Un segundo destierro: la sombra de Unamuno en el exilio español 9783954877423

Aunque pudiera parecer sorprendente, teniendo en cuenta su actitud inicial durante la Guerra Civil española, la obra de

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Un segundo destierro: la sombra de Unamuno en el exilio español
 9783954877423

Table of contents :
Índice
El sepulcro de Unamuno
I. La “mirada amorosa” y pionera de María Zambrano
II. José Ferrater Mora: Unamuno como homo hispanicus
III. Jacinto Grau, una mirada levantina y empática sobre Unamuno
IV. Recuerdos de Unamuno en el exilio
V. “Desde el otro lado de la barricada”. Eugenio Ímaz y José María Quiroga Plá en la contienda por el legado de Unamuno
VI. La canonización de Unamuno como filósofo
VII. Unamuno reivindicado como poeta
VIII. La ansiedad de la influencia
IX. Un Unamuno para ingleses, franceses y cubanos
X. Unamuno para el exilio liberal. Y una coda republicana
XI. Unamuno para el exilio comunista. Y una coda libertaria
XII. Unamuno para el exilio nacionalista vasco
XIII. Los dos Unamunos de Carlos Blanco Aguinaga
XIV. El disidente: Ramón J. Sender
XV. Max Aub y el centenario de Unamuno en el exilio
XVI. El último unamuniano
Postdata personal
Bibliografía

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UN SEGUNDO DESTIERRO La sombra de Unamuno en el exilio español Mario Martín Gijón

La Casa de la Riqueza Estudios de la Cultura de España 46

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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español. Consejo editorial: Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) Fernando Larraz (Universidad de Alcalá de Henares) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Lia Schwartz (City University of New York) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)

UN SEGUNDO DESTIERRO La sombra de Unamuno en el exilio español

Mario Martín Gijón

Iberoamericana • Vervuert • Ayuntamiento de Bilbao • 2018

La presente obra ha sido editada con ayuda del Excelentísimo Ayuntamiento de Bilbao.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47). © Iberoamericana, 2018 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2018 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-8489-486-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-755-3 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-742-3 (e-Book) Depósito legal: M-16384-2018 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Diseño de interiores: Carlos del Castillo The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

Obra ganadora del XVII Premio de Ensayo Miguel de Unamuno

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l día 2 de octubre de 2017, el jurado compuesto por Xabier Aierdi Urraza, Maite Aurrekoetxea Casaus, José Francisco Lanceros Méndez, Juan José Lanz Rivera y Concepción Maiztegui Oñate, además de Ángel Urriz Beaskoetxea en calidad de secretario y Nekane Alonso (concejala del Área de Cultura del Ayuntamiento de Bilbao), actuando como presidenta, concedió el XVII Premio de Ensayo Miguel de Unamuno a Un segundo destierro. La sombra de Unamuno en el exilio español, de Mario Martín Gijón.

Para mis compañeros y amigos del GEXEL

Índice El sepulcro de Unamuno............................................................... 13 I. La “mirada amorosa” y pionera de María Zambrano................ 19 II. José Ferrater Mora: Unamuno como homo hispanicus............ 45 III. Jacinto Grau, una mirada levantina y empática sobre Unamuno ............................................................................. 59 IV. Recuerdos de Unamuno en el exilio...................................... 69 V. “Desde el otro lado de la barricada”. Eugenio Ímaz y José María Quiroga Plá en la contienda por el legado de Unamuno................................................ 85 VI. La canonización de Unamuno como filósofo....................... 95 VII. Unamuno reivindicado como poeta...................................... 115 VIII. La ansiedad de la influencia................................................ 139 IX. Un Unamuno para ingleses, franceses y cubanos.................. 173 X. Unamuno para el exilio liberal. Y una coda republicana..... 193

XI. Unamuno para el exilio comunista. Y una coda libertaria............................................................................. 221 XII. Unamuno para el exilio nacionalista vasco......................... 241 XIII. Los dos Unamunos de Carlos Blanco Aguinaga................ 257 XIV. El disidente: Ramón J. Sender.............................................. 277 XV. Max Aub y el centenario de Unamuno en el exilio............. 283 XVI. El último unamuniano.......................................................... 307 Postdata personal.......................................................................... 333 Bibliografía.................................................................................... 337

El sepulcro de Unamuno

Como es bien sabido, Miguel de Unamuno tuvo, entre todos los rectores españoles, el raro privilegio de ser destituido tanto por el Gobierno de la República, que lo había nombrado ciudadano de honor y “rector perpetuo”, como por las autoridades sublevadas de Burgos, justo dos meses después.1 Ya había sido, décadas antes, cesado por un gobierno de la monarquía. Tras su inicial apoyo al general Franco, sin duda el más importante que este recibiera desde el ámbito intelectual, el sonado incidente con Millán Astray en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca durante la celebración del Día de la Raza, el 12 de octubre de 1936, lo aisló definitivamente de uno y otro bando. El autor de Contra esto y aquello viviría recluido en su casa durante las últimas semanas de su vida, marcadas por una hondísima amargura, de la que darían testimonio las notas que iría escribiendo con la intención de formar un libro que se habría titulado El resentimiento trágico de la

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Unamuno había sido destituido de su cargo de rector vitalicio de la Universidad de Salamanca por el Gobierno de la República (decreto del 22 de agosto de 1936, firmado por Manuel Azaña) y repuesto en dicho cargo por la Junta de Burgos (decreto del 1 de septiembre de 1936, firmado por el general Cabanellas). Tras el incidente del 12 de octubre en el Paraninfo, sus propios colegas solicitaron su cese, que tuvo lugar con el decreto de 22 de octubre de 1936, firmado por Franco.

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vida,2 donde, frente a apropiaciones espurias por esos vencedores tan poco convincentes, cargaría contra los “hunos y los hotros”, dejando claro que “el que una horda de locos energúmenos, de desesperados, mate a un número de ricos sin razón ninguna, por bestialidad, no me parece tan grave como el que unos señoritos saquen a un profesor de su casa, con una orden militar, y le asesinen por suponerle… masón!”. En los meses que pasó confinado en su casa (él, que no soportaba pasar un día sin pasear por la carretera de Zamora, “soñadero de mi costumbre”) tendría que apurar hasta las heces la amargura de su célebre dolor de España, harto de los “arribistas” que gritaban un “¡Arriba España!”3 que tenía poco que ver con su matria, y que era una degeneración del patriotismo cuya crisis diagnosticara treinta años antes. Pero serían esos “arribistas” quienes portarían su féretro, en medio de brazos alzados y banderas victoriosas, aunque pronto censurarían su legado. Si uno de los encamisados que se encargó de que Unamuno fuera “enterrado con el ritual de la Falange” declaraba que aquel “no ocultaba sus fantasías por Falange”, queriendo fagocitar a un intelectual que fue insultado por sus militantes, sería más sincera la necrológica del Diario Vasco, que concluía: “Hizo a España un daño enorme. Que Dios se lo perdone”.4 En la España que sucedió a la victoria su nombre será espantajo de los clérigos que lo señalarán como ejemplo a evitar y cuyo legado se esforzaron por borrar de la faz de la tierra. Algunos de ellos, como los padres Félix García, Miguel Oromí, Juan Roig Gironella, Quintín Pérez, Nemesio González Caminero o Vicente González-Cutre, encabezarían una verdadera cruzada antiunamuniana, dedicándole opúsculos o libros enteros que ejercieran de cortafuegos ante lo que veían como peligrosas enseñanzas. El obispo de Jaén, Rafael García y

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Estas notas, que se extienden del 2 al 26 de noviembre de 1936, no se publicaron hasta cincuenta y cinco años después de su muerte. Véase Unamuno (1991). Así los llama en su carta al escultor bilbaíno Quintín de Torre Berástegui, el 13 de diciembre de 1936. Léase a Luciano G. Egido (2006). Una versión algo distinta, entre otras, en Rabaté y Rabaté (2009: 653-707) y, con más detalle, en el recién aparecido libro de los mismos autores En el torbellino. Unamuno en la guerra civil (2018).



El sepulcro de Unamuno

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García de Castro, que ya durante la República, en su libro Los intelectuales y la Iglesia (1934), había dedicado un capítulo a denunciar la “ramplonería anticatólica” de Unamuno, daría su bendición a esta cruzada, aunque quien la llevaría más lejos sería el obispo de Canarias, monseñor Antonio de Pildain y Zapiain, con su carta pastoral Don Miguel de Unamuno, hereje máximo y maestro de herejes, publicada el 19 de septiembre de 1953 y secundada por el juez canario Gabriel de Armas Medina con su Unamuno, ¿guía o símbolo? (1957), donde advertía a los descarriados que se habían dejado seducir por el heterodoxo bilbaíno. Tan ímprobos esfuerzos obtuvieron resultado cuando el Vaticano incluyó los libros Del sentimiento trágico de la vida y La agonía del cristianismo en el Index librorum prohibitorum et expurgatorum, pero ello no calmó a las jerarquías eclesiásticas ni a los publicistas del Opus Dei, como Antonio Fontán, Victoriano García Martí o Vicente Marrero, que hasta bien entrados los años sesenta persistirían en sus denuestos a Unamuno. Por descontado, su obra tenía también sus fieles en España. Su nombre se convirtió en un shibboleth para reconocerse entre liberales y no es casual que el primer libro publicado sobre él después de 1939 (pero no el primero escrito) fuera el Miguel de Unamuno (1943) de Julián Marías, un liberal represaliado que vivió toda la dictadura haciendo equilibrios entre lo que pensaba y lo que creía que debía decir. O que la primera antología poética de Unamuno apareciera en las Ediciones Escorial de la mano de Luis Felipe Vivanco,5 un falso falangista que por motivos familiares y geográficos había ocultado su republicanismo al estallar la guerra, y cuyo Diario, publicado póstumamente, muestra toda la carga de arrepentimiento que podía sobrellevar un vencedor a pesar suyo. Tampoco es casual que fuera la revista Ínsula, de tan apropiado nombre en un mar de intolerancia, fundada, cómo no, por dos republicanos “depurados” como José Luis Cano y Enrique Canito, uno de los lugares más favorables para mantener viva la llama unamuniana. En lo definidamente filológico, menos vigilado

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Unamuno (1942).

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por tan minoritario, Manuel García Blanco (Salamanca, 1902-1966), que fuera alumno de Unamuno y que luego, como profesor en Salamanca, había firmado junto al resto del claustro la destitución de su maestro el 14 de octubre de 1936, impulsará a partir de 1948 los Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno, receptáculo de la erudición unamuniana que aún hoy, aunque a duras penas, sigue publicándose. García Blanco también será el responsable de la edición de las Obras Completas de Unamuno, poco antes de morir. Pero, más allá de los fieles soterrados y los beligerantes cruzados, durante el franquismo, la obra de Unamuno será edulcorada y asimilada bajo la etiqueta de la generación del 98, perdiendo entidad propia y fosilizando determinadas lecturas. El libro de Pedro Laín Entralgo La generación del noventa y ocho (1947) sentará cátedra (y, por desgracia, la sigue sentando), presentando a una “parva gavilla de españoles egregios” sin veleidades izquierdistas pero muy patrioteros, unidos en “la radical unidad de la España soñada” que articularían tres mitos: “El mito de Castilla, la tercera salida de Don Quijote y una España venidera en la que se han de enlazar nupcial y fecundamente su peculiaridad histórica e intrahistórica y las exigencias de la actualidad universal”. Asimismo, dejaba claro que “en el orden de la creación intelectual, y con criterio ortodoxamente católico, es Menéndez y Pelayo el primer soñador de esa España” (261). Frente a los inquisidores que querrían borrar del mapa a los noventayochistas, Laín Entralgo quiso arroparlos bajo el manto del intachable polígrafo cántabro, limpiándolos así de heterodoxias: descubridores del paisaje de Castilla, exaltados patriotas y soñadores de una misión histórica de España, así eran fácilmente asimilables por el falangismo, del que el autor de Los valores morales del nacional-sindicalismo era intelectual orgánico. Y así, la obra de Unamuno quedaba bien enterrada, en su nicho dentro del relato triunfalista, “superada” en sus contradicciones por los hombres del 18 de julio, perteneciente al pasado y sin influir a quienes, como frente a Ortega y Gasset, se consideraban llamados a más grandes empresas. Qué distinto era todo en el exilio. Una admiración por Unamuno casi unánime, pero, sobre todo, un atender a su lectura como preguntas pendientes de una respuesta, como un titánico intento que había



El sepulcro de Unamuno

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salido perdiendo. Sobre todo, como un legado que seguiría fecundando, de amplísima manera, la obra de los escritores desterrados. Aunque pudiera parecer sorprendente, teniendo en cuenta su toma de posición contra la República, vivido por todos como una traición, la obra de Unamuno aparece constantemente presente en la de los escritores exiliados tras la guerra. Ya se trate del primer número de Romance. Revista Popular Hispanoamericana, en 1940, o del número inicial de Las Españas. Revista Literaria, en 1946,6 ya sean los primeros libros de la editorial Séneca, impulsada por la Junta de Cultura Española, los libros de Losada, la Biblioteca Enciclopédica Popular o la editorial Centauro, la poesía de León Felipe o más tarde la de Luis Cernuda, las primeras armas del pensamiento exílico de María Zambrano, José Ferrater Mora o Juan David García Bacca, parecía cuestión de honor que Miguel de Unamuno estuviera entre quienes inaugurasen cada iniciativa del exilio. Por otra parte, la edificante historia de su destierro político y su regreso triunfal servía para animar las horas de quienes compartían un destino similar, como expresaron el jienense Miguel Burgos Manella, que dedica “a don Miguel de Unamuno” su “Visión de mi España” (1970: 5), poema-prólogo a su libro de recuerdos Un pueblo de España, o el valenciano Francisco Alcalá Llorente, en quien lo rudimentario de su poesía transmite sin tapujos esta veneración: “Unamuno —Pensador y Maestro— leído / cuando mi infancia largaba sus amarras / acompaña ahora mis horas amargas / con su obra eterna de rebelde invencido” (1946: 28). Guillermo de Torre (Madrid, 1900-Buenos Aires, 1971), el gran crítico de las vanguardias que había emigrado a Argentina ya en los años veinte al casarse con Norah Borges, pero que se situó sin dudarlo al lado de la República, tituló Tríptico del sacrificio el libro en el que recogía sus ensayos sobre Miguel de Unamuno, Antonio Machado y Federico García Lorca. Afortunado título por reunir a los tres espíritus tutelares, junto al de Cervantes y su Quijote, de lo que José Bergamín llamara la España Peregrina. Más leídos que García Lorca, solo Cervantes y Machado superan la atención que la obra del dísco-

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Unamuno (1940) y Unamuno (1946).

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lo escritor vasco suscitara en escritores de horizontes muy distintos. ¿Qué razones podía haber para esta afinidad? En todos coincidía la común vivencia del fracaso del proyecto de razón ilustrada que había sido la República y era fácil que cayeran en la visión trágica de Unamuno, con el que coincidían igualmente en su interpretación cainita del problema de España. Todos, desgajados de su tierra, sintieron la soledad trágica en la que uno se siente a sí mismo y se sintieron, de un modo u otro, interpelados por Unamuno, aunque fuera, en algunos casos, para rechazarlo. En no pocos de ellos se dio, más que una comunicación en una lectura más o menos aséptica, una verdadera comunión literaria, estética y poética con Unamuno, un dejarse fertilizar por lo que fueron sus preocupaciones, sus inquietudes e incluso sus errores. Se trataba de continuar a Unamuno, como diría, todavía en 1964, un joven y originalísimo dramaturgo español exiliado en Chile, José Ricardo Morales, o como quiso hacer, desde el primer momento, una María Zambrano insatisfecha por lo que veía como una filosofía trágica que no se había llevado a sus últimas consecuencias. Todos ellos, escribiendo sobre Unamuno, pensando en su obra, sintiéndola apasionadamente, se sintieron mejor a sí mismos y dieron a veces lo más hondo y veraz de sí. No se trata, por tanto, en este libro sobre lo que los exiliados dijeran de Unamuno, sino sobre lo que Unamuno hizo decir en ellos. Visitados por la sombra insomne del ilustre muerto que les falló y al que fallaron, en sus sueños puestos por escrito quisieron intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro de don Miguel de Unamuno del poder de los bachilleres falangistas, de los curas nacional-católicos, de los barberos pactistas y de los canónigos de inofensiva filología que lo tenían ocupado, pues sabían que “allí donde está el sepulcro, allí está la cuna, allí está el nido. Y allí volverá a surgir la estrella refulgente y sonora, camino del cielo”. O camino de España, de la matria que habían debido abandonar.

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La “mirada amorosa” y pionera de María Zambrano1

Hasta en su muerte, solitaria y oscura, muerte en que las sombras parecen habérsele llevado a región de sombras, muerte de espaldas a su pueblo, ha sido el trágico y amargo Unamuno siempre, en íntima discordia, siempre desmintiéndose a sí mismo. “Unamuno y su contrario” (6 de enero de 1937) Hoy, al cabo de estos tres años, la agonía de don Miguel vuelve nuevamente a ser actual […]. A decir verdad, seguimos echando de menos el estudio revelador, la mirada amorosa, la palabra que entre en diálogo con él […] un volver la cabeza para escuchar despacio y con más calma que cuando su voz las decía en alto, sus palabras. En suma, recoger su herencia, su amarga experiencia. “Sobre Unamuno” (1940)

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Agradezco a Goretti Ramírez, gran conocedora de la obra de María Zambrano (además de excelente poeta) su apoyo y sugerencias de lecturas en lo que atañe a este capítulo.

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La reivindicación de Unamuno no necesitaba de justificaciones entre los exiliados, y menos para quienes, como María Zambrano, lo consideraban como uno de sus maestros antes del exilio. Aunque discípula orteguiana, la influencia de Unamuno es notable ya desde los últimos tiempos de la dictadura. Zambrano había sido, junto a Carlos Díaz Fernández y José López Rey, una de las autoras de la carta que, en nombre de los estudiantes de la FUE, respondía a la misiva que les enviara Unamuno en la primavera de 1929 desde el destierro, y donde se llamaba al “maestro” a “perseverar en la ejemplaridad del destierro”, ya que “lo que de España queda vivo, tú, en él, lo guardas y alientas con el fuerte ánimo de tu ancianidad gloriosa”.2 Durante los años republicanos su interés por el vasco, del que reseñó su obra teatral El otro en febrero de 1933,3 correrá parejo a su distanciamiento de Ortega. En dicha reseña, que para Jesús Moreno Sanz “inicia la filosofía trágica de María Zambrano” (784), la malagueña declaraba que “Unamuno, mito español, podría ser tema a desentrañar, es necesario que lo sea algún día”, anticipando el libro que le consagraría pocos años después. Resulta difícil calibrar el impacto que supuso para Zambrano la toma de posición del rector de Salamanca a favor del levantamiento militar, pero todo parece indicar que fue la de una gran decepción y estupor si nos atenemos al primer artículo que dedicara a Unamuno, “Unamuno y su contrario”, publicado menos de una semana después de su muerte en la revista chilena Onda Corta,4 y en el que, a partir del carácter atormentado del bilbaíno, pretende esbozar la idea de dos Unamunos opuestos, uno luminoso y otro sombrío: En todo momento ha sido trágica la figura de don Miguel de Unamuno por la dualidad batalladora en que vivió dentro de sí mismo y por la guerra espiritual que con su palabra y su conducta, también duales, promovía. Hasta en su muerte, solitaria y oscura, muerte en que las sombras parecen habérsele llevado a región de sombras, muerte de espaldas

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Véase la carta en Zambrano (2015: 16-18). Entre paréntesis citamos a continuación las páginas de dicho volumen. Zambrano (1933). Zambrano (2015: 304-306).



La “mirada amorosa” y pionera de María Zambrano

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a su pueblo, ha sido el trágico y amargo Unamuno siempre, en íntima discordia, siempre desmintiéndose a sí mismo (304).

De espaldas a su pueblo. Estamos, es obvio, ante la María Zambrano más comprometida, con la que rompió definitivamente Ortega y la que envió a Gregorio Marañón o a Rosa Chacel cartas desafiantes en las que rompía con ellos,5 la que, en todo conforme con la retórica del grupo de Hora de España, veía un pueblo unánime del lado de la República, apuñalado por un grupo de traidores.6 Su primera reacción, por tanto, de quien se había convertido en una de las principales influencias en su pensamiento, fue la de distinguir entre “dos Unamunos; de luz y de sombra” que se opondrían en él como Caín y Abel, haciendo “vacilante y hasta incoherente su conducta” (305). Zambrano sintió siempre, entre Ortega y Unamuno, la atracción por la claridad en el primero a la par que la fascinación por el segundo. Sin mencionar a su primer maestro, lamenta que Unamuno “nunca nos ofreció, ni lo pretendió tampoco, una imagen exacta de las cosas”, pues solo podía mostrar estas a través de sí mismo y, por su introversión, “no conoció nada, no tomó conciencia de nada, que no fuese él mismo, su propio yo, su propia alma” (305). Pero, de camino hacia su filosofía más personal, la de la razón poética, Zambrano no despreciaba esa falta de claridad, pues para ella el irracionalismo no podía ser simplemente descalificado y, así, afirma que en Unamuno todo era “profundamente irracional, con todo lo bueno y lo malo que la irracionalidad arrastra consigo” (305). Lo peor en Unamuno era, sin duda, ese no haber podido salir de sí que le habría permitido entregarse al pueblo, y la malagueña lo describe como un hombre que siempre fue prisionero de sus propias pasiones, lo que lo sumía en una oscuridad de la que se alzó “en sus instantes luminosos”, como al alzarse contra “las dictaduras políticas”

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En la que envió a Rosa Chacel, por cierto, le dice a la que fuera su amiga: “No dudo de tu amor a España a la manera de Unamuno, que no es la mía” (Zambrano, 1992: 36). Véase, para la evolución de Zambrano en estos años, Bundgård (2009).

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(306). Llama la atención, desde luego, que el voluntario destierro de casi siete años se reduzca a unos instantes, que, además, Zambrano matiza y ve ahora con reticencias, las que no tuvo en aquellos años de estudiante en los que, como para muchos compañeros suyos, Unamuno era su faro desde Hendaya: “Nunca, ni aun entonces, nos ofreció el espectáculo admirable y terrible del hombre libre dentro de una prisión que le infligen otros hombres, del hombre que ha alcanzado la libertad moral de su entendimiento activo que ha logrado acallar sus pasiones” (306). Esas pasiones, que, como Zambrano reconoce, fueron para él también “medio de conocimiento y creación”, serían las que finalmente lo ofuscaran en su comprensión de la Guerra Civil, pues “le vencieron en muchos momentos decisivos, y lo que es más triste, en los últimos que el destino le concediera para su realización, creando una disparidad trágica entre los sucesos de su España, la España que ‘tanto le dolía’ y lo que él alcanzó a sentir” (306). Curiosamente, por los mismos días escribía Guillermo de Torre desde París su necrológica “El rescate de la paradoja”, un “conmovido responso literario” para la revista Sur en el que, tras realzar la grandeza de la obra de Unamuno y adelantar algunas de las circunstancias de sus últimos días, daba una explicación muy similar a la de Zambrano sobre su actitud política: Al mismo tiempo, deberá saberse que en Unamuno no había solamente el hombre de pasión metafísica y cognoscitiva, sino un hombre lleno de pasiones personales y hasta de pasioncillas domésticas. Entre éstas deberá contarse la fobia que había contraído en los últimos tiempos hacia el presidente Azaña, y sus sangrientas burlas contra los marxistas, asqueado por el simplismo razonador de estos últimos. Y estas pasioncillas domésticas acabaron por sobreponerse en él a todo. De esta suerte se dio a quemar los ídolos que antes había adorado, o, al menos, los mitos que él mismo había favorecido.7

Por otra parte, de manera sorprendente, con la intuición empática que dota de genialidad siempre a los argumentos de Zambrano, 7

“El rescate de la paradoja”, Sur 28 (enero 1937), recogido en Torre (1948: 11-22).



La “mirada amorosa” y pionera de María Zambrano

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presenta la fórmula que el propio Unamuno diera a sus últimas notas sobre la guerra de España, que no serían publicadas sino más de medio siglo después: “Entre su corazón receptor y la verdadera España se han interpuesto esclavizándole, más aún que bayonetas y sables que el hombre libre resiste y desafía, la cárcel de sus pasiones. ¡El ‘sentimiento trágico y el resentimiento trágico’ de Don Miguel de Unamuno!” (306). Por esa dualidad, Zambrano no reniega, ni podría, de Unamuno, de quien afirma que “pertenece a nuestra tradición viviente, y el pueblo maravilloso de España, a quien él, en trance decisivo, no supo reconocer, le reconocerá por lo que de popular, de luchador y luminoso tuvo” (306). De ahí que, identificando dicha dualidad con la problemática de su Abel Sánchez, hable de que “el Caín resentido de su Abel resplandecido, ha muerto ya tristemente […]. No ha muerto el escritor Don Miguel de Unamuno, ha muerto ‘el otro’ que llevaba consigo, el enemigo fraternal que lo acompañó siempre” (306). En un artículo ligeramente posterior, “El fascismo y el intelectual en España”,8 recogido luego en Los intelectuales en el drama de España (1937), restaba importancia de otro modo a un gesto de apoyo a los militares que habría sido una debilidad de última hora. Unamuno había sido de los intelectuales que se situaron “en franca rebeldía, respecto a la España oficial y somnolienta […] se plantaron cara a la realidad española haciéndose cuestión de su ser” (152) y “no importa que Unamuno, atormentado en sus últimos días de Salamanca, tuviese la debilidad de afirmar, siquiera por un momento, lo que toda su vida había ardientemente combatido […]. En ningún caso […] el sentido de su vida y de su obra tendría nada que ver con el fascismo” (155). La malagueña pone, frente a ese gesto de adhesión unamuniana (sin conocer aún el enfrentamiento posterior con Millán Astray) la autonomía y el mensaje del conjunto de su obra, recurriendo al mismo argumento que Unamuno adujera contra Cervantes y a favor de don Quijote, pues “cuando se ha producido una obra, poco importa que

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Publicado por primera vez en la revista bonaerense Pan. Síntesis de Toda Idea 119 (1937), pp. 14-16. Cito por Zambrano (2015: 150-158).

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su propio autor diga y dictamine sobre ella; la obra tiene ya su propio sentido por encima de los caprichos y obcecaciones de su autor, que puede incluso haber perdido su clave. Esto al Unamuno que escribió la Vida de don Quijote y Sancho no le extrañaría nunca” (155). Meses después, en una nota aparecida en la revista Sur, “Machado y Unamuno, precursores de Heidegger”, Zambrano glosa tanto a Unamuno como al machadiano Juan de Mairena, poniendo en marcha una línea de interpretación muy fecunda a la que dotarán de su mayor desarrollo autores exiliados como Juan David García Bacca o Segundo Serrano Poncela. Ya antes de marchar al exilio, María Zambrano había emprendido un proyecto de libro sobre Unamuno que, según cuenta en carta a Mariano Quintanilla el 6 de enero de 1939, iba bastante avanzado por esas fechas, pero que finalmente no será publicado salvo en extractos. Así, en 1940 publica su breve “Sobre Unamuno” en Nuestra España, revista mensual editada en La Habana y dirigida por Álvaro de Albornoz.9 Fundada en octubre de 1939, esta revista fue la primera publicación de los exiliados españoles en América, y, en ella, la que fuera rendida discípula de Ortega reivindica la obra de Unamuno en un artículo cuyo preámbulo se hace nítido eco de la conclusión de la necrológica que escribiera su maestro: “Hace ya tres años que se apagó su voz. Era lo que parecía tener más que nada: voz”.10 Zambrano afirmaba el interés común para todos los españoles de la obra de Unamuno y declaraba la necesidad de un estudio sobre la misma: “Hoy, al cabo de estos tres años, la agonía de don Miguel vuelve nuevamente a ser actual, o, como se dice en español, vuelve a ser el pan de cada día, y como pan de cada día, lo único, tal vez, en que todos comulguemos. A decir verdad, seguimos echando de menos el estudio revelador, la mirada amorosa, la palabra que entre en diálogo con él”. 9 “Sobre Unamuno”, Nuestra España 4 (enero 1940), pp. 21-27. Citamos por Zambrano (2004: 151-156). 10 Concluía Ortega: “La voz de Unamuno sonaba sin parar en los ámbitos de España desde hace un cuarto de siglo. Al cesar para siempre, temo que padezca nuestro país una era de atroz silencio”. La Nación, 4-I-1937. En: Ortega y Gasset (2006: 411).



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Pero Zambrano, a continuación, da a entender que su artículo es “trozo o fragmento de algo a lo que nos resulta imposible el renunciar, un volver la cabeza para escuchar despacio y con más calma que cuando su voz las decía en alto, sus palabras. En suma, recoger su herencia, su amarga experiencia”. Así, la malagueña adelantaba la noticia de un libro que por entonces estaba prácticamente terminado, pero que no se decidiría a publicar finalmente. Por lo demás, el artículo de Nuestra España se centra en delimitar las diferencias entre Unamuno y Kierkegaard, pues “quien solamente sepa del atormentado danés lo que haya recogido de las obras de nuestro don Miguel, no tendrá una idea muy clara, ni muy precisa de su pensamiento”, mostrando cómo esta apropiación era prueba de la poderosa atmósfera, de la densidad de estilo propio, de Unamuno. La conclusión de su breve artículo cubano, con todo, al esbozar la doble vertiente pública-política e íntimareligiosa de Unamuno, enuncia una de las principales preocupaciones que reconcomían a María Zambrano sobre la trayectoria del bilbaíno, como sería su conexión con el pueblo, donde percibía una falla que durante mucho tiempo dudaría en achacar a Unamuno o a quienes no supieron escucharle: Religión y política es el drama de nuestro don Miguel. Política que es voracidad también, hambre de apropiamiento de todo un pueblo; apetito de fundador de un linaje inacabable que llene la tierra y resucite después, donde ya no haya muerte. Hambre desesperada de vida que le consumió, afán de conducir todo un pueblo que le hizo equivocar el camino tantas veces. Moisés solitario, Moisés sin multitud que le siga, con los brazos en alto sobre la tierra reseca del desierto… Nos queda el eco de sus palabras ardientes… de sus alaridos sin respuesta; pues si la hubo, no pudo escucharla (156).

Aquel “estudio revelador” que María Zambrano pedía sobre Unamuno ya lo había escrito, aunque finalmente apenas publicaría su primer capítulo, en la Revista de la Universidad de La Habana,11 y solo hace una década se publicó, de modo póstumo, gracias a la labor de la 11 Zambrano (1943a) y Zambrano (1943b).

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profesora Gómez Blesa.12 Zambrano había antepuesto una “Justificación” que muestra tanto las dudas como la necesidad personal que había tenido al escribir ese libro: “Tal vez no sea el momento de escribir un libro sobre la personalidad y la obra de don Miguel de Unamuno. El tiempo crea una perspectiva que en este caso no ha podido aparecer todavía, y, sin embargo, el afán de hacerlo es irreprimible” (29). Para Zambrano, esta necesidad partía de un enigma: si la “presencia” de Unamuno, durante décadas, había “llenado buena parte del espacio reservado a los acontecimientos del espíritu en la vida española”, ello se debía, estaba convencida, no simplemente a “la cuantía de sus escritos y por la peculiaridad de su vida”, sino a “algo más hondo todavía” que, en seres excepcionales como él, provenía “de un trasfondo último que, por mucho que ellos hayan logrado revelar, no han declarado del todo. Influyen y viven, más que por lo que revelan, por lo que ha quedado, a pesar de todas sus dotes poéticas, sumido en la oscuridad” (29). De ahí que la exégesis creadora de quienes como María Zambrano se adentraban en su obra podía hacer luz sobre esos efectos, y esa sería “la razón —creemos— de que sea permitido y aun exigido escribir sobre Unamuno. Se trata de un suceso que nos afecta profundamente y lo sentimos como algo que no está de manifiesto”. La malagueña era consciente de los riesgos que corría, que, para ella, eran dos principales: el caer en el psicologismo y “la falta de objetividad”. Si, en cuanto al primero, declara paladinamente que no le interesaba, en cuanto al segundo, declara desafiante que “éste, lejos de ser evitado, es aceptado plenamente desde el principio. Porque este libro se escribe no desde la objetividad, sino desde la participación” (29). Desde una “mirada amorosa”, como la que pedía, empática y ya sin el resquemor de su actitud frente al pueblo, está escrito este libro, que, de haber sido publicado en su momento, habría sido considerado pionero frente al que, como veremos, publicaría Julián Marías, desde muy distintos presupuestos, en Madrid, en 1943. En su primer capítulo, “Unamuno y su tiempo”, único publicado en vida, Zambrano comienza por trazar el “esquema” de la vida de

12 Zambrano (2004).



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Unamuno, “dramáticamente inscrita entre dos guerras civiles” (33), y en el que destaca su voluntad de retiro, que a Zambrano le parece aún más significativa por el centralismo de la vida cultural española, con lo que “el gesto de Unamuno cobraba así todo su valor de salvaje independencia” (33-34). Su establecimiento en la provinciana Salamanca, “marco donde solitaria, impar, se recortase su figura”, marcaba un retiro con “aire de disidencia y también de baronía de señor feudal que no cede a la centralización monárquica” (35). Si, por una parte, “le dejaba menos atado a las necesidades de la vida española”, en las que se volcaran Ortega y su círculo, por otra parte, gracias a su insaciable curiosidad por lenguas y autores extranjeros, “ajustó más su sincronismo con los problemas de su tiempo”, facilitando su plena “inserción en Europa” (56-57), algo que enfatizarán los representantes del exilio liberal, como Salvador de Madariaga o Juan Marichal, pero que Zambrano sitúa con mayor precisión en la historia del pensamiento europeo. Para Zambrano, si Unamuno vive en Salamanca “como hubiese podido hacerlo en Heidelberg, Friburgo o Milán” es porque comparte con autores como Husserl, Bergson o Freud el haberse sentido acosado por la misma problemática, por el mal de un siglo cuyos innegables avances y conquistas para el individuo habían dejado, sin embargo, al hombre hambriento de un sentido de la vida, por lo que Unamuno habría sido un hombre “de su tiempo comprometido en la búsqueda de ese centro del hombre más allá de la conciencia y de la inconsciencia, empujado sin tregua por la necesidad de una revelación”, que finalmente en él se centraría en “el conflicto único entre filosofía y religión, entre razón y fe, dislocación dolorosísima que padeció cuanto duró su vida Don Miguel de Unamuno” (69). Son líneas pioneras de una Zambrano que desconocía los apuntes inéditos sobre El mal del siglo de Unamuno, a partir de los cuales sitúa Pedro Cerezo Galán la filosofía trágica de Unamuno en el que es probablemente el más completo libro de exégesis sobre su pensamiento.13 Pero Unamuno, lamenta Zambrano, no recibió la atención que merecía. Situado aún dentro del “ciclo del romanticismo y del idea-

13 Cerezo Galán (1996).

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lismo”, sin someterse a la forzosa especialización de generaciones posteriores, esa “operación que es la poda” de las propias facultades para Zambrano, habría crecido “con igual descuido que una planta de erial, sin más límites que los de su propia fuerza en contienda con las otras” (45) y pudo desarrollar un “esplendor expresivo” que sería lo primero que llamara la atención en su obra, aunque precisamente esa libertad que se creó le habría dado una “fácil apariencia de paradojista” que, para la autora, habría encubierto su calidad de “disidente verdadero”, de “hereje en serio” (43). Para Zambrano, como repetirá en Delirio y destino, Unamuno habló de una forma incomparable como ningún otro escritor español posterior a Quevedo, cuya muerte sella una época en la que los escritores habrían hablado desde España como desde el centro del mundo, para a partir de entonces sentirse “preocupados con lo de afuera en forma provinciana” (48). La radical novedad de Unamuno se percibiría comparándolo con “el otro español genial” que fue Benito Pérez Galdós, que pertenecería a un mundo ya ido: De Galdós a Unamuno hay en verdad un abismo tan pronunciado que, al enfrentarlos, Galdós retrocede y se adentra en el tiempo haciéndose más viejo, y Unamuno avanza hasta hacerse coetáneo nuestro, contemporáneo de nuestra edad, mientras que Galdós, cada día más visible en su genialidad, aparece como alguien de una época anterior, inmediata a la nuestra, pero que no es la nuestra. Galdós es el mundo del que hemos salido, el que dejamos a nuestra espalda. Unamuno es de nuestro tiempo (53).

Cierto es que, años después, en La España de Galdós (1960) y dentro de una revaloración de la obra del novelista canario, presente en otros escritores exiliados como Luis Cernuda, María Zambrano no haría una oposición tan tajante y señalaría ciertas novelas como Tristana y El amigo Manso, “que contradicen al extremo la primera impresión que la obra de Galdós pueda producir […] ese ‘prosaísmo’… Y por su escasez de materia, de cuento o fábula, por su poesía de la existencia, de la simple existencia sin más, anteceden, recuerdan y aun tienden a juntarse como en una especie común con las de don Miguel de Unamuno” (2011b: 525).



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En el primer tercio del siglo xx, Unamuno habría sido, para Zambrano, “el ídolo de esta resurrección de España” (2004: 54), pero con todo, y quizás porque su problemática, para ella (contradiciendo, como veremos, la paradigmática españolidad con que lo verán algunos), era más europea que española, no habría llegado al fondo de la entraña española y, así, se pregunta: “¿Qué reveló Unamuno? ¿Ha sido lo genuinamente español, es decir, el misterio último, el que late y se vela bajo el libro genial o irónico, bajo el espejo inasible del Quijote?”. Para la malagueña, Unamuno solo llegó a ver “lo menos entrañable y misterioso de nuestra misteriosa vida, lo más europeo o próximo a lo europeo” (56), por lo que habría sido “una figura limítrofe, más que de tierra adentro, que parece presagiar, y aun llamar a otra revelación más entrañable”. Revelación en la que, todo sea dicho, estaba empeñada la propia Zambrano, partiendo de Unamuno, escribiendo, a la vez que su indagación sobre este, las páginas de su Pensamiento y poesía en la vida española. No entra Zambrano, en este esbozo biográfico, a valorar la actividad política de Unamuno y pasa directamente a abordar su obra, empezando por caracterizarla por una doble condición, la de ser “multiforme” y formar una “unidad”. La primera es reconocible, en primer lugar, por su estilo, que define de un modo profesoral muy orteguiano: “Temperatura, tensión y, especialmente, ritmo, son las señales egregias de que existe eso que se llama una obra, la señal de existencia de un mundo propio, su prueba física. Es esa marca que acompaña a las personas de presencia extraordinaria que hacen sentir, a simple vista, que son alguien” (71-72). Pero este estilo vendría dado por una necesidad interna, que los antiguos llamaron musa, y que hace sentir a esa obra como algo existente antes de darse a la luz: “Inspiración, musa, daimon. Tres nombres de esta extraña relación del escritor, del creador, con su obra que, antes de ser, le posee. Quien de veras ha llegado a ser creador, ha sido antes endemoniado, poseído, obsedido y enajenado por esa obra preexistente, actuante, impaciente de nacer” (74). Con su empatía e intuición, María Zambrano capta cómo sentía realmente Unamuno, algo que sabemos por su correspondencia con su dilecto José Bergamín, a quien confesaba: “Cuando cojo la pluma paréceme que se apodera de mí

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un demonio… y tiemblo”.14 Para Zambrano, Unamuno habría cedido, se habría entregado a sus demonios, en forma de personajes y pensamientos, después de Paz en la guerra, novela muy distinta a las que le consagrarían y, en cierto modo, “casi un adiós a su ser de hombre como los demás” (74). En los múltiples géneros que tocó, Zambrano observa una evolución del ensayo hacia la novela y, en sus últimos años, al teatro en su forma de tragedia, lamentando que lo que ella atisbó en El otro no hubiera sido la culminación de la obra de Unamuno, pues “la tragedia hubiese sido expresión de su pensamiento trágico, de su trágico cristianismo, de su novela suicidada, de su personal existencia, de su irreductibilidad. Mas no la hizo. Quizá ya no le era posible” (79). Ese resquemor por no haber llegado su ídolo adonde ella esperaba, a lograr con la forma clásica y primigenia, “eso, raro en lo humano, que es la simplicidad” (79), es una espina clavada en Zambrano hacia alguien que tocó los límites del lenguaje, que deseaba hundir sus manos “en el limo de la creación y que sólo encontraron papel, palabras” (80). Cuál habría sido el asunto de esa tragedia que presentara destilado el principal conflicto de Unamuno es lo que se analiza en la primera de las partes centrales de su libro inédito, “El conflicto: filosofía y religión”, aunque Zambrano se corregirá después al afirmar que en Unamuno lo que hay, propiamente, es lucha “entre tragedia y religión” (87). La malagueña reconoce que “entre nosotros, los españoles, como no era de extrañar, se ha hablado mucho del parentesco entre Heidegger y Unamuno, ambos como filósofos existencialistas” (81). Al margen de sospechar de ese “confuso éxito de público” de Heidegger, Zambrano niega la mayor y no solo rechaza que Unamuno pueda ser considerado existencialista (como sí lo considerarán otros exiliados, sobre todo, Serrano Poncela), sino que, de entrada, también niega que se pueda hablar de Unamuno como filósofo, afirmando que este “no llegará jamás a hacer filosofía” por su profunda desconfianza de esta. Si Unamuno impugna la metafísica, no lo hace “desde otra filosofía, existencialista o no, sino

14 Bergamín y Unamuno (1993: 67). Véase el último capítulo de este libro.



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desde su concepción trágica de la vida, desde su tragedia” (86). Y, para María Zambrano, tragedia y filosofía son ámbitos totalmente opuestos, sustentada la segunda sobre la razón, la primera sobre fuerzas que sobrepasan la misma. Zambrano se pregunta entonces “por qué Unamuno combate tan enconadamente contra la razón” y halla el motivo en la circunstancia histórica del predominio de la razón positivista durante los años de formación de Unamuno, una razón que era “una fuerte barrera contra el ansia de la inmortalidad” (88). Paradójicamente, y es un reproche de Zambrano, si Unamuno renegase del positivismo, se serviría en sus argumentos del pragmatismo, secuela del primero. Al abordar “La tragedia de la existencia”, describe Zambrano, al hilo del famoso soneto “Querría, Dios, querer lo que no quiero”, su pugna para encontrar su verdadero yo abriéndose paso entre sus otras posibilidades y, a la vez, su conciencia de la inanidad final de este proceso. Para la malagueña, nuestra vida “no es sino el doble proceso de eliminación de nuestros yos multitudinarios, de nuestros muchos imaginarios, y la salida y salvación de nuestra nada para alcanzar, por fin, la unidad” (93). Unamuno habría “tenido la generosidad de dejarnos la historia verdadera de su espíritu, su tragedia” (101), que culminaría con una muerte similar a la de su héroe, que a la vez hubiera guardado su secreto para ser desvelado en el futuro: “Murió en su casa, sin espectáculo, ni teatro, murió domésticamente como su Don Quijote […]. Muerte también de escritor, a quien su verdadero tiempo no ha llegado y de quien su falso tiempo ya pasó, de profeta contradicho y desmentido al que sólo la distancia puede un día del todo confirmar” (104-105). Completaban el libro, a falta de conclusión, dos capítulos de carácter monográfico. El primero, “La guía de Unamuno: Vida de don Quijote y Sancho”, se relacionaba con un proyecto que, por los mismos años en que escribía su ensayo sobre Unamuno, tenía Zambrano de escribir sobre las “guías” como género particular hispánico, “enclavado en la mejor tradición de ascéticos y místicos” y dentro del cual situaría la Vida de don Quijote y Sancho de Miguel de Unamuno, guía sobre una guía, pues “tal vez nuestro misterioso libro Don Quijote sea la más profunda y clara Guía espiritual, producto de la más pura

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voluntad de conducir a un pueblo”.15 Pero, frente a otras guías, la de Unamuno sería muy particular, “contraria de todas las morales al uso”, dado que, presentando como ideal la locura quijotesca, sería, al contrario que la Guía de perplejos de Maimónides, una “Guía de la locura […] para ser perplejos y no para salir de la perplejidad. Guía para perderse y no para encontrarse” (2004: 126). Todo ello en un intento de disolver el sentimiento trágico mediante la acción, de modo que “la Guía que nos ofrece don Miguel es una guía de esperanza para atravesar la muerte misma, para atravesarla mediante nuestras obras” (125), lo cual no obsta para que, en opinión de Zambrano, no lograra su propósito, al que se acercó más en su lírica, pues su “camino de lenta realización personal se nos va a dar al descubierto en su larga vía poética” (127). El último capítulo, “La envidia española y su raíz religiosa”, se centra en Abel Sánchez, donde el “Job español” que fue Unamuno habría clamado para liberarnos de la envidia, la más nociva de las pasiones nacionales. María Zambrano lamenta que Unamuno no hubiera sido atendido como merecía y declara que “este libro no es otra cosa que una respuesta a su obra, a su descendimiento a nuestra sima, un ‘ya lo hemos oído, ya lo hemos escuchado’” (133). El libro quedaría interrumpido, aunque, aún en 1944, María Zambrano tenía intención de proseguirlo, según confiesa en una carta a José Ferrater Mora, quien coincidiera con ella al principio de su exilio en Cuba y que le había enviado desde Chile su Unamuno. Bosquejo de una filosofía (1944), del que pronto se hablará. Zambrano animaba al filósofo catalán, cuyo libro le había hecho “revivir algunas de aquellas conversaciones, cuando usted estaba por esta isla, y los pensamientos que me atormentaban —consumían— entonces” sobre “nuestro Unamuno” a que “prosiga su ‘Unamuno’, su diálogo con él y en torno a él, entrando en su poesía y en su novela […]. Unamuno siempre levanta algo nuevo, siempre se le ve como por primera vez”.16

15 Zambrano (2011a: 132). 16 La correspondencia entre María Zambrano y José Ferrater Mora se halla en la Fundación María Zambrano (Vélez-Málaga).



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Y es que el libro que quedó finalmente truncado no cierra, sino que en cierto modo abre definitivamente la intensa lectura de Unamuno por Zambrano, de modo explícito o asimilando en su propia filosofía ideas esbozadas por el vasco. Así, su primer libro del exilio, Pensamiento y poesía en la vida española, no puede entenderse sino como el propósito de desarrollar una incitación de Unamuno, quien en Del sentimiento trágico de la vida había expresado “la convicción de que nuestra filosofía, la filosofía española, está líquida y difusa en nuestra literatura, en nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística, sobre todo, y no en sistemas filosóficos”. De hecho, para Zambrano, el alma española fue conocida mucho mejor por los artistas que por los pensadores, “aunque los nombres de Ortega y Unamuno nos muestran una obra gigantesca y aislada” (2015: 595). No me parece descabellado afirmar, con todo, que Unamuno, mucho más que Ortega, fue el principal compañero y rival de las reflexiones de Zambrano. Las ideas de Unamuno nunca eran acogidas con indiferencia por la malagueña, a la que, por ejemplo, desconcierta el personaje de Manuel Bueno, “figura ejemplar, tal vez tristemente ejemplar”, pues le resulta “inquietante que cuando don Miguel, tan antiestoico, quiere mostrar una figura hispánica, un español apegado a su pueblo, imagina a San Manuel Bueno. Y es más inquietante todavía que, cuando don Miguel de Unamuno quiere descubrir un camino de salvación popular, encuentre sólo éste de la fe sin esperanzas del pobre San Manuel Bueno” (618). Zambrano no parece, todo sea dicho, que hubiera entendido del todo una novela, sin duda desoladora, que lo que proponía para la “salvación popular” no era sino la fe del carbonero, para la mayoría, mientras que el sacerdote protagonista, como Unamuno, había perdido la fe. Por aquel entonces, a Zambrano le seguía rechinando la falta de entrega al pueblo que había confirmado en Unamuno: Es sobremanera grave en don Miguel de Unamuno esta concepción de San Manuel Bueno en él, sustentador de una religión de la esperanza, de una religión en que la supervivencia individual es la única preocupación. ¿Es que acaso creyó en sí mismo, y no pudo a pesar de todo, creer en su pueblo? Sus últimos días en la triste Salamanca, su muerte en soledad, nos dicen tal vez demasiado (618).

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Sin embargo, pocos años después, en El pensamiento vivo de Séneca (1944),17 Zambrano vería las cosas de muy otro modo. Al hablar de cómo, en la mentalidad popular española, Séneca habría sido como un padre de la Iglesia, Zambrano sitúa a Unamuno como el último de un linaje de padres españoles, que incluiría a Juan de Ávila, Ignacio de Loyola o Miguel de Molinos, y a su personaje San Manuel Bueno como beneficioso consolador de almas: Esta paternidad senequista […] aún perdura actualmente en una de las figuras más extraordinarias de nuestra última y mejor novela, de uno de los últimos Padres españoles, el San Manuel Bueno, de don Miguel de Unamuno. De don Miguel de Unamuno, cuyo secreto último, el secreto de su fuerza y de su atracción, es éste, el de haber sido Padre a la manera de Séneca y san Ignacio, del Padre Granada y demás predicadores de nuestro Siglo de Oro […]. Uno de los últimos padres de la vida española; en medio de sus arbitrariedades y asperezas, el español del pueblo acudía a él presintiéndole un amor, un amparo (208-209).

Lejos queda ya el Unamuno muerto “a espaldas de su pueblo”, sustituido por un padre del pueblo (que no de la patria) a cuyo consejo acudía el pueblo español. La muerte de Unamuno, ahora, se presenta como lógico final de su existencia desgarrada, ya que “su vida fue trágica, y su muerte careció de elegancia y serenidad, porque fue una tragedia sin paliativos” (209), pero antes supo crear un personaje, trasunto suyo, que lo confirmaría en ese papel paternal: “San Manuel Bueno, el cura sin fe, dedicado en su compasión por el niño-hombre, por la criatura humana, repite una vez más la estampa de Séneca, cura párroco del pueblo, también padre de almas sin fe, compadecido de ellas, curandero ante la desolación” (209). Por otra parte, al tratar de la resignación y la esperanza en los españoles, en Pensamiento y poesía en la vida española, discrepaba María Zambrano de la “identidad de la fe y de la voluntad” que observa en Unamuno, con lo cual, para ella, “lo que hacía naturalmente era

17 Zambrano (2016: 16-18). Entre paréntesis se citan a continuación las páginas de dicho volumen.



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negar la fe” (2015: 640) desde una angustia que flota sobre la nada y que, si era la de Unamuno, no era para Zambrano la propia de sus compatriotas, pues “no siente la angustia de la nada el español como vivencia primordial, pues que jamás se separa de sus idolatradas cosas, de su idolatrado tiempo” (641). La falta de entrega, sea al prójimo o a las cosas, es de nuevo el principal reproche de Zambrano a Unamuno. Durante estos primeros años de su exilio, la filosofía trágica de Unamuno ocupará y preocupará a María Zambrano, que rumiará su propia “teoría sobre Unamuno”, seguramente más compleja que lo expuesto en su libro inédito sobre el bilbaíno, con el que sin duda se sentía insatisfecha. Así, en carta al exiliado Rafael Dieste, el 2 de mayo de 1946, María Zambrano le contaba que “hace tiempo que tengo mi teoría sobre Unamuno, poeta trágico frustrado, a quien frustró su antifilosofía, que es la peor de las filosofías, y nuestro ambiente […]. Y pienso y sueño que se haga la tragedia de España, las tragedias, que son muchas, muchas de una sola, que así es el mundo trágico, de la unidad sale la multiplicidad”. El escritor Dieste compartía su admiración por Unamuno, que le había influido en sus ideas sobre un teatro “agónico”,18 y al que había querido, incluso, asimilar a su cultura galaica, afirmando en 1927 que “el más grande saudoso de la España de hoy […] no es gallego. Es vasco, tiene hoy saudades trágicas de su tierra y se llama don Miguel de Unamuno”.19 Zambrano tenía un atento confidente en Rafael Dieste, al que dos años después, el 3 de enero de 1948, le escribía, alentadoramente: “Si no te entiendo mal, te preparas —última etapa— a ser poeta trágico. Por nada he clamado con mayor ansia. Escucharía de rodillas una tragedia verdadera. Un día se lo escribí a León Felipe, a quien en instantes he sentido estar a punto… y nuestro don Miguel, que se nos fue sin hacerlo porque no le ayudamos” (2011b: 42-43). Del reproche a Unamuno por su egocentrismo y su falta de entrega, María Zambrano había pasado a un sentimiento de culpa por lo que consideraba una

18 Dieste (1927b). 19 Dieste (1927a).

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incomprensión primera y, por tanto, una deuda hacia un pensamiento trágico inmensamente fértil que se veía llamada a desarrollar. De hecho, no puede entenderse la concepción de El hombre y lo divino (1955), escrito entre 1948 y 1951, sin tener en cuenta la concepción trágica del cristianismo de Unamuno y la filosofía de Kierkegaard, en la que se había iniciado a partir de aquel. La sombra de Unamuno recorre todo este libro, para algunos el más redondo de Zambrano, y se hace manifiesta en dos puntos fundamentales: en la cuestión decisiva del “otro”, la otredad indispensable para la conciencia, reconocible en el prójimo pero presente en nosotros mismos, y ahí Zambrano establece una continuidad entre las anticipaciones de Unamuno y las por entonces omnipresentes tesis de Sartre: La cuestión que se presenta es si el hombre puede, en verdad, estar entera, absolutamente, solo. A su lado va “el otro”, el otro sombra de sí mismo, como Unamuno alumbrara en esa su tragedia —una de las raras tragedias modernas logradas— El otro. ¿Quién es “el otro”? El hermano invisible, o perdido, aquel que me haría ser de veras si compartiera su existir conmigo; si nos integráramos en un ser único, a quien ya no le podría ser dirigida la pregunta terrible: “¿Qué has hecho de tu hermano?”. Los otros que constituyen el infierno en la tragedia de Sartre; en ambos casos, el alguien irreductible y enigmático, réplica y espejo de nuestro enigma (2011b: 214).

Relacionado con la otredad, el tratamiento de la envidia, “mal sagrado”, que para Zambrano es “el infierno terrestre” y que puede definirse como “avidez de ‘lo otro’” (278), sentimiento opuesto pero inquietantemente relacionado con el del amor. La malagueña no oculta su deuda al apuntar que “en el mundo español, ha escudriñado en su fondo, genialmente, don Miguel de Unamuno. La ha abordado de dos modos: en la novela Abel Sánchez, historia de una pasión, y en un drama no muy advertido por la crítica: El otro” (278). Según Zambrano, la envidia es un afecto negativo, destructivo, porque “convierte en sombra de una vida ajena a la propia vida”, algo que “Unamuno hace ver así lúcidamente en su genial relato Abel Sánchez” (283). La envidia impediría la reconciliación de uno consigo mismo, su “unicidad”, ya



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que nunca nos dejaría plenamente solos. Así, Joaquín Monegro, por más solo que esté “se siente sombra, sombra de un sueño, sombra del Otro, cosa que aparece con mayor hondura religiosa en el drama El otro que en el relato novelesco. Ser a medias, tropieza con su mitad, con su alter, siempre en el acecho; obstáculo, insuperable de su supremo anhelo: la unicidad” (284). Pero el libro que muestra un más intenso diálogo con Unamuno es sin duda España, sueño y verdad, publicado en 1965 pero concebido a lo largo de las dos décadas anteriores, y que en cierto modo es la continuación y desarrollo de Pensamiento y poesía en la vida española. La mirada hacia Unamuno permea todo este conjunto de ensayos engarzados y con una coherencia final fruto de la continuidad de las preocupaciones zambranianas. Ya sea al tratar de don Quijote, donde opone las perspectivas de Ortega y Unamuno, como, llamativamente, en su capítulo “Ortega y Gasset, filósofo español”, escrito originalmente en 1948, y donde durante algunas páginas abandona la exposición de la labor orteguiana para hablar de “la otra solución en España, la solución del ‘Otro’, de don Miguel de Unamuno”, único que puede contraponerse en altura al que, en ese ensayo, sigue llamando “mi maestro”. El mérito de Unamuno habría sido inmenso, por haber mostrado “la revelación de la tragedia que consustancialmente es la vida”, algo que hizo “en el maravilloso libro Del sentimiento trágico de la vida, publicado muy poco antes que las Meditaciones del Quijote” (2011b: 740). Pero Zambrano muestra, a la par que el reconocimiento de esa revelación, su insatisfacción porque Unamuno no hubiera llegado a las últimas consecuencias de su descubrimiento: Poeta fue don Miguel, a quien no podemos nombrar sin llamar nuestro. Poeta trágico, fracasado a medias, a pesar de su obra inmensa. Porque al descubrirnos “el sentimiento trágico de la vida” debería haberla expresado en tragedia verdadera, poniéndonos ante los ojos y en los oídos nuestro conflicto, dando vida poética al personaje que andaba por las calles, el protagonista de la vida española […]. Quien escribió la novela Abel Sánchez, el drama El otro, e hizo la traducción de la Medea, de Séneca, bien pudo haber sido el Sófocles que necesitábamos.

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Un segundo destierro No le ayudamos a nuestro don Miguel, sin duda. El poeta trágico necesita de la comunión con su pueblo (739).

Zambrano reiteraba el lamento que había expresado en su carta a Rafael Dieste, pocos meses antes, aunque prefiere no detenerse sobre el mismo: “Mas no se trata ahora de llorar sobre las tragedias no escritas de Unamuno” (739). Pero donde Zambrano se abisma en la obra del vasco es, por supuesto, en el capítulo “La religión poética de Unamuno”, publicado originalmente en 1961,20 y donde, como adelanta desde el principio, trata de manera conectada la evolución de la religiosidad de Unamuno con la de su tratamiento del lenguaje, ya que “Don Miguel fue haciéndose su religión, como se fue haciendo, conquistando día a día, su lenguaje. La palabra se le desata, se le da, al írsele revelando su religioso sentir, en un proceso que se diría único” (750). El ensayo de Zambrano resulta no poco abstruso, como de quien bregaba por empezar a poner en claro sus propias intuiciones sobre las relaciones entre lenguaje, palabra y mística, de las que se ocupará cada vez más a partir de estos años. La explicación del “proceso único” de despliegue de la obra de Unamuno tiene para Zambrano su clave en la “crisis religiosa”, sobre la cual la malagueña había leído con atención los trabajos de Sánchez Barbudo, que comentaré más adelante. Esa crisis supone una “aceptación, un paradójico decidirse a sufrir lo que ya era y en él vivía”, una “apertura de su conciencia a su alma” (751-752), que abriría, como en un personal big bang, su desarrollo creador, de modo que “a partir de ahí se fue liberando en él la palabra. Y a la obra de ensayista se le fueron añadiendo, siempre con el temblor con que llega lo inesperado, otros géneros literarios” (752). Obvia Zambrano el hecho de que, para entonces, Unamuno había terminado su novela Paz en la guerra y que nunca había dejado de escribir poemas en castellano y, algunas veces, en euskera, pero ello no invalida la idea de que esta crisis catalizó la voluntad de escritor total e intelectual que, en térmi-

20 Zambrano (1961). Cito por Zambrano (2011b: 750-770).



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nos menos entrañados y más sociológicos, describiera Jon Juaristi en uno de los mejores análisis de su desigual biografía unamuniana.21 Así, para Zambrano, a partir de ese momento, “los diversos géneros que la integran —ensayo, novela, cuento, drama, poesía— aparecen como radios y, en ocasiones, como destellos nacidos de un recóndito centro que se va revelando, unidad que se patentiza a medida que la pluralidad de la obra se despliega” (753). María Zambrano, que, como vimos, culpara años atrás a Unamuno de no haber salido nunca de la cárcel de sus pasiones, presentándolo como alguien coaccionado en sí mismo, describe así su plenitud creativa como un deshielo interior: “Fue así, en los umbrales de la madurez, cuando la palabra de Unamuno se desata, como si algo en el fondo de su persona se hubiera deshelado y una suprema, transpersonal, voluntad lo estuviese ganando” (754). Y ese deshielo coincidirá con su mayor impacto sobre el público español, que la malagueña distingue del de Ortega. Si el pensamiento del madrileño “prendía en un círculo de discípulos reducido; ciertamente, una especie de isla dentro del ámbito nacional”, la persona y obra de Unamuno habría trascendido mucho más allá: “Pues ya la figura de don Miguel se elevaba y se adentraba en el ánimo de los españoles, como la de un mediador. Porque su palabra, que sonaba desde más de medio siglo, lenta, imperceptiblemente, se había ido haciendo palabra de alimento. Palabra que circula, que pasa no ya en uno y en otro, sino de uno en otro” (755). Ese llegar a cada persona para decirle lo que necesita lo describirá Zambrano como “la ascensión de Unamuno de escritor a autor” (759), título que merece “tan sólo el que da la palabra que salva al individuo de su aislamiento” (755). Algo a lo que había llegado Unamuno a través de un intenso proceso interior, cuando “desde ese centro recóndito de su persona […] una incontenible, poética, religiosa piedad se le desbordó, haciéndole autor” (755). Llamativamente, esta “conversión”, para Zambrano, se muestra especialmente en la novela, “lugar privilegiado de la metafísica de don

21 Véase Juaristi (2012: 244-245). Por lo demás, Juaristi sigue de cerca la lectura de Roberts (2007).

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Miguel de Unamuno” (756), en el teatro y en la poesía, mientras que el género que le dio a conocer experimentaría un desvanecimiento, de modo que La agonía del cristianismo marca “un pálido ocaso del ensayo unamuniano” (757), paralela a la definitiva “eclosión del poeta, del novelista, del autor dramático” (758). Y, de hecho, será en la poesía donde Zambrano indague ese proceso, que describe en términos que influirán de manera decisiva a José Ángel Valente, seguramente el mayor poeta español de la segunda mitad del siglo xx, y a una larga estela de poetas: “En esa mudez, en esa especie de retirada de la palabra, el escritor, el que la soporta, recibe algo así como el germen de una palabra nueva y, con ella, el sello de su definitiva vocación” (758). En el casi esotérico final de su ensayo, Zambrano habla de “la tiniebla de la palabra”, del “desnacerse” del alma y la palabra, rememorando los momentos de la poesía de Unamuno en donde este busca “palabras sin sentido” para “verter el alma”, marcando para Zambrano el abandono definitivo por Unamuno de la filosofía, del método, a favor de la poesía y la entrega sacrificial: Y este tema de la palabra que no dice nada para decirlo todo, palabra de una lengua desconocida, que irrumpe en la ignorancia, en el no saber, se presentará reiteradamente en la poesía de Unamuno y hasta en su prosa. Testimonio de su adhesión a la tiniebla, prenda de sacrificio, ofrenda a la ilimitada esperanza, de que cada vez más ávidamente se irá sustentando. Y así, lo que por un momento parecía iba a ser método, no lo es. En el lugar de método, encontramos ofrenda y sacrificio (764).

Esa ofrenda de la palabra entregada se funde, finalmente, con la entrega amorosa al Cristo muerto iluminado por la luna pintado por Velázquez, el único poema donde, según repitiera María Zambrano, lo trágico deja lugar a lo lírico en Unamuno. Muy por encima del pedestre análisis del tema de la luna por Carlos Clavería en sus Temas de Unamuno publicados en 1954 en la España franquista, la malagueña desvela cómo Cristo en el poema de Unamuno es finalmente “luna de Dios, en la noche humana, y por ello se humaniza” y cómo desde esa oscuridad que le rodea, que es también



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en la que surge la palabra, “la religión poética de Unamuno llega en este punto a bordear lo insondable” (769). Al contemplar esa luz, que no es la de la razón ni la del conocimiento, sino la de la vida hecha carne luminosa, Unamuno puede dirigirse a la divinidad: “Y así Dios existe. Y el hombre. Y el hombre Miguel de Unamuno puede darse a la palabra, que es su modo de darse a la luz, a lo que vivifica” (770). Resulta significativo que Zambrano haga seguir su capítulo-ensayo sobre Unamuno por el dedicado a Emilio Prados (“El poeta y la muerte. Emilio Prados”). Un exiliado de talante y formación muy distintos, Carlos Blanco Aguinaga, con quien luego nos encontraremos, haría de Unamuno y Prados sus dos nortes en el estudio de la literatura española. Paralelamente a sus ensayos reunidos en España, sueño y verdad, María Zambrano había ido escribiendo su autobiografía Delirio y destino. Los veinte años de una española,22 que prácticamente terminó en 1953, aunque no se publicará hasta 1989. Allí recuerda su primera visión de Unamuno, de niña, y también su primera lectura de él: “Había ella comenzado a leer a Unamuno muy joven. Una tarde, husmeando en la biblioteca de su padre, descubrió una conferencia titulada ‘¡Adentro!’, pronunciada en Málaga por el tiempo en que ella naciera y, sin levantarse del suelo, la leyó ávidamente, le pareció beberla” (910). Recuerda sus lecturas nocturnas y cómo se imaginaba a Unamuno como “uno de aquellos templarios que en las altas horas cerradas de la noche había velado, en el centro del laberinto español, las armas, el latir oscuro de la promesa del día que se incubaba” (911). En la misma línea que lo dicho en su libro sobre Séneca, evoca a Unamuno como alguien que “hubiera querido ser padre de todos los españoles, del ‘cada uno’ de todos o de todos como si fueran uno” (911), y cuya voz había ido elevándose poco a poco sobre la calma mortecina española, de un modo inédito, pues “nadie había clamado así en España nunca, y nadie desde Quevedo, quizá, hablaba de ese

22 Recogido en Zambrano (2014), por donde cito.

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modo, sin inhibición, casi sin pudor” (911). Esta voz llegó a su tono máximo durante una dictadura que Zambrano pinta en tonos benignos, quizás por contraste con la siguiente, y en conformidad con la imagen de belle époque que pinta de aquellos años: “Nadie se ensañaba contra nadie; ni nadie con el Dictador, a quien Don Miguel de Unamuno parecía ser el que había tomado más por lo serio, quizá porque él era, entre todos los ‘creadores’, el más antiguo y el más devorado por una vocación de padre, y se veía personalmente suplantado” (998). En el tono ligero, ameno, de estas memorias, Zambrano recuerda a Unamuno como un “señor feudal en el exilio” de Hendaya, desde donde “echaba a volar” (947) sus Hojas Libres hacia los estudiantes como ella. En octubre de 1964, con motivo de los cien años del nacimiento de Unamuno, Zambrano escribió un breve artículo, “Unamuno en su centenario”, destinado a la revista portorriqueña Semana, pero que quedó finalmente inédito.23 Zambrano afirma que, un siglo después de que naciera, “su obra y su figura despiertan hoy una atención tan viva que levanta polémica, al menos en su tierra natal, el solo enunciado de su nombre” y compara la acción que ejerció aquel hombre y su palabra con la del fuego, “como hoguera que a una cierta distancia ya quema”, y vuelve a esbozar la cuestión de esa revelación pendiente que dejó a sus fieles, entre los que se incluye: “Creíamos algunos, que de su pensamiento nos hemos, en cierto modo, alimentado, que ese fuego se transformaría en luz, que es el destino del fuego bueno. Mas se diría que no le dejan” (195). Zambrano terminaba su texto anunciando que “en artículos sucesivos nos adentraremos en algunas de sus obras, en algunos aspectos de la vida de este hombre que amó tierra y cielo por igual” (196), una intención que no llevó a cabo. Tan largo y fructífero diálogo con Unamuno tuvo un colofón un tanto desvaído, como es el artículo “La presencia de don Miguel” que María Zambrano publicó en Diario 16 el 28 de diciembre de 1986,24

23 Recogido en Zambrano (2004: 195-197). 24 Zambrano (2014: 708-713).



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a los cincuenta años de la muerte de Unamuno, y en donde, a partir del recuerdo de su primera visión, como niña, de Unamuno, repite una y otra vez que “su presencia física era avasalladora”, que “era, ante todo, una presencia” (709), lo evoca como un teólogo al que la poesía salvó de la teología y lo compara con Ortega, que sí sabía escuchar frente a un monologante Unamuno que “hablaba desde el fondo de su corazón, que era su yo. Se le rompía el yo al hablar, ese yo tan poderoso […]. Estaba cerrado al diálogo, no aceptaba réplica alguna, no escuchaba, no se enteraba” (710-711). Zambrano recuerda haberlo visto en 1935, en Madrid, “como perdido en la niebla” y, con un lamentable lapsus, afirma que escribía en el periódico Arriba, cuando era Ahora el diario que lo acogía.25 Esta estampa, artículo de circunstancias en el peor sentido, no hace justicia a lo que fue Unamuno para Zambrano. La clave, quizás, está en un cierto distanciamiento que, como se esbozará hacia el final de este ensayo, coincide con el desencanto de los exiliados hacia su España recobrada, idealizada en el destierro. Ya que Unamuno, dice Zambrano: “Se enamoró de la palabra; pues la gente de entonces estaba toda enamorada de España, aunque de diversas maneras […]. ¿Qué queda de aquel amor? ¿Fantasmagoría? Ni eso. ¿El sueño? Ni hablar. Si no nos queda nada de aquel amor, sólo tendríamos este amazacotamiento, este negocio, esta imposibilidad de que la palabra se escuche” (712). Pero hay otra razón más profunda que explica el descenso de interés de María Zambrano por Unamuno, que está también en la base de su renuncia a escribir la serie de artículos que iba a seguir a su artículo del centenario. Si recordamos que había publicado La tumba de Antígona en 1967, podemos inferir que, con esta tragedia, la autora sintió que por fin había llevado a cabo lo que había perseguido durante los treinta años anteriores: culminar, de un modo absolutamente personal, en una tragedia, las incitaciones que en ella despertara la filosofía trágica de Unamuno, que había sentido como incompletas. Y lo hará, precisamente, partiendo del herma-

25 Deplorable error que, sorprendentemente, no corrigen sus editores en su cuidadísima edición.

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no mayor espiritual de Unamuno, Søren Kierkegaard, quien en su Antígona26 se había esforzado por llegar a la esencia de lo trágico. En adelante, la deuda con Unamuno queda saldada y Zambrano lo siente superado, al lograr esa síntesis que inicia su periodo creador más original.

26 Cuya traducción por el alicantino exiliado Juan Gil-Albert había sido publicada por la editorial exiliada Séneca en 1942.

II

José Ferrater Mora: Unamuno como homo hispanicus

Unamuno es, en efecto, una inquietud permanente, pero también un permanente sosiego. Por esto y no por otras más sonadas características es Unamuno el perfecto y eterno “hombre hispánico”. José Ferrater Mora, Unamuno. Bosquejo de una filosofía (1944)

Por las mismas fechas en que María Zambrano se aplicaba a la escritura de su ensayo sobre Unamuno, otro discípulo orteguiano, José Ferrater Mora, exiliado en Chile, trabajaba en su Unamuno. Bosquejo de una filosofía, que se publicaría en Buenos Aires en 1944.1 La intensa ocupación con Unamuno por parte de Ferrater Mora coincidía con una línea de pensamiento que ya había esbozado en su libro anterior, España y Europa (1942), más que unamuniano, según veremos. Josep Ferrater Mora (Barcelona, 1912-Barcelona, 1991) era por entonces

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Ferrater Mora (1944).

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una de las más firmes promesas de la filosofía en castellano y catalán. Licenciado en Filosofía por la Universidad de Barcelona, había combatido en el bando republicano y al término de la guerra se exilió en Cuba. Allí recibió el encargo de elaborar un Diccionario de filosofía, labor que desempeñó con tanta rapidez como brillantez, pues la obra, que se publicaría en México en 1941, se convirtió inmediatamente en referencia, siendo reeditada en numerosas ocasiones hasta el día de hoy y granjeándole reconocimiento entre exiliados e hispanoamericanos. Ese mismo año emigró a Santiago de Chile, donde sería nombrado catedrático de filosofía y donde escribió su primer ensayo relevante, el mencionado España y Europa,2 publicada en la editorial Cruz del Sur, que acababa de ser fundada por los exiliados republicanos españoles. En su ensayo, el barcelonés Ferrater Mora se proponía “aclarar un poco […] ese tremendo problema que es el problema español” (7), haciéndolo por contraste con “el problema de Europa”, avanzando que para él España sería radicalmente distinta a Europa y su relación histórica con esta habría sido “un enfrentarse con Europa para darle lo que ésta no tenía, pero, a la vez, un acordar con Europa para conceder a España aquello de que España carecía, un vivir, como Hegel diría, en el elemento de la europeidad” (9). El autor identifica Europa con el racionalismo y el pragmatismo, frente a una España que se deja llevar por el “idealismo”. Eso sí, Ferrater Mora advierte que hay que distinguir entre el idealismo español, “quijotismo eterno” y paradójicamente “manifestación más honda del esencial realismo del alma española”, y el “idealismo europeo”. El primero sería una forma de vitalismo, pues “mientras el europeo se mantiene constantemente en guardia contra el posible desbordamiento de la vida, el español no solamente no la reprime, sino que la incita” (15). Para Ferrater Mora, España se habría caracterizado por llevar hasta el extremo lo que en el resto de Europa solo se esbozaba, para luego abandonarlo: “Toda la vida española ha sido así, en esos cuatro esplendentes siglos de modernidad europea, un anticipar que era ya al mismo tiempo un abandonar lo anticipado” (18). Frente a los cuidadosos sistemas filosóficos franceses

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Ferrater Mora (1942).



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o alemanes, España se habría precipitado a afirmar los derechos de la vida que no podían ser limitados por aquellos. Siguiendo al Unamuno que opusiera, para cólera de Ortega, Descartes y San Juan de la Cruz, afirmando que prefería que España hubiera dado al segundo, Ferrater Mora opone a la filosofía cartesiana el retruécano de la sinrazón defendido por el don Quijote de Cervantes, al que tácitamente iguala a “Don Miguel de Unamuno”: En el mismo siglo en que Descartes medita su Discurso del método, Cervantes escribe el Quijote, que es un Discurso de la falta de método o, si se quiere, un Discurso del método para bien conducir la sinrazón, para que la sinrazón prospere y fructifique en medio de un mundo hostil que ha intentado abolirla. Y ese Don Quijote que, al decir de Don Miguel de Unamuno, no era idealista, porque no peleaba por ideas, pero sí espiritualista, porque peleaba por espíritu, representó entonces toda la filosofía antimoderna, toda esa filosofía en la que don Miguel veía el pensamiento directriz de los conquistadores, de los contrarreformadores, de los místicos (18).

Ferrater Mora expone de modo meridiano lo que era una convicción generalizada entre los exiliados tras la derrota del proceso de modernización que era la República. Asumido el atraso de España y comprobada la crisis de la modernidad y la razón dejadas en evidencia por el auge de los totalitarismos y la sangrienta guerra que asolaba Europa, quizás era la hora de dar la razón a una España que en un determinado momento histórico “abandona a Europa tras haber participado en sus más hondos afanes, porque encuentra que, en esa Europa dedicada a realizar el ensayo de vivir desde la razón, ya no hay nada que hacer” (19). Reacia a la prudencia y a la “actitud satisfecha” del resto de Europa, España habría asumido el vivir en crisis como la única forma de vivir. Una crisis que es, en primer lugar, interior, como expresa en formulación directamente inspirada en Unamuno: “La forma de vivir española es la guerra civil, no menos cruenta porque sea a veces menos sangrienta, no menos evidente, porque esté menos presente: el español vive en guerra contra todos los demás y, en el fondo, contra sí mismo” (25). Obvio es decir que, cuando Unamuno enunciara esa

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polémica formulación, no se había vivido aún una guerra civil tan sangrienta como la de 1936-1939. La referencia unamuniana cobra peso a partir del núcleo del ensayo, donde, para dilucidar el ser de España, Ferrater Mora parte de Unamuno, de modo que finalmente sus conclusiones serán una glosa del bilbaíno: Hay en la obra de Miguel de Unamuno cierta expresión que es, a mi entender, sobremanera adecuada para comprender, en la medida en que puede ser comprensible, ese problema permanente de España, ese su perpetuo vivir en guerra y en crisis, es decir, en agonía. Cuando Unamuno quiere designar a España no la llama, desde luego, la nación española, ni siquiera la patria española; la llama, como si la contemplara místicamente, la “España celestial y eterna” (26).

Ferrater Mora dedica el resto de su libro a dilucidar cuál sería esa España celestial y eterna, siguiendo así una tónica muy extendida en el exilio. Como señalara brillantemente Christian Boix a propósito del discurso temprano de los exiliados, durante su cautiverio en los campos de internamiento en Francia, “en los refugiados, la pérdida del conjunto de las ‘cosas materiales’ ligadas al concepto de patria va a provocar una suerte de hipertrofia de los elementos constitutivos inmateriales”, de modo que para ellos “la Patria va a volverse abstracta, ética, sobre todo: aparece en forma de los valores que cada uno lleva en sí mismo”. De ahí que, continuaba Boix, en los exiliados se encuentra con frecuencia una notable difuminación del referente real, pues “el discurso podrá oponer la patria moral, abstracta, que los exiliados llevaron en el fondo de su corazón y de la cual se consideran heraldos, y la patria geográfica que lleva el mismo nombre pero que se ve precisamente reducida a su materialidad terrestre”.3 Por eso puede Ferrater Mora afirmar finalmente que “España no es una nación, ni un Estado, ni una raza, ni una cultura, ni una lengua, ni una profesión de fe positiva, ni una historia, porque es algo a mi entender superior

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Boix (1989).



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a todo esto: una actitud” (50), por lo que su raíz sería “moral más que material, raíz religiosa más que histórica” (51) y se basaría finalmente en la reivindicación de una “libertad esencial” frente a la “terrible deshumanización” (58) a la que habría llevado la instrumentalización de la razón en técnica. El hecho de que España para el español fuera un “problema” frente al supuesto carácter aproblemático del patriotismo en otros países (contraposición basada, todo sea dicho, en la ignorancia de la ensayística de otros países, empezando por Francia), hará hablar a Ferrater Mora del “asombro de todo español ante su historia”, como poco después a otro exiliado, Sánchez Barbudo, quien hablará del “asombro de ser español”. A Ferrater Mora, este supuesto asombro del español ante su historia le hace volver a Unamuno, afirmando que español y europeo “se encuentran en planos diferentes y aun contrapuestos, y es justamente por ello que Miguel de Unamuno ha podido decir, cuando se ha enfrentado con esa aguda y dolorosa discrepancia, que España vive en otro mundo” (29). Apostilla entonces el catalán que “como no hay, fuera de este mundo, otro mundo que el de lo eterno, don Miguel nos ha hablado una y otra vez, nos ha expresado una y otra vez este misterio de la España celestial”. Al cabo, Ferrater Mora no hará sino volver, para abundar en ellas, a las ideas unamunianas de intrahistoria y tradición eterna, afirmando: España es así el país que consiste esencialmente no en su historia, sino en su vida; no en su cuerpo, sino en su alma; no en su tronco y en sus ramas, sino en su raíz […]. España es el país sin tradiciones en el sentido europeo de la palabra, porque la tradición a la cual se remonta es esa misma tradición que Unamuno ha llamado la tradición eterna, una tradición que es, más bien que madre de la historia, “madre del ideal” (32-33).

El brillante, pero aún bisoño, Ferrater Mora llega a dar por sentado “el hecho de que España haya sido y sea raíz pura, país en cierto modo fuera del tiempo y de la historia” (39), temeraria declaración que no hubiera suscrito años después, todo ello para glosar y confirmar la fórmula unamuniana de España como “algo celestial y eterno” (43), pero, a la vez, en deuda con la fase orteguiana de la razón vital,

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que su maestro sustituiría en su obra más madura por la de la razón histórica. Si, como dice Ferrater Mora, “las realidades históricas son realidades inferiores y subordinadas” a la “vida” o la “fuerza tremenda” que alentaría en España, el campo estaba libre para las exposiciones esencialistas sobre el ser del país abandonado. El libro, sin embargo, termina con una conclusión netamente histórica. España, que se habría opuesto al carácter uniformador de la racionalidad moderna, la habría defendido, hasta su sacrificio, ante quienes hicieron del antirracionalismo y la brutalidad su divisa: Cuando Europa, al comprender el fracaso de su ensayo de vivir desde la razón y desde el idealismo de las ideas, ha pretendido abandonarlos totalmente, cuando se ha hecho antirracionalista, antimoderna y antiidealista, España ha proclamado que, ahora más que nunca, hay que defender lo que hay de defendible en la modernidad. Y lo ha defendido con su pensamiento y con su vida, contra toda Europa y aun contra todo el mundo, inclusive sabiendo que el resultado de su sacrificio sería, en última instancia, una derrota y un fracaso. La lucha de España por España ha sido, al mismo tiempo, sin que Europa haya querido entenderlo, una lucha por Europa. Si todo buen español ha tenido que sentirse forzosamente europeo, todo buen europeo ha tenido que sentirse, durante unos momentos por lo menos, decididamente español (57-58).

Sin duda era la misma posición del Unamuno que, a pesar de su galofobia, fue ferviente aliadófilo en la Primera Guerra Mundial y advirtió enseguida el peligro de los fascismos. Que, después de un ensayo como este, Ferrater Mora publicara Unamuno. Bosquejo de una filosofía (1944) no tiene por tanto nada de extraño. En la solapa de este libro se mencionaba expresamente España y Europa como “libro íntimamente emparentado con el presente Unamuno”, obra que presentaba “una exposición y a ratos una aventurada interpretación de la vida y el pensamiento de Unamuno” (7), cuyo propósito fundamental habría sido “poner en claro lo que el propio Unamuno se había a veces empeñado en dejar en una desesperante penumbra”. Pero Ferrater Mora no pretendía limitarse a una exégesis de filólogo, sino que inscribía su libro sobre Unamuno en una línea personal a la que se añadía junto a “otros escritos suyos conver-



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gentes sobre el tema, una contribución a la historia espiritual de España y, más allá todavía, un ensayo para llegar, partiendo de una raíz concreta, a los más espinosos y torturantes problemas de la filosofía” (7). Ferrater Mora anunciaba que su libro sería el primero de una trilogía que abordaría también a D’Ors y Ortega, no por la banal razón de que fueran solo “tres maestros”, sino porque representarían “tres actitudes fundamentales del espíritu de Occidente”, correspondiendo a Unamuno el “alma”; a D’Ors, la “forma”, y a Ortega, la “conciencia”. Significativamente, Ferrater Mora no cumplió dicho proyecto y, a pesar de la atención que prestara a D’Ors y Ortega, nunca los distinguiría con un libro específico como a Unamuno. Ferrater Mora adelanta en su prólogo que Unamuno es “una inquietud permanente, pero también un permanente sosiego”, por lo que sería “Unamuno el perfecto y eterno ‘hombre hispánico’” (8). Al igual que Zambrano, Ferrater Mora comienza con un capítulo biográfico, “Unamuno y su generación”, donde resalta la importancia, con cierta exagerada extrapolación, de la experiencia del sitio de Bilbao que tantas veces recordara Unamuno, diciendo el barcelonés que “la explosión de la bomba carlista es la primera experiencia auténtica de Unamuno y también, hasta cierto punto, la única. Todo lo que verá más tarde en España no será sino la explosión de una serie interminable de bombas. Y fue en medio de una de estas explosiones, en la última y más violenta de ellas, cuando se extinguió su voz” (19). Ferrater Mora, de hecho, tiende a cargar de importancia la primera época de Unamuno, declarando que, en Paz en la guerra, “se halla contenida ya en germen toda la producción ulterior, que no es en cierto modo sino un desarrollo, una explicación y una interpretación de esa alma y de ese modo de vivir buscando un poco de paz en medio de la guerra constante” (19). El autor hará hincapié en los “momentos de calma y de tranquilidad” y en los “silencios” de Unamuno, a los “que tan pocos prestan la atención debida” (20), anticipando la visión del “Unamuno contemplativo” que, como veremos, desarrollará años después Carlos Blanco Aguinaga. Ferrater Mora resalta igualmente la importancia de su residencia salmantina, pues “Salamanca fue más que un destino administrativo: es una profunda experiencia, la experiencia de su primer encuentro

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con el espíritu castellano que en Madrid estaba poco menos que ausente […] ciudad de provincia, ciudad llena de silencio y de historia” que provocará “el conflicto entre la tierra nativa y la tierra adoptiva, entre el vascuence y el castellano” (26-27), conflicto que se superpondrá a otros en el interior de Unamuno. A partir de 1905, con la publicación de Vida de don Quijote y Sancho, Ferrater Mora sitúa a Unamuno en “una madurez que no abandonará ya más” y que alcanzará en Del sentimiento trágico de la vida “su más abismal creación” (29). En cuanto a su intervención política, que se le criticara por su personalismo (por ejemplo, en su animadversión, no hacia la monarquía en sí, sino hacia Alfonso XIII o su oposición “titánica” (34) a Primo de Rivera, tan influida por cuestiones de carácter), Ferrater Mora señala la concordancia con su pensamiento centrado en el individuo, en la persona, que siempre es tomada en sí y no como instrumento o medio para un fin. El filósofo catalán pasa algo de puntillas sobre el “desengaño egoísta” de Unamuno respecto a la República, pero percibe en sus artículos de aquella época una “amargura de no ser escuchado o de creer que no es escuchado” precisamente en el momento en que “una generación incipiente, que fue casi enteramente arrancada de raíz, comenzaba a escucharle” (39) y de la que formaba parte, se sobrentiende, el propio Ferrater Mora. En cuanto a sus meses de vida durante la Guerra Civil, reconoce que hay “pocos hechos” que puedan ser verificados para describirlos, pero los conocidos serían suficientes para concluir que “a pesar de todo y contra todo, no fue fiel más que a España y a sí mismo” y mostrarían que “Unamuno, el hombre que ha hablado muchas veces más de la cuenta, no ha hablado nunca menos de la cuenta, no ha dejado de decir, en medio de sus demasías y de sus excesos, todo lo que debía” (41). Tras el capítulo biográfico, Ferrater Mora pasa a analizar la filosofía de Unamuno en cuatro pasos sucesivos, siguiendo un orden jerárquico por el que va desde su ontología hasta su ética y su estética. Así, Ferrater Mora parte de la célebre fórmula del “hombre de carne y hueso” de Del sentimiento trágico para dilucidar toda la cosmovisión de Unamuno que parte de su idea del hombre. En la exposición, no exenta de alguna confusión, se percibe el esfuerzo de Ferrater Mora por dar a conocer un pensamiento que, al contrario de la mayoría de



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los que resumiera en su notable Diccionario de filosofía, no se dejaba resumir a sistema. Ferrater Mora resalta la originalidad de Unamuno al advertir que “la concepción del hombre domina todo el pensamiento y todo el sentimiento de Miguel de Unamuno, pero los domina porque justamente lo que entiende por hombre es todo lo contrario de lo que por él entienden las filosofías que no advierten la tragedia de la razón” (51). La diferencia principal es que en Unamuno no hay el prurito de armonización de otros sistemas dialécticos más conocidos, destacadamente el hegeliano, en que finalmente los términos opuestos acaban por reunificarse en el seno de algún principio o alguna realidad, últimos y omnicomprensivos, mientras que en el universo de Unamuno nunca hay “paz ni reposo”, pues en cada hombre “la razón y la sinrazón […] el reconocimiento de la forzosidad de la propia aniquilación y la rebelión contra ella son elementos inseparables” (55). Unamuno sería un filósofo único porque concibe al hombre como en lucha continua sin esperanza de pacificación y, mientras en los dialécticos desde Nicolás de Cusa a Hegel se tendía a “una filosofía donde todos los contrarios se unieran en el infinito”, el mundo de Unamuno “regido por el principio de la guerra civil permanente y de la lucha eterna, no reconoce, en cambio, ninguna armonía última, porque toda armonía, como toda identidad, son precisamente lo que intenta evitar a toda costa: la paz definitiva sinónimo de la muerte” (57). El hombre, para Unamuno, sería “un conjunto de contradicciones” cuya reconciliación “no significaría otra cosa que su muerte” (59). Dado que para el escritor vasco la personalidad es una condición más básica de los hombres que cualesquiera otros rasgos de la existencia humana ingeniados por los filósofos, “la idea y el sentimiento del hombre en Unamuno pueden encontrarse precisamente allí donde ha intentado crear hombres y no solamente hablar de ellos: en sus novelas” (61), que han de estudiarse al mismo título que sus ensayos al analizar la filosofía unamuniana. Sus personajes, de hecho, serían “repeticiones hasta lo infinito de su autor” para tratar sus problemáticas. Precisamente la relación del autor con sus personajes lo llevaría a la de Dios con el hombre. Al abordar la idea de Dios en Unamuno, Ferrater Mora empieza por declarar que esta es “ciertamente, herética en todos los sentidos de la palabra, herética contra todas las ortodoxias

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y no sólo contra la católica” (70) y la define como un contradictorio monismo materialista, por el cual Dios, “Conciencia del Todo”, estaría produciendo las cosas a la vez que las cosas (incluidos los hombres) estarían produciendo a Dios, todo con “ecos de la doctrina de Schopenhauer” en cuanto a la idea de una aspiración de la realidad a la conciencia que implica necesariamente el dolor. La segunda parte aborda la cuestión de la inmortalidad, o, para ser más exactos, del “hambre de inmortalidad y el afán de supervivencia” (80), la “sed de inmortalidad que constituye el eje de la vida y de la obra de Unamuno” (101) y cuyo concepto Ferrater Mora delimita respecto a las concepciones oriental, platónica y cristiana. En Unamuno la inmortalidad sería también una lucha, que partiría de la máxima aspiración (vivir para siempre, mantener la personalidad y el pasado individual eternamente) para, a pesar de su imposibilidad, seguir aspirando a ella. Y ello exacerbando la famosa fórmula de Spinoza, pues para Unamuno no solo el hombre quiere perseverar en su ser, sino que también “todas las cosas están afanosas de conservarse, de perdurar y hacerse inmortales” (85). La imposibilidad racional tanto de la inmortalidad del alma como de la resurrección de la carne hacen que la vida sea una “verdadera y auténtica tragedia” (90), pero, a la vez, le dan un sentido surgido de esa “fecunda contradicción” y de la lucha entre la desesperación y la voluntad de seguir viviendo, aparte de hacernos humanos, pues lo que nos definiría como tales no sería la conciencia de la mortalidad, sino “el hambre de inmortalidad” (101). Dada la indecibilidad y la imposibilidad racional de esta, la única manera consecuente de vivir será “no dejar nunca de conservar la esperanza de perpetuarse” (105), haciendo del hombre, sobre todo, en este sentido, la “unidad constantemente desgarrada por las oposiciones que la alimentan” (106) sin promesa de solución, al contrario de otras filosofías consoladoras. Ello explicaría que el Dios como esperanza de Unamuno no sea el que hace justicia y premia o castiga, sino “el que nos eterniza, el que nos garantiza que vamos a ser inmortales, esto es, eternos” (98). Ferrater Mora no entra a debatir si Unamuno finalmente fue o no creyente, cuestión que haría correr ríos de tinta, como veremos, tanto en el exilio como en España.



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En la tercera parte, Ferrater Mora aborda lo que, para Unamuno, “tras el hombre, Dios, la inmortalidad y el cristianismo” habría sido tanto punto de partida como obsesión final: “la preocupación por España” o, se corrige enseguida el autor, “mejor dicho, el dolor de España” (121). En las páginas siguientes, muy modificadas en la reedición de este ensayo décadas después, como luego comentaremos, Ferrater Mora reproduce, con más desarrollo, sus ideas expuestas en su España y Europa, reiterando tanto la contradicción entre la España histórica y la subyacente España “celestial y eterna” (opuesta al resto de pueblos europeos donde “profundidad y superficie coinciden”) como la idea del quijotismo como “enloquecimiento de pura madurez del espíritu” (131), extremación de los ideales y voluntad que resulta “algo más hondo que la historia” (143). Si, sobre la primera, elogia al bilbaíno porque “nadie como Unamuno ha puesto de manifiesto esa necesidad de salir de lo que es imposible salir: de la historia, ‘la gran pagana’, de la ‘historia de muerte’ de la que hay que librar al desgraciado pueblo de España” (138), el quijotismo lo considera, junto a la mística y al senequismo (siguiendo aquí de cerca a María Zambrano), “las tres cosas que constituyen la más evidente armazón de la vida y del pensamiento españoles” (154), pues en el español coexistirían “el espíritu de resignación que el senequismo expresa, el espíritu de sacrificio que la mística revela y el espíritu de acción y locura a favor del ideal que el quijotismo compendia” (154).4 Siguiendo al pie de la letra las exaltadas incitaciones de la Vida de don Quijote y Sancho, Ferrater Mora propone el quijotismo no solo como “religión nacional”, sino también como posible y salvadora “religión de la humanidad” (144). En el cuarto y último tramo del ensayo, Ferrater Mora aborda la idea de la palabra, “carne y sangre del espíritu” opuesta, como es sabido, a la letra y el concepto, “peso de muerte” (169). El filósofo

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Ferrater Mora no captaría la contradicción (o lo hizo, manteniéndola, a pesar de ello, unamunianamente) entre el senequismo y el quijotismo, algo que sí hiciera Antonio Machado, quien, refiriéndose a Unamuno, hablara de “la nota antisenequista” de “este incansable poeta de la angustia española”.

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catalán afirma que Unamuno, que tanto escribió, no lo hizo en el fondo sino “porque era materialmente imposible hablar con todos” (170). La tan cacareada sociabilidad de los españoles sería así, según Ferrater Mora, congruente con esa convicción en la palabra hablada frente a la escrita, que explicitara Unamuno, quien “de haber la posibilidad de un diálogo auténticamente creador, no habría Unamuno, como ningún español, escrito nada. La obra literaria y escrita es entre los españoles el resultado de una obligada falsificación de su manera de ser y de expresarse” (170). Esa inconformidad con la letra muerta sería la misma que lo llevaría a la “disolución” de los géneros literarios, por ejemplo, con sus nivolas, y es que, en puridad, para Ferrater Mora, más que un literato, Unamuno sería un poeta en el sentido de un creador, y toda su obra sería “poemática”, es decir, creación, con diversos acentos, siempre con el objetivo, siguiendo la famosa designación de Curtius de excitator Hispaniae, de “excitar, remover las almas […] para conjurarlas a que despertaran de su sueño con el fin de sumirse en otro sueño más sustancial y duradero, el sueño de lo eterno” (153). Una excitación que no serviría para aclarar o delimitar, sino para confundir, en el sentido de anegarnos “en el hontanar primitivo y originario de la creación y de la poesía”, desde donde “lo que se es puede coincidir por vez primera con lo que se quiere ser, donde la más descabellada utopía puede concordar y abrazarse con la más desnuda verdad” (153). Ferrater Mora envió su ensayo a María Zambrano, quien, desde La Habana, como ya vimos, le respondía el 18 de septiembre de 1944 con una larga y entusiasta carta, donde le agradecía su libro por “hacerme ver y sentir de nuevo a don Miguel”. Para la malagueña, lo más logrado del ensayo sería “el diseño del personaje en el hombre de carne y hueso” y, relacionando las ideas de Ferrater Mora con las suyas, afirma que “el Cristianismo trágico de Don Miguel es un alma sin fondo, y a mi entender es la médula de la historia religiosa de Europa”, animando a su amigo barcelonés, como vimos, a continuar el diálogo con Unamuno. En una postdata manuscrita, Zambrano apuntaba, con vaguedad deliberada: “Hay una cosa terrible en el libro de Marías sobre Unamuno expone… Una de las cosas que a mí me dieron temor… Pero los Príncipes raras veces participan…”. El



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hecho de que Julián Marías hubiera publicado en 1943 su libro sobre Unamuno arrebató a Ferrater Mora la primacía cronológica en la interpretación de su obra, aunque, como veremos, el exilio preferirá con mucho su estudio. La ocupación con Unamuno no será para el pensador catalán en su devenir posterior tan relevante como en María Zambrano. Si su caracterización como homo hispanicus se imbricaba en una etapa de su pensamiento definida por su preocupación por las particularidades nacionales, y que tendría en Les formes de la vida catalana (1944) y Cuestiones españolas (1945) sus hitos fundamentales, a partir de su emigración a Estados Unidos en 1949 y su establecimiento como profesor de filosofía y español en el Bryn Mawr College de Pensilvania, el impacto de la filosofía anglosajona y, sobre todo, del estudio de Ludwig Wittgenstein lo llevarán por caminos muy distintos, de indagaciones sobre los límites del lenguaje y el lugar de la filosofía en el mundo actual. Con todo, su libro sobre Unamuno se reeditaría en 1957, esta vez en la editorial Sudamericana, de Buenos Aires, y en 1963 aparecería en inglés como Unamuno. A Philosophy of Tragedy, traducido por el joven hispanista Philip Silver.5 En 1985, ya retornado a España y a su Barcelona, publicará una “edición renovada” de Unamuno. Bosquejo de una filosofía,6 donde hace algunos cambios y adiciones que no alteran demasiado el sentido de su libro, aunque su nueva división en ocho apartados temáticos y la revisión del estilo le dan un carácter más divulgativo y menos ensayístico. En su nuevo prefacio declara que quiso “medir a Unamuno con su propia medida, sacrificando la tentación que tiene siempre un filósofo de poner por delante su propio pensar” (11). Con la perspectiva de los años pasados, Ferrater Mora no duda en afirmar que “la filosofía de Unamuno se aproxima a la ‘existencialista’, o a la ‘existencial’, más que a ninguna otra”, aunque para comprenderlo no bastaría con filiarlo dentro de esa corriente filosófica, dada la originalidad de su pensamiento y cómo convergen

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Ferrater Mora (1962). Ferrater Mora (1985).

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en él otras corrientes. En un colofón añadido, “Unamuno, hoy”, se pregunta si “la personalidad de Unamuno, y la visión del mundo que de ella dimana, ¿no son a la hora actual asuntos periclitados?” (151). Su respuesta reafirma la vigencia de “un pensamiento inagotable”, definido como una “filosofía de la personalidad que es, de punta a cabo, personal” y que nos seguiría convocando, por atañer a cuestiones que no prescriben.

III

Jacinto Grau, una mirada levantina y empática sobre Unamuno

Unamuno fue la mayor cantidad de hombre pensante y emocional que he conocido en mi vida. Jacinto Grau, Unamuno. Su tiempo y su España (1946)

La interpelación que sintiera muy pronto María Zambrano desde la obra de Unamuno sería sentida por otros autores, en apariencia muy lejanos en cuanto a estética y preocupaciones, como sería el caso del dramaturgo Jacinto Grau (Barcelona, 1877-Buenos Aires, 1958), autor tan innovador y reconocido allende nuestras fronteras (en especial por El señor de Pigmalión, estrenada en París bajo la dirección de Charles Dullin y en Praga con la dirección de Josef Čapek1) como

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Véase al respecto Vázquez Touriño (2010).

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poco exitoso en su país, que ya en 1937 había salido de España al ser nombrado cónsul general en Panamá, marchando a Chile en 1938 y un año después a Buenos Aires, donde permanecerá exiliado hasta su muerte y donde ya en 1943 publicaba el folleto Unamuno y la España de su tiempo,2 que tendría una edición muy ampliada tres años después bajo el título Unamuno. Su tiempo y su España.3 Se trata de un ensayo personal y algo digresivo a veces, donde Jacinto Grau, según señala en varias ocasiones, no pretende realizar un análisis de la filosofía y la poética unamunianas, sino, escribiendo “con el corazón y no con tinta neutra” (9) y utilizando, según dice, su vocación dramática, adentrarse en el alma de Unamuno, ponerse en su lugar para desde ahí contemplar el tiempo y el país que le tocó vivir. Grau fundamenta su empeño en su conocimiento personal de Unamuno, a quien habría “tratado muy íntimamente” y que para Grau “fue la mayor cantidad de hombre pensante y emocional que he conocido en mi vida”, pero, como se encarga de matizar enseguida, “Unamuno jamás fue para mí, cual otros hombres de pensamiento, una emoción intelectual. ¡Jamás! Fue una emoción total, humana” (11). El ensayo de Grau se abre con un capítulo biográfico, “El hombre que fue Miguel de Unamuno”, que no pretende ser “una fácil biografía de diccionario”, innecesaria por lo muy conocido de “la vida exterior” de Unamuno y sus vicisitudes, por lo que importa más resaltar el calado de ciertos datos. Se comienza señalando las raíces vascas y bilbaínas de Unamuno, que, según Grau, se imbrican en lo castellano por la “íntima y subterránea afinidad consubstancial de sangre y de médula entre la meseta central y Vasconia” (15), de modo que “ninguna región española se incrusta tan penetrantemente como la vasca en el alma castellana” (16), opuesta a cambio en todo a lo levantino y mediterráneo, cuya incomprensión será uno de los escasos reproches que Grau hará a Unamuno. El vasco, para el barcelonés, se caracteriza por dos condiciones esenciales, “el arrebato y la pasión”, y Unamuno

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Grau (1943). Este folleto, de hecho, recogía unas “Estampas”, previamente publicadas en el periódico Argentina Libre. Grau (1946).



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“nació ya con la angustia metafísica ingénita y con el arrebato en el tuétano de los huesos. Era demasiado vital y fuerte para ser un producto sólo del libro y la cultura, como Ortega y Gasset” (17). Esto se trasluciría, para Grau, en la unidad entre hombre y obra, pues “nadie más fundido a su obra que Unamuno. Tanto, que basta evocarlo para que se ponga en pie toda su literatura” (19). Grau retrata a Unamuno como un hombre excepcional, que destacaba ya desde su apariencia física, pues “las carnes de Unamuno, toda su estructura física, toda su morfología individual exterior, eran una rotunda afirmación de algo muy visible. Advertíase enseguida la continuación de un yo fuertemente enraizado en sí mismo y la expresiva determinación de un espíritu. Verlo, era descansar de la vulgar geometría de los rostros del montón” (39). Su egocentrismo, que se le reprochaba, sería para Grau, nietzscheano confeso, “señal de vitalidad”, y evocará sus diálogos con Unamuno, que eran “un incendio de almas. Las ideas ardían; las invectivas, las fulminaciones, los ascos y los desprecios surgían vibrantes y rotundos” (21). Grau expone luego en dos capítulos, “La agonía” y “La contra agonía”, lo que considera el núcleo del pensamiento unamuniano. En el primero, Grau se implica en la agonía por la conciencia de nuestro ser mortal, que comienza describiendo en sus propios términos, desdeñando primero el pobre consuelo de la prolongación en los hijos, pues “en cuanto a la inmortalidad terrestre en nuestros hijos, para los seres de plena personalidad es un consuelo panglosiano, de una ineficacia total, porque nosotros somos nosotros y no nuestros hijos. Éstos pueden ser muy distintos a nosotros, y a la postre, seguirían el destino de la especie” (68), y señalando luego lo vano de la pretensión de inmortalidad por la obra literaria, pues, en el mejor de los casos, esta será conocida por unos cuantos, pero será tan pasajera como la minoría culta que la aprecie y “lo que tiene de limitado, de concreto, deja inédito mucho de nuestra alma, sedienta y movible, y por ingente que esa obra sea, no nos da fatalmente a una posteridad inacabable” (69). Pese a esta futilidad, esta conciencia que Grau muestra sentir serviría de incitación creativa, “el íntimo y generador motivo constante de la obra de hombres de la condición de Unamuno […]. Por mucho que cambie el panorama de la obra, ensayo, novela, drama, crítica,

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Un segundo destierro

versos, todo arranca de esa agonía y todo tiene sus raíces en ella” (71). A pesar de comprenderlo, Grau se separa de Unamuno por su visión descreída y pagana de la existencia que lamenta “el veneno cristiano” (81) inoculado en la civilización europea hace dos milenios. Grau habla luego de la “contra agonía”, que sería el hedonismo o sabiduría de vida levantina, que él comparte, “el consuelo terreno de los hombres del Mediterráneo, capaces, por sensibilidad, de adormir en descanso, al inquietante demonio socrático o al tábano de la inquietud, gozando el instante dorado y pleno […], sorbiendo a pleno aliento el magnífico y opulento espectáculo de las cosas vanas, en incesable palingenesia, y el divino fulgor de la Naturaleza en esplendor”, cosas todas que no podían satisfacer al hombre “de apetencia frenética y exacerbada de Dios” que era Unamuno, “vasco-castellano, antítesis del levantino” y que, según Grau, “escupía al Mediterráneo”. De hecho, “el Levante y Unamuno son los dos antípodas del sentimiento humano”, entre los que el dramaturgo catalán lamentaba la imposibilidad de una síntesis: “Y ésa fue una fatalidad de raza, de la gran raza vasco-castellana, y una desgracia para Unamuno, que pudo dialogar con la sabiduría de Salomón, pero no pudo enternecerse ni detenerse en todos los deleites que no negó el Rey Sabio a sus ojos y a su corazón” (93). A continuación, Grau pasa a describir lo que, con curiosa fórmula, llama “los tigres de Unamuno”, que serían la envidia y la vanidad, “pasiones incubadas en su propia sangre” (98). La primera de estas pasiones sería “uno de sus tigres, a los que él no pudo, ni amansar, ni menos domar”, a pesar de que lo intentara dándoles “cuerpo y relieve” en su novela Abel Sánchez, de cuya intención supo Grau en conversación con Unamuno en Salamanca, cuando este, según recuerda, se lamentaba de que, frente a las mil variantes del adulterio tratadas en la literatura de sus contemporáneos, “otras pasiones mucho más hondas y abismáticas como la envidia, quedaba en general de lado, o sistemáticamente soslayada” (102). Grau afirma que esa nociva pasión estaba “enraigada en los huesos de Unamuno” (104), un “complejo de envidia encuevada hasta los tuétanos” (112) y cita como ejemplos sus ataques sin argumentos a Pérez Galdós, escuchados por él de viva voz, o sus reticencias hacia Nietzsche, a pesar de las deudas con su obra.



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Algo que lamenta Grau en “uno de los hombres a los que más va debiendo ya el pensamiento humano, a uno de los raros avivadores del espíritu, que con el tiempo vendrá a constituir un ciclo de esta época, como constituye Platón el ciclo máximo de la filosofía helénica, perpetua nodriza de nuestro occidente” (113). En cuanto a “la vanidad de Unamuno”, Grau es más condescendiente, pues la considera un “magnífico signo de valía, cuando la valía existe” (121) y desglosa en el escritor vasco un doble sentido de su vanidad: por una parte, la sed de gloria y ansia de fama; por otra, la conciencia de la vanidad de las glorias y cosas mundanas como formulara el Eclesiastés. De todos modos, como dirá más adelante, la vanidad de Unamuno no es sino “una sombra de afán de pervivencia, del afán de sobrevivirse” (155). Tras estos capítulos más biográficos, Grau trata en sendos epígrafes la obra y la filosofía de Unamuno, aunque ya había señalado lo indiscernible en este caso de hombre y obra, pues “la obra de Unamuno, sin contar la lírica, forzosamente subjetiva, es una de las más egocentristas, dentro de la indispensable objetividad de todo poema, drama o novela” (128) y la contrapone a la de Pérez Galdós, el único escritor contemporáneo español que pueda comparársele y que desaparece tras sus personajes: “Galdós es un rumor del mundo y de su mundo. En Unamuno, el mundo se presenta siempre por el tamiz de su propio intelecto […]. Unamuno lanza al mundo sus personajes después de haberlos pasado por el alambique de su alma creadora” (128). Por eso, Unamuno sería impermeable a las modas literarias o artísticas, “es un gran espíritu, un gran artista: no un modisto” (129), al contrario que celebridades como Picasso, al que Grau censura “haber sido agradador de los marchands, y a pretexto de rebusca y evoluciones, haber seguido unas modas, pronto pasadas de moda, de las que va a quedar mucho menos de lo que se figuran los pobres buscadores de originalidad sin originalidad” (129-130). Nada más contrario al espíritu de Unamuno, cuya mayor virtud sería la fidelidad a sus preocupaciones íntimas y su sinceridad: Unamuno trasluce todo él profundidad, angustia en la persecución de las verdades fundamentales, y una sinceridad sin aliño ni eufemismos, para mostrarnos su alma, tan desnuda como la estrella. A mi ver, ésta es

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Un segundo destierro la más alta y valiosa cualidad de Unamuno, que le hará durar para España y el mundo tanto como perdure lo mejor del espíritu del hombre. En esta condición y excelencia de los contados espíritus próceres que son, han sido y serán, Unamuno tiene quien le iguale; quien le supere, no. (130-131).

Esto se podía apreciar en su poesía, “a mil leguas de toda delicuescencia, de espaldas a todo prurito preciosista, con un barroquismo al natural, sin acordarse de ninguna modalidad en boga, pasada o actual”, una lírica que, como veremos, recibirá una notable revalorización crítica por parte de los escritores del exilio y de la que Grau cita el poema “Aldebarán” como prueba de que Unamuno es “uno de los más singulares líricos de la literatura universal, con espíritu místico sin fe: espíritu expresado a veces con asperezas y con aristas de lenguaje duras como las del diamante” (133). Dentro de su obra, Grau encomia también el valor de la “interesantísima literatura epistolar unamunesca” (132), de la que lamenta la más que probable pérdida de muchas de las cartas. El dramaturgo barcelonés sabía que, por ejemplo, su casa había sido saqueada por los falangistas, como las de otros corresponsales de Unamuno. Grau elogia también su capacidad para “forjar grandes caracteres de una pieza” (135) en sus obras, tanto novelescas como dramáticas. El hombre de teatro que era Grau celebra la versión unamuniana de Fedra y, en general, de un teatro en el que “Unamuno no se preocupó de servir los bajos gustos del público de su país y de su tiempo” (136). El barcelonés respira por la herida cuando equipara su propia situación a la de Unamuno: El que esto escribe sabe por experiencia lo que cuesta ser artista de veras. Y sabe también que éstos, aunque quieran, no pueden ni mistificarse ni falsificarse, por grande que sea su concupiscencia y su debilidad, ante los ruidosos y vanos éxitos del arte adobado a las circunstancias, arte que se convierte fatalmente en pestilente guisado y deja de ser arte instantáneamente, por mucho ruido que meta, en el corto espacio y tiempo donde se entierran definitivamente todos los flatos poéticos y artísticos, por bien falsificados que estén (137).



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Con todo, Jacinto Grau se excusa por no adentrarse más en el análisis de la obra de Unamuno, recordando que el fin de su ensayo “no es estudiar la labor de don Miguel en toda la integridad que se alcance, sino bucear en el hombre creador de un apasionado, luminoso y ardiente mundo subjetivo, inquirir en el sujeto y en su medio ambiente, para intentar dejar un boceto del alma volcánica, tumultuosa, profundamente pensante, de uno de los más acusados varones representativos que ha tenido el solar hispánico” (135). En cuanto a la filosofía de Unamuno, Grau comienza por preguntarse si este fue “lo que se llama un filósofo”, para responderse: “Indudablemente no” (147). Grau afirma que “la filosofía por sí sola supone una impasible serenidad intelectiva, con la razón y el puro análisis siempre en juego, dispuesta a explicarse todo lo explicable y lo inexplicable. Nada más lejos de Unamuno que esto” (148). Grau define a Unamuno como “un primordial escritor ensayista, con una gran sed de filosofía viva” (148), pero, en general, no logra, en probablemente el capítulo más desgalichado de su libro y en el que se embarca en un comentario del Miguel de Unamuno de Julián Marías, que acababa de aparecer en la España franquista, exponer con coherencia la “individual filosofía peculiarmente existente” en Unamuno. En efecto, Grau se hace eco de la aparición del libro de Julián Marías sobre Unamuno, con el que será más benevolente que otros exiliados. Confiesa que compró el libro de Marías “con todas las naturales prevenciones contra un libro publicado en la España de estos tiempos, abierta a todos los cánceres seculares, que han contribuido a su desmembramiento, y afligida con su indigna y criminal dictadura totalitaria de viejo tipo gastado y agonizante, y, por tanto, bajo la férula de una censura asesina, mantenida por unas gentes de las que salió el famoso rebuzno que no grito de ¡muera la inteligencia!” (150). Pese a lo cual, ha de reconocer que el acendrado catolicismo de Marías “apenas gravita, y desde luego, no enturbia ni encona” un estudio “inteligente y documentado” que muestra “claridad y pericia” (151), y al que solo reprocha, aparte de padecer demasiado “la influencia de su maestro Ortega”, el haber mostrado “más al Unamuno cerebral, que el Unamuno humano” (152).

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El último capítulo, “La España de Unamuno”, comienza con una diatriba contra la España de la Restauración borbónica, “ahogada, embrutecida, mistificada, pletórica de ficciones” (167), con la que hubo de coexistir Unamuno durante la mayor parte de su vida, una sociedad donde “se comprende mejor la tragedia íntima de don Miguel de Unamuno y Jugo” y ante la cual “se rebeló una vez más, con unas palabras de todos conocidas, inmortales y lapidarias, y en su inesperada muerte, que siguió a esas palabras, se fue, dejando tras de sí una obra ingente y magnífica: una indeleble huella más del gran carácter hispánico, y extinguióse por asco, como tantos españoles que llenan la Historia y siguen resonando en el mundo” (187). En una “Advertencia” a modo de epílogo, Grau reitera no haber querido pergeñar un “estudio literario o filosófico” de la obra unamuniana, sino mostrar a Unamuno “en el lapso de su existencia consciente, sujeto como todos los nacidos a desempeñar un papel en la tragicomedia humana” (192). Siguiendo el símil teatral, Grau afirma que “dentro de mi condición de autor dramático, en la acepción auténtica y por tanto de hombre que debe sentir todas las almas y transfigurarse en ellas y no sólo en la suya propia, dentro pues de esa condición, he procurado reproducir […] en el ámbito de una psicología penetrante, su escenario y sobre todo su acción y persona” (192). En ello habría podido salir airoso por la íntima ligazón, repetida una y otra vez, entre Unamuno y su obra. El hecho de que Jacinto Grau, hombre de teatro, hiciera sus únicas incursiones en el género ensayístico para hablar de Miguel de Unamuno indicaría de por sí la importancia que la obra del escritor vasco tuvo para el barcelonés, que, de hecho, muestra una clara influencia unamuniana en algunas de sus mejores obras anteriores al exilio, como en El hijo pródigo (1918), que tematizaba el mito de Caín y Abel, justo un año después de la publicación de Abel Sánchez.4 La influencia de Niebla es asimismo innegable en otra de las obras más reconocidas de Grau, El señor de Pigmalión. La sintonía entre ambos

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Hecho apuntado por García Lorenzo, de cuyo artículo “Unamuno y Jacinto Grau” (1982) soy deudor en estos párrafos finales.



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se confirma si revisamos la producción teatral de los primeros años del exilio de Jacinto Grau. Ya en la introducción a Los tres locos del mundo. La señora guapa (1943), Grau se identifica con el cristianismo agónico unamuniano, y el prólogo que antecede La casa del Diablo. En Ildaria (1945) se dedica en buena parte a comentar el teatro de Unamuno identificándose con sus postulados, algo nada de extrañar, pues la obra dramática de Grau, tan tristemente olvidada, es un teatro de las pasiones, teatro más de palabra que de acción, y con un sentido trágico que era inevitable que le hiciera sentir empatía con Unamuno, como también le despertaría simpatía su crítica a la cerrazón de los empresarios teatrales, “microbio del arte dramático” para Unamuno, algo que suscribiría sin duda Jacinto Grau, tan desafortunado en sus intentos de poner sus obras en la escena española, pese a sus éxitos internacionales.

IV

Recuerdos de Unamuno en el exilio

Unamuno, el eterno disidente, es la pasión por la Verdad. Carlos Esplá, Unamuno, Blasco Ibáñez y Sánchez Guerra en París (1940) No ha habido paradojas en la vida de don Miguel. No ha estado hoy con unos y mañana con otros […]. Ha estado siempre consigo mismo. Francisco Madrid, Genio e ingenio de Don Miguel de Unamuno (1943) Unamuno ha reanudado el hilo roto del diálogo de Don Quijote y Sancho, y su obra multiforme es continuación de la quijotesca. Su muerte tiene la misma emoción y grandeza que la de Alonso Quijano, llevado entre barro a su casa por la vulgaridad incomprensiva. El Don Miguel de Salamanca ha luchado fieramente contra los anti-quijotes que han hundido a España. Eduardo Ortega y Gasset, Monodiálogos de don Miguel de Unamuno (1958)

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Un segundo destierro

El hecho de que, quince años antes del final de la Guerra Civil española, Miguel de Unamuno los hubiera precedido como exiliado, aunque fuera finalmente de modo voluntario y ante una dictadura que no ponía en riesgo su vida, suscitaba un vínculo entre los exiliados republicanos de 1939 y el exiliado liberal de 1924. El haber ya compartido esa emigración política en Francia será, para algunos, timbre de gloria y, a la vez, les habrá dado una visión distinta de un hombre que, desarraigado de su vida familiar, habrá compartido confidencias y desventuras con compañeros del exilio, razones suficientes para poner esos recuerdos por escrito, desde un destierro muy distinto, pero que, al menos en los primeros años, se esperaba tuviera un final feliz como el de Unamuno. El primero en evocar ese exilio compartido será el periodista y político republicano Carlos Esplá (Alicante, 1895-Ciudad de México, 1971), quien, durante la dictadura de Primo de Rivera, se había exiliado en París, desde donde trabajó como corresponsal para diarios como El Heraldo, El Sol o La Vanguardia, además de desempeñarse como secretario particular de Vicente Blasco Ibáñez.1 Diputado de Izquierda Republicana entre 1931 y 1936, durante la Guerra Civil fue ministro de Propaganda en el Gobierno de Largo Caballero, apoyando, por ejemplo, la publicación de la revista Hora de España. Exiliado en México, en la pugna entre socialistas prietistas y negrinistas se situó del lado de los primeros, trabajando en tareas de organización del JARE (Junta de Ayuda a los Refugiados Españoles). En 1940 publica en Buenos Aires su libro Unamuno, Blasco Ibáñez y Sánchez Guerra en París (Recuerdos de un periodista).2 El breve libro lleva un prólogo de Augusto Barcia (Vegadeo, Asturias, 1881-Buenos Aires, 1961), correligionario de Izquierda Republicana, quien resalta que su amigo Esplá, “de Unamuno, del vasco genial, tan genial como receloso y ladino, mereció confianzas que el gran don Miguel no dispensó a nadie” (9). En cuanto al autor del libro, Carlos Esplá, declara que su intención es contar la “petite histoire” del exilio en Francia de esas tres

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Véase la biografía de Angosto Vélez (2001). Esplá (1940).



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personalidades con las que convivió, que fueron “prólogo y clarín de la España de 1931” (14). Esplá se encontraba en París cuando se produjo el golpe de Estado de Primo de Rivera, que convertiría a la ciudad, como lo fuera en varias ocasiones durante el siglo xix, en “refugio de desterrados políticos españoles” y en “capital espiritual del honor español, de la libertad proscrita, de la inteligencia ultrajada, de la patria encadenada” (1718), según proclama Esplá con su ampulosa retórica de republicano casi castelarino. El alicantino recuerda que en Francia venía de ganar el cartel de izquierdas comandado por el radical Herriot y que era por ello destino idóneo para que llegaran “los perseguidos del ‘nuevo orden’ europeo” y, entre ellos, “el primero de los desterrados españoles, don Miguel de Unamuno” (20). Esplá describe las circunstancias, tan conocidas, de cómo el 21 de febrero de 1924 Unamuno se vio forzado a salir de su hogar salmantino para marchar al ostracismo en Fuerteventura. El periodista alicantino opina que “el dictador no sabe quién es Unamuno. Lo creía un pobre profesor de griego, atacado de la chifladura de escribir en los periódicos” (22), cuando “para la juventud universitaria española, Unamuno era el maestro auténtico” y, fuera de España, su deportación levantó “una tempestad de indignación” (23). Esplá describe la frugal vida de Unamuno en Fuerteventura, sus largas caminatas y cómo, según declarara, hizo el “descubrimiento prodigioso” del mar: “Sentado sobre una roca, frente al Océano, en el pecho del poeta brinca la nostalgia” (25). El desterrado habría acogido con desconfianza la visita de Dumay, director de Le Quotidien, que “le propone raptarlo” y llevarlo a París, aunque finalmente accede, “atraído por la travesura y por la esperanza de poder escribir con libertad en París” (27), y parte, según Esplá, habiendo prometido hacer un libro titulado Don Quijote en Fuerteventura, “que no llega a escribir”. Al día siguiente de llegar a París, Unamuno habría preguntado a un joven español: “¿Dónde se reúnen ustedes?”, y, al responderle que “en La Rotonde de Montparnasse”, este café “sustituirá a la Cacharrería del Ateneo”, ya que, según Esplá, “don Miguel es hombre de café, de tertulia” (30), algo quizás más aplicable a sí mismo. Pero, según el alicantino, de hecho, Unamuno habría vivido una “agonía parisién”, echando de menos el mar

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y la naturaleza abierta al infinito y “sólo en la Rotonde, en la peña de jóvenes españoles, encuentra calor de familia y de patria” (31), a pesar de que allí le desconciertan los “bohemios sablistas y sus amigas pintarrajeadas, que fuman y enseñan las ligas” (32). La amistad con su traductor al francés dará a Unamuno otro refugio, “el estudio de Cassou, frente a la isla de San Luis”, donde encuentra “un poco de su España” (35). Por lo demás rechazaría los salones parisinos, en los cuales “su pasión de monologuista, su inquietud, su misticismo, sus paradojas, su fondo patético, desconcierta a los franceses prudentes, cartesianos, materialistas, ordenados con las ideas bien claras y clasificadas”. Por su parte, Unamuno les corresponde, desdeñando “la circunspección, las frases hechas y los lugares comunes en cualquier idioma” (35). El relato de Esplá es rico en anécdotas, por ejemplo, sobre la relación de Unamuno con su traductor al inglés, Crawford Flitch, que se negaba a cruzar a la orilla derecha del Sena, a pesar de las tretas de Unamuno para conseguirlo; sobre el día en que asistió al “entierro de un niño español, de ocho meses, en el cementerio de Pantin” (44), o sobre la respuesta que dio a un periodista francés que le preguntó qué pensaba de la dictadura “el español medio”, ante lo que respondiera: “No conozco españoles medios. En España los hombres son enteros” (48). Finalmente, dado que no consigue superar “el dolor de España”, Unamuno “marcha a Hendaya”, donde será “portero de la patria” y recobrará el bienestar, pues “todo lo ata a aquella tierra, que es la suya. Ve salir y ponerse el sol por las montañas de su España vasca” (45) y “cuando habla, cree que su voz se oye en España, en su Vizcaya vecina” (46), más aún en Guipúzcoa, suponemos, todo ello hasta que “un día, caído el dictador, cruza el puente de Irún y entra en España para seguir su lucha sin fin, su lucha con todo y con todos, a veces, también, consigo mismo” (49). Esplá luego enlaza con sus recuerdos de Blasco Ibáñez, tan distinto, afirmando que “si en esta lucha, Unamuno, el eterno disidente, es la pasión por la Verdad, Blasco Ibáñez es la acción por la República” (51), recuerdos, con todo, más breves, como lo serán los de Sánchez Guerra, pues quizás no produjeran un anecdotario tan rico como el de Unamuno.



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De parecido cariz, pero de mayor amplitud, es el libro Genio e ingenio de Don Miguel de Unamuno (1943), del periodista Francisco Madrid.3 De verdadero nombre Francesc Madrid Alier, había nacido en Barcelona en 1900 y moriría tempranamente en su exilio bonaerense, en 1952. En el mundo del periodismo desde muy joven, fue redactor de varios periódicos barceloneses como La Publicidad, El Día Gráfico o L’Esquella de la Torratxa, escribiendo en catalán y castellano. En política, republicano liberal, su hostilidad al anarquismo le llevó a trasladarse a Madrid, donde trabajaría para El Sol, La Voz (del que llegaría a ser vicedirector, a las órdenes de Paulino Masip), El Liberal y Heraldo de Madrid. En calidad de corresponsal de estos dos últimos diarios estaba en París cuando llegara para su exilio Miguel de Unamuno. Francisco Madrid se encontraba en Francia cuando estalló la Guerra Civil y regresó de inmediato a España. Sería deplorablemente detenido en la frontera por milicianos anarquistas y liberado gracias a la mediación del presidente de la Generalitat catalana Lluís Companys, tras lo cual fue nombrado secretario de la Embajada de la República española en Buenos Aires, adonde llegó en compañía de su esposa y de su hija en octubre de 1936. Desde allí continuó colaborando en la prensa republicana y comenzó una exitosa carrera como autor teatral y guionista de cine. Colaboraría en Catalunya, revista del exilio nacionalista catalán y, entre sus libros, cabe destacar, aparte del que nos ocupará, La vida altiva de Valle-Inclán (1943), en que recoge anécdotas sobre la vida del escritor gallego. Confiesa Francisco Madrid que “si yo tuviera mayor responsabilidad literaria me gustaría escribir un libro titulado Unamuno o el liberal […]. Mas como la primera virtud del hombre es conocerse y eso lo aprendí de él, ya que carezco de condiciones para ello” habría decidido limitarse a un libro de “anécdotas, frases, pensamientos” con el cual pudiera surgir “a los ojos del lector la silueta de un Unamuno, combatiente, jovial, humano, liberal y justiciero que es el que amamos los hombres que le conocimos y que aprendimos a amar la justicia y la

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Madrid (1943).

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verdad por encima de todas las conveniencias y de todos los clanes” (28). Y afirma una idea que querrá ver demostrada tras este libro de testimonio: “No ha habido paradojas en la vida de don Miguel. No ha estado hoy con unos y mañana con otros […]. Ha estado siempre consigo mismo” (26). Cuenta el autor que, por su juventud, desde el primer día que se conocieron en París, “don Miguel me hizo la merced de su afecto” (13), lo cual le dio ocasión para escuchar multitud de monólogos, comentarios y chascarrillos del vasco, lo que dejó en el periodista catalán una imborrable impronta: “Aquel año de París lo recuerdo como uno de los más importantes de mi vida” (15). En el transcurso de esos meses, Madrid tuvo el privilegio, por ejemplo, de que Unamuno, a la vuelta de asistir a una misa ortodoxa, le expusiera en primicia “¡para mí! ¡solo para mí! su teoría sobre religión, cristianismo y cristiandad que había de ser las ideas básicas de su dramático libro La agonía del cristianismo” (83). Pero Francisco Madrid mantuvo el trato con Unamuno tras su regreso a España, y de ahí que divida su libro en varios capítulos cronológicos: “Juventud. Salamanca”, “Del destierro”, “En el Ateneo de Madrid”, “Política y políticos. Pasillos del Parlamento”. Madrid alterna breves comentarios provocadores o bromas de Unamuno4 con la reproducción de textos como la famosa carta publicada en Nosotros que aceleró su destierro, el texto de su última lección en la Universidad de Salamanca o los artículos que escribió antes y durante la revolución de Asturias, donde evidencia su hostilidad a quienes pronto se erigirían en los salvadores de España. Así, denuncia por ejemplo que “a esos de la Acción Católica no los mueven, en general, sentimientos religiosos, sino resentimientos políticos” (206) o se indigna ante la “infantilidad aterradora” de los jonsistas y falangistas (los “fajistas” para él) “que juegan a la violencia. Con camisas negras, o azules […]. Mejor los descamisados” (227).

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Valga como muestra: “En el fondo de los libros que hacen los eruditos sobre los grandes escritores late un rencor, una rabia reconcentrada sobre el creador; la misma del eunuco que escribiera sobre don Juan” (144-145).



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Frente a quienes le reprocharan su actuación política, Francisco Madrid reitera que “Unamuno no podía estar afiliado a ningún partido. No era, no podía ser un ‘ista’ cualquiera. Él era, como lo ha dicho y repetido, ‘liberal’. Y por ser liberal, justiciero” (202). En un breve epílogo, Francisco Madrid habla de la “doble destitución” del Rectorado que sufrió Unamuno e intenta responder a la difícil cuestión de “cómo don Miguel, liberal —liberal por excelencia— se había sumado al golpe pretoriano del 16 de julio [sic]”. Basándose en su conocimiento personal de Unamuno, recuerda que “su misión fue la de estar siempre frente a los que tuviesen el poder. La oposición para él era el lugar de la justicia. Aun en el poder hubiera sido ‘opositor de sí mismo’” (250). Si Unamuno se adhirió al golpe habría sido porque creyó que los militares “sólo iban contra el Gobierno […]. Mas al darse cuenta del alcance de la rebelión, Unamuno se revolvió contra quienes entregaban España al saqueo internacional y a la más feroz y sangrienta de las guerras civiles. ¡Cómo iba a estar Unamuno al lado de cuanto había combatido toda su vida!” (250-251). En esa certidumbre estaba Francisco Madrid de acuerdo con la práctica totalidad del exilio republicano español. Tampoco dejó de poner por escrito sus recuerdos de Unamuno en París el periodista Corpus Barga (Madrid, 1887-Lima, 1975), quien había coincidido con él en París, donde el madrileño era corresponsal de varios diarios desde hacía años. Los galgos verdugos (1973), el último volumen de su autobiografía Los pasos contados, incluye un capítulo titulado “Blasco Ibáñez y Unamuno en París. O el Mediterráneo y el Atlántico salidos de madre”.5 Corpus Barga se atribuye la idea que asumió el director de Le Quotidien de traer a Unamuno de Fuerteventura. El madrileño, cuyo estilo periodístico fue muy ensalzado por sus contemporáneos, apenas supera en este capítulo el nivel de la anécdota. Así, afirma por ejemplo que “don Miguel en contra de lo que se ha dicho no parece que fuera un místico, era un asceta que comía de postre platos colmados de confitura sustitutivos del alcohol” (299); cuenta cómo Léon Daudet,

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Corpus Barga (1986: 297-316).

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desde L’Action Française, comparando el destierro de Unamuno con el de Víctor Hugo “le llamaba Unamugo sin saber hasta qué punto en situaciones normales hubiera podido herir a Unamuno tan cuidadoso de su originalidad” (300), o, sobre su proverbial fidelidad matrimonial, una vez “ante la admiración que mostraban sus acompañantes por una belleza rubia con quien se cruzaron tuvo que decir lo contrario que éstos, declaró que la única mujer que podría hacerle faltar a la fidelidad conyugal sería una negra, corrió el dicho por Montparnasse y por eso enfrente de las mesas en que se sentaba Unamuno con los españoles se sentaban en la Rotonda las negras modelos que había en Montparnasse. Unamuno no se fijó en ellas” (309). Más interés tiene su testimonio sobre el banquete del PEN Club, al que asistieron también, entre otros, Paul Valéry o James Joyce y donde “dejó prendido al público” con un discurso sobre el tópico del au-dessus de la mêlée, apostando por estar, al contrario, “debajo de la pelea, en lo más profundo de la pelea”, recibiendo una cerrada ovación (309-310). Para Corpus Barga, que escribía en una época de casi unanimidad sobre la literatura engagée, Unamuno habría sido “el precursor de esta evolución” hacia el compromiso. Corpus Barga también evoca la relación entre dos exiliados tan distintos como Blasco Ibáñez y Unamuno. Ante la añoranza de este por Gredos, el cosmopolita valenciano le replicaba: “Qué Gredos, Gredos, don Miguel, el Colorado, el Colorado, yo lo he visto en mi vuelta al mundo y le aseguro a usted que es lo más impresionante que he visto” (315). Pero, sentencia Corpus Barga, “a pesar de su oposición constante o debido a ella diría Unamuno esos dos hombres de personalidad opuesta se hicieron amigos de verdad” (315). Pero, sin duda, el más valioso libro testimonial sobre el destierro de Unamuno en Francia es el que escribiera Eduardo Ortega y Gasset (Madrid, 1882-Caracas, 1965), el hermano mayor del célebre ensayista (o filósofo, según algunos), y quien fuera compañero de exilio del bilbaíno. Junto a Unamuno editó las clandestinas Hojas Libres en Hendaya y, después de regresar a España, sería el primer gobernador civil de Madrid durante la República. Posteriormente sería nombrado fiscal general de la República, pero dimitió del cargo durante el Gobierno de Negrín, en noviembre de 1937, por discrepancias con



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los comunistas. Abandonó España, pero continuó actuando desde Francia en favor de la Segunda República hasta diciembre de 1939, momento en el que embarcó para Cuba, país al que llegó en mayo de 1940 y en el que permaneció hasta 1953, cuando emigró a Venezuela. En ambos países desarrollaría una amplia trayectoria como periodista político. En 1959 viajó a La Habana, desde donde escribió una serie de reportajes donde apoyaba la Revolución encabezada por Fidel Castro. Falleció cuando estaba escribiendo Testimonio, una historia de España en la que trataba de explicar el origen de la tragedia de la Guerra Civil. El libro que nos interesa, Monodiálogos de don Miguel de Unamuno, fue publicado en 1958 por las Ediciones Ibérica, de Nueva York, vinculada a la revista Ibérica, dirigida por Victoria Kent, y muestra el gran impacto que dejaron en el periodista político los momentos compartidos con el escritor vasco treinta años atrás. La reproducción de los “monodiálogos” de Unamuno está precedida por dos amplios textos prologales, especialmente interesantes para conocer la posición de un autor como Eduardo Ortega y Gasset, tan olvidado como escasamente prolífico. En su “Proemio”, Eduardo Ortega y Gasset establece una llamativa tríada al afirmar que “en Cervantes, en Unamuno, en mi hermano José, hallaremos los rumbos de la honda existencialidad de España” (7). Como gran parte de los mantenedores del republicanismo histórico, Eduardo Ortega y Gasset comulga con un nacionalismo esencialista en el que incluye a su hermano, con quien mantuvo una afectuosa correspondencia y un fuerte vínculo a pesar de sus diferencias políticas. Siguiendo el modelo de las conversaciones de Eckermann con Goethe, Ortega y Gasset transcribe las conversaciones que tuvo con Unamuno en Hendaya, pero sus Monodiálogos de don Miguel de Unamuno tienen la función, además, de reafirmar una imagen de España adulterada por quienes la gobernaban dictatorialmente. Como creyera también su hermano, Eduardo Ortega y Gasset ve en la magna obra cervantina una clave de interpretación española que habría proseguido el otro Miguel, Unamuno, por lo que afirma que “los esenciales rumbos, la verdadera visión de España, se encuentran ya en la Biblia quijotesca. El Miguel de Salamanca confirma y zahonda en los pasmosos panoramas morales que

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por primera vez contempló la pupila de Cervantes” (8-9).6 La novela Don Quijote es referida, reiteradamente, como la “Biblia cervantina” (11), libro sagrado para España. Desde el principio se muestra la identificación de Unamuno no con Cervantes, sino, como le gustaría a él, con don Quijote: Unamuno ha reanudado el hilo roto del diálogo de Don Quijote y Sancho, y su obra multiforme es continuación de la quijotesca. Su muerte tiene la misma emoción y grandeza que la de Alonso Quijano, llevado entre barro a su casa por la vulgaridad incomprensiva. El Don Miguel de Salamanca ha luchado fieramente contra los anti-quijotes que han hundido a España. Y murió combatiendo contra Juan Haldudo, el apaleador de su criado, contra el ventero Palomeque, contra “el infecto Samson Karasco”, que han esclavizado y, lo que es aun peor, agarbanzado a la inmensa nación patria del Hidalgo manchego (16).

Precisamente el último capítulo del libro se dedicará a la “Pasión y Muerte de Don Miguel de Unamuno”, aportando detalles poco conocidos sobre sus últimos días, como comentaremos más adelante. Al exaltado proemio sigue una introducción, titulada “Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset, binóculos de la España Actual”, donde, aunque habla sobre todo de Unamuno, pretende homenajear igualmente a su hermano, cuya muerte, muy reciente aún, había sido “la más desoladora de cuantas desgracias pudieran afligirme” (18). Eduardo Ortega y Gasset confiesa que “este libro que hoy presento a los lectores ha viajado por los campos de mi memoria desde hace años”, desde los años de destierro que compartiera con Unamuno, entre 1924 y 1930, periodo durante el cual su relación “fue continua y, especialmente en Hendaya, de positiva convivencia” y las “conversaciones del Maestro, del hombre original, agudo, de genialidad intuitiva, han trazado senderos y surcos en mi alma”. Antes que una transcripción, imposible, de lo que dijera Unamuno, el autor ofrece “las germinaciones” que las semillas de sus palabras hicieron surgir 6

Ortega y Gasset (1958).



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en él, “más que la literalidad de las palabras a las que era tan opuesto aquel gran cultivador del Logos, del Verbo” (17). El prólogo, que el autor quiso poner bajo la advocación de “mi hermano José, que era mi mejor yo” para que “presida e ilumine estas páginas que escribo con la dolorosa emoción de nuestra España desventurada” (19), es básicamente una introducción a la obra de Unamuno, sucinta pero aguda, dividida en varias partes. La primera, “Cada palabra un pequeño mundo”, aborda “el trascendente mecanismo al que sometía Unamuno a los vocablos, su análisis luminoso” (20), que no tendría nada que ver con un prurito erudito de filólogo y menos aún consecuencia de que el castellano fuera segundo idioma para él, algo que Eduardo Ortega y Gasset niega con vehemencia, contradiciendo lo que dijera su venerado hermano y asumiera, como vimos, María Zambrano: “Considero inexactitud fundamental que puede desviar el juicio, al afirmar que no fuera el castellano su idioma nativo, y de hogar. El vasco fue para él un lenguaje marginal de la infancia, que balbuceó y habló paralelamente al castellano” (20). De hecho, el euskera habría sido para Unamuno “un idioma estudiado, más que maternal” (20). Su inimitable trato con el lenguaje, su desmenuzamiento de los vocablos, de los que extraía vinculaciones inesperadas, era para Eduardo Ortega y Gasset una de las consecuencias de su tendencia a volcarse en la intimidad de las cosas (desde la historia hasta el hombre y su lenguaje), su énfasis en los microcosmos y no en los panoramas: “Unamuno contemplaba una palabra como un breve mundo idiomático por el que le placía peregrinar hasta su entraña. Fue siempre un viajero con rumbo a las entrañas de las cosas. Se consagraba a desentrañarlas” (21). Para Eduardo Ortega y Gasset, cada palabra lleva en sí el bagaje de las “zonas extensas, llanuras enormes, del tiempo y de la historia” y Unamuno habría preguntado “a los vocablos sobre ese su viaje trascendente. Así, al descifrar los diversos aspectos, al desenterrar sus raíces, surgía también la expresividad total, algo como el alma de cada palabra” (22). El siguiente capítulo de la introducción, “El Tábano de Unamuno y los libros-jaula”, aborda el “sistema paradojal” de Unamuno. Recordando, unamunianamente, que “tábano” tenía el mismo origen que “estro” o “inspiración” en griego, presenta a un Unamuno

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seguido por un tábano inspirador que no le daba tregua ni descanso, pero que le hizo crear una obra que no se puede aprehender en “ninguno de esos libros-jaula construidos sistemáticamente con sus barrotes de alambre y hasta con sus portillos para que el constructor pueda hacer lo que le parezca con el enjaulado personaje”, un ejemplo de los cuales sería el libro de Julián Marías sobre Unamuno, al que Ortega y Gasset reconoce méritos, pero que habría fracasado por haber intentado reducir la obra del vasco a sistema, adulterándola así ya en su esencia. Frente a la hybris de Marías, que quiso reducir Unamuno a sus horizontes, el autor exiliado se propone “en este libro impregnado de fervor y de humildad, reproducir algunas de las estelas que hemos visto trazar cuando surcaba las aguas el bajel de uno de los pensamientos más activos, contradictorios y agónicos de esta Celtiberia que mi hermano declaró irreductible al álcali europeo” (24). En su siguiente capítulo, “Poesía y Filosofía, hermanas gemelas”, se insiste en el fracaso del libro de Marías (tan leído por los exiliados) al pretender reducir a sistema la obra de un “poeta filósofo” y de recluir, apresando en “las mallas de una doctrina filosófica”, a “un espíritu divagante, ebrio de luz intelectual, de talento ingenioso, de libertad que va descubriendo al azar las maravillas del espíritu” (24). Citando el célebre poema “Aldebarán”, Ortega y Gasset muestra cómo en él aparece, de manera más evidente que en casi ningún ensayo, la filosofía de Unamuno. En los siguientes epígrafes, Ortega y Gasset se ocupa de la famosa polémica que, entre 1904 y 1907, mantuvo su hermano con Unamuno, para matizar sus discrepancias y resaltar sus coincidencias. Para él, habría habido un “paralelismo en la discrepancia” y ambos habrían sufrido la incomprensión y el atraso de la sociedad en la que vivieron, de modo que “ese panorama de incultura y crueldad mató a Unamuno, y también, en otro estudio que me propongo hacer, cómo angustió hasta el último estertor la agonía de mi hermano José” (40).7 Con notable agudeza, afilada en su trato con él durante el exilio compartido en Francia, Ortega rebate el tópico de la vanidad

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Estudio que, desgraciadamente, quedó sin emprender.



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de Unamuno, para quien la evidencia de su mortalidad convertía en fútiles casi todas las cuestiones: Nunca quiso engañar a nadie. No deseaba ser esto o lo otro, porque vivía por encima de todas las vanidades, volando sobre la suprema vanidad de su yo. Había penetrado en el infinito abismo negro. Su preocupación por la inmortalidad exteriorizaba la gigante amargura de su escepticismo. He sondeado muchas veces su alma en las conversaciones. Más exactamente, jamás he tenido que sondearla, porque su verdad, su juicio angustiado borboteaban como claro hontanar (38).

De sus conversaciones con él, Eduardo Ortega y Gasset extrae una evidencia que no toda la crítica unamuniana aceptaría, pero que bastaría para responder a muchas críticas: “No creía en la trascendencia del ser, del individuo. Tampoco en la de la Humanidad” (39). Tras la amplia introducción, el libro propiamente dicho se compone de trece capítulos. Los dos primeros, “De Fuerteventura a El Havre” y “Don Miguel de Unamuno en París”, narran la célebre huida de Canarias en el barco fletado por el diario Le Quotidien y su llegada a Francia. Eduardo Ortega y Gasset tomó el tren de París a Le Havre para recibir a Unamuno en el propio puerto. En los siguientes capítulos, el autor desaparece detrás de las palabras de Unamuno, que procuró “transcribir con la mayor fidelidad posible” (98), considerando que suponen un valioso aporte al conocimiento de su obra, ya que “él creaba hablando más que escribiendo. En no pocos de estos monodiálogos observaremos la forma naciente y espontánea de su pensamiento. Hablaba caminando” (99). El llamativo término no fue invención del oyente, sino del propio Unamuno, que afirmara ser “injusticia o poca comprensión lo que suelen decir de mí algunos supuestos críticos, que no escribo ni hablo más que en monólogos. Más bien podrían llamarse monodiálogos, pero será mejor autodiálogos, o sea diálogos conmigo mismo”. Aclaraba Unamuno que “un autodiálogo no es un monólogo. Puede un solo hombre hablar desde distintos ángulos, dividirse en muchos interlocutores y aun proyectarse en ocasiones en todo un pueblo […]. Yo por eso monodialogo o autodialogo. Lucho dentro de mí mismo. Esta es la agonía de la vida” (116).

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Reuniendo esos “monodiálogos” bajo títulos como “Diálogo de la grandeza de lo infinito”, “En los senderos de la inmortalidad” o “Diálogo del amor”, Ortega, cuya veneración hacia “Don Miguel” no tenía límites y confesaba que este había sido “el Sócrates y el Séneca que llena los recuerdos de mi juventud, y de cuyas normas y espíritu vivo más que de lo que hoy me rodea” (203), cuenta cómo este llegó a sentirse molesto por su actitud discipular: Advirtió Don Miguel que yo, admirado por aquellos conceptos tan originales y trascendentes, prodigioso acicate del pensamiento, saqué la pluma y me puse a anotar algo que me permitiera luego recordarlos. Don Miguel protestó inmediatamente. — No, no quiero que tomes notas. Si lo que he dicho influye en ti, deseo que sea de manera difusa y no un concepto cristalizado. Porque eso suele matar las ideas, impedir que sean semillas. Siempre fui enemigo de los coleccionistas, desde los sellos, bastones, pipas y otros cachivaches, hasta los coleccionistas de ideas. Todo cuanto aspira a conservar una forma determinada se hace antiguo y ridículo. Es menester no privar a las ideas de su calidad de semilla, de su posibilidad de evolucionar (104).

Aparte de molestarle la visión del apuntador Ortega y Gasset, Unamuno era coherente con su conocida oposición entre la palabra viva, el verbo hablado, y la letra inmóvil, muerta. También sale al paso Eduardo Ortega y Gasset de la supuesta frialdad de Unamuno y, a partir de la entrañable amistad que lo unió con él, afirma que “el alma de Don Miguel era aparente, superficialmente austera, de un frío intelectualismo”, pero “debajo de esa costra áspera, palpitaba una médula jugosa, impregnada de ternura sutilmente delicada y con un absoluto sentido de justicia para todo el mundo” (143-144). El libro se cierra al margen de los diálogos con un capítulo, “Pasión y muerte de Don Miguel de Unamuno”, donde narra los últimos días del escritor, mencionando testimonios como el del libro Cruelle Espagne (1938), de Jean Tharaud, que visitara a Unamuno durante su arresto domiciliario y, sobre todo, el de una de sus hijas, María de Unamuno, profesora por entonces en Connecticut Colle-



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ge, que le aseguró que a su padre le sobrevino un derrame cerebral en el curso de una discusión con el falangista Bartolomé Aragón. En conjunto, el libro de Eduardo Ortega y Gasset es más que un libro descriptivo, como los de Esplá o Madrid, pues, gracias a su compenetración con Unamuno, a quien idolatraba mucho más que a su célebre hermano, concretiza su propio pensamiento sobre la tragedia de España.

V

“Desde el otro lado de la barricada”. Eugenio Ímaz y José María Quiroga Plá en la contienda por el legado de Unamuno

Todos escuchamos a este Sócrates cristiano cuando vociferaba para despertar al hombre interior […]. Con él marchamos a rescatar el sepulcro de Nuestro Señor Don Quijote, y a eso fuimos también en la más quijotesca de las guerras. Pero él no estaba. Eugenio Ímaz, “Miguel de Unamuno” (1944) Con él y en él aprendimos los españoles de nuestro tiempo a vivir la pasión de la libertad, a sentir su grandeza, a ponerla por encima de todo. Los que lo persiguieron y desterraron hace veintidós años son los mismos que lo mataron de asco y por aislamiento, tapiándole en vida, a fines de este mes hará diez años. José María Quiroga Plá, “Unamuno ad usum delphinorum” (1947)

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Ya durante la Guerra Civil española se había entablado una pugna simbólica por el legado de la tradición literaria española, interpretada en clave nacional-católica por los profranquistas y como una continua pugna liberadora y popular por los republicanos.1 Por eso, los escritores del exilio estarían muy atentos a la visión que se daba de Unamuno en la España franquista. En 1943, Julián Marías había publicado su pionera biografía Miguel de Unamuno,2 “cuando tan difícil era hablar de él con verdad y justicia” en España según Pedro Laín Entralgo,3 con inevitables concesiones al ambiente inquisitorial de la época, sobre todo en la nota prologal, captatio benevolentiae destinada a prevenir el golpe de la censura y obtener el nihil obstat que, en efecto, figura en la contraportada del libro. En dicha nota, Marías calificaba a Unamuno como un “pensador azorante, de difícil aprehensión, lleno de íntimas dificultades, disperso, cruzado por errores filosóficos y religiosos y, concretamente, por una innecesaria heterodoxia que, lejos de brotar de lo más hondo de su pensamiento, desvirtúa y entorpece sus más perspicaces hallazgos”. Por ello, era urgente establecer sobre él una posición de “conveniente claridad”, para salvar las “geniales adivinaciones y aciertos a los que no podemos renunciar” (8) presentes en la obra del vasco. Marías expone una aproximación a Unamuno partiendo de la hipótesis de que este habría creado “un método de conocimiento” para captar la realidad humana, basada para él en la dialéctica entre mortalidad y anhelo de permanencia, y que consistiría en el ahondamiento de este problema en individuos únicos a través de los personajes de sus novelas. El libro de Marías era, todo sea dicho, de lo más liberal que se podía escribir en su época, y los lamentos que el ensayista madrileño profiere sobre la deplorable falta de fe de Unamuno, aparte de ser sinceros, facilitaron sin duda la publicación de un libro sobre un autor condenado desde los púlpitos.

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Véase el brillante artículo de Asún Escartín (1991). Marías (1943). Laín Entralgo (1996).



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En el exilio las cosas se veían de otro modo, y, además, la llegada del libro a tierras americanas coincidía con la aparición de Unamuno. Bosquejo de una filosofía (1944), de José Ferrater Mora. Desde Cuadernos Americanos, la revista sucesora de España Peregrina, serían objeto de una reseña conjunta por parte de Eugenio Ímaz (San Sebastián, 1900-Veracruz, 1951).4 El donostiarra, notable filósofo, había sido, como secretario, el alma callada de revistas como Cruz y Raya, durante la República, y España Peregrina, antes de que las disensiones entre José Bergamín y Juan Larrea dieran al traste con la segunda de dichas iniciativas. Especialista en Wilhelm Dilthey, sobrevivió en México a base de traducciones y cursos ocasionales, a la vez que desarrollaba su propio pensamiento filosófico. Compartió docencia durante dos años en Caracas (1946-1947) con Juan David García Bacca. Su suicidio en 1951, cuando se esperaba su llegada a Puerto Rico, cuya universidad lo había contratado, conmocionó a la comunidad exiliada española. En primer lugar, Eugenio Ímaz se congratula de la aparición de los libros tanto de Marías como de Ferrater Mora, pues ello sería buena señal “para la memoria de Unamuno, que ya sabemos que es memoria de España” (136), pero enseguida critica el sesgo de Julián Marías, reprochándole su afirmación sobre la “innecesaria heterodoxia” unamuniana, y lo declara un mal punto de partida que inevitablemente ha de deturpar el pensamiento de Unamuno: Yo no sospecho de la buena fe de Marías. Pero mala es la buena fe cuando la fe no es buena. Es decir, cuando se intenta desentrañar el pensamiento de un autor partiendo, “existencialmente”, de la desconfianza y no de la confianza, del deseo de compartir con él su fe, para conocerla así íntegramente. Porque este es el peligro de la bendita vuelta a nuestros mayores: que tratemos de sacar provecho de ellos con un solapado abuso de confianza hecho de la mejor buena fe (136).

4

Ímaz (1944). Recogido en Ímaz (1988: 136-141). Durante más de dos décadas, el profesor Ascunce, fundador y presidente de la asociación Hamaika Bide, ha llevado a cabo una meritoria labor de recuperación de autores del exilio vasco.

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Por otra parte, a Ímaz le disgusta que se aplique a Unamuno terminología de otros sistemas filosóficos. Tan absurdo le parece un Nietzsche marxista, fascista o democrático como un Unamuno evaluado con otras varas de medir que la propia: “¿Quién ha pensado que Nietzsche necesita de abogados, o que los pueda necesitar Unamuno? Ellos se bastan y se sobran para defenderse y para ofenderse: han hablado demasiado claro, aunque a veces hayan gritado, precisamente contra los abogados” (137). Desde su conocimiento de primera mano de la filosofía alemana, Ímaz no disimula lo ridículo que le parece el aplicar la terminología heideggeriana a Unamuno, como hacía Marías, que solo practicó alemán en Madrid: Bueno que Marías hubiese aplicado la falsilla escolástica, pues así nos entenderíamos todos […]. Pero ¿Heidegger? No hay sino pensar en la aplicación que hace Marías de la distinción —¡tan distinguida!— entre el hombre auténtico y el mostrenco a las novelas de Unamuno, o cómo caracteriza el “método filosófico” con que éstas nos “muestran” aspectos constitutivos ontológicos personales de la vida, que el filósofo luego integra en su concepto cabal católico-heideggeriano de la “existencia humana” para darse clara cuenta del retorcimiento que está sufriendo el poeta a manos del filósofo. Pero no es retorciéndole como se exprime jugosamente a un poeta (137).

Finalmente, el donostiarra critica que en su libro “no se hable para nada del problema de España”, como si ello fuera factible bajo las condiciones del franquismo. Mucho más favorable se muestra Ímaz sobre el libro del “desterrado” Ferrater Mora, “escrito desde el otro lado de la barricada” (137), que habría podido interpretar con mejor bagaje al pensador vasco, pues “el problema de España, como a Unamuno, le rezuma por los cuatro costados” (138). Seguramente Ímaz ignoraba que Julián Marías había estado en el bando republicano, por lo cual sufriría incontables humillaciones, desde el suspenso de su tesis doctoral al cierre de todas las puertas de la docencia universitaria, y por ello le opone con tal contundencia a Ferrater Mora, “que ha hecho la guerra con nosotros”, por lo cual “la identificación es más comprensiva: además de identifi-



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carlo se identifica” (138). Y es que Ímaz leía la obra de Unamuno en clave de legado que él hubiera querido desarrollar: Su libro plantea así el verdadero problema de Unamuno, no el que él tenía, sino el que nosotros tenemos con él: el que nos legó con la historia de sus últimos tiempos, pero que estaba ya escondido en su obra antes que esa historia lo pusiera de manifiesto. No es que vayamos a querer menos a don Miguel ni a comprenderlo parcial, partidariamente. Queremos examinarlo unamunescamente, poniendo al desnudo su alma, en toda su áspera grandeza, en toda su enternecida congoja, en toda su radical veracidad, para decirle sí y no como Cristo y él nos enseñan. El asunto es tan peliagudo que no me siento con fuerzas para abordarlo, por el momento, seriamente (138).

Además, Ímaz consideraba que la influencia de Unamuno había sido decisiva en toda una generación que intentó renovar España y que estuvo en el lado republicano: “Todos escuchamos a este Sócrates cristiano cuando vociferaba para despertar al hombre interior […]. Con él marchamos a rescatar el sepulcro de Nuestro Señor Don Quijote, y a eso fuimos también en la más quijotesca de las guerras. Pero él no estaba” (138). La sentida reseña de Eugenio Ímaz testimonia una comezón por abordar la obra de Unamuno con un enfoque propio que, por desgracia, sus difíciles circunstancias de vida, condenado a traducir a destajo, y su suicidio a los pocos años dejarían sin cumplir. Desde el otro lado del Atlántico, en el exilio francés, José María Quiroga Plá (Madrid, 1902-Ginebra, 1955) también se rebelaría ante la edulcoración que, a su entender, estaba sufriendo la obra de Unamuno a manos de Julián Marías. No le faltaban títulos a Quiroga Plá para sentar cátedra sobre Miguel de Unamuno, de quien era yerno por partida doble, ya que contrajo matrimonio con su hija Salomé y, tras enviudar de esta, años después, con su hija Felisa. Quiroga Plá, con todo, ya consideraba a Unamuno su maestro antes de emparentar con él, y su primera estancia en la cárcel, en 1926, se había debido a su participación en los altercados por la concesión de la cátedra del exiliado Unamuno a Leopoldo de Juan. Miembro de Izquierda Republicana, se había pasado al Partido Comunista de España, como

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tantos otros, durante la Guerra Civil, aunque se dará de baja en agosto de 1939, en protesta por el Pacto Ribbentrop-Molotov. En marzo de 1938, Quiroga Plá había publicado en Hora de España unos poemas inéditos de Unamuno, a los que acompañaba una nota suya, bastante significativa, de su percepción de Unamuno.5 Allí declaraba que “como en la vida de otros muchos españoles de mi tiempo, ha sido don Miguel en la mía un acontecimiento capital. Pero en mí ha sido en todos los órdenes, desde el intelectual hasta el afectivo” (15). Ahí anunciaba un propósito que, como a Ímaz, las difíciles circunstancias vitales no le dejarían llevar a cabo: Al amor y a la veneración que le he tenido y que a su memoria guardo, tanto como a la ineludible obligación en que el haber vivido muy de cerca —y, mejor aún, muy por dentro— a don Miguel de Unamuno en sus últimos años me pone para con mis contemporáneos, y aún más para con los que vengan después de nosotros, debo un futuro libro sobre él. En ese libro tendré que aplicar todo mi esfuerzo a dar a mi don Miguel en toda su verdad. (Desde ahora proclamo mi convicción de que, si alguien puede hacerlo y a ello está llamado, soy yo. Yo, y no, ciertamente, esos merodeadores seudoliterarios infiltrados entre sus carceleros de última hora, que descaradamente se atreven a llamarse “discípulos” suyos, creyendo, por las trazas, que cabe alzarse con discipulazgos como se roban carteras) (15-16).

Para este sentimiento de propiedad tan acusado, Quiroga Plá podía aducir, al menos, una razón indiscutible, que era el que, en junio de 1936, en su último encuentro con Unamuno, este le había confiado el manuscrito del Cancionero para que “me encargase yo de la edición de éste”. Aunque Quiroga Plá publicaría, además de este, otro adelanto en un número posterior de Hora de España,6 tampoco podría llevar a cabo el encargo de Unamuno, algo que le dolería menos que la apropiación que temía de “su Unamuno” por los rebeldes, según exponía en el combativo final de su nota:

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Quiroga Plá (1938a). Quiroga Plá (1938b).



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Digamos ahora, aquí, sólo una cosa. Estamos luchando los españoles libres, cada cual en su puesto y en la medida de sus fuerzas, por la libertad y la independencia de España, y acaso no sólo de España. La lucha durará lo que dure. Al final, España volverá a ser toda nuestra, libre, independiente. Si nosotros no, nuestros hijos gozarán de esa libertad, de esa independencia que para ellos habremos ganado, y con la libertad y la independencia, la paz duradera. Los mismos que quieren ponerse como esclavos al yugo y esclavizarnos a nosotros, pretenden secuestrarnos a don Miguel de Unamuno, hombre y poeta de España; como la misma España, nuestro. Como a España, lo reclamamos por nuestro. Como a nuestra España, no dejaremos que nos lo arrebaten, que se lo apropien. Y esto no es hacer política a cuenta de un nombre glorioso, sino cumplir, sencillamente, un deber filial. Y de patriotismo; que también es fidelidad (1938a: 24-25).

Quiroga Plá vivirá los años del París ocupado, durante los cuales escribirá la mayoría de los sonetos que formarán su libro Morir al día (1946). Implicado en la resistencia antinazi, será, junto a Corpus Barga y José María Semprún Gurrea, uno de los fundadores, tras la liberación de París, de la Unión de Intelectuales Españoles y será de los más activos colaboradores del Boletín que esta publicaba mensualmente. En marzo de 1945 se anunciaba un “curso de conferencias de la Unión de Intelectuales Españoles” en la Universidad de la Sorbona, dentro del cual, Quiroga Plá hablaría sobre “Unamuno, poeta en la emigración”, que, con un título ligeramente distinto, sería publicado en el Boletín7 y que sería en lo que quedó su proyecto de libro sobre Unamuno. El madrileño comienza por afirmar que “en los ámbitos de España y del mundo entero de habla hispánica, es uno de los escritores más difundidos y operantes de su época. Pero también —no hay paradoja— uno de los peor conocidos”. Una primera razón para esa discrepancia sería que “la leyenda —que él mismo ha contribuido no poco a crear— oculta al hombre y al escritor propiamente dicho”. Quiroga Plá, tras esbozar para el público menos experto las circunstancias del

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Quiroga Plá (1945).

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destierro de Unamuno, afirma la importancia que este exilio tuvo para la maduración de su obra, sobre todo, la poética, de modo que “el destierro madura y acendra en él al poeta, no sofocado, pero sí a menudo confundido en la multitud de actividades agresivas en que la personalidad pública de Unamuno había venido militando batalladoramente”. Curiosa afirmación, dado que, desde París o Hendaya, Unamuno no cejaría en su campaña contra el dictador y la monarquía. En el destierro, considera Quiroga, el hombre ya en la sesentena que era Unamuno “se rejuvenece prodigiosamente como poeta —como prosista también—”. La plasmación de esa evolución sería el Cancionero, por entonces aún inédito, y donde para Quiroga, que no sería finalmente su editor, hay un hito, “casi un descubrimiento de la palabra en su valor musical, rítmico, estético, insólito en la anterior producción del autor”, a la vez que “el repertorio de temas se amplía y matiza no menos maravillosamente”. Entre esos temas, el de la patria, habiendo descubierto Unamuno (otro descubrimiento) que la idea de esta no es inmutable, sino que “se va haciendo con su vida misma, cada hombre y cada generación de hombres, cambia y envejece con ellos, está atada al tiempo y a su fluir”. Por eso, según Quiroga Plá, Unamuno supo que, mientras él estaba ausente, surgía “una nueva patria, la de los hijos, la del mañana”. Cuestionable que Unamuno llegara a sentir que en el futuro de la patria ya no tenía él que decir su palabra, pero, en todo caso, Quiroga Plá aprovecha, en momentos de tanta división, para aleccionar a los exiliados que consideran válida solo su idea de la patria, pues “de servir a ésta es de lo que se trata”. Quiroga Plá se termina preguntando cómo valorará la siguiente generación a “esta figura que nosotros hemos querido, en nuestra mocedad, hasta la idolatría”, pero, confiesa, “contra la que, más tarde, hemos tenido que rebelarnos más de una vez apasionadamente, por amor a ella tanto como por amor a sus rectas enseñanzas”. Tibia alusión al malestar que las reticencias de Unamuno contra la República despertaron en su yerno, quien, en cualquier caso, termina poniendo a los intelectuales exiliados bajo su advocación: Por su amor a la libertad, a la justicia, a nuestra tierra. Por su humanidad viva y vivificadora. Por la honda vena de riqueza que añade a las



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letras y al pensamiento de nuestro pueblo… Por todo eso, y por muchas razones más, tan nuestro, que si los intelectuales españoles hoy lejos de nuestra tierra justamente por amor a ella, hubiéramos de elegir un patrón laico […] ¿quién mejor podría serlo que nuestro D. Miguel de Unamuno, humano y laico mártir y confesor de su pasión —de nuestra pasión— de España, y obrero y prior de su grandeza intelectual?

Quiroga Plá también participará en Independencia, “revista quincenal de la cultura española”, que se publicó en París, entre 1946 y 1947, con un carácter más político que el Boletín de la Unión de Intelectuales Españoles o, como ha resumido Alicia Alted, con “una postura de compromiso y de lucha más marcada y combativa”.8 Será desde esta postura desde la que Quiroga Plá responda a la publicación en Madrid de unas Obras selectas de Unamuno (1946), editadas por Julián Marías, en un lujoso tomo de más de mil páginas y con una tirada de tres mil ejemplares.9 En su reseña, titulada sarcásticamente “Unamuno ad usum delphinorum”, el poeta madrileño, conocedor al dedillo de la obra unamuniana, denunciaría la manipulación que esta había sufrido en manos de Julián Marías (es significativo, por ejemplo, que el comedido Marías solo seleccionara cinco poemas de sus libros poéticos más políticos: De Fuerteventura a París y Romancero del destierro), para terminar reivindicando que el escritor vasco pertenecía a los liberales exiliados: “Con él y en él aprendimos los españoles de nuestro tiempo a vivir la pasión de la libertad, a sentir su grandeza, a ponerla por encima de todo. Los que lo persiguieron y desterraron hace veintidós años son los mismos que lo mataron de asco y por aislamiento, tapiándole en vida, a fines de este mes hará diez años”. Aunque reconoce Quiroga Plá que Unamuno “atacó” a los republicanos, para quien lo conoció tan de cerca este ataque era “leal” y estaba en “su lógica íntima”, mientras que durante el franquismo “se jaleó su nombre oficialmente… y se retiraron cuidadosamente sus obras de la circulación”.10 8 Alted Vigil (1997). 9 Unamuno (1946). 10 Quiroga Plá (1947).

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Seguramente, la crítica de José María Quiroga Plá a un libro que, bajo todas las coacciones de la época, presentaba una selección notable de la obra unamuniana y un prólogo empático y nada banal resulta un tanto excesiva, como la de quien se veía arrebatar una obra que consideraba suya y del resto de los exiliados que continuaban en el amargo exilio el desarrollo cultural truncado por el franquismo. Ciertamente, Quiroga Plá sintió a Unamuno como a un padre, y testigo de ello es uno de sus últimos poemas, escrito en 1951, cuando su deterioro físico era ya muy grande, poco antes de quedarse ciego y de su temprana muerte a los cincuenta y tres años.11 El poema se titula “Otra vez a mi Don Miguel de Unamuno” y comienza así: “¡Tantas cosas nos separan! / ¡tantas cosas nos acercan! / Última, la soledad, / mi Don Miguel, que rodea / este rabo de mi vida / que por desollar me queda, / y que haló de tu agonía / el sobresalto en cadenas”. La penosa enfermedad de Quiroga Plá, su sufrimiento por saber que moriría en tierra extraña, le hace sentirse cercano a los últimos momentos de la vida de su suegro: “Tú mueres desesperado, / y a mí me mata la espera. / Y ¡qué soledad, el canto / de nuestras dos cabeceras! / Tú, enterrado, padre mío / en frío panal de piedra, / donde ondula y sueña el campo / despertar de sementeras. / Yo, esperando a que me entierren, / cuando en la tierra extranjera / hayan de darme fosa / —que ésa te la dan por fuerza—”.

11 Quiroga Plá (1964). Recogido en Martínez Nadal (2000: 241-242).

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La canonización de Unamuno como filósofo

Unamuno nos pone eficiente y eficazmente ante una realidad nueva y nuestra, nos revela con toda su fuerza un componente de nuestra realidad que hasta ahora no había sido valorado filosóficamente. Juan David García Bacca, Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus temas (1947) Lo que hay de genial anticipación en Unamuno en torno a este aspecto de nuestras relaciones con el “otro” podemos verlo hoy, al examinar las agudas páginas que J. P. Sartre ha dedicado en su obra fundamental L’Être et le Néant al mismo tema, tan importante en toda la filosofía existencial.

Segundo Serrano Poncela, El pensamiento de Unamuno (1953)

Frente a la recepción de Unamuno en el interior, dividida entre las diatribas ensotanadas contra el hereje y su apropiación sesgada por falangistas o liberales vergonzosos, en el exilio se convirtió en una

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obligación moral afrontar el legado de Unamuno, que era visto, en primer lugar, como un legado filosófico, que se pudo integrar dentro de la filosofía de su tiempo, sin las trabas que la dominación neotomista y nacional-católica ejercían en las cátedras de las universidades españolas. Si José Ferrater Mora, como vimos, esbozara lo que para él eran las claves del pensamiento unamuniano, Juan David García Bacca (Pamplona, 1901-Quito, 1992) pretendería imbricarlo entre los mayores filósofos contemporáneos y reducir su pensamiento a una forma filosófica aceptable, destilándolo de las ambigüedades que su original dispersión genérica presentaba. García Bacca, a quien su largo exilio ha privado durante mucho tiempo del eco merecido, es sin duda uno de los filósofos españoles más importantes del siglo xx. Ordenado sacerdote en 1925, doctor en Teología y en Filosofía, había sido miembro del Círculo de Viena, profesor de Lógica Matemática y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Barcelona, y había obtenido la cátedra de Introducción a la Filosofía en la Universidad de Santiago de Compostela. Tras la guerra, durante la cual había colgado los hábitos, se exilió en Ecuador (1939-1942), donde ejerció como catedrático de Filosofía de la Universidad de Quito; fue nombrado profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México en 1942 y residió en este país entre 1942 y 1947, cuando fue nombrado profesor y decano de la facultad de Humanidades y Educación y director del Instituto de Filosofía de la Universidad Central de Caracas. Será aquí donde termine su libro Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus temas (1947),1 donde incluirá a Unamuno, situándolo entre Husserl y Heidegger. García Bacca reconoce que la obra de Unamuno no se adapta al formato expositivo de la filosofía “técnica”, pero justifica el haberlo seleccionado porque no considera que este sea requisito indispensable para ser considerado como filósofo y por su relevancia en la histo-

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García Bacca (1947). Un adelanto del mismo, “El problema filosófico de la conciencia agónica según Miguel de Unamuno”, se había publicado en la revista Las Españas 2 (noviembre 1946). Cito por la más accesible reedición: García Bacca (1990).



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ria de la filosofía, pues “Unamuno, sobre todo en sus dos obras Del sentimiento trágico de la vida y en La agonía del cristianismo […] nos pone eficiente y eficazmente ante una realidad nueva y nuestra, nos revela con toda su fuerza un componente de nuestra realidad que hasta ahora no había sido valorado filosóficamente” (83). García Bacca se propone, por ello, la “faena” de “dar una cierta forma filosófica a la revelación unamunesca” (84), de modo que pueda ser reconocido por los del gremio como uno de ellos, y para eso divide la exposición de la filosofía de Unamuno, basada en los dos libros mencionados, en seis apartados conceptuales. En primer lugar, aborda la distinción entre la “conciencia de presencia y de presentación”, representada por el famoso dictum cartesiano, que para García Bacca supone abordar solo de modo abstracto la conciencia, sometiéndose a una “represión ultrafreudiana de lo interno del hombre real, individual” (86), del que, como sabemos, partiría Unamuno: el “hombre concreto, de carne y hueso” protagonista en Del sentimiento trágico de la vida. Frente a esa conciencia “presentacional”, abstracta, se opone la “conciencia real o agónica” del hombre concreto que se plantea desde su conciencia el aniquilamiento de dicha conciencia, de la cual nace el sentimiento trágico que gobierna el pensamiento de Unamuno. Para García Bacca, “señalar el sentimiento trágico de la vida como raíz y principio propio del filosofar” sería uno de los aportes más originales de Unamuno a la historia de la filosofía, “hasta el límite en que es posible la originalidad después de veinticinco siglos de pensamiento occidental” (87). García Bacca señala netamente las desviaciones que el pensamiento de Unamuno, que aspira a la fe, muestra respecto a la escolástica, que en la España franquista era considerada como la única filosofía posible. Comentando su definición del dolor como la “revelación más inmediata de la conciencia”, el autor señala, de modo algo enfático, que, frente a la visión del dolor como imperfección propia de la naturaleza material de la carne, para Unamuno el dolor “nos revela de original, segurísima y supremamente segura manera nuestra realidad y su grado” (91). El dolor intensificaría nuestra conciencia, y el filósofo navarro se pregunta: “¿Qué filósofo anterior a Unamuno planteó la cuestión de la intensificación de la conciencia?” (93). La conciencia

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agónica, que, según las pautas que diera y practicara Unamuno, intenta “darse cuenta de su propio anonadamiento, concebirse como no existente, ponerse a morir” (95), no solo superaría a la “conciencia presentacional de Descartes, Husserl y filosófica común y corriente” (96), sino que también procuraría una “revelación de la nada, de estilo más eficiente y tangible” que el predicado por “la angustia heideggeriana”. En el concepto de la angustia según Heidegger, para García Bacca, no habría lugar para la afirmación individual, puesto que el individuo se disuelve en el todo, llegándose a formulaciones totalmente opuestas a la unamuniana, como cuando el alemán, en Was ist Metaphysik? afirmaba que la revelación de la nada produce “una peculiar tranquilidad” (eine eigentümliche Ruhe). Frente a equiparaciones simplistas, García Bacca deja claro que “la angustia, congoja, vértigo unamunescos nada tienen que ver con los heideggerianos” (98), dado que en el bilbaíno el hombre resiste, aunque desesperada, pero tenazmente, a la desaparición, en lugar de aceptarla como su horizonte inevitable. Al contrario que en Kierkegaard, en Heidegger, afirma García Bacca, no habría “temblar por el ser”. Su apostilla “Que no se compare, pues, a Unamuno, con Heidegger” (99) no será muy obedecida, como veremos más adelante. En Unamuno, la repugnancia y el horror tras el intento de imaginarse muerto harían que la conciencia de su realidad ascendiera a “segunda potencia, a necesidad sentida de ser” (99). Tal necesidad llevaría a la cuestión de la inmortalidad, planteada a distinto nivel que cualquier otro filósofo anterior, pues, en palabras del pamplonica, “no creo que hasta Unamuno haya alguien planteado la cuestión en toda su gravedad y, sobre todo, sintiéndola como cuestión vital, en la propia carne y sangre, como dolorosa” (106). A la vez, no es descabellado afirmar que nadie como el filósofo navarro trató con mayor seriedad la cuestión de la inmortalidad en Unamuno, mostrando cómo en su empeño este “tendrá que adoptar una concepción de Dios adecuada y que, por más de un punto, choca con la tradicional y comúnmente admitida” (108). En primer lugar, Unamuno habría adoptado una definición de las virtudes teologales muy distinta, prácticamente opuesta, a la de la teología clásica. Si, en esta, la esperanza se deriva de la fe, como la voluntad sigue al entendimiento, en Unamuno, la fe surgiría, de modo



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agónico, de la esperanza, del querer creer. La esperanza, “creadora de posibilidades”, sería también “raíz de la fe”. Parafraseando la famosa fórmula unamuniana de crear la creencia, García Baca afirma que “la vida al crear en sí misma la esperanza crea, en sí y para sí, la posibilidad viviente de vida eterna, de vida con porvenir; y obliga a la vida mental a que crea en la vida eterna” (119). Pero, es más: la conciencia agónica, esencialmente dinámica de Unamuno, que genera la esperanza en lucha contra la congoja, no permite un Dios inmóvil, sino que le va a llevar a la formulación heterodoxa de una divinidad que siente y sufre. Pese a que el sufrimiento tradicionalmente había sido considerado una limitación y, por ello, incompatible con la idea de la perfección divina, para Unamuno, “Dios, la Conciencia del Universo, está limitado por la materia bruta en que vive, por lo inconsciente, de que trata de libertarse y libertarnos. Y nosotros, a nuestra vez, debemos tratar de libertarle de ella. Dios sufre en todos y en cada uno de nosotros; en todas y en cada una de las conciencias, presas de la materia pasajera, y nosotros sufrimos en él”. Esta conexión, que parece tan irracional, es avalada por García Bacca mediante el ejemplo de las ciencias físicas, que habrían venido a derribar una concepción del ser como entidad impermeable, monódica: Hemos concebido el ser a manera de cuerpo sólido, con aristas bien cortantes, recortadas y definitivas; igual error de preferencia por lo sólido cometieron la mecánica y la física clásicas, hasta que Einstein ha introducido un concepto y tratamiento de lo físico que se asemeja, antes que a cuerpos sólidos, a cuerpos líquidos, deformables, unibles, continuables, entre sí. Igual error continúa cometiendo la filosofía: ser, a manera de cuerpo sólido, acentuador de distinciones; frente a una concepción del ser, estilo ser líquido, unible, deformable, que correspondería a un ser cuya realidad fuera y se comprobara ser tal mediante, en y por el sentimiento (126).

Precisamente descartar el sentimiento habría sido otra omisión imperdonable de la filosofía occidental, que Unamuno vino a subsanar: “Nadie, que yo sepa, ha estudiado aún la cuestión del principio de individuación mediante el sentimiento, y hasta qué grado

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individue, separe, singularice el sentimiento” (127). Precisamente en la cuestión de la conciencia, fundamental tanto en la fenomenología como en el existencialismo (ya sea en su vertiente heideggeriana o en la sartriana), Unamuno introduciría el sentimiento como decisivo para tomar conciencia de sí mismo, y en particular el sentimiento de la “congoja”, término tan definitorio de la filosofía unamuniana como la Sorge heideggeriana: Es la congoja lo que hace que la conciencia vuelva sobre sí. El no acongojado conoce lo que hace y lo que piensa, pero no conoce de veras que lo hace y lo piensa. Piensa, pero no piensa que piensa, y sus pensamientos son como si no fuesen suyos. Ni él es tampoco de sí mismo. Y es que sólo por la congoja, por la pasión de no morir nunca, se adueña de sí mismo un espíritu humano.

Y es que, con una distinción que inevitablemente recuerda la del man heideggeriano, García Bacca describe (con llamativo neologismo que deriva del término “zoquete” un participio de sabor heideggeriano) la explicación de Unamuno como destinada “para los que se sientan reales y no para los azoqueteados en ser” (131). Los primeros rechazarían “petrificarse en necesidad e inmutabilidad esenciales y entitativas”, algo inevitable si se aplica la conciencia meramente presentacional y también, vitalmente, si uno mecaniza y normaliza incluso el sentimiento de la angustia, ya que, según dijera Unamuno, “acostumbrarse es ya empezar a no ser”, por lo que, esquematiza García Bacca, habría dos estadios en el modo de vivir: “El básico de vivir sin saber o notar que se vive, y el superior de vivir notando que se vive, potenciado a su vez este vivir con la repugnancia hacia la nada […] y con la esperanza, que delata realmente sus derechos a vida eterna” (133). Ahora bien, García Bacca describe un Unamuno indefectiblemente creyente, en el que el sufrimiento del hombre por sus límites coincidiría con el dolor de vivir Dios en y de nosotros, “nuestra viviente divinización” en llamativa fórmula, la tensión agonística que surge “del dolor por sentirse limitando frente al empuje formidable hacia el sentimiento de infinidad que Dios busca al vivir en nosotros, los limitados” (134). El doctor en teología que era García Bacca rechaza



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los argumentos de “la teología al uso” para probar la existencia de Dios, pues “la congoja, el sentimiento de vivirnos finitos, la esperanza de vida eterna que, al contraste de nuestra finitud vivida y sentida surge, es la prueba sentimental y realísima de que Dios existe” (135). Y, en un exabrupto típicamente unamuniano, exclama el filósofo navarro: “‘Perdónales, Señor, que no saben lo que hacen’, dijo Jesucristo, rogando a su Padre por los que le crucificaban; y lo mismo hemos de pedir piadosamente para los teólogos que crucifican la Vida en la razón, en la filosofía, y en ¡qué filosofías!” (135). Recordando el título del tratado teológico de Contenson, Theologia mentis et cordis, apostilla García Bacca: “Así habría de ser no sólo la teología sino la filosofía: de mente y corazón […]. Y ¡cuántas y cuántas teorías teológicas, formuladas aun filosóficamente con filosofías elementales y de orejeras griegas, caerían en pedazos de probarlas con esta piedra de toque que es la verdad cordial, la verdad de la conciencia agónica!” (138-139). García Bacca denuncia “el escamoteo de la cuestión del dolor”, no en Santo Tomás, que en la Summa dictaminaba que tanto el alma como el cuerpo de Cristo podían padecer,2 pero sí en sus epígonos, cuando el dolor, en lugar de algo imperfecto y negativo, sería “la gran raíz y la auténtica posibilidad de conciencia realísima, de saber uno lo que es, que tiene una realidad” (139). En el ardor contra estos teólogos (“Pero ¿es que a tales señores teólogos no les ha pasado nunca nada auténtica y realmente doloroso o simplemente no se han puesto a hacer metafísica sobre la estructura del dolor y sus posibilidades de potenciación de la existencia misma?” [140]), seguramente haya algo del resquemor del exiliado García Bacca contra la mediocridad y alarde de la cerrada teología que se había enseñoreado de la universidad española. Pero hay también el escándalo del cristiano ardoroso contra los teólogos que quisieron “escamotear una cuestión gravísima: el que se pueda decir que Dios padeció realmente en la pasión de Cristo, que era real y verdaderamente Dios” (141) y que, en efecto, anularía el hecho decisivo de que “Cristo, el

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“Anima erat passibilis et corpus passibile et mortale” (parte 3ª Summa, q 15, art. 10).

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Hijo de Dios, Dios real y verdaderamente, padeció, murió por los hombres” (142) y en su padecimiento habría alcanzado el momento de suprema potenciación de la conciencia que se haya dado nunca, cuando no pudo sino desgarrarse en ese “grito de conciencia agónica”: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En el último epígrafe de su capítulo dedicado a Unamuno, García Bacca aborda la distinción unamuniana entre individualidad y personalidad: “El individuo […] se caracteriza por su potencia de distinción y separación de los demás; la persona por su potencia de acrecimiento universal, de apropiación del todo” (143). Ambos, individuo y persona, se hallarían para Unamuno en un conflicto irresoluble, que le hace imposible aceptar la solución paulina de la anacefaleosis o apocatástasis, la absorción y resurrección en Dios, a pesar de que tienda amorosamente hacia él. Como reconocía hacia el final de Del sentimiento trágico, mientras que, según la metáfora manriqueña, “el arroyico que entra en el mar”, no querría regresar hacia su fuente, “mi alma, al menos anhela otra cosa: no absorción, no quietud, no paz, no apaciguamiento, sino eterno acercarse sin llegar nunca, inacabable anhelo, eterna esperanza que eternamente se renueva sin acabarse del todo nunca. Y con ello un eterno carecer de algo y un dolor eterno. Un dolor, una pena, gracias a la cual se crece sin cesar en conciencia y anhelo”. En las últimas páginas dedicadas a Unamuno, García Bacca parece, por una vez, distanciarse del callejón sin salida al que nos aboca aquel, afirmando que en el texto citado: Unamuno se debate entre contradicciones, algunas de ellas de estilo teórico puro y simple, que se desvanecerían con un poco de filosofía sistemática; y otras que necesitarían a la vez, para su amansamiento sentimental, una movilización conjunta de mística, historia de la teología, dotes de psicólogo, especialista en ciertas anormalidades psíquicas, y una abundante dosis de novelista romántico (147).

Lamentablemente, García Bacca no aborda la solución, al menos, de esas contradicciones que podrían disolverse con una pizca de sistematicidad (las otras sobrepasaban, se entiende, sus competencias) y termina recordando la advertencia de Unamuno respecto a la teología,



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que solo puede ser viva cuando es destilación de una fe colectiva, sin lo cual no hace sino “degenerar en escolasticismo, conceptista, palabrero y fecundo” (147-148). Por su parte, el navarro desesperaba de que la teología pudiera implantar “un mito nuevo”, dentro de un “siglo, heredero de otros racionalistas”, en el que semejante clima colectivo parecía altamente improbable. El libro de García Bacca sería leído, nada más salir, por José Bergamín en su corto y accidentado exilio venezolano. El madrileño afirmará en una conferencia pronunciada un año después que, entre todos los escritos sobre Unamuno, era, junto a las Reflexiones sobre Unamuno de Paul Landsberg, que él había publicado en Cruz y Raya y, de nuevo, en España Peregrina, “los únicos dignos, y sobre todo, fecundos”, pues el pensador barcelonés había logrado “traducir al lenguaje de la técnica filosófica moderna” el pensamiento disperso en toda la obra del rector de Salamanca. Primordialmente filosófico es también el estudio que dedica a Unamuno el escritor Segundo Serrano Poncela (Madrid, 1912-Caracas, 1976), un político a quien el exilio convertiría en escritor. En efecto, Serrano Poncela había sido dirigente de las Juventudes Socialistas y, desde su fundación en 1936, de las Juventudes Socialistas Unificadas. En 1937 dejaba el PSOE para afiliarse al PCE. Como delegado de la Consejería de Orden Público en la Dirección General de Seguridad de la Junta de Defensa de Madrid en los trágicos meses de noviembre y diciembre de 1936, su nombre estaba asociado a la represión republicana y, en su caso, el exilio era cuestión de vida o muerte si permanecía en España. Se establecerá inicialmente en la República Dominicana, en concreto en la ciudad de Santiago de los Caballeros, donde creó la revista unipersonal Panorama y trabajó como redactor de La Información. En las prensas de este diario publicó sus dos primeros libros del destierro, Un peregrino español (1940) y El alma desencantada y otros ensayos (1941).3

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Serrano Poncela (1941). Mi agradecimiento a Francisca Montiel Rayo, gran conocedora de la obra de Serrano Poncela, por ponerme sobre la pista de este libro, extremadamente difícil de consultar en Europa.

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El ensayo que da título a este último, “El alma desencantada”, es una rara confesión de desilusión revolucionaria y de búsqueda de otros referentes, para lo cual el exaltado combatiente vuelve los ojos a Unamuno, y así pone bajo su advocación a “toda esta generación joven, escéptica, desilusionada y mía” (11) para poder expresar un “tenue grito aislado”, expresión ajena a objetivismos: “Estos no son pensamientos científicos, sino polémicos; agónicos, si se quiere emplear la terminología de Miguel de Unamuno cuando anduvo a vueltas consigo mismo en busca de Dios. Pensamientos de agonía que son pensamientos de lucha” (11). El que fuera militante comunista da prueba de una clara crisis de valores al afirmar que “no nos hallamos en plena forma revolucionaria”, sino que, con clara mentalidad finisecular, “asistimos […] al proceso de agotamiento de cien años de meditaciones y experimentos alrededor de una concepción agnóstica y materialista de la vida […]. Después de haber recorrido el periplo revolucionario materialista nuestros bajeles se hallan de nuevo en su punto de partida” (13). Serrano Poncela hace un repaso sobre los principales acontecimientos del siglo xix, tanto políticos como científicos, para llegar a la conclusión de que “nuestras almas agónicas y desilusionadas” se encuentran “bajo un cargamento de cacharros técnicos y fórmulas matemáticas que no sirvieron de otra cosa que para agrandar el vacío existente entre los hombres y Dios” (22). El madrileño deplora que “nuestra fenomenal correría revolucionaria” (24) haya terminado no en una emancipación del hombre, sino, a su entender, en una mayor servidumbre. Bajo el impacto de una grave crisis personal, Serrano Poncela apuesta por una reconciliación entre ciencia y religión y un “retorno a la cristiandad” como esperanza colectiva (52), llamando a quienes dejaron de creer a una conversión similar, “convirtiéndonos de anatematizadores de Dios en hijos y servidores suyos” (55). En los otros ensayos del libro, caracterizados por el propio autor como “vehementes reflexiones” (159), se intenta esbozar una hispanidad distinta a la preconizada por los publicistas del franquismo, a la vez que se ensalza el destino de América y se cree en “la actualidad de Ariel”, título de uno de los ensayos que defiende la contraposición que hiciera José Enrique Rodó entre el idealismo que debían defender los



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países hispanos frente al materialismo anglosajón, una dicotomía que, como ya señalaran (y criticaran) Francisco Caudet o Sebastiaan Faber, fue asumida de manera acrítica por no pocos exiliados.4 Con todo, a Serrano Poncela, como a Unamuno, no le duró mucho tiempo su conversión a una fe sin dudas, y su posterior trayectoria, marcada por una vuelta a la racionalidad y una síntesis entre la filosofía orteguiana y su interés por el existencialismo, hace considerar un tanto extraño este libro inicial. Poco después, el madrileño abandonaba la dictadura de Trujillo por el más agradable clima de la Universidad de Puerto Rico, donde será director del Departamento de Estudios Hispánicos. La integración en el mundo académico le hará abandonar el ensayismo libérrimo de sus libros dominicanos para volcarse, por una parte, en el estudio de autores concretos y, por otra, en una escritura de ficciones que irá alcanzando cotas cada vez más altas. Precisamente, su primer libro en Puerto Rico, larvado largamente, será El pensamiento de Unamuno (1953), aparecido en la importante colección Breviarios del Fondo de Cultura Económica, sin duda uno de los estudios más ricos sobre la obra del escritor vasco.5 Serrano Poncela comienza, como era habitual, con un capítulo biográfico, “El hombre y su mundo”, donde hace especial hincapié en dos momentos: por una parte, las crisis de fe de Unamuno, que no fueron “simples episodios dentro del proceso general de maduración intelectual”, sino “algo más grave y determinante: la rotura total con un pasado, no ya personal sino familiar y comunal que le amarraba a la vieja España; el punto de partida de un proyecto de vida ulterior cuyo final habría de ser nada menos que una filosofía: la filosofía de la inmortalidad; ocupación para toda su vida” (14). Por otra, la del destierro obligado por Primo de Rivera, que “desencarna violentamente su razón de ser, obligándole a enfrentarse con esa tremenda realidad que significa para todo intelectual separarse de su patria […]. Hoy, desde otra perspectiva de destierro henchida de gravedad y más larga en el tiempo, muchos españoles lo comprendemos con claridad” (20-21).

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Véase Caudet (1997: 59-61); Faber (2002: 5-6 y passim). Serrano Poncela (1953).

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Serrano Poncela, que por entonces intentaba conjugar su lectura del existencialismo con su fidelidad a Ortega,6 quiere dilucidar también el efecto que la circunstancia, vista como una “tríplice fuerza centrípeta” (generación coetánea, mundo material circundante de tierra y paisaje, mundo histórico con su tradición social y cultural), opera sobre Unamuno, deteniéndose en su vivencia de Salamanca, que al llegar debió significar para él un “indudable destierro intelectual” (35) hasta que “acepta al fin su destino provinciano y le convierte en justificación de sí mismo” (37-38). Antes de analizar los temas principales de su pensamiento, Serrano Poncela aborda sus “formas de expresión y método de pensamiento”, deteniéndose tanto en el “monólogo permanente” de Unamuno como en su uso de la novela “como método de conocimiento consistente en narrar la realidad humana en su inmediata mismidad; desprovista de las falsificaciones con que la velan otras realidades no humanas, las realidades que emanan las cosas, las apariencias fenoménicas”. Para el escritor madrileño, “esta narración equivale […] a la constitución de personalidades en su tiempo vital, mostrando la dinámica del vivir y ofreciendo con ello, de primera mano, un primer estrato para la meditación ontológica” (66). Esta jerga de Serrano Poncela se basaba, según él mismo explicaba, en las ideas de Simone de Beauvoir sobre la “novela metafísica”, que para el escritor madrileño podían aplicarse avant la lettre perfectamente a Unamuno. Lejos de tratar, como se le acusara alguna vez, a sus personajes como instrumentos para explicar problemas vitales, Serrano Poncela defendía lo contrario: “Personajes y no “casos”. Las novelas de Unamuno serían, antes que nada, biografías de personajes: novelas sobre personas desnudas que se agarran a la existencia sin pudor y se revelan existiendo con su acento peculiar. En cada narración asistimos a la constitución y desarrollo de una personalidad en el tiempo” (69). El ensayo de Serrano Poncela habría sido inimaginable sin el previo ensayo de García Bacca, a quien prácticamente parafrasea cuando, antes de comenzar a analizar las influencias del pensamiento fi-

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Véase Serrano Poncela (1949).



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losófico unamuniano, enuncia el caveat de que, si bien “toda la obra de Unamuno resulta una meditación trascendente que apunta a la constitución de una metafísica”, esta no puede hallar cabida “desde la perspectiva del filosofar técnico”, para, a continuación, declarar que la filosofía técnica es solo “una forma de filosofar” y que su discordancia con los modos de Unamuno no invalida la obra de este (73), apoyándose en García Bacca cuando afirmaba que Unamuno, sobre todo, en Del sentimiento trágico de la vida y en La agonía del cristianismo, había revelado un componente de la realidad que hasta entonces no había sido abordado filosóficamente. El madrileño inserta a Unamuno en “la fértil vía existencial, desde Pascal hasta Jaspers y Heidegger” (77) y analiza el influjo sobre él de las lecturas de Pascal, Kierkegaard o Carlyle, sin desdeñar la del mismo Lutero y pensadores protestantes como Harnack. Evocando los ataques que sufría por entonces Unamuno en la España franquista, Serrano Poncela afirma mordaz que “las actuales diatribas de la Iglesia contra Unamuno, quemando livianas hogueras de papel y tinta, no son más que pálido reflejo a la distancia de la hoguera mucho más eficiente, de brasa y pino, en que se hubiese tostado hace trescientos años al gran hereje, en la Plaza Mayor de Salamanca” (97). Pero el principal objetivo del libro de Serrano Poncela se revela desde el capítulo cuarto, “La filosofía de la existencia”, donde se presenta a Unamuno como la culminación de “la línea de pensamiento que de Pascal a Kierkegaard traza su curva por encima del ámbito metafísico racional” (99). Las coincidencias que se señalarán a continuación confirman el rango de pionero de Unamuno, pues su pensamiento “está ya definido cuando el actual filosofar existencialista adquiere rango metódico”. Desde 1898, en el tratamiento de la contingencia y gratuidad del existir, ve a Unamuno “aproximándose a una clara actitud heideggeriana donde está a punto de entrar y se niega a entrar con retorcimientos de precito” (103). El personaje de Augusto Pérez ofrecería “un ejemplo de gratitud y derelicción existenciales desembocado irremediablemente en la nada” (104), cuya vida sería inauténtica porque sus proyectos vitales carecían de verdadera libertad.

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También en el sentimiento de la temporalidad, Serrano Poncela enfatiza las coincidencias con los existencialistas, así como en la meditatio mortis, en la que ve plena “identidad unamuniana” con la perspectiva filosófica existencialista, citando extractos de su epistolario donde, al afirmar Unamuno que “la vida es la continua revelación de nosotros a nosotros mismos; cada día nos descubrimos; sólo con la muerte se completa”, Serrano afirma que “la meditación adquiere rango heideggeriano” (113). Pero, si García Bacca se había basado solo en la obra ensayística de Unamuno, Serrano Poncela analiza las novelas de Unamuno como “laboratorios de muerte”, pues “toda la novelística unamuniana es un solo tema con variaciones: el tema de la muerte y su soledad personalísima, lo que obliga a cada uno a hacerse con una religión individual para la hora de morir” (114), y su poesía, donde recorre el tópico del sueño como muerte, del “sueño como anticipación experimental del morir” (116). La muerte existencial no dejaría otro recurso, ante el angustiado por el ansia de vida eterna y la certeza de la muerte, que “problematizarla como interrogante” o exponerla como experiencia liminar, por ejemplo, en el poema “Vendrá de noche”, en el que Unamuno lograría “la consecución de esa precisa situación límite, tan bien caracterizada por Jaspers, en que el hombre se sitúa cuando trata de perforar, con su mirada, los existenciales” (119). Sin embargo, la lírica no permitiría ir más allá de “una experiencia óntica de la muerte”, por lo que Unamuno necesitaba el género novelístico para crear una “situación de muerte, comprometiendo a sus personajes a efectuar sus propias experiencias y trasvasárselas a él, Miguel de Unamuno, creador y responsable de sus creaturas, unido a ellas por el cordón umbilical de la morfogénesis” (120). Así, el autor analiza el “muestrario de muertes” narradas en Paz en la guerra y la “serie de muertes” de La tía Tula, para detenerse luego en la dramática “contienda contra la muerte” de Alejandro Gómez, protagonista de Nada menos que todo un hombre, ante la muerte de su esposa. Esta obsesión por narrar la muerte de sus personajes se explicaría porque “para Unamuno la muerte es presencia radical de una soledad; cada muerte es propia, tiene su clima propio y su experiencia no puede ser reiterada” (123).



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Ello enlaza con el capítulo sobre la inmortalidad del alma, “el gran tema unamuniano que resume y condiciona todo su filosofar y al que aboca toda su meditación ontológica frente a la existencia” (124). Serrano Poncela, a partir de Del sentimiento trágico, pero también con ojeadas a dos ensayos anteriores, “Plenitud de plenitudes” (1904) y “El secreto de la vida” (1906), recorre el planteamiento del problema por parte de Unamuno y su “demolición crítica” de las soluciones “católica” y “racionalista”, para luego situarse en el punto de partida de la angustia, cuyo tratamiento en Kierkegaard y en el Heidegger de ¿Qué es metafísica?7 analiza someramente para luego abordar la “angustia unamuniana” que según Serrano, a pesar del anacronismo, parecería “contaminada de síntomas heideggerianos” (137), y llama la atención sobre cómo la “entrada en la angustia”, tal como es descrita por Unamuno en la Vida de don Quijote y Sancho, muestra una notable “semejanza con el proceso heideggeriano”: Hay veces que, sin saber cómo y en dónde, nos sobrecoge de pronto, y al menos esperarlo, atrapándonos desprevenidos y en descuido el sentimiento de nuestra mortalidad. Cuando más entonado me encuentro en el tráfago de los cuidados y menesteres de la vida, de repente parece como si la muerte aleteara sobre mí. No la muerte sino algo peor, una ‘sensación de anonadamiento’, una suprema sensación de angustia. Y esta angustia, arrancándonos del conocimiento aparencial, nos lleva de golpe y porrazo al conocimiento sustancial de las cosas.

Serrano Poncela describe la angustia unamuniana como una lucha en el fondo del abismo entre razón y sentimiento, comparándola con la historia de la lucha entre Jacob y el ángel, donde no hay una solu-

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Was ist Metaphysik?, mucho menos extenso y complejo que Sein und Zeit, era el texto heideggeriano más conocido por los intelectuales exiliados españoles, dado que había sido traducido por Xabier Zubiri y publicado en Cruz y Raya en 1935, para ser luego reeditado como libro por la editorial Séneca en 1941. Al menos hasta la traducción española El ser y el tiempo de José Gaos (1951), en el Fondo de Cultura Económica y en una versión más que cuestionable, el libro capital de Heidegger tuvo una recepción sobre todo indirecta y parcial.

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ción ni armonización sino en virtud de “un pacto de guerra, dando a las dos partes posibilidades de mantenerse en permanente actitud combativa” (141). La Guerra Civil interna de Unamuno sería lo que mantendría con vida al hombre, pues la consecuencia del pensamiento puro sería el suicidio, siguiendo a Kierkegaard. Pero habría también una “puerta de salida” a este conflicto, que sería el amor. Serrano Poncela apunta, con todo, que “hay algo destructivo en el fondo del amor […] un egoísmo mutuo en que cada uno de los amantes busca poseer al otro y no dejarse poseer a su vez”, una reflexión que, aunque más ponceliana que unamuniana, le sirve a aquel para presentar, de nuevo, a Unamuno como precursor existencialista: “Lo que hay de genial anticipación en Unamuno en torno a este aspecto de nuestras relaciones con el ‘otro’ podemos verlo hoy, al examinar las agudas páginas que J. P. Sartre ha dedicado en su obra fundamental L’Être et le Néant al mismo tema, tan importante en toda la filosofía existencial” (143). Pero Serrano Poncela, tras esta concesión a la galería, expone con agudeza el “ordo amoris” unamuniano, donde el dolor presente en el amor sería derivado de la condición igualmente mortal del fruto del amor, pero, a la vez, esta conciencia daría paso a una segunda etapa, donde la conciencia de la “comunidad dolorosa” engendraría otro tipo de amor relacionado con la compasión y, puesto que el sufrimiento es universal, esto llevaría a “una tercera y más perfecta etapa [que] se alcanza cuando el amor y la compasión nos revelan al Universo luchando por cobrar, conservar y acrecentar su conciencia” (144). Ello enlaza, como era de esperar, con el tema de Dios en Unamuno, al que se dedica el siguiente capítulo, íntimamente relacionado con la cuestión de la inmortalidad, en detrimento de cualquier otra cuestión que no ataña a la perduración personal, pues “no preocupa a Unamuno la idea de Dios como hipótesis demostrativa de la esencia y existencia del Universo. Le preocupa, conforme hemos visto, como sentimiento directo referible a su propia existencia y a la prolongación del más allá de la vida terráquea” (147). Antes de abordar la fe unamuniana, Serrano Poncela advierte que “Unamuno es un ególogo y que, por consiguiente, cada vocablo religioso sufre en sus manos una torsión personal” (150) y que, dado que “el pensamiento de Unamuno es un pensamiento reiterante, que se enriquece y perfecciona por su-



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cesivas condensaciones y cristalizaciones en torno a un mismo tema” (145), la exposición de este tema fundamental no habría de tener solo en cuenta sus libros Del sentimiento trágico y La agonía del cristianismo (como hiciera, por cierto, García Bacca), sino que también habría de recorrer su poesía, donde cristaliza como “experiencia inefable y cordial”, así como sus artículos de prensa, especialmente en sus últimos años, “período del máximo profetismo unamuniano” (157). Para abordar la vivencia del cristianismo por Unamuno, Serrano Poncela analiza la descripción que aquel hiciera de cuatro figuras crísticas que le impresionaron vivamente: el Cristo de Cabrera, figura tosca, “amasada con penas” de los humildes campesinos que le son devotos; el Cristo de la Colegiata, “lívido y solo”, abandonado entre las ruinas de un templo románico; el palentino Cristo yacente de Santa Clara, terrible en su realismo, “Cristo cadáver, que como tal no piensa”, pero que representa como pocos la humanidad mortal, y su opuesto, el luminoso Cristo de Velázquez, “increada luz que nunca muere”, corporeizando “la conciencia trascendida, arrobada por la cercanía de Dios”. Estos dos últimos Cristos representarían “el vaivén agónico unamuniano, ambos polos se sitúan sobre la duda que quiere creer y crear a Cristo como Hombre-Dios y sobre la fe que, ya creado y creído el Dios-Hombre, trata de no perder contacto con su esencia humana” (168). El capítulo sexto es quizás el más original dentro del libro de Serrano Poncela. Al abordar “El tema del otro. La condición humana” en Unamuno, trata una parcela descuidada en otras exégesis de Unamuno, donde la agonía existencial, el tema de Dios y el de España apenas dejaban espacio para otros. Serrano Poncela lo hace desde su conocimiento y admiración por Heidegger, Jaspers, Marcel y Sartre, quienes habían rescatado del olvido en que la filosofía los tenía los “temas de la soledad y del otro; de las relaciones interhumanas” (169), de los cuales habrían sido precursores Kierkegaard, Nietzsche y Unamuno, aunque precisamente por esa condición pionera habría en ellos “aciertos intuitivos, problematización, pero no sistematización de pensamiento”, que solo llegaría con las distintas variantes del existencialismo representadas por el cuarteto de autores anteriormente citado. En todos estos el hombre aparece en “irrenunciable soledad” y la comunicación

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con otros es siempre precaria. Serrano Poncela se detiene en el análisis de Sartre, en cómo nuestro “ser-para-sí” se convierte en “ser-paraotro” en la comunicación, convirtiéndonos en objeto para otro sujeto, proceso cuya experiencia máxima sería la muerte, al convertirnos definitivamente en objeto, en “ser-para-otro” ante la mirada de los supervivientes. La libertad solo se daría fijando al otro como objeto, sea mediante la posesión sexual o, de manera paradójica, mediante la indiferencia. También para Jaspers la comunicación con el otro difícilmente puede ir más allá de comunicaciones objetivas, fracasando inevitablemente en el intento de comunicación existencial, de la cual solo pueden darse destellos, fragmentos. En cuanto al tema de la soledad y la comunicación en Unamuno, serían “las dos grandes vertientes por donde se desliza Unamuno hasta el tema del otro”. Serrano Poncela analiza dos ensayos, “Soledad” (1905) y “El secreto de la vida” (1906), que considera “tan ricos de anticipaciones y estímulos, que debieran reputarse clásicos dentro de la literatura correspondiente a los precursores del existencialismo” (173) y de los que, por ello, el madrileño extracta su contenido, poniéndolo “en relación con las constantes del pensamiento existencialista” (173). En el primero de ellos, Unamuno sentaría las bases de su célebre solidaridad entre solitarios: “Sólo en la soledad nos encontramos; y al encontrarnos, encontramos en nosotros a todos nuestros hermanos en soledad. La soledad nos une tanto como la sociedad nos separa”. La comunicación, para no ser simplemente trivial, debería ser precedida por “un diálogo solitario, entablado consigo mismo; un monodiálogo o autodiálogo”, que sería “el primer tipo de diálogo existencial” (174). En Unamuno había una profunda desconfianza hacia el lenguaje, producto social y de uso común y, por ello, reacio a expresar la unicidad de cada uno. En “Soledad” se lamentaba: “Es muy triste eso de que tengamos que comunicarnos no más que en toque, a lo sumo en roce, y a través de los duros caparazones que nos aíslan los unos de los otros”. Por eso, como resume Serrano Poncela, las formas de comunicarse más reales eran para Unamuno “el amor, la caridad invasora, la imposición y el oficio civil” (176). Al abordar “la condición humana”, Serrano Poncela afirma que “todas las novelas de Unamuno son novelas de la condición humana y



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es sobre esta óntica existencial que se levantan sus especulaciones metafísicas” (178). La verdad es que el escritor madrileño se contradice al afirmar que “los personajes de las novelas unamunianas encarnan su idea del hombre sin disimulo ni retórica […]. Armaduras de huesos, parcos de lenguaje, desprovistos de paisajes y de adornos, nacen y viven en la mente de su creador sólo para apurar hasta el fondo la angustia de vivir en todas sus variables formas” (179). En un pasaje previo del ensayo, como ya hemos citado, negaba el carácter de novelas de tesis y afirmaba la unicidad de los personajes unamunianos, que pondrían ante el lector “la constitución y desarrollo de una personalidad en el tiempo” (69). Con todo, el libro de Segundo Serrano Poncela, que, por ser su nombre anatema en la España de Franco, no tuvo ninguna difusión en nuestro país,8 es un ensayo unamuniano de entidad indiscutible, al tiempo que, entre líneas, deja intuir hacia dónde se encaminaba el pensamiento de su atormentado autor en el exilio. Serrano Poncela volvería a tratar brevemente de Unamuno en su Introducción a la literatura española (1963),9 manual para los estudiantes universitarios venezolanos, donde, al margen de presentarlo como la figura más representativa de la generación del 98 y ensalzarlo como escritor sobresaliente en todos los géneros, afirma que “la influencia de Miguel de Unamuno sobre las gentes de habla hispana comenzó a crecer desde el mismo día de su muerte” y se atreve a aventurar que “en los próximos cincuenta años sea la figura intelectual de más relieve en España e Hispanoamérica” (283). Signo de la añoranza avasalladora que sufría Serrano Poncela, a pesar de resaltarlo como “creador de lengua viva”, considera que “lo más expresivo de toda la obra de Unamuno es su acendrado amor a España. Difícilmente se encontrará un escritor, en toda la tradición española, que haya llegado tan profundamente a entender a su país, a expresarle, a darle fisonomía y estilo por medio de la pluma y del pensamiento”. Y termina con un nuevo

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Aún hoy es difícil verlo citado por la crítica unamuniana. Jon Juaristi parece ignorarlo, dado que no lo cita en el amplio “Comentario bibliográfico” que cierra su biografía de Unamuno. Serrano Poncela (1963: 278-285).

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vaticinio: “Dentro de varias décadas, ya convertido en un clásico, se dirá de Unamuno lo que hoy se dice de Shakespeare, de Cervantes, de Dostoievski: ‘El alma de su país se expresa por su pluma’” (284). La intensa lectura de Unamuno, por otra parte, se hace sentir en La puesta de Capricornio (1959),10 libro que reúne tres relatos (“La puesta de Capricornio”, “Cirios rojos” y “Unos pies desnudos”) con personajes atormentados de carácter unamuniano, una influencia que dejará atrás en las novelas que marcan la madurez de Serrano Poncela como autor de ficción, como Habitación para hombre solo (1963) y, sobre todo, La viña de Nabot, publicada póstumamente en 1979.

10 Serrano Poncela (1959).

VII

Unamuno reivindicado como poeta

Porque Miguel de Unamuno fue el gran hereje de nuestro tiempo desde el punto de vista tradicional, y el gran poeta de la intimidad profunda desde todos los puntos. Benjamín Jarnés, “Un lírico de acción” (1943) Unamuno no es un virtuoso de la métrica ni un ágil decidor del verso. Pero, ya, hoy por hoy, harto agobiados por la liviana habilidad de los mañosos […] quienes gustan de la poesía se corroboran y esfuerzan en la desmaña de Unamuno. Juan José Domenchina, “Prólogo” a Obra escogida (1945) Dentro de la obra poética de Unamuno, además, siendo como es su obra en prosa extremadamente desigual, sólo ofrece interés un grupo de poemas. Verdad que en ese grupo de poemas halla nuestra poesía moderna su expresión más alta. Luis Cernuda, “Antonio Machado” (1953)

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La poesía de Miguel de Unamuno había sido, en vida, la parte de su obra menos considerada, frente a su temprano reconocimiento como novelista original, ensayista profundo y polemista impar. Imputado de falto de oído y musicalidad, su lírica no ejerció en vida influjo sobre sus poetas coetáneos, salvo excepciones, que luego veremos, como León Felipe y José Bergamín. Aunque no pueda decirse que su obra poética no recibiera atención en la crítica escrita en España (ahí está la temprana recopilación del sensible Luis Felipe Vivanco),1 será en el exilio donde su poesía sea revalorizada como una de las parcelas más originales de Unamuno. Seguramente el primero en vindicar la poesía de Unamuno como lo más valioso de su obra fuera Benjamín Jarnés (Codo, Zaragoza, 1888-Madrid, 1949), quien ya antes del exilio había seguido con especial atención la obra unamuniana, participando, por ejemplo, en el homenaje que le tributara La Gaceta Literaria a su regreso del destierro en 1930 y reseñando varias de sus obras en La Nación de Buenos Aires.2 Unamuno también fue importante en la labor creativa de Benjamín Jarnés, quien en su novela Locura y muerte de Nadie (1929) muestra una evidente huella de la lectura de Niebla. Significativamente, Jarnés se ocuparía de Unamuno en el primer texto crítico de su exilio. En efecto, en febrero de 1939 cruza la frontera pirenaica y, tras varias vicisitudes, es internado junto a su esposa en el campo de concentración de Limoges. Una vez liberado, dará una conferencia en la Salle Berlioz de Limoges, el 24 de marzo de 1939, cuyo título era “Los intérpretes de España” y donde Unamuno, junto a Baroja o Valle-Inclán, representaba un papel destacado, cerrando Jarnés con una conclusión que tenía ya en cuenta la reacción última del bilbaíno en Salamanca: “Miguel de Unamuno, ilustre español, tuvo la valentía de decir siempre la verdad. La dijo a la Monarquía y la dijo a la República. Ahora, en plena guerra, la dijo a estos y aquellos. Por eso murió, a los setenta y dos años, encerrado

1 2

Unamuno (1942). Véase el completísimo libro de Domínguez Lasierra (2013).



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en su propia casa. No le asustó nunca el destierro. Más le asustaba la necedad”.3 Dos meses después, Jarnés embarca junto a su esposa en la expedición del Sinaia y llega al puerto de Veracruz en junio. En México, Jarnés desarrollará una intensa actividad truncada por su precaria salud, con una arterioesclerosis que le impelió a regresar a España poco antes de su muerte, en 1948. Junto a su labor creadora, Jarnés se ocupó de otros textos más divulgativos, entre los que se cuenta una antología de Unamuno dentro de la colección Selecciones Hispanoamericanas que editaba la comisión de “divulgación literaria” de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México.4 Páginas líricas, publicada en 1943, aunque su título pudiera indicar otra cosa, no recoge poemas de Unamuno, sino páginas de prosa lírica dedicadas a ciudades y paisajes, compiladas de sus libros de viajes y de artículos de prensa. En el “preámbulo” de Jarnés, “Un lírico de acción”, el escritor aragonés comienza asentando que “la opulenta producción de Unamuno […] puede dividirse en tres zonas: la filosófica, la novelesca y dramática y la que suponemos más valiosa: la lírica” (10). El núcleo de su obra sería su “médula poética”, de la que estarían “nutridas las nerviosas y fibrosas páginas unamunescas” y “de ese zumo poético está empapada su recia, su dura —y flexible— prosa” (12). Jarnés explica la intención de su antología insistiendo en que la mejor parte de la prosa de Unamuno es “entrañable poesía” y enuncia la idea, que desarrollará como nadie años después Carlos Blanco Aguinaga, de que Unamuno es un “gran contemplador, poeta esencial” (11) y habría sido, como nadie, el “lírico definidor de tanta belleza esparcida por los campos, por los pueblos, por los hombres de España” (11). Pero no siempre sería la suya una vida contemplativa, muy al contrario, pues “cuando la aventura lo exigía, se arriesgaba a 3 4

El texto se publicó años después. Véase Jarnés (1952). Agradezco a Juan Domínguez Lasierra, el mayor especialista jarnesiano, haberme señalado la existencia de esta conferencia. Unamuno (1943). Los textos supuestamente inéditos publicados bajo el título “Miguel de Unamuno” en la recopilación de Jarnés (1988: 3-17) son, a todas luces, borradores preparatorios de su preámbulo a la antología.

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decir su áspera verdad con su máxima acritud. También con la máxima agudeza expresiva. Era un lírico de acción. No le faltaba el duro tono profético de Ezequiel” (11). Profeta y hombre de acción, Jarnés tampoco se resiste a la analogía con don Quijote, afirmando que, dada su sinceridad, “no debe sorprendernos, pues, que Unamuno saliera tantas veces descalabrado —como Don Quijote— en lo que podríamos llamar sus ‘pruebas históricas’” (11). Jarnés insiste en esa dualidad que no es contradicción, sino consecuencia entre el entrañamiento que le lleva del mundo al “trasmundo” y, como huida, a la salida a la palestra en agónico combate, lo que haría la riqueza u “opulencia” de la obra de Unamuno: Porque Miguel de Unamuno fue el gran hereje de nuestro tiempo desde el punto de vista tradicional, y el gran poeta de la intimidad profunda desde todos los puntos. La intimidad de Unamuno, revelada principalmente en ese perenne vaivén entre la entraña del mundo y lo que amaga tras el mundo, es quizá la más opulenta de nuestro siglo, porque nunca pierde de vista el problema de más ricas —aunque más sombrías— incitaciones (14).

En cuanto a su “instrumental poético”, Benjamín Jarnés afirma taxativamente que “nadie tuvo a mano con tal exuberancia, tan vigorosamente manejado, un material expresivo de esta preciosa calidad” (18). Del idioma castellano, “siervo fiel de Unamuno”, él habría escogido sus formas más recias y tajantes: “Hierro, piedra, roble… Esto constituye la materia del instrumental lírico de Miguel de Unamuno […]. Es que un titán puede poner en danza elementos ciclópeos” (19). Como puede verse, en su prólogo Jarnés oscila entre la perspicacia y el ditirambo hacia la figura de Unamuno, cuya canonización declara, recordando que, hombre “a la ofensiva”, tras ser derribado por una de las “borrascas” a las que se enfrentara, desapareció “para dejar paso a otro Unamuno —al más grande— al que ya no cesará de hablarnos serenamente desde ese puente misterioso que une la tierra con el cielo, ya sin temor alguno a las zozobras de la historia” (16). Una figura tutelar, por tanto, que Jarnés convoca, como si, desde la perdida España, reafirmara con su ejemplo el de los insumisos exiliados: “Siempre



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se erguirá en la meseta castellana, alta la frente, desafiando —como aquellos duros capitanes vascos— todas las tormentas de la historia de su pueblo. Fue superior a todas ellas. Fue siempre un rebelde a toda hipócrita acomodación” (21). Este prólogo, que, como veremos, será la base de otras aproximaciones jarnesianas a Unamuno, termina de modo casi apocalíptico, evocando el temor, nada raro en esos años en que los nazis dominaban Europa y Juan Larrea enunciaba su mesianismo del Nuevo Mundo, de un cataclismo cultural: “No sabemos qué podrá ocurrir a la gran cultura occidental. Tal vez un torbellino de arena la esconda durante siglos… Cuando alguien —en España— la desentierre, tropezará, como siempre, con las pirámides, a flor de arena: las ‘Coplas’ de Jorge Manrique, La vida es sueño, Cervantes, Unamuno…” (21). El más amplio ensayo de Jarnés sobre Unamuno fue publicado en 1946, dentro del libro Retablo hispánico,5 compilación de ensayos de “unos escritores españoles que, lejos de la tierra, van sintiéndola cada vez más entretejida con su espíritu” (7). La obra se presentaba como un monumento de glorificación de la patria perdida, una “obra de cooperación y amor a España, de exaltación de sus valores, de presentación de sus paisajes, de retratos de sus eternas glorias, de devoción a sus viejas piedras y de fe en su destino inextinguible” (7). Entre sus veintiséis autores había desde filósofos como García Bacca, José Gaos o Joaquín Xirau a poetas como Manuel Altolaguirre, Juan Gil-Albert o José Herrera Petere. El ensayo de Jarnés aparece en segundo lugar, después de un texto de Moreno Villa, y desde su título, “Unamuno, intérprete y nervio de España”,6 presenta su idea principal en concordancia con los fines del libro, y que es que “Miguel de Unamuno ha interpretado con gran fidelidad el enigma profundo de España. Como hombre, como escritor, como artista del pensamiento, acaso nunca tuvo España un siervo tan fiel a la verdad del pueblo en que nació, que era, al mismo tiempo, su verdad: la verdad de su corazón” (17).

5 6

VV. AA. (1946). Sigo la edición original, aunque existe una reedición reciente, con prólogo de Domingo Ródenas de Moya, en la editorial Renacimiento, 2007. Jarnés (1946).

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La identificación de Unamuno con España, convertida casi en tópico del exilio, y la consideración de nuestro país como vitalista e irracional, desarrolladas, como vimos, por Ferrater Mora, son asumidas plenamente con Jarnés, para quien Unamuno habría “representado genialmente a España, a esta España llena de fe en la verdad del corazón, en la verdad que viene de la vida, no en la verdad que viene de la lógica” (17). Jarnés aprovecha, con todo, para insistir en una certidumbre personal aún no tan compartida, la de que “Unamuno, cifra máxima de la inteligencia española es, en primer término, poeta” (19), pues, si pueden negarse “plenitud filosófica” a sus ensayos y “plenitud novelística a sus novelas”, a pesar de lo admirable de sus logros en ambos géneros, resultaría muy difícil “negar una plena calidad poética a los versos y gran parte de la prosa unamunesca” (20). No solo por su obra en verso, sino porque, como expresara pocos años antes, “en él la poesía lo penetra todo” y, de hecho fue “su vida poética” (20), y, como tal la mejor de sus creaciones, la que sobreviría como ejemplo junto a sus obras. Benjamín Jarnés volvería a Unamuno, ya muy enfermo y poco antes de su regreso para morir a España. Su ensayo “El pensador y el poeta”, que recoge algunos párrafos de los textos anteriores, precede a la selección, en prosa y verso, Miguel de Unamuno (1947),7 integrado en la Biblioteca Enciclopédica Popular financiada por la Secretaría de Educación Pública. Jarnés distingue entre “dos suertes de hombres creadores: los que se pasean por la maravillosa corteza de las cosas, y los que prefieren clavar en el mundo las uñas para verle las entrañas. Unamuno es de los segundos: de aquí nace su calidad filosófica” (ix). Jarnés habla de una tragedia unamuniana menos atendida, que fue “la lucha por dar claridad a nuestras creaciones”, que para el aragonés fue “doble tragedia” por haber sido esa forma desdeñada. La creación de Unamuno es justificada citando a Novalis, quien “afirmaba no haber distinción entre el poeta y el filósofo” (xv). Vuelto un romántico, el anciano escritor Jarnés, quien nunca se dio a la lírica, declara exaltado: “El poeta es un rey instalado en el eje del mundo. Se entiende, de

7

Jarnés (1947).



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su pequeño mundo escogido, desde donde puede ver y anotar todas las maravillas del grande. Posee un misterioso espejo —que pasea en torno— donde va todo reflejándose. Y al reflejarse se recrea. Este espejo es el alma del poeta don Miguel de Unamuno” (xv). La conocida fórmula de Stendhal sobre la novela (“un miroir qu’on promène le long d’un chemin”) es dotada de un cariz romántico y genesíaco, pues “solo la poesía produce poesía”, siendo esta, en definición que hubiera firmado Unamuno, un “arte de excitar el alma” (xv). Otro de los primeros en contribuir a esta relectura de la poesía unamuniana será Juan José Domenchina (Madrid, 1898-Ciudad de México, 1959). El que fuera secretario personal de Manuel Azaña y se exiliara junto a este, se encargó de la selección de la Obra escogida de Unamuno, publicada en 1945 por la editorial mexicana Centauro,8 con un prólogo del poeta madrileño, que se había granjeado durante los años republicanos numerosas enemistades por la virulencia de sus críticas literarias firmadas con el seudónimo de Gerardo Rivera. Ya durante la Guerra Civil, y antes de que se conociera en la zona republicana el incidente del paraninfo, Domenchina había escrito un dolorido e importante artículo, donde criticaría el egoísmo resentido de Unamuno, la “inverosímil hipertrofia de su ‘ego’, de su ‘yo’ ultraimpertérrito y cruel, monstruosamente ensimismado o aislotado, solo y sólo a merced de las cogitaciones más enconadas, resentidas y universonales”, pero donde no podía dejar de reconocer, a su pesar, el influjo decisivo de aquel escritor por el que se sentía traicionado: ¡Infeliz Don Miguel! ¡Cómo nos hizo y nos deshizo, a su imagen y semejanza, con quejumbre de agonía cerebral e inmisericorde! ¡Cómo nos aterró y enterró en tierra etimológica, de pedagogo ensimismado y obseso! ¡Cómo jugó, al jugar los vocablos y sus sentidos, con el buen sentido, con el sentimiento y con el resentimiento de los españoles! ¡Y qué caro nos costó el aprendizaje de la paradójica e inútil maestría! (2010: 19).

8

Unamuno (1945).

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Domenchina se dolía de que el prurito de contradicción de Unamuno y cierta “ambigüedad mefistofélica” hubieran acabado “por perderle. Y por perdérnoslo”, al haber muerto “en Salamanca, uncido al yugo de los adversarios de la libertad”, encadenado “en la ergástula de los mercenarios sin conciencia. Y murió a la postre […] cancelando así una apostasía inconcebible, entre los verdugos de España”. En la incertidumbre de los días bélicos, a Domenchina se le hace intolerable creer que Unamuno hubiera fallecido de “muerte natural” y parece confiar en que hubiera sido asesinado por los rebeldes como castigo a haberse revuelto contra los militares sublevados. Llama la atención la quijotesca situación que el madrileño imagina, sin haber tenido aún noticia de su enfrentamiento con Millán Astray: ¿De muerte natural? Se nos antoja harto cruel suponerlo. No. El autor de “El Cristo de Velázquez” no puede haber fallecido “naturalmente” en el escarnio de su ancianidad aherrojada. Tuvo que gritar la extinción de su espíritu entre los hombres que se mofan del espíritu. Tuvo que retractarse y avergonzarse de sus… penúltimos errores y de sus veleidades pretéritas. Tuvo que volver, cuerdamente, por su locura de antaño. Y escupírsela a los malandrines que le tiranizaban, que abusaban de un ánimo senil ya sin arrestos. Tuvo, en fin, que renacer honestamente sobre su propia tumba (20).

Aliviada la congoja que su pronunciamiento por los sublevados (y sus durísimos ataques a Manuel Azaña) le había causado como al resto de los republicanos, Domenchina pudo reunir una coherente antología de apenas ciento cincuenta páginas que recoge textos de los libros poéticos de Unamuno publicados, con especial preferencia por los primeros poemarios. Domenchina antepone a su selección un prólogo muy personal, donde comienza hablando del “ego descomunal, ingente, de don Miguel de Unamuno” que se mostraría de la manera más cabal en su poesía, en la que le reprocha el que “incruste estridentemente en su dicción los más inauditos e hirsutos voquibles” (1945: 11), palabras que a Domenchina le repugnan, como “cogüelmo”, “conducho”, “remejer” o, sobre todo, “el vocablo entretela, que él imagina voz noble, pero cuyo engomado apresto de linón rígido hiede



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a cajón de sastre” (11). En la prosa barroca y esquinada que le era propia, Domenchina alterna el elogio condescendiente y el reproche gustoso, afirmando que Unamuno, a pesar de que “paladea, con morosa delectación cazurra, el acerbo y cacofónico regusto de no pocos terminuchos de baja índole local […] no pierde nunca, por mucho que lo menoscabe siempre, el decoro del oficio” (11-12). Pero es que, para el poeta madrileño, el valor de Unamuno como poeta vendría precisamente de sus carencias, frente al virtuosismo inane de otros: “Unamuno no es un virtuoso de la métrica ni un ágil decidor del verso. Pero, ya, hoy por hoy, harto agobiados por la liviana habilidad de los mañosos […] quienes gustan de la poesía se corroboran y esfuerzan en la desmaña de Unamuno” (12). Así, Domenchina caracteriza la poesía del “buen cíclope” Unamuno como “un arte de agresión” (13), de expresión contundente frente a la “alfeñicada o canija” de una mayoría, de la que nunca se dan nombres, pero cuyos referentes, a tenor de las críticas de Gerardo Rivera, incluirían seguramente a más de un poeta del mal llamado grupo del 27. Para el madrileño, Unamuno es un poeta irregular, “un lírico de vegadas” y a prueba de caídas, pues, a pesar de sus muchos “versos duros, cojos, prosaicos, mal escandidos, zafios, irrisorios y aun inadmisibles”, habría logrado un “hacecillo ralo” de poemas con “la plenitud artística de lo perfecto”, de los cuales pone como ejemplos, curiosamente, el “Salmo I” y “La flor tronchada”, de los que opina: “No creo que existan en castellano más venturosos arquetipos de poesía absoluta” (21). Así, Domenchina plantea (de modo sorprendente, a tenor de su devoción por Juan Ramón Jiménez) que Unamuno, a pesar de lo desigual de su poesía, pueda ser el máximo poeta de su tiempo: “Don Miguel, prosista siempre de los mismos quilates y de cuantioso número, es harto desigual y discontinuo como poeta en verso […] unas cuantas composiciones antológicas hacen de él quizá el más alto y hondo de todos los poetas españoles contemporáneos” (20-21). Domenchina, para justificar su selección de poemas, en la que está convencido de haber recogido “la poesía esencial —en puros huesos— con que acertó a desencarnarse el maestro de la lengua española de nuestros días” (22), afirma la superioridad del primer volumen poético unamuniano, las Poesías de 1907, donde “se cuajó de una vez

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y para siempre el genio poético de don Miguel de Unamuno”, sobre sus poemarios siguientes, muchas veces lastrados por “desahogos de índole política o personal”, por lo que desdeña sus libros de exilio, Romancero del destierro y De Fuerteventura a París. El poeta madrileño volvería sobre Unamuno pocos años después, en una breve semblanza publicada en la revista Las Españas, dirigida desde México por Manuel Andújar y José Ramón Arana.9 Incluido en una serie de “semblanzas españolas”, el texto, aunque reproduce dos poemas del vasco, es primordialmente de carácter biográfico y anecdótico. Así, Domenchina recuerda la “arrogante y subyugadora prestancia física” de Unamuno, aunque a continuación lo compare con un gallo en sus momentos de irritación: Unamuno, siempre grávido de pensamiento, sufría a las veces unas embarazosas y desconcertadas suspensiones de ánimo, que no eran arrobos, y esas pausas de inconciliación o perplejidad concluían enrojeciéndole el rostro, siempre bermejizo y grifándosele, como enrojece y se grifa la carúncula o cresta del gallo. Tengo para mí que en tan penosos trances aquel hombre, evidentemente resoluto y sanguíneo, se mordía la lengua.

Domenchina, siempre condescendiente, califica a Unamuno como “hombre cimero” o “cíclope” y lo opone al “hombre disminuido” que para él era Baroja, pero le reprocha que fuera “difícilmente accesible a lo ajeno” y una envidia que hacía que “le molestaba la notoriedad ajena. No la podía sufrir, y dícese que nunca coadyuvó con un elogio efectivo al auge de ninguna fama naciente”. Domenchina, asimismo, cuenta anécdotas del hermano de Unamuno, que padeciera de un trastorno mental, y de la inquietud que, según Domenchina, sintió el escritor vasco al conocer la existencia de una tonadillera que se hacía llamar la Unamuno. Pero, a pesar de sus pullas, Domenchina trasluce una admiración sin límites por Unamuno como hombre cumplido:

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Domenchina (1948). Recogido en: Domenchina (2010: 401-409).



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La vida de Unamuno […] se colmó, con más o menos ostensible congruencia, en un existir a fondo. Vivió como hombre y como intelectual un avatar individuo. No fue un simple proyecto de hombre —intención en que se malogran, con frustración evidente, no pocos designios viriles— ni un propósito intelectual en balde, baldío. Su trayectoria de escritor y de hombre dejó como dobles y paralelos relejes de su recíproca rotación, dos surcos entrañables. A despecho de todas sus inadecuaciones, discrepancias y anatemas de altercador e inconforme sempiterno, y de todas las posturas antagónicas que adoptó, y de todas las antítesis con que zapó y excavó el “subsuelo siempre superficial” de la vida española, llegando al hondón o cobijo soterraño en que se solapa el vergonzante existir del envidioso e invidente topo ibérico, don Miguel, ya acoplados o encajados sus innumerables egos en el encontronazo de sus contradicciones, alcanzó el venturoso galardón intemporal de coincidir consigo mismo.

Desde el otro lado del Atlántico, un poeta muy distinto reivindicará también la obra lírica de Unamuno. Jacinto-Luis Guereña (Cañada de Gómez, Argentina, 1915-Madrid, 2007), poeta de padre vasco y madre italiana, nacido en Argentina, donde su familia vivió emigrada durante unos años, había combatido en el Ejército del Ebro y pasado, tras cruzar la frontera, por el campo de concentración de Gurs. Casado con una maestra francesa en 1942, había decidido, al contrario que la mayoría de exiliados, mantener una doble escritura, en lenguas española y francesa, convirtiéndose en un notable passeur entre las culturas a ambos lados del Pirineo, de lo cual el mejor ejemplo fue su revista Méduse, aparecida en 1945, que, con el subtítulo Front francoespagnol des lettres. Poésie. Littérature. Pensée, pretendía continuar en el ámbito literario la fraternidad sellada en los combates de la resistencia clandestina contra el invasor alemán. La revista publicaría poemas de Paul Éluard, Robert Desnos, Emilio Prados u Octavio Paz y daría origen a una pequeña editorial de breve duración, donde Guereña publicaría su Poema del dolor y de la sonrisa de España (1946), canto épico con motivo del décimo aniversario de la defensa de Madrid. Poco antes había publicado el poemario L’homme, l’arbre, l’eau, que contiene ya casi todos los elementos del imaginario poético de Guereña, pero muestra cierta inmadurez en el dominio, si no de la lengua

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francesa, sí de su ritmo y cadencia, algo que subsanaría en poemarios posteriores.10 En 1947, Guereña publica en Iberia, una revista académica del departamento de español de la Universidad de Burdeos, su breve ensayo “Pour un visage d’Unamuno poète”,11 texto de carácter divulgativo sobre la poesía de Unamuno, que describe como “la poesía surgida de una conciencia auténtica, viva, el producto de una conciencia actuante y directamente afectada por la vida y por la muerte” (17). Guereña lamenta el hecho “evidente de que no se conoce lo suficiente su poesía, ni siquiera en España”. Como tantos otros, el exiliado vasco no deja de señalar su carácter desigual, lo que no empece su originalidad siempre presente: “El aliento poético no es regular ni suficientemente desprovisto de retórica. A veces aparece obsoleto, aunque siempre conserve la huella original de su creador”. Donde Unamuno mostraría su mayor altura sería, según Guereña, en “su calurosa amistad por los paisajes y por el Dios-hombre. Es aquí, en este coloquio auténticamente personal, donde encontramos la vena lírica más rica de Unamuno, sus versos más representativos, emocionantes y logrados” (17). Por sus dos vertientes de poeta de “inspiración mística”, ascética, sobre todo, en los poemas sobre Cristo, y los de lo su “época lírica” sobre las tierras de España, de Bilbao a Fuerteventura, y, sobre todo, en Castilla, donde está “todo Unamuno, vibrante de angustia, desgarrado, sacudido por una terrible fuerza inquieta, testimonio de un alma atormentada. Y este Unamuno quedará como un valor poético duradero en el panorama de las letras españolas” (18). Pero seguramente las palabras más sagaces sobre Unamuno como poeta serían las que le dedicara Luis Cernuda muy poco después, en su conferencia “Unamuno como poeta”, dictada en New Haven el 13 de mayo de 1950 en el marco de la reunión anual de la Modern Language Association, publicada en 1954 en el suplemento México en la Cultura y que sin apenas cambios sería incluida, bajo el título “Mi-

10 He tratado de su obra poética más por extenso en Martín Gijón (2013). 11 Guereña (1947). La traducción de las citas subsiguientes es mía.



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guel de Unamuno”, en su libro Estudios sobre poesía española contemporánea, libro cuya prevista publicación por el Colegio de México se frustraría, editándose finalmente en 1957 en España, en una edición fuertemente censurada.12 A Cernuda apenas le interesaba la obra ensayística de Unamuno y, frente a otros exiliados, discreparía con acritud de la interpretación de don Quijote por Unamuno, quien había convertido al personaje cervantino, a su juicio, “en campeón de un idealismo absurdo”. Por su parte, de las novelas de Unamuno solo tenía en alta estima a San Manuel Bueno, mártir. De hecho, Cernuda comienza su ensayo afirmando que fue paradójicamente la fama lograda por el resto de su obra lo que de cara al público eclipsó su vertiente poética: “No obstante la estimación de los lectores a la obra en prosa de Unamuno, acaso la más alta que entre el público español se haya concedido a un autor moderno, eso no benefició en nada al poeta” (120).13 Cernuda no niega las habituales carencias imputadas al Unamuno poeta: “la dureza del oído, la tosquedad de expresión”, pero serían “defectos compensados en lo posible por otras cualidades” que “no impiden que Unamuno sea probablemente el mayor poeta que España ha tenido en lo que va de siglo” (120-121). Una posibilidad que se convertiría en certeza unos años después, cuando Cernuda afirmaría, en un artículo dedicado a Antonio Machado, que “dentro de la obra poética de Unamuno, además, siendo como es su obra en prosa extremadamente desigual, sólo ofrece interés un grupo de poemas. Verdad que en ese grupo de poemas halla nuestra poesía moderna su expresión más alta”.14 Cernuda elogia la maestría unamuniana en el soneto, afirmando que “si algunos sonetos de un poeta español contemporáneo pueden colocarse al lado de otros de un poeta clásico, como Góngora o Quevedo, son los de Unamuno” (123).

12 Véase Teruel (2013: 164-166, 184-185). 13 Citado por Cernuda (1994a). 14 “Antonio Machado”, artículo publicado en México en la Cultura en 1953, recogido en Cernuda (1994b: 215).

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En su poesía, Cernuda distingue “tres círculos de inspiración temática: familia, patria y religión” (122), bien distintos, por cierto, a los círculos de su propia inspiración. En cuanto al primero, Cernuda, como hiciera Grau, llama la atención sobre lo “exageradamente casto” de Unamuno, y cómo “lo sensual, para no decir lo sexual, le choca y le molesta” (125), aunque ironiza sobre cómo su mejor poema de amor, Teresa, que, por otra parte, le parece el libro de versos “más débil” de Unamuno, está dedicado a una mujer muerta y cómo “un discípulo de Freud hallaría tras estos versos de Teresa sin duda algo desagradable” (124-125). En cuanto a lo religioso, Cernuda considera que en El Cristo de Velázquez “está Unamuno en el cenit de su obra como poeta”, un libro que rebatiría dos axiomas aceptados, como eran el ocaso de la poesía religiosa y del poema largo. Cierto es que, si Cernuda simpatiza con la manera “hermosa y serena” del Cristo velazqueño, opuesta “a la manera sangrienta y dramática de los imagineros”, muestra una absoluta incomprensión por el afán de eternidad y por ello encuentra “poco simpática” la razón de la “necesidad de Dios” unamuniana, pues estaría dictada por “su egocentrismo: su manía de ser siempre él, de no dejar de existir después de la muerte física” (128). La parte más original del ensayo cernudiano quizás concierna a la poesía escrita por Unamuno a raíz de su destierro. Cernuda comenta que “fue época de bastante actividad poética para Unamuno, como es frecuente que ocurra al poeta cuando un acontecimiento exterior trastorna su vida” (126), lo cual debía saber el poeta sevillano por experiencia propia. En su amplísimo Cancionero, deplora que haya “tantos versos grotescos”, pero considera que “también hay entre ellos otros donde Unamuno alcanza al fin de su vida la mayor fluidez y gracia lírica” (126). En ellos, en la “fluidez y gracia nuevas en él”, Cernuda afirma que existe una influencia que llama “de vuelta”, de los poetas jóvenes que Unamuno antes desdeñara, de modo que “así llega Unamuno en su ancianidad a reconciliarse en lo posible con una poética contra la cual tantas diatribas había lanzado” (127). En justa correspondencia, obtenía de ellos el reconocimiento que se le había negado: “Sí, Unamuno es ante todo un poeta, aunque los admiradores tempranos de sus obras en prosa no se dieran cuenta de eso, que sólo comprendieron al fin otras generaciones más recientes” (128).



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Cierto que esta revaloración de Unamuno como poeta era paralela en Cernuda a tenerlo en menos como filósofo: “Que Unamuno sea ante todo un poeta se advierte en sus mismos defectos como pensador; los libros filosóficos de Unamuno son obra de poeta porque en ellos la intuición suple a la razón y el paso mesurado del razonamiento lo sustituye el avance brusco e intermitente de la intuición poética” (128). Cernuda sustenta esta afirmación comparándolo con Kierkegaard, en el que, a pesar de reconocer “una mente profundamente poética”, advierte la responsabilidad de demostrar y razonar lo que afirma, algo que no pasa en Unamuno, del que termina, sin embargo, salvando a este respecto “una obrita de éste, una obra de ficción novelesca, San Manuel Bueno y Mártir […] donde Unamuno ha resumido y concretado de modo admirable todo su pensamiento metafísico y abstracto, y precisamente porque no es obra de razonamiento abstracto” (128). Por otra parte, como ya señalara José Ángel Valente,15 al reivindicar la poesía de Unamuno, Cernuda lo hace para postularlo como antecedente directo, y casi único, de su poesía meditativa de madurez, concordando con él igualmente en su rechazo de la línea que parte del modernismo, y que representaba de modo magno la obra de Juan Ramón Jiménez. Era una influencia que ya iba fecundando la obra de Cernuda desde los primeros meses del exilio, con la muerte del vasco aún reciente. Así, como señalan Derek Harris y Luis Maristany, en el manuscrito de “Atardecer en la catedral”, publicado en Las nubes, el sevillano había anotado: “Brotó de lecturas de Unamuno”,16 y esta influencia puede verse asimismo en poemas como “La visita de Dios” o “Impresiones de destierro”, como ha señalado José Teruel.17 Así, cuando José Bergamín, en 1950, afirmara que “es tópico el de que Unamuno no fuese un gran poeta en verso. Para nosotros es el mayor poeta en verso de la lengua española en lo que va de siglo”, expresaba una convicción que iba extendiéndose dentro de los escritores del exilio, a despecho de la obra en plenitud de Juan Ramón Jiménez,

15 Valente (1962). 16 Cernuda (1994a: 796). 17 Teruel (2013: 188).

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con quien Bergamín, por cierto, había roto definitivamente, al igual que Cernuda.18 En esta revaloración será un hito la publicación íntegra, en 1953, por Federico de Onís (Salamanca, 1885-San Juan de Puerto Rico, 1966), catedrático de la Universidad de Columbia, del Cancionero. Diario poético de Unamuno.19 Quien fuera alumno de Unamuno en las aulas salmantinas había emigrado ya en 1916 a Estados Unidos, pero desde allí mostraría su inequívoco apoyo a la causa republicana. Federico de Onís afirmaba que “esta obra póstuma de Unamuno ha sido tratada por nosotros como una obra clásica y no hemos ahorrado ningún esfuerzo para asegurar la fidelidad en la reproducción del manuscrito” (7), lo que explicaba la reproducción de todas las variantes de los textos conservados, escritos por Unamuno entre 1928 y 1936, que suman 1.755 poemas en esta monumental edición. Pese a esa génesis acumulativa, el salmantino considera que, aunque cada poema tenga entidad independiente, la selección o antologación lo perjudica, pues “el libro es un gran poema, y cada una de las canciones que lo forman, tan varias en valor, forma y tema, adquieren pleno sentido dentro de él”. En estos poemas renacen todos los temas de Unamuno, según Onís, “con nueva frescura, pureza y originalidad; ha llegado a lo más hondo de sí mismo y del mundo, y rebrotan las raíces de su ser más íntimo” (14). Ya Serrano Poncela, en su ensayo escrito antes de esta edición, anticipaba “ese Cancionero inédito que contiene la mejor poesía que se ha escrito en España durante este último medio siglo” (1953: 25). Federico de Onís, que se reconoce como “discípulo de Unamuno desde la infancia” y que considera que “la labor modesta, pero larga y difícil, de editar su último libro significa sencillamente la satisfacción del cumplimiento de un deber filial”, animaba a los estudiosos de Unamuno a buscar en el Cancionero la clave del pensamiento del que califica como “el hombre más grande que el espíritu español ha producido en nuestro tiempo” (15).

18 Véase el apasionante estudio de Dennis (1985). 19 Unamuno (1953).



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Por otra parte, esta reivindicación de Unamuno como poeta tendrá su confirmación en la influencia que su lírica obrará sobre varios autores del exilio. Seguramente la más importante, por la profunda influencia en la poesía posterior, sea la ya mencionada que ejerció sobre Luis Cernuda, y más adelante se hablará de José Bergamín, el unamuniano mayor de la República exiliada, pero es insoslayable mencionar la relevancia que la poesía de Unamuno tuvo en León Felipe (Tábara, Zamora, 1884-Ciudad de México, 1968), señalada ya por García de la Concha y analizada con gran tino crítico por Mónica Jato.20 Especialmente los “Salmos” de Unamuno, que aparecen, sobre todo, en sus Poesías de 1907 y que en su fundamental ensayo “Mi religión” definiera como “mi religión, y mi religión cantada y no expuesta lógica y razonadamente”, serían, según Mónica Jato, “una fuente de motivos tanto temáticos como formales para la poesía de posguerra”,21 para poetas desarraigados del interior, como Blas de Otero, pero, sobre todo, para exiliados como León Felipe y también, como veremos, Serrano Plaja, autor desatendido por la profesora cántabra. La idea, tan unamuniana y propia del “energúmeno”, como algunos lo descalificaron, de la poesía como grito, es hecha suya por León Felipe en poemas como “¡El salmo es mío!” o “El salmo fugitivo”, de Ganarás la luz (1942), donde encontramos versos como: Mi grito vale más que la espada, más que la Revelación… Mi grito es la llamada, es la puerta, de otra Revelación. ¡Cantad, llorad todos, gritad, Poetas! Haced de vuestras flautas un lamento y de vuestras arpas un gemido. Gritad: No hay pan, sí hay pan, dónde está el pan. […]

20 García de la Concha (1986: 19). Jato (2004: 38-42). 21 Jato (2004: 34).

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Sin negar, sin afirmar, sin preguntar, gritad sólo. El que lo diga más alto es el que gana. No hay Dios sí hay Dios, dónde está Dios… El que lo diga más alto es el que gana. Gritad… gritad… ¡Aullad!22

El carácter profético de cierta parte de la poesía de Unamuno es adaptado por el zamorano a su carácter y a una versificación más libre, de modo que Max Aub englobaría a ambos, junto a Antonio Machado, y afirmaría: “Todos son profetas: laico el soriano; luterano el salmantino; el otro, a lo hebreo”.23 En cuanto a los dos últimos, Mónica Jato veía “un parentesco muy estrecho entre León Felipe y Unamuno; se trata de su propósito de huir del dogmatismo, de la liturgia vacía que la Iglesia y sus escribas han instaurado tras siglos de repetición momificadora, de exégesis ortodoxa, asfixiando la labor de los versículos”.24 Afirmaciones como la de que “todas las demagogias han manchado de baba las grandes verdades del mundo” por León Felipe, en Español del éxodo y del llanto, no son sino una popularización de la oposición unamuniana entre la palabra, carne y sangre del espíritu, y la letra, que petrifica y mata al espíritu. La poesía de León Felipe mantiene una notable deuda con Unamuno, sobre todo con sus Poesías y con El Cristo de Velázquez, a pesar de que no lo cite nunca directamente y de que el zamorano desarrollara una poética personal de innegable originalidad. Más allá de imágenes puntuales como la de Dios como alfarero, presente en ambos, o de un uso muy similar del simbolismo de la luz y las tinieblas, el personaje de Caín se hace fundamental en la obra de León Felipe a

22 Felipe (1982: 31). 23 Aub (1969: 44). 24 Jato (2004: 73).



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partir de la Guerra Civil. En innumerables ocasiones hablará de “la España de Caín”, “la sangre podrida y bastarda de Caín”, relacionada con la envidia, que “da ley al fratricidio”. También la imagen de España como Cristo crucificado, visión sacrificial presente en otros autores exiliados, “España-Cristo / con la lanza cainita clavada en el costado” según el poema “Subasta” de León Felipe, ya había sido anticipada por Unamuno en La agonía del cristianismo, donde ominosamente vaticinaba: “Pero el Cristo agonizó y murió en la cruz con efusión de sangre, y de sangre redentora, y mi España agoniza y va acaso a morir en la cruz de la espada y con efusión de sangre… ¿Redentora también?”. El simbolismo de la sangre o personajes como Moisés o Prometeo,25 fundamentales en la poesía de León Felipe, provienen igualmente de Unamuno, de quien con todo marcará distancias, en sus últimas consecuencias. Así, el Cristo de Unamuno es un interlocutor íntimo del individuo, mientras que en León Felipe tiende finalmente a la multitud, al hermanamiento colectivo: “Ya vino el Cristo colectivo. Ahora marchamos todos hacia una mística colectiva”, dice en Ganarás la luz. Otro poeta en el que la influencia unamuniana no es nada despreciable es Arturo Serrano Plaja (San Lorenzo de El Escorial, 1909-Santa Bárbara, California, 1978), bastante olvidado hasta su reciente recuperación en el meritorio libro de José Ramón López García.26 Ya con veintipocos años, desde la revista Hoja Literaria, de la que fue uno de los impulsores, reivindicaba Serrano Plaja la poesía de Jorge Manrique y Miguel de Unamuno por ser la “expresión de nuestro propio dolor”, obras donde se fundirían, de una manera auténticamente española, poesía y filosofía, frente a la poesía brotada de la “especulación y el equilibrio poético”, en la cual englobaba tanto vanguardismo como neogongorismo.27 Pero la lectura de Unamuno se hará, sobre todo, patente a partir del exilio. Así, su libro El realismo español (1943), subtitulado “Ensayo

25 Léanse juntos “El Buitre de Prometeo”, de Unamuno, y “¿Y si me llamase Prometeo?”, de León Felipe. 26 López García (2008). 27 Serrano Plaja (1933).

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sobre la manera de ser de los españoles”, viene muy marcado por las ideas del pensador vasco, del que afirma que en muchos casos “ha dicho la palabra exacta”. De esta forma, comulga totalmente con las afirmaciones de Unamuno sobre el pudor y la falta de individualidad de los españoles o sobre su sentimiento trágico, así como en la reivindicación de los místicos, en especial Santa Teresa y San Juan de la Cruz, quienes nos habrían dejado el “pensamiento filosófico más agudo y penetrante […] para la conquista del futuro pensamiento español”.28 Asimismo, la impronta unamuniana es evidente en la poesía más original de Serrano Plaja en el exilio, que nacerá de su conversión a un cristianismo muy personal, esbozado ya en Galope de la suerte (1958) y, sobre todo, en La mano de Dios pasa por este perro (1965) y Los álamos oscuros (1970), aunque él pretenda superar el cristianismo agónico de Unamuno hacia una fe pascaliana, que defiende en su ensayo “Náusea y Niebla”, publicado en Revista de Occidente en 1969 y donde analiza la creación artística de Unamuno como respuesta a una exigencia de espiritualidad que nunca se habría visto colmada. Con todo, en el segundo y central poemario de los mencionados, la imagen central, la del creyente como perro de Dios, no puede ser sino entendida desde la “oración fúnebre” de Orfeo, el perro de Augusto Pérez en Niebla, tan desamparado por la muerte de su dueño como el creyente que no encuentra a su Dios, tan consolado y confiado si Este volviera. Desde Unamuno, aunque fuera para rebatirlo, para rebasarlo más que para repasarlo, su poesía ejerció una influencia nutricia tan plural como contradictoria en los escritores exiliados. Y así, según la profundidad con la que calara la lectura de Unamuno, esta podía dar origen a un sincero pero sencillo epitafio como “Buen caballero”, de Antonio Aparicio, o a un rizar el rizo del quijotismo unamuniano en el privado divertimento, más serio de lo que parece, de un poema inédito de Pedro Salinas.29

28 Serrano Plaja (1943: 28 y 83). 29 Debo al magnífico libro de Mainer (2006: 57 y 65-67) el conocimiento de estos dos poemas.



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Antonio Aparicio (Sevilla, 1916-Caracas, 2000) había sido uno de los más jóvenes poetas combatientes, en su caso en la brigada del Campesino, y, tras la derrota, salvó el pellejo pidiendo asilo en la Embajada de Chile, donde, junto a otros republicanos en su misma angustiosa situación, publicó la revista Luna, para algunos la primera revista del exilio, aunque fuera publicada en Madrid, en suelo extraterritorial. Exiliado en Chile, publicará en 1946 su poemario Fábula del pez y la estrella, pero también el libro-reportaje Cuando Europa moría. Doce años de terror nazi, uno de los primeros libros en español que trata sobre el universo concentracionario, con datos y descripciones escalofriantes. Establecido más tarde en Venezuela, trabajará para El Nacional de Caracas. En su poemario Ardiendo en Ira, publicado en 1977, ya en España, aparece el mencionado homenaje: Miguel de Unamuno y Jugo condenado está al silencio. Diciembre del 36, nunca se vio peor invierno. No llueve agua de lluvia, sangre es lo que está lloviendo […] España campo de duelo, campo de batalla España, toda España cementerio. En Salamanca, Unamuno se esconde para no verlo. Allí le llega la muerte diciendo: —Buen caballero, voy a llevarte conmigo. Dame tu último beso. A la mañana siguiente, Miguel de Unamuno es muerto, muerto como muerta España. Muerto por el mismo hierro.30

30 Recogido en Aparicio (2004: 219).

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En cuanto a Pedro Salinas (Madrid, 1891-Boston, 1951), ya había hablado del escritor bilbaíno en tres artículos publicados a lo largo de los años treinta y que fueron recogidos como “Tres aspectos de Unamuno” en el libro Literatura española. Siglo xx (1941), publicado en México por la editorial Séneca de José Bergamín.31 El primero de ellos, “Unamuno, autor dramático”, reseñaba el estreno del “misterio” El otro, que tanto llamara la atención de María Zambrano, y en el que Salinas resalta su densidad y eficacia dramática, diagnosticando que, en la obra como en el autor, “la tragedia de Unamuno es la tragedia de la pasión pura, es la tragedia de la pasión sin signo” (73). El segundo de los aspectos, “Don Juan Tenorio frente a Miguel de Unamuno”, era también referido al teatro, pues trataba de El hermano Juan, o El mundo es teatro, a cuya lectura por Unamuno en 1934 había asistido ese verano Pedro Salinas en la Universidad Internacional de Santander (aún no rebautizada con el nombre del polígrafo cántabro idolatrado por la derecha). En el tercero, “Las novelas cortas”, termina resaltando “su misión de agitador de conciencias, su augusto papel de intranquilizador” (85). Con todo, es difícil encontrar dos temperamentos más disímiles que los de Miguel de Unamuno y Pedro Salinas. En su lectura del Quijote, Salinas había apostado por una visión histórica y relativa a Cervantes como autor, sobre su contribución a la novela moderna, muy similar a la de su amigo Jorge Guillén, lejos de cualquier romanticismo o mitificación nacional. Y sin embargo… Unos poemas inéditos de 1949, rescatados por Montserrat Escartín,32 presentan una visión quijotesca innegablemente en diálogo y connivencia con la lectura unamuniana. Así, en “Alba del matador”, Cervantes se lamenta de la manera en que tuvo de dar muerte a su personaje (“yo le maté, sin lanza, bendito por el cura”), en lugar de haberle dado un fin más heroico, “cara al cielo sobre la tierra plana, / no murió de lanzada el que tanto lo quiso”. Como señalara la propia Montserrat Escartín y es evidente para quien lea estos versos, su inspiración directa es la pugna

31 Cito por la edición más asequible de Salinas (1970). 32 Escartín (2005).



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entre un autor, Miguel de Unamuno, y su personaje Augusto Pérez en Niebla. En otro poema, un Sancho anciano y lleno de añoranza cuenta a su nieta las aventuras que vivió con don Quijote: “Ya cree, ya los niños creen. / Y la bendita fe en la gran mentira, / amasa el sueño, el cuento / del pobre abuelo que perdió a su padre. / Y se consuela ahora / contándolo”. José-Carlos Mainer afirma asombrado que “ni Unamuno se hubiera atrevido a acuñar esa idea tan perturbadora y emocionante de que don Quijote fue el verdadero padre que Sancho perdió”.33 Un Sancho más quijotizado aún que el de la Vida unamuniana, a eso llegó Pedro Salinas como fruto de una empatía intermitente con Unamuno y con una exaltación que el madrileño admiraba. Aunque solo pudiera soportarla en pequeñas dosis, podía añorarla y evocarla en el otoño de su vida.

33 Mainer (2006: 68).

VIII

La ansiedad de la influencia

Unamuno en cambio —el grande, el inmenso Unamuno— vivió siempre dentro, sin separarse un instante de su yo, de su conciencia española, y cuando salió desterrado, arrastró España consigo, y con ella siguió peleando. Profundizó como nadie en el alma española. Antonio Sánchez Barbudo, Una pregunta sobre España (1945) Unamuno en verdad fue un ateo, pero tan anheloso de Dios, de eternidad, por un lado, y tan farsante y ansioso de fama […] tan cuidadoso de ocultar su verdadero problema, esto es, su verdadera falta de fe, que encubriendo ésta en un mar de palabras, y con toda su confusión, estuvo a punto de volver loco a medio mundo. Antonio Sánchez Barbudo, Estudios sobre Unamuno y Machado (1959) Unamuno, identificado con su España, murió con ella bajo los yugos del franquismo militarista en el año crucial de 1936. Y murió sintomáticamente en las últimas horas del último día de ese año, esto es, al fin de un ciclo de tiempo. Juan Larrea, Rendición de espíritu (1943)

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Un segundo destierro Unamuno, simultáneamente un gran orientador y un gran desorientador. Américo Castro, De la edad conflictiva (1962)

En The Anxiety of Influence (1973),1 Harold Bloom expone su conocida teoría poética, analizando las distintas formas en las que los escritores reaccionan ante la ansiedad que en ellos despierta la conciencia de la influencia sobre ellos de un determinado precursor. Entre la admiración y el miedo a dejarse colonizar por el genio que los ha precedido, los escritores desarrollarían, de manera más o menos consciente, determinadas estrategias que les permitan seguir un camino sentido como propio y que consisten en una lectura deliberadamente errónea (misreading), pero creativa, de la obra que les influye. Casi nadie se conforma con ser un epígono y, en un sentido amplio, se podría decir que la ansiedad de la influencia fue sentida por muchos de los escritores que leyeron a Unamuno. Entre las reacciones que distinguía el crítico norteamericano, sería fácil, por ejemplo, aplicar a María Zambrano una serie de ellas en forma sucesiva, como la tessera, definida por Bloom como la acción de llevar a término las premisas del autor, pero dotándolas de otro sentido final, implicando que el precursor, Unamuno en este caso, había fracasado en culminar lo esbozado, la filosofía trágica en este caso; pero también la kenosis, en los textos en que Zambrano buscó ciertas pautas de ruptura y discontinuidad, de aislarse de la influencia de Unamuno, huir de un embrujo demasiado absorbente, como años atrás hiciera con el de Ortega. Pero esta ansiedad, este miedo a la colonización espiritual que puede impedir el desarrollo de la propia obra, puede adquirir formas más agresivas, por traumáticas, como la daemonization, cuando el autor influido busca un contrapeso en un autor que pueda competir y superar a quien hasta entonces era su maestro, o la askesis, el más destructivo, cuando un autor busca purgarse de ese influjo, aunque esto implique la obra creada bajo el mismo, quemando los ídolos que hasta entonces

1

Bloom (1973). Existen dos traducciones españolas, diferentes ya desde el título: La angustia de las influencias (1991), y La ansiedad de la influencia (2009).



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adoraba y, a veces, adorando los que hasta entonces había destinado al fuego. Nos adentramos, por supuesto, en terrenos movedizos y difíciles de discernir, más aún por haber querido sus protagonistas borrar las huellas en la medida de lo posible, pero que nos mostrarán como también la influencia ex contrariis de Unamuno fue decisiva en no pocas trayectorias creativas. Un caso paradigmático es el de Antonio Sánchez Barbudo (Madrid, 1910-Palm Beach Gardens, Estados Unidos, 1995) con su distanciamiento de la obra de Unamuno, que había sido decisiva en la configuración de una filosofía propia, existencialista y obsesionada con el problema de España y que había tenido su culminación en Una pregunta sobre España (1945), con seguridad uno de los ensayos más influidos por Unamuno y donde el pensamiento de este sirve como fermento y referencia constante.2 Sánchez Barbudo escribió este libro, que había tenido un adelanto, en 1940, en el ensayo homónimo publicado en la revista habanera Nuestra España, aunque algunas de sus preocupaciones pueden remontarse a su primer artículo publicado en El Sol, titulado “Dolida, profunda España”, y proseguidas, ya durante la guerra, en su ensayo “Sobre el genio español (Apunte)”.3 El escritor madrileño escribió su ensayo para dilucidar “esa perenne esperanza que algunos han creído ver, como oculta, bajo el suelo de España” (9) y reconoce desde el prólogo que “me he basado muy especialmente en Unamuno, al que cito en todo momento, porque me parece que fue él quien más hondamente caló en nuestro problema” (12). El libro se divide en dos partes: “España ensimismada” y “España fuera de sí”. Su primer capítulo, “España como problema”, utiliza la fórmula que popularizaría en la España franquista cuatro años después Pedro Laín Entralgo con su libro homónimo, aunque el enfoque de Sánchez Barbudo es netamente distinto, quizás porque escribía “en el destierro, cerca de la desesperación, después de la derrota” (20). De

2 3

Sánchez Barbudo (1945). Sánchez Barbudo (1932, 1937).

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hecho, recordará, seguramente con la mente en la exaltación nacionalista franquista, cómo “contra el antiespañol patrioterismo retórico combatió el gran español Unamuno, que decía que quizás no existiera entre nosotros ‘conciencia nacional’, pero sí ‘conciencia popular’, esto es, conciencia esencial” (63-64). Sánchez Barbudo pretende indagar sobre “la España indecible, la de dentro, la verdadera España”, a la que encubre la España geográfica o histórica y, aunque señale que la guerra de España había servido para dotar de nuevos puntos de vista, nuevas bases y seguridades para abordar el problema, había que seguir partiendo de Ganivet y, sobre todo, del “grande, el inmenso Unamuno”, que “profundizó como nadie en el alma española” (21) y por el que confiesa sentir “una admiración sin límites” (22). Una admiración que se refleja en su modulación de temas unamunianos, como el Dios creado en lugar de creador, que aplica a la España que quiere crear, pues, recordando la “monstruosa herejía” que Unamuno pronunció en la Vida de don Quijote y Sancho de que “Dios se alimenta de la fe que en él tenemos los hombres”, Sánchez Barbudo afirma su fe en España, gritada, “desgañitándonos hasta hacernos oír, hasta que crean en esa España que nosotros creamos con nuestra fe” (24). En los siguientes capítulos, “El asombro de ser español”, “Espejo del alma” y “Un ser aparte”, intenta definir el ser hispánico, afirmando que es propio del español asombrarse de su existencia y al tiempo creerse especial, único y aparte, lo cual no le lleva a aislarse, sino a tratar de enlazar con el prójimo de una manera que despierte en el mismo esa conciencia existencial, llevando a cabo un proselitismo que “no es visitar hogares de pobres para consolarlos ni repartir boletas de votación, sino crueldad, el deseo de poner sal y vinagre, como dice Unamuno, en la llaga del corazón de cada uno para que duela, para que lo sienta, para que sea corazón” (33-34). Sánchez Barbudo, sin citarlo expresamente, considera propio del español el sentimiento trágico de la existencia que definiera a Unamuno, pues define la inquietud del español como “hambre insaciable de corazón, de substancialidad, de eternidad” (42). Paradójicamente, para combatir el vacío que lo obsesiona, el español propendería a crear dogmas y encerrarse en ellos, con una energía tanto mayor



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cuanto menor es la complejidad de su “contenido espiritual íntimo”, según afirma citando el célebre ensayo “El individualismo español” de Unamuno, que sigue fielmente para describir cómo “el español tiene, por regla general, más individualidad que personalidad”, esa convicción de cada español de ser “especie única”, como se definió el mismo Unamuno en el ensayo “Mi religión” y que, por otra parte, se correspondería con la ineludible verdad de que “cada uno de nosotros es único e insustituible”, según remachaba Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho, la obra unamuniana más seguida por Sánchez Barbudo, donde ese individualismo, paradójicamente, no sirve de base al egoísmo, sino a la solidaridad entre solitarios conscientes de que, igual que “no hay otro yo”, “tampoco hay otro tú que tú ni otro él que él”. El madrileño concuerda totalmente con el vasco en ese individualismo español, afirmando: “El verdadero español pone su yo por encima de todo. Nada más español que aquel unamunesco personaje de Nada menos que todo un hombre” (71-72). A partir del capítulo “El sentimiento de la derrota” se va ahondando en la inexplicable postración de un pueblo de carácter tan especial, que, según Sánchez Barbudo, estaría marcado por la imposibilidad existencialista de tomar en serio la victoria habida cuenta del final mortal de todos los empeños humanos. Y ello desde Garcilaso, que reflexionaba sobre la vanidad de todos los triunfos en la época más victoriosa de los ejércitos españoles, hasta Unamuno, que, en “Mi religión”, afirmaba querer “pelear mi pelea sin cuidarme de la victoria”, algo que, según el escritor exiliado, podrían suscribir todos los españoles, como compartirían el unamuniano dolor de España. De esa inevitable conciencia de la derrota y, a la vez, el empeño en la lucha viene que don Quijote “es España como quería Unamuno”, pues: ¿Qué es el Quijote sino la historia de las más tristes derrotas, de los más grandes fracasos y, al mismo tiempo, la historia de la más alta, perenne y entrañable esperanza? Es la esperanza que se levanta siempre. Porque don Quijote no muere. Es preciso reconocer, sentir, que Unamuno estaba en lo cierto. Eso de llevar a morir a don Quijote, fue ardid de novelista. Es inacabable. La fe, ese querer que él sintió, está en nosotros tan ciertamente como son ciertos los palos y manteamientos (85).

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De ahí que, de nuevo siguiendo a Unamuno en su interpretación quijotesca, Sánchez Barbudo vea en los españoles un cierto deleite en la derrota, como el gusto que algunos convalecientes sienten por su enfermedad, y, a la vez, un desesperar esperando, agónico, “lo que de tanto desesperar estamos esperando siempre”, según dice citando el prólogo de Bergamín a Cuenca ibérica. La esperanza se sustentaría en algo inaprehensible, según se explica en los capítulos “La fe en lo escondido” y “España, revés de otra España”, en reflexiones que parten de su breve ensayo “Sobre el genio español”, que, según confiesa, se habían visto influidas por la lectura de En torno al casticismo y su idea de “la tradición viva que habíamos de sacar a flote rompiendo la cáscara de la muerta tradición. Es, pues, a Unamuno a quien habría que otorgarle la palma, en éste como en la mayoría de los casos, en lo que se refiere a pensamientos y sentimientos sobre España” (104). Sánchez Barbudo, además, recuerda la pregunta que, en su Vida de don Quijote y Sancho, enunciara Unamuno y que ya había hecho reflexionar a Ferrater Mora: “¿Es que no hay una España celestial, de que esta España terrena no es sino trasunto y reflejo en los pobres siglos de los hombres?”. Sin embargo, es precisamente en torno a la idea del casticismo que Sánchez Barbudo discrepa de su maestro, como expone en el capítulo “Sobre el casticismo”, donde confiesa que “difiero de don Miguel”, pues, para él, el casticismo “encierra la vida, el querer ser, el anhelo de vida”, que se escudaría en un escepticismo ante el progreso y lo nuevo, ante la vida moderna mecanizada que privaría al hombre de su individualidad. Incluso para discrepar del rechazo del casticismo se apoya en su maestro, recordando que “Unamuno decía que el español ‘se afirma frente a los demás’ y eso hace especialmente el castizo” (112). Sánchez Barbudo lamenta que “Unamuno en algunas raras ocasiones, no supo adivinar la pasión que se escondía bajo ciertas manifestaciones, aparentemente negativas, del espíritu popular” (117), por ejemplo, en su rechazo hacia el materialismo ateo popular, o en su imposibilidad para “comprender el humor popular, el humor de los castizos, el de los timos” (119), que reivindica el escritor madrileño, vuelto madrileñista. Con una paradoja digna de su maestro, Sánchez Barbudo afirma que “el casticismo, en suma, es muerte; pero encierra la vida, deseo de



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vida, de libertad, de humanidad. El casticismo popular español es la esperanza” (121). En la segunda parte del libro, “España fuera de sí”, comienza por abordarse el asunto del dogmatismo español, que relaciona con una “agonía viva, unamunesca” que necesita proyectarse hacia afuera, pues, según dijera el vasco en su ensayo “Más sobre la crisis del patriotismo”: “Nadie se hace una personalidad por acción interna, sino acción hacia fuera” (128). Para Sánchez Barbudo, como para Ferrater Mora o Bergamín, España, a finales del siglo xv, había salido “fuera de sí” para llevar al mundo “una inquietud humana, una pasión religiosa, una duda: España lleva al hombre”, pero fracasará contra el empuje de la “corriente racionalista” a la que no quiere adaptarse y se replegará sobre sí misma, convirtiéndose en “íntima e indecible substancia de cada uno”, en brasa que espera a ser avivada en fuego. Sánchez Barbudo, en una interpretación apologética del pasado español muy extendida entre los exiliados, llega a connotar positivamente el dogmatismo partiendo de Unamuno, que, sin embargo, lo condenara: “Unamuno escribió: ‘Ese mismo individualismo, que se hace imperativo, es lo que nos llevó al dogmatismo que nos corroe’ […]. ¡Por fortuna nos corroe aún!, digo yo” (134). Para Sánchez Barbudo, como adelantara en un capítulo anterior, el dogmatismo partiría de la “humanidad ávida” por comunicarse de los españoles, del empeño de estos por hacer que los otros se sientan a sí mismos o, como hiciera Unamuno, excitator Hispaniae en la formulación de Curtius, cuando confesara en “Mi religión”: “Y lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos, removerles el poso del corazón”. Sería el quijotismo de los españoles, el quijotismo tal como lo vio Unamuno, lo que para Sánchez Barbudo es el rasgo vertebral de los españoles que supo ver el escritor vasco: Y todo esto, luchar furiosamente, por la fe, por una alta fe que no puede ser sostenida, es puro quijotismo, según entendió a don Quijote Miguel de Unamuno. Es “quijotismo”, no unamunismo, no lo olvidemos: no teoría literaria de Unamuno, sino viva verdad del Quijote —del pueblo español— que Unamuno reveló pero no inventó […] un vivo sentimiento popular puesto en claro, dramáticamente claro, por Unamuno (138).

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El carácter dogmático sería forma de esconder la duda y “el español dogmático y combativo” sería el “hombre de más espíritu” kierkegaardiano, y, por ello, aquí Sánchez Barbudo se distancia ligeramente de Unamuno en sus críticas al dogmatismo. En “España como esperanza”, se parte paradójicamente del sentimiento de la angustia, recordando la desesperanza, el descorazonamiento que sintió don Quijote, su “¿para qué?” que comentara Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho, quien partía de ese aplastante desaliento para una paradójica ascensión: “Ya Unamuno lo afirma: ‘Y en esa angustia, en esa suprema congoja del ahogo espiritual, cuando se te escurran las ideas, te alzarás de un vuelo congojoso para recobrarlas al conocimiento sustancial’” (153). Sánchez Barbudo enlaza entonces con “la única obra filosófica de gran envergadura que ha producido España: Del sentimiento trágico de la vida” (153), donde “Unamuno arranca la máscara, pone el dedo en la llaga y reduce el móvil de la filosofía a un solo y loco anhelo; no querer morirse para siempre. Y este no es sentimiento sólo suyo. Prueba él que es la herida que esconde todo hombre creador de cualquier ‘sistema’, por cerrado que parezca” (153). Anhelo de todos, pero especialmente, según Sánchez Barbudo, de los españoles, lo cual explicaría su desdén por las invenciones del progreso. Por supuesto, “es Unamuno el que más explícitamente señala, sin embargo, la esperanza que se desprende de nuestro actual ‘atraso’, de nuestra incapacidad para ‘progresar’, de nuestro no querer avanzar en el frío mundo del racionalismo” (162). Recordando que Unamuno, en “Sobre la europeización”, se preguntaba si los españoles serían “irreductibles a la europeización” y si no habría “otra vida que la vida moderna y europea”, opina Sánchez Barbudo: Con estas preguntas pone Unamuno, como siempre, el dedo en la llaga: en lo que para mí es la llaga: en lo que para mí es la pregunta […]. ¿Hay, puede haber aquí en la tierra otra vida, otro modo más entrañable de sentir la vida? […]. En todo caso lo que Unamuno preguntaba, lo que yo vengo preguntando machaconamente a lo largo de todo este libro, puede reducirse a esto: ¿Encierra España una esperanza? (159).



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Otra vez Unamuno habría dado la respuesta cuando, hacia el final de Vida de don Quijote y Sancho, afirmara que “es nuestro destino entre los pueblos el de hacer que esa nuestra verdad del corazón alumbre las mentes contra todas las tinieblas de la lógica y el raciocinio” (165). En el capítulo “¿Tiene solución el problema de España?”, Sánchez Barbudo anota su discrepancia con la orteguiana María Zambrano, para quien “el camino que ofrecía Ortega era más positivo que el de Unamuno, al cual veía siempre sumido en la desesperación […]. Mas yo pienso que frente a la gravedad de Unamuno, rebosante de verdad, el talento y las profecías de Ortega se diluyen como vana pirotecnia” (169). Para el madrileño, antes que en los ensayos de Ortega, habría que partir de En torno al casticismo para la modernización de España en lo necesario, renunciando a lo superfluo pero no a lo esencial, pues “conoció Unamuno los defectos de España mejor que nadie, y quiso reformarla —él que se llamaba uno de sus padres, y no sin razón—, pero temió que una pedagogía demasiado severa hiciese olvidar sus virtudes” (175). En la “oposición entre Unamuno y Ortega”, Sánchez Barbudo toma partido por el primero, que buscaba el ímpetu vivo detrás de empresas como la del catolicismo político, pero que podía aplicarse a otros fines, contra un Ortega que querría una “España germanizada y militarista” (183) y al que incluso acusa de admirar el nazismo.4 Entre la conservación y la modernización radical, Sánchez Barbudo habla de fundir en una las dos mitades del alma española, y “como siempre, me parece que es Unamuno el que de un modo más claro y antes que nadie muestra el camino” (188). Siguiendo su inspiración, enuncia un breve programa de cuatro puntos, no sin antes afirmar que no le arredrará “lo que exaltando el puro quijotismo, dijo Unamuno contra los elaboradores de programas” en “El Sepulcro de don Quijote” (194). Esos cuatro puntos serían, en primer lugar, uno muy práctico, elevación material del ni-

4

“Lo que quisiera Ortega es que España fuera como Alemania (una Alemania hitleriana) y como ve y comprende que no puede ser, se anega en pesimismo, patalea, pone cara de mal genio y se queja de que no le hacen caso” (183).

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vel de vida del español medio, luego el más etéreo de reforma de su ser moral y, finalmente, los puntos más idealistas: “esclarecimiento de la conciencia popular española” y “descubrimiento de una alta empresa que nos mueva y unifique”. En el segundo punto, propone no combatir la envidia, aludiendo al ensayo de Unamuno “La envidia hispánica”, sino transmutarla en amor, como proponía Bergamín en su ensayo “La mirada fija (Alrededor de la envidia)”,5 partiendo de la constatación de que en el español convivan la envidia y la mayor generosidad. Similar cuadratura del círculo intenta Sánchez Barbudo al afirmar que el sentimiento trágico y el quijotismo no eran incompatibles con el esfuerzo concreto por objetivos prácticos, aunque reconociera que Unamuno, en su libro quijotesco, rechazara todo método, que “el quijotismo no se opone al ‘método’, pero el ‘método’, para no morir con él, habrá de ser desarrollado quijotescamente” (206). En el capítulo “A la luz de la guerra civil”, Sánchez Barbudo suscribe de nuevo el exaltado “programa” implícito en “El sepulcro de Don Quijote”, donde “Unamuno afirmaba la existencia de una fuerza latente, quijotesca, que era preciso encauzar” (212). Y, si el bilbaíno había anunciado que el día que Sancho abrazara el quijotismo sería la salvación de todos, Sánchez Barbudo identifica al “tosco campesino” que luchó por la República y por “cosas impalpables” como sus ideales con el “Sancho español”, que habría luchado por la fe quijotesca. Esa habría sido la tercera salida quijotesca que pidiera Ganivet y que cumpliera el pueblo español, que, aunque fuera derrotado, volvería a “intentar otra salida” (215). En el capítulo final, “Otra vez la pregunta”, resume lo que se ha intentado “pobremente” desarrollar: la intuición de que “el español es un ser excepcional; lo es porque así se siente, lo es porque con angustia siente fluir su alma” (235). Opuesta al progreso y a las “futilidades técnicas”, España podría “triunfar ahora, en el mundo del futuro, cuando los hombres, cansados de las futilidades técnicas, olvidados de su distracción de cinco siglos, vuelvan de nuevo los ojos hacia lo que más importa: hacia su alma, hacia Dios” (236). Sánchez Barbudo matiza

5

El Pasajero 1 (primavera de 1943). La revista fue reeditada por Ediciós do Castro (Bergamín 2005: 105-112).



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enseguida que, para que España triunfe, es necesaria una reforma de “la realidad española y del espíritu español”, acogiéndose al progreso, pero “manteniendo nuestra fe” (236), por etérea que esta sea. Solo haría falta “una gran idea” para poner en marcha a los españoles, que quizás “se esté gestando ya”. Sánchez Barbudo termina remarcando que su preocupación no es única, y cita el artículo unamuniano “Nuestra España”, que recogiera el volumen Cuenca ibérica, editado por Bergamín, y donde Unamuno, poco antes de la Guerra Civil, afirmaba que “nunca hemos pensado más los españoles en lo que ha sido, en lo que es, en lo que será, en lo que podrá llegar a ser España […] que pensamos ahora”, y afirma que, en vista de que “el pensamiento sobre el destino de España […] está prendiendo firmemente en muchos espíritus”, “se puede casi profetizar que este tema, esta pregunta sobre España —planteada de uno u otro modo— se convertirá pronto en asunto más corriente de lo que ya es” (238). Algo que, a la altura de 1945, y en especial en el género del ensayo, era ya una realidad, y hacía decir a un Ferrater Mora, que había contribuido lo suyo a esa moda, que “el ensayo es una forma tan adecuada de tratar el problema español que no parece sino que este género literario sólo exista en España con el exclusivo objeto de que esta se haga cuestión de sí misma”.6 Una pregunta sobre España fue reseñado elogiosamente por compañeros de exilio de Sánchez Barbudo, como José Herrera Petere, quien en El Nacional de México elogiaba al madrileño como “un joven español, un joven romántico de la realidad, que ha escarbado angustiosamente en su tragedia, en la tragedia de España y de México, y ha escrito un libro lleno de pasión profunda”.7 Y, sin embargo, pocos meses después de la aparición de su libro, Sánchez Barbudo dejaba México para iniciar una exitosa carrera académica en la Universidad de Wisconsin, poniendo tierra de por medio con el medio exiliado y, más importante aún, decidiendo cerrar su carrera literaria, que hasta entonces le había aportado un incipiente reconocimiento como novelista (Entre dos fuegos y Sueños de grandeza) y como ensayista. En

6 7

Ferrater Mora (1945: 15). Puede verse al respecto: Martín Gijón (2015). Herrera Petere (1945a). Recogido en: Alba (2002: 303-304).

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adelante, el madrileño decidirá dedicarse exclusivamente a la crítica literaria, centrada en los escritores que más ocupaban al exilio republicano: Galdós, Machado y, por encima de todos, Miguel de Unamuno. El que fuera prometedor escritor madrileño comenzará una serie de artículos centrados en torno a la cuestión religiosa en Unamuno. Publicados originalmente, entre 1949 y 1954, en distintas revistas académicas como la Hispanic Review, Revista Hispánica Moderna, Ínsula y Revista de la Universidad de Buenos Aires,8 serían reunidos posteriormente en un libro publicado en España. La tesis principal de Sánchez Barbudo la expone en 1950, en un artículo publicado en la Hispanic Review y titulado “Una experiencia decisiva: la crisis de 1897”, y la desarrollará en artículos posteriores íntimamente relacionados, revisiones o actualizaciones en las que seguirá analizando las distintas crisis de fe en Unamuno, comenzando por lo que denomina “una conversación ‘chateaubrianesca’ a los veinte años”. Citando un pasaje de sus Recuerdos de niñez y mocedad, muestra cómo, antes de los dieciséis años y antes de dejar de asistir a misa en Madrid, Unamuno tuvo “una revelación del vacío […] instantáneo convencimiento de que el mundo no tenía finalidad: una certeza que, en el fondo de sí, guardó hasta sus últimos días” (61). De hecho, esta será la principal tesis de Sánchez Barbudo, afirmar que Unamuno, después de su infancia, no volvió a recuperar realmente la fe, a pesar de sus diversos intentos, el más importante en Bilbao, en 1884, donde quiso, por respeto a su madre como Chateaubriand, con la rutina de volver a misa y volver a la oración recuperar la fe, aunque quedaría, como el Pachico de Paz en la guerra, “desilusionado del ensayo”. Otro momento de remanso ilusorio en esa agonía interna se producirá con la “maravillosa revelación natural” en el verano de 1892, donde percibirá el hondo silencio y eterna quietud bajo la agitación pasajera y las apariencias externas, algo que primero le deparará calma, para luego revelarse como precisamente fuente de angustia. Después de Paz en la guerra, afirma Sánchez Barbudo, “hay un cambio de sig-

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Cito por la edición más reciente: Sánchez Barbudo (1981).



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no” y el mandato interno de Unamuno será “luchar por la fe, luchar desesperadamente para encubrir el íntimo silencio” (78). De ahí que, al contrario que Blanco Aguinaga, que, como veremos, trataría el socialismo de Unamuno como un compromiso sincero, afirma que “quería encontrar en el humanitarismo, en el socialismo, un quehacer que le distrajese; quería acallar esa protesta, levantada desde el fondo de su ser, que luego ya no pudo sofocar, que estallaría pocos años después” (79) y lo pone en paralelo con la interpretación unamuniana de don Quijote, según la cual el hidalgo enloquece y lleva a cabo sus hazañas para desviarse de la terrorífica conciencia de su mortalidad. Sánchez Barbudo considera que las distintas crisis de Unamuno fueron “motivo de inspiración de gran parte de su obra” (207) y dedica especial atención a la que sufrió en marzo de 1897, en unos años en los que aún no se había publicado el Diario íntimo, del que el autor madrileño conocía la mayor parte, resumiendo su contenido, y en el que, sin afirmar tajantemente que volviera a recuperar la fe, deja abierta la posibilidad: “Probablemente nunca, después de su niñez, estuvo él tan cerca de la fe, si es que no llegó entonces a estar inmerso del todo en la fe misma” (126). Pero después de 1900, definitivamente, “Unamuno en el fondo no creía. A esa conclusión había yo llegado, aun antes de leer sus cartas” (91), afirma orgulloso. Pero, sin embargo, la religiosidad teñiría su obra, pues “a raíz de su crisis, vaciló entre religión y literatura, pues le impulsaban, atrayéndole hacia caminos distintos, ansia de fama y ansia de salvación: dos polos de su personalidad, del mismo afán de sobrevivir, como él mismo luego repitió. Falto de fe verdadera, habría de escoger literatura; pero ésta aparecería, después de su decisión, teñida de espíritu religioso” (97). A propósito de la ausencia de fe real en Unamuno, Sánchez Barbudo, a pesar de considerar su libro “excelente”, polemizaría con Julián Marías, quien estaba convencido de que el vasco poseía un fondo de inquebrantable “confianza” en Dios, y, sobre todo, con el crítico peruano Armando Zubizarreta,9 “empeñado, según muchas veces luego

9

Véase Zubizarreta (1958, 1959, 1960).

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ha dicho, en refutar mis conclusiones en cuanto a la fe del profesor de Salamanca”, pero hacia quien no ocultaba su envidia por residir en España y tener “la suerte de hospedarse en la antigua casa rectoral, donde se guardaban sus papeles, y de tener libre acceso a ellos” (129). Entre quienes lo condenaban, como Nemesio González Caminero o Quintín Pérez, y quienes presentaban un Unamuno inequívocamente creyente, como Romero Flores o Esclasans,10 Sánchez Barbudo fallaba tajante: Es preciso ver claro en cuanto a su pensamiento religioso —piedra angular de toda su obra y toda su personalidad— y ello no se consigue ni repitiendo simplemente gracias y paradojas de Unamuno, es decir, unamunizando, ni condenándole por hereje con furia inquisitorial, ni tampoco queriéndole canonizar con beatería, y tratando de ocultar sus muchas fallas y debilidades (173).

Sánchez Barbudo dilucida la distancia entre un Kierkegaard que, aunque muy influyente en Unamuno, luchaba por creer íntimamente, por acendrar la fe en algo cuya verdad no discutía, con la lucha de Unamuno, que se basaba en una negación previa, a la que pretendía superar “creando” la creencia. Aún más importante, el determinante sentimiento de culpabilidad en Kierkegaard “era algo que Unamuno ni conocía ni aceptaba”, lo que, a juicio de Sánchez Barbudo, convertía su obra en “fría y desmayada” al lado de la del danés, puesto que en Unamuno “el sentimiento […] por no estar alimentado por el sentimiento de culpa, se le borraba, se le secaba, convertido en literatura” (268). El escritor madrileño repite, de múltiples maneras, que Unamuno “en el fondo no creía” (166) y que “si ser cristiano consiste en tener fe en Cristo, y, sobre todo, si consiste en tener fe en el Cristo que resucitó, el Hijo de Dios; y ser católico consiste, además de poseer esa fe, en aceptar cuanto la Iglesia romana manda que se crea, entonces me parece que Unamuno ni era católico ni cristiano” (183). Si acaso

10 Véase Romero Flores (1941); Esclasans (1947).



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se mostraba de acuerdo con la posición expuesta cautamente por José Luis López Aranguren de que en Unamuno hubo “la posibilidad, por la gracia de Dios nunca realizada, fuera de este hombre, de un luteranismo español”. Tomaba así partido en un debate impulsado, sobre todo, en la España nacional-católica, pero también en Sudamérica, tras el libro de Hernán Benítez El drama religioso de Unamuno (1949), y explicando que Unamuno adormecía su negación hablando de sus luchas. Sánchez Barbudo llega a afirmar que este lo que hizo “sobre todo fue jugar al cristianismo” (196), exponiendo una visión de Unamuno como farsante que hirió a no pocos de sus lectores. De hecho, el ensayo de Sánchez Barbudo oscila entre la admiración y la descalificación, que tiene algo de discípulo decepcionado, como cuando, al citar una carta en la que Unamuno decía “cultivo mi tragedia y mi combate con Dios”, apostilla: “Y muchas veces, en efecto, por honda que fuera la raíz, parece la suya tragedia de cultivo” (269). Pero, a su vez, esa incesante publicidad de sí mismo lo volcaba sobre otra angustia, lo que Sánchez Barbudo analiza como “el problema de la personalidad” en Unamuno, o la dualidad entre el “yo profundo” y el “yo superficial”, entre el hombre público que los otros conocían y que el pensador vasco temía aniquilara a su ser más acendrado y auténtico. En distintas etapas de su trayectoria, Sánchez Barbudo recoge esos momentos de desaliento en los que Unamuno se reconocía estar convirtiéndose “en un cómico, en un histrión” (171). Y, en su propósito desmitificador, Sánchez Barbudo, en cuanto a uno de los actos más venerados de Unamuno, su oposición a la dictadura, cree “muy probable que la consideración de su prestigio, el deseo de mantener éste y aumentarlo, fuese factor decisivo en esa rebeldía, aunque el paso decisivo lo diera el dictador al desterrarle” (177). Así, “el Unamuno que el mundo conocía y admiraba, el de la duda y la lucha, no era sino invención del Unamuno desolado y solitario, el verdadero” (206), un problema que quiso reflejar en su teatro, basado en “conflictos, entre geniales y disparatados, pero más a mi juicio lo segundo que lo primero” (212), apostilla un Sánchez Barbudo menos comprensivo con este dilema unamuniano que con el de su religiosidad, que aborda finalmente con un brillante análisis de San Manuel Bueno, mártir, obra surgida de una penúltima crisis de Unamuno en otoño de 1930, tras

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su triunfal regreso del destierro, y donde expuso, de la manera más acendrada, “el pavoroso problema de la personalidad”, es decir, “el sentimiento congojoso de nuestra identidad y continuidad individual y personal”. Tras comprobar su poder para agitar al pueblo contra la dictadura, Unamuno hace la apología de lo opuesto, de la necesidad de mantenerlo calmado con la tranquilizadora fe cristiana, como hará San Manuel Bueno, en cuyo nombre, como afirma Sánchez Barbudo, habría un evidente guiño al final de don Quijote. Unamuno, tras su quijotesca batalla contra el dictador y el rey, se recogería como Alonso Quijano, el bueno, en una novela en la que, algo que siempre había rechazado, hace la apología de la fe del carbonero, incluso del “entontecimiento” voluntario prescrito por Blaise Pascal, un guiño al cual ve Sánchez Barbudo en el personaje de Blas, “el bobo” de Valverde de Lucerna, el más libre de dudas y retratado en luz muy positiva. También se pone en relación la novela de Unamuno con la Profession de foi du vicaire savoyard, de Rousseau, donde igualmente un presbítero oculta sus dudas de fe a sus feligreses, aunque el vicario rousseauniano era deísta, y no “ateo desesperado” como Manuel Bueno, ni como Unamuno, según Sánchez Barbudo, quien concluye con cierta exasperación: Unamuno en verdad fue un ateo, pero tan anheloso de Dios, de eternidad, por un lado, y tan farsante y ansioso de fama, por otro; tan desesperado a veces y tan retórico otras muchas; y, sobre todo, tan avisado, tan cuidadoso de ocultar su verdadero problema, esto es, su verdadera falta de fe, que encubriendo ésta en un mar de palabras, y con toda su confusión, estuvo a punto de volver loco a medio mundo (265).

Ahora bien, enseguida matiza que “sus momentos de verdadera angustia religiosa” (como si en otros momentos esta fuera falsa) lo ennoblecen, así como “el arrepentimiento que frente al Unamuno de la “leyenda” sintió en sus últimos años; aunque le faltara valor para juzgarse durante mucho tiempo con severidad excesiva” (266). Algo a lo que, podríamos añadir, le vino a ayudar Sánchez Barbudo. Reconocido como uno de los unamunólogos de referencia, Sánchez Barbudo será el encargado de coordinar y prologar el volumen colec-



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tivo Miguel de Unamuno en la serie El Escritor y la Crítica (1974a). En su introducción,11 aboga por una desideologización de la crítica unamuniana, emplazando a los filólogos a considerar sus obras “como literatura, como obras de arte” (12), pues de su filosofía, de sus “visiones y sentimientos de España”, de “sus creencias o falta de creencias […] su sinceridad o insinceridad y su compleja personalidad, se ha escrito quizá demasiado” (12-13), algo de lo que él, puede añadirse, no estaba libre de culpa. Sánchez Barbudo aboga también por una objetividad que no dude en “separar el grano de la paja”, de modo que, si la tía Tula era un personaje extraordinario, “quizá el único que tiene vida propia, misterio, hondura; y sobre todo, cosa rara en él, naturalidad”, del resto de personajes unamunianos se podría decir que son “simple encarnación de una idea: monstruos que no viven realmente” (14). En cuanto a su obra dramática, no se muestra más halagüeño, y pide que se preste “atención a su valor como teatro, como espectáculo, y no sólo a las ideas e intuiciones que Unamuno quisiera con él expresar”. Pero, sobre todo, el madrileño se muestra sarcástico sobre la “revalorización” de la poesía de Unamuno, que ha hecho que se hable de él “como el más grande poeta del siglo, entre los españoles, al lado de Antonio Machado” (15), cuando cualquier lector reaccionaría como el niño del cuento ante el emperador desnudo: Con esta revalorización se olvidaba, o se pasaba por alto con demasiada facilidad, el hecho indiscutible, observable por cualquiera que abra un libro de poesías de Unamuno, de que hay en efecto, como antes ya se había dicho, muchos versos feos, duros y prosaicos; y además que muchas veces sus poemas, más que expresar vivas y frescas emociones, no son sino repetición de antiguas ideas y viejos sentimientos, unos sentimientos ya muy conceptualizados que se repiten en seco, que no son ya vivos al escribir el poema, sino muertos y recalentados. De hecho la poesía de Unamuno se lee hoy muy poco, creo yo; y esto se debe en parte, me parece, al abismo que surge entre lo que de su poesía se ha oído, tanto encomio, y la triste realidad que pronto descubre el ingenuo lector (15).

11 Sánchez Barbudo (1974a: 11-16).

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Seguramente, en la acritud con que Antonio Sánchez Barbudo interpreta a Unamuno, tan poco usual en el coordinador de un libro dedicado al estudio de su obra, aparte de saldar cuentas con quien lo había influido demasiado en una época que quería dejar atrás, había algo más, el usar a Unamuno como chivo expiatorio y exorcizar un yo pasado en base al juicio al que él mismo se sometiera. En efecto, también en 1974, Sánchez Barbudo volverá sobre sus tiempos de joven exiliado a propósito de la reedición facsimilar de Romance. Revista Popular, de la que fuera uno de los impulsores en 1940 y que incluyó, por cierto, en su primer número, el cuento “Juan Manso”, de Unamuno.12 El americanizado profesor madrileño, que firma la introducción a dicha edición como Antonio Sánchez-Barbudo, reconoce que le cuesta volver sobre esa época y que contempla la revista Romance como un “fantasma” del pasado. Luego recuerda que “en un libro que empecé yo a escribir por entonces, o muy poco después, y que publiqué en México mismo, Una pregunta sobre España (en el que quise hacer un análisis —en parte bastante confuso— del sentir de los españoles y de los modos de sentirse español) hablaba de una fe mística y oscura en el genio del pueblo, en el ‘alma’ escondida de España. Pero mi ‘fe’, en lo que fuera, no era en verdad tan firme como yo pretendía”.13 Y, a continuación, confiesa su aportación, bajo el seudónimo del Pensador Imberbe, a una encuesta de la revista que pedía “Dígame Vd. su secreto”, ante lo cual, “respondía yo, algo secreta pero muy sinceramente: ‘Mi secreto es no estar convencido nunca, en el fondo, de nada; y sobre todo no estarlo de aquello de que trato de convencer a los demás’. Una conclusión a la que llegaría años más tarde, abandonando por ello sus veleidades ensayísticas y proyectando, en el análisis de Unamuno, las tristes conclusiones alcanzadas sobre sí mismo. Mucho más compleja, como de una individualidad infinitamente más poderosa, es la relación de la obra de Américo Castro (Cantagallo, Brasil, 1885-Lloret de Mar, 1972) con la de Miguel de Unamuno, relación esbozada en un breve pero iluminador texto de Juan

12 Unamuno (1940). 13 Sánchez-Barbudo (1974b).



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Marichal, exiliado liberal, discípulo de Castro y del que más adelante se hablará.14 Nacido en Brasil pero retornado desde niño a Granada, donde se licenciará en Letras y Derecho, Américo Castro perteneció a la pequeña élite española que tendrá una formación europea, completando sus estudios en La Sorbona de París y convirtiéndose, desde su regreso a Madrid, en una de las mayores promesas de la filología, bajo el magisterio de Ramón Menéndez Pidal, dirigiendo desde los veintiséis años la sección de Lexicografía en el Centro de Estudios Históricos y especializándose en el estudio del castellano medieval. Afín a Ortega y Gasset, se adherirá a la Liga para la Educación Política y dará su apoyo, como Ortega, al Partido Reformista de Melquíades Álvarez. Por el contrario, simpatizaría poco con Miguel de Unamuno, más aún después de que este, en su carta a Azorín en 1909, en plena polémica por el proceso a Ferrer Guardia, se burlara de los “papanatas” europeístas y hablara de “un chileno que allá en su tierra había estudiado filología castellana con dos alemanes (!!!), vino de paso para… París, a perfeccionarse en ella. Oyó a Menéndez Pidal y se quedó”. Bien podía identificarse Américo Castro con ese chileno, y, por ello, saldrá por primera vez de su apartado rincón erudito para publicar una carta crítica de la carta de Unamuno, que Ortega, recién regresado de Alemania, reproducirá en su celebérrimo artículo “Unamuno y Europa, fábula”,15 donde acusa a este del “nefando pecado de la felonía intelectual” y justifica que, dado el atraso de la filología en España hasta fechas recientes, “lo que el señor Unamuno sepa de filología castellana tuvo que aprenderlo en las gramáticas de Diez, Meyer-Lübke, Foerster y Baist, alemanes”. Ortega decía preferir “las observaciones técnicas de mi grande Américo Castro” a cualquier otra respuesta que tuviera el cariz de los sarcasmos de Unamuno y afirma que “en esta ocasión don Miguel de Unamuno, energúmeno español, ha faltado a la verdad”. Ese artículo, que, como apunta Juan Marichal, es realmente “un texto de Américo Castro con anotaciones y prolongaciones de Ortega”,16

14 Véase Marichal (2002a). 15 El Imparcial, 27-IX-1909, en: Ortega y Gasset (2004: 256-259). 16 Marichal (2002a: 216).

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sellaría una polémica que, con la decepción que para muchos supuso que Unamuno no se pronunciara junto a los intelectuales que defendían a Ferrer Guardia, finalmente fusilado como supuesto instigador de los sucesos de la Semana Trágica, supuso un cierto declive de la hasta entonces estrella ascendente de Unamuno y su relevo como intelectual público por Ortega y Gasset. Al aplicado investigador Castro, al corriente de los últimos enfoques metodológicos de las universidades francesas y, sobre todo, alemanas, le sacaba de quicio el desprecio de Unamuno (hecho desde su autonomía de creador) por “la investigación, la Untersuchung”, de la cual se burlaba el bilbaíno en su artículo “Papeleteo a la alemana”,17 y se vio impelido a escribirle, esta vez de modo privado, una carta en la que se declara “triste e indignado” por la “absurda burla” que era para él todo un artículo que, despreciando la investigación, solo contribuía “al fomento de los burros que tiran de la noria”.18 De hecho, Américo Castro mantendría una correspondencia cordial pero divergente con Unamuno, de quien en una carta se despide declarándose “(a pesar de nuestra constante pelea, quizá por eso mismo), su buen amigo que le admira y quiere”.19 No es cierto, según sabemos ya, que la carta que motivara el destierro de Unamuno fuera dirigida a Américo Castro, como afirmaba Juan Marichal,20 aunque se le imputara el haberla entregado al semanario bonaerense Nosotros, algo que Castro desmintió públicamente, pero el destierro de Unamuno estrechó sus lazos y cauterizó heridas anteriores, de modo que el filólogo escribía al desterrado: “Usted es hoy nuestra conciencia, y España ve claro, en la zona en que no está muerta, que su ausencia es nuestra ausencia de la verdad y la justicia […]. Es un dolor que le haya tocado tan alta y tremenda misión […]. Su nombre está en todos los corazones no podridos, que no somos pocos felizmente”.21 17 Nuevo Mundo, 5-XII-1914. 18 Las cartas, depositadas en la Casa-Museo Miguel de Unamuno en Salamanca, han sido reproducidas por Tellechea Idígoras (2003). 19 Tellechea Idígoras (2003: 111). 20 Marichal (2002a: 220). 21 Carta del 23 de mayo de 1925, en: Tellechea Idígoras (2003: 138).



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Cierto es que el camino investigador de Américo Castro estaba por entonces lejos de las exaltadas divagaciones unamunianas, como demostraría su libro El pensamiento de Cervantes (1925), un estudio con una óptica diametralmente opuesta a la Vida de don Quijote y Sancho de Unamuno, partiendo de su convicción de que “páginas espléndidas han sido escritas sobre Don Quijote, mas no sobre su autor” e indagando en el trasfondo cultural de Miguel de Cervantes que explicaba lógicamente su creación. Pero esto no empecía su admiración hacia Unamuno, a quien, en su ensayo “Desde Inglaterra”, publicado el 10 de junio de 1927 en La Nación de Buenos Aires y embarcado ya en una diagnosis de las esencias españolas más allá de exámenes filológicos, presentaba como paradigma de lo hispánico: El no hallar el modo de armonizar el íntimo anhelo con la convivencia social nos hace vivir en guerra y en debate perenne; somos guardias fronterizos de nuestra personalidad, cuyos senos dan su mejor producto en la lucha y en la agonía. Miguel de Unamuno ha tratado de definir la esencia de España; y él refleja, en efecto, con su vida de místico combate, la más preclara esencia de lo hispánico.

La decepción de Américo Castro con el comportamiento político de Unamuno a su retorno del exilio debió ser muy grande. Simpatizante de Azaña, y nombrado embajador en Berlín en 1931, Castro percibió como destructivas las críticas de Unamuno a la República, que oiría de viva voz, pues, tras dimitir de su puesto como embajador, coincidió con el bilbaíno en el Consejo de Instrucción Pública. Así lo haría constar en la entrada “Unamuno” que escribió al inicio de su exilio en Princeton, donde había sido nombrado catedrático, para el Columbia Dictionary of Modern European Literature: Unamuno acogió con entusiasmo la proclamación de la Segunda República en 1931 y fue elegido diputado a las Cortes Constituyentes. Pronto, sin embargo, expresó su desacuerdo con el nuevo régimen que juzgaba demasiado radical y dogmático en cuestiones sociales y religiosas. Ahí está, hay que admitirlo, la falla muy real de Unamuno. Porque nunca expresó una sola idea constructiva y se limitó a ejercer, con la pluma y la palabra, el fácil papel de iconoclasta. Maravilloso artista literario, Una-

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muno, en cuanto político, fue anárquico y extremadamente arbitrario […] con su crítica áspera y negativa contribuyó extensamente a la confusión de su país.22

Juan Marichal, que fue alumno de Américo Castro en Princeton, recordará “mi tristeza —y hasta mi indignación” al escuchar en 1946 cómo su profesor se ensañaba con Unamuno, aunque luego entendería en parte que aquel “respiraba por la herida” del fracaso de la oportunidad de modernización que para él significaba la República y recordaba “tan doloridamente, tan amargamente, la frivolidad de Unamuno en las sesiones del Consejo de Instrucción Pública haciendo el elogio del analfabetismo y manifestando desdén por los proyectos educativos de la Segunda República”.23 Y, sin embargo, la lectura de Unamuno será intensísima por Américo Castro a partir de su exilio y catalizará en una obra profundamente original, un salto cualitativo de la erudición a la osada interpretación de nuestro pasado, que se plasmará en España en su historia (1948). Para Marichal, Américo Castro osciló entre dos polos que corporeizaban Ramón Menéndez Pidal y Miguel de Unamuno y, desde 1936, a raíz de la indescriptible sacudida interna que fue la Guerra Civil, empezará a “ocupar mayor espacio en su espíritu una ‘agonía’ de temple unamuniense [sic]”.24 El hispanista italiano Franco Meregalli calificó el libro de Castro como “unamuniano, paradójico y juvenil” y, más allá de las menciones expresas, resulta difícil concebir que esta obra clave hubiera sido igual sin la lectura unamuniana, que, podemos estar seguros de ello, estuvo en el arranque de conceptos clave como el de la morada vital, cuya mera concepción, según enunciara ya Eugenio Asensio, “parece surgir como un modo de superar la oposición dialéctica unamunesca entre historia e intrahistoria”.25

22 23 24 25

Apud. Marichal (2002: 217-218). Marichal (2002: 219). Marichal (2002: 222). Asensio (1976: 28-29).



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De hecho, podemos leer España en su historia como una desmesurada respuesta a los ensayos de En torno al casticismo de Unamuno, al que reprochaba que “se borraba la noción de lo ‘castizo’, embrollada por Unamuno en un libro, por lo demás, espléndido” (XVII).26 Con su inmensa erudición medievalista, Castro reformulará lo que es “castizo” a partir de la historia de las tres castas (judíos, moros y cristianos) que conformarán la identidad española (60-65). Conectado con ello, la idea de “intrahistoria” es criticada por Américo Castro desde su convicción, de raíz institucionalista, en la importancia de las élites y la alta cultura, de modo que afirma que “de los tan exhibidos usos tradicionales, de la intra-historia tan grata a Unamuno, nunca habría surgido una conciencia colectiva capaz de elevarse hasta el rango de una conciencia nacional española” (19). Américo Castro cita a Unamuno cuando decía “con más discreción de la que otras veces usó” (65) que la cultura española se había interrumpido en el siglo xvi, pero le corregía cuando el bilbaíno creía que esta no había muerto, sino que subyacía en “el mar silencioso del alma”, pues más bien se había dispersado por Europa, cortada en España por la expulsión de judíos y moriscos. Eso sí, la forma de ser consolidada durante la Edad Media habría permanecido y “en eso tenía razón don Miguel —como soterrado rescoldo, en ciertas gentes de España, especialmente en la Castilla arriba del Duero— como eco dormido de una voz ya muda, de clamores de grandeza ya inconscientes, o musitados, sin oído que los recogiese” (66), en gentes orgullosas y graves, como reyes destronados. Pero ello no tendría que ver con el clima, como “Unamuno, en un desliz positivista” afirmaba, sino con la conciencia asumida de su superioridad, como cristianos viejos, a las otras castas. Lo que suponía un autoengaño, dado que la vida española, para Américo Castro, “fue como un tejido de tres hilos, sin que quepa excluir de él ninguno de ellos”. Esta sería la explicación que el historiador daba a la desconexión del español respecto a su pasado que describieran ya Zambrano, Ferrater Mora y Sánchez Barbudo, y que habría que asumir, como un retorno de lo reprimido, para que España tuviera futuro, como

26 Cito por la edición ampliada: Castro (1965).

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sentencia Castro en una formulación que evoca la “España celestial” unamuniana que fascinara a Ferrater Mora: Y el español, entre los europeos, quizá sea el menos en contacto con el sentido de su propio pasado. Estoy persuadido de que en el cielo de España no sonreirán las hadas y los hados mientras la vida que fue, y sigue ahí latente en sus consecuencias, no sea manifestada, valorada y transmutada en formas de actividad que, sin destruir aquélla, la hagan apta para enfrentarse con los problemas ante los cuales se hallan los habitantes de la Península (66-67).

El pensamiento de Unamuno y su sentido trágico también serían decisivos en la definición que haría Castro del pueblo español como aquejado de “la insatisfacción y la autocrítica” debido al desgarramiento de esa coexistencia de las tres castas, nunca armónica y, finalmente, brutalmente mutilada. Castro habla de “Unamuno, gran intuidor de la realidad hispana” y, al hablar del alma que habría marcado en los españoles su tierra, declara que “no es caprichoso y bello lirismo, sino expresión de vida, no menos real e histórica que la descrita en las crónicas; bajo ese lirismo […] laten diez siglos de anhelante y no muy seguro existir” (95). Si, para Ferrater Mora, Unamuno había sido la corporeización del homo hispanicus por antonomasia, lo será de manera más decisiva aún para Castro. Así, pone al bilbaíno como exponente de varios de los rasgos de esa morada vital hispánica conformada durante más de mil años, también en los aspectos más negativos heredados del inmovilismo de la casta de los cristianos viejos: “Cuando Unamuno, en 1909, profirió su tan discutida exclamación: ‘¡Que inventen ellos!’, hablaba desde el fondo de la historia ‘castiza’, de una historia interesada en promover, desde una posición fija y desde un afán de eternidad, una serie de cambios de decoración, que no afectaban a la capacidad de mutación de aquella historia” (250). También, para Castro, “Unamuno ilustra la cuestión del llamado individualismo español”, cuya denominación Américo Castro rechaza, ya que no se trataría de “individualismo artístico y creador” como el del “británico partidario de la libre concurrencia, del libre



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cambio y de la diferenciación de las actividades laboriosas” (252). En el caso de los españoles, se trataría más bien de “su insumisión rebelde a cualquier norma, sin intento de hacer prevalecer una norma distinta; es decir, se piensa en un separatismo de la persona” (252). Ello se debería, también en el propio Unamuno, a que “en muchos españoles perdura el gesto espectacular de la casta antaño triunfante, ya sin conexiones reales” (254). Quizás no sabía Américo Castro, o no quería tener en cuenta, que el propio Unamuno había rechazado la idea de que el pueblo español fuera individualista, con argumentos no muy distintos, aunque sin entrar a indagar sus razones históricas. También en el rechazo de las leyes escritas y su confianza en la “virtud ínsita” de ciertos jueces, que para Castro sería un rasgo de lo español, “Unamuno coincidía con lo escrito por Juan de Mena cuatro siglos antes” (256). El hecho de que España no pudiera ser un crisol donde se fusionaran las tres castas habría sido para Castro, como es conocido, la explicación del atraso científico de nuestro país, que haría necesaria la importación metodológica, frente a sus valiosas producciones artísticas, esas sí, de abolengo cristiano: Hecha imposible la fusión de la casta de los cristianos nuevos con la de los viejos en el siglo xvi, los espacios vacíos entre una y otra generación han solido llenarse con la cultura de otros países, con lo que “ellos inventaron”, según diría Unamuno. Hay, sí, una tradición literaria, es decir, una expresión de conciencia absoluta de la persona, de su estancia en sí misma y en su mundo de sentimientos, de angustia y de esperanzas. Desde Lope de Vega puede contemplarse todo el pasado de la casta cristiana, continuando luego en el romanticismo y en la poesía actual. Partiendo de Ganivet, Unamuno o de Antonio Machado, cabe ir hacia atrás, siglos arriba, para oír una y otra vez las voces ilustres y preocupadas de que son, ellos, eco magnífico. En cambio, es inútil buscar antecedentes españoles a la filología de Menéndez Pidal, o a la histología de Ramón y Cajal. Y si la historia es así, ¿por qué no ha de escribirse así la historia? (262).

En ese párrafo, como puede verse, resuena aún la interpelación, más de medio siglo después, al Unamuno que despreciara el seguidis-

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mo europeísta de personas como Américo Castro, quien no cejaría en esa “constante pelea” con las ideas de a quien, por otra parte, respetaba de modo inmenso y a quien, en De la edad conflictiva. Crisis de la cultura española en el siglo xvii (1962), llamaría “simultáneamente un gran orientador y un gran desorientador”.27 Poco después, gracias a la invitación de Max Aub, Américo Castro tuvo la oportunidad de poner en claro lo que para él había sido y seguía siendo Unamuno:28 “Otra vez me dice: ‘¿No tiene nada de o acerca del Gran Búho de Salamanca?’. En realidad lo que tengo es ‘tenerlo presente’. ¿Cómo olvidar a Unamuno, a aquel mártir de sí mismo, mártir de una causa de la cual él era el apóstol, y él era los fieles creyentes?” (13). El profesor, por entonces, de la Universidad de California en San Diego había olvidado en parte sus rencores por la actitud política de Unamuno y, recordando su célebre “venceréis, pero no convenceréis”, afirma que “su noble final le absuelve de la culpa de no haber ni siquiera insinuado qué o cómo podría haber sido lo convincente” (13). Pasando al difícil autoanálisis de la obra de otro en sí mismo, Américo Castro reconoce que “Unamuno me ha ayudado mucho en mi obra de los últimos treinta años, aunque no directamente” (14), para aclarar luego que “Unamuno me sirvió de inspiración, no de doctrina histórica, porque su idea de la ‘intrahistoria’ confunde y desorienta. Lo fecundo en él era su maravillosa desesperación” (14), que lo habría ayudado a discernir el desgarramiento de la morada vital española y sus razones, y ello considerándolo como consecuencia, destilación de toda una historia: Yo critiqué mucho el negativismo unamuniano; tuve con él discusiones, algo violentas incluso […]. No obstante lo cual, una de las vías por donde pude escapar al tradicional negativismo de los españoles respecto de su presente, su pasado y su futuro, fue la obra misma de don Miguel. Cuesta tiempo hacerse con su sentido, pero sentido hay en ella, sobre

27 Cito por la tercera edición: Castro (1972: 123). 28 Castro (1964).



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todo si lo proyectamos a lo largo y a lo ancho del pasado y del presente de los hispanohablantes (15).

En las palabras de Castro se evidencia la reconciliación de quien, habiendo logrado hacer su propia obra, no tiene reparos en reconocer, de un modo u otro, la aportación y el alimento de lo que antes podía ver como dependencia vergonzosa. Si Castro alguna vez sintió la ‘ansiedad’ o ‘angustia’ de la influencia unamuniana, la habría superado de la forma más valerosa y valiosa, la apophrades, en términos bloomianos, por la cual, desde la conformación de una teoría coherente sobre el pasado y ser de España, habría leído a Unamuno en sus propios términos, integrándolo como protagonista de su historia, que para él era la de España. No quiero terminar de hablar de Américo Castro sin mencionar brevemente a su tozudo rival, Claudio Sánchez-Albornoz (Madrid, 1893-Ávila, 1984), destacado medievalista y político de Izquierda Republicana, presidente del Gobierno de la República en el exilio durante casi una década (1962-1971), coincidiendo, por cierto, con su menor relevancia institucional. Como es sabido, su rechazo a las tesis de Castro tomó un cariz personal, refiriéndose en confianza a su magna obra España: un enigma histórico (1956) como “mi anti-Castro”, donde objetaba con virulencia la importancia de los influjos árabe y hebreo en la identidad española, en términos que transparentan un claro racismo soterrado o, mejor dicho, un casticismo de cristiano viejo que podría ejemplificar las tesis castristas. Pues bien, en su libro Españoles ante la historia (1958) hay un ensayo titulado “Un eslabón moro en la cadena que va desde Séneca a Unamuno”,29 donde, al margen de situar los dos extremos de lo español en las mismas personas que escogiera María Zambrano, se dedica a ensalzar la obra de Ibn Hazm (994-1064), árabe cordobés autor de El collar de la paloma, presentándolo como un musulmán hispanizado que, por haberse impregnado de la cultura de nuestro suelo, de abolengo romano y visigótico, habría alcanzado una exce-

29 Cito por la edición más reciente: Sánchez-Albornoz (1969).

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lencia que permitiría “iniciar con él la magnífica serie de los grandes pensadores españoles, que termina, por ahora, con Unamuno y con Ortega” (61). A pesar de la distancia de casi mil años, SánchezAlbornoz establece un paralelismo entre las “almas fraternas” del “moro cordobés testigo y no mudo, de la crisis del califato hispano de comienzos del siglo xi” con “el fuerte vasco que ha asistido a la caída de la monarquía española en las últimas décadas” (61-62). Esa fraternidad de almas la justifica el historiador abulense por su común “espíritu de llama” marcado en la escritura incisiva de ambos, virtuosos de las lenguas árabe y castellana respectivamente, pero también en la “profunda y conturbada religiosidad interior” (63) que los azacaneó y los acercó a las tendencias identificables con el “libre examen” de la escuela dzahiri en Ibn Hazm y de un cristianismo heterodoxo cercano al protestantismo en Unamuno. Incluso aduce el historiador el hecho de que ambos fueran hombres “de una sola mujer” y, termina finalmente, “tanto el moro de Córdoba como el vasco de Bilbao amaron profundamente a España a pesar de su hipercriticismo contra ella” (64). El erudito Sánchez-Albornoz, así, catalogaba a Unamuno, sustraía su unicidad, todo en aras de trazar una larga línea de continuidad en lo español. El caso de Juan Larrea (Bilbao, 1895-Córdoba, Argentina, 1980) es también el de una inclusión, asimilación o apophrades de las enseñanzas unamunianas en su propio sistema a la vez que de su clinamen, o supuesta superación por el curso del tiempo. Dado el carácter de la obra de Larrea, podemos hablar de un profeta asumido y superado por otro profeta. Por supuesto, en la particularísima obra de madurez larreana, que desconcertó a sus coetáneos y que puede definirse, como ha hecho José Antonio Sanduvete, como una “hermenéutica profética”,30 Unamuno es solo un elemento más, un ingrediente que entra a jugar un papel determinado, lo que implica, por supuesto, una lectura muy limitada, y que no alcanzará a superar ni cuestionar las coordenadas en las que se le inserta, un papel por descontado mucho menos importante que el que cobran las obras de Pablo Picasso o Cé-

30 Sanduvete (2014).



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sar Vallejo, aparte de toda una simbología propia centrada en el mito de América o la utopía del amor. La primera exposición coherente de su sistema es Rendición de espíritu (Introducción a un mundo nuevo) (1943),31 denso ensayo en dos volúmenes del cual había ido adelantando partes en la revista España Peregrina desde 1940 y donde interpreta en clave providencial el sacrificio del pueblo español y la llegada de los exiliados republicanos a América. En esta obra, Unamuno es considerado como el único poetaprofeta, aparte de Rubén Darío, que “fue capaz de intuir el auténtico sentido de los acontecimientos que se avecinaban” (268). Como León Felipe, Larrea tomaría de La agonía del cristianismo la victimización de España en sentido crístico, donde Unamuno había hablado de su dolor al sentir “la agonía del Cristo español, del Cristo agonizante” y “la agonía de Europa, de la civilización que llamamos cristiana, de la civilización grecolatina u occidental”, todo lo cual coincidía con la predicción de Larrea de la apertura de un mundo nuevo en el continente americano. Sin embargo, Larrea consideraba a Unamuno, netamente individualista, como representante de una época que había de ser sobrepasada en el proceso hacia una humanidad colectiva. Por ello considera significativo el año de su muerte, al inicio de la Guerra Civil que abriría, de modo sacrificial, la entrada al inminente mundo nuevo. Para Larrea, Unamuno, “identificado con su España, murió con ella bajo los yugos del franquismo militarista en el año crucial de 1936. Y murió sintomáticamente en las últimas horas del último día de ese año, esto es, al fin de un ciclo de tiempo”. A ese individualismo dialógico hispánico atribuye Larrea su inicial toma de posición por los sublevados y luego su rechazo: Personificando la dualidad esencial española en su aspecto más irreductible, no le era dado hacer causa común con el pueblo que representaba el futuro y a él conducía, sino con aquello que lo negaba. Y a lo último ni siquiera con aquello… Era típicamente el Yo español, fruto de duali-

31 Larrea (1943).

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dad, la confusión babilónica a que se refiere La vida es sueño, llamado a morir a su hora, moralmente cabeza abajo como Pedro, confesando sin embargo, quedando ahí como una manilla del reloj que al marcar la hora del morir se para, como un hito indicador del más allá popular que a su personalidad, individualista rabiosa, le estaba prohibido (270).

Poco después, en “Ingreso a una transfiguración”, prólogo al Jardín cerrado (1946) de Emilio Prados, que Larrea aprovecha más bien para explayarse sobre sus teorías, Unamuno es situado entre Federico García Lorca y Antonio Machado dentro de un trío sacrificial que era el necesario holocausto para la transfiguración universal de España tras su traslación a suelo americano: Murió también la personificación de la dualidad agónica, hipertensa e implacable, de Dios y de hombre: Unamuno, al final de un periodo de tiempo (31 de diciembre de 1936). Y al marcar el fin (‘llegó, mi España, por fin la hora —del fin de todo, del fin final—’) quedó su muerte suspendida en el tiempo como una flecha que nunca dará en el blanco pero que se ha transformado en eleática flecha indicadora del orto universal.32

Pero el ensayo más netamente unamuniano de Juan Larrea será sin duda La religión del lenguaje español (1951),33 pronunciado como conferencia en la Universidad San Marcos de Lima y en la que Larrea muestra una impregnación y fascinación de las ideas de Unamuno sin parangón con su obra anterior y posterior, como si hubiera por breve tiempo sucumbido a su influjo, antes de deshacerse esforzadamente para volver a su línea de trabajo. Como en el caso de Sánchez Barbudo, precisamente será de “El sepulcro de Don Quijote”, combinándolo con su fórmula famosa opuesta a los europeístas y extendiéndola al mundo entero: En estos niveles unamunescos nos salen al paso aquellos quijotismos desorbitados de don Miguel que contra los sectarios del sentido

32 Larrea (1946). Cito por: Prados (1999: 759). 33 Cito por su reedición: Larrea (2013).



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común exaltaba la locura de Don Quijote proponiendo la salida de España a la conquista del mundo. Porque no cabe engañarse. Unamuno hablaba de hispanizar a Europa porque Europa era cabeza de universo. A lo que su ambición apuntaba y aquel su apetito devorador de Dios, casi huelga decirlo, era a la conquista espiritual de la universalidad (61).

Larrea, convencido de la vocación universal de la lengua española, describe a su paisano bilbaíno poseído por una inspiración precursora y genial, de modo que “la mente de Unamuno no tenía más remedio, al sentir en su profundidad a España, que echar mano como lo hizo Cervantes de un perturbado, a fin de fundar la Orden de Caballería de la Sinrazón o de la locura, predicando la cruzada que conduce a la resurrección de Don Quijote” (62). Para Larrea, Unamuno sería, aparte de la figura prominente de la generación del 98, la superación de todo el regeneracionismo previo, lastrado por su practicismo y su ceguera a lo esencial: Unamuno era —cada día se ve más nítidamente— la clave capital de esa famosa generación española del 98 que a raíz de la pérdida del último residuo de su imperio material, manifiesta en España la tendencia a un resurgimiento de otro orden […]. No hay, pues, atrevimiento en sostener que la consigna unamunesca de hispanizar el mundo es la expresión del contenido latente de este impulso regenerativo español (62).

Larrea relee a Unamuno en comunión con su propia convicción de que “España es el destino de un lenguaje hecho para conducir al reino de la conciencia universal, para hablar con Dios” (64) y hace intervenir a su paisano, confirmándole, desde su nivola Niebla: Por esta razón se le oirá terciar desaforadamente a Unamuno cuando es poseído en plenitud por el oráculo: Soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y contra todos; y el españolismo es mi religión, y el cielo en el que quiero creer es una España celestial y eterna; y mi Dios un Dios español, el de

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Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: “¡Sea la luz!”. Y su Verbo fue verbo español (64-65).

Frente a quienes considerasen esta declaración del oráculo como algo “furiosamente disparatado”, Larrea enuncia su convicción de que en “los impulsos intuitivos pueden encerrarse verdades indirectas” y aduce las profecías supuestamente cumplidas del energúmeno español (que dijera Ortega): Al expresarse así Unamuno cuyo energumenismo profético se ha visto en ocasiones importantísimas verificado luego por la realidad sin lugar a duda, ¿no está exaltando bajo una apariencia de caos mental, la calidad esencial de España, la divina universalidad de su verbo hecho para hablar con Dios, para sustanciar la conciencia universal? (65).

Larrea no duda en asumir la filosofía trágica unamuniana como la propia de todo el pueblo español en camino hacia el Ser humano universal en que él creía, y declara que “la España de hoy, movida por su ansia impetuosa de ser universal que en el sentimiento trágico de nuestra vida, vida unamunesca, tenía que tomar otra vez formas delirantes, se propone quijotescamente hispanizar el mundo” (85). De hecho, la “santa cruzada a que proféticamente nos invitó Unamuno […] esa cruzada unamunescamente delirante de verdad y de justicia” (96) para rescatar el sepulcro de don Quijote no sería, en última instancia, sino la que habría emprendido, aunque de modo forzado, el “éxodo hispanizador de nuestros días”, es decir, los refugiados republicanos. Reinterpretando con la asombrosa seguridad del convencido fanático en su doctrina, Larrea afirma, corrigiendo si es preciso al autor leído (clinamen lo hubiera llamado Bloom), que, en ese ensayo seminal, cuando “dice Unamuno que de ese sepulcro-cuna ‘volverá a resurgir la estrella refulgente y sonora, camino del cielo’, está quiéralo o no refiriéndose y consignándonos a Santiago de Galicia”, enlazando así Larrea con el simbolismo que Santiago y Finisterre tienen en toda su interpretación teleológica, sobreinterpretando de lo lindo (misreading, que diría un regocijado Bloom) la crónica que Unamuno escribió con ocasión de su visita a la ciudad gallega, donde había dicho que “el se-



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pulcro de Santiago es el de España toda”, y que para Larrea se explica por ser el punto donde simbólicamente termina España y termina Europa, abocados a la realización espiritual en América, concluyendo: “Y es que hacia el mundo nuevo, verdadero y justo, de la estrella compostelana nos movemos, según la cruzada unamunesca […] tu estrella, Unamuno” (122-123). Sin embargo, este ensayo, como prevenía, no marcará un tournant unamuniano en la obra de Larrea. En el extenso y abstruso La espada de la paloma (1956),34 el bilbaíno aparece de nuevo como ilustre profeta, junto a autores románticos como Novalis o Blake, de un “nuevo cristianismo” que superase la crisis de la racionalidad europea. La obra de Novalis tendría no pocas concomitancias con “la sinrazón del Don Quijote español que, hambriento de eternidad, representó en la escena contemporánea Unamuno” (94) y habría representado un esfuerzo europeo dinamitado por “la explosión de Hitler-MussoliniFranco”, por la cual “la Europa del Apocalipsis, de Novalis, de Blake, de Unamuno y de tantos más, la vieja Europa señoreada del universo ha pasado a la historia” (412). Tocaba, por tanto, a los americanos, y a los refugiados españoles en América, inaugurar el reino del espíritu que en la teleología larreana (al fin y al cabo, una versión enriquecida e hispánica de la de Gioacchino de Fiore) debía tener lugar en el Nuevo Continente. Los refugiados, de hecho, serían fermento para culminar lo que no se había podido llevar a cabo en España, según enuncia la pregunta que cierra La espada de la paloma: “¿No estaría llamado a gloriarse en su Nuevo Mundo el Espíritu de aquella República popular y pacífica del 14 de abril, lavada de sus impurezas por el martirio, a la otra orilla de la muerte?” (551). Pero, significativa aparición de ese fantasma que no dejaría de visitar (hanter, haunt) a Larrea como a tantos otros exiliados, el autor no puede dejar de colocar una nota a pie de página que revela su deuda profética, presente desde el propio título del libro que termina: “En cuanto a profecías, recuérdese aquí la notable de Unamuno en 1924: ‘Cristo agonizó y murió en la cruz con efusión de sangre, y de sangre

34 Larrea (1956).

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redentora, y mi España agoniza y va acaso a morir en la cruz de la espada y con efusión de sangre… ¿Redentora también?’ (La Agonía del Cristianismo, in fine)” (551). Todo parece indicar que, si en momentos concretos no fuera en absoluto inmune a la sombra de Miguel de Unamuno, Juan Larrea pretendió verlo como a un autor superado, profeta legítimo superado por el definitivo profeta que él se consideraba. Y, si Larrea se consideró legatario de alguien, este sería quien fuera su amigo y a la vez maestro, César Vallejo, que precisamente en la revista que ambos llevaran, Favorables París Poema, había deplorado la carencia de maestros que sentía en la juventud literaria hispanohablante y afirmado que “ni Unamuno, el más fuerte de los viejos escritores, logra inspirar una dirección a los muchachos”. De hecho, para el genial inconformista peruano, que debía estar un tanto harto de escuchar, en el París de 1926, anécdotas unamunianas, “la propia admiración y entusiasmo que Unamuno despierta en la generalidad de las gentes, prueba mediocridad”.35 Aunque Larrea, en César Vallejo o Hispanoamérica en la cruz de la razón (1958), matizaría que las “invectivas” del peruano podían haber parecido “injustas, en especial la rigurosa contra Unamuno”,36 no podía sino considerar que el poeta de Santiago de Chuco, sobre el que acababa de fundar el Aula Vallejo en la Universidad de Córdoba, suponía una superación de los precursores que, para él, eran Martí, Unamuno, García Lorca, Huidobro y León Felipe, precedidos todos por el genial Rubén Darío, según describe en Teleología de la cultura (1965). Si Juan Larrea sintió, en cierto modo, alguna ansiedad o angustia de influencia debió ser precisamente frente a César Vallejo, llamado como se veía a hacer algo nuevo que, precisamente por la conciencia de su inferioridad como poeta frente al peruano, estaría abocado a realizar mediante la forma, tan peculiar, de sus ensayos proféticos de interpretación histórica o teleología de la cultura.

35 Vallejo (1926). 36 Larrea (1958).

IX

Un Unamuno para ingleses, franceses y cubanos

No hay español pensante que no haya sentido, voluntaria e involuntariamente, la influencia del pensamiento aguijoneante, estimulante e irritante de Miguel de Unamuno. Arturo Barea, Unamuno (1952) Creo, contra la opinión de Unamuno, que nuestra literatura, salvación hecha de excepción rarísima, dígase lo que se diga, huele a improvisación. Esta idea la aplico a Unamuno mismo que tantos ensayos ha improvisado durante su larga existencia. Si los franceses preparan el plan de sus obras antes de comenzar a escribir, ¡allá ellos! Razón no les falta. Aunque la obra sea mala, tendrá siempre algo bueno: el orden y la claridad. Jerónimo Chicharro de León, Unamuno y Francia (1954) Libertador civil de su patria, llama Unamuno en todo momento a José Martí [...] como si adivinara que él, Unamuno, siguiendo el ejemplo de Martí, también había de librar la lucha con el verso, y con el destierro, por la libertad civil de la patria. Ángel Lázaro, “Martí y Unamuno” (1953)

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En su polémico libro Los desheredados. España y la huella del exilio (2007),1 el historiador Henry Kamen reprochaba a los refugiados españoles de 1939 una supuesta estrechez de miras que los habría condenado, salvo excepciones, a una irrelevancia internacional frente a la influencia transnacional de exiliados de otras procedencias, sobre todo, de la diáspora judía y el exilio alemán antinazi. Respecto a la lectura de Unamuno hay que darle la razón a Kamen, pues, como vamos viendo, cada exiliado lo leyó en clave personal, sí, pero casi siempre también en clave nacional española, o vasca, como veremos. Hubo, sin embargo, excepciones de exiliados que, sin dejar de añorar España, se habían integrado mejor que la mayoría de sus compatriotas en sus países de acogida y que, desde su interés por la cultura de sus anfitriones, ejercieron de mediadores y se esforzaron por dar a conocer la obra de un escritor español que, estaban convencidos de ello, tenía mucho que decir también a los lectores de otros países. Para Arturo Barea (Badajoz, 1897-Faringdon, Reino Unido, 1957), periodista socialista, escritor de vocación algo tardía, el encuentro con su futura esposa, la periodista austriaca Ilsa Pollak (Viena, 1902-1973), sería determinante en su adaptación en el exilio británico. Gracias a ella, conseguiría trabajo en las emisiones radiofónicas de la BBC, y será ella casi siempre la traductora de sus libros, entre ellos la trilogía La forja de un rebelde, que se publicará primero en inglés y que le dará fama internacional.2 El caso de Barea presenta la conocida peculiaridad de que, siendo traducidas sus obras directamente del castellano al inglés por su esposa Ilsa, para la edición en su propio idioma de algunos de sus libros hubo de recurrirse a retraducciones al castellano. Será también el caso de su ensayo Unamuno, originalmente publicado por la editorial Bowes & Bowes, de Cambridge, y fruto de un encargo del germanista Erich Heller,3 director de la colección Studies in Modern European

1 2 3

Kamen (2007a, 2007b). Para conocer la obra de este autor, es imprescindible el libro de Torres Nebrera (2002). Barea (1952a).



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Literature and Thought, que le propuso a Barea en 1951 escribir un libro para dicha serie, debiendo escoger “entre Ortega y Gasset y Unamuno”. Según recuerda Ilsa Barea: “No hubo un momento de duda. Ni se creía capacitado para un estudio sobre Ortega, ni sentía hacia este gran intelectual la afinidad que le ataba al apasionado ‘agonista’ Unamuno” (8). Esto afirma su viuda en el prólogo antepuesto a la primera edición en español, en la editorial argentina dependiente de la revista Sur, y donde explica el epígrafe antepuesto a la edición británica,4 que reconocía: “This essay was written in collaboration with my wife, Ilsa Barea, who also translated it” (5). Ilsa declaraba que no existía “un texto original completo” del ensayo, pero afirmaba: En toda la argumentación, estructura y visión, este ensayo es la obra de mi marido. Él tenía un sentimiento tan hondo, tan personal y casi diría idiosincrático hacia Unamuno que […] las fórmulas que yo usaba en la traducción y redacción, eran de importancia secundaria […]. Y en tanto que preparaba el presente ensayo, adentrándose en el mundo espiritual de Unamuno, no me cabe duda de que mi marido se identificaba más y más con su rabia y su idea (7-8).

La tan cultivada como modesta Ilsa Barea supo reconocer, en efecto, cómo lo que, en principio, iba a ser un libro de carácter divulgativo que debía presentar Unamuno a los lectores anglosajones ignorantes de su obra se transmutaba, merced a la apasionada identificación del escritor extremeño con el vasco, en un ensayo original y vigoroso. El breve libro se articula en tres partes: “Unamuno y el problema de España”, “El sentimiento trágico de la vida” y “El poeta en Unamuno”. La primera parte se articula alrededor del libro En torno al casticismo y aborda la cuestión española en Unamuno. Barea comienza suscribiendo dos afirmaciones que se habían convertido, como vimos, en tópicos entre los exiliados. La primera es la identificación de Unamuno como español prototípico:

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Barea (1959).

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De vez en cuando surgen hombres que encarnan las cualidades o el estado de ánimo de sus pueblos con tanta fuerza y entereza que llegan a tener una influencia extraordinaria, una grandeza simbólica, que depende más de lo que son que de lo que consiguen hacer […]. Este es, según creo, el caso de Miguel de Unamuno […]. Es imposible hablar de la España moderna sin invocar a Unamuno como testigo mayor (11-12).

El segundo caveat trata tanto del presunto olvido en que habría caído Unamuno (que no era tal, como vamos viendo) como de la sospecha de que esto se debiera a que las violentas transformaciones sufridas por el mundo tras la desaparición de Unamuno, como la Segunda Guerra Mundial, el horror concentracionario y el nuevo orden mundial surgido después, con los dos bloques de la Guerra Fría, hubieran podido restar validez a la obra del vasco: Este mundo de la nueva postguerra —o de la nueva preguerra— parece haberse alejado mucho de Unamuno, de los problemas de España y de su obra; y desde luego él puede parecer olvidado. Pero si se mira más allá de todo lo que es tópico y circunstancial en sus escritos, quedan como el verdadero núcleo de su obra nuestros mismos conflictos más amargos, los universales tanto como los individuales (12).

Su empeño, con este libro originalmente destinado a los británicos y, poco después, a los norteamericanos,5 era “comunicar esto fuera de España” (12). Para ello comienza con un esbozo biográfico de los comienzos juveniles de Unamuno, de cómo no se adscribió a ningún grupo, ni en su Bilbao natal ni en Madrid, y cómo su ensayo En torno al casticismo “cayó virtualmente en el vacío” (27), lo que, en cierto modo, sería “la más poderosa confirmación del juicio de Unamuno sobre el estado mental de España”. Barea simpatizaba, indudablemente, con este Unamuno inicial que no oponía Europa contra España y creía que “la sociedad española sería revitalizada por las ideas extranjeras” (25). Pese a su evolución posterior, el escritor pacense niega

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Apenas unos meses después, el libro fue publicado en Estados Unidos. Véase Barea (1952b).



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que el bilbaíno se retractara de la “posición básica” de este libro, pues nunca comulgaría con el casticismo, el conservadurismo anquilosado e inmovilizador, que sería siempre su enemigo, y “cada vez que la ‘vieja casta histórica’ o la Inquisición doméstica se volvían especialmente activas y peligrosas en su continua lucha contra la España naciente, Unamuno levantaba su voz que ya no podía ser ignorada” (28). La segunda parte se centra, como indica el título, en el ensayo filosófico más conocido de Unamuno. Arturo Barea habla del giro hacia la interioridad que se produce en Unamuno y sus reparos a la extensión de un progreso que podría hacer tambalear la religiosidad del pueblo. Barea, que no podía conocer el Diario de Unamuno, atribuye erróneamente a la “crisis general” y a “la atmósfera de muerte que la guerra difundía por todas partes” el hecho de que Unamuno se hubiera “vuelto consciente, hasta un punto agónico, de su propio miedo a la muerte” (32). A pesar de este fallo interpretativo, Barea realiza un profundo comentario de un libro que califica, más que como un tratado o ensayo filosófico, como “el más grande de los muchos monólogos que Unamuno escribió” (37), por lo que “las largas disquisiciones sobre sistemas filosóficos y doctrinas religiosas tienen mucha menos importancia en él que la revelación de sí mismo, que alcanza una extraña y emocionante fuerza poética, a pesar del estilo áspero y tupido” (38). Y esta emoción la sintió y la transmite un Barea al que, como afirmara Torres Nebrera, “se nota bastante identificado, y se diría que hasta coincidente en alto grado, con las teorías de Unamuno, tan fuertemente somatizadas en su ensayo”.6 La tercera y última parte del ensayo, “El poeta en Unamuno”, trata su obra como escritor y, sobre todo, a pesar de lo que podría hacer pensar el título, como novelista. Frente a la reivindicación que de su obra lírica llevarían a cabo distintos escritores del exilio, Arturo Barea considera que “sus ásperos poemas, mezcla de ardor y de contemplación, aportaron una nueva nota a la poesía lírica española de comienzos del siglo; pero su forma poética nunca tenía bastante fuerza para fundirse completamente con los sentimientos e ideas que habían

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Torres Nebrera (2002).

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inspirado el poema” (51). Para Barea, “no fue Unamuno el que encontró la forma lírica que fuera una exacta expresión de sus visiones, sino un amigo mucho más joven: Antonio Machado” (51). En el vasco, según expresa paradójicamente Barea, “la verdadera creación poética de Unamuno es la personalidad que proyecta en todas sus obras” (51), que forman un conjunto indisoluble que no se ha de compartimentar, pues “la visión de Unamuno es indivisible, y así como no puede separarse al hombre Unamuno del conjunto de sus pensamientos, su ficción y su poesía no pueden ser separadas de su filosofía” (52). Como habían ya enunciado otros escritores del exilio, la “incesante lucha consigo mismo y con el universo constituye el núcleo central de cada una de sus novelas y cuentos, de sus poemas y ensayos” (51), de modo que sus personajes “muchas veces no pasan de ser sombras de él” (52) y, en su empeño por servirse de la ficción para resolver cuestiones de ideas, “a menudo insistía en los derechos de una tesis sobre las intrínsecas exigencias del cuento con que la estaba revistiendo”. De ahí los aspectos más desafortunados de obras como Amor y pedagogía, que Barea considera fallida, al igual que Niebla, novela que “falla en conmover la imaginación y forzarnos a concebir los personajes como ‘reales’”, aunque, paradójicamente, “este fracaso encierra un triunfo para Unamuno: una vez más es él, el yo que quiere perpetuar, quien surge de las páginas de su novela, indomitablemente vivo” (59), frente a Abel Sánchez, que, para el extremeño, “de todas las nivolas es, tal vez, la mejor integrada” (59) y, sobre todo, San Manuel Bueno, mártir, síntesis del pensamiento y mayor logro artístico de Unamuno, como expresa Barea con precisión que trasluce su impregnación unamuniana: La asombrosa consistencia de quien se deleitaba en contradecirse a sí mismo, aquí se ve de la manera más clara posible: esta profesión de fe hecha hacia el fin de su vida no es sino una condensación poética de lo que pensó y escribió Unamuno veinte años antes. No hay ningún embotamiento del filo, no hay las concesiones de la vejez […] sólo una tristeza más honda, un combate más desnudo. O para decirlo en un lenguaje unamunesco: este cuento es su sentimiento trágico de la vida hecho carne (69).



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Barea niega cualquier reaccionarismo en esta novela e incluso recuerda que él y otros miembros de su generación, que “compartían con Unamuno la aversión por las actividades políticas del clero”, leyeron la novela “como si fuera una denuncia anticlerical definitiva: una denuncia no contra el atormentado sacerdote que encarnaba una mentira por amor al pueblo, sino contra los muchos otros que trataban de mantener a los pueblecitos españoles sumergidos en el oscurantismo y la ignorancia, porque esto aseguraba el poderío de su organización” (74). Y, en efecto, como veremos, el tema del clérigo unido a un pueblo en proceso de emancipación, opuesto al clérigo apoyo de los poderes conservadores, recurrente en varios escritores republicanos exiliados, no puede entenderse sin la última novela de Unamuno. El ensayo se cierra resumiendo el celebérrimo enfrentamiento de Unamuno con Millán Astray, para lo cual Barea sigue principalmente a Guillermo de Torre, y con su muerte “en la última noche del año 1936”. Las últimas palabras de Barea muestran su inmensa admiración por la coherencia entre el hombre y una obra que se considera aún más que vigente: Y al fin, siempre es la perfecta unidad del hombre y su obra, del hombre y su vida, lo que surge con fuerza irresistible. A través de sus fracasos y sus éxitos, sus errores y actos de creación, a través de su insistencia en la duda que da vida, logró lo que quería lograr: no hay español pensante que no haya sentido, voluntaria e involuntariamente, la influencia del pensamiento aguijoneante, estimulante e irritante de Miguel de Unamuno. Si en esta generación actual su agonía e incurable cisma interior nos tocan a todos, también nos ha dejado un legado de valentía moral y de integridad. Un pensador que enseña cómo convertir el conflicto, la contradicción y la desesperación en fuente de energía tiene algo grande que ofrecer a los hombres de nuestra época (80).

Si el angustiado Unamuno nunca despertó en el mundo anglosajón el interés que sí suscitara en Francia, Italia o Centroeuropa, no cabe duda de que el libro de Barea algo contribuyó a dar a conocer su obra tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos. Aunque fuera traducido al español por el uruguayo Emir Rodríguez Monegal, uno de los críticos más eminentes de Hispanoamérica, su libro no tuvo

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ningún eco en España. Y es que Arturo Barea era un escritor estrictamente vetado por la censura, aunque, paradójicamente, sus obras, a veces, fueran referidas despectivamente, como en la antológica reseña titulada “Resentimiento español: Arturo Barea”,7 en la que Francisco Ynduráin, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Zaragoza, se despachaba a gusto contra La forja de un rebelde, que, casualidades de la vida, presentaba un retrato nada halagüeño de Francisco Franco basado en el conocimiento biográfico de Barea, que trató con él en Marruecos. Se desconoce si Ynduráin, que sería por un tiempo preceptor de Juan Carlos de Borbón y que había sido alumno de Unamuno, llegó a leer el libro que aquel “resentido español” dedicara a su maestro. Francia fue, con mucha diferencia, el país que acogió al grueso del exilio republicano español, a todos aquellos que, faltos de avales, suerte o dinero, hubieron de permanecer en el país vecino y no cruzaron el Atlántico.8 Los primeros años del exilio, llenos de iniciativas en América, serán de miseria y persecución, a veces de heroica resistencia, para los que quedaron en Francia, sufriendo los horrores de la guerra y la ocupación alemana. El exilio en Francia tuvo una dimensión más política que el americano, pero, a cambio, fue muy inferior literariamente.9 Las grandes figuras de referencia estaban en América y la lengua de los anfitriones se imponía como una obligación, cuando el español era aún considerado como una lengua de segunda categoría, que, sin embargo, daría de comer a quienes terminaron dedicándose a su enseñanza, que fueron muchos. Este fue el caso del manchego Jerónimo Chicharro de León, que en España había sido catedrático de instituto de Latín y, de confesión protestante, había colaborado en el semanario madrileño España Evangélica, donde saludara la proclamación de la Segunda República,

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Ynduráin (1953). Se calcula en unos 220.000 españoles los que finalmente residieron en Francia, frente a los 25.000 que llegaron a México, segundo país de acogida para los exiliados republicanos. La obra de referencia es, sin duda, la de Dreyfus-Armand (2000).



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cuya libertad religiosa apoyaba, con su poema “Himno a la República”. Exiliado en París, se relacionaría con el grupo de republicanos moderados pero afines a la Unión Nacional Española, liderada por el PCE, que editó entre 1944 y 1947 el Boletín de la Unión de Intelectuales Españoles y entre los que destacaban Corpus Barga, José María Semprún Gurrea y, sobre todo, José María Quiroga Plá, quien imprimía su carácter a la revista. Chicharro de León participará en la mayoría de las entregas, sobre todo, como poeta (poco afortunado, todo hay que decirlo), con poemas como “A la pequeña Genoveva”, dedicado a su nieta, amenazando con la publicación de varios poemarios, como Ecos del destierro o Rondeles a Magdalena, que no llegarían a ver la luz,10 pero también aportando su punto de vista sobre obras clásicas de la literatura española, desde El celoso extremeño de Cervantes al Cántico espiritual de San Juan de la Cruz o sobre lo que era propiamente su especialidad, en el ensayo “Los estudios latinos en España”.11 El Boletín de la Unión de Intelectuales Españoles deja de publicarse a finales de 1948, coincidiendo con el fin de las esperanzas en una pronta caída de Franco. Desde entonces, Chicharro de León se orientó hacia la enseñanza de la lengua española en el que iba a ser ya definitivamente su país de residencia y, para no destacar como extranjero, cambió su nombre, firmando como Jérôme Chicharro de León diversos manuales y libros de texto para el aprendizaje del español, casi siempre en colaboración con Jean Cazes. Su Petit vocabulaire espagnol (1948) sería reeditado diez veces, la última de ellas en el año 2000. De su autoría exclusiva es Le mot et l’idée. Révision vivante du vocabulaire espagnol (1968). Restringido voluntariamente a esta bibliografía didáctica, Chicharro de León, sin embargo, continuaba sus lecturas de clásicos latinos y españoles, entre ellos un Unamuno por el que, desde su cristianismo evangélico cercano al del bilbaíno, sintió siempre interés y sobre el que publicaría, en parte gracias a su amistad con Manuel García Blanco,

10 Chicharro de León (1945a, 1946a). 11 Chicharro de León (1945b, 1946b).

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varios artículos especializados. Finalmente, no se resistiría a la incitación de su amigo, que desde Salamanca lo animaba a que escribiera un libro sobre Unamuno. Fruto de ello será Unamuno y Francia (1954), ensayo de ciento veintidós páginas que no llegaría a publicarse, pero cuyo original mecanoescrito se conserva en la Casa-Museo Miguel de Unamuno en Salamanca, procedente, precisamente, del legado de García Blanco, a quien Chicharro de León se lo había enviado.12 Chicharro de León pretendía revisar hasta qué punto era cierta la supuesta galofobia de Unamuno, su rechazo tanto de París como de la cultura francesa. En el primer capítulo, “Capital y provincia”, se comienza por afirmar, taxativamente, que “Unamuno se aburrió en París” (1), donde echaba de menos la Sierra de Gredos, como repitiera constantemente, o, también, el descubierto paisaje de Fuerteventura. Hombre de soledades y que “odiaba las multitudes”, se agobiaba en la bulliciosa capital y no le era “posible hermanar la dulzura de la tierra francesa con la dureza y hosquedad imponente del páramo” (5). Las repetidas declaraciones de malestar del desterrado habrían difundido una idea de que Unamuno “odiaba a Francia” que el autor pretende cuestionar y, finalmente, rebatir o al menos matizar. Chicharro de León reconoce que Unamuno quiso oponer “un dique personal a todo lo francés” (8), cuya influencia en España consideraba desmedida y nociva, y se propone indagar la “Razón de la actitud de Unamuno”, como titula el segundo capítulo del nonato libro. Una primera razón la ve el autor manchego en que “el espíritu francés, tan analítico, tan propenso a ordenarlo todo y a establecer categorías por vía de claridad, debía chocar, inevitablemente, con el ametódico Unamuno, enemigo de toda clasificación, tan amigo de sembrar por doquier la confusión, el desorden y, sobre todo, la inquietud espiritual” (10). Por otra parte, aclara Chicharro de León, más que la influencia francesa, Unamuno lamentaba la manera acrítica en que se pretendía adoptar cada moda del país vecino, desde el ‘huguismo’ a la novela de Zola, algo que rebelaba a “su fuerte personalidad,

12 El hecho de que esta obra permanezca inédita explica, espero, el espacio algo amplio que le dedicaré aquí.



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que no se pliega a gustos extraños ni admite la imitación servil” (13). Pero el manchego, al contrario que Unamuno, más que asimilado a la cultura francesa, se atrevía a contradecirle, afirmando la superioridad de Le Cid de Corneille a Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, que Unamuno prefería. Para su discusión al respecto, Chicharro de León sigue de cerca el ensayo “Algunas consideraciones sobre la literatura hispanoamericana” de Unamuno, que, en realidad, deploraba la influencia francesa, más que en la literatura española, en la hispanoamericana, pues, “llevado de su humor hispanísimo, no podía ver con buenos ojos que los pueblos americanos dejaran la madre patria por lanzarse a la busca de modelos franceses” (16). Las más cariñosas y raras palabras hacia Francia, “mi Francia, que me está alimentando la carne y espíritu”, las escribiría Unamuno, como es sabido, en su prólogo a La agonía del cristianismo, obra escrita, por otra parte, no solo en Francia, sino primordialmente para un público francés. A continuación, Chicharro de León repasa, por orden cronológico, “la opinión unamuniana sobre cuanto ha leído en tierra francesa o española concerniente a la literatura gala” (18), comenzando por La chanson de Roland. Empresa no tan fácil, pues, como apunta el autor, Unamuno no trata por extenso esta literatura, “que conoce a fondo, sino incidentalmente, cuando tiene necesidad de establecer una comparación” (19). Así, elogia la caballerosidad del Cantar de Roland frente a “nuestro viejo y sombrío Cantar de Mio Cid” (19), en el cual reconoce, por otra parte, la más que conocida influencia francesa. Pasa luego a ocuparse del elogio que Unamuno hace de Calvino en Contra esto y aquello, “aquel picardo de espíritu claro, lógico, artista, aquel dialéctico y aquel organizador, aquel político admirable y admirable escritor” cuyo “libro de la Institución es, a la vez que un monumento de la teología cristiana, un monumento de la lengua francesa” (2122), en palabras rendidas de devoción en las que se trasluce la confesión protestante del autor. Brevemente pasa revista Chicharro de León a las menciones que Unamuno hace de los reformadores de la ortografía francesa como Ramus o Meigret. Se lamenta el manchego de que Unamuno apenas citara brevemente a Montaigne y no le consagrara “ni un párrafo completo”, al contrario que a Descartes, al que

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“dedica comentarios atinados y densos” (23) en Del sentimiento trágico de la vida, donde, como es sabido, se le imputa hablar del hombre como abstracción, aunque “el hombre real volvió y se le metió en su filosofía”. Con todo, y las pullas varias que Unamuno dedica en esa obra a Descartes, Chicharro termina rompiendo una lanza en su favor, pues esa claridad cartesiana no le parecía mal: “Unamuno pregunta, luego no ha hallado base sólida que le sirva de asiento estable. En cambio, Descartes […] al decir ‘pienso, luego soy’, halló punto de partida estable y, al convencerse de ello, apuntaló definitivamente su sistema” (25). El autor suscribe las palabras de César Barja, profesor emigrado en Estados Unidos, que afirmara, de modo algo tópico, que Unamuno era “el verdadero Descartes español, tan exacta y fielmente representante del modo psicológico español, como Descartes del modo francés”,13 y considera que la afirmación de Unamuno “homo sum, ergo cogito”, que tenía como corolario que “la Historia, el proceso de la cultura no halla su perfección y efectividad pleno sino en el individuo”, no sería sino fruto de un “sentimiento individualista, tan característico del español y que tanto mal nos ha hecho a lo largo de nuestra historia” (27). En lo que se convertirá en tónica del libro, deplorando lo que Unamuno elogia y viceversa, Chicharro lamenta el asistematismo que Unamuno encomia y que sería la causa de que “en efecto, no hay sistema filosófico en España. Tenemos literatos, como Unamuno y el maestro Ortega y Gasset, capaces de escribir con profundidad filosófica, pero carecemos de aliento filosófico creador” (27-28). Tras volver sobre Corneille y lamentar que Unamuno no le dedicara más comentarios (de modo que, quizás, diera así más materia al libro de Chicharro), se adentra el manchego en su tratamiento de Blaise Pascal, en quien el autor vasco creyó ver “un alma agónica, un espíritu semejante al suyo y al de Kierkegaard” (30), al tiempo que “una indiscutible influencia española”, tanto la reconocida de Teresa de Ávila como la de Íñigo de Loyola, aunque combatiera a los jesuitas. Como es sabido, Unamuno dedicó a la “agonía de Pascal” un amplio

13 Barja (1935: 54).



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análisis, que comenta Chicharro, quien, a renglón seguido, siguiendo su orden rigurosamente cronológico, trata a Madame de Sevigné, cuyo “espíritu fino, exquisito y maliciosillo” dejó “completamente frío al autor vasco”, algo que explica el autor por los arraigados prejuicios de Unamuno sobre las mujeres escritoras. Tampoco salen muy bien parados Bossuet, “insoportable” para Unamuno, o Boileau, nada apropiado para el espíritu español y por el que, de nuevo, “Jêrôme” Chicharro de León, afrancesado en sus dos décadas de exilio, sale en defensa de lo francés que critica Unamuno: Creo, contra la opinión de Unamuno, que nuestra literatura, salvación hecha de excepción rarísima, dígase lo que se diga, huele a improvisación. Esta idea la aplico a Unamuno mismo que tantos ensayos ha improvisado durante su larga existencia. Si los franceses preparan el plan de sus obras antes de comenzar a escribir, ¡allá ellos! Razón no les falta. Aunque la obra sea mala, tendrá siempre algo bueno: el orden y la claridad (36).

En cuanto a Racine, Chicharro de León vuelve a confirmar, como en el caso de Corneille o de Molière, que “los clásicos franceses no han entusiasmado a Unamuno” (39) y afirma que, habiendo escrito una versión de Fedra, “un comentario unamuniano sobre Phèdre […] hubiera sido sabrosísimo”, concluyendo con cierta frustración que “las omisiones de Unamuno en lo que a ciertas grandes figuras de literatos franceses concierne, son tan frecuentes como sospechosas” (39). Pasando al siglo xviii, tampoco comulga Chicharro con la animadversión de Unamuno hacia “el terrible Voltaire” que había “removido las más íntimas fibras del hombre Unamuno, no con fuego de admiración, sino con antipatía susceptible de despertar rabia íntima y repulsa honda” (39). Algo que, en parte, se habría debido a que el terriblemente sincero Unamuno, “alma sin doblez”, nunca habría llegado a “comprender plenamente la ironía fina, esa especie de desenfado irónico e hiriente que rezuman los dichos de Voltaire”. Por otra parte, Unamuno no habría perdonado a “aquel redomadísimo reaccionario, sutil absolutista y despreciador del pueblo” que se burlara “de las creencias que consolaban entonces a los más de los hombres de

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haber nacido”, actitud del todo opuesta a la de su San Manuel Bueno. Por otra parte, el carácter provinciano de Unamuno, según Chicharro de León, no podía simpatizar con el gusto de la vida cortesana y de sociedad del parisino. “Unamuno era demasiado severo para reír con el desaprensivo y zumbón Voltaire” (42). Muy distinta fue la actitud ante “el solitario Rousseau, alma atormentada y eterno batallador descontento”, sensible ante la naturaleza y hostil a la ciudad, que no podía sino resultar simpático a Unamuno, a pesar de sus diferencias de ideario, y más por ser “el padre espiritual de Obermann”, la obra de Sénancour cuya adoración por Unamuno no entiende el aplicado Chicharro, “después de haber leído la obra francesa con sobrada paciencia y escaso provecho” (54) y cuyo olvido actual entre los lectores franceses considera que es prueba suficiente contra la opinión del vasco. Chicharro, que al contrario que muchos otros exiliados no empatizó con el horror unamuniano ante la mortalidad, no sabe calibrar, aunque la mencione, la importancia que esa coincidencia con Sénancour tuvo para Unamuno, que citara el final de su famosa carta XC: “El hombre es perecedero. Puede ser, más perezcamos resistiendo y si nos está reservada la nada, hagamos que ello sea una injusticia”. Respecto a Rousseau, no fue para Unamuno “motivo de estudio atento y minucioso, sino pretexto excelente para dialogar continuamente consigo mismo en su eterno diálogo que es monólogo” (51). En cuanto a Chateaubriand, su obra “despierta la acidez unamuniana y su pluma, en cada cita, rezuma no poco veneno” (51), dada la irritación que en él despertaba lo que a su juicio era “su vacío de fe cristiana y su catolicismo huero” (51), su “insinceridad” y su búsqueda de la fama, de modo que “convierte en tema literario lo que tal vez hubiera debido quedar en honrada confesión personal”. Unamuno, que no temió expresar “sin tapujos, con frecuencia sin arte” su agonía y desesperación íntima, sería “la antítesis del enfático Chateaubriand” (54). Especial atención dedica Chicharro de León a Stendhal, que, aunque no sea muy citado por Unamuno, podría haber sido “un maestro” para él y, al “escribir novelas de tipo sicológico”, habría seguido el modelo de alguien que se habría parecido mucho en temperamento:



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“El egotismo de Stendhal ¿no halla eco en el egotismo de Unamuno? Stendhal, individualista convencido, vivió siempre a contrapelo. ¿No hizo lo mismo Unamuno? ” (58). Aunque luego reconoce las diferencias entre Stendhal, “hombre sanguíneo, amigo de los placeres y goces que la vida ofrece, aventurero, despreocupado” y Unamuno, “austero, buen padre de familia, siempre atormentado por la idea espiritual agónica” (60), Chicharro abandona su prudencia habitual y expone su personal convicción de que “tengo para mí que Unamuno siguió de cerca a Stendhal y, si no me engaño, hay no pocos puntos de contacto entre ambos autores” (59). Más adelante Chicharro de León se ocupa del rechazo de Unamuno hacia una figura tan encumbrada en Francia como Víctor Hugo, que el manchego considera “visionario genial y jefe indiscutible del romanticismo francés” (64). Una de las razones sería el “españolismo convencional, falso en la mayoría de los casos, exagerado, aunque no carezca de asomos de verdad”, que en obras como Hernani o Ruy Blas puso de moda Víctor Hugo, pero que Chicharro considera motivo insuficiente para detestar toda la obra del vate de Besanzón. Y, si da la razón a Unamuno en cuanto a la falta de profundidad histórica o filosófica del francés, rechaza que como poeta pueda calificársele de “vulgar ni ramplón como quiere al autor vasco” (69) y se pregunta si “un hombre de inteligencia roma, vulgarachero, hubiera logrado imponerse a su siglo y lograr tan vasta influencia en el extranjero, aun en España” (69). Chicharro, siguiendo el tópico de la envidia de Unamuno, cree que, aparte de sus obras de tema español, el principal motivo de esta hostilidad hacia Hugo fue “que todo un pueblo lo glorificara en vida para ensalzarlo hasta las estrellas en la muerte” (70). Al tratar de Alejandro Dumas, Chicharro se duele del comentario unamuniano de que “no puede esperarse gran cosa de los que se deleitan” leyéndolo, confesando ser de los señalados: “¡Terrible don Miguel! Henos aquí condenados a ser unos perfectos majaderos por habernos recreado en las novelas del entretenido Dumas. Cabe preguntarse: ¿fue alguna vez joven don Miguel de Unamuno?” (73). Repasa las menciones por Unamuno de otros autores románticos, deplorando, como en otras ocasiones, por ejemplo, “que no se haya adentrado en el alma de Nerval” (76) salvo para mencionarlo junto a otros suicidas.

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No pocas páginas dedica Chicharro a la consideración que a Unamuno le merecía la Correspondencia de Flaubert, frente a la indiferencia por sus grandes novelas. Chicharro termina concluyendo que dicha admiración venía dada por afirmaciones muy puntuales que suscitaron gran impresión en Unamuno, con quien le unía el carácter provinciano y hostil a la ciudad, “el único punto exacto de coincidencia que hallo entre el atildado y claro Flaubert y el a veces desaliñado y no siempre diáfano Unamuno” (87). Prosigue con Ernest Renan, otro incompatible con el temperamento del bilbaíno, “tan individualista como apasionado”, que “no puede aguantar el escepticismo de Renan. De aquí su hostilidad incesante hacia el autor francés”, (88) que habría sido la “antítesis en todo” de Unamuno. La crítica de este a la idea de Renan de que los científicos debían ocuparse de la dirección política le sirve a Chicharro para recordar la propia implicación de Unamuno, “prueba incontrovertible de inadaptación política” (91), preguntando: “¿Qué fue nuestra pobre República tan maltratada por Unamuno mismo, después de haber contribuido tanto o más que nadie a establecerla en nuestro suelo?” (92). Ignoramos si Chicharro de León conocía la historia, poco conocida por entonces, de las últimas semanas de Unamuno en Salamanca, dado el resquemor que muestra al afirmar que “su actitud política de última hora deja mucho que desear, por no decir que sólo deja que desear, ya que se explica mal” (92). El manchego englobaba, de hecho, a los más conspicuos representantes del 98 en una misma crítica, afirmando que “Unamuno, Azorín y Baroja son casos típicos, en su madurez, de falta de espíritu de acción. Son anarquistas intelectuales hechos con barro burgués” (93). Pero, si “hay un autor francés que tiene la virtud de excitar la cólera unamuniana en alto grado, ese escritor es Zola” (103), punto en el que Chicharro sí simpatiza con Unamuno, negando originalidad y base científica al novelista. En sus “Conclusiones”, Chicharro de León reitera las dos principales razones de Unamuno para su actitud predominante de rechazo a lo francés: su carácter provinciano, que lo emparenta con Flaubert, y su desagrado por la imagen que de lo español se da en gran parte de la literatura francesa. Se pregunta Chicharro si “ha añadido algo Unamuno a la crítica literaria francesa”, y “la respuesta es negativa” (116).



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Como escritor, hubo franceses, no tanto “autores como verdaderos hombres”, con los que se identificó, como fuera el caso de Pascal, “espíritu atormentado, agónico”, y otros que despertaron su animadversión: “Los racionalistas, los ironistas, los falsificadores de juicios literarios, se atraen su cólera y los trata sin misericordia, dominado por su eterno orgullo de sabio que no admite recriminación” (117). Chicharro vuelve a lanzar su hipótesis de una influencia de Stendhal en Unamuno, especialmente en Abel Sánchez y La tía Tula, para cerrar afirmando que no se le podía pedir una comprensión más cordial de la literatura francesa y sus escritores, “que no siempre ha entendido a derechas, en los que dominan, sobre todo, el orden, el método y el intelectualismo sin cortapisas” (117). El inédito ensayo de Chicharro de León, pese a su carácter algo previsible y didáctico, muestra, frente al nacionalismo y defensa a ultranza de Unamuno, un enfoque ecuánime que bascula, de hecho, con más frecuencia hacia su patria de acogida, cuyos valores había suscrito Jérôme Chicharro de León y con los que se identificaba cada vez más. De haberlo conocido, Unamuno habría creído verse, seguramente, mirado por un español con ojos franceses. Considerado como un emblema de la hispanidad representada por los españoles en el destierro, Unamuno podía recibir muy distintas lecturas dependiendo de cada país de acogida. En el caso de Ángel Lázaro (Velle, Orense, 1900-Madrid, 1985), casi puede decirse que Cuba era su patria tanto como España. Emigrado, como tantos gallegos, a Cuba a los catorce años, trabajó allí como periodista, tanto en publicaciones destinadas a la comunidad española en la Isla como en el Diario de la Marina, periódico conservador que era quizás el más influyente del momento en Cuba. En ese país publicó Ángel Lázaro su primer libro de versos, El remanso gris (1920), poco antes de regresar a España, estableciéndose en Madrid como redactor en La Libertad y colaborando también en Blanco y Negro o La Voz de Madrid. Durante los años veinte y treinta comenzó una prolífica carrera como autor teatral, en la línea de Jacinto Benavente, de quien había publicado una biografía en 1925. En 1937 volvió a La Habana, desde donde, a través del periódico habanero Pueblo, realizó una activa campaña a favor de la causa republicana. En 1938 fue director de la publicación

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Revista de España y fue un asiduo colaborador de la prensa cubana. En el destierro recobrará fuerza su vocación poética, publicando Cancionero español (1937), Romances de Cuba y otros poemas (1937) o Sangre de España. Elegía de un pueblo (1941). Manuel Altolaguirre reconoció su talento publicándole, en su famosa imprenta de La Verónica, una Antología poética (1940) prologada por el propio Altolaguirre, además de editarle también el último de los poemarios mencionados, Sangre de España. La tragedia de su país, presente en muchos de sus poemas, fue también el tema de su ensayo La verdad del pueblo español, publicado en Puerto Rico en 1939. Curiosamente, en Cuba, Ángel Lázaro terminará regresando a la lengua de su infancia, el gallego, en la que escribirá Lonxe (1955), quizás su mejor poemario. En 1958, cansado de estar tan lonxe [lejos] de su patria, y a disgusto con la tensa situación que atravesaba el país, regresó a Madrid. Habiendo tenido responsabilidades institucionales durante la dictadura de Batista y habiendo comenzado, según Jorge Domingo Cuadriello, a “congraciarse con el régimen franquista”,14 decidió no volver a Cuba. La recopilación de ensayos Canción de Martí publicada en 1953,15 sin embargo, da la medida de su integración en Cuba. Resultado de los actos organizados en conmemoración del centenario del nacimiento de José Martí, contiene seis breves ensayos, algunos de ellos ya publicados en la revista Carteles o en el diario Mañana: “Canción de Martí”, “Los versos sencillos de José Martí”, “Lo que lo puso a morir”, “El poeta desterrado”, “Doña Blanca y el poeta” y “Martí y Unamuno”,16 en el último de los cuales nos detendremos. Ángel Lázaro comienza llamando la atención sobre “lo que significa la comprensión y admiración de Miguel de Unamuno por José Martí”, para lo cual “hay que situarse, no en Cuba, donde la veneración a Martí es obligada, sino en España” (55), país donde el desconocimiento de Martí “era casi total a principios de siglo” y donde, además, estaba muy reciente aun la guerra de independencia cubana.

14 Domingo Cuadriello (2009: 440). 15 Lázaro (1953). 16 Publicado originalmente en Mañana, enero de 1953.



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Ángel Lázaro echa mano de recuerdos familiares al recordar que “en Cuba habían quedado los huesos de miles de muchachos españoles, la flor de la mocedad de España, su mejor sangre; otros muchos habían vuelto convertidos en esqueletos […] para ir a morir al rincón natal (la aldeíta, el villorrio donde la vieja madre espera), como en una procesión espectral que no se ha olvidado en cincuenta años” (5556). A continuación, Lázaro describe aquella contienda en términos muy distintos a los del nacionalismo cubano, resaltando su carácter fratricida y presentando una visión nada triunfalista de la Cuba independiente: Unamuno, español hasta el tuétano, supo sobreponerse a este dolor casi físico que había de causarle tal desgarramiento, para ver […] que aquélla había sido una guerra civil, y que Martí no era sino un español más, que se rebela contra un mal gobierno… (después de todo, nunca se le dirigieron, quizás, a los gobiernos de la Colonia, los ataques —justificados o no, da lo mismo— que luego los cubanos han dirigido a los propios gobiernos de la República). Libertador civil de su patria, llama Unamuno en todo momento a José Martí; libertador civil… como si adivinara que él, Unamuno, siguiendo el ejemplo de Martí, también había de librar la lucha con el verso, y con el destierro, por la libertad civil de la patria (56).

De manera que no podía sino halagar a sus lectores cubanos, Lázaro recuerda que “Martí había nacido solamente once años antes que Unamuno, y, sin embargo, éste mira a Martí como a un padre, como a un maestro” (56). Ángel Lázaro señala cómo fue Unamuno el primero en comentar tanto los versos como las cartas de José Martí. Sobre todo, en su valoración de la poesía del cubano, Lázaro habla de una precocidad y una “penetración que, vista desde estos días, parece milagrosa” (57), apuntando que, solo muchos años después, Juan Ramón Jiménez “viene a descubrir a Martí”. Solo Rubén Darío, entre los escritores de primer orden de la época, supo valorar a Martí poco antes que Unamuno, con la diferencia de ser el nicaragüense americano, al contrario que aquel. El vínculo con Rubén Darío, de hecho, sirve a Ángel Lázaro para establecer una continuidad y una línea de influencias no considerada en España y en la que Martí sería el primer

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eslabón de una cadena que, pasando por Darío, llega a la generación del 98, a Ortega y, finalmente, al poeta español más reconocido entonces, todo lo cual le sirve para reafirmar la identidad española del poeta nacional cubano: Y al unir estos nombres se ve mejor todavía lo que José Martí tiene de hombre español de la generación del 98, padre de ella, en cierto modo, por su rebeldía civil y por su poética, es decir, por su ética y su estética. Todos estamos de acuerdo en que fue mucho lo que Martí dio a Darío (hasta el punto de que se ha dicho que “no hay Darío sin Martí”), y es notorio lo que Darío dio a la generación del 98: a Unamuno, a los Machado, a Valle-Inclán, a José Ortega y Gasset, pues la prosa de Ortega está, en parte, en el verso de Darío; al mismo Juan Ramón (57).

Más que cubanizar a Unamuno, en resumen, y siguiendo una argumentación muy unamuniana, lo que Lázaro acaba haciendo es, como puede verse, españolizar a Martí, y termina expresando su deseo de que en un futuro haya, en cada ciudad de España, una Plaza de América donde esté “la cabeza de Martí, como hombre de América y de España”, mientras que “aquí en América, sobre todo en Cuba, cerca de la cabeza de Martí se verán, en mármoles y bronces, en parques y jardines, cabezas como la de don Miguel, uno de los hombres que sintió más cerca la hermandad de la sangre espiritual con uno de los genios indudables de América y del Mundo: José Martí” (57).

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Unamuno para el exilio liberal. Y una coda republicana

Unamuno, por la cruz que ha querido llevar, encarna el espíritu de la España moderna. Su conflicto entre la fe y la razón, entre la vida y el pensamiento, el espíritu y el intelecto, el cielo y la civilización, es el conflicto de la misma España. Salvador de Madariaga, “Miguel de Unamuno” (1924) Personalidad agónica, su paradojismo, ese genial impudor de su mente, ese brotar a borbotones, sin regla ni medida, concierto ni sistema, es el reflejo de nuestra situación cultural. En él despuntan todos sus problemas, toda su amarga contradicción […]. Su obra es un producto directo y enterizo de aquella situación en el punto y hora en que promete cambiar; y tal vez ese instante decisivo se abre con la extinción de su voz titánica. Francisco Ayala, Razón del mundo (1944)

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Un segundo destierro Porque la relación entre universalidad, españolidad e individualidad se da en Unamuno con mayor intensidad que en ningún escritor español del milenario de la cultura hispánica. Cabría además conjeturar que en el siglo xxi se llegue a hablar del siglo xx como el Siglo de Unamuno. Juan Marichal, “Unamuno y su conquista de Europa” (1998) Acaso Unamuno es más grande. Pero Galdós es más humano. Álvaro de Albornoz, Semblanzas españolas (1954)

Si, en un sentido amplio, la gran mayoría del exilio republicano español puede considerarse liberal por oposición al franco antiliberalismo del régimen antidemocrático de Franco, parece claro que, para una porción de los exiliados, sin adscripción al socialismo, muy lejana, cuando no netamente hostil, al anarquismo y al comunismo, y sin legitimismo republicano, el liberalismo era la holgada etiqueta política con la que se sentían más a gusto. Esta era predominante en exiliados que se habían acomodado en instituciones académicas anglosajonas y que normalmente tuvieron menos dificultades para publicar en las editoriales españolas más abiertas. Estos exiliados reivindicarán el carácter “liberal” de Unamuno, legitimados por las propias proclamaciones, en innumerables ocasiones, del bilbaíno, quitando relevancia a otras declaraciones que pudieran contradecir esa idea. La caracterización de Unamuno como paradigma liberal y europeo tiene su antecedente en la semblanza que Salvador de Madariaga (La Coruña, 1886-Muralto, Suiza, 1978) le dedicara a aquel en su libro Semblanzas literarias contemporáneas, en 1924.1 Madariaga, escritor, profesor y diplomático que vivió casi toda su vida fuera de España, residía en Ginebra, donde era director de la Sección de Desarme de la Sociedad de Naciones, cargo que ocupó hasta 1927, cuando escribió estas semblanzas, de las que la consagrada a Unamuno es la más extensa. En ella expone Madariaga por vez primera varios de los puntos fundamentales del Unamuno que agradaba a los liberales. El

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Madariaga (1924).



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primero de ellos es su amplio conocimiento de autores extranjeros y su cualidad políglota: “Apenas existe cosa que valga la pena de leerse en Europa y América que no haya leído, y, salvo en cuanto atañe a las lenguas eslavas, en el original. Sin haber salido casi nunca de España, y poco de Salamanca, ha conseguido establecer relaciones seguidas con numerosos leaders intelectuales del mundo y reunir conocimientos asombrosamente exactos sobre el espíritu y la literatura de los pueblos extranjeros” (131). Un punto en que, como veremos, insistirá Juan Marichal, pero que también retomó el liberal represaliado Julián Marías en su prólogo a las Obras escogidas (1946),2 tan duramente atacadas por Quiroga Plá, pero publicadas en difíciles tiempos de autarquía. Otro punto era la actualidad de Unamuno por haber presentado como nadie “las contradicciones íntimas del hombre moderno”. Por otra parte, y como hará en el exilio Juan Marichal, para el diplomático gallego no había duda de que, en 1924, Unamuno era “la primera figura literaria de España”. Frente a la mayor “variedad experiencial externa” de Baroja, la “sutileza filosófica” de Ortega o la “gracia rítmica” de Valle Inclán, Unamuno “se alza sobre todos ellos por la altura de su propósito y por la seriedad y lealtad, con las que, tal don Quijote, ha servido toda su vida a su inasequible Dulcinea”. Experto en la literatura inglesa, Madariaga relacionaba la “majestad” de su poesía con la de Milton y su sentimiento de la naturaleza con el de Wordsworth. Pero, sobre todo, Madariaga caracterizaba a Unamuno como liberal a fuer de individualista y lo oponía a la visión colectivista de las izquierdas que ya repugnaba al gallego, aunque no tanto como lo haría después: “Individualista. Desde luego. Y lo tiene a mucha honra. En estos tiempos de comunismo porcino, nada más noble que esta gran voz clamando los eternos, los divinos derechos del individuo” (134). Eso sí, que no se confundiera este individualismo con “esa pueril ideología que inspira a la mayoría de los anarquistas”.

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Dice Julián Marías: “Unamuno estaba en contacto íntimo con el pensamiento europeo, desde su oscuro rincón salmantino funcionaba como figura universal. La mayoría de los escritores de su tiempo estaban en Madrid; Unamuno, en Europa” (Marías, 1946: xix).

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El coruñés no se molestaba en definir tan infantil ideología, pero la contraponía a la idea unamuniana de dirigirse a cada uno de los hombres en lo que atañe a su origen y su destino, a su tragedia personal. Este liberalismo se fundía con su cualidad de símbolo máximo de su patria, que reforzaría su puesto en las letras españolas: Unamuno, por la cruz que ha querido llevar, encarna el espíritu de la España moderna. Su conflicto entre la fe y la razón, entre la vida y el pensamiento, el espíritu y el intelecto, el cielo y la civilización, es el conflicto de la misma España […]. Así, Unamuno, que por sus cualidades y defectos literarios es el representante más genuino de la variedad masculina del genio español, resulta ser por su vida espiritual el símbolo viviente de su patria y de su tiempo. No puede darse medida más grande de su talla (158-159).

Hacia 1924, Salvador de Madariaga enunciaba en términos de conflicto íntimo y dual la historia de España. La posteridad del exilio, tras la desgarradora experiencia de la Guerra Civil entre las dos Españas, ahondaría, con más razones, en esta interpretación. Dos años después, Madariaga publicaría su propio ensayo quijotesco. Su doble título, Guía del lector del Quijote. Ensayo psicológico sobre el Quijote,3 reenvía a dos concepciones, didáctica e interpretativa, que intentan converger en su libro. En su prólogo, Madariaga menciona la unamuniana Vida de don Quijote y Sancho y dice dejar al discreto lector el cuidado de juzgar las “simpatías y diferencias” de su obra con la de Unamuno, así como con las Meditaciones del Quijote, de Ortega, o El pensamiento de Cervantes, de Castro. Aunque el libro de Madariaga sigue un esquema muy distinto al de Unamuno, coincide con él, y así lo declara, en tender a “atacar a Cervantes por amor a Don Quijote” (26) y en analizar la “quijotización de Sancho”, aunque también la “sanchificación de Don Quijote”. Madariaga termina presentando “un esbozo de Don Quijote como europeo”, identificando europeísmo con liberalismo y recordando el

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Cito por la edición: Madariaga (1978).



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famoso canto a la libertad de don Quijote, al abandonar el palacio de los duques, para declarar a “Don Quijote, ‘famoso español’, gran europeo” (215). Madariaga volvería de Inglaterra con la llegada de la República, siendo diputado de las Cortes Constituyentes y embajador en Washington en 1931 y en París entre 1932 y 1934. Republicano conservador, compartía con los tories un odio hacia las izquierdas radicales tan pronunciado, o más, que hacia los fascismos. En 1934 fue nombrado ministro de Instrucción Pública en el segundo Gobierno de Lerroux y posteriormente ministro de Justicia y de Trabajo y Previsión Social. A finales de julio de 1936 marchó a Ginebra, temiendo la violencia revolucionaria, y a partir de 1937 se instalaría por largo tiempo en Oxford. Su exilio definitivo no puede considerarse republicano (defendería, en consonancia con los intereses británicos, una solución monárquica para España) pero sí netamente antifranquista. La noticia del óbito de Miguel de Unamuno le conmocionó profundamente y en 1937 publicó su Elegía en la muerte de Unamuno,4 poema en cinco secuencias y ciento ochenta y cinco versos. Dirigida al ausente, “seca, pero no fría, / como tú la quisieras, / te ofrezco mi elegía”, comienza Madariaga, situándose en un paisaje asolado por el apocalíptico “Azote / de la guerra civil. Alucinante / espectro”, que hace olvidar razones y hace imposible el sueño de Unamuno: “La España que soñaste, / la Eterna, se destierra, / a otros siglos quizá, y en sí se abisma, / mientras se enferra / la otra contra sí misma: / España contra España cierra en guerra” (3). La elegía aparece acompañada por la famosa fotografía de Unamuno sentado en la hierba, con la Vega del Tormes a sus pies. Así lo imagina Madariaga, “lejos de la encrespada muchedumbre”, contemplando desde allí los horrores de la guerra en los que, de modo sintomático sobre la posición entonces del coruñés, se resaltan las culpas republicanas, con “la fina y culta Oviedo destrozada, / por encontradas furias” o Madrid, “abandonada / a los perros del odio y de la saña” (4). Ante esas visiones, Unamuno habría alzado los ojos al cielo y pedido: “Señor, Señor, a gritos / te lo pide mi alma,

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Madariaga (1937).

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/ elévame a Tu seno” (4), merced que le es concedida: “El anciano expiró. Ya de sus ojos / no brota aquella luz de idea viva, / fraternal y agresiva […] / Ya el verbo móvil, de energía ardiente, / es silencio yacente” (5). En su ascensión al cielo, el alma de Unamuno escucha de repente un “largo alarido, como de alma en pena” que “vino a quebrar el goce prematuro”. Unamuno vuelve la mirada y ve a la multitud de españoles muertos en la guerra fratricida, sus “rostros de desesperados / que, en los espacios etéreos, / se sentían desterrados / de los aires deletéreos / en la tierra respirados” (6). Apiadado de ellos, Unamuno decide que “vuelvo hacia vosotros, retrasando / el instante divino, / para iros indicando el buen camino. / Hermanos de mi alma, / vuestro dolor me aterra. / Santa es la guerra, sí, santa es la guerra, / mas no la que habéis hecho” (7). Unamuno les reprocha y anuncia: “A las costas eternas / traéis desenfrenadas / vuestras fieras internas. / No veréis al Señor”. Pero, entonces, ante el lamento de los condenados, Unamuno no soporta la idea de su sufrimiento y decide compartir su destino: “El anciano cayó en melancolía. / ‘Yo, yo, Unamuno… / Uno de tantos, de vosotros uno… / ¿Cómo gozar de la divina calma, / hermanos de mi alma, / mientras quedáis aquí desamparados, / por vuestras propias fieras devorados? / Compañeros seré de vuestra pena / y vuestra desventura, / hasta que Dios nos lleve a todos a Su altura’” (7-8). Pero el Altísimo no permitirá que se cumpla ese deseo, y se lo llevará al cielo, dejando en los tormentos infernales a los cainitas combatientes de la guerra española: “Entonces, una fuerza ultra-terrena / le irguió hasta más allá de su estatura / transfigurado en luz y, transparente, / en éter vivo ardió el anciano ardiente. / La multitud vibró en nuevo alarido / mas ya espíritu puro y elegido, / Unamuno no oía aquel quejido. / Resuelta su agonía, / en la Eterna Armonía, / como un acorde más, su ser se diluía” (8). Aparte de mostrar las escasas dotes que poseía Salvador de Madariaga para la lírica (casi un sacrilegio sería, por ejemplo, comparar esta elegía con la que Luis Cernuda dedica por las mismas fechas a Federico García Lorca), el diplomático gallego condenaba a Unamuno a un cielo que no quería, en el que se diluiría su ser individual, frente a lo que, como ya confesara muchas veces, prefería los dolores del infierno, pues al menos en ellos sería consciente. Por otra parte, llama la aten-



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ción lo implacable del veredicto divino en la elegía de Madariaga, que recuerda, por poco que al coruñés le hubiera gustado ese paralelismo, al del Poema de la bestia y el ángel (1938), de José María Pemán, en el que se evoca la calma de los cadáveres confundidos, entre otros, de una miliciana republicana y un capitán nacional, pero concluye sin piedad: “Pero Dios sabe los nombres / y los separa en las nubes”. Después de la Segunda Guerra Mundial, Salvador de Madariaga participará en numerosas iniciativas de carácter transnacional, siendo, por ejemplo, presidente de la Internacional Liberal, de 1947 a 1952, o colaborando en la Unesco, cargo que abandonó en 1950 como protesta por la admisión de la España franquista. En 1955 publica De la angustia a la libertad. Memorias de un federalista, donde reconoce la importancia que el conocimiento de Unamuno tuvo para la definición de su pensamiento, en particular, sobre la unidad en la pluralidad de España.5 Recordando su encuentro con él en el Ateneo de Madrid, declara que Unamuno había sido ya desde antes su “maestro y guía” a la hora de formarse una idea cabal de su país: “Lo que mis viajes por España habían sido para mi vivencia externa de la pluralidad de la tierra y del pueblo de España lo fueron mis lecturas de Unamuno para la vivencia interna de la pluralidad de su espíritu” (32). Pero, el enfrentarse con él en vivo, con “aquel rostro agresivo y aquellos ojos como barrenas de luz”, fue una experiencia que le marcó la convicción íntima de “ver en el vasco la raíz y el tronco del árbol espiritual de España, cuyos ramajes y follajes se esparcen y dilatan por toda la península” (33). Algo que sintió con la mera presencia del bilbaíno, poco después de que el gallego regresara de largos años en Francia y Gran Bretaña: No es que me enseñara Unamuno nada como maestro a discípulo; es que era. Lo más convincente en él era su mismo ser. Por él, y gracias a él, logré vivir la experiencia plurinacional de España, llegar no meramente a una comprensión del problema catalán, sino a una ampliación y a un ensanchamiento de mi hispanismo que ahora al fin abarcaba lo catalán

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Cito por la segunda edición: Madariaga (1966).

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y lo portugués y, claro está, lo vasco. Porque este gran español era un formidable vasco (32).

El conocimiento de Unamuno serviría para detallar las ideas que concretaría en su España: Ensayo de historia contemporánea (1931), con su teoría iberista de una España que abarcaría Portugal y que se dividiría en tres franjas, de la cual la central sería la “zona trágica”, que comprendería desde el País Vasco a Andalucía, con Castilla en su centro. Madariaga no evita tampoco la contraposición con Ortega, recordando la ocasión en que vio a ambos en el banquete de desagravio que Ortega ofreciera a Unamuno tras su primera destitución del rectorado en 1914: “El europeizante Ortega y el hispanizante Unamuno. Era en cierto modo la confrontación del talento con el genio, de la inteligencia con la intuición, de la sindéresis con el temperamento, de la forma con el fondo, de la gracia con la fuerza” (33). Por otra parte, Salvador de Madariaga fue el alma, junto a Julián Gorkin, de los Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, revista cultural financiada por la CIA para combatir la influencia comunista en Europa y Latinoamérica.6 Con los dólares de que disponían, Gorkin y Madariaga apoyaron económicamente, por ejemplo, el libro de Eduardo Ortega y Gasset sobre Unamuno.7 Los responsables políticos de la sección española del Congreso por la Libertad de la Cultura veían a Unamuno con buenos ojos, como ejemplo de liberal no contaminado por el marxismo, y, así, en 1964, con motivo del centenario de su nacimiento, Keith Botsford propone a John Hunt (ambos profesores universitarios que trabajaban de modo confidencial para el Congress for Cultural Freedom) negociar con la editorial mexicana Joaquín Mortiz pagar a Ricardo Gullón por la escritura de un libro de bolsillo sobre Unamuno, que será su 6 7

El libro de referencia sobre la asociación y la publicación relacionada es el de Olga Glondys (2012). Véase carta de Gorkin a Madariaga, 1 de abril de 1959. Depositada en el archivo del Congreso por la Libertad de la Cultura. Serie 2/box 58/fólder 6. Agradezco esta referencia a Olga Glondys.



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notable Autobiografías de Unamuno, que finalmente se publicará en Gredos.8 Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura publicará igualmente, sobre todo, en 1964 y 1965, algunos textos de Unamuno y ensayos sobre el bilbaíno de autores españoles del interior, como Paulino Garagorri; de emigrados, como el mencionado Ricardo Gullón; de hispanoamericanos, como Guillermo Morón, o difícilmente calificables, como Antonio Espina (Madrid, 1894-Madrid, 1972), novelista vanguardista a la vera de Ortega en los años veinte, luego comprometido republicano y encarcelado por los vencedores, condenado a muerte y exiliado en México en 1948, aunque retornaría a Madrid en 1955. Espina, con motivo del centenario, publica “Recuerdo y presencia de Unamuno”,9 donde intenta dar una semblanza ecuánime de este, de quien deplora su falta de pasiones eróticas y que, relacionado con ello, “no siente ni el clasicismo ni el Renacimiento” (26), siendo medieval y romántico a partes iguales. Por ello, respecto a don Quijote, y dado que “Cervantes era a todas luces un espíritu renacentista —para no emplear la palabra moderna de librepensador— Unamuno se esforzó en divorciar al creador de su criatura” (26). A pesar de que se le nota la distancia de quien sigue muy otros criterios, Espina reconoce “una de sus grandezas, la de su rebelión espiritual” (27). Por otra parte, Espina toma de Ortega la asunción errónea de que el castellano no fue lengua nativa de Unamuno, lo que condiciona todo su análisis, afirmando que “a fuer de aprendido, el castellano de Unamuno, puede estar tomado y lo está casi siempre, pero no poseído espontánea y naturalmente” (29). Espina terminaba dando cuenta, desde su residencia en España (verdadero exilio interior en su caso), de los exabruptos del obispo de Bilbao, Pablo Gúrpide Beope, quien, por su carácter extremadamente reaccionario y su persecución del clero antifranquista, estaba fomen-

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29 de junio de 1964. Correspondance and Area Files, Serie 2/box 46: Botsford Keith; fólder 8 (1964). Agradezco igualmente esta referencia a la profesora Glondys. Espina (1965).

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tando una notable crispación en su diócesis. Gúrpide Beope, en una carta pastoral de 1964 sobre Unamuno, repetía el calificativo que le colgara Pildain de “hereje y maestro de herejes” y afirmaba que sus libros estaban llenos de “irreverentes blasfemias e inmundas profanaciones”, por lo que su lectura “causa espanto y produce escalofríos” (31). Con declaraciones como esa, Espina tenía los peores augurios para “la conmemoración de Miguel de Unamuno en su patria” y preveía que “presenciaremos algún hacer que hacemos universitario, tal o cual acto anodino, la ausencia de la Real Academia en toda suerte de digna celebración y varios golpes bajos, rencorosos, a cargo de los consabidos periodistas de servicio”. Con todo, Antonio Espina se pregunta: “Pero ¿acaso no es este el mejor homenaje que puede rendírsele al gran escritor? La hostilidad del beocio constituía el más preciado honor para el ático” (31). Seguramente, por la amplitud y dimensión de su obra, el mayor intelectual del exilio que podemos caracterizar como liberal sea Francisco Ayala (Granada, 1906-Madrid, 2009). Más que ningún otro discípulo orteguiano, Ayala compartía con su maestro las reticencias ante el temperamento y la obra de Unamuno, a pesar de lo cual no podía sino reconocer su importancia decisiva en la literatura española contemporánea. La suya será, básicamente, una postura de admiración en la diferencia y esfuerzo de comprensión. Ya en su fundamental ensayo Razón del mundo. Un examen de conciencia intelectual (1944),10 aparece Unamuno en dos momentos clave: recordando el incidente del paraninfo y el grito de Millán Astray “contra las sutilezas postreras de Unamuno” (33) como paradigma del irracionalismo moderno aliado con el tradicionalismo en su antiintelectualismo y, en la tercera parte del ensayo, “La perspectiva hispánica”, recordando el “célebre exabrupto: ¡Que inventen ellos!” de Unamuno como una “genialidad desesperada” de quien para Ayala habría sido la culminación de la tradición de la disidencia y heterodoxia, pues, para el granadino, “nuestra Historia intelectual está llena, desde la Contrarreforma, con los productos de la conciencia disiden-

10 Ayala (1944).



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te; que es toda ella, en un sentido amplio y significativo, ‘historia de heterodoxos’” (147), dentro de la cual “Unamuno señala el ‘punto y aparte’ en el proceso espiritual moderno del mundo hispánico; hasta llegar a él, puede decirse que nuestra historia intelectual está llena, en cuanto a sus productos significativos, casi exclusivamente por la obra de la conciencia disidente” (146). Unamuno sería la síntesis de la tesis y antítesis de los pensamientos tradicional y heterodoxo, y su muerte, intuye Ayala en un libro que conjuga la objetividad sociológica que sería marca de su estilo con intuiciones proféticas a lo Larrea, podría señalar el tránsito a una nueva era: Su personalidad no consiente ser incluida en ninguna de las dos actitudes contrapuestas; pero tampoco vacila entre ellas sino que más bien las encierra a ambas dentro de sí. Personalidad agónica, su paradojismo, ese genial impudor de su mente, ese brotar a borbotones, sin regla ni medida, concierto ni sistema, es el reflejo de nuestra situación cultural. En él despuntan todos sus problemas, toda su amarga contradicción, la razón de esa su radical infecundidad unida a la creación más soberbia… Su obra es un producto directo y enterizo de aquella situación en el punto y hora en que promete cambiar; y tal vez ese instante decisivo se abre con la extinción de su voz titánica (155).

Ese párrafo, al margen del desarrollo conceptual de su ensayo (aparece, de hecho, en una nota a pie de página), es más que significativo del enigma que, para Ayala, significaba la obra y persona de Unamuno, cuya lectura le fascinaba y repelía a partes iguales. Sentimientos encontrados que intentó delimitar para comprenderlo en un ensayo escrito casi veinte años después, “El arte de novelar en Unamuno”.11 Partiendo de la designación de “nivolas”, Ayala empieza abordando la interrelación entre novela y filosofía en Unamuno, recordando la aversión del vasco hacia todo pensamiento sistemático e ironías, como la del protagonista del cuento “Don Catalino, hombre sabio” (1915), que se preguntaba “si la filosofía no será más que poesía echada a per-

11 Publicado originalmente en la revista La Torre 35-36 (1961). Cito por su inclusión en sus Obras Completas. “El arte de novelar en Unamuno”, en Ayala (2007).

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der”. Ayala indaga en cómo Unamuno “hará de la novela instrumento idóneo, tanto o más que del ensayo o de la poesía, para dar expresión a intuiciones fundamentales que —piensa él— un tratado sistemático no conseguiría apresar nunca en su palpitación viva” (871). Como Sender y como Serrano Poncela, también Ayala aborda el contraste entre Sartre y Unamuno, algo lógico dada la preeminencia que tenía el escritor parisino por entonces. Para Ayala, en la relación entre filosofía y literatura, cada uno de ellos sigue caminos divergentes. Mientras que el francés estaba “simultaneando tratados filosóficos y ficciones literarias” como “vía alternativa para expresar las mismas intuiciones fundamentales” que expusiera en sus tratados filosóficos de modo sistemático, por el contrario, “en Unamuno la novela es el vehículo más a propósito para interpretar la realidad, y por fidelidad filosófica hacia la esencial índole de esa realidad se atiene a ella” (872). Aceptando esta confluencia de novela y filosofía, Ayala no duda en apoyar la calidad de precursor del existencialismo que tendría Unamuno, que habría incluso anticipado “las tribulaciones de Heidegger […] con el lenguaje, el lúcido patetismo con que se esfuerza por superar la palabra, su reconocimiento de la poesía y su postulación última del silencio” (873). Para el granadino, nadie como Unamuno habría sabido ver “la potencial trascendencia de la novela” en cuanto pone en juego la existencialidad del hombre a través de sus personajes, y, en el epígrafe “Novela y tiempo”, obvia referencia al más conocido tratado heideggeriano, Ayala examina cómo Unamuno tuvo el propósito de “nutrir, y aun atiborrar, la novela de vida humana; pero vida humana esencial” (878), algo diametralmente opuesto, por ejemplo, a la novela de un Gómez de la Serna o de los partidarios de la “novela deshumanizada” en la que el propio Ayala militara. Por ello, volviendo a la comparación con el filósofo francés, mientras que con todo su talento, las producciones literarias de Sartre “ilustran”, si así puede decirse, o, si se prefiere, ‘encarnan’, su sistema; mientras que las del filósofo español lo constituyen, son parte esencial de su pensamiento, que adquiere de este modo un ritmo respiratorio, circulatorio y hasta casi digestivo, como función vital casi indiferenciada de un in-



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dividuo concreto […] que mediante ellas nos incorpora a la intimidad de su ser (879).

Esa intimidad le parece a Ayala difícilmente compatible con la distancia que exige el goce artístico, por lo que confiesa que “los escritos de Unamuno provoquen muchas veces en nosotros —o, cuando menos, por mí hablo— la inconfundible reacción de náusea que nace al contacto de las operaciones fisiológicas” (879). A continuación, Ayala hace un recorrido cronológico por la novelística de Unamuno, en la que es seguramente la parte menos original de su ensayo, explicando su progresivo distanciamiento del realismo, sobre todo, a partir de Vida de don Quijote y Sancho (1905), cuando comenzará a hacer “de la novela instrumento idóneo de su filosofía, identificándola con la vida misma” (884), hasta llegar a la que Ayala considera sin duda su “obra maestra”, San Manuel Bueno, mártir (1933), obra en la que ya no hay “ningún vestigio de aquella machaconería con que tantas veces nos cansa o exaspera Unamuno” (886). Por otra parte, si hay algo que admira a Ayala, como a tantos otros lectores del escritor vasco, es “la precocidad con que se manifiestan en Unamuno las que en su caso podemos bien llamar ideas poéticas, como la segura lentitud con que avanzan, en cambio, hacia su versión definitiva en un parto completamente logrado” (887). Esta imbricación de las ideas filosóficas de Unamuno en sus novelas sería la que definiera “su fuerte originalidad de escritor”, pero, a la vez, sería la causa de sus carencias. Por una parte, la ausencia de la polifonía característica de la novela moderna, puesto que “la persona absorbente de Unamuno tenía que arrebatarle toda sustantividad al conjunto de personas y cosas que pretende reproducir, convirtiéndolas en mera sombra de sí mismo, sin autonomía alguna” (888). La reducción de estos personajes a su esencialidad, por una parte, para Ayala, produce una “intensidad casi insufrible de la novela unamunesca. El lector se siente enervado por el zumbido incesante de la alta tensión en que los personajes viven” (889), y, por otra, merma su autenticidad, dado que “priva al autor del recurso a aquellas gradaciones emocionales mediante cuyo contraste suelen obtenerse los mayores frutos estéticos de la composición”. Ahí estarían el “acierto y desacierto en la novela

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unamunesca”: si, por una parte, en esta se logra expresar en muy pocas líneas “el secreto íntimo del personaje, su alma” (892), por otra, Ayala echa en falta la carencia de distancia respecto a estos personajes y, hecho ya señalado por otros autores, de humor alguno en la novela unamuniana. Para el granadino, Unamuno “carece por completo de sensibilidad cómica. No experimenta complacencia en las cosas ni tiene indulgencia para con los hombres: desconoce la risa ¡cuanto más la sonrisa!; y aquello que nos da por comedia es, a lo sumo, caricatura, sátira, y hasta sarcasmo. Lo que en él pretenden ser gracias no pasan de zafiedades y, a veces, groserías embarazosas” (897). Al exquisito Ayala las “bufonadas y chocarrerías, no siempre del mejor gusto”, que reconociera Unamuno en Amor y pedagogía como parte de su estilo, le desagradaban profundamente. Pese a las divergencias de caracteres, Ayala muestra una aguda comprensión en la diferencia de Unamuno y, fiel a sus principios teóricos y a su proceder como analista, concluye que “la novela es un género que cada autor ha de adaptar a sus necesidades expresivas para trasuntar y transmitir originalmente su propia visión del mundo. Unamuno lo hizo así hasta el último momento” (899). Al granadino nunca le abandonaría el interés por Unamuno, cuyo modo de novelar contrapondrá al de Benito Pérez Galdós en un libro posterior, recogiendo las ideas expuestas anteriormente sobre el vasco en “El arte de novelar en Unamuno”.12 También al exilio liberal pertenecía Juan López-Morillas (Jódar, Jaén, 1913-Austin, Texas, 1997), catedrático en la Universidad de Brown (Providence) y que se especializará en el estudio del krausismo con su libro El krausismo español. Perfil de una aventura intelectual (1956) y de la Institución Libre de Enseñanza, bestia negra del nacionalcatolicismo. Sus estudios sobre Unamuno, Machado y Ortega están en continuidad con esa línea de investigación y fueron reunidos en el libro Intelectuales y espirituales. Unamuno. Machado. Ortega. Lorca. Marías (1961).13 La inclusión de este último, tan atípica junto a

12 Ayala (1974). 13 López-Morillas (1961).



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tales gigantes, podía entenderse dentro de la empatía como “liberal” y por la ayuda que, de seguro, le prestó Marías para publicarlo en la Editorial Revista de Occidente. A Unamuno dedica dos ensayos López-Morillas: “Unamuno y sus criaturas” y “Unamuno y Pascal. Notas sobre el concepto de agonía”. En el primero, partiendo de Antolín S. Paparrigópulos, personaje secundario de Niebla, intenta describir la actividad creadora del Unamuno novelista, conectado por supuesto con su pensamiento general. Para el jienense, “lo significativo de la contradicción unamunesca es que de ella brota un inagotable caudal de energía, de persistencia vital. Nada tiene que ver esa contradicción con el deliberado juego intelectual de quien se complace en contraponer ideas por simple curiosidad” (20). En cuanto a la lectura de Pascal por Unamuno, afirma que “sintiendo un estrecho parentesco con Pascal, el filósofo español buscó en las obras del francés no una conclusión —por lo demás, inencontrable— sino al hombre cuya vida entera fue una contradicción y que hizo de su pensamiento un sistema de contradicciones. En suma, Unamuno se buscó a sí mismo” (67). Pero, si hay alguien que supo conjugar la visión de Miguel de Unamuno como liberal político y a la vez desentrañar las claves de su obra imbricadas en ese devenir, fue sin duda el profesor exiliado Juan Marichal (Santa Cruz de Tenerife, 1922-Cuernavaca, México, 2010). Ya vimos, al revisar los recuerdos del exilio unamuniano, que el periodista Francisco Madrid hubiera querido escribir un ensayo titulado Unamuno o el liberal, pero renunció a ello, por considerarse incapaz, para escribir un libro de testimonios. Si alguien escribió ese libro, aunque le diera otro título, fue Juan Marichal. El joven canario se vio, ya desde joven, marcado por la obra de Unamuno. Se había trasladado a Madrid en 1935, donde inició sus estudios de bachillerato, pero en 1936 fue evacuado a Valencia ante la cercanía de las tropas rebeldes. Sesenta años después, recordaría: No puedo dejar de rememorar, ahora, mis primeras lecturas de Unamuno en Valencia —capital republicana, en 1937— en el Instituto Blasco Ibáñez. Cursaba el quinto año del Bachillerato y nuestro profesor de literatura era un antiguo alumno de don Miguel, que admiraba su poesía

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sobre todo. A mis quince años recién cumplidos, evacuado del heroico Madrid asediado, aquellas clases del “Blasco Ibáñez” fueron remanso sereno donde se aprendía a venerar el Quijote y sobre todo a Miguel de Unamuno (119).14

Exiliado primero en Francia y después en Casablanca, en 1941 llegó a México, donde siguió una trayectoria común a muchos exiliados orientados hacia el mundo académico: estudios de Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de México (que se costeaba, en su caso, trabajando por las noches en una fábrica) y, tras licenciarse, en 1946, una beca para completar sus estudios en la Universidad de Princeton. Allí tendrá su segundo “encuentro” con Unamuno, al toparse con “un retrato fotográfico de Unamuno —muy ampliado— en alta mar, apoyado en la baranda de la cubierta del barco que le llevaba a Francia en 1924” (120). Dicho retrato estaba en la casa rectoral del seminario presbiteriano de Princeton, y había sido colgado por el rector, el escocés John Mackay, autor del ensayo The Other Spanish Christ (1932) y ferviente admirador de Miguel de Unamuno, “el hombre que me había revelado los secretos del alma española y cuyos escritos habían estimulado mi mente más que los de cualquier otro pensador contemporáneo” (121), según confesó al joven Marichal. Ya en Estados Unidos, como es sabido, Juan Marichal contrajo matrimonio con Solita Salinas, hija del poeta Pedro Salinas, e iniciaría una fructífera carrera que lo llevaría a doctorarse en 1949 con una tesis sobre Feijoo y el ensayismo hispánico dirigida por Américo Castro y, poco después, a ser profesor en la Universidad de Harvard. Marichal regresaría por primera vez a España en 1968, visitando con su esposa la isla de Tenerife, aunque su regreso definitivo a España no se produjo hasta 1987, cuando ambos fijaron su residencia en Madrid. En 2003, por problemas de salud, el matrimonio regresó a América, estableciéndose en Cuernavaca hasta su fallecimiento. Juan Marichal centrará su labor como crítico e historiador de la literatura en la ensayística española y, como para Blanco Aguinaga, la ocupación con

14 Marichal (1998). Cito por Marichal (2002b).



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Unamuno será central en su obra, aunque con muy distinta perspectiva, como distintos eran los temperamentos e ideologías de ambos. Desde la primera versión de su ensayo “La voluntad de estilo de Unamuno y su interpretación de España”, terminada en 1948, y su artículo “Unamuno y la agonía de Europa”, publicado en Buenos Aires Literaria,15 Juan Marichal convierte a Unamuno en la clave de su interpretación liberal de España y del género del ensayo como clave de la modernización de su literatura. El primero de los ensayos mencionados, junto con “La originalidad de Unamuno en la literatura de confesión”, serán centrales en el libro más importante de Marichal, La voluntad de estilo. Teoría e historia del ensayismo hispánico, publicado en 1957 y con dos ediciones posteriores en 1971 y 1984. De modo significativo, pocos años antes de su muerte, Juan Marichal recogió en El designio de Unamuno (2002b) sus ensayos sobre el escritor vizcaíno, incluyendo inéditos y ordenándolos en modo coherente, en cuya introducción adelanta las dos tesis principales de su visión de Unamuno. La primera que, frente a quienes quisieron dar de él una visión casticista, autárquica (no pocos de ellos autores desde el exilio), fue “el español más europeo de su tiempo” (17), recordando su dominio políglota desde el francés, alemán o inglés al danés y el griego moderno, por no hablar del portugués y el italiano, por lo que no había “en su época en España o fuera de ella un español que supiera tanto; no en saber de hechos, sino que supiera tanto sobre la cultura europea desde dentro de cada país, desde dentro de cada lengua” (18). Por eso, no pueden aceptarse “aquellos escritos en los que se tiende a promover una imagen provinciana de Unamuno”, que sí correspondería a un escritor, por ejemplo, como Azorín, “tan singularmente valioso, pero provinciano en comparación con Unamuno” (18), lo que explica el nulo eco internacional del primero, mientras que Unamuno “podía leerse con el mismo interés por un escandinavo como por un francés, y de hecho hasta la Segunda Guerra Mundial sus obras fueron leídas como algo perteneciente a los grandes problemas que se representaban en Europa” (18).

15 Marichal (1953).

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La segunda tesis principal de Juan Marichal sobre Unamuno es que, si este fue “el filósofo heterodoxo más destacado de su país y de su época” (21), esta heterodoxia concordaba con una posición cívica de alentar la conciencia individual desde una actitud de “auténtico liberal” (27). La primera parte del libro, “La voluntad de estilo de Unamuno”, recoge los dos capítulos centrales del libro de Marichal sobre el ensayo hispánico, empezando por su ensayo seminal de 1948, “La voluntad de estilo de Unamuno y su interpretación de España”, que, basándose, sobre todo, en los ensayos de En torno al casticismo, pretende explicitar la “imagen de la vida española” y “la voluntad de estilo” de Unamuno, pues ambas estaban, para Juan Marichal, estrechamente relacionadas.16 Frente a las ideas “esquinadas” y el ideal de una prosa que delimite perfectamente las cosas, Unamuno hacía el elogio del “nimbo”, tomado de William James pero dotado de un significado propio, como el aura emanada de cada individuo que, en una utopía unamuniana, pudiera entrar en contacto con la de sus semejantes. Los escritores neblinosos serían para Unamuno los más humanos, los que, sin los límites férreos que se imponen otros, verterían su humanidad sobre sus lectores, que reconocerían expresadas sus preocupaciones, todo ello destinado a “hacer de España un pueblo de yos”, como dijera en 1916 en De esto y de aquello. En el segundo capítulo, “La originalidad de Unamuno en la literatura de confesión”, Juan Marichal recuerda la deplorada ausencia de memorias, diarios o confesiones en las letras españolas, cuya carencia vino a suplir Unamuno, inspirado en la “trinidad literaria” de Rousseau, Sénancour y Amiel, tres escritores de lengua francesa y confesión protestante, de los que Unamuno tomó un género con el que, como si de género telar se tratara, hizo un traje a su medida. Así, si “los ensayos de Unamuno supusieron precisamente la primera confesión personal de un español ante el mundo, la incorporación española a la literatura

16 El concepto de voluntad de estilo lo debe Juan Marichal al también exiliado Juan Chabás, que lo había utilizado en sus distintas historias de la literatura, aunque Marichal no tuviera el detalle de reconocer dicha deuda.



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occidental de confesión” (53-54), esto se hizo de un modo muy español, haciéndola pública no de modo póstumo o abarcando varios años, sino publicándolos día a día, en cartas y en sus artículos de periódico, pues, como le preguntara a Marañón a propósito del libro de este sobre Amiel, “¿qué han sido y son todos mis escritos, sino Diarios gritados en la plaza pública? ¿íntimos? Más bien, ‘éxtimos’” (58).17 Y, en otro momento, en 1923, declaraba que “hay quien hace una obra como la de Amiel, pero públicamente dando al viento de cada día las hojas de la confesión íntima de su vida” (59). Pero este soltar en la vía pública la intimidad “era para don Miguel un remedio social y una vía hacia la reforma espiritual de España” (57). Marichal compara los ejemplos de Miguel de Unamuno y Simone Weil, aunque con propósito muy distinto al de Sender, que lo haría para ensalzar, como veremos, a la segunda a costa del primero. Si, para el vasco, “el fin de la vida es hacerse un alma”, para la francesa, quien seguramente conociera La agonía del cristianismo, “le but de la vie est de se construire une architecture dans l’âme”. Para Marichal, discípulo de Américo Castro y convencido de las diferencias nacionales de temperamento, lo que iba de la voluntad de un plan al que atenerse en Weil a la libérrima creación y derrame en Unamuno era lo propio de quien había llegado a la literatura de confesión “dentro de la tradición expresiva española” (72). Marichal termina planteándose si el aireamiento por Unamuno de sus angustias religiosas y su heterodoxia “cumplieron una función provechosa o fueron un elemento perturbador en la vida española”, para responder que, si bien “en una España llena de ‘unamunos’ la vida social sería imposible”, su obra habría sido necesaria al poner por escrito “la angustia genérica de muchos españoles que no acertaban o no se atrevían a expresarla” (76), cumpliendo de este modo, en términos jungianos, una función de válvula de escape y equilibrio en la “economía psíquica” de su pueblo.

17 Por cierto, Unamuno adelantaba el concepto y las tesis, acogidos como novedad, de Serge Tisseron, sobre la pérdida de la intimidad en la era de las redes sociales y el surgimiento de una extimidad, término acuñado, pero no desarrollado, por Jacques Lacan. Véase: Tisseron (2001).

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La segunda parte del libro, “Europeizar España, españolizar Europa”, reúne el ensayo que publicara en Buenos Aires en 1953, “Unamuno y la agonía de Europa”, con un artículo publicado casi medio siglo después, “Unamuno y su ‘conquista de Europa’”,18 que completa y puntualiza a aquel. Desde su arranque, Juan Marichal niega la mayor a la oposición, presentada en su forma más completa por Ferrater Mora, entre el españolismo de Unamuno y lo europeo, afirmando paladinamente: Miguel de Unamuno fue, en la Europa contemporánea, el hombresímbolo de España, el hombre más representativo de esa tierra extraña y lejana que es la Península Ibérica para tantos europeos. Unamuno parecía, además, encarnar todas las “extrañezas” hispánicas […]. Y, sin embargo, ¡qué hombre más plenamente europeo y de su siglo europeo era Unamuno! Europeo por español, europeo a fuerza de afirmar su condición de español y de quintaesenciar su españolidad.

Recordando el célebre epíteto de excitator Hispaniae que le diera el romanista alemán Ernst Robert Curtius, Marichal afirma que “también le correspondería el título de Excitator Europae”, dado que con su obra “fue también un querer despertar a Europa” (102). En este ensayo, de los más apasionados y a la vez agudos de Juan Marichal, aunque innegablemente fecundado por el ensayo La agonía de Europa de María Zambrano y su idea de cómo los autores españoles habían llevado al “extremo” lo que en otros europeos apenas se esbozaba, el joven profesor de treinta años resaltaba, a propósito de Unamuno, dos puntos que solo décadas después alcanzarían consenso: el carácter de oposición a lo contemporáneo que suelen tener las obras que la posteridad considera más representativas de su época y la idea, eso sí, algo ambiguamente presentada, de una guerra civil europea como definitoria de la historia de nuestro continente en el siglo xx, en la que la contienda española fue precursora: Miguel de Unamuno fue, a pesar de su actitud aparentemente antieuropea, uno de los hombres más representativos de su tiempo, uno de

18 Marichal (1998). Sigo citando por Marichal (2002b).



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esos hombres emblemáticos con los cuales queda identificada una época y que suelen ser, paradójicamente, personalidades más bien opuestas a sus contemporáneos […]. Unamuno llevaba, como pocos hombres de su tiempo, la guerra civil espiritual que es la esencia de Europa, guerra que su propio pueblo, el de España, ha llevado a sus formas extremas (102).

El eco que tuvo Unamuno se explicaría por su perfecta coherencia con el desarrollo de ideas tomadas de diversos teólogos y filósofos protestantes, pero a las que Unamuno “supo darles una fuerza extraordinaria al apropiárselos vitalmente” (111), convirtiéndose, por su difusión en Francia a partir de su exilio parisino y la aparición de La agonía del cristianismo, en uno de los precursores del catolicismo progresista francés que agruparía la revista Esprit. Marichal recuerda en varias ocasiones el impacto que Emmanuel Mounier, el fundador de dicha revista y movimiento, recibió con la lectura de ese ensayo, al que llamó “un brûlot d’Espagne”, es decir, un navío cargado de explosivos hacia la línea de flotación del conformismo europeo. Por haber sido un hombre a caballo entre dos siglos que entrevió la crisis de la modernidad, pero también el mundo venidero, Juan Marichal, hacia 1952, en la angustia de los inicios de la Guerra Fría y la amenaza atómica, veía a Unamuno como más actual que nunca: El “sí” y el “no” de Europa dialogan y luchan sin cesar en las páginas atormentadas del escritor español, cuyas obras, al pasar los años, adquieren una creciente universalidad y hacen de Unamuno el hombre hispánico más representativo de un siglo europeo. Miguel de Unamuno llevaba en sí todas las antinomias y antagonías del mundo europeo, y era todo un pueblo: la Europa agónica que él descubrió y recreó en sus obras, con sentido profético del porvenir de Occidente, de nuestro propio tiempo, y con visión iluminadora de nuestros orígenes espirituales (115).

En el siguiente capítulo, Marichal remacha cómo, frente al mimetismo europeísta de otros autores españoles, Unamuno se forjó sus propios interlocutores en la literatura europea. Sin necesidad de ir a París, como recordaba en una carta a su paisano Leopoldo Gutiérrez

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Abascal, del 26 de agosto de 1913, que cita el autor canario, y que explica su título: “Y a usted se lo puedo decir: como vizcaíno, soy paciente y terco en la conquista de Europa. Y sin transigir, sin adularla, sin ir a París, como un rastacuero cualquiera, a comprar críticos. ¡Sin salir de Salamanca!” (117). Marichal transcribe el testimonio del rector presbiteriano de Princeton, John Mackay, que cuando se entrevistó con Unamuno quedó sorprendido de su amplio conocimiento de la obra del teólogo suizo Karl Barth, totalmente desconocido, por ejemplo, para el entonces célebre y hoy afortunadamente olvidado conde Keyserling. La anécdota, para Marichal, “es reveladora de la amplitud de la cultura europea de Unamuno”, hasta el punto de afirmar que “en este siglo, no ha habido un español con un conocimiento del pensamiento y la literatura de Europa ‘toda’, equiparable al de don Miguel. Además, él ‘convivía’ con los autores transpirenaicos de modo intensamente personal” (122). Sin decirlo netamente, el tinerfeño da la razón al calificativo de “papanatas” que aplicara Unamuno a Ortega y sus seguidores europeístas, algo que se explicaba porque lo que para otros era una aspiración era para él un terreno familiar. Él estaba ya allí, en la literatura europea, que no aceptaba como un todo, sino que seleccionaba en ella un cierto legado, el de “la Europa de los disidentes, y de las ‘regiones’ periféricas de la geografía y del espíritu europeo” (124), regiones alejadas del París que embobaba a otros y más cercanas a “una región espiritual algo marginal como España” (124). Ese legado de la disidencia fue el que le llevó a no poder permanecer en silencio y a su temeraria intervención el 12 de octubre en el paraninfo salmantino, que Marichal describe con puntualidad y define como “gesto heroico del Rector que encarnó para siempre la civilización liberal hispánica” (131), gesto ejemplar que le lleva a, en un encomio pocas veces igualado, incluso dentro del exilio, hablar del Siglo de Unamuno y a ponerlo casi como el mayor escritor de la historia literaria española: “Porque la relación entre universalidad, españolidad e individualidad se da en Unamuno con mayor intensidad que en ningún escritor español del milenario de la cultura hispánica. Cabría además conjeturar que en el siglo xxi se llegue a hablar del siglo xx como el Siglo de Unamuno y, añadamos, de García Lorca” (131).



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La tercera parte, “El liberalismo intelectual y político de Unamuno”, pretende justificar esta categorización política del bilbaíno por parte de Marichal. El canario reitera que “ningún otro español de la primera década de su acción intelectual (1895-1905) podía equiparársele en el grado de europeización alcanzado por él” (137), y esta europeización comprendía sus referentes europeos, que consideraba útiles para España: por una parte, la polémica del affaire Dreyfus, que, si dividió a Francia, para Unamuno fue beneficioso por depurarla y civilizarla,19 y, por otro, los referentes de dos liberalismos: el estatista inglés del grupo de Oxford de Thomas Hill Green, que se oponía al liberalismo “manchesteriano” cuyas taras había vivido en la industrial Bilbao, y el espiritual del suizo Alexandre Vinet. Juan Marichal reproduce varias veces una cita de la carta enviada por Unamuno el 2 de abril de 1916 al ministro de Instrucción Pública, Julio Burelí, al que le confesaba que “pocas cosas me han preocupado más que el lograr que haya en mi patria verdadera conciencia liberal democrática” (142), y recorre la evolución del liberalismo unamuniano, a quien la experiencia de la sumisión de los intelectuales alemanes a los intereses nacionalistas en la Gran Guerra le hizo reconsiderar su idea sobre la acción educadora del Estado y regresar a un liberalismo más clásico y menos intervencionista, cercano al de los krausistas, a los que antes criticara. De lo que nunca renegó fue de su acción de “disidencia inquietadora” y de su aspiración a que “los seres humanos se individualizaran, que cada cual fuese un alma única” (166). Visión evidentemente liberal y que supone la consideración del ser humano como fin y nunca como medio. Incompatible con una visión de “masas” como la que tendrían en común comunistas y fascistas, pues, dentro de la masa, Unamuno siempre hablaría a cada persona por separado. Al fin y al cabo, para Marichal, Unamuno fue, en definición netamente empática, “un hombre bueno pródigo de sus sueños” (166).

19 Unamuno no tenía en cuenta que dicha polémica fue fundamental en el nacimiento de Action Française, que sería de los principales sostenes del régimen colaboracionista de Vichy.

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El legitimismo republicano, heredero de la Izquierda Republicana de Manuel Azaña, pero también de otros partidos, como el Partido Republicano Radical Socialista, irá perdiendo fuelle durante el largo exilio. Si en materia económica sus posiciones eran, mayoritariamente, las de un liberalismo difuso, sus mayores señas de identidad estaban unidas a la definición de la forma de Estado y a un marcado anticlericalismo, con sus referentes ideológicos en la Tercera República francesa y en el republicanismo histórico del siglo xix. Inadaptados a la política de masas, aún reconocibles como partidos dependientes de personalidades, su obra cultural en el exilio es poco reseñable, mucho menos dinámica que la vinculada al comunismo o incluso al anarquismo. Miguel de Unamuno, por otra parte, había supuesto una decepción especialmente amarga para quienes le nombraran “ciudadano de honor de la República”. Con todo, en el exilio el posicionamiento frente a Unamuno se había convertido en algo casi ineludible, no solo para los intelectuales, sino también para los políticos. Así, una revista como la quincenal Libertad, que, bajo el lema “Por España, por la República”, defendió desde París el ideario de Unión Republicana, apenas incluiría contenidos culturales, pero haría sendas excepciones con los “dos Migueles” del exilio: si a Cervantes se le dedica un notable monográfico con motivo de su centenario, de Unamuno se reprodujeron media docena de artículos, procedentes de las antologías La ciudad de Henoc (1941), Cuenca ibérica (Lenguaje y paisaje) (1943) y La enormidad de España (1945), que, como veremos, editaría José Bergamín en México. Por su parte, Ángel Galarza, uno de los fundadores del Partido Republicano Radical Socialista, que posteriormente se afiliaría al PSOE, recordaba desde el boletín España Combatiente el exilio de “don Miguel, el Bueno”, y niega que llegara a apoyar nunca a los sublevados. Evocando una visita a la frontera y al puente de Irún, recuerda: Por ese puente, por el que pasan ya señoritos nacional-sindicalistas, pasó don Miguel, en camino contra vosotros […]. El espíritu de Don Miguel, el nuestro, volverá a cruzar la frontera, asentará las plantas des-



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nudas de sus pies en Vasconia, su tierra […]. Cuando su espíritu haya vuelto, volverán los desterrados, españoles de todas las tierras de España […]. Y entonces, en nuestra tierra, nosotros tendremos llaves. Llaves para abrir las cárceles, y llaves para cerrarlas. Nosotros tenemos, como Don Miguel, el Bueno, ideas.20

Por otra parte, la contraposición que también Francisco Ayala efectuara entre Benito Pérez Galdós, máximo representante del realismo narrativo y el liberalismo progresista en política, y Unamuno, que bregara tanto con la crisis del optimismo progresista como con la crisis de representación en el lenguaje, es adoptada desde otro ángulo por quien fuera uno de los políticos más influyentes del republicanismo español. En efecto, Álvaro de Albornoz y Liminiana (Luarca, Asturias, 1879-Ciudad de México, 1954) fue uno de los republicanos históricos que, habiendo comenzado en el Partido Socialista y pasado fugazmente por las filas de Lerroux, fundó en 1929 junto a Marcelino Domingo el Partido Radical Socialista. Ministro de Fomento y de Justicia durante el bienio republicano-socialista, fue el encargado de ejecutar algunas de las leyes más polémicas de la República, como la disolución de la Compañía de Jesús, la supresión del presupuesto de culto y clero o la reglamentación de las órdenes religiosas, aparte de la ley del divorcio. Fue, asimismo, el primer presidente del Tribunal de Garantías Constitucionales de la República. Durante la Guerra Civil había sido embajador de la República española en París y, ya en el exilio, fundará la primera revista del exilio, Nuestra España, editada en La Habana a partir de 1939. En los convulsos años de 1945 a 1947 fue primero ministro de Justicia, en el Gobierno de José Giral, y, posteriormente, en dos ocasiones, jefe de Gobierno de la República en el exilio, entre 1947 y 1951. En 1954, y como homenaje por sus setenta y cinco años, un grupo de republicanos exiliados en México edita una recopilación de sus ensayos, titulado Semblanzas españolas, que recorre la historia de España desde la Guerra de Independencia.

20 Galarza (1948).

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Resulta evidente que, al contrario que otros exiliados, Albornoz tendía a ver más las continuidades que las rupturas entre los siglos xix y xx en España. Profundo conocedor de la historia del reinado de Isabel II o de la revolución de septiembre encabezada por Prim, etapas a las que dedica sendos ensayos, en su ensayo “Galdós y Unamuno”,21 Albornoz trata la personalidad del segundo, según confiesa, a raíz de la evocación del bilbaíno que esbozara María Zambrano. Albornoz comienza advirtiendo que “los dos excelsos españoles son, sin embargo, tan distintos, que sólo pueden igualarse en su grandeza” (217). Albornoz acepta sin rechistar la caracterización de Unamuno como paradigma de lo español y afirma que “Unamuno es un español de todos los siglos españoles” y “un contemporáneo de todo lo español”. El asturiano no teme contradecirse al decir primero que Unamuno, en el siglo xvi, “hubiera sido uno de los grandes teólogos del Concilio de Trento, un campeón español de la Contrarreforma, un Gran Inquisidor” (217) y, una página más tarde, afirmar que “es un hereje” y “en los siglos de la Inquisición hubiera estado dando constantemente que hacer al Santo Oficio” (218). Frente a la identificación de Unamuno con lo quijotesco, Albornoz discrepa y lo identifica más con Sancho, pues “a Don Quijote le interpreta más; pero a Sancho le siente más” (217). Frente a Benito Pérez Galdós, “hombre del siglo xix” reivindicado por Albornoz y “progresista”, Unamuno “es un antiprogresista” al que “cuesta trabajo ponerse a tono con el movimiento de la Historia” (217). Eso explicaría tanto su posición frente a quienes denunciaban el asesinato de Ferrer en 1909 como, sobre todo, lo que los republicanos vivieron como una traición, “su actitud frente a la República, que él ha contribuido a traer, sin embargo, quizás más que ningún otro, dramatizando el proceso en la lucha del rey contra su pueblo —que es él, Unamuno—” (217). La relevancia simbólica que tuvo esa contienda personal sirvió a la corriente del republicanismo, a la que Unamuno no podía sumarse sin más, como hubiera hecho Galdós. Si este siguió “el curso de la Historia, envuelto en su torbellino, viviéndola y escribiéndola”, Unamuno, absorto en sus contemplaciones en

21 Albornoz (1954).



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la Peña de Francia o en Gredos, “se pone, no sólo fuera de la Historia, sino frente a la Historia”. Y, si Galdós es “como la corriente de un río, bulliciosa y alegre o desbordada y trágica”, Unamuno sería “como un delta que contempla al río desparramarse y perderse en el mar”. Su mirada sub specie aeternitatis sería lo que explicaría su falta de compromiso con la Segunda República y “la actitud de Unamuno, a primera vista incomprensible, ante el movimiento nacionalista español”. Sin embargo, Albornoz no llega a explicar satisfactoriamente esta relación entre el hambre de eternidad, que acució siempre a Unamuno, incluso en sus momentos de mayor actividad política, y su apoyo inicial al alzamiento, y solo reitera que “Unamuno comete error trágico… una falsa visión de la España eterna. Y al advertirlo, en vez de sobrevivir como un náufrago, como un despojo científico, como una pavesa intelectual, se acoge a la eternidad. Para eso era un gran hombre de verdad o, como él diría, nada menos que todo un hombre…” (218). Esta aspiración a la eternidad, inalcanzable al ser humano, hace que Albornoz se decante definitivamente, como era de prever, por el escritor canario: Acaso Unamuno es más grande. Pero Galdós es más humano. Cuando nos acercamos a Unamuno —no obstante ser tan espiritual y tan jugoso— tocamos la dureza, sentimos la aridez. Cuando nos acercamos a Galdós —Galdós el mujeriego, el padre de tantos hijos, no sólo del espíritu, sino también de la carne pecadora […]— sentimos la humana flaqueza, pero también el humano amor, la humana comprensión y la humana misericordia (218-219).

Si Unamuno era un espíritu que “trasciende a esfinge o a oráculo, y requiere siempre […] la interpretación sibilina”, el espíritu de Galdós “es como un siglo familiar, bajo el cual nos reconocemos todos”. Y, si “con Unamuno somos españoles eternos”, con Galdós seríamos “hijos de nuestro tiempo” (219), algo que, para el asturiano, era mucho más saludable y políticamente más recomendable. Otra cuestión sería saber en qué tiempo vivía Albornoz.

XI

Unamuno para el exilio comunista. Y una coda libertaria

Ideológicamente Unamuno es un espectacular desastre, un caos, la angustia desesperada de una mente que busca por todas partes la solidez de un sistema y no la encuentra César M. Arconada, “Cincuenta años de literatura española” (1948) ¿Qué estremecimiento no hubiera azotado su alma, si su hambre de inmortalidad no hubiera creado en él esa ceguera espiritual, que le impidió captar el profundo sentido del mensaje humanista del marxismo? ¿No habríamos tenido el Unamuno empeñado en salvar al hombre, pero por cauces muy distintos? Adolfo Sánchez Vázquez, “Tres visiones de España (Unamuno, Ganivet, Machado)” (1951)

Miguel de Unamuno nunca fue un marxista convencido, ni siquiera en su época de socialismo militante y colaborador en el periódico bilbaíno La Lucha de Clases. Lo que consideraba materialismo excluyente

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de Marx siempre le repelió y, como socialista, fue partidario de una apertura a corrientes que consideraba más abiertas a cualquier tipo de espiritualidad. Por otra parte, siempre fue respetado entre los socialistas, incluso más que entre los republicanos de izquierda y, hasta la Guerra Civil, nunca tomó definido partido frente al comunismo. Durante la República, al contrario que Ortega, Unamuno no fue atacado por los comunistas españoles, que no perdían la esperanza de contar con él como compañero de viaje, pero que permitieron con todo que desempeñara esa labor el peruano Armando Bazán (Celendín, 1902Lima, 1962), discípulo de José Carlos Mariátegui, que, en Unamuno y el marxismo (1935), caracterizaba a Unamuno como reaccionario añorante del feudalismo. Bazán reiteraría sus ataques en revistas como Nueva Cultura y, ya durante la guerra, en El Mono Azul. El exilio de los militantes del Partido Comunista de España tiene características peculiares, implicando una cultura propia, con referencias compartidas: la convicción en el materialismo dialéctico como método científico, la fe en el próximo advenimiento del comunismo como fin de la historia y, por encima de todo, una fidelidad absoluta al Partido y a la Unión Soviética. Dentro de quienes apoyaban al PCE, por supuesto, existían sensibilidades y enfoques literarios muy distintos, que van desde el apoyo sin fisuras al realismo socialista y la proscripción de todo autor no considerado “progresivo” a la apertura a la cultura considerada “burguesa” en lo que tuviera de utilizable para la construcción del socialismo. Y, por supuesto, era más fácil llegar a la empatía con Unamuno desde una perspectiva literaria que desde una posición de historiador marxista como la de Emili Gómez Nadal (Valencia, 1907-Valence d’Agen, 1993), que en 1946, poco después de terminada la ocupación alemana de Francia contra la que había combatido, escribe unas “Notas para un ensayo español”, donde critica acerbamente la obsesión con “lo que de eterno y constante pueda tener el carácter español (el castellano sobre todo)” y desdeña la “estéril especulación intelectual en Unamuno”.1 No digamos desde la experiencia de un aguerrido militante como el asturiano Félix Llanos,

1

Gómez Nadal (1946: 1).



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maestro de escuela y verdadero héroe de la resistencia, que impulsó la insurrección del penal de Eysses y fue deportado al campo de concentración de Dachau, al que sobrevivió, pero de cuyas secuelas moriría pocos años después. En su artículo “El quijotismo, vicio nacional”, ataca “el quijotismo a lo Unamuno” que, por su espiritualismo y su desprecio de la realidad social, “tiende prácticamente a inmunizar al lector de toda infección revolucionaria”, por lo que incluye a Unamuno entre quienes “sostienen de hecho a los malandrines y desarman espiritualmente al pueblo haciéndoles creer en la virtud del quijotismo, impotente y, por consecuencia, contrarrevolucionario”.2 Las circunstancias de su exilio condicionaron sin duda la lectura de Unamuno por César M. Arconada (Astudillo, Palencia, 1898-Moscú, 1964), exiliado en Moscú, donde dirigiría, junto al hispanista Fedor Kélin, la edición en español de la revista Literatura Internacional, que desde 1946, síntoma del viraje nacionalista y xenófobo del régimen de Stalin, pasó a llamarse Literatura Soviética. En 1948, Arconada escribió un prólogo para una antología finalmente frustrada, que llevaba el título de “Cincuenta años de literatura española”,3 en parte como continuación de “Quince años de literatura española”, publicado en la revista Octubre en 1934. En dicho prólogo, que no pasó de un borrador, el escritor palentino abordaba a Unamuno dentro de la generación del 98, afirmando que “Unamuno es la más fuerte personalidad de la generación, con todo lo malo y lo bueno de ella. Poeta, ensayista, novelista, dramaturgo, profesor de griego, hombre de gran cultura y de pasional inventiva, Unamuno es un caso extraordinario en nuestra literatura y un indiscutible gran valor”. Tras dar la de cal, Arconada enseguida da la de arena, pues, junto a su reconocimiento como creador, opone que “ideológicamente Unamuno es un espectacular desastre, un caos, la angustia desesperada de una mente que busca por todas partes la solidez de un sistema y no la encuentra”. Ese caos, para

2 3

Llanos (1946). Sobre la insurrección de Eysses, véase Martín Gijón (2014: 405). El manuscrito se halla en la Biblioteca Nacional de España, ms. 22606/29. Debo su conocimiento a Natalia Kharitonova, autora de una espléndida tesis doctoral sobre Arconada, a quien va mi más cordial agradecimiento.

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el palentino, se debería a una escisión fruto de su situación entre dos polos históricos: “Unamuno es el exponente moderno entre Reforma y Contrarreforma, entre Revolución y Contrarrevolución, entre feudalismo y capitalismo, entre progreso y tradición, entre criticismo y misticismo, entre liberalismo y dogmatismo”. Por ello, también para Arconada, Unamuno es el representante de una “angustia” española que no sería de carácter esencialista, sino por no haberse resuelto esas contradicciones en nuestro país por falta de una revolución: “La angustia española y el enrarecimiento histórico producido por la falta de grandes revoluciones, en Unamuno se reflejó como en ninguno otro”. Hombre bisagra, Arconada no deja de traslucir cierta admiración por la magnitud de su obra, aunque no apruebe su sentido histórico: Unamuno estaba entre todo y a la vez con todo. Era temporal e intemporal, hombre de la calle y hombre de biblioteca; hombre soberbio y hombre llano a la vez; ambicioso y ascético. La historia española en el curso de estos cincuenta años ha sido un proceso revolucionario hacia la clarificación, hacia la ruptura de ese nudo que ahogaba nuestra vida. Y Unamuno, en el curso de ese proceso siempre se mantuvo en la contradicción, en el punto de choque de las fuerzas, en el remolino de las confluencias, despertando pasiones, complaciéndose en estar contra todos y que todos estuvieran contra él. En esta lucha, como de un gigante, Unamuno da la impresión de fuerza, pero nunca la impresión de tener razón.

Las consideraciones de Arconada resumen el punto de vista específicamente marxista sobre Unamuno. Preso de las contradicciones del pasado, no supo superarlas mediante una Aufhebung hegeliana que hubiera consistido en ponerse del lado del pueblo revolucionario, representando como pocos las insuficiencias de la historia española. Que los escritores comunistas no podían dejar de tratar “el caso Unamuno” se comprueba también en José Herrera Petere (Guadalajara, 1909-Ginebra, 1977). Cercano a la Escuela de Vallecas y nada inmune a la fascinación del paisaje castellano descubierto por el 98, como tampoco a cierta angustia existencial, a la que volvería en su poesía de senectud. Que esta siempre había persistido en Herrera Petere, que quiso buscar una mística colectiva en el comunismo, queda



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claro en el enfrentamiento que su heterónimo, el comisario Calera, lleva a cabo desde un humanismo marxista con Del sentimiento trágico de la vida en unos, finalmente truncados, diálogos socráticos titulados Cerro Testigo (Diálogos filantrópicos del comisario Calera), publicados parcialmente en Letras de México en 1942.4 El Cerro Testigo fue, precisamente, un lugar mitificado por la Escuela de Vallecas en su redefinición, en clave vanguardista, del paisaje castellano, por otra parte, incomprensible sin la generación del 98. En “Cerro Testigo (Sobre el Realismo)”, ambientado durante la Guerra Civil, el comisario Calera (nótese el apellido, que remite también a la materialidad, y a un material, la cal, que además evoca el trabajo manual del obrero), en una posición de defensa de la periferia de Madrid, durante los momentos de tregua, expone a sus milicianos un humanismo marxista que comienza por corregir el comienzo de Del sentimiento trágico de la vida: “Un mediodía nublado comenzó a hablarnos de realismo, y empezó citando esta famosa frase, arreglada por Unamuno, no sin antes, cuidadosamente, ponerla en plural: ‘Somos hombres —dijo— a ningún otro hombre estimamos extraño’”.5 Como un Unamuno colectivista, Calera se extiende “sobre el adjetivo humanus y el substantivo abstracto humanitas; pero hizo esta pequeña rectificación: ‘Humanitas no es un substantivo abstracto, sino colectivo’”, con lo que pretende superar el individualismo de Unamuno que le impidió hermanarse con el pueblo. El comisario Calera sigue tratando la filosofía unamuniana en clave materialista, corrigiendo su tono angustiado: Más adelante, cuando trató, también, de definir el hombre de carne y hueso, “que nace, sufre, muere, come, bebe, juega, duerme, piensa y quiere”, tuvo una significativa omisión intencionada: aparentó olvidarse de hacer, como Unamuno, al llegar a la tercera actividad definidora del hombre, el inciso de: sobre todo muere.

4

5

La versión íntegra se conserva en el Archivo Herrera Petere, depositado en el Archivo de la Diputación Provincial de Guadalajara, cajas 16/03 y 49/04. Los cito en mi libro: Martín Gijón (2009: 249-250). Sobre este autor, además de mi obra mencionada, es recomendable el libro de Jesús Gálvez Yagüe (2000). Herrera Petere (1942).

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El comisario Calera es entonces interrumpido por un soldado, haciéndose portavoz de las inquietudes que en todos produce una situación en la que exponen su vida de continuo: “¿La idea de la muerte —preguntó un soldado ametralladorista— es para ti una cosa especial?”. Todos, involuntariamente, dirigimos nuestras miradas a los campos quemados, a los postes rotos, a los agujeros de las bombas, a las líneas en zig-zag de las trincheras. A Madrid envuelta en una siniestra atmósfera de humo amarillento… El Comisario Calera también miró. “Sí —dijo después finalmente— para mí, la idea de la muerte es una cosa especial”.

El comisario Calera expone entonces su idea de que la muerte es una parte del hombre, que no ha de ser sobredimensionada, como tampoco el resto de actividades que sumarizaba Unamuno al definir al “hombre de carne y hueso”. Adonde el comisario quiere llegar es a que los milicianos tendrían “un sentimiento de la universalidad humana en el espacio y en el tiempo” por el cual “a la hora de la muerte hacemos entrega de nuestra obra ante el tribunal de los hombres”, aunque añade que quedaría por “resolver el problema físico”. Nada menos. Esta anotación, tachada en el manuscrito inédito, cuyo título original era “Cerro Testigo (Sobre la muerte)”, es quizás signo del desafío que para Herrera Petere suponían las ideas de Unamuno y de una angustia que, como se revelará décadas después en su poesía de senectud, estaba muy cerca de la del vasco, por ejemplo, en su poema inédito “Presentimiento de la muerte”, donde considera tristemente: “Toda la ciencia del hombre / […] ¿de qué te sirve, hombre o mujer / cuando agonizas…?”.6 Que José Herrera Petere había leído a Unamuno con pasión y que, en cierto modo, querría verlo compatible con el internacionalismo comunista se comprueba también en un artículo, “México, Guate6

Apud. Martín Gijón (2009: 275).



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mala y España”,7 donde, al hilo de la ruptura de relaciones por el Gobierno de Guatemala (empezaban los “Diez años de primavera” de ese país, truncados por el golpe de Estado patrocinado por la CIA) con la España franquista, el alcarreño recordaba un ensayo de Unamuno, recogido en Contra esto y aquello y donde se deploraba que las naciones americanas, tras la independencia, hubieran caído en “un mutuo aislamiento, no menor que el de los tiempos de la colonia”. Con excesivo optimismo, la coincidencia de Guatemala con México en su condena al régimen de Franco le hace soñar con un frente unido de países hispanoamericanos que hostilizaran al dictador, y se dirige entonces a Unamuno: ¡Oh, no, querido maestro don Miguel de Unamuno, los países de la gran comunidad hispanoamericana ya no viven tan aislados como cuando estaban a merced de sus caudillos; ahora se tienden mutuamente los brazos y las lenguas comunes, la sangre de su alma, como tú mismo dijiste, en un único anhelo fraternal: ayudar a España! A los ocho años de tu muerte, por fin y por principio venturoso, comenzamos a constituir una verdadera familia que nada ni nadie podrá dividir.

La lectura de Unamuno también está presente en Carpio de Tajo (1957), “drama en tres jornadas y siete cuadros”,8 en la figura del padre Torralba, que se compromete en la defensa del pueblo toledano que da título a la obra ante la llegada de una columna fascista. Dentro de la juventud literaria de izquierdas, se había leído San Manuel Bueno, mártir como la historia de un sacerdote atento a su pueblo, comprometido con él y lejano a las jerarquías, algo que se hace patente en la tragedia peteriana en la disputa entre el padre Torralba y el padre Enríquez, partidario de los sublevados que le intenta llamar al orden, sin éxito. El personaje del sacerdote identificado con su pueblo, que tuvo una inusual proliferación en la novela de los exiliados, desde El cura de Almuniaced (1950), de José Ramón Arana, a Réquiem por un campesino español (1960), de Ramón J. Sender, pasando, en el género 7 8

Herrera Petere (1945b). Recogido por: Alba (2002: 235-238). Herrera Petere (1957).

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teatral, por la tragedia La niña guerrillera (1945), de José Bergamín, es a mi entender incomprensible sin la lectura de la novelita unamuniana y de su interpretación en clave progresista por los exiliados. El diálogo, desgarrado a veces, de José Herrera Petere con Miguel de Unamuno fue más intenso de lo que muestra su obra publicada. Entre sus textos inéditos aparece un poema titulado “Miguel o el resultado (a Unamuno)” y, sobre todo, el borrador de un “Diálogo poetizado entre el cardenal Pacelli y don Miguel de Unamuno (asesinado)”.9 Pero quien dedicó un análisis más coherentemente marxista a Miguel de Unamuno será, como no podía ser menos, Adolfo Sánchez Vázquez (Algeciras, 1915-Ciudad de México, 2011), seguramente, junto a Manuel Sacristán, el filósofo marxista español más notable del siglo xx. Durante la República había ingresado en la Juventud Comunista y, en el terreno cultural, había dirigido junto a José Luis Cano (futura alma de Ínsula), la publicación político-cultural Línea. En Málaga, fundó y trabajó en la revista Sur, “revista de orientación intelectual”. Durante la Guerra Civil, Santiago Carrillo le encargó que dirigiera el periódico Ahora, expropiado por los comunistas. Posteriormente se incorporó al frente del Este, a la 11ª División, donde coincidirá con Miguel Hernández y José Herrera Petere e impulsará los periódicos de guerra ¡Pasaremos! y Acero. Exiliado en México, pertenecerá a la redacción de la revista Romance hasta que, tras la crisis de la misma, se traslada a Morelia para impartir clases de Filosofía. Sánchez Vázquez, que cursará estudios de Filosofía en la Universidad Autónoma de México, irá progresivamente decantándose por la filosofía frente a su inicial formación literaria, sin que por ello deje nunca de ocuparse de textos de creación desde su nueva perspectiva. A partir de los años sesenta comienza su estudio en profundidad de las ideas estéticas de Marx y el desarrollo de su propio sistema, concebido como una “filosofía de la praxis”, siendo reconocido como uno de los filósofos más prestigiosos en México.

9

Depositados en el Archivo José Herrera Petere de la Biblioteca de Investigadores de la Diputación de Guadalajara.



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Los dos textos en los que se ocupa de Unamuno pertenecen a su época inicial. El primero de ellos, “Platón y Unamuno: dos casos de voluntad ancilar” (1945),10 partiendo de la idea de “función ancilar” enunciada por Alfonso Reyes en su recién publicado El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria (1944), Sánchez Vázquez trata, primero, de por qué Platón dio una forma literaria, la de sus diálogos, a la filosofía y, a continuación, cómo en la obra de Unamuno habría una función ancilar en los dos sentidos, ya que, si su literatura depende de su filosofía, su filosofía se nutrirá de un “constante acarreo literario” que pondría en cuestión su mera consideración como tal, siendo así el bilbaíno “un ejemplo típico de literatura y filosofía —al mismo tiempo— ancilares” (75-76). Para Sánchez Vázquez, el hecho de que a Unamuno “le interesa la filosofía sólo en cuanto es producto humano, hijo de una situación vital determinada: el afán de inmortalidad” cuestionaría, por ese mismo enraizamiento personal, la aspiración a la universalidad propia de todo sistema filosófico. Unamuno no buscaría la verdad, como es misión del filósofo, sino la salvación, y “la verdad es universal en tanto que la vida de donde emana este desesperado afán de perpetuidad es individual” (76). Esta preocupación es tan omnipresente que borra los límites entre sus obras filosóficas y sus novelas, como Niebla, donde “la preocupación filosófica sigue latiendo en Unamuno tan hondamente como en sus obras menos literarias […]. La filosofía se ha hecho literatura” (76-77). Ahora bien, el algecireño afirma que “lo que acontece con el pensamiento de Unamuno, acontece con toda la filosofía española” (77) y suscribe explícitamente aquella afirmación de Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida, asumida profundamente por María Zambrano, de que “la filosofía española es, está líquida y difusa en nuestra literatura, en nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística sobre todo, y no en sistemas filosóficos”. Sánchez Vázquez muestra en este ensayo temprano una impregnación unamuniana clara, tendiendo a dar la razón a uno, declarando

10 Había permanecido inédito hasta ser recogido en: Sánchez Vázquez (2008: 74-78).

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que “en Unamuno, la raíz profundamente humana de su filosofía le lleva a caer constantemente en lo literario, que es la ‘expresión de lo humano’ por excelencia […]. Como nuevo Rey Midas, la expresión de lo humano puro convierte a la misma filosofía en literatura en pureza” (78). Pero dicho ensayo permaneció inédito y será muy distinta la perspectiva que Sánchez Vázquez adopte sobre Unamuno en “Tres visiones de España (Unamuno, Ganivet y Machado)”, ciclo de conferencias pronunciado en 1951 en la UNAM. En la primera de estas conferencias, la dedicada propiamente a Unamuno, comienza, haciéndose sin duda eco del libro de su amigo Sánchez Barbudo, afirmando que “preguntarse por España es lanzar una inquietante pregunta” (2008, 80) que ya se hicieron los escritores del 98, pero cuya vigencia se mantiene, algo inquietante para el autor, que se pregunta: “¿Por qué ardemos todavía en el ardor español que les consume?” y opone esta vivencia atormentada con la de los países donde se ha impuesto un régimen proletario: “En ciertos países, el triunfo decisivo, rotundo de una clase social cuando todo estaba en sazón, ha dejado en el espíritu de los hombres, durante un periodo más o menos largo, un sedimento de seguridad, confianza y optimismo” (80). El gaditano comienza por analizar la oposición entre “tradición y progreso” en Unamuno a partir de En torno al casticismo, dictaminando que su idea de “tradición eterna”, aunque se oponga al tradicionalismo político, al fijar una esencia, “no es otra cosa que una nueva forma de negar el desarrollo histórico” (83), impidiendo cualquier proyecto de futuro, pues “toda tradición que excluya el progreso, no es más que tradición muerta” (85), con lo que Unamuno estaría más cerca de los reaccionarios de lo que él pensaba. En cuanto al “conflicto entre España y Europa”, para Sánchez Vázquez las cosas estaban claras, siguiendo la idea que, de hecho, la Tercera Internacional había sostenido durante la guerra: España no había implementado una revolución burguesa y persistían en ella fuerzas feudales. Será en este sentido, imbricado en la historia, en el que explique las contradicciones del escritor vasco: “Unamuno, que tantas contradicciones expresó en su vida y en su obra es, él mismo, un campo de batalla en el que se baten ambas fuerzas: el burgués que



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se rebela contra el marasmo de la España de su tiempo y el caballero medieval que se esfuerza por permanecer fiel a una esencia ya muerta” (86). El primero de ellos sería el que defendió la europeización de España y el segundo, que terminó por imponerse, el que reclamó la hispanización de Europa, por lo que el filósofo marxista sentencia que “en Unamuno tira más lo que tiene de caballero medieval, nostálgico de una Edad ya muerta, que el burgués que inquietaba su alma” (86). El repliegue hacia el ideal hispánico, con ello, sería para Sánchez Vázquez un retroceso histórico: “La sustitución de la idea burguesa por el ideal medieval, caballeresco, del mundo premoderno, precapitalista; la sustitución, con ello, de la razón por la fe” (87-88). De ahí que, en cuanto al “sentido del quijotismo unamuniano”, que tantos fervores despertara en el exilio, Sánchez Vázquez sea, como buen marxista, más que crítico. El mensaje de “El sepulcro de Don Quijote” no sería otro que pretender “que reine la fe en lo imposible, el desprecio a la razón, la negación del mundo moderno burgués” (90). Pero ello sería frustrar las ansias de progreso populares y traicionar al que sería el verdadero Quijote: ¿Qué es lo que Unamuno pide a los españoles que desean labrar, en el terreno de la acción política y social, un futuro más humano, una España con menos dolor e injusticia? Que dejen lo mudadizo y transitorio para concentrar sus energías en lo divino, en lo eterno. El quijotismo de Unamuno, con su ascetismo colectivo, con esa prédica de la resignación terrena, conduce, en esta vida terrena y concreta, a que las viejas castas históricas sigan tendiendo nuevas celadas a este verdadero, concreto y humano Don Quijote que es el pueblo español (91).

Para Sánchez Vázquez, la de Unamuno “es una actitud reaccionaria, en el sentido literal del término” (92) y que, además, parte de, con sintagma que toma prestado de Max Aub para darle otro sentido, “un falso dilema” entre mundo burgués o medieval.11 La solución, por

11 El relumbrante ensayo “El falso dilema”, de Max Aub, fue publicado en El Socialista (enero-marzo 1949) y buscaba una tercera vía entre los dos bloques, proamericano y prosoviético, surgidos en la Guerra Fría.

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supuesto, sería la del socialismo, en la que el propio Unamuno creyó durante un tiempo, como recuerda el gaditano evocando y citando sus artículos en La Lucha de Clases, muy olvidados por entonces y en los que se percibe que “el pensamiento de Marx había calado hondo en la conciencia de Unamuno” (93). El problema, lamenta Sánchez Vázquez, es que había en él ya “en esos años mozos, demasiada preocupación por la muerte, un fermento irracionalista que le dejará a extramuros del socialismo” (94). A ello contribuyó, apunta el pensador marxista, “su falsa interpretación del marxismo como un economismo”, lo que no sería sino “una caricatura del marxismo” (94), desmentida por muchos textos de Marx, sobre todo, del más joven, a los que precisamente Sánchez Vázquez dedicará libros en el futuro, como Las ideas estéticas de Marx (Ensayos de estética marxista) (1965) o Filosofía y economía en el joven Marx (Los manuscritos de 1844) (1982). El gaditano se pregunta: ¿Qué estremecimiento no hubiera azotado su alma, si su hambre de inmortalidad no hubiera creado en él esa ceguera espiritual, que le impidió captar el profundo sentido del mensaje humanista del marxismo? ¿No habríamos tenido el Unamuno empeñado en salvar al hombre, pero por cauces muy distintos? (94).

Es fácil ver la mota en el ojo ajeno, y Sánchez Vázquez se revela inconsciente de su propia “ceguera” (al menos en el sentido de la Blindness and Insight de Paul de Man) al no entender que quitarle a Unamuno su preocupación por la muerte sería extraer la espina dorsal de su obra. Con todo, el filósofo gaditano prefiere dejar a un lado “ese Unamuno, que pudo ser y no fue” para, con la lógica asimiladora comunista, seleccionar “lo vivo del pensamiento de Unamuno” (95) a efectos progresivos, que se decía entonces. Entre ellas, sus críticas a la casta militar y la Iglesia o “su actitud ante el pueblo”, opuesta a la del “germanizante” Ortega, que pretende ponerlo a las órdenes de las minorías. En cambio, “para Unamuno, el pueblo es el portador de la sustancia de la historia, y los héroes y genios sólo son creación de él, intérpretes de un pueblo, el pueblo individualizado, el pueblo hecho



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persona” (96). Esta intuición, aunque formulada en conexión con el equivocado concepto de la tradición eterna, lo habría acercado a “un porvenir que Unamuno soñó y no acertó a ver” y sería de donde sus intérpretes marxistas, lejos de despreciarlo, habrían de partir, por lo que “el pensamiento de Unamuno tiene hoy una tremenda vigencia, en cuanto que es una invitación a que hagamos de él, en nuestra cotidiana lucha, algo vivo y no una dura osamenta” (96). El análisis de Sánchez Vázquez demuestra cómo Unamuno podía ser asimilado por un canon literario orientado en sentido marxista, incluso, todo sea dicho, con mayor facilidad y menos deturpaciones que su asunción por el falangismo. Las críticas de Sánchez Vázquez al quijotismo unamuniano demostraban la propia coherencia con una visión progresista que, en otros exiliados de izquierda, como Sánchez Barbudo, por exceso de fidelidad, terminaron por hacerse incompatibles. Pero, sin duda, el crítico que, desde una adscripción reciente al comunismo, trató con mayor atención la obra de Unamuno fue Juan Chabás (Denia, Alicante, 1901-La Habana, 1954). Destacado poeta y, sobre todo, prosista de vanguardia durante los años veinte, sus novelas Sin velas, desvelada (1927), Puerto de sombras (1928) y Agor sin fin (1930) son de los más logrados ejemplos de la narrativa que se ha llamado, de manera tópica y confusa, “deshumanizada”. Su experiencia como lector de español en Génova entre 1924 y 1926 le permitió conocer de primera mano el fascismo, lo que reflejó en su Italia fascista (Política y cultura) (1928). Afiliado al Partido Radical Socialista en 1930, durante la Guerra Civil se pasó al PCE. Combatió en el bando republicano, donde conoció a Simone Téry, escritora y corresponsal de L’Humanité, con la que contrajo matrimonio. Tras la derrota de la República marchó a Francia, logrando embarcarse junto a su esposa en mayo de 1940 a Santo Domingo y, de ahí, a La Habana, donde se separaría de Téry, que retornó a Francia, y contraería matrimonio con la química Aída Valls. En Cuba, Chabás combinaría la actividad periodística y política (tanto en el PCE como con sus homólogos cubanos) con la docencia universitaria, primero en la Escuela de Verano de la Universidad de La Habana y, posteriormente, en la Universidad de Oriente, de Santiago de Cuba. Relacionada con esa actividad docente

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está la redacción de una Nueva historia de la literatura española (1944), que actualizaba dos libros de orden similar publicados aún en España: Breve historia de la literatura española (1933) y Manual de historia de la literatura española (1936). En 1953, debido a la represión en Santiago de Cuba después del asalto al Cuartel Moncada y a su actividad comunista, tuvo que trasladarse a La Habana, donde tuvo que ocultarse hasta su temprana muerte, sobrevenida antes de haber podido vivir el triunfo de la Revolución cubana por la que había luchado. En su Historia de la literatura española. 1898-1950, publicada en 1952 y actualización muy ampliada de sus libros y manuales anteriores,12 Juan Chabás dedica un capítulo específico a Miguel de Unamuno, de quien ya en el capítulo inicial, sobre la generación del 98, caracteriza como el más depurado en la “voluntad de estilo” que definiría al grupo finisecular, un “sentido de precisión expresiva” que “se hace aún más fuerte en Unamuno, para quien la palabra es sangre y carne” (16). Si la renovación del castellano era importante para escritores como Azorín o Valle-Inclán (aunque no tanto para Baroja), era fundamental para un Unamuno que se rebelaba contra la que había sido lengua más de oradores que de escritores a su entender, por lo que “la creación de ese idioma nuevo es para don Miguel de Unamuno la misión, el quehacer más ineludible y necesario de los nuevos escritores” (16). El capítulo dedicado a Unamuno comienza con una breve semblanza sobre “El hombre”, en la que es presentado, de nuevo, como paradigma de lo español, en términos desde luego más nacionalistas que marxistas: El ser humano de Unamuno —el hombre don Miguel— como su obra, que es ante todo expresión exaltada de ese ser humano, tiene raíz española hondísima. Unamuno es la España por él vivida, más todo lo esencialmente español del castellano y del vasco, siglo a siglo. Su posición agónica, su fervorosa contradicción íntima, es de tan hondo carácter español como su idioma sacado a chispa viva del habla popular, al mismo

12 Cito por la reedición: Chabás (2001).



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tiempo que henchido de voluntad forjadora de nuevo estilo y de tradición humanística del lenguaje (43).

Y es que la afiliación al Partido Comunista de España no haría a Juan Chabás evaluar a los escritores exclusivamente por su papel histórico, que en su libro solo es mencionado casi como apéndice, lo cual, por otra parte, hizo posible la amplia difusión como material de enseñanza en una Cuba donde el comunismo era perseguido. Para Chabás, la principal aportación de Unamuno fue la de renovador del lenguaje y de la ficción, como veremos. Antes de abordar sus innovaciones como escritor, Chabás aborda la peliaguda cuestión de “Unamuno y la filosofía”, para hacer la apología, como tantos otros exiliados, de la falta de un sistema que jerarquice la filosofía unamuniana, lo que justifica de nuevo por el carácter españolísimo de Unamuno, dado que “el carácter asistemático y la expresión contradictoria de la obra de Unamuno” serían “el logro acabado de una concepción unamuniana de la filosofía, con muy profunda raíz hispánica, hincada en el ensayismo criticista de nuestros grandes heterodoxos” (45). Para el alicantino, en efecto, Unamuno tendría “la dimensión española de un Vives, de un Valdés, de un Quevedo” (66) en su heterodoxia y la originalidad de su prosa. A continuación, Chabás pasa a exponer dicho “pensar filosófico” de Unamuno centrado sobre “la inquietud religiosa y el sentido trágico de la vida”, no sin prevenir el agnóstico alicantino que “muchas veces” no coincide con el suyo propio. Aquel tendría como base el problema de la personalidad y de su deseo de que esta perdure. Ante la imposibilidad racional de esta permanencia, queda solo la huida hacia delante mediante las obras, por lo que el esfuerzo por creer y por crear van unidos. “Ninguna conciencia tan ávida de creer y crear como la de Unamuno” (50). De ahí que fuera “ante todo, un agitador, un inquietador de conciencias, empezando por la suya” (51). Ese “sueño de no morir, que dicen culto a la muerte” que soñara Unamuno mostraría lo español de su filosofía, pues “por esa raíz se funde Unamuno con la tierra de su Patria y con el pensamiento español de los siglos xvi y xvii” (51), en los que, según el propio Unamuno, la Inquisición ahogara el nacimiento de una “verdadera reforma española”.

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Las páginas más logradas de Chabás se centran en el epígrafe sobre la “obra poética y de ficción” de Unamuno. Según Chabás, la estrecha vinculación de sus ficciones con sus preocupaciones personales no es óbice para la originalidad de la misma. Así, si afirma que “en toda su producción literaria, Unamuno parece esculpirse a sí mismo” (54), esto tendría una primera consecuencia de orden expresivo, y es la renovación lingüística: “Es preciso, cuando se renuevan las ideas, renovar el habla. Es preciso, cuando se está renovando el pensar español, no asustarse de las palabras nuevas, y del escorzo y el bies de todo vocablo” (56). De ahí la torsión de las palabras y su revaloración etimológica en Unamuno, así como su supresión de retórica, ya que, en el vasco, “su idea nace desnuda y desnudamente se expresa” (56). Pero no hay que confundir, advierte el alicantino, ese retorcimiento del lenguaje en Unamuno con el conceptismo barroco de un Gracián, por ejemplo, con el que solo tiene “semejanza externa”, pero sí con Quevedo, pues “si en Gracián, por ejemplo, la palabra o el estilo es una apretada forma de ser, en Unamuno, como en Quevedo, es la expresión —fulgurante a veces— de ese ser, es el ser mismo” (56). Esa centralidad del lenguaje, esa función poética (que diría Jakobson, aunque Chabás no lo mencione) hace que pueda afirmarse que “tanto la prosa como el verso de Unamuno son obra poética. Como poesía —ya se trate de tragedias, dramas, novelas o poemas líricos— es toda su obra literaria” (56). Y esa desnudez del lenguaje, esa focalización sobre la palabra, tendría como correlato lógico lo que a primera vista parecería otra cuestión, que es la centralidad de los protagonistas y su concentrada intensidad en sus novelas, como resume, con didácticas pregunta y respuesta, Juan Chabás: “¿Por qué esa enhiesta, dramática y solitaria presencia del hombre en las novelas de Unamuno? Porque en todas ellas este pensador enamorado torturadamente del habla humana, este filólogo, que ha hecho del verbo sangre de su alma, trata de resolver poéticamente el problema que ha sido su principal congoja: el problema de la personalidad” (57). El despojo de todo lo circunstancial, de la descripción y la focalización sobre las pasiones de los personajes, haría que estos cobraran entidad. Estos seres novelescos, que por la densidad y precisión de su lenguaje son también seres poéticos,



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serían “seres inventados, a los cuales sus pasiones —odio, amor, envidia, sed de eternidad, agonía de soledad— convierten en hombres de sangre y hueso que gritan, maldicen, hablan, viven muriendo o matan y mueren por vivir”. A cada uno de estos personajes habría cargado Unamuno con “la fuerza de su extraordinaria y palpitante energía humana, que llega rectamente hasta el lector con descargas intensas y penetrantes de pasión” (57). Frente a quienes consideraban que los personajes de Unamuno son meras personificaciones de tesis o ideas, Chabás defiende que cada uno de ellos tiene un lenguaje propio, derivado de sus pasiones, que le hace ir deviniendo entes confundibles con las personas: “Y por lo que hacen o dicen —el decir es también un hacer— se realizan, se convierten en personajes mucho más reales que los tipos que cualquier novelista toma del paisaje humano que le rodea. Así dejan de ser personajes para convertirse ante los lectores en personas” (58). Para Chabás, la preocupación filosófica de Unamuno coincidiría con uno de los núcleos de la narrativa contemporánea, pues “el problema de la personalidad es sentido con angustia por toda la literatura contemporánea, que nos brinda múltiples ejemplos de descomposición del yo” (60). Chabás reduce estos ejemplos de descomposiciones en cuatro tipos: el “yo instintivo”, que resulta de la inadecuación de las convenciones y la voluntad instintiva, por ejemplo, el Lafcadio de André Gide; el “yo mudable y móvil”, que evoluciona y es observado por sí mismo, del cual el mejor ejemplo sería Proust; el “yo subconsciente”, que derriba las barreras de la conciencia, como anticiparía Dostoievski y cumplirían luego Lawrence, Svevo o Joyce, y el “yo acrobático”, indefinido y “bufotrágico”, que representaría, por ejemplo, Pirandello. “Ninguno de esos yo” sería el de los personajes de Unamuno, para los que habría de crearse una categoría propia, que Chabás no etiqueta, pero que se basaría en la dualidad y la pugna de un yo escindido: “Todo yo es otro. El hombre, para ser él mismo, es él y su contrario. Su yo es su propia guerra interior. Por eso el hombre no hallará la paz sino en esa guerra, desviviéndose en ella, en la vigilia y en el sueño” (61). A pesar del carácter, en principio, generalista del capítulo de Juan Chabás sobre Unamuno, la treintena de páginas que dedicó al escritor

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vasco no quedarán sin repercusión entre sus lectores del exilio. La cuestión del “problema de la personalidad” en Unamuno fue la base de las investigaciones unamunianas de Antonio Sánchez Barbudo, mientras que la idea de la “voluntad de estilo” será el fundamento de la teoría de Juan Marichal sobre el ensayismo español, dentro del cual Unamuno tendría un papel preponderante. En la última parte de su capítulo “Unamuno y la conciencia española”, Chabás se atreve con algunas conclusiones en cuanto a su sentido histórico. Empieza por afirmar taxativamente que “la obra de Unamuno vive, como la de ningún otro escritor del 98, en la conciencia española” (64), entre otras cosas porque el triunfo de Franco (que Chabás califica, con la ortodoxia comunista de entonces, como resto del feudalismo) habría vuelto más actual que nunca su sentimiento patrio, y “el dolor de España de que Unamuno se queja, ha sido, y es hoy cada vez más, el dolor de todo patriota español, que sintiendo en su propia vida las heridas que la supervivencia feudal ha producido ahora más agudas que nunca en las entrañas españolas, ama a su tierra con el dolor de esas mismas plagas que él siente en su carne” (64). Como Sánchez Vázquez, sitúa a Unamuno “en los momentos históricos en que España intenta realizar al fin, con retraso, su anticipada revolución democráticoburguesa”, pero, al contrario que aquel y basándose en su ensayo “La dignidad humana”, presenta a Unamuno como un luchador por la libertad, que, al observar “la crisis contemporánea de la burguesía europea, piensa en la nacional que, como residuo feudalista tiende a convertirse en plutocracia industrial, financiera y terrateniente a la vez. Advierte el peligro que entraña esa burguesía y prevé su degeneración bestial” (65). Sin ceder a las categorizaciones de otros críticos marxistas (pues el dianense se cuida mucho de usar un vocabulario explícito en ese sentido), Chabás lo sitúa en el lugar correcto de la historia, el del humanismo liberador que habría vivido con intensidad, con “avidez desesperada de salvación de la dignidad, de la conciencia, del espíritu del hombre” (66), lo cual haría que “su obra vive y persevera entre nosotros”. Las reticencias hacia la obra de Unamuno eran compartidas por los más comprometidos con el movimiento libertario, que, dentro de la extrema izquierda, competía apasionadamente al comunismo. Ello se



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comprueba consultando la notable Galería, la primera revista ilustrada del exilio en Francia. Publicada en París desde enero de 1945, con el dramaturgo exiliado José García-Tella como redactor jefe, la publicación, de impecable diseño, contó en ocasiones con la colaboración de Albert Camus, que simpatizaba con el anarcosindicalismo español. Lo ineludible de la obra de Unamuno queda evidenciado cuando, en su tercer número, es publicado el ensayo anónimo “Miguel de Unamuno y España”, donde aparece el punto de vista libertario sobre el escritor vasco, que se resumía en que “Unamuno adoleció de los vicios mentales que Platón satirizaba en los disputadores sofistas de su tiempo […]. Cuando quiere escapar es con un sobresalto violento en pequeñas excursiones, por el campo de las ideas avanzadas y como molesto de lo que han visto sus ojos, herido de inadaptación, se retrae arisco, para protestar de la voz de avance que él mismo dio”.13 Al menos Unamuno, como Valle-Inclán, era estimado frente a lo que Martín García, en un artículo posterior, llamaría “tristes residuos” del 98 que sobrevivían, refiriéndose a Baroja y Azorín.14 El rector de Salamanca salía bien parado en la opinión de un movimiento que dejó aflorar a veces un neto antiintelectualismo, con afirmaciones como la de que “cuando la epidemia intelectual prendió en la masa obrera vino el desastre”.15 La obra de Miguel de Unamuno, pese a todo, contenía un elemento de rebeldía que no era posible despreciar.

13 “Miguel de Unamuno y España” (1945). 14 Martín García (1945). 15 “Carta abierta de un intelectual arrepentido” (1945).

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Ahora vemos los vascos, con desencanto, que don Miguel nos mintió. Martín de Ugalde, Unamuno y el vascuence (1966) Unamuno perdió en Madrid su vasquismo lo mismo que perdió su fe; fue en lo sucesivo un vasco castellanizado […] que como tal nos recuerda a aquellos inquisidores españoles que, siendo conversos, perseguían con tanta más inquina a sus antiguos correligionarios cuanto que creían así hacer más méritos. Eloy Placer Martínez de Lecea (1967)

La visión de Unamuno por parte de los escritores e intelectuales del nacionalismo vasco podría ser objeto, perfectamente, de otro ensayo, dada la complejidad de los sentimientos que el escritor bilbaíno despertaba. Su castellanismo exacerbado, su rechazo del euskera como lengua no apta para la sociedad actual y su conflicto con Sabino Arana no podían encubrir el amor que Unamuno sentía por su tierra natal y el constante elogio que hacía de los valores de esta. Si su obra

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despertaba resquemores y algunos autores y publicaciones muestran un sonoro silencio sobre aquella, algunas destacadas figuras del exilio nacionalista vasco quisieron dar una visión personal sobre la obra del bilbaíno universal. Sin duda, el autor que se acercó con un mayor deseo de comprensión cordial a Unamuno fue el poeta y ensayista en lengua vasca Salbatore Mitxelena (Zarautz, 1919-La Chaux de Fonds, Suiza, 1965). De acendrada religiosidad, Iñurritza, como solía firmar sus obras, se había ordenado fraile a los diecisiete años y se había visto obligado a integrarse en el ejército franquista, dolorosa experiencia que tematiza su poema Aberriak min dit eta miñak olerki. En 1949 publicó su primera obra, Arantzazu. Euskal sinesmenaren poema, primer libro de creación literaria en lengua vasca que se publicó bajo el franquismo y, como es de suponer, apareció censurado, sin la tercera parte, “Bizi nai”, que apareció en Guatemala en la revista Euzko Gogoa. Dentro de la poesía en lengua vasca, Salbatore Mitxelena es considerado como la voz fundamental en la generación de posguerra. En 1954, tras muchas dificultades en su labor pastoral por sus críticas al régimen, se exilió en Montevideo y, a partir de 1959, en La Habana, de donde sería expulsado por las fuerzas castristas tras la revolución. Poco antes de su llegada a Cuba escribiría Unamuno eta Abendats, publicado en 1958.1 El libro se centra en las relaciones que la filosofía y la humanidad de Unamuno mantienen con la raza vasca. Gracias al conocimiento de la psicología del ser vasco y de Unamuno, el autor pretende descubrir cuánto se deben la una a la otra. Dado que Iñurritza era un vascófilo convencido, evaluará cuánto le debe el comportamiento de Unamuno a su ser vasco, a la vez que pretende ser útil para todos los vascos, por mostrarles rasgos de su carácter nacional. En contraste implícito con la visión de tantos escritores de Unamuno como prototipo del español, Mitxelena quiere demostrar que la trayectoria de Unamuno no se puede entender sin tener en cuenta el ser vasco. Por encima de todo lo que se pueda criticar y alabar a Unamuno, lo que es evidente es que

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Mitxelena (1958). Mi más sincero agradecimiento a la profesora Natalia Vara Ferrero por su ayuda con la lectura del texto en euskera.



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es vasco, tanto en sus virtudes como en sus defectos. Desde su subtítulo, “Observaciones sobre el filósofo bilbaíno y tendencias del alma vasca”, el ensayo pretende esclarecer a la vez la filosofía de Unamuno y el carácter nacional vasco. Mitxelena reconoce lo extendido que estaba el rechazo a Unamuno en las filas nacionalistas por su posición frente al euskera. Ante la pregunta de cuál sería la situación si Unamuno hubiera escrito en vasco, se plantea que Unamuno no sería tan bueno ni tan conocido como es, ni sería tampoco un símbolo mayor, el de la España moderna. Mitxelena reivindica que el alma vasca siempre se mantiene en el castellano y en el euskera, en literatura, en política y en religión, y afirma que, salvando la cuestión lingüística, el escritor habría sido uno de los mayores abogados del alma vasca (en lo que no dejaría de estar de acuerdo Unamuno), lo cual pretende demostrar citando de la novela Paz en la guerra, pero también de alusiones en una gran variedad de obras donde en numerosas ocasiones se refiere a los vascos como “mis hermanos de raza”, “mi estirpe” o “mi casta”. Aparte de ello, resalta la afirmación unamuniana en Vida de don Quijote y Sancho de que el espíritu de don Quijote emigró de Castilla y está en América y en el País Vasco. Mitxelena también llama la atención sobre la visión desprejuiciada de Unamuno sobre el carlismo. De manera un tanto tendenciosa, y olvidando las constantes protestas de liberalismo del rector de Salamanca, se plantea el autor si Unamuno no estaría más cerca de los carlistas vascos que de los liberales españoles. Por otra parte, rememora con veneración los últimos días de Unamuno, recordando el enfrentamiento con Millán Astray, y especula con las razones de su muerte, llegando a afirmar que “Unamuno muere víctima de la guerra, tan víctima como los gudaris que estarán en las cárceles meses después”. Se recuerda la idea, que Unamuno defendió durante un tiempo, de una vizcainización y una catalanización de España, pero liberándose estos pueblos de su naturaleza conservadora y religiosa, afirmando que los nacionalismos, en lugar de destruir España, en realidad la estarían fortaleciendo, aunque no trae a colación Mitxelena otras afirmaciones de Unamuno atacando los nacionalismos catalán y vasco.

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En cuanto al sentimiento trágico unamuniano, Mitxelena lo relaciona sin tapujos con el alma vasca y la raza que le da origen, llegando a afirmar que “la agonía de Unamuno es la agonía del País Vasco, al igual que la España de Unamuno es la Euskal Herria nuestra”. Mitxelena, que sería autor también de una importante producción dramática, cierra su ensayo con dos diálogos. En primer lugar, una conversación entre el alma vasca y Abendats (personificación del espíritu vasco, de la conciencia vasca) en la que Abendats corrobora que Unamuno se identificaba con la primera. La segunda conversación tiene lugar entre Unamuno y Abendats: este se identifica con el pueblo vasco, con el que, a su vez, identifica a Unamuno (y para ello se sirve de citas de sus obras). En la lucha entre razón y corazón, el pueblo elige al segundo, con el apoyo de Unamuno. Abendats hace una vigorosa defensa del euskera y se apoya en una carta de Unamuno a Emiliano de Arriaga, en la que el primero reconocía que, al no ser su lengua materna, le ha interesado más como objeto de estudio, pero que en esas fechas (1897) estaba empezando a cultivarla y amarla. Se plantea que, como la lengua materna era el castellano y el euskera era adquirido, de esa situación partió el ataque unamuniano al vasco. Abendats defiende que la poesía vasca a mediados del siglo xx tiene una fuerza en euskera de la que carece en castellano y enuncia una nómina de autores. Unamuno se muestra dispuesto a dejarse convertir, y su interlocutor le dice que no es necesario y saca a relucir el martirologio de la Guerra Civil, tras lo que se defiende la vitalidad del pueblo pese a las circunstancias, haciendo una alabanza de los patriotas vascos y de Unamuno como su protector, recordando su defensa de lo vasco en su enfrentamiento con Millán Astray. El diálogo se cierra con unas palabras de ánimo de Unamuno, que se identifica con el pueblo vasco y arenga a los jóvenes, dándoles esperanzas. Unamuno expresa su reconocimiento de Unamuno a Abendats (podríamos decir, a Mitxelena) por haberle desvelado esas raíces y esa alma vasca suya. Se termina en un poema a dos voces, donde se canta la esperanza en un futuro de los hijos de la patria vasca. En el epílogo, Mitxelena se dirige al lector que no haya sido convencido por su argumentación y se lamenta de los enfrentamientos entre vascos, llamando al hermanamiento. Mitxelena, que no era par-



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tidario de la secesión, insiste en la españolidad y la catolicidad de Euskal Herria y, por tanto, de Unamuno. Como puede verse, desde la licencia poética, Salbatore Mitxelena presenta una llamativa recuperación de Miguel de Unamuno para el nacionalismo vasco, para lo cual no tiene reparos en poner en boca del escritor bilbaíno palabras que no dijo, pero que, considera, cuadran con su espíritu. Convertido en personaje, Unamuno tenía el mismo destino al que sometiera él a don Quijote, con quien tantas veces se le comparara. Un carácter muy distinto tiene Unamuno a orillas del Bidasoa y otros ensayos (1964), de Isidoro de Fagoaga (Vera de Bidasoa, 1893San Sebastián, 1976). Tenor de éxito en los años veinte y treinta, con resonantes triunfos en Italia, especializado en Wagner, Fagoaga, marcado por una profunda religiosidad, se posicionó claramente contra los sublevados tras el bombardeo de Guernica. Precisamente la ciudad vasca daría nombre a la revista que dirigiría junto al periodista Rafael Picavea, Alcibar. Gernika, subtitulada inicialmente Cahiers Collectifs de Culture Humaniste y, posteriormente, Al Servicio del Humanismo Popular Vasco, publicó su primer número en octubre de 1945 en la localidad vascofrancesa de Saint-Jean-de-Luz. A partir de 1951, debido a que Fagoaga inició un nuevo exilio en Argentina, se publicaría en Buenos Aires. Se trata de una de las revistas más representativas del exilio nacionalista vasco, con un sesgo religioso y conservador, que, por otra parte, permitía posiciones diversas en la cuestión nacional, desde el independentismo a la reivindicación foral o al federalismo peninsular. Colaborador de otras publicaciones del exilio en euskera, como Eusko Deya y Eusko Jakintza, Fagoaga publicó dos libros de contenido histórico en la editorial bonaerense Ekin: Pedro Garat, el Orfeo de Francia (1948) y Domingo Garat, el defensor del Biltzar (1951). A partir de la desaparición de la revista Gernika en 1953, Isidoro de Fagoaga dirige sus colaboraciones, sobre todo, a La Prensa de Buenos Aires y a Il Corriere della Sera. Precisamente en estos dos periódicos se publicaron respectivamente los ensayos “Unamuno a orillas del Bidasoa” y “Unamuno en Italia”, posteriormente recogidos en el libro Unamuno a orillas del Bidasoa y otros ensayos (1964), coincidiendo con el centenario del nacimiento de Unamuno, como veremos, muy im-

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portante en el exilio, y que incluye también trabajos sobre autores tan diversos como Pío Baroja, William Wordsworth o Julio Herrera y Reissig.2 El primero de dichos ensayos3 recuerda los distintos encuentros y desencuentros de Fagoaga con Unamuno, a quien el entonces joven tenor admiraba de antiguo. Tras un breve encuentro en 1923 en la Plaza Mayor de Salamanca, las siguientes visitas serán ya durante el exilio francés del bilbaíno. En el verano de 1929, Fagoaga visitó Hendaya, donde Unamuno asistía a un partido de frontón. Pero el de Vera de Bidasoa cometió el error de visitarle junto a su paisano Ricardo Baroja, y la enemistad entre el hermano de este y Unamuno hizo que este, al ver de quién venía acompañado, se enfurruñara: “El saludo no pasó de protocolar […] don Miguel, siempre diserto, apenas abría la boca” (15). Poco después, Fagoaga decidió “abordar por tercera vez a Unamuno”, pero en esa ocasión tuvo “la buena idea de ir solo y la suerte de encontrarlo también solo” (15), de lo cual Unamuno se alegró: “¡Ah! ¿Es usted? ¡Por lo que veo esta vez viene usted solo!” (16). Le reconfortó encontrarse a una persona muy distinta: “Me enfrenté con un Unamuno desconocido. Sin auditorio numeroso, sin coro de objetantes o turiferarios, don Miguel era un hombre afable y llano, contradictor mas no contradictorio, coloquial y no ese monstruo monologador, dogmático e inaguantable que, como tal, registra hoy la historia” (15). Juntos pasearon a orillas del Bidasoa, contemplando la Isla de los Faisanes y departiendo sobre Wagner, compositor detestado por Unamuno, que consideraba que debiera haberse limitado a la poesía, como hiciera el alemán en sus inicios. Tras pasar la tarde juntos, Fagoaga describe el momento emocionante cuando, al caer el sol, oyeron las campanadas de una iglesia desde el otro lado de la frontera: La tarde llegaba a su fin y también nuestro largo paseo. Estábamos cerca del puente internacional y desde Fuenterrabía nos llegaban, cadenciosas y amortiguadas las campanadas del Angelus. Don Miguel calló de

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Fagoaga (1964). Publicado originalmente en La Prensa, 5 de julio de 1959.



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pronto. Sus ojos, súbitamente humedecidos, miraban fijamente la orilla opuesta. Luego, sin pronunciar palabra, me estrechó fuertemente ambas manos y a pasos rápidos, ganó el hotel cercano. A mi vez, hondamente conturbado, atravesé el puente y tomé el camino de mi pueblo (22-23).

El siguiente ensayo, “Unamuno en Italia”, versa sobre la influencia en el escritor de la cultura italiana, a la que Fagoaga se sentía muy afín por su larga estancia en el país transalpino durante los años veinte. Fagoaga comienza por recordar los dos viajes que Unamuno realizó a Italia, el primero en 1889, por Florencia, Roma, Nápoles y Milán, y el segundo en 1917, durante su viaje al frente de guerra italiano junto a otros escritores aliadófilos como Américo Castro o Manuel Azaña. A continuación, se repasa el influjo de la “gloriosa tríada de poetas” que gozó de la “decidida predilección” de Unamuno (31-32): Carducci, Leopardi y Dante. Del primero le atrajo su condición de “poeta civil”, más lograda a su juicio en él que en Víctor Hugo. Del segundo Unamuno tradujo “La ginestra” y el “Canto notturno d’un pastore errante dell’Asia”, que Fagoaga compara con el célebre poema “Aldebarán” de Unamuno. En cambio, se recuerda el desdén del vasco hacia D’Annunzio, al que consideraba “un figurón de moda, un esteta del gran mundo, un Narciso, en fin, de las damas galantes en los centros femeninos de la coquetería” (33). A continuación, el periodista navarro repasa la influencia de Unamuno en escritores italianos, comenzando por Benedetto Croce, amigo de Unamuno, que escribió un prólogo para su Estética en 1911, y siguiendo con Giovanni Papini, que “tradujo al italiano algunos trabajos de Unamuno y éste prologó la versión española de El crepúsculo de los filósofos de Papini” (34), para terminar con Luigi Pirandello, que no influyó en Unamuno, según afirmó este, a pesar de reconocer su poderosa originalidad y paralelismos con su obra. Termina Fagoaga recordando a hispanistas italianos como Ezio Levi, traductor de Niebla, Adriano Tilgher, estudioso de su teatro, o Arturo Farinelli y Michele Sciacca, que se interesaron por su filosofía. Capítulo aparte merece Gilberto Beccari, traductor de gran parte de la obra unamuniana. Con todo, la afirmación inicial de Fagoaga de que la aspiración de Unamuno a que “fuera en Italia donde, con pre-

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ferencia a los demás países europeos, alcanzaran sus escritos la máxima difusión” se habría visto “cumplidamente logrado en vida del escritor” (25) habría de ser matizada, dado el eco comparable, y seguramente superior, que tuvo su obra en Francia, Alemania o Checoslovaquia, según demuestra la bibliografía unamuniana reciente.4 Pero, en la lectura de Unamuno por parte de los nacionalistas vascos, había una cuestión insoslayable, que lastraba cualquier otra interpretación, y era la cuestión del rechazo de Unamuno al euskera.5 Esta había sido ya tratada por Justo Gárate (Vergara, 1900-Mendoza, Argentina, 1994), catedrático de Medicina y miembro histórico de Acción Nacionalista Vasca, en su artículo “Pasión y sofismas en Unamuno”, publicado en el Boletín del Instituto Americano de Estudios Vascos,6 donde, después de adelantar que “mucho he leído de Unamuno y mucho me ha enseñado y fue muy amable en el café de Montparnasse donde le traté varios meses” (56), procede a rebatir afirmaciones erróneas de Unamuno sobre el “vascuence” que no son cosas de “gramatiquería”, sino que implican cierto calado en cuanto a la originalidad del euskera y en las que quedaría demostrado que “o bien la pasión quitaba conocimiento a don Miguel o se excedía en su papel de maestro infalible en filología” (57). Por otra parte, Justo Gárate denuncia como una “falsificación voluntaria o involuntaria de la verdad” (58) la historia del anillo que implicaba castigo a los niños que, según Unamuno, hablaban castellano en las escuelas, siendo precisamente el euskera la lengua reprimida y castigada físicamente, verdad “archiconocida en el País Vasco”. El breve artículo de Gárate terminaba con la indicación “con-

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La bibliografía sobre la recepción de Unamuno en Francia es muy amplia. Véanse, como muestra, a los dos lados del arco temporal: García Blanco (1959); Rabaté y Rabaté (2012). Sobre la recepción en Alemania, puede verse Martín Gijón (2017). Sobre Checoslovaquia, Gutiérrez Rubio y Martín Gijón (2018). La postura de Unamuno sobre las lenguas de España distintas al castellano ha lastrado hasta hoy toda su percepción también en el ámbito cultural catalán. Como ejemplo extremo, véase la inusitada virulencia, desde su posición afín al nacionalismo catalán, de Joan Ramon Resina (2004). Gárate (1958).



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tinuará”, que, llamativamente, no se cumplió, quizás porque Unamuno, era evidente, tenía también sus admiradores dentro del exilio nacionalista. Pero, sin duda, el ensayo más representativo y más valioso dedicado a Unamuno desde el nacionalismo vasco exiliado es el del periodista, escritor y político Martín de Ugalde Unamuno y el vascuence. Contraensayo (1966).7 Martín de Ugalde (Andoain, 1921-Bilbao, 2004) se había exiliado en Venezuela, donde crearía en 1948 la revista Euzko Gaztedi y en 1950 se convertiría en director de una de las publicaciones emblemáticas del exilio vasco, Euzkadi. Ugalde escribiría varias novelas, libros de cuentos, ensayos y obras de teatro, tanto en castellano como, sobre todo, en euskera. De manera paralela colaboraba en la prensa venezolana y desarrollaba una rica actividad asociativa, fundando la Juventud Vasca y siendo presidente del Centro Vasco de Caracas, así como del PNV en Venezuela, llegando a ser vicepresidente del Gobierno vasco en el exilio. Escrito desde la discrepancia y el respeto, pero también, salta a la vista al leerlo, desde el dolor contrito por la actitud de Unamuno hacia la lengua vasca, Unamuno y el vascuence lleva el subtítulo Contraensayo por ser la respuesta que Ugalde, según confiesa, “siempre había tenido deseos” (7) de darle al ensayo “La cuestión del vascuence” que había publicado Unamuno en 1902. Ugalde comienza por deshacer el error “muy extendido entre los vascos” de que el polémico escrito de Unamuno fue escrito bajo el despecho de haber perdido la oposición a la cátedra de Euskera en Bilbao frente al euskerólogo Resurrección María de Azkue, dado que, como revisa cuidadosamente Ugalde, sus posiciones hostiles al mantenimiento del euskera se habían ido reflejando en artículos anteriores. Por otra parte, no niega que esta derrota, como la de otras plazas a las que optó en el País Vasco, pudo enconar su opinión, que manifestó una vez lograda colocación en Salamanca, desde la fama alcanzada y “en un mundo político y cultural favorable, donde coincidía con muchas opiniones españolas interesadas en el predominio de lo castellano

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Ugalde (1966). Cito por esta primera edición. Existe otra posterior: Ugalde (1979).

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y el descrédito de lo vasco como elemento distintivo; quiero decir de lo vasco simbolizado por los nacionalistas, los patriotas, naturalmente limitados, y hostilizados por todos los medios oficiales de difusión y cultura” (11). El caso de Miguel de Unamuno es comparado por Ugalde con el de James Joyce, por su rechazo del gaélico. Ambos habrían sido utilizados “por las lenguas y las culturas predominantes como voces de calidad y de crédito para propagar interesadamente contra las dominadas” (12). A continuación, Ugalde pasará a rebatir los “12 puntos fundamentales” en los que resume los argumentos de Unamuno en “La cuestión del vascuence”, dedicando un capítulo por punto y comenzando por la supuesta inevitabilidad de la extinción del euskera por causas intrínsecas, algo que Ugalde niega, ya que la lengua vasca estaría siendo “no amortajada piadosamente, como dice la figura de Unamuno, sino alevosamente asesinada” (23). Y, recordando el falaz argumento de Unamuno de que, mientras que los abogados catalanes pueden hablar de leyes en su lengua vernácula, lo mismo sería muy difícil para los vascos, Ugalde denuncia los obstáculos que el Gobierno central había puesto siempre a la implantación de una universidad en las provincias vascas. En esto, como en otras ocasiones, Ugalde contrapone a las opiniones de Unamuno las del padre Manuel Larramendi (andoaindarra como Ugalde y al que este dedica su ensayo), que, doscientos años antes, ya había advertido de las circunstancias que amenazaban la supervivencia del euskera. Tanto él como Justo Gárate habrían argumentado “como debió haber razonado don Miguel si hubiese tenido el menor sentido de responsabilidad para con su pueblo” (37). Ugalde evoca las dificultades que, por ejemplo, un español educado en Inglaterra tendría para expresarse en castellano en su ámbito profesional y recuerda el escaso entusiasmo que Unamuno mostrara ante la petición encabezada en los años de la Segunda República por Andrés María de Irujo a favor de una universidad vasca. Unamuno habría respondido que “es muy conveniente el viajar y familiarizarse con gentes y horizontes nuevos” (35) y Ugalde pregunta con sorna si “no le vendría tan bien a un vallisoletano o a un salmanquino [sic] viajar a Bilbao o San Sebastián o a Pamplona o a Vitoria”, apostillando: “Conviene que perdamos nuestro idioma, y conviene que no tengamos Universidad.



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¡Qué suerte la de los vascos: seremos más ricos y mejores con sólo dejar perder lo que tenemos!” (36).8 Con datos en la mano, Ugalde deja patente el agravio comparativo de las provincias vascas que sostenían el distrito universitario de Valladolid, comparando el rechazo a crear una universidad vasca con la apertura de universidades en Murcia y La Laguna. El guipuzcoano recuerda que Unamuno se vio por ello obligado a estudiar en Madrid, algo que muy pocos vascos podían permitirse, y ejercer finalmente en Salamanca, pero “en lugar de buscar, y de pelear, por la solución natural de los problemas de cultura vascos, se fue donde le fue más fácil. Y pagó la lengua vasca”. Ugalde deja claro que Unamuno tenía derecho a ensanchar sus horizontes, pero, añade, “lo que sí culpo a don Miguel de Unamuno, mi paisano, es […] de acusar injustamente a la lengua de sus padres, a la lengua del pueblo de donde venía, de miserias y de pobrezas que en verdad no tiene”, concluyendo respecto a la supuesta incapacidad del euskera para expresar realidades complejas que “ahora vemos los vascos, con desencanto, que don Miguel nos mintió” (42). Ugalde, además, prueba la falta de originalidad de las ideas de Unamuno, demostrando que seguía de cerca las de Matthew Arnold en cuanto a la conveniencia de la extinción del galés a favor del inglés. Unamuno, apunta Ugalde con sarcasmo, “digería las ideas, las asimilaba y las entregaba como suyas; y la verdad es que tenía él ese don de dar fuerza nueva aun a las viejas ideas sin suerte” (47). Al andoaindarra, por otra parte, le parece contradictoria y antiunamuniana la petición, por parte de quien se resistiera tanto a la idea de morir, de dejar morir a la lengua vasca. Hijo y nieto de vascoparlantes, Ugalde recuerda su drama Ama gaxo dago (1964), donde había representado a la lengua vasca como una madre enferma a la que sus hijos y nietos trataban de salvar, y se pregunta que, si a Unamuno “su

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Con todo, más adelante, Ugalde cita el testimonio del presidente Aguirre, quien le habría relatado cómo visitó en el Congreso a Unamuno para plantearle “el problema universitario vasco y le adelantó que en caso de que se consiguiera una Universidad Vasca él, don Miguel, sería el rector. Y el Lendakari fue testigo de la emoción con que Unamuno recibió de sus paisanos aquel ofrecimiento” (133).

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España y su castellano le duelen ‘hasta el cogollo del alma’, y ¿por qué no nos puede doler a nosotros el euskera?” (51), para replicar desafiante: “El pueblo vasco es un pueblo que está con las raíces de su alma al aire, y es verdad que es desdichado; lucharemos sus hijos para evitar que las perdamos definitivamente. Lucharemos en lugar de rendirnos, como nos propone nuestro paisano don Miguel de Unamuno” (57). En cuanto a la llamativa aserción de Unamuno de que los vascos, abandonando el euskera, no perderían su “peculiaridad psíquica, sino que la acrecentaremos más bien”, Ugalde cita a varios lingüistas apoyando la evidencia contraria y le pregunta a su paisano “si hace mil años alguien hubiese propuesto y obtenido que los vascos abandonasen su lengua, ¿cree don Miguel que hubiera podido decir él que había heredado el espíritu de su pueblo vasco?” (70). Para Ugalde, sin duda, “seríamos ya un grupo de castellanos más, como son los riojanos que en un tiempo hablaron la lengua de nuestros padres”, e inquiere, de nuevo a Unamuno, cuál es, si no es su lengua, el “vehículo en que ha viajado el espíritu del pueblo vasco a través de la historia hasta nuestros días” (71). Respecto a la supuesta incapacidad del vascuence para evolucionar, afirmada por Unamuno, la rebate Ugalde resaltando su carácter asimilador y apostando por la apertura a los préstamos, frente a las posiciones puristas. Su posible retraso en ese aspecto sería también culpa de los propios vascos, que “comenzaron a ver el problema cultural de su pueblo a partir de Sabino de Arana, el hombre que concibió un punto de vista nuevo sobre las razones de nuestra dependencia cultural” (83). Para alguien como Martín de Ugalde, “euskaldun nato” que confiesa que “no aprendí el castellano hasta los siete años” (121), la aserción unamuniana de que “el vascuence es un lenguaje de tipo inferior” resultó especialmente hiriente: “Lo ha dicho un vasco, y es doloroso. Es doloroso oírlo de boca de un hermano de sangre y de una persona inteligente, hasta brillante, porque no es verdad que existen lenguas inferiores, como tampoco existen razas inferiores” (99). Ugalde compara la posición de Unamuno con la de un negro que proclamase la superioridad blanca, paralelismo no desmesurado si se tienen en cuen-



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ta las circunstancias de marginación del vasco, por lo que “la injusticia de don Miguel es evidente”. Respecto a algunas pedestres argumentaciones gramaticales sobre esa supuesta inferioridad, Ugalde demuestra la falta de fundamento de Unamuno, al que achaca “limitación” de sus conocimientos en euskera para juzgar en esas cuestiones. Y, en cuanto a razones prácticas, Ugalde se pregunta por qué a Unamuno le parecería entonces mal la afirmación de algunos nacionalistas de que, de abandonar el euskera, sería mejor adoptar ya el inglés como lengua. Llegado un punto determinado, Ugalde se pregunta en cuanto a las razones de Unamuno para una “actitud negadora de la evidencia en un hombre inteligente” y aduce dos: una, “la circunstancia ya repetida de que Unamuno no era euskeldun, no hablaba la lengua de sus padres, y nunca la quiso”, y, en segundo lugar, “por razones de su carácter, entre las que destacaban su soberbia, su espíritu de contradicción, sus deseos de destacarse en su propio pueblo y la facilidad con que se identificaba con cualquier otro” (132). Ugalde, que amaba su tierra y su cultura con fervor, no entendía que Unamuno hablara “del vascuence como si realmente no tuviese ningún cariño por él” y fuera el “enterrador prematuro de la lengua de sus padres” (144-145) a la vez que se entusiasmaba por Italia, con una “exuberancia sentimental, tan poco vasca”, o, lo que desconcertaba a Ugalde, por Fuerteventura, “aquel desierto insignificante” (152), lo que solo puede explicarse porque “don Miguel era dado a efusiones sentimentales bastante exageradas, tanto a favor como en contra de algo” (152). En cuanto al “veneno” de las “pasiones regionalistas” por el cual veía Unamuno infiltrado a las iniciativas vascófilas, Ugalde le reprocha que, aparte de criticarlas, muchas veces con razón, podía “esforzarse en mejorarlas; lo que no hizo nunca […] de lo que siempre se burló desde la cómoda tribuna castellana de la lengua vencedora” (157), ejerciendo una labor negativa de “sembrar el desánimo fatalista y destruir”. Ugalde se extiende a continuación sobre las políticas lingüísticas en países como Suiza, Bélgica, Canadá o incluso la Unión Soviética, donde Ugalde, a pesar de su anticomunismo, reconoce una tolerancia con lenguas como la ucraniana o la bielorrusa que hubiera querido para el euskera.

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El guipuzcoano no deja de deplorar que, en lugar de contribuir al renacimiento del vasco, que podía haber seguido el de otras lenguas europeas, Unamuno prefiriera sumarse al “coro de los antivascos” (193) y afirma que “tuvo éxito con una clase de vascos”, los preocupados por una promoción personal para la que no les podía ayudar el euskera, pero que, por suerte, para los que como Ugalde creían en las posibilidades de esta lengua, “don Miguel ya no tiene en este punto tanto éxito entre los vascos de nuestra generación y las que le siguen” (205). Esta generación querría, mediante las obras, “demostrar que la lengua vasca, demás de tener gramática y ser capaz de crear literatura, es tan apta para su desarrollo como cualquier otra. Y este es el reto que aceptamos hoy a don Miguel” (212-213). Durante su contra-ensayo, Ugalde había citado ocasionalmente un ensayo como “La crisis del patriotismo”, que mostraba a un Unamuno que le parecía con mucho preferible y del que termina citando, para hacer suyos sus propósitos: “Libertad, libertad ante todo, verdadera libertad. Que cada cual se desarrolle como él es y todos nos entenderemos. La unión fecunda es la unión espontánea, la del libre agrupamiento de pueblos” (213). Cuando, ya durante la transición, se reedite el libro de Ugalde, este recordará con agrado la acogida y el “eco de simpatía generosa por la causa de nuestra lengua” que despertó su obra.9 En alguna de las reseñas de su libro, con todo, quedaría claro que, como decía un anónimo periodista venezolano, “Unamuno ha sido piedra de mortificación y hasta de discusión para los vascos”10 y que su postura sobre el euskera le había granjeado la hostilidad declarada de algunos que no contrapesaban su desacuerdo con la admiración que, pese a todo, mostraba Martín de Ugalde en su contra-ensayo. Un buen ejemplo es el de Eloy Placer Martínez de Lecea (Ozaeta, Álava, 1914-Reno, Estados Unidos, 1974), que, en su reseña para el Boletín del Instituto Americano de Estudios Vascos,11 comienza cuestionán-

9 Ugalde (1979). 10 El Nacional (Caracas), 25-VI-1967, apud. Ugalde (1979: 213). 11 Martínez de Lecea (1967).



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dose el interés de ocuparse de Unamuno: “Hay hombres de valor con muchísima paciencia. Martín de Ugalde, no nos cabe la menor duda, es uno de esos. Al llegar a nuestras manos un ejemplar de su obra, la pregunta que nos hacemos es si valía la pena de realizar todo este trabajo”. Martínez de Lecea, por entonces profesor de Literatura en la Universidad Southwestern de Luisiana en Lafayette, no disimula su rechazo a Unamuno, del que presenta una imagen ridícula, como la de alguien que “desde niño se dio cuenta de que era un genio”, pero que, “como para sobresalir hay que eliminar y quitar méritos a los demás”, no habría tenido escrúpulos en despreciar a quienes valían más que él, como Resurrección María de Azkue, y así lograr quitar a quien le estorbara en su camino: “Sí, se hizo un nombre. Escribiendo ‘contra esto y aquello’, diciendo medias verdades que, por el hecho de serlo, no llegan a ser verdades” (21). Reconoce que “muchos le alaban, es cierto; nosotros no vamos a regatear sus méritos”, aunque a continuación reproduce las invectivas que le dedicaran Ortega, Sender, Baroja o Salaverría. Para Martínez de Lecea, que rechaza como excéntrica la obra del bilbaíno, “si Unamuno, ya que no sentido común […] hubiese mostrado dignidad y honradez en sus disquisiciones sobre el euskera, habría hecho algo aceptable. Pero ¡son tan ridículas sus opiniones!”. Por ponerlas de manifiesto, a pesar de que había empezado por cuestionar su utilidad, “hemos de estar agradecidos al estupendo trabajo de Ugalde”, quien “rebate a la perfección las falsas teorías de Unamuno” y habría “puesto, muy bien colocados, los puntos sobre las íes, no sólo al irresponsable Unamuno, sino a todos los que por error o fanatismo nos lo merecemos”. A Martínez de Lecea, profesor universitario, le indignaba aún más que a Ugalde que Unamuno no se hubiera movilizado por una universidad en el País Vasco, y lo explica porque “Unamuno perdió en Madrid su vasquismo lo mismo que perdió su fe; fue en lo sucesivo un ‘vasco castellanizado’ […] que como tal nos recuerda a aquellos inquisidores españoles que, siendo conversos, perseguían con tanta más inquina a sus antiguos correligionarios cuanto que creían así hacer más méritos”. Martínez de Lecea terminaba recomendando el libro tanto a los vascos como a los no vascos, especialmente “franceses y españoles”, para que cejaran “en su manía de unificación” y permitieran el libre desarrollo del euskera.

XIII

Los dos Unamunos de Carlos Blanco Aguinaga

Ciertos aspectos de la obra y de la personalidad de don Miguel se fueron afirmando en mí a pesar de la leyenda y de la realidad más evidente en que la leyenda se apoya. Carlos Blanco Aguinaga, El Unamuno contemplativo (1959)

La vigencia de Unamuno en el exilio no conoció, como hemos visto, fronteras de edad. Tan venerado por quienes lo trataron personalmente desde su exilio en París, como Carlos Esplá, Eduardo Ortega y Gasset o Francisco Madrid, a quienes, por su juventud, apenas pudieron conocerlo en vida, como Antonio Sánchez Barbudo, todos supieron extraer de Unamuno, como de un venero incesante, estímulo para la propia obra y reflexión. Tampoco a la que se ha conocido como la “segunda generación del exilio” o de los “niños del exilio” dejó indiferente la obra del vasco, en ocasiones, precisamente, oponiéndose a la visión de sus mayores. En su discurso de recepción del Premio Juan Rulfo en 2005, Tomás Segovia (Valencia, 1927-Ciudad de México,

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2011) recordaba que “el primer escritor que me deslumbró fue Miguel de Unamuno”,1 y la suya no fue, desde luego, una experiencia única. Fue el caso, sobre todo, del crítico y escritor Carlos Blanco Aguinaga (Irún, 1926-La Jolla, California, 2013), que con nueve años había tenido que huir con su familia de Irún, tomada por los franquistas,2 instalándose por un tiempo en Hendaya, “muy cerca del Hotel Broca, donde, años antes, Unamuno había vivido lo más de su exilio francés” (2007: 58). En esa ciudad, el padre de Carlos, socialista prietista que había conocido al escritor bilbaíno, será nombrado vicecónsul de la República. A finales de agosto de 1939, la familia marchará a México, integrándose rápidamente en la comunidad de exiliados españoles republicanos. El adolescente Carlos Blanco Aguinaga asistirá al Instituto Luis Vives, fundado por los refugiados, y luego al Colegio de México (inicialmente, como es sabido, Casa de España). Gran amigo de Emilio Prados, sobre quien escribirá muchos años después una notable novela,3 Blanco se revelará como un brillante estudiante, lo que le hará merecedor de una beca de la Universidad de Harvard, en 1944, para cursar estudios de Filosofía, en lo que será su primer contacto con el mundo universitario norteamericano. Será allí, pero no gracias a los profesores norteamericanos, sino al catalán Pere Grases (Vilafranca del Penedès, 1909-Caracas, 2004), “inteligente y simpatiquísimo filólogo”, que Blanco Aguinaga “con los libros que nos recomendaba (Machado, Unamuno, Sarmiento, Martí…)” empezará a “pensar en serio en dedicarme a escribir o, tal vez, al estudio de la literatura” (217-218). Pero, de temperamento inquieto, el irundarra interrumpirá su formación académica para trabajar como camarero, tornero y, sobre todo, marino en un barco mercante por el Pacífico. En 1948 regresará a México, donde será uno de los animadores de la revista Presencia, que entre ese año y 1950, y a lo largo de ocho

1 Segovia (2005). 2 Véanse sus amenas memorias: Blanco Aguinaga (2007); y su segunda parte: Blanco Aguinaga (2010). 3 Blanco Aguinaga (1997). El narrador y protagonista es el propio Prados.



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números, mantendrá un grupo de jóvenes escritores exiliados, entre los que, además de Carlos Blanco, se contaban Tomás Segovia, Jomí García Ascot, Roberto Ruiz o Luis Rius, y que, frente al autarquismo intelectual de lo que se publicaba en España y un cierto misticismo esencialista en la literatura del exilio, se sentían más abiertos y cosmopolitas, puesto que lo que les fascinaba era la filosofía existencialista francesa, el cine neorrealista italiano o la última narrativa norteamericana.4 Esta visión más abierta y renovadora de la cultura podrá apreciarse también, y, sobre todo, en su obra crítica, comenzando por su tesis doctoral, escrita bajo la dirección de Raimundo Lida y publicada enseguida como ensayo, Unamuno, teórico del lenguaje (1954), en lo que será su primer trabajo académico relevante y el inicio de un fructífero diálogo con la obra del bilbaíno, sobre la cual descubrirá nuevas perspectivas. Como recordaría en sus memorias,5 Carlos Blanco Aguinaga escogió el tema de su tesis a pesar de que esto dificultaba que pudiera recibir una beca en El Colegio de México, que debía ser para “trabajar en cosas de América”, y llegó al acuerdo con Lida de investigar oficialmente sobre “el lenguaje taurino de México”, haciendo “de vez en cuando unas fichas, y siga con su Unamuno” (37). El irundarra recordaba, décadas después, que “en aquellos tiempos yo leía a Unamuno menos críticamente que ahora”, lo que lo llevó a enojarse con Indalecio Prieto, al que había visitado con su padre, y que había comenzado a despotricar sobre la posición política de su paisano (45). El original enfoque de la tesis de Blanco Aguinaga, Unamuno, teórico del lenguaje (1954a), parte del axioma de que para algunos pensadores, entre los que se incluiría el “escritor total” Unamuno, “una teoría de la lengua es una poética, y una poética es una teoría de la realidad”.6 Unamuno, que además fuera filólogo, estudioso de las lenguas castellana y vasca, “vive de la palabra y para la palabra” (9), habría querido desentrañar el lenguaje para encontrar la realidad sobre la que

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Véase el testimonio del propio Blanco Aguinaga (2006). Blanco Aguinaga (2010). Blanco Aguinaga (1954a: 9).

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se funda y elaboró, aunque de modo implícito, “una teoría de la lengua”, que Carlos Blanco se propone exponer. Pero este tema, según el crítico, tendería puentes hacia el resto de los temas que, disintiendo en esto de Julián Marías, no podían resumirse en el de la inmortalidad, sino que abarcarían, al mismo nivel que “la realidad personal y universal que era su ansia de inmortalidad”, la concreta “realidad histórica, circunstancial, que era su España” (11), dos temas entre los que como los extremos de un péndulo oscilará Unamuno, con fases de mayor preocupación por el problema del hombre de carne y hueso y otras por el “problema de España”, aunque ambos se sostengan mutuamente y se imbriquen de múltiples maneras. Para Blanco Aguinaga, en su primera fase, que tratará en la primera parte de su ensayo, “Primeras ideas sobre la lengua (1895-1903)”, Unamuno, más pendiente de lo social, “se ocupa de la lengua como instrumento social de un cierto momento histórico” y se preocupa de la regeneración lingüística como parte de la regeneración nacional, mientras que a partir del cambio de siglo, y, sobre todo, con la publicación de Del sentimiento trágico en 1912, dentro de su vuelco sobre el destino del individuo, se pasa a una “teoría sentimental, irracional, individual, poética, universal, de la lengua” (12). Adelanta el irundarra que muchas de las ideas que expondrá han llegado a nosotros a través de otros pensadores como Croce o Bergson, pero convenía resaltar el papel de “Unamuno como precursor ignorado del pensamiento moderno” (13). Partiendo del ensayo unamuniano “Poesía y oratoria”, señala cómo Unamuno sitúa la palabra en el origen al modo evangélico, de modo que “la palabra es verbo engendrador y forma cambiante de lo que cambia” (37), y de ahí la importancia de su adecuación a los nuevos tiempos. Contra resabios casticistas y contra “el viejo castellano, acompasado y enfático”, Unamuno habría apostado por una lengua más ligera y precisa, que se quiere vehículo claro de comunicación,7 para renovar ideas, pues “el lenguaje y el pensamiento van indisolublemente unidos, puesto que

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En esta época modernista, Unamuno afirmaba que “la sintaxis española es un decir en carreta cuando va el pensamiento en locomotora”.



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son en el fondo una sola y misma cosa. No cabe pensar sino con palabras”, según expresara en “La cuestión del vascuence”. En su ensayo “Contra el purismo” aboga por la aceptación de neologismos y, como resume Blanco Aguinaga, con su haber histórico de filólogo, “comprende el origen bárbaro y difícil de todo clasicismo” (42). Frente al futuro Unamuno “apologista del misterio”, en sus primeros años aspiraba a una claridad por la que envidiaba a la ciencia. Por otra parte, con concepción romántica, Unamuno apoyaba el estudio de la lengua como modo de conocer “el espíritu colectivo, el alma de los pueblos”, idea que mantendría toda su vida y que le llevaría a esforzarse por aprender idiomas como el danés y a lamentar, por ejemplo, no saber lenguas eslavas por impedirle esta ignorancia acceder al alma de teólogos como el checo Jan Hus. En sus primeros años, opuesto al casticismo, Unamuno habría llegado a defender que “una de las soluciones para renovar el viejo y cansado castellano es ‘inundarlo’ con ‘exotismo europeo’” (51). Poco a poco irá, con todo, hacia una concepción cada vez más íntima del lenguaje, menos preocupada por la renovación de la lengua nacional y más interesada por el “lenguaje en cuanto poético y universal. Nos hablará de la expresión de lo espiritual íntimo” (71). Aquí profundizará Blanco Aguinaga en la segunda parte de su ensayo, “Realidad y poesía. El método de la pasión y la lengua”, que parte de la evolución de Unamuno desde su inicial pragmatismo spenceriano hacia un irracionalismo sustentado por su ansia de inmortalidad, pues en él “todo lo que dice y hace surge de un mismo centro motor, de su necesidad irracional de subsistir en la muerte, y todo Unamuno en lucha es un constante anti-racionalismo que defiende su necesaria y volitiva actitud irracional […]. Hay que fijar como centro unitario de todas sus teorías el sentimiento en agonía” (80-84). Unamuno, en consecuencia, defenderá “una lengua que, respondiendo a las necesidades irracionales del individuo, sea ilógica en su estructura, y hasta barroca si fuere necesario” (78). Este viraje hacia una desconfianza en las posibilidades cognitivas de la razón lo lleva a preferir, como “método de su conocimiento, el siempre vago y lleno de sugerencias método de la poesía. Sólo la poesía que para Unamuno es esencialmente irracional, puede llegar al

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espíritu” (90). De este modo, Blanco Aguinaga, siguiendo una poderosa corriente dentro de los escritores del exilio, se vuelca sobre la obra lírica de Unamuno y afirma que “es así como la poesía llega a ocupar el primer plano en la obra de Unamuno. Toda su obra gira alrededor de este tema poético de la realidad interior, realidad en última instancia inefable” (102). El filólogo guipuzcoano pretende incluso dilucidar en Unamuno una “teoría poético-agónica del lenguaje” (103) en la que “lo filosófico-poético es sentimiento y su expresión requiere en cada hombre un lenguaje propio” (103). Este lenguaje poético, sin embargo, se opone a la armonía y a la musicalidad, y es más bien un grito desgarrado: Con este gritar en público llegamos a uno de los aspectos más interesantes y personales de la teoría del lenguaje de Unamuno. Es fundamental su insistencia en el grito, tanto teóricamente como en la práctica: la musicalidad de que nos hablaba antes, se rompe en interjección elemental porque el fondo del alma de Unamuno está desgarrado por una agonía dolorosa que sólo puede expresarse en el grito más primitivo, aunque este grito rompa con las normas del caparazón del pudor y, de paso, con las de toda sintaxis “correcta” o versificación melódica (114).

La modernidad de Unamuno estaría en esta visión al límite del lenguaje, tocando sus límites tanto de poeta como de filósofo. Cinco años después, y ya desde la Universidad de Ohio, donde comenzará su periplo profesional estadounidense, Blanco Aguinaga publicará El Unamuno contemplativo (1959),8 sin duda su libro más importante sobre el escritor vasco y cuyo propósito, en cierto modo iconoclasta, declara desde su prólogo, donde se queja de que, a pesar de que el nombre de Unamuno despertara “tantas y tan complejas reacciones contradictorias y subjetivas”, todas ellas se habrían hallado hasta ese momento supeditadas a “un solo patrón, objetivo, fijo, hace ya tiempo, legendario e inmutable” y que se resumiría en que Unamuno, del que se habrían dicho tantas cosas, “suele significar, fundamentalmente, una sola : ago-

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Cito por la más accesible segunda edición (Blanco Aguinaga, 1975).



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nía” (9). La “leyenda de Unamuno”, que equivaldría a términos como “agonía, irracionalismo gratuito, violencia”, habría cerrado el paso a “otras posibilidades de la obra de Unamuno”, impidiendo formular otras interpretaciones a una obra “tan amplia y compleja” (10). Esa difícil empresa es la que se propondría Blanco Aguinaga, partiendo de la afirmación, hecha por el propio Unamuno, que muchas veces “dijo que palpitaba en él y en su obra un espíritu que no correspondía al de su lucha legendaria y paradójica; más aún, que era su opuesto” (10). Este espíritu opuesto habría sido detectado por Carlos Blanco a lo largo de años de asidua lectura unamuniana, en los que “ciertos aspectos de la obra y de la personalidad de don Miguel se fueron afirmando en mí a pesar de la leyenda y de la realidad más evidente en que la leyenda se apoya” (11). Frente a su famosa virulencia y temperamento agónico, un “cierto tono melancólico”, “una nostalgia y ternura resignadas” que parecían condecir poco con su imagen más conocida. Este otro Unamuno estaría especialmente presente en sus primeras obras, como En torno al casticismo y Paz en la guerra, habitualmente menos consideradas que su obra posterior, pero a las que Carlos Blanco dedicará particular atención, no sin insistir en que “las raíces” de los temas y tonos que en ellas aparecen “recorren toda la obra de don Miguel durante más de treinta años” (12). La primera parte del libro se titula “Los dos Unamunos” y se divide en dos capítulos: “El Unamuno agonista. Breve resumen” y “El Unamuno contemplativo”. En el primero se compendia al Unamuno más conocido, resumiendo los hitos más importantes de su biografía temprana e insistiendo en su crisis religiosa de 1897, para lo cual se basa en Sánchez Barbudo, con cuya interpretación, sin embargo, y como insiste en varias ocasiones, Carlos Blanco no está de acuerdo en absoluto.9 El irundarra resume la concepción divina del bilbaíno al afirmar que “Dios en Unamuno sólo tiene razón de ser en cuanto

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Para su libro de 1959, Carlos Blanco Aguinaga tuvo muy en cuenta la ya abundante ensayística unamuniana del exilio, sobre todo, el “excelente libro” de Ferrater Mora (47), el de García Bacca y los trabajos de Sánchez Barbudo, cuyo valor reconoce, aunque disienta en su interpretación.

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instrumento para la creación de una inmortalidad a todas luces imposible” (31), imposibilidad que impele a la perpetua lucha por creer o, al menos, merecer esa inmortalidad. Blanco Aguinaga, que al contrario que otros exiliados seguía atentamente el desarrollo de la literatura bajo la dictadura franquista y con especial interés la obra de poetas inconformistas como Blas de Otero, veía la influencia del Unamuno agonista en “el entusiasmo con que, hoy mismo, casan los jóvenes poetas de España la ‘reciedumbre’ de Unamuno con la sobriedad de Machado y el socialismo de Neruda para oponerlos a las sutilezas de los ‘esteticistas’ de la generación poética anterior que rechazan” (38), lo que le parecía legítimo y positivo, pero que contribuía a fijar como única una sola faceta de Unamuno, uno solo de sus “dos hombres” que había en él y de los que hablaba ya en 1897 en el prólogo a un libro de poemas de su amigo Juan Arzadun. A ese Unamuno se le dedica el segundo capítulo, dividido en varios epígrafes. En los primeros, “Unamuno ante sí mismo. La objetivación del problema de sus dos personalidades” y “La voluntad de paz nacida del cansancio de la agonía”, muestra con abundancia de citas la conciencia que Unamuno tenía de las “dos querencias contrarias” (44) que se disputaban su corazón, hacia la lucha y hacia el sosiego. Ahora bien, en esta última Blanco Aguinaga distingue un deseo más circunstancial de paz que nacería del simple cansancio y que, por tanto, a su entender, no ha de considerarse tan decisivo. Es esa petición de descanso que aparece en muchos de sus poemas, en inicios como “Quiero dormir del tiempo, / quiero por fin rendido / derretirme en lo eterno” o, de modo más llamativo: “Querría, Dios, querer lo que no quiero; / fundirme en ti, perdiendo mi persona, / este terrible yo por el que muero / y que mi mundo en derredor encona”. A pesar de que Blanco considera estos versos “anhelos meramente circunstanciales, producto del cansancio” (54), similares a los que pueda sentir alguien muerto de fatiga, versos como los citados supondrían “la existencia de querencias extrañas a la voluntad del Unamuno más conocido” (53), impulsos que recorre en los siguientes epígrafes de modo cronológico, dividiendo su tratamiento entre “La primera época” y “Después de 1900”, ya que en las obras escritas durante el siglo xix, según el irun-



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darra, se expone de manera más amplia este perfil contemplativo que, posteriormente, aparecerá solo ocasionalmente, aunque subyacería a toda su obra. Así, en su inicial En torno al casticismo (1895), obra ambigua y desconcertante, pues, si es principalmente un “libro polémico” (63), de intervención activa en la sociedad de su tiempo, en él aparece la idea de intrahistoria, que implica una voluntad implícita de paz y de inconsciencia según Blanco Aguinaga. Dicho concepto resulta clave en la indagación del autor, dado que sería una “intuición esencialista […] de la cual veremos originales todos los temas y subtemas, símbolos y metáforas peculiares al Unamuno contemplativo” (64). Estos se verían de manera más nítida en la novela Paz en la guerra (1897), desde cuyo título se expresa esa certidumbre unamuniana de que, bajo el ruido y la furia de la historia, subyace una “realidad última de unidad y paz” (72), que es la que viven, de manera inconsciente, Pedro Antonio Iturriondo y, de manera a la vez extática y racionalizada, Pachico Zabalbide, cuya experiencia hacia el final de la novela Blanco analiza detalladamente, detectando tres fases, de enajenación, armonía y fusión de los contrarios, que, casi al modo de unos ejercicios espirituales particulares, habría logrado aislar Unamuno en su vivencia, de modo que pudo, en su alter ego Pachico (cuya identificación con el autor es “evidente” para Blanco), describir “con absoluta precisión” aquellos “pasos que llevan, a través del abandono gradual de las potencias, al trance contemplativo en que el alma, enajenada, se entrega a la idea de lo eterno” (89). Frente a quienes consideraron Paz en la guerra una novela realista de cuya técnica se separaría Unamuno posteriormente, para Blanco es “una novela impresionista en la cual la historia real es sólo el pretexto para la expresión de una visión personal y lírica de la realidad” (99). De hecho, la reivindicación de esta novela y de En torno al casticismo, habitualmente preteridas por la crítica en detrimento de su obra posterior, considerada más original, su ensalzamiento como “dos obras básicas” de Unamuno resulta fundamental para Blanco Aguinaga a la hora de poner al mismo nivel “los dos Unamunos” e insistir en que “tan importante como la voluntad de límites y de conciencia en la vida y en la obra de Unamuno será éste que podríamos llamar su

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espíritu de disolución, su tendencia a entregarse, satisfecho y libre de las trabas de lo temporal, a la disolución de su propio yo” (101). Esta entrega sería unas veces positiva, “a Dios y a la idea de la Eternidad”, otras, negativa, “en su rendición tranquila y resignada a la idea de la Nada y de la inutilidad de todo esfuerzo” (121). A este otro Unamuno habría sido difícil “reconocerlo, o recordarlo, entre tanto grito y tanto ataque a la razón, a la ciencia, a la civilización, a Europa” y entre tanta “distorsión agónica” (111). Más que en sus novelas posteriores, sería en muchos de sus poemas y en sus libros de viajes (en las “visiones que están fuera del tiempo” en el monasterio de Guadalupe, en la mansedumbre nebulosa de los paisajes gallegos) donde nos aparecería “un hombre suave y resignado, amante de la paz y del vagar inconcreto del pensamiento” (121) por el que Carlos Blanco siente una mayor afinidad que por el “energúmeno de la conciencia agónica” (136). En el segundo volumen de su ensayo, considerablemente más extenso, se estudian los temas y símbolos principales del Unamuno contemplativo, con un enfoque, por cierto, muy distinto al de Carlos Clavería en Temas de Unamuno (1953),10 pues lo que el entonces catedrático de la Universidad de Murcia publicara son cinco ensayos, en los que solo se tocan en profundidad los temas de Caín y la luna, centrándose los otros en asuntos como las influencias de Carlyle o Flaubert en Unamuno.11 Blanco Aguinaga, en cambio, aborda en ocho capítulos los temas y símbolos (omite una distinción clara entre ambos) que nos llevan al Unamuno contemplativo, empezando por la importante “idea de la niñez”, tanto como época en la que Unamuno aún no había perdido la fe católica como en tanto etapa de la vida en que podía entregarse a vagas ensoñaciones que luego echaría en falta. La importancia de la niñez en Unamuno viene dada también, como

10 Clavería (1953). 11 En su reseña a dicho libro, Carlos Blanco Aguinaga había apuntado con razón que “así como Carlyle ejerce sobre Unamuno una influencia real y formativa […] no creemos que Flaubert haya influido realmente en Unamuno”. Véase Blanco Aguinaga (1954b).



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apunta agudamente el irundarra, porque en el bilbaíno fue muy fuerte la convicción de “la existencia de un yo sustancial anterior a toda experiencia” (138), aunque esta combatiera en él, como tantas otras cosas, con la idea de un yo histórico. Esa convicción le lleva a la creencia en unas “ideas madres” arraigadas desde el nacimiento y que persistirían inmunes a los reveses de la vida adulta. Otro tema es “el refugio en la familia”, el hogar como remanso de paz, tal como lo describe, sobre todo, en algunos poemas del Rosario de sonetos líricos, hogar cuyo corazón es su esposa Concha de Lizárraga, su “costumbre”, como la definiera en célebre fórmula repetida en muchas ocasiones. La visión de la esposa como madre enlaza con el tema que, junto al de la naturaleza, desarrollará más por extenso Blanco Aguinaga. En efecto, y aparte de la importancia del motivo de la maternidad en la novelística unamuniana (hasta su tratamiento en La tía Tula), “la madre” se relaciona en Unamuno con la preconciencia infantil y con una imagen de protección, de “marasmo dulcísimo” como el que vive en su convalecencia el Ignacio de Paz en la guerra, que varios de sus personajes evocan luego en su edad adulta, como Augusto Pérez, cuya madre no llega a hacer acto de presencia en Niebla, pero cuyo recuerdo satura la memoria del protagonista, y, sobre todo, en Amor y pedagogía, novela menos lograda desde el punto de vista ficcional, pero en la que se exponen netamente las tesis de Unamuno: frente al intelectualismo formalista de Avito, la calidez irracional de Marina, en cuyo nombre, aunque curiosamente Blanco Aguinaga no lo señale, se funden los temas de la madre y el mar, como veremos, otro de los símbolos de quietud eterna del Unamuno contemplativo. En dicha novela, al hablar de una canción de cuna, se opone la “letra paterna” y la “música materna”, lo que da pie a Blanco, que llama la atención sobre cómo “una vez más la gran precisión conceptual y lingüística de Unamuno preña de resonancias la frase al parecer menos importante”, para cuestionar el tópico del rechazo del bilbaíno a la música o de su dureza de oído, que no nacería sino de su oposición consciente, desde su yo agónico, a la atracción hacia lo indiferenciado y sin límites de la música, como en su poema “Música”, que comienza: “¿Música? ¡No! No así en el mar de bálsamo / me adormezcas el alma; / no, no la quiero; / no cierres mis heridas —mis sentidos—”. Ejemplo evidente

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de la lucha defensiva del Unamuno agónico contra el contemplativo y resignado, pues, como explica Blanco, “la música le atrae demasiado, le lleva con demasiada facilidad al mundo de lo inconsciente que, naturalmente, su conciencia aborrece” (199). Por otra parte, es sabida la oposición que Unamuno establecía entre la letra muerta y el verbo vivo, el espíritu. En cuanto a la naturaleza, es para Unamuno, en primer lugar, soledad y silencio buscados de modo recurrente, ya fuera en las alturas de la Peña de Francia o junto al río Tormes, en cuya quietud se le revelaría la eternidad, sintiendo esas “horas enteras de duración pura, horas de eternidad y de silencio”, donde Blanco observa una asimilación de las ideas sobre la duración de Bergson, que habría sido “para su ideal contemplativo, un hermano, como lo fue Kierkegaard respecto a su agonía. Los dos significan, en los polos contrarios de su pensamiento, la objetivación de intuiciones propias” (221). Curiosamente, incluso en el río, Unamuno sería capaz de dar la vuelta a la idea del panta rei y, poniendo a “Heráclito al revés”, percibir lo inmutable del río en su movimiento constante, como en el incesante mar percibe la quietud total de su fondo y su permanencia. En el fondo, en Unamuno subyacería la oposición hegeliana entre Naturaleza e Historia enriquecida por el concepto personal de la intrahistoria, en el que, como analiza Carlos Blanco, hay “implícitas posibilidades dinámicas” (250), expresadas por el propio Unamuno, en el pueblo que va haciendo la historia más que los políticos y generales, pero también subyace un sustrato potencialmente antihistórico, que se desarrollará en los últimos años de Unamuno, cuando este ya no habla “de intrahistoria, sino, bien a las claras, de no historia” (251), mitificando un pueblo ahistórico y, de paso, negándose a aceptar los cambios y manifestaciones del pueblo histórico. Ello ocurriría como reacción a su mala conciencia, precisamente durante su mayor fama pública e internacional, lograda en el exilio y la oposición a Primo de Rivera y Alfonso XIII, “por haberse entregado a la Historia” (260), como mostraría de manera sangrante en Cómo se hace una novela (1929). En las que son algunas de las mejores páginas de su libro, Carlos Blanco analiza “la forma negativa en que [el concepto de intrahistoria] se desarrolla en los últimos años de la vida de don Miguel” (259) y



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consigna con algo de decepción cómo, a su regreso del exilio, “escribe Unamuno sus hermosos pero parciales artículos sobre la ‘Castilla eterna’ en los que, más que vivir en el presente verdadero […] trata de recoger el pasado, de atesorarlo, de estancarse y perderse en él” (252). Este sería el aspecto menos atractivo del Unamuno contemplativo que, para Blanco, se impone en su última novela, “San Manuel Bueno, mártir, una de las obras más hermosas, más tristes y, desde el punto de vista de su problema personal, más trágicas que escribió don Miguel; la novela en que se ve más claro el cansancio de la agonía, uno de los motivos de su tendencia a lo inconsciente” (258-259). A continuación, Carlos Blanco analiza los momentos en los que el silencio de la naturaleza lleva a Unamuno, de natural panteísta, a sentir “la presencia de Dios, de un Dios puro y omnipotente al que nunca logró llegar en su torturado pensar y leer de solitario angustiado” (266). Oponiéndose implícitamente a la tesis de Sánchez Barbudo sobre un Unamuno que nunca logró recobrar la fe tras su crisis de 1897, Blanco Aguinaga niega que se pueda rechazar legítimamente la sinceridad de los múltiples testimonios, sobre todo, en verso, de ese sentimiento íntimo de Unamuno, alcanzado junto a la sensación de “derretirse, dejar morir la conciencia, fundirse con la naturaleza” (274), deponiendo su famoso yo agónico. Los dos últimos capítulos tratan del significado simbólico del agua y la luz difusa, elementos ambos que sirven para describir la pérdida de límites y la difusión, asimilación en los elementos de una conciencia cansada de luchar. Además del mar, Carlos Blanco resalta la importancia del lago, “símbolo de la Nada quieta” (317), de implicaciones a veces de un desolado nihilismo y que encuentra, por supuesto, su mejor representación en el lago de Sanabria en San Manuel Bueno, mártir, “la obra en que el Unamuno no agonista se nos aparece más claro en su falta de fe” (317). En cuanto a la luz difusa, que Unamuno elogiara en un principio como propia de su Vizcaya natal, burlándose en su En torno al casticismo de quienes elogiaban la “claridad” castellana frente a las “brumas del Norte”, Carlos Blanco recoge muestras de cómo posteriormente en Unamuno alternaron la atracción por la luz castellana, de contornos nítidos, con su nostalgia por la penumbra de las iglesias, el

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otoño o la matizada luz de los atardeceres, como, por ejemplo, en un pasaje de Andanzas y visiones españolas, donde Unamuno evoca “aquella santa caída de la tarde” que vivió “como un baño en algo etéreo” (353). También la luz de la luna, a cuyo tratamiento unamuniano dedicó Carlos Clavería un capítulo entero de su estudio, que ilumina El Cristo de Velázquez, de suavidad preferida por Unamuno a los Cristos agónicos que en otros momentos describe. En el epílogo, titulado de nuevo “Los dos Unamunos”, Carlos Blanco Aguinaga sintetiza y aclara su tesis principal, la existencia de un Unamuno contemplativo que se deja atraer por la inconsciencia que le sugieren símbolos como el mar, la luz difusa o el sueño, todos ellos retrotrayéndolo a la infancia o al estado prenatal protegido por la madre. El irundarra reitera que su libro no pretende llevar a cabo un revisionismo y presentar al “verdadero” Unamuno, sino mostrar “una de sus dos personas” (367), la mitad habitualmente desatendida en un temperamento escindido y en constante evolución. Dando, sin embargo, la razón al mayor interés que su otra mitad despertara (y recordemos las fundamentales aportaciones de García Bacca, Ferrater Mora o Serrano Poncela, bien conocidas del autor), Blanco concede que “quizá sea más importante para la Historia del pensamiento moderno el agonista, pero los dos eran igualmente importantes para él” (368). Lo que el guipuzcoano rebate sin dudas es la posición de Sánchez Barbudo, que llegara a hablar del “Unamuno de novela y el de verdad”, distinción absurda para Blanco, que afirma la existencia de “dos Unamunos, pues, contrarios y alternantes, y los dos verdaderos” (371) que, a diferencia de otros aspectos, como sus ideas sobre el lenguaje o su actitud ante el socialismo, no evolucionan en un determinado sentido, sino que coexisten y se fecundan mutuamente, contribuyendo a la complejidad de su obra. Carlos Blanco Aguinaga, que en aquellos años pasaría por las universidades de Johns Hopkins de Baltimore, Wisconsin en Madison (donde, curiosamente, coincidiría con Sánchez Barbudo) o la University of Texas en Austin, estableciéndose definitivamente en 1964 en la University of California en San Diego, no cejaría en sus lecturas unamunianas y su ocupación constante con una obra que le atañía de modo muy directo. En consonancia con su cada vez mayor interés por



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la historia social, paralelo a su compromiso político, Carlos Blanco se interesó por la poco conocida etapa socialista de Unamuno, a partir, sobre todo, de sus colaboraciones en el periódico bilbaíno La Lucha de Clases, entre 1894 y 1897. El irundarra presentó sus primeras conclusiones en agosto de 1965 en una ponencia, “El socialismo de Unamuno”, en la ciudad holandesa de Nimega, ante el numeroso público del II Congreso Internacional de Hispanistas, topándose con reacciones encontradas. Dicho trabajo sería publicado al año siguiente en Revista de Occidente y, en una versión ampliada, en 1968, en los Cuadernos de la Cátedra de Miguel de Unamuno, en una época ya de mayor permisividad en las publicaciones españolas.12 El ensayo “El socialismo de Unamuno”, además, será el germen en torno al cual crezca el libro Juventud del 98 (1970),13 uno de los más conocidos de Carlos Blanco Aguinaga, que rescata los inicios izquierdistas de los escritores de la generación del Desastre para demostrar que, “en su juventud, durante los años claves que van de 1890 a 1905”, estos escritores “se enfrentaron con ‘el problema de España’ desde perspectivas sociopolíticas radicales que van desde el federalismo intransigente hasta el marxismo” (31-32), algo olvidado tanto por la deriva posterior de estos escritores como por la reinterpretación casticista y nacionalista que se hiciera de ellos durante el franquismo. Las pesquisas de Blanco Aguinaga sobre el socialismo de Unamuno fueron coetáneas y compartidas por Rafael Pérez de la Dehesa (Madrid, 1931-Madrid, 1972), notable investigador, cuya tesis Política y sociedad en el primer Unamuno, publicada en 1966,14 había sido dirigida por José Luis López Aranguren hasta que este fue expulsado de su cátedra por su oposición al régimen. Pérez de la Dehesa, de hecho, no lograría plaza en ninguna universidad española, vetado por ser de izquierdas, y terminaría, hasta su prematura muerte, impartiendo clases en la Universidad de Berkeley, California, cerca de donde vivía Blanco Aguinaga, y manteniendo amistad con él y otros exiliados.

12 Véase Blanco Aguinaga (1966a, 1968). 13 Cito por la tercera edición, Blanco Aguinaga (1998). 14 Pérez de la Dehesa (1966).

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El propio irundarra reconoce que, en el mencionado libro, su amigo “llega a conclusiones sobre el socialismo de Unamuno que, en lo fundamental, no difieren de las nuestras” (75), con la diferencia de que Blanco Aguinaga pretenderá discernir “si fue o no estrictamente marxista el socialismo del joven catedrático de Griego” (76). Blanco Aguinaga sale al paso de la “tendenciosa” reseña que del libro de Pérez de la Dehesa hiciera Gonzalo Fernández de la Mora,15 intelectual orgánico del franquismo tecnocrático que sería pocos años después ministro de Obras Públicas. Al igual que su casi colega en California, Blanco Aguinaga se basa, por una parte, en la correspondencia de Unamuno con el filólogo Pedro Múgica, asentado en Alemania, y al que, al hilo de cuestiones eruditas, fue pidiendo bibliografía marxista, y, por otra, como es lógico, en sus artículos para La Lucha de Clases y Der Sozialistische Akademiker. Para la adscripción de Unamuno al socialismo, Blanco Aguinaga registra los antecedentes en su esfuerzo por “racionalizar” su fe que le llevaron a la lectura de, por orden progresivo de importancia, Kant, Hegel y Spencer, con lo que “cubre así Unamuno en cortísimo plazo, de 1880 a 1884, las tres etapas fundamentales de la filosofía europea oficial de entonces” (80), y será Spencer quien marque con mayor impronta su pensamiento hasta 1894, año en que se declara públicamente socialista en una carta famosa del 11 de octubre de 1894 en La Lucha de Clases, culminando un proceso de “evolución ininterrumpida” (87) que puede seguirse en las cartas a Múgica, a quien en marzo de 1892 envidiaba por vivir en Alemania, “en medio del torbellino de este nuevo y santo movimiento”, una fórmula en la que Blanco Aguinaga ve la clave para el pronto alejamiento de Unamuno del socialismo por su incapacidad o falta de voluntad por despegarse de un lenguaje que veía al socialismo como algo más cercano a una religión que a un método científico y por el “resurgimiento de ciertas inquietudes religiosas que llegan a la larga a confundirse con su socialismo para acabar desvirtuándolo” (88).

15 ABC, 5 de noviembre de 1966. Véase la monografía que, desde un punto de vista apologético, le ha dedicado recientemente Pedro Carlos González Cuevas (2015).



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Durante 1894, antes y después de su famosa carta, se dará la mayor identificación de Unamuno con Marx, antes de empezar a alejarse en 1895 por repugnarle el exclusivo materialismo que profesaban los militantes del PSOE, que comenzaban, según Unamuno, a llamarle “místico”. Carlos Blanco, por su parte, marxista convencido, habla del “utopismo del socialismo de Unamuno”, que, sin embargo, aún tras sufrir su cardinal crisis de marzo de 1897, seguía leyendo a Marx y el 15 de septiembre de 1898 declaraba a Múgica que “cada día me interesa más el socialismo”. Para el irundarra, a pesar de lo breve de la etapa declaradamente socialista de Unamuno, no puede desdeñarse su aportación, en especial el tratamiento de “la deshumanización del hombre (y, claro está, de la cultura) bajo el capitalismo”, que habría sido “la contribución mayor de Unamuno al pensamiento socialista español de su tiempo” (111), expuesta, sobre todo, en sus artículos del Sozialistische Akademiker, y donde ataca tanto el clasismo de la educación y cultura de su época como la incultura y deshumanización de la mayoría sobre el que aquellas se sustentaban, en un análisis impecablemente marxista. Como resalta Blanco: Ni los krausistas, ni los tradicionalistas de fin de siglo, ni Ortega después […] podrían haberse jamás enfrentado con el problema de la deshumanización con la radical sencillez del Unamuno marxista: lo que ocurre en el mundo de la educación, de la cultura y del arte, ocurre, nos dice, como consecuencia de las contradicciones del sistema capitalista. A lo que añadirá más adelante que la alienación que es la deshumanización resulta de la división del trabajo y de la transformación del valor de uso en valor de cambio (113-114).

La brevedad del compromiso socialista de Unamuno, así, no fue óbice para que fuera capaz de expresarse con precisión en un lenguaje marxista, y Blanco Aguinaga llama la atención igualmente sobre sus análisis del “problema del trabajo alienado”, algo “notable entre socialistas españoles de su época”, dentro de lo que sería el “gran tema de Unamuno socialista: socialismo como humanismo” (123). Los pródromos de su conocida crisis espiritual le llevarían, sin embargo, muy

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pronto a hablar otro lenguaje, que disonaba dentro de La Lucha de Clases, y a su alejamiento de los socialistas bilbaínos, que, con todo, fue cordial, colaborando durante algunos años en los especiales del Primero de Mayo. Para Blanco Aguinaga, aparte de su interés intrínseco, la etapa socialista de Unamuno era una prueba más a favor de una visión distinta de la España finisecular, en la línea de los trabajos de Tuñón de Lara, en la que no solo habría liberales y tradicionalistas, sino en la que también la “agitación obrera” había alcanzado un grado de extensión tan notable que explicaba perfectamente, al margen de circunstancias personales, el hecho de que “un joven profesor de Griego de la Universidad de Salamanca, nacido en la industrial Bilbao, se declare marxista en 1894, abandonando por un tiempo sus intereses de clase y escribiendo para un semanario titulado, precisamente, La Lucha de Clases” (132). El caso de Unamuno, por otra parte, se analiza en paralelo a los de Maeztu, Baroja y Azorín, constatando similitudes, en la que es la principal tesis del libro, que identifica la “juventud” del 98 con su etapa de compromiso político, pasada la cual comenzaría la etapa paisajista por la que son más conocidos y que equivaldría a “un radical rechazo de la Historia”, de modo que “la juventud del 98 termina precisamente cuando algunos de sus mejores escritores dedican gran parte de sus energías a la ‘invención’ de paisajes y a la peculiar literatización de la vida a que ello conduce” (281). En el caso de Unamuno, señala Blanco que en los años de compromiso socialista la naturaleza casi desaparece de su obra y “aun después de la crisis religiosa tarda mucho Unamuno en llegar al paisajismo de evasión” (286). El Unamuno contemplativo, en definitiva, equivaldría en buena parte al que huye de la historia, y su evolución, “mucho más compleja” que, por ejemplo, la de Azorín, tendría un resultado con todo similar. La excepción al grupo del 98, y en ello aparece ya un cierto distanciamiento de la unamunofilia que había sentido Carlos Blanco Aguinaga desde sus inicios académicos, es la de Antonio Machado, de quien se elogia el “excepcional equilibrio” por el cual “las galerías interiores no le aislaban del prójimo” y podía conjugar sin contradicción “el paisajismo y la atención a la realidad histórica” (301). Antonio Machado, qué



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duda cabe, fue otro de los santos patronos del exilio y oponía menos dificultad que Unamuno a su asimilación por una visión progresista. Blanco Aguinaga, que, como él mismo diría, había terminado leyendo de manera “más crítica” a Unamuno, consolidaría esa visión en la Historia social de la literatura española que coordinó junto con Iris M. Zavala y Julio Rodríguez Puértolas,16 y en la que se presenta a Valle-Inclán y Machado, de manera muy hegeliana, como “la superación del 98”. Respecto a Unamuno, se combina admiración con el reproche de insuficiencia histórica habitual en el discurso del exilio marxista y que ya vimos en su forma más depurada en Adolfo Sánchez Vázquez. Así, Unamuno es presentado como “escritor incansable […] ensayista, novelista, poeta y dramaturgo” que “llena con su fuerte estilo y personalidad cuarenta años de vida literaria española” (231). Se destaca de él la brillantez con la que analizó la “existencialidad de la conciencia” y se presenta Cómo se hace una novela (1927) “entre las primeras obras significativas del existencialismo europeo no sistemático” (236). Se le define, esto sí, al contrario que hiciera Sánchez Vázquez, como “demasiado ligado al pensamiento de la burguesía progresista”, por lo que, si no cayó en el fascismo de Maeztu, se deplora que “sus ataques tardíos al socialismo revelan que, a la larga, aquel joven inteligente y batallador socialista no pudo romper con sus orígenes pequeño burgueses” (236). Una ruptura que Carlos Blanco Aguinaga sí advertía en Valle-Inclán y Machado, para los que irán en su madurez los fervores que dirigiera a los distintos Unamunos que supo discernir. Y, sin embargo, Unamuno será siempre una presencia entrañable en la obra de Carlos Blanco Aguinaga, que siempre admirará su ambición agónica y su destino trágico y que en sus últimos años volverá a leer al escritor bilbaíno. En su “novela histórica” Viajes de ida, terminada en 2008 y editada póstumamente diez años después, en realidad un roman à clé, muchos de cuyos personajes ficticios son trasuntos transparentes de compañeros del exilio, Unamuno es una referencia constante en las discusiones

16 Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas y Zavala (1981).

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de los protagonistas exiliados (Altares, Martos, Molina), a la vez que un recuerdo recurrente en Beltrán, el padre del protagonista, alter ego del propio Carlos Blanco Aguinaga.17 En un momento de la novela, el historiador Ramón Altares (trasunto de Ramón Iglesia, prometedor historiador gallego que se suicidaría en 1948) y el poeta Pedro Martos (guiño evidente a Pedro Garfias), andan enzarzados, en la sede de la editorial Séneca, en una discusión sobre el ser de los españoles y de los vascos, y Altares se pregunta: “Pero, ¿qué hacemos con Unamuno? Porque mira que Unamuno…” (304). Todo parece indicar que, hasta el final de su vida, Carlos Blanco Aguinaga no supo del todo “qué hacer con Unamuno”.

17 Véase Blanco Aguinaga (2018: 17, 29, 32, 53, 91, 128, 153, 156 y 192).

XIV

El disidente: Ramón J. Sender

En la casi unánime admiración hacia Unamuno por parte de los escritores del exilio republicano español, destaca por contraste la visión de Ramón J. Sender (Chalamera de Cinca, Huesca, 1901-San Diego, 1982), en esto, como en otros aspectos, un disidente de grupos y tendencias. A disgusto con la influencia cultural del PCE en México, en 1942 había marchado a los Estados Unidos, donde compaginaría la docencia universitaria con una prolífica labor literaria, sobre todo, novelística, pero también de ensayo. En 1955 publica en las mexicanas Ediciones de Andrea su libro Unamuno, Valle-Inclán, Baroja y Santayana. Ensayos críticos. Frente a la simpatía que testimonia a Valle y Baroja, su ensayo “Unamuno, sombra fingida” es demoledor respecto a la persona y la obra del bilbaíno.1 Sender comienza afirmando, en contra de la evidencia que hemos ido comprobando, que, veinte años después de su muerte, “las ocasionales apariciones de Unamuno fuera de España son discretas y sin ruido a través de las doctas imprentas de las universidades” (5). Y

1

Sender (1955).

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ello no es sino lógico y justo, pues Sender niega los méritos aducidos habitualmente para ocuparse de su obra: ni Unamuno es “una especie de arquetipo español” (6), como habrían señalado muchos autores, sobre todo extranjeros, “una opinión de turistas literarios que cuando van a España buscan apariencias y exterioridades en las que apoyar sus prejuicios” (10),2 ni es un buen ensayista, empezando porque en sus libros “hay demasiadas palabras. Siempre hay demasiadas palabras, en Unamuno” (6), sentencia el aragonés, no precisamente parco de ellas en su extensísima producción. En sus ensayos, para Sender, “se limita a hacer preguntas que no contesta y a ofrecer cosas que no llega a dar”, explayándose en divagaciones escritas “en estado de ebriedad o en trance —ebriedad de sí mismo— lo que da al estilo monotonía y sensación de resonancia en el vacío” (7). Respecto a su teatro, no vale la pena ni mencionarlo, pues “Unamuno que sabía tantas cosas no llegó a entender nunca lo que es poner en pie a un personaje y hacerle hablar” (7). Y, en cuanto a su poesía, tan valorada por otros exiliados, “no es moderna. Tampoco es antigua. Habría mucho que discutir hasta decidir si es o no poesía. Yo creo que no. Yo he creído siempre que no” (11). Sender afirma que en Unamuno “es más interesante su persona que su obra” y, de hecho, tratará siempre la segunda en relación con la primera, para lo cual aduce que “lo traté de cerca a lo largo de los años 1930-35 y disfruté de su lógica y de sus contradicciones asistiendo a sus tertulias en las que pontificaba de un modo arbitrario y despótico” (7). Lo cual, como se verá, afectó seguramente al sosiego y objetividad con que podría haber juzgado su obra. Para Sender, la “cabeza hermosa” de Unamuno “encubría un laberinto de odios, rencores y envidias”

2

Precisamente, Unamuno en “Sobre la literatura hispanoamericana” había combatido incesantemente las visiones superficiales de España de esos “turistas literarios”, criticando a quienes tomaban de España y los españoles solo lo que le “acomoda a la idea que de nosotros tienen, idea que es siempre forzosamente superficial”, aquello que los “corrobore en sus prejuicios, prevenciones y supersticiones” y tendiendo a “descaracterizarnos, a arrebatarnos lo que nos hace ser lo que somos”. Como es sabido, Ramón J. Sender satirizaría estos tópicos en La tesis de Nancy (1962), una de sus mejores novelas.



El disidente: Ramón J. Sender

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(11), lo que se demostraba por su alergia a escuchar elogios de otras personas. Sender critica acerbamente la apropiación que, a su juicio, hizo Unamuno del Quijote y sus críticas a Cervantes, así como su desdén hacia las ideas que el joven Sender compartiera con él sobre la obra cervantina y que para el aragonés eran importantes, como la dialéctica de alcanzar “la victoria como último eslabón de una cadena de fracasos ridículos, grotescos, francamente miserables” (17), que serían parte del optimismo antropológico del escritor alcalaíno y de su visión vitalista del mundo, opuesta a la desesperación unamuniana. Precisamente en cuanto al punto capital sobre el que se sostenía la mayor reputación de Unamuno, su filosofía trágica, Sender afirma que, por más admirada que fuera su actitud religiosa, en esta “faltaba el punto de partida, el amor” (20) y considera que su empeño de una vida eterna se contraponía a lo que para Sender es “la hombría española, para la cual es una condición la aceptación natural y sin protesta de la muerte” (26). Sender contrapone agudamente los casos de Unamuno y Joyce, autor al que el vasco había leído y al que, según infiere Sender, envidiaba por sus logros técnicos e inventiva, diciendo de él que “es un desterrado, un desarraigado y además un mal padre de familia” (22). Sender contrapone la situación de Joyce, “maestro de idiomas en una academia de ínfima clase en Zúrich”, mientras que “Unamuno era rector en Salamanca, donde trataba de hacer el doble negocio de la herejía y de la solemnidad dogmática” (21). Frente a la “riqueza turbadora” de la desintegración de la realidad y la disociación del lenguaje que llevara a cabo el irlandés, Unamuno se acercaba al “libertinaje de las palabras” como “un puritano que se espanta de su propio atrevimiento. Se acercaba a los misterios del idioma con una rigidez de verdadero dómine Cabra. Y se quedaba en los juegos etimológicos” (25). Sender retrata a Unamuno como un escritor incapaz, pero hábil para disfrazar esa incapacidad. Así, las nivolas serían un “truco con el cual don Miguel trata de ‘salvar la cara’ y disfrazar su frustración”, cuando, en realidad, “su ‘nivola’ es una novela al estilo de las ejemplares de Cervantes, pero sin Cervantes y sin novela” (26).

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Un segundo destierro

A Sender también le sacaba de quicio que Unamuno se mostrara “siempre enfático y dogmático con el pretexto de su sinceridad” y le acusa de “machismo mental” (28). Es más, a pesar de su énfasis en su sinceridad, Sender cree que su “alma desnuda no hemos visto nunca a pesar de sus poemas y sus ensayos. Hemos visto su persona social, los problemas del yo artificial y de la dignidad pegadiza” (35). Sender compara la espiritualidad de Simone Weil, para él mucho más profunda y auténtica, y el humor de Bernard Shaw, para sentenciar que, por el contrario, “Unamuno carece de serenidad, carece de profundidad, carece de sentido de humor” (39). Hacia el final de su ensayo, Sender analiza, con no poca agudeza, el paralelismo entre Unamuno y Sartre y no niega que se pueda hablar de un “Unamuno existencialista”. Salvando las distancias, Sender considera que “los dos autores son heréticos de la misma iglesia” y que ni uno ni otro “creen en la perfección de la realidad” (42), como sí creía Cervantes y el propio Sender. Ahora bien, mientras que “Sartre es un hombre de genio. Un hombre de creación y de invención”, Unamuno es “un profesor y un hombre de glosa. Sin don creador” que se perdería en las “definiciones de sus debilidades y frustraciones” (43). Y, sobre todo, Sartre habría hallado, a pesar del círculo vicioso de una libertad necesaria pero imposible que nos constituye, una cierta salida y forma de esperanza en la acción, mientras que Unamuno nos abocaría a un callejón sin salida, por lo que “Sartre al menos responde a sus propias preguntas. No las deja en el aire como Unamuno” (43). Seguramente esperando en el mecanismo de la profecía autocumplida, Sender termina su ensayo contraponiendo la celebridad de Unamuno en vida con su supuesto olvido tras su muerte, algo poco sostenible a tenor de lo que hemos visto. Sender considera que de esa inseguridad en su fama postrera derivaba el mal carácter del bilbaíno: Si el pobre don Miguel tiene hoy una conciencia más clara de su experiencia terrestre se hallará delante de un nuevo motivo de confusión: el contraste entre su vida (esplendorosa, llena de satisfacciones, no ya de vanidad sino de soberbia) y una supervivencia pálida, declinante y en ruinas. Aunque es posible que lo sospechara Unamuno y que fuera esa la razón de su infantil rencor contra todo y contra todos. Porque con su es-



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plendor y sus satisfacciones de todo orden, Unamuno el comendador y el convidado de piedra fue uno de los hombres menos felices de su tiempo.

No le faltaría razón a Carlos Blanco Aguinaga cuando, al referirse a la enemiga de Sender contra “algunos de los del 98”, apunta que “no deja Sender de parecerse notablemente en su libertarismo egoísta a quienes tanto ha criticado”.3 Desde luego, es evidente que el aragonés respira por la herida de la condescendencia con que le tratara Miguel de Unamuno, al que se acercó en busca de aprobación cuando tanto la necesitaba. Y, con todo, su novela Mosén Millán (1953), reformulada luego como Réquiem por un campesino español, sería incomprensible, como El cura de Almuniaced (1950), del también aragonés José Ramón Arana (al que la fama de su paisano sustrajo la fama de su novela, anterior a la de Sender y quizás más valiosa), sería incomprensible, decimos, sin el personaje de San Manuel Bueno, por más que Sender se hubiera negado a reconocerlo.

3

Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas y Zavala (1981: 168).

XV

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Amó a España tanto como a la poesía, las confundió. Fue, posiblemente, el escritor español más importante de su tiempo, y el más fecundo cuando tantos hubo que tanto escribieron. Abarcó más que nadie siendo el más personal. Max Aub, “Retrato de Unamuno” (1961) Unamuno, movido por su enorme apetencia posesiva, se hizo cargo del peso de la vida española de su tiempo, al punto que pocos acontecimientos de aquel entonces quedaron sin su intervención. Aún más, en ocasiones, el acontecimiento llevaba el vasco nombre de Unamuno, haciéndolo sonar sobre la extensa piel de España. Así que en esa lucha o agonía que sostuvo toda la vida por llegar a ser él, llegó a ser, además, un hombre representativo de España y lo español. José Ricardo Morales, “Don Miguel de Unamuno, persona dramática” (1964)

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El centenario de Miguel de Unamuno fue conmemorado con más de cien actos a lo largo del mundo, la mayoría de ellos en universidades españolas y extranjeras. Un repaso exhaustivo de todas las iniciativas en las que los españoles del exilio, aliados con hispanistas extranjeros, compitieron con los actos oficiales que coincidían con los fastos de los “25 años de paz” y que pretendían dar una imagen de normalidad en el régimen, podría ocupar en sí una monografía y no puede ser el objeto de este ensayo, en el que se mostrarán solo unas calas que intenten probar cómo, en la etapa terminal del exilio, Unamuno no había perdido su vigencia.1 El centenario también puso de manifiesto la diferencia entre la visión que pretendía darse en el interior y la riqueza de las lecturas exiliadas. La primera estuvo amparada por un decreto del Ministerio de Educación Nacional, del 27 de julio de 1964, que creaba una Junta Nacional para dicha conmemoración. A lo largo y ancho del territorio nacional disertaron sobre Unamuno, por ejemplo, el padre Federico Sopeña en Ávila, el padre jesuita José Antonio Roig del Campo en Palma de Mallorca o el también jesuita Eusebio Colomer en Barcelona sobre “su crisis religiosa y la experiencia trágica del ser”. Entre la prensa madrileña, el ABC le dedicaba un número de homenaje el 27 de septiembre, donde los más destacados colaboradores eran José María Pemán, Pedro Sainz Rodríguez y Pedro de Lorenzo, mientras que, en el decaído Arriba, que le homenajeaba el 16 de febrero, nos encontramos una profusa selva de dieciséis plumíferos entre los que asoma un solo escritor digno de ese nombre, Gonzalo Torrente Ballester. Por su parte, La Estafeta Literaria prefería la cantidad a la calidad y endosaba a sus escasos lectores un número doble con cuarenta y cuatro colaboraciones, entre las que se salvaba la del joven Francisco Umbral, “El hereje Unamuno”. En la prensa barcelonesa, La Vanguardia Española tributaba un homenaje el 27 de septiembre con Eugenio Montes como colaborador estelar. No eran mejores, sino más bien lo contrario, los homenajes de La Gaceta Regional de Salamanca o del Heraldo de Aragón.

1

Para quien esté interesado, la información más detallada se encuentra en: García Blanco (1965), así como en Fernández (1976: 194-232).



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El ala más integrista del clero no dejó pasar la ocasión sin arrojar sus rayos sobre Unamuno y, como vimos mencionado por Antonio Espina, el obispo de Bilbao, Pablo Gúrpide Beope, publicó una extensa carta pastoral en junio de 1964 donde se detallaban los “principios filosóficos y teológico-religiosos de Miguel de Unamuno” con su correspondiente “relación de dogmas negados” y una “exhortación final” cuyo cariz puede imaginarse fácilmente. Muy distinto fue, al menos, el homenaje de la modesta revista Sarriko, mantenida por estudiantes bilbaínos, que contó con las colaboraciones, entre otros, de Ricardo Gullón, Antonio Ferres o José-Miguel Ullán, aparte de un “Desagravio a don Miguel” por los insultos del obispo. Entre las revistas publicadas en España, destacó, como no podía ser menos, el homenaje tributado por Ínsula,2 con una amplia nómina formada, en su mayoría, por exiliados. Así, Max Aub publica su “Retrato de Unamuno para uso de principiantes”, del que luego se hablará; Carlos Blanco Aguinaga repasa a “Unamuno fuera de España”, Antonio Sánchez Barbudo trata, como era de prever, del “diario inédito de Unamuno”, que por fin se publicaría seis años después, y del ya difunto José María Quiroga Plá se publica su desgarrador “Otra vez a mi Don Miguel de Unamuno”, comentado anteriormente. No faltaban los más jóvenes del exilio, como Manuel Durán y, entre los más valiosos surgidos en España, José Ángel Valente (quien, por otra parte, tardó poco en expatriarse y residir en Ginebra), con sus “Notas para un centenario”. También la Revista de Occidente,3 otra isla de liberalismo, aunque más comedido, dedicó un especial a Unamuno, con participación exiliada de José Ferrater Mora y Carlos Blanco Aguinaga, en la extraña compañía del padre Federico Sopeña. Fuera de España hubo más de un centenar de actos, algunos de carácter oficial, como el homenaje nacional de la Argentina, y los notables especiales que le dedicaron a Unamuno en Brasil el Suplemento Literario de la Folha de São Paulo y el Jornal do Commercio o El Tiempo de Bogotá, en Colombia. Donde más iniciativas hubo fue, con todo,

2 3

Ínsula 216-217 (noviembre-diciembre 1964). Revista de Occidente VII (octubre-noviembre-diciembre 1964).

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en la galaxia universitaria de los Estados Unidos, con grandes congresos monográficos en las universidades de Vanderbilt, California, Siracusa y Texas. Precisamente como resultado de este último, y dentro del formato académico del libro de actas, aparece Unamuno. Centennial Studies (1966),4 que recogía las contribuciones presentadas dos años antes, traducidas por varios profesores norteamericanos y reunidas por Ramón Martínez López (Boiro, A Coruña, 1907-Santiago de Compostela, 1989). Político galleguista, fundador del Seminario de Estudios Galegos, licenciado en Derecho y Filosofía y Letras, había sido discípulo de Américo Castro y amigo de Unamuno y Valle-Inclán. Durante la República participó en la fundación del Partido Galeguista y entre 1933 y 1936 fue catedrático de Lengua Española en el Instituto Español de Lisboa. La guerra le sorprendió de vacaciones en Galicia, de donde pudo huir, salvando así probablemente la vida, de vuelta a Portugal, donde fue nombrado agregado cultural por el embajador Claudio Sánchez Albornoz, aunque sería declarado persona non grata por el Gobierno del dictador Oliveira Salazar. Meses después se incorporaba a la Academia de Carabineros en Orihuela y combatiría en el frente del Segre, en la campaña de Cataluña. Refugiado en Francia, pasaría por el purgatorio de Argelès-sur-Mer, hasta que logró embarcar en el Massilia rumbo a Argentina. A pesar de que obtuvo trabajo en la biblioteca del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, bajo la dirección de Amado Alonso, solo un año después, en 1940, se trasladó a Estados Unidos, donde consolidaría una carrera académica que le llevaría a ser catedrático de la Universidad de Texas, donde organizó el mencionado simposio, que contaría con las contribuciones de las dos mayores figuras del unamunismo exiliado en Estados Unidos: Antonio Sánchez Barbudo y Carlos Blanco Aguinaga, amén de Ricardo Gullón, quien, si no se exilió en 1939, fue por haber sido hecho prisionero por las tropas franquistas, y que, de hecho, en 1953 emigraría a América en lo que puede entenderse como un exilio aplazado. En un espíritu de cordialidad con quien era un notable

4

Martínez-López (1966b). Las traducciones al español son mías.



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estudioso unamunista y poco significado políticamente, en dicho simposio participó Manuel García Blanco, que fallecería meses después, y el hispanista francés Raymond Cantel. En su prólogo, Ramón Martínez López afirmaba que en los actos dedicados a Unamuno en su centenario había quedado demostrado que los conflictos y problemas planteados por este seguían apareciendo como “issues not only very much alive but also central to our time” y evocaba la “sombra de Unamuno” sobre las cuestiones más actuales: The shadow of Unamuno may still be seen moving about excitedly in any of the trascendent events of the post-War period, in the political debates of international organizations as well as in the ecumenical councils of the Church, in the legitimate rebellions against all regimes based on force as well as in the very essence of present-day prose fiction, so preoccupied with the problema of man’s being. What is important in Unamuno’s work concerns us directly and vitally, and the dialogue begun by him has lost none of its force (7-8).

Martínez López insistía en que el libro que él había coordinado se había querido inscribir en ese “concept of an ‘uninterrupted dialogue’” (8) que Unamuno había mantenido con quienes le sobrevivieron. Los ensayos reunidos, con todo, no hacen quizás tanta justicia a la actualidad preconizada por Martínez López, centrándose la mayoría en cuestiones filológicas. El ensayo del gallego, “In Partibus Infidelium” se diferencia del resto por su carácter biográfico,5 y recuerda la visita de Unamuno a Lisboa en junio de 1935 en el marco de un encuentro de escritores, un viaje de suma ambigüedad, en el que, por ejemplo, se encontró con el general Sanjurjo, hecho soslayado por Martínez López, que prefiere subrayar la “incomodidad de Unamuno” (11) por hechos como que le confiscaran los periódicos en la frontera de Marvao o su negativa a entrevistarse con Oliveira Salazar, al contrario de la mayoría de los escritores participantes, dado que se sentía “molesto con los grilletes que se habían puesto al libre pensamiento” (15) en

5

Martínez-López (1966a).

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el país vecino desde la llegada del dictador. El momento más valiente de Unamuno fue su intervención en el banquete que concedía el Gobierno portugués en el lujoso Hotel Avis, el 12 de junio, y en el que, como atestigua Martínez López, Unamuno mencionó “el incidente de los periódicos y expresaba su convicción de que no sería apropiado de su parte, invitado en Portugal, perturbar un sentido de tranquilidad, paz y orden que, sin embargo, no deseo para mi pueblo” (16). Según Martínez López, Unamuno diría, “sonriendo alegremente” a Gabriela Mistral, su más fiel acompañante en aquel viaje, que, “si creyeron que me habían comprado, ahora se darán cuenta de lo equivocados que estaban” (17). Al día siguiente, el Diario de Noticias, consultado por el político gallego, daba “un informe mutilado de la réplica de Unamuno en el brindis” (17), con la cual cierra su testimonio de ese viaje de Unamuno a territorio hostil. El encuentro tejano organizado por Martínez López tuvo la peculiaridad de reunir a dos exiliados unamunistas confesos, como Carlos Blanco Aguinaga y Antonio Sánchez Barbudo, llegado el primero desde California y el segundo desde Wisconsin. Aunque ambos evitaron entrar en polémica, los dos partieron de la crisis de Unamuno en 1897. Así, Blanco Aguinaga presentó una contribución sobre el “yoísmo” de Unamuno comparado con el tópico “individualismo” español, que revisaba una cuestión ya tratada en otro simposio en honor de Unamuno celebrado unas semanas antes, en septiembre de 1964, en la Vanterbilt University.6 Para el irundarra, la mencionada crisis “paradójica y dialécticamente fue el origen de su yoísmo” (20), que buscaría su modelo en don Quijote y la “voluntad de aventura” (30) y que se forjaría en hostilidad nunca negada contra el casticismo del teatro de Calderón y su “falta de intimidad” e identidad reales (40). Unamuno habría inscrito su “yoísmo” en la “tradición de quienes rechazan aceptar la solución ortodoxa del problema del yo y su imagen” (50) y, en ese sentido, tendría especial interés la nueva valoración que hacia el final de su vida hizo el bilbaíno de la figura de don Juan, cuyo

6

Blanco Aguinaga (1966b). La ponencia anterior se tituló “De Nicodemo a Don Quijote”.



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sorprendente tratamiento por Tirso resalta Blanco frente al más conocido y adocenado de Zorrilla. De don Juan, hijo de sus obras, Unamuno habría finalmente, contra sus convicciones iniciales, “aceptado la posibilidad de que él podría ser solo su imagen, pero esta imagen […] era sin embargo su propia creación y podría haber dicho de sí mismo como Don Quijote: ‘Es hijo de sí mismo’” (50). En cuanto a Antonio Sánchez Barbudo, vuelve a ocuparse de su tema predilecto, la fe de Unamuno y su relación con su crisis reflejada en un Diario por entonces aún inédito, para desesperación del profesor madrileño,7 que, sin embargo, lo analiza en base a los fragmentos aún disponibles, para afirmar que, durante esa crisis, Unamuno estuvo de nuevo tan cerca de la fe como nunca más volvería a estarlo. Sánchez Barbudo, obcecado en su particular cruzada por demostrar sin lugar a dudas el ateísmo de Unamuno, confiesa que para aquellos de nosotros que creemos que Unamuno lo que oculta detrás de su “duda” y búsqueda de Dios es una falta de fe, una incapacidad para creer y a menudo una simple negación, el Diario es un documento atípico. Probablemente nunca desde su infancia estuvo tan cerca de la fe, si no totalmente inmerso en ella. Y aunque se dedicara más tarde a la busca de Dios, nunca lo hizo con tan grande fervor y tenacidad, con tal humildad, compasión y sinceridad” (132).

Sánchez Barbudo, en una ponencia un tanto narcisista, insiste en reiterar y puntualizar su idea fundamental y se queja de que, aunque nunca le hubiera sido perdonado el que usara “el término farsa” para referirse a Unamuno, casi nunca se recordaba que él había reconocido que “Unamuno frecuentemente se sumergía en las profundidades de su verdadero yo y que en esas ocasiones era intensamente sincero” (133). El interés que para Sánchez Barbudo tendría el Diario es que, después de escribirlo, nunca volvería a conectar con “ese espíritu religioso que una vez movió a Unamuno a buscar a Dios en silencio, y a querer ser mejor. Ese espíritu le movió a escribir de una manera

7

Sánchez Barbudo (1966: 130-165).

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extraordinaria, para él solo, solo para sí mismo esta vez, y para Dios” (162). Para nosotros, el interés del trabajo de Sánchez Barbudo es confirmar cómo la ansiedad de la influencia de Unamuno lo llevó a una relación persecutoria y cuestionadora que marchitó los fértiles brotes que la obra del vasco hiciera germinar una vez en la propia. El volumen recoge, por otra parte, un artículo de Ricardo Gullón, por entonces colega de Martínez López en la Universidad de Texas, y dos trabajos sobre la recepción extranjera de Unamuno: de Manuel García Blanco, sobre Unamuno y Estados Unidos, y de Raymond Cantel, sobre su acogida en Francia. Precisamente en ese país dedicará a Unamuno un notable especial la revista Esprit,8 tan vinculada a José Bergamín, que contribuía con su ensayo “Au-dessous du rêve”, con textos también de Manuel Tuñón de Lara o Jean Cassou, otro viejo amigo de Unamuno. El editorial, titulado “Unamuno et l’Espagne agonique”, era toda una declaración de intenciones. Roger Leenhardt, veterano de la época heroica de Esprit, recordaba cómo vivieron en su redacción la muerte de Unamuno. El 14 de octubre, José Bergamín publicaba en Le Figaro Littéraire, el suplemento cultural de más difusión en Francia, su “Au-dessous du rêve. Unamuno, solitaire et déchiré comme l’Espagne”, en una edición que, como veremos, fue secuestrada en España. Muy distinto alcance tendría la emisión “En el centenario de Miguel de Unamuno” que Julián Antonio Ramírez (San Sebastián, 1916-Mutxamel, Alicante, 2007), exiliado periodista en Radio Paris (donde dirigía el programa en español Ici Paris),9 le dedicó, con la participación de Tuñón de Lara y Jean Camp.10 Pero, a mi entender y, aún más, por lo poco conocida, cabe resaltar entre las iniciativas universitarias más significativas desde el exilio la publicación del libro Unamuno (1964) por el Departamento de Extensión Universitaria de la Universidad de Chile, que precisamente

8 Esprit, noviembre de 1964. 9 Véase Ramírez (2000). 10 La emisión puede escucharse en: .



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con este libro inauguraba su servicio de publicaciones. La idea había partido de José Ricardo Morales (Málaga, 1915-Santiago de Chile, 2016), notable dramaturgo e historiador del arte que durante su juventud había sido activo militante de la Federación Universitaria Escolar (FUE) en la Universidad de Valencia, donde, entre 1935 y 1936, participó en el grupo de teatro universitario El Búho, que dirigía Max Aub. Al inicio de la Guerra Civil española, en septiembre de 1936, fundó con Vicente Gaos y otros estudiantes valencianos la revista Frente Universitario (órgano de la FUE en la retaguardia), de la que fue redactor jefe y donde publicó su primer ensayo, titulado “Cara y cruz del noventa y ocho”, donde resaltaba las aportaciones progresistas de Unamuno y Baroja, pero deploraba su falta de comprensión hacia las reivindicaciones populares. Un mes después, Morales se alistaba en las Milicias Antifascistas y poco después se incorporó a la columna Uribarri, combatiendo en diversos frentes hasta febrero de 1939, cuando cruza la frontera pirenaica y, tras el paso por el campo de concentración de Saint-Cyprien y las penalidades compartidas por casi todos los refugiados, el 4 de agosto logra embarcarse en el Winnipeg rumbo a Chile, llegando un mes después a Valparaíso. Ya en Santiago de Chile, José Ricardo Morales compaginará una carrera académica, que le llevará a ser catedrático de Historia del Arte en la Facultad de Filosofía (1946-1974) de la Universidad de Chile, con una prolífica actividad como autor y director teatral, desde la creación, con Pedro de la Barra, del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, considerado punto de partida del teatro moderno chileno. Con estos antecedentes, tiene especial interés su ensayo “Don Miguel de Unamuno, persona dramática”,11 tan profundo y original como poco conocido, que comienza por reconocer la opinión extendida de que “el teatro es la parte de su obra que tiene menor interés” (43-44) y se propone indagar “por qué Unamuno, pese a ser un pensador de neta condición dramática, no halló en el drama campo propicio para dar curso a ese rasgo significativo de su persona” (44).

11 Morales (1964).

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El dramatismo de Unamuno en carne y hueso subyugó a José Ricardo Morales con diecisiete años, cuando lo escuchó en el Ateneo de Madrid. El joven estudiante que entonces era definió para sí con una llamativa y paradójica fórmula el efecto de la oratoria unamuniana: “Nos coloca en la libre obligación de aceptarla; libres, por cierto, pero sin más alternativa ni salida que no sean las propuestas en la violenta polémica que sostiene contra sus imaginados adversarios” (44). Morales define a Unamuno como “persona de hechura y actuación dramáticas” (45), lo cual explica aguda y etimológicamente (casi unamunianamente) con el recurso a una paronomasia en griego: “Porque el drama no es tan sólo, según suele suponerse, acción; es, más bien, aquello que le ocurre al hombre en la acción, en el camino […]. Consideramos el drama como acción (δρᾶμα) en cuanto que es aquello que corremos o nos ocurre en camino (o en el caminar: el δρόμος). El drama representa la dificultad de la acción en el camino que nos está (o nos hemos) destinado” (45). Por eso, la persona dramática sería “el hombre en camino” que “por fuerza de la andanza y de sus riesgos, es el que hace de su hacer, hazaña” (46). El hombre hazañoso sería muy distinto a “ese profesional de la inestabilidad que denominan el hombre de acción”, que viviría “sin drama, porque carece de la pasión tanto como del don de retraerse hacia la reflexión”. Como es obvio, Unamuno encajaría en el primer tipo de hombre y no en el segundo, ya que, como don Quijote, “motivó su continua acción dramática en el vaivén que va de la pasión hacia la reflexión y viene de la reflexión apasionada” (46). Persona dramática y finalmente trágica fue Unamuno, pues “como la muerte, aunque sin merecerla, viene, llega con ella la contrapartida trágica del violento poder afirmativo personal en que Unamuno cifró su pensamiento. Por todo ello, en el hombre único, irremplazable, formado en el riesgo difícil de la vida, se centra el ideal humano de Unamuno, que consiste en hacer de cada cual una actuante persona dramática” (46). Pero, precisamente, dado que en la individualidad reside lo más universal de cada uno, y las personalidades más poderosas pueden ser las más representativas, por ello Morales da la razón, desde sus presupuestos, a quienes consideraban a Unamuno como paradigma de lo español:



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Unamuno, movido por su enorme apetencia posesiva, se hizo cargo del peso de la vida española de su tiempo, al punto que pocos acontecimientos de aquel entonces quedaron sin su intervención. Aún más, en ocasiones, el acontecimiento llevaba el vasco nombre de Unamuno, haciéndolo sonar sobre la extensa piel de España. Así que en esa lucha o agonía que sostuvo toda la vida por llegar a ser él, llegó a ser, además, un hombre representativo de España y lo español […]. Ya que Unamuno quiso hacer suyas todas las vicisitudes españolas, se pudo permitir, contrariamente, llenar de su persona el mundo ibérico […] tratar de España fue para él considerar lo suyo, lo habitual y propio (47).

Y, sin embargo, precisamente esa plenitud personal, ese intenso dramatismo que desbordaba como individuo, será el principal impedimento para ser un dramaturgo logrado, como explicará José Ricardo Morales a partir de sus propias ideas como autor teatral, que precisamente entraba en su época más creativa, y que resume aquí en la convicción de que “el drama requiere una fuerte capacidad de diversificación, puesto que los personajes han de distinguirse netamente unos de otros, así en el lenguaje como en los caracteres y, si fuera posible, ni el ser ni el habla del autor han de aparecer directamente en su obra” (51). Petición imposible de cumplir para Unamuno, cuyos personajes si son inconfundibles es porque remiten al autor, reproducen sus obsesiones y conflictos y cada uno de ellos no sería, en último término, sino “una réplica, un símil de Unamuno”. De modo que, paradójicamente: Si personalizó y por lo tanto dramatizó todo aquello que por sí mismo no era persona o drama, cuando se halló en el teatro ante la necesidad de personificar caracteres o conflictos, omitió el adecuado trato de persona singular que conviene a las criaturas de ficción dramática y procedió como no podía ser menos en él: unamunizando a todos sus personajes, convirtiéndolos en coro de sí mismo. Así que, siendo netamente dramáticas sus ideas, su habla y su persona, el drama propiamente tal pareció serle esquivo, porque no era posible “dramatizarlo” a la manera de los demás géneros ajenos al teatro (52).

José Ricardo Morales trasluce una cierta tristeza por esa incapacidad de Unamuno, que no supo dotar al personaje de la indepen-

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dencia necesaria, de despegarse de sus criaturas, de no aceptar que “la criatura existe en cuanto representa un crecimiento”, pero, a la vez, una separación, “la criatura es, pues, la separada de su creador, en cuanto adquiere vida propia” (53). En resumen, en Unamuno “su manera de ser plenamente persona, constituyó el impedimento de que lo fueran, con autenticidad, sus muchas, pero no diferentes criaturas dramáticas” (53). Por otra parte, Morales reitera aquella idea, tan repetida, de que la mayor obra de Unamuno fue su vida misma, pues “la ocupación mayor de Unamuno consistió en ser persona. Y sobre toda su obra alentó aquel que fue, en continua, dramática y desesperada donación” (53). Por ello, concluye el dramaturgo malagueño, el mejor homenaje que se le podría hacer a Unamuno sería su recreación, el revivir su persona como personaje: “Ahora que a la distancia del centenario […] quedó Unamuno en paz consigo, sin drama y a merced de quienes le continuamos, su señera figura nos mueve a recrearlo, renaciéndolo como inventada criatura nuestra, pues el afecto siempre obliga a la imaginación. Mis escasas palabras intentaron acercarlo en persona” (53). “De quienes le continuamos”. A la altura de 1964, tras veinticinco años de exilio (los veinticinco años de supuesta paz que falazmente pregonaba el régimen) un dramaturgo en su mejor época creativa consideraba el legado de Unamuno como un venero fértil, siempre disponible para partir de allí hacia nuevas indagaciones creativas. De un cariz algo distinto es el ensayo “Unamuno novelista”, de Eleazar Huerta, el otro exiliado que participó en este volumen colectivo. Eleazar Huerta Valcárcel (Tobarra, Albacete, 1903-Santiago de Chile, 1974), abogado de profesión y militante del Partido Socialista, cercano a Largo Caballero, había sido sucesivamente alcalde de Albacete y presidente de su diputación durante la Guerra Civil. Para evitar el inevitable fusilamiento que cargos semejantes solían acarrear, se exilió al término de la guerra, llegando a Buenos Aires a bordo del Formosa, y de allí pasó a Chile, país en el que abandonaría la carrera jurídica por la académica, orientándose hacia los estudios filológicos, entre los que destaca su obra más ambiciosa, Poética del Mío Cid (1948). Había sido en 1942 uno de los fundadores de la revista España Libre, que defendía la causa republicana desde Santiago de Chile.



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Tras una breve etapa en la Universidad de Chile, en la capital, Eleazar Huerta marchó como profesor de Literatura a la Universidad Austral de Valdivia, donde trabajó hasta 1964. Con motivo de su regreso a Santiago, se le dedicó un libro-homenaje en la Universidad Austral, donde, se decía, “desempeñó brillantemente funciones docentes, académicas y de investigación” y dejaba “discípulos y tradición humanística decantada”.12 Los últimos meses de su vida serían especialmente amargos, viviendo el golpe de Pinochet y la detención de su hijo. En “Unamuno novelista”,13 Eleazar Huerta se propone analizar las claves de la narrativa unamuniana, descartando sus dos primeras incursiones en el género, en el caso de Paz en la guerra, por considerarlo “un libro sin audacia técnica, muy siglo xix” y novela “malograda por la proliferación de detalles” (113), y, en el de Amor y pedagogía, por ser “un relato esquemático, con unos personajes de farsa que eran ideas sin cuerpo” (114), opiniones en las que Huerta no disiente de gran parte de la crítica. Sí lo hace a la hora de intentar distinguir los elementos distintivos de la nivola como “fórmula personal” de la novela unamuniana, para zanjar “el problema de Unamuno novelista” que seguía “sin resolver” según Eugenio G. de Nora (114) y para rebatir la opinión negativa de Gonzalo Torrente Ballester sobre la imbricación de las ideas de Unamuno en la novela. Contra Torrente Ballester, como es sabido, entusiasta falangista en sus inicios y autor de un influyente Panorama de la literatura española contemporánea (1956) que marginaba la obra de los exiliados, se dirige Eleazar Huerta igualmente al discernir “la relación entre el novelar de Unamuno y la vida de Unamuno como personaje” (116), considerando equivocada y “pobre” la interpretación de Torrente de “la indumentaria unamunesca como un rezago del dandysmo romántico, ni más ni menos que en tantos artistas bohemios”. El profesor manchego recuerda la imprecación de Unamuno contra los bohemios en Vida de don Quijote y Sancho y afirma que, muy al contrario, “Unamuno, en vez del último dandy, es el antidandy, ya que exhibe su austeridad, su angustia” (116). Lo que se

12 VV. AA. (1964b: 7). 13 Huerta (1964).

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consideraba su personaje no era sino lo contrario que se tiende a pensar bajo ese marbete: la expresión de una voluntad inflexible de autenticidad al margen de las convenciones: “Acto de arrojo singular que le valió ser llamado, a veces, energúmeno, farsante y cosas así. Pero había hallado que la esencia de su persona era su personaje, que la ficción de sí mismo era más filosófica, más humanamente universal —y más entrañable, más trágica— que el conato realista, es decir, histórico, de donde partía” (118). La modernidad de Unamuno consistiría en haber “borrado de ese modo el límite aparencial entre realidad y ficción”, de modo que, si sus personajes novelescos se iban “haciendo lo que querían ser, al cumplir como hombres de palabra lo que decían al hablar” y adquiriendo una sustancia cada vez más humana, de manera convergente, “Unamuno, al provocar su destino y estarlo viviendo, se había vuelto un ente literario” (118). Para Eleazar Huerta, quien en sus trabajos filológicos siempre se esforzaba por señalar continuidades de la tradición literaria castellana, la mejor novela de Unamuno parte de su “conversión” cervantina, marcada por su Vida de don Quijote y Sancho (1905), donde quien gritara “¡muera Don Quijote!” parte a la liberación del sepulcro del Caballero de la Triste Figura. El bilbaíno habría “aprendido de Cervantes muchísimo” en cuanto a la “liberación del personaje” y al cuestionamiento de la autoría. El género de la nivola surgiría de “la síntesis del Unamuno personaje y del Unamuno libertador de don Quijote” (120). Frente a otros críticos, y frente a su colega José Ricardo Morales, Eleazar Huerta subraya la autonomía de los personajes y la habilidad de Unamuno para “relativizar el ‘yo satánico’ del narrador” (120) y pretende rebatir dos afirmaciones “sectarias y apresuradas” que él ve consolidadas en gran parte de la crítica, de la que pone como paradigma a Torrente Ballester, ejemplo de “confusionismo crítico”, y que serían que “Unamuno, gran orgulloso, ególatra, lo saca todo de sí mismo. El mundo nivolesco es una hipertrofia del hombre Unamuno” y que “Unamuno, gran estudioso, profesor, ensayista, crea el mundo nivolesco cual un subproducto de su cultura. Sus personajes son meras ideas revestidas de palabras y colocadas deliberadamente en ciertas situaciones” (134-135). Eleazar Huerta se niega a aceptar esos tópicos e intenta en su breve ensayo, primero, analizar el particular “mundo novelesco” de Una-



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muno, donde el autor albaceteño divide a sus personajes, a pesar de la riqueza que acaba de afirmar, en cuatro tipos fundamentales: los superficiales, los pedantes, los entrañables y los trágicos (entre los que se detiene en Alejandro, de Nada menos que todo un hombre y, por supuesto, en San Manuel Bueno), resaltando la importancia de las madres como corporeización de la tradición eterna. Huerta pretende describir la “ontología de la nivola”, partiendo también de las aportaciones del libro de Serrano Poncela, que asume, aprobando su análisis en cuanto a la visceralidad de las pasiones de los personajes unamunianos, muchos de los cuales “son monstruosos, pero terriblemente humanos, porque exhiben la verdad del subconsciente. Unamuno tuvo el coraje de sacar al aire estos secretos abisales y por eso —aunque no sólo por eso— es grande” (132). Huerta presenta a un Unamuno analista del subconsciente, pero desde un punto de vista propio, dado que, si bien había leído a Freud, no lo sigue ciegamente y “arranca, sin duda, cuanto hay de subconsciente en el mundo unamunesco, de una actividad sonambúlica propia” (136) que le llevaría a crear, en novelas como Abel Sánchez, un “mundo de alucinante profundidad, por lo hondo que se escarba en las esencias, en lo que Unamuno llama unas veces el subconsciente y otras, sótanos o catacumbas” (133). Por ello, Eleazar Huerta sostiene la modernidad de Unamuno en el tratamiento de sus personajes, sobre todo, a partir de Niebla, que inicia la serie de las mejores novelas de Unamuno, que serían “las que relativizan al narrador” (138), rompiendo con la omnisciencia del contador decimonónico. Así, Augusto Pérez, personaje a disposición de su devenir, en el transcurso de la novela “adquiere una vida extraña, alucinante, porque vamos viendo cómo se hace a sí mismo, o cómo lo hacen las circunstancias, pero en modo alguno el autor” (138). En esa libertad a la que están condenados sus personajes, como él, angustiados ante sus dilemas, ve Eleazar Huerta una de las claves para afirmar, como hiciera Serrano Poncela, que “Unamuno, en verdad, hizo novela existencialista antes del existencialismo” (143) y ve en ello, llamativamente, una de las claves de su éxito en Centroeuropa, con traducciones al húngaro, polaco, checo o, por supuesto, al alemán, en países donde

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no se jugaba a las novedades literarias, simplemente formales. Allí se hundía todo lo viejo y brotaban nacionalismos resentidos, se profetizaban apocalipsis, gestábanse ideologías desesperadas, se leían los libros de Freud, Spengler, Kafka. Pues bien, en países así fue donde triunfó Unamuno […]. Unamuno, buceador en el subconsciente individual y colectivo, triunfaba en la Europa central, de patrias problemáticas, con minorías raciales, vivísimos odios, esperanzas remotas, desplazados, mutilados, neuróticos, psiquiatras (142).

Para Huerta, precisamente, en esos países se gestaba un estado de ánimo que después de la guerra se había generalizado y, aunque aquel mundo desapareciera, “el prestigio de Unamuno subsiste y el de Unamuno novelista ha aumentado. Es que sus ficciones, que parecían caprichosas y alucinadas al hombre ‘sensato’, su angustia, han pasado a ser inteligibles para un público extenso” (142). Como puede verse, Eleazar Huerta afirmaba la vigencia de la novelística unamuniana, como fue tónica del centenario, en su caso desde la modernidad existencialista. Frente a su ensayo y el de José Ricardo Morales, resultan más previsibles los de los profesores chilenos que completaban aquel libro. Destacan ligeramente los del filósofo Mario Ciudad, especialista en Pascal, con su ensayo “Soñando a Unamuno”, y, en menor medida, los de Roberto Torretti o Fernando Uriarte, todos ellos centrándose, al contrario que los dos autores exiliados, en Unamuno como pensador más que como creador de ficciones. Pero el homenaje más llamativo, menos por su extensión que por quien lo impulsara, es el que tributara Max Aub desde su revista literaria Los Sesenta. Pocos escritores, en efecto, parecerían en principio más alejados entre sí que Miguel de Unamuno y Max Aub (París, 1903-Ciudad de México, 1972). Vasco arraigado en los modos tradicionales españoles, marcado por la fe católica de su niñez y luego atormentado por la pérdida de esa religiosidad, el primero; en el caso de Aub, hijo de judíos centroeuropeos emigrados a París, desarraigados por partida doble a partir de la Primera Guerra Mundial, con una educación laica e indiferente en materia religiosa. Fiel a la tradición racionalista europea, Max Aub, español por elección, lo que no planteaba para él ninguna contradicción con lo europeo, netamente



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moderno, frente a la esencialidad española y al ahondamiento en lo ancestral que muchas veces expresara Unamuno. Ambos, con todo, tienen en común su ambición y versatilidad, siendo dos de los mejores ejemplos españoles de lo que Pierre Bourdieu llamara “intelectual total”, la figura en la que, como en el caso de Jean-Paul Sartre, se aunara la escritura filosófica con la narrativa y teatral.14 Tanto Unamuno como Aub abarcaron todos los géneros, de la poesía al teatro y al ensayo, aunque Aub no llegó a expresar una filosofía propia como la que Unamuno diseminó en sus obras. Si, en su obra sobre los intelectuales franceses, Michael Winock hablaba de los “años Gide” y los “años Sartre”,15 está claro que en nuestra historia cultural hubo unos “años Unamuno”, solapados y superados luego por unos “años Ortega” e interrumpidos brutalmente por la dictadura franquista, que intentó ahogar todo brote de autonomía intelectual. Podría haber habido unos “años Aub” en el exilio, pero el parisino de nacimiento y valenciano de elección fue un caso de brillante intelectual sin público, alguien que desarrolló una obra marcadamente actual que, no obstante, tuvo poca difusión entre sus contemporáneos. Aub fue el intelectual sin el público que siempre tuvo en vida Unamuno. En un terreno más personal, hay no pocas similitudes en cuanto a carácter: hombres familiares, de fidelidad inquebrantable a sus esposas, Max Aub gustaba de referirse a su esposa Peua (Perpetua Barjau) como “mi costumbre”, fórmula tomada de Unamuno. Por otra parte, Max Aub tampoco fue inmune al influjo del poderoso escritor vasco en sus inicios. El protagonista de su novela Luis Álvarez Petreña (1934) tiene, como señalara Carlos Blanco Aguinaga, “su hermano gemelo en el Augusto Pérez de la Niebla de Unamuno”.16 El crítico irundarra mantiene que la “deuda con Unamuno” no desaparece en la obra posterior de Max Aub, aunque se atenúa por su preferencia por Pérez Galdós en el modelo de episodios nacionales

14 Véase el hermoso artículo de Pierre Bourdieu (1983), elaborado a raíz de su necrológica (1980). 15 Winock (2010). 16 Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas, Zavala (1981: 160).

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de sus Campos y porque la traumática experiencia del exilio es la que conforma la autopercepción de Aub como escritor. El modelo unamuniano de Luis Álvarez Petreña queda, sin duda, superado por la multiforme obra subsiguiente de Max Aub, caracterizada por la innovación y por una identidad “transcultural” que, según defendiera Albrecht Buschmann en un libro reciente, convierte en ociosa la discusión sobre si Max Aub es un “escritor español”, abogando por su consideración como un escritor en movimiento cuyos libros serían un excelente punto de partida para entender y narrar un mundo globalizado.17 En su amplitud de horizontes, por otra parte, coincidiría con Miguel de Unamuno, que fue sin duda el escritor mejor informado y de intereses más internacionales de su época, como señalara Marichal. Importa, por tanto, conocer qué actitud tuvo Max Aub hacia un escritor que había marcado la obra de sus coetáneos españoles y aún más la de sus compañeros de exilio. La primera ocasión en que se ocupó de Unamuno, y de una manera más extensa de lo que nunca lo haría, es en su Discurso de la novela española contemporánea (1945),18 libro didáctico a la par que interpretativo, estructurado por el criterio generacional en cuatro partes, la segunda de las cuales aborda la generación del 98. Max Aub señala el gran cambio de estilo que introducen los noventayochistas respecto a la precedente generación del 68 de narradores realistas. Con aquellos, “la literatura se ha vuelto subjetiva, personal, interior […] ahora los novelistas hablan de sí mismos; y sus héroes serán: Antonio Azorín, el marqués de Bradomín, el propio Unamuno con distintos ropajes” (100). Max Aub, que pone como modelo de novelista a Galdós, afirma que “entre los hombres del 98 no hay ningún novelista verdadero; todos son pura y sencillamente: escritores” (101). Después de la caracterización generacional, Aub pasa a estudiar, por separado y con mayor amplitud que la de los otros noventayo-

17 Buschmann (2012). Véase, en especial, su conclusión-alegato “Max Aub heute” (‘Max Aub hoy’). 18 Citamos por la reciente reedición: Aub (2004).



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chistas, la obra de Unamuno, insistiendo lo que ha adelantado sobre la falta de autonomía de sus personajes, a los que “nunca acaba de parir”, y su identificación con el autor, de modo que “todos sus protagonistas son Miguel de Unamuno” y “no acaba de soltarlos a la voracidad del público, guardándolos entrañadamente para sí, celosamente, como que son él mismo, uña y carne de su don Miguel de Unamuno” (103). Por ello, sus personajes tienen un carácter vicario, hablando el valenciano de “la servidumbre utilitaria de sus personas novelescas, su vida pequeña y de corto vuelo” (105). Sentado este axioma, Aub no lo presenta taxativamente como una carencia, sino como la base, a la vez, de “la grandeza y la limitación de las creaciones novelescas de Miguel de Unamuno”. Si, por una parte, afirma que Unamuno no se abrió a ningún aspecto de la realidad que no le sirviera para, a modo de pelotari, “hacerlo rebotar en la pared escalofriada de su yo”, todo lo que tocaría adquirió entidad propia por la plenitud de su lengua, de modo que “su castellano resurte de eco en eco hasta formar un idioma propio, interior, todo él también laberinto de espejos. ¡Ah!, eso sí, ombligo y mentor de su España” (104). Ese lenguaje es respetado por Aub, aunque no sintonice con su tono grave, “interior, con cierto carácter religioso y aun eclesiástico y un lejano perfil de Júpiter tonante” (107). Que Max Aub no se atrevía, con todo, a dar un juicio categórico sobre Unamuno (como sí haría con Ortega y Gasset y la “cagarrita literaria”, según definió famosamente a la novela “deshumanizada” fomentada por el madrileño) se advierte en su precavida conclusión: Unamuno escritor y hombre, poeta y político, dramaturgo, forma un solo bloque granítico, inamovible en la historia contemporánea española; esta unidad hace difícil el calibrar su sola obra novelesca, tan desnuda, y que tanto tiene de interrogante al destino como de narración. En esa unidad y en su ligazón poética reside su gloria (110).

Quince años después, Max Aub volverá sobre Unamuno en su “Retrato de Unamuno (A los veinticinco años de su fallecimiento)”, publicado en la revista Ínsula, una isla de liberalismo visitada muy

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pronto por los escritos de los exiliados.19 Si Aub vuelve a confirmar lo inaprehensible, por la magnitud, de su obra y declara que “no hay manera de abarcarlo todavía cabalmente” (7), en este “Retrato”, Aub muestra un tono algo distinto sobre Unamuno, crítico con su forma de ser por su “desprecio por los demás” y su “complejo de superioridad”, llegándole a imputar propósitos improbables al declarar que “en el fondo, Unamuno no dudó durante algún tiempo de que sería proclamado, casi automáticamente, Presidente de la República” (7). En todo su “retrato”, Aub alterna la admiración por su obra con la censura sobre su carácter. En la contraposición, convertida en inevitable, con Ortega y Gasset, pone por encima a Unamuno para denigrar al primero, afirmando que el bilbaíno “es un escritor sin par; para llegarle Ortega tendría que haber sido —además— poeta, dramaturgo y novelista” (8) y declarando luego que nadie sintió como él toda España, por lo que habría sido “lo contrario de Ortega, andaluz [sic] por donde se lo mire, insensible a lo vasco y a lo catalán, y a quien no eran extrañas las gitanerías. Por lo contrario, Unamuno era un hombre serio que ponía seriedad a la vida” (13). Estos elogios se aderezan con pullas sobre su personalidad, opinando que “lo que le faltó fue calor humano […]. Don Miguel se sintió siempre indispensable y en posesión de la verdad; de ahí tantos rencores” (8). Aub insiste sobre lo prolijo de su obra (él, a quien llamaban Max Aún sus compañeros de exilio en México), diciendo que “produjo demasiado” y que su obra era “capaz de fatigar al mejor dispuesto leyéndole lo acabado de escribir, que siempre fue mucho y generalmente bueno” (9). Pero Max Aub no oculta su admiración por Unamuno, a quien él, que era español y a la vez no lo era, ve como paradigma de lo hispánico: “Don Miguel, único, siempre creyó ser España, España misma, sin más. Le dolían las cordilleras españolas, como si fuese su espina dorsal, la historia contemporánea como un divieso. No se creyó parte, sino todo […]. Pocas veces se ha dado un español tan íntegro como él, espejo de las dos caras de España” (9). Un paradigma que era, a la vez, por el sentido de su vida y su final, símbolo trágico: “Destrozado por

19 Cito por la reedición: Aub (1998a).



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dentro, Unamuno representa mejor que nadie la tragedia española de nuestros días, sin solución en su vida; no por nada la palabra agonía alcanzó, en él y con él, sentido nuevo” (16). El párrafo final, tan aubiano como antológico, caracteriza de manera concatenada las manías y defectos personales y la relevancia de su obra, dando la pincelada final al pretendido retrato: Sin otros amores que los que la Iglesia le santificó, desconfiado de las mujeres como no estuviesen en su papel de madre, ardía constantemente en indignación. La caridad no parece haber sido virtud de sus amores; se sabía egoísta, quizá envidioso; para librarse de esos males los retrató como pocos. Amó a España tanto como a la poesía, las confundió. Fue, posiblemente, el escritor español más importante de su tiempo, y el más fecundo cuando tantos hubo que tanto escribieron. Abarcó más que nadie siendo el más personal. Tan metido dentro de su obra, tan preocupado por sobrevivir íntegro que se hizo “tajadas para ser inmortal”, como dice Quevedo (17).

Max Aub leería su artículo como conferencia en el Ateneo de México. En su diario, humildemente, confiesa no creer haber dicho “nada nuevo” sobre Unamuno (239).20 Pero, a la vez, muestra su desacuerdo con el filósofo transterrado José Gaos, quien, en la línea de Sánchez Barbudo, consideraba “un farsante” al bilbaíno. Gaos, que había creado escuela en México como filósofo y como traductor (aunque lo fuera macarrónico) de Heidegger, negándole la cualidad de filósofo a Unamuno, no había convencido a Aub, quien opina que aquel, tanto como Kierkegaard, “no son filósofos de cátedra, pero fueron filósofos —y no sólo pensadores—. Y grandes escritores además” (239). El último homenaje a Unamuno se lo tributó Max Aub desde su revista Los Sesenta, donde solo podían colaborar autores que, como Aub, hubieran traspasado esa temible frontera temporal. Para Albrecht Buschmann, la creación por Aub de revistas unipersonales como Sala de Espera, el Correo de Euclides o Los Sesenta resulta de la necesidad de crear nuevos espacios de escritura que formaran comunidades

20 Anotación del 14 de diciembre de 1961. Debemos a Manuel Aznar Soler la recuperación y edición de estos valiosos diarios: Aub (2003).

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compensatorias, frente a la falta de un público nacional que hubiera tenido de no estar exiliado. En el segundo número de Los Sesenta, correspondiente a 1964, aparece una carta de Unamuno a Enrique Díez-Canedo, que fuera entrañable amigo de Max Aub, un artículo de Guillermo de Torre sobre la faceta epistolar de Unamuno, la mencionada carta de Américo Castro sobre Unamuno y Las Casas, tan clarificadora sobre su pensamiento, y otros textos de Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, Concha Méndez, José Gaos o María Teresa León, quien, en “El búho de papel de Miguel de Unamuno”, recuerda la visita que, en los inicios de la República, les hiciera Unamuno a ella y Alberti, cuando les leyó “su última obra de teatro”, El hermano Juan, y un poema infantil dedicado a su recién nacido nieto Miguelín. María Teresa León, con su prosa nostálgica, que encontraría su mejor plasmación en Memoria de la melancolía (1970), evoca el búho de papel que el gran maestro de la papiroflexia les dejara y termina: “Así son los recuerdos. Entran, salen, se detienen sobre la hoja verde metida en un libro, se posan en el hombro como un ave, un ave de papel que lleva la firma, para los españoles sagrada, de Miguel de Unamuno”.21 Con todo parecería, teniendo en cuenta lo extenso de su obra, que Unamuno no fuera tan importante para Aub. Y, sin embargo, este fue mucho más unamuniano… en su intimidad. Sus diarios póstumos nos revelan que nunca dejó de tenerlo presente, como tienen a los grandes escritores quienes aspiran a medirse con ellos. Ya en noviembre de 1939,22 ante la desunión de los exiliados, echaba en falta una voz que, como la de Unamuno, los convocara: Lo terrible es que desde la pérdida de la guerra no se ha levantado una sola voz, desde la emigración, no se ha publicado nada contra la dictadura que destroza, desentraña y desangra a España. Sólo se oyen voces de unos vencidos contra los otros. Este Primo no tiene su san Miguel. Quizá la sangre ahogue las voces o, lo más seguro: que no haya un don Miguel entre nosotros (39-40).

21 León (1964a). Se publicaría también en francés: León (1964b). 22 Anotación del 14 de noviembre de 1939. En: Aub (1998b).



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Cuando Max Aub, denunciado como judío y “comunista”, es deportado a Argelia, con destino al campo de concentración de Djelfa, en las bodegas del Sidi-Aicha, entre los pocos libros que pudo llevar estaban las Andanzas y visiones españolas de Unamuno. El 27 de noviembre de 1941 hace algunas anotaciones sobre este libro, terminando: “Don Miguel. ¡Y Argel enfrente!”. Es evidente que Max Aub vivía su destierro evocando, como tantos otros exiliados, el que había sido el destierro intelectual por antonomasia. La percepción a través de Unamuno, a quien Aub había leído a conciencia, recurrirá con muchos motivos. Así, cuando se entera del nacimiento de su nieto, emocionado, anota: “Se siente uno hijo de sus obras, nieto de mi nieto (el recuerdo de Unamuno)”.23 Es cierto que otras veces se rebelaba contra las arbitrariedades unamunianas y se preguntaba: “¿Tenía derecho Unamuno a indignarse contra Millán Astray cuando éste gritó: ‘Muera la inteligencia’? ¿O no es idéntico su: ‘¡Que inventen ellos!’? Tristísima España, tan orgullosa”.24 La diferencia entre el público que nunca faltó a Unamuno (y aún más cuando estaba ausente, en el destierro) y la carencia del mismo por Max Aub hace que este acabe por asumir su frustración y su fracaso en vida a cambio de mantener la fe en sus futuros lectores, como muestra un apunte, con cierto rencor, del 22 de diciembre de 1955: “Unamuno quería asistir, en persona, a su triunfo imperecedero; no pido tanto, bástame con que me recuerden los ‘otros’; esos que —en el fondo— no le importaban un comino a don Miguel” (156). A cambio, se solidarizaba con él, como con Valle-Inclán, porque, como Aub, “no tuvieron los teatros que necesitaban” (142) por la falta de un ambiente adecuado al “teatro literario” en España. Que no consideraba a Unamuno como un escritor superado se percibe cuando, por ejemplo, al asistir a la representación de Le roi se meurt de Ionesco, que le entusiasmó, ve en esa obra “la sombra de Unamuno y la del Eclesiastés” (395), algo que le confirmaría el propio dramaturgo cuando se encontraron en México. En el fondo, con la sinceridad im-

23 Anotación del 1 de febrero de 1953. Aub (1998b: 223). 24 Anotación del 28 de septiembre de 1954. Aub (1998b: 250).

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placable que favorecen los diarios, Aub se sentía inferior a Unamuno, perteneciente a una edad de bronce: En cuanto a mi generación, me encuentro perfectamente situado entre Malraux (1901) y Camus (1913) porque los españoles de mi edad —poetas aparte— son, somos, unos pobres diablos. ¿Quiénes? ¿Sender (1902)? ¿Ayala (1906)? ¡Vamos! ¿Cómo compararnos con Unamuno, Machado, Ortega? Ellos sí podían codearse con Bergson, Valéry o Gide. La verdad es que somos una generación perdida, pero no en el sentido que se le da a la intermedia norteamericana sino que no valemos nada: ¡si, por lo menos, hubiéramos sido “unos perdidos”, pero ni eso! Y los que nos siguen no valen más. ¿Comparar a Marías con Ortega? ¿A Guillén con Canedo? Algo se nos cerró. Tal vez sólo el entendimiento (365).

Pero, sin embargo, más que derrotismo, el ejemplo admirado de Unamuno (admirado en privado, pues en público se mostraba distante, casi condescendiente) le servirá para clarificar su propio proyecto creador. El 26 de diciembre de 1955, en esas fechas del año tan propicias a los balances, se dice a sí mismo: “Si no me hice en contra de todos, sí frente a su indiferencia. Tal vez por mediocre. Seguramente mi importancia, si la tengo, se la debo a la mediocridad de los demás —de los novelistas, de los dramaturgos de mi generación— […]. Escribo esto leyendo a Unamuno”.25 Como Unamuno, Max Aub se forjará a contracorriente y al margen de grupos. Como Unamuno, correrá el riesgo de la menor fama que implica la indefinición genérica y, con esa autocompasión que solo aparece en sus diarios, se pregunta: “Quise ser escritor. ¿Qué soy? ¿Novelista, dramaturgo, poeta, crítico? No soy nada; ahí también, con más razón, la sentencia: culpable”.26 Pero Max Aub, si no sabía lo que era, sí sabía quién era. “Yo soy quien soy”, hubiera podido decir, sabedor de que Unamuno le hubiera aprobado.

25 Aub (1998b: 269). 26 22 de enero de 1956. En: Aub (1998b: 273).

XVI

El último unamuniano1

Estupendo ejemplo —con escándalo o sin escándalo, aleccionador— el de la veracidad y autenticidad de su viva lucha espiritual —agonía la llamaba él a lo griego—. Para lectores jóvenes que aún quieran, y puedan, y sepan, leer en español, ningún mejor, más alto y puro ejemplo personal, humano, que el de Unamuno, poeta, cristiano y español entero y verdadero. José Bergamín, “La entereza de Unamuno” (1964)

Pero, si hubo alguien fiel a la obra y al recuerdo de Miguel de Unamuno, ese fue José Bergamín (Madrid, 1895-San Sebastián, 1983).

1

Quiero dedicar este capítulo a la memoria de Nigel Dennis (Londres, 1949-Saint Andrews, Escocia, 2013), el mejor estudioso que ha habido y habrá de José Bergamín. Verle y escucharle era constatar cómo la filología puede realmente unir e influir temperamentos de modo singular. Si Bergamín hubiera sido británico, habría sido Nigel Dennis, quien planeaba establecerse en Málaga tras su jubilación. Una terrible enfermedad lo arrebató antes de que pudiera asentarse en esa tierra, que era la de los padres de Bergamín. Véase el obituario que le dedica Andrés Trapiello (2013), que, y el círculo se cierra, concluye con una cita de Unamuno.

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Su caso es un ejemplo asombroso de cómo la devoción literaria puede no ser limitadora, sino liberadora del propio estilo, cómo solo es epígono el incapaz y cómo la emulación desde la diferencia puede ser inacabablemente fértil. Como Unamuno, Bergamín fue un hombre en quien cohabitaron una provocadora actividad política, debida a su preocupación intensa por España, y una angustia religiosa ante la muerte, que el madrileño quiso conjurar desde un declarado catolicismo muy personal. Como el bilbaíno, Bergamín sintió las insuficiencias del racionalismo y declararía que “para encontrar la verdad hay que empezar por perder la razón”. De ahí que hiciera, como su maestro, de la paradoja, el “disparate”, el conceptismo y la burla, las armas y almas de su estilo. Como Unamuno, Bergamín esparció una obra multigenérica, pero que tiene su corazón en la lírica. Como él, hubo de exiliarse, y su regreso (sus dos regresos, en Bergamín) fue decepción y atizó un inconformismo incomprendido. Unamuno, que, al contrario, que Ortega no formó discípulos ni escuela, tuvo en José Bergamín un discípulo que vale por toda una corriente. Él no se cuidó de disimularlo, muy al contrario. En 1976 recordaría que “yo tuve la suerte de conocer en vida a algunos maestros de la mía […]. Entre todos ellos, el que dejó más huella en mí, con su vida y con su palabra, fue Miguel de Unamuno”.2 La relación entre ambos había empezado a comienzos de 1923, cuando Bergamín, recién encargado de la dirección de Los Lunes de El Imparcial, le escribe para proponerle colaboración habitual. Siempre en un tono de fervor y humildad hacia Unamuno, mantendrán una amistad epistolar que durará hasta los pródromos de la Guerra Civil.3 A finales de ese año se publica el primer libro de Bergamín, El cohete y la estrella, “afirmaciones y dudas aforísticas lanzadas por elevación”. La elogiosa nota que Unamuno, a pesar de que acababa de ser desterrado, publica en Nuevo Mundo el 7 de marzo de 1924, compensa al joven escritor de otras reseñas algo negativas. Extasiado, la

2 3

Bergamín (1976a). Véase Bergamín y Unamuno (1993).



El último unamuniano

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devoción de Bergamín por Unamuno no conocerá límites, como le expresa de modo cándido: Nunca como ahora he llegado a sentir todo lo que le debo espiritualmente, y es que más que nunca me parece que su personalidad se define para mí como verdadero maestro. Es decir, que sin herir mi independencia de hombre y de pretendido escritor, siento vivificarse en mí, por sus palabras, ciertas zonas de pensamiento o de sentimiento que, al salir de la adolescencia, presentía dolorosamente esterilizadas.4

Una de las cosas que debía Bergamín a Unamuno era, según confesaba, comprender un nuevo “sentido de lo popular, que me aparecía como un misticismo confuso” y que “empieza a esclarecerse”. Evolución de grandes consecuencias que se apreciará, sobre todo, a partir de 1934 y, más aún, de la Guerra Civil. Pero que esta veneración no perjudicara su independencia de “pretendido escritor” es cuestionable. Más allá del sabor unamuniano de sus líneas (empezando por esa fusión de pensamiento y sentimiento), Bergamín caerá en algunos extremos un tanto desafortunados, como publicar unos supuestos aforusmos y epigromas, inspirados en la nivola unamuniana, y que, más allá del torpe remedo de los nombres, no aportan nada nuevo.5 Por otra parte, a raíz del exilio de Unamuno, Bergamín sentirá una profunda animadversión por Ortega, decepcionado porque este no dijera una palabra en favor del desterrado. En otros aforismos, publicados en la revista coruñesa Alfar en 1924, ironizaba: “Unamuno, para pensar, se sale fuera de sí; Ortega y Gasset, para no pensar, se mete dentro”. Oponía Bergamín a “Unamuno, el pensativo” y “Ortega y Gasset, el ensimismado”.6 Esta contraposición será dibujada con trazos más gruesos y con cierta genialidad rebelde adolescente en la Farsa de los filólogos (1925), concebida según el modelo de Las aves de Aristófanes y donde Bergamín satiriza a Ortega y su círculo, junto a filólogos como Menéndez 4 5 6

Bergamín y Unamuno (1993: 44). Bergamín (1927). Bergamín (1924).

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Pidal o Américo Castro, ante quienes opone las figuras positivas de Miguel de Unamuno y de Juan Ramón Jiménez, su otro dios tutelar por entonces. Siguiendo la oposición unamuniana entre la palabra viva y la letra muerta, los filólogos son representados como ejecutores de una disciplina inhumana, que disecciona el lenguaje, y reciben por ello los dicterios de un Unamuno “iluminado por los rayos, como un Rey Lear”, que clama: “¡Farsantes! ¡Hipócritas! ¿Qué sabéis vosotros de la palabra? De la palabra viva, sangre y cuerpo de nuestra alma. De la fe, del amor, de la poesía, ¿qué sabéis vosotros? ¡Id a engañar a los tontos con vuestras mercancías, ya que no sabéis descubrir la vida, como los arúspices, en las entrañas palpitantes del idioma!”.7 Por su parte, Ortega es representado como un frívolo cazador de imágenes, “borracho de su elocuencia”. Juan Ramón Jiménez, a pesar de sentirse halagado, disuadió con buen acuerdo a su discípulo de publicar la farsa. José Bergamín, que veraneaba en Fuenterrabía, visitará a Unamuno en su exilio de Hendaya y la correspondencia entre ellos crecerá en intensidad, con una devoción de Bergamín rayana en lo sacrílego en él, católico practicante. Ante la disculpa de Unamuno por su prolongado silencio, el discípulo se apresura a justificarle, en carta del 13 de febrero de 1926: “Comprendo su silencio activo, positivo […]. Es más, tiene el silencio una fuerza viva —verbal— de acusación, que no pueden superar las mejores palabras. Así en el Cristo. Y yo, que soy católico, me figuro que Dios debe amarnos en silencio, después de la muerte” (60-61). En una carta anterior le había confesado a Unamuno que, aunque “maestro de maestros solamente el Cristo”, a él le consideraba “maestro de fe, de duda, de pasión, de escepticismo”, e identificaba su religiosidad con las enseñanzas de su maestro: “Los católicos no oficiales (yo creo, o quiero, serlo) que hemos partido del ‘sentimiento trágico de la vida’ alimentamos nuestra fe —no una fe dudosa, sino una duda o una cierta duda, misteriosa— de sus vivas palabras” (82). Llamativa confidencia en quien en su trayectoria pos-

7

Bergamín (2004: 275).



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terior siempre haría gala de una fe católica sin reservas, aunque claramente diferenciada de sus usos políticos. Pero, aparte de estas confesiones, casi sonrojantes, la correspondencia de Unamuno será decisiva, germinal, para la poética de Bergamín. Hay una carta de Unamuno, de abril de 1926, que Bergamín conservaría junto a sí toda su vida, a través de sus exilios, y cuya importancia es difícil exagerar en la conformación de la poética bergaminiana. Dicha carta se abría con un poema cuyos versos finales eran: “Al fin despertarás por debajo del sueño / sin llegar a gustar la carne de tu empeño / cansado corazón”. El primero de esos versos, tan preñado de sugerencias, “profundo y bellísimo”, según le diría Bergamín, reaparecerá guadianescamente en la obra de Bergamín, tanto en su lírica, que recogerá en 1979 precisamente bajo el título Por debajo del sueño. Antología poética, como en ensayos dedicados al mundo como sueño calderoniano (“Por debajo del sueño. Calderón, calderoniano”).8 También dará título al comentario conmovido sobre Unamuno que publicó en 1938 en la revista Europe9 o en el homenaje al centenario de Unamuno que, como ya se dijo, apareció en Le Figaro Littéraire. En el terreno político, decía Unamuno: “A ver si los de la cruzada y el desquite renuncian al intento de guardicivilizar el Rif, que es incivilizarlo”. Años después, contra las pretensiones de cruzada de los sublevados, Bergamín vería como profética la frase de Unamuno y lo glosaría, como veremos, en su ensayo “La cruzada y el desquite”. Como apuntara el editor de este epistolario, Nigel Dennis (el mayor bergaminiano que hubo y habrá), esta carta dejó “una huella profunda y duradera en la sensibilidad de Bergamín” y a partir de ella desarrolló sus propias “ideas recurrentes e imperativos éticos” (68). Y es que, añadamos, su confesión sobre su vivencia inspirada de la escritura fue decisiva para el madrileño: “¿Escribir? Poco. Me da miedo escribir. Cuando cojo la pluma paréceme que se apodera de mí un demonio (demonio en el sentido primitivo, helénico), me siento poseído —esto es, energúmeno—, y tiemblo” (67).

8 9

Bergamín (1946). Bergamín (1938).

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Aquí está el origen de todas las disquisiciones de Bergamín sobre la poesía como “Arte de temblar”, según se llamará la tercera parte de su libro de aforismos, La cabeza a pájaros, que había terminado en 1926, aunque no se publicaría hasta 1933, y que va dedicado, con toda justicia, “a Miguel de Unamuno, místico sembrador de vientos espirituales”. En el verano de 1928, Bergamín había dado cuenta a su maestro de su intención de escribir dos biografías, “la de D. Miguel de Unamuno y la de Sta. Teresa que, como Ud. Sabe, son dos santos de mi devoción. (Lo de santo en Ud., aunque en un sentido heterodoxo —y en el otro sentido, en el mío, en mi sentir, en el que se lo digo ahora— no creo que sea inexacto” (87). Proyecto de libro que hubiera sido la primera monografía unamuniana y que, si no llegase a escribir, podría fácilmente ser reunido a partir de sus ensayos sobre Unamuno. Poco después de proclamada la Segunda República, José Bergamín sería el redactor y el principal impulsor del manifiesto “Don Miguel de Unamuno, palabra de vida española”, publicado en El Sol,10 aunque con reveladora modestia colocara su firma al final, detrás de las de otros escritores e intelectuales como Pedro Salinas, Gerardo Diego, Jorge Guillén o Alfonso García Valdecasas. En él se presentaba a Unamuno como un hombre por encima de los partidos, “entero y verdadero, sin partir —como él dijo— sin partido ni partida” y “la más clara y distinta encarnación de la inteligencia verdadera y viva, hoy, de España”. Bergamín seguirá de cerca la actuación de Unamuno como diputado de las primeras cortes de la República, acompañándole a menudo. Francisco Madrid, en Genio e ingenio de Miguel de Unamuno, ironizaba sobre el mimetismo del discípulo, que llegaba hasta los gestos: Unamuno paseaba por los pasillos del congreso en unión de José Bergamín. Cuando don Miguel andaba, cruzaba los brazos hacia atrás de un modo que nadie había podido imitar… pero Bergamín ya había logrado para sus brazos una postura casi idéntica a la de su maestro. Un periodista al verlos caminar, exclamó: — El señor Bergamín será nuestro futuro Unamuno (128).

10 Bergamín (1931).



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No era de extrañar esa impresión en quien llegó a fungir como fiel escudero que, ocasionalmente, adquiría protagonismo, como cuando Unamuno le presentó en un mitin en la Casa del Pueblo de Salamanca. Aunque a Bergamín, con toda su fidelidad, le costaría entender la enrevesada posición de su maestro en algunos temas como el Estatuto de Cataluña, pero ello no mermaría un ápice de su devoción. Cuando en abril de 1933 aparezca el primer número de Cruz y Raya, la revista cultural dirigida por José Bergamín gracias al apoyo de un grupo de financieros vascos como plataforma de un catolicismo liberal, el madrileño no dudará en poner, en su “Presentación”, a la revista bajo la advocación de su maestro, declarando que “esta actividad espiritual que es, para nosotros, el catolicismo, está, como diría Unamuno, por encima y por debajo de todas esas manifestaciones del pensamiento”. José Bergamín, que acarició la idea, al final frustrada, de dedicar un número de homenaje a Unamuno, usaría su revista como altavoz para algunas de sus lucubraciones más polémicas, como su ensayo “Decadencia del analfabetismo”, donde denunciaba el “monopolio literal, o letrado, o literario, de la cultura”, y oponía a este una “cultura espiritual” que hallaría su mejor expresión en las gentes analfabetas. Su defensa del analfabetismo remaba a contracorriente del proyecto de extensión cultural de un Gobierno republicano que había puesto en marcha las Misiones Pedagógicas o el teatro de La Barraca, pero era congruente con la oposición unamuniana entre letra y espíritu y con los comentarios despectivos que Unamuno había expresado hacia estas iniciativas, para disgusto de Américo Castro, como vimos. Y, sin embargo, algunas de las mejores creaciones de Bergamín de esos años han sido las que tocaban ámbitos totalmente ajenos al maestro, como El arte de birlibirloque (1930), pequeño tratado sobre “entendimiento del toreo”, o Mangas y capirotes (1933), que Gonzalo Penalva consideraba con razón “uno de los libros más originales que sobre el teatro barroco se haya escrito nunca”.11 Plantas libres, no crecidas como hiedra sobre el espaldar de la admiración unamuniana, presentan al Bergamín más diferencial, el vanguardista barroco.

11 Penalva (1985: 78).

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No sabemos cómo reaccionó Bergamín, presidente de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y fundador de El Mono Azul, ante el apoyo de Unamuno a los sublevados, más allá de constatar un dolorido silencio. Tras su muerte, sin hacer alusión a aquel apoyo, el ejemplo de Unamuno sigue permeando la obra del madrileño, tanto su ensayística más militante como su más entrañada lírica. Así, en “Por nada del mundo (Anarquismo y catolicismo)”, que se publicaría en la revista Esprit en 1937 y donde abordaba el delicado tema de la persecución anticlerical en la República,12 recurre a la famosa cita del paraninfo para explicarla por la postura política de la Iglesia en contra de las aspiraciones populares: La Iglesia y el pueblo separados, ¿cuál es peor anarquía? ¿La de un pueblo que quiere ser libre, justamente libre, independiente, verdadero? ¿O la de una Iglesia sometida, que quiere o tiene que esclavizarse a los poderes de este mundo, para tratar de someterlos y esclavizarlos? […]. “Venceréis” —les dijo la voz verdadera del cristiano, agonizante Unamuno, ya en los linderos de la muerte—. —“Venceréis, pero no convenceréis”—. ¿Y cuál es la misión de la Iglesia cristiana, vencer o convencer? ¿El apostolado o la destrucción? ¿La muerte o la vida? ¿La paz o la guerra?

En la misma línea insiste en “La cruzada y el desquite”,13 cuyo título proviene de aquella carta de abril de 1926 que tan profunda huella dejara en Bergamín y que se inicia con una cita de Fray Luis que enlaza con la del “otro maestro de Salamanca”, quien “nos habló muchas veces de la acometida clerical a la que él por último sucumbiría, angustiado, asfixiado por ella” (14). Bergamín se apoyará repetidas veces en “nuestro don Miguel” para diferenciar entre la fe católica y la utilización política de esta: “‘La Iglesia no son los

12 Cito por Bergamín (1941: 59-90). 13 Incluido en: Bergamín (1941) y recogido en: Bergamín (1976). El libro por el que cito, publicado a finales de 1976, sería secuestrado, demostrando las limitaciones de la libertad aún tras la muerte de Franco. Véase “Secuestrado un libro de José Bergamín” (1976).



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curas’, solía repetir perogrullescamente nuestro don Miguel. Y aún no lo repitió bastante, pues ni le escuchaban ni entendían” (21). Bergamín sí le había escuchado y entendido, como también había leído los artículos de Unamuno en el otoño de 1934, tras el octubre asturiano, donde afirmara que “una religión policiaca, diabólica, que se propone ser no consuelo para todos, buenos y malos, sino garantía y estribo de seguridad para el orden civil, social, político y jurídico del reino —o república— de este mundo, de esa religión siente el pobre acongojado por la miseria de este mundo que es una farsa” (15). Afirmación que sirve a Bergamín para deslegitimar todo el apoyo que desde el Vaticano se había aportado a la cruzada de Franco y que lo obligara a formarse una identidad católica sin apoyatura temporal. En cuanto a su poesía, después de romances satíricos tan célebres como el “Romance del mulo Mola” y “El traidor Franco”, Bergamín escribiría, en muy otro metro y estilo, sus “Tres sonetos a Cristo crucificado ante el mar”, publicados en Hora de España en agosto de 1938 y que, enlazando con el anónimo renacentista “No me mueve, mi Dios, para quererte”, pertenecen sin duda a la más elevada lírica religiosa española. Por otra parte, precedidos de una cita de Unamuno (“Solo, a lo lejos, el piadoso mar”), no ocultan la deuda que tienen hacia la poesía del bilbaíno y, sobre todo, hacia El Cristo de Velázquez. Uniendo ambas vertientes, Bergamín escribirá en 1939, nada más llegar a París, “El Cristo lunar de Unamuno”, donde, a partir del largo poema unamuniano, intentaba deducir un cristianismo popular que oponer a la alardeada fe de los rebeldes y que habría tenido, cómo no, en Unamuno a su profeta: “Nada menos que todo un pueblo, suma de pueblos españoles, ha dado su respuesta, como un solo hombre, como en su sentir y pensar histórico nuestro Don Miguel de Unamuno, a las apariencias católicas de este mundo, desdeñoso de su impostura, arrancándoles a sus representantes en España el antifaz sangriento y sacrílego de su mentira”.14

14 Publicado en la revista mexicana Luminar (1940) y recogido luego en: Bergamín (1945).

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En París se creó la Junta de Cultura Española. Presidida por un triunvirato formado por José Bergamín, Juan Larrea y Josep Carner, comenzó a editar en México la revista España Peregrina, así bautizada por Bergamín, que siempre tuvo un don para los títulos. Pero, como es difícil que dos profetas puedan coexistir pacíficamente, Bergamín rompió con Larrea y, poco después, esta revista, en consonancia con la mexicanización de las iniciativas del exilio (la Casa de España se convertiría por entonces en El Colegio de México), pasó a rebautizarse Cuadernos Americanos. Algo más duró la otra gran iniciativa colectiva apadrinada por Bergamín, la editorial Séneca, que continuaba con la exquisita labor de las ediciones de Cruz y Raya, editando libros tan fundamentales como Poeta en Nueva York, La arboleda perdida o España, aparta de mí este cáliz, con lo que se pretendía afirmar “la continuidad e independencia espiritual de España y de nuestra razón y pasión de ser españoles”. Desde el principio, Bergamín tuvo la reedición de Unamuno como una de sus prioridades, y de ello saldrán tres recopilaciones de artículos del autor vasco: La ciudad de Henoc (1941), Cuenca ibérica (Lenguaje y paisaje) (1943) y La enormidad de España (1945), antes de que la editorial muriera por consunción. En el prólogo a la segunda de estas ediciones, “Miguel de Unamuno y el santo oficio de escribir”,15 Bergamín expresa de manera transparente cómo la obra del bilbaíno era continuo abrevadero para calmar la sed de la patria perdida y recobrar fuerzas para el exilio: Leyendo y releyendo a Unamuno, ahora, en este, nuestro luminoso destierro de España, encontramos en sus palabras no sólo esperanza y desesperanza de tantas venturas y daños como nos duelen en la conciencia de ella, sino sentimiento conmovido de esa conciencia misma, que es pensamiento claro y hondo de lo español; pues en la palabra de Don Miguel […] sentimos y pensamos conmovedoramente la conciencia viva de España; que por serlo suya lo es nuestra (91).

15 Cito por: Bergamín (1985).



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Bergamín aprendió de Unamuno, para afinarlo a su manera, la manera de destilar sus ideas a partir de la etimología de las palabras y no de su acepción común. El “santo oficio” es el del escritor, porque este sería un “inquisidor” en el sentido de que “inquiere” en el alma de su pueblo a través del lenguaje, como lo supo hacer el que para Bergamín fue uno de sus escritores más auténticamente populares (no famosos, sino del pueblo): “Y es que el escritor que lo es de veras es un verdadero inquisidor del alma de su pueblo por el lenguaje que lo verifica, como fue tan agudo y penetrante de lo español, del alma popular española, nuestro don Miguel de Unamuno” (91). Ello venía a cuento de la selección de artículos, centrados tanto sobre cuestiones de lengua como de paisajes españoles, por lo que, para Bergamín, siguiendo a Unamuno, el “oficio de inquirir escribiendo es santo oficio patriótico” (93). Y esa “inquisición”, ese oficio de “inquirir verdad” exige una escritura que es distinta en cada uno, una escritura heterodoxa en la que Bergamín se hermana con Unamuno: “¿Por qué no escribe usted como todo el mundo? Suele preguntársenos a los escritores solitarios, solidarios de nuestras comunes soledades propias” (95). Esa solidaridad también se expresa escribiendo sobre el autor leído, dando a conocer lo que se ha verificado como profecía: “¡Historia de lectura o de leyenda, la más verdadera, es ésta que inquirimos escribiéndola, por la palabra! La que nos dejó dicha en su palabra española, haciéndonosla conciencia propia y profecía común, don Miguel de Unamuno” (95). El ideal de esa “España celestial” que fascinara a temperamentos tan distintos como Josep Ferrater Mora o Antonio Sánchez Barbudo, la fe en una nueva España fruto de su sueño concordaba con la pasión española de Bergamín, abatidísimo de añoranza en el exilio, lo que le hace concluir reafirmando los derechos de propiedad de los exiliados: “Y volví a soñar en seguir soñando a una España eterna e infinita, y en fuerza de soñarla hacerla, que es milagro de fe”, nos dice Unamuno. “¡En fuerza de soñarla hacerla, que es milagro de fe!”. Así lo sentimos y pensamos y queremos nosotros releyéndole; sintiendo, y pensando y queriendo a este nuestro —¡nuestro! ¡nuestro!— Don Miguel de Unamuno, en esta, suya —y ¡nuestra! ¡nuestra!— España (97).

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La huella de Unamuno es también muy palpable en las lecturas cervantinas de Bergamín,16 quien, por cierto, había cuidado de que la editorial Séneca sacara la, sin duda, hasta entonces mejor edición de Don Quijote, en un volumen de casi mil quinientas páginas, encuadernado en piel y anotado por el minucioso paleógrafo Agustín Millares Carlo. Bergamín siempre lee el Quijote con la Vida de don Quijote y Sancho, como se pone de manifiesto en el ensayo “Como sobre ascuas”, incluido en El pozo de la angustia (1941) y donde sus comentarios son el tercer peldaño tras cada pasaje cervantino acompañado de la glosa del “otro don Miguel”, cuya Vida de don Quijote y Sancho es igualmente decisiva en la visión bergaminiana de Ignacio de Loyola, expuesta en su ensayo “Españolidad y catolicismo. La peña y la estrella (San Ignacio y compañía)”. Se publicó en una inverosímil revista unipersonal, El Pasajero, subtitulada “Peregrino español en América” y que sacará tres números en 1943.17 Bergamín venía de sufrir el hecho más doloroso de su vida, con el fallecimiento de su esposa, y se evadía del dolor con una escritura febril. En dicho ensayo, afirma que “la aventura de San Ignacio nos parece […] la más quijotesca de nuestros siglos de oro” (289) y, para quien no lo supiera, reconoce el origen unamuniano (que a su vez fue cusiano) de su polémica defensa del analfabetismo: “Hay en esta afirmación de la españolidad católica de San Ignacio, algo que se relaciona con aquella ‘docta ignorancia’ cristiana de que nos habló Nicolás de Cusa, y con el sentido espiritual que, siguiendo al Cusano, y también a nuestro Unamuno, le hemos solido dar al término: analfabetismo” (288). Esa concepción entrañable y heroica, aunque de consecuencias cuestionables, del pueblo analfabeto, así como la visión crística de España avanzada por Unamuno en La agonía del cristianismo y desarrollada aún de modo más estentóreo por Juan Larrea, su rival profético,

16 José-Carlos Mainer, en su concienzudo repaso de las lecturas unamunianas del exilio, reconoce el “abolengo unamuniano” de las de Bergamín, aunque considera que este “fue mejor lector de la literariedad de la obra que su maestro” (2006: 94). 17 Cito por la reedición: Bergamín (2005).



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están en la base de dos de las mejores obras dramáticas de Bergamín, La hija de Dios y La niña guerrillera.18 Aparte del hecho de que la primera de ellas esté basada en la Hécuba de Eurípides, siguiendo el ejemplo unamuniano de la actualización de Fedra o Medea, que luego perfeccionará Bergamín en su propia Medea, la encantadora, sus ideas sobre el sacrificio del pueblo español alcanzan su más emotiva concretización escénica en ambas obras, sobre todo, en La niña guerrillera, una tragedia que se desarrolla en el Pirineo aragonés, en “la época actual”, donde una Niña decide, tras la muerte de su amigo Martinico, vengarlo al frente de las huestes guerrilleras. Escrita enteramente en fluidos octosílabos asonantados de un raro lirismo, la que probablemente sea la mejor pieza teatral de Bergamín expone de nuevo la posición de la Iglesia ante la guerra. Frente al personaje del Jesuita, afín a los sublevados, aparece el Cura del lugar, amigo de la Niña, quien expone las ideas de Bergamín en el momento de la agonía de esta, torturada, en la que ve un trasunto de la pasión de Cristo: “Mírela. ¿No parece este cuerpo llagado, ensangrentado, el divino cuerpo de Nuestro Redentor?”. La Niña, antes de morir, a la pregunta de si cree en Cristo y la santa madre Iglesia, contesta: “Sí, creo en mi pueblo, creo en España…”. La Niña finalmente será colgada de un árbol y, durante la noche, su cuerpo será cubierto de nieve, como sucede en numerosas leyendas de santos. Siguiendo el paralelismo con la Pasión de Cristo, sus compañeros o discípulos guerrilleros, al alba del día siguiente, la descienden del árbol y la entierran. Ambas tragedias serían publicadas en un pequeño volumen, con ilustraciones de Pablo Picasso evocadoras del Guernica. Y es que también en el género dramático buscó José Bergamín orientación en Miguel de Unamuno, a pesar de las dudas que la crítica mayoritaria expresara sobre sus obras.19 A partir del Arte nuevo 18 Bergamín (1945b). 19 Agradezco para esta parte los valiosos comentarios de Teresa Santa María Fernández, que además me permitió leer su texto inédito, “El santo oficio teatral de Unamuno y Bergamín”, presentado en la jornada de estudio “Miguel de Unamuno et José Bergamín. Un lien à explorer”, celebrada el 25 de octubre de 2007 en la Universidad de Le Mans y cuyas contribuciones, lamentablemente, no fueron publicadas.

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de hacer comedias, de Lope, y su famosa “cólera del español sentado”, Bergamín intenta una mezcla más difícil que la del aceite y la del agua, queriendo fundir tragedia griega con auto sacramental español, con explicaciones tan enrevesadas como, al fin, poco convincentes: La razón era una pasión para el griego: una pasión humana; la pasión es una razón para el cristiano, una razón divina. De este modo se le representaba al griego, en su teatro, una verificación de la muerte, por la razón, que es el desesperado y desesperante sentimiento trágico de la vida, como le ha llamado Unamuno; mientras que al español del xvii lo que se le representa en su teatro es una verificación de la vida por la fe, que es una esperanzada y esperanzadora concepción lírica de la muerte. Por eso el teatro griego se convertía, por su verdad, en un vivo teatro de la muerte, como le diría Calderón. En cambio, el teatro católico español del xvii, se hizo, por la muerte, un verdadero teatro vivo: un poético torcedor del pensamiento.20

De lo que no queda duda, en cambio, es del carácter “agónico” de sus personajes, desde Medea a Melusina, pues en Bergamín, todo hay que decirlo, la conformación de las protagonistas femeninas es más auténtica y lograda que en Unamuno. Tras la ruina de la editorial Séneca, pero, sobre todo, tras la muerte de su esposa Rosario Arniches, la vida en México se le hizo a José Bergamín insoportable y en 1946, aprovechando una invitación de la Universidad de Caracas, se instala en la capital de Venezuela, donde apenas permanecerá un año, poniendo luego rumbo a Uruguay. Cuando Bergamín marcha, la Revista Nacional de Cultura lamenta su pérdida para el sistema cultural venezolano y define a Bergamín como “miembro distinguido de esa España ‘quijotista’ [sic] de que nos habló su antecesor espiritual don Miguel de Unamuno”.21 Bergamín no ocultaba su sentimiento de albacea espiritual de Unamuno, por lo que no dudaba en defenderlo contra apropiaciones y falsificaciones y acogía con una sonrisa amarga los insultos que su

20 Bergamín (1941: 102). 21 Citado por: Penalva (1985: 174).



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maestro recibía en España. Así, en “Unamuno, el hereje”, publicado en El Nacional en febrero de 1954,22 hace alusión a la carta pastoral publicada pocos meses antes por el obispo de Canarias, Don Miguel de Unamuno, hereje máximo y maestro de herejes, aunque, paradójicamente, se dedica, sobre todo, a criticar la reciente edición del Cancionero de Unamuno por Federico de Onís, “al que si no otra cosa, le agradecemos la brevedad” (79) de su prólogo. Bergamín veía traicionada la voluntad de Unamuno por su antiguo alumno salmantino, que hubiera debido llamar a la recopilación Cancionero del destierro espiritual, como lo había escuchado llamar Bergamín en las “propias palabras” de Unamuno durante sus largas conversaciones en Hendaya. Poco después, en un artículo titulado “El alma en pena de Unamuno”,23 a propósito de la invitación que había recibido a asistir en Montevideo a una misa por la paz para el alma de Unamuno, se niega en rotundo: “Que no descanse en paz” (185), afirma, el alma agónica, en continua pelea de Unamuno, y más cuando su pueblo estaba sufriendo. Y aduce un poema escrito por Unamuno en el destierro, donde pedía: “España mía querida, / mi Purgatorio perdido, / tus penas me dan la vida, / no puedo darlas al olvido / […]. La paz, hielo, no nos hurga / las ansias del infinito, / sólo la congoja purga / la vida, nuestro delito”. Bergamín, contemplando el Atlántico desde Punta del Este, no podía sino sentir como Unamuno, frente al Atlántico en Hendaya, veinticinco años atrás, y exclama: ¡Cuántas cosas en estos versos sencillos cuyas resonancias prolongan ahora en mí, al leerlos y releerlos, una intimidad espiritual de Don Miguel que ilumina su lejanía! Por eso, lejos de frontera trasmundana —Infierno o Purgatorio— el alma en pena o penas de Don Miguel […] está más cerca de nosotros —sus lectores, sus amigos fieles— más próxima o prójima que nunca (184).

22 Bergamín (1954a). Recogido en: Bergamín (1972: 79-85). 23 Bergamín (1954b). Cito por: Bergamín y Unamuno (1993: 183-189).

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Para Bergamín, esa “España, su Purgatorio perdido, sigue siéndolo para nosotros como para él lo era”, por lo que “no, Unamuno no descansa en paz. No descansa hasta conseguir una paz que, mientras no lo sea de España, no podrá serlo suya” (186-187). Bergamín asocia la paz del alma con la “paz de los sepulcros blanqueados” alardeada por el régimen franquista y que “no es nuestra paz”, por lo que “Unamuno, alma en pena y penas de España, no puede descansar en paz” (189). Y, en 1957, cuando el Vaticano decida incluir los libros Del sentimiento trágico de la vida y La agonía del cristianismo en el Index librorum prohibitorum et expurgatorum, escribirá un irónico y regocijado artículo titulado “¡Ya era hora!”, donde felicita la consecuencia de la Iglesia frente a quienes pretenden edulcorar o pasar por ortodoxas las ideas de Unamuno.24 Para Bergamín, dichos libros “contienen ideas, sentimientos […] muy expresa y expresivamente peligrosos para la doctrina católica; y la Iglesia hace perfectamente bien en advertírselo, sobre todo a los españoles, a algunos españoles dedicados a la dudosa tarea de tratar de convencernos a los demás de lo contrario” (199). Bergamín, cuya fe siempre tuvo el componente de sumisión a la Iglesia católica (aunque para ello hubiera de distinguir entre su representación temporal politizada y una Iglesia ideal eterna, “comunión de los santos”), reconoce la “inmensa riqueza de espiritualidad, la profundísima ansia de fe cristiana” que sustentara a Unamuno, pero afirma rotundo: “En ningún sentido tiene sentido, creo yo, forzar la interpretación de la obra y la vida de Unamuno para encauzarla hacia una religiosidad católica de la que siempre estuvo alejado en su vida como en su obra. Unamuno no fue católico en vida, ni en muerte. Aunque nos duela a los católicos esto” (200). Por ello se felicita del dictamen vaticano y declara que “al no creyente o practicante católico […] ésta, al parecer escandalosa decisión romana, le hará volver a releer mejor estos libros unamunescos. ¡Y tanto mejor! Y si los aparta de aquellos, creyentes católicos (rara avis hispánica), por miedo al contagio de su apasionado pensamiento, tanto mejor también” (202).

24 Bergamín (1957). Recogido en: Bergamín y Unamuno (1993: 199-202).



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Aparte de en esta vertiente más polémica, la edición del Cancionero unamuniano animó a Bergamín a abordar la obra de Unamuno desde un punto de vista más filológico, aprovechando las numerosas invitaciones a conferencias durante su época en Uruguay. Así, “La musaraña y el duende (Mundo y trasmundo de la poesía romántica”,25 ciclo sobre la poesía romántica, sirve a Bergamín para defender la identificación entre romanticismo y poesía tout court, pues afirma que es “esencia del romanticismo, la esencia y la sustancia de la poesía” (94).26 El romanticismo, lejos de ser una mera “escuela literaria”, sería una experiencia vital, con la que Shelley, Keats o Novalis experimentaron “la poesía con aquella profundidad e intensidad que fue lo que debíamos sostener que era el romanticismo” (91). El ciclo se cierra con una intervención sobre “Los epígonos del Romanticismo en España”,27 que no serían otros que Miguel de Unamuno y Antonio Machado, “dos figuras ya inmortales a las que él tanto conoció, trató y tanto quiso en vida” (106) y a los que, a pesar de sus diferencias, Bergamín presenta como “enteramente inseparables entre sí” (110), mejores ejemplos de una “dialéctica de la españolidad” (114) de raíz estoico-cristiana. Sin duda, es en estos textos de historiografía literaria donde Bergamín suele patinar, frente a la agilidad de sus ensayos más libérrimos. Raro resulta caracterizarnos a Unamuno como estoico, pero, más aún, la aproximación del “heideggeriano Antonio Machado” y de Unamuno al existencialismo, en una operación de prestigio frecuente tanto en España como en el exilio, pero simplificadora, y en la que cae Bergamín, atisbando en “la palabra de Unamuno, ese profundo fondo que hoy se llama, por los profesores de filosofía, existencialismo” (117). Más certero está al hablar del uso de la máscara, del desdoblamiento, no para eludir la responsabilidad del pensamiento, sino para subrayarla: Machado, con sus heterónimos Juan de Mairena y Abel Martín;

25 Han sido recogidas por: Martínez (2004), recopilación por la que cito. 26 Idea evidentemente influida por la lectura de Hölderlin y la esencia de la poesía, de Martin Heidegger, y que había traducido poco antes García Bacca. 27 Publicada originalmente en el diario montevideano El País, 26, 28 y 30 de noviembre de 1947.

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Unamuno, adoptando las máscaras del don Quijote cervantino y del Cristo velazqueño: “Unamuno, hablando por Don Quijote, es más que nunca Unamuno, y su Quijote, menos que nunca el de Cervantes y, del mismo modo, hablando del Cristo era más que nunca Unamuno y, su Cristo, menos que nunca el de Velázquez” (111). En otra conferencia de historiografía literaria, “1950. Atalaya de medio siglo de poesía española. Sismógrafo de señalar poetas registrando temblores líricos en prosa y verso”,28 Bergamín parte de aquella mítica carta unamuniana de abril de 1926, recordando su confesión sobre el temblor al escribir y aclarando que, por ello, ya en su juvenil libro de aforismos La cabeza a pájaros había afirmado que “la poesía es un arte de temblar”, lo que relacionaba con el existencialismo kierkegaardiano de Temor y temblor. Bergamín identifica el “signo lírico” del que hablara Pedro Salinas con “un temblor íntimo, expresado o secreto, que coincide real y profundamente con el pulso de esa España a la que, desde diez años atrás, venimos designando con el nombre de España peregrina” (297). Encontrar, según Bergamín, el pulso de la poesía de los últimos cincuenta años sería encontrar “el pulso de España” (301), por supuesto, la España exiliada, la única considerada como tal, y ese auscultar el pulso, tras comenzar con Rubén Darío y Valle-Inclán, seguirá con Maragall y Unamuno, para lo cual había aún de comenzar enfrentándose al descrédito sobre su obra lírica, que ya llevaba visos de ser superado por la opinión contraria: “Efectivamente, es tópico el de que Unamuno no fuese un gran poeta en verso. Para nosotros es el mayor poeta en verso de la lengua española en lo que va de siglo” (312). Bergamín habla de su “lenguaje de hueso trágico”, un uso conceptista del lenguaje, o, como dijera Unamuno, “niño viejo, a mi juguete / al romance castellano, / me di a sacarle las tripas / por mejor matar mis años”. Especialmente en El Cristo de Velázquez, referente para la propia poesía de Bergamín, el escritor exiliado ve un “estremecimiento nuevo”, que pasaría a la historia de la gran línea de poetas místicos y románticos, la mejor de la literatura española (Fray

28 Publicada originalmente en el mismo diario El País, 6, 17, 23 de junio y 4, 5, 22 y 23 de julio de 1950.



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Luis de León, San Juan de la Cruz o Bécquer). Bergamín halla en sus poemas “ese hondo, profundo canto que seguimos llamando estremecido” (314), pero también el célebre pasaje final de La agonía del cristianismo, donde Unamuno identificaba el martirio de Cristo con el de España,29 en unas palabras que habían cobrado una actualidad acrecentada. Recordaba Bergamín que Unamuno escribía conmovido por la noticia de haber sido agarrotados unos desdichados obreros y apuntilla: “Desde 1924 a la fecha, encontramos sólo una diferencia muy notable de cantidad, pues si entonces se agarrotó a unos pobres ilusos, hoy están agarrotando a centenares y centenares de infelices, por la misma razón” (313). Con lo que la conferencia sobre historia literaria ante sus anfitriones uruguayos terminaba con una denuncia de la dictadura franquista. Seguramente estos textos, recientemente rescatados, sean de los más insípidos de Bergamín, aunque dan fe de una tentativa de adaptación al mundo académico uruguayo, con su prurito cosmopolita, a rebufo de la cercana Buenos Aires. Con todo, siempre hay alguna comparación, alguna huida genial del pensamiento en sus exposiciones. En su ciclo de conferencias “España entre dos luces (1874-1931). El pensamiento y la poesía de España durante la Restauración”, impartido en 1948, tras abordar el pensamiento de Costa y Menéndez Pelayo y la novela de Pérez Galdós, trataba en su tercera conferencia sobre Ganivet y Unamuno. Bergamín situaba a este dentro de la rara estirpe de los pensadores poetas, a la misma altura que Kierkegaard y Nietzsche, con quienes formaría “una especie de trinidad” (154), y que, al igual que estos, sería uno de “los abuelos mágicos prodigiosos de todo lo que hoy se entiende por existencialismo”, como habría dejado claro García Bacca, cuyo libro elogia por haber traducido “la obra de Unamuno a términos de técnica filosófica actual” y haber postula-

29 “Escribo […] fuera de mi patria, España, desgarrada por la más vergonzosa y estúpida tiranía, por la tiranía de la imbecilidad militarista. La agonía de mi patria, que se muere, ha removido en mi alma la agonía del cristianismo. Siento a la vez la política elevada a religión y la religión elevada a política. Siento la agonía del Cristo español, del Cristo agonizante”.

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do “la equiparación entre Unamuno y Heidegger” en cuanto al “valor ontológico de la angustia”, que ambos tomaron del maestro común: Kierkegaard. Centrándose en sus dos obras más propiamente filosóficas, Bergamín aborda “este sentimiento trágico de la vida y esta agonía del cristianismo, que se referían a una sola cosa fundamental: la conciencia agónica de Unamuno, el hecho de que la vida fuera más que percibida, pensada por la lucha interior, por esta personal, intransferible agonía” (155). Bergamín identifica la agonía como expresión de una “filosofía española” que, frente a la actitud lógica, intelectualista, monologante de Hamlet, se traducía en el “autodiálogo” de Unamuno, actitud entrañablemente sentida y dialéctica, y tendría su trasunto en la religiosidad del Cristo español: “No el Cristo muerto de Nietzsche, o el Cristo resucitado de Kierkegaard, sino el Cristo en agonía, el Cristo en constante agonía de los imagineros populares españoles” (160). Agonía que sentía el propio autor en cierto modo. Acongojado por sus problemas de salud, la idea del regreso a España cobra para él cada vez más fuerza, pues, como dirá en una fórmula que se hará célebre entre los exiliados: “Prefiero ser enterrado vivo que desterrado muerto”. A finales de 1954, incapaz de permanecer más en Uruguay, Bergamín zarpa con destino a Francia, paso intermedio para su ansiado regreso a España. Durante cuatro años residirá en una habitación de estudiante de la Ciudad Universitaria de París, ciudad en la que se relaciona, sobre todo, con André Malraux, Claude Aveline o Pierre Emmanuel, aunque quizás su amistad más importante sea la que mantiene con su confesor, el abad Pezèril, quien lo disuade de ingresar en un convento, haciéndole ver que “su misión como cristiano es la de dar testimonio a través de sus escritos”, aunque estos le llevaran a ser vilipendiado y perseguido, como tendrá pronto ocasión de comprobar. En la soledad de sus paseos por París, Bergamín se volcará como nunca antes en la poesía, terminando las Rimas y sonetos rezagados comenzados en Uruguay, donde, a pesar de (o precisamente por, pues pocos escritores asimilaron con tal naturalidad y riqueza los clásicos) los ecos becquerianos y quevedescos, se revela una voz poética original, “una voz que no encuentra / aposento en el aire”, frase de ecos lopescos a la par que celanianos y en la que Nigel Dennis vio expresada la fórmula de suspensión entre extremos donde Bergamín logra “comunicar



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con intensidad y fijar de un modo permanente las densas emociones de donde brotan”. Muy distintos son sus Duendecitos y coplas, aforismos en forma de breves tercetos, pues “cuando el lenguaje es llama / que juega con su sombra, / media palabra basta, / muchas palabras sobran”. Tras serle denegada varias veces la autorización para regresar a España, finalmente puede volver en las Navidades de 1958. Su regreso será vivido como un fortalecimiento inesperado, sintiendo, “al sentir España de nuevo, en su tierra, en su luz, en su aire… como si resucitase en ella; como si hubiese dejado de ser un fantasma”. Ello se reflejará en su actividad creadora, y durante el primer año de su retorno publicará dos de sus ensayos más ambiciosos: Lázaro, Don Juan y Segismundo (1959), personajes que corporeizan la oscilación entre tierra y sueño de la cultura española, y, sobre todo, Fronteras infernales de la poesía (1959), donde Bergamín recorre la obra de nueve autores que llegaron a los límites de la condición humana, “entre el antecristianismo de Séneca y el anti-cristianismo de Nietzsche”. Del infierno interior de cada hombre en las tragedias del filósofo hispano al infierno como “perdurable afirmación de espanto, infinita impiedad” de Dante, de Fernando de Rojas a Shakespeare, Cervantes y Quevedo, concluyendo con Sade y Byron, antes de abordar la obra del pensador alemán, culminación de las oposiciones entre verdad y vida, pasión y razón, presentes en las “interrogaciones infernales” de esos autores y mayor desafío a su fe de cristiano, que cree ver en su final “su propio dilema: o el Infierno o la Cruz”. Ante la incomprensión de algunos exiliados por su retorno a la España franquista, Bergamín se explicaría, demostrando que se reflejaba implícitamente en la vivencia de Unamuno: “Tenía, tuve en mi destierro —físico y espiritual— la impresión tristísima de que se me iban acabando las fuerzas para aquella agonía, y que tenía que volver a España para seguir agonizando en ella; para que todo lo pasado adquiriese sentido verdadero para mí y para los demás españoles que pudieran tenerlo”.30 Y es que, haciendo buenos sus versos, Bergamín pronto demostraría que lo que él pretendía era “volver / sin volver atrás de nada”, y su retorno,

30 Penalva (1985: 200).

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lejos de ser una claudicación, sería un intento temerario de vivir en España sin renegar de sus convicciones. Pronto confesaría que sus peregrinajes no habían terminado, pues, siguiendo a Lope, se sentía un “peregrino en mi patria” que, aunque nunca se cansaría de peregrinar por “estas maravillosas tierras de España”, se sentía en ellas extraño “no por sus tierras y sus mares y sus cielos, sino por sus gentes. Extraño, peregrinamente, a un mundo humano que no me parece sentir como el mío”. A esa extrañeza contribuirían con sus ataques quienes habían aceptado a regañadientes el retorno de Bergamín y esperaban un silencio agradecido, y a los que pronto empezaría a escocer el comportamiento inusitadamente libre de un autor que no dudaba en reivindicar, en sus colaboraciones para El Nacional de Caracas, la Tercera República o comparaba la situación del régimen franquista con la muerte y descomposición de un galápago, oculta al mundo por su caparazón. El 24 de diciembre de 1962, a propósito de una conferencia titulada “Soledad española de Unamuno”, impartida en una residencia de estudiantes extranjeras, Bergamín aprovechará para fustigar la “lesión cerebral” que ocasionaba la censura a los españoles. Como era de esperar, el escritor madrileño sería pronto objeto de una atroz campaña de desprestigio por parte del diario ABC o el semanario El Español, que lo acusaban de haber sancionado el asesinato de religiosos durante la Guerra Civil. Tras varias advertencias de la policía y autoridades, de que el propio ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, lo atacara públicamente y de recibir numerosas amenazas anónimas de muerte, Bergamín, ante la inminencia de un proceso judicial, se refugió en la Embajada de Uruguay, donde recibiría el apoyo del presidente Kennedy y del propio nuncio del Vaticano, todo lo cual hizo que el régimen accediera a permitir la salida de Bergamín con un salvoconducto con el destino único de Montevideo, donde llegará el 1 de diciembre de 1963. Allí concluirá Del otoño y los mirlos, breve poemario iniciado en el parque del Retiro, que se confunde hacia el final con el uruguayo bosque de Carrasco. Muy pronto, sin embargo, Bergamín regresaría a París, donde, gracias a Malraux, pudo hospedarse en una habitación del Marais. Desde allí, Bergamín dedicaría al año siguiente su personal homenaje al centenario de su maestro, “La entereza de Unamuno”, donde, después de reiterar que “Unamuno no fue católico, no quiso serlo”, pero creó una



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religión propia basada en una “íntima trinidad” (206) formada por humanismo, cristianismo y españolidad, que propone como ejemplo para la juventud española: “Estupendo ejemplo —con escándalo o sin escándalo, aleccionador— el de la veracidad y autenticidad de su viva lucha espiritual —agonía la llamaba él a lo griego—. Para lectores jóvenes que aún quieran, y puedan, y sepan, leer en español, ningún mejor, más alto y puro ejemplo personal, humano, que el de Unamuno, poeta, cristiano y español entero y verdadero” (207). De paso, Bergamín tiraba pullas a la censura, señalando “la conveniencia, la necesidad, diría mejor, para los españoles jóvenes de dentro de España, de que se les dé a Unamuno íntegro, sin mutilar por una censura clérico-policíaca, entorpecedora, por mezquina y cobarde […] de la entereza admirable y libertadora de su ejemplo” (207). El odio que Bergamín había suscitado en las autoridades de un régimen, empezando por el propio ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, cuyas protestas de supuesta apertura había dejado en evidencia, quedó demostrado cuando aquel número de Le Figaro Littéraire,31 que apenas se distribuía en algunas pocas librerías de capitales españolas, fue requisado por la censura. Por otra parte, en ese ensayo, quizás el más completo y apasionado que dedicara a Unamuno (lo cual es decir mucho), Bergamín apuntaba su convicción de que, en el Cancionero y sus comentarios, sería “para mi gusto y juicio, el Unamuno mejor: el que se nos manifiesta más hondo y desnudo: más vivo y verdadero en toda la sublimidad […] de su experiencia humana” (205). Nada más coherente: el Unamuno del Cancionero escrito en el exilio se convierte para Bergamín, sobre todo, en su época de mayor desarraigo, en ejemplo que él mismo sigue, pues su cada vez mayor dedicación poética, aunque vaya plasmándose en distintos libros de poemas, puede y debe entenderse como un continuo acumulativo reunible en un libro que da la medida de las intermitencias de su corazón en el exilio y en su patria, siempre peregrino.32

31 Bergamín (1946). Recogido en: Bergamín y Unamuno (1993: 203-217). 32 Conclusión lógica la de las Poesías completas (Bergamín 2008), en hermosa edición preparada y prologada por Nigel Dennis, of course.

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Para Bergamín, la Guerra Civil fue un tajo que cortó su vida en dos mitades: “La primera parte de mi vida está dominada […] por algo que puede llamarse felicidad […]. La segunda parte, por el contrario, es extremadamente dolorosa, difícil y dura”.33 A partir del exilio, a pesar de su febril actividad en ocasiones, José Bergamín se sintió una sombra. “Sombra soy en penas detenida”, le dice en un poema a Emilio Prados, citando a Quevedo, ya en mayo de 1939. Una sombra que se dejaba invadir por las sombras de sus maestros. “Convertidos, efectivamente, en su propia sombra, los versos de sus maestros del siglo xvii le acompañarán fielmente, a lo largo de los años, hasta fundirse con su propio cuerpo. Consuelo espiritual e inspiración lírica es lo que Bergamín encuentra en ellos”, comentaba Nigel Dennis en lo que fue su último texto.34 Pero, junto a la compañía de sus poetas barrocos, José Bergamín se dejó aún poseer con más agrado por la sombra de Unamuno, sombra que desde su Cancionero da forma a la poesía de Bergamín como un río continuo, no acabado, que llegue incluso más allá de la “apartada orilla”, título de uno de sus poemarios. En abril de 1970, y gracias al cese del ministro Manuel Fraga, Bergamín puede regresar a España, aunque durante algunos años seguirá pasando largas temporadas en París. Sus poemas de esa época, reunidos en el citado Apartada orilla, ahondan en su separación respecto al entorno extrañado, sintiendo “que mi vida se aparta poco a poco / de todo lo que escucho y lo que veo”, cómo la vida se marcha y que, en ocasiones, pierde la fe que le había acompañado, como dice con ecos manriqueños: “Sé que la vida se acaba / de una vez y para siempre / […]. Y sé que el alma dormida / no se despierta en la muerte”. A partir de 1973 comenzará a colaborar en el semanario Sábado Gráfico, donde publicará casi doscientos artículos que forman, como dijera Iván López Cabello, “una crónica anacrónica y pasional de España”, que lo animará sobremanera por retomar el contacto con

33 Bergamín (1978). 34 Dennis (2013). El texto había sido escrito para ser leído en un coloquio sobre Bergamín en Barcelona, el 12 de abril de 2013, y al que no pudo asistir el profesor Dennis, que fallecía cuatro días después.



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el público español. Desde una posición de radical independencia, Bergamín escribiría llevado de la “pasión política” que, según diría, había intentado toda su vida conciliar con la pasión poética o literaria y que se centraría en una implacable crítica de “la tragicómica farsa social y política” que, para él, era el proceso de transición política, de la que, por ejemplo, no aceptaba aquella ley de amnistía que él quería “no de olvido y de perdón, sino de revisión y responsabilidad, de justicia”. Ante quienes lo tachaban de subjetivo, defendería sus juicios afirmando que “si fuera un objeto, sería objetivo pero siendo sujeto, soy subjetivo”. Convencido de la caducidad histórica de la monarquía, repetiría a menudo que “mi mundo no es de este reino” y, tras varias denuncias, perdería su colaboración por uno de sus artículos, donde comparaba la monarquía “zarzuelera” con una “momia faraónica envuelta cuidadosamente en paños sutiles”, artículo que, con otros, reeditaría en un folleto semiclandestino, La confusión reinante (1978). Frente al pactismo y las concesiones de amigos suyos como Rafael Alberti, que le decepcionará profundamente, José Bergamín no calla sus desacuerdos con las morigeradas reformas de la Transición, como no había callado sus discrepancias Unamuno con la política de la República, a la que apoyaba. Pero pocos comprendieron su posición rebelde y, agotado de los vetos y censuras en la prensa madrileña, Bergamín se retiraría al pueblo onubense de Fuenteheridos, donde compondría algunos de sus versos más desesperanzados. Si en Velado desvelo (1978) la imagen de la muerte que acecha durante el sueño es omnipresente, en Esperando la mano de nieve (1982), el poeta confiesa que la vida le ha dejado un “dejo de amargura” a su “voz solitaria” antes alegre, y llega a pedir a sus coetáneos: “Cuando me haya ido / olvidadme pronto / con piadoso olvido”. En 1982, a pesar de recibir galardones como el Premio Pedro Salinas, de la Universidad Menéndez Pelayo, y el premio de la Fundación Pablo Iglesias, que ya no le decían nada, decide instalarse en San Sebastián y empieza a publicar en el diario Egin. No le iban a callar con premios, como no callaron a Unamuno nombrándolo rector vitalicio o ciudadano de honor de la República. La negativa de la prensa nacional a aceptar sus colaboraciones, después de haber sufrido numerosos episodios de censura,

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evidenciaba los límites de la libertad de expresión, más cortos que los que tuviera la denostada República. Para Bergamín, los terroristas de ETA se convertirán en un paradójico “ejemplo heroico español” y la “valerosa Euskadi”, en el último resto de la España revolucionaria que había idealizado en su destierro, sepultada por los pactos entre partidos. Por eso, protestaría contra el regreso del Guernica de Picasso a una España en la que veía una “siniestra continuidad legal” con los verdugos que denunciara el lienzo pintado gracias a su encargo. En la soledad de Fuenteheridos, Bergamín había escrito unos versos que eran un grito de despecho y amor a un país idealizado: “Fui peregrino en mi patria / desde que nací / y lo fui en todos los tiempos que en ella viví. / Y por eso sigo siéndolo / ahora y aquí / peregrino de una España / que ya no está en mí / y no quisiera morirme / aquí y ahora / para no darle a mis huesos / tierra española”. Muy dura había sido la desilusión del octogenario Bergamín, que en 1961 decía que “morir en un rincón español sigue siendo aquí mi deseo. Y mi esperanza”. Frente al Cantábrico, Bergamín se rencuentra con el mar, como Unamuno frente al Atlántico en Fuerteventura: “Aquí he encontrado mi mar, / ¡la mar poderosa y fuerte!, / aquí encontraré mi muerte / sin tenerla que esperar”, dice en Hora última. La “mano de nieve” alcanzó a Bergamín el 28 de agosto de 1983 y fue enterrado en el cementerio casi fronterizo de Fuenterrabía, cubriendo su ataúd la ikurriña. Si a muchos compañeros de exilio les dolió esa bandera, en lugar de la tricolor republicana a la que había sido fiel a través de sus destierros, su destino venía a unirle finalmente con el que fue su primer maestro, que bajó de su cuna vasca a una tumba castellana, correspondiéndole en un sentido contrario, viniendo a unirse, ya en un destierro infinito, mirando el pasado destierro, siempre presente, de Unamuno a la otra orilla del Bidasoa.

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He titulado este ensayo Un segundo destierro. La sombra de Unamuno en el exilio español. Que la sombra de Unamuno fue alargada ha quedado demostrado. ¿Les hizo sombra a los escritores exiliados, desde un destierro que prefiguraba el suyo? Quién lo duda. Pero sin sombra no hay luz, como sabe cualquier pintor, o como sabía Paul Celan (Cernauti, 1920-París, 1970), un poeta al que, bajo la condición de perdonarle sus complicaciones métricas, hubiera apreciado Unamuno, y que pedía: “Habla también tú / sé el último en hablar, / di tu decir. // Habla —pero no separes el No del Sí—, / Y da a tu decir sentido: dale sombra // […] Mira en torno: / ve cómo alrededor todo se hace viviente / ¡En la muerte! ¡Viviente! / Dice la verdad quien dice sombra”.1 Las luces y las sombras de Unamuno, las zonas oscuras de su pensamiento, cernían cuerpos luminosos, como el Cristo de Velázquez. Y su sombra los cobijó para, sabiéndose protegidos y asombrados por un gigante, afirmarse en el camino del destierro, que se intuía largo y doloroso. Desde la empatía y un afecto filial (con todas las variantes de este y sus etapas: la idolatría y el amor sin límites, el desapego, la rebeldía, la culpa y el remordimiento, el temor a decepcionar, el afán de emulación desde la diferencia),

1

Traducción de José Ángel Valente (2002: 271).

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la obra de Unamuno les sirvió para ascender en sus proyectos creadores, salvo cuando estos se frustraron. Entonces vinieron los odios, los reniegos. Solo desde la angustia puede entenderse a Unamuno. Un exilio sin fecha de caducidad es una circunstancia que produce más ansiedad que una posición estable, a la vera de un régimen que se guardaba mucho de dejarlo todo bien atado y de premiar a quienes contribuían a su consolidación. El propio Unamuno reconoció que, sin el destierro, no hubiera sido el mismo (“Vuelve el que pudo ser y que el destino / sofocó en una cátedra en Castilla, / me llega por la mar hasta esta orilla / trayendo nueva rueca y nuevo lino”). En Fuerteventura primero, en París y Hendaya después, fue conociendo nuevas caras de sí mismo, reflejadas en su Cancionero, grabadas a fuego en Cómo se hace una novela y destiladas luego con resignación desconsolada en San Manuel Bueno, mártir. No se puede entender el exilio si no se ha vivido. De mí sé decir que mi experiencia no tiene nada que ver, por mucho que viviera largos años en el extranjero. Fue por falta de perspectivas en mi patria, pero no huyendo de la cárcel o la muerte, como los sirios de hoy. Pero sí he experimentado el amorodio hacia un país que sentía cada vez más extraño y que, de repente, se revelaba y rebelaba en lo más entrañable de mí. Pero hay otra condición fundamental para entender a Unamuno, y es haber sentido como él lo que sintió con evidencia avasalladora en 1897: la certidumbre de su próxima aniquilación. Hay quienes no se preocupan por la muerte, salvo cuando están gravemente enfermos. Hay otras personas para las que saber que vamos a morir un día nos resulta una seguridad insoportable. Vine a leer el Diario íntimo de Unamuno en un momento en que me causó una impresión difícilmente descriptible, por haber expresado con dolorosa precisión muchas de las reflexiones que me atormentaban. Sentí, por absurdo que pueda parecerte, una penosísima congoja por la imposibilidad de conocer a ese hombre, un desconsuelo aplastante por su muerte. La certeza de que un hombre tan aterrado ante su extinción hubiera desaparecido de la misma manera que les ocurría a quienes en toda su existencia no experimentaron ni un minuto ese terror me parecía una burla a la dignidad humana y me produjo tal



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convulsión interna que tuve que cesar en la lectura del Diario. Solo desde esa solidaridad entre solitarios, pues todos morimos, moriremos, morirás, moriré, solos, puede entenderse, con un mínimo de posibilidades de decir algo interesante, a Miguel de Unamuno. Quien, como Jon Juaristi, describe, con sorna médica y detalles fisiológicos, “el ataque de ansiedad más sonado de la historia de España”2 no puede entenderlo, por más que aduzca los títulos de haberlo leído y de ser, como él, bilbaíno. A Unamuno solo se le puede leer desde la hermandad espiritual, y, desde luego, él consideraba más hermano al danés Søren Kierkegaard que a Sabino Arana, por más bilbaíno que este fuera. Con todo, la obra de Unamuno a nadie deja indiferente, sea para vindicarla o para negarle vigencia. Si Félix de Azúa, comparándolo con su rival acostumbrado, afirmaba en 1998 que “con el tiempo Ortega va menguando en interés, en tanto que una parte de Unamuno crece, o al menos se mantiene”,3 otro escritor conocido, más o menos de su edad, trataba de convencerme de que “Unamuno, me temo, es un pensador diluido (y leído, en su sentido estricto) en su tiempo. Ortega, sin embargo, resiste”. Otro amigo, catedrático en una universidad extranjera, me confesó cuando supo en qué andaba metido: “Detesto cordialmente al meapilas de Unamuno. Es un imbécil megalómano que nos ha dado gato por liebre (a mi generación; no a la tuya) pasando por revolucionario y que era, intelectualmente, un cantamañanas”. Añadía que había “tomado unas notas que te envío para justificar mi juicio y no me consideres un epiléptico mental”. En sus apuntes había citas unamunianas que le servían para clasificarlo como antidemocrático, inquisidor o chulapón, pero igual podría haber encontrado muchas otras que sirvieran para lo contrario. Y es que, si “de Unamunos no hay cosechas”, como dijera Francisco Giner de los Ríos, sí que hay y habrá siembras, pues pocas obras como la suya son semilla tan fértil y que arraiga en casi cualquier terreno.

2 3

Juaristi (2012: 240). Azúa (1998).

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Para quienes se nieguen a visitar su sepulcro y atisbar el cielo en busca de su estrella, para quienes no crean en su fantasma, solo quiero recordarles sus versos: “Me destierro a la memoria, / voy a vivir del recuerdo […]. / Cuando me creáis más muerto / retemblaré en vuestras manos. / Aquí os dejo mi alma-libro, / hombre-mundo verdadero; / cuando vibres todo entero / soy yo, lector, que en ti vibro”.4

4

Escrita el 9-III-1929 e incluida en su Cancionero. Apud. Unamuno (1965: 172).

Bibliografía

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