididos a eso y luego no saben explicar las causas de su protesta. ¡Firme aquí! –exclamó en tono imperioso, señalándome, con su larguirucha mano, un lugar en la enorme libreta llena de rúbricas y garabatos. Dada su altisonancia, alerté mis sentidos y le respondí molesto: —¡Vea, joven, no es este el modo que escogí para elevar mi requerimiento! El empleado me escudriñó de los pies a la cabeza, intercambió una sonrisa empapada de sarcasmo con la secretaria de junto e, imprudente, volvió a la carga. —¡Eh, oiga! ¿No querrá usted protestar ante el señor Embajador? –vociferó, haciendo un guiño burlón a la secretaria que me sonrió consintiéndome. —¡Es ello lo que pretendo y lo haré de inmediato! –subrayé, a punto de perder la paciencia. El hombre se recuperó, acicalándose la corbata pendiente del cuello desabrochado de su camisa y, en tono de hipócrita perseverancia, me dijo a pausas: —Mire jo-ven-ci-to, usted firma donde le he indicado y mañana encabezará la lista de pacíficos manifestantes en algunos de los diarios de Seúl o Washington. Así la guerra se enfriará. ¡Ea! ¿Qué le parece? Mi templanza llegó al límite. Lleno de furia, hundí las uñas en las páginas de la dichosa libreta y la arrojé violentamente al suelo, mientras el sorprendido barbaján, profiriendo frases incoherentes, abandonaba la ventanilla y se dirigía a mí, con serias intenciones de afrentarme. No bien me resignaba yo a responder a sus instintos agresivos, cuando alguien que, de seguro, debió ser cauto espectador del debate, medió de im-
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proviso ordenando al impulsivo oficinista devolverse a su lugar. Era un hombre maduro, de amable rostro extranjero y complexión robusta hundida en un abrigo de buen corte quien, con caballerosa familiaridad, me pidió disculpara el incidente. Yo, comprendiendo su sana diplomacia, intenté obsequiarle una explicación: —Únicamente quise protestar por… —Ya lo ha hecho usted joven y, ¡de qué modo! –me interrumpió, espaciando una larga sonrisa. Le agradecí el elogio y, antes de retirarme, volví la mirada hacia el empleado; pero éste esquivó socarronamente el encuentro. —No le haga usted caso, ¡es un John Smith cualquiera! –sentenció el hombre maduro, despidiéndose de mí con su peculiar sonrisa, para luego atravesar el salón y desaparecer tras la suntuosa puerta del recinto en donde, hacía apenas unos momentos, previa audiencia, había yo querido elevar mi ufana protesta. Aún no obscurecía cuando llegué a la quinta, sediento de acusar la compañía de Mara quien, a esas horas, se hallaba metida en la cabañuela, adonde la espié para cerciorarme de facto. Recostada sobre un túmulo vegetal, parecía detenida en el tiempo, complaciente y olvidada de cuanto la rodeara. Excepcionalmente no quise interrumpirla y regresé a la casa con objeto de esperarla solícito en el sofá de la sala. Apenas escuchaba yo las voces de la servidumbre, provenientes de la azotea, atropellándose en mi cerebro con las otras de la Embajada que pronto se esfumarían al paso de la cálida voz de Mara reprochándome, en principio, mi ausencia en “su templo” esa tarde, para luego conversarme sus cosas, nuevas siempre, hasta ya muy entrada la noche. Queriendo atenuar el flato de la espera, tomé a desgano una revista de la mesa de centro y me di a hojearla sin interés; pero a poco, la fotografía de un niño lisiado en la guerra de Corea, impresa en la portada del suplemento, excitó
mi atención. ¡Tenía escasos ocho años y ya usaba muletas!, cuestión por la que, al pie del retrato, podía leerse la siguiente leyenda: “Son muchos…” Corta oración como profunda la adversidad impune del pequeño baldado, cuyos ojos oblicuos parecían contener la interrogante, huérfana de respuestas inmediatas, que penetraran a su azorado mundo con la luz de la verdad. Yo hubiera deseado estrecharlo en ese instante contra mi pecho y escanciar, en su ya nimbada humanidad, todo el amor paternal derramado en mí, por los días infantiles en que me sobrecogían de espanto las bélicas contiendas notificadas que, aunque distantes, yo las creía escenificadas agoreras a la vuelta de la esquina de casa o detrás de las montañas cercanas a mis campos de juego. Rememoré la proverbial austeridad de las palabras de mi padre, siempre dispuestas a pincelar de blanco las sombras de mis inquietudes y consentí, andando el tiempo, la certidumbre de que en los presentimientos del niño se funda el temor del hombre, aun respecto a las cosas más sutiles de la existencia. Mara –me dije– se había entregado a mí, con la nada luminosa idea de iniciar así su individual protesta y reclamar a los cuatro vientos un lastimero remedo de libertad; consistente en hacer de su vida lo que le viniera en gana; pero sin contar con que mis ambiciones extremas bien podrían rebasar las suyas y obtener mejores dividendos. Comencé a sospechar que, quizá, pudiera creerse superior a mí, y eso no debía tolerarlo, por cuanto no había yo tenido la oportunidad de demostrarle la falsedad de su cálculo y hacerle entender mi capacidad de oposición a lo contrario al bien, ya fuese con un fusil en la mano o un argumento asaz destructor de las causas misérrimas… “y así, pondré mi numen a debatir al farsante, y las multitudes me seguirán confiadas en mi capacidad de mando. Los niños crecerán en la ciudad y en el campo sin el pavor de la violencia, porque ya no habrá invasores que son escaparates de la sangre, y los hombres darán
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rienda suelta a sus aptitudes, todas ellas dirigidas al bien común…” Subí las escaleras de mi alcoba y accioné las luces de afuera y de adentro. La abierta ventana, situada arriba de la cabañuela, empezaba a cubrirse de enredaderas y éstas casi tocaban su dintel. No se distinguían a esa hora los colores de las bugambilias, pero su discreto humor silvestre se introdujo gratamente en mi nariz. Recargado en el umbral, observé hacia afuera, dándome cuenta que la cabañuela aún tenía luz en su interior y sus haces se esparcían por doquier, al filtrarse entre los vegetales. Entonces imaginé a Mara hincada ante la cruz, para después, terminada su misión, llegarse a su recámara y despojarse de la túnica rosa que acostumbraba usar en esos menesteres. El simple panorama deductivo me inspiró el deseo de procurar arreglo a mi persona, a fin de saberme dispuesto a su lado a la hora de la cena. Ya se me ocurriría algo propicio con que distraerme más tarde, como fuera jugar a las cartas o resolver complicados problemas de ajedrez que tanto la entusiasmaban. Hasta me creí capaz de invitarla a respirar el aire puro de la noche, en la romántica alameda central. Midiendo el tiempo, me eché sobre la cama boca arriba invadido de optimismo; pero luego, mis versátiles pensamientos dieron un vuelco en mi cerebro, haciéndome abandonar las ideas de convergencia en torno a Mara y evocar, en su lugar, el retrato del niño de Corea. Por asociación, uní su imagen escarnecida a la de la pequeña Romy y gocé al imaginarlos juntos, correteando sonrientes en una vasta llanura llena de aire y sol. A veces, cogidos de la mano, iban de un lado a otro entonando canciones inefables, y casi sentí que sus risas y sus voces sin frases golpetearon mis sienes. Aun cuando era evidente que Romy y el niño coreano no habían llegado a conocerse nunca, me complació el hecho de haber realizado el milagro de su encuentro en mi empecinada mente, al entrelazar, con mágica semblanza, dos mundos pequeños y extraños entre sí, como las más remotas
estrellas, para hacerlos vivir en comunión extrema, aún en contra de lo que no pudo ser. Pensé luego en Landowski y lo situé yendo a la búsqueda de Romy, por una de las calzadas desembocante a la llanura. Caminaba de prisa con un hermoso traje de caballerito austríaco, fino y vigoroso el rostro sin surcos de viejo tiempo prematuro. Sus ojos y sus labios mirando y sonriendo al porvenir, contrastaban con aquellos ojos violentos y labios contorsionados del joven austero, frío y decepcionante. Al filo del llano, Landowski extendió los brazos y tropeleó hacia Romy, dándole alcance y rodeándola de caricias juveniles, mientras el niño coreano cortaba flores silvestres y las obsequiaba a sus amigos, canturreando con ellos canciones vernáculas que, en forma de partituras celestiales, fueron convirténdose a mis oídos en la Coral de Beethoven. Como despertando de un letargo y consciente ya de mí, me incorporé de la cama, al recordar que Mara debía estar a esas horas en el comedor y, para asegurarme, espié de nuevo por la ventana, advirtiendo el sombrío silencio de la cabañuela. Sintiéndome responsable de mi probable retardo, me acicalé aprisa y bajé las escaleras, receptando de lleno el intenso pertume de los nardos y geranios, emergido de la penumbra. Abajo, el comedor y la cocina se hallaban en completa soledad y, en la mesa, no se notaba señal de disposición de cena alguna, no obstante que el reloj de pared marcaba musicalmente las nueve de la noche. Presto, deduje que la causante del desolado panorama era Mara, contrariada por mi proceder o impelida por sus constantes vigilias nocturnas, y me dirigí a su alcoba sin más finalidad que la de saberla en casa, pero mis llamados a su puerta no obtuvieron respuesta. Frustrado, me asomé a la ventana fronteriza a su lecho y la sorprendí recostada en la misma posición habitual: inmóvil, ida del mundo y con los ojos petreamente fijos, como intentando captar algo puesto más allá del techo de la habitación.
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Cierto de que la prófuga se indispondría, de ser interrumpida, desandé el corredor y regresé a mi alcoba, no sin antes hacerme acompañar de una botella de cogñac que tomé de la cantinilla del hall, en un arrebato de pretender desterrar, entre sorbo y sorbo de su ambarino contenido, el tedio que me causaban sus obstinados retiros, a veces impensados, en los cuales no tenía yo injerencia alguna, siquiera para compartir su soledad o el milagro de tener cerca su ausencia. La noche había avanzado y la tenue luz de la luna apenumbraba los confines, cuando resolví, por simple curiosidad, rondar por la alcoba de Mara. En esta ocasión, encontré la puerta abierta y su lecho vacío, lo que aprecié como síntoma inequívoco de su reincidente regreso a la cabañuela, sobre todo al descartar la posibilldad de que hubiese salido a la calle, dada la estadía del coche en el garage y su escondido temor de salir fuera de casa. Así sabiéndola perdida por el resto de esa noche resolví, antes de meterme en la cama, tomar un baño de agua caliente para relajarme; pero, al disponerme subir la escalera hacia mi cuarto, llegó a mí el rumor de un siseo, cuya modalidad se fue haciendo cada vez más familiar, en cuanto al extraordinario parecido con el externado por el presunto Wálter. El nuevo siseo brotaba también de rumbos indistintos, lo que imposibilitaba cualquier éxito de procurar su origen. Sabedor de que pudiera tratarse de otra cosa similar a la del árbol de naranjo, aparenté ignorarlo y, no obstante la reiteración del maléfico rumor que, a instantes, parecía vencer mi empeño de llegarme a mi habitación para volcarme en busca de su causa, logré subir y tomar la ducha apetecida, situándome luego frente al espejo del lavamanos a efecto de afeitarme una descuidada barba de varios días. Empero, al disponer la navaja con miras a su objetivo, el espejo me devolvió, de súbito, algo que puso en tensión los músculos de mi rostro e hizo brotar un sudor frío a mis espaldas. En su fondo, ese rostro se reflejaba sibarítico y presentando signos
de desvelo, violencia y lascivia, no obstante que su poca aún poblada barba santulona pareció atenuar, en parte, el impacto ofrecido de repente. Sobreponiéndome, rechacé de improviso la imagen, cerrando los ojos a modo de retenerla en la mente unos instantes y, logrado esto, volví a depositarla en el espejo, relajando hasta el último de mis músculos faciales, pero ahora con los ojos observadoramente abiertos, a fin de compenetrarme más, a base de energía mental, en sus caracteres específicos y cuidando no pensar en otra cosa que no fuera la propia imagen, a objeto de poder mirarme a mí mismo tal cual era, sin las mascaradas de la autojustificación ni del convencionalismo personal. A poco, dado a no ser afecto a tales narcisismos, logré dominarlos y contemplé mi rostro por un tiempo que se me antojó estático y sin el menor cambio sidéreo, analizando sus físicas metamorfosis, acaecidas desde mi niñez hasta ese lapso. Pronto, el descubrimiento comparativo, me inyectó la sensación indeclinable de que Albenir se hallaba más cerca de mí de lo supuesto. Mientras tanto, enmedio de la espesura de la noche, el siseo había aumentado su intensidad, transformándose en el graznido de un pájaro como circunvolando el área de la quinta y yo, a sabiendas de que Mara permanecía en la cabañuela, abandoné el espejo y salí a la terraza, percatándome que aquello no era sino esa cosa repugnante, de gran tamaño y hostil presencia, cuyo negror se confundía con la misma noche sumida entre los árboles y su plumaje. Observé que el pájaro emergía de cualquier rama y, haciendo gala de una agilidad felina, revolaba hasta posarse a capricho encima de la construcción vegetal con su graznido impertinente, para luego situarse, nervudo y jadeante, en alguno de los aleros de la casa. Temiendo que Mara fuese atacada por aquel extraño advenedizo del infierno, la alerté a que se abstuviera de abandonar su refugio, pero no obtuve respuesta de su parte. Fue
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entonces cuando el volátil optó por detener su juego sarcástico, quedándose quieto sobre la cornisa del comedor desde donde, como si inteligiese, inclinaba su dentirrostro, mirando de soslayo y en acechanza continua hacia la cabañuela. Ante la inminencia del ataque animal, pronto me nació el apuro de no abandonar a Mara a sus propios recursos, no sin cavilar en la posibilidad de que el pajarraco no existiera, que fuera obra de mi imaginación desmedida y que, al plegar la cortina de fino tul rosa que la separaba de la intemperie, ella se encontrara incolume en cuerpo y espíritu, concluyendo así esa noche de alucinación y sobresalto. A fin de imbuirme valor suficiente, reincidí en apelar al espejo y ví cómo, a poco de contemplarlo, mi rostro adquirió, ahora con mayor impacto y quizá debido a la inseguridad que amenazaba embargarme, algunos de los rasgos más característicos de Iván Albenir, en cuya conformación fue dibujándose un anímico y familiar llamado a mi entereza, para llevar a cabo la automisión de hacer frente al arcano de lo indiscernible. ¡No había tiempo que perder!, henchido de optimismo, me dirigí a la cabañuela con la prisa que alienta toda indeclinable decisión y, sin medir el riesgo, me planté frente a ella y descorrí bruscamente la cortina. ¡Allí estaba!, era una mole avérnica con dimensiones de un águila real. Tenía la mirada ceñida en los movimientos de Mara y posadas las garrosas patas en las extremidades inferiores de ésta que, inmóvil, yacía tendida sobre el túmulo vegetal. A mi irrupción al interior del recinto, el ave con figura de cuervo aleteó iracunda, lanzando un sordo graznido que se ahogó en su babeante pico, cuyo fétido olor me hizo retroceder asqueado hacia un rincón, desde donde pude observar cómo sus filosas y encalladas uñas se clavaban en las semidesnudas piernas, de su presa la que, víctima quizá de un sortilegio masoquístico, permanecía insensible al dolor, a juzgar por su actitud pasiva y concupiscente. Ante la negativa reacción de Mara, nada propicia para hacer un posible frente común en contra del pajarraco, que
ya cuidaba también de mis movimientos, mis ojos se dieron a la búsqueda de algún objeto que pudiera yo utilizar como arma defensiva, pero no lograron hallar lo apetecido y el pajarraco brincoteaba ya sobre el flácido cuerpo de Mara, abriendo desmesuradamente el curvo pico e hincándoselo en las espaldas, al par de prorrumpir graznidos y aletazos en alegoría infernal. ¡No pude más!, al verla sangrante y con la túnica hecha jirones, ataqué al animal a puntapiés, con el no menos animal instinto de arrancarle la cabeza si ello hubiese sido posible, pero éste, con precisión casi humana, eludió la andanada y, profiriendo ronquidos estentóreos, se escabulló de la estancia, dando un giro espectacular y revolando hacia el techo de mi alcoba, para luego perderse en el espacio, todavía con su graznido maldito. Convencido de que por el momento el peligro se había conjurado, substraje a Mara de la cabañuela, no sin antes recabar de su cansado rostro una mueca de inefable pavor, que se fue extinguiendo al contacto del fresco céfiro nocturno. Así, cobijada en mis brazos y con la cabeza reclinada en mi pecho, la conduje a su cuarto en donde, obsequiándome una mirada de opaca gratitud, se arrojó a la cama sin articular palabra. Acto seguido, cuando la juzgué profundamente dormida, eché llave a la puerta y regresé a mi alcoba, resuelto a aceptar lo que el resto inevitable de la noche pudiera depararnos. Ya en mi cuarto, aseguré puertas y ventanas en previsión de un posible retorno del esperpento y, para evitar ser sorprendido en la obscuridad, dejé encendida la luz de los candiles que, en número de diez, estaban dispuestos en una lámpara pendiente del techo, cuya arquitectura, sumada a sus múltiples caprichos artesanos, simulaba una corona virreynal. Consiguientemente, me tiré a la cama sin desvestir, ocupando el solaz en meditar acerca del comportamiento de Mara en los últimos días, por cuanto nos mantenía alejados en muchas otras cosas que no eran relativas al sexo. A lapsos,
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me carcomía el deseo de llegarme a ella y, de alguna manera, procurar nuestra perdida comunicación natural; pero se sobrepuso siempre la evidencia de su desequilibrio emocional imperante y, por tal circunstancia, consideré práctico marginar lo acontecido y esperar el nuevo día lleno de caridad y absolución. Debía ser la medianoche cuando algo, de fijo inexplicable, empezó a perturbar su quietud, poco a poco, mis oídos fueron captando el eco inarticulado de un ruidillo proveniente de fuera que, al hacerse más audible dada mi atención hacia él, me hizo deducir en principio que éste estuviese siendo producido por Mara, al golpetear insistente la puerta de su habitación, en frenético llamamiento para reclamarme su libertad o suplicarme impostergable protección. Sin embargo, el supuesto llamado fue paulatinamente languideciendo, a medida en que iba yo acusando su ubicación por encima de la azotea de mi recámara. Semejaba el rumor de unas uñas rasgando el concreto con ánimo de horadarlo y, a intervalos, leves graznidos y clamor de alas parecían expresar la impotencia de un vano intento de penetración. Cierto de que el prefijado pajarraco pudiera escurrirse por otra parte hacia dentro de la habitación, no descuidé los ventanales, en cuyas áreas espaciosas bien podría hacerse presente, y centré en ellos mi vigilante espera. ¡No me equivoqué!, de pronto en una de las vidrieras de la ventana próxima a mi lecho, se hizo patente el férreo golpeteo del agudo pico del córvido, presto a desquebrajar su débil superficie. Fue entonces cuando, al descorrer los visillos, la transparencia de los cristales, afectada por la luz exterior de la cabañuela, me permitió escudriñar con éxito hacia afuera. ¡Allí estaba de nuevo! Era la misma ave conirrostro que horas antes había osado atacar a Mara con denuedo, y muy parecida a la que Albenir me obsequiara un día, sólo que real y peligrosamente escurridiza. Sus negros ojos destellaban una obsesiva compulsión a la violencia, en señal de que no cesaría de arremeter, ahora contra la ventana, hasta introducirse en la estancia.
Ante el apremio de su irremisible embate, decidí poner en juego todo el imperio de mi voluntad consciente, a efecto de no dejarme dominar por el terror que pretendía infundirme el asqueroso buitre kafkiano e invoqué el auxilio de Albenir, a quien presentía como mi protector y guía bien errante, a tiempo en que un pavoroso estruendo de cristales rotos, confundido entre graznidos y aletazos, se escuchó dentro de la habitación y una cosa negra y voluminosa cayó sobre sus patas, muy cerca de donde me encontraba. El impacto fue de tal manera sorpresivo que me hizo impulsar mi humanidad horizontalmente hacia la cama y asir del buró, a falta de arma provisoria, la botella de cogñac, para luego situarme de espaldas a una pared lateral en actitud defensiva, mientras el pajarraco, que había entrado de picada en una de sus arremetidas contra el ventanal, se dirigía trotando torpemente hacia la cama y se encaramaba de un salto a ella, sacudiéndose el aceitoso plumaje. A cada grito destemplado, el bicho elevaba las bien pelechadas alas y las plegaba al punto, haciendo cínicos visajes y revoloteando a uno y otro lado de la pieza, como tratando de intimidarme antes de volcar sus garras contra mí. Por último, culminaba su ronda, quedándose quieto a los pies de la cama. Yo, a mi vez, había procurado aprovechar la tregua para pensar, no sólo en defenderme, sino en la necesidad de aniquilarlo sin alternativas. Así, me di cuenta de las sábanas, sueltas sobre el lecho, y calculé el riesgo que jugaría de llegar a atraparlo bajo de ellas y ahogarlo con algún supremo esfuerzo; pero luego aquilaté la imposibilidad de acercarme a éstas, sin ser acometido por mi enemigo que ya comenzaba a dar muestras de tendenciosa impaciencia, al erizarse y proferir desgañitados chillidos. Convencido de lo último, me desentendí de las sábanas y caminé sigiloso, de espaldas a la pared, en dirección a la puerta de salida, hasta detenerme fronterizo al espejo situado en la pared opuesta y, al verme en él con efusión, su reflejo me transmitió clara, precisa y sin reser-
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vadas providencias, la imagen intacta de Iván Albenir. Incontinenti, acusé de aquel espejo psicomórfico, la mirada de unos ojos flameantes de ira y severidad, como exhortándome a defender mi libertad y mi destino. El austero rostro comprendía, y ello se adhirió a lo profundo de mi ser consciente, un surco pertinaz de burla y reclamo a mi exhibida debilidad ante lo absurdo y otro, ligado a éste, de modo inconsútil, apresurándome a procurar el exterminio de aquel fantasma pavoroso, con el bastión irrebatible de mi sola voluntad. De un salto, el bulto negro abandonó la cama y se irguió en el respaldo de una silla próxima a la puerta, adonde iba yo dirigiendo mis pasos, con la intención de escabullirme y hacerme de un arma, acaso del cuchillo de cocina guardado en la despensa, que daba más bien la impresión de un pequeño machete propicio para destazar a quien acababa de echar a tierra mi intento de estratégica evasión, al descender macabramente del mueble y trotar, con su torpeza habitual, hacia la puerta, junto a la que se detuvo cual guardián inexorable, lanzándome sus visajes acostumbrados y midiendo la distancia que nos separaba al uno del otro, con arcáica inteligencia, fue entonces cuando un odio inenarrable me invadió de repente contra aquello que algo fuera y, sin más, con saña inaudita, le arrojé la botella de licor; pero ésta, lejos de dar en el blanco, se estrelló de lleno en la base de la puerta, esparciendo los vidrios rotos y el líquido ámbar en el suelo. Sorprendido, el cuervo revoló a la altura del techo y posó su enorme volumen sobre las candilejas, varias de las cuales estallaron en pedazos, motivando que el causante del estropicio volviera a situarse en el respaldo de la silla, sólo que ahora para utilizarlo de medio con miras a su propósito pues, no bien se quedó parado en él unos instantes, cuando de un salto cayó sobre mí, lanzándome furiosos picotazos que me hicieron experimentar el agudo dolor de aceradas agujas empeñadas en desgarrar la carne viva, al herirme los antebrazos que, instintivamente, entrecrucé para cubrirme
el rostro. Desesperado, pero cuidando no perder la vertical, soporté a cuestas a mi atacante y logré asir la silla en vilo, arremetiendo contra él hasta quitármelo de encima cuando, desconcertado, se echó a volar en la semi obscura habitación por cuanto, de la lámpara, solamente dos candiles mecían su luz lánguida y solitaria. A veces, por la casi nula visibilidad reinante, perdía yo la negra dimensión del pajarraco, que parecía fundirse con su sombra, aumentada siniestramente sobre la pared, por la incipiente luminaria de los candiles. ¡Y es que sombras y ave del averno parecían imperar ya en aquella penumbrosa estancia! Con la silla en ristre, me acerqué a la cama y me apoderé de otra botella de cogñac rodada debajo. Más liviana que la primera por hallarse vacía, resultaba el proyectil idóneo para aturdirlo al impacto y rematarlo al caer, según se presentara la oportunidad. En tanto, como preparando otra embestida, el cuervo se dio a revolar en círculos y arremetió contra la lámpara pulverizando, a golpes de ala, otro de los candiles que, antes de resumirse en la obscuridad, dejó caer al vacío una estela de luces irisadas, sin contar con que yo, cauteloso, me había deshecho de la silla para situarme a prudente distancia de él, cuya inteligencia inverosímil, lo hacía pretender últimar a picotazos el huérfano candil, que aún destellaba indiferente a su destino, y hundir en tiniebIas aquel, ya para entonces, campo de batalla. Empero, como si mi voluntad, aunada a las fibras sensibles de mi condición humana, hubiera impelido mi brazo, después de trazar la tangente apetecida que me separaba del punto vulnerable del animal, arrojé el proyectil de vidrio que fue a estrellarse justo en su cabeza con tal fuerza que, columpiándose en la maltrecha lámpara, el cuervo guturó un crispante gemido de dolor y se derrumbó semi atontado al suelo, manando abundante sangre de uno de los ojos, que yacía fuera de su cuenca, y buscando refugio entre las sombras.
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Por instantes, el silencio se hizo demencial por los cuatro costados de la habitación. El pájaro mimético se fundió en la brumosa comba que abrazaba sus rincones, desde uno de los cuales, evidentemente, debía estarme acechando y yo, sabedor de que, sintiéndose mal herido, podría aumentar la furia en sus ataques, alerté mis sentidos a objeto de evitar una fatal sorpresa. A veces me estremecía la falsa sensación de su tibio y pestilente eructo tras mis espaldas, y ello me hacía volverme de un lado a otro repentino, hasta que conseguí templar mis nervios para no caer en el abismo de la desesperación. Más allá de mí, merced a los movimientos pendulares de la lámpara, se dejaba distinguir, con destellos imprecisos, la recortada silueta de la silla de fina caoba, encima de cuyo respaldo descubrí el débil fulgor de una lucecilla suspendida en la obscuridad, a manera de una lejana estrella en la turbulencia carbonosa del infinito. Era un punto lustroso que tan pronto desvanecía como volvía a persistir y, animado, deduje que debía ser el reflejo proveniente del niquelado cerrojo de la puerta, al refractar éste la mortecina luz de la candileja; pero, por otro lado, y ello me hacía resistir a la idea de acercarme al mueble y convertirlo en baluarte, aquel punto visible, a veces fulgurante y de matices cambiables, semejaba la arquitectura de un ojo desorbitadamente fijo, cuyo dueño debía consentir así, hasta apreciar un descuido de su presa y, en vertiginoso ataque, destrozarla con el furor de una bestia acorralada en los estertores de su agonía espectral. Rehaciéndome, pensé en mi acierto de haber dejado a Mara encerrada bajo llave, aunque sin descartar la posibilidad de que el engendro hubiera podido llegar a enloquecerla, antes de efectuar su maldita visita a mi cuarto. Tal cosa, me conmovió lastimeramente: “¡Ah! –reflexioné–, si pudiera derrotar la causa mordaz de nuestra desdicha, torciéndole el cuello y enviándolo a las inmensidades de la nada, para luego seguir caminando por un tiempo espirante del brazo de mi dulce bienamada, llenos de libertad y deseosos de existir sin temor
al arcano beligerante, saturado de inútiles horas abrasadas de abrojos calcinantes. ¡Oh, voluntad, brújula de nuestro ser, procuradnos invictos ante los ritos innaturales de la intrusa neurosis terrenal, haced mejor la existencia del hombre sin las temibles obsesiones de los siglos y estampa en el universo su perenne felicidad!” Aún no acusaba yo la señal del lugar donde se hallaba el pajarraco, amparado en su singular mimetismo, cuando ya el ruidillo de un cuerpo, al rozar algún objeto en la obscuridad o una serie de deseos reprimidos, me avisaban escasos que no estaba solo en aquella encrucijada eternal empapada, a ratos, de un silencio que habría querido romper, siquiera fuese, expeliendo el aire de mis pulmones, atiborrados de oxígeno por mi casi contenida respiración. ¡De pronto, el bólido negro se alzó de entre las sombras y, en su revuelo impetuoso, fue a estrellarse de frente contra la íngrima candileja, cuya pavesa se redujo a ceniza antes de tocar el suelo, acentuando el paso de las invasoras tinieblas que, como enemigas ocultas, se apoderaron de la estancia! Ahora, únicamente el fulgor de la noche dibujado en los ventanales y una delgada arista de luz que se escurría en el umbral de la puerta, proveniente de la bombilla de afuera, me ofrecían minúsculos puntos de referencia para detectar la ubicación de mi enemigo, cuando éste acertaba pasar subrepticiamente junto a ellos. Sabio de que el animal podría acostumbrarse a la obscuridad, con mayor facilidad que yo, consideré de nuevo la opción de escabullirme por la puerta, cuyas llaves pendían de la cerradura y, sin perder de vista la escuálida luz del umbral, me fui acercando a ella conteniendo, hasta donde me era humano, el fluido de la respiración, logrando situarme de espaldas a la pared correspondiente, aunque con el presentimiento de que el cuervo me seguía la pista olfateando mi determinación. ¡No me equivoqué! No bien había yo hecho girar el frío metal de la llave y tiraba del pasador, cuan-
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do mi cuerpo se cimbró de nuevo al embate de sus garras y al golpetear de su pico pretendiendo taladrarme la cabeza. Aterrado y protegiéndome los ojos que parecía querer devorarme como por ley taliónica, por impulso logré abrir la puerta y me eché hacia afuera, pudiendo dominar la inercia de mi violenta irrupción, al sujetarme angustiosamente al barandal del descansillo de la escalera, para evitar precipitarme al vacío. Lleno de rabia, el cuervo siguió arremetiendo contra mí, desgarrándome las ropas y buscándome los puntos vulnerables que mis sangrantes extremidades defendían. Una repulsiva sensación de náusea comenzó a producirme el vaho pestilente de su aliento y la sangre coagulada de su órbita vacía, espesamente desparramada en su alborotado plumaje. Más de una vez intenté vomitar sin conseguirlo. Sentía agudas punzadas en el vientre y las piernas se negaban a obedecerme. En no pocas ocasiones, mis puños se estrellaron en el cuerpo del animal, sólo para enfurecerlo más y recibir a cambio crueles picotazos en mis ya de por sí, heridas y crispadas manos. Empero, cuando ya presentía que el mundo se derrumbaba por encima de mi cabeza, y todo a mi alrededor me infundía la impresión de girar como una estela de cosas incoherentes, a motivo de la zozobra y el cansancio, algo dentro de mí, convertido en una lejana voz austera en la medida de mi afán invocador, me alentó a reaccionar vivamente en un aferramiento a su llamado proverbial y, por ende, a la vida misma. Tanto me impelió aquella voz a afrontar la adversidad con el baluarte de mi razón y voluntad que, al pronunciar con firme acento, una y otra vez, el nombre seráfico de Iván Albenir, advertí cómo, merced a su conjuro, el cuervo fue atenuando su agresividad, hasta quedarse quieto frente a mí, con la apariencia de un manso cordero anonadado y medroso. Sin perder un segundo y aprovechando su desconcierto, sujeté su musculoso pescuezo, que palpitaba a fuer de en-
crespadas corrientes sanguíneas motivadas por la ira o el temor, y comencé a oprimirlo cual si se tratase de una canlenturienta víbora de escamas aceitosas, hasta que su cuerpo se fue agitando en contracciones espasmódicas, cuando mis manos hicieron crujir cartílagos y huesos y la sangre resbaló por sus alas, aún nerviosas, esparciéndose por doquier y salpicándome la ropa. Acto seguido, erizando el desordenado plumaje y dejando caer hacia atrás la cabeza tumefacta, el ave concentró todo su peso en mis extenuados brazos y expiró sin remedio. De inmediato, y en un afán de plena liberación, me acerqué al barandal y arrojé desde lo alto los despojos de aquella cosa exanimé, alcanzando a oír el impacto que produjo al rebotar contra las baldosas del jardín. Más adelante, con el ánimo recobrado y respirando a pulmón abierto el frío aire de la madrugada, bajé a la alcoba de Mara y, al cerciorarme que aún dormía, tranquilizado cerré la puerta, esta vez sin llave, y volví a mi cuarto para echarme a descansar sobre la cama. Al despuntar la claridad de la mañana, mis ojos se abrieron perezosamente, tardando en acostumbrarse a su resplandor. Por lógica, lo primero en invadir mi mente, fue una serie de imágenes confusas respecto a lo sucedido esa noche que, por fortuna, había quedado atrás. Ya dispuesto, con recelo me di a escudriñar desde mi lecho los pormenores de la habitación. ¡Todo estaba en orden!, en el espacioso techo de labrada madera colgaba la lámpara en forma de corona virreynal, con sus candiles intactos y, tanto en el buró como debajo de la cama, yacían las botellas de licor, una llena, vacía la otra, sin la más leve huella de desplazamiento. De igual suerte la ventana, supuestamente rota, no externaba síntomas de que algo hubiese arremetido contra ella y el piso carecía de vestigios ajenos a su condición. Desconfiado ante lo que consideré una afrenta a mi sentido común, abandoné la cama y salí presuroso al descansillo de la escalera en donde comprobé, al mirar acusioso la superficie cercana del jar-
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dín, que allí no había rastro de alguna cosa despeñada, por lo que, después de cambiarme de ropa y asearme de prisa, bajé al desayunador, extrañándome el hecho de no ver a Mara disponiendo la mesa ni a la servidumbre atendiendo los menesteres de la hora. El bosquecillo lucía soleado y tranquilo. El cántico del zenzontle o el cardenal contrastaba con el susurro de la paloma silvestre. El agua de la piscina semejaba un óleo rosáceo, al transparentar sus paredes y su fondo y, al contacto de la hoja de laurel agonizante que, desprendida de su rama, caía sobre su seno, el líquido ondeaba monótono para luego dejar ahí, al garete e inmóvil, esa parte del verde tiempo celular, como barquilla sin velamen y a la intemperie de su final evolutivo. En el cielo, el celaje fulguraba su encanto de color. Largo rato pasé meditando, en aquel lugar apacible, acerca del natural orden de esas cosas tan accesibles a la contemplación; pero, a la vez, tan lejos de ella por la filosofía de su simplismo: el diálogo extranjero de las aves y la agonía de una hoja huérfana de su estado primigenio, revelándonos, con callada certidumbre, el provecto misterio de la vida. En su lecho, Mara permanecía quietamente dormida y, sobre la cómoda, yacía el libro negro de letras doradas, en cuyas páginas, de escritura reciente, podía leerse: “OCTUBRE 18.– Quisiera tener la posibilidad de salir a la calle sin sentirme abrumada de lo que pudiera suceder; pero, mi inseguridad, me hace caminar como entre nubes al saberme el centro de las miradas transeúntes. ¡Temo caerme y causar hilaridad a la gente!… debería dominar ese absurdo. OCTUBRE 19.– La ciudad es un caos. Aún sin participar de ella, desde aquí presiento la agresividad que resume ese mar humano y me pregunto: ¿Qué oleaje impulsa al pez grande a devorar al chico?… OCTUBRE 20.– No debiera pensar. Me ahoga darle vueltas al pensamiento y llevarlo, sin proponérmelo, a un mismo
punto para comenzar de nuevo. Este día, me han asediado obsesionantes recuerdos de mi infancia que han desgastado mi buen humor gran parte de las horas. Acaso sea yo de las gentes dadas a inventar historias que, con el tiempo, llegan a considerarlas reales, pues hoy la ficción y la realidad se entrelazaron, forjando en mi cerebro la imagen de un equilibrista de circo encima de un alambre. Supongo que tal cosa no debió haber sido nunca objeto de comentario para una niña de escasos cinco años, porque el equilibrista perdió la sustentación y se derrumbó sobre la pista, con el consiguiente grito estentóreo de los espectadores. El equilibrista tenía tantas caras como las veces que lo recordaba y, en algunas, adoptó la de un obeso sargento retirado que, más tarde, sirvió de mayordomo en mi casa paterna. Casi todo el día me persiguió este pensamiento, hasta que opté por reírme de mí misma. Creo necesario romper el ocio de la mente, acercándome más a la sencilla objetividad de las cosas, aunque resulte difícil a los débiles de espíritu llevar esto a la práctica. OCTUBRE 21.– En vano esperé a Bruno por la tarde en la cabaña. Era ya noche cuando me pareció verlo entreabrir la cortina sin penetrar. ¡Celebro que no lo hiciera! Siento ardores en el cuerpo debido al castigo a que lo sometieron las uñas de mis manos adoloridas. Es torpe admitirlo; pero, dado a ello, la obsesión de permanecer intramuros se me ha ido disipando. ¡Debo dar gracias a Dios!” —¡La servidumbre de hoy es insufrible! –me confió Mara, al resbalar en mi plato dos, no muy apetitosas, crepas con mantequilla–. La nuestra holgaba demasiado y tuve que despedirla esta mañana. Telefonearé luego a la agencia de colocaciones para suplirlas, aunque, te diré –reflexionó sin ufanarse– que me agradaría desempeñar todo el oficio doméstico en adelante. —¡Escucha, Mara, es preciso hablar de algo más importante ahora! –le supliqué al comprender su estado emocional, respecto a su acercamiento a la “…sencilla objetividad de las
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cosas”, mientras ella entraba y salía de la cocina como un duendecillo, sonriéndome a veces y cubriendo con su bata de estar las partes visibles de su cuerpo. Al fin, respondió: —Pero, ¡no pensarás que no debo comunicarme a la agencia de colocaciones!– El señor Lira me ha dicho… —Sí, te ha prometido atender tus exigencias –la interrumpí–. Sin embargo, deberemos conversar antes acerca de ti –le reiteré, al verla con suficiente lucidez para entender que debería consultar a un médico de yo solicitárselo. Por lapsos, Mara pretendió ocultar las múltiples heridas que no alcanzaban a disimular las prendas de vestir en su cuerpo ni la suelta cabellera sobre su bello rostro, surcado de pequeñas ulceraciones hasta que, displicente, se sentó a mi lado, contempló largo rato sus manos y, al saberlas también lastimadas en forma de surcos inflamados, se cubrió la cara sollozando. Desde aquel día comprendí que Mara no podría engañarme más porque, no obstante su llanto prometedor, su necia indiferencia a lo que pudiera significar un antídoto a su actitud contribulada, me daba a entender que nunca consentiría la asistencia de un psiquiatra ni procuraría, de la agencia de colocaciones, la substitución de las sirvientas idas, pues su camino parecía estar trazado ya con rumbos inequívocos, como apuntaba el hecho de que había prescindido de ellas en razón de su pronta partida. A esto se sumaba su creciente desapego a todo lo nuestro, debido a sus ya sistemáticas inmolaciones neuróticas, como la de aquella noche tenebrosa en la que mi voluntad había triunfado gracias a Albenir, mi amigo del alma, quien con su beatífica anunciación ahuyentó para siempre de mi el cruel fantasma de la temprana neurosis. Ahora tenía yo la seguridad de que el orden prevalecía dentro de mi, y no me fue difícil recordar sus proféticas palabras: “Busca el orden en ti mismo, sólo así te salvarás de caer en el martirio ineficaz y tragicómico de santificar el bien en demasía…”
La vez que decidí marchar a mi pueblo en busca de la verdad acerca de Iván Albenir, Mara me acompañó hasta el portón de la quinta sin dar muestras de inquietud por nuestra separación; pero, en cambio, me despidió forzadamente risueña y me entregó una tarjeta que contenía una dirección y una fecha. La dirección señalaba el kilómetro trece de la vieja carretera a Puebla y la fecha un dieciocho de noviembre. Aún recuerdo que al enterarme de su contenido sin ninguna emoción, guardé la tarjeta en la bolsa de mi saco, apresuré la despedida para no acusar signos de flaqueza ante su demudada figura, tan distinta de otros días, y partí con el presentimiento de que un obscuro pájaro satánico rondaba sobre su cabeza, con su aletear persistente y un poderoso pico dispuesto a enloquecerla en cualquier instante de su vida. Recordé el fragmento de Rafael escrito años atrás:
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“Eres el cuervo que deambula en la obscuridad reinante y la noche se confunde con el negror de tus alas, ¡qué angustia es sentirte sobre la húmeda almohada y a todas horas saberse despojado por tu cinismo de lo más preciado que el hombre ama! Un día te torceré el cuello ladronzuelo y habrá paz y tranquilidad en el espíritu universal…”
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FUE LA PRIMERA en recibir la sorpresa de mi llegada. Era ya una señorita, y de ello me di cuenta no sólo al verla después de tres años de ausencia, sino al experimentar que no tuvo que empinarse mucho para tomarme del cuello y besarme la mejilla. Fue tan seco el impacto de mi arribo, que vino a enterarse de mi estado físico hasta el episodio de nuestra charla en el cuarto de estar, en donde no ocultó su enfado complaciente ante mi demacrado aspecto. ¡Tenía los carrillos hundidos y los ojos llenos de desvelo! Mi nariz, aún con atmósfera de vino, apenas comenzaba a percibir el aroma familiar de todo cuanto me rodeaba, mientras el viejo perro Palomo, que no había desatendido mis pormenores, posaba su mirada en mí rondándome desconfiado y se echaba a los pies de su ama aunque, a veces, como si su condicionada memoria le recordara algo relacionado con mi persona, se acercaba a olfatearme el humor, procurándome entonces alguna actitud juguetona. Por obvias, las preguntas que Lucía me formuló le fueron contestadas sin protocolos: —¿Has estado enfermo ? —No. —¿Volverás pronto a la facultad? —Así lo espero… —¿Tuviste alguna decepción amorosa? —No aún… Con ánimo evasivo hacia posibles nuevas interrogantes, le pedí me preparara un refresco y aproveché su dócil retiro
a la cocina para subir la alfombrada escalera rumbo a mi cuarto, ante la indiferencia de Palomo que, contrario a su costumbre de ir tras de mí, prefirió tumbarse en el umbral; como antaño por las mañanas sobre el pasto, cuando Lucía y Cristina daban de comer a las palomas, cosa –pensé– que, de seguro, debía seguir sucediendo por cuanto nada parecía haber cambiado en casa ni en sus habitantes mesiánicos. Al penetrar a mi cuarto, celebré su intacta fisonomía. La cama, el buró y el añoso arcón, aunque ya no rebalsado de juguetes, permanecían en su lugar imprescriptibles, del mismo modo que el armario, encima del cual yacía el obsequio de Albenir, como recién desempacado y puesto en el sitio. Me satisfizo volver a contemplar al pájaro negro, tratando de volar sin esperanza, y me reconfortó poder contar con esa prueba circunstancial de la controvertida existencia del donante. Así discurría, cuando la dulce voz de mi hermana me hizo postergar mi lucubración y bajar a la sala, donde mis padres y Cristina me dieron la bienvenida, ocultando el consabido estupor, como si mi separación hubiera sido efímera y no del lapso transcurrido sin casi, ellos tener noticias mías. Aunque el propósito de mi llegada al pueblo, a más del familiar, era el de hacerme de una pista concurrente a la persona de Albenir, mis incursiones a los lugares que acostumbrábamos frecuentar fueron haciéndose esporádicas a falta de éxito; pero, no obstante ello, procuré tiempo suficiente a mis pesquizas, previa meditación sobre las rutas a seguir. Así, por lógica, deduje que alguien debía saber algo acerca de mi amigo. Ya fuese Osvaldo, Erasmo, Pedro Green o sus propios maestros y, confiado en la premisa, hice de ella un nuevo puerto de escala. ¡Nada logré!, los tres primeros me aseguraron no acordarse de él y el profesorado ya no era el mismo. “Evidentemente –pensé–, el tiempo no había pasado en vano, a pesar de que el parquesito de infantes, el viejo muro asendereado por las otoñales aguas del río, la avenida y las callejuelas que gustabamos transitar, y hasta el carcomido árbol de
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CAPÍTULO NOVENO
Una aurora singular LUCÍA
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naranjo, me dieran fe de su lejana presencia de un modo muy particular y legendario. Empero, pronto consideré obvio el hecho de que ningún extraño tuviera interés en el dilema, al no obtener tampoco, de mis padres y hermanas, antecedente alguno. Sin embargo, un día, cuando ya declinaba mi fe en hallar la respuesta encontré, en una de mis andanzas callejeras, a un viejo conocido que, por azares del destino, había llegado a la ciudad en donde, a poco de impartir sus postrimeras cátedras de Dibujo, vivía solitariamente sosteniendo su ancianidad gracias a la pensión jubilatoria. Estaba sentado con el peso de sus años en una banca de la plaza principal y, al verlo, no pude menos que conmoverme ante la silueta del senecto maestro, ahora convertido en un ser cuya vida estragada conservaba, no obstante, la chispa vital que da a la razón el signáculo de la experiencia. Su ancha corbata, el traje y el sombrero no eran precisamente ejemplos de bonanza, y sí, al par que los gastados zapatos denotaban la soledad y el abandono en que el hombre se debatía en el principio del fin. ¡Ahí, donde la marejada de cosas decadentes se ensartan como garfios en los cuerpos enfermos de antigüedad, para contribuir a su exterminio, ahí estaban engarzadas en sus carnes, al decir del maestro, la gota y las crisis bronquiales! Con su pesado andar, trazaba todos los días el mismo itinerario de rutina, y deambulaciones, y su lucidez era en extremo confiable. Largo rato revivimos los pasajes más asequibles a nuestra memoria, acaecidos durante mi estadía en SC, pasajes en los que, no pocas veces, mencionamos el nombre de Rafael, hasta que el anciano se emocionó doloroso al saber de su trágico fin. Ya entrada la tarde, como queriendo insistir en el historial de los recuerdos, mi confidente me pidió le acompañase a su casa en la que, de extraña manera, habría yo de descubrir la clave que haría casi milagrosa la oportuna aparición de aquel hombre inesperado.
La morada del maestro se hallaba en las afueras de la zona residencial y pertenecía a los suburbios lejanos del centro. Era un caserón, cuyas paredes de adobe sostenían toda clase de diplomas, fotografías y dibujos hechos por el docente. Un descolado piano ocupaba el lugar de lo que parecía ser la sala y, sobre él, yacían numerosos discos clásicos, papel pautado y un adusto retrato de Beethoven reclinado en un polvoso florero. Mientras el maestro se desabrochaba el saco y, resoplando, dejaba caer sus obesas carnes encima de su butaque preferido, una anciana aparecida de repente lo despojó del sombrero y el bastón; diligente y temblorosa colgó las prendas en un tosco perchero, y se esfumó luego para volver sosteniendo una descascarada charola con dos tazas de café. —La vieja Irene cuida de mí desde hace mucho –dijo el maestro, en tanto saboreábamos el aromático líquido negro–; vive en la pocilga de junto y, si no fuera por ella, este viejo gandul ya estuviera pintando ángeles en los infiernos. Ahora, dime: ¿Qué ha sido de ti en los últimos años? –terminó preguntándome con cierta austeridad. Dada la elemental necesidad de responder a tan familiar exigencia, consideré ocioso participarle cosas que el oidor pudiera calificar, quizá burlonamente, de fantásticas, y me concreté a narrarle aquellas relacionadas con la vida de un estudiante común, cuya meta era alcanzar el profético título universitario. Fue entonces cuando mi interlocutor, después de elogiar con desplantes vehementes mi inmediato objetivo y, consabido de mi pronto regreso a la Facultad, se puso pesadamente de pie y tomó de un estantero, repleto de libros y folletos, una serie de dibujos que, por lo bien cuidados, debían ser de su predilección. Al mostrármelos con mal disimulada vanidad, constaté que cada uno representaba el rostro adolescente de este o aquel alumno que había pasado por sus aulas, pues sus nombres aparecían claramente escritos al pie de la obra respectiva, y me fue fácil recordar
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a muchos de mis condiscípulos, dado a la extraordinaria concepción de los retratos. Allí estaban, entre otros, el de Rafael, Green y Érika, posando ante mí en la medida en que iba yo recorriendo el encuadernado paquete artístico, hasta el momento de detener mi vista frente al que, sin equívoco alguno y extrañamente, pertenecía a Iván Albenir, a la edad deducible de dieciocho años. Sorprendido, por estar cierto que mi amigo y el anciano retratista jamás habíanse conocido y, menos aún, en el lapso de la realización del dibujo que, a no dudar, debía corresponder al de mi estadía en SC, pregunté al maestro si el nombre de Iván Albenir le era familiar, pero su respuesta resultó negativa: ¡Nunca antes había oído pronunciar tal apelativo ni tenido noticia de alguien que así se llamase! Fue así cuando, después de haber confirmado mi aserto, me percaté que en el retrato no figuraba ese nombre sino el mío y que, respecto a sus características, aquella faz era la de mi amigo y, al mismo tiempo, ¡la de Bruno Valverde! Animado porque el engorroso enigma parecía enfilarse hacia una lógica solución, aunque todavía sin desembocar de plano en lo que ahora presentía con mayor incidencia, comencé a intimar al maestro todo cuanto Albenir había significado en mi vida, desde nuestro primer encuentro, en ocasión al accidente de Terry, hasta el instante de nacerme el deseo congruente por saber, siquiera el mínimo secreto, acerca de su actual existencia. De este modo, atento a mi relato e introducido ya plenamente en su cuestionamiento, el maestro tomó, en el momento que debió considerar propicio, una hoja blanca de papel y un lápiz de obscuro grafito, puso el papel sobre un liso tablero de madera lustrosa y se empeñó en la tarea de dibujar mi rostro. Al término de mi narración, me sonrió con apacible optimismo, poniendo el dibujo en mis manos y diciéndome con apostólica seguridad: —Lo importante no habrá de ser el hecho de que llegues a encontrar a tu amigo en algún lugar del mundo, tal como
lo has dibujado en tu memoria, sino las sabias y valerosas virtudes que de él aprendiste para liberarte de la soledad y la angustia. Si los hombres pudiéramos ser lo suficientemente sagaces, no tendríamos apremio en preguntarnos cuál es el camino conducente a una vital solución de nuestras vicisitudes, pues siempre nos sería viable imitar a quienes lo han seguido hasta escalar la cumbre de sus ideales exclusivos. En realidad –reflexionó el probo maestro–, resultaría honesto admitir que el hombre es él y la suma de una o más partes de sus semejantes, porque es un mundo completo que tiende a la complejidad, en tanto le resulta difícil reunir, en su entidad particular, lo mejor de los seres humanos paradígmicos, como lo hubieran querido De Aquino, Kempis o Kant. Por ello, es justo apreciar tu incuestionable levadura de fe a las enseñanzas de quien, afirmas, te llevó al rescate de tu albedrío, porque esa fe no fue sino el producto de lo esencialmente humano, o sea de aquello que siempre será sabio tomar para el bien de nuestra existencia –terminó afirmando. Alta era la luna cuando salí a la calle con la certidumbre de haberme llevado, de los profundos y cansados ojos del mentor, un destello de luz prometedora y omnisciente. La oportuna coincidencia de mi encuentro con el viejo maestro y mi ya inclinada sospecha de que Albenir bien pudiera ser un personaje ficticio, forjado al amparo de mi imaginación, me indujo a tratar de buscarlo más bien dentro de mí que en la completa y polimorfa muchedumbre, aunque sin descartar la posibilidad de llegar a topármelo a la vuelta de la esquina, cuando menos lo pensara. Sin embargo, no obstante lo contradictorio de esas hipótesis, hube de hacerme a la idea de que esto último debería importarme poco, sobre todo al ocurrirme en una ocasión el hecho siguiente: No era yo adicto a dejarme crecer la barba y el bigote, para no ser esclavo de su rutinario arreglo y, en ello, Mara había estado de acuerdo: pero, durante el tiempo de mi permanencia en casa, descuidé tanto mi aspecto, que pronto me crecie-
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ron ambos. En consecuencia, cierta tarde dispuse afeitarme y penetré al baño de mi alcoba con esa idea; mas, ya estando frente al espejo, me sobrecogí de tal manera que, varias veces, palpé su superficie con detenimiento a objeto de convencerme que se trataba de un espejo y no de otra cosa que pudiera ser. Rayando mi ansiedad, ahora en un placer semi racista, una y otra vez repasé mis manos en los contornos de mi rostro, sin descuidar su imagen retratada en la luna de cristal y recordando, al punto, los dos dibujos que el maestro había hecho de aquél. ¡Ahí estaba, conformándose más en la medida en que la navaja iba desbarbándome, el rostro de Iván Albenir!, único, tangible y sin ningún presunto misterio inmemorial. Presto, al compararlo con el personaje, cuya efigie conservaba intacta en mi mente, desde aquella noche de diciembre, deduje que, a pesar del tiempo y sus cambios implacables, él debía ser así porque, evidentemente, no era mi pensamiento el que se reflejaba en el lago del espejo, sino mi propio rostro con las características inherentes al de mi amigo. Sentí luego la necesidad de reír, como quizá no lo había hecho desde la adolescencia, y reí al establecer de inmediato un curioso silogismo, basado en que, más de una vez, en los instantes de amargas tribulaciones, creí ver en la faz de Albenir mucho de la expresión sui géneris de mi padre. El silogismo era el siguiente: si Albenir acusaba cierto parecido con éste, y yo también por lógica natural, resultaba inconcuso que, aceptando la idea de identidad, mi amigo y yo debíamos ser una sola persona y, sin duda alguna, ¡me había estado buscando a mí mismo, con la culminación de mi propio encuentro! Todavía paladeando la placentera sensación de triunfo, bajé a la sala, en donde mis padres y hermanas esperaban la hora del café que me supo a maravillas, ya reunidos todos en la mesa del jardín a la sombra del flamboyán, lugar en que Cristina propuso pasáramos ese fin de semana en nuestra casa de campo. Yo, con gozo poco común hacia una cosa tan
simple, acepté la propuesta por la personal razón de que, en realidad, las granjas y los aledaños patrimoniales me eran casi desconocidos, y el campo sólo me había brindado sus verdaderas primicias durante mi infancia cuando, en compañía de Jerónimo, llegué a ser su asiduo concurrente. Ante esta evocación, la imagen de aquel fiel servidor de casa posó fugaz en mi recuerdo, con una sonrisa de transparente aprobación y, en ese abstraccionismo, no deseché la contumaz idea de que Mara hubiese estado a mi lado para convivir juntos la compañía de las montañas y los ríos, de los caminitos hechos por el montaraz o el venado, de las auroras eternas más allá del híbrido verdor de los pastos y colinas, del lamento noctámbulo del grillo o del canto amaneciente del gallo, sobre el tejado de los cobertizos olorosos a lluvia y sol mezclados. Empero, las cosas no pudieron ser de ese modo y, a mi regreso del campo, abracé el convencimiento de que tal enjambre de vivencias epicúreas le hubiera significado, de seguro, un retorno al umbral en cuyo seno le había nacido el capricho hedonista de realizar el viaje por el que habría de cambiarme. Viaje disparatado a los suburbios del vegetar mundano, para el que no era menester sino el pasaporte consistente en un dejarse abandonar o en entrega total, a los arcanos neuróticos. Algo insólito debió fortalecer mi espíritu al enmarcar, de esa manera, la conducta de Mara, porque de pronto comencé a sentir por ella, con mayor hondura, pena y conmiseración. Poco tardé en comprender que, ese algo, era el milagro de mi propio encuentro y que, el fin pretendido para lograr su liberación, no podría justificarse a la luz de su voluntad carente de albedrío. Por ello, el falso esplendor del fuego fatuo, anidado en su alma, segura desvaneciéndose en la medida en que yo iba conceptuando la vacuidad de su incierto futuro. Como Diana, Mara comenzaba a ser una mujer menos fabulosa e inalcanzable en un presente cualquiera porque, aun cuando seguía amándola con el frenesí de aquel instan-
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te en que me atrajo la perfección de su vida desordenada, no era ya sino una débil creatura atormentada por el flagelo de la maldita neurosis, horrendo pájaro negro a quien había yo logrado torcer el cuello hasta triturárselo, a cambio de escalar la montaña de mi libertad. ¡Y es que Albenir, parte selecta de mí, flamígera porción despertada oportunamente en el universo de mi ser, otrora endeble y confuso ante el embate de los misterios macrocósmicos, y guía de mi vigilia existencial, me había investido de entereza y consagrado la victoria final que ahora disfrutaba! La quinta estaba desierta la fecha que Mara me dio a saber la noche de mi partida, acaso con el postrer deseo de que estuviera a despedirla. El automóvil no ocupaba la cochera y las habitaciones lucían abiertas y silenciosas. Una pesada atmósfera de vacío invadía los rincones más apartados y, en su alcoba, fui recibido por el cálido aroma de un perfume expirante, que me hizo deducir su ausencia con escasa anticipación a mi llegada. Sin embargo, no obstante el panorama por demás expresivo, me di tiempo para recorrer, con impensada nostalgia, el soleado bosquecillo y el solitario jardín, en uno de cuyos extremos, bajo el ventanal de mi alcoba, se erguía aún la floreada casita vegetal que había servido de místico refugio a su alma atormentada y cavilante. Al acercarme a ella, un hecho curioso llamó tiernamente mi atención: las enredaderas, helechos y rosas permanecían sin marchitarse y despidiendo su fresco aroma original a pesar de que, a excepción de las primeras, nada contactaba a los helechos y rosas con la tierra. Ante el singular suceso, recordé las proféticas palabras de Mara acerca de que todo lo realizado con amor no podría llegar a destruirse, respuesta dada al yo asegurarle, por lógica deducción, el final ineluctable y prematuro de los vegetales que adornaban el recinto. Largamente contemplé aquel suave fenómeno de longevidad floral que, de seguro, pasado algún tiempo, dejaría de ser eterno y, analizando el concepto parabólico que sobrepo-
nía la simiente del amor a los designios de la tierra, quise llegarme a Mara y reclamarle que, si lo nuestro había sido el resultado de lo que ella entendía por amor, no debería extinguirse en el abismo de su necia irreflexión. Raudo vino a mi memoria el kilómetro trece de la vieja carretera a Puebla y, sin pensarlo mucho, salí presuroso a la calle y abordé un transporte que me condujo a esa dirección, cuando el crepúsculo comenzaba a dibujar su primera pincelada de color en lontananza. El ómnibus se detuvo a ruego mío en el lugar previsto perdiéndose, a poco de apearme, en la angosta ruta con su rugir torpe y ensordecedor, mientras yo caminaba a la vera, guiado por la corazonada de que, dado al rumbo y configuración, el sitio debía ser el mismo que había servido de escenario al rito, ocasionado por la riña entre Vives y Landowski. Así, sin detenerme, continué avanzando hasta que un eco de música lejana, mezclado con voces y risas estentóreas, comenzó a cobrar vida en mis oídos, evidenciando la veracidad de mi cálculo: el lugar era el pensado y su extensa superficie estaba allanada por una multitud de hombres y mujeres de todo tipo y color. Al observarlos a prudente distancia, recabé que entre los varones había endebles y corpulentos, mustios y parlanchines luciendo, sin excepción, vestimentas poco ortodoxas e indefinibles. Las jóvenes mujeres, muchas de ellas de origen extranjero inspiraban, anacrónicas y solícitas, un deseo de posesión puramente objetivo en la geografía mural de sus bien proveídos cuerpos, y carecían de la más elemental zona de elevación mesiánica ya que, tanto esas ninfas simbióticas como los apolos figurativos, exhibían solamente un caprichoso folclor de colorido y desacato reñido, a todas luces, con las reglas de promisión válidamente liberativas. En el fondo, encimado en un montículo de piedras y hierbas, un grupo orquestal no menos cromómano ejecutaba rabiante música estridente de límites desbordados, aunque a veces con apacibles accesos eurrítmicos que contrastaban con
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aquel proscenio de besos, carcajadas y rostros inexpresivos, algunos poblados de cavernarias barbas postineras. El vino y el cigarrillo, de dudoso interior, simbolizaban el pan y la sal de aquellos comensales insurrectos. En ese maremágnum de máscaras y voces parecidas, me di a la busqueda de Mara, hasta que muy cerca de la orquesta acerté divisarla y logré que ella me viera tambien, aun cuando no pude presumir de su alegría por cuanto, al verme, no reflejó ningún indicio de que mi presencia pudiera acercarla a mi lado más tarde. ¡Y es que bailaba! Estaba bailando como solía hacerlo siempre, aunque ahora con el dispar de ya no dar a mis ojos la impresión de ser aquella proverbial diosa pagana, símbolo inmanente de una juventud insumisa y apta para cobrarse el crimen de sus mayores. Comprendí entonces que el espejo legendario se había vuelto a romper y que Mara era un símbolo sí, pero de una juventud ebria de vino y lujuria, de desfachatez y miseria. Como emergida de las sombras de la noche, que comenzaban a cubrir todo lo que no era fogatas o dispersos fanales encendidos, la figura humana, hembra o mujer, mito o realidad, mitad Juana y mitad Diana, ondulaba su cálido cuerpo mostrando signos de ulceraciones recientes, al compás de una música con sabor a arcaicas frustraciones evolutivas, mientras sus cabellos se agitaban al viento, simulando cuervos que parecían rondar espectrales sobre su cabeza y su destino. Sin embargo, al captar de su rostro, no menos herido, una inefable melancolía convertida en ese instante por la mía en un aparente mensaje de arrepentimiento, de pronto me surgió el deseo de acercarme a ella y rescatarla de ese mundo abyecto y fantasmal, ya fuera por la fuerza o la razón; pero, cuando resolví hacerlo, sentí que alguien palmeaba mi espalda quedamente, presto, volví la vista hacia donde debía hallarse el intruso, y ví a Iván Albenir frente a mí, rodeando al par mis hombros y con su brazo hermano y atrayente, para luego convencerme, por medio de su cercana voz austera, azote de mis
infortunios, que debíamos retirarnos de aquel lugar triste y contradictorio. Ante esa revelación, no pude menos que desistir de mi fugaz intento y, al experimentar la luz de su espíritu dentro de mí, alentado emprendí el regreso, con la certeza de su perenne companía.
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FIN
Iván Albenir. Una historia para neuróticos se terminó de imprimir en abril de 2007 en Talleres Gráficos, en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Los interiores se tiraron sobre papel cultural de 44.5 kg y la portada sobre cartulina couché de 169 kg. En su composición tipográfica se utilizó la familia ITC Usherwood. Se imprimieron mil ejemplares.