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Una historia natural del amor
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U na historia natural del amor

Diane Ackerman

U na historia natural del amor Traducción de Susana Camps

EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

Titulo de la edición original: A Natural History ofLove © Random House Nueva York, 1994

Diseño de la colección: Julio Vivas Ilustración: «Leyla», Sir Frank Dicksee, 1891, cortesía de Bridgeman/Art Rcsource, Nueva York

© Diane Ackerman, 1994 © EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2000 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 84-339-2453-2 Depósito Legal: B. 17045-2000 Printed in Spain Liberduplex, S. L., Constitució, 19, 08014 Barcelona

Para George, cuyo corazón es tan brillante como el verano

AGRADECIMIENTOS POR AUTORIZACIONES

Queremos expresar nuestra gratitud a las siguientes personas e insti­ tuciones por permitirnos reproducir textos ya publicados:

Branden Publishing Co.: Fragmentos de The Symposium (El banquete) de Platón, traducidos al inglés por B. Jowett. Reproducido con permi­ so de Branden Publishing, de Boston.

Doubleday, división de Bantam, Doubleday, Del/ Publishing Group, !ne.: Fragmento del texto sobre Ludwig van Beethoven de la Encyelope­ dia of Great Composers, de Milton Cross. Reproducido con permiso de Doubleday.

Hareourt Braee and Company y Peter Owen Ltd., Publishers: Fragmento de The Diary ofAnais Nin 1931-1934, de Ana"is Nin. © 1 966, Ana"is Nin. Derechos mundiales, excluyendo Estados Unidos, Canadá e Is­ rael, administrados por Peter Owen Ltd . , Publishers, Londres. Re­ producido con permiso de Harcourt Brace and Company y Peter Owen Ltd. Publishers.

Indiana University Press: Fragmento de The Art of Love, de Ovidio, tra­ ducido al inglés por R. Humphries. Reproducido con permiso de Indiana University Press.

Alfted A. Knopf, !ne. y Faber and Faber Ltd.: Tres versos del «Connoisseur of Chaos» de los Colleeted Poems de Wallace Stevens. © 1 942, Wa­ llace Stevens. Renovado en 1 970 por Holly Stevens. Derechos en toda la Commonwealth administrados por Faber and Faber Ltd. Reprodu­ cidos con permiso de Alfred A. Knopf, Inc., y Faber and Faber Ltd.

fon Landau Management: Cuatro versos de «Fire», de Bruce Springsteen. ©Bruce Springsteen: ASCAP. Reproducidos con permiso.

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William Morrow and Company, /ne. y Leseher and Leseher, Ltd.: Frag­ mentos de Freneh Lovers: From Heloise and Abelard to Beauvoir and Sartre, de Joseph Barry. © 1 987, Joseph Barry. Derechos en toda la Commonwealth administrados por Lescher and Lescher, Ltd. Re­ producidos con permiso.

New Direetions Publishing Corporation: Fragmentos del poema de las pá­ ginas 1 4 y 1 5 de los Love Poems ofAncient Egypt, de Ezra Pound y Noel Stock. © 1 962, Noel Stock. Reproducido con permiso de New Directions Publishing Corporation.

New Directions Publishing Corporation y David Higham Associates: Dos versos de «When All My Fine and Country Senses See» y once ver­ sos de «If 1 Were Tickled by the Rub of Love», de los Poems ofDy­

lan Thomas, de Dylan Thomas. © 1 939, New Directions Publish­ ing Corporation. Publicados inicialmente en Poetry. Derechos mundiales, excluyendo Estados Unidos, administrados por David Higham Associates. Reproducidas con permiso de New Directions Publishing Corporation y David Higham Associates.

Penguin Books Ltd.: Fragmento de la introducción a Romeo and juliet, de William Shakespeare, publicado por T. J. B. Spencer (Penguin Books, 1 967). © de la introducción de 1 967 de T. J. B. Spencer. Reproducido con permiso.

Random House, /ne.: Fragmentos del tomo segundo de Remembranee of Thíngs Past (A la búsqueda del tiempo perdido), de Marcel Proust, traducido al inglés por C. K. Scott Moncrieff y T erence Kilmartin. © de la traducción de 1 9 8 1 de Random House, lnc., y Chatto and Windus. Reproducidos con permiso de Random House, lnc.

Routledge: Fragmentos de Women in Athenian Law and Lije, de Roger Just, publicado por Routledge. Reproducido con permiso.

Searborough House y MBA Literary Agents Limited: Fragmentos de Sex in History, de Reay Tannahill. © 1 980, Reay Tannahill. Publicado ini­ cialmente por Stein and Day. Derechos en toda la Commonwealth administrados por MBA Literary Agents Limited, de Londres. Re­ producidos con permiso de Scarborough House Publishers y MBA Literary Agents Limited.

Sterlíng Lord Líteristie y The Hogarth Press: Fragmento de The Aeneid (La Eneida), de Virgilio, traducida al inglés por Cecil Day-Lewis. © 1 932, Cecil Day-Lewis. Publicada en Estados Unidos por Ox-

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ford University Press. Derechos mundiales, excluyendo Estados Unidos, administrados por The Hogarth Press, de Londres. Repro­ ducido con permiso de Sterling Lord Literistic y The Hogarth Press.

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AGRADECIMIENTOS PERSONALES

Algunas partes de este libro (en diferentes versiones) aparecie­ ron inicialmente en Parade, The Condé Nast Traveler, Travel­

Holiday, The New York Times Magazine, Allure, The New York Times Book Review y American Photo. Agradezco a los editores de estas revistas la buena acogida y el aliento que me dispensaron. Estoy especialmente agradecida a aquellos amigos y colegas que han sido generosos con su tiempo, sus conocimientos y su ánimo : Ann Druyan, Chris Furst, Lindy Hazan, Jane Marie Law, Linda Mack, Jeanne Mackin, Nancy Skipper, Meredith Small, Deva Sobel y Paul West.

INTRODUCCIÓN: EL VOCABULARIO DEL AMOR

El amor es el gran intangible. Todas podemos crear monstruos de pura emoción en nuestras pesadillas: el odio acecha en las calles con colmillos babeantes, el miedo sobrevuela callejones con alas de cuero, y los celos tejen pegajosas telarañas sobre el cielo. En nues­ tras ensoñaciones podemos deslizarnos con elegancia, batir a un contrincante, tocar la gloria con los dedos mientras las multitudes nos aclaman, adentrarnos en los vericuetos de una aventura. ¿Pero en qué dominio de los sueños se encuentra el amor? Frenético y se­ reno, alertado y tranquilo, acongojado y vigoroso, explosivo y sedante . . . , el amor dispone de un amplio ejército de humores . De­ s.eosos de triunfo, renqueando desde la última escaramuza, los amantes entran en el campo de batalla una vez más. Cuando aún estamos sentados, todos somos valientes como gladiadores. Cuando pongo un prisma de cristal sobre el alféizar de la ven­ tana y dejo que el sol lo atraviese, un abanico de colores baila en el suelo. Lo que llamamos «blanco» es un arco iris de rayos de colores contenidos en un pequeño espacio. El prisma los libera. El amor es la luz blanca de la emoción. Contiene muchos sentimientos que, independientemente de su vaguedad y confusión, agrupamos en una sola palabra. El arte es el prisma que los libera y que desprende las combinaciones de radiaciones de uno o varios de ellos. Cuando el arte desenreda la espesa maraña de los sentimien­ tos, el amor queda al desnudo, pero aun así no puede ser medido o planificado. Todo el mundo coincide en que el amor es maravi­ lloso y necesario, pero nadie puede definir lo que es. Una vez oí

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que un seleccionador deportivo decía de un j ugador de balonces­ to: «Hace lo intangible: fíj ate en cómo baila. » Por elevada que sea nuestra idea del amor, ninguna imagen común puede ayudarnos a explicarla. Hace años me enamoré de alguien por deporte y por diversión; al final, él hizo algunas tentativas que quedaron en nada. Pero, por un momento, el amor hizo todo lo intangible: nos dejó bailar nuestra mej or danza. Amor. Qué palabra tan pequeña para una idea tan inmensa y poderosa, que ha alterado el curso de la historia, apaciguado mons­ truos, inspirado obras de arte, alegrado tristezas, ablandado a los duros, consolado a los esclavos, enloquecido a las mujeres fuertes, glorificado a los humildes, alimentado escándalos nacionales, lleva­ do a magnates deshonestos a la bancarrota y derribado monarquías. ¿Cómo puede confinarse la inmensidad del amor en el estrecho lí­ mite de un par de sílabas? Si investigamos los orígenes de la palabra nos encontramos con una historia vaga y confusa que toma como origen el término sánscrito lubhyati («él desea») . Pero estoy segura de que la etimo­ logía se remonta a una época muy anterior, a una palabra monosi­ lábica tan contundente como un latido de corazón. El amor es un delirio antiguo, un deseo más viej o que la civilización y sus raíces están profundamente encerradas en la noche de los tiempos. Usamos la palabra amor de un modo tan descuidado que pue­ de no significar casi nada, o absolutamente todo. Es la primera conj ugación que aprenden los estudiantes de latín. También es un motivo universalmente reconocido para el crimen. «Ah, estaba enamorado» , suspiramos, «eso lo explica todo. » De hecho, en algu­ nos países europeos y sudamericanos el que un crimen sea «pasio­ nal» es un atenuante o motivo de perdón. El amor, como la ver­ dad, es una defensa irrebatible. Quienquiera que dijese por primera vez que «el amor mueve el mundo» (un francés desconocido) , lo más probable es que no estu­ viera pensando en una mecánica celestial, sino en el modo en que el amor interviene en la mecánica de la vida para mantener su mo­ vimiento de generación en generación. Pensamos en el amor como una fuerza positiva que de algún modo ehnoblece a quien la siente. Cuando un amigo nos confiesa que está enamorado, lo felicitamos.

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En los cuentos populares aparecen jóvenes inocentes que be­ ben filtros de amor y pierden rápidamente el dominio de su cora­ zón. Como todos los venenos, el amor tiene muchos grados e in­ tensidades. Tiene un sabor entreverado y puede incluir algunos ingredientes picantes. Los gustos que cada cual tiene en el amor están en estrecha relación con la cultura de uno, con su educación, su generación, sus creencias religiosas, su época, edad, etc. Paradój icamente, aunque a veces pensamos en él como en la Unidad definitiva, el amor no es monótono y uniforme. Como un batik hecho de muchos colores emocionales, es una tela cuyo es­ tampado y vistosidad puede variar. ¿Qué puede pensar mi ahijada cuando oye que su madre dice: «Quiero un helado de chocolate», «Quería mucho a mi novio del colegio», «¿No quieres este jer­ sey?» , «Quiero ir una semana a la playa este verano» y «Mamá te quiere» Como todo lo que tenemos es una palabra, hablamos de querer en proporciones más o menos mensurables o inconmensu­ rables. «¿ Cuánto me quieres ?», pregunta una niña. Como su padre o su madre no puede contestar Yo + verbo que significa amor in­ condicional de padre o madre, abre los brazos de par en par, como si abrazara el sol y el cielo entero, extiende su cuerpo al máximo, separa los dedos para abarcar la Creación entera, y dice: «¡Así!» O: «Piensa en lo más grande que puedas imaginar. Ahora multi­ plícalo por dos. ¡Te quiero cien veces así!» Cuando Elizabeth Barrett: Browning escribió su famoso sone­ to «¿Cómo te quiero?», no «contaba las maneras» porque tuviera una mentalidad aritmética, sino porque los poetas ingleses siem­ pre tuvieron la necesidad de buscar afanosamente indicios perso­ nales de su amor. Como sociedad, estamos desconcertados ante el amor. Lo tratamos como si fuera una obscenidad, y lo aceptamos de mala gana. Incluso al pronunciar la palabra se producen tarta­ mudeos y rubores. ¿ Por qué tendríamos que sentirnos avergonza­ dos por una emoción tan hermosa y natural? Cuando enseñamos a escribir a los escolares, a menudo les pedimos que escriban un poema de amor. «Sed precisos, originales y descriptivos. Pero no uséis tópicos» , les prevengo, 1mi palabrotas.» En parte, esta tarea cumple con el objetivo de ayudarles a comprender lo inhibidos que estamos ante el amor. El amor es lo más importante de nues-

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tras vidas, una pasión por la que lucharíamos o moriríamos, y nos cuesta incluso mencionar su nombre. Ni siquiera podemos hablar o pensar sobre él directamente, necesitamos un vocabtJ.lario suple­ mentario. Por el contrario, tenemos muchos verbos para los mo­ dos en que los seres humanos pueden herirse, docenas de verbos para matizar los grados del odio. Pero apenas hay unos pocos si­ nónimos para el amor. Nuestro vocabulario para el amor y el acto de amar es tan escaso que el poeta debe elegir entre tópicos, pala­ brotas o eufemismos. Afortunadamente, esto ha producido algu­ nas obras de arte ricas e imaginativas, y ha inspirado a los poetas para que crearan su propio vocabulario. La señora B rowning en­ tregó a su marido un poético ábaco de amor, lo que indirectamen­ te expresaba la totalidad de sus sentimientos. Otros amantes han tratado de cuantificar su amor de modos igualmente ingeniosos. En «La pulga», John Donne ve cómo una pulga succiona la sangre de su brazo y la de su amante, y se alegra de que la sangre de am­ bos se una en el estómago del insecto. Sí, a menudo los amantes son reducidos a comparaciones y cantidades. «¿Me quieres más que a ella?», preguntamos. «¿Me querrás menos si no hago lo que me pides?» Tenemos miedo a en­ frentarnos al amor cara a cara. Pensamos en él como en una especie de accidente de tráfico. Es una emoción que nos asusta más que la crueldad, más que la violencia, más que el odio. Nos dejamos en­ volver por la vaguedad de la palabra. Después de todo, el amor exi­ ge la entrega de la más íntima vulnerabilidad. Equipamos a alguien con los cuchillos más afilados, y nos desnudamos al completo; lue­ go lo invitamos a acercarse. ¿Qué hay de aterrador en ello? Si tomamos una mujer del antiguo Egipto y la metemos en una fábrica de automóviles de Detroit, se sentirá comprensible­ mente desorientada. Todo es nuevo, especialmente la posibilidad de tocar un interruptor en la pared y encender la luz de toda la nave, o pulsar otro y llenar la estancia de cálidas brisas veraniegas o de ráfagas invernales. Miraría perpleja los teléfonos, ordenado­ res, la moda, el lenguaje y las costumbres. Pero si viera a un hom­ bre y una mujer dándose un beso a hurtadillas en un rincón silen­ cioso, sonreiría. Gente de todos los lugares del mundo y de todos los tiempos entiende el fenómeno del amor, igual que entiende la

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llamada de la música, y encuentra en ella un profundo sentido, aunque no pueda explicarlo con exactitud, o por qué le llega un compositor y no otro. Nuestra mujer egipcia, que prefiere el tinti­ neo de un sistro, y un hombre del siglo XX que elige los rasgueos metálicos del heavy metal, comparten una pasión por la música que ambos comprenden. Así ocurre con el amor. Los valores, cos­ tumbres y protocolos pueden haber cambiado desde los tiempos antiguos hasta el presente, pero no su majestuosidad. Cada cual es único en su modo de andar, vestirse, gesticular, y todos somos capaces de mirar a dos personas -una con un traje occidental, la otra con sarong- y advertir que ambas van vestidas. El amor tiene también muchas formas, algunas extrañas o sor­ prendentes para nuestro gusto, otras más familiares, pero todas forman parte de una realidad que conocemos bien. En el Serenge­ ti del corazón, la época y el país son irrelevantes. En este dominio, todas las piras arden con el mismo fuego . ¿Se acuerdan de aquella sensación de opresión en el pecho cuando le dicen adiós a un ser querido? La despedida es algo más que una dulce pena; nos separa de alguien a quien estamos solda­ dos. Se percibe como la punzada del hambre, y de hecho utiliza­ mos la misma palabra: punzada. Quizá es por eso por lo que Cu­ pido suele representarse portando un carcaj con flechas; a veces el amor se siente como una herida atravesada en el pecho. Con una feliz violencia. Tan corriente como un parto, el amor parece algo extraño e insignificante, siempre coge por sorpresa, y no puede ser enseñado. Cada niño lo redescubre, cada pareja lo redefine, cada padre lo reinventa. La gente busca el amor como si se tratara de una ciudad escondida bajo las dunas del desierto, donde el placer es ley, las calles están flanqueadas de almohadones bordados y el sol nunca se pone. Si es algo tan obvio y común, entonces ¿qué es el amor? Em­ pecé a investigar sobre él porque tenía muchas preguntas, no por­ que supiera de antemano las respuestas que podía encontrar. Como la mayoría de la gente, yo creía en lo que se me había ense­ ñado: que la idea del amor había sido inventada por los griegos, y que el amor sentimental empezaba en la Edad Media. Ahora sé lo erróneo que es este tópico. Podemos encontrar amor sentimental 19

en los más tempranos escritos de este género. La mayor parte del vocabulario del ·amor y la imaginería que usan los amantes no ha cambiado en cientos de años. ¿Por qué brotan las mismas imáge­ nes mentales en la gente que describe sentimientos románticos? Las costumbres, las culturas y los gustos varían, pero no el amor en sí, no la esencia de la emoción. A veces lo llamamos «atracción animal». Después de un en­ cuentro apasionado, una mujer puede describir a su compañero de cama como «una auténtica bestia» en tono de piropo sexual. Si se lo dice a la cara, y además sacude la cabeza con un gruñido burles­ co, con eso suele bastar para que los j uegos empiecen otra vez. De hecho, los animales tienen mucho que enseñarnos acerca de nuestras costumbres románticas. Hay muchos paralelismos. Los animales macho ofrecen a menudo un equivalente de nuestros ani­ llos de compromiso, las hembras comprueban a menudo la cuenta bancaria del macho, y la «modestia» o la «timidez» es un as en la manga para los pájaros, insectos o reptiles hembra tanto como para los humanos. En este libro me referiré a veces a los hábitos de apa­ reo de otros animales, aunque sin profundizar en ellos porque ya entré en detalle sobre este tema en otros ensayos. Creo que sería un error repetir, fuera de contexto y con un lenguaje diferente, lo que defendí tan arduamente en otro lugar (con una excepción: mis ideas sobre el beso. Véanse las páginas 308 y ss.) . En la sección histórica de este libro parto de una cultura del Oriente Próximo (Egipto) y encuentro en ella escritos tempranos sobre el amor, para luego analizar la naturaleza cambiante del amor en el mundo occidental, antiguo y moderno, y así seguir, en lo posible, un solo hilo conductor. Sin embargo, tratándose de una historia del amor, en todo momento tendremos que tener en cuenta que sabemos más de las vidas amorosas de las clases acomodadas que de las vidas amorosas de la gente corriente, que tenía poco tiempo libre y vivía en cuevas o habitaciones pequeñas, compartiendo cama con otras personas . S us vidas amorosas tuvieron que ser bien diferentes de las de aque­ llos que gozaron de tiempo e intimidad. La época más dichosa de los pobres debía de ser el período de recién casados, de quizá sólo nueve meses de duración, mientras permanecían solos. Afortuna-

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; pero también podía aportar un matiz durativo: querer durante un perío­ do de tiempo, o como decimos nosotros, amar. La mayoría de los egiptólogos no dan a la boca y el azadón un valor simbólico, sino sonoro. Me gustaría pensar que sus letras so­ naban como el viento que corre sobre la arena, y que hay que fruncir los labios en un beso anhelante para interiorizarlas. Pero

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tenemos tan poca idea de cómo sonaba la antigua lengua egipcia como la tenemos del griego de esa época. El hombre con la mano en la boca es una representación que aparece frecuentemente al fi­ nal de palabras que tienen que ver con comer, beber, hablar, pen­ sar ... , todo lo relacionado con las funciones de la boca o el cora­ zón. Se consideraba que los sentimientos residían en el cerebro. Es interesante revisar lo que lleva implícita la palabra egipcia que designa el amor. Para un freudiano podría tratarse de un eufe­ mismo sexual, con el largo y rígido azadón como representación del pene, la boca como vagina y el hombre con la mano en la boca haciendo el amor. Interpretada de ese modo, la palabra indicaría lo mucho que nos impresiona lo oral. O quizá sea una imagen agrícola: los amantes cultivan la tierra de su relación, y plantan la semilla de su amor, que los alimentará mutuamente. Tal vez sea económica: el matrimonio es ante todo una institución económica que une clanes, forja alianzas familiares, suma propiedades. No hay ninguna mujer en esa imagen, a menos que esté simbolizada por su boca, un beso incorpóreo. Así que quizá representa el amor desde un punto de vista masculino: el hombre ocupa sus días con trabajo y sus noches con besos. En Egipto el lugar preferido para el amor era el jardín, y los poemas evocan a menudo sus olores y paisajes. En los tiempos an­ tiguos, y en los lugares desérticos, pocas cosas eran tan importan­ tes como la reconfortante imagen de un oasis. La idea de un jardín escondido en la aridez de la vida se convirtió pronto en metáfora del amor. En el bíblico Cantar de los Cantares -que tuvo prece­ dentes en el antiguo Egipto y Sumeria-, el rey Salomón canta a su amada que su virginidad es como un jardín exquisito en el que pronto entrará. Luego menciona uno a uno todos los frutos que recogerá, todos los aromas que inhalará. Tendemos a olvidarnos de que las numerosas bodas del rey Salomón formaban parte de un ritual pagano de fertilidad. Tenía 700 esposas y 300 concubi­ nas. Aunque sólo hubiese cortejado a unas cuantas con semejante grado de poesía y devoción, entonces sólo podemos lamentarnos por sus obras perdidas. ¿ Escribiría Cleopatra poemas de amor? Dada su j uventud y su temperamento, y sus largas separaciones de Marco Antonio, debió

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de entregar su corazón al papel. Los egiptólogos han encontrado 55 poemas de amor anónimos en papiros, 1 conservados en jarro­

nes, que fechan en torno al año 1300 a.C. Sin duda hubo poemas escritos con anterioridad, pero el papiro y las vasijas que los con­ servaban son materiales muy perecederos. Aunque no conocemos a los autores de los poemas, lo más probable es que fueran escritos tanto por hombres como por mujeres. Algunos de ellos alternan las voces de los amantes. Primero habla uno de ellos, luego el otro, y así revelan sus psicologías torturadas por la incertidumbre, sus corazones inflamados. He aquí un fragmento de un típico poema jeroglífico de amor, «Diálogos de cortej o», en el que un hombre describe a su amada como

Más adorable que todas las demás mujeres, luminosa, perfecta, una estrella que cruza los cielos en año nuevo, un buen año de magníficos colores, con una atractiva mirada de soslayo. Sus labios son un encanto, su cuello la longitud perfecta y sus senos una maravilla; Su pelo lapislázuli brillante, sus brazos más espléndidos que el oro. Sus dedos me parecen pétalos, como los del loto. Sus flancos modelados como debe ser, sus piernas superan cualquier otra belleza. 1 . La palabra «papel» procede del griego papyros, nombre dado al material que usaban los egipcios para escribir y envolver. Para producir papiro, los egip­ cios estiraban y entrelazaban tiras de la médula de los largos tallos de un junco,

el Cyperus papyrus, que crecía en todo el delta del Nilo. Esto no era el papel tal como lo conocemos hoy, que requiere un proceso de trituración para hacer de la fibra una mezcla pastosa que se extiende sobre una plancha para que se escurra y seque. Se dice que este último proceso fue inventado por un eunuco chino en el año 1 0 5 d.C., y que después de introducirse en España hacia el 1 200 d.C. se ex­ tendió lentamente por toda Europa.

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Su andar es noble (auténtico andar), mi corazón sería su esclavo si ella me abrazara. En otro poema, «Las gratas canciones del corazón que se reú­ ne contigo en el campo», encontramos a una mujer que está ca­ zando aves: Mi querido -mi amado- cuyo amor me libera, escucha lo que te digo: Fui al campo donde van las aves. Llevaba un lazo en una mano, y en la otra una red y un arpón. Vi muchas aves volando desde la tierra de Punt cargadas de una dulce fragancia para posarse en el suelo egipcio. La primera se enredó en el cebo de mi mano. Desprendía un agradable aroma y tenía incienso en las garras. Pero por tu amor, mi amado, la dejaré libre, porque querría que tú, cuando estés lejos, escucharas el canto del ave ungida de mirra. ¡Qué hermoso es ir al campo cuando el corazón se consume de amor! El ganso grazna, el ganso que se enredó en el cebo y quedó atrapado. Tu amor me distrajo y no pude conservarlo. Guardaré las redes, pero ¿qué le diré a mi madre cuando vuelva cada día sin un ave? Diré que fallé al colocar las redes, porque las redes de tu amor me han atrapado. Aunque estos poemas fueron escritos hace unos tres mil años, muchos de ellos evocan los mismos temas, preocupaciones y gozos que encontramos en los poemas de amor actuales. Nos dicen lo que era importante para los amantes egipcios . . . y que aún nos afli­ ge. He aquí unas cuantas de sus claves: 1. La alquimia del amor, o el poder de transformar. Por triste que parezca, los seres humanos siempre se han sentido insatisfe-

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chas de sí mismos . Aun los más hermosos se sienten como eter­ nos patitos feos que desean ser transformados en cisnes. Una de las malas pasadas de la evolución es que hemos desarrollado cerebros que pueden imaginar un estado de perfección que no podemos alcanzar. Cuando Platón escribió que todo lo que hay en la Tierra tiene su versión ideal en el cielo, muchos tomaron sus palabras en sentido literal. Pero para mí, la importancia de las formas ideales platónicas no reside en su verdad sino en nuestro deseo de perfección. Nadie puede superarse hasta la per­ fección, y muchos de nosotros no esperamos eso de los demás; pero somos más exigentes con nosotros mismos. Los amantes egipcios, al sentirse transformados por el amor, se apoyaban en una fe inconsciente en la magia. En un mundo amenazante e in­ verosímil que sólo la fe podía explicar, y que sólo la magia podía controlar. Otro aspecto de la alquimia del amor es la idea de aumento. ¿ Por qué estamos tan obsesionados por aumentar todo lo que hay a nuestro alrededor: nuestra tierra, nuestros límites, nuestras posi­ bilidades, nuestra propia capacidad? Al margen del talento, el as­ pecto o la suerte, nos sentimos insuficientes y creemos necesitar algún don o instinto o energía o serenidad extra. Quizá sea porque muchas de nuestras experiencias en la vida son pensamientos, mo­ nólogos interiores y sueños. El lenguaje nos ayuda a definir nues­ tros sentimientos, pero muchos de nuestros estados de ánimo y humor no pueden expresarse. Y la memoria nos abastece de un amplio abanico de recuerdos negativos. No importa que esos suce­ sos ocurrieran en nuestra j uventud, en momentos en que estába­ mos apurados, asustados o embotados. Nos sentimos como im­ postores. Guardamos nuestros fallos en secreto, creyendo que no hay neuróticos en el mundo, ni nadie tan peculiarmente imperfec­ to. No es posible que la persona cuya exuberante hermosura nos atrae tanto sea igual de endeble; ella contagia virtudes. Amándola, cantamos sus alabanzas, enaltecemos todas sus cualidades. La re­ definimos ante sí misma. Mediante el amor, uno aprende a sentir­ se digno de amor.

2. Idealización del amado en ímdgenes que evocan la naturaleza. ¿ Por qué halaga a una persona que se la compare con las estrellas,

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las piedras preciosas, los perfumes o las flores? ¿ Por qué no com­ pararla a los rascacielos, las alfombras persas, al hierro forjado, a los puentes cubiertos o al asfalto humeante? A veces lo hacemos, especialmente en la poesía moderna, pero los poetas suelen exta­ siarse ante el cuerpo del otro y sus diferentes partes mediante tér­ minos como el sol y la luna, los jardines y los altozanos. En efecto, el amante racionaliza su adoración carnal diciéndose: «sus ojos pardos son eternos como la noche, su boca el rocío del alba» . O como escribe quien compuso el poema egipcio al cortej o amoroso, su melena negra brilla como el lapislázuli, y sus brazos son de oro puro como los de un ídolo. El amor habla en absolutos, pero los únicos absolutos que conocemos son las obras magistrales que los dioses han hecho en la naturaleza. 3. Amor como esclavitud. A veces pienso que la vida entera puede conceptuarse como la lucha que mantenemos para conser­ var nuestra libertad o para robar la del otro. Somos tan parecidos que se diría que una sola voz puede hablar por todos. Pero en cuanto en un país o en una familia se alza un dictador, suele pro­ ducirse una rebelión. La libertad es una idea por la que se puede matar. A lo largo de nuestra vida nos sentimos atrapados por la fa­ milia, la sociedad, la edad, la identidad sexual, el trabajo. Tam­ bién por cosas intangibles: la tradición, las enseñanzas religiosas, y lo que nosotros mismos y los demás esperamos de nosotros. ¡Cómo temblamos ante la idea de ser esclavizados por un acciden­ te o una enfermedad! Ser un autómata no es ser una persona, y nosotros valoramos mucho las curiosas características que nos im­ prime nuestra humanidad. Recibir órdenes es pertenecer al esla­ bón más bajo de la cadena, y nosotros estamos siempre dispuestos a trepar. Pero en el amor somos prisioneros voluntarios. Si se aparta la idea del amado y se sustituye por la del tirano , pero con­ servando el mismo grado de obsesión, servilismo, sacrificio, in­ certidumbre y pérdida de libertad, ¿qué queda? El estado de si­ tio. En la república bananera del corazón, pequeños tiranos pue­ den derrocarle a uno al anochecer con un amable golpe. El amor hace la obsesión respetable. No sólo esclaviza, sino que tiene sus instrucciones y proclamas. El amor habla, da sus propias órde-

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nes. 1 En los poemas, los amantes proclaman a menudo: «El amor me llamó, y yo lo seguí. » El amor suele describirse como un esta­ do de posesión permanente en el que el espíritu del amor habla a través de alguien, empujándolo a actuar de un modo desinhibi­ do. Sólo permitimos a nuestros dioses y soberanos que posean nuestros cuerpos y almas, como si no fuéramos más que muñe­ cos de un ventrílocuo, para que dicten nuestros actos y determi­ nen nuestro destino. Construimos templos y santuarios al amor, y entramos en ellos suplicantes, practicamos el amor como una forma de religión con nuestro salvador personal, como acólitos en un ritual. ¿ Cómo explicar nuestra imprudencia, el abandono absoluto al amor, si no lo vemos como obra de un déspota o de una fuerza natural, un tornado divino que nos engulle? 4. Ser unos invdlidos. Ocurre que, paradójicamente, el amor es una emoción que fortifica y nos lastra al mismo tiempo. El aman­ te sueña, suspira y fantasea acerca del otro. No puede centrarse en el trabajo, abandona sus objetivos habituales. Su amado se con­ vierte en un mantra que concentra sus pensamientos haciendo abstracción de todo lo demás . Toda lo demás es distracción. El amante vive en la vigilia. Describimos a ese tipo de amantes en términos de hechizo o ebriedad. Su estado nos resulta tan familiar que no nos parece particularmente raro que, de vez en cuando, la gente se embarulle, pierda su capacidad de pensar con claridad, le duela el estómago, no pueda dormir bien y se pase las horas so­ ñando despierta. Semejante estado tiene todos los indicios de una enfermedad y, como nos recuerdan los poemas de amor egipcios, la gente siempre ha descrito el amor como tal. 5. Un secreto a espaldas de los padres. Nadie quiere decirles a sus padres que se ha enamorado. ¿ Por qué somos tan esquivos en esto? Los padres han coqueteado, se han enamorado, se han senti­ do atractivos alguna vez. Sin embargo, los amantes se sienten azo­ rados por la peculiaridad de su obsesión, tratan de ocultar sus 1 . En una intensidad emocional de alto voltaje, la línea que separa el fanatis­ mo de la psicosis aguda es muy débil. Si el amor se tuerce un poco, pero mantie­ ne la misma intensidad, uno se encuentra preso de una fijación peligrosa que puede ser violenta.

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emociones y se preocupan por si su familia las descubre. Hay un sentimiento de debilidad o vergüenza. Sospecho que es porque se siente como una deslealtad, una traición que puede apartar del núcleo familiar. El amor a los padres puede ser reemplazado por el amor al cónyuge y a los hij os. Tal vez uno escape a otra tribu y rinda devoción a los extranjeros. 6. Intensificación de los sentidos. «Sus dedos me parecen péta­ los», escribe el poeta en un j eroglífico. El amor produce sinestesias. La condición habitual estalla, y se experimenta el mundo de nuevo, como baj o una cascada de sensaciones. Es tópico decir que el amor nos «rejuvenece» o «despierta al niño que hay en nuestro interior». Pero también puede mirarse desde el lado opuesto. Al observar cómo j uegan los animales jóvenes, uno puede advertir que practi­ can involuntariamente todas las conductas básicas del cortejo. El amor nos devuelve a un tiempo en que nos preocupábamos por muy poca gente, cuando dependíamos por entero de los padres, que nos lo daban todo: comida, calor, atención, afecto, ternura.

Mi hermana, mi mujer Una de las costumbres de los antiguos egipcios que más nos choca es el incesto. En los poemas, los amantes se refieren fre­ cuentemente al otro como hermano o hermana. Para nosotros, y para gentes de todo el mundo y todas las épocas, el incesto es un tabú, una práctica antinatural y condenable. El incesto entre pa­ dres e hij os se considera el más atroz, porque se basa en el poder y la dominación. El miembro mayor de la familia parece haber apresado al más j oven, inocente e indefenso. En la tragedia griega, Edipo fue condenado a la ceguera y al delirio porque se había acostado con su madre, aunque lo hiciera sin saberlo. Hay algo particularmente ofensivo en la idea de que uno retorne al lugar donde nació. Siglos después, Freud sería abucheado en los círculos psiquiátricos por sugerir que los niños varones sienten deseos edí­ picos: celos del padre y deseo de unión con la madre. Sus colegas no sólo discrepaban de su teoría, sino que estaban horrorizados. Otra causa del poder del tabú sobre el incesto, que existe tam-

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bién entre otros animales, es que el incesto es la forma última de la endogamia. Si los individuos se casan sólo dentro de un reducido grupo familiar, los mismos genes pasan a toda su descendencia. Pero el entorno cambia, aparecen nuevas enfermedades, a veces las cose­ chas se arruinan, las manadas se disgregan y llegan nuevos predado­ res. En un mundo inestable sólo sobrevive el ingenio. La evolución se produce gracias a la mezcla de líneas hereditarias, de modo que siem­ pre habrá alguien cerca que pueda adaptarse. La variedad no sólo es la sal de la vida, sino el ingrediente básico de la evolución. Necesitamos de la variedad genética para enfrentarnos al paisaje cambiante y a la sucesión de sobresaltos que tendremos a lo largo de la vida. La endo­ gamia produce homogeneidad en sólo veinte generaciones . Un ejemplo de lo que ocurre si no se evita el incesto lo ilustra, en el mundo animal actual, la situación del leopardo. Como los leopardos corren un alto riesgo, y quedan sólo unos pocos en esta­ do salvaje, han recurrido periódicamente a la endogamia. Obser­ var el estado de su ADN con el microscopio es preocupante. Esen­ cialmente, son clones unos de otros. Todos parecen iguales, todos tienen las mismas defensas; los más j óvenes no han recibido nue­ vas características ni fuerzas nuevas. Un virus capaz de matar a un leopardo puede matarlos a todos. En todo el reino animal los hí­ bridos son más fuertes, tienen camadas más numerosas y viven más tiempo. No hay duda de que el tabú del incesto tiene una base biológica, pero también hay muchas teorías sociológicas, psi­ coanalíticas y antropológicas que lo explican. El argumento más sólido es una combinación de lo genético y lo social. Algo que podemos dar por seguro es que en nuestro pasado más remoto éramos pocos. Hace un millón de años, la población humana del mundo entero era de unos 500.000 habitantes, menor que la de ciudades como Oslo o Nairobi hoy día. En aquel enton­ ces el incesto era esencial para que las especies sobrevivieran. La mortalidad infantil era alta. Pero cuando creció el número de tri­ bus, también crecieron las posibilidades de interrelación genética. Y las posibilidades amorosas. Las mujeres deseables eran intercam­ biadas en alianzas políticas. Como Reay Tannahill nos recuerda en Sex in History, «el amor a primera vista sólo es posible entre extra­ ños». La Biblia también habla de -y tolera- los matrimonios inces-

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tuosos; en los tiempos del Antiguo Testamento se potenciaban las bodas entre parientes. Entre los egipcios era normal casarse fuera de la familia, pero también eran corrientes los matrimonios entre hermanos si era conveniente. Eso no significa que consumaran su unión, o que se fueran fieles, pues tenían hijos con otros. Entre los egipcios, el incesto era un modo práctico de mantener los bienes en la familia, ya que la mujer podía heredar la propiedad. Era una costumbre basada en razones económicas, no familiares. Aun así, tenemos noticias de matrimonios entre hermanos, no entre padres e hijos. Una familia es como un estado en que cada cual tiene que desempeñar un importante papel de acuerdo con las relaciones que mantiene con los demás. He aquí la maraña de papeles invertidos que produciría un matrimonio entre padre e hija: El hijo producto de esta unión sería hermanastro de su ma­ dre, hijastro de su abuela, hermanastro del hermano de su madre, y no sólo el hijo de su padre, ¡sino también su nieto! Adviértanse los problemas de identidad y de ejercicio de autoridades: ¿debería actuar con su madre como un hijo o como un hermanastro? ¿De­ bería ser tratado su tío como un tío o como un hermanastro? (. . . ) si un hermano y una hermana se casaran y luego se divorcia­ ran, ¿podrían volver a su relación original? No sólo sería imposible mantener la integridad de la familia, sino que la vida cotidiana resultaría un caos. En cualquier caso, el matrimonio era útil para crear lazos de parentesco y establecer papeles en la sociedad. El incesto obstacu­ lizaba el amor, pero favorecía el control familiar.

Un prolongado anhelo A primera vista los antiguos egipcios nos parecen exóticos, pues lo que más destaca son sus diferencias respecto de nosotros. Y en muchas cosas eran distintos; pero no en cuanto al amor. Nues­ tras actitudes ante el amor son tan antiguas como las pirámides. Los egipcios eran sentimentales y románticos. Su palabra para

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designar el amor significa algo así como «un deseo prolongado» . Basados en una rica serie d e metáforas, sus poemas amorosos son a veces ingenuos, pero también están libres de culpabilidad, de auto­ degradación, y de esa curiosa mezcla de odio y amor que tan a me­ nudo vemos hoy en día. No tenemos escritos egipcios que hablen en concreto de la homosexualidad, pero El libro de los muertos in­ cluye un pasaj e en la que el difunto j ura no haber tenido relaciones sexuales con un j oven. La homosexualidad debió de ser algo co­ mún, y la seducción de adolescentes una tentación frecuente, o no habría sido perdonada. Encontramos también fetichismo, maso­ quismo y otros extravíos, además de un interés práctico por los an­ ticonceptivos, gracias a lo cual sabemos que las mujeres usaban un pesario hecho con partes de elefante y excrementos de cocodrilo. El amor es visto a veces como una dulce trampa, y a veces como una enfermedad que uno ansía. Pero no hay dios ni diosa que guíe los pasos de los amantes, que frustre sus esfuerzos, que de­ safíe su fe. Aunque se sientan aniquilados por el poder del amor, no culpan a nadie. La poesía recoge el sentimiento de la gente, y gracias a los poetas egipcios sabemos que el amor florecía en los tiempos antiguos, y que era un tipo de amor moderno, conocido, que tenía poco que ver con las duras exigencias del matrimonio. Los egipcios sentían las mismas penas que los amantes de hoy.

GRECIA

El mundo del ciudadano rey Recuerdo que a finales de los años sesenta había un urgente de­ seo de reinventar la sociedad. Como generación marcada por las impetuosidades del amor, las drogas alucinógenas y la guerra del Vietnam, vivíamos en un estado de conmoción diaria. Cinismo e idealismo convivían por igual entre nosotros. Las verdades preesta­ blecidas ya no funcionaban; sentíamos que era nuestro derecho y nuestra obligación reformarlas. La montaña rusa por la que nos deslizábamos tenía algunas curvas peligrosas, y nos despegábamos

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de las vías. Lo divertido era hacer extravagantes travesuras públicas. El rock and roll nos enloquecía con lemas a todo volumen. La «guerra» amenazaba a todo el mundo. Defendíamos la integración. Protestábamos. Nos arrestaban. Nos reclutaban. Nos asignaban destino. Nos evadimos o huimos. Organizamos manifestaciones. Practicamos el amor libre. Probamos drogas y conocimos los lími­ tes de la conciencia. Como todas las generaciones, tuvimos dilemas morales. En la universidad discutíamos de política antes, después e incluso durante las clases, y cambiábamos los planes de estudios. Esta atmósfera de convulsión, de cambio social y de esperanza es la que me viene a la cabeza cuando pienso en la ciudad de Atenas en el siglo V a.C. La guerra y la política llevaron a la idea radical de una democracia activa en la que los ciudadanos podían expresar sus puntos de vista, aunque fueran insólitos, y plasmar sus ideas a tra­ vés de la asamblea del Estado. Cualquier ciudadano mayor de trein­ ta años era elegible para ocupar un cargo público. Las intrigas dia­ rias de esta vigorosa e innovadora forma de autogobierno debieron de mantener muy ocupados los tribunales y alimentar extraordina­ riamente las murmuraciones. Atenas era un mundo de sólo 30. 000 habitantes, no mucho mayor que mi ciudad natal al norte del esta­ do de Nueva York. Y sin embargo produjo luminosos pensadores y creadores cuyas ideas fueron el germen de la civilización occidental. Muchos de ellos debían ser amigos, y seguramente se cruzaban a menudo por los caminos, o se conocían al menos de vista. Era una ciudad compacta y competitiva, ya que a los griegos les encantaba competir tanto corporal como intelectualmente. Ser ciudadano de Atenas significaba tener un nivel, un presti­ gio, una oportunidad económica -sólo los ciudadanos podían po­ seer tierras- y un sentido de la nobleza, ya que para ser admitido como ciudadano, uno debía ser hijo de dos atenienses -en el siglo IV incluso era ilegal que los atenienses se casaran con forasteros. Atenas dependía de su ciudadanía, y santificaba sus derechos. Pericles ex­ plicaba orgullosamente, en términos que luego serían adoptados casi palabra por palabra por los colonos norteamericanos, que:

Nuestra constitución se llama democracia porque el poder está en manos del pueblo, no de una minoría. Cuando se trata de juzgar

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disputas privadas, todo el mundo es igual ante la ley; cuando se trata de anteponer una persona a otra en los cargos de responsabilidad pública, lo que cuenta no es la pertenencia a una determinada clase social, sino la habilidad real que posea el hombre. Nadie que pueda servir al Estado queda relegado a las sombras a causa de su pobreza ( ... ) Ésta es una peculiaridad nuestra: nosotros no decimos que un hombre que no se interesa por la política es un hombre que se intere­ sa por sus propios asuntos; nosotros decimos que no tiene asuntos. Entre estos ideales, en un clima de absoluta libertad intelec­ tual, la política debía alimentar a los atenienses como un tónico. Sin embargo, era un estimulante del que sólo disfrutaban los hombres. Las mujeres no estaban autorizadas a ser ciudadanas. La política podía ser vigorizante también para ellas, y por todos era sabido que las mujeres eran por naturaleza irracionales, histéricas, glotonas, aficionadas a la bebida y obsesas sexuales. No se conside­ raba que fueran lo bastante racionales o disciplinadas para enfren­ tarse a una responsabilidad tan crucial como el autogobierno. O a un diálogo enriquecedor. La m ujer no cenaba con el esposo, y si él llevaba a casa a un invitado masculino, todas las mujeres de la casa debían retirarse a los aposentos femeninos. Cuando una mujer era vista en una reunión masculina -aunque estuviera sólo participan­ do en una conversación-, se daba por sentado que era una prosti­ tuta. Y no es que los hombres no mimaran a sus mujeres: es fre­ cuente encontrar mujeres en la literatura griega como referente de ternura, y los vasos decorados reproducen escenas de amor domés­ tico. Los discursos para los tribunales incluyen a menudo llamadas sentimentales en favor de la madre, la hermana, la esposa o la hij a del litigante; los hombres n o habrían empleado estas estratagemas si no hubiesen creído que funci�narían. Pero una familia sólo po­ día garantizar su descendencia manteniendo una estrecha vigilan­ cia sobre la esposa, que ocupaba un lugar clave en el seno de la fa­ milia j unto con otras formas de riqueza. Una adolescente ateniense tenía que casarse joven, ser virgen y no haberse relacionado ni siquiera socialmente con hombres. Los hombres se casaban tarde -normalmente pasados los treinta años- y no se requería que fueran castos. Esto significa que ni hombres ni

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mujeres tenían iguales de quienes enamorarse. Lo habitual era que un marido de mediana edad, educado, culto, sexualmente maduro y políticamente activo regresara a casa para encontrar a una esposa ino­ cente y analfabeta de dieciséis años. No se veía a chicas adolescentes por la calle, de modo que los hombres no podían idealizarlas ni fan­ tasear sobre ellas. Sin embargo, sí abundaban los jóvenes hermosos, de modo que sólo ellos emitían el erótico canto de sirenas propio de la j uventud. Los amigos solían encontrarse en el gimnasio, donde podían contemplar a los jóvenes atenienses practicando deporte des­ nudos, con el prepucio atado sobre el extremo del pene para prote­ gerlo. Como las mujeres atenienses estaban fuera de su alcance, era corriente que los hombres tuvieran como amantes a muchachos o a concubinas en los que volcaban su necesidad de compañía, y de sexo, dado que las mujeres respetables estaban exiliadas de la sociedad. Las parejas casadas podían estar enamoradas; pero el amor no tenía nada que ver con el matrimonio, cuyo objetivo era la procrea­ ción de los hijos. Según Menandro, la fórmula matrimonial era como sigue: «Yo te entrego a esta mujer, mi hija, para que siembres en ella hijos legítimos.» Se asociaba a las mujeres con la agricultura, y se las equiparaba a campos que debían ser sembrados y recolectados. Los hombres eran fruto de la razón y la cultura; las mujeres de las fuerzas salvajes de la naturaleza, que los hombres debían dominar.

El mundo de la mujer Sobre la chimenea de mi salón cuelga un gran aguafuerte titu­ lado La caza de Diana. Saltando y retorciéndose, con todas las par­ tes del cuerpo en movimiento, la voluptuosa diosa y su séquito fe­ menino corren casi desnudas por el bosque, a la caza de un gamo, como si fueran una auténtica representación del entusiasmo. Tam­ bién conocida como Artemisa, esta «cazadora casta y pura» rezuma energía y sensualidad. Celebra la naturaleza en su aspecto más libre y salvaj e. Como «señora de las bestias», era la mayor protectora de los animales salvajes, y se movía entre ellos con la delicada fuerza del viento y el etéreo vigor del sol. Un punto cumbre de la ceremonia griega del matrimonio era el

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momento en que la muchacha renunciaba a su diosa protectora, Ar­ temisa, y juraba fidelidad a Deméter, diosa de la agricultura y de las mujeres casadas. Deméter -literalmente, «diosa maternal de la tie­ rra»- era la encarnación de lo no erótico y de la fecundidad. La espo­ sa perfecta era un desierto cultivado. Era la tierra agreste desbrozada y productiva. Todas las necesidades sociales, intelectuales, cultura­ les y románticas del hombre tenían que ser saciadas en otro lugar. Las mujeres de la antigua Grecia celebraban dos fiestas especia­ les. Las matronas atenienses tenían una Tesmoforia anual, cuyos ri­ tuales excluían tanto a las mujeres de las clases inferiores como a los hombres, y requerían un período de abstinencia sexual. Como fiesta contracultural, las concubinas, las prostitutas y sus amantes celebra­ ban el licencioso festival de Adonia para honrar a Adonis, el amante de Afrodita. Era bastante parecido a un carnaval licencioso, e incluía la plantación simbólica de semillas en macetas. Bajo el intenso sol del Mediterráneo las plantas brotaban enseguida, estallando en colores, y tardaban más o menos lo mismo en marchitarse. La siembra en aquella pequeña porción de tierra era rápida y divertida, y no se espe­ raba que diera frutos. Quizá suscribía estos versos de Mimnermo: ¿Qué es la vida, qué es la alegría sin la dorada Afrodita? Que me muera el día en que no me conmuevan estas cosas: romances secretos, dulces pizcas de amor y la cama. Si las mujeres atenienses más animosas, intelectuales, cultas, llenas de amor y orgullosas de ello deseaban hablar de este tema en un ambiente mixto, se convertían en concubinas. Aunque su modo de vida era incierto, y a veces degradante, al menos estas mujeres podían disfrutar de las riquezas de la cultura ateniense. Tenían clase y talento, eran versadas en arte y política, y podría decirse que su estatus estaba a medio camino entre el de la geisha y el de la prosti­ tuta. Los hombres admiraban en sus concubinas las capacidades que prohibían a sus muj eres. Pero Atenas estaba llena de paradojas. Mientras cuestionaban y consolidaban su democracia, los ciudadanos tenían esclavos, y a veces se entregaban con ellos al placer. A un precio más barato, y con menos riesgos emocionales, estaban las busconas, de las que 45

hoy se conserva una sandalia milenaria. Repujada en la suela, de modo que quedara impresa con cada huella hecha sobre el polvo al andar, está la palabra «Sígueme».

Hombres que aman a otros hombres Las relaciones amorosas -no exclusivamente sexuales- tam­ bién creaban entre hombres y muchachos adolescentes una com­ binación de afectividad y tutoría que era admitida por la sociedad y alabada desde la filosofía y el arte. «El ideal aristocrático» , como señala el historiador Charles Beye, «era una combinación de los ejercicios atléticos, que creaban un cuerpo hermoso, con la música y la poesía, que creaban una personalidad bella.» Hay una parte de Las nubes de Aristófanes que enseña a un joven cómo ser púdico, sentándose sin exponer la entrepierna, alisando la arena al levantarse para que las marcas de sus nalgas no queden impresas en ella, y cómo ser fuerte ( . . . ) El énfasis estaba en la be­ lleza ( . . . ) Un muchacho hermoso es un muchacho bueno. La ins­ trucción está estrechamente ligada al amor masculino, es una idea que forma parte de la ideología pro espartana de Atenas ( . . . ) El joven que está inspirado por el amor de un hombre mayor tratará de emularle, lo que constituye la base de la experiencia educativa. El hombre mayor que desea la belleza del joven hará todo lo que pueda por acrecentarla. En cualquier caso, ésta era la teoría . . . , una pederastia sofistica­ da como etapa en la educación del muchacho. Pero el sistema no siempre procedía de un modo casto. En la literatura griega abundan las escenas de amor cínico o indigno, atormentado o traicionero, delirante u homicida. En Las aves, de Aristófanes, un hombre le dice a otro: «¡Bueno, ésta es una situa­ ción bien curiosa, maldito desgraciado! ¡Te encuentras a mi hijo cuando acaba de salir del gimnasio, fresco después del baño, y no lo besas, no le dices ni una palabra, no lo abrazas, no le tocas las pelotas! ¡Y se supone que eres nuestro amigo!»

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Platón describe a Sócrates y a sus amigos discutiendo de temas eróticos durante la cena. En El banquete ofrece un banquete de los sentidos además de un banquete de ideas. Aún hoy en día la cena o incluso una comida rápida nos parece un buen momento para sacar punta a ciertos hechos o comentar rumores. 1 Mi primera plaza de profesora, en la Universidad de Pitts­ burgh, me hizo descubrir la voracidad de las mentes estudiantiles. Cierta tarde, el seminario sobre poesía se alargó mucho. Todos nos retiramos a la taberna Pitt, que estaba cerca, donde a mis estudian­ tes les gustaba beber barriles de whisky irlandés Jameson's seguidos de cerveza Iron City Light. Unos huevos duros alifiados con salsa de tabasco nos sirvieron de cena, y en medio del jaleo que armaban el rumor de aquel acento arrastrado y la música country, ellos im­ provisaron su propio simposio. Nadie lo ideó como tal, pero cuan­ do se reúnen unas cuantas mentes jóvenes pensantes, siempre se acaba en temas similares. Entre los que surgieron fácilmente esta­ ban naturaleza y educación, ideales estéticos, el propósito del amor . . . Sin darse cuenta, estaban hablando como Platón. «¿Qué cree usted que es más importante», me preguntó una joven esa tar­ de, «la belleza o la verdad?» «No hay diferencia», le contesté sin ser sincera, presentándole el ideal establecido en Grecia hace mil afias, y usado más tarde por John Keats en su «Oda a la urna griega». «"La belleza es verdad"», decía Keats, «"la verdad belleza . . . ," eso es todo lo que sabemos en la tierra, y todo lo que necesitamos saber.» En Atenas se daba por sentado que la gente hermosa era mo­ ralmente buena. ¿Cómo iba a ser de otro modo en un mundo de simetría, equilibrio y armonía? Hoy en día todavía creemos in­ conscientemente en esta ecuación, y atribuimos a las personas atractivas los motivos más nobles, una inteligencia peculiar, buen carácter. Todas los estudios demuestran que los nifios guapos ob­ tienen mejores notas; los criminales atractivos, condenas más leves. Pero en Grecia se consideraba que un hombre guapo era también moralmente elevado, ya que la bondad interior tenía que manifes­ tarse en forma de belleza. De lo que se deduce que las relaciones l . Véase «La perfecta unión» de Platón, donde se discute la teoría platónica sobre el amor.

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amorosas homosexuales podían adquirir una dimensión religiosa y una armonía cósmica. Es fácil imaginarse que esto derivaría en una devoción apasionada, en esa religión para dos que llamamos amor romántico. Cuando las mujeres expresaban su amor, se las conside­ raba lascivas e irracionales. Cuando los hombres amaban a hom­ bres adoraban simultáneamente carne y virtud, todo ello en la per­ sona de su amante. Algo menor era herejía. Los hombres también debían disfrutar del sexo con sus espo­ sas, o de lo contrario un j uego como el de Lislstrata, de Aristófa­ nes -donde las mujeres se declaran en huelga sexual para forzar a los hombres a detener la guerra del Peloponeso-, no habría tenido sentido. Pero la idea de que la pareja casada fuera autosuficiente y el matrimonio colmara las necesidades de ambos miembros no se percibe como algo común, como tampoco el que el hombre per­ maneciera solo y en paz consigo mismo. La palabra «idiota», por ejemplo, procede del término griego despectivo que designaba al hombre que no desarrollaba actividad política alguna.

La familia Los niños griegos crecían en los aposentos femeninos, pareci­ dos a un harén, y raramente veían a sus padres, así que sus madres «exiliadas» debían ejercer una influencia extraordinariamente fuer­ te en sus vidas. Con toda probabilidad habría manifestaciones de rabia contenida, rechazo, envidia y frustración. ¿Qué clase de ej emplo de amor podía dejar esto? Para una niña, sería una existencia torturada. Sabía que tener una vida inte­ lectual, o cualquier clase de aventura, significaba abrazar la inmo­ ralidad y repudiar la sagrada maternidad. En la Grecia agrícola, obsesionada por las cosechas, la madre florecía como una diosa de la tierra, una figura cargada de honor y magia. U na diosa embara­ zada contenía las fuerzas de la naturaleza; sus pechos vertían leche hacia las estrellas. Una mujer embarazada que acudiera a realizar sus tareas diarias simbolizaba toda esta misteriosa fertilidad. En este mundo cargado de sublimidad y alimentado por mitos tan vívidos que eran interpretados literalmente por muchos, todos

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los dioses y diosas estaban emparentados. En el panteón, la familia lo era todo. Pero la familia no era el núcleo que vivía en una misma casa en Atenas; era la ciudad misma, de cuyos asuntos todos los hombres sabían y participaban. En cuanto un hombre había pro­ creado ya a sus herederos legítimos, la situación de su esposa se ali­ viaba ligeramente, y podía divorciarse para escapar de un matrimo­ nio opresivo. No es que las mujeres atenienses no tuvieran a veces relaciones prematrimoniales o extramatrimoniales, pero a las que lo hacían se las consideraba escandalosas e inmorales. ¿Y qué posibilidades tenían las mujeres de conocer hombres? En la Vida de Salón, Plutarco observa que si una mujer abandonaba la casa a la luz del día, tenía que ir acompañada, y no podía llevar con­ sigo sino el equivalente a un chal y a un ligero desayuno. Después de la puesta del sol, debía viajar en un carruaje iluminado. Algunas mu­ jeres se volvían hacia el lesbianismo o tribadismo, 1 como era conoci­ do en la época, siguiendo el ejemplo de Safo, una de las poetisas líri­ cas más sublimes y sensuales. Otras encontraban sin duda soluciones caseras, como la que describe el historiador Reay Tannahill: Para los griegos, la masturbación no era un vicio sino una válvula de escape, y hay numerosas referencias literarias a ello ( . . . ) Mileto, una rica ciudad comercial en la costa de Asia Menor, era el centro donde se elaboraba y desde donde se exportaba lo que los griegos llamaban el olisbos, y generaciones posteriores, menos eufónicarnente, el consolador (. .. ) Parece ser que en época griega esta imitación del pene se hacía de madera o de cuero curtido, y que debía ser generosamente untada en aceite de oliva antes de ser usada. Entre las reliquias literarias del siglo III a.C. encontramos una pequeña pieza que consiste en un diálogo entre dos mujeres jóvenes, Metro y Coritto, que se inicia cuando Metro le pide pres­ tado el consolador a Coritto. Desafortunadamente, Coritto se lo ha dejado a otra amiga, que a su vez lo ha prestado a una tercera. Creo que no corremos el riesgo de equivocarnos si damos por sentado que la vida matrimonial no era el colmo de la felicidad, y 1 . Del verbo griego que significa «frotar».

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que raramente se convertía en un nido de amor para alguno de los contrayentes. Los hombres podían buscar abiertamente una aven­ tura, mientras que las mujeres debían apañárselas entre las som­ bras. Así y todo, a diferencia de otras culturas, los griegos veneraban a dos dioses del amor: Afrodita y Eros. La idea del amor desempe­ ñaba un papel importante en sus vidas, y les inquietaba lo bastante como para necesitar dos dioses a jornada completa a los que supli­ car o maldecir. Según Homero, fue Afrodita quien, j ugando con Helena, desencadenó la guerra de Troya. El amor era un senti­ miento tan constante y poderoso que debía tener un origen sobre­ natural. En The Origin of Consciousness and the Breakdown of the Bicameral Mind, Julian Jaynes sugiere que los antiguos entendían lo que nosotros llamamos hoy «conciencia» o «reflexión» como una especie de orden ventrílocua, como la voz de un dios que les dicta­ ba cómo actuar. El amor causa tanta conmoción que la idea de que los mortales lo provocasen por sí mismos parecía imposible. Homero no analiza la psicología del amor como lo harán los poetas líricos griegos posteriores. Vistas desde fuera, con ojos de observador imparcial, las historias de amor de Homero presentan una conquista ardua y a distancia y que tiene un final feliz. Sabe­ mos que el rey Menelao tenía una j oven esposa llamada Helena, y que cuando ella fue secuestrada el rey emprendió una guerra para recuperarla. Pero no sabemos mucho acerca de los sentimientos que compartía la parej a. Fue Christopher Marlowe, en la Inglate­ rra del siglo XVII, quien proclamó que aquella Helena «tenía un rostro tan hermoso que lanzó al agua un centenar de barcos». Pero, en la guerra de Troya, ¿se luchaba por el amor de una mu­ jer, o porque la propiedad privada del rey había sido robada?

Orfeo y Eurídice El mito griego de Orfeo y Eurídice es el que mejor ilustra lo profundo del amor de un hombre por una mujer. Orfeo era hij o de Apolo y de la musa Calíope -«la de la voz perfecta», musa de la canción épica-, que lo alumbró a la orilla del río Hebro, en Tra50

cia. Su padre era mortal, un príncipe de Tracia. En Grecia se tenía a los tracios por músicos magistrales, y a Orfeo se le consideraba el más dotado de ellos. Cuando tocaba la lira y cantaba producía un efecto psicocinésico, y nada podía resistírsele, ni la gente, ni los animales, ni las plantas, ni los obj etos inanimados. Su música pe­ netraba en todas las formas de la materia, hasta el nivel del átomo, que él podía reacomodar hasta conseguir cambiar el curso de los ríos, mover árboles y rocas o domesticar animales salvajes. Su mú­ sica podía hacer que el sol se elevara en el cielo hasta desvanecerse, y revestir las cumbres de las montañas de perlas de rocío. En su juventud fue uno de los argonautas, a cuyos remeros marcaba el ritmo, y salvó a sus camaradas de las fatales canciones de las sirenas. Cuando ellas cantaban su mágico canto hechizador, los remeros condujeron la nave hacia ellas, hacia las rocas de los acanti­ lados. Pero Orfeo encontró un antídoto a su hipnotizante llamada, pues tocó una canción de tan penetrante pureza que mantuvo a los hombres en alerta, lo que provocó que recuperaran su voluntad. No sabemos cómo llegó a conocer a Eurídice, ni tampoco los detalles de su conquista, aunque es seguro que la atrajo con su música. Ella era una ninfa, una de las jóvenes doncellas que vivían en los bosques y las cuevas, espíritus libres en la naturaleza salvaje, hijas de la tierra. Las ninfas cazaban con Diana, celebraban las fiestas de Dioniso y pasaban algún tiempo con los mortales, con los que a veces se casaban. Pero Orfeo y Eurídice tuvieron pocas posibilidades de disfrutar de su matrimonio: después de la boda, Eurídice andaba por un prado cuando encontró al lascivo Aristeo, uno de los hijos de Apolo, que se echó sobre ella. Eurídice consi­ guió liberarse y echar a correr, pero estaba tan trastornada por la agresión que no vio la serpiente que se deslizaba por el sendero. Antes de poder siquiera detenerse, pisó la cola de la serpiente, que se volvió contra ella y la mordió en el tobillo, lo que la mató. Horas más tarde, cuando Orfeo la halló, yacía muerta sobre el campo. Traspasado por la pena, decidió bajar al reino subterráneo de la muerte para encontrar a su amada y recuperarla. Había oído el rumor de que la cueva de Tainarón daba al Otro Mundo, así que se fue para allá con su lira. El viaje era bastante terrorífico, pero no podía soportar la idea de perder a su amada, y sabía que 51

su música era un arma que todo podía calmar, a la que nada podía resistirse sobre la faz de la tierra. Pensó: Con mi música encantaré a la hija de Deméter, hechizaré al Señor de la Muerte, conmoveré sus corazones con mi melodía. La sacaré del Hades. Mientras se adentraba más y más en la cueva tocaba su canción más dulce y melancólica, la música forjada en el yunque de su cora­ zón. Los espíritus de la cueva tuvieron piedad de él y no le hicieron daño. Un Caronte lloroso lo llevó al otro lado de la laguna Estigia. Cerbero, perro feroz que tenía tres cabezas con pelo hecho de ser­ pientes y que guardaba las puertas del Hades, se echó a un lado y lo dejó pasar. Con su dolida canción, Orfeo hechizó el camino para poder llegar hasta el reino de los infiernos. Una vez allí, se puso a cantar hasta que la tierra se impregnó de su voz, y lo hizo de un modo tan hermoso que los muertos recobraron la vida, y los que es­ taban condenados al castigo obtuvieron un día de fiesta para poder escucharle. El rey y la reina del Otro Mundo, conmovidos por su lamento, se prendaron de su música. Su canción dialogó con ellos de un modo nuevo e inesperado, que les conmovió el corazón. Así que el rey garantizó a Orfeo un favor jamás concedido a mortal al­ guno: podía llevarse a su amada de vuelta al mundo de la luz. Pero con una condición. «Una cosa», advirtió el rey del Hades, «tú no debes mirar atrás. Ella puede seguirte hasta allá a lo alto, pero si tú vuelves la vista para mirarla una sola vez siquiera antes de que ambos piséis el mundo de la luz, la perderás para siempre.» Orfeo estuvo de acuerdo, llamaron a Eurídice, y él la llevó de vuelta por el camino por el que había ido cantando canciones de esperanza y liberación mientras pasaban sin peligro j unto al Cer­ bero, cruzaban la laguna Estigia y llegaban hasta la cueva. Él em­ pezó a subir por la escarpada cuesta, a trepar por rocas empinadas, y preocupándose porque Eurídice no resbalase, trataba de encon­ trar el camino más fácil para ella. Al subir hacia la entrada de la cueva, j usto antes de llegar, su canto se hizo más intenso y subli52

me. Al fin llegó a lo más alto y alcanzó el destello de la luz del día. Pero al volverse alegremente hacia Eurídice, vio con horror que se había girado demasiado pronto; ella estaba en la salida de la cueva, a punto de pisar el exterior. Se precipitó hacia Eurídice, que cayó rápidamente hacia el interior, hacia la oscuridad, hacia la muerte, gritando «Adiós» mientras desaparecía en la garganta de la cueva. Loco de desesperación, Orfeo entró tras ella, encontró a Ca­ ronte otra vez y le rogó que le permitieran cruzar otra vez la lagu­ na Estigia. No habría necesidad de que le concedieran poder vol­ ver, dijo; se reuniría con su amada en la muerte. Pero el barquero no le llevó. Nada pudo persuadir a Caronte. Orfeo permaneció sentado en la arena durante una semana entera, sollozando, sin comer nada, cubierto de barro y limo. Fi­ nalmente, regresó con el corazón roto a Tracia, donde pasó tres años vagando solo, tratando de borrar a las mujeres incluso del pensamiento. Con el tiempo se hizo sacerdote, y desempeñó algu­ nos servicios en un pequeño templo del país. Célibe y solitario, to­ caba su lira para las plantas y los animales. Como siempre, sus canciones encantaban los bosques y conmovían a la naturaleza en­ tera. Es decir, a toda la naturaleza excepto a las ménades, deliran­ tes seguidoras de Dioniso que se caracterizaban por su mirada sal­ vaje y su pelo revuelto, y que lo detestaban por todo y por nada, pero especialmente porque se resistía a sus orgías y a los favores de las mujeres. Eran espíritus malévolos y temperamentales, de ten­ dencias salvaj es y fácilmente irritables. Su música les escocía como la sal. Les agriaba el carácter y las enloquecía. Así que cierta maña­ na, esta pandilla de asesinas semidesnudas lo esperó a la salida del templo, y cuando lo vieron se les desató el instinto homicida y lo atacaron con lanzas y piedras, y luego lo desgarraron con sus ma­ nos desnudas. Le arrancaron los brazos y los escondieron entre la hierba, desperdigaron sus piernas, y cuando el suelo estuvo empa­ pado de su sangre, le arrancaron la cabeza y la lanzaron al río j un­ to con su lira. Esto debería haber terminado con él, pero, al deslizarse río abajo, la lira empezó a tocar, por sí sola. Tocó una endecha grave como un lamento, y luego, milagrosamente, la lengua de la cabeza separada de Orfeo empezó a moverse. Cantando su propio canto 53

funerario, la cabeza fue flotando hasta dar al mar, donde las olas se unieron a su triste canción. Pocos mitos han sido reinterpretados y reelaborados tantas ve­ ces como éste. ¿ Por qué miró atrás Orfeo?, me he preguntado a menudo. ¿Es que no confiaba en los dioses? ¿ Fue un reflejo típica­ mente humano al no oír los movimientos de Eurídice? Es decir, ¿es que ni siquiera sus poderes mágicos podían protegerlo de sus ten­ dencias humanas? ¿Sentía un deseo autodestructivo, freudiano, de fracaso? ¿Acaso fue arrogancia, porque pensó que su música lo ha­ cía más poderoso que los dioses? ¿Fue un descuido natural relacio­ nado con su don (era un músico superior, alguien para quien el tiempo era sólo un fluido) ? ¿Es sólo que el autor del mito quiere imprimirle un profundo dramatismo -como ocurre con las novelas policíacas-, porque de lo contrario la historia sería poco sustancio­ sa? ¿Es que los dioses, que comprenden la naturaleza humana me­ jor que los propios se res humanos, sabían desde el principio que Orfeo miraría atrás, y que no arriesgaban nada al permitir que Eu­ rídice se fuera con él? ¿Estaba Orfeo destinado a mirar atrás, y ellos actuaban con sádico placer al dejarlo ir lo más lej os posible, hasta el límite, para que creyera que había ganado y así reírse de su des­ gracia, ya que ningún don puede disfrutarse sin pagar un precio? Quizá la lección consista en esencia en que uno debe aprender cuál es su lugar: Esto es lo que ocurre si tratas de aprovecharte de los dioses. ¿O es una lección social que tiene que ver con una definición de género pues, como músico, Orfeo era una persona sensible, de na­ turaleza intuitiva, lo que no era muy reconocido por el hombre? En Grecia, la mujer era propiedad del hombre, así que era natural que él diera por sentado que, cuando él pisara el mundo de la luz, sus posesiones lo seguirían. Quizá su desgracia tiene que ver con que no pensara en que Eurídice tenía un destino aparte. En el ballet de Balanchine, al que puso música Stravinsky, todo es culpa de Eurídice. Durante todo el viaje de vuelta, ella se cuelga de él, da traspiés, grita tratando desesperadamente que él vuelva la vista atrás; y al final lo consigue, haciendo que se gire y que la venda caiga de sus ojos. Es como lo de maldecir a Eva por los pecados del mundo. Comoquiera que se interprete, la historia cautivó las men­ tes y los corazones de los griegos y de las generaciones que les suce-

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dieron, como un ejemplo de devoción amorosa, sacrificio personal y poder del amor para sobrevivir a todas las cosas, incluso al des­ membramiento y a la muerte. En este mito, y aunque los amantes mueran, la melodía de su amor sigue sonando sin ellos. Tiene su propio destino. Nos recuerda que el amor es la emoción que más resurge en el mundo, que puede arrastrar a uno a las profundidades del infierno y sacarlo fuera otra vez, y que nutre las creencias. Quizá su sencilla moraleja sea que, en el amor, no hay vuelta atrás.

ROMA

La pesadilla de las muchachas Cornelia, la hija de mi vecina, no sabe que es tocaya de Cor­ nelia Greco, madre de una familia de políticos romanos del siglo I d.C. Mientras escribo esto la veo jugar al pie de un tronco caído de un árbol que cruza nuestros jardines. Los vecinos siempre sa­ ben dónde empiezan y acaban sus propiedades. El límite es el mis­ mo para los dos, pero nosotros llamamos a nuestro extremo más próximo «el principio del jardín», como si fuera su nacimiento, y al extremo más alejado «el final», como a la muerte. Supongo que esto es porque tenemos una noción progresiva del tiempo y la vida. El primero se inventó hace mucho, 1 y la segunda la inventa cada persona. Pero una gran parte de la personalidad y las accio­ nes de la gente son heredadas. Debe tratarse del gen de la timidez. El hijo de un amigo mío, Isaac, nos conquistó desde el momento en que nació. El año pasado, a los siete años, me encontró en la l . En el siglo I a.C., los relojes de sol desbordaron la imaginación de la gen­ te: la nobleza y el pueblo se sintieron fascinados por ellos. Pero la aparición del primer reloj de sol está documentada en el año 3500 a.C. en Egipto. Consistía en un palo vertical dispuesto de modo que la proyección de su sombra eviden­ ciara el progreso del sol a través del cielo. Beroso, el sacerdote y astrónomo babi­ lonio que vivió en el siglo III a.C., perfeccionó el reloj de sol. Tanto griegos como romanos tenían relojes de agua para los días en que no brillaba el sol.

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puerta de su casa de Long Island, me pasó los brazos alrededor, me estrechó fuertemente, se dej ó coger en brazos y luego me pre­ guntó: «¿Quién eres?» Derrocha afecto con la espontaneidad con que un géiser desprende vapor. A los cinco años, Cornelia es comunicativa, sociable, pero no cariñosa. La conozco desde que nació, y siempre ha tenido una curiosidad audaz, innata. Le encantan las serpientes, los gusanos, las orugas, las babosas. No se trata de la perversa fascinación que sienten los chiquillos por las cosas más sucias y repugnantes, con las que descubren que pueden aterrorizar a los adultos y embelesar a las chicas a las que salvan de lo monstruoso. No; Cornelia sim­ plemente encuentra la naturaleza interesante. Tiene muñecas, j ue­ gos de mesa y j uguetes educativos, un hermanito que balbucea y está a punto de hablar, y una canguro durante el día, mientras sus padres están en el trabajo. Pero ella se pasa muchas horas felices sola, en el j ardín, redescubriendo insectos, capullos, bellotas, setas. Le gusta poner nombre a los bichos . . . Cathy es su oruga pre­ ferida. Que yo bautizara a la serpiente rayada que vive en el jardín de atrás Mundo Sin Final la dej ó confundida, pero comprendió mi necesidad de dar un nombre a la serpiente, y también que era un acto de amistad valorar mi elección; aunque sólo vagamente. Todavía carece de destreza para fingir emociones, como se requie­ re en sociedad, aunque está aprendiendo. No sabe que está repro­ duciendo la labor de Adán: la denominación de los animales. Sólo siente la poderosa obligación de personalizar la naturaleza. Ella ignora que las intrigas del jardín de infancia de esta últi­ ma semana son versiones del amor al que se aferrará más tarde. Como es una de las dos niñas mayores de la clase, los otros niños la cortejan. No es sólo un honor formar parte de su pandilla -se encuentra el mismo patrón de conducta entre las colonias de chimpancés y otros primates-, sino que, además, algunos de los chicos se agolpan habitualmente a su alrededor. La semana pasada Nathan, un niño de cinco años que está absolutamente loco por ella, le dio patadas en el tobillo varias veces como muestra de afec­ to, y Cornelia se enfureció y le dij o que ya no podía ser su amiga nunca más. Dolido hasta la médula, Nathan volvió a casa sollo­ zando porque su adorada lo había rechazado, y por la tarde su ma-

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dre llamó a la de Camelia para negociar una reconciliación. Hi­ cieron que Camelia comprendiera que podía haber sido menos dura con Nathan, y la llevaron a casa de Nathan a j ugar -los dos solos-; lo pasaron muy bien. En este pequeño drama de poder, adoración, destierro y reconciliación, la madre d� Camelia, Persis, reconoció la semilla del amor, y lanzó un suspiro agridulce al rela­ tar la historia durante una de nuestras salidas matutinas a correr. -Nathan es muy sensible y vulnerable -dijo-. Ahora mismo ya se ve que una chica le romperá el corazón cuando crezca. En ese momento alcanzamos el monte que hay pasado el cen­ tro Indians Students, el campo de béisbol descuidado y el edificio de ladrillo donde están los dormitorios de los estudiantes de se­ cundaria. Aminoramos el paso para subir andando el empinado camino y eso nos dio oportunidad de hablar más. -¿Cómo te parece que será Camelia enamorada? -pregunté. Mirando al frente, Persis sonrió y sus mejillas se arrebolaron, como cuando j uega con los niños. Sacudió la cabeza alegremente. -No lo sé -dijo . Parecía como si un montón de recuerdos desfilara ante ella-. Me muero de ganas de saberlo. Aunque lo expresó de un modo pasivo, como si fuera un es­ pectáculo ante el que se pararía a mirar, ambas sabíamos lo emo­ cionante que sería para Persis ejercer el papel de consejera y obser­ vadora. Ayudar a un hijo a enfrentarse a los primeros embates amorosos debe de ser difícil. La imagen que se me ocurre es la de un remolcador de puerto que guía a los barcos a través de los arre­ cifes y las líneas de coral hacia la vastedad del mar. Persis espera que su hija se case con un hombre al que ame. Pero en tiempos de Camelia Graco semejante idea era escandalosa. Las niñas ya tenían suerte si las dejaban vivas, pues el padre podía decidir si quería «exponer a la intemperie» a sus recién nacidos, es­ pecialmente si eran niñas. Aunque esta práctica parezca horrible, yo le encuentro la explicación de que los romanos consideraban un derecho elemental devolver al niño, que había nacido de la tierra, a la tierra. Un padre podía decidir el destino de su hijo en el mo­ mento del nacimiento, dependiendo de si era niño o niña. ¿Qué debía sentir una madre al tener que mantener su amor natural en suspenso durante nueve meses? La madre era el océano que llevaba 57

el niño a puerto, pero el niño sólo podía quedarse si el padre asegu­ raba con él la continuidad de su nombre. El término «posesivo», con el matiz maníaco que sugiere esta­ llidos de rabia y celos, se acerca al concepto que los romanos te­ nían de la propiedad. Toda lo que un hombre poseía aumentaba su importancia social, lo hacía parecer más alto y fuerte. Al adqui­ rir tierra, esclavos, ganado, riquezas y esposa, el hombre proyecta­ ba una sombra cada vez mayor sobre el mundo. Era como si pu­ diera extender su propio cuerpo a través de sus adquisiciones, y de este modo digerir una porción mayor del planeta. Quizá la madre se consolaba pensando que, en la muerte, su hija podría encon­ trar, como escribió Lucrecio, «un sueño apacible y un largo bue­ nas noches». Quizá, en lugar de una desgracia, ella veía en la muerte cierta regeneración fatalista. Los campesinos y ganaderos son profundamente conscientes de los procesos cíclicos de la natu­ raleza, y tienden a aceptar que: Todas las cosas, como tú, tienen tiempo de crecer y arraigar­ se; y todas llevan la simiente de su ruina. Sin embargo, a menudo las mujeres planeaban que alguien rescatara a sus hijos abandonados y que fueran criados en secreto por otros. No es que los romanos no conocieran la ternura; no hay más que consultar su literatura para ver que la pasión late en todos sus campos de acción. De la misma Roma -la ciudad más grande del mundo, con una población de unos tres cuartos de millón de per­ sonas- se decía que había surgido al calor de una tempestuosa his­ toria de amor, cuyos conmovedores detalles conocían todos los ro­ manos. El poeta Virgilio ofrece un vívido relato de aquélla en su poema épico La Eneida. 1 Aunque la historia remitía a un pasado lej ano, el público de Virgilio vivía en la Roma del siglo I a.C. Como el texto tenía que 1 . El compositor inglés Henry Purcell compuso en el siglo XVII la magnífica conmovedora ópera Dido y Eneas, en la que explora la tragedia con sencillas melodías derivadas de baladas y madrigales.

y

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parecer verosímii a los lectores, probablemente sea un buen reflejo de las relaciones que ellos conocían. El argumento es como sigue:

Dido y Eneas Después de la caída de Troya, el héroe troyano Eneas se hace a la mar en busca de otro hogar. Una tormenta lo aparta de la ma­ yoría de sus hombres, y llega a la costa africana, a un punto cerca de Cartago, una ciudad fundada por la reina Dido. Eneas y su amigo Acates, que se han hecho invisibles por magia, se adentran en la ciudad y la exploran, pasando por su puerto, sus teatros, sus templos y talleres, que desarrollan una intensa actividad. Esto des­ lumbra a Eneas, que desearía que aquél fuera su hogar, cuando la radiante reina Dido aparece con su séquito. Pronto los hombres de Eneas hallan también el camino a la ciudad, se acercan a la rei­ na y le explican que su jefe, Eneas, está probablemente perdido en el mar, y le piden cobijo mientras arreglan sus barcos desarbolados por la tormenta. El relato de sus desventuras conmueve a la reina, que los acoge amigablemente, lamentando que Eneas no se en­ cuentre a salvo también. Al escuchar esto, Eneas decide hacer no­ tar su presencia:

Apenas pronunció estas palabras cuando, deshaciéndose de pronto, se abre la nube que los rodeaba y se resuelve en una viva luz, semejante en rostro y apostura a un dios. Apareció entonces Eneas, resplandeciente en medio porque la propia Venus le había infundido hermosura y un resplandor purpúreo en los ojos ... La reina s e muestra lógicamente atraída, y cuando él l e dice: «Estoy aquí, ante ti, soy el que estás buscando . . . » es como si oyera la voz de su destino. De hecho, ella no andaba buscándolo, pero él ha aparecido en el momento j usto. Dido es una viuda apenada, y una mujer inten­ samente apasionada, que con su profundo sentido dramático ha rogado que:

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Aquel que me unió a sí el primero, y que se llevó mis amo­ res, téngalos por siempre con él y guárdelos para siempre en el sepulcro. Pero «para siempre» es un período de tiempo muy largo, y Eneas parece «surgido de los cielos» para reavivar «la vieja llama» que ella está a punto de olvidar. Vieja llama. Es sorprendente la cantidad de metáforas de amor y pasión que compartimos con los clásicos. «I 'm on fire», gime sen­ sualmente Bruce Springsteen en una canción de rock. En otra can­ ción -también escrita por Bruce Springsteen- las Pointer Sisters cantan: «1 say 1 don 't !ove !ove you / but you know I 'm a liar / because

when we kiss. . . F-i-r-el»1 Dido nos describe la misma deliciosa inflamación. Adviértase que no se trata del dolor físico de la piel en llamas, sino de la in­ flamación invisible, del fuego íntimo en todas las células. El amor alimenta un millón de fogatas nocturnas en el campamento del cuerpo. Dido no sólo encuentra atractivo a Eneas y queda fascina­ da por su guerra y sus campañas, sino que además tiene mucho en común con él a pesar de lo diferentes que son sus culturas . Ambos pertenecen a la realeza. Y sobre todo, se identifica con su sufri­ miento: Yo también he sufrido mucho; como tú, he sido duramente tratada por el destino; pero por fin, ahora ha querido traerme aquí. Al conocer la pena, he aprendido a ayudar a los desafortu­ nados. Traduce su caridad en cientos de bueyes, ovejas, cerdos y otros bienes para sus hombres, un banquete privado para él, y una invi­ tación para permanecer en la ciudad durante todo el tiempo que quiera. Sin pretenderlo, se enamora profundamente de él, y pronto se convierte en «Una muj er loca de pasión ( . . . ) que vaga por toda la ciudad ardiendo de deseo, como una cierva herida por una flecha» . l . «Digo que no te quiero I pero tú sabes que soy una mentirosa I porque cuando nos besamos . . . ¡Fuego!» (N. de la T)

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Un día, Dido se lleva a Eneas a cazar; los sorprende una tormenta, buscan cobijo en una cueva y allí hacen el amor y se intercambian votos. Para Dido, y para el modo de entender de los romanos, es un matrimonio. Pero después de un luj urioso período de regocij o marital, los veleidosos dioses deciden que el destino de Eneas es encontrar su nueva ciudad en Italia, su patria perdida, y le ordenan regresar enseguida. Escindido entre amor y deber, Eneas planea marcharse a la caída de la noche, sin decir nada a Dido. Aunque parezca cobarde, el lector se lo perdona, porque muchos héroes han perdido el norte en las batallas del corazón. Cuando el rumor de lo que piensa hacer llega hasta Dido, ella se vuelve loca de dolor. La poderosa, rica y hábil reina se siente re­ pentinamente desamparada, y enfurece. El camino que había ini­ ciado hacia el futuro desaparece tras una cortina de humo, y pierde su estabilidad interior. Sin amor, la vida es como una noche desier­ ta, plagada de lobos. Después de la muerte de su primer marido, su corazón se había hibernado . . . Se había unido a la inmovilidad de los que han sufrido. Y si era insensible, al menos estaba a salvo del dolor. Pero como en el cuento de La bella durmiente, un príncipe heroico llega para despertarla de su sueño. Con Eneas lo ha arries­ gado todo, ha entregado abiertamente su corazón y expuesto su vulnerabilidad. Cuando él la traiciona, su corazón se hace pedazos. El lamento de Dido es el eterno himno de las mujeres rechaza­ das, que al mismo tiempo que se castigan, ruegan al amado que se quede. En medio de un ligero delirio, expone sus ruegos a Eneas alternando rápidamente todos los argumentos lógicos y todos los engaños que se le ocurren. ¡Qué ardiente abogada, qué hábil dia­ léctica puede ser una mujer enamorada! He aquí una pequeña muestra de su angustia: Por estas lágrimas mías, por esa tu diestra (pues todo, ¡des­

graciada de mí!, por ti he abandonado) , por nuestro enlace, por nuestro comenzado himeneo, si algo merezco de ti, si alguna feli­ cidad te he dado, yo te suplico que te compadezcas de este ame­ nazado reino, y si aún los ruegos pueden algo contigo, renuncia a ese propósito. Por ti me aborrecen las naciones de Libia y los ti­ ranos de los n ómadas; por ti me he hecho odiosa a los tirios; por

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ti, en fin, he sacrificado mi pudor y perdido mi primera fama, único bien que podía haberme hecho inmortal. ¿A quién me abandonas moribunda, ¡oh huésped!, pues sólo este nombre que­ da del que fue mi esposo? (. .. ) ¡Si al menos de tu fuga me queda­ se alguna prenda de tu amor; si viese juguetear en mi corte un pequeño Eneas cuyo rostro infantil me recordase el tuyo, no me creería enteramente vendida y abandonada! Cuando ninguno de sus ruegos conmueve a Eneas, y está cla­ ro que va a dejarla, monta en cólera y le desea infortunios, tor­ mentas y desgracias. Luego va hacia la cama donde han hecho el amor, coge algunas pertenencias de Eneas que él no ha recogido -una espada que ella le regaló, varias prendas de vestir- y las arro­ ja al patio, enciende con ellas una hoguera, y subiendo a lo más alto se dej a caer sobre la espada de Eneas y muere, sabiendo que él verá su pira funeraria desde el barco. Más adelante, cuando a Eneas le es permitido bajar al Otro Mundo para visitar a su padre, encuentra el fantasma de Dido va­ gando por los bosques como un espej ismo. Abrumado por la pena, le ruega que lo perdone y j ura que no la abandonó por su voluntad sino por los implacables «mandatos celestiales» . Le habla tiernamente, «tratando de consolar al fantasma de mirada salvaje, / de corazón apasionado» que «inconmovible a su llamada», acaba por huir de allí sin perdonarlo, «aún odiándolo».

La familia Las estrictas normas que regían la vida de los romanos fueron concebidas para poder resistirse a semejantes historias de pasión frustrada y amor delirante. Atrapados por las leyes y las conven­ ciones sociales, los romanos elogiaban la monogamia, la eficiencia y la austeridad, pero eran mucho más indulgentes con los placeres carnales, los excesos en la bebida y otros vicios privados de lo que lo sería la alta sociedad victoriana siglos después. El rigor, la austeridad y el rechazo a las tentaciones fo rmaban parte de la imagen paterna ideal. Los hijos se dirigían al padre lla-

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mándole «señor», y se esperaba que él sirviera de rígido modelo de conducta. ¿Cómo podía uno resistirse a la llamada del vicio? Tra­ bajando duramente. La virtud triunfa con mayor facilidad sobre los cuerpos cansados. A la madre le correspondía el papel de ser flexible de vez en cuando. Se esperaba que las mujeres fuesen más emotivas y que ocasionalmente se equivocaran. No sólo los matrimonios, sino también las adopciones, esta­ ban destinadas a garantizar la lealtad y la riqueza de dos familias. Los niños eran bienes que podían intercambiarse por dinero o po­ der en cualquier momento, y los padres solían dejar que fuesen las niñeras o los sirvientes quienes les dispensaran amor. Criado por una niñera y educado por un pedagogo, un niño ro­ mano estudiaba mitología, lengua y literatura griegas y retórica, en­ tre otras materias. A diferencia de los griegos, que creían que la edu­ cación debía ejercerse sobre todo el cuerpo, los estudiantes romanos no empleaban la mitad de su tiempo en la práctica del deporte. De un hombre bien preparado se esperaba que conociese bien la mito­ logía, aunque no creyera en ella; y la cultura no se valoraba por la amplitud de miras que opera en el sujeto sino porque le otorgaba prestigio. Un hombre culto era un hombre respetable. Una niña de doce años no necesitaba educación, porque a los catorce sería decla­ rada mujer y entregada en matrimonio. Después de eso, estaba en manos de su marido educarla, si él lo deseaba. Los chicos varones podían tener amantes masculinos, frecuentar prostitutas o vivir con concubinas; pero cuando se casaban debían dejar atrás pasiones y deslices y convertirse en decorosos padres de familia. Un elemento curioso de la legislación romana era que el hijo varón, en cualquier edad o estado marital, pasaba toda su vida bajo la tutoría de un padre omnipotente. El padre podía conde­ narlo a muerte. A oj os de la sociedad, los hij os adultos estaban in­ defensos . Debía ser humillante para un hombre adulto tener que pedir consentimiento a su padre para hacer negocios o contratos legales, emprender una carrera digna o casarse. Los ingresos del hijo pertenecían al padre, un padre que podía desheredarlo en cualquier momento. La ley requería el consentimiento de la mujer al casarse, pero por otro lado, no podía contrariar los deseos de su padre. Así que fácilmente podrá comprenderse por qué las riñas

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familiares derivaban a menudo en hijos desheredados o padres ase­ sinados, u otros actos delictivos. En los primeros tiempos de Roma no se permitía que los escla­ vos se casaran, y hay muy poca documentación sobre sus vidas. Cuando los ciudadanos respetables de Roma se casaban, el Estado no intervenía. El acontecimiento estaba cuajado de ritos y ceremo­ nias, pero no incluía ningún acto legal. No intervenía ningún j uez ni se firmaba papel alguno. Sin embargo, las leyes de sucesión reque­ rían que los niños fueran «legitimados», así que todo el mundo tenía que saber que la pareja estaba casada. Las pruebas circunstanciales bastaban, pero era más adecuado celebrar una fiesta de bodas o, al menos, contar con una pareja de testigos. Se entregaban regalos como prueba de buena voluntad, y quizá también para reforzar los lazos de unión de los invitados con las familias de los contrayentes. El novio daba a la novia un anillo, que ella se colocaba en el mismo dedo que hoy en día. Aulo Gelio explica por qué se eligió este dedo: Cuando se corta el cuerpo humano tal y como hacen los egipcios y se practican disecciones, se encuentra un nervio muy fino que va desde el dedo anular hasta el corazón. De ahí que pa­ rezca más razonable conceder a este dedo que a los otros el honor de llevar el anillo, habida cuenta la conexión que mantiene con el órgano principal. Se decía que el hombre recibía «la mano» de su esposa, y el anillo simbolizaba que, j unto con la mano, ella le daba lo más ín­ timo de sí misma. Cada vez que se tocaban la mano, sus corazones se tocaban. La ceremonia matrimonial era una combinación de leyes divi­ nas y humanas, una fusión de lo espiritual y lo cívico, la unión ab­ soluta de dos vidas enteras. La novia vestía de blanco, con un cin­ turón atado con el