Una historia del cine español: cine y sociedad, 1910-2010
 9783954875528

Table of contents :
Índice
Agradecimientos
Lista de ilustraciones
Nota preliminar
Introducción Cine y sociedad, 1910-2010
Capítulo primero. Cuestiones de clase y cuestiones de arte en el cine de los comienzos
Capítulo segundo. La movilidad social y el cine de las décadas de 1940 y 1950. Consuelo y condena
Capítulo tercero. Un mapa de la movilidad social ascendente. Las películas de la década de 1960 sobre las clases medias y lo middlebrow
Capítulo cuarto. La «tercera vía» y el cine español middlebrow en la década de 1970
Capítulo quinto. Las películas mirovianas y el cine middlebrow en la década de 1980
Capítulo sexto. El cine middlebrow de la década de 1990. De Miró al cine social
Capítulo séptimo. Del cine social al cine heritage en las películas de la década de 2000
Abreviaturas y glosario
Bibliografía
Índice analítico

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UNA HISTORIA DEL CINE ESPAÑOL Cine y sociedad, 1910-2010 Sally Faulkner Traducción de Manuel Cuesta

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La Casa de la Riqueza Estudios de la Cultura de España 38

E

l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español.

Consejo editorial: Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) Fernando Larraz (Universidad de Alcalá) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Lia Schwartz (City University of New York) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)

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UNA HISTORIA DEL CINE ESPAÑOL Cine y sociedad, 1910-2010

Sally Faulkner Traducción de Manuel Cuesta

Iberoamericana • Vervuert • 2017

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www. conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47) Este libro es una traducción de la edición inglesa A History of Spanish Film: Cinema and Society 1910-2010, London: Bloomsbury, 2013. © Iberoamericana, 2017 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2017 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN (Iberoamericana): 978-8484-89-998-3 ISBN (Vervuert): 978-3-95487-547-4 ISBN (ebook): 978-3-95487-552-8

Diseño de cubierta: Carlos Zamora Ilustración de la cubierta: Fotograma de Tormento, Pedro Olea, 1974.

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Para Rowan y Cameron McDowell

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Índice

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 Lista de ilustraciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 Nota preliminar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 Introducción: Cine y sociedad, 1910-2010 . . . . . . . . . . . .

21

Capítulo primero: Cuestiones de clase y cuestiones de arte en el cine de los comienzos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

37

Sangre y arena (André y Blasco Ibáñez 1916) . . . . . . . . . . . 47 Don Juan Tenorio (De Baños 1922) . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51 El abuelo (Buchs 1925) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 El misterio de la Puerta del Sol (Elías 1929) . . . . . . . . . . . . 60 La aldea maldita (Rey 1930) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64 La verbena de la Paloma (Perojo 1935) . . . . . . . . . . . . . . . . 69

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Capítulo segundo: La movilidad social y el cine de las décadas de 1940 y 1950. Consuelo y condena . . . . . . . . . 77 El clavo (Gil 1944) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87 Ella, él y sus millones (Orduña 1944) . . . . . . . . . . . . . . . . . 98 De mujer a mujer (Lucia 1950) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 Surcos (Nieves Conde 1951) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113 Esa pareja feliz (Bardem y Berlanga 1951) . . . . . . . . . . . . . 117 Calle Mayor (Bardem 1956) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125 Capítulo tercero: Un mapa de la movilidad social ascendente. Las películas de la década de 1960 sobre las clases medias y lo middlebrow . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133 Plácido (Berlanga 1961) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 136 El mundo sigue (Fernán Gómez 1963) . . . . . . . . . . . . . . . . 142 Noche de verano (Grau 1962) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153 Los felices sesenta (Camino 1963) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 160 La ciudad no es para mí (Lazaga 1966) . . . . . . . . . . . . . . . . 170 Las cuatro bodas de Marisol (Lucia 1967) . . . . . . . . . . . . . . 178 Capítulo cuarto: La «tercera vía» y el cine español middlebrow en la década de 1970 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187 Tristana (Buñuel 1970) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193 Tormento (Olea 1974) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201 Españolas en París (Bodegas 1971) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 208 Mi querida señorita (Armiñán 1972) . . . . . . . . . . . . . . . . . 218

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Asignatura pendiente (Garci 1977) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 227 La guerra de papá (Mercero 1977) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235 Capítulo quinto: Las películas mirovianas y el cine middlebrow en la década de 1980 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 243 Ópera prima (Fernando Trueba 1980) . . . . . . . . . . . . . . . . 251 Bodas de sangre (Saura 1981) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 257 La colmena (Camus 1982) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 265 La plaza del Diamante (Betriu 1982) . . . . . . . . . . . . . . . . . 271 Mambrú se fue a la guerra (Fernán Gómez 1986) . . . . . . . . 281 La mitad del cielo (Gutiérrez Aragón 1986) . . . . . . . . . . . . 289 Capítulo sexto: El cine middlebrow de la década de 1990. De Miró al cine social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297 El rey pasmado (Uribe 1991) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 305 La flor de mi secreto (Almodóvar 1995) . . . . . . . . . . . . . . . 315 El perro del hortelano (Miró 1996) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 327 El abuelo (Garci 1998) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 333 La hora de los valientes (Mercero 1998) . . . . . . . . . . . . . . . 341 Solas (Zambrano 1999) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 346 Capítulo séptimo: Del cine social al cine heritage en las películas de la década de 2000 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 355 Los lunes al sol (León de Aranoa 2002) . . . . . . . . . . . . . . . . 359 Te doy mis ojos (Bollaín 2003) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 366

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El viaje de Carol (Uribe 2002) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 376 Soldados de Salamina (David Trueba 2003) . . . . . . . . . . . . 386 Alatriste (Díaz Yanes 2006) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 397 Lope (Waddington 2010) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 410 Abreviaturas y glosario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 419 Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 421 Índice analítico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 447

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Agradecimientos

Parte de la investigación en que este libro se basa fue financiada por el Ministerio de Asuntos Exteriores de España (becas MAE). Pude completar el proyecto gracias a una beca de investigación en humanidades (Arts and Humanities Research Council Fellowship) y un periodo sabático que me concedió la University of Exeter (Reino Unido). Presenté algunas de las ideas que exploro en este libro en los siguientes foros: en 2005, el congreso del quincuagésimo aniversario de la Association of Hispanists of Great Britain and Ireland, celebrado en Valencia (España) y al que asistí gracias a una beca de la British Academy (Overseas Conference Grant); en 2006, el European Culture Research Seminar, celebrado en la University of Bath (Reino Unido); en 2007, el congreso «Contested Memories: War and Dictatorship in Contemporary Spanish and Portuguese Culture», celebrado en el University College Dublin (Irlanda); en 2008 y 2011, el Centre for Research in Film Studies y el Centre for Interdisciplinary Film Research de la University of Exeter (Reino Unido); en 2011, el comité «Middlebrow Cinema» de la vigésimo primera International Screen Studies Conference, celebrada en la University of Glasgow (Reino Unido) y a la que asistí gracias al apoyo del Keith Whinnom Memorial Fund de la University of Exeter, y la Pérez Galdós Lecture de la University of Sheffield (Reino Unido); y en 2012, el simposio

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«Middlebrow Cinema», celebrado en la University of Exeter (Reino Unido). Me gustaría agradecer a organizadores y oyentes por su apoyo. Versiones previas de mi trabajo sobre algunas de las películas aparecieron en Faulkner (2007, 2011a, 2011b y 2012a). Los siguientes colegas y amigos han sido especialmente generosos compartiendo ideas, libros y películas, enviándome su propio trabajo y leyendo el mío: Mark Allinson, Chris Cagle, Nuria Capdevila-Argüelles, Fernando Canet, Peter Evans, Derek Flitter, Santiago Fouz-Hernández, Rosalind Galt, Andrew Ginger, Alexis Grohmann, Helen Hanson, Will Higbee, John Hopewell, Antonio Lázaro Reboll, Chloe Paver, Chris Perriam, Antonia del Rey Reguillo, Alison Ribeiro de Menezes, Alejandro Melero, Maruja Rincón, Alison Sinclair, Paul Julian Smith, Núria Triana-Toribio, Katy Vernon, Belén Vidal, Tom Whittaker, Eva Woods Peiró y Sarah Wright. Tengo también mucho que agradecer a mis colegas y alumnos de Estudios Hispánicos, Estudios sobre Cine y Lenguas Modernas de la University of Exeter (Reino Unido). Marga Lobo, Trinidad del Río y Javier Herrera me han brindado un apoyo enorme desde la Filmoteca Española, en Madrid. Mis padres (Anthony y Helen Faulkner) y suegros (Brian y Kaye McDowell), en ningún momento han dejado de estar a mi lado. También me gustaría agradecer a mis editores de Continuum (David Baker y Katie Gallof) por su apoyo y, especialmente, por tolerar los retrasos ocasionados por dos periodos de baja por maternidad. Estos «retrasos» son mis hijos, Rowan y Cameron McDowell. La frase que más gusto me ha dado escribir en este libro es la que se lo dedica a ellos. Va en último lugar —pero nomás en esta lista— Nicholas McDowell, por su generosidad y compañía. 2012 Para esta versión en castellano del libro, me gustaría dar las gracias también a Isabel Santafé, a Duncan Wheeler, al equipo editorial de Iberoamericana-Vervuert, y a mi traductor al castellano, Manuel Cuesta. Finalmente, mi agradecimiento al Philip Leverhulme Trust, que me concedió el Philip Leverhulme Prize (Modern Languages and Literatures) en 2013, y al departamento de Modern Languages de la University of Exeter (Reino Unido) por su apoyo. 2017

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Lista de ilustraciones

1.1 1.2 1.3 1.4 1.5 2.1 2.2 2.3 2.4 2.5 2.6

Don Juan seduce a Doña Inés. Don Juan Tenorio (De Baños 1922) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53 Albrit presa de la duda ante sus nietas Nelly y Dolly. El abuelo (Buchs 1925) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58 Pompeyo yuxtapuesto con iconografías hollywoodiense y católica. El misterio de la Puerta del Sol (Elías 1929) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 62 Acacia (de perfil) y unas amigas. La aldea maldita (Rey 1930) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67 El tiovivo, la noria y el gentío efervescente. La verbena de la Paloma (Perojo 1935) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72 Javier, juez sufriente. El clavo (Gil 1944) . . . . . . . . . . . 97 El pomposo discurso de Hinojares. Ella, él y sus millones (Orduña 1944) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 104 Isabel, Luis y la muñeca que representa a la hija. De mujer a mujer (Lucia 1950) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 110 La familia Pérez abrumada a su llegada a Madrid. Surcos (Nieves Conde 1951) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115 Carmen (izquierda) ignora a Juan (centro) en el cine. Esa pareja feliz (Bardem y Berlanga 1951) . . . . . . . . . . 122 La radiante Emilia y el taciturno Fortún. Cielo negro (Mur Oti 1951) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 128

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2.7 3.1 3.2 3.3 3.4 3.5 3.6 4.1 4.2 4.3 4.4 4.5 4.6 5.1 5.2 5.3 5.4 5.5 5.6

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La esperanzada Isabel y el desilusionado Juan. Calle Mayor (Bardem 1956) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131 Quintanilla y su cámara inmovilizadora. Plácido (Berlanga 1961) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141 Elo al pie de unas escaleras multifuncionales. El mundo sigue (Fernán Gómez 1963) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151 Bernardo al volante. Noche de verano (Grau 1962) . . . . 157 Víctor y Mónica no pueden resistirse a la llamada de la naturaleza. Los felices sesenta (Camino 1963) . . . . . . . . 165 Párroco rural, Agustín, Luchy con perlas y Gusty. La ciudad no es para mí (Lazaga 1966) . . . . . . . . . . . . . . . . 176 «Una española no se divorcia». Marisol y Frank Moore. Las cuatro bodas de Marisol (Lucia 1967) . . . . . . . . . . . 182 Don Lope como don Juan y don Quijote. Tristana (Buñuel 1970) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 198 Rosalía se exhibe. Tormento (Olea 1974) . . . . . . . . . . . 205 Isabel, madre soltera triunfante. Españolas en París (Bodegas 1971) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 216 Una frustrante España provinciana. Isabelita y Adela. Mi querida señorita (Armiñán 1972) . . . . . . . . . . . . . . 224 Elena prefiere el amorío al mitin. Asignatura pendiente (Garci 1977) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 233 Quico intenta comprender un mundo adulto lacerado por la guerra. Vito y Quico. La guerra de papá (Mercero 1977) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 238 Palabras, palabras, palabras. Matías. Ópera prima (Trueba 1980) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 254 Marisol y ballet clásico. Bodas de sangre (Saura 1981) . . 264 Martín lee a Purita un fragmento de la novela en que se basa la película. La colmena (Camus 1982) . . . . . . . . . . 268 Natalia al límite. La plaza del diamante (Betriu 1982) . 277 Relaciones familiares post-franquistas. Encarna (izquierda) e Hilario (derecha) consideran a Emiliano (centro) una carga. Mambrú se fue a la guerra (Fernán Gómez 1986) . . 286 El intertexto velazqueño. Olvido (izquierda), el chico, Rosa y Juan. La mitad del cielo (Gutiérrez Aragón 1986) 295

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Lista de ilustraciones

6.1 6.2 6.3 6.4 6.5 6.6 7.1 7.2 7.3 7.4 7.5 7.6

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Suntuosa puesta en escena en la recreación de la corte del siglo xvii. El rey pasmado (Uribe 1991) . . . . . . . . . . 313 Leo y Ángel en un espejo de una pieza que sugiere equilibrio. La flor de mi secreto (Almodóvar 1995) . . . . 324 Emma Suárez en su juguetona interpretación de Diana. El perro del hortelano (Miró 1996) . . . . . . . . . . . . . . . . 331 Mal gusto en la provinciana Jerusa. El abuelo (Garci 1998) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 338 Goya explicado. Diego y Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808. La hora de los valientes (Mercero 1998) . . . . . . 346 Otro pariente del campo llega a la ciudad para regular la sexualidad femenina. Solas (Zambrano 1999) . . . . . . 351 Estrellas y realismo social. El Santa de Javier Bardem en los astilleros de Vigo. Los lunes al sol (León de Aranoa 2002) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 361 Ana «viste» el alcázar de Toledo. Te doy mis ojos (Bollaín 2003) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 376 Maruja sobreexplica a Carol el significado de los gusanos de seda. El viaje de Carol (Uribe 2002) . . . . . . . . . . 383 Lola mira a los niños que juegan. Soldados de Salamina (Trueba 2003) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 396 Alatriste examina El aguador de Sevilla de Velázquez. Alatriste (Díaz Yanes 2006) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 402 Elena y Lope a través del intertexto de Menéndez. Lope (Waddington 2010) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 415

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Nota preliminar

Todas las cifras sobre espectadores están sacadas del enlace «Datos de películas clasificadas» de la web del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España (www.mcu.es/cine/index). Todas las informaciones sobre premios están sacadas de la Internet Movie Data Base (www. imdb.com). [Sobre la voz inglesa middlebrow —omnipresente en el libro— y sobre el concepto —también bastante usado por la autora— de «cine heritage», véase la sección de «Abreviaturas y glosario», en p. 419. (N. del T.)]

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Introducción Cine y sociedad, 1910-2010

Este libro es una historia del cine español que sitúa la cuestión de la movilidad social en primer término. La palabra clave es aquí «movilidad». Su contrario, el estancamiento, es con frecuencia el objeto de la crítica —explícita o implícita— del cine político. Desde la denuncia de la pobreza rural de Las Hurdes, tierra sin pan (Buñuel 1933) hasta la crítica de la democracia contemporánea de ¡Hay motivo! (varios autores 2004), pasando por una serie de películas antifranquistas, el cine político español ha demostrado no ser una excepción a este respecto, ofreciendo, sobre todo, una crítica marxista de privilegios y exclusiones de clase aparentemente inexpugnables1. Se ha hecho ver que importantes filtros culturales han tendido, tanto dentro como fuera de España, a fomentar este cine político de izquierdas: por una parte, los organismos responsables de la concesión de premios y subvencio-

1 El contexto de producción de Las Hurdes, tierra sin pan desaconseja hablar de un documental abiertamente «marxista», «de izquierdas» o «político»: fue un encargo del primer Gobierno de la Segunda República, de tendencia socialista, que, de hecho, luego, al entrar en una nueva fase, lo prohibió (véase D’Lugo 1997, 6). Buñuel, cuya orientación política —igual que sus películas— es complicado encasillar, marchó al exilio durante la Guerra Civil, pero el marxismo pasó a ser el principal medio para expresar la oposición a la dictadura, como queda claro examinando obras producidas desde la década de 1950, a pesar de que, debido a la censura de Franco, los textos marxistas no se conocían sino parcialmente (véase Graham y Labanyi 1995, 3-4). Adoptaron posturas marxistas los treinta y dos directores del filme colectivo ¡Hay motivo! (2004), que protestaba contra el Gobierno del PP de José María Aznar, de orientación derechista.

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nes y, con ellos, los críticos de la prensa nacional2; por otra, los programadores de festivales internacionales de cine y los distribuidores extranjeros3. Estudiosos como Núria Triana-Toribio y Steven Marsh4 han puesto en evidencia que la predilección por este cine político ha llevado a la exclusión de otras tendencias a la hora de escribir sobre el cine español, y enfrentarse a tales exclusiones ha llevado a una labor

2 A pesar de que parte de la producción antifranquista de la época de la dictadura se desdeña hoy por ingenua —incluso por parte de los autores mismos (Graham y Labanyi 1994, 4)—, tras la muerte de Franco «el legado eminentemente marxista de la oposición antifranquista» ha seguido ejerciendo gran influencia, como ha hecho ver Jo Labanyi (2002a, 11): «Sus miembros desempeñaron un papel fundamental en la conformación de la política y los hábitos culturales, así como en la revitalización del sistema universitario, [...] especialmente durante el Gobierno socialista de entre 1982 y 1995, en el que muchos de ellos ostentaban cargos políticos». En su libro sobre el cine producido durante la dictadura, Steven Marsh ha insistido (2006) en que las películas que criticaban el régimen franquista o —en palabras del título del libro— «debilitaban el Estado», no solamente eran las de cineastas vinculados al Partido Comunista de España. Núria Triana-Toribio señala, por su parte (2003, 113), que estos directores antifranquistas vinculados al Partido Comunista se convirtieron en los arquitectos de la política en materia de cine de las décadas de 1980 y 1990. Ello fomentó, en la década de 1980, un cine «de calidad» ampliamente marxista mediante subvenciones (véase ibid., 113-142) y, en la década de 1990, un cine social de izquierdas mediante los premios Goya (ibid., 155-163), lo que en ambos casos redundó en la exclusión del cine popular. Ángel Fernández-Santos, influyente crítico cinematográfico de El País —el diario líder en España— durante más de veinte años hasta su muerte en 2004, había sido guionista de El espíritu de la colmena (1973), importante filme de oposición al régimen franquista. Su hija sigue escribiendo en la sección dedicada al cine (véase Smith 2003, 147). 3 Triana-Toribio indaga en la relación entre el tipo de películas distribuidas fuera de España y la versión sesgada del cine nacional que de ello resulta. Señala (2003, 9-10) el Blood Cinema [Cine de sangre] de Marsha Kinder (1993) como ejemplo de estudio que ignora el cine popular, mientras que reconoce su «taimado análisis». 4 Selecciono a Triana-Toribio y Marsh como autoras de monografías con acentos opuestos en la cultura popular de los periodos franquista (Marsh 2006) y democrático (Triana-Toribio 2003), si bien quisiera dejar claro que estos trabajos reposan en la labor pionera de estudiosos del cine como Peter Evans (1995, 2000 y 2004), Jo Labanyi (1995, 1997, 2000 y 2007b), Paul Julian Smith (1994 y 2000) y Katy Vernon (1999).

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vital de recuperación de tradiciones populares. Yo dirijo este argumento, desde el mismo punto de partida, en una nueva dirección. La tendencia a poner de relieve el cine español de «denuncia», «crítica» y «antifranquismo» —por retomar las palabras arriba usadas— ha dado relevancia a películas que impugnan el estancamiento social, pero esta perspectiva no solamente ha dejado al cine popular en el camino. Considerando la cuestión de la movilidad social a lo largo del siglo de existencia del cine español, la presente historia del mismo indaga, en primer lugar, en cómo el cine representa, en la pantalla, a los grupos sociales móviles (tanto en sentido ascendente como descendente), pero además relaciona dicha representación con los reajustes de clases habidos, fuera de la pantalla, en la sociedad española. Entreteje ambos hilos defendiendo la importancia de un cine español middlebrow, pendiente de explorar. La necesidad de atender estas áreas resulta tanto más urgente si reconocemos que el cambio social más significativo que se ha producido en la España del siglo xx ha sido, junto a la existencia del cine, el fenómeno de la movilidad o, más concretamente, un movimiento ascendente de ciudadanos hacia las clases medias, si bien en modo alguno se ha tratado de un proceso uniforme o ininterrumpido. La importancia de este hecho histórico queda patente si recurrimos a comparaciones. Otros países occidentales, por ejemplo Gran Bretaña o los Estados Unidos, se industrializaron, urbanizaron y mesocratizaron en el siglo xix5. Sus cinematografías tienen, pues, comparativamente menos que contar sobre movilidad social. Cuando, en 1896, se exhibieron las primeras imágenes cinematográficas en España, se proyectaron en un país predominantemente agrario, con altos niveles de pobreza y analfabetismo. (Una estimación sitúa la población campesina en el sesenta y ocho por ciento y el analfabetismo en el cincuenta por ciento; véase Pérez Perucha 1995, 22-23). Aunque la década de 1920 presenció un notable auge económico, la Guerra Civil (1936-1939) y la desastrosa política de autarquía que en la década de 1940 impuso la dictadura

5 Tomo el término «mesocratización», que se refiere a un movimiento hacia la clase media, de Longhurst (1999).

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de Franco (1939-1975) llevaron a una movilidad social descendente mucho más severa que la que se produjo en países que se recuperaban de la Segunda Guerra Mundial (véase Tortella 2000, 229-230). Tras la «década bisagra» de 1950, en la que se abandonó la autarquía en favor del capitalismo mediante el Plan de Estabilización de 1959, la España de la década de 1960 experimentó un boom. Los economistas han propuesto describir esta época como «fraguismo» —en lugar de «franquismo»— en atención a la importancia del periodo durante el que ostentó la cartera ministerial de Información y Turismo el tecnócrata Manuel Fraga (1962-1969) (Pavlović 2011, 1), propuesta útil en la medida en que disocia la prosperidad de esta época de la persona del dictador, quien se mantuvo en el poder hasta su muerte por causas naturales (1975)6. Stanley Payne (1987, 463-488) esbozó el proceso de surgimiento, entre 1950 y 1975, de una «nueva» clase media con «el mayor desarrollo económico sostenido —y la mayor mejora general de los estándares de vida— de toda la historia española», un nivel de crecimiento que, en esta época, únicamente superaba Japón (véase Payne ibid., 463). El estudio sociológico de Alex Longhurst (1995) sobre el empleo, la educación, los ingresos y el gasto en la segunda mitad del siglo nos aporta más detalles sobre esta reconocida mesocratización. Las estadísticas relativas al nivel educativo revelan una asombrosa octuplicación de la educación secundaria —y una cuadruplicación de la educación superior— entre 1960 y 1980, circunstancia que benefició particularmente a las mujeres, y un estudio de 1993 encontró que el cuarenta y siete por ciento de quienes habían ido a la

6 A pesar de que Fraga fue un ministro franquista, este neologismo ayuda a disociar de la dictadura el boom económico. Helen Graham condenaba (1995, 244) la «ortodoxia conservadora»; según la misma «una dictadura desarrollista emergente de las cenizas de la década de 1940 habría sido la responsable del “milagro” [económico de España] y, mediante este, de la propia transición a la democracia. En virtud de semejante truco de prestidigitación, la democracia política y la pluralidad cultural pasan a ser el legado de un dictador benévolo». Paul Preston (2012, xii) señala que, a día de hoy, Franco sigue siendo objeto de una valoración positiva debido, en parte, a esta «idea cuidadosamente construida de que fue el cerebro del “milagro” económico español de la década de 1960».

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universidad tenía un padre que nomás había asistido a la escuela primaria (véase Longhurst 1999, 114). Igual de contundentes son los datos sobre empleo: «el sector agrícola, que en 1960 constituía la mayor fuente de trabajo por un margen muy considerable, es ahora de lejos la menor» (Longhurst ibid. 113); para la década de 1990, el sector servicios ocupaba al sesenta por ciento de la población (véase Longhurst 1995, 4). Los índices de consumo apuntan en el mismo sentido, con un televisor en el setenta por ciento de los hogares —y una lavadora / frigorífico en el ochenta y cuatro por ciento— en 1974. Si en 1960 era propietario de un coche uno de cada cincuenta y cinco españoles, en 1974 lo era uno de cada nueve (véase de Riquer i Permanyer 1995, 265). Así, mientras que a comienzos de la década de 1960 la mayoría de las estimaciones sociológicas situaba la clase obrera en un sesenta por ciento de la población, hacia la década de 1990 el porcentaje había caído por debajo del cuarenta por ciento, incluso del treinta por ciento (Longhurst 1999, 113). La España de la segunda mitad del siglo xx experimentó, por tanto, una modernización acelerada (aunque desigual) y una prosperidad de amplio alcance (aunque moteada). Los contornos de este mapa de una clase media en auge quedan claramente de manifiesto, mientras escribo estas líneas (verano de 2012), en los esfuerzos de España ante la crisis del euro7. Basta acercarse a las novelas de Benito Pérez Galdós, el gran escritor realista español, para matizar esta descripción de un país ampliamente agrario a la espera de la implantación del capitalismo por parte de los tecnócratas de la década de 1950. En sus grandes «novelas contemporáneas» de la capital española, Pérez Galdós ofrece un retrato inolvidable de los nuevos miembros de la burguesía madrileña, si bien semejante movilidad social quedaba restringida, en aquel

7 En este contexto, las observaciones de Gabriel Tortella (2000, 458) resultan proféticas y tranquilizadoras. («La evolución económica [de España] se halla actualmente lo bastante avanzada como para sostener a ese centro que faltaba en el siglo xix, esto es, a una clase media socio-cultural que probablemente vaya a fungir de quilla, lastre y timón en cualesquiera lances tormentosos puedan aguardar al país en los océanos del siglo xxi».)

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tiempo, a unos pocos núcleos urbanos8. A pesar de lo limitado de su alcance, esta modernización desigual o moteada del siglo xix tuvo, en la esfera cultural, unos interesantes efectos de sacudida y trastorno, como han observado algunos historiadores de la cultura de la época (véase Moreno Hernández 1995 y Valis 2002). De esta modernidad irregular, en la que lo antiguo y lo nuevo coexistían en proximidad incómoda, surgió, por ejemplo, el término «cursi» en el sentido de ostensión afectada de una sofisticación cultural que no se tiene9. Pues bien: Una historia del cine español. Cine y sociedad, 1910-2010 focaliza la historia del siglo xx (un «largo» siglo xx que llega hasta 2010) y, por objeto de análisis, el nuevo medio de la cinematografía; se plantea, sin embargo, preguntas parecidas sobre la relación entre cultura y sociedad: ¿qué impacto tuvo la movilidad social —que solo se produjo anecdóticamente hasta la década de 1960 pero a una escala nacional sin precedentes a partir de la misma— en el cine del país? Para responder a esta pregunta, no me limito a recalibrar nuestro enfoque crítico en la idea de colmar las lagunas de relatos anteriores. El propósito de situar en primer término la cuestión de la movilidad es, antes bien, el de innovar en dos áreas de la literatura sobre la historia del cine español. En primer lugar, el presente estudio coloca la movilidad social en primer término por medio del análisis textual. Para lograr lo cual, he organizado el libro en siete capítulos cronológicos que ofrecen otras tantas lecturas pormenorizadas de filmes representativos. Es decir, que el lector no hallará una cobertura enciclopédica de todas las películas españolas —semejantes estudios panorámicos

8 El hecho de que esta pequeña clase media se encontrase «todavía en buena medida marginalizada» y «cada vez más fragmentada internamente», «permitió al Antiguo Régimen seguir ejerciendo su influjo sobre lo que no había dejado de ser un país eminentemente rural» (véase Graham y Labanyi 1995, 9). 9 Esta laxa definición del adjetivo confirma el agudo resumen de Noël Valis (2002, 3). Según esta estudiosa «es complicado decir qué significa “cursi”, pues todos los sinónimos ingleses que suelen proponer los diccionarios (“in bad taste, vulgar” [= de mal gusto, vulgar], “showy, flashy” [= ostentoso, hortera] o “pseudo-refined, affected” [= pseudo-refinado, afectado]) apuntan nomás a sus síntomas, no a su condición, causa o contexto subyacente».

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existen ya tanto en español como en inglés— sino análisis detallados de cuarenta y dos películas de ficción10. Este número de lecturas pormenorizadas me permite ir explorando las múltiples formas en que, desde géneros tan diversos como el folclórico, la comedia y el melodrama —y con ambientaciones tanto contemporáneas como históricas—, los cineastas españoles han reflejado, criticado, celebrado y compensado la movilidad social —ascendente y descendente— a lo largo del dilatado siglo xx11. El primer capítulo («Cuestiones de clase y cuestiones de arte en el cine de los comienzos») indaga con ejemplos tomados de la época muda y de los inicios de la sonora, así como de contextos políticos que incluyen la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República, en la apuesta que el primer cine nacional realizó, recurriendo a adaptaciones de textos literarios —tanto novelas como obras de teatro— y al prestigio tecnológico, por públicos socialmente móviles en sentido ascendente. La Guerra Civil supuso una ruptura en todos los sentidos de la palabra: acabó con estas relaciones entre cine y sociedad que aquí exploro. Una historia del cine español. Cine y sociedad, 1910-2010 no estudia, por tanto, este periodo12, sino que el segundo capítulo comienza con la década de 1940 y se centra en las películas con (y por)

10 Véase, en español, Román Gubern et al. (1995), obra aumentada y puesta al día en 2009; en inglés, Bernard Bentley (2008), que incluye películas infantiles, de animación y documentales. Entre los diccionarios tenemos D’Lugo (1997) y Mira (2010). Una historia del cine español. Cine y sociedad, 1910-2010 no estudia el cine de las comunidades autónomas de España: como señala Triana-Toribio (2003,12), los cines catalán y vasco, por dar un caso, merecen un tratamiento aparte, en vez de intentar meterlos «con calzador» en libros que se ocupan de ejemplos españoles. 11 Este libro aspira, por tanto, a indagar, aun si bien solamente a través del cine y no de la cultura en su conjunto, en la observación de Labanyi (2002a, 2) de que, «habida cuenta de los tremendos cambios sociales acontecidos en la España del siglo xx, hay toda una importante labor a realizar sobre cómo los grupos móviles (tanto en sentido ascendente como descendente) han ido dando cuenta de su realineamiento social a través de sus modos de consumo cultural», donde va incluido «ese tema olvidado de lo middlebrow». 12 Para un análisis del cine español durante la Guerra Civil, véase Gubern (1986).

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las cuales los españoles soportaron una depresión posbélica y una escasez económica que duraron hasta bien entrada la década de 1950. (El «Consuelo y condena» del título del capítulo alude a algunos de los usos que el público hizo de estos filmes, debiendo soportar una movilidad social descendente y un frustrante estancamiento). Desde la década de 1960 en adelante, conforme se fue activando la movilidad social, intensifico la atención y selecciono, ya sí, seis filmes por década entre las de 1960 y 2000. Aparte de ser cómoda, esta división en décadas ayuda a sacar del relato de esta cinematografía nacional el enfoque de las «fechas clave», que necesariamente vincula las películas a la política al enfatizar, por ejemplo, si son anteriores a 1975 y por tanto «franquistas», o posteriores —la Constitución se sancionó en 1978— y por tanto «democráticas». Este efecto nivelador de la división en décadas resulta particularmente útil. En efecto, en el capítulo cuarto (la década de 1970), me permite llamar la atención sobre continuidades entre el inicio y el final del decenio, en vez de andar repitiendo la perogrullada de la transformación del cine español de resultas de la muerte del dictador. Dicho capítulo cuarto plantea, además, mi tesis sobre un nuevo tipo de película. En las seis lecturas pormenorizadas del capítulo anterior —el tercero, que titulo «Un mapa de la movilidad social ascendente» y donde efectivamente voy cartografiando la presencia en pantalla tanto de las clases medias como de su cultura —, todavía describo las películas como cine de arte y ensayo o cine popular. En la década de 1970 se produce, sin embargo, un viraje clave: los filmes, que a menudo siguen retratando a la clase media española, buscan además a los nuevos públicos de la misma; es decir: pasan a ser cine de clase media. La segunda innovación de este libro consiste, pues, en sostener que en la década de 1970 hace su aparición un nuevo tipo de filme que, por el momento, sigue esperando que se lo explore en condiciones. La denominación «cine de clase media» pone el foco en el público al que tales películas apuntan, pero yo planteo que la búsqueda de dicho nuevo público transformó, además, la estética de las propias películas. El análisis textual revela que estos filmes cartografiaron un nuevo espacio situado entre las que hasta entonces venían siendo las dos alternativas (cine de «arte y ensayo» vs. cine «popular»), y mi tesis es que el mejor modo de analizar este terreno intermedio es el con-

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cepto de lo middlebrow. A la descripción y análisis de esta zona de la cinematografía española hasta hoy sin estudiar —y sin nombre— dedicaré los cuatro últimos capítulos: desde la década de 1970 hasta la de 200013. En dichos capítulos realizo, a semejanza de en los tres iniciales, análisis textuales pormenorizados, y en semejantes lecturas detalladas incluyo, de nuevo igual que en los tres capítulos primeros, tanto audaces revisiones de filmes que suelen aparecer en historias del cine español —valga de ejemplo Tristana (Buñuel 1970), que aquí se considera por primera vez un filme middlebrow— como obras que jamás han sido objeto de estudio en ninguna lengua, por ejemplo Españolas en París (Bodegas 1971), película a menudo mencionada pero nunca sometida a análisis. El capítulo cuarto («La “tercera vía” y el cine español middlebrow en la década de 1970») ofrece un mapa de las primeras manifestaciones de lo middlebrow a través de la «tercera vía» del productor José Luis Dibildos y la «comedia madrileña»; el capítulo quinto («Las películas mirovianas y el cine middlebrow en la década de 1980») vincula esto con los primeros filmes de la recién restablecida democracia financiados por la controvertida «ley Miró» del Gobierno del PSOE; el capítulo sexto plantea que la «tercera vía» también reaflora en el cine social de la década de 1990, y el capítulo séptimo lleva este planteamiento hasta la actualidad con una nueva lectura de las películas heritage como fenómeno middlebrow. El énfasis en la movilidad social —ascendente, descendente o postergada— dota, en fin, de unidad al conjunto de los siete capítulos y ofrece un dinámico y original panorama del cine español.

Lo middlebrow en el estudio del cine español Aplicar la idea de middlebrow al cine español posterior a 1970 no parece tener mucho futuro: no es solo que se trate de un término inglés, sino que además tiene su origen en el contexto, aún más específico,

13 En este sentido véase, con relación a la televisión española, “Public Service, Literarity, and the Middle-brow” de Paul Julian Smith (2006, 27-57).

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de la Gran Bretaña de las décadas de 1920 y 1930. La palabra middlebrow, atestiguada por primera vez en el Oxford English Dictionary en 1924, se aplica a la cultura anglófona de masas a partir de la década de 1920, incluyendo los best-sellers novelísticos, el cine de Hollywood y la televisión de la BBC. Los primeros usos del vocablo que encontramos no nos dicen tanto de los objetos denigrados como de los denigradores, unas elites artísticas que, en aquellas tendencias de la cultura de masas, veían una amenaza para su papel de árbitros del gusto (véase Hess 2009, 330). Desde la década de 1990, los historiadores de la cultura se han centrado menos en los temores de estos denigradores elitistas, lo cual es muy útil, y les ha permitido revaluar los objetos de su denigración (véase Rubin 1992, Radway 1993, Fowler 1995, Hess 2009 y Hinds 2009). De cara al presente estudio, revisten especial importancia dos características de la cultura middelbrow: en primer lugar, su irreverente mezcolanza, esfumatura o fusión de elementos high y low (categorías sujetas, a su vez, a discusión)14; en segundo lugar, su especial capacidad para «lidiar» o «arreglárselas» con el cambio15. Aunque en español no existe un equivalente directo de la voz inglesa middlebrow, mi postura es que estas dos características resultan especialmente adecuadas para el cine español posterior a 1970. También las películas españolas middlebrow realizan mezclas y

14 Sigo, al subrayar la «fusión» formal que caracteriza lo middlebrow, a Pierre Bourdieu, autor del estudio, hoy ya clásico, sobre la interdependencia entre clase y gusto (1999). En el hostil enfoque de Bourdieu, la cultura middlebrow supone, sin embargo, no una «fusión» sino una «confusión», por ejemplo en «versiones accesibles de experimentos de vanguardia —u obras accesibles que se hacen pasar por tales experimentos—, “adaptaciones” cinematográficas de teatro y literatura clásicos, “arreglos popularistas” de música clásica o “versiones sinfónicas”. [...] [Todo lo cual combina] dos características normalmente exclusivas: la accesibilidad inmediata, y los rasgos externos de la legitimidad cultural» (véase Bourdieu ibid., 323). 15 Lawrence Napper, cuyo estudio sobre las denostadas quota quickies de la época británica de entreguerras supone un enérgico replanteamiento del término en los estudios sobre el cine británico, prefiere hablar de «arreglárselas» (handle); véase Napper (2009, 9). Tomo «lidiar» (work through) del historiador de la televisión John Ellis (2002, 2).

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fusiones en el plano formal, y también ellas tienden a «lidiar» con el cambio en el plano temático. El ejemplo de la «cursilería» que arriba vimos deja ver que la España moderna no está solo interesada en cuestiones de clase y gusto, sino más bien fascinada por las mismas, como comprobará cualquier lector de sus novelas decimonónicas. El que en España no surgiese un equivalente del término middlebrow en respuesta a la cultura de masas de comienzos del siglo xx puede explicarse por el carácter tan distinto de los contextos. Resultan cruciales los diferentes niveles de alfabetización de la época, siendo los españoles considerablemente inferiores a los de Gran Bretaña (sesenta por ciento en 1931)16. Otra diferencia clave es el idioma: la respuesta de los guardianes de la cultura británica ante la cultura de masas americana a partir de la década de 1910 tiene todo que ver con la lengua compartida; el éxito de las películas de Hollywood en el mercado de España también produjo, es cierto, una honda preocupación (la cual se hizó aún más honda cuando, en 1941, el régimen de Franco decretó que se doblase al español cualquier película extranjera, cosa que ha seguido haciendo daño a la industria nacional hasta hoy), pero en el contexto británico el peligro era, directamente, de aniquilación. Fueron asimismo diferentes los sucesos previos y posteriores a la Guerra Civil: si bien el auge económico de la década de 1920 llevó a una cierta movilidad social, aquella frágil nueva clase media apenas si tuvo tiempo de generar una cultura middlebrow antes de las rupturas de la década de 1930. (Pueden verse, así y todo, sus inicios en películas como la adaptación que, en 1925, José Buchs realizó de la novela El abuelo, de Pérez Galdós; véase el capítulo primero). La Guerra Civil y la dictadura implicaron que las preocupaciones inmediatas de la cultura y la teoría de la cultura españolas pasasen a ser cuestiones, más que de clase, políticas17.

16 Véase Álvarez Junco (1995, 50). El incremento de la alfabetización fue un objetivo primordial de la Segunda República mediante programas como las Misiones Pedagógicas (véase Cobb 1995). 17 Véase el impagable panorama que Graham y Labanyi (1995) ofrecen del intento de establecer una teoría de la cultura en la España del siglo xx.

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Los historiadores coinciden en que, a partir de la década de 1960, España tuvo una clase media cada vez más consistente y con un nivel de vida comparable al resto de países occidentales contemporáneos. El impacto de esta nueva clase puede observarse en la política, habida cuenta del surgimiento, en la década de 1970, de nuevos partidos políticos que, como la UCD de Adolfo Suárez, aspiraban a representarla (véase Torreiro 1995a, 360). Este libro rastrea el impacto cultural de dicha nueva clase en el cine del país. Las particulares circunstancias de los primeros años del siglo xx en España impidieron que los comentaristas culturales españoles encontrasen algún término autóctono preexistente con el que poder describir el fenómeno. Sin embargo, las etiquetas que a continuación expongo comparten, todas ellas, los dos rasgos de lo middlebrow arriba dichos: la fusión formal y el «arreglo» temático. José Luis Dibildos, que empezó como guionista su carrera y fundó su propia productora (Ágata Films) en 1956, produjo entre comienzos y mediados de la década de 1970, en respuesta al cambio del mercado, una serie de películas que trataban de enfilar un camino intermedio entre los dos extremos que en aquella época polarizaban la industria: el cerebral cine de arte y ensayo y el rudimentario cine comercial. Esta polarización queda patente en los filmes que analizo en el capítulo tercero: desde las preocupaciones estéticas de Noche de verano (Grau 1963), con sus insignificantes ciento cuarenta y un mil espectadores, hasta las populares trastadas de Marisol en el taquillazo Las cuatro bodas de Marisol (Lucia 1967), con más de dos millones y medio de espectadores. Dibildos calificaba sus propias producciones de «cine popular con punzada crítica» (citado en inglés por Hopewell 1986, 82), mientras que el colectivo de críticos cinematográficos Marta Hernández planteó que se trataba de «cine comercial más cine de autor dividido entre dos» (citado en Torreiro 1995a, 361); la etiqueta que cuajó fue, sin embargo, la de «tercera vía». Aunque la fórmula concreta de Dibildos para fusionar géneros accesibles como la comedia con los problemas sociales serios a los que se enfrentaba una España en rápida transformación se desvaneció en seguida, el propio principio de la fusión demostró su influencia, a partir de entonces, tanto en la pequeña como en

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la gran pantalla18. Por mi parte rastreo esta influencia, en primer lugar, en las comedias madrileñas de finales de la década de 1970 y comienzos de la de 1980, películas que adoptan una actitud de compromiso parecida para hacer frente a los cambios vertiginosos habidos en la transición de la dictadura a la democracia. José Luis Garci, quien en 1977 dirigió la primera de estas comedias (Asignatura pendiente, analizada en el capítulo cuarto) estableciendo una plantilla para la fórmula, se refirió a este enfoque como «cine de autor para mayorías» (véase Triana Toribio 2003, 114). El propio Dibildos reaparece como productor y guionista de una película de comienzos de la década de 1980 en la cual se vuelve a realizar, en el cambiante contexto de la Transición, una fusión formal de «alta» y «baja» cultura: la adaptación que, en 1982, Mario Camus dirigió de la compleja e innovadora novela La colmena sirviéndose de los actores habituales —y de la narrativa lineal al uso— del cine comercial. Apartándose de la «tercera vía», a la que tanto se había recurrido en la interpretación de las producciones de la década de 1970, Esteve Riambau (1995, 421) acuñó un nuevo término para referirse a las películas que, financiadas por la «ley Miró» del nuevo Gobierno socialista, seguían el modelo de La colmena. Su idea de «cine polivalente» (traducido al inglés como «multipurpose cinema» en Jordan y Morgan-Tamosumas 1998, 33) acabó citándose con la misma frecuencia y fue, de hecho, la etiqueta que cuajó para el cine miroviano de la década de 1980. Todos estos términos pasan, como vemos, de puntillas junto a un middlebrow que, sin embargo, no terminan de nombrar19. Cosa que Alberto Mira explica (2005, 6) por

18 La cuestión de lo middlebrow en la televisión española excede el ámbito del presente libro; véase, en cambio, Smith (2006, 27-57). Voy indicando en el texto, de todos modos, los solapamientos que se observan entre producciones cinematográficas y televisivas. 19 En la sociología española, la idea de cultura middlebrow puede expresarse como cultura «pretenciosa», «burguesa» o «mediocre», o bien como «el gusto pretencioso de la pequeña burguesía» (véase Busquet 2008, 96-104). «Cultura pretenciosa» es la traducción propuesta para la culture moyenne de Bourdieu, que en la versión inglesa de 1984 se traduce, precisamente, como middlebrow (véase Bourdieu 1999,

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esa herencia marxista del establishment cultural español que arriba comentábamos: «La idea de un entretenimiento consistente a medio camino entre el arte y la basura no tiene cabida en la discusión crítica. Para los críticos formados en la ideología izquierdista de la década de 1960 y 1970, las películas eran o bien profundas, o bien insustanciales». Mi enfoque de lo middlebrow insiste en su relación con la movilidad social y se encuadra, también, en la reciente querencia crítica de los estudios culturales y los estudios sobre cine por rehabilitar el término20; proceso que resulta instructivo comparar con la recuperación de lo «popular» habida en las décadas de 1990 y 2000. A pesar de la insistencia en un posible carácter estéticamente mediocre y políticamente conservador de la cultura popular, los críticos tienden a llamar la atención sobre ejemplos previamente desatendidos revelando, con ello, logros estéticos imprevistos y descodificando una crítica política21. Los estudiosos de la cultura middlebrow subrayan

323). En el lenguaje coloquial pueden usarse diminutivos de «cultura» como «culturilla» o «cultureta», pero estas traducciones no resultan satisfactorias en la medida que tienen connotaciones o bien de clase (la idea de «burguesía», equivalente despectivo de «clase media») o bien peyorativas («pretencioso» o «mediocre»). No recogen, por tanto, las implicaciones tanto de clase como estéticas de middlebrow. 20 Ténganse en cuenta, además de los estudios arriba mencionados de las décadas de 1990 y 2000, las actividades del «Middlebrow Network» (www.middlebrow-network.com), fundado en 2008. Se publicaron en 2016 las actas de un simposio sobre cine middlebrow del que fui anfitriona en la University of Exeter (Reino Unido) en julio de 2012. Véase Sally Faulkner (2016) (ed.) Middlebrow Cinema. London: Routledge. 21 La recuperación de lo popular ha caracterizado los estudios sobre cine de las décadas de 1990 y 2000. Para el cine europeo, el texto clave es Dyer y Vincendeau (1992b); para el cine español, Triana-Toribio (2003) y Lázaro Reboll y Willis (2004b). Richard Dyer y Ginnette Vincendeau señalan (1992a, 5) que, si bien lo popular no siempre es subversivo, los estudios sobre la cultura popular rara vez se aferran al conservadurismo. (Hay, claro, importantes excepciones; entre las cuales Leonard 2004). Sirvan de ejemplo mis propios trabajos sobre el cine popular durante la dictadura franquista, trabajos que llamaban la atención sobre unos logros formales y una crítica política inesperados a propósito, por ejemplo, de La gran familia (véase Faulkner 2006a, 27-48). En el capítulo segundo del presente libro,

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asimismo, en ocasiones, el interés formal y la oposición política en la misma latentes, y esa es, precisamente, la vena en que me acerco a obras tan diversas como Tormento (Olea 1974), Mambrú se fue a la guerra (Fernán Gómez 1986) o El perro del hortelano (Miró 1996), filmes que cuestionan sus respectivos contextos contemporáneos (franquista, socialista y patriarcal). Es fundamental señalar, en cualquier caso, que los críticos de la cultura middlebrow a menudo indagan en la mediocridad formal y el conservadurismo político, y tal es la línea en que analizo películas como El abuelo (Garci 1998), Solas (Zambrano 1999) y Lope (Waddington 2010), poniendo especialmente de relieve su carácter conservador en términos de roles de género. Los investigadores de la cultura middlebrow evitan, pues, la obsesión crítica con lo subversivo, radical y contestatario; obsesión que acaso hable, en última instancia, no tanto de los propios textos —o de los modos en que los diversos públicos los consumían— sino más bien de un fetichismo de la disensión por parte de los críticos mismos22. Una historia del cine español. Cine y sociedad, 1910-2010 analiza las películas, mediante lecturas pormenorizadas, como textos; se plantea asimismo, tomando el contexto en consideración, las maneras en que cabe que las consumiesen los distintos públicos. Ello pone de manifiesto, entre los capítulos cuarto y séptimo, el carácter intermedio del cine middlebrow, que a menudo fusiona una producción de alto nivel, un tema serio (pero no problemático), unas referencias culturales elevadas (pero no oscuras) y una forma accesible23. insisto en los variados usos que, durante la dictadura, los diversos públicos hacían del cine popular. 22 Paul Julian Smith (2003, 6) ha planteado que la teoría de la cultura —por ejemplo la obra de Bourdieu— puede «dejar a un lado» este «debate exhausto» de acatamiento y disensión o «hegemonía y resistencia». 23 En esta fusión de referencias culturales elevadas y forma accesible, hay algunos puntos de contacto entre lo middlebrow y la controvertida categoría estética de lo pretty. A tales puntos de contacto se refiere, en su estudio sobre el tema, Rosalind Galt, quien alude (2011, 12) al «disgusto por el estilo de una estética exacerbada que resulta demasiado decorativa: demasiado disfrutable en términos sensoriales como para constituir arte elevado y, sin embargo, demasiado compuesta y “artística” como para proporcionar un entretenimiento eficaz».

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Los requisitos que pongo entre paréntesis son un recordatorio de lo contingente: de que a momentos y contextos distintos cuadran tipos distintos de middlebrow, y de que cada uno precisa de su propio análisis concreto24. Relacionando el middlebrow de la «tercera vía» de la década de 1970, el del cine miroviano de la de 1980, el del cine social de la de 1990 y el del cine heritage de la de 2000 no pretendo, por tanto, aplanar el panorama sino trazar las fascinantes continuidades del cine español desde la década de 1970 hasta la actualidad.

24 Tal es el planteamiento de Deborah Shaw (2012). El movimiento intercategorial de las películas con el correr del tiempo excede, sin embargo, el ámbito del presente libro, que sitúa cada filme en su contexto histórico. Lázaro Reboll y Willis (2004a, 6) aducen el ejemplo de Bienvenido, mister Marshall (Berlanga 1952) como texto que saltaría «de lo “popular” a lo middlebrow según tenga formado el gusto cada espectador».

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Capítulo primero Cuestiones de clase y cuestiones de arte en el cine de los comienzos

No ha llegado hasta nosotros sino el diez por ciento de las películas españolas previas a la Guerra Civil1, acceder a las cuales requiere, además, superar no pocos obstáculos, si bien es cierto que cada vez menos2. En referencia a los problemas de conservación, David George, Susan Larson y Leigh Mercer (2007, 73) califican el estudio del cine español de los comienzos de «tenebroso juego del escondite con imágenes cuyos vestigios se vuelven más borrosos cada día que pasa»; insisten, sin embargo, en 1 Véase Gubern (1995, 11). Desde entonces, la estimación se ha matizado: si un estudio de 1998 consideraba que no ha sobrevivido sino un cinco por ciento de las producciones de la década de 1920 (Del Rey Reguillo 1998, 14), en 2007 se calculaba que podía verse el veinte por ciento de las adaptaciones literarias de dicha época (Sánchez Salas 2007) y, en 2008, que estaba disponible el catorce por ciento de los filmes de entre 1931 y 1939 (Bentley 2008, 75). La Filmoteca Española no se fundó hasta 1953. Hasta esa fecha, el celuloide sencillamente se deterioraba o se reciclaba para otros usos. Contribuyeron también a las pérdidas los incendios, habida cuenta de lo inflamable del material (véase Ruiz 2004, 8). 2 Como cabe inferir de los agradecimientos de casi cualquier libro sobre cine español, los archivos cinematográficos de España y sus bibliotecas asociadas son fundamentales para la investigación, muy especialmente de cara a épocas tempranas. Resultan asimismo extraordinariamente útiles para el estudio del cine de los comienzos la distribución de películas en DVD —por ejemplo las recientes ediciones de Divisa Home Video— y la ocasional disponibilidad en línea. Para los filmes tratados en el presente capítulo me he servido de las siguientes fuentes: la Filmoteca Española, el servicio de pago www.filmotech.es, y ediciones en DVD de la mencionada Divisa Home Video.

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que se trata de un juego tan difícil como importante. Si el modernismo se mostraba en ocasiones escéptico respecto al cine como forma de cultura de masas3 —la vanguardia, en cambio, encontraba estimulante su novedad formal—4, los estudiosos del cine de los comienzos subrayan que la influencia del nuevo medio fílmico llegó, como la del innovador transporte ferroviario, mucho más allá de las elites artísticas; contribuyó, sostienen, nada menos que a la reconceptualización global del espacio y el tiempo habida en la era moderna5. El cine podía replicar el tiempo real en su sucesión de veinticuatro fotogramas por segundo, manipular «instantes contingentes, impredecibles y desconocidos» (especial fuente de estímulo para los primeros espectadores; véase Woods 2012, 32) y, una vez que la tecnología avanzó para permitir el montaje, controlar el tiempo mediante la edición (acelerarlo, ralentizarlo, e incluso detener su flujo inexorable)6. Presentaba, al mismo tiempo, un carácter espacialmente promiscuo; esto es: capaz de representar tanto lo tranquilizadoramente familiar —tal fue el caso con la céntrica plaza madrileña en La Puerta del Sol (Promio 1896)— como lo fascinantemente exótico, para lo que valga de ejemplo La vida de los gauchos en México, de 1898 (Woods ibid., 35). La cámara también podía echar abajo, con pasmosa inmediatez, la barrera

3 Este escepticismo tuvo, en el ámbito español, amplia repercusión en boca de Miguel de Unamuno, quien en 1923 declaró que el «funesto» cine «no hará sino arruinar las mentes de aquellos autores que se conviertan a sí mismos en pantomimas escribidoras» (tomado de Morris 1980, 30). 4 Para un resumen de la influencia del cine en la vanguardia española, véase George, Larson y Mercer (2007, 75-76). Ofrece más detalles Morris (1980). 5 Como a menudo se ha señalado, no es casual que las primeras películas de los hermanos Lumière —realizadas en la década de 1890— uniesen el cine y el tren. En 1983, Stephen Kern planteaba que «unos amplios cambios en la tecnología y la cultura dieron lugar a unos modos claramente nuevos de pensar —y experimentar— el espacio y el tiempo» (sintetizado en Larson 2005, 264). Por su parte, Andrew Ginger se ocupa (2007, 69) de la «reconfiguración más amplia del espacio y el tiempo» que se produjo en el cine español de la década de 1920. 6 Véanse las reflexiones de Eva Woods (2012, 31) sobre la especial importancia del medio cinematográfico —basado en el tiempo— a la hora de reflejar, en la España de comienzos del siglo xx, el afán del país por «“alcanzar” los tiempos europeos».

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entre lo público y lo privado convirtiendo espacios privados en públicos, y lo invisible en visible. Lo que Larson resume (2007, 112) como una «nueva experiencia del espacio» afectaba también al contexto material de la visualización, toda vez que la sala de cine constituía un «nuevo espacio social significativo» (véase George, Larson y Mercer 2007, 74). En lo que a la historia del cine español respecta, la perspectiva que el estudio de sus comienzos proporciona ofrece tanto saludables correctivos a épocas posteriores como puntos de contacto con las mismas. Aunque el control del régimen de Franco sobre el cine fue desigual (como explico en el capítulo segundo), el consabido despliegue represor de censura y doblaje ha llevado a un lugar común consistente en asociar el cine español previo a la transición de la década de 1970 con el Estado. Eva Woods (2005a, 49) neutraliza esta asociación: A pesar del control que el régimen de Franco ejerció sobre el cine tras la guerra, la industria cinematográfica española no arrancó impulsada por el Estado sino […] en el ámbito de los intereses populares y, en última instancia, capitalistas privados, por más que dichos sectores quedasen sujetos al franquismo al acabar la contienda.

Otro mito que el estudio del cine español prefranquista cuestiona es el del rechazo del público nacional hacia su propio cine. Durante la Segunda República (1931-1936) y hasta la imposición franquista (1941) de doblar las películas extranjeras —cuyo efecto mutilador en el cine del país sigue advirtiéndose hoy—, el público era notoriamente fiel a la producción nacional (véase Fanés 1989, 148), producción que gozó de una auténtica edad dorada7. La transnacionalidad es un importante punto de contacto entre el cine de los comienzos y épocas posteriores. Muchos de los pioneros eran

7 Más allá la década dorada de 1930, las estadísticas de taquilla citadas a lo largo del libro revelan que los públicos del país han asistido en masa a películas españolas a lo largo de toda la existencia del cine. Lo que subyace a muchas críticas españolas al cine nacional es una hostilidad de corte marxista hacia la cultura popular. Especialmente hacia la cultura popular de época franquista, que se consideraba adepta al régimen (véase Faulkner 2006, 7-8).

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especialmente cosmopolitas. Segundo de Chomón, por dar un caso, trabajó tanto para Pathé (en París) como para Itala Film (en Turín), fundó la primera productora cinematográfica española (Macaya y Carro) y todavía reivindicaba otras primicias como el travelling o técnicas de coloreado. Mercer (2007, 80) hace ver que De Chomón desarrolló un lenguaje cinematográfico experimental que apunta al surrealismo europeo. Pasando de lo vanguardista a lo comercial, otro ejemplo es el político, escritor y cineasta Vicente Blasco Ibáñez, que fue el autor español más leído fuera del país en la década de 1920 (véase Sanchez Salas 2007, 79) y cuya Sangre y arena analizo más adelante. Blasco Ibáñez y su obra cruzaron tanto fronteras como medios: actualmente su nombre figura como director, guionista o autor de la novela original de veintinueve películas y series televisivas realizadas en España, Francia y los Estados Unidos entre 1913 y 2008. Confirma asimismo la internacionalización la incipiente cultura del estrellato de la década de 1910 y 1920, con la zaragozana Raquel Meller (Francisca Romana Marqués López) trabajando en múltiples países y medios (véase Woods 2012, 74-100). España albergó, además, a personal creativo internacional, por ejemplo directores franceses e italianos en busca de un país neutral durante la Gran Guerra (Herrera 2005, 327). Julio Pérez Perucha interpreta negativamente este internacionalismo, que califica (1995, 73-80) de «emigrantes y colonizadores»; yo lo enfoco positivamente, como un proceso de enriquecimiento transnacional de culturas fílmicas. También el propio cine español de los comienzos viajaba con frecuencia más allá de sus fronteras. Bernard Bentley (2008, 22) subraya el éxito internacional de seriales cinematográficos catalanes en las décadas de 1900 y 1910. Por su parte Woods señala, en relación a la década de 1920 (2005b, 297), que «la facilidad del transporte y el carácter traducible (la ausencia de sonido), permitió una enorme difusión [del cine español] por Occidente, evidenciando la entrada de España en el mercado mundial». Triunfó asimismo en la exportación de películas españolas a mercados extranjeros, en la década de 1930, Cifesa (Compañía Industrial de Film Español, S. A.), la productora líder de la Segunda República. Centrándonos ahora en el contexto histórico, el cinematógrafo de los hermanos Lumière proyectó sus parpadeantes imágenes, la primera

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vez que se hizo funcionar en España (1896)8, sobre un país que todavía se aferraba a los últimos vestigios del imperio (la pérdida de Cuba y Filipinas frente a los Estados Unidos, el llamado «desastre del 98», estaba a la vuelta de la esquina), tenía una tasa de analfabetismo del cincuenta por ciento9, padecía un sistema político corrupto de monarquía parlamentaria con elecciones amañadas que aseguraba la alternancia en el poder de los dos partidos principales (el llamado «turno pacífico»), era predominantemente rural (sesenta y ocho por ciento según Pérez Perucha 1995, 22, aunque los disturbios obreros en la Cataluña de la década de 1900 eran inminentes) y soportaba tanto un enquistado clasismo como una Iglesia católica represora. Vale la pena repetir, aunque lo hayan citado ya otros, el conciso resumen que de esta situación ofrece, en su autobiografía, Luis Buñuel (1994, 8). La frase se refiere al pueblo aragonés de Calanda, donde el cineasta nació en 1900, pero tiene amplia validez para un país que seguía siendo predominantemente rural: «La Edad Media se prolongó hasta la Primera Guerra Mundial». Debilitada por el mencionado desastre del 98, por la agitación sindical de la Barcelona industrial y por la lucha continuada por mantener el control y la influencia en Marruecos10, España se mantuvo al margen de la Primera Guerra Mundial. En 1917 abandonó el sistema del turno, pero entre 1923 y 1930 soportó su primera dictadura militar del siglo xx. (La del general Miguel Primo de Rivera, quien cayó, en parte, por las consecuencias globales del crack de 1929 en Wall Street). Retomó el

8 El animatógrafo de Robert-William Paul se usó en Madrid por vez primera el 11 de mayo de 1896. El cinematógrafo de los hermanos Lumière, el 13 de mayo (véase Herrera 2005, 326). 9 «El primer ministro de Educación [de España] no fue nombrado hasta 1900, y la educación hasta los doce años no pasó a ser obligatoria por ley sino en 1908» (Bentley 2008, 3). En vista del número de analfabetos, había «explicadores» o «voceadores» que iban comentando las películas mudas para los espectadores que no podían leer los intertítulos. En los Estados Unidos se hablaba de lecturers (véase Elsaesser 1990, 165). 10 «En virtud del tratado franco-marroquí de 1912, se asignó a España una “zona” del norte de Marruecos a modo de protectorado, pero su mantenimiento se veía constantemente amenazado por lo inhóspito del territorio, y por la resistencia de las tribus locales» (Ross 2000, 58).

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gobierno militar el general Berenguer, pero la victoria electoral de los republicanos en 1931 llevó a la declaración de la Segunda República (la efímera Primera República no duró sino de 1873 a 1874) y el rey Alfonso XIII marchó de España. A lo largo de la década de 1930, en un contexto de problemas económicos y lucha obrera, la política se fue polarizando cada vez más hasta que, los días 17 y 18 de julio de 1936, Francisco Franco, general rebelde del ejército republicano, encabezó una sublevación contra el Gobierno elegido democráticamente. Siguió una Guerra Civil que terminó con la declaración de la victoria por parte de Franco el primero de abril de 1939. Sobre este trasfondo histórico, el cine fue desarrollándose a trompicones. Pérez Perucha, cuyo trabajo ha sido muy citado entre los estudiosos posteriores, escribe con desdén (1995, 29; citado en inglés por Jordan y Allinson 2005, 5) que, en la época comprendida entre 1896 y 1905, «el cine español de ficción se limitaba a dos escenas cómicas y cuatro películas de efectos de montaje (trick films)»; y que habría que «prolongar la etapa pionera del cine español» (Pérez Perucha ibid., 28; citado en Gubern 1996, 12)11. Más recientemente, los historiadores del cine de los comienzos han cuestionado la tendencia a situar en 1910 el nacimiento del filme narrativo, poniendo en duda lo adecuado de términos como cine «primitivo» y evidenciando el salto que en la década de 1910 se produjo del «modo primitivo de representación» al «modo institucional de representación», por usar las expresiones de Noël Burch (véase Kember y Popple 2004, 34, quienes señalan que, posteriormente, el propio Burch revisó estos términos). En esta línea, el estudio de Mercer (2007) sobre la obra de Segundo de Chomón anterior a 1910 insiste en la importancia del espectáculo visual antes de que la narrativa se convirtiese en la forma de ficción predominante. Por mi parte vuelvo, sin embargo, en el presente libro a 1910 como punto de partida, toda vez que centro mi atención en las cuestiones de arte y en las de clase que se entrelazan en el largometraje

11 El año que más suele asociarse al cambio es 1910. Así, por ejemplo, en Christian Metz (1999, 70), quien describe la época comprendida entre 1910 y 1915 como el «comienzo del cine según lo conocemos».

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narrativo. Selecciono, en efecto, seis películas desde la década de 1910 a la de 1930 (selección efectuada, naturalmente, sobre otra previa, ya que no conservamos sino un diez por ciento) en la idea de indagar, por ejemplo, en cómo la búsqueda de nuevos públicos de clase media para el nuevo modo de expresión que se emprendió fuera de la pantalla se llevó a cabo, en pantalla, mediante un recurso a la respetabilidad artística en forma de referencias literarias e históricas. Aunque los primeros filmes exhibidos en España se proyectasen en la capital del país, en un primer momento el cine no logró distraer a los espectadores madrileños de entretenimientos consolidados como el teatro popular; sería Barcelona, con su pequeña pero sólida burguesía y su cercanía a Francia, el escenario del viraje desde el espectáculo de feria al séptimo arte, viraje representado en el lanzamiento de la revista Arte y Cinematografía, publicada, con sede siempre en la Ciudad Condal, entre 1910 y 1936. (Riciotto Canudo publicó La nascita della settima arte [El nacimiento del séptimo arte] en 1911). Pérez Perucha muestra un sombrío menosprecio hacia la producción barcelonesa de la década de 1910: la califica (1995, 47) de empeño que, basado más en el «entusiasmo» y el «voluntarismo» que en los «medios» y las «posibilidades», estaba además obstaculizado por la tremenda inestabilidad de la industria (la mayoría de productoras no duraba más de cuatro años, realizando un promedio de cuatro o cinco títulos; véase Pérez Perucha ibid., 48, y Bentley 2008, 18), por una Iglesia católica que despreciaba el cine al considerarlo «un espectáculo dado a diluir la moral e inducir al desvarío, la estupidez y la ceguera» (Pérez Perucha ibid., 50; citado en inglés por Triana-Toribio 2003, 16)12, por circunstancias agravantes como la falta de celuloide durante la Primera Guerra Mundial (Pérez Perucha ibid., 53) y por una burguesía catalana conservadora sin mayor interés por el nuevo medio (véase Jordan y Allinson 2003, 173). Este capítulo se centra, sin embargo, en el intento —más que en el fracaso final— de ganar a

12 Bentley (2008, 46) compara las reacciones que suscitó el cine de los comienzos con las que suscitara el teatro del siglo xvii. («A ambos se los criticaba por incitar a la inmoralidad y corromper las mentes de los individuos más débiles»).

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las clases medias para la causa cinematográfica mediante la respetabilidad artística; intento que era ya evidente (véase Pavlović et al. 2009, 5) en la década de 1900, por ejemplo en las referencias teatrales de Amor que mata (Frutuós Gelabert 1908). En la década de 1910 se convenció brevemente aun al Estado, a pesar de toda su indiferencia, de la valía artística del cine, hasta el extremo de lograr que invirtiese en el costoso biopic histórico La vida de Cristóbal Colón, del estadounidense Charles J. Drossner (1916), película tratada, en su época, con entusiasmo por los comentaristas y con indiferencia por el público y, posteriormente, con desdén por los críticos (véase Pérez Perucha 1995, 79-80). De esta época analizo la apuesta de Vicente Blasco Ibáñez por la respetabilidad en su adaptación de su propia novela Sangre y arena (1916), cuyo éxito reconocen incluso los críticos hostiles (Pérez Perucha ibid., 8). En la década de 1920 la producción cinematográfica se trasladó de Barcelona a Madrid, fenómeno debido en parte a las dificultades arriba señaladas, en parte a las políticas centralistas del nuevo dictador Primo de Rivera, y en parte a una nueva apertura del público capitalino al cine, sobre todo tratándose de adaptaciones de géneros teatrales populares como la zarzuela y el sainete. Este traslado coincidió con un llamativo auge económico (la actividad industrial aumentó un cuarenta por ciento a lo largo de la década; véase Barton 2004, 207)13, a lo que se añadieron un programa de inversión pública y la duplicación, en tres décadas, de la población madrileña, que en 1930 llegó al millón. Si para 1925 el conjunto de España contaba con mil cuatrocientas noventa y siete salas de cine (aproximadamente el diez por ciento del total europeo; véase Pérez Perucha 1995, 88), la ciudad de Madrid, que en 1907 no tenía más que veintiséis (Mercer 2007, 83), para 1936 sumaba casi el triple14. Bentley (2008, 28) llama la atención sobre el hecho de que, si los «pioneros catalanes» de antes 13 No obstante, la inevitable comparación con el norte de Europa revela que, «en la España de 1930, la producción industrial por persona seguía siendo nomás un treinta por ciento de la británica, un treinta y dos por ciento de la francesa, y un treinta y nueve por ciento de la alemana» (véase Barton 2004, 179). 14 Deborah Parsons (2003, 86) cita veintiún salas de cine en 1920 y más de sesenta para 1936.

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de 1910 tendían a ser fotógrafos, los cuatro principales directores que luego trabajaron en Madrid (José Buchs, Benito Perojo, Fernando Delgado y Florián Rey) habían sido actores, circunstancia que puede apuntar a un cambio del foco de interés desde el espectáculo visual hacia la narrativa y la caracterización. Otro viraje parece confirmar ese cambio del foco: el viraje que llevó de adaptaciones de zarzuelas y sainetes a adaptaciones de novelas. (Daniel Sánchez Salas 2007, 408, sitúa esta transformación en 1925, con el estreno de La casa de la Troya, de Manuel Noriega y Alejandro Pérez Lugín —véase asimismo Sánchez Vidal 1991, 29—, si bien la querencia por las adaptaciones de zarzuelas y sainetes siguió en auge en las décadas de 1930 y 1940). De esta época analizo la adaptación que, en 1922, los hermanos De Baños realizaron del famoso drama de José Zorrilla Don Juan Tenorio (1884); tras ello me centro en la novela con la versión de José Buchs (1925) de El abuelo, de Benito Pérez Galdós, obra aparecida en forma novelística en 1897 y en forma dramática en 1904; me acerco, por último, a El misterio de la Puerta del Sol (Francisco Elías 1929), una comedia original (esto es, no una adaptación de un texto previo) que fue el primer filme español sonoro. Las tres películas atestiguan el empeño del cine, en la década de 1920, por ganarse a públicos socialmente móviles (en sentido ascendente) recurriendo a alusiones tanto intermediales como internacionales. La llegada del sonido fue catastrófica para este cine español en desarrollo. La primera película sonora, The Jazz Singer [El cantor de jazz] (1927), se proyectó en Madrid en 1929 sin sonido, puesto que no se disponía del equipo técnico necesario (véase Gubern 1977, 14). La instalación de dicho equipo, iniciada en Barcelona en 1929, fue desigual (ibid., 15). La incompatibilidad de diferentes sistemas supuso, en cualquier caso, que El misterio de la Puerta del Sol nomás pudiese proyectarse en las ciudades de Burgos y Zamora (véase Colorado 1997, 80). Entre la escasez de equipos de proyección con sonido, la marcha al extranjero del personal de la industria fílmica para hacer versiones españolas de las películas de Hollywood (por ejemplo en los estudios de la Paramount en Joinville, Francia; véase Gubern 1977, 10, nota 1) y la hegemonía en constante crecimiento de dicho cine hollywoodiano (a la que contribuyó la merma de la produc-

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ción cinematográfica de los países que lucharon en la Primera Guerra Mundial), en 1931 no se realizó sino una única película española15. Así y todo, conforme el público fue acostumbrándose al sonido y el personal de la industria volvió del extranjero tras adquirir allí conocimientos técnicos, el cine español de la Segunda República vivió una época dorada. (Época que acaso nos resulte hoy tanto más reluciente sabiendo, como sabemos, que sobrevendría la Guerra Civil). De este periodo analizo La aldea maldita (Rey 1930), filme que interpreto como un punto de inflexión no solamente por su reconocida condición de una de las mejores —pero también últimas— producciones españolas mudas sino también porque relaciona, en vena misógina, la movilidad social ascendente con la decadencia moral de la mujer, asociación que cabe ya observar en largometrajes anteriores como El abuelo y Pilar Guerra (Buchs 1925 y 1926, respectivamente). Esta película apunta, asimismo, al tratamiento de la movilidad social que he de discutir en capítulos posteriores. En el retrato que ofrece del éxodo rural castellano va implícita, además —pues supone un estudio de la penuria económica—, la crisis en que el mundo entero se sumió tras el crack de Wall Street en 1929, crisis que tendría por devastadores corolarios la polarización política y el estallido, a finales de la década de 1930, tanto de la Guerra Civil como de la Segunda Guerra Mundial. Teniendo en mente semejantes sucesos, resulta imposible no ver los filmes de la Segunda República, con todo su optimismo, sobre el trasfondo patético de la inminente crisis. Por mi parte analizo La verbena de la Paloma (1935) como una visión moderadora que, en virtud de su ligera narrativa de fesjetos comunitarios y amoríos que traspasan barreras sociales, logra combinar una arraigada separación entre las clases con una reconciliación de las mismas. (Rey adoptó un enfoque parecido, al año siguiente, con su Morena Clara)16. De La verbena de la Paloma disfrutó un vastísimo público nacional —fiel a las pro-

15 El predominio del cine estadounidense en España continuó en las décadas de 1920 y 1930. Supuso el treinta y tres por ciento de la importación entre 1922 y 1930, pero el sesenta y siete por ciento entre 1931 y 1939 (véase Ginger 2007, 70). 16 Agradezco a Eva Woods Peiró el haberme recordado este paralelismo.

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ducciones del país— durante 1935 y 1936, precisamente cuando la mencionada alianza y convivencia entre clases estaba a punto de saltar por los aires con el desastroso estallido de la Guerra Civil.

Sangre y arena (André y Blasco Ibáñez 1916) En 1923, el eminente filósofo Miguel de Unamuno había de declarar, con poca fortuna, que «la literatura no tiene ningún papel en el cine» (citado en inglés por Morris 1980, 30). Pues bien: al otro extremo del espectro tenemos al autor popular, periodista y renombrado político republicano Vicente Blasco Ibáñez. El cual no es ya que emplee el cine como motivo narrativo de su obra a la manera de Ramón Gómez de la Serna en Cinelandia (1923) —véase Parsons 2003, 90-92— o que incorpore a sus planteamientos literarios técnicas cinematográficas en la línea, una vez más, de dicha obra de Gómez de la Serna —o bien en la de Luces de Bohemia, de Ramón del Valle-Inclán (Parsons ibid., 87-90)—; él representa, antes bien, el icono de la intermedialidad en el cine español de los comienzos, escribiendo novelas fílmicas y realizando filmes literarios, componiendo guiones de películas y adaptando su propia obra a la pantalla. Un cineasta, en fin, de indiscutible talento (véase George 2007, 91) —aunque su producción literaria se mira con ojos más escépticos (ibid. 2007, 94-95, y Murphy 2010)— que se deleitaba en la clase de promiscua impureza artística a la que Unamuno solemnemente objetaba17. El éxito de las primeras versiones cinematográficas de su obra, El tonto de la huerta —adaptación de La barraca (1898) realizada en 1914 por José María Codina— y Entre naranjos —dirigida en 1915 por Alberto Marro con la colaboración del autor—, animó a Blasco Ibáñez a llevar a la pantalla, junto a Max André, su propia novela Sangre y

17 Katharine Murphy (2010) ha identificado esta intermedialidad en su estudio sobre la écfrasis en la novela de Blasco Ibáñez La maja desnuda (1906), pero no incluye el filme en su análisis. Pío Baroja es otro escritor de la época que tuvo que ver con el cine por adaptaciones de su obra, colaboraciones con guionistas y artículos sobre el tema (véase Bentley 2008, 35).

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arena (1908)18. Con financiación de su exitosa editorial llegó a fundar, durante una estancia en París (1915), Prometeo Films con la idea de producir tres largometrajes más, si bien la empresa quebró cuando nomás había cristalizado uno: La vieille du cinema [La vieja del cine] (André 1917) (véase George 2007, 97, y Ruiz 2004, 183-184). Rodada en localizaciones de Madrid y Sevilla, con interiores barceloneses y posproducción parisina (George ibid., 97), Sangre y arena significó, en cualquier caso, un éxito comercial tan rotundo, tanto en Francia como en España —donde se mantuvo en cartel varios meses (Ruiz ibid., 185)—, que Blasco Ibáñez declaró sobre el filme que «abre», con la Cabiria de Giovanni Pastrone (1914), «un nuevo periodo literario que eleva el nivel artístico del cine» (citado en Ruiz ibid., 185). Esta «elevación» puede atribuirse, en efecto, al carácter literario de la película (lo mismo en términos textuales que extratextuales): el cartel publicitario, reproducido en Ruiz (ibid., 184), menciona la novela original en dos ocasiones e incluye referencias explícitas a la «adaptación», a la «pluma» de Blasco Ibáñez y a las «letras» españolas; en cuanto al propio texto, no es ya que se sirva de trucos clásicos del cine temprano como abrir o cerrar secuencias a modo de diafragma de iris o establecer contrastes entre primeros planos y planos generales abiertos (véase George 2007, 101-103), sino que hace un uso del montaje que recuerda a la técnica literaria. En 1942 Serguéi Eisenstein puso en evidencia, mediante la comparación del «montaje» precinematográfico de las novelas de Dickens con el montaje cinematográfico de las películas de D. W. Griffith, que el montaje era un rasgo clave común al cine narrativo y la novela. En Sangre y arena no cabe hablar propiamente de montaje paralelo, pero en la secuencia inicial que relata el ascenso a la fama del torero Juan Gallardo los directores saltan, desde una secuencia en la cocina familiar donde vemos a la madre de Juan, a otra con la ovación del gentío al matador para, tras ella, saltar de nuevo a la cocina, donde la madre aparece ahora en compañía de unos parientes que toman café y anís. Aquí no parece ir implícita nivelación

18 Dicha novela se adaptó también en Hollywood —como Blood and Sand— en 1922 (Niblo), 1941 (Mamoulian) y 1989 (Elorrieta).

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provocadora ninguna de los ámbitos privado y público (como sí por ejemplo en El sexto sentido [Sobrevila 1929], más desafiante desde el punto de vista formal); está sugiriéndose, antes bien, que son exigencias económicas domésticas las que motivan los esfuerzos de Juan en el ruedo, esfuerzos con los que alcanza su objetivo de cubrir las necesidades familiares. La yuxtaposición de planos va asimismo en la línea de una de las enseñanzas del filme; a saber: que la fama pública amenaza la vida privada. Juan terminará, en efecto, controlado por la multitud que lo creó (véase George ibid.). La novela arranca —primer capítulo— con el éxito del matador (véase Blasco Ibáñez 1967, 119141); regresa entonces —capítulo segundo— al pueblo y a la dureza de su crianza sin padre (ibid., 141-158) para volver al presente en el capítulo tercero (ibid., 158-178). La adaptación cinematográfica da prioridad a la cronología, pero reproduce estos saltos de los tres primeros capítulos de la novela y, además, en forma mucho más concisa. Blasco Ibáñez, político experimentado y autor popular, articula sagazmente este encanto literario y este mensaje didáctico, como director de cine, en las lenguas vernáculas del melodrama y el folclore, dos tendencias asentadas en aquel teatro popular del que el cine de los comienzos sacaba a sus espectadores, y del que las primeras películas dependían temáticamente. Su objetivo es, por consiguiente, atraer a nuevos públicos sin espantar a los tradicionales. Del melodrama, Blasco Ibáñez y André sacan la trama secundaria de Sangre y arena, en la que la fama creciente de Juan —y su obsesión narcisista con los admiradores que lo han creado— vienen presentadas con el tropo habitual del matrimonio y el adulterio. Su mujer, Carmen, con orígenes rurales y un nombre de pila corriente, contrasta con la aristocrática doña Sol, cuyo nombre habla de las resplandecientes —y volubles— luces de la fama y la fortuna. Este Ícaro-Juan termina volando demasiado cerca del «Sol» y muriendo en la arena ante una multitud que desaprueba su aventura extraconyugal. En lo que al folclore español respecta, que a menudo tachan de ‘españolada’ por su promoción al público nacional de los estereotipos que muchas veces los extranjeros asocian con España, Blasco Ibáñez toma los toros. Se enfrenta a la tauromaquia, bestia negra de la generación del 98 —en cuyo seno él mismo se encuadra en parte—, de las dos maneras: presenta el espectáculo taurino pero, al mismo tiempo, se sirve de la odiada

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fiesta nacional para lanzar una «mordaz crítica del estrellato y del papel que la masa del público desempeña en la creación de los héroes populares», así como para reivindicar la educación como forma de liberación del individuo (véase George 2007, 92-93). Mientras que los directores critican a sabiendas las manidas tramas de las españoladas sobre toreros catapultados al éxito, a la vez adoptan, con toda tranquilidad, la trillada oposición melodramática de la fidelidad y el adulterio en la idea de concienciar políticamente sobre la responsabilidad individual. Así pues, como solvente empresario que era, Blasco Ibáñez concebía la «elevación» de las películas mediante la literatura como un modo de expandir el público del cine atrayendo al mismo, con el prestigioso reclamo de lo literario, a la clase media. (Tal habían hecho a finales de la década de 1900 y comienzos de la de 1910 los estudios Vitagraph de Hollywood [véase Pearson y Uricchio 2004, 157] y, entre 1911 y 1916, Alberto Marro y los hermanos Ricardo y Ramón de Baños en la barcelonesa Hispano Films; véase Bentley 2008, 15-17)19. En su faceta, sin embargo, de político republicano, el autor ve, en esa misma «elevación», el potencial que, a semejanza de la novela, el cine le ofrece de cara a transmitir sus opiniones políticas sobre la responsabilidad individual y la educación. En este afán de atraer —fuera de la pantalla— a un público lo más amplio posible realizando a la vez —dentro de la misma— una crítica del público de masas mediante la representación de la muchedumbre y el tratamiento del torero, David George (2007, 105) identifica una contradicción. Este estudioso señala que, a lo primero, el Blasco Ibáñez director replica el retrato que el Blasco Ibáñez novelista realiza del gentío como «bestia» que crea a su «presa» —la estrella del toreo— para luego devorarla. Tras establecer una identificación entre el público congregado en la sala de cine y el gentío que acude a ver a Juan (cosa que realizan, por ejemplo, haciendo mirar directamente al objetivo a individuos de los tendidos del

19 Bentley cita los nombres de pila de estos hermanos con la grafía catalana. Yo he optado por la forma castellana, que es más frecuente entre los historiadores. Javier Herrera (2005, 327) también menciona Films Barcelona y Film de Arte Español como equivalentes de la Société de Film d’Art francesa.

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coso; véase George ibid., 101), los directores condenan a ambos públicos como «feminizados» y «degenerados» mediante primeros planos de una admiradora y de un admirador ebrio (ibid., 102-104). La contradicción se resuelve con la muerte de Juan. Constituye, en efecto, un punto de inflexión en el filme: tras ella, el público de fuera de la pantalla se ve empujado a desvincularse del gentío de la misma, al que de hecho ya no es dado ocupar sino el tercio o la mitad superior del encuadre. (Aparece, además, como aprisionado por las cuerdas que lo separan del ruedo; véase George ibid., 104). Resulta asimismo crucial el que a través del vestuario la película insista, a diferencia de la novela, en la condición de clase obrera del gentío (ibid., 105). Es decir: que, por democráticos que fuesen los posicionamientos de Blasco Ibáñez, a la hora de la verdad Sangre y arena divide al pueblo al adular nomás a un espectador distinguido, de clase media.

Don Juan Tenorio (De Baños 1922) La adaptación literaria Sangre y arena, que presenta el popular espectáculo taurino pero se basa en una novela que condena la fiesta nacional, en última instancia socava su propio llamamiento transversal al retratar bajo un prisma negativo al gentío de clase obrera que aparece en pantalla. Por su parte, Ricardo de Baños, quien ya había adaptado Don Juan Tenorio tanto en 1908 como en 1910 (con Albert Marro)20, ofrece, en 1922, una película que analizo, ahora sí, como transversal en tres sentidos. Combina, en efecto, el pedigrí literario de Zorrilla con los placeres del teatro popular, adopta un enfoque formal que fusiona lo teatral y lo cinematográfico, y hace converger la leyenda nacional con las técnicas fílmicas de Hollywood. Palmira González López (1997) pone de relieve, al comentar la versión de 1910, la enorme popularidad —que traspasaba barre-

20 Luis Enrique Ruiz (2004, 227) afirma que, entre las adaptaciones de 1910 y 1922, De Baños realizó una versión pornográfica, filme de encargo que no se habría proyectado sino en círculos privados.

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ras de clase— de este drama de Zorrilla, drama que, debido a los fantasmas que incluye, en la España actual sigue representándose con ocasión del día de los difuntos. Todo lo cual lo convertía, para Hispano Films, en el vehículo ideal con que explorar «un nuevo tipo de cine sin correr los riesgos de perder el favor del público» (véase González López ibid., 30). Esta estudiosa concluye, sin embargo, que, en 1910, De Baños no se aparta de los modelos del espectáculo popular; rechaza, pues, interpretar Don Juan Tenorio como un equivalente español del film d’art francés (González López ibid., 29-30). Parece razonable suponer que, entre esta segunda versión —producida, como decimos, por Hispano Films en 1910— y la tercera que aquí nos ocupa —producida por Royal Films ya en 1922—, la recepción de la obra de Zorrilla por parte del público cambiase. Si entre la asentada clase media catalana de las décadas de 1900 y 1910 el cine apenas prendió, en 1922 Royal Films podía ya dirigirse a quienes se empezaban a beneficiar de un auge económico que enriquecía, particularmente, a la capital española. Este tercer Don Juan Tenorio de Ricardo de Baños tuvo, así, una tibia acogida al proyectarse en Barcelona el día de los difuntos de 1922; al proyectarse, en cambio, con ocasión de la misma festividad en el Madrid de 1924, supuso un rotundo éxito (véase Ruiz 2004, 227-228). De Baños no escatima, es cierto, a la hora de tomar elementos del teatro popular, por ejemplo el recargamiento artificioso de vestuario y decorados o lo exagerado del estilo interpretativo (Eva Woods 2005a, 48, nos recuerda que, en 1923, el cincuenta por ciento de las películas españolas seguían siendo adaptaciones de zarzuelas). El director fusiona, no obstante, dichos elementos del teatro popular con placeres más refinados del original literario de Zorrilla. La secuencia visual está, acaso, excesivamente interrumpida con intertítulos que muestran, cada pocos segundos, versos escogidos que, con su arcaizante uso del «vos», hiciesen las delicias de los espectadores capaces de leerlos (véase Sarah Wright 2007, 88)21.

21 En 1900 se estimaba un índice de analfabetismo del cincuenta por ciento. Para 1931, se mantenía en un cuarenta por ciento (véase Álvarez Junco 1995, 50).

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1.1 Don Juan seduce a Doña Inés. Don Juan Tenorio (De Baños 1922)

Esta última estudiosa citada atribuye, de hecho, la naturaleza transversal del filme precisamente a la intermedialidad que lo caracteriza desde el punto de vista formal, pues Don Juan Tenorio está «encantado de hacer gala de sus raíces teatrales al mismo tiempo que exhibe las nuevas técnicas cinematográficas a su disposición» (véase Wright ibid., 88). La autora rechaza, en efecto (ibid.), el sentido peyorativo que se asocia a la «teatralidad»: se detiene en los placeres visuales que produce, en la película, lo elaborado tanto del vestuario (sobre todo en el caso de los personajes masculinos) como de los decorados. (El reparto actoral de las versiones de Don Juan Tenorio de 1908 y 1910 cambia para esta de 1922 que nos ocupa, pero muchos de los cuadros se mantienen). También observa Wright que, en colaboración con el director de fotografía —su hermano Ramón—, el director Ricardo de Baños saca aquí pleno partido de la relación única del cine con el tiempo para dar realce al original literario. El ritmo del montaje, por dar un caso, acelera el tiempo transmitiendo la idea de Zorrilla de que el seductor está viviendo de prestado (véase Ginger 2000, citado en Wright 2007, 89); se recurre, además, al flashback para evocar el pasado. (El filme arranca con las aventuras amorosas de don Juan y don Luis para, tras ellas, volver al presente; comienzo que podría haber resulta-

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do confuso de no ser la obra original bien conocida para buena parte del público.) En este Don Juan Tenorio, Ricardo de Baños introduce, incluso, tiempos y lugares inventados: ofrece lo que posteriormente Bruce Kawin llamaría (1978) una «pantalla mental» (mindscreen): la visión —tremendamente subjetiva— de un suceso por parte de un «ojo de la mente». Encontramos, así, a don Juan rescatando a doña Inés de un incendio en el convento pero no hay tal: doña Inés cayó en realidad desmayada y don Juan la raptó. Se explota asimismo el potencial de la dirección de fotografía, con una cámara que adopta diversos ángulos, abre la profundidad de campo y recurre a primeros planos para potenciar la seducción de don Juan a doña Inés; la película se aleja, con ello, de la cámara estática del anodino teatro filmado. Wright (2007) efectúa una brillante lectura del uso que los hermanos De Baños hacen de los trucos cinematográficos: de lo que, queriendo evidenciar la fusión de lo teatral y lo fílmico, el historiador del cine de los comienzos André Gaudreault llamó «trucalidad» (trickality). A tales trucos se recurre para representar, al final de la película, el regreso de los fantasmas de doña Inés y don Gonzalo mediante la doble exposición, técnica que permite al vengativo padre atravesar las paredes de la morada de don Juan y, a la monja seducida, aparecer o desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Estos recursos revelan «las ostentosas, espectaculares y teatrales posibilidades del medio cinematográfico» (Wright ibid., 91). Andrew Ginger añade, a su vez, otra interpretación del carácter transversal de este filme, que él considera «una vivificante imitación de la técnica post-griffithiana» en un contexto español. En un refrescante alejamiento de la sobajada tesis de un cine español subsidiario, este estudioso interpreta el despliegue de técnicas hollywoodianas —especialmente las relativas al enérgico tratamiento del tiempo mediante el montaje, pero también la dinámica apertura del espacio mediante la dirección de fotografía— como «un impulso». Este Don Juan Tenorio, que no es copia subsidiaria sino fusión transnacional, ofrece una «síntesis constante entre por un lado las innovaciones del cine estadounidense y, por otro, la leyenda nacional española en torno a la cual se construía la identidad cultural del país» (véase Ginger 2007, 71).

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Si a día de hoy yo califico esta película de «transversal» en su llamamiento a públicos diversos, de «intermedial» en su fusión de lo teatral y lo cinematográfico y de «transnacional» en su injerto de técnicas fílmicas americanas en una leyenda española, para sus espectadores de la década de 1920 debió de suponer una combinación tremendamente grata de elementos reconocibles e innovadores. La trama de las múltiples conquistas de don Juan resultaría, sí, agradablemente familiar a todos, habida cuenta de la popularidad de la obra; tranquilizadoramente reconocible sería, asimismo, la puesta en escena teatral que el filme desplegaba (desde el vestuario y los decorados, hasta la exagerada gesticulación de los actores en su interpretación del embeleso y el hechizo a los que la leyenda debe su fama). Quienes estuviesen en condiciones de leer —y reconocer— las citas de Zorrilla de los intertítulos recibirían, por su parte, una confirmación más exclusiva del capital cultural del filme, cuya fusión de lo familiar y lo ajeno está también muy conseguida en el plano formal. Puede, en efecto, que los espectadores identificasen los montajes en paralelo, los flashbacks, las «pantallas mentales», la dirección de fotografía y la «trucalidad» de las películas de Hollywood, que en España iban importándose cada vez más durante aquellos años, pero esta sería la primera vez que disfrutasen de todos esos elementos aplicados a su propia leyenda nacional. Especialmente impresionante resulta el que no haya contradicción, sino fusión, en las maneras como este Don Juan Tenorio vuelve los ojos a las raíces de teatro popular del cine español sin dejar de mirar hacia el futuro del mismo: a su búsqueda en ciernes de un público socialmente móvil en sentido ascendente.

El abuelo (Buchs 1925) Acaso sea un deseo parecido de llegar a este nuevo público que ascendía socialmente lo que explique la decisión, en apariencia extraña, de José Buchs de llevar a la pantalla la novela de Benito Pérez Galdós El abuelo (1897) en lugar de la versión teatral que el propio autor

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publicara de la misma en 190422. Es una decisión peculiar, en primer lugar, porque a este prolífico director se lo conoce, sobre todo, por el éxito tremendo de sus adaptaciones fílmicas de teatro popular, especialmente la zarzuela La verbena de la Paloma (1921), a la que al año siguiente añadió La reina mora y Carceleras. (Las tres películas fueron producidas por la madrileña Atlántida, S. A. C. E.). En segundo lugar, porque la versión para el teatro que el propio Pérez Galdós hizo de El abuelo tuvo también mucho éxito entre el público: en Madrid no dejó de representarse hasta 1930 (especialmente con compañías de postín), y el texto se reeditó en numerosas ocasiones (véase Sánchez Salas 2007, 170-172). Aunque es verdad que las versiones novelística y teatral del texto de Pérez Galdós se parecen (la novela habría que calificarla, en rigor, de «novela dialógica»), la elección de la versión novelística quizás signifique que Buchs apostó por el prestigio (Sánchez Salas ibid., 398). (Otro tanto rige para la adaptación que, al año siguiente, dirigió de otra novela: Pilar Guerra, de Guillermo Díaz Caneja [1921]. Ambas películas fueron producidas por Film Linares). Este irregular filme que nos ocupa está marcado, sin embargo, por una contradicción, pues, si bien puede que busque (fuera de la pantalla) un nuevo público aspirante a la clase media, en pantalla condena, precisamente, a tales personajes aspirantes. Además de Buchs, en 1925 también saltaron a la adaptación literaria Florián Rey y Benito Perojo. Rey dirigió una versión del clásico anónimo Lazarillo de Tormes (1554), mientras que Perojo optó por el héroe literario nacional —el Don Quijote de Cervantes (primera parte, 1605; segunda parte, 1615), que pensaba titular El Quijote—, pero el proyecto chocó con dificultades (véase Sánchez Salas ibid., 302). Pérez Galdós no ofrecía la cómoda distancia temporal de estos dos autores clásicos (había muerto en 1920): sus connotaciones liberales y anticlericales suscitaban el recelo del establishment conservador.

22 Muestras de este empeño cabe encontrar en revistas especializadas de la época, por ejemplo El cine, La Pantalla y Popular Film. El análisis que Daniel Sánchez Salas lleva a cabo de estas revela (2007, 413) una «evolución en la consideración social y artística del cinematógrafo» a lo largo de la década de 1920.

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Buchs consiguió, sin embargo, acoplar satisfactoriamente la lacrimógena trama galdosiana al melodrama propio del cine mudo, con la especial atención que en este recibía, hasta la irrupción del sonido, la puesta en escena: utilizó, además del vestuario y la escenografía, el coloreado. El veterano director de zarzuelas populares dio, no obstante, demasiado énfasis a la apuesta del filme por la respetabilidad mediante la adaptación literaria, quizás en una reacción excesiva al carácter políticamente sospechoso del autor o en atención, incluso, a la cuantiosa inversión de Film Linares en el proyecto: habían pagado cincuenta mil pesetas a los herederos de Pérez Galdós por los derechos de la novela (véase Sánchez Vidal 1991, 26). Piénsese nomás en la primera secuencia del filme: un respetuoso plano medio —de siete segundos— de una estatua del novelista. La película que sigue cae, en parte, en la trampa de ser otro anquilosado monumento público al escritor. El problema de apostar por la respetabilidad mediante la adaptación de una novela reside, en el cine mudo, en cómo incorporar la palabra escrita. Una opción consiste, como hemos visto con Don Juan Tenorio, en una sobredependencia de los intertítulos que garantice la inclusión de todos los pasajes mejores. Y Buchs comete el mismo error: en su entusiasmo por incluir detalles de la novela, tiende a sobreexplicar. La información, por dar un caso, que el lector va deduciendo poco a poco sobre el personaje Venancio, en la película se sintetiza en un intertítulo que precede a su primera aparición (véase Sánchez Salas 2007, 387-388). El ansia de incluir pormenores de la novela merma, así, la experiencia de la visualización, pues poco queda por descubrir sobre el personaje cuando al fin lo vemos en pantalla. Del mismo modo, en su afán por dejar claro que la adaptación está rodada en localizaciones exclusivas, Buchs exagera con los intertítulos explicativos: se ve llegar a un personaje a una iglesia y nos dice, como si fuésemos turistas, de qué lugar real se trata (Sánchez Salas ibid., 398). Trabado, en fin, quizás por el deseo de exhibir las credenciales literarias de Pérez Galdós —o lo significativo de las localizaciones—, este intertitulado de Buchs socava a veces —antes que ponerla de relieve— la respetabilidad artística. La historia galdosiana del conde de Albrit, noble arruinado que regresa a España tras perder su fortuna para descubrir que su hijo ha

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1.2 Albrit presa de la duda ante sus nietas Nelly y Dolly. El abuelo (Buchs 1925)

muerto y que el adulterio de su nuera implica que una de sus dos nietas es bastarda, es materia perfecta para una película melodramática, y Buchs sabe sacar provecho de las nuevas técnicas subjetivas de la dirección de fotografía, del flashback y de la pantalla mental, para retratar la desesperación del aristócrata por descubrir si su nieta legítima es Dolly o es Nelly. Compartimos su punto de vista mientras observa la costa española desde un buque a su regreso del Perú (los exteriores costeros se rodaron en Cantabria); participamos, incluso, de su vista borrosa cuando conoce a sus nietas, pues Buchs desenfoca los planos subjetivos en los que el anciano ve a las dos muchachas expresando, cinematográficamente, la referencia de la novela a su frustración. («¡Oh!, no os veo bien, no os distingo; me parecéis una sola...»; Pérez Galdós 1999, 92). Se recurre, además, a un flashback para presentar su recreación imaginaria de la escena en la que su hijo Rafael descubre el adulterio de su esposa Lucrecia (hecho efectivamente acontecido), mientras que para un sueño en el que el hombre se imagina

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matando al vástago ilegítimo (suceso que no llega a producirse) se emplea una pantalla mental. A pesar, sin embargo, de toda esta modernidad formal, Buchs elige como conde de Albrit al actor Modesto Rivas, cuyo aire trasnochado —con larga barba blanca y sobretodo negro— y cuyo estilo interpretativo —de una gesticulación exagerada que aquí no justifica (como sí en Don Juan Tenorio) un original teatral— van en detrimento de nuestra identificación con él. (Sánchez Salas 2007, 354, señala que, para mediados de la década de 1920, semejante modo de actuar iba ya rechazándose en el extranjero por poco cinematográfico.) Mejor fortuna tiene Buchs en la caracterización de los personajes secundarios, la identificación con los cuales es, no obstante, superflua. Maravillosamente funciona el tratamiento cómico del advenedizo social Senén, personaje bufonesco que fuera dependiente de la hacienda del conde pero es, ahora, secretario de Lucrecia. Buchs, que toma de Pérez Galdós la escena en que este hombre sube a un árbol para rescatar un libro de la niña, permite al actor cómico Emilio Santiago recrearse en la caricatura y trepar por el árbol de una forma que nos recuerda su medre social. Encantado con la metáfora, el director introduce una nueva escena en la que el mismo Senén se ve obligado, al perseguirlo un perro, a volver a trepar. (Esta vez, por la mansión del conde de Albrit). Omite en cambio, quizás con poco tino, el castigo que Pérez Galdós inflige al ascenso social del malhadado secretario. El secretario, toma, hacia el final de la novela, un atajo escalando un majano…, pero resbala y cae en un estercolero (véase Pérez Galdós 1999, 244). Intimidado por el original galdosiano, torpe en ocasiones con los intertítulos y desigual en las caracterizaciones, El abuelo de Buchs tuvo éxito en su estreno pero, en conjunto, fue un fracaso de taquilla (véase Ruiz 2004, 299-300). Especialmente mal calculada parece su condena de la movilidad social mediante caracterizaciones femeninas estereotipadas, habida cuenta de su apuesta por un nuevo público socialmente móvil. Si la novela de Pérez Galdós recurre a los lugares comunes de la doncella y la puta —para disgusto de los lectores hechos a la matizada exploración de los roles de género de sus anteriores «novelas contemporáneas» (véase el capítulo sexto)—, Buchs refuerza el tópico mediante el reparto, el estilo interpretativo y el vestuario. Por una parte

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está Lucrecia, la arribista social adúltera nacida en el extranjero (en la novela se habla de Irlanda y en la película de Norteamérica). La interpreta Ana María Ruiz de Leyva, cuyo atuendo, peinado y maquillaje la asocian a los dos clichés de mujer fatal de la época, la vampiresa y la diva (véase Sánchez Salas 2007, 353-334), mientras que su ampuloso estilo interpretativo resulta poco creíble. Por otra parte está Dolly, el ángel de la casa, personaje que encarnó, bajo el seudónimo de Doris Wilton, Josefina Juberías Ochoa, a la sazón ya toda una mujer. La condición adulta y la sexualidad de la actiz se reprimen, sin embargo, en el filme mediante una boba interpretación infantiloide a la que añádense unos aniñantes vestiditos con enormes lazos que oculten las sinuosidades, por no hablar de unas trencitas como de escolar atadas con unas cintas. Buchs actualiza, siguiendo a Pérez Galdós, la obsesión por el honor con la afirmación del conde de Albrit al final de la película («Entre el honor y el amor escojo el amor, la verdad eterna»), pero compensa este cambio llevando más allá que el novelista el realce de los roles femeninos retrógrados.

El misterio de la Puerta del Sol (Elías 1929) Realizada al final de una década de extraordinario crecimiento económico que, con aumento demográfico, empleo e inversión en infraestructuras, resultó especialmente beneficiosa para Madrid, El misterio de la Puerta del Sol, de Francisco Elías, puede leerse como expresión cultural de esta España con renovada confianza en sí misma, país al que el director regresó para hacer su primera película tras formarse en el oficio en París y Nueva York (véase D’Lugo 1997, 149). El filme celebra, en efecto, la capital española (el título se refiere a su céntrica plaza, en la que Elías pone la cámara con frecuencia), presenta a nuevas estrellas del cine nacional como Juan de Orduña y saca a relucir —del mismo modo que su trama una aparente fusión entre Hollywood y España— la carta triunfal de Elías, cuya película es la primera española en usar, aun si solo parcialmente, el sonido americano Phonofilm. El nutrido público que Elías y la productora Hispano de Forest Fonofilms soñaban resultó, al cabo, tan efímero como el

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afán de los protagonistas de convertirse en estrellas de Hollywood: ya arriba adelantábamos que, por razón de incompatibilidades técnicas, el filme no se pudo estrenar en Madrid; se proyectó tan solo en un par de capitales de provincia. Lo que estos problemas técnicos impidieron ver a casi todo el público de entonces fue el modo en que esta película retomaba, aunque desde el género (muy otro) de la farsa cómica, algunas de las preocupaciones temáticas de los melodramas de José Buchs El abuelo y Pilar Guerra. El misterio de la Puerta del Sol no seleccionaba, sin embargo, un público de clase media apostando por la respetabilidad: se dirigía a una audiencia lo más amplia posible mediante los acreditados caminos de la comedia y el reparto estelar, por no hablar de un sonido pionero. En la trama vemos, así y todo, de nuevo la fascinación por la movilidad social, toda vez que el dúo de protagonistas de Elías —llamados nada menos que Pompeyo Pimpollo (Orduña) y Rodolfo Bambolino (Antonio Barbero)— sueñan con medrar socialmente: dejar atrás sus trabajos en la imprenta de un periódico conquistando el mundo del séptimo arte. Como ha hecho ver Andrew Ginger (2007, 71-74), los roles de género resultan cruciales en el tratamiento que estas cuestiones tanto artísticas como de clase reciben en el filme. En El abuelo, que se centra en la concepción del honor del patriarca de Albrit, la movilidad social se presenta como perversor adulterio mediante la vampiresa/diva Lucrecia; en compensación de lo cual, el angelito adorable que es Dolly mitiga, en sentido literal y figurado, el orgullo herido del conde para que el filme pueda llegar a su conclusión sentimental de la primacía del amor. En El misterio de la Puerta del Sol, cuyo foco son los personajes —de nuevo masculinos— de Pompeyo y Rodolfo, los personajes femeninos vuelven a asumir roles conservadores para representar las aspiraciones, frustraciones y resoluciones de los hombres. A pesar de su querencia por la farsa aparentemente aleatoria y la astracanada, la película se estructura en torno a un riguroso tríptico aristotélico. La secuencia central del sueño la divide, en efecto, en tres partes, y las tres pueden leerse en términos de roles de género. La «tesis» presenta el anhelo de movilidad social —y geográfica— de los protagonistas, que aspiran a llegar a Hollywood. Como señala Ginger

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1.3 Pompeyo yuxtapuesto con iconografías hollywoodiense y católica. El misterio de la Puerta del Sol (Elías 1929)

(2007, 71-72), esta parte del filme sugiere una «aparente continuidad entre Madrid y América» mediante la frecuente yuxtaposición, en el encuadre, de los protagonistas con los pósters de estrellas de Hollywood que tienen en las paredes de sus habitaciones; los numerosos planos picados —tipo documental— del nutrido tráfico de la madrileña Puerta del Sol enfatizan, además, la modernidad que la ciudad comparte con los Estados Unidos. (Interesantísimo resulta cuando, más adelante, se nos ofrecen algunas de las primeras tomas aéreas de la capital). Apuntan asimismo a la síntesis los nombres hollywoodescos de los personajes, si bien Rodolfo Bambolino, cuyo nombre parodia el de Rodolfo Valentino, no logra ponerse —mal agüero— el alzacuellos para el casting, problema que reaflora, en su posterior sueño, en forma de garrote vil (véase Ginger ibid., 72). La narrativa articula las aspiraciones de estos linotipistas mediante la heterosexualidad masculina: su deseo de ascenso socio-económico se articula mediante su deseo lu-

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jurioso por unas estrellas de cine (formato mujer objeto) que conocen en unos estudios cinematográficos americanos con sede en Madrid. El sueño de Rodolfo, que ocupa la extensa sección central de la película (cincuenta minutos de los setenta y cuatro del metraje), sugiere una «antítesis». El personaje sueña que inventa, junto a su amigo, el «misterioso» asesinato del título del filme para aparecer, así, en esos mismos periódicos que están cansados de imprimir nomás. El juez instructor califica el asunto de «ridícula farsa cinematográfica», pero hay coincidencias con un homicidio —de gran repercusión mediática— verdaderamente acontecido unos meses antes del rodaje, el cual de hecho incluyó planos de la estación de Atocha y la escena del hallazgo del cadáver (véase Fernández Colorado 1997, 82). (Desgraciadamente, los espectadores madrileños y del resto de España que leyesen sobre el caso en la prensa no pudieron apreciar la alusión, pues ya hemos dicho que no llegaron a ver la película). Ginger señala (2007, 73) que el sueño sugiere que las ansias españolas por lograr un triunfo de tipo americano terminan en muerte: a Pompeyo lo asesina, por cortejar a Lía, en un ataque de celos el director estadounidense Carawa, y a Rodolfo le han de dar garrote por un crimen que no ha cometido. Una larga secuencia montada en paralelo va oponiendo una América ultramoderna con una España más propia del Medievo: mientras el yanqui Carawa y Lía regresan a Madrid en avión y en coche, a Rodolfo lo conducen al hórrido instrumento de muerte ancestral. Posible moraleja: que a Pompeyo lo asesinan por andar tras una chica objeto americana, y Rodolfo ha de hacer frente al garrote por andar tras la fama de Hollywood. Es decir: que, precisamente cuando los intelectuales españoles rechazaban la imagen postiza de España de las películas de Hollywood en lengua española (las que hacía, por ejemplo, la Paramount en Joinville), Elías parece condenar los «delirios» de sus personajes aspirantes (véase Ginger ibid., 72-73). Este mismo estudioso hace ver que lo que yo llamo la «síntesis» aristotélica del filme complica semejante rechazo: Rodolfo descubre, cuando despierta, que tanto a él como a Pompeyo les ha ido bien en su afán por esas mismas chicas que, en el sueño, los llevaron a la perdición. Su conquista se escenifica, además, mediante el típico final feliz hollywoodiano, coronado de hecho por un beso en pantalla. «La

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cuestión» es, comenta Ginger (ibid., 73-74), «que una fusión entre las aspiraciones mediáticas de Madrid y Hollywood es posible, pero únicamente en los términos del varón madrileño de la década de 1920». Lo cual supone, teniendo en cuenta que a las chicas objeto se las presenta «como auténticas féminas de España», nada menos que una «reafirmación de la masculinidad hispánica y del control, por parte de la misma, sobre la mujer española».

La aldea maldita (Rey 1930) La introducción del sonido desbarata los intentos de relacionar los textos conservados con los públicos de la época. Recién hemos visto que El misterio de la Puerta del Sol, película parcialmente sonora que incluía referencias locales y sucesos de actualidad, apenas si tuvo un exiguo estreno en provincias debido a la falta de infraestructura técnica. Pues bien: justo un año después (1930), La aldea maldita, de Florián Rey —filme que más tarde los críticos celebrarían como obra maestra del cine mudo—, en realidad no se estrenó sino en una versión sonora que no conservamos. (En su forma original solamente tuvo un estreno restringido en marzo del mismo 1930; véase Sánchez Vidal 1997, 84). Lo que los estudiosos han denominado el «tenebroso juego del escondite» (George, Larson y Mercer 2007, 73) del cine español de los comienzos sigue planteando, así, dificultades todavía para fechas tan avanzadas. Si las tres primeras películas que hemos analizado (Sangre y arena, Don Juan Tenorio y El abuelo) relacionan cuestiones de clase y cuestiones de arte apostando por la respetabilidad cultural para atraer a un público de clase media sirviéndose de la literatura —los esfuerzos de Francisco Elías por atraer a un público amplio mediante la tecnología tuvieron, como hemos visto, una recepción desastrosa—, la obra maestra del cine mudo de Rey —hoy de tamaño loor objeto— sufrió en 1930 sabotaje, toda vez que, salvo excepciones, los espectadores no pudieron verla sino en una versión sonora. (Y eso que el propio Rey se encargó, personalmente, de añadir el sonido). Teniendo en cuenta, por tanto, que trabajo con un texto diferente del conocido en la época, mi tesis sobre la presencia de la

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movilidad social y los roles de género en el filme no puede ponerse en relación con su contexto sino tentativamente. Los espectadores de la época experimentarían, en efecto, una versión sonora bien distinta. Si El misterio de la Puerta del Sol es una farsa urbana y la primera película de Elías, quien la dirigió tras trabajar como montador en París y como productor en Nueva York —regresó a su patria para ser en ella el pionero del cine sonoro pero, al fracasar en su empeño, volvió a París—, La aldea maldita es una tragedia rural cuyo director —antiguo actor— había dirigido, para 1930, numerosas y variadas películas españolas, entre las cuales adaptaciones de zarzuelas. El misterio de la Puerta del Sol de Elías se deleita en las técnicas y convenciones narrativas de Hollywood; La aldea maldita de Florián Rey se ha comparado, en cambio, con el expresionismo ruso23 por su uso de los primeros planos y las sombras, por su absoluto rechazo de la cámara dinámica y por su ocasional ruptura de las convenciones narrativas al hacer que los personajes «atraviesen» la cámara avanzando de frente hacia ella hasta el extremo máximo del primer plano y alejándose, en el plano siguiente, de espaldas desde dicho primer plano extremo24. Se ve, con todo, que ambas películas están fascinadas por la movilidad social, fenómeno que exploran a través de los roles de género. Hay en La aldea maldita un dramático e influyente énfasis en la «reafirmación de la masculinidad hispánica y del control, por parte de la misma, sobre la mujer española» (Ginger 2007, 74), reafirmación ya mencionada a propósito de El misterio de la Puerta del Sol. La aldea maldita avanza con la fuerza de una parábola bíblica: sus precedentes culturales se remontan a la caída de Eva en el Génesis,

23 Julio Pérez Perucha (1992, 40-42) desmonta la tesis de que el filme estuviese influido por Бабы рязанские [literalmente «Mujeres de Riazán», pero traducido a diversas lenguas de occidentales como «La aldea del pecado»], de la rusa Olga Preobrayénskaya, toda vez que esta película no se exhibió en Madrid hasta que no estuvo terminada la de Rey. 24 «Es este un indicio que sirve para subrayar la violencia de algunas reacciones o para visualizar la ruptura de los convencionalismos sociales por parte del personaje implicado» (Sánchez Vidal 1997, 85). La misma técnica se usa al final de Españolas en París (Bodegas 1971) para expresar el triunfo de la protagonista.

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a lo que van añadiéndose textos conservadores como La gaviota, de Fernán Caballero [= Cecilia Böhl de Faber y Larrea] (1849)25, y la visión idealizada del campo propia de la generación del 98. En la película de Rey, donde movilidad social equivale a evitar morirse de hambre, parece que no hay gamas de grises: el honor se debe mantener intacto; la desobediencia debe castigarse; el pueblo castellano es un repositorio de virtudes, y la urbe (aquí Segovia), antro de iniquidad. Cada una de estas verdades ha de materializarse, por último, en el cuerpo de una mujer. Los personajes masculinos del filme se asocian, a lo primero, con el estatismo, rasgo que se presenta positivamente en la línea de valores atemporales y que encaja muy bien con la opción estética de Rey, una sucesión de cuadros muy cuidados que lo aleja, como decimos, por completo de la moda de la cámara dinámica, asociada a Hollywood. (El propio director lo explica en una entrevista de 1942 citada en Sánchez Vidal 2005, 15). La caracterización pone de relieve, en consonancia con la narrativa —en la que el campesino Juan (el marido y padre) permanece junto al excampesino Martín (el padre ciego y abuelo) en el pueblo, lugar «maldecido» por años de cosechas malogradas—, el apego inquebrantable de estos personajes masculinos al honor patriarcal, mientras que el modo de planificar favorece los cuadros estáticos y elocuentes. El filme arranca, por dar un caso, con la imagen del abuelo apoyado en una cruz gigante sobre el fondo del paisaje rural y el pueblo. Contemplamos asimismo la imagen del anciano caminando sobre su garrota y calentándose al amor de la lumbre en la rústica cocina. Conforme va avanzando el relato Rey cuestiona, sin embargo, la valoración positiva del estatismo. Si Juan se queda en el pueblo, el motivo es que lo han encarcelado por su violento ataque a un vecino rico (el tío Lucas). Si el abuelo se queda en el pueblo, la última imagen que de él vemos en el mismo no sugiere inmutabilidad

25 Quedo obligada a Alison Sinclair por esta referencia. Sobre el estado de la España rural en el periodo ligeramente posterior de comienzos de la década de 1930 —la época de Las Hurdes, tierra sin pan (Buñuel 1933) y de los informes de las Misiones Pedagógicas de la Segunda República— véase, de hecho, Sinclair (2004).

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positiva ninguna sino los estragos del tiempo: se refugia en las ruinas de un castillo, desde donde amenaza con saltar —bebé en brazos— si su nuera Acacia trata de llevarse de allí al niño consigo. Esta mujer desprende, al contrario, movilidad y cambio, por lo que se la castiga ampliamente. Antes de que decida abandonar el pueblo, Rey realiza una misógina condena de la amistad, el consumismo y la lectura femeninos, aspectos todos que trata como premonitorios del posterior abandono de su familia por parte de Acacia. La presenta, en primer lugar, dejando a su bebé en la casa para salir a la calle a hablar con sus amigas —entre ellas Magda— de la mantilla y el collar nuevos que esta se ha hecho traer de Segovia. (El encuadre de Rey muestra cómo las mujeres —en el centro— ignoran, al juntarse, tanto al mendigo que vemos en primer término como al bebé, que está al fondo en la casa y que, en la siguiente toma, aparece llorando). Después la filma leyendo durante la noche de la tormenta que está asolando la cosecha del pueblo; Acacia dirige sus ojos hacia abajo —hacia las páginas— en vez de hacia lo alto: hacia los cielos que se abren devastando el sus-

1.4 Acacia (de perfil) y unas amigas. La aldea maldita (Rey 1930)

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tento del lugar (véase Sánchez Salas 2007, 355). Serán, por último, estas amigas las que la animen a marcharse. (Especialmente Magda, el precedente bíblico de cuyo nombre sin abreviar nos pone sobre aviso de cuál va a ser el resultado moral de la decisión de Acacia). La convence, en efecto, el relato que su amiga hace de la vida en la ciudad, relato que, al evocar Magda una imagen de las bulliciosas calles que describe, Rey ilustra con un salto a paisajes urbanos que sugieren una pantalla mental. Acacia abandona el pueblo en un éxodo rural que asume magnitudes bíblicas en virtud del intertítulo «La tragedia del Éxodo» (véase Kinder 1993, 44). Los críticos también han señalado que, a uno de los campesinos que se marchan, la cámara lo capta abriendo los brazos en una pose que recuerda a la crucifixión (Sánchez Vidal 1997, 85). Podemos deducir que la crucifixión de Acacia empieza cuando el hambre la aboca a prostituirse, pero Rey no presenta su tortura sino tres años más tarde, cuando, después de salir de la cárcel, Juan la descubre trabajando, junto a Magda, en un prostíbulo de la ciudad. (La película no se detiene en la prosperidad de Juan en la misma, ni en sus motivos para visitar la casa de lenocinio). Si Rey ya había presentado la vida de la ciudad mediante la técnica cinematográfica contemporánea de la pantalla mental de Magda, Juan descubre a Acacia, en cambio, tirando de una cortina, acción que evoca los precedentes artísticos más venerables del teatro —en el que las cortinas se usan para descubrimientos a menudo eróticos— pero también la pintura religiosa, en la que las cortinas simbolizan la revelación cristiana (véase Wright 2007, 117). El viacrucis de Acacia (Sánchez Vidal 1997, 85) será vivir con su familia de modo que el abuelo pueda morir creyendo que su honra permanence intacta, pero Juan no permitirá a su esposa tener contacto ninguno con su hijo querido, ni tan siquiera mirarlo, prohibición que resulta especialmente estremecedora cuando el niño cae por unas escaleras —sin que se sepa qué daño ha sufrido— pero ella no puede acercársele. Martín fallece y Acacia se marcha para padecer nuevos tormentos vagando por el campo: en una escena la vemos trastabillando sola por la nieve; en otra se acerca a un grupo de niños dando muestras de haber perdido la cabeza; una tercera evoca el lapidamiento bíblico de la adúltera, aunque quienes infligen semejante

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castigo son, en la película de Rey, nada menos que unos niños. Una última escena la sitúa en la rústica casa abandonada, meciendo la cuna ya vacía. Ante esta imagen Juan la perdona y ella recupera el juicio con un beso de su hijo. Agustín Sánchez Vidal (ibid.) sugiere que, en la condena que Rey hace del género femenino, cabe distinguir gamas de grises que indicarían la distancia del director respecto de la «moral patriarcal». La ceguera del abuelo, tan evocadora en el medio visual del cine mudo, criticaría, por irracional, el apego al código de la honra. Ofrecería asimismo matices el retrato de la nueva generación: al aparecer jugando con un avioncito, el niño rompería la asociación de personajes masculinos y estatismo. Rey da relieve, además —sostiene Sánchez Vidal—, a la escena final del filme: la del perdón de Juan a su mujer. Pero con esto saltamos al terreno de las interpretaciones, y lo cierto es que un espectador de la época como fue el crítico del filme para La Gaceta Literaria menciona el tratamiento del honor, la iconografía religiosa y el «castigo ejemplar» de la mujer para concluir que La aldea maldita es «un film de tipo netamente español» (citado en Sánchez Vidal 2005, 20). Marvin D’Lugo plantea, por su parte (1997, 30), que los valores conservadores de esta película pasarían a formar parte, «en una década, de la ideología cultural oficial del franquismo». (Rey hizo otra versión con sonido en 1942). En lo sucesivo veremos —por ejemplo en el filme de autor Surcos (analizado en el capítulo segundo) o en el más comercial La ciudad no es para mí (analizado en el capítulo tercero)— a directores encantados de retomar esta misógina asociación de ciudad y adulterio femenino. La atenuación que de dicha asociación el propio Rey efectuaba quizás hubiese merecido —junto a la extraordinaria calidad formal de la obra— una herencia mejor.

La verbena de la Paloma (Perojo 1935) Este filme de Benito Perojo es una de las cimas de una época ya reconocida, de suyo, como una cima del cine español mediante el calificativo de «dorada». Lleva a la pantalla una zarzuela que, compuesta en 1894 por Ricardo de la Vega (libreto) y Tomás Bretón (música),

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ya había sido objeto de dos adaptaciones cinematográficas: una que no menciona la fuente y dirigida por Julio Roesset en 1915 (De cuarenta para arriba), y otra que sí la menciona y dirigida por José Buchs en 1921. Libres de todas las angustias que a menudo condicionan las respuestas a adaptaciones fílmicas de novelas —cavilaciones por ejemplo sobre la no contaminación de medios artísticos—, los críticos tanto de la época como posteriores han abrazado con entusiasmo el brillante modo en que Perojo traslada el texto, desde la página y la partitura, a la pantalla (ya completamente equipada con sonido). En una entrevista de 1936, Raquel Rodrigo, que interpreta a Susana en la película, dudaba, por dar un caso, que «de aquí en adelante [...] se vuelva a representar La verbena de la Paloma en teatro, pues el público la encontrará más amena, más bonita y más exacta en la película que acaba de dirigir Benito Perojo para Cifesa» (citado en Gubern 1994, 277), mientras que, en tiempos más recientes, los estudiosos han señalado la feliz afinidad de esta original zarzuela con los filmes musicales americanos entonces en auge (véase Gubern 1998, 56, quien también insiste en la influencia de René Clair, y Mira 2005). Esta «zarzuela americanizada» (Fanés 1989, 78) o «comedia sajonizada» (Gubern 1994, 289) —una superproducción en cualquier caso en toda regla, habida cuenta de que costó novecientas cuarenta mil pesetas— gozó además de recepción transnacional, triunfando en los nuevos mercados en los que Cifesa abrió filiales ese mismo año de 1935, por ejemplo los Estados Unidos, Francia y Alemania (véase Woods 2004, 49). Ante la yuxtaposición que este capítulo hace de la solemne tragedia muda La aldea maldita y la desenfrenada comedia musical urbana La verbena de la Paloma, resulta difícil resistirse al lugar común de la crítica de oponer a Rey y a Perojo, el primero tradicional y conservador y el segundo liberal y cosmopolita (véase Gubern 1994, 267). Lo cierto es, sin embargo, que ambos realizaron exitosas adaptaciones de zarzuelas (valga de ejemplo para Rey La revoltosa [1924] y, para Perojo, la cinta que ahora nos ocupa), que ambos establecieron una inteligente colaboración con estrellas femeninas (como la de Rey con Imperio Argentina, con quien de hecho se casó en 1935, o la de Perojo con Estrellita Castro), que ambos fueron los pioneros directores de producciones enormemente populares de Cifesa en la década de

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1930 (Rey dirigió Nobleza baturra [1935] y Morena Clara [1936], y Perojo La verbena de la Paloma y Nuestra Natacha [1936]), que ambos realizaron películas folclóricas para Hispano-Film Produktion en la Alemania nazi durante la Guerra Civil (Rey dirigió, por ejemplo, Carmen, la de Triana [1938], y Perojo Suspiros de España [1938]), y que ambos disfrutaron de un éxito continuado bajo la dictadura franquista (Rey, en calidad de director, con filmes como La Dolores [1940]; Perojo, en calidad de productor, con filmes como el re-remake de La verbena de la Paloma que, en 1962, dirigió Sáenz de Heredia). Comparar La aldea maldita y La verbena de la Paloma saca a relucir, en cualquier caso, la extraordinaria diversidad del cine español de la década de 1930. Pensemos en la forma cinematográfica. Rey es un maestro componiendo estáticos y mudos cuadros cautivadoramente poéticos, así como rompiendo, en ocasiones, las convenciones clásicas del montaje en momentos de extrema tensión, por ejemplo la secuencia —arriba mencionada— en que Acacia «atraviesa» la cámara al forzarla el hambre a abandonar a su familia. Por su parte, Perojo favorece una dirección de fotografía y un montaje de fluido dinamismo que reflejan, de manera brillante, la celebración que el filme hace del romance y el jolgorio. (El título y la ambientación se refieren a la fiesta madrileña de la Virgen de la Paloma, mientras que la acción se refiere primero a la zozobra y, finalmente, a la reconfirmación del noviazgo de Susana y Julián). El cariño de la pareja en un contexto público se expresa, en determinado momento, mediante un díptico de panorámicas verticales: las que la cámara describe primero en sentido ascendente —desde la perspectiva de Julián en la calle— por el edificio en que Susana vive hasta llegar a ella, y luego en sentido descendente —desde la perspectiva de Susana en el edificio— hasta donde está mirándola en la calle Julián. Vinculan asimismo los mundos de la pareja algunos paralelismos gráficos: el rodillo de la imprenta del cajista Julián se transforma, por ejemplo, en la rueda de la máquina de coser de la costurera Susana cuando cada uno está en su trabajo. Y este motivo circular reaparece, con su asociación de empleo provechoso y noviazgo orientado al matrimonio, en la verbena mediante la rotación horizontal del tiovivo y la vertical de la noria, elementos cuya eficaz combinación en el mismo plano supone un homenaje a la teoría

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1.5 El tiovivo, la noria y el gentío efervescente. La verbena de la Paloma (Perojo 1935)

de Eisenstein sobre las formas en conflicto (véase Gubern 1998, 55). Ponen también en diálogo narrativa y comunidad otras opciones del montaje como las elipsis y las cortinillas, amén de una dirección fotográfica que apuesta por una cámara enérgicamente móvil. Lo irónico de La verbena de la Paloma es que toda esta deslumbrante modernidad fílmica se despliega para recrear el idealizado pasado premoderno que el agosto de 1893 de la zarzuela representa. Y el genio de Perojo reside en la manera en que el filme neutraliza esta contradicción. Centrándonos ahora en la movilidad social, la lúgubre diatriba de Rey contra la ciudad de Segovia —y la mujer perdida que es Acacia— dejan paso en esta obra de Perojo a una animada celebración de esta festividad madrileña con las vivaces y coquetas hermanas Susana (Rodrigo) y Casta (Charito Leonís), aunque en realidad ambas películas terminan con una reafirmación del matrimonio: en La aldea maldita, mediante el perdón de Juan a su mujer; en La verbena de la Paloma, mediante la reconciliación de Julián y Susana. A pesar, sin embargo, de todo su estatismo formal —y del castigo de la iniciativa

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femenina—, La aldea maldita no deja de presentar la transformación de Juan, quien de mísero campesino pasa a próspero capataz urbano, ascenso que subraya un intertítulo que alude a su «posición desahogada». Frente a ello, La verbena de la Paloma gira, sin perjuicio de los frenéticos quehaceres de los personajes en la feria —ni del consonante dinamismo de la dirección fotográfica y el montaje perojianos—, en torno a una situación estática; no logra, pues, alinearse con las «luchas y aflicciones de las clases populares, ansiosas de movilidad social y de éxito en un duro orden social jerarquizado e inmutable» (Jordan y Allinson 2005, 10), y esa es la causa de que los intelectuales republicanos de entonces —y posteriores— condenasen las zarzuelas: son ajenas, en efecto, a la lucha de clases (véase Triana-Toribio 2003, 33). Toda vez, no obstante, que en última instancia ofrecía un final feliz en el que los personajes aceptaban el statu quo de las clases, este filme de Perojo brindaba una reconfortante seguridad a unos espectadores que vivían una época en la que el statu quo se desmoronaba. (Esta tesis de lo reconfortante —del «consuelo»— la desarrollo, a propósito del cine de las décadas de 1940 y 1950, en el capítulo segundo). Hoy podemos apreciar, además, cuán urgente era la apuesta del filme por la unión de la comunidad, ya que nos resulta inevitable situarlo a las puertas de la Guerra Civil. La movilidad entre clases se presenta como cosa absurda e hilarante en el tratamiento de Perojo de la relación entre las descaradas hermanas de clase obrera Susana y Casta y el acaudalado farmacéutico don Hilarión, arquetipo de rijosidad encarnado sin esfuerzo por Miguel Ligero, importante actor cómico de la época. Si las caracterizaciones estereotipadas desdeñan por ridícula la posibilidad de que Susana traspase las barreras de clase mediante el matrimonio (otras comedias de Cifesa de la época como la mencionada Morena Clara [1936] plantean, en cambio, semejante posibilidad), el resto de recursos cinematográficos también apunta al regocijo ante una comunidad basada en el statu quo. Frente a la visión negativa de la multitud de Blasco Ibáñez en Sangre y arena, las escenas corales de La verbena de la Paloma insisten siempre, en efecto, en el carácter positivo de lo colectivo y lo inmutable: tal es el propósito tanto de las escenas particulares del desayuno nupcial y el baile aristocrático como de las generales del

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gentío callejero. En el desayuno nupcial del comienzo del filme, a Julián lo tratan como a un igual a pesar de ser un empleado del novio en la imprenta. (Fèlix Fanés 1989, 78 y 111, nota 49, observa que este es un detalle optimista, pero también lo poco creíble de que Julián pueda pasar de su sobretodo de obrero a un chaqué). Este baile es la única secuencia de la película rodada en tecnicolor, y en ella Perojo emplea como extras, en contraste con el distendido enfoque realista del resto del filme, a famosos aristócratas (véase Gubern 1994, 271). No se trata, sin embargo, de condenar la diferencia de la clase alta sino, más bien, de subrayar lo parecido: la banda sonora muestra cómo estos aristócratas disfrutan, en su baile, de la misma música que, en la calle, los obreros. Los números musicales resultan, pues, elementos clave: exhiben las raíces de teatro popular de la película, dan muestras del talento como director de Perojo por cómo sabe convertir las canciones en absolutamente cinematográficas (véase Mira 2005, 37) e interrelacionan la totalidad de personajes y espacios en cuanto partícipes de la festividad. De este modo La verbena de la Paloma conjura, con su ambientación precapitalista, la lucha de clases mediante la canción y la risa, cosa que hizo las delicias de los espectadores, que acudieron en masa a ver una cinta que se mantuvo en cartel prácticamente siete meses sin interrupción. Se estrenó en Madrid dos días antes del que es, por supuesto, el equivalente invernal de esta verbena comunitaria veraniega (el día de Navidad). Siguió proyectándose hasta el estallido de la guerra. Teniendo en cuenta el mito del rechazo de los españoles a su cine nacional, resulta tentador establecer, a partir de filmes como La verbena de la Paloma, un halagüeño contramito sobre la enorme popularidad del cine español de la Segunda República. Hay que decir, de todas formas, que también en democracia se ejercía esa censura política que tendemos a asociar a la dictadura. Un ejemplo instructivo es el tratamiento de Luis Buñuel. Su vinculación a la Segunda República se ha puesto de relieve por su participación en los cineclubs madrileños, que proyectaban películas principalmente extranjeras y fomentaban el debate intelecual sobre el medio cinematográfico, así como por su trabajo en la productora Filmófono, rival de Cifesa en la época. (Últimamente, Divisa Home Video ha reeditado en DVD una serie de

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películas de Filmófono; en ellas, el nombre de Buñuel recibe, como «supervisor», el mismo énfasis que los de los directores). Es bien sabido, además, que, cuando la República cayó, Buñuel se marchó de España convirtiéndose en el exiliado más famoso del país. Parece lógico, entonces, que fuese el Gobierno republicano quien le encargase la primera película que rodó en suelo español. (Sus dos primeras obras, Un chien andalou [Un perro andaluz] [1929] y L’âge d’or [La edad de oro] [1930], las hizo en París en colaboración con Salvador Dalí). A tal punto resultó, sin embargo, impactante la denuncia de la miseria rural que, mediante un seudodocumental, hacía Las Hurdes, tierra sin pan (1933), que el Gobierno republicano prohibió su exhibición de inmediato. Destino que compartiría la segunda película que Buñuel rodó en España (Viridiana, de 1961), solo que ahora la prohibió la dictadura. Es, pues, queriendo evitar fáciles oposiciones del tipo República vs. dictadura como salto, en el capítulo segundo, a una de las épocas más controvertidas de la historia del cine español: la de la dictadura de Franco.

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Capítulo segundo La movilidad social y el cine de las décadas de 1940 y 1950. Consuelo y condena

Un análisis del cine español de posguerra que sitúe la política en primer término resulta persuasivo. Semejante enfoque testimonia, en efecto, la devastación que el país debió soportar tras una espantosa Guerra Civil fratricida (1936-1939) a la que siguieron largos años de penuria económica y represalias políticas, fenómenos ambos producto de las políticas represoras de una dictadura forjada en el contexto de los fascismos europeos de la década de 19301. Se estima que, entre 1939 y 1944, doscientas mil personas murieron de hambre o enfermedades en aquella nación debilitada por la guerra: la desastrosa política de autarquía o aislacionismo económico aplicada a comienzos de la década de 1940 —cuando los falangistas dominaban el Gobierno—2 hizo de la necesidad virtud ideológica, toda vez que la España fascista estuvo aislada internacionalmente hasta que, en 1953, un tratado con 1 En una estimulante interpretación alternativa, Paul Preston (2012, xi) ha puesto de relieve estos contactos de la década de 1930 calificando la terrible violencia de la venganza habida en España tanto durante la guerra como durante la posguerra de «holocausto español». Si la motivación del holocausto era racial, el franquismo asumió y adaptó el antisemitismo nazi para condenar, perseguir y tratar de exterminar una conspiración (véase Preston ibid.) «judeo-bolchevique-masónica». 2 El franquismo era una amalgama forzosa de falangistas, tradicionalistas —integrantes de la FET y de las JONS (Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista)—, católicos, monárquicos, militares y, posteriormente, tecnócratas del llamado Opus Dei (movimiento católico ultraconservador).

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los Estados Unidos daba a la primera potencia mundial, a cambio de ayuda económica, una serie de bases militares españolas que resultaban estratégicas en el contexto de la Guerra Fría. (De resultas de lo cual, en 1955 España ingresó en las Naciones Unidas). La penuria económica de la década de 1940 llevó aparejada, como decimos, la represión política: el regimen ejecutó —solo en 1939— a veinte mil republicanos, mientras que más de un millón de españoles acabaron en campos de concentración de castigo y batallones de trabajos forzados, por no hablar del medio millón adicional de refugiados republicanos, muchos de los cuales perecieron en campos de concentración franceses y alemanes. Aunque supuestamente la Guerra Civil terminó cuando el líder del bando nacional (Francisco Franco) declaró la victoria el primero de abril de 1939, la contienda en realidad se dilató —existen cálculos diversos— al menos hasta 1951. No fue, en efecto, sino quince años después de inicirse el conflicto cuando terminó el racionamiento y, al retirar su guerrilla, el Partido Comunista de España dio por zanjada su acción militar. Una historia del cine no puede ignorar tales contextos, pero tampoco puede convertirse en una seudohistoria donde los filmes se limiten a ilustrar acontecimientos e ideologías o a proporcionar camuflaje o distracción. Y precisamente este era el uso que, a pesar de la importante atención que prestaban al contexto represivo, tendían a hacer de los filmes los primeros críticos del cine español de comienzos del franquismo, cuyo enfoque siguió vigente hasta bien entrada la década de 1990. (Véase, por ejemplo, Caparrós Lera 1983, especialmente 27-34, o Galán 2000, 133 [1.ª ed. 1997]). El típico ejemplo al que se recurre es Raza (Sáenz de Heredia 1941), película irresistible para los historiadores teniendo en cuenta que fue el propio dictador quien escribió el guion3: si el Gobierno de Franco puso en marcha medidas 3 Utilizó un seudónimo (Jaime de Andrade), y el público no supo que era él hasta 1964, año en que solicitó incorporarse a la Sociedad General de Autores y Editores (véase Navarrete 2009, 169-170). La película volvió a montarse (y a sonorizarse) en 1950 para suprimir las críticas a los extranjeros y a la democracia, ya nada convenientes para un país que buscaba la ayuda del plan Marshall. Cambió asimismo el título, que pasó a ser El espíritu de una raza (véase Navarrete ibid., 2009, 175).

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para proteger lo que Bernard Bentley resume (2008, 87) como «las tres efes de Franco (Fatherland [= patria], Family [= familia] y Faith [= fe])», la película Raza ilustra esos tres mismos valores exaltando las motivaciones aparentemente nacionalistas, patriarcales y católicas del dictador en un retrato vagamente autobiográfico. (Una diferencia obvia consiste en que el héroe tiene, a diferencia del caudillo, un heredero varón; véase Gómez 2002, 580). Y se han aducido más ejemplos, tanto de películas aisladas como de géneros enteros, en refuerzo de esta visión de un cine al servicio del Estado, el cual por su parte recurría, para garantizar la proyección de sus planteamientos, tanto a medidas activas (subvenciones, premios oficiales, licencias de importación…) como a mecanismos de reacción (valgan de ejemplo la censura y, a partir de 1941, el doblaje total)4. Ahora bien: a comienzos de la década de 1940, cuando los falangistas dominaban el Gobierno, se produjeron, ciertamente, películas bélicas fascistas que, como Raza, glorificaban el arrojo de los nacionales durante la Guerra Civil exaltando, además, su victoria. (Otro ejemplo en esta línea es el filme —dirigido en realidad por el italiano Augusto Genina— Sin novedad en el Alcázar [= L’assedio dell’Alcazar] [1940], donde se detallan la resistencia y el valor de los combatientes nacionales sitiados en el Alcázar de Toledo). Pero semejantes películas bélicas representan un pequeño porcentaje de la producción de este periodo, dominada por las comedias y los filmes folclóricos (véase Hernández y Revuelta 1976, citados en Montiel Mues 2002, 237). Para 1942, ya habían dejado de producirse (Labanyi 2000, 172). En respuesta a la derrota de las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial, en 1945 Franco reestructuró su Gobierno apartando del mismo a los falangistas, en cuyo lugar colocó a políticos vinculados a la Iglesia. Lo que Stanley Payne llamó (1987, 343) el «realineamiento» del régimen se correspondió con un viraje cultural que, de

4 En estudios recientes se ha insistido en que la censura era subjetiva y arbitraria y estaba plagada de conjeturas, toda vez que no se publicaron directrices hasta 1962. Resulta ilustrativo del desbarajuste el caso de La fe (Gil 1947), filme aprobado por los censores pero vetado por varios obispos (véase Labanyi 1995, 20, nota 2).

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los filmes bélicos, llevó a películas históricas o de época que rendían homenaje al franquismo estableciendo vínculos entre el caudillo —y su dictadura— y periodos históricos previos. Uno de los favoritos fue el supuesto fervor nacional y religioso que habría llevado a los Reyes Católicos a unificar España y a patrocinar la conquista de América de los siglos xv y xvi (de lo que sería ejemplo clave Alba de América [1951]), aunque también tenía su tirón la defensa de la patria contra los franceses en la década de 1800 (sirva aquí de muestra Agustina de Aragón, que describe el sitio de Zaragoza). El ciclo de películas de época que llevaban a la pantalla a autores conservadores como Pedro Antonio de Alarcón (abajo analizo El clavo) o Armando Palacio Valdés parece que también ofrecía una visión del pasado que reflejaba el presente franquista. El énfasis católico del franquismo posterior a 1945 resulta, por último, aún más explícito en las películas sobre misioneros o protagonizadas por sacerdotes (Balarrasa [Nieves Conde 1950] es un filme de transición entre tendencias militares y misioneras)5, así como en películas que exaltan la familia con un niño como protagonista (esta corriente tuvo su gran éxito en 1955 con Marcelino, pan y vino, de Ladislao Vajda). Muchos historiadores anteriores (y posteriores) a la década de 1990 han desdeñado por escapista, junto a otros espectáculos supuestamente distractorios como los toros y el fútbol que la dictadura fomentaba, el otro gran género español de la época; a saber: el filme folclórico, también calificado de «españolada». El persuasivo relato de los primeros críticos del cine español de las décadas de 1940 y 1950 termina con un tránsito de la oscuridad a la luz; vale decir: con un despertar político. Tal, por ejemplo, la exposición que de esta época hace José María Caparrós Lera (1983), quien incluye entrevistas con cuarenta cineastas —todos los cuales son, por cierto, hombres— e insiste en el carácter clave del cine artístico de izquierdas, calificando de «clímax» de la cinematografía española al NCE de comienzos de la década de 1960 (véase Caparrós Lera ibid., 41). Esta narrativa de progreso establece una serie de hitos en el ca-

5 Carlos Heredero (2000, 140) prefiere la denominación de «cine confesional» sobre la de «cine religioso».

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mino; se trata de la apertura en Madrid, en 1947, del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (centro estatal que en 1962 pasaría a llamarse Escuela Oficial de Cine), de la mayor disponibilidad de películas extranjeras y de la intervención, en que tanto se insiste, del héroe de la cultura marxista antifranquista española, Juan Antonio Bardem, miembro del entonces clandestino Partido Comunista de España. En las llamadas Conversaciones de Salamanca (1955), este director rechazó el cine español por «1) Políticamente ineficaz. 2) Socialmente falso. 3) Intelectualmente ínfimo. 4) Estéticamente nulo. 5) Industrialmente raquítico» (véase Marsh 2006, 1); él propugnaba, en cambio, un cine marxista: «Creemos que nuestro cine debe adquirir una personalidad nacional, creando películas que reflejen la situación del hombre español, sus conflictos y su realidad» (Santos Fontenla 1966, 192). Cuantos filmes siguieron —por ejemplo Esa pareja feliz (Bardem y Berlanga 1951)— se interpretaron, a lo primero, como encarnaciones de este celo político, y este relato izquierdista de un salto desde la oscuridad hacia la luz persistió en España con sorprendente tenacidad, habida cuenta de lo dilatado del periodo durante el que el marxismo canalizó el descontento con la dictadura y de que, en la España posterior a Franco, la intelectualidad antifranquista ocupó puestos clave en materia de cultura (véase Labanyi 2002a, 11, y Castro de Paz 2002, 13). Del tenaz desdén posfranquista hacia el cine «franquista» cabe encontrar ejemplos todavía en la España actual, tanto en artículos académicos como en la prensa cinematográfica especializada —este rechazo sigue reaflorando (explicaré en el capítulo séptimo) en respuesta al cine heritage de la década de 2000—, pero existen sólidas revisiones de este relato recibido del cine de la época. A partir de la década de 1990, los estudiosos han sabido servirse de la teoría de la cultura —especialmente el psicoanálisis, los estudios sobre los roles de género y, más recientemente, los estudios culturales—6

6 Véase el resumen de Labanyi (2002b, 11) de cómo el Birmingham Centre for Contemporary Cultural Studies del Reino Unido (Raymond Williams y Richard Hoggart) respondió, en la década de 1950, al «recelo marxista ortodoxo hacia la cultura de masas que tenía la escuela de Frankfurt» (Adorno y Horkheimer) «pa-

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para proponer relatos alternativos. Un comentarista heterodoxo como John Hopewell señalaba, ya en 1986, que el cine español de la década de 1940 no era «“franquista”, si por tal entendemos un vasto corpus homogéneo de producción para-gubernamental»; este estudioso cita, de hecho (véase Hopewell 1986, 34), las declaraciones al respecto del inconformista director Berlanga: «Yo nunca vi ese feroz dirigismo o esa terrible represión que, según afirman los críticos e historiadores, caracterizaban el cine español de la década de 1940». Analizando al pormenor textos concretos, los críticos han descubierto tantas fallas en ese tríptico supuestamente inquebrantado de la patria, la fe y la familia, que el edificio de la uniformidad se derrumba (resumen esta transformación Castro de Paz y Cerdán 2011, 33-42). En el tratamiento de la camaradería masculina del cine bélico se ha subrayado, por dar un caso, la homosexualidad (véase ¡Harka! [1941], así como Hopewell 1986, 35, Fanés 1989, 91-92, y Evans 1995, 219), mientras que en melodramáticas epopeyas históricas y películas de época protagonizadas por enérgicas mujeres se han puesto al descubierto subtextos feministas (véase, por una parte, Agustina de Aragón [1950], objeto de estudio en Labanyi 2000; por otra, la inquietantemente crítica «familia en crisis» de melodramas como Abel Sánchez [1947], materia de análisis en Labanyi 1995). También se han revisado los filmes folclóricos —supuestamente escapistas— para dar cuenta de su frecuente «distorsión tanto de las dicotomías oficiales como del facticio consenso» (véase Eva Woods 2004, 201, resumen de Labanyi 2001 y 2002b, Marsh 1999 y Vernon 1999), buen ejemplo de lo cual es el análisis que la propia Woods efectúa de Torbellino (Marquina 1941), cuyo título apunta a la desestabilización. Se han estudiado asimismo cuestiones raciales en filmes tanto folclóricos como de misioneros (véase Labanyi 1997 y Woods 2012), igual que se ha cuestionado (Castro de Paz 2002, 17) la asunción de que las adaptaciones cinematográficas de

sando a ocuparse del marxista heterodoxo Gramsci, teórico de la cultura cuya visión de esta como proceso interactivo por cuya virtud los públicos pueden adaptar los productos culturales que consumen a sus propios objetivos hacía posible una lectura más compleja de la cultura popular o de masas».

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autores conservadores realizadas en la década de 1940 fuesen a su vez necesariamente conservadoras, extremo en el que insistiré en mi análisis de la sorprendente contralectura que Rafael Gil ofrece de Pedro Antonio de Alarcón en su adaptación de El clavo (1944). Dejando ahora al margen la teoría y el análisis textual, en los contextos de producción los críticos también han encontrado elementos que desmantelan el lugar común de un cine franquista monolítico en la década de 1940. Labanyi (2007b, 23-24) recurre a estudios sobre el fascismo para sugerir, en primer lugar, que, a pesar de Raza, la propaganda acaso se evitase por entender que era una fuente directa de resistencia; en segundo lugar, que, aunque el interés de Franco por el cine queda evidenciado por el hecho de que escribiese el guion de dicha Raza, en España lo cierto es que nunca hubo una Cinecittà a la manera de la Italia de Mussolini, sino que la producción cinematográfica siguió en manos de particulares cuya motivación era, antes que política, mercantil; en tercer lugar, que el carácter intrínsecamente colectivo de la cinematografía da lugar a una perspectiva plural que los trabajos centrados en el autor tienden a olvidar. Puede, sí, que un director con sesgo autoral como Saura o un productor como Querejeta reuniesen «equipos» creativos uniformes para su cine político de las décadas de 1960 y 1970, pero la producción española de la década de 1940 —ligada a estudios— está marcada por la pluralidad: entre el personal creativo se contaban desde judíos refugiados de la Alemania nazi que llegaron a España antes del golpe de Estado antisemita de Franco, hasta profesionales que ya trabajaban en el cine republicano de la década de 1930, pasando por otros que simpatizaban con el régimen. Particularmente erróneo resulta, de hecho, disociar el cine republicano de la década de 1930 del cine producido en la década de 1940 bajo la dictadura (disociación sugerida, por desgracia, en mi propia división de los capítulos), pues, a pesar de la incuestionable interrupción de la Guerra Civil y a pesar del exilio —jamás olvidado o perdonado— de Buñuel y otros7, seguían siendo muchas

7 Hopewell (1986, 24) menciona la pérdida de personal creativo republicano exiliado como José María Beltrán y Luis Alcoriza. A Juan Piqueras lo fusilaron.

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las continuidades. Puede, en efecto, que la productora izquierdista Filmófono perdiese a Buñuel, quien como vimos trabajó para ella en la década de 1930, y que los dieciséis proyectos anunciados para 1936-1937 —entre los cuales adaptaciones de Brontë, Valle-Inclán y Baroja— se abandonasen (véase Hopewell 1986, 24), pero la empresa siguió produciendo películas hasta 1951 (Bentley 2008, 62). Siguió asimismo funcionando bajo la dictadura —hasta 1956— Cifesa, originariamente fundada en Valencia por la familia Trénor en 1932 pero adquirida, al poco, por la familia Casanova. Todo lo cual no solo es indicio de tendencias conservadoras durante la Segunda República —tendencias a las que quizás se opusieran algunos directores activos en la misma, por ejemplo Benito Perojo (véase Pavlović 2009, 24)—; pone asimismo de relieve las continuidades culturales entre los periodos republicano y franquista8. Los logros alcanzados en materia de producción durante la época dorada de la década de 1930 —el alto nivel de producción de los estudios, el sistema estelar de actores de calidad y la sólida formación de los directores y el personal creativo— se mantuvieron, como digo, en la de 1940, mientras que los canales de distribución, con numerosos cines en enclaves tanto rurales como urbanos, dieron a España los mayores índices de taquilla en toda la Europa de la época (véase Santaolalla 2005b, 51). Cabe formular la paradoja así: un país de posguerra especialmente empobrecido podía disfrutar de un cine de posguerra de una calidad especialmente alta. El corpus fílmico de la década de 1940 se ha distorsionado, por último, mediante el repetido énfasis en Raza —la única película, en realidad, a la que Franco contribuyó— y la epopeya histórica, género del que no hubo sino cuatro producciones9. Steven Marsh concluye (2006, 1-2) que no son sino veinte de las más de quinientas películas filmadas en

8 La continuidad cultural en términos de cine folclórico hace tiempo que se reconoce. Véase al respecto Vernon (1999, 251). 9 He aquí los títulos: Locura de amor (1948), Agustina de Aragón (1950), La leona de Castilla (1951) y Alba de América (1951); véase Labanyi (2007b, 25). Núria Triana-Toribio ha mostrado (2000b, 188) que en realidad estos cuatro eran «melodramas con todas las de ley, solo que con disfraz histórico».

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España entre 1939 y 1951 las que conforman esa «caricatura […] de la propaganda de construcción nacional». En lo que a la recepción respecta, los estudiosos han defendido, con poderosos argumentos, la existencia de un público de posguerra variopinto, un público que realizaba, en el cine de la época, inversiones emocionales e ideológicas diversas. Se ha subrayado, por ejemplo, la función de actores como Aurora Bautista —cuyas vigorosas interpretaciones de heroínas históricas encarnan, cierto, una visión ultrapatriótica de la historia española dirigida a espectadores adeptos al régimen, pero cuyo sufrimiento y desafío en pantalla también «establecen un vínculo inesperado […] con la experiencia de las mujeres corrientes que vivían en la dictadura» (véase Evans 1995, 220)—, o bien se ha llamado la atención sobre películas folclóricas que ofrecían a públicos entre los que se contaban «las víctimas de la represión franquista un alivio catártico respecto de sus propias relaciones de dependencia, al tiempo que permitían a los miembros del establishment hacerse la ilusión de “amar a” (en rigor “condescender con”) las clases inferiores» (Labanyi 1997, 226)10. Si la crítica académica tardó en estudiar lo que yo sintetizo como el «consuelo» y la «condena» que el cine de posguerra ofrecía, en la arena cultural el fenómeno venía reconociéndose ya hacía tiempo. En reflexiones literarias sobre el periodo de posguerra escritas desde finales de la década de 1960 encontramos, en efecto, referencias al «potencial contestatario» tanto del cine popular de Hollywood como de las canciones y el cine populares españoles (véase Labanyi 2007a, 3-4). El extraordinario documental memorístico de Basilio Martín Patino Canciones para después de una guerra —filmado en 1971 pero sin estrenar hasta 1976— da testimonio de lo que yo denomino las funciones de «consuelo» y «condena» que acaso desempeñasen las canciones populares de la época, funciones aplicables también al cine. (Para un estudio académico inspirado en este filme, véase Graham 1995). Martín Patino incluye, en voz en off, la siguiente frase: «Eran canciones para sobrevivir».

10 Lógicamente, esta labor ha llevado a estudios sobre públicos reales mediante entrevistas a espectadores. Véase al respecto Labanyi (2007a).

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Ann Davies cuestiona (2011, 10) la «suficiencia» que en ocasiones envuelve tanto al estudio de la recepción del público como al del cine popular: insiste en que las reacciones de los espectadores no tienen un carácter más «fáctico» o inmediato que las de los estudiosos del cine11, y en que «resulta demasiado fácil asumir que, como el cine popular conlleva el potencial de subvertir y resistir a las ideologías dominantes, ha de hacerlo indefectiblemente». Deseo subrayar, en consecuencia, que mi selección de películas es, precisamente, selectiva, así como que mi enfoque interpretativo es de carácter abierto. En la idea de evitar caer en los extremos de, por una parte, la sumisión a las ideologías dominantes y, por otra, la subversión de las mismas, propongo hablar de «consuelo»; se trata, en efecto, de un término que nos permite analizar las maneras en que los espectadores «lidiaban» con sus propias experiencias mediante las películas que veían. (Tomo «lidiar» [work through] de los estudios sobre la televisión, véase Ellis 2002, 2). Me centro, para indagar en cómo gestionaban los públicos esta movilidad social descendente a través de los textos que consumían, no ya en la ideología política sino, más bien, en la miseria económica generalizada, que ha sido puesta de relieve por historiadores como Richards (1998) y Tortella (2000). Así pues, mientras que en el capítulo anterior —y en los que siguen a este— exploro el impacto de la movilidad social ascendente en la cultura y defiendo la existencia de filmes middlebrow para consumo de una clase media que experimentaba un creciente ascenso social, en este segundo capítulo me centro en la cuestión —relacionada con la primera— de las repercusiones culturales de la movilidad social descendente. He subtitulado este capítulo «Consuelo y condena» —no «Del consuelo a la condena»— queriendo dejar claro que los públicos pueden hacer del cine usos múltiples. Las tres primeras películas seleccionadas —El clavo (1944), Ella, él y sus millones (1944) y De mujer 11 El reciente estudio de Claire Monk sobre los públicos del actual cine británico heritage confirma precisamente este punto (2011, 180): «Lejos de mostrar a unos públicos [...] que responden libremente a estas películas y las usan de manera creativa según les place, [mi estudio] ha hecho ver al por menor cómo sus reacciones y posturas vienen inevitablemente mediatizadas y conformadas por los discursos existentes».

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a mujer (1950), producidas todas por Cifesa— resultan quizás más fácilmente asociables a la tesis del consuelo, lo que ciertamente se explica por el contexto de la derrota política sufrida por la mitad de la sociedad, pero también por la miseria económica que habían de soportar casi todos. Prestaré atención, en cualquier caso, asimismo a aquellos aspectos de estas comedias y melodramas de Cifesa que cabría interpretar como condenatorios del ambiente de entonces. En cuanto a las tres últimas películas que escojo para el capítulo —Surcos (Nieves Conde 1951), Esa pareja feliz (Bardem y Berlanga 1951) y Calle Mayor (Bardem 1956)—, a menudo han sido analizadas como cine de disidencia política que condena el franquismo. Pues bien: si el cine español de la década de 1940 respondía a las necesidades de unos públicos que experimentaban una movilidad social descendente por primera vez desde que había memoria viva, del cine de la década de 1950 sostengo que era especialmente sensible a la movilidad social ascendente frustrada y al frustrante estancamiento. (Estas frustraciones son también objeto de una aguda observación en los dos primeros filmes que analizo en el capítulo tercero: Plácido [Berlanga 1961] y El mundo sigue [Fernán Gómez 1964]). Y es que, aunque los economistas calificasen de «bisagra» la década de 1950 (véase Pavlović 2011, 1), el abandono de la autarquía y la subsiguiente apertura de los mercados españoles llevada a cabo por los ministros «tecnócratas» —que entraron en el Gobierno con la remodelación de 1957— no se tradujeron en una movilidad social ascendente efectiva hasta la década de 1960. Surcos combina una condena política del estancamiento económico con una condena paternalista del consuelo distractorio que brinda la cultura popular. Más matizadas resultan Esa pareja feliz y Calle Mayor, filmes que fusionan la crítica política con una respuesta sorprendentemente sensible al uso consolatorio que los públicos hacían del cine.

El clavo (Gil 1944) El estudio académico del cine español siempre ha insistido en las influencias internacionales, y esta tendencia ha cobrado todavía más impulso con el reciente viraje «transnacional» de los estudios sobre

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el cine, viraje que ha puesto nombre a estos múltiples cruces de fronteras (véase, por ejemplo, Evans, Perriam y Santaolalla 2007 y López 2010). Si hace tiempo que se insiste (Marsha Kinder 1993, 18) en el influjo que el neorrealismo italiano había de tener sobre el cine español disidente desde las Semanas de cine italiano celebradas en Madrid en 1951 y 1953, más recientemente los estudiosos han añadido el expresionismo alemán —que habría influido mediante cineastas huidos del nazismo en la década de 1930 (véase Llinàs 1989, 15-16)— y, por encima de todo, Hollywood; concretamente, los siguientes géneros: el cine negro y el melodrama (Kinder ibid., 17, realizó la provocadora propuesta de un cine español disidente que sería una «reinscripción transcultural» de ambos), la película sobre jóvenes (Delgado 1999, 43) y la comedia (Evans 1995, 222, y Marsh 2006, 10). En este apartado voy, pues, a examinar el despliegue, por parte de Cifesa, del filme «de prestigio» del sistema de estudios hollywoodiano de la época, una influencia que ha recibido menos atención. La hegemonía de Cifesa, principal productora española en las décadas de 1930 y 1940 (hizo unas cuarenta y una películas entre 1931 y 1950), no encontraría rivales hasta el final de la década; me refiero a Cesáreo González (Suevia Films), a Ignacio Iquino (Emisora Films) y a Aureliano Campa (véase Pavlović 2009, 63). Se ha señalado que esta productora española imitaba el sistema de estudios americano —por ejemplo el de la Paramount— creando un «estilo de la casa» mediante su divisa «la antorcha de los éxitos» (Mira 2010, 81), su uso de un equipo de solventes directores y profesionales creativos, su sistema de estrellas y sus estudios, si bien en realidad no poseía estudios propios sino que alquilaba los de la CEA (Cinematografía Española Americana) en Madrid (véase Jordan y Allinson 2005, 8). Si las películas de gran presupuesto de Cifesa son, por tanto, comparables a las producciones hollywoodianas de entidad, algunas pueden calificarse, más concretamente, de filmes «de prestigio», término que no se refiere a un género sino que describe, antes bien, estas películas que fusionan aspectos relativos a la producción y a la recepción y que se solapa, en este sentido, de manera interesante con esa idea de lo middlebrow de que me ocupo entre los capítulos cuarto

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y séptimo12. Las características formales transgenéricas de este filme «de prestigio» incluyen tanto el recurso a la alta cultura —especialmente a «fuentes literarias»— como «temas “serios” y espléndidas producciones» (Cagle 2007, 292)13. Los melodramas de época El clavo y De mujer a mujer encajan en esta descripción, mientras que la comedia contemporánea Ella, él y sus millones responde, en parte, a la producción de alto nivel en la misma implícita. Igual de importante resulta, para definir el filme «de prestigio», la recepción. («El prestigio asociado al producto tiene que ver con el hecho de que los prescriptores de opinión cinematográfica de la época —tanto los comentaristas y críticos del negocio como la prensa de información general— consideran que las películas de los estudios son “de calidad”»; véase Allen 1995, 130). Aunque cada uno de los tres ejemplos de película española «de prestigio» que exploro en el presente capítulo despliega de una manera las características formales de la tendencia, al considerar el equivalente de los «prescriptores de opinión cinematográfica» hollywoodienses en la España franquista no podemos ignorar el contexto político. No es solo que los «comentaristas y críticos» españoles escribiesen en una prensa censurada, sino que el Estado, a pesar de quedarse corto en lo que a propaganda respecta (véase Labanyi 2007b, 22), intervenía, en cualquier caso, para promover un cine que complementase su ideología de fe, patria y familia mediante la concesión de subvenciones y el control de las licencias de importación: cuanta mayor aprobación oficial tuviese una película, mayores eran la subvención y el número de licencias para

12 No califico de middlebrow a estos filmes «de prestigio» debido a la falta de un público de clase media en la España de la década de 1940. La situación de Norteamérica en la misma época era muy distinta, como explica Chris Cagle (2007, 305). 13 Cagle (2007, 293) ha diferenciado entre «dos modos de películas “de prestigio”». («Si en la década de 1930 era la industria cinematográfica la que definía la película “de prestigio”, en la de 1950 eran los consumidores de cine los que definían el nuevo modo de dicho tipo de película».) Utilizo el argumento de Cagle sobre el primer «modo» de película «de prestigio» para mi análisis de filmes españoles de la década de 1940.

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distribuir producciones extranjeras (con un máximo de quince)14. Solo se puede calificar de «filmes de prestigio» a películas españolas teniendo en cuenta que hay que matizar la calificación. Como objeto que fue de uno de los primeros certificados de «interés nacional» —premio concedido a filmes que supuestamente encarnaban valores nacionales—, El clavo, de Rafael Gil, recibió la máxima subvención (el cincuenta por ciento de sus inmensos gastos de producción, casi tres millones de pesetas) y valió a su productor quince licencias de importación, cantidad que, como hemos dicho, era el máximo posible (véase Fanés 1989, 115). Sugieren asimismo una película «de prestigio» las características formales, con un intertexto de alta cultura (una adaptación de la novela homónima de Pedro Antonio de Alarcón [1853]), un tema «serio» (un error judicial) y una costosa producción que fue, de hecho, la más cara habida hasta la fecha en España. Estos costes incluían estrellas en el reparto (Amparito Rivelles en el papel de Blanca/Gabriela y Rafael Durán en el de Javier) más veintitrés actores adicionales y mil extras15, así como la construcción de unos laboriosos decorados (se confeccionaron no menos de diez escenarios para recrear la década de 1850, en la que está ambientada la novela original de Pedro Antonio de Alarcón), además de la música compuesta al efecto para enfatizar los clímax emotivos, y de los valiosos y cotizados rollos de película Kodak/Dupont para realzar el contraste emocional mediante el claroscuro. Más complicado resulta argumentar esta idea de «prestigio» en el ámbito de la recepción, ya que, si la prensa censurada o las autoridades franquistas asignaban valor cultural a un filme, eso guardaba relación, inevitablemente, con la ideología pro-régimen. Haciendo, sin embargo, de la intervención del Estado en la producción de películas el factor más importante, solamente podríamos ofrecer una interpretación curiosamente tau-

14 Para hablar de filmes «de prestigio» en referencia a la producción de Cifesa en la década de 1930 son necesarios menos requisitos. Véase al respecto Marvin D’Lugo (1997, 106). 15 Así consta en el folleto de Cifesa reproducido en el cuadernillo de la edición en DVD de Divisa Home Video (2009, 23).

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tológica de los filmes; a saber: que respaldan los valores del Estado que a su vez los ha respaldado a ellos. Federico Bonaddio (2004, 31) sugiere, cuestionando este modelo especular de la relación entre el cine y el Estado, que «estas circunstancias [relativas a la financiación] hicieron surgir la sospecha de que la postura ideológica que tantos dramas históricos adoptaban quizás fuese una mera estratagema». Por mi parte me alineo, en lo que sigue, con estos relatos revisionistas del cine español de la década de 1940. Primeramente recurro al análisis textual —no a las circunstancias de la financiación— para examinar qué despliegue hace El clavo de rasgos clave del filme «de prestigio». Ahora bien: el énfasis en las circunstancias de la financiación ha llevado también a desdeñar, a algunos críticos, las películas de esta época por considerarlas «un simple medio de obtener las jugosísimas licencias de importación» para las productoras (Jordan y Allinson 2005, 16), pero lo cierto es que El clavo fue un éxito tremendo de taquilla (véase Bentley 2008, 96). Me centro, pues, en segundo lugar en el potencial atractivo de la película para los públicos conforme a las ideas del consuelo y la condena. Lo suntuoso de la producción inmediatamente apunta a la tesis del consuelo: los populares actores Rivelles y Durán reciben de la dirección de fotografía, la puesta en escena y la música un trato propio de estrellas; sus pulcras interpretaciones se basan en la gestualidad y el exceso que caracterizan el melodrama de la época. Una estética «de prestigio» tiene todo que ver con la coherencia; se encargan, así, de dar relieve a tan extravagantes actuaciones los admirativos planos medios cortos y primeros planos de Alfredo Fraile (el director de fotografía), la favorecedora iluminación y, subrayando las emociones, las intensas cuerdas de la música de Juan Quintero. Tomemos el momento culminante, hacia el final de la película: en la sala del juicio. El juez Javier descubre lo que el público ya ha adivinado hace tiempo: que esta misteriosa Blanca a la que persigue como amante (y las connotaciones de cuyo falso nombre redundan en cuán poco sabe este hombre de ella), en realidad es Gabriela, la asesina a la que persigue como juez. Una radiante Rivelles entra en la sala del juicio, abarrotada y profusamente decorada (el escenógrafo era Enrique Alarcón), vestida de negro y con un velo negro de encaje cubriéndole la cara (los responsables del ves-

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tuario eran José Montfort y Humberto Cornejo y Raula). Al ataviar a su actriz toda de un solo color, Gil da a entender que este encuentro público y legal entre Blanca/Gabriela y Javier ante los ojos de Dios (quien aparece representado por la Biblia y por el gran crucifijo junto al juez, así como por el pequeño crucifijo que pende del cuello de la acusada) es una suerte de boda trágica: el blanco virginal de la tradición de las nupcias se convierte, aquí, en el negro asesino del atuendo de Rivelles. Cuando la mujer levanta su velo para dar a conocer su identidad, la puesta en escena complementa su brillo mediante la iluminación, la cámara captura el momento en un primer plano, y las agitadas cuerdas de la música se inflaman en un crescendo. Sigue un enfático travelling hasta el juez Javier, estupefacto por la revelación de identidad: el movimiento se centra en la expresión dolorida del rostro de Durán, terminando en un primer plano correspondiente al recién usado para Rivelles. El acercamiento de la cámara refleja el espanto del juez, pero la correspondencia de ambos primeros planos indica el destino de pérdida y sufrimiento común a la pareja. Resulta, pues, difícilmente refutable la tesis de que los elevados estándares de producción del filme «de prestigio» servían de consuelo a los empobrecidos públicos de la década de 1940. Además de la sala del juicio, los espectadores también podían contemplar otros elaborados interiores, por ejemplo el hotel con su ornamentada escalera de caracol16, o las oficinas del juzgado con sus torres de legajos amontonados, por no hablar de decorados exteriores como los de las escenas callejeras de Teruel (donde la pareja se conoce) o Madrid (donde vuelven a encontrarse). El vestuario de la película —a cargo, como hemos dicho, de Monfort y Cornejo y Raula— es otra fuente significativa de placer visual. El vestido de Rivelles en la sala del juicio llama la atención, de hecho, por su sencillez; durante el resto de la película, el público podía disfrutar de los emperifollados adornos de los otros doce atuendos de la actriz, o bien del atavío no menos radiante de Durán. (Todo lo

16 Fanés señala (1989, 216) que los espectadores disfrutaban de estos decorados especialmente espléndidos, en «absoluta contradicción» con la pobreza de la España de 1944.

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cual se exhibía primorosamente en los carteles publicitarios del filme, reunidos en el cuadernillo que acompaña la edición del mismo que, en 2009, Divisa Home Video lanzó en DVD). Sin perjuicio de los placeres consolatorios del alto nivel de la producción de esta cinta, un análisis de la trama y la caracterización nos lleva a nuevas recompensas. El modelo de Gil en El clavo fue El escándalo, de José Luis Sáenz de Heredia, película del año anterior y, también ella, adaptación literaria que utilizaba al conservador Pedro Antonio de Alarcón para lograr que un atrevido argumento sobre un adulterio femenino y una historia de amor con un sacerdote pasaran la censura (véase Labanyi 1995, 7-8)17. Pues bien: quienes buscasen un descaro equivalente no iban a quedar decepcionados con El clavo: a pesar del «patria, fe y familia» ya varias veces aquí mencionado, los censores permitieron un tratamiento benévolo del sexo prematrimonial. No me refiero a detalles explícitos, cosa impensable en la época, sino a las implicaciones, en cualquier caso agradables, de la espectacular cinematografía de Gil: la pareja se retira al hotel tras un paseo nocturno…, y un plano general inclinado desde el exterior del edificio nos descubre la presencia de Javier en la habitación de Blanca/ Gabriela y su ausencia en la propia. Vital resulta asimismo el cambio sustancial que Gil opera en el final del original literario, cambio clave, en opinión de Juan Miguel Company (1997b, 180), de cara a la «contralectura rigurosa» que el director efectúa de dicho original: Pedro Antonio de Alarcón envía a Blanca/Gabriela al patíbulo, y en ello la condena legal por su acto asesino se entremezcla con la de carácter moral por sus actividades sexuales extraconyugales; Gil, en cambio, tras dedicar la parte final de la película a una presentación comprensiva de la justificación que Blanca/Gabriela hace de sus acciones (a cuyo efecto filma un apasionado discurso de la mujer ante el tribunal y un

17 En 1947, Gil probó con otra adaptación de Pedro Antonio de Alarcón (La fe) «en la que una histérica Amparo Rivelles trataba de seducir a un imperturbable Guillermo Marín en el papel de párroco»; a pesar, sin embargo, de «la aprobación que la cinta recibió de los censores, fue vetada por varios obispos» (véase Labanyi 1995, 20, n. 2).

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dilatado flashback), modifica el texto original permitiendo que Javier consiga, en el último momento, la conmutación de la sentencia de muerte por una cadena perpetua. Gil evita, además, el cliché de una abnegación y un sufrimiento femeninos eternos, ya que Javier ha de compartir la condena acompañando a su amante. La cual estará dentro de los muros de la cárcel, mientras que él estará fuera. Pero «voy», dice, «tras ti para compartir tu dolor». El clavo, película osada para su época en su tratamiento benévolo de la sexualidad, presenta asimismo un enfoque de los roles de género que podríamos leer como ejemplo adicional del incipiente feminismo —y posmodernidad avant la lettre— que algunos críticos recientes han sacado a relucir en algunos dramas históricos de Cifesa. La trama de este filme da importancia a la actuación, a la interpretación de papeles y a las falsas identidades. Al comienzo de la película, en el bautizo campestre, a Javier y a Blanca/Gabriela los toman, equivocadamente, por una pareja casada; se disfrazan, incluso, de matrimonio campesino cuando la lluvia los sorprende y se refugian en casa de una familia rural que les presta su ropa. Resulta significativo que las escenas que más directamente transmiten valores franquistas de bendita vida familiar en el campo son las más ñoñas de la película, amén de aquellas en las que Javier y Blanca/Gabriela interpretan papeles y fingen. Gil sabe sacar también partido de la ambientación aparentemente casual (pero sugerente en términos simbólicos) del carnaval, que es cuando la pareja pernocta en el hotel: por dos veces saca de apuros, durante la noche de celebración carnavalesca, el galante galán Javier a la damisela Blanca/Gabriela pretendiendo ser su marido. El caballeresco rescate de la dama constituye, cierto, un argumento manidísimo, pero el contexto de máscaras plantea la interesante posibilidad de que «esposo» pueda ser un personaje más a interpretar en tales fiestas. El clavo confirma, por tanto, lo que José Luis Castro de Paz (2002, 113, nota 1) ha llamado la «decidida voluntad autoconsciente, reflexiva, y metacinematográfica» de tantas películas españolas de posguerra que, lejos de quedarse atrapadas en el franquismo de su tiempo, vuelven los ojos a la juguetona herencia cervantina de España y apuntan a la futura teoría posmoderna de la década de 1990. Como las Goyescas de Benito Perojo (1942), esta película de Rafael Gil tam-

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bién «anticipa la percepción posmoderna de Judith Butler (1990) de que la identidad es el efecto resultante de una reiterada escenificación» (Labanyi 2004, 43). Cabría sostener que este cuestionamiento de la identidad resulta especialmente significativo en relación a los personajes femeninos. La importante presencia en pantalla de Rivelles, y en particular su expresivo rostro (su ceño y el arco de su ceja derecha son transmisores de la intensidad emocional del melodrama), la convierten en una atractiva figura con la que podrían identificarse las espectadoras. Los estudios sobre la historia y los públicos de esta época nos recuerdan, en efecto, que las mujeres de la España de la posguerra, a las que se había privado de los derechos políticos que habían adquirido durante la Segunda República, debían además hacerse cargo de familias en unas circunstancias económicas tremendas y sin el apoyo de familiares varones caídos en combate, encarcelados, exiliados o ejecutados (véase Graham 1995 y Labanyi 2007a, 5-6). Cuando iban al cine —cosa que hacían en gran número, pues la mayor parte del público eran señoras—, estaban casi siempre necesitadas de consuelo (Labanyi ibid., 5). Cabría, así, añadir la robusta encarnación que Rivelles hace en El clavo de la afligida Blanca/Gabriela a las potentes, texturadas interpretaciones que Peter Evans (1995) analiza de otras estrellas de la década de 1940, por ejemplo Aurora Bautista, Sarita Montiel y Concha Piquer. En Locura de amor (Orduña 1948), por ejemplo, Evans muestra (1995, 220) que «poner ante las mujeres la injusticia masculina eleva la película, desde la categoría de la épica, a la del melodrama y el equivalente cifesiano de las películas hollywoodienses de mujeres. […] Bautista, con su interpretación de Juana La Loca, establece un vínculo inesperado con la experiencia de las mujeres corrientes que vivían en la dictadura». Por mi parte modulo este argumento proponiendo que el interés de El clavo en la injusticia no se limita al personaje femenino. En lo que sigue propongo que, dado el contexto histórico, la película ofrece un tratamiendo sorprendentemente consolatorio —cuando no condenatorio— de las cuestiones del crimen y la justicia. No olvidemos que 1944 fue la cumbre de la represión franquista, con los jueces y tribunales del régimen dictando sentencias de cárcel y muerte para disidentes en cantidades pasmosas. (Ya dijimos que después de termi-

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nada la guerra se fusiló, solo en 1939, a veinte mil republicanos). Los jueces del régimen eran, pues —junto a los soldados y oficiales nacionales, los activistas fascistas, los ministros de Franco y el clero conchabado—, para los espectadores disidentes figuras odiadas. Así, si la interpretación de Rivelles y la caracterización que Gil hace de Blanca/ Gabriela ofrecen un retrato satisfactoriamente matizado de una mujer doblemente perdida (una mujer asesina y, sin estar casada, sexualmente activa), el tratamiento de la encarnación del juez Javier por parte de Durán da también que pensar. El realizador va diseccionando, en efecto, la figura odiada del impávido siervo de la justicia a través de una cuidada sucesión de etapas. Primero se nos presenta a Javier como un amante impaciente cuyo interés sexual en Blanca/Gabriela viene igualado, no obstante, por el deseo de protegerla. Entonces nos encontramos con Javier el juez, cuyo descubrimiento casual de una calavera con un clavo hundido en su base le proporciona la distracción intelectual de resolver un crimen indetectado. El espectador ya se ha dado cuenta antes, pero el descubrimiento de Javier de que su querida Blanca (el objeto de su interés emocional) y la criminal Gabriela (el objeto de su interés intelectual) son la misma persona se presenta, en la escena del juicio arriba descrita, como una colisión devastadora. De este modo, mediante el inexorable avance de la trama hacia su trágica conclusión, Gil va deconstruyendo, implacablemente, el cliché del árbitro imparcial para satisfacción, sin duda, de los espectadores que habían sido víctimas de la fría maquinaria legal del franquismo. Se trata de deconstruir, no de demoler, y a Gil le interesan, en los clímax, las consecuencias. No se trata de condenar a un juez intelectualmente distanciado, sino de subrayar que tal juez es, al mismo tiempo, un amante emocionalmente implicado. Este matizado tratamiento de Javier resulta especialmente notable en la forma en que Gil aborda la cuestión del sufrimiento, un castigo que, en el melodrama clásico, a menudo se asocia en exclusiva a la mujer. El uso de la simbología cristiana en la película es significativo a este respecto. Gil evita —cosa tremendamente llamativa— esa iconografía de la mater dolorosa tan común en la España mariana del franquismo temprano (véase Graham 195, 184) en favor de la pasión de Cristo en la cruz. Cuando, al comienzo de sus investigaciones sobre el asesinato del cla-

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vo, el juez Javier descubre en el cementerio la sospechosa calavera, se lo yuxtapone —mal presagio— con cruces, igual que se lo encuadra junto a crucifijos mientras realiza, en compañía de su secretario, las indagaciones sobre el muerto en las casetas de los enterradores y en dos iglesias locales. La escena climática del juicio se abre, por su parte, con el primer plano de un crucifijo situado ante la silla del juez, lo que sugiere un paralelismo entre Cristo y este. La cámara de Gil retrocede entonces para captar la entrada de Javier, pero eso no quiere decir que el juez sea un mesías todopoderoso, sino que está condenado a sufrir como sufrió Cristo, destino que se confirma al avanzar la cámara hasta su cara cuando ve a Blanca/Gabriela. Estos trayectos de la cámara alejándose primero de la cruz y acercándose después hacia Javier son, por tanto, la confirmación cinematográfica del sufrimiento reflejado de cualquier hombre. Es verdad que Blanca/Gabriela lleva, cuando aparece, un pequeño crucifijo colgado del cuello que anticipa su futuro sufrimiento en prisión (o incluso su muerte en la horca, en el original de Pedro Antonio de Alarcón), pero a Javier se lo yuxtapone,

2.1 Javier, juez sufriente. El clavo (Gil 1944)

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en el encuadre, con el crucifijo mucho mayor que hay sobre su mesa: su futuro sufrimiento será igual de significativo. Y por supuesto el clavo supone, junto con las espinas de su corona, un símbolo privilegiado de la agonía de Cristo. En el nivel literal de la historia, el clavo en la calavera del hombre asesinado representa un crimen sin resolver y un error judicial. Solo que en ningún género pueden estar más imbuidos de significación los objetos que en el melodrama y, así, en un nivel figurativo, el clavo significa, en primer lugar, el tormento de los amantes, que habrán de separarse debido a las ingenuas acciones del Javier juez en detrimento del Javier amante; en segundo lugar, un castigo para el carácter irreconciliable de Javier. El juez desapasionado y el apasionado amante son condenados, en efecto, a una vida de añoranza, y esta función totalmente simbólica reviste suma importancia: aunque El clavo da su nombre a la película y va guiando la historia, en ningún momento vemos en pantalla —cosa increíble— clavo ninguno, lo que da prueba del poder extraordinario de lo no visto —de lo que queda fuera de la pantalla— en el filme de ficción. En una sociedad en la que Iglesia y Justicia a menudo estaban conchabadas para sancionar la represión franquista, esta consoladora película «de prestigio» de Gil reconsidera la justicia y la religión indagando en el carácter conflictivo de un juez mediante la imaginería cristiana del sufrimiento masculino. En un contexto sociopolítico polarizado de bien y mal, de «nacional» y «rojo», de vencedor y vencido, e incluso de «España» y «anti-España», El clavo condena las oposiciones maniqueas y lleva a cabo una satisfactoria exploración de los traslapamientos entre acusador y acusado, criminal y juez, e incluso justicia e injusticia.

Ella, él y sus millones (Orduña 1944) Hoy tendemos a asociar a Cifesa con sus cuatro filmes épicos de gran presupuesto de entre 1948 y 1951, y en menor medida, con sus melodramas «de prestigio» como El clavo. Comedias como Ella, él y sus millones —de Juan de Orduña— constituyen, sin embargo, en realidad la mayor parte de las películas de esta productora, la cual —nos recuerdan— no era vocero ideológico ninguno sino empresa mercantil,

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verdad reforzada por el hecho de que, cuando en 1946 Cifesa apeló al Gobierno en busca de apoyo económico, este le fue denegado (véase Hopewell 1986, 36-37). Ella, él y sus millones es, de hecho, un ejemplo especialmente bueno de rentabilidad: gozó de un imponente pase de cuatro semanas completas durante el invierno de 1944-1945, que fueron dos de los oscuros «años del hambre» iniciales. La respuesta estándar a la popularidad de una comedia sobre la acaudalada aristocracia en un momento de penuria económica generalizada consiste en desdeñar dicha comedia por escapista. Pero, mientras que «escapismo» sugiere un público pasivo, distraído, yo prefiero hablar de «consuelo», término que sugiere un uso activo de un filme por parte del público. (Lo que no quita que se tratase de un uso limitado para un público reprimido tanto económica como políticamente y, en su mayoría, femenino). Así pues, tras sopesar el despliegue parcial que la película hace de una estética «de prestigio» mediante la puesta en escena (vestuario y decorados), paso a plantearme la posibilidad de leer en la cinta una condena. Tanto José Luis Castro de Paz (2002, 86) como Steven Marsh (2006, 9) han escrito, en efecto, evocadoras páginas sobre el enmascaramiento —pero también la puesta en evidencia— que la comedia realiza de la España «herida» de la década de 1940. Por mi parte voy a desarrollar este argumento en relación al retrato que Orduña hace de dos fascinantes patriarcas: el impávido financista Arturo Salazar —protagonista que, interpretado por Rafael Durán, conecta con el distante juez que este actor encarnaba en El clavo— y Ramón, duque de Hinojares, aristocrático padre de cuatro vástagos, personaje encarnado por José Isbert y de carácter secundario en atención nomás al tiempo que aparece en pantalla18. Como a menudo se ha señalado, Ella, él y sus millones es la respuesta de España a la comedia americana contemporánea —«un mundo de alta sociedad, en ocasiones con un toque chiflado (screwball), de diálogo rápido, excéntricas figuras mundanas y costosos

18 En su poco benévolo tratamiento de la obra de Orduña, Francisco Llinás reconoce (1998, 106) que los personajes secundarios están particularmente bien conseguidos.

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vestidos y peinados» (Evans 1995, 222)—, y esta película de Orduña se basa, más concretamente (véase Castro de Paz 2002, 89), en Bringing Up Baby [La fiera de mi niña] (Hawks 1938) y His Girl Friday [Luna nueva] (Hawks 1940)19. La desconexión entre los mundos interno y externo a la pantalla no podía ser más completa, ya que incluye tanto el contenido narrativo como la presentación formal. En primer lugar, Ella, él y sus millones presenta, para un país que estaba sufriendo una aguda movilidad social descendente, la movilidad social ascendente del financista Salazar (sobre cuyo nombre volveré), el cual, aunque nacido en la pobreza, ha acumulado los «millones» a los que el título alude con sus negocios y, ahora, necesita comprar un título nobiliario en consonancia mediante un matrimonio de conveniencia. Si al público le resultaba consolador ver una película sobre movilidad social que, comparada con sus propias vidas, era una fantasía, pintoresco era asimismo el retrato de la desembarazada movilidad geográfica en la falsa luna de miel de Arturo y Diana. La desconexión entre mundos que el filme implica se hace particularmente evidente en el despliegue de la puesta en escena: como con Amparito Rivelles y Ana Mariscal en El clavo y De mujer a mujer, Cifesa no reparó en gastos de cara al vestuario de inspiración hollywoodiense que Pedro Rodríguez diseñó para las tres hermanas Hinojares; la bobalicona Ana María (Ana María Campoy) aparece, en efecto, al comienzo del filme con un radiante vestido exactamente igual que el de Katharine Hepburn en el hotel al comienzo de la mencionada Bringing Up Baby [La fiera de mi niña] de Hawks. Pero unos personajes magníficamente vestidos deben ocupar escenarios ricamente amueblados y, así, el decorador Enique Alarcón establece un contraste entre los suntuosos interiores de estilo tradicional de la mansión de la familia Hinojares —incluyendo la secuencia de la sala de baile repleta de candelabros (y con un suelo esplendente) en que Arturo y Diana anuncian su matrimonio— y la moderna opulencia del hogar conyugal de los Salazar, donde se celebra un baile

19 Francisco Llinás indaga (1998, 106-107) en los solapamientos entre la obra de Orduña y la de Ernst Lubitsch.

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equivalente para que Arturo declare sus sentimientos a su astuta y taimada esposa. El trabajo de Áurea Ortiz sobre las comedias de la década de 1940 sugiere un análisis en términos de roles de género que tiende a leer una condena en Ella, él y sus millones. Los personajes femeninos —señala esta estudiosa— se apartan salvajemente de la ideología oficial de la época. («Ciertamente, no parecen irse a misa, pero sí a los cabarets y a las salas de fiesta»; citado en Castro de Paz 2002, 89). Por mi parte propongo hacer extensiva esta crítica en términos de roles de género a los personajes masculinos: planteo que, como en El clavo, en el examen de la masculinidad hay una contestación aún más rica del franquismo. La película arranca, en efecto, con el industrial Salazar (a su coprotagonista Diana, interpretada por Josita Hernán, la vemos fugazmente en el minuto diez pero no la conocemos sino hasta llegado el dieciocho): como después explicaré, Orduña, quien según los créditos es tanto director como responsable del «guion técnico» del filme, se sirve del nombre de este personaje —y de su quehacer en la secuencia tras los créditos— para presentarlo a los espectadores como una imagen de Franco. Entonces va sometiéndolo, a lo largo del arco de su evolución, a un malicioso —y potencialmente condenatorio— proceso de feminización. El tratamiento no es original, puesto que sigue el proceso de feminización característico de las comedias screwball de Hollywood (véase Evans 1995, 222), pero relacionar tan obviamente al varón feminizado con el dictador resulta extraordinario. Salazar es, naturalmente, el apellido del dictador derechista contemporáneo de Franco en la vecina Portugal, António de Oliveira Salazar, por quien el dictador de España sentía una gran admiración (véase Preston 1993, 454). El retrato que Orduña ofrece del personaje como un sobrio financista refuerza el solapamiento con un dictador que era profesor de Económicas: a este Arturo Salazar lo conocemos —en la mencionada secuencia tras los créditos de cabecera— en su despacho; se insiste, además, en su dominio de las finanzas. Pero esta secuencia inicial merece un análisis más detallado en virtud de sus similitudes con la secuencia inicial del No-Do, repetida ad nauseam a los espectadores y, por ello, fácilmente reconocible para 1944. En el primer No-Do (4 de enero de 1943), tras una imagen de la bandera

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española y un montaje de planos de establecimiento del palacio de El Pardo (la sede del Gobierno del dictador), un plano medio muestra a un Franco supuestamente industrioso trabajando duro en su escritorio despachando asuntos de tiempos de paz (a pesar de su uniforme militar): la mesa está repleta de papeles del Estado y descubrimos, detrás del hombre, un retrato enmarcado de su homólogo portugués20. En 1944 Orduña ofrece, del mismo modo, primero un plano de establecimiento (en este caso de Madrid), después un plano general de Arturo Salazar llegando a trabajar en coche y, entonces, dos planos medios que captan su entrada en el despacho y su dedicación a los asuntos del día. Entre el propio nombre «Salazar» y el traslape entre esta presentación y la de Franco en el No-Do, la invitación a leer este personaje como un trasunto del dictador resulta complicada de ignorar, si bien escapó a los censores. Igual que sucedía con el papel de juez de El clavo (estrenada en Madrid un mes antes que Ella, él y sus millones), este personaje de Durán va feminizándose a lo largo del filme. Si esta feminización adoptaba, en el de Gil, la forma del sufrimiento —no una herida física infligida por el «clavo» del título, sino una herida emotiva que el magistrado se inflige a sí mismo en su excesivo celo profesional—, en el de Orduña toma los derroteros más convencionales del amor romántico. En el transcurso de la luna de miel, Salazar ha de sucumbir, en efecto —tras mucho enredo screwball con el amigo Joaquín, quien acompaña a la pareja para dar lugar a un falso triángulo amoroso—, a los encantos de su nueva esposa; cae, pues, la fachada heroica de esmero y diligencia y queda al descubierto el lado humano de Salazar, susceptible como cualquier mortal a las tentaciones del romanticismo. Nótese, en cualquier caso, que nunca vemos a este hombre desatender por ello sus responsabilidades de empresario. Si la feminización mediante el sufrimiento del juez que Durán encarnaba en El clavo era una potencial condena de la fría maquinaria de

20 Este primer noticiero se repitió a menudo durante los años en los que el No-Do se proyectaba en las salas de cine españolas (1943-1981, si bien dejó de ser obligatorio en 1975). Véase al respecto Tranche y Sánchez-Biosca (2002).

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la Justicia franquista, la feminización mediante el romance del industrial que el mismo actor encarna en este filme es mucho menos aguda en su crítica. La trayectoria del personaje de Durán en la película de Orduña se corresponde, de hecho, con el objetivo de la dictadura de justificar su existencia en la paz, a pesar de haberse hecho con el poder mediante una sublevación militar. El primer No-Do (ese cuyo arranque recién comentábamos) ejemplifica este objetivo propagandístico: el general Franco, vestido de uniforme, aparece en pantalla despachando asuntos de estado propios de tiempos de paz; el armamento y el campo de batalla se han vuelto en escritorio, pluma y papeles. Así pues, igual que se suaviza y domestica al dictador militar mediante semejante retrato, otro tanto se hace con el personaje del industrial Salazar pero sin que ello afecte, en ningún momento, negativamente a los asuntos profesionales. Mucho más incisivo resulta el segundo patriarca de Ella, él y sus millones, el duque de Hinojares, personaje interpretado —ya dijimos— por José Isbert. Si el personaje de Durán va cambiando a lo largo de la película, la encarnación que Isbert hace de este aristócrata arruinado y pueril se mantiene estática. Y si la importancia simbólica de Salazar en el filme cabe atribuírsela a Orduña (el director y coguionista), la fuente creativa de la significación del personaje ha de situarse, para el duque, en Isbert (el actor). Hecho ya al diálogo rápido, al ritmo suelto, a los decorados suntuosos y a las caracterizaciones estereotipadas de la comedia, el espectador se encuentra con este personaje a los doce minutos de película. Aparece, vistiendo un sombrío traje oscuro y ostentando un bigote, inmerso en la tarea, aparentemente sobria, de dictar un discurso sobre Favila y el oso —tema relacionado con el mito fundacional de la España cristiana (véase Llinás 1998, 107)— a una secretaria interpretada por la propia hija del actor (María). Orduña no tiene sino que accionar la cámara encuadrando al personaje en plano medio y, optando por la discreción de largas tomas, dejar a Isbert practicar su discurso, que va volviéndose hilarantemente absurda por lo irrelevante de la materia, las interrupciones constantes, los cómicos malentendidos de la secretaria y hasta una bola de golf que rompe la ventana y golpea al duque en la cabeza (disparate sacado nada menos que de la ya dos veces mencionada Bringing Up Baby

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2.2 El pomposo discurso de Hinojares. Ella, él y sus millones (Orduña 1944)

[La fiera de mi niña] de Howard Hawks). La interpretación de Isbert es sublime: desbarata su discurso de retórica académica con los medios no discursivos del gesto excesivo y el énfasis exagerado. La escena recuerda al resumen que Steven Marsh (2006, 101) hace del despliegue de la cultura popular en la obra de Berlanga, director con quien Isbert trabajaría en malicioso tándem durante las décadas de 1950 y 1960 (en Bienvenido, mister Marshall y El verdugo): «subversivo precisamente por su capacidad de hilar su urdimbre dentro de las estructuras de poder existentes». Los espectadores de aquel año de 1944, cuyo acceso a los sucesos de actualidad se limitaba a medios censurados (la prensa, la radio y el No-Do, establecido —según dijimos— el año anterior [1943]), se hallarían ya fatigosamente acostumbrados a la retórica inane de los vacíos discursos de los políticos: estarían encantados, sin duda, ante la posibilidad de leer la actuación de Isbert en términos condenatorios. Materia de guasa es también el propio físico de Isbert,

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significativamente más bajo que su esposa (quien de hecho lo llama «Ramoncito») y que todas sus hijas y yernos. Rotundo y enano, no es peregrino ver en este pomposo duque de Isbert —hombre a la cabeza de una bancarrota familiar que deberán subsanar sus hijas— un sosias del dictador, quien se dedicaba a dar discursos moralizantes mientras el país sufría bajo un sistema de autarquía que subsanaría la generación siguiente (la de los políticos tecnócratas). Si la repetición cómica es una de las estrategias que frustran la composición del discurso, el que dos de sus hijas repitan al duque la frase «eres un gran padre» contribuye, del mismo modo, a este sugerente desbaratamiento de su rol patriarcal. En un discurso posterior, este personaje reúne a su familia para revelarles la ruina de su hacienda: la escena arranca con un sombrío Isbert que está de pie ante sus parientes, quienes por su parte están sentados; subraya lo crucial de su anuncio la manera en que la banda sonora de Juan Quintero depone su motivo vivaz para saltar a cuerdas gravedosas. Apenas si ha empezado, sin embargo, el duque viene gloriosamente usurpado por su prole; en especial por sus hijas, que saltan de su asiento, sientan a su padre y empiezan a proponer soluciones para la situación económica familiar. (Se trata de comedia screwball basada en una pieza de teatro con título «Cuento de hadas», por lo que las propuestas incluyen la búsqueda de un príncipe azul, que llega en forma de Salazar, o la de una madrina norteamericana, que no llega). En este punto la película despega en pos de dicho cuento de hadas y a Isbert ya casi no lo vemos, si bien se embarca en quehaceres que dan pruebas adicionales de su infantilización: ir andando a cuatro patas mientras juega con un tren de juguete y caerse de una escalera para golpearse la cabeza (de nuevo), en el baile de etiqueta de los Salazar. La actuación de Isbert en esta comedia de Cifesa, ya hace tiempo olvidada, condena, con los medios cómicos eminentemente no discursivos de la mímica y la exageración, al menos dos aspectos clave del franquismo de la década de 1940: los altisonantes discursos políticos y la santificación del patriarcado. Supone, de hecho, una interpretación a tal punto conseguida que establece el modelo para la celebradísima Bienvenido, mister Marshall (1952), donde Isbert encarna a otro patriarca inútil (el alcalde del pueblo) en la mordaz sátira cómica que Ber-

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langa realiza de los oportunistas (e infructuosos) esfuerzos del régimen franquista por ganarse el apoyo de los Estados Unidos. El alcalde de Isbert del filme de Berlanga retoma al duque de Isbert del de Orduña: ambos patriarcas invitan a una pícara comparación con el patriarca supremo de la dictadura (Franco) en la medida en que ambos emprenden discursos jocosamente fútiles; la alocución académica repetidamente interrumpida y la alocución familiar de Ella, él y sus millones marcan la pauta del admiradísimo discurso (interrumpido y truncado) que desde el balcón pronuncia el alcalde en Bienvenido, mister Marshall. Delata otro paralelismo el comportamiento pueril tanto del duque como del alcalde: el trenecito de juguete de la película de 1944 se convierte en la caracterización de cowboy de 1952; en el primer caso el duque juega, como dijimos, a cuatro patas como un niño y, en el segundo, encontramos a Isbert, en el contexto del sueño del alcalde, vestido de vaquero como protagonista de un filme del oeste, con un sombrero enorme, unas botas y la correspondiente estrella de sheriff. Al ofrecer a los espectadores significativos placeres mediante su estética «de prestigio», Ella, él y sus millones es también un buen ejemplo de lo que, a propósito de otros directores como Edgar Neville, Miguel Mihura, Fernando Fernán Gómez y Berlanga, Steven Marsh (2006) ha llamado Comedy and the Weakening of the State [La comedia y el debilitamiento del Estado]. De forma parecida, José Luis Castro de Paz (2002, 89) valora la conexión de esta película de Orduña (vía Isbert) con el teatro español del esperpento, forma de alta cultura. Marsh ha cuestionado, no obstante (ibid., 72 y 100-101), la recurrente referencia de la historiografía del cine español a dicha tradición esperpéntica; se trata, en efecto, de una tradición tanto perteneciente al ámbito de la alta cultura como específicamente española, mientras que este estudioso plantea un enfoque plural: atento a influencias tanto nacionales como internacionales y tanto populares como dominantes. Por mi parte resumo, en estas líneas, la extraordinaria actuación del Isbert patriarca de Ella, él y sus millones como una amalgama del esperpento del teatro culto con las figuras cómicas del vodevil, el «gracioso» del teatro español del siglo xvii (véase Bentley 2008, 94, nota 25) y el bobo de la comedia screwball americana: como una poliédrica crítica de la masculinidad, la familia y el Medievo en general, y una riesgosa

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befa de la persona del dictador en particular. Perfora, pues, dicha actuación de Isbert al menos dos principios de ese «fe, familia y patria» tan caro al régimen.

De mujer a mujer (Lucia 1950) Si, según han planteado estudios recientes (véase Labanyi 2000), el cine español de entre 1944 y 1951 fue dando cada vez más valor a lo femenino, y el extraordinario retrato del juez sufriente —y por tanto feminizado— de El clavo de Rafael Gil (1944) podría considerarse una manifestación temprana del proceso, la cinta de Luis Lucia (1950) que a continuación analizo —De mujer a mujer— sería, en cambio, su culminación. De mujer a mujer despliega, igual que El clavo, una estética «de prestigio» tendente a consolar, y el melodrama también demuestra ser aquí, de nuevo igual que en El clavo, un crisol en potencia para la contestación. En el punto álgido de la represión vengativa llevada a cabo por los tribunales franquistas, Gil nos presenta a un juez que rompe su propio corazón de resultas de su celo profesional. Lucia se centra, por su parte, en la experiencia femenina, más propia del género hollywoodiano, doblado al español e inmensamente popular en esta época. Temáticamente, De mujer a mujer diríase que ofrece el consolador relato de una mujer casada de la alta burguesía (Isabel, interpretada por Amparito Rivelles) que pierde a su hija y con ella su cordura, pero que recobra ambas al final de la película. Teniendo en cuenta, sin embargo, el personaje de Emilia (Ana Mariscal, a quien su actuación valió un premio del Círculo de Escritores Cinematográficos), emerge una lectura alternativa, contestataria. Emilia es, en efecto, la mujer que cuida a la enferma en su convalecencia, ejerce durante la misma como su sustituto conyugal y se suicida, acabando el filme, para ofrecerle su hija «de mujer a mujer»21.

21 Labanyi ha observado (2007b, 39) que la entrega del hijo anhelado por parte de una amante fértil del marido a su esposa estéril evoca el tratamiento de Pérez Galdós en Fortunata y Jacinta (1886-1887) pero, mientras que a Pérez

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De mujer a mujer despliega todos los rasgos que Chris Cagle (2007, 292) atribuye al filme «de prestigio»: en primer lugar es una adaptación de una «fuente literaria», concretamente de Jacinto Benavente, dramaturgo que (véase Perriam et al. 2000, 79) en la década de 1940 volvió a gozar de popularidad tras abjurar de sus simpatías republicanas (me refiero a la pieza Alma triunfante, de 1902, año en que de hecho está ambientada la película); en segundo lugar, sus temas «serios» incluyen el duelo y la recuperación, así como la solidaridad y la traición, si bien tal seriedad podría quedar diluida para quienes sospechasen de un tratamiento melodramático exagerado; en tercer lugar, la «espléndida produción» de la película cuadra a una Cifesa que, en 1950, se hallaba en la cima de su éxito (el fiascazo de Alba de América [1951] y la subsiguiente decadencia estaban todavía por venir): intérpretes de primera como Eduardo Fajardo (quien interpreta al ineficiente marido Luis), Mariscal y Rivelles ven realzadas sus actuaciones merced a la labor de estrellas técnicas de la productora como Alfredo Fraile (el director de fotografía cuyos «planos detallistas y contrastados» —Mira 2010, 136— dominaron el cine en blanco y negro de las décadas de 1940 y 1950), el compositor Juan Quintero y el montador Juan Serra (tanto Fraile como estos dos hombres trabajaron asimismo en El clavo, y Quintero y Serra también en Ella, él y sus millones) y el escenógrafo Pierre Shild (refugiado ruso). Este equipo técnico creó, mediante la puesta en escena, una opulenta morada burguesa de la época del cambio de siglo para Isabel y Luis, con interiores barrocos profusamente iluminados. Estética esta que podría sugerir escapismo, solo que un aire semejante recibe el piso de Luis y Emilia, lo que apunta a una inesperada equivalencia entre los hogares de la respetable esposa Isabel y la amante adúltera Emilia. También el vestuario hace pensar al principio en los consuelos del escapismo, con el gran placer visual que proporcionan los trajes y volantes hollywoodescos de Rivelles (véase Labanyi 2007b, 40); semejante despliegue merece, sin

Galdós le interesa una clase obrera simbólicamente fecunda y una burguesía infructuosa, Lucia sugiere, mediante el vestuario, que Isabel y Emilia pertenecen a la misma clase.

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embargo, un examen más atento. Labanyi identifica, en efecto (ibid.), un sorprendete rechazo a vestir a Isabel como el modesto angelito que el franquismo temprano ensalzaba. Y en ningún punto podría resultar más apropiada tal modestia que en la escena en que llora la muerte de su hija, pero aquí Rivelles aparece con un vestido escotado perturbadoramente sexy. Por no hablar de la escena de su confrontación con la rival Emilia, donde su espectacular atuendo hace que ella parezca la amante y Mariscal, sobriamente vestida, la esposa (véase Labanyi ibid., 40-41). Así pues, la vestimenta tanto de los interiores como de ambas estrellas femeninas implica un interesante solapamiento de matrimonio legítimo y adulterio ilegítimo, cosa que quizás ofreciese a los públicos una consoladora alternativa a (o directamente un rechazo condenatorio de) los prescriptivos roles de género que propugnaba la maniquea ideología de la década de 1940. Si escenografía y vestuario trabajan, a lo que parece, en tándem, también se hace un despliegue coordinado del montaje y la música queriendo sugerir una respuesta comprensiva a la locura de Isabel. Resulta aquí de importancia la presentación paralela de por una parte el accidente de la niña Maribel y, por otra, la convulsa escena de la habitación de Isabel durante su primera noche en la casa de reposo. En el primer caso, el ritmo de salto entre tomas va aumentando —y van variando los ángulos— a medida que Luis va empujando a Maribel cada vez más alto en el columpio hasta hacerla caer. La música emprende, en consonancia, un crescendo y ahoga, en un extraño efecto, los posibles gritos de la niña. De forma parecida, durante la escandalera armada en la alcoba de la casa de reposo al descubrir Isabel que la muñeca que reemplaza a su hija ya no está, el montador (el mencionado Serra) va aumentando el número de cortes —así como encuadrando desde sitios diversos— mientras el compositor (el mencionado Quintero) intensifica el volumen y el ritmo de su música. El que la escena de la pérdida de la hija y la de la enajenación en el cuarto de la clínica reciban tratamientos formalmente análogos sugiere, en vena comprensiva, que el primer suceso es causa inmediata del segundo. Saltando ahora a la trama, este tratamiento benévolo de Isabel en su aislamiento permite una lectura del filme conforme a la tesis del consuelo. De mujer a mujer arranca, en efecto, con una escena de apa-

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rente dicha doméstica en la que un montaje de varios planos de relojes que se acercan a las ocho de la mañana termina con Isabel y Luis despertándose en la cama, preparándose juntos para el día y despertando a su hija Maribel; vemos entonces a Luis abandonando su jornada laboral para comprar un columpio y un ramo de flores para celebrar el santo de su mujer y su hija y, tras ello, celebraciones con los padres, la niña, los abuelos y un sacerdote: un mundo feliz de alta burguesía que salta en pedazos con la caída mortal de Maribel. Lucia y su equipo utilizan, de hecho, almibaradas técnicas para socavar esta imagen de paraíso familiar mediante presagios del infierno por venir. Los planos de relojes —contrapicados siempre— evocan la perspectiva de la niña, cuyo lapso vital está por terminarse al empezar la película. En la primera toma de la alcoba infantil, la cámara enfoca una muñeca sin vida antes de panear hacia la derecha para encuadrar a la criatura viva que duerme en la cama; ofrece, pues, una premonición cinematográfica de su muerte, de la que también nos advierte la muñeca que Isabel

2.3 Isabel, Luis y la muñeca que representa a la hija. De mujer a mujer (Lucia 1950)

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compra a su hija, toda vez que guarda un inquietante parecido con ella. Luis tomará, además, al pelele en sus brazos durante la fiesta en que se entregan los regalos mientras la niña está fuera, cosa que apunta tanto a la muerte de Maribel como a la creencia de Isabel, en su enajenación, de que la muñeca es aquella. Tampoco son casuales desde el punto de vista de la historia los relojes del comienzo, ya que, como Labanyi ha puesto de relieve, la demencia y la cordura de Isabel giran en torno a su interpretación del tiempo: en su idea errada de que su hija sigue viva, esta mujer se aferra a lo sido; su recuperación implica aceptar, en cambio, que lo pasado pasado es. Cabría pues decir, según la tesis del consuelo, que esta película ofrecía a públicos sufrientes (especialmente femeninos) un medio para lidiar con la pérdida (particularmente con la pérdida de hijos, maridos, padres y hermanos tanto en la guerra como en la vengaza posbélica) y mirar hacia el futuro. Esta interpretación consolatoria prescinde, sin embargo, por completo del fascinante papel de Mariscal (el de Emilia). Labanyi señala (2007b, 42) que, aunque De mujer a mujer dramatiza la pérdida que Isabel sufre del tiempo pasado en que murió su hija (cosa que cabe interpretar positivamente en la medida en que «pone fin a su proceso de duelo»), al mismo tiempo dramatiza la pérdida de su amistad pasada con Emilia y, por tanto, la película también plantearía «una melancólica identificación con un pasado que las mujeres se resistían a dejar marchar». Mediante la caracterización de Emilia, Lucia ofrece la posibilidad de leer el filme como un acto, más que de consuelo, de condena. Este extraordinario personaje está calado, en efecto, por la contradicción. Para empezar, el hecho de que lo interprete Mariscal, quien en sus personajes teatrales y de cine encarnó, hasta 1950, tanto el ideal supremo de feminidad franquista —el propio dictador eligió a la actriz para desempeñar el papel femenino idelizado de Marisol en Raza— como múltiples versiones profundamente anómalas de la feminidad. (Ensayó, por ejemplo, para un papel con Federico García Lorca antes de la guerra en su Así que pasen cinco años e incluso asumió, en 1945, la figura masculina del seductor en el Don Juan Tenorio de José Zorrilla; véase Triana-Toribio 2000b, 186). Pues bien: las contradicciones de la estrella Mariscal vienen replicadas en esta Emilia de Lucia. Encarna, al mismo tiempo, la virtud y el vicio: la virtud,

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mediante los roles femeninos conservadores tanto de angelical enfermera (la primera vez que la vemos lleva un uniforme blanco de tal con una cofia que parece un halo; véase Triana-Toribio ibid., 193) como de angelical esposa (no otro papel representa para Luis en ausencia de Isabel, y esa misma cofia también se ha interpretado —véase Labanyi 2007b, 40— como alusión a un velo nupcial); el vicio, mediante los roles femeninos rupturistas de la adúltera (en cuanto amante de Luis durante la convalecencia de Isabel) y la traidora (en la medida en que echa mano del marido de su paciente y amiga). No menos contradictorio resulta su destino en el filme: esta mujer realiza el sumo sacrificio de su propia vida al suicidarse para dejar a Isabel, la legítima esposa, a su hija ilegítima; pero, si la madre que se sacrifica a sí misma es el papel femenino supremo del nacionalcatolicismo, su suicidio es, a la vez, el acto antinacionalcatólico supremo (véase Triana-Toribio ibid., 41). La caracterización de Emilia en De mujer a mujer ofrece, pues, un retrato de la feminidad que los públicos acaso encontrasen satisfactoriamente perturbador en el contexto sociopolítico del franquismo de 1950. La película termina cerrando el círculo, con una imagen parecida de felicidad doméstica estereotipada: el marido, la mujer y la hija en su hogar luminoso y ricamente decorado. Sin embargo, mientras que la «familia feliz» del comienzo del filme resultaba socavada por la premonición mediante la dirección de fotografía y la puesta en escena de la futura catástrofe de la muerte de la hija, la «familia feliz» del final resulta socavada —mediante la voz en off de Mariscal— por la presencia fantasmal del sacrificio pasado de Emilia. Resultan persuasivas las palabras de Núria Triana-Toribio (2000b, 191) sobre la fuerza y el tono del español neutro de Mariscal, que constituye —argumenta la estudiosa— el rasgo definitorio de esta estrella al situarla al margen de un contexto cinematográfico de «bellezas mudas». A Mariscal la ha «repudiado» (véase Triana-Toribio ibid.) un país democrático ansioso por renunciar al franquismo y su cultura, representados ambos, como hemos vistos, en última instancia por la película Raza, donde Mariscal tiene papel estrella. Pero, si el personaje de Emilia regresa para hostigar a la familia feliz burguesa del final del filme De mujer a mujer, la actriz regresa, por su parte, para hostigar a la historiografía del cine español: esa voz femenina profunda, firme, significa que aquí el sonido

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prevalece —cosa insólita— sobre la imagen encorsetada; habla, sí, de una feminidad conflictiva, contradictoria, que la trama convencional acaso elimine pero que no terminará de desaparecer. Porque las formas disidentes de feminidad quizás se eliminasen oficialmente en la España de Franco, pero una lectura contestataria de De mujer a mujer sugiere su presencia continuada, perturbadora, aun si nomás mediante fantasmales retornos en pantalla y, fuera del cine, en la imaginación de los espectadores.

Surcos (Nieves Conde 1951) Se ha convertido en un lugar común calificar a 1951 de año bisagra en el cine español. La destitución fulminante de un ministro del Gobierno siempre suscita interés, especialmente en el caso de una dictadura. Tal fue el destino, en 1952, del director general de Cinematografía José María García Escudero tras concederse, en 1951, el premio de «interés nacional» a Surcos, de José Antonio Nieves Conde (1951), en lugar de a Alba de América, aquel cansino biopic de Juan de Orduña sobre Cristóbal Colón en que consistió la patriótica respuesta de Cifesa al tratamiento poco benévolo que, en Christopher Columbus (MacDonald 1949), la Gainsborough dispensara al tesoro nacional del franquismo. Este reiterado oponer un filme histórico de Cifesa y la primera película neorrealista española22 ha resultado contraproducente, toda vez que ha tendido a distorsionar nuestra percepción tanto de la Cifesa de la década de 1940 (de la que Alba de América se toma por culminación) como de las nuevas corrientes políticas de la década de 1950. Los tres primeros apartados del presente capítulo han cuestionado, en efecto, la idea de que Cifesa fuese un vocero del 22 No es la primera película de posguerra que se centra en las clases trabajadoras: exploraba este ámbito Dos cuentos para dos (Lucia 1947), producida por Cifesa (véase Pérez Perucha, citado en Company 1997a, 219). Bernard Bentley señala, de hecho (2008, 118, nota 3), que hay varios precedentes en el cine español de la década de 1940 para el tono documental de Surcos, si bien tienden a atribuirse al neorrealismo italiano.

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régimen enfatizando los potenciales usos consolatorios del filme «de prestigio» por parte de los públicos, así como poniendo de relieve posibles lecturas contestatarias: si Alba de América cuadra a la caricatura propagandística de Cifesa, antes de dicha película la productora desplegó todo un panorama de creatividad cinematográfica a menudo bien sugerente. Mientras que Surcos ofrece una alternativa extrema al cine de la década de 1940, en los otros dos estudios de caso que siguen —Esa pareja feliz (1951) y Calle Mayor (1956)— insistiré en el mayor solapamiento, en lo que al tratamiento del consuelo y la condena se refiere, entre el cine español de la década de 1940 y el de la década de 1950. Surcos realiza una condena implacable de la penuria económica y de la ciudad moderna, aunque, como señala Katy Vernon (1999, 257), lo que en última instancia lleva a la perdición es «una crisis de la autoridad paterna». Tanto el director como los guionistas (Eugenio Montes, Natividad Zaro y Gonzalo Torrente Ballester, también novelista) pertenecían a la Falange, grupo constitutivo del primer franquismo (en 1939) pero posteriormente perjudicado al apartar el régimen a los falangistas a lo largo de la década de 1940. Imanol Zumalde Arregui observa, además (1997b, 296), que Nieves Conde y sus mencionados guionistas pertenecían a un sector del falangismo que era especialmente crítico con las políticas sociales del régimen. Es decir: que, en Surcos, al franquismo se lo critica desde dentro. En primer lugar, el filme condena el fracaso de la autarquía franquista sacando a relucir —con sus corolarios del estraperlo, el hacinamiento, el crimen y la prostitución— una tremenda miseria económica23. En segundo lugar critica, presentando una ciudad infestada de vicio, el reciente apartamiento, por parte del franquismo, del encomio del noble campesino para aceptar, en cambio, la vida urbana como necesaria para la reforma económica. Realiza asimismo una misógina condena de

23 El novelista Cela, quien trataba temas parecidos en La colmena, publicada en Buenos Aires el mismo año, pidió a Nieves Conde, tras ver Surcos, que llevase al cine esta novela; véase Zumalde Arregui (1997b, 296). Nieves Conde nunca lo hizo, pero sí Mario Camus en 1982; véase el capítulo quinto.

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2.4 La familia Pérez abrumada a su llegada a Madrid. Surcos (Nieves Conde 1951)

los públicos femeninos que buscaban consuelo en la cultura popular —por ejemplo el cine de Hollywood o el cabaret español—, cultura que se considera, en el mejor de los casos, una distracción escapista y, en el peor, corrupción moral. Así pues, la mísera familia campesina Pérez, integrada por el padre, la madre, una hija y dos hijos, se muda a Madrid con la esperanza de prosperar. El destino de los tres hijos es ejemplar. El mayor (Pepe) termina enredado con el gánster que llaman Chamberlain: su horrible muerte —cae herido en un trabajo ilegal y su jefe lo arroja (todavía vivo) a las vías del tren— es paradigmática del vicio urbano, y su entierro impele a la familia a volver a casa. El segundo hijo (Manolo) parece abocado a un destino parecido hasta que lo redime Rosario, rubia virginal cuya caracterización delata la querencia racial fascista del director y el equipo creativo (todos, como hemos dicho, de la Falange). Pero todavía más claras resultan las preocupaciones por la mujer y la corrupción en el tratamiento de la hija (Tonia): si el deseo de prosperidad de los personajes masculinos viene represen-

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tado en términos económicos mediante la lucha del padre y los hijos por encontrar empleo, el deseo de prosperidad de este personaje femenino no puede representarse sino en términos morales. Repitiendo, en efecto, la misoginia del tratamiento de Acacia por parte de Florián Rey en La aldea maldita (1930, véase el capítulo primero), Nieves Conde presenta la primera tentativa de Tonia de ascender socialmente —convertirse en cantante de cabaret— como algo que para su padre equivale a la prostitución; la chica logra, de hecho, finalmente ascender prostituyéndose con el que dicen Chamberlain. Si en la primera tentativa de la chica se condena el espectáctulo popular de variedades, en la segunda va implícito el espectáculo popular del cine, ya que, cuando el padre encuentra a su hija instalada en un piso como amante de dicho Chamberlain, se la yuxtapone, en el encuadre, con una glamurosa fotografía de la hollywoodiense Rita Hayworth (véase Kinder 1993, 51). La anterior polola de Chamberlain confirma este vínculo entre degeneración moral femenina y películas «inapropiadas» durante una conversación sobre la posibilidad de ir al cine: el gánster propone una película neorrealista sobre «problemas sociales», y ella se pregunta por qué nadie «iba a querer ver semejante miseria con lo bonitas que son las vidas de los millonarios» (citado en inglés por Vernon 1999, 257). Son muchos los estudios que examinan la afiliación de Surcos al cine neorrealista de «problemas sociales», solo que acaso encaje demasiado bien el señalar primero la mayor disponibilidad de películas neorrealistas a través de cineclubs y Semanas de cine italiano —estas se celebraron, según antes dijimos, en Madrid en 1951 y 1953— para luego vincular a tal mayor disponibilidad el nacimiento de un nuevo cine español neorrealista. Nieves Conde niega, en efecto (véase Vernon 1999, 256), haber visto ninguna de estas películas, si bien algunos críticos han señalado (Zumalde Arregui 1997b, 296) tanto la amplia influencia de técnicas documentales en general, como la inspiración de escenas clave de Roberto Rossellini —Paisà (1946) y Europa ’51 (1951)— en particular. Más matizado resulta el análisis que, en la línea de Hopewell (1986, 56), Marsha Kinder (1993, 40-53) realiza de Surcos como un híbrido «falangista-neorrealista» de melodrama hollywoodiense y neorrealismo donde la ideología izquierdista del movi-

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miento italiano se redespliega, en el contexto español, paradójicamente con el objetivo falangista de criticar la vida urbana. En las lecturas que siguen de Esa pareja feliz y Calle Mayor me centro en la segunda parte del comentario de la polola de Chamberlain, en el que Nieves Conde condena, en vena autorreflexiva, el potencial del cine para distraer y corromper haciendo ver que a mujeres perdidas como dicha polola —o Tonia— les encantan los filmes escapistas sobre millonarios (tales serían tanto los de Hollywood como las películas «de prestigio» de Cifesa examinadas en los anteriores apartados del presente capítulo). Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga, aunque también ellos autorreflexivos, combinan en Esa pareja feliz (codirigida por ambos) y Calle Mayor (obra solo de Bardem) su condena del estancamiento político y económico con un análisis más benévolo del uso consolatorio del cine por parte de los públicos.

Esa pareja feliz (Bardem y Berlanga 1951) La comparación aislada de De mujer a mujer (1950) y Surcos (1951), filmes estrenados con apenas un año de diferencia, ilustra ese hiato de la cinematografía española al que Jo Labanyi se refiere (2000, 164-165) en los siguientes términos: «El año de 1951 marcó el final del interés por la familia y lo femenino; el desarrollo de un cine de oposición llevó a un nuevo énfasis en lo político y a tramas centradas, por tanto, en el varón». Pasamos, en primer lugar (véase Labanyi ibid., 165), de ese «popularcísimo cine centrado en la mujer» que se produjo en la década de 1940, al «cine de oposición —centrado en el varón— que se produjo en la de 1950, [cine que] nunca tuvo repercusión más allá de una élite intelectual». (Por poco fiables que sean las estadísticas de público para periodos tempranos del cine español —las facturas de las taquillas no empezaron a contabilizarse [véase Castro de Paz y Cerdán 2011, 206] hasta 1965—, las estimaciones actuales revelan que De mujer a mujer tuvo, como mínimo, cinco veces más espectadores que Surcos). En segundo lugar, el carácter heterogéneo de los equipos creativos del sistema de estudios de Cifesa se traducía, como antes apuntábamos, en contri-

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buciones ricamente discordantes (por ejemplo la de Mariscal en De mujer a mujer), mientras que con Surcos pasamos a un modelo de producción de autor: la productora Atenea Films se creó, en efecto, expresamente para esta película, y Nieves Conde pudo rodearse de un equipo ideológicamente afín (de ahí la sectaria visión falangista común al director y los guionistas). En tercer lugar, aunque desde De mujer a mujer hasta Surcos se mantiene un énfasis en «la familia y lo femenino», entre un filme y otro saltamos de un tratamiento comprensivo del sufrimiento y la enfermedad femeninos en el que el patriarca representa una figura secundaria cuya capacidad de engendrar hijas se puede transferir «de mujer a mujer» (De mujer a mujer), a una visión misógina en la que el patriarca es clave (Surcos). Es, ciertamente, a través del cuerpo del padre como Nieves Conde indaga en el agotador trabajo físico —por ejemplo en esa escena tan celebrada de la fábrica (de inspiración neorrealista) en la que Manolo se desmaya—, y es a través de la moral del padre como se condena el comportamiento caprichoso de la esposa y la hija. Una lectura de la historia del cine español que sitúe en primer plano al neorrealismo italiano pone el acento en la continuidad entre por una parte nuevos directores como Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem —formados desde 1947 en la nueva escuela estatal de cine— y, por otra, películas como Surcos. (A las Semanas de cine italiano de comienzos de la década de 1950 asistieron, principalmente, los alumnos de dicha escuela, donde incluso había copias de algunos filmes neorrealistas, por ejemplo Ladri di biciclette [Ladrón de bicicletas]; véase Sánchez Noriega 1998, 2). Desde el año 2000, sin embargo, la historiografía del cine español ha ido cuestionando, cada vez más, la influencia del neorrealismo. Steven Marsh, por dar un caso, pone en duda (2006, 98) la asociación de esta corriente con Berlanga planteando, en cambio, la subversiva fusión que el director realiza de múltiples fuentes, ante todo del ámbito de la comedia. Más recientemente, José Luis Castro de Paz y Josetxo Cerdán refutan (2011, 43-81) que el neorrealismo incidiese, en general, en el cine español de oposición de la década de 1950: minimizan su importancia incluso en la obra de Bardem, miembro del clandestino Partido Comunista de España y entusiasta de Cesare Zavattini (véase ibid., 63-

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80)24. También yo quito importancia, en las dos últimas secciones del presente capítulo —es decir, esta y la siguiente—, a la influencia del neorrealismo para reconsiderar, sin embargo, la condena y el consuelo tanto en Esa pareja feliz como en Calle Mayor. Ambos filmes se plantean, igual que Surcos, en vena autorreflexiva el potencial consolador de la cultura popular y el cine. A diferencia, no obstante, del misógino desdén de Surcos hacia el influjo corruptor de dicho potencial, Berlanga y Bardem ofrecen un tratamiento benévolo. Esa pareja feliz fue objeto, a finales de la década de 1990, de una serie de influyentes lecturas de las que se desprenden dos interpretaciones muy distintas, centrada una en la condena y la otra en el consuelo. Las circunstancias de producción pueden aducirse en refuerzo de la primera interpretación, planteada en términos de cine de autor. Los directores fundaron, en efecto, su propia productora (Altamira) para centralizar, en oposición al sistema de estudios, el control creativo; tal fue el agravio de la industria por la película que esta recibió una calificación a la baja y ninguna distribuidora se atrevió con ella hasta el taquillazo, en 1952, de Bienvenido, mister Marshall, dirigida por Berlanga y coescrita con Bardem. En esta misma visión (en términos políticos y de cine de autor) de Esa pareja feliz insiste Marvin D’Lugo, según el cual (1997, 53) la película condenaría tanto la propia dictadura —un corte de una ópera marítima incluye, de hecho, un rotundo y ridículo personaje de Franco/Carrero Blanco— como, más incisivamente, el que un incipiente consumismo y una güera cultura popular distrajesen a los españoles de la realidad de aquella. («Hay una obvia crítica de las tristes ilusiones de los pobres españoles ante un mundo que no ofrece sino una superficial apariencia de bienestar»). El mismo año, Román Gubern llamaba la atención, en términos similares (1997, 304), sobre la condena política que, apelando a una llamada regeneracionista a la acción, este filme realiza de la España de mediado el siglo xx, prestando especial atención a las precarias condiciones laborales, al hacinamiento en las viviendas y a las falsas

24 Zavattini era el guionista italiano que más se asociaba al neorrealismo. Escribió el guion de filmes clave como Ladri di biciclette [Ladrón de bicicletas] (De Sica 1948).

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ilusiones que la cultura popular ofrecía25. Gubern también efectúa (ibid., 304-305) un brillante análisis de la convergencia habida en esta cinta de las visiones, tan diversas, de los directores Bardem y Berlanga: señala por ejemplo que, si Berlanga admiraba a Frank Capra, Bardem escribió contra su cine, o que esta película «hibridizó el modelo del sainete español [...] con los efluvios del neorrealismo zavattiniano». Esto revela, sin querer, que la codirección de este apreciado ejemplo de cine de autor hace pensar, bien mirado, en algunos de los fructíferos conflictos creativos propios del arte cinematográfico colectivo del sistema de estudios, lo que no quita que el ejemplo capital de dicho sistema en España (Cifesa) sea al mismo tiempo el principal objeto de sátira en esta película. Dos años después, Katy Vernon ofrecía (1999, 258) una interpretación alternativa de Esa pareja feliz. La estudiosa desmontaba, en efecto, la asunción de que el filme condene a los espectadores que buscan consuelo en la cultura popular. Diríase que ofrece, tanto a los protagonistas como al público, una clara lección sobre la necesidad de resignarse a la realidad, así como sobre lo vano de refugiarse en ilusiones temporales. Lo cierto es que, el conjunto de la película, en realidad socava semejante mensaje [y] no propugna una oposición indiscutible entre cine y vida real.

Que Esa pareja feliz condena los intentos bloqueados de movilidad social de las clases trabajadoras madrileñas queda fuera de duda: a este aspecto de la película ya se ha prestado bastante atención (véase, por ejemplo, Stone 2002, 42-44). Sí habría, en cambio, algo que decir sobre el sorprendente continuum cómico entre la Cifesa de la década de 1940 y el cine disidente de la de 1950, de lo que valgan

25 Se llama «regeneracionismo» a la respuesta de los intelectuales españoles a la crisis existencial (en términos de identidad nacional) que siguió al «desastre» de 1898, fin del decadente imperio español. El movimiento, que abogaba por un llamamiento (de arriba abajo) a la acción y al despertar político, tiende a asociarse con el cine disidente posterior a 1951. Desde la perspectiva del regeneracionismo ha escrito mucho sobre el cine español disidente Carlos Heredero (por ejemplo 1993 y 2000).

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como ejemplo las similitudes entre, por un lado, el desinfle de la autoridad pomposa (mediante el tratamiento del duque) en Ella, él y sus millones y, por otro, el almirante de la jocosa ópera náutica en Esa pareja feliz. Así y todo, por mi parte adopto, siguiendo a Vernon, la perspectiva menos hollada del consuelo. La apreciadísima y analizadísima parodia de la epopeya histórica de Cifesa Locura de amor con que arranca Esa pareja feliz es una pista falsa en toda regla. En ella Lola Gaos asume, ridiculizando el histriónico estilo interpretativo de Aurora Bautista en su personaje de Juana la Loca, el que sin duda es uno de los mejores papeles cortos de la historia del cine español. Tras una exagerada gesticulación y una repetición llevada al absurdo —por no hablar de los artificiosos decorados y los aparatosos vestidos y peinados—, Gaos se lanza histérica por sobre el pretil, pero los operarios —incluido el coprotagonista Juan, interpretado por Fernando Fernán Gómez— no consiguen agarrarla en su caída y la señora rompe, además, un foco, con lo que no solo se va al garete ella misma sino también el rodaje. Para la mayoría de críticos (Hopewell 1986, 43, D’Lugo 1997, 53, Gubern 1997, 305, y Stone 2002, 42), aquí Bardem y Berlanga están mandando también al garete el cine de Cifesa (precisamente el mismo año de la debacle de la productora con Alba en América, filme que sería, de hecho, objeto de sátira en Bienvenido, mister Marshall). Vernon hace ver, en cambio (1999, 257), que, «a pesar de semejante arranque paródico y desmitificador», el conjunto del filme muestra que «nadie es inmune al hechizo de la ilusión cinematográfica». En efecto: Esa pareja feliz no se limita, como esta Locura de amor del comienzo sugeriría, a rechazar el uso consolatorio que el público hace del cine. Así, cuando el propio Berlanga enseñara, años después, en aquella escuela de cinematografía en que se había formado ya él, sus alumnos recordarían que en clase el hombre regresaba, cada dos por tres, a la epopeya de Orduña para comentar (véase Alberich 2002, 26) que «este Orduña, hay que ver, se lo cree tanto que te contagia su emoción». En la secuencia inmediatamente posterior de Esa pareja feliz encontramos, pues, a Carmen, la mujer de Juan (Elvira Quintillá), viendo emocionadísima una película «de prestigio» por el estilo

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2.5 Carmen (izquierda) ignora a Juan (centro) en el cine. Esa pareja feliz (Bardem y Berlanga 1951)

—en este caso un romance de Hollywood— en un cine convenientemente llamado «Atlantic». Durante la proyección, Carmen ignora la ofuscada insistencia de su marido por explicarle en qué consiste un travelling o una transparencia de fondo y deja claro que la película le permite soñar. En este rodaje en equipo, la dirección de actores incumbía a Bardem, cuya benévola caracterización de Carmen anticipa el tratamiento parecido de la Isabel de Betsy Blair en Calle Mayor, pues ambos personajes encarnan el uso consolatorio del cine. En Esa pareja feliz, el consuelo no solo consiste en evocar de manera comprensiva (y autorreflexiva) dentro de la propia película los usos que el público hace del cine, sino que, como señala Vernon, esta cinta también hace suyas múltiples características del cine popular. No se trata, sin embargo, de una estética «de prestigio» como en las epopeyas de Cifesa —por más que dicha estética influyese

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posteriormente a Berlanga—, sino de los tropos de la comedia romántica. Gubern sugiere (1997, 304) que las escenas en que Juan y Carmen reflexionan sobre su pasado de pareja a través del flashback y la voz en off delatan los orígenes del guion en el drama; por su parte, José Luis Castro de Paz y Josetxo Cerdán (2011, 61) ven en los flashbacks de esta película —los únicos que Berlanga realiza en toda su carrera— el influjo del esperpento, pues la perspectiva completa de Madrid que la pareja tiene cuando queda varada en lo alto de una noria de feria —y cuando se pone a rememorar desde la azotea del bloque donde vive— es una perspectiva distorsionada. Pues bien: si el trabajo de Castro de Paz y Cerdán tiene la importancia (ibid., 6-63) de sacar a relucir los vínculos entre Esa pareja feliz y el cine español de la década de 1940 —cine a menudo infravalorado— por vía del esperpento, la interpreación que Vernon hace de los flashbacks resulta más convincente en cuanto a género y técnica cinematográficos respecta. Los dos flashbacks del filme —acompañados ambos de voz en off— se refieren, en efecto, a cuando Juan y Carmen se conocieron y a su posterior matrimonio, ingredientes todos tradicionales del romance de Hollywood. (El segundo flashback termina, de hecho, con un «beso de película cuya naturaleza autorreferencial queda puesta de relieve al alejarse la cámara a través del marco de la ventana»; véase Vernon 1999, 258). Las dos escenas se asemejan, por tanto, a la admiradísima y estudiadísima secuencia del sueño de Bienvenido, mister Marshall, filme que, como hemos dicho, Berlanga dirigió al año siguiente (véase, por ejemplo, Vernon 1997, 38-42). Ambas películas plantean, en efecto, la importancia del cine en la vida de los personajes en cuanto fuente de entretenimiento, pero sus respectivos flashbacks y sueños muestran además que, lejos de ser un mero punto de referencia, el cine verdaderamente estructura la articulación de la identidad de los personajes. (Si en Esa pareja feliz es la comedia romántica la que aporta los dispositivos de género que se despliegan, en Bienvenido, mister Marshall se recurre tanto al western y al thriller hollywoodienses como a la epopeya histórica española, al expresionismo alemán y al realismo socialista soviético). El papel consolatorio del cine en ambos filmes no se limita a un escapismo pasivo: los públicos ha-

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cen un uso activo del cine para articular sus propias aspiraciones e identidades, económica y políticamente desposeídas26. En Esa pareja feliz resulta clave el que Bardem y Berlanga insistan en la naturaleza cinematográfica de los flashbacks que consuelan a la pareja en sus dificultades, ya que ello diferencia al cine de otros ámbitos de la cultura popular que en la película se exploran. Mordaces son, por ejemplo, los exabruptos contra la incipiente cultura española del consumo, así como la crítica de los anuncios y eslóganes del jabón Florit. Este fabricante de jabones convoca, en efecto, un concurso para que una pareja de compradores de sus productos se convierta en la «pareja feliz» del título del filme, en cuya vena cómica ligera encantadora Juan y Carmen no serán, lógicamente, los ganadores sino hallándose en un feo mitote conyugal. Se hace mofa también de otros eslóganes, por ejemplo el discurso del representante de Florit sobre mens sana in corpore sano, que Juan ignora totalmente por hallarse inmerso en una discusión sobre sus turbios asuntos con su dudoso socio27. En contraste con lo cual —y a pesar de la influyente parodia inicial sobre Locura de amor—, en Esa pareja feliz hay, como decimos, un tratamiento benévolo del cine popular: en Surcos, tanto Tonia como la anterior polola del gánster disfrutan del cine de Hollywood, y a las dos se las condena moralmente por ello; Esa pareja feliz reconoce, tanto en lo intertextual como en lo textual, el papel consolatorio del cine. El amable personaje de Carmen simboliza, pues, el uso de este para soñar, mientras que la relación entre la simpática pareja de Juan 26 Sobre las secuencias oníricas de Bienvenido, mister Marshall, Eva Wood escribe (2008, 23) que los «ciudadanos-espectadores no consumen incondicionalmente las películas americanas que se les suministra». En el sueño del alcalde, por ejemplo, «la fantasía [proporciona] una puesta en escena para la expresión del deseo de don Pablo: inconscientemente, el hombre utiliza la forma fetiche para sus propios fines, por más que su sueño no deje de ser tal». En Esa pareja feliz, el uso de la comedia romántica puede calificarse de conciencia colectiva (tanto de Juan como de Carmen), pero los tropos también se emplean estratégicamente para afirmar la propia identidad. 27 Véase Marsh (2006, 126), quien investiga el ingenioso y pícaro socavamiento que Berlanga realiza de los eslóganes en Bienvenido, mister Marshall, Plácido y El verdugo. Para Plácido, véase también el capítulo tercero del presente estudio.

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y Carmen se presenta a través de los hollywoodescos flashbacks arriba mencionados, que reconocen la importancia del cine en la estructuración del relato de la vida de la pareja. Ha habido mucha discusión entre los estudiosos sobre cómo repartir las contribuciones creativas de Bardem y Berlanga al que fue, para ambos, su primer largometraje como director (véase Castro de Paz y Cerdán 2011, 60). El análisis que sigue de cómo otro personaje femenino benévolamente caracterizado utiliza el cine como fuente de consuelo apunta a que las directrices de Bardem subyazcan tanto a la Carmen de Esa pareja feliz como a la Isabel de Calle Mayor.

Calle Mayor (Bardem 1956) Resulta fascinante señalar que la idea primera de Bardem para la Carmen de Esa pareja feliz incluía su recuperación de la muerte de un hijo; es solo que, al cabo, Berlanga se impuso apelando al espíritu cómico de la película (véase Stone 2002, 43). Cinco años después, dirigiendo ya en solitario y trabajando en el género tan distinto del melodrama, Bardem se vio más libre para insistir en su interés por una mujer sufriente. En Calle Mayor encontramos, en efecto, un cautivador desquite de la doliente joven madre de clase obrera que el director había proyectado para la madrileña Esa pareja feliz de 1951. A primera vista, Isabel parece muy distinta: interpretada por la actriz estadounidense Betsy Blair, a quien Bardem había conocido (e impresionado) en Cannes en 1955, no es la humilde y sencilla Elvira Quintillá sino una mujer de provincias —el filme se rodó entre Cuenca, Palencia y Logroño (Roberts 1999, 20)—, de clase media-alta —se mencionan ingresos (no ganados) por tierras arrendadas—, de mediana edad con treinta y cinco años —según los estándares de entonces— y soltera. Pero tanto Carmen como Isabel anhelan una vida mejor: ambas anhelan un hijo y ambas hacen —extremo este clave en mi argumento— un uso consolatorio del cine popular para dar cauce a sus aspiraciones. Calle Mayor, que hoy se considera la mejor obra de Bardem, ha recibido críticas diversas según la referencia intertextual puesta en cada caso de relieve. Los estudiosos proclives a mostrar la afinidad entre el

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trabajo de Bardem en España y el cine de autor izquierdista de fuera del país —lo que en esta época equivale a decir el neorrealismo italiano— han señalado semejanzas, reconocidas por el director, entre Calle Mayor e I vitelloni [Los inútiles] (Fellini 1948). (Para una síntesis de esta postura, una versión extrema de la cual llevó a la acusación infundada de plagio, véase José Luis Castro de Paz y Josetxo Cerdán 2011, 63-64). Por su parte, Stephen Roberts reconoce (1999, 21-22) el uso neorrealista que el filme hace de localizaciones, problemas y personajes reales (aunque también hay interiores de estudio); este investigador insiste, sin embargo, en que la película sigue de cerca la pauta de su trama y se centra en dos personajes: en que cuadra, más que a la definición de «neorrealismo» de André Bazin (una «experiencia directa de la propia realidad»), a «la novela decimonónica o al melodrama hollywoodiense»28. En opinión de Roberts (ibid., 31), Calle Mayor condena a Hollywood por ser, en palabras de Bardem, «cine falso»; la película recurre, en efecto, a diversas fuentes literarias españolas para presentar una acusación contra la España de Franco mediante un «nuevo realismo español». Dichos intertextos incluyen (véase Roberts ibid., 28-29 y 2528, respectivamente) la novela La Regenta —la condena de Leopoldo Alas «Clarín» de la represión de la mujer en provincias (1884-1885)— y el sainete de Arniches en que está basada la película, compuesto en 1916 y llevado al cine ya en 1936 por Edgar Neville. Se han propuesto fuentes literarias adicionales, por ejemplo (véase Amann 2010, 20) el regeneracionismo de 1898 mediante el personaje del intelectual don Tomás —quien primero había de llamarse don Miguel en homenaje a Unamuno pero tuvo luego que rebautizarse a instancias de los censores— o el Don Juan Tenorio de José Zorrilla (1844) mediante el cuento de sedución y prosopopeya del personaje de Juan. Mark Allinson ha subrayado, en cambio (2005, 84-86), la deuda transnacional del filme para con el melodrama hollywoodiense. Mi perspectiva apunta a realizar una síntesis de estas introduciendo una nueva: Cielo negro, de

28 Los críticos posteriores a Bazin reconocen que el movimiento era una fusión de melodrama y técnica neorrealista; véase Schnoover (2009). Agradezco a Fiona Handyside por esta referencia.

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Miguel Mur Oti (1951). Esta película, anterior a Calle Mayor en cinco años, también adapta el melodrama de Hollywood a un contexto español condenando, entre medias, el franquismo. También aquí se invita, en el benévolo retrato de una protagonista oprimida y llena de ilusiones, a reconsiderar la cultura popular en cuanto consuelo. Hoy apenas conocida, esta Cielo negro supuso, tanto en el plano narrativo como en el técnico, una importante inspiración para la internacionalmente famosa Calle Mayor. (La cinta de Mur Oti fue una producción de Intercontinental Films, que a pesar de su nombre era una empresa española; la de Bardem, una coproducción entre España [Guión/Suevia] y Francia [Play Art/Ibéria] a cuyo timón estuvo Manuel Goyanes, quien posteriormente lanzaría a Marisol; véase el capítulo tercero). En la película de Bardem, un grupo de hombres aburridos, mediocres, provincianos y de clase media —sus respectivos oficios los distinguen de los muchachos desmadrados de la arriba mencionada I vitelloni [Los inútiles] volviendo tanto más incisiva la sátira de una España cada vez más de clase media (véase Roberts 1999, 23)— le gastan una cruel jugarreta a la sensible e inteligente Isabel; obligan, en efecto, al gris banquero Juan (interpretado por José Suárez, quien adviértase que es el único actor español entre los principales del filme) a pedir matrimonio y hacer la corte a esta mujer para sacar a relucir la verdad —que todo es una farsa— únicamente en un baile social en el Círculo. Pues bien: aunque la fuente de tales pormenores narrativos supuestamente sería Arniches, también Cielo negro resulta que versa sobre una cruel jugarreta de falso noviazgo. En la película de Mur Oti, las malévolas mujeres aburridas, urbanas y de clase media-baja de la tienda de ropa donde la protagonista trabaja pagan al menesteroso poeta Ángel (Fernando Rey) para que asuma la identidad de Fortún (Luis Prendes), el hombre a quien la siempre sensible e inteligente Emilia (Susana Canales) ama. Escribe, pues, a dicha Emilia el mercenario Ángel cartas de amor sentimentales en el estilo de las novelas que ella, descubrimos, devora. (A tal se debe el deterioro de su vista). En estas cartas, el poeta llega a pedir a Emilia matrimonio; sufre, sin embargo, una crisis de conciencia al saber que la madre de la mujer se está muriendo. Tanto los señores provincianos de Bardem como las señoras urbanas de Mur Oti justifican sus

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acciones porque Isabel y Emilia serían, a sus ojos, «cursis»29. Bardem critica, en efecto, la masculinidad a través de estos hombres provincianos inútiles y Mur Oti hace otro tanto con la solidaridad femenina a través de la hiriente traición que infligen a Emilia otras mujeres, pero también los personajes masculinos presentan taras en Cielo negro. Si en De mujer a mujer el marido resultaba benignamente irrelevante comparado con la extraordinaria amistad de las dos féminas, tanto en Cielo negro como en Calle Mayor, hay un desesperado desacople entre por una parte unos personajes femeninos especialmente fuertes cuya única posibilidad de realizarse es el matrimonio y, por otra, unos potenciales maridos especialmente débiles. (Estos son, en Cielo negro, el evasivo Fortún y el falso Ángel —aunque este último tiene problemas de conciencia—; en Calle Mayor, el apocado Juan y sus

2.6 La radiante Emilia y el taciturno Fortún. Cielo negro (Mur Oti 1951)

29 Sobre este término, que enlaza con un contexto decimonónico de modernidad desigual, véase la introducción al presente volumen.

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camaradas). Ambos directores reflejan este desesperado desacople en su tratamiento de las citas románticas: en la cita de la verbena de Cielo negro, Fortún anda taciturno, callado y a menudo sumido en sombras; contrasta, pues, con la animada y locuaz Emilia, quien a menudo recibe plena luz. Del mismo modo, Isabel es dinámica y comunicativa con Juan, quien sin embargo aparece circunspecto y mohíno: tras una cita, Bardem hace un montaje en paralelo entre Isabel, que saborea su noviazgo en su luminosa habitación, y Juan, que rumia su fraude en su lúgubre alcoba. Cabe asimismo comparar a Juan con el poeta Ángel de Cielo negro, teniendo en cuenta que ambos sufren una crisis de conciencia. Ángel revela, sin embargo, a Emilia la verdad en persona, mientras que el flojo de Juan delega en un tercero. Igual que en Esa pareja feliz Bardem caracterizaba positivamente el entusiasmo de Carmen por el cine de Hollywood, tanto la Emilia de Mur Oti como la Isabel de Bardem aparecen representadas como ávidas consumidoras de cultura popular; ambas reciben, no obstante, una caracterización plena y matizada, cosa particularmente llamativa en contraste con el tratamiento dispensado en ambos filmes a los ineptos varones. (En el caso de Emilia, Mur Oti renuncia incluso a condenar a su heroína por robar un vestido de la tienda donde trabaja). Las novelas románticas sin especificar que Emilia lee en Cielo negro no se limitan a ofrecerle un escapismo consolatorio; la mujer hace, antes bien, un uso estratégico de ellas para influir en su propio lenguaje (en cierto momento de la cita con Fortún en la verbena se refiere a unas gotas de lluvia como «sus lágrimas») y para dar sentido a su propia identidad como potencial prometida de Fortún. Una vez revelada la cruel jugarreta, Emilia tiene la fortaleza de carácter de fingir un compromiso por el bien de su madre moribunda; cobra, así, plena conciencia de la importancia del consuelo, aun sabiendo perfectamente que se trata de un engaño. Mediante Isabel, Bardem ofrece un tratamiento más autorreflexivo, pues se trata de una fan del cine de Hollywood. Como en el caso de Emilia, estas películas influyen en su lenguaje. Isabel copia, en efecto, las típicas declaraciones de amor de dicho cine americano en sus conversaciones con Juan, o bien ensaya futuras situaciones románticas pronunciando el nombre de él en diversos modos como harían las esposas y prometidas que admira en

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pantalla. El melodrama hollywoodiense ofrece, pues, a Isabel el mismo modelo de identidad que la ficción romántica a Emilia: el papel (tristemente restrictivo) de la consorte. Resulta clave, sin embargo, el que también Isabel sea, como Emilia, consciente del engaño que tales filmes ofrecen. Su aceptación de que el romance cinematográfico «es bonito [...] aunque sea mentira» es lastimosamente relevante desde la perspectiva de su propio idilio delusorio con el fulero de Juan. Una diferencia crucial entre el filme de Mur Oti y el de Bardem reside, por tanto, en el carácter autorreferencial. Cielo negro rechaza, en efecto, la fácil interpretación de que Emilia ha sido cegada (en sentido literal y figurado) por sus lecturas de ficción romántica; la película realiza, en su lugar, un benévolo retrato de una valiente víctima de la represión económica, política y de género de la España de 1951. (El padre de Emilia resulta que murió quince años atrás, clara alusión a la muerte de un republicano al terminar la Guerra Civil). Ahora bien: mientras que este despliegue de cine melodramático —y más concretamente de cine negro cuando una Emilia tipo mujer fatal va a visitar a Ángel— no tiene un carácter autorreflexivo, Bardem adopta —y adapta— precisamente esas mismas formas hollywoodescas de las que su protagonista disfruta en sus filmes preferidos. Para empezar, el director asigna el papel de su heroína a la actriz hollywoodiense Betsy Blair, de la que sabe sacar una interpretación de víctima femenina —papel esencial en el género— merecedora de un galardón. (Blair recibió una mención especial en el Festival de Venecia de 1956). Especialmente conseguido resulta asimismo el melodramático despliegue tanto de la dirección de fotografía como del sonido; Elizabeth Amann (2010, 20-24) y Castro de Paz y Cerdán (2011, 75-76) han realizado, de hecho, perspicaces lecturas pormenorizadas de la dirección de fotografía de la escena de la catedral, escena que, con su entrecruzarse de deseo, miradas y ambiente religioso, recuerda también a la atracción de Fermín de Pas por la mujer del juez en La Regenta. Para este intercambio de miradas entre Juan e Isabel en la catedral, Bardem emplea, a lo que parece, una dirección de fotografía subjetiva y dípticos de plano y contraplano, esto es, la gramática visual estándar del romance fílmico; el director está engañando, sin embargo, maravillosamente al espectador, toda vez que la secuencia termina con un travelling que

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2.7 La esperanzada Isabel y el desilusionado Juan. Calle Mayor (Bardem 1956)

supuestamente refleja la perspectiva de Juan pero en cuya profundidad de campo descubrimos, de repente, al falaz amante. Comprendemos, por tanto, que el romance es fingido. Desde una sensibilidad juguetona equivalente se recurre a la música: cuando están juntos los falsos novios Juan e Isabel, Bardem la emplea de manera extradiegética; cuando Juan está en el burdel con la prostituta que lo ama —cuyo nombre (Tonia) repite el de la hija descarriada de Surcos, de Nieves Conde—, el director la utiliza en modo diegético (se escucha el aparato de radio del prostíbulo). Resulta, así, consistente el que, en la secuencia climática del baile —en la que a Isabel le dicen que su romance es fingimiento—, inicialmente haya música extradiegética (señal de artificio) pero al final se imponga el sonido diegético de la verdad. Que dicho sonido consista en las notas disonantes del afinador de pianos refleja, por su parte, de modo sucinto y musical la toma de contacto de Isabel con la cruda realidad. Tanto Cielo negro como Calle Mayor presentan noviazgos que son mentira y que terminan, en ambos casos, con sus derrotadas heroínas

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trágicas arrastrando sus pasos bajo la lluvia. (Hacia un inverosímil renacer religioso en la cinta de Mur Oti y hacia la muerte en vida —más plausible— de una solterona en la de Bardem). Ambas películas exploran la función consolatoria de la cultura popular a través de sus personajes femeninos, pero al mismo tiempo subrayan el uso estratégico y autoconsciente que tales personajes realizan de dicha cultura. (Calle Mayor añade una dimensión autorreferencial al desplegar, cuestionándolos, los mismos tropos melodramáticos que su heroína admira). Puede, sí, que Bardem declarase que el cine «falso» «manda al individuo a dormir» (véase Roberts 1999, 31), pero su personaje de Isabel está especialmente despierto: deduce por sí misma que semejante cine es mentira. Al cuestionar las técnicas melodramáticas mediante su uso tanto de la dirección de fotografía como de la música, Bardem en realidad está haciendo esa labor desmitificadora para su propio público, al que revela, acaso sin querer, que el cine «falso» precisa de un espectador como mínimo igual de «despierto» que su propia película. Así pues, tras Esa pareja feliz Bardem viaja a provincias para ofrecer, en 1956, un melodrama que, centrado en la mujer y guiado por los personajes, insiste en el carácter consolatorio del cine. (Lo que no quita que la propia Calle Mayor se anuncie como cine en vena condenatoria). En el próximo capítulo veremos que, en 1961, también el otro codirector de Esa pareja feliz vuelve su atención al mundo provinciano. En su comedia coral Plácido Berlanga ofrece, sin embargo, una estentórea crítica del intento frustrado de movilidad social, cuestión clave, como veremos, en el cine español de las siguientes décadas.

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Capítulo tercero Un mapa de la movilidad social ascendente. Las películas de la década de 1960 sobre las clases medias y lo middlebrow

El cine español de la década de 1950 está poblado de metáforas sobre un estancamiento social frustrante, desde la noria de feria en que los protagonistas quedan varados en Esa pareja feliz (Bardem y Berlanga 1951) hasta el nombre del lugar donde se celebra el baile en el que se destrozan los sueños de Isabel en Calle Mayor (Bardem 1955): el Círculo. El tren funciona, por su parte, como símbolo fundamental de escape: la familia rural con aspiraciones sociales de Surcos (Nieves Conde 1951) llega a Madrid en uno y, cuando al término de la película vuelve a marcharse derrotada, asumimos que lo hace en otro; al final de Calle Mayor, Isabel pasa un rato en la estación ferroviaria fascinada por la huida que representa pero, llegado un punto, rechaza subir al tren y elige, en cambio, la circularidad y el aprisionamiento. Conforme España se fue convirtiendo (a lo largo de la década de 1960) en una sociedad capitalista y consumista, el rasgo definitorio tanto del país como de su cine pasó a ser la movilidad. Insiste en esta tesis Tatjana Pavlović en su libro sobre la época, brillantemente titulado The Mobile Nation [= La nación móvil]. España cambia de piel (2011)1.

1 El subtítulo está tomado de los dos libros así titulados de Waldo de Mier, publicados en 1954 y 1964. Véase al respecto Pavlović (2011, 6).

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Muestra asimismo dicha autora (ibid., 5-6 y 183-195), al señalar los sísmicos cambios sociales habidos en el país entre 1954 y 1964 —la reubicación geográfica del campo a la ciudad, la movilidad de clases, el turismo y un movimiento a menudo ascendente hacia las clases medias—, que al tren lo reemplazó, como símbolo privilegiado de este proceso, otro medio de transporte; a saber: el automóvil, que literalmente supone un medio de movilidad y, en sentido figurado, un icono consumista de la movilidad social.2 Las películas analizadas en el presente capítulo confirman la tesis de Pavlović más allá de la época y los textos que ella examina. Comienzo, en efecto, con Plácido (Luis García Berlanga 1961), cuyo personaje así llamado busca ascender socialmente adquiriendo un «motocarro» susceptible de convertirse, llegado el caso, en carroza carnavalesca. Tras ello me centro en El mundo sigue (Fernando Fernán Gómez 1963), que se abre y se cierra con sendos primeros planos del volante y el salpicadero de un coche. Al comienzo del filme podemos ver en ello una referencia al deseo de ascenso social de los personajes; al final sabemos, en cambio, que el cuerpo sin vida de Elo yace sobre la capota del vehículo. (Elo ve en el coche un símbolo tan claro del ascenso social, que no puede soportar el que su hermana tenga uno y se suicida lanzándose sobre él desde el ático en que viven sus padres). Yuxtapongo Plácido y El mundo sigue porque sus directores compartían un estatus de outsider con respecto tanto al VCE como al NCE, el cine de arte y ensayo (patrocinado por el Gobierno) que se asocia a Carlos Saura y a la escuela de cine en la que este director enseñó. (El Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas al que asistieron Berlanga y Bardem —véase el capítulo segundo—, en 1962 se rebautizó como Escuela Oficial de Cine). Después vuelvo, rompiendo un orden cronológico estricto, a 1962 para examinar en paralelo dos cintas del NCE. La primera es Noche de verano (Grau 1962), donde el director empieza, como en El mundo sigue, con Roberto (Paco Rabal) al volante de un coche queriendo subrayar, desde el primer momento,

2 Véase García Ochoa (2012) sobre la importancia del coche en Peppermint frappé (Carlos Saura 1967), donde el vehículo se asocia especialmente a cuestiones de masculinidad. Agradezco esta referencia a Peter Evans.

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que el personaje pertenece a una desahogada clase media. La segunda es Los felices sesenta (Jaime Camino 1963), donde de nuevo encontramos a unos acomodados españoles sirviéndose de un coche para ir de vacaciones a la costa. El vehículo se entrelaza con la trama: el entusiasmo que suscita en el marido de Mónica contrasta frontalmente con el aburrimiento conyugal de esta, quien de hecho lo usa para irse del lugar en que se alojan a cometer adulterio con Víctor. Termino el capítulo con dos ejemplos del VCE, La ciudad no es para mí (Pedro Lazaga 1965) y Las cuatro bodas de Marisol (Luis Lucia 1967), película fronteriza que presenta a la estrella infantil Marisol ya de adulta. En estos dos últimos ejemplos, la atención al coche se ha disuelto en un interés más general por los objetos consumistas que representan la clase. En la última década del cine español previa a que el mismo empezase a perder público ante la televisión, hago la crónica de un cine centrífugo cuyas películas optan bien por uno, bien por otro de ambos lados de la oposición «cine popular vs. cine de arte y ensayo». Esto es posible que se deba, naturalmente, a que yo solo selecciono seis filmes, pero lo extendido de las etiquetas de la época (VCE vs. NCE) también apunta a una cinematografía de extremos polarizados. Incluyo, de hecho, a Berlanga y a Fernán Gómez en la idea de neutralizar esta dicotomía sobreexplotada, pero diría que Plácido y El mundo sigue en realidad también son muestras de cine de arte y ensayo. Lo que en este capítulo planteo es, en efecto, que, más allá de diferencias de contenido intelectual y accesibilidad formal, todas las tendencias del cine de la década de 1960 (cine popular, cine de arte y ensayo patrocinado por el Gobierno y cine de arte y ensayo de carácter outrider)3 comparten el mismo interés por retratar el ascenso social de la España de la época. Plácido y Elo, los trágicos personajes de Berlanga y Fernán Gómez, encarnan la lucha desesperada —y en última instancia fútil— por conseguirlo; Grau y Camino presentan, en cambio, a una clase media ya existente. (Del mismo modo que, en La aldea maldita [1930, véase el capítulo primero], Florián Rey asociaba movilidad social y moral

3 Así califica Bernard Bentley (2008, 176) a Berlanga, Fernán Gómez y Juan Antonio Bardem en esta época.

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femenina, estos dos directores utilizan personajes femeninos y asuntos de adulterio y pureza para indagar en los cambios de la década de 1960). Una obsesión parecida por la pureza femenina descubrimos, en el cine popular, con las actividades de Luchi tras su boda en La ciudad no es para mí y las de Marisol antes de la suya en Las cuatro bodas de Marisol. No será sino hasta la década siguiente que el foco salte, desde películas sobre las clases medias y sus opciones culturales de carácter middlebrow, a películas de carácter middlebrow ellas mismas y dirigidas a dichas clases medias. Es decir: que en la década de 1960 todavía estaba por aparecer un cine de carácter middlebrow, pero el fenómeno social de lo middlebrow era un tema central en el cine.

Plácido (Berlanga 1961) Obra realizada el primer año de esta década clave de movilidad social, Plácido (producida por Alfredo Matas para Jet Films) es un retrato de cuestiones de clase en un ambiente provinciano. Sus temas son tanto la movilidad social como el estancamiento, y sus métodos tanto la imagen en movimiento como la fija. La película se sirve, en efecto, de oposiciones que se derrumban produciendo un brillante efecto cómico y satírico. Lo que con malévola ironía se revela es que esta película sobre movilidad social resulta ser una instantánea fotográfica del estancamiento de las clases. Berlanga establece la movilidad como elemento central tanto desde el punto de vista de la trama como de la caracterización, pero en ambos casos acaba siendo un fiasco. La trama gira en torno a una campaña benéfica navideña («Siente un pobre a su mesa», véase Evans 2000, 215) basada, según Berlanga, en una campaña real que hubo en Valencia a finales de la década de 19504. Dicha campaña se lleva a cabo, durante un día, en una ciudad de provincias sin especificar (la película se rodó en Manresa, Barcelona) y supuestamente tiene por

4 Véase la entrevista con Berlanga en los «Extras» del DVD Plácido de la colección «Un País de Cine» del periódico El País (2003).

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objeto echar abajo barreras: el rico y el pobre se sientan a cenar a la misma mesa. En un gesto nivelador paralelo, el comité organizador de la campaña invita a un grupo de estrellas de cine menores (sorprendentemente bobas) para que sean subastadas y también se sienten con los participantes a la mesa. Así pues, el rico y el pobre, el propietario y el indigente, el particular humildemente anónimo y la figura glamurosamente célebre, todos se han de reunir en comunidad a imitación de tantos pastores y sabios de la famosa historia cristiana. La movilidad social también parece ser fundamental en la caracterización del antihéroe que da nombre al filme, cuyo motocarro está decorado con una enorme estrella navideña que es un refuerzo visual constante de la importancia de la Navidad. En la línea de la brillante tradición de comedia negra que floreció en la España de mediados del siglo xx con directores como el propio Berlanga y Ferreri en colaboración con el guionista Rafael Azcona (véase Evans 2000, 212-213), la caracterización no es de tipo psicológico sino que va cifrada: el personaje de Plácido Alonso, interpretado por Casto Sendra «Cassen», es en la película un dispositivo estructurador y un símbolo de la movilidad social. Hay en su nombre un doble retruécano: por una parte, el irónico recordatorio de que la presión económica de la primera letra que debe pagar por su motocarro le hace estar de cualquier forma excepto «plácido»; por otra, el indicio de que sus obligaciones financieras rigen el conjunto de su persona (vive, en efecto, pendiente del «plazo»)5. Encontramos, además, a un personaje que asumimos es el Plácido del título ya en la secuencia de los créditos de cabecera: se trata de un muñeco al que Berlanga trata como a un personaje de dibujos animados y al que infantiliza mediante una mano gigantesca que le da de comer y de beber. El resto del filme, supuestamente devuelve a este hombre la capacidad de maniobra que dicha secuencia de los créditos le niega: a diferencia de su hermano (mutilado de guerra) él sí tiene movilidad física, y sus trayectos en el motocarro van vinculando los diversos espacios de la acción de la película. (Se trata de espacios tanto públicos —la estación de tren, el casino, los aseos públicos, el

5 Debo esta apreciación a Dominic Keown.

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banco/notaría y el cuartel— como privados, por ejemplo los hogares de las familias Alonso, Galán y Helguera). La movilidad entre clases es, a lo que parece, la contraparte social de estos desplazamientos geográficos: conforme su motocarro va moviéndose por la ciudad, el hecho de poseerlo (aunque como hemos dicho lo paga a plazos) permite a Plácido ganarse un salario y luchar por el sueño de movilidad social ascendente de la década de 1960. (La consecución de un salario no es un detalle menor en la película, ya que Berlanga presenta una economía basada, por lo demás, en favores, regalos y nepotismos). La campaña gira, toda ella, en torno al objetivo de congraciarse con los poderosos y los buenos: los lugareños pujan en la subasta solamente para parecer generosos ante sus jefes, las jóvenes aspirantes a estrella están allí porque se trata de un viajecito gratis a provincias con comida incluida, y lo que mueve a los pobres de la ciudad es (justificadamente) la comida y el alcohol. En cuanto al hermano de Plácido, reparte a domicilio cestas de Navidad pero a cambio no obtiene salario ninguno: sus esfuerzos le valen una mísera propina de pocas pesetas. (Esta tradición de las cestas navideñas constituye, en sí misma, sinécdoque de la mencionada economía de favores y contactos; véase Cañique y Grau 1993, 35). La «seriedad» de Plácido en su empeño por progresar («Soy una persona seria», subraya en el banco) cobra relieve frente al embaucador nepotismo en que Gabino Quintanilla fía. Interpretado en vena hilarantemente cómica por un joven José Luis López Vázquez, este Quintanilla solo sabe abrirse paso recurriendo a sus contactos familiares: futuro yerno de la hacendada familia Galán, introduce cualquier conversación recordando que es «el hijo de Quintanilla, el de las serrerías». Esta cantinela va quedando más graciosa conforme más se repite, especialmente cuando, como si de un viejo matrimonio se tratase, Plácido termina la frase de Quintanilla: hablando por teléfono con el notario, este empieza a decir que es «el hijo de…», y el impaciente chófer añade: «El de las serrerías». Berlanga la emprende con este evento navideño seudobenéfico, así como con los avaros habitantes de esta ciudad provinciana, y su mejor arma consiste en echar abajo dicotomías: como a menudo se ha señalado, a lo largo de Plácido la caridad desinteresada se deja al descubierto como interesada hipocresía. Más concretamente, los críti-

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cos han examinado los diversos modos en que la charlatanería delata una falta de comunicación (véase Zumalde Arregui 1997a, 502), la cercanía física encubre una soledad existencial (Cañique y Grau 1993, 12 y 37) y los vistosos tecnicismos médicos o legales no son sino la hoja de parra sobre una impostura farsesca (Marsh 2006, 129-132). Muy admirada ha sido también la manera en que Berlanga alcanza tales objetivos, como se desprende de algunos estudios exhaustivos sobre su plano secuencia y el correspondiente despliegue de una puesta en escena tendente a desenmascarar conflictos y contradicciones (véase Cañique y Grau 1993, Zumalde Arregui 1997a, 503, y Marsh 2006, 128-129). Berlanga desarrolla una poética que favorece, sobre la ojeada distraída, la mirada escrutadora: el espectador que no ve el filme por encima sino que lo observa atento recibe en pago divertidas revelaciones. En la estación, por dar un caso, una mirada no tanto fija como sostenida revela que la señora Galán, que aparece sonriendo y haciendo gestos de saludo a las actrices, al mismo tiempo está llamándolas entre dientes «pelanduscas». (En la subasta es la rolliza mujer de un empleado la que maldice por lo bajo contra su marido mientras sonríe al jefe del mismo y a los notables de la ciudad). Steven Marsh observa (2006, 126) que «la comicidad de esta película no reside tanto en el desenmascaramiento de la hipocresía católica como en el desmembramiento de la jerarquía social mediante la adyacencia y la proximidad». El estudio incluye tanto un avisado relato de la presentación del «cuerpo grotesco» de Mijaíl Bajtín en el filme (Marsh ibid., 126-127), como un sensible análisis del uso que Berlanga y los guionistas hacen del lenguaje como herramienta populista utilizando, por ejemplo (véase ibid., 126, 134-135 y 130-134, respectivamente), eslóganes, frases hechas y jergas técnicas (la médica y la jurídica). El presente apartado aspira a complementar este trabajo indagando en los efectos de aplicar el derrumbe de dicotomías al tema de la movilidad social, y semejante pesquisa sitúa la sátira de esta película en ese contexto más amplio que aquí consideramos del ascenso de las clases medias; revela asimismo el uso autorreflexivo que Berlanga hace del medio fílmico. En primer lugar, la movilidad social resulta un claro fiasco tanto en la trama como en la caracterización: si la movilidad tiene que ver con la capacidad de maniobra, la caridad tiene que

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ver, en su fraudulenta versión católica de esta película, precisamente con la falta de capacidad de maniobra; a los pobres de la ciudad se los divide en grupos, se los mangonea y se los va llevando de un lado para otro. Este proceso de deshumanización llega a su extremo con el tratamiento de Pascual: como en una grotesca función de títeres, la señora Galán mueve en señal de asentimiento la cabeza de este apático indigente moribundo para hacerle consentir con un absurdo matrimonio de última hora que asegurará que no muera en pecado sino como esposo6. Poco después, cuando Pascual fallece, su cadáver recibe un trato parecido: lo desaloja del piso de los Helguera el sufrido Plácido, quien ha de trasladarlo por la ciudad en su motocarro para descargarlo en su chabola junto a la desconsolada Conchita. (Una visión de la recién casada en su noche de bodas probablemente lo bastante oscura como para igualar la de Buñuel el mismo año en Viridiana). Así pues, con su sátira de esta condescendiente campaña, Berlanga puede demostrar la imposibilidad de la movilidad social y desenmascarar la hipocresía de la beneficencia cristiana: por doquier resultan las barreras y las jerarquías, más que desmanteladas y niveladas, fortalecidas. En semejante contexto, los esfuerzos de Plácido salen siempre vanos: este personaje en apariencia móvil (tanto física como socialmente) termina donde empezó, esto es, en los aseos públicos en los que su mujer trabaja y junto a los que su familia vive. Se pasa, por tanto, la película corriendo de un lugar a otro para al final quedar inmóvil. Revela asimismo el derrumbe de las dicotomías un examen pormenorizado de la dirección de fotografía: si el plano secuencia permite al público presenciar una actividad frenética dentro del cuadro, esto siempre lo compensa la inmovilidad de la cámara. Queda, pues, reflejado en la propia forma de presentar los afanosos esfuerzos de los personajes (la cámara estática) que no van a servir de nada; de lo que son buena muestra los intentos, totalmente vanos, de la familia Helguera por asistir a Pascual en su agonía. Los críticos han señalado el derrumbe de otras dicotomías en el encuadre, por ejemplo la división entre

6 Peter Evans señala (2000, 218 y 220) que el nombre de Pascual recuerda irónicamente al cordero pascual.

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espacios públicos y privados implícita en el hogar familiar de Plácido. En mi lectura, sin embargo, el derrumbe de dicotomías tiene también carácter autorreflexivo en lo que a la forma fílmica respecta, ya que es la propia inmovilidad de la cámara la que se encarga de socavar los bulliciosos quehaceres de los personajes en el cuadro. Considero asimismo un gesto autorreflexivo la cámara fotográfica que Quintanilla lleva colgada del cuello durante toda la película. Al principio pensé que se trataba de una falsa referencia a la modernidad (otro tanto la presencia de las estrellas de cine menores, los anuncios de ollas y los diversos artilugios que exhibe el pomposo y nulo Álvaro, por ejemplo el termómetro, que este hombre es incapaz de utilizar, o el inhalador, que no logra aliviar el resfriado de Quintanilla); pero esta cámara de fotos va más allá de estas referencias y resulta especialmente significativa en relación a la movilidad social y el cine. No es casual que la única fotografía relevante que Quintanilla saca en toda la película sea de Plácido y su familia (aunque también dispara, desde el fondo, a la

3.1 Quintanilla y su cámara inmovilizadora. Plácido (Berlanga 1961)

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señora Galán en la subasta): a pesar de todos sus esfuerzos por moverse socialmente, se los captura en una instantánea estática. La cámara de fotos es, al mismo tiempo, un puntal enormemente autorreflexivo del cine. La fotografía es, en efecto, el progenitor estético inmediato de este y, hasta el rodaje digital, las películas consistían —cosa contradictoria— en veinticuatro tomas fijas por segundo. La presencia de la cámara de fotos es, así, un toque brillante que permite a Berlanga combinar la sátira social con la autorreflexión. Cualquier intento de movilidad en la película resulta, pues, bloqueado: la campaña benéfica no franquea las barreras sociales sino que las refuerza. La promesa de movilidad social contenida en la movilidad geográfica del motocarro de Plácido no se realiza, la actividad frenética del plano secuencia viene socavado por la cámara estática, y la cámara de fotos que cuelga del cuello de Quintanilla es una referencia autoconsciente al estancamiento. La movilidad social es imposible para Plácido, y esa imposibilidad está escrita en la textualidad misma de su retrato cinematográfico: la foto fija.

El mundo sigue (Fernán Gómez 1963) Si el motocarro de Plácido literalmente representa la movilidad física (que sí se logra) pero en sentido figurado refleja la movilidad social (que no se alcanza), en El mundo sigue el automóvil también cumple funciones simbólicas diversas. En la comedia de Berlanga el motocarro funge, en efecto, de eficaz puntal cómico, literalmente cargado con símbolos religiosos y referencias a la falaz campaña benéfica y cubierto, en sentido figurado, con los significados irónicos de la hipocresía y el estancamiento; dos años después, Fernando Fernán Gómez adopta el melodrama sirviéndose de la novela realista española de Juan Antonio de Zunzunegui (1960) en que la película se basa, novela basada, a su vez, en el sainete. En la comedia de Berlanga el vehículo era un puntal; en el melodrama de Fernán Gómez se convierte en un aspecto especialmente significativo de la puesta en escena: encierra tanto las amplias preocupaciones narrativas por la movilidad de clase y el consumismo como el conflicto entre hermanas presente en la trama,

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toda vez que Elo prefiere saltar desde el balcón de la casa de sus padres —para matarse al caer sobre la capota del coche nuevo de su hermana— antes que soportar la jactancia de Luisita por esta confirmación simbólica de su éxito social. Plácido y El mundo sigue son, pues, piezas gemelas interpretadas en el primer caso en clave cómica y, en el segundo, melodramática. Ambas aluden, en sus títulos, irónicamente a la serenidad y a la resignación para someter, en cambio, a escrutinio las huracanadas transformaciones que la tentativa de ascenso social propia de la época desencadenaba. El mundo sigue, producido por Juan Estelrich para Ada Films, suele considerarse, junto con El extraño viaje, del año anterior, la cima de la carrera como director de Fernando Fernán Gómez, que consta de treinta títulos (como actor, la cifra se dispara hasta los doscientos doce); las disputas con las autoridades a causa del retrato que la película hacía de una sórdida clase trabajadora madrileña hicieron, sin embargo, que no pudiese proyectarse en la capital: no se estrenó (véase Tranche 1997, 432) sino en salas de provincia —en Barcelona— en 1965. El extraño viaje sufrió, es cierto, un destino parecido —se estrenó nomás en salas menores unos cinco años después de realizarse (Téllez 1997, 587)—, pero ha disfrutado de una vida de ultratumba mejor: se ha relanzado en DVD recientemente (en la colección «El País de Cine» del periódico El País, en 2003), se ha sometido a una concienzuda revalorización crítica (véase Marsh 2006, 167-188) e incluso ha sido saludada como su película española favorita por Pedro Almodóvar (Galán 2003). El mundo sigue continúa languideciendo, en cambio, en la oscuridad tanto en lo que a disponibilidad comercial como a atención crítica respecta7. Esta obra de Fernán Gómez puede compararse, no obstante, perfectamente con el trabajo de Berlanga de la misma época, y se cuenta entre las más finas denuncias que tenemos del franquismo de co-

7 Dos años después de publicarse la edición inglesa original de este libro, El mundo sigue se proyectó (restaurada por Juan Estelrich, hijo) en salas de cine de España. Tuvo buena acogida y bastante repercusión. Ese mismo año de 2015 se lanzó en DVD. [N. del T.]

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mienzos del desarrollismo. Nada escapa, en efecto, a la crítica devastadora de Fernán Gómez; ni la generación de los mayores, representada por la extrema hipocresía de los padres, ni la de los jóvenes, que se explora a través de los tres hijos adultos de la familia, Rodolfo el oficinista santurrón (interpretado por José Morales), Luisita la dependienta convertida en prostituta de caché (Gemma Cuervo) y Elo la heroína (Lina Canalejas), pisoteada ama de casa y madre cuyo suicidio remata el filme y sella la condena absoluta de la sociedad que en él se muestra, si tenemos en cuenta que, con dicho suicidio, queda espectacularmente abandonado el único valor ético, religioso o de otro tipo que ha de mantenerse intacto en la película: el sentido del deber maternal de Elo para con sus cuatro hijos. El intertítulo que encontramos al comienzo, sacado de la Guía de pecadores del teólogo del siglo xvi fray Luis de Granada (1556), podría ser perfectamente otra estrofa del villancico cantado en off al final de Plácido. (Si en la película de 1961 oímos: «Porque en esta tierra / ya no hay caridad, / ni nunca la ha habido / ni nunca la habrá», en la de 1963 leemos: «Verás maltratados los inocentes, perdonados los culpados, menospreciados los buenos»)8. El mundo sigue versa, en efecto, sobre la lucha por ascender socialmente (igual que Plácido): el conductor del filme de Berlanga y la desesperada ama de casa del de Fernán Gómez son hermanos atrapados por la inmovilidad, por más que desde el punto de vista de los géneros saltemos de la comedia al melodrama, geográficamente de una ciudad de provincias a la capital y, en lo que al tiempo atañe, de un lapso amanecer-anochecer a las desgracias sufridas durante al menos un año por una familia aquejada por la pobreza, a lo que añádense flashbacks a tiempos anteriores. El cambio de género resulta clave de cara al reajuste del foco: si Plácido muestra los esfuerzos de un desventurado cabeza de familia varón en una serie de espacios públicos (aunque también su esposa aporta un salario y se producen interesantes incursiones en espacios domésticos),

8 Este epígrafe precede a la primera parte de la novela; véase J. A. Zunzunegui (1960, 11-12). El epígrafe de la segunda parte es de Quevedo (véase Zunzunegui ibid., 149); el de la tercera, de Sartre (ibid., 315).

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El mundo sigue presenta, en espacios predominantemente domésticos, las fatigas de un ama de casa cada vez más desesperada. La comedia española de mediados del siglo xx ha sido aplaudida por su capacidad de «debilitar» el Estado (véase Marsh 2006), pero el melodrama presenta, en manos de Fernán Gómez, un potencial enfeblecedor equivalente. El género clásico despliega, en esta versión española de la década de 1960, ya desde la secuencia tras los créditos sus características clave; a saber: la atención al espacio (principalmente escenarios domésticos), la puesta en escena narrativizada, las relaciones familiares y el énfasis en lo femenino. Esta película expone, por vía de una exploración de la movilidad social y la sociedad consumista, el derrumbe de la familia (especialmente en su versión patriarcal tan cara al Estado), pero también hace que se desmoronen, de paso, otros constructos del edificio franquista como la religión, la coexistencia pacífica o el éxito del desarrollismo. En una segunda visualización de esta obra, la imagen y el sonido sobre los que van pasando los créditos de cabecera —una imagen fija del salpicadero y el volante de un automóvil de lujo y la jovial melodía contemporánea de la banda sonora de Daniel White— resultan de una oscura ironía. Sobre estos símbolos radiantes del consumismo y la modernidad —sobre todo el volante, con sus connotaciones tanto de movilidad social como de margen de maniobra individual para elegir la dirección del viaje— yace, en efecto, el cuerpo sin vida de la hermana de la propietaria del coche. Al final del filme descubrimos, de hecho, que el pegadizo aire musical, repetido en modo no diegético a lo largo de la película como recordatorio acústico de este llamativo comienzo, está sonando en realidad diegéticamente en la radio del vehículo (véase Tranche 1997, 533). Tras un fundido a negro, el sonido diegético del tráfico anticipa el próximo fundido a una serie de planos picados de calles bulliciosas, concretamente las del barrio madrileño de Maravillas, cuyo nombre debió de atraer al director precisamente por lo inapropiado de su significado para la historia de la película. (Insiste en esta ironía un flashback —filmado dos veces, primero desde la perspectiva de Elo y, luego, desde la de Andrés— en el que nuestra protagonista es coronada reina de la belleza: «Miss Maravillas», título magníficamente híbrido

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que encierra la contradicción, propia de la década de 1960, entre un proamericanismo y un catolicismo tradicional)9. Tras la cita del intertítulo, un plano picado con grúa capta la imagen de una señora mayor que, bolsa de la compra en mano, cruza despacio una plaza entre los ajetreados moradores de la ciudad. Pedro Almodóvar repite este plano de establecimiento, con otra plaza madrileña, en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), retrato actualizado de otra sufrida ama de casa de clase obrera en el que se retoman muchas de las preocupaciones de esta cinta de Fernán Gómez, especialmente la pobreza, la prostitución, la ruptura conyugal y el punto de vista femenino. Una dirección de fotografía subjetiva nos anuncia, a continuación, el interés del filme por dicha perspectiva femenina: un plano subjetivo va recorriendo, desde la posición de la señora, de abajo arriba el bloque en cuyo ático vive la familia; transmite su cansancio ante la idea de tener que subir las escaleras. Por una conversación que mantiene con Andrés antes de entrar al edificio nos enteramos de que se llama Luisa y tiene una hija de nombre Elo, quien rápidamente la reemplaza como centro de interés narrativo. Cuando al fin empieza la subida, se nos recuerda la importancia paralela de la puesta en escena tanto en las tablas como en pantalla: igual que en Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo (representada por primera vez en 1949), también aquí las escaleras se narrativizan y antropomorfizan. Para Luisa representan, en efecto (como para los personajes ancianos de Buero Vallejo), la edad: «Muchos escalones», comenta un chico con el que la mujer se cruza en su subida y que la ayuda con las bolsas; «Muchos años», replica ella. En lo sucesivo de la película, las connotaciones de estas escaleras y su subida se desarrollan sustancialmente: si la conversación recién mencionada sobre la correspondencia entre los escalones y los años relaciona este espacio con el envejecimiento, en dos de los tres flashbacks de la cinta los mismos escalones se utilizan para sugerir la transición de la niñez a la edad adulta en ambas hermanas, Luisita y Elo; en el primer flashback, sin embargo, Fernán Gómez fusiona ambos

9 Se trata de una mejora sobre «La guapa del Dos de Mayo» de la novela. Véase J. A. Zunzunegui (1960, 19).

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sentidos de «avanzar» (el de envejecer y el de ascender socialmente) mediante un inteligente montaje en paralelo. En este punto de la película, la ocupación de Luisita como prostituta de caché se encuentra en todo su auge, con ropas, maquillaje y complementos a la altura: la chica se ha marchado de casa para afanarse en este método de cazar un marido rico, y el flashback precede a la reunión entre madre e hija que ha orquestado Andrés, insidiosa presencia a la que su impreciso empleo como crítico teatral, periodista, chismoso y entrometido le permite, a lo largo de la historia, difuminar barreras y saltar a placer entre espacios públicos (la calle, la redacción del periódico, el concurso de belleza) y privados (el hogar de la familia). Tras sendos planos subjetivos desde la perspectiva de la madre y la hija, Fernán Gómez va saltando entre Luisita de niña corriendo escaleras arriba, Luisita de adulta haciendo lo mismo, y una serie de flashbacks dentro del flashback con más imágenes de su niñez (la primera comunión, un primer beso, un baño y labores de costura). A pesar, sin embargo, de toda la inocencia de sus recuerdos de infancia, su actual ocupación alinea su subida física por las escaleras con su meretricio y, sin embargo, exitoso ascenso social. Resulta cruelmente apropiado que el segundo flashback de la película que usa las escaleras encuadre a una aniñada Elo bajándolas a la carrera hacia su ruina. En este punto del filme, Elo está embarazada de su cuarto hijo, no tiene dinero y ha sido abandonada por su inútil, cobarde, adúltero, violento y ludópata esposo Faustino, interpretado por el propio Fernán Gómez. Este desdichado marido, que nomás se preocupa de las quinielas, resulta ganador de una pero, como ha habido muchos otros acertantes, la ganancia queda escasa y él reacciona dando la espalda a una Elo que necesita dinero para alimentar y vestir a los niños: se gasta el premio en bebida y apuestas. Elo, que previamente no ha sido capaz de seguir el ejemplo de su hermana y prostituirse (ni con el jefe de su marido, ni a través de la agencia de acompañantes, ni en la calle), tampoco ahora es capaz de soportar las insinuaciones de Andrés. El flashback representa el recuerdo de este tomando a Elo de la mano en las escaleras: tanto entonces como ahora, Elo lo rechaza para proseguir su descenso literal y figurado, cuya espectacular culminación será el salto suicida.

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Steven Marsh ha mostrado (2006) que el modus operandi de Fernán Gómez en El extraño viaje consiste en tomar una venerada institución española y, echando mano de todos los aspectos disponibles del lenguaje fílmico (con especial énfasis en los medios no discursivos de la comida, la música y el vestuario), deconstruirla sin piedad. Pues bien: en El extraño viaje el director se fija como blanco la comunidad rural, objeto de loa, en la ideología conservadora, como repositorio de tradiciones y valores atemporales («El extraño viaje es una suerte de destrozo de dicho constructo nacional: la comunidad rural está plagada de disfunciones, con todas sus barreras transgredidas y, sus relaciones jerárquicas, trabucadas»; véase Marsh ibid., 187); El mundo sigue apunta, en cambio, a un tesoro nacional todavía más ubicuo: la familia. Esta película presenta, en efecto, implacablemente el completo desplome de la misma, apuntando especialmente a las figuras masculinas de referencia del padre, el marido y el hermano así como, en su contribución más original a este tema infinitamente explorado, al amor entre hermanas. Desde nuestra perspectiva actual, el retrato de la masculinidad que hace Fernán Gómez puede parecer excesivo (incluso en un género famoso por su exageración histriónica): a través del padre, el esposo y el hermano —y de una serie de personajes masculinos secundarios como Andrés y los amantes de Luisita—, la película echa abajo los valores patriarcales que el régimen en tanto tenía. El padre de Elo, funcionario del Estado cuyo uniforme de estilo marcial recuerda los ilegítimos orígenes militares del franquismo, resulta ser un bufón: cuando, al comienzo del filme, Elo acude necesitada de dinero a casa de sus padres, Agapito se pasea distraído por la vivienda cargando un geranio para la terraza; al revelarles Elo que Luisita ha deshonrado a la familia, el hombre reacciona gritando: «¡La mato!», y tira a la díscola Luisita al suelo volviéndola a aceptar, sin embargo, en el gremio de la familia al comprar la chica su voluntad con un anillo de oro. («Al dinero», dice Agapito en una afirmación impactante, «no hay que mirarle su origen, sino su cantidad y su poder adquisitivo»). La caracterización de un marido llamado «Faustino» no encierra sorpresas: carece de moral y termina cayendo, de modo deprimentemente previsible, en la violencia doméstica y el

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crimen conforme van aumentando sus deudas de juego; en una escena desesperada cuyos planos picados y cuyo acelerado montaje dan relieve a la tensión, el hombre acaba pegando y medio estrangulando a su sufrida mujer mientras su hija bebé los mira desde la cuna. (Esta película apenas si se ocupa de los efectos del comportamiento de los padres en los niños, pero escenas como esta dejan listas las semillas que darán lugar, a partir de la década de 1970, a un sólido interés del cine español de arte y ensayo por la perspectiva infantil sobre el conflicto). Luego Fernán Gómez relata, en una interesante excursión genérica al thriller criminal, el atraco, la detención, el encarcelamiento y la locura de Faustino mediante primeros planos extremos y planos secuencia, por ejemplo cuando se rasca el cuello ante la caja registradora abierta como si su cuerpo pudiese anticipar el castigo de su crimen en el garrote o la horca, castigo que su mente en cambio niega. Igualmente inútil resulta el beato hermano Rodolfo, cuyas ineficientes plegarias y citas de la Guía de pecadores del intertítulo podrían resultar chistosas de no aparecer yuxtapuestas en el cuadro con las hermanas peleándose con uñas y dientes. El retrato que Fernán Gómez hace de la religión como cosa del todo irrelevante —en la línea de Buñuel dos años antes con su Viridiana— viene reforzado por el guion: «No se trata de oraciones, se trata de…», dice con irritación el padre mientras se frota los dedos en alusión al dinero cuando Rodolfo asegura que ha rezado por un remedio para los apuros de su hermana. En una escena posterior, cuando los padres (entrados en años) hacen por separar a las hermanas que riñen, la madre le grita exasperada: «Haz algo, Rodolfo, ¡que no es hora de rezar!». Este evidente rechazo de la religión cobra un contorno adicional que lo actualiza, y que lo relaciona con el régimen, al señalar Luisita que Rodolfo no es un sacerdote sino un oficinista santurrón. La crítica de Rodolfo subraya, pues, la ineficacia tanto de la religión como del Estado burocrático. Al optar por un conflicto no entre hermanos sino entre hermanas, Fernán Gómez indaga en un nuevo aspecto del tema de la familia al tiempo que se refiere a la nueva España de los años del desarrollismo: el conflicto entre hermanos varones, con sus ecos bíblicos y clásicos de siglos (Caín vs. Abel y Rómulo vs. Remo), es ciertamente una me-

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táfora clave para proyectar la Guerra Civil sobre la familia, por lo que supone un medio narrativo de explorar la contienda; presenta, sin embargo, el inconveniente de privilegiar una visión de la historia centrada en el varón, dejando al margen las múltiples experiencias que no se corresponden con la belicosa imagen de los hermanos en lid10. El mundo sigue presenta un mundo alejado de los conflictos políticos de la década de 1930: la movilidad social y el consumismo se plantean como preocupaciones ubicuas; la cámara de Fernán Gómez refleja, fuera ya del ámbito de la familia, competiciones y anuncios prácticamente en cada escena callejera. A través de las hermanas en disputa, el director desenmascara y condena a una sociedad en la que el desarrollismo parece haber agrandado la zanja entre ricos y pobres, y en la que los únicos personajes que consiguen ascender socialmente son jugadores y prostitutas. Luisita logra casarse, en efecto, con un señor rico que puede permitirse comprarle ese coche de lujo tan significativo en la película: su codicia y su ambición le valen una recompensa espectacular, pues verdaderamente carece de escrúpulos; llega a fingir un embarazo por sacar dinero, para un supuesto aborto, a un novio del que de hecho está enamorada11. Elo sucumbe, como anunciábamos, trágicamente a su propio orgullo: ama de casa y madre, fiel a su esposo incluso después de abandonarla este, recurre, a falta de un Estado del bienestar, a la caridad familiar y a un trabajo de limpiadora para terminar precipitándose al vacío porque no es capaz de soportar los exagerados indicios del triunfo consumista que las opciones vitales de su hermana han tenido sobre las suyas. A pesar de aparecer asociada a lo humilde, por ejemplo mediante el piso de planta baja en el que vive con Faustino —circunstancia a menudo subrayada con planos picados— o mediante su descenso de las escaleras en el ensueño de Andrés, Elo ocupa en El mundo sigue el

10 Thomas Deveny insistía en la importancia de este esquema narrativo para el cine español en Cain on Screen (1993), obra que se ha recibido críticas de reduccionista. Véase, por ejemplo, S. Zunzunegui (1999). 11 La novela de Zunzunegui sugiere (1960, 80-81) que era fácil acceder al aborto clandestino.

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3.2 Elo al pie de unas escaleras multifuncionales. El mundo sigue (Fernán Gómez 1963)

nivel moral superior. Ahora bien: aunque el filme sea una condena inequívoca del egoísmo y la codicia, Fernán Gómez emplea una caracterización matizada para evitar caer en propagandas panfleteras. Elo es, en efecto, el único personaje de la película que vale la pena, y compartimos su perspectiva mediante una dirección de fotografía subjetiva, el foco narrativo y el hecho de que el primer flashback sea el suyo (cuando recuerda el concurso de «Miss Maravillas»); tampoco le faltan, sin embargo, a esta mujer sus defectos, entre los cuales desde luego su desmesurado orgullo y su carácter explosivo. También concede Fernán Gómez bastante espacio narrativo a los personajes —moralmente ruinosos— de Luisita, Faustino y Andrés, a cuyos respectivos interiores también tenemos un acceso privilegiado por vía del flashback y la voz en off: oímos hablar, mediante este último recurso, en dos escenas a Luisita, quien a lo que parece nos desnuda así su alma mientras se quita el maquillaje, como también así se nos revelan las angustias de Faustino cuando sus ganancias de la quiniela se

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evaporan; los deseos de Andrés se nos muestran, según antes dijimos, en un flashback. Pero tan generoso uso de unos dispositivos que supuestamente nos brindan un acceso privilegiado a los personajes tiene un efecto inesperado, pues en ningún caso descubrimos nada nuevo: mientras que el flashback de Elo nos informa de los sueños perdidos de su juventud —nos indica asimismo que esta mujer solo va a ser capaz de mirar al pasado, no de seguir adelante—, los pensamientos de Luisita y Faustino se limitan a confirmarnos unos problemas que ya conocemos por la historia. (La atracción de Andrés por Elo también nos era conocida, desde la conversación entre el periodista y la madre al comienzo del filme). Se trata, por tanto, de un empleo perverso de las técnicas cinematográficas asociadas a la revelación de la riqueza y la individualidad del personaje: en la visión nihilista de Fernán Gómez, las herramientas que debieran desvelar la hondura no hacen sino reforzar la superficie; allí donde debieran profundizar en el personaje, fortalecen su caricatura. En esta condena particularmente oscura de la España desarrollista, la interpretación que Canalejas hace de Elo resulta extraordinaria: en la línea de potentes ejemplos femeninos de la época —por ejemplo la oscarizada Cesira de Sophia Loren en La ciociara [Dos mujeres] (De Sica 1960)—, esta asediada pero combativa ama de casa y madre que Canalejas encarna prefigura la obra del más célebre y exitoso entusiasta del melodrama en el cine español: Almodóvar. Sus melodramas madrileños con protagonistas femeninas, por ejemplo Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) y Volver (2006), con Carmen Maura y Penélope Cruz, respectivamente, dan prueba, en efecto, de la influencia de la interpretación de Canalejas. Por su parte, ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), protagonizado asimismo por Maura, alude a El mundo sigue tanto en su arranque como en su cierre: al comienzo se presenta a Gloria, como antes apuntábamos, igual que a Luisa, y al final Gloria considera, igual que Elo, tirarse por el balcón de su piso de Madrid, si bien al cabo no lo hace. Con el cuerpo horriblemente inmóvil de Elo yaciendo al cierre del filme sobre el símbolo máximo de la movilidad, Fernán Gómez enfatiza en 1963 (y Almodóvar vuelve a recordarnos en 1984) que el ascenso social era para muchos un sueño imposible.

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Noche de verano (Grau 1962) Se ha dado mucha importancia, en estudios sobre el cine español de la década de 1960, a las diferencias entre la obra disidente de directores veteranos como Berlanga y Fernán Gómez y las películas contemporáneas del NCE: mientras que los outriders (véase Bentley 2008, 176181) tenían que bregar con el Estado tanto para realizar como para distribuir sus cintas, los nuevos directores gozarían de la protección de ese mismo Estado en forma tanto de subvenciones como de acceso a festivales y a circuitos de cine de autor (Faulkner 2006, 16-18). Convendría revisar, sin embargo, semejante oposición, pues lo cierto es que tenían dificultades —especialmente con la censura— tanto los directores independientes «nuevos» como los outriders. (Miguel Picazo, por ejemplo, pertenecía al NCE pero igual debió soportar que los censores le mutilasen sustancialmente La tía Tula [1964]). Suele postularse asimismo una oposición entre los viejos maestros, que se inspirarían en formas culturales españolas autóctonas (sobre todo el esperpento y el sainete), y los jóvenes del NCE, que supuestamente dependerían de modelos extranjeros. Aquí el primer tópico lo ha desmontado sobre todo Marsh: si bien es cierto que directores como Berlanga y Fernán Gómez se basaban en corrientes dramáticas vernáculas, ello no era óbice para que dialogasen a la vez con fuentes internacionales como la comedia estadounidense screwball (Plácido) o el melodrama (El mundo sigue). En lo que al NCE respecta, muchas de sus películas delatan, sin duda, un interés constante por el neorrealismo italiano (especialmente por la afirmación de Cesare Zavattini de que «describir problemas sociales equivale a denunciarlos», véase Whittaker 2011, 12); las adaptaciones literarias que este movimiento produjo revelan, no obstante, un énfasis en lo nacional: Unamuno en la recién mencionada Tía Tula de Picazo, y Baroja y Pérez Galdós en La busca y Fortunata y Jacinta (Angelino Fons 1967 y 1970, respectivamente). Las diferencias entre los outriders y el NCE resultan también menos marcadas si se consideran desde la perspectiva de la movilidad social: los directores del NCE tendían a retratar, en la línea de Berlanga y Fernán Gómez, a quienes quedaban excluidos de los beneficios

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económicos del desarrollismo, por ejemplo el afanoso mecánico de la película elocuentemente titulada Llegar a más (Fernández Santos 1963) o los famélicos actores de Los farsantes (Camus 1963), cinta de título no menos interesante. Otros ejemplos mostraban que los privilegios de las castas más antiguas se mantenían intactos a pesar de un supuesto progreso. Picazo y Basilio Martín Patino indagaban, en esta vena, en lo asfixiante de la tradición en las ciudades castellanas de provincias de Guadalajara (La tía Tula) y Salamanca (Nueve cartas a Berta, de 1965), respectivamente. El tratamiento de la movilidad social que hacen Noche de verano y Los felices sesenta difiere, así y todo, profundamente del que hacen Plácido y El mundo sigue: con solo algunos años de diferencia, los mundos que estos filmes reflejan no podrían estar más alejados; una diferencia crucial es el enfoque de la movilidad, y una segunda la estética. A pesar del frenético movimiento del motocarro por la ciudad —o de las carreras de las pugnaces hermanas escaleras arriba y abajo—, en Plácido y El mundo sigue las metáforas clave son, en efecto, el bloqueo y el estancamiento: la movilidad social es para Plácido un espejismo, y el corolario de dicha movilidad (el consumismo) una fantasía para Elo. Frente a lo cual, en Noche de verano y Los felices sesenta —que son los filmes tratados en el presente apartado y en el próximo—, el foco no va puesto en la lucha por ascender socialmente ni en las aspiraciones consumistas, sino en el hecho mismo de pertenecer a las clases medias y disfrutar de las consecuencias; a saber: el tiempo de ocio y las adquisiciones materiales. La película de Jorge Grau explora, así, las actividades de ocio de un grupo de acaudalados amigos durante esa «noche de verano» a la que el título alude (la fiesta de la noche de san Juan, en Barcelona). La de Camino da seguimiento a las experiencias de una consentida ama de casa barcelonesa de clase media durante unas vacaciones estivales en Cadaqués. Noche de verano y Los felices sesenta se hallan, pues, en muchos sentidos en las márgenes del NCE: en primer lugar, ambos filmes son ejemplos muy tempranos del mismo (Grau fue el primero en recibir subvenciones mediante el mecanismo del «interés especial»); en segundo lugar, ambos están ambientados en Cataluña, mientras que el movimiento en su conjunto se asocia a la ciudad de Madrid o a los

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paisajes y ciudades de provincias de Castilla. Marginales son también las influencias estéticas de ambas cintas: puede, sí, que la cubierta del primer número de Nuestro Cine, la revista que hacía de vocero del NCE, exhibiese una foto fija de L’avventura [La aventura] de Antonioni, pero lo cierto es que el NCE favorecía la corriente anterior (orientada al realismo social) del neorrealismo italiano12; tanto Grau —que se formó en Roma (en el Centro Sperimentale di Cinematografia) en la década de 1950—13 como Camino privilegiaban, en cambio, a directores italianos posteriores, entre ellos precisamente Antonioni. Periférica resulta asimismo, en comparación con el resto del NCE, aquí la crónica de una nueva clase media. Noche de verano y Los felices sesenta reflejan, sin embargo, lo que la historia muestra resultó ser clave en aquella década; esto es: los comienzos de un movimiento masivo de los españoles hacia las clases medias, cuya presencia en las pantallas del país iría haciéndose más evidente conforme fuese avanzando el siglo. Primer largometraje de Jorge Grau, quien en la década de 1970 se especializaría en películas populares de terror —en parte sin duda como respuesta al tibio éxito comercial de esta cinta—14, Noche de verano es un curioso híbrido que sabe capturar las contradicciones del desarrollismo franquista. Por una parte hace ostensión de su modenidad cinematográfica: tratándose de una coproducción, la mitad del reparto es italiano (Marisa Solinas en el papel de la angélica estudiante Alicia, Umberto Orsini como el arribista social Miguel, y Rosalba Neri como la casquivana Rosa); del lado español resulta

12 L’avventura [La aventura] se proyectó en la Filmoteca de Madrid en 1963, pero no tuvo una distribución generalizada en salas españolas hasta 1969; véase Monterde (2003, 106). Esta falta de disponibilidad explica, sin duda, que los directores del NCE se centraran en modelos anteriores. 13 Esta escuela de cine, fundada por el gobierno fascista en 1935, se asocia, sin embargo, al fomento del talento disidente. Otro tanto cabe decir del equivalente español en Madrid. Grau obtuvo una beca del gobierno español para estudiar en el Centro. La compartió con Antonio Pérez Olea, compositor de Noche de verano. Véase el cuadernillo de Il Peccato: noche de verano, CD editado por Quartet Records (2011, 2). 14 No atrajo sino a ciento cuarenta y un mil espectadores.

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clave Rabal, cuyo papel de Bernardo, playboy de la alta burguesía, retoma su personaje de Jorge en Viridiana (Buñuel 1961) y tiene ecos del Riccardo que el actor interpreta en L’eclisse [El eclipse], de Antonioni, realizada al mismo tiempo que Noche de verano aquel año de 1962. Las relaciones intertextuales del casting se refieren, por tanto, al cine italiano de la época, igual que el homenaje a Cronaca di un amore [Crónica de un amor] (Antonioni 1950) en la extensa secuencia entre Miguel y Alicia cuando su relación llega a su fin; en cuanto al tema global de la película (la potencial falta de sentido en las vidas de unos personajes de clase media), delata una deuda narrativa menos concreta para con L’avventura [La aventura]. En última instancia, sin embargo, esta modernidad se pone al servicio de la tradición, toda vez que la conclusión moralizante del filme refuerza el dogma católico, especialmente el relativo al comportamiento de los personajes femeninos como sacrificadas vírgenes antes del matrimonio y fieles madres tras él. Es decir, que nos hallamos, a pesar de la novedad del lenguaje fílmico, ante la misma vieja historia: una elocuente ilustración de las contradicciones de la España de la década de 1960, donde una economía liberal moderna cohabitaba con una dictadura forjada en la década de 1930. El carácter híbrido y contradictorio de Noche de verano resulta evidente incluso en el plano de la producción y la financiación: si un productor de la película fue Elías Querejeta —el idolatrado campeón del cine disidente posterior a 1960—, las compañías productoras fueron la madrileña Procusa (del Opus Dei) y las italianas Domiziana Internazionale Cinematografica y David Film; lo cierto es que, por pequeña que fuese la aportación creativa de Querejeta15, la combinación de elementos opuestos (progresistas y reaccionarios) cala en la cinta. Noche de verano va avanzando por vías opuestas. Al principio apunta, en efecto, a un estallido de deseo: la «noche de verano» del título, la ambientación urbana y festiva de Barcelona en la noche de san Juan, la moderna estética cinematográfica y la juventud de los personajes… (Todo ello va

15 Tom Whittaker tiene sin duda razón al observar (2011, 152) que la contribución del entonces joven productor «no da la impresión de que tuviera carácter creativo».

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3.3 Bernardo al volante. Noche de verano (Grau 1962)

incluido en la secuencia previa a los créditos de cabecera, un montaje estilo documental con imágenes de fiestas callejeras de gente bebida y, del lado sonoro, melodías y lenguas heteróclitas, pudiendo distinguirse como poco el español, el catalán y el inglés).16 Al mismo tiempo, sin embargo, la película refuerza ideales católicos sobre la Virgen María y la esposa fiel, sobre todo en su conclusión moralizante. Estas vías paralelas y contrarias se narrativizan mediante el doble foco en dos grupos sociales, definido cada uno —cosa bastante previsible— por un personaje masculino y su deseo por dos mujeres opuestas. Más insólito resulta, en cambio, el planteamiento temporal: la acción se desarrolla en dos noches de san Juan separadas por un año. En el primer grupo tenemos a Rabal en su papel de Bernardo, personaje cuya pertenencia a la clase media alta viene señalada, desde

16 El español lo hablan los grupos de clase media. En catalán nomás se escuchan frases sueltas y siempre en boca de trabajadores.

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el principio, por el gran coche que va conduciendo por Barcelona en la secuencia tras los créditos de cabecera. Casado con la distante Carmen, este hombre intenta seducir a Inés en los diversos escenarios que el grupo de amigos visita durante la fiesta. El primer año asisten a una subasta y beben en coctelerías chics (ambos lugares, escaparates para los nuevos ricos de la década de 1960); van, en efecto, a Bodega Bohemia e incluso suben a una montaña rusa. El segundo año, Bernardo celebra la fiesta en su residencia campestre y termina confesando su amor (en vano) a Inés. Lo hace en una escena de interesante planificación: la dirección de fotografía transmite la inaccesibilidad de la esposa de su amigo; si a ella se la encuadra en un primer plano frontal mirando al techo, a él se lo filma, en cambio, desde el flanco, con la cabeza hundida en una almohada en adúltero deseo frustrado. En el segundo grupo tenemos al fracasado viajante Miguel, quien ha de pedir prestado dinero (que jamás devuelve) a la santa Alicia para la primera noche de san Juan, dinero que se gastan en la sala de fiestas Salón Venus Deporte. Miguel no puede resistirse, sin embargo, a una radiante Rosa (con un trabajo de florista y un florido vestido acordes); en cuyo papel, las limitadas dotes interpretativas de Neri se ven compensadas por su parecido físico con la voluptuosa encarnación de los ideales de belleza del momento, Sophia Loren. A lo largo del año que transcurre hasta la siguiente noche de san Juan, Miguel consigue un lucrativo empleo como dudoso viajante y se casa con Rosa (el papel pintado de su dormitorio conyugal está decorado, naturalmente, con las flores homónimas); el segundo san Juan comienza, pues, con este nuevo rico llegando al volante de su coche nuevo —la prueba inevitable de su pertenencia a las clases medias— para volver a encontrarse con Alicia, tratar de seducirla y fallar en su empeño. Un punto flaco de la película —el primer largometraje (ya dijimos) de Jorge Grau como director— es que estas dos líneas narrativas avanzan prácticamente aisladas. No se entrelazan sino al comienzo de la película, cuando Bernardo se siente atraído por Rosa, quien sale hecha una furia del bar —dejándolo allí— al darse cuenta de su deseo por Inés. El filme precisa, por tanto, de un espectador activo capaz de paragonar ambos hilos narrativos, cuyos significados emergen, más que en virtud de un entrecruce directo, por yuxtaposición: la comparación

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hace, en efecto, que las diversiones festivas pasen a ocupar un segundo plano y el foco se sitúe en el matrimonio; cobran relieve, del mismo modo, los personajes femeninos secundarios de Inés y Alicia, el esposo Bernardo y la «otra mujer» de Miguel. Da la impresión de que tanto Bernardo como Miguel se han casado a la ligera, pero su culpa queda reducida, en ambos casos, por una estereotipada caracterización de sus respectivas esposas como mujeres con tara: la frígida Carmen (interpretada por la italiana Lidia Alfonsi) y la promiscua Rosa. El interés narrativo y el matiz se centran, pues, en torno a Inés y Alicia, quienes se yerguen como focos de interés de Grau y como heroínas de la cinta. Alicia es —retomando con ello a la Matilde de Muerte de un ciclista (Bardem 1955)— una estudiante trabajadora y virginal, capaz de redimir al héroe mediante un consejo sensato y un comportamiento impecable. Tradición y modernidad van combinadas en ella, por un lado, mediante su pertenencia a un cineclub (Miguel la interrumpe, en efecto, durante una proyección de Viaggio in Italia [Te querré siempre], de Rossellini, y también la vemos tomar parte en un debate sobre L’avventura [La aventura]); por otro lado, mediante su conducta sin tacha. (Cuando al principio rechaza las insinuaciones de matrimonio de Miguel, Grau la encuadra junto a la imagen en relieve de un ángel). También a Inés se la asimila a esos «angelitos» de la ideología burguesa decimonónica cuando Bernardo le compra un par de alas angelicales para que se disfrace en el contexto de la fiesta de san Juan: no llega a ponérselas y acaba por tirarlas, pero no porque rechace este papel femenino estereotipado sino porque se trata del regalo de un admirador inconveniente. El que interprete a Inés la mediocre María Cuadra compromete, sin embargo, la importancia que Grau asigna al personaje: su acartonada interpretación resulta poco convincente, y eso que de ella depende el mensaje moral sobre el matrimonio. Inés emerge, en efecto, como ese angelito adorado del patriarcado burgués cuando parece flirtear ligeramente con el despechado Bernardo; cuando vuelve a casa tras la primera noche de san Juan, la vemos flotando hacendosísima de un lado para otro —vestida de un blanco inmaculado— dando calor a su bebita arropándola mientras duerme, y alimento a su marido llevándole un vaso (por supuesto de leche). En la segunda fiesta, lógicamente rechaza las insinuaciones de Bernardo y

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corre a casa con su esposo Alberto. El cual es el único personaje al que se muestra trabajando (es un hombre de negocios barcelonés desde la ventana de cuya oficina vemos la catedral), y esto delata la influencia del Opus Dei en el filme: al diligente empresario se lo recompensa con la única esposa angelical que en el mismo aparece. La prensa católica conservadora omitió, tanto en España como en Italia, la espantosa interpretación de Cuadra y prodigó todo tipo de elogios al filme. En Italia se distribuyó con el título Il peccato [El pecado] en referencia al adulterio que casi cometen Bernardo y Miguel, y el vaticano Osservatore Romano, que apenas un año antes condenaba Viridiana por blasfema, alabó la defensa que esta cinta hacía del matrimonio (véase «Noche de verano, de Jorge Grau, estrenada con éxito en Italia» 1963). Cuando el periódico español Ya informó del éxito de crítica que el filme tuvo en el Festival Internacional de Cine de Mar de Plata, resulta interesante constatar que el periodista subraya —asociándolas— la tradición católica y la modernidad cinematográfica de la cinta, que efectivamente ganó, en el mencionado festival, tanto el premio de la Oficina Católica Internacional del Cine (el summum de la tradición) como la mención especial para el director (un reconocimiento de su modernidad). Esta película de arte y ensayo empuja, pues, a un espectador activo a apreciar su retrato de la Barcelona de clase media de la década de 1960. Despliega unas referencias y una estética fílmicas modernas (que Grau hizo suyas en la escuela de cine de Roma) y las emplea (irónicamente) para atrincherar la tradición conservadora.

Los felices sesenta (Camino 1963) Si el italófilo Jorge Grau tributa un homenaje a Antonioni sacando a Paco Rabal, centrándose en la ociosa clase media y usando (en ocasiones) interesantes técnicas formales, en Jaime Camino se aprecia una deuda aún mayor, toda vez que Los felices sesenta es prácticamente un remake de L’avventura [La aventura] en suelo español, si bien con algún guiño a Viaggio in Italia [Te querré siempre]. Igual que Noche de verano, este filme de Camino tiene una exigua historia en lo que

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a su exhibición en salas respecta: realizado en 1963 y presentado en Cannes el mismo año (véase Riambau 1997, 636), no se distribuyó en España hasta 1969, sin que actualmente dispongamos de datos de taquilla. Se trata, así y todo, de una cinta interesante; en primer lugar, por el indicio que supone de influjos transnacionales en el cine español ya en fecha tan temprana como 1963 (tales influjos resultarían más que obvios, para finales de la década, en Cataluña con la llamada escuela de Barcelona)17; en segundo lugar, porque el estudio que hace de la burguesía es ejemplo temprano de un cine que indaga en personajes de clase media desde una actitud benévola, circunstancia que, como el presente libro quisiera evidenciar, apunta ya a los filmes middlebrow que surgirían en España a partir de 1970. Este filme de Camino desentona con el NCE por muchas de las mismas razones recién vistas a propósito de Noche de verano. También Los felices sesenta supone, en efecto, una película adelantada, y está ambientada también en Cataluña; a lo que añádese que, como Grau, tampoco Camino se formó en la escuela de cine madrileña en la que el NCE tuvo su origen. (Camino fue más bien autodidacta desde su propia productora, Tibidabo Films; véase Bentley 2008, 191). Noche de verano, que fue asimismo el primer largometraje de su director, presenta igualmente un carácter mixto: combina innovaciones formales en ocasiones interesantes con una reverencia a menudo excesiva por el cine italiano de arte y ensayo de la época, cosa que desde una perspectiva poco generosa cabría desdeñar como imitación. El modus operandi que se privilegia consiste en explorar obvias oposiciones de conceptos, pero semejante mecanismo ha de emplearse con moderación y, si al comienzo del filme los choques quedan sugerentes, al final resultan ya cargantes. Lo que nomás cabe ver retrospectivamente es el carácter premonitorio del retrato (por momentos bastante ecuánime) que Camino hace de las nuevas clases medias españolas en una época en la que, tanto en el cine de arte y

17 Domènec Font señala (2003, 186) que también apunta a la escuela de Barcelona la topografía (Cadaqués y la Costa Brava), así como que colaboraron algunos de los futuros miembros de la escuela: Carles Duran, Annie Settimó y Joaquim Jordá.

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ensayo como en el popular, los nuevos ricos eran meros objetos de sátiras o blanco de chistes. Sin embargo, aunque es verdad que el paso del tiempo nos hace valorar el tratamiento de la clase media de Los felices sesenta, su enfoque de los roles de género resulta hoy bastante tosco. Pero antes de acercarnos al filme, debemos recordar por qué esa manida dicotomía de la esposa virtuosa vs. la adúltera tenía tanto atractivo para Camino en 1963. Dejando al margen los alicientes de asignar el papel protagonista de Mónica a Yelena Samarina —a quien Camino hace batir las pestañas en primeros planos y aparecer, durante buena parte de la película, con unos pantalones cortos cortísimos en planos generales—, una protagonista femenina suponía un tropo ideal para indagar en las contradicciones de la España de la década de 1960. En dicha España tal protagonista simbolizaba, además de la tradición en su faceta de esposa —faceta encomiada tanto por el catolicismo como por la ideología franquista—, un incipiente cambio. Los felices sesenta se refiere, en efecto, al incremento del empleo femenino mediante la conversación de Mónica con su marido Pablo antes de los créditos de apertura, conversación que revela el rechazo de un cabeza de familia varón de clase media a que su mujer trabaje de enfermera. Noche de verano reflejaba, por su parte —mediante el personaje de Alicia, estudiante universitaria—, el boom que estaba produciéndose de la educación universitaria femenina. Los filmes del VCE que estudiaremos en la próxima sección han de hacerse eco, por último, del consumismo femenino de entonces. Volviendo a Los felices sesenta, esta primera obvia oposición del filme tiene lugar, como decimos, en la secuencia previa a los créditos, secuencia consistente en un montaje de estilo documental con imágenes de turistas en Cadaqués bajo la llamativa canción de Raimon titulada «Tot sol» [Completamente solo]18. Con cada nueva imagen va haciéndose mayor el contraste entre la melancólica soledad descrita en los poéticos versos del cantante y la compañía forzosa de los prosaicos turistas: vemos, en planos aéreos, una abarrotada playa con gente tomando el sol; en planos medios, a grupos de campistas y autoestopistas

18 Transcribo los títulos y las letras directamente de la película.

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nordeuropeos de piel clara; en primeros planos, pilas de horteras figurillas de toreros y bailaores de plástico cuya disposición trae un eco visual de las mencionadas tomas aéreas con montoneras de distendidos adoradores del Sol. Estas imágenes documentales apuntan, asismismo, a cuestiones de clase: la primera imagen es un plano aéreo de una fila de turismos entrando al otrora durmiente pueblecito de pescadores mientras, por el otro lado de la carretera, pasa una camioneta de obreros. (A diferencia de los conductores de tales vehículos, los ocupantes de los turismos son lo bastante ricos como para poseerlos y disponen del ocio suficiente como para usarlos en viajes vacacionales). Las imágenes documentales terminan con un salto, desde una mujer que toma el sol en biquini, a un grupo de obreros locales que visten monos y comparten su pan en el calor. En la banda sonora va repitiéndose el «sol» de Raimon: los significados de esta palabra en catalán y en castellano, que es la lengua de esta secuencia previa a los créditos y de casi todo el resto del filme («solo» y «sol», respectivamente), parece que explicasen la colisión entre la dolorosa evocación de la soledad de la música, y el abigarrado retrato del bullicioso turismo costero de la imagen. España, internacionalmente aislada en el franquismo temprano, experimenta ahora, con la llegada de un turismo que viene en busca del sol, una vivencia profundamente conflictiva. Al repetirse, sin embargo, la canción en la película, semejante foco temático va reduciéndose: volvemos a oír esta letra mientras vemos a Mónica (Samarina) deambulando por una serie de localizaciones icónicas de Cadaqués como las calles empedradas y el mercado. La «soledad» ha de ser, pues, la de la protagonista; conque surge una «obvia oposición» alternativa; a saber: entre de un lado la felicidad a la que con su tono de eslogan alude el título del filme y, de otro, la desdicha de su aburrida protagonista burguesa. La película ofrece, por tanto, la posibilidad de usar la emotiva letra de Raimon para indagar en la crisis existencial de esta mujer. (El cantautor valenciano era famoso tanto por la belleza de su música como por su compromiso político)19. Aho-

19 Raimon fue clave en la llamada «Nova cançó», el movimiento musical que se opuso al franquismo mediante la lengua catalana.

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ra bien: seguimos centrándonos en el uso de la música en el filme y descubrimos, por desgracia, que el foco temático continúa estrechándose. Volvemos a oír «Tot sol», en efecto, en un entrecruce potencialmente interesante de sonido extradiegético y diegético: Víctor, el viejo amigo de Mónica que ha regresado de los Estados Unidos para pasar sus vacaciones en la Costa Brava, silba la melodía de Raimon cuando la pareja sale a dar un paseo nocturno. Posteriormente, sin embargo, cuando este hombre se convierte en amante de Mónica, debemos interpretar dicha escena retrospectivamente: parece ahora que, silbando aquello, Víctor estaba proponiendo a Mónica una relación adúltera como solución a su soledad. La segunda canción de Raimon incluida en la banda sonora («Per ser cantada en la meva nit» [Para ser cantada en mi noche]) aparece hacia la mitad de la película, cuando la pareja ya se ha escapado, en un viaje en barco, a una zona remota de la costa para consumar su aventura. La riqueza semántica de un verso como «Enllà d’una profunda nit sense veus, em nego» [= «Más allá de una profunda noche sin voces, me ahogo»] parece quedar reducida, una vez más, al previsible presagio: el adulterio no ha de resolver la soledad de Mónica. La tercera canción, «Perduts» [Perdidos], aparece al final de la película, esto es, cuando Mónica ha estado buscando a Víctor pero comprende que él nunca va a pedirle que deje a su familia. «Caminem perduts, sols, caminem com un home sol» [= «Caminamos perdidos, solos, caminamos como un hombre solo»] acaso exprese el disgusto de la mujer por el fracaso de su aventura, pero entonces se tiende un puente sonoro que sabotea cualquier emotividad: en una decisión a todas luces desastrosa, Camino conecta, mediante dicha canción de Raimon, la imagen de soledad de la despechada Mónica en su coche con la imagen del ridículo agente inmobiliario catalán (sobre el que volveremos), quien también ha sido rechazado por los turistas ingleses a los que se pasa la mayor parte del filme tratando de vender terrenos. El cuarto tema de Raimon, «La pedra» [La piedra], se emplea en modo igualmente torpe al final de la cinta: Mónica ha vuelto a la certeza de su papel de esposa y madre; las cavilaciones de Raimon sobre las posibilidades abiertas («Tires la pedra, on anirà?» [= «Tiras la piedra, ¿dónde irá?»]) parecen totalmente inapropiadas.

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Un segundo ámbito de oposiciones obvias tiene que ver con la caracterización, en la que se insiste mediante el casting. Mónica se encuentra escindida —esquema bastante previsible— entre su marido y su amante. (A su tercer admirador, el despechado camarero Pep, lo ignora). El marido, Pablo, interpretado por el español Germán Cobos, es un cliché con patas de la España recién enriquecida: las conversaciones que este empresario (no sabemos de qué sector) mantiene con sus amigos versan sobre cuán rápido es capaz de conducir su coche entre Barcelona y Cadaqués; las que mantiene con Mónica, sobre si no podría engalanarse más cuando salen por ahí, o bien hacerse cargo de labores domésticas como dar instrucciones al servicio o adecentar el pelo a los niños. Mucho más tiempo en pantalla se concede a Víctor, a quien de hecho corresponde el papel clave de ese «otro» que llega. Tom Whittaker ha mostrado, en efecto (2011, 29-37), la importancia de semejante papel en El próximo otoño, película de Antxón Eceiza (1962) sobre el careo de otro pueblo costero —uno de pescadores de Málaga— con el turismo: si la Monique de Eceiza es una estudiante francesa que toma como novio de verano al tímido pescador Juan para abandonarlo y volver a Francia al

3.4 Víctor y Mónica no pueden resistirse a la llamada de la naturaleza. Los felices sesenta (Camino 1963)

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llegar el otoño, al Víctor de Camino, a pesar de ser español, también se lo asocia a las naciones y la educación extranjeras. Interpretado por el francés Jacques Doniol-Valcroze —actor no cabe duda que elegido, más que por sus dotes interpretativas en pantalla, por su fama externa a la misma en cuanto editor fundador de Cahiers du cinema—, Víctor es un puntero cirujano que vive en los Estados Unidos y habla inglés. Puesto que es el objeto del interés amoroso de Mónica, está especializado, naturalmente, en el corazón. El dilema amoroso de Mónica, aunque previsible en términos de trama, cobra un significado más amplio en los niveles simbólicos de lo nacional y lo cinematográfico: por una parte, Los felices sesenta se basa en El próximo otoño, la mencionada cinta de Eceiza que, tras tanto tiempo en el olvido, recientemente ha revalorizado Whittaker; por otra parte, el filme apunta a Nueve cartas a Berta, de Basilio Martín Patino (1965), película admirada desde hace mucho tiempo como manifiesto del NCE (véase Torreiro 1995b, 318). El planteamiento es, en los tres casos, clarísimo. Hay, en primer lugar, un personaje protagonista o central que es español: en El próximo otoño, el pescador Juan (interpretado por Manuel Manzaneque); en Los felices sesenta, Mónica (interpretada en realidad por la rusa Samarina); en Nueve cartas a Berta, el estudiante salmantino Lorenzo (memorablemente interpretado por Emilio Gutiérrez Caba en un papel crucial que estableció el que sería su personal sello en pantalla). Pues bien, estos protagonistas españoles ven cuestionados sus valores tradicionales por sendos encuentros amorosos con sus correspondientes «otros» llegados del extranjero: en El próximo otoño, Monique (la estudiante francesa que va a Málaga de vacaciones de verano); en Los felices sesenta, Víctor (el expatriado español interpretado por un actor francés); en Nueve cartas a Berta, la Berta del título del filme (una estudiante inglesa hija de expatriados españoles). Pero cuidado: aunque los valores tradicionales resulten cuestionados en cada encuentro, dichos valores afectan, en esta época incipiente, principalmente a relaciones heterosexuales; los directores disponen, además, en los tres casos que el protagonista termine rechazando a ese «otro» que llega, o bien siendo abandonado por él. (Monique regresa a Francia sola, Víctor regresa a los Estados Unidos solo y Lorenzo deja de escribir a Berta para casarse con su anodina novia española). Se trata, pues, más de someter la tradición

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a crítica que no de rechazarla de plano. Juan, por dar un caso, ha de seguir manteniendo a su familia mediante la pesca (su padre murió antes de empezar la película y su abuelo muere al final); Mónica retoma, por su parte, su rol familiar tradicional (ella misma ha de ser, igual que el coche familiar en que se sienta expresando su aceptación del lugar que le cuadra, un símbolo más de la riqueza y el estatus de su esposo). El tratamiento más incisivo del regreso a la tradición es, ciertamente, el de Martín Patino: en una brillante secuencia final, la decisión de Lorenzo de casarse se compara (condenatoriamente) con la petrificación; van recogidos, en semejante coda, los recurrentes planos que a lo largo del filme hemos ido viendo de venerables monumentos salmantinos. La elección de Doniol-Valcroze para encarnar a Víctor resulta clave para una interpretación metacinematográfica del triángulo amoroso de Mónica, pues dicho señor francés representa las corrientes extranjeras del cine de arte y ensayo de la época: si este actor extranjero que rodaba en Cadaqués representaba, en efecto, ese cine de arte y ensayo de allende España que atraía a Camino, Víctor representa, como «extranjero» llegado de vacaciones, una alternativa a la conformidad. (Alternativa que suscita, claro, la atracción de Mónica). Los felices sesenta se sirve, pues, del adulterio como de un dispositivo mediante el cual dramatizar un cine español puesto en la encrucijada. Una de estas direcciones la representa Víctor/Doniol-Valcroze… Sin embargo —giro sorprendente— el marido de clase media de Mónica no representa dirección alternativa ninguna. Resulta, así, apropiada la tesis del presente libro de que en ese entonces aún no había un cine español middlebrow, pues Camino no encuentra tradición cinematográfica entre extremos (middle) con la que poder asociar a este marido de clase media; el director introduce, en cambio, la distensión cómica como contrapartida de las tradiciones cinematográficas de las «nuevas olas» extranjeras. De cara a lo cual, el casting vuelve a resultar significativo, como muestra la asignación del papel secundario (arriba anunciado) de un desdichado agente inmobiliario al hábil Joan Capri, actor habitual de la escena catalana cuya interpretación gesticulosa, cuyo acento catalán y cuyo uso de clichés dan al registro del filme un giro decisivo hacia la comedia popular. En tres momentos clave de la película, Camino retrata sendas fases de la relación entre Mónica y Víctor, cosa que hace mediante una audaz

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asunción de las modernas técnicas cinematográficas entonces en boga fuera de las fronteras de España. Se añade, sin embargo, tras cada una de estas tres secuencias sobre la pareja la respectiva escena cómica: el agente inmobiliario de Joan Capri queriéndole vender casas y terrenos a su correspondiente «otro», un estereotipado turista inglés (con su kit de pantalones cortos y cámara de fotos colgando del cuello) y su esposa. Cabría explicar estas curiosas yuxtaposiciones en cuanto dramatizaciones metacinematográficas que Camino realiza de dos opciones fílmicas opuestas o, mejor dicho, de las dos alternativas que el director contempla para el cine español de su tiempo. (Por una parte, el cine europeo de arte y ensayo con sus temas universales del amor, la soledad y el consuelo; por otra, la basta comedia local con su respuesta provinciana al reciente boom turístico y a la especulación inmobiliaria). En la primera secuencia clave, en la que Mónica, Víctor y unos amigos toman un barco para ir de pícnic a una playa recóndita, observamos una clara deuda con L’avventura [La aventura]; cabe destacar, entre las modernas técnicas formales empleadas, el plano secuencia, por ejemplo un encuadre de Mónica y Víctor aislados contra un fondo de paisaje marino desierto (está anticipándose el intento de ambos personajes de rechazar la civilización consumando su aventura adúltera en otra zona de costa desierta). Cualquier posible cavilación filosófica del público sobre el papel del paisaje resulta interrumpida, sin embargo, por la secuencia inmediatamente posterior, donde el personaje de Capri realiza una graciosa tentativa de vender un terreno (igualmente desierto) a unos turistas que lo miran, confundidos, mientras les va describiendo una eventual residencia veraniega con cuanto pudieran necesitar, por ejemplo dos grandes habitaciones… para sus figurillas de bailaores y para una cabeza de toro. En la segunda secuencia, Mónica y Víctor se encuentran en la terraza de un bar para después visitar juntos un monumento en ruinas. Si la pareja da vueltas —en modo más bien autoindulgente— a su infelicidad y rechaza el absurdo teatro de sus respectivas vidas, el director rechaza, a su vez, la clásica conversación tipo plano-contraplano optando, en cambio, por un plano secuencia llamativamente largo (tres minutos) y una cámara fundamentalmente estática. Paneando de izquierda a derecha, esta solución significa que en cada momento

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esté dentro del cuadro —mirando a un interlocutor que queda fuera— uno de los dos personajes nomás, lo que da realce a la soledad de que se quejan. El plano termina con un paneo a la izquierda, hacia el mar, lo que alude a la atracción de la naturaleza. Vuelve a interrumpir semejantes pensamientos el personaje de Capri, quien esta vez se nos aparece enseñando a los correspondientes turistas un cochambroso bloque que amenaza ruina. («¿Va a subir?», pregunta el marido turista en la idea de una posible inversión; «Más bien tiende a bajar», replica Capri mientras una cámara subjetiva capta el hundimiento de un muro). Semejante comicidad dificulta al público tomar en serio otra visita de Mónica y Víctor a un monumento en ruinas; el intertexto clave de la secuencia es, sin embargo, Viaggio in Italia [Te querré siempre] (1954). Los espacios están imbuidos, como en la cinta de Rossellini, también aquí de significado narrativo, pero si en la película italiana las ruinas de Pompeya reflejan el tambaleante matrimonio de la pareja protagonista, en la de Camino el monumento en ruinas ha de representar el afán de Mónica y Víctor por escapar a las trampas de una civilización que se les antoja decrépita. El director vuelve a resultar formalmente innovador en la escena en que la pareja, incapaz de resistir lo que el director presenta como la llamada de la naturaleza, consuma su aventura. Unos primeros planos de crestas espumosas y olas entrechocantes seguidos de imágenes con aguas quietas acaso supongan una metáfora más bien adolescente —y centrada en lo masculino— del sexo, pero dejan claro al espectador que el entorno costero representa la relación de la pareja. Resulta, pues, fascinante la yuxtaposición de primeros planos extremos de erosionados acantilados y relucientes superficies acuáticas, y planos generales extremos de la pareja inmóvil en una rambla vacía, yuxtaposición que relaciona su comportamiento con las fuerzas elementales responsables de la erosión del paisaje costero. Esta flagrante oposición de primeros planos extremos y planos generales extremos había de continuarla, llevándola más allá, dos años después Carlos Saura en La caza, dando lugar a un brillante efecto cinematográfico y político (véase Faulkner 2006, 164169), pero tal comparación saca a relucir la inexperiencia de Camino, pues mientras que a Saura (cuyo director de fotografía en aquel filme era Luis Cuadrado) su dominio de la forma fílmica le ha asegurado

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un lugar entre los principales cineastas españoles, el posible interés de las innovaciones de Camino en su retrato del paisaje sigue pendiente de aclararse. Los impactantes planos del entorno natural van seguidos, sí, de otro con una ladera dispuesta en terrazas, símbolo perfecto del arraigo de la civilización, solo que ello implica un estrechamiento del foco: Mónica y Víctor deben retomar, en efecto, las máscaras y el teatro que la civilización que han intentado rechazar les asigna. A esta secuencia no añade, es verdad, inmediatamente después otra del personaje de Capri, pero el malhadado agente inmobiliario reaparece al terminar la película. El puente sonoro que al final establece «La pedra» [La piedra] de Raimon conecta, según antes dijimos, el fracaso de Mónica con su «extranjero» Víctor y el fracaso del especulador en su empeño de vender terrenos o edificios a sus turistas ingleses, lo cual expone a Camino a la crítica de que su filme entero se derrumba en una farsa à la Capri (véase Font 2003, 186).

La ciudad no es para mí (Lazaga 1966) Fue, por tanto, con resultados dispares como el NCE hizo su crónica del surgimiento de la nueva clase media española en la década de 1960. Aparte de un persistente interés en la lucha por Llegar a más, películas como Los felices sesenta se centraban en las innovaciones formales del cine extranjero de arte y ensayo queriendo conformar un «nuevo» lenguaje fílmico con el que retratar a quienes lograban establecerse en la clase media. Como hemos visto, este tratamiento a menudo giraba en torno a la caracterización de una mujer que encarnaba un conflicto entre tradición y modernidad. Se exploraba, más concretamente, el tema de la mujer en relación tanto al tiempo de ocio como a la educación universitaria. El VCE, guiado por la taquilla y la producción, representaba el preciso reverso de esto: fiaba, procurando atenuar el riesgo financiero, en las acreditadas fórmulas genéricas de la comedia popular. Los «subgéneros» del VCE centrados en un único actor suponían una forma extrema de tal conservadurismo: una película que endilgase la misma vieja historia con la misma vieja estrella constituía la apuesta más se-

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gura20. En la estela de los filmes protagonizados por estrellas infantiles en la década de 1950 y a comienzos de la de 1960 —las cintas por ejemplo de Joselito y Marisol—, en la década de 1960 resultó clave el subgénero protagonizado por un paleto de pueblo encarnado por Paco Martínez Soria; a finales de la década de 1960 y a inicios de la de 1970 surgió, en cambio, el subgénero de la llamada comedia sexy ibérica protagonizada por Alfredo Landa, lo que dio lugar al neologismo «landismo»21. A pesar de todas estas diferencias formales, las preocupaciones temáticas del VCE coincidían, a veces, con las del NCE. (Tal es el caso, especialmente, en lo que al retrato de las clases medias respecta). Ahora bien: aunque las cuestiones relativas a la virtud femenina ocupan a directores y guionistas tanto del VCE como del NCE, lo que en la nueva comedia popular hay de nuevo es el tratamiento cómico del consumismo de la clase media. La ciudad no es para mí marcó época: su retrato cómico de la inmigración del campo a la ciudad fue un éxito comercial arrollador. Su vida de ultratumba resulta sin embargo, en lo que a la crítica atañe, representativa de la comedia popular de tiempos de Franco: fue la película más taquillera de la década de 1960 y sigue contándose entre los mayores éxitos comerciales de todo el cine español, pero si en su momento fue ignorada por unos críticos que dedicaban toda su atención al cine de autor, posteriormente sería desdeñada por franquista (véase Richardson 2002, 71-72). Desde el nuevo milenio, no obstante, los críticos vienen cuestionando semejante tópico para atender, en cambio, más de cerca a las contradicciones de la película, entre ellas su tratamiento del capitalismo (Richardson ibid., 71-86) y el énfasis en el adulterio femenino (Faulkner 2006, 66-69). Lo que aquí me interesa es la crónica que el filme hace de la

20 Jay Beck y Vicente Rodríguez Ortega señalan (2008, 5) que los primeros estudios sobre los géneros del cine español utilizan «subgénero» como término «para clasificar los géneros cinematográficos españoles como equivalentes subsidiarios de los americanos y europeos, no como división interna dentro de la estructura de un género más amplio». 21 Este subgénero se parodia en Españolas en París (Bodegas 1971). Véase el capítulo cuarto.

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España socialmente móvil y, en particular, la atención que presta al consumismo de la clase media. La puesta en escena tendrá, pues, especial importancia en mi estudio de este ejemplo temprano de cine español middlebrow. (En la puesta en escena van incluidas la presentación del macroespacio —por ejemplo ambientaciones geográficas representadas mediante planos urbanos, marinos o paisajísticos—, la presentación del microespacio —por ejemplo domicilios, que a menudo se ruedan en estudios— y la presentación de aquellos elementos compartidos con el teatro —de ahí la propia denominación «puesta en escena»—: vestuario, maquillaje y utilería). Cabe esperar, en efecto, que la puesta en escena resulte clave en un filme que supuestamente versa sobre la oposición entre el campo y la ciudad pero que en realidad se ocupa del consumismo. Y así es: aunque La ciudad no es para mí hoy en buena parte se nos antoja penosamente formular, su puesta en escena conserva su interés; constituye, de hecho, uno de los aspectos más meditados de su lenguaje fílmico22. Aun considerando las limitaciones de producción que trabajar en la comedia popular supondría (así como el hecho de que este filme verdaderamente estuviese fijando la fórmula), la trama de un bruto pero sagaz viejo campesino que endereza la conducta moral de sus parientes urbanos más jóvenes no deja de resultar especialmente forzada, como también sucede con las encasilladas interpretaciones de Martínez Soria en el papel del paleto, de Doris Coll en el de la aspirante a adúltera, y de Gracita Morales en el de la criada de cortas luces embarazada. La puesta en escena permite, sin embargo, la doble interpretación ya adelantada de la cinta; esto es: que aparentemente trata de la tradición rural pero se ocupa, en verdad, de la modernidad capitalista. En La ciudad no es para mí hay referencias tanto a la vida urbana como a los modernos usos laborales o a la circulación del dinero, pero

22 El equipo técnico incluía un comité artístico de tres personas (Luciano Arroyo, Tomás Fernández y Jesús Mateos), un decorador (Antonio Simont), diseñadores de vestuario (Humberto Cornejo y Matías Montero Nanette), y maquilladores (Paloma Fernández y María Elena García).

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se indaga ampliamente en la modernidad capitalista mediante los hábitos de consumo de los personajes de clase media. Puesto que nos hallamos ante una de las primeras películas españolas que se centró en el consumismo middlebrow, resulta útil considerar, antes de pasar a examinar en detalle tres ámbitos especialmente interesantes del filme (la decoración, el vestuario y la comida) los planteamientos de Bourdieu (1999), cuyo concepto de «distinción» facilita, a pesar de haberse desarrollado en un estudio sociológico sobre usos culturales de la Francia contemporánea23, la pesquisa sobre el comportamiento consumista cifrado de esta comedia española. Bourdieu nos recuerda, en efecto, que quienes medran socialmente buscan confirmar su pertenencia a la nueva clase mediante opciones culturales distintivas. Pues bien: la cultura middlebrow —las opciones distintivas de los nuevos miembros de la clase media— se caracteriza, concretamente, por la imitación y el carácter intermedio (véase mi introducción, nota 14). Saltar de Bourdieu a Lazaga es saltar del sobrio discurso académico a una obvia cinta cómica, pero algunas observaciones sobre la movilidad social coinciden. El «tío Agustín» —así llaman cariñosamente al personaje de Martínez Soria— vive en Calacierva, pueblo aragonés del que, como millones de españoles en los años del boom, su hijo Gusti y su nuera Luchi emigraron buscando fortuna y ascenso social en Madrid. Aunque Gusti es médico, es al personaje femenino al que corresponde (como siempre) encarnar estos saltos económicos y sociales: Luchi, antes una pobre costurera rural, es ahora una ociosa ama de casa burguesa. En cuanto al diminutivo «Gusti», se explica como un intento, por parte del personaje, de diferenciar su nombre del de su padre (aunque, teniendo en cuenta la importancia de las cuestiones de gusto en el filme, quizás haya también una alusión en este sentido). Más interesante es el nombre de Luchi: expresa, mediante una imitación middlebrow de lo foráneo —es, en efecto, versión extranjerizante

23 El análisis de Bourdieu de la clase y el gusto se basa en un estudio de usos sociales franceses llevado a cabo poco antes de realizarse esta película, es decir, en 1963; véase id. (1999, 503). El trabajo se publicó en 1979.

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del castizo Luciana, que es como la llama su suegro—, la nueva pertenencia de esta mujer a la clase media. Más allá de los nombres de los personajes, La ciudad no es para mí tiende a explorar la cultura middlebrow con medios no discursivos24: la decoración ejemplifica de qué manera este filme, que podría parecer un previsible tratamiento de la dicotomía campo-ciudad, constituye, bien mirado, un análisis de la nueva clase media y su modo de consumo middlebrow. Empezamos, en efecto, con una simplista oposición entre el campo y la urbe: si la más preciada posesión de la familia de Madrid es un Picasso (Naturaleza muerta con guitarra [1922]), la del tío Agustín es un retrato de su difunta esposa. El choque entre ambos no podría ser más obvio: el arte moderno «extranjero» (Picasso pintó aquel cuadro en el exilio) compite por ese espacio de la pared con el retrato realista de la agraciada matriarca. Solo que el Picasso en realidad no se refiere a la ciudad, sino a la clase: no se trata de qué represente en el ámbito pictórico (un tratamiento cubista de una guitarra) sino de qué representa en el ámbito social (la opulencia). Es, en efecto, una mera cuestión de «decoración», en modo alguno de «arte»; un buen ejemplo, por tanto, de la disección que Bourdieu realiza, en términos de clases, de los gustos aparentemente inocentes de los consumidores. Porque, al ser consumido por la familia de Gusti como un emblema de su nuevo estatus de clase media, Picasso se convierte en ejemplo de cultura middlebrow. Del mismo modo, el retrato de la difunta Antonia no tiene tanto que ver con el campo sino, más bien, con los roles tradicionales de la esposa y la madre. La escena final del piso de Madrid comienza y termina, de hecho, con la cámara alejándose de este retrato y acercándose a él, respectivamente. Va cifrado en ello, más que un triunfo del campo sobre la ciudad, la transformación de Luchi, quien siendo a lo

24 También hace gracia a veces el vocabulario y acento aragonés del tío Agustín, que contrasta con el español más neutro de su joven familia. Como señala Celia Martín (2003, 154-155), en la España de la década de 1960 «hablar con acento de alguna zona se consideraba provinciano y retrasado, incluso cosa de clases trabajadoras».

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primero una aspirante a adúltera, acaba convertida en una versión actualizada de su suegra. Al final de la película, el itinerante retrato regresa a la pared de la casa del tío Agustín en Calacierva, de lo que cabe inferir que el Picasso haya recobrado su sitio en la pared del piso de Madrid. Las opciones de consumo middlebrow que la película parece criticar se mantienen, pues, intactas. El tratamiento de la ropa y la comida refuerza la importancia que en el filme tienen las opciones de consumo. Saber que Luchi primero fue costurera proporciona cierta justificación para que Lazaga la reduzca a una maniquí a la que vestir con atuendos en clave social. El primer look de la mujer en la película (leggings de deporte, camiseta y cinta sudadera) refleja el tiempo de ocio que caracteriza al ama de casa de clase media, igual que en Los felices sesenta hacían las camisetas y pantalones cortos de Mónica. De hecho, también la ropa de Luchi cumple la función narrativa de representar el adulterio; y si Camino hacía un uso sutil del color —la adúltera de Los felices sesenta lleva una camiseta verde en el primer viaje en barco con Víctor y, cuando se va de Cadaqués para reunirse con él, un vestido de nuevo verde—, al espectador de La ciudad no es para mí no le costará descodificar el vestuario: a mayor atavío, mayor riesgo de infidelidad. Luchi acude, así, a una cita adúltera con Ricardo —saboteada por el tío Agustín— vistiendo un abrigo de pieles, un sombrero chic y un sexi traje de noche. En esta escena, Lazaga llega a asociar a Luchi con una icónica maja madrileña al situarla en el encuadre junto a la pintura de una. Y por más que Goya inmortalizase a una de tales «majas», aquí no se trata de ningún intertexto artístico elevado sino, más bien, de que aquellas mujeres solían ser prostitutas. Resulta, pues, bastante obvio que esta película condena el lujo por lujurioso, jugando con la raíz común de ambas palabras en español. No es casual, por lo demás, que el tío Agustín diga «¡Qué lujo!» la primera vez que entra al piso de Madrid, ni que en ese preciso momento Luchi luzca otro elegante atuendo. Tampoco sorprende que, cuando el señor la hace volver al hogar conyugal, ella cambie sus ropas finas por una anticuada chaqueta de punto. Según esta lógica, el orden que Agustín reinstaura en la familia debería reflejarse en semejante atavío al final de la película, cuando el

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3.5 Párroco rural, Agustín, Luchy con perlas y Gusty. La ciudad no es para mí (Lazaga 1966)

meticoso suegro regresa a su pueblo y toda la familia acude a celebrar una fiesta con él. Pero el carácter ruralista de La ciudad no es para mí es, por supuesto, mera fachada: su mensaje conservador atañe, en el fondo, al acoplamiento de la tradición católica (especialmente en relación al papel de Luchi como esposa fiel y madre solícita) con la modernidad capitalista. Este regreso al pueblo de Gusti y su familia al terminar la cinta no es, por tanto, definitivo: es turismo rural. La unidad de la familia y sus vistosas ropas (la propia Luchi lleva ornatos de perlas) sugieren una exitosa combinación de, por un lado, unos usos sociales tradicionales y, por otro, una nueva pertenencia a la clase media. Nathan Richardson señala (2002, 75) que «el espectador [de La ciudad no es para mí] de mediados de la década de 1960, lo normal es que tuviera bastante experiencia directa con la ola migratoria que llevó a tres millones ochocientos mil españoles a las ciudades entre 1951 y 1970». Este estudioso plantea, de hecho (ibid., 86), que el espectador también está implicado en semejante festival consumista: tanto la familia madrileña como el público se vuelven, en el pueblo, consumidores de turismo.

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La ciudad no es para mí interpelaba a los ciudadanos españoles en cuanto consumidores partidarios de la modernización y capaces de apreciar el valor mercantil de lo rural. Este filme de Lazaga, aunque supuestamente critica la vida metropolitana —guiada por el consumo— y realiza una superficial celebración de un estilo de vida rural premoderno, en realidad lo que está haciendo es dar la vuelta tanto al espectro del paleto de carne y hueso como a la ontología anticonsumista que el mismo representaba para poner, en su lugar, la figura del nuevo español consumista.

Este retrato del consumismo también queda claro en el tratamiento de la comida: el significado aparente y el real se solapan, de nuevo, mediante la puesta en escena. La comida constituye, en efecto, un símbolo inmediatamente obvio de esa divisoria entre vida rural y urbana que la película supuestamente ilustra pero, de hecho, neutraliza: al llegar a la ciudad, el cateto lleva pan crujiente, charcutería rústica y queso, un porrón y un par de pollos que matar para hacer el guiso y el caldo más frescos posibles; la criada de la familia madrileña se queja, en cambio, de que los miembros de esta apenas si comen juntos y, cuando lo hacen, prefieren comida de lata o congelada. La desmadrada secuencia de la merienda en honor de las nuevas amigas marquesas de Luchi —breve intervención sumamente cómica de María Luisa Ponte y Margot Cottens— lleva un paso más allá la función de la gastronomía en la película, ya que un té a media tarde con repostería fina no guarda relación con la ciudad vs. el campo sino con el ascenso social. Pero La ciudad no es para mí no ahonda la zanja entre por una parte la rodaja de chorizo de pueblo que el tío Agustín corta alegremente con su navaja y por otra el delicado pastel de queso a medio comer de la marquesa a régimen, sino que la cierra: es, según recién apuntábamos, en modo turístico como la familia madrileña regresa al pueblo al final de la cinta, y la combinación que vemos de opciones gastronómicas diversas no se diferencia de tantas otras opciones de consumo. Richardson pone de relieve (ibid., 84) el «carácter absolutamente turístico de los productos rurales» del final de la película. Porque es igual que Luchi elija un pastel americano de queso en Madrid o un queso de la comarca en Calacierva: ambas opciones de consumo representan su pertenencia a la clase media.

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Las cuatro bodas de Marisol (Lucia 1967) Ningún relato del ascenso de la clase media y la cultura middlebrow en la España de la década de 1960 quedaría completo sin Marisol, quien según su biógrafo era, «junto con Manuel Benítez “El Cordobés” y el Real Madrid, la medida cultural de los tiempos» (citado en inglés por Evans 2004, 133): Marisol encarnaba, como Paco Martínez Soria, la popularcísima, comercial y conservadora comedia del franquismo tardío; tanto La ciudad no es para mí como Las cuatro bodas de Marisol son ejemplos extremos de la capacidad del VCE para adaptar —en su modo genéricamente preferido de la comedia— viejas fórmulas a nuevas situaciones. En el caso del subgénero del paleto esto implicaba, como hemos visto, recurrir a la antiquísima oposición campo-ciudad y modelarla para indagar en la nueva clase media y su nuevo modo de consumo middlebrow (sin abandonar por ello los valores patriarcales de la tradición); en las películas de Marisol, la comedia conservadora se alinea junto al musical folclórico, quizás el más duradero de todos los géneros españoles (véase el análisis de La verbena de la Paloma en el capítulo primero). El resultado fue una fórmula de enorme éxito en la que Marisol encarna a una dicharachera rubia cuya función consiste, narrativamente, en suavizar diferencias y tensiones sociales; musicalmente, en interpretar una serie de canciones que van desde el flamenco al pop. Esto podría parecer, de nuevo, bastante inocuo; en términos políticos, no obstante, las películas de Marisol también realizan —como las de Paco Martínez Soria— la insidiosa doble maniobra de regocijarse en la modernidad reforzando, al mismo tiempo, la tradición. Así pues, en esta bulliciosa cinta de luminosos colores que es Las cuatro bodas de Marisol25, Lucia hace que la movilidad social y la apertura a actitudes extranjeras bailen de la mano con las viejas historias del franquismo sobre el patriarcado y la nación. Se trata, como dice Núria Triana-Toribio en una afortunada alusión al consumismo y la mercadotecnia de la época (2003, 87), de un «nuevo “envoltorio” para viejos valores». Cosa la cual, escribe Tatjana Pavlović en su defen25 Se rodó en Eastmancolor.

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sa del estudio académico del cine popular (2011, 116), no conviene «desdeñar por representativa de la agenda cultural e ideológica del franquismo. Porque el cine», nos recuerda esta estudiosa, «en modo alguno constituye una herramienta pedagógica de adoctrinamiento; saca a relucir, antes bien, tensiones entre tradición y modernidad, así como entre la inmovilidad y el movimiento». Si la puesta en escena resultaba clave para analizar las tensiones de La ciudad no es para mí, estudiando las tensiones de una película de Marisol resulta inevitable centrarse en la estrella (especialmente tratándose de Las cuatro bodas de Marisol, ejemplo relativamente tardío [1967]). Nacida en 1948, Marisol comenzó como estrella infantil (igual que Joselito y Pablito Calvo antes que ella en el contexto español o, en el de Hollywood, Shirley Temple). Fabricada y lanzada al mercado por el productor Manuel J. Goyanes26, debutó con Un rayo de luz (Luis Lucia 1960), que fue un éxito inmediato. Tras participar en doce películas y una serie de televisión a lo largo de una intensa década en cuyo transcurso maduró desde una niña de doce años a una joven adulta, la actriz se rebeló, reivindicó su nombre real de Pepa Flores, empezó a hacer más películas socialmente comprometidas con directores como Juan Antonio Bardem y Mario Camus y se divorció de Carlos, hijo de Goyanes, con quien en 1969 la habían convencido para que se casara por conveniencia. Las cuatro bodas de Marisol, novena película de la estrella, se caracteriza por una problemática madurez; podría sorprender, de hecho, el que de entre todas las cintas de Marisol esta fuese la que más éxito tuvo en cuanto a número de espectadores27, toda vez que la fórmula se había quedado un punto obsoleta. En 1967 Marisol era un nombre a tal punto familiar que, como el título de la película anunciaba, se limitaba a interpretar una versión ficticia de su «yo». (Este significante ficticio de «Marisol» se refiere a una «Marisol» supuestamente real pero en verdad no menos artificiosa, según revela la historia de

26 Para más detalles sobre su biografía, véase Evans 2004, 129-133. 27 Atrajo a 2 506 832 espectadores. Búsqueme a esa chica tuvo más éxito comercial: recaudó el equivalente de 291 111,58 euros.

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cómo Goyanes la «creó» —véase Pavlović 2011, 127— «cultivándola, sofisticándola y modernizándola»). Las cuatro bodas de Marisol es, pues, un proyecto de carácter autorreflexivo; sucede únicamente que, sin la autoconciencia propia del cine de arte y ensayo, tampoco hay un propósito crítico. Carente de puntos de referencia, el filme deriva en una arremolinada espiral de clichés y se convierte, como Pavlović escribe sobre el constructo de Marisol en general (2011, 127), en «un antecedente de los simulacros posmodernos de la pura fachada». La madurez de la estrella comporta también un desplazamiento del foco: cabría decir, a grandes rasgos, que se produce un salto desde la sexualidad a la movilidad social. Peter Evans tiene razón cuando nos recuerda (2004, 133) que, en las primeras películas de Marisol, «poner demasiado los acentos en el escalofrío sexual […] iría sin duda en menoscabo de los muchos otros aspectos fascinantes y significaría subestimar el llamamiento a la inocencia, el parpadeo de la rebeldía y la defensa de la tradición». Así y todo, entre los siete ítems de la útil lista de «temas recurrentes» que Pavlović propone para este ciclo de filmes, la clave de la fascinación parece hallarse en que «los elementos eróticos y sexuales se encuentran proyectados en el niño» (2011, 126). En efecto: tanto para Francisco Umbral y Manuel Vicent (cronistas de entonces) como para Evans y Pavlović (críticos posteriores), el «efecto Lolita» de Marisol resulta turbador y confiere un sesgo interesante al festivo modo en que unas tramas por lo demás utópicas abordan la tradición y la modernidad (véase Evans 2004, 133-140, y Pavlović 2011, 128-129). Irónicamente, cuando la materia explícita de la trama pasa a ser el romance adulto heterosexual (como en 1967 anunciaba el título de Las cuatro bodas de Marisol), el hechizo se evapora: si la actriz adulta se refiere a su propia niñez, el potencial desestabilizador se esfuma. Semejantes referencias a la infancia podrían parecer incluso tópicos de porno blando con señoras vestidas de colegiala. Valga de ejemplo un flashback donde vemos a la Marisol adulta con el uniforme de un internado inglés. Lo que en esta película tardía de Marisol ocupa el centro es otro de los temas característicos del ciclo: el que Pavlović identifica (2011, 126) como la «movilidad social». La biografía de la actriz resulta especialmente relevante a este respecto, pues era de todos sabido que, al

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convertirse en Marisol, Pepa Flores ascendió socialmente desde el humilde barrio malagueño de Capuchinos hasta el estrellato. (Sus padres le permitieron irse a Madrid con Goyanes a cambio de cuarenta mil pesetas; véase Evans 2004, 130). Esta circunstancia biográfica de que la propia Marisol hubiese ascendido a la clase media hizo que, a pesar de su manida familiaridad, su repetida encarnación de la fórmula del vuelco vital cobrase nuevas resonancias para el público de la década de 1960. Porque es verdad que, en muchas de sus películas, representaba a círculos o bien aristocráticos (Un rayo de luz [Lucia 1960], Tómbola [Lucia 1962]) o bien empobrecidos (Marisol rumbo a Río [Palacios 1963]), pero fue la etiqueta de la clase media la que cuajó28. De esta asociación de ficción y realidad acaso sea responsable Búsqueme a esa chica (Palacios 1964), que de hecho fue la entrega que mayor éxito comercial tuvo: en ella Marisol es una chica de clase trabajadora a la que un productor americano descubre y hace rica; asciende, pues, a la clase media. Tomando en cuenta, sin embargo, el conjunto de sus filmes con Goyanes, tanto Triana-Toribio como Pavlović matizan dicha etiqueta de «clase media»: en opinión de Triana-Torbio (2003, 90), «Marisol va rondando por las distintas clases, […] va transitando por ellas conservando los valores y gustos asociados a la anterior cuando salta a la siguiente»; por su parte, Pavlović sugiere (2011, 127) un modelo de «fronteras porosas y continuos movimientos entre estratos sociales diversos. La creencia equivocada de que Marisol únicamente simboliza entornos de clase media deriva de su capacidad de adaptarse rápidamente de un ambiente a otro». Las cuatro bodas de Marisol fusiona la adscripción «natural» de Marisol —y la clase media con que se corresponde la trayectoria de la actriz fuera de la pantalla— con esa «transición» y ese «movimiento» entre estratos que caracterizan sus actuaciones en pantalla. Una lectura poco benévola de la forzada y enrevesada trama de este filme —en el que Marisol pone a prueba la devoción de su prometido americano

28 «Tal fue el éxito de Marisol como modelo ficticio de clase media para los niños españoles, que la usaron para publicitar la muñeca más popular de todos los tiempos, Mariquita Pérez» (Martín 2003, 155).

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3.6 «Una española no se divorcia». Marisol y Frank Moore. Las cuatro bodas de Marisol (Lucia 1967)

introduciendo, mediante sendos flashbacks, tres novios anteriores—, consistiría en decir que no es más que una repetición perezosa de la fórmula (repetición tendente, de hecho, a sacar tajada de las especulaciones habidas fuera de la pantalla sobre la vida amorosa de la actriz y su posible matrimonio). Por otra parte, aunque cronológicamente esto no tiene sentido, el desenfadado tratamiento que la película hace de las dificultades que Marisol tiene en pantalla con una prensa demasiado invasiva podría leerse como presagio de la denuncia que, fuera de la pantalla, años después la actriz haría tanto de Goyanes como de los medios por robarle su niñez y adolescencia29. Además, al mismo tiempo que la Marisol de la pantalla se esfuerza, en la ficción, por determinar si la devoción del director de cine Moore es auténtica o un mero ardid dirigido a los medios, fuera de la pantalla Goyanes andaba 29 Evans señala (2004, 140) que Carola de día, Carola de noche, película anterior, también ofrecía «una imagen autoconsciente de la estrella».

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tramando el matrimonio de conveniencia de la estrella con su hijo. «Una española no se divorcia», pronuncia la Marisol de la pantalla en una escena del comienzo del filme. Se trata de un pronunciamiento que representa, mediante la persona misma de la actriz, la colisión de la grandilocuente ideología franquista con la dolorosa realidad: si en la década de 1960 el régimen seguía insistiendo en una racista «diferencia» religiosa, para la de 1970 Pepa Flores había de sufrir el fracaso matrimonial y el divorcio. Leídas desde la óptica de la movilidad social, las cuatro posibles «bodas» de Las cuatro bodas de Marisol plantean cuatro supuestos a explorar; haciendo lo cual confirman (y en última instancia refuerzan) la nueva clase media española. La absurda trama de los cuatro prometidos de Marisol pergeña encuentros con la Europa aristocrática (mediante Marvin, el cantante pop yeyé hijo de un terrateniente escocés), con la clase trabajadora rural de España (mediante Rafael, maletilla huérfano), con la religión y la labor misionera (mediante Pierre, médico sin fronteras y ateo) y con la modernidad americana (mediante el director de cine Frank Moore, con quien al cabo Marisol se casa). Estos cuatro supuestos se insertan en el marco narrativo de la vida «real» de Marisol como acaudalada actriz de cine de clase media. Vive y trabaja, en efecto, con su madre (la viuda alegre a la que debemos muchos de los golpes más graciosos de la película), y el lujo de las ropas y muebles de ambas deja ver las opciones distintivas que Bourdieu nos recuerda caracterizan a quienes ansían confirmar su nueva pertenencia a la clase media. Los tres primeros prometidos aparecen en sendos flashbacks. Primero encontramos a Marisol en una estereotipada Gran Bretaña cuyos escenarios incluyen el clásico internado con sus flemáticas profesoras, sus armaduras medievales y su directora aún obsesionada con el Imperio; aquí Marisol canta, en inglés, el número pop «Johnny»30. Nuestra vivaz cantante entona luego en español, en una discoteca un-

30 Los números musicales están compuestos por Fernando Arbex y Adolfo Waitzman, excepto «Belén, Belén», que es de Peret, quien actúa junto a Marisol, y «La tarara», canción popular arreglada aquí por Alfonso Sainz.

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derground, la canción popular «La tarara», pero da un giro moderno a esta pieza tradicional al interpretarla junto a la banda inglesa Los Dragones Verdes, a la que pertenece su nuevo novio yeyé. La siguiente visita es a la casa señorial del padre de este chico, un orondo escocés con la típica falda. La secuencia británica termina en la corte de la reina de Inglaterra. La clave se encuentra, en todos estos extravagantes tópicos, en la compatibilidad: del mismo modo que el régimen de Franco vendía España como un destino turístico «diferente» intentando integrarla, al mismo tiempo, en la Comunidad Europea como un país europeo «igual», Marisol puede hablar y cantar en inglés pero sigue siendo lo bastante «española»… ¡para exigir a Isabel II que devuelva Gibraltar a España! Esta es, pues, la móvil Marisol en su salto entre clases: capaz de hablar inglés como sus contemporáneos que buscaban ascender socialmente mediante la educación, se siente en casa con la aristocracia pero conserva el descarado humor de la picaresca. En el segundo flashback, España recibe el mismo tratamiento estereotipado que Gran Bretaña, hecho que los públicos nacionales (cosa acaso sorprendente) toleraron. En la finca de cría de toros de su tío, nuestra heroína se alinea por vínculos familiares con los ricos terratenientes, pero el objeto de su interés amoroso es un miembro de los pobres rurales que sueña con salir de allí mediante el toreo. Como no se trata de NCE sino de comedia popular, el énfasis recae sobre lo que Pavlović (2011, 126) califica de «ausencia de conflicto social» y «fantasía y placer»; de modo que Marisol y Rafael se enamoran, el jefe obsequia en su salón a los empobrecidos trabajadores con un refrigerio, el maletilla tiene su oportunidad y Marisol remata el disparate de todas estas alianzas y evoluciones inverosímiles interpretando «Belén, Belén», lo que da pie a que todos se unan en su admiración por la rubia bailaora. Acaso sea precisamente la ausencia de cante y baile lo que deja al desnudo el absurdo del tercer flashback y su tercer prometido; dicho flashback consiste, en efecto, en una incursión —de una autoindulgencia indignante— en el subgénero cinematográfico franquista de las películas de misioneros, es decir, el «cine con curas». Esta secuencia tiene su interés en la medida en que ejemplifica el papel degradado de la religión en la España de 1967 (papel que también ha señalado

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Pavlović 2011, 126-128), pues Lucia resuelve el problema de indagar en los intereses amorosos de Marisol exaltando la misión del país como «reserva espiritual de Europa» en los siguientes términos: Marisol viaja a la jungla y suscita la pasión del médico francés ateo cuando está vestida de monja, pero en realidad está rodando una película de misioneros que protagoniza como Marisol. El referente «Marisol» vuelve a perderse en semejante vorágine de imitación ridícula. Al final de la película Marisol se ha convertido en una especie de intermediaria, siempre de aquí para allá entre lo español y lo extranjero, lo popular y lo aristocrático, lo secular y lo religioso. Para Triana-Toribio (2003, 90), esto sugiere «ronda» y «tránsito» entre clases; para Pavlović (2011, 127) «porosidad» y «movimiento». Yo diría, sin embargo, que esta película tardía apunta a una esquizofrenia en lo más hondo de la identidad de la clase media española de la década de 1960; de ahí que en la persona de Marisol se reconcilien para siempre aparentes contrarios. Resulta, así, congruente que el final de la cinta sea un acto de fusión: tras una tradicional cita rústica pescando truchas con Moore, la española Marisol se casa con el director de cine estadounidense para despegar junto a él en dirección al sol poniente en un moderno avión privado glamurosísimo. («La esencia híbrida de Marisol», escribe Evans 2004, 137, consiste en una «afirmación tanto del carácter español tradicional como de la modernidad americana»). Para la década de 1970, el carácter «híbrido» del personaje se desataría —tanto dentro como fuera de la pantalla— en una serie de contradicciones insostenibles. La década de 1960 se cierra todavía con la Marisol de clase media, emblema de la presurosa modernidad de España.

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Capítulo cuarto La «tercera vía» y el cine español middlebrow en la década de 1970

Consultando tanto crónicas políticas como historias del cine nacional, resulta complicado sustraerse a un relato polarizado que presenta la España de la década de 1970 como una época de extremos. Tomemos los años de inicio y cierre, 1970 y 1980. En política saltamos de una dictadura represora —a Franco la vejez no le hizo dejar de firmar sentencias de muerte incluso meses antes de morir (véase Preston 1993, 775-776)— a una monarquía constitucional y una democracia parlamentaria. En lo cultural, el salto no es menos pronunciado: si tomamos el ejemplo de la censura, 1970 vio un retorno a la línea dura tras el fracaso del intento de «apertura» de la década de 1960; para 1980, sin embargo, la censura había sido abolida y sustituida (en 1977) por un sistema de calificaciones, así que el mercado español se hallaba inundado de materiales antes prohibidos. En tales contextos enrarecidos de censura y libertad, a menudo se ha insistido en unas tendencias polarizadas. En primer lugar, el cine de autor, que en la década de 1970 estaba altamente politizado y era de carácter estéticamente desafiante, incluía lo que sigue considerándose la obra maestra de esta tradición, El espíritu de la colmena (Víctor Erice 1973). En 1980, sin embargo, la tendencia del cine de autor también incluía el debut de Pedro Almodóvar: Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, que era igual de experimental en la estética pero daba la espalda, desafiante, a un tratamiento abierto de lo político. Por otra parte, el cine popular siguió en la línea del VCE examinado en el capítulo anterior, si bien en esta ocasión mediante el ubi-

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cuo «landismo», tipo de película llamado así por el actor Alfredo Landa. No desearás al vecino del quinto (Tito Fernández 1970) fue, por ejemplo, la película española con más éxito comercial de toda la dictadura (véase Jordan 2005, 83), pero la sórdida predictibilidad de este subgénero en el que Landa interpreta a un varón reprimido ha convertido a estas cintas en un bochorno nacional, si bien recientemente han sido reconsideradas (véase Triana Toribio 2003, 100-104, y Jordan 2003). Los relatos esmerados, binarios, rara vez soportan un examen detallado, y del mismo modo que los historiadores han revisado las versiones whig de la transición española a la democracia señalando que el «desencanto» empezó ya con esta y que dicha transición quizás no esté completada aún (véase Vilarós 1998a y Molinero 2008), los comentaristas de la cultura también han introducido matices y gamas de grises1. Buen ejemplo de semejante revisión es la censura. El propio fenómeno del «landismo» permite ver que el cine comercial anticipó la abolición de la censura sacando a colación, en fecha tan temprana como 1970, temas que antes eran tabú, especialmente de tipo sexual; lo que no quita que el tratamiento resulte tanto encorsetado como tímido. En esta línea, Esteve Riambau llega a afirmar (2000, 182) que el final de la censura en realidad no suscitó cambio ninguno en los géneros fílmicos. («Sin novedad en los géneros»). Si el cine de arte y ensayo sacó partido de la mayor libertad —principalmente en el tratamiento del sexo y la violencia—, los historiadores del cine han insistido en que otros temas como el cuestionamiento del ejército, la monarquía o la policía siguieron siendo tabú (véase Trenzado Romero 1999, 89-91). Esto explica por qué Pilar Miró hubo de enfrentarse a un tribunal militar, y a una posible pena de cárcel, por criticar a la Guardia Civil —aun si en una ambientación prefranquista— en El crimen de Cuenca, filme posterior a la abolición de la censura (1979)2. 1 Para el concepto de historia whig, véase Herbert Butterfield (2013): Butterfield y la razón histórica. La interpretación «whig» de la historia (trad. esp. de Rocío Orsi). Pozuelo de Alarcón (Madrid): Plaza y Valdés. [N. del T.] 2 La película narra un error judicial que se produjo en Osa de la Vega (Cuenca) en 1912. El caso se transfirió a un tribunal civil y se sobreseyó. La película se estrenó en 1981.

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En un espíritu igualmente revisionista, este capítulo sitúa en segundo término los hechos de que en 1975 muriese un hombre y en 1977 se modificasen unas leyes; ocupan, en cambio, el primer plano las continuidades con acontecimientos de las décadas tanto precedentes como posteriores. Concretamente, la movilidad social que se desató en España en la década de 1960 tiene más importancia de cara a las películas que ahora trataremos que no la muerte de Franco (pero no del franquismo) o la (supuesta) abolición de la censura. A través de tendencias y géneros diversos, las películas de la década de 1960 que antes examinamos respondían, en efecto, a la movilidad social, ya sea haciendo una crónica de la lucha por alcanzarla, o retratando las actitudes y actividades de las nuevas clases medias, por ejemplo el modo de consumo middlebrow. Pues bien: dado que precisar algo tan elusivo como el surgimiento de una nueva clase social presenta múltiples dificultades, propongo hablar de un «salto» más modesto y que parece producirse, a grandes rasgos, paralelamente con el cambio de década. Este «salto» se refiere a la diferencia entre el cine de la década de 1960 —durante la cual, como hemos visto, las películas tanto de autor como populares elegían el tema de los personajes de clase media y el modo de consumo middlebrow—, y el cine de la década de 1970, en el que las clases medias ya no son el tema sino el público de unos filmes que eran de carácter middlebrow ellos mismos3. Al defender el surgimiento de un nuevo público para el cine español, así como el desarrollo de un nuevo tipo de película para consumo de dicho público, repaso el camino de una serie de profesionales que fueron clave en el mundo del cine del país en esta época. Todas las historias del cine español mencionan, en efecto, la «tercera vía» de comienzos de la década de 1970, pero pocas plantean su influencia más allá de esos años. Ofrece una definición detallada (pero restrictiva) 3 Francesc Llinás (citado en Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, 32) sintetiza el cambio en los siguientes términos: «Para la Transición, aquellos públicos (tradicionalmente tan numerosos) que iban a ver al cine películas sexuales y comedias de baja calidad iban orientándose a la televisión y al vídeo. El nuevo público cinéfilo se consideraba a sí mismo, cada vez más, miembro de la clase media, educado y liberal».

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de esta tendencia de la «tercera vía» Casimiro Torreiro, para quien la etiqueta se refiere (1995a, 359) a una docena aproximada de filmes4 que resultaron de la colaboración de un grupo de profesionales políticamente progresistas —y en algunos casos de izquierdas— entre los cuales José Luis Dibildos, propietario de Ágata Films —Dibildos también solía involucrarse en la confección de los guiones—, el guionista y futuro director José Luis Garci, los directores Roberto Bodegas y Antonio Drove —ambos habían asistido a la escuela de cine estatal—, actores como Ana Belén, y también reconocidos artistas como José Agustín Goytisolo o Paco Ibáñez. Torreiro señala (ibid., 360) que esta «tercera vía»… … pretendió alejarse por igual del cine comercial más ramplón y del más voluntariamente autoral y metafórico. El interés de Dibildos [...] no era otro que suministrar productos a una clase media urbana desasistida por el cine comercial [...] que disfrutaba ya entonces de un nivel de vida similar al europeo y que, muy poco tiempo después, habría de ser la base electoral de la UCD de Suárez.

La «tercera vía» fue víctima de un momento poco apropiado, toda vez que los comienzos de la década de 1970 resultaron ser los años crepusculares del régimen, época rápidamente olvidada en una España que miraba a las vertiginosas posibilidades del presente conforme el país iba saltando de la dictadura a la democracia tras la crucial muerte de 1975. Escribe Torreiro, en su contribución a una historia imprescindible del cine español (ibid., 361)5, que estas películas «fueron eclipsadas rápidamente». Se trata de una interpretación que, en lo sucesivo, ha resultado influyente. Algunos críticos han relacionado, es cierto, la «tercera vía» con filmes posteriores de la misma década. Planteando, sin embargo, que se trata de una tendencia de carácter middlebrow, este y los restantes capítulos del presente libro pretenden

4 Torreiro (1995a, 359) menciona Españolas en París (Bodegas 1971) como primer ejemplo. Como muestras más destacadas aduce (ibid., 361) Vida conyugal sana (Bodegas 1973), Los nuevos españoles (Bodegas 1974), Mi mujer es muy decente dentro de lo que cabe (Drove 1974) y La mujer es cosa de hombres (Yagüe 1975). 5 Me refiero a Gubern et al. (1995), con ediciones aumentadas en 2006 y 2009.

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hacer ver que, bajo las formas diversas del cine miroviano, el cine social y el cine heritage, la influencia de dicha «tercera vía» resuena a lo largo de todo el periodo comprendido entre 1970 y la actualidad. El concepto de lo middlebrow nos permite tanto aludir al carácter intermedio de estas películas como relacionarlas con corrientes parecidas del cine español posterior a la década de 1970. La labor de Dibildos como productor guarda, de hecho, unas interesantes relaciones con las orientaciones tanto de autor como comercial con respecto a las cuales él diferenciaba su producto: a semejanza del legendario productor disidente Elías Querejeta, Dibildos se implicaba creativamente en los proyectos mediante el guion; logró asimismo la calidad estética (y la continuidad) mediante un entregado «equipo» que no era tan distinto, en realidad, de la famosa «familia» de colaboradores de Querejeta. Si este entendía que, en aquella época, la política era lo primero, Dibildos respondía, como los productores comerciales, ante el mercado. Y si este proceso de buscar un nicho de público y garantizar un producto de calidad hoy puede parecernos una estrategia de producción bastante obvia, debemos recordar que, en el cine español de entonces, semejante preocupación por el público se asociaba exclusivamente al cine popular. Centrándonos ahora en los propios textos de las películas, se nos confirma el carácter intermedio de lo middlebrow. Por una parte, el material publicitario de los filmes de la «tercera vía» apunta a una desafortunada relación inmediata con el cine más burdo de la época. Españolas en París (Bodegas 1971) y Los nuevos españoles (Bodegas 1974), por dar dos casos, exhiben en sus documentos promocionales estereotipadas imágenes de mujeres escasas de ropa. No se trata más que de publicidad gruesa, pues ambos filmes tienen poco interés en ese tema6 y hacen, en cambio, un delicado tratamiento de asuntos

6 La diferencia que Dibildos logró establecer entre la «tercera vía» y el cine popular se fue disolviendo con el paso del tiempo. Rob Stone señala (2004, 167) que una serie de cintas —que no especifica— de finales de la década de 1970 delata «una gradual claudicación ante las cochinadas del “destape” de después de la dictadura».

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entonces actuales como los trabajadores españoles emigrados, el embarazo no deseado y el aborto (Españolas en París), o el capitalismo de la época (Los nuevos españoles), temas relativamente serios y que se tratan en los modos relativamente desenfadados (y poco retadores) del melodrama en el primer caso y de la comedia en el segundo. Españolas en París incluye, además, la referencia (propia de la alta cultura) a una canción escrita por Goytisolo y cantada por Ibáñez. Cabe, pues, resumir la mezcolanza de la «tercera vía» como una combinación de temas serios (pero no desafiantes) con alguna referencia propia de la alta cultura, con actores de calidad y producciones de nivel, y con una forma accesible que, en estos ejemplos de Dibildos de comienzos de la década de 1970, Riambau considera (2000, 184) va en la línea de la comedia norteamericana clásica. (Ya en la introducción señalamos que el colectivo de críticos cinematográficos Marta Hernández describía este carácter intermedio como «cine comercial más cine de autor dividido entre dos»; citado en Torreiro 1995a, 361). Este libro plantea, sin embargo, que el concepto de lo middlebrow es una forma mejor de calificar dicha fusión de contrarios. El presente capítulo, y cuantos siguen, defienden que este modelo middlebrow del cine de la «tercera vía» transciende el contexto escasamente inspirador de los estertores del franquismo y sirve de modelo para el análisis textual del cine español hasta el día de hoy. Este proceso de extender la influencia de la «tercera vía» empezó con algunos críticos que escribieron tras Torreiro en 1995. Riambau, por dar un caso, conecta el movimiento (2000, 185-186) con el trabajo realizado en la década de 1970 por Manuel Summers (exalumno, como Bodegas y Drove, de la escuela de cine), así como con la productora Kalender Films, con las adaptaciones literarias de novelas clásicas producidas en la misma década de 1970, y con la carrera como director de Garci, especialmente en Asignatura pendiente (1977). Garci, exguionista de Dibildos, se convirtió, en efecto, para Riambau (ibid., 186) en el «portavoz de una reformulación de la “tercera vía” tras la desaparición del dictador». (En los últimos capítulos del presente libro he de plantear reformulaciones adicionales). En este capítulo sigo, pues, en parte a Riambau al seleccionar seis textos middlebrow representativos. Me guío, sin embargo, no tanto por definiciones restricti-

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vas de la «tercera vía» como por el potencial de cara al análisis textual conforme al modelo middlebrow. Procedo de manera cronológica laxa: empiezo no con Dibildos, sino con dos adaptaciones literarias que ejemplifican los cuatro hilos de ese tejido middlebrow que hemos identificado; a saber: temas serios, referencias a la alta cultura, producción de alto nivel y accesibilidad. Este enfoque crítico nos lleva a una provocadora interpretación de una película que, normalmente, se considera encaja a la perfección en la tradición del cine de autor: la adaptación que, en 1970, Luis Buñuel realizó de Tristana, de Pérez Galdós. Coloco aquí esta cinta —que suele codearse con otras del panteón de obras del mayor autor fílmico de España— junto a otra gran adaptación cinematográfica del mismo novelista español decimonónico: Tormento (Pedro Olea 1974), filme que por desgracia se olvidó en seguida. (Estas dos secciones del capítulo muestran con detalle cómo la adaptación literaria ejemplifica lo middlebrow). Me centro entonces en dos ejemplos que ha sido normal subsumir bajo la rúbrica de «tercera vía»: el olvidado debut de esta corriente, Españolas en París (Bodegas 1971), y la extraordinaria Mi querida señorita (Armiñán 1972), que ha sido objeto de un interés sostenido gracias a la relación que establece entre roles de género y sociedad (véase Hueso 1997, 691). Considero por último, en la estela de Riambau, Asignatura pendiente (Garci 1977) y La guerra de papá (Mercero 1977), dos filmes que ya apuntan al cine miroviano de que se ocupará el sexto capítulo.

Tristana (Buñuel 1970) Podemos dar por descontado que una película de Buñuel provoque fuertes reacciones en sus públicos, sean estos los responsables oficiales del Estado, los colegas de profesión, los periodistas y críticos especializados, o el gran público: los tres filmes que este director realizó en España, Las Hurdes, tierra sin pan (1933), Viridiana (1961) y Tristana (1970), fueron saludados, disfrutados y rechazados en medida equivalente. Los cineastas españoles antifranquistas —por ejemplo Carlos Saura, quien conoció a Buñuel en Cannes en 1959— y los que andaban involucrados en las disidentes Uninci (Unión Industrial Cinematográfica, S.A.) y

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Films 59, que fueron las productoras de Viridiana, celebraron, en efecto, con entusiasmo esta película de Buñuel hecha en España y desearon que fuese un hito en el cine nacional de oposición, como también los públicos de Cannes disfrutaron mucho de esta obra por su irreverencia. (En ese festival fue donde la cinta se estrenó, ganando la Palma de Oro)7. El régimen franquista, sin embargo, la rechazó vehementemente tras publicar el vaticano Osservatore Romano un artículo contra esa misma irreverencia. Este rechazo supuso que se asignase a la película, retroactivamente, nacionalidad mexicana; también que estuviese prohibida en España durante dieciséis años. Se proyectó por fin (maravillosa coincidencia) el 6 de abril de 1977, que fue tanto Sábado Santo como el día de la legalización del Partido Comunista de España. La nacionalidad española no se reasignó a Viridiana hasta 1982. Nueve años después, también Tristana fue saludada, disfrutada y rechazada. La única explicación para el sorprendente volte face del franquismo hacia el cineasta es la desesperada política oportunista que el régimen adoptó cuando se aproximaba a su ocaso: después de que los censores rechazasen el guion varias veces a lo largo de la década de 1960, en 1969 Buñuel regresó a la España de Franco tras amenazar al régimen sus productores con desistir por completo del proyecto y rodarlo en Portugal (véase Company 1997c, 676). Volvieron, pues, a abrirse las puertas del país al director de Viridiana («tolerado y hasta bienvenido por las autoridades», según Román Gubern 1981, 235) y en otoño Buñuel realizó Tristana en Toledo. La cinta obtuvo el beneplácito del régimen: se le concedió una subvención por «interés especial», el premio oficial del Sindicato Nacional de Espectáculo a la mejor película española de 1970, premios adicionales para los actores Fernando Rey y Lola Gaos, y la deferencia máxima de ser seleccionada como la candidata española a los Óscar para la mejor película en lengua no inglesa8; a la prensa censurada, amordazada en lo que a

7 Compartió el galardón con Une aussi longue absence [Una larga ausencia] (Henri Colpi 1961). 8 Ganó el Óscar Elio Petri por Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto [Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha] (1970).

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cualquier mención de Viridiana concernía, se le permitió, en cambio, celebrar Tristana9, y las cifras de espectadores (prácticamente dos millones en España, lo que se tradujo en el equivalente de cuatrocientos mil euros) sugieren una película de exitosa resonancia entre el público. Al contrario de lo que ocurrió con la recepción de Viridiana, aquí el rechazo vino de los cineastas antifranquistas, quienes creían que Buñuel se había vendido al régimen: tanto estudiantes como egresados de la Escuela Oficial de Cine condenaron la intimidad entre Buñuel y la dictadura en un libelo/cómic/carta publicado en Dirigido por en 1975 (véase Company 1997c, 676); fue asimismo objeto de crítica el aparente convencionalismo del filme. En 1981 Charles Eidsvick escribió, en efecto, que este «pasó por los censores españoles, por los públicos internacionales e incluso por los críticos como un estudio adusto —y casi desprovisto de humor— de la decadencia de dos personas; resultó ser, de entre las obras recientes [de Buñuel], la de estructura más clásica, así como la más accesible y fácilmente comprensible» (citado en Kinder 1993, 315); Marsha Kinder dice, por su parte (1993, 314), que «tanto la forma como el contenido se recibieron, por lo general, como eminentemente convencionales y realistas»; Rob Stone (2002, 57), que en la superficie de esta película se apreciaba un «casposo barniz de respetabilidad». Yo diría que todas estas referencias a la «acesibilidad», a lo «comprensible», a lo «convencional», al «realismo» y a la «respetabilidad» pueden resumirse como middlebrow. La mera insinuación de un Buñuel middlebrow ha sido una muleta ante los ojos del toro de los estudios sobre Buñuel como autor fílmico. Ejemplifica el ultraje Víctor Fuentes (2000, 148): «Aparentemente, y tras la experimentación formal y el irrealismo de La Vía Láctea, el comedimiento formal de Buñuel en Tristana podría interpretarse como un paso atrás. Pero no nos engañemos». Ángel Fernández-Santos sostiene, de hecho, que Tristana «estalla una bomba de efecto retardado» (citado en Fuentes ibid., 148). Los críticos han acudido, en fin, al rescate de una

9 Véase, por ejemplo, las entusiastas recepciones de El Alcázar («Tristana, de Luis Buñuel» 1970) y Solidaridad Nacional (Munsó Cabús 1971, donde el reseñador describe la cinta como «la mejor película del año»).

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película que no sería de carácter middlebrow sino aparentemente: han insistido en que, bajo la superficie de convencionalismo, se encuentra el Buñuel que conocemos y amamos. He aquí la síntesis que de los diversos enfoques propone Bernard Bentley (2008, 181): «Tristana, que comparte discretamente las convenciones del cine de terror, se ha interpretado como alegoría política, […] como crítica social, […] como denuncia de la situación de la mujer […] y como discurso psicoanalítico»10. Lo que en el presente apartado ofrezco es una suerte de contralectura opuesta. El rescate de Tristana por parte de la crítica orientada al cine de autor resulta, en efecto, bastante persuasivo, y su naturaleza múltiple el rasgo distintivo de un realizador que siempre consiguió provocar una amplia gama de reacciones en sus públicos. (A veces reacciones contrarias paralelas)11. Incluir Tristana en una historia del cine español como ejemplo de uno de los cuatro modelos críticos recién enumerados por Bentley (2008) es, por consiguiente, tentador; solo que algo falla en lo que a los elementos middlebrow de la cinta respecta y, de no reconocer tales elementos, tampoco podremos reconocer la influencia de los mismos en el cine español de comienzos de la década de 1970, esto es, en el boom de las adaptaciones literarias. La observación que Katherine Kovács hizo en 1983 de que «sería complicado encontrar indicios directos del influjo de Buñuel en las actuales corrientes cinematográficas» españolas (citado en Hopewell 1986, 163) rige nomás si buscamos influencias en términos de cine de autor. Lo que yo planteo es, pues, que la influencia sí que se produjo pero debemos rastrearla en la tradición middlebrow. Si en el análisis final resulta críticamente insostenible mantener las dos posturas (que Buñuel sea al mismo tiempo un autor disidente y un foco de influencia middlebrow), mi relectura opuesta de los elementos middlebrow de Tristana permite al menos dar cuenta de la evolución cinematográfica en la filmografía española de la época.

10 A todas estas perspectivas cabe añadir la de considerar la película como una adaptación de Pérez Galdós. 11 Valga de ejemplo Nazarín (1958), que suscitó respuestas tanto pro como anti-católicas. Véase Faulkner (2004, 137).

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Los críticos de Buñuel saben bien con qué cautela hay que tomar las entrevistas y declaraciones de este director sobre su arte. La siguiente declaración es, así y todo, interesante en este contexto. («Con Tristana me equivoqué. Dije: “Será un gran éxito en España. Vendrán las tías gordas y los viejos y les gustará»; citado en Fuentes 2000, 151). Fuentes (ibid.) pone de relieve la ironía del comentario: «[Buñuel] sabía muy bien que se iba a equivocar, que a las enjoyadas damas y a los viejos ricos, arropados, ya sin mucha tranquilidad, en el clero y la Guardia Civil en la etapa final del franquismo, no les podría gustar una película en la que se celebran sus exequias en torno a una pierna ortopédica». Las cifras de taquilla sugieren, no obstante, que aquí Buñuel estaba echando un doble farol, pues el hecho es que el filme sí que conectó con tal público. Por muy irónicamente que se use —y por muy ruidosamente socavado que resulte por los elementos políticos (véase Fuentes ibid., 148-151), por los elementos freudianos (Labanyi 1999) y por la distorsión formal galdosiana (Faulkner 2004, 148-162)—, lo middlebrow, o la mezcolanza de la «tercera vía», supone un aspecto sin duda relevante en Tristana, y son tales elementos middlebrow los que había de retomar el posterior boom de adaptaciones literarias. Da la impresión, desde el comienzo, de que la película estuviese halagando al espectador con una fusión de, por un lado, referencias a la alta cultura y, por otro, una forma accesible. En primer lugar, los créditos dan en un plano de establecimiento que es una vista panorámica de Toledo semejante a los prestigiosos cuadros renacentistas del Greco sobre el mismo motivo. (Los espectadores quizás no advirtiesen el hecho, admirado por críticos posteriores, de que el lado de la ciudad que Buñuel así muestra es el más chabacano; véase Edwards 1982, 226). Los públicos que conociesen la obra del director, quizás asociasen esta referencia intertextual a un acto autorreferencial al resto de la filmografía de Buñuel12, o incluso al uso escandaloso de intertextos pictóricos en Viridiana —entre los cuales acaso sea el más famoso la alusión a La última cena, de Leonardo da Vinci—, pero para un público al que se había negado el acceso a las anteriores películas de Buñuel —tal el

12 Véase Faulkner (2004, 150).

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público español de 1970—, el intertexto pictórico supone, como digo, una fusión de accesibilidad y homenaje cultural. La caracterización y la puesta en escena diríase que continúan esta línea middlebrow, de lo que valga como ejemplo de qué manera conocemos al personaje de don Lope. Lejos queda aquí la inescrutabilidad del Nazarín de Paco Rabal en la adaptación que, en 1958, Buñuel realizara de la novela homónima de Pérez Galdós: el don Lope de Tristana viene caracterizado, como señalaba Robert Havard (1982, 69), mediante un despliegue de las accesibles convenciones de los exempla de la España dieciochesca. Bastan dos de tales exempla para resumir la caracterización de este don Lope como caballero libertino y de otra época: primero mira rijoso —como don Juan— a una joven por la calle; inmediatamente después se descubre —como don Quijote— ante una madre burguesa. El efecto consiste, una vez más, en halagar al espectador mediante la aparente accesibilidad del personaje, que implica —pero no depende de— al menos cuatro intertextos literarios elevados (high-brow): el exemplum, don Juan, don Quijote y, por supuesto, la novela original de Pérez Galdós. Así pues, los intertextos pictóricos y literarios se despliegan, tanto en el mencionado plano de establecimiento como en la caracterización

4.1 Don Lope como don Juan y don Quijote. Tristana (Buñuel 1970)

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de don Lope, diríase que en la idea de facilitar el acceso a la película; cosa que constituye, en efecto, una fusión de, por una parte, referencias a la alta cultura y, por otra, accesibilidad; y esto como mejor se define es con la etiqueta middlebrow. La fusión de tipo middlebrow también se produce, en Tristana, en el ámbito de la puesta en escena, mediante la cual se evocan con esmero tanto los dos temas (moderadamente) serios del original galdosiano como la nueva ambientación histórica. (En su película Buñuel sustituye la década de 1890 de la novela de Pérez Galdós por el periodo comprendido entre 1929 y 1935, que incluye la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República). Delata asimismo el carácter middlebrow del filme la fusión de dicha temática moderadamente seria con una producción de alto nivel: Buñuel, que rueda en color, opta por una paleta sepia de marrón y grises y presta una atención minuciosa a los objetos, de los cuales únicamente algunos van imbuidos de significado narrativo, por ejemplo las pantuflas de don Lope, que se refieren a su edad. (Se trata de un detalle tomado de Pérez Galdós; véase id. 1982, 67). Tanto dentro como fuera de la casa, Buñuel presenta «un atrezzo hispánico en gran parte ya desaparecido» (véase Fuentes 2000, 150), lo que incluye la decoración de la casa de don Lope, la ropa tanto de este como de Tristana, la recreación del ambiente de las tertulias en los cafés, platos típicos como las migas o las castañas confitadas, y los elementos circulares de, por un lado, el brasero de la mesa camilla del hogar y, por otro, la rueda de la barquillera del parque, formas vinculadas en díptico gráfico sin más razón aparente que el mero placer visual (véase Labanyi 1999, 90). Estas son, pues, las características de la puesta en escena del filme que guardan relación con el drama middlebrow de época (género a menudo detestado), si bien Fuentes (2000, 151) ofrece la explicación alternativa de que dichas características vienen motivadas por la biografía de Buñuel, quien de regreso en España estaría mostrando «la nostalgia del exilio». Según esta relectura tentativa de Tristana en clave middlebrow, Buñuel está halagando a su audiencia mediante la aparente transparencia de la narración; numerosos críticos han observado, en efecto, la llamativa accesibilidad secuencial de esta cinta en contraste con la turbulenta y turbadora estructura de la del año anterior, La Voie Lactée

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[La Vía Láctea] (véase, por ejemplo, Evans 1991, 91). Refuerzan esta impresión la aparente accesibilidad de la caracterización y la aparente descodificabilidad de una sofisticadísima puesta en escena. En lo que a la ambientación histórica y a la fuente literaria atañe, cabe asociar Tristana más a un intento de crítica que a una controversia abierta: el cambio que Buñuel opera con respecto a la novela de Pérez Galdós eligiendo la época previa a la Guerra Civil resulta, sí, desafiante pero no alcanza a abordar la propia contienda, mientras que la adaptación de la novela parece ofrecer una versión accesible del referente de alta cultura que Pérez Galdós representa. Puede, en efecto, que a este novelista se lo mirase con reticencia, en cuanto escritor liberal, en décadas anteriores de la dictadura, pero para 1970, que era el año del quincuagésimo aniversario de su muerte, se produjo una rehabilitación oficial en ciertos círculos (véanse, por ejemplo, las observaciones de censores cinematográficos de 1969 citadas en R. Navarrete 2003, 80). La coincidencia de la adaptación de Tristana con este aniversario de Pérez Galdós permitió que críticos antifranquistas recelosos vinculasen esta obra de Buñuel con el oportunismo franquista. Francisco Aranda señalaba, en una introducción a una traducción inglesa del guion del filme (1971, 6), que Pérez Galdós era «un liberal del siglo pasado [que] empezaba a recibir honores oficiales. Su obra, tenida por peligrosa hasta hacía poco, resultaba ahora aceptable en virtud del “nuevo aire” que el Gobierno quería dar a sus actividades futuras». Convendría insistir, sin embargo, en que Buñuel había intentado adaptar Tristana en España ya en la década de 1960: los censores rechazaron el proyecto en 1962 y 1963. Es decir, que al director no le interesaba la conveniente conmemoración del autor por parte del régimen. Los puristas de Buñuel acaso queden horrorizados ante una lectura que demora más en la sofisticación de la puesta en escena que no en la pesadilla freudiana de Tristana sobre la cabeza cercenada de don Lope, ante una lectura que reconoce más la accesibilidad narrativa que no la sutil y tramposa zancadilla al espectador que el cineasta heredó de la prosa de Pérez Galdós. La acusación de conchabanza con un régimen oportunista es claramente injusta, deja obviamente mucho en el tintero; fue, no obstante, el Buñuel middlebrow —esto es: no el surrealista freudiano ni el artero narrador— el que inspiró a los productores que

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buscaban nuevos filmes middlebrow para los nuevos públicos de clase media de aquel entonces. Más allá del consabido estribillo sobre la «diferencia», la «excepción» y la «ocasión perdida» que suele acompañar las menciones de Buñuel en las historias del cine español (véase el resumen de Faulkner 2012b), esta lectura nos permite apreciar la semejanza y la continuidad, toda vez que Tristana tuvo seguimiento tanto en el mini-boom de adaptaciones literarias como en la «tercera vía»13.

Tormento (Olea, 1974) Tanto el mini-boom de adaptaciones literarias clásicas desatado por Tristana a comienzos de la década de 1970 como la «tercera vía» que se desarrolló paralelamente, fueron iniciativa más de productores que de directores. Se identificó, en efecto, la relación potencialmente rentable entre por una parte el nuevo público de las recientes clases medias españolas y, por otra, las películas middlebrow: si Emiliano Piedra respaldó Fortunata y Jacinta (Pérez Galdós 1886-1887 y Fons 1970) y La Regenta (Leopoldo Alas «Clarín» 1884-1885 y Suárez 1974), filmes ambos en los que la esposa de este productor (Emma Penella) interpretaba un papel principal, José Frade hizo otro tanto con Tormento (Pérez Galdós 1884 y Olea 1974)14. Dirigieron por encargo estas tres cintas, como casi todas las otras de la misma línea, licenciados sin trabajo de la escuela de cine de Madrid, para quienes la fuente de subvenciones del Gobierno se había secado. José Enrique Monterde (1989, 50) desdeña el ciclo como otra manifestación del fenómeno cinematográfico entonces vigente del «destape», en el cual el interés histórico o social de las novelas originales queda puenteado en favor de los temas escandalosos de las mismas, de 13 También Barry Jordan y Mark Allinson (2005, 23) establecen un vínculo entre Tristana, el boom de adaptaciones literarias y la «tercera vía». 14 Otros ejemplos serían Marianela (Pérez Galdós 1878 y Fons 1972), La duda, cinta basada en El abuelo (Pérez Galdós 1897 y Gil 1972), Doña Perfecta (Pérez Galdós 1876 y Fernández Ardavín 1977) y Pepita Jiménez (Valera 1874 y Moreno Alba 1975).

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lo que sería ejemplo la aventura amorosa de un sacerdote en Tormento. Los temas sórdidos da la impresión de que obsesionan, en efecto, a los productores varones de esta época —recuérdese el material publicitario de la «tercera vía» que arriba comentábamos, del que probablemente fuese responsable Dibildos—, y se trata de un aspecto que todavía hoy resulta especialmente trasnochado y bochornoso; parece, sin embargo, que la sordidez también obsesiona a los críticos, quienes se muestran incapaces de ver el resto de la película más allá de ella. De cuán errado es esto constituye un ejemplo especialmente ilustrativo Tormento: la aventura —relatada en flashback— entre Amparo (interpretada por Ana Belén) y el sacerdote (Javier Escrivá) contiene las secuencias más sosas de este filme, y el único momento de pasión entre los dos —que tiene poca importancia pero aparece, por supuesto, en el material publicitario— resulta ridículamente forzado; en cambio, la pantalla chisporrotea de ingenio cada vez que aparece Rosalía, la indiscutida protagonista, interpretada por una espléndida Conchita Velasco cuya centelleante actuación viene complementada por la estelar aportación de Paco Rabal en el papel secundario de Agustín. Lejos de ser una muestra más del bochornoso cine popular de la época, Tormento constituye un brillante ejemplo de la corriente middlebrow (o «tercera vía») de entonces. Buñuel apunta, como hemos visto, hacia lo middlebrow: halaga al espectador español de la década de 1970, si bien para acabar distorsionando prácticamente cada secuencia de la película mediante perversas tácticas como negarse a señalar las secuencias oníricas como tales, cortar los encuadres de apertura y cierre (véase Aranda 1971, 10) e incluso presentar marcha atrás imágenes clave del final de la película, todo lo cual redunda, como he explicado en otra sede (Faulkner 2004, 153), en una especie de sordera figurada o discapacidad en el espectador. José Frade y Pedro Olea no están interesados en la distorsión; adoptan, sin embargo, el mismo molde middlebrow —combinar una producción de nivel, un tema serio, referencias a la alta cultura y una forma accesible— y lo llevan en una dirección especialmente afortunada. Tormento tuvo, en efecto, una buena acogida entre los públicos: atrajo a más de dos millones de espectadores. También entre los críticos: ganó el premio a la

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mejor película en lengua española del Festival de San Sebastián, y tres premios más por Concha Velasco. Con su intertexto literario elevado (highbrow) de Pérez Galdós y su tema serio —la crítica de los valores de la Restauración borbónica—, la clave del éxito de Tormento es, pues, su fusión middlebrow de tales elementos con una producción de alto nivel y un carácter accesible. Disponemos de un acceso limitado a la respuesta del público, ya que no disponemos sino de reseñas de prensa —publicadas en medios censurados—, pero las que se conservan en la Filmoteca Española muestran la importancia tanto de Pérez Galdós como de la crítica social. Para los reseñadores hostiles a la película, Pérez Galdós resulta clave porque Olea cambia el final verbalizando explícitamente tanto el malestar de Rosalía como el arreglo extraconyugal de Agustín (véanse las reseñas de Arroita Jáuregui y Ramos, ambos 1974). Esto cabría entenderlo como conservadurismo moral, pero también podría sostenerse que, invocando la cuestión de la fidelidad entre el original literario y la versión cinematográfica, los reseñadores podían exhibir su capital cultural haciendo ostensión de su conocimiento del arte elevado (highbrow). Si la prensa partidaria del régimen se indignó por la alteración de Pérez Galdós, otra reseña más progresista se sirve del aspecto de la fidelidad al original literario como pantalla de humo para criticar la situación de la España de entonces (véase López Sancho 1974, texto publicado en ABC, periódico conservador pero más abierto). Hoy podemos hacer explícito lo que allí quedaba implícito: la crítica social de Pérez Galdós es para Olea un «bisturí» —el reseñador de ABC utiliza esta palabra— con el que diseccionar la agonía del franquismo. Los censores pusieron toda su atención en el potencial sensacionalismo de la trama —la aventura amorosa de un sacerdote— y retuvieron el guion en tres ocasiones (véase Navarrete 2003, 134). Se equivocaron de forma espectacular, pues la carga crítica del filme no reside en su anticlericalismo —desde la década de 1960 había en el clero español elementos progresistas opuestos al régimen— sino en su retrato de los valores huecos de la burguesía, así como en la turbadora presencia de personajes femeninos fuertes. Estos dos aspectos críticos eran un golpe al núcleo ideológico del franquismo tardío, cuya política económica apuntaba, como hemos visto, a la consolidación de

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las clases medias: a desencadenar la movilidad social sin dejar de proteger el patriarcado. El carácter tentativo de la crítica latente en este filme se corresponde, de hecho, con la actitud tentativa del cambio político que seguiría a la muerte de Franco, ocurrida el año siguiente: la apropiada ambientación en la época de la Restauración borbónica de finales del siglo xix (desde 1874) anticipa la segunda restauración de la misma Casa de Borbón; esto es: la de Juan Carlos I, a quien los espectadores sabían que Franco había nombrado su sucesor15. Si la producción de alto nivel y el carácter accesible son aspectos básicos de lo middlebrow, Tormento es ejemplo de ambos en lo que al reparto y a la afiliación genérica respecta. Tormento debe su éxito, en gran parte, al talento de los actores: los experimentados intérpretes Velasco y Rabal trabajan codo con codo con la actriz «progre» en ciernes Ana Belén, estrella, según veremos, de muchas películas de la «tercera vía». Resultó fundamental, como los tres premios que obtuvo demuestran, la interpretación que Velasco hizo de Rosalía, mediocre pequeñoburguesa de mediana edad que nunca ceja en sus intrigas por ascender socialmente. (Los aficionados a Pérez Galdós saben de este personaje por sus novelas Tormento y La de Bringas, secuela del mismo año de 1884). Con su experiencia en la comedia popular, Velasco calibra maravillosamente su retrato de este estereotipo regañón: somete el carácter pomposo e hipócrita de Rosalía, más que a la caricatura, a la sátira. Olea y Velasco aprovechan, en efecto, a la perfección el pavoneo, el emperifolle y las ínfulas que Pérez Galdós va describiendo en su texto (la actriz ganó once kilos para la ocasión); de lo que valga como ejemplo el pasaje donde el novelista refiere una conversación entre Rosalía y Agustín. El narrador galdosiano escribe, en un gesto autorreflexivo, que un «observador atento» habría advertido el afán de Rosalía por no dejar a su pariente ninguna duda sobre su belleza: «Cualquiera que atentamente observara a Rosalía, podría haber sorprendido en ella [el deseo] de hacer patente su hermosura, realzada en aquella ocasión por el esmero del vestir y por aliños y adornos de

15 Deseo agradecer a Jo Labanyi, quien me señaló la importancia de la segunda restauración borbónica en sus comentarios sobre una versión previa del presente apartado.

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4.2 Rosalía se exhibe. Tormento (Olea 1974)

mucha oportunidad. Cómo enseñaba sus blancos dientes, cómo contorneaba su cuello, cómo se erguía para dar a su bien fajado cuerpo esbeltez momentánea» (Pérez Galdós 1977, 175). Si Olea es ese «observador atento» ideal, Velasco encarna a Rosalía con tal éxito que el director dio al personaje más protagonismo del que tiene en la novela (véase Navarrete 2003, 136). Especialmente reveladora de las intenciones de Olea resulta la secuencia final, que se separa significativamente del original de Pérez Galdós. En dicho original nos enteramos, en efecto, de que Amparo se ha convertido en la amante de Agustín cuando el señor Bringas, el marido de Rosalía, va a despedir a Agustín a la estación (capítulo cuadragésimo); la reacción de Rosalía se produce en el capítulo siguiente, al referirle su marido lo que ha visto. Pérez Galdós no puede indicar el malestar de Rosalía sino por medio del lenguaje: con preguntas, exclamaciones y, recurso muy del gusto de este narrador, elipsis (elipsis que aquí van cargadas de una emoción reprimida, no expresada): «¿Y tuviste paciencia para presenciar tal escándalo?… Conque no la puede hacer su mujer porque es una… ¡y la hace su querida…!» (Pérez Galdós 1977, 194). En la película, en cambio, van a decir adiós a

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la estación tanto el señor Bringas como su esposa Rosalía, cosa que, como señala Navarrete (2003, 135), cierra el círculo de la adaptación y da al espectador la impresión de un mundo cerrado, toda vez que Olea también elimina la conversación que da inicio a la novela para empezar, en su lugar, con la llegada de Agustín en tren. Rosalía está interesadísima en ir a despedir a un hombre al que cree haber salvado de un matrimonio deshonroso y que espera pueda ser para ella misma un futuro yerno, cuando no un segundo marido. La mirada ufana de Velasco a Agustín en el tren se nubla de espanto al aparecer en el vagón su ex criada Amparo, momento enfatizado cinematográficamente mediante el zoom. «¡Puta, puta, puta!», la oímos farfullar enfurecida, si bien el guion había prometido a los censores que estas palabras quedarían cubiertas por el ruido del tren al partir. La mirada triunfante de Amparo es reflejo especular de la de Rosalía. Hasta ese momento, la interpretación de Ana Belén de la angelical Amparo —papel, hay que reconocerlo, menos jugoso— resultaba insípida en comparación con la Rosalía de Velasco, por más que las guías de la trama del filme sean primero el oscuro amorío de la criada con un sacerdote y, después, su prometedor romance con Agustín. Desde el punto de vista diegético, el plano final de la Amparo de Ana Belén supone un clímax: da a entender al espectador que Amparo y Agustín vivirán en pecado. Aquí hay, sin embargo, también una historia extradiegética sobre el estilo interpretativo de las dos actrices: los planos contrapuestos de las ufanas miradas de Concha Velasco y Ana Belén hacen que la actuación de esta última pase desde el modo de la doncella mogigata al de la amante vencedora como si a lo largo del rodaje hubiese ido aprendiendo de la otra actriz más veterana. Este aprendizaje iba a serle de gran ayuda para encarnar a Fortunata —el personaje femenino de clase obrera más famoso de Pérez Galdós— en la serie televisiva de Camus Fortunata y Jacinta (1980), si bien vuelve a tratarse de una interpretación ligeramente irregular. Además de una brillante Conchita Velasco y de una Ana Belén en ciernes, otro éxito de este Tormento de Olea es la atención a los personajes secundarios. El de Agustín Caballero, acaudalado pariente que regresa a Madrid tras hacer fortuna en el extranjero, difícilmente supondría un reto para el experimentado Paco Rabal, pero su propia

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trayectoria como estrella, que incluía al arrogante Jorge de Viridiana (Buñuel 1961), repetido en su interpretación del playboy Roberto en Noche de verano (Grau 1962, véase el capítulo tercero), para después cobrar relieve con otros prestigiosos directores de la época como Michelangelo Antonioni (véase L’eclisse [El eclipse], de 1962), cuadra perfectamente al personaje que este actor interpreta en Tormento. Con esta película, la glamurosa estrella regresa, en efecto, al cine español igual que el exótico Agustín a Madrid. Así pues, cuando el Agustín de Rabal da visibilidad a la Amparo de Ana Belén para el triunfante plano de cierre que arriba describíamos, tenemos nuevamente la impresión de que una generación de actores veteranos esté mostrando el camino a otra más joven. El melodrama demuestra ser la cuna ideal para alimentar este talento interpretativo: fusiona, en manos de Olea, la accesibilidad característica de las opciones populares y la vertiente crítica característica de la tradición del cine de autor, si bien la fusión acaso haga que el lado crítico resulte menos afilado. El método adaptador de Olea consiste, de hecho, en aplicar los rasgos melodramáticos explícitos de la novela original al género fílmico del melodrama16: si a menudo se ha dicho que la novela realista decimonónica aportó al cine de ficción sus códigos narrativos, el Tormento de Pérez Galdós demuestra que también aportó el modelo para el melodrama cinematográfico. Olea lee, en efecto, su texto original desde la lente de los relatos centrados en lo femenino, el estilo interpretativo teatral y la puesta en escena narrativizada propios de películas melodramáticas realizadas en Hollywood (por ejemplo Douglas Sirk) y España (por ejemplo Miguel Picazo), influencia que ilustran la puesta en escena de la cinta en general y, más concretamente, el vestuario. El decorado acentúa la caracterización: sugiere a los espectadores de Tormento un contraste entre por una parte la ramplona presunción del piso de los Bringas y, por otra, la

16 En los estudios sobre cine, el término «melodrama» ha dejado de tener las connotaciones negativas que tenía en el ámbito literario en tiempos de Pérez Galdós, circunstancia que llevó a este autor a parodiar la popular forma folletinesca en el primer capítulo de Tormento.

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austeridad de la vivienda de Amparo y la grandiosidad de la mansión de Agustín. El uso del vestuario se articula, sin embargo, en varios niveles: a la luz quizás de la atención prestada al atuendo en La de Bringas —la mencionada secuela de Tormento—, Olea se explaya en la descripción galdosiana del papel de Rosalía como responsable de adquisiciones de ropa nueva de Amparo tras el anuncio de su compromiso con Agustín (véase Pérez Galdós 1977, 129). Es decir, que el vestuario se narrativiza: el salto que da Amparo de criada a señora debe reflejarse en su atavío. Para Rosalía se trata, no obstante, de un asunto de control. Porque puede, sí, que Amparo haya ganado la batalla por Agustín, pero ella va a ganar la de la ropa: acusa a Amparo de no tener «gusto» ni «estilo», indicios últimos de clase (Pérez Galdós ibid., 129 y 134), y tras anunciarse el compromiso se preocupa más por vestir de forma sexi ella misma tanto en casa como fuera (ibid., 135). Como deja claro el ejemplo de la ropa de Amparo en la última escena, el intento de Rosalía de intimidarla y arredrarla mediante el vestuario fracasa. Olea, que trabaja en un medio visual y en un género muy sensible a la puesta en escena, sabe ir sacando su jugo, a lo largo de la película, a un vestuario que es símbolo de estatus. El ciclo de adaptaciones literarias de la década de 1970 no generó otro filme middlebrow de fusión con semejante éxito de público y crítica. Ocupa un digno segundo puesto, así y todo, la audaz encarnación que Emma Penella hizo de Fortunata, la lozana heroína galdosiana de clase obrera, en la adaptación de Fortunata y Jacinta que Angelino Fons dirigió en 1970. Valió a Penella el premio a la mejor actriz del Círculo de Escritores Cinematográficos.

Españolas en París (Bodegas 1971) Si el fenómeno de la inmigración que llega a España suele recibir atención en los estudios sobre el cine español —existen numerosos artículos (véase Nair 2004 y Van Liew 2008) así como un estudio monográfico (Santaolalla 2005a)—, sobre la emigración de los españoles a otros países hay, en cambio, poca literatura. Existen obvias razones para ello: mientras que los inmigrantes llegados a España a lo largo de las tres

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últimas décadas —principalmente desde Hispanoamérica, el norte de África y Europa— suman millones, los españoles que emigraron durante el franquismo —al norte de Europa— se reducen a decenas de miles. La inmigración ha atraído, en efecto, «a un importante número de cineastas» (véase Nair 2004, 104); el fenómeno de la emigración —comparativamente menor pero también significativo— es «un aspecto de la realidad llamativamente insólito en el cine español» (Bentley 2008, 217, nota 30). Entre el puñado de películas que tratan el tema en la década de 1970 se cuentan (véase Bentley 2008, 217) la sórdida Vente a Alemania, Pepe (Pedro Lazaga 1971), con Alfredo Landa, y Cet obscur objet du désir [Ese oscuro objeto del deseo] (Buñuel 1977), realizada cuando el propio director trabajaba, exiliado, en Francia. El primer filme de la «tercera vía» de Dibildos, Españolas en París, ofrece un tratamiento middlebrow que parodia los clichés del «landismo» y favorece, sobre el desafiante experimentalismo de Buñuel, un enfoque formalmente accesible. Dirigido al nuevo público español de clase media, su retrato de la migración económica era un recordatorio de que no todos habían tenido acceso a la movilidad social. Los estudios relativos al cine español sobre inmigración se han centrado en las maneras en que dicho cine aborda el racismo y los constructos identitarios nacionales; en el presente apartado me dispongo a considerar Españolas en París como ejemplo de un cine español sobre emigración que indaga en temas parecidos17. El doble tratamiento de, por una parte, la emigración desde España y, por otra, la inmigración a Francia proporciona, en efecto, ese tema serio en que a mi juicio consiste un rasgo clave de lo middlebrow. Tras analizar este aspecto, así como el tentativo acercamiento del filme a otros temas como el

17 Un capítulo reciente en torno al cine sobre inmigración concluye vaticinando que, «en el futuro cercano, lo que debería suceder es que esto se expanda [...] en manos de directores españoles no nativos que cuenten “otras” historias que sigan cuestionando las ideas asentadas sobre la identidad nacional española»; véase Van Liew (2008, 274). Sería ciertamente ambicioso, pero no por ello menos interesante, considerar Españolas en París una película francesa de inmigración mediante la cual Bodegas ofrece, en 1971, para la identidad nacional gala esa misma perspectiva «no nativa» que, en 2008, Van Liew anhela para la española.

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embarazo no deseado y el aborto, dedico el resto del apartado a otros rasgos típicos de lo middlebrow, especialmente el carácter accesible —que viene dado por el infalible despliegue de tropos melodramáticos al uso—, la producción de nivel —garantizada por el casting— y las referencias a la alta cultura, con particular atención al uso que en la extraordinaria conclusión del filme encontramos de la poesía y la música comprometidas. En las cuatro décadas que han transcurrido desde el estreno de Españolas en París, la migración económica se ha disparado: es una realidad que ha fascinado al mundo del cine y ha llevado a numerosas películas sobre temas como el multiculturalismo y el racismo. Comparada con películas como La Haine [El odio] (Kassovitz 1995), que supuso un hito en el contexto francés, Españolas en París, que está asimismo ambientada en la capital de Francia, resulta ciertamente algo pacata, pero sigue revistiendo, así y todo, interés por la atención adelantada que presta al tema. Un aspecto sorprendente del tratamiento es que las españolas a que el título alude no dan con xenofobia o racismo ningunos: la Isabel que encarna Ana Belén, una inocente muchacha de Sigüenza que llega a París para servir en una casa, trabaja para una pareja responsable; su jefa llega a aprender español —y a tomar clases de cultura española— para que la chica pueda sentirse en casa. Las dificultades a los que este personaje ha de hacer frente tienen que ver, antes bien, con España: el canallesco novio que la deja embarazada es español, como españolas son las abortistas que tal novio contrata. Francia se presenta, de hecho, como un paraíso para esta Isabel: su amable médico francés —que sabe español— la informa de que el Estado francés no diferencia, en lo que a atención médica concierne, entre mujeres encinta casadas o no; tampoco parece molesta su jefa francesa, y el inesperado final feliz —que rompe con el tono socio-realista del resto de la película— es un himno en toda regla a un país que permite a una madre soltera trabajar y salir adelante. El francófilo Bodegas, quien de hecho trabajó en París en los inicios de su carrera como director, se reserva la crítica para su país natal. España se presenta, en efecto, como la nación «invertebrada» de la famosa obra de Ortega y Gasset (España invertebrada, de 1921), refe-

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rencia a la alta cultura cosida a la trama al recibir Emilia, otra de las emigrantes españolas protagonistas, un paquete que contiene dicho libro. Semejante crítica procede, sin embargo, en modo bien alejado de las observaciones filosóficas de Ortega y Gasset; se parodian, en cambio, los sórdidos estereotipos de la comedia española popular. Emilia sazona, así, su insípida jornada laboral de criada —y purga los acerbos recuerdos del abandono que un amante español que volvió con su esposa le infligiera— haciéndose pasar por prostituta francesa de lujo y ensañándose con una serie de turistas españoles. Encarnan hábilmente estos clichés de ineptitud cultural, lingüística y sexual —inspirados en el «landismo»— actores con experiencia en la comedia como José Luis López Vázquez y José Sacristán. El único racismo del filme es, por tanto, el de estos turistas sexuales españoles para con las mujeres francesas. El que la película no quede en una condena panfletaria de una masculinidad española invertebrada es debido a la caracterización femenina. En primer lugar, Bodegas apunta a la pluralidad indagando en las vidas de cuatro chicas. (Retomaría esta pluralidad, a finales de la década de 1990, la directora Icíar Bollaín, cuyas Flores de otro mundo [1999] también arranca con la llegada de un autocar de mujeres migrantes e indaga con detalle en las vidas de tres). Las españolas que dan su título a esta cinta de Bodegas son, en efecto, sendas domésticas de cuatro familias parisinas acaudaladas: si la amargada y mundana Emilia se dedica a desplumar a turistas españoles, la tímida Francisca tira la toalla y regresa a España; la calibrada interpretación de Elena María Tejero como la tercera criada (Dioni) transmite, por su parte, de manera especialmente lograda la experiencia de una eterna prometida que, más vieja cada día, se resigna estoicamente a postergar su maternidad por cuidar a los niños de su jefa francesa. Al cabo de un noviazgo y un ahorro diríase que interminables, la pareja se reencuentra tras cinco años de separación durante los cuales ella trabajaba en Francia y en Alemania él. Aquí Bodegas sabe resistirse a los fáciles tópicos del romance edulcorado manteniendo, en cambio, un tono ajeno a sentimentalismos mientras la pareja carga el coche con todos esos bártulos para la casa que con tanto esfuerzo han adquirido en la idea de volver, por fin, a España y casarse.

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La protagonista indiscutible es, sin embargo, la cuarta criada: Isabel, interpretada por Ana Belén en su primera película de adulta. Este personaje encuentra un camino distinto a la realización personal, y la película recorre claramente su arco evolutivo: pasa de ser la pueblerina cohibida —y recatadamente ataviada— que se baja del autobús al comienzo del filme, a la mundana y glamurosa mujer urbana del final. El desarrollo del guion y la trama garantizan, de hecho, que Isabel sea el foco narrativo de la película, ya que la mayoría de escenas se centran en ella y sus reacciones, pero Bodegas se asegura de que también pongan el acento en este personaje femenino la dirección de fotografía y la banda sonora. Las soluciones que a tal efecto adopta, si bien no son revolucionarias, están sin duda cuidadosamente elegidas y debidamente ejecutadas: van en la línea de esa accesibilidad y calidad formales propias de la «tercera vía» middlebrow. Nuestra identificación con la Isabel de Ana Belén viene reforzada, así, tanto con planos medios y primeros planos de la actriz como con una dirección de fotografía subjetiva, de lo que valgan como ejemplo, al comienzo de la cinta, los planos contrapicados subjetivos que recogen su sensación de apabullamiento ante la ciudad extraña, o bien el plano oblicuo que refleja su desorientación cuando, en la escena igualmente inicial en que conoce a su empleadora, recorre con la vista el glamuroso piso parisino. También la banda sonora refuerza, como digo, la identificación del espectador con Isabel: la ausencia de subtítulos a lo largo de la película significa que quien no entienda francés pueda apreciar la sensación de aislamiento de Isabel —persona a lo primero monolingüe— al conocer a su jefa; en la secuencia en que la chica comunica su embarazo a Manolo, Bodegas no solo es sensible a la imagen sino también al sonido. Aquí no es, en efecto, una dirección de fotografía subjetiva sino un sonido subjetivo lo que nos impele a identificarnos con el apuro de la doncella: mientras que la voz del inútil de Manolo queda ahogada por el tráfico de la calle parisina, la de Isabel se escucha fuerte y nítida. Bodegas también presta una gran atención, como cuadra al género melodramático, a la puesta en escena; la inocencia de Isabel en la capital francesa se refleja, por ejemplo, en el color blanco de su abrigo, que es sustituido por un impermeable amarillo cuando la chica se establece en la nueva ciudad. Cambia asimismo a lo largo de Españolas

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en París el maquillaje de Ana Belén (recurso previsible y, no obstante, eficaz): si al principio lleva poco, su conversión en mujer trabajadora segura de sí misma al final de la película viene realzada por una buena dosis de cosméticos. En un filme que ante todo traza el arco evolutivo de un personaje, el reparto y el estilo interpretativo resultan cruciales. Ana Belén encarna, en efecto, la referencia intertextual a su propia actuación como estrella infantil en Zampo y yo (Lucia 1965), circunstancia que Bodegas utiliza para expresar la ingenuidad y vulnerabilidad pueriles de Isabel a su llegada. En el capítulo tercero pudimos ver que, en la comedia de Luis Lucia Las cuatro bodas de Marisol, semejantes referencias a la infancia de la actriz en pantalla resultaban contraproducentes cuando la trama la empujaba a una situación adulta de varios pretendientes matrimoniales. Españolas en París, que no es comedia sino melodrama, procede en ese sentido con mayor cautela; el intertexto de la estrella infantil ayuda, pues, a subrayar el salto narrativo desde la inocencia al conocimiento. La historia de Isabel es creíble: hija de familia numerosa, trabaja en el extranjero para que su único hermano, Andrés, pueda estudiar. La falta de cultura de la chica queda confirmada no solamente por su monolingüismo, sino por su completa ignorancia de su propia fertilidad, ignorancia que la lleva, como era de esperar, a un embarazo no deseado. Este entrecruzarse entre por una parte el proceso de maduración de Isabel en pantalla y, por otra, la evolución de la carrera de la actriz Ana Belén fuera de la misma —de estrella infantil a estrella adulta— está bastante logrado. Destacan dos escenas por su relevancia de cara a la narrativa, a la trayectoria del personaje y al viraje en la interpretación de Ana Belén. En primer lugar, el airado rechazo de Isabel tanto hacia Manolo como hacia el aborto que este ha organizado constituye el punto de inflexión de la película: las improntas melodramáticas del contraste y el exceso resultan eficazmente calibradas en la atención que Bodegas presta a la actuación, así como a detalles relativos a la imagen y el sonido. La puesta en escena salta a la vista desde el primer momento: si el escenario de la cocina francesa es reluciente y blanco, la ropa negra de las mujeres es siniestra y oscura; el jersey escarlata de Isabel, una llamativa mancha de color que apunta a la roja sangre

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que está a punto de verterse. Mientras Isabel es conducida a la mesa y tumbada boca arriba, una serie de primeros planos de instrumentos médicos metálicos confirman para qué se han reunido todas esas personas. Un impactante plano subjetivo desde la perspectiva de Isabel capta entonces los rostros alineados de las mujeres: enmarcadas por el techo blanco, miran y dan ánimos; murmuran terroríficas palabras de consuelo. (Sus edades y atuendos recuerdan el tratamiento pictórico de las brujas de Goya, especialmente en El aquelarre [1797-1798], con sus acechantes figuras vestidas de negro y su cesta de bebés muertos). Entre tanto chirrían, en la banda sonora, discordes cuerdas y desgarradores acordes. La actitud antiaborto de Bodegas, expresada mediante el color, la música, la dirección de fotografía subjetiva y la composición de los encuadres no podía ser, por consiguiente, más clara. Refleja el destello de lucidez de Isabel un imprevisto salto a negro, momento oscuro que, de entrada, el público podría asociar con la muerte; se trata, en cambio, de un violento instante de nacimiento. Es el nacimiento, en primer lugar, de una Isabel que se afirma a sí misma, que salta a la vida, que echa sin contemplaciones del piso a Manolo y a las mujeres —rompiendo salvajemente los instrumentos de su oficio— mientras la banda sonora vuelve al tema clave de la película y la imagen sigue sus movimientos, cuya urgencia queda reflejada en un montaje borroso y rápido. En segundo lugar se trata, naturalmente, de una premonición del nacimiento del niño cuya vida acaba de salvar: el jersey rojo simboliza, ahora, la sangre del parto. Pero atención, porque la escena no termina aquí: la actuación de Ana Belén salta de un aberrante acceso de cólera al autocontrol de que la chica ha dado muestras en otros momentos de la película. Bodegas salta, en efecto, a un paisaje urbano parisino que no cabe explicar sino como el ojo mental de Isabel en ese momento; entonces suena el teléfono. Ella se recompone la ropa y contesta, detalles aparentemente casuales pero en realidad bien significativos, toda vez que reflejan su capacidad de sobrevivir y, en consecuencia, de poder criar como madre soltera al niño que recién ha salvado. Expresa semejante solvencia, en términos acústicos, la fluidez con que la chica habla en francés al aparato; en términos visuales, Bodegas elige este momento crucial para romper la convenciones ficcionales y hacer que la protagonista mire direc-

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tamente a cámara, la importancia de lo cual viene reforzada por la interrupción de la imagen con golpes de luz blanca. Esta toma de nueve segundos con una desafiante Ana Belén mirando fijo a cámara en plano medio es una celebración tanto de su autoafirmación como de su maternidad, simultáneas e inseparables una de otra. La escena es estéticamente creativa pero no pretende ser hermética, igual que es temáticamente seria pero no excesivamente retadora, teniendo en cuenta que adopta una postura antiabortista; alude, por último, intertextualmente al arte elevado mediante Goya. Es decir, que nos hallamos ante un óptimo ejemplo de cine tanto de calidad como accesible; esto es: de cine middlebrow. La siguiente escena del filme —la última— es parecida. Empieza con una afirmación identitaria en el plano estatal mediante el sellado del nuevo pasaporte de Isabel, quien vuelve a casa, apaga un cigarro —el primero que se fuma en toda la película— y toma en brazos a su bebé —un varoncito— para hacer con él una nueva visita al consulado. La conversación en español con el funcionario revela su ascenso social de empleada doméstica a empleada de unos almacenes, mientras que las palabras en francés que murmura al niño revelan su bilingüismo. En lo que a la puesta en escena respecta, a primera vista parece inconsistente volver a ver a Isabel con un abrigo blanco, teniendo en cuenta que ese color había significado primero el candor para ser después sustituido por el impermeable amarillo y, tras él, por el jersey rojo que simbolizaba la muerte, el renacimiento de Isabel y el nacimiento de Andrés. Cuando regresa, sin embargo, a su piso, el motivo queda claro: dado que el rojo se codifica como nueva vida, Bodegas lo reserva para el bebé, cuya amplia cuna, que ahora domina la habitación de Isabel, es de color precisamente escarlata, igual que el mono que viste el propio niño. La dirección de fotografía vincula con la ciudad a esta Isabel segura y maternal. Primero la vemos caminando resuelta por las calles sola, en planos generales picados y de ángulo neutro que indican su armonía con el entorno. Tras volver al consulado para registrar a su bebé Andrés —así llamado por su hermano—, vuelven a emplearse planos generales picados y de ángulo neutro para captar sus andares por las calles, esta vez abrazada a su hijo de rojo atuendo. Este re-

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4.3 Isabel, madre soltera triunfante. Españolas en París (Bodegas 1971)

trato de la ciudad como un espacio amable para madres solteras se hace eco de la escena previa en la que Isabel anunciaba su embarazo a Manolo: en ella, el tráfico ahogaba la voz del hombre pero complementaba la de la mujer. El modo en que Bodegas rueda esta escena callejera vuelve, pues, a quitar importancia a la falta de un marido o padre: cuando el realizador encuadra a Ana Belén y al niño a través del escaparate de una tienda de trajes nupciales, el foco no va sobre el blanco y negro de los atuendos de novio y novia a la venta sino sobre el mono rojo del bebé. La banda sonora reconfirma esta celebración de la madre soltera. Y si tal celebración resulta extraordinaria dada la fecha de la película —1971, con el régimen franquista y su rechazo de estructuras familiares alternativas todavía vigentes—, no menos extraordinaria resulta la incorporación, en la banda sonora, de la obra política —especialmente famosa— del poeta comprometido Agustín Goytisolo y el músico comprometido Paco Ibáñez. Los públicos cultos que Dibildos y su equipo buscaban para la «tercera vía» serían muy conscientes de que Goytisolo escribió «Palabras para Julia» en recuerdo de su madre —muerta por una bomba nacional en la Barcelona de la Guerra Civil— y en honor de su hija, a la que dio el nombre de aquella; sabrían asimismo que, a comienzos de la década de 1970, Ibáñez había

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sufrido la censura del régimen y trabajaba en el exilio. Además de estos aspectos políticos, Bodegas y Ana Belén usan las referencias a la resistencia frente a la adversidad a continuación transcritas para animar al espectador a imaginarse la determinación de Isabel lo mismo como madre que como trabajadora (cría al niño ella sola, ha ascendido laboralmente y exhala confianza en sí misma mediante el porte, la ropa, el maquillaje y el tabaco)18: Tú no puedes volver atrás, porque la vida ya te empuja como un aullido interminable, interminable. Te sentirás acorralada, te sentirás perdida o sola, tal vez querrás no haber nacido, no haber nacido. Pero tú siempre acuérdate de lo que un día yo escribí pensando en ti, pensando en ti, como ahora pienso. La vida es bella, ya verás cómo a pesar de los pesares tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos. Nunca te entregues ni te apartes junto al camino, nunca digas: «No puedo más y aquí me quedo, y aquí me quedo».

Este cierre de Españolas en París ofrece una constelación intermedial de poeta, músico, director y actriz que combina, en una fusión middlebrow de alta cultura y tratamiento accesible, la cultura disidente del franquismo con una defensa de la madre soltera; en su himno a la cual, dicho final de la película resulta, de hecho, tanto pasmosamente político como descaradamente optimista. Si el punto de partida de la película es la emigración de españoles por necesidades económicas, tiene todo el sentido criticar a Bodegas por no abordar las realidades económicas de la madre soltera. ¿Cómo iba a pagar Isabel —nos preguntamos— para que le cuiden al niño mientras ella encuentra otro

18 Transcribo este texto del propio sonido de la película.

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trabajo en unos almacenes? Excesivamente positiva resulta asimismo la insistencia del filme en asociar independencia femenina y maternidad: que Isabel cobre conciencia de su identidad y sus posibilidades al rechazar el aborto, pase; que ascienda laboralmente mientras su hijo es un bebé, resulta menos creíble. Esta asociación de independencia femenina y maternidad es, bien mirado, la forma en que Bodegas gestiona la contradicción latente en la película: el moderno deseo de celebrar la identidad de Isabel en cuanto parisina independiente y exitosa no es realizable sino mediante una tradicional celebración de la maternidad. Semejante pro-natalismo podría parecer trasnochado, pero una cinta como Solas (Benito Zambrano 1999), de la que me ocupo en el capítulo sexto, demuestra que sigue encontrando buena acogida entre los públicos: Solas relata cómo una independiente joven urbana se redime, en términos parecidos, mediante la maternidad. A propósito de la «tercera vía», Marvin D’Lugo declara (1997, 131) que «estas colaboraciones de Dibildos y Bodegas, que presentaban temas de actualidad pero rara vez pasaban de tópicos superficiales —especialmente las cintas cómicas—, era como si retrocediesen a las comedias folclóricas dirigidas por Pedro Masó y Pedro Lazaga durante la década anterior». Las comedias de Dibildos estilo Los nuevos españoles no cumplían, es cierto, los requisitos de la «tercera vía» sino que caían en el estereotipo al uso. (Trabajando en el mismo género de la comedia, el tirón del VCE acaso resultara irresistible). Un melodrama como Españolas en París sí que ejemplifica, no obstante, la corriente middlebrow. Puede, pues, considerarse al nivel de Tormento (1974) —donde hemos visto que también actúa Ana Belén— y al de Mi querida señorita (1972).

Mi querida señorita (Armiñán 1972) Para el colectivo de críticos cinematográficos Marta Hernández, la «tercera vía» middlebrow era —antes lo vimos— «cine comercial más cine de autor dividido entre dos» (citado en Torreiro 1995a, 361). Pues bien: este aforismo matemático, aunque difícilmente puede considerarse una metodología, pone en cualquier caso de relieve la pre-

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sencia tanto de elementos diversos («más») como de un procesamiento de los mismos («dividido entre»). La diversidad no es complicada de identificar si tenemos en cuenta la trayectoria previa de los creadores de Mi querida señorita, éxito de público y crítica en el momento de su estreno, y una de las pocas películas españolas de entonces que sigue interesando a los críticos hoy19. Jaime de Armiñán, el director, aportó a la cinta la experiencia que había adquirido realizando —para el cine popular— la película de Marisol Carola de día, Carola de noche (1969), por no hablar de una admiradísima labor en televisión (véase Hueso 1997, 691); José Luis Borau, coguionista y productor, aportó, por su parte, las experiencias profesionales de dirigir también cine popular —por ejemplo Brandy (1963)—, enseñar escritura de guiones en la Escuela Oficial de Cine —institución centrada en el cine de autor— y producir filmes con su empresa El Imán, que fue, de hecho, una de las productoras de Mi querida señorita. También debemos incluir, sin embargo, entre los creadores de esta película a su actor principal, José Luis López Vázquez: sin él como protagonista —declaró Armiñán en una entrevista reciente— el proyecto habría sido imposible20. Arriba hablábamos, en efecto, de los aportes de López Vázquez como uno de los principales actores cómicos de la época: su perfecta modulación del inepto Quintanilla en Plácido (Berlanga 1961), o su talento desperdiciado en su encarnación de un alelado turista sexual en Españolas en París (Bodegas 1970). Ahora bien: si la unánime admiración crítica de su papel en Mi querida señorita suele ir precedida por un recordatorio de su condición de estrella cómica —a menudo del cine español popular—, en el presente estudio también hemos de poner sobre la mesa su colaboración con Carlos Saura —realizador imprescindible de películas de autor— en papeles no cómicos de Peppermint frappé (1967) y El jardín de las delicias (1970).

19 Con 1 783 000 espectadores, un puñado de distinciones del Círculo de Escritores Cinematográficos, el Sindicato Nacional de Espectáculo, los Premios Sant Jordi de Cinematografía y el Chicago International Film Festival, fue asimismo la cinta española nominada para los Óscar en 1973. 20 Véanse los extras del DVD de la colección «El País de Cine».

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Señalar los diversos elementos de la «tercera vía» equivale, sin embargo, a armar una lista, no a analizar cine; voy a dedicar, por consiguiente, el resto del presente apartado al procesado de dichos elementos diversos. Sustituyo, así, el poco satisfactorio «dividir entre dos» del colectivo de críticos cinematográficos Marta Hernández por un análisis de Mi querida señorita como producto middlebrow. El aspecto más llamativo de esta cinta es la brillante originalidad de su tema, que, por increíble que resulte, pasó la censura sin mayor problema. López Vázquez, uno de los actores españoles más populares de todos los tiempos y claramente identificado, en consecuencia, por los espectadores como un hombre, interpreta a Adela, arquetipo provinciano de solterona medianamente acomodada, ociosa y temerosa de Dios que los cinéfilos quizás asociaran a papeles parecidos como los que Betsy Blair y Aurora Bautista habían interpretado, respectivamente, en Calle Mayor (Bardem 1956) y La tía Tula (Picazo 1964). Adela se afeita cada día y se siente atraída sexualmente por su criada Isabelita, pero es la proposición de matrimonio que le hace Santiago, director de una sucursal bancaria de su localidad, lo que la empuja a visitar primero a un confesor comprensivo —nada riguroso— y luego a un médico —interpretado en un cameo por Borau— que le revela que su sexo biológico es masculino. Volvemos a ver a la confusa Adela, que se ha dejado crecer bigote y viste un traje de hombre, convertida en un perplejo Juan que llega a la madrileña estación de Atocha dispuesto a afirmar su identidad masculina en la capital de España tanto profesional como personalmente. Los críticos han especulado con operaciones de cambio de sexo (véase Hueso 1997, 689) y hermafroditismo (Hontanilla 2006), pero Armiñán ha confirmado en una entrevista que se trata, simplemente, de un error: Adela es un hombre pero cree ser una mujer. El que Adela sea un hombre quizás haga menos interesante la política sexual de la película; dota, en cambio, de un carácter explosivo a su política de oposición al régimen: en la misma entrevista, Armiñán insiste, remitiéndose a fuentes médicas que no especifica, en que semejantes casos de confusión de identidad existen realmente. D’Lugo anda sin duda en lo cierto al afirmar (1997, 71) que lo que lleva a la crítica política es tanto la confusión de identidad como el que tales casos sean raros: «La improbable pre-

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misa de la película —que, bajo la identidad protegida de Adela, Juan pudiese llegar a la edad adulta sin haber visto a otra persona desnuda ni cobrar conciencia de su propio género biológico— encierra una crítica mordaz del entorno represivo que el conservadurismo de la dictadura de Franco fomentaba». Esta referencia a una «crítica mordaz» es representativa de las respuestas académicas al cine de autor antifranquista de la época: es evidente que cabe defender, igual que vimos con Tristana, la inclusión de Mi querida señorita en tan reverenciado grupo (según hace, por ejemplo, Triana-Toribio 2003, 97), pues la política de oposición al régimen resulta en esta cinta incuestionable, sobre todo en los ámbitos de la identidad equivocada, la educación femenina inútil y el apabullante encuentro con la modernidad. Ahora bien, del mismo modo que en Españolas en París Bodegas rebajaba su moderno retrato de la independencia femenina mediante un énfasis conservador en el carácter inseparable de por una parte la autoafirmación femenina y por otra la maternidad, la moderna política de oposición al régimen de Mi querida señorita viene a su vez rebajada por una política sexual conservadora: si la primera parte del filme, que transcurre en Pontevedra, se eriza con las turbadoras posibilidades del deseo lésbico, la revelación del sexo biológico de Adela sencillamente restablece la heteronormatividad. Las instituciones de la Iglesia y la Ciencia, representadas ambas por varones comprensivos, se presentan, en efecto, como benévolos agentes «liberadores» y como proveedores de «verdad». Tiene razón Ana Hontanilla al plantear (2006, 120) la siguiente pregunta feminista: «¿Qué ocurre con las mujeres educadas en el franquismo de la larga posguerra española que por no disfrutar de una oportuna confusión de la naturaleza —o de la sociedad— carecen en definitiva de la suerte de ser biológicamente hombres?». Sería injusto desdeñar Mi querida señorita por no satisfacer las expectativas feministas del siglo xxi, pero tampoco pretendo rescatar esta película como pieza de autor insuficientemente admirada a pesar de su conservadora heteronormatividad. La idea de «tercera vía» —el marco analítico de lo middlebrow— nos permite, en cambio, ocuparnos del filme en virtud tanto de la seriedad con que trata su tema como de su poco audaz trasfondo de conservadurismo.

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Empezando con el tema de la película, el guion de Armiñán y Borau da una brillante respuesta a la pregunta de cómo retratar, de modo original, el mundo provinciano y capitalino de la España de la década de 1970; particularmente lograda resulta, como antes apunté, la representación de Pontevedra. El casting es crucial para el relieve que en Calle Mayor y La tía Tula, respectivamente, Bardem y Picazo dan a los prejuicios provincianos: si la estadounidense Blair aporta una perspectiva externa a su interpretación de una solterona conquense (plantada en el altar) de la década de 1950, los grandilocuentes papeles anteriores de Bautista en melodramas históricos dan un irónico contrapunto a su reprimida solterona guadalajareña de la década de 1960. Armiñán y Borau superan de lejos, así y todo, a ambos personajes con el feo de López Vázquez en el papel de la solterona Adela en la Pontevedra de la década de 1970. Resulta clave, de hecho, el que López Vázquez exhiba aquí la contención dramática que afinó en sus papeles de Julián y Antonio en las antes mencionadas Peppermint frappé y El jardín de las delicias, de Carlos Saura, así como que interprete a Adela de manera absolutamente impávida: al combinarse por un lado la plena conciencia del público sobre el sexo del actor y, por otro, la interpretación «sin melindres» que este hace de su papel, se genera un sencillo retruécano que distorsiona por completo el retrato de la ciudad de provincias; las actividades caritativas parroquiales de las ociosas mujeres lerenses, por dar un caso, resultan absurdas al tomar parte en ellas Adela, sobre todo cuando, en un partido de fútbol de beneficencia, la mujer sacude un atlético patadón a una pelota mandándola al quinto pino. El contraste que la película establece entre el atavío femenino formal de la mantilla y la peineta vs. la ropa más casual de la nueva generación de chicas yeyé cobra igualmente una nueva dimensión al vestir López Vázquez el atuendo tradicional. Particularmente interesante resulta que el deseo homosexual de Adela por Isabelita enrarezca turbadoramente el espacio doméstico; espacio que, caracterizado por unos muebles extremadamente tradicionales y unos colores excepcionalmente sobrios —aspectos todos narrativizados cuando «la señorita» anuncia su deseo de modernizar el piso—, se convierte en el improbable escenario de los planos subjetivos que expresan el deseo de Adela hacia la chica. A todo lo cual subyace la crítica de una sociedad capaz de desatender

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la educación femenina —y reprimir el cuerpo— hasta el extremo de hacer posible semejante confusión de identidad. Resulta especialmente demoledora la escena del ataque de celos lésbicos de Adela cuando Isabelita conoce a un novio: echando mano de su conocimiento (desesperantemente limitado) de la realidad carnal pero empleando al mismo tiempo los potentes clichés de una ideología patriarcal que regula la sexualidad femenina, la mujer previene a la criada contra los peligros de ligarse a hombres antes de casarse. El retruécano del filme permite a Armiñán tanto criticar la España de provincias desde la lente sumamente original del deseo lésbico como adoptar una nueva perspectiva sobre la experiencia urbana (por más que la historia de formación o aprendizaje en la que un varón heterosexual se enfrenta a la gran ciudad sea más vieja que Matusalén): a un espectador que no empezase a ver Mi querida señorita sino a partir de la llegada a la estación de Atocha podría perdonársele que tomase la cinta por otro de esos argumentos del VCE que Paco Martínez Soria hizo famosos sobre un paleto estupefacto en la capital. Esta película comparte, en efecto, con el cine de arte y ensayo la movilización de un espectador activo: cada experiencia de Juan en Madrid cobra sentido únicamente si se mantiene en la recámara su anterior vida como solterona provinciana. Este hombre de mediana edad se encuentra, así, lamentablemente desprovisto en términos profesionales: la conversación que mantiene con el mecanógrafo sobre su currículum vitae en la oficina de empleo es un potente indicio de la desesperante inadecuación de la educación de las mujeres de provincias durante la posguerra; cuando le preguntan qué ha estudiado, contesta: «Cultura general y dos años de piano». Si en lo profesional carece de formación y apenas tiene experiencia, en el ámbito personal está desbordado y confuso, incapaz de hacerse ni a las fáciles maneras de la ramera bondadosa Feli ni al noviazgo formal con Isabelita, con quien se encuentra de modo aparentemente fortuito en la capital. Es la sencillez del retruécano de la trama lo que hace que esta crítica más amplia resulte tan impactante: imposible dar con mejor medio de representar la turbadora colisión de tradición y modernidad que el cuerpo de un intérprete cómico masculino en el papel de un hombre que, hasta la edad de cuarenta y tres años, vivió pensando que era una mujer.

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Mi querida señorita, que critica un entorno represor desde una actitud seria pero no demasiado desafiante habida cuenta de su énfasis en la heteronormatividad, presenta también rasgos middlebrow por su carácter formalmente accesible, el nivel de su producción y las referencias ocasionales a la alta cultura, elementos todos que convergen tanto en la elección de López Vázquez como en su interpretación; paso a centrarme, así, con mayor detalle en dos secuencias en las que dicha interpretación se complementa especialmente bien con la puesta en escena de José Massagué, así como con la dirección de fotografía de Luis Cuadrado, veterano del cine de arte y ensayo. La primera secuencia pertenece a la primera parte, la del retrato de la ciudad de provincias, cuando Adela recibe un ramo de rosas rojas de su esperanzado pretendiente Santiago. A estas alturas del filme las flores han asumido, en la puesta en escena, una función narrativa que no es difícil descifrar: la estrecha relación entre «la señorita» y la doncella queda establecida, desde la primera secuencia tras los créditos de apertura, mediante la entrega de un clavel rojo que es una muestra (en apariencia inocente)

4.4 Una frustrante España provinciana. Isabelita y Adela. Mi querida señorita (Armiñán 1972)

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de cariño. En una segunda visualización, el público comprende que la entrega de una flor a Isabelita por parte de Adela representa exactamente lo mismo que la entrega de flores a Adela por parte de Santiago; a saber: romance heterosexual y deseo de un futuro matrimonio. (El oficio de florista del novio de Isabelita contribuye a reforzar esta asociación). Tras entregar y recibir las flores, Armiñán sitúa a Adela en su piso de triste mobiliario —la mujer viste una sosa bata gris y unas zapatillas que hacen juego con el decorado—, pero ambos jarrones de flores inundan de color la imagen y el sencillo retruécano de la trama suscita una fascinante serie de lecturas posibles. En primer lugar, las formales flores de Santiago, que se encuentran en el salón, simbolizan el tradicional noviazgo de provincias (se trata, en realidad, de un regalo romántico entre hombres); en segundo lugar, el clavel aislado que Adela ha regalado a Isabelita, que es una mancha de color en un jarrón de la cocina, de color blanco, representa el deseo de la mujer por su doncella, deseo que acaba revelándose como atracción heterosexual. Pues bien: a los públicos que conociesen el anterior trabajo de López Vázquez en el cine de arte y ensayo de Saura, semejante distorsión de situaciones potencialmente transparentes les resultaría familiar. En Peppermint frappé, valga de ejemplo, el Julián que interpreta López Vázquez parece un serio médico que aspira a casarse con su ayudanta (interpretada por Geraldine Chaplin) pero lo cierto es que sufre una obsesión sexual con la esposa estadounidense de su amigo (encarnada asimismo por Chaplin). Incapaz de tolerar la confusión, asesina tanto al amigo como a la esposa. La segunda secuencia trata la estancia de Juan en una pensión madrileña. Le asignan la «habitación de paso» (con toda la ambigüedad del término) porque se ajusta a su presupuesto y es lo único que hay libre; el espacio y su denominación adquieren, pues, unas ricas connotaciones de la lucha del personaje por establecer su identidad. Para empezar, se trata de un espacio sin privacidad, pues otros huéspedes deben atravesarlo; además, el hombre no está allí sino provisionalmente. En este espacio transitorio y transitable Juan trata de forjarse su nueva identidad, cuyo carácter transitorio viene determinado, de hecho, por el carácter transitable del habitáculo, toda vez que la sobrina de la patrona fisgonea en los efectos personales del ocupante y des-

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cubre la maleta con ropas de mujer, por lo que su tía lo echa a la calle. Una secuencia reveladora es aquella en que Juan descubre la máquina de coser que hay en la habitación: gracias a su formación en «cultura general y dos años de piano», sabe coser; se pone, pues, a cortar sus antiguas ropas femeninas para armar, con las piezas, nuevas prendas que el tendero que se las compra —creyendo que las hace su hermana Adela— dice son «de fantasía». La escena en que este personaje despedaza la ropa femenina de su existencia anterior para componer algo nuevo transmite eficazmente su lucha por sacar algo moderno y distinto de su antiguo yo de mujer provinciana. Interesante resulta también el hecho de que esta reconfiguración de una antigua identidad en una nueva se produzca en un espacio codificado como «de paso». Toda identidad, parece estar sugiriendo Armiñán, es provisoria. Middlebrow por el nivel de su producción, por su carácter formalmente accesible, por sus referencias ocasionales a la alta cultura y por su tema provocativo pero al mismo tiempo conservador, Mi querida señorita es un retrato brillante y original de una solterona de provincias; plantea, además, una curiosa vuelta de tuerca a esa historia masculina de formación o aprendizaje en la gran ciudad que termina con la pérdida de la virginidad. El interesante carácter provisional de la desconcertante lucha de Juan por establecer su identidad en la urbe resulta difuminada, sin embargo, en la coda: el hombre regresa a Pontevedra para recoger el dinero de Adela, se compra uno de esos nuevos apartamentos de las afueras de Madrid que simbolizan la movilidad social de la década de 1960, y se dispone a tomar a Isabelita por mujer. La mayoría de críticos ha interpretado el comentario de esta a Juan cuando la pareja está en la cama al final de la película como un interesante reconocimiento del entremezclarse del deseo homosexual y heterosexual. El «¿qué me vas a contar, señorita?» podría interpretarse, en efecto, lo mismo del modo más ingenuo que como un resabiado: «Nada vas a decirme, señorita, que no sepa ya». En su resumen de esta ambigüedad, John Hopewell sugiere (1986, 99) una interpretación alternativa de cariz conservador y patriarcal: «La ex criada llama a su ex señora “señorita”. Acaso sepa la identidad de él. O acaso esté igualando a su ex señora con este soltero porque lo mira, al ser el hombre con el que se va a casar, como su nuevo señor». Cabe, en fin, ubicar

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esta extraordinaria cinta de 1972 en algún punto entre por un lado la «mordaz crítica» política que observa D’Lugo y, por otro, las carencias que desde la perspectiva del feminismo señala Hontanilla.

Asignatura pendiente (Garci 1977) Termino este capítulo sobre la «tercera vía» middlebrow de los años setenta con dos filmes que evidencian las continuidades habidas en este ámbito a lo largo de la década; de cara a las cuales, existe un amplio consenso sobre la función de puente que desempeñó José Luis Garci. Este hombre supuso, en efecto, un «pilar» de la «tercera vía» con los guiones que escribió para Dibildos a comienzos de la década que nos ocupa (véase Peláez Paz 1997, 765); realizando, sin embargo, al final de la misma Asignatura pendiente, su primera película, se considera que llevó esta corriente más allá y la politizó. Hacían falta nuevos nombres para los nuevos tiempos posfranquistas, y Asignatura pendiente se ha adscrito, en primer lugar, a un grupo de filmes llamado «cine de la reforma» (véase Heredero 1989, 23), etiqueta que insiste en los vínculos ideológicos entre las películas y la reforma política que se produjo tras morir el dictador; también se ha incluido, no obstante, en el grupo de cintas llamadas «comedias madrileñas», denominación que pone los acentos en el género y la ambientación. En el próximo apartado —el último del presente capítulo— aduzco como ejemplo adicional de director middlebrow a Antonio Mercero: a semejanza de Armiñán, también Mercero fue alternando trabajos para la pequeña y la gran pantalla (procedimiento transversal del que Paul Julian Smith se ocupaba hace poco —2006, 145-174— en el análisis que de esta figura ofrecía en un capítulo titulado «Auteur TV» [Televisión de autor]); aportó, pues, a La guerra de papá (1977) la experiencia que adquirió con las popularcísimas producciones de TVE Crónicas de un pueblo (1971-1974) y La cabina (1972), el único telefilme español ganador de un premio Emmy estadounidense (véase Smith ibid., 30). Estrenada pocos meses tras Asignatura pendiente, esta Guerra de papá de Mercero constituye otro ejemplo clave del «cine de la reforma» y está también ambientado en Madrid. Su afiliación genérica va, en

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cambio, más en la línea del melodrama y el cine de estrellas infantiles que en la de la comedia. El subgénero de las «comedias madrileñas», notorio a finales de la década de 1970 y comienzos de la de 1980, constituye una importante manifestación de la corriente middlebrow del cine español, y Asignatura pendiente fue el primer ejemplar de la especie (añádase Ópera prima [Trueba 1980], que analizaremos en el capítulo quinto y también tuvo un éxito notable). Los críticos han señalado la vinculación que, teniendo en cuenta la densidad de su guion y lo cuidado de su forma, esta «comedia madrileña» presenta con un género originariamente teatral que suele asociarse a lo middlebrow; a saber: la «comedia de costumbres» (véase, por ejemplo, Fiddian 1999, 242). Pues bien: esta vinculación nos permite identificar una afiliación entre por una parte el cine español del siglo xx y, por otra, tanto el teatro español decimonónico21 como las cinematografías de otros países donde este subgénero también destaca, por ejemplo Francia22. A ambos lados de los Pirineos encontramos, en efecto, diferenciaciones parecidas entre «comedia» y «comedia de costumbres», asociándose siempre la primera a una tradición más tosca y siendo, en cambio, la segunda ejemplo de lo middlebrow. La definición que Darren Waldron e Isabelle Vanderschelden (2007, 6) ofrecen de la versión francesa de la «comedia de costumbres» alude, de hecho, a un rasgo típico de lo middlebrow en el que vengo insistiendo a lo largo del libro, esto es, a la fusión de un tema serio con una forma accesible pero muy pensada. («Se trata de un subgénero consolidado que entra en temas de clases sociales, roles de género y sexualidad, cosa que hace mediante el entretenimiento ligero, pero sin dejar por eso de llevar la firma personal —de autor— del director»).

21 Resultan en efecto sugerentes, si bien exceden el ámbito del presente estudio, las relaciones intermediales entre por una parte la comedia de costumbres middlebrow del cine español del siglo xx y, por otra, el teatro español decimonónico. Deseo agradecer a Derek Flitter el haber llamado mi atención sobre semejante convergencia. 22 Véase al respecto el magnífico estudio de Sarah Leahy sobre este género en el cine francés a propósito de Le goût des autres [El gusto de los otros] (Agnès Jaoui 2007).

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Rob Stone (2002, 120) califica de «ejemplo flagrante de evolución cinematográfica» el satisfactorio desarrollo de la «tercera vía» que suponen «comedias madrileñas» como esta Asignatura pendiente que ahora nos ocupa o Tigres de papel (Fernando Colomo 1977); reubicar dichas películas en el marco de lo middlebrow permite, sin embargo, dar aún mayor realce a tales continuidades. Coautor de guiones clave de Dibildos como Vida conyugal sana y Los nuevos españoles (Roberto Bodegas 1973 y 1974, respectivamente), Garci colaboró con José María González Sinde para escribir el guion de Asignatura pendiente, guion que fue comprado, tras sufrir el sorprendente rechazo del mencionado Dibildos —antiguo mentor de Garci—, por el productor José Luis Tafur. La trama tentativamente seria resulta típica de lo middlebrow: rodada a finales de 1976 y estrenada en abril de 1977, la película relata una aventura amorosa que tiene lugar en los meses inmediatamente anteriores y posteriores a la muerte del dictador. En las películas tempranas de Dibildos, la asociación de lo personal y lo político quedaba implícita: en Españolas en París, por dar un caso, las causas de que chicas como Isabel emigrasen de España a París por motivos económicos debía deducirlas el público; el turismo sexual español se presentaba, del mismo modo, como mero síntoma de la represión franquista, sin llegar a analizarse los motivos. Siete años después, sin embargo, Garci se dispone a explicitar las causas políticas del comportamiento individual: casi cada momento clave de la experiencia personal del romance entre José y Elena viene entrelazado con el correspondiente acontecimiento político. A excepción de un breve pasaje de Pablo Neruda23, Asignatura pendiente carece de los intertextos culturales elevados (highbrow) que hemos visto en otros puntos del presente capítulo (por ejemplo la referencia a clásicos literarios mediante la adaptación, o bien la referen23 Como señala Óscar Pereira (1998, 164), la nota que José añade a los claveles rojos reza: «Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos», cita sacada del poema vigésimo de Veinte poemas de amor y una canción desesperada (Neruda 1924), intertexto ciertamente apropiado para Asignatura pendiente toda vez que dicho libro de poesía era tanto adolescente en su tono —Neruda lo escribió con veinte años— como tremendamente popular entre el público.

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cia al arte, la música o la poesía canónicas mediante la cita); este filme destaca, en cambio, por sus reiteradas alusiones al particular carácter del contexto político. Semejantes alusiones, aunque no confieren a la cinta ese capital cultural a que se refiere Bourdieu, apuntan no obstante a un rasgo esencial de lo middlebrow: la temática seria. Esta politización de lo personal eleva, así, por sobre los burdos tópicos del romance empalagoso la historia más bien tonta de un tedioso abogado que alivia su crisis de la mediana edad con una aventura extraconyugal. El esquema del «chico conoce a chica» se produce, en manos de Garci, en medio de un mitin callejero; lo personal y lo político están, pues, inextricablemente entretejidos: la conmoción que suscita en las calles de Madrid la distribución de panfletos se entremezcla con la que José provoca al abandonar su coche en medio de la calle para llamar la atención de Elena. Si el subsiguiente encuentro de ambos en un bar se desenvuelve bajo un discurso de Franco al que siguen vítores de multitudes —está emitiéndolo la radio—, durante la primera cita clandestina de la pareja José se compara a sí mismo con Arias Navarro, vicepresidente del último gobierno del dictador; cuando al fin se acuestan —tal la «asignatura pendiente» del título, pues en los años de su adolescencia (trancurrida durante el régimen franquista) los habían privado de semejante intimidad—, parece inevitable que lo hagan en un contexto fuertemente politizado: a José le deja un piso un amigo y colega al que llaman «Trotski». (Por si acaso al público se le escapase el nombre, las paredes de esta vivienda van pintadas de rojo y festoneadas de propaganda comunista; sobre la cama cuelga, de remate, un cartel enorme de Lenin). No es, por tanto, la sutileza el objetivo de Garci. Enfatiza asimismo este entrelazarse de lo personal y lo político la ocupación de José como abogado laboralista de izquierdas: el caso de su cliente presenta un obvio paralelismo con el de Marcelino Camacho, célebre militante de Comisiones Obreras; las dificultades con que, a pesar del final de la dictadura, choca para conseguir que lo liberen se corresponden con su disgusto por su pasada relación con Elena. Elena fue, en efecto, la novia de adolescencia de José, cuyo monólogo durante la primera cita de ambos veinte años después resulta especialmente claro en lo que al entrecruce de lo político y lo personal respecta:

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Nos han robado tantas cosas… Las veces que tú y yo tuvimos que hacer el amor y no lo hicimos… Los libros que debimos leer… No sé, pero me parece que es como si nos hubiera quedado algo colgado, como aquellas asignaturas que quedaban pendientes de un curso para otro.

El propósito de todo este entrecruce es denunciar explícitamente el impacto represivo de la dictadura en las relaciones personales. Asignatura pendiente parece abogar, además, por un distanciamiento de la política para dedicarse al placer personal, toda vez que José y Elena ignorarán los mítines y los discursos para entregarse a su aventura amorosa. Óscar Pereira ve, en esta «falta de articulación» (1998, 161) entre el «microtexto» de dicha aventura y el «macrotexto» de los sucesos políticos (ibid., 160), el «elemento definitorio de la ideología de ese “desencanto” que marcó el proceso reformista emprendido por el Gobierno de Franco tras la muerte de este» (ibid., 161). Para Pereira, Asignatura pendiente se presenta, en efecto (véase ibid.), como una película que promueve activamente ese «desencanto» hacia lo político por el que se caracterizó la transición española a la democracia, de lo que tendría la culpa ese entrelazarse tan middlebrow de lo personal y la política por cuya virtud «la trivial historia de amor viene […] contaminada por el prestigio de lo histórico: de lo real». El resultado sería que, «en lugar de una comprensión de la historia en profundidad, se nos ofrece una creación contemporánea, esto es, no tanto un discurso crítico sino más bien un drama de costumbres y una reconstrucción» (Pereira citando a R. Hewison 1998, 163). Aquí encontramos reunidos todos los elementos de la hostilidad hacia lo middlebrow, corriente que, al enfilar una vía intermedia, estaría incurriendo en «contaminación», no conseguiría sondear la adecuada «profundidad» e incluso favorecería formas estéticas sospechosas como el «drama de costumbres»; un acercamiento más benévolo a ese entrecruce de lo personal y lo político presente en el tema de la película —tema serio pero relativamente poco desafiante— nos permite, sin embargo, apreciar cómo Asignatura pendiente captura el espíritu de la época hasta el extremo de acabar siendo conocida como «la película de la Transición» (véase Peláez Paz 1997, 766).

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Yo también encuentro, como Pereira, hondamente relevante para este filme ese distanciamiento de la política característico del «desencanto», pero al mismo tiempo quisiera subrayar, en primer lugar, que hacia el final de la cinta José vuelve a comprometerse con la política: su crisis de la mediana edad remite, su carrera despega y él deja de lado su pueril aventura. Puede, sí, que su cinismo alcance un nuevo mínimo cuando, beodo, orina contra «una valla publicitaria que saluda la unión de democracia y consumismo (“treinta y cinco millones de partidos políticos votan por los calcetines Cóndor”) pero sobre la que alguien ha garabateado esa consigna, tristemente célebre, de “Con Franco vivíamos mejor”» (véase Stone 2002, 122). Lo cierto es que, por usar el conciso aforismo de Stone, «está condenado a vivir muchos años y prosperar». En segundo lugar, el desdén de Pereira hacia la película pasa por alto la atención de que en ella es objeto el retrato de Elena. Fiorella Faltoyano transmite, en efecto, el hastío de una acomodada ama de casa y consentida amante burguesa mediante una impasibilidad algo repelente. (Preferible, en cualquier caso —véase D’Lugo 1997, 256—, a la irritante locuacidad del retrato de José que, inspirándose en Woody Allen, hace José Sacristán). Ahora bien, aunque es difícil para el espectador identificarse con un soso personaje al que se evoca mediante una actuación algo embotada, al final de la película es Elena, de los dos amantes, la única que articula una interpretación sensata de la aventura que han vivido: insiste en su edad (treinta y tres años) y en su vida adulta como esposa y madre de dos niñas para acto seguido señalar que José no ha dejado de verla como la quinceañera de sus años de adolescencia. Stone tiene razón al observar (2002, 122) que el sexo es, para José, «una táctica regresiva que lo identifica como un varón infantilizado a la manera del de La prima Angélica, de Saura». Y mientras que este pueril José prosperará —cosa bastante deprimente—, la adulta Elena ha de quedarse rezagada. Si volvemos a ver la película desde una perspectiva de roles de género, esta mujer es víctima de dos decisiones particularmente erradas. Para empezar, en la escena de la concentración política callejera junto a la que José detiene su automóvil, Elena se encuentra

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4.5 Elena prefiere el amorío al mitin. Asignatura pendiente (Garci 1977)

leyendo un panfleto cuando su novio de la adolescencia la llama desde lejos. Sigue las indicaciones de este hombre y tira el papel para acercarse a hablar con él: está cometiendo el error de embarcarse en una aventura amorosa que no va a ningún lado en vez de optar por implicarse en la política. Por otra parte, en la secuencia que arriba comentábamos —José perdido en el pasado deplorando encamadas que no se produjeron y libros no leídos—, Elena mira hacia el futuro. Este divertido diálogo de sordos representa una segunda oportunidad desaprovechada para esta mujer: José propone que se acuesten, Elena le ignora y verbaliza sus proyectos de ir a la universidad, José responde insistiendo en que se acuesten; cuando al fin entra al tema y pregunta a cuál universidad, ella ya ha tomado su segunda decisión equivocada, es decir, abandonar su idea de cursar estudios para disponerse, en su lugar, a preparar la aventura amorosa. John Hopewell sintetiza (1986, 111) que, cuando el romance se mustia, la mujer viene dejada de lado: José «jamás pide a Elena que forme parte de la Transición con él. Elena queda —como la mujer hollywoodiense— en pecio de la historia: dejada en la estela de los artífices de esta». (Insisten en este extremo también Barry Jordan y Rikki Morgan-Tamosunas 1998, 68).

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Middlebrow en su tema serio pero tentativo, Asignatura pendiente ejemplifica asimismo la producción de alto nivel y el carácter accesible que distinguen a los filmes middlebrow en lo que a la forma atañe. La fórmula de Garci tuvo éxito: el guion es verboso y va salpimentado con referencias políticas del momento, el reparto incluye a intérpretes populares como Sacristán y Faltoyano (por más que sus actuaciones resulten un punto miméticas y sosas), en la banda sonora hay nostálgicas alusiones a grupos estrella de la década de 1960 como el Dúo Dinámico, y las localizaciones son del Madrid —y alrededores— de entonces, todo lo cual redundó en ganancias de taquilla. (Sería interesante, si bien es cosa que excede los límites del presente estudio, ir desglosando el total de espectadores —dos millones trescientos mil— por comunidades autónomas y ver si tales «comedias madrileñas» tenían el mismo éxito, por dar un caso, en Cataluña). Otro rasgo clave de esta cinta son sus importantes deudas intertextuales: Andrés Peláez Paz insiste (1997, 766) en las influencias autóctonas del sainete y el costumbrismo, a cuyo efecto aduce la caracterización de los personajes secundarios, el uso de un lenguaje popular cargado de referencias a asuntos de actualidad, y las alusiones a la radio, el cine y las canciones; más importante y concreta resulta, sin embargo, la deuda con la comedia romántica hollywoodiense, que se trasluce tanto en las propias características formales de la cinta como en las múltiples alusiones diegéticas del personaje de José. El mismo Peláez Paz habla, en efecto, de An Affair to Remember [Tú y yo] (Leo McCarey 1957), mientras que Stone insiste (2002, 122) en Robert Redford. Por su parte, Marvin D’Lugo menciona (1997, 160 y 33, respectivamente) The Way We Were [Tal como éramos] (Sydney Pollack 1973) y The Graduate [El graduado] (Mike Nichols 1967) en apoyo de su convincente planteamiento de que, en su estructura estilística, Asignatura pendiente básicamente se dedica a… … imitar patrones de construcción visual-narrativa propios de las películas de Hollywood. La insistencia en extravagantes planos de establecimiento, así como la rigurosa emulación del esquema hollywoodesco de construcción de secuencias mediante el juego de planos y contraplanos, apuntan a una descarada imitación del «aire» del cine hollywoodiense de entonces.

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Ahora bien: lo que para un crítico supone «influencia» creativa, bien podría significar para otro «imitación» dependiente; de modo que en lugar de embarcarme en semejante toma y daca de nunca acabar24, prefiero limitarme a poner de relieve que las referencias intertextuales de Asignatura pendiente hicieron que el filme resultase accesible al público, al tiempo que lo sazonaron con el placer de lo reconocible. Criticada, en efecto, por no ser lo bastante original en su construcción formal ni lo bastante profunda en su compromiso político, Asignatura pendiente ejemplifica los riesgos del cine middlebrow. Se trató, no obstante, de un éxito de taquilla; siguió resonando, de hecho, con posterioridad a su lanzamiento como un icono de su década. El presente estudio ha planteado que dicho éxito y dicha resonancia podrían explicarse no a pesar, sino por causa, del carácter middlebrow de la película.

La guerra de papá (Mercero 1977) Aunque no alcanzó el estatus emblemático de Asignatura pendiente, La guerra de papá, de Antonio Mercero, fue en cualquier caso una película clave de la Transición, y lo cierto es que supuso un éxito de taquilla mayor incluso que dicha cinta de Garci: con un millón largo más de espectadores (3 524 450 frente a 2 306 007), fue la película española más taquillera de 1977, año todavía anterior a la hemorragia de público que el cine estaba por sufrir en beneficio de la televisión25. La guerra de papá ejemplifica —como Asignatura pendiente— los rasgos clave de lo middlebrow, es decir, un tema serio pero razonablemente poco retador y una forma de alta calidad pero accesible; apunta asimismo —una vez más como el mencionado filme de Garci— a películas middlebrow de la década de 1980. Las «comedias madrileñas» 24 El reciente trabajo de Belén Vidal (2008) sobre la cinefilia en el cine español, así como otro estudio (en preparación) de la misma autora sobre el mismo tema, dejan atrás este debate redundante para ofrecer un enfoque alternativo. 25 En 1973 acudieron al cine ochenta y seis millones de espectadores; en 1978, cincuenta y un millones y medio; en 1979, treinta y cinco con seis. Véase Riambau (2000, 180).

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seguirían, en efecto, su andadura de la mano de directores como Fernando Trueba —con cuya Ópera prima (1980) doy inicio al capítulo quinto—, mientras que la carrera de Garci bandearía desde el máximo reconocimiento internacional por Volver a empezar (1982) —fue la primera producción española en recibir el Óscar a la mejor película en lengua extranjera— hasta el desdén crítico hacia su obra por desfasada (véase Mira 2010, 142). La guerra de papá, producida por José Frade, es, en cambio, un melodrama familiar que adapta al cine una novela poco anterior de Miguel Delibes (El príncipe destronado [1973]); apunta, como tal, a las películas mirovianas analizadas en el capítulo quinto, filmes que a menudo también optan por adaptaciones literarias, de lo que sería ejemplo emblemático Los santos inocentes (Mario Camus 1984), película que llevaba a la pantalla otro texto de Delibes, una novela corta que, publicada en 1981, ofrecía, como El príncipe destronado, una crónica de la inocencia perdida y del impacto de la historia en la década de 1960. Empiezo, pues, el presente apartado con un análisis de La guerra de papá en cuanto adaptación literaria. A diferencia de las adaptaciones de Pérez Galdós que examinamos al comienzo del capítulo, Delibes no tiene caché de «clásico», pero así y todo confiere al filme, al ser uno de los principales novelistas de la España de mediados del siglo xx, el prestigio de la alta cultura (highbrow); mi postura es, no obstante, que las texturas middlebrow que leo en la película —su carácter serio al mismo tiempo que accesible— rigen igualmente para la novela. El príncipe destronado, aunque se publicó en 1973, se escribió en 1963, y este hecho es relevante de cara tanto a la biografía del novelista como al cine español. Delibes declara, en efecto, que la novela se inspira en su propio hijo Adolfo, dedicatario del libro y autor de sus ilustraciones, pero acaso influyan también en la obra las estrellas infantiles del cine español, ya que a finales de la década de 1950 e inicios de la de 1960 fue, como hemos visto, cuando se produjo el auge de figuras como Pablito Calvo, Joselito y Marisol. El relato narra, sea como sea, once horas de un día de la vida de Quico, el protagonista, que tiene tres años. Quinto hijo de seis, Quico acaba de ser «destronado» por una hermanita (de ahí el título de Delibes, quien se vale del diálogo y

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la descripción objetivista en tercera persona para representar dicho momento de la infancia). Se trata de un niño dinámico e imaginativo, pero no deja de tener tres años; es, pues, el suyo un mundo de acción y experiencia, no de reflexión e interpretación: de no ser por la manera en que Delibes juega con el contexto socio-político, la novela quedaría en un relato caprichoso, aunque divertido, del juego infantil, pero Delibes sitúa a su joven protagonista en una familia madrileña de clase media-alta todavía lancinada por las tensiones que, a pesar de los veinticinco años transcurridos desde la guerra, siguen operando. Si Garci va entretejiendo lo personal y lo político en un romance sentimental rodado entre alusiones a, por una parte, oportunidades perdidas y, por otra, turbulencias políticas del momento, Delibes entreteje el mundo de la inocencia infantil con el del resentimiento adulto (toca de pasada un tercero —véase Delibes 1974, 153-154— con la actitud del hijo mayor hacia la posición política de su padre). El papel del lector consiste, así, no solo en disfrutar con la descripción de las trastadas infantiles sino también en preguntarse: ¿qué efecto tiene en Quico crecer en semejante contexto de confrontación? La relevancia más amplia de esta pregunta —planteada por Delibes al escribir el texto en la década de 1960 y de nuevo al publicarlo en la de 1970— no resulta complicada de inferir: se trata de una más de esas familias sobredeterminadas que dominaban la cultura española de la época (téngase en cuenta, por no aducir sino otro par de ejemplos, El desencanto [Chávarri 1976] o Ana y los lobos [Saura 1973]). El padre representa una dictadura todopoderosa y arrogante; la madre, una España derrotada y resentida; el niño, la generación posterior atrapada en el conflicto entre ambos. Para Mercero, experimentado realizador televisivo galardonado en múltiples ocasiones, llevar a la pantalla este entrecruce tan middlebrow de lo personal y lo político y esta presentación formal de un candor que desarma no suponía mayor esfuerzo: los diálogos del novelista se adaptan fácilmente al guion que el director escribió mano a mano con Horacio Valcárcel, y la descripción detallada y objetivista de cuanto llama la atención de Quico es susceptible de reflejarse en planos subjetivos del objeto en cuestión desde la perspectiva del niño. Además, del mismo modo que Delibes refrena cualquier comentario explícito

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4.6 Quico intenta comprender un mundo adulto lacerado por la guerra. Vito y Quico. La guerra de papá (Mercero 1977)

de su narrador sobre los esfuerzos de Quico por entender el mundo de la confrontación adulta —deja semejante trabajo interpretativo para el lector—, también Mercero se resiste a excesos didácticos y reserva al espectador la tarea —hay que reconocer que bastante sencillita— de extraer el significado del contraste entre la ingenuidad infantil y el enrevesamiento adulto. Una diferencia crucial consiste, no obstante, en que al espectador de Mercero se lo predispone para buscar interpretaciones políticas, toda vez que el director cambia el título original de Delibes, El príncipe destronado, que se centra en la familia, por La guerra de papá, que se centra en la Guerra Civil. Hay dos ejemplos que ilustran —tanto en la página como en la pantalla— ese entrecruce middlebrow de política y vida familiar. En primer lugar, durante el tenso almuerzo en familia, la madre de Quico regaña a este por comer con la mano izquierda y no con la derecha, a lo que sigue un discurso del padre sobre las virtudes y cualidades de la gente zurda y la gente diestra, discurso claramente extrapolable a la izquierda y la derecha políticas (véase Delibes 1974, 66). Idéntica, pues, en la página y en la pantalla —Mercero y Valcárcel trasladan el

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diálogo de Delibes al guion—, la secuencia ilustra cómo Quico provoca y presencia una confrontación adulta que él, en cuanto niño, no comprende pero sí, en cuanto adulto, el espectador. Un segundo ejemplo de candor infantil vs. retorcimiento adulto se encuentra (véase Delibes ibid., 78-81) en la secuencia en que Quico y Juan, su hermano mayor, juegan a la guerra con la pistola de su padre, secuencia que es también ilustrativa de cómo Mercero desarrolla el original de Delibes. Tanto el lector como el espectador están ya hechos a que Quico y Juan atribuyan a objetos cotidianos de la casa un simbolismo revelador de los valores y obsesiones que los rodean: el tubo de dentífrico que Quico guarda en el bolsillo representa, por ejemplo, según el caso un «camión», un «barco» o un «cañón»; la lámpara con sombra de alas, un «Ángel de la Guarda» (Delibes ibid., 12, 13, 15 y 78, respectivamente). Pues bien: en el contexto de semejante simbolismo lúdico, resulta un shock en toda regla el que Juan encuentre, fisgando en los cajones del despacho de su padre, una pistola de verdad y haga como que dispara con ella a Quico. Nuestro protagonista asume que están jugando a indios y vaqueros, pero en realidad se trata —insiste el hermano mayor— de la Guerra Civil o, como él la llama, «la guerra de papá» (Delibes ibid., 79). El narrador no añade comentario ninguno a esta escena de la novela: compete al lector intuir el horror de unos niños de tres y siete años jugando a una batalla de la Guerra Civil con una pistola de verdad. El desapasionado narrador de Delibes acentúa, de hecho, la sensación de peligro con el estremecedor detalle de que el arma carece de seguro. Se trata, obviamente, de una escena clave para Mercero, puesto que da el título a su versión cinematográfica de la novela (La guerra de papá). En lo que al diálogo respecta, Mercero y Valcárcel cambian el orden de la conversación de los niños, que por lo demás permanece inalterada en su tránsito de la novela al guion; en cuanto a la puesta en escena, vemos el mismo decorado (el despacho) y las mismas acciones (el juego bélico) que refiere el narrador de Delibes. El realizador emplea, no obstante, una serie de recursos específicos de la película para dar énfasis a la siniestra dimensión política del juego de los niños, dimensión que el original de Delibes únicamente sugiere. Para empezar, en cuanto los niños entran al despacho el director se

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sirve de la iluminación y la música para sugerir aprensión y suspense. Entonces coloca, sobre la mesa en cuyo cajón los niños encuentran la pistola, una foto del padre vestido de soldado, una bandera de España (roja y gualda) y una bandera falangista (negra y roja), detalles ya digo que ausentes todos en el texto de Delibes. (Mercero utiliza planos medios para asegurarse de que tales elementos no pasen desapercibidos al espectador). La guerra de papá desarrolla, por tanto, su original literario en la idea de una asignación más concreta de la culpa: los nacionales (los vencedores) son responsables de la perpetuación de las rivalidades de la Guerra Civil, así como del pernicioso impacto de las mismas en los jóvenes. Como ya vimos con Asignatura pendiente, este entrelazamiento de lo personal y lo político —este añadido de elementos políticos a la «tercera vía» de comienzos de la década de 1970— supone un rasgo clave de la «tercera vía» última, también llamada «cine de la reforma»; se trata, en efecto, de un planteamiento middlebrow que, en manos de Mercero, combina el escapismo del cine de estrellas infantiles con una crítica política tentativa. Pero La guerra de papá es una película middlebrow en términos no solo políticos sino también estéticos: si en su comedia romántica Asignatura pendiente Garci invertía bastante en mostrar Madrid en espléndidos planos panorámicos barridos de establecimiento, Mercero prácticamente confinó la acción de La guerra de papá a sucesos que se producen en el piso de la familia, aparente limitación que, bien mirado, funciona de maravilla para este melodrama familiar. Dado, pues, lo raro de ostentosas distracciones por parte de la dirección de fotografía, la interpretación de los actores resultaba crucial. La solvente actriz cómica Verónica Forqué encarna, así, a Vito, cuya alegre vivacidad y cuyo trato cariñoso con los niños retomaría Pedro Almodóvar al asignarle el papel de Cristal en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984); Héctor Alterio desempeña, por su parte, su siniestro papel magistral de insensible padre franquista, del que ya había hecho gala en Cría cuervos (Carlos Saura 1975) y al que daría continuidad tanto en El crimen de Cuenca (Pilar Miró 1981) como en La historia oficial (Luis Puenzo 1985); Teresa Gimpera, modelo catalana que merced a su debut en Fata Morgana (Vicente Aranda 1965)

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se había convertido en el rostro del movimiento cinematográfico catalán de vanguardia conocido como «escuela de Barcelona» —encarnó asimismo a la madre del niño precoz más célebre del cine de arte y ensayo de la época, la Teresa de El espíritu de la colmena (Víctor Erice 1973)— interpreta, por último, a la sufrida madre cuya sensibilidad de izquierdas y cuyo pasado familiar siguen irritando a su marido veinticinco años después de terminada la contienda. (Aunque la novela está ambientada el 3 de diciembre de 1963 —véase Delibes 1974, 7—, el primer intertítulo de la película establece «un día cualquiera del mes de marzo de 1964», modificación que Mercero quizás introdujese con el irónico propósito de situar la discusión entre los padres en el año que Franco celebraba los «veinticinto años de paz»). Mercero saca unas excelentes actuaciones de estos tres intérpretes, a través de los cuales hace señas a la tradición tanto comercial como de autor del cine español. Forqué representa, en efecto, a la arquetípica criada alegre y despistada (se hace eco de los papeles de Gracita Morales en el VCE de la década de 1960); Alterio aporta, en una breve actuación que evoca su trabajo en películas de autor de Saura y apunta a colaboraciones parecidas con Miró y Puenzo, una inquietante presencia; la radiante hermosura de Gimpera, que recuerda a su trabajo en el cine catalán de arte y ensayo, contrasta con la lóbrega vida del personaje (realza, pues, el tedio de su existencia). De especial loa ha sido objeto la interpretación que Mercero provoca en Lolo García (el niño que encarna a Quico); Philip Mitchell opina, de hecho (2004, 180), que la «carta triunfal» del director es aquí «su retrato de una infancia desbaratada por una exposición precoz a la tristeza adulta». Porque hay secuencias, es verdad, ligeramente edulcoradas —Mercero deja que Manuel Rojas (el director de fotografía) se detenga más de la cuenta en los tupidos rizos rubios y los grandes ojos azules de García—, pero el realizador logra sacar una actuación convincente que apuntala la vertiente seria de la película; a saber: que los pecados de los padres repercuten en los niños o, más concretamente, que Quico se ve psicológicamente afectado por crecer en una casa llena de historias de la Guerra Civil. Al término del día en que transcurre la trama, el niño está asustado y no logra conciliar el sueño: no cesa de repetirse las historias de guerra, castigo y derra-

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mamiento de sangre que ha escuchado durante la jornada. Queda, pues, obviamente respondida la pregunta del comienzo de la cinta de por qué moja las sábanas: debido al miedo —entendemos— que tales historias le suscitan. La idea de que los actos de las generaciones previas torturan a las posteriores es esencial en el cine español de arte y ensayo de la época, y precisamente esa idea transmiten, al emplear a la actriz Ana Torrent en El espíritu de la colmena y Cría cuervos, respectivamente, Erice y Saura; los cuales fían —¿qué otra cosa esperar de los principales directores españoles de cine de arte y ensayo?— en silencios enigmáticos, en tramas de compleja estructura y en referencias intertextuales para orientar a sus públicos hacia semejante interpretación. Mercero exige —como al cine middlebrow cuadra— mucho menos trabajo por parte del espectador: alude, cierto, a la tradición de arte y ensayo, pero también recurre a la dilatada tradición celebratoria del candor infantil del cine popular español. El resultado es una cinta de carácter middlebrow que, además de ser un éxito de público, influyó en el cine de la siguiente década26.

26 El análisis de la influencia del cine en la pequeña pantalla queda fuera del ámbito del presente libro, pero los conspicuos rasgos formales que en La guerra de papá advertimos —la ambientación doméstica, el plano medio y el relato de cariz familiar— anticipan dramas televisivos como Cuéntame cómo pasó (serial emitido desde 2001 hasta la actualidad).

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Capítulo quinto Las películas mirovianas y el cine middlebrow en la década de 1980

Los relatos sobre la España de la década de 1980 enfatizan ora la continuidad, ora el cambio, según la tesis que persigan defender. La retórica del cambio que proclaman los campeones de la nueva democracia española parece irresistible: Franco había muerto, la dictadura estaba liquidada, el PSOE ganó por goleada las elecciones de 1982 con un eslogan que usaba precisamente la palabra «cambio», y una España nueva, democrática, fue objeto de la más alta forma de reconocimiento europeo al ser aceptada en la Comunidad Económica Europea en 1986. Un relato más escéptico pondría de relieve, sin embargo (véase Triana Toribio 2000a, 275), que Franco había muerto pero reinaba el sucesor que él mismo había designado (Juan Carlos I); que la dictadura estaba liquidada pero una serie de ministros clave de la misma seguían en la política, por ejemplo Manuel Fraga. (Este hombre, quien como digo fue ministro franquista, presidió Galicia durante quince años en la democracia y, por increíble que parezca, se mantuvo políticamente activo, como senador del PP, hasta nada menos que noviembre de 2011; falleció dos meses después). Añádase que el camino que llevó a España hasta Europa no empezó en 1982 sino que se remonta a la reforma económica habida, durante la dictadura, a finales de la década de 1950. Mirando en cambio hacia el futuro, el inspirador partido del «cambio» de Felipe González se vio enfangado, para la década de 1990, en un género de corrupción que resultaba demasiado familiar, sin que faltasen la

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financiación ilegal del PSOE (el escándalo de Filesa) y los llamados GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación). Un relato escéptico que insista en la continuidad podría esgrimir todavía otros argumentos: en 1981, un grupo de guardias civiles capitaneados por el teniente coronel Antonio Tejero asaltó el Congreso de los Diputados en un golpe de Estado fallido. Cabe señalar, no obstante, que esta apuesta por la restauración de un gobierno militar generó, por ironía, la reacción opuesta de fortalecer esta nueva España democrática del cambio, ya que obligó al país a saltar en su defensa (si bien últimamente se ha puesto en cuestión —véase Cercas 2009— con cuánta rapidez se produjo dicho «salto»). El discurso eufórico del cambio político español sufre asimismo menoscabo ante el hecho de que junto a la democracia nació el llamado «desencanto», con su queja horriblemente nihilista de que «con Franco vivíamos mejor». También cabría sostener, sin embargo, que dicho «desencanto» no solo respondía al sistema político, sino igualmente a las dificultades económicas. Los intentos de ordenar unas caóticas realidades socio-políticas en nítidas categorías como «continuidad» y «cambio» acaso estén destinados, en resumidas cuentas, a un fracaso perpetuo. Los relatos de «cambio» vs. «continuidad» también resultan tentadores —y frustrantes— en la historiografía del cine español. Quienes insisten en el cambio, la ruptura y la innovación tienden a hacer piña en torno a la figura de Pedro Almodóvar, cuya primera película (Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón) se estrenó en 1980 y quien, hasta Carne trémula (1997), repetía que el dictador era irrelevante en su obra (véase Smith 2000, 185). Los estudiosos de Almodóvar han echado abajo, en efecto, las interesadas y nacionalistas cooptaciones del director por parte del establishment señalando que las mismas no se produjeron sino bien tardíamente: la obra de Núria Triana-Toribio, por dar un caso (2000a y 2003, 132-142), indaga en la metamorfosis del realizador desde su rol de punki outsider —vigente todavía en la década de 1980— hasta su extraño e irónico estatus de algo así como un tesoro nacional. Icono del movimiento contracultural de la «movida» de comienzos de la década de 1980 con la recién mencionada Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón y con Laberinto de pasiones (1982), películas ambas de bajo presupuesto, Almodóvar no recibió un trato

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distinto por parte del establishment político y crítico de España sino avanzada ya la década: si la concesión de subvenciones estatales puede considerarse indicio de aceptación por parte del poder político, el de Calzada de Calatrava recibió su primera subvención por Matador en 1986, lo que no quita que volviese a tener dificultades para conseguir financiación pública con La ley del deseo (1987) (véase Smith 2000, 10). Triana-Toribio señala, sin embargo (2000a, 279), que el director siguió recibiendo un trato hostil por parte de la prensa española especializada hasta el éxito internacional de Mujeres al borde de un ataque de nervios, en 1988. Sea como sea, en el año 2000 su precario debut de 1980 se emitió, en prime time, en el reputado programa televisivo Versión Española. Esto tuvo lugar en noviembre, en el marco de la celebración del «vigésimo quinto aniversario de la muerte de Franco, y del triunfo de una democracia consolidada» (Triana Toribio 2003, 142), pero si bien supuso «una especie de canonización» (véase ibid.) en su país natal, Almodóvar no ha dejado de suscitar controversia, de lo que valga como ejemplo (véase Jordan 2011, 31-33) el lamentable altercado que protagonizó, en 2008, con el hostil periodista de El País Carlos Boyero. Identificar el «cambio» en el cine español de la década de 1980 es, por tanto, un asunto controvertido. Dejando a un lado a Almodóvar, la nueva política que, una vez en el poder, el PSOE puso en marcha para la financiación del cine planteó otro punto de debate no menos candente: Pilar Miró, cineasta opuesta al régimen durante el franquismo y veterana del célebre encontronazo con la censura que suscitó El crimen de Cuenca (véase la primera nota del capítulo cuarto), fue nombrada en 1982 Directora General de Cinematografía, cargo que en 1985 pasó a llamarse Dirección General del Instituto de Cinematografía y de las Artes Audiovisuales; renunció en 1986, pero su legislación siguió vigente, con modificaciones menores, hasta la salida del poder del PSOE, en 1996. Dicha legislación, la llamada «ley Miró», se aprobó en diciembre de 1983; tenía por principal objetivo, en lo que a la industria cinematográfica respecta, establecer un sistema de avance sur recettes por cuya virtud una película pudiese recibir una subvención del Estado. Los árbitros del Fondo de Protección a la Cinematografía —quienes repartían las subvenciones— podían por supuesto

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imponer sus criterios de selección, y se ha repetido bastante que dichos criterios llevaron a imponer cierta visión del cine español. Los relatos difieren: por un lado están quienes hablan del fomento de un cine de calidad con altos presupuestos, así como de la preferencia por las adaptaciones literarias y de la atención a la distribución y los festivales internacionales (se trata de la versión minoritaria, como ejemplo de la cual véase el panorama descriptivo que ofrece Ramiro Gómez B. de Castro 1989); de otro lado tenemos a los que condenan esta ley por nepotista, por su imposición de una visión uniforme y politizada de la cultura española, y por su efecto tanto reductor de la variedad de la producción como represor, en particular, de las corrientes populares y comerciales. Esta segunda es la versión mayoritaria. La ilustran, por ejemplo, las siguientes referencias: la de Tatjana Pavlović (2004, 135 y 148) a los «absurdos criterios de selección, […] cuyo producto solían ser adaptaciones literarias caras, cansinas y a menudo de época, de buen acabado técnico pero sin alma»; la de Peter Besas —resumida en Jordan 2000b, 182— al «derroche [por parte de Miró] de una cantidad nada desdeñable de dinero público en sus avejentados “centuriones” izquierdistas del cine de autor, todos los cuales andaban ansiosos por crear una “cultura” cinematográfica intelectualmente respetable, antifranquista y competitiva en el ámbito internacional»; la de John Hopewell (1986, 227) a la consecuencia que esta «ley Miró» tuvo de crear un cine cuyos grandes presupuestos dieron lugar a unos lustrosos niveles de producción americanos «visualmente gratos da igual a qué precio», o bien la de Paul Julian Smith (1996, 25) a un «Gobierno socialista que patrocinó un cine que aspiraba a ser un reflejo de su propia política de consenso: un cine especializado en adaptaciones de clásicos literarios con irreprochables credenciales antiautoritarias». Si seguimos ahondando, de esta condena casi total del cine miroviano emergen una serie de fascinantes cuestiones relativas a la continuidad. El supuesto objetivo era el cambio —liberar a los directores de las restricciones de la censura, así como de la falta de financiación—, pero los principales comentaristas coinciden —cosa irónica y turbadora— en que el efecto fue la continuidad. Por dos razones: que no era difícil interpretar las decisiones del Fondo de Protección a la Cinematografía como una nueva forma de censura —se potencia-

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ban, en efecto, ciertas películas y se ponían trabas a otras—, y que la política del Estado democrático de subvencionar cintas izquierdistas, bien hechas, de directores de cine de autor y con el potencial de ganar premios en festivales extranjeros reproduce, de modo inquietante, la política cinematográfica franquista de la década de 1960, donde los filmes pertenecientes a la categoría del llamado NCE recibían subvenciones, aunque mediante mecanismos diferentes y con nombres diversos, exactamente por los mismos motivos (véase, para más detalles, Faulkner 2006, 13-20). Cabe asimismo poder de relieve la continuidad por el hecho de que muchos de los realizadores a quienes se concedieron aquellas subvenciones de la «ley Miró» habían sido, ellos mismos, los directores disidentes de dicho NCE, por ejemplo Vicente Aranda, Mario Camus o Manuel Gutiérrez Aragón. Triana-Toribio detecta, además (2003, 118), una alarmante continuidad entre el cine miroviano y cierta fase de la dictadura en lo que al deseo nacionalista de construir una nueva historia del país mediante el cine respecta. «La retórica —si no el contenido explícito— de aquel manifiesto del PSOE que abogaba por “buenas” películas democráticas recuerda al lenguaje de los nacionales que, en la década de 1940, planteaban que celebrar el legado de la hispanidad llevaba a películas “buenas”» (véase Triana-Toribio ibid., 117). Una manera de compensar esta condena total del cine miroviano consiste en subrayar el cambio a mejor y señalar que esta política apoyó la obra de nuevos directores como Almodóvar. Los datos estadísticos que sobre las películas subvencionadas, los subsidios recibidos y las cantidades recuperadas aporta Gómez B. de Castro (1989, 252-253 y 266-267) revelan, en efecto, que se dio apoyo a algunos directores que no eran obvios amigotes de Pilar Miró; informan, además, sobre los resultados comerciales de las cintas. Dada la inestimable contribución de Almodóvar al prestigio cultural de la España democrática —contribución imposible de cuantificar en términos dinerarios—, parece mezquino aducir las mencionadas estadísticas de Gómez B. de Castro (todavía más si tenemos en cuenta que no incluyen sino las ventas nacionales hasta 1987); así y todo, la confrontación entre los subsidios recibidos y las recaudaciones en taquilla revela que Matador costó al Estado casi treinta millones de pesetas (Gómez B. de Castro

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ibid., 252), y La ley del deseo más de noventa (ibid., 266)1. El amor brujo (Carlos Saura 1985) y La casa de Bernarda Alba (Mario Camus 1986) generaron, en cambio, cuarenta y siete y treinta y cinco millones, respectivamente (Gómez B. de Castro ibid., 252 y 267). El viaje a ninguna parte y La mitad del cielo, filmes que después discutiremos, perdieron ocho y cincuenta y siete millones (ibid., 252-253). Otra posible manera de responder a la condena total del cine miroviano consiste en contraatacar, y de hecho yo misma he desmantelado al pormenor, en otra sede (Faulkner 2004, 60-66), el rechazo hacia la estética, la ideología y el recorrido comercial de películas mirovianas como Los santos inocentes subrayando, frente a ello, la innovación formal de tales filmes en el ámbito del cine rural, así como su cuestionamiento ideológico de nuevos temas más allá de la manida oposición política de dictadura vs. democracia (valga de ejemplo la nostalgia) y su éxito de taquilla. Aquí no pretendo, sin embargo, sustituir la condena con la celebración, toda vez que la denuncia del vicio nepotista es acertada, muchas películas dilapidaron el dinero de los contribuyentes, el resultado de reprimir los géneros menos favorecidos fue catastrófico, y muchas producciones merecen sobremanera el título de «El asesinato subvencionado» (José Luis Guarner en su reseña de la espantosa Réquiem por un campesino español [Betriu 1984], citado en Hopewell 1986, 240). Voy a acercarme, de todas formas, con ánimo benévolo a una serie de películas mirovianas en esta defensa que propongo de un cine español de cariz middlebrow vigente desde la década de 1970. El de middlebrow es, en efecto, un adjetivo que los críticos

1 Triana-Toribio señala (2003, 138) que el éxito internacional de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? significó que «el Gobierno no tuviese otra opción que apoyar económicamente sus dos siguientes proyectos, Matador (1985) [...] y La ley del deseo (1986)». Hopewell sostiene que los grandes presupuestos sabotearon el deseo de realismo social en películas como Los santos inocentes, pero Almodóvar supo gastar la financiación en vestuario y decorados (véase Triana-Toribio ibid., 138) dando realce a su preferencia por el género melodramático, no socavando intención realista ninguna. Así y todo, Carlos Losilla (1989, 41) no puede evitar burlarse de Matador por su presupuesto. («De ahí que incluso alguien como Almodóvar se apunte al carro de lo lujoso».)

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anglófonos casi siempre aplican al cine miroviano, y casi siempre negativamente. Para Hopewell, sirva de ejemplo, expresa el modo en que dicha cinematografía rompe con unas tradiciones españolas de crudo realismo social para adoptar un aire formal pulcro que este crítico califica de «americano» (1986, 227). Pero yo uso el término en la idea de reconsiderar la manera en que estas cintas se sitúan entre la corriente popular y la de arte y ensayo. El presente capítulo pone de relieve, en particular, esos rasgos formales del cine middlebrow que ya hemos explorado en seis películas muy distintas de la década de 1970; las cuestiones relativas tanto al surgimiento de una nueva clase media (véase el capítulo sobre la década de 1960) como al consecuente nacimiento de ese nuevo público que el productor José Luis Dibildos fue el primero en identificar (véase el capítulo cuarto) han de revestir, en cambio, una importancia menor de cara a la década de 1980, cuyas producciones parten de la base de que dicha clase media existe. Tomemos, por ejemplo, las dos cintas inaugurales de 1980; a saber: la ya varias veces aludida Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, y la primera película de Fernando Trueba, Ópera prima, que analizaremos en detalle en el primer apartado del presente capítulo. Ambas cintas versan, en efecto, sobre la vida de sendas jóvenes que parecen ser propietarias de su propio piso en Madrid, apenas si tienen —al menos al principio— preocupaciones económicas y son libres de entregarse al ocio. (El trabajo de Pepi como publicista tiene más que ver con la diversión que con la necesidad de dinero y, si Violeta aprende violín con el propósito de convertirse en miembro de una orquesta profesional, semejante circunstancia jamás se explicita). También el público de clase media se da por descontado en esta década de 1980, en la cual, de hecho, la principal preocupación en lo que al público respecta tenía que ver, más que con su llegada, con su deserción, teniendo en cuenta que el cine español de esta época sufrió, a semejanza de otras cinematografías nacionales análogas, una hemorragia de espectadores en beneficio de la televisión, medio que cubría el apetito de películas tanto mediante la emisión de filmes originariamente concebidos para la gran pantalla como mediante el incremento del número de seriales de calidad, seriales que además adoptaban —y adaptaban— rasgos supuestamente

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«fílmicos» como intérpretes estrella y producciones de nivel2. Siguió existiendo, en cualquier caso —y este aspecto es clave de cara a lo restante del presente libro—, un público cinematográfico de clase media lo bastante amplio como para que el cine español middlebrow siguiese desarrollándose hasta la actualidad. Insistir en las características formales de lo middlebrow también me permite abordar otros ejemplos de la década de 1980 fuera de los «sospechosos habituales» mirovianos. El cine miroviano ocupa, en efecto, un lugar central en el presente capítulo, así como en el conjunto del libro, y un simple vistazo a las historias del cine español escritas en inglés de que disponemos muestra que el adjetivo middlebrow se emplea casi exclusivamente en relación a dicho cine, amén de casi exclusivamente en vena desdeñosa; comienzo, sin embargo, este capítulo quinto haciendo énfasis en la continuidad del cine de la década de 1980 con respecto al de la «tercera vía» de la década de 1970 (insisto, especialmente, en la continuidad con la reformulación de dicha corriente que José Luis Garci llevó a cabo en su «comedia madrileña» de 1977 Asignatura pendiente). Examino, así, primeramente Ópera prima (Fernando Trueba 1980) como segunda manifestación cómica del cine español middlebrow. Otra importante línea abierta por la «tercera vía» de la década de 1970 es la adaptación literaria, tres ejemplos de la cual examino en el presente capítulo. Empiezo con uno que forma parte de una trilogía de filmes musicales que Saura hizo para el productor Emiliano Piedra, esto es, con la adaptación balletística que en 1981 dirigió de Bodas de sangre, de Federico García Lorca. Saura es, por supuesto, el gran director disidente de cine de autor de la época franquista, pero lo que aquí me interesa es que Piedra fuese uno de los principales impulsores de la «tercera vía» a través de adaptaciones literarias de comienzos de la década de 1970 (su empresa produjo, en efecto, las adaptaciones clásicas

2 Buena muestra de esto es la Fortunata y Jacinta de Camus en diez partes, serie emitida por primera vez en 1980. A lo largo del periodo comprendido entre 1973 y 1989, el número de salas de cine cayó de 5 632 a 2 234 y, el público, de 86 millones a menos de 13 milliones. Véase Carlos Losilla (1989, 33).

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Fortunata y Jacinta [Fons 1970] y La Regenta [Suárez 1974]). Tras ello paso a ocuparme de la controvertida adaptación que, en 1982, Mario Camus realizó de La colmena, de Camilo José Cela, una película cuyo vínculo con la «tercera vía» difícilmente pudiera ser más clara, habida cuenta de que la produjo y escribió el mismísimo instigador de dicho movimiento, José Luis Dibildos. La plaza del Diamante, adaptación que ese mismo año de 1982 Francesc Betriu dirigió de la novela de Mercè Rodoreda, fue, como La colmena, producto del acuerdo de la UCD para financiar telefilmes, si bien ambas cintas suelen asociarse con el cine miroviano en la medida en que apuntan a los principales rasgos del mismo. Cierro el capítulo con dos ejemplos de cine miroviano middlebrow bien conseguidos en términos creativos. Modesta en presupuesto, subvención y éxito comercial, Mambrú se fue a la guerra (Fernando Fernán Gómez 1986) brindó también un modesto beneficio al Gobierno (véase Gómez B. de Castro 1989, 252): retomando la tradición del sainete en un contexto de la década de 1980, pasó bastante inadvertida (sufrió sin duda la sombra del espectacular Viaje a ninguna parte, película estrenada también por Fernán Gómez el mismo año). La mitad del cielo (Manuel Gutiérrez Aragón 1986) contó, en cambio, con un enorme presupuesto (véase Hopewell 1986, 242), amén de con la mayor subvención concedida a ninguna película entre 1985 y 1986 (ibid., 241), pero hizo perder dinero al Gobierno aun y a pesar de lo nutrido de su público (véase Gómez B. de Castro 1989, 253). Desde los lenguajes tan distintos de la comedia y el melodrama, tanto Mambrú se fue a la guerra como La mitad del cielo encuentran un modo inteligente —al tiempo que accesible— de recurrir al pasado poniéndolo en relación con el presente.

Ópera prima (Fernando Trueba 1980) Ópera prima, «comedia madrileña» de Fernando Trueba, en muchos sentidos reemprende la marcha donde se detuvo la Asignatura pendiente de Garci (1977) que analizamos en el capítulo anterior. Garci pasó, en efecto, el testigo a Fernando Colomo, quien dirigió Tigres de papel (1977) y ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?

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(1978) en la misma línea genérica; tras ello produjo —todo indica que con un presupuesto ajustadísimo— la cinta de Trueba. Comedia de costumbres pautada por el guion, la primera obra de Trueba ejemplifica el cine español middlebrow de tinte cómico, cosa que queda claro ya en el título. Porque el primer juego de palabras de la película es que Ópera prima significa «primera obra»; el segundo, que la trama es la aventura amorosa del protagonista con una prima suya que vive en el madrileño barrio de Ópera. Y otro tanto el resto del filme: el verboso guion es, como digo, el centro absoluto; escrito por Trueba mano a mano con Óscar Ladoire, quien interpreta al protagonista Matías, hizo llorar de risa a Colomo la primera vez que lo leyó (en 1979)3. Transcritos en las páginas de este libro, los chistes quedan doblemente enajenados de su contexto original, esto es, tanto del contexto formal de la película, como del geo-temporal del Madrid de 1980. Así y todo, el primer golpe del filme —citado en inglés por Stone 2002, 123— deja traslucir algo del sabor de la cinta: cuando una joven se desliza detrás de Matías tapándole los ojos con las manos y preguntándole coqueta «¿Quién soy?», él responde preguntando «¿Almudena? Espera, no me lo digas. ¿Milagros? ¿Mari Puri? ¿Mari Pili? ¿María Luisa?» hasta por fin zafarse de las manos y volverse para encarar a su bella prima. Otro tanto la secuencia inspirada por la entrevista a Parvulesco de À bout de souffle [Al final de la escapada] (Godard 1959), entrevista realizada en un aeropuerto y en la que las palabras del autor quedan parcialmente ahogadas por el ruido diegético de los aviones. En Ópera prima Matías realiza, en efecto, también una entrevista a un autor —entrevista igualmente interrumpida por el sonido diegético de los aviones— en el aeropuerto de Madrid-Barajas: pomposo y sexista como el Parvulesco de Godard, el autor estadounidense de Trueba es un sujeto malhablado que bebe whisky y, por si acaso, se tira eructos; impertérrito, como si tal cosa, respetando a la perfección los tiempos cómicos y haciendo un guiño a espectadores cómplices que hablen inglés, el Matías de Ladoire inquiere: «Señor

3 Entrevista con el director en los extras del DVD de «El País de Cine».

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Belch, se dice que su último viaje a Madrid es para promocionar su última novela… Mierda seca», con lo que neutraliza en modo divertido —si bien no especialmente original— la formalidad del tratamiento de usted con el vacilante añadido del escatológico título4. Todo lo cual constituye una fisión bastante middlebrow de por una parte el carácter inmediatamente accesible de la comedia —en sus manifestaciones más bien gruesas, siempre familiares y exitosas en España— y por otra los ingeniosos intertextos, golpes humorísticos, contrastes y ritmos propios de la comedia de costumbres. Por otra parte, a pesar de las restricciones presupuestarias, Ópera prima presenta algunos rasgos de esa producción de alto nivel que caracteriza formalmente a las películas middlebrow: la cinta fía, además de en la calidad del guion, en la capacidad de los intérpretes. Muchos de los adorados y premiadísimos actores de la España democrática se foguearon, en efecto, en «comedias madrileñas» como esta, en la que Paulina Molina (Violeta, la prima a la que el título alude), Antonio Resines (León, un tipo en busca de emociones fuertes que es el mejor amigo de Matías), Kiti Mánver (Ana, la exmujer de Matías) y Marisa Paredes (quien hace un breve cameo como directora de cine porno) inyectan inteligencia e ingenio a papeles secundarios susceptibles de quedar en estereotipos; la interpretación más brillante es, sin embargo, la protagonista de Ladoire, sobre cuyos hombros reposa la película. La actuación de Ladoire es la respuesta española a Woody Allen: de hablar acelerado y buena labia, el actor, que también se inspira —véase el apartado dedicado a Asignatura pendiente en el capítulo cuarto— en la encarnación del personaje de este cineasta estadounidense por parte de José Sacristán, realiza ciertamente una aguda interpretación de su papel del esmirriado intelectual Matías. La contradicción entre por una parte su apocada presencia física en pantalla y el apabullante son de su parloteo por otra, encierra una crisis de la masculinidad que hoy quizás nos suene a tópico pero, en 1980, era cosa al mismo tiempo subversiva y nueva.

4 Belch significa, en lengua inglesa, «eructo» o «regüeldo». De ahí ese «guiño a espectadores cómplices que hablen inglés» de que la autora habla. [N. del T.]

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5.1 Palabras, palabras, palabras. Matías. Ópera prima (Trueba 1980)

Sostengo, por tanto, que Ópera prima es un filme middlebrow en virtud de la fusión que realiza de un género accesible y una producción de alto nivel en lo que a guion e interpretaciones respecta. En el anterior capítulo sugería que otro rasgo clave del cine middlebrow es el despliegue de referencias a la alta cultura, característica especialmente patente en adaptaciones literarias de textos canónicos (véanse los respectivos análisis de Tristana y Tormento en el capítulo cuarto), en películas que emulan prestigiosos géneros de cine de autor como por ejemplo el neorrealismo (véase el análisis del cine social en el capítulo sexto), o en películas que abordan en vena didáctica una época histórica que se considera importante (véase el análisis del llamado cine heritage en el capítulo séptimo). Pues bien, ya ha quedado de manifiesto que las referencias culturales de Ópera prima son múltiples: he hablado de Jean-Luc Godard —cuyo À bout de souffle [Al final de la escapada] es una de las cimas del cine europeo de arte y ensayo—, del cine pornográfico —sinónimo internacionalmente reconocido de cultura low-brow devaluada—5, y del actor-director Woody Allen, cuyo nombre se asocia a la comedia de costumbres estadounidense.

5 Esta corriente fue especialmente visible en los años comprendidos entre la supresión de la censura y la promulgación de la «ley Miró», esto es, entre 1975 y 1982,

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Resulta, pues, obvio que las «comedias madrileñas» se caracterizan por un espectro especialmente amplio de intertextos cinematográficos diversos, rasgo en el que el estudio de Belén Vidal sobre el cine español (2008) indaga desde la interesante perspectiva de la cinefilia. Cabría plantear que este irreverente saqueo de intertextos elevados y populares es típico de la posmodernidad. Un texto posmoderno despliega, sin embargo, tales referencias en chirriantes yuxtaposiciones y con el efecto de desorientar al espectador, ejemplo de lo cual podría ser, en el cine español, la distorsión que de la respuesta del público a un relato de venganza por violación Almodóvar realiza, mediante el recurso distanciador de referencias heteróclitas tanto a intertextos de libros de historietas como a la versión castiza de la ópera (la zarzuela), en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. Ópera prima es, en cambio, una cinta más middlebrow que posmoderna, toda vez que fusiona sus variados intertextos a través de la persona de Matías y la interpretación de Ladoire. Todas las referencias, desde Godard hasta el porno, se emplean en efecto para indagar, a menudo generando un efecto cómico, en el desencanto político y la crisis de la mediana edad de este personaje. Las interminables cavilaciones de Matías sobre la política y las relaciones personales mientras vive lo que constituye una fantasía heterosexual masculina en brazos de una joven pariente sexualmente dadivosa y libre de ataduras familiares y apuros económicos podría, claro, desdeñarse como astracanada sin sentido; pero, «aunque a menudo se las ataca por su carácter frívolo» —escribe John Hopewell (1986, 224-225) en una temprana defensa de las «comedias madrileñas»— «es justamente dicho carácter el que [les] confiere buena parte de su vertiente social». Robin Fiddian alinea, más concretamente, la «vertiente social» de tales películas con una indagación en los roles de género: este estudioso sostiene, a propósito de una cinta posterior —La vida alegre (Colomo 1986)—, que el subgénero que nos ocupa era un crisol que permitía a los cineastas «sacar a relucir la obsolescen-

época en que se permitió la proliferación de películas pornográficas calificadas con «S». Véase al respecto Kowalsky (2004).

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cia de la masculinidad institucionalizada —y alborotar esquemas de roles de género— en un momento de la evolución histórica de la sociedad española caracterizado por una fascinante fluidez» (1999, 252). Refiriéndose en particular a los personajes femeninos, Stone señala (2004, 167) que, si ciertas manifestaciones de la «tercera vía» —no aclara cuáles— viraban bastante hacia ese mismo cine del «destape» al que la corriente supuestamente se oponía, «la evolución paralela de ese comentario y esa sátira sociales propios de lo mejor de la “tercera vía” terminó desembocando en las “comedias madrileñas”, donde mujeres liberadas […] alardeaban de la subjetividad de su deseo libertino ante hombres heterosexuales aturdidos». Todas estas descripciones de un aparente «carácter frívolo» que, teniendo sin embargo «vertiente social», en realidad lo que está haciendo es «sacar a relucir la obsolescencia» y suscitar «alboroto» mediante «un comentario y una sátira sociales» en términos de roles de género, son indicios del carácter middlebrow que a estas películas confiere el injerto de un comentario social serio —pero no abiertamente retador— en una forma accesible pero cuidada. Vemos, una vez más, que se indaga en la crítica a propósito de los personajes femeninos, a quienes parece que constantemente corresponde ser el barco que ha de abrirse paso por el cambio social. Con Violeta volvemos a encontranos, en efecto, a la mujer ociosa, de clase media, económicamente desahogada y sexualmente activa en la que indagaban —véase el capítulo tercero— Camino en Los felices sesenta (1962) y Lazaga en La ciudad no es para mí (1965) o, más recientemente —véase el capítulo cuarto—, Garci en Asignatura pendiente (1977); solo que a ella no le va tan bien, si la comparamos con la Elena de la película de Garci. Porque este personaje de Fiorella Faltoyano, aunque al principio acaso aluda al cliché del ama de casa burguesa adúltera, al cabo asume la tarea de representar esa condición adulta —no trivial— que falta por completo en los pueriles quehaceres de su amante José; la Violeta de Molina tiene, frente a esto, connotaciones positivas de cambio generacional únicamente al principio: si ella misma se centra en sus propias ambiciones intelectuales de violinista, su actitud liberada para con el sexo no solo desconcierta al inestable Matías sino que además le causa una impotencia transitoria. Con la perspectiva que da el tiempo,

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no es complicado ver en el comportamiento de Violeta —quien no prepara maternales guisos pero se desnuda tentadora— un precedente del cliché de la fantasía heterosexual masculina que Fernando Trueba acabaría de desarrollar plenamente en Belle Époque (1992). Diríase, de todas formas, que tan rigurosas reprensiones cargan contra el espíritu juvenil y experimental de esta película fresca e ingeniosa, la cual supone un importante recordatorio de que el cine middlebrow también incluye, sobre filmes históricos o basados en obras literarias, cintas cómicas.

Bodas de sangre (Saura 1981) Una de las consecuencias del modo en que el presente libro saca a relucir las corrientes middlebrow consiste en una yuxtaposición de películas en ocasiones disonante; sirva de ejemplo este apartado, donde tras la chistosa «comedia madrileña» con que debutó Fernando Trueba (Ópera prima), nos encontramos frente al austero ballet flamenco que es Bodas de sangre. Este musical de Carlos Saura comienza, en efecto, con un prólogo documental en el que los bailaores van llegando al estudio; presenta tras ello el ensayo general —de una hora de duración— de la adaptación dancística que Antonio Gades realizó de la tragedia rural de Federico García Lorca Bodas de sangre (1933). La comedia de costumbres de Trueba gira, igual que sus equivalentes francés o estadounidense, en torno a un verboso guion repleto de heterogéneas referencias culturales (especialmente de cariz cinéfilo); además de lo cual, la variante española de dicho género está especialmente vinculada, en esta época, a lugares concretos (muestra de ello es el que un barrio madrileño, el de Ópera, figure en el título de la mencionada cinta de Trueba). Las Bodas de sangre de Saura, en cambio, aunque desde el punto de vista del género quizás pertenezcan al musical, van despojadas del humor que normalmente se asocia a tal estilo de película (hasta el extremo de que uno de sus focos temáticos son la disciplina y la severidad). Puede, por otra parte, que Lorca y el flamenco estén ligados a Andalucía, pero en manos de Saura esta especificidad también desaparece, habida cuenta de que la película se

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rueda en el decorado sin raíces de un estudio (lo que elimina cualquier indicador geográfico) y la adaptación que Gades hace de la pieza lorquiana no incluye palabras (lo que elimina indicadores acústicos como el acento andaluz). En cuanto a la red de referencias culturales de Trueba —con su jovial desdén de jerarquías como «elevado» vs. «popular»—, en Bodas de sangre viene sustituida por la reverente adaptación del más prestigioso dramaturgo de España. Ópera prima fue, por último, producto de la convergencia de unos recién llegados al cine que en aquel entonces contaban veintipocos años (Trueba, Colomo, Ladoire…); análogamente pero en el extremo opuesto de la escala cinematográfica, la cinta que ahora nos ocupa llevaba la impronta de una tríada sacra de reverenciados intelectuales españoles izquierdistas6: Saura (director de cine de autor por excelencia del franquismo tardío, con obras políticas tan brillantes como Los golfos [1959], La caza [1966] y Cría cuervos [1976] en su haber), Gades (bailarín profesional y conocido comunista que actuó en películas como Los días del pasado [Mario Camus 1977], notable recuperación de los maquis españoles) y Lorca, cuya compleja obra poética quedará por siempre retroiluminada por su martirio político, asesinado al comienzo de la Guerra Civil (1936) por los nacionales7. Así y todo, este estudio defiende que es posible analizar estos dos opuestos cinematográficos con arreglo a las características de lo middlebrow, ya que ambos se dirigen a públicos de clase media cuya presencia en las salas de cine estaba ya consolidada para la década de 1970 (públicos que, a pesar de la tremenda competición de la televisión, podían ser atraídos de nuevo a dichas salas para ver películas middlebrow de calidad). Ópera prima es, en efecto, una cinta middlebrow en la medida en que eleva las toscas comedias del «destape» a la categoría cerebral —pero todavía accesible— de la comedia de costumbres en

6 Esta «tríada» de autores se pone de relieve al inicio de los créditos (naturalmente en rojo sangre): «LORCA, GADES, SAURA en BODAS DE SANGRE». 7 Jo Labanyi tiene sin duda razón al apuntar (2010, 8) que los estudios literarios «enmiendan la tendencia a retroproyectar su trágica muerte [...] sobre su escritura», pero la visión política de su muerte es relevante de cara a esta adaptación.

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la idea de indagar en el impacto (serio) de un cambio generacional vertiginoso mediante un examen romántico (ligero) de las relaciones entre los sexos. Bodas de sangre, por su parte, es una cinta middlebrow porque eleva la forma del musical por encima de su asociación con el cine folclórico popular —véase el capítulo primero— conectándola, en cambio, con el documental —género de connotaciones políticas de alta cultura (high-brow)— y con el ballet, que también se asocia a la cultura elevada. Esta película de Saura indaga, de hecho, en la conformidad y rebelión sociales mediante un accesible formato de baile que, si bien soporta una lectura política, evita otros temas problemáticos que igual podían haberse desarrollado a partir del original de García Lorca (valgan de ejemplo la homosexualidad y la miseria rural). Mi interpretación de este filme como producto middlebrow parece congruente con la recepción hostil de que a lo primero fue objeto la trilogía del director sobre baile (Bodas de sangre fue la entrega inicial)8. En una influyente interpretación, Esteve Riambau denuncia a Saura, en efecto, como «el caso más paradigmático» (1995, 447) de la tendencia de los cineastas, en la década de 1980, a renunciar a «una cierta trayectoria personal en beneficio de las necesidades de polivalencia de un mercado mucho más reducido y excluyente» (ibid., 446). Por su parte, Barry Jordan y Rikki Morgan-Tamosunas parecen coincidir (1998, 28) en que el otrora director de cine de autor «daba la impresión de haberse decantado por la corriente dominante middlebrow». Ahora bien: «polivalente» y middlebrow son aquí términos críticos, y desde esa lente pretendo analizar la película. Hasta ahora, los críticos han defendido Bodas de sangre (y las otras dos piezas de la trilogía sobre baile) en términos de cine de autor. Hopewell, por dar un caso, propone (1986, 151-154) una sensible lectura de la primera cinta en cuanto obra «poética» de un autor político en modo alguno mermado por los retos de ajustar su arte a los nuevos contextos democráticos. También Robin Fiddian y Peter Evans insisten, en su estudio sobre Carmen (1988), en que

8 Siguieron Carmen (1983) y El amor brujo (1986), producciones ambas también de Piedra. Luego vinieron Sevillanas (1992), Flamenco (1995) y Tango (2008).

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con la transición de la dictadura a la democracia Saura mantuvo su condición de director de cine de autor (para una defensa parecida, véase también D’Lugo 1991, 192-201, Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, 28-29, Stone 2002, 75-76, y Bentley 2008, 250). La poco convencional crítica que Núria Triana-Toribio realiza de la colaboración entre Saura y Gades, si bien llega a conclusiones muy distintas, procede en cualquier caso también en términos de cine de autor. Para esta estudiosa (2003, 125-126), filmes como Bodas de sangre ilustran una problemática hostilidad hacia la cultura popular, así como una ingenua convicción de que es posible rescatar un flamento «puro». Ciertos cineastas disidentes se propusieron «purgar» el cine musical folclórico de aquella música que, a su juicio, el régimen franquista había secuestrado con las «españoladas». […] Las actitudes marxistas [de Saura y Gades] hacia la música popular fueron, en parte, responsables de los intentos de laxar el flamenco de algunos de sus estereotipos, así como de lo que se percibía como «impurezas» o «elementos extranjeros»9.

El presente libro ofrece una lectura conciliatoria de Bodas de sangre que, sin abandonar el análisis benévolo de la mayoría de críticos que abordan esta cinta de Saura en términos de cine de autor, también acepta el escepticismo en que Triana-Toribio insiste para con ciertas actitudes hacia la cultura popular. Llevo, sin embargo, la interpretación en una nueva dirección centrándome en lo middlebrow, cosa que hago partiendo de un breve comentario de Tom Whittaker en su espléndido estudio sobre el productor disidente Elías Querejeta (2011, 9 En anteriores exposiciones de esta tesis, Triana-Toribio (1999, 233-239) establece un contraste entre por una parte el rechazo de Saura y Gades hacia las «españoladas» y, por otra, el lúdico reconocimiento del rol de las mismas en la vida cotidiana que, mediante el bufonesco tratamiento de «La bien pagá», Almodóvar hace en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984). Por su parte, en Canciones para después de una guerra (1971 pero estrenada en 1977) Basilio Martín Patino combina una crítica del uso propagandístico que el régimen de Franco hacía de la música popular, con un reconocimiento del papel de dicha música, como herramienta de supervivencia, en la vida emocional de la posguerra.

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10): «La hermética y modernista Dulces horas (1981), que fue la decimotercera y última colaboración entre Saura y Querejeta, presenta un tono significativamente diverso de las películas de baile que [Saura] dirigiría posteriormente». En efecto: del mismo modo que Whittaker pone de relieve la contribución creativa de Querejeta a la obra de Saura, yo planteo la tesis —relacionada con la de este estudioso pero de carácter más tentativo— de que el papel de Piedra, quien produjo la trilogía sobre el flamenco de la década de 1980, también resultó influyente. Porque el nombre de Piedra rara vez se menciona: le hacen sombra las notorias presencias de Lorca, Gades y Saura, y hay pocos indicios de una aportación creativa (nada comparable, desde luego, al influjo de Querejeta). La labor de este productor de cara a una vinculación del trabajo de Saura con la tradición española middlebrow merece, sin embargo, reconocimiento. Adviértase que Piedra fue un impulsor fundamental de la «tercera vía» middlebrow de la década de 1970, y que sus producciones Fortunata y Jacinta (Fons 1970) y La Regenta (Suárez 1974) también revelan su interpretación de este camino cinematográfico intermedio como sinónimo de adaptar clásicos literarios (en los dos casos mencionados, gigantes de la literatura española decimonónica como Benito Pérez Galdós y Leopoldo Alas «Clarín»). Pues bien: D’Lugo (1991, 203) presenta el papel de Piedra en Bodas de sangre como el de un «amigo [de Saura] y en ocasiones distribuidor de sus películas», pero esto resta importancia a su labor como productor. El presente estudio defiende en cambio que, igual que Fortunata y Jacinta y La Regenta, también Bodas de sangre delata la visión de Piedra de un cine middlebrow con la función didáctica de presentar a los públicos los clásicos de la literatura española mediante una forma accesible y una producción de nivel. Reviste asimismo importancia la contribución de Alfredo Mañas, incluido en los créditos de Bodas de sangre como responsable de la «adaptación de ballet»: este escritor ya había trabajado para Piedra en el guion de Fortunata y Jacinta y, con su implicación en otras dos adaptaciones posteriores de obras de Pérez Galdós —la película Marianela (Fons 1972) y la versión televisiva de Misericordia para Estudio 1 (Alonso y Mediavilla, 1977)—, representa otro puente de unión con la anterior «tercera vía».

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La conversión del texto de Lorca en un filme musical es de carácter middlebrow porque, en un continuum creativo con la «tercera vía» de la década de 1970, abre un camino intermedio. Centrándonos primero en los aspectos temáticos, la película ofrece una lectura del texto tanto politizada como reducida: el planteamiento básico —tremendamente eficaz— de esta adaptación coreográfica es que la sumisión a las reglas y rigores del baile se corresponde con la sumisión a las reglas y rigores de la sociedad; cuando, en la parte de calentamiento del prólogo documental, la bailarina Cristina Hoyos comete tres errores, Gades, el coreógrafo, la regaña y ella ha de aprenderse los pasos bien. Paralelamente, el personaje que Hoyos encarna en la obra —el de la novia— ha de aprenderse bien cuál es su sitio en la estructura patriarcal y, cuando incurre en una transgresión, sufre el castigo de la comunidad al quedar mancillada para siempre por la sangre que los dos hombres derraman por ella (extremo poderosamente expresado por la pareja de manchas carmesí que recibe su traje de novia de blanco inmaculado). Resulta irónico no obstante el que Gades, siendo el coreógrafo —el representante, por tanto, del mantenimiento del orden de cara a la ejecución del ballet—, en la obra interprete a Leonardo, el amante adúltero de la novia (representa, así, la desestabilización del mismo orden de cara a la estructura patriarcal). D’Lugo, crítico de cine de autor, tiene razón cuando advierte (1991, 200) que este paralelismo gira en torno al cuerpo humano, «campo de batalla en el que ha de librarse la lucha entre el instinto y la conformidad con la regulación social». Al cuerpo, díscola fuerza disruptora, ha de entrenársele, en efecto, mediante el baile para que siga los pasos prescritos; del mismo modo, la sociedad ha de enriendar los deseos del cuerpo mediante la prohibición del adulterio. La de la boda es, por consiguiente (véase D’Lugo ibid.), una escena crucial. El baile de las parejas en la boda representa los obstáculos que la comunidad erige para restringir el deseo renegado. El movimiento circular de Leonardo pone de relieve la prohibición comunitaria. Para lograr su unión con su amante debe, pues, quebrantar las convenciones del baile.

Como cabía esperar habida cuenta de sus anteriores logros, Saura complementa a la perfección la adaptación coreográfica con recursos

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cinematográficos: subraya, por ejemplo, el solapamiento entre la regulación del baile y la regulación de la sociedad mediante el espejo del estudio; si los bailarines miran en él sus cuerpos para garantizar una correcta ejecución de los pasos, otro tanto hace la sociedad con sus miembros para garantizar una correcta ejecución de sus normas. Para el recién citado D’Lugo (ibid., 199), el espejo se presenta, de hecho, como un aparato «socialmente regulador» que implica «la presencia, fuera de pantalla, de una comunidad social». El prólogo de la película —añadido a esta diríase que únicamente para alargar la hora del ballet y que la cinta dure lo bastante para su distribución comercial— también apunta a una comunidad más amplia (véase D’Lugo ibid., 194), y Hopewell llama la atención sobre que a cada bailaor se le asigna un espacio específico en los cuartos de maquillaje y vestuario, cosa que prefigura la jerarquía social que se observa —y se desafía— en la obra que sigue. Intrigantes resultan asimismo los solapamientos entre los comportamientos que advertimos, dentro y fuera de la escena, en la bailaora que interpreta a la esposa de Leonardo: la mujer coloca, en el cuarto de vestuario, una imagen de un niño —verosímilmente su hijo—, otra de Cristo y otra de un santo acompañado de un chico, hecho que revela el carácter central de la familia católica en su sistema de valores; el personaje que esta misma señora interpreta en escena abogará precisamente por tal sistema de valores sacando a relucir —y condenando— el adulterio de su marido10. Hopewell también plantea (1986, 153) que en lo más hondo del conjunto de este filme encontramos una ambivalencia. («El autocontrol y la disciplina de los bailaores da lugar a un ballet de gran belleza; la autorrepresión a que se someten Leonardo y la novia da lugar a un gran autotormento»). Si la identificación con el papel protagonista del outsider Leonardo —interpretado por Gades, comunista comprometido— nos empuja a una lectura política de la película, en términos estéticos se fomenta, en cambio, el placer que nos suscita el disciplinado ballet. Se trata de alternativas irreconciliables: Leonardo y el novio se matan entre sí y es el final de la cinta.

10 Como señala Hopewell (1986, 154), Saura desarrolla estos solapamientos entre lo externo e interno a la escena en Carmen.

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5.2 Marisol y ballet clásico. Bodas de sangre (Saura 1981)

El intelecto acaso pondere este indagar en el deseo y la prohibición, pero el ojo y el oído se entretienen con una película que es un híbrido perfecto. La popular música flamenca, que es la forma más famosa del folclore español —y que también se asocia a la comunidad gitana—, se injerta aquí, en efecto, en la forma artística elevada del ballet clásico en un ejemplo de fusión middlebrow. Buen ejemplo de ello es «La nana», cantada por Marisol, quien a su vez encarna el carácter híbrido de por un lado una carrera interpretativa de estrella infantil en el cine popular y, por otro, una vida adulta de comunista comprometida (en aquel tiempo estaba casada, además, con Gades). El número musical consiste en su sola voz femenina, austeridad a la que cuadran los torturados pasos de ballet que ejecuta la despechada mujer de Leonardo. La combinación expresa a una fémina herida enamorada: orgullosa de su bebé, pero rechazada por su esposo. También Saura se adapta a este enfoque middlebrow: su rúbrica de autor resulta especialmente legible en la dirección de fotografía, cuya «poesía» ha sido objeto de la admiración de los críticos (véa-

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se Hopewell 1986, 152). Este estudioso aprecia, en efecto (ibid.), cómo el movimiento de la cámara refuerza la inmovilidad de los bailaores y cómo el movimiento de los mismos es captado, en cambio, por el estatismo de la cámara, mientras que Stone señala (2011, 47) que, mediante la dirección de fotografía y el montaje, Saura expresa «el compás o ritmo del baile». La forma fílmica complementa, pues, la coreografía de Gades de manera especialmente conseguida, por lo que cabe celebrar esta cinta de Saura como ejemplo extraordinario de adaptación intermedial. Nos hallamos, por supuesto, bien lejos de la clase de distorsiones narrativas que, buscando una incisiva crítica política, este realizador desplegaba por dar un caso en Cría cuervos. Pero Bodas de sangre merece ser admirada como ejemplo accesible y de calidad —aunque no abiertamente desafiante— de cine español middlebrow. Conque no habría que insistir en encajarla en una interpretación de la obra de Saura en términos estrictos de cine de autor. Hay, sin duda, directores que mantienen una única visión durante toda su carrera, pero también los hay que van saltando entre el cine de arte y ensayo y otras corrientes menos admiradas por la crítica, y abordar una película como Bodas de sangre desde la perspectiva de lo middlebrow nos libera del énfasis en la condición de autor de Saura. Tenemos, pues, por una parte a un Saura que, especialmente en colaboración con Querejeta, es el gran director de arte y ensayo del franquismo tardío y disecciona con brillante lucidez las neurosis de la clase media española y, por otra, a un Saura posfranquista que, en colaboración ahora con Emiliano Piedra, realiza filmes middlebrow para esa misma clase media. Ambos merecen que les dispensemos una atención seria y bien dispuesta.

La colmena (Camus 1982) La colmena fue encargada —y sufragada— por el primer acuerdo español para la financiación de telefilmes, el concurso de mil trescientos millones que, en 1979, convocó la UCD. Según la orden ministerial (citada en Gómez B. de Castro 1989, 151), el objetivo cultural era

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didáctico («preferencia de series basadas en las grandes obras de la literatura española»), mientras que el objetivo en términos de industria consistía en fomentar la colaboración entre la televisión y el cine (se habla de material fílmico de naturaleza cultural para emitir en TVE y exhibir en otros medios). La colmena, de Mario Camus (un largometraje), y La plaza del Diamante, de Francesc Betriu (un largometraje más cuatro partes de una hora cada una para una serie de televisión, todo ello tanto en versión original catalana como en versión doblada al castellano), producciones ambas de 1982, a menudo se toman, equivocadamente, por muestras del cine miroviano debido a que el modelo de subvenciones públicas de la UCD supuso la base de la «ley Miró», de más amplio alcance y aprobada al año siguiente. La colmena ilustra todos y cada uno de los cuatro rasgos de lo middlebrow que hemos ido viendo a lo largo del libro, si bien en esta cinta el que más destaca es el de usar referencias culturales elevadas (high-brow); aquí se trata del moderno y admiradísimo retrato que Cela hace del Madrid de la década de 1940, sociedad fracturada —y de vidas atomizadas— sintetizada en la metáfora de la colmena del título. La actitud política de Cela es ambivalente: a pesar de ser él mismo censor del régimen franquista, su novela La colmena fue originariamente prohibida en España y publicada en Buenos Aires (1951). El nihilista retrato de la década de 1940, a la que la propaganda de la dictadura llamaba «años triunfales», hizo que la novela resultase atractiva tanto a un Gobierno de la UCD como al productor y al director de su adaptación que nos ocupa. Todos ansiaban recuperar una versión alternativa de la historia española mediante el recurso a la literatura de la misma. Resulta especialmente interesante a este respecto la labor de producción que aquí desarrolló Dibildos, productor fundador de la «tercera vía»; La colmena puede considerarse, en efecto, la culminación de su planteamiento de usar el capital de la alta cultura para hacer un cine de calidad y accesible —pero razonablemente serio— para los públicos españoles de clase media. (Se trataría, de hecho, de su penúltima producción). Resulta muy fácil limitarse a criticar el guion por los cambios reduccionistas operados sobre la novela, como hacen los críticos que no tienen en cuenta sino la fidelidad al original; más

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instructivo y sustancioso resulta, sin duda, abordar el guion desde el punto de vista de su propósito de dar lugar a un filme middlebrow en aquel momento especialmente problemático de la Transición. Si Mañas, Gades y Saura adaptan a Lorca mediante un brutal proceso de poda que pone de manifiesto una sobria oposición universalmente comprensible entre conformismo y rebeldía —la obra de Saura siempre fue bien recibida en el circuito de los festivales, pero la trilogía sobre baile fue su primer gran éxito internacional de taquilla por ser fácilmente procesable para públicos extranjeros—, Dibildos mantiene y amplía elementos del original. Mantiene, por ejemplo, la ambientación madrileña: aunque algunas referencias de la ciudad escaparían a los públicos de otros países, los espectadores españoles identificarían la mayor parte de los exteriores, entre ellos el parque del Retiro, numerosas escenas callejeras (a menudo rodadas de noche con la idea de ocultar los elementos contemporáneos) e incluso imágenes de archivo de la antigua red de tranvías. En cuanto a los personajes de la novela, que ascienden a la impactante cifra de doscientos noventa y seis, la mayoría se eliminan (para consternación de los puristas de Cela) pero se mantienen veintisiete, número nada insignificante en un largometraje, y esto refleja parte de esa sensación de vidas múltiples y sin sentido. Conserva asimismo Dibildos mucho del lenguaje de la novela mediante el diálogo, aunque también despliega otras estrategias para incorporar la prosa del original de Cela. En primer lugar, el propio novelista hace un cameo en el papel de Matías Martí, permitiendo a Dibildos incorporar un elemento de un relato breve de Cela —es decir: no de la novela— e incluyendo con ello, literalmente, en la adaptación cinematográfica la voz del autor. En segundo lugar, Dibildos se las ingenia para que se lea un pasaje de la novela (Cela 1998, 319) sin necesidad de recurrir a la estrategia, con frecuencia poco satisfactoria, de la voz en off: Martín, escritor pobre interpretado por José Sacristán, lee dicho pasaje a su amante, la prostituta irónicamente llamada Purita (Conchita Velasco), en una monótona escena que transcurre en un dormitorio. El productor sucumbe, así y todo, a la voz en off en la parte final, donde una ronca voz masculina lee esas célebres líneas de «La mañana, esa mañana eternamente repetida…» (véase Cela 1998, 320) mientras la dirección de fotografía de Camus se demora en tra-

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5.3 Martín lee a Purita un fragmento de la novela en que se basa la película. La colmena (Camus 1982)

vellings y encadenados más bien estilizados que buscan reflejar, con bastante éxito, la deriva temporal que se describe. En términos del crítico francés del gusto Pierre Bourdieu, toda esta reverente referencia sería un ejemplo clásico del anhelo pequeñoburgués de adquirir capital cultural mediante el atajo de la adaptación fílmica, esto es, eludiendo los requisitos educativos y de clase necesarios para familiarizarse con la novela11; solo que la España de la década de 1980 difiere de la Francia de la década de 1960 en que Bourdieu se

11 Triana-Toribio señala (2008, 266) el «atractivo» de «los conceptos de gusto y distinción en un país obviamente organizado en términos de clases, pero donde los “privilegios” de la educación y el acceso a la cultura de clase media estuvieron vetados para muchos hasta la década de 1960. (Incluso entonces seguían restringidos por la censura del régimen franquista y por la falta de fondos.) En la década de 1980, la cultura y el consumo cultural se convirtieron en un gran negocio».

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basa, principalmente en virtud de la política. Aquí se trata, en efecto, de la España de la Transición, y el guion de Dibildos también puede considerarse un texto didáctico que informaba del valor de sus tradiciones culturales a un país que salía de una dictadura, aunque por supuesto también cabe señalar el alto componente paternalista de semejante misión. Así pues, la corriente middlebrow asume, en manos de Dibildos, una urgente tarea; pero, si bien puede que imparta serias lecciones en lo que a la miseria urbana de la década de 1940 respecta (prostitución, enfermedades, hambre, estraperlo y marginalidad), el tratamiento de todos estos fenómenos es tibio: las prostitutas se ven sanas y encuentran tiempo para amoríos, no aparece muerte ninguna por enfermedad, los personajes hablan del hambre pero ninguno presenta un aspecto demacrado (productos como el queso o las tartas parece que llegan en cualquier caso a la ciudad mediante envíos de parientes de provincias), el estraperlo adquiere el más humano de los rostros al asociarse al retrato que el querido actor José Luis López Vázquez hace de Leonardo Meléndez, y Martín siempre acaba encontrando una cama. La sociedad de posguerra (vencedores vs. vencidos) se refleja, por su parte, en el antagonismo entre Martín, antiguo republicano, y su cuñado, adepto al régimen franquista; Filo, la hermana y esposa (Fiorella Faltoyano), atenúa, sin embargo, este enfrentamiento de manera bastante parecida a como, durante la Transición, la UCD mediaba en las tensiones políticas. Es decir, que en este filme middlebrow el componente didáctico no es demasiado serio, demasiado retador ni demasiado político; aquí lo middlebrow parece, por tanto, el recipiente perfecto para la política de consenso de la Transición. Si del cine histórico esperamos que refleje el pasado con la objetividad de un libro de texto, La colmena nos decepcionará (trata, más que la España de la década de 1940, la de la década de 1980); si aceptamos, en cambio, que uno de los objetivos del cine histórico es actualizar su materia, veremos en esta película un éxito, toda vez que cada decisión de Dibildos y Camus tiene relevancia de cara a los mencionados valores de consenso de la Transición. Si Dibildos fue responsable del guion, la aportación de Camus a este proyecto middlebrow tiene que ver con el carácter accesible del tratamiento formal y con el despliegue de una producción de nivel.

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Camus, que dos años antes había dirigido una exitosa y suntuosa adaptación televisiva (en diez partes) de la novela de Pérez Galdós Fortunata y Jacinta, con La colmena parece perder pie: la forma de la película, complicada e híbrida, resulta problemática, pero el problema no reside en la falta de fidelidad a la novela sino, más bien, en la mala gestión de la cuestión del género de la cinta por parte del director. Las mejores adaptaciones permiten, en efecto, que los géneros cinematográficos entren en una fructífera interacción con la fuente, de lo que valgan como ejemplo los elementos melodramáticos de Tormento, de Pedro Olea, filme que replica en vena lúdica (no reverente) los elementos cómicos y melodramáticos de la novela original galdosiana, al tiempo que los amplía (véase el capítulo cuarto). En La colmena encontramos, por el contrario, una novela moderna, experimental y fragmentaria adaptada a un género cinematográfico que es una torpe fusión de por una parte un descarnado realismo social y, por otra, un melodrama estilizado (sin puntos de convergencia). Peor es el uso que Camus hace de un gran presupuesto, a cuyo propósito cabe introducir otra comparación: Almodóvar, quien también venía de un contexto de cine de pocos medios, cuando consiguió subvenciones y empezó a hacer películas con más recursos supo gastar el dinero con criterio (las sofisticadas y caras puestas en escena de Matador y La ley del deseo, por dar dos casos, están al servicio del género preferido de este director, el melodrama); Camus también invirtió el presupuesto en actores estrella y una refinada puesta en escena, pero semejante estilización sabotea, más que reforzarla, su querencia por el realismo social. Veamos, en efecto, el tratamiento formal de las escenas del prostíbulo: la clave no está en la fidelidad al retrato que Cela hace de las estrecheces, las enfermedades, el hambre y el frío de estas mujeres abandonadas, sino en el torpe manejo, por parte de Camus, de su propia afiliación genérica al realismo social. Este antiguo director del NCE que con tal acierto retrató la penuria económica de un grupo de cómicos de la legua en Los farsantes (1963) procura hacer otro tanto en La colmena; el retrato de la miseria, la enfermedad, el hambre y el frío queda neutralizado, sin embargo, por lo suave de la costosa iluminación, por el empleo de glamurosas estrellas como Conchita Velasco y por el carácter pictó-

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rico de la puesta en escena. Especialmente desconcertante resulta la secuencia del amanecer en la cocina del burdel, con unas sábanas inmaculadas ordenadamente colgadas a secar sobre la estufa: cuando el equivalente de los rosados dedos de la aurora acarician delicados los blancos lienzos impolutos, debemos disculpar al espectador si olvida que estamos en una casa de putas madrileña de posguerra. Cosa que en modo alguno confirma la tesis de Hopewell de que el cine español no está hecho para grandes presupuestos «americanos», sino simplemente que, en este caso concreto, Camus dejó que ese mismo gran presupuesto que debía haber asegurado su éxito marcase, en cambio, su debacle. Hace un instante adelantábamos que, con sus limitados recursos, Los farsantes es, por ironía, una obra mucho más lograda que, con todo su dinero, La colmena. Por consiguiente, en lo que a su contenido respecta, esta cinta es un importante documento de la Transición, así como un interesante ejemplo de la tendencia actualizadora del cine histórico. En cuanto a la forma cinematográfica atañe, sin embargo, La colmena ejemplifica cómo el cine middlebrow se puede hacer mal. Pero aunque hoy los críticos se quejen, ni los públicos ni la crítica de entonces parece que vieran mayor problema: fue la película española más taquillera en España en 1982, y ganó el Oso de Oro de 1983 en Berlín.

La plaza del Diamante (Betriu 1982) La plaza del Diamante se asemeja a La colmena en múltiples aspectos, el hecho por ejemplo de que ambas cintas fueran sufragadas por el acuerdo para la financiación de telefilmes de la UCD —el concurso de mil trescientos millones de 1979— o el que ambos directores presentasen un perfil similar. (Tanto Francesc Betriu como Mario Camus se formaron, en efecto, en la Escuela Oficial de Cine durante la década de 1960, y los dos estaban vinculados al movimiento cinematográfico disidente del NCE; ambos realizaron, aparte, ya en democracia adaptaciones literarias subvencionadas por el Estado: Betriu llevó a la pantalla, además de La plaza del Diamante, la novela de Ramón J. Sender Réquiem por un campesino español [1985]; Camus adaptó,

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además de La colmena, la novela de Miguel Delibes Los santos inocentes [1984] y la pieza teatral de Federico García Lorca La casa de Bernarda Alba [1986]). Otro paralelismo consiste en que La plaza del Diamante es, como La colmena, la adaptación de una importante novela de posguerra: La plaça del Diamant, de Mercè Rodoreda, fue escrita en catalán mientras la autora se hallaba exiliada de la España franquista en Ginebra (se publicó en Barcelona en 1962). Semejantes paralelismos han llevado, sin duda, a la coincidencia de esa reacción crítica negativa a las adaptaciones literarias en la que insistíamos al inicio del presente capítulo. En este apartado me dispongo a refutar, primeramente, la triple condena del cine middlebrow, el cine histórico y las adaptaciones literarias que encontramos en el desdén de José Luis Monterde hacia La plaza del Diamante por considerarla (1989, 60) «una de las películas más perjudicadas por la estandarización del look de nuestro cine histórico». En segundo lugar, usaré el perfil común a estas dos películas de Betriu y Camus como punto de partida para una comparación de las mismas cuya conclusión será que La plaza del Diamante es un filme muy distinto y, de lejos, más logrado. La plaza del Diamante es, como La colmena, la quintaescencia de lo middlebrow; circunstancia esta, sin embargo, que en modo alguno implica «estandarización» (véase Monterde ibid.), pues una y otra cinta son middlebrow de modos muy distintos y con resultados diversamente satisfactorios. Ambos filmes ejemplifican, en efecto, lo middlebrow en cuanto largometrajes de ficción que adaptan sendos gigantes de la novelística renovadora y disidente de la España de posguerra; a saber: la evocación que Cela hace del Madrid fracturado tras la contienda a través de múltiples personajes, y el retrato que Rodoreda realiza de la vida (no menos fracturada) de una sola mujer en la Barcelona de entre 1920 y 1952. Los lectores que busquen fidelidad entre por una parte novelas de aproximadamente trescientas páginas y, por otra, películas de menos de dos horas quedarán decepcionados (como a menudo han hecho saber), pero no parece que tenga sentido quejarse de esta reducción inevitable; más justificado resulta señalar, en cambio, que las decisiones sobre qué dejar y qué suprimir responden a un proceso de suavización. Falta en La colmena de Camus, por dar un caso, la turbadora alusión del final a un error judicial (véase

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Cela 1998, 325-326) y, en La plaza del Diamante de Betriu, parte de la monstruosa imaginería de Rodoreda, por ejemplo el espantoso embarazo que sugiere la tenia de Quimet (1997, 84). Todo lo cual demuestra que, al criticar adaptaciones cinematográficas, el énfasis en la fidelidad a los originales nos enviará de vuelta a los mismos sin dejarnos abordar adecuadamente los filmes; un enfoque middlebrow de estos permite, sin embargo, analizar qué funciones desempeñan en ellos sus originales literarios. Rodoreda resulta, en efecto, esencial en La plaza del Diamante de Betriu, toda vez que proporciona esa referencia cultural elevada en que consiste un rasgo clave de lo middlebrow; ponen de relieve este papel fundamental de la novela en la película elementos de esta tanto textuales como extratextuales. En lo que al texto se refiere, la película y el libro comparten por supuesto el título, de hecho la primera va encajada entre respetuosas referencias al segundo: abriendo los créditos de cabecera encontramos, tras la declaración del apoyo de TVE y la mención de la productora (Fígaro Films), inmediatamente el nombre de la autora y el título del libro, información que aparece sobre una fotografía de la sonriente novelista; los créditos del final se deslizan, por su parte, sobre un reverente plano medio fijo de un monumento dedicado a la autora y a su novela que nos ocupa (monumento situado, precisamente, en la plaza del Diamante de Barcelona). Fuera del ámbito textual, la importancia de Rodoreda de cara a la adaptación quedó de relieve en la prensa: se inquirieron sus opiniones y se dejó constancia de cualquier participación (véase, por ejemplo, Casals 1984). Ilustra asimismo lo middlebrow la lectura de la novela que realizan los guionistas de la cinta (el propio Betriu en colaboración con Gustau Hernández y Benet Rossell). Reduciendo el original —consecuencia inevitable de adaptar a un medio con limitaciones de tiempo— y suavizándolo —resultado de decisiones creativas—, este equipo de guionistas genera una seria consideración de la experiencia de una mujer de clase trabajadora a lo largo de tres décadas de terrible dureza económica y turbulento cambio político, planteamiento que, no obstante, se aparta de la provocación abierta. El contenido del filme es duro: pensemos, por ejemplo, en las escenas en las que una deses-

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perada Natalia se ve obligada a dejar a su hijo en un orfanato porque no tiene más dinero para alimentarlo, o cuando una hambrienta Natalia se queda en la cama entre sus dos hijos durante un bombardeo por encontrarse demasiado débil para llevarlos al refugio antiaéreo, o bien cuando una desesperada Natalia proyecta asesinar a sus famélicos hijos y suicidarse «porque ya nadie nos quiere» (evita que la mujer ejecute su plan la oportuna aparición de Antoni). Hasta ahora solo vemos semejanzas con La colmena, toda vez que la perspectiva sobre la Barcelona de antes, durante y después de la Guerra Civil se puede considerar una perspectiva propia de la Transición; la misión didáctica de la película (insistir en las penalidades pero no en el reparto de culpas) se corresponde, en efecto, con la política pacifista de dicha época democrática primera, política consistente en evitar a toda costa un regreso a la Guerra Civil mediante la prevención de represalias tanto contra quienes la causaron como contra la dictadura que establecieron. Es necesario, por tanto, matizar la descripción de esta gestión del pasado, a menudo resumida como «pacto del olvido»; la Transición se caracterizó, en realidad, por un rememorar continuo, si bien es cierto que parcial. El personaje de Antoni, segundo marido de Natalia, encarnado por Joaquim Cardona, de alguna forma se puede interpretar como un símbolo de este espíritu de la transición a la democracia: herido en la guerra, queda impotente pero, en lugar de consumirse por la frustración y el ansia de venganza, trabaja duro como dependiente durante la posguerra; busca una vida tranquila y cómoda y ofrece su apoyo material y emocional a Natalia, a quien salva del abismo del infanticidio y el suicidio que, como recién dijimos, planeaba al verse incapaz de mantener a sus hijos en cuanto viuda sin amigos y, durante la guerra, republicana. En lo que a la forma fílmica respecta sí que surgen, en cambio, marcadas diferencias entre la cinta de Camus y la de Betriu: La plaza del Diamante es, por así decir, un regalo para el estudiante de forma cinematográfica; cabe analizar sus cinco componentes clave —banda sonora, dirección de fotografía, puesta en escena, montaje y reparto— con cresos resultados. Empecemos con la banda sonora. El uso de una voz en off para leer pasajes originales de textos canónicos es una estrategia de lo más middlebrow. En los estudios sobre

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cine —recordemos— dicho recurso lleva el estigma de ser un atajo adaptador insuficientemente cinematográfico (Saura, director de cine de autor, lo evita por completo en su versión sin palabras de Bodas de sangre), a lo que añádese, en los estudios sobre cine español, el estigma adicional de que se asocia al No-Do, noticiario cinematográfico que por lo general se consideraba vocero ideológico del régimen. El NoDo precedía, en efecto, la proyección de cualquier película y era un modo de difundir una versión sesgada de los asuntos de actualidad al que no afectaban los niveles de alfabetismo; uno de sus rasgos formales más característicos era la voz masculina (irritantemente pomposa) que narraba los acontecimientos, voz que acabó asociándose, inevitablemente, a la parcial perspectiva política ofrecida. El empleo que Camus hace de la voz en off en La colmena resulta, por tanto, problemático a pesar de su carácter puntual. El motivo es que se trata de una áspera voz de varón que lleva aparejadas las mencionadas connotaciones de autoridad y autoritarismo. El amplio uso que Betriu hace de la voz de Sílvia Munt como voz superpuesta mediante la que expresar la perspectiva de Natalia sobre la vida evita los errores de Camus. Porque los aficionados a Rodoreda quizás se quejen de que Betriu deje poco espacio a la voz de la escritora, así como de que la película no pueda reproducir la intensa vida interior de la voz del libro (narrado en primera persona), pero el hecho de que se trate de una voz femenina, de que tenga una manera de hablar tímida y de que el contenido a menudo parezca inconsecuente implica el desvanecimiento de cualquier asociación con el No-Do; contribuye, antes bien, a una versión accesible y eficaz —léase: middlebrow— del retrato que la novela ofrece de la subjetividad de Natalia. En La plaza del Diamante Betriu también se muestra sensible a la dirección de fotografía, que es el recurso cinematográfico clave de cara a la expresión de la subjetividad. De entrada, su sorprendente estrategia de evitar una dirección de fotografía subjetiva en el retrato de Natalia resulta sencilla y funciona: la ausencia casi total de planos subjetivos desde la perspectiva de esta mujer refleja tanto su propia falta de aplomo en cuanto personaje como la falta de margen de maniobra que caracteriza a su clase (la trabajadora) y a su género (el femenino). La interpretación en términos de roles de género queda, de hecho,

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especialmente clara en los planos iniciales, en los que Natalia conoce a su futuro marido Quimet —tipo machista y dominante interpretado por Lluís Homar— en un baile que se celebra en la barcelonesa plaza del Diamante que da título al libro y al filme. (Aquí no es solamente que no haya dirección de fotografía subjetiva, sino que no hay un solo primer plano del rostro de Natalia hasta que no se encuentra ya bailando en brazos de Quimet, con lo que Betriu transmite la idea de que el romance heterosexual, el futuro matrimonio y la maternidad —elementos todos implícitos en los brazos de Quimet— son el único medio de que una mujer dispone para adquirir una identidad, como pone de manifiesto —acabamos de decir— esa vez primera que su cara aparece en primer plano). Semejante planteamiento cobra fuerza en la boda de Natalia y Quimet, que es donde Betriu utiliza los únicos primeros planos extremos de la película. La dirección de fotografía vuelve, pues, a enfatizar la asociación de, por un lado, el matrimonio y, por otro, la adquisición de una identidad femenina. Los críticos hostiles —que desdeñan el modo en que Betriu gestiona la subjetividad de Natalia por considerarlo (véase Company Ramón 1989, 86) un «efecto de superficie realista» (en cursiva en el original)— también pasan por alto la notable secuencia del monólogo del personaje al enterarse de que Quimet ha muerto durante la Guerra Civil. El hecho de que Betriu rompa la ilusión de la ficción y haga que Munt se dirija directamente a cámara —recurso fácil de comprender para el espectador y no escandalosamente experimental— transmite eficazmente la magnitud de dicha pérdida para la vida de Natalia. En un plano secuencia de sesenta segundos, la cámara se va acercando a la mujer hasta encuadrarla en un plano medio mientras ella, de pie en el balcón, articula su tortura como sigue: Tuve que hacerme de corcho… Con el corazón de nieve… Porque si hubiese sido como antes, de carne, que cuando te pellizcan te duele, no hubiese podido pasar por un puente tan alto, tan estrecho, y tan largo.

Esta Natalia de Munt vuelve una mirada de hermana a la Isabel que, en la década anterior, Ana Belén encarnara en Españolas en París. Ambos personajes encuentran, en efecto, su fuerza en la adversidad.

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5.4 Natalia al límite. La plaza del diamante (Betriu 1982)

Ambos directores expresan tal fuerza mediante un interesante uso anti-ilusionista (pero no oscuro) de la dirección de fotografía. También realza el poderío de esta secuencia de La plaza del Diamante la puesta en escena, en la que de hecho los críticos ya han visto un punto fuerte del filme (véase Hopewell 1986, 124, y Balló, Espelt y Lorente 1990, 286-288): mientras que los planos de un rosado amanecer en el prostíbulo de Camus de La colmena suponen una opción calamitosa, en La plaza del Diamante Betriu genera un gran efecto poético mediante el uso de filtros azules. Hay una justificación diegética para tales filtros, si tenemos en cuenta que, durante la guerra, la Defensa Civil de Barcelona dispuso que las ventanas se pintasen de azul y se asegurasen con cinta adhesiva para evitar que los cristales se hiciesen añicos por el impacto de las bombas nacionales, pero eso no quita que, con ventanas azules y atravesadas diagonalmente por cruces, el piso de Natalia se transforme en un espacio fantasmal y melancólico de sombras azuladas. El color pasa a asociarse, en efec-

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to, a la viudez de Natalia cuando, rodeada de azulosa luz, la mujer pronuncia su monólogo desde la terraza. (El resultado no es distinto del que el uso de ventanas enmalladas y de tinte ámbar tiene en El espíritu de la colmena [Víctor Erice 1973], película donde los filtros amarillos expresan eficazmente, en la casa de la familia de posguerra, la sensación de vivir atrapados en una colmena de abejas). Jordi Balló también señala que este uso diegéticamente justificado del filtro azul en la parte central del filme —la correspondiente a la Guerra Civil— se halla perfectamente inserto en una secuencia de colores que se extiende a lo largo de la cinta: el color de la primera parte, la juventud y la inocencia de Natalia, sería el blanco (blancos son tanto el vestido que la protagonista lleva cuando conoce a Quimet como su traje de novia); la época de la Segunda República se asociaría al rojo (a la Natalia casada la vemos de compras en la calle, junto a su marido y su hijo, ataviada con un abrigo escarlata); la Guerra Civil se reflejaría con el recién mencionado tono azul, aunque también con el negro (tal el color del abrigo de la Natalia moribunda y viuda cuando se arrastra por las calles en busca de comida para sus hijos); la época de posguerra se correspondería, por último, con el gris, que es el color de la ropa de la Natalia de entonces, así como el de su cabello ya entrecano (véase Balló, Espelt y Lorente ibid., 287). Igualmente eficaz resulta, en la puesta en escena, el uso de objetos. En la caracterización de Natalia desempeña un papel fundamental, lo mismo en la película que en la novela, su asociación con la paloma: cuando la pareja se conoce, Quimet la llama «colometa» [= palomita] y nunca deja de dirigirse a ella así. La lectura feminista de que Quimet dé a su mujer el nombre de un pájaro para acto seguido intentar cortarle las alas haciéndole que deje su trabajo e instalándola en un piso que parece un palomar resulta evidente; hay, no obstante, más dimensiones de este solapamiento entre la vida aviar y la humana, pues Quimet colocará en el balcón un verdadero palomar en la idea de hacer dinero con los pájaros, que acaban invadiendo la totalidad de la vivienda. Puede, en efecto, que Natalia reciba el apelativo recién dicho de «colometa» —su benévolo segundo esposo mantiene, de hecho, una paloma de porcelana en la repisa de la chimenea—, pero la que en última instancia se asocia a los pájaros resulta ser la vida

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de Quimet: vemos expirar a la última paloma en el balcón y, en la siguiente escena, Natalia recibe la noticia de que también Quimet ha muerto en la guerra. Pero en La plaza del Diamante no solamente es símbolo de la existencia humana la vida animal: también lo son los objetos. Juan Company Ramón propuso, en fecha muy temprana, un análisis de la función del osito mecánico del escaparate de la tienda de juguetes en relación con Natalia: «Colometa lo ve por primera vez durante la República; un plano subjetivo nos la presenta como alguien que está haciendo algo activo aun si nomás está mirando. Para la década de 1940, el oso ha pasado a simbolizar “una palpitación artificial, […] un movimiento mecánico comparable al comportamiento ciego e instintivo de las abejas en una comena”» (Company Ramón citado, resumido y en inglés, por Hopewell 1986, 124). Pero hay más objetos en los que Natalia centra su atención queriendo dar sentido a su existencia. El mismo Company Ramón señala, por ejemplo (citado ibid.), cómo esta mujer va pasando el dedo por el grabado de una balanza que decora las escaleras de su casa, o cómo va rascando con la uña las estrías de la mesa del comedor. Privada de educación, «ha de aferrarse a objetos domésticos —a detalles cotidianos— como único punto de referencia por cuya virtud el mundo que la rodea se convierte en algo natural y parcialmente comprensible». Esto vuelve a quedar en evidencia mediante la forma de estrella que la protagonista traza sobre la mesa de Antoni al proponerle éste matrimonio: quizás la estrella le brinde, como a los antiguos marinos, coordenadas con arreglo a las cuales orientarse en su vida. Este tratamiento accesible pero eficaz de la forma fílmica rige asimismo para el montaje; muy especialmente, para el interesante uso del montaje paralelo durante el primer embarazo de Natalia. Los críticos literarios han subrayado, en efecto, la descripción que, en la novela, Rodoreda da del embarazo como experiencia alienante. (La autora catalana refiere, con una sencillez que desarma —1997, 64—, en primera persona que «era com si m’haguessin buidat de mi per omplirme d’una cosa molt estranya» [= era como si me hubiesen vaciado de mí para llenarme de una cosa muy extraña]). Betriu aprovecha, para trasladar esta sensación, una salida de Natalia y Quimet a una verbena que incluye un

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desfile de cabezudos: de vuelta a casa encontramos, tumbada bocarriba —sorprendentemente cómoda— en la cama junto a Quimet, a una Natalia en avanzado estado de gestación; Betriu va saltando entonces entre por una parte planos de la alcoba y, por otra, flashbacks en los que Natalia se acuerda de los cabezudos. Tanto su infladísima barriga de preñez como las cabezas de estos presentan un tamaño descomunal. En virtud de semejante asociación, Betriu vuelve del revés —en la estela de Rodoreda— la ideología de la experiencia de la maternidad como cosa natural para mostrar su cara turbadora, alienante. Este imponente y polimorfo alarde de forma fílmica de Betriu tiene su eje, con todo, en la interpretación de la actriz protagonista, Sílvia Munt, quien se dio a conocer con esta cinta (véase Bentley 2008, 248). El físico de esta mujer resulta crucial: de complexión excepcionalmente delgada, su voz puede adoptar el tono frágil y tímido que requiere encarnar, en varios puntos de su vida, a una Natalia perpleja y sin estudios; su delgadez pone asimismo de relieve el efecto deformador del embarazo en su cuerpo. Lo fundamental reside, no obstante, en cómo con un maquillaje, una iluminación y un vestuario apropiados esta esbelta actriz puede transformarse en una Natalia esquelética a punto de morir de hambre. Pero el físico de Munt también podría calificarse de aviar, y esto hace que la metáfora clave de una Natalia-paloma (metáfora ya he dicho que originaria de la novela) también funcione en pantalla. Ahora bien: aunque toda esta fragilidad le permite transmitir eficazmente la peligrosa existencia de Natalia, mujer a merced de esas estructuras patriarcales que encarna el dominante Quimet —o de la injusticia económica y el abandono político en cuanto desvalida viuda de guerra—, Munt también es capaz de transmitir vigor. Sirva de ejemplo el plano secuencia, arriba comentado, en que mira directamente a cámara (plano que enmarca a una actriz desafiante); o bien la escena del nacimiento de su primer hijo, en la que se prioriza —con buenos resultados— el componente visual sobre el sonoro poniendo los acentos en el cuerpo de la actriz, prescindiendo del estrafalario chillerío habitual en representaciones cinematográficas —bastante poco convincentes— de partos, Betrui rueda primeros planos en los que unos goterones de sudor sobre las cejas de la actriz dan una idea del reto físico que es dar a luz. El único

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grito de Natalia en dicho nacimiento de su primogénito tiene su eco, décadas después, cuando la mujer camina de regreso a la plaza del Diamante avanzada ya la Nochevieja que inaugura 1952: en uno de sus pocos planos subjetivos en la cinta, Natalia, ahora más entrada en años, alza los ojos hacia un desgarrón del toldo de la sala de baile mientras de su cuerpo se arranca un segundo grito de autoafirmación. Adaptación seria pero no provocadora de una novela canónica, La plaza del Diamante representa lo mejor de la corriente middlebrow. El hecho de evitar la provocación, aunque constituye un rasgo típico de dicha corriente —como venimos observando en los sucesivos ejemplos del presente libro—, aquí debe asociarse, además, al contexto histórico específico de la política de consenso (y el tratamiento del pasado) propios de la transición española a la democracia. Las decisiones de Betriu en lo que a forma cinematográfica respecta trazan, en cualquier caso, un camino intermedio admirablemente eficaz entre obviedad y hermetismo, dando lugar a un tratamiento que, además de ser accesible, hace pensar.

Mambrú se fue a la guerra (Fernán Gómez 1986) Con las dos últimas películas de este capítulo analizaremos sendos éxitos del cine miroviano (éxitos en términos creativos porque en términos económicos, Mambrú se fue a la guerra fue nomás un éxito modesto, y La mitad del cielo un rotundo fracaso)12. Ambas cintas fueron financiadas por la «ley Miró», y dirigieron ambas cineastas famosos por haber realizado, durante el franquismo tardío y la Transición, películas audaces, altamente políticas y catalogables sin reservas como cine de autor. En ambas vemos a un otrora veterano director de cine de autor (Fernando Fernán Gómez y Manuel Gutiérrez Aragón, respectivamente) moviéndose desde la izquierda al centro.

12 Las estadísticas aducidas en Gómez B. de Castro (1989), arriba citadas, no toman en cuenta las posteriores ventas en DVD o vídeo. Véase también Hopewell (1986, 242).

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Tatjana Pavlović sostiene, en un estudio sobre Basilio Martín Patino (2008, 120), que este director —cuyo perfil disidente se asemeja a los de Fernán Gómez y Gutiérrez Aragón—, cuando hizo películas bajo la «ley Miró» mantuvo un espíritu crítico (de autor) tan mordaz como siempre. Pero el caso de Martín Patino es singular: casi cualquier otro director que, habiendo sido disidente, se haya movido después hacia lo establecido ha sido acusado de quitar hierro a su crítica. (A los ejemplos de Saura, Camus y Betriu que ya hemos visto en el presente capítulo podríamos añadir el de Juan Antonio Bardem, de quien cabría comparar la incisiva Muerte de un ciclista [1955] con la sentimental Lorca, muerte de un poeta [1986]). En lo más hondo tanto de la admiración de Pavlović hacia la inmutabilidad de Martín Patino como de las múltiples condenas de la maleabilidad de otros directores late una concepción del cine español en términos de cine de autor. El énfasis de este libro en lo middlebrow nos permite, en cambio, acercarnos a películas mirovianas de directores en otro tiempo disidentes sin sentirnos automáticamente decepcionados. Y es que hay películas que merecen el desprecio que suscitan en la mayor parte de los críticos, pero hay otras que justificarían una lectura más benévola. Semejante lectura propongo en lo que sigue, mediante un análisis atento a lo middlebrow, para Mambrú se fue a la guerra y La mitad del cielo. Fernando Fernán Gómez —icónico actor, escritor, dramaturgo y director de cine a quien ya conocimos en el capítulo tercero— hizo dos películas en 1986 que, por increíble que parezca, ilustran, respectivamente, lo mejor y lo peor del cine miroviano. El viaje a ninguna parte era una cinta de elevado presupuesto, tremendamente nostálgica, más bien poco original y demasiado larga; además de lo cual, fue un fiasco comercial en el sentido de que no logró recuperar, en la taquilla, la subvención que se le concedió (véase Gómez B. de Castro 1989, 253). En 1987 fue celebrada, no obstante, con varios premios Goya de la recién creada Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, incluyendo el de mejor película. (Núria Triana-Toribio señala (2003, 116) que la visión del cine español promovida por los Goya sería una continuación de la que fomentaba la «ley Miró», toda vez que fue instaurada por Fernando Méndez Leite, sucesor de Miró en el cargo de director general).

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Quitémonos de encima, antes que nada, el chiste fácil: El viaje a ninguna parte representaba a un cine español que, a mediados de la década de 1980, efectivamente no iba a parte ninguna. Las mismas historias vuelven a contarse, en cada época, según las preocupaciones vigentes; ningún problema, por tanto, con el hecho en sí de que esta película reemprenda el camino ya cubierto, por ejemplo, en Cómicos (Bardem 1954) o Los farsantes (Camus 1964)13. El problema de que existan tan logrados precedentes consiste en que invitan a comparaciones poco halagüeñas. Bardem y Camus adoptaban, en efecto, la perspectiva de un grupo de cómicos de la legua para indagar y criticar los pueblos y capitales de provincias de las décadas de 1950 y 1960, respectivamente; Fernán Gómez cubre estos mismos periodos de posguerra desde 1986; su película era, por tanto, una recreación histórica. El director añade un marco temporal: el exactor Carlos Galván (José Sacristán) rememorando aquella época desde la perspectiva de un hogar de ancianos de 1973. Sobre el papel parece un enfoque interesante del tema de la memoria, cuya importancia en esta época es difícil sobreestimar, pero lo cierto es que los vacilantes recuerdos de Galván son, con frecuencia, una mera excusa para el pitorreo (valga como ejemplo cuando el hombre se acuerda de un supuesto baile que tuvo con Marilyn Monroe y Fernán Gómez salta a materiales de archivo manipulados donde vemos al icono rubio embelesado junto al larguirucho Sacristán). Otro problema consiste en que la representación de la España rural en que transcurre la historia también se reduce a estampas turísticas estereotipadas como escenas de pintorescas localidades, pregoneros en soleadas plazas de pueblos o cortijos decorados con carros de madera cuidadosamente colocados y tiestos con geranios. Producida por Julián Mateos, el mismo productor de Los santos inocentes (1984), El viaje a ninguna parte incurre en la misma nostalgia que este filme de Mario Camus manifiesta hacia el ámbito rural (la migración interna a las ciudades era en España un fenómeno reciente, de la década de 1960); solo que, si en Los santos inocentes Camus logra

13 Véase Bentley (2008, 262, nota 10). También Saura usaría el tema de los cómicos de la legua en ¡Ay, Carmela! (1990).

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sacar a relucir algunas de las contradicciones de la nostalgia cuando una llamativa dirección de fotografía crea un curioso contraste con la dureza representada (véase Faulkner 2006b), en El viaje a ninguna parte Fernán Gómez no consigue extraer semejantes contradicciones: el marco narrativo, que presenta a un Sacristán envejecido de forma poco creíble mediante el maquillaje y una peluca, resulta demasiado débil; no se nos ofrece, así, sino nostalgia a secas. Tanto Los santos inocentes como El viaje a ninguna parte, cintas ambas middlebrow, son tratamientos directos y serios del pasado rural: las dos hunden sus raíces en un contexto cultural de conflicto entre amnesia y memoria y usan sendos marcos temporales para indagar en el pasado. Pero si en Los santos inocentes había algún logro, tal no es el caso en El viaje a ninguna parte. Con Mambrú se fue a la guerra, escrita por Pedro Beltrán y estrenada antes durante el mismo año de 1986, Fernando Fernán Gómez sale airoso donde con El viaje a ninguna parte fracasaba. El meollo es parecido: ambas cintas procuran confrontar el pasado con el presente mediante la memoria de un hombre concreto. Ahora bien: mientras que en El viaje a ninguna parte el director ofrece una recreación histórica melodramática prodigando esfuerzos —y presupuesto— para recrear la época de la posguerra, así como añadiendo un endeble marco temporal, en Mambrú se fue a la guerra se centra en desarrollar la idea principal mediante la tragicomedia (y logra hacerlo mejor). El propio director interpreta en la película al abuelo Emiliano, antiguo tamborilero republicano que, tras permanecer escondido durante los treinta y seis años de la dictadura, reaparece con la muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975. (A las personas en semejante situación se las llamaba «topos», véase Deveny 1990)14. Podría sostenerse que el personaje tragicómico de Emiliano, que Fernán Gómez interpreta con 14 La ocupación de Emiliano como músico explica el título de la película, que es «el primer verso de una canción popular originariamente cantada por los soldados de Napoleón. La referencia es al duque de Malborough, y las tropas británicas replicaban cantando con la misma melodía: “For he’s a jolly good fellow...” [= Porque es un muchacho excelente...]» (véase Bentley 2008, 263). ¡Ay, Carmela! también usa el título de una canción popular.

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una mezcla de dignidad y picardía que le valió un Goya al mejor actor en 1987, trasciende el contexto de la España de la década de 1980 para representar, en cambio, la experiencia universal de la perplejidad y el desconcierto derivados del cambio y la ausencia; lo cierto es que, en el contexto de la España de la década de 1980, el mecanismo de la trama resulta acerbamente satírico. Este Emiliano permite a Fernán Gómez ofrecer una crítica que apunta en dos direcciones: en primer lugar, el personaje encarna el pasado de la España de la Guerra Civil y de antes de la misma, que él conoció, en su juventud, como tamborilero y ayudante de farmacéutico; en segundo lugar, su perplejidad al salir de treinta y seis años de encierro voluntario en un sótano oculto bajo un depósito de agua en el patio de la casa alude a los meses inmediatamente posteriores a la muerte del dictador. Pensemos en una de las escenas del comienzo, cuando Florentina invita a su marido a examinar el centro de la ciudad con unos prismáticos: Emiliano se los lleva a los ojos y compartimos su perspectiva de mirilla mientras va recorriendo con el artilugio lo que constituía, antes de su encierro, el centro de poder de la localidad (la iglesia). La indicación de su esposa de que dirija su atención al ayuntamiento y al alcalde —a quien vemos flanqueado por guardias civiles— encierra esas turbadoras continuidades y rupturas de la España de la década de 1980 a que aludíamos al comienzo del presente capítulo: si el cambio consiste en que el poder ya no reside en la Iglesia, la continuidad consiste en que ahora parece residir en una institución cercana cuya importancia también viene subrayada arquitectónicamente (el ayuntamiento). Puede, en efecto, que el caudillo esté muerto, pero el alcalde sigue siendo una figura masculina («Paco», rival político de Emiliano durante la guerra; personaje bajito y orondo que guarda una obvia semejanza con el antiguo dictador, Francisco Franco). Esta visión crítica del presente viene reforzada por la subsiguiente evolución de la trama. Por un lado, la democracia trae consigo el cambio y la justicia: Florentina, la «viuda» de Emiliano, tras treinta y seis años fingiendo la muerte de este para no delatar su ocultamiento, recibe una pensión de viuda de guerra que se le adeuda con atrasos. Toda esta democracia, todo este cambio y toda esta justicia llevan aparejados, no obstante, el materialismo, la avaricia y los

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5.5 Relaciones familiares post-franquistas. Encarna (izquierda) e Hilario (derecha) consideran a Emiliano (centro) una carga. Mambrú se fue a la guerra (Fernán Gómez 1986)

chanchullos: la familia de Emiliano no va a permitir su «resurrección», pues ello implicaría sacrificar el dinero. En la escena en la que por primera vez le plantean el problema, los ojos de Emiliano están oscurecidos por las gafas que lleva para acostumbrarse al sol, así que el espectador debe imaginarse, en parte, la expresión desolada del hombre cuando su familia da voz a los nuevos valores materialistas de la España de la década de 1980: prefieren aparentar que sigue muerto para poder gastarse el dinero de la pensión. La película continúa con un contraste abierto entre por una parte un idealismo político y una moral del honor representados por Emiliano y, por otra, un materialismo especialmente representado por la siguiente generación, empezando por su hija Encarna (Emma Cohen), cuyo nombre refleja su preocupación por el bienestar material,

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y siguiendo con su yerno, Hilario, personaje interpretado por un Agustín González que retoma el que parece ser su invariable papel de cínico materialista. Hilario recoge más que nadie la irritación de la familia por que Emiliano viva, pues semejante circunstancia hace peligrar las ventajas materiales que les proporciona la pensión. En opinión de Thomas Deveny (1990, 393), esto lo ponen de relieve dos escenas, ambas concisas pero claras. En la primera, Fernán Gómez muestra a Hilario llevando a casa a cuestas a Emiliano tras torcerse el hombre un tobillo al marcharse de allí por no sentirse querido. («Metafóricamente», escribe Deveny, «Hilario siente que lleva muchos años cargando de Emiliano»). La segunda escena ahonda en la misma metáfora de la vista que también se usa en otras secuencias (el efecto cegador que afecta al antiguo «topo»): si el sol del día — símbolo de los valores a la orden del mismo— oscurece la visión de Emiliano, Encarna e Hilario sumen la casa en una oscuridad literal y metafórica con su materialista adquisición de nuevos electrodomésticos: puestos a funcionar a la vez, el nuevo televisor y la nueva aspiradora «hacen saltar los plomos simbólicamente». Hay también un obvio contraste entre Emiliano y sus nietos, Manolín y Juanita: cuando Manolín pregunta a su abuelo si era «decente», este replica: «Yo era honrado»; en una pregunta análoga del abuelo al nieto sobre la política, Manolín contesta: «Yo de política paso». En estos ejemplos, el idealismo político y moral de Emiliano se confronta con el «pasotismo» que —se dice— caracteriza a la juventud española de la democracia. (Téngase en cuenta, no obstante, el movimiento activista de jóvenes anticapitalistas comprensiblemente «indignados»). La incapacidad de esta generación de sustraerse al conflictivo pasado español se refleja, en otras partes del filme, mediante la relación de Juanita, la nieta de Emiliano, con Rafa, nieto de Paco, el alcalde derechista. La joven pareja queda estupefacta ante la oposición de sus familias a su relación, pero la imagen de la rueda hidráulica ante la que están sentados mientras planean fugarse transmite la idea de una historia que se repite (véase Deveny 1990, 393). Nos hallamos, pues, ante un producto middlebrow de calidad y bien conseguido: un filme que da que pensar pero resulta, al tiem-

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po, claro. El carácter accesible viene dado también por el uso de la comedia: Mambrú se fue a la guerra, película escrita por Beltrán —quien ya había colaborado con Fernán Gómez en el guion de El extraño viaje (1963) además de haber trabajado con Berlanga—, gira en torno a una trama cómica sobre la hipocresía; en esta cinta de Fernán Gómez se advierte, como en el cine de Berlanga, una afiliación al género del sainete (piénsese en el efecto coral de usar una amplia gama de personajes a menudo de clase trabajadora, así como en el énfasis en la ambientación). Mambrú se fue a la guerra recurre, igual que Plácido —véase el capítulo tercero—, a la comedia en la idea de generar un oscuro efecto satírico; ambas películas apuntan, en efecto, a la hipocresía: la del contexto católico de la década de 1960 en el caso de Berlanga, y la del contexto materialista de la década de 1980 en el de Fernán Gómez. Hay, con todo, una diferencia, y a ella se debe que Mambrú se fue a la guerra sea un filme de carácter middlebrow y Plácido no. Me refiero a los matices de la oscuridad. Ilustran este extremo dos secuencias parecidas: cuando en la cinta de Fernán Gómez Hilario lleva a cuestas a Emiliano, la metáfora es satírica pero la comicidad del tratamiento es de un cariz más ligero que sórdido; cuando en la cinta de Berlanga Pascual fallece, el trato que recibe este incómodo cadáver —que viene arrojado sin mayor ceremonia al motocarro de Plácido para descargarlo en su casa— es de tipo cómico y sórdido a la vez (humor negro en estado puro). Mambrú se fue a la guerra, película middlebrow, supone un ejemplo de subvención bien gastada: aunque su tratamiento del pasado reproduce —es obvio— las «irreprochables credenciales antiautoritarias» que Smith (1996, 25) identifica en el tipo de textos literarios que el cine miroviano solía preferir adaptar, su tratamiento del presente resulta refrescante. El resumen que de este filme ofrecía José Ramón Pérez Ornia en una reseña aparecida en El País —el crítico habla (citado en Deveny 1990, 394) de «una acerba película sobre la muerte de los ideales y esperanzas de antes de la guerra, así como sobre el disgusto ante la izquierda actual»— revela la taimada irreverencia de Mambrú se fue a la guerra hacia al Gobierno socialista que lo subvencionó.

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La mitad del cielo (Gutiérrez Aragón 1986) John Hopewell plantea (1999, 166) que 1981 marca un hiato en la carrera de Manuel Gutiérrez Aragón: Hasta Sonámbulos (1978), […] este director pensaba que el cine «necesariamente exploraba su propio lenguaje como habían hecho la poesía y la pintura». Ahora veía, en cambio, el peligro de que las películas se convirtieran en «arte para cinéfilos» cuando lo que debían ser era arte de masas. Así pues, desde […] Maravillas (1981), Gutiérrez Aragón normalmente ha trabajado dentro de géneros, se ha servido de estrellas y ha adoptado el boato pictórico que, desde 1982, fomentaban las autoridades cinematográficas del PSOE.

Se trata, en efecto, de un útil resumen de ese movimiento hacia el centro que comentábamos, en este mismo capítulo, a propósito de Saura, Camus, Betriu y Fernán Gómez15. Pues bien: el marco middlebrow adoptado en el presente libro nos permite analizar con benevolencia semejante cine centrípeto —compensando las cuestiones contextuales con análisis textuales pormenorizados— sin volvernos por ello insensibles a lo que cabría llamar el «poso de cine de autor» (auteurist residue)16 dejado por un director como Gutiérrez Aragón, otrora situado en la vanguardia del cine antifranquista de arte y ensayo (véase Hopewell 1986, 164). Los ataques de Hopewell a la política cinematográfica del PSOE son un recordatorio de que películas como Mambrú se fue a la guerra, La mitad del cielo o El rey pasmado (Uribe 1991) —analizada esta última en el capítulo sexto— se asociarán siempre al controvertido sistema de subvenciones que las financió, pero este libro plantea que ya va siendo hora de liberar a algunas de estas cintas del abrazo asfixiante de la «ley Miró» para, en lugar de condenarlas automáticamente, anali-

15 A propósito de La mitad del cielo, de Gutiérrez Aragón, Carlos Losilla escribía airado (1989, 41) que «cineastas antaño personalísimos» abogan ahora «por una vistosa vulgarización». 16 Deseo agradecer a Susan Martin-Márquez el que sugiriese esta expresión en respuesta a una ponencia mía en el congreso Screen (Universidad de Glasgow, 2011).

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zarlas como productos middlebrow. En los próximos capítulos sugeriré que otra manera de rescatar tales cintas del contexto de las subvenciones de la década de 1980 consiste en hacer ver que supusieron algo más que una forzada injerencia del Estado en la cultura, toda vez que continuaron influyendo en el cine español de las décadas siguientes, si tenemos en cuenta que, a día de hoy, los filmes middlebrow siguen teniendo público. Desuncir La mitad del cielo —novena película de Gutiérrez Aragón— del yugo sofocante de la «ley Miró» no parece complicado, y una manera sería poner de relieve los rasgos propios del cine de autor en esta cinta presentes. (Tal hace Bernard Bentley 1995 en un sensible estudio que usa una lectura pormenorizada de la forma fílmica de la secuencia de los créditos como trampolín desde donde saltar a analizar cuestiones políticas —y de roles de género— en el conjunto del filme). Por mi parte haré, basándome en dicho estudio de Bentley, una apología complementaria de La mitad del cielo como película middlebrow. Ahora bien: mientras que en el citado estudio de Bentley va implícito ver el filme desde la óptica del brillante cine de autor que el director había realizado con anterioridad, yo me permito el beneficio de la mirada retrospectiva y veo la cinta desde la óptica del cine middlebrow que el director realizaría posteriormente, en particular la serie televisiva El Quijote de Miguel de Cervantes (1991). Mambrú se fue a la guerra resulta —decíamos en el apartado previo— lo mismo desafiante que accesible en su tratamiento cómico de la idea central de la trama, el choque de un «topo» republicano con el entorno de la época; La mitad del cielo llega a un resultado igualmente middlebrow, solo que por muy distintas vías. Este hermoso y pautado melodrama recorre, en efecto, las décadas cruciales de la vida de una joven llamada Rosa: desde 1959, fecha anunciada en un intertítulo al comienzo del filme, hasta la década de 1970, lapso de tiempo que también podemos inferir de referencias al cambio habido durante la dictadura en el equilibrio de fuerzas (el poder pasó de los falangistas, que dominaron las décadas de 1940 y 1950, a los tecnócratas, que dominaron las de 1960 y 1970). La mitad del cielo es en parte un biopic en la línea del Bildungsroman decimonónico, en parte una crónica del éxodo rural, en parte un documento crítico de las déca-

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das centrales del franquismo y, en parte, un estudio feminista sobre la superación de dificultades por parte de la mujer en un contexto patriarcal; Bentley tiene, por ende, razón al insistir (1995, 260) en que la posibilidad de «una serie de lecturas» es una clave desde la que acercarse a esta película. Pero si las múltiples interpretaciones pueden considerarse una característica del cine de autor —especialmente en el contexto español, en el que tanto los directores como los públicos habían aprendido la técnica para burlar a la censura—, en La mitad del cielo el carácter accesible del tratamiento permite hablar de una polivalencia interpretativa de corte middlebrow. Nos hallamos, por tanto, en este filme bien lejos de ese cine político «a duras penas comprensible» (véase Vilarós 1998b, 188) que Gutiérrez Aragón dirigiera durante la dictadura y la Transición. Las cuatro facetas que acabo de identificar en La mitad del cielo se solapan claramente unas con otras: si la película comienza con un prólogo de la abuela de Rosa (interpretada por una imponente Margarita Lozano), esto difícilmente desorienta al espectador, quien en seguida entiende que la protagonista es Rosa, una brillante Ángela Molina que vio premiada su actuación17. La película va siguiendo el desarrollo de esta mujer, afanosa hija en un principio de un trabajador de una central eléctrica de la Cantabria rural —en los créditos leemos «un pueblo en la Cordillera Cantábrica»—, emprendedora, resolutiva e inteligente nodriza luego, dueña de un puesto de mercado después y exitosa hostelera, por último, en la capital de España. Tampoco tiene mayor complicación la oposición que se establece entre la España del campo y de la urbe, oposición que se logra mediante el prólogo ambientado en el pueblo, así como con la presencia de la familia de Rosa (especialmente la abuela) en la ciudad junto a ella. Barry Jordan y Rikki Morgan-Tamosunas sostienen, en efecto (1998, 49), que la presencia de la abuela apunta a la «imposible integración» entre los mundos rural y urbano, a cuyo fin aducen el icónico plano de Lozano caminando en zuecos por la M-30 (autovía que circunvala Madrid); el partido que

17 Mejor actriz en los «Fotogramas de Plata» y en San Sebastián, aparte de nominada para un Goya.

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en el contexto urbano Rosa saca de los conocimientos adquiridos en el campo es, no obstante, indicio de una perfecta integración: como ha alumbrado en el pueblo a la hija de su difunto esposo, también puede dar el pecho al hijo del político falangista don Pedro (memorablemente interpretado por Fernando Fernán Gómez)18 y gracias a ello puede mudarse a la ciudad, donde sus conocimientos culinarios le valen el apoyo de don Pedro y le permiten regentar una casquería en el mercado; del mismo modo, los contactos, la destreza y el trabajo duro la llevan a tener éxito como dueña de un restaurante. Así pues, en una sorprendente lectura adicional, esta película sería también un manual de instrucciones de cómo salir adelante en un contexto de mercado capitalista. De carácter middlebrow es asimismo la forma en que Gutiérrez Aragón enfoca las cuestiones potencialmente problemáticas del antifranquismo y el feminismo. Al poner el foco en la vida de Rosa, el director relega su crítica antifranquista a un segundo plano (de modo semejante al de Camus en La colmena). Como en esta película, en La mitad del cielo el régimen también se presenta a través de inquietantes referencias a una institución hostil, no a través de provocadoras referencias a una institución aterradora: igual que al Martín de Camus lo paran en la calle y le piden los papeles —tras lo cual lo arrestan por un crimen que no ha cometido para liberarlo solo al final—, en La mitad del cielo presenciamos un encontronazo parecido con las autoridades: en el mercado Juan, cliente y futuro amante de Rosa, se niega a que lo registren y Rosa pega a Delgado, el encargado, dejándole sangrando la nariz; ambos van a dar en calabozos franquistas, pero ambos son rescatados en virtud de nepotismos (don Pedro tiene la fineza de hacer que suelten a Rosa, y a Juan lo liberan por un contacto de su familia). La comida está en el centro de más secuencias significativas desde el punto de vista político; sirva de ejemplo cuando, en el matadero, Ramiro «se dirige a reses abiertas en canal como si fueran dignatarios» (véase Bentley 1995, 262), o bien los discursos y comportamientos de los ministros del Gobierno que van a cenar al restaurante de Rosa. El

18 Mejor actor en los «Fotogramas de Plata».

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retrato del franquismo es, más que condenatorio, poco halagador; su ejecución, interesante pero no oscura. La comida vuelve a ser clave de cara a una interpretación feminista de la película. En este ámbito, el planteamiento de Gutiérrez Aragón resulta incipiente, y quizás cupiese criticarle por no abordar temas como la pobreza rural y lo inadecuado de la educación femenina (si bien a Olvido se la muestra, a diferencia de su madre, estudiando y yendo a la escuela); sería no obstante poco generoso desdeñar el ascenso «feminista» de Rosa por ser producto de la combinación de, por un lado, la infinita buena estrella del personaje y, por otro, la extraordinaria belleza de la actriz. Si el espectador acepta, en efecto, lo tentativo del tratamiento y no cuestiona la problemática división que se establece entre la política como terreno de poder masculino y la comida como «ámbito de poder femenino» (Katherine Kovácks citada en Bentley 1995, 264), el resultado es una lectura jugosa y clara. Porque militar en el feminismo y al mismo tiempo dar el pecho o hacer arroz con leche o bechamel para croquetas parece, sobre el papel, una fusión imposible y ligeramente ridícula de opuestos; el matizado planteamiento de Gutiérrez Aragón y la inteligente actuación de Molina convencen, sin embargo, al espectador. Bentley sostiene, por ejemplo (1995, 266), que… …las ocupaciones femeninas tradicionales han dejado de mostrarse como cosa servil o degradante; en el caso de Rosa, conforme la trama avanza van convirtiéndose, antes bien, en una fuente de poder y autoridad que le proporciona independencia económica y le permite rechazar las propuestas sociales y sexuales que recibe.

El prudente planteamiento middlebrow consiste pues en, tras seleccionar un terreno que se considera universal —aquí el de lo culinario—, dotarlo de unas tentativas connotaciones políticas. De hecho, Gutiérrez Aragón pone en práctica esta misma maniobra con otro ámbito ampliamente accesible: el de los cuentos de hadas. Si releer cuentos de hadas desde una perspectiva feminista resulta menos original, la versión de Cenicienta en La mitad del cielo ofrecida no deja de tener su toque. Esta Rosa-Cenicienta brega, en efecto, con los obstáculos

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de unos orígenes humildes, un padre inútil y unas hermanas feas para alcanzar la fortuna a través de la determinación, la ingenuidad y una gigantesca abuela-hada: su destino no consiste en meter un piececillo diminuto en un precioso zapatito y casarse con el príncipe azul, sino en encontrar una estabilidad económica independiente y mantener relaciones sexuales conforme a sus propios términos; su restaurante se convierte, así, en un éxito aplastante y ella misma se solaza —de aquella manera— en una complicada relación triangular con don Pedro y Juan. Ese aplomo se refleja en el último plano de Rosa en la película, después de haber rechazado la propuesta matrimonial de ambos hombres: una esplendente Molina profusamente maquillada y con un vestido negro de encaje y accesorios de diamantes está sentada, en su propio restaurante, en el banquete nupcial de Juan flanqueada por este a la derecha y, a la izquierda, don Pedro (su protector). La afiliación genérica del filme en su conjunto al melodrama — sencilla de establecer— viene complementada por el nivel de la producción, controvertidamente financiada por una subvención de la «ley Miró». Como en dicho género melodramático cabía esperar, la ambientación se evoca cuidadosa y convincentemente (los espacios rurales del prólogo, el mercado donde Rosa abre su casquería, el restaurante en que tiene lugar su éxito…); también la parte de la puesta en escena relativa a vestuario y utilería resulta crucial. Ya vimos, a lo largo del libro, numerosos ejemplos de cintas middlebrow que utilizaban referencias a la alta cultura, con frecuencia recurriendo a la adaptación literaria, pero en una película como La mitad del cielo podría argumentarse que el aspecto de la remisión a la cultura de prestigio queda ya bastante cubierto con un director de la trayectoria de Gutiérrez Aragón. Lo que no quita que también encontremos una evidente referencia a una de las obras de arte más célebres del Siglo de Oro español: Las meninas, de Velázquez. Dicha referencia no solo cumple la función de halagar a los miembros del público que la adviertan, sino que pone de relieve la importancia de la puesta en escena en el melodrama. Las meninas es, en efecto, una de las obras más autorreflexivas del arte universal (tanto en sentido literal como figurado); Gutiérrez Aragón la utiliza, a su vez, autorreflexivamente para dirigir la atención al vestuario de Rosa: si en una escena anterior de la joven vistiéndose

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5.6 El intertexto velazqueño. Olvido (izquierda), el chico, Rosa y Juan. La mitad del cielo (Gutiérrez Aragón 1986)

el fantasma de la abuela la había advertido —vía Olvido— de que «ponerse muchos adornos es cosa de nuevos ricos», en esta escena de Las meninas —Rosa vistiéndose para el banquete de bodas de Juan— ya la protagonista no precisa de consejo. Su ropa no exagera sino simplemente refleja su ascenso social. El color negro no es luto de viuda sino calibrado contrapunto al blanco del vestido de novia de la nueva esposa de su amante. Los tradicionales zuecos de la abuela también rezuman connotaciones narrativas, puesto que simbolizan tanto el ámbito rural como el poder mágico del personaje de predecir el futuro. Olvido, la hija de Rosa, hereda el don de la abuela, cuyo espíritu conjura si se pone los zuecos. Cuando la niña hace sobre Juan el mismo vaticinio de muerte que la abuela hiciera sobre Antonio —el primer marido de Rosa, muerto antes de nacer Olvido—, Rosa resuelve romper el supersticioso ciclo, cosa que no viene expresada mediante el guion sino por la puesta en escena: llegado el día de la boda de Juan, se dispone a embellecer —tras haberse vestido ella misma cuidadosamente— con sus propias joyas a Olvido y a apartar los zuecos de la abuela. Simbó-

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licamente engalanada con las joyas de su madre en lugar de calzada con los zuecos de su bisabuela, Olvido ya no puede invocar a esta y, olvidándola como su nombre prometía, comienza en cambio a vivir en el presente. La clave del éxito de La mitad del cielo, lo mismo como melodrama que como tratamiento middlebrow de diversos temas interrelacionados —el biopic, el estudio de la dicotomía campo-ciudad, el documento político y el cuento de hadas feminista—, reside en las interpretaciones que Gutiérrez Aragón consigue de sus actores. Destaca la sobria encarnación de Molina para la no menos sobria Rosa, aunque también resultan esenciales los matices que Fernán Gómez sabe introducir en su retrato del bondadoso protector y político falangista don Pedro, quien suscita en la protagonista una compleja mezcla de gratitud filial, respeto en términos de clase y amor sexual. Sin olvidar a Lozano, quien, aunque hubo que sufrir que le doblasen la voz por causa de su acento italiano (véase Torres 1992, 203), logra evitar estereotipos en su interpretación de las supersticiones y tradiciones de la España rural19.

19 Lozano ganó el premio de la Asociación de Cronistas de Espectáculos a la mejor actriz secundaria.

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Capítulo sexto El cine middlebrow de la década de 1990. De Miró al cine social

En la década de 1990, la España democrática, miembro de la OTAN desde 1982 y de la Comunidad Económica Europea desde 1986, vio perder al PSOE, en el poder desde 1982, las elecciones generales de 1996 ante el PP de José María Aznar. Este suceso podría considerarse un cambio de poder sin mayor relevancia en una democracia establecida, pero lo cierto es que instauró en España un Gobierno de derechas por primera vez desde la vuelta de la democracia. Mi selección de seis películas que analizar en detalle en el presente capítulo es, inevitablemente, parcial; revela, en cualquier caso, un abandono de esa preocupación por el contexto político y económico inmediato propia de muchos de los filmes hasta ahora analizados, en favor de un interés por los asuntos más amplios de los roles de género y la memoria1. A propósito de los roles de género, los estudiosos de la época posfranquista han señalado que la cultura española de entonces a menudo refractaba temas de cambio socio-político a través de ellos (a lo largo de este libro hemos visto, no obstante, numerosos casos de semejante refracción ya en épocas 1 Otra selección de películas de la década de 1990 podría revelar, por ejemplo, unos vínculos más estrechos con contextos políticos, como Bernard Bentley sugiere al escribir (2008, 282) que «los problemas y abusos de poder [del Gobierno socialista] se abrieron paso en las tramas de las películas y acaso contribuyeran a la subsiguiente debacle del PSOE».

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previas): Barry Jordan y Rikki Morgan-Tamosunas escribían, por dar un caso, a finales de la década de 1990 (1998, 117) que «el papel y el estatus de la mujer han sido el epicentro de los cambios sociales, económicos y legislativos que vienen reverberando en la sociedad española contemporánea desde el final de la dictadura». En cuanto a la «memoria», la menciono teniendo en mente la Ley de la Memoria Histórica que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero aprobaría en 2007, ley perteneciente al trasfondo cultural del próximo capítulo, donde examinaremos, de hecho, dos películas middlebrow que se encuadran en el contexto cultural de la controvertida ley de Zapatero; aquí la menciono porque, en la década de 2000, el interés por la Guerra Civil y su legado era cualquier cosa excepto nuevo. En el cine español, el primero en abordar el tema puede decirse que fuera Carlos Saura en La caza (1966), hito del cine disidente. En este capítulo analizo el tratamiento middlebrow que hace del tema de la memoria La hora de los valientes (Antonio Mercero 1998), cinta de éxito moderado. En muchos importantes estudios críticos sobre el cine español de la década de 1990 lo middlebrow queda fuera del foco de atención en virtud de un reiterado énfasis en las corrientes extremas del cine de autor vs. el popular; se pasan por alto, en efecto, los logros modestos para insistir, en cambio, recurrentemente en un fracaso estrepitoso o en una apoteosis triunfal. A comienzos de la década, las valoraciones del cine nacional eran apocalípticas; sirva de ejemplo, en 1992, un congreso presidido por Pilar Miró —la creadora del sistema de subvenciones tratado en el capítulo quinto—, cuya conclusión fue que «ya no había cine en España: que la industria fílmica estaba “humillada”» (citado en inglés por Smith 2000, 138). Para finales de la década, en cambio, ese mismo cine nacional era objeto de loor; el director y productor José Luis Borau sostenía, por ejemplo (1999, xxi), que «el cine español está atravesando su mejor época», si bien matiza el alcance de su afirmación limitándolo al cine de autor. Dejando a un lado la cuestión de si los críticos del cine español son algo dados a la hipérbole, una explicación alternativa de esta transformación de las opiniones reside en la tesis de la novedad, que ha resultado influyente en muchos estudios sobre esta década.

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En 1999 Carlos Heredero escribía, por ejemplo —en 20 nuevos directores del cine español (p. 11)—, que «Algo se mueve en el cine español», y originales y estimulantes eran, sin duda, muchos de los nuevos directores que debutaron en la década, algunos de los cuales son objeto de la mencionada monografía. Si entre 1984 y 1989 hicieron su primera película sesenta y dos nuevos directores (véase Heredero ibid.), entre 1990 y 2001 lo hicieron más de doscientos (Pavlović et al. 2009, 184). Aquí podemos contrastar, pues escribimos desde la perspectiva de 2012, las predicciones de Heredero en su análisis de veinte directores y ratificar que muchos, como Alejandro Amenábar o Icíar Bollain, prosiguieron una vigorosa carrera confirmando su promesa inicial. También hubo, por supuesto, una serie de «mutaciones industriales y legislativas» que Heredero (1999, 11) menciona, aunque no analiza. Aprobada en 1983, la «ley Miró», que adelantaba subvenciones para la realización de cine español de calidad, fue replanteada, en 1988, por Jorge Semprún, entonces ministro de Cultura. Para 1994, ocupando dicho Ministerio otra socialista (Carmen Alborch), el sistema fue «virtualmente desmantelado» (véase Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, 3). Cabe, pues, sostener que, al dejar de asociarse las subvenciones para cine a comités gubernamentales pasando en cambio a depender de la recaudación, el equilibrio de poderes se modificó. Disminuyó, en efecto, el peso de los directores —anteriormente los custodios de las subvenciones del Gobierno— en favor de los productores, que en adelante serían quienes asumiesen los riesgos de la producción cinematográfica.

En cuanto al mercado en el que habría de desenvolverse el cine de la década de 1990, Heredero también menciona (1999, 11) transformaciones en las características sociológicas del público. Núria Triana-Toribio señala, sin embargo, que el rejuvenecimiento del «nuevo público cinéfilo» en realidad se produjo a lo largo de la década anterior, en cuyo transcurso los espectadores menores de veinticinco años alcanzaron el ochenta por ciento. Este público rejuvenecido de la década de 1980 mostraba un rechazo creciente hacia

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el cine nacional: si en 1981 el veintiuno por ciento de las películas que se veían en España eran españolas, para 1991 el porcentaje había caído hasta el once por ciento (véase Deveny 1999, 22). Triana-Toribio (2003, 140-141) echa la piedra de esta culpa en el tejado de un cine miroviano que no supo conectar con los públicos jóvenes. Heredero (1999, 34) llega a la conclusión de que la nueva generación de directores de la década de 1990 hizo nuevas películas con nuevos temas en un mercado con nuevas condiciones volviendo, con ello, a atraer a este nuevo público al cine nacional. La de 1990 fue, sin duda, una década de cierto cambio y renovación, y el énfasis de Heredero en nuevos directores resulta especialmente sugestivo. Ahora bien: sin perjuicio del enorme atractivo de la novedad y la juventud, conviene no olvidar las enseñanzas de la historiografía del cine español de la década de 1960, en la que la novedad y la juventud de entonces —el NCE de nuevos directores formados en la Escuela Oficial de Cine— monopolizó la atención de la crítica a expensas, por ejemplo, de las corrientes populares, a las que pasó a llamarse, en virtud de un contraste poco imaginativo, VCE. En esta línea, Triana-Toribio ha realizado una crítica de las jeraquías patriarcales propias del cine de autor que, según ella, determinan el trabajo de Heredero sobre el cine español de la década de 1990. Heredero idolatra, por dar un caso (1999, 11), la obra artísticamente experimental de Julio Medem, cuyo lenguaje, propio del cine de arte y ensayo, resulta fácilmente traducible más allá las fronteras nacionales y es susceptible, por ello, de encontrar públicos en el extranjero; Triana-Toribio defiende, en cambio, la importancia de alternativas populares intraducibles que resultaron unas bombas de taquilla sin precedentes en la España de esta misma década, por ejemplo las sucesivas entregas de Torrente, de Santiago Segura. Esta estudiosa hace ver (2003, 141), al hablar de «nuevas vulgaridades» y señalar la deuda de las mismas con anteriores fórmulas populares (low-brow) de buen funcionamiento comercial como el VCE de la década de 1960 y el «destape» de la de 1970, que semejantes películas encontraron un público multitudinario entre esos espectadores adolescentes y no politizados cuya hegemonía ella retrotrae a la década de 1980.

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El análisis del cine español de la década de 1990 se nos presenta, pues, especialmente polarizado. Hemos visto, por una parte, el entusiasmo de profesionales como Borau y críticos como Heredero por directores de cine de autor que tienen gran éxito en términos artísticos y han atraído, además, al público en circuitos de distribución tanto nacionales como internacionales2; por otra parte hemos visto las «nuevas vulgaridades» de directores a los que se ha dispensado el pintoresco nombre de «hijos bastardos de la posmodernidad de los ochenta» (véase Pavlović et al. 2009, 184) y que, en términos comerciales, han tenido un éxito arrollador. (A pesar de toda su vulgaridad, su actitud política reaccionaria y su mal gusto —Pavlović et al. ibid., 185—, a algunos de tales directores también se los ha «considerado ingeniosos por [su] estupidez deliberada»; véase ibid., 186). Estas tendencias aparentemente contrarias de lo artístico y lo vulgar, en realidad comparten su rebeldía contra el cine miroviano middlebrow de la década de 1980: la tesis de la novedad que se ha asociado al cine de autor es un rechazo implícito de la repetición formular de que se acusaba al cine miroviano, la oposición al cual se vuelve explícita en el caso de las «nuevas vulgaridades»; según apunta Triana-Toribio (2003, 151), «el lema publicitario que acompañó el lanzamiento de Torrente —“Justo cuando creías que el cine español estaba mejorando”— indica que las comedias neo-vulgares rechazan, de manera autoconsciente, el modelo miroviano de “película buena”». Existen relatos críticos alternativos que han empezado a añadir gamas de grises a este retrato en blanco y negro de un cine español de la década de 1990 consistente en cine de autor vs. vulgaridad. En su resumen, por ejemplo, sobre el cine de autor de esta época, Peter Evans reconoce (1999, 1) «un nuevo cine español de talento emergente» pero se preocupa de añadir que hay «un sano equilibrio entre el trabajo de directores nuevos y directores consolidados cuyas películas se caracterizan por una madurez tanto formal como de contenido». Escribiendo, en cambio, sobre el conjunto del cine español del mismo

2 Véase, por ejemplo, el resumen que Santaolalla ofrece (1999, 310) de la recaudación del debut de Julio Medem (Vacas, de 1991).

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periodo, Tatjana Pavlović et al. (2009, 184) dejan a un lado la manida tesis de la novedad y enumeran las siguientes tendencias: «los llamados “hijos bastardos de la posmodernidad de los ochenta”, […] un regreso al cine comprometido y al “realismo social”, películas históricas de época, un boom de directoras, y cineastas veteranos que se han reinventado en el nuevo contexto socio-político y cultural». Dichas tendencias surgieron —véase Tatjana Pavlović et al. ibid., 182— en el renovado sector audiovisual global de la década de 1990, que incluía nuevas estructuras de distribución y exhibición. (Tales estructuras «se basaban en circuitos de cine de arte y ensayo alimentados por festivales —así como en la financiación de las televisiones y en el creciente número de coproducciones—, y se caracterizaban por lo difuso de la linde entre el cine de arte y ensayo y el cine comercial»). Se nos presenta, así, una contradicción: por una parte, la persuasiva interpretación de un cine español de la década de 1990 que, dividido en piezas de autor vs. vulgaridades, reaccionaría en cualquier caso contra lo middlebrow; por otra, la descripción de un entorno audiovisual que, según acabamos de ver, promovía un desdibujado «de la linde entre el cine de arte y ensayo y el cine comercial». Pues bien: acaso nos ayude a desenmarañar este nudo una reconsideración del intrincado asunto del público. En el capítulo cuarto expliqué que, a comienzos de la década de 1970, el productor José Luis Dibildos identificó un público emergente de clase media para películas españolas middlebrow, y que las producciones de esta llamada «tercera vía» confirmaban, con su razonable éxito comercial, el auge de dicho público. El posterior éxito de las reformulaciones de tal «tercera vía» llevadas a cabo en ciertas cintas (ya que en modo alguno en todas) pertenecientes al «cine de la reforma» de finales de la década de 1970, así como a la «comedia madrileña» del mismo periodo y de comienzos de la década de 1980 —y al cine miroviano de esta misma y de comienzos de la siguiente—, apunta, por otra parte, a que siguió existiendo un público interesado en semejantes productos middlebrow. Un estudio sobre el público llevado a cabo por Francesc Llinás en 1986 (citado en Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, 32) confirma, de hecho, que «el nuevo público cinéfilo se consideraba a sí mismo, cada vez más, miembro de la clase media, educado y liberal», aunque hay que decir que el «se consideraba

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a sí mismo» —en vez de simplemente «era»— hace que esto tampoco nos sirva de mucho. Los datos (ya más fiables) sobre la afluencia de espectadores en la década de 1990 sí que ratifican, no obstante, que el mencionado público de clase media para películas middlebrow seguía existiendo, hipótesis respaldada por el moderado éxito, entre los públicos nacionales, de las películas analizadas en el presente capítulo y en el próximo. En su cuidadoso examen de estos datos, Paul Julian Smith (2003, 146-150) establece como nuevos rasgos de este público de la década de 1990 el ser cada vez más acomodado, más culto, más urbano y más femenino (véase Smith ibid., 148-149). La descripción de este autor conecta, pues, con el público de clase media que en la década de 1970 identificara Dibildos, pero su mencionado estudio nos recuerda que aquel público no se mantuvo inalterado. Cualquier planteamiento que allane el terreno que estudia resulta, en efecto, problemático. De este modo, el análisis del cine español middlebrow del presente libro quisiera sacar a relucir continuidades hasta hoy pasadas por alto sin dejar por ello de reconocer las diferencias. Así pues, en el capítulo que arranca postularé un cine español middlebrow de la década de 1990 que, sensible al nuevo entorno, también se retrotrae a manifestaciones anteriores de la corriente middlebrow; someto a análisis pormenorizados, más que esos extremos tan discutidos del cine de autor vs. el vulgar, cintas representativas del cine miroviano contra el que ambos se rebelaban, así como del resto de corrientes que Pavlović et al. nos recordaban recién: el realismo social, el cine de época, y los cineastas veteranos reinventados. El cine miroviano es la versión española más célebre —y odiada— del cine middlebrow, pero yo sostengo, basándome en la tesis que he desarrollado a propósito del cine español middlebrow posterior a 1970, que precisamente cuando Santiago Segura se regocijaba en la idea de una (nueva) vulgarización del cine español, la corriente middlebrow del mismo seguía floreciendo modestamente. Pues si a algunos profesionales y críticos se les venía el mundo encima con el fracaso del cine middlebrow subvencionado de los socialistas, otros —entre los cuales nada menos que Pedro Almodóvar— adoptaron y adaptaron las características formales de lo middlebrow para hacer películas que siguiesen atrayendo a públicos españoles en la década de 1990 y después.

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Empiezo analizando una de las últimas películas de la «ley Miró»: la comedia histórica de 1991 El rey pasmado, de Imanol Uribe, veterano director vasco que, con esta cinta, se aleja de sus películas de autor sobre temas políticos contemporáneos. (Hay importantes críticos para quienes esta cinta representa al conjunto del cine miroviano, pero yo señalo muchas de las diferencias y sugiero que apunta al cine heritage que, a partir de mediada la década de 1990, será una faceta clave del cine español middlebrow). Tras dicho primer apartado, dedico el resto del capítulo a indagar en cómo el cine español middlebrow fue reorganizándose en la estela del fracaso de la «ley Miró». Comienzo con La flor de mi secreto (1995), filme que los especialistas en Almodóvar saludaron como una vuelta al camino tras el «periodo problemático» que el director tuvo (véase Pavlović et al. 2009, 179) con ¡Átame! (1990), Tacones lejanos (1991) y Kika (1993): mientras que algunos críticos han apelado al discurso elitista del arte elevado para indicar en el cambio de rumbo de Almodóvar el comienzo de una época «azul» tras un periodo previo «rosa» —cambio que asociaría a Almodóvar con Picasso (Vincent Ostria citado en Smith 2003, 150)—, por mi parte sugiero, para ubicar la obra del director manchego, el paradigma alternativo de lo middlebrow. Si en La flor de mi secreto Almodóvar relaciona la literatura y el cine estudiando la vida de un escritor, más adelante en la década exploran las relaciones entre literatura y cine otros dos famosos nombres del cine español moderno, solo que ellos lo hacen mediante un retorno —acaso sorprendente— a la adaptación literaria clásica: ignorando las asociaciones negativas del cine miroviano con las adaptaciones de prestigiosos textos literarios, la propia Miró enlaza con las corrientes europeas heritage de la época y propone, en 1997, una dinámica e ingeniosa versión del clásico de Lope de Vega El perro del hortelano (1618); un año después, en 1998, José Luis Garci, reconocido por actualizar la «tercera vía» mediante el desarrollo del «cine de la reforma» y la «comedia madrileña» en la década de 1970 (véase el capítulo cuarto), lanza la que sería una cuarta versión —bastante reverente— en el cine español de la novela El abuelo (Pérez Galdós 1897), cuya primera adaptación analizábamos en el capítulo primero. Cierro el capítulo con dos muestras finales de lo middlebrow: si El rey pasmado, La flor de mi secreto, El perro del hortelano y El abuelo vuelven

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los ojos a referentes literarios, Antonio Mercero —cuya adaptación de La guerra de papá de Delibes analizábamos en el capítulo cuarto— explota las referencias pictóricas en su retrato de la Guerra Civil española La hora de los valientes (1998); en cuanto al análisis del último filme del capítulo —el estudio socio-realista de la maternidad y la violencia doméstica que en Solas (1999) lleva a cabo el nuevo director de cine de autor Benito Zambrano—, apunta a una interpretación del llamado «cine social» como mezcolanza middlebrow de, por un lado, el prestigioso (highbrow) neorrealismo italiano y, por otro, ese cine popular (lowbrow) sobre paletos al que, en el capítulo tercero, tuvimos ocasión de asomarnos con La ciudad no es para mí.

El rey pasmado (Uribe 1991) Considerada por bastantes críticos la película miroviana por antonomasia, El rey pasmado —la quinta película de Imanol Uribe y su primera incursión en los tres ámbitos nuevos del cine histórico, la comedia y la adaptación literaria— constituye en muchos sentidos un filme atípico. Aunque es verdad que las ambientaciones de época son cosa habitual en el cine miroviano, los periodos preferidos no dejan de ser la Guerra Civil —por ejemplo en Réquiem por un campesino español (Betriu 1985)— y, con mayor frecuencia, el franquismo —por ejemplo en La mitad del cielo (Gutiérrez Aragón 1986), analizada en el capítulo quinto—; Uribe ambienta sin embargo su película —en la línea de la novela de Gonzalo Torrente Ballester en que la misma se basa— en el llamado Siglo de Oro, concretamente en el xvii, con un rey que se asemeja, en conducta y aspecto, al joven Felipe IV3. La mayoría de cintas mirovianas implementan las referencias a la alta cultura propias de lo middlebrow mediante referencias a la literatura hechas en forma de adaptación literaria; adaptan, en su mayoría, novelas y obras de teatro de autores antiautoritarios de comienzos o

3 Torrente Ballester era un antiguo falangista y uno de los guionistas de Surcos (véase el capítulo segundo).

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mediados del siglo xx, valga el caso de Federico García Lorca —La casa de Bernarda Alba (Camus 1986)— y Luis Martín Santos —Tiempo de silencio (Aranda 1986)—. Uribe deja a un lado el tratamiento específico del conflicto inmediato del siglo xx y opta, en cambio, por una novela histórica de 1989 de Torrente Ballester, cuya obra ya había sido llevada satisfactoriamente a la pequeña pantalla con Los gozos y las sombras (Rafael Moreno Alba para TVE en 1982) y en cuya Crónica del rey pasmado Uribe sintió que podía fiar un éxito de taquilla (véase Stone 2002, 148). El rey pasmado también difiere de buena parte del cine miroviano por su énfasis en la sexualidad, aspecto que el director ya había explorado en un filme previo, La muerte de Mikel (1984): mientras que una cinta como Los santos inocentes evitaba a conciencia este terreno en su retrato del campesinado de la década de 19604, la película de Uribe que ahora nos ocupa sigue a la novela original de Torrente Ballester en su uso de lo sexual como humorístico resorte del conjunto de la trama. La faceta de autor de Uribe resulta sin duda central, pero también es relevante lo que Barry Jordan denomina (2000a, 72-75) «el efecto Almodóvar» sobre el cine español. Este estudioso sigue la pauta de la observación de Marsha Kinder (1997, 3), esto es, que Almodóvar «estableció una sexualidad móvil como nuevo estereotipo cultural para una España socialista hiperliberada»; se sitúa asimismo en la línea de la tesis de Paul Julian Smith (2000, 138), de que, tras el éxito de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), las películas españolas «se beneficiaban del marco de legibilidad que Almodóvar había ofrecido a los públicos extranjeros, quienes ahora esperaban de España un erotismo estilizado y un humor surrealista». Comparada con la recién dicha Mujeres al borde de un ataque de nervios de 1988 —que fue uno de los filmes españoles de la época con mayor éxito comercial en el extranjero— o con Belle Époque (Fer4 Esto responde, sin duda, a la voluntad de distanciar la película de las anteriores connotaciones de su actor protagonista, Alfredo Landa, estrella del infame subgénero del «destape», también conocido, de hecho, por una variación del nombre de este intérprete («landismo»). Triana-Toribio señala, en su avisado estudio (2003, 122-132), que Los santos inocentes evita ocuparse de la comedia y la modernidad por idénticos motivos.

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nando Trueba 1992), cinta que en 1994 obtuvo el reconocimiento máximo del Óscar a la mejor película extranjera, El rey pasmado no es que ejerciese un impacto tremendo fuera de España, si bien tuvo una buena recepción al proyectarse en el festival de Berlín (véase Riambau 1995, 424) y valió a su director un premio en Biarritz (D’Lugo 1997, 94). Gozó no obstante —con su ambientación en el siglo xvii tras tanto cine miroviano sobre el xx, su adaptación (véase Charchalis 2005) del novelista «realista mágico» contemporáneo Torrente Ballester tras tanto enfoque realista social de autores como Miguel Delibes (Los santos inocentes) y su énfasis posalmodovariano en el sexo tras tanta sobriedad— de éxito comercial y de crítica en España, donde ganó siete Goyas5. En lo que a la crítica posterior respecta, sin embargo, esta película de Uribe tuvo la desventura de aparecer en hora poco propicia. Al ser una de las últimas producciones financiadas por la «ley Miró» —se estrenó, en efecto, en el mes de noviembre anterior a que la propia Miró diese el cine nacional por acabado (tres años antes, por tanto, del definitivo desmantelamiento de aquel sistema de subvenciones)—, esta cinta ha pasado a representar, en la respuesta de algunos críticos, cuanto en dicho sistema de la «ley Miró» fallaba. Destaca ese calificativo tan citado de «polivalente» que Esteve Riambau aplicó (1995, 421424) tanto a El rey pasmado como al cine miroviano en general. (La palabra se cita, por ejemplo, en Jordan y Morgan-Tamosunas 1998, 32-37, Triana-Toribio 2003, 119, y Pavlović et al. 2009, 154). Para Riambau (ibid., 424), el cine «polivalente»6 es una amalgama de «cine de autor + géneros + adaptación literaria + star system + look formal»; el primer problema que esta «polivalencia» plantea en cuanto enfoque metodológico consiste, pues, en que se trata de una lista: aplicada a

5 Sus seiscientos sesenta y tres mil espectadores se acercan a la cifra de La mitad del cielo (1986), lo que sugiere, asumiendo presupuestos parecidos para ambos filmes, que no recuperase la subvención pública recibida. En cuanto a los siete premios Goya, no incluían los más prestigiosos, esto es, los de mejor película, mejor director y mejor actor. 6 El término «polivalente» encierra una alusión al «Bachillerato Unificado Polivalente» entonces en vigor en España. Véase Triana-Toribio (2003, 173, nota 19).

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un filme, lleva a un análisis que describe un elenco de aspectos pero no la propia película en global. Un enfoque «enumerador» de aspectos tampoco logra poner de relieve el rasgo clave de las películas; a saber: la fusión, mezcolanza o solapamiento de los aspectos en cuestión. Y la capacidad de dar cuenta de tal fusión es, precisamente, lo que justifica acercarse a tales películas como productos middlebrow. Porque es verdad que yo también he hecho, en este libro, una «lista» con las características de esta corriente, considerándola un entramado de referencias a la alta cultura, carácter accesible, producción de alto nivel y tema «serio», pero adviértase que constantemente iba poniendo el acento en la fusión de estos cuatro ingredientes. Mis análisis pormenorizados han ido mostrando, en efecto, algo nuevo: no —por dar un caso— el mencionado «cine de autor + géneros» de Riambau sino un filme middlebrow que fusiona —o mezcla— la aportación de un director otrora de cine de autor y los rasgos de un género popular. Así pues, en el presente apartado ofrezco un análisis de El rey pasmado en cuanto película middlebrow de fusión; insisto asimismo en algunos de los riesgos en semejante estrategia middlebrow implícitos. Mi crítica no pretende hacer de este filme un chivo expiatorio de las deficiencias del sistema de subvenciones miroviano sino sacar a la luz, antes bien, algunos de los problemas potenciales de la fusión (especialmente en el uso de referencias pictóricas elevadas [highbrow] a Velázquez y Tiziano). El enfoque «enumerador» de Riambau ofrece una interpretación de una película en cuanto secuencia de «partes» pero sin sentido ninguno de la «suma de las partes». Así, con relación al hecho de que El rey pasmado sea una adaptación de una novela histórica, Riambau sopesa aprobatoriamente las características propias del filme de época, donde va incluida la contribución a la recreación histórica que suponen tanto la amplia referencia a la Venus del espejo de Velázquez (1644-1648) en la puesta en escena (esta imagen se utilizó para el cartel publicitario de la cinta) como los personajes —fácilmente reconocibles— del rey Felipe IV (Gabino Diego), su esposa Isabel de Borbón (Anne Roussel), su valido el conde-duque de Olivares (Javier Gurruchaga) y el gran inquisidor (Fernando Fernán Gómez), amén de la presencia contextual —igual de fácilmente identificable— de la Inquisición (vemos soldados y reos en fugaces escenas callejeras, si

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bien los autos de fe solamente se mencionan: jamás se ven). El problema viene, para Riambau, con el siguiente ítem de la lista, esto es, con la afiliación de la película al género de la comedia popular: se trata de un filme de época, escribe este estudioso (1995, 423); «sin embargo, la inexperiencia del protagonista en materia de política y lides de alcoba hace derivar el conjunto del film hacia el terreno de la comedia» (el énfasis es nuestro). Este verbo «derivar» implica un indolente desdibujado de categorías que sería necesario evitar. Y esta irritación ante la mezcolanza es, por supuesto, un rasgo constante en la historia de la recepción de lo middlebrow, según arriba vimos —en la introducción— a propósito de esa «confusión» de categorías de que hablaba Bourdieu. El presente libro se interesa en dicha fusión middlebrow de categorías: analiza —en vena benévola— muchos ejemplos de la misma, aunque no todos. No considero, por tanto, una «derivación» ese difuminado que Uribe efectúa de los estatus de película de época y película cómica, ya que semejante mezcla de, por una parte, un imponente contexto inquisitorial y, por otra, una crítica cómica resulta evidente desde el primer momento, de lo que sirva como ejemplo la secuencia de los créditos de cabecera (la del gabinete astronómico). La puesta en escena señala, en efecto, aquí el contexto histórico mediante el decorado nocturno cálidamente iluminado del despacho de un monje en una buhardilla, espacio que Hans Burmann, el director de fotografía, nos presenta con las correspondientres velas, los consabidos volúmenes amarillentos y legajos, la esfera armilar y el telescopio de entonces… (En una entrevista, Uribe afirma que Burmann y él imitaron a conciencia la paleta de colores de la obra de Velázquez)7. Contribuye asimismo a la autenticidad de la recreación histórica la música original que José Nieto compuso adaptando cánticos de aquella época. Si lo visual y lo sonoro sugieren el contexto histórico de la temprana Edad Moderna, el gabinete astronómico apunta, por su parte, al papel de la Iglesia de aquellos tiempos como sede del saber, solo que al monje no lo vemos enfrascado en apasionante descubrimiento científico ningu-

7 Véanse los extras de la edición en DVD de Círculo Digital DVD (2002).

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no sino que lo descubrimos, al moverse la cámara hacia él, agarrando antes bien el telescopio —objeto salta a la vista que fálico— en un estado de cierta agitación, de lo que el jocoso plano subjetivo que sigue nos muestra la causa. Este monje nomás puede ver, en lugar del cosmos desvelando sus secretos, un panorama vaginal o anal sexualmente ambiguo. (De las nubes circundantes van entrando y saliendo abstractas formas desnudas de mujeres que se contorsionan y hombres que fornican; es decir: que el monje no es capaz de ver el cielo sino a través de una densa niebla de obsesión sexual). Así pues, el espectador, tras semejante fusión satírica de recreación histórica y tratamiento cómico de las actividades del monje, ¿cómo iba a esperarse del resto de la cinta sino una comedia histórica híbrida? Como tal han admirado, de hecho, El rey pasmado críticos posteriores a Riambau, entre los cuales Thomas Deveny (1995) con su mencionada alabanza del «mirar libidinoso» de que el filme hace gala, Marvin D’Lugo (1997, 94) con su loa tanto del «jovial guion» —coescrito por el hijo de Torrente Ballester— como de la «exactitud histórica» del mismo, y Jordan y Morgan-Tamosunas (1998, 34) con su énfasis en el partido que la película saca de «un tema igualmente central para la vida española remota y más reciente: las odiosas y absurdas consecuencias de la imposición de una autoridad férrea y un código moral perverso». Este aspecto del impacto de una «autoridad férrea» en el comportamiento individual constituye el tema serio de la película, que en modo alguno tiene la misión didáctica de instruir al público sobre los pormenores de la vida cortesana del siglo xvii. Quien espere de un largometraje comercial las mismas enseñanzas que de un libro escolar de texto saldrá, casi siempre, defraudado. Uribe se aparta, por tanto, de la lección magistral de historia para fusionar, en cambio, ese tema que ha escogido del conflicto entre el individuo y la autoridad con un tratamiento cómico, y esta fusión de un tema serio con un tratamiento accesible es lo que confiere su carácter middlebrow a El rey pasmado, cuya mencionada mezcolanza a menudo queda bastante conseguida. Tomemos una escena del principio. Cuando el rey encuentra el camino al dormitorio de la reina bloqueado por el padre Villaescusa —ferviente sacerdote interpretado por Juan Diego— blandiendo un crucifijo, la escena quiere hacer reír, pero al mismo tiempo transmite

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eficazmente la represión religiosa. Otro ejemplo sería la embarazosa secuencia de lo que en el siglo xvii sería un tratamiento de fertilidad: el conde-duque de Olivares y su esposa copulando en medio de un círculo de monjas cantoras —con la espalda vuelta por decoro— en la parte trasera de una iglesia mientras en segundo término —en el altar— el recién dicho padre Villaescusa reza de mala gana. (La solemne tesis de un insidioso entrometerse de la Iglesia católica en las vidas de las personas se expone, nuevamente, de manera chistosa). Otros ejemplos del carácter middlebrow de la fusión que esta película realiza tienen que ver con la combinación de un tema serio y una producción de alto nivel. Las interpretaciones de toda una serie de actores secundarios son, en efecto, soberbias, por ejemplo la ya dicha de Juan Diego como el retorcido padre Villaescusa, la de María Barranco como la complaciente prostituta Lucrecia, la de Joaquim de Almeida como Almeida —sensata y acreditada encarnación del catolicismo de la Edad Moderna—, la de Eusebio Poncela como el atractivo conde de la Peña Andrada, y la de Javier Gurruchaga como el corpulento conde-duque de Olivares. Estos aciertos quedan nomás ligeramente ensombrecidos por un acartonado Gabino Diego en el papel del atontado rey adolescente (era inevitable asignarle el papel, habida cuenta de su asombroso parecido físico con Felipe IV); la interpretación de Fernán Gómez del gran inquisidor probablemente constituya, en cambio, una de las actuaciones menos creíbles de toda su carrera. El actor —«compendio viviente de recia masculinidad en la pantalla española», en palabras de Chris Perriam (2003, 161)— parece incómodo y tenso en atuendo eclesiástico. Más allá de tales errores, la producción mantiene un nivel consistentemente alto en otros terrenos como, por ejemplo, el convincente uso de las localizaciones; un museo toledano, el madrileño Escorial y un palacio portugués representan, en efecto, el desaparecido alcázar de Madrid, ciudad cuya versión del siglo xvii sugieren de manera verosímil calles e iglesias de Toledo. Deveny insiste también (1999, 367) en la dirección de fotografía, como en la escena en que los teólogos de la corte se reúnen para debatir el comportamiento del rey, y las maniqueas opiniones de estos hombres se presentan mediante el mayor alarde del filme en lo que a planificación respecta: «un plano cenital de la junta tomado desde la

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cúpula muestra el bello dibujo blanco y negro del suelo de mármol de la magnífica sala, dibujo que simboliza la naturaleza dialéctica de tales protocolos». Riambau y otros críticos entienden que El rey pasmado representa el final de un periodo, toda vez que lo sitúan en el contexto de la industria fílmica española subvencionada por la «ley Miró»; esta película se convierte, sin embargo, en otra distinta si la ponemos en el contexto del cine heritage europeo. El cine heritage, cuya denominación fue acuñada por Charles Barr en 1986 para referirse a películas británicas de época de la década de 1940 como Henry V [Enrique V] (Olivier 1945), ha sido objeto de gran atención, especialmente en el contexto británico (véase, por ejemplo, Higson 1993 y 2003). Centrándose sobre todo en la década de 1990 y tomando ejemplos de cinematografías nacionales ajenas al mundo anglófono, Ginette Vincendeau resume, sin embargo, que en lo que a la forma fílmica respecta, los rasgos distintivos del cine heritage de esta época son, en primer lugar, un énfasis en la ambientación y, en segundo lugar, una autoconciencia «manierista y posmoderna» de las convenciones narrativas (2001, xviii). Así pues, en el contexto del cine heritage europeo, El rey pasmado emerge, junto a Cyrano de Bergerac (Rappeneau 1990), como el comienzo de dicha tendencia. Esta película de Uribe confirma, de entrada, el énfasis de Vincendeau en la ambientación, con micro-espacios como ese gabinete del monje o esa iglesia fuertemente narrativizada que ya hemos visto, o bien otros decorados profusamente recreados, por ejemplo las escenas de la corte. También resultan convincentes los macro-espacios, por ejemplo, las escenas callejeras. Además, El rey pasmado está imbuido de esa autoconciencia «manierista y posmoderna» de que habla Vincendeau, de lo que sirva de ejemplo el uso irónico de cada uno de los espacios aludidos: el gabinete para masturbarse, y la iglesia para fornicar. Exhiben también un taimado manierismo muchas de las interpretaciones, si bien las ingeniosas contribuciones de los actores secundarios —en especial Barranco, Gurruchaga y Poncela— echan sombra a las de los actores principales Gabino Diego y Fernán Gómez, lo que resulta un punto desconcertante. Sea como fuere, El rey pasmado marca, con su temprano despliegue de las características formales del cine heritage, una ruptura con la fórmula mi-

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6.1 Suntuosa puesta en escena en la recreación de la corte del siglo xvii. El rey pasmado (Uribe 1991)

roviana (de la que la cinta se toma, no obstante, como ejemplo) para mirar hacia las futuras manifestaciones del cine heritage español, del que hemos de ocuparnos tanto en este capítulo como en el próximo. Si El rey pasmado lleva a cabo una satisfactoria fusión entre la producción de alto nivel propia del cine heritage y un tratamiento serio del tema de la represión del individuo, en otros aspectos la fusión dificulta, en vez de hacer más fácil, la interpretación, y es esta mala gestión del equilibrio entre el tema serio y el tratamiento accesible lo que resulta problemático, no la fusión middlebrow en sí. Valga de ejemplo ese recurso a referencias pictóricas del que habla Riambau. Uribe ofrece, en efecto, una combinación middlebrow de referencias culturales elevadas a la Venus del espejo y al Felipe IV de castaño y plata (1632) de Velázquez —además de a una serie de desnudos de Tiziano— con un tratamiento cómico y accesible. Pues bien: la yuxtaposición de Gabino Diego con el mencionado retrato de Felipe IV es un ejemplo bien logrado de lo middlebrow, toda vez que da realce al parecido físico del actor con dicho monarca y proporciona (a los miembros del público en condiciones de hacerlo) el placer de reconocer la alusión; los desnudos de Velázquez y Tiziano, aunque también proporcionan

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ese placer middlebrow de identificar una alusión, redundan sin embargo en la trama limitando —no favoreciendo— la interpretación de la misma. Deveny señala admirativo que las referencias pictóricas se emplean como objetos del «mirar libidinoso» del rey; lo cierto es que, pasado por el filtro de la visión adolescente del pueril monarca, el arte barroco queda reducido a pornografía. En el cartel publicitario de la película, valga de ejemplo, la Venus del espejo de Velázquez se manipula para que en el espejo no salga la cara de la diosa sino la del rey8. Queda ausente, por tanto, la cuestión del narcisismo, así como la ambigua ubicación del espectador en el juego de miradas; en lugar de lo cual, tenemos una situación donde un desnudo femenino sin rostro cumple la función de objeto erótico (sin nombre e intercambiable) de la mirada masculina heterosexual de un rey individualizado y que hasta cabe nombrar. No tiene sentido, por tanto, liquidar como erótica o cómica, con una risa, la política sexual de semejante situación, pues oponer al carácter anónimo e intercambiable de lo femenino el reconocible y específico de lo masculino es cosa problemática. Vuelve a recrearse la Venus del espejo en una secuencia del comienzo que retrata ese «pasmo» del rey ante la contemplación de la desnudez femenina que da título al filme. Dicha secuencia incluye un reflejo en el espejo, pero este muestra, en plano medio, la identidad tanto del rey como del conde de la Peña Andrada (personaje interpretado, ya dijimos, por Poncela, quien, con su extravagante atuendo y su retorcido bigote, salta a la vista que estaba encantado con aquel papel cómico de aristocrático sátiro). El cuerpo femenino desnudo es el de Laura del Sol, que es quien interpreta a la coima de lujo Marfisa, pero al aparecer de espaldas no constituye sino una carne anónima, intercambiable. Del mismo modo, cuando el rey exige entrar en una estancia secreta donde se esconden desnudos de Tiziano, diríase que se trata de un muchacho adolescente con una revista porno. El equilibrio middlebrow entre temas serios y un tratamiento accesible es, por tanto, un equilibrio delicado, y Uribe atina al tomar de la

8 En la cubierta de su novela original de 1989 (publicada por Planeta), Torrente Ballester usaba un detalle del propio cuadro de Velázquez.

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novela de Torrente Ballester las frustraciones fácilmente comprensibles de un adolescente sin experiencia en el sexo en la idea de presentar el efecto perverso de la autoridad represora sobre el individuo; calibra mal, sin embargo, al vincular una serie de alusiones artísticas con el despertar sexual de un adolescente varón, pues el efecto sale reduccionista. Este director, sensible a temas sexuales en otras cintas, quizás se viese constreñido, en El rey pasmado, por una fidelidad respetuosa a la novela original, teniendo en cuenta que, según arriba decíamos, el hijo del autor de la misma coescribía —controlaba— el guion9; ahora bien: si a Uribe en parte lo inspiraba la ambición de repetir el éxito internacional de Almodóvar al indagar en la sexualidad y el deseo, él no consigue el tratamiento que del carácter misterioro y elusivo de los mismos el director manchego sí alcanza. Mientras que El rey pasmado pone a veces coto al deseo reduciéndolo a la perspectiva de un rey muchacho, Almódovar presenta, por retomar el título de la primera monografía en inglés sobre su figura, un Desire unlimited [Deseo sin límites] (Smith 1994)10. En el apartado que sigue hemos de ver —cosa irónica— que, en los mismos años en que Uribe y otros andaban imitando la fórmula almodovariana de humor y sexo, el propio Almodóvar apuntaba a un cambio de rumbo tanto formal como temático.

La flor de mi secreto (Almodóvar 1995) Los estudios sobre el cine español de la década de 1990 convienen en que, al empezar la misma, dicho cine andaba necesitado de renovación. Pues bien: la trayectoria de Pedro Almodóvar, que a menudo se considera un caso anómalo en el cine español —recuérdese (en el capítulo quinto) el análisis de la recepción intranacional de este direc-

9 En los extras de la edición en DVD de Círculo Digital DVD (2002), Imanol Uribe recuerda que Torrente Ballester no quiso ceder los derechos de adaptación al cine sino cuando él le hubo asegurado que mantendría sus cotas de erotismo. 10 Se trata de un juego de palabras con el nombre de la productora de Pedro y Agustín Almodóvar (El Deseo, S.A.).

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tor durante la década de 1980—, a comienzos de la de 1990 apunta —cosa rara— en sentido parejo al de la cinematografía nacional. Porque a Almodóvar se lo ha admirado —con razón— por cómo irrumpió en la escena cultural española de finales de la década de 1970 (sin formación cinematográfica reglada y dependiendo de ajustados presupuestos que le proporcionaba el que entonces era su trabajo diurno para Telefónica), pero la reinvención de que hizo gala a partir de mediados de la década de 1990 resulta, sin duda, igualmente impactante. Si es más difícil reinventarse bajo el peso de las expectativas de la crítica o desde el anonimato es cosa incierta; tengamos presente, en cualquier caso, que el paisaje fílmico español de la década de 1990 andaba embasurado con intentos fallidos de reinvención por parte de cineastas en otro tiempo exitosos. Valga de ejemplo Una pareja perfecta (Francesc Betrui 1997). Este director, que se sirvió de actores veteranos de la «comedia madrileña» como Antonio Resines y Kiti Mánver, trató de combinar dicho subgénero de finales de la década de 1970 con Miguel Delibes —autor dilecto del cine miroviano— mediante la adaptación de su Diario de un jubilado (1996), a lo que añádase el recurso a un tema relativo a la movilidad social —el de una pareja casada que compite— ya usado en Esa pareja feliz (Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga 1952). El resultado fue un fracaso ante la crítica y un fiasco comercial. Con el cambio de rumbo que supone en su carrera La flor de mi secreto, Almodóvar se presenta, en cambio, como un director sensible a la evolución tanto del público como de la industria cinematográfica de la España de la década de 1990, a cuyo propósito recordemos que Pavlović et al. hablan (2009, 182) de «lo difuso de la linde entre el cine de arte y ensayo y el cine comercial». (La cuestión relacionada de la evolución de los públicos internacionales —de los que Almodóvar por supuesto también depende en cuanto autor global de extraordinario éxito— excede el ámbito del presente libro; véase al respecto la útil introducción de Brad Epps y Despina Kakoudaki 2009). El mencionado cambio de rumbo de La flor de mi secreto, éxito de taquilla y «buen negocio» para la coproductora francesa Ciby (Almodóvar citado en Smith 2000, 177), no fue saludado con agrado por la crítica desde el primer momento; lo que me dispongo a analizar como el

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«viraje middlebrow» de este director provocó, antes bien, un disgusto parecido a la controversia suscitada en 1970 por Tristana, cinta que marcó el aparente salto a lo middlebrow por parte de Luis Buñuel, el otro gran autor fílmico español internacional. Los críticos de Buñuel habituados a su obra anterior manifestaron, en efecto, cierta incomodidad ante el carácter convencional de esta cinta, aunque en seguida se consolaron constando que «bajo su casposo barniz de respetabilidad latía un virulento anticlericalismo y una disquisición sobre el estancamiento de la sociedad española» (véase Stone 2002, 75); con otras palabras: que la acerba crítica de autor propia de Buñuel seguía intacta. (Para mi recuperación de Tristana como película middlebrow véase, en cambio, el capítulo cuarto del presente libro). Pues bien: hay algunos puntos coincidentes con la recepción crítica de La flor de mi secreto, de Almodóvar, filme que Jordan y Morgan-Tamosunas calificaban (1998, 83) de «cambio en su trayectoria. Deja totalmente a un lado el hedonismo, la extremada estilización y el autor decorador de interiores de las farsas previas, para adoptar un naturalismo más bien mate y un “efecto realista” confusamente real». Desde una perspectiva de cine de autor que insiste en el mantenimiento del sello personal del director, estos mismos estudiosos escribían, sin embargo (ibid., 117), en las páginas del mismo libro —si bien en otro capítulo— de manera algo intrincada que en la misma Flor de mi secreto «se mantienen los típicos puntos fuertes almodovarianos del estilo y la caracterización femenina», así como que el conjunto de la película evidencia la continuidad con la anterior producción del cineasta, toda vez que sus temas «recuperan el potencial demostrado en la sensibilidad y la mirada de los anteriores filmes del director»11. Por su parte, en su imponente análisis de la trilogía «azul» —consistente en La flor de mi secreto, Carne trémula (1997) y Todo sobre mi madre (1999)—, Paul Julian Smith evita caer tanto en una censura instintiva del cambio de rumbo de Almodóvar como en esa tranqui-

11 Núria Triana-Toribio ofrece una inteligente interpretación de este cambio de rumbo apelando (2000a, 281-282) a una filmografía de autor caracterizada, precisamente, por cambios de rumbo.

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lizadora conclusión de que la visión del autor permanece inalterada. Smith evalúa, en efecto (2003, 147-150), la cinta que nos ocupa a la luz del susodicho análisis de esa transformación del público habida en la década de 1990, una tranformación por cuya virtud los espectadores iban siendo cada vez más «acomodados, cultivados y urbanos» — amén de «proporcionadamente más femeninos»— e iban mostrando un mayor interés por la «literariedad» en el sentido de que también leían novelas, suplementos culturales de periódicos y revistas. La competición por los públicos españoles iba cobrando la forma del gigante siamés de por un lado Hollywood —que en un año estándar sale con el ochenta y cinco por ciento de las entradas (véase Smith ibid., 146)— y los taquillazos de las «nuevas vulgaridades» nacionales por otro. Smith anda, por tanto, acertado al señalar (ibid.) que la franja demográfica que él asocia a películas como La flor de mi secreto constituye «una minoría de una minoría». Hay que decir, con todo, que el éxito ininterrumpido de que hasta hoy viene gozando en España el cine middlebrow sugiere que, diez años después de que este estudioso lo identificase, semejante público minoritario continúa existiendo. Pero yo llevo los hallazgos del estudio de Smith en una dirección complementaria: como parte de un libro sobre el cine español middlebrow, mi interpretación sitúa La flor de mi secreto en el contexto de la historia del cine nacional, aspecto que no ocupaba a Smith. Y es que el fenómeno transnacional de Almodóvar resulta, por supuesto, incomprensible sin referencia al entorno global en el que se lleva a cabo buena parte de la cinematografía contemporánea: los textos de sus filmes van repletos de referencias internacionales implícitas y explícitas; sus contextos de producción, distribución y recepción son absolutamente globales. Lo que aquí pretendo es, no obstante, centrarme en el Almodóvar español, en el Almodóvar para públicos del país: en ese Almodóvar cuyo «viraje middlebrow» —el ocurrido con La flor de mi secreto— conecta su obra con las corrientes middlebrow españolas. Tales conexiones se remontan a la «tercera vía», a la «comedia madrileña» y a cuestiones de literariedad en que indagaba el cine miroviano; apuntan asimismo a películas analizadas en lo restante del presente libro. En efecto: del mismo modo que la obra almodovariana de la década de 1980 influyó en el viraje del cine español hacia «un

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erotismo estilizado y un humor surrealista» —valgan de ejemplo (véase Jordan 1999, 286, nota 1) El rey pasmado o Belle Époque (Fernando Trueba 1992)—, la autorreinvención que La flor de mi secreto supone también repercute en una serie de orientaciones middlebrow que en lo sucesivo adoptaría el cine nacional. El énfasis en la literariedad resulta evidente, por citar dos casos, tanto en El perro del hortelano como en El abuelo, cintas ambas a discutir en el presente capítulo; las relaciones entre madres e hijas en entornos rurales y urbanos reafloran, por su parte, en Solas, película asimismo tratada aquí más adelante; volvemos a encontrar, por último, como protagonista a un escritor de mediana edad —e inmerso en plena crisis de la misma— en Soldados de Salamina, objeto de análisis ya en el capítulo séptimo. Para Smith, La flor de mi secreto inaugura un «nuevo tipo de cine de autor»; por mi parte, aunque analizo una serie de características que en muchos casos coinciden, propugno el uso del término middlebrow. El concepto de «cine de autor» ayuda, en efecto, a situar a Almodóvar en el contexto de la industria cinematográfica transnacional; la idea de lo middlebrow resulta útil, sin embargo, para vincular La flor de mi secreto con corrientes estéticas españolas previas y posteriores. La flor de mi secreto es una cinta middlebrow en su fusión de temas serios, tratamiento accesible, producción de alto nivel y referencias a la alta cultura, entramado que va implícito en el resumen que, para el conjunto de la mencionada trilogía de Almodóvar que estudia, ofrece Smith (2003, 153): «Ni demasiado desafiante ni demasiado simple, combina, en dinámico equilibrio, unos mayores componentes tanto estetizantes como de comentario social». Este estudioso señala, de hecho, que esta nueva apuesta por la seriedad también viene cosida, de manera autoconsciente, en la trama de La flor de mi secreto a través de los detalles de la crisis de Leo —inflexión (adviértase) del verbo «leer»— como autora. Escritora en principio de novela rosa, con el fracaso de su matrimonio esta mujer ve cómo su prosa se va oscureciendo: «no sé escribir novela rosa, me sale negra». En palabras de Smith (ibid.), «La flor de mi secreto presenta el conflicto entre lo “rosa” y lo “negro”, esto es, entre la ficción romántica popular y la novela seria (seria en el sentido tanto del nivel elevado como del tono melancólico)».

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En términos narrativos, el conflicto entre escritura «rosa» y «negra» queda abierto: en lo que a Leo respecta, sigue escribiendo con éxito obras «negras» o serias, un ejemplo de las cuales, Vida y dolor, es sustraído de un cubo de basura por el hijo de su asistenta y convertido en guion cinematográfico que, se nos dice —pequeña pulla del director a sus imitadores—, será llevado a la pantalla por Bigas Luna (otro ejemplo de tales obras «negras» constituirá, en 2006, la trama de Volver, otra película del propio Almodóvar); al mismo tiempo, sin embargo, el amigo (sexualmente ambiguo) y quizás futuro amante de Leo, deliberadamente llamado Ángel, hace a esta de negro literario para las novelas «rosas» que ella está obligada a escribir por contrato. (De dicha autoría no reconocida deriva, por cierto, el título del filme: cuando Leo desvela a Ángel que es la autora de las novelas «rosas» para las que usa el seudónimo de «Amanda Gris», Ángel describe hermosamente tal revelación como «La flor de mi secreto»). Considerando sin embargo la película en global, La flor de mi secreto presenta la fusión de lo «rosa» y lo «negro», y precisamente en tal consiste, a mi juicio, un rasgo clave de lo middlebrow. Lo que en esta cinta sigue siendo «rosa» —lo que la conecta con la literatura romántica dirigida a un público amplio— es el carácter accesible: puede, sí, que el filme empiece con una película dentro de la película (un seminario médico sobre donación de órganos que resulta desconcertante para el espectador), pero el potencial efecto distanciador de esta mise en abyme autoconsciente de las cuestiones de representación, el desconcierto femenino y la aflicción queda en seguida mitigado por la llegada de Leo —mujer desconcertada y a punto de caer presa de la aflicción— a la sala del seminario. Almódovar evita, así, lo deliberadamente obtuso, y el carácter accesible de la película deriva, fundamentalmente, del despliegue que hace de las convenciones del melodrama (véase Allinson 2001, 140-142). En un comentario a la edición del guion, el director subraya (1996, 147) que dicho género no ha de considerarse el equivalente cinematográfico de la literatura romántica popular; los dos coinciden, sin embargo, en muchos aspectos importantes. La flor de mi secreto presenta, en efecto, los rasgos melodramáticos fácilmente reconocibles de un centro de atención femenino (Leo), un énfasis en las relaciones femeninas internas y externas a la familia (la madre y la hermana de Leo para las primeras, Betty y Ángel para las segundas), una preferencia por

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la vida emocional (la melancolía, la aflicción, el duelo y la amenaza de la locura, elementos parcialmente compensados por el vínculo madre-hija, por la cercanía con la hermana, por la amistad y por el restablecimiento) y un interés típicamente marcado tanto por el sonido (la música es el melos de «melodrama») como por la puesta en escena, elementos ambos aquí fuertemente imbuidos de significación narrativa. Cabría sostener que Almódovar «ennegrece» este melodrama «rosa» poniendo el acento en los componentes trágicos (nos muestra, por ejemplo, cuán cerca llega a verse Leo de tocar el abismo del suicidio); solo que dichos aspectos negros están presentes en casi todas las manifestaciones del género, y su importancia relativa es un asunto de grado. También podría plantearse que Almodóvar «ennegrece» o hace más seria esta película prestando una nueva atención a los contextos sociopolíticos manifiestamente serios de la España de mediados de la década de 1990 (piénsese en la referencia a la OTAN y al conflicto bosnio a través del trabajo de Paco —el marido infiel de Leo— como oficial del ejército español destinado en Bruselas, o bien en las protestas callejeras de los profesionales sanitarios españoles contra las reformas del entonces presidente del Gobierno, el socialista Felipe González, quien un año después de realizarse esta cinta perdería las elecciones tras catorce años en el poder); tales referencias sociopolíticas suponen, sin embargo, pistas falsas, pues ambas nos devuelven al tema central del filme; a saber: la crisis y el restablecimiento de Leo al derrumbarse su matrimonio y transformarse su escritura en respuesta a ello. El guion de Almodóvar apuesta, de hecho, por conferir a las emociones una relevancia comparable a la que pueda tener la guerra, toda vez que ambos ámbitos vienen equiparados en las discusiones de Leo y Paco. «Solicitaste voluntariamente la Misión de Paz para huir de la guerra que tenías aquí… ¡Y de esta guerra la única víctima soy yo!», se queja Leo (véase Almodóvar 1996, 86), y un poco después Paco retoma este parangón de matrimonio y guerra al decir a su esposa (ibid., 89) que «no hay ninguna guerra comparable contigo». Del mismo modo, la dirección de fotografía parecería estar sugiriendo que el drama de Leo es equiparable —cuando no más grave— a las reivindicaciones del gentío de huelguistas: cuando esta muchedumbre arrolla a la suicida Leo —a quien rescata su «Ángel» de la guarda—, la secuencia termina con un plano en que la cámara se eleva dirigiendo la

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imagen —y nuestra atención— hacia lo alto y lejos de los manifestantes en la idea —acaso problemática— de seguir poniendo el foco de la trama en la vida emocional de Leo. Una tercera posibilidad consistiría en sostener que Almódovar fusiona lo accesible y lo serio mediante una producción de nivel, rasgo típico de lo middlebrow en que vengo insistiendo a lo largo del libro. Sirva de ejemplo el verboso guion, burbujeante de ingenio, momentos cómicos y referencias intertextuales para iniciados. (Para esto último valga el caso del elenco de escritoras anglófonas contemporáneas que Leo cita en su primera entrevista con Ángel). Esta inteligente locuacidad trae a la memoria los guiones de las «comedias madrileñas» de finales de la década de 1970 y comienzos de la de 1980 (vínculo genérico reforzado por la presencia, en La flor de mi secreto, de algunos intérpretes icónicos de dicha corriente como Kiti Mánver en el papel de la enfermera Manuela y Marisa Paredes en el de Leo)12; no obstante, en esta cinta de 1995 los acentos se han desplazado. En efecto: en Ópera prima (Fernando Trueba 1980) el denso guion iba orientado, en buena parte, a explotar un humor woody-allenesco; en La flor de mi secreto el énfasis se pone —sin perjuicio de momentos abiertamente hilarantes como la reacción de Rossy de Palma (Rosa, la hermana de Leo) al espectáculo de flamenco— en la aflicción y en la amenaza de la locura, amenaza anunciada en las primeras palabras que el espectador escucha —al mismo tiempo que las lee— en el piso de Leo: «Indefensa frente al acecho de la locura» (véase Almodóvar 1996, 6)13. Exquisitamente cuidados encontramos asimismo la puesta en escena y el sonido de La flor de mi secreto. El uso que a lo largo de la cinta se hace por dar un caso de los espejos, los encuadres, los tejidos y los filtros supone, ciertamente, un regalo para la vista. El equilibrio middlebrow resulta, además, en este ámbito perfecto, toda vez

12 Triana-Toribio (1999, 229) pone de relieve referencias a la «comedia madrileña» en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? 13 El énfasis de la película en lo femenino —y el interés por lo literario— queda sucintamente expresado en la enmienda de Leo sobre estas palabras: «indefensa» en lugar de «indefenso».

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que es necesaria una interpretación reflexiva pero no hay un exceso de complejidad. Como señala el propio Almodóvar (citado en Smith 2000, 174) y también han puesto de relieve los críticos (véase por ejemplo Acevedo-Muñoz 2007, 160-161), el primer beso entre Leo y Paco se nos presenta a través de diversos espejos, circunstancia que enturbia nuestra visión de los labios de la pareja y que refleja en modo reflexivo —pero no abstruso— la fractura de su relación. Aguardan asimismo importantes recompensas al espectador si se fija en otros filtros impuestos a la imagen, como el de cuando vemos a Leo a través de una celosía que transmite la distancia entre ella y su esposo durante una conversación telefónica nocturna entre ambos. Este recurso contrasta, de hecho, con la anterior conversación con Ángel, en la que el entendimiento se expresa mediante un montaje en paralelo en el que van respetándose los turnos de cada interlocutor con sendos planos medios equitativamente repartidos. En un eco visual de dicha visibilidad comprometida, cuando Paco vuelve a casa Almodóvar lo encuadra a través de una cortina de ducha parcialmente opaca, lo que refleja tanto la tentadora cercanía como la insalvable distancia entre el cuerpo de este hombre y Leo. Cuando finalmente el matrimonio fracasa y ella se retira a Almagro para recuperarse junto a su madre —que vive en ese pueblo—, su parcial renacer vuelve a expresarse con un filtro que, aparte de adecuarse a la ambientación manchega, está lleno de significativas referencias a la solidaridad femenina: la habitación en la que Leo convalece, aunque aparece parcialmente oscura, se revela —en un plano general— también parcialmente a través de una ventana adornada con una labor de ganchillo, pieza decorativa producida colectiva y esforzadamente por las mujeres del pueblo. También el restablecimiento de Leo será doloroso y tendrá lugar gracias a la solidaridad entre mujeres. Viene igualmente expresada mediante un filtro la recuperación definitiva de la protagonista: cuando al final de la película esta llega al piso de Ángel con un traje verde que simboliza el renacer, Almodóvar capta el reflejo de la pareja en un espejo redondo que contrasta con la anterior imagen rota de Leo y Paco en el espejo fragmentado. Leo se abre entonces paso, confiada, por la guardapuerta de cadenillas rojas, filtro que, en momentos anteriores de la película, podría haberla oscurecido parcialmente.

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6.2 Leo y Ángel en un espejo de una pieza que sugiere equilibrio. La flor de mi secreto (Almodóvar 1995)

El maquillaje acústico de este filme está igualmente dispuesto en estratos significativos cuidadosamente pensados (pero no inaccesibles): las composiciones originales de Alberto Iglesias van complementando los procesos que tienen lugar en pantalla, de lo que valgan como ejemplo esas chirriantes cuerdas que tan apropiadas resultan para transmitir la fragilidad de Leo; responden asimismo a la trama las letras de los boleros que se escuchan (tal es el caso de «En el último trago», que, interpretado por Chavela Vargas, habla del amor perdido, el desengaño y la tentación del alcoholismo, presente a lo largo de toda la película). Hay aún otros aspectos del sonido que ofrecen sustanciosas recompensas al oyente atento: el don dador de vida de la voz de la madre —que salva a Leo del suicidio— o el ruido rítmico, militar y cruel de los pasos de Paco cuando se marcha tras haber finiquitado el matrimonio14.

14 Los aficionados a Almodóvar también reciben la recompensa de referencias intertextuales entre sus películas. Valga de ejemplo el sonido de «tacones lejanos» en su anterior película con Paredes.

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Almodóvar también interpela a su público a través de reconocibles referencias a la alta cultura, otra característica de lo middlebrow en la que venimos insistiendo en el presente libro. Empecemos por el reparto. La elección y dirección que Almodóvar hace de sus actores forma parte del folclore español (piénsese en las emotivas alusiones a «su familia», «sus chicas» y «sus chicos», reflejo tanto del entusiasmo de los intérpretes por el director como de la intensidad del compromiso que de aquellos este exige). Pues bien: uno de los miembros de tal «familia» es Paredes, cuya presencia en La flor de mi secreto recuerda tanto a su anterior aparición en la obra de Almodóvar (Tacones lejanos, de 1991) como a sus anteriores actuaciones en las «comedias madrileñas». Smith llama la atención (2003, 134) sobre el hecho de que esta actriz goza asimismo de fama en el ámbito teatral, así como sobre que, al seleccionarla, Almodóvar participa del prestigio de ese arte más antiguo, lo que es un buen ejemplo de esa mezcolanza tan middlebrow de por una parte la cultura elevada (el teatro serio) y por otra un tratamiento accesible (un melodrama cinematográfico respetuoso con las convenciones del género). En una entrevista Almodóvar explicaba cómo mitigó la teatralidad de la interpretación de Paredes mediante ensayos exhaustivos: «Llegado un punto, le dije: “No muevas un solo músculo de la cara”» (citado en Smith 2000, 176). Sigue apreciándose, así y todo, una tendencia al exceso expresivo (por ejemplo en la secuencia en la que Paco se marcha). Ahora bien: yo esto no lo interpreto como un fallo por parte de Almodóvar. En primer lugar, porque el exceso teatral resulta totalmente apropiado para la trama melodramática de crisis emocional. En segundo lugar, porque el director acaso permita (en ocasiones) cierta teatralidad precisamente con el propósito de aludir al mencionado arte más antiguo15. Almodóvar brinda a su público el placer de identificar alusiones —ese gusto inconfundible que, según Bourdieu, procura la confirmación del propio capital cultural— mediante una serie de elementos de literariedad. La flor de mi secreto ofrece, en efecto, placeres para

15 En Todo sobre mi madre, esta teatralidad vuelve a quedar de manifiesto al ser el personaje de Paredes una actriz dramática.

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lectores a través de las referencias a la literatura que, como hemos visto, contiene el guion, aunque también lo hace a través de libros que el encuadre capta (por ejemplo en los barridos de la cámara durante la presentación del piso de Leo, planos que permiten al espectador fijarse en títulos como Ella imagina, de Juan José Millás)16. El espectador también puede identificar referencias literarias durante las conversaciones entre Leo y Ángel, especialmente las que ambos personajes mantienen en la redacción del respetado periódico español El País. A diferencia del uso desigual del arte de prestigio que vimos a propósito de El rey pasmado, en La flor de mi secreto todos y cada uno de los autores o textos mencionados enriquecen nuestra comprensión de la trama. Ella imagina, por dar un caso, podría ser un título alternativo para esta película. En la cual, la literariedad tampoco queda limitada a las referencias intertextuales: se filma, además, el propio acto físico de escribir (con las previsibles imágenes de la autora tecleando palabras) y se indaga, sobre todo, en las cuestiones (ya más interesantes) de qué influye en el proceso creativo, toda vez que la crisis conyugal hace que las novelas «rosas» de Leo se vuelvan «negras»17. La flor de mi secreto señala, por tanto, el «viraje middlebrow» de Almodóvar. Fusiona, en efecto, a la perfección los cuatro elementos clave de dicho modo fílmico: despliega las convenciones —fácilmente descodificables— del melodrama; realiza una apuesta seria por que la vida emocional se tome igual de en serio que los temas —convencionalmente más dignos de consideración— de las guerras y las huelgas18; emplea una producción de nivel (con un guion, un sonido, una puesta en escena y unas interpretaciones salta a la vista que perfecta-

16 Millás es el escritor preferido de Almodóvar. Véase Zurián (2009, 424, nota 5). 17 En otras secuencias de la trilogía «azul» encontramos referencias middlebrow a la arquitectura. Valga de ejemplo Todo sobre mi madre, donde la barcelonesa basílica de la Sagrada Familia brinda al público el placer de identificar el monumento a la vez que invita a relacionarlo con la familia reconfigurada de Manuela. Smith señala (2003, 164) que el director privilegia el emblemático templo de Gaudí sobre la arquitectura más puntera de la ciudad. 18 El director continuaría dicha apuesta a lo largo de su obra. Smith habla, a propósito de Hable con ella (2002), de «el imperativo emocional» (2006, 14-28).

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mente calibradas), e incorpora una serie de referencias a la alta cultura tanto sencillas de identificar como imbuidas de jugosas significaciones de cara a la trama de la película. Se trata, en resumidas cuentas, de una cinta en condiciones de aguantar el parangón con cualquier otra manifestación del cine español middlebrow: si el enfoque del melodrama se encuentra aquí al mismo nivel del tratamiento —brillantemente crítico pero tranquilizadoramente accesible— que Olea realiza de otra mujer de clase media en su filme de la «tercera vía» Tormento (1974), el acabado del guion corre parejo con los mejores momentos de una «comedia madrileña» como Ópera prima (1980). Teniendo en cuenta, por último, que la obra almodovariana se consideró con frecuencia una atractiva alternativa al cine miroviano de la década de 1980 (tal el caso de Smith 1996, 23-34), quizás resulte irónico que fuese el propio Almódovar quien reinventara, precisamente, esa literariedad que tan importante fuera para el cine subvencionado del PSOE. Mientras que el cine miroviano insistía de manera acaso excesiva en relacionar literatura y cine mediante adaptaciones literarias, en La flor de mi secreto Almódovar apunta a una versión de la literariedad que siendo nueva, dinámica e ingeniosa no dejaba de ser middlebrow y que influiría en el cine español posterior a 1995.

El perro del hortelano (Miró 1996) Otra directora de la década de 1990 para quien la literariedad era esencial era Pilar Miró, figura a menudo mencionada por el controvertido sistema de financiación pública para filmes middlebrow que puso en marcha siendo directora general de Cinematografía (19821985) pero a la que en el presente apartado me acerco en cuanto artista cinematográfica por derecho propio. A lo largo de su carrera como directora —que interrumpió su muerte por infarto cardiaco a los cincuenta y siete años (en 1997)—, la literatura y el cine avanzaron de la mano. Su filmografía incluye cinco adaptaciones de obras literarias para la gran pantalla y muchas otras para la pequeña. Pedro Almodóvar, quien en La flor de mi secreto uncía —recién lo hemos visto— una literariedad elevada pero directa con un melodra-

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ma accesible pero estilizado, en su siguiente proyecto también emprendería una adaptación literaria, el elegante thriller Carne trémula (1997). En El perro del hortelano, Pilar Miró enlaza con una serie de tales elementos en un modo absolutamente original. La cinta adapta, en efecto, una obra teatral de 1618 de Lope de Vega —el dramaturgo más célebre del Siglo de Oro español— y combina dinámicamente el prestigio tanto de dicho autor como del teatro clásico con un tratamiento que bebe de la comedia romántica popular. También tiene su importancia el boom entonces en curso del cine middlebrow ‘heritage’, género del cual —recordemos— fue un ejemplo temprano El rey pasmado (Uribe 1991): la propia Miró menciona, en una entrevista (Fernández Soto & Checa y Olmos 2010, 86), tanto Cyrano de Bergerac (Rappeneau 1990) —obvio modelo de la película que nos ocupa, habida cuenta de que su guion es igualmente todo en verso— como Much Ado about Nothing [Mucho ruido y pocas nueces] (Branagh 1993). Hubo, de hecho, críticos cinematográficos de la prensa (véase García-Posada 1997) que saludaron El perro del hortelano como la primera película española parangonable a tales éxitos extranjeros. A pesar de lo que para muchos era la audacia de mantener la práctica totalidad del verso original de Lope —del que el guion no corta sino una quinta parte (véase Allinson 1999, 35)—, El perro del hortelano atrajo a un público español tan nutrido como La flor de mi secreto (casi un millón de espectadores en cada caso) así como un puñado de premios Goya, entre los cuales los de mejor director y mejor actriz, hechos que dan nuevo testimonio del éxito de lo middlebrow en el cine español de mediados de la década de 1990. Resulta asimismo central en El perro del hortelano la política identitaria feminista, en la que Miró fue indagando a lo largo de toda su carrera como directora. Al estrenarse la cinta, la propia directora sugirió que se trataba de una reelaboración de Lope sensible a la crítica de los roles de género (véase Torres 1997). Ginette Vincendeau escribía, a propósito del cine heritage (2001, xxi), que se trataba de «un nuevo tipo de cine popular». Pues bien: considerar este Perro del hortelano de Miró cine popular resulta una opción atractiva, y no solo porque la película atrajese a un vasto público —tal la actitud «mercantilista» que la mencionada Vincendeau atribuye al cine popular en su Popular European Cinema [Cine euro-

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peo popular], publicado en 1992 junto a Richard Dyer (véase p. 2)— sino también por el despliegue que la cinta hace del género de la comedia romántica. Tal la actitud «antropológica» que al mismo cine popular atribuyen los mencionados Vincendeau y Dyer (1992a, 2), toda vez que presenta aspectos que apuntan a un público masivo, entre ellos este género siempre atrayente. Otra ventaja de este enfoque consistiría en rescatar del ámbito libresco al dramaturgo Lope de Vega poniendo, en cambio, de relieve la tremenda popularidad que sus obras tuvieron entre públicos heterogéneos del siglo xvii. Semejante lectura estaría obviando, no obstante, el contexto de la década de 1990 en que la película se encuadra, en el cual el teatro clásico goza de un característico caché; ignoraría, además, el aspecto relativo a la fusión, que resulta central en la manera en que Miró gestiona la adaptación y el género. Diríase, en efecto, que al explicar su mencionada categorización, Vincendeau (ibid., xxi-xxiii) estuviese aludiendo a lo middlebrow: «La popularidad de las películas heritage […] se basa en su capacidad de andar a caballo entre el cine de arte y ensayo o de autor, y el cine de masas». Como ya vimos a propósito de El rey pasmado, los estudiosos del cine heritage insisten en la puesta en escena como aspecto clave del género, y dicho rasgo se corresponde con ese énfasis en producciones de nivel que caracteriza al cine middlebrow. Ahora bien: aunque la puesta en escena de El perro del hortelano supone, sin duda, una fuente de placer visual —piénsese en los vibrantes trajes de Diana (Emma Suárez), amén de en los suntuosos interiores y exteriores de su palacio—, no nos hallamos, en modo alguno, ante una «estética de museo» (véase Vincendeau 2001, xviii) donde la hondura narrativa queda desplazada por el espectáculo superficial. Se trata, en efecto, de una puesta en escena cuidadosamente narrativizada: no solamente nos maravillamos con los volantes y polisones de los mencionados trajes de Diana, que en cualquier caso no eran auténticos —datan de mediados del siglo xvii, mientras que la obra hemos dicho que está escrita en 1618 (véase Canning 2005, 84)—, sino que el vestuario se encuentra claramente asociado al desarrollo de la trama y va codificando, con sus sucesivos colores, las correspondientes emociones. (El azul expresa frialdad, el rojo pasión y el oro y el naranja estatus social, lo mismo al

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comienzo que en la conclusión; véase Canning ibid., 90). No menos narrativizados están los decorados: si los interiores palaciegos aluden a la condición social de Diana, los exteriores del jardín connotan un relajamiento de las restricciones que permite a esta mujer flirtear con su secretario (Canning ibid., 84). También saca partido la directora de espacios fronterizos entre ambas esferas (por ejemplo las escaleras), así como de espacios fluidos como el río (véase Allinson 1999, 36). Si la falta de autenticidad del vestuario puede que escapase a los públicos, quienes leyesen la prensa sabrían, en cambio, de la falta de autenticidad de las localizaciones, pues la propia Miró explicaba que rodó la película en Portugal porque allí era más sencillo conseguir permisos (Evans 1997, 9); pero este desplazamiento geográfico tiene la ventaja añadida de dejar claro que el retrato fiel de la época —la susodicha «estética de museo»— no era lo que preocupaba a la directora, cuyo filme no termina de responder a la que, según Vincendeau, es la actitud del cine heritage hacia los decorados: evita, como digo, ese énfasis superficial en el espectáculo que han criticado los estudiosos. En cuanto a la segunda definición formal que Vincendeau propone para el cine heritage —su carácter autorreflexivo—, un análisis del estilo interpretativo de El perro del hortelano nos permite apreciar cómo la película fusiona una producción de alto nivel con una trama tanto progresista en términos de roles de género como calificable, desde dicha perspectiva, de «seria». La feliz pareja cinematográfica que forman Emma Suárez y Carmelo Gómez —quienes volvieron a trabajar mano a mano en Tu nombre envenena mis sueños (1996)— confiere, en efecto, mucho de su atractivo a la cinta que nos ocupa, a lo que no es ajeno el recurso a las convenciones interpretativas del cine heritage extranjero por parte de ambos actores: Chris Perriam sostiene (2003, 85) que el traje, el pelo largo y la barba de Gómez son un eco autoconsciente de la caracterización de Gérard Depardieu en Cyrano de Bergerac, y que su recitado de los versos de Lope es de un cariz buscadamente «posmoderno»; en el caso de Suárez, la inteligencia que llevaron al cine heritage británico actrices como Emma Thompson supone sin duda un modelo. Elaine Canning plantea, por su parte (2005, 84), que la Diana de Miró es «una criatura más pizpireta que la de Lope»; lo cierto es que, aunque jamás sabremos con

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6.3 Emma Suárez en su juguetona interpretación de Diana. El perro del hortelano (Miró 1996)

seguridad como sería una Diana «original» del fénix de los ingenios, la afirmación de Canning rige en lo que a la interpretación de Suárez respecta: su modo de decir los versos de este dramaturgo —ora atropellada, ora lánguida, ora lozana— rezuma inteligencia y conciencia de sí. La actuación «manierista» de Suárez resulta, de hecho, crucial de cara a una interpretación en términos de roles de género. Piénsese, por ejemplo, en cómo esta actriz juega, en misa, con las miradas a través del velo, o bien en la manera insinuante como agarra una rosa mientras se dice: «Mil veces he advertido en la belleza, / gracia y entendimiento de Teodoro; / que a no ser desigual a mi decoro, / estimara su ingenio y gentileza» (véase Vega 1991, 68). Buscando el mismo nicho de público de cine español middlebrow que Smith identifica para La flor de mi secreto, Miró se asegura de que el recato de Diana se entremezcle con una sugerente audacia; la idea es que el papel de Suárez satisfaga a unos públicos en condiciones ya de acceder —desde la Transición— cada vez a más películas que, de la mano o no de mujeres, «articulan las cambiantes definiciones de la subjetividad femenina y las relaciones entre los sexos» (Evans 1997, 12). Así pues,

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El perro del hortelano adapta a sus objetivos las características de la corriente heritage. Rebajando la mencionada «estética de museo» propia del género y acentuando el carácter autoconsciente del mismo, Miró evita las seducciones de la superficie para insistir, en cambio, en una lectura feminista del drama de Lope. El perro del hortelano combina, pues, el tema relativamente serio de la emancipación femenina con algunos rasgos de las cuidadas producciones del cine heritage; otro aspecto del éxito del filme se explica, sin embargo, por la mayor consistencia de la afiliación genérica del mismo a la comedia romántica (véase Evans ibid., 10-11, y Allinson 1999, 34). Esta mezcolanza de un autor canónico con un género accesible supone, de hecho, una virtud especialmente middlebrow. Particular importancia reviste el que Much Ado about Nothing [Mucho ruido y pocas nueces] (Branagh 1993), uno de los modelos de Miró, también se promocionase como comedia romántica. Las localizaciones en palacios portugueses evocan, en efecto, el típico recurso de la comedia romántica a un «lugar recóndito» de los amantes (Evans ibid., 10), mientras que la dirección de fotografía va haciéndose eco de los avatares amorosos mediante recursos propios del género como planos subjetivos, primeros planos de los rostros, encadenados y ligeros desenfoques (véase el análisis formal que Allinson 1999, 37, ofrece del final del segundo acto). Apunta asimismo al género de la comedia romántica el beso inicial de Teodoro y Marcela, la rival amorosa de Diana (se trata de una desviación respecto del texto de Lope, véase Canning 2005, 83). Mark Allinson llega al extremo de sugerir (1999, 34) que El perro del hortelano sencillamente no pertenece a la categoría del cine heritage. Yo diría que fusiona tal categoría con la comedia romántica para ofrecer un atractivo tratamiento de un prestigioso dramaturgo. En esta mezcolanza middlebrow también resulta clave, desde luego, la amplia referencia que a través de Lope de Vega se hace a la alta cultura, toda vez que la película ofrecía, a los públicos familiarizados con El perro del hortelano, el placer de reconocer la fuente dramática (les ofrecía, en términos de Bourdieu, una confirmación de lo distinguido de sus gustos). A quienes no conociesen la obra, la experiencia de ver la película los hacía partícipes, así y todo, del prestigio del teatro clásico.

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La propia Miró había trabajado ampliamente en el teatro a comienzos de la década de 1990 (véase Fernández Soto & Checa y Olmos 2010, 86), y su conocimiento de este medio escénico la capacita para sacar de Suárez y Gómez un astuto recitado de los versos de Lope, así como para vestirlos, aderezarlos y colocarlos en el cuadro estableciendo una viva interacción con el texto. Es decir, que al tratarse tanto de una perspicaz directora teatral como de una dotada realizadora cinematográfica, El perro del hortelano en modo alguno parece teatro filmado; las características formales de la comedia romántica en cuanto género fílmico —especialmente los decorados y la dirección de fotografía— enriquecen el estilo interpretativo y la puesta en escena transformando el drama original de 1618 en una película middlebrow que resulta, al mismo tiempo que accesible, autorreflexiva y feminista. El perro del hortelano debía ser la primera entrega de una trilogía de adaptaciones cinematográficas de teatro clásico español (véase Mira 2010, 209). La intempestiva muerte de Miró supuso que quedase para otros la tarea de seguir desarrollando, en la década de 1990 y después, esta exitosa corriente middlebrow de adaptaciones de clásicos.

El abuelo (Garci 1998) Como ya hemos visto en el presente capítulo, la mayor visibilidad tanto del nuevo cine de autor como de las «nuevas vulgaridades» no fue óbice para que la década de 1990 también brindase una modesta oportunidad al cine español middlebrow: si El rey pasmado conseguía vincular la rica herencia cultural española con el boom (entonces en auge) del cine europeo heritage, La flor de mi secreto anunciaba la conexión de Almodóvar con un público nacional reducido (pero sostenible) interesado en películas middlebrow de calidad y especialmente centradas en el feminismo y la literariedad; El perro del hortelano evidenciaba, por su parte, la posibilidad de desarrollar dichos aspectos a través de una ingeniosa adaptación de una pieza de teatro clásico. El abuelo, de José Luis Garci (1998), parecía situado en el lugar perfecto para sacar partido de semejantes perspectivas, pues no solamente era otra adaptación literaria con ambientación de época y con una cono-

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cida actriz en un papel principal sino que presentaba, además, una prometedora tríada de nombres literario-cinematográficos: del mismo modo que los créditos de Bodas de sangre (Carlos Saura 1980) arrancaban con las palabras «Lorca, Gades, Saura», un cartel publicitario de El abuelo prometía «Galdós, Fernán Gómez, Garci»19. El abuelo es, en efecto, el texto de Pérez Galdós que más veces se ha llevado a la pantalla en el cine español (véase, en el capítulo primero, mi análisis de la versión muda que José Buchs dirigió en 1922), aunque las diferentes adaptaciones varían. Resultaba evidente, en cualquier caso, el potencial de la obra galdosiana de cara al cine, habida cuenta del éxito de las tres adaptaciones cinematográficas middlebrow de textos del novelista realizadas en las décadas de 1970 y 1980; a saber: las películas Tristana y Tormento (analizadas en el capítulo cuarto) y Fortunata y Jacinta, producida para TVE. En segundo lugar, Fernando Fernán Gómez, a quien resulta una perogrullada llamar el «abuelo» del cine español, aportó a la cinta un tesoro de experiencia en virtud de su polifacético conocimiento de la cultura española en cuanto actor, director y dramaturgo. Garci contaba, por último, con todo un currículum de éxitos middlebrow por su participación (como guionista) en la «tercera vía» originaria de José Luis Dibildos a comienzos de la década de 1970, su actualización de dicha corriente mediante la «comedia de la reforma» y la «comedia madrileña» de finales de la misma década y, a pesar de un viraje marcadamente sentimental en su obra de la década de 1980, su célebre Óscar (1983) a la mejor película en lengua extranjera por Volver a empezar (1982). Las perspectivas de éxito para El abuelo eran, por tanto, tremendas. En el presente apartado sostengo, sin embargo, que la película no consiguió satisfacer dichas expectativas prácticamente en ningún sentido. Ya hemos visto que las referencias a la alta cultura son un rasgo clave de lo middlebrow, toda vez que proporcionan una halagüeña confirmación de sus opciones culturales a los públicos de clase media. Añádase que, a comienzos de la década de 1970, Luis Buñuel y Pedro Olea mostraron, como Mario Camus volvería a hacer a comienzos

19 Reproducido en la edición de vídeo distribuida por Columbia Tristar (1999).

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de la de 1980, que era posible llevar a la pantalla a Pérez Galdós de modo que resultase tanto accesible desde el punto de vista del género (a menudo recurriendo a la fusión de las novelas con el melodrama cinematográfico) como intelectualmente estimulante (a menudo aplicando, a las preocupaciones del siglo xx, el estudio que las novelas realizan de cuestiones decimonónicas de roles de género y movilidad social). Comparada con Tristana, Tormento y Fortunata y Jacinta, esta obra galdosiana de El abuelo resulta una extraña elección. A Garci y a su coguionista Horacio Valcárcel20 ¿quizás los atrajera la facilidad con que podían trasladar al guion el texto original? El abuelo es, en efecto, una de las «novelas dialógicas» del autor, obras que, como su propio nombre indica, se leen como guiones cinematográficos y reducen las acotaciones narrativas al mínimo. El problema es que, para finales de la década de 1890 —El abuelo se publicó en 1897—, la obra de Pérez Galdós iba perdiendo su lustre: la estimulante ambigüedad de las «novelas contemporáneas» iba dejando paso a un didactismo de tesis. Tal el caso de El abuelo, en cuyo protagonista, el conde de Albrit, el escritor presenta a un trágico y ciego rey Lear español: en consonancia con el lamento de la generación del 98 ante el estado del país, este aristócrata regresa del Perú —donde ha perdido su fortuna— a una España que encuentra marcada por la muerte prematura de su hijo, por la ingratitud y el materialismo de su ciudad natal (Jerusa), y por la certeza de que una de sus nietas, Dolly o Nelly, es ilegítima. La culpa de esto recae sobre Lucrecia Richmond, la nuera del conde, personaje que algunos críticos literarios feministas han leído como una «desalmada y promiscua vampiresa social» (véase Jagoe 1994, 163) cuyo adulterio y descendencia ilegítima mancillan la noble nación que el noble arruinado representa. En defensa de Garci debemos decir que hace por mitigar la misoginia y la nostalgia del himno antifeminista que Pérez Galdós dedica a la pura y hogareña nieta Dolly, cuyo ibseniano nombre se contradice con una trama que toma una «deriva anti-ibseniana» (véase Jagoe

20 Colaboró con el director Antonio Mercero en el guion de La guerra de papá (véase el capítulo cuarto).

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1994, 163):21 Lucrecia, estereotipo de presuntuosa adúltera urbana o «vampiresa social», puede que hallase eco en la versión de Buchs de la década de 1920, pero difícilmente habría conectado con los públicos españoles de la de 1990; Garci modifica, por tanto, este personaje en una serie de aspectos al trasladarlo de la página a la pantalla. A Ángel Fernández-Santos, influyente crítico cinematográfico de El País, le horroriza (1998) el prólogo que el filme añade a la novela original de Pérez Galdós, secuencia que distrae de la actuación de Fernán Gómez como conde de Albrit; Ramón Navarrete insiste, sin embargo (2003, 156), en la función feminista que dicho añadido cumple de presentar a Lucrecia bajo una luz benévola. La casquivana Lucrecia de la novela tiene, en efecto, un amante; a la del prólogo que el filme añade la vemos, en cambio, abandonada por un pusilánime ministro del Gobierno que rompe con ella para evitar problemas con el padre de su esposa, a cuya intervención nepotista debe su puesto. Llama la atención, frente a la cobarde corrupción que se asocia al personaje masculino, el admirable estoicismo de la mujer. Añade Garci aún, más adelante, otra escena; en ella, Lucrecia explica su conducta al conde de Albrit y el público puede verificar su relato contrastándolo con la información del prólogo sobre su aventura amorosa fallida. El director y guionista ofrece, así, «una Lucrecia más profunda y reflexiva que la de la novela» (véase R. Navarrete ibid., 160). Otra dimensión de esta reconfiguración feminista de Lucrecia —dimensión que Navarrete no menciona— es la poderosa interpretación de Cayetana Guillén Cuervo, cuya templanza y contención ponen de relieve, en vez de una frialdad aristocrática, dignidad y control. A pesar del tratamiento retrógrado que la novela hace de los roles de género, Garci podía haber llevado más allá la posibilidad de relacionar la crítica galdosiana del materialismo, el nepotismo y la corrupción con los desacreditados valores del socialismo de Felipe González, cuyo PSOE había sido expulsado del Gobierno, por dichas razones,

21 Téngase en cuenta que Et dúkkehjem [Casa de muñecas], una de las piezas más famosas del dramaturgo noruego Henrik Ibsen, se conoce en inglés como A Doll’s House. [N. del T.]

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dos años antes de estrenarse la película22. El director prefiere, a lo que parece, prodigar la cámara con Fernán Gómez en su papel del abuelo Albrit; buena parte del dilatado metraje del filme (ciento cuarenta y siete minutos) se dedica, en efecto, a sus interminables monólogos —que con frecuencia reproducen literalmente la novela— sobre el honor y la literatura. Es decir: que, dejando al margen el interesante desarrollo del personaje de Lucrecia, la respuesta de Garci a la novela se limita a una fidelidad sin mayor riesgo. Lo middlebrow gira, según vengo planteando, en torno a la fusión, y entre las adaptaciones galdosianas del cine español se encuentra la excelente versión que, en 1974, Olea dirigió de Tormento, cinta que hace converger el accesible género fílmico del melodrama con la novela de Pérez Galdós. También El abuelo constituiría, en opinión de Navarrete, un ejemplo de melodrama «clásico»; en refuerzo de lo cual, este estudioso aduce (2004, 158) la puesta en escena, la estructura narrativa y el énfasis en el personaje de Lucrecia. Sin perjuicio del logrado tratamiento de dicho rol femenino, la gestión que Garci hace de otros elementos contribuye a ese sentimentalismo empalagoso que a menudo se le ha reprochado; el cineasta pierde, por tanto, la oportunidad que Olea aprovechaba de utilizar tales elementos para ampliar su lectura del texto original. La iluminación, por dar un caso, confiere a casi todas las escenas tonos sepia, llegando a dar un tinte amarillento, en ciertos planos, a ese halo de santidad que, con su pelo y barba blancos, presenta Fernán Gómez. Pues bien: semejantes tonos, que acaso se utilicen con sentido en la mencionada secuencia inicial en que Lucrecia viene abandonada por su cobarde amante —la gama de sepias transmite el deterioro del amor que el hombre siente hacia ella—, en el resto del filme no suponen más que un truco facilón para dar «un aire pretérito». 22 Resulta irónico que, a semejanza del Madrid y la Jerusa de la novela de Galdós, el propio Garci se viese enredado en un escándalo de corrupción a propósito de El abuelo. Lo acusaron de comprar votos para asegurarse el Goya a la mejor película en enero de 1999, «fraude que la presidenta de la Academia, Aitana Sánchez Gijón, negó no sin cierta reticencia»; véase Jordan (2000, 190). Al final, El abuelo perdió ante La niña de tus ojos (Fernando Trueba 1998).

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La novela original ofrecía unas enormes posibilidades para criticar a personajes a través del énfasis que el melodrama fílmico hace en la puesta en escena, aspecto que incluye el vestuario, el mobiliario y la utilería; Pérez Galdós se muestra, en efecto, implacable con Senén, cínico arribista social que se ha servido de la relación de Lucrecia con el ministro para asegurarse un puesto en el Gobierno, chantajea a dicha mujer cuando ella le retira su apoyo, y vende al conde de Albrit una carta que incrimina a su nuera a cambio de un anillo de rubí que es la última posesión de este aristócrata arruinado. Salta a la vista que Agustín González disfruta interpretando un papel que lleva puliendo tantos años (el del nuevo rico materialista), pero Garci podía haber hecho más, como director, por insistir en la crítica de los advenedizos de Jerusa a través del modo en que tales personajes se presentan a sí mismos mediante el vestuario, o presentan sus casas mediante la decoración. La mejor frase de la película es, de hecho, cuando la Lucrecia de Guillén Cuervo dice a los zalameros habitantes de Jerusa que tienen un pobre «gusto», crítica que encierra una condena tanto del medre social en sí como de la ramplonería al mismo asociada. A pesar de todo su interés por el melodrama, Garci no sabe aprovechar la ocasión de conectar semejante crítica con la puesta en escena del resto de la cinta; el género melodramático apunta, en sus manos, al placer

6.4 Mal gusto en la provinciana Jerusa. El abuelo (Garci 1998)

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visual y a la nostalgia. Así pues, sus planos tienden a buscar cuadros pintorescos mediante interminables tomas de moradas rurales (rodadas en Asturias y Burgos) y paisajes costeros (Asturias). Además, no obstante la transcripción de la novela en que básicamente consiste el guion de Garci y Valcárcel, aquí el director no hace ciego a su protagonista, lo que quizás se deba a que no está dispuesto a cortar los vínculos del mismo con tan pintureras imágenes rurales y de costa. Otro tanto rige en cuanto atañe a la dirección de fotografía —valga de ejemplo la utilizacion de encadenados sin más propósito aparente que un armonioso placer visual— y a la música, aspecto este último que va proporcionando obvias pistas para momentos emotivos como el descubrimiento, por parte del conde, de que su heredera legítima es Nelly a pesar de su querencia por la domesticada Dolly. (El que el sentimentalismo ahogue la potencial relevancia de esta renuncia a la línea de sangre en favor del cariño se lo debemos, en parte nada desdeñable, a las cuerdas desatadas de la partitura de Manuel Balboa en puntos clave). Pero el peor aspecto del sonido, señalado ya entonces incluso en la prensa —por lo demás encantada con la película—, es el hecho de que los diálogos estén doblados en posproducción. En un país donde es casi imposible ver sin doblar una película en lengua no española —los cines V.O.S. (Versión Original Subtitulada) no existen sino en las grandes ciudades— y en el que el doblaje se asocia a la siniestra censura del régimen franquista —la práctica se impuso por ley en 1941—, parece increíble que Garci hiciese aquello en El abuelo. Estaba replicando, en la banda sonora, el carácter artificial tanto de los planos interiores de tono sepia como de los pintorescos planos exteriores. La producción de El abuelo es, por tanto, una producción de nivel en el sentido de que está medidísima y es cara; solo que esmero y gasto diríanse, en general, mal dirigidos. Teniendo en cuenta que el único Goya que el filme obtuvo fue en el terreno interpretativo —Fernán Gómez ganó el premio al mejor actor—, quizás quepa considerar que fue en dicho ámbito actoral donde los recursos mejor se dirigieron: la prensa española se mostró enfervorecida con la actuación de Fernán Gómez; las referencias de Fernández-Santos (1998) al ascenso del actor a «la cima» de esta cinta de Garci —«y la ha elevado más aún,

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añadiendo energía y genio al genio»— son típicas. (En el cine español, los abuelos ya habían tenido una enorme presencia a través de ese arquetipo del paleto de pueblo que Paco Martínez Soria encarnara en el VCE de las décadas de 1960 y 1970; en la generosa recepción de que fue objeto este convincente papel de Fernán Gómez como aristócrata gruñón cabría percibir una suerte de afán por redimir la imagen de la tercera edad en el cine español). Convincentes resultan asimismo las interpretaciones de Guillén Cuervo y González, si bien aquí hay poco de esa satisfactoria complicidad de las actuaciones de Emma Suárez y Carmelo Gómez —influidas ambas por el cine heritage— en El perro del hortelano. Lo que de verdad rebaja el nivel interpretativo es, sin embargo, el tratamiento sentimentaloide de las niñas, a menudo vestidas con almibarados tonos pasteles en contraste, y añádanse, además, las falsas voces dobladas. El abuelo es, en resumidas cuentas, una fusión middlebrow de alta cultura (Pérez Galdós) y melodrama accesible; hay, no obstante, muchos ámbitos en los que Garci no sabe establecer un adecuado equilibrio. Apreciar a un actor laureado se traduce aquí en concederle, indulgentemente, demasiado tiempo en pantalla a expensas de otras interpretaciones (por ejemplo las de las niñas); estimar el melodrama se traduce, por su parte, en dar un costoso énfasis a las localizaciones pintorescas en detrimento de los temas, más interesantes, de la movilidad social y el vestuario en la puesta en escena. Pero lo peor de todo son las limitaciones de Garci como lector de Pérez Galdós. Porque El abuelo no es, en ningún caso, la mejor obra de este autor, pero así y todo contiene una crítica a la corrupción de la España de la década de 1890 que se corresponde, en modo sugerente, con los escándalos del mismo país en la década de 1990. Una reseña publicada en ABC considera, en cambio (Amilibia 1998), que Fernán Gómez sí realiza una fina lectura del novelista: «El actor parece tan pegado a Galdós [...] como Garci al Óscar». Puede, en efecto, que en tal consista aquí la principal equivocación de Garci, esto es, en decantarse por la adaptación de esta novela teniendo en mente los premios de la academia cinematográfica estadounidense y no el público español. En una entrevista a propósito de la nominación de El abuelo para el Óscar a la mejor película en lengua extranjera, el director declaró (véase «Reseña de El abuelo» 1998): «Voy

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[a América] con una buena compañía, la de Benito Pérez Galdós, que hoy día es de los autores más estudiados en Estados Unidos». Gracias en buena parte al Goya de Fernán Gómez y a la nominación al Óscar, El abuelo recaudó bastante en las salas de España (más de un millón de entradas vendidas). Es, no obstante, un legado lamentable el que tan pocos directores españoles hayan querido emprender adaptaciones de Pérez Galdós desde entonces.

La hora de los valientes (Mercero 1998) Si en lo que llevamos de capítulo hemos ido repasando los intentos (más o menos conseguidos) de algunos directores por adaptarse a unas circunstancias sociales, políticas y audiovisuales cambiantes —el rasgo común era un «viraje middlebrow»—, en el apartado que comienza me dispongo a analizar la película de un realizador veterano que persiste en la que venía siendo su línea. Me refiero a Antonio Mercero, cuya Guerra de papá de 1977, cinta analizada en el capítulo cuarto, fue un gran éxito —tuvo más de tres millones y medio de espectadores— pero cuya propuesta de 1998 (La hora de los valientes) no fueron a verla sino ciento dieciocho mil personas. Ambas películas son dramas familiares con temas relativos a la Guerra Civil, buenos actores, ambientación doméstica y especial atención a los niños; las recepciones tan distintas nos colocan, sin embargo, en guardia. Aunque el objeto de este libro es el cine middlebrow para clases medias producido en España entre 1970 y 2010, mi tesis no persigue aplanar el panorama sino indagar en continuidades middlebrow incluso en contextos de cambio tanto en lo que a las películas como a los públicos respecta. Esta caída de la recaudación entre 1977 y 1998 para películas parecidas del mismo director se explica, en primer lugar, por la transformación del público. Mercero es, como atestiguan numerosos premios, un maestro más de la pequeña pantalla que de la grande, y su producción recientemente se calificaba —oxímoron— de «Auteur TV» [televisión de autor] (véase Smith 2006, 145-174); el despliegue que en La guerra de papá este director supo hacer tanto de temas televisivos de la vida cotidiana como de la estética televisiva del drama familiar

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le valió, en efecto, un público amplísimo. Para la década de 1980, sin embargo, dicho público podía encontrar en la propia televisión tales temas y tal estética. Revelan los datos de taquilla de La hora de los valientes, que ni unos ni otra servían ya en 1998 para hacer volver al cine a aquellos espectadores. En lo sucesivo del presente apartado he de considerar, no obstante, aún otro motivo de que La hora de los valientes no lograse conectar con los públicos. A pesar de las mencionadas semejanzas entre la película de 1998 y la de 1977, el delicado equilibrio middlebrow entre un tema serio y un tratamiento accesible se gestionó con acierto en 1977; en 1998 se erró, en cambio, el tiro. A cuyo efecto, merece la pena repasar las palabras de Bourdieu sobre la presentación de la alta cultura por parte de la cultura middlebrow. (Adviértase que este estudioso no habla de «alta cultura» sino de «cultura legítima», con lo que pretende enfatizar que se trata de una cultura sancionada socialmente o —la palabra lo dice— legitimada). Lo middlebrow, sostiene Bourdieu (1999, 323), «da la impresión de traer la cultura legítima al alcance de todos mediante la combinación de dos características normalmente exclusivas: la accesibilidad inmediata, y los signos externos de la legitimidad cultural». Pues bien: la apuesta por la «legitimidad» no reside, en La hora de los valientes, únicamente en el tema (manifiestamente serio) del impacto tremebundo de la Guerra Civil sobre una familia sino también en las numerosas alusiones que, a través de Goya, el filme realiza al arte elevado. El tratamiento del artista y su obra no podría ser más «accesible», pues la trama está entretejida de explicaciones abiertas sobre la importancia de ambos. Los guionistas, el propio Mercero y Horacio Valcárcel —quien también escribió La guerra de papá y El abuelo—, toman como premisa el «plausible “mito urbano”» (véase Mitchell 2004, 178) de que, durante la evacuación de los tesoros del madrileño Museo del Prado llevada a cabo durante la Guerra Civil, una de las obras de arte de la pinacoteca quedó olvidada. Manuel, personaje encarnado por Gabino Diego y cuyo nombre no es casual —piénsese en Azaña, el presidente de la Segunda República—, trabaja como guardia en el museo antes del estallido del conflicto. El filme va siguiendo sus esfuerzos por proteger un autorretrato de Goya allí olvidado mien-

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tras su vida familiar sigue su curso en el contexto bélico. La familia de su futura esposa y su sobrino Pepito mueren víctimas de bombas nacionales y él se casa, lucha por la República y tiene un hijo pero, con la victoria de Franco, es ejecutado (justo después de devolver el cuadro al museo). Así pues, en La hora de los valientes las referencias a la alta cultura en Goya implícitas resultan narrativizadas de una forma en ninguno de los filmes hasta ahora analizados vista. Sirva el ejemplo de Españolas en París (Roberto Bodegas 1971), película que planteé —véase el capítulo cuarto— realiza alusiones al mismo Goya mediante el encuadre, el reparto, el vestuario y el maquillaje de las dos abortistas, personajes que recuerdan a las brujas de El aquelarre (1797-1798), o bien La mitad del cielo (Manuel Gutiérrez Aragón 1986), donde mientras Rosa se viste para la boda de Juan, Las meninas de Velázquez se recrean —véase el capítulo quinto— en la puesta en escena a través tanto del uso del espejo como de la posición de los personajes. Adonde voy a parar es a que ninguna de ambas referencias es explícita; a que ambas ofrecen, por tanto, una grata confirmación de su acervo cultural a los espectadores iniciados. Ambas contribuyen, en efecto, en términos narrativos al desarrollo de la trama pero ninguna es, en absoluto, crucial para la comprensión de la misma. Pensemos, a modo de contraste, en el uso más famoso —y malfamado— de una referencia intermedial en todo el cine español. Me refiero a Viridiana (Luis Buñuel 1961), donde el hecho de que los espectadores adviertan que los mendigos recrean La última cena de Leonardo da Vinci es esencial para que entiendan la visión del director de una humanidad degradada e impía. En La hora de los valientes, el desarrollo de la trama también pasa por el conocimiento de la vida y las obras de Goya; es solo que el «autor televisivo» Mercero no asume riesgo ninguno: la película ofrece un resumen de la vida del pintor y de sus tres obras clave (El 2 de mayo de 1808 en Madrid [1814], Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808 [1814] y Autorretrato [1815]); Manuel se ha aprendido de memoria las introducciones de la guía del museo y le ha tomado gusto a repetirlas. Philip Mitchel establece una útil dicotomía entre películas con referencias «intertextuales» a un arte extradiegético (como en el caso recién dicho de Viridiana) vs. películas con referencias «intra-

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textuales» que se explican en la trama misma (como en esta Hora de los valientes de Mercero); cuestiona, de hecho, la tendencia crítica a valorar, sobre la tarea considerablemente más fácil de descrifrar la «intratextualidad», las mayores exigencias que la «intertextualidad» plantea al espectador. Por mi parte sigo el llamamiento de este estudioso a revisitar la «tercera vía» (véase Mitchell 2004, 182) y a replantearse «una polaridad demasiado rígida entre la tradición del cine de autor vs. otra más popularista» (ibid., 169), a pesar de que él no rehabilite el término middlebrow. Ahora bien: aunque yo misma sostengo que los proyectos middlebrow merecerían un trato más benévolo, también es necesario explicar por qué algunos tienen más éxito y otros menos. Una película middlebrow bien conseguida establece un equilibrio dinámico entre esa «legitimidad» y ese «carácter accesible» de los que habla Bourdieu; en La hora de los valientes la balanza se inclina, sin embargo, demasiado del lado de la accesibilidad. Resulta instructiva, en efecto, la comparación con la lograda creación del mismo director en La guerra de papá. En esta cinta previa Mercero sigue, para empezar, a Miguel Delibes, el autor del texto original en que la película se basa; adopta al mismo tiempo, en sentido literal y figurado, puntos de vista infantiles que va careando con el mundo adulto. Los miedos y juegos de los niños constituyen, pues, un camino accesible al tema serio (es decir, a las profundas secuelas psicológicas de la Guerra Civil), y esto representa un afortunado ejemplo de mezcolanza middlebrow. Frente a lo cual, veinte años después y trabajando sobre un guion original —igualmente coescrito, eso sí, mano a mano con Horacio Valcárcel—, Mercero no consigue poner en práctica el mismo equilibrio: simplifica, en virtud de un mayor énfasis en la perspectiva infantil, el modo de abordar los acontecimientos hasta acabar rayando en lo pueril. Pero dicha simplificación no se produce, cosa irónica, con las escenas en las que aparece Pepito, convincente encarnación que Javier González hace de un niño que pierde a su padre en la guerra —detalle sacado de la biografía del propio Mercero— para morir a su vez víctima de una bomba nacional. Este personaje, basado en la dirección que el mismo Mercero hiciera de Lolo García en el papel de Quico en La guerra de papá, así como en la indagación de Jaime Chávarri sobre pequeños que juegan a la guerra de los mayores en Las

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bicicletas son para el verano (1984) —véase Mitchell 2004, 180 y 185, nota 18—, ofrece antes bien una perspectiva eficazmente inquisidora sobre los mundos adultos tanto de la guerra (piénsese en cuando el niño sueña con su padre) como de la familia (cuando presencia el nacimiento de Manolito). La simplificación —la infantilización— se produce, por tanto, en partes de la trama del filme sin relación con ningún niño. Hábilmente complementado por el papel secundario de Leonor Watling —el personaje de Carmen, que precede al estrellato internacional que en la década de 2000 esta actriz conocería merced a películas de Pedro Almodóvar e Isabel Coixet—, el rol protagonista de Gabino Diego (Manuel) no deja de ser, de todas formas, problemático. Mercero convenció, en efecto, a este actor cómico para asumir el que sería su primer papel dramático tras elegirlo por el candor infantil de su mirada23. Ese candor infantil que atraía al director se vio incrementado por la caracterización del actor como el bienintencionado anarquista y guardia del Museo del Prado que es Manuel. Ahora bien: mientras que en El rey pasmado (1991) este candor subraya eficazmente la crítica a que el director Imanol Uribe somete a la realeza, en La hora de los valientes el efecto es más irregular. Porque el candor infantil de Diego quizás logre, es verdad, transmitir el idealismo y la ingenuidad de los perdedores de la Guerra Civil, pero puede que los públicos buscasen algo más complejo. Teniendo en cuenta, además, que toda la información sobre Goya se nos pasa por el filtro de este personaje, apenas se nos ofrece un resumen introductorio: unos concisos datos biográficos y unas brevísimas descripciones de los cuadros más accesibles. Es decir, que acaso no fuera del agrado del público el que le ofrecieran tan toscas facilidades. En 2002, Mercero volvería a dirigir una película sobre niños (Planta 4.ª, dedicada al tema serio del cáncer), y en este caso tuvo más de un millón de espectadores; cabe, entonces, que el problema de La hora de los valientes fuese el tratamiento que el filme hacía de la historia. En el nuevo milenio, conforme las revisiones de la Guerra Civil y el cues-

23 Véase la entrevista con el director incluida en los extras de la edición en DVD de El País.

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6.5 Goya explicado. Diego y Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808. La hora de los valientes (Mercero 1998)

tionamiento de la memoria más allá de la nostalgia fueran volviéndose más urgentes, los públicos buscarían, en efecto, revisiones y puestas en cuestión más desafiantes (aunque todavía dentro de lo middlebrow). Tendremos ocasión de verlo, en el capítulo séptimo, a propósito de El viaje de Carol (Imanol Uribe 2003), donde se retoma la perspectiva infantil, y Soldados de Salamina (David Trueba 2003), donde se cuestiona la propia memoria.

Solas (Zambrano 1999) Primera película de Benito Zambrano, quien se formó en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (Cuba), Solas parece situarse a años luz de algunos ejemplos de cine middlebrow de la década de 1990: diríase que confirma esa novedad y ese tono de cine de autor que, en opinión de críticos como Carlos Heredero, eran propios de los filmes españoles de aquellos años. En la conclusión de su 20 nuevos directores del cine español este estudioso menciona, en efecto, Solas como «película revelación»; lo hace en re-

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fuerzo de la mencionada tesis —en dicho libro asumida— de que en la década de 1990 se produjo una renovación del cine español llevada a cabo por directores-autores (véase Heredero 1999, 392). Éxito de público y de crítica, esta cinta de Zambrano atrajo a casi un millón de espectadores. El actual cómputo de premios asciende a treinta y ocho galardones finalmente conseguidos y quince nominaciones24. Solas parece un ejemplo de libro del llamado «cine social», término genérico usado por directores y críticos, a partir de la década de 1990, en referencia al cine socio-realista. A pesar de la nueva etiqueta, este cine conecta con el llamamiento —dependiente del enfoque marxista del neorrelismo italiano— que en 1955 Juan Antonio Bardem hizo por un cine español «socialmente relevante» (véase Triana-Toribio 2003, 156). Habiendo estudiado en la mencionada institución cubana, fundada en 1986 por el Gobierno de Castro25, Zambrano estaba bien situado para realizar un cine que encajase en la visión ética y estética de este cine social, consistente en películas que «aspiran a mostrar las consecuencias del entorno en el desarrollo del carácter mediante retratos que insisten en la relación entre la ubicación y la identidad» (Hallam y Marshment 2000, 184), y que «dan prioridad al tratamiento de problemas sociales actuales como el crimen, las drogas, la violencia contra las mujeres y los niños…» (Triana-Toribio ibid., 156-157). Así pues, la trama de Solas prioriza problemas sociales del momento; su forma, las técnicas de observación social que, de un modo u otro, suelen asociarse al neorrealismo italiano. 24 Solas atrajo a las salas de cines españolas a 944 573 personas en un año en el que la cifra total de espectadores nacionales que fueron a ver películas españolas fue de dieciocho millones cien mil. Ganó los Goyas al mejor director novel, a la mejor actriz de reparto (Galiana), a la mejor actriz revelación (Fernández), al mejor actor revelación (Álvarez-Novoa) y al mejor guion original. Fuera de España, la película fue galardonada en Francia, Argentina, México, Alemania, Colombia, Bélgica, Israel, Cuba y Japón. 25 Esta escuela tiene por objetivo el fomento de una cinematografía alternativa (en lengua española) que se oponga al cine establecido y en la que la realidad y los seres humanos dejen de tratarse como espectáculos. Tales los términos de la web de la institución (www.eictv.org), consultada el 9 de julio de 2007 y ya desaparecidos.

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Esta cinta tiene el dudoso honor de tratar todos los ítems de la lista de «problemas» de Triana-Toribio, añadiéndole, de hecho, aun otros. La trama explora, en efecto, la pobreza urbana, el desempleo, la vivienda precaria, el analfabetismo, la falta de comunidad, el alcoholismo y el embarazo no deseado en relación con su protagonista, una solitaria habitante de Sevilla llamada María e interpretada por Ana Fernández; saca asimismo a colación temas adicionales como el aislamiento de los ancianos en ámbitos tanto rurales como urbanos o el maltrato doméstico de que es víctima Rosa (María Galiana), mujer habitante de un pueblo pero igual de solitaria que su hija María. Solas responde, como digo, a muchas de las convenciones formales asociadas a la herencia del neorrealismo italiano que este cine social asume. Para empezar, Zambrano escoge para sus papeles protagonistas a actores desconocidos (circunstancia tanto más notable hoy, si tenemos en cuenta que Galiana se ha convertido en un nombre familiar gracias al papel que, después de Solas, ha venido interpretando en la popularcísima serie de TVE Cuéntame cómo pasó (varios directores, desde 2001 hasta la actualidad)). En cuanto a la autenticidad —ese escurridizo objetivo del realismo social—, en Solas se alcanzó parcialmente al conservarse acentos regionales como el andaluz de Galiana y Fernández (nacidas ambas en Sevilla) o el asturiano de Carlos Álvarez-Nóvoa. Como el director comenta a propósito de los acentos, Solas «busca, sobre todo, transmitir una sensación de autenticidad y verdad desde la pantalla» (véase C. P. A. 1999). «Autenticidad»: se trata de una palabra omnipresente en las reseñas elogiosas de la película (véase C. P. A. ibid. y E. Fernández-Santos 1999). Conviene no olvidar que la «autenticidad» resulta del despliegue de una serie de técnicas, así como que, junto al reparto y los acentos, en el cine social también es clave la puesta en escena: tanto en el neorrealismo italiano posterior a la década de 1940 como en el cine español de realismo social posterior a la de 1950 —y en este nuevo cine social posterior a la de 1990—, los planos secuencia son fundamentales para permitir que el público aprecie el entorno. Los planos secuencia de Zambrano garantizan, pues, que los diversos decorados de la película cobren una especial relevancia y transmitan al espectador tanto la importancia de las circunstancias como la influencia de

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las mismas en la vida: cuando, en la secuencia tras los créditos, María lleva a casa a su madre desde el hospital, la cámara se demora en las imágenes de miseria urbana de su barrio; presenciamos la marginalidad, la drogadicción y el grafiti en planos de diecisiete y quince segundos, mientras que en secuencias callejeras posteriores de la misma zona se llama nuestra atención sobre la prostitución y sobre edificios sin terminar de construir. Pasamos del ámbito público al privado, y nada mejora: imposible no advertir, en planos de quince y treinta segundos, que María vive en un piso oscuro, húmedo y cochambroso. Mediante la puesta en escena, Zambrano saca también a relucir la desigualdad social: establece un contraste entre semejante interior y el piso luminoso y amplio del vecino, así como con los relucientes edificios nuevos donde María trabaja de limpiadora26. Por si cayésemos en la trampa de admirar estos lujosos interiores, Zambrano incluye una escena de María trabajando en una galería de arte en la que la mujer da rienda suelta a su ira: mientras llora y se desahoga, Zambrano la filma en un plano general que prolonga durante once segundos; así no podemos dejar de advertir su coraje contra el esplendor que la rodea. (Ella y su familia tienen acceso, por lo menos, a un hospital moderno y bien equipado, indicio de un Estado del bienestar que funciona; este aspecto de la película ha de impresionar especialmente —advierte Paul Julian Smith 2001, 56— a los públicos británicos). Leída, por tanto, como muestra de cine social, Solas contradice la petulante seguridad de Aznar de que «España va bien» (véase Saiz 1999). En lo que a su exploración de problemas familiares y a su planteamiento de otros nuevos respecta, esta primera cinta de Zambrano supone asimismo un hito en las representaciones de Andalucía. Sus rasgos son, en efecto, la solemnidad y el silencio, elemento este último opuesto al estereotipo de la parlanchina «alegría» que es común asociar, lo mismo interna que externamente, al sur de España. Sintetiza este rechazo de la comedia una escena de María trabajando: la mujer hace una pausa, junto a otras dos limpiadoras, para tomar

26 La celebración de la Exposición Universal de Sevilla (Expo’92) conllevó importantes inversiones en nueva arquitectura.

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un bocadillo; la chusca cháchara de sus risueñas comadres viene interrumpida y silenciada cuando ella —que está encinta— devuelve lo que ha comido. Con otras palabras: la diversión y los juegos quedan desterrados de una película que atiende a temas sociales graves como el embarazo no deseado27. De modo que Solas narrativiza un rasgo propio del conjunto del cine social: su rechazo de los géneros y subgéneros (a menudo cómicos) del cine popular del país. Voy a dedicar, así y todo, el resto del presente apartado a rastrear la deuda de este filme precisamente para con uno de tales subgéneros: ese cine sobre paletos de pueblo que, a menudo protagonizado por Paco Martínez Soria, hubo en España durante las décadas de 1960 y 1970. Contra lo que pudiera parecer, Solas retoma, en efecto, aspectos clave de las tramas de dicho subgénero fílmico —incluso el tratamiento que de los roles de género el mismo realiza—, como de hecho cabe deducir de una comparación con La ciudad no es para mí (Pedro Lazaga 1965), película que analizábamos en el capítulo tercero. Mi conclusión es que esta sorprendente fusión entre aclamado cine social de autor y cine popular sobre paletos desdeñado por la crítica constituye otro ejemplo de la tendencia middlebrow del cine español de la década de 1990. Separadas por treinta y cuatro años, tanto La ciudad no es para mí como Solas relatan la visita de un pariente rural anciano a sus familiares de la ciudad: si el tío Agustín va ver a su hijo a Madrid desde su querido pueblo aragonés de Calacierva, Rosa va a ver a su hija María a Sevilla desde un pueblo andaluz sin especificar. En ambas películas, la función de este pariente anciano consiste en auspiciar valores tradicionales y familiares transformando el comportamiento de mujeres adultas: si el tío Agustín salva a Luchi del adulterio, Rosa salva a María del aborto. Ninguna de ambas cintas versa, de hecho, en rigor sobre la oposición 27 Cristina Sánchez-Conejero hace ver que Solas es la antítesis de esas imágenes encorsetadas de los andaluces como gente cascabelera dada al baile y a los toros; según esta estudiosa (2006, 140), la película refleja «la Andalucía real y no la folklórica o nacionalista». Sánchez-Conejero señala asimismo que semejantes clichés folclóricos han sido alimentados lo mismo por la dictadura que por posteriores gobiernos autonómicos democráticos.

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6.6 Otro pariente del campo llega a la ciudad para regular la sexualidad femenina. Solas (Zambrano 1999)

del campo vs. la ciudad; las dos indagan, antes bien, en los peligros de la sexualidad femenina, que adopta la forma del sexo extraconyugal en La ciudad no es para mí, y la del sexo sin finalidad procreadora en Solas. Veíamos en el capítulo tercero, en el análisis de La ciudad no es para mí, que en dicha cinta la sexualidad femenina fungía de pantalla sobre la que proyectar angustias a propósito del cambio. (A propósito, en concreto, tanto de la movilidad social ascendente a que dio lugar el boom económico de la década de 1960, como de la consecuencia cultural de tal movilidad: el gusto middlebrow). Por su parte, Solas expone el lado oscuro de la expansión capitalista: muestra que no todos se han beneficiado de ella. En la secuencia de la galería de arte donde limpia María, la película apunta, es verdad, al consumo cultural de quienes ascienden económicamente. Los acentos van, sin embargo, sobre la limpiadora; no se trata, en consecuencia, de un filme sobre los nuevos gustos culturales middlebrow. Es decir: que si la trama de La ciudad no es para mí aborda explícitamente el tema de la cultura middlebrow, Solas constituye, en virtud de su fusión de cine social de autor y cine sobre paletos, un ejemplo de cultura middlebrow ella misma. La interpretación de Rosa por parte de Galiana no podía andar más alejada de la que Martínez Soria hiciera del tío Agustín: mien-

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tras que en este no encontrábamos sino enfadoso parloteo y comedia gruesa, Rosa influye sin palabras en la conducta de su hija. (Las reseñas insisten en la «dignidad» tanto de su interpretación como del personaje que encarna; tomo la palabra del título de la crítica que Elsa Fernández-Santos publicó en El País, donde leemos [1999] que Solas «recupera la dignidad de la mujer rural»). Rosa constituye, no obstante, el vehículo del mensaje antifeminista de esta película: María acaso esté «sola» por andar envuelta en una relación sin amor con Juan, o bien por vivir en una ciudad carente, a lo que parece, de comunidad rural (si bien el bar es un obvio local comunitario); lo cierto es que su madre detecta una soledad más profunda, la soledad de no tener hijos. Rosa adivina también el embarazo de su hija: el filme va refiriendo, con una sutileza admirable, cómo esta mujer logra salvar a su nieto no nacido del aborto que María planea inicialmente, amén de cómo encuentra, en el benévolo vecino, un padre y un abuelo sustituto para la futura madre y su niño. Candyce Leonard, que escribe desde una perspectiva feminista, considera este planteamiento de los roles de género retrógrado (2004, 224): «La maternidad como única manera de adquirir una identidad propia, o de mitigar la soledad, es la espinosa promesa que amenaza con anular a la mujer sexual, a la mujer trabajadora y a la mujer independiente». Este enfoque retrógrado queda especialmente de relieve en la secuencia final, ya que en este punto de la trama Rosa ha muerto y los acontecimientos se producen sin la presencia de la sutil Galiana en su taciturno papel (que valió a la actriz un premio Goya). Esta coda, que detalla la influencia póstuma de Rosa en la redención de la familia, es de un tono bien rudimentario: la madre, el niño y el «abuelo» (el bondadoso vecino) visitan la tumba de Rosa en usa escena bañada de sol; mientras los tres van caminando de regreso al pueblo, un plano secuencia excepcionalmente largo (un minuto y dieciséis segundos) y un encuadre picado dirigen nuestra atención al entorno rural y a la gran cruz. Oímos entretanto, en voz en off, las palabras que María dirige a su difunta madre sobre cuán feliz la ha hecho la maternidad, incluso sobre los nuevos planes de la familia de volver a la vieja casa familiar del pueblo. Pasando por alto la asociación de dicha casa con la violencia doméstica, María se plantea una existencia asexual con el

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«abuelo» convirtiéndose, así, en ese estereotipo de madre virginal de la tradición cristiana que desde el primer momento anunciaba su nombre. Como apunta Leonard, esta protagonista experimenta con el sexo, el trabajo y la independencia en la ciudad para abandonar su solitario fracaso en los tres ámbitos por la maternidad en el campo. Es solo que, con la conclusión de que María vaya a vivir como madre (económicamente dependiente del «abuelo») en la vieja casa familiar del pueblo, Zambrano va demasiado lejos: por mucho sol luciente, en el mencionado epílogo advertimos las oscuras connotaciones de tal casa en cuanto infame escenario de la dependencia de Rosa, víctima, además, de violencia doméstica. La ciudad no es para mí, aunque daba un escarmiento a la aspirante a adúltera Luchi, no se atrevía a sugerir el retorno de la familia al pueblo: semejante cosa habría hecho peligrar el boom económico de la década de 1960. La conclusión de Solas es, por tanto, más conservadora todavía que la de su precedente en el subgénero. Por repetir las convincentes palabras de Leonard (ibid., 232), «con su asociación de la procreación con la inocencia, y con su incapacidad de someter a escrutino la materialidad que posibilita o impide la libertad de elección, Solas restaura el mito de la maternidad». Pese a todo ese énfasis en la novedad y el cine de autor que imbuye los estudios sobre el cine social, la presente lectura de Solas saca a relucir sorprendentes vínculos de dicha cinta con otras corrientes del cine español. Podríamos decir, en vena provocadora, que Solas es el remake de La ciudad no es para mí en la década de 1990. (Ambos filmes presentan a paletos rurales en la ciudad, y ambos proponen una regulación antifeminista de la sexualidad de la mujer). Ello no quiere decir que este primer filme de Zambrano sea un ejemplo de cine popular a pesar suyo; la película se caracteriza, antes bien, por el carácter híbrido y la fusión. Solas retoma, en efecto, la accesible trama sobre paletos pero desde el registro elevado (highbrow) del cine social, y semejante fusión hace que constituya un ejemplo de cultura middlebrow. Cultura que, señala Bourdieu (1999, 323), puede consistir tanto en «versiones accesibles de experimentos de vanguardia» (de lo que serían ejemplo las adaptaciones cinematográficas de clásicos literarios) como «obras accesibles que se hacen pasar por tales experimentos» (de lo que Solas sería una buena muestra).

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Capítulo séptimo Del cine social al cine heritage en las películas de la década de 2000

Al comenzar el nuevo milenio, el PP de José María Aznar continuaba gobernando España: en 2000 ganó unas segundas elecciones cuya legislatura quedaría marcada por el impopular apoyo del presidente a la Guerra de Irak, iniciada a raíz del 11-S. En 2004, el poder político volvió a cambiar de manos: lo obtuvo el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero. Aparentemente se trataba de unas elecciones democráticas corrientes, pero el hecho es que hubo una enorme controversia: aquellos comicios, celebrados justo tres días tras los atentados perpetrados por Al Qaeda en trenes de cercanías madrileños el 11 de marzo de 2004 —murieron ciento noventa y una personas—, fueron interpretados por muchos como un castigo del electorado al PP de Aznar, que culpó de los ataques (sin razón) al grupo terrorista vasco ETA. En el 2011 volvió el PP al Gobierno bajo la presidencia de Mariano Rajoy, sucesor que el propio Aznar designara. En esta ocasión hay bastante acuerdo entre los analistas sobre que el cambio de poder obedeció a motivos más rutinarios: no es tanto que el PP de Rajoy ganase las elecciones sino, más bien, que las perdió el PSOE de Rodríguez Zapatero por una supuesta mala gestión de la economía. Así pues, en la década de 2000 dominaron la escena internacional el terrorismo islamista y la controvertida respuesta al mismo por parte de Occidente; el nuevo milenio también fue testigo, sin embargo, de una serie de polémicos hitos en el ámbito de la legislación española.

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Las seis películas que he seleccionado para el presente apartado implican un énfasis —inevitablemente parcial— en algunos de ellos. Otro estudioso podría haber atendido, en efecto, a temas como las comunidades autónomas de España (valga el caso del independentismo y el terrorismo vascos, a cuyo propósito piénsese en la nueva oleada de provocadores documentales como La pelota vasca. La piel contra la piedra [Medem 2003] o Perseguidos [Ortega Santillana 2004]); yo sigo centrándome, no obstante, en las cuestiones de los roles de género y la memoria que saqué a relucir al comienzo del capítulo sexto. En ambas áreas, el Gobierno del PSOE de Zapatero llevó a cabo una política intervencionista no exenta de controversia. Me refiero, por un lado, a la legislación sobre violencia doméstica (2004) y a la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo (2005); por otra, a la Ley de la Memoria Histórica (2007). A partir de la década de 1990, las posibilidades de financiación de las películas españolas han experimentado una sana diversificación, pasando a incluir «subvenciones de Gobiernos autonómicos, fondos resultantes de la venta de los derechos de emisión a canales televisivos, adelantos de distribución, ediciones en vídeo o DVD, adelantos de distribución en el extranjero, préstamos de bancos estatales y capital privado» (véase Pavlović et al. 2009, 182-183, quienes insisten en la especial importancia de las inversiones realizadas por canales de televisión y grupos audiovisuales multinacionales como PRISA pero aclaran que las subvenciones del Gobierno central «siguen siendo una fuente de financiación básica a nivel nacional»). Empezando dicha década de 1990, el último gobierno socialista de Felipe González revisó la «ley Miró» de 1983 en la idea de vincular las subvenciones, en vez de a los criterios de comités gubernamentales, al éxito de taquilla (revisión que el PP consolidaría tras llegar al poder en 1996). Pero en el nuevo milenio han vuelto a surgir dudas sobre el sistema de financiación pública: Barry Jordan, quien pone de relieve (2011, 19) que «las subvenciones» son ahora «multicapa» —incluyen fondos locales, regionales, nacionales y europeos—, analiza el descuadre entre la pérdida de espectadores nacionales por parte del cine español, y el aumento de la producción de filmes subvencionados. A pesar del año dorado que supuso 2006 —el cine español

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gozó entonces de una histórica cuota de espectadores nacionales del veinte por ciento (véase Smith 2009, 13)—, Jordan sostiene (ibid., 38) que son demasiado pocas las cintas españolas que constituyen «un cine atractivo —comercial— capaz tanto de concienciar como de entretener a públicos más amplios», si bien este mismo estudioso identifica (ibid., 39) una tendencia hacia filmes que sí respondan al mercado o vayan «a favor del espectador». Este deseo de películas que «conciencien y entretengan» podría interpretarse como un llamamiento a hacer cine middlebrow28, cuyos ejemplos bien logrados fusionan temas serios —y referencias a la alta cultura— con una producción de nivel y un carácter accesible. Empiezo, pues, este último capítulo con dos ejemplos de cine social. (Ahondo con ello en el análisis de Solas que cerraba el capítulo previo). Esta tendencia reciente del cine español —que también ha recibido apelativos como el bastante ecuánime de «realismo social popular» (véase Jordan y Allinson 2005, 163) o el marcadamente crítico de «realismo tímido» (Quintana 2008)— ilustra la problemática recepción de que es objeto el cine middlebrow: mientras que tanto los organismos españoles responsables de la concesión de premios como un amplio público nacional y algunos críticos saludaron el modo accesible en que películas como Los lunes al sol (León de Aranoa 2002) y Te doy mis ojos (Bollaín 2003) abordaban problemas sociales como el desempleo o la violencia doméstica, respectivamente, otros críticos —especialmente aquellos que escribían desde los planteamientos marxistas (siempre influyentes) propios de los ámbitos académicos españoles— rechazaron la dramatización —a juicio de ellos, más bien ofuscación— que tales cintas hacían de la realidad. Otra línea middlebrow que salta al nuevo milenio es la del cine sobre la Guerra Civil. Sirva de ejemplo El viaje de Carol (Imanol 28 Esto es solamente una interpretación. La homogeneización de la producción cinematográfica resultó un desastre en la década de 1980, en la que la «ley Miró» reprimió las corrientes alternativas. A Rob Stone le preocupa semejante represión en la época actual, si bien sugiere, en vena optimista (2011, 56), que hoy, gracias a la Ley del Cine de 2007, los cortometrajes gratuitamente disponibles en Internet «mantienen una magnífica tradición (a menudo subversiva) del cine español».

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Uribe 2002), conseguido remake de ese careo de inocencia infantil y conflicto adulto en que, a propósito de La hora de los valientes (Mercero 1998), indagábamos en el capítulo sexto. (Otras películas middlebrow de la década de 1990 que explotan dicha contraposición son Secretos del corazón [Armendáriz 1997] y La lengua de las mariposas [Cuerda 1999]). Soldados de Salamina (David Trueba 2003), aunque mantiene un equilibrio middlebrow, lleva el tema de la memoria en una nueva dirección al combinar, con ese cuestionamiento de la memoria misma presente en la novela de Javier Cercas en que el filme se basa, cuestiones relativas a la literariedad, la experiencia femenina y la mediana edad. (Tales cuestiones derivan de La flor de mi secreto [Almodóvar 1995], cinta de nuevo ya analizada en el capítulo sexto). También regresan en la década de 2000, con gran éxito de público, las películas heritage, de cuyo género analizo Alatriste (Agustín Díaz Yanes 2006) —filme híbrido entre el heritage y el western y que, protagonizado por Viggo Mortensen, superó en recaudación nada menos que a la admirada Volver (Almodóvar 2006)— y la coproducción hispano-brasileña Lope (Andrucha Waddington 2010), cinta igualmente ambientada en la temprana Edad Moderna y que ofrece un biopic ficticio de la juventud del más famoso dramaturgo español de entonces, Lope de Vega, la adaptación de cuyo Perro del hortelano (Miró 1997) ya discutíamos, una vez más, en el capítulo sexto. Estos dos filmes, con protagonistas extranjeros ambos (en Alatriste el norteamericano Mortensen y en Lope el argentino Alberto Ammann) y director extranjero uno (el brasileño Waddington en Lope), nos introducen en ese carácter transnacional tan discutido del cine español contemporáneo29. Confirman asimismo, de maneras diversas, las posibilidades middlebrow del cine español heritage, cuya pista ahora estamos en condiciones de seguir hasta llegar, retrocediendo un siglo, al cine mudo de que nos ocupábamos en el capítulo primero.

29 De tal se ocupan, por ejemplo, sendos números especiales de Hispanic Research Journal (8, 1, 2007) y Studies in Hispanic Cinemas (7, 1, 2010).

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Los lunes al sol (León de Aranoa 2002) En el capítulo anterior veíamos que Solas, primera película de Benito Zambrano, coincidía con las expectativas de dos nuevos paradigmas de la crítica del cine español. En primer lugar, se encuadraba en esa atractiva «novedad» de la década de 1990, esto es, en ese jaleo armado en torno a directores noveles que hacían un tipo de cine supuestamente sin precedentes. En segundo lugar, participaba del celebrado regreso de dicha década al socio-realismo, corriente que, con el barniz de novedad que le confería la nueva etiqueta de «cine social», andaba en boga hacia el cambio de milenio. Pues bien: la cinta de Fernando León de Aranoa que ahora nos ocupa también se beneficia de responder a las demandas de los dos nuevos paradigmas críticos mencionados. Protegido del veterano productor izquierdista Elías Querejeta, quien respaldó sus tres primeras películas, León de Aranoa ha sido una de las principales figuras del reciente cine social con títulos como Familia (1996), Barrio (1998), Los lunes al sol (2002), Princesas (2005) y Amador (2010), aunque su éxito de crítica y público ha ido cayendo, desde la cima de Los lunes al sol —con más de dos millones de entradas vendidas, la candidatura española al Óscar de 2003 a la mejor película extranjera30, la Concha de Oro del Festival de San Sebastián y cinco premios Goya—, hasta la última de las cintas mencionadas, que en el momento de escribir estas líneas ha tenido menos de cien mil espectadores. La segunda película de Zambrano, Habana Blues (2005), supuso un cambio de rumbo y de ambientación (hacia la música y a Cuba, respectivamente); León de Aranoa ha mantenido, en cambio, su compromiso con el cine social a lo largo de cinco películas. Su obra se ha convertido, por tanto, en un obvio blanco para detractores de dicha corriente como Ángel Quintana. Este estudioso defiende, en efecto, la tesis arriba mencionada de un «realismo tímido»; lo hace en la línea

30 Su elección en lugar de Hable con ella (Almodóvar 2002) fue objeto de controversia. Nótese que dicha cinta de Almodóvar ganó, en la misma ceremonia, el Óscar al mejor guion original.

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de Carlos Losilla y José Enrique Monterde, quienes sostienen —véase el resumen de Quintana 2008, 254— que este «cine social», además de no aportar innovaciones formales, cae en la repetición desde el punto de vista de los géneros cinematográficos, toda vez que «se sitúa» —siempre según estos críticos— «a medio camino entre el melodrama y la comedia sentimental». Los problemas de lo que Quintana denomina (ibid., 251) «la recuperación de ciertas tendencias realistas» en el cine español de la década de 2000 serían, en efecto, de cariz tanto temático como formal. Para empezar, este cine social no conseguiría instaurar «un discurso político fuerte» ni denunciar «problemas concretos del presente» como serían los relativos al Gobierno derechista del PP (véase Quintana ibid., 252). Pero es que tampoco llevaría a cabo experimento estético ninguno, ni presentaría aspectos autorreflexivos ni autocuestionatorios: se limitaría a ofrecer meras dramatizaciones dependientes del guion y de actores famosos, solo que con «cierto trasfondo realista» (ibid., 252-253); «trasfondo realista» que vendría dado, en Los lunes al sol, por la secuencia de los créditos de cabecera, consistente, sí, en imágenes documentales de manifestaciones de trabajadores de astilleros gijoneses pero preludio, en realidad, de una «dramaturgia tradicional» totalmente dependiente, como decimos, del guion (ibid., 254) y protagonizada por Javier Bardem, cuya interpretación constituiría —siempre a juicio de Quintana ibid., 253— un «espectáculo»31. Lo que subyace a la reacción recién descrita de Monterde, Losilla y Quintana es un marco crítico que no deja espacio al cine middlebrow. Para estos estudiosos el problema reside, en efecto, en la mezcolanza o fusión de elementos diversos: en que este reciente cine social aborda problemas sociales de modo parcial —pero insuficiente— y adopta las formas estéticas del neorrealismo italiano pero las somete a una extra-

31 A la crítica de Quintana quizás subyazca el boom entonces en curso del documental español. La película socialista radical ¡Hay motivo! (varios autores 2004), por dar un caso, sí que presenta un tratamiento directo de temas relativos a políticas del PP, así como ese tratamiento formal de carácter experimental y autorreflexivo que Quintana ensalza.

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7.1 Estrellas y realismo social. El Santa de Javier Bardem en los astilleros de Vigo. Los lunes al sol (León de Aranoa 2002)

ña fusión con el «drama» o, más concretamente, con el «melodrama» y la «comedia» (véase Quintana ibid., 253); en que delata, además, una actitud admirativa hacia el sistema español de estrellas. Se trata, adviértase, de una reacción parecida a la arriba analizada —en el capítulo sexto— de Esteve Riambau ante el cine miroviano, cine que este influyente estudioso condenó (1995, 424) como «polivalente». Ahora bien: del mismo modo que entonces propuse revisar la fórmula de Riambau —sugiriendo en su lugar una metodología que, en vez de enumerar los elementos formales existentes, analice el solapamiento de los mismos—, aquí planteo interpretar este cine social «popular» o «tímido» como un fenómeno middlebrow. Comenzando, pues, con un tratamiento documental de unas manifestaciones concretas —aunque según Quintana no lo suficiente— que protagonizaron los trabajadores de unos astilleros de Gijón (Asturias) a quienes habían echado a la calle, León de Aranoa escribe una trama ficticia sobre las vidas de cuatro de tales hombres, solo que no gijoneses sino de Vigo (en la vecina Galicia). Inspirada por las cintas británicas The Full Monty (Cattaneo 1997) y Billy Elliot (Daldry 2000), Los lunes al sol dramatiza los efectos del desempleo sobre las vidas de Santa (Bardem), José (Luis Tosar), Lino (José Ángel Egido) y

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Amador (Celso Bugallo) a través de cuestiones relativas a los roles de género (véase Fouz-Hernández y Martínez-Expósito 2007, 68, y Whittaker 2011, 125-145). Las obvias penalidades económicas se matizan y humanizan al examinarse en relación a una masculinidad que se reconfigura en términos físicos, familiares y espaciales: en su papel de Santa, Bardem se dejó una célebre barriga —y asumió unos andares de pato— en la idea de encarnar la inactividad forzosa del cuerpo de quien fuera un trabajador manual; su cuerpo se convierte, por repetir la feliz fórmula de Tom Whittaker (ibid., 136) en un cuerpo, «más que de producción, de consunción». (A modo de contraste, en el bar «La Naval» —donde los cuatro amigos se reúnen a beber— vemos imágenes de torsos musculados de boxeadores y otros deportistas que recuerdan la imagen que, en la década de 1990, este actor asumiera de estrella «macho» en películas como Jamón jamón [Bigas Luna 1992]). A través del resto de protagonistas, León de Aranoa indaga en el impacto del desempleo sobre la familia: el resentimiento de José por el puesto de trabajo de su esposa, la sensación de inferioridad de Lino ante el aire moderno y la destreza con los ordenadores de la generación de su hijo, y el abandono que Amador (persona alcohólica) sufre de su mujer. Como señala Whittaker (ibid., 125-138), en esta película, que relaciona el desempleo local con tendencias globales de reestructuración financiera —los astilleros han cerrado porque los barcos se fabrican más baratos en Corea—, las transformaciones de los espacios domésticos y públicos resultan cruciales: los primeros han de soportar la turbadora presencia de unos hombres en paro; los segundos se modifican tanto consciente como inconscientemente. La película toma su título —y su cartel promocional— de la circunstancia de unos hombres inactivos (pero en edad de trabajar) involuntariamente sentados al sol en espacios públicos los lunes; en el ferri de Vigo vemos a Santa y a José; en el rompeolas, a Santa y a Lino. Al final, estos hombres hacen ya a propósito —en un pequeño gesto de desafío— un uso impropio del espacio: «toman prestado» el ferri que cruza a los trabajadores de un lado a otro de la ría para ir a echar las cenizas de Amador al mar. Dejan la embarcación —para fastidio de los trabajadores que la esperan— a la deriva, apropiada metáfora de la forzosa ausencia de rumbo de sus propias vidas. Diez años después,

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Los lunes al sol se nos antoja —cosa bastante deprimente— doblemente profética: por una parte, el sombrío fenómeno del paro en que el filme se centra sigue marcando, a lo que parece, la España del nuevo milenio; por otra, la indignación y el sentimiento de comunidad de los personajes ficticios de León de Aranoa prefigura, precisamente, el movimiento de los «indignados», nutridos grupos de jóvenes parados que protestan pacíficamente contra la falta de oportunidades. León de Aranoa aborda el fenómeno del paro —tema salta a la vista que serio— remitiéndose en parte a la corriente —propia de la alta cultura— del neorrealismo italiano de manera parecida a como en Solas hiciera Zambrano: pone las técnicas formales tanto de la dirección de fotografía como del montaje y la puesta en escena al servicio de una crítica política consistente en mostrar qué efectos tienen, en personas concretas, unos contextos socio-económicos represivos. Como señala Whittaker (ibid., 128), la inspiración en el documental y la mencionada secuencia de los créditos de cabecera —las manifestaciones de los trabajadores de los astilleros— no solo llevan a que el tema sea la desigualdad sino, además, a emplear técnicas formales con implicaciones políticas, por ejemplo encuadrar a los personajes en plano medio largo: «esta estrategia visual, a menudo empleada en películas italianas neorrealistas, […] sirve para representar los personajes como agentes metonímicos que operan en el marco de una lucha de clases más amplia». Para la visita de Santa al piso de Amador, el director recurre a una serie de planos medios rematados por un plano general, así como a una significativa puesta en escena. La secuencia dura tres minutos y medio. Se trata, como digo, de un montaje de planos medios cámara en mano —algunos incluyen en el cuadro a Santa— que van avanzando, girando y adentrándose en las habitaciones para dejar constancia del lamentable estado de abandono de la sórdida vivienda, con inmundicias y loza sucia amontonada por doquier. Cuando Santa abre la ventana del dormitorio, «el foquista salta al astillero abandonado que desde ella se aprecia, como sugiriendo el motivo del declive de Amador» (véase Whittaker ibid., 134). Semejante descripción parece un ejemplo de libro de realismo social, pero en esta escena clave del piso de Amador intervienen otros tres elementos cruciales; a saber: el actor, la música y la estruc-

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tura narrativa. La dirección de fotografía incluye una serie de planos subjetivos que propician que entendamos e interpretemos la sordidez reinante identificándonos con el personaje de Santa. Contribuye a este proceso de identificación el que encarne a dicho personaje el actor estrella Bardem, cuyo perfil socialista y cuyas opiniones son conocidas del público nacional. Además, al comenzar la serie de planos subjetivos, León de Aranoa introduce los emotivos tonos del piano y las cuerdas de la partitura de Lucio Godoy, a quien su trabajo en este filme valió la nominación a la mejor música original para los premios del Círculo de Escritores Cinematográficos, y el premio al mejor álbum de banda sonora de obra cinematográfica de los VII Premios de la Música. La dirección de fotografía subjetiva, el reparto y la música refuerzan, pues, la narrativa todos ellos: si la imagen nos permite relacionar con el desempleo la decadencia de Amador, la música fomenta nuestra respuesta emocional a la situación. Por último, la figura de Santa nos impele a condenar la situación a través de la acerba visión —expresada a lo largo de la película— que este personaje tiene de la lucha obrera y los despidos en masa. Viendo la cinta por segunda vez, advertimos la centralidad de esta escena de la vivienda con relación al conjunto de la estructura narrativa, pues la ventana y el plano general desde la misma hacia los astilleros apuntan al clímax: Amador se suicidará tirándose por dicha ventana, acto del que el filme culpa, mediante esta imagen, al desempleo. La cuidadosa construcción de la trama, la identificación con el personaje, la puesta en escena doméstica fuertemente narrativizada y la música emotiva no son técnicas propias del realismo social sino del melodrama. Los lunes al sol mezcla pues —o fusiona— géneros. Esto constituye, en opinión de Quintana (2008, 253), un proceso debilitador por cuya virtud el «realismo moderno» degenera en un «realismo tímido». Para Whittaker, en cambio, esta mezcolanza puede ser productiva. Este estudioso escribe, en efecto, que «la tensión formal entre el realismo social y el melodrama redunda en una tensión espacial»; plantea, sí, que los espacios domésticos y laborales se reconfiguran en términos de roles de género, al estar sujetos ambos a las fuerzas seductoras pero perversas de la globalización posindustrial. La de Whittaker es, así, una refrescante respuesta a los gruñones lamen-

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tos ante la pérdida de pureza de los géneros fílmicos: donde Stephen Brown ve problemático (2005, 69) que el director de fotografía de Los lunes al sol (Alfredo Mayo) opte por una paleta de tonos «luminosos, cálidos y soleados» para reflejar el desempleo en Galicia, región famosa por su clima lluvioso —efecto que logra usando película Agfa en vez de Kodak—, Whittaker señala (2011, 141) que, si «el resplandor de los colores […] contrasta llamativamente con los negros entornos socio-económicos de los personajes», la tensión resultante en verdad ayuda a poner de relieve la negociación que estos han de conducir entre «utopía y realidad». Los lunes al sol es, por tanto, otro ejemplo de cine middlebrow que, como tal, corre los riesgos en la fusión implícitos: combina temas serios como el desempleo con elementos de las reverenciadas tradiciones del cine de autor socio-realista, pero lleva a cabo una audaz mezcla de tales elementos con los de las producciones de nivel características del género melodramático, de carácter más accesible. Encontramos, en efecto, en esta cinta el conocido rostro de Bardem (aunque redondeado y con barba) en el papel protagonista y, junto a él, a los magníficos actores Tosar, Egido y Bugallo (el auge de la carrera interpretativa de Tosar se produjo, como veremos, a partir de Los lunes al sol); nuestra implicación en la trama, y nuestra comprensión de la misma, se logra mediante nuestra identificación con ellos. En cuanto a nuestras emociones, se suscitan mediante una galardonada música extradiegética. La colisión entre melodrama y realismo social adquiere, de hecho, una especial intensidad en la mencionada secuencia de los créditos de cabecera, ya que la música original de Godoy es el único sonido con el que León de Aranoa acompaña las imágenes documentales de trabajadores enfrentándose a la policía. Por su parte, la puesta en escena es objeto de un interesante tratamiento a caballo entre ambos géneros cinematográficos, imbuida como está tanto del significado político propio del realismo social como del significado narrativo propio del melodrama. Cabe, en resumen, acercarse a una película como Los lunes al sol, en lugar de condenándola por «tímida», asumiendo sus propios términos; esto es: aceptando las tensiones que surgen de la fusión, y explorando su significado más amplio.

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Te doy mis ojos (Bollaín 2003) Te doy mis ojos, tercera película de Icíar Bollaín, también encontró —como Los lunes al sol, de León de Aranoa— en el momento de su estreno un gran éxito de público y crítica, con su nada desdeñable millón de espectadores y su imponente cifra de siete premios Goya. Como recientemente escribía Paul Begin (2010, 32), la atención de los críticos hacia esta cinta viene dividiéndose entre por un lado un interés temático en el estudio que realiza de la violencia doméstica y, por otro, un interés formal en sus referencias intertextuales al arte pictórico y, en menor medida, arquitectónico. En cuanto a los críticos que se han acercado al filme desde las perspectivas de los géneros cinematográficos, lo han calificado tanto de «realismo tímido» (véase Quintana 2008, 251) como de «realismo social popular» (Jordan y Allinson 2005, 163). Alberto Mira evita, por su parte, directamente el término «realismo» para hablar, en cambio (2010, 290), de «un melodrama y una contribución al debate social». Esta fusión entre por una parte un tema serio y una referencia a la alta cultura y, por otra, un tratamiento formal accesible —basado a lo que parece tanto en el realismo social como en el melodrama y caracterizado por una producción de nivel que obtuvo premios a la interpretación, al guion y al sonido, además de a la dirección— constituye un ejemplo adicional de cine middlebrow, si bien con un carácter renovadamente serio habida cuenta de lo espantoso del tema. Bollaín, deseosa de sacar a colación un asunto controvertido, pone de relieve, en efecto, el potencial de un cine middlebrow accesible (pero serio) de cara al desempeño de una función social. Porque aunque Los lunes al sol indagaba en la cuestión del desempleo, se trataba de un área demasiado amplia como para que la película pudiese incidir de manera concreta en los debates en curso (Quintana 2008, 252, criticaba —recordemos— el que León de Aranoa no se ocupase de políticas específicas del PP); Te doy mis ojos logra en cambio marcar, para la década de 2000, la pauta del filme social monográfico, al que Begin aplica (2010, 31) la útil rúbrica de «cine sobre un tema social específico». (Tal éxito puede medirse, en parte, por la imitación; sirva

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de ejemplo Mar adentro, Óscar de 2005 a la mejor película en lengua extranjera, donde Alejandro Amenábar seguía esta línea de centrarse en un problema concreto ocupándose de la eutanasia a través de la historia real de Ramón Sampedro). Así pues, para Brian Goss (2008, 34) Te doy mis ojos es una «intervención» en el debate público sobre la violencia doméstica, mientras que Jacqueline Cruz —quien señala que la película se integra en discusiones sobre el tema que ya se producían en los medios antes del reconocimiento legal del mismo en 2004 (véase Martínez-Carazo 2007, 394, nota 2)— aplaude la exactitud y el detalle del documentado guion que Bollaín coescribió junto a Alicia Luna, guion que presta una acertada atención (Cruz 2005, 67 y 69) tanto a la víctima del abuso como —aspecto importante— al autor del mismo. A juicio de Begin (2010, 42), esta eficaz intervención evidencia que «el cine es, de lejos, el medio mejor situado para diseccionar y tratar problemas sociales». Por mi parte insisto, en el contexto del presente libro, en que el cine más capacitado para «diseccionar» y «tratar» problemas en semejante modo es el cine de carácter middlebrow. En el contexto más amplio de los estudios audiovisuales (screen studies), Paul Julian Smith ha hecho ver que la televisión, con sus cifras de audiencia de lejos superiores y su mayor capacidad de conectar con los ritmos de la vida cotidiana, a menudo está «mejor situado» que el cine para «lidiar» con temas sociales ante los públicos32. La crítica a menudo se ha acercado a esta película —que ha sido objeto de múltiples análisis— centrándose en las relaciones intermediales existentes entre la misma y el arte elevado: los estudiosos han mostrado con detalle la manera inteligentísima —pero fácilmente inteligible— en que Bollaín toma cinco ejemplos del arte pictóri-

32 Véase la comparación que Smith realiza (2009, 105-121) del tratamiento del tema de la eutanasia en el largometraje Mar adentro y en la serie de televisión Periodistas (1998-2002, episodio octavo). Roberto Bodegas, director de Españolas en París (1977), una de las primeras películas middlebrow —véase el capítulo cuarto—, también dirigió una dramatización televisiva del este tema (Condenado a vivir, 2001). Se produce, como vemos, un importante solapamiento entre el cine middlebrow y la televisión middlebrow. Un tratamiento en condiciones de este extremo excede, sin embargo, el ámbito del presente libro.

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co occidental para entretejerlos en la trama de este filme (véase, por ejemplo, González del Pozo 2008 y Martínez-Carazo 2008). Los vínculos intermediales entre el arte pictórico y el cine pueden adoptar, naturalmente, formas diversas, y en el cine español tenemos las malévolas e ingeniosas referencias de Viridiana (1961) a La última cena de Leonardo da Vinci y El Ángelus de Millet: los impíos personajes de Buñuel recrean en el espacio las escenas sagradas de estos cuadros manteniendo sus poses de forma que los espectadores puedan apreciar la blasfema ironía del intertexto. Otro ejemplo sería —siempre en el ámbito del cine de autor— el minucioso estudio documental que, en El sol del membrillo (1992), Víctor Erice lleva a cabo del cuadro inacabado que el artista Antonio López pinta del árbol a que alude el título. El enfoque de Bollaín recuerda, sin embargo, más bien al de Antonio Mercero en La hora de los valientes, de 1998 (véase el capítulo sexto). En dicha cinta de Mercero Goya simboliza, en efecto, el liberalismo y la protesta antibélica, elementos ambos asociados, en vena más bien simplista, a la experiencia de una familia anarquista ficticia durante la Guerra Civil. El caso de Te doy mis ojos es más complejo: los cinco intertextos pictóricos de Bollaín actúan en varios niveles como el de los roles de género, el de las relaciones de poder y el de la transnacionalidad, pero todos se entremezclan convincentemente en la trama de una mujer que sufre —y huye de— la violencia doméstica. Al comienzo de la película, una nerviosa Pilar que ha escapado de la violencia que sufre en su hogar conyugal para refugiarse en casa de su hermana Ana acude a la catedral de Toledo, donde esta trabaja de restauradora; un travelling contrapicado va recorriendo entonces, desde el punto de vista de la mujer, una serie de venerables retratos de antiguos cardenales (todos ellos hombres, por supuesto); sus ojos se detienen, sin embargo, en La Virgen de los Dolores, de Luis de Morales (década de 1570), cuya expresión de resignación y sufrimiento se corresponde exactamente con la de la propia Pilar. Para Cristina Martínez-Carazo (2008, 396), este instante de reconocimiento revela, «por un lado, el punto de partida de [la] trayectoria emocional [de Pilar] y, por otro, el poder de la pintura como réplica de su estado de ánimo». En una escena posterior, Pilar escucha la descripción que un guía hace de El entierro del conde de Orgaz, de El Greco (1586-1588). La mitad

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inferior del lienzo, que representa a un grupo de nobles españoles de luto, parece «replicar» la oscuridad de su propio violento matrimonio con un español. La descripción que el guía hace del renacer celestial de Orgaz en la mitad superior del cuadro se corresponde, en cambio, con la «trayectoria emocional» de la protagonista cuando se imagina su propio renacer en un futuro sin su marido. A partir de ese momento, Pilar se sumerge en el estudio del arte y empieza a prepararse para convertirse en guía de museo. La inclusión de otras tres obras —Orfeo y Eurídice (Rubens 1636-1638), Dánae recibiendo la lluvia de oro (Tiziano 1554) y Composición VIII (Kandinski 1923)— se justifica, pues, diegéticamente. La explicación que Pilar ofrece a su hijo de la primera de estas pinturas cuadra al desarrollo de su relación con su marido Antonio, quien la ha llevado, igual que Orfeo hiciera con Eurídice, al infierno. En el mito griego, Orfeo puede rescatar a su esposa si es capaz de resistir la tentación de volverse a mirarla en el viaje de regreso desde el inframundo, y Rubens refleja el momento preciso en el que Orfeo sucumbe volviendo los ojos hacia ella y perdiéndola para siempre. La violencia de Antonio también precipita a su mujer en el infierno, pero su insistencia en que va a cambiar, su asistencia a una terapia y sus emotivos conatos seductores convencen a Pilar para volver al hogar. En el modo trágicamente inevitable del mito, este hombre retomará sus antiguas formas violentas y perderá a Pilar definitivamente. El mensaje positivo de la película es que el hombre la pierde gracias a que, dejándolo, ella se reafirma en su propia identidad. (No porque al final él termine por matarla, como perfectamente podría haber pasado)33. Igualmente sugestivo es el uso que Bollaín hace del otro mito griego, el de Dánae. Durante su formación como guía, Pilar introduce el mencionado cuadro de Tiziano a un grupo de visitantes al museo entre los cuales se encuentra, sin saberlo ella, Antonio. Especial relevancia tienen aquí los posteriores avatares de esta pintura erótica: Pilar habla de una serie de reyes (varones) que se afanaron por acapararla para su placer personal, o incluso por destruirla para que nadie más pudiera disfrutarla (conducta que,

33 Véase, para más detalles al respecto, González del Pozo (2008, 8-9).

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naturalmente, se asemeja a la de Antonio). Mediante una sagaz colocación de Pilar ante la proyección de la pintura, se produce una total asociación de esta mujer con la diosa, los píxeles de cuya imagen titilan sobre la piel, el pelo y la ropa de la protagonista. Esta fusión visual refleja la incapacidad de Antonio de distinguir entre las dos mujeres que tiene ante sí: el erótico cuerpo femenino proyectado (Dánae) y la imponente guía de museo (su esposa). Cuando Pilar vuelve a casa, Antonio castiga a la segunda de dichas mujeres por el exhibicionismo del retrato erótico que Tiziano hace de Dánae (la ataca en un acceso de cólera)34. El último intertexto artístico de Bollaín en esta cinta constituye una sinfonía intermedial en toda regla, ya que los colores de la abstracta Composición VIII de Kadinski corren parejos tanto con la expresión emocional de la música como con la lectura que Pilar realiza del diario de Antonio, codificado asimismo cromáticamente con arreglo a las emociones. Jorge González del Pozo explica (2008, s. p.) el solapamiento que va produciéndose a medida que «el texto físico del diario de Antonio se convierte en texto visual en Composición VIII y de ahí pasa a texto oral en las palabras de Pilar que combina estas narrativas para sacar una conclusión sobre sus sentimientos». El castigo que Antonio inflige a Pilar mediante la humillación es un ejemplo de libro de respuesta neurótica y criminal a la amenaza que en ella percibe. Esto puede entenderse, en términos de roles de género, como complejo de castración (véase González del Pozo ibid., nota 7), pero la angustia de este hombre incluye asimismo una di-

34 Begin interpreta la confusión de otra forma; según este estudioso (2010, 39), Antonio es incapaz de distinguir entre «el arte como contemplación y el arte como excitación». Para González del Pozo, la indagación en la nueva vida de su esposa que Antonio lleva a cabo al visitar el museo —y la subsiguiente humillación que por dicha vida le inflige con un ataque violento— podrían interpretarse recurriendo al uso que Laura Mulvey hace del psicoanálisis. El comportamiento de Antonio guardaría relación con dos respuestas al complejo de castración: «El inconsciente masculino tiene dos vías para escapar [...]: la preocupación por la reconstrucción del trauma original (investigando a la mujer desmitificando su misterio) compensada con la devaluación, el castigo o la salvación del objeto culpable» (véase González del Pozo 2010, 9-10).

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mensión social, esto es, de clase. Con su nueva vida, Pilar adquiere dos tipos de capital que Antonio tiene miedo de perder. En primer lugar se trata de un capital económico, toda vez que el salario actual y futuro de Pilar, así como sus nuevas amigas de la alta burguesía, ponen de relieve la condición pequeñoburguesa de Antonio —dependiente en una tienda de electrodomésticos—, circunstancia que el hombre lamenta cuando la familia visita, en el campo, la segunda vivienda de un acaudalado amigo suyo. En segundo lugar, el que Pilar adquiera mediante la educación un capital cultural saca a relucir que Antonio se encuentra excluido de la alta cultura. Bollaín capta esta exclusión mediante el modo en que filma la secuencia de Antonio visitando el museo toledano en busca de su mujer: los planos generales achican su imagen mientras pasa apresurado ente unas enormes pinturas y esculturas cuya presencia ignora. El despliegue de intertextos artísticos resulta, pues, fundamental en Te doy mis ojos de cara al desarrollo tanto de la caracterización como de la trama. Conviene insistir, eso sí, en que se trata de un despliegue de carácter middlebrow, pues, como señala González del Pozo (ibid., s. p.), este accesible filme sitúa el arte elevado al alcance de todos los públicos, posean o no formación cultural. En efecto: mientras que para apreciar plenamente la intertextualidad de Viridiana es preciso contar con datos previos, en Te doy mis ojos no lo es, como tampoco lo era en La hora de los valientes, de Mercero. Tanto este cineasta como Bollaín proporcionan toda la información necesaria, y ello convierte a sus respectivos filmes recién citados en productos middlebrow especialmente accesibles. (Otras películas arriba analizadas ofrecen el placer de reconocer famosas piezas únicamente a públicos iniciados; valga el caso de El aquelarre de Goya en Españolas en París, o bien el de Las meninas de Velázquez en La mitad del cielo). Una forma accesible permite, pues, a los públicos de Bollaín o Mercero —sean entendidos en arte o no— disfrutar de ese placer tan middlebrow en que consiste la confirmación del propio capital cultural elevado. Si a Mercero no le interesaba la forma artística de Goya, Bollaín no se arredra ante detalles de técnica: relaciona, por ejemplo, las fluidas formas pastel de la mitad superior (la celestial) de El entierro del conde de Orgaz, de El Greco, con el que Pilar vislumbre una vida de libertad

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y color. Resulta irónico, por tanto, que buena parte de la respuesta de la crítica a la obra de Bollaín tache a la misma de formalmente invisible. Con anterioridad a Te doy mis ojos, Susan Martin-Márquez escribía, en efecto (2002, 261), sobre la «superficie engañosamente “simple”» de los dos primeros filmes de esta directora. La misma estudiosa señala (ibid., 270-271, nota 6) que la tendencia de la crítica a insistir en la «simplicidad» —sirvan de ejemplo las alusiones de Carlos Heredero a la «desnudez estética» (o «desnudez expresiva») de Bollaín— suele ser sinónimo de condena disfrazada de tenue alabanza, destino a menudo reservado —siempre según Martin-Márquez— a las mujeres cineastas. Por su parte Begin plantea, ya en relación específica a Te doy mis ojos (2010, 31-32), que la discusión de la forma cinematográfica de esta película constituye un punto ciego de la crítica. Este estudioso aspira a echar luz sobre este terreno abordando el «realismo» de la cinta, ámbito que, afirma (ibid., 32), con frecuencia se ignora —en virtud de su aparente invisibilidad— a favor de «obras de arte que presentan toques de experimentalismo». Begin alcanza en parte su objetivo haciendo ver, en primer lugar, el modo sugerente en que la película se sirve del sonido —o más exactamente de la falta de sonido— para suscitar emociones, especialmente en relación con la tímida Pilar35; en segundo lugar, el modo en que la combinación de la dirección de fotografía, el montaje y la puesta en escena de los ajustados encuadres de Bollaín transmite significados (especialmente en relación con Antonio). El último ejemplo que Begin aduce (ibid., 41) se centra en la turbadora escena de sexo de este matrimonio, en la que la desnudez de los personajes, el plano medio y la presencia simultánea en el cuadro de un Antonio parcialmente oscurecido y una Pilar a la que vemos entera replican, inquietantemente, las relaciones de poder —en términos de roles de género— exploradas a

35 El que Antonio asocie a Pilar con los amortiguados sonidos de su silenciosa presencia en casa refleja su malentendido de fondo con respecto a ella. En la identidad de Pilar resulta clave la vista, no el sonido; de ahí su rechazo final a «dar a Antonio sus ojos», así como su toma de conciencia de que debe volver a visualizarse a sí misma tras dejarlo a él. («Necesito verme»).

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propósito de Dánae recibiendo la lluvia de oro, de Tiziano, con lo que el espectador se ve abocado a una incómoda opción entre «empatía o voyerismo». El astuto pictorialismo de las técnicas cinematográficas de Bollaín en esta escena constituye, sin embargo, un ejemplo de ese mismo «experimentalismo» que, según Begin, la directora evita. Por mi parte sugiero, como Begin, que la forma fílmica de Te doy mis ojos ha recibido poca atención en favor de su temática social y sus intertextos artísticos, pero además planteo, a diferencia de este estudioso, que esta película de Bollaín en modo alguno es un ejemplo de realismo social. Dedico, pues, lo restante del presente apartado a explicar que Te doy mis ojos es un logrado ejemplo de cine middlebrow en razón del carácter fácilmente legible de su género. Género que es, como señala Alberto Mira, el melodramático. Te doy mis ojos es, en efecto, un filme sobre la violencia física en el que tal violencia no aparece, aunque las consecuencias y la amenaza de la misma en ningún momento dejan de tener una fuerte presencia. Esto no apunta, sin embargo, a los orígenes documentales del realismo social sino, más bien, a las estrategias de desplazamiento que solemos asociar al melodrama. Así, cuando Ana acude al piso de Pilar y Antonio para recoger las pertenencias de su hermana tras la primera marcha de esta, podemos ver, desde la pespectiva de Ana, las huellas visuales de uno de los arrebatos de ira de su cuñado: cristales rotos y salpicaduras, en la cocina, de salsa de tomate por un plato lanzado en un rapto de cólera. Es decir: que si en un enfoque documental quizás se hubiera mostrado el propio ataque, en el enfoque melodramático la acción se desplaza a la puesta en escena; la sangre derramada se evoca con la roja salsa de tomate esparcida por los azulejos de la cocina. Semejante planteamiento no debe desdeñarse por tímido, pues, como escribe Mira (2010, 290), «el no ver [los actos violentos] no hace sino incrementar nuestra percepción del horror». Que el espectador se acostumbre a este desplazamiento de la violencia —aunque esta adquiera con ello un cariz más terrible— quizás sea, de hecho, lo que hace que la lamentable secuencia en que Antonio no puede evitar perder el control y humillar a Pilar resulte tanto más difícil de ver. El desplazamiento de las emociones a la puesta en escena es, por tanto, una de las estrategias melodramáticas de Bollaín. Típica del gé-

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nero es también la atención que la trama presta a la familia, así como la identificación del espectador con un protagonista femenino fuerte (interpretado por Laia Marull), lo que no quita que, a diferencia de melodramas anteriores en el presente libro analizados —El mundo sigue (Fernán Gómez 1964, véase el capítulo tercero) y La flor de mi secreto (Almodóvar 1995, véase el capítulo sexto)—, la contraparte masculina (Luis Tosar) aquí también reciba un tratamiento matizado. Acercarnos a Te doy mis ojos desde las convenciones del género melodramático —no desde las del realismo social— nos permite además una explicación más sutil de la ambientación de este filme. Toledo, antigua capital de la España del medievo, suele evocarse, en efecto, mediante hitos arquitectónicos como el icónico panorama urbano del casco viejo, el alcázar, la catedral, las estrechas callejuelas y los característicos edificios del centro histórico, elementos visibles desde la casa de Ana, y un enfoque socio-realista que persiguiese vincular con el entorno la conducta de los individuos quizás nos llevase a interpretar que la antigua ciudad simboliza siglos de represión patriarcal. Tal hace, por ejemplo, Pascale Thibaudeau al plantear (2008, 234 y 237-241) que Toledo funge, en Te doy mis ojos, de parangón del patriarcado, tesis que vendría confirmada por la escena concreta del encuentro sexual de Pilar y Antonio en casa de Ana, cuyo inicio es un plano del alcázar desde la ventana del dormitorio: cuando, acabado el sexo, Antonio se enfada y exige a Pilar que regrese al hogar conyugal, la cámara de Bollaín capta una segunda imagen de la fortaleza militar desde la ventana; las pretensiones sobre Pilar del violento Antonio se vincularían, pues, a los valores militaristas y patriarcales del monumento, famoso símbolo de la resistencia nacional durante la Guerra Civil. Pero las connotaciones de la ciudad en la película son de un carácter más sutil. Para empezar, el casco viejo se presenta como un lugar de refugio para la desesperada Pilar, quien escapa hacia allí junto a su hijo desde su hogar conyugal, sito en la zona moderna. Por otra parte, las colecciones artísticas que dicho centro histórico alberga son lo que proporciona un trabajo a una Pilar independiente; son asimismo lo que propicia en ella —véase González del Pozo (2008)— una «liberación a través del arte», habida cuenta del inextricable vínculo entre El Greco y la ciudad de Toledo, donde el artista vivió. Esta zona céntrica

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también se presenta, con sus calles y restaurantes, como un espacio femenino acogedor y liberador para Pilar, quien aquí pasa ratos con el nuevo grupo de amigas que ha conocido a través del trabajo. Hay, aparte, una escena concreta que, situada en la casa de Ana en el centro histórico, contrarresta las connotaciones patriarcales del alcázar en la escena de sexo que comentábamos. Pilar y Ana están hablando mientras tienden la ropa en la azotea —desde la que se ve el alcázar— y llega la madre de ambas exhibiendo el traje de novia de Pilar, que la mujer quiere que Ana también se ponga en su inminente boda. Ana se niega y empieza a inquirir a Pilar, impaciente, sobre la violencia a que su marido la somete. Las emociones vuelven a desplazarse a los objetos cuando esta mujer maltratada agarra el vestido blanco que en otro tiempo representó sus esperanzas matrimoniales y lo lanza enfurecida desde la azotea. A Bollaín no le interesa, como hemos visto, hacer películas inteligibles solamente para iniciados, y esta escena aislada transmite de maravilla el intento fallido de ayudar a una hermana en el contexto de la violencia conyugal. El hecho de que los tejados de la catedral de Toledo puedan verse en la distancia quizá simbolice, en efecto, el poder patriarcal de la Iglesia y las expectativas de obediencia femenina que, con su actitud y su vida, el personaje de la madre de las hermanas encarna. La combinación de la ropa tendida en primer término y la arquitectura a lo lejos recuerda, sin embargo, a la composición parecida que la cineasta feminista Marta Balletbò-Coll realizara en Costa Brava (1995). Si en dicha película de Balletbò-Coll la colada invitaba a cuestionar el significado de las «fálicas» torres de la barcelonesa Sagrada Familia de Gaudí (véase Martin-Márquez 1999, 288), en Te doy mis ojos la ropa tendida «viste» el alcázar y la catedral de manera distinta, ofreciendo un cuestionamiento feminista del poder patriarcal de estos monumentos. Vengo sosteniendo que un rasgo clave del cine middlebrow reside en tratar temas serios. Ahora bien: a diferencia de películas anteriores, Te doy mis ojos aborda un asunto específico —el de la violencia doméstica— en el momento mismo en que era objeto de debate en los medios y en los tribunales. Otro rasgo importante de lo middlebrow consiste en el despliegue de intertextos culturales elevados, pero esta cinta de Bollaín logra hilvanar de un modo especialmente habilidoso

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7.2 Ana «viste» el alcázar de Toledo. Te doy mis ojos (Bollaín 2003)

tales referencias artísticas en el tejido de la trama. Porque mezclar violencia doméstica e intertextualidad puede parecer, visto desde fuera, cosa extraña. La accesible combinación que Te doy mis ojos realiza de ambos elementos mediante una visión multidimensional de la ciudad de Toledo es, sin embargo, uno de los grandes hallazgos de la directora en este filme.

El viaje de Carol (Uribe 2002) Aunque existe un claro vínculo entre Te doy mis ojos (2003) y la legislación del PSOE sobre violencia doméstica (2004), la relación de las películas sobre la Guerra Civil con la legislación socialista sobre memoria histórica (2007) permanece más difusa. Resulta, así y todo, productivo situar las cintas de que se ocupan el presente apartado y el siguiente —El viaje de Carol (Imanol Uribe 2002) y Soldados de Salamina (David Trueba 2003), respectivamente— en el contexto del activismo ciudadano y político que precedió a la mencionada ley de 2007. En dicho activismo se encuadraba, en efecto, la fundación (en 2000) de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, que coordina la exhumación de fosas comunes, así como el

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Proyecto no de Ley que, en 2002, planteaba «la condena al pasado franquista y el homenaje a sus víctimas (incluida la obligación de las administraciones públicas de facilitar el acceso a las fosas comunes y de ayudar en la identificación de los restos)» (Paloma Aguilar citada por Isolina Ballesteros 2005, 6). En 2005, dicha Ballesteros expresaba la esperanza (ibid.) de que películas como Soldados de Salamina «sigan actuando a modo de vectores de memoria para generar un cambio real en las políticas gubernamentales y en su actitud hacia las víctimas del franquismo». Ya en la propia Ley de la Memoria Histórica de 2007, semejante esperanza cabe decir que se veía parcialmente satisfecha. Estos vínculos y correlaciones entre ciertas películas de la década de 2000 y algunos ámbitos legislativos no apuntan, sin embargo, a la tesis de que la cultura constituye una mera ilustración de su contexto. Los solapamientos sugieren, antes bien, que el cine middlebrow está en condiciones de proporcionar, con su tratamiento accesible de temas serios, un fructífero foro desde el que indagar en acuciantes preocupaciones del momento. Estrenadas con un año de distancia, El viaje de Carol y Soldados de Salamina comparten el motivo del viaje en sendos modos de abordar la Guerra Civil por lo demás bien distintos. Los personajes protagonistas de ambas cintas realizan, en efecto, un viaje de autodescubrimiento, proceso reflejado, de hecho, en el título de la de Uribe. Extradiegéticamente, la experiencia de ver estas películas podría equipararse a otro viaje de descubrimiento, ya que ambas asumen la labor de dirigir la atención de sus públicos sobre el tema serio de la guerra. Uno y otro filme se sitúan, no obstante, en extremos opuestos de la escala: si El viaje de Carol se caracteriza por un maniqueísmo simplista, Soldados de Salamina investiga pormenores de batallas, estrategia militar y participantes que no podían resultar familiares sino a un público especializado. A pesar, en cualquier caso, de tales diferencias, las dos películas invitan a una lectura que relaciona estos viajes (diegéticos y extradiegéticos) con la España de comienzos de la década de 2000, por más que El viaje de Carol ofrezca una ficción cerrada ambientada en la Galicia de la década de 1930 y Soldados de Salamina una reflexión sobre la Guerra Civil que conecta un presente ficticio de 2003 con un pasado fáctico; a saber: el de la retirada de las fuerzas republicanas en

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la Cataluña de 1939. El motivo del viaje queda particularmente conspicuo en las imágenes de cierre de ambas cintas. El viaje de Carol, que se abre con la llegada de la protagonista a España en tren, se cierra con su marcha hacia América en taxi: el coche va avanzando y la muchacha se vuelve a mirar a sus tres amigos españoles, uno de los cuales — muerto por una bala perdida del bando nacional— es solamente una aparición fantasmagórica. También David Trueba pone en práctica un oxímoron cinético cuando presenta a Lola alejándose de Miralles en Soldados de Salamina: como ha notado Arthur Hughes, la mujer viaja en otro taxi que se aleja mientras ella vuelve hacia el anciano los ojos llenos de lágrimas. Así pues, lo mismo Carol que Lola parecen evocar una España de rostro siamés (a la manera del dios Jano): una España dividida entre el pasado y el futuro. Escribe Hughes (2007, 371) sobre la película de Trueba (2007, 371), «la contradicción visual entre el movimiento hacia delante del taxi y la mirada hacia atrás de Lola es un destilado de la sociedad española contemporánea». Las diferencias entre una y otra película derivan de las edades de las protagonistas: una chica de doce años en el umbral de la adolescencia vs. una mujer de mediana edad en plena crisis de la misma. Tanto la caracterización como la trama de El viaje de Carol beben, en efecto, de Secretos del corazón (Montxo Armendáriz 1997), filme coproducido por el propio Uribe: los viajes infantiles de descubrimiento son fundamentales en el tratamiento —igualmente middlebrow— que esta película anterior hace de un niño que crece en la España dictatorial de la década de 1960. Un motivo clave es el cruce, por parte del protagonista (Javi), del río del pueblo saltando de piedra en piedra: el miedo le impide hacerlo al principio de la cinta, pero al final emprende este viaje literal por sobre las aguas y completa, así, la travesía figurada del autodescubrimiento. Los cruces de ríos también figuran, en 2002, entre los viajes de Carol, aunque Uribe los usa como imagen de la conversión de la niña en mujer, ya que Carol besa a Tomiche a la mitad de uno. La bala perdida que mata al niño lo hace igualmente en medio de un cruce del río, ofreciendo una trágica ilustración visual de una vida apenas si medio vivida. Uribe retoma asimismo el uso que Armendáriz hace del descubrimiento lingüístico: si la corta edad de Javi justifica sus preguntas («¿Qué significa “chingar”?»), las de la

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bilingüe Carol se explican por su menor familiaridad con la lengua española («¿Qué significa “deshuevado”?»). Al tratarse de un enfoque delicado del tema de la Guerra Civil —apremiante en la España de la década de 2000— así como de un melodrama muy accesible que presenta viajes y preguntas de carácter claramente simbólico en el contexto del país, mi acercamiento a esta cinta middlebrow de Uribe parte del uso que en ella se hace de una niña como protagonista. Es tal la importancia de este tipo de películas en el cine español, que cuenta con una denominación genérica propia: «cine con niño». Alberto Mira ha identificado dos tradiciones al respecto, y aunque en estudios más exhaustivos podrían descubrirse fricciones, contradicciones y solapamientos entre ambas tendencias, la división resulta en cualquier caso útil. La primera tradición, escribe Mira (2010, 77-78), «utiliza al niño —normalmente un huérfano— como objeto espectacular en la comedia, el melodrama o —tal la opción más frecuente— el musical; tiene su época dorada en las décadas de 1950 y 1960», y sus principales exponentes son Pablito Calvo, que saltó a la fama en el taquillazo Marcelino, pan y vino (Ladislao Vajda 1955), y Marisol, de quien ya nos ocupábamos en el capítulo tercero. La segunda tradición que Mira identifica comienza con El espíritu de la colmena (Víctor Erice 1973); «utiliza al niño como testigo —y como ancla de la identificación de los espectadores—» (ibid., 78) en películas que constituyen críticas políticas de la dictadura. (Los mencionados Secretos del corazón de Armendáriz resucitaron esta corriente en la década de 1990; véase Mira ibid., 80). Por su parte, el tratamiento middlebrow de Lolo García que Antonio Mercero hacía en La guerra de papá (1977) fusionaba la tradición popular y escapista del «objeto espectacular» con la corriente política y de cine de autor del «niño como testigo» (véase el capítulo cuarto). En el presente análisis de El viaje de Carol sostengo que volvemos a encontrarnos ante una fisión middlebrow de la tendencia popular y la de cine de autor. El cine middlebrow puede apelar, según hemos visto, tanto a intertextos culturales elevados del arte, la literatura o el teatro, como a tradiciones de autor del propio ámbito cinematográfico (tal el caso de las relaciones que señalábamos del cine social con el neorrealismo italiano). Pues bien: en El viaje de Carol se da prioridad al intertexto

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del mencionado Espíritu de la colmena de Erice, punto de referencia esencial de la tradición española del cine de autor. Ambas cintas hacen gala, en efecto, de simpatía hacia los republicanos que perdieron la Guerra Civil: El espíritu de la colmena muestra el asesinato de un maquis republicano y hace la crónica de la soledad, el silencio y la monotonía de posguerra a los que la familia de Ana está condenada en su aislada casa rural; El viaje de Carol echa atrás el reloj hasta la propia contienda para relatar la captura del padre de Carol —un piloto norteamericano de las Brigadas Internacionales— y la tristeza del afligido abuelo de la niña en su vieja casa recóndita. El hombre debe quemar sus libros izquierdistas y sufrir la violación, tanto externa como interna, de su propio hogar: mediante una pintada antiamericana y mediante el registro que efectúa, sin consentimiento, su yerno franquista. Mayor importancia que las laxas querencias políticas de las tramas tienen los niños protagonistas. La película de Erice es el arquetipo del mencionado cine de «niño-testigo», si bien retoma la manera como Carlos Saura se servía, en La caza (1966), de la inquisitiva mirada juvenil de Enrique sobre la Guerra Civil: compartimos, gracias a una dirección de fotografía subjetiva, así como a una trama elíptica y a un inteligente entrecruce de una visualización de Frankenstein (James Whales 1931), la perspectiva parcial y confusa que Ana tiene de las secuelas del conflicto, confraternizando con los maquis y haciendo por descifrar las enigmáticas vidas de sus padres. Además del mencionado intertexto del cine de terror, Erice introduce jugosas referencias al mundo natural, especialmente a la colmena, en la que la fascinación infantil por el entorno natural viene delicadamente combinada con el grave simbolismo que a tal estructura biológica confirieran (véase Stone 2002, 89) autores como el español Camilo José Cela (su nihilista condena de la España de posguerra en La colmena, 1951) o el belga Maurice Maeterlinck (La vie des abeilles [La vida de las abejas], 1901). El intertexto del cine de terror está ausente en el suave planteamiento de Uribe, quien sin embargo sigue haciendo que nos identifiquemos con la niña a través de la trama y la dirección de fotografía y sigue intercalando referencias al mundo natural: utiliza planos subjetivos desde el momento mismo en que Carol se despierta en el tren

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—para presenciar el estupor del cura y el monaguillo al ver fumar a su madre— hasta la referida secuencia final en que vuelve la cabeza hacia sus amigos mientras se aleja en el taxi. El careo de la niña con el conflicto en curso incluye comprender que su padre está luchando en el bando perdedor y presenciar la violencia de la época, que adopta la forma amablemente cómica de unos soldados que toman un globo que el padre de Carol lanza desde su avión por una bomba, o las más siniestras de descubrir qué significa dar a alguien «el paseo», o presenciar la muerte de Tomiche por una bala perdida. Carol comparte la fascinación de la Ana de Erice con la naturaleza, y la película de Uribe indaga en sus vínculos con los pájaros que Tomiche y sus amigos atrapan en las montañas. Incluye asimismo una referencia concreta a los insectos a través de los gusanos de seda y las mariposas de Maruja, amiga de la protagonista. Hay, con todo, enormes diferencias entre El viaje de Carol (cine middlebrow) y El espíritu de la colmena (cine de autor), diferencias que residen en los aspectos de la inteligibilidad y la interpretación. Esto no quiere decir que la película de Erice sea ininteligible e ininterpretable sino, más bien, que se espera de su público un viaje más largo (y de recompensa mayor). Cada uno de los encuentros entre la niña de seis años que es Ana y el mundo adulto de conflicto y silencio —entre el monstruoso mundo cinematográfico y el misterioso mundo natural— va presidido, en efecto, por la complejidad, el desconcierto y una ambigua falta de resolución: las secuelas de la Guerra Civil —la eliminación de los maquis— sigue constituyendo un misterio para la protagonista, si bien el espectador puede empezar a entenderlo echando mano de su conocimiento histórico de las represalias de posguerra; igual de impenetrable se mantiene para la niña el mundo de sus progenitores, pero los espectadores pueden comprenderlo parcialmente merced a las referencias tanto al pasado como al presente intelectual del padre, evocados con fotografías y con el ensayo de Maeterlinck, respectivamente. Cabe también echar mano de referencias culturales para asimilar la metáfora de la colmena, que no deja de ser, para Ana, un elusivo enigma. Adviértase, sin embargo, que no se establece una clara división entre la incomprensión infantil que se produce en pantalla y la comprensión

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adulta externa a la misma: Ana intuye, por ejemplo, el significado de una serie de figuras monstruosas de su entorno, entre ellas la de Frankenstein. El público, sin embargo, se queda con una serie de incógnitas tales como el sentido de las palabras que, de noche, la niña acaba dirigiendo al monstruo: «Soy Ana», frase que cabe interpretar y reinterpretar, en bucle, ora como obsesión con la monstruosidad —como claudicación ante las circunstancias represivas—, ora como acto rebelde de autoafirmación frente a las mismas. Si la perspectiva infantil del filme de Erice lleva al desconcierto y a la necesidad de una implicación —a menudo turbadora— por parte del público, la perspectiva infantil del filme de Uribe lleva a la comprensión y a una cómoda simplificación que desemboca en un tratamiento sentimental de la infancia que poco tiene que ver con el contexto bélico: la Guerra Civil redunda, cierto, en la intempestiva separación de Carol y su padre, pero esto queda compensado con las aventuras que la niña vive con Tomiche y refiere en cartas a aquel, así como con la visita que el hombre realiza en su avión para lanzar a su hija un regalo paracaidista. El mundo natural proporciona más claves para la comprensión: los pájaros simbolizan la libertad y el vuelo (igual que el padre), y el propio personaje de Maruja hace de intérprete para el público en la escena en que Carol descubre su habitación secreta de los gusanos de seda y las mariposas. «Tu también estás dentro de un capullo, pero pronto se abrirá», a lo que Carol replica con refrescante sarcasmo: «Y me convertiré en una mariposa de seda». Si la vieja casa recóndita de El espíritu de la colmena está repleta de miedo y misterio, la casa de El viaje de Carol es un espacio de afirmación y comprensión: la Ana que interpreta Torrent no llega a descubrir, al escuchar desde la cama unos fuertes pasos, que quien los da no es un monstruo sino su padre; a la Carol que interpreta Lago la despiertan, en cambio, unos ruidos extraños pero descubre, tras deslizarse escaleras abajo, la imagen benévola de su padre, que está hablando con el abuelo en la cocina familiar (cálidamente iluminada) y recibe a su hija en un abrazo cariñoso. Así pues, mientras que El espíritu de la colmena termina con la enigmática confrontación de Ana con una monstruosa España de posguerra, Carol emprende un (inverosímil) alegre viaje en taxi por un país supuestamente devastado por la guerra para huir a un lumino-

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7.3 Maruja sobreexplica a Carol el significado de los gusanos de seda. El viaje de Carol (Uribe 2002)

so futuro en los Estados Unidos, adonde (se le promete) regresará su padre tras salir de la cárcel y pronto irá a visitarla su abuelo. También Secretos del corazón terminaba con un optimista viaje, así como con la confirmación del amor filial al padre. Ahora bien: en opinión de Rob Stone (2002, 106), lo que salva a esta película de la «dorada nostalgia de la infancia» es «la cronología, que identifica a Javi —quien para cuando Franco muriese tendría veintiún años— con la generación que alcanzó la mayoría de edad en la Transición». El viaje de Carol nos deja, sin embargo, a mi juicio nada más que con esa «dorada nostalgia de la infancia» antedicha (nostalgia propia de aquella primera tradición del «cine con niño» que postulaba Mira). En dicha tradición, al niño no se lo trata —recordemos— como un sujeto con quien los públicos puedan identificarse en cuanto testigo de acontecimientos clave, sino como un simple «objeto espectacular». Semejante tratamiento reduce, en efecto, el personaje a la condición de estereotipo, y no otra cosa hace El viaje de Carol: esta niña es, como Pablito y Marisol, huérfana a todos los efectos, habida cuenta de que su madre muere al poco de iniciarse el filme y su padre está ausente; cuenta no obstante —como Cenicienta— con un hada madrina bajo la forma de la sabia, divertida y benévola Maruja (Rosa María Sardà), quien no tiene una varita má-

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gica pero sí una estancia prodigiosa de gusanos que transforman hojas de morera en capullos de seda. También tiene esta Carol tanto una fea madrastra —la amargada beata Dolores (Lucina Gil), personaje así llamado no por caso y a quien convirtió en su esposa por despecho Adrián, un amenazante Carmelo Gómez cuyo talento queda bastante desaprovechado— como una fea hermanastra de trencitas rubias y ropitas remilgadas (Blanca, la hija de la dicha Dolores). El contexto de la Guerra Civil añade al cuento personajes, pero no matices. El derechista Adrián lambisconea, por ejemplo, con Alfonso, falangista de la zona (Alberto Jiménez), y ambos hombres exhiben hitlerescos bigotes. Además de semejantes estereotipos, difícilmente podemos decir que la protagonista deponga su condición de extranjera —chicazo vestido con peto y pelo corto— para emprender «viaje» ninguno más allá del de cariz sentimental de conocer a un primer novio. La niña empieza, en efecto, siendo la hija de un piloto estadounidense de aviación y termina regresando a su patria extranjera sin haber logrado encajar. Si lo estereotipado de la caracterización hace difícil apreciar subjetividades y transformaciones, la dirección de fotografía y la música son igualmente responsables de dicho tratamiento de Carol como mero objeto a contemplar. Porque todos esos planos que la encuadran sobre frondosas montañas y paisajes rurales —la cinta fue rodada entre Galicia y Portugal— se justifican, sí, diegéticamente por las aventuras de la niña y sus amigos en la naturaleza, pero la belleza de tal puesta en escena conduce, más que a la investigación dinámica de un cambio, a la contemplación estática de un show, y los elementos edulcorados de la imagen vienen reforzados por la música original de Bingen Mendizábal. El cual, si no hace obvia la dimensión militar del comportamiento de los personajes mediante redobles de tambor —como cuando los niños ven un camión cargado de reos que avanzan por la oscuridad de la noche hacia su ejecución, o cuando Adrián empuja a su suegro para entrar en la casa y registrarla en busca del padre de Carol— o no acompaña escenas de trastadas infantiles con musiquillas vivaces —como cuando Tomiche le birla su sombrero a Carol—, ofrece altisonantes cuerdas u ondeantes acordes de teclado y repite cómodas frases asociadas a la protagonista. Todo ello supone un predecible subrayado de momentos de intensidad emocional como los de Carol recibiendo

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cartas de su padre (o su primer beso de Tomiche) y contribuye a exagerar, a cada paso, un sentimentalismo ya de suyo excesivo. Ya hemos visto, a lo largo del libro, que lo middlebrow puede suponer un peliagudo acto de equilibrio entre una temática seria y un tratamiento formal accesible. Pues bien: El viaje de Carol sería un ejemplo en el que tanto se inclina la balanza hacia el carácter accesible del cine popular «con niño» que acaba comprometiendo las preocupaciones serias que vinculan la película con el cine de autor que utiliza a un niño como testigo. La cifra de espectadores resultó, tratándose de un director con el renombre de Uribe, acordemente modesta (trescientas setenta y cuatro mil entradas vendidas), por más que la cinta obtuviese, en 2003, una mención especial en Berlín y tres nominaciones para los premios Goya. Parece, pues, que El viaje de Carol representa el agotamiento creativo del mencionado cine español «con niño», circunstancia que vendría confirmada por la acertada decisión que, al año siguiente, David Trueba tomó de cuestionar la trama de herencia intergeneracional en su incursión en la Guerra Civil (Soldados de Salamina); conque acaso resulte sorprendente que, en 2006, otro afamado director eligiese a otra niña de doce años como protagonista de otra película de ficción sobre la misma contienda (me refiero a El laberinto del fauno, del mexicano Guillermo del Toro)36. En esta cinta, Del Toro exhibía a soberbios intérpretes como Ivana Baquero (Ofelia), Maribel Verdú (Mercedes), Sergi López (Vidal) y Ariadna Gil (Carmen), pero eso mismo había hecho, en El viaje de Carol, Uribe con la actriz «revelación» Clara Lago para el papel protagonista (véase Galán 2006), con el actor adolescente entonces en boga (José Juan Ballesta) para el de Tomiche, y con Carmelo Gómez, María Barranco y Rosa María Sardà para los de Adrián, Aurora y Maruja, respectivamente. Coinciden asimismo las dos obras en retomar el viaje de descubrimiento de una niña (viaje lleno de simbología para el país). El éxito de El laberinto del fauno —galardonado, entre más premios, con tres Óscars: mejor dirección artística, mejor fotografía y mejor maquillaje— quizás se

36 Esta cinta siguió a El espinazo del diablo (2001), que, ambientada en un orfanato, también se centraba en los niños.

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explique, sin embargo, por la atenta lectura que el director realiza del planteamiento ericiano original de 1973. A diferencia de Uribe, Del Toro convierte en un componente esencial de su película aquella exploración de la fantasía a la que daba inicio, en El espíritu de la colmena, el intertexto de Frankenstein; la trama socio-realista sobre la Guerra Civil recibe, así, el contrapunto de la aventura de Ofelia en un mundo subterráneo de fantasía y mito. En su comparación de ambas películas, Amparo Aliaga Sanchis ofrece (2008, 2) un conciso resumen de la diferencia entre una y otra. Según esta estudiosa, ambos cineastas estarían barnizando la tristeza de la época: Uribe a través del sentimentalismo y Del Toro a través de la fantasía.

Soldados de Salamina (David Trueba 2003) El impacto de Soldados de Salamina —la exitosísima novela de Javier Cercas— en la concienciación sobre la Guerra Civil española se ha equiparado (véase Isolina Ballesteros 2005, 6) al «efecto Spielberg» de Schindler’s List [La lista de Schindler] (1993) en la concienciación sobre el holocausto judío37. La adaptación cinematográfica de David Trueba se situó, como es frecuente en el cine comercial, en la estela del éxito de su original literario —a cuyos lectores aspiraba a convertir en sus espectadores— y logró atraer a las salas de cine a cuatrocientas treinta y tres mil personas, entre las cuales habría —¿qué duda cabe?— muchos de tales lectores; sería, sin embargo, equivocado desdeñar esta película por poco original. En el presente apartado sugiero, de hecho, que el reto creativo que esta adaptación planteaba llevó a Trueba a rea-

37 El éxito arrollador de la novela se denominó el «fenómeno Salamina»; véase Alegre (2003, 7). No estuvo exento de controversia. Como el libro evitaba las divisiones ideológicas, que tan hondo habían calado tras treinta y seis años de dictadura —otro tanto hacía la película de Trueba—, muchos lo condenaron por considerarlo una vergonzosa aceptación de la política de consenso. Alison Ribeiro de Menezes (2010, 3) resume las respuestas de la crítica según las cuales «el tratamiento [que Cercas hace] del elemento político de su narrativa no deja de ser éticamente cuestionable».

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lizar dos aportaciones originales al cine histórico español. En primer lugar, en su búsqueda de equivalentes fílmicos para la indagación de la memoria llevada a cabo en la novela original38, el director ofrece una nueva exploración que va saltando entre un presente de ficción y un pasado bélico que se evoca entretejiendo imágenes documentales de archivo con recreaciones históricas ficticias. En segundo lugar, la transformación del protagonista masculino de la novela en el femenino de la película (Lola) constituye una jugada brillante: permite a Trueba separarse de la novela original para entrar en los temas de la herencia intergeneracional y la ausencia de hijos, temas que suponen un nuevo comienzo respecto de las numerosas películas sobre la Guerra Civil que, como Secretos del corazón (Armendáriz 1997) o El viaje de Carol (Uribe 2002) —tratadas ambas en el anterior apartado—, habían agotado las corrientes tanto del cine popular con protagonista infantil como del cine de autor que utiliza a un niño como testigo39. David Trueba, hermano de Fernando —cuya Ópera prima analizábamos en el capítulo quinto—, es uno de los «nuevos directores» de que Carlos Heredero se ocupaba en su 20 nuevos directores del cine español (1999); Soldados de Salamina fue su tercera película. Heredero presenta (1999, 322-324) la literariedad de Trueba a través de la labor que, en la década de 1990, este hombre llevó a cabo como novelista, periodista y, sobre todo, exitoso guionista antes de pasar a colocarse tras la cámara; también debió de influir, no obstante, el «viraje middlebrow» arriba analizado en relación a La flor de mi secreto (Pedro Almodóvar 1995, véase el capítulo sexto). La literariedad desempeña,

38 La publicación de Diálogos de Salamina documenta lo que, según parece, fue el importante papel de Cercas en la adaptación cinematográfica de su novela, así como la productiva relación entre el escritor y el director. Para un estudio completo de la película en cuanto adaptación literaria, véase Ballesteros 2005. 39 Quisiera manifestar mi agradecimiento a Alison Ribeiro de Menezes, quien me animó a desarrollar mis ideas sobre este tema en respuesta a una ponencia que presenté en «Contested Memories: War and Dictatorship in Contemporary Spanish and Portuguese Culture» (Instituto Cervantes, Dublín, 2007). También a Chloe Paver por sus valiosos comentarios sobre una versión anterior del presente apartado.

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en efecto, un papel fundamental en Soldados de Salamina —igual que en dicha cinta de Almodóvar— porque ambas películas tienen escritoras como protagonistas, ambas presentan crisis creativas y ambas indagan en las interrelaciones entre las vidas y el arte de los autores; Trueba retoma, además, el interés de Almodóvar en una protagonista de mediana edad, si bien en La flor de mi secreto esta opción lleva a un intenso melodrama de ruptura matrimonial y, en Soldados de Salamina, a una preocupación por la falta de hijos que es completamente ajena al mundo almodovariano. De hecho, la primera secuencia (tras los créditos) de esta película de Trueba —la cámara pasando por sobre novelas y cuadernos de apuntes para acabar encuadrando a Lola en su escritorio— reproduce la secuencia tras los créditos de cabecera de La flor de mi secreto, en la que vemos a Leo en situación idéntica. Como en el capítulo sexto comentábamos, cabe relacionar el «viraje middlebrow» de Almodóvar en dicha película con estudios que apuntan a un nuevo apetito, entre los públicos de la década de 1990, por filmes serios (pero accesibles) y dotados de un capital cultural garantizado mediante referencias a la alta cultura. La razonable cifra de espectadores de Soldados de Salamina (las mencionadas cuatrocientas treinta y tres mil entradas vendidas) quedaba, es cierto, por debajo de la cifra de La flor de mi secreto (novecientas ochenta y dos mil). Indica, en cualquier caso, que el cine middlebrow seguía teniendo su público. Las referencias a la alta cultura presentes en Soldados de Salamina giran en torno a la literariedad de la película. El intertexto clave es la novela original. Para los lectores de esta, su adaptación cinematográfica ofrecía, como sucede con cualquier adaptación literaria, el placer de reconocer personajes, escenas y vicisitudes, por no hablar de ese gusto —a menudo perverso— que procura el enojo ante modificaciones del original, enfado que permite a los lectores reafirmarse en el capital cultural que su familiaridad con dicho original representa. Pero Soldados de Salamina tiene otros medios —además del vínculo con Cercas— de recordar constantemente al espectador su literariedad. La cinta insiste, en efecto, en el oficio de escritora y estudiosa de su protagonista, rueda escenas en localizaciones librescas como bibliotecas o el estudio de la autora e incluye, en lo que a la imagen atañe, numerosos planos medios de libros, blocs de notas,

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periódicos, pantallas de ordenador con documentos de texto abiertos, cartas, manuscritos y otros textos de archivos, y primeros planos de páginas concretas; en el ámbito sonoro, numerosas lecturas en voz en off de dichas fuentes escritas. La trama abarca, además, toda una gama de actividades literarias; valga de ejemplo la investigación sobre dos escritores españoles —Lola se centra, tras acercarse brevemente al poeta español (internacionalmente famoso) Antonio Machado con su artículo de prensa «El secreto esencial», en Rafael Sánchez Mazas, fundador de la Falange y escritor menor—, o bien la frustración de la escritora queriendo superar su bloqueo escribiendo frenética en el ordenador y lanzando malhumorada manuscritos a la basura y libros a la otra punta de la habitación; incluso los ánimos que recibe de dos improbables hadas madrinas literarias: Conchi (el Sancho Panza del don Quijote que es Lola)40 y el todavía más inesperado Aguirre, quien en mitad de un puente gerundense, bajo el azote de la lluvia, impulsa a Lola a continuar escribiendo su novela. Lo que salva a esta película de ser una pieza de biblioteca —lo que le confiere ese carácter accesible y ese nivel de producción característicos de lo middlebrow— es la elección de la actriz Ariadna Gil. Gil resulta ser la pareja de Trueba, pero es una estrella con el perfil ideal para la fusión de por una parte un polvoriento estudio archivístico y, por otra, el viaje emocional de una mujer de mediana edad sin pareja ni hijos. Los admiradores de la actriz —nacida, como Trueba, en 1969— pueden objetar su juventud, pero en Soldados de Salamina representa una edad superior a la suya. Su filmografía previa a esta cinta se caracteriza, de hecho, por una inteligente ductibilidad. Los puntos fuertes de Gil, «cara bonita» a la que pasó a tomarse más en serio como artista tras su papel de la lesbiana Violeta en Belle Époque —filme dirigido por Fernando Trueba, el hermano de David, en 1992—, son, según Alberto Mira (2010, 145), «una marcada sensualidad y una áspera voz capaz de sugerir honduras de misterio, si bien la actriz siempre se ha resistido al encasillamiento haciendo gala de un sentido de inteligente

40 Conchi llega a decir de Lola, en la escena siguiente a terminar esta su libro, que lleva una «armadura».

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distancia incluso en sus papeles como objeto de deseo». Así pues, con el tema serio de la Guerra Civil y una popular actriz como protagonista, estos Soldados de Salamina de Trueba ofrecen una eficaz versión middlebrow del cine histórico que se centra en la memoria a través de la mente de Gil (esa «inteligente distancia» de la que habla Mira) y en la carencia de hijos a través de su cuerpo (esa «sensualidad» y ese «deseo» a los que se refiere el mismo estudioso). En Soldados de Salamina, Lola se imagina el pasado de dos maneras: mediante la investigación académica de los hechos históricos, y mediante la recreación imaginaria de los mismos en su creación literaria. Puede que se trate de una escritora, y a menudo la vemos realizando el acto mismo de escribir, pero tanto su investigación como su imaginación se nos presentan, mayoritariamente, de manera visual: el director se sirve, para reflejar los pensamientos —el ojo mental— de Lola conforme va quedando fascinada por el instante de complicidad surgido entre Sánchez Mazas y el miliciano/Miralles hacia el final de la Guerra Civil, ora de filmaciones auténticas de archivos, ora de recreaciones históricas ficticias. Por ejemplo: mientras esta mujer lee para su padre el mencionado artículo de prensa que ha escrito sobre Antonio Machado («El secreto esencial»), el espectador va viendo, bajo su voz en off, imágenes que son la recreación que ella hace, en su fantasía, de los acontecimientos que describe. Se combinan, como digo, imágenes documentales —verídicas— e imágenes ficticias —recreadas— en las que a Sánchez Mazas lo encarna Ramón Fontserè. La introducción del personaje de Miralles es parecida: Lola está leyendo el trabajo de su alumno Gastón —texto que oímos en la voz en off de Diego Luna, que es el actor que interpreta a dicho personaje— y vemos, en el ojo mental de la mujer, una serie de imágenes reales (fotografías y noticiarios) y ficticias (la del actor Alberto Ferreiro en su papel de miliciano). A lo largo de la película Trueba entra a saco, en efecto, en los archivos de noticieros, fotografías y periódicos reales de la época, materiales que mezcla con recreaciones históricas en las que intervienen actores como los mencionados Fontserè (Sánchez Mazas) o Ferreiro (el miliciano). Llega a manipular, de hecho, los materiales auténticos superponiéndoles este segundo tipo de imágenes ficticias con intérpretes actuales, como es el caso de la imagen de Sánchez Mazas (es decir,

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Fontserè) jurando lealtad a Franco (a quien vemos, sin embargo, en imagen real)41. El uso que Trueba hace del archivo audiovisual evoca una serie de procesos que Laura Mulvey ha denominado «cine con efectos retardados» (delayed cinema). Cuando Lola se imagina el pasado, Trueba nos la presenta, en efecto, de la manera como Mulvey describe (2006, 22) al cinéfilo, quien vuelve a viejas películas y encuentra en ellas nuevos significados al descubrir que «cierto detalle ha permanecido durmiente, por así decir, a la espera de ser descubierto». El detalle histórico que ha «permanecido durmiente» para Lola es el momento en el que Sánchez Mazas y el miliciano cruzan sus miradas bajo la lluvia —entre la maleza— después de que el falangista ha logrado escapar del pelotón de fusilamiento en las postrimerías de la contienda, instante que la película repite cuatro veces a cámara lenta. Trueba presenta de manera parecida el salto de interés que Lola experimenta desde la figura de Sánchez Mazas a la del miliciano. El momento en el que este canta bajo la lluvia «Suspiros de España» se convierte, de hecho, en otro detalle que ha «permanecido durmiente» para la protagonista (a la espera de ser descubierto). Este instante también se repite, a cámara lenta, desde la perspectiva del ojo mental de la protagonista (en esta ocasión, dos veces). Así pues, aunque la trama de Trueba no sea original —se trata, como hemos visto, de la adaptación de una novela—, el director ofrece una versión del mencionado «cine con efectos retardados»; la idea es resaltar la implicación de Lola en el pasado a través de su imaginación. Pero esta mujer no es, en modo alguno, un ojo incorpóreo que ve los acontecimientos, como tampoco es una mente que se los imagina: a pesar de su caracterización como intelectual fría y ascética —caracterización recurrentemente puesta de relieve mediante el contraste con el lozano personaje de su mundana y sensual amiga

41 Esto implicaba el carácter problemático de equiparar ficción y realidad, pero Pascale Thibaudeau muestra (2006, 129) que el uso de materiales de archivo, la manipulación de los mismos y su combinación con materiales de ficción en realidad se usa para sembrar dudas sobre la «“verdad” de la imagen».

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Conchi, intepretada por María Botto—, el empleo del cuerpo de Gil resulta crucial42; especialmente importante es el hecho de que Lola no tenga hijos, así como su mediana edad. Esta Lola es una adulta que, por vía familiar, no ha heredado ningún trauma sobre la Guerra Civil (extremo reforzado por la amnesia que padece su padre); como carece, además, de hijos, Trueba descarta también los temas de la estirpe y la herencia (propios en cambio de películas cuyos protagonistas sí son progenitores). Muchos son, en efecto, en el cine español los ejemplos de condena tanto de malos padres y malas figuras paternas —el huraño personaje de Fernando Fernán Gómez en El espíritu de la colmena, el padre obsesionado con la guerra que en Cría cuervos (Saura 1976) y La guerra de papá (véase el capítulo cuarto) encarna Héctor Alterio, o el terrorífico capitán Vidal de Sergi López en El laberinto del fauno— como de malas madres y malas figuras maternas —la dominante tía que Aurora Bautista interpreta en La tía Tula (Picazo 1964) o el monstruo incestuoso de Lola Gaos en Furtivos (Borau 1975)—43. En un contexto cultural en el que el retrato de un trauma transgeneracional se ha vuelto familiar, la condición de persona sin hijos de Lola abría la puerta a una especie de liberación por cuya virtud, al no poder transmitirse el trauma a la generación siguiente, el futuro dejaría de

42 En la imperfecta Libertarias (Vicente Aranda 1996), el cuerpo de Gil es un significante igualmente crucial: suscita en los espectadores respuestas emocionales, padeciendo miedo, desesperación, violación y —especialmente en el gráfico y sangriento desenlace de la película— horror ante la violencia física. 43 En contraste con esta tendencia, existe la de encontrar fuera de España figuras positivas de progenitores, como el querido padre norteamericano de la protagonista en El viaje de Carol. El motivo se repite incluso en películas no históricas; valga de ejemplo, en Te doy mis ojos, el contraste entre el cariñoso tío escocés John (David Mooney) y el padre español —maltratador doméstico— Antonio (Luis Tosar). En este contexto, Rob Stone llama la atención (2002, 107) sobre el importante cambio de rumbo que marca el «tío» de Secretos del corazón, personaje que, interpretado por Carmelo Gómez, «rescata la figura del padre de una tradición cinematográfica que sufría —y reflejaba— el Estado patriarcal de la dictadura», si bien dicho rescate queda de algún modo arruinado al ser el tío, en realidad, el padre biológico de Javi, acto de infidelidad que llevó al suicidio de quien originariamente se consideraba era el progenitor.

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ser prisionero del pasado. En manos de Trueba, sin embargo, no tener hijos es una fuente de pesar, jamás de liberación. En lo sucesivo procuro, por tanto, llamar la atención sobre los detalles (en apariencia puramente contingentes) relativos al hecho de que la protagonista carezca de descendencia, detalles que apuntan —sugiero— al estancamiento, a una incapacidad de seguir avanzando. Es decir, que Soldados de Salamina obliga al espectador a hacerse una serie de preguntas sobre el futuro que podrían resultar más aterradoras que las suscitadas por una trama intergeneracional. La pregunta no es ya «¿cómo se verá afectado el futuro?» sino directamente «¿existirá?». Ya he señalado que la trama de Soldados de Salamina depende ampliamente de materiales fílmicos de archivo. Ahora bien: teniendo en cuenta que Trueba está calibrando su obra como un equilibrio middlebrow entre la seriedad y el carácter accesible, dicha dependencia puede antojarse excesiva. El espectador la tolera, sin embargo, gracias a la importancia absoluta del personaje protagonista de Lola, cuya indagación sobre el pasado constituye a lo primero —ya lo hemos visto— una mera pesquisa intelectual pero más tarde también supone una experiencia sensorial. Inicialmente esta mujer revive, en efecto, el pasado en su imaginación; conforme va implicándose no obstante en la historia, va reviviéndola cada vez más en su propio cuerpo. Semejante proceso comienza con la biografía que escribe sobre Sánchez Mazas: cuando llama por teléfono al programa televisivo de Conchi, pone de manifiesto su identificación intelectual con el autor falangista al presentarse, juguetona, como Lola no Cercas sino Sánchez; cuando visita, en cambio, los bosques donde se produjo el fusilamiento, revive en su propia piel —aunque es verdad que de manera muy parcial— algunas de las experiencias de Sánchez Mazas. Al encontrarse, por ejemplo, en la zona adonde condujeron a los falangistas para matarlos, teme por su propia vida al escuchar los disparos de unos cazadores a quienes escapa su presencia allí44; del mismo modo que Sánchez Mazas padeció fatigas físicas —según escribe ella en su relato— «durante nueve días con sus noches

44 Hughes señala (2007, 383) que esta «versión actualizada de Sánchez Mazas bajo los tiros» difiere significativamente de la novela.

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de invierno», también ella conoce —a su manera— el sufrimiento: se corta en la muñeca al caer en la maleza y, de vuelta en casa, aguanta la respiración unos segundos bajo el agua de la bañera. La cuestión es que, cuanto más va profundizando esta señora (a propósito de su escrito) en el padecimiento físico de Sánchez Mazas, más va sufriendo también su propio cuerpo. Llega a experimentar, de hecho, un ataque de nervios ante el ordenador —un momento turbador para el que Trueba se sirve de un plano oblicuo— y termina tirada por el suelo. En opinión de Hughes (2007, 384), la dirección de fotografía de esta secuencia del colapso nervioso indica una «desidentificación» entre Lola y Sánchez Mazas. Si interpretamos, en cambio, que esta Lola que Gil interpreta encarna el tiempo, la dirección de fotografía apunta, aquí, a una honda identificación entre escritora e historia a través del cuerpo. El que mediante su identificación con Sánchez Mazas Lola encarne el tiempo nos sitúa, entonces, en la pista de un pasado que cabría recuperar empáticamente; lo cierto es, sin embargo, que Trueba también pone de relieve la especial relación del cuerpo femenino con el tiempo; a saber: la de un periodo finito de fertilidad. Mediante su énfasis en el hecho de que no tiene hijos —y en que, habida cuenta de su mediana edad, su época fértil va acercándose a su fin—, el director orienta la mirada tanto al futuro como a la posible falta de futuro. A este respecto resulta clave que transforme al Javier del original de Cercas en la Lola del filme, cambio que le permite introducir «nuevas perspectivas», como él mismo declaró en una entrevista (véase Harguindey 2002)45. Una de tales «perspectivas» —que reposa en la «sensualidad» y el «deseo» que Alberto Mira identifica en la figura estelar de Gil— es la sexualidad femenina. En una original vuelta de tuerca, Trueba renuncia al manido cuerpo femenino sexualizado —que se atisba en las relaciones truncadas de Lola tanto con su alumno Gastón como con su amiga Conchi— y se sirve de la «sensualidad» y el «deseo» de Gil para indagar en una angustia rara vez abordada en pantalla: la de no tener hijos.

45 Este cambio permite a Trueba evitar los elementos sexistas de la novela criticados por Eva Antón (2003).

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Mientras que Conchi —la pitonisa Casandra— conjura el futuro mediante su cháchara jovial, Lola no puede divisar dicho futuro, hasta la escena final de la película, sino en miradas mudas sin un vínculo obvio con la trama. El primero de tales momentos no diegéticos tiene lugar en Madrid, adonde esta mujer ha viajado para dar comienzo a su investigación sobre Sánchez Mazas. Sobre dicha investigación gira, por tanto, en ese momento la trama; el encuentro fortuito de la protagonista con su exnovio Carlos mientras camina por un bullicioso parque de la capital parece, así, irrelevante. Ahora bien: cuando Lola se vuelve a mirarlo mientras se aleja, un plano subjetivo revela que el hombre carga una bolsa de Prénatal, que es la marca de artículos para bebés más conocida en España. Más adelante, cuando Lola acude al santuario de Collell —y a sus bosques circundantes— en un coche que le han prestado, encuentra un sonajero en el asiento vacío del copiloto. La trama gira, también aquí, en torno a la investigación sobre Sánchez Mazas pero, al quedarse Lola mirando en silencio el sonajero, Trueba da a entender que, de alguna forma, dicha investigación se mezcla con su búsqueda de un bebé propio. Del mismo modo, cuando la protagonista llega a la masía en ruinas donde halló cobijo Sánchez Mazas, pasa junto a un grupo de niños que están jugando a la guerra. La sombría alusión a la condena humana a repetir eternamente los mismos errores —a que cada generación ha de embarcarse en nuevas guerras— no es original: cabe encontrarla, plasmada en imágenes análogas, en Del rosa al amarillo (Summers 1963) y en Las bicicletas son para el verano (Chávarri 1984), por dar dos casos. Sí es nuevo, en cambio, centrarse en el hecho de que Lola no tiene hijos. También la vemos tomar de la pared —en una secuencia de su despacho en la Universidad de Gerona— un dibujo infantil y observarlo triste. Otro ejemplo de referencia muda se produce mientras Lola está esperando a Jaume Figueras en el bar gerundense «El Núria» para entrevistarlo sobre su padre. A la primera cita que han fijado Figueras no acude, y de entrada podría parecer extraño que Trueba se moleste en mostrarnos a su protagonista esperando sin más. Pero esta secuencia de la espera de Lola se divide en dos partes. En la primera, la yuxtaposición de varias tomas sucesivas del mismo plano transmite el fastidio de la mujer al ver que su entrevistado no llega. En la segunda, la cámara se

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7.4 Lola mira a los niños que juegan. Soldados de Salamina (Trueba 2003)

desplaza a la calle y vemos, tras el montaje a saltos, un plano secuencia y, tras él, tres planos subjetivos de Lola mirando a unos niños en un parque; cierra el bloque un primer plano de la cara de ella. El plano secuencia capta tanto la cara de Lola mirando a los niños a través de la cristalera como —reflejados en esta— a los propios niños jugando. Este uso que Trueba hace de los reflejos del rostro de Lola es un motivo visual que se repite a lo largo de la película al servicio de la trama: cuando la mujer está leyendo su artículo a su padre, el director incluye en el cuadro tanto a la propia Gil como su imagen en el espejo; cuando se separa de Daniel Angelats en Banyoles, la cámara capta, de nuevo, tanto su rostro como su reflejo en la ventanilla del autobús (este plano figura en la cubierta de la edición del filme en DVD); cuando se despide de Miralles en Dijon, la cara del hombre se superpone a la de ella a través de su reflejo en la ventanilla del taxi. Diríase que estos reflejos de la cara de Lola aluden al rostro siamés del dios Jano, atrapado entre el pasado y el presente. En el ejemplo arriba mencionado del bar gerundense saca a relucir, además, el sutil estudio que la película efectúa de la falta de hijos. Nótese, por último, que, cuando está con Miralles, Lola mira a un grupo de niños que pasan junto a la puerta del asilo de ancianos en fila india. Resulta revelador que sea Miralles quien, del mismo modo que articula los esfuerzos de Lola por entender el heroísmo anónimo,

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saca el mencionado tema de la falta de hijos. Lo hace llamando la atención sobre la presencia de los niños: pregunta a la protagonista si ella tiene, y afirma su importancia – «cuando los miras, te das cuenta de que lo único que importa es estar vivo. Con eso basta»46. Soldados de Salamina —película middlebrow— supone, por tanto, una original contribución al cine histórico español. Conservando de la novela original elementos suficientes para atraer a lectores de la misma, Trueba ofrece, a la vez, un novedoso tratamiento de la representación de la Guerra Civil a través de la mente de Lola, y una representación de un futuro (amenazado) a través de su cuerpo. El papel protagonista de Gil resulta, pues, fundamental, y su interacción con una serie de actores secundarios particularmente eficaces como Botto y Luna moderan la seriedad de la investigación histórica con un tratamiento accesible de la vida y las relaciones de Lola.

Alatriste (Díaz Yanes 2006) Hoy contamos ya con tres décadas de cine heritage; podemos, pues, estudiar los avatares de los debates críticos sobre esta laxa (pero útil) categoría fílmica, así como sobre la aplicabilidad de la misma al cine español. En el capítulo sexto veíamos que, aunque el término se acuñó en referencia al cine británico de época de la década de 1940 (véase Barr 1986, 11), en realidad alude a películas posteriores a 1980 que hacen cierto uso de ambientaciones históricas. En 1993, Andrew Higson insistía (2006, 91) en que «el pasado se despliega a modo de pastiche visualmente espectacular, invitando a una mirada nostálgica que se resiste a las ironías y críticas sociales que tan a menudo sugiere la trama»; pero esta interpretación hostil en seguida fue objeto de revisión por parte de críticos atraídos por el tratamiento de los roles de género y la sexualidad (por ejemplo Monk 1995) y la democratización de la historia (Sargeant

46 En la novela se trata de una conversación casual; véase Cercas (2003, 188). La confesión de Lola de que estuvo a punto de tener niños es un añadido, como lo es el comentario filosófico de Miralles sobre la vida.

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2000) llevados a cabo en cintas como A Room with a View [Una habitación con vistas] (Ivory 1985). El carácter laxo de esta categoría de lo heritage queda evidenciado en el hecho de que, tras apenas década y media, se hiciera preciso un nuevo término (el de lo post-heritage, acuñado por Claire Monk en 1995)47 para referirse al nuevo énfasis del género en el sexo y la violencia (véase Monk 2011, 23). Filmes como La reine Margot [La reina Margot] (Chéreau 1994) o Elizabeth (Kapur 1998) buscaban, en efecto, reproducir ese llamamiento transversal a públicos más jóvenes presente en thrillers como Pulp Fiction (Tarantino 1994). En 2003 Higson revisó, de hecho, su anterior crítica pasando a hablar, en cambio, de «una tensión entre la trama y el espectáculo» en el cine tanto heritage como post-heritage: «si la primera suele ser progresista, poniendo los acentos en los conflictos latentes en lo más hondo del legado cultural, el segundo suele presentar un carácter reaccionario, ofreciendo consuelo a públicos amenazados por la pérdida del poder imperial o de los privilegios de clase»; resumido en Smith (2006, 112). Al cine español de la década de 1980 no cabe aplicarle el término heritage sino con matices, pues, si bien es cierto que el cine miroviano muestra una serie de rasgos como el alto nivel de las producciones o la propensión por las adaptaciones literarias —véase el capítulo quinto—, sigue habiendo una diferencia crucial; me refiero a las circunstancias específicas de un país que emergía de una dictadura y deseaba recuperar textos disidentes de la época franquista. En la siguiente década sí que encontramos, no obstante, cintas que, como El rey pasmado (1991) o El perro del hortelano (1997) —véase, para ambos filmes, el capítulo sexto—, revelan un cine español ya en la línea de las corrientes heritage transnacionales. El presente apartado y el siguiente —el último del libro— plantean por su parte que tanto Alatriste (Agustín Díaz Yanes 2006) como Lope (Andrucha Waddington 2010) soportan asimismo el parangón con ejemplos de cine post-heritage48. El carác-

47 Harri Kalpi (2004, s. p.) propone hablar más bien de un «heritage alternativo u oscuro». 48 Paul Julian Smith (2006 y 2011) ha situado Juana la Loca (Aranda 2001) y Teresa, el cuerpo de Cristo (Loriga 2007) en contextos heritage y post-heritage, respectivamente.

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ter híbrido de la mencionada Elizabeth (producción heritage en clave thriller) supone, en efecto, un modelo para la fusión de cine heritage y western que, en su adaptación de cinco novelas de la exitosísima serie histórica del capitán Alatriste (de Arturo Pérez-Reverte), realiza Díaz Yanes. El obvio modelo del Lope de Waddington, cinta que nos transporta a los años formativos —y a los enredos amorosos— del joven dramaturgo es, en cambio, Shakespeare in Love [Shakespeare enamorado] (Madden 1998). Incluyo aquí los debates sobre el cine heritage y post-heritage en la idea de reflejar el vínculo de estas películas españolas con filmes extranjeros. Sin embargo, dichas películas no lograron conectar con el público internacional. El rey pasmado, El perro del hortelano, Alatriste y Lope tuvieron, todas ellas, escasa distribución fuera de España49; el cine heritage español constituye, pues, una «indigenización» —dirigida, como tal, al público del país— de las corrientes heritage extranjeras50. El cine heritage español, sincrónicamente relacionado con corrientes no españolas de las que sería muestra la mencionada Elizabeth, cinta que fue un éxito de taquilla en España (véase Smith 2006, 106), se vincula, diacrónicamente, con esa corriente española middlebrow de que viene ocupándose el presente libro. En lugar de aceptar el fracaso de categorías para géneros cinematográficos añadiéndoles prefijos como «post» (¿qué ha de ser lo siguiente?), el enfoque de lo middlebrow resulta que se adapta a nuevas tendencias. El que la rúbrica middlebrow rija, por dar dos casos, tanto para Españolas en París (Bodegas 1971) como para Lope (filme cuarenta años posterior) no aplana el panorama sino que pone de relieve sus continuidades en lo que respecta a un público

49 Si tomamos como ejemplo el estreno en los Estados Unidos, en el caso de El rey pasmado simplemente no se produjo, mientras que El perro del hortelano nomás se estrenó en el festival de cine de Chicago, Alatriste en el de Miami, y Lope en el de Palm Springs. Juana la Loca (Vicente Aranda 2001) sí que tuvo una distribución (limitada) en los Estados Unidos. Fue, no obstante, un fiasco de público, al carecer los espectadores de contexto cultural en el que ubicar la película. Véase Smith (2006, 110). 50 Tomo el término de los estudios sobre la televisión (Buonanno 2008). Para su uso en el contexto televisivo español, véase Smith (2012, 512).

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de clase media emergente (década de 1970) y consolidado (década de 2000) que disfruta de películas middlebrow diversas pero identificables siempre en virtud de su fisión de temas serios, referencias a la alta cultura, producciones de alto nivel, y tratamientos accesibles. Alatriste, tercera película de Díaz Yanes —surgió de una propuesta que hicieron al director el escritor Pérez-Reverte y el productor Antonio Cardenal (véase «Alatriste, la película» 2006)—, retoma, en efecto, estos cuatro rasgos pero supone un nuevo comienzo para el cine español en lo que al altísimo nivel de su producción respecta. (La prensa, que fue informando con detalle de cada fase del proyecto, repitió ad nauseam que semejante producción costó veinticuatro millones de euros, lo que convirtió a este filme en la película española más cara hasta entonces hecha)51. La trama abarca veinticinco años de la vida del capitán Alatriste, soldado veterano y mercenario ocasional interpretado por el estadounidense Viggo Mortensen, actor entonces muy en boga —piénsese en The Lord of the Rings: The Return of the King [El Señor de los Anillos. El retorno del Rey] (Jackson 2003)— y único intérprete no español del reparto; incluye la famosa batalla de Fleurus de 1622 (la escena inicial), la rendición de Breda de 1625 (escena basada en la famosa pintura de Velázquez) y la batalla de Rocroi de 1643 (la escena última, en la que cabe interpretar que el héroe muere); hay asimismo cabida para la vida civil. Se nos presenta, por una parte, ese entorno aristocrático tan propio del cine heritage: aparecen el valido del rey Felipe IV —el conde-duque de Olivares, a quien encarna un Javier Cámara poco creíble y que solemos ver en la suntuosa biblioteca de El Escorial— y el protector de Alatriste, el conde de Guadalmedina, personaje interpretado por Eduardo Noriega y a quien también se asocia a interiores ricamente decorados. Díaz Yanes tiene la inteligencia de representar al monarca Felipe a través de su ausencia: supuestamente todopoderoso, no se lo entrevé sino en un par de planos, cosa que sugiere su estatus de mera marioneta manipulada por su mencionado valido. No menos atención reciben, sin embargo —y esto es más propio de la corriente post-heritage—, las brutales reyertas callejeras de

51 Mariana Liz (2011, 147) pasa a situarla en la posición de segunda película más cara.

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Madrid y las violentas riñas en pendencieras tabernas. Antes de optar por el cine, Díaz Yanes había estudiado historia: el objetivo didáctico de su proyecto fílmico —indagar en el Siglo de Oro español relacionando esta época gloriosa y sombría con la actualidad comparando, por ejemplo, a los soldados de los tercios de Flandes de 1622 con los americanos de Irak de 2003 (véase Liz 2011, 147-148)— acaso resultase para algunos demasiado obvio. La cifra de tres millones de espectadores —que convirtió a Alatriste en el taquillazo español del año y contribuyó sustancialmente al raro logro de que, en 2006, el veinte por ciento de los espectadores nacionales fuesen a ver producciones del país— sugiere, no obstante, un gran éxito de público, si bien se ha puesto en duda que dicha cifra permitiese a los productores recuperar los ingentes costes de producción (véase Mira 2010, 7). Tuvo gran importancia, de cara a un adecuado tratamiento —aun si demasiado didáctico para algunos— de un tema serio, el que la cinta se basara en el original literario del exreportero de guerra Pérez-Reverte, autor de novelas históricas de extraordinario éxito y traducidas a cuarenta idiomas (un cálculo reciente habla de cuatro millones y medio de ejemplares vendidos, véase García 2006). También resulta clave el objetivo didáctico de la propia serie de novelas del capitán Alatriste, que actualmente consta de siete títulos. Impulsado por lo poco adecuado del relato del siglo xvii que ofrecían los libros de texto de su hija Carlota, Pérez-Reverte escribió mano a mano con ella, que entonces contaba doce años, el primer volumen de la serie (El capitán Alatriste, aparecido en 1996). Tal fue el éxito, que ahora estos libros forman parte del currículo educativo español (véase Walsh 2007, 68). Pues bien: al llevar a la pantalla cinco de las novelas del capitán Alatriste, Díaz Yanes se aseguraba, en primer lugar, como espectadores a los numerosos entusiastas de estos libros. Resultó crucial el que Pérez-Reverte declarase a la prensa que daba su visto bueno tanto al proyecto —véase Mora 2003— como a la película ya terminada —Ruiz Mantilla 2006a y 2006b—, labor de apoyo que confirman entrevistas incluidas en los extras de la edición en DVD distribuida por Fox en 2007. En segundo lugar, el director también asumía la misión middlebrow de la serie de novelas; a saber: indagar de manera accesible en el tema serio del Siglo de Oro español.

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Empiezo por una breve secuencia sin palabras y aparentemente casual. Se trata de un momento comparativamente raro: entre tanta escena de batalla y tanta lucha a espada por la calle —montaje veloz, rodaje dinámico—, la película parece que cobrara compacidad. Uso esta secuencia para indagar en los rasgos que confieren a este filme su carácter de éxito middlebrow, así como en por qué desde la crítica se lo ha considerado un fracaso. A su regreso de Flandes, el capitán Alatriste se mete en un lío al perdonar las vidas de dos nobles ingleses que debe asesinar por encargo de la Inquisición. La secuencia arranca con el encuentro del protagonista con el conde de Guadalmedina, su protector; asiste también Íñigo Balboa, pupilo del capitán. (Este personaje, interpretado por Nacho Pérez, es el narrador de las novelas, función que no termina de quedar clara en la película). Guadalmedina menciona, de pasada, un cuadro que ha comprado a «un pintor sevillano que trabaja para el rey» —Velázquez nació en Sevilla, desde donde se trasladó a la corte madrileña—, cuadro que se encuentra apoyado en el suelo y medio cubierto con un par de trapos. Cuando el conde se marcha de la estancia, Alatriste examina la imagen. Es El aguador de Sevilla (1620), donde vemos a un viejo de condición humilde dando un vaso de agua a un chico mientras

7.5 Alatriste examina El aguador de Sevilla de Velázquez. Alatriste (Díaz Yanes 2006)

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un hombre bebe al fondo. En un gesto propuesto por Mortensen y aceptado por Díaz Yanes52, Alatriste se arrodilla junto al lienzo para tocar la gota de agua que, con reluciente verosimilitud, Velázquez pinta resbalando por el exterior del cántaro de barro. Un plano-contraplano garantiza que el espectador se identifique con Alatriste cuando observa la pintura. Para empezar, la escena muestra esa tendencia middlebrow a evocar, mediante intertextos, la alta cultura. Porque el género heritage a menudo opta, sí, por la literatura canónica, pero también son frecuentes las referencias al arte elevado, referencias que, de hecho, Díaz Yanes emplea, en la línea de las novelas de Pérez-Reverte, explicándolas y vinculándolas con la trama: Guadalmedina no pronuncia el nombre del pintor sino que se limita a mencionar la ciudad de Sevilla, competiendo además al espectador establecer el vínculo —cierto que tampoco demasiado abstruso— entre el tratamiento pictórico de la relación que mantienen los hombres del lienzo y la que mantienen los hombres de la pantalla. El viejo del cuadro de Velázquez está ofreciendo, en efecto, agua dadora de vida a un joven mientras que la imagen de un hombre que bebe en segundo término puede que sea la proyección futura de dicho joven ya de adulto; la película relata, del mismo modo, la relación del capitán Alatriste con Íñigo. (La protección que el hombre brinda al muchacho es, como el agua, dadora de vida, y ambos personajes irán haciéndose mayores a lo largo de los veinticinco años de la trama). Aquí no hay foco negativo en el envejecimiento masculino, sino foco positivo en la madurez viril: Díaz Yanes, que explora las condiciones tanto de aprendiz como de veterano a través de los personajes varones, reserva la debilidad física y la enfermedad para los personajes femeninos; por numerosos que sean los heridos en el campo de batalla, en un hospital nomás termina María de Castro (Ariadna Gil), objeto del amor de Alatriste. Tampoco presenta mayor vuelta de hoja el vínculo formal entre la paleta cromática de Velázquez y la de la puesta en escena de Díaz

52 Lo refiere el propio director en la entrevista incluida en los extras del mencionado DVD.

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Yanes, como dejan claro los trapos de colores que, según arriba comentábamos, medio cubren los extremos superiores de El aguador de Sevilla. Mediante la fusión de los mundos pictórico y fílmico, dichas telas relacionan los colores y texturas del cuadro con los de la película. (Este replicado de la pintura barroca pudimos verlo ya a propósito de El rey pasmado [1991]; en una entrevista contenida en los extras del referido DVD de Alatriste, Díaz Yanes admite que, al inspirarse en Velázquez, él y su director de fotografía, Paco Femenia, no estaban siendo originales). Aparte de prestar sus colores a la puesta en escena de la película de un modo general, en la secuencia de Breda resulta clave otro intertexto velazqueño concreto: aquí Díaz Yanes se ciñe al original uso que de La rendición de Breda (1635) —lienzo familiar para cualquier español con unos mínimos estudios— hace Pérez-Reverte, uso que Anne Walsh (2007, 79) considera se encuadra en la estrategia intertextual de este novelista, consistente en usar referencias culturales de todos conocidas a modo de «plataforma desde la que los sujetos en cuestión cobran vida». En efecto: tras una serie de agitadas escenas bélicas, Díaz Yanes detiene el flujo narrativo con una toma comparativamente larga (cuatro segundos) en la que vemos a un grupo de observadores (tanto vencedores como vencidos) entre los que se encuentra el joven Íñigo; tras ello, otra toma aún más larga (diez segundos) de actores que van tomando posiciones para recrear el cuadro de Velázquez (el plano termina con un cierre, más bien estereotipado, a modo de diafragma de iris). Por si algún espectador se hubiera perdido la alusión, esta se incluye en la trama subsiguiente: Íñigo ve el lienzo de Velázquez mientras lo transportan a través del patio de El Escorial; se lo describe, además, a su padrino cuando regresa a España. Díaz Yanes entreteje en su Alatriste referencias parecidas a la literatura canónica: aparecen en la película tanto Quevedo como Lope de Vega, pero no como elitistas alusiones para iniciados sino bajo la forma de un hombre del pueblo interpretado por el achuchable Juan Echanove en el primer caso, y bajo la de un pasaje de una obra dramática —otra vez El perro del hortelano— recitado por el personaje de la actriz María de Castro en el segundo. Es decir: que el filme ilustra, en todo momento, una fusión middlebrow de arte elevado y tratamiento accesible.

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Volviendo a El aguador de Sevilla, la escena también transmite la importancia absoluta de Mortensen en la película, especialmente teniendo en cuenta que, según decíamos, quien en este caso concreto llevó la voz cantante de la creatividad fue el actor. En la determinación de Díaz Yanes por conseguir un intérprete que fuese tanto hispanohablante como «un héroe de acción» —véanse los extras de la mencionada edición en DVD de Alatriste— queda retratada esa indigenización del cine heritage no español a la que antes me refería. El énfasis en el idioma pone de manifiesto que, a pesar de su enorme presupuesto, este proyecto apuntó siempre al ámbito nacional, cosa congruente con el fracaso del cine heritage español en los circuitos internacionales; en cuanto al énfasis en el «héroe de acción», saca a relucir el propósito del director de que su cinta resultase lo más accesible posible. Díaz Yanes subraya, en efecto, que Mortensen era la primera opción y que, sin él, la película no se habría realizado. Aunque algunos críticos arquean la ceja ante el acento del protagonista —el hombre vive en Nueva York y pasó la infancia entre Argentina y Noruega—, su idiosincrasia ciertamente complementa la historia de la vida del capitán, individuo solitario y outsider que se siente incómodo y desmañado en la corte. (Insiste en llevar sus andrajosas botas para su entrevista con el conde-duque de Olivares). Huelga aclarar que uno de los pilares del western consiste, precisamente, en que una estrella encarne a semejante tipo solitario y outsider, de lo que sería ejemplo arquetípico el Ethan Edwards de John Wayne en The Searchers [Centauros del desierto] (Ford 1956). Díaz Yanes recalcaba, en una entrevista —véanse de nuevo los mencionados extras del DVD—, su intención de incorporar en su Alatriste dicho género del western; también sacaba a relucir su idea de que la película fuese una suerte de «western del siglo xvii» donde el modelo para algunos de los gestos de Mortensen fuese, más que el vaquero, el matador de toros. Piénsese en la forma vistosa de manipular la capa en la escena del duelo en el claustro del convento, o de colocar la espada en la imagen final de la cinta, plano medio en el que vemos adoptar al protagonista, cuando va a lanzarse a combatir, la misma pose del diestro que va a entrar a matar. Así pues, aunque el tiroteo venga reemplazado por elaborados duelos mortales a espada que apuntan a la tauromaquia, la caracterización del héroe sobrevive intacta a su tránsito desde el salvaje

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oeste americano a la España imperial. El filme es, en efecto, un himno en toda regla a la masculinidad heterosexual. Escaso de palabras, el Alatriste de Mortensen anda sobrado de fuerza y destreza físicas, valentía, honor (o mejor dicho un concepto moderno del mismo que deja de lado la religión y pone el énfasis en el socialismo), responsabilidad paterna y amor heterosexual. Los combates de esgrima, cuya coreografía corrió a cargo del experto mundial Bob Anderson —como a menudo se repite en los extras de la mencionada edición de DVD—, resultan particularmente imponentes cuando participa Mortensen, quien ya había trabajado con Anderson en El Señor de los Anillos. El valor caracteriza todas y cada una de las intervenciones de Alatriste en el campo de batalla: cuando no está acuchillando a protestantes holandeses, está logrando hacer saltar por los aires el cuartel general de estos o negándose a rendirse ante los franceses en Rocroi: «este es un tercio español», les explica. En cuanto a sus actos en Madrid, están regidos por el honor: el capitán opta —valga de ejemplo— por no matar a los ingleses a quienes le han pagado para que asesine, o bien se niega a saquear el botín de un galeón holandés que Guadalmedina le ha ordenado asaltar. Su devoción por Íñigo —que va desde instruirlo en asuntos de guerra hasta aconsejarlo en lances de amor o pagar a sus captores cuando se mete en líos— desconoce límites. Completan el cuadro las escenas íntimas con su amada, María de Castro: la aparente fidelidad perpetua del hombre neutraliza el engorro de que la mujer esté casada con otro. La escena de El aguador de Sevilla ofrece una última pista interpretativa que explica —cosa irónica— tanto el mayor hallazgo de la película como, en opinión de muchos críticos, su mayor defecto. En cuanto secuencia autocontenida, el episodio funciona, en efecto, maravillosamente: lleva a cabo, como hemos visto, un sugerente despliegue del intertexto velazqueño con objeto de dar realce a los temas de la trama (las relaciones filiales, la masculinidad y el paso del tiempo) y de apuntalar la puesta en escena de la película con los ricos tonos barrocos del pintor; no se trata, sin embargo, de un ejemplo de esa «estética de museo» (véase Vincendeau 2001, xviii) del cine heritage temprano, centrado en la burguesía y en la aristocracia, porque Díaz Yanes elige una pieza de Velázquez que retrata la vida humilde, y el filme abandona los majestuosos decorados de El Escorial por violentas riñas en

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callejones y tabernas, así como por la existencia a salto de mata que los soldados llevan con esa paga retrasada, reducida y aun inexistente de que suele quejarse el capitán Alatriste. Igualmente eficaces resultan otros episodios autocontenidos del filme. Sigan los críticos, si quieren, con la cantinela de que un director español no es capaz de filmar impactantes escenas de batallas como las hollywoodienses (véase Pérez Gómez 2010), pero Díaz Yanes ofrece una respuesta afirmativa —y rotunda— a la pregunta de si el cine español tiene la «madurez técnica» (Mira 2010, 7) para gestionar películas de gran presupuesto y dar lugar a superproducciones. La escena de apertura, por ejemplo, en seguida impresiona al espectador mediante el logrado «nacimiento» acuático de Alatriste en el neblinoso foso azulado de Flandes. (La película, que contó con la asesoría militar del historiador José Manuel Guerrero, comienza in medias res con la emboscada nocturna de una avanzadilla holandesa). Resultan asimismo convincentes las secuencias de Breda, especialmente el retrato de la miseria de las trincheras empapadas por la lluvia, así como de la espantosa claustrofobia de túneles en la misión de las bombas subterráneas. Aquí se nos ofrece otro «renacer» acuoso cuando, concluida la acción bélica, Alatriste y sus hombres beben desesperadamente de los fangosos charcos de las trincheras (sobre todo cuando el capitán limpia de sulfuro la boca de su camarada como una partera se afana por que un recién nacido respire). También resulta imponente el uso que se hace, en la costosa escena final de la batalla de Rocroi —que incluye numerosos extras y caballos—, tanto de los travellings como de un fluido montaje y de los ángulos contrapicados entre lanzas y piernas lo mismo humanas que equinas. Cabría, de hecho, plantear que la imaginería del agua cohesiona el conjunto de este extenso filme, pues si la escena de El aguador de Sevilla insiste en el carácter dador de vida del líquido elemento, tal asociación se refuerza en las escenas recién dichas del «nacimiento» y el «renacimiento» de Alatriste, así como en la de su desembarco en la playa española tras la campaña de Flandes y en la del desembarco de Íñigo cuando regresa de un año en galeras. Los vínculos no reciben, sin embargo, el suficiente énfasis, y probablemente sea justo señalar que como mejor funciona cada secuencia es por separado. El problema de esta película reside, a juicio de la mayoría de críticos, en que

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el director no consigue hacer de ella más que la yuxtaposición de una serie de imponentes partes. El reseñador de Cine para leer achaca esto (véase Pérez Gómez 2010) a que Díaz Yanes simplemente sería incapaz de escribir un guion coherente (la verdad es que ha sido premiado —o nominado— con Goyas al mejor guion para las cuatro películas que ha realizado hasta la fecha, incluyendo la nominación del guion de Alatriste). Otra explicación sería una excesiva preocupación del director por dar gusto a los lectores de Pérez-Reverte, lo que le habría llevado (véase Mira 2010, 7) a querer incluir todas las escenas favoritas de estos y a dejar confusos a los espectadores desconocedores del original literario. (Acaso sea cierto que otro medio expresivo habría prestado un mejor servicio a las novelas, teniendo en cuenta que la mayor extensión de un serial televisivo estaría en una situación más favorable para reproducir el desarrollo de las historias y que, llevando el largometraje hasta el extremo de su duración —ciento cuarenta minutos—, el director apunta a las limitaciones de dicho formato). Un tercer motivo del rechazo de la crítica respecto del carácter algo destartalado de la trama, carácter que según parece no importó —recordemos— a tres millones de espectadores, sería ese desdén instintivo que, lamentablemente, en España no deja de suscitar el que un director español aborde temas históricos. Semejantes cintas ¿han de seguir asociándose, transcurridos ya treinta años de la muerte del dictador, a las ridiculizadas superproducciones de Cifesa en las décadas de 1940 y 1950 (véase Pérez Gómez 2010), superproducciones que, de hecho, no sumaron sino cuatro? (Véase Labanyi 2007, 25, y el capítulo segundo del presente libro). No cabe duda de que Bernard Bentley (2008, 330) tiene razón al comparar Alatriste con tales películas pero en la idea de sacar a relucir las diferencias. La escéptica visión de Díaz Yanes sobre el imperialismo español «implícitamente da la mentira de la gloria de las películas franquistas históricas […] y apunta a la vanidad de las intervenciones militares en países extranjeros». Yo sugeriría, antes bien, que la intolerancia de la crítica hacia cierta incoherencia narrativa es producto de la fusión middlebrow que Díaz Yanes lleva a cabo de los géneros fílmicos del western y el heritage. El cine heritage no solo pone el foco en el espectáculo sino que lo celebra: si el género empezó en la década de 1980 con aquellos retratos tan cri-

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ticados de haciendas rurales británicas de época eduardiana, esta cinta española post-heritage es un ejemplo de que la puesta en escena puede realizar una fusión de interiores suntuosos —pues con la excepción de un plano del rey cazando en el Retiro, a Díaz Yanes no le interesan los exteriores pintorescos— y las humildes circunstancias de soldados y poetas desposeídos. Esta productiva colisión entre la tersura de algunos de los primeros representantes británicos del género y la crudeza de las versiones post-heritage queda resumida en el travelling en primer plano de las harapientas botas del capitán Alatriste en el esplendoroso despacho del conde-duque de Olivares en El Escorial, plano incluido en el tráiler del filme. El western, en cambio, tiene todo que ver con la acción, con el desarrollo de los personajes y con una progresión dinámica e inexorable hacia una resolución climática (tal es el caso de la infatigable búsqueda de su sobrina que el mencionado Ethan Edwards de John Wayne emprende en The Searchers [Centauros del desierto], búsqueda que resulta en el hallazgo, recuperación y devolución de la muchacha al orden). Pues bien: en Alatriste la balanza se inclina hacia la querencia post-heritage por el espectáculo alejándose, por tanto, de la tenacidad narrativa que los públicos asocian al western. Esta fusión de géneros apunta a lo que, por mi parte, defendería como el mayor éxito de esta cinta de Díaz Yanes en cuanto cine middlebrow: un estudio serio de tres turbulentas décadas del siglo xvii español —siglo crucial para el país tanto en lo histórico como en lo cultural— cuyo didactismo no redunda, sin embargo, en detrimento de su interés; un eficaz entretejido, en los niveles tanto narrativo como formal, de referencias —como la de Velázquez— a la alta cultura de la época; un presupuesto extraordinariamente elevado al servicio de una producción de un nivel sin precedentes en el cine español, y una forma cinematográfica enormemente accesible (la del western y sus protagonistas estrella). La fusión middlebrow supone, sin embargo, un complicado acto de equilibrio, como en el presente libro vengo sosteniendo, y en este caso la mezcla del heritage (género más especializado) y el western (cine para todos los públicos) volvió a resultar extraña a muchos. Los críticos españoles, que acaso siguieran pendientes del cine franquista o tuviesen presente el fracaso de anteriores producciones españolas de gran presupuesto —piénsese en El Dorado (Carlos Saura 1987)—,

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se cebaron en el hecho de que Alatriste no fuese capaz de reproducir esos guiones redondos característicos del último de los cuatro aspectos mencionados, lo cual distrae, injustamente, del imponente logro que, por lo demás, esta película supone.

Lope (Waddington 2010) Todo parecía preparado para que Lope, de Andrucha Waddington, repitiese el éxito de Alatriste53. El entusiasmo de los públicos españoles por el cine heritage extranjero54 había sido utilizado, en efecto, en el ámbito nacional por directores como Imanol Uribe (El rey pasmado, 1991) y Pilar Miró (El perro del hortelano, 1996) ya en la década de 1990, y tras ellos por Vicente Aranda (Juana la loca, 2001) y Agustín Díaz Yanes (vía Arturo Pérez-Reverte) en la década de 2000; parecía, por tanto, que andaba floreciendo un modesto cine heritage español: daba la impresión de que Alatriste demostraba que España al fin podía sacar partido —por lo menos en el mercado nacional— del tipo de legado (heritage) histórico y cultural que había contribuido al tremendo éxito del cine británico a partir de la década de 1990. En este contexto, Paul Julian Smith señala (2006, 101) que tanto España como el Reino Unido son «potencias post-imperiales que han de asumir un prolongado declive nacional»; este estudioso llama igualmente la atención sobre el atractivo que para los públicos del cine heritage ofrece lo que supone, al tiempo que una celebración del auge de la patria, un consuelo por el fin del mismo (fin mucho más lejano en el caso español). También parecía demostrar Alatriste que el cine español era

53 Entre los numerosos inversores se encontraba Jordi Gasull, productor, coguionista e impulsor del proyecto; véase J. B. (2010). Acabaron participando las productoras Ikiru Films, Antena 3 Films, El Toro Pictures y Conspiração, así como TVE y Canal Plus. Aparte del mencionado Gasull, los productores fueron Mercedes Gamero, Edmon Roch y Waddington. Véase Holland (2010). 54 Por dar tres ejemplos, Cyrano de Bergerac atrajo en 1991 a 1 565 104 espectadores; Elizabeth en 1998 a 254 042; Shakespeare in Love [Shakespeare enamorado] en 1999 a 2 863 088.

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un terreno propicio para ese carácter más descarnado de la corriente post-heritage: al tratarse de un país que asocia su Renamiciento lo mismo a los ardides picarescos del niño indigente de Lazarillo de Tormes —obra anónima aparecida en 1554— que a las aristocráticas monterías del palacio del Buen Retiro —edificio completado en el reinado de Felipe IV (en 1640) y hoy desaparecido, pero cuyos jardines anejos siguen siendo la principal zona verde del centro de Madrid—, directores como Díaz Yanes y Waddington (o el escritor Pérez-Reverte antes que ellos) no tenían que ir muy lejos para encontrar temas crudos. El Lope ficticio que crearon sobre el papel los guionistas Jordi Gasull e Ignacio del Moral y, en la pantalla, el director Andrucha Waddington y el actor Alberto Ammann resulta ser, en efecto, igual que Lázaro de Tormes, inicialmente un desposeído; tiene asimismo un responsable ciego —el equivalente del amo de Lázaro es la madre de Lope— y una arraigada conciencia de una sociedad basada en las apariencias —si Lázaro dejaba al descubierto las teatreras ínfulas de un hidalgo arruinado, Lope se pone, para impresionar, ropas que le prestan. También se afana este Lope del filme por medrar socialmente. Lázaro ascendía, desde su condición de niño de la calle, a la moralmente cuestionable pero personalmente cómoda de cornudo —se casaba con la barragana de un arcipreste—; Lope, soldado sin un ardite en sus comienzos, termina convertido en estrella literaria. Híbrido, además, de heritage y comedia romántica, Lope parecía, como digo, bien posicionado para sumarse al buen cine español middlebrow: aborda el tema (que no suscita controversias) de la forja creativa del dramaturgo a finales del siglo xvi, fusiona dicho tema con un género cinematográfico accesible como es el de la comedia romántica, gasta un presupuesto medio (trece millones de euros, véase Montilla 2009) en una producción de nivel —cierto que no el de Alatriste— y plantea al espectador referencias a la alta cultura (pasajes de obras dramáticas y poemas de Lope, y un peculiar intertexto pictórico que abajo comentaremos). Ahora bien: aunque el filme fue un éxito de taquilla (tuvo 604 789 espectadores), dedicaré el presente apartado a examinar los siguientes rasgos middlebrow (el tema serio, el tratamiento accesible, la producción de nivel y las referencias a la alta cultura) con el objetivo de descubrir por qué, a pesar de todo, en términos middlebrow esta película falla.

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En su objetivo moderadamente serio de acercar al gran público la figura literaria canónica de Lope de Vega, este Lope es ejemplo de la tendencia pedagógica común a tantos productos middlebrow. En los estudios audiovisuales (screen studies) españoles, la voz «pedagogía» no se considera una palabrota. Manuel Palacio, por dar un caso, la usa para referirse a la promoción de valores democráticos llevada a cabo en adaptaciones televisivas de clásicos literarios realizadas en la época de la Transición (piénsese en Fortunata y Jacinta [Camus 1980] o en biopics sobre la vida de grandes figuras como Cervantes [Ungría 1980]). Lo mismo cabe decir —véase el capítulo quinto— de la difusión de la tradición cultural izquierdista del cine miroviano del Gobierno del PSOE. El noble afán de dar respuesta a las expectativas de un público deseoso de avanzar social y culturalmente ¿cuándo pasa a ser, sin embargo, el afán paternalista de educar a unos escolares? Porque el capitán Alatriste original de Pérez-Reverte y la adaptación cinematográfica de Díaz Yanes puede que sean tanto adecuados para alumnos de colegios —recordemos a Carlota, la hija de doce años del novelista— como gratificantes para un público adulto, pero Vicente Díaz, crítico de Cine y Letras, sostiene (2010) que, con Lope, la balanza se inclina del lado de los colegiales. La inclusión de una serie de poemas amorosos —a la manera de Shakespeare in Love [Shakespeare enamorado] (Madden 1998), que es el obvio modelo de este Lope— funciona, en efecto, bastante bien. Especialmente conseguido está el momento en que Elena (Pilar López de Ayala) pasa su dedo por sobre la firma que Lope ha estampado al final del romance que acaba de escribir para ella (se trata del romance quinto: «Contemplando estaba Filis / a la media noche, sola, / una vela…»)55; el que la mujer corra la tinta combina la naturaleza literaria y física de su atracción por él. Menos grato resulta, en cambio, el tratamiento de las obras dramáticas: hay mucho énfasis en las circunstancias materiales de su composición, con primeros planos —inspirados en Madden— de dedos manchados de tinta sosteniendo una extravagante pluma suspendida sobre

55 Texto transcrito de la película. La composición se incluía en el Romancero general de Lope de Vega (1600).

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un rugoso pergamino (ambos objetos fueron fabricados ex profeso para la película); pone asimismo el acento en los condicionamientos prácticos de la representación de las obras la trama relativa a la lealtad —y posterior rebelión— de Lope para con el empresario teatral Jerónimo Velázquez, personaje interpretado por Juan Diego. En cuanto a las propias obras, únicamente vemos la apertura de lo que podría ser El nuevo mundo descubierto por Cristobal Colón (1596-1603): incluye una introducción del narrador y un chiste escatológico pero ofrece, por desgracia, poca muestra de ese genio creativo del que constantemente se habla. Puede que ese sea el problema: que el guion de Gasull y Del Moral invierte demasiado en exégesis; que explica demasiadas veces la revolución del teatro que está llevando a cabo el dramaturgo —quebrantando normas, mezclando géneros hasta entonces diferenciados y haciendo énfasis en el realismo— pero lo muestra demasiado poco a través de representaciones de sus piezas. En respuesta a este enfoque —semejante al de un alumno que subraya un manual—, Díaz sugiere (2010) matinés para colegiales. El lanzamiento en DVD de Lope incluía, de hecho, una «Versión especial enseñanza». Pero no menos revelador que la inclusión de semejante versión de la cinta en los extras es el propio contenido de la misma: idéntica a la versión original, pero con dos encuentros sexuales entre Lope y Elena —aunque los actores van vestidos, las escenas salen sugerentes— eliminados. Si el exceso de exégesis resulta comprensible en unos guionistas y un director que abordan por primera vez una materia relativa a la temprana Edad Moderna, menos comprensible es el soso empleo de uno de los géneros más célebres de todos los tiempos: la comedia romántica. Como vimos a propósito de la versión cinematográfica que en 1996 Pilar Miró realizara de El perro del hortelano, de Lope de Vega, adoptar las convenciones de este género de todos conocido resulta clave para llegar a un público heterogéneo, ya que dichas convenciones hacen accesibles las referencias a la alta cultura. Las interpretaciones de los actores de Miró, así como las decisiones de la propia directora sobre la puesta en escena, la dirección de fotografía y el montaje, confieren, en efecto, a la repetición de situaciones archisabidas (altercados de amantes, triángulos amorosos, loci amoeni…) un carácter agradablemente cómplice y juguetón. Lope carece, no obstante, de semejante

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vuelta de tuerca posmoderna; contiene, pues, poca distancia irónica respecto de lo demasiado familiar pasando a ser, antes bien, un filme estereotipado y mimético. Nuevo niño bonito del cine hispánico (véase Marañón 2010), Ammann ofrece una interpretación aceptable del dramaturgo barroco, si bien debe volver a recorrer mucho del camino que ya andaran Joseph Fiennes en Shakespeare in Love [Shakespeare enamorado] y Gérard Depardieu en Cyrano de Bergerac (Rappeneau 1990). Su relación con Elena es el mejor aspecto de la película: el aplomo de Pilar López de Ayala, quien protagonizó Juana la Loca (Aranda 2001), aporta un provechoso hastío del mundo al papel de mujer fatal que aquí encarna; esta experimentada actriz de cine heritage hace salir, sin duda, lo mejor de la actuación de Ammann. Leonor Watling, sin embargo, a pesar de su impronta por lo general tan fiable, no consigue llevar más allá del cliché a su personaje —desde luego menos agradecido— de la virgen nerviosa que es Isabel de Urbina. Mientras que la relación de Elena con Lope se desarrolla en camerinos, estrechas escaleras de edificios y azoteas que dominan la ciudad —espacios liminares eficazmente empleados y sugerentemente poco ortodoxos—, Watling ha de vérselas con una Isabel condenada a los escenarios (increíblemente arquetípicos) de un pajar, una fuga a caballo (absurdamente artificial) a Lisboa y, rematando el filme, nada menos que un galope hacia la puesta de sol junto a su hombre. Si en ocasiones resulta problemática la gestión que la película hace tanto de los intertextos literarios como de su propio género fílmico, no menos fallas ofrece el aspecto del anacronismo. Hacer por recrear fielmente la época no es sino un modo —entre otros posibles— de enfocar la representación cinematográfica del pasado: desde películas como William Shakespeare’s Romeo + Juliet [Romeo + Julieta, de William Shakespeare] (Luhrmann 1997), los públicos post-heritage están acostumbrados al anacronismo creativo. Así pues, que el equipo de vestuario no aspirase a la fidelidad histórica —véanse los extras de la edición en DVD del filme—, como de hecho tampoco fue el caso en El perro del hortelano, no quita valor a su contribución a la puesta en escena. (Adviértase que Tatiana Hernández ganó uno de los dos premios Goya de la película: al mejor diseño de vestuario). Complementan el diseño de vestuario y decorados los tonos ligeramente anémicos de la

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7.6 Elena y Lope a través del intertexto de Menéndez. Lope (Waddington 2010)

paleta cromática, cosa que separa a esta cinta de las que se inspiran en los ricos tonos velazqueños que vimos a propósito de Alatriste. Una fuente pictórica alternativa podría ser aquí Luis Egidio Meléndez, pues la apagada paleta cromática de un bodegón como la Naturaleza muerta con naranjas y nueces (1772) parece especialmente relevante de cara a la escena en que Lope y Elena beben zumo de naranja en una mesa de cocina donde no faltan la fruta, la cesta y la vasija de barro. El carácter anacrónico de un intertexto pictórico como Meléndez —artista del siglo xviii— en una película ambientada a finales del xvi (tal anuncia el intertítulo del comienzo) parece puntillosidad académica, habida cuenta de lo bien logrado, en general, de la tonalidad exangüe de la película. Disculpable es asimismo la adopción que el guion hace de la lengua española actual, renunciando a las formas en rigor auténticas. La diferencia más notable tiene que ver con la frecuente segunda persona: el antiguo «vos», que Alatriste mantenía, vs. el actual «tú»56. Incluso las obvias referencias contemporáneas del guion —la 56 En el libro basado en la película (Lope, Verónica Fernández 2010), el arcaizante «vos» se usa en parte, lo que sugiere que a los lectores se los consideraba más tolerantes que a los cinéfilos ante lo que probablemente se percibiese como una dificultad lingüística.

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afirmación, por ejemplo, de fray Bernardo de que «el dinero está en la construcción»— suponen «un perspicaz comentario sobre los actuales males económicos de España» (Holland 2010). Donde el anacronismo creativo de Waddington patina es en el personaje de Isabel, así como en las estrambóticas escenas de aventuras a dicho personaje asociadas. Watling comenta, en una entrevista (véase J. B. 2010), que «Andrucha [Waddington] tenía muy claro que quería que fuera una mujer muy contemporánea y muy naturalista», pero ni siquiera una actriz de su calibre puede sacar esto adelante. La fuga de una aristócrata madrileña a Lisboa con pocas provisiones, sin techo donde resguardarse y con un jovial «seré tu puta» queda ridículo. No menos absurda es la secuencia en que sigue alegremente a su «marido» —ahora un reo encadenado— de regreso a la capital: la mujer ha cabalgado casi quinientos kilómetros a la intemperie, pero igual tiene tiempo de componerse el pelo con horquillas y trenzas antes de volver a entrar a la ciudad. Acreedor en cualquier caso de un público cuantioso, Lope presenta, como vemos, algunas irregularidades de tono y algún desliz en la gestión de los diversos equilibrios que lo middlebrow conlleva: su tratamiento de temas serios y referencias a la alta cultura degenera, en vez de mantenerse en lo gratamente didáctico, en lo excesivamente pedagógico; su gestión de una forma accesible ladea, en lugar de hacia la referencia cómplice, hacia lo ingenuamente imitativo. Para referirse a semejantes problemas, dos autores se sirven del adjetivo más insultante que un crítico cinematográfico puede esgrimir: «televisivo» (véase Pérez Gómez 2010 y Díaz 2010). Resulta innegable, en efecto, que Lope tiene una serie de carencias. Así pues, aunque di comienzo al presente apartado resumiendo las similitudes entre esta cinta de 2010 y Alatriste, termino enumerando las principales diferencias. Para empezar, en Lope falta el papel mediador de un autor histórico middlebrow de extraordinario éxito como es Pérez-Reverte. En segundo lugar, aunque sostengo que el híbrido de heritage y western que es Alatriste podría compararse con un precedente extranjero como el híbrido de heritage y thriller que es Elizabeth (Kapur 1998), la película de Díaz Yanes tiene no obstante su carácter propio. Todas las reacciones (en buena parte hostiles) de la prensa española a Lope —incluso la reseña positiva del filme aparecida en la publicación especializada Varie-

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ty— señalan que la cinta de Waddington compromete su originalidad en virtud de su excesivo apego, en lo que a trama y concepción respecta —incluyendo escenas enteras repetidas—, a Cyrano de Bergerac y Shakespeare in Love [Shakespeare enamorado]. Javier Ocaña 2010, por dar un caso, pone de relieve que la escena en que un acaudalado pero cohibido noble portugués hace pasar por suyos versos escritos por Lope está tomada de la película de Rappeneau. Las mencionadas comparaciones de Lope con lo televisivo por parte de críticos como Ángel Pérez Gómez (2010) y Vicente Díaz (2010) pretenden ser negativas; yo diría sin embargo que evidencian, por ironía, el parcial éxito que, en términos middlebrow, este filme supone. El uso de «televisivo» como adjetivo para juzgar «cine» negativamente constituye un recordatorio de cuán tenaz se mantiene, en la crítica cinematográfica, la jerarquía artística entre las pantallas grande y pequeña (véase Smith 2006, 1-2), pero lo cierto es que los estudiosos han empezado a cuestionar dicha jerarquía: en 2004 yo misma incluía (véase Faulkner 2004, 79-125) dos importantes seriales televisivos en una monografía sobre adaptaciones literarias (me refiero a Fortunata y Jacinta [Camus 1980] y La Regenta [Méndez Leite 1995]); en 2009, Paul Julian Smith ofrecía un libro de amplio espectro dedicado, precisamente, al «carácter indisociable del cine y la televisión como vehículos gemelos para la ficción audiovisual en España» (véase Smith 2009, 11). Mientras que Una historia del cine español. Cine y sociedad, 1910-2010 aspira a revisar enfoques críticos previos situando en primer plano tanto la desconocida categoría de lo middlebrow como las películas middlebrow mismas —a menudo pasadas por alto—, los estudios sobre la televisión española se centran en lo middlebrow desde el primer momento (véase Faulkner 2004, 13, y Smith 2006, 27-57). Tanto los dramas rurales de la década de 1970 (Crónicas de un pueblo, 1971-1974, varios autores entre los cuales el creador de la serie, Antonio Mercero) como las adaptaciones literarias de la de 1980 (Los Pazos de Ulloa, Suárez 1985) o dramas históricos posteriores a 1990 (Cuéntame cómo pasó, serie creada por Miguel Ángel Bernardeau, varios directores, desde 2001 hasta la actualidad) presentan los rasgos esenciales del tema serio, el tratamiento accesible, las referencias a la alta cultura y la producción de nivel. En el nuevo milenio, concreta-

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mente la historia llevada a la pantalla ha sido objeto de tratamientos televisivos middlebrow muy logrados con 14 de abril. La República (varios autores 2011), serie ambientada en la década de 1930, y Águila roja (varios autores, desde 2009 hasta la actualidad), serie ambientada en el siglo xvii de Alatriste. El hecho de que esta última serie sea ahora también un largometraje con gran éxito de taquilla (Águila roja, la película, Ayerra 2011)57 es un ejemplo de sinergia multimedia que confirma esa convergencia del entorno audiovisual español de la que los estudiosos hablan (véase Riambau y Torreiro 2008, y Smith 2009 y 2012). Así pues, a Lope, aunque en parte no esté bien conseguida, la etiqueta de «televisivo» en realidad la sitúa en la favorecedora compañía de estos notables éxitos middlebrow de la pequeña pantalla. Este libro se ha centrado en el cine, ha ido registrando los vestigios que la movilidad social ha ido dejando en la pantalla desde los comienzos del siglo xx, y ha planteado que el cine español middlebrow, que tiene su origen en la década de 1970, responde a una movilidad social que se produjo fuera de la pantalla (presupone, en efecto, un público de clase media con aspiraciones sociales y culturales). En muchas de las lecturas que aquí he realizado de películas middlebrow la televisión andaba entre bastidores: parte de la financiación a menudo venía de cadenas de televisión, el personal con frecuencia se había formado en la pequeña pantalla, y el tratamiento serio pero accesible no era raro que coincidiera con el del medio televisivo más reciente. El próximo estudio de lo middlebrow en la cultura audiovisual española acaso sitúe en primer plano la televisión.

57 Deseo manifestar mi agradecimiento a Will Higbee por señalarme este ejemplo.

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Abreviaturas y glosario

[Cine heritage: La autora explica el concepto en pp. 312, 328 y 397. En Chantal Cornut-Gentille D’Arcy (2006): El cine británico de la era Thatcher. ¿Cine nacional o «nacionalista»? Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, 99-100, nota 78, leemos: «El término heritage films (= películas heritage) es imposible de traducir al español de forma adecuada. Mantendré, por tanto, la expresión inglesa. (…) Quizá la explicación más amplia y más clara sea (…) “ficciones británicas para la pantalla situadas en el pasado”. (…) Dicho esto, es interesante señalar que, para buena parte de la crítica cinematográfica, heritage cinema (= cine heritage) (…) es una etiqueta más o menos peyorativa. Mientras algunos críticos (…) contemplan estas películas desde una perspectiva más neutra, es decir, como un tipo particular de la cinematografía contemporánea, típico de Gran Bretaña, pero corriente también en Europa, y hasta cierto punto en EE.UU., con sus propias variantes, como La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993) o Mujercitas (Little Women, 1995), otros (…) las observan de forma despectiva, como reflejos del conservadurismo británico de derechas». (N. del T).] «Interés especial»: Premio concedido por las autoridades franquistas a partir de 1964. Consistía en una subvención de entre el quince y el cincuenta por ciento de los costes de producción.

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«Interés nacional»: Premio concedido por las autoridades franquistas entre 1944 y 1963. Consistía en una subvención de hasta el cincuenta por ciento de los costes de producción. Además, una película con este premio podía valer a su productor hasta quince licencias de importación. [Middlebrow: Sobre el sentido de esta voz inglesa, véanse pp. 29 y ss.; en especial, la nota diecinueve (p. 33). Adviértase, en cualquier caso, que el concepto de middlebrow —literalmente «ceja media»— se relaciona con la dicotomía highbrow vs. lowbrow, palabras que significarían, en rigor, «ceja alta» vs. «ceja baja» pero que se usan, figuradamente, en el sentido de «intelectual» (o «pedante») vs. «popular» (o «chabacano»). Lo middlebrow sería —valoraciones aparte— un híbrido de highbrow y lowbrow. (N. del T)]. NCE: Nuevo Cine Español. José María García Escudero, Director General de Cinematografía de Franco (1962-1967), puso en marcha una serie de medidas entre las que se incluía la concesión de subvenciones para promocionar las películas de arte y ensayo — izquierdistas y estéticamente innovadoras— de los licenciados de la Escuela Oficial de Cine con vistas a su distribución en festivales extranjeros. No-Do: Noticiarios y documentales. PP: Partido Popular. PSOE: Partido Socialista Obrero Español. UCD: Unión de Centro Democrático. VCE: Viejo Cine Español. Cine popular de orientación comercial, y de carácter con frecuencia burdo, contemporáneo del NCE y así denominado por oposición al mismo.

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Índice analítico El presente índice incluye la Introducción, los siete capítulos, las ilustraciones y las notas. Los términos ofrecidos en abreviatura (véase p. 419) no están incluidos en su totalidad. Águila roja, la película 418 Aguilar, Paloma 377 Agustina de Aragón 80, 82, 84 Alarcón, Enrique 91, 100 Alarcón, Pedro Antonio de 80, 83, 90, 93, 97 Alatriste, la película 358, 397-410 Alatriste, novelas 399-401 Alba de América 80, 84, 108, 113, 114 Al final de la escapada 252, 254 Aliaga Sanchis, Amparo 386 Allen, Robert 89 Allen, Woody 232, 253, 254 Allinson, Mark 332 Almodóvar, Agustín 315 Almodóvar, Pedro 143, 146, 152, 187, 240, 244-5, 247-48, 255, 260, 270, 303-4, 306, 315-6, 315-27, 333, 345, 358-9, 387-8

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Alterio, Héctor 240, 392 Ammann, Alberto 358, 411, 414 Ana Belén 190, 202, 204, 206, 207, 210, 212- 218, 276 Anderson, Bob 406 André, Max 47, 48, 49 Antonioni, Michelangelo 155, 156, 160, 207 Aranda, Francisco 200 Armiñán, Jaime de 219, 220, 222, 223, 225, 226, 227 Asignatura pendiente 192, 193, 227-35, 240, 250, 251, 253, 256 Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica 376 auge económico 23, 31, 44, 52 autarquía 23, 24, 77, 87, 105, 114 Ballesteros, Isolina 377 Balló, Jordi 278

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Baños, Ramón de 51-55 Baños, Ricardo de 51-55 Bardem, Javier 360-1, 362, 364, 365 Bardem, Juan Antonio 81, 117-32, 134, 135, 179, 222, 282, 283 Baroja, Pío 47, 84, 153 Bautista, Aurora 85, 95, 121, 220, 222, 392 Beck, Jay 171 Begin, Paul 366, 367, 370, 372, 373 Bentley, Bernard 40, 43, 44, 113, 196, 290-1, 293, 297, 408 Besas, Peter 246 Betriu, Francesc 251, 266, 271-81, 282, 289 Bienvenido, mister Marshall 36, 104, 105-6, 119, 121, 123, 124 Blair, Betsy 122, 125, 130, 220, 222 Blasco Ibáñez, Vicente 40, 44, 47-51, 73 Bodas de sangre 250, 257-65, 275, 334 Bodegas, Roberto 190, 208-18, 367 Bollaín, Icíar 211, 299, 366-76 Bonaddio, Federico 91 Borau, José Luis 219, 220, 222, 298, 301 Bourdieu, Pierre 30, 33, 173-4, 183, 230, 268, 309, 325, 332, 342, 344, 353 Brown, Stephen 365 Buchs, José 55-60 Buñuel, Luis 21, 41, 74-5, 83-4, 140, 149, 193-201, 202, 209, 317, 3345, 368 Burch, Noël 42 Burmann, Hans 309 Búsqueme a esa chica 181 Busquet, Jordi 33

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Cagle, Chris 89 Calle Mayor 87, 114, 117, 119, 122, 125-32, 133, 220, 222 Camino, Jaime 135, 154, 155, 160-70, 175, 256 Camus, Mario 33, 114, 179, 206, 247, 250, 251, 265-72, 274, 275, 277, 282, 283-4, 289, 292, 334-5 Canaleja, Lina 152 Canciones para después de una guerra 85, 260 Canning, Elaine 330 Caparrós Lera, José María 80 Capri, Joan 167-169 Carceleras 56 Castro de Paz, José Luis 82, 94, 99, 106, 118, 123, 126, 130 catolicismo 81-82 Cela, Camilo José 114, 251, 266, 267, 270, 272, 380 censura 74, 79, 93, 187, 188, 189, 194195, 246-7, 265 Centro Sperimentale di Cinematografia 155 Cercas, Javier 358, 386, 387, 388 Cerdán, Josetxo 118, 123 Chomón, Segundo de 40, 42 Cielo negro 126, 127, 128, 129, 130, 131 Cifesa 40, 70-1, 73, 74, 84, 87, 88, 90, 94, 98-9, 100, 105, 108, 113-4, 117-8, 120, 121, 122, 408 cine con efectos retardados 391 cine con niños como protagonistas 80, 378 cine de la edad/época dorada 39, 46, 84 cine «de la reforma» 227, 240, 302, 304 cine de los comienzos 37, 38, 40, 46, 47, 64, 71, 74

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Índice analítico cine heritage 29, 36, 81, 86, 191, 254, 304, 312, 313, 328, 329, 330, 332, 333, 340, 355-418 cine miroviano 33, 36, 190-1, 196, 246-51, 266, 281, 282, 288, 300-8, 316, 318, 327, 361, 398, 412 cine popular sobre paletos 305, 350, 351, 353 cine sobre emigración e inmigración 208-218 cine social 347, 348, 357, 359 cine sonoro 46-47 clase media, aspectos relativos a la 26, 31, 188, 200-1, 249, 302 Colomo, Fernando 251-252 comedia de costumbres 228, 252, 253, 254, 257, 258 «comedias madrileñas» 33, 227-8, 229, 234, 235-6, 253, 255, 256, 322, 325 Cómicos 283 Company Ramón, Juan Miguel 279 Composición VIII 369-370 conservación de las películas 37 consuelo 86, 99 Costa Brava 375 Cruz, Jacqueline 367 Cuadra, María 159 cuentos de hadas 293 cursi 26 Cyrano de Bergerac 312, 328, 330, 410, 414, 417 D’Lugo, Marvin 69, 119, 218, 220, 227, 234, 261, 262, 263, 310 Dánae recibiendo la lluvia de oro 369, 373 Davies, Ann 86 De mujer a mujer 89, 100, 107-13, 1178, 128

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Delibes, Miguel 236-240, 272, 305, 307, 316, 344 Deveny, Thomas 150, 287, 310, 311, 314 Díaz, Vicente 412, 417 Díaz Yanes, Agustín 397-410, 411, 412, 416 Dibildos, José Luis 32, 33, 190, 191, 192, 193, 202, 209, 216, 227, 229, 249, 251, 266, 267, 269, 302, 303, 334 Diego, Gabino 311, 312, 313, 342, 345 Diego, Juan 310 Don Juan Tenorio 51-55, 57, 59, 64 Don Quijote 56 Doniol-Valcroze, Jacques 166, 167 Dos cuentos para dos 113 Dulces horas 261 Durán, Rafael 91, 92, 96, 99, 102, 103 Dyer, Richard 34, 329 Eidsvick, Charles 195 Eisenstein, Serguéi 48, 72 El abuelo (Buchs) 31, 45, 46, 55-60, 61, 64 El abuelo (Garci) 35, 304, 319, 333-41, 342 El aguador de Sevilla 402-3, 404, 405, 406, 407 El Ángelus 368 El cantor de jazz 45 El clavo 83, 86, 87-98, 99, 100, 101, 102, 107, 108 El crimen de Cuenca 188, 240, 245 El entierro del conde de Orgaz 368-9, 371 El escándalo 93 El espíritu de la colmena 22, 187, 241-2, 278, 379, 380, 381, 382, 386, 392 El extraño viaje 143, 148, 288

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El laberinto del fauno 385, 392 El misterio de la Puerta del Sol 45, 604, 65 El mundo sigue 87, 134, 135, 142-152, 153, 154, 374 El odio 210 El perro del hortelano 304-5, 319, 32733, 340, 398, 399, 404, 413, 414 El príncipe destronado 236, 238 El próximo otoño 165-166 El rey pasmado 289, 304, 305-15, 319, 326, 328, 329, 333, 345, 398, 399, 404 El sol del membrillo 368 El viaje a ninguna parte 248, 282-3, 284 El viaje de Carol 346, 357-8, 376-86, 387, 392 Elías, Francisco 60-64 Elizabeth 398, 399, 416 Ella, él y sus millones 86, 89, 98-107, 108, 121 empleo 25 Erice, Víctor 242, 368, 380, 381, 382 Esa pareja feliz 81, 87, 114, 117-25, 129, 132, 133, 316 Escuela de Barcelona 161, 241 Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (Cuba) 346, 347 Escuela Oficial de Cine 81, 134, 195, 219, 271, 300 España invertebrada 211 españoladas 50, 80, 260 Españolas en París 29, 65, 171, 190, 191-2, 193, 208-18, 219, 221, 229, 276, 343, 367, 371, 399 esperpento 106-7, 123 Evans, Peter 95, 180, 259, 301

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factores rurales 49 Fajardo, Eduardo 108 falangismo 77, 79, 114, 116-7, 118 Faltoyano, Fiorella 232 Fanés, Fèlix 74, 92 Fernán Gómez, Fernando 106, 121, 135, 142-152, 153, 281-288, 289, 296, 311, 312, 334, 336, 337, 339, 340, 341 Fernández-Santos, Ángel 22, 180, 259, 301 Ferreiro, Alberto 390 Fiddian, Robin 255, 259 Fondo de Protección a la Cinematografía 245, 246 Filmófono 74-75, 84 financiación 356 Flores de otro mundo 211 folclore 49, 264, 325 Font, Domènec 161 Fontserè, Ramón 390 Forqué, Verónica 240-241 Fortunata y Jacinta (Galdós) 107, 153, 201, 261, 270, 335 Frade, José 201, 202, 236 fraguismo 24 Fraile, Alfredo 91, 108 Franco, Francisco 21, 22, 24, 31, 39, 42, 75, 78-9, 81, 83, 84, 96, 101, 103, 113, 126, 171, 184, 187, 189, 194, 204, 221, 230, 231, 241, 243, 245, 284 franquismo 24, 69, 77-8, 80, 87, 94, 96, 101, 105, 109, 112, 113, 114, 127, 143-4, 148, 163, 178-9, 189, 192, 194, 197, 203, 209, 217, 221, 245, 258, 265, 281, 291, 293, 305, 377 Fuentes, Víctor 195

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Índice analítico Gades, Antonio 257, 258, 260, 261, 262, 263, 264, 265, 267 Galiana, María 348, 351, 352 Galt, Rosalind 35 Gaos, Lola 121, 194, 392 Garci, José Luis 33, 190, 192, 227-35, 236, 237, 240, 250, 251-2, 256, 333-41 García Berlanga, Luis 82, 104, 106, 117-25, 132, 134, 135, 136-42, 143, 144, 153, 288 García Escudero, José María 113 García, Lolo 241, 344, 379 García Lorca, Federico 111, 250, 257, 259, 272, 306 Gasull, Jordi 410, 411, 413 George, David 37, 50 Gil, Ariadna 385, 389, 390, 392, 394, 396, 397, 403 Gil, Rafael 83, 87-98, 102, 107 Gimpera, Teresa 240-241 Ginger, Andrew 54, 61-2, 63, 64 Godoy, Lucio 364-365 Gómez, Carmelo 330, 340, 384, 385 Gómez B. de Castro, Ramiro 246 González del Pozo, Jorge 370-371 González López, Palmira 51-52 Goya, Francisco de 214, 215, 342, 343, 345 Goya, premios 22, 282 compra de votos 337 Goyanes, Manuel J. 182 Goytisolo, José Agustín 190-192 Graham, Helen 24, 31 Gramsci, Antonio 82 Grau, Jorge 135-136, 153-160 Greco, El 368, 371, 374 Gubern, Román 119-120, 123 Guerra Civil 21, 23, 27, 31, 37, 42, 467, 71, 73, 77, 78, 79, 83, 130, 150,

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200, 216, 238, 239, 240, 241, 258, 274, 276, 278, 285, 298, 305, 341, 342, 344, 345, 357, 368, 374, 376, 377, 379-80, 381, 382, 384, 385, 387, 390, 392, 397 Guillén Cuervo, Cayetana 336, 340 Gutiérrez Aragón, Manuel 247, 289296 Hable con ella 326, 359 ¡Hay motivo! 21, 360 Heredero, Carlos 299, 300, 301, 346, 372, 387 Hernández, Marta 218 Higson, Andrew 397, 398 Hispano-Film Produktion 71 Hispano Films 51-52 Historia de una escalera 146 Hoggart, Richard 81 holocausto 77, 386 Hontanilla, Ana 221, 227 Hopewell, John 226, 233, 246, 248-9. 255, 259, 263, 271, 289 Hoyos, Cristina 262 Hughes, Arthur 378, 394 Ibáñez, Paco 190, 216 índices de consumo 25 intertítulos 41, 52, 55, 57, 59, 68, 73, 144, 146, 149, 241, 290, 415 Isbert, José 99, 103-107 Jordan, Barry 259, 291, 298, 306, 310, 317, 356-7 Juberías Ochoa, Josefina 60 Kern, Stephen 38 Kinder, Marsha 22, 198, 306

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La aldea maldita 46, 64-9, 70, 71, 72-3, 116, 135 La aventura 155, 156, 159, 160, 168 La caza 298, 380 La ciudad no es para mí 69, 135, 136, 170-7, 178, 179, 256, 305, 350-1, 353 La colmena 33, 114, 251, 265-271, 272, 274, 275, 277, 292, 380 La fe 79, 93 La flor de mi secreto 304, 315-327, 328, 331, 333, 358, 374, 387, 388 La guerra de papá 193, 227, 235-43, 305, 335, 341-2, 344, 379, 392 La hora de los valientes 298, 305, 341-6, 358, 368, 371 La leona de Castilla 84 La mitad del cielo 218, 251, 281, 282, 289-96, 305, 307, 343, 371 La plaza del Diamante 251, 266, 271-81 La Regenta 261 La reina mora 51 La rendición de Breda 404 La tía Tula 153, 154, 220, 222, 392 La verbena de la Paloma 46-7, 69-75 La vida alegre 255 La vida de Cristóbal Colón 44 Labanyi, Jo 22, 26, 27, 83, 107, 109, 111, 117, 204, 258 Ladoire, Óscar 252, 253, 255 landismo 171, 187-8, 209, 211, 306 Larson, Susan 37, 39 Las cuatro bodas de Marisol 32,135, 136, 178-85, 213 Las Hurdes, tierra sin pan 21, 66, 74, 193 Las meninas 294-5, 343, 371 La última cena 197-8, 343, 368 Lazarillo de Tormes 56, 411

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Lázaro Reboll, Antonio 34, 36 lenguaje, aspectos relativos al 51, 155, 172, 174, 211, 214, 348, 378, 404, 411, 415 León de Aranoa, Fernando 359-65 Leonard, Candyce 352, 353 Ley de la Memoria Histórica 298, 356, 377 Libertarias 392 Ligero, Miguel 73 Llinás, Francesc 18, 100, 189, 302 Locura de amor 84, 95, 121, 124 Longhurst, Alex 23, 24 Lope 358, 398, 399, 410-8 López Vázquez, José Luis 138, 211, 219, 220, 222, 224, 225, 269 Los farsantes 154, 270, 271, 283 Los felices sesenta 135, 154, 155, 160-70, 175, 256 Los lunes al sol 357, 359-65, 366 Los nuevos españoles 191-2, 218, 229 Los santos inocentes 236, 248, 272, 283284, 306 Losilla, Carlos 248, 289, 360 Lozano, Margarita 291, 296 Lumière, hermanos 38, 40-41 Mambrú se fue a la guerra 251, 281-289, 290 Mañas, Alfredo 261, 267 Mar adentro 367 Marcelino, pan y vino 80, 379 Mariscal, Ana 110, 107, 108, 109, 111, 112, 118 Marisol 32, 111, 127, 135, 136, 171, 178-85, 219, 236, 264, 379, 383 Marsh, Steven 22, 84-5, 99, 104, 106, 118, 124, 139, 148, 153 Martín, Celia 24

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Índice analítico Martin-Márquez, Susan 372 Martín Patino, Basilio 85, 154, 166, 167, 260, 282 Martínez-Carazo, Cristina 368 Martínez Soria, Paco 171, 172, 173, 178, 223, 340, 350, 351 marxismo 21, 81 Matador 245, 247, 248, 270 mater dolorosa 96 Medem, Julio 300, 301 Meller, Raquel 40 Méndez Leite, Fernando 282 Mendizábal, Bingen 384 Meléndez, Luis Egidio 415 Mercer, Leigh 37, 40, 42 Mercero, Antonio 227, 235-42, 305, 341-6, 368, 371, 379 middlebrow, cine y cultura 29, 30, 31, 33, 34, 35, 173, 174, 178, 215, 235, 242, 249, 254, 257, 261, 271, 272, 290, 303, 318, 328, 329, 341, 342, 346, 351, 353, 357, 360, 365, 366, 367, 373, 375, 377, 379, 388, 409 Middlebrow Network 34 Millás, Juan José 326 Mi querida señorita 193, 218-27 Mira, Alberto 33-34, 366, 373, 379, 389, 394 Miró, Pilar 188, 245, 247, 298, 327-33, 410, 413 Mitchell, Philip 241 Molina, Ángela 291 Monk, Claire 86, 398 Montaje 48, 109, 162, 279, 363 Monterde, José Enrique 201-2, 272, 360 Moral, Ignacio del 411, 413 Morgan-Tamosunas, Rikki 233, 259, 291, 298, 310, 317

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Mortensen, Viggo 358, 400, 403, 405-6 «movida» (madrileña), la 244 movilidad social 21, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 31, 34, 46, 59, 61, 65, 66, 72, 73, 77-132, 133-185, 189, 204, 209, 226, 316, 335, 340, 351, 418 Mucho ruido y pocas nueces 328, 332 Mujeres al borde de un ataque de nervios 152, 245, 306-7 Mulvey, Laura 370, 391 Munt, Sílvia 275, 276, 280 Mur Oti, Miguel 126-7, 128, 129, 130, 132 Murphy, Katharine 47 Napper, Lawrence 30 Navarrete, Luis 78 Navarrete, Ramón 206, 336, 337 NCE 80, 134, 135, 153, 154-5, 161, 166, 170, 171, 184, 247, 270, 271, 300 neorrealismo 88, 113, 116, 118-9, 126, 153, 155, 254, 305, 347-8, 360, 363, 379 Neruda, Pablo 229 Nieves Conde, José Antonio 113-7, 118, 131 Noche de verano 32, 134, 153-60, 161, 162, 207 No-Do 101-2, 103, 104, 275 «nuevas vulgaridades» 300-1, 318, 333 Nueve cartas a Berta 166 Ocaña, Javier 417 Olea, Pedro 201-8, 270, 327, 334-5, 337 Ópera prima 251-257, 258, 322, 327 Orduña, Juan de 60, 99-107

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Orfeo y Eurídice 369 Ortiz, Áurea 101 Palacio, Manuel 412 Paredes, Marisa 253, 322, 324, 325 Parsons, Deborah 44 Pavlović, Tatjana 133-4, 178-9, 180, 181, 184, 185, 246, 282 Pavlović, Tatjana et al. 302, 303, 316 Payne, Stanley 24, 79 Peláez Paz, Andrés 234 películas «de prestigio» 88-92, 98, 99, 106, 107, 108, 114, 117, 121 películas perdidas 37 Penella, Emma 201, 208 Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón 187, 244, 249, 255 Peppermint frappé 134, 219, 222, 225 Pereira, Óscar 229, 231, 232 Pérez Galdós, Benito 25, 31, 45, 55-60, 107, 153, 193, 196, 198, 199, 200, 203, 204, 205, 206, 207, 236, 261, 270, 334-8, 340-1 Pérez Gómez, Ángel 417 Pérez Ornia, José Ramón 288 Pérez Perucha, Julio 40, 41, 42, 43, 65 Pérez-Reverte, Arturo 400, 401, 403, 404, 408, 412, 416 Perojo, Benito 56, 69-75, 84, 94 Perriam, Chris 311, 330 Phonofilm 60 Piedra, Emiliano 201, 250, 259, 261, 265 Pilar Guerra 46, 56, 61 Plácido 87, 124, 132, 134, 135, 136-42, 143, 144, 154, 219, 288 Planta 4.ª 345 política 21, 22, 41, 77, 80, 83, 187, 243-4, 268-9, 273-4, 297, 355

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posmodernidad 255 Preston, Paul 24, 77 primeros planos y planos generales 169 Primo de Rivera, Miguel 27, 41, 44, 199 Prometeo Films 48 ¿Qué he hecho yo para merecer esto? 146, 152, 240, 248, 260, 322 Querejeta, Elías 83, 156, 191, 260-1, 265, 359 Quintana, Ángel 359-60, 361, 364 Quintero, Juan 91, 105, 108, 109 Rabal, Paco 134, 156, 157, 160, 198, 202, 204, 206-7 racismo 209, 210, 211 Raimon 162-4, 170 Raza 78-9, 83, 84, 111, 112 regeneracionismo 120, 126 Réquiem por un campesino español 248, 271, 305 Rey, Florián 45, 46, 56, 64-9, 70, 71, 72, 116, 135 Riambau, Esteve 33, 188, 192-3, 259, 307, 308, 309, 310, 312, 313, 361 Ribeiro de Menezes, Alison 386, 387 Richardson, Nathan 176, 177 Rivas, Modesto 59 Rivelles, Amparito 90-3, 65-6, 100, 107, 108, 109 Roberts, Stephen 126 Rodoreda, Mercè 251, 272-3, 275, 27980 Rodrigo, Raquel 70, 72 Rodríguez Ortega, Vicente 171 roles de género 35, 59, 61, 65, 81, 94, 101, 109, 162, 193, 228, 232, 2556, 275-6, 290, 297, 328, 330, 331,

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Índice analítico 335, 350, 352, 356, 362, 364, 368, 370, 372, 397 Ross, Christopher 41 Royal Films 52 Ruiz, Luis Enrique 48, 51 Ruiz de Leyva, Ana María 60 Sacristán, José 211, 232, 234, 253, 267, 283-4 Sagrada Familia (Barcelona) 326 sainetes 45 salas de cine 44 Salazar, António de Oliveira 101 Sánchez-Conejero, Cristina 350 Sánchez Vidal, Agustín 65 Sangre y arena 47-51, 73 Saura, Carlos 83, 134, 169, 193, 219, 222, 225, 232, 241, 242, 250, 25765, 267, 282, 289, 298, 380 Secretos del corazón 358, 378, 379, 383, 387, 392 Serra, Juan 108, 109 Shakespeare enamorado 399, 410, 412, 414, 417 Shaw, Deborah 36 Shild, Pierre 108 Sin novedad en el Alcázar 79 Sinclair, Alison 66 Smith, Paul Julian 29, 33, 35, 227, 246, 288, 303, 306, 317-8, 319, 325, 326, 331, 349, 367, 398, 410, 417 Solas 218, 305, 319, 346-59 Soldados de Salamina 319, 346, 358, 376-8, 386-97 Stone, Rob 191, 195, 229, 232, 234, 256, 265, 357, 383, 392 Surcos 69, 87, 113-7, 118, 119, 124, 131, 133, 305 Suárez, Emma 329, 330, 331, 333, 340

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Tacones lejanos 304 Te doy mis ojos 357, 366-76, 392 Te querré siempre 159, 160, 169 Tejero, Elena María 211 televisión 227-8, 242, 245, 249, 250, 265-6, 341, 356, 367-8, 417, 418 «tercera vía» 29, 32-33, 36, 189-91, 195, 197, 201-2, 204, 209, 212, 216, 218, 220, 221, 227, 229, 240, 250-1, 256, 261-2, 266, 302, 304, 318, 327, 334, 344 Thibaudeau, Pascale 374, 391 terror 380-1 Tigres de papel 229, 251 Tiziano 308, 313-4, 369-710, 373 Todo sobre mi madre 317, 325, 326 Torbellino 82 Tormento 35, 193, 201-8, 254, 270, 327, 334-5, 337 Toro, Guillermo del 385-386 Torreiro, Casimiro 190-2 Torrente Ballester, Gonzalo 114, 305-7, 314, 315 Tortella, Gabriel 25, 86 Triana-Toribio, Núria 22, 27, 34, 84, 112, 178, 181, 185, 244-5, 247, 248, 260, 268, 282, 299-300, 301, 306, 317, 322, 348 Tristana 298, 193-201, 221, 254, 317, 334, 353 Trueba, David 348, 385, 386-97 Una pareja perfecta 316 Unamuno, Miguel de 38, 47, 153 Uribe, Imanol 304, 305-15, 345, 37686, 410 Valcárcel, Horacio 339, 342, 344

237, 238-9, 335,

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Valis, Noël 29 Van Liew, Maria 209 Vanderschelden, Isabelle 228 VCE 134-5, 162, 170-1, 178, 187, 218, 223, 241, 300, 340 Vega, Félix Lope de 304, 328, 329, 332, 358, 404, 412, 413 Velasco, Conchita 202-3, 204-5, 206, 207, 270-1 Velázquez, Diego 294, 308, 309, 313-4, 343, 371, 400, 402-4, 406, 409 Venus del espejo 308, 313-4 Vernon, Katy 114, 120-1, 122, 123 Vincendeau, Ginette 34, 312, 328-9, 330 Viridiana 140, 149, 156, 160, 193-5, 197, 207, 343, 368, 371 Volver a empezar 236, 334

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Waddington, Andrucha 399, 410-8 Waldron, Darren 228 Walsh, Anne 404 Watling, Leonor 345, 414, 416 western 123, 358, 399, 405, 408, 409, 416 Whittaker, Tom 156, 165-6, 260-1, 362, 363, 364-5 Williams, Raymond 81 Willis, Andrew 26 Woods, Eva 38, 39, 40, 46, 52, 82 Wright, Sarah 53-4 Zambrano, Benito 305, 346-53, 359, 363 Zampo y yo 213 zarzuelas 44-5, 52, 65, 70, 72, 73, 255 Zumalde Arregi, Imanol 114

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