Una historia densa de la anarquía postindependiente: La violencia política desde la perspectiva del pueblo en armas (Buenos Aires-México, 1820) 9783964568281

La inestabilidad política que sucedió a las independencias ha sido generalmente interpretada como un síntoma del desarro

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Una historia densa de la anarquía postindependiente: La violencia política desde la perspectiva del pueblo en armas (Buenos Aires-México, 1820)
 9783964568281

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Una historia densa de la anarquía posindependiente La violencia política desde la perspectiva del pueblo en armas (Buenos Aires-México, 1820) Agustina Carrizo de Reimann

Iberoamericana - Vervuert  2019

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Americana Eystettensia 26 DIRECTORES DE LA COLECCIÓN Thomas Fischer (Katholische Universität Eichstätt-Ingolstadt) Miriam Lay Brander (Katholische Universität Eichstätt-Ingolstadt) COMITÉ CIENTÍFICO Wolfgang Bongers (Universidad Católica de Chile) Beatriz González Stephan (Rice University) Max S. Hering Torres (Universidad Nacional de Bogotá) Patricia Torres San Martín (Universidad de Guadalajara, México) Marco Antonio Villela Pamplona (PUC-Rio de Janeiro) Guillermo Zermeño Padilla (El Colegio de México-CEH)

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Derechos reservados © Iberoamericana, 2019 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2019 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es

ISBN 978-84-9192-056-4 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96456-827-4 (Vervuert) ISBN 978-3-96456-828-1 (e-Book) Depósito Legal: M-11477-2019 Foto de la cubierta: Fuente-texto Archivo General de la Nación, sala X (Buenos Aires, Argentina) Diseño de la cubierta: a.f. diseño y comunicación Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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Índice

AGRADECIMIENTOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

9

CAPÍTULO 1. Narrando la violencia política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

21

CAPÍTULO 2. La anarquía posindependiente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

41

CAPÍTULO 3. Quimeras: las tácticas del pueblo en armas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

63

CAPÍTULO 4. Ajusticiamientos: sobre la violencia punitiva y las tácticas legales . .

91

CAPÍTULO 5. Saqueos y montoneras: depredación y abusos de poder en los complejos fronterizos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

119

CAPÍTULO 6. Tumultos urbanos: encrucijadas de la violencia política . . . . . . . . . .

157

A MODO DE CONCLUSIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

189

REFERENCIAS Y BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

197

ÍNDICE ONOMÁSTICO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

215

TABLA DE ILUSTRACIONES Mapa 1. Los extremos de Hispanoamérica en comparación. . . . . . . . . . . . . . . . . Mapa 2. Los lugares de la violencia (Río de la Plata). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mapa 3. Los lugares de la violencia (República de México) . . . . . . . . . . . . . . . . . Mapa 4. Los espacios de la violencia (Río de la Plata). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mapa 5. Los espacios de la violencia (República de México) . . . . . . . . . . . . . . . .

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Índice

AGRADECIMIENTOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 1. Narrando la violencia política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 2. La anarquía posindependiente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 3. Quimeras: las tácticas del pueblo en armas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 4. Ajusticiamientos: sobre la violencia punitiva y las tácticas legales . .

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CAPÍTULO 5. Saqueos y montoneras: depredación y abusos de poder en los complejos fronterizos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 6. Tumultos urbanos: encrucijadas de la violencia política . . . . . . . . . .

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A MODO DE CONCLUSIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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REFERENCIAS Y BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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ÍNDICE ONOMÁSTICO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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TABLA DE ILUSTRACIONES Mapa 1. Los extremos de Hispanoamérica en comparación. . . . . . . . . . . . . . . . . Mapa 2. Los lugares de la violencia (Río de la Plata). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mapa 3. Los lugares de la violencia (República de México) . . . . . . . . . . . . . . . . . Mapa 4. Los espacios de la violencia (Río de la Plata). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mapa 5. Los espacios de la violencia (República de México) . . . . . . . . . . . . . . . .

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Agradecimientos

Esta monografía fue presentada como tesis doctoral en la facultad Geschichte, Kunst- und Orientwissenschaften de la Universität Leipzig y fue defendida el 24 de octubre de 2017. La investigación que la precede se elaboró en el marco del proyecto Zur Bedeutung politischer Gewalt in Lateinamerika im 19. Jahrhundert (“Sobre el significado de la violencia en Latinoamérica en el siglo XIX”), financiado por la Deutsche Forschungsgemeinschaft (DFG). El director de la cátedra Vergleichende Iberoamerikanische Geschichte de la Universidad de Leipzig, profesor Michael Riekenberg, estuvo a cargo de la supervisión de la disertación. Por su gran apoyo, le corresponde mi profundo agradecimiento. También quiero agradecer al profesor Claudio Lomnitz su confianza y sus inspiradores comentarios y a los colegas del Instituto de Historia y del programa para graduados Global and Area Studies de la Universidad de Leipzig, las acertadas críticas. Por último, quiero dar las gracias a mi familia en ambos continentes, que con interés y paciencia me acompañó en este sinuoso proceso; y, en especial, a Heiner Reimann, por su apoyo incondicional.

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Introducción

One needs story because the world is imperfect. One needs story because there is no goal. And one needs story because things do not fit.1

El historiador Elías Palti observa que, en la historia de Hispanoamérica, “[e]l siglo XIX ha parecido siempre, en efecto, un periodo extraño, poblado de hechos anómalos y personajes grotescos, de caudillismo y anarquía. En este cuadro caótico e irregular resulta, sin duda, difícil ‘seguir el hilo de la razón’”.2 En la historiografía, la politización generalizada, el desorden y la inseguridad que sucedieron a las independencias han sido interpretados como síntomas del desarrollo trunco de la modernidad hispanoamericana, pero también “como un símbolo de salud política en las nacientes repúblicas y como prueba del debate sobre el modelo de Estado y las competencias institucionales de los sujetos políticos”.3 Para examinar las tramas del desorden y la transformación política, elaboraré en este trabajo una historia densa de la anarquía posindependiente, centrada en los usos y significados de la violencia política para el “pueblo en armas”.4 ¿Cómo percibieron los soldados y milicianos la violencia política en Buenos Aires y en México? ¿Cómo se relacionaron las experiencias e interpretaciones subalternas con los discursos dominantes sobre la violencia? Y finalmente, ¿qué rol jugó la violencia en el “cuadro caótico”? La interpretación aquí propuesta parte de la premisa de que la violencia se politizó en la primera mitad del siglo XIX y se convirtió en un medio indispensable en el proceso de refundación social y política.5 En este contexto, actores con diversas filiaciones e intereses intentaron o se vieron obligados a renegociar sus posturas con respecto incluso a los asuntos más cotidianos. La década de 1820, que ha sido descrita como un momento especialmente anárquico en las historias argentina y mexicana, servirá como marco

Morson (2007: 66). Palti (2009: 13). 3 Irurozqui (2011: 15). 4 De este modo denomina Karl von Clausewitz a las levas nacionales y a las masas de campesinos armados que participaron de las “guerras del pueblo” europeas en el siglo XIX, las cuales son asimismo descritas como la “expansión y un fortalecimiento de todo el proceso fermentativo que llamamos guerra”. Clausewitz (capítulo XXVI). 5 Adelman (2010: 391-422). 1 2

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temporal para el análisis.6 Las descripciones densas tomarán como punto de partida las experiencias e interpretaciones de milicianos y soldados, cuya participación en la constitución del Estado-nación fue tan significativa como problemática.7 Como fuente principal, se tomarán las investigaciones sumarias abiertas por tribunales militares contra acusados de homicidio, violación, bandolerismo, abuso de poder y sedición. Las “narrativas judiciales” serán contextualizadas de modo relacional; es decir, se vincularán con otros relatos producidos por los sectores dominantes denominados aquí “narrativas patrias”, así como con las lógicas que estructuraron la refundación político-social. La comparación entre los usos y significados de la violencia en los antiguos centro y frontera del régimen colonial, México y la provincia de Buenos Aires, busca hacer una contribución tanto descriptiva como paradigmática al cotejar espacios sociales desiguales y propiciar el extrañamiento de “sentidos comunes” históricos e historiográficos. De este modo, la historia densa de la anarquía posindependiente aquí propuesta intentará reincorporar la heteroglosia al proceso de refundación político-social y reescribir sus conceptos claves “con minúscula”8. El marco teórico-metodológico elaborado para la investigación integra las propuestas de la antropología histórica y de la nueva historia política y se inspira en el debate sobre la violencia como objeto de estudio, impulsado en Alemania por la nueva sociología de la violencia (Neue Gewaltsoziologie). Aunque provienen de diferentes contextos y disciplinas, los enfoques y conceptos que se utilizarán tienen un origen común: los giros antirreduccionistas —el histórico, el cultural, el interpretativo, el narrativo y el espacial— que emergieron en la segunda mitad del siglo XX como respuesta al desmoronamiento de las metanarrativas occidentales y a los procesos de desterritorialización y reterritorialización políticos, económicos e identitarios. En términos generales, estos virajes parten de la necesidad de dinamizar el intercambio disciplinario, pluralizar las perspectivas y recuperar la agencia, la dimensión “micro”, la contingencia y el posicionamiento del investigador en el análisis. La revisión político-epistemológica se formuló en clara oposición a la teleología de la modernidad y a reificaciones y centrismos de teorías totalizadoras; sus costos fueron la fragmentación, la incertidumbre y cierto extrañamiento disciplinario.9 6 La Anarquía del año XX se refiere a la crisis política que estalló con la derrota del Directorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata por las tropas federales, en 1820. En la historia mexicana, el “periodo de la anarquía” fue acuñado por los historiadores del Porfiriato para denominar las décadas entre 1821 y 1876. Esta periodización se considera en general tendenciosa. Fowler (2009: 5). 7 Chust (2007), Fowler (1996), Sabato (2001). 8 Geertz (1987: 39). 9 Para una problematización de estos giros, véase: Bachmann-Medick, “Cultural Turns”, Daniel (2016: 440-441), McDonald (1996: 1-14).

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INTRODUCCIÓN

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Aunque de manera discontinua y dispar, los acercamientos entre la antropología y la historiografía abrieron nuevos campos de investigación interdisciplinarios, como la antropología histórica, dentro de la cual se inscribe este trabajo. De acuerdo con los antropólogos Jean y John Comaroff, la tarea principal de la antropología histórica consiste en explorar la historicidad situada de los sujetos empíricos e identificar las representaciones, prácticas y posiciones de los actores dentro de las estructuras de poder imperantes. Para ello, la antropología histórica propone una aproximación interpretativa, etnográfica y crítica a la historia, la cual es entendida como un “proceso de sedimentación de microprácticas en macroprocesos”.10 Antes que como un lugar, el pasado es conceptuado en el análisis histórico-antropológico como un proceso de historización, percibido y experimentado por los actores como contingente. Pese a estar sujetos a las estructuras, se considera que los actores son capaces de moldear el acontecer histórico. Partiendo de estas premisas básicas, la antropología histórica busca elaborar lecturas matizadas con las que captar significados, motivaciones y lógicas implícitas de los procesos sociales. A continuación, haré algunas observaciones sobre los parámetros específicos del estudio.

Violencia política y violencia criminal Debido tanto a la ubicuidad como a la ambivalencia moral que genera, la violencia —como acto de poder físico-emocional y social— abre un campo oscuro, pero prolífico, para pensar el origen y la transformación de los fundamentos culturales, sociales y políticos de una comunidad en un tiempo y lugar dados.11 En vez de concentrarse en situaciones de violencia política en el sentido más estricto del término —por ejemplo, en el marco de elecciones, motines o revoluciones— este trabajo vincula actos de violencia criminal, interpersonal y colectiva y, por consiguiente, se distancia de tipologías más convencionales de violencia política, las cuales consideran solo actos y actores colectivos.12 La decisión de incluir casos de violencia interpersonal, también descrita como individual o privada, se justifica tanto por la noción amplia de lo político que aquí se utiliza como por el contexto histórico estudiado.13 Al igual que el Traducido del original. Comaroff (1992: 38). Aijmer (2000: 1-22), Balandier (1986: 499-511); Farge (1995: 145-154), Neithard (2008: 7-9). 12 Uno de los modelos más reconocidos es el desarrollado por Charles Tilly en su trabajo. Tilly (2003). 13 La definición amplia de lo político y los límites y ventajas de las fuentes judiciales serán tratadas en el capítulo 1, 2.ª sección. 10 11

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término “guerra civil” que emplean las fuentes, la noción más amplia de “guerra irregular” que se prefiere en el presente texto considera la intersección entre la violencia política y la privada como una de las características principales de este tipo de crisis.14 En lo que respecta al crimen, retomo aquí la observación de Émile Durkheim, según la cual el crimen funciona como un “prisma crítico” de y para la sociedad. Gracias a él, el cuerpo social puede conocerse, medirse con la imagen ideal de sí mismo y “mejorarse” de acuerdo con esta.15 La riqueza epistemológica del crimen radica asimismo en que los documentos judiciales registran, si bien de modo restringido, una multiplicidad de voces; entre ellas, también las subalternas.

Subalternidad y hegemonía La noción de subalternidad que se utiliza aquí retoma la propuesta del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, según la cual el subalterno: no es una sola cosa. Se trata, insistimos, de un sujeto mutante y migrante. Aun si concordamos básicamente con el concepto general del subalterno como masa de la población trabajadora y de los estratos intermedios, no podemos excluir a los sujetos “improductivos”, a riesgo de repetir el error del marxismo clásico respecto al modo en que se constituye la subjetividad social. Necesitamos acceder al amplio y siempre cambiante espectro de las masas: campesinos, proletarios, sector formal e informal, subempleados, vendedores ambulantes, gentes al margen de la economía del dinero, lumpen y ex lumpen de todo tipo, niños, desamparados, etc.16

La noción de hegemonía que subyace a esta definición de subalternidad es procesual y polimorfa. Más que un atributo de un órgano o una clase, la hegemonía conforma con la contrahegemonía “lo residual” y “lo emergente”,17 Si se toma la definición básica de “guerra civil” (un combate entre partidos sujetos a una autoridad común, dentro de los límites de una entidad soberana reconocida), esta noción no es aplicable al contexto estudiado, especialmente en vista de que la indefinición de la soberanía fue uno de los problemas principales del periodo. Kalybas (2008: 382). 15 Durkheim (1986: 118). Véase también Comaroff (2016: 4-5). 16 Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, 1998 (apud Vitola 2016: 168). Entre los textos fundacionales del grupo se cuentan los artículos de Gilbert Joseph “On the Trail of Latin American Bandits: A Reexamination of Peasant Resistance” y Patricia Seed “Colonial and Postcolonial Discourse”, publicados en Latin American Research Review, en 1990 y 1991, respectivamente. Los historiadores Florencia Mallon y David Nugent son también dos referentes reconocidos de esta vertiente. 17 Con los conceptos “residual” y “emergente” Raymond Williams propone integrar en el análisis las experiencias, relaciones y prácticas que no pertenecen a lo hegemónico. 14

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INTRODUCCIÓN

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un campo de fuerza, en el cual la dominación, la subordinación y la resistencia simbólicas y materiales son renegociadas constantemente por diversos actores en situaciones concretas. El Estado moderno, como forma de organización política fundada idealmente en una “topografía vertical de poder” que naturaliza la separación entre la autoridad y lo civil-local, se inscribe también dentro de los procesos inacabados de dominación-subordinación-resistencia. 18

Los actores Los actores y comunidades identificados como subalternos serán denominados en este trabajo “sectores populares” o, para citar las fuentes del periodo, “bajo pueblo” y “plebe”. Debo reconocer que, en vista del proceso de redefinición generalizada que tuvo lugar durante el periodo en cuestión, el uso de estas “etiquetas” ofrece una solución poco satisfactoria al momento de ordenar la diversidad que emerge en las historias de violencia. Por eso, en la medida de lo posible, haré una reconstrucción detallada de las trayectorias, pertenencias y experiencias de los milicianos y militares, paisanos, indígenas, esclavos, castas, mujeres, eclesiásticos y agentes del Estado que las protagonizaron. Aunque produce igualmente una generalización, el compuesto “elite político-militar” intenta dar cuenta de la fluidez que también existía en el interior de los sectores dominantes criollos. Los binomios “conservador-liberal”, “federal-centralista” y el término “facción” serán utilizados como referencia a los lenguajes del periodo sin olvidar, no obstante, que estos ofrecen una visión militante de la pugna política.19 En lo que respecta al Estado, este aparecerá representado en las narrativas por una variedad de instituciones y actores del orden público, pero también del fuero militar y del estado eclesiástico, así como por civiles. El ejército y la milicia serán considerados conjuntamente en la interpretación. Esta decisión se justifica principalmente por el hecho de que, al momento de analizar las fuentes, la distinción demostró no ser relevante. Como veremos a lo largo del presente trabajo, en el marco de la militarización generalizada, milicianos y soldados no solo tuvieron experiencias similares de la violencia, sino que en muchos casos las compartieron. Aunque estaba previsto un servicio Con “residual” se refiere a los elementos alternativos u opuestos a la cultura dominante que se originaron en el pasado y siguen activos en el presente. Estos se diferencian de los “elementos emergentes” —las nuevas relaciones, valores y actividades que se crean continuamente—. Williams (1997: 137-149). 18 Bartelson (2001), Ferguson (2008: 383-399), Mallon (1995: 330), Roseberry (1994: 361366). 19 Para una problematización de las categorías utilizadas, véase Di Meglio (2013: 10), García Ugarte (2010: 13-21), Vázquez Semadeni (2009: 35-83), Zubizarreta (2012: 13-18).

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temporario y local para las milicias, en el periodo considerado los soldados cívicos se vieron expuestos a serios abusos, tales como la prolongación del servicio e incluso el traslado a campos de batalla fuera de su jurisdicción. A cambio, los milicianos gozaron de fuero, pese a que este privilegio estaba originalmente reservado para los miembros del ejército.20 Debido a estas correspondencias, así como a la variedad de organizaciones que conformaban las fuerzas, la distinción entre las estructuras milicianas y las militares no funcionará como punto de partida, sino que será problematizada por el análisis.

Límite espacio-temporal En un principio, el objetivo de la investigación fue abarcar la primera mitad del siglo XIX, considerada en la historiografía como una etapa formativa de los Estados-nación hispanoamericanos. Pero, en vista del imperativo de la descripción densa de generar conocimientos extraordinariamente abundantes sobre fenómenos situados, resultó más adecuado concentrar la interpretación en un “momento crítico” dentro del periodo: la década de 1820. Como remarca el historiador Antonio Annino, “cuando se habla de momentos de la historia no se está pensando solo en las cronologías, sino mucho más en la capacidad de representar toda una época, no importa si larga o breve”.21 Aunque con diferentes grados de aceptación, la década de 1820 ha sido descrita en las historias argentina y mexicana como un momento o como parte de un periodo de anarquía. Así, la “anarquía posindependiente” funcionará como un puente en la comparación de los extremos de Hispanoamérica: el virreinato del Río de la Plata, considerado frontera del régimen hispano-colonial debido a la distancia con la metrópoli, la desarticulación de sus estructuras y la irregular densidad poblacional, y México, un antiguo centro político, económico y cultural, densamente poblado y con larga tradición de estatalidad.22 Para el caso de Buenos Aires, el análisis se concentrará en la Anarquía del año XX y los intentos de constituir el Estado-nación que le siguieron; para el mexicano, en la primera crisis que experimentó la República entre 1827 y 1829. La comparación explorará la premisa de que la violencia generó y fue determinada por interconexiones y rupturas con la metrópoli y entre los centros y las fronteras de las naciones emergentes.23 Fradkin (2014: 250), Fowler (2009: 15-16), Harari (2013a: 180), Rabinovich (2013: 122-123). 21 Annino (2014: 391). 22 Guerra (1994: 11), Halperín Donghi (1996: 18-20). 23 Las nociones históricas e historiográficas de centro y frontera serán tratadas con detenimiento en el capítulo 2. 20

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INTRODUCCIÓN

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Etnografía en los archivos En concordancia con la propuesta de los antropólogos Comaroff y Comaroff, el trabajo tomó un enfoque multidireccional y siguió las “huellas textuales” de la violencia a través de los diferentes géneros documentales para crear un archivo ad hoc de fuentes dispares.24 La búsqueda comenzó en abril de 2013, en el Archivo General de la Nación (AGN ARG), ubicado en el antiguo Banco Hipotecario Nacional, en el microcentro de la ciudad de Buenos Aires. Mi investigación por los fondos de la Sala X (periodo nacional-gobierno) me condujo hasta unos cajones de madera apoyados sobre un antiguo fichero de la sala de consulta. Estos contenían el índice de los sumarios militares —posteriormente digitalizado—, organizado alfabéticamente a partir de los apellidos de las personas involucradas. Las fichas registran casos abiertos en la provincia de Buenos Aires por agentes del fuero militar contra oficiales y subalternos del ejército, marina, caballería y las milicias locales, desde la independencia en 1810 hasta la incorporación de la provincia a la Confederación Argentina a principios de 1860. En ellas se detallan los nombres, grados y regimientos de los acusados, sus delitos y las fechas de las investigaciones. Para hacer una primera aproximación al material, consulté indiferentemente casos de milicianos, soldados y oficiales juzgados por insubordinación, complicidad con tropas enemigas, deserción, saqueos y robos, agresión y homicidio contra otros militares y civiles. Siguiendo una estructura común, los documentos relataban de forma más o menos detallada las prácticas y circunstancias y, a veces, los destinos de sus actores. En muchas de las fuentes consultadas, la aplicación irregular de diferentes reglamentos, la superposición de jurisdicciones o las interrupciones de los procesos introducían giros inesperados y finales abruptos en los relatos. Así, pese a la abundancia y accesibilidad de las fuentes, la fragmentación dificultó frecuentemente la generación de descripciones ricas. La consulta de otros textos-fuente, tales como las memorias del general Tomás de Iriarte y del cronista Juan Manuel Beruti, la correspondencia entre jefes locales y el Gobierno, partes de combate, filiaciones, peticiones, informes de la policía y periódicos de la época permitió compensar hasta cierto punto los vacíos dejados por las narrativas judiciales. Unos meses más tarde, emprendí mi viaje a México. En las primeras semanas de la estadía visité el Archivo General del Estado de Yucatán (AGEY) en Mérida. Como era de esperar, no encontré allí un cajón de madera semejante. Los sumarios y las filiaciones estaban dispersos en diferentes secciones: la de Justicia 1821-1875, Serie Penal, el Fondo del Poder Ejecutivo 1821-1875 y el 24

Comaroff (1992: 17).

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Ramo Milicia. La búsqueda a partir de términos en el catálogo digital dio pocos resultados. Pese a su reducido número y los daños causados por el clima tropical, las fuentes mostraron otras situaciones de violencia “interesantes”, diferentes, pero comparables con los casos consultados en Buenos Aires. En contraste con el AGEY, la abundancia documental del Archivo General de la Nación en la capital mexicana (AGN MEX) y la multiplicidad de catálogos resultaron casi abrumadoras. Además de por su rico acervo colonial, este archivo se destaca por los 1500 volúmenes de testimonios judiciales ubicados en la cuarta galería y, en particular, por los concernientes a la Santa Inquisición.25 Los constantes controles efectuados por agentes policiales y la misma arquitectura panóptica del Palacio Negro de Lecumberri intensificaron la sensación de desorientación, pero, con el transcurrir de los días y gracias a la buena predisposición del personal, el trabajo en el archivo se volvió más ameno y, finalmente, prolífico. La investigación me condujo por diversos fondos y regiones del mapa mexicano: en la cuarta galería consulté el fondo de Operaciones de Guerra y en la quinta los de Gobernación/Sin Sección, los de Fondos Judiciales, Archivo de Guerra, Inventario General y el de Justicia Eclesiástica. Al igual que para el caso de Buenos Aires, los Apuntes de Carlos María de Bustamante, el Juicio imparcial de Lorenzo de Zavala, la Breve reseña de José María Tornel y Mendívil y otras narrativas patrias me permitieron complementar los relatos de violencia de las fuentes judiciales mexicanas. Las fuentes consultadas en el AGEY y AGN MEX me sirvieron de base para plantear nuevos interrogantes para los casos de la cuenca platense: ¿en qué se diferenciaban las nociones de frontera utilizadas para la campaña bonaerense y la península de Yucatán?, ¿qué rol jugó el estado eclesiástico en la politización de la violencia en Buenos Aires? En la segunda visita a Buenos Aires, extendí la búsqueda a los fondos del Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires Dr. Ricardo Levene (AHP BA), ubicado en la ciudad de La Plata. Este se creó en 1939 mediante una resolución de la Corte Suprema y desde entonces alberga la documentación de los juzgados de paz anterior a 1882, las causas de la Real Audiencia, la Cámara de Apelaciones y el Tribunal Superior.26

Estructura del trabajo Los capítulos de este trabajo tienen una estructura similar: tras una breve introducción, la primera sección hace una aproximación interpretativa a una situación de violencia que se desarrolla a partir de una o más investigaciones 25 26

Archivo General de la Nación Argentina, AGN (07-06-2015). Durán (1999: 238).

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INTRODUCCIÓN

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sumarias. En concordancia con las pautas de transcripción literal modernizada propuestas por Branka Tanodi para textos corrientes o de divulgación, he actualizado la ortografía de los textos-fuente, he restablecido las contracciones y he prescindido de la puntuación antigua para facilitar la lectura.27 La segunda sección revisa los factores y las dinámicas que intervienen en la situación de violencia considerada. La tercera sección introduce una segunda descripción, cuyo objetivo es ampliar la primera interpretación, vinculando y contrastando los casos. La cuarta y última sección propone inscribir las narrativas de la violencia política dentro de las lógicas implícitas de la anarquía posindependiente, denominadas aquí “des/órdenes”. El objetivo de los mapas que introducen las tres secciones que componen este trabajo es facilitar la orientación en los contextos considerados y la visualización de las dimensiones espaciales del análisis. El primer y el segundo capítulos constituyen una introducción a la temática. El capítulo 1, “Narrando la violencia política”, describe el proceso de construcción del marco teóricometodológico en el cual se formularon los interrogantes que orientan la interpretación, e introduce la definición de violencia política utilizada, el método etnográfico y los parámetros de la comparación de los sentidos de la violencia política en los centros y fronteras bonaerenses y mexicanos. El capítulo 2, “La anarquía posindependiente”, desarrolla la primera descripción densa de la violencia política según las interpretaciones de Simón Bolívar, el general Iriarte, Beruti, Lucas Alamán, el diplomático mexicano Simón Tadeo Ortiz y Ayala y otros actores-testigos. Para establecer el contexto interpretativo del análisis, las narrativas patrias de la anarquía serán luego cotejadas con estudios historiográficos sobre la violencia, la disolución social y territorial y el problema de la estabilización del poder central en Hispanoamérica. El capítulo 3, “Quimeras: tácticas del pueblo en armas” introduce dos sumarios abiertos en las ciudades de Buenos Aires y México contra un soldado y un sargento segundo por haber participado en las pendencias. Las prácticas e interpretaciones de la violencia interpersonal serán analizadas en relación con la militarización generalizada en la primera mitad del siglo XIX, el impacto que esta tuvo en las comunidades y la transformación de categorías y jerarquías político-sociales. Para equilibrar la interpretación de las narrativas judiciales, el capítulo 4, “Ajusticiamientos: sobre la violencia punitiva y las tácticas legales” considera los sentidos de la violencia ejercida por los tribunales militares y los recursos no violentos utilizados por miembros de la milicia y del ejército para limitarla. En el marco del pluralismo que aún caracterizaba a los regímenes legales de transición, emerge una de las primeras diferencias significativas entre el contexto bonaerense y el mexicano: el rol del estado eclesiástico en la transición política. Los dos últimos capítulos 27

Tanodi (2000: 259-270).

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exploran la dimensión espacial de situaciones de violencia colectiva. El 5, “Saqueos y montoneras: depredación y abusos de poder en los complejos fronterizos”, trata dos casos de asalto y dos denuncias de abusos de poder abiertas contra oficiales y subalternos milicianos y militares en la campaña bonaerense y en la península de Yucatán. Estas narrativas de violencia se analizan en relación con las imágenes de la otredad fronteriza, el imperativo de integración-sujeción y otras transformaciones que mediaron la reconfiguración de la soberanía. El capítulo 6, “Tumultos urbanos: encrucijadas de la violencia política”, indaga el rol jugado por los centros de la nación —las ciudades de Buenos Aires y México— y cómo estos se relacionaron con los complejos fronterizos en los procesos de integración-sujeción del territorio. Para ello, considera dos tumultos iniciados por los cuerpos milicianos metropolitanos en los cuales participaron también miembros del ejército y los sectores populares urbanos: el motín de octubre de 1820 en Buenos Aires y la toma de la Acordada de 1828 en la capital mexicana. Al igual que en el capítulo anterior, los sentidos de la violencia se analizarán a la luz de los problemas de la reconfiguración de la soberanía. “A modo de conclusión” ofrece una reflexión final sobre los sentidos, los espacios y lógicas de la violencia política, identificados por la historia densa, y sobre la contribución de la aproximación etnográfica y crítica al debate sobre la gestación de lo político en Hispanoamérica.

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Mapa 1. Los extremos de Hispanoamérica en comparación Las flechas señalan los parámetros de la comparación. Los espacios conectados —la frontera y el centro colonial indiano, y la metrópoli— se entienden aquí como realidades tanto mentales como materiales. Mapa elaborado a partir de las imágenes de acceso libre aportadas por Wikimedia Commons, Trasamundo, “Spanish Empire Anachronous”, (26-06-2016).

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CAPÍTULO 1 Narrando la violencia política

¿Qué sentidos dieron a la violencia política los soldados y milicianos durante la anarquía de la década de 1820? ¿Cómo se relacionaban las concepciones y prácticas de la violencia en diferentes espacios? En este capítulo introduciré el marco teórico-metodológico dentro del cual se formularon estos interrogantes. El proceso de elaboración ha estado guiado por un cierto “pragmatismo conceptual” que prioriza la aplicación de herramientas teórico-conceptuales que facilitan el tratamiento reflexivo de los objetos situados y dan lugar a contradicciones y multicausalidades.1 Esta aproximación es adecuada para una interpretación cuyo aporte —citando al antropólogo Clifford Geertz— “se caracteriza menos por un perfeccionamiento del consenso que por el refinamiento del debate”.2 En concordancia con la estructura general del trabajo, comenzaré con una narrativa de violencia: el sumario militar abierto contra el tambor Francisco Vidal en 1820, en Buenos Aires. Tomando como punto de partida la incertidumbre empírica y la pluralidad teórica que caracterizan a los estudios de la violencia y lo político, desarrollaré en el segundo apartado la definición heurística de violencia política utilizada en este trabajo. Por último, introduciré el método conocido como “descripción densa” y haré algunas observaciones sobre su uso en el campo historiográfico y sobre las condiciones para la elaboración de comparaciones etnográficas.

1.1. Enigmas de la violencia política Alrededor de las diez de la mañana del día tres de septiembre de 1820, el tambor de la primera compañía del Regimiento Fijo Francisco Vidal abandonó la guardia del depósito de prisioneros en el Retiro para dirigirse a la pulpería de Pablo López, ubicada a cincuenta pasos del cuartel. Según las declaraciones del 1 2

Mouzelis (2005: 8-9). Geertz (1987: 39).

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mozo Juan Bravo, una vez allí el tambor pidió una cuartilla de chapurreado3. Al rato llegó el paisano José León Ayala, quien se unió a Vidal y compartió con él unos tragos. En medio de la conversación, el tambor sacó repentinamente su cuchillo y apuñaló a Ayala en el lado izquierdo del abdomen mientras exclamaba: “¡Así se pega!”.4 Mostrando el corte a los presentes —el mozo Bravo, los pulperos López y Antonio Martínez y el platero Francisco Porta—, Ayala dijo: “Me ha herido ese niño”5 y se desplomó. Vidal ya se había dado a la fuga cuando López y Porta salieron a la calle, donde encontraron el cuchillo ensangrentado. Tomaron la evidencia, cargaron al herido y se dirigieron al cuartel. Allí relataron los hechos al oficial de turno, Marcelo Salinas, quien inmediatamente mandó buscar al acusado. A Vidal lo encontraron sentado en el patio del cuartel. Sin mostrar inquietud alguna, el tambor confirmó el ataque, y remarcó tan solo que Ayala lo había insultado. Vidal fue entonces escoltado al calabozo y la víctima enviada al hospital Guardia del Belén. Salinas dio finalmente parte de lo sucedido al comandante de Armas. El paisano Ayala, oriundo del Paraguay, murió al día siguiente. Tenía 40 años.6 El seis de septiembre, el juez fiscal comisionado por el Tribunal Militar, el sargento mayor Mariano Sarassa, dio inicio a la investigación sumaria y citó a los testigos del incidente. En sus declaraciones, López, Bravo, Martínez y Porta coincidieron en que en el día en cuestión la interacción entre Vidal y Ayala había sido amena antes del ataque. Ninguno de los declarantes oyó a la víctima ni vio que agrediera al acusado. La declaración indagatoria de Vidal ofreció una versión leve, pero significativamente distinta de lo sucedido. El acusado aseveraba que teniendo que ir a la pulpería inmediatamente a comprar un cuartillo de pan, le pidió licencia al sargento de su guardia, llamado Cabaña, el cual se la dio; y habiéndose dirigido a dicha pulpería de don Pablo López, encontró en ella tomando aguardiente a un paisano a quien no conocía, el que lo convidó con el mismo licor que estaba tomando, el que concluido mandó el declarante echar otro cuartillo más; y por disposición del mismo paisano se echó en su mismo vaso, tomando ambos de él; que estando bebiendo, le preguntó el paisano en voz baja que si era [de] los que habían venido en la fragata Trinidad; contestando el exponente que sí, a lo que le replicó el paisano que cómo estaba él todavía sirviendo cuando todos sus compañeros se habían licenciado y estaban libres; a lo que le respondió el declarante que no le importaba nada que los otros no quisieran servir y que él había de servir en lo Chapurrar: tr. coloq., mezclar un licor con otro. Diccionario de la lengua española, 23.a ed. (2014). 4 Archivo General de la Nación Argentina (1820, X 30-03-04 Exp. 967: 8r). 5 Ibid., 7r-v. 6 Ibid., 6r. 3

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que mandasen; y contestándole el paisano con las expresiones injuriosas, diciendo “vaya usted a la gran puta que lo parió”, le dijo el exponente “váyase usted”. A cuyo tiempo sacó el paisano un cuchillo y le hizo ademán de tirarle una puñalada, con lo que el exponente sacó el suyo y le tiró al paisano una puñalada.7

El hecho de que ninguno de los testigos pudiera confirmar esta versión se debió para Vidal a que estaban entretenidos con su propia conversación y a que el paisano le había insultado en voz muy baja. Sobre el tambor, consta en su filiación, tomada en el extinguido Batallón de Aguerridos en agosto de 1818, que había nacido en Barcelona y que llegó a Buenos Aires como integrante del Regimiento de Cantabria, a bordo de la mencionada fragata Trinidad. Vidal, de tez blanca marcada por la viruela, pelo rubio y ojos pardos, se había alistado voluntariamente en el batallón bonaerense. De acuerdo con lo expuesto en su declaración indagatoria, en el momento del crimen tenía dieciséis años. Sus superiores, el oficial Salinas y el sargento segundo Mariano, concordaban en que la conducta del tambor era incorregible, de mala bebida, y provocativo; que continuamente está preso y que en la actualidad se hallaba preso en el calabozo por haber herido pocos días antes en el mismo cuartel a un soldado del mismo regimiento llamado Cecilio Rodríguez y que por falta de tambores lo sacaban del calabozo para cubrir la guardia de prevención y concluido volvía al calabozo.8

Una vez terminadas las diligencias reglamentarias, el juez fiscal procedió a cerrar la investigación y recomendó al tribunal que el acusado fuese sentenciado a la horca. Para el fiscal, Vidal, aun cuando no tuviese días antes proyectado matar a José León Ayala súbitamente como sucedió, tenía su corazón preparado a matar así cuando se le ocurriera con cualquiera que fuese; y llegado el caso de Ayala lo pensó y deliberó antes de sacar el cuchillo, pues lo sacó con disimulo bastante para que Ayala no se precaviera; tampoco cree el Fiscal que sea de valor la causa de la embriaguez porque la Ordenanza lo previene así en el “Tratado 8°, Título Décimo, Artículo 121”, ni la de ser de poca edad de diez y seis años, ni considerarlo fatuo, no dando de ello manifestación alguna más que negarse a declarar.9

En defensa del tambor acusado, el teniente José María Fretes argumentó:

Ibid., 17r-18v. Ibid., 14 r. 9 Ibid., 33r-33v. 7 8

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UNA HISTORIA DENSA DE LA ANARQUÍA POSINDEPENDIENTE Todo delito es la violencia de alguna parte y la pena es la privación de algún derecho; no todas las acciones opuestas a las leyes son delitos (...) la acción sin la voluntad no es culpable. (...) El delito pues consiste en la violación de la ley acompañada de la voluntad de violarla. La voluntad es aquella facultad del ánimo que resuelve después de los movimientos del apetito y de las reflexiones de la razón. El apetito estimula, el entendimiento examina, y la voluntad resuelve; para querer una cosa es necesario pues, apreciarla y conocerla. (...) Aquellos a quienes se les supone incapaces de querer, deben tenerse por incapaces de delinquir, por ejemplo, los de corta edad, los locos o los que por algún orden en su mecanismo no tienen aún o han perdido el uso de la razón. (...) Vidal, Señores, de corta edad hirió a Ayala después de haber bebido aguardiente, es decir, quebrantó la ley. ¿Pues lo hirió con pleno conocimiento y voluntad deliberada? Este es un punto único, esencial, interesante. Vidal por su edad no está sujeto a las penas porque es menor y la Ley se supone sin deliberación completa en sus acciones las reputa por niñerías y como a tales las castiga y premia.10

El Consejo General de Guerra no impuso la pena capital, pero sentenció al tambor a diez años de presidio y ordenó que la falta de mérito se registrase en su filiación. Aunque, en mi recorrido por los archivos, casos como el de Vidal y Ayala fueron una narrativa recurrente, la banalidad, lo ordinario y lo efímero de este episodio me generaron desconcierto. ¿Era la aparente falta de motivación y/o de finalidad del acto violento una prueba de su sinsentido? ¿Fue el incidente entre Vidal y Ayala una expresión de patologías individuales o colectivas? ¿Cómo relacionar esta práctica de violencia espontánea con el acontecer histórico? El filósofo James Dodd advierte de que la violencia encierra en sí un problema de significado: “Violence is situated in world of sense, but in a manner that seems to hold it apart from all sense. This anarchy undermines our capacity to hold it in place”.11 La violencia es ubicua y polisémica. Está condicionada simultáneamente por factores biológicos, psicológicos, sociales, simbólico-culturales, políticos, éticos e históricos. Es asimismo fenomenológicamente reticente, ya que, a pesar de dirigirse siempre hacia un objeto o sujeto, no es objetiva. La violencia destruye, detiene algo o a alguien, pero no puede ser destruida. Esta falta de un correlato empírico preciso plantea problemas considerables para su determinación. Y de hecho, teóricos de la talla de Thomas Hobbes, Max Weber, Emile Durkheim, Karl Marx, Friedrich Engels, George Simmel, Niklas Luhmann, Michel Foucault o Jürgen Habermas han otorgado a la violencia un valor central en sus argumentaciones sin proporcionar una definición clara de la misma.12 Ibid., 32r. Dodd (2009: 15). 12 Aróstegui (1994: 19-23), Koloma Beck (2014: 17). 10 11

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Además de reticente, la violencia es moralmente ambivalente. El acto violento produce en perpetradores, espectadores y analistas sentimientos encontrados de impotencia y repugnancia, así como de poder y fascinación. La controvertida observación del antropólogo Michael Taussig, publicada en 2001 en el artículo “Antropology’s Alternative Radical”, en el New York Times, ilustra esta tensión. Reflexionando sobre su trabajo, Taussig reconoce que en cierto punto, “I started to become a violence junkie. I wanted the material to get wilder and more violent and I started to wonder about that: What is it in me?”13 Esta ambigüedad emerge también en los debates sobre el rol de la violencia en los procesos de socialización y subjetivación. ¿Es la violencia un estado presocial o constituye una fuerza primigenia sobre la cual se funda toda cultura y orden? Partiendo del dualismo violencia-potestad, la búsqueda de respuestas a estas preguntas ha generado en el transcurrir de los siglos diversas interpretaciones. La legitimidad como función del control de la violencia se ha tratado ya en las teorías de la “guerra justa” de Tomás de Aquino, san Agustín y Francisco de Vitoria. Montesquieu, Jean Bodin, John Locke e Immanuel Kant, además de los ya mencionados Hobbes y Weber, reformularon en sus obras en términos seculares el debate sobre el vínculo entre la violencia, el orden y el desorden político. En el marco de la constitución de los regímenes nacionales e imperialistas del siglo XIX, la metanarrativa de la modernidad racional y civilizada, cuya formulación más eminente desarrolló posteriormente el sociólogo Norbert Elias, dio sustento teórico a los procesos de extrañamiento, racionalización y patologización de la violencia. Un siglo más tarde, revisiones críticas denunciaron la contracara violenta del mismo proyecto civilizatorio. Los escritos de Hermann Heller, Carl Schmitt, Norbert Elias, Max Horkheimer, Theodor W. Adorno, Hannah Arendt, Mao Tse-Tung, Franz Fanon, Elias Canetti, Zygmund Baumann y Giorgio Agamben, entre otros, retrataron los desequilibrios y desconciertos que marcaron la “era de los extremos”.14 Retornemos por un momento al caso del tambor Vidal. En el sumario, la violencia adquiere diferentes valencias: es un asalto y una sorpresa, un acto de revancha, una prueba de disposiciones individuales y de apetitos. Puede ser crimen, efecto colateral de la borrachera o “niñería”, dependiendo de las interpretaciones y los reglamentos vigentes. Para el tribunal militar, el asesinato del paisano Ayala fue, sobre todo, un agravio a la autoridad de la ley que, por tanto, debía penarse. ¿Tuvo este acto criminal una dimensión política? Cualquier intento de delimitar lo político se ve confrontado con un campo teóricamente intrincado e igualmente controvertido. El sociólogo Ulrich Bröckling y

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Riekenberg (2014a: 6). Koloma Beck (2014: 25-32), Knoch (2011: 11-45).

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el politólogo Robert Feustel identifican al menos cuatro complementos recurrentes en las definiciones de lo político: 1. El primero se refiere a las asociaciones espaciales y las determinaciones territoriales, que conceptúan lo político como una esfera específica de lo social. En estos planteamientos, lo político suele utilizarse como sinónimo de la política y, en algunos casos, se asocia con la estatalidad. Con otras esferas, puede mantener relaciones horizontales o verticales. 2. En su determinación modal, lo político es entendido como forma específica de agencia y/o comunicación humana. Las definiciones que lo califican como práctica esencialmente deliberativa o antagónica, entre cuyos autores más prominentes se cuentan Arendt y Schmitt, pueden considerarse extremos en un continuo. Las modalidades deliberativa y antagónica han sido también conceptuadas como momentos mutuamente contaminados y/o constitutivos. 3. Integrando la dimensión temporal del fenómeno, Weber postula que lo político se constituye en y como continuidad. Por el contario, para Walter Benjamin es, por definición, un momento revolucionario y, como tal, una irrupción en el decurso histórico. 4. Finalmente, con un sentido normativo, se entiende lo político cuando se cuestiona su valor como garante y/o enemigo de posturas morales. Así, desde el siglo XX algunos usos cotidianos han tendido a equipararlo con la concreción de ideales democráticos y con una forma de comunicación abierta al futuro.15 El concepto de violencia política que propondré a continuación se ancla en la incertidumbre empírica y la pluralidad teórica recién descrita.

1.2. Narrativas de violencia política Denomino “violencia política” a las situaciones en las que el uso de la fuerza es articulado —utilizado, interpretado y legitimado— por los actores como objeto, catalizador y/o medio de comunicación y negociación de las relaciones de poder. La violencia puede constituir un medio para reproducir, evadir o desafiar el monopolio estatal, para explicitar conflictos sociales y provocar la toma de posición de otros actores. Esta definición se funda en una concepción amplia, performativa y a la vez espacial de lo político, como la desarrollada en el marco de la nueva historia política. El colectivo científico Sonderforschungsbereich Como ejemplo de caracterizaciones espaciales se pueden nombrar las teorías desarrolladas por Weber, Marx y Schmitt. En cuanto a las determinaciones modales del fenómeno, se ubicarían dentro del continuo teórico-conceptual, de un lado, los planteamientos de Ernst Vollrath, William E. Connolly, Bonnie Honing y James Tully, y del otro, los de Slavoj Žižek, Chantal Mouffe y Ernesto Laclau. Bröckling (2010: 9-11), Camargo (2014: 13-16). 15

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584: Das Politische als Kommunikationsraum in der Geschichte de la Universidad de Bielefeld propone entender lo político como la esfera donde las reglas de convivencia, las relaciones de poder y los límites de lo realizable y lo decible son comunicados y negociados de forma pacífica o violenta.16 Esta conceptualización de lo político, la cual integra los giros lingüísticos y culturales, no tiene como objetivo descifrar su esencia, sino analizar sus modalidades, espacios y lógicas desde la perspectiva de diversos actores en sus contextos y usos cotidianos. Mediante la producción de estudios empíricamente abundantes en contextos abarcables, la nueva historia política ha buscado descentralizar su objeto y propiciar “el retorno del individuo, del actor, la recuperación del accidente y del azar en la historia”.17 En el contexto latinoamericano, esta reorientación teórico-metodológica ha dado impulso a diversas revisiones críticas de postulados históricos e historiográficos, tales como los de modernidad, tradición y nación. En lo que respecta a la violencia, la definición heurística retoma una noción restringida. En concordancia con el modelo fenomenológico desarrollado por el sociólogo Heinrich Popitz, la violencia es conceptuada aquí como un acto de poder (Machtaktion) voluntario, como una práctica cuya intención principal es el daño físico parcial o total del objeto/sujeto. La violencia como forma directa de poder es expresión de libertad y su uso presupone la vulnerabilidad permanente de la corporalidad humana. El dolor, entendido como un modo específico de experimentar la violencia, no posee referencia; inmuta la consciencia e interrumpe la comunicación, revelando de forma extrema la dimensión corporal de los sujetos. La violencia es entonces una realidad emocional y física que genera un orden situacional simultáneamente efímero y perdurable.18 La corriente alemana de la nueva sociología de la violencia (Neue Gewaltsoziologie), representada por Brigitta Nedelmann, Hans-Georg Soeffner, Wolfgang Sofsky y Trutz von Trotha, recuperó esta definición somática de la violencia. La nueva sociología emergió en los años 1990 como cuestionamiento del paradigma académico vigente y en el marco de la escalada de conflictos bélicos dentro y fuera de Europa, que acompañaron al desmoronamiento del orden

Kaltmeier (2012: 15-24), Neithard (2007: 13-17). Palacios (2007: 12). Las referencias teóricas retomadas por la nueva historia política son varias; entre ellas se cuentan los aportes de la historia intelectual de la Cambridge School, elaborados por Quentin Skinner, J. G. A. Pocock, Peter Laslett y John Dunn, los estudios de la historia cultural sobre imaginarios políticos, sobre fenómenos de comunicación y sus medios, y las relecturas de estudios de Jürgen Habermas sobre la formación de las esferas públicas, de las obras de Theodor W. Adorno y Max Horkheimer sobre la dialéctica del iluminismo. 18 Popitz (2009: 44-45). Véase también Scarry (1985: 16-17). 16 17

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bipolar, y de la violencia neofascista en Alemania. Esta rechaza las siguientes premisas de las corrientes denominadas mainstream19: — La dilatación innecesaria del concepto de violencia, la cual produce nociones “vagas y normativas”. Esta crítica apunta principalmente contra el modelo desarrollado por el sociólogo noruego Johan Galtung, según el cual el fenómeno de la violencia compone un triángulo cuyos lados son la violencia directa y física, la estructural y la cultural. La violencia se considera estructural cuando, debido a las estructuras imperantes, la realización efectiva somática e intelectual de los actores es menor que su realización potencial. La pobreza, la injusticia y la exclusión social son formas de violencia estructural. Galtung denomina violencia cultural al marco de legitimación de la violencia, manifestado en actitudes.20 — La correlación específica entre la violencia y la modernidad. A diferencia del mencionado Elias, de Steven Pinker, pero también de Adorno, Bauman y Horkheimer, los referentes de la nueva sociología conceptúan la violencia como una constante antropológica, la cual solo puede ser comprendida desde su historicidad. — Otro blanco de la crítica de esta corriente teórica es la desubjetivación como resultado de la reducción de la violencia a sus causas y funciones. Como alternativa, la nueva sociología propone integrar impulsos teórico-metodológicos generados en el marco de los giros culturales, espaciales y narrativos y, en particular, en los trabajos de Popitz, Foucault y Canetti para desarrollar una teoría “genuina” de la violencia, cuyo foco no sean las causas o funciones sino “la violencia en sí”. Para comprender el fenómeno, señala Trotha, es preciso generar descripciones microscópicas y densas de la violencia. Solo a partir de ellas es posible formular proposiciones generales y tipologías que no caigan en las trampas de la racionalización o de la justificación que tiñen los relatos de victimarios y víctimas.21 Pese a la clara declaración de antagonismo, los frentes en este debate académico no son ni claros ni estables. Referentes y críticos de la nueva sociología provienen de diferentes disciplinas y están agrupados en diversas instituciones, entre ellas el Instituto Hamburgués de Investigación Social (Hamburger Institut für Sozialforschung), la Sociedad Alemana de Sociología (Deutsche Gesellschaft für Soziologie) y el Instituto Interdisciplinario para la Investigación de Conflictos y Violencia de la Universidad de Bielefeld (Instituts für interdisziplinäre Konflikt- und Gewaltforschung). El modelo teórico-metodológico de la nueva sociología ha sido adoptado y desarrollado por el jurista y sociólogo Peter Waldmann, el germanista Jan Philipp Reemtsma y los historiadores Jörg Baberowski y Michael Riekenberg, entre otros. Véanse: Imbusch (2000: 25-27), Sofsky (1996: 79), Trotha (1997: 26-28). 20 Galtung (1998), Endress (2014: 91). 21 La nueva sociología de la violencia incorpora también las teorías desarrolladas por los historiadores Georges Duby, Alain Corbin, Alf Lüdtke y Thomas Lindenberger en la 19

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La definición acotada y somática de la nueva sociología ofrece ventajas considerables para el análisis de los fenómenos de violencia, ya que permite delimitarlos, abordar prácticas concretas, realidades físicas y emocionales y a la vez reconocer su ubicuidad. Este enfoque evita también caer en reduccionismos normativos que consideran la violencia como una anomalía. Popitz señala que es tanto expresión como interrupción de la libertad humana. El imperativo de una teoría genuina cuyo objeto es el núcleo de la violencia resulta, sin embargo, paradójico. Si consideramos que, como escribe Popitz, la violencia y su contraparte, el dolor, reducen a los actores a la corporalidad más básica, se plantea la pregunta de cómo pueden la contemplación y la descripción microscópica del acto violento revelar algo más que esta corporalidad. Más aún, ¿cuáles serían las fuentes de tal análisis?, ¿imágenes, estadísticas, experiencias basadas en la observación participante? Al igual que Dodd, el historiador Michael Riekenberg advierte de que el legado de la violencia es inerte y, por lo tanto, la “violencia en sí” no dice nada que se pueda comprender mediante explicaciones. Para “romper el silencio” impuesto por la violencia, el historiador propone trasladar el foco de la interpretación hacia sus relatos, ya que solo mediante la articulación y actualización narrativa puede la violencia difundirse en el tiempo y en el espacio. Para Riekenberg, aunque la violencia no evoluciona, sí cambia su presencia, por lo que es preciso considerar los juegos lingüísticos y los mundos de vida entrelazados con estos, en los que se constituyen los significados y las narrativas de la violencia.22 En concordancia con Riekenberg, tomaré entonces un enfoque sociosomático para explorar tanto los valores funcionales como simbólicos —motivos y efectos, el carácter ritual y el contenido comunicativo— articulados por las narrativas de la violencia política.23 Narrativas patrias y judiciales A esta altura de la argumentación es indispensable aclarar qué se entiende aquí por narrativa: un subgénero o variante discursiva en el cual las concepciones y posiciones de los actores quedan establecidas por la relación entre el contenido y la estructura. A diferencia de los actos de habla, los cuales se despliegan en la interacción, en las narrativas los enunciados reproducen repertorios Alltag- y Kulturgeschichte, así como los planteamientos de Charles Tilly y Anthony Giddens. Baberowski (2002: 17), Nedelmann (1997: 60), Schnell (“Gewalt und Gewaltforschung”: 9-10), Trotha (1997: 21-31). 22 Riekenberg retoma en este punto la teoría del lenguaje del filósofo Ludwig Wittgenstein. Riekenberg (2015: 16-24), Dodd (2009: 142). 23 Aijmer (2000: 9), Blok (1972: 21-29).

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preconfigurados por los narradores para cumplir objetivos comunicativos preestablecidos. La identidad narrativa se constituye en dos temporalidades: en la trama —el relato no necesariamente cronológico de los eventos— y en la fábula —el conjunto de acontecimientos de una historia según el orden causal y temporal—. En la trama, el narrador “enhebra” esferas, acontecimientos y nociones esquematizando sus significados. Mediante la constitución progresiva del relato, puede ordenar sus mundos y otorgarles un sentido. El fin de la narrativa —su función y cierre— tiende a ser moralizante.24 En lo que respecta a las narrativas analizadas para este trabajo, aun cuando la interpretación vincule varios tipos de fuentes, los relatos se diferenciarán en dos géneros: las narrativas patrias y las judiciales. Como “patrios” se caracteriza a los relatos militantes, a través de los cuales los actores-testigos textualizaron la nación. Estos han trascendido en forma de memorias, crónicas, correspondencias y textos programáticos de las elites político-militares. De forma semejante, pero menos consecuente que la historiografía positivista finisecular, los relatos patrios autobiográficos producen una visión genealógica, sistemática y coherente del pasado, la cual percibe el devenir de la nación como un proceso unitario y evolutivo. Esta concepción casi orgánica del acontecer histórico contrasta con la coloración dramática de los relatos: en ellos la nación aparece como un destino inevitable, pero a la vez determinado por la bondad y la maldad de sus protagonistas. Así, pese a que las narrativas patrias buscan producir una realidad ordenada, el proceso de textualización de la nación no logra escapar a las tensiones causadas por la intersección de diferentes temporalidades y experiencias —individuales, colectivas, privadas y públicas—.25 Al igual que las narrativas patrias, la interpretación de las narrativas judiciales exige una lectura extremadamente atenta y deconstructiva que capte la multiplicidad que les es inherente. De acuerdo con Claudia Durán, la fuente judicial articula cuatro dimensiones: 1. El mundo de los actores: acusados, víctimas, testigos y funcionarios. 2. La administración de justicia como esfera del Estado. 3. Los órdenes legales y morales vigentes. 4. Su trasfondo cultural e histórico. Estas esferas transitan asimismo entre lo privado y lo público. 26 En el caso de Vidal, el sentido de la violencia fue negociado tanto en relación con la De entre la variedad de conceptos se favorece aquí una definición amplia de discurso según la cual este es un acto lingüístico cuya unidad mínima es la oración. El discurso comprende tanto medios como productos de la interacción y, como señala Foucault, se constituye en relación con las macroestructuras de poder. Smith (2010: 129-136). 25 Area (2007: 18), Palti (2009: 36), Zermeño Padilla (2009). 26 Durán (1999: 237). Véase también Díez (1999: 319). 24

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situación individual del acusado, su edad, su conducta, como con la gravedad del delito, las lógicas universales de voluntad y responsabilidad y la sanción. El paso de lo privado a lo público se manifiesta más claramente en los dictámenes, las defensas y las sentencias, que reubican el caso, la ley pertinente y los argumentos de los actores dentro de una esfera de interés común. Gracias a su multidimensionalidad, los documentos judiciales permiten un acercamiento a diferentes sectores sociales, a su vida cotidiana y al universo institucionalizado. El mundo representado en ellos es, sin embargo, limitado, ya que reduce a las sociedades retratadas a sus conflictos y formas de reciprocidad violentas. El protagonismo de conductas consideradas desviadas y los criterios absolutos de verdad que caracterizan a los procesos suprimen asimismo matices y discontinuidades. Para la historiadora Arlette Farge, las fuentes judiciales igualan una “huella en bruto de vidas que de ningún modo pedían expresarse así, y que están obligadas a hacerlo porque un día se vieron enfrentadas a las realidades de la policía y de la represión”.27 En los sumarios, las narrativas de los actores de la violencia —de las víctimas, los perpetradores y los testigos— emergen de modo más directo en los interrogatorios, en los careos y en el caso de los acusados, en las confesiones; esto es, las declaraciones finales tomadas por el juez fiscal en presencia del defensor. Como señala Foucault, el acto de confesar es esencialmente ambiguo. Al suministrar una prueba central para el proceso, el reo contribuye a la producción de la verdad penal. Su participación es, no obstante, un producto de la coacción de las autoridades, expresada en la obligación de dar juramento o en el estricto juego judicial de la tortura. Por consiguiente, los relatos de los actores se constituyen en una encrucijada entre el derecho y sujeción.28 En la investigación que nos ocupa en este capítulo, las reiteradas negativas del tambor Vidal a declarar fueron correspondidas por el fiscal: Confiese cómo es cierto que el día tres de septiembre dio muerte alevosamente al paisano José León Ayala de una puñalada en la pulpería de don Pablo López, sin tener por ello causa alguna, habiendo abandonado la guardia, sobre lo cual se le apercibe responda al cargo. (...) [De lo contrario] se le pasaría a un calabozo oscuro, se le pondría en el cepo y se le afligiría, y no habiendo querido responder otra cosa, mandó [el juez fiscal] que así se hiciese, lo que se ejecutó.29

Farge, 1991 (apud Gallucci, “Las fuentes judiciales y el estudio de los sectores subalternos”). 28 Foucault (2002: 44). 29 Archivo General de la Nación Argentina (1820: 28r-28v). 27

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La violencia no se limita a moldear el momento en que se producen las declaraciones. La misma transcripción de los relatos oprime a los narradores y a sus historias aislándolos de los contextos morales y sociales, fragmentando las tramas mediante expresiones fijas y diligencias. Estas formalidades no solo esquematizan lo narrado, sino que transforman las voces citadas en documentos cuyo objetivo es absorber la incertidumbre. Aun cuando la violencia física y textual convierte los documentos judiciales en una técnica de la disciplina estatal, a lo largo del trabajo veremos cómo el dominio sobre los actores y sus narrativas nunca es absoluto. En los procesos se entretejen irregularidades y tensiones causadas por intereses personales, arbitrariedad o falta de conocimientos de los actores involucrados, por los códigos sociales y culturales y por el acontecer histórico. Antes de introducir el método seleccionado para vincular e interpretar las diferentes narrativas, haré una breve recapitulación. Para afrontar la reticencia que caracteriza a la violencia e identificar sus dimensiones políticas, me propuse partir de una definición heurística que considere situaciones en las que el uso de la fuerza, sea este interpersonal o colectivo, es instrumentalizado, interpretado y legitimado por los actores como medio y/u objeto de comunicación y negociación de las relaciones de poder. Antes que enfocarse en la violencia en sí, la interpretación adopta una aproximación sociosomática centrada en las narrativas de la violencia, ya que solo mediante estas narrativas la violencia logra transcender la contracción e instantaneidad del acto físico. Para este trabajo, propuse clasificar las fuentes consultadas en dos géneros: las narrativas patrias, la cuales reproducen imaginarios privilegiados sobre la nación, su pasado heroico y destino, y las narrativas judiciales, que articulan diversas esferas en el conflicto —privadas, cotidianas, públicas, institucionales, morales y legales—.

1.3. Historias densas Como mencioné anteriormente, los referentes de la nueva sociología de la violencia favorecen la descripción densa, saturada y antirreduccionista como método más adecuado para acceder al núcleo del fenómeno. Trotha señala que, a diferencia de las descripciones etnográficas “tradicionales”, la descripción densa de la violencia propuesta busca trascender el nivel microsociológico y generar una “etnografía teórica”, capaz de producir tipologías y nociones sociológicas universales.30 El uso de descripciones densas para producir “teorías genuinas” de la violencia ha sido criticado por investigadores tanto cercanos como adversos a la vertiente. Así, por ejemplo, el historiador Jörg Baberowski 30

Trotha (1997: 21); véase también Sofsky (1996).

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señala que la reconstrucción descriptiva de situaciones de violencia se contradice con los postulados centrales de la nueva sociología, ya que solo permite identificar las causas y vincular hechos verificables en contextos abarcables. Otras críticas remarcan la falta de fuentes adecuadas para un estudio semejante de la violencia y advierten que el método etnográfico corre el riesgo de privilegiar la perspectiva del victimario, dejando a espectadores y víctimas fuera del análisis.31 Tanto la propuesta de producir “etnografías teóricas” como las críticas mencionadas parten de una lectura imprecisa de los trabajos de Geertz y caen en la trampa tendida por los supuestos antagonismos entre lo general y lo particular, entre la teoría y la descripción. La recepción parcial del enfoque semiótico-culturalista geertziano no es un problema exclusivo de la nueva sociología. En el marco de los giros antirreduccionistas y el intercambio disciplinario de las últimas décadas del siglo XX, el enfoque desarrollado por el antropólogo pasó a formar parte del repertorio de las travelling theories. Este fue adoptado y adaptado con diversos grados de cautela por los estudios legales y culturales, la sociología, las ciencias políticas y la historia, entre otras (sub)disciplinas. Las apropiaciones se hicieron basándose en interpretaciones variadas y generaron debates reñidos que aún hoy no han perdido vigencia. La descripción densa ha cosechado fuertes críticas tanto desde los frentes positivistas y neofuncionalistas como desde los posmodernos, los cuales han objetado, respectivamente, el empirismo y el relativismo ingenuo, la presunción interpretativa y la falta de reflexividad epistemológica y política de este modus operandi. En la historiografía, la discusión ha girado también en torno a las relaciones entre la narración, la teoría y la objetividad en la interpretación.32 En vista tanto de la popularidad como de las controversias que rodean a la descripción densa como método, será útil hacer una introducción detallada del enfoque geertziano y reflexionar sobre su potencial y límite en el campo historiográfico. Geertz elaboró su modelo semiótico-culturalista en la década de 1970, en el marco del giro narrativo conocido en antropología como writing culture debate, impulsado por la crisis de representación de la autoridad etnográfica que siguió a la publicación póstuma del diario del antropólogo Bronisław Malinowski, en 1967.33 Distanciándose de modelos funcionalistas y estructuralistas, Baberowski (2002: 12-13), Imbusch (2002: 31). Brewer (2000: 149-153), Clifford (1995: 41-50), Del Cairo (2008: 15-44), Dirks (1996: 17, 33). Hammersley (1992), Fischer & Marcus (1986). 33 En la década de 1920, los trabajos del antropólogo polaco Bronisław Malinowski habían abierto el camino para la profesionalización de la antropología a través la determinación de sus métodos: la etnografía y el trabajo de campo. Desde entonces, el género científico-literario de la descripción sintética se estableció como medio fidedigno para fijar 31 32

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Geertz redefine la antropología como una ciencia interpretativa en busca de significaciones, que se funda en una concepción restringida y semiótica de la cultura según la cual esta es una urdimbre pública, “un texto extranjero, borroso, incoherente, escrito en ejemplos volátiles de la conducta modelada”.34 La multiplicidad de estructuras conceptuales que componen la cultura determinan y son producto, simultáneamente, de las diversas formas de agencia de los sujetos. Retomando la postura fenomenológica-hermenéutica de Paul Ricœur, Geertz afirma que, para interpretar el contenido semántico de conductas no escritas, estas deben ser primero textualizadas, es decir, aisladas de sus situaciones discursivas y performativas inmediatas, para luego recontextualizarse en estructuras semánticas relevantes. De esta forma, las redes de significación de la cultura pueden ser descritas e interpretadas de forma inteligible, es decir, “densa”. A diferencia de la descripción superficial, la descripción densa ofrece no solo una descripción microscópica de fenómenos específicos y situados, sino también una interpretación de los datos. 35 Los datos etnográficos se generan en un equilibrio dialéctico entre las experiencias próximas —las concepciones cotidianas y espontáneas de los nativos— y las distantes del investigador, las cuales son mediadas por conceptos diseñados con propósitos analíticos. Mediante la contextualización relacional de los datos etnográficos, el investigador es capaz de identificar las “jerarquías estratificadas de estructuras significativas”36 que le permitirán, a su vez, captar y explicar los sentidos articulados en el fluir de la conducta, en los estados de consciencia y por los artefactos. Geertz advierte que, si bien las formas culturales están también determinadas por su uso, el objeto de la descripción densa no es el hecho del habla en sí, sino la enunciación. Aquí Geertz retoma la fenomenología lingüística de Ludwig Wittgenstein y se distancia, de este modo, del análisis estructuralista y, más concretamente, del procedimiento de descontextualización de los signos que impone sentidos tipificados. la observación e interpretación de instituciones dentro de sus contextos inmediatos. Cuatro décadas más tarde, la publicación póstuma del diario de Malinowski, A Diary in the Strict Sense of the Term, puso en duda la validez de estas técnicas al revelar las tensiones generadas por la naturaleza específico-personal del trabajo antropológico, así como la falta de reflexión y compromiso político implícita en el método. Esta crisis de representación de la autoridad etnográfica fue abordada por los autores reunidos en el volumen Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnography, editado por James Clifford y George E. Marcus en 1986. 34 Geertz (1987: 24). 35 Geertz retoma los conceptos de descripción superficial y densa del filósofo británico Gilbert Ryle, referente de Ordinary Language Philosophy en Oxford. De acuerdo con Ryle, mientras la descripción superficial solo transmite lo visto o hecho sin dar cuenta del contexto o significado, la descripción densa considera las estructuras mediante las cuales la praxis adquiere sentido. Geertz (1987: 21-22). 36 Geertz (1987: 28).

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Respecto a la disyuntiva entre Erklären y Verstehen37, Geertz señala que el objetivo de la teoría en la descripción densa no es generar regularidades abstractas, sino facilitar la comprensión de fenómenos situados. Evocando el círculo hermenéutico, Geertz explica: Saltando de un lado al otro entre el todo concebido a partir de las partes que lo describen con realismo y las partes concebidas a partir del todo que las motiva, pretendemos, a través de una suerte de movimiento intelectual perpetuo, situar ambas partes en un contexto en el que se expliquen mutuamente.38

La generación de conocimientos extraordinariamente abundantes sobre fenómenos situados a partir de concepciones y experiencias próximas y distantes no busca generalizar casos particulares, sino generalizar dentro de ellos. De esta forma, el investigador puede tomar grandes conceptos y escribirlos “con minúscula”.39 Una diferencia significativa entre el conocimiento historiográfico y el antropológico radica en su modo de producción: mediante la observación y la interacción con los actores, los antropólogos producen simultáneamente el texto y el contexto de sus investigaciones. Los historiadores analizan textos provenientes de un contexto espaciotemporal inaccesible según inquietudes (re)formuladas en el presente.40 En vista de la distancia espaciotemporal que los separa, Riekenberg considera que la identificación de los historiadores con el objeto solo puede ser intelectual. La “ausencia del suceso” permite, además, controlar las condiciones bajo las cuales se interpreta la fuente. 41 ¿Significa esto que el relato histórico es unívoco? No necesariamente, ya que tanto las fuentes como los archivos que las albergan (re)producen narrativas marcadas por tensiones y polifonías. Retomando las caracterizaciones de Jacques Derrida y Michel Foucault del archivo como principio regulador de la (re)producción de saberes y como tecnología política, las aproximaciones poscoloniales han objetado la “fetichización del archivo”, esto es, la idea de que este “depósito de artefactos” es un sustituto literal del pasado, neutral e inocente. Críticas más extremas lo han 37 La distinción entre Erklären y Verstehen, propuesta por el filósofo alemán Wilhelm Dilthey para diferenciar los enfoques y objetivos de las ciencias naturales de los de las humanidades, continúa siendo utilizada para delimitar perfiles disciplinarios. Pero ambos enfoques suelen ser considerados en la actualidad no en términos de oposición sino de complementariedad. Daniel (2016: 403-406). 38 Geertz (1994: 89). 39 Geertz (1987: 38-39). 40 Cohn (1980: 220-221). 41 Riekenberg (2014a: 9).

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definido incluso como la realización institucional de una violencia política, cuya función principal es erradicar la memoria vivida y (re)producir la ficción de la autoridad.42 En el caso de AGN MEX, la misma arquitectura parece corroborar esta acusación de violencia epistemológica. El edificio que hoy lo alberga, conocido popularmente como el Palacio Negro de Lecumberri, fue edificado durante el gobierno de Porfirio Díaz como cárcel, siguiendo el diseño panóptico elaborado por el arquitecto español Lorenzo de la Hidalga. Por él pasaron pobres criminales, famosos asesinos y presos políticos —entre ellos, Pancho Villa, David Alfaro Siqueiros, José Revueltas y Álvaro Mutis—, hasta que en 1976 hubo de clausurarse debido a la sobrepoblación, los abusos y la corrupción. En las crujías en las que antes se separaba a los reclusos según el tipo de delito que hubieran cometido se encuentran hoy las salas de consulta. Las fuentes de la historia mexicana se apilan en las antiguas celdas. Ninguna huella —ni original ni ulterior— conmemora el pasado oscuro del edificio. Las historias de los archivos generales se superponen también con las de violencia política que presentaré en este trabajo. Una vez que la Anarquía del año XX amainó, el gobernador Martin Rodríguez encomendó la creación de un archivo general para la provincia de Buenos Aires. Este debía reunir los diversos fondos dispersos en la ciudad, entre ellos el del extinto cabildo. Como primera sede se dispuso una sección del Tribunal de Cuentas, ubicado en la Manzana de las Luces “entre el saber y la ley”43 —entre la universidad y la sala de representantes—. Dos años más tarde, se fundó el AGN MEX. Al igual que el AGN ARG, tuvo como modelo el Archivo General de la Nueva España, fundado en 1790 para organizar y clasificar toda documentación producida en el virreinato. Los primeros archivistas del AGN MEX fueron encomendados en 1821 no solo con la organización de la información, sino principalmente con el rescate de los documentos que se estaban usando como mortero para cañones en la guerra.44 En 1867, gran parte del acervo del AGN ARG se perdió en el incendio de la Casa de Gobierno. El AGEY fue prácticamente abandonado a su suerte poco después de su fundación, en 1945, y hasta 1964 dispuso de unos pocos empleados para administrar, casi sin el mobiliario ni los equipos adecuados, los fondos documentales. Antes de ocupar el actual edificio en 1991, ubicado en el predio del Hospital General O‘Horán, los traslados a inmuebles inapropiados dificultaron aún más la recolección y organización del material. Aunque de forma lenta y discontinua, los acervos del AGEY y la cantidad de personal asignado fueron creciendo. En 1974, gracias al apoyo de la Universidad de Arlington, Texas, el AGEY contó por primera vez con un soporte informativo Hurchens (2007: 39), Manoff (2004: 9-25). Casabellas (1996: 29-41). 44 Rebollar Rechy, “Historia del AGN”. 42 43

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moderno, basado en las copias de micropelículas de los documentos del Fondo Colonial y la de la Sección de Libros del Congreso del Estado, tomadas por los científicos estadounidenses.45 Este breve vistazo en las historias de los archivos da cuenta de que, aun cuando estos, como institución y tecnología, juegan un rol central en la producción y administración de la relación saber-poder, no son inmunes a la contingencia, la escasez y los excesos. No solo la materialidad de las fuentes resulta un problema para la pretensión de control. La presentación del Índice temático general de unidades archivonómicas del AGN ARG describe el desafío que plantea el tiempo: “De esto resulta —paradoja y pecado de un orden que se quiere cronológico— no pocas inserciones de apariencia anacrónica. En última instancia, estos vicios reconocen una sola fuente: la imprecisión de los resúmenes disponibles (...) tributario de antiguos desdenes administrativos”.46 Estos mismos desgobiernos y rupturas son los que posibilitan la constante renovación del trabajo en el archivo. En resumen, la historia densa que elaboraré en este trabajo tomará un enfoque multidireccional que vincula las narrativas judiciales y patrias con interpretaciones teóricas —historiográficas, antropológicas y sociológicas—. De este modo, se textualizarán las situaciones discursivas para luego recontextualizarlas en las estructuras semánticas consideradas relevantes. Pese a la alteridad espaciotemporal que indefectiblemente separa al historiador de los sujetos y objetos de estudio, la interpretación aquí propuesta intentará reconocer las relaciones de poder y las disonancias que son inherentes tanto a los distintos géneros narrativos como al trabajo en el archivo. En palabras de la antropóloga Sherry B. Ortner: The anthropologist and the historian are charged with representing the lives of people who are living or once lived, and as we attempt to push these people into the moulds of our texts, they push back. The final text is a product of our pushing and their pushing back, and no text, however dominant, lacks the traces of this counterforce.47

Queda aún por explicar el último componente de la historia densa: la comparación entre la violencia en el antiguo virreinato del Río de la Plata, frontera austral del régimen colonial, y el centro novohispano.48 La aproximación comparativa plantea una serie de desafíos para la interpretación aquí propuesta. Archivo General del Estado de Yucatán, “Historia del Archivo General”. Archivo General de la Nación Argentina (1977: 5-6). 47 Ortner (1995: 189). 48 Las nociones de centro y frontera serán tematizadas en el capítulo 2, 2.ª sección. 45 46

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Como señala el historiador Jürgen Kocka, toda comparación histórica debe confrontar las contradicciones entre: — El imperativo historiográfico de basar el análisis en fuentes primarias y la necesidad de los estudios comparativos de recurrir a fuentes secundarias para interrelacionar varios casos. — La construcción de unidades independiente de comparación y la continuidad generada en el relato historiográfico. — La descontextualización y la selección de aspectos particulares para la comparación y el imperativo metodológico de contextualizar e integrar los fenómenos históricos. Kocka observa que estas “tensiones” del trabajo comparativo explicitan, en definitiva, los procesos de selección y construcción inherentes a todo análisis historiográfico.49 En vista del enfoque etnográfico utilizado, se plantea en este trabajo otro problema: la inconmensurabilidad de las situaciones discursivas consideradas. Puesto de otra forma: si la descripción densa “solo” permite generalizar dentro de casos situados, ¿es posible relacionarlos sin contar historias paralelas o, al revés, sin neutralizar la particularidad de cada uno? Para afrontar este dilema teórico-metodológico, el sociólogo Thomas Scheffer y el antropólogo Jörg Niewöhner proponen entender también la comparación etnográfica como una articulación dialéctica de percepciones próximas y distantes, la cual elabora de forma reflexiva el tertius comparationis mediante la integración del proceso de construcción de sus marcos y objetos. En palabras de Scheffer y Niewöhner: In the same way that in Geertz’s thinking a particularly gesture or social fact needs to be situated in its own context to make sense, in the same way ethnographic comparison needs to be situated in its own mode of production in order to make sense. Objects of comparison are not found ‘out there’. (...) They are produced through thickening contextualization, including analytical, cross-contextual framings that are meant to facilitate comparison. Thick comparison recognizes this process of meaning-production and engages the ambition to compare as fruitful and instructive, rather than being paralyzed by it.50

En concordancia con las propuestas de Kocka, Scheffer y Niewöhner, haré a continuación algunas observaciones sobre las dificultades enfrentadas y las decisiones tomadas en el proceso de elaboración del marco analítico transcontextual. La comparación parte de dos premisas: en primer lugar, de Como definición básica para la comparación histórica, Kocka propone la problematización sistemática de al menos dos fenómenos históricos, en relación con similitudes y diferencias, cuyo objetivo es generar proposiciones teóricas. Kocka (2003: 43). 50 Scheffer (2010: 4). 49

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que la categoría de espacio enriquece el análisis de lo político en sociedades heterogéneas; y en segundo, de que la violencia estuvo determinada por la posición geográfica y la política desigual de Buenos Aires y México en el régimen hispano-colonial, así como por las posteriores interconexiones y rupturas entre los centros y las fronteras de la nación. Aunque las nociones de centro y fronteras serán problematizadas en el próximo capítulo, será útil aclarar de antemano qué se entiende aquí por “espacio social”. Como tal se describe una realidad material y social, la cual, antes que un contendor de la práctica política, es una configuración relacional susceptible de ser intervenida políticamente.51 Aunque, en el periodo considerado, el término mexicano no reflejaba un sentimiento de nacionalidad comparable con el actual, es posible hablar formalmente de un gobierno y un territorio nacional mexicano a partir de 1821. Por el contrario, tras la caída del Directorio en 1820, la unidad territorial en el Río de la Plata se redujo a la provincia. Esta diferencia se manifiesta en el par dispar “bonaerense y mexicano” utilizado en este trabajo. Un segundo problema para la generación de un marco transcontextual es la falta de vínculos entre México y el Cono Sur. Tras la independencia, los Estados dieron prioridad a la renovación de las relaciones con países limítrofes y con los centros europeos para asegurar su integridad territorial y el intercambio comercial. Los primeros acercamientos de México a Sudamérica replicaron inicialmente el sistema colonial: se restablecieron vínculos con Lima y se privilegió la ruta de comercio por el Pacífico, cuyo puerto más austral fue Valparaíso. En el siglo XX, en los marcos de la Revolución mexicana, la crisis del liberalismo en América y Europa, las guerras mundiales y la hegemonía estadounidense, tuvo lugar una intensificación de relaciones entre México y el Cono Sur.52 Por consiguiente, como se visualiza en el mapa 1, la comparación entre la violencia en Buenos Aires y en México debió plantearse como un triángulo entre espacios desiguales, cuya conexión principal venía dada por la relación con la metrópoli. Además de con la ausencia de vínculos directos, la comparación debió trabajar con la escasez de estudios sobre el periodo que relacionen ambos extremos de Hispanoamérica, más allá de las representaciones holísticas. La diferencia de focos temáticos y analíticos en las historias nacionales resultó, no obstante, enriquecedora para la “El espacio como producto social es […] lo que materialmente la sociedad crea y recrea, con una entidad física definida; es una representación social y es un proyecto, en el que operan individuos, grupos sociales, instituciones, relaciones sociales, con sus propias representaciones y proyectos”. Ortega Valcárcel, 2004 (apud Shmite, 2006-2007: 171), Kaltmeier (2012: 22-24), Velázquez Ramírez (2013: 179). 52 Los emisarios del norte y del sur interactuaron más directamente en el marco de las Cortes de Cádiz y de las negociaciones para obtener el reconocimiento español de la independencia y por el derecho de patronato con la Santa Sede. Zulet (2008: 9). 51

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interpretación. Por último, es importante remarcar que el punto de partida fue Buenos Aires, por lo que el análisis debe admitir cierta asimetría.

1.4. Resumen En este primer capítulo expuse el conjunto de procedimientos seguidos para elaborar el marco teórico-metodológico, en el cual se inscriben las descripciones densas de las narrativas de violencia política de soldados y milicianos. El sumario militar abierto contra el tambor Francisco Vidal por haber dado muerte al paisano José León Ayala me permitió primero contextualizar la incertidumbre provocada por el aparente sinsentido del acto dentro una discusión teórica más amplia sobre la violencia y lo político. En la segunda sección elaboré una definición heurística de violencia política, la cual se enfoca en las situaciones en las que el uso de la fuerza se vuelve un objeto, catalizador y/o medio de comunicación y negociación de relaciones de poder. La interpretación aquí propuesta no toma por objeto la violencia en sí sino sus narrativas, ya que solo mediante estas la violencia es capaz de trascender la contracción física y adquirir sentido. Para vincular la variedad de fuentes utilizadas en este trabajo, propuse diferenciarlas en dos géneros: las narrativas patrias —memorias, crónicas, correspondencias y textos programáticos de las elites político-militares—, las cuales se caracterizan por su tono militante y por su rol privilegiado en el proceso de la textualización de la nación, y las narrativas judiciales, cuya multidimensionalidad permite acceder a los mundos cotidianos de diversos actores desde el conflicto con instituciones estatales. En la última sección del capítulo expuse con cierto detalle los métodos seleccionados para la interpretación: la descripción densa y la comparación etnográfica. El modelo geertziano propone afrontar la reticencia de los textos “incoherentes” de la cultura con ayuda de descripciones detalladas de fenómenos situados, elaboradas a partir de la articulación dialéctica de interpretaciones cercanas y distantes y de su contextualización dentro de las estructuras relevantes. Dada la alteridad espaciotemporal que media entre los historiadores, los actores y los contextos estudiados, la etnografía en el archivo exige una aproximación reflexiva y multidireccional para captar la heteroglosia y las lógicas que subyacen al objeto. La comparación etnográfica de la violencia política en Buenos Aires y México contribuye a esta tarea al integrar la dimensión espacial del fenómeno estudiado. Propone explorar las correspondencias y discontinuidades entre extremos de Hispanoamérica, así como entre sus centros urbanos y complejos fronterizos. El siguiente capítulo delineará con más detalle el contexto de los relatos de violencia: la anarquía de la década de 1820 desde la perspectiva histórica e historiográfica.

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CAPÍTULO 2 La anarquía posindependiente

Este capítulo tiene un doble propósito: hacer una primera interpretación de la violencia política basada en los significados dados a la anarquía posindependiente por narrativas patrias y estudios historiográficos; y establecer mediante esta el contexto de las descripciones que seguirán en los próximos capítulos. Con contexto me refiero aquí tanto a las circunstancias históricas como a los procesos de asociación y disociación mediante los cuales los actores e investigadores sitúan y significan los fenómenos.1 En la primera sección examinaré los relatos y reflexiones de miembros de las elites político-militares sobre la politización generalizada, el desorden y la inseguridad que sucedieron a las independencias. Basándome en ellos, intentaré identificar y contextualizar los componentes de la anarquía posindependiente. La segunda sección introducirá una selección de trabajos historiográficos que analizan algunos de los aspectos principales del periodo: el avance la violencia, la disolución social y territorial y el problema de la estabilización del poder central. Más que un recuento extenso del debate académico sobre la constitución de lo político en Hispanoamérica, el propósito de esta breve reseña será introducir algunos de los modelos y estudios que, junto con las narrativas patrias, conforman el marco de la interpretación de la violencia política. Antes de comenzar, será útil recordar que, más que por su valor referencial, las narrativas patrias son de interés para el trabajo por su rol en la textualización de la nación, pues ponen en escena imaginarios privilegiados por la época, los cuales sugieren, a su vez, un modo de leerla.2

Esta noción de contexto retoma la definición propuesta por el antropólogo Roy M. Dilley. Dilley (2002: 444-452). 2 Area (2007: 9). 1

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2.1. De la revolución a la anarquía Un año antes de morir, Bolívar recapitulaba en Una mirada sobre la América Española el camino seguido por el subcontinente desde su independencia: Empezaremos este bosquejo por la República Argentina, no porque se halle a la vanguardia de nuestra revolución, como lo han querido suponer con sobra de vanidad sus mismos ciudadanos; sino porque es la que está más al Sur, y al propio tiempo presenta las vistas más notables en todo género de revolución anárquica. El 15 de mayo de 1810, dio principio a su carrera política la ciudad de Buenos Aires. Su ejemplo no cundió en el resto de las provincias; siendo por lo mismo necesario emplear la fuerza para obligar a seguir la causa de la rebelión. Las tropas de Buenos Aires, en su marcha, dan el primer paso de severidad y desconocimiento fusilando al Virrey Linier, que antes había librado aquel país de las tropas inglesas.3

Para el Libertador, la revolución rioplatense se había alejado del rumbo correcto ya en 1811, con la destitución del presidente de la primera Junta, Cornelio Saavedra. La disolución social y territorial y los conflictos facciosos que estallaron en el año 1820 terminaron de corromper la causa de la independencia: El gobierno federal se puso en posesión de la tierra, que debiera ser su víctima. Todas las provincias recobraron la soberanía local que Dios ha dado a cada hombre para sí, más renunciada tácitamente en la sociedad, que se encarga, desde luego, de salvar a sus individuos. Nada es tan peligroso como la incoherencia del derecho natural con el sistema político. Cada provincia se rige por sí misma: ninguna expedición militar dejó de sucumbir con humillación. Los pueblos se armaban recíprocamente para combatirse como enemigos: la sangre, la muerte y todos los crímenes eran el patrimonio que les daba la federación combinada con los apetitos desenfrenados de un pueblo que ha roto sus cadenas y desconoce las nociones del deber y del derecho, y que no puede dejar de ser esclavo sino para hacerse tirano. Se turban todas las elecciones con tumultos o con intrigas. Muchas veces los soldados armados vienen a votar en formación, como no se hiciera ni en la primitiva Roma, ni en la isla de Haití. Todo lo decide la fuerza, el partido o el cohecho; ¿con qué miras? Para mandar un instante, entre las alarmas, los combates y los sacrificios. Casi todos los magistrados son reemplazados por vencedores ensangrentados; llegando los primeros a sufrir tan desgraciada suerte, que eran desterrados o proscritos, y aun asesinados. Raras eran las elecciones en que no interviniesen inconcinos espantosos; y todavía más raros los magistrados que dejaban su puesto en el período señalado por la ley, y que fueran sucedidos por los electos constitucionalmente. 3

Bolívar (1985: 280).

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Apenas nos acordamos del señor Rodríguez, Gobernador de Buenos Aires, que precedió al señor Rivadavia. Y ¿cómo entró el primero en su mando? A fuerza de armas, de saqueos, de muerte.4

El desasosiego de Bolívar frente a la evolución política del extremo austral era solo superado por el horror que le causaba la situación mexicana: Ceda, pues, Buenos Aires a la opulenta México ahora ciudad leperada. Sí; los horrores más criminales inundan aquel hermoso país: nuevos sanculotes [sic], o más bien descamisados, ocupan el puesto de la magistratura y poseen todo lo que existe. El derecho casual de la usurpación y del pillaje se ha entronizado en la capital como Rey, y en las provincias de la Federación. Un bárbaro de las costas del Sur, vil aborto de una india salvaje y de un feroz africano5, sube al puesto supremo por sobre dos mil cadáveres y a costa de veinte millones arrancados a la propiedad. No exceptúa nada este nuevo Dessalines: lo viola todo; priva al pueblo de su libertad, al ciudadano de lo suyo, al inocente de la vida, a las mujeres del honor. Cuantas maldades se cometen, son por su orden, o por su causa. No pudiendo ascender a la magistratura por la senda de las leyes y de los sufragios públicos, se asocia al general Santa Anna, el más protervo de los mortales. Primero, destruyen el Imperio y hacen morir al Emperador, como que ellos no podían abordar al trono; después establecen la Federación de acuerdo con otros demagogos, tan inmorales como ellos mismos, para apoderarse de las provincias y aun de la capital. Entran en la sociedad de los masones con la mira de juntar prosélitos: éstos aterran al general Bravo, rival digno de competir con hombres de bien; y como su virtud les perjudicaba, le expulsan de su país con centenares de oficiales beneméritos, por desavenencias que suscitaron para destruirle.6

Bolívar concluye su mirada con el siguiente veredicto: “No hay buena fe en América, ni entre las naciones. Los tratados son papeles; las Constituciones, libros; las elecciones, combates; la libertad, anarquía; y la vida, un tormento”.7 El desconcierto que se apoderó de Bolívar en sus últimos años de vida contrastaba con el fervor que había manifestado en los inicios de la revolución. En su Decreto de Guerra a Muerte, de 1813, el Libertador proclamaba: No temáis la espada que viene a vengaros y a cortar los lazos ignominiosos con que os ligan a su suerte vuestros verdugos. Contad con una inmunidad absoluta en vuestro honor, vida y propiedades; el solo título de americanos será vuestra garantía Los editores señalan que con “cohecho” e “inconcinos” se refiere Bolívar a “sobornos” y “desmanes”. Bolívar (1985: 280-281). 5 Bolívar se refiere al jefe de la insurgencia, Vicente Guerrero. 6 Ibid., 283-284. 7 Ibid., 286-287. 4

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UNA HISTORIA DENSA DE LA ANARQUÍA POSINDEPENDIENTE y salvaguardia. Nuestras armas han venido a protegeros, y no se emplearán jamás contra uno solo de vuestros hermanos. (...) Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables.8

La violencia servía entonces a la causa hispanoamericana. La Junta revolucionaria celebrada en 1811 en Buenos Aires advertía también: “La Patria está en peligro, y entretanto que la hayamos salvado, la guerra debe ser el principal objeto a que se dirijan las atenciones del gobierno. Las virtudes guerreras serán el camino de las distinciones, de los honores, de las dignidades”.9 Pero los excesos que sucedieron a la “gloriosa revolución” lograron turbar incluso a sus más fervientes defensores. Para el político e historiador mexicano Lucas Alamán, la inestabilidad política inaugurada con la independencia había llevado a la sociedad a un estado de anomia. Así, en un escrito de 1825 lamentaba: “Roto el freno y atropellada la obediencia a las autoridades superiores no hay nada que ligue entre sí a las inferiores, ni menos que las haga aparecer respetables a los ojos de los ciudadanos, siguiéndose de aquí el desorden, la anarquía, y la guerra civil”.10 Con un tono también alarmista pronosticaba el militar argentino Tomás de Iriarte la “revolución social” que seguiría al despertar político del pueblo rioplatense: “La crisis más peligrosa para todo el país que entra en la carrera de la revolución es aquella en que las clases inferiores del pueblo, desbordadas y sin frenos, por haber perdido las leyes de su prestigio se sobreponen a las altas clases convirtiéndose la sociedad en un caos de anarquía y desorden.”11 “Los apetitos desenfrenados del pueblo”, como los describió Bolívar en su mirada, se habían convertido en instrumentos de las facciones. Sobre la situación de desgobierno en Buenos Aires escribía el cronista Juan Manuel Beruti en 1820: Desgraciado el pueblo, que no hay gobierno que se ponga que los malvados no traten de quitarlo porque no es de su facción, de manera que no hay orden, subordinación ni respeto a las autoridades, cada uno hace lo que quiere, los delitos quedan impunes y la patria se ve en una verdadera anarquía, llena de partidos y expuesta a ser víctima de la ínfima plebe, que se halla armada, insolente y deseosa de abatir la gente decente, arruinarlos e igualarlos a su calidad y miseria. 12

Ibid.,18-19. “Orden del día de la Junta, 6 de septiembre 1811” (apud Rabinovich (2012: 21). 10 Citado en Annino (2014: 236). 11 Iriarte (1962: 226). 12 Beruti (2001: 321). 8 9

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La disolución social tenía una realidad territorial: la dispersión. Para Iriarte, con la caída del Directorio las provincias habían sacrificado “el vínculo de la unión de la familia argentina” en nombre de su “mezquindad”.13 Al respecto escribía también Bolívar: Notamos con sorpresa la subdivisión casi infinita del territorio argentino, cuyo estado nos parece, hasta cierto punto, igual al de los antiguos barones, viniendo a ser en el orden de la libertad esta federación, lo que en la monarquía el sistema feudal. Aquellos imponían pechos, construían castillos, gobernaban a su modo, para desconocer al Soberano y aun combatirlo. Buenos Aires, Chile y Guatemala imitan y superan las prácticas y las doctrinas de los antiguos Señores; viéndose, de este modo, encontrarse los extremos por los mismos motivos de ambición individual.14

La asociación entre la dispersión espacial y el despotismo es uno de los componentes principales de un paradigma explicativo que gozó de amplia difusión en las elites criollas: la lucha de la civilización contra la barbarie. De acuerdo con esta antinomia, cuyo multiplicador más conocido fue Domingo Faustino Sarmiento con su obra Facundo15, la pugna política que dividía a la nación era la “del despotismo contra la libertad, de la ignorancia contra las luces, del fanatismo contra la civilización”.16 Una figura central en esta lucha fue el caudillo. Postulando escenarios comparables con los sarmientinos, Carlos María de Bustamante constataba con horror en su Cuadro histórico de la revolución de la América mexicana (1821-27) cómo el militar y político veracruzano Antonio López de Santa Anna y sus pares habían logrado seducir a los movimientos rebeldes y transformarlos en “bandas adictas de bandidos”.17 La dispersión territorial estaba condicionada por la propia geografía hispanoamericana, por su vastedad y vacío. Santa Anna escribía, en un oficio dirigido al gobierno federal en 1824:

13 14

Iriarte (1962: 242). Nota del editor: con “pechos” se refiere Bolívar a impuestos y tributos. Bolívar (1985:

283). En su estudio crítico, Ariel de la Fuente deconstruye el mito que pondera esta obra y a su autor como fundadores del paradigma “civilización o barbarie”. El historiador presenta una serie de fuentes anteriores al Facundo en las que esta interpretación ya se utiliza para describir la coyuntura política en el Río de la Plata: análisis políticos locales y crónicas de viajes publicados en periódicos a finales de la década de 1820 y durante la de 1830. De la Fuente (2016: 135-179). 16 La Aurora Nacional 1830, n.º 90 (apud De la Fuente (2016: 150). 17 Brading (1993: 138-140). 15

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UNA HISTORIA DENSA DE LA ANARQUÍA POSINDEPENDIENTE Yucatán es también un territorio muy extenso; sus costas se dilatan demasiado; tiene muchos puertos que guardar; su población no es competente; su pobreza es general, por lo mismo merece en todos conceptos y circunstancia la más seria atención del Gobierno federal, porque su conservación interesa a todos los Estados de nuestra unión.18

Resaltando el potencial económico de los territorios hispanoamericanos, el enviado diplomático mexicano, Simón Tadeo Ortiz y Ayala, advertía en un escrito dirigido al Gobierno porteño sobre la urgencia de vincularlo y poblarlo: Ellos [hombres ilustrados] conocen que la América en su estado primitivo de independencia quedará muy atrasada, dueña de inmensas llanuras despobladas, de cerros colosales con todas las riquezas imaginables en sus entrañas, y sus habitantes en la mejor indigencia y miseria. Para proteger su industria, agricultura, comercio y aumentar su población correspondiendo a tanta grandeza territorial y riqueza sin provecho, es preciso de todos los modos posibles la sobra de población europea que al mismo tiempo remplazará la pérdida de hombres que ha causado la guerra y la falta de esclavatura de que generosamente nos hemos desprendido. Esta parte de América del Sur está más interesada que México, que casi no ha tenido esclavos y tiene más población (...).19

El estado semisalvaje de los suelos patrios era considerado también una herencia del “yugo español”. Así, en una carta traducida del francés, publicada en 1828 por el periódico mexicano El Amigo del Pueblo, un viajero, que se reconocía como ciudadano de Nueva Orleans, escribía: México, dilatado tiempo cerrado a las indagaciones de los sabios y a las especulaciones del comercio, era tan poco conocido como la China cuando los visitó el Mr. de Humboldt, mas realmente hasta el fin de la guerra de independencia no fue posible explorar estas vastas provincias, que ofrecen a la observación un campo casi sin límites.20

Educar sobre la geografía nacional era para los editores del periódico porteño El Año Veinte un modo de contribuir a la emancipación política y cultural: Emprendemos a describir un país hasta ahora desconocido: apenas se sabe hoy su posición absoluta después de 300 años de relaciones con el antiguo mundo. Ved ahí un acontecimiento extraordinario; mas él tiene su causa. La nación de que López de Santa Anna, 1824 (apud Menéndez (1935: 225). Ortiz y Ayala (1819, X 1-09-14). 20 Archivo General de la Nación de México (1828: 207). 18 19

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dependíamos, para conservar su opresión, se interesaba en nuestra debilidad, y quería ocultarla al resto de la Europa para no atraerse rivales. Con este sistema destructor no es extraño que no se haya conocido, y que hoy se presente bajo un aspecto de miseria uno de los países más ricos del globo. Esta extensión inmensa de terreno abraza los climas más favorables a la reproducción, aun modificados favorablemente. Gobernados por un sistema menos mezquino y equívoco hoy seríamos el asombro de la Europa; pero conocían esto los que se interesaban en destruirnos, y no fomentaban la población, el único y principal resorte de que se pende nuestra opulencia.21

Los desiertos y las selvas albergaban un potencial que la nación debía explotar. Y, al revés, solo mediante la asimilación y el poblamiento podrían los márgenes integrarse en la modernidad. Retornemos por última vez al texto de Bolívar. El Libertador concluye con la triste advertencia: Esta es, americanos, nuestra deplorable situación. Si no la variamos, mejor es la muerte: todo es mejor que una relucha indefinible, cuya indignidad parece acrecer por la violencia del movimiento y la prolongación del tiempo. No lo dudemos: el mal se multiplica por momentos, amenazándonos con una completa destrucción. Los tumultos populares, los alzamientos de la fuerza armada, nos obligarán al fin a detestar los mismos principios constitutivos de la vida política. Hemos perdido las garantías individuales, cuando por obtenerlas perfectas habíamos sacrificado nuestra sangre y lo más precioso de lo que poseíamos antes de la guerra; y si volvemos la vista a aquel tiempo, ¿quién negará que eran más respetados nuestros derechos? Nunca tan desgraciados como lo somos al presente. Gozábamos entonces de bienes positivos, de bienes sensibles: entre tanto que en el día la ilusión se alimenta de quimeras; la esperanza, de lo futuro; atormentándose siempre el desengaño con realidades acerbas.22

En el transcurso del siglo XIX este pesimismo político fue ganando adeptos tanto en los círculos conservadores como en los liberales. En los fragmentos citados hasta ahora, la anarquía emerge como una violencia que se ha vuelto estéril, que se alimenta de las pasiones y que, más que a la patria, sirve a las ambiciones personales de los jefes locales y de las masas incautas. En un plano más abstracto, esta noción de anarquía sugiere una relación disfuncional entre la libertad y el orden como la planteada por la antropología negativa hobbesiana. Según esta, la violencia impedía la refundación comunitaria, subsumiendo 21 22

Archivo General de la Nación Argentina (1820: 24-25). Bolívar (1985: 287).

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a Hispanoamérica en un estado presocial. Para contextualizar mejor esta interpretación propuesta por las narrativas patrias será útil considerar brevemente la historia de la noción de “anarquía”. De acuerdo con las definiciones de Platón y Aristóteles, se trataba de un rasgo característico del ser democrático que promovía el libertinaje y la disolución de la sociedad. Este concepto fue integrado progresivamente en los lenguajes políticos europeos en la Edad Media, con la recepción del pensamiento aristotélico, pero su uso continuó siendo esporádico hasta mediados del siglo XVII, cuando comenzó a emplearse para describir el caos jurisdiccional del Antiguo Régimen, el abuso de poder y la inobservancia de las leyes fomentados por este.23 La expresión anarquía feudal fue adoptada en España con la recepción de los debates ilustrados franceses y se volvió rápidamente sinónimo de “militancia a favor de la concepción moderna del poder político”.24 A partir de 1792 la noción de anarquía se polemizó y se transformó en una expresión común de difamación. Como señala el historiador François Godicheau, “las luchas políticas y movilizaciones sociales que marcaron la Revolución francesa desarrollaron otro significado de este término, el de un peligro de caos ya no normativo sino social, empleado como un insulto dirigido a los jacobinos y a todos los defensores de la plebe”.25 En el transcurso del siglo XIX, el término anarquía se volvió cada vez más polisémico. En los debates europeos coexistieron las nociones de anarquía feudal, anarquía jacobina con ideales protoanarquistas. La anarquía fue conceptuada alternativamente como un momento extraordinario o como una fase recurrente del ciclo político. Aunque existen referencias al Antiguo Régimen, la noción de anarquía utilizada en las narrativas patrias parece expresar más el desencanto ante un presente inacabado y el miedo por un destino que se esfumaba que sufrimientos pasados. Así, según Sarmiento, las primeras décadas de vida nacional fueron para Hispanoamérica lo que la peregrinación por el desierto para el pueblo de Israel: tiempo perdido.26 Desde esta perspectiva, la anarquía posindependiente conformaba un presente negativo, el cual se interponía entre la dominación extranjera y la modernidad nacional. La connotación de “apetitos desenfrenados del pueblo” o de preludio de la “revolución social” que poseía revela asimismo la ambivalencia que la transformación política generaba en las elites. Para Alamán y Bustamante, la emancipación de los estados hispanoamericanos había actualizado el lazo con Europa al integrarlos dentro de la tradición liberal

Además de un sentido político, la anarquía tenía un significado religioso. Anarchos describía la esencia absoluta y sin principio de Dios. Dierse (1971: 267-293). 24 Godicheau (2013: 121). 25 Ibid., 130. 26 Halperín Donghi (1972a: 11). 23

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española y, de este modo, en la modernidad atlántica.27 Los “excesos” de las revoluciones liberales despertaban, no obstante, serias dudas sobre la fecundidad de la transformación. Con las palabras de Tulio Halperín Donghi: La condena de la Revolución francesa simboliza aquí un aspecto de la compleja relación establecida con la revolución hispanoamericana, a la que se acepta y se censura a la vez. Esa revolución demasiado eficaz para destruir el orden viejo es a la vez una revolución inconclusa, porque no ha sabido construir un orden nuevo.28

¿Qué posibilidades tenían los modelos europeos y norteamericano de prosperar en el subcontinente? ¿Cuánta pluralidad política soportaría el nuevo régimen? ¿Podría un sistema representativo republicano contener el desenfreno, o solo una monarquía moderada sería capaz de restablecer el orden político? ¿Y qué hacer con un pueblo que había pasado repentinamente de ser súbdito a soberano? Las respuestas a estos dilemas fueron variadas: monárquicas absolutistas y constitucionalistas, republicanas centralistas y federalistas, defensoras de la limitación de la participación popular, simpatizantes de la concentración de poder en el ejecutivo y otras que abogaban por el predominio del legislativo. La violencia fue un medio y un motivo que trascendió toda etiqueta ideológica y partidaria de la época. Para diferenciar entre un acto de violencia legítimo y otro ilegítimo, los actores recurrieron a los atributos “anárquica” y “anarquizante” y, posteriormente, al término terror. Un momento crítico En la historia argentina, la voz anarquía adquiere el estatus de nombre propio cuando se refiere a la crisis política que estalló en el año 1820. La Anarquía del año XX puso fin a la relativa estabilidad de la que había disfrutado Buenos Aires durante el mandato del director Juan Martín de Pueyrredón. Relativa, ya que el Gobierno debió hacer frente a las penurias causadas por la guerra y la desintegración del mercado colonial, la desobediencia del Ejército del Norte, las hostilidades con el jefe de los Orientales, José Gervasio Artigas en el Litoral, la Banda Oriental y Córdoba, y la contrarrevolución legitimista en Europa. El despotismo militar, la corrupción, el déficit y la indignación pública por la inacción del Directorio frente a los avances portugueses fueron desgastando su autoridad, hasta que la Liga de los Pueblos Libres, liderada por los “anarquistas federales” Estanislao López y Francisco Ramírez, le dio en febrero el golpe 27 28

Van Young (2012: 132). Halperín Donghi (1972a: 188).

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de gracia en la batalla de Cepeda. En el transcurso del “infausto año 20”29, como lo denominó la Gaceta de Buenos, la provincia vio a una serie de jefes político-militares disputarse la dirigencia: entre marzo y septiembre de 1820 intentaron ocupar el puesto de gobernador el representante de la oposición contra Pueyrredón, Manuel de Sarratea, el partidario del centralismo, general Juan Ramón Balcarce, el director desterrado Carlos María de Alvear, Ildefonso Ramos Mejía, Miguel Soler, Manuel Pagola, el coronel Manuel Dorrego y el custodio de la frontera bonaerense, Martín Rodríguez. Todos fueron depuestos tan abruptamente como habían asumido el poder, con excepción del último. La elección de Rodríguez como gobernador marcó el inicio de una “experiencia feliz” para la provincia de Buenos Aires. Durante su mandato, el ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, Bernardino Rivadavia, llevó a cabo una serie de reformas institucionales, económicas y culturales, las cuales contribuyeron a la centralización del poder, la racionalización de la administración y la modernización de la comunidad política. Si bien durante el trienio dorado (1821-1824) y los subsiguientes gobiernos de Juan Gregorio de Las Heras y de Rivadavia se restauró el orden institucional, la amenaza de la anarquía no desapareció: la guerra contra el Imperio del Brasil, el bloqueo impuesto por este y los conflictos internos entre unitarios y federales continuaron dificultando la consecución de la unidad política.30 Sobre la evolución del segundo decenio, advierte el historiador Ariel de la Fuente: Uno podría pensar que las erupciones de violencia ocurridas desde 1810 habrían preparado a alguien como [José L.] Calle para entender que estas atrocidades eran parte de la vida política, pero, evidentemente, no era así. La violencia de la década de 1820 parece haber sido vivida por algunos (independientemente de que lo fuera o no) como un acontecimiento sin precedentes y como un punto de inflexión. Esta sensación de haber entrado en una etapa de violencia inimaginable y que se percibía sin límites, entonces, podría ser uno de los factores que explican la explosión de la literatura de la barbarie a finales de la década de 1820.31

En el marco de la pugna, las poblaciones urbanas y rurales se vieron expuestas también a una creciente criminalidad, en especial en los ejércitos de línea y las milicias, pero no solo en estos. Así, por ejemplo, según el extenso estudio del historiador Fabián E. Harari sobre los tercios cívicos, el promedio de causas por incumplimiento de las tareas, riñas (muchas de ellas fatales), insultos,

Levene (1932: VIII). Di Meglio (2006: 185-189). 31 De la Fuente (2016: 160). 29 30

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deserción y conspiraciones ascendió de dos por año entre 1812 y 1818 a una por mes entre 1819 y 1821.32 También la Primera República mexicana debió enfrentar desde su fundación una serie de conflictos no solo facciosos sino también sociales. En el antiguo centro colonial, las guerras de la Independencia habían devenido en una sucesión interminable de enfrentamientos internos. A solo un año del Plan de Iguala, el cual había sellado la cooperación entre las fuerzas lideradas por Agustín de Iturbide y las revolucionarias, las disidencias resurgieron. En diciembre de 1822 los generales Guadalupe Victoria y López de Santa Anna, apoyados por el líder revolucionario Vicente Guerrero, se pronunciaron públicamente contra el emperador Iturbide y a favor del gobierno de la República. Carente del apoyo de los sectores militares, Agustín I se vio obligado a abdicar en marzo de 1823 y se refugió en el exilio europeo. Un año más tarde, de regreso en México, fue apresado y fusilado. Guadalupe Victoria asumió el mandato como primer presidente de la Primera República Federal de México en octubre de 1824. Pese a que Victoria fue el único dirigente en completar su mandato en treinta años, su gobierno sufrió graves fluctuaciones políticas y la recesión causada por las deudas heredadas de la colonia y la mala administración de los ingresos públicos. Con las elecciones presidenciales de 1828 estalló el conflicto entre las facciones conservadoras y liberales: la victoria de Manuel Gómez Pedraza contra el candidato popular Guerrero no fue reconocida por los seguidores de este último. El enfrentamiento se prolongó hasta enero de 1829, cuando el Congreso nombró a Guerrero presidente de la República mexicana y a Anastasio Bustamante, vicepresidente. La Administración de Guerrero no sobrevivió un año. En la crisis generalizada, Bustamante destituyó, con el apoyo de los “hombres de bien”, al héroe de la independencia y tomó el control del gobierno en 1830.33 La década del 1820 aparece entonces como un momento particularmente crítico del periodo formativo de los estados mexicano y argentino, de inestabilidad y violencia política. Para la historia positivista finisecular, se trató de un momento de “caos épico”34. Perpetuando la imagen divulgada por las narrativas patrias, la anarquía posindependiente fue, de acuerdo con esta mirada historiográfica “tradicional”, una fase de involución política y social marcada por el retorno al personalismo político y la arbitrariedad que caracterizaban al régimen colonial, el cual obstaculizó la realización de la libertad nacional.35 Harari (2013a: 185). Meyer (1979: 319-321), Miranda Ojeda (2006b: 13-4), Vanderwood (1986), Wasserman (2005: 44). 34 Earle (2000: 3). 35 Annino (2014: 216). 32 33

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En contraste, revisiones posteriores de la historia nacional han procurado recuperar la complejidad de los desórdenes y de la transformación política posindependiente. En la siguiente sección presentaré un conjunto de estudios, en su mayoría recientes, dedicados al análisis de los problemas de la anarquía posindependiente: el avance la violencia, la disolución social y territorial y el problema de la estabilización del poder central.

2.2. Las miradas historiográficas Michael Riekenberg diferencia cuatro etapas de la historia de la violencia en el subcontinente hispanoamericano: 1. La primera fue inaugurada con la conquista española-portuguesa. En su paso desde las islas del Caribe por México hasta Sudamérica, la “exploración” adquirió rasgos bélicos y extendió la Reconquista al nuevo continente. 2. Durante el periodo colonial, la burocratización del orden político y la alianza de los poderes estatal y eclesiástico restringieron el uso de la violencia, transfiriendo el control sobre esta a diversos tribunales, entre ellos el de la Inquisición. En esta constelación, la violencia colectiva tomó forma de pandillaje y de revueltas locales con componentes étnicos y se concentró mayormente en espacios fronterizos. Estas formas de violencia tuvieron su auge en la era borbónica, entre 1770 y 1810. 3. La crisis política de 1808 suscitó un nuevo estallido de violencia en Hispanoamérica, primero en la lucha contra las fuerzas realistas y luego en forma de conflictos internos. En este contexto se impuso un tercer orden de violencia, denominado por Riekenberg Staatsferne,36 que se caracterizó por el predominio de relaciones simétricas entre grupos rivales y el uso constante, pero limitado, de la fuerza. 4. Según Riekenberg, a partir de la década de 1880 el Staatsferne fue reemplazado por un orden de violencia moderno en Argentina, Brasil, Chile y México, cuando el Estado-nación logró imponerse parcialmente y la violencia, aunque mantuvo ciertos rasgos comunitarios rurales, se trasladó al espacio urbano. Riekenberg concuerda con Alan Knight en que en esta etapa la violencia fue “menos política” y “más social y cultural” debido, entre otras cosas, a la fuerte inmigración europea.37

A falta de una traducción adecuada, Riekenberg conserva el término alemán. Este se compone de dos lexemas: Estado (Staat) y distancia o lejanía (Ferne). Un orden de este tipo es, por lo tanto, distante al Estado. 37 Riekenberg (2014b: 33-39). 36

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Al igual que Riekenberg, Jeremy Adelman considera que, a diferencia de la violencia del siglo XVIII, la cual estaba destinada a la defensa de las economías morales de las corporaciones, la del XIX se politizó, es decir, fue utilizada para transformar y crear nuevas identidades políticas. Así, en el proceso de transición del Antiguo Régimen a la modernidad surgieron órdenes político-sociales, en los cuales el uso de la fuerza se volvió un medio indispensable de arbitrio. En palabras del historiador, “human bodies would become the site for resolving the increasing polarization of politics and the radicalization within the competing coalitions”.38 Adelman advierte que, más que un elemento anómalo, la violencia fue un factor constitutivo de la institucionalización de la política durante el periodo. Con un planteamiento similar a los de Riekenberg y Adelman, las historiadoras Marta Irurozqui y Miriam Galante sostienen que, en el periodo considerado, la violencia fue un recurso central y efectivo para imponer la autoridad de la ley, la cual sustentaba al régimen republicano, así como para generar nuevas identificaciones, como la de la ciudadanía armada.39 Con respecto a las variaciones de la violencia, Christon Archer explica que los conflictos armados decimonónicos originaron en el subcontinente “teatros de guerra” desconectados entre sí. Mientras que en el centro colonial novohispano las luchas por la independencia devinieron en una guerra de guerrillas entre insurgentes y realistas, en Buenos Aires las elites criollas obtuvieron con relativa facilidad la autonomía y se embarcaron en la campaña de emancipación de Sudamérica. Aun cuando la violencia cristalizó de modos diversos, Archer identifica ciertas similitudes entre los teatros de guerra. El grado de brutalidad, por ejemplo, fue semejante tanto en los diferentes frentes como en las distintas regiones del subcontinente. La escasez constante de reclutas constituyó un problema común para las elites hispanoamericanas, que para contrarrestarlo debieron recurrir a la militarización generalizada del pueblo. El reclutamiento de mercenarios europeos fue también una práctica usual, salvo en México, lo cual resulta paradójico si se considera su ubicación geográfica. Por último, Archer sostiene que un problema presente en todos estos teatros fue el desarrollo de modos de sociabilidad y subsistencia criminales, producto de la habituación de varias generaciones al estado de guerra.40 La politización de los sectores populares, tan temida por las elites criollas, es también una cuestión central en el debate historiográfico sobre la constitución de lo político en Hispanoamérica. Para Halperín Donghi, la politización que experimentaron los sectores populares durante las primeras décadas de la posindependencia fue significativa y a la vez limitada. En el nuevo régimen, Adelman (2010: 411-421). Irurozqui (2011: 22). 40 Archer (2000: 3-42). 38 39

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la plebe tuvo una mayor influencia debido a la fragilidad de la autoridad, al público conocimiento y a la democratización formal que resaltaba esta condición. Pero el historiador advierte también que, más allá de la intervención en la disputa de los sectores dominantes, la actuación política del bajo pueblo rara vez tuvo como objetivo o provocó una transformación del orden social.41 Con respecto al caso mexicano, Joseph Gilbert y David Nugent remarcan que, pese a que toda transformación significativa fue desencadenada por levantamientos populares rurales —en 1810, entre 1850 y 1860 y en 1910—, estos no lograron una mejora duradera de la situación para las comunidades.42 Para Eric Van Young, el limitado impacto de las insurgencias rurales-indígenas de 1810 en la política nacional se debió principalmente a su carácter heterodoxo y local: Irony is piled upon irony, therefore, when we realized that indigenous participation in the insurgency did not carry a race war, if such it was, to the colonial regime, its representatives, or its hijos predilectos. In this sense, the indigenous insurgency was a war of stasis. Indians stayed pretty close to home, seemingly preoccupied with reequilibrating local, social relationships, settling old scores, and protecting community integrity.43

La ideología de esta otra rebelión se funda, para Van Young, en principios muy diferentes de los del liberalismo criollo, ya que daba prioridad a intereses comunales e integraba posturas monárquicas y mesiánicas. El historiador concluye que, antes que un testimonio de identidad nacional, la participación de las comunidades rurales en los conflictos políticos fue una expresión de resistencia cultural contra fuerzas de cambio, modernización y globalización.44 Para John Tutino, la falta de ambición revolucionaria de las rebeliones rurales se explica por el bajo grado de “compresión”, esto es, el nivel de comercialización de la agricultura y sus efectos sobre las economías locales. Partiendo de un modelo sociológico basado en cuatro factores interdependientes —las condiciones materiales, la autonomía, la seguridad y la movilidad— Tutino explica que la intensidad de los conflictos sociales durante el periodo estuvo determinada por la quinta variable de la compresión. De acuerdo con esta teoría, mientras las elites se mostraron débiles y el bienestar de las comunidades rurales no estuvo Halperín Donghi (1972a: 72, 198). Nugent (1994: 3-4). 43 Van Young (2001: 138). 44 El historiador explica que, al igual que en la región andina, las comunidades indígenas del actual México habían conformado ya antes de la conquista sociedades complejas con órdenes centralizados de poder. Esta experiencia político-social y la densidad poblacional permitió a las culturas indígenas sobrevivir a los tres siglos de gobierno colonial. Van Young (2001: 496). 41 42

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amenazado por la modernización, la tensión entre los diferentes sectores sociales se mantuvo en un nivel bajo. Y al revés, cada medida tomada por las elites para intensificar la compresión, es decir, para alterar el equilibrio entre los cuatro factores, aumentó el riesgo de guerra social. Esta dinámica fue para Tutino la que detonó tanto la guerra de castas en Yucatán en 1847 como la Revolución mexicana en 1910.45 En lo que respecta a la dispersión territorial, Miguel Ángel Centeno advierte que la soberanía en Hispanoamérica era una realidad fragmentada ya desde el periodo tardocolonial. En parte debido a los desafíos logísticos que imponía la geografía, pero también para evitar la formación de autonomías transatlánticas, las reformas borbónicas habían favorecido la formación de un estado semicentralizado. En esta constelación, la metrópoli funcionaba como un estado patrimonial, administrando redes de favores y arbitrando en los conflictos entre las elites locales. La concesión de autonomías y prerrogativas a una comunidad se hacía en perjuicio de otras y profundizaba, por lo tanto, las rivalidades internas. Las guerras de la Independencia exacerbaron estos conflictos y dieron lugar a la formación de un sinnúmero de “patrias chicas”. Centeno señala que un problema central del proceso de territorialización fue la superposición de poderes militares supranacionales e intereses políticos locales. Resulta contradictorio para el historiador el hecho en particular de que, aun cuando la independencia de cada región estaba directamente vinculada con la emancipación del continente, las soberanías regionales no aceptaron subordinarse a un poder central.46 Para el historiador Eduardo Míguez, el proceso de constitución de un régimen político centralizado en el Río de la Plata fue perturbado principalmente por los siguientes conflictos: 1. El resquebrajamiento de la disciplina social, fomentado por la discordancia entre la presión reclutadora y formas de vida tradicionales. 2. Las luchas con las comunidades indígenas de las Pampas por la soberanía. 3. El “espíritu faccioso”, la privatización de los medios de coerción y la personalización de la obediencia. 4. La falta de bases que legitimaran la relación de dominación entre el Estado-nación y su “pueblo”. En especial los últimos dos factores —la dispersión del poder y la falta de identificación de los ciudadanos con la autoridad central— constituyeron para Míguez el núcleo del problema.47 Además de la falta de legitimidad y de control territorial, Centeno y Agustín Ferraro incluyen la reducida capacidad fiscal y el limitado poder infraestructural de los Gobiernos entre los factores principales Tutino (1986: 214). Centeno (2002b: 54-76). 47 Míguez (2003: 24-25). 45 46

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que horadaron los fundamentos de los estados nacionales hispanoamericanos, condenándolos a la debilidad que los ha caracterizado hasta la actualidad.48 Centeno concluye: Neither Argentina nor any of the other nation produced by Independence experienced a post-bellum order, which institutionalized the changes brought about through political revolution and recreated the state in a new bureaucratic form. This produced the disastrous combination of local autocracy with little or weak central domination. The result was a content of repressive enclave with few links between them.49

La misma incapacidad de la “revolución” de formalizar el cambio, la política excluyente de las elites criollas y la falta de identificaciones nacionales fuertes fueron lo que para el historiador limitaron el poder destructivo de la violencia política. Durante el periodo considerado, la violencia fue más bien intermitente y de baja intensidad. El hecho de que fuese ejercida generalmente por actores paraestatales es para Centeno una de las características principales del “excepcionalismo latinoamericano”.50 Para Riekenberg, aunque los estados hispanoamericanos no fueron un producto directo de las luchas revolucionarias, la dispersión del poder que siguió a la independencia sí contribuyó a la formación de regímenes centralizados. La misma simetría de poder y la dispersión de los recursos de la violencia fueron lo que obligaron a los actores del Staatsferne a recurrir a las instituciones y símbolos estatales para no caer en desventaja frente a los rivales. Así, por medio de apropiaciones y alianzas con los diferentes actores, los estados se impusieron gradualmente como mediadores de las relaciones de poder. Riekenberg remarca que, más que una deficiencia, el concepto de Staatsferne describe una “constelación paradójica” y propone, por lo tanto, explorar el caso latinoamericano “en sus propios términos” y reconocer su diversidad.51 Para François-Xavier Guerra, la historia de las naciones hispanoamericanas se distingue por la peculiar relación que mantiene con la modernidad: ambos fenómenos ocurrieron simultáneamente y de modo precoz, sin contar con ningún antecedente cultural, económico o político. La nación, a la cual las comunidades hispanoamericanas apelaron para recuperar la soberanía y legitimar su independencia, no se fundaba entonces en una nacionalidad, esto es, en una comunidad lingüística y cultural, religiosa o étnica particular. De hecho, las elites hispanoamericanas Centeno (2014: 14-18). Centeno (2002b: 74). 50 Centeno (2002a: 99-100). 51 Riekenberg (2015: 46), Riekenberg (2007: 197-221). 48 49

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se identificaban con un origen europeo común, con la misma lengua, religión, tradiciones políticas y administrativas. Guerra advierte que “[a]sí enfocado, el problema de América hispánica es cómo, a partir de una misma nacionalidad, construir naciones diferentes”.52 Mónica Quijada señala que una noción clave en este proceso fue la de “patria”, la cual ofrecía a las sociedades emergentes una referencia más concreta y estable que la “nación”. La patria evocaba entonces una lealtad filial y localizada, la cual, ya desde finales del siglo XVIII, aparecía estrechamente ligada a la lucha por la libertad. Según Quijada: En nombre de esa patria que es sinónimo de libertad irían forjando los americanos la ruptura del vínculo político con el gobierno central de la monarquía castellana, y se plantearían asimismo las reivindicaciones que constituyen el fundamento de la nación cívica.53

Como Guerra, la historiadora identifica una diferencia significativa entre la experiencia argentina y la mexicana: mientras que las identidades culturales rioplatenses eran aún embrionarias a inicios del siglo XIX, debido tanto la creación comparativamente reciente del territorio como a su rápida emancipación, México poseía ya en el XVIII una percepción colectiva de singularidad desarrollada.54 Claudio Lomnitz constata que “el suelo patrio” —el lugar de nacimiento y crianza, los paisajes y sus climas— fue considerado un factor central en la formación de identidades individuales y colectivas mexicanas.55 Con respecto a la simbolización del territorio mexicano, Enrique Rajchemberg y Catherine Héau-Lambert remarcan que esta fue heterogénea y que constituyó espacios sociales que hasta la actualidad mantienen relaciones asimétricas. Mientras que los centros fueron imaginados como territorios hermanados, como “epítomes de la nacionalidad”, las fronteras fueron excluidas de la geografía nacional. El altiplano es el centro, no en un sentido físico-geográfico, sino en uno metafórico-biológico, que sucesivamente será el “cerebro y el corazón de la patria” como mucho tiempo después lo referiría Pastor Rouaix (1929). El problema radica en que las demás regiones no se mencionan, ni como órganos o extremidades auxiliares de este cuerpo. Si las emociones patrióticas se concentran en su corazón y sus habitantes son sus únicos protagonistas, entonces ¿qué lugar ocupan los márgenes territoriales y sus habitantes en la comunidad imaginada?56 Guerra (1994: 11). Quijada (1994: 21). 54 Guerra (1994: 11), Quijada (1994: 33). 55 Lomnitz (2001: 44). 56 Héau-Lambert (2007: 48). 52 53

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Esta cartografía de la nación se remite en el tiempo al dominio mexica y a la geografía colonial y marginaliza al norte y al sur del territorio: los actuales estados de Sonora, Sinaloa, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas, Durango, hasta Zacatecas, y en el sur, Oaxaca, Chiapas y Yucatán. Estos espacios desconocidos y nómadas fueron conceptuados como territorios del “otro”, paralelos al Estado-nación. Aunque de diferentes modos, tanto los márgenes de la nación mexicana como las fronteras rioplatenses fueron asociados con la ferocidad y resistencia indígenas. Quijada señala que, a diferencia de las elites mexicanas, quienes reivindicaron el pasado indígena prehispánico y vieron en las comunidades un repositorio de mano de obra, los sectores dominantes argentinos no reconocieron el valor del aporte indígena para el desarrollo nacional. De acuerdo con la historiadora, sobre esta convicción se funda también la imagen de desierto utilizada para describir los complejos fronterizos rioplatenses: “Frente a la exuberancia natural y el barroquismo demográfico de otros países de América, la apreciación argentina de las propias condiciones territoriales se asimiló a esta noción específica”.57 En su esencia, estas percepciones históricas coinciden con posturas historiográficas de corte estatista, las cuales tienden a identificar “los centros de la nación” como loci de la política moderna y las fronteras, como zonas marginales donde la autoridad del Estado fue reemplazada por el dominio de lo local, lo tradicional y la violencia. Por el contrario, corrientes revisionistas como la New Western History, los estudios de Borderlands e investigaciones etnohistóricas se han distanciado de estas nociones de frontera “turnerianas” 58 y han remarcado el lado oscuro de la “conquista civilizatoria” de los territorios anglo e hispanoamericanos —los genocidios y devastaciones ambientales—, así como el rol constitutivo de la diversidad, de la interacción y el mestizaje cultural en la formación de los estados nacionales. Aunque parten de premisas diferentes, ambos enfoques coinciden en que los límites o complejos fronterizos marcaron históricamente el fin o la transición de una organización política hacia otra. Recapitulemos brevemente los significados de la anarquía posindependiente identificados hasta ahora. Las narrativas patrias citadas la describieron como un momento en el que las revoluciones hispanoamericanas, sus ideales, territorios y actores sucumbieron a la violencia estéril, la anomia y los apetitos Quijada (2000: 379). Véase también Alberro (1993: 139-157). Según Frederick Jackson Turner, la frontera era un espacio natural hostil, cuya “domesticación” por parte de la civilización blanca y cristiana fue una condición crucial para la constitución de una sociedad estadounidense, fundada en la libertad individual y en los valores democráticos. Para un resumen de los debates en torno a los estudios de los complejos fronterizos, véanse Boccara (2013: 21-52), Ratto (2001: 105-125), Taylor Hansen (2007: 231-261). 57 58

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personales. Esta concepción hobbesiana de la anarquía fue uno de los ejes del pesimismo político decimonónico, el cual fue integrado en las tramas de la historia tradicional. Aunque no descartan totalmente las ideas de desgobierno asociadas con el periodo, los estudios historiográficos presentados en esta sección deconstruyeron los relatos de “caos épico” al relativizar la intensidad y el alcance de la violencia, la amenaza de “la guerra social” y la debilidad del poder central. Para Míguez, Centeno y Ferraro, la dispersión y la falta de recursos y consenso de las sociedades hispanoamericanas limitaron la intensidad de la violencia y dificultaron la formación de regímenes estables. Por el contrario, Riekenberg, Irurozqui y Galante argumentan que, pese a al poder destructivo limitado, la violencia sí transformó profundamente a la sociedad posindependiente, a sus culturas, economías y repertorios de acción política, y dio origen a “constelaciones paradójicas”. En estas, la violencia contribuyó a la formación de estados modernos, los cuales, si bien no obtuvieron el monopolio, sí lograron establecerse. Aunque los sectores populares tuvieron un rol destacado en este proceso, Halperín Donghi, Van Young y Tutino advierten que su objetivo no fue revolucionar el orden social, sino proteger a sus comunidades de los abusos y cambios. El proceso de refundación político-social revalidó la simbolización desigual del territorio, la cual establecía una relación asimétrica entre los centros y las fronteras de la patria. No obstante, estudios revisionistas han advertido sobre los límites del paradigma de “civilización o barbarie”, el cual postula la oposición de bloques monolíticos y homogéneos, y han intentado recuperar la complejidad, la pluralidad de actores y dispositivos que intervinieron en la integración de los espacios sociales. En el transcurso del trabajo retomaré estos distintos postulados y argumentos para analizar las narrativas de la violencia y contextualizarlas dentro de las lógicas de la anarquía posindependiente, y a las cuales denominaré aquí “des/órdenes”. Con el compuesto des/orden propongo disolver la contradicción que generalmente determina la relación entre sus componentes y relacionar de este modo las formas centralizadas de orden con las fuerzas desreguladoras del conflicto político y judicial. Esta noción retoma las observaciones hechas por las antropólogas Keebet von Benda-Beckmann y Fernanda Pirie con respecto a la simultaneidad de desórdenes políticos y ordenes antropológicos en situaciones de crisis. En momentos de cambio e inestabilidad, explican ambas, las comunidades tienden a generar marcos para regular la interacción cotidiana en los intersticios dejados por la autoridad. Estos órdenes “paralelos” no están necesariamente en contra de un orden centralizado, sino que buscan hacer frente a las contradicciones y la indeterminación producidas por el desorden político.59 En otras palabras, el

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Benda-Beckmann (2007: 1:15).

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orden y el desorden serán conceptuados a priori como realidades no antitéticas, sino en tensión.

2.3. Resumen Las narrativas patrias citadas describen el periodo estudiado como un momento en el que las revoluciones hispanoamericanas, sus ideales, territorios y actores sucumbieron a la anarquía, esto es, a la violencia arbitraria y los apetitos de caudillos ambiciosos y de pueblos incautos. Esta concepción hobbesiana de la anarquía posindependiente fue uno de los ejes del pesimismo político decimonónico, el cual se integró en las tramas de la historia positivista finisecular. Para poner estos relatos de “caos épico” en perspectiva, introduje una serie de estudios historiográficos de origen más reciente, los cuales examinan las relaciones entre la violencia y la gestación de nuevas identidades, territorios e instituciones políticas. Tomando diferentes aproximaciones, los trabajos esbozaron constelaciones en las cuales la dispersión del poder y la violencia tuvieron efectos paradójicos. Para captar las dinámicas y lógicas que caracterizaron a la anarquía posindependiente, propuse entonces utilizar el compuesto “des/orden”, el cual entiende estos estados no como excluyentes, sino en tensión. Con este capítulo concluye la sección introductoria del trabajo. Los cuatro próximos se centrarán en las experiencias e interpretaciones de los soldados y milicianos de la violencia registradas por las narrativas judiciales. En el siguiente capítulo, la descripción densa tratará dos sumarios abiertos por quimeras, una situación de violencia interpersonal que durante el periodo en cuestión formó parte de la vida cotidiana tanto de los militares y milicianos como de la población civil.

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Mapa 2. Los lugares de la violencia (Río de la Plata) El objetivo de los mapas 2 y 3 es facilitar la orientación dentro de los contextos considerados. Con un círculo gris se identifican los lugares referidos por las narrativas de la violencia analizadas en este trabajo. Las líneas en blanco marcan los límites territoriales, cuya definición, como se verá con detenimiento en el quinto y sexto capítulos, fue disputada durante la anarquía posindependiente.

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Mapa 3. Los lugares de la violencia (República de México) Los mapas 2-5 fueron elaborados a partir de las siguientes fuentes: Cansanello (1995: 125); Salvatore, 2003: 105; “Rebeliones y revueltas I. Las luchas rurales 1820-1910”, en Atlas nacional de México, ed. Carmen Vázquez Mantecón. Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1990, II.3.1; Rugeley (2009: XIII).

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CAPÍTULO 3 Quimeras: las tácticas del pueblo en armas

En este capítulo se analizarán las prácticas y significados de las quimeras y su relación con el proceso de militarización generalizada que tuvo lugar en la primera mitad del siglo XIX. ¿Qué manifestaba la violencia interpersonal? ¿Cómo se inscribía dentro del des/orden de la anarquía? Para ello examinaré dos sumarios abiertos en las ciudades de México y Buenos Aires contra miembros de cuerpos milicianos y militares por haber participado en pendencias. La descripción densa contextualizará las narrativas dentro de las culturas populares de la violencia y las jerarquías sociales imperantes. En la segunda sección examinaré el proceso de constitución de las estructuras milicianas y militares mexicanas y bonaerenses desde la colonia hasta las primeras décadas posindependientes, el peso de la contribución de sangre para las comunidades y las concesiones y restricciones de la ciudadanía. El tercer acápite estará dedicado a analizar el nexo entre los méritos de la violencia y los valores de honor y honra, heredados del régimen colonial y resignificados por los ethos militar y cívico. Por último, inscribiré la violencia dentro de uno de los des/órdenes que regulaban la transición y sus desfases. En lo que respecta a la militarización generalizada, cabe aclarar que de este modo se denomina a un proceso social tenso y contradictorio, en el cual la sociedad civil es reorganizada en pro de la producción de violencia.1

3.1. Quimeras El 18 de julio de 1821 el juez fiscal sargento menor don Mariano Sarassa pasó al cuartel de Húsares del Orden para interrogar al soldado José Gregorio Pintos, un joven de 22 años proveniente de Montevideo que había sido apresado por atacar al teniente retirado don Juan José Frutos.

1

Lutz (2008: 320).

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UNA HISTORIA DENSA DE LA ANARQUÍA POSINDEPENDIENTE Preguntando por qué se halla preso. Dijo: que cree que sea por haberle pegado un tajo sin saber dónde a un hombre de mala traza. Preguntando qué motivo tuvo para darle ese tajo a ese hombre que dice, qué día fue y que cuente menudamente todo el pasaje. Dijo: que el día treinta del pasado, pasado de la una del día llegó a una pulpería cerca de su cuartel bastante divertido y a poco rato llegó a ella una muchacha llamada Pancha, con quien ha hablado antes algunas veces y deseoso de verla se salió a una de las puertas de la pulpería a esperarla y viendo que salió por la otra, la llamó, diciéndole “venga que tengo que hablarle” y ella le contestó que no podía; y como viese el exponente que se dirigía a otra parte distinta que a su casa, la fue siguiendo hasta que la vio entrar en un rancho menos de media cuadra de dicha pulpería; y parándose el declarante en frente de la puerta vio que salió un hombre de mala traza envuelto en un capote viejo, quien callado la boca le dio un golpe en el pecho y lo tiró en el medio del suelo, con lo que el exponente se levantó y sacando una navaja del bolsillo, le tiró un tajo; y al momento se dirigió el que declara hacia su cuartel y encontrándolo el Sargento de su mismo regimiento, Loaiza, lo echó para su cuartel; y en la plazoleta lo atajó un mozo con una bayoneta y otro con un cuchillo a pegarle; y en estas circunstancias llegó la guardia y lo llevó a su cuartel y el oficial de guardia lo hizo poner en el calabozo, donde como estaba tan cargado de la cabeza se quedó dormido hasta que la tarde el mayor de su regimiento lo hizo sacar y haciéndolo desnudar de medio cuerpo para arriba le mandó a dar palos mientras tomaba dos tinas de agua. Preguntando si sabía que el hombre a quien había herido era oficial. Dijo que no sabía y que no podía tenerlo por oficial porque ni tenía insignias de tal ni su traza lo indicaba. (...) Preguntando qué tiempo hace que sirve, si se le han leído las leyes penales, si ha jurado a las banderas y si está enterado de la pena en que incurre el que hiere a un oficial. Dijo que sirve a la patria desde el segundo sitio de Montevideo2; que se le han leído las leyes penales; que ha hecho juramento a las banderas y que sabe la pena en que incurre el súbdito que falta a sus superiores, pero cree que a él no le aprehende esta porque no ha faltado a los suyos y aunque hirió a ese paisano fue por hallarse muy embriagado y no supo lo que hizo.3

La versión dada por Pintos contradecía las declaraciones de las víctimas y de los once testigos que fueron interrogados. El pulpero Benito Reyes, quien también servía en el Batallón del Orden, expuso que en el día en cuestión el

El acusado se refiere al sitio conducido por las fuerzas de las Provincias Unidas del Río de la Plata y las orientales que tuvo lugar entre octubre de 1812 y junio de 1814. 3 Archivo General de la Nación Argentina (julio-agosto 1821, X 30-02-01 Exp. 678, 1-47: 19r-21r). 2

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soldado Pintos había llegado a su establecimiento en compañía de otro hombre desconocido. [E]stando este último demasiadamente ebrio y Pintos bastante pesado, pidiendo este le vendiese el exponente un medio de aguardiente, no quiso dárselo para que no se rematara y evitar de este modo un disgusto en su casa por lo muy ocasionado que es con la bebida; con lo que se incomodó mucho el soldado Pintos; en esta circunstancia entró una muchacha llamada Francisca García, del barrio, a comprar un medio de pan; y luego que [el acusado Pintos] la vio, se dirigió a ella con el cuchillo en la mano en ademán de quererla clavar por la cintura, cuya acción, aunque no la vio la muchacha por ser detrás, lo percibió bien el exponente, dándole un grito, diciéndole “qué va usted hacer con esa muchacha”, [en] cuyo acto retiró el cuchillo que lo había clavado en la tabla del mostrador; y como no había visto la muchacha la acción [con] el cuchillo y la observase el exponente tan asustada, no quiso decírselo; y viendo el declarante que con el grito que le había dado se salió el dicho soldado por la puerta de la pulpería que mira al norte, hizo salir a la referida muchacha por la puerta del este para que huyera.4

Reyes observó cómo el soldado siguió a la muchacha hasta la casa del teniente Frutos. Después de un rato el soldado Pintos salió nuevamente a la calle y pasó por la casa del ayudante Dámaso Anzoátegui, donde inició otra pelea con el custodio. Alarmado por la bulla, Anzoátegui salió y dio órdenes de que se apresara a Pintos. Este logró escapar y se dirigió rápidamente a la casa de la niña. El fiscal interrogó también a la muchacha agraviada, Francisca García: Preguntando qué le sucedió con dicho soldado el treinta del pasado, contando menudamente lo que le hubiese pasado. Dijo que el día que se le pregunta como a las doce y media del día la mandó su abuelo a la esquina de Don Benito a comprar pan; en circunstancia de que se hallaba allí cerca del mostrador el soldado Pintos, quien metiéndole un brazo por la cintura, quiso abrazarla por lo que la exponente se separó de donde él estaba; teniéndole miedo, le dijo la exponente al pulpero “este hombre me quería pegar”; [a lo que le respondió] dicho pulpero “ven Francisca y vete por esa calle”; habiendo quedado dicho soldado fuera de la otra puerta de las dos que tiene la pulpería y caminando la exponente algo a prisa, dio vuelta la cara y vio que dicho soldado la seguía; y considerando que si no se refugiaba en alguna parte de necesidad la hubiera alcanzado, entró la declarante corriendo a casa del oficial Don Juan José Frutos, pidiéndole de por Dios la favoreciese porque aquel hombre la quería matar; con lo que dicho teniente Frutos se puso por delante de ella; y al poco rato llegó dicho soldado queriendo entrar en la habitación de dicho oficial.5 4 5

Ibid., 11r-12r. Ibid., 8r-8v.

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Mientras Pintos y Frutos peleaban, Francisca logró escapar y se dirigió a su casa, donde le narró lo sucedido a su abuelo. En ese instante, vio entrar al soldado Pintos con dirección como a quererla agarrar otra vez; en cuyo momento llegó el primo hermano de la exponente, Segundo Santucho, con una bayoneta y le dijo al soldado Pintos “salga amigo para afuera”; lo que hizo dicho Pintos, sacando el cuchillo y queriendo pelear con su primo y la exponente con otra mujer más echó a huir; que después ha sabido que vino la guardia y lo aprehendieron en el patio de su casa.6

Por último, el juez fiscal le preguntó a la declarante por su relación con el soldado. La muchacha respondió que Pintos la había invitado en dos ocasiones a visitarlo en la casa de Juana Montenegro, pero que ella se había negado diciendo que “no entendía de esas cosas”.7 Segundo Santucho, soldado del tercer batallón de la Legión Patricia, confirmó la versión dada por su prima y agregó que era verdad que en el día de los hechos el teniente retirado don Juan José Frutos no llevaba uniforme.8 Acorde a las declaraciones de los testigos, Frutos era un “mulato” de cuarenta años que vivía en un rancho de paja, donde también ejercía el oficio de zapatero. Sobre las heridas que el teniente retirado había recibido en la quimera con Pintos, confirmó el cirujano don Francisco Cosme Argerich que estas habían sido infligidas con un objeto cortante de cuatro pulgadas y que, pese a su severidad, habían podido sanar sin problemas. Tras ser tratado en el hospital, Frutos redactó personalmente un parte sobre el ataque y lo envió al mayor de plaza. En él denunciaba que [h]allándome el día treinta del pasado en mi habitación, llegó una jovencita desconocida, implorando mi socorro a causa de que la venía persiguiendo un soldado de los Húsares del Orden, llamado Gregorio Pintos, con intenciones de maltratarla; por así traía [la muchacha] dos tajos en sus vestidos, yo viendo dicho desorden dentro de mi casa traté de [calmar] al expresado soldado; pero viendo que no obedecía a mis instancias, lo agarré y di con él en el suelo; mas luego que se iba incorporando, echó mano a un cuchillo que traía en la cintura, me acometió y me hirió gravemente en el brazo izquierdo. Inmediatamente pasé a dar parte al teniente alcalde de mi manzana Don Antonio Olivo, el cual me negó enteramente su protección; por cuyo motivo tuve que pasar mi queja al cuartel del que dependía el citado soldado, donde me auxiliaron y volví a mi casa, donde encontré al ayudante de plaza Don Anzoátegui que movido de la novedad había venido a evitarlo; [Anzoátegui] Ibid., 9r. Ibid., 9v. 8 Ibid., 10r. 6 7

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reprendió y aun mandó arrestarlo a su cuartel al sargento del citado regimiento porque habiendo estado presente cuando el hecho no contuvo el desorden semejante. El soldado fue prendido de una casa inmediata, y habiendo quedado yo gravemente herido se sirvió el ayudante de plaza darme la baja por el Hospital militar donde existo; y a causa de mi herida no he podido pasar con más prontitud el presente correspondiente.9

En la ratificación tomada algunos días más tarde, Frutos aseguró no conocer al soldado de Húsares que lo había herido y que, según recordaba, este no estaba ebrio. También confirmó que al momento de la quimera no vestía ni uniforme ni divisas, sino un viejo capote.10 El juez fiscal presentó el sumario al consejo de guerra, el cual le dio autorización para abrir el proceso. Este ordenó a Pintos que seleccionase, de entre los oficiales de su cuerpo, un “padrino” para la defensa. El alférez graduado de teniente Joaquín García tomó finalmente el cargo. En su alegato, García solicitaba: Que tiene Usted por materia de su consideración un proceso, que por el aparato judicial con que ha formalizado debe mover la circunspección de este Tribunal, el hecho leve que lo motiva debe inclinar la equidad de Usted, si aún la perspicacia de su rectitud [sobre si] tiene aún mi protegido alguna culpabilidad después de las penas que se le han impuesto y ejecutado para su debida compurgación; en cuya atención suplica a Usted se digne ordenar en su consecuencia que se le ponga en libertad bajo apercibimiento.11

García presentó las siguientes circunstancias como atenuantes: Un soldado viejo, cargado de servicios, de buena conducta, sin contradicción alguna (según el tenor de la actuación), por una casualidad perturbado de su razón, vio a la joven Francisca García en la pulpería de Benito Reyes; objeto desde antes de una vehemente inclinación de que nadie se halla libre, en estado de embriaguez con que se halló no era fácil guardarse la compostura natural y trató de aquel modo de buscar su calidad y situación de insinuar su afecto.12

Con respecto a la quimera con Frutos, García advertía que, al entrar al rancho, Pintos

Ibid., 2r-2v. Ibid., 3v-4r. 11 Ibid., 42r. 12 Ibid., 42r-42v. 9

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UNA HISTORIA DENSA DE LA ANARQUÍA POSINDEPENDIENTE no sabe si [Frutos] es oficial; este en el momento que lo ve en proximidad a la puerta de su zapatería en un traje ridículo que era conforme a su color y ejercicio, sin divisa alguna militar, sin tratar antes de contenerlo de un modo menos humillante, le da una fuerte guantada y lo echa en tierra. Un soldado americano no pudo ni debió sufrir semejante vejación incompatible con aquel noble orgullo que debe formar el carácter del militar y de un militar argentino. [Pintos] no tuvo al ponerse de pie su espada con que pudo hacer uso, escarmentando [a] ese pardo andrajoso que le había inferido tal ofensa; y que después de preso y castigado por su accidental comandante Don Mariano Miller, sabe que es el teniente Don Juan José Frutos.13

García concluía la defensa afirmando que: “[l]a Ordenanza en el presente caso está expresa: A ningún oficial del fuero de los generales les exime de deber cargar las divisas de su clase so pena en caso de transgresión de no poder exigir los privilegios fueros y consideraciones anexas a su clase”.14 En su dictamen, el juez fiscal Sarassa ratificó los argumentos de la defensa, alegando que era preciso que el soldado Pintos hubiese tenido un conocimiento de que ofendía a un oficial, cuyo requisito no hubo por el traje y lugar en que se le presentó, circunstancias que disminuyen en gran parte el crimen; por lo que solo lo considera acreedor de una pena corporal arbitraria con arreglo al Capítulo 69 del mismo Tratado y Título, y como este le fue aplicado por su Sargento (...); concluye el Fiscal por la Patria que el soldado Gregorio Pintos sea destinado con un grillete por cuatro meses a la limpieza de su cuartel.15

El nueve de octubre de 1821 el tribunal militar emitió la sentencia y condenó a Pintos a cuatro meses de grilletes y dos años de prórroga del servicio. Como en el caso del tambor Francisco Vidal presentado en el primer capítulo, este sumario militar narra un episodio en el que la violencia fue espontánea. Se realizó no con el armamento militar, sino con una herramienta cotidiana: una navaja o un cuchillo. Las agresiones que involucraron a actores militares y civiles estuvieron también mediadas por el alcohol y tuvieron lugar en una pulpería, un centro de sociabilidad popular, de intercambio de novedades, de descanso, juego, camaradería y riña. Observemos con detalle estos componentes de la violencia. La lucha con armas blancas ha sido descrita en la historiografía como una práctica sociocultural característica de los sectores populares rioplatenses tanto urbanos como rurales. El dominio de la hoja se entrenaba ya desde la infancia mediante simulacros lúdicos de duelo, conocidos Ibid., 42v. Ibid., 43r. 15 Ibid., 45v. 13 14

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como “vistear” y “hacer tiritos”, y “la clavada”, un juego que consistía en tirar el cuchillo a tierra a una cierta distancia. A pesar de que estaba prohibido tanto para militares como para civiles llevar cuchillos, navajas y facones en lugares públicos, estos eran implementos que no podían faltar en el aparejo cotidiano. Se utilizaban principalmente para carnear, comer, picar tabaco, pero también, como en el caso de Pintos, para resolver disputas. Las cicatrices y mutilaciones que resultaban de las quimeras han sido interpretadas en la literatura como una expresión de bravura y virilidad que hacía constar la habilidad física de sus portadores.16 Otro componente común de las riñas era el consumo de alcohol; una costumbre, según Domingo Faustino Sarmiento, “sin objeto público, sin interés social” que se expandía como una epidemia entre la “plebe” argentina.17 Por el contrario, William Taylor advierte, en su trabajo pionero sobre formas de sociabilidad pueblerina en el contexto novohispano, que el consumo de bebidas alcohólicas daba lugar a una multiplicidad de relaciones. Su significado social dependía de qué bebida se tomara, dónde y cuándo, y de si se consumía en soledad o en grupo. El abuso del alcohol podía ser negativo, en el caso del emborrachamiento solitario y las quimeras, pero también positivo, si se empleaba para disipar el enojo de los contrincantes o celebrar a la comunidad en las fiestas periódicas. En las prácticas de convite adoptadas por los sectores populares criollos, europeos y comunidades indígenas en el Río de la Plata, el consumo de alcohol era un acto público cuyo objetivo era no solo el goce, sino también el intercambio y la igualación social entre los convidados. Por consiguiente, rechazar el vaso de aguardiente o de vino representaba una grave deshonra.18 En los ejércitos y las milicias, las bebidas alcohólicas eran uno de los “vicios” suministrados durante el servicio. A diferencia de las comidas, el mate o el tabaco, las raciones de aguardiente o de vino eran repartidas solo por orden de los comandantes. Aunque el consumo de alcohol debía controlarse, la embriaguez era un problema constante en los cuerpos. Como castigo a los soldados a los que se encontrase borrachos o dormidos o a los que faltasen a las guardias o participasen en riñas por culpa del alcohol, correspondía en primera instancia un mes en el calabozo. A quien reincidía se le castigaba con cien palos o incluso con algunos años de prisión. Pese a la severidad de las normas, las autoridades solían mostrarse tolerantes con este tipo de infracciones. El relajamiento de las regulaciones fomentaba el uso de la “estrategia del alcohol” 19, de la cual se sirvieron los defensores de Pintos y de Vidal. Las autoridades podían considerar Rabinovich (2013: 41). Sarmiento, D. F. (apud Yangilevich, 2007: s/nr). 18 Taylor (1981: 156). 19 Gayol (1993: 55-80); véase también Rabinovich (2013: 58-61). 16 17

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la embriaguez como un factor mitigante, ya que probaba la falta de premeditación y voluntad de los acusados. Como se mencionó en el capítulo anterior, en el periodo estudiado se registró un aumento considerable de casos de insubordinación y abusos por parte de los militares y milicianos, tanto en México como en Buenos Aires. Las quimeras iniciadas por insultos, rivalidades o por la simple borrachera se volvieron un espectáculo habitual en las calles, pulperías, vinaterías, plazas y cuarteles, hasta el punto de que las autoridades las consideraron una auténtica amenaza para el orden público. El avance de la violencia en contextos cotidianos estaba directamente relacionado con la militarización generalizada de la población, con las tensiones que generaba la convivencia entre hombres permanentemente armados, de diferente procedencia social y cultural, obligados a llevar existencias más bien precarias. Más aún, en el marco de la inestabilidad política lo que comenzaba como una simple riña entre ebrios podía tornarse rápidamente en una batalla campal entre rivales políticos. La escalada de la violencia no se limitaba al mundo popular. En la ya citada crónica, Beruti relata un episodio sucedido el diez de marzo de 1820, en que el recientemente nombrado gobernador Balcarce insultó al mayor coronel don Nicolás Vedia, diciéndole que era un intrigante, que le andaba seduciendo a sus tropas, acalorándose tanto que le amenazó pegarle de bofetones, y aun echando mano a la espada, de lo que resultó el echar Vedia a la suya, que a no haberlo contenido varios oficiales que se hallaban presentes sucede una desgracia. Como se conoce la anarquía que ni el que gobierna se hace respetar, por ser insolente que no guarda decoro ni el súbdito se lo guarda al gobernante, pues cada uno hace lo que quiere y queda impune como ha sucedido el actual pasaje.20

La proliferación de riñas públicas entre los miembros de sectores medios y altos y el uso en ellas del cuchillo revelan para Tulio Halperín Donghi el grado de “barbarización” que había alcanzado la política rioplatense: La revolución y la guerra han cambiado las actitudes de los ya dominantes: el avance de la brutalidad en las relaciones políticas y no sólo políticas es uno de los aspectos más significativos de ese cambio. Ya se ha comprobado cómo la militarización tiene su parte en el proceso: los jefes del ejército revolucionario parecen a veces considerar a la ferocidad como una virtud profesional que exhiben complacidamente.21

20 21

Beruti (2001: 308). Halperín Donghi (1972b: 398).

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Además de con las costumbres populares, las quimeras mantenían una cierta continuidad con las culturas militares hispanoamericanas del siglo XIX. Debido a la imprecisión de las armas de fuego, las formas más efectivas de matar en el campo de batalla eran la lucha cuerpo a cuerpo y la persecución a caballo. La habilidad con el cuchillo, el talento para la caza y el rodeo tenían, por lo tanto, un valor significativo para el ejército y la milicia. Según el historiador Alejandro M. Rabinovich, esto explica el hecho de que los Gobiernos favoreciesen como castigo el servicio en las armas para hombres acusados de portar cuchillos y de participar en riñas.22 Pero, como veremos con más detalle en las próximas secciones, el reclutamiento de “gauchos pendencieros” resultó ser un arma de doble filo para las autoridades. Traslademos nuestra atención de los perpetradores a las víctimas de la violencia. En lo que respecta a las relaciones entre géneros, mientras no produjesen un escándalo los vínculos ilícitos entre soldados y mujeres eran generalmente tolerados por las autoridades civiles y castrenses. Soldados y oficiales estacionados en las poblaciones solían abandonar los cuarteles para asistir a tertulias en compañía de mujeres solteras y casadas, pernoctar en sus habitaciones o visitarlas a la hora de la siesta. Como sucedió en el caso aquí tratado, las relaciones amorosas podían volverse rápidamente violentas, ya que para muchos militares la simpatía femenina formaba parte de las prerrogativas que otorgaba el servicio a la patria. Aun cuando el código penal militar sentenciaba a pena de muerte a todo miembro del fuero que forzase o raptase a una mujer, la violación de la “virtud femenina” obtenía relevancia para las autoridades solo cuando se trataba de una mujer casada; es decir, cuando implicaba un asalto explícito a la potestad del marido. Esto podría explicar por qué el acoso a Francisca García, una muchacha soltera de trece años, y el riesgo de que Pintos volviese a agredirla no fueron considerados ni por el juez fiscal ni por el tribunal militar en el momento de emitir la sentencia. La deficiente impartición de justicia tanto en el contexto civil como en el militar fue uno de los factores que estimularon las altas tasas de violencia de género en el periodo. Estudios historiográficos recientes han demostrado que, pese a su rol legalmente subordinado, las mujeres desarrollaron modos de resistencia pacíficos y violentos contra abusos domésticos y sexuales.23 En lo que respecta al oficial Frutos, el Rabinovich (2013: 97). Pese a los esfuerzos de los regímenes republicanos por conservar el orden patriarcal, el rol de las mujeres en la sociedad debió ser necesariamente replanteado a la luz de las transformaciones políticas. Por ejemplo, la movilización militar generalizada llevó a que, a principios del siglo XIX, entre un tercio y la mitad de los hogares hispanoamericanos fuesen matrifocales. Véase Cauldfield (2005: 1-26), Miranda Ojeda (2006b), Potthast-Jutkeit (2009: 23-44), Rabinovich (2013: 115-136). 22 23

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debate sobre su posición social y autoridad revela la situación ambigua en que se encontraban las comunidades afrodescendientes. Ya desde la colonia y durante las guerras de la Independencia, estas habían participado activamente en las milicias y los ejércitos. Como se verá en la siguiente sección, a cambio del servicio a la patria los estados concedieron a los esclavos y castas la libertad, e incluso la ciudadanía.24 Pero, como revela el caso aquí tratado, el estatus de militar honorable y miembro de la comunidad política no era inherente, sino que debía legitimarse explícitamente con insignias. Esta primera aproximación interpretativa revela la multiplicidad de sentidos que condensaban los actos espontáneos de violencia interpersonal. Estos articulaban costumbres populares de violencia, cultivadas también por la cultura militar, así como las jerarquías asociadas al género y a las pertenencias étnicoraciales. Para entender mejor la relación entre la escalada de violencia fuera del campo de batalla y la militarización generalizada, delinearé a continuación el proceso de constitución de las estructuras milicianas y militares en los contextos mexicano y bonaerense, las implicaciones que tuvo la presión reclutadora en los distintos sectores sociales y la relación entre el servicio en las armas y los derechos cívicos.

3.2. El pueblo en armas Impulsada por la contienda entre las potencias europeas por las posesiones coloniales y el espíritu reformista ilustrado, la Corona española comisionó a mediados del siglo XVIII a un grupo de expertos para racionalizar la defensa de las posesiones americanas. Hasta entonces los ejércitos permanentes en Hispanoamérica eran pequeños cuerpos mal abastecidos, la mayoría de cuyos soldados provenían de la península ibérica. Los inspectores recomendaron inicialmente fortalecer los cuerpos regulares con más oficiales y tropas peninsulares. Pero, debido al elevado costo y a la dificultad que implicaba el transporte intercontinental, este plan fue rápidamente abandonado y la defensa de las colonias delegada a las milicias locales. Tal decisión fue recibida por las autoridades coloniales con suspicacia, ya que armar a los súbditos hispanoamericanos implicaba también dotarlos de recursos y privilegios.25

Bock (2013: 9-27). En el régimen colonial se diferenciaba entre dos tipos de milicias: las provinciales, cuyas filas integraban vecinos de las provincias y estaban movilizadas casi de forma permanente, y las urbanas, para las cuales se convocaba a los vecinos de las ciudades en caso de emergencia. Cantón Sosa (1993: 5), Guerrero Domínguez, (2007: 15-35, 16-17). 24 25

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Para la organización de los ejércitos y milicias novohispanos se barajaron dos modelos. El primero, desarrollado en 1784 por el gobernador y capitán general de las provincias de Sonora y Sinaloa, Francisco Antonio Crespo, preveía la formación de nuevas unidades militares y otorgaba un rol decisivo tanto a los cuerpos milicianos provinciales, urbanos y costeros, así como a las compañías sueltas formadas en territorios de baja densidad poblacional. Por el contrario, el reajuste dictado en 1789 por el conde de Revillagigedo y virrey Juan Vicente Güemes Pacheco de Padilla favoreció la formación de un ejército novohispano profesional, cuyos puestos superiores ocuparon principalmente soldados peninsulares. Revillagigedo profesaba una profunda desconfianza tanto a los criollos como a las milicias, a las que consideraba efectivas solo para mantener el orden público en las ciudades o apoyar con sus conocimientos locales a los ejércitos en las zonas costeras. Con la concentración de fuerzas en las costas pacíficas y atlánticas y la cancelación de plazas consideradas inútiles, ocupadas por hombres indisciplinados y de mayor edad, Revillagigedo esperaba también reducir el gasto militar. En 1794, el nuevo virrey Branciforte retornó al plan de Crespo.26 Durante las guerras de la Independencia el frente realista dispuso en Hispanoamérica de un ejército permanente formado por expedicionarios peninsulares e hispanoamericanos, de milicias urbanas, compañías presidenciales, guardacostas y “patriotas distinguidos”. Tras el triunfo de la Revolución en 1821, el Ejército Trigarante pasó a conformar el Ejército Imperial mexicano. En el marco del proceso de reestructuración de las fuerzas armadas mexicanas se abrió nuevamente el debate sobre qué modelo organizativo resultaría más conveniente para la defensa de la nación. El liberalismo progresivo apoyó el de Crespo. Carlos María de Bustamante argumentaba al respecto: Se ha creído por algunos, que solo al soldado veterano es dado a repeler con gloria al extranjero invasor: este es un equívoco que debe deshacerse. El soldado miliciano es un hombre ligado con vínculos poderosos; es un ciudadano, un padre de familia; es un hombre que reconoce toda la dignidad de su ser, y más la reconoce cuando está a la vista del enemigo, pues entonces calcula lo que va a perder y a ganar.27

Posturas más conservadoras preconizaron el modelo de Revillagigedo.28 La coronación de Iturbide y la disolución del Congreso frenaron momentáneamente la discusión. Con la instauración de la Primera República, se retomó el Ortiz Escamilla (2007: 295). Bustamante (apud Frasquet, 2007: 117). 28 Entre los participantes más reconocidos de este debate se cuentan Valentín Gómez Farías y Mariano Otero, a favor de la federalización de las fuerzas, y Antonio López de 26 27

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plan de Crespo y se dispuso la militarización y la federalización de las milicias, es decir, la delegación en los estados de la facultad de formar sus propios cuerpos cívicos y policiales. El reglamento de 1827 amplió la base social de acceso a la milicia y encomendó a las legislaturas estatales la financiación de las fuerzas. Para fomentar la participación, los estados ofrecieron privilegios tales como la exención de impuestos y contribuciones, el derecho a montepío de las viudas e hijos de cívicos caídos, la concesión de tierras e incluso el fuero militar. Las fuerzas mexicanas se organizaron entonces en el Ejército Permanente, conformado por miembros de la elite y por milicianos promovidos por sus méritos en batalla, y las mencionadas milicia cívica y milicia activa, la cual podía ser incorporada al ejército en caso de necesidad. Las fuerzas de los gobiernos locales fueron secundadas y/o rivalizadas por los ejércitos privados de los hacendados y jefes políticos.29 Las reformas borbónicas militares alcanzaron el virreinato del Río de la Plata a principios del siglo XIX. En 1801 se dictó el “Reglamento para las Milicias disciplinadas de Infantería y Caballería del Virreinato de Buenos Aires, aprobado por S. M. y mandado observar inviolablemente”. En virtud de este reglamento, todo habitante varón de 16 a 45 años con domicilio establecido debía servir en la milicia local al menos ocho años. Formalmente, el servicio del miliciano era discontinuo y se limitaba a situaciones de emergencia, servicios auxiliares anuales de no más de dos meses y al entrenamiento dominical y en días festivos. Los cuerpos milicianos estaban organizados por armas —de infantería, caballería y artillería—, por posición social —peninsular, criollo o casta— y por el lugar de origen de sus miembros. Una experiencia fundadora para la ciudadanía armada rioplatense fue la defensa de Buenos Aires durante las Invasiones Inglesas en 1806 y 1807. Ante la huida a Córdoba del virrey Rafael de Sobremonte, la población de Buenos Aires se autoconvocó para combatir el avance inglés. Indígenas, “pardos” y “morenos” se unieron a la resistencia. Santiago de Liniers y Juan Martín de Pueyrredón organizaron también fuerzas de apoyo en la campaña y en Montevideo. La victoria sobre las fuerzas inglesas no solo dio a las comunidades locales un sentimiento de honra y autonomía, sino que también dejó en pie un gran número de nuevos cuerpos milicianos, los cuales constituyeron posteriormente la base para la “carrera de la revolución” de muchos oficiales; por ejemplo, del jefe del Regimiento de Patricios y posterior presidente de la Junta Provisional Gubernativa de las Provincias del Río de la Plata, Cornelio Saavedra.

Santa Anna y Lucas Alamán, partidarios del fortalecimiento del ejército permanente como fuerza exclusiva del centralismo. 29 Cantón Sosa (1993: 11-23); Zúñiga Campos (2013: 140).

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Para garantizar tanto la defensa contra las fuerzas realistas como el orden interno, la Primera Junta concentró sus esfuerzos en la formación de cuerpos profesionales, pagos y reglados por una estricta organización jerárquica. Para la milicia, el Reglamento Provisional de 1815 estipuló que “todo habitante del Estado, nacido en América; todo extranjero con domicilio de más de cuatro años; todo español europeo con carta de ciudadano y todo africano pardo libre, son soldados cívicos, excepto los que se hayan incorporado en las tropas de línea y armada”.30 Quien faltaba a la obligación de servir en las milicias corría el riesgo de ser multado con doscientos pesos o con dos años de servicio. A las tareas del soldado cívico correspondían las actividades militares —ejercicios, patrullas nocturnas y de defensa en caso de emergencia—, las labores auxiliares, de apoyo a labradores y artesanos en sus faenas, de justicia junto a los cuerpos de Policía31 y, para los alfabetos, de asistencia como escribano o secretario en investigaciones sumarias. Las milicias estaban comandadas a servir solo dentro de su jurisdicción, es decir, en las poblaciones y sus alrededores. Los milicianos eran responsables del mantenimiento y almacenamiento de las armas y fornitura provistas por el Estado. En 1817 el Congreso de las Provincias Unidas estableció un reglamento provisorio a nivel nacional, el cual hacía una distinción entre las milicias cívicas y las nacionales. En las segundas estaban llamados a servir los hombres libres de las villas, pueblos y ciudades y de la campaña. Se encontraban bajo el mando del gobernador intendente o teniente gobernador. Con la caída del Directorio en 1820, las milicias nacionales pasaron a manos de las autoridades locales.32 Las reformas y contrarreformas del ejército y la milicia tuvieron una fuerte repercusión en las vidas de la población, a la que se exigía la “contribución de sangre”. Alejandro Rabinovich calcula que entre 1813 y 1819 alrededor de 11 000 soldados de línea sirvieron en el ejército rioplatense. Esto significa que un cuarto de los hombres adultos se enroló en los cuerpos disciplinados, mientras que el resto debió de alistarse en las milicias. En relación con la población de entonces, estas cifras superan a las de las fuerzas movilizadas por Prusia y Francia durante las guerras napoleónicas.33 El enrolamiento en los ejércitos de línea fue en muchos casos un acto voluntario. Además de una oportunidad para expresar el fervor patriótico y saciar la avidez de aventura, el servicio ofrecía considerables beneficios, en especial para hombres de origen modesto —como Harari (2013a: 113). En 1812 la Policía había sido reestructurada en un cuerpo asalariado, con un intendente y un comisario a cargo de la seguridad cotidiana en los poblados, así como del reclutamiento de soldados. 32 Di Meglio (2009: 255), Sabato (2010: 60-69). 33 Rabinovich (2013: 27). 30 31

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Juan José de Frutos— tales como la paga de enganche, la vestimenta, un sueldo mensual, el fuero, exenciones fiscales y un cierto prestigio social. Este se expresaba con el uso el título de don y en la portación de espada, derechos normalmente reservados a los hombres mejor situados socialmente. Como señalé anteriormente, para los esclavos la incorporación en los ejércitos era un medio para obtener el título de “emancipado”. Aunque el recelo contra las castas fue un sentimiento generalizado en las elites político-militares, sus servicios fueron apreciados por algunos líderes, como José de San Martín, quien reconocía la disciplina y buena condición física que demostraban los esclavos. Las lealtades personales entre peones y amos fueron otro motivo común para el enrolamiento en la tropa. Muy diferente era la situación de los destinados, quienes habían sido obligados al servicio por lista, por sorteo o por sentencia. Para contrarrestar la escasez de reclutas, los estados provinciales y nacionales recurrieron con frecuencia a la leva masiva. Su repercusión fue desigual en la población, ya que, a diferencia de los hijos de las familias “decentes”, quienes podían pagar a un sustituto para que sirviera en la tropa, los sectores populares no tenían más alternativa que alistarse o desertar y esconderse hasta que se declarase una amnistía. En especial los denominados “vagos y mal entretenidos”34 —jóvenes migrantes, solteros, sin ocupación fija o solo con empleos estacionales— estuvieron en la mira de las autoridades. Además de posibilitar el reemplazo rápido de las bajas producidas por las guerras y las deserciones sin incomodar a sectores más influyentes, el reclutamiento de sujetos considerados social y económicamente improductivos era un mecanismo efectivo para mantener la disciplina. La solicitud que cito a continuación la envió un carpintero mexicano a las autoridades de la ciudad de México en octubre de 1824 y ofrece un ejemplo particular de cómo las estructuras milicianas y militares se utilizaban para sofocar cualquier tipo de disidencia:

Como “vago” se denominaba a un individuo que, a pesar de ser capaz de ejercer una labor honesta, prefería subsistir por medios socialmente inaceptables, como el robo o el juego, y que, como tal, resultaba una amenaza para el orden público, la familia y el Estado. Dentro del marco normativo tardocolonial la figura delictiva de la vagancia fue utilizada en la península ibérica para “expurgar” los espacios urbanos de vagabundos, mendigos y gitanos. En Hispanoamérica, la persecución se extendió a los “indios” fuera de sus comunidades. En el transcurso del siglo XIX el concepto fue ampliado, y se incorporaron nuevos sujetos y prácticas consideradas incompatibles con la nueva moral cívico-burguesa. Esta figura criminalizaba la falta de familia, de residencia y ocupación fijas, de documentos, el uso de vestimenta rural tradicional, la portación de cuchillo y el juego. Véase Barral (2007: 99-128), Miranda Ojeda (2006a: 123-146), Warren (2000: 41-58). 34

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Que teniendo por mi desgracia un hijo insubordinado hasta el grado de decir que no soy su padre; y que este infeliz que se llama José Marcelo Ramírez al pasar de la niñez a la juventud se me fugó varias veces; hostigado de la represión que como padre deseoso de su felicidad le hacía el año pasado para que cumpliera con el precepto de comunión que la Iglesia nos impone; exigiéndole el debido comportamiento con sus semejantes, en cuyo tiempo su decisión era el huelgo y la disipación; desentendiéndose de mis represiones, se fugó la última vez llevado por una razonable cortadura su indeleble marca de ingratitud; fijando su residencia en casa del pensador mexicano, le continua sus favores, propendiendo estos a aumentar la insubordinación e irreligiosidad. Mi poca salud y proporción, el no tener el sistema político [de] establecimientos de corrección y la ninguna esperanza que él presenta [de] reconocer sus obligaciones, con los repetidos insultos que recibo de una política altanera me han puesto en la presión de transmitir mis funciones paternales en quien pueda corregir y castigar debidamente su conducta; con este objeto he visto al Excelentísimo Señor Gobernador del Estado quien me ha dirigido a que lo aliste en el regimiento de más disciplina y subordinación; haciéndome la gracia, tenga [Usted] la debida precaución para que no se fugue por ser de ingenio sagaz.35

En agosto de 1824, la Comisión mexicana de Guerra de la Cámara de Diputados promulgó la leva forzada para el ejército y las milicias. Pese a los antes mencionados beneficios, esta medida fue criticada duramente por militares y políticos, quienes temían que la incorporación masiva de los sectores populares debilitaría la moral y la disciplina de las fuerzas y acrecentaría la impopularidad del servicio entre las clases “decentes”. Con la federalización de las milicias en 1827, los estados recurrieron una vez más al enrolamiento arbitrario, transformando definitivamente las estructuras sociales de los cuerpos. Para el año 1834, el 70 % de sus miembros provenía de los sectores bajos. También en Río de la Plata la coyuntura bélica exigió la ampliación del reclutamiento. Los vecinos experimentaron la creciente presión en forma de levas arbitrarias, privaciones materiales, servicios extendidos, castigos físicos e incluso el traslado fuera de la región en caso de tumultos. En 1816 se conformaron en Buenos Aires un cuarto y un quinto tercios cívicos: la Esclavatura Cívica o Brigada de Auxiliares Argentinos, en la cual servían esclavos “cedidos” por sus amos bajo amenaza de multa, y la Milicia Imaginaria, conformada por empleados civiles y políticos, ciudadanos de mayor edad, oficiales reformados, abogados, miembros del clero, abastecedores de pan y carne, maestros de escuela, estudiantes de estudios públicos, médicos, boticarios y empleados de imprenta.36

Archivo General de la Nación México (1824, Fondos Judiciales/Archivo de Guerra/ Inventario General, descriptivo Vol. 1140/ Leg. 487). 36 Deas (2002: 80-87; Harari (2013b: 101-118), Miranda Ojeda (2006a: 136). 35

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En conjunto, las reformas transformaron las estructuras militares y milicianas en sistemas heterogéneos, expuestos a los vaivenes políticos y económicos, que impulsaban simultáneamente mecanismos de disciplinamiento y empoderamiento. Por un lado, el reclutamiento generalizado sirvió a los gobiernos como instrumento para contener la “ola igualitaria” y disciplinar a los sectores bajos. En lo que toca a las milicias, aunque formalmente todo soldado cívico tenía los mismos derechos, en la práctica las estructuras tendían a reproducir las jerarquías sociales. Mientras la carrera miliciana estaba abierta para la “gente decente”, “la plebe” urbana y rural estaba destinada a permanecer en las bases, en parte porque una condición para el ascenso era saber leer y escribir. El puesto de sargento era generalmente el grado más elevado al que podían aspirar los miembros de los sectores populares. Para estos, la presión reclutadora estaba estrechamente relacionada con la criminalización de sus formas de vida y trastornaba sus economías familiares, ya que obligaba a los hombres a ausentarse de sus hogares durante largos periodos. Por otro lado, aun cuando el reclutamiento forzado de “vagos y mal entretenidos” ofrecía una alternativa cómoda a las autoridades, pues les permitía explotar las habilidades de los “gauchos pendencieros” en el campo de batalla y cubrir rápidamente las bajas, la movilización masiva de los sectores populares terminó por transformar la composición social de los cuerpos, lo que dificultó su control. Además de asignar beneficios materiales y prestigio, la experiencia miliciana y militar fomentó el desarrollo de formas de sociabilidad horizontales en el interior de los grupos, los dotó de un nuevo repertorio para la práctica política y los involucró en las luchas por el poder. Más aún, el aumento de los gastos de guerra que conllevó la expansión de las estructuras milicianas y militares mermó el presupuesto público, obligando a los estados a delegar cada vez más tareas en los cuerpos militares y milicianos. Esta “debilidad infraestructural” reforzó la autonomía política de los cuerpos locales. En resumen, como señala Halperín Donghi, “a la vez que la entera vida colectiva hispanoamericana se militariza, las instituciones militares tienden a reflejar la complejidad a menudo contradictoria de la Hispanoamérica posrevolucionaria”.37 El servicio de las armas estaba ideológica y formalmente vinculado con la figura del ciudadano. En el Río de la Plata, como en México, una condición fundamental para obtener la ciudadanía venía dada por el estatus de vecino, el cual exigía a su vez la participación en las milicias. La vecindad había sido un concepto pragmático, pero fundante del régimen social y político tradicional en el espacio hispanizado. Como vecino se reconocía al hombre libre, jefe de familia, que se había integrado en una comunidad y que como tal era digno de 37 Halperín Donghi (1972a: 20). Véase también Di Meglio (2003: 65), Halperín Donghi (1972b: 354).

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ejercer plenamente sus derechos civiles. Para obtener la calidad de vecino había que presentarse en el ayuntamiento correspondiente y hacer constar un domicilio fijo, habitado durante al menos diez años, y la participación en la milicia local. Indígenas y castas no podían acceder a este título. Los vecinos y domiciliados tenían un estatus superior al de los transeúntes y los no avecindados, en lo relativo tanto al reconocimiento social como a privilegios concretos. Mientras que los vecinos debían pagar multas en caso de infracción, los no avecindados recibían azotes como castigo. Con las reformas borbónicas la figura del vecino se vinculó a la institución del cabildo, el cual funcionó como sustento cívico de la monarquía. Tras la independencia, las categorías de vecino y de ciudadano continuaron vinculadas por el domicilio, ya que de este dependía la incorporación a los padrones de la milicia, la paga de impuestos y las listas electorales. La centralidad del domicilio se revela también en la obligación de transitar con un pase en los territorios rioplatenses, así como en la criminalización de la trashumancia, formalizada por las antes mencionadas leyes contra la “vagancia”. La Revolución de Mayo había declarado ciudadano a todo hombre libre que se hubiera alistado en el ejército. El Estatuto Provisional de 1815 concedía la ciudadanía de las Provincias Unidas del Río de la Plata a los hombres mayores de 25 años, nacidos o residentes en el territorio, que no fuesen domésticos o asalariados y que tuviesen una propiedad u oficio útil. Con la caída del Directorio y la consiguiente autonomía de las provincias, la ciudadanía se hizo local, es decir, fue definida desde la vecindad provincial y de acuerdo con las estructuras locales milicianas. La dispersión de la soberanía conllevó la ampliación del sufragio y de la representación. En Buenos Aires se determinó que la ciudad estaría representada por doce vecinos notables, mientras que la campaña podría elegir a once candidatos para la Junta de Representantes. Las reformas de 1821 elevaron el número de representaciones de la campaña a doce, dando por primera vez paridad a los espacios rurales y urbanos, y decretaron el voto activo universal y directo. Todo hombre libre, mayor de veinte años, natural del territorio o avecindado en él estaba habilitado a elegir, mientras que el sufragio pasivo continuó reservándose a los propietarios. El Congreso General de 1824 consideró una reforma del régimen representativo nacional, la cual exceptuaba a los criados, peones, jornaleros, soldados de línea y vagos. En México, los ciudadanos ejercieron por primera vez su derecho al voto en 1812, en el marco de las elecciones de diputados para las Cortes españolas. La Constitución de Cádiz de 1812 estableció la soberanía de la nación, la monarquía constitucional, la separación de los poderes y el sufragio universal indirecto para todos los hombres nacidos en territorios españoles en Europa y en las Américas. Los súbditos hispanoamericanos —criollos e indígenas— pasaron a ser entonces ciudadanos españoles y como tales, habilitados para participar en las elecciones municipales para los nuevos ayuntamientos, creados en todas las poblaciones

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de más de 1000 habitantes. Del concepto de ciudadanía gaditano quedaron excluidos los “pardos” y “mulatos”, al no considerarse “naturales” del territorio. La Constitución de Cádiz hacía una excepción en el caso de “pardos” que hubieran dado un servicio meritorio a la patria. La Primera República adoptó el modelo electoral gaditano y decretó que tendrían derecho a votar los hombres mayores de dieciocho años avecindados o residentes en el territorio. El derecho a voto se restringía, no obstante, a la elección de diputados federales y era indirecto. Los ciudadanos podían nominar a las juntas primarias, las cuales elegían a los candidatos para las juntas secundarias, quienes determinaban las juntas electorales de las provincias. Para los puestos de presidente, vicepresidente, senador y altos magistrados podían votar solo las legislaturas estatales con intervención del Congreso federal. En 1830, las “Reglas para las elecciones de diputados y de Ayuntamientos del Distrito y Territorios de la República” ratificaron el carácter indirecto del voto, el cual estaría también determinado por criterios censales. Entonces tenían derecho al sufragio los ciudadanos mexicanos mayores de veintiún años, o de dieciocho, en caso de estar casados, avecindados y con radicación cumplida de al menos un año, que tuviesen un oficio o industria honestos. Quedaban excluidos de este derecho los eclesiásticos regulares, los hombres detenidos y libres bajo fianza, los convictos en causas criminales, los deudores, los partícipes de juegos prohibidos y de otras actividades deshonestas. A diferencia del Reglamento de 1835, esta ley no impuso una renta anual mínima como condición para votar. En resumen, y más allá de las variaciones, las definiciones y regulaciones de la ciudadanía mantuvieron ciertos componentes constantes tanto en el contexto mexicano como en el rioplatense. El acceso a la misma estuvo determinado por el género, la edad, las relaciones de sujeción personal, la vecindad y la ocupación, diferenciada en honesta y deshonesta.38 El breve recuento de las transformaciones de las estructuras militares y milicianas y de la figura de ciudadanía revela ciertas tendencias en tensión: Por un lado, los mecanismos de disciplinamiento y empoderamiento impulsados por el desarrollo desparejo y la expansión desmedida de las estructuras milicianas y militares. Y, por el otro, el proceso de redefinición político-social fundado en una noción de ciudadanía que conservaba las jerarquías tradicionales al fusionar sujetos de soberanía corporativos y territoriales de origen colonial con nuevos conceptos de representación individual. Además de concentrar la autoridad en la cabeza de familia —el padre y el patrón—, este concepto de ciudadano instituía la fragmentación del territorio. En estos varios “desajustes” se contextualiza la quimera entre Pintos y Frutos. Tanto la defensa como las 38 Bock (2013: 16), Cansanello (2008: 26-29), Galante (2011: 106), González García (2006: 169-170), Sabato (2010: 12-22).

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autoridades militares coincidieron en que, más allá de los méritos individuales de Frutos, la resistencia de un aparente “mulato zapatero” a la voluntad de un soldado era “incompatible con el noble orgullo que debe formar el carácter del militar”39, de lo cual se deducía que la reacción de Pintos, al igual que su “deseo” por la niña Pancha, no eran realmente criminales. En este argumento emerge otro componente que mediaba en las relaciones entre militares y milicianos, así como en la sociedad civil: las virtudes del honor y la honra. Para examinar estas formas de sociabilidad, sus aspectos políticos y su relación con la violencia, introduciré en la próxima sección una investigación sumaria abierta en 1822 en la ciudad de México contra el sargento segundo Miguel Gálvez por una quimera con resultados fatales.

3.3. Méritos y tácticas de la violencia En octubre de 1822, el sargento segundo Miguel Gálvez fue condenado a seis años de obras públicas por haber asesinado al cabo segundo de su compañía. El proceso fue rápido y conciso. Tras el homicidio, las autoridades habían sido informadas de inmediato. Estas comandaron al teniente coronel don Joaquín de Miramón para que, en calidad de juez fiscal, dirigiese la investigación sumaria. Dos miembros del regimiento miliciano identificaron el cadáver de la víctima: el cabo Manuel Odi, de 22 años. Los facultativos del Hospital de San Antonio confirmaron que su muerte devino de una herida de arma de fuego que le reconoce haber atravesado ambos muslos, siendo la entrada delantera por la parte superior externa del derecho (...) en cuyo tránsito destrozó la bala el cuello de la vejiga y vasos espermativos siniestros y la arteria.40

Se sacó al acusado Miguel Gálvez de la parroquia de San Miguel Arcángel, donde había pedido asilo en sagrado41 y se lo llevó preso al cuartel. El fusil con el que había disparado a Odi también fue confiscado. Sobre lo acontecido en ese martes de agosto, relataba Gálvez, de profesión barbero, nacido en la ciudad de México y alistado voluntariamente en 1819, que tras haber cumplido la guardia, 39

Archivo General de la Nación Argentina (julio-agosto 1821, X 30-02-01 Exp. 678:

42v). Archivo General de la Nación México (agosto 1822 - enero 1823, Archivo de Guerra/ Vol. 409: 9v). 41 “Asilo en sagrado” o “sagrado” se denominaba la inmunidad local que recibían los hombres y las mujeres cuando se refugiaban en templos o camposantos. En el capítulo 4, 3.ª sección, se tratará con más detalle esta institución de clemencia. 40

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él y sus hombres fueron relevados, como de costumbre, por otro piquete de su regimiento. En el camino de regreso al cuartel, el cabo Odi había interrumpido varias veces la marcha para meterse en las tiendas a beber. Cuando el cabo se detuvo por tercera vez en una vinatería, el sargento lo amenazó con encarcelarlo si seguía escabulléndose, a lo que el cabo respondió que una cuartilla de aguardiente en la bolsa se le hacía pesado llevarla al cuartel donde solo había agua gorda que beber y que por eso la quería beber (...) y no dando otras razones dijo el cabo que le disparara, que no le enojara y siguieron caminando, vertiendo el cabo las expresiones de que solo a los cabrones les reconvenían, que él era hombre y no era cabrón.42

Odi continuó profiriendo injurias hasta que el sargento, “cansado de oír semejantes provocaciones hizo alto en la calle de la Estampa de San Miguel, y pasando el piquete le dijo al citado cabo que ya se venía propasando mucho”.43 En ese momento Odi le dio un cañonazo en el hombro izquierdo, por lo que Gálvez tomó su fusil y le disparó. Al verlo tumbado en el suelo, el sargento ordenó a sus hombres que buscaran un confesor y un médico. Gálvez quitó a Odi del camino arrimándolo a la puerta de una asesoría, donde murió. Al rato llegó el padre, puso al muerto sobre una silla y le dio su bendición. Gálvez prosiguió su marcha hacia el cuartel más en el camino, intimidado de lo que había hecho, le dio el fusil y fornitura a un soldado (...) que no se acuerda y se dirigió a la parroquia de San Miguel a tomar sagrado, en donde estuvo hasta la una, en que el abanderado Antonio Ballín, otorgando al Señor Cura la caución juratoria de estilo y dándole al declarante dicho Señor cura su respectiva certificación, lo condujeron preso a su cuartel, en donde ha permanecido.44

Tras oír su confesión, el fiscal Miramón preguntó a Gálvez por qué había matado al cabo cuando hubiera podido tomarlo preso sin problemas. El sargento respondió: [Si] no castigaba al cabo en el acto lo tendrían por ignorante de su obligación o cobarde siendo cualquiera de ambas cosas muy infames para la carrera militar que tanto encarga la subordinación en todas las clases y el sostenimiento de autoridad

Archivo General de la Nación México (agosto 1822-enero 1823, Archivo de Guerra/ Vol. 409: 16v). 43 Ibid. 44 Ibid., 17r. 42

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en los que mandan principalmente en actos públicos, que esto fue lo que lo movió a obrar como tiene declarado.45

Las declaraciones de los testigos, en las que aseguraban que, a diferencia del sargento, Odi “acostumbraba beber y era provocativo cuando tomaba”46, no fueron mitigantes a los ojos de Miramón. El juez fiscal concluyó en su dictamen que “[no] resultando de la confesión del reo cita alguna de condenación que disminuya o agrave el delito, en cumplimiento de la brevedad con que está mandado su sentencia en este sumario, mando se omitan como innecesarias [otras diligencias]”.47 Ya desde su celda, el sargento segundo objetó en una carta dirigida a las autoridades: “Cruel me parece este [castigo] Excelentísimo Señor, porque siendo en la milicia lo más sagrado la subordinación que en todos tiempos ha sido recomendada, guardada y apoyada por las leyes y más por Usted”.48 Aunque en las riñas entre Gálvez y Odi y el subteniente Frutos y el soldado Pintos se utilizaron armas diferentes —en la primera, el fusil reglamentario y en la segunda, una navaja que estaba prohibido portar—, sus quimeras se asimilan en varios aspectos: el espacio cotidiano —la calle y las vinaterías—, la bebida y el uso de la violencia para defender el orgullo y la reputación. ¿En qué consistía el orgullo militar? ¿De qué modo se vinculaba con otras nociones de honor y honra? ¿Qué relación mantenía este valor con la violencia fuera del campo de batalla? Antes de proseguir con el análisis será útil precisar lo que se entiende aquí por honor y honra. Ambas son construcciones culturales e históricas complejas, que describen simultáneamente hechos sociales y percepciones o sentimientos. Estas ofrecen a los actores una guía de opinión y de conducta y son un medio de distinción y exclusión social. Así como el cumplimiento de un cierto código de honor asegura la posición dentro de un grupo, su violación implica la ruptura con la comunidad.49 Para Will Fowler, la ideología corporativa del ejército mexicano decimonónico se basaba en el sentido de pertenencia a un “club privilegiado” y en códigos de comportamientos propios que subordinaban las diferencias individuales de sus miembros. Para el historiador, el ethos militar se determinaba por tres dinámicas: Ibid. Ibid., 11v. 47 Ibid., 18r. 48 Ibid., s/nr. 49 En términos generales, mientras que el honor se refería a un valor individual obtenido por virtud de nacimiento y/o por buenos actos, la honra dependía del reconocimiento ajeno de la buena o mala conducta. En vista de la interdependencia y del hecho de que en las fuentes no se hace una distinción marcada, ambos términos serán utilizados aquí en conjunto. Véase Martínez (2013: 190), Zahler (2013: 122-123). 45 46

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1. La dialéctica entre los ejércitos regulares y las milicias provinciales mexicanas, las cuales, pese a los debates políticos, actuaban a la par. 2. El sentido de honor y de solidaridad social que regía las relaciones entre oficiales, fuesen estos aliados o rivales. 3. La importancia del fuero militar, cuya posesión aumentaba el sentido de pertenencia, autonomía y superioridad de sus titulares.50 En lo que respecta a la cultura militar rioplatense, Rabinovich señala que esta se desarrolló en estrecha relación con el discurso de gloria que cimentó a la Revolución. De acuerdo con este, la gloria era algo concreto que podía ganarse o perderse tanto a nivel individual como colectivo para la patria o el regimiento. Rabinovich explica: El hombre era visto ante todo como un sujeto motivado por las pasiones y era sobre ellas que había que actuar. A las generaciones nuevas se las podría educar como ciudadanos, pero en lo inmediato era necesario obrar con energía: vanidad, ambición, hambre; tales los nombres que se daban a las pasiones que la gloria debería venir a excitar como un estímulo irrefrenable. El rol del Estado, del ejército o de quien quisiera concurrir a este esfuerzo debía ser la implementación de resortes adecuados a este fin.51

Para los dirigentes políticos-militares la gloria bien usada era un incentivo eficaz del heroísmo guerrero, indispensable en el campo de batalla. El abuso de este aliciente podía, no obstante, transformarlo en un motor de codicia y anomia. Para realizarse, la gloria dependía de regímenes de visibilidad verticales, reproducidos por los partes de batalla, los registros marciales de los soldados caídos y las diversas condecoraciones otorgadas por el Estado, pero también de la visibilidad horizontal generada por medio de la colección y exhibición de trofeos, la recitación de poemas épicos, cielitos patrióticos y canciones populares. La gloria militar tenía asimismo un carácter agonal. Para ganarla o perderla era necesario “rivalizar el heroísmo”, es decir, no solo batirse con el enemigo, sino también superar a los camaradas en el campo de batalla. Según relata el militar argentino José María Paz en sus memorias, el líder popular Manuel Dorrego cultivaba este perfil con una actitud provocativa. El general solía presentarse en celebraciones formales sin invitación, rodeado de sus oficiales, a quienes obligaba en ocasiones a batirse a duelo para demostrar su valentía.52 De acuerdo con las caracterizaciones de Fowler y Rabinovich, el ethos militar mexicano y rioplatense promovía la diferenciación política y social a través Fowler (1996: 21). Rabinovich (2009: párrafo 76). 52 Paz (apud Di Meglio, 2006: 215). 50 51

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de los méritos de la gloria y la rivalidad. Estos se superponían con cánones de honor y honra que desde la colonia organizaban las sociedades hispanoamericanas. En sus orígenes, las concepciones medievales castellano-leonesas habían estado vinculadas también con la nobleza guerrera. En este sistema de valores caballeresco que emergió en el transcurso de la Reconquista, la valentía demostrada en el combate era un atributo indispensable para todo hombre honrado. La pureza de sangre, la moral y la fidelidad conyugal eran otras virtudes que determinaban la reputación y la posición social de los actores y de sus allegados en la comunidad. En el marco de la crisis del sistema de valores que acompañó a la transición de la Edad Media al Renacimiento, la honra fue resignificada y se tornó un concepto más económico. Además de la pureza racial y el nacimiento legítimo, para asegurar su lugar en la sociedad el hombre honrado debía poseer riquezas y exhibirlas con generosidad y derroche. La decadencia del honor hidalgo y su virtud guerrera, inmortalizada en la obra de Miguel de Cervantes El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, estaba asimismo relacionada con la sustitución de los caballeros por ejércitos regulares y tropas asalariadas para la defensa de la Corona. La creciente comercialización y la centralización política, impulsadas por las reformas borbónicas y luego por los Gobiernos patrios, promovieron la democratización del honor y la honra. 53 Como vimos en la sección anterior, la decencia y la honestidad eran también componentes esenciales del nuevo sistema de valores cívicos, que resaltaba el mérito individual, la propiedad y la productividad. Al igual que el de ciudadanía, el concepto del honor cívico perpetuaba los principios de sujeción interpersonal coloniales, los cuales restringían el acceso de las mujeres, de las castas y de los hombres dependientes y de bajos recursos. Que las atribuciones del honor y la honra estuvieran reservadas para el “hombre blanco” no implicaba, sin embargo, que los sectores populares y las mujeres careciesen de un sentido del honor propio con el que definir y negociar las relaciones de poder. Más que un derecho de nacimiento, las concepciones populares entendían el honor y la honra como virtudes individuales, determinadas por el coraje, la fuerza, la independencia económica y el control del hombre sobre su familia, en especial sobre las mujeres de la misma. Al igual que para la “gente decente”, la deshonra causada por insultos y agresiones era a los ojos de la “plebe” una muerte social, tanto para el agraviado como para sus subordinados.54 Consideremos cómo estas diversas nociones de honor y honra pudieron haber influenciado las acciones de los milicianos y militares involucrados en Cauldfield (2005: 1-4). Además de las nociones de honor y honra, las culturas populares ponderaban virtudes como la lealtad, la astucia, la igualdad y la piedad en un sentido jansenizante que reprobaba el lujo y la inequidad. Gayol (2008), Peire (2013: 74-75), Zahler (2013: 125-146). 53 54

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las quimeras. En el primer sumario vimos cómo el alistamiento generalizado podía distorsionar la percepción: un hombre como Frutos, “indigno” de nacimiento, podía ser acreedor de la gloria y los privilegios que correspondían a un servidor de la patria. En el sumario abierto contra el miliciano Gálvez emerge otro aspecto del dilema del honor y la honra: el conflicto entre el sentido de honor plebeyo, expresado por Odi, el imperativo de salvaguardar la autoridad impuesto por la jerarquía militar y el carácter agonal de sus formas de sociabilidad. En ambas narrativas judiciales los conflictos del honor fueron resueltos con violencia. En vista de que los subalternos milicianos y militares no poseían una práctica como la del duelo que les permitiese hacer valer el mérito de la violencia fuera del campo de batalla, Pintos y Gálvez arriesgaron de este modo el perder la vida a manos no solo del contrincante, sino también de la autoridad. ¿Implica esto que los subalternos carecían de medios efectivos para defender su honor? Para abordar este problema será útil integrar al análisis la noción polemológica de cultura desarrollada por el filósofo e historiador Michel de Certeau. Aunque De Certeau no da una definición clara del concepto de polemología, la siguiente cita permite inferir su sentido: Como el derecho (que es su modelo), la cultura articula conflictos y a veces legitima, desplaza o controla la razón del más fuerte. Se desarrolla en un medio de tensiones y a menudo de violencias, al cual proporciona equilibrios simbólicos, contratos de compatibilidad y compromisos más o menos temporales. Las tácticas del consumo, ingeniosidades del débil para sacar ventaja del fuerte, desembocan entonces en una politización de las prácticas cotidianas.55

De Certeau denomina “consumo” a las formas de producción del “hombre común”, las cuales se manifiestan no en sus productos, sino en los modos alternativos, circunstanciales y dispersos de apropiarse y manipular espacios, materiales y concepciones impuestas. Actividades tan ordinarias como leer, hablar, cocinar, caminar y habitar pueden ser un modo de consumo, es decir, de apropiación, resistencia o evasión. Parafraseando a Foucault, De Certeau describe los usos tácticos como técnicas de “antidisciplina”.56 A diferencia de las estrategias, las cuales De Certeau define como “prácticas panópticas fundadas en el dominio del territorio y el conocimiento”, las tácticas carecen de espacio o teoría propios y deben ser, por lo tanto, llevadas a cabo dentro del campo de visión enemigo. Esta falta de recursos es compensada por el “hombre común” con astucia y creatividad. Así, mediante el uso oportuno de saberes prácticos, recurriendo a ardides y trampas para maximizar sus efectos, los actores 55 56

De Certeau (2000). Ibid., pp. 35-53.

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intentan maniobrar dentro de espacios ajenos, manipulando y evadiendo las restricciones impuestas. La combinación de elementos utilizada en las tácticas no se manifiesta en forma discursiva sino en las decisiones en sí mismas. Por consiguiente, estas escapan al análisis estadístico o la formalización científica. Solo en las descripciones detalladas resulta posible para De Certeau captar las lógicas operacionales subyacentes y la dimensión política de las prácticas cotidianas. Debido al eclecticismo y la ambigüedad conceptual que caracterizan a los escritos de De Certeau, es necesario aclarar de qué modo este análisis integra su teoría. Al contrario de las críticas que atribuyen al enfoque una visión monolítica y binaria de las relaciones de poder, coincido con el filósofo Ian Buchanan en que la concepción de poder de De Certeau es más ambigua que estática. 57 Así, la noción polemológica de cultura no parte de un entendimiento antitético sino dialéctico del poder. Las tácticas y estrategias son conceptuadas como cálculos, fórmulas combinatorias con funciones diferentes antes que como formas de acción opuestas. Mientras que el objetivo de las estrategias es crear zonas protegidas, en las cuales se aplaca la incertidumbre de la vida cotidiana, las tácticas representan ese conjunto de prácticas creativas aún indómitas, a las cuales recurren los actores cuando se ven incapaces de tomar medidas para limitar las fluctuaciones en contextos diarios. La noción de táctica, señala Buchanan, no descarta conceptualmente la posibilidad de dominio, sino la formalización de la resistencia. Por consiguiente, para Buchanan las tácticas no son en sí actos subversivos, aunque tienen un efecto desestabilizador: “They offer a daily proof of the partiality of strategic control and in doing so they hold out the token hope that however bad things get, they are not necessarily so”.58 Así, a diferencia del concepto de infrapolítica59 propuesto por James Scott, la polemología cultural de De Certeau no sobrestima el rol de la intencionalidad Ian Buchanan advierte de que la recepción de la obra de De Certeau en las ciencias sociales ha sido generalmente incompleta y, en muchos casos, problemática. Buchanan se refiere al tratamiento dado a las teorías de De Certeau en los estudios culturales y en las ciencias de comunicación en las décadas de 1980 y 1990 y, en particular, a los estudios de John Fiske y Henry Jenkins sobre el consumo de los medios de las culturas populares. Buchanan (2000: 103). Véanse también Frow (1991: 57), Johansson (2013: 17) y Napolitano (2007: 1-12). 58 Buchanan (2000: 89). 59 Para James Scott la infrapolítica constituye esa esfera oculta de la lucha, en la cual la resistencia colectiva se sirve de la invisibilidad y la ambigüedad para reducir el peligro de las negociaciones de las relaciones de poder en un contexto marcado por fuertes asimetrías. “So long as a structure of domination is viewed as inevitable and irreversible, then all ‘rational’ opposition will take the form of infrapolitics: resistance that avoids any open declaration of its intentions”. Scott (1990: 220). 57

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en el análisis y evita reducir toda expresión de diferencia, deviación o individualidad a un acto de resistencia. De este modo, da lugar a la fragmentariedad y pluralidad que caracteriza la vida cotidiana y permite a la alteridad proliferar. Si seguimos la interpretación de De Certeau de las modalidades de acción política popular, las quimeras pueden ser entendidas como una táctica, como una práctica indómita fundada en el mérito de la violencia, mediante la cual los actores se “igualaban” o defendían su posición dentro de una sociedad estructurada por diversos desajustes. Parafraseando a De Certeau, en los duelos informales los subalternos metaforizaban el orden dominante y lo hacían funcionar en otro registro. De este modo, permanecían diferentes “en el interior del sistema que asimilaban y que los asimilaba exteriormente. Lo desviaron sin abandonarlo”.60 Para concluir la descripción densa de las quimeras, relacionaré la “técnica de antidisciplina” con uno de los des/órdenes que regulaba “el sistema”.

3.4. Des/órdenes del sincretismo En las dos narrativas judiciales consideradas, los sentidos de la violencia interpersonal se inscriben dentro de los desajustes que afectaban las identidades de los actores y sus relaciones sociales: el desarrollo desparejo de las estructuras militares y milicianas, la noción ambigua de ciudadanía y la coexistencia de diferentes culturas del honor y la honra. Estas y otras disonancias han sido frecuentemente interpretadas en la historiografía en términos de pugna entre la tradición y la modernidad. Para Annick Lempérière, en México los esfuerzos realizados por los sectores dominantes para establecer los fundamentos del Estado liberal moderno fueron coartados por la resistencia de la sociedad tradicional, aún organizada en entidades autónomas, y por formas de sociabilidad coloniales, las cuales, si bien habían sido debilitadas por las reformas borbónicas, emergieron con una energía renovada tras la independencia.61 ¿Era la modernidad política en sí una quimera en el periodo en cuestión? ¿Fue algo propuesto a la imaginación como posible sin serlo aún? ¿Eran los sentidos expresados por la violencia realmente anacronismos? Según la descripción densa de las narrativas judiciales, el uso táctico de la violencia que hicieron Pintos, Odi y Gálvez para desafiar y restaurar el honor y la honra era congruente con el ethos militar vigente, el cual fomentaba e instrumentalizaba el carácter agonal De Certeau (2000: 38). La coexistencia de nociones y prácticas político-culturales tradicionales y modernas fue lo que, para Lempérière, configuró entonces la “república barroca” que precedió a la modernidad en México. Lempérière (1994: 138-143). 60 61

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de la dignidad masculina, una virtud también central para el sistema de valores tanto tradicional como cívico. Además de horadar la distinción entre la violencia bélica y la privada, la militarización generalizada favoreció formas de solidaridad corporativa, a la vez que impulsó la formación de ciudadanos conscientes de su rol en el nuevo régimen político. Como advierte Reuben Zahler: The evolution of political culture during the early republican period in many ways revolved around the tension between aspirations to actualize liberal notions of equality and to maintain patriarchal hierarchy. (...) Violence broke out because popular sectors accepted the notion of citizenship, and they struggled with elites to define what it meant on their own terms.62

Tampoco la violencia contra la niña Francisca y la discusión en torno al estatus del oficial “mulato” Frutos eran improcedentes; expresaban la ambigüedad de la noción liberal de ciudadanía, la cual proclamaba una igualdad individual restringida por relaciones de sujeción tradicionales. Como señalan los historiadores Mariano Di Pasquale, Arrigo Amadori y Jaime Peire, ni la sociedad colonial había carecido totalmente de ideas y mecanismos de igualación, ni la sociedad revolucionaria fue tan igualitaria.63 Si tomamos en cuenta la simultaneidad de las diferentes las prácticas y nociones políticas, revelada por los desajustes descritos en este capítulo, la contraposición “tradición o modernidad” resulta inapropiada. Antes que de una pugna entre modelos opuestos, los órdenes y desórdenes del periodo fueron producto de los intentos de los distintos actores de dejar atrás y a la vez de integrar instituciones, identidades y prácticas originadas en el pasado para generar nuevas tradiciones para la nación emergente. Como señala Quijada, la transición tuvo una “dinámica oscilante que buscaba la continuidad en la ruptura, incluyendo y excluyendo alternativamente segmentos del pasado”.64 El uso táctico de la violencia fue entonces un modo de los actores de lidiar, pero también de aprovechar las incertidumbres y tensiones generadas por estos movimientos de adaptación, ensamblaje, incorporación y apropiación que aquí describiré como “des/órdenes del sincretismo”. Pese a que la idea de sincretismo tiene la desventaja de ser un préstamo conceptual, que además hace referencia a un estado de pureza previo a la “mezcla”, esta permite una aproximación que, a diferencia de términos como hibridación o mestizaje, resalta el rol de la agencia y del poder en los procesos de composición y de descomposición. Para entender los des/órdenes que emergieron en las descripciones densas, propongo Zahler (2013: 14-15). Peire (2013: 13). 64 Quijada (1994: 39). 62 63

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entonces utilizar esta noción amplia de sincretismo, la cual considera los actos tanto de negociación como de resistencia a la síntesis mediante los que los diversos actores intentaron entrelazar el pasado con el futuro.65

3.5. Resumen La descripción densa de los sumarios abiertos contra el soldado Pintos en Buenos Aires y contra el sargento segundo Gálvez en la ciudad de México por haber participado en quimeras reveló los sentidos superpuestos de la violencia interpersonal y su relación con los múltiples desajustes, producto de la transición política y, más específicamente, de la militarización generalizada. En la primera sección describí algunos de los significados y usos de la violencia en las culturas populares, los cuales eran de particular valor en el campo de batalla, e identifiqué las jerarquías sociales, étnico-raciales negociadas en las pendencias. En la segunda sección expuse con cierto detalle los desfases con los que debieron lidiar los actores: las medidas de reorganización de los ejércitos y las milicias bonaerenses y mexicanas, la distribución desigual de la contribución de sangre y la fusión de jerarquías tradicionales e identificaciones políticas modernas en la noción liberal de ciudadanía. Partiendo del mérito atribuido a la violencia por los diversos ideales de honor y honra —militares, cívicos y populares— que coexistían en el periodo estudiado, analicé en la tercera sección el sentido táctico de los “duelos informales”. La contextualización relacional de las quimeras y los diversos desajustes me permitió establecer finalmente el carácter sincrético de los des/órdenes imperantes y resignificar la violencia narrada en las fuentes como un modo de gestar, pero también de desestabilizar la síntesis de tradición y modernidad, que cimentaba el proceso de transición de las sociedades mexicana y bonaerense. En el siguiente capítulo examinaré otros productos del sincretismo presentes en las narrativas de violencia de los sumarios militares: las prácticas punitivas y el uso táctico del pluralismo legal.

Al igual que la voz quimera, el término sincretismo fue utilizado históricamente por misioneros y eruditos para denunciar las mezclas religiosas y étnico-culturales. Así, el franciscano e historiador Jerónimo de Mendieta describía los productos del contacto entre conquistadores y conquistados como criaturas aberrantes con cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón que vomitaban llamas. Gómez (2009: 134), Shaw (1994: 4-19). 65

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CAPÍTULO 4 Ajusticiamientos: sobre la violencia punitiva y las tácticas legales

Como vimos en el capítulo anterior, la violencia fue un medio que los soldados y milicianos favorecieron para negociar su posición y lidiar con los desajustes de la transición. Esta imagen belicosa de los subalternos resulta reduccionista si se omite que, para resolver los conflictos, los actores utilizaban también recursos no violentos y legales. Como señala la historiadora María Alejandra Fernández: “[n]i la violencia ni la justicia deben ser concebidas como esferas completamente autónomas y excluyentes, ya que pueden combinarse en la práctica diaria como recursos a disposición de los sujetos afectados”.1 Para equilibrar la interpretación de las narrativas judiciales, exploraré en este capítulo los sentidos de las penas de sangre y, más concretamente, del ajusticiamiento. La segunda sección delineará las estructuras y circunstancias en que se contextualizaba la violencia punitiva, es decir, el derecho castrense castellano-indiano y el pluralismo legal de los regímenes de transición posindependientes. El tercer acápite introducirá una táctica no violenta utilizada por milicianos y soldados mexicanos para evadir o aminorar las sanciones: la inmunidad local otorgada por la Iglesia, conocida comúnmente como “asilo en sagrado”. En la última sección recontextualizaré las prácticas de violencia punitiva y el uso de tácticas legales dentro de los des/órdenes del sincretismo. Cabe resaltar que, en concordancia con la noción procesual de hegemonía2, el derecho no es entendido aquí como una cosa, sino como un espacio o, tal como lo formula el historiador Fernando de Trazegnies Granda, no como una “transcripción estática de un Gran Poder, sino como un lugar donde se definen los poderes a través de múltiples escaramuzas”.3

Fernández (2013: 177). Véase, en la introducción de este trabajo, la sección “Subalternidad y hegemonía”. 3 Trazegnies Granda (1981: 59). 1 2

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4.1. Ajusticiamientos En la noche del 15 de julio de 1820, después de las oraciones, dos forasteros armados con carabinas y sables irrumpieron en la estancia de la viuda doña María Fernández, ubicada en el partido de Siasgo (provincia de Buenos Aires). Tras amarrar al peón y a las esclavas que se encontraban en la cocina y asegurar a doña María Fernández y a su hija de trece años, María Aguian, los hombres se dirigieron a la sala, donde tomaron prendas de vestir y un juego completo de montar. Tras juntar el botín, uno de ellos desató a la niña Aguian y la violó frente a su madre. Los saqueadores se dieron a la fuga al oír que se acercaban caballos. Uno de ellos tomó el camino hacia San Vicente, mientras que el otro huyó en dirección a las tolderías de los “indios” pampas. El vecino Pedro Acosta, quien había venido a visitar a la familia, al ver lo sucedido, se dirigió de inmediato al pueblo para buscar ayuda. El teniente alcalde de partido de la Guardia del Monte, don Vicente Cabrera, y el cabo militar de la frontera, Justo Ayala, salieron en busca de los ladrones. Manuel Pérez y Basilio Franco, dos milicianos desertores, fueron atrapados aún con lo robado no lejos del lugar de los hechos.4 Para dirigir la investigación sumaria fue nombrado juez fiscal el sargento mayor y ayudante de plaza de la Guardia del Monte, Dámaso Anzoátegui. El proceso comenzó el 27 de julio en la misma Guardia. Unas semanas más tarde, el caso fue reabierto en Buenos Aires y transferido a don Mariano Sarassa. Además de las víctimas, declararon diez testigos: el alcalde Cabrera y el cabo Ayala, algunos vecinos del lugar, capitanes y soldados de los cuerpos en los que habían servido Franco y Pérez. Según su filiación, Pérez era un labrador de 35 años de piel trigueña, también descrito por algunos declarantes como “mulato” y oriundo de la ciudad de Córdoba. Se había alistado voluntariamente en dos ocasiones: en el cuerpo de Blandengues de Chascomús, en 1817, y más tarde en la compañía de Milicias de Frontera, en 1818. De ambos cuerpos había desertado.5 El teniente alcalde Cabrera afirmaba que Pérez era conocido en la región como un hombre de mala conducta, cómplice en varios robos que habían cometido los “indios” pampas. Sobre Franco solo sabía Cabrera que lo habían echado de su casa y que al momento de atraparlo este le había amenazado diciendo “que si hubiese dejado tomar las armas no era él el que lo hubiera de aprehender, y que más bien le hubiese quitado la vida”.6 Ambos acusados confesaron sus crímenes —deserción, robo y violación— en el primer Archivo General de la Nación Argentina (julio-octubre 1820, X 30-02-01 Exp. 691: 6r-6v). 5 Ibid., 12r. 6 Ibid., 4v. 4

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interrogatorio. Franco admitió haber abusado de la niña, pero remarcó que esta no se había resistido. Solo su madre le había rogado que se detuviera.7 Debido a una serie de irregularidades, la defensa llevada a cabo por el capitán de Cazadores, don León Rodríguez, logró impugnar la validez de la investigación sumaria. En primer lugar, la elección del defensor no había sido conforme al reglamento, ya que el capitán Rodríguez no pertenecía al regimiento de los acusados y no era capaz, por consiguiente, de juzgar con conocimiento su comportamiento y acciones. Pérez y Franco tampoco habían podido consultar a su “padrino” —como también se denominaba al defensor— antes de dar confesión, por hallarse este en la capital. Segundo, la falta de filiaciones u otras pruebas de su admisión en los cuerpos impedían que el cargo de deserción fuera demostrado con suficiencia. En el caso de Franco, sobre quien inicialmente no se sabía en qué compañía se había alistado, el capitán del 5.° Regimiento de Milicias Regladas de Campaña, don Policampo Izquierdo, afirmaba no haberle dado entonces la papeleta por haber estado ausente el sargento que debía autorizarla. Izquierdo también admitió que no había leído a Franco las leyes penales —una condición fundamental para el enjuiciamiento de todo militar y miliciano—, aunque sí le había hecho entender “la necesidad que tenía la provincia de su auxilio para la defensa, y que el que faltase a sus deberes sería castigado severamente”.8 Tercero, dada la falta del inventario y tasación de los objetos tomados, en base a los cuales también se debía determinar la pena, el robo tampoco podía considerarse satisfactoriamente demostrado. Por último, para el defensor aún quedaban preguntas por responder sobre la violación de la niña Aguian. Las declaraciones de los testigos sobre quién la había forzado se contradecían con las de los acusados. Los primeros señalaban a Pérez como agresor, mientras que los acusados coincidían en que había sido Franco. Más aún, ni la resistencia de la niña había sido probada ni su estado certificado con un acta de bautismo. Esta última falta era de particular relevancia debido a que, a diferencia de la violación de una mujer casada o viuda honesta, el forzar a una soltera no ameritaba la pena de muerte. En vista de estas incertidumbres, Rodríguez concluía que, “aunque se ve tan repetida en el sumario la voz violencia, ninguno de los que la han usado la han entendido”.9 En reconocimiento a las objeciones formuladas por la defensa, el tribunal militar decidió reservar el pronunciamiento de sentencia hasta que se resolviesen las faltas. Disconforme con esta resolución, la comunidad de Siasgo se dirigió a las autoridades locales exigiendo que no se perdiera más tiempo y se

Ibid., 11v-13v. Ibid., 60r. 9 Ibid., 21r. 7 8

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castigase severamente a los delincuentes. Ya en su informe sobre lo acontecido, el comandante de la Guardia del Monte, Vicente González, había señalado: La humanidad, la seguridad de esta frontera y el orden acaban de conseguir un triunfo en la aprehensión de los reos Manuel Pérez y Basilio Franco, hombres insensibles a los más sagrados deberes que respetan las mismas leyes. Sus delitos son la violación de jóvenes que viven en los campos, los ladrones de públicos, los de la subversión del orden y los de la deserción. (...) Los delincuentes son temidos por el azote de esta frontera.

Pero también advertía que [p]oco importa la aprehensión si a ella no ha de ser consiguiente la satisfacción de la vindicta pública allá donde pide a gritos justicia la venganza del crimen. Poco importa, repito, la aprehensión, si en estas circunstancias el orden no se impone, haciendo desaparecer a [los] hombres viciosos, corrompidos y sin virtudes algunas.10

En la ratificación de sus declaraciones, doña María Fernández y su hija imploraban a las autoridades “para desagravio de su honor ultrajado y la conservación de sus vidas, el público y ejemplar castigo que merecen sus crímenes, pagando estos con el último suplicio”.11 Finalmente, el teniente coronel y comandante del 5.° Regimiento de Milicias de Campaña, Juan Manuel de Rosas, advertía en una correspondencia reservada al presidente del Tribunal Marco Balcarce que [e]n estos días desde que a la Guardia del Monte llegó una comunicación del fiscal del Tribunal Militar que se ha traslucido un incendio, una alarma y un clamor (...). El comandante militar de la Guardia del Monte nada ha podido hacer, y ya se gritan públicamente que “dejen de existir esos hombres”.12

Pese a las súplicas de las víctimas y el clamor de la población, la Cámara de Justicia recomendó a Balcarce [q]ue puede el gobernador bien por medio de aquel jefe de milicias o por medio de una proclama convincente asegurar a los habitantes de la frontera del Monte que la vindicta pública será satisfecha con la pena y castigo de los malhechores, pero que

Ibid., 1v. Ibid., 28v. 12 Ibid., 46r. 10 11

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el respeto de las leyes y la santidad de la justicia exigen la precedente subsanación de los defectos de la causa.13

El 30 de septiembre, tras finalizar las diligencias encomendadas, el fiscal Sarassa entregó por tercera y última vez las fojas al tribunal, y se ratificó la recomendación del juez fiscal anterior de pasar a los culpables por las armas, como también lo establecía la ordenanza de 1786. Los vocales del tribunal militar se expresaron unánimemente a favor de la pena de muerte para Franco y Pérez. El 14 de octubre, el fiscal Sarassa se trasladó junto al secretario José Antonio Bianqui a la Guardia del Monte para hacer los preparativos necesarios. Para la ejecución, se convocaron los piquetes de Chascomús, Ranchos, Siasgo, San Vicente y de la misma Guardia del Monte. El 17 de octubre Pérez y Franco fueron puestos en capilla. A la mañana siguiente, se les condujo en buena custodia a la plaza de dicha guardia, en donde estaban formados en cuadro los piquetes para la ejecución de dicha sentencia; y habiéndose publicado el bando por el Comandante de dicha Guardia según [la] ordenanza, puestos los reos de rodillas delante de la bandera nacional que estaba colocada en el centro del cuadro, y leída la susodicha sentencia a los expresados reos, se pasaron por las armas (...).14

Pérez y Franco fueron enterrados en el predio de la iglesia local. El informe de Sarassa sobre la ejecución no registra ni las últimas expresiones de los condenados ni el comportamiento del público durante la ceremonia. Esta omisión llama la atención, dada la vehemencia con la que los vecinos del Monte pedían el castigo de los malhechores. En sus reclamos advertían que solo cuando Pérez y Franco fuesen sometidos al “último suplicio” y “dejasen de existir” podrían restablecerse el honor de las víctimas y el orden público. Sin embargo, arriesgándose a un tumulto, las autoridades dieron prioridad a la solución de las faltas formales del caso. ¿Qué revela esta tensión entre el deseo de la vindicta pública y la necesidad de un proceso ordenado? En el renombrado Diccionario de legislación y jurisprudencia, publicado en 1874, el jurista y político español Joaquín Escriche explicaba lo siguiente sobre la relación entre la violencia criminal y la punitiva: Un mal de pasión que la ley impone por un mal de acción; o bien, un mal que la ley hace al delincuente por el mal que él ha hecho con su delito. La pena pues, produce un mal lo mismo que el delito; pero el delito produce más mal que bien, y la pena al 13 14

Ibid., 49v. Ibid., 66r.

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UNA HISTORIA DENSA DE LA ANARQUÍA POSINDEPENDIENTE contrario más bien que mal. (...) El fin de la pena es reparar en cuanto sea posible el mal causado por el delito, quitar al delincuente la voluntad o el poder de reincidir y contener por medio del tenor los designios de los que intenten imitarle.15

De acuerdo con Escriche, la pena transubstanciaba la violencia por medio de la potestad y restablecía de este modo el equilibrio entre las fuerzas del desorden y del orden. El “hacer justicia” generaba así una situación desde la cual los involucrados podían renegociar sus relaciones y rehabilitar las normas y cuerpos dañados por la infracción. En este proceso, el ajusticiamiento conformaba un drama, en el cual la violencia punitiva adoptaba un significado metafísico, ya que propiciaba la reparación sociopolítica. Al igual que los rituales religiosos, la ley es un comportamiento humano que fetichiza el orden. El simbolismo, el formalismo y el tradicionalismo que caracterizan las prácticas legales permiten recrear la regularidad y predictibilidad que se oponen al desorden irrestricto, encarnado por el crimen. Es decir, que para transformar la violencia a través de la potestad, la ley depende de que los procedimientos sean estructurados, ya que solo mediante una liturgia ordenada pueden sus agentes articular, administrar, recrear e imponer el orden sociolegal.16 Al igual que el homicidio y la violación, el bandolerismo fue calificado tradicionalmente de crimen “atroz”17 por atentar contra Dios y vulnerar los cimientos de la res publica. La noción de atrocidad denotaba una relación circular entre el delito y la pena: si el crimen era considerado atroz, el castigo debía reproducir o incluso superar su brutalidad. En estos casos, la pena capital era la sanción mínima. Así, por ejemplo, Felipe II prescribía que los salteadores de caminos fuesen arrastrados, ahorcados, descuartizados por quien los hubiera capturado y que sus restos fuesen expuestos en los caminos y en los lugares donde hubieran robado. A partir del siglo XVIII esta ornamentación tormentosa del castigo fue reemplazada progresivamente por una estética “más razonable”. Así, antes que la represión, los “nuevos” regímenes punitivos de corte humanista buscaron reproducir los principios de legalidad, corrección, ejemplaridad y disuasión. Michel Foucault señala que esta racionalización de las prácticas punitivas no tenía por objetivo “castigar menos, sino castigar mejor; castigar con una severidad atenuada quizá, pero para castigar con más universalidad

Escriche (1874-1876: 485). Just (2007: 115), Aijmer (2000) . 17 En el Antiguo Régimen, la noción de “atrocidad” —por demás imprecisa en el nivel conceptual— habilitaba en la práctica a los jueces a ignorar garantías procesales de los acusados y exigía la imposición de penas severas. Ramos Vázquez (2004: 255-262). 15 16

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y necesidad”.18 Las penas debían producir signos que permitieran la rápida lectura y una penetración profunda del poder represivo en el cuerpo social. El castigo debía imponer un límite a la indisciplina y estimular simultáneamente las virtudes cívicas. Foucault advierte que, en el marco de los “nuevos” regímenes punitivos, la transformación del delincuente de un objeto de venganza a un sujeto de derecho hacía de este una figura jurídicamente paradójica. El criminal era simultáneamente enemigo y miembro del cuerpo social, y el castigo se le aplicaba, por lo tanto, también en su nombre. La pena capital era un signo de igualdad legal, ya que para todos —mendigos, artesanos y nobles— la muerte era la misma. Para Foucault, este principio se cristaliza más claramente en el artefacto de la guillotina: “Casi sin tocar el cuerpo, la guillotina suprime la vida, del mismo modo que la prisión quita la libertad, o una multa descuenta bienes”.19 ¿Se ejecutó también el fusilamiento en nombre de Franco y Pérez? Por un lado, como vimos en el capítulo anterior, la integración en la comunidad política de hombres como Franco y Pérez —jóvenes, solteros, sin domicilio fijo o familia propia— era circunstancial y/o parcial. Por otro, la violencia punitiva fue solemne y se les aplicó en nombre de la patria, del orden público y de la disciplina militar. No se sometió a los condenados a tormentos; su muerte fue pública, rápida y documentada. Entonces, dada la formalidad con la que se cumplió el proceso y el hecho de que los cuerpos de los acusados hubiesen caído sobre la bandera y fueran luego enterrados en un camposanto, es posible especular que en el momento de la ejecución la ley los hizo partícipes de la nación. Las fuentes judiciales consideradas hasta el momento se produjeron en un contexto específico: la jurisdicción militar. El derecho militar castellanoEn su anatomía política de los regímenes punitivos europeos, Michel Foucault relaciona la emergencia de una cierta sobriedad punitiva a finales de siglo XVIII con la crítica generalizada a la mala economía del “sobrepoder” monárquico. La nueva tipología punitiva se diferenciaba de los rituales de tormento medievales, los cuales exponían los cuerpos condenados a una venganza personal y pública y buscaban de este modo reconstituir y reactivar la fuerza físico-política del soberano. La violencia del suplicio, la cual debía reproducir la atrocidad del acto criminal, se hacía efectiva en cuanto que atemorizaba a los espectadores, generando un terror intenso y discontinuo que excedía los mismos marcos de la ley. El establecimiento de la institución carcelaria como forma de castigo universal en el transcurso del siglo XIX marcó una transformación definitiva del lenguaje, la materialidad, el objeto y el propósito de los regímenes punitivos. Foucault explica que la prisión constituye una técnica de coerción de los cuerpos, del alma, del tiempo, de los gestos y de las actividades cotidianas de los individuos. Esta no depende ya, para ser efectiva, de las marcas corporales, del simbolismo ritual o de la publicidad, sino de su capacidad de reformar y corregir las almas y los hábitos de las “ovejas perdidas”. Foucault (2002: 86, 135-137). 19 Foucault (2002: 21). 18

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indiano había suprimido ya en 1728 las penas de pan y agua y la mutilación; la pena capital había quedado reservada para los delitos más graves. En el caso de motines, las autoridades solían sentenciar a un quinteo, esto es, a la aplicación aleatoria de la pena de muerte a un reo de cada cinco. Como castigos físicos se aceptaban los grilletes, los latigazos, los tratos de cuerda y la carrera de baqueta, que consistía en que sus propios camaradas golpearan al infractor. La detención carcelaria continuó siendo infrecuente. Las autoridades solían condenar a los reos al destierro, a la remisión a galeras, al recargo de servicio o a prestaciones en las colonias africanas o indianas. En Hispanoamérica, los tribunales tendieron a aplicar castigos menos rigurosos que los previstos por la legislación castellana, aduciendo el criterio de prudencia. Las penas físicas habitualmente impuestas en los ejércitos hispanoamericanos eran el trato de cuerda, los apaleamientos, el cepo y las carreras de baquetas. Tras la independencia, las prácticas punitivas se volvieron ambiguas y alternaron la crueldad del Antiguo Régimen con el utilitarismo moderno. Para la eliminación de rivales políticos de renombre se continuó recurriendo, tanto en el Río de la Plata como en México, a la estética brutal del descuartizamiento y la exhibición de los cuerpos en sitios representativos. Así, al caudillo entrerriano Francisco Ramírez se lo decapitó tras haber sido muerto de un balazo, y su cabeza fue clavada en una pica y enviada a su antiguo aliado devenido en contrincante, Estanislao López. Este decidió embalsamarla y exhibirla en una jaula frente al Cabildo santafesino. 20 También en casos más ordinarios, los oficiales solían ignorar los reglamentos y castigar a la tropa del modo y con la intensidad que ellos consideraban adecuados. Sobre los ejércitos y las milicias rioplatenses, escribía el general Tomás de Iriarte: El trato que se daba a la tropa era el más inicuo. El castigo infamante de azotes era casi diario. Se cerraban las puertas del cuartel para evitar la presencia de algún extraño. Formaba el batallón, salían los cabos con sus varas y el mayor con otra y empezaba el vapuleo. (...) El coronel jamás asistía a las ejecuciones, bien que él fuese el que más ordenaba, así el mayor cargaba con el odio de la tropa, porque esta siempre ve por los ojos materiales.21

En contraste, los tribunales militares rara vez aplicaban penas de sangre, sino que daban prioridad al cuidado del espíritu patriótico y a la demanda de recursos humanos por la coyuntura bélica. Con respecto al cargo de deserción de Franco y Pérez, el defensor Rodríguez había señalado que primero era necesario comprobar el alistamiento de 20 21

Véase para México, Lomnitz (2005: 353-357). Iriarte (1962: 119).

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sus protegidos, ya que “siendo la clase militar en el hombre un distintivo que lo privilegia, es muy común en los criminales acogerse al fuero de soldados, ya por evadirse de la jurisdicción ordinaria, ya por otros motivos”.22 En vista de la sentencia que recibieron los milicianos, se plantea la pregunta: ¿a qué privilegios se refiere Rodríguez? Para ampliar el marco de interpretación de la violencia punitiva y comprender el papel que jugaba la justicia militar en la vida cotidiana de los actores, haré en la siguiente sección una introducción al derecho castrenseindiano y delinearé su evolución en los contextos bonaerense y mexicano.

4.2. La justicia militar de transición En tiempos de la colonia y hasta la codificación de los derechos nacionales en la segunda mitad del siglo XIX, el fuero militar funcionó como fundamento y expresión de la posición distintiva del ejército en la sociedad y de su rol como depositario del poder político. Este particularismo estaba legitimado por el régimen legal castellano-indiano tradicional, en el cual la ley emergía como un poder fragmentado en diferentes jurisdicciones: la real, la eclesiástica, la consuetudinaria, la de gentes y la natural. El poder de dictar normas no tenía entonces un origen único, ni tampoco emanaba de un centro superior, sino que residía en las mismas corporaciones.23 La evolución de la justicia militar, la cual delinearé a continuación, estuvo guiada por la voluntad e imposibilidad de superar el particularismo jurídico y el pluralismo legal que caracterizaban al Antiguo Régimen. Los sumarios aquí tratados citan como referencia principal las Ordenanzas de S. M. para el Régimen, Disciplina, Subordinación y Servicio de sus Ejércitos de 1768, también llamadas “carolinas”. Estas determinaban que, en caso de conflicto, los militares aforados podían acudir y ser juzgados por tribunales colegiados, conformados ad hoc por oficiales de las distintas armas. Mientras que los soldados debían ser procesados por consejos de guerra ordinarios, los oficiales podían comparecer ante tribunales militares propios. El Consejo Supremo de Guerra representaba la instancia superior en los procesos. Las Ordenanzas también establecían tipos diferentes de fueros. El militar se aplicaba a oficiales, soldados y milicianos del rey y se dividía a su vez en dos categorías: el fuero privilegiado para los cuerpos especiales —ingenieros, artilleros y milicias de las provincias— y el fuero ordinario, otorgado al resto de militares. El fuero político se concedía al personal civil del ejército. Luego estaban el fuero 22

Archivo General de la Nación Argentina (julio-octubre 1820, X 30-02-01 Exp. 691:

18v). 23

Abásolo (2002: 120-125), Vallejo (2009: 11).

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completo o criminal y el fuero activo, el cual permitía a militares denunciar a individuos pertenecientes a otras jurisdicciones —por ejemplo, a los mineros y comerciantes— ante tribunales castrenses. Estos se diferenciaban del fuero pasivo, cuya única capacidad era impedir que su titular fuera demandado y procesado por tribunales ordinarios. Esta última modalidad fue la más extendida. Dependiendo del tipo, el fuero podía ser utilizado aun por titulares retirados, y en algunos casos se extendía también a sus esposas, hijos dependientes y sirvientes domésticos. Para los milicianos, la validez del fuero dependía de si estos estaban en servicio. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, el derecho carolino castrense fue objeto de numerosas revisiones y modificaciones. Las Cortes de Cádiz buscaron uniformar los procedimientos y concentrar el monopolio sobre la sanción de las leyes en el poder legislativo. La oposición en el seno mismo de las Cortes llevó, sin embargo, a que la Constitución de 1812 conservara algunos de los principios característicos del derecho carolino, tales como la unidad entre el ejercicio del mando y la administración de la justicia o la competencia plena de los tribunales militares en materia de lo civil y lo penal. Más aun, para reforzar la defensa de las colonias frente a las incursiones de otras potencias europeas, las autoridades extendieron el privilegio fuero —aunque con ciertas restricciones— a los miembros de las milicias locales.24 En Hispanoamérica, la legislación carolina continuó reglando la vida castrense aún tras la independencia; en México y en el Río de la Plata, hasta la aprobación de los primeros códigos nacionales en 1852 y en 1895, respectivamente. No obstante, esta debió adaptarse a la nueva coyuntura política. En el Río de la Plata, este proceso recibió un impulso decisivo con la masiva movilización de la población que tuvo lugar durante las Invasiones Inglesas, las cuales no solo llevaron a la extensión del radio de actuación de las magistraturas castrenses, sino que también contribuyeron al desarrollo de un “orden penal militar sui generis”.25 Con la disolución del Directorio, el régimen jurídico castrense fue redefinido localmente y quedó a merced de los conflictos internos. El establecimiento de tribunales militares extraordinarios para procesar a líderes de motines y tumultos y la concesión de indultos a desertores fueron medidas comúnmente aplicadas por el gobierno provincial de turno. En México, el proceso no fue menos errático. Por un lado, se tomaron medidas para Estas modificaciones fueron ratificadas y alteradas en varias ocasiones, por ejemplo, en 1766 por las instrucciones del virrey novohispano marqués de Cruillas, por el Reglamento para las milicias de Infantería y Caballería de la isla de Cuba de 1769, por la Real Orden de 1774 y por el Reglamento para las Milicias disciplinadas de Infantería y Caballería del Virreynato de Buenos Ayres, sancionado en 1801. 25 Abásolo (2002: 123). 24

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regular las autoridades militar y miliciana; por ejemplo, en 1822, con la creación de un Consejo Supremo de Guerra nacional y en 1824, con el decreto de que todo desertor atrapado por agentes civiles debía ser juzgado por tribunales ordinarios. Por otro lado, se fomentó la expansión de la jurisdicción castrense con medidas como el traspaso a los tribunales militares de la tarea de perseguir y juzgar a ladrones y saqueadores de caminos, sancionado en 1823. Un objetivo común de las diversas modificaciones fue contener la indisciplina, considerada un problema endémico en los ejércitos y las milicias tanto peninsulares como hispanoamericanas. Los artículos VII y X del Tratado 8.° de las Ordenanzas enumeraban las siguientes figuras delictivas: la desobediencia y los insultos a superiores militares y a funcionarios de la justicia ordinaria, la rendición injustificada de una plaza, la cobardía, el abandono del puesto, el incumplimiento de los deberes de centinela, la deserción, la sedición, el motín, el duelo, los alborotos cometidos durante la marcha, el intercambio de correspondencia y la revelación de secretos militares al enemigo, el espionaje, el falso testimonio, la sodomía, la blasfemia, el robo, la falsificación de moneda y el contrabando. Uno de los delitos que más ocupaba a las autoridades militares era la deserción en la tropa. Los desertores no solo debilitaban las filas y la moral de las fuerzas, sino que también malversaban sus recursos al llevarse consigo el vestuario, las armas y los caballos. Al igual que para los cargos de robo y saqueo, los reglamentos carolinos y, más tarde, los patrios, reservaban para los desertores la pena capital en forma de fusilamiento o ahorcamiento. Pero, como mencioné anteriormente, las autoridades solían alternar las sanciones severas con gestos de indulgencia.26 ¿Cómo funcionaba en la práctica la justicia militar? En lo que se refiere a los tipos y límites de los fueros, al menos en las fuentes consultadas no se hace ninguna distinción entre los delitos de fuero personal o privilegiado —homicidios, heridas, quimeras, robos, conspiraciones y delitos de lesa patria— y los de fuero real o de causa, cuyos autores eran acusados de faltar a deberes propiamente militares. Las cuatro investigaciones sumarias descritas hasta ahora tienen un desarrollo más o menos similar: los documentos abren con un informe sobre lo acontecido, enviado al gobernador de turno por los superiores de los acusados o de las víctimas. Dependiendo de la gravedad del asunto, este ordenaba la designación de un juez fiscal y de un escribano de entre los oficiales veteranos para la apertura de una investigación sumaria. Como en el periodo colonial, justicia militar continuó siendo ejecutada tras la independencia por representantes legos con asesoría letrada. En tres de los cuatro casos, los jueces fiscales consultaron inicialmente a médicos para 26 Arnold (1999: 50-55), Cansanello (2002: 129), Di Meglio (2006: 212), Guerrero Domínguez (2007: 18-22).

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averiguar el estado o la causa de muerte de la víctima. Para establecer lo sucedido también se examinaron las armas utilizadas, provistas generalmente por los testigos, y la vestimenta de los involucrados. Aun cuando los jueces fiscales recurrieron a diferentes “evidencias” para substanciar las investigaciones, sus valoraciones se fundaron principalmente en pruebas subjetivas: los testimonios de los testigos, las confesiones de los acusados e incluso en rumores. Los testigos proveían información no solo sobre lo sucedido, sino también sobre la conducta y la reputación de víctimas y victimarios. En los casos de Pintos y de Pérez y Franco, debieron confirmar asimismo el origen y la filiación de los acusados debido a la falta de documentación. Generalmente se procuraba citar a la mayor cantidad posible de declarantes. Estos debían dar juramento y admitir si su testimonio estaba velado por algún tipo de rencor personal. Ante discrepancias, se los citaba nuevamente para que ratificasen o completasen su declaración. En el momento de fundamentar los dictámenes, el dolo, la posición social y la trayectoria militar de víctimas y acusados podían ser factores atenuantes o agravantes. En las cuatro investigaciones sumarias analizadas hasta ahora, los jueces fiscales citaron los mencionados títulos del Tratado 8. ° de las Ordenanzas carolinas. Esta referencia no generó problemas, con excepción del caso abierto contra el tambor Vidal. En este sumario, el auditor consultado reprendió al juez fiscal por fundar su argumentación en leyes castellano-indianas, y le advirtió que “si de nuestra revolución adelante se hubiesen de respetar y guardar las [leyes] del Monarca español, el Estado sería gobernado por dos legislaturas y dos soberanos independientes, y nada menos que legislaturas y soberanos enemigos, y en guerra abierta y obstinada”.27 En contradicción con las citadas Ordenanzas, algunos de los acusados no fueron juzgados por consejo de guerra. Solo en los sumarios abiertos contra Vidal y contra Franco y Pérez se encuentran sentencias firmadas por vocales de un tribunal militar. En el caso de Pintos, la orden de que este sea castigado con cuatro meses de grilletes y dos años de recargo en el servicio fue autorizada por el ministro de Guerra, José Rondeau. La decisión del juez fiscal y del asesor de prescindir de la confesión, de la defensa del acusado y de la sentencia de un tribunal en la investigación sumaria abierta contra el sargento segundo Gálvez se justificó con la toma de inmunidad local. Finalmente, en lo que respecta a las penas, los casos tuvieron resoluciones diversas: para Vidal y Pintos, quienes habían sufrido castigos corporales antes de recibir su sentencia, se dictaminó la prórroga del servicio. Gálvez fue condenado a seis años de presidio y trabajos forzados, pero logró escapar poco después del cierre de su

27

Archivo General de la Nación Argentina (1820, X 30-03-04 Exp. 967: 37r).

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caso. Solo Franco y Pérez recibieron la pena de muerte.28 Los casos aquí analizados demuestran finalmente que el arbitrio judicial se aplicaba tanto en favor como en detrimento de los acusados. Como explicaba el defensor Rodríguez, el fuero militar podía funcionar como un privilegio y un medio de evasión de las autoridades civiles. Pero, como vimos en la sección anterior, también confinaba a sus titulares a una esfera en donde el uso de la fuerza era un modo de interacción privilegiado. A continuación, presentaré una táctica utilizada por milicianos y soldados mexicanos para evadir o aminorar la violencia a la que se veían expuestos.

4.3. Las grillas del derecho: usos tácticos del asilo en sagrado El cinco de agosto de 1827 el fiscal ayudante Luis Gutiérrez acudió al hospital de San Juan de Dios, ubicado en la ciudad de Campeche (Yucatán), para tomarle declaración al granadero Juan Puente, quien había sido herido en una quimera. Este afirmó que ese día le había atacado el soldado de Cazadores Antonio Rejón sin razón aparente y aseguró que varios testigos presenciaron el hecho. Luego, “sin decir otra expresión que la de ‘mi Capitán’ y de que lo sentara, sin hacerle más que moverlo, se privó del todo hasta que expiró; y habiéndole llamado por su nombre por tres veces a presencia de los testigos Pedro López y Eugenio Benes no respondió por estar ya muerto”.29 Al día siguiente fueron citados los camaradas del difunto, López y Benes, y los cirujanos, para que reconocieran el cuerpo. Los testigos confirmaron la identidad del cadáver y los médicos explicaron que, pese al torniquete y a la operación hecha, la víctima había sucumbido a la hemorragia causada por los cuatro cortes efectuados con un objeto punzante en la cabeza, en la espalda y en los brazos. Las manchas de sangre en las prendas de Puente corroboraban la declaración de los médicos. Estos afirmaron también que las heridas habían sido mortales “por esencia y no por necesidad [ya que en el] acto de ser herido, hubiera tenido [el atacante] contener la efusión de sangre, pudiera haber salvado prontamente la vida del herido”.30

El curso de estos cuatro casos coincide con las observaciones hechas por Fabián Harari sobre cincuenta y siete investigaciones sumarias abiertas contra miembros de los tercios cívicos de Infantería de la ciudad de Buenos Aires entre 1812 y 1820. Entre las diversas irregularidades, Harari nota también una falta generalizada de claridad sobre la facultad del juez fiscal. Mientras que en algunos casos estos concluían su examen de la investigación dando sentencia, en otros solo afirmaban hacer una evaluación. Harari (2013a). 29 Archivo General del Estado de Yucatán (1827-1829: 9). 30 Ibid., pp. 11-12. 28

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El agresor fue extraído al día siguiente de la iglesia en la que se había refugiado y trasladado a la cárcel. Sobre lo acontecido, declaró Rejón que hirió [a Puente] el día cinco del presente, junto al baluarte de San Francisco por intramuros, con un tranchete; que serían las cuatro y media de la tarde; que el motivo que hubo fue el siguiente: que habiendo salido de su cuartel con el objeto de pasearse, se dirigió por la calle de la puerta de Tierra y en la tienda que está a mano izquierda, e inmediata a dicha puerta entró el declarante y compró una cuartilla de cigarros, a cuyo tiempo se le presentó el granadero [Puente] (...) [luego] junto al pocito del baluarte se encontró con dicho granadero, quien a su tránsito por su inmediación le dijo “adiós amigo”, a lo que le contestó “adiós señor”; y a los poco pasos que dio el declarante lo llamó el granadero, diciéndole “oiga usted amigo”; y retrocediendo el declarante fue convidado por segunda vez por aquél a que tomara aguardiente, el cual llevaba en una vejiga que traía dentro del seno; y volcándose [el declarante] a dar las gracias fue insultado por aquel, diciéndole “vaya a chingar a su madre”; y retirándose el declarante, retrocedió y le reconvino que “¿por qué le decía aquello?”; a lo que le contestó [Puente] que “porque era un puto”, infiriéndole de luego una bofetada; por cuyo insulto tomó [Rejón] de adentro de su cachuela el tranchete referido.31

En la pelea, “cayeron ambos; y levantándose el que habla tiró el tranchete al otro lado de la muralla, dirigiéndose para la iglesia, la que tomó por haber dejado caído en tierra a su contrario, al cual lo creyó muerto; que todo esto no lo presenció nadie”.32 El juez fiscal le preguntó al acusado que por qué llevaba consigo un tranchete cuando esta arma estaba prohibida, a lo que Rejón respondió que se trataba de una casualidad y que “lo llevaba aquella tarde con intención de llevarlo a amolar en razón de que se estaba enseñando a zapatero con el soldado de su compañía José María”.33 Por último, se cercioró Gutiérrez “si tiene Iglesia y en este caso a dónde y cómo la tomó, si le han leído las leyes penales y si sabe las penas que están señaladas”. Rejón respondió “que tiene sagrado, el cual tomó en la iglesia parroquial de esta plaza como lo certifica con la caución que presentó del cura padre (....); que le han leído las leyes penales en su compañía, pero que no tiene presente las penas que señalaba a la muerte a otro”.34 El juez fiscal dio órdenes entonces de que se buscase el arma homicida, que se citase a testigos y que se nombrase un defensor. Pero, contrariamente a lo afirmado por la víctima, nadie parecía haber presenciado el ataque. El arma Ibid., pp. 14-15. Ibid., p. 15. 33 Ibid., p. 29. 34 Ibid., p. 31. 31 32

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homicida tampoco pudo localizarse y el defensor seleccionado por Rejón no se presentó a los careos hasta que el mismo tribunal lo intimidó a cumplir su tarea. Además de estos contratiempos, otras interrupciones injustificadas llevaron a que la investigación sumaria se extendiera hasta 1829, año en el que el asesor Dr. Domingo López de Somoza entregó su dictamen. En respuesta a la consulta que el fiscal Gutiérrez realizó sobre el derecho de Rejón al asilo eclesiástico, el asesor explicaba que en nombre del “desagravio debido a la pública vindicta, así como a la seguridad personal solemne inviolablemente garantizada por las leyes de todas las naciones cultas”, el asilo no eximía al acusado de ser procesado por consejo militar. 35 Sobre la sentencia o su aplicación no se incluyen registros en la investigación sumaria. La última entrada data del 16 de julio de 1829, día en el que el comandante general Felipe Codallos dio la orden de que se informase al gobernador sobre lo recomendado por el asesor y que se elevase finalmente la causa al Consejo de Guerra.36 En el certificado de asilo de Rejón, de cuyo original el juez fiscal Gutiérrez había mandado hacer una transcripción, se leía: Juzgado Eclesiástico: El Teniente de Cura de la parroquia permitirá la extracción de Antonio Rejón, soldado del Regimiento Sexto, que se haya refugiado en aquel sagrado, respecto a que se tiene ya dada la correspondiente caución. Dios y Libertad. Campeche y agosto seis de mil ochocientos veinte y siete = José Mariano de Cíceros.37

Con asilo en sagrado se refería a la inmunidad local concedida por el estado eclesiástico a los fugitivos que se refugiasen en lugares sagrados: iglesias, monasterios, hospitales y camposantos.38 La caución juratoria entregada al agente del fuero eclesiástico a cambio del reo asilado comprometía a las autoridades militares o civiles a no dañar al acusado y a eximirlo de una pena de sangre. El asilo en sagrado se fundaba en la noción agustiniana de que el perdón era igual de efectivo que el castigo. De este modo, escribía Antonio de Aguilar Mendivil en 1688, “la Iglesia, defendiendo a los que se acogen a ella, no apadrina los pecados, si sólo concede misericordia a los delincuentes”.39 Debido a Ibid., p. 67. Ibid., p. 73. 37 Ibid., p. 16. 38 Acorde a la Torá y en la Biblia, el asilo en sagrado era utilizado por el pueblo de Israel como recurso para evitar la venganza de la familia de víctimas de homicidio hasta que el crimen fuese probado por el sacerdote. Este recurso le daba la oportunidad al acusado de demostrar su inocencia antes de sucumbir a las represalias y moderaba la dureza del castigo. Barral (2003: 14), Rojas (2009: 22). 39 Aguilar Mendivil (apud Levaggi, 1976: 277). 35 36

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su carácter mixto, la inmunidad local era una “fuente congénita” de conflictos jurisdiccionales. Según el derecho canónico, el estado eclesiástico se encargaba de velar por la vida de la comunidad. Los jueces religiosos eran responsables de la mediación en todo lo relativo al matrimonio, divorcio, alimentos, dotes y tenencia de hijos. La usura, el adulterio, el concubinato, el incesto, el ataque a religiosos, el robo de objetos sagrados, la blasfemia y el sacrilegio se consideraban causas mixti fori. Esta división de competencias no estaba siempre clara o era constantemente ignorada en favor de otros intereses. De hecho, la primera mención de la inmunidad local en Nueva España figura en una cédula real emitida en 1532, la cual ordenaba el procesamiento de reos asilados cuyos delitos no estén contemplados por la inmunidad local. En concertación con la Santa Sede, los monarcas españoles habían excluido del derecho de clemencia a los homicidas y a los acusados de delitos de lesa majestad y recomendaban que no se declararan inmunes lugares cercanos a las cárceles. La cédula pertenece a una serie de órdenes40 emitida por la Corona desde la baja Edad Media, cuyo propósito era minorar el asilo eclesiástico y reforzar de este modo el monopolio real sobre la administración de la justicia penal. La Breve de Clemente XIV, de 1773, estableció que en los territorios de ultramar el privilegio de asilo eclesiástico debía limitarse a templos seleccionados. En la ciudad de México se establecieron como “espacios inmunes” las parroquias de Santa Catarina y San Miguel, ubicadas en el noroeste y el sureste, respectivamente. En ellas fueron construidos cuartos anexos para que los refugiados no interfirieran con la rutina religiosa. Estas disposiciones no lograron, sin embargo, detener los abusos cometidos por los solicitantes y las mismas autoridades. En especial, los militares y milicianos continuaron utilizando el asilo en sagrado sin importar el tipo y gravedad de su crimen. Para contrarrestar la situación, Carlos III expidió en 1775 una cédula en la que se dictaba la extracción de todos los refugiados militares en la península y en las colonias. A esta medida le siguió la orden impartida en 1787, la cual dictaminaba que todos los solicitantes debían ser extraídos de los templos, trasladados a la cárcel y procesados para determinar su responsabilidad y si el delito en cuestión estaba considerado por el recurso de amparo. La integridad física del acusado debía respetarse, pero si el juez eclesiástico se negaba a entregarlo, las autoridades podían recurrir a la fuerza. El sumario de Rejón y el del sargento segundo Gálvez, tratados en el capítulo anterior, permiten constatar que el asilo eclesiástico era un recurso aún Entre los numerosos documentos que trataron la restricción del asilo eclesiástico se cuentan la bula Cum alias nonnulli, emitida por el papa Gregorio XIV y avalada por el rey Felipe III en 1636, el concordato de 1737, firmado por los ministros plenipotenciarios de Clemente XII y del rey Felipe V en Roma, la constitución In supremo justitiae solio, emitida para los Estados Pontificios en 1735, la real cédula, expedida en 1764. Rojas (2009: 26-27). 40

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utilizado por los militares y milicianos mexicanos en las primeras décadas de la posindependencia. Sobre la supervivencia de esta institución advertía el asesor López de Somoza: Siendo así que esta prerrogativa de los lugares sagrados tuvo origen en los mejores siglos de la Iglesia con el beneficio y loable objeto de proteger a los desvalidos contra los atentados y persecuciones injustas de los poderosos; aunque después en los siglos medios tenebrosos se hizo abusivamente intensiva a los delincuentes una gracia, que los prelados celosos de los primeros improntaban intercediendo por aquellos para que, indultados de la pena capital, satisficiesen por el resto de su vida con penitencias y expiación.41

En su opinión, esta institución resultaba “nociva para la república civil y eclesiástica”, lo cual quedaba demostrado por el hecho de que “los mejores publicistas claman por su total abolición, y en algunas naciones católicas no existe ya. El gran Napoleón lo desterró de su código inmortal, y el código penal decretado por las cortes españolas del año 1821 lo abolió asimismo”.42 En los argumentos de López de Somoza resuenan las críticas a los privilegios y competencias corporativas que también se hacían en relación con el fuero castrense. Para asegurar la formación de una unidad política regida por un poder centralizado, los gobiernos liberales debían subsumir no solo la heterogeneidad social y cultural, sino también el particularismo que tradicionalmente la había regulado. Pero, debido a la prioridad dada por los primeros Gobiernos nacionales a cuestiones constitucionales, las regulaciones castellano-indianas continuaron vigentes en México casi en su totalidad hasta mediados del siglo XIX. Polivalencia táctica del razonamiento jurídico En vista de que tanto Gálvez como Rejón “tomaron iglesia” tras haber cometido un crimen de sangre, lo cual, acorde a ley, invalidaba la inmunidad, se plantea la pregunta sobre la relevancia de la institución de clemencia. Sobre su rol en los nuevos regímenes legales reflexionaba el ya citado jurista liberal Escriche: El objeto del asilo es sustraer a un delincuente a la espada de la ley. Y ¿habrá delincuentes que no merezcan la pena en que han incurrido? ¿Y podrán consentirse lugares que los salven? Esto es lo mismo que confesar la injusticia de las leyes o caer

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Archivo General del Estado de Yucatán (1827-1829: 67). Ibid., pp. 67-68.

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UNA HISTORIA DENSA DE LA ANARQUÍA POSINDEPENDIENTE en una monstruosa inconsecuencia. En principio general, no debe haber lugar alguno que esté fuera de la dependencia de las leyes, cuya autoridad debe extenderse a todas partes y seguir donde quiera al ciudadano, como la sombra sigue al cuerpo. Hay poca diferencia entre la impunidad y el asilo. (...) Debe pues proscribirse en toda nación bien gobernada, como absurdo su origen y funesto en sus consecuencias. Sin embargo, mientras subsistan las penas demasiado severas que se establecieron en épocas de costumbres más duras, mientras la cárceles continúen siendo la horrible mansión de la desesperación y del hambre, mientras la inocencia misma tenga que temblar a la vista de una acusación, no dejaría de ser triste para la humanidad, según dicen algunos autores, la absoluta abolición del asilo.43

Aunque, como López de Somoza, Escriche consideraba el asilo eclesiástico un “residuo” del Antiguo Régimen, en vista de la inequidad y crueldad que aún caracterizaban a la aplicación de la ley, reconocía también en él una alternativa humanitaria. ¿Era este el sentido que había tenido en los casos de Gálvez y Rejón? Si bien ninguno de los acusados fue sometido a martirios ni recibido una pena de sangre, el trato condescendiente pudieron motivarlo los mencionados criterios de prudencia y utilitarismo que la inmunidad local. No obstante, la iniciativa de los acusados de tomarlo y la incertidumbre de los jueces fiscales sobre su estatus legal revelan el potencial táctico de este recurso. Así, en el marco de la fluidez jurisdiccional que caracterizaba a los regímenes legales de transición, la inmunidad local aún ofrecía un espacio alternativo al ya dado por el fuero militar, el cual permitía a los refugiados renegociar su posición y aminorar la violencia punitiva. En su análisis del “despertar jurídico” de los esclavos en el virreinato del Perú a principios del siglo XIX, Trazegnies Granda observa que, para evitar la separación o posibilitar la reunión familiar, estos solían acudir a la justicia eclesiástica, de la cual esperaban que diese prioridad a la familia por encima de la intangibilidad de la propiedad. De este modo, argumenta el historiador, los esclavos hacían un uso táctico de “la polivalencia del razonamiento jurídico”, esto es, de la adaptabilidad de argumentos jurídicos a diferentes discursos y propósitos. Los actores precisaban para ello de conocimientos substantivos sobre las leyes y las máximas morales vigentes, así como de saberes operativos, ligados a los principios de exposición. La polivalencia del razonamiento jurídico está limitada por la tolerancia plástica de reajuste de las leyes, la cual queda determinada a su vez por el contexto inmediato del caso, así como por el rol y la adscripción sociocultural de los actores. En otras palabras, para forzar “las grillas del derecho” y visibilizar o invisibilizar ciertas realidades, los litigantes dependían tanto de saberes formales como de una lectura atenta de la situación 43

Escriche (1874-1876: 293).

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y de las lógicas específicas en juego. En sus premisas básicas, el enfoque de Trazegnies Granda coincide con la noción polemológica de la vida cotidiana de De Certeau. Ambos modelos exploran el rol de la creatividad subalterna en la constitución de las estructuras de poder, a la vez que remarcan la dinámica dialéctica sobre la cual se funda este proceso. Como para De Certeau la cultura viva se forma en la violencia de realidades asimétricas, el derecho vivo es para Trazegnies Granda “una guerra reglamentada”, en la cual los litigantes recurren a la polivalencia del razonamiento jurídico para aprovechar las fisuras del panoptismo legal y maniobrar en su campo de fuerza.44 La inmunidad local como táctica para evadir el castigo de los tribunales militares parece haber sido un recurso al menos conocido para los subalternos militares y milicianos rioplatenses en el periodo colonial. En el AHPBA encontré un recurso de fuerza45 presentado en 1801 a la Real Audiencia: [C]on motivo de haberse refugiado el reo a la parroquia de la Piedad46 y negándose el Vicario Capitular a la formal consignación y llana entrega del reo dice: que por las declaraciones de los dos testigos presenciales Paulino Miranda y Julián Sotello resulta que cuando la ejecución de la herida verificada por el Dragón Juan López no participase de circunstancias de alevosía rigurosamente tiene al menos la de haber procedido en ella con la posible seguridad y sin recelo de ser ofendido por el miliciano [Pedro] Herazo, quien lejos de haber injuriado de palabra o usado de algún arma con el fin de ofenderle, solo trató de resguardarse con el cuerpo del caballo para evitar el golpe con que López le amenazaba y que descargó efectivamente sobre su cabeza, hiriéndole mortalmente (...) Esta circunstancia (por más que quiera decirle de la intención que la produjo) hace ver que la herida que originó la muerte del miliciano Herazo fue voluntaria en toda su extensión y, por consiguiente, el homicidio causado por ella no puede llamarse eventual ni convertido para asegurar la propia defensa que son los dos únicos casos en que los homicidas pueden disfrutar de privilegio de inmunidad local, atendida la declaración que hizo el Señor Benedicto 14 en la Bulla del año de 49 (...). En esta virtud, siendo manifiesta la fuerza que hace el Vicario Capitular en negarse como lo hace en su oficio a la libre consignación y llana entrega del reo Juan López, el fiscal en ejercicio de

Trazegnies Granda (1981: 165). El recurso de fuerza era un instrumento jurídico que fue utilizado entre 1786 y 1856 en Buenos Aires para discutir e impugnar la legitimidad de los procedimientos y la incumbencia de la justicia eclesiástica ante tribunales seculares. Mallo (1999: 270). 46 Un año después de la Breve de Clemente XIV, los obispos habían designado como lugares inmunes para la ciudad de Buenos Aires Nuestra Señora de la Piedad y Nuestra Señora de la Concepción. En otros asentamientos urbanos del virreinato se eligieron las iglesias matrices. Barral (2003: 22). 44 45

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UNA HISTORIA DENSA DE LA ANARQUÍA POSINDEPENDIENTE lo prevenido en el artículo 10 de la expresada cédula del año 87, le presenta por el recurso de fuerza que corresponde.47

En un breve trabajo sobre instituciones de clemencia en el Río de la Plata, el historiador Abelardo Levaggi se refiere también a un caso de inmunidad local que tuvo lugar en 1799. Como en el recurso de fuerza, se trató de una quimera entre soldados en la que uno de los involucrados había tomado iglesia —en este caso, la iglesia matriz de Montevideo— tras haber herido gravemente a su contrincante. Debido al estado de ebriedad del acusado en el momento de la riña, el tribunal militar decidió no penarlo con castigos físicos.48 No fue me posible encontrar registros de esta práctica tras la independencia. ¿Qué fue lo que desalentó su uso en el Río de la Plata? Sabemos que las tropas y las milicias bonaerenses conocían los beneficios del privilegio foral y que estuvieron también expuestas a los desajustes de la justicia militar de transición. Una explicación podría encontrarse entonces en los distintos niveles de integración de la Iglesia en los antiguos centro y frontera del régimen hispano-colonial. Brian Connaughton explica que el catolicismo —sus instituciones, agentes, espacios, imaginarios y prácticas— cumplió una doble función en el virreinato de Nueva España: además de legitimar la autoridad peninsular, la religión fue un denominador común con el cual vincular la heterogeneidad sociocultural del territorio. Sin importar su origen, los novohispanos gozaban como cristianos de ciertos derechos y como seguidores de la Virgen de Guadalupe pertenecían a una comunidad específica dentro del imperio.49 Tras la independencia, el catolicismo fue uno de los primeros lazos establecidos entre la patria y la nación. Como señala Claudio Lomnitz, la nacionalización de la Iglesia significó para la República la apropiación de uno de los pilares de la conquista española. Las elites político-militares tanto liberales como conservadoras reconocieron rápidamente el valor simbólico y práctico de la religión para la pugna política.50 Debido al rol constitutivo que la religión tenía para las identidades locales y la riqueza y el poder del clero, el proceso de secularización que conllevó la institución del

47 Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires “Dr. Ricardo Levene” (septiembre 1801, 7-5-11-3, 50-55). 48 Levaggi (1976: 286). 49 Esta política de integración, cuya referencia era la fe y no la cultura, fue promovida inicialmente por los Reyes Católicos. En el proceso de apropiación, la religión se tornó también un medio de disidencia política y cultural. Así, para las comunidades indígenas, las adoraciones marianas y de los santos ofrecieron una forma propia de redefinir la comunidad y su territorio en el plano sagrado. Connaughton (2010: 15). 50 Lomnitz (2001: 47).

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Estado moderno fue especialmente disputado en México. 51 Ya la expulsión de la Compañía de Jesús, la amortización eclesiástica, la reforma del excusado y las distintas limitaciones impuestas al clero regular, implementadas en el marco de las reformas borbónicas, habían sido recibidas por la Iglesia novohispana como verdaderas mutilaciones. El fortalecimiento del control laico sobre la vida religiosa y las prácticas locales, el ambiente fiscal adverso generado por la privatización de la subvención de los servicios religiosos y la prohibición de contratos, restringieron aún más el ámbito de acción del estado eclesiástico, forzándolo a relegitimar su lugar en el México independiente.52 Al igual que la Primera República mexicana, la Revolución de Mayo adoptó el regalismo borbónico y trasladó el foco de lealtad a la causa patriótica. Del clero se esperaba que defendiera desde el púlpito los intereses de la nueva nación sin entrometerse en el proceso de su constitución. La red de poder eclesiástica continuó jugando un papel central en la organización espacial y social, sobre todo en el contexto rural, donde los párrocos locales contribuyeron a la reestructuración del poder al facilitar la organización de los actos electorales. Pese a estos paralelos, el historiador Roberto Di Stefano identifica una diferencia fundamental en la constitución de las Iglesias mexicana y argentina: El proceso de centralización eclesiástica novohispano forjó un catolicismo consciente de sí ya en el siglo XVIII, mientras ese mismo proceso en Argentina no se dio —y esa conciencia no nació— hasta la segunda mitad del siglo XIX, en oposición a ciertas medidas del Estado nacional y bajo la influencia de ese otro gran actor centralizado, Roma, que a lo largo del siglo fue tomando las riendas de la Iglesia universal.53

El vacío demográfico, la debilidad infraestructural, la distancia e incomunicación con la metrópoli habían limitado desde un principio la injerencia del estado eclesiástico en la frontera austral. Y aun cuando, a diferencia de las diócesis de Córdoba y Salta, Buenos Aires contaba en vísperas de la independencia con un cabildo eclesiástico fuerte, su reorganización e inserción en el nuevo régimen se vio dificultada por la fragmentación política y territorial. Esto impactó en diferentes niveles; entre ellos, en la capacidad del estado eclesiástico Roberto Di Stefano advierte que, en el proceso de secularización, el binomio IglesiaEstado se constituyó dialécticamente. Así como el Estado moderno se hizo acreedor del monopolio de la violencia, centralizando los recursos simbólicos y materiales del poder, la Iglesia se volvió una entidad jurídico-política, separada de la sociedad. Para las estructuras eclesiásticas esto significó igualmente la pérdida de autoridad frente a la subjetivización de la creencia. Di Stefano (2012: 210). Véase también Florescano (1993: 30). 52 O’Hara (2010: 399). 53 Di Stefano (2012: 217). 51

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de ejercer justicia. En el marco del debate abierto por las reformas rivadavianas se cuestionó la validez de los privilegios forales, los cuales contradecían los principios de igualdad cívica y de monopolio estatal. El diputado Pedro Somellera advertía al respecto que, si resultaba necesario eliminar la jurisdicción personal eclesiástica para estatalizar la ley, esto solo sería justo si suprimían todos los fueros privilegiados. En favor de una opción más moderada, el sacerdote y político Julián Segundo de Agüero recomendaba abolir primero el fuero eclesiástico y luego, el militar, ya que “en semejante caso la política dictaba que se empezase por lo más fácil, para llegar a lo más difícil”.54 El fuero eclesiástico se anuló en 1822 y en 1823 se hizo lo mismo con el carácter personal del fuero castrense.55 Aunque esta exposición de la situación del estado eclesiástico en México y en el Río de la Plata no ofrece una explicación definitiva para la supervivencia o desaparición de la inmunidad local, permite al menos contextualizar las diferencias identificadas en los repertorios legales utilizados por los milicianos y soldados mexicanos y bonaerenses. De este modo, vemos cómo el uso táctico del particularismo castellano-indiano aún vigente estuvo determinado por las constelaciones locales de poder, las cuales se habían consolidado en estrecha relación con la política peninsular. Establecida esta distinción, queda por recontextualizar las prácticas de violencia punitiva y el uso de tácticas legales dentro de los des/órdenes de la anarquía.

4.4. Los des/órdenes de las justicias de transición En la Hispanoamérica colonial, la ley era un instrumento de control social y político, el cual facilitaba la gobernabilidad de sociedades extremadamente diversas y compensaba la distancia entre los centros de poder. Con el transcurrir de los siglos, la fluidez que originalmente caracterizaba al sistema legal del Antiguo Régimen fue reforzada por la multiplicidad legal y normativa proveniente del subcontinente hispanoamericano.56 De este modo, el derecho castellanoindiano devino en un ensamblaje polivalente de leyes y normas. Como señalé 54 Diario de Sesiones de la Honorable Junta de Representantes de la Provincia de Buenos Aries, sesión del 15 de octubre de 1822 (apud Abásolo (2002: 232). 55 Con la abolición del fuero militar, las causas del fuero personal pasaron al fuero común, mientras que los delitos de fuero real continuaron siendo procesados por los tribunales castrenses. Harari (2013a: 189-190). Veáse también Lida (2004: 383-404). 56 Este pluralismo estaba formalmente auspiciado por la mera multiplicidad de fuentes jurídicas y los diferentes contextos de su producción: las legislaciones reales como el Ordenamiento de Alcalá de 1348, las Leyes de Toro 1505, la Nueva Recopilación de Castilla de 1567 y la Novísima Recopilación de Castilla de 1805, los fueros locales, las Siete Partidas

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anteriormente, ya a finales del siglo XVIII el particularismo y la ambigüedad legal habían sido el blanco de la crítica de políticos e intelectuales ilustrados a ambos lados del Atlántico. En sus ojos, los fueros y privilegios corporativos eran una fuente más de la “anarquía feudal”. Como explicaba el escritor y editor francés Charles-Joseph Panckoucke, autor de Encyclopédie Méthodique: “Se dice también que la anarquía reina en un estado cuando los diferentes cuerpos que lo componen invaden respectivamente los derechos y las prerrogativas de unos y otros, y que la potencia ejecutiva deja que se violen todas las leyes en completa impunidad.”57 Esta idea de anarquía, la cual ha sido retomada por los postulados sobre la discreción legal, el subdesarrollo y la falta de igualdad en las sociedades hispanoamericanas modernas, ha sido desafiada por análisis localizados, como el citado trabajo de Trazegnies Granda, que recuperan el valor del pluralismo legal. El historiador Charles Cutter advierte que, más que tiranía, arbitrariedad o corrupción, el sistema legal castellano-indiano generaba una hegemonía consensuada. En él coexistían diversas fuentes jurídicas con las cuales se articulaban concepciones diferenciadas de ley y derecho, la doctrina —esto es, la opinión del jurista— y las prerrogativas de la costumbre y de la equidad, entendidas como prácticas y usos locales, y el ideal de harmonía que caracterizaba a la noción tradicional de justicia. En esta constelación, el arbitrio judicial era un componente clave para la administración de la ley: Through this device, law became a living, organic entity that the local population —citizen and administrators alike— might mould to meet situations peculiar to the region. This mechanism, as well as others, empowered Spanish subjects to modify legislation that they deemed to be unreasonable, unjust or harmful to the community.58

Así, este sistema legal intrincado era capaz de adaptarse y satisfacer las necesidades regionales particulares. Tras la independencia, el derecho patrio debió encarar la tarea de absorber y transformar el pluralismo legal heredado. No obstante, la inestabilidad y fragmentación política y el carácter en muchos aspectos nominal de la refundación jurídica aumentaron la ambigüedad, la incertidumbre y la discreción del poder

y, de origen hispanoamericano, la Recopilación de Indias de 1680, las resoluciones de los cabildos municipales y las leyes indígenas. Cutter (1999: 11). 57 Panckoucke, 1784 (apud Godicheau, 2013: 121). 58 Cutter (1999: 14). Véase también Aguirre (2001: 1-32), Benton (2001: 373-401), Comaroff (2001: 305-314).

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judicial. En un reclamo dirigido a las autoridades desde la cárcel, alegaba el sargento Gálvez ilustradamente: La aclaración de la verdad necesita la audiencia del reo, y sea correspondiente, sin que ley alguna sea capaz de dispensar en la materia, por ser de todo derecho la natural defensa y con más razón bajo el sistema constitucional que nos rige como se advierte al Capítulo 3.° de la Constitución Española, a que sin ausentes las ordenanzas del Ejército y aun las mismas leyes anteriores que se han ampliado en favor de la humanidad y derechos individuales de todo ciudadano (...) ¿Con cuánta mayor razón deberá observarse esto en los juicios criminales y en la época de las leyes en que los derechos imprescriptibles de los hombres claman abiertamente en sostenimiento de unos fueros tan respetables como sagrados en todas las Naciones cultas de Europa?59

Según Gálvez, su derecho era natural y estaba legitimado por las leyes constitucionales de origen entonces extranjero y por los derechos individuales del ciudadano, así como por los sagrados fueros, respetados en todas las naciones “civilizadas”. En este des/orden político-legal se contextualizan las penas impuestas por los tribunales militares y el uso táctico que dieron los acusados y sus defensores a recursos legales, como el asilo en sagrado, para evadir o aminorar la violencia punitiva. Así, el pluralismo legal —y normativo si consideramos las culturas del honor descritas en el capítulo anterior— funcionaba como un eje más del sincretismo. Como explica Levaggi, la integración de las viejas instituciones en el marco que trazaban los principios liberales fue lo que permitió a la justicia de transición conciliar —no sin tensiones— “la tradición con la modernidad y la historia con la [nueva] razón”.60

4.5. Resumen Con el propósito de equilibrar la interpretación, en este capítulo analicé el “drama” de la violencia punitiva, perpetrada por las autoridades del fuero militar, y los usos tácticos de la fluidez jurisdiccional, a los cuales recurrieron los acusados para evadirla. La descripción del primer sumario abierto contra los milicianos desertores Basilio Franco y Manuel Pérez consideró las condiciones de la conversión de la violencia por la potestad, la semiótica del castigo y, más específicamente, el reemplazo de la ornamentación tormentosa tradicional por una “sobriedad punitiva”. En la segunda sección presenté algunas de las 59 60

Archivo General de la Nación México (agosto 1822-enero 1823, s/nr.: 27r-27v). Levaggi (1985: 290-292).

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características principales de la justicia militar de transición: la persistencia del derecho carolino castrense, las modificaciones impulsadas por los Gobiernos liberales para uniformar sus procedimientos y estatalizar la ley y la ambigüedad e incertidumbre resultantes de las diferentes adaptaciones. Con la segunda narrativa judicial sobre la quimera entre el granadero Juan Puente y el soldado de Cazadores Antonio Rejón, introduje un recurso legal utilizado frecuentemente por milicianos y militares mexicanos: la inmunidad local otorgada por el estado eclesiástico. A pesar de las restricciones impuestas, esta institución de clemencia permitía aprovechar la fluidez jurisdiccional que aún caracterizaba a la justicia de transición para aminorar la violencia punitiva. El uso táctico del asilo en sagrado reveló ciertas diferencias entre el sincretismo rioplatense y el mexicano, de cuyos des/órdenes el pluralismo legal era un eje, relacionadas en este caso con la posición histórica de la Iglesia en los respectivos espacios.

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Mapa 4. Los espacios de la violencia (Río de la Plata) Las narrativas de la violencia política esbozan un mapa complejo, regido por múltiples conflictividades y soberanías imbricadas. Los fondos irregulares representan esquemáticamente la simultaneidad de diferentes espacios, con sus lugares y clivajes del poder, señalados respectivamente con negro y blanco.

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Mapa 5. Los espacios de la violencia (República de México)

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CAPÍTULO 5 Saqueos y montoneras: depredación y abusos de poder en los complejos fronterizos

El geógrafo francés Martin de Moussy, quien estuvo a cargo de la exploración de la Confederación en 1854, escribía sobre los indígenas del sur argentino: “Les populations qui l’habitent n’ont pas d’histoire, et ne se rappellent que vaguement l’existence de l’ancien empire de Cuzco. Ce que elles n’oublient pas, c’est l’arrivée des Huincas (les Espagnols), l’origine des guerres qui n’ont pas cessé depuis cette époque”.1 Sin historia y en guerra permanente. Sobre estos postulados se fundaron los procesos de imaginación y reorganización de los espacios fronterizos que, aunque erráticos por momentos, se decidieron finalmente en favor de una visión esencialista y una política belicista. También a los ojos de las elites político-militares mexicanas, la indocilidad y ferocidad de los paisajes y habitantes de los “márgenes de la nación” constituían un obstáculo para la consolidación nacional. En este capítulo propongo examinar la relación entre la violencia y el imperativo de integración-sujeción, postulada por estas imágenes de la otredad fronteriza. La primera sección tratará dos casos de asalto y robo cometidos por militares y milicianos, que tuvieron lugar en la campaña bonaerense y en las afueras de la ciudad de Valladolid, en Yucatán. Esta descripción densa explorará un fenómeno particularmente relevante para los espacios rurales: el bandolerismo. En la segunda sección, delinearé el complejo proceso de la reorganización territorial que tuvo lugar en el periodo estudiado. Con las investigaciones abiertas por abusos de poder, presentadas en la tercera sección, examinaré los conflictos que surgieron en el marco de la expansión institucional. A modo de conclusión, consideraré los des/órdenes que articulaba la violencia política en Yucatán y en la provincia de Buenos Aires durante la anarquía posindependiente.

1

De Moussy (1860-1863: 510).

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5.1. Montoneras y saqueos En mayo de 1820 el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Ildefonso Ramos Mejía, recibió una relación sobre los abusos que habían sufrido unas familias de Arrecifes de camino a la capital, luego de haber abandonado sus residencias para escapar al ataque de las tropas federales. Una de las víctimas, el hacendado Severino Aguirre, de 76 años, relataba que a principios del mes de enero su familia y otros vecinos: Improvisadamente fueron salteadas con la salvaguardia de la noche que con la claridad de la luna, les facilitó no sólo robarnos nuestras pobrezas sino también infamarnos en nuestro honor forzando las jóvenes que venían, sin poder contener la furia de diez militares armados del cuerpo de Dragones de esta guarnición.2

El asalto había tenido lugar en la estancia de Luis Saavedra, donde las familias habían parado para pasar la noche. El juez fiscal, sargento mayor Manuel de Mármol, abrió en marzo de ese año una investigación sumaria contra los acusados. Las víctimas habían identificado entre los atacantes al sargento Martín Alveldrín y a los soldados Manuel Pintos, Manuel Espinosa, Nicolás Ferreira, Mario Torquemada, Juan Bernardino Villondo y Manuel Gómez.3 Dos de los soldados, Pintos y Espinosa, habían sido atrapados inmediatamente después del asalto por Felipe Aguirre, hijo de Severino, y conducidos a la Villa del Luján, donde los entregaron al coronel Gregorio Pedriel. Mármol tenía a su disposición las declaraciones de las víctimas y testigos que habían sido tomadas ya en febrero por el comisionado juez fiscal, ayudante mayor del 3.er Regimiento de Caballería de la Campaña Juan García. Este había iniciado la investigación en la Villa del Luján, pero tuvo que interrumpirla al poco tiempo a causa de los enfrentamientos con las fuerzas del litoral. Felipe Aguirre y el peón de la familia, José Gaite, declararon que entre las ocho y las nueve de la noche del día en cuestión vieron acercarse a la estancia a un grupo de hombres a caballo. Creyeron primero que se trataba de don Severino, quien había prometido reunirse con ellos en este punto. Pero pronto constataron que eran desconocidos que “venían a una distancia, formados haciendo juegos de sable y tocando el clarín”.4 Una vez en la estancia, los jinetes se presentaron como una partida de montoneros orientales que venía a “robar; [y] preguntándose qué gente tenía desafiándose [exclamaban:] ‘ahora le verán

Archivo General de la Nación Argentina (1820, X 29-09-06 Exp. 24: 2r-2v). Ibid., 6r. 4 Ibid., 9v. 2 3

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porteños pintones’”.5 Inmediatamente revisaron las carretas y tomaron todo lo que encontraron de valor. A la familia Aguirre le robaron ocho onzas de oro, 39 pesos en plata, un rosario de oro, un freno con copas pasadas de plata con riendas emplumadas y varias prendas de ropa masculina sin estrenar. Con el botín asegurado, los dragones tomaron a las mujeres —entre ellas a la esposa de Severino, a su hija Paula, de 16 años, y a su sobrina Tomasa, de 14— y las llevaron una por una a un corral de ovejas. Los vecinos de Arrecifes fueron arrinconados y puestos bajo la custodia de dos centinelas. Después de un rato liberaron a las mujeres, que se reunieron con la familia sin decir una palabra sobre lo sucedido en el corral. Alrededor de la medianoche, antes de reemprender la marcha, los dragones interrogaron al peón Gaite sobre la ubicación del supremo director y sobre la distancia que los separaba de la guardia de Areco, a lo que el peón respondió que no sabía. Los montoneros amenazaron entonces “que ahora lo verían los porteños pintones que a fuerza de bala los hemos de reducir”.6 Poco tiempo después de su retirada, Severino Aguirre llegó a la estancia y se le informó sobre los hechos. Su hijo y Feliz Morales, un miliciano de Pergamino que acompañaba a la caravana, salieron entonces tras la montonera. En mayo, el juez fiscal Mármol citó a Severino Aguirre en Buenos Aires para que declarase sobre lo acontecido en la estancia de Saavedra. El relato de Aguirre confirmó las versiones dadas por los otros testigos en la Villa del Luján. Sobre los abusos que sufrieron las mujeres, cuestionó el juez fiscal “[s]i el acto de violencia cometida en las jóvenes apresadas fue presenciado por alguien, y qué clase de resistencia fue opuesta por ellas como asimismo la clase de amenazas o procedimientos con que fueron violadas”.7 Aguirre afirmó: que como los agresores apartaron a cierta distancia a las pacientes, no fueron vistas por los demás las operaciones de las violencias, más que todos quedaron persuadidos de ellas por las señales que lleva referidas y que cuanto a las resistencias que opondrían, el pudor no le había permitido más que declarar; más que los tirones con que por fuerza las arrancaron del lado de su esposa en presencia de los concurrentes.8

El declarante se manifestó también indignado sobre el hecho de que, pese a sus crímenes, los acusados Alveldrín, Moreno y Espinosa se habían reincorporado a las fuerzas porteñas.

Ibid., 8r. Ibid., 8v. 7 Ibid., 17r. 8 Ibid., 17r. 5 6

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El comandante de Campaña, Miguel Soler, rechazó la petición del fiscal de trasladar a los dragones a la ciudad de Buenos Aires para su interrogatorio, y argumentó: no puedo menos ni me es permitido desentenderme de manifestar a usted, que para no atrasar ni entorpecer de modo alguno la instrucción del ejército de mi mando, evitando al mismo tiempo que se concluyan los pocos caballos con que cuenta para su servicio, cuya aniquilación es muy fácil con el continuo tránsito de tropas a esa ciudad, será de conveniencia conocidamente ventajosa que en lo sucesivo les remitan a este campo los interrogatorios que hubiesen de producirse (...) que en otro caso la práctica de conducirlos a los reos escoltados ocasione la desmoralización y desmembración del soldado que es consiguiente al alejarse del cuerpo de que depende y precisamente en circunstancias de necesitarse más que nunca la unión para alcanzar la disciplina y orden que nos es tan útil.9

El juez fiscal Mármol envió entonces los interrogatorios al comandante militar de Arrecifes para que este los condujera. Al no obtener respuesta, remitió por segunda vez las copias en julio. En agosto de ese año, debido a los retrasos y a la imposibilidad de procesar a los acusados, Mármol decidió suspender la investigación. El último registro en la causa se refiere a un informe redactado por Marcos Balcarce sobre la amnistía que Manuel Pagola había dado a los reos a cambio de su apoyo en el motín de octubre.10 La historia de este saqueo se asemeja en muchos aspectos a casos ya tratados. Al igual que los milicianos Franco y Pérez, los dragones asaltaron una hacienda sirviéndose del armamento obtenido en el servicio. Tras amenazar a las familias y criados presentes, tomaron los objetos de valor, violaron a las mujeres y se dieron a la huida. La irregularidad con la que se llevó a cabo la investigación sumaria, así como la reincorporación inmediata de los acusados a las fuerzas eran, como ya se vio en capítulos anteriores, problemas con los cuales las autoridades y la población debieron lidiar frecuentemente. No obstante, el caso aquí presentado introduce un uso y un actor de la violencia que aún no se han considerado en detalle: el saqueo cometido por montoneras. Se denominaba “montoneras” a los grupos de jinetes con base rural y de reclutamiento popular que actuaban como milicias informales bajo el mando de jefes locales. En el periodo considerado también se designaba de este modo —y despectivamente— a las tropas de la Liga de los Pueblos Libres y a los malones. En la guerra de guerrillas, las montoneras cumplían funciones claves.

9 10

Ibid., 4r-4v. Ibid., 17v-19r.

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El “sentido del lugar”11 de las partidas sueltas, la habilidad para el rastreo nocturno y la persecución a caballo eran cualidades valiosas para las tareas de espionaje, la recolección de recursos, la negociación de alianzas con la población local y el combate con los cuerpos de la vanguardia enemiga. Las montoneras combinaban la lucha política con el robo. En su dinámica, los asaltos en las áreas rurales emulaban la guerra de malones araucana: eran sorpresivos, de corta duración y altamente destructivos. Sus objetivos fueron los pueblos, las estancias y las caravanas, de los cuales esperaban obtener ganado y caballos, objetos de metal y vestimenta. La apropiación violenta de bienes se acompañaba frecuentemente del rapto y la violación de mujeres. Raúl Fradkin observa que, durante la década de 1820, se registró una escalada de la violencia “bandolera”. En especial en los años 1820 y 1826, aumentó el número de saqueos con asesinato de las víctimas.12 Dado que las gavillas de salteadores solían también presentarse como patrullas militares y milicianas, las diferencias entre estas formas de asociación no eran siempre claras. Las gavillas tenían generalmente una composición heterogénea, inestable y sin jefatura fija. En las bandas convivían hombres de diversas edades, muchos de ellos “casados de facto”, es decir, en relaciones de cohabitación y amancebamiento. Aun cuando entre los miembros abundaban los desertores y otros fugitivos de la ley, la mayoría eran peones y labradores que se dedicaban transitoriamente al robo. Por último, si bien muchos de los salteadores provenían originalmente de otras regiones, la mayoría era oriunda de la provincia de Buenos Aires.13 La banda que atacó a las familias de Arrecife en esa noche de enero estaba compuesta —según lo que se sabe— por soldados y un suboficial del Regimiento Dragones de la Patria. Pese a que sus miembros se identificaron como una “montonera oriental”, estos retomaron el servicio en las tropas de Buenos Aires poco después de ser atrapados. ¿Cuál fue entonces el grado de identificación política de esta banda? ¿Fue la declaración de adhesión a las fuerzas federales solo una maniobra para confundir a las víctimas? ¿O buscaban los dragones contribuir con el saqueo a la lucha política? Para explorar estas preguntas, será útil contextualizar los usos de la violencia dentro del espacio social: la campaña bonaerense y sus fronteras con el indígena. En el caso aquí tratado, el saqueo sucedió en las cercanías de Arrecifes. Este poblado formaba parte De este modo describe Karl von Clausewitz a la capacidad mental de “formarse con rapidez una representación geométrica correcta de cualquier porción del territorio”, la cual resultaba clave para el desarrollo de toda estrategia militar. Véase Clausewitz, capítulo III. 12 Fradkin (2005: párrafo 66). 13 Ibid., párrafo 32-36. Véase también Rabinovich (2013: 148-153), Riekenberg (2010: 13). Sabato (2010: 78-79). 11

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de la línea de fuertes y fortines que había sido establecida ya en el siglo XVIII para contener los malones de los “indios” pampas, aucas chilenos y serranos y facilitar las exploraciones en el territorio indígena. Como veremos con más detalle en la siguiente sección, en contraste con la relativa paz de la que gozó en los primeros años de la posindependencia, la frontera con el indígena pasó a ser en la década de 1820 uno de los escenarios principales de los enfrentamientos entre las tropas porteñas, las fuerzas federales y los malones. La constitución social y espacial del complejo fronterizo ofrecía ciertas ventajas para la práctica del bandolerismo. La dispersión de las sedes de control estatal y la vastedad de la frontera generaban territorios porosos, los cuales podían ser infiltrados y abandonados rápidamente. Las zonas comúnmente atacadas por gavillas de salteadores y las montoneras eran las más pobladas. Para sus guaridas, las bandas favorecían los montes del Tordillo de la Pampa oriental y las islas del Paraná, pero también quintas y ranchos en los arrabales de la ciudad. Una ventaja significativa ofrecía todo punto cercano o integrado dentro del circuito de intercambio con las comunidades indígenas. En el marco del crecimiento económico, incentivado por la capitalización de la ciudad de Buenos Aires en 1776, había florecido en la región un mercado interétnico, descentralizado, en el que formas de apropiación violentas como el rapto, la extorsión y el bandolerismo eran una fuente central del sustento, del intercambio económico y la interacción social. Tras la independencia, las tolderías indígenas se volvieron un refugio privilegiado por desertores criollos y españoles, quienes se integraron rápidamente en los malones y, gracias a sus conocimientos del territorio, pasaron a funcionar como baquianos. De estos “mercados de violencia”14 participaban no solo indígenas y criollos “aindiados”, sino también pulperos, hacendados, autoridades locales, la milicia y el ejército.15 La apropiación violenta de bienes era también parte de las formas de sociabilidad y de la economía militar. Dado que todo lo que formara parte del enemigo —sus animales, armas, vestimentas y cuerpos— podía servir como muestra de bravura militar, las diferencias entre un botín y un trofeo eran difíciles de determinar. Tras una batalla, era común que el vencedor no solo confiscara las posesiones del enemigo, sino también que saqueara las poblaciones aledañas y, en especial, las viviendas de vecinos notables y autoridades locales. También las patrullas solían combinar la persecución de desertores y traidores con asaltos a

Este concepto fue originalmente desarrollado por el antropólogo alemán Georg Elwert para el análisis de las relaciones entre la violencia, el mercado y las autoridades estatales en Somalia, Liberia, Angola y Zaire. Michael Riekenberg lo ha adaptado para el contexto hispanoamericano. Véanse Elwert (1997), Riekenberg (2015: 74-75). 15 Fradkin (2005). 14

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las haciendas y caravanas que encontraban en el camino.16 El saqueo contribuía a la actualización de las relaciones de solidaridad y lealtad dentro de los cuerpos militares y milicianos al fomentar la interacción y reforzar el sentido de pertenencia. Pero, por sobre todo, esta práctica era una forma de financiación y una fuente de lucro para las milicias y las tropas. Acorde a Tulio Halperín Donghi, solo mediante el saqueo era posible satisfacer la “orgia de consumo”, entre cuyos “encantos” se contaba “una insólita ambición de comer carne”.17 Al igual que el término “anarquista”, los atributos de “bandido” o “rapiña” fueron frecuentemente utilizados para deshonrar al contrincante y a su causa política. El exceso era tanto un producto de la ambición como de la escasez. Forzados por la falta de recursos, los jefes autorizaban los asaltos para compensar a la tropa. El general Iriarte recordaba con pesar la conversación que había mantenido con su aliado, el chileno José Miguel Carrera, sobre los actos de depredación cometidos por sus hombres: Vagábamos así por la campaña, y las violencias, robos y muertes perpetrados por los chilenos y santafesinos acabaron de enajenarnos los ánimos de los habitantes de la campaña. Los proscriptos [aliados del antiguo director Carlos María de Alvear], porteños por la mayor parte, mirábamos con el mas acerbo disgusto las terribles depredaciones de aquellos vándalos. (...) Un día no pude menos de llamar la atención de Carrera sobre aquel sistema vandálico que tanto nos desacreditaba, acrecentando el número de enemigos. Carrera era verdaderamente un caballero, un hombre de los más nobles sentimientos, un filántropo, me dijo con casi lágrimas en los ojos: “Amigo, yo me lastimo más que usted de estos males, pero ¿cómo evitarlos? El compromiso que yo he contraído es inmenso. Mi misión no es para este país, es para librar a Chile, mi patria, de la tiranía de sus actuales mandones. Necesito, en primer lugar, para llenarla, conservar mis soldados. Estos soldados están impagos, no les puedo proporcionar ni tabaco, ni yerba, ni nada, y el día que quiera sujetarlos al yugo de la disciplina me abandonarán, me dejarán solo”.18

La justificación de Carrera introduce otro argumento generalmente asociado con la deserción y el saqueo: la “desnudez”. De este modo se referían los peticionarios —militares heridos y sus familiares— al grado de vulnerabilidad,

Así, por ejemplo, el cuchillo de monte que Juan Ramón Balcarce tomó de un coronel en medio del confuso enfrentamiento entre las tropas realistas y las patriotas en Tucumán en septiembre de 1812, fue considerado por el general Manuel Belgrano un acto de mera rapiña más que una prueba de la victoria. José M. Paz (apud Rabinovich, 2009: párrafos 6770). Véase también: Bömelburg (2011: 11-30). 17 Halperín Donghi (1972a: 51). 18 Iriarte (1962: 244). 16

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en el que los servicios a la patria los habían dejado.19 El miliciano cordobés Manuel Pérez, cuyo caso fue tratado en el capítulo anterior, explicaba que por hallarse “muy desnudo y sumamente pobre” había abandonado el destacamento de Santa Elena. Llevándose el arma reglamentaria y la vestimenta, el desertor se había refugiado entonces en: los campos, introduciéndose entre los indios y siguiendo con ellos por entender el idioma, que después de un tiempo se dirigió a la Guardia de los Ranchos en donde se presentó al capitán de milicias Don Miguel Peralta, diciéndole que era desertor y este capitán lo apuntó en su compañía dando su papeleta (...).20

Durante su estadía en las tolderías, Pérez se había ganado la (mala) fama de baquiano y de ladrón de caballos. Sobre su última deserción con Basilio Franco, recordaba el miliciano que “reunida y armada, la gente se dio la orden para caminar, pero esta orden no la ejecutaron la mayor parte de la gente por tener empeños para quedarse, y que viendo el exponente que no salían todos trató de volverse como hacían todos.”21 Desde la independencia y, en especial, durante la guerra con Brasil, la presión reclutadora sobre la población rural bonaerense había aumentado vertiginosamente. Además de cumplir con las exigencias militares, las autoridades esperaban que la militarización generalizada de la población rural facilitara la anexión espacial mediante la extensión de las estructuras institucionales y que contribuyese, de este modo, a la “civilización” de la campaña. La leva masiva se tradujo en un recrudecimiento de la persecución de las por entonces denominadas “polillas de la campaña”: individuos y familias sin domicilio fijo y con empleos estacionales. La trashumancia era considerada no solo una prueba de “vagancia”22, sino también un indicio de la evasión al servicio a las armas. Además de por la presión reclutadora y la restricción de la movilidad espacial y ocupacional, las culturas populares rurales fueron coaccionadas por la nueva “semiología del capital”23, impuesta en el marco de las reformas rivadavianas para regular el intercambio comercial y la propiedad privada. La marcación, las guías y las licencias exigidas para legitimar la propiedad, el tráfico 19 Al respecto, cabe observar que, en el periodo en cuestión, la vestimenta tenía un valor material y simbólico muy elevado, ya que era una de las señales de pertenencia social más explícitas. Véase Di Meglio (2006: 49). 20 Archivo General de la Nación Argentina (julio-octubre 1820, X 30-02-01 Exp. 691: 30r). 21 Ibid., 30r-30v. 22 Recordemos que la vagancia era una figura delictiva de origen colonial, cuya función era identificar y “expurgar” formas de vida disidentes. 23 Salvatore (2003: 40).

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y la introducción de cueros y ganado en pie a los mercados criminalizaban las prácticas tradicionales de apropiación directa e intercambio informal. El “vago y mal entretenido” se volvió entonces un sospechoso de deserción, de robo y contrabando. La leva masiva y la criminalización de formas de vida tradicionales llevaron a que muchas familias emigraran hacia otras regiones para escapar a la “desnudez”. Para los enlistados como Pérez, quedaban como alternativas la deserción y el ingreso al mercado de la violencia, ya fuera de modo temporal o permanente. En esta primera aproximación, la violencia en el espacio rural emerge como una práctica culturalmente arraigada, la cual formaba parte tanto del mercado interétnico como de los repertorios simbólicos y materiales milicianos y militares. De acuerdo con Fradkin: La montonera se presenta como la expresión de la confluencia, por lo menos coyuntural, entre lucha política y bandolerismo. Una confluencia que tomaba dos direcciones: a través de lo que podríamos denominar como la bandolerización de la lucha facciosa y por medio del desarrollo de una lucha política y militar que generaba condiciones para la transformación de paisanos en bandoleros.24

La “depredación” era entonces un medio para debilitar al enemigo, amedrentar a la población, financiar a las tropas y celebrar la lucha. ¿Eran estos los sentidos políticos del saqueo? Según Eric Hobsbawm, el bandolerismo es una práctica característica de sociedades precapitalistas rurales en momentos de transición y crisis. En estos contextos, la apropiación ilegal funcionaba como un modo de protesta y denuncia contra la explotación injusta de las elites locales. En las culturas rurales, el bandido social encarnaba al rebelde primitivo, defensor de pobres, que distribuía generosamente el botín y hacía uso de la violencia solo en la medida de lo necesario.25 Aun cuando la “montonera oriental” aquí presentada difícilmente encaja en el perfil hobsbawmniano de “bandido social”, la depredación sí parece haber funcionado en el contexto considerado como una técnica de antidisciplina, una modalidad de acción política popular que permitió a los subalternos evadir la desnudez y lidiar con la reestructuración político-económica que estaba Fradkin (2005: párrafo 66). Aunque el modelo hobsbawmniano ha sido extensamente criticado —por ejemplo, debido a la homogeneidad de las fuentes utilizadas y el eurocentrismo de las generalizaciones—, continúa siendo una referencia fundamental para la teorización del fenómeno. Gilbert Joseph, Florencia Mallon, Daniel Nugent y Rosal Schwartz, entre otros, han contribuido a la adaptación y desarrollo de la tesis de bandolerismo social para el contexto latinoamericano. Hobsbawm (1983: 27-52; 1999: 19-45). Véanse también Blok (1972: 494-503); Joseph (1990: 7-53); Slatta (1987). 24 25

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transformando sus espacios y formas de vida. Antes de probar esta interpretación en el caso mexicano, es necesario hacer algunas aclaraciones con respecto a la idea de depredación utilizada aquí. Según la definición general, la depredación es un modo de intercambio involuntario y asimétrico entre el predador y la presa, mediante el cual el primero se apropia y consume la energía del segundo. Además de asegurar la supervivencia del predador, la depredación puede contribuir a preservar el equilibrio dentro de un ecosistema.26 Trasladando esta idea al mundo social, los antropólogos Pierre Clastres y Eduardo Viveiros de Castro consideran la guerra de depredación como un dispositivo central de reproducción material y simbólica de las sociedades indígenas sudamericanas, cuyo sentido es frenar la formación de una instancia superior de poder separada de la comunidad y posibilitar la regeneración social y cultural a través de la transformación e incorporación de alteridad.27 En el contexto estudiado, la depredación era un recurso utilizado por diferentes comunidades con diferentes objetivos y, con frecuencia, por actores que, con Serge Gruzinski, podríamos denominar “passeurs culturels”28. Estos son mediadores como el miliciano Pérez, quienes gracias a su posición liminal en la sociedad favorecían la transferencia cultural. Entonces, dada la especificidad de las ontologías guayaki y del chamanismo amazónico analizados por Clastres y Viveiros de Castro y la polivalencia de la violencia depredadora en el contexto estudiado, favoreceré aquí una noción sociológica de depredación, como la utilizada por Michel de Certeau. El historiador describe las prácticas de consumo del “hombre común” como una “caza furtiva”.29 Entendida como una táctica, la “depredación” no es un régimen político-cultural en sí, sino una forma de resignificar y maniobrar dentro de un sistema que subordina al actor. Depredación y desnudez: una aproximación al estado de Yucatán La leyenda de la “nación de bandidos” mexicana, cuya época de oro en las décadas de 1850 y 1950 vio pasar a salteadores de la talla de Heraclio Bernal, Chucho el Roto y Pancho Villa, tiene aún hoy un lugar asegurado en la literatura y en la historiografía. Más allá del romanticismo que haya inspirado, el bandolerismo fue un modo extendido de gestionar intereses tanto para las elites político-militares como para los sectores populares mexicanos a lo largo

“Depredar”, en Diccionario de la lengua española, 23.ª ed., 2014. Clastres (1981), Viveiros de Castro (1997: 99-114). Véase también Boccara (2013). 28 Ares Queija (1997: 9-11). 29 De Certeau (2000: XLII-XVII). 26 27

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de los siglos XIX y XX.30 El sumario que veremos a continuación fue abierto en 1827 contra dos miembros de la 6.ª Compañía del 3.er Batallón activo por haber robado a unas familias indígenas en las afueras de la ciudad de Valladolid. En enero de ese año, el comandante José Antonio Tadeo remitía a sus superiores una denuncia tomada por el alcalde segundo sobre: el escandaloso hecho del sargento segundo Juan Beitia y el cabo Tomás Moreno [Revolledo] en una de las puntas rurales de esta comarca con varios indígenas que saquearon con felonía a pretexto de liberarlos del alistamiento de la milicia; en cuya averiguación resulta la suma de veinte pesos y reales que apercibieron, dando por recibidos los papelitos llenos de la mayor desvergüenza seria que también incluyo; conducta de esta naturaleza que tanto deprime y mancha el decoro y delicado comportamiento de los demás sargentos exige la más seria reprensión capaz de cortar de raíz estos abusos.31

Para la investigación se interrogó a las víctimas y a varios testigos. El marido de una de las mujeres asaltadas, Fermín Vicab, residente del barrio de Santa Ana, declaró que estaba trabajando en el centro de su milpa, cuando a la razón se presentaron a la mujer de este el sargento Beitia y el cabo Moreno [Revolledo], diciéndole: “¿Que a dónde está su marido?” A lo que contestó la mujer que [estaba] trabajando en distancia de la milpa. Entonces Beitia y Revolledo volvieron de la mujer, diciéndole que habían venido por su marido por orden que tenían, pero que si les daba seis pesos no lo llevarían a su marido y, de este modo, lo liberarían del alistamiento de la milicia; la mujer le contestó a esto, diciéndoles que no tenía dinero para darles, más habiendo oído esto el citado Beitia se botó sobre la india y amenazándola [ilegible] y esta, viéndose ya asfixiada, le dijo que la soltase que le daría tres pesos (...) efectivamente [ilegible] la soltó y le entregó papelitos.32

Aunque confirmó haber hablado con una “india”, Beitia alegó ser inocente, lo que para él quedaba demostrado por su decisión de no tomar asilo en sagrado. Según Beitia, el día en cuestión, sólo había ido al pueblo para cobrar los cuatro pesos que se le debían. Una vez allí, el alcalde le había dicho que en unos ranchos ubicados en las afueras del pueblo se hallaban varios desertores de su compañía; entonces el que declara dijo al cabo Tomás Moreno Revolledo que le siguiese para aprehender a aquellos desertores; Frazer (2006: 1-19); Vanderwood (1986: 35). Archivo General del Estado de Yucatán (1827:3-5). 32 Ibid., 19. 30 31

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UNA HISTORIA DENSA DE LA ANARQUÍA POSINDEPENDIENTE efectivamente se dirigieron al rancho cuyo nombre no sabe y en él encontraron a una india, a quien preguntó en dónde estaba su marido y ella le contestó que estaba en la milpa; a esta razón dijo el que declara al cabo [Moreno] Revolledo que no la dejase salir para que no fuera a avisar a su marido. Al otro día de haber llegado al rancho, se venía a esta ciudad con el cabo [Moreno] Revolledo y por el camino los encontraron cuatro soldados que habían de aprehenderlos, en donde los aseguraron y los trajeron a esta ciudad.33

El cabo Moreno Revolledo confirmó la versión de su superior. En el momento de la investigación, ambos acusados tenían veinte años, eran de oficio labradores, naturales de la ciudad de Valladolid, y se habían alistado voluntariamente dos años antes del incidente. Al igual que la investigación llevada contra los dragones, este proceso estuvo marcado por varias irregularidades, la más llamativa de las cuales es el hecho de que no fuese posible para el juez fiscal designar un defensor. Tampoco se registra una conclusión de la investigación en el acta. Aunque el hecho descrito por el sumario fue menos violento que los casos ya tratados, deja entrever las dinámicas de depredación en un complejo fronterizo diferente al bonaerense: la península de Yucatán. La carátula de la investigación abierta contra Beitia y Moreno Revolledo indica que el abuso fue cometido no contra “indios” o “mayas”, sino contra “indígenas”. Este último término expresaba un cierto respeto y era utilizado para denominar a individuos y comunidades “pacificadas”, esto es, integrados en la sociedad criolla.34 Los mayas habitaban las regiones más pobladas del noroeste, así como “las montañas” del este y del sur. Parajes selváticos, inaccesibles, pero lo suficientemente ricos en recursos para asegurar la subsistencia y autonomía de sus habitantes. Esta región indígena, que se conocía comúnmente con el nombre de “despoblados”, había resistido con éxito los avances españoles durante la colonia y, tras la independencia, logró mantenerse al margen del dominio criollo. Los “indios de la montaña” mantuvieron, no obstante, los lazos con las comunidades mayas del noroeste “civilizado”. En el periodo estudiado, los sectores rurales indígenas y criollos llevaban una forma de vida similar y convivían en un espacio social multiétnico, en el que la lengua maya funcionaba también como lengua franca. Además del lenguaje, las comunidades mayas habían podido preservar otros elementos de la vida tradicional precolombina, en parte, gracias al aislamiento de la península de Yucatán dentro del régimen colonial. La mencionada milpa —una práctica agrícola ancestral cuyos componentes productivos principales son aún hoy el maíz, el frijol Ibid., 27. Aunque la denominación maya es un constructo político y cultural del siglo XX, será utilizada aquí para facilitar la lectura. Véase Rugeley (2009: 8). 33 34

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y la calabaza— era no solo una fuente de subsistencia familiar, sino también un centro alrededor del cual se organizaba la vida de la comunidad. Si bien la mayor parte de la población maya vivía de la explotación de tierras comunales, existía una pequeña clase propietaria de rancherías, la cual complementaba la economía de subsistencia con la producción comercial.35 Los mayas estaban formalmente exentos de la contribución de sangre. No obstante, el hecho de que ninguno de los involucrados haya notado la contradicción que suponía la coartada de sargento segundo Beitia y el cabo Moreno Revolledo, confirma que la participación indígena en la milicia no era inusual. Formal o informalmente, los mayas servían en las milicias de poblados remotos, en cuerpos que carecían generalmente de entrenamiento, de uniforme e incluso de armamento. Pero, la agencia política indígena no se limitaba a la participación en cuerpos periféricos. Las comunidades ya habían adquirido en las repúblicas y los cabildos de indios una experiencia electoral incluso mayor a la de sus pares “blancos”. Tras la independencia, su recategorización como ciudadanos les dio nuevos medios para articular reclamos y gestionar intereses. Así, pese a que los cargos públicos estaban reservados para los sectores medios y altos criollos, el apoyo maya se tornó decisivo para las facciones en la lucha por el poder local y regional.36 La integración de los mayas en la comunidad política “moderna” conllevó, sin embargo, la pérdida de privilegios otorgados por el sistema colonial, tales como las tierras comunales, los hospitales, los puestos políticos y las escuelas. Más aún, dado que en 1821 el 80% de la población en Yucatán se identificaba o era identificada como “maya”, para los gobiernos locales era de vital importancia asegurar el “aporte” de su fuerza de trabajo y contribuciones fiscales para las finanzas estatales y eclesiásticas. Con este propósito se tomaron una serie de medidas: en 1822 se liberalizó su fuerza de trabajo mediante la abolición de los servicios personales de los semaneros, de los cuales se beneficiaban las corporaciones, los agricultores, los hacendados, los milperos, los salineros y los madereros; en 1824 el Congreso decidió restablecer las repúblicas de indios y con ellas, la contribución personal impuesta a todo hombre maya y las obvenciones parroquiales. El aumento de las cargas fiscales y la exclusión gradual de las autoridades mayas del Gobierno causaron finalmente olas de emigración hacia las montañas del sur y del este.37 Villalobos González (2006: 26-35). El grado e impacto de politización indígena en el periodo ha sido motivo de un intenso debate en la historiografía. Véanse, por ejemplo, Annino (2014: 222-223), Hamnett (1994: 228-238), Van Young (2007: 23-59). 37 Coatsworth (1988: 57-61), Florescano (1993: 36), Lomnitz (2001: 48-51), Loewe (2010: 20-21), Rugeley (2009: 35-36), Wammack Weber (2012: 184-197). 35 36

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Además de perpetuar las prácticas de explotación a las que se veían expuestas las comunidades rurales, el robo perpetrado por los milicianos Beitia y Moreno Revolledo reproducía la lógica del mercado de violencia local. Los milicianos sacaban provecho del estado generalizado de inseguridad, generado por el contrabando que cruzaba el territorio en el oriente de norte a sur, a través de la frontera con Honduras británica, y en las costas, por la piratería. Este legitimaba la expansión del poder militar en ámbitos civiles y el aumento del presupuesto destinado a este. Por su parte, los hacendados y las autoridades locales contrataban también desertores y fugitivos para asegurar el funcionamiento del intercambio comercial y contribuían de este modo al desarrollo del mercado de violencia, del cual querían protegerse. Para el historiador Paul Vanderwood, esta dinámica alimentaban un círculo vicioso en el que los bandidos, las milicias y los ejércitos colaboraban, robando y vendiendo mercancías para su beneficio mutuo.38 Por último, la “desnudez” emerge también en el contexto mexicano como una urgencia, producto de la militarización generalizada. Tal y como lo describía José Gregorio, natural del pueblo de San Francisco Magú (Estado de México), en su petición: [Q]ue como cinco meses hará que mi hijo Baltazar Antonio lo sacaron de mi dicho pueblo y casa de leva para que sirva en la honrosa carrera de las armas en defensa de Nuestra Nación; y no teniendo otro hijo varón más que el mencionado, me veo estrechado (confiado en el bondadoso corazón de Usted) el manifestarle que me hallo muy enfermo y de edad. Ambas cosas me embarazan el poder trabajar para poder mantener a mi familia, pues mi mujer y madre de dicho Baltazar se halla de la propia suerte que yo y aun peor, estando imposibilitada de poder pararse de la cama a causa de sus crecidos achaques; dos hijas que tengo son tan pequeñas que no [pueden] alimentarnos, ni tampoco darnos algún alivio permite su corta edad. El único que nos mantenía a todos con su corto trabajo en el campo, que no tenemos otro auxilio ni herencia, era este mi hijo y faltándonos este nos está faltando todo, cayendo en una crecida indigencia (...) esto es lo que me ha estimulado a dirigir mis súplicas por medio de este a fin de que en obsequio de la caridad, nos la haga a nosotros dándole su licencia absoluta a mi referido hijo.39

El continuo de depredación y desnudez, dentro del cual se inscriben los casos considerados en esta sección, corresponde con la caracterización propuesta por Michael Riekenberg de los complejos fronterizos hispanoamericanos

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Vanderwood (1986: 52-55). Archivo General de la Nación México (1824).

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como “espacios de violencia”40. La formación de estos espacios sociales era propiciada por los siguientes factores: 1. La heterogeneidad étnica y la desigualdad socioeconómica. 2. Los conflictos producidos por la reorganización de los medios de producción y de las formas de explotación. 3. La debilidad estructural del Estado y la personalización de la autoridad. De acuerdo con el historiador, estas dinámicas contribuían a la formación de órdenes autónomos, regidos por la “ley del más fuerte”, donde la violencia era la forma de interacción principal entre grupos militantes ad hoc, como las montoneras. Para estas bandas, determinadas por un principio simple de liderazgo carismático, la violencia tenía un valor económico, social y simbólico, ya que funcionaba como medio de intercambio en el mercado, actualizaba el sentido de pertenencia y formaba parte de la vida cotidiana. La violencia imponía un estado de excepción, el cual desestabilizaba los espacios sociales hasta que se acababan los recursos —por ejemplo, los medios de financiación de los grupos de choque— o se establecía un monopolio de la coerción.41 Así, aunque la depredación alimentaba un sistema, su orden era volátil. Aunque a primera vista la noción de “espacio de violencia” parece perpetuar los discursos de barbarie y otredad rural desarrollados en las narrativas patrias, una diferencia fundamental separa ambas caracterizaciones: el concepto de espacio de violencia no se funda en un esquema evolutivo, sino que propone explorar la especificidad de los complejos fronterizos como espacios de lo político. Tomando entonces esta tipología como punto de partida, examinaré a continuación los conflictos disputados en la campaña bonaerense y en Yucatán en el periodo considerado.

5.2. Conflictividades superpuestas Comenzaré la exposición con la península de Yucatán. En contraste con las imágenes de genio anárquico y rebelión permanente instauradas por la guerra de castas, Yucatán gozó durante la colonia y en los primeros años de la posindependencia de una relativa estabilidad. Las elites locales, organizadas en la Confederación Patriótica, la burocracia colonial, el bando de los rutineros y la Iglesia se enfrentaron en el debate por la causa libertadora sin recurrir inicialmente a la violencia. En un frente conjunto, los sectores dominantes esperaban Esta noción fue desarrollada originalmente por el historiador Jörg Baberowski para analizar la violencia del estalinismo. Baberowski (2002: 7-27). 41 Riekenberg (2012: 71-91), Schnell (2012: 11-26. Véase también Alonso (1995), Fradkin (2013: 11-27). 40

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conservar, en las negociaciones por la integración nacional, las prerrogativas fiscales heredadas de la colonia, asegurar una cierta autonomía y obtener nuevos privilegios para el Estado. Pero la solidaridad duró solo poco tiempo. En especial el conflicto entre los centros regionales Campeche y Mérida resultó ser inexorable. Mientras que Campeche apoyó desde un principio al Gobierno central y a la declaración de la guerra contra España proclamada en 1823, Mérida se había mostrado renuente a interrumpir el intercambio comercial con La Habana, del cual dependía su economía. Para Campeche, la ruptura de relaciones con Cuba suponía una significativa ventaja: el fortalecimiento de la posición de su puerto dentro de la economía local y de sus relaciones comerciales con otros centros nacionales y con Nueva Orleans. El primer enfrentamiento entre los centros urbanos estalló en febrero de 1824, cuando el ayuntamiento campechano demandó al Gobierno yucateco que apoyara la declaración de guerra contra España y la destitución de los peninsulares de los cargos públicos. Pese al despliegue de fuerzas, la confrontación pudo evitarse en el último momento. Pero la paz no se cerró con un acuerdo: Campeche expulsó a los peninsulares y Mérida continuó el comercio con la colonia española. El poder ejecutivo decidió entonces enviar al general Antonio López de Santa Anna para mediar en el conflicto. Este llegó a Campeche en mayo de 1824. Aunque Santa Anna ganó rápidamente la simpatía tanto de las elites campechanas como de las meridanas, representadas respectivamente por las agrupaciones de la Liga y la Camarilla, no logró promover un verdadero avance en la solución del conflicto. El mismo general reconocía en un oficio dirigido al primer secretario de Gobernación y de Hacienda: [h]ace como dos meses que estoy en posesión de la comandancia general de este Estado, y no he podido pisar hasta ahora sino sobre terreno movedizo: creo que el suelo firme en que debo sentar pie se halla muy distante, y estoy persuadido que no llegaré a tocarlo.42

Para Santa Anna, la dificultad de su misión consistía en que “Campeche y Mérida, aunque émulas antiguas sin olvidar de una vez las rutinas, vicios y errores del anterior Gobierno, no puedo negar que cada una tiene sus razones y sus virtudes, aunque bajo diversos aspectos”.43 En busca de una solución alternativa, Santa Anna consideró la posibilidad de liberar Cuba, pero, dada la escasez de recursos y la presión ejercida por Estados Unidos, Francia e Inglaterra, el Gobierno federal desalentó sus planes. Más aún, para reducir el riesgo de que Santa Anna se embarcase por su cuenta en la aventura, Guadalupe Victoria 42 43

López de Santa Anna, 1824 (apud Menéndez, 1935: 219). Ibid., 221.

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dio orden en 1825 de relevarlo de su cargo de gobernador de la península. Esta fue recibida por Santa Anna con agradecimiento. En ese mismo año, el Congreso Constituyente sancionó la primera Constitución Política de Yucatán, la cual estableció una república popular, representativa y federada, fiel a la República de México. Pero una vez más, la concordia fue solo temporal. En 1829, la guarnición de Campeche se pronunció contra Vicente Guerrero y exigió el reemplazo del sistema federal por uno centralizado. Este tumulto inauguró un periodo de inestabilidad y violencia política que marcaría la historia de la península definitivamente. Además de los conflictos entre los centros de poder regionales, se planteaba para Yucatán el desafío de la “integración-sujeción” indígena. Las comunidades no solo componían la mayor parte de la población de la península, sino que estaban también en posesión de las reservas del monte. Esto obstaculizaba la política territorial del nuevo Estado, para el cual la expropiación de las tierras comunales y de la Iglesia era una condición para la creación de una clase de pequeños y medianos propietarios, capaces de “modernizar” la economía y, con esta, la sociedad yucateca. A largo plazo, estas medidas facilitaron principalmente la concentración de tierras en manos de las elites locales y la incorporación de las comunidades en el mercado de trabajo. No obstante, en comparación con la violencia que acarrearía la guerra de castas, los conflictos entre las comunidades indígenas y las elites criollas que tuvieron lugar en la década de 1820 fueron moderados.44 Al igual que para Yucatán, la consolidación territorial era para Buenos Aires una tarea urgente y, a la vez, difícil de completar. El Gobierno provincial y los “colonos” criollos debieron negociar con comunidades más bien dispersas y móviles y enfrentarse a ellas. Sin embargo, la campaña de Buenos Aires no era, como la literatura la ha retratado muchas veces, un territorio desolado, habitado solo por hombres a caballo. De hecho, entre 1780 y 1830 la población rural creció a un ritmo mayor que la urbana pasando de 13 000 a 90 000 habitantes. Además de por una pequeña pero influyente comunidad de grandes propietarios, la campaña fue poblada por familias provenientes de la ciudad de Buenos Aires y de otras regiones del antiguo virreinato, que fueron atraídas y a la vez contribuyeron al crecimiento de la producción ganadera y triguera y del comercio tanto en Buenos Aires como en el litoral. Los pobladores de la campaña aseguraban su subsistencia mediante la combinación de la producción agraria para el consumo con la venta en el mercado y el conchabo. Debido a

44

Cantón Sosa (1993), González Pedrero (1993), Quezada (2011), Rugeley (2009: 9).

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su movilidad y a la alta demanda de recursos humanos, estos gozaban de una relativa autonomía en el mercado.45 La expansión del área productiva entre 1780 y 1833 —de 30 000 a 180 000 km2— se efectuó mediante la anexión de dominios indígenas. Esto se hizo por convenios personales entre familias “colonas” y las parcialidades, así como por negociaciones con el estado provincial. El tratado —un instrumento jurídico tradicional de la política indigenista castellana— era el medio favorecido para establecer la paz, intercambiar dádivas, convenir la protección mutua contra tropas, tribus enemigas y gavillas de salteadores, negociar prestaciones comerciales y de trabajo, permisos para expediciones, la fundación de nuevos fortines, el canje de cautivos y la entrega de desertores y fugitivos. Para las autoridades porteñas, el propósito a largo plazo de estos pactos era integrar-subordinar los territorios fronterizos y a sus habitantes. No obstante, en el periodo estudiado, las negociaciones entre los enviados del Gobierno y los caciques se vieron perjudicadas por los conflictos regionales. Directa e indirectamente, estos fomentaron una política errática, marcada por la alternancia entre parlamentos, malones y represalias del Estado. Entre 1820 y 1824, el general Rodríguez dirigió tres expediciones militares contra las comunidades en la frontera sur de la provincia. Las ambiciones territoriales del gobierno porteño no solo fueron poco exitosas, sino que contribuyeron a que las comunidades indígenas dejasen de lado sus diferencias y se aliaran entre ellas y con facciones criollas rivales. Al respecto explicaba el cacique Pooli a un vecino de Patagones, a quien se le había encargado llevar las negociaciones: La guerra es mucho más perjudicial a los de Buenos Aires que a nosotros; cuando el Señor Rodríguez nos invade, montamos a caballo. Si urge abandonamos los toldos y las ovejas; él anda todo el campo perdiendo caballos y nosotros nos divertimos en verlo caminar en balde cuando cansado se retira, matamos algunas yeguas con cuyos cueros hacemos nuevos toldos (que es casi lo único que podemos perder) y nuestros aliados nos mandan las ovejas que necesitamos, mediante lo cual quedamos tan ricos como antes.46

Cabe remarcar que los indígenas del Río de la Plata participaron de la disputa política no solo mediante malones y alianzas con las tropas federales, sino también como miembros activos en las milicias porteñas. Entre 1825 y 1828, La estancia temporaria de santiagueños, cordobeses y puntanos en el territorio bonaerense era ya común en el periodo colonial, pero en las décadas de 1820 y 1830, los conflictos políticos y el desarrollo económico desigual de las provincias dieron nuevos impulsos a los movimientos migratorios internos. En busca de conchabo, la población flotante de la campaña atravesaba largas distancias. Salvatore (2003: 94-108). 46 AGN X 13-08-02 (apud Ratto, 1998: 31). 45

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Juan Manuel de Rosas cumplió sus primeras misiones como intermediario oficial. Reemplazó la política de expansión y la “guerra contra el indio” por una orientada a la población, a la defensa del territorio y a un trato “pacífico pero firme” con las parcialidades.47 Además del escenario de la lucha por el gobierno de Buenos Aires, esbozada en el segundo capítulo, la provincia padeció el enfrentamiento con la Liga de los Pueblos Libres. El conflicto entre Santa Fe y el Gobierno porteño databa ya de principios del siglo XVII, cuando la tenencia de gobierno había pasado a depender de la capital virreinal, lo que había provocado una disputa jurisdiccional entre ambos cabildos. En la Revolución de 1810, Santa Fe apoyó al Gobierno porteño sin abandonar, por ello, su voluntad de elegir a las propias autoridades. Ante la negativa de Buenos Aires y aprovechando la crisis del Gobierno de Carlos María de Alvear, Santa Fe se separó en 1815 y designó gobernador de la provincia al hacendado y jefe de la milicia local, Francisco Candioti. En 1816, Santa Fe ingresó en la Liga de los Pueblos Libres, liderada por el “protector” José Gervasio Artigas. En ese mismo año, Buenos Aires reconoció la autonomía y ambas provincias fijaron los límites en el Arroyo del Medio. En 1818, Estanislao López asumió el puesto de gobernador y sancionó la Constitución Provincial. Tras la derrota de Dorrego en la batalla de Gamonal, López firmó un nuevo tratado de paz con Buenos Aires, llamado de Benegas, y convino una indemnización por las incursiones porteñas en el territorio santafesino. Este pacto no contempló los empeños del “jefe supremo” entrerriano Francisco Ramírez de liberar a la Banda Oriental de la ocupación portuguesa y anuló algunas disposiciones del Tratado de Pilar.48 Ramírez lanzó entonces una campaña contra su antiguo aliado, López, pero fue derrotado gracias a la traición del comandante Lucio Norberto Mansilla. La República de Entre Ríos, la cual Ramírez había proclamado en 1820, se desvaneció con su fundador. En rechazo a la Constitución de 1826 y a la paz pactada con el Imperio de Brasil, López se reunió con representantes de otras provincias —entre ellas, la entrerriana— en la Convención Nacional. Esta lo nombró jefe del ejército federal y puso a Dorrego, entonces gobernador de Buenos Aires, a cargo de las relaciones 47 Barral (2007), Halperín Donghi (1996: 18-20), Levaggi (2000: 169-196), Quijada (2002: 140). 48 Francisco Ramírez había colaborado con Artigas en la lucha contra las fuerzas realistas en la Banda Oriental y apoyado a López contra Buenos Aires. En 1817 asumió la dirigencia de Entre Ríos, la cual formaba parte de la Liga de Pueblos Libres desde la celebración del Congreso de Oriente, en 1815. En 1818 luchó contra ejercito directorial, el cual pretendía invadir la provincia, y en 1820 lideró junto a López la ofensiva contra el Gobierno porteño. La exclusión de la Banda Oriental del Tratado del Pilar, cerrado en 1820 con el entonces gobernador, Sarratea, provocó un enfrentamiento entre Artigas y Ramírez, que el entrerriano logró decidir a su favor.

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exteriores. El fusilamiento del último a manos del general unitario Juan Lavalle llevó a la alianza de López con Rosas, quien, después de vencer a Lavalle, fue elegido gobernador de Buenos Aires. Con su asunción, la antinomia “federalunitario” pasó a dominar la arena política. Dada la diversidad de intereses en juego y la superposición de conflictos, la pugna política difícilmente puede ser reducida a una confrontación entre dos bandos. Como explica Halperín Donghi: Entre esa multiplicidad de actores, el juego político se hará desesperadamente complejo; lo será aún por cuanto entre todos ellos las alianzas son necesariamente frágiles, y los golpes de escena demasiado frecuentes no sólo implican rápidas revisiones de esas alianzas, sino también de las soluciones políticas a largo plazo con las que cada uno de los grupos aparece identificado; esas vertiginosas reorientaciones presuponen una frecuente falta de sinceridad (...) y que hace aún menos fácil entender el sentido de cada uno de los actos que llenan esa etapa revuelta.49

Durante la Anarquía del año XX tanto el Gobierno porteño como la Liga de los Pueblos Libres dependieron del apoyo de diferentes actores: caciques, hacendados, jefes locales de los pueblos de la campaña y fuerzas bajo el mando de diferentes caudillos. Tanto los debates políticos de ese entonces como las lecturas historiográficas posteriores dieron un rol central a la figura del caudillo en la convulsión política. Debido a las proezas en la batalla así como a los múltiples cargos —entre ellos, once mandatos presidenciales—, Santa Anna fue “el hombre visible por excelencia”50 de la época. Al igual que otros caudillos hispanoamericanos, fue un militar de alto rango, reconocido por su desempeño en las guerras de Independencia, cuyo ascenso tuvo lugar a finales de la década de 1820. Su persona inspiró tanto alabanzas como invectivas. En sus Apuntes para la historia del Gobierno del General D. Antonio López de Santa-Anna, Carlos María de Bustamante —feroz crítico del caudillo— citaba una filípica proveniente de Puebla, cuya segunda estrofa acusaba al caudillo: ¡Hombre funesto! ¡Hombre de maldición! Has consumido las riquezas de la república, las has atesorado por mucho tiempo para tu engrandecimiento; has corrompido todas las instituciones y has violado todas las leyes; has defraudado los caudales públicos y has traicionado todos los partidos, y has sido ingrato e infiel a todos tus amigos; has pretendido humillar a los hombres más eminentes de la república, (...) has dividido en bandos y facciones al pueblo y al ejército, y has hecho pelear en las guerras civiles a hermanos contra hermanos, a los padres contra sus hijos (...).51 Halperín Donghi (1972b: 359). Véase también Fradkin (2008: 273-293). Sierra, 1991 (apud Fowler, 2002: 392). 51 Bustamante (1845: 385). 49 50

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La historiografía positivista perpetuó la imagen del caudillo “anarquista”, otorgándole una base sociológica: el caudillismo, el autoritarismo y la “democracia bárbara” fueron interpretados como una herencia azteca-hispano-árabe en México y, como un producto de la hibridación racial en la sociedad argentina. En la Galería de Celebridades, publicada en 1857, el político argentino e historiador Bartolomé Mitre proponía una genealogía de la patria, compuesta por los héroes de la Revolución. Estos se diferenciaban de otro género de celebridades que, aunque no merezcan, como los anteriores, las bendiciones de la posteridad agradecida, se presentarán a sus ojos con el resplandor siniestro de aquella soberbia figura de Milton, que pretendía arrastrar en su caída las estrellas del firmamento. Estos nombres verdaderamente célebres bajo otros aspectos, ejercieron una gran influencia sobre los destinos de los pueblos del Río de la Plata; su vida está rodeada de incidentes más dramáticos, son representantes de las tendencias dominadoras de la barbarie, y sus acciones llevan el sello de la energía de los tiempos primitivos. Pueden servir de lección para los venideros, la vida de Artigas, el Atila del caudillaje; la de López, levantando en lanzas sangrientas y proclamando entre el pillaje y la matanza los principios de Washington, que deshonraba; (...) la de Ramírez, caudillo impetuoso, armado de la espada y de la tea del genio del mal (...).52

Una lectura hoy extendida toma al clientelismo como componente fundamental del fenómeno. De acuerdo con esta, el caudillismo es en esencia un modo de sociabilidad política fundado en relaciones de dependencia personales entre peones, caudillos y “superpatrones”, como Juan Manuel de Rosas.53 Promoviendo una revisión crítica, otros estudios discuten el valor y los vínculos entre los componentes históricamente asociados al caudillismo: el vacío institucional, el faccionalismo, el arraigamiento local, el paternalismo, el populismo, el autoritarismo y la violencia. Así, contrario al “sentido común” histórico e historiográfico, Claudio Lomnitz remarca que el caudillismo que emergió en la posindependencia no fue un fenómeno tradicional, sino una “invención moderna”. A diferencia de los caudillos del Antiguo Régimen, quienes eran en esencia vasallos del monarca, los nacionales se disputaron la representación del cuerpo político en su totalidad en el marco de la pugna por los centros del poder.54 Los debates en torno al caudillismo y al bandolerismo abordan el problema de la constitución de lo político desde dos perspectivas complementarias: Mitre diferenciaba también entre un caudillo “anarquista antinacionalista” como Artigas y un “federalista, miembro de la nación argentina” como Ramírez. Mitre, 1857 (apud Buchbinder, 1998: 34). 53 Lynch (1993: 127). 54 Lomnitz (2005: 351). Para el debate argentino, véase Goldman (1998a). 52

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mientras que los modelos del caudillismo toman como punto de partida el liderazgo, el estudio del bandolerismo se centra en el fenómeno de la participación popular. Distanciándose de una noción simple de clientelismo, Fradkin advierte que el vínculo entre estos actores políticos se fundaba más en una lógica transaccional que en la lealtad ciega o la dependencia. Bandidos, montoneros y caudillos cerraban alianzas a partir de pactos concretos y de acuerdo con los recursos e intereses políticos y económicos específicos. De modo similar, el historiador Ariel de la Fuente señala que la asociación entre los gauchos y los caudillos riojanos dependía de la reciprocidad condicional.55 Desde estas perspectivas, las “vertiginosas reorientaciones” señaladas por Halperín Donghi aparecen no ya como una “falta de sinceridad”, sino como el producto de la compleja superposición de conflictos y de la multiplicidad de intereses en juego, los cuales exigían a los actores una alta flexibilidad. En la siguiente sección veremos cómo la asociación y las disputas políticas se libraron en el interior de las poblaciones rurales en la frontera del Río Salado, en la provincia de Buenos Aires, y en Caucel, un asentamiento ubicado al oeste de Mérida.

5.3. Usos y abusos del poder La siguiente causa se compone de dos investigaciones sumarias paralelas: la primera, abierta contra el capitán del pueblo de Los Ranchos, Policampo Izquierdo, su hermano don Miguel, don Mariano Dantas y el comandante del Escuadrón de Samborombón, don Manuel Iseta; la segunda trata el caso del comandante de Chascomús, don Esteban Sandalio Suasnabal, del comandante de partidas celadoras, Pedro Funes, y del comandante de la milicia, Felipe Julianes. A los oficiales se les acusaba de insubordinación, traición, abuso de poder, intento de asesinato, mala conducta y robo. El proceso se extendió de agosto de 1820 a junio de 1821 y tuvo como escenarios las poblaciones de Los Ranchos, Chascomús, San Vicente, ubicados en la campaña sur, y Buenos Aires. Sobre los atropellos declararon 22 testigos, entre ellos vecinos, oficiales retirados, funcionarios civiles y soldados. El documento comienza con una orden del coronel Dorrego de abrir una investigación contra don Manuel Iseta y Policampo Izquierdo por no haber apoyado con sus milicias al ejército porteño en la campaña contra López.56 Según lo relatado por el comandante de la milicia del 5.° Regimiento, Felipe Julianes, el acusado capitán Izquierdo había interrumpido repentinamente la marcha y había regresado con 130 hombres Fradkin (2005: párrafo 65), De la Fuente (1998: 287-288). Archivo General de la Nación Argentina (julio 1820-junio 1821, X 29-11-07 Exp. 466: 2r). 55 56

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a Los Ranchos. En un escrito, había justificado la desobediencia afirmando que se había visto en la obligación de defender su jurisdicción —la frontera sur— contra la amenaza de las tropas enemigas. Izquierdo aceptaba tomar la responsabilidad por sus actos y, de ser necesario, responder ante Dorrego.57 Además de por la retirada de Izquierdo, las fuerzas a cargo de Julianes habían sido afectadas por la dispersión del regimiento de Ensenada y de los caballos, encargados por el coronel para el refuerzo de las tropas. Las restantes acusaciones contra Izquierdo las había formulado el alcalde de hermandad de la Guardia de los Ranchos, Juan Evangelista del Arca. En agosto de 1820, este había enviado un informe al gobernador de la provincia en el cual denunciaba el abuso de Izquierdo contra los vecinos, la falta de respeto a sus propiedades y la participación en un complot contra su persona organizado en San Nicolás. Del Arca incluía en el informe las declaraciones de dos testigos: José Antonio Preciado, mercachifle y sargento de la compañía de Izquierdo, y el peón Marco Laderos. El primero confirmaba haber participado en la reunión organizada por Izquierdo con el propósito de contener y rechazar al alcalde de Hermandad don Juan Evangelista del Arca y los europeos reunidos con él, de cuyos bienes éramos dueños por saqueo, por ser el alcalde de contraria opinión a la suya, y que de verificado esto saquearían todas las pulperías; y reunidos todos se pasarían al otro lado del rio Salado, donde tenía mil indios en su favor para este caso; que haría a la fuerza desarmar todos los vecinos (...) que en caso de salir mal, y que lo retirasen a su casa había de matar él mismo al alcalde y al vecino Basileo Martínez.58

Con respecto a la desobediencia de Izquierdo, sostenía Preciado que este en realidad “no reconocía por general a don Martín Rodríguez, ni a Julianes para nada”59 y que el capitán había amenazado con fusilar y castigar a los soldados que no lo siguiesen. Laderos confirmó todos los detalles de la declaración del sargento de milicias.60 Por su parte, Del Arca estaba convencido de que Izquierdo tramaba traicionar al Gobierno porteño: Entonces dije, que los tres genios sentados en la Guardia y pueblo de los Ranchos eran hermanos con los tres genios del norte. Así fue, que intentando hacerme creer un jefe político y militar constituido sobre las leyes, [Izquierdo] no sólo no respeta la autoridad civil del territorio, ni a las personas del fuero común, ni sus

Ibid., 5r. Ibid., 9r. 59 Ibid., 9v. 60 Ibid., 10r-10v. 57 58

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UNA HISTORIA DENSA DE LA ANARQUÍA POSINDEPENDIENTE propiedades, sino que propalaba a su regreso vergonzoso y cobarde del ejército que venía con facultades sobre vidas y haciendas.61

El alcalde concluía su reporte pidiendo que Izquierdo fuese procesado, ya que “estoy convencido de que no hay enemigo pequeño en la campaña, principalmente en la actual crisis”.62 El sargento menor don Juan Vázquez Feijoo fue designado juez fiscal para conducir la investigación. Dada la invalidez de los testimonios tomados por Del Arca, el fiscal decidió interrogar nuevamente a Preciado y a Laderos. Ante Vázquez Feijoo, el sargento manifestó Que esta declaración que se le presenta la dio en ocasión en que se hallaba oprimido de quien se la recibía; que [Del Arca] había reunido gente que lo había arrancado del poder de su comandante en el pueblo de los Ranchos; que sin embargo de su carácter de sargento lo habían puesto en cepos de lazos.63

Preciado desmentía que su capitán hubiera planeado un tumulto. De hecho, este le había dicho sobre su declarado rival que trajese alguna orden del gobierno. Tanto [a] del Arca como al último negro del país le entregaría el mando inmediatamente. Y que cuando el don Manuel Miranda dijo que “si rechazaban al alcalde debían degollar a los europeos que había armado y saquearlos”, fue una noche en que estaba sumamente borracho como suele estarlo continuamente.64

Preciado también negó el hecho de que Izquierdo hubiera dicho desconocer a Rodríguez y afirmó que su capitán solo había desobedecido las órdenes del Gobierno porteño por haber creído a la población de Los Ranchos en peligro. Por último, sobre el vecino Basilio Martínez, a quien Del Arca había presentado como víctima de los abusos de Izquierdo, explicó el sargento que este se había enemistado con el capitán cuando había mandado a los hijos de Martínez, Felipe y Nicolás, a cumplir tareas de guardia y centinela en la milicia. Al verlos apostados en el cuartel, la madre había insultado a Izquierdo públicamente, diciendo “por qué no habían puesto al gran puta que lo parió”.65

Ibid.,7r-7v. Ibid., 8v. 63 Ibid., 12r. 64 Ibid., 11v. 65 Ibid., 13r. 61 62

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La versión de los hechos dada por Preciado fue confirmada por otros testigos. Sobre el supuesto complot de Izquierdo contra Del Arca, declaró el vecino y teniente coronel retirado don Pablo Pérez que había sido el mismo alcalde quien en agosto de 1820 había pretendido invadir el pueblo con vecinos armados, con el objetivo de destituir a Izquierdo. Al enterarse del plan, Pérez había alarmado al capitán y había intentado disuadir a Del Arca “a favor de la paz y la tranquilidad de los vecinos y que desistiese de un movimiento que exponga las vidas de ellos, el honor de las señoras, y sus haciendas como suele suceder en estos casos”.66 Haciendo caso omiso a esta advertencia, el alcalde de Hermandad había marchado en Los Ranchos y tomado prisioneros a algunos hombres de Izquierdo, entre ellos al sargento Preciado. El hacendado Juan Planes describió la conducta de Izquierdo como irreprensible y reconoció que en los últimos seis años habían pasado por los Ranchos seis comandantes y que “todos han salido mal por querellas de los vecinos”.67 Basándose en la nueva evidencia, Vázquez Feijoo comunicaba al tribunal militar que en su opinión las acusaciones hechas contra Policampo Izquierdo eran, en realidad, cavilosidades de aquellas con que los campestres generalmente persiguen a los militares que los comandan; estos empleos que podrían ser el pacífico refugio de los oficiales cansados del servicio y la pobreza son por esta razón el escollo en que se estrellan los infelices destinados a ellos, pareciéndose en circunstancias a los secretarios de hacienda, que la escasez del erario los enemista con todos los individuos de la provincia (...) a aquellos comandantes se les ordenó sostener guardia y servicio con hombres que no se pagan, sin ver la necesidad de alimentarlos y proveerlos hasta de luz; mas no se les acude con dinero para ello, precisándolos al único arbitrio de substraerlo de los vecinos; estos pobres oficiales cuanto más militares son, cuanto más subordinados y afectos al servicio, tanto más prontos son perdidos por esta razón.68

En relación con las acusaciones hechas por Julianes, consideraba el juez fiscal que [t]odo lo que manifiesta que Izquierdo es más bien víctima de aquellos principios que de su comparación; tanto más cuanto las acusaciones se dirigen a envolverlo en la conspiración de que son acusados Julianes, Suasnabal y Funes, y en el proceso consta que estaba indispuesto con ellos (...).69

Ibid., 43v. Ibid., 41v. 68 Ibid., 94v-95r. 69 Ibid., 97r-97v. 66 67

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La declaración del capitán comandante del 2.° Escuadrón del 5.° Regimiento de Milicias de Caballería de Campaña, don Mario Irazoqui, contradecía la impresión de Vázquez Feijoo sobre la lealtad de Izquierdo al Gobierno porteño. Este explicaba que, en julio de ese año, de camino a luchar contra Santa Fe, los oficiales Suasnabal, Julianes, Funes e Izquierdo habían convocado una junta de guerra, en la que habían proclamado con doscientos milicianos su rechazo a Rodríguez. Irazoqui les había negado su apoyo y exigido la salida pronta para auxiliar al ejército de la capital, a lo cual los oficiales accedieron. La noche antes de la marcha, las tropas organizaron un fandango y “a eso de las doce de la noche llegó un chasqui en solicitud de Izquierdo o dirigido a él, de un tal Molina que vive entre los indios, diciéndole que en no sé en qué paraje se hallaban hasta el número de quinientos [hombres] prontos a auxiliarlos, no sé si en favor del orden o en contra (...)”.70 Al día siguiente Irazoqui instó nuevamente a los acusados a salir, pues “(...) desconfiaba de Izquierdo y Suasnabal, del primero, porque conocía su orgullo y desobediencia a las órdenes superiores; del segundo, porque advertí que ebrio lo mas del día, no proponía sino desatino”.71 Al cabo de seis días emprendieron finalmente la marcha a San Vicente: Luego que estuvimos en Samborombón en la Posta de Don Valerio Ízalas, se separó Izquierdo con su gente sin obedecer a la orden del Señor Gobernador (...). En ese mismo tiempo llegó Suasnabal del pueblo, dando voces, diciendo que el gobernador Soler tenía los dedos comidos, pues no hacía otra cosa que estárselos mordiendo de pesadumbre al ver que lo habían vendido todas sus tropas; que sin tirar un tiro se habían pasado al enemigo los cazadores con sus comandantes, de manera que fue preciso que el Comandante Julianes le advirtiese el escándalo que ocasionaba en nuestra inocente y sencilla gente en los momentos que se presentaba gustosa a defender su provincia.72

Siguiendo a Suasnabal, marcharon todos en dirección a la laguna Barragán. Al llegar allí, el comandante de Chascomús se dirigió inmediatamente a una pulpería con el pretexto de ver a su madre y a su hermano. Ya borrachos, Suasnabal y su hermano hirieron a dos cabos de las compañías de Irazoqui y de Funes. Influenciados por la mala conducta del comandante, otros dos soldados desertaron para irse a la pulpería a tomar. Por estas razones, Irazoqui decidió separarse de los acusados.

Ibid., 80v. Ibid., 81r. 72 Ibid., 81r. 70 71

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El intendente alcalde de Chascomús, Mariano Olivares, que —a su pesar— había sido comisionado para actuar como juez fiscal en la segunda investigación sumaria, elaboró un informe meticuloso de los “crímenes de lesa patria” cometidos por Suasnabal y el comandante de Partidas Funes. Antes de marchar para unirse a las tropas de Dorrego, estos habían convocado a todos los vecinos de Chascomús a servir. Ignorando su estado de salud, los comandantes habían mandado a buscar al teniente coronel retirado José de Peña y Zazueta y sin reparar en sus sesenta y cuatro años de edad [o sus] cincuenta años de mejores servicios, que ellos en un patriotismo no tienen, y hallándose por los jefes destinado en esto, lo echaron en la estación más cruda sobre una carreta, sin más motivo que decir [que] ellos eran amigos del señor general Rodríguez.73

Los acusados habían ofendido también públicamente al renombrado político y militar Joaquín Campana, al comandarle a servir en las filas inferiores de las milicias. En respuesta a las quejas de Campana, Suasnabal y Funes se habían mofado, diciendo: “[t]odos somos unos; todos somos iguales; vaya usted a la fila”.74 Otros testigos confirmaron que, durante sus borracheras diarias, los oficiales solían amenazar “qué decentes ni decentes; pronto se han de acabar los decentes”.75 Funes y Suasnabal se habían adjudicado asimismo 170 reses de las haciendas locales para luego carnearlas y venderlas en su beneficio. Del alcabalero habían tomado 840 pesos y los habían distribuido entre sus hombres, quienes causaron también un sinfín de desórdenes en estado de embriaguez. Borracho, Suasnabal casi había herido de muerte a su vecino José María Bernal. Finalmente, el mismo intendente Olivares había sido víctima de las intimidaciones de los acusados. Una noche, Suasnabal y Funes le habían visitado en su despacho y le habían mostrado una carta confidencial del coronel Manuel Pagola, en la cual se afirmaba que el puesto de alcalde había sido abolido y que, por lo tanto, Olivares debía ceder el mando a los comandantes. Ante la negativa del alcalde, Funes comenzó a gritar y a golpear sobre la mesa con su puño, exclamando que “él mandaba más que todos y que así lo había hecho entender a su gente, para que no obedeciera a más que a él”.76 Sobre Suasnabal, declaró Olivares que este “[m]e desafió y trató de cobarde, si no le admitía el desafío, habiendo desenvainado su sable, y cerrado la puerta de mi despacho, sin duda para asesinarme, en unión de Funes”.77 El teniente alcalde don Juan Mosquera, Ibid., 91r. Ibid., 25r. 75 Ibid., 37r. 76 Ibid., 58r. 77 Ibid., 28v. 73 74

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quien secretamente había presenciado lo sucedido, salió en defensa de Olivares y disuadió a los agresores. Antes de retirase, estos amenazaron una vez más al alcalde, diciendo que “las órdenes de don Martín Rodríguez poco les importaban; que no lo reconocían para cosa alguna; y que ellos tenían asociados con la gente de los Ranchos, quinientos hombres para sostenerse”.78 Los “planes montonéricos”79 de los acusados eran de público conocimiento. En varias ocasiones Funes y Suasnabal, a veces en compañía de Julianes e Izquierdo, habían anunciado que derrocarían y matarían a Rodríguez. El 27 de junio de 1821, once meses después de abrirse las investigaciones contra Izquierdo, Funes, Suasnabal y sus cómplices, el tribunal militar dio finalmente la orden al juez fiscal Manuel Mármol, quien había reemplazado a Vázquez Feijoo en enero de ese año, de liberar al capitán de Los Ranchos.80 Todos los acusados habían sido enviados a prisión al inicio de la investigación, pero Funes y Suasnabal lograron escapar unos meses antes de que se emitiera la sentencia. Los procesos llevados a cabo contra los milicianos bonaerenses estuvieron marcados por varios defectos, tales como la repetida confusión de los nombres de los acusados, la ausencia de sus confesiones y de la defensa. Estas imprecisiones y la multiplicidad de espacios y de actores involucrados tornan el relato en un laberinto de luchas locales por el poder, enmarcadas en el enfrentamiento entre Buenos Aires y las tropas federales. Las fuerzas milicianas habían sido movilizadas por orden del general Rodríguez para, junto al comandante Rosas, secundar a Dorrego en la incursión en el territorio santafesino. La victoria que obtuvieron las fuerzas aliadas el 12 de agosto en la cañada de Pavón fue temporaria. Después de que Rosas y Rodríguez decidieran retirar a sus hombres, Dorrego se vio obligado a retroceder, debido también a la pérdida de sus caballos tras acampar en un campo de pastos venenosos. Las fuerzas santafesinas fueron entonces tras el coronel, a quien lograron asaltar en su propio campamento el dos de septiembre. Al ver la facilidad con que las tropas porteñas se estaban dejando vencer, López dio órdenes a sus hombres de interrumpir el combate devenido en matanza. En la batalla del Gamonal, 320 hombres de Dorrego perdieron la vida, cien fueron tomados prisioneros y el resto quedó malherido. La desobediencia de Izquierdo se relaciona con dos problemas ya mencionados en el tercer capítulo: el difícil control de las milicias y su rol en la pugna política. Mientras que el aporte de los soldados cívicos había probado ser de gran valor durante las Invasiones Inglesas, en las luchas contra la Liga de los Pueblos Libres había resultado más problemático. La justificación dada por Ibid., 29r. Ibid., 71r. 80 Ibid., 101r-101v. 78 79

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Soler al juez fiscal en el caso contra los dragones salteadores reveló que ya la mera marcha al campo de batalla era una tarea difícil de completar, debido a la vastedad del territorio y la escasez de recursos, pero sobre todo a la renuencia de los milicianos a abandonar sus hogares y a la facilidad con que desertaban. En el caso de Izquierdo, las fuerzas milicianas no desertaron, sino que retornaron a su jurisdicción por orden del capitán. Independientemente de la verdadera motivación de Izquierdo —debilitar a las tropas porteñas o defender a Los Ranchos—, la misma decisión revela un conflicto de prioridades entre los intereses y vínculos locales y las demandas del Gobierno central. Así, además de la mencionada composición popular y los lazos de reciprocidad horizontal, el arraigamiento local y territorialidad específica de las milicias, la cual difería de la de los cabildos y los alcaldes de hermandad, contribuían a que no siempre actuaran en favor del “Orden con mayúscula” 81. Estos factores, así como la diversidad de estatutos, formas de organización, condiciones y puntos de estacionamiento transformaban a las fuerzas milicianas en un espacio político intermedio, en el cual confluían y eran negociados los intereses locales, regionales y nacionales.82 Por consiguiente, quizás se trataba de saber no tanto si las milicias estaban “en favor del orden o en contra”, como señalaba el comandante Irazoqui, sino cuál era el orden al que servían en un momento determinado. Según el juez fiscal, Vázquez Feijoo, el enfrentamiento entre Izquierdo, el alcalde de Hermandad Del Arca y el vecino Martínez era una de las tantas consecuencias del agotamiento de las comunidades rurales, producto del enfrentamiento político y el déficit estatal. Los abusos estaban asimismo relacionados con la expansión de las estructuras militares y milicianas en el marco de la reestructuración del ámbito rural llevada adelante por el estado provincial. En el periodo en cuestión, la campaña contaba con cuerpos de húsares en Salto, de blandengues en Lobos y de coraceros en Kakel-Huincul. En cada pueblo había una o dos compañías de la milicia activa. En la milicia de infantería servían alrededor de 3 900 cívicos y 89 veteranos. Los regimientos de caballería estaban organizados en cuatro jurisdicciones: el primero estaba a cargo de los suburbios de Buenos Aires y de los partidos adyacentes —San Isidro, San Fernando, Las Conchas, Santos Lugares y San José de las Flores—; el segundo tenía jurisdicción sobre el oeste, Morón, la Villa de Luján, San Antonio de Areco, Pilar y Capilla del Señor; el tercer regimiento comprendía Quilmes, Ensenada, Magdalena, Chascomús, San Vicente, Cañuelas, Los Ranchos, San Miguel del Monte y Lobos; y el cuarto se reclutaba en la Guardia Chust (2007: 20). Existían milicias regladas, urbanas, compañías sueltas y de regimiento, en las que servían milicianos a sueldo o solo a ración en destinos de campaña, en los fortines o en fuertes. Fradkin (2014: 228). 81 82

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de Luján, Fortín Areco, Salto, Rojas, Pergamino, San Nicolás, Arrecifes, San Pedro y Baradero. Además de un aumento de los gastos locales, la ampliación de las estructuras militares y milicianas generó nuevos puntos de fricción entre los fueros. Ya desde finales del siglo XVIII, las autoridades superiores habían debido atender un creciente número de conflictos en materia de justicia entre los oficiales milicianos y los alcaldes de hermandad. Esta autoridad de origen colonial, que fue reemplazada en 1821 por el juez de paz, cumplía funciones policiacas —la leva de vagos, la persecución de bandidos— y judiciales al procesar “casos de hermandad” —asalto de caminos, robos, incendio de campos, muertes, heridas y violaciones que hubieran tenido lugar en la campaña—. El alcalde era comúnmente reclutado de entre los principales vecinos del distrito y respondía ante los cabildos de Buenos Aires y de Luján, así como ante el Gobierno superior. Los alcaldes de hermandad no solo estaban sujetos a más de una autoridad, sino que funcionaban también como portavoces de su comunidad.83 Los conflictos entre las autoridades locales eran un problema también frecuente en México. El siguiente sumario narra el enfrentamiento entre el alcalde y miliciano Sixto Barrera, el cura párroco Atanasio Aguilar y los indígenas de Caucel. Superposición de competencias El seis de marzo de 1829 el cura Aguilar recibió un oficio del recaudador de impuestos, el subdelegado Pedro José Peniche, en el que le exigía el envío inmediato de la suma pendiente de las contribuciones del pueblo de Caucel. La demora era ya inexcusable y, como representante de la comunidad, Aguilar estaba obligado a asegurar el pago. Unos días más tarde, Peniche recibió una respuesta del cura, en la que explicaba que el domingo ocho de marzo el tratante, alcalde auxiliar y subteniente de la 6.ª Compañía del batallón local Sixto Barrera había elevado una queja para “quitarlo [a Aguilar] del pueblo”.84 Barrera había obtenido el apoyo de los “indios”, por lo que el cura, temiendo que algunos de estos ebrios se propasasen a incendiarme el convento, a cometer contra mi vida y persona algún atentado, que quise precaver pidiendo al capitán de cívicos de Ucú que es también alcalde auxiliar, [que] me diese algún resguardo, como lo verificó mandándome cuatro cívicos y un cabo, a cuyo cargo dejé el cuidado del convento, y decidí venirme a esta capital [de Mérida]. [Roto] Todo esto lo ha podido conseguir el citado Barrera, suponiendo a los indígenas y a otros deudores, el bien 83 84

Barral (2007), Birocco (2014: 15-19). Archivo General del Estado de Yucatán (1829: 11r).

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que les iba a resultar con que se me quite del pueblo y no haiga [sic] quien oficie las cobranzas.85

Aguilar le pedía a Peniche que desmintiera las acusaciones hechas por Barrera ante la autoridad eclesiástica. Una semana más tarde, el mismo cura párroco presentó una denuncia sobre los atropellos de Barrera ante el alcalde de tercera nominación de Mérida, José María de la Torre, y le pidió que se abriera una investigación sumaria: Que la mañana del Domingo 8 del corriente, habiéndome levantado para dar misa al pueblo me encontré que la mayor parte de los indígenas se hallaban ocupados en la casa del alcalde pedáneo Sixto Barrera; informándome de la causa, se me informó que el citado alcalde los había hecho reunir bajo el pretexto de que el cobro de contribuciones así civiles como religiosas lo exigía indebidamente y que siendo [roto] injusto era necesario [roto] evitarlo.86

Pese a la amenaza, Aguilar celebró la misa, a la cual no asistieron ni la octava parte de los feligreses, y como concluida advirtiese que toda la multitud se iba diseminando en grupos con machetes, palos y piedras, ya me vi en la indispensable previsión de reservar aviso al indicado capitán alcalde de Ucú, quien mandó al teniente y un piquete de cívicos a que contuviese aquel motín; mas como oyese las voces alarmantes del alcalde Barrera que no había cesado hasta las cinco de la tarde de animar a los grupos para que me insultasen, tomé el prudente partido de venirme a esta capital, en donde al día siguiente fui llamado por el Alcalde 1°, en cuya casa me encontré que con el mismo tumulto de indios que había formado en el pueblo, se había presentado el indicado Barrera; y ante aquella autoridad no pudo hacerme ninguno en respecto a mi conducta pública y privada, así en las funciones de mi ministerio, cuanto a las que me competen como ciudadano.87

El cura había adjuntado a la queja un modelo del interrogatorio para clarificar lo sucedido. El alcalde de la Torre accedió entonces a abrir una investigación. Siete testigos confirmaron la versión dada por el cura Aguilar y la mala reputación del alcalde auxiliar. El teniente de caciques interino Andrés Poot explicó que el domingo en cuestión se había dirigido a cobrar las contribuciones adeudadas, pero que la comunidad se había negado a pagar hasta que se supiese si Aguilar malversaba los aportes, como afirmaba Barrera. De vuelta en el convento, el Ibid., 11r. Ibid., 14r. 87 Ibid., 1v. 85 86

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cura había preguntado al declarante y a los alguaciles Juan Santiago Chan y Pedro May que por qué habían levantado una queja contra su persona. Sorprendido, Poot admitió no saber nada sobre tal acción, por lo que Aguilar le mostró la representación con sus firmas. Al verlo, Poot le aseguró ser inocente, pero los alguaciles comenzaron a acusar al cura de ladrón. El teniente de caciques los envió entonces a prisión, pero Chan y May fueron liberados al poco tiempo por Barrera y un grupo de “indios”. El alcalde auxiliar acusó incluso a Poot de no velar por los intereses de su gente y de que su mando era ilegítimo, por no haber sido elegido por la comunidad.88 Otro testigo, el teniente de la milicia cívica de Ucú, José María López, relató que, tras haber sido alarmado por Aguilar, su comandante había enviado un recado a Barrera pidiéndole que dispersase a los indígenas armados reunidos en su casa. “[A lo] que contestó [Barrera] que mandaba en su casa y no los quería retirar, pues los conservaba en casa suya, teniendo para el efecto catorce fusiles y ocho embalados, y que si quería ver más gentes, avisase para que los mandase a citar como lo hizo”.89 Basándose en el informe elaborado por el alcalde de la Torre, el asesor José Ayala y Aguilar concluyó en su dictamen que Barrera era culpable. Este halló vilipendiosamente la majestad augusta de las leyes; profanó un poder cuyo limitado ejercicio debió circunscribirse en los límites de lo meramente gubernativo y de policía; atacó el imperio santo de las públicas costumbres; destruyó el temor loable que consagrado por la tutelar deidad de las sociedades [que] inspira al espíritu del hombre justo el religioso respeto debido al sacerdocio, así divino como judicial.90

Dada la gravedad del asunto, el asesor dispuso que se depositara al acusado en la prisión pública, donde debía tomársele inmediatamente una declaración preparatoria, y que se participase al tribunal de segunda institucional para formar la causa. Los testigos que ya habían sido citados debían declarar nuevamente sobre posibles cómplices y las intenciones del acusado. El 23 de marzo fue arrestado Barrera. En la declaración indagatoria dada en prisión, este negó haber alarmado a su tropa o haber incitado al tumulto. Entre tanto, el eclesiástico Aguilar había solicitado que la causa se dejara en una queja, pero el asesor rechazó esta posibilidad. Ayala y Aguilar debió ceder, sin embargo, a la réplica del coronel del 1.er Batallón de la Milicia Julián Castillo y Cansa, superior de Barrera, sobre que, en vista de su fuero, el acusado debía

Ibid., 5r-5v. Ibid., 3v. 90 Ibid., 18v. 88 89

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ser retenido no en la cárcel pública sino en su cuartel.91 De vuelta en Caucel, Barrera sustituyó al defensor que se le había asignado por su hermano Matías Barrera. Este citó a treinta testigos, quienes afirmaron que la mayoría de los indígenas presentes en la casa de Barrera se habían reunido para ir a misa y que el resto solo había pasado a comprar unas medidas de aguardiente o a “estarse sin más objeto ni motivo que tenerlo de costumbre”.92 Matías Barrera preguntó a los declarantes si era correcto que los presentes en la tienda del acusado habían sabido casualmente de un grupo de “indios forasteros” que algunos milicianos se habían reunido en el convento y que, curiosos, se habían dirigido a ver qué sucedía. Estos lo confirmaron. En relación con el armamento de los “indios”, Manuel Cuich, un vecino de Caucel, explicó que, de entre los presentes en la casa de Barrera, solo los forasteros traían machetes, como era la costumbre para protegerse de los ladrones de caminos. Sobre las contribuciones afirmaba que, lejos de interponerse, Barrera siempre había cumplido con los pagos. El defensor preguntó a los testigos si era probable que la relación entre Barrera y Aguilar estuviese contaminada por la rivalidad comercial entre ambos. Estos lo confirmaron y agregaron que la evidencia en contra del alcalde-subteniente no podía ser considerada seria, ya que provenía de hombres conocidos por borrachos, violentos y ladrones.93 Debido a las contradicciones entre los testigos presentados por ambas partes, Barrera fue declarado inocente el 19 de agosto. Aunque parezca a primera vista menos intrincado que el sumario llevado contra los milicianos de Los Ranchos y Chascomús, tampoco resulta fácil en este caso identificar quién había sido víctima y quién autor de las intimidaciones. En lo que respecta al reclamo del pueblo de Caucel, vimos ya en la sección anterior que el aporte del campesinado era decisivo tanto para las arcas del estado provincial como del eclesiástico. Esto los ponía en la mira de las autoridades y los exponía a constantes abusos. Así, por ejemplo, los curas solían arreglar directamente con los hacendados la paga por los servicios religiosos obligatorios brindados a sus dependientes, como el casamiento o el bautismo. Las familias estaban entonces forzadas a saldar las deudas con su patrón mediante trabajo. El cura Aguilar estaba a cargo de recaudar las contribuciones no solo religiosas, sino también civiles, debido a que —según este explicaba— el Gobierno de Mérida no había encontrado un “sujeto de confianza, de quien pueda valerse para ello”.94 Como señalé previamente, pese a la progresiva restricción de sus poderes, la Iglesia continuó funcionando como agente estructurador del territorio, del sistema legal y de representación tras la Ibid., 22r-22v. Ibid., 38v. 93 Ibid., 75r-75v. 94 Ibid., 11v. 91 92

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independencia.95 Los curas párrocos asistían a los ayuntamientos, confeccionando padrones y atestiguando sobre el tamaño de los poblados. No obstante, la progresiva secularización puso a los agentes eclesiásticos en una situación ambigua: de estos se esperaba que contribuyeran a la (re)organización política de las comunidades y que facilitaran el vínculo entre las parroquias, las autoridades provinciales y las centrales. Pero, al mismo tiempo, los curas debían evitar entrometerse en asuntos del poder secular. Este rol discordante, el ambiente fiscal adverso y la extensión del control laico sobre la vida religiosa ponían a los agentes del estado eclesiástico en una posición sumamente vulnerable.96 El conflicto entre Aguilar, Barrera y la población de Caucel derivaba entonces tanto de la creciente explotación de la comunidad como de la incertidumbre que generaba el traspaso y la superposición de facultades, la cual recrudecía las rivalidades entre la comunidad y los agentes civiles, militares, milicianos y eclesiásticos. En los casos aquí retratados, los usos y abusos de poder estuvieron vinculados con la expansión de las estructuras institucionales en el espacio rural y la redefinición de la esfera política impulsada por esta. Tanto en la campaña bonaerense como en la península de Yucatán, estos procesos estuvieron condicionados por la dispersión espacial, el déficit infraestructural y los conflictos regionales. Estos factores fomentaron a su vez un desarrollo desparejo y generaron nuevas fuentes de tensión. La concentración de recursos en las estructuras militares y milicianas posibilitaron el ascenso y los excesos de milicianos como Izquierdo, Suasnabal, Pérez o Barrera, quienes actuaron alternativamente como agentes del “Orden” y promotores de los des/órdenes. Al respecto, escribía el político e historiador mexicano José María Luis Mora en 1836: A nada pueden compararse los perjuicios y males que ha causado esta milicia en algunos Estados de esta República, ella ha sido el principal elemento de las asonadas más memorables por sus desastres; ella, lejos de contribuir a la seguridad interior no ha hecho más que alterarla de mil maneras, multiplicando los crímenes que debía perseguir y cometiéndolos ella misma repetidas veces. El error comunísimo en México de que las autoridades no se pueden hacer obedecer sin soldados, ha multiplicado por todas partes las instituciones militares bajo de diversos nombres y formas. Como los gobernadores de los Estados no pueden disponer de la milicia permanente y activa, se empeñaron en que la local fuese una cosa parecida a las otras y lo consiguieron por fin. Los vecinos honrados de los lugares, no podían incorporarse en semejante institución, así porque en ella entraron las personas menos apreciables por su educación y principios con quienes no se prestaron a alternar, como porque hombres acomodados y educados con alguna delicadeza 95 96

Véase el capítulo 4, 3.ª sección. O’Hara (2010: 395-399).

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ni pueden sufrir la disciplina rigurosa ni quieren exponerse a que los hagan salir violentamente a hacer servicio fuera del lugar de su residencia, con perjuicio de sus familias, negocios e intereses. De aquí es que en algunos de los Estados la mayor parte de la milicia se compone de los hombres más viciosos que, lejos de proteger las propiedades individuales, las atacan con muchísima frecuencia, convirtiéndose en partidas de ladrones y asesinos de quienes los propietarios no pueden ni aun defenderse, porque por una inversión de principios enteramente opuestos a un sistema de libertad (...).97

El rol destacado de las milicias como espacios de participación popular, defensoras de las autonomías locales y de las políticas liberales más radicales, son proposiciones extendidas en la historiografía actual. 98 En el próximo capítulo, trataré con más detalle el debate sobre las ideologías encarnadas por el ejército y la milicia, pero antes examinaré una lógica subyacente a las situaciones de violencia aquí consideradas.

5.4. Des/órdenes de la segmentación La descripción densa de la violencia política en la campaña bonaerense y en el estado de Yucatán retomó varios de los motivos de la anarquía introducidos en el segundo capítulo: el vacío y la barbarie de los espacios sociales rurales, el despotismo de los líderes locales y la fragmentación territorial. Estos “atributos” hacen referencia a diferentes aspectos de un problema fundamental de la transición política: la reconfiguración de los espacios y sujetos de la soberanía. Ante las abdicaciones de Bayona en 1808, las juntas organizadas en ambos lados del Atlántico reclamaron la retroversión de la soberanía al pueblo, el cual era, conforme al pacto de sujeción, el depositario originario en ausencia del monarca. Con la independencia, la noción de soberanía pasó entonces de ser un atributo individual —del rey soberano— a ser un derecho del colectivo. Pero, dado que “la nación” debía ser aún definida, no resultaba evidente cuál era el sujeto de imputación indicado. Según Antonio Annino, uno de los ejes centrales del problema de la ingobernabilidad de las repúblicas hispanoamericanas vino dado por la preexistencia de tres soberanías diferentes: la de los pueblos, la de las provincias y la de los centros coloniales. Por consiguiente, el conflicto estructural se entiende mejor como una doble ruptura entre los

Mora (1836: 104-105). Véanse, por ejemplo, los ya citados trabajos de Chust y Ortega (op. cit.), Harari (2013b), Sabato (2010), Vanderwood (1986) y Zúñiga Campos (2013: 140). 97 98

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centros y las periferias, esto es, entre las antiguas capitales y las provincias y entre la ciudad y los pueblos.99 Al respecto, señala también Goldman: la retroversión de la soberanía en condiciones excepcionales iba a plantear una serie de desafíos a la gobernabilidad de los diferentes espacios territoriales, siguiendo las diversas disposiciones y configuraciones locales en las que aflorarían tanto antiguas disputas jurisdiccionales como una nueva oportunidad para dirimir conflictos de intereses o de poder y ampliar los espacios de autonomía.100

En el marco de los debates constitucionales y los conflictos regionales, se enfrentaron concepciones monistas y pluralistas de la soberanía y distintos proyectos de asociación política: centralistas, confederativos, federales y unitarios. También la relación y los límites de la soberanía política y la soberanía religiosa debieron ser renegociados. En el periodo considerado, mientras que los conflictos en torno a la reconfiguración de la soberanía en el Río de la Plata devinieron en la disolución de las Provincias Unidas, en México estos se disputaron dentro del marco de la república representativa y federada. En ambos contextos intervinieron una variedad de actores, cuyas rivalidades y alianzas respondían a las realidades locales particulares, a la vez que apelaban a la nación. Con Riekenberg propongo denominar a estas lógicas fomentadas por la pluralización de la soberanía “des/ órdenes de la segmentación”. De acuerdo con el historiador, las guerras de Independencia y los conflictos internos que le siguieron favorecieron la expansión en los espacios fronterizos de redes de poder constituidas por múltiples segmentos, cuyas reivindicaciones de soberanía se superponían y, por lo tanto, rivalizaban. Estos segmentos se componían de comunidades no-institucionalizadas, como las montoneras o las haciendas, pero también de formaciones político-militares, como los cacicazgos y las diferentes instituciones estatales. En esta constelación, el Estado era “un actor más” de la violencia, cuyos atributos simbólicos y materiales reconocían y codiciaban los otros segmentos. Este rol aparentemente contradictorio del Estado es lo que para Riekenberg caracteriza el Staatsferne en Hispanoamérica: “A pesar de sus debilidades institucionales, el Estado ofrecía en el siglo XIX recursos de no poca importancia en los conflictos locales y regionales en los que las distintas alianzas familiares estaban implicadas”.101 De acuerdo con la descripción densa elaborada en este capítulo,

Annino (2014: 248). Goldman (2014: 25). 101 Riekenberg (2015: 65); véase también Kalybas (2008). 99

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más que reductos de la barbarie o espacios de violencia “anti- o para-estatal” 102, la segmentación parece haber generado en las fronteras de Yucatán y de la provincia de Buenos Aires espacios multiétnicos altamente politizados, integrados dentro de redes transregionales. En estos territorios regidos por “soberanías imbricadas” y escindidos por desconexiones, la violencia, la negociación y la movilidad espacial y cultural eran recursos complementarios, útiles tanto para la resistencia como para la adaptación a las transformaciones que estaban teniendo lugar en el marco de la reconfiguración de la soberanía.

5.5. Resumen Para examinar la relación entre la barbarie y el imperativo de integraciónsujeción, postulada por las imágenes de la otredad fronteriza, analicé en este capítulo situaciones de violencia características de los “márgenes de la nación”. Pese a la diferente densidad y composición poblacional de la campaña bonaerense y de la península de Yucatán, ambas emergieron en la descripción como espacios de violencia, cuya vastedad y permeabilidad con otros territorios favorecían el uso de la fuerza, pero también de la negociación y la movilidad espacial y cultural. La descripción densa de los saqueos y robos a civiles cometidos por una montonera de dragones y por dos milicianos de Valladolid situó estas formas de apropiación violenta dentro de un continuo de depredación y desnudez, el cual estaba a su vez sustentado por los mercados de violencias locales, las transformaciones causadas por la economía y formas de sociabilidad político-militares de la posindependencia. Así, el saqueo reveló ser un modo extendido de gestionar intereses tanto para las elites como para los sectores populares rurales en el marco de la transición político-económica. En la segunda sección introduje los conflictos que mediaron la integraciónsujeción de los espacios fronterizos comparados. En ambos, las elites regionales debieron renegociar su posición en el nuevo régimen mediante acuerdos y enfrentamientos, formando alianzas con diversos actores basadas en relaciones de reciprocidad condicional. En la tercera sección presenté otra situación de violencia, los abusos de poder cometidos por jefes de la milicia, alcaldes y curas pueblerinos. Estos revelaron estar condicionados por el traspaso y la superposición de facultades que tuvieron lugar en el marco de la reestructuración institucional del espacio rural. En especial, la concentración de tareas y recursos, la heterogeneidad y el De acuerdo con James Scott, “nonstate spaces” son territorios inestables, ecológicos, culturales y socialmente adversos para la apropiación y administración estatal. Scott (2009: 324-338). Véase también: Boccara (2013: 47), Riekenberg (2007). 102

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carácter local de las milicias llevaban a que estas no siempre actuaran en favor del “Orden con mayúscula”. En la última sección tomé como punto de partida el problema planteado por la reconfiguración de la soberanía y propuse inscribir los casos tratados dentro de los des/órdenes de segmentación, los cuales tornaban los espacios fronterizos en redes de poder imbricadas. ¿Qué lugar ocupaban los centros de poder urbanos en el des/orden? Para abordar esta pregunta, en el siguiente capítulo trasladaré la reflexión al contexto urbano y analizaré dos tumultos que fueron un punto de inflexión para la anarquía posindependiente.

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CAPÍTULO 6 Tumultos urbanos: encrucijadas de la violencia política

La anexión de dominios indígenas, la expropiación de las tierras comunales y la criminalización de formas de vida tradicionales fueron algunas de las medidas “modernizadoras” tomadas en el marco de la integración-sujeción de los espacios fronterizos. La voluntad unificadora y homogeneizadora conllevó también la politización de los márgenes de la nación, los cuales pasaron a ser algo más que “espacios de reclutamiento de hombres y campos de batallas”.1 El referente ideal de estos procesos fue el espacio urbano y, especialmente, las nuevas capitales de la República. ¿Cómo se manifestó la consolidación territorial en los centros metropolitanos? ¿Cómo se reorganizaron las relaciones de poder entre las ciudades y las fronteras? ¿Qué papel cumplieron los ejércitos y las milicias? ¿Cuál fue el sentido de la violencia en este proceso? Este último capítulo elaborará una descripción densa de dos tumultos que tuvieron lugar en las ciudades de Buenos Aires y de México. La interpretación se inicia con el motín de octubre de 1820, protagonizado por los tercios cívicos porteños. Esta primera sección estará enfocada en la relación entre este estallido de violencia y uno de los ejes del problema de la soberanía: la “calidad” y la capacidad constituyente de los pueblos. En la segunda sección retomaré la comparación de los centros y las fronteras para establecer la posición ocupada por las ciudades en el proceso de consolidación territorial. La descripción de la toma de la Acordada y del saqueo del mercado Parián, que estremecieron a la capital mexicana en 1828, explorará los vínculos entre estos episodios de violencia facciosa y popular y otro aspecto clave de la reconfiguración de la soberanía: la construcción del principio de autoridad tras la pérdida de los valores trascendentales que lo cimentaban en el Antiguo Régimen. En la última sección, retornaré al análisis de los des/órdenes de la anarquía posindependiente.

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Goldman (1988a: 24).

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6.1. El motín de octubre En la ciudad de Buenos Aires, a las nueve de la noche del domingo primero de octubre de 1820, sonó la generala en el cuartel de cazadores. Esta anunciaba la revuelta de los soldados cívicos del segundo tercio y del Regimiento Fijo de Infantería contra el gobernador interino Martín Rodríguez, quien había sido elegido por la Honorable Junta de Representantes el 26 de septiembre pasado. Los cafés y teatros despidieron repentinamente a sus huéspedes y cerraron las puertas. La ciudad quedó en silencio. Beruti escribía sobre los acontecimientos: a eso de las once de la misma noche, ya el pueblo en sus casas, se oyeron algunos tiros de fusil; pero como a las doce horas de la propia noche, se continuó un fuego seguido de fusilería que duró más de media hora, resultando esto un gran cuidado en el pueblo que descansaba en sus camas que no pudieron casi dormir del sosiego.2

Según el cronista, este primer enfrentamiento dejó al menos treinta muertos y cincuenta heridos. Los soldados cívicos y del Regimiento Fijo derrotaron a los cazadores veteranos en esa primera jornada y tomaron la plaza. El día dos de octubre transcurrió sin sobresaltos. Solo las especulaciones sobre quiénes eran los autores del tumulto pululaban por la ciudad. Al respecto, declaró el portero del Consulado, don Antonio Fausto Gómez, ante la comisión especial, que se formó posteriormente para esclarecer los hechos, que había oído decir que el comandante don Hilarión de la Quintana y el coronel don Manuel Pagola estaban “acaudillando a la gente armada” con ayuda de los oficiales del segundo tercio, el sargento mayor Nicolás Otero y Pinto, el teniente don Manuel Rodríguez, los capitanes don Epitacio Campo, don Juan Balaques, don Genaro González Salomón y el vecino y dueño de un café, don José Bares. También se rumoreaba que “el Cabildo había tomado parte en ella”.3 En ese mismo día se promulgó un bando en nombre de la Sala Capitular que rechazaba al recientemente electo gobernador. Ante la comisión, los suscriptores —los regidores José Tomas Usari, Zanón Videla, Ventura Ignacio Zabaleta, Ramón Villanueva y el alcalde del primer voto, Norberto Dolz— declararon haber sido forzados a firmar el manifiesto. Videla afirmó que en ese mañana había ingresado: una muchedumbre a la Sala Capitular con mucho desorden, unos con armas, otros envueltos en ponchos, otros ebrios, hasta la misma mesa, conformándose

Beruti (2001: 321). Archivo General de la Nación Argentina (noviembre-diciembre 1820, X 29-10-06 Exp. 276: 8v-9r). 2 3

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y aplaudiendo cuanto exponía don Bernardo Vélez, don Pedro José Agrelo y don Manuel Sebastián Leal. El bando trajo y leyó el doctor Agrelo.4

Don Juan Bautista Villegas, testigo de la reunión, declaró que el doctor Agrelo había anunciado a la muchedumbre: Por haberse introducido desgraciadamente la facción realista de Pueyrredón en la elección que acababa de hacer la Junta de Representantes para el gobernador de esta provincia en la persona de don Martín Rodríguez, había tomado el Pueblo la Plaza. (...) Que felizmente se había fugado el gobernador Don Martín Rodríguez, y que por esta razón se hallaba el pueblo en necesidad de deportar el gobierno de la ciudad interinamente y, mientras se convocaba el Pueblo al día siguiente en el Colegio de San Ignacio en manos del Cabildo o en alguno de los miembros que componían aquel cuerpo (...); que el Pueblo únicamente reclamaba contra los representantes de la ciudad por haber sido electos estos por intrigas, según las nóminas, que se les habían encontrado (...).5

Usari confirmó también que los oradores sostenían haber caducado a la Junta de Representantes, y que el Pueblo había reasumido los poderes de sus diputados, dejando intactos los de la campaña (...); que en consecuencia pedían que se procediese a la elección de nuevo gobierno, quedando entre tanto depositado el gobierno en el alcalde de primer voto, por cuya excusación intentaron depositarlo en el regidor Zabaleta y por la de este, en todo el Cabildo.6

A la propuesta de los regidores de que se transmitiera el mando a los representantes de la campaña, Agrelo había respondido “que habían sido elegidos para elegir gobernador, y no para gobernar”.7 Al día siguiente, se reunieron en cabildo abierto los vecinos y algunos miembros del ayuntamiento en el templo de San Ignacio. También en esta ocasión tomó la palabra el doctor Agrelo. De acuerdo con el vecino Melchor Arancibia, este hizo moción para que se nombrase presidente y secretario, votando desde luego por el alcalde Dolz para presidente, y por el escribano Ruiz para Secretario. Que no habiéndole contestado nadie, tomó nuevamente la palabra, increpando el silencio Ibid., 58r-58v. Ibid., 60r-60v. 6 Ibid., 58v-59v. 7 Ibid., 61r. 4 5

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UNA HISTORIA DENSA DE LA ANARQUÍA POSINDEPENDIENTE e indiferencia de los ciudadanos en su negocio, que él llamaba tan interesante, exigiendo, que si el silencio era una señal de aprobación de la esclavitud en que habían estado, lo dijesen para abandonar el país, pero que si tenían un poco de honor para salvarse de las intrigas de la administración, que hablasen.8

El vecino Andrés Aldao respondió que los allí presentes ignoraban los pormenores y negocios que ocurrían en el gobierno; que era muy extraño se les obligase a tratar de estos asuntos, cuando no se presentaban allí las personas públicas (...) Que era extraño, que un Pueblo como Buenos Aires, compuesto de más de setenta mil almas, fuese representado por aquel corto número de gentes, y que ni así el Cabildo estaba completo.9

El alcalde Dolz explicó que los miembros faltantes se habían excusado por estar enfermos. Tras algunas discusiones, Agrelo y Leal propusieron al general Dorrego para gobernador. Para legitimar la elección se encargó a los alcaldes de barrio que recolectasen los votos de los vecinos ausentes. Por último, se acordó de enviar a tres diputados a negociar con Rodríguez. Mientras se celebraba el cabildo abierto, sonó nuevamente la generala, advirtiendo el retorno de Rodríguez, secundado por fuerzas de Juan Manuel de Rosas. Pero ni este se presentó ni se reunieron las fuerzas sublevadas en la plaza. En esa noche, recordaba Beruti, los cívicos, “aburridos de su propio desorden y ya pesarosos de lo que habían hecho, como otros temerosos de ver que el plan se iba deshaciendo” abandonaron sus puestos.10 El día cuatro de octubre amaneció en paz. Los alcaldes de barrio iniciaron su recorrido por la ciudad para recolectar los votos hasta que, alrededor de la una de la tarde, volvió a sonar la generala para anunciar que las tropas de Rodríguez y de Rosas se acercaban al centro. El Regimiento Fijo, el segundo tercio cívico, esclavos y presos que Pagola había reclutado para reforzar la defensa se apostaron en las azoteas circundantes a la plaza. Los cañones se posicionaron en las esquinas y bocacalles. A las cuatro de la tarde comenzó el enfrentamiento entre los amotinados y las fuerzas de Rodríguez. También en ese día se había reunido la Junta de Representantes en el convento de las monjas capuchinas bajo la protección de los Colorados del Monte para deliberar sobre la situación. La reunión concluyó al día siguiente —cinco de octubre— a las seis de la mañana con la ratificación de Rodríguez y el decreto de amnistía para los participantes del motín, con excepción de los “caudillos” y “a los que después de él no cedieron o continuaron Ibid., 61v. Ibid., 62r. 10 Beruti (2001: 322). 8 9

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en el empeño de la resistencia armada”.11 Los sublevados no aceptaron la resolución de la Junta y se prepararon para un nuevo enfrentamiento. Para evitar un baño de sangre, el Cabildo llamó a un armisticio. Dolz acordó el cese del fuego con el gobernador, con la condición de que luego no se persiguiese a los implicados. Pero los milicianos y la tropa prefirieron desobedecer las órdenes a entregar la plaza. “A las seis de la tarde rompió el fuego tan veloz que parecía un volcán”.12 Sobre el desenlace relataba el general Iriarte: A Quintana, jefe de los cívicos, no le faltaba valor; pero su cabeza era muy pequeña hasta para organizar el más sencillo plan de defensa. La ciudad de Buenos Aires es muy fácil de defender, como lo comprueba la resistencia que opuso en 1807 a un ejército inglés de once mil hombres de tropas regulares y aguerridas (...). Los cívicos del segundo tercio ocuparon la plaza (...) Los del primero se pronunciaron por el general Rodríguez y cambiaron las balas con aquéllos. Los colorados de Rosas dieron una carga atrevida sobre la artillería asestada en las bocacalles y la tomaron. Los fusileros de la azotea fueron desalojados por sus adversarios. La escena duró desde la mañana hasta el fin de la tarde. Rodríguez triunfó. Quintana cayó prisionero. El coronel Pagola se fugó a Montevideo con otros muchos. De una y otra parte pasaron de ciento cincuenta los muertos y heridos. Rodríguez dirigió al ataque desde el atrio de San Francisco. Rosas tampoco oyó silbar una bala; con pretexto de un dolor de muelas se separó de su gente para situarse donde... ni se oía el ruido de la refriega.13

Según Beruti, el último enfrentamiento costó la vida a al menos cuatrocientos hombres. Sin embargo, para el cronista “[l]o admirable fue que en el medio de esta contienda, y en donde las pasiones se habían desatado, no experimentó esta ciudad daño alguno de consideración”.14 El seis de octubre se reunió la Honorable Junta de Representantes para deliberar sobre las medidas necesarias para cerrar el episodio. Cinco miembros del Cabildo fueron separados de sus puestos por haberse suscrito al bando del dos de octubre y, por segunda vez en ese año, la Junta otorgó facultades omnímodas al gobernador para “el logro de la única y suprema ley de los estados, que es la salud del pueblo”.15 También las banderas, las cajas militares y las armas del segundo tercio fueron confiscadas por el primero. En los días siguientes

Archivo General de la Nación Argentina (diciembre 1820-marzo 1821, X 29-10-06 Exp. 275: 52r). 12 Beruti (2001: 323); véase también: Di Meglio (2006: 208). 13 Iriarte (1962: 252). 14 Beruti (2001: 208), Di Meglio (2006: 208). 15 Gaceta de Buenos Aires, 11 de octubre de 1820 (apud Levene (1932). 11

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comenzaron los procesos contra los “autores de este movimiento criminal”.16 Ante los jueces fiscales y la comisión especial comparecieron el alcalde del primer voto, Dolz, el regidor Zabaleta, el doctor Bernardo Vélez, el comandante Hilarión de la Quintana, el capitán del Segundo Tercio, don Genero González Salomón y otros oficiales del Fijo. El capellán de ánimas de San Nicolás, padre Rizo, no pudo ser citado debido al fuero. Don Gregorio Aráoz de La Madrid, padrino del capitán González Salomón, argumentó en contra del cargo de “tumultuario”: El Cabildo, a quien reconocen por jefe los tercios cívicos, hizo la señal de alarma; la repetición de estos actos los ha sancionado ya por legítimos la costumbre (si se puede usar de esta expresión). Jamás se ha hecho entender a los oficiales y tropas cívicas hasta qué punto será permitida su obsecuencia a las intentonas del Excelentísimo Cabildo. Se han sucedido las revoluciones unas a otras, y en todas, su progreso y paliativo final ha emanado de otra conspiración por el brazo de la fuerza cívica. Jamás se ha tildado de criminal semejante conducta; antes, por el contrario, los papeles públicos la han colmado de elogios, haciéndola aparecer como unos esfuerzos heroicos en favor de la libertad. ¿Qué delito pues pudo figurarse en la ida a la Plaza el capitán Salomón, cuando no hacia otra cosa, en su concepto, que obedecer a su legítimo jefe? 17

El defensor del tambor mayor Felipe Gutiérrez, el capitán de Infantería don José Guanes, también alegó: Lo que edifica el uno, el otro lo destruía. Para que fuese bueno era preciso decir que el otro era malo. En fin, una sedición, un tumulto, una asonada han sido los comicios en que fueron constituidos, y todos ellos ni han podido hacerse respetar, ni los ciudadanos los han querido obedecer. Los generales se han constituido gobernantes y su fuerza fue su elector. Las armas eran del pueblo, al pueblo venían a defender las armas; obraban contra el pueblo y el pueblo las resistía.18

Los citados principios de subordinación y las circunstancias “anárquicas” no fueron mitigantes en los ojos de las autoridades. El gobernador Rodríguez ordenó que González Salomón y Gutiérrez fueran pasados por las armas, “porque el Pueblo pide en su desagravio un pronto y ejemplar castigo, que también lo exigen con el mayor imperio por la salud pública las circunstancias del país,

Archivo General de la Nación Argentina (diciembre 1820-marzo 1821, X 29-10-06 Exp. 275: 1r). 17 Archivo General de la Nación Argentina (octubre 1820, X 29-10-06 Exp. 274: 16r). 18 Ibid., 32v. 16

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para que no se repitan semejantes escenas”.19 El 14 de octubre de 1820, registró el juez fiscal estaban formadas las tropas [en la plaza de la Victoria] para la ejecución de la sentencia; y habiéndose publicado el bando por el sargento mayor de la Plaza, puestos los reos de rodillas y leída por mí la sentencia en alta voz se pasaron por las armas a los dichos don Genaro Salomón y Felipe Gutiérrez, en cumplimiento de ella, a las diez del mismo día, delante de cuyos cadáveres desfilaron inmediatamente las tropas que se hallaban presentes, y llevándolos luego, acompañándoles a la Iglesia de San Miguel donde quedan enterrados (...).20

En varios aspectos el motín de octubre fue un punto de inflexión para la Anarquía del año XX. Este fue el primer estallido de violencia en la capital desde las Invasiones Inglesas. Aunque también se combatió desde extramuros, el movimiento tuvo como escenario principal puntos centrales de ciudad: la plaza de la Victoria, la azotea del Cabildo y el Consulado. La guerra de guerrillas, que tomó al centro urbano por varios días, dejó atrás “pilas de cadáveres” y un sinnúmero de heridos. 21 Sin embargo, como remarcaba Beruti, esta exoneró a la población de la depredación generalizada que tradicionalmente acompañaba a las revueltas urbanas. La victoria de las tropas de Rodríguez y Rosas marcó asimismo el fin de una etapa en la lucha facciosa entre federales de filiación sarrateistas, soleristas, dorreguistas, los partidarios del centralismo —muchos de ellos iniciados en la logia de los Caballeros de América, sucesora de la Gran Logia de Buenos Aires, presidida por Pueyrredón— y hombres cercanos al exdirector Alvear. En vista de los actores, el curso y la consigna del movimiento, el historiador Fabián Herrero considera que el motín de octubre puede ser mejor entendido como un “golpe de Estado”, es decir, como “una toma del poder por parte de un grupo relativamente pequeño de personas”, apoyado por sectores de las fuerzas armadas. Herrero explica: No fue un tumulto, en cuanto no se trató de un movimiento desordenado y ruidoso de un conjunto de personas que solo tenían ese propósito como motivación. Tampoco fue una rebelión plebeya, porque los sujetos sociales que encerraría esta caracterización, empleados de panadería, de cafés, pulperías, entre otros, los hemos visto recibir órdenes de líderes que pertenecen a los sectores medios y altos de la ciudad. Menos aún de una revolución (...). A diferencia de la reforma o la

Ibid., 48v. Ibid., 49v. 21 Herrero (2003: 81). 19 20

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UNA HISTORIA DENSA DE LA ANARQUÍA POSINDEPENDIENTE sublevación no se trata de aprobar o rechazar leyes específicas para introducir una mejora o reparar un daño.22

Si dejamos de lado el supuesto de la violencia sinsentido que subyace a la definición de tumulto de Herrero, la caracterización parece describir en esencia lo sucedido en esas jornadas: la milicia y la tropa local, apoyadas por el Cabildo y por actores civiles identificados con la facción federal, se levantaron en armas contra la decisión de la Junta de Representantes de favorecer al candidato centralista e intentaron implantar un gobernador de las propias filas. ¿Y qué hay del “pueblo” tantas veces citado en los relatos? Además de la elección del candidato centralista, el motín de octubre tuvo como detonante los rumores que corrían sobre las intenciones del nuevo Gobierno de ponerse al mando de los cívicos y disolver el Cabildo. Tradicionalmente, esta institución actuaba como cuerpo representativo del pueblo de Buenos Aires y como tal estaba a cargo de proteger el bien común, de ser necesario contra los abusos de los otros poderes. El Cabildo estaba habilitado a convocar a cabildo abierto y, dependiendo del apoyo de los presentes, destituir al Gobierno y “retornar” la soberanía a la ciudad. Marcela Ternavasio señala que esta práctica de participación directa era considerada por el cuerpo local como un “mecanismo natural” de negociación con la autoridad. Esta percepción no se debía tanto a la antigüedad del recurso como al rol jugado por el Cabildo en la vida cotidiana urbana: al ayuntamiento iban los pobladores a peticionar; de él obtenían las viudas y los huérfanos las pensiones y los presos, las vestimentas; este vigilaba el abasto y los precios de los alimentos y, en caso de necesidad, reducía las cargas fiscales; sus campanas convocaban al pueblo a la celebración y a la resistencia; y desde sus azoteas se protegía a la plaza.23 Citando nuevamente a Iriarte: “el Cabildo era la autoridad más inmediata del pueblo, era la cabeza, el padre, y sus hijos como a tal lo adoraban, los respetaban, le tributaban un culto voluntario, una devoción exaltada”.24 De acuerdo con el general Iriarte, los cívicos tenían sus propios motivos para participar del movimiento: El jefe de Buenos Aires, Quintana, sobre no tener capacidad para organizar la defensa, tenía también contra sí un gran obstáculo: la ciudad estaba dividida. Los cívicos del primer tercio miraban con envidia el ascendiente y preponderancia del

Ibid., 80. Ternavasio (2000: 55). 24 Iriarte (1962: 244). 22 23

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segundo tercio, y se profesaban recíprocamente el implacable odio de corporación: existía entre ellos la más pronunciada rivalidad.25

Recordemos que los tercios cívicos se diferenciaban en su composición social: el primero nucleaba a los habitantes del centro de la ciudad; el segundo, a los quinteros; y el tercer tercio, a los pardos y morenos libres de toda la ciudad. Mientras que la palabra envidia genera confusión en la descripción de Iriarte, otras apreciaciones dejan claro qué rol jugaban los cívicos del segundo para el general: ellos eran “los sanculotes despiadados, los de los ojos rojos.”26 Dada la pertenencia social, la motivación y la intransigencia demostrada por los milicianos y la tropa sublevada, el historiador Gabriel Di Meglio sostiene que el motín de octubre fue un momento de consolidación para el “bajo pueblo” como actor político. Así, además de defender un espacio político tradicional —el Cabildo—, los sectores populares urbanos hicieron uso de su posición como árbitro en los conflictos internos de la elite. Como ya vimos en el tercer capítulo, la militarización generalizada había jugado un rol fundamental para la politización de los sectores bajos al facilitar nuevas formas de sociabilidad y organización política y al hacer accesibles recursos materiales y simbólicos. También la yuxtaposición de poderes contribuyó a la desregulación del enfrentamiento político.27 La lectura de Di Meglio toma asimismo como referencia el “temor social” ya insinuado por Iriarte. Al respecto, escribía el comerciante y político José María Roxas en una carta dirigida a Manuel José García, futuro ministro de Gobierno y Hacienda de Rodríguez: ¿Cuál habría sido si vencen los contrarios? En pocas palabras: 1. El saqueo de Buenos Aires, pues la chusma estaba agolpada en las esquinas envuelta en sus ponchos, esperando el éxito; y si la intrepidez de los colorados no vence en el día, esa misma noche se les unen 4 o 6 mil hombres de la canalla y es hecho de nosotros.28

Con el triunfo del Partido del Orden, se inició una nueva etapa no solo para las elites político-militares, sino también para los sectores populares urbanos, en la que el fuerte consenso al interior de los sectores dominantes y la introducción de medidas reguladoras —del mercado, del espacio y la vida cotidiana— restringieron nuevamente el margen de acción política popular. Las fuerzas cívicas, que habían sido creadas en 1811 y en 1815 pasaron de estar subordinadas

Ibid., 251-252. Ibid., 253. 27 Di Meglio (2003: 65; 2006: 107). 28 Roxas, 15-10-1820 (apud Di Meglio, 2003: 211). 25 26

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al poder central a responder ante el ayuntamiento, fueron disueltas en 1820, y el Cabildo se suprimió al año siguiente. La abolición se basó en: — El papel jugado por la institución municipal en el motín de octubre. — La pérdida de credibilidad que había sufrido la institución debido al mal funcionamiento de la policía y la justicia. — La incompatibilidad de su autonomía y de las prácticas asambleístas con la idea de la soberanía única e indivisible, introducida ya por la Asamblea del año XIII, y con el régimen representativo. En el debate de diciembre de 1821 sobre el proyecto de ley de supresión de los Cabildos de Buenos Aires y de Luján, el ministro Bernardino Rivadavia explicaba al respecto: [Q]ue en un Gobierno Monárquico absoluto, en el que la soberanía nacional estaba personificada al individuo que la ejercía por título de sucesión, era indispensable reservarse un resto de autoridad para los Pueblos, depositándola en manos de los que en aquel orden obtenían su representación, pero que este establecimiento era incompatible con un Gobierno Representativo en que esa autoridad suprema ha retrovertido a la sociedad y ejerce con toda la plenitud de un sistema liberal por medio de aquellas autoridades que tienen la viva representación de los Pueblos confusiones reales [sic] que les ha circunscripto la naturaleza del Gobierno actual y los pactos sociales; que en ese estado aparecen los Cabildos sin una atribución real y útil al público.29

Ternavasio remarca que, aun cuando la supresión del Cabildo llevada adelante por el gabinete de Rodríguez fue una medida excepcional en Hispanoamérica, el problema que intentó resolver resultó un desafío común para todos los Estados nacidos de la revolución: la “calidad” y la capacidad constituyente de los pueblos y la construcción del principio de autoridad.30 ¿Representación o cabildo abierto? Esta cuestión emerge también en la contraposición “república o democracia”. El diputado de Buenos Aires Manuel Castro advertía en un debate parlamentario en 1826: “La democracia es un vicio; la República, no; ¿Y en que se distingue la democracia de la república?: En que el pueblo en la República, aunque tiene soberanía, elige a sus representantes para que la ejerzan”.31 Según la primera interpretación de las jornadas de octubre, podemos constatar que este fue un momento crucial tanto para la lucha al interior de los sectores dominantes como para grupos subalternos, quienes buscaron intervenir en la puja por el poder y a la vez defender un espacio de participación política tradicional. Antes de analizar la relación entre la violencia y los problemas de la Acuerdos de la Honorable Junta de Representantes de la provincia de Buenos Aires (1820-1821), (apud Ternavasio, 1998: 39). 30 Ternavasio (2000: 52). 31 Ravignani, 1937 (apud Di Meglio, 2008: 151). 29

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soberanía en el contexto mexicano, propongo retomar en la siguiente sección la comparación de los centros y fronteras y explorar el rol que jugaron las ciudades y, más específicamente, las capitales en el proceso de integración-sujeción territorial esbozado en el capítulo anterior.

6.2. Los mapas de la nación Dentro de la “red global” que dotó de coherencia al Imperio español, las ciudades mercantiles Sevilla, Madrid, Lisboa, Cádiz, Génova, Nápoles, Goa, la isla de Santiago, en el archipiélago de Cabo Verde, la ciudad de México, Lima, Potosí y Salvador de Bahía tuvieron una posición clave para la Administración colonial y fueron los objetos principales de su política. Mucho antes ya de su designación como región focal del virreinato novohispano, el valle de México poseía una larga tradición como emplazamiento del poder. Sobre México-Tenochtitlán escribía Hernán Cortés: Y por no ser más prolijo en la relación de las cosas de esta gran ciudad, aunque no acabaría tan aína, no quiero decir más sino que en su servicio y trato de la gente de ella hay la manera casi de vivir que en España; y con tanto concierto y orden como allá, y que considerando esta gente ser bárbara y tan apartada del conocimiento de Dios y de la comunicación de otras naciones de razón, es cosa admirable ver la que tienen en todas las cosas. 32

Como “cosas” se refería el conquistador a los “muy grandes y buenos aposentamientos” del “señor” Moctezuma, y como sus vasallos, a las cuarenta “torres muy altas y bien obradas” de las “casas de sus ídolos de muy hermosos edificios”, a las plazas, con sus mercados donde “se venden todas cuantas cosas se hallan en toda la tierra, que de más de las que he dicho, son tantas y de tantas calidades, que por la prolijidad y por no me ocurrir tantas a la memoria, y aún por no saber poner los nombres, no las expreso”.33 Por el contario, la expedición de Pedro de Mendoza se había encontrado en la cuenca rioplatense con un paisaje hostil. El clérigo y poeta Luis de Miranda, quien participó de la desventurada travesía, escribía en 1537: En las partes del Poniente, / Es el Río de la Plata/ Conquista la más ingrata/ ¡A su señor! (...) / Trabajos, hambres y afanes/ Nunca nos faltó en la tierra, (...) / Más tullido el que más fuerte, /el más sabio más perdido, /el más valiente caído/

32 33

Cortés: “La gran Tenochtitlán”. Ibid.

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UNA HISTORIA DENSA DE LA ANARQUÍA POSINDEPENDIENTE y hambriento. /Almas puestas en tormento/en vernos, cierto, a todos. /De mil maneras y modos/ya penando.34

La vastedad, el hambre y la combatividad de sus habitantes originarios generaron una imagen inaugural de negatividad, la cual posteriormente se reformuló en la idea y en la política del “desierto”. En contraste con la imagen actual de inseguridad, los centros urbanos representaron históricamente el lugar del Estado, del monopolio de la violencia y de la cultura civilizada. Era a la ciudad a donde los pobladores del campo iban a refugiarse del ataque enemigo, de las penurias o de las restricciones impuestas por la comunidad tradicional. 35 Mientras la ciudad de México fascinaba a los visitantes con su urbanidad cosmopolita —mestiza y a la vez europeizada—, la de la Santísima Trinidad y su puerto de Santa María del Buen Ayre debieron lidiar desde un principio con las desventajas de su posición periférica en el territorio colonial, dependiendo del contrabando para sobrevivir. En el siglo XVIII mejoró la suerte del asentamiento austral: primero, gracias al comercio de esclavos africanos con los británicos y más tarde, con la elección como capital virreinal. Según las estimaciones de contemporáneos, la población aumentó un 76 %, pasando de 26 000 a 43 000 habitantes. Esto convirtió a Buenos Aires en una de las ciudades con más rápido crecimiento en el subcontinente. La expansión mercantil atrajo a migrantes de otras regiones y del continente europeo —en su mayoría españoles, seguidos por franceses e italianos—. Pese a que Buenos Aires estaba más abierta a la movilidad social que otras urbes coloniales, los recién llegados debieron hacerse un lugar en una sociedad fuertemente jerarquizada, en la cual el ascenso dependía principalmente del éxito económico. Por su parte, la ciudad de México había llegado en 1811 a ser el establecimiento urbano más grande en el hemisferio occidental. En la capital novohispana, los habitantes debían convivir con la pobreza, la enfermedad, la falta de agua potable, los problemas relacionados con la eliminación de basura y los terremotos. Tras la independencia, las poblaciones de las capitales mexicana y de las Provincias Unidas continuaron aumentando gracias a la sostenida inmigración rural. En Buenos Aires, las reformas rivadavianas intentaron dar orden al espacio en crecimiento mediante la reorganización catastral, la integración-sujeción del espacio económico, la reconfiguración de los límites entre lo privado y lo público y otras medidas inspiradas en el ideario ilustrado. En este

Miranda, 1537 (apud El Jaber, 2013: 198). La imagen de “la ciudad” como polo de la civilización fue establecida ya en el siglo XVI por la tradición del jusnaturalismus católico. Annino (2014: 238), Briceño-León (2007: 73). 34 35

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proceso emergió la dicotomía “república o estancia”, un componente más del paradigma explicativo de “civilización o barbarie”.36 Partiendo de una comparación más o menos explícita con el contexto europeo, la historiografía ha debatido sobre el rol particular que jugaron las ciudades hispanoamericanas en los conflictos políticos decimonónicos. Para Eric van Young, la “pasividad de las ciudades” durante las guerras de Independencia se explica por la conjunción de una serie de factores coyunturales y estructurales, los cuales desalentaban la organización política de la población urbana. Aun cuando las ciudades preindustriales hispanoamericanas compartían muchas características con sus pares europeos —alta densidad poblacional, comparativamente altos grados de alfabetización, pobreza extensiva, facilidades para la comunicación—, la fuerte presencia del aparato de represión colonial y el papel conservador jugado por la Iglesia lograron mantener a los sectores urbanos bajo control. Desde el punto de vista estructural, la falta de integración económica interregional, el débil desarrollo de la división social del trabajo, de la estructura de clase y la alta atomización social de la población urbana causada por la masiva inmigración, el mestizaje y la proximidad entre los sectores bajos y altos, reducían los espacios de identificación y acción política. Para Van Young, esta conjunción de factores permite explicar porqué “the dynamic of mass rebellion was not from the city out, nor a parallelism of action or sympathy between city and country, but from the countryside in”.37 La imagen elaborada por Van Young de las ciudades como “islas en la tormenta” coincide hasta cierto punto con las expectativas que las elites decimonónicas tenían para las capitales del nuevo régimen: estas debían conformar un espacio políticamente neutral para el establecimiento de los poderes supremos y representar asimismo un polo de civilización, del cual emanaría el orden unificado.38 A diferencia de Van Young, Jaime E. Rodríguez considera que, incluso en el caso de México, donde la insurgencia se originó en los espacios rurales, los centros urbanos jugaron un rol clave en el proceso de emancipación. El éxito de las rebeliones rurales dependió de la cooptación y/o expugnación de las ciudades, las cuales se habían convertido desde la fundación de los ayuntamientos, en 1812, en un centro de la política.39 Desde esta perspectiva, la Aliata (1998), Cansanello (1995: 117-118), Gruzinski (2005: párrafos 59-60), Riekenberg (1991: 362), Royo (2007: 269), Wasserman (2008: 35-36). 37 Van Young (1988: 155). 38 Lempérière (1994: 152-153), Malamud (2000: 42-43). 39 La Constitución de Cádiz reconoció el derecho a elegir ayuntamiento a toda población de 500 habitantes. Tras la independencia, aunque no se abolió la institución municipal, las medidas centralizadoras intentaron disminuir el enorme número de ayuntamientos y restringir sus funciones al ámbito de lo administrativo. Rodríguez (1997: 70). 36

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actitud “antiurbanista” de la rebelión iniciada por Hidalgo —como Van Young denomina al resentimiento indígena rural contra la sociedad criolla urbana— no excluía a la ciudad, sino que la transformaba en una pieza central de la lucha política. También Van Young admite que en las ciudades mexicanas las conspiraciones a favor de los insurgentes fueron un motivo de preocupación frecuente para las autoridades coloniales durante la guerra de Independencia.40 Más allá del impacto que hayan tenido, la constancia de estas confabulaciones sugiere que el control sobre los centros tenía fisuras. La historiadora Silvia Arrom coincide con Van Young en que los tumultos urbanos fueron infrecuentes en Hispanoamérica en comparación con los movimientos rurales, y propone considerar también factores positivos que pudieron haber contribuido a la “paz” en la ciudad, como, por ejemplo, la cultura política tradicional que fomentaba la conciliación y la armonía dentro de la diversidad, las relaciones de patronazgo y clientelismo que vinculaba a los cuerpos y la Iglesia, como protectora del orden. Para la historiadora, la existencia de actores y estructuras estabilizadoras no implica, sin embargo, que los sectores urbanos populares hubieran carecido de un repertorio propio de acción política. Este incluía acciones moderadas, como los insultos a los representantes de la autoridad, las reuniones frente al ayuntamiento, la resistencia a la leva y actos de violencia colectiva, como el saqueo a comercios y mercados en tiempos de escasez o por el aumento del precio de alimentos, el destrozo de estatuas, el asalto e incendio de prisiones, archivos y otros edificios representativos. Debido a su rareza, pero también al alto potencial destructivo, los tumultos urbanos se grabaron en la memoria de sus testigos y, posteriormente, en la historia de la ciudades como episodios dramáticos.41 Por último, cabe mencionar la advertencia hecha por el historiador John H. Coatsworth con respecto a la diferenciación entre los espacios rurales y urbanos: The separation of town and country, a central feature of modern society, did not take definitive shape until late in the nineteenth century in most of Latin America. Patterns of urban revolts —like food riots, miners’ protests, and tax revolts— all retained their ties (direct or indirect) to traditions of rural rebellion until well into the 20th century.42

De acuerdo con los argumentos citados, aun cuando las ciudades hispanoamericanas gozaron de una relativa tranquilidad durante la transición política, no fueron inmunes a los trastornos del periodo. Esta proposición es apoyada Van Young (1988: 135-136). Arrom (1996: 7). 42 Coatsworth (1988: 24). 40 41

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por las descripciones densas de la violencia política elaboradas. Como vimos en el capítulo tercero, en el marco de la militarización generalizada las quimeras entre militares, milicianos y civiles se tornaron un espectáculo habitual en los cuarteles, pulperías, vinaterías y las calles de las ciudades. En lo que respecta a los asaltos, se registró un aumento de la violencia también en el contexto urbano. Finalmente, como se constató en el caso del motín de octubre, la infrecuencia de los tumultos urbanos no le restaba relevancia: las jornadas de octubre fueron determinantes de la correlación del poder entre el espacio rural y el urbano. Ya en febrero de ese año, la derrota de las tropas porteñas a manos del litoral artiguista había probado a la antigua capital virreinal que ya no primaba en el territorio. La victoria de las fuerzas de frontera lideradas por Rodríguez y Rosas en octubre selló finalmente el ascenso de un nuevo sector dominante, cuyas bases de poder eran esencialmente rurales. La “ruralización de la política”, como Tulio Halperín Donghi denomina a este proceso, fue producto de la creciente prosperidad de la campaña bonaerense, la dependencia del Estado de los hacendados para financiar a las fuerzas rurales, la organización local de las milicias y la identificación directa de estas con sus comandantes, cuya función los mantuvo a su vez alejados por largo tiempo del centro político. La diferenciación entre los nuevos “dueños” del poder —la elite rural emergente— y los administradores tradicionales generó nuevos puntos de fricción al interior de los sectores dominantes. En esta constelación, las fuerzas militares y milicianas de frontera pasaron a cumplir el rol de árbitro en la puja. Así, en el momento de asumir la gobernación de la provincia en 1829, Rosas —uno de los protagonistas en este proceso— ya no solo contaba con el apoyo rural, sino que había sabido capitalizar la lealtad que los sectores metropolitanos profesaban a Dorrego. La integración-sujeción económica e institucional de la campaña contribuyó también a la ruralización de la política: la supresión de los cabildos, instituciones esencialmente urbanas, la instalación de la Junta de Representantes y la elevación del número de representaciones para la campaña en 1821 reacomodaron la correlación de fuerza en el plano institucional.43 Durante la Primera República mexicana, la regionalización emergió como un proceso específico de territorialidad, en el cual “las patrias chicas”, representadas por grupos familiares y oligárquicos regionales, utilizaron el federalismo para dar expresión a sus ambiciones separatistas y evadir las contribuciones fiscales al poder central. Así, las constituciones estatales tendieron a defender el federalismo, pero establecieron sistemas centralistas en el interior. Como veremos con más detalle en la siguiente sección, Yucatán siguió un camino algo diferente. Los regionalismos y localismos que cimentaron este proceso habían sido ya propiciados por el desgaste y la pérdida de legitimidad de la autoridad 43

Halperín Donghi (1972b: 396-406); véase también Di Meglio (2006: 306, 397).

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central en el periodo tardocolonial. Durante las guerras de Independencia, la descentralización de las fuerzas realistas e insurgentes y el desmembramiento del aparato administrativo-económico aceleraron aún más la segmentación. Como explica Antonio Annino, la ruralización de lo político en México fue un producto de las ambiciones no solo de las elites regionales, sino también de los pueblos municipalizados, empoderados por el desplazamiento del eje jurisdiccional de la ciudad al campo. Así, la experiencia gaditana contribuyó a la regionalización mediante la multiplicación de entidades políticas y la politización de la administración local.44 El Acta Constitutiva de 1824 estableció las diferencias espacio-sociales como el punto de partida desde donde pensar la unión nacional: La República Federada ha sido y debió ser el fruto de sus discusiones, solamente la tiranía calculada de los mandarines españoles podía hacer gobernar tan inmenso territorio por unas mismas leyes, a pesar de la diferencia enorme de climas, de temperamentos y de su consiguiente influencia.45

Algunos miembros de las elites liberales y conservadoras no tardaron en identificar el riesgo que albergaba esta interpretación. Un año antes de la sanción de la Constitución, Fray Servando Teresa de Mier había sentenciado: “Actum est de republica, que en buen castellano quiere decir, llevóselo todo el diablo”.46 Consideradas en conjunto, las diferentes lecturas presentadas en esta sección esbozan un mapa de las naciones mucho más complejo que el sugerido por las contraposiciones “centro o frontera”, “civilización o barbarie”. ¿Qué posición tomaron entonces las capitales porteña y mexicana en el proceso de integración-sujeción territorial? En mayor o menor medida, los historiadores coinciden en que las ciudades no conservaron en la transición el rol tradicional como centro de poder. Pero, a diferencia de Van Young, Rodríguez, Arrom y Coatsworth no consideran que la descentralización hubiese llevado a la despolitización de la ciudad ni a su interior, ni con respecto a conflictos “externos”. La expansión de los límites del orden urbano a los complejos fronterizos integró-sometió igualmente a la ciudad a los des/órdenes que los estructuraban. Así, la segmentación de la violencia y del poder socavó las jerarquías territoriales tradicionales y generó un espacio rizomático, en el cual también las Annino (2014: 385). Véase también Carmagnani (1993: 221-241), Centeno (2002b), González Esparza (1997: 78), Vázquez (2010: 47-73). 45 Acta Constitutiva de la federación mexicana (1824) 1988 (apud Gortari Rábiela, 1993: 220). 46 Mier (1978: XXIV). 44

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ciudades de Buenos Aires y de México debieron coexistir y rivalizar con una multiplicidad divergente de actores y espacios sociales —dominios indígenas, fortines, pueblos, otros centros regionales así como los lugares “inmunes” aún existentes.47 Los mapas 4 y 5 que inician esta última parte del trabajo buscan visualizar este espacio de espacios. El fondo irregular representa la coexistencia de diferentes espacios con sus lugares y clivajes del poder, los cuales daban al territorio una configuración tan heterogénea como dinámica. Los mapas de la nación se volverían aún más intrincados si se incorporara el movimiento de los diferentes actores como factor. En este trabajo, consideré el fenómeno de la trashumancia en relación con los conflictos con las autoridades locales, los vecinos y la población rural flotante, pero quedan muchos otros aspectos por tratar: ¿de qué modo afectó el recorrido por distintos “teatros de guerra” los imaginarios de los milicianos y militares?, ¿generó nuevos lazos o reforzó la distancia entre los espacios?, ¿produjeron la inmigración rural y la nueva correlación de las fuerzas entre los sectores dominantes “corredores” entre los espacios rurales y los urbanos?48 Un estudio detenido de estas interrogantes excedería los marcos de la interpretación aquí propuesta. No obstante, en la siguiente sección examinaré uno de los “medios de circulación” de la violencia política: el pronunciamiento.

6.3. La toma de la Acordada y el saqueo del Parián Para el gobernador del distrito, José María Tornel y Mendívil, el tumulto que estalló a finales de noviembre de 1828 en la ciudad de México fue una desgracia anunciada. Los partidarios del héroe de la independencia y candidato popular Vicente Guerrero, desconocían la victoria del candidato Manuel Gómez Pedraza en las elecciones presidenciales de septiembre de ese año. Antonio López de Santa Anna, por entonces vicegobernador de Veracruz, se pronunció el 16 de septiembre y ocupó la fortaleza de San Carlos de Perote. Demandó al Gobierno que destituyera a Gómez Pedraza y designara a Guerrero, y al Congreso que sancionara la ley de expulsión de los españoles. Taxco, Acapulco y los distritos Cansanello (1995: 115-120), Velázquez Ramírez (2013). Con respecto a la experiencia subalterna del rosismo, señala el historiador Ricardo Salvatore: “Traditionally it has been assumed that the emergence of political segmentation into quasi-autonomous provinces after 1820 produced fragmentary territorial identities. The natives of one province learned to consider born in other provinces ‘foreigners’. Modes of self-reference widely used by paysanos also pointed in the direction of a fragmented territorial identity. (…) The traditional views needs some revision, for both the civil wars and the internal migration produced forms of solidarity and social interactions that worked in the direction of redefining local allegiances”. Salvatore (2003: 128). 47 48

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de Chalco y Apan se adhirieron al movimiento. En la capital, las autoridades se prepararon para los disturbios que, según su estimación, tendrían lugar durante los festejos de la independencia. La ciudad se mantuvo tranquila en esa jornada, pero los rumores de una revolución no se disiparon. Desatendiendo las advertencias del aún presidente Guadalupe Victoria, el ministro de Guerra y futuro mandatario Gómez Pedraza se creyó seguro de tener la situación bajo control hasta que fue demasiado tarde. El 30 de noviembre sonó el primer cañonazo que dio inicio al tumulto en la capital. Sin encontrar ninguna resistencia por parte del Gobierno, el primer y segundo batallón miliciano del distrito, comandados por oficiales adeptos de la logia yorkina, tomaron la cárcel de la Acordada. Recibieron el apoyo del batallón de Tres Villas y la milicia cívica del estado de México. Los pronunciados exigieron el nombramiento de Guerrero y la deportación de los españoles europeos. Tornel y Mendívil, quien condujo las primeras negociaciones con los sublevados, consideraba que el verdadero motivo del movimiento era la rivalidad entre facciones y que el apoyo a la ley de expulsión de los extranjeros “no era más que un estímulo para agitar al populacho”.49 Demagógica o no, la demanda de los pronunciados logró captar a los sectores populares metropolitanos, los cuales se reunieron frente a la Acordada para demostrar su adhesión. En palabras del gobernador, “a los cuerpos medio disciplinados de los facciosos, rodeaba una chusma inmensa, armada con cuanto la ira puso en sus manos, amenazando a las vidas y a las propiedades, con la apariencia de una cohúe de furias espantosas del averno”.50 En los primeros días de diciembre, mientras el presidente Victoria y Lorenzo de Zavala, quien había salido de su escondite para liderar a los sublevados, llevaban las negociaciones, las fuerzas se distribuyeron en los puntos estratégicos de la ciudad: los pronunciados, en la zona occidental y sur, y los cuerpos del Gobierno, en el Palacio Nacional. Pese al despliegue, los primeros días de diciembre transcurrieron sin disturbios mayores que los raptos aislados de españoles europeos para cobrar rescate. No obstante, Tornel y Mendívil relataba que, desde el inicio, [r]einaba en la capital un silencio profundo, semejante al que acompaña a la calma, mensajera de las tempestades del mar. Los vecinos, sobrecogidos de espanto, cerraban las puertas de sus casas, se provenían apresuradamente de víveres como en casos de sitio, recogían a sus familias, y todas ellas se aislaban, entregadas a los más funestos presagios.51

Tornel y Mendívil (1852: 386). Ibid., 393. 51 Ibid., 388. 49 50

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Y, efectivamente, la violencia rompió como una ola contra la ciudad. La guerra de guerrillas se fue extendiendo hasta que el cuatro de diciembre: numerosos grupos de la insolente plebe forzaban las puertas del [mercado del] Parián, sin defensa alguna (...). Entonces comenzó el saqueo del edificio, o llámese bazar, que por más de un siglo fue el emporio del comercio de Nueva España, y que en su estado de decadencia encerraba un valor en numerario y en efectos, que se hace subir a la enorme suma de dos y medio millones de pesos. Un depósito tan antiguo del monopolio que ejercieron los españoles, era visto con ojeriza, y la circunstancia de haber servido de cuartel general a los conspiradores que depusieron a un virrey amado de los mexicanos, mantenía una tradición odiosa a los ojos del vulgo. El empeño de azuzar al pueblo contra los españoles europeos, habían producido sus efectos, y como eran ellos los propietarios del mayor número de los cajones del Parián, fácil fue a los instigadores marcarlo como botín de la inmoral guerra de que era presa la infeliz ciudad.52

La muchedumbre intentó también penetrar en el recinto legislativo, pero las fuerzas del Gobierno lograron frenarla. Así, lo que había comenzado como una “revolución improvisada y sin un caudillo de importancia”53 devino en un acto de depredación generalizada, en robos y asesinatos que ni los mismos líderes del pronunciamiento pudieron contener. Contra las acusaciones de haber incitado la revuelta popular, se defendía Zavala: A la noticia que llegó a la Acordada de que el pueblo y parte de la tropa se había entregado al saqueo, tomé cuantas providencias estuvieron a mi alcance para evitar, o al menos disminuir, esta nueva calamidad pública. (...) Pero más de cinco mil hombres de los barrios, y de la tropa misma, era un torrente imposible de contener. Yo me consterné a la vista de las terribles escenas que produce la guerra civil, y deseaba sinceramente mejor haber sido víctima de la tiranía, si sus efectos se hubieran limitado únicamente a mi persona, que ser testigo y parte de semejante catástrofe.54

Tornel y Mendívil escribió posteriormente que fue su orden de disparar los cañones lo que finalmente logró dispersar a los saqueadores. La normalidad retornó solo lentamente a la ciudad. Tres días después del tumulto, el Gobierno ordenó la reapertura de los comercios para asegurar el abastecimiento y evitar un motín de hambre. Tras varias negociaciones, el 12 de enero de 1829 el Congreso aceptó anular la elección de las legislaturas estatales y designar a Guerrero

Ibid., 393. Ibid., 385. 54 Zavala, 1845 (apud Tornel y Mendívil, 1852: 397). 52 53

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en lugar de Pedraza, el cual había abandonado la ciudad ya en la noche del tres de diciembre. Carlos María de Bustamante fue nombrado vicepresidente. Guerrero asumió por la fuerza de la rebelión y contra esta debió también imponerse. En noviembre de 1829 Campeche se levantó en armas no contra el mandatario, sino contra el sistema federal. El acta del pronunciamiento proclamaba: Reunidos en la habitación del señor comandante de las armas los jefes de los cuerpos, oficiales de la guarnición, marina y empleados de la federación, después de haberse declarado en junta, dijo el primero: Que habiéndole manifestado los comandantes de los batallones 6.° y 13.° permanentes, artillería y segundo activo de infantería, el pronunciamiento uniforme que estos habían hecho por la forma de gobierno central, en bien de la independencia y seguridad de la nación, constantemente amenazada por las peligrosas oscilaciones de que ha sido y es combatida bajo el sistema federal, por la desorganización en que se halla el ejército y la hacienda, por el eminente riesgo en que se ha visto en la reciente invasión de las huestes españolas, y por el descontento general con que sus más caros hijos la miran marchar al término de la nulidad, notando enervados los grandiosos elementos que deberían conducirla a la cima de su engrandecimiento.55

El plan de Campeche fue apoyado por la Camarilla, las guarniciones de Mérida, de Bacalar, Chapotón, Sisal y la isla de Carmen. Guerrero envió a Zavala para que negociase con los rebeldes, pero este fracasó y la península se separó de la federación. El cuatro de diciembre, el ejército de reserva se pronunció en Jalapa a favor del pacto federal. Este peticionó que el supremo poder ejecutivo dimita las facultades extraordinarias, que se congregue nuevamente el Congreso e invitó a la guarnición de Campeche para que abjurando su pronunciamiento, se una al presente, y contribuya al establecimiento del imperio de las leyes vigentes, de cuya infracción proceden los males generales de la república, y las grandes miserias que aquejan al ejército mexicano.56

A diferencia de los centralistas campechanos, los pronunciados de Jalapa sí buscaban el derrocamiento de Guerrero. Nueve pronunciamientos se adhirieron al plan en el transcurso de 1829 y 1830. Retornemos a las jornadas de diciembre de 1828. Aunque la toma de la Acordada había sido una catástrofe anunciada, la magnitud del acontecimiento The Pronunciamiento in Independent Mexico 1821-1876 (Arts and Humanities Research Council), “Acta de los pronunciamientos de Campeche”, Campeche, 06-11-1829. 56 The Pronunciamiento in Independent Mexico 1821-1876 (Arts and Humanities Research Council), “Pronunciamiento y Plan de Jalapa”, Jalapa, 04-12-1829. 55

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sorprendió a la capital, la cual había gozado de una relativa tranquilidad durante 136 años. Tornel y Mendívil no podía sino remarcar: “Quien conozca la buena índole de la plebe mexicana, se cubrirá el rostro de asombro al observar que se precipitó, para mengua de la nación, a no acostumbrados desmanes, y que sobrepasó en furor a cuanto se dice que ha pasado en otros pueblos en lances semejantes”.57 El tumulto había estallado en medio de una coyuntura delicada. Sobre la situación económica, escribía Zavala: El tesoro público estaba en mayores apuros: se había autorizado al secretario de hacienda [José Ignacio] Esteva, para que empeñase por anticipaciones de numerario el producto de las aduanas marítimas, recibiendo una mitad en créditos contra el gobierno que valían en la plaza un 5 o 6 por ciento; el contrabando había hecho absolutamente improductiva la renta del tabaco; muchos estados no pagaban contingente; la expulsión de españoles había disminuido los capitales y los giros; resultando una paralización sumamente peligrosa en la crisis en que se hallaba la república.58

A las tensiones producidas por el déficit estatal se sumaba la rivalidad entre las logias masónicas escocesas, yorkinas y los imparciales, quienes habían surgido de la escisión entre radicales y moderados en la última. De acuerdo con Zavala: Se formó en el seno de los yorkinos un partido en favor del general Pedraza con preferencia al general Guerrero que tenía por su parte la mayoría numérica. Estaban por el primero muchos generales y jefes que hacían la mayoría del ejército, los comerciantes españoles y europeos, los escoceses y lo que se llama alto clero. Trabajaban por el segundo las logias y el pueblo.59

Mientras que los partidarios de Gómez Pedraza acusaban a Guerrero de violentar el orden con su actitud y convicciones “populacheras”, sus adeptos afirmaban que, si las elecciones realmente reflejaban la voluntad del pueblo, Guerrero saldría vencedor. Además de por la puja por el liderazgo político, las facciones estaban enfrentadas en el debate por la expulsión de los españoles europeos del país. La amenaza de la reconquista, el apoyo brindado por algunas familias peninsulares a los rebeldes realistas de San Juan de Ulúa y el predominio económico que aún mantenían gracias a las conexiones con la metrópoli

Tornel y Mendívil (1852: 393-394). Zavala (1830: 13-14). 59 Ibid., 13. 57 58

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alimentaban el fervor “desgachupinador” de los sectores populares.60 Como señaló Tornel y Mendívil, la hispanofobia fue para los radicales yorkinos un instrumento efectivo de presión tanto en las calles como en las urnas. A diferencia del motín de octubre, para el cual existe una variedad de fuentes, los registros sobre la toma de la Acordada y el saqueo del Parián son escasos y, sobre todo, imprecisos. Con respecto a la duración y la intensidad de la violencia se encuentran diferentes versiones. Según la fuente, el saqueo duró dos u once horas, aunque en los días siguientes también se reportaron varios incidentes. Con excepción de los casos de algunos oficiales ameritados, no se efectuó o no se ha encontrado aún un registro de la cantidad de muertes que causó el tumulto. La destrucción de propiedad fue mejor documentada, en especial por los mercaderes damnificados, quienes intentaron recobrar lo perdido en los puestos de las plazas, donde los mismos saqueadores ofertaron el botín, a través de peticiones al Gobierno. A comienzos de 1851 este accedió a darles una indemnización. Para entonces, muchos de los mercaderes habían caído en la ruina y/o habían retornado a España, forzados por las leyes de expulsión.61 Consideremos con más detalle las formas y sentidos que tomó la violencia en este episodio, comenzando con el saqueo del Parián. Como vimos en la sección anterior, el asalto y la destrucción de propiedades había sido una forma común de protesta urbana ya desde los tiempos de la colonia. De hecho, la construcción del Parián fue consecuencia de un acto de depredación popular. En junio de 1692, alrededor de 10 000 personas exasperadas por los problemas de abastecimiento que sufría la ciudad se rebelaron contra la administración colonial. Durante este “motín del maíz”, la muchedumbre destruyó el palacio virreinal, el ayuntamiento, saqueó y quemó el Mercado Principal. Tres años más tarde, con el apoyo de la metrópoli, las autoridades iniciaron la construcción de un nuevo mercado para la plaza. El Parián se inauguró con festividades en En 1824, el pronunciamiento de José María Lobato había dado expresión a la hispanofobia generalizada. Tras la capitulación de Ulúa en 1825, el plan de reconquista del Padre Arenas revivió en 1827 el debate sobre la expulsión de los peninsulares. Una vez más, en todo México se sucedieron alzamientos contra los españoles. Finalmente, en ese mismo año se suspendió a los españoles de los empleos públicos y en diciembre el Congreso sancionó una versión moderada de la ley de expulsión. Aunque, de acuerdo con esta disposición, uno de cada tres españoles debía ser expulsado del país, la deportación fue irregular. En especial los comerciantes españoles más poderosos lograron permanecer en la ciudad de México. Flores Caballero (1969: 134-138). 61 Así lo constata la historiadora Silvia M. Arrom. Para su estudio del tumulto de diciembre de 1828, Arrom se sirvió de los relatos de los citados Tornel y Mendívil y Zavala y de otros contemporáneos, como Carlos María de Bustamante, Francisco Ibar, Lucas Alamán, Anastasio Zerecero así como en los informes del diplomático inglés Henry George Ward. Arrom (1988: 245-268). 60

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1703. De acuerdo con la tipología elaborada por Hobsbawm, “turbas” como las 1692 y 1828 son el equivalente urbano del bandolerismo social y, como tal, una forma de acción prepolítica. Aunque son susceptibles de derivar en arengas revolucionarias, estas turbas se limitan a apoyar reformas y carecen de una ideología consistente.62 Por el contrario, Arrom considera que, pese al lenguaje tradicional y desarticulado, el movimiento de diciembre de 1828 fue un acto de violencia popular inscrito dentro del “juego político” moderno, con bases asociativas y con motivos claramente anticoloniales: The Parián riot must therefore be viewed as the byproduct of a new kind of democratic politics ushered in by the independence wars. Since 1810, members of the Mexican elites appealed to the people, first to support them in the struggle against Spain, and then to support their candidates at the ballot box. The result, as Alamán noted, was not infrequently violence and looting, the Parián riot and Hidalgo revolt being the most extreme examples. The politics of the early republic thus differed from colonial politics in the extent of mobilization of the urban poor.63

Al igual que Di Meglio, la historiadora sostiene que, en su ejercicio como árbitro de las elites, los sectores populares urbanos comenzaron su formación política moderna, cívica y republicana. Como vimos a lo largo de este trabajo, la politización popular se manifestaba en el ámbito cotidiano mediante acciones desarticuladas —prediscursivas, pero no primitivas— que se fundaban en nociones sincréticas —de ciudadanía, honor y soberanía— legitimadas parcialmente por el mismo régimen liberal. Mientras que la implicación de oficiales yorkinos en el saqueo de 1828 fue desmentida por los autores del pronunciamiento, no cabe duda sobre la participación soldados y milicianos. Contrario a lo afirmado por Tornel y Mendívil, el historiador Manuel Chust considera que la adhesión de los soldados cívicos al tumulto fue más que el resultado de la demagogia yorkina. A través de esta, los milicianos manifestaron su rechazo al reclutamiento de los sectores sociales más bajos. Como vimos en el tercer capítulo, la leva indiscriminada fue una medida impopular tanto para el “pueblo” como para la “gente decente”, la cual consideraba indigno luchar junto a “léperos y criminales”. La actuación de los cuerpos metropolitanos en la toma de la Acordada constata la imagen extendida en la historiografía hispanoamericana de la milicia como actor político semiautónomo, partidario de las posturas más liberales.64 No obstante, la sublevación procentralista de la guarnición campechana que siguió a la asunción de Hobsbawm (1983: 17-18). Arrom (1988: 263); véase también Arrom (1996). 64 Chust (2005: 279-308). 62 63

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Guerrero relativiza este postulado. Un examen breve de los pronunciamientos protagonizados por las milicias mexicanas entre 1828 y 1835 —48 de un total de 600— corrobora esta faceta conservadora y reaccionaria de los ciudadanos en armas. Estos se levantaron frecuentemente en apoyo de los privilegios del clero y, en algunos casos, por el centralismo.65 La participación de cuerpos disciplinados en la toma de la Acordada desafía asimismo la caracterización del ejército como soporte del poder central. Al respecto advierte Will Fowler que la ideología militar decimonónica se caracterizaba por ser políticamente ambigua. En el marco de los conflictos internos, las fuerzas disciplinadas mexicanas demostraron ser tradicionalista y reformista en la teoría y “santannista” en la práctica; es decir que tomaban la posición “antipolítica” del caudillo para desentenderse de los intereses civiles.66 La toma de la fortaleza de San Carlos de Perote, de la Acordada en la capital, los planes de Campeche y Jalapa se cuentan entre los 1500 pronunciamientos que tuvieron lugar en México entre 1821 y 1876. Fowler remarca que, aun cuando las fuentes del periodo califican de este modo toda actuación insurgente, el pronunciamiento se distinguía claramente de otras acciones políticas, como los golpes de Estado y las revoluciones por el proceder ritualizado y sus metas. El pronunciamiento se fundaba en la tradición de peticionar que tenían los pueblos en el Antiguo Régimen, y era considerada legítima, pese a su extraconstitucionalidad. Aunque podía devenir en un enfrentamiento sanguinario, el pronunciamiento no presuponía un acto de violencia. Con la reunión, la toma o el atrincheramiento en un sitio políticamente significativo y la circulación de correo violento —esto es, pasquines, folletos y prensa— los autores denunciaban una “injusticia” ante la opinión pública, los Gobiernos locales y el nacional y los incitaban a unirse al movimiento. La acción se formalizaba con Zúñiga Campos (2013: 133-138). Para el historiador solo el conjunto de modelos historiográficos logra captar el perfil político castrense en su complejidad. Acorde a la lectura más clásica del militarismo predatorio, la clase militar fue una fuerza indómita, irresponsable, impredecible y, por sobre todo, carente de convicciones ideológicas. Santa Anna y Rosas han sido considerados prototipos del pretoriano codicioso. La intervención política del ejército ha sido también interpretada como una variable de las privaciones económicas. El dicho popular “cuando los sueldos se pagan, las revoluciones se apagan” capta la esencia de este argumento. Un tercer enfoque historiográfico considera que las estructuras militares fueron principalmente un instrumento de la ciudadanía. Esta lectura legitima para Fowler la antes mencionada “política de la antipolítica”, la cual fue utilizada por los ejércitos también en el siglo XX para delegar la responsabilidad por la inestabilidad política en actores e instituciones civiles. El cuarto y último modelo conceptúa a las fuerzas militares como un reflejo de la sociedad y sostiene que las convicciones políticas de sus miembros no estaban predeterminadas por un ethos militar sino por el sentido de pertenencia social. Fowler (1996: 3-10). 65 66

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un documento escrito de carácter pseudolegal, en el cual se detallaban los participantes, los motivos, las demandas generales y las específicas de cada grupo. Mediante estos “gestos de rebeldía”67 no se buscaba tanto derrocar a un partido o imponer un cambio radical del sistema, sino entrar en negociaciones con la autoridad. Contrariamente a lo afirmado de forma general, Fowler considera que el pronunciamiento no fue un arma exclusiva del pretorianismo decimonónico. De él participaba una amplia gama de actores: mientras los milicianos y militares brindaban el soporte armado, los vecinos, terratenientes, comerciantes, comunidades indígenas, pueblos, barrios, ayuntamientos e incluso los eclesiásticos contribuían a la organización del mismo. La participación civil era de hecho crucial para la legitimación del acto. Es por ello que, para Fowler, una diferenciación tajante entre la política civil y la militar resulta inadecuada para el periodo en cuestión. Más aún si se considera que muchos militares y milicianos se dedicaron más a la intriga que a la batalla y que las fuerzas se asimilaban más a un “pueblo en armas” que a entidades separadas de la sociedad.68 El estallido de violencia en diciembre de 1828 representó un momento álgido del enfrentamiento entre yorkinos y escoces. Desde su fundación en 1825 bajo la patente de la Gran Logia de Nueva York, auspiciada por el ministro estadounidense Joel R. Poinsett, la logia yorkina había logrado consolidar, con ayuda de la prensa y acciones locales, una imagen liberal y popular fundada en la oposición al conservadurismo escocés. La hostilidad entre ambas logias abrió el debate público sobre el problema de la pluralidad política y sobre la inestabilidad que esta provocaba. El agonismo del nuevo régimen estaba en tensión con las nociones de unanimidad y de soberanía nacional unitaria características no solo del Antiguo Régimen, sino también del liberalismo gaditano. Según estos principios, la voluntad general no podía ser sometida a dogmas partidarios sin perder su libertad. La incompatibilidad de la masonería con la fe católica y la contradicción del “espíritu de cuerpo” y del secretismo con el principio de representación republicana fueron otros ejes de la discusión, la cual tuvo como resultado una serie de prohibiciones. En abril 1826, el senador Manuel Cevallos presentó un proyecto de ley ante el Congreso para proscribir las organizaciones secretas. Al año siguiente, una serie de levantamientos contra la masonería reanimaron la discusión sobre su legalidad.69 Finalmente, el mencionado pronunciamiento de Perote llevó a que en octubre de 1828 se decretará la prohibición de toda reunión “que formara cuerpo o colegio e Baquer (1983: 40). Fowler (2009). 69 El levantamiento liderado por Manuel Montaño en Otumba, apoyado por los escoceses Molinos de Campo y el vicepresidente Nicolás Bravo; los pronunciamientos de Miguel Barragán en Veracruz y de Gabriel Armijo en San Luis Potosí. 67 68

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hiciera profesión de secreto”.70 Pese a estas restricciones, las logias continuaron dominando la lucha política. El protagonismo de las organizaciones masónicas se explica, para la historiadora María Vázquez Semadeni, por el hecho de que estas generaban un espacio de articulación y organización para la clase política nacional emergente.71 Si comparamos el caso aquí descrito con el motín de octubre, encontraremos sin duda diferencias, pero también paralelos relevantes. Dentro de sus contextos específicos, ambos episodios fueron puntos de inflexión. Mientras que la victoria de Rodríguez puso fin a la Anarquía del año XX y logró contener brevemente el enfrentamiento al interior de los sectores dominantes, la toma de la Acordada y el saqueo del Parián pasaron a la historia como dos de los más brutales estallidos de violencia popular en la capital y como el primer quiebre de la continuidad institucional en la República, que inició un nuevo ciclo de inestabilidad política. En lo que respecta a la composición y objetivos, los movimientos de octubre y diciembre no presentan grandes diferencias: ambos partieron de los cuerpos cívicos en favor de una de las facciones en pugna. Las milicias se sublevaron contra el mandatario electo y contra las reformas que atacaban su organización tradicional, para lo cual recibieron el apoyo de diversos actores, entre ellos los sectores populares urbanos. La xenofobia fue también una causa común en ambos tumultos, pero en México, donde la amenaza de una nueva incursión española se percibía más claramente debido a la presencia realista en la propia sociedad y en Cuba, el antihispanismo tuvo otro impacto al ser legalizado. Quizás la distinción más evidente sea la figura del pronunciamiento. Como el cabildo abierto, esta práctica se fundaba en el derecho tradicional de peticionar y estaba históricamente vinculada con la independencia nacional. Sin embargo, a diferencia de las asambleas, el origen del pronunciamiento era comparativamente reciente: la insurrección liderada por el militar español Rafael de Riego en enero de 1820 fue la primera que se denominó de este modo. Las jornadas de diciembre pueden ser vistas, por lo tanto, como una correspondencia más entre la cultura política liberal del antiguo centro colonial y la de la península, cimentada por la experiencia gaditana. Tras la independencia, tanto el cabildo abierto como el pronunciamiento fueron empleados como herramientas en la lucha facciosa. Estas demostraron Cañedo, 1828 (apud Vázquez Semadeni, 2009: 71). Con respecto a la historia de la masonería, cabe remarcar que, debido al carácter secreto e internacional de las organizaciones, su estudio no es tarea fácil y está repleto de controversias. Se estima que las primeras logias fueron fundadas en Nueva España entre 1810 y 1821, por miembros de la orden franciscana y de las tropas expedicionarias españolas. Ocampo (2010: 69-85), Vázquez Semadeni (diciembre 2010-abril 2011: 31), Warren (2000: 45-46). 70 71

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ser extremadamente efectivas. Pero, como señalaba Tornel y Mendívil, esta estrategia tenía un alto precio: Lección es esta muy terrible para las facciones que todo lo posponen al logro de momentáneas miras, y que tarde o temprano se arrepienten de su obra de perdición. Los yorkinos se lisonjeaban de un triunfo que era su derrota, de haberse sobrepuesto a sus enemigos en una guerra cuyo término sirvió eficazmente para disipar todas las ilusiones. Los hombres honrados de aquel partido, lamentaron y condenaron sus aberraciones, porque previeron la falsa posición en que iba a colocar al general Guerrero, merecedor de distinta suerte, y que las armas apoyadas en el sentimiento nacional de respeto a la justicia, destruirían, al cumplimiento de algunos meses, lo que las armas habían hecho.72

Sobre el caso mexicano, explica también Paul Vanderwood: “Para ellos [los liberales], la paz era igual al progreso, pero necesitaban el desorden para crear su propio estado de cosas: su sistema. El desorden no es exclusivo de los pobres y desposeídos. Las elites también conocen su valor.”73 Como reacción a los excesos cometidos por la muchedumbre el cuatro de diciembre, las autoridades metropolitanas reforzaron la persecución de “vagos” en la ciudad, a la vez que buscaron “expugnar” a las milicias de sus componentes “criminales”. En 1832, el entonces ministro del Interior y del Exterior, Lucas Alamán, sustituyó a las milicias cívicas por dos batallones y dos escuadrones integrados exclusivamente por propietarios, comerciantes y sus empleados. Las nuevas fuerzas fueron financiadas por los hombres más acaudalados de la comunidad, mientras que la provisión de armamento y la elección de los jefes quedaron en manos del Gobierno central. Una solución similar habían aplicado las autoridades coloniales tras el “motín del maíz”, en 1692, con la creación de los batallones del comercio. 74 Al igual que la supresión de los tercios cívicos y de los ayuntamientos de Buenos Aires y de Luján, la medida tomada por Alamán tuvo como objetivo restringir los espacios de intervención política directa de los sectores bajos y contribuir, de este modo, a la centralización del poder y la violencia. La proscripción de organizaciones secretas buscó, por su parte, regular la participación de los grupos dominantes. Pese a estas medidas, los Gobiernos que sucedieron al de Guadalupe Victoria no lograron destituir del repertorio político el “derecho sagrado de insurrección” 75, como describió Santa Anna al plan de Perote. Aunque las elites porteñas también se Tornel y Mendívil (1852: 393-394). Vanderwood (1986: 62). 74 Zúñiga Campos (2013: 112-114). 75 The Pronunciamiento in Independent Mexico 1821-1876 (Arts and Humanities Research Council), “Plan de Perote”, Perote, Veracruz, 16-09-1828. 72 73

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organizaron políticamente mediante logias, como la de los citados Caballeros de América, estas no dominaron en la misma medida que los masones mexicanos el juego político republicano. Hasta qué punto esto pudo haber sido una expresión de la ruralización política y de la autorreferencialidad de la antigua frontera colonial quedará como interrogante para futuros estudios. Las jornadas de octubre y diciembre confrontaron a las respectivas poblaciones metropolitanas con el problema de los límites de la participación política y del principio de autoridad, el cual había tomado una nueva dimensión con la retroversión y la subsiguiente pluralización de la soberanía. Como señalaba el jurista y político Mariano Otero, la “funesta manía” del pronunciamiento se beneficiaba de la incertidumbre generalizada que producía la falta de consolidación del nuevo régimen constitucional. Partiendo de esta argumentación, formulada en 1847, Fowler propone repensar el concepto de anarquía que, a veces, se usa en el estudio del México independiente, en el sentido de que más que una anomalía, la dinámica del pronunciamiento forjó una manera alternativa y curiosamente burocrática y controlada de que se rigiera la sociedad a sí misma, a pesar o por encima del desbarajuste constitucional de la época.76

En la siguiente sección retomaré la propuesta de Fowler y examinaré las posibles intersecciones entre las nociones de revolución y anarquía y la relación con los des/órdenes que marcaron el proceso de reconfiguración de la soberanía.

6.4. Encrucijadas La idea de revolución que aquí me interesa explorar se desarrolló paralelamente a la de anarquía. De un uso infrecuente en el siglo XVIII, pasó a funcionar como fundamento del discurso político hispanoamericano tras la Revolución francesa y la crisis de la Monarquía española. La revolución nominaba los cambios políticos, sociales, culturales, científicos e intelectuales y generaba, de este modo, un marco de inteligibilidad capaz de vincular la contingencia con el proceso de cambio histórico, tan providencial como irreversible. Mediante los atributos “feliz”, “gloriosa” y “nuestra”, la revolución cobró una connotación positiva, la cual coexistió con los significados anteriores de “inquietud, alboroto, rebelión” y otros sinónimos de “trastorno político-social”. Ya los ilustrados españoles habían utilizado la expresión “feliz revolución” para designar 76

Otero, 1847 (apud Fowler, 2009: 10).

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reformas de la Monarquía. En Hispanoamérica, los compuestos se vincularon con la liberación de la dominación extranjera, el nacimiento de la patria y la necesidad de educar a los pueblos en sus nuevos derechos. “Nuestra revolución” fue interpretada simultáneamente como una manifestación de la voluntad divina, de las leyes universales del progreso, como un acto de redención y una fuente de legitimidad política. ¿Qué lugar ocupó la violencia en este paradigma? Mientras el Río de la Plata se enorgullecía de haber logrado la Revolución sin derramar sangre, en México esta había tomado desde un principio el camino de las armas. Claudio Lomnitz explica que la violencia revolucionaria fue integrada en la biografía de la nación como un acto de rectificación de la brutalidad de la conquista. “Within the framework, Mexican history could be figured as a child of violence and death, and revolutionary order as a space of competition and coexistence between the oppressors and the oppressed.”77 Pese a esta diferencia primordial, como vimos en el capítulo tercero, tanto en México como en el Río de la Plata la noción de “gloria” que acompañó a la revolución se fundó en un concepto de honor y honra masculina y agonal, que daba mérito a la bravura dentro y fuera del campo de batalla. Así, si bien las arengas revolucionarias estaban dirigidas a los ciudadanos y al pueblo soberano en realidad lo que las elites político-militares precisaban eran soldados dispuestos a luchar y a obedecer. Ante la ausencia de una autoridad superior legitimada, la movilización y la politización generalizada probaron ser difíciles de controlar para los gobiernos posindependientes. Este dilema se expresó también en el término revolución. Como explica el historiador Fabio Wasserman, el concepto “cobró un carácter ambiguo al considerarse por un lado emblema de la libertad y mito de origen de la patria y, por el otro, causa de los enfrentamientos que la desgarran”.78 Como vimos en el segundo capítulo, las narrativas patrias identificaron en la anarquía posindependiente una degeneración de la revolución impulsada por la violencia infértil de los apetitos personales y la anomia. Así, de modo similar a la civilización y la barbarie, la revolución y anarquía se opusieron como las caras de una moneda: la de la transformación política. El manifiesto publicado en septiembre de 1820 en Buenos Aires, con motivo de la elección del nuevo gobernador Rodríguez, proclamó el fin de la anarquía destructiva, amenazando bajo pena de muerte o expatriación a los “novadores” que predicasen “el espíritu de novedad, de falsa política, de crítica mordaz, de atentado, y de insubordinación”. Ricardo Levene identifica en la proclama otra contraposición típica para el periodo: “el orden o la novedad”.79 Y de hecho, la década del 1820 fue un momento no solo de inseguridad, sino también de innovación cultural, política, Lomnitz (2005: 401). Wasserman (2008: 167). 79 Levene (1932: CXI). 77 78

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económica y social. Sin perder de vista las continuidades con el Antiguo Régimen, las descripciones densas hasta ahora presentadas introdujeron algunas de las transformaciones más importantes del periodo. En el Río de la Plata, el voto activo universal y directo, la disolución del Cabildo y el remplazo de sus agentes subordinados —los alcaldes de hermandad y los tercios cívicos— contribuyeron a la integración del espacio urbano y el rural y al establecimiento de un gobierno representativo, dominado por la Sala de Representantes. Otra meta de estas reformas fue, tal y como explica Ternavasio, la diferenciación entre la tarea política del Gobierno, la cual debía establecer los objetivos del poder, y la administración que debía implementarlos.80 También en favor del monopolio estatal se anularon el fuero eclesiástico en 1822 y, en 1823, el carácter personal del fuero castrense. En 1826, el Congreso dictó las leyes de presidencia y de capitalización de Buenos Aires, las cuales establecieron un cargo ejecutivo permanente y pusieron a la ciudad bajo la jurisdicción del Estado nacional. Aunque fueron descartadas tras la renuncia de Rivadavia al cargo presidencial, estas medidas sentaron los precedentes del régimen nacional moderno. En vista del impulso innovador que siguió a la Anarquía del XX, Levene reflexiona: Este caos ha sido estudiado preferentemente como el momento histórico de la pasión política, la violencia desencadenada e imperio de la fuerza sobre el derecho. Sin embargo, en 1820 hay algo más que ambición insana, venganzas personales y guerras de facción (...), se puede afirmar que la anarquía tiene un aspecto institucional: aquel desorden engendró una organización. (...) Fue la hora álgida de la descomposición del pasado y de intentos de reconstrucción, de carácter orgánico, como se verá.81

En México, la Constitución de 1824 instauró el régimen republicano y federal, la división de poderes y la libertad de imprenta. Como en Buenos Aires, la negociación de las relaciones políticas y económicas entre los estados y el nuevo poder supremo revivió viejas rivalidades y generó otras nuevas. La federalización y la militarización de las milicias en 1827 profundizaron la politización de los sectores populares y dieron nuevos recursos a las autonomías locales, contribuyendo a la segmentación del poder y la violencia. En ese mismo año se sancionó también la primera ley de expulsión de los españoles. Unos meses antes de la toma de la Acordada, se dictó el decreto que proscribía las organizaciones secretas. Esta ley formó parte de las medidas que se tomaron en el transcurso de 1828 con el objetivo de regular la participación política y recobrar el control sobre las fuerzas armadas. Finalmente, la abolición de la 80 81

Ternavasio (2000: 53). Levene (1932: IX-X).

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esclavitud, la cual había sido inicialmente promulgada por Miguel Hidalgo en 1810, fue ratificada por Victoria y decretada por Guerrero en 1829. Sobre el proceso de transformación política en México concluye el historiador Antonio Annino: “Imaginar la nueva Nación con sus derechos y sus deberes, se quedó en una encrucijada de mitos e idiomas políticos diferentes entre sí, que en cierto sentido, favorecieron la fragmentación de las identidades colectivas heredadas del pasado”. 82 Halperín Donghi identifica en la “desconcertante realidad” de las posindependencias hispanoamericanas los “rasgos de un orden que se dibujaba ya secretamente bajo las apariencias del desorden”.83 Las descripciones densas de la violencia política elaboradas mostraron cómo entre la descomposición y la reconstrucción mediaron los des/órdenes del sincretismo y la segmentación, los cuales favorecieron el uso de la violencia como medio de integración y pluralización de ideas, espacios y actores. La reconfiguración de la soberanía estuvo condicionada simultáneamente por la coexistencia competitiva entre autonomías locales y el poder central emergente y por el sincretismo político, que incorporaba identidades e idearios tradicionales y liberales y combinaba recursos violentos con institucionales. A diferencia de Buenos Aires, en México el proceso mantuvo una cierta continuidad con la herencia político-cultural gaditana. En ambos contextos, sin embargo, “la anarquía posindependiente” representó un momento crítico en la transición, un momento en el que las comunidades rioplatenses y mexicanas se encontraron en una encrucijada —ante una intersección y un dilema— entre la continuidad y la ruptura, entre la multiplicidad y la unidad, la cual les obligó a redefinirse en sus propios términos.

6.5. Resumen Más que hechos anómalos o aislados, el motín de octubre de 1820, la toma de la Acordada y el saqueo del Parián de 1828 representaron puntos de inflexión dentro de sus contextos específicos. Estos confrontaron a las comunidades urbanas con el problema que planteaba la indeterminación de los modos de la participación política y la construcción del principio de autoridad, el cual había tomado una nueva dimensión con la retroversión y la subsiguiente pluralización de la soberanía. En la primera sección, la descripción se enfocó en los significados del tumulto protagonizado por los tercios cívicos en Buenos Aires. La intransigencia de los sublevados y la posterior disolución de los cívicos y Annino (1994: p. 218). Florencia Mallon hace un planteamiento similar en su estudio sobre los “nacionalismos alternativos” en Perú y México. Mallon (1995). 83 Halperín Donghi (1972a: 13). 82

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del Cabildo marcaron el cenit de la “plebe urbana” como árbitro de la lucha entre las elites político-militares. En la segunda sección esbocé el espacio de espacios que se fue configurando en el marco de la integración-sujeción territorial. En estas constelaciones rizomáticas del poder y violencia, los antiguos centros urbanos continuaron siendo lugares diferenciados, pero no fueron ni exclusivos ni excluidos de la pugna política. Dada la progresiva ruralización y regionalización de la política, las ciudades debieron renegociar la correlación de fuerzas con una multiplicidad divergente de actores. La descripción de la toma de la Acordada y del saqueo del Parián introdujo una de las técnicas de insubordinación más importantes de la historia mexicana: el pronunciamiento. Con el apoyo popular y a través de esta práctica legítima, pero extraconstitucional, las logias masónicas escocesas y yorkinas negociaron las reglas de la autoridad y a la vez arriesgaron con cada pugna no solo la destrucción de las ciudades, sino también el colapso del nuevo régimen. En la última sección, propuse repensar la relación entre los conceptos de revolución y anarquía en términos de una encrucijada, de una intersección y un dilema entre la ruptura y la continuidad, entre la multiplicidad y la unidad, desde la cual las sociedades y los Estados-nación en México y en el Río de la Plata plantearon la negociación y la redefinición de sus fundamentos.

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A modo de conclusión

En el presente trabajo se elaboró una historia densa de los usos y significados dados a la violencia política por el pueblo en armas en Buenos Aires y en México. El objetivo fue generar una lectura matizada del proceso de refundación político-social que integrase la heteroglosia, los múltiples espacios y des/ órdenes de la anarquía posindependiente. Tomando como punto de partida los enfoques de la antropología histórica, la nueva historia política y los aportes de la nueva sociología de la violencia (Neue Gewaltsoziologie), la interpretación adoptó una aproximación etnográfica y crítica a los relatos de la violencia registrados por las investigaciones sumarias abiertas contra milicianos y militares durante la década de 1820. Para contextualizar las narrativas judiciales se consideraron otros textos-fuente, tales como las “narrativas patrias” —memorias, crónicas, correspondencias y textos programáticos de las elites político-militares— y periódicos de la época. La comparación de los usos y percepciones de la violencia en el antiguo centro y la frontera del régimen colonial, México y la provincia de Buenos Aires, proveyó un marco analítico transcontextual para la descripción densa, el cual permitió no solo cotejar los espacios sociales, sino también cuestionar “sentidos comunes” históricos e historiográficos. De este modo, la historia densa de la anarquía posindependiente buscó contribuir al debate sobre la gestación de lo político en Hispanoamérica y reescribir algunos de sus conceptos claves “con minúscula”.

Los sentidos de la violencia Aunque Charles Tilly reconoce ciertas correspondencias entre formas individuales y colectivas de violencia, el historiador sostiene que el análisis de la política de la violencia debe adoptar un enfoque estrictamente relacional y concentrarse en actos coordinados para identificar los mecanismos y procesos de la variación del fenómeno.1 En contraste, este trabajo partió de una noción amplia de violencia política, la cual consideró situaciones de violencia no solo colectiva, sino también interpersonal. Con este enfoque se buscó 1

Tilly (2003: 3-22).

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captar la polivalencia del fenómeno en un contexto de la guerra irregular. La descripción densa de las quimeras entre milicianos, soldados y civiles reveló que, pese a su impulsividad y espontaneidad, estos actos de violencia también albergaban una multiplicidad de sentidos, los cuales articulaban los desajustes producidos por la transición política. En las quimeras se fusionaban formas tradicionales de sociabilidad popular, tales como la lucha con armas blancas y el consumo de alcohol, con la noción político-militar de honor agonal, la cual alimentaba simultáneamente la solidaridad corporativa y el espíritu de lucha. Las concepciones de bravura masculina y orgullo militar se superponían a su vez con cánones de honor y honra más tradicionales, los cuales organizaban las sociedades hispanoamericanas ya desde los tiempos de la colonia y, en el periodo considerado, estaban en proceso de democratizarse. El nuevo sistema de valores cívicos resaltaba el mérito individual, la propiedad y la productividad. Paradójicamente, estos mismos valores perpetuaban las jerarquías tradicionales al concentrar la autoridad en la cabeza de familia —el padre y patrón— e imponer la vecindad como condición para el acceso a la ciudadanía. Además de los desajustes producidos por la coexistencia de diferentes culturas políticas, el avance de la violencia interpersonal evidenciaba los efectos no menos problemáticos de la militarización generalizada. El desarrollo desparejo y la expansión desmedida de las estructuras milicianas y militares promovían el empoderamiento de actores subalternos al integrarlos en la pugna política y facilitarles el acceso a recursos materiales, sociales y simbólicos, pero también su disciplinamiento. Para los soldados y milicianos, quienes no disponían de un ritual legalizado como el duelo, el imperativo de rivalizar el honor los exponía no solo al riesgo de ser mortalmente heridos, sino también a la imprevisible violencia de la justicia militar. En el periodo considerado, el derecho castrense de transición se inclinó por un utilitarismo moderno, según el cual la potestad debía reproducir los principios de igualdad, ejemplaridad y disuasión, pero conservó a la vez muchos de los principios y fuentes del derecho carolino. Así, pese a la nueva sobriedad legal y al principio de prudencia favorecidos, en la práctica el pueblo en armas debió lidiar con la incertidumbre que la arbitrariedad de las autoridades militares generaba. El fuero militar era uno de los más importantes privilegios otorgados a la oficialidad y, con ciertas restricciones, a los subalternos militares y milicianos por sus servicios a la patria. Establecía en la sociedad la posición distintiva del ejército y su rol como depositario del poder político. De acuerdo con los relatos presentado en este trabajo, los soldados y milicianos mexicanos supieron sacar ventaja del pluralismo legal que caracterizó al régimen de transición. Aprovechando la posición político-social de la Iglesia en el antiguo central colonial, recurrieron a la antigua institución de clemencia conocida popularmente como “asilo en sagrado”, la cual comprometía a las autoridades militares y civiles

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a eximir a los acusados de las penas de sangre. Así, pese a que en el periodo considerado la aplicabilidad de la inmunidad local era más bien restringida, esta continuó siendo una “táctica” favorecida por el pueblo en armas para evadir a la justicia militar —aunque fuera solo temporalmente—. Como señala Michel de Certeau, las modalidades de acción popular se expresan comúnmente a través no de sus productos, sino de formas de consumo alternativas e ingenio. Los modos dispersos y circunstanciales de apropiarse y manipular artefactos, concepciones y espacios heterónomos componen las tácticas, las prácticas indómitas que permiten a los actores maniobrar —resistir y adaptarse— a los virajes e incertidumbre de la vida cotidiana. En los casos aquí considerados, el uso del asilo en sagrado no emerge entonces como un residuo del Antiguo Régimen, sino que revela el conocimiento práctico y la astucia de los actores en el momento de explotar las fisuras del panoptismo legal producidas por la coexistencia de diferentes culturas político-normativas durante la transición. Los sumarios militares consultados inscribieron los saqueos cometidos por milicianos y soldados en un continuo de depredación y desnudez, el cual vinculaba los mercados interétnicos, las transformaciones causadas por la regulación de las prácticas económicas y la creciente presión reclutadora sobre la población rural con la economía y las formas de sociabilidad político-militares. El saqueo fue entonces un modo de amedrentar a la población, debilitar al enemigo, actualizar las relaciones de solidaridad y lealtad en la tropa, celebrar y financiar la lucha política de cara al agotamiento de los recursos. Otro conflicto frecuente registrado por las fuentes judiciales fue el de los abusos de poder de las autoridades locales. Las intimidaciones y enfrentamientos entre los diferentes agentes del orden —civiles, militares, milicianos y eclesiásticos— demostraron estar directamente relacionados con la personalización de los medios de coerción, la delimitación difusa de las competencias en el nivel local, la concentración de recursos en las estructuras militares y milicianas y los conflictos regionales que tuvieron lugar en el marco de la reorganización político-institucional del ámbito rural. Por consiguiente, la convergencia entre la violencia privada y la pugna política, considerada característica para el periodo tanto por actores-testigos como por la historiografía nacional, manifestaba algo más que “apetitos personales” de caudillos locales y/o la credulidad del “pueblo”. Se refería a aspectos distintivos de la transición: la superposición de conflictividades y la dispersión de la soberanía. Al igual que el saqueo, el tumulto formaba parte del repertorio tradicional de violencia y protesta popular. Aunque los levantamientos urbanos fueron infrecuentes en Hispanoamérica, las imágenes de sus excesos se grabaron en la memoria de las ciudades. El motín de los tercios cívicos porteños en octubre de 1820, el pronunciamiento de los yorkinos y el subsiguiente saqueo del mercado Parián en diciembre de 1828 en la ciudad México demostraron ser algo más

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que episodios dramáticos. Marcaron un punto de inflexión en el proceso de reconfiguración de la soberanía. En el marco de las disputas por la dirigencia del nuevo Estado, los sectores populares se consolidaron como árbitro, mientras que las facciones negociaron las reglas de la participación política y los principios de la autoridad moderna. Esta interpretación coincide solo parcialmente con las caracterizaciones del bandolerismo social y de su contraparte urbana, la turba, desarrolladas por Erich Hobsbawm. Según el historiador, estas formas de protesta características de las comunidades precapitalistas se limitaban a denunciar o a apoyar reformas, carecían de una ideología consistente y eran esencialmente prepolíticas. Por el contrario, y pese a su desarticulación y su lenguaje tradicional, las situaciones de violencia consideradas demostraron no ser un anacronismo. Los milicianos y militares hicieron un uso táctico tanto de la fuerza como de la incertidumbre generalizada para lidiar con los desajustes causados por la transformación en muchos aspectos precaria de estructuras y conceptos modulares político-culturales, así como para negociar alianzas que les permitiesen interceder por sus intereses en el nuevo régimen.

Los espacios de la violencia política La comparación de los usos e interpretaciones de la violencia en los extremos de Hispanoamérica partió de la premisa de que la violencia estuvo determinada por la posición geográfica y política desigual de Buenos Aires y México en el régimen hispano-colonial, así como por las interconexiones y rupturas entre los centros y las fronteras de las naciones incipientes. Para François-Xavier Guerra y Mónica Quijada, una diferencia fundamental en la formación de ambas naciones modernas estuvo dada por el estado embrionario en el que aún se encontraba la sociedad argentina a principios del siglo XIX, producto de la creación comparativamente reciente del territorio y de su rápida emancipación, y por la percepción colectiva de singularidad que ya detentaba México desde el siglo XVIII. Estas jerarquías territoriales coloniales revelaron ser un factor significativo para el proceso de emancipación nacional: así como en México la transición estuvo marcada por una cierta continuidad política y cultural con España, la cual fue también explícitamente desafiada, la incomunicación con la metrópoli permitió al Río de la Plata desarrollar una “creciente autorreferencialidad”2 que se manifestó en las tendencias rupturistas. El recorrido por diferentes escenarios de la violencia relativizó, no obstante, el significado de esta desigualdad. Tanto en el sur como en el norte, “la patria” devino durante la anarquía posindependiente en un espacio de espacios, en 2

Peire (2013: 12).

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el cual las antiguas capitales debieron disputar su posición no solo con otros centros regionales, sino también con las autonomías locales de los pueblos y las comunidades móviles criollas e indígenas. Aunque la crisis política de 1808 y la subsiguiente retroversión de la soberanía al pueblo dieron un impulso clave a la pluralización de sujetos y espacios, esta no fue un producto solo de la independencia. Ya las reformas borbónicas habían favorecido la formación de un estado semicentralizado, en el cual la metrópoli funcionaba como mediadora entre las elites locales, las cuales competían por la concesión de privilegios. En México, este proceso fue también cimentado por la fundación de un sinnúmero de ayuntamientos y la consiguiente politización de la administración, sancionadas por las Cortes españolas. Tras la independencia, si bien los conflictos fueron reformulados en los términos de centralismo y federalismo, los frentes en pugna no fueron ni estables ni homogéneos. Las narrativas de los milicianos y soldados esbozaron un mapa más complejo de la violencia, en el cual la diversidad de intereses en juego y la superposición de luchas promovían una alta flexibilidad política, que permitía a los actores adaptarse a las reorientaciones vertiginosas tanto de los aliados como de los rivales. Las conflictividades superpuestas que marcaron el periodo estudiado fueron interpretadas por las elites político-militares como un síntoma del estado semisalvaje en el que la dominación española había dejado a los territorios hispanoamericanos y a sus habitantes. Acorde con estas, en especial los márgenes de la nación —esos espacios del “otro étnico y rural”— habían quedado atrapados en el dominio de lo local, lo tradicional y la violencia. La tarea principal de las capitales, las cuales habían sido revalidadas tras la independencia como epítomes de la patria, era “civilizar” a los imaginados “desiertos” y “despoblados” y explotar sus abundantes recursos naturales y humanos aún “en bruto”. Este proceso de integración-sujeción de los espacios fronterizos se efectuó mediante la reestructuración político-institucional, la criminalización de las formas de vida tradicionales rurales y la militarización generalizada, la cual, además de ofrecer una solución aparentemente simple a la constante escasez de soldados, fue vista por los sectores dominantes como un medio efectivo de disciplinamiento de la población rural. La voluntad unificadora y homogeneizadora, cuyo objetivo era la expansión del orden urbano, conllevó la politización los márgenes de la nación y fomentó, de este modo, la ruralización de la política. Así, en Buenos Aires el proceso de integración-sujeción económica e institucional de la campaña favoreció el ascenso de un nuevo sector dominante, cuyas bases de poder fueron rurales. En el marco del reajuste de la correlación entre los espacios urbanos y rurales, las fuerzas de frontera pasaron a cumplir el rol de árbitro en los conflictos entre los administradores tradicionales y los nuevos dueños del poder —la elite rural emergente—. La regionalización en

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México emergió como un proceso específico de territorialidad, en el cual las elites político-militares regionales defendieron, bajo la bandera del federalismo, sus intereses y autonomías políticas y económicas locales. En resumen, más que como reductos de la barbarie o de la paraestatalidad, los márgenes de la nación aquí considerados constituyeron durante la anarquía posindependiente espacios multiétnicos y dinámicos, altamente politizados y regidos por “soberanías imbricadas”, los cuales favorecieron el uso de la fuerza para la interacción, pero también la negociación y la movilidad espacial y cultural. Dentro de los espacios rizomáticos de poder y violencia que conformaron entonces “la patria”, los antiguos centros urbanos continuaron siendo lugares diferenciados, pero no fueron ni exclusivos ni excluidos de la pugna por el poder.

Los des/órdenes de la anarquía posindependiente Tal como señala James C. Scott, el análisis de los periodos de desintegración y conflictividad política se ha visto repetidamente coartado en el debate académico por el reduccionismo de los enfoques estatistas y otros esquematismos. Con la siguiente pregunta Scott propone una aproximación alternativa: ¿qué sucedería si las revoluciones fueran vistas como un interregno y la anarquía como el momento de autonomías locales y subalternas?3 La anarquía dejaría de ser entonces un sinónimo de caos para volverse una coyuntura específica, marcada por la violencia, pero no carente de orden o sentido. Para captar entonces lógicas subyacentes del periodo considerado, la historia densa tomó como punto de partida la noción de “des/orden”, según la cual los órdenes y desórdenes políticos y antropológicos se entienden como realidades no antitéticas, sino en tensión. La contextualización relacional de las situaciones de violencia reveló en primer lugar el carácter sincrético de los des/órdenes que marcaron la década de 1820. Es decir, que más que una pugna entre la tradición y la modernidad, los desajustes identificados resultaban de los intentos de los distintos actores de dejar atrás y a la vez de incorporar las instituciones, identidades y prácticas originadas en el pasado en el nuevo marco trazado por los principios liberales. De este modo, buscaban también generar nuevas tradiciones para la nación emergente. La violencia fue uno de los medios utilizados para gestar, pero también desestabilizar la síntesis de tradición y modernidad. Los movimientos de adaptación, ensamblaje, incorporación y apropiación fueron secundados por los procesos de dispersión y pluralización del poder y la violencia, los cuales fueron denominados aquí “des/órdenes de la segmentación”. Así la reconfiguración de la soberanía estuvo condicionada 3

Scott (1994: ix-x).

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simultáneamente por el sincretismo político, que incorporaba identidades e idearios tradicionales y liberales y combinaba recursos violentos con institucionales, y por la coexistencia competitiva entre autonomías locales y el poder central. La segmentación que obstaculizó inicialmente la unificación nacional contribuyó a largo plazo a la formación de regímenes centralizados: la misma simetría obligó a los segmentos a recurrir a las instituciones y símbolos estatales para no caer en desventaja frente a los rivales. Así, por medio de apropiaciones y alianzas, el Estado se impuso gradualmente como mediador de las relaciones de poder. En esta “constelación paradójica”, como la describe el historiador Michael Riekenberg, las milicias y ejércitos mexicanos y bonaerenses actuaron en favor tanto de los órdenes locales como del “Orden con mayúscula”.4 La ambigüedad política del pueblo en armas fue asimismo fomentada por el desvanecimiento de los límites entre la política civil y militar. Aunque no contradicen la percepción de desgobierno, los des/ordenes de la anarquía posindependiente descritos en este trabajo desafían la noción de anarquía introducida por las narrativas patrias, según la cual el avance la violencia, la disolución social y territorial y el problema de la estabilización del poder transformaron a este periodo en “tiempo perdido”. En las descripciones densas, la década de 1820 emerge como un periodo de extrema inseguridad, pero también de innovación cultural, social, política y económica, en el cual los actores recurrieron a la violencia para lidiar, pero también aprovechar los des/ órdenes generados por el sincretismo y la segmentación. En otras palabras: la anarquía posindependiente marcó un momento crítico de la refundación político-social, un momento en el que las comunidades mexicanas y bonaerenses se encontraron en una encrucijada —ante una intersección y un dilema— entre la continuidad y la ruptura, entre la multiplicidad y la unidad, la cual les llevó a redefinirse de acuerdo con sus propios términos.

4

Chust, M., Serrano Ortega, J. A., op. cit., 20; Riekenberg (2015: 65).

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Índice onomástico

Acta Constitutiva de 1824 172 Agonismo 181 Alamán, Lucas 17, 44, 48, 74, 179, 183 Alvear, Carlos María de 50, 137, 163 anarquía 9, 10, 14, 17, 21, 36, 40, 41, 43, 44, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 58, 59, 60, 61, 63, 70, 112, 113, 119, 156, 157, 163, 182, 184, 185, 186, 187, 188, 189, 192, 194, 195 Antiguo Régimen 48, 53, 96, 98, 99, 108, 112, 139, 157, 180, 181, 186, 191 antihispanismo 182 Annino, Antonio 14, 153, 172, 187 antropología histórica 10, 11, 189 Arrecifes 120, 121, 122, 123, 148 Artigas, José Gervasio 49, 137, 139 ayuntamiento 79, 80, 134, 152, 159, 164, 166, 169, 170, 178, 181, 183, 193 Balcarce, Juan Ramón 50, 70, 125 bandolerismo 10, 96, 119, 124, 127, 128, 139, 140, 179, 192 barbarie 45, 50, 59, 133, 139, 153, 155, 169, 172, 185, 194 Beruti, Juan Manuel 15, 17, 44, 70, 158, 160, 161, 163 Bolívar, Simón 17, 42, 43, 44, 45, 47 Bustamante, Anastasio 51 Bustamante, Carlos María de 16, 45, 73, 138, 176 Caballeros de América 163, 184 Cabildo 36, 79, 98, 158, 159, 160, 161, 162, 163, 164, 165, 166, 182, 186, 188. Camarilla 134, 176 campaña bonaerense 16, 18, 119, 123, 133, 152, 153, 155, 171, 201 Campeche 103, 105, 134, 135, 176, 180 Carlos III 106 Carrera, José Miguel 125 Caucel 140, 148, 151, 152

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caudillismo 9, 139, 140 centro colonial 19, 51, 53, 182 Certeau, Michel de 86, 87, 88, 109, 128, 191 Chascomús 92, 95, 140, 144, 145, 147, 151 Ciudad de México 76, 81, 90, 106, 167, 168, 173 Ciudadanía 63, 72, 74, 78, 79, 80, 85, 88, 89, 90, 179, 190 civilización 45, 58, 59, 126, 168, 169, 172, 185 Confederación Patriótica 133 Conservadurismo 181 Constitución de Cádiz 79, 80 Corona española 72, 85, 106 Cortés, Hernán 167 Cortes de Cádiz 79, 100 Crespo, Francisco Antonio 73, 74 depredación 18, 125, 127, 128, 130, 132, 133, 155, 163, 175, 178, 191 descripción densa 14, 17, 21, 32, 33, 34, 35, 38, 40, 60, 63, 88, 90, 119, 153, 154, 155, 157, 189, 190 desnudez 125, 127, 132, 155, 191 des/orden 17, 59, 60, 63, 88, 89, 90, 91, 112, 114, 115, 119, 152, 154, 156, 157, 172, 184, 187, 189, 194, 195 Directorio 39, 45, 49, 75, 79, 100. Dorrego, Manuel 50, 84, 137, 140, 141, 145, 146, 160, 171 Entre Ríos 137 Escoceses 177, 181 Escriche, Joaquín 95, 96, 107, 108 espacios de violencia 133, 155 Estado 9, 10, 13, 14, 30, 52, 55, 58, 75, 84, 88, 102, 111, 133, 135, 136, 154, 163, 168, 171, 180, 186, 192, 195 ethos militar 63, 83, 84, 88, 180 federales 10, 49, 50, 120, 123, 124, 136, 146, 163

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UNA HISTORIA DENSA DE LA ANARQUÍA POSINDEPENDIENTE

Foucault, Michel 35, 86, 96, 97 Frontera 10, 14, 16, 19, 37, 50, 58, 92, 94, 110, 111, 124, 136, 140, 141, 171, 172, 184, 189, 193 fuero militar 13, 14, 15, 68, 71, 74, 76, 84, 99, 100, 101, 103, 107, 108, 112, 114, 150, 186, 190 Galtung, Johan 28 Geertz, Clifford 21, 33, 34, 35 giros antirreduccionistas 10, 33 gloria militar 84 Gómez Pedraza, Manuel 51, 173, 174, 177 Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos 12 Guardia del Monte 92, 94, 95 Güemes Pacheco de Padilla, Juan Vicente, conde de Revillagigedo y virrey 73 Guerra, François-Xavier 56, 57, 192 guerra irregular 12, 190 Guerrero, Vicente 43, 51, 135, 173, 174, 175, 176, 177, 180, 183, 187 Halperín Donghi, Tulio 49, 53, 59, 70, 78, 125, 138, 140, 171, 187 Hegemonía 12, 39, 91, 113 historia densa 9, 10, 18, 37, 189, 194 historiografía positivista finisecular 30 Hobbes, Thomas 24, 25, 47, 59, 60 Hobsbawm, Eric 127, 179, 192 honor y honra 63, 83, 85, 90, 185, 190 Iglesia 77, 91, 95, 104, 105, 107, 110, 111, 115, 133, 135, 151, 163, 169, 170, 190 inmunidad local 81, 91, 102, 105, 106, 108, 109, 110, 112, 115, 191 integración-sujeción 18, 119, 135, 157, 167, 168, 171, 172, 188, 193 Invasiones Inglesas 74, 100, 146, 163 Iriarte, Tomás de, general 15, 17, 44, 45, 98, 125, 161, 164, 165 Iturbide, Agustín de 51, 73 Jalapa 176, 180 Junta de Representantes 79, 112, 158, 159, 160, 161, 164, 166, 171 Liberalismo 39, 54, 73, 181 Liga, la 134 Liga de los Pueblos Libres 49, 122, 137, 138, 146. Levene, Ricardo 16, 185, 186 Lomnitz, Claudio 7, 57, 98, 110, 139, 185

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López, Estanislao 49, 98, 137, 138, 139, 140, 146 López de Santa Anna, Antonio 43, 45, 46, 51, 74, 134, 135, 138, 173, 180, 183 malones 122, 123, 124, 136 mercados de violencia 124 Mérida 15, 134, 140, 148, 149, 151, 176 militarización generalizada 13, 17, 53, 63, 70, 72, 89, 90, 126, 132, 165, 171, 190, 193 Mitre, Bartolomé 139 Miranda, Luis de 167, 168 modernidad 9, 10, 25, 27, 28, 47, 48, 49, 53, 56, 88, 89, 90, 114, 194 Montevideo 63, 74, 110, 161 montoneras 18, 122, 123, 124, 133, 154 Mora, José María Luis 152, 153 motín de octubre de 1820 18, 122, 157, 163, 164, 165, 166, 171, 178, 182, 187 motín del maíz 178, 183 narrativas judiciales 10, 15, 17, 30, 32, 37, 40, 60, 86, 88, 91, 189 narrativas patrias 10, 16, 17, 30, 32, 40, 41, 48, 51, 58, 60, 133, 185, 189, 195 nueva historia política 10, 26, 27, 189 nueva sociología de la violencia 10, 27, 32, 189 Ortiz y Ayala, Simón Tadeo 17, 46 Pagola, Manuel 50, 122, 145, 158, 160, 161 Palacio Negro de Lecumberri 16, 36 Partido del Orden 165 passeurs culturels 128 patria 44, 47, 57, 59, 64, 68, 71, 72, 80, 84, 86, 97, 101, 110, 123, 125, 126, 139, 145, 185, 190, 192, 193, 194. pluralismo legal 90, 91, 99, 113, 114, 115, 190 polemología 86, 87 político, lo 11, 18, 21, 25, 26, 27, 39, 40, 41, 53, 133, 139, 172, 189 Popitz, Heinrich 27, 28, 29 Primera República Federal de México 51, 73, 80, 111, 171 pronunciamiento 93, 173, 175, 176, 178, 179, 180, 181, 182, 183, 184, 188, 191 Provincias Unidas del Río de la Plata 10, 64, 75, 79, 154, 168

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ÍNDICE ONOMÁSTICO pueblo en armas 9, 17, 63, 181, 189, 190, 191, 195 Pueyrredón, Juan Martín de 49, 50, 74, 159, 163 Ranchos 95, 126, 140, 141, 142, 143, 146, 147, 151 Rosas, Juan Manuel de 94, 137, 138, 139, 146, 160, 161, 163, 171, 180 Ramírez, Francisco 49, 98, 137, 139 Ramos Mejía, Ildefonso 50, 120 Real Audiencia 16, 109 reformas borbónicas 55, 74, 79, 85, 88, 111, 193 reformas rivadavianas 112, 126, 168 Revolución de 1810 42, 44, 79, 84, 111, 137, 139, 185 Revolución francesa 48, 49, 184 Revolución mexicana 39, 45, 185 Riekenberg, Michael 7, 25, 28, 29, 35, 52, 53, 56, 59, 123, 124, 132, 154, 169, 195 Rivadavia, Bernardino 43, 50, 112, 126, 166, 168, 186 Rodríguez, Martin 36, 43, 50, 136, 141, 142, 144, 145, 146, 158, 159, 160, 161, 162, 163, 165, 166, 171, 182, 185 ruralización de la política 171, 193 San Nicolás 141, 148, 162 Santa Fe 137, 144 saqueo del mercado Parián 157, 173, 178, 182, 187, 188, 191 Sarratea, Manuel de 50, 137 Sarmiento, Domingo Faustino 45, 48, 69 Scott, James C. 87, 155, 194 sectores populares 13, 18, 53, 59, 68, 69, 76, 77, 78, 85, 128, 155, 165, 174, 178, 179, 182, 186, 192 secularización 110, 111, 152 segmentación 154, 155, 156, 172, 186, 187, 194, 195

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Siasgo 92, 93, 95 Sincretismo 89, 90, 91, 114, 115, 187, 195 soberanía 12, 18, 42, 55, 56, 79, 80, 116, 153, 154, 155, 156, 157, 164, 166, 167, 179, 181, 184, 187, 191, 192, 193, 194 Soler, Miguel 50, 122, 144, 147, 163 Staatsferne 52, 56, 154 subalternidad 12, 91 tácticas 17, 63, 81, 86, 87, 88, 91, 103, 107, 109, 112, 128, 191 Teresa de Mier, Fray Servando 172 Tilly, Charles 11, 29, 189 toma de la Acordada 18, 157, 173, 176, 178, 179, 180, 182, 186, 187, 188 Tornel y Mendívil, José María 16, 173, 174, 175, 177, 178, 183 tradición 14, 27, 88, 89, 90, 114, 167, 194 Trazegnies Granda, Fernando de 91, 108, 109, 113 vagancia 76, 79, 126 Valladolid 119, 129, 130, 155 vecindad 78, 79, 80, 190 Victoria, Guadalupe 51, 134, 174, 183, 187 Villa del Luján 120, 121 violencia criminal 11, 95 violencia interpersonal 11, 17, 60, 63, 72, 88, 90, 190 violencia política 9, 11, 12, 17, 18, 21, 26, 29, 36, 40, 41, 51, 56, 116, 119, 135, 153, 171, 173, 187, 189, 192 violencia punitiva 17, 91, 96, 97, 99, 108, 112, 114, 115 yorkinos 174, 177, 178, 179, 181, 183, 191 Yucatán 15, 16, 18, 46, 55, 58, 103, 119, 128, 130, 131, 133, 135, 152, 153, 155, 171 Zavala, Lorenzo de 16, 174, 175, 176, 177, 178

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