Un padre tenía dos hijos [1ª ed.] 9788499456782, 9788481693362

Un padre tenía dos hijos Se trata de un comentario de teología bíblica amplio, riguroso, compuesto según los métodos act

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Spanish; Castilian Pages 320 [313] Year 2012

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Un padre tenía dos hijos [1ª ed.]
 9788499456782, 9788481693362

Table of contents :
Índice


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Comentario al cuadro
Traducción
Prólogo
Introducción
1. Contexto de la parábola. El capítulo 15 de Lucas
2. Sinopsis de las tres parábolas
a) Sincronía de insistentes motivos
b) La dialéctica de «fuera» y «dentro»
c) Los personajes y sus sucesivas metamorfosis
d) La casa, centro convergente de las tres parábolas
3. La parábola de Lc 15,11-32.¿Cómo llamarla?
4. Autoría de la parábola. ¿Jesús, Lucas, la comunidad?
5. Estructura de la parábola del «padre que tenía dos hijos»
6. Acercamiento a los personajes a través de su «nombre»
7. ¿Por qué emplea Jesús una parábola?
1. El hijo menor (Lc 15,11-20a)
Introducción
1. Una historia que comienza
2. El hijo menor hace un camino de muerte
a) Renuncia a la familia
b) Alejamiento. Derroche. Extravío
c) El aguijón del hambre
d) Degradación del hijo menor. Etapas
3. Camino hacia el padre. Camino de vida
a) El hijo menor entra dentro de sí mismo
b) Soliloquio interior
c) Nostalgia de la «abundancia de pan»
d) Añoranza del padre, lugar personal de acogida
4. Decisión personal. Levantarse de la muerte
5. El camino de la conversión
6. Reconocimiento del pecado y confesión
7. Renuncia a la dignidad de hijo
8. Conversión en acto. Se levanta y se pone en camino
9. La lejanía
2. El padre (Lc 15,20-24)
Introducción
1. El padre ve a su hijo
2. Misericordia entrañable
a) Historia interpretativa. Literatura griega
b) Literatura bíblica
c) Teología
3. El padre corre hacia su hijo
4. El padre se echa sobre su cuello
a) El encuentro del perdón entre Jacob y Esaú (Gn 33,4)
b) Abrazo entre padre e hijo. Jacob y José (Gn 46,29)
5. El beso del perdón
a) Absalón obtiene el perdón del rey con un beso (2 Sm 14,33)
6. Confesión del hijo menor ante el padre
7. La respuesta del padre
a) La túnica de la dignidad
b) El anillo de la autoridad
c) Las sandalias de la libertad
8. La celebración gozosa del encuentro
a) Una matanza festiva
b) Un banquete de fiesta
c) Razones para la alegría
3. El hijo mayor (Lc 15,25-32)
Introducción
1. Presencia-ausencia del hijo mayor
2. El hijo mayor solicita información
3. Respuesta del criado
4. La ira del hermano mayor
a) Ira contra el padre. El hermano mayor no entiende su conducta
b) Ira contra el hermano menor
c) La ira ante el rechazo de la salvación
5. El hijo mayor y el padre frente a frente
6. Los reproches del hijo mayor
a) Los años de su servicio-esclavitud
b) Observancia perfecta de las órdenes
c) Injusto proceder del padre
d) Juicio contra su hermano
7. El hijo mayor o el fariseísmo
8. Respuesta del padre. Comunión de vida y de bienes
9. La necesidad de la fiesta
10. Las profundas razones del padre
4. Jesús, imagen del Padre
Introducción
1. Jesús, clave de interpretación de la parábola
2. Jesús, imagen del Padre, busca lo perdido
a) Parábola de la oveja perdida
b) Parábola de la moneda perdida
c) Zaqueo (Lc 19,1-10)
3. Jesús, imagen del Padre, come con los pecadores
a) «Ése acoge a los pecadores y come con ellos»
b) Comidas de Jesús con los pecadores
c) «¿Cómo es que come con publicanos y pecadores?» (Mc 2,16; Lc 5,30)
d) «Un glotón y un borracho, amigo de publicanos y de pecadores» (Lc 7,34)
e) Significado teológico de las comidas de Jesús con los pecadores
f) La comunidad debe abrir su mesa a los hermanos alejados
5. La conversión
Introducción
1. La conversión, una vuelta a Dios
a) El profeta Oseas
b) El profeta Jeremías
2. La conversión según el evangelio de Lucas
3. Conversión del hijo menor. El tríptico de la alegría
a) La presencia de Jesús, clave determinante en la conversión
b) Convertirse quiere decir volver a llamar a Dios Abba, «Padre, querido Padre»
4. La conversión del hermano mayor o el conflicto de la fraternidad
a) Jesús, nuestro verdadero hermano mayor
5. Convertirse al Padre de las misericordias. Jesús es su imagen y nuestro ejemplo
a) La misericordia de Jesús en el evangelio de Lucas
b) La misericordia de Jesús en los otros evangelios (Mateo, Marcos)
c) Recapitulación
Epílogo
El hijo menor
El hijo mayor, ¿hará el camino hacia el padre?
La misericordia del padre
Así estamos llegando al final
Bibliografía
Índice

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Francisco Contreras Molina

UN PADRE TENIA DOS HIJOS Lucas 15,11-32

verbo divino

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Francisco Contreras Molina

Un padre tenía dos hijos (Lucas 15,11-32)

verbo divino

Editorial Verbo Divino Avenida de Pamplona, 41 31200 Estella (Navarra), España Tfno: 948 55 65 11 Fax: 948 55 45 06 www.verbodivino.es [email protected]

Cubierta: El regreso del hijo pródigo, Rembrandt. Fotocomposición: Larraona, Pamplona (Navarra) Francisco Contreras Molina © Editorial Verbo Divino, 1999 © De la presente edición: Verbo Divino, 2012 ISBN pdf: 978-84-9945-678-2 ISBN versión impresa: 978-84-8169-336-2 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

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Comentario al cuadro

La portada del libro presenta un grabado de talla dulce sobre plancha de cobre, de Rembrandt. Él mismo ha escrito, bajo el pie izquierdo de la figura del padre, su nombre y el año de la composición: 1636, es decir, cuando el pintor contaba la edad de treinta años. Esta obra, no muy conocida, comunica en su desnudez una enorme fuerza expresiva; huye de excesivos rasgos ornamentales, y se concentra en lo esencial: una escena evangélica que revive el encuentro de un padre con su hijo (Lc 15,20). Ambos, padre e hijo, forman un círculo envolvente, cuya órbita puede seguirse con cierta facilidad; arranca del pie derecho del padre que se alza y se cierra en el pie derecho del hijo. Se destacan las dos figuras, pero no aisladas sino juntas, fundidas, inseparables ya: el hijo hecho una súplica viviente; el padre, el perdón misericordioso que abraza. El padre es una inmensa presencia, firme como una columna que se derrumba sobre la cabeza de su hijo. Una mole de ternura que se desploma con cuidado para no herirlo, sino para acogerlo y llenarlo con la plenitud de su cariño. El padre viste túnica talar, muy amplia y anchurosa; el hijo, apenas un paño para taparse, del que cuelga inútil un cuchillo. Los pies del padre son robustos. El pie izquierdo se apoya sólidamente en el medio como el basamento de un egregio pedestal; el derecho se alza para acercarse aún más al hijo. El hijo está de hinojos, las dos rodillas en tierra con un gesto no grácil, sino violentado; el único pie que se ve está descalzo, clavado en el suelo. Al lado yace su bastón, también caído por tierra, abandonado. Las manos del padre rodean con enorme delicadeza al hijo: la izquierda sirve de natural

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reclinatorio, en donde éste puede apoyarse como asidero de su angustia, y con la derecha le abraza las espaldas desnudas. El hijo junta las dos manos con crispación, en una súplica muy vehemente, ardorosa. La cabeza del padre se inclina hacia el hijo; con la barbilla le toca cariñosamente la cabeza; toda su cara revela una pena hondísima, vencida por una alegría infinita. El padre tiene los ojos cerrados, pero no ausentes; ve a su hijo por dentro, con los profundos ojos del alma. El rostro del hijo no parece humano. Quien contempla el cuadro por vez primera se siente sacudido por un estremecimiento. Es un rostro infrahumano, casi no humano, animalizado –iba a decir: un hombre lobo–, embrutecido, «ennegrecido» y que uno ha visto alguna vez en algunos enfermos terminales de sida y drogadictos. A pesar de tanta miseria, el padre le acoge profundamente, tiernamente; se abaja hasta él en un gesto de delicadeza, como si se tratara de un niño indefenso; quiere arroparlo, protegerlo, meterlo dentro de sí, cobijarlo en su pecho. Todo el drama humano está en este cuadro. Y también su grandeza. Contiene tal intensidad que la escena rompe sus límites y se convierte en trasunto sobrenatural: el encuentro de Dios Padre con sus hijos perdidos. «Un padre tenía dos hijos.» Un hijo está aquí, ha vuelto y ahora se encuentra entre sus brazos. Y el otro, ¿dónde está? Si miramos el cuadro, notamos que hay detrás tres figuras estilizadas. Dos criados traen presurosos la túnica y las sandalias; otra figura abre, curiosa, la ventana para contemplar la escena de ambos: padre e hijo. ¿Dónde se oculta el otro hijo? El lector podrá ver que en la parte izquierda hay un gran hueco y vacío, una clamorosa ausencia. Si mira con paciente cuidado, observará en la parte inferior unas líneas muy , alusivas a tareas del campo. El hijo mayor no está en la casa, está fuera, «en el campo» (v. 25). Luego se negará a entrar en la casa. El cuadro de Rembrandt también da razón a la parábola «Un padre tenía dos hijos». Uno ha vuelto, pero el otro, el ausente, ¿querrá volver a la casa con su padre y con su hermano?

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Traducción

Se ofrece ahora al lector la traducción fiel y matizada del capítulo 15 del evangelio de Lucas, en donde aparece nuestra parábola (vv. 11-32). Aunque esta traducción encuentra su justificación más adelante, tras un análisis ponderado de sus palabras, sin embargo, en beneficio del lector, la situamos al principio para que su presencia presida estratégicamente todo el proceso de lectura. 1 Todos los publicanos y pecadores se acercaban a él para oírle, 2 y los fariseos y escribas murmuraban, diciendo: 3 «Ése acoge a los pecadores y come con ellos». Entonces les dijo esta parábola: 4 –¿Qué hombre de entre vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar la perdida hasta que la encuentra? 5 Y, cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros, lleno de alegría, 6 y, al llegar a casa, convoca a los amigos y vecinos y les dice: «¡Alegraos conmigo, porque he encontrado mi oveja perdida». 7 Os digo que del mismo modo habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión. 8 ¿O qué mujer que tiene diez monedas, si pierde una moneda, no enciende una lámpara y barre la casa y la busca con todo cuidado hasta que la encuentra? 9 Y, cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y les dice: «¡Alegraos conmigo, porque he encontrado la moneda que había perdido!». 10 Os digo que del mismo modo habrá alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte. 11

Y dijo:

–Un hombre tenía dos hijos. 12 Y el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me corresponde de la herencia». Y les repartió los bienes. 13 No muchos días después, el hijo menor, recogiendo todas sus cosas, se marchó a un país lejano y allí derrochó su herencia viviendo perdidamente. 14 Cuando lo había gastado todo, sobrevino un hambre terrible en aquel país, y empezó a pasar necesidad. 15 Y fue a contratarse con un ciudadano de aquel país, que le envió a sus campos a guardar cerdos. 16 Deseaba llenar su estómago con las algarrobas que

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8 / Un padre tenía dos hijos comían los cerdos, pero nadie se las daba. 17 Entrando en sí mismo, se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí de hambre me muero! 18 Me levantaré y me pondré en camino hacia mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; 19 ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros». 20 Y levantándose, se puso en camino hacia su padre. Estando todavía lejos, su padre lo vio y se conmovieron sus entrañas, y, corriendo, se echó sobre su cuello y lo cubrió de besos. 21 El hijo le decía: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo». 22 Pero el padre dijo a sus criados: «Rápido, sacad la mejor túnica y vestídsela, ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies. 23 Traed el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta; 24 porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado». Y empezaron a celebrar la fiesta. 25 Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando, de vuelta, se acercaba a la casa, escuchó música y cantos, 26 y llamando a uno de los criados le preguntó qué era aquello. 27 Él le dijo: «Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano». 28 Él se llenó de ira y no quería entrar. Su padre salió y le insistía; 29 pero el hijo le contestó: «Mira cuántos años te llevo sirviendo y nunca he transgredido una orden tuya, y nunca me has dado un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. 30 En cambio, cuando llega ese hijo tuyo, que ha devorado tus bienes con prostitutas, le matas el ternero cebado». 31 Pero él le respondió: «Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. 32 Era necesario celebrar una fiesta y alegrarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

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Prólogo

Antes de entrar en el comentario de la parábola, permitásenos detenernos unos breves momentos en el umbral. Son apenas unos instantes de preparación próxima. Una vigilia gozosa, a fin de conseguir el adecuado clima para dejar que resuene en el alma la melodía interior de esta obra de arte espiritual –la parábola de san Lucas (15,11-32)–, así considerada de forma unánime por los intérpretes. Quiero, en primer lugar, rendir un sentido homenaje de gratitud a H. Nouwen, quien ya ha hecho el definitivo camino hacia el Padre; espero en la fe que en su casa descanse y que en su regazo de paz repose. Un precioso libro suyo, sin duda su testamento espiritual, ha conseguido que este relato del evangelio recobre estima y devoción en el pueblo de Dios. H. Nouwen fija sus ojos en el célebre cuadro «El regreso del hijo pródigo» de Rembrandt, que actualmente se exhibe en el museo del Ermitage de San Petersburgo. Sus iluminadas pupilas van descubriendo en el lienzo múltiples delicadezas latentes, ocultas pero palpitantes. Así, de la misma manera absorta que se contempla una pintura, yo he ido mirando –permítame el lector las confidencias de esta pequeña confesión– durante mucho tiempo el capítulo 15 del evangelio de san Lucas. H. Nouwen mira el cuadro de Rembrandt; yo he contemplado una escena del evangelio. Él se fija en los detalles de la pintura; yo me prendo de los primores de su lenguaje escrito. ¡Cuánta riqueza albergan dentro las palabras griegas más escogidas del Nuevo Testamento! ¡Con qué sabia elocuencia gritan para que se las escuche! Tengo escrito el pasaje de san Lucas en griego, y lo llevo siempre conmigo como una reliquia viva. Me acuesto teniendo esta parábola ante los ojos y me quedo leyendo has-

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ta que el sueño me vence, y con su lectura, a la mañana siguiente, me levanto. Esta parábola me acompaña de continuo. Deletreo su letra. Tarareo su música. Me la sé de memoria, me la sé dentro del corazón. Así he ido, durante muchos días y noches, indagando en el abismo de sus profundidades, devorando con los ojos y con el alma la historia que ofrece el evangelio de Lucas; pues en la parábola late, ni más ni menos, el corazón de todos los evangelios. Y también representa la aventura de cada uno de nosotros, la tuya, lector, también la mía...; pues todos somos hijos peregrinos, perdidos todavía, lejos de la casa del Padre. «Aquel hijo, que recibe del padre la parte de patrimonio que le corresponde y abandona la casa para malgastarla en un país lejano, ‘viviendo disolutamente’, es, en cierto sentido el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquel que primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia original. La analogía en este punto es muy amplia» 1.

El padre de la parábola, ¡ah, él sí que puede ser llamado, sin duda, el padre pródigo!, es decir, el padre que se prodiga en misericordia y la derrama sin escatimar un ápice sobre sus dos hijos que de él se apartan por caminos diferentes. Asistiremos, con el estupor inextinguible de quien se pregunta el porqué de tanto derroche, y no se ve saciado en su respuesta, al despliegue de un amor pocas veces entrevisto en las páginas de la Biblia o en las mejores historias de la literatura universal: el que brota impetuoso de las entrañas maternales de Dios Padre por sus hijos. «Es la imagen más viva del amor ilimitado del Padre celestial, que Jesús nos revela de una forma incomparable, como sólo él podía hacerlo» 2.

Los versos de esta parábola son de una y pasión tan humana como sobrenatural. Vamos a contemplar la historia de un amor-desamor, atravesada por caminos de ida y vuelta. Son sendas tortuosas –como la vida misma–, que nunca avanzan en línea recta, sino siempre oscilantes, con huidas, rodeos, recodos, recovecos...

Juan Pablo II, Dives in misericordia, Madrid 1980, IV, 5. A. Sisti, Misericordia, en Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, eds. P. Rossano-G. Ravasi-A. Girlanda, Madrid 1990, 1222. 1 2

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Prólogo / 11

¡Qué complejos y sinuosos son para nosotros los caminos que al Padre nos conducen! Todos vivimos en tierra extraña, estamos lejos, sentimos la nostalgia de nuestro Padre y también la fragilidad de nuestro barro. Sólo saber que este Dios nos está esperando al final de la senda, que sus ojos aguardan ansiosos nuestra presencia, que su amor es más fuerte que la muerte... hace posible que nos pongamos en camino, rumbo al encuentro definitivo que él quiere, padre y madre al mismo tiempo, sellar con nosotros mediante un abrazo de reconciliación. El padre perdona besando. ¿Habrá alguna manera más humana y divina de perdonar que besando? En este gesto se adivina reflejada la alegría del cielo por un pecador que se convierte. Dios espera de todo lector de la parábola la conversión; lo aguarda no sólo con los brazos abiertos del deseo, sino que lo busca con ardor. Una imagen extraída de nuestra parábola lo muestra de manera fehaciente. Cuando el hijo perdido decide volver a casa del padre, a saber, cuando se convierte, entonces se pone en camino. El padre lo ve de lejos –señal inequívoca de su larga vigilia– y sale corriendo hacia su encuentro. Uno va caminando; otro llega corriendo. Ésta es la real diferencia entre nosotros y Dios. Nosotros vamos caminando hacia Dios. Él viene a nuestro encuentro corriendo. La parábola íntegra mira a la conversión; y ésta significa salir de la muerte para entrar en la vida, es decir, ingresar efectivamente en la casa del Padre y vivir por siempre cobijados a su sombra y amparo. Cuando un día afortunado a alguien le es dado descubrir el rostro de Dios, cuando se llega a ver con ojos renovados, sorprendidos, cómo es el corazón divino, que vibra como el corazón de un padre-madre, que perdona, más aún, que encuentra su alegría perdonando y olvida por completo el nombre y número de mis traiciones, que no permite ni siquiera que le recuerde la larga retahíla de mis pecados, que me agasaja con lo mejor de lo mejor que hay en la casa, que considera mi persona como su dicha suprema; un padre con el que es posible vivir respirando con los pulmones ensanchados de la plena confianza, que siempre cree y espera en mí –su hijo/a del alma–, y que nunca desespera aunque esté caído en lo más

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bajo y abyecto..., entonces, quien esto descubre –pero sólo quien esto descubre– puede confesar en verdad que ha pasado de la muerte a la vida. El padre mismo lo declara de tal manera que su palabra es la sentencia a la conversión: «Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida» (v. 24). La parábola, aun siendo personal, no se confina en las lindes de lo íntimo y privado; tiene un carácter público. Se abre al grave problema de la fraternidad. El relato acaba con una invitación del padre al hijo mayor para que entre en la casa, perdone a su hermano y celebre la fiesta con todos. No se sabe la reacción de este último: ¿Entrará, no entrará? La parábola queda en tenso suspense, con un final abierto. Jesús no la ha clausurado, no ha querido ni ha podido. Solamente el lector, quien está leyendo esta historia que le envuelve, debe decidir con su responsabilidad si hace o no el camino de entrada en la casa. Mas para ingresar en la casa del padre «es preciso» entrar por la puerta (no vale invadir otros atajos, ni forzar ventanas o portillos). Y esa puerta de la casa del padre se llama el hermano. El colmo de la alegría de Dios no es excluir a nadie, sino dar la bienvenida al pecador arrepentido. «Nuestra última parábola queda misteriosamente abierta: ¿Acepta la invitación el hijo mayor?... Pero la verdadera pregunta nos concierne a nosotros: ¿Aceptamos con toda nuestra alma alegrarnos con Dios y con su Cristo de la entrada en el Reino de nuestro hermano pecador?» 3.

Es importante subrayar el aspecto eclesiológico, que constituye un aviso para los cristianos a fin de que depongan la actitud del hijo mayor y abran las puertas al alejado. Conviene saber que Lucas escribía su evangelio para una comunidad cristiana que, situada en la distancia de medio siglo después de la existencia histórica de Jesús, no conoció a aquellos personajes tan recalcitrantes como los fariseos, ni albergaba reparos en que el Maestro comiera con los pecadores y publicanos. Sí encontraba resistencias en acoger a los alejados, y sentarlos a su mesa, como había hecho Jesús (Lc 15,2). La parábola es un recordatorio para toda la Iglesia; conjura una tentación permanente: la de encerrarse dentro de sus 3 E. Rasco, Les paraboles de Luc XV: Une invitation à la joie de Dieu dans le Christ, 183.

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propias paredes de exclusivismo. También señala una tarea urgente: proseguir la misión misericordiosa de Jesús, ir en busca de quienes están perdidos o son desechos humanos sin esperanza. Para ello, es preciso saber acoger siempre como supo hacer el padre y como el mismo Jesús nos recuerda: «perdonar de todo corazón al hermano» (Mt 18,35); y celebrar como la mayor de las alegrías la vuelta de esos alejados a la casa del padre. Éstos son los retos, siempre abiertos, que el lector debe hacer suyos y verificar permanentemente en su vida. Hace falta, para ello, evitar a todo trance el peligro de una lectura idealizada, «escapista», y no comprometida con la suerte del hermano, que es también y esencialmente hijo de nuestro Padre común. Las siguientes páginas comentan con amplitud la parábola de Lucas. Surge en este momento, casi inevitablemente, una pregunta: ¿Por qué un nuevo comentario a la parábola? Sé de sobra que ya existen muchos. Y tal abundancia abruma a cualquiera 4. La parábola ha sido leída e interpretada desde los enfoques más diversos, como fácilmente podrá percatarse el lector reparando en la variedad de los títulos bibliográficos expuestos más abajo. La investigación ha recorrido casi todos los métodos de acercamiento abiertos por la exégesis: histórico-críticos, estructurales, semióticos, psicológicos... incluso ha hecho incursiones partiendo desde el folclore y relatos de cuentos. ¿Queda aún alguna dimensión por explorar, algún ignoto camino que no haya sido roturado todavía? La profusión, rayana en la demasía de libros y estudios monográficos, corre el riesgo de hacer desistir al intrépido y descorazonar a quien se propone con buena voluntad ofrecer una nueva lectura. Por otra parte, la parábola contiene tal riqueza de aspectos teológicos, cristológicos, eclesiales, antropológicos, psicológicos, existenciales, sociales, familiares... que ella sola es capaz de seguir generando ingentes cantidades de páginas sin mengua; pues su fecundidad aún no se ha agotado ni su vena parece que vaya a extinguirse. 4 «Todo está ya dicho, y se llega demasiado tarde, desde que hay sobre la tierra exegetas que analizan la parábola del Hijo pródigo.» Así, mitad broma, mitad hipérbole, suena la opinión de alguien que, a pesar de lo manifestado, se ha dedicado con ahínco a la investigación de la parábola. F. Bovon, Problèmes de méthode et exercises de lectures, París 1975, 13.

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Mi propuesta es bien simple y directa. He aquí lo que puede llamarse una declaración de intenciones. Lo que pretendo ante todo es restituir el texto a su contexto vital, que es la Biblia; situarlo en las corrientes vivas de la tradición bíblica, al contacto de los grandes personajes e historias que de siempre han movido esta epopeya. Entonces la parábola de Lucas recobra una iluminación plena, se esclarece con dimensiones hasta entonces no suficientemente contempladas o desapercibidas; se la descubre como el fruto más sazonado de las mejores páginas de la Biblia. Hay que admitir que con tantos estudios incisivos pero parciales, que insistían en aspectos muy particulares, en detrimento de su adecuada visión bíblica, se ha conseguido a la postre lo que con acierto denominaba el filósofo Le Senne: la «destotalización de la totalidad». No puede olvidarse, más aún, es preciso recalcar, aunque parezca una obvia tautología, que Lc 15,11-32 es una parábola esencialmente bíblica y, dentro de la Biblia, ha surgido como uno de sus más cuajados logros. La parábola, como un tronco vital, se sitúa en el interior de diversos círculos concéntricos que la rodean y que la han hecho fecunda. Se emplaza dentro de un significativo capítulo, llamado de la misericordia (15), y dentro de un evangelio (san Lucas), que la configura con su teología peculiar, y dentro de una historia multisecular que es el Antiguo y el Nuevo Testamento. Resulta primordial y hasta urgente contemplar esta parábola a la luz de la economía bíblica de la salvación. De ahí que este comentario acuda de continuo a la lectura directa de pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. Un texto (la parábola) es comentado por su contexto (toda la Biblia). El autor ha emprendido, además, una opción para comprender bien el misterio de esta parábola. Ha querido moverse en una clave decididamente cristológica y seguir el «camino» que conduce perfectamente al Padre. Es Jesús, nuestro Señor y nuestro hermano, la imagen viva de la misericordia del Padre. Solamente Jesús nos ha revelado cómo es nuestro Padre, y ha acercado su imagen paterna (Él es la verdad). Al mismo tiempo nos comunica la gracia y el perdón de Dios (Él es la vida). Y nos pone en contacto y comunión con él, en rumbo

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definitivo hacia él (Él es el camino; cf. Jn 14,6). A lo largo de todas las páginas habrá un esfuerzo persistente por mostrar cómo él es la clave hermenéutica y existencial de la parábola. Ya el mismo exordio (Lc 15,1-3) nos señala que Jesús la pronunció como un alegato personal frente a la murmuración de los fariseos, que le criticaban por su acogida cordial a los pecadores. Su presencia permite que todo el relato desaloje sus ocultas virtualidades. Que hable hoy al corazón de la Iglesia y de la humanidad. Si nuestra parábola resulta enigmática, ponemos encima la transparencia o el calco de Jesús; y la parábola resurge ante nuestros ojos maravillosamente, como el prodigio de una transfiguración. Él la enciende por dentro y la parábola se ilumina. Jesús defiende su conducta, que causaba escándalo, acudiendo al comportamiento del Padre. Tal como también refiere un relato del evangelio de san Juan. Ante la murmuración de los fariseos porque ha curado a un hombre en sábado, un enfermo en la piscina de Betesda (Jn 5,1-18), Jesús se justifica así: «En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace él, eso también hace igualmente el Hijo» (Jn 5,19). La persona de Jesús no es algo añadido al Reino; es su novedad esencial, su artífice. Quien quiera imitar a Dios debe entrar en el mismo comportamiento de Jesús, que fue criticado por los fariseos de su tiempo. Él interpreta correctamente la parábola, porque la dijo para acreditar su manera de actuar. He procurado evitar en estas páginas tecnicismos y arideces; he desterrado deliberadamente todo hermetismo, propio del argot y del léxico oscuro en que a veces un profesor de Biblia suele incurrir. Para facilitar la comprensión, he hecho una transliteración española de las inevitables palabras hebreas y griegas que es preciso estudiar y sopesar, aunque para mí hubiera sido más sencillo aprovechar las prestaciones que me brinda el programa informático de Bible Works. No he querido que la extraña escritura de estas lenguas fuese rémora para el más íntimo acercamiento del lector a la parábola. Me he esforzado por escribir con un lenguaje transparente y comprensible, aunque no debo ocultar las muchas dificul-

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tades que este pasaje presenta en su historia interpretativa; pero las necesarias discusiones en la investigación bíblica a fin de lograr la más idónea explicación las reservo normalmente para las notas a pie de página. Me he esmerado para que la lectura sea tersa y limpia, incluso con unción; pues el tema no es aséptico, sino que llega a calar hondamente en el corazón, en un doble corazón: el de Dios y el del lector. Por ello estas líneas de comentario bíblico bien se merecen que sean escritas –y leídas– con respeto sagrado. Pero no es un comentario pío o devocional, sino de estudio e investigación bíblica, hecho con toda la seriedad profesional, que se sirve de los instrumentos de la exégesis actual y de una metodología científica, puestos al servicio de la mejor comprensión del mensaje para los lectores. Se puede catalogar como un comentario de teología bíblica. He consultado prácticamente (en la exégesis el adverbio exhaustivamente debe ser desterrado) todos los comentarios bíblicos que existen en diversas lenguas sobre esta parábola, a los que he logrado tener acceso, como ya podrá comprobar el lector. Los he estudiado, también criticado, y he incorporado aquellas intuiciones que considero válidas; pues en esta tarea no trabajo solo, sino en comunión con toda una labor secular de otros biblistas que han meditado e investigado la misma parábola del evangelio y producido una colosal cosecha. Esta parábola es como una partitura musical: puede ser orquestada cada vez con instrumentos diversos o entonación distinta; en sustancia la música resultante es la misma, pero la melodía suena de manera diferente. El ejemplo que encuentro más apto es el Bolero de Ravel. Se trata de una breve pieza compuesta con una misma secuencia musical, pero cada vez interpretada con un instrumento distinto, registros diferentes, cuyos nuevos sonidos se van añadiendo a la melodía de los instrumentos anteriores. Así la pieza se va incrementando hasta la apoteosis final. En las siguientes páginas, iremos leyendo, «ejecutando», esta parábola –la misma, no hay otra–, pero cada vez desde modulaciones diversas y escorzos complementarios. A veces parece que se dan reiteraciones o casi distracciones, pero –¡atención, lector!– no son sino «variaciones musicales e instrumentales» de la misma obra. Así

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la parábola irá lentamente desprendiendo toda la riqueza musical teológica que alberga dentro. En el libro Les Mystères, en el Pórtico del misterio de la segunda virtud 5, Ch. Péguy describe la parábola del hijo pródigo con versos envueltos en una belleza cautivadora; el lector se siente arrastrado por este torrente de imágenes (del que se ofrece abajo una apretada selección traducida, pues el poema resulta demasiado extenso). Ch. Péguy está convencido de que el hombre puede resistir a la verdad, pero no a la ternura. Y esta parábola es el clavo de ternura, que sigue firme y ardiente, en donde la humanidad puede aún agarrarse en medio del frío y de la noche: «Había una gran procesión y en cabeza iban las tres parábolas: la parábola de la oveja perdida, la parábola de la dracma perdida, la parábola del hijo perdido. Pero lo mismo que un hijo es más querido que una oveja e infinitamente más querido que una moneda, así la tercera parábola, la del hijo perdido, es más bella y más querida y más grande que las otras parábolas... Entre todas, entre las tres, la tercera parábola avanza... Desde hace dos mil años ha hecho llorar a innumerables hombres... Ha tocado un punto único, secreto, misterioso. Ha tocado en el corazón. Es la palabra de Jesús que ha llegado más lejos, la que ha tenido más fortuna temporal y eterna. Es célebre incluso entre los impíos. Quizás es la única palabra que permanece clavada en el corazón del impío como un clavo de ternura» 6.

En fin, para ayudar a recorrer hasta la meta este camino de vuelta a la casa del Padre, he escrito el presente libro en el año consagrado al Padre. Ojalá que pueda encender una llama e infundir nuevo aliento durante nuestra común peregrinación; pues no vamos deambulando por la vida como solitarias almas en pena, sino que hacemos juntos el camino en compañía de hermanos.

Les Mystères, París 1961, 240. Algunos poetas y literatos han hecho objeto de sus desvelos nuestra parábola. Entre otros: J. M. Rilke, A. Gide. Véase el interesante artículo de F. Castelli, Scrittori moderni dinanzi alla parabola del «figlio prodigo»: La Civiltà Cattolica 2 (1991) 457-470. 5 6

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En la casa de Dios hay muchas moradas. Cuando los hijos perdidos volvemos a la casa del Padre, éste, que estaba ya aguardando impaciente, nos recibe con los brazos abiertos y se alboroza con un gozo tan inmenso que los hijos apenas podíamos vislumbrar. Sólo por darle tan inmensa alegría, bien vale la pena ponerse en camino de conversión a la casa de nuestro Padre. Ahora sólo quedan unas páginas escritas que no quieren sino hacer transparentes, actuales, aquellas mismas palabras que Jesús nos dijo hace ya mucho tiempo. Que ellas sigan resonando hoy, más vivas y vibrantes, en el corazón de la Iglesia, dentro de tu corazón, amigo/a lector/a. *** El libro contiene cinco capítulos. En la introducción se abordan de manera propedéutica los preliminares necesarios. Se estudian los siguientes asuntos: el lugar de inserción de la parábola en el evangelio de Lucas; la visión de conjunto del capítulo 15 y la relación con las otras dos parábolas (la oveja y la moneda perdidas); el «nombre» justo de la parábola, y la existencia de una estructura explicativa, así como la conveniencia del género literario «parábola». Los tres capítulos primeros son de teología narrativa, a saber, van «contando» la parábola, desde el punto de vista de sus tres protagonistas, conforme a su orden de aparición en la escena evangélica: el hijo menor, el padre, el hijo mayor. Se iluminan sus intervenciones con otros personajes y acontecimientos bíblicos, y se perfilan sus palabras con precisión acudiendo a la crítica textual y análisis morfocrítico y semiótico. El capítulo 4 ofrece un mensaje teológico: Jesús, imagen de Dios Padre misericordioso, busca lo perdido y come con los pecadores. Por fin, en el último capítulo –tal era la intención de Jesús, que pronunció la parábola–, presenta el camino de conversión, desde sus tres protagonistas, y siempre con el trasfondo y ejemplo del mismo Jesús. A pesar de este somero y global avance, hemos creído oportuno señalar al inicio de cada respectivo capítulo unas palabras introductorias para permitir al lector, ya in situ, una comprensión más completa.

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1. Contexto de la parábola. El capítulo 15 de Lucas Nuestra parábola (Lc 15,11-32) se halla inserta en el capítulo 15 que, como suele ser habitual en la mayoría de las ediciones de la Biblia, lleva por título: «Las tres parábolas de la misericordia». Y este capítulo se sitúa, a su vez, dentro de la «sección del camino» hacia Jerusalén (9,51-18,4), camino que Jesús recorre hasta el final y que debe ser también transitado por todos sus discípulos. Se ubica en mitad del viaje, justo en el centro del esquema e itinerario lucano 7. El capítulo ofrece la clave de su comportamiento con los pecadores. Da la razón profunda de su actuar misericordioso que tanto escándalo suscitaba por doquier, justifica por qué comía con ellos; y quiere ser también una apremiante llamada a sus discípulos para que sigan su ejemplo de acogida y perdón 8. El capítulo ha sido descrito como «composición unitaria» 9; aparece acotado por la demarcación de un antes y un después diversos. Queda escindido claramente por los versos iniciales (1-2) de los tres dichos de Jesús que le preceden (renuncia a la familia, a los bienes, y advertencia para no perder la fuerza del testimonio; 14,25-32). Tiene un «des7 Cf. W. Grundmann, Das Evangelium nach Lukas, 197-220. Ya se hablará más adelante de la teología del camino, según Lucas, 74-78. 8 Cf. R. Krüger, La sustitución del tener por el ser (Lectura semiótica de Lc 15,132), 95. 9 Así literalmente señalado por G. Eichholz, Gleichnisse der Evangelien, Neukirchen-Vluyn 1971, 217.

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pués» literariamente distinto; pues se aparta también del capítulo siguiente, debido al cambio de interlocutores (16,1). Todo el capítulo 15 se presenta ante nuestros ojos de lectores como una pieza homogénea, magistralmente aglutinada merced a las dotes literarias de su redactor, Lucas. Éste ha recibido unos materiales previos y ha sabido engarzarlos en un tríptico. Ha añadido unos leves toques geniales, pero suficientes para organizar un relato completísimo 10. La lingüística contemporánea evoca con frecuencia el sentido etimológico del texto, que significa «tejido». Cada palabra se halla hilvanada a otras palabras; juntas entretejen una red de significaciones y dependencias. De esta fraguada urdimbre, que presenta Lucas, queremos servirnos para nuestra interpretación. Cuanto más se lee y analiza todo el pasaje, la sorpresa resulta más grata, al comprobar una disposición literaria muy bien trabada. Se ha hablado de un conjunto maravillosamente ensamblado 11. El capítulo mantiene una serie de interrelaciones que abogan por su armonía y su profunda unidad. Los diversos trabajos redaccionales insisten en su coherencia interna, sin que en este común asentimiento se registren voces discordantes 12. Contiene el conjunto tres parábolas. Aunque el texto habla en singular de una sola: «Entonces les dijo esta parábola» (15,3), en rigor está introduciendo tres parábolas explícitas. Este uso singular del término, que debiera ir obviamente en plural, ha levantado diversas reacciones 13. 10 Cf. J. J. Bartolomé, Comer en común: una costumbre típica de Jesús y su propio comentario (Lc 15), 694-695. 11 Tal es la impresión que produce en E. Rasco (Les paraboles de Luc XV: Une invitation à la joie de Dieu dans le Christ, 167-168), quien resume el sentir de la mayoría de los comentadores. 12 Así ha quedado resaltado por C. H. Giblin, Structural and Theological Considerations on Luke 15, 15-31. 13 J. Dupont (Les Béatitudes, II, 233) cree que esta referencia sirve de introducción sólo a la primera parábola. En cambio, E. Hirsch (Frühgeschichte des Evangelium II, Tubinga 1949, 155) piensa que la introducción se restringe a la tercera (vv. 11-32). «B. Weiss se extraña de ‘esta parábola’ en singular; por tanto la fuente de Lucas contenía únicamente la del hijo pródigo; Lucas ha añadido las otras dos parábolas. Sería un modo de escribir estúpido; pero es sobre todo la crítica la que es estúpida. Los dos bloques forman un solo discurso parabólico» (M. J. Lagrange, Évangile selon saint Luc, 416).

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Es preciso comprobar el empleo del tercer evangelio para explicar dicha anomalía. Lucas utiliza el término «parábola» en singular, aunque el contexto a veces exige el plural, pero aplicándolo a una serie o discurso parabólico (4,23; 5,36; 6,39; 8,4; 9,10.11; 12,16.41; 13,6; 14,7; 15,3; 18,1.9; 19,11; 20,9.19; 21,29). La palabra en singular «parábola», pues, se refiere a las tres parábolas: la oveja perdida (15,4-7), la moneda perdida (vv. 8-10) y la parábola del padre que tenía dos hijos (vv. 11-32). Según el evangelio de Lucas, Jesús aparece impugnado con frecuencia en el contexto de una comida; sus oponentes muestran su rabia murmurando contra él (5,30; 19,1-9); pero él se defiende recurriendo a su misión mesiánica (5,31 y 19,10). Sólo aquí, donde el ataque es más generalizado, acude a una parábola. Por otra parte, la sección del camino aparece jalonada de continuas parábolas, con las que Jesús va ilustrando su comportamiento, y ofrece a sus oyentes pistas comprensivas para el fiel seguimiento. El material parabólico resulta muy abundante 14.

2. Sinopsis de las tres parábolas Las tres parábolas se hallan fuertemente ligadas, mediante unos prietos puntos de sutura. Desde el punto de vista literario e ideológico, nos topamos con una sarta de conexiones entrelazadas con suma habilidad. Encontramos frecuentes paralelismos, repeticiones de formas y de palabras, persistencia de los mismos conceptos. A lo largo de estas páginas haremos una confrontación, incluso detallada, a fin de constatar la afinidad entre las tres parábolas, principalmente desde la clave de lo perdido, y la alegría. Baste por ahora una somera información inicial. a) Sincronía de insistentes motivos Algunos vocablos típicos engarzan el relato, estableciendo un firme entramado. Aparecen con frecuencia los moti14 Puede hacerse un recuento fiel. De los 350 versículos que contiene la sección del camino, 155 pertenecen al género parabólico, es decir, casi la mitad.

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vos literario-teológicos del «tener» (15,4.8.11), «perder» –con el significativo verbo apollymi (5,4.6.8-9.24.32)–, «encontrar» –formando antítesis con el anterior– (15,4-6.89.24.32) y, por fin, «alegrarse», utilizando diversos verbos griegos: synchairo (15,6.9), khairo (15,32), euphraino (15,2324.29.32) o el sustantivo khara (15,7.10). La cadencia de estas palabras-estribillo se repite invariablemente sobre un modelo tríptico. Además, estos vocablos no se presentan inertes, inoperantes; desencadenan una serie de acciones correlativas y configuran una interconexión dinámica en los tres relatos. Alguien tiene ovejas, o monedas, o hijos. Un bien preciado y poseído se pierde. La búsqueda se hace infatigable hasta que se encuentra lo perdido. El hallazgo colma de alegría al pastor, a la mujer y al padre; el contento se torna contagioso: se invita a los allegados a participar en una celebración festiva. Tan inmensa aparece la alegría comunitaria que sube hasta el cielo, y llega a convertirse en señal del infinito júbilo que experimenta Dios por un solo pecador que se convierte. Veamos en síntesis la reiteración balanceada de algunos motivos que se repiten, teniendo en cuenta respectivamente las tres parábolas: oveja perdida (Lc 15, 1-7)

moneda perdida (8-10)

un padre tenía dos hijos (11-32)

tener

ekho

4

8

11

perder

apollymi

4ab.6

8.9

17.24.32

encontrar

heurisko

4.5.6

8.9ab

24.32

alegría

khairo-khara

5.7

10

32

participación en la alegría

synkhairoeuphraino

6

9

23.32

Las dos primeras parábolas, prácticamente sinónimas, se corresponden entre sí (vv. 4-7.8-10). La tercera recoge la significación remansada de las dos anteriores, mediante un relato con dos escenas (vv. 13-24.25-32). Las dos parábolas ini-

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ciales son una invitación a compartir el gozo por la conversión. La tercera quiere responder de manera apologética a las objeciones contra esa invitación a la alegría. Jesús acoge a los pecadores como el padre, y se alboroza con la vuelta del hijo perdido. El clima de alegría, patente por la frecuencia del vocablo y de otros sinónimos denotativos, es la música que con más fuerza resuena en la última parábola. Se ha podido hablar, a propósito de esta pieza y debido a tanta insistencia, de la «alegría soteriológica de Dios». También cabe reclamar, por parte de los oyentes, la acogida de un gozo recobrado. Los publicanos y pecadores, que escuchan estas parábolas (Lc 15,1) y que han oído el júbilo que Jesús comparte al referirse al cielo o a los ángeles de Dios cuando un pecador se convierte (vv. 7.10), sienten en carne propia que ellos son esos seres privilegiados. Jesús basa su conducta de predilección por todos los que están «perdidos» en el amor gratuito de Dios Padre. Tal es el fundamental mensaje de las tres parábolas, en especial de la tercera y más emotiva: el padre ama al hijo menor porque se siente irremediablemente padre de un hijo perdido. Y el hijo se reconoce perdonado por la solicitud sin condiciones de su padre. b) La dialéctica de «fuera» y «dentro» Contemplando en relieve las tres parábolas, podemos percibir algunas señales que nos orientan respecto al lugar (ubi) en donde los sujetos protagonistas se pierden y cuya exacta ubicación y correlación se revela plena de significados. Existe una dialéctica que va combinando los espacios pertenecientes a un «fuera» y un «dentro»; pero cabe barruntar, al menos inicialmente, que se trata de algo más que de un juego inocente o de una mera alternancia de lugares. En la trama del capítulo actúa a modo de una llamada de atención al lector –cómplice del relato e interlocutor verídico de cuanto está acaeciendo en la escena evangélica– para que perciba con atención en dónde puede perderse y por qué en efecto se pierde. Una oveja se pierde fuera, en el desierto (v. 4b). Una moneda se pierde dentro, en la casa (v. 8b). El hijo mayor se pierde fuera, en un país lejano (v. 13c). El hijo mayor se pierde

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dentro, sin haber dejado la casa del padre, pues efectivamente el padre le dice: «tú estás siempre conmigo» (v. 31b); pero ese hijo mayor está perdido, de hecho no quiere entrar en la casa (v. 28a). El arte narrativo del evangelista busca provocar la sorpresa en el lector, sacudir su conciencia con este final inesperado. El hecho clamoroso, aún más, escandaloso –vista la parábola desde una clave eclesiológica–, es que hay muchos cristianos dentro de la casa de Dios que se llaman hijos de Dios y así lo creen, pero están perdidos. Literalmente perdidos como el hijo mayor de la parábola, pues no conocen verdaderamente a Dios ni quieren reconocer a su hermano 15. He aquí un esquema recapitulador, organizado desde el arte narrativo de Lucas, provisto de este final ya aludido; sirve para que todo lector ponga una sospecha crítica sobre su vida y revise su comportamiento ante Dios y los hermanos: Una oveja se pierde fuera

Una moneda se pierde dentro

El hijo menor se pierde fuera

El hijo mayor se pierde dentro Sorpresa en el lector. ¿Por qué se pierde?

c) Los personajes y sus sucesivas metamorfosis El capítulo presenta dos tipos de personajes en manifiesto contraste y oposición. Los publicanos y pecadores, por una parte; los escribas y fariseos, por otra. Los demás personajes, que asumen diversas alteraciones simbólicas, en registros de animalidad (ovejas), materialidad (monedas) y humanidad (los dos hijos), no son sino variaciones caleidoscópicas que refractan su identidad. Publicanos y pecadores

Escribas y fariseos

una oveja

noventa y nueve ovejas

una moneda

nueve monedas

15

Cf. R. Meynet, Il Vangelo secondo Luca. Analisi Retorica, 470.

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el hijo menor

el hijo mayor

pecador convertido

ni pecador ni convertido

perdido-encontrado

ni perdido ni encontrado

muerto, vuelto a la vida

ni muerto ni vuelto a la vida

ALEGRÍA

NO ALEGRÍA

En el centro vertebral del capítulo se destaca la figura de Jesús. El relato desvela en creciente intensidad cuál es su comportamiento, que se evidencia a través de los distintos personajes de la parábola. En los versos iniciales (1-2) ya se declara abiertamente su proceder con los perdidos. Esta conducta se va armonizando mediante la búsqueda del pastor por la oveja, de la mujer por la moneda y, sobre todo, del padre que acoge al hijo pequeño con una alegría desbordante, y que también invita al hijo mayor aguardando su respuesta. Jesús come con y acoge a los publicanos y pecadores Pastor que busca la oveja perdida Mujer que busca la moneda perdida Padre que abraza al hijo menor Padre que invita al hijo mayor ALEGRÍA CON EL HIJO MENOR ¿ALEGRÍA CON EL HIJO MAYOR?

d) La casa, centro convergente de las tres parábolas Todo el discurso parabólico gira en torno a la casa. El pastor reintegra la oveja en la casa («Y al llegar a casa» –eis ton oikon–: v. 6). Este ingreso en la casa resulta extraño literariamente, aparece como una brusca anomalía espacial pues el texto está refiriendo una situación de pérdida que acontece en el desierto («¿no deja las noventa y nueve en el desierto?»; v. 4). La mujer, que ha perdido la moneda, realiza una búsque-

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da afanosa («barre la casa» –ten oikian–: v. 8). El hijo menor no habla explícitamente de la casa, porque el sustantivo «padre» realiza una trasposición semántica, engloba para todos los efectos la palabra «casa» y su evocación doméstica en el texto. Ir hacia el padre significa marchar hacia la casa de su padre (vv. 17.18). El hijo mayor es descrito por su ambigua relación de distancia o cercanía con la casa paterna. Comienza un movimiento de acercamiento. Dice el texto que «se acercaba a la casa» –te oikia– (vv. 25.28); sin embargo, se niega a entrar en ella (v. 28). El camino se trunca con violencia, y no se sabe si al fin el hijo mayor ingresará en la casa con su padre y su hermano. El padre es quien está permanentemente en la casa; la abandona por unos instantes para hacerse el encontradizo con sus hijos: sale corriendo para acoger al más pequeño (v. 29) y también sale para invitar a entrar al mayor (v. 28). Así pues, es la casa del padre el eje central, en cuya relación los personajes van reflejando sintomáticamente su conducta: se alejan, vuelven, la rondan pero sin acabar de entrar. Desde una clave hermenéutica de actualización, que tiene en cuenta el tiempo de la comunidad lucana, cabe rememorar la Iglesia como la casa del Padre, el lugar en donde son encontrados los hijos perdidos, y en donde los hermanos deben reconciliarse a fin de sentirse en comunión, gozando de la presencia de Dios, el Padre de todos. Se puede pensar en la Iglesia, pues todo el capítulo 15 gravita como respuesta polémica a una acusación personal no sólo contra Jesús, sino también contra la primitiva Iglesia; y ciertamente alude a una práctica de perdón y verdadera hospitalidad dentro de la misma Iglesia, no siempre bien entendida ni practicada 16.

3. La parábola de Lc 15,11-32. ¿Cómo llamarla? La parábola posee inicialmente un título que pertenece a una larga tradición, como una adquisición lograda y consensuada: «De filio prodigo». Este título es gloriosa herencia de 16 Cf. J. J. Bartolomé, Comer en común: una costumbre típica de Jesús y su propio comentario (Lc 15), 678.

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la exégesis de los santos Padres. Tal rótulo aparece en la inmensa mayoría de los comentadores modernos. Entre otros, cabe reseñar a C. H. Dodd 17 y J. Dupont. La tradición alemana ha traducido con más acierto, incidiendo en el drama del hijo menor: «Der verlorene Sohn» («el hijo perdido»). A. Jülicher defiende ardientemente esta denominación: «el hijo perdido». En todas estas traducciones no se capta más que un lado, un aspecto del drama total de la parábola. Un lector avisado se pregunta: ¿es este hijo el protagonista único del relato?, ¿por qué, pues, se olvida al otro hijo? ¿dónde dejamos la peripecia del hijo mayor, que se erige en verdadero punto de conflicto del relato? Se ha propuesto, pues, este título alternativo que pretende completar a los otros mencionados con anterioridad: «El hijo perdido y encontrado, y el hijo fiel, orgulloso y celoso» (B. Osty). O como escribe la Biblia de Jerusalén: «El hijo perdido y el hijo fiel». Abundan epígrafes que mencionan a ambos hijos: «La parábola de los dos hijos perdidos» (E. Fuchs) o «La parábola de los dos hermanos» (M. A. Vazques), o de una manera más abstracta, prescindiendo de personajes: «Era necesario hacer fiesta» (Groupe d’Entrevernes). Pero, proyectando una panorámica sobre los títulos anteriores, surge una pregunta simple: ¿Dónde queda el padre? ¿Acaso no es él el personaje central de esta parábola, sobre el que pivotan los otros personajes? Por eso, algunos autores la describen como «la parábola del padre misericordioso» (L. Cerfaux), o «la parábola del amor del padre» (J. Jeremias). Incluso se ha llegado a dar la vuelta al título tradicional; en lugar del hijo pródigo, sería preciso acuñar una nueva forma: «la parábola del padre pródigo» 18. El amor del padre se manifiesta con una generosidad rayana en la desmesura, si no en la «extravagancia». Pródigo, no en sentido peyorativo (el que malgasta sin control ni medida, locamente), sino figurado. Padre pródigo, en cuanto 17 No ofrecemos ahora la referencia bibliográfica completa para no abrumar con tantas notas. Nos remitimos a sus obras ya señaladas con anterioridad. 18 M. Dumais, L´actualisation du Nouveau Testament. De la réflexion à la practique, París 1981, 69. Donde se habla de «ciertos intérpretes», sin mencionar explícitamente a ninguno.

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que es de una liberalidad y magnanimidad extrema, que no se rige por criterios justos ni razonables 19. Pero si se acentúa la mención del padre, cuya presencia indiscutible recorre toda la parábola, ¿dónde dejamos a los hijos? Da, en fin, la impresión, tras tantos y variopintos intentos, de que si se acentúa uno de los personajes, los otros quedan inevitablemente relegados. No es fácil encontrar un título orientador, «omniabarcante», que aluda e incluya a los tres protagonistas del relato sin marginar en la penumbra a ninguno. ¿Tendremos que renunciar a otorgar un título a la parábola? ¿Acaso no es costumbre entre nosotros bautizar a una criatura? ¿Dejaremos a la parábola sin nombre y sin registro? A fin de superar esta aporía, acudimos a las mismas palabras de Jesús, con las que comienza a relatar la parábola: «Y dijo: un hombre tenía dos hijos» (Lc 15,11). Únicamente nos permitimos la libertad de cambiar un vocablo; en lugar de «hombre», ponemos «padre». Y así le damos título completo a esta parábola, que en fidelidad al texto del evangelio se va a llamar «Un padre tenía dos hijos». Creemos, además, que es el título que sabiamente le ha asignado el evangelio; dicho con más precisión, quien la creó y la pronunció ante el pueblo, Jesús. «Un padre tenía dos hijos» posee en germen, con la genial concisión de los grandes títulos, toda la pasión dramática que la narración de la parábola va luego a desentrañar.

4. Autoría de la parábola. ¿Jesús, Lucas, la comunidad? Podemos enunciar las siguientes afirmaciones, que más adelante deberán ser matizadas. Nuestra parábola tiene en Jesús su origen, y corresponde congruentemente con su forma de pensar y de actuar. Mediante su proclamación, Jesús busca justificar su comportamiento de acercamiento a los pecadores, que históricamente resultó escandaloso para muchos. Es legítimo admitir que Lc 15,11-32 refleja de manera fidedigna,

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Cf. M. Gourgues, Le père prodigue, 11.

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sustancialmente, una parábola auténtica pronunciada por Jesús 20. La parábola es exclusiva de la narración evangélica de Lucas; sólo él, entre todos los evangelios, la presenta. El evangelista la ha tomado de su fuente propia y la ha reelaborado concienzudamente. Hay que admitir, sin embargo, que no es creación inédita de Lucas, pues existen en el pasaje múltiples indicios de semitismos, previos e irreductibles a la labor redaccional del evangelista. La presencia de frecuentes semitismos se impone a cualquier lector sin prejuicios 21. Por otra parte, el conjunto parabólico contiene una serie de acusadas características (la más notable es que son comparaciones propuestas bajo una forma de interrogación: «¿Quién de vosotros...?») que conducen, más allá de la predicación de la Iglesia y de la obra redaccional del evangelista, a un tipo fijo de expresión aramea. Se remontan, con todas las garantías de la autenticidad, al mismo Jesús 22. Una serie no desdeñable de alusiones, tales como el trasfondo legal, problemas de herencia, usufructo de los bienes, la atmósfera familiar y social, señalan a un ambiente típicamente palestinense 23. Pero es preciso admitir con justa ecuanimidad que Lucas le ha dado la impronta evangélica, dotándola de un acopio de expresiones que pertenecen a su propio estilo 24. Ha insertado, pues, dentro de la narración previa elementos característicos de su escritura teológica. Podemos señalar los más importantes: el tema recurrente de la alegría (vv. 5.6.7.9.10.23.24.29.32); la frecuente antítesis de los motivos «perdido-encontrado» (vv. 4-5.6.8-9.24.32), peculiares en su 20 Cf. J. J. Bartolomé, Comer en común: una costumbre típica de Jesús y su propio comentario (Lc 15), 693-694. 21 Cf. J. Jeremias, Tradition und Redaktion in Lukas 15, 181; E. Schweizer, Zur Frage del Lukasquellen; Analyse von Luk. 15, 11-32, 469-471. 22 Cf. E. Rasco, Les paraboles de Luc XV: Une invitation à la joie de Dieu dans le Christ, 17. 23 Cf. R. Pesch, Zur Exegese Gottes durch Jesus von Nazaret: Eine Auslegung des Gleichnisses vom Vater und den Beiden Söhnen (Lk 15,11-32), 149. 24 La propuesta de L. Schottrof (Das Gleichnis vom verlorenen Sohn, 27-52) de que es creación lucana ha sido contestada con toda justicia por I. Broer, Das Gleichnis vom Verlorenen Sohn und die Theologie des Lukas, 458-461.

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evangelio como se verá luego pormenorizadamente. Y una serie de detalles menores, tales como el verbo «dijo» (v. 11), el eufemismo «no muchos días después» (v. 13), el participio activo anastas «levantándose» (v. 20), el participio pasivo apololos «perdido» (vv. 24.32) en correspondencia con expresiones paralelas de la oveja «perdida» (v. 6) y la moneda «perdida» (v. 9), y la construcción en optativo del verbo «preguntar» (v. 26) 25. Precisar el corte exacto de hasta dónde ha llegado la obra de reconstrucción de Lucas resulta sumamente arriesgado: «Los intereses específicos en Lc 15 no son inmediatamente evidentes» 26.

La parábola del padre que tenía dos hijos ha sido puesta en conexión con el profeta Jeremias. Aún más, las tres parábolas encuentran una unidad superior cuando son consideradas como un eco del capítulo 31 de Jeremias. Puede establecerse la siguiente correspondencia. Los versos 10-14 (Jr), que hablan de la alegría que experimenta el pastor al ver reunido su rebaño, se relacionan con la parábola lucana del hombre que encuentra la oveja perdida (vv. 4-7). La mención de Raquel, que llora por sus hijos perdidos, a quien el Señor le promete la vuelta de los suyos (Jr 31,15-17), se aplica a la parábola de la mujer que busca y encuentra la moneda perdida (vv. 8-10). Por fin, el clamor de Efraín que se aleja, se arrepiente y vuelve, mientras que se conmueven las entrañas de Dios, corresponde a la parábola del hijo perdido. He aquí completo este último pasaje de Jeremias, a fin de que el lector repare con más fiabilidad en el paralelismo: «Estoy escuchando lamentarse a Efraín. Me has corregido y he escarmentado, como novillo indómito, vuélveme y me volveré, que tú eres mi Señor, mi Dios; si me alejé, después me arrepentí, y al comprenderlo me di golpes de pecho; me sentía corrido y avergonzado de soportar el oprobio de mi juventud. ¡Si es mi hijo querido Efraín, mi niño, mi encanto! Cada vez que le reprendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión –oráculo del Señor–» (vv. 18-20) 27. Cf. J. A. Fitzmyer, El Evangelio según Lucas III, 672. Avisa con cautela C. E. Carlston, A positive Criterion on Authenticity: BibRes 7 (1962) 36. 27 Es la propuesta de H. B. Kossen, Quelques remarques sur l´ordre des paraboles dans Luc XV et sur la structure de Matthieu XVIII, 8-15, 75-80. 25 26

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Hay que reconocer la existencia de una cierta afinidad, que hermana a ambos pasajes dotándolos de una parecida atmósfera; pero tal semejanza básica no puede explicarse como razón suficiente para considerar a Jeremías como texto fundacional de nuestra parábola, pues resulta muy difícil rastrear indicios literarios objetivos entre uno y otro texto. Sería, entonces, la comunidad cristiana –así prosigue la propuesta–, especialmente creativa en su culto litúrgico, la matriz original de nuestra parábola, relegando el papel insustituible de Jesús, cuya autoría quedaría en la penumbra. Había que matizar afirmando que esta hipótesis no es más que una ilustración sugerente que puede ayudar a la contemplación de la parábola y a una exhortación parenética sobre ella. Pero no resulta exegéticamente serio aceptar este origen, pues faltan contactos literarios entre los dos pasajes, y sobre todo es muy diverso el ambiente vital que reina entre ellos. No parece, por otra parte, que el lugar de procedencia sea el culto de una asamblea cristiana durante la lectura sinagogal del Antiguo Testamento, sino más bien, tal como lo indica la introducción a las parábolas (15,1-3), una situación típica de Jesús que mira a su ministerio público. Ya el mismo evangelio de Lucas anota repetidamente cómo durante su vida pública tuvo que vérselas con los escribas y fariseos, que lo criticaban (5,29-30; 19,7) a causa de su comportamiento escandaloso 28. También se ha desestimado la obra redaccional de Lucas, quien se habría limitado tan sólo a copiar lo que antes existía, tomando unas unidades ya estructuradas de una fuente previa. Se comprueba esta «forma» de escribir en el pasaje de Lc 13,1-9, que sigue el mismo esquema del capítulo 15: una introducción (v. 1), seguida de dos sentencias que se abren con una pregunta (vv. 2-4; 5-9) 29. Muy poco consistentes nos parecen las razones literarias en el ejemplo aludido (13,1-9) 30.

28 Ha sido con toda justicia criticado por E. Rasco, Les paraboles de Luc XV: Une invitation à la joie de Dieu dans le Christ, 172. 29 W. F. Farmer, Notes on a literary and Form-critical Analysis of Some of the Synoptic Material peculiar to Luke, 316. 30 Tal propuesta ha sido desestimada por la crítica. El mismo J. Dupont (Les Béatitudes, II, 235-237) reconoce que estas consideraciones no son «realmente concluyentes» (p. 237).

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Indispensable resulta un acercamiento directo, «prima manu», al texto de la parábola, mediante una lectura atenta, tan respetuosa como crítica; no mediatizada por el cúmulo de propuestas que a veces se reciben sin enjuiciamiento. J. Jeremias acentúa el carácter semítico, al menos de la primera parte (vv. 11-24). Ciertamente la presencia de la copulativa kai «y» es muy frecuente en estos versos iniciales, lo que contrasta con su escasez en la segunda parte (vv. 25-32). Ante esta objetiva enumeración –no debe inferirse sólo por la abundancia masiva de una partícula su origen semítico–, hay que decir que estamos ante dos secuencias narrativas diversas; la primera presenta una crónica de sucesos, de todo lo acaecido al hijo menor; la segunda es un vivo diálogo mantenido entre el hijo mayor, el criado y el padre; por ello predomina la construcción subordinada. Para una correcta lectura e interpretación, es necesario no sólo constatar un hecho literario, sino inquirir el porqué de esa escritura precisa y admirar también el arte expresivo del evangelista. Véase, como muestra reveladora, este recurso reflejado en las órdenes dadas por el padre a los criados, mediante la insistencia de la partícula «y», kai: «Pero el padre dijo a sus criados: ‘Rápido, sacad la mejor túnica y vestídsela, y ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies. Y traed el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta’» (22-23a).

En apenas un verso y medio se concentran cinco copulativas. Se trata de un efecto artístico pretendido, «persuasivo», que realza la prisa en consonancia con el adverbio «rápido», señalado al inicio por el padre. Se consigue la impresión de una secuencia precipitada y que es indicio de la premura que desborda el corazón del padre ante la vuelta anhelada del hijo perdido. En estos versos no debe hablarse únicamente de semitismos, sino de verdadero éxito literario. En más de un caso habrá que hacer reservas para admitir sólo como «semitismos» ciertas expresiones de Lucas que, sin prestarles la debida atención crítica, se echan al fondo de un antiguo uso lingüístico y se relegan al oscurantismo significativo. Es preciso decir que algunas palabras, catalogadas como «semitismos» o «lenguaje propio de los LXX», son merecedoras de un estudio más matizado y pueden con jus-

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ticia ser consideradas como escritura peculiar del evangelista y, por tanto, nos descubren la visión de la teología propia del tercer evangelio 31.

5. Estructura de la parábola del «padre que tenía dos hijos» La parábola ha sido contemplada desde muy diversas perspectivas. Atender con una revisión crítica todas las estructuras propuestas sería acometer una tarea ingente como el cuento de nunca acabar, un vano esfuerzo sin resultados fehacientes. Concentrémonos en algunos intentos importantes. La exégesis francesa ha hecho ensayos interesantes. a) Atendiendo a los roles diversos de actuación. • Degradación (vv. 11-16). • Reintegración (vv. 17-24). • Protesta (vv. 25-30). • Propuesta (vv. 31-32). Esta estructura presenta bloques homogéneos, con poca conexión entre ellos. No es sino una división temática, que refleja los diversos asuntos que se suceden en el relato, a manera de rótulos genéricos y orientadores para el lector 32. b) Atendiendo a mecanismos de verificación 33. • Prueba calificadora (vv. 11-20a). Presentación de la situación inicial de degradación. • Prueba principal (vv. 20b-24). Para el hijo menor y el padre. El hijo logra su perdón y reintegración en la casa; el pa31 Por ahora nos limitamos a enunciar y denunciar este abuso; la exégesis posterior nos irá permitiendo, en cada caso particular, calibrar el acierto de esta prudencia interpretativa. 32 Es la hipótesis semiótica de una escuela, Groupe d’Entrevernes, Signes et paraboles. Sémiotique et texte évangelique, París 1977, 112-138. [Trad. esp.: Signos y parábolas: semiótica y texto evangélico, Madrid 1979]. 33 Es la nueva propuesta de R. Couffignal, Un père au coeur d´or; approches nouvelles de Luc 15, 11-32, 95-11. Esta estructura se basa fundamentalmente en un esquema narrativo que aparece reflejado en relatos de cuentos y leyendas de héroes. Cf. V. Propp, Morfología del cuento, Madrid 1987; C. Bremond, Logique du récit, París 1973, 11-47. A. J. Greimas, Semántica estructural, Madrid 1987. También la ha seguido, aunque con matices, P. Grelot, Le père et ses deux fils: Lc XV, 11-32: Essai d´analyse structurale, 321-348.

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dre, en lugar de castigar al hijo, lo acoge con gran alegría; su amor triunfa sobre el castigo (vv. 20b-24). • Nueva prueba (vv. 25-32). Glorificadora para el padre y negativa para el hijo mayor. Se ofrece una propuesta final al discernimiento del lector. Nos parece la aplicación sugerente de un esquema de comportamiento, pero de extracción foránea, cuyo paradigma no se encuentra atestiguado en los relatos bíblicos. A la hora de la verificación rigurosa en nuestra parábola, el esquema propuesto se resiente 34. c) Atendiendo a señales literarias de la parábola y su correlación de personajes. Preferimos fijarnos, pues, en los criterios de clasificación manifestados en la escritura lucana de la parábola y seguir la orientación que nos marcan los mismos personajes, cuyos comportamientos se interconectan en dinámicos cruces de responsabilidades. Si quisiéramos diseñar su estructura, habría que dibujar la forma geométrica de un triángulo, cuyos lados se dirigen a una cúspide que le da estabilidad y equilibro. Los lados son los hijos; la cúspide, el padre. La parábola tiene una articulación triangular. Esta relación queda apuntada en los versos iniciales, muy esclarecedores: «Todos los publicanos y pecadores se acercaban a él para oírle, y los fariseos y escribas murmuraban, diciendo: ‘Ése acoge a los pecadores y come con ellos’. Entonces les dijo esta parábola» (1-3).

Según dicho exordio parabólico, aparecen delineados tres personajes: a) Jesús; b) los publicanos y pecadores; c) los fariseos y escribas. Este núcleo va a constituir el desarrollo temático de la parábola. Los personajes poseen una asignación precisa: el padre de la parábola revela a Jesús; el hijo menor representa a los publicanos y pecadores; el hijo mayor tipifica a los fariseos y escribas. Conforme a esta aplicación, el drama siguiente quiere exponer ante todo cómo es el comportamiento de Jesús con to34 El mismo P. Grelot (Le père et ses deux fils: Lc XV, 11-32: Essai d´analyse structurale) se muestra reticente ante esta estructura «lejana», y se limita a escoger sólo algunas claves de comprensión, confesando que manipula otras (p. 324).

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dos, en especial para con los pecadores, y también lanzar una fuerte llamada a los fariseos. La parábola configura una narración única provista de dos partes simétricas, que se anudan en la estrecha relación con el padre. La primera parte se ocupa del hijo menor (vv. 13-24); la segunda, del hijo mayor (vv. 25-32). Es una parábola que entra en la categoría de «las que confrontan dos tipos de personajes». Muy parecida, por ello, a la de los dos hijos (Mt 21,28-31), el fariseo y el publicano (Lc 18,9-14), las cinco muchachas necias y las cinco prudentes (Mt 25,1-13) 35. Es, pues, en su configuración, una parábola dual, pero dotada de un personaje central al que los otros dos se dirigen: el padre. El indudable protagonista de la parábola es el padre. Mostremos ahora, desde un punto de vista literario y temático, la perfecta simetría que configura la unidad de las dos partes. En esta estructuración, resulta decisivo señalar la relación de ambos hermanos respecto al padre. Presentación de personajes (v. 11). La situación inicial nos da la noticia sucinta de una familia, compuesta de padre y dos hijos, que vive en paz. Pero la paz familiar se rompe. El hijo menor pide antes de tiempo su parte de herencia. Este hecho anómalo va a modificar los antiguos comportamientos de los miembros familiares; se produce ahora un vuelco en las relaciones del hijo menor con su padre y con su hermano. Los dos textos paralelos comienzan señalando, conforme a su escritura griega, de la misma manera a ambos hermanos: «el hijo menor» (13a) y «el hijo mayor» (25a). Se alude también a un contraste geográfico. La presencia del hijo menor se enmarca «fuera», en la lejanía (v. 13); el hijo mayor se encuentra en los límites de la casa, en el campo (v. 25). Ese caer en la cuenta del rumbo de la situación, se verifica de diferente modo por parte de los hermanos. El hijo menor entra en su interior, guiado por su propia experiencia dolorosa; el mayor, a través de un criado; la explicación que éste le suministra tiene el objetivo de preparar el discurso que dirigirá al padre. 35

Cf. J. A. Fitzmyer, El Evangelio según Lucas III, 673.

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La respuesta dada a esta «concientización» resulta distinta. El texto lo indica de forma breve. Uno emprende con decisión su camino de vuelta hacia la casa del padre; el otro rehúsa entrar en la casa. La iniciativa del padre está señalada por la mención explícita de éste en uno y otro caso (vv. 20b y 28b) y gráficamente expresada por el movimiento que realiza saliendo de la casa. Respecto al hijo menor se muestra en esa carrera precipitada y en los numerosos gestos de amor con que le rodea. Con el hijo mayor, sobriamente indicada, mediante la salida y una súplica vehemente. La actitud de los hijos queda retratada en sendas conversaciones con el padre (vv. 21 y 29-30). Pero el hijo menor confiesa sinceramente su pesar y su pecado; el mayor, en cambio, le echa en cara su injusticia. El padre, por fin, toma la palabra. Su reacción desvela el inmenso cariño hacia los dos. Con el hijo menor, se desborda en atenciones y en las prontas órdenes dirigidas a los siervos para que sea revestido con todas las insignias de su filiación recobrada. Al hijo mayor, también con delicadeza, le indica la necesidad de entrar en la casa. Una y otra columna acaban con el verso estribillo de toda la parábola, que da razón a la alegría del padre y que también debiera ser causa de gozo para el hermano: «estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado». Conforme a nuestra propuesta, así queda señalada la estructuración de la parábola del padre que tenía dos hijos:

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Introducción / 37 Presentación de personajes 11

Y dijo: –Un hombre tenía dos hijos.

Nueva situación. Conflicto El hijo menor

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Y el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me corresponde de la herencia». Y les repartió los bienes. 13 No muchos días después, el hijo menor, recogiendo todas sus cosas, se marchó a un país lejano y allí derrochó su herencia viviendo perdidamente. 14 Cuando lo había gastado todo, sobrevino un hambre terrible en aquel país, y empezó a pasar necesidad. 15 Y fue a contratarse con un ciudadano de aquel país, que le envió a sus campos a guardar cerdos. 16 Deseaba llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. 12

25 Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando, de vuelta, se acercaba a la casa, escuchó música y cantos, 26 y llamando a uno de los criados le preguntó qué era aquello.

Toma de conciencia El hijo menor

El hijo mayor

Entrando en sí mismo, se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí de hambre me muero! 18 Me levantaré y me pondré en camino hacia mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; 19 ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros». 17

27 Él le dijo: «Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano».

Reacción de los hermanos El hijo menor Y levantándose, se puso en camino hacia su padre. 20

El hijo mayor 8 Él se llenó de rabia y no quería entrar.

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38 / Un padre tenía dos hijos Iniciativa del padre frente a los hijos El hijo menor

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Estando todavía lejos, su padre lo vio y se estremecieron sus entrañas, y, corriendo, se echó sobre su cuello y lo cubrió de besos.

28

Su padre salió y le insistía.

Actitud de los hijos frente al padre El hijo menor

El hijo mayor

El hijo le decía: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo». 21

29 pero el hijo le contestó: «Mira, cuántos años te llevo sirviendo y nunca he transgredido una orden tuya y nunca me has dado un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. 30 En cambio, cuando llega ese hijo tuyo, que ha devorado tus bienes con prostitutas, le matas el ternero cebado».

Reacción del padre Pero el padre dijo a sus criados: «Rápido, sacad la mejor túnica y vestídsela, ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies. 23 Traed el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta; 24 porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado». Y empezaron a celebrar la fiesta. 22

Pero él le respondió: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo. 31

32 Era necesario celebrar una fiesta y alegrarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

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6. Acercamiento a los personajes a través de su «nombre» El léxico que emplea el evangelista –como espejo fiel que se limita a reflejar los rostros que se miran– asume una gran importancia. Sirve para identificar a los personajes y descubrir sus mutuas relaciones afectivas. Sobre tres nombres genéricos, que no generales, se balancea la parábola. Son respectivamente padre, hijo y hermano. Constatar cómo se llaman unos a otros va a permitir sacar fuera lo que dentro celosamente guardaban, su genuino carácter. Un minucioso recuento, que no es sino el resultado de enumerar con paciencia las diversas designaciones –o también su llamativa ausencia de apelaciones– con que unos a otros se tratan, desvela, es decir, quita el trapo con que tapaban su rostro, y nos los muestra auténticos, tal como son en su fondo real.

«Padre» El hombre que tenía dos hijos (v. 11) es designado seis veces «padre» por el narrador (vv. 12.20ab.22.28.29). El hijo menor le llama dos veces «mi padre» (vv. 17.18) y tres veces en vocativo (vv. 12b.18b.21). En una información indirecta, el criado habla al hermano mayor diciendo «tu padre» (v. 27). Lo que más sorprende es que nunca el hijo mayor utiliza la palabra «padre» al dirigirse a él, mientras que su hermano lo emplea cinco veces. Es una omisión clamorosa.

«Hijo» El narrador emplea la palabra «hijo» para hablar del hijo menor (vv. 13; 21a), del mayor (v. 25), de los dos (v. 11). El hijo menor lo utiliza dos veces, pero es para confesarse indigno de este nombre (vv. 19; 21b). El padre así llama a su hijo menor («hijo mío», v. 24), y para el hijo mayor lo reemplaza por un vocablo denotativo de cariño teknon al referirse a él (v. 31).

«Hermano» El criado, dirigiéndose al hermano mayor, le habla de «tu hermano» (v. 27). Existe una dialéctica entre los nombres «hi-

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jo» y «hermano» en la boca del hermano mayor, que delata su verdadera actitud. Éste evita a todo trance llamar a su hermano pequeño con la palabra «hermano», y así se refiere a él, diciéndole al padre «tu hijo» (v. 30). El padre, en cambio, le dice corrigiéndolo y recalcando: «tu hermano» (v. 32). Este simple recuento reviste una contundencia evidente, según nos confirma el drama de la parábola. Existe una estrecha interdependencia entre los tres vocablos, que no actúan de forma autónoma, sino en mutua compenetración. Quien no emplea la palabra «padre», tampoco utiliza de hecho la palabra «hermano». Quien no se sabe hijo ni lo dice, tampoco puede sentirse hermano ni lo manifiesta. Es lícito afirmar que quien no se reconoce hermano, no tiene derecho a utilizar la palabra «padre». Cuando el hijo mayor dice «ese hijo tuyo» (v. 30), rehusando otorgarle a su hermano el título de hermano, entonces descubre su faz interior resentida. El hijo mayor tampoco se siente hijo de su padre. En efecto, habla de él no como padre sino mediante una perífrasis, como de un patrón, un dueño a cuyo servicio él mismo trabaja como un esclavo: «Mira, cuántos años te llevo sirviendo...» (v. 29). La enumeración de palabras del relato tiene profundas consecuencias. Es preciso insistir de nuevo en ello. Las relaciones padre-hijo-hermano están esencialmente unidas, son interdependientes entre sí, se necesitan de tal manera que si falla una de ellas y se desliga de la tríada vital, sola ya nada puede sino derrumbarse y perderse. Para llegar a ser buen hijo es preciso (así se lo indica el padre al hijo mayor) sentirse y comportarse como buen hermano. Y sólo desde la hermandad se puede invocar el nombre del padre. No es posible ser buen hijo si no se reconoce al hermano; y viceversa, resulta imposible ser buen hermano y no sentir el afecto por el padre. Por la construcción misma –como veremos más adelante, con su final abierto– la parábola plantea un grave interrogante a todos sus lectores. Porque la conclusión desvela un conflicto latente. El hijo mayor se creía buen hijo de su padre. Así ha vivido durante largos años, y en esta opinión ha permanecido incólume. Hasta la vuelta de su hermano más pequeño, su comportamiento había sido irreprensible, e incluso escrupuloso por la fidelidad mantenida. Cabe preguntarse

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ahora: ¿este comportamiento estaba guiado por unas auténticas motivaciones de legítimo hijo? No acudimos para contestar a hipótesis o elucubraciones, sino a la escritura misma del pasaje del evangelio. Su reacción ante el retorno del hermano pequeño y ante el agasajo del que es hecho objeto, hace sacar afuera sus verdaderos sentimientos, sin que tal vez fuera de ellos consciente. Su vida ha estado «montada» sobre una mentira. Rehúsa de hecho reconocer a su hermano, al que ni siquiera llama hermano y al que procura cubrir de mugre; comportándose así se hace indigno de considerarse él mismo hijo de su propio padre. Este hermano mayor no vive ni ha vivido nunca como hijo. Tal es la punta dramática a la que se dirige dolorosamente la parábola, y que una simple enumeración de palabras nos ha permitido detectar.

7. ¿Por qué emplea Jesús una parábola? La parábola es un medio de comunicación usado por Jesús de forma muy frecuente y magistral. Se compone de relatos de ficción, comparaciones, alusiones a personajes comunes y hechos triviales (una mujer que amasa la harina, un sembrador que echa la semilla, un pescador que recoge sus redes...). El oyente depone su actitud escéptica, y se abre con ductilidad y agrado al lenguaje de la parábola. Pues todo hombre, debido a su tendencia permanente a justificar su vida –nadie suele admitir que se ha equivocado–, rehúsa el compromiso con la verdad. Aborrece verse enfrentado con su imagen real y se niega a mirarse en el espejo; no admite que nadie le señale con la imputación de sus faltas. Pero, ¿a quién le amarga el dulce e ingenuo relato de una parábola? Valen dos muestras bíblicas para probar el acierto de las parábolas, que son todo menos un cándido juego. David comete un doble pecado de adulterio y asesinato. El capítulo 11 del segundo libro de Samuel refiere su pecado, y acaba con este dictamen: «aquella acción que David había hecho desagradó a Yahvé» (2 Sm 11,27). Es el rey David el causante; aunque rey poderoso, debe ser acusado por su crimen. Ahora bien, ¿quién se atreverá a importunar al rey y reprenderlo? ¿No correrá quien le reproche la misma suerte que Urías? Pero Dios no puede dejar impune la injusticia cometida. Efectivamente, «el Señor actúa por medio de su pro-

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feta» (11,27). Hacia David va el profeta Natán. ¿Qué palabras usará para enfrentarse con el rey y decirle a la cara que ha pecado? He aquí la secuencia de los hechos. Natán no le anuncia directamente su pecado, le «cuenta un cuento». «Envió Yahvé a Natán donde David, y llegando a él le dijo: ‘Había dos hombres en una ciudad, el uno era rico y el otro era pobre. El rico tenía ovejas y bueyes en gran abundancia; el pobre no tenía más que una corderilla, sólo una, pequeña, que había comprado. Él la alimentaba y ella iba creciendo con él y sus hijos, comiendo su pan, bebiendo en su copa, durmiendo en su seno igual que una hija. Vino un visitante donde el hombre rico, y dándole pena tomar su ganado lanar y vacuno para dar de comer a aquel hombre llegado a su casa, tomó la ovejita del pobre, y dio de comer al viajero llegado a su casa’. David se encendió en gran cólera contra aquel hombre y dijo a Natán: ‘Vive Yahvé que merece la muerte el hombre que tal hizo. Pagará cuatro veces la oveja por haber hecho semejante cosa y por no haber tenido compasión’. Entonces Natán dijo a David: ‘Tú eres ese hombre’» (2 Sm 12,1-7).

Como se puede comprobar, la parábola pastoril, incluso bucólica, posee un efecto fulminante. El rey se ve prendido entre sus redes, y no tiene más remedio que ver con sus propios ojos la injusticia perpetrada. David reconoce su pecado y dice compungido a Natán: «He pecado contra Yahvé. Respondió Natán a David: También Yahvé perdona tu pecado; no morirás» (v. 13).

Recordemos otra muestra elocuente. Se trata esta vez de un canto proferido por Isaías en la plaza de Jerusalén. Los oyentes quedan prendados de esta balada de amor, que refiere los cuidados por la viña. Para gozar del vino construye un lagar; y levanta una atalaya, en lugar de una choza, para defenderla. Pero la viña tan cultivada, mimada, no da sino uvas amargas: «Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña. Mi amigo tenía una viña en fértil collado; quitó las piedras, la escardó y plantó buenas cepas (shoreq); construyó en medio una atalaya y cavó un lagar. Y esperó que diese uva, pero dio agrazones. Pues ahora, habitantes de Jerusalén, hombres de Judá, por favor, sed jueces entre mí y mi viña» (Is 5,1-3).

Los oyentes ya toman partido, se dan cuenta de la decepción que ha producido la viña al amigo. Se convierten en jueces que dictaminan. Pero no unos jueces de causa ajena, sino –acaso sin saberlo– de la propia. Por eso, con palabras directas y acusatorias, remacha el profeta:

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Introducción / 43 «La viña del Señor de los Ejércitos es la casa de Israel; son los hombres de Judá su plantel preferido. Esperó de ellos derecho (mispat) y ahí tenéis: asesinatos (mispah); esperó justicia (sedaqa) y ahí tenéis: lamentos» (se’ aqa: v. 7) 36.

Ellos mismos se declaran culpables y condenados. No era sólo una melodía lisonjera, que entretenía sus oídos, aquella canción del amigo; era la narración de la historia de un desamor, de una traición que ellos mismos habían cometido contra el Señor repetidamente. Jesús actualiza el mensaje de Isaías y pronuncia, tras su entrada en Jerusalén, la parábola de «los viñadores homicidas» (Mt 21,23-45). Así comienza. «Escuchad otra parábola. Era un propietario que plantó una viña...» (v. 33). Sutilmente va entrelazando una malla de alusiones y correspondencias entre esos viñadores y los dirigentes del pueblo. Al final, comprenden perfectamente que Jesús había hablado por ellos. El mismo evangelio indica: «Los sumos sacerdotes y los fariseos al oír sus parábolas, comprendieron que estaba refiriéndose a ellos» (v. 45).

Podemos, en fin, señalar la parábola del buen samaritano (Lc 10,29-37), que forma parte de una conversación mantenida entre Jesús y un escriba (vv. 25-37), y sirve de magnífica contestación de Jesús a la pregunta suscitada: «¿Y quién es mi prójimo?» (v. 29). Pero no quiere entrar Jesús en discusiones académicas ni abrumar con demasiados matices –materia en la que el escriba debería ser por oficio un experto–, sino que procura atraer con su relato parabólico la atención del escriba para que, sin las coartadas y cortapisas que su sabiduría legalista pronto suscitaría, escuche inerme un relato pretendidamente inocente, casi como un cuento, pero que profundiza en las razones últimas para hacerse cercano y solidario con los demás. Al final de la parábola, Jesús se dirige a quien ya ha comprendido muy bien qué ejemplos debe evitar y qué conducta tiene que seguir: «Camina, y haz tú lo mismo» (v. 37). La parábola tiene la ventaja de envolvernos en sus redes sin que nosotros nos percatemos. Con complacencia nos in-

36 Obsérvese el juego sonoro con que el poeta o profeta Isaías dota a estas dos binas de palabras hebreas. Se trata de una deliberada aliteración musical, para hacer más interpelativo su mensaje profético.

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volucramos en los asuntos que trata, tomamos parte por uno u otro personaje. Es como un lindo juego del que ignoramos hasta dónde pueda llevarnos. Y una vez que estamos dentro, la parábola misma nos señala e identifica. Sin pretenderlo, nos descubrimos tal como somos. La parábola nos interpreta e incluso ilumina aspectos oscuros de nuestra vida –es un penetrante foco de luz, no un espejo– que nos eran desconocidos, pues con nuestro férreo control y mecanismos de defensa no permitimos que afloren a la superficie. La parábola ejerce una función mayéutica; da a luz, saca a la luz del día nuestra recóndita oscuridad, alumbra nuestra más íntima verdad. Jesús no trata sólo de manifestar el comportamiento de Dios, que es la justificación de su propia conducta; pretende desenmascarar el comportamiento de sus propios oyentes y llevarlos a la verdad. Por eso acude a una parábola, pues únicamente ésta es capaz de sacar a la luz los datos ocultos de la conciencia. Esta parábola del padre que tenía dos hijos muestra su eficacia cuando nos dejamos interpretar por ella, cuando la leemos tratando de identificarnos espontáneamente con sus personajes y actitudes profundas. Cuando entramos en su juego, que es el juego de la verdad. Dentro del evangelio de Lucas, esta parábola del «padre que tenía dos hijos» constituye la muestra señera de la proclamación del año de gracia del Señor (cf. Lc 4,19). La presencia de Jesús, quien anuncia la salvación a los pobres y oprimidos, muestra su cercanía por medio de esta parábola 37. Mas la apertura de la salvación no debe verse obstaculizada por aquellos que se enrocan en una fidelidad intransigente, sin abrirse con generosidad a los pecadores. Jesús cumple fielmente la voluntad del Padre, quien no quiere que nadie se pierda. Y nadie ni nada –sean personas o acontecimientos– le va a apartar de su camino ni abdicar de su misión liberadora. Pero esta parábola, en vez de anatematizar a sus oponentes, envía un mensaje de salvación también para ellos, a fin de que depongan su resentimiento y entren por fin en la casa del padre con un corazón capaz de perdonar al hermano.

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Cf. J. A. Fitmyer, El Evangelio según Lucas III, 675.

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1 El hijo menor (Lc 15,11-20a)

Introducción El hijo pródigo muestra cómo cualquier hombre es lo suficientemente iluso como para ser capaz de irse de la casa paterna, romper con la familia, alejarse y degradarse hasta tocar con las propias manos la miseria de la muerte. Ésta es la primera parte de su aventura. Pero también enseña que en esa situación límite, donde la persona se abre a una bifurcación tremenda: la vida o la muerte, la añoranza del padre prevalece sobre las sombras y tentáculos de la muerte. Con decidida determinación, el hijo se pone en camino rumbo a la casa del padre, guiado por una poderosa luz interior, que es su instinto filial. Ésta constituye la parte que ennoblece su historia. Veremos en primer lugar, siguiendo la secuencia de los hechos, el anti-camino, es decir, la senda que recorre el hijo en su alejamiento progresivo de la casa del padre. Con rasgos descriptivos rápidos (vv. 12-14) el evangelio dibuja cómo este hijo menor ha llegado hasta el abismo de la abyección. Atormentado por el hambre, se vuelve hacia dentro, empieza a «re-flexionar». La nostalgia del pan en abundancia, más sabroso cuanto mayor es su falta, le empuja a volver. Es hambre de pan lo que con urgencia le acucia. Sus móviles son, al inicio, de interés material, de pura supervivencia física. El evangelio no idealiza ciertamente este personaje; está dibujado con trazos ocres, hasta mezquinos. La espléndida acogida que se le rinde no reside en sus disposiciones, sino en el cariño inmenso, inabordable al desaliento, que el pa-

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dre le tributa; porque, aunque indigno, «perdido y muerto», éste sigue siendo su hijo y posee la dignidad de hijo.

1. Una historia que comienza Y dijo: –Un hombre tenía dos hijos (v. 11). «Dijo» (eipen) es verbo que sirve de enlace orgánico con las parábolas precedentes (vv. 3.8). Toda la parábola, unida a las dos previas, se considera pronunciada por los labios de Jesús. La parábola es, pues, palabra de Jesús; un dicho («Y dijo») salido de su boca. Dentro de nuestro pasaje, este verbo de dicción se considera un registro peculiar del evangelista, quien, además, lo menciona en otras tres ocasiones: vv. 11.21.22. Leyendo con detenimiento la parábola, resulta chocante comprobar que el verbo «dijo» no aparece en los versos 25-32, a saber, en la parte referida al hijo mayor. Se ha estudiado el empleo de esta modalidad verbal en la obra lucana. Existen trece ejemplos que muestran la adición que Lucas realiza al evangelio de Marcos y a la parte doctrinal común de Mateo y Lucas (Q) 1. La denominación de «un hombre tenía dos hijos» resulta genérica, y prepara al lector para escuchar la próxima historia. Su eje fundamental descansa en este hombre apenas aludido, cuyo único título digno de mención es el añadido de que tenía dos hijos. Una base axial que se abre a uno y otro lado; un padre que se prolonga en sus dos hijos, cuya aventura pronto ambos protagonizarán. Este trípode (padre y dos hijos) despierta también un recuerdo patriarcal; es frecuente en los relatos de los patriarcas la indicación del padre y los dos hijos: Caín y Abel, Esaú y Jacob... No podemos olvidar la referencia explícita, afín en todo a la de Lucas, de Mt 21,28: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos».

1 Cf. H. J. Cadbury, The Style and Literary Method of Luke, 169. La mención abunda sobremanera en la obra lucana: 59 apariciones en el evangelio y 12 en Hechos. 15 de las 59 son redaccionales de Lucas; cf. C. E. Carlston, Reminiscence and Redaction in Luke, 15, 11-32, 369; aunque J. Jeremias mantiene una opinión contraria (Die Sprache des Lukasevangeliums, 249).

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Lucas utiliza la expresión «un hombre» –en griego el sustantivo más un indefinido (anthropos tis), que es fórmula de cierta vaguedad– de manera abundante en su obra total: 10,30; 12,16; 14,2.16; 15,11; 16,1.19; 19,2; 20,9; Hch 9,33. Hay que notar, como rasgo peculiar, que sólo Lucas, de entre todos los escritos del Nuevo Testamento, emplea esta expresión. También el tercer evangelista se sirve de una locución muy semejante: «un varón, un hombre» (aner tis). Sólo cambia el sustantivo, que en griego viene a ser equivalente en otros pasajes, con más frecuencia en el libro de los Hechos: Lc 8,27; Hch 5,1; 8,9; 10,1; 13,6; 16,9; 17,5; 25,14) o, también invirtiendo el orden, primero el indefinido, luego el sustantivo (tis aner: Hch 3,2; 14,8; 17,34). Ambas expresiones pertenecen en estricta exclusividad a Lucas; hay que aplicarlas a su estilo personal. Sobre este fenómeno literario se han formulado sentencias diversas 2.

2. El hijo menor hace un camino de muerte a) Renuncia a la familia Y el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me corresponde de la herencia». Y les repartió los bienes (v. 12). Con artículo definido el adjetivo comparativo adquiere de hecho valor de superlativo; se trata del más pequeño de la casa 3. El hijo menor, pues, pide al padre que le conceda la parte que le corresponde de la herencia. El hecho irregular consiste en que sea el hijo pequeño, no el primogénito, quien pida la herencia, conforme a la norma sancionada en Deuteronomio 21,17: «Reconocerá como primogénito al hijo de ésta, dándole una parte doble de todo lo que posee, porque este hijo, primicias de su vigor, tiene derecho de primogenitura».

2 J. Jeremias (Die Sprache des Lukasevangeliums, 191) distingue los dos usos y los valora de diversa forma: antropos tis proviene de alguna de las múltiples fuentes del evangelio de Lucas; pero aner tis es de su propia fuente. J. Nolland (Luke 9:2118:34, 781) cree que anthropos tis es prelucano, en contra de la opinión de J. A. Fitzmyer, El Evangelio según Lucas III, Madrid 1987, 283. 3 Cf. F. Bovon, La parabole de l’enfant prodigue, 37.

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Esta disposición se encuentra recogida en otras legislaciones antiguas orientales. En 2 Re 2,9 se registra el mismo hecho, aunque tratado metafóricamente. Eliseo pide a su maestro Elías que, antes de ser arrebatado al cielo, le conceda dos partes de su espíritu; es decir, ser nombrado su heredero espiritual. Petición difícil de ser aceptada, puesto que el espíritu no es mensurable ni puede repartirse en pedazos para ser dado de unos a otros; proviene únicamente de Dios. La aceptación de la herencia paterna solía efectuarse en aquellos tiempos de una doble manera. Los hijos podían alcanzar la herencia a la muerte del padre, es decir, por testamento (Nm 36,7-9; 27,8-11); y también por una donación en vida del padre. La triste experiencia demostró con la fuerza de los lamentos de última hora que esta forma no era aconsejable. Véase un texto bíblico ilustrativo: «A hijo y mujer, a hermano y amigo no des poder sobre ti en vida. No des a otro tus riquezas, no sea que, arrepentido, tengas que suplicar por ellas... Cuando se acaben los días de tu vida, a la hora de la muerte, reparte tu herencia» (Eclo 33,20.24).

La herencia dada al primogénito debía representar económicamente el doble de lo dado a los otros hijos, tal como se ha visto en la recomendación de Eclesiástico. Al hijo mayor, pues, le tocarían en lote dos tercios de la herencia, y al pequeño sólo un tercio. El hijo recibía solamente el título de la propiedad, pero no podía disponer de ella a su antojo; el usufructo dependía del padre. Si el hijo vendía su propiedad, el comprador sólo podría adquirirla tras la muerte del padre. Pero el relato de la parábola presenta algunas anomalías. Comprobamos que el padre no se limita a dar sólo la asignación correspondiente al hijo menor, sino que les reparte la herencia a ambos (v. 12). Tampoco menciona el texto la disposición legal de repartir 2/3 al mayor y 1/3 al menor. Pero incluso este reparto choca con los hechos narrados en el devenir posterior de la parábola; pues es el padre quien se desenvuelve como el auténtico dueño de la mansión, y no sólo como el que utiliza el usufructo de lo bienes. Actúa con autoridad, imparte órdenes a los criados (v. 22), manda matar el ternero cebado (v. 23) y habla con propiedad de «todo lo mío» (v. 31). El problema jurídico, que gravita sobre el aspecto comercial, económico de la parábola, aún no se ha resuelto del to-

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do. No obstante, el texto de Lucas parece ser un eco de costumbres recogidas por diversas tradiciones rabínicas, atestiguadas también en el derecho romano, que eran contrarias a la solución propuesta por el judaísmo oficial 4. La compleja situación legal económica no afecta a la comprensión de la parábola 5. Es importante, no obstante, recalcar que el hijo menor no sólo pide el derecho a la propiedad, sino la legitimación a disponer de ella y llevar una vida autónoma. Y esta independencia, reivindicada al margen de la familia, queda acentuada por la fuerza de los acontecimientos relatados. Parece probado que no quería estar ya más con los suyos. Renuncia a vivir en familia, rompe con ella y anula el contrato anudado entre sus miembros, abdica del derecho a «vivir juntos» (Yashab yajad), según la formulación técnica judía para designar esta vida de familia 6. Quiere existir por su cuenta y, para conseguir su antojada independencia, no le importa fracturar la comunión de una familia hasta ahora unida y compenetrada. «Les repartió» (va en griego conjugado en el tiempo de aoristo) de una vez para siempre a los dos hijos la herencia. Lucas escribe dos densas palabras para hablar de la herencia donada a ambos hijos, aunque el texto no informa de que el hijo mayor haya solicitado tal reparto. En primer lugar emplea la palabra «ousia» (de tanta trascendencia para la filosofía griega: «sustancia»); pero que aquí posee, al menos inicialmente, el significado clásico de hacienda y también de herencia 7. La segunda palabra es «bios». En sentido real significa «vida», pero en sentido figurado y por metonomia, equivale a «ousia», a saber, los medios esenciales para poder vivir, los bienes 8. Y así ambos vocablos vienen a ser sinónimos.

4 Cf. J. Dauvillier, Le partage d’ascendant et la paraboles du fils prodigue, en Actes du Congrés de Droit Canonique. Cincuentenaire de la Faculté de Droit Canonique, París 1950, 223-228. 5 Según la opinión autorizada de L. Schottrof, Das Gleichnis vom verlorenen Sohn, 41. 6 Cf. D. Daube, Inheritance in Two Lukan Pericopes: Zeitschrift der SavignyStiftung für Rechtsgeschichte, Römische Abteilung 72 (1955), 326. 7 Cf. C. Eseverri, El griego de san Lucas, 331. 8 H. G. Liddel-R. Scott, A Greek-English Lexicon with a Supplement, 316.

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La palabra «bios», con la significación de «medios de vida» (Lebensunterhalt) se encuentra dentro del Nuevo Testamento (fuera de 1 Jn 2,16; 3,17) sólo en el tercer evangelio: 15,12.30; 21,4 (= Mc 12,44). También Lucas utiliza otro sustantivo equivalente: «los bienes» (ta hyparkhonta con dativo): 8,3; 12,15; Hch 4,32 9. b) Alejamiento. Derroche. Extravío No muchos días después, el hijo menor, recogiendo todas sus cosas, se marchó a un país lejano y allí derrochó su herencia viviendo perdidamente (v. 13). El texto acumula diversas acciones con valoración muy negativa. El pecado del hijo menor es haber pedido antes de tiempo su herencia, abandonar su casa con la consiguiente ruptura de la unión familiar, derrochar sin control todo, vivir como un perdido. Se acentúa la irresponsabilidad respecto a los bienes que le son confiados por parte del padre 10. Algunos autores insisten en la importancia del dinero para entender la parábola desde un código económico 11. A estas consideraciones se añaden también las de tipo moral y religioso en que desemboca su aventura 12. El verso 13 marca el declive moral del hijo menor. Desde éste hasta el 16 se describen en rápida secuencia y de manera pintoresca las vicisitudes que padece. La crisis comienza por el alejamiento de la casa y del suelo patrio hasta su momento postrero, al verse en una situación de no retorno y sentirse amenazado por la muerte. De la mano del texto, asistiremos paulatinamente al espectáculo de esta degradación. El verso contiene tres cláusulas principales, cuyos epígrafes resultarán iluminadores.

Cf. J. Jeremias, Die Sprache des Lukasevangeliums, 249. Cf. W. Grundmann, Fragen der Komposition des lukanischen Reiseberichts: ZNW 50 (1959) 267. 11 Así lo subraya M. A. Vazques, El perdón libera del odio: Lectura estructural de Lc 15,11-32, 299-303. 12 Cf. R. Krüger, La sustitución del tener por el ser (Lectura semiótica de Lc 15,132), 79. 19 10

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• En tierra pagana «No muchos días después», afirma al texto, a saber, «después de algunos días». La expresión se describe conforme a la figura literaria de la litotes. Consiste en enunciar una afirmación mediante la negación de lo contrario de aquello que se quiere decir. Se llama también atenuación o eufemismo 13. Es típico de Lucas este procedimiento literario; aparece 18 veces en su obra total: Lc 15,13; 21,9. Y también abundantemente en Hechos 1,5; 12,18; 14,28; 15,2; 17,4,112; 19,11.23.24; 20,12; 21,39; 26,19.26; 27,14.20; 28,2. Ningún otro escritor emplea tan frecuentemente dicha figura como él. Se ha estudiado con esmero este peculiar uso lingüístico lucano 14. El verbo «recogiendo» (synago) posee el sentido, ya técnico, acreditado en el argot mercantil de «convertir en dinero», más bien que el significado primario de reunir, congregar, recoger 15. El adjetivo «todo» es muy utilizado por la obra lucana: se encuentra en el evangelio 152 veces, y en los Hechos, 170; en Mateo, 128; en Marcos, 67 y en Juan, 63. El texto informa de que el hijo se «marcha de viaje» (apodemeo), que en la práctica de aquella época consistía en emigrar. El texto indica que se deja un lugar para ir a otro, pues el verbo va acompañado del prefijo «apo», salir de o desde. No sólo marcha, sino que deja la casa paterna. Y emigra a un país «lejano» (makran). El adjetivo makros significa «lejano», «distante». La expresión completa «a un país lejano» (eis khoran makran) sólo aparece dentro del Nuevo Testamento, en Lc 19,12 16. Parece tratarse de la diáspora judía. Entonces, es preciso entenderlo como un viaje de emigración. J. Jeremias traduce deliberadamente «emigró»; y

Cf. F. Lázaro Carreter, Diccionario de términos filológicos, Madrid 1974, 267. Cf. F. Rehkopf, Grammatisches zum Griechischen des Neuen Testaments, en Der Ruf Jesu un die Antwort der Gemeinde (Festschrift, J. Jeremias), Gotinga 1970, 213-225, en especial la página 222. 15 Así lo emplea Plutarco, Cato Min., 6,7 nº 672: «convirtió toda su hacienda en dinero». Cf. I. H. Marshall, The Gospel of Luke. A Commentary on the Greek Text, 606. 16 Por eso, se conjetura con que su empleo no proviene de la fuente propia de Lucas. Así lo hace J. Jeremias, Die Sprache des Lukasevangeliums, 249. 13 14

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conecta este viaje dentro de un amplio proceso migratorio. Se estima que la diáspora judía contaba en aquel tiempo con la suma de cuatro millones, mientras que la población judía en Palestina apenas si llegaba a medio millón. Esta emigración se debía a las difíciles situaciones de vida dentro de Palestina, y era favorecida por unas ventajosas condiciones comerciales de las ciudades de Levante 17. El texto lucano subraya el abandono de la casa del padre. Parece que el hijo menor quiere poner tierra de por medio, apartarse cuanto antes y cuanto más lejos de la presencia del padre. • Dilapida su herencia (esencia) Y allí derrochó su herencia (v. 13b). El verbo derrochar (diaskorpizo) aparece también en Lucas 16,1 con el mismo significado. Un hombre rico tenía un administrador al que acusaron de «derrochar» la hacienda. Tratándose de dinero, el sentido es malgastar, dilapidar; acción contrapuesta a recoger. El texto griego de Lucas subraya esta antítesis. Al principio veíamos a este hijo menor «juntando» (synago) todo lo que tenía; ahora lo observamos «derrochando» (diaskorpizo) su fortuna. El mismo contraste se establece mediante el típico adjetivo lucano de totalidad: «recogiendo todas sus cosas» (synago panta) y «habiéndolo gastado todo» (dapanao panta). Diaskorpizo, dotado de la significación de «dilapidar los bienes», sólo se encuentra dentro de los escritos del Nuevo Testamento, en estas dos parábolas propias de Lucas (15,13; 16,1) 18. El hijo menor dilapida su «ousia». Esta palabra griega que emplea Lucas contiene en sí misma una multiplicidad de significados, que en vano las lenguas modernas han intentado traducir con un solo vocablo. La palabra «entidad» resulta demasiado genérica (no así en inglés, «entity»; en alemán «Wesentheit», del pasado del verbo ser, «gewesen»). En español significa la sustancia, el fondo que hace que las cosas 17 18

Cf. J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid 1977, 75-88. Cf. J. Jeremias, Die Sprache des Lukasevangeliums, 249.

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sean, la esencia constitutiva de los entes. Es el núcleo principal de una persona; la constitución que caracteriza a los seres. Para Aristóteles indica el significado principal del ser. Para Platón es la idea, el ser suprasensible 19. No podemos olvidar este trasfondo cultural en un evangelio, que se escribe para cristianos convertidos del paganismo y que viven en un ambiente helenístico. Cuando un lector cristiano, que tiene mentalidad griega, lee este evangelio, no puede menos de pensar con su bagaje cultural. El hijo pródigo no sólo está dilapidando unos bienes económicos; perpetra una acción de más calado: está malgastando su propia sustancia, desfigurando su esencia de hijo. Derrocha su misma esencia constitutiva, se está malogrando. En definitiva, y esto sí es grave: él mismo, en persona, se está «perdiendo» (verbo apollymi, v. 17). Resulta ahora oportuno comentario la declaración de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si él mismo se pierde (apolesas) o se arruina?» (Lc 9,25). • Vive sin esperanza Viviendo perdidamente (v. 13). El texto habla de la catadura moral de la existencia que emprende el hijo menor, pues a él solo incumbe esa responsabilidad. Únicamente él es culpable de su situación, no otros acontecimientos ajenos que se interfieren. Lleva una vida que no es tal sino una situación de postración, un vegetar sin esperanza. De vida, sólo tiene la apariencia. De muerte posee la dura e íntima verdad. Hay que decirlo claramente: en realidad es una muerte. Y este lenguaje, deliberadamente utilizado, lo empleamos no por querer acudir a una metáfora, sino por ajustarnos con rigor al dictamen que el padre emite a la vuelta del hijo menor. Afirma aquél, intentando justificar el cúmulo arrebatado de acciones que promueve para dignificar a su hijo: «porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida» (v. 24). Esa vida, pues, en la que estaba instalado el hijo menor, no era vida, era una situación de muerte, así calificada en justicia por el padre. El texto sigue iluminando la peculiar manera de comportarse el hijo menor. Dice: Asotos. El vocablo significa literalmente «sin esperanza de salvación». Este adverbio es único 19

Cf. G. Reale, Storia della Filosofia Antica, Milán 1980, 201-202.

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del evangelio de Lucas; no se encuentra en ningún otro lugar del Nuevo Testamento. La palabra se compone del prefijo «a» (alfa privativa) más el verbo griego «sozo» (que significa «salvar»). A saber, el hijo menor vive de manera no «saludable». Pasivamente considerada, la palabra quiere decir el que no se puede salvar, el que se encuentra perdido 20. Activamente considerada, significa el que no guarda o conserva sus bienes, sino que los dilapida; el que se comporta de manera pródiga, y gasta sin medida ni control. Pero en el lenguaje de la época el sustantivo asume un componente moral, y pasa a significar: de manera disoluta, libertina (cf. Ef 5,18; Tit 1,6; 1 Pe 4,4). De igual modo Aristóteles escribe: «a los que derrochan en una vida desenfrenada, llamamos libertinos (asotous)» 21. Sólo más tarde, el lector de la parábola sabrá por la información añadida y malévola con que el hijo mayor le reprocha su conducta, que ha gastado todo con prostitutas (v. 30). Un texto del Antiguo Testamento relaciona la pérdida de los bienes con las malandanzas: «El que ama la sabiduría, da alegría a su padre; el que anda con prostitutas, disipa su fortuna» (Prov 29,3). Seguramente ambas significaciones se incluyen y se complementan; el hijo menor vive de manera descontrolada en todos los sentidos, desde una dimensión económica y también moral 22. Curiosamente el adverbio ha puesto apodo al hijo. De este adverbio asotos proviene el apelativo de pródigo que ha dado nombre célebre a la parábola. Por parte de algunos autores, se ha hecho notar que el hijo menor no estaba casado 23. Este dato permite aventurar su edad –tiempo propicio el de la juventud para experimentar sin control el frenesí de la vida–, que debía oscilar entre los 18 y 20 años 24. Así lo emplea Clemente de Alejandría, El Pedagogo 2,1.7 Ética a Nicómaco 4, 4,3. 22 Cf. Foerster, Asotos-asotia, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, I, 504-505. 23 J. Jeremias, Las parábolas de Jesús, 159. 24 Véanse curiosos ejemplos pertinentes a la edad de la juventud, propicia para el disfrute, no apta para la madurez, en H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, II, 374. 20 21

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c) El aguijón del hambre Cuando lo había gastado todo, sobrevino un hambre terrible en aquel país, y empezó a pasar necesidad (v. 14). El hambre se menciona en el centro del verso, ocupa la parte principal. El lector queda informado de la situación de pérdida total de bienes del hijo menor. Éste se encuentra, por tanto, indefenso ante la plaga del hambre. Después se indica sucintamente el efecto del hambre sobre él: la necesidad. La expresión «habiéndolo gastado todo» va en griego construido en genitivo absoluto. El narrador da por hecho la pérdida rápida de todo cuanto poseía. No se detiene en los vericuetos concretos por los que ha derrochado la fortuna; se limita a ofrecer un balance y rendición de cuentas. El verbo «dapanao» (Hch 21, 24) tiene el significado de hacer un enorme gasto 25. «Hubo un hambre» es una expresión bíblica que recuerda tristes calamidades (físicas y morales) en la historia de los patriarcas. Porque «hubo hambre en el país» (Gn 12,10), Abrahán bajó a Egipto, dejando la tierra que Dios le había señalado como patria, y desciende a Egipto no por un tiempo sino para residir allí. Abrahán es infiel al mandato de Dios y ya cerca de la frontera se comporta indignamente, vende a su esposa Sara para que engrose el harén del faraón, con tal de salvar su propia vida (vv. 12-13). Es éste uno de los episodios más sombríos en la historia de Abrahán, quien actúa como un proxeneta respecto a su propia esposa (vv. 13-16). Pero Dios interviene activamente, escuchando el clamor de Sara, y hace caer una plaga sobre el faraón. Dios se adelanta al tiempo del éxodo y salva a la mujer oprimida en Egipto (vv. 17-20). Porque escaseaba el grano en Canaán, hubieron de bajar los hermanos de José a Egipto (la historia se repite como un ciclo de desventuras) con el fin de aprovisionarse de alimentos «para vivir y no morir» (Gn 42,1-4). Al padre Jacob no le agrada el viaje a Egipto, «pero el hambre seguía abrumando la tierra» (Gn 43,1) y los hijos tienen que volver de nuevo a aquel país pagano. Con ello comienza una lenta migración de la familia patriarcal de Jacob hacia Egipto, donde morará por 25

608.

Cf. I. H. Marshall, The Gospel of Luke. A Commentary on the Greek Text,

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mucho tiempo, y en donde se convertirá en un pueblo esclavo y oprimido. El recuerdo del hambre despertaba malos presagios en cualquier lector de la Biblia. Hay que añadir también que las hambres localizadas devastaban con frecuencia aquellas regiones semidesérticas, en un tiempo en que las transacciones comerciales eran muy limitadas 26. La preposición griega «kata» (a lo largo de), más acusativo con referencia local (la región, ten khoran), muestra gráficamente el progreso y la extensión 27. La expresión de la parábola señala que el hambre, como un huracán, invade por completo toda la región de una parte a la otra. Lucas utiliza sorprendentemente la palabra «limos» (hambre) tanto en masculino (4,25) como en femenino (15,14). Se acentúa, por otra parte, la magnitud del hambre, puesto que el estilo literario del evangelista tiende a eliminar adjetivos enfáticos, tales como «megas» (grande), «polys» (mucho). Obviamente el hambre es hambre, en todas las lenguas, también en griego. Con la mención del hambre, se evoca en cualquier época de la historia su catástrofe. No es preciso añadir más apelativos para subrayar su infortunio. A pesar de esta salvedad, Lucas agiganta su gravedad al emplear la expresión redundante «hambre terrible» (limos iskhyra) en Hechos (11,28). Y también «hambre grande» (esta vez en masculino: «limos megas») en su evangelio (4,25; aunque este pasaje es corrección redaccional de «limos krataia» de 1 Re 18,2) 28. Así pues, se está insistiendo en la gravedad del hambre, que por doquier acarrea desolación, miseria y muerte. El hijo cae –tal es la cadena lamentable de los hechos– en la pobreza más extrema. Entra en una situación inédita, a la que no estaba acostumbrado. Dice el pasaje que «él mismo comenzó a pasar necesidad» (hystereisthai). Según Heb 11,37,

Cf. J. Cantinat, Les paraboles de la miséricorde (Lc XV, 1-32), 262. Cf. H. J. Cadbury, The Style and Literary Method of Luke, 117. 28 Cf. H. J. Cadbury, Four Features of Lucan Style, en Studies in Luke-Acts (ed. L. E. Keck-J. L. Martyn), Nueva York 1966, 94. La expresión es también corriente en la literatura griega. «Hambre terrible, fuerte», aparece en la escritura de Tucídides, Guerras del Peloponeso 3, 85. 26 27

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los «necesitados» (hysteroumenoi) son los pobres, los indigentes. Cuando lo ha gastado todo, y se hace por entero vulnerable, la misma naturaleza empieza a dejarse sentir y a pasar inexorablemente factura. d) Degradación del hijo menor. Etapas Y fue a contratarse con un ciudadano de aquel país, que le envió a sus campos a guardar cerdos (v. 15). • A las órdenes de un amo-pagano Y fue a contratarse con un ciudadano de aquel país (v. 15a). Es frecuente en el evangelio de Lucas el participio «poreutheis» (poniéndose en camino), que modifica levemente el siguiente verbo. Se encuentra en los siguientes textos: 9,12.13; 13,32; 14,10; 17,14; 22,8. Aunque abundante, no proviene de la fuente propia de Lucas. Así lo matiza J. Jeremias 29, pero no podemos estar de acuerdo con él, ya que se trata de un verbo peculiar de la redacción del tercer evangelio. Este ponerse en camino en busca de un pagano contrasta con otro encaminarse rumbo a la casa del padre, cuando el hijo decide retornar, señalado oportunamente dos veces (vv. 18.20). Así pues, en las tres expresiones, creemos que de forma deliberada por el narrador, se utiliza el denso verbo lucano «poreuomai» (ponerse en camino). Este «primer» camino representa el alejamiento mayor de la casa paterna y supone la total antítesis. La situación desesperada del hijo pródigo le obliga a asociarse a una persona. El verbo griego «kollaomai» (cf. Lc 10,11) significa «adherirse» (ad-haerire). El libro de los Hechos alude con este verbo a la unión con una persona (Hch 5,13; 8,29; 9,26; 10,28; 17,34). Empleando el mismo verbo «kollaomai» (Hch 10,28) muestra que dicha unión era merecedora de reprensión, según la estricta moral judía. Pedro explica su conducta a los familiares y amigos de un pagano:

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58 / Un padre tenía dos hijos «Y les dijo: ‘Vosotros sabéis que no le está permitido a un judío juntarse –kollasthai– con un extranjero ni entrar en su casa’» 30.

Algo más que un mero contrato comercial parece indicar el lazo que se establece entre el hijo pródigo y este ciudadano, uno de los naturales del aquel país (polites). La última palabra puede ser lucana; aparece sólo en la parábola de los talentos (19,14) y en Hch 21,39 y Heb 8,11 (= Jr 38,34). Pero la situación es chocante, pues la parábola establece un duro contraste entre la nueva situación y la que antes poseía. Efectivamente, al principio el hijo menor estaba bajo la tutela providente del padre; ahora entra al servicio de un extranjero pagano, quien representa una oposición, y hasta usurpación del derecho paterno. Antaño, frente al cuidado de un padre, ahora está sometido a las órdenes de un amo; frente a la relación filial con su propio padre en su misma casa, ahora se impone el servicio a un pagano en tierra extraña. No ya un padre, sino un patrón. Éste no le suministrará el pan de la casa, sino que le mandará a los campos a guardar cerdos. Tampoco se preocupará de su alimento, no le dará ni siquiera las algarrobas que comen los cerdos. El patrón es gentil o pagano, pues posee una hacienda donde se crían cerdos (Lc 8,32ss), ocupación totalmente prohibida a los judíos (Lv 11,7). El verbo «bosko» significa «apacentar», «conducir ganado», «alimentar». El texto lucano describe con brevedad que este hombre le envió simplemente a guardar los cerdos. La expresión «le envió a los campos» es un anacoluto. A saber, se da un salto brusco del sujeto protagonista en la frase sin que este cambio sea marcado por un nuevo y distinto sujeto del verbo 31. • El hijo convertido en porquerizo – Infidelidad a los preceptos patrios El cerdo se consideraba animal impuro, por ser bisulco (de pezuña partida) y no ser rumiante: 30 Este verbo, exceptuando su sentido sexual, es típico de Lucas: 15,15; Hch 5,13: 8,29; 9,26; 10,28; 17,34. Cf. J. Jeremias, Tradition und Redaktion in Lukas 15, 180. 31 Cf. F. Bovon, La parabole de l’enfant prodigue, 40. Esta anomalía gramatical está mostrando el trasfondo semítico de la expresión, según la estimación de J. Jeremias, Las parábolas de Jesús, 159.

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El hijo menor / 59 «Tampoco el cerdo, que tiene la pezuña partida y hendida, pero no rumia; lo tendréis por impuro. No comeréis su carne ni tocaréis su cadáver» (Dt 14,8).

No se trata sólo de una recomendación o precepto que mira a normas preventivas para la salud; importa subrayar que en la historia judía se han dado casos heroicos de quienes han preferido la muerte antes de comer carne de cerdo (vedada por la Ley). La epopeya ha sido enaltecida por los mayores y los jóvenes. Son dignos de recuerdo unos pocos relatos martiriales, pues, dada nuestra mentalidad y costumbres tan contrarias, nos resultan demasiado lejanas estas hazañas ejemplares: «A Eleazar, uno de los principales escribas, varón de ya avanzada edad y de muy noble aspecto, le forzaban a abrir la boca y a comer carne de cerdo. Pero él, prefiriendo una muerte honrosa a una vida infame, marchaba voluntariamente al suplicio del apaleamiento, después de escupir todo, que es como deben proceder los que tienen la valentía de rechazar los alimentos que no es lícito probar ni por amor a la vida. Los que estaban encargados del banquete sacrificial contrario a la Ley, tomándole aparte en razón del conocimiento que de antiguo tenían con este hombre, le invitaban a traer carne preparada por él mismo, y que le fuera lícita; a simular como si comiera la mandada por el rey, tomada del sacrificio, para que, obrando así, se librara de la muerte, y por su antigua amistad hacia ellos alcanzara benevolencia. Pero él, tomando una noble resolución digna de su edad, de la prestancia de su ancianidad, de sus experimentadas y ejemplares canas, de su inmejorable proceder desde niño y, sobre todo, de la legislación santa dada por Dios, se mostró consecuente consigo diciendo que se le mandara pronto al Hades. ‘Porque a nuestra edad no es digno fingir, no sea que muchos jóvenes creyendo que Eleazar, a sus noventa años, se ha pasado a las costumbres paganas, también ellos por mi simulación y por mi apego a este breve resto de vida, se desvíen por mi culpa y yo atraiga mancha y deshonra a mi vejez. Pues aunque me libre al presente del castigo de los hombres, sin embargo ni vivo ni muerto podré escapar de las manos del Todopoderoso. Por eso, al abandonar ahora valientemente la vida, me mostraré digno de mi ancianidad, dejando a los jóvenes un ejemplo noble al morir generosamente con ánimo y nobleza por las leyes venerables y santas.’ Habiendo dicho esto, se fue enseguida al suplicio del apaleamiento» (2 Mac 6,18-28).

Es el caso también de los siete hermanos salvajemente atormentados con su madre por negarse a comer carne de cerdo. He aquí los versos iniciales de su heroica historia: «Sucedió también que siete hermanos apresados junto con su madre eran forzados por el rey, flagelados con azotes y nervios de buey, a probar carne de puerco (prohibida por la Ley). Uno de ellos, hablando

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60 / Un padre tenía dos hijos en nombre de los demás, decía así: ‘¿Qué quieres preguntar y saber de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que violar las leyes de nuestros padres.’ El rey, fuera de sí, ordenó poner al fuego sartenes y calderas. En cuanto estuvieron al rojo, mandó cortar la lengua al que había hablado en nombre de los demás, arrancarle el cuero cabelludo y cortarle las extremidades de los miembros, en presencia de sus demás hermanos y de su madre» (2 Mac 7,1-4).

Estas historias quedaron indelebles, como monumentos edificantes, en la memoria del pueblo. Además la Biblia judía las pone juntas, sitúa estratégicamente el ejemplo de un anciano y de unos jóvenes, para hacer ver, a manera de una enumeración polar, cómo todo el pueblo judío había respondido con la fidelidad al intento de apostasía de un rey pagano e idólatra, Antíoco Epifanes. Ahora el hijo menor conculca unos mandatos patrios, está manchando el honor de su pueblo, pues no sólo estaba prohibido comer carne de cerdos, sino también cuidarlos. La moral rabínica repetidamente hace estrictas amonestaciones para mantener en vigor estos preceptos: «Nadie puede criar cerdos en ninguna parte» (Baba Qamma 7,7). También añade, con la severa forma de la maldición: «Maldito es el hombre que cría cerdos y quien enseña a su hijo la sabiduría griega» (Bekorot 82b) 32. La situación del hijo pródigo es de suma indigencia; no tiene más remedio que trabajar en una ocupación que le mancha con una doble falta. Guardar cerdos acarreaba una transgresión de las prescripciones judías y además provocaba en él un estado de impureza que le impedía santificar el sábado. Inmerso se veía, pues, en una actividad abominable, abocado a abdicar de sus costumbres patrias. Su trabajo, que él tenía que hacer a fin de sobrevivir, le instalaba en una infamia continua. Su degradación física y moral tocaba fondo. – Al nivel de los cerdos. Hambriento, insatisfecho y pecador Deseaba llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba (v. 16).

32 Para verificar todos estos testimonios judíos, cf. H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, I, 492; también 448-450.

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El descenso del hijo menor sigue inexorablemente cuesta abajo. De porquerizo, pastor y jefe de cerdos, pasa a emular y envidiar hasta a los mismos animales; desea ser uno de ellos para poder comer algarrobas; pero ni siquiera esto consigue. Nadie se las da. Se encuentra abatido y abandonado. El hambre, el desamparo, la indignidad le sumergen aún más en la abyección de su pecado. «Y deseaba.» A pesar de la repugnancia de orden moral que le provocaba comer pienso de los cerdos y, por tanto, situarse a su rastrera altura, el hijo pródigo ansiaba engullir algarrobas, el mismo forraje de los cerdos. La comida, en el ambiente semítico-bíblico, iguala a los comensales en un mismo nivel. Ingerir tal alimento representaba, de hecho, situarse en un nivel de impureza legal. Pero la reciedumbre del hambre le hacía acallar todas sus resistencias. El hijo pródigo «sentía ganas» de comer. El imperfecto griego es de duración («epethymei»); muestra una continuidad en el deseo incumplido, un conato frustrado 33. La construcción gramatical del verbo desear (epithymeo) más infinitivo, aparte de la mención de Mt 13,17, sólo se encuentra en Lucas en cuatro ocasiones, evidenciando un rasgo literario peculiar suyo 34: 15,16; 16,21; 17,22; 22,15. En Lc 17,22 –sintaxis semejante a nuestra frase– manifiesta una enorme insatisfacción: «Dijo a sus discípulos. Días vendrán en que desearéis (epithymeo) ver uno solo de los días del Hijo del hombre, y no los veréis».

Existe un problema de crítica textual, cuya clarificación ayudará a entender mejor el texto, puesto que se proponen diversas lecturas alternativas. Los manuscritos A, Q, Y, la tradición textual «koiné» y las versiones antiguas de la Vulgata, la siro-sinaítica y bohaírica escriben literalmente: «deseaba llenarse el estómago de» (epethymei gemisai ten koilian autou apo). Esta burda expresión ha sido suprimida en bastantes manuscritos (ℵ, B, D, L, R) que leen de esta otra manera: «deseaba hartarse de» 35. Creemos, apoyándonos también en la autoridad de algunos intérpretes de valía, que aquélla es Cf. C. Eseverri, El griego de san Lucas, 333. Se piensa que es un semitismo, que remite a una construcción prelucana (J. Jeremias, Die Sprache des Lukasevangeliums, 250). 35 Cf. J. Jeremias, Die Sprache des Lukasevangeliums, 160. 33 34

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preferible 36. Se trata, en efecto, de una ruda frase que fue corregida por algunos códices para tratar de armonizar el griego de Lucas, pues desdice del estilo habitual y pulcro del tercer evangelista; pero la frase, tal como la proponemos, conserva una enorme fuerza evocadora. Es más convincente pensar que la expresión fuera corregida por escribas y añadida más tarde al texto 37. Es preferible traducir «deseaba llenarse el estómago de». Acentúa el hambre, en su estado más brutal, que le atormenta. El hijo pródigo sólo piensa en una cosa apremiante, que no puede aguardar: llenarse el estómago. Acallar, sea como sea, el hambre, remediar su situación inaguantable. «La expresión es tan vulgar que los copistas y traductores han querido poner remedio; sin embargo esta expresión forma parte del cuadro de la abyección en que el joven ha caído» 38.

Deseaba llenarse el estómago de algarrobas. La algarroba (keration) significa literalmente «pequeño cuerno»; aquí se usa en plural (ceratonia siliqua). Es el fruto de un árbol de Palestina, y también de otros países mediterráneos. Comida sólo utilizada por la gente más pobre. La mención de este fruto indica la penuria y carestía a que había llegado el hijo menor 39. En la tradición judía se recuerdan los tiempos de las algarrobas como propicios para la conversión: «Cuando los israelitas no tienen más remedio que comer algarrobas, entonces se arrepienten» 40.

También se alude a la indignidad. Comer el pienso de los cerdos resultaba demasiado bajo, mucho más bajo de a donde un judío podía rebajarse 41. Hay además en el texto un añadido muy expresivo, pues señala sucintamente: «pero nadie se las daba» 42. Esta observación manifiesta dos cosas. 36 Cf. J. A. Fitzmyer, El Evangelio de Lucas, III, 680.Y también C. E. Carlston, Reminiscence and Redaction in Luke, 15, 11-32, 379-380. 37 Cf. W. Grundmann, Das Evangelium nach Lukas, 312. 38 J. Dupont, Il padre del figlio prodigo, 130. 39 Cf. J.Cantinat, Les paraboles de la miséricorde (Lc XV, 1-32), 262. 40 Dicho atribuido a R. Aha. Cf. H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, II, 213-215. 41 Cf. I. H. Marshall, The Gospel of Luke, 608. 42 Cf. J. Wilcock, Luke XV, 16: ExpTim 29 (1917-1918) 43.

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Primera. Subraya con crudeza su extrema pobreza. La situación es comparable a la del pobre Epulón, un pasaje también propio del tercer evangelio, colocado inmediatamente después de nuestra parábola: «Y un pobre, llamado Lázaro, yacía junto a su puerta, cubierto de llagas, deseaba hartarse de las migajas que caían de la mesa del rico, pero nadie se las daba» (Lc 16,20-21).

La gente para la que trabajaba se preocupa más de la existencia de los cerdos que de la suya propia. Este hijo menor no cuenta con la ayuda ni la solidaridad de nadie; yace postrado en el fondo de su infortunio 43. Segunda. El hijo pródigo es considerado como un hombre pecador, según la concepción judía; y, por tanto, no es merecedor de ninguna limosna. Conforme a este canon, los antiguos preceptos recomiendan hacer o no la beneficiencia: «Da al hombre piadoso, y del pecador no te cuides. Haz bien al humilde y no des al impío; niégale su pan, no se lo des» (Eclo 12, 4-5).

Se ve no sólo hambriento, sino, en su interior, pecador; un hombre que no merece ni siquiera que se le conceda la triste comida de las algarrobas.

3. Camino hacia el padre. Camino de vida Entrando en sí mismo, se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí de hambre me muero!» (v. 17). Comienza la segunda parte en esta aventura del hijo menor. Ahora se va a dar un vuelco en la situación, que ya se tornaba desesperada. Este giro lo marca el verso 17, denso de muchos matices que iremos desgranando poco a poco: a) El hijo menor entra dentro de sí mismo Entrando en sí mismo (v. 17). En su estado miserable, se acuerda con nostalgia de que ha hecho un mal camino. Una frase de la multisecular tradición 43

Cf. M. Gourgues, Le père prodigue, 12.

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judía expresa muy bien la situación proverbial del hijo harapiento y extraviado, que ansía la abundancia de la casa paterna: «Cuando un hijo (en necesidad, en una tierra extranjera) va descalzo, entonces se acuerda del bienestar de la casa de su padre» 44.

Anota literalmente el texto: «entrando en sí mismo». El relato marca una vuelta al interior; antes se detenía en la descripción de hechos externos, como una crónica, ahora se vuelve intimista, introspectivo. La misma frase «entrar en uno mismo» (erkhesthai eis heauton) es habitual en escritos de la época y posee el sentido de recapacitar y lamentarse 45. La expresión griega significa «pensar razonablemente, meditar, entrar en razón», y en hebreo quiere decir «convertirse, arrepentirse» 46. La frase ha sido interpretada de diversas maneras. Con las miras puestas en la interpretación de la parábola y en las intenciones expresadas por el hijo pródigo, se ha dicho que ese estado de conversión tiene un sentido debilitado 47. La situación es extrema. El hijo menor no tiene salida. Está hundido en la desesperación. Se ha insistido, por parte de algunos conocidos intérpretes de la parábola, en que el camino de vuelta se inicia por pura necesidad; que no existen alturas de miras en su retorno a la casa del padre. Vamos a espigar algunas muestras de sus testimonios. J. Dupont cree que el joven sólo piensa en la comida y en la necesidad de que alguien se la remedie. «La situación desesperada le induce a reflexionar. Bien. Pero, ¿en qué piensa? No en el padre, sino en el pan de los jornaleros del padre. Antes que morirse de hambre, irá hacia la casa del padre para contra-

44 (M. Lam 1,7; cf. H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch I, 568; II, 215s). 45 Véanse los testimonios de El Testamento de los Doce Patriarcas (Es José quien habla: 3,9); Diodoro de Sicilia, Historia biblica XIII, 95,2; y Epicteto, Diss. 3, 1.1.15. 46 Cf. H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, II, 215; J. Jeremias, Zum Gleichnis von verlorenen Sohn, 229. Este autor recoge abundantes testimonios de la época. Véase además A. Schlatter, Das Evangelium des Lukas aus seinen Quellen erklärt, Stuttgart 1931, 359. 47 Cf. J. A. Bailey, The Tradition Common to the Gospel of Luke and John, Leiden 1963, 173.

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El hijo menor / 65 tarse como asalariado. Su intento es clarísimo: aprovecharse del pan de los jornaleros del padre. Pero tendrá que pasar a través del padre para lograrlo. A fin de conseguirlo prepara una bella frase: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros (18b-19). Sabiendo bien adónde quiere llegar, el oyente de la parábola no puede ver sino una ingeniosa estratagema» 48. «El punto crucial de la conversión es... la necesidad extrema, el hambre mortal. No le empuja a casa la mala conciencia, sino el hambre» 49.

Tal vez, bien valdría aquí citar la célebre frase de Gandhi: «Para quien tiene hambre, Dios sólo puede ser presentado en forma de pan».

A pesar de la autoridad de los anteriores testimonios, pensamos, no obstante, que el hecho de caer en la cuenta de su estado y el dolor de su comportamiento constituyen los primeros pasos, los preliminares de su conversión. Incluso más adelante el texto será de todo explícito respecto a la sinceridad de su conversión (v. 21). Es legítimo hablar de un verdadero remordimiento por su irresponsabilidad y por el daño que había ocasionado al padre. El sentimiento primario se debió a la perentoria necesidad de un hambre acuciante, pero, a tenor de lo que el texto va mostrando –preciso es leer el texto en su contexto como escritura dinámica–, se va dando en él una paulatina purificación de miras. No se ha de juzgar, creemos, la confesión del hijo pródigo a manera de una hábil estratagema para salir de su indigencia y obtener los favores de su padre. b) Soliloquio interior Se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí de hambre me muero!» (v. 17). Escuchamos ahora la voz interior del hijo pródigo. Comienza su soliloquio, que otorga expresión objetiva a su conIl padre del figlio prodigo, 130. A. Stock, Textenfaltungen. Semiotische Experimente mit einer biblischen Geschichte, Düsseldorf 1978, 37. De la misma manera piensa G. Bornkamm: «Lo que mueve al hijo a la conversión no es el pesar por los pecados cometidos, sino muy simplemente la conciencia de su situación desesperada» (Jesús de Nazaret, 132). 48 49

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goja: «Se dijo» (ephe, en aoristo), en sentido reflexivo. El hijo «re-flexiona» (a saber, según su etimología: «se vuelve sobre sí») y «dice». Toda la frase es de evidente construcción semítica; representa un paralelismo antitético. El evangelista ha descrito con habilísima maestría el proceso de desesperación que domina al hijo pródigo, en forma de antítesis (v. 17b) 50. Este contraste está acentuado alternativamente por cuatro vectores significativos: – Entre los usufructuarios de la desigual situación, los jornaleros y el hijo menor. Ellos, que son muchos, lo pasan bien; mientras que el hijo, uno solo, se muere de hambre. – Entre un estado y otro: los jornaleros nadan en la abundancia y el hijo se hunde en la miseria. – Entre el objeto, complemento de ambas acción: unos tienen pan, y el hijo sólo tiene hambre. – Entre los dos lugares contrapuestos: ellos viven en la «casa de mi padre» y el hijo menor vive «aquí», en un lugar lejano, sometido a una dependencia económica absoluta. El hambre actual que padece, la lejanía cada vez más sentida, hace que el contraste se agudice y se torne hiriente. Y así el dolor, aposentado en el alma, le colma de inquietud. Y esta hambre –pocas veces mejor expresado– le recome como una carcoma por dentro. La palabra «misthios» significa el trabajador de un día, un asalariado. En lengua española diríamos un jornalero, a saber, quien hace el trabajo de una jornada. Se aplica al trabajador del campo, no al criado (doulos), es decir, el que recibe su paga al acabar la tarea del día (cf. Lv 25, 50; Job 7,1; Tob 5,14). El hijo menor ansía ser jornalero, un asalariado. Expuesto, por tanto, a las variaciones de la suerte y del infortunio. Piensa en los criados de su padre, mejor tratados. Éstos, a lo largo del relato, reciben por parte del narrador una nomenclatura más digna que misthios, a saber: doulos (v. 22) y pais (v. 25).

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Cf. J. Jeremias, Die Sprache des Lukasevangeliums, 251.

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c) Nostalgia de la «abundancia de pan» El hijo menor siente con más voracidad el hambre, porque, desde su indigencia, piensa en la abundancia que hay en la casa de su padre. Entonces se acuerda y, recordando –conforme al dicho popular–, «la boca se le hace agua». Su situación actual está entrevista por la añoranza de «un pan en abundancia». Es importante tener presente este sintagma porque despierta recuerdos imborrables. El verbo perisseuo significa tener en abundancia, ser en exceso. Se emplea sobre todo en sentido intransitivo con la significación de exceder, ser muy abundante. Va conjugado en presente de la voz media y exige como complemento un genitivo: «tienen abundancia de pan» (perisseusontai arton) 51. No puede olvidarse el eco que esta palabra despierta para un lector del Nuevo Testamento. Según los evangelios aparece en un contexto muy preciso: en el relato de la multiplicación de los panes para referirse a los restos que sobraron tras haber sido alimentada aquella inmensa muchedumbre. Mejor que hablar de restos que «sobraron», habría que decir «sobreabundaron». Resulta ilustrativo recordar los pasajes del evangelio que hablan de esta sobreabundancia. «Comieron todos y se saciaron, y recogieron de los trozos sobreabundantes (to perisseuon) doce canastos llenos. Y los que habían comido eran unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños» (Mt 14,20-21). «Tomó luego los siete panes y los peces y, dando gracias, los partió e iba dándolos a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos y se saciaron, y de los trozos sobreabundantes (to perisseuon) recogieron siete espuertas llenas. Y los que habían comido eran 4.000 hombres, sin contar mujeres y niños» (Mt 15,36-38). «Comieron todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobreabundado (to perisseusan autois): doce canastos» (Lc 9,17). «Comieron y se saciaron, y recogieron de los trozos sobreabundantes (perisseumata) siete espuertas. Fueron unos cuatro mil, y Jesús los despidió» (Mc 8,8). «Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: ‘Recoged los trozos sobreabundantes (ta perisseusanta) para que nada se pierda’. Los recogie-

51 Cf. G. Schneider, Perisseuo, en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, II, 898-901. W. Bauer (Wörterbuch zum Neuen Testament, 1291) indica que Lucas 15,17 utiliza la voz media en sentido intransitivo: «tienen pan en abundancia, les sobra el pan». Otros, para facilitar el sentido, leen el verbo en voz activa: perisseusin. Cf. G. Schneider, Perisseuo, en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, II, 900.

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68 / Un padre tenía dos hijos ron, pues, y llenaron doce canastos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobreabundaron (eperisseusan) a los que habían comido» (Jn 6,12-13).

Los evangelios, de manera unánime, describen la sobreabundancia de pan que Jesús ha bendecido entre sus manos y que ha hecho brotar a partir de cinco insignificantes panes, multiplicándolos a fin de dar de comer a la muchedumbre hambrienta. Esa abundancia queda aún recalcada cuando la multitud –los evangelios se complacen en señalar el número tan enorme de gente, e incluso Mateo añade «sin contar mujeres y niños»–, ya completamente saciada, deja todavía un resto de comida, unas sobras. Restos que, como se ha indicado, no son sobra, sino una «sobreabundancia». Los relatos señalan certeramente, como es consenso aceptado entre los exegetas, al milagro de la eucaristía; y esta sobreabundancia muestra la eficacia imperecedera de vida que otorga la eucaristía, verdadero pan de la vida, que es Jesús. La sobreabundancia cristológica queda aún más manifiesta con la declaración del mismo Jesús, recogida en el cuarto evangelio: «El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia (to perisson). Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10,10).

Frente a la tríada de acciones negativas que acarrea el mal ladrón y que se traducen de forma creciente en privación de vida: robo, asesinato y ruina, Jesús, el buen pastor, ofrece la exuberancia de una vida –que surge de su misma vida– donada en amor por sus ovejas. Con ello se acentúa el carácter cristológico de la vida que trae a sus fieles; superabundancia que en otros pasajes joánicos se indica con los símbolos del agua de la vida (4,14; 7,38). Hay que señalar que esta vida no se halla en contraposición con la vida actual, sino que ya se da en el tiempo presente, como don personal de Jesús, dotada de tanta plenitud y «vitalidad», que perdura más allá de la muerte, como la culminación suprema de la vida eterna. Él mismo ha dicho que el que come del pan de la vida vivirá para siempre (Jn 6, 50; cf. 11,25). «La vida, comunicada por Jesús al creyente, es la vida escatológica, la apertura del espacio vital de Dios y, por ende, su abundancia desbordante» 52. 52

R. Schnackenburg, El Evangelio según san Juan, II, Barcelona 1980, 366.

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En Pablo este verbo se utiliza para hablar con énfasis de la gran abundancia de los bienes salvíficos dados a los cristianos (Rom 15,13; 2 Cor 8,7; 9,8.12) El apóstol subraya la superabundancia de la salvación, la riqueza de la comunidad en dones, energías y servicios (Rom 15,13; 1 Cor 14,12; 15,58) 53. Situado en tan preciso contexto, este verbo se opone claramente a lo indicado antes respecto a las circunstancias del hijo pródigo: «comenzó a pasar necesidad» (hysterieristhai; v. 14). Se da una situación antónima. A la carencia y escasez sobreviene la abundancia de pan en la casa del padre. El texto de Lucas habla del pan, pues, en relación con el hambre que está padeciendo el hijo menor. En una primera lectura resulta obvio que se refiere a un pan material. Pero no se debe excluir en el contexto amplio del Nuevo Testamento, por el uso específico que hacen todos los evangelios y por la situación vital del tercer evangelio, una conexión con la eucaristía, que es el verdadero pan de la sobreabundancia. Y así la Iglesia puede ser contemplada como la casa del padre, a saber, como un auténtico Belén que, conforme a su etimología hebrea (Bait-Lehem), significa la «Casa del Pan», donde se perpetúa el milagro de la multiplicación del pan, es decir, la eucaristía, pan «sobreabundante» que se reparte para la vida de los hijos hambrientos. d) Añoranza del padre, lugar personal de acogida Este bienestar ansiado por el hijo se encuentra no en un lugar deshabitado, ni en una geografía extraña, sino en su «padre». Son los jornaleros de «mi padre» los que viven en la abundancia. Es el padre origen de tal derroche, quien da el pan de la abundancia. Así pues, el padre se destaca como el referente personal y la meta que moviliza el camino de vuelta. La palabra «padre», como una cadencia sonora, le irá acompañando durante todo su proceso de conversión. En solo dos versos aparece tres veces señalada. Es ciertamente hambre de pan lo que atormenta al hijo pródigo, pero más honda que el hambre está metida dentro 53 Cf. M. Theobald, Die überströmende Gnade. Studien zu einem paulinischen Motivfeld, Bonn 1980, 17-18.

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de él la añoranza que siente por su padre. En algunos salmos se menciona la sed de Dios, que mortifica al creyente y le hace ponerse en su búsqueda (Sal 42,3; 63,2); aquí se habla del hambre. Es preciso emplear esta expresión para hablar del deseo por encontrarse con el padre, a saber, desde una clave teológica, sentir verdadera «hambre de Dios». El cambio que el hijo ansía viene sugerido en el texto por la presencia de la partícula adversativa «pero, en cambio» (de), la acentuación del pronombre personal «yo» y el verbo que alude a la ruina (apollymi): «Y yo aquí de hambre me muero». Se señala ya el punto final de la partida lejos de la casa del padre, hasta dónde ha llegado y hasta qué abismo ha descendido, que no es otro sino la muerte. Puesto en último lugar, enfáticamente resume y concentra ese cúmulo de privaciones de todo orden que ha padecido el hijo pródigo. Aunque dicha en su interior, esta queja es el grito que en la lejanía el hijo menor dirige a su padre, como los discípulos amenazados por las olas a punto de sucumbir –el mismo verbo griego que emplea el hijo menor– elevan a Jesús: «Mientras ellos navegaban, se durmió. Se abatió sobre el lago una borrasca; se inundaba la barca y estaban en peligro. Entonces, acercándose, le despertaron, diciendo: ¡Maestro, Maestro, que perecemos! (apollymetha)» (Lc 8,24).

Enlaza con la frase inicial con que empezaron sus infortunios, cuando un «hambre fuerte» asoló aquella región (v. 14); ahora el hambre se ceba en él (v. 17). Pero este verbo indica muerte y pérdida absoluta, es la ruina total. Aparece con inusitada frecuencia en el capítulo 15 de Lucas. Más adelante lo haremos materia detenida de nuestra reflexión. Sentir hambre va a ser, paradójicamente, ocasión de salvación para el hijo pródigo. Esa hambre, llevada a una situación extrema, será el revulsivo que le empujará a salir de su estado de postración y retornar hacia el padre.

4. Decisión personal. Levantarse de la muerte Me levantaré (v. 18). El verso 18 contiene tanta densidad que se hace precisa

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una reflexión pormenorizada, que vaya desglosando cada una de sus partes con comentarios específicos. Comienza el verso con un participio griego «levantándose» (anastas), objeto de nuestra atención y que ha sido diversamente interpretado. Se coincide generalmente en constatar su escaso relieve, calificándolo como un vocablo carente de significación expresiva. Pueden recordarse algunos juicios de valor emitidos por eximios exegetas. Se cree que «anastas» no es sino un participio que acompaña frecuentemente a verbos que indican un movimiento o una marcha. J. Jeremias ve en él un trasfondo arameo y habla de un uso pleonástico. Corresponde a la expresión aramea weqam wa’azal (Targum 2 Sm 2,21). No cree correcto dar a este verbo un valor independiente y concederle una interpretación moral o alegórica; también se refiere a su empleo prelucano 54. Otro autor, que nos ha deparado la fortuna de escribir uno de los más completos comentarios al evangelio de Lucas, piensa que no se trata de un arameísmo, sino de una resonancia de la versión griega de los LXX (cf. Gn 22,3.19; 24,10; 43,8; Tob 8,10); su presencia no le merece ninguna atención, pues carece de importancia 55. También se cree que equivale a una simple interjección 56. Los exegetas anteriores gozan de reconocido prestigio, pero no podemos admitir su interpretación tan desvaída. Pensamos que esta palabra –apenas un simple participio, como el nimio detalle pictórico dentro de un cuadro– tiene su función específica en el relato y es preciso descubrirla y valorarla. Su sentido no es superfluo, no es palabra «comodín» de alcance baladí. Así pues, no nos queda más remedio que hacer el minucioso trabajo de una revisión crítica. Veamos, pues, armados de paciencia, los pasajes del evangelio de Lucas en donde se encuentra el participio; leámoslos a fin de comprobar si efectivamente este participio peculiar de Lucas 54 Opinión manifiesta en dos de sus obras: Tradition und Redaktion in Lukas 15, 180; Las parábolas de Jesús, 160. 55 Cf. J. A. Fitzmyer, El Evangelio según Lucas, III, 681. 56 Así lo piensa A. Öpke, Anistemi, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, I, 369.

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posee un valor expresivo en sí mismo y para la mejor inteligencia de la parábola 57. El verbo –aunque no en su forma participial– se aplica al gesto de Jesús de levantarse para comenzar la lectura oficial de la Ley en la sinagoga de Nazaret. Jesús está sentado, se le invita a leer; y él, poniéndose de pie, empieza a leer (aneste anognai: Lc 4,16). El participio reproduce el mismo ademán de sus paisanos de Nazaret, quienes –furiosos por la palabra de gracia y perdón que salía de la boca de Jesús, que les hablaba de la apertura de la salvación, increpándoles su incredulidad– «se levantan» de donde estaban sentados en la sinagoga, y quieren echarlo fuera de la ciudad (anastantes exebalon auton exo: Lc 4,29). El participio se aplica a sucesivos gestos. Jesús «levantándose», abandona la sinagoga de Cafarnaún y se marcha hacia la casa de Pedro (anastas de apo tes synagoges: Lc 4,8). La suegra de Pedro se encuentra postrada enferma; sobre ella se inclina el Señor y la cura. Ésta, «levantándose, empezó a servirles». Alude al hecho físico de levantarse; quiere decir que se incorporó de la cama, en donde yacía, e inició un servicio doméstico (anastasa diekonei autois: Lc 4,39). Algunos traen a un paralítico postrado en una camilla (Lc 5,19). Jesús, viendo la fe de sus portadores, dice al paralítico: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (v. 24). Y éste, señala puntualmente el evangelio, «levantándose –anastas– al instante delante de ellos, tomó la camilla y se fue a su casa» (v. 26). El Señor llama a Leví, que estaba sentado a la mesa de los impuestos (Lc 5,27), y éste prontamente se levanta y le sigue (anastas ekolouthei auto: v. 28). El participio refiere el gesto resuelto de alzarse con decisión del lugar en donde estaba antes, la mesa sobre la que trabajaba. Un hombre es importunado por su amigo a media noche para que le preste tres panes, se excusa aquél y alega que sus hijos están acostados y él no puede levantarse para dárselos (ou dynamai anastas dounai soi: Lc 11,7.8). Sugiere clara-

57 Este participio se encuentra raramente en Mateo (2 veces) y en Marcos (6 veces), no se halla en Juan, ni en el resto del Nuevo Testamento. En la obra de Lucas aparece con bastante frecuencia: 35 veces en el evangelio y 18 en el libro de los Hechos. Cf. J. Jeremias, Tradition und Redaktion in Lukas 15, 180.

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mente el hecho de levantarse de la cama, en donde está acostado con sus hijos. De los diez leprosos curados por Jesús, sólo vuelve uno para dar gracias. Se postra rostro en tierra a los pies de Jesús (Lc 17,16). Éste se duele de la falta de gratitud de los otros nueve, alaba la acción de un extranjero. Y le dice: «levántate y vete» (literalmente en griego: «levantándote vete» –anastas poreou–: v. 19). Jesús se retira con sus discípulos al monte de los Olivos. Se aparta de ellos, se pone de rodillas y ora al Padre (Lc 22,39-41). Tras un intenso combate, agotado por la fatiga que le cuesta sudor de sangre, «levantándose de la oración» (anastas apo proseukhes; v. 45). Existe un perfecto paralelismo en el pasaje, atendiendo a la postura orante de Jesús: «Al llegar al lugar: poniéndose de rodillas oraba» (theis ta gonata proseykheto: v. 41). «Levantándose de la oración» (anastas apo proseukhes: v. 45).

Ambos momentos señalan el tiempo agónico de la oración de Jesús, un ponerse de rodillas y un levantarse. Aquí el participio señala claramente que Jesús se levanta de ese estado de oración en que estaba inmerso; y, armado ya con la protección del Padre, va a enfrentarse él solo al drama de la pasión. Como podemos colegir, tras la lectura atenta de estos pasajes en el evangelio de Lucas, el peculiar participio «levantándose» (anastas) no es una fórmula banal, que equivalga a una reliquia sin importancia de una palabra aramea, a un uso meramente pleonástico o una interjección. Expresa claramente el cambio de una posición, en la mayoría de las veces física (estar echado en la cama con fiebre, estar postrado en la camilla). Con este verbo se alude al cambio de una situación a otra. Normalmente de una posición horizontal –de postración– para pasar a una etapa de victoria sobre la enfermedad (el caso de los que están impedidos y enfermos). El participio señala el inicio de un cambio. Tanto es así que con el empleo de este verbo, según el evangelio de Lucas, se alude a la resurrección de Jesús: «Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado y al tercer día resucite –anastenai–» (24, 7.46).

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Pero en los participios, según hemos visto, aún no se percibe esta significación anastasiológica, propia de la resurrección. En el hijo pródigo existe una decisión de levantarse de su miseria y su pecado. Tal determinación personal la manifiesta muy bien el evangelista con el participio griego anastas. Este participio puede traducirse como futuro, «me levantaré», pues, como se ha visto en algunos ejemplos anteriores, es el verbo principal quien le asigna el tiempo oportuno. Para caminar hay que estar de pie. Para salir de la muerte (él mismo ha dicho que se encontraba en la muerte) hay que levantarse. El hijo menor hace un acto de firmeza; se levanta de ese estado de postración y empieza a caminar, pero no puede caminar a rastras. Tiene que levantarse, es decir, tomar la resolución de ir de pie, en el pleno sentido de la palabra, por el camino de la vida rumbo hacia el padre. Ya surge y se levanta; ya empieza su nueva vida y «resurrección» cuando se compromete con una decisión personal, autónoma y libre. Es preciso, pues, dar fuerza expresiva a este participio griego, porque refiere por vez primera la responsabilidad del hijo menor. Afecta a su decisión personal; el hijo toma las riendas de su vida entre sus manos, empieza a ser y a comportarse de otra manera 58. Hay dos movimientos en la historia completa de este hijo. Una katábasis (descenso) y una anábasis (subida). Frente a la katábasis o caída de la primera parte –caída vertiginosa hacia el precipicio de la propia perdición–, adviene una anábasis, una subida esencialmente moral que se inicia con este gesto moral de querer levantarse y que se cumple de manera cabal en la conversión 59.

5. El camino de la conversión Me pondré en camino hacia mi padre (v. 18). El futuro «me pondré en camino» (poreusomai) muestra en efecto la determinación enérgica del hijo de volver a la caCf. C. Eseverri, El griego de san Lucas, 334. Cf. R. Couffignal, Un père au coeur d’or; aproches nouvelles de Luc 15, 1132, 101. 58 59

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sa de su padre. Poreuomai es el verbo típico del camino en Lucas. El hijo tiene que hacer su propio camino, es decir, el camino de la conversión. Merece la pena decir algo respecto al «camino» que tanto relieve teológico adquiere en la narración del tercer evangelio de Lucas y que va a iluminar el itinerario del hijo perdido. A diferencia de Marcos y Mateo, que no dan especial importancia al caminar de Jesús desde Galilea a Jerusalén, Lucas ha desarrollado tanto este tema teológico que, en el conjunto de su evangelio, cobra una importancia y significado decisivos (9,51-18,14). Un análisis del material evangélico que Lucas ha acumulado en esta gran inserción muestra cómo su mayor parte consiste en dichos independientes de Jesús y en narraciones vagamente localizadas. El evangelista, al parecer, encontró este material en un estado todavía fluctuante y lo sistematizó dándole un cauce literario en la subida a Jerusalén que el kerigma le ofrecía. Toda esta parte constituye la columna vertebral de su evangelio, y es presentada con la imagen continuada de una marcha solemne de Jesús hacia Jerusalén, la ciudad santa. Por eso efectúa una continuada omisión, a saber, ignora el lugar de una serie de acontecimientos narrados en Mc 6,458,26. Lucas la omite olímpicamente, cuando por lo general es fiel al segundo evangelio. En efecto, la estructura de su evangelio no aconsejaba presentar el viaje de Jesús fuera de Galilea hasta Fenicia, Tiro y Sidón, Cesarea de Filipo y la región de la Decápolis, sino como una línea recta que va desde Galilea a Jerusalén, de manera que la simplificación de los viajes diera mayor énfasis al significado de la gran marcha hacia la ciudad santa; no obstante, retuvo los acontecimientos más decisivos de esta sección omitida: la primera multiplicación de los panes, la confesión de Pedro, la transfiguración y la primera predicación de la Pasión, pero sin aludir nunca a cualquier indicación topográfica. No es sólo el aspecto geográfico lo que Lucas pretende recalcar. Así comienza la sección del «camino»: «Como se iban cumpliendo los días de su asunción, él mismo endureció –esterisen– su rostro para caminar hacia Jerusalén» (9,51).

Existe una contracción y una concentración del rostro de Jesús (que se metamorfosea con la dureza del pedernal, para

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indicar su firmeza inquebrantable), que mira resueltamente hacia Jerusalén; es señal de la decisión irrevocable de continuar el camino emprendido, hasta la meta final de su pasión, muerte y resurrección. Jesús recorre el camino más rápido y breve, no el camino a lo largo del Jordán, la antigua «via de los Patriarcas». Y marcha hacia su meta de manera rectilínea, irreversible e imparable. Jesús tiene que hacer su camino. Nadie le va a apartar de él. Ya se insinuó cuando en Nazaret, frente a las amenazas de sus conciudadanos, que querían despeñarlo por un precipicio, el evangelista testimonia su determinación: «pero él, abriéndose paso en medio de ellos, seguía su camino» (4, 30). Ni las amenazas de Herodes Antipas, «ese zorrro», ni las disuasiones de los fariseos lograrán extra-viarlo de su camino: «Es preciso que hoy y mañana y pasado siga caminando, porque no cabe que un profeta pueda morir fuera de Jerusalén» (Lc 13, 33).

Sigue fiel, impertérrito, su camino hacia Jerusalén, por los confines de Samaría y Galilea (17,11). Muestra ansias por llegar cuanto antes, se pone en cabeza y camina por delante de los discípulos subiendo hasta Jerusalén (19,28). El camino le está señalado por Dios y Jesús se compromete con su designio. El Hijo del hombre camina hacia Jerusalén según está determinado (22,22). Tiene que cumplir la misión que el Padre le ha encomendado 60. Este camino se consuma en Jerusalén, donde Jesús realiza su misterio pascual completo: muere, resucita, es asumido por Dios, sentado a la derecha del Padre, y exaltado como Mesías y Señor (Lc 24,50-53; Hch 1,1-11; 2,36). El final del camino de Jesús concede plenitud de sentido a toda su existencia, vivida de manera profética, sacerdotal y regia (Sal 110,4). Por eso Lucas describe la ascensión de Jesús como un ir subiendo triunfalmente hacia el cielo, mientras su mano traza en el aire el signo de la bendición sacerdotal, y deja su palabra como el mensaje consolador con que Dios habla ya a todos los hombres (Hch 3,22.26) 61. 60 Para este tema, véase: J. Navone, Themes of St. Luke, Roma 1970, 188-198; en especial, A. Rodríguez Carmona, Evangelios sinópticos y Hechos de los Apóstoles, Estella 31998, 188-198. 321-330. Con muy abundante y selecta bibliografía, cuya presencia me exime de una extensa cita. 61 Cf. A. Rodríguez Carmona, Evangelios sinópticos y Hechos de los Apóstoles, 324.

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Cuando Jesús sube a Jerusalén, suben también los discípulos. Jesús les habla de las exigencias para seguirle (9,57-62; 14,25-27), sobre la oración (11,1-13), el peligro de las riquezas (12,13-21) y la confianza en Dios (12,22-34). Subir a Jerusalén es necesario para todo el que quiera ir detrás de Jesús; es la condición del discipulado. Al que desee practicar el precepto de la caridad fraterna, Jesús le dice que siga el ejemplo del buen samaritano con estas palabras: «Camina y haz tú lo mismo» (10,37). Véase este dicho que ilustra las exigencias del camino de Jesús: «Caminaba con él mucha gente, y volviéndose les dijo: Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,25-27).

María es también la «madre del camino». No se trata de invocarla con un célebre título, sino de leer con atención las palabras que el evangelio de Lucas dice tras los momentos de la anunciación. María ha oído las palabras del arcángel san Gabriel, ha puesto su vida en manos de Dios y ha dicho sí: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Pero no todo está ya dicho ni cumplido. Ahora María debe confirmar su decisión. Y el evangelio escribe a continuación unas palabras precisas: «Levantándose María (anastasasa) en aquellos días, se puso en camino (eporeuethe) de prisa a la montaña» (v. 39).

El evangelio escribe dos palabras para nosotros conocidas y provistas de profunda significación; el participio «levantándose» (anastasasa) y el verbo lucano «ponerse en camino» (poreuomai). María se convierte en ejemplo de caminante para los cristianos. Ha escuchado el anuncio del ángel, lo acepta en su fiat; pero comienza a hacerlo realidad palpable cuando «se levanta y se pone en camino»; tal como va a verificar el hijo pródigo, quien, según refiere puntualmente el texto de la parábola, «se levanta y se pone en camino» (v. 20). María se «puso en camino» (eporeuthe) rumbo a la montaña. Y va deprisa, sin ninguna distracción. Cuando hay algo grande que comunicar –María, arca de la alianza, lleva dentro todo su tesoro, porta a su Hijo palpitante–, entonces se camina de forma urgente, rápida, como los pastores (Lc 2,16).

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Cuando hay que prestar un servicio –María tiene que ayudar a su anciana prima Isabel que va dar a luz–, entonces se camina aprisa por las montañas. También aparece este verbo en nuestro capítulo 15. Con él se describe la acción del hombre que pierde una oveja y se pone en camino (poreuetai) hasta que la encuentra (15,4). Es la imagen de Dios, que Jesús ha hecho visible en su vida de constante peregrinación, quien no se cansa de caminar hasta encontrar a toda persona que está perdida. El hijo menor ha emprendido dos caminos. En primer lugar ha tomado un camino equivocado. El pasaje indica que «se pone en camino» (poreutheis) y se contrata (se ad-hiere) con un ciudadano que le manda a cuidar cerdos (v. 15). En lugar de padre, busca un patrón pagano; en vez de encontrar pan en abundancia, no le queda más alimento que unas algarrobas «y nadie se las daba» (v. 16). Este camino errado acaba en la muerte, el hijo lo reconoce: «y yo aquí, al cabo del camino, de hambre me muero» (v. 17). En segundo lugar va a emprender un camino acertado: de vuelta, a saber, de conversión. Resuena como un eco el mensaje del profeta Oseas: «Vuélvete –es decir, conviértete–, Israel porque tropezaste con tu pecado» (14,2).

Topando de frente con el muro de su pecado y por debajo con el abismo de su miseria de muerte, el hijo se halla ante un camino sin salida. No le queda más remedio que volverse, dar marcha atrás. El hijo se levanta y se pone en camino hacia el padre (v. 18). Ha tomado el mejor camino, pero tiene que hacerlo resueltamente, como Jesús, María y los discípulos. Se trata de algo personal; no puede delegarlo en nadie; y tampoco nadie le va a ahorrar sus durezas y exigencias, que en lenguaje del Nuevo Testamento se llama con toda claridad el camino de la conversión.

6. Reconocimiento del pecado y confesión Y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti (v. 18). El hijo menor ha derrochado la herencia –y su identidad personal de hijo–, ha dilapidado «todo», ha ignorado los sentimientos de piedad filial, quebrantado preceptos patrios; ha

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actuado como un mal siervo (Lc 16,1.10-12). Desde lo hondo le brota ahora un grito de arrepentimiento. En esta frase resuenan, inconfundibles, ecos de las confesiones penitenciales del Antiguo Testamento 62. La expresión íntegra debe ser analizada conforme a sus componentes esenciales e interpretada atendiendo a sus finos matices; pues no siempre se ha entendido correctamente. El primer miembro de la confesión del hijo, «he pecado contra el cielo», se ha traducido de esta manera: «he pecado hasta el cielo». Se explica de manera hiperbólica y espacial, sugiriendo que el pecado del hijo resulta tan grande que alcanza el cielo: «Padre, hasta el cielo grita mi pecado» 63. Hay que decir que la palabra «cielo» es utilizada en este contexto, como sucede en frecuentes pasajes del Antiguo Testamento (Dn 4,26; 1 Mac 3,18) y del Nuevo (Mt 21,25; Lc 15,7), como una referencia divina, un circunloquio de Dios 64. Cielo es una descripción del nombre de Dios 65. Puede recordarse el caso emblemático de Mateo, que de forma casi sistemática, al menos sí muy reiterada, escribe el «Reino de los cielos» en vez del «Reino de Dios», expresión habitual que se lee en los textos paralelos de la tradición evangélica. Se explica por el uso lingüístico palestinense-judío, ámbito al que iba dirigido el primer evangelio. Se temía pronunciar el nombre de Dios, y por eso se parafraseaba y se reemplazaba con uno de los circunloquios más usuales. Parece existir también una influencia de la lengua y mentalidad del Targum. No solía escribirse el nombre de Dios cuando su santidad sublime se veía amenazada. Dios ha llegado a ser tan inaccesible que el hombre no puede pecar nunca contra él, pero sí contra el cielo, su morada, el lugar donde habita su infinita trascendencia 66.

62 Véase G. Lohfink, «Ich habe gesündigt gegen den Himmel und gegen dich». Eine Exegese von Lk 15,18.21, 50-51. Profundo artículo. Un prodigio de síntesis filológica y teológica. 63 Así traduce P. Dausch, Das Lukasevangelium, Bonn 21921, 485. 64 «Contra el cielo y contra ti» refleja una circunlocución semítica; cf. C. E. Carlston, Reminiscence and Redaction in Luke, 15,11-32, 380. 65 Cf. J. Jeremias, Die Sprache des Lukasevangeliums, 251. 66 Cf. F. Bovon, La parabole de l’enfant prodigue, 42.

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No es correcta, por tanto, esa interpretación que considera, a manera de exageración desmesurada, que el pecado del hijo menor contenga tanta malicia que clama hasta el cielo, tan grave que llega hasta los cielos. El texto de Lucas habla de una ofensa contra Dios directamente. Leyendo con más detención la expresión griega de Lucas, nos damos cuenta de que escribe los dos miembros de la confesión –«he pecado contra el cielo y contra ti»– con diversas preposiciones. En el primer miembro se utiliza la preposición «eis»; en el segundo, la preposición «enopion». En este segundo hemistiquio, provisto de «enopion», habría, pues, que traducir: «he pecado delante de ti», a saber, delante de tus ojos, en tu presencia. Con ello la confesión queda fracturada en dos partes, no sólo gramaticales sino diversas. «He pecado contra el cielo» indicaría la vida de inmoralidad del hijo; y «he pecado delante de ti» aludiría al pecado de haber dilapidado los bienes del padre. De esta manera, en fin, se diversifican dos clases de pecado: un pecado contra Dios y un pecado contra el hombre (en este caso, el padre del hijo menor). Es preciso señalar, en sintonía con la revelación bíblica, que las palabras del hijo entran en la categoría de un género literario que se encuentra abundantemente registrado en la Biblia: las «fórmulas de confesión de pecado» 67, que deben ser atendidas y cotejadas con esmero. Las dos preposiciones «eis» y «enopion», que registra el texto de Lucas y que encabezan cada uno de los miembros de la confesión del hijo menor, no suponen de hecho ninguna diferencia teológica. Ambas traducen la preposición hebrea «le», y las dos deben traducirse en nuestra lengua como «contra». Estas fórmulas de confesión de pecado pueden ser enunciadas en singular: «yo he pecado» (hata’ ti), y se encuentran en abundantes textos (Éx 9,27; 10,16; Nm 22,34; Jos 7,20; 1 Sm 15,24.30; 26,21; 2 Sm 12,13; 19,21; 24,10.17; 2 Re 18,14; Sal 41,5; 51,6; Miq 7,9). También se registra la formulación en plural: «hemos pecado» (hata’ nu), y aparece en no pocos pasajes (Nm 221,7; Dt 1,41; 1 Sm 12,10; 1 Re 8,47; 2 Cr 6,37).

67 Para confeccionar todo este proceso doctrinal-bíblico, véanse las iluminadoras páginas de R. Knierin, Die Haupbegriffe für Sünde im Alten Testament, Gütersloh 1965, 20-38.

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Ambas formulaciones, tanto en singular como en plural, muestran la dirección, el nombre de la persona a quien se ha inferido la ofensa, y en todos los casos, unánimemente y sin excepción, comparece la preposición hebrea «le». La versión griega de la Biblia hebrea, es decir, los LXX, ha traducido esta preposición hebrea de la fórmula confesional del Antiguo Testamento, o con un simple dativo (2 Sm 12,13; Neh 1,6; Sal 41, 5; 51,6; Jr 14,7), o con la preposición «eis» (Éx 10,16; 1 Sm 24,12), o con «enopion» (1 Sm 7,6; Tob 3,3; Est 4,17). Se puede colegir, por tanto, después de esta panorámica lingüística, que las preposiciones griegas «eis» y «enopion» son utilizadas indistintamente para la misma y única preposición hebrea «le», y que no debe inferirse un uso teológico distinto entre uno y otro miembro de la frase, debido a la diversa preposición griega que los introduce. Se ha creído también que existe una diferencia fundamental entre los dos miembros de la confesión. El primero aludiría a un pecado vertical: «he pecado contra el cielo», es decir, contra Dios; y la segunda sería una referencia a un pecado horizontal: «he pecado contra ti», es decir, contra ti, padre mío. Como si entre ambos pecados hubiese una distancia insalvable, una separación y exclusión. Es preciso recordar que, según el análisis lingüístico de las fórmulas de confesión de fe, no existen diferencias de contenido teológico entre uno y otro miembros de la expresión bíblica. El penitente confiesa sus pecados, y en éstos se incluyen, no sólo los perpetrados contra Dios, sino también los cometidos contra los hombres (Nm 21,7; 1 Sm 26,21; 2 Sm 19,21; 2 Re 18,14). El pasaje que mejor ilustra la maldad del pecado y que responde a esta dificultad, se encuentra en la confesión del Faraón –en la octava plaga–, cuando reconoce que ha pecado contra Moisés y Aarón, y afirma literalmente: «he pecado contra el Señor, vuestro Dios, y contra vosotros» (hemarteka enantion Kyriou tou Theou hymon kai eis hymas; Éx 10,16). Aquí puede verse que el texto utiliza distintas preposiciones (enantion, eis), sólo por razones de estilo, sin ninguna relevancia teológica ulterior. Pero el texto resulta revelador porque muestra que la ofensa dirigida contra Moisés y Aarón es, por sí misma, una ofensa infligida contra Dios.

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Hay que poner de relieve la novísima concepción del pecado –según la revelación bíblica–, que va más allá de los juicios habituales y que rebasa la idea más común de que se trata de un simple quebrantamiento de un precepto, la ruptura con una norma legal. La Biblia habla del pecado con una profundidad insospechada. Podemos recoger algunos ejemplos iluminadores. Cuando José es tentado por la mujer de Putifar, aquél la rehúsa. Importa mostrar la motivación de su rechazo: «He aquí que mi señor no me controla nada de lo que hay en su casa, y todo cuanto tiene me lo ha confiado. ¿No es él mayor que yo en esta casa? Y sin embargo, no me ha prohibido absolutamente nada más que a ti misma, por cuanto eres su mujer. ¿Cómo entonces voy a hacer este mal tan grande pecando contra Dios?» (Gn 39,8-9).

En estricto rigor, si José accede a acostarse con la mujer de Putifar, incurriría en un pecado de adulterio; haría una acción deplorable, cometería una ingratitud contra su amo, ofendería directamente a Putifar, dañando su fama y su nombre. Pero los ojos creyentes de José ven más alto; no contemplan sólo un simple acoso sexual y una posible aventura pasajera, que luego quedaría relegada en el olvido. Todo pecado –tal es la profunda enseñanza bíblica que se desprende del relato–, aunque sea contra un semejante, es en realidad una afrenta infligida directamente contra Dios. La misma visión teológica aparece cuando Abimélec desea tomar a Sara, la esposa de Abrahán, pensando que era simplemente su hermana, pues así se lo había insinuado aquél a su mujer. En un sueño nocturno, el Señor le muestra el tremendo alcance de la acción que iba a cometer: «Ya sé yo también que con corazón íntegro y con manos limpias has procedido, como que yo mismo te he impedido pecar contra mí. Por eso no te he permitido tocarla» (Gn 20, 6).

El Señor le habla de «pecar contra mí» –¡he ahí la gravedad!–, pues todo pecado es una ofensa personal contra Dios. Esta concepción bíblica del pecado aparece con claridad meridiana en el salmo 51, el salmo penitencial por excelencia. Por la lectura del segundo libro de Samuel se nos informa de que David ha cometido con Betsabé un pecado de adulterio; y contra Urías, el esposo de ésta, un pecado de asesinato con

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alevosía. El profeta Natán, enviado por Dios, le abre los ojos, puesto que estaban ciegos para mirar su propio pecado. Le cuenta una bucólica historia de dos hombres, uno rico y otro pobre, que ya se ha referido con cierto detalle en nuestra introducción al libro. Cuando el relato va llegando al desenlace final, grita enojado David, sin poderse contener: «¡Ese hombre que ha hecho tal cosa debe morir!» (2 Sm 12,5). Entonces el profeta Natán le increpa a bocajarro: «¡Ese hombre eres tú!». David, arrepentido, grita al Señor con el lamento del Miserere, como queda señalado en la rúbrica inicial «Cuando el profeta Natán le visitó después que aquél se había unido a Betsabé». Clama al Señor pidiendo perdón; y reconoce su pecado: «Contra ti, contra ti solo he pecado; lo malo ante tus ojos he hecho» (Sal 51,6). Ya había confesado David ante el profeta Natán: «He pecado contra Yahvé» (2 Sm 12,13). El siguiente verso emite la opinión del profeta: «Por haber ultrajado a Yavé con ese hecho» (v. 14). El hecho se refiere al adulterio, según le delató anteriormente la voz del profeta: «Ya que me has despreciado y has tomado la mujer de Urías el hitita por mujer tuya» (12,10). La ofensa es, pues, un pecado de adulterio. Sin embargo, David confiesa su pecado, y comprende el grado de su malicia, puesto que es una afrenta contra el Señor. Aún más, es sólo contra el Señor. Por dos veces el pecador David muestra su ofensa personal, en forma directa, dialógica: «contra ti, contra ti sólo he pecado» (Sal 51,6). La formulación breve de la confesión «contra Yahvé he pecado» o «contra ti he pecado» ha llegado a convertirse en un estereotipo fijo en la confesión de los pecados, según la Biblia 68. Existe un sorprendente parecido, desde el aspecto idiomático, entre la formulación del salmo 51 y las palabras del hijo pródigo. Éste exclama: «He pecado contra el cielo y contra ti». El último miembro dice literalmente: enopion sou. Son justamente las mismas palabras del Miserere: «Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo delante de ti he hecho» (v. 6). La última expresión es traducida por los LXX así: enopion sou. Idénticas palabras, la «mismísima» expresión. ¿No sor68 Aparece 30 veces en el Antiguo Testamento (cf. Jos 7,20; Sal 41,5). Para una mayor información filológica, R. Knierin, Theologische Wörterbuch z. AT., I, 544.

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prende este parecido entre ambas maneras de hablar? ¿No es ésta acaso una señal que nos induce a pensar que el hijo pródigo estaría rezando ante su padre el salmo del Miserere? Me inclino a creer que sí. El pecado en su dimensión profunda, teológica, es ante toda una ofensa contra Dios. Y es pecado, porque, en su gravedad más íntima, acarrea una injuria contra Dios, directa y personal contra solo Dios 69. No puede olvidarse tampoco la dimensión «social», la fractura que produce en la comunidad el pecado. Los profetas insisten en la denuncia de la injusticia, pero siempre teniendo en cuenta esta referencia a Dios (cf. Jr 22,16). El hijo pródigo se ha alejado del padre, se ha «extraviado» en todos los sentidos, y descubre la malicia de su pecado, que no es sólo ofensa contra su padre, sino contra Dios. A esta lejanía culpable del hijo se refiere su pecado, que incluye toda su vida errática, su libertinaje, su oficio de porquerizo, viviendo y comiendo entre cerdos. El pecado no sólo alude a que guardaba cerdos, y que, por tanto, esta ocupación significaría de hecho una abdicación de la fe de sus mayores, una mancha de impureza legal que le impedía cumplir las prescripciones del sábado y tomar parte en la comida ritual 70. Su pecado tampoco señala tan sólo el despilfarro de los bienes del padre. El hijo ve la panorámica de su entera existencia; y ahora, desde su miseria actual y su corazón arrepentido, revisa de un golpe toda su vida como una ofensa hecha a Dios. Hay que recalcarlo de nuevo: por encima de la injuria infligida a su padre, contempla la ofensa dirigida a Dios. Por eso prorrumpe en una auténtica confesión de los pecados. Esta confesión, en donde reconoce la gravedad de su culpa, puede catalogarse como una de las mejores (y más sentidas, más breves) formulaciones bíblicas de la confesión de los pecados, en la línea del salmo Miserere. Pero lo que otorga aún una mayor profundidad a su confesión es la palabra inicial que la encabeza, la apelación gritada con este vocativo: «Padre». Por dos veces el hijo se ha diCf. H. Haag, Gegen dich allein habe ich gesündigt: TZBas 155 (1975) 49-50. Así piensa, creo que con estrechez de miras, K. Bornhäuser, Studien zum Sondergut des Lukas, Güteerloh 1934, 111. 69 70

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rigido a su padre. En la primera ocasión, lo hacía mediante la formulación de un imperativo, a manera de una exigencia a fin de conseguir a ultranza su requerimiento: «Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde» (v. 11). Era joven, y ya tenía demasiada prisa por dejar la casa y hacerse autónomo e independiente. Parecía que le quemaba el fuego del hogar. Ahora, tras el vendaval de su aventura –la malaventura de su vida errante–, el hijo se ha tornado más humilde. Invoca a su padre con idéntica palabra de antaño: «Padre». La palabra ciertamente es la misma, pero qué diferencia en el tono y la imploración. Antes consistía sólo en un vocablo espetado a un mandatario. Ahora se dirige a una persona a quien se añora en la distancia y a quien se contempla, como el caído en el negro abismo mira esperanzado el techo alto del cielo. Ahora es un padre, de quien sufre hambre de hijo, un hambre mucho más devoradora que la hambruna que le corroe las entrañas por el ansia de las algarrobas. Y le suplica, casi como un llanto o una oración: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». Su pecado es grave porque –así parece insinuarlo el texto griego de Lucas– está dirigido contra Dios, que es su Padre. ¿Era preciso que este hijo se extraviara tanto que en la lejanía llegara a padecer «hambre de padre»; tuviera que deplorar con añoranza su ausencia, echarlo tanto de menos y sentirlo tan en falta? ¿Por qué en la terrible soledad, fuera de la casa paterna, del «hogar de la abundancia de pan» (Belén, Bait-Lehem), siente renacer la ilusión nunca marchita?, ¿por qué en su dura experiencia de muerte se apresta a tornar a la vida? Por eso, esta palabra «padre», al comienzo de su confesión, la tiñe con los rasgos de la filiación, revela los rasgos de su identidad perdida, cava aún más la profundidad de su pecado y ennoblece la sinceridad de sus sentimientos. El hijo se confiesa pecador con una de las oraciones más sinceras que ha brotado del corazón hendido de un hijo, que sabe que ha entristecido gravemente a su padre: «Padre, querido padre, he pecado contra el cielo y contra ti».

7. Renuncia a la dignidad de hijo Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros (v. 19).

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El padre ya hizo al hijo menor la donación de la parte de herencia que le correspondía. Éste la perdió y dilapidó; carece ahora de derecho legal para recibir ayuda de su padre. Pero, más allá de esta consideración emanada de las prescripciones, su comportamiento le desacredita moralmente de tal manera que no se siente ya digno de ser llamado hijo 71. No tiene legitimación; él mismo se ha deshonrado y degradado. Por eso, en consonancia con sus sentimientos, abdica de ser hijo para pasar a ser y convertirse en un jornalero. Es indigno de la condición de hijo y quiere entrar en la nómina de esclavos-siervos en la casa de su padre. El adjetivo «digno» (axios) en el Nuevo Testamento expresa el sentimiento de la propia indignidad que se experimenta al encontrarse el hombre con Dios y con la persona de Jesús 72. Puede recordarse el ejemplo del centurión de Cafarnaún, quien solicita de Jesús la curación de su criado. Cuando le dice Jesús que va a ir él personalmente a curarle, éste le replica: «Señor, no soy digno (ikanos) de que entres en mi casa; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano» (Mt 8,8). Sus palabras expresan la propia indignidad ante la grandeza del Señor; tanto es así que han merecido el reconocimiento laudatorio de Jesús: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande» (v. 10). Aparece el adjetivo «ikanos», que en la práctica es sinónimo de «axios», e indica lo que no es apropiado ante Dios 73. El hijo renuncia a «ser llamado» de nuevo hijo. Se utiliza el verbo kaleo en pasiva. El nombre revela la identidad de la persona (cf Gn 16,11; 17,19; Is 7,14; Lc 1,13.21; Mt 1,21). Dios impone un nombre a una persona, a una ciudad..., lo que equivale de hecho a darle un destino y un lugar en la historia de la salvación (cf. Rom 9,25s). Este hijo que ante su padre confiesa que no es digno de llamarse hijo, «escapa –por su arrepentimiento y en virtud del amor del padre– de la fatalidad de perder su nombre» 74. Cf. I. H. Marshall, The Gospel of Luke, 609-610. Cf. P. Trummer, Axios, en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, I, 337-339. 73 Cf. P. Trummer, Ikanos, en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, I, 1986-1989. 74 Cf. J. Eckert, Kaleo, en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, I, 216. 71 72

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Es parecida la suya a la confesión de Pablo, quien se siente pecador, pues ha sido perseguidor de la Iglesia de Dios. Aquí radica la malicia de su pecado, no por haber perseguido a unos cuantos hombres y mujeres, sino por haber perseguido con saña a la Iglesia, que es de Dios. Repárese en el acertado paralelismo mediante el recurso de la palabra «digno» y del verbo en pasiva «ser llamado». Es verdad que Pablo escribe ikanos, y no axios, como indica Lucas; pero este matiz no le resta fuerza al paralelismo. El apóstol declara: «Yo soy el más pequeño de los apóstoles, no soy digno de ser llamado apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios, soy lo que soy» (1 Cor 15,9).

Es una pública renuncia a su nombre, por tanto a su condición de apóstol. Pero, a fin de cuentas, más poderosa que su pecado actúa soberanamente la gracia de Dios que le hace ser quien es. Y añade: «trátame como a uno de tus jornaleros». El verbo griego que Lucas emplea es poieson, y alude a un sentido más profundo que un simple trato; pues este verbo adquiere un gran realce en su vertiente teológica. Se aplica a Dios designando su triple acción: creadora, histórica y escatológica. Traduce con frecuencia el verbo hebreo bara’. Se aplica, pues, a su acción creadora (Hch 4,24; 14,15), histórico-salvífica (Hch 14,27; 15,4.12.17; Heb 8,9) y a su actuación poderosa en el futuro (Mt 18,35; Lc 18,7.8), en la nueva creación: «Mira, yo estoy haciendo nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). En las palabras del hijo menor se da una confesión profunda. Su petición va más allá de un simple canje o permuta; él afirma con sinceridad: «hazme tu siervo, puesto que soy hijo indigno; conviérteme en tu esclavo». De hijo pasa a la condición de siervo. Es prisionero de su pecado. Sólo el perdón gratuito de su padre le hará borrar el pasado, pues éste no lo tiene en cuenta para reprochárselo. Con su respetuoso silencio el padre le grita: «el pasado pasado está; hagamos una nueva creación», como puntualmente acontecerá cuando lo tenga entre sus brazos, pero la transformación ya se está gestando con sus palabras de arrepentimiento. Así pues, el hijo se siente desnaturalizado; pero desde esa fosa es preciso levantarse. El amor y la misericordia de su padre serán las dos manos vigorosas que lograrán asirlo e izarlo del pozo de la muerte.

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8. Conversión en acto. Se levanta y se pone en camino Y levantándose, se puso en camino hacia su padre (v. 20). Con un solo verso, muy breve, la parábola pasa a los actos. Deja las palabras y los soliloquios y habla con el lenguaje de los hechos. Éste es el momento culminante de la conversión. Hasta ahora el hijo ha rumiado sus ansias en su interior; era el suyo un deseo irrefrenable, pero se quedaba en pura ansia. Ahora el hijo efectivamente se levanta y se pone en camino. Comienza a realizar la conversión. Transforma su decisión en acto, sus deseos en obra. «Obras son amores», y la conversión destaca palmariamente como la obra por excelencia del largo camino emprendido. Hasta que no se llega a este momento –activo, explícito, comprometedor–, la conversión se asemeja a una hermosa utopía, que se cultiva en el jardín de los sueños. No se insistirá lo suficiente en la fuerza transformante de los hechos. Más adelante será preciso detallarlo con contundentes ejemplos.

9. La lejanía Estando todavía lejos (v. 20). La palabra «lejos» marca el clima de la aventura filial; con idéntica palabra empieza y termina la descripción de su historia errante. El hijo se marchó a un país «lejano» (v. 13) y, más tarde, el pasaje precisa que el padre lo ve cuando aún estaba «lejos» (v. 20). La misma palabra griega se encuentra en estos dos versos: makran. Una vez aparece como adjetivo (país lejano); otra, como adverbio (lejos). Su presencia tiñe de sombrío significado la historia. Esta lejanía no es sólo física, no se refiere a un espacio retirado; es la distancia que se ha abierto y agrandado en el corazón del hijo, pues es éste quien voluntariamente se ha apartado del padre y se ha ido lejos de la casa. Es el hijo quien ha puesto tierra de por medio, y luego se ha despeñado cuesta abajo por un precipicio cada vez más peligroso que le ha llevado a la muerte: existencia sin esperanza, unión con un pa-

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gano, ocupación abominable entre gruñidos de cerdos y sin tener a nadie que de él se apiade. El hijo menor vive lejos. Se ha marchado de la casa del padre. Ha hecho un tortuoso camino de muerte; pero será finalmente el padre quien vaya a su encuentro, cuando el hijo aún se halle lejos del padre. Hacia ese venturoso encuentro nos encaminamos.

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2 El padre (Lc 15,20-24)

Introducción La descripción del padre, protagonista verdaderamente indiscutible en nuestra parábola, debe hacer comprender al lector cuál es la conducta de Dios –comportamiento misericordioso que Jesús hace presente– para con todos los pecadores, hombres y mujeres perdidos, sea que se pierdan lejos como el hijo menor sea que se extravíen dentro como el mayor. En los evangelios sinópticos, de manera especial en Lucas, el personaje central de la parábola tiene como función mostrar la actuación de Dios. Así lo vemos reflejado en bastantes ejemplos: el propietario de la viña (Lc 13,6-9); el dueño del banquete (Lc 14,16-24). En otros casos, la aplicación resulta explícita como en las dos breves parábolas que anteceden: el pastor que busca y encuentra la oveja perdida, la mujer que asimismo busca y encuentra la moneda perdida. El hallazgo les produce una íntima alegría, pues, siendo ésta tan contagiosa, apenas se convierte sino en la pálida sombra de la inmensa alegría que Dios siente cuando un pecador se convierte 1. El comportamiento del padre será el anverso y reverso de una muy distinta situación. Cerrará con su perdón el ciclo del hijo menor, y será por su generosidad escandalosa la causa de irritación del hijo mayor. Hay parábolas que contradicen la experiencia habitual de los oyentes; se componen de rasgos tan fuera de lo común,

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Cf. J. Dupont, Les Béatitudes, II, 240.

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que resultan inesperados, desconcertantes. Es la parábola del dueño que perdona sin más condiciones una deuda tan enorme, pues ese comportamiento no entra de ninguna manera en lo ordinario (Mt 18,23-24). Es también poco habitual el proceder de un patrón que paga el mismo jornal a unos obreros que sólo trabajaron una hora que a quienes trabajaron doce horas, soportando el calor y el bochorno (Mt 20,1-15). Y sobre todo la parábola del hijo pródigo, la más excelsa. Puede conjeturarse, sin asomo de exageración, que ninguno de los padres allí presentes cuando Jesús hablaba, y ninguno de tantos padres que han leído posteriormente sus palabras, habría acogido a este hijo como hizo el padre. En la parábola misma, el pródigo –el primer interesado– no se esperaba una acogida de este tipo. Nos encontramos sin duda con la imagen de un padre excepcional, cuyo comportamiento es sorprendente, al mismo tiempo que conmovedor 2. Pero lo que va a resultar altamente revelador será contemplar este verso 20 (y también versos posteriores) a la luz del Antiguo Testamento. Si se ha dicho ya que era preciso ver nuestra parábola en el trasfondo de la Biblia, ahora se evidencia el acierto de tal afirmación y podremos comprobar cómo algunos encuentros y personajes de la antigua revelación proyectan su influencia esclarecedora. Insistimos con razón en que la atenta lectura de pasajes selectos del Antiguo Testamento –ante todo– nos va a deparar un haz de rayos iluminadores para percibir la figura del padre con mayor relieve y en inéditos escorzos. Resplandece sobremanera la «presencia del padre» en el verso 20, que ahora leemos: «Estando todavía lejos, su padre lo vio y se conmovieron sus entrañas, y, corriendo, se echó sobre su cuello y lo cubrió de besos».

No le damos el título de aparición, que se torna algo súbito, ni el de presentación, que se antoja algo dicho desde fuera, sino el de «presencia del padre», pues él se impone en la historia de la parábola y la llena con el misterio de su misericordia. Esta presencia abarca su persona entera. Debe ser escrito con el preciso rigor de las palabras: el padre es,

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J. Dupont, Pourquoi des Paraboles? La méthode parabolique de Jésus, 98.

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existe plenamente, sin mengua. El verso lo describe de manera espléndida. «Todo» él, íntegramente, se estremece y se pone en movimiento. Repárese en cómo el evangelista alude, a través de los sentidos y órganos, a la totalidad de la persona del padre: – Sus ojos: «estando todavía lejos, su padre lo vio». – Su hondo interior: «se conmovieron sus entrañas». – Sus pies: «corriendo». – Sus brazos y sus manos: «se echó sobre su cuello». – Sus labios: «lo cubrió de besos». La figura del padre no se describe en una distancia señera, como una hermosa aunque lejana referencia, sino en relación íntima con el hijo. El padre de la parábola es existencialmente padre por y para su hijo. En efecto, la desgarrada visión del hijo le arranca de las entrañas tan magnífica gama de sentimientos. Además, la acción íntegra del padre revierte sobre el hijo. San Lucas ha acentuado esta conexión paterno-filial de manera deliberada. Para ello ha mostrado sus dotes de hábil escritor, mediante la insistencia del pronombre personal hasta cuatro veces repetido. Obsérvese tan machacona cadencia: «lo» vio (auton), «su» padre (autou), se echó sobre el cuello «de él» (autou) y «lo» cubrió de besos (auton). El presente verso resulta clave en la parábola; constituye el vértice del triángulo de personajes representativos, cuyos lados son los dos hijos y cuya cúspide la configura el padre. Contiene tal densidad de matices –todos referidos a la presencia del padre–, que no queda más remedio que demorarnos en él, a fin de permitirle ir desplegando su enorme caudal teológico. Lo iremos desglosando parte a parte.

1. El padre ve a su hijo Su padre lo vio (v. 20). Lo primero que aparece mencionado en el texto es la visión del padre; resulta decisivo el hecho de ver para sentir misericordia. Alguien se conduele o se estremece frente a una necesidad ajena. Para ello es preciso contemplar con ojos

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atentos y corazón abierto toda desgracia humana. Lo que el padre ve es el espectáculo de un deshecho. Algunos pintores han representado la intensidad emotiva del encuentro. Rembrandt de manera singular. La portada de este libro ha dibujado esa escena conmovedora. El padre ve a una persona vencida, de «vuelta», desgraciada. Pero ve sobre todo –los ojos del padre focalizan lo que en verdad le importa y dejan aparte otras circunstancias adyacentes– la presencia del hijo. Taladran sus ojos la persona única de su hijo, sobre él hunde su mirada de profunda compasión. Haremos un estudio de este verbo «ver» (horao) –componente esencial de la misericordia; pues la despierta y aviva– más adelante, al hablar de la misericordia de Jesús.

2. Misericordia entrañable Se conmovieron sus entrañas (v. 20). Nos topamos de bruces con el verbo que caracteriza los sentimientos profundos del padre. Esta palabra griega, cuidadosamente buscada por el evangelista, es esplagkhnisthe. Además, no sólo el verbo en sí mismo considerado requiere nuestra atención; es el lugar señero que ocupa en el verso y en la parábola. Palabra tan pletórica, que es preciso reseñar, aunque con brevedad, su historia interpretativa, a fin de extraer sus más finos tesoros. Dentro de la estructura de la parábola, el verbo esplagkhnisthe mantiene la posición egregia. Reparemos en esa singularidad desde un punto de vista estadístico, tan minucioso como objetivo 3. Sobre el campo de operaciones de la parábola, se ha hecho un recuento fiel de todas las palabras –e incluso de todas las sílabas–, y hasta de los diversos verbos, clasificándolos conforme a sus respectivos modos y formas verbales. Tras una matizada clasificación, se llega a la bien ponderada conclusión de que Lucas utiliza una técnica literaria. La fría enumeración se muestra iluminadora. 3 Estos análisis recogen algunos datos fehacientes de un exhaustivo estudio filológico de J. Smith Sibinga: Zur Kompositionstechnik des Lukas in Lk. 15: 11-32, en Tradition and Re-Interpretation in Jewish and Early Christian Literature (Fs. J.C. H. Lebran), Leiden 1986, 97-113.

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Contiene la parábola siete imperfectos, veinticuatro aoristo y doce participios 4. Los aoristos se dividen de la siguiente forma: 10 + 4 + 10 = 24. El verso 20 (el que estamos analizando) constituye el clímax de la acción dramática. Éstos son los cuatro aoristos: vio (eiden), se conmovió en sus entrañas (esplagkhnisthe), cayó sobre su cuello (epepesen), lo cubrió de besos (katefilesen). De los veinticuatro aoristos que encierra la parábola –cuya precisa formulación puede establecerse así: 11 + 1 + 12–, el centro lo detenta el verbo «se conmovió en sus entrañas» (esplagkhnisthe). Y esto significa que es la compasión entrañable del padre el eje radial de la parábola, no tanto su acción. Todo el desarrollo posterior no es sino la resultante de su compasión, que dinamiza su comportamiento 5. El verbo que califica la profunda actitud del padre –esplagkhnisthe– alberga un sustrato hebreo y griego que es preciso considerar. Este verbo, tanto en su raíz hebrea (rijem) como griega (splagkjnizomai), deriva respectivamente del sustantivo rejem y splagkhna; y se refiere, sin mayor precisión fisiológica, a lo más interior de una persona: las entrañas, a saber, lo íntimo y oculto. Las entrañas representan la sede de la piedad de una madre o de un padre para sus hijos: «Las entrañas del padre se conmueven a cada grito del hijo» (Eclo 30,7), pues también los «hijos son las entrañas del padre» 6. Las entrañas vibran como cítaras (Is 16,11); se conmueven por el amado, que llama a la puerta invocando a la amada como paloma sin mancha, perfecta: «¡Mi amado metió la mano por la hendidura; y por él se estremecieron mis entrañas (rajamim)!» (Cant 5,4). Las entrañas (rajamim) puede relacionarse con cualquier persona, sea hombre o mujer: «El justo se cuida de su ganado, pero las entrañas (rajamim) de los malos son duras» (Prov 12,10).

4 Cf. M. J. Menken, The position of splagkhnizesthai and splagkhna in the Gospel of Luke, 106-107. 5 Cf. M. J. Menken, The position of splagkhnizesthai and splagkhna in the Gospel of Luke, 108. 6 Filón, De Josepho 25.

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a) Historia interpretativa. Literatura griega El sustantivo splagkhna (de cuya raíz se forma el verbo splagkhnizomai) se utiliza en plural en la literatura griega, y significa los «interiores» de una víctima inmolada, especialmente las partes más apreciadas de las vísceras: corazón, pulmones, hígado... El verbo splagkhnizomai quiere decir «consumir las entrañas de las víctimas en los banquetes sacrificiales» 7. Desde el siglo V en adelante la palabra se utiliza también en sentido antropológico, referido a las partes más nobles del cuerpo humano, entre las que se enumeran hasta siete vísceras 8. Las entrañas asumen más adelante un sentido figurado; son la sede de los instintos, puesto que ellas representan lo más íntimo 9. Su significado antropológico equivale a lo que hoy solemos denominar con el polivalente vocablo «corazón» 10, aunque el corazón es sede donde se aposentan sentimientos más elevados 11. Hay que decir que en el mundo cultural-religioso griego no se concibe la palabra splagkhna como la sede de la misericordia. Esto sucederá en la revelación bíblica 12. b) Literatura bíblica En la Biblia la palabra splagkhna equivale al sustantivo plural hebreo rajamim. El sustantivo rejem (en singular) designa lo que distingue a una mujer de un hombre: el útero, la matriz. Como una sinécdoque –es decir, indicando la parte por el todo–, se utiliza para denominar a una mujer, incluso como sinónimo de ésta. Puede leerse el siguiente texto muy antiguo, que enumera los trofeos conseguidos tras una victoria militar:

Cf. Filón, Specialibus Legibus, I, 26. Cf. C. Spicq, Splagkhna, splagkhniszomai, en Notes de lexicographie néo-testamentaire, II, Gotinga 1978, 812-813. 19 Cf. Flavio Josefo, La Gran Guerra Judía, IV, 263. 10 Cf. Salmos de Salomón, II, 15. 11 Cf. P. Dhorme, L’emploi metaphorique des Noms des partes du Corps en hébreu et en akkadien, París 1923, 111. 12 Cf. H. Köster, Splagkjnon, splagkhnizomai, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, VII, 548-549. 17 18

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El padre / 97 «Será que están recogiendo y repartiendo el botín: una muchacha, un par de muchachas [en hebreo, literalmente: un vientre femenino, un par de vientres femeninos; rajam rajamatayim] para cada soldado; telas multicolores para Sísara, telas recamadas; un pañuelo de encajes para mi cuello» (Jue 5,30).

Pero la mujer es considerada prevalentemente en la Biblia como madre, como mujer fecunda que da a luz la vida de sus hijos. La palabra rejem asume el significado preciso de «seno materno», el vientre de una madre. Algunos pasajes ilustran este significado. El profeta Jeremias, llamado por Dios desde el seno de su madre (1,5), maldice el día de su nacimiento; el día de su natalicio, feliz por antonomasia, debe ser considerado maldito, y aquel que tuvo la ocurrencia de felicitar a su padre caiga también en la maldición (Jr 20,14-16). De esta manera literal suenan las palabras de congoja del profeta: «¡Maldito sea el día en que nací!, ¡el día que me dio a luz mi madre no sea bendito!... ¿Por qué –Dios– no me mató en el vientre [rejem]? Habría sido mi madre mi sepultura, su vientre [rejem] preñado para siempre. ¿Por qué salí del vientre [rejem] para ver pena y aflicción, y a consumir en la vergüenza mis días?» (Jr 20,14.17-18).

Esta amarga confesión, una de las que jalonan su libro, será repetida por Job casi con idénticas palabras: «¡Muera el día en que nací y la noche que dijo: un varón ha sido concebido!... ¿Por qué no morí cuando salí del vientre [rejem] o no expiré al salir del seno materno [bethen]» (Job 3,3.11).

El misterio de la fecundidad o de la esterilidad se aplica en última instancia a un origen divino. Así Dios, conforme al realismo de la escritura bíblica, es el que «abre –pataj– el seno materno» (a Lía, Gn 29,31; a Raquel, Gn 30,22); y también el que lo «cierra» (a Ana, 1 Sm 1,5; a las mujeres de la casa de Abimelek, Gn 20,18). Salir del vientre de la madre –rejem– equivale en el lenguaje bíblico a «nacer» (Nm 12,12; Jr 1,5; 20,18). Y un hijo primogénito es el que «abre el seno materno» (Éx 13,2.12.15; 34,19; Nm 3,12; 18,15; Ez 20,26) 13. Con un lenguaje amorosamente maternal, describe Job el nacimiento del mar como el correlato de un parto humano. Las nubes son mantillas delicadas que envuelven al mar, y los jirones de la niebla lo cubren como blancos pañales: 13 Véase el estudio detenido y preciso de T. Kronholm, Rejem, en Theologisches Wörterbuch zum Alten Testament, VII, Berlín 1990, 480-48.

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98 / Un padre tenía dos hijos «¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando salía impetuoso del seno materno (rejem), cuando le puse nubes por mantillas y nieblas por pañales» (Job 3,8-9).

En todas estas referencias, sea que aludan al nacimiento humano o a un origen cósmico, es siempre Dios quien «llama desde el vientre» (Jr 1,5; 2 Mac 7,22), a saber, el único señor del nacimiento y de la vida, el creador 14. c) Teología Las palabras rejem-rajamim y splagkhna –y los verbos denominativos que de esta raíz provienen– van experimentando un deslizamiento semántico a través de las páginas de la Biblia. Empezó significando «matriz de mujer», luego «entrañas de madre». De algo meramente anatómico pasa a adquirir un sentido psicológico, y finalmente logra un fuerte significado teológico, aplicado directamente a Dios, mas nunca sin perder ese sano realismo maternal y femenino. Juan Pablo II ha analizado con clarividencia este cambio progresivo de la palabra: «Rajamim, ya en su raíz, denota el amor de la madre (rejem = regazo materno). Desde el vínculo más profundo y originario, mejor, desde la unidad que liga a la madre con el niño, brota una relación particular con él, un amor particular. Se puede decir que este amor es totalmente gratuito, no fruto de mérito, y que bajo este aspecto constituye una necesidad interior: es una exigencia del corazón. Es una variante casi ‘femenina’ de la fidelidad masculina a sí mismo, expresada en jesed. Sobre este trasfondo psicológico, rajamim engendra una escala de sentimientos, entre los que están la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión, es decir, la disposición a perdonar» 15.

Este significado profundo de la familia lexicográfica de palabras (sustantivo/verbo) relacionadas con las entrañas (rajamim) debe ser contemplado con más atención dentro de las páginas de la Biblia. Hay que mencionar el relato de aquellas dos pretendidas madres, dos prostitutas que se presentan ante el rey, reclamando una y otra ser las madres legítimas del niño que esta14 Cf. H. J. Stoebe, Rejem, en Diccionario Teológico Manual del Antiguo Testamento, II, 959. 15 Dives in misericordia, III, 4 (n. 52).

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ba vivo. El sabio rey Salomón las somete a una prueba cruel: que un verdugo raje delante de los ojos de las dos madres al niño por la mitad y les dé media parte –apenas un trozo de cuerpo descuartizado– a cada una de ellas (1 Re 3,16-25). Entonces, la auténtica madre grita sin poderlo remediar: «Por favor, mi señor, que le den el niño vivo y que no lo maten» (v. 26).Y la razón que esgrime y que señala el texto bíblico es que la mujer de quien era el niño, a saber, la madre verdadera, habló de esta manera al rey: «porque sus entrañas (rajamim) se conmovieron por su hijo» (v. 26a). La palabra se aplica también a otra clase de amor, no necesariamente materno, pero sí provisto de la misma ternura y fortaleza. La escena bíblica se refiere esta vez a un encuentro fraterno, cordialísimo, entre José y su hermano pequeño, Benjamín. Han pasado ya algunos años y también han ocurrido muchas peripecias, tras las múltiples idas y venidas de los hermanos de José; después de haber traído éstos a quien José anhelaba, a Benjamín, tiene lugar un encuentro cara a cara. A la vista de su hermano pequeño, José, lleno de emoción, se echa a llorar. Dice el texto bíblico: «Entonces José se retiró y se apresuró e entrar en la habitación, y allí prorrumpió en llanto» (Gn 43,30). El motivo es que José ha alzado los ojos por encima de los hermanos y ha visto a su hermano Benjamín, el hijo de su madre –anota el texto bíblico– y ha preguntado para cerciorase –después de tantos años–, para confirmar lo que ya presentía: «¿Es éste vuestro hermano menor, de quien me hablasteis?». Y acto seguido le saluda con estas palabras: «Dios te bendiga, hijo mío» (Gn 43,29). Entonces no le queda más salida que retirarse y echarse a llorar, «porque se conmovieron sus entrañas (rajamim) por su hermano» (Gn 43,30). Sobre esta base natural, fisiológica, de la palabra rejem, útero y regazo materno, el lenguaje bíblico ha desarrollado el plural rajamim. La connotación afectiva apenas era visible en el singular rejem; en cambio en el plural rajamim se destaca la significación de intensa ternura, de tal modo que casi pasa a segundo plano el sustrato biológico primigenio; pero nunca ha de olvidarse que dicha ternura se empapa y se alimenta de esta fuerza originaria de vida que brota del vientre de una madre 16. 16

Cf. I. M.ª Sanz, Autorretrato de Dios, Bilbao 1997, 111.

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El plural rajamim constituye, pues, el lugar de la ternura, el «sitio tierno» alojado en la naturaleza humana, en lo más íntimo de las entrañas de una madre 17. Desde la significación de vientre de una mujer pasa a expresar las entrañas de una madre; y aún más, el amor de una madre, sin perder nunca la religación con el sustantivo. Pero en la mayoría de los casos, el plural rajamim (en los dos tercios de su empleo bíblico) aparece teñido de sentido teológico. Aplicado a Dios, designa sentimientos de misericordia, de ternura, pero siempre arraigados en lo hondo de sus entrañas. Esta teología ha sido desarrollada especialmente en los profetas, de quienes recogemos con brevedad algunos de sus más elocuentes testimonios 18. – La compasión es más fuerte que la razón. Os 11,8-9 «¿Cómo podría abandonarte, Efraín? Cómo podría desampararte, Israel? ¿Cómo podría abandonarte como a Admá; desampararte como a Seboín? Me da un vuelco el corazón, se me conmueven las entrañas 19. No ejecutaré mi condena, no volveré a destruir a Efraín; que soy Dios y no hombre, el Santo en medio de ti y no enemigo devastador» (Os 11,8-9).

El profeta es el testigo paciente del amor de Dios traicionado por el pueblo. Lo siente dolorosamente en carne propia. Por ello impone a su hija el nombre de «lo’-rujama (no encariñada), porque ya no seguiré encariñado por Israel» (Os 1,6). Pero Oseas sabe que el amor de Dios es más grande que su rechazo inicial y que triunfará sobre el olvido; por ello va a trocar el nombre primero de su hija; se va a llamar «rujama» (2,3), es decir, la encariñada, la ternura, el encanto y pasión de Dios 20. Dios aparece –según el breve pasaje transcrito– en sorda lucha con sus sentimientos. ¿Qué deberá hacer? Efraín se me17 Cf. H. J. Stoebe, Rejem, Diccionario Teológico Manual el Antiguo Testamento, II, 959.. 18 Para esta selección antológica, cf. W. Marchel, Abba, Père. La priére du Christ et des chrétiens, 56-57. 19 La crítica textual propone, en lugar de nijumai, leer preferentemente rajamai, que significan las entrañas. Cf. Biblia Hebraica (ed. R. Kittell-P. Kahle), Stuttgart 16 1973, 907. 20 Cf. I. M.ª Sanz, Autorretrato de Dios, 114.

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rece el castigo por su obstinada idolatría, igual que las ciudades abominables de Admá y Seboín (apelativos que designan las célebres Sodoma y Gomorra). La pugna se entabla entre las entrañas y el corazón. Para la Biblia el corazón es la sede de la inteligencia; en las entrañas se encrespan sin reposo emociones más profundas. En este verso octavo se dice que Dios experimenta en lo más hondo de sus entrañas una mezcla confusa de sentimientos: excitación, aborrecimiento. Padece una repugnancia –que no proviene de la cabeza que actúa fríamente– al presentir la destrucción del pueblo que él ha elegido y que ama. El hecho de prever y experimentar que su pueblo va a sufrir la ruina y la destrucción, como esos dos pueblos, le provoca unas náuseas insufribles. Esta irritación es biológica, visceral. Se produce una especie de subversión; la cólera se transmuta en misericordia y Dios no puede destruirlo; es incapaz por amor y se resiste a ejecutar la condena 21. Ya antes el profeta había entonado el canto del amor de Dios bajo la clave del amor esponsalicio. A pesar de la idolatría repetida, Dios le asegura que su amor va a triunfar sobre el abandono y la infidelidad: «me casaré contigo para siempre, me casaré contigo en justicia y equidad, en amor (jesed) y en ternura (rajamim)» (Os 2,21).

– La fuerte ternura de una madre. Is 49,13-16 «Exulta, cielo; alégrate, tierra; romped en aclamaciones, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados. Decía Sión: Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado. ¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer (merajem) 22 al hijo de su vientre? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré. Mira, en mis palmas te llevo tatuada, tus muros están siempre ante mí» (Is 49,13-16).

Dios sale al paso de la queja del pueblo. Piensa en su abatimiento Sión –tal es el nombre del pueblo– que su Dios le ha abandonado y que su Señor le ha olvidado. Ciertamente está

21 Véase el sugerente estudio monográfico de H. van den Bussche, La ballade de l’amor méconnu: BiViChr (1961) 18-34. 22 La preposición mim es privativa; acompaña al infinitivo piel del verbo rajem, y significa: dejar de sentir ternura, dejar de encariñarse.

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pasando el trance amargo del destierro, lejos de su patria y de su suelo. Por eso, ya no hay lugar para el canto. Las cítaras están cubiertas de polvo (recordar el arpa polvorienta y oculta en un ángulo del rincón, de Bécquer), o se cuelgan en las ramas de los sauces, inservibles y mudas. ¿Cómo cantar al Señor en tierra extraña? (Salmo 137). Para responder a ese lamento, Dios personalmente asume la voz de lo más hermoso que imaginar se pueda en el mundo humano. Deja salir a borbotones el ímpetu de su cariño para taparle la boca, a base de oleadas incontenibles de amor, al quejío amargo de su pueblo. ¡Cómo va Dios a «dejarle de su mano»! Repárese en esta expresión tan castiza, pero tan desolada, con la que expresan algunos su abandono y su orfandad: «Dios me ha dejado de su mano». ¿Cómo es posible que Dios suelte de su mano a su pueblo, que lo abandone, si hasta su mismo nombre lo lleva escrito y grabado, como un tatuaje, en las palmas de su manos? Dios recurre en seguida al paradigma primordial, al ejemplo más conmovedor que la naturaleza ofrece. La imagen de una madre arrebujada con su criatura. Presenta la viva estampa de una madre que amamanta al hijo, que está criando a su niño de pecho, a su «mamoncillo o rorro», dice literalmente la palabra hebrea «’ul», que lo está sosteniendo entre sus brazos, brindándole alimento y cariño, es decir, «leche y miel». En esos momentos íntimos de la lactancia, ¿puede olvidarse esa madre del hijo de sus entrañas? No puede ser; resulta impensable e imposible. Ese olvido sería una ofensa contra la ley de la sangre, un atropello infligido al amor más tierno y fuerte que existe. Pues aunque tal degeneración pudiese ocurrir –lo que resulta de hecho increíble–, Dios no se olvidará de su pueblo. Aquí el amor de Dios roza los extremos de lo más arrebatador que se haya escrito en las tablas del corazón humano: el amor de una madre por la criatura de sus entrañas (rajamim), por quien no puede dejar de enternecerse y estremecerse. Este consuelo, que Dios imparte, aparece tan profundo que el profeta no quiere ser el único testigo de tanta alegría; añora que otros compartan el mismo gozo; por eso invita a unirse a su júbilo a toda la naturaleza, también al cielo y a la tierra. Hasta las montañas, proverbialmente tan sólidas, se van a romper y van a mudar su arrugada expresión por la ale-

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gría que nace. El mundo entero, en una alabanza cósmica, será testigo alborozado de esta misericordia que a Dios le brota del hondón de sus entrañas (rajamim). «La respuesta de Dios suena con acento de pasión maternal (no paternal; recuérdese Nm 11,12): el amor maternal adquiere así sentido, como símbolo para la revelación de un amor divino, más alto y constante. Es un amor que no se basa en la respuesta del niño, que tiene algo de irremediable e invencible» 23.

Ya antes lo había indicado el profeta: «El Señor consuela a su pueblo y se conmueve en sus entrañas (rijem) por sus pobres» (v. 13). – Soliloquio de la compasión. Jr 31,18-20 «Estoy escuchando lamentarse a Efraín: ‘Me has corregido y he escarmentado, como novillo indómito, vuélveme y me volveré, que tú eres mi Señor, mi Dios; si me alejé, después me arrepentí, y, al comprenderlo, me di golpes de pecho; me sentía corrido y avergonzado de soportar el oprobio de mi juventud’. ¡Si es mi hijo querido Efraín, mi niño, mi encanto! Cada vez que le reprendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas 24 y cedo a la compasión –oráculo del Señor–» (Jr 31,18-20).

Ya ha sido considerado este pasaje, que, según algunos autores, puede ser estimado como la matriz literaria del capítulo 15 de Lucas 25. El texto sigue en la misma perspectiva que la dibujada por el profeta Oseas; Dios no puede propasarse en su reprensión, ni dejarse consumir por el ardor de su cólera. Aunque su ira dura un instante, su bondad es de por vida. Es incapaz de excederse y extralimitarse; se lo impiden sus entrañas de misericordia. Y por eso no «tiene más remedio que» dejar paso a la compasión. Como si Dios se sintiera arrastrado e incluso «traicionado» por sus entrañas, que son más fuertes y deciden finalmente el rumbo de su conducta. Los sentimientos de las entrañas tienen sus razones, que la razón desconoce.

L. Alonso Schökel-J. L. Sicre, Profetas I, Madrid 1980, 318. Futuro en piel, reforzado con el infinitivo absoluto del verbo denominativo rijem: «siento una ternura en las entrañas». 25 Cf. H. B. Kossen, Quelques remarques sur l’ordre des paraboles dans Luc XV et sur la structure de Matthieu XVIII, 8-1, 75-80. 23 24

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104 / Un padre tenía dos hijos «Dios responde en un vuelco de cariño paternal, como si la ternura lo cogiera desprevenido y lo avasallase» 26. «La frase es bellísima y antropomórfica..., ¿cómo explicar el que, a pesar de ser Efraín infiel, le ame tanto? Es la historia del amor divino en sus relaciones con los pecadores de todos los tiempos» 27.

También el salmista se interroga: «¿Es que el Señor nos rechaza para siempre y no volverá a favorecernos? ¿Se ha agotado su misericordia, se ha terminado para siempre su promesa? ¿Se ha olvidado Dios de su bondad o la cólera cierra sus entrañas (rajamim)?» (Sal 77,8-10).

Hay que concluir diciendo, en resumen, que el expresivo verbo con que Lucas manifiesta los sentimientos más profundos del padre queda enriquecido con cuantos matices se han indicado previamente a lo largo de los testimonios de las páginas bíblicas, en especial de los profetas. Los verbos, tanto el hebreo rijem como el griego splagkhnizomai, son denominativos; a saber, compuestos por la raíz de un sustantivo que significa «entrañas» y provistos de una vigorosa connotación de ternura y afecto. Son verbos muy gráficos. Nosotros, lamentablemente, carecemos de un verbo similar en lengua castellana; no tenemos el verbo «entrañar» –creado a partir de la palabra raíz «entrañas»– para indicar que se quiere a alguien con la fuerza de las entrañas. Para una correcta interpretación –y por ende, una adecuada traducción–, se ha de atender a dos factores, al emotivo de la pasión y al íntimo de las entrañas. Así pues, el verbo esplakhnisthe (Lc 15,20) recoge la afluencia de estas corrientes, apretándose de significado. El verbo, debido a su densidad emotiva, se muestra reacio a una fiel traducción. He aquí agrupadas las más importantes traducciones que se han efectuado. Justo es reconocer que cada una aporta su propio matiz idiomático. «Su padre lo vio de lejos y se enterneció; salió corriendo, se le echó al cuello y lo cubrió de besos» (Nueva Biblia Española). «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y

L. Alonso Shökel-J. L. Sicre, Profetas, I, 562. Así sentencia M. García Cordero, Biblia comentada, III. Libros proféticos, Madrid 1963, 589. 26 27

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El padre / 105 echando a correr, se le echó al cuello, y se puso a besarlo» (Biblia para la iniciación cristiana). «Estaba aún distante, cuando su padre lo divisó y se enterneció. Corriendo, se le echó al cuello y le besó» (Biblia del Peregrino). «Todavía estaba lejos, cuando su padre lo vio, y se conmovió y corrió a arrojársele al cuello y besarlo» (Cantera-Iglesias). «Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se le echó a su cuello, y le besó efusivamente» (Biblia de Jerusalén). «Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio, y profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos» (La Casa de la Biblia). «Y como aún estuviese lejos, violo su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y echóse sobre su cuello, y besóle» (Casiodoro de la Reina-Cipriano de Valera). «Y cuando aún estaba lejos vióle el padre, y compadecido corrió a él y se arrojó a su cuello, y le cubrió de besos» (Nácar-Colunga). «Estando él muy lejos todavía, viole su padre, y se le enterneció el corazón, y corriendo hacia él echósele al cuello y se lo comía a besos» (J. M.ª Bover- F. Cantera).

Las diversas traducciones, no sólo las aquí reseñadas, se sirven de paráfrasis más o menos afortunadas: sentir amor entrañable, partírsele a uno el alma o el corazón, conmoverse en las entrañas, compadecerse, sentir lástima. No parece, sin embargo, acertada la traducción del verbo splagkhnizomai como «sentir lástima». Y es ésta, después de todo, la traducción de bastantes pasajes en la Biblia litúrgica aplicados a Dios y a Jesús. Y la lástima, conforme a la definición del diccionario de la RAE, significa «enternecimiento o compasión excitados por los males del otro». Tampoco parece que sean correctos los vocablos «conmiseración» o «condolencia». Son palabras que revierten sobre actitudes que de alguna manera tratan de humillar al otro, porque es su desgracia o infortunio la que aparece como motor que determina el sentimiento de compasión. La palabra «entrañas» (en hebreo y griego, rajamimsplagkhna) refiere directamente los sentimientos maternos, los propios de una madre para con su criatura. Estos sentimientos arrancan desde el «hondón del alma», brotan del instinto y de la sangre. Son tan fuertes que producen una conmoción de las entrañas. No son una acción, sino una pasión, es decir, «algo que se padece» (RAE), y que afecta a un suje-

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to pasivo. Por eso el verbo griego de Lucas va justamente conjugado en voz pasiva. Se trata primeramente de una emoción física, que brota impetuosa desde lo más íntimo de una madre (sobre todo). Alude a una auténtica compasión, que se pone en agitación y pulsión ante la visión del estado deplorable de otra persona; literalmente es un movimiento de las entrañas suscitado por la vista. «Traducir el pasivo esplagkhnisthe por ‘tuvo piedad’ es casi un contrasentido, es, más bien, fue tenido, alcanzado por la piedad, sintió una entrañable compasión» 28.

Esta gama de palabras y verbos emparentados podrían ser catalogados bajo el epígrafe de «la pasión de la ternura». Salvando múltiples inconvenientes, preferimos traducir el verbo esplagkhnisthe, que describe los sentimientos y emociones del padre del hijo pródigo, como «conmoverse en las entrañas», puesto que claramente refiere los movimientos que se suscitan –una auténtica conmoción– y alude al fondo íntimo de donde surgen. También puede entenderse, en sentido algo más metafórico, como «enternecerse el corazón».

3. El padre corre hacia su hijo Y corriendo (v. 20). Es el padre quien da dinamismo a toda la secuencia; el hijo sólo está lejos, el padre lo ve y empieza a correr. En la Antigüedad, sea griega, latina o semítica, un «pater familias» corriendo se considera un gesto innoble que desdice de su dignidad personal y de su autoridad social 29. Pero es tanta la alegría que experimenta el padre ante la visión de su hijo, que no puede contenerse y espontáneamente arranca en una carrera precipitada. a) La carrera hacia el hijo. El libro de Tobías Este gesto, sobriamente descrito por Lucas, posee un trasfondo en el Antiguo Testamento, y aparece emotivamente reseñado en el libro de Tobías, a la vuelta del hijo.

28 C. Spicq, Splagkhna, splagkhnizomai, en Notes de lexicographie néo-testamentaire, II, 814. 29 Cf. G. Rossé, Il vangelo di Luca, Roma 1992, 612.

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Puede incluso señalarse un amplio paralelismo entre ambos escritos (libro y parábola de Lucas), no aplicable exclusivamente a una y otra escena. Tobías, el hijo, parte para una región lejana en busca de una herencia; cumple su encargo con fidelidad; pero su tardanza trae inquietud a sus padres. Al fin regresa habiendo cumplido su misión y trayendo la medicina para remediar la enfermedad de su padre. Su vuelta va a llenar de alegría a sus ancianos progenitores. Por contraste, el hijo menor se comporta como un anti-Tobías; se aleja de la casa del padre por razones económicas, se porta indignamente, y gasta todo su caudal; al fin regresa, sin dinero y sin dignidad. A pesar de todo, su vuelta llena de alegría el corazón de su padre, que corre presurosamente hacia él. La alegría resplandece aún más nítida, pues descansa no en el buen hacer del hijo –que no ha hecho sino fechorías–, sino en el corazón del padre, tal como se explicitará más adelante. Nos fijamos en la escena cumbre del libro de Tobías, que va a iluminar los sentimientos del padre en el regreso del hijo pequeño. «Partieron los dos juntos. El ángel le había dicho: ‘Toma contigo la hiel’. Detrás de ellos iba también el perro. Ana estaba sentada, observando atentamente el camino de su hijo. Advirtió que él venía y dijo al padre: ‘Mira, tu hijo viene y el hombre que le acompañaba’. Rafael iba diciendo a Tobías, mientras se acercaban al padre: ‘Tengo por seguro que los ojos de tu padre se abrirán. Úntale los ojos con la hiel del pez, y el remedio hará que las manchas blancas se contraigan y se desprendan y se le caerán como escamas de los ojos. Y así tu padre podrá mirar y ver la luz’. Corrió Ana y se echó al cuello de su hijo, diciendo: ‘Te he visto, hijo mío. Ya puedo morir’. Y rompió a llorar. Tobit se levantó e iba tropezando, pero consiguió salir a la puerta del patio. Corrió hacia él Tobías, llevando en la mano la hiel del pez; le sopló en los ojos y abrazándolo estrechamente le dijo: ‘Ten confianza, padre’. Y le aplicó el remedio y esperó; y luego, con ambas manos le quitó las escamas de la comisura de los ojos. Tobit, al ver a su hijo, se echó sobre su cuello, lloró y le dijo: ‘Ahora, te veo, hijo mío, luz de mis ojos’» (Tob 11,5-13).

Toda la narración avanza en forma de alternancia de los protagonistas. Por una parte, Tobías y el ángel Rafael, que vuelven con prisa del largo viaje; por otra, los dos ancianos que esperan tensos la llegada del hijo. Y así, balanceándose, discurre la fluencia del relato entre ambas orillas con creciente suspense e interés. Ana observaba cada día el camino del hijo; la senda por la que un día lejano se había alejado y por donde tendría que

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volver (11,5). Antes se nos ha informado de que «todos los días se iba a mirar el camino por donde se había marchado su hijo» (10, 7) 30. Ana era, como indica un buen comentarista del libro, «los ojos ciegos de su marido» 31. La madre vivía de esta escondida esperanza; aguardaba en secreto la venida de su hijo, aunque las apariencias evidenciaban lo contrario. Cuando su marido procuraba consolarla, intentando confirmarla en la creencia de que su hijo no había muerto –que estaba bien, que ella no debía inquietarse porque ya tenía que estar cerca (10,6)–, Ana no lo creía. Y cuando ya se ponía el sol y la oscuridad hacía irreconocible el camino, la madre, falta de toda luz, «entraba en la casa y pasaba las noches gimiendo, llorando, sin poder dormir» (10,7). El encuentro acontece provisto de encanto; aparece incluso adornado por detalles pintorescos, como la aparición del perro. La Vulgata, sin duda por influjo de san Jerónimo, añade en el verso 9: «Entonces el perro, que les había acompañado en el viaje, se adelantó corriendo y, haciendo oficio de mensajero, daba muestras de alegría moviendo la cola» 32.

Un lector de la literatura griega no puede olvidar la mención del perro, señalada por la Odisea (Libro 18), a la vuelta de un célebre viaje, el protagonizado por Ulises desde Troya hasta Ítaca. Cuando el héroe griego regresa al hogar, el perro, que le reconoce al instante, no así los pretendientes de Penélope, se muere repentinamente de alegría por el regreso de su amo. El perro es la señal anticipada y espontánea –el animal no puede contener su alegría ante la presencia del amo– de la llegada del hijo (5,16; 6,2). El lector, inmerso en el relato, debiera alterarse también con la sorpresa de Ana, cuando ésta repara que al fin vuelve su hijo. No va en seguida a su encuentro, sino que avisa a su marido ciego y le informa de la buena noticia: «Mira, tu hijo 30 Cómo contrasta con la visión pesimista de A. Machado, manifiesta en el primer poema que abre su libro Soledades. 31 G. Nickelsburg, Tobit, Nueva York 1988, 688. 32 Existen tres tradiciones textuales principales del libro de Tobías: el Sinaítico, que configura la Vetus latina; el Vaticano, que es más estilista, y la Vulgata, en la que san Jerónimo ha efectuado bastantes añadidos. Cf. C. A. Morey, Tobit, Nueva York 1996, 8-12.

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viene». Después, Ana, al igual que el padre del hijo pródigo, corre y se echa alborozada en el cuello de su hijo. La secuencia de la escena es la misma. Y las palabras griegas de ambos relatos son idénticas. Nada sabemos de la reacción personal del padre del hijo pródigo. Aquí sí se nos informa de los sentimientos de la madre, pues se añaden las palabras, casi sollozos de la madre, quien, al poder contemplar, por fin, a su hijo ve también cumplida la ilusión de su vida. Incapaz de seguir hablando con más palabras, se echa a llorar. En el códice Vaticano se indica que lloran ambos, no sólo la madre. La madre ya puede morir en paz, como dirá el anciano padre Jacob al ver de nuevo a su hijo José (Gn 46,30), o como dirá Simeón al tener en sus brazos a Jesús (Lc 2,26). Muy conmovedora resulta también la aparición de Tobit, el padre de Tobías. Se da prisa en encontrarse con su hijo; pero está ciego y solo (Ana lo ha dejado para ir presurosa en busca de su hijo). Va tanteando y tropezando por entre los muebles; aun así consigue salir de la casa y ya alcanza la puerta del patio que da al camino. Sale a la intemperie, al encuentro de su hijo. No ha podido esperar a que éste y su madre entren en la casa. Sigue avanzando, tropieza y está a punto de caer («offendebat pedibus», afirma la Vulgata). Tobías, el hijo, lo ve y sale corriendo hacia su padre y se echa en su cuello, se funde con él en un íntimo abrazo. Le anima a tener confianza. Le unta los ojos con la medicina. Cuando el padre recobra la vista, se arroja sobre el cuello de su hijo y se echa a llorar. La exclamación del padre ante su hijo es espléndida. No puede decir tanto un padre a su hijo, con tan pocas y tan verdaderas palabras: «Ahora te veo, hijo, luz de mis ojos». Toda la escena se halla, pues, transida de delicada ternura; abunda en detalles de profunda psicología humana, familiar. Ciertamente aquí podemos descubrir el trasfondo del encuentro del padre con el hijo pródigo. Y se nos informa de un cúmulo de esos sentimientos que todo lector de la parábola adivina, que querría ver descritos en Lucas, aunque el evangelista se muestra contenido respecto a sus detalles emotivos. Así pues, podemos barruntar –a través de este ejemplo del libro de Tobías– la anhelante espera del padre del hijo pródigo, quien asume simultáneamente el papel de padre y de madre, de Tobías y Ana. Su reacción es paternal y maternal al mismo tiempo. También conviene reseñar esa tensa mirada,

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ese estar acechando continuamente el camino del hijo, por donde un día aparecerá la silueta en el lugar en el que hoy sólo quedan rastros de sus huellas que se alejaron. Pero se destaca, sobre todo, el encuentro con el hijo recobrado. Tiene varios momentos: – La alegría de un ansiado encuentro entre unos padres y un hijo. Antes de verlo, la madre lo adivina, luego lo presiente por la llegada presurosa del perro, por fin le divisa a lo lejos. Lo ve en primer lugar la madre. Al padre se le notifica únicamente; más adelante el padre lo podrá ver. – La carrera acelerada, precipitada, de ambos y de cada uno a su manera. Primero, la madre. Es tan intensa la emoción que inunda el corazón de la madre, tan inaplazables sus ansias de abrazar al hijo, que deja al pobre Tobit solo en la penumbra de su ceguera. Ella sale, rápida y como loca, al encuentro de su hijo. Dice el texto griego: «prosdramousa» (v. 9), también en participio como en el caso del padre del hijo pródigo: «dramon» (corriendo; v. 20). El padre tampoco puede aguardar más, no espera a que el hijo acuda; comienza su carrera, inicia a caminar como malamente puede, a golpes con los estorbos materiales que se interponen en medio y dando trompicones, tanto es así que hasta «tropieza» y el hijo, al verlo –señala el texto bíblico–, «acude a sostenerlo». Como se indica en el texto del códice Vaticano: «El hijo acudió a él y lo sostuvo» (vv. 10-11). En la carrera del padre del hijo pródigo se funden simbólicamente las dos alegrías, las dos carreras de Ana y de Tobit. Porque en él se concentran los sentimientos del padre y de la madre. – Se da un largo abrazo, una íntima fusión. El texto afirma de la madre: «cayó sobre el cuello de su hijo»; literalmente: epepesen epi ton trakhelon tou hyiou autou (Tob 11,9). Del padre se dice: «y viendo al hijo cayó sobre su cuello»; con estos vocablos griegos: epepesen epi ton trakhelon autou (v. 13) que son justamente las mismas palabras con que refiere Lucas el abrazo de padre e hijo: epepesen epi ton trakhelon autou (v. 20). – El texto de Tobías insiste en el llanto del padre (v. 14); pero ahora es un llanto de alegría, que contrasta con el llanto señalado en 3,1. Cuando Tobit se ve solo y ciego, sin la comprensión de su mujer, burlado en su piedad para con Dios y

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en sus limosnas: «anegada mi alma de tristeza, llorando comencé a orar con gemidos». Entre dos llantos, uno de tristeza, y otro de alegría, parece encuadrarse el libro 33. El texto de Lucas se muestra con más contención emotiva. – Visión de la luz. Llega el milagro de poder por fin recuperar la ilusión perdida, salir de la oscuridad y contemplar la luz. Todo el relato queda en suspense por el anuncio y llegada de la luz. El ángel le había dicho a Tobit: «tu padre recobrará la vista y verá la luz» (11,7). Ambos padres –no sólo Tobit– verán la luz. La madre le dice: «te he visto». Y el padre, contemplando a su hijo, le llama «luz de mis ojos». Le confiesa emocionado que ahora ya ve la luz. «Es la extática explosión de la alegría» 34. Porque no existe más luz para los ojos de un padre que la luz de su hijo. Ve la luz, es decir, ve a su hijo sano y salvo 35. En la parábola del hijo perdido no se describe ninguna visión de luz; pero leyendo con atención se descubre una luz que brilla misteriosamente y que alumbra toda la secuencia; una luz, si cabe alguna comparación, aún más pura y transparente. Porque este hijo menor que vuelve a su casa llega deshecho, roto; no trae ni medicina para curar, ni dinero de la herencia que recibió; no ha cumplido ninguna misión, viene vencido y humillado. Llega perdedor y perdido. A pesar de su derrumbe moral, el padre sale corriendo hacia él y le abraza. El relato no habla de la luz como en el libro de Tobías, porque hay una luz omnipresente que enciende la parábola, la luz de la misericordia del padre que brilla sobre las miserias del hijo.

4. El padre se echa sobre su cuello Se echó sobre su cuello (v. 20). La expresión lucana contiene primor literario aquilatado. Literalmente dice: Epepesen epi ton trakhelon autou. La frase griega está provista de una pretendida aliteración; se repite por dos veces la preposición «sobre» (epi). Obsérvese esta Cf. C. A. Morey, Tobit, Nueva York 1996, 263. I. Nowel, The Book of Tobit: Narrative Technique and Theology, Washington 1985, 1213. 35 Cf. C. A. Morey, Tobit, 262. 33 34

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redundancia en griego: epi-piptein-epi, que en español sería: «sobre-echarse-sobre». Esta reduplicación de la preposición muy difícilmente puede ser traducida en español logrando el efecto expresivo que tiene en griego 36. Aquí la escritura se pone al servicio de la hondura de los sentimientos. La carrera del padre acaba en el gesto de abalanzarse sobre el hijo. Tal parece ser el objetivo de su larga y fatigosa marcha: echarse de bruces sobre el cuello de su hijo 37. La frase muestra, pues, gráficamente que el padre emprende una carrera vertiginosa que sólo se detiene como meta natural en el cuello del hijo, sobre el que se desploma. Este expresivo verbo epi-piptein («caer sobre») aparece hasta ocho veces en la obra lucana, es una palabra característica suya. Sólo él utiliza este verbo con la preposición epi; en el resto del Nuevo Testamento se encuentra sólo tres veces 38. Lucas escribe aún esta expresión en la emotiva despedida de Pablo de los presbíteros de Mileto: «Rompieron entonces todos a llorar y arrojándose al cuello de Pablo, le besaban, afligidos sobre todo por lo que había dicho: que ya no volverían a ver su rostro. Y fueron acompañándole hasta la nave» (Hch 20,37-38).

Pero el expresivo gesto está transido por escenas del Antiguo Testamento. Veremos sólo las más importantes, aquellas que pueden iluminar nuestro pasaje evangélico. a) El encuentro del perdón entre Jacob y Esaú (Gn 33,4) «Esaú corrió a su encuentro y abrazándolo le besó y se echó sobre su cuello, y lloraron ambos» (Gn 33,4).

Es una de las más conmovedoras escenas del Antiguo Testamento. Muy concentrada; cabe en un solo verso y se convierte en una quintaesencia de sentimientos. Pero el narrador sagrado le ha dedicado una solemne preparación; todo un extenso capítulo (Gn 33) le sirve de preámbulo 39. E. Borgui, Lc 15, 11-32. Linee esegetiche globali, 290. Cf. G. Nolli, Evangelo secondo Luca, 704. 38 Cf. J. Jeremias, Tradition und Redaktion in Lukas 15, 180. 39 Para nuestro comentario nos hemos servido principalmente de G. von Rad, El Libro del Génesis, Salamanca 1977, 390-405; L. Alonso Schökel, Pentateuco. Génesis y Éxodo, Madrid 1970, 149-156; y sobre todo de la obra del mismo autor: ¿Dónde está tu hermano? Textos de fraternidad en el libro del Génesis, Valencia 31994, 193-215. En la página 201 acumula el autor una extensa bibliografía. 36 37

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Existen profundas afinidades entre esta escena y la protagonizada por el padre y el hijo pródigo. Jacob se parece en bastantes rasgos al hijo pródigo de la parábola. Se asemeja en que es el más pequeño entre los dos hermanos, también en que ha ofendido gravemente a su hermano (el hijo pródigo, en cambio, ha desairado a su padre), y en que se ha ido de la casa a una región lejana. Jacob ha tenido que huir necesariamente, pues su vida corría peligro. Tras muchos años de ausencia viene ahora a reconciliarse con su hermano Esaú. Asimismo el hijo pródigo vuelve de una región distante a la casa del padre; busca encontrarse con él y pedirle perdón. No quiere ser ya hijo, sino siervo en la casa de su padre; al igual que Jacob, renuncia a ser hermano para convertirse en siervo de su señor. Mientras asistimos a un sobrio comentario del Génesis, nos acordamos, entre líneas, del regreso del hijo menor y veremos fluir escondidas remembranzas entre un relato y otro. Por eso, también nosotros, al igual que el narrador bíblico, no tenemos más remedio que dedicar algunas líneas explicativas del encuentro de la reconciliación. • Preparación para el encuentro (Gn 32,4-14a) Jacob se dispone cuidadosamente para encontrarse en paz con su hermano. Esta preparación es descrita hasta en sus mínimos detalles por el narrador bíblico, quien busca involucrar al lector; logra el pretendido efecto de retardar, otorgando más emoción al relato, el encuentro final entre los dos hermanos. Hermanos separados en todos los sentidos, en la geografía y el afecto, durante veinte años. En primer lugar Jacob envía mensajeros con una sola aspiración. Busca el perdón, tal como muestra el anuncio transmitido a los mensajeros: «encontrar gracia a sus ojos» (32,6). Se humilla incluso en el trato y el reconocimiento. Llama a su hermano con la denominación de «mi señor»: «Así diréis a mi señor Esaú» (v. 4); «a mi señor» (v. 6), y él se considera a sí mismo como siervo: «Así dice tu siervo Jacob» (32,4). La figura de Esaú que ven los mensajeros resulta amenazadora. Esaú viene al encuentro, como un bandolero, acompañado con cuatrocientos hombres. No permite ningún diálogo, ni siquiera ha dado una sola palabra de acogida al

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mensaje reconciliador de su hermano. Éste se llena de miedo y angustia. Concibe entonces otra solución de emergencia, en términos de pura supervivencia ante un ataque bélico de su hermano. Reparte su dilatada familia en dos bloques o campamentos y piensa: «Si llega Esaú a uno de los campamentos y lo ataca, se salvará al menos el otro» (v. 9). Eleva a Dios una oración ferviente (10-13), una súplica urgida por el peligro que se avecina. Pide a Dios que le libere del poder de su hermano. La oración se apoya en la palabra de Dios, y se ensambla en el paralelismo de dos frases: «Señor, tú dijiste ‘vuelve a tu tierra...’. Tú me dijiste: ‘Yo seré bueno contigo’. Jacob espera alcanzar la bondad amparado en la palabra reveladora de Dios. Le invoca no como Dios en general, sino como el Dios de sus padres, quien se ha manifestado siempre providente con los suyos. • Envío de regalos para propiciar un feliz encuentro (Gn 32,14b-22) Jacob dirige mensajeros con abundantes dones. Cada mensajero proclama el mensaje de que Jacob se acerca; pero éste no viene todavía; lo que llega puntualmente es otro regalo, y otro aún..., cada cual más espléndido. Así, de manera sistemática, Jacob quiere apaciguar la malquerencia de su hermano, trata de domesticar su cólera. Ya no tendrá que dedicarse Esaú al duro oficio de la violencia y del latrocinio; los regalos de su hermano le proporcionarán medios más que suficientes para vivir con holgura. El verso 21 se revela iluminador, debido a la múltiple mención de la palabra «rostro» (panime en hebreo). Una traducción literal reza así: «expiaré su rostro, con los regalos que van ante mi rostro, después veré su rostro, quizá me alce el rostro». Tan reiterado empeño anticipa el nombre de la nueva visión que va tener Jacob. Se llama «Penuel», es decir, el rostro de Dios. Suena a premonición. • Dios bendice el encuentro. Jacob lucha con Dios (Gn 32,23-33) Jacob se encuentra con Dios durante la noche, que suele ser en la Biblia tiempo de tensa espera y vigilia. Hay que re-

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cordar la gran noche de los primogénitos en Egipto (Éx 1213) y la noche silenciosa ante el Mar Rojo (Éx 14). La visión nocturna con Dios interrumpe de modo extraño el inminente encuentro con Esaú, pero tiene en el conjunto una posición estratégica 40. Jacob está abatido ante la llegada aterradora de su hermano. Ahora sobreviene un encuentro mucho más temible. Acontece como respuesta a la oración que había formulado en Gn 32,10-13. Este extraño episodio recuerda al de Moisés camino de Egipto, sorprendido por el asalto de Dios (Éx 4,24-26), y a la aparición de Éx 3, por el tema del nombre. El personaje misterioso se presenta como hombre; una presencia masculina se abalanza sobre Jacob. La indeterminación «hasta las luces del alba» indica que la pelea se prolongó durante toda la noche. Hay restos de leyendas antiguas sobre combates entre dioses, que asumían formas humanas, y héroes con fuerzas gigantescas 41. Se trata de una lucha nocturna, cuerpo a cuerpo. La estructura es de perfecto quiasmo: dos bendiciones, dos peticiones de nombre. En el centro está el cambio de Jacob por Israel: no ya Jacob, sino Israel («ha luchado contra Dios»). Israel le pide el nombre a este personaje y no lo consigue. Por fin obtiene la bendición. Es un relato etiológico, que se remonta a una época muy antigua, premosaica. Se subraya la insistencia de Jacob, su «anaideia» (Lc 11,8). Lo más interesante para nosotros es constatar que la bendición que Jacob recibe se va a mostrar fecunda. Y significa que la bendición divina –sólo la fuerza de Dios– va a permitir la reconciliación y la paz entre los dos hermanos separados. • El abrazo fraterno del perdón (Gn 33,1-4) Jacob coloca en forma estratégica a los suyos (vv. 1-3): en primera línea, a las personas menos ligadas a su corazón, por si acaso Esaú viene en son de guerra y se produce una feroz acometida. En el último lugar, a la zaga, van los que él más amaba: Raquel y José (v. 2); espera que al menos se salve ese resto tan querido; en caso de ataque, ya tendrían ocasión de huir. Ahora comienza solemnemente la marcha de Jacob ha40 41

plos.

Cf. L. Alonso Schökel, ¿Dónde está tu hermano?, 201-211. Cf. Von Rad, El libro del Génesis, 395; en donde Gunkel aporta muchos ejem-

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cia su hermano para pedirle perdón. Se pone por delante de los suyos, se les «adelanta» (como Jesús se adelanta a sus discípulos para salir al encuentro del peligro, protagonizado en Judas y la tropa armada del templo, en la noche de Getsemaní; cf. Jn 18,4). Jacob avanza y se postra siete veces en tierra hasta alcanzar a su hermano (v. 3). El gesto insólito de postrarse siete veces no se conoce en la Antigüedad; sólo se sabe de un testimonio encontrado en una remota carta de Amarna (siglo XVI a.C.), que testimonia la adoración de un esclavo ante el Faraón. De ordinario se hace una sola postración (1 Sm 20,41; 2 Sm 9,6). Prosternarse una sola vez ya era una señal de máximo respeto (Gn 18,2; 19,1). Jacob se siente como un esclavo ante Esaú, su señor. La humillación repetida de Jacob es un gesto de arrepentimiento; muestra que Jacob pide perdón al hermano ofendido42. El verso 4 describe una reconciliación entrañable: «Esaú corrió a su encuentro y abrazándolo le besó y se echó sobre su cuello, y lloraron ambos» (Gn 33,4).

Detengámonos sin más demoras en este verso, con los ojos puestos en la escena entre el padre y el hijo pródigo. Encontramos estas profundas afinidades: – La carrera de Esaú. Es la primera acción en esta intensa secuencia del verso. Esaú ha sido el ofendido y perjudicado. Su hermano (con la complicidad de la madre de ambos, Raquel) le engañó repetidamente. Se aprovechó de su debilidad para arrebatarle el derecho de la primogenitura; y, sobre todo, lo que va más allá del alcance humano de aquella mala acción, le privó de la bendición del padre, que a él sólo correspondía. Entonces juró con fuertes gritos una venganza de muerte; se comprometió a matarle. Por eso Jacob tuvo que huir. Han pasado veinte años. Llega ahora el encuentro ansiado. ¿Podrá el resentimiento sobre el perdón? El verso nos informa de que Esaú ahora no aguarda a que su hermano consume su marcha y se siga humillando en tierra; sale corriendo. También él se apresura al encuentro de su hermano.

42

403.

Para el repertorio crítico de estos datos, cf. G. von Rad, El libro del Génesis,

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– La ternura del perdón. «Abrazándolo le besó y se echó sobre su cuello». En dos verbos también se asemeja esta escena a la del padre del hijo pródigo. El pasaje del Génesis dice en griego: «rodeándolo», es decir, «abrazándolo» (perilabon). Esaú besa y se echa sobre el cuello de su hermano, que le ha ofendido. Esa acción de besar se parece en todo al gesto del padre, aunque cabe precisar que en la parábola se asiste a un besar más intenso y reduplicado, pues el texto de Lucas no dice el simple ephilesen (como en Gn 33,4), sino katephilesen, que contiene el prefijo kata, cuya función sirve para subrayar la efusión. Pero ese gesto de echarse al cuello de su hermano es el mismo, provisto de palabras idénticas: verbo, preposiciones y también el sustantivo. Se describe con apretada intensidad el gesto de la reconciliación. Es un arrojarse al cuello del hermano, abalanzarse y ahí quedarse. Es una conmovedora escena de perdón. No hace falta decir más. Sobran las palabras, hay un apretarse mutuo entre hermanos. El ofendido perdona a quien le ofendió, y el ofensor se siente perdonado en el beso y entre los brazos de su hermano. Este largo abrazo, este beso fraterno, este echarse al cuello de su hermano que viene suplicante es sello y garantía de perdón. El narrador señala que ambos rompieron a llorar (eklausan amphoteroi). Es un llanto que sana, vale para aliviar tanto grado de emoción bullente, y es sobre todo una señal liberadora, limpia y lava todo el odio acumulado. Este detalle no lo trae la parábola. Pero lo que el narrador quiere recalcar es algo mucho más profundo. Existe una misteriosa correspondencia entre esta reconciliación de los dos hermanos y el encuentro nocturno de Jacob. Sólo con la bendición de Dios los hermanos pueden llegar a la concordia. Este avenirse mutuo aparece señalado de manera magnífica en el verso 10. Al ver el rostro benévolo de su hermano, Jacob siente que repite la experiencia de la visión de Dios: «si he hallado gracia a tus ojos, toma estos dones de mi mano, ya que he visto tu rostro benévolo y es como ver el rostro de Dios». El texto hebreo con su precisa escritura resulta revelador. Jacob no sólo da «regalos» (minha)

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a Esaú, sino que le ofrece la «bendición» (beraka), aquella bendición que él le había usurpado. En el verso 11 se dice no ya dones, sino «bendición». Le suplica Jacob a Esaú: «acepta, pues, la bendición que te he traído» 43. Se trata de una restitución y restauración. Significa que el que robó la bendición a su hermano ofrece ahora una abundante bendición. Y Esaú la acepta. Es importante que Esaú acepte este don, como una señal clara de que realmente ha perdonado a su hermano. Se rompe el maleficio y se cierra el ciclo del rencor. En el perdón y la reconciliación se refleja el rostro de Dios, como un nuevo Panuel. Jacob hace partícipe a Esaú de sus dones, de la bendición que ha recibido por parte de Dios; los comparte con su hermano. En efecto, el texto bíblico nos depara una profunda enseñanza teológica. La reconciliación entre hermanos es una nueva teofanía: es ver el rostro de Dios. Ver a alguien que perdona es asistir a una aparición de Dios. b) Abrazo entre padre e hijo. Jacob y José (Gn 46,29) «Mandó por delante a Judá para que se dirigiera a José y preparara el camino de Gosén. Cuando se dirigían a Gosén, José mandó enganchar la carroza y subió hacia Gosén a recibir a su padre, Israel. Y cuando se le apareció se echó a su cuello y lloró largamente a su cuello 44. Israel dijo a José: ‘Ahora puedo morir después de haber visto tu rostro, pues vives todavía’» (Gn 46,28-30).

De nuevo una escena que habla de un intenso abrazo –pero esta vez en justo complemento de la anterior– se refiere al encuentro entre un padre y un hijo, como acontece en nuestra parábola. Tras largos años sucede lo que el padre Jacob no había podido ni imaginar en el mejor de los sueños de José: ver a su propio hijo, a quien creía ya muerto, devorado por alguna fiera del campo.

43 Normalmente las diversas traducciones no caen en la cuenta de este cambio, que posee un matiz iluminador en la historia de la reconciliación. Y no sólo se debate la precisión de una palabra, sino que aquí se ilustra el enorme contenido en la evolución de los hechos y la historia. 44 La traducción del verso 29b «lloró largamente a su cuello» es aproximativa; resulta muy difícil, casi imposible, traducir palabra por palabra la construcción de esta densa frase hebrea (cf. Rut 1,14). Cf. G. von Rad, El libro del Génesis, 497.

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Ahora se realiza cuanto previamente había sido anunciado en el relato bíblico (cf. Gn 45,21-28); se cumple lo que había ansiado tras las albricias de que José aún seguía vivo. Los hermanos de José retornan de nuevo a Canaán; saben ya con plena certidumbre que José es el hermano que generosamente les ha perdonado, y que se ha convertido en el gran visir de Egipto, el plenipotenciario. Le anuncian a su padre que su hijo José está vivo. El padre se queda atónito. No reacciona ante la noticia; no los puede creer, imposible le parece la verdad de tal sueño. Entonces sus hijos le repiten las palabras de José, una por una, para que se convenza. Sigue resultando inútil. Como aún no acababa de creérselo, le quieren persuadir mostrándole las carretas de Egipto, cargadas de presentes, de trigo en abundancia. Entonces el padre Jacob tiene que rendirse a la evidencia. El pasaje comenta, a manera de reacción, que «revivió el espíritu de su padre Jacob» (45,27). Y el mismo padre declara, embargado de una súbita emoción: «¡Esto me basta! Todavía vive mi hijo José: iré y veré su rostro antes de morirme» (Gn 45,28). Lo que colma su existencia, atormentada de pesares y reveses, es el saber que su hijo José sigue con vida. Quiere cuanto antes ponerse en marcha y ver su rostro. Después de esto, alcanzado el objetivo, podrá morirse en paz. El encuentro entre Jacob y José, a quien consideraba muerto desde hacía veintidós años, debió de emocionar al padre y a todo oyente de los relatos patriarcales. Además, José se presentaba rodeado del boato y la parafernalia de su séquito oriental. Dos carreras se inician. Ambos pretendientes parten como si cada uno quisiera llegar primero. Gosén es el lugar de la convocación; tal es el nombre de la tierra dada por el Faraón a la familia de José (47,5-6), región próxima a la frontera norte de Egipto; esta situación estratégica favorecerá en su momento la huida de los hebreos. Jacob despacha a Judá para preparar el camino. José manda enganchar la carroza, señal de su señorío político y para hacer más rauda la marcha. Son dos movimientos que se acercan a un mismo punto: la cita del encuentro entre padre e hijo. Un movimiento de cámara haría ver, alternativamente, a los dos marchando para encontrarse. Esa alternancia prestaría mayor vivacidad a la marcha.

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La escena del encuentro es sobria, contenida, pero pletórica de afectividad; da la impresión de que el narrador sagrado ha querido tratar con respeto la emoción, ahorrando detalles ornamentales, centrándose en lo esencial. El verbo hebreo resulta insólito. José se le «apareció». Hasta ahora la Biblia ha reservado la palabra exclusivamente para las apariciones de Dios (Gn 12,7; 18). Este lenguaje habla de la importancia del encuentro entre padre e hijo, a modo de una teofanía, una visión o visita divina. Hay un largo movimiento a cámara lenta. El padre se echa al cuello de su hijo y, abrazado a él, se queda largo rato llorando. Se destaca en primer plano el gesto del abrazo. La historia de la salvación parece repetirse en una secuencia de gestos sucesivos de reconciliación. Es el mismo gesto que hizo su hermano Esaú con él perdonándole, el que tuvo su hijo José con sus hermanos perdonándoles, el que ahora mantiene él con su hijo José. El pasaje se fija también en el llanto silencioso, intenso, de Jacob abrazado al cuello de su hijo. Eran demasiadas lágrimas contenidas durante muchos años, algunas derramadas hacia fuera, las más resguardadas dentro. Ahora brotan impetuosas sobre su hijo, el que era precioso objeto de su predilección, a quien quería sobremanera. El ciclo de José lo había señalado en los primeros versos del extenso relato. Era José, «el que amaba más que a todos los demás hijos, por ser para él el hijo de su ancianidad» (Gn 37,3). Jacob recibió ensangrentada la túnica de su hijo. Pensó con amarga pesadumbre que algún animal feroz le había devorado y que su hijo había sido despedazado, que su cuerpo destrozado en el campo quedaría abandonado sin otorgarle una digna sepultura, lo que acarreaba un destino infeliz (v. 33). Entonces, el padre también se desgarra su vestido, se echa a la cintura un sayal y hace duelo por su hijo. Nada ni nadie podía ya consolarle, y comenta entre sollozos que descenderá al seol, para habitar con su hijo en perenne luto y tristeza: «Voy a bajar en duelo al seol donde mi hijo» (v. 35). Y como resumen de su actitud, anota lacónicamente el pasaje bíblico: «su padre le lloraba» (v. 35). Entre un llanto y otro llanto del padre se enmarca la historia de José. El primero fue de desolación; este último de enorme alegría.

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En el texto sagrado predomina el gozo sereno del encuentro. Se cumple la alegría del padre, tanto más inmensa cuanto menos esperada. Ya hacía mucho tiempo que Jacob se había abandonado a la idea de que su hijo preferido había muerto devorado por una fiera; ahora lo recupera sano y salvo, tal como si él hubiera conseguido arrancarlo indemne de las garras del peligro. Su júbilo está colmado. Ya puede descansar en paz. «He visto tu rostro», le dice entrecortado el padre a su hijo. Jacob es un hombre afortunado. A lo largo de su dilatada existencia ha podido ver algunos rostros inolvidables en situaciones también límite. Vio el rostro de Dios –Panuel– (Gn 32,31); vio el rostro de benevolencia de su hermano que le perdonaba (Gn 33,10), cuya contemplación equivalía a ver el rostro divino; ahora ve al rostro de su hijo amado. Antes, sus hijos le habían hablado de José (45,13); era un saber de oídas; ahora le está viendo con sus propios ojos. El poder ver así quita dudas, concede la seguridad. Es la experiencia de Job al final de su libro: «Yo te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5). La visión engendra certidumbre y gozo. Ver es ya gozar; se produce el júbilo de la contemplación («visión beatífica» o dichosa). Las ansias de visión en Jacob se han cumplido, contemplando a su hijo. Queda entre líneas una sobria referencia a nuestra parábola. Asimismo el padre ve a su hijo, estando lejos 45. Jacob habla de una muerte y de una vida. Habla de su propia muerte por él aceptada, habla de la vida presente en su hijo. La muerte no es sólo el paso generacional entre un padre y un hijo; el padre se muere entregando el testigo de la vida a su hijo. En esta imagen de padre e hijo se anudan dos generaciones: una se va, otra viene (Qoh 1,4). Pero existe una visión más profunda. Ahora contempla una vida cumplida que, al cumplirse plena y dichosamente, accede a morir. A Jacob, el padre, no le importa morir, pues la vida –su misma vida– continúa en su hijo. Aún más, toda la ilusión de un padre es ver vivo a su hijo, tal como ahora lo está observando. Creía Jacob que su hijo estaba no sólo perdido, sino muerto, e incluso peor que muerto; puesto que había sido devorado por las fieras, y, al no tener una sepultura, su espíritu errante desconocería la paz del descanso. Ahora el padre 45

Cf. L. Alonso Schökel, ¿Dónde está tu hermano?, 308.

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recobra al hijo, lo retiene entre su brazos; es un gesto que conjura ya toda amenaza de separación, y que no se cansa de palpar la realísima existencia de la presencia filial. Jacob, abrazado al cuello de su hijo José, llora inacabablemente sobre él. Es una imagen que anticipa una estampa del Nuevo Testamento, cuya luz sobre él revierte. También él podría proferir las mismas palabras del padre del hijo pródigo, abrazado a su hijo: «Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida».

5. El beso del perdón Y lo cubrió de besos (v. 20). Sin necesidad de palabras, el padre del hijo pródigo le muestra su benevolencia; sin decirle nada, le está diciendo que le ha perdonado y que siente una alegría inmensa, comparable a la de esos padres que creían todo perdido, como Tobit y Ana, como los hermanos reconciliados Jacob y Esaú. El padre perdona a su hijo, a pesar de su gran culpa (como la de Jacob, igual que la de Absalón), porque sólo alberga para su hijo sentimientos de misericordia y de compasión. Hay que admirar la maestría en la expresión que emplea el evangelista para indicar el gesto de besar del padre. No usa el habitual «besar» (phileo) sino que le añade la partícula kata. La construcción completa es peculiar de Lucas. La preposición katá con un verbo insiste en su constancia y perfecta realización, como si fuese un tiempo verbal en perfecto griego 46. El verbo kataphileo posee, debido a la preposición que lo modifica, una insistencia y efusión de la que carece el simple verbo phileo 47. La frase posee el valor de una enorme porfía y una gran ternura expresiva. Puede traducirse con rigor de estas maneras: «lo besó repetidamente», «no cesaba de besarle», «se lo comía a besos». Hemos traducido «lo cubrió de besos». Encontramos un hermoso ejemplo en el Antiguo Testamento, que habla también de un perdón que se concede a través de un beso. 46 Cf. F. Blass-A. Debrunner-A. Rehkoph, Grammatik des neutestamentlichen Griechisch, Gotinga 141976, § 318.5. 47 Cf. G. Nolli, Evangelo secondo Luca, 704.

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a) Absalón obtiene el perdón del rey con un beso (2 Sm 14,33) «Absalón estuvo en Jerusalén dos años sin ver el rostro del rey. Llamó Absalón a Joab para enviarle al rey, pero él no quiso ir. Le llamó todavía una segunda vez, pero tampoco quiso. Entonces dijo a sus servidores: Ved el campo de Joab, que está junto al mío, donde él tiene la cebada. Id y prenderle fuego. Los servidores de Absalón prendieron fuego al campo. Entonces se levantó Joab, fue a casa de Absalón y le dijo: ¿Por qué tus servidores han prendido fuego a mi campo? Absalón respondió a Joab: Te he mandado llamar para decirte: Ven, por favor, pues quiero enviarte al rey para que le digas: ¿Para qué he vuelto de Guesur? Mejor me hubiera sido estarme allí. Quiero ver el rostro del rey; si hay alguna culpa en mí, que me haga morir. Fue Joab al rey y se lo comunicó. Entonces llamó a Absalón. Entró éste donde el rey y se postró sobre su rostro en presencia del rey. Y el rey besó a Absalón» (2 Sm 14,28-33).

En el capítulo anterior (cap. 13), todo él erizado de miserias domésticas que ensombrecen la historia familiar de David, se nos informa del pecado que comete Amnón contra su hermana Tamar, a la que viola con fuerza y luego deja abandonada «con más aborrecimiento que la pasión con que la había deseado» (v. 15). Inmisericorde al ruego de su hermana, que le suplicaba llorando un matrimonio, manda al criado que la eche a la calle. Tamar va pregonando por las calles su desconsuelo, cubierta su cabeza de ceniza y desgarrada su túnica; sin tener a donde ir, se refugia en casa de su hermano Absalón. Pasa el tiempo, el tiempo en que el odio de Absalón se va acumulando por la deshonra que había cometido Amnón contra su hermana. Dos años después, Absalón actúa fríamente, en consonancia con su resentimiento. Busca una venganza sangrienta, calculada. Se burla de la bendición del rey David que les había impartido a todos los hermanos (v. 25), se mofa también de las leyes sagradas de la comensalidad, que obligan a mantener vivos los lazos del mutuo respeto a quienes participan en una comida. El escenario y ocasión de la matanza resultan por sí mismos un atentado. Manda preparar un banquete regio y ordena a sus criados que apuñalen el corazón de Amnón cuando éste se encuentre alegre por el vino. El asesinato debe ejecutarse bajo sus precisas órdenes; ellos no deben tener temor, «porque os lo mando yo» (v. 28). El asesino de Amnón –lo subraya el pasaje– es su hermano Absalón, sólo él ha hecho correr –a sangre fría– la sangre de su hermano.

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Este crimen llena de dolor al rey David. «El rey y todos sus servidores se echaron a llorar con gran llanto» (v. 36). Absalón tiene que huir lejos de su padre, quien no cesaba de llorar por Amnón: «El rey lloraba todos los días por su hijo» (v. 38). Después de tres años, los sentimientos de pesadumbre del rey se han ido calmando (v. 39), no así el disgusto contra su hijo Absalón, a quien no quiere ver. Joab idea una estratagema para hacer cambiar el corazón del rey, y envía a la mujer de Técoa (14,4-20) para conseguir que el desterrado retorne y pueda obtener la reconciliación. El rey David accede, por fin, y permite que regrese Absalón (14,21). Que vuelva sí, pero lejos de su presencia. El pasaje hace frecuentes menciones del rostro del rey. A la vuelta de Absalón, aquél ordena: «que se retire a su casa, pues no ha de ver mi rostro» (v. 24a).Y Absalón se quedó en su casa sin poder ver el rostro del rey (v. 24b). Después de dos años «sin ver el rostro del rey», Absalón se queja repetidamente a Joab con una insistente súplica: «quiero ver el rostro del rey; si hay alguna culpa en mí, que me haga morir» (v. 32). El rey llama, por fin, a Absalón. Entra en la presencia del rey. Y esta vez es Absalón quien se postra rostro en tierra; se considera indigno de ver el rostro de su padre. El rey David –indica el pasaje, muy brevemente, casi con pudor– «besó a Absalón» (v. 33). Con este beso Absalón queda absuelto de su pecado y olvidado su crimen. Está ya perfectamente reconciliado. El narrador sagrado no añade comentarios emotivos en torno al encuentro entre el rey y su hijo. Tal vez los acontecimientos ulteriores no aconsejaban insistir en más demostraciones de ternura. Lo importante es retener y entender que este beso es la señal del perdón. Muy distinto es el beso del que hace gala Absalón unos versos después. Refiere el texto que éste se hacía cada vez más importante y procuraba ganar la simpatía de todos: «cuando alguno se acercaba a él y se postraba, le tendía la mano, le retenía y le besaba» (15,5). Carece de la grandeza del beso que le dio su padre; es sólo una artimaña para conseguir adeptos a su causa 48. 48 Muy otra es la opinión de P. K. McCarther, II Samuel, Nueva York 1984, 359. Tampoco puede ser entendido como un gesto de afirmación de Absalón en su dere-

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Absalón recibe un beso de perdón que le restaura en su condición de hijo del rey. Efectivamente, vemos a Absalón que goza de bienestar, acumula caballos y hombres. Está ya integrado en la vida del pueblo (15,1). E inmediatamente, ya perdonado, se rebela contra el padre. Poco tiempo ha durado en él la gratitud por la reconciliación obtenida. El texto pormenoriza las intrigas para hacerse con el poder y derrocar a su padre. Cuatro años duran tales maniobras, hasta que surge la revuelta (vv. 7-13). Se declara en guerra abierta contra su padre, y David tiene que huir. Algunas peripecias decoran esta aventura militar de Absalón contra su padre, a quien humilla al tomar posesión del harén regio. Durante todo este tiempo, el corazón de David estaba por su hijo; él ordena a sus jefes militares: «Tratad bien, por amor de mí, al joven Absalón» (18,5). A pesar de estas recomendaciones, Absalón muere; es asaeteado mientras colgaba de una encina; tres dardos le clava Joab en el corazón estando todavía vivo (18,14). Un mensajero se acerca a donde estaba el rey. La primera palabra de éste no es inquirir sobre el éxito o fracaso de la revuelta de Absalón, sino saber de su hijo. Preguntó el rey: «¿Está bien el joven Absalón?» (v. 29). El mensajero no informa sobre esta cuestión, hasta que llega otro, un hitita que comunica al rey lo que él considera una buena noticia. Cuando el rey la conoció, se estremeció. Subió a la habitación superior y rompió a llorar. Este pasaje refiere el dolor del padre ante la muerte de su hijo. En un entrecortado sollozo, el padre apenas acierta a repetir lo que gime su corazón lastimado; repite por cinco veces «hijo mío» y por tres veces su nombre propio, «Absalón». Sólo hubiera deseado una cosa: dar su vida por él. «¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón! Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!» (2 Sm 19,1).

Por eso la victoria se convierte en duelo; el haber sofocado por fin la revuelta queda en anécdota lamentable; porque –según sugiere el texto bíblico– para un padre la victoria definitiva, la que a la postre cuenta, consiste en que su hijo siga con vida. Y como resulta que Absalón, su joven hijo, ha

cho a sustituir al rey David, según demuestra C. C. Conroy, Absalom, Absalom! Narrative and Language in 2 Sam 13-20, Roma 1978, 103.

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muerto, sobran todas las albricias. Por ende el comentario del texto bíblico: «Así la victoria de aquel día fue duelo para el ejército porque los soldados oyeron decir que el rey estaba afligido a causa de su hijo. Y el ejército entró aquel día en la ciudad a escondidas, como se esconden los soldados abochornados cuando han huido del combate» (2 Sm 19,3-4).

El rey David, que se muestra padre antes que rey, se sigue doliendo por su hijo con un llanto incontenible. No quiere ver a nadie, se tapa el rostro, aquel rostro que tanto ansiaba ver Absalón. Porque, con palabras enojadas de Joab, David ama a los que le aborrecen (v. 7). Y David sigue amando y doliéndose por su hijo Absalón, aunque éste le haya traicionado: «El rey se tapaba el rostro y gritaba: ¡Hijo mío, Absalón! ¡Absalón, hijo mío, hijo mío!» (v. 5). Estos prolijos capítulos se centran en la relación entre un hijo doblemente pecador y su padre, doblemente perdonador. En medio de tanta miseria, que protagoniza Absalón contra su padre, matando a su hermano e intentando destruir a su padre, se destaca egregio el perdón del padre. Se enseñorea en esta triste aventura de desamor filial el perdón de David, el dolorido amor que siente por su hijo. Primero le perdona con un beso el crimen perpetrado contra su hermano; luego le perdona con su llanto sus intrigas. La aventura contiene muchos vericuetos y detalles interminables que se pierden en la memoria. Permanecen dos gestos humanos, tan humanos que rozan lo divino: el beso y el llanto del perdón. Sobreviven tanto que ambos gestos serán recogidos en la historia del Nuevo Testamento. El beso del padre al hijo pródigo es un beso de perdón. Pero no fugaz, ceremonial; tal parece ser la descripción que ofrece el segundo libro de Samuel. El beso del padre al hijo pródigo es intenso, repetido, un no dejar de besar a su hijo, para cerciorarse de que aún sigue vivo y para hacer ver al hijo –a fin de que lo experimente y saboree en carne propia– que ya está perdonado del todo. – A modo de resumen Estamos en el momento idóneo para retener y concentrar los elementos más valiosos de estos densos encuentros que hemos contemplado en algunas escenas selectas del Antiguo Testamento.

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Se destaca la alegría recobrada por encontrar a alguien que se creía muerto y que ha vuelto. Como Tobit y Ana, como Jacob y José. En ambos casos; los padres pueden decir como el padre de la parábola: Mi hijo estaba muerto pero ha vuelto a la vida. Se habla en estos pasajes de una vida nueva. La alegría para un padre es que el hijo viva. No habla la parábola del llanto, que ha estado presente en todas las escenas contempladas en el Antiguo Testamento. Cabe suponerlo. Es humano que sea así, y nos gustaría pensar que el padre rompió a llorar juntamente con su hijo, en un llanto, mezcla de muchos sentimientos escondidos, en los que predomina la alegría del perdón, la emoción única del mutuo encuentro, el poder mirarse a los ojos, saberse y sentirse mutuamente padre e hijo... Como lloraban Tobit y Ana sobre su hijo Tobías. Como lloraba David por su hijo ausente. Es verosímil la presencia del llanto en la parábola; pero no queremos explotar un sentimiento sobre el que la parábola ha guardado un prudente silencio. No habla del llanto, pero Lucas sí habla del llanto en la última visita de Jesús a Jerusalén, cuando ésta se mostró inhóspita a la presencia salvadora de quien venía a su ciudad como rey y salvador (19,41). Se da la reconciliación, el perdón. Como en el encuentro entre dos hermanos, Jacob y Esaú; como en el encuentro entre un padre y un hijo, David y Absalón. Podemos decir que el padre perdona al hijo con el beso que le concede, y le perdona más abundantemente por cuanto más largo y afectuoso es su beso. Hay una porfía en el besar, es no dejar de besar insistentemente, un comerse a besos el padre a su hijo. ¿Habrá alguna manera más hermosa de sentir y palpar el perdón de Dios, sino la que muestra la parábola de Jesús, es decir, a través del beso de un padre?

6. Confesión del hijo menor ante el padre El hijo le decía: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo» (v. 21). Se da en el hijo una resistencia; de ahí la adversativa «pero» (de) con que se opone a la solicitud amorosa del padre; no se siente digno de recibir tanto.

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Ya se analizó anteriormente esta expresión; ahora la frase cambia de sentido y de sesgo. El hijo recibe una nueva luz, que lo atraviesa por dentro, y con esta iluminación puede percibir la gravedad de su pecado. No es lo mismo decir estas palabras en la lejanía, cuando el hambre de pan casi le imposibilitaba pensar de otro modo que no fuese material, que en estos momentos culminantes de su historia. El padre le ha acogido por entero, no le ha preguntado nada, no ha querido con más escozor herirle el corazón a base de indagaciones ni por supuesto reprimendas, juicios, condenas. Se ha limitado –aunque ahora cualquier linde queda rota por la inmensidad de su misericordia– a recibirlo con los brazos abiertos, se le ha echado al cuello con frenesí, y con una ganas locas –en la descripción de Lucas parece ser el cuello del hijo la presa codiciada del cariño del padre– le ha besado y perdonado. Ha sido visto por su padre y ahora, delante de sus ojos –Lucas no insiste en el llanto, los otros ejemplos del Antiguo Testamento sí–, cae en la cuenta dolorosamente de la malicia de su pecado. El verbo va conjugado en aoristo (hemarton). Se trata de un aoristo complexivo; quiere decirse que el hijo menor concentra en un estado de pecado los largos años de su vida errante, por eso lo traducimos como un pretérito perfecto («he pecado»); un pecado continuado, contumaz y que aún dura. Algunos manuscritos (ℵ, B, D, 33, 700, 1241) han añadido el resto de la confesión del hijo menor, a saber: «trátame como a uno de tus jornaleros». Es un intento de «restauración» y concordia de unos copistas tardíos con la confesión anterior (v. 18), quienes, corrigiendo, muestran sus propios errores –como solía decir san Jerónimo– y pretenden de este modo achicar la misericordia divina. El padre ni siquiera aguarda la plena confesión del hijo para devolverle la gracia de su amor. La lectura corta se encuentra en los manuscritos P 75, A, L, W, Θ, Ψ y en la tradición textual «koiné». Ésta es preferible, atendiendo a uno de los principios hermenéuticos de la crítica textual: «lectio dificilior potius», a saber, se debe preferir la lectura más ardua 49.

49 Y así lo insinúan también los mejores comentarios. Cf. J. Nolland, Luke 9:2118:34, 780; J. A. Fitzmyer, El Evangelio de Lucas, III, 683.

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Llega ahora para el hijo la confesión real de su pecado. Es el momento de actuar la conversión, comunicar con pesar y sinceridad su situación. Antes había pensado decirla; ahora la gime su corazón traspasado por la mirada del perdón paterno. Ahora estas palabras, al calor del abrazo del padre, recobran el peso de su dolor. Es una auténtica confesión de los pecados; más aún, toda su vida es vista, ante los ojos de su padre, como pecado. Con el salmo 51 puede el hijo literalmente decir: «Contra ti solo he pecado; lo malo delante de tus ojos yo he hecho». Ahora está delante de los ojos del padre y descubre la malicia de su culpa. «¡El descubrimiento del padre! Antes no le conocía, ni jamás lo hubiera podido imaginar con esas actitudes. Ahora es cuando el joven se reconoce hijo y cuando puede realmente calibrar la gravedad del mal cometido: ofender a un padre tan bueno es algo grave, es imposible no sentir el dolor por haberle ofendido. La alegría paterna es la que ha hecho nacer al hijo y al pecador. O, si preferimos, el perdón del Padre ha creado al hijo y al pecador» 50.

7. La respuesta del padre Pero el padre dijo a sus criados: «Rápido, sacad la mejor túnica y vestídsela, ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies» (v. 22). Como se ha indicado antes, el padre interrumpe las palabras del hijo, no le deja acabar. Hemos recordado que algunos códices, sin sentido crítico y sólo con el deseo de la armonización, han escrito todo el discurso del hijo. También han eliminado la palabra «rápido» para retardar el perdón paterno 51. Han aportado un flaco servicio, porque –aparte de intentar encoger la magnanimidad del padre– no tienen en cuenta la sintaxis del texto, que está determinado por la prontitud de estas órdenes que colorea todas las acciones subsiguientes, las cuales deben ser ejecutadas con suma celeridad. Toda la frase está marcada por la precipitación, que

50 Clarividentes palabras de A. Cencini (Vivir en paz. Perdonados y Reconciliados, Bilbao 1997, 69), que van en sintonía con los sentimientos del hijo según lo muestra el preciso lenguaje empleado por el evangelista Lucas. 51 Cf. F. Bovon, La parabole de l’enfant prodigue, 42.

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incluso se explicita en su sincopada forma de sintaxis gramatical 52. Estas órdenes no aparecen sólo impartidas para la preparación de la fiesta, sino que muestran la grandeza del perdón del padre. Reparemos brevemente en su magnanimidad. El Padre perdona –antes se vio con detalle– con toda su persona, volcándose entero sobre el hijo, sacando los sentimientos de amor de sus entrañas, que se manifestaron en la precipitada carrera de sus pies, en el intenso abrazo sobre su cuello y en los repetidos besos de sus labios. Perdona el padre con toda su persona. Y ahora no le deja terminar la confesión que el hijo había preparado. No le dirige ni una sola palabra de reproche (alguna reprimenda que sonara a «ya te lo decía yo...»); tampoco ha puesto condiciones para esta acogida. Al padre le basta ver a su hijo pidiendo perdón sinceramente. El padre, sin un repliegue de rencor, olvida los recuerdos tristes y borra el pasado de su memoria, en la que ahora sólo cabe la dicha del presente. Quiere devolver cuanto antes toda la dignidad al hijo que, sin embargo, pedía ser readmitido como un jornalero. Tres dones van a marcar la recuperación del hijo. a) La túnica de la dignidad Sacad la mejor túnica y vestídsela (v. 22). La cualidad de la túnica ha sido discutida y su sentido es ambivalente. Depende del sentido que se le otorgue al adjetivo proten. Con sentido temporal equivale a proteren, a saber, la primera en el tiempo (es decir, la anterior), la túnica que el hijo tenía previamente a su partida, y que se conservaba en casa. Tal como si el padre dijese: «devolvedle su túnica». Con este gesto se indica su plena reintegración en la familia, de tal manera que ya quedaba olvidado su pasado y volvía de nuevo a ser considerado y respetado como hijo. Esta opción no es del todo rechazable, pero existe una contemplación mucho más profunda. Prote no alude al vestido anterior, sino al primero en calidad, es decir, al mejor 53. 52 Cf. E. Rasco, Les paraboles de Luc XV: Une invitation à la joie de Dieu dans le Christ, 179. 53 Cf. C. Eseverri, El griego de san Lucas, 335.

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Este sentido va en consonancia con la esplendidez de los gestos del padre, marcados por la predilección y el cariño. El anillo y el calzado nos ponen en la pista de esta preferencia 54. Además, si significa su vestido anterior, ¿no haría falta el pronombre autou que lo determinase? 55 El adjetivo prote tiene un sentido ya atestiguado en el Antiguo Testamento, que, acompañando a prendas de ropa, responde a la significación de «la mejor calidad»: Ez 27,22; Am 6,6; Cant 4,14. La frase del padre, entonces, significa: «Vestidle la túnica, la primera en valor y cualidad, en sentido absoluto, es decir, la mejor de todas las túnicas que haya en la casa». La investidura de la túnica –y también el detalle posterior del anillo– reproduce algunas escenas del Antiguo Testamento, que es bueno tener en cuenta para esclarecer nuestro pasaje. Recordamos un encuentro entre el rey Amán y Mardoqueo: «Cuando entró Amán le preguntó el rey: ¿Qué se puede hacer con uno a quien el rey quiere honrar? Amán pensó para sus adentros: ¿A quién va a desear el rey honrar si no es a mí? Y respondió Amán al rey: ¡Para el hombre a quien el rey quiere honrar! Que le traigan una vestidura real que el rey se ha puesto, el caballo sobre el que el rey cabalga y se le ponga una corona real en la cabeza. Entreguen la vestidura y el caballo a uno de los príncipes reales y dignatarios, vistan al hombre a quien el rey quiere honrar, háganle montar sobre el caballo por la plaza de la ciudad, pregonando ante él: Así se hará con el hombre a quien el rey quiere honrar. Entonces el rey dijo a Amán: Aprisa, coge la vestidura y el caballo, como has dicho, y haz eso con Mardoqueo, el judío, que está sentado a la puerta del rey. No omitas nada de lo que has dicho. Cogió Amán la vestidura y el caballo, vistió a Mardoqueo y lo hizo montar en la plaza de la ciudad, gritando ante él: Así se hará con el hombre a quien el rey quiere honrar» (Est 6,6-11).

Este fragmento es una «obra maestra de construcción dramática» 56, toda ella montada sobre un equívoco. El rey oculta a Amán el verdadero nombre, dejando que piense en su ingenuidad que es él el agraciado; el lector judío goza del equívoco, y se ceba en la credulidad de Amán, su peor enemigo. El rey calla astutamente el nombre del personaje designado, para crear más tensión dramática. Amán se imagina que toda la honra va a revertir sobre él; de ahí que tenga la

54 55 56

Cf. O. da Spinetoli, Luca. Il Vangelo dei poveri, 510. En contra de la opinión de K. H. Rengstorf, Das Evangelium nach Lukas, 45. C. A. Moore, Esther, Nueva York 1971, 67.

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respuesta pronta. Solicita los máximos honores, los mejores después del rey. Pide que se preparen unos atavíos reales; a saber, unos vestidos utilizados ya por el rey, quien al vestírselos los ha impreso de carácter regio, y que se los endosen. Pide asimismo un caballo regio y que lo hagan montar y que le pongan una corona regia en la cabeza. Un paseo a caballo, precedido por un heraldo, debe proclamar su grandeza: «Así se hará con el hombre a quien el rey quiere honrar» 57. Hay tres presentes: la vestidura, el caballo y la corona. Los tres dones deben mostrar la predilección del rey sobre esta persona; son la señal inequívoca de estima, y muestran su encumbramiento al más alto rango. La versión de los LXX dice «una túnica de lino». Y señala: «que traigan los criados del rey la túnica de lino» (Est 6,8). Es importante señalar la afinidad con la escena del hijo pródigo. En ambos casos se refiere que son los criados quienes deben ejecutar la orden; y se trata, sobre todo, de la mejor túnica, «de lino», que equivale a espléndida. Se busca la mejor indumentaria, la vestidura regia que Amán desearía para él. Asimismo en la parábola de Lucas el padre manda que cubran a su hijo con la mejor túnica. Existe dentro de la Biblia toda una simbólica del vestido. Desde las túnicas de piel que hizo Dios para Adán y Eva (Gn 3,21) hasta la última bendición del Apocalipsis: «Dichosos los que laven sus túnicas». Tan importante es la blancura de las túnicas que sólo así tendrán acceso al árbol de la vida y podrán entrar por la puerta en la ciudad de la Nueva Jerusalén (22,14). Veamos tan sólo algunos rasgos en la tradición bíblica. El vestido es necesario al hombre no sólo para cubrir su cuerpo, sino porque guarda una relación profunda con la persona; le garantiza su autonomía y su importancia dentro del pueblo de Dios. El vestido –o su ausencia– asume una significación religiosa. El cambio de vestido traduce la iniciativa divina para modificar la condición de una persona. El vestido en la Biblia adquiere cada vez con más fuerza un valor representativo 58. 57 Se recomienda un sabio comentario provisto de atinadas observaciones de J. Vílchez, Rut y Ester, Estella 1998, 320-323. 58 Existe una referencia inmediata entre la persona y el vestido; éste muestra la condición de aquélla. Las presentes observaciones se inspiran en un libro, ya clási-

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Dios cambia el destino del pueblo, le concede un año de gracia y la abundancia de sus favores (cf. Is 61,1-8); el pueblo acepta esta alteración mediante el cambio de vestidos: «Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios; porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo» (Is 61,10).

A esta simbólica del vestido acompaña asimismo el alegre ritual nupcial («como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas», v. 10); incluso antes se ha hablado del simbolismo de la naturaleza, que también florece, conmovida por una nueva savia que estalla en fresca primavera: «como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas» (v. 11). La idea bíblica es la siguiente. Para mostrar que una persona recibe una dignidad superior, debe recibir una impronta que la cualifique; un vestido uniforme que lo distinga: es la túnica (stole). Hay que distinguir entre stole e imation; éste indica un vestido común, vulgar. Stole se reserva para usos especiales, que comportan dignidad. Incluso el sumo sacerdote endosa una «túnica» que la Biblia acompaña de adjetivos honoríficos como «santa» (hagia), «de gloria» (doxes). Aparece la túnica suntuosa del hijo pródigo, con la que el padre reviste a su hijo para testimoniar que ha sido acogido con toda dignidad en la casa. Aún más, el hijo perdido adquiere una dignidad hasta entonces no tenida. Es considerado con más honor incluso que cuando estaba en la casa. Se trata, en efecto, de una túnica especial; la que expresa su nuevo estado y con la que se reviste la nueva existencia de un ser que estaba muerto y ha vuelto a la vida 59. El Apocalipsis ha hecho de esta palabra un uso peculiar. La palabra túnica (stole) aparece cinco veces. A los mártires que piden justicia y venganza por su sangre derramada se les da un túnica blanca (6,11). La gran multitud, tan innumerable que nadie podía contar, está delante del trono y del Cordero, vestidos todos sus integrantes de túnicas blancas (stolas co, que analiza el empleo del vestido en la Biblia con muy sugerentes aportaciones: E. Haulotte, Symbolique du vêtement selon la Bible, Lyon 1966. 59 Cf. U. Wilkens, Stole, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, VII, 689-691.

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leukas, 7,9). La intensa blancura de sus túnicas llama la atención de uno de los ancianos, quien, tras señalarlos, indaga: «Éstos que están vestidos de túnicas blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?» (v. 13). Y la respuesta aclaratoria incide sobre su estado pretérito y su condición actual mediante el simbolismo cromático de las túnicas: «Éstos son los que han venido de la gran tribulación; han lavado sus túnicas, y las han blanqueado en la sangre del Cordero» (v. 14). Finalmente, en el diálogo litúrgico conclusivo del libro, son llamados bienaventurados quienes lavan sus túnicas (22,14). Aunque aquí no se dice nada referente al color, por el paralelo anterior (cf. 7,14) se entiende que las lavan para dejarlas «blancas en la sangre del Codero». Este manifiesto énfasis en el vestido y su color merece ser tenido en cuenta, pues es uno de los rasgos originales del libro: las túnicas blancas hacen alusión a la participación en la pasión de Cristo, denominada en el Apocalipsis como la gran tribulación. Aun rompiendo la lógica normal de todo cromatismo (pues la sangre enrojece y tinta), la sangre redentora de Cristo limpia y purifica, lava y blanquea. Éste es el valor teológico de la sangre, más allá de las apariencias. Así lo reconocía, ya al comienzo del libro, la asamblea litúrgica alabando a Cristo, «a aquel que nos ama, y nos ha lavado –liberado– de nuestros pecados con su sangre» (1,5) 60.

60 En el Apocalipsis aparece como sinónimo de «túnica» (stole) la palabra «vestidura» (imation). Sólo se aplica a Cristo, quien es visto en el combate escatológico como el jinete vestido de una ropa (imation) teñida de sangre (19,13) y porta sobre ella un nombre escrito: «Rey de reyes y Señor de señores» (19,16). La palabra en plural se aplica a los cristianos dignos, insistiendo de manera unánime y siempre en el color blanco de la ropa. Se atribuye a la Iglesia de Sardes, a los pocos cristianos que no han manchado sus vestiduras y «pasearán con Cristo en blancas vestiduras, porque son dignos» (3,4); a los vencedores se les promete ser revestidos de blancas vestiduras (3,5). A los cristianos de la Iglesia de Laodicea amonesta el Señor a que compren de él blancas vestiduras para que no se descubra la vergüenza de su desnudez (3,18). Del mismo color en sus ropas se revisten los veinticuatro ancianos (4,4). Durante una misteriosa bienaventuranza, el Señor, ansioso por despertar la fe dormida, exhorta a velar –porque él vendrá inesperadamente como un ladrón– y anima a mantener las vestiduras («a guardar la ropa») para no andar desnudos y ser vistos en su vergüenza (16,15). Para un desarrollo de esta temática y de la significación cristológica que conlleva, cf. F. Contreras, El Señor de la Vida, Salamanca 1991, 213-214. 366-367.

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b) El anillo de la autoridad Ponedle un anillo en la mano (v. 22). Se emplea el verbo didomi (dar), en lugar del que sería en principio más apropiado tithemi (poner). Este extraño empleo es, por lo demás, bastante común en la Biblia griega de los LXX, sobre todo cuanto se aplica a vestidos, ornamentos 61. El anillo es un signo de poder y de categoría social; una señal de reconocimiento. Recordamos los detalles del pasaje anterior, alusivos a la investidura de Mardoqueo, aunque el hijo pródigo no es hecho plenipotenciario del padre. Pero se destaca una escena, que merece el justo título de una verdadera instauración 62. «Dijo Faraón a José: Mira, te he puesto al frente de todo el país de Egipto. Y Faraón se quitó el anillo de la mano, le hizo vestir ropas de fino lino y le puso el collar de oro al cuello, luego le hizo montar en su segunda carroza, e iban gritando delante de él: ¡gran Visir! Así le puso al frente de todo el país de Egipto» (Gn 41,42-43).

De nuevo tenemos tres dones (anillo, vestiduras, collar), con los que se realza el valor de la persona de José. Ya no se le considera esclavo; es elevado desde su condición anterior a otra nueva de encumbramiento, y se le rinde público homenaje. El anillo en la Biblia recibe diversos nombres. – Anillo-zarcillo, en la nariz (henodrion; Vulgata: inauris). Así lo portan todavía ciertas tribus de beduinos y algunos/as jóvenes de la «movida». Lo empleaban en especial las mujeres sujeto de las aletas de la nariz. Incluso algunos israelitas también lo llevaban en la oreja (Gn 24,47; Is 3,21; Prov 11,22). – Anillo-esposa (Agkriston; Vulgata: Circulus). Se sujetaban por medio de este anillo, pasado por la nariz, a los animales y también a los prisioneros de guerra (2 Re 19,28; Is 37,29; Ez 19,4.9). – Anillo-dedo (Daktylios; Vulgata: anulus). La palabra deriva del sustantivo «dedo» (daktylos). Se portaba evidente61 62

Cf. C. E. Carlston, Reminiscence and Redaction in Luke, 15, 11-32, 379. Cf. G. von Rad, El libro del Génesis, 465.

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mente en el dedo y se apreciaba como objeto de gran valor. Se considera una pieza muy unida a la persona, algo íntimo: «Aunque fuera Joaquín, rey de Judá, un anillo en mi mano diestra, de allí te arrancaría» (Jr 22,4; Ag 2,3). Posee connotaciones de amor 63. Por eso la amada pide la unión con el amado, a modo de un anillo: «Ponme como anillo-sello sobre tu corazón, como anillo-sello en tu brazo» (Cant 8,6). Este anillo-sello es el símbolo y la señal por la que se reconoce a una persona. Recordar la historia entre Judá y Tamar, y la importancia que cobra el anillo, pues se convierte en el elementodetalle dramático de la aventura (cf. Gn 38,18.25). Por medio del anillo podrá Tamar exigir a Judá sus derechos en el levirato. Es también signo de autoridad; se llevaba en el dedo de la mano (Gn 41,42). – En el Nuevo Testamento aparece como única vez (daktylios) en nuestro pasaje (Lc 15,22) designando algo de enorme valor. También aparece el anillo de oro (khrysodaktylios; Sant 2,2) 64. Hay que ver el don del anillo en estrecha relación con los dos ejemplos anteriormente señalados, pues es un objeto precioso, en donde se hace visible la dignidad de la persona. Al decir el padre «ponedle anillo en la mano» está gritando a todos para que reconozcan el cambio: «investidlo de su dignidad; de ahora en adelante posee toda la honra debida a la condición de ser hijo mío». Si el faraón eleva a José como gran visir de Egipto y le da un anillo como señal; si el rey da autoridad a Mardoqueo y le hace ministro plenipotenciario y manda que le pongan un anillo, asimismo el padre restituye al hijo, que estaba perdido y muerto, en toda su honra. Ser hijo constituye su más preciada dignidad. Cuando volvió el hijo pródigo, su padre no le trató como a un esclavo o a un jornalero, sino que le devolvió los derechos filiales al ordenar que le pusieran un anillo 65.

63 Un canto egipcio dice: «Ay si yo fuera el anillo que ella lleva en el dedo» (Biblia de Jerusalén, 923). 64 A. A. Foulas, Der Ring in der Antike und im Christentum, Münster 1971. 65 M. Lurker, Diccionario de imágenes y símbolos de la Biblia, voz «anillo», Córdoba 1994, 20.

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c) Las sandalias de la libertad Y sandalias en los pies (v. 22). Este simple gesto se revela pleno de sentido; tiene un triple significado: la libertad, la autoridad, el tiempo de la alegría. – Las sandalias son la señal de un hombre libre. Los esclavos andaban descalzos. Poner las sandalias al hijo es un gesto que equivale a otorgarle la plena libertad 66. – Pasear calzado por una casa o un terreno significaba un acto de posesión; el hijo entra en la casa del padre como en su propia casa 67. – Las sandalias no se llevaban en época de luto o de exilio 68. Para el hijo ya ha terminado el tiempo de la esclavitud, del exilio y de la tristeza 69. Este triple don significa una magnífica reintegración familiar del hijo, quien aparece ya dotado de dignidad (túnica), autoridad (anillo) y provisto de libertad para andar en su propia casa como un hijo (calzado). Acaso resulte excesivo considerar estos gestos como un acto de investidura oficial con el que el padre quiere exaltar al hijo 70. El que estaba perdido y muerto vuelve a la casa, y su padre le restituye plenamente y lo constituye hijo, con toda dignidad, autoridad y libertad. Tanta excelencia proviene gratuita y generosamente del padre; de él parten las órdenes, él manda que se ejecuten sin dilación. La honra con que quiere enaltecer a su propio hijo parece quemarle por la urgencia con que quiere verlo hijo, del todo rehabilitado.

66

Cf. I. H. Marshall, The Gospel of Luke. A Commentary on the Greek Text,

610. Cf. F. Bovon, La parabole de l’enfant prodigue, 43. Interesantes testimonios, recogidos en H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, I, 569. 69 Cf. A. Oepke, Hypodeo-hypodemata, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, V, 310-311. 70 Ésta es la tesis de K. H. Rengstorf, quien, por otra parte, estudia con detalle el trasfondo simbólico de los tres dones (Die Re-investitur des Verlorenen Sohnes inter Gleichniserzählung Jesu: Luk. 15,11-32, 39-49). 67 68

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El hijo pródigo, revestido de la mejor túnica, anillo y sandalias, es un ser nuevo, rescatado por el perdón y el amor del padre. Este profundo cambio interior debe manifestarse al exterior. Los tres dones serán la señal visible.

8. La celebración gozosa del encuentro a) Una matanza festiva Traed el ternero cebado, matadlo (23a). La palabra «ternero» (en griego moskhos) se encuentra atestiguada en la literatura antigua, en el mundo clásico griego, por medio de inscripciones y papiros. Indica un animal de gran tamaño y muy apreciado. Forma parte de la cuadra de animales que poseen los patriarcas (Gn 12,16; 20,14; 21,27; 24,35). El padre de la parábola entra en la categoría bíblica de los patriarcas. Conforme a su completa escritura griega se añade una determinación: el ternero «el cebado» (to siteuton). Se recalca este adjetivo en función atributiva, lo distingue de los otros animales y lo destina como el preparado para una ocasión solemne 71. La expresión «ternero cebado» aparece en el libro de los Jueces 6,28 y en plural en el profeta Jeremias 26,21. Es comida suculenta que un rey inapetente no desprecia. Una mujer quiere agasajar al rey Saúl y, para ello, mata un ternero cebado (cf. 1 Sm 28,24). Se recuerda una ocasión propicia en que Abrahán agasaja a los tres misteriosos visitantes con un «ternerillo» (moskharion) tierno y hermoso (Gn 18,7-8). El sacrificio de un animal especialmente engordado se reservaba para circunstancias muy especiales, religiosas; con ocasión de solemnes fiestas (Éx 20,24; 29,10-14). En un ambiente social donde apenas se probaba la carne, comer un ternero constituía todo un suceso excepcional 72. Asimismo en la casa del padre –como había sido costumbre entre los patriarcas– se estaba engordando el ternero, reCf. G. Nolli, Evangelo secondo Luca, 707. Cf. O. Michel, Moskhos, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, IV, 767-769. 71 72

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servándolo para alguna fiesta. Ahora ha llegado la ocasión solemne. ¿Qué acontecimiento más propicio para un padre que ver recuperado a su hijo? La expresión completa «el ternero cebado» sólo aparece en esta parábola de entre todos los escritos del Nuevo Testamento. Una vez, en boca del padre que manda que se sacrifique el ternero cebado (v. 23); otra, en labios del criado que refiere al hermano mayor lo que ha mandado hacer el padre (v. 27); y la última vez, en la boca del hermano mayor que echa en cara al padre su acción respecto al destino de este ternero cebado (v. 30). Lo que inicialmente era la señal de la alegría, se va a convertir en motivo de discordia en el proceso narrativo. El padre pide que el animal sea degollado. Este verbo griego thyo aparece en el Nuevo Testamento con frecuencia y se utiliza para caracterizar el sacrificio de animales. Con este sentido se encuentra en Mt 22,4 (aparte de nuestro texto); Hch 10,13; 11. En Mc 14,12; Lc 22,7 y 1 Cor 5,7 significa sacrificar el cordero pascual. En Jn 10,10 el verbo, unido a robar y arruinar, describe la tríada de malas acciones del ladrón, contrapuestas a la vida abundante que trae Jesús, el buen pastor 73. El padre manda «hacer una matanza» (el degüello del ternero cebado: «degollad», thysate). Las palabras alusivas a la matanza o degüello pierden su componente agresivo para colocarse en el marco de la fiesta. El contexto le otorga su significado específico 74.

73 Cf. H. Thyen, Thyo, en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, II, 1917-1921. 74 En regiones de mi tierra, Granada, la frase «hacer la matanza» posee un significado peculiar. Quiere decir participar con la familia reunida para sacrificar el cerdo, lo que constituye ocasión de fiesta que se prolonga por varios días. No se pueden olvidar antiguas razones históricas y antropológicas, debidas al tiempo largo de sometimiento que Granada padeció por parte de los musulmanes, en que estaba prohibido a los cristianos comer cerdo. Poderlo sacrificar más tarde se convirtió en un motivo de liberación también religiosa, que la gente mostraba jubilosamente. Esta alegría celebrativa sigue siendo nota característica en algunos pueblos de las Alpujarras.

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b) Un banquete de fiesta Y celebremos un banquete de fiesta (v. 23b). La traducción más literal reza así: «Y alegrémonos comiendo». El participio griego «comiendo» (phagontes) indica simultaneidad 75. La alegría se va a expresar en la participación en esta comida. El verbo principal euphraino adquiere una gran importancia 76. Sorprende la frecuencia con que se destaca en nuestra parábola: vv. 23.24.29.32. Cuatro veces, a saber, el doble de ocasiones de las que aparece en todo el evangelio. Pero este marcado relieve se debe no sólo a su asiduidad, sino a su precisa y preciosa significación, pues se utiliza para manifestar la alegría en una comida 77. Hay que situarlo en conexión con los pasajes del libro de los Hechos (2,46; 7,41; 14,17), donde Lucas describe su concepción de la alegría en las comidas y se expresa la confesión jubilosa por la unidad de la comunión eucarística de la primera comunidad cristiana 78. Es preciso, pues, subrayar que el verbo euphraino se relaciona con un banquete festivo, y hay que llamar la atención sobre esta dimensión de alegría en su contexto de comensalidad, matiz peculiar lucano que no siempre ha sido suficientemente mostrado por los diversos comentarios y traducciones 79. Este gozo tiene como razón fundante que la comunión de personas se ha hecho real, y se ratifica mediante una comunión; expresa la relación íntima y la experiencia con Dios (Sal 9,30; 30,8; 2 Cr 6,41), la alegría por estar juntos comiendo y bebiendo (Eclo 5,18; 10,19). El Deuteronomio muestra que el largo caminar del pueblo de Israel mira a una meta, que es afianzar la alianza y ofrecer sacrificios de comunión, a saber, «comer y regocijarse». El libro lo señala explícitamente: «Allí también inmolarás sacrifi-

Cf. C. Eseverri, El griego de San Lucas, 336. Cf. S. Pedersen, Euphraino en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, II, 1689-1692. 77 Cf. J. Jeremias, Tradition und Redaktion in Lukas 15, 178. 78 Cf. C. E. Carlston, Reminiscence and Redaction in Luke, 15, 11-32, 374. 79 R. Aguirre hace, en este sentido, un oportuno aviso e iluminadoras sugerencias en su libro La mesa compartida, Santander 1994, 57-58. 75 76

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cios de comunión, los comerás y te regocijarás (euphranthese) ante el Señor tu Dios» (Dt 27,7). Lucas presenta a Jesús y su camino rumbo a Jerusalén como el cumplimiento de la promesa hecha por Dios en el libro del Deuteronomio 80. Es el profeta que encabeza la marcha del éxodo definitivo; su camino está surtido de comidas, y una comida sacrificial, que instaura la nueva alianza, servirá de memorial a sus discípulos (Lc 22,14-20). Los discípulos van «a comer y regocijarse» en Jerusalén (Hch 2,42-47), porque constituyen ya el nuevo pueblo convocado, imagen de la humanidad reconciliada, que antaño se confundió y fue dispersada (Gn 11,1-10), pero que ahora llega desde todos los confines del mundo, se reúne, y escucha en todas las lenguas las maravillas de Dios (Hch 2,5-13) 81. El evangelio de Lucas también presenta un duro contraste y da un toque de alerta a su comunidad. Frente a esta comida festiva, hay otras comidas que no lo son. Existen formas de falso gozo, de los que hará bien la comunidad en precaverse. Se sirve para ello del verbo que estamos considerando. Dos casos aporta en su primer libro. En primer lugar, se refiere a aquel hombre, perdidamente egoísta y usurero, que pretende vivir sin Dios y sin querer contar con los demás, tal como se refleja en la parábola del que acumula riquezas en vano: «Y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea –euphrainou–» (Lc 12,19). Esta actitud merece la dura reprensión por parte de Dios, quien le llama «necio» (v. 20); y da luego el Señor un advertencia de amplitud universal: «Así es que atesora riquezas para sí, y no se enriquece para los demás» (v. 21). Otra forma de falso gozo consiste en el rechazo de comunión de mesa con los que padecen necesidad. El aviso apremiante se dirige a quienes de hecho ignoran a los pobres que yacen a sus puertas, cubiertos de llagas, sin recibir ni siquiera unas migajas de generosidad: «Era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidos banquetes –euphrainomenos–. Y uno pobre, llamado Lázaro, yacía a su puerta...» (Lc 16,19-20). 80 81

Cf. D. P. Moessner, The Lord of Banquet, Minneapolis 1989. Cf. R. Aguirre, La mesa compartida, 58.

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Tan culpable olvido merece también un castigo por parte de Dios, pues el destino final de este hombre rico e insolidario será hundirse en los tormentos del fuego eterno (vv. 2325). El padre quiere un banquete festivo en que todos se pongan a la mesa. Hay que notar que el texto de la parábola sufre una deliberada alteración; ahora se usa el plural, el nosotros: «celebremos un banquete de fiesta». A saber, toda la familia de la casa, de la que nadie se excluye, ni siquiera los criados, va a participar de la misma mesa y viandas. Esta comida, verdaderamente universal y familiar, se opone a la comida reservada y egoísta de los dos ejemplos antes señalados, clausurada para los demás. c) Razones para la alegría Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado. Y empezaron a celebrar la fiesta (v. 24). El padre explica las razones profundas de toda esta situación imprevista e inimaginable para los allí presentes, seguramente los criados. Destaca en primer lugar la expresión de cariño: «hijo mío». En efecto, este hijo desarrapado y vencido, que sostiene entre sus brazos, es más que nada todo un milagro. El padre lo contempla como el portento inesperado de un hallazgo, y el prodigio de una resurrección. Apenas puede dar crédito a esta novedad; tiene entre sus brazos a su hijo, y lo sostiene como quien lo está dando a luz en un nuevo nacimiento. Pronuncia dos frases de reconocimiento, construidas en paralelismo sinónimo y de corte semítico. Los dos adjetivos «muerto y perdido» van sin artículo, lo que redunda en la naturaleza de lo calificado, determinándolos en cuanto tales, y respectivamente como enteramente muerto y completamente perdido. Ambas frases tienen como soporte dos imágenes muy gráficas: la muerte y la perdición. En las dos acontece un cambio radical: a la muerte sucede la vida; a la perdición, el encuentro. Ha vuelto a la vida, es decir, ha vuelto a su casa. A un muerto, desgajado del árbol de la familia, se le reintegra en la familia. A un perdido, como la oveja, o la dracma perdida, se le vuelve a encontrar y se agrega en el rebaño familiar.

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Esta situación de muerte no alude sólo al «hambre mortal» que experimentaba el hijo, tal como él mismo reconocía: «Y yo aquí de hambre me muero» (v. 17). Se refiere con un sentido más profundo a una muerte moral, espiritual total. Como indica el salmo 31, literalmente traducido: «Estoy olvidado como un muerto, como un objeto perdido». En este verso 13 del salmo aparecen mencionados los dos adjetivos de la parábola, «muerto» y «perdido» 82. También indicaba el Señor resucitado a la Iglesia de Sardes: «tienes nombre como de estar viva, pero estás muerta» (Ap 3,1). Es un comentario denso y profundo del padre ante el vuelco de la situación, acontecida en su hijo, pues no quiere, conforme al designio de Dios, la muerte sino la vida, según indica el profeta Jeremias (18,23). Estas palabras cierran perfectamente el ciclo del hijo menor y abre ahora el drama del hijo mayor. Nuestra paráfrasis apenas dibuja ahora sino unas tenues pinceladas. Se deja conscientemente para más adelante un estudio detenido de estas profundas palabras del padre. En el capítulo 4 se hablará con calma del misterio de Jesús que busca «lo que está perdido» (to apololos). «Y empezaron a celebrar la fiesta.» La historia del hijo menor acaba paradójicamente con un comienzo; concluye felizmente con un renovad principio, que es de alegría, y comparte toda la casa.

82 Es O. Hofius (Alttestamentliche Motive im Gleichnis vom verlorenen Sohn, 243) quien hace notar este remoto paralelismo en el Antiguo Testamento.

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3 El hijo mayor (Lc 15,25-32)

Introducción La parábola nos ofrece ahora la intervención del hermano mayor y nos informa de la compleja relación que le mantiene anudado (¿o, tal vez, des-anudado?) con su padre y hermano. No se trata de una añadidura o apéndice al cuerpo orgánico de la parábola, que para algunos –y no son pocos los que se detienen en este punto de la lectura– ya habría finalizado con el retorno del hijo menor y la acogida que le tributa el padre. Hay que reivindicar, no obstante, su indispensable presencia en este lugar estratégico: «La primera parte hace solamente oficio de introducción y prepara la enseñanza de la segunda, que es parabólicamente la principal» 1.

Según el exordio de la parábola (Lc 15,1-3), el hermano mayor ejemplariza a los fariseos y escribas que murmuran contra Jesús (Lc 15,2-3); sin su aparición, el capítulo quedaría truncado y la parábola inacabada. Para estos personajes Jesús dirige el apremiante aviso de las tres parábolas, en especial de la última. Su mensaje contiene dos facetas. En primer lugar, quiere hacerles ver que su comportamiento –para ellos tan escandaloso que sólo les suscita acerba murmuración– se basa en la conducta del padre, a saber, en la misma misericordia de Dios que acoge siempre al pecador arrepentido. En segundo lugar, la palabra de Jesús no reviste los duros acentos de una condenación a ultranza, no preten1

D. Buzy, Les Paraboles, París 1932, 194.

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de fustigarlos en vano ni anatematizarlos. Aún hay tiempo para la conversión. Él busca salvarlos aun a pesar de su resistencia. Conoce bien sus motivos, pero no puede justificar tanta cerrazón; ansía que depongan su intolerancia y que se abran generosamente a la misericordia. Esta parte de la parábola nos muestra, al vivo, las razones (¿o habría que decir sinrazones?) del hijo mayor, resentido, que padece el agravio de la conducta del padre y que muestra sangrantes las llagas de sus heridas. Su profunda ira se manifiesta en duro contraste con la misericordia de que ha hecho gala espléndida el padre. Se comporta como el «anti-padre», y también como el «anti-hermano», pues sólo acumula desdén y odio fraterno. «Una cosa es cierta, estamos ante el núcleo del mensaje cristiano, puesto que está en juego una imagen de Dios. La imagen de Dios que tiene el hermano mayor (y todos los servidores tan serios e irreprochables) es exactamente la contraria a la de un padre cuya mayor alegría es perdonar... Ante este padre-patrón, más patrón que padre, se puede experimentar, a lo sumo, miedo –si se tiene culpa– o suficiencia –si se considera justo–, de ninguna manera dolor por haberle ofendido» 2.

Se trata, en fin, de un personaje representativo del fariseísmo (Lc 15,2-3). Y dado que el fariseísmo –como tendremos ocasión sobrada de comprobar más adelante– no queda confinado en aquella franja histórica coetánea al evangelista Lucas, sino que persevera aún recalcitrante dentro de la comunidad cristiana, contaminándola, resulta de suma importancia el estudio matizado de su figura. Se hace preciso, pues, compulsar las justificaciones que esgrime, como norma inveterada de conducta, el fariseísmo de todos los tiempos. Este esfuerzo por atenerse a la verdad, tan oneroso, pues una fronda de incontables mecanismos de defensa la ocultan desfigurándola, sólo persigue por parte del evangelista Lucas un objetivo personal y eclesial: ser capaces de perdonar al hermano perdido que nos ha ofendido con su pecado, a saber, estar dispuestos a entrar con alegría reconciliadora en la casa del padre.

2

A. Cencini, Vivir en paz. Perdonados y Reconciliados, 70.

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1. Presencia-ausencia del hijo mayor Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando, de vuelta, se acercaba a la casa, escuchó música y cantos (v. 25). La aparición del hermano mayor, tal como la introduce el evangelista Lucas, provoca en el lector unos sentimientos de confusa ambivalencia. Se nos presenta en efecto su persona, pero también se notifica que no está en la casa. Su ubicación es el campo, lejos de la casa paterna y distante del reciente encuentro que ha acaecido entre su padre y su hermano. Su presencia, pues, se cubre de ausencia. Se indica que «estaba en el campo». La acción verbal –en imperfecto y como primer miembro de la frase griega– muestra una continuidad. Algunos traducen «en los campos», traducción justificada por la ausencia del artículo 3, aludiendo con ello a una generalización. Tal circunstancia induce a diversos exegetas a proponer algunas consideraciones económicas. La presencia del propietario sobre el terreno señala el ambiente económico de media importancia y no el de un latifundio 4. El evangelio anota de forma escueta su lejanía de la casa y de cuanto en ella sucede. El hijo mayor nunca se encuentra en casa, y por lo que sabremos después tampoco quiere entrar en ella. Vive en una distancia aparente. Está ocupado en su faena rural; queda caracterizado inmediatamente por su religación con el trabajo. Pero además existe otro factor importante de consideración, que ha pasado desapercibido para los exegetas. El texto de Lucas afirma que el «hijo mayor estaba en el campo», igual que Caín, el hermano mayor, según refiere puntualmente Gn 4,8. Esta sobria señal muestra una relación de enemistad, para un cauto lector de la Biblia, pues en el campo se cometerá el primer asesinato fraterno de la historia. Cf. J. Nolland, Luke 9:21-18:34, 786. Como aduce F. Bovon, La parabole de l’enfant prodigue, 44. «Sin duda, estaba trabajando un campo (agros) que aún pertenecía a su padre, pero que, a consecuencia de la repartición (cf. v. 12), y como se insinúa en el v. 31c, debería pasar a ser de su propiedad a la muerte del padre» (J. A. Fitzmyer, El Evangelio de Lucas, III, 684). El nivel económico de la familia era tal que la familia estaba activamente envuelta en supervisar y quizás participar en los trabajos manuales de la granja. Así piensa J. Nolland, Luke 9:21-18:34, 786. 3 4

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A la vuelta de su trabajo en el campo, mientras se acercaba a la casa (en la que nunca acaba de ingresar), escucha, para sorpresa suya, música y baile. La palabra griega «symphonia» originariamente significaba un instrumento de viento (cf. Dn 3,5); es el nombre que se aplica a una flauta o gaita 5, pero que luego pasó a significar música en general 6. La otra palabra que menciona el texto es «khoroi»; hace alusión bien a los coros bien a los bailes 7. Puede entenderse como una endíadis literaria: la música del baile, o los coros que cantaban 8. Esta expresión binaria de la parábola muestra su origen en la poesía semítica. Lucas la ha recogido con fidelidad y se encuentra de manera abundante esparcida en su obra completa (15, 25; 7,32; 15,32; 21,11; Hch 1,7; 2,19a.22...). Tal profusión literaria muestra la predilección del evangelista por el estilo semítico 9.

2. El hijo mayor solicita información Y llamando a uno de los criados le preguntó qué era aquello (v. 26). Tres anomalías desconciertan al lector al comprobar la lectura de este breve verso. Extraño resulta que nadie avisase al hermano mayor de la llegada de su hermano pequeño, y que sea él, a la vuelta del campo, quien deba requerir noticias. Sorprende también, por otra parte, su comportamiento ausente; que él no se acerque con prontitud a fin de enterarse personalmente, y no de oídas, de las nuevas de su hermano. Y, sobre todo, llama la atención que no se dirija él mismo a su padre para preguntarle como hijo y hermano sobre todo 5 Tal es la propuesta de P. Barry, On Luke XV. 25, symphnia: Bagpipe: JBL 223 (1904) 180-190. 6 Como ha mostrado acertadamente G. F. Moore, Symphonia. Not a Bagpipe: JBL 24 (1905) 166-175. 7 Cf. J. Nolland, Luke 9:21-18:34, 786. 8 Cf. F. Cantera-M. Iglesias, Sagrada Biblia. Versión crítica sobre los textos hebreo, arameo y griego, Madrid 1975, 1182. 9 Cf. J. Jeremias, Die Sprache des Lukasevangeliums, 252.

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lo ocurrido. Busca un atajo indirecto, cuando resultaba tan fácil pedir una información de primera mano a quien podía acreditársela. Este escueto verso muestra anticipadamente cuáles son los sentimientos del hermano y cómo su conducta se debatirá en una calculada distancia. El hermano mayor hace venir a un criado. Lucas emplea el verbo griego «proskaleomai». Este verbo se encuentra en el Nuevo Testamento 29 veces (siempre en voz media); significa «llamar a sí» o «hacer venir» 10. Hay que relacionar estos criados (paides) con los siervos (douloi), mencionados en el verso 22. El hermano mayor llama a uno cualquiera de los criados; el adjetivo «eis» tiene valor de indefinido 11. El mismo vocablo «criado» (pais) aparece también en el evangelio cuando el centurión indica a Jesús que no es necesario que él venga personalmente a su casa; basta que lo mande de palabra y «mi criado quedará sano» (Lc 7,7). El hijo mayor deseaba saber lo ocurrido; intentaba conocer qué eran aquellas cosas extrañas. Para ello Lucas emplea una oración optativa, típica de su estilo literario (cf. Lc 18,36; Hch 21,33) 12. Se sirve del verbo «pynthanomai», también característico suyo (este verbo aparece 12 veces en el Nuevo Testamento; de ellas, siete en Hechos). Seguido de una interrogativa indirecta significa «preguntar, inquirir con diligencia y curiosidad» 13. Esta precisa forma de escritura lucana muestra que el hermano mayor ha querido saber las cosas a lo largo y ancho, minuciosamente 14. 10 Se aplica habitualmente a Jesús, que llama junto a él a sus discípulos (Mt 10,1; 15,32; 20,25; Mc 6,7; 8,1; 10,42; 12,43); llama al pueblo (Mt 15,10; Mc 7,14; 8,34); a un niño (Mt 18,2). Sólo en cinco pasajes de los evangelios son otros quienes llaman: el amo del criado (Mt 18,32); Pilato hace venir (Mc 15,44). Y en nuestro evangelio de Lucas: Juan el Bautista (7,18); el administrador (16,5). Ahora el hijo mayor hace venir a uno de los criados. Cf. H. Balz, Proskaleomai, en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, II, 1193. 11 Cf. J. A. Fitzmyer, El Evangelio de Lucas III, 203. 12 Cf. C. E. Carlston, Reminiscence and Redaction in Luke, 15, 11-32, 372. 13 Véase la misma construcción sintáctica cuando el rey Herodes pregunta a los magos (Mt 2,4). Y muy parecida en Lc 18, 36; y en Jn 13, 245. Cf. H. Lichtenberger, Pynthanomai, en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, II, 1272. 14 Cf. G. Nolli, Evangelo secondo Luca, 709.

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3. Respuesta del criado Él le dijo: «Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano» (v. 27). Este verso brinda la información solicitada por el hermano mayor. La respuesta se formula no desde el punto de vista del criado, sino desde el del padre, quien se destaca como protagonista principal de lo acaecido: es el que mata (sujeto moral) el ternero cebado, y ofrece la razón de su comportamiento porque lo ha recobrado sano. Se trata de una notificación tosca, rayana en la ramplonería. Se silencian los aspectos más hondos de la vuelta del hijo, que han conmovido al padre, también su carrera, su abrazo, su intensa emoción. El criado resume banalmente que ha vuelto sano, y que el padre ha mandado matar el ternero cebado. Esta visión del criado, no obstante, cumple eficazmente un cometido literario importante en parábola: permite desalojar los sentimientos recónditos del hijo mayor. La frase acentúa la mención «el carnero el cebado», provista extrañamente de doble artículo en griego, antes del sustantivo y del adjetivo, lo que sirve para enfatizar su alcance. Es la gota que colma el vaso de su ira: «Es el carnero lo que se le atraganta, no la carne del cabrito» 15. En las palabras del criado se ofrece, además, un detalle sutil. Éste habla directamente de «tu hermano», no se ha referido al hijo, sino a «tu hermano». Con dicha insinuación va a involucrar en la trama narrativa al hermano mayor, y le va a hacer reaccionar súbitamente con frenesí. La razón que esgrime el criado no contiene, pues, la profundidad que alberga la del padre. Éste había señalado públicamente la causa de su acogida: «porque este hijo mío estaba muerto...». El criado se limita a informar de una vuelta a casa «sano» (hygiainonta). Conviene retener esta última palabra, pues el verbo sólo se encuentra en Lucas y resulta revelador al ubicarse dentro del ámbito de la sanación-salvación que ha venido a traer Jesús. En un contexto polémico, semejante a nuestra parábola, los fariseos a una con los escribas murmuran contra los discípulos (el ataque esta vez es genera15

E. Borgui, Lc 15, 11-32. Linee esegetiche globali, 296.

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lizado: no sólo va infligido contra Jesús, sino contra su grupo comunitario), achacándoles su comportamiento, que se rebaja hasta comer y beber con los publicanos y pecadores (5,30). Jesús justifica su conducta con esta declaración: «No tienen necesidad de médico los sanos (hygiainontes), sino los enfermos» (5,31). Y para mostrar-demostrar sin ambages su proceder, sana al siervo del centurión romano, por tanto un gentil y pecador. Lo cura debido a la fe del centurión, tan grande que Jesús no ha encontrado otra igual en Israel (cf. 7,19). El relato acaba así: «Cuando los enviados volvieron a casa, encontraron al siervo sano –hygiainonta–» (v. 10). Aparece la misma palabra y hasta el mismo caso (acusativo) que en nuestro verso 27. En la apreciación del siervo se informa de que el hijo menor ha vuelto «sano», a saber, no ha sufrido ningún accidente lamentable, ninguna desventura irreparable; pero, debido al contexto global –inteligible para todo lector del evangelio–, la palabra adquiere una connotación cercana a la fe. En el tercer evangelio es muy característica la relación entre fe y salvación. Aparece este sintagma, pronunciado por Jesús, en tres ocasiones: ante dos mujeres en estado de impureza, una pecadora y otra que padece flujos de sangre; y ante un leprososamaritano. En todos estos casos extremos el evangelio muestra cómo es la fe en Jesús la causa de la salvación. A la mujer pecadora, a la que perdona todos sus pecados, Jesús dice: «tu fe te ha salvado, vete en paz» (7,50). A la mujer hemorroísa, a la que sana de su enfermedad incurable y que temió al verse descubierta, Jesús la tranquiliza con estas palabras: «hija, tu fe te ha salvado, vete en paz» (8,48). Al leproso samaritano, que había vuelto y postrado en tierra le daba gracias, le dice: «levántate y vete, tu fe te ha salvado» (17,19). Este significado –que conecta fe y sanación/salvación– aparecerá con claridad en las cartas pastorales, donde la expresión «estar a salvo» se explica como una consecuencia de la fe: «estar sano en la fe» (hygiaino te piste; Tit 1,13; 2,2; cf. 1 Tim 6,3; 2 Tim 4,3) 16.

16

285.

Cf. C. Burini, Una norma di vita cristiana in Tito 2,1: VetChr 18 (1981) 275-

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4. La ira del hermano mayor Él se llenó de ira y no quería entrar. Su padre salió y le insistía (v. 28). En lugar de la misericordia que inundó por completo al padre y que traspasó a su hijo, aparece una dura antítesis: la cólera del hijo mayor. Frente al júbilo de la misericordia adviene sombríamente este verbo: «Se llenó de ira» (orgisthe). El hecho de que el hermano mayor se irrite contrasta con la imagen del amor del padre. «El hermano encolerizado constituye el polo opuesto a Jesús y su amor» 17.

Este aoristo marca, pues, una fortísima oposición, patente incluso desde el riguroso estilo literario del evangelista, con otro aoristo: «Se conmovieron sus entrañas» (esplagkhnisthe). Ahora esas entrañas se quedan impasibles, tan duras como piedras. No hay conmiseración, hay cólera. De repente, como un incendio, estalla toda la rabia contenida. Podemos incluso detectar en ambas actitudes un contraste antropomórfico. Conforme al trasfondo bíblico y simbólico antes estudiado, veíamos que la conmoción del padre por su hijo se alojaba en su vientre, en sus entrañas (rajamim). Ahora la ira, según el primitivismo antropomórfico del Antiguo Testamento, reside en la nariz. La imagen de una persona furiosa se delata en el respirar violento, en la vibración temblorosa de las aletas de la nariz, en el «hinchársele a alguien las narices» (frase también espontánea en nuestra lengua). El vocablo hebreo más común utilizado para designar la ira es ‘af, que deriva del verbo ‘anaf, «estar airado, o soplar, resoplar». Para el Antiguo Testamento la nariz es el órgano de la ira. Cuando Dios se inflama con ira, sale fuego de sus narices (Sal 18,9) 18. Esta reacción del hermano mayor se expresa mediante una palabra polisémica, a saber, que alberga múltiples sentidos 19. W. Pesch, Orgizomai, en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, II, 593. Cf. O. Grether-J. Fichtner, Orge, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, V, 392. 19 Existe una abundante bibliografía sobre el significado teológico y antropológica de esta palabra. Algunas obras se irán citando en las siguientes páginas. Merecen destacarse: G. Bornkamm, La revelación de la ira de Dios (Rom 1-3), en Estudios sobre el NT, Salamanca 1983; R. V. G. Tasker, The Biblical Doctrine of the Wrath of God, Londres 1951; H. C. MacGregor, The Concept of the Wrath of God in the NT: NTS 7 (1960-1961) 101-109. 17

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Es preciso, pues, un análisis ponderado de la expresión verbal «se llenó de ira» (orgisthe), tal como se hizo al estudiar la actitud profunda del padre respecto al aoristo «se conmovieron sus entrañas» (esplagkhnisthe), pues ambas revelan el anverso y reverso del comportamiento humano-divino. En el caso prototípico del hermano mayor, la ira marca la resistencia frente al padre y la envidia contra el hermano. Esta rabia se bifurca en una doble trayectoria, y a las dos alcanza envenenándolas. Por una parte, el hijo mayor no entiende en absoluto a su padre; no comprende cómo se comporta de esa manera tan fuera de lo normal, tan extraordinariamente generosa con su hijo menor, cuando éste se ha mostrado indigno de ella: ha abandonado voluntariamente su casa, rompiendo con su familia, ha derrochado por su irresponsabilidad toda su fortuna, ha vivido como un perdido y no ha vuelto sino porque el hambre le ha empujado. Está convencido de que el padre ha obrado con torpeza e injusticia, por eso le cubre de reproches. Por otra parte, alberga entrañas de extremada dureza contra su hermano, que se manifiesta en el trato soez que le dirige, sus palabras displicentes, su tono ofensivo... Toda la referencia explícita a su hermano (a quien ni siquiera quiere reconocer como tal) es de una violencia exacerbada. En el fondo está lleno de rabia, ¡él mismo! Es el orgullo de la ira, que se basa en una relación meticulosa con los mandatos de la ley. La ley produce la ira, a saber, el comportamiento orgulloso basado en su cumplimiento escrupuloso, y que Dios detesta 20. Finalmente, esta ira asume una dimensión escatológica, que no es indiferente a la persistencia en el pecado; se refiere a la contumacia del pecador ante el ofrecimiento de la gracia divina. Estudiemos, por tanto, este triple componente que contiene el misterio de la ira. El trasfondo bíblico nos permitirá entender mejor sus oscuras raíces. Para clarificar tan denso concepto bíblico y humano, nos acercaremos a la ira a través de 20

361.

Cf. H. Ch. Hahn, Orge, en Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, III,

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sus tres manifestaciones, que se dirigen sucesivamente contra el padre, contra el hermano menor y contra sí mismo, como actitud que se opone a la salvación. a) Ira contra el padre. El hermano mayor no entiende su conducta Esta ira surge por la incomprensión ante el comportamiento del padre, que se le antoja injusto y hasta escandaloso. La Biblia conoce este tipo de ira frente al misterio inconmensurable del designio de la salvación de Dios. El hombre queda sumido en la más absurda oscuridad de la fe. Un prototipo prometeico de esta ininteligencia es Job, a saber, el justo castigado y caído en desgracia, revuelto en un estercolero, y que sin embargo no se resigna y pide cuentas a un Dios a quien no entiende y contra el que se rebela con pasión (Job 18,4). Es frecuente la reacción airada del hombre justo frente al éxito de los perversos (Sal 37,1.7; Prov 3,31), pues su suerte y bienestar aparecen –a sus ojos– como un trato de favor de Dios respecto a los culpables y, por tanto, fuera de toda norma y cordura 21. Sin duda, el ejemplo bíblico más notable se encuentra en el profeta Jonás. Adentrarnos con brevedad en esta historia de incomprensión no conlleva apartarnos de nuestro tema, sino captar mejor desde la clave hermenéutica del Antiguo Testamento la actitud airada del hermano mayor. Además, existen sorprendentes afinidades entre la escena de Jonás y el relato del evangelio de Lucas, que es preciso controlar y sopesar 22. Cf. F. Bovon, La parabole de l’enfant prodigue, 45. Ambas lecturas bíblicas coinciden en presentar dos contraposiciones. La parábola del hijo pródigo, clasificada entre las que llaman de doble filo, opone la conducta de Dios y la de los representados por el hermano mayor. La narración de Jonás enfrenta el comportamiento divino, que misericordiosamente perdona a Nínive, y el proceder de Jonás, que queda profundamente resentido ante la magnanimidad de Dios. En resumen, nos encontramos en ambos relatos bíblicos con la misma imagen de un Dios misericordioso siempre con los pecadores; y también, por contraste, nos topamos con la misma ruindad del corazón humano que no comprende a Dios. Quien primero detectó tales semejanzas y supo describirlas con agudeza fue J. Alonso Díaz, Paralelos entre la narración del libro de Jonás y la parábola del hijo 21 22

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El esquema narrativo del libro de Jonás y la parábola del hijo pródigo es semejante en su desarrollo y trama, también en su final inconcluso. La analogía entre los personajes (sea con referencia explícita a personas o ciudades) puede ser delineada con sorprendente afinidad. Baste un somero esbozo inicial. Éstos son los rasgos fundamentales que sostienen la comparación 23. Jonás quiere que Nínive sea castigada, pues es impía y ha hecho el mal, no alberga ningún sentimiento de perdón sino de venganza. Asimismo el hijo mayor quiere que su hermano, quien a sus ojos se ha pervertido en el mal, no sea perdonado ni restaurado como hijo. Pero Dios tiene misericordia de Nínive y busca su perdón, invita al profeta a que también sea capaz de perdonar. De la misma manera el padre quiere que el hermano mayor deje su irritación, que enternezca y dilate su corazón, a fin de que sea capaz de perdonar con generosidad a su hermano. El esquema significativo es, básicamente, idéntico. Nínive representa al hijo menor; el profeta, al hermano mayor, y el Dios de la misericordia del libro está encarnado en el padre bueno de ambos hijos. Incluso a nivel literario, ambos relatos funcionan en concorde sintonía. El libro de Jonás se cierra con un final abierto; no sabemos si Jonás acepta o no la propuesta de Dios para abrirse a la misericordia. Igualmente ignoramos si el hijo mayor entrará o no en la casa con el hermano. • Ira de Jonás y del hermano mayor. La sinrazón de la ira Jonás es un profeta enormemente irritado. Su enfado alcanza al plan de Dios, que no logra entender y a quien pretende desautorizar. Vano intento el de un profeta empeñado en ilegitimar con su vida la palabra salvadora a él confiada. Jonás, el profeta siempre en huida de Dios, pertinazmente sordo a la voz divina que con tanta insistencia lo solicita, pide la conversión al pueblo, pero él no se convierte al Dios de la salvación. pródigo: 632-640. El autor ha ido luego ampliando el tema: Lección teológica del libro de Jonás: EstE 35 (1960) 79-93; Jonás, el profeta recalcitrante, Madrid 1963. 23 Véase F. Contreras, Giona. La parola e la misericordia non hanno frontiere, en Profeti. Perche il popolo viva, Bolonia 1998, 349-363. Con abundante bibliografía.

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El libro de Jonás es una verdadera joya en cuanto a literatura y teología se refiere; consta de apenas cuatro capítulos, escritos con estilo cautivador y con sabor casi ingenuo (hay pocos relatos bíblicos tan populares como éste). El libro entra en el género literario de una parábola o narración sapiencial. Pero es preciso, soslayando importantes dimensiones de su rica y también compleja teología, centrarnos en el asunto que nos ocupa. La irritación de Jonás es una queja constante contra Dios y aparece como estribillo de un continuo lamento, especialmente estruendoso en el último capítulo (cap. 4). Ya en el verso inicial se dice que «Jonás se disgustó mucho por esto y se irritó» (4,1). Se refiere este enfado a la actuación previa de Dios. El mismo libro comenta con total transparencia el radical cambio producido en la decisión divina. Al ver Dios lo que hacían los ninivitas, cómo se convirtieron de su mala conducta, se arrepintió del mal que había determinado hacer y no lo hizo (3,10). Prosigue el estado de irritación de Jonás, porque no entiende que Dios, clemente y misericordioso, pueda perdonar a Nínive. Esto le enoja profundamente, tanto que el mismo Dios le inquiere: «¿Te parece bien irritarte?» (4,4). Y en el verso 9, otra vez Dios, ante la desproporción de su enfado –pues una simple mata de ricino, calcinada por el solano, le llena de disgusto–, le pregunta: «¿Te parece bien irritarte por ese ricino?». Tendremos ocasión de entrar a fondo en las razones de esta indignación del profeta Jonás. Pero es preciso contar, aunque sobriamente, la historia, tal como la propone el libro de Jonás, para captar la riqueza de los personajes: la sincera conversión de Nínive, la ciudad pecadora, las fatuas coartadas del profeta, la sinrazón de su enfado, y especialmente el amor misericordioso de Dios, que busca la salvación de todos. • Nínive se convierte. El mal se trueca en bien Nínive, «la gran ciudad», históricamente hostil al pueblo judío, se convierte; llega incluso a ser ejemplo de conversión, que alcanza de manera creciente a todos sus habitantes. El libro lo subraya con la expresa mención de tres enumeraciones polares: se convierten desde «el mayor hasta el menor» (3,5);

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deben ayunar «hombres y bestias», «ganado mayor y ganado menor» (3,7). Todos, pues, hacen penitencia y se arrepienten de su mala conducta. Se trata de una conversión ética, que significa el abandono de todos los vicios e injusticias sociales. Tan sincera conversión logra que el corazón de Dios se apiade. El juego dialéctico de personajes está deliberadamente pretendido. Aquí se representan prototipos que asumen la dimensión urbana. Nínive, la metrópolis pecadora, se convierte. En cambio, Jerusalén, la ciudad de Dios, no se convierte. La analogía y la aplicación pueden inferirse. El hijo menor, apátrida y pecador, se convierte; el hijo mayor, que está siempre en la casa, se obstina. La historia de la salvación saca sus conclusiones. Nínive, ciudad grande, a quien se le predecía una devastadora destrucción, se convierte y es salvada; pero Jerusalén, ciudad amada, ha sido asolada, hecha un desierto, porque no se ha convertido a la voz de los profetas (cf. Jr 22,7-9). El rey y sus grandes se convierten (Jon 4,7), mientras que Joaquín y sus ministros persisten en la impenitencia; por eso serán llevados cautivos hombres y animales (cf. Jr 36,27-31). El contraste no puede ser más brutal entre el pueblo de los paganos y el pueblo elegido; aún más, entre este pueblo perdido de Nínive que se convierte y el mismo Jonás, que no acaba de convertirse al designio de salvación de Dios. Hasta los animales –que parecen caer bien al autor– hacen penitencia (4,7.11). Es un detalle que muestra, al modo de una pirueta de su estilo ingenuo, la totalidad de la conversión, de la que nadie de hecho se excluye. Los animales en este libro (como el cuervo de Elías o la burra de Balaán) son instrumentos en las manos de Dios, y sirven a la causa de los designios de salvación. El gran cetáceo (contra todo pronóstico) no acaba con Jonás, sino que se transforma en refugio protector y eficaz vehículo de la providencia divina, que le trasportará a las playas de Nínive. • La ira de Jonás. ¿Acaso Dios es injusto? En la persona del profeta Jonás, quien se irrita porque Dios ha perdonado a la ciudad de Nínive (4,1.4), y quien incomprensiblemente se enoja porque Dios ha secado una planta de ricino –que él no había plantado ni hecho crecer

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con su esfuerzo (4,5-11)–, y quien tacha con disgusto a Dios por su conducta de perdón, representa la actitud del hermano mayor. Éste se irrita asimismo porque el padre no le ha dado un cabrito para celebrar una fiesta con sus amigos y no sabe todavía que su padre le ha dado con creces cuanto tiene, pues todo es suyo. También se indigna, y además llena de reproches a su padre, por haber tratado con tanta generosidad a su hermano, a «ese hijo tuyo» que en justicia sólo se merecía el castigo al haber dilapidado toda la fortuna. No entiende desde su espíritu mezquino la grandeza del corazón de su padre. Aquí está también representada la actitud de tantos obstinadamente tercos como en la historia han sido y serán; todos ellos, lamentablemente, carentes de entrañas que rehúsan compadecerse y que se rebelan contra la misericordia de Dios Padre 24. Jonás quiere que la ciudad sea destruida. Nínive se convierte (3,5-9), pero el profeta aún no se ha convertido. Ha realizado con la boca su misión de predicar, pero su corazón no se ha transformado todavía. Jonás sale de la ciudad y se «construye» una cabaña para ver desde esta atalaya en qué va a parar la ciudad (4,5); espera ansioso el desenlace fatal, mas la destrucción de Nínive no acontece. Quiere Jonás un dios vindicativo, que haga justicia con Nínive, la gran ciudad opresora, y este castigo no llega. Dios contraría los deseos particulares del profeta a fin de poder realizar, providencialmente, su designio de salvación. Esto no lo puede tolerar ya Jonás, puesto en ridículo ante su misma palabra predicada y decepcionado en sus más firmes convicciones. Por eso llega otra vez (la primera ocurrió en 4,3) el deseo de morir. Un fuerte viento (como el huracán de la tormenta; 1,4) sacude al profeta, que se desvanece hasta la locura. Jonás no comprende absolutamente nada. Su mente insana delira, su mensaje profético no se realiza, sus esperanzas judías son quebrantadas. ¿Para qué, entonces, seguir viviendo? No quiere sino morir y así suspira diciendo: «Mejor me es la muerte que la vida»

24 «Recordemos a Jonás. El hijo mayor es el profeta y quiere que su hermano perdido (Nínive) reciba el castigo; el padre es el Dios de Jonás y le pide que acoja (perdone) al menor recuperado (Nínive). Lo que al fin preocupa a Dios (el padre) es el hermano mayor o Jonás: ¿podrá convencerle de modo que ensanche el corazón y perdone (acoja) al pequeño?» (X. Pikaza, Dios judío, Dios cristiano. El Dios de la Biblia, Estella 1996, 362).

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(4,8). Hasta que adviene la última y gran revelación de Dios: su misericordia universal (4,10-11). El profeta nunca aprende del todo cómo es Dios; pero éste exige que siga convirtiéndose al misterio de su misericordia y a sus designios –con tanta frecuencia insospechados– de salvación universal. Porque se trata, en definitiva, de ajustar el corazón del hombre, siempre demasiado estrecho, con el corazón de Dios, infinito en su benevolencia. Debiera ser Jonás, el hombre de un corazón distendido. No sabemos si Jonás aprendió esta lección. Tampoco sabemos si el hijo mayor entendió las razones de amor del padre para con su hermano menor; ignoramos si se decidió finalmente a entrar en la casa y en la fiesta. • La misericordia universal de Dios. «Deus semper maior» La célebre formulación: «Dios clemente y misericordioso, tardo a la ira y rico en amor», era conocida en la Biblia. El mismo Jonás recuerda que él ya la sabía (4,2). En efecto, esta formulación, uno de los ápices de la revelación veterotestamentaria, era muy renombrada. Se aplicaba originalmente y de manera privilegiada a las relaciones de Dios con Israel (Ez 34,16; Sal 103,8; Neh 9,17; Jl 2,13); pero ahora –y esta aportación resulta sorprendente– se encuentra despojada de todo color localista y se amplía en un radio de dimensión universal. Y lo más llamativo todavía es que se dirige a un pueblo pagano, que es, según tantas páginas del Antiguo Testamento, merecedor de exterminio. Así quedó indeleblemente grabado en la mentalidad judía. Es preciso leer algunos pasajes bíblicos para comprobar las requisitorias de los profetas contra Nínive; ésta se había convertido en una pesadilla para el pueblo de Dios (cf. Is 10,5-15; Sof 2,13-15); y especialmente las tremendas invectivas del profeta Nahúm (2,2-3,17). En consonancia con el sentir de estas citas, Nínive representa el paradigma de todo estado idolátrico y perseguidor, la metrópolis corrupta, la ciudad asesina. El mensaje teológico del libro de Jonás no es sólo la apertura universal de la salvación, sino la apertura a un pueblo pecador y violento para con la nación judía.

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Dios ama a este pueblo (no como opresor; sostener tal afirmación resultaría una justificación de la violencia) con una misericordia sin límites. Nada ni nadie debe quedar fuera del alcance de su misericordia. Este amor actúa de eficaz revulsivo; hace que el pueblo opresor pueda salir de su maldad y de su pecado. Tal es la novedad absoluta y el escándalo del libro, no fácilmente superables ni entonces ni ahora. Dios ama también a los pecadores, incluso a las personas que de forma sistemática han obrado mal contra su pueblo. Por eso el libro de Jonás añade con toda intención un título divino más a la conocida formulación clásica: «Que se arrepiente de todo mal» (4,2). Se trata de la teología del perdón de Dios, que hace posible el arrepentimiento y la conversión de los ninivitas. Conforme al mandato del profeta (3,2-4) y del rey (3,7) –de que cada uno se convierta de su mala conducta y de la violencia que haya en sus manos (3,8)–, todos efectivamente se convierten de su mal comportamiento (3,10). Y también Dios, acorde con esta palabra que había sido añadida, «se arrepiente del mal que había determinado hacerles, y no lo hace» (3,9). Es la misericordia universal del amor de Dios, que espera una respuesta de conversión. Pero el amor de Dios va siempre primero y hace factible que el pueblo opresor, Nínive, se convierta; que el hombre pecador salga de la muerte, que se convierta y viva. El final del libro de Jonás es una declaración divina, resuelta literariamente en forma de un interrogante. Hacia esta pregunta clave se dirige la obra entera y se encamina la tarea íntegra del profeta: «Y Dios dijo: Tú tienes lástima de un ricino, por el que nada te fatigaste, que no hiciste crecer, que en el término de una noche fue y en el término de una noche se consumió. ¿Y no voy a tener yo lástima de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen su derecha de su izquierda, y de una gran cantidad de animales?» (4,10-11).

El libro crece en un clímax dramático a fin de resolver este tenso suspense. Hay que decir que la pregunta-invitación para aceptar de hecho la obra de la misericordia (a saber, modelar el corazón humano conforme al corazón de Dios) sigue abierta todavía y dirigida hacia múltiples frentes: sea en el libro de Jonás, sea en la parábola del hijo pródigo; sea en el seno de la Iglesia, sea en la vida de cada creyente...

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b) Ira contra el hermano menor Junto a este aspecto de la ira, convive otra actitud que debe ser evitada y rechazada, pues es maldita (Gn 49,7). La ira es sentimiento furioso, muy peligroso (Prov 27,4); conduce a riñas, peleas (Prov 30,33); divide a los hombres (1 Sm 20,30) y puede de hecho acabar en acciones sangrientas (Gn 49,6). Es algo diabólico; tiende a dividir a los hombres. De nuevo otro ejemplo bíblico, extraído esta vez de la historia de nuestros orígenes, ilustra el comportamiento airado del hijo mayor. • Historia de una ira violenta: Caín y Abel En la parábola de Lucas se habla explícitamente de la ira del hermano mayor y del lugar en donde se encuentra: «en el campo». Es ésta la única –y tan importante– localización que se ofrece. Ambos detalles, uno de tipo afectivo (irritación), el otro de tipo espacial (en el campo), son muy significativos; contienen antiguas remembranzas. La parábola –que también puede denominarse de los hermanos en conflicto– tiene su más remoto ascendiente en la relación de los dos primeros hermanos, asimismo en disputa, Caín y Abel. Su fraternidad se vio maltrecha por la envidia que corroía el corazón del hermano mayor. Y quedó irreparablemente rota por el asesinato que cometió contra su hermano más pequeño. Para un atento lector de la Biblia no puede sino invocarse el relato de los dos primeros hermanos. Se evoca un similar contexto de fraternidad: la relación entre dos hermanos, Caín y Abel. También se habla de la irritación de Caín y del asesinato en el campo. Creemos, pues, que establecer este paralelismo no roza la arbitrariedad ni se mezcla con la alegoría, sino que se mantiene fiel a las exigencias de toda lectura bíblica seria. Pretendemos anudar conexiones de cercanía entre dos pasajes sólo a partir de las afinidades detectadas en la misma letra del texto y de su contexto preciso. La palabra «campo» (en griego agros) traduce con frecuencia la palabra hebrea sadeh, justamente la que se encuentra en Gn 4,8 25. Así 25 Cf. E. Hatch-H-A. Redpath, A Concordance to the Septuagint and the other greek Version of the Old Testament, I, Graz 1954, 17-18.

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pues, puede establecerse la comparación y tratar de iluminar el pasaje de Lucas con el relato de Caín y Abel. Ambos hermanos hacen una oblación a Dios. Caín ofrece frutos del suelo, y Abel, los primogénitos de su rebaño (cf. Gn 4,3-4). Señala el texto: «El Señor se fijó en Abel y en su ofrenda, y se fijó menos en Caín y su ofrenda. Caín se irritó sobremanera y andaba cabizbajo. El Señor dijo a Caín: –¿Por qué te irritas, por qué andas cabizbajo? Si procedes bien, ¿no levantarías la cabeza? Pero si no procedes bien, a la puerta acecha el pecado. Y aunque tiene ansia de ti, tú puedes dominarlo. Caín dijo a su hermano Abel: –Vamos al campo. Y, cuando estaban en el campo, se echó Caín sobre su hermano Abel y lo mató (Gn 4,4b-9)» 26.

Caín siente contra su hermano una profunda irritación que no oculta, sino que se trasluce en el aspecto sombrío y meditabundo de su rostro. En una doble bina aparecen resaltados ambos elementos: el disgusto y el abatimiento. Incluso, tal como hemos leído antes, Dios se lo echa en cara. También el pasaje del Génesis muestra la ubicación del crimen. Por dos veces se indica que es el campo. En primer lugar, Caín invita a su hermano a salir al campo; y luego –remacha el texto–, estando ya en el campo, realiza su crimen. «Es la primera muerte de la humanidad, homicidio, fratricidio. Si todos los hombres somos hermanos, todo homicidio es fratricidio 27.

Se ha planteado por parte de algunos autores la explicación acerca de la actuación divina: ¿por qué benévola hacia uno y por qué inclemente hacia el otro hermano? Parece que Dios actúa de forma arbitraria. Es preciso aclarar alguna cuestión confusa. El que Dios mire propicio a Abel no quiere decir sino que sus asuntos iban bien, prósperos. Que no mire propicio a Caín significa tan sólo que sus cosechas no le iban tan bien como a su hermano: Caín experimentaba en su trabajo la sequía, los abrojos, la escasez. Para los antiguos, el origen y causante de todo (sea bueno o malo) es siempre Dios. En este pasaje se apunta a una causa remota no conocida. ¿Por qué a uno la vida le sonríe, y a otro le es esquiva? Nadie lo sabe. 26 La presente traducción es la que ofrece L. Alonso Schökel, ¿Dónde está tu hermano?, 23. Para la interpretación de este pasaje, seguimos bastante de cerca, aunque no en todo, las orientaciones del maestro recientemente fallecido (pp. 21-43). 27 L. Alonso Schökel, ¿Dónde está tu hermano?, 35.

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El hijo mayor / 163 «El que surjan desigualdades entre iguales no depende de la laboriosidad ni de la inteligencia ni de otras cualidades humanas, sino de una decisión que no compete al hombre. Por lo tanto, no se puede explicar por qué Dios acepta la ofrenda de Abel y no la de Caín. Y el autor desea dejar claro que éste es uno de los mayores motivos de conflicto entre hermanos» 28.

Importa subrayar que, ya desde el inicio de la historia, la relación entre hermanos está puesta en peligro a causa de la desigualdad, a saber, de la prosperidad de uno y de la pobreza de otro, mas se encuentra alarmantemente amenazada por la envidia que tal desproporción suscita. Porque si el hermano, a quien la fortuna no le ha visitado, acoge tal estado de cosas, la convivencia entre ambos no deviene en drama. Pero si, inhóspito a esa diferencia, se deja corroer por la envidia, entonces la fiera, adormecida a la puerta, crece y se hace salvaje; lo animal que hay dentro del hombre lo desborda y mata. La envidia genera destrucción y muerte. Como acertadamente traduce la Biblia de Jerusalén las palabras de Dios al irritado Caín: «Mas si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar» (Gn 4,7).

Pero Abel no tiene la culpa de nada. Es laborioso y prospera. También Caín trabaja, pero no adelanta. Si alguien tiene la culpa, ése culpable debería ser Dios, que permite dicha situación de injusticia. Incluso se ha pensado por parte de alguno que Caín mata a Abel porque no puede matar a Dios. Es interesante la aportación que hace el Targum palestinense en un diálogo previo al asesinato, en donde se muestra la dificultad insuperable de Caín para explicar su infortunio, echando toda la culpa a Dios, pues no sabe regir las riendas de este mundo injusto, donde crece la muerte: «Y dijo Caín a su hermano Abel: Ven, salgamos nosotros dos al campo abierto. Y ocurrió que, cuando los dos salieron a campo abierto, respondió Caín y dijo a Abel: Veo yo que el mundo no fue creado por amor ni es llevado según el fruto de obras buenas y que hay acepción de personas en el juicio. ¿Por qué tu ofrenda ha sido aceptada con benevolencia y mi ofrenda no ha sido recibida con agrado?».

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C. Westermann, Genesis, I, Neukirchen-Vluyn 1974, 404-405.

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Intenta disuadirlo Abel con las razones contrarias, pero Caín se radicaliza más en su postura: «Respondió Caín a Abel diciendo: No existe juicio y no existe juez y no hay otro mundo; no hay concesión de recompensa para los justos y no hay castigo para los malvados».

Abel afirma, sin embargo, la existencia de recompensa y de juicio. Se enzarzan en una discusión sin salida: «Estaban los dos discutiendo en el campo abierto, cuando se levantó Caín contra su hermano Abel y lo mató».

El campo se convierte –por tres veces señalado– en el escenario de la discusión y de la muerte. Queda resaltado como lugar maldito. Caín no entiende cómo le pueden ir mal las cosas a él y tan bien a Abel. Crece la envidia, se «entrigrece» (Borges), y por envidia mata a su hermano en el campo. Aparece, pues, el campo teñido por un asesinato, como el «campo de la sangre» (Haqeldama; Hch 1,19). Damos un enorme salto en la historia, de un asesinato a otro. Puede recordarse que Judas compra con treinta monedas la vida de Jesús. Y arrepentido las devuelve al templo. Todo el relato –sangre y campo– guarda relación con una traición y con la sangre vertida por culpa de una amistad rota: «Los sumos sacerdotes recogieron las monedas y dijeron: No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque son precio de sangre. Y después de deliberar, compraron con ellas el Campo del Alfarero como lugar de sepultura para los forasteros. Por esta razón ese campo se llamó ‘Campo de Sangre’ hasta hoy» (Mt 27,6-8).

La referencia al campo envuelve ambos crímenes. Jesús, en contexto de pasión y muerte, derramó su sangre inocente a causa de una traición y en favor de sus hermanos, los hombres pecadores. • La ira del hermano mayor. Lectura desde el Nuevo Testamento Retomemos la situación en la que se encuentra el hermano mayor de la parábola. Existe dentro de él un malestar dirigido contra el padre y le corroe una animadversión hacia su hermano, porque cree que el padre le ha preferido antes que a él. De ser el mayor ha pasado a ser el menor en la estima paterna. Quien ha venido a casa en último lugar y fracasado, ahora le arrebata el primer puesto. Él se ve a sí mismo –son

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sus pupilas desfiguradas por esta ira las que deforman su visión– menospreciado. Sus relaciones se mueven en el áspero terreno de competitividad. Indaguemos en esta sorda lucha que se libra en el interior del hermano mayor, y que sus palabras con tanta evidencia delatan. Su padre ha dado a su hermano el ternero cebado, a él ni siquiera un cabrito; su hermano se lo ha gastado todo con mujeres, y él ni siquiera ha tenido oportunidad de celebrar una fiesta con sus amigos. La espléndida generosidad del padre para con su hermano se trueca en absurda tacañería, incluso ruindad para con él. En relación con su padre él se siente desdeñado. En comparación con su hermano, se experimenta como un perdedor, y su sentimiento de envidia le llena de rencor. Por eso lo aborrece, le guarda hostilidad; éste no ha venido sino para usurparle el privilegio que él tenía junto a su padre. Y, al ver cómo se porta su padre –tan injustamente, piensa él–, ya ni siquiera se atreve a llamarle padre. Un cúmulo informe de absurdos se despierta en su interior. Fermenta ira y sentimientos de rabia y aborrecimiento. El pecado de la envidia está al acecho, a la puerta; si se la alimenta con el rencor, la envidia engorda y se hace fiera sanguinaria; entra dentro del corazón y se apodera del hombre, lo engulle, y lo convierte asimismo en fiera sedienta de venganza 29. Un texto clarividente de un filósofo ilustra este persistente conato de asesinato con que amenaza todo rencor no dominado. En el prólogo a las Meditaciones del Quijote, escribe Ortega: «El rencor es una emanación de la conciencia de inferioridad. Es la supresión imaginaria de quien no podemos con nuestras propias fuerzas realmente suprimir. Lleva en nuestra fantasía aquel por quien sentimos rencor, el aspecto lívido de un cadáver; lo hemos matado, aniquilado, con la intención».

La envidia generó la disputa entre los hermanos y José («Sus hermanos le tenían envidia», Gn 37,11); aquéllos quisieron acabar con él («Se decían mutuamente: Ahí viene el soñador; matémosle», Gn 37,19) y finalmente lo vendieron (Gn 37,27). 29 Recordar la sugerente traducción de Gn 4,7 hecha por la Biblia de Jerusalén, y arriba mencionada.

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Por envidia los dirigentes religiosos entregaron a Jesús a la muerte («Pues se daba cuenta Pilato de que los sumos sacerdotes lo habían entregado por envidia», Mc 15,10). La envidia multiplica sus tentáculos sangrientos, destruye y mata. La moral del Nuevo Testamento no sólo condena el fratricidio, el derramamiento de la sangre, sino que llega hasta las últimas consecuencias. Todo sentimiento de ira contra el hermano, todo rencor... equivale de hecho a un asesinato. Jesús, dotado de entera libertad frente a tantos prejuicios y normas asfixiantes, afirma que no es malo lo que entra en el hombre, sino lo que sale de dentro (cf. Mc 7,20-23). Del corazón humano brotan las malas intenciones. Lo mismo que es pecado mirar con ojos perversos a una mujer, anulándola como persona, desvirtuarla hasta convertirla en mero objeto de posesión (Mt 5,27-28), resulta asimismo pecado estar lleno de rencor contra un semejante, es decir, desear su eliminación, su no existencia. Ése ya lo ha asesinado en su corazón. He aquí una selecta antología de textos reveladores, donde aparece de forma explícita la palabra que caracteriza al hermano mayor, tanto el verbo como el sustantivo (orgizomai, orge): «Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se llena de ira –orgizomenos– contra su hermano será reo ante el tribunal» (Mt 5,21-22).

En estas palabras de Jesús se equipara prácticamente la ira contra el hermano con un asesinato. Ambas acciones conllevan la misma pena, el castigo del juicio, la condena. Jesús profundiza en la conducta humana. Existe una forma también de atentado fraterno que no es el asesinato físico, sino el atentado moral. Toda forma de eliminación que nace en el corazón, y que Mateo denomina con la expresión genérica «el que se llena de ira» (ho orgizomenos) contra su hermano. Quien deja crecer y alimenta sentimientos de odio y violencia, está cometiendo un atentado grave, es reo de un juicio condenatorio. Así de profundo y comprometedor se revela el evangelio, contemplado en toda su desnuda radicalidad. «No sólo la acción (por ejemplo, el homicidio: Mt 5,21), sino los mismos sentimientos y las palabras homicidas, sitúan ya al hombre ante el juicio de Dios y lo llevan a la perdición» 30. 30

W. Pesch, Orgizomai, en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, II, 593.

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En la misma perspectiva se muestra la primera carta de Juan, al hablar de las exigencias del amor fraterno; incluso verifica una referencia explícita a Caín y Abel. No todo asesinato se perpetra derramando sangre inocente; también con el odio y el rencor se puede cometer un asesinato; porque –se subraya con tremenda fuerza–: «todo el que aborrece a su hermano es un asesino», y se sitúa en la misma línea homicida que Caín, el fratricida por excelencia en la Biblia: «Pues éste es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que, siendo del Maligno, mató a su hermano (1 Jn 3,11-12)... Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna en él» (vv. 14-15).

La severa admonición de Jesús y de la primera carta de san Juan prosigue su advertencia a los cristianos, ahora con palabras de Pablo. Una vez que el apóstol ha hablado de la excelencia de la vida nueva en Cristo, que Dios nos otorga, Pablo inculca que es preciso renovar el espíritu y revestirse del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad (Ef 4,17-24). Y saca unas conclusiones prácticas: «Si os airáis –orgizesthe–, no pequéis; no se ponga el sol mientras estáis airados, ni deis ocasión al Diablo... toda acritud, ira –orge–, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros. Sed, más bien, buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo» (Ef 4,26. 31-32).

Opone dos actitudes, tal como se refleja en las parábolas del siervo sin misericordia (Mt 18,23-35) y del padre que tenía dos hijos: el estar airados y el ser entrañables. Recomienda salir cuanto antes de ese estado de ira, pues lleva inexorablemente al pecado. El imperativo presente (me hamartanete) significa «no sigáis pecando, dejad ya de pecar»; pues la ira es de hecho un pecado. No hay que permitir que llegue la noche, que el sol se ponga; hay que abandonar con toda urgencia tal situación. En ese estado enfurecido, la ira no se queda inerte. Es fiera salvaje. Como una maldita fiebre fermenta, hierve y se desencadena abrasadora con multitud de efectos destructores; quema mediante actitudes violentas, gritos, maledicencia. En cambio –insiste el apóstol–, los cristianos deben ser buenos, tener entrañas de misericordia y, como fruto espléndido, hay que practicar el perdón mutuo. Se opo-

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nen radicalmente los dos extremos: el estar airado, por una parte; y de otra, las buenas entrañas (eu-splagkhnoi, v. 32) de unos para con otros. La ira es algo diabólico, en el más riguroso sentido de su etimología. El Diablo es «el que separa» (Dia-blo: dia-ballein: separar, dividir) las relaciones humanas, pervirtiéndolas. Con su penetrante meditación sobre las palabras de Jesús, la primera carta de san Juan afirma que Caín mató a su hermano porque era del Diablo (1 Jn 3,12). La escuela joánica (evangelio y Apocalipsis) insiste en esta conexión. Sabemos que el Diablo es asesino, según declaración de Jesús en abierta confrontación con los fariseos: «Éste era homicida desde el principio» (Jn 8,44). En algunos pasajes del Apocalipsis se destaca la presencia del Diablo como una amenaza permanentemente al acecho. Este libro ahondará en las actitudes humanas, cuyas raíces son tan profundas que llegan hasta el abismo, es decir –conforme a su simbolismo espacial–, pertenecientes a la región del Diablo. En el Apocalipsis la expresión «llenarse de ira» retrata el ademán propio del Diablo o Dragón. Así lo vemos caracterizado en el capítulo 12 del libro. El gran Dragón, insolente en su arrogancia, porta el color rojo de la violencia (12,3); se aposta delante de la mujer para devorar al hijo en cuanto dé a luz (v. 4); persigue incansablemente a la mujer (v. 13) y vomita de sus fauces ríos de agua para anegarla en su corriente (v. 15). «Entonces, airado –orgisthe– contra la mujer, se fue a hacer la guerra contra el resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17).

Puesto que no ha podido hacer nada contra la mujer, arremete ahora contra sus hijos. Su ira llega a su colmo. Además ya le queda poco tiempo. Está despechado. El Dragón, rabiosamente, emprende la guerra contra los hijos de la mujer, a saber, contra todos los cristianos. La manera de combatirlos es, también, infiltrándose dentro, dándoles su propio veneno y procurar que fermente su ira inoculada. El estar airado «orgizomai» es obra diabólica; se dirige contra el designio de Dios, y su viva imagen que es el hombre; y contraría la esencia de su mensaje, que es el amor fraterno. Tal como se ha resaltado antes, no sólo se mata con

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asesinatos, también con palabras y sentimientos de ira se derrama sangre fraterna (cf. Mt 5,21s). «El homicidio brota del odio. El odio es homicida desde el principio. El odio puede nacer o manifestarse en forma de rencor, de antipatía, de desprecio, de despreocupación. En una palabra, de no aceptar el puesto y la función de hermano» 31.

c) La ira ante el rechazo de la salvación Esta ira aparece con frecuencia en la Biblia y en sí misma no tiene connotaciones nocivas, sino que es la expresión de la santidad divina, que proviene de un Dios celoso. Es la ira que brota de la alianza de Dios con su pueblo, y que irrumpe cuando éste se muestra infiel a los proyectos de salvación, cuando se cierra voluntariamente en su no acogida. Se trata de una manera antropomórfica de hablar; Dios se indigna por esta pertinacia del pueblo, reacio a los compromisos sagrados de la alianza, tal como los siguientes pasajes destacan clamorosamente: Nm 25,3; 32,10; Dt 29,25; Jue 2,14.20). «Los profetas hablaron de la ira divina como de una realidad, y señalaron como objeto de esa ira toda la vida de sus contemporáneos, sus relaciones sociales y económicas, y sobre todo su modo de ejercer el culto» 32.

La ira es, pues, la reacción divina ante la contumacia de un pueblo pecador. A Dios le duele en lo más íntimo esta continua rebeldía. Dentro del marco de la teología de la alianza es preciso ubicar y entender esta ira divina, como la señal palpable de un corazón divino desdeñado (Is 10,25; 13,3; Jr 50,13; Ez 30,13; Mi 5,14; Sab 11,9; Eclo 5,7). «Aquí está la raíz profunda de ira, y desde esta perspectiva resulta comprensible el colosal mensaje de los profetas: el amor santo de Yahvé ha sido vulnerado y esto suscita en él la ira» 33.

Mas es preciso añadir matizando que Dios no permanece siempre airado. Resulta proverbial afirmar que la ira de Dios 31 32 33

404.

L. Alonso Schökel, ¿Dónde está tu hermano?, 35. G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, II, Salamanca 1972, 233. J. Fichtner, Orge, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, V,

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dura un «momento» (Sal 30,6; Is 26,20; 54,7). Él depone su ira para que aparezca brillando por siempre el resplandor de su misericordia (2 Sm 24,16; Is 40,2; 51,22; 54,8-11; Os 14,4). En esta línea algunos personajes del Antiguo Testamento manifiestan una ira legítima. La ira de David contra el rico en la parábola de Natán (2 Sm 12,5); la ira de Moisés delante del espectáculo bochornoso del pueblo bailando alrededor del becerro de oro (Éx 32,19). Asimismo aparece, sobre todo, la ira de Jesús, justamente indignado ante la falta de respuesta del hombre a la oferta divina. Merece ser reseñado un ejemplo señero que pertenece al evangelio de Marcos; el relato refiere la curación del hombre de la mano paralizada (3,1-6). Jesús se encuentra en la sinagoga, y se dispone a hacer una curación. Cae en la cuenta de que allí están los fariseos al acecho, para sorprenderlo en alguna curación y poder acusarlo. Antes del milagro, Jesús les plantea una crucial pregunta sobre si es lícito hacer el bien o el mal, salvar una vida o dejarla morir. Los fariseos, señala escuetamente el evangelio de Marcos, callan. Entonces Jesús hace el milagro y salva a aquel hombre. La antítesis no puede resultar más hiriente. Mientras que Jesús busca la vida, los fariseos le persiguen a muerte. Jesús sana a una persona, un paralítico; los fariseos, juntamente con los herodianos, deciden darle muerte (Mc 3,6): «Entonces, mirándoles con ira –orges–, apenado por la dureza de su corazón, dice al hombre: ‘Extiende la mano’. Él la extendió y quedó restablecida» (Mc 3,5).

En la misma perspectiva se muestra la ira del señor que se encoleriza frente a la duras entrañas de su siervo que no perdona. Y también la ira del padre que prepara el banquete al que nadie quiere acudir. He aquí los dos pasajes en donde aparece el aoristo pasivo del verbo «orgizomai», tal como se afirma del hijo mayor en nuestra parábola. «Y lleno de ira –orgistheis– su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano» (Mt 18,34).

El objetivo de esta parábola es insistir con toda vehemencia en la necesidad del perdón ilimitado; perdonar hasta setenta veces siete, como le recalca Jesús a Pedro (18,21). Para

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ello propone una parábola que se articula sobre un vivo contraste. El señor perdona una cifra astronómica, de hecho impagable (diez mil talentos, que pueden equivaler a nuestros «mil millones de pesetas») por pura generosidad a su siervo. Y este mismo siervo no es capaz de perdonar a su compañero una cifra ridícula en comparación con la suya: cien denarios. No sólo no perdona, sino que lo trata con dureza. Se muestra insensible a las súplicas y a los gestos con que el otro se arrodilla ante él. Le agarra y casi lo ahoga y lo mete en la cárcel. Entonces, el señor lo llama y le echa en cara su falta de misericordia. No ha querido entrar en la dinámica del perdón, él que ha sido perdonado tan generosamente. La ira del señor está perfectamente justificada ante la dureza del siervo 34. El otro ejemplo se encuentra en la parábola del banquete de bodas. El rey se llena de ira ante el sistemático rechazo (Mt 22,7; Lc 14,21). Antes había insistido: «Decid a los invitados: Mirad, tengo preparado mi banquete; he matado mis terneros y reses cebadas, y todo está preparado: ¡Venid a la boda».

Resuenan los ecos del convite de la Sabiduría (Prov 9,1-5; Eclo 24,19-21) y del profeta Isaías (55,1-3). Ya todo está preparado. Pero esta invitación contrasta con el general menosprecio. A los invitados no les importa el dadivoso ofrecimiento. La mayoría de ellos marcha a sus asuntos. Otros se comportan de manera violenta, afrentan y matan a los siervos. Entonces, señala el texto, «se llenó de ira el rey» –orgisthe– (Mt 22,7). Mateo describe la historia de la llamada de Dios a Israel mediante la sombría panorámica de esta parábola: la generosidad divina y el ultraje del pueblo 35. «Esta ira puede ser considerada justa; pero en modo alguno la del hermano mayor en la parábola del hijo pródigo» 36.

La teología paulina es especialmente sensible en este punto doctrinal; habla de la ira de Dios con la proporción de una

34 35 36

Cf. R. Fabris, Matteo, Roma 1982, 396-397. Cf. I. Gomá, El evangelio según San Mateo, II, Madrid 1976, 378-379. H. Ch. Hahn, Orge, en Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, II, 359.

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magnitud escatológica; esta ira se dirige contra toda injusticia (Rom 2,5; Ef 5,69). Estamos ante una crucial alternativa. O aceptamos la gracia de Dios o nos ponemos deliberada y responsablemente fuera de esta gracia, es decir, bajo la no gracia, que es la ira de Dios, quien se indigna por nuestra falta de respuesta (Rom 5,8; 1 Tes 1,10). Con toda rotundidad ha sido afirmado por Ignacio de Antioquía: «Éstos son los últimos tiempos. Avergoncémonos de ahora en adelante y temamos a la paciencia de Dios para que no se convierta en condenación para nosotros. Porque una de dos: o hemos de temer la ira venidera o amar la gracia presente. Sólo así podemos ser encontrados en Jesucristo para la vida verdadera» 37.

No se ofrece otra opción viable por donde deba discurrir la vida cristiana. La gracia de Dios no es nunca «gracia barata», que se desdice de sí misma. «La fe cristiana consiste en la convicción de que podemos salvarnos de la ira de Dios» 38.

Pablo afirma que existe una ira que es característica del tiempo de la iniquidad, cuyo agente último es el Diablo, y que se opone al plan divino. El hombre por su comportamiento se hunde en esta actitud de rebeldía y la reproduce; no cae miméticamente sino que la propaga. Pero Dios muestra siempre su justicia salvadora y su misericordia, a pesar de la cadena de pecados 39. Toda criatura humana está abierta a la oferta de la gracia y Dios viene en Cristo a salvar de toda iniquidad 40.

5. El hijo mayor y el padre frente a frente No quería entrar. Su padre salió y le insistía (v. 28). La ira no permanece inerte, no se queda de forma inoperante alojada en un recóndito interior, ni tampoco se enciende fugazmente para extinguirse luego en vano; es, conforme A los efesios XI, 1. R. Bultmann, Teología del Nuevo Testamento, Salamanca 1981, 288. 39 G. Bornkamm, Die Offenbarung des Zornes Gottes: ZNW 34 (1935) 245. 40 «Si sólo en Cristo se da la salvación de la ira eterna, todo depende de si el hombre rechaza a Cristo o bien si se apropia de lo que Cristo es y lleva consigo, o, mejor dicho, si deja que Cristo se apodere de él» (G. Stählin, Orge, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, V, 448). 37 38

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a las imágenes bíblicas más arriba apuntadas, animal que acecha presto a devorar (Gn 4,7); fuego incandescente (Ez 3,14; Sal 124,3), raudo para quemar y asolar. La Biblia nos ha ofrecido repetidamente sus efectos violentos. La ira del hermano mayor aparece de inmediato como el resorte de su actuación irrespetuosa para con el padre y enemiga para el hermano. El hijo mayor «no quería entrar». El verbo, igual en griego que en castellano, se conjuga en imperfecto (ouk ethelen). La modalidad verbal muestra una acción continua que se prolonga en el tiempo. Este imperfecto descubre ese estado de cólera, que brotó en un arranque momentáneo, que continúa ya con una decisión refleja que podría durar días y días en el futuro 41. Esta persistencia negativa, manifiesta en el verbo «no quería», asume una grave responsabilidad conforme al mismo uso según se muestra en algunos pasajes del Nuevo Testamento. Se trata en estos casos –de ninguna manera anecdóticos, sino de enorme alcance en economía salvífica– del rechazo a una oferta gratuita de salvación de Dios, y, por ende, culpable. En el primer caso, se rememora el desprecio de la ciudad de Jerusalén, que representa por su capitalidad al judaísmo, a la visita salvadora y continua («¡Cuántas veces he querido...!») de Jesús, quien viene a ella para protegerla de la destrucción. Las alas de águila, proverbial símbolo de la providencia divina (Éx 19,4; Dt 32,11), se tornan ahora alas cercanas, cálidas –detalle delicado de la poesía cotidiana de Jesús– de una clueca amparando a sus pollitos. Frente al querer benéfico de Jesús («he querido») se enroca el obstinado «no habéis querido» de los judíos. «¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados. ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina a sus polluelos bajo sus alas, y no habéis querido!» (Lc 13,34).

El segundo ejemplo ya ha sido valorado antes. El ofrecimiento divino del Reino aparece tercamente menospreciado por aquellos que habían sido invitados al banquete. A la solicitud espléndida del rey (las bodas de su hijo) responde brutalmente el desaire y la violencia posterior de aquellos convidados. 41

Cf. E. Nolli, Evangelo secondo Luca, 711.

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174 / Un padre tenía dos hijos «El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo. Envió a sus siervos a llamar a los invitados a la boda, pero no quisieron venir» (Mt 22,2-3).

Así pues, ese obstinado no querer entrar en la casa y quedarse anclado en la ira califica la actitud del hermano mayor. El texto nos informa de que el padre abandona la casa y sale a su encuentro. No se nos suministran los detalles de cómo le llegó a aquél la noticia de la negativa del hijo mayor; tal vez fue el mismo criado quien le comunicó la vuelta de su hermano. Nos concentramos en la palabra del evangelio, que en su sobriedad logra una viva emotividad. La íntegra expresión griega se construye mediante la arquitectura de un quiasmo perfecto. Dos verbos de dirección, en sentido opuesto, marcan el itinerario de un encuentro imposible: un no querer entrar en la casa (el hijo mayor) y un salir de la casa (el padre). Y además ambos verbos están conjugados en imperfecto; el primero marca la resistencia del hijo, el segundo recalca la insistencia del padre. Aparece una intensa duración pero contraria voluntad: la determinación del hijo para no entrar en el banquete y la determinación del padre para invitarle a participar. Dos acciones que se dirigen la una hacia la otra y que en seguida van a chocar frontalmente. El padre «le insistía». El verbo utilizado (parakaleo) contiene plurales detalles significativos; sirve semánticamente a modo de llamada, advertencia, invocación, oración y exhortación 42. Aquí posee el sentido de un intento repetido de persuasión 43. El imperfecto muestra el ruego reiterado del padre que tropieza y se rompe inútilmente contra la cerrazón del hijo mayor.

6. Los reproches del hijo mayor Pero el hijo le contestó: «Mira, cuántos años te llevo sirviendo y nunca he transgredido una orden tuya y nunca me has dado un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos» (v. 29).

42 43

Cf. H. G. Liddel-R. Scott, A Greek-English Lexicon with a Supplement, 1311. Cf. E. Borgui, Lc 15, 11-32. Linee esegetiche globali, 296.

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Curioso proceso el que nos depara esta intervención del hijo, que podemos situar escenográficamente en un marco forense. El hijo mayor desempeña el papel de acusador y su padre el de acusado; existe un cambio radical de papeles. El padre sufre la tremenda requisitoria del hijo. La acusación es de una lógica irrefutable. Se fundamenta en la injusta desproporción de la que hace gala el padre. Toda una vida de labor ininterrumpida («¡cuántos años te llevo sirviendo!») y de cumplimiento perfecto («nunca he transgredido»), es decir, una existencia, tanto cuantitativa como cualitativamente sin tacha ni defecto, no ha merecido ni siquiera un cabrito. Dos animales son puestos en oposición. Uno de bajo coste (un cabrito), otro de gran precio y estima (el ternero cebado). Por si fuera poco, este hijo pequeño, en lugar de servir al padre, lo ha deshonrado; en vez de divertirse en sano esparcimiento con los amigos –como pretendía él–, ha gastado la herencia con prostitutas. Los platos de la balanza están desequilibrados. Y quien debía ser juez recto no ha actuado con equidad, sino con una parcialidad escandalosa; ha favorecido descaradamente el platillo más liviano 44. Abriendo de par en par las puertas de la escena parabólica, nos es permitido declarar que todo lector ahora se constituye en jurado, y es convocado para tomar parte activa en el juicio y emitir su veredicto. La reprensión del hijo mayor presenta un cuadro axiológico, que desvela su talante valorativo hacia él mismo, su padre y hermano menor. Esta triple dirección es señalada sucintamente ahora en nuestro comentario y más adelante será preciso estudiarla con detalle. Manifiesta una autovaloración engreída, fundamentada en el orgullo religioso («nunca he transgredido un precepto tuyo») y una mentalidad de esclavo («mira, cuántos años te llevo sirviendo»). Muestra una desvalorización hacia el padre, basada en los estrictos términos de justicia distributiva, por no haber recompensado sus servicios prestados («a mí nunca me diste»).

44 Cf. R. Couffignal, Un père au coeur d’or; aproches nouvelles de Luc 15, 1132, 106-107.

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Insiste en un desapego con el hermano, con quien rehúsa entrar en relación afectiva; lo considera verticalmente en dependencia del padre («ese hijo tuyo») y con agravio comparativo hiriente, que va allá de las noticias mencionadas hasta ahora por la parábola. Se indicaba que éste había perdido la herencia viviendo perdidamente (v. 13); ahora él añade malévolamente que ha «devorado tus bienes con prostitutas» (v. 30). El hijo mayor vive anclado en el pasado, preso de su historia. Presenta como mérito todos los años que ha empleado en el servicio del padre («¡cuántos años te llevo sirviendo!»). Por eso los verbos que utiliza están conjugados en el pasado: «nunca he transgredido», «nunca me has dado». Se fija en las andanza pasadas de su hermano («ha devorado»). Es un hombre cerrado al presente que está aconteciendo y que no se abre al futuro. El padre le cambia el pasado por el presente y emplea dos verbos en presente: «tú siempre estás conmigo», «todo lo mío es tuyo» 45. Estos reproches del hijo mayor deben ser analizados con calma, pues esconden un variopinto muestrario de solapadas coartadas, que es preciso desenmascarar una por una. a) Los años de su servicio-esclavitud Pero el hijo le contestó: ‘Mira, cuántos años te llevo sirviendo’ (v. 29). En el comienzo del verso tenemos la contestación concisa: «respondiendo» a su padre. Quiere que el padre se fije en su conducta. Por eso la presencia de la partícula idou: «mira». Dentro del proceso narrativo, este imperativo del aoristo segundo del verbo ver (horao) es utilizado a modo de adverbio, para que el padre avive la atención y despierte; «¡mira!, ¡date cuenta!», le increpa a modo de grito el hijo mayor. Es como una interjección; sirve también para que el oyente se fije en lo que está escuchando 46. El que antes no quería entrar para ver a su hermano menor, ahora sí pretende a toda costa que el pa-

45 Cf. C. H. Giblin, Structural and Theological Considerations on Luke 15, 28; R. Krüger, La sustitución del tener por el ser (Lectura semiótica de Lucas 15,1-32) 86-87. 46 Cf. G. Nolli, Evangelo secondo Luca, 712.

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dre repare en su conducta. Le insta a que contemple toda su vida como la obra de un largo mérito. El adjetivo tosauta («cuántos») subraya con énfasis la cantidad de años; por eso va al principio de la frase; quiere mover al padre a su reconocimiento. Un texto del cuarto evangelio nos ilustra sobre la fuerza exclamativa del adjetivo. Es la extrañeza del evangelista Juan, quien se sorprende de que a pesar de tantos signos el pueblo no haya creído en Jesús (en el texto griego, como en el pasaje de la parábola, el adjetivo va enfáticamente en el inicio de la frase): «tantos signos habiendo realizado delante de ellos, no creían en él» (Jn 12,37). Se admira grandemente de que el padre, en su ceguera, no haya valorado como debiera la cantidad de años que lleva sirviéndole. Y le recuerda con apremio: «mira, cuántos años llevo empleados en tu servicio». Existe un pasaje del Génesis donde Jacob, asimismo dolido, echa en cara a su suegro Labán la injusticia de su trato para con él. Es un desahogo emotivo, donde aparece la irritación y, en especial, su vida entendida como un servicio no correspondido. Jacob, aquejado por el mal pago recibido, hace balance de su trabajo: «Entonces Jacob, montando en cólera, recriminó a Labán, y encarándose con él le dijo: ¿Cuál es mi delito? ¿Cuál mi pecado, que me persigues con saña? Al registrar todos mis enseres, ¿qué has hallado de todos los enseres de tu casa? Ponlos aquí, ante mis hermanos y los tuyos, y juzguen ellos entre nosotros dos. En veinte años que llevo contigo, tus ovejas y tus cabras nunca han malparido, y los machos de tu rebaño nunca me los he comido. Ganado destrozado por fieras nunca te llevé: yo pagaba el daño, de lo mío te cobrabas tanto si era yo robado de día como si lo era de noche. Estaba yo que de día me devoraba el resistero, y de noche la helada, mientras huía el sueño de mis ojos. Éstos fueron mis veinte años en tu casa. Catorce años te serví por tus dos hijas, y seis por tus ovejas, y tú has cambiado mi paga diez veces» (Gn 31,36-41).

De igual modo el hijo mayor insiste en la cantidad de años de su servicio; años que, sin embargo, no han hecho mella en el corazón del padre, ni siquiera han sido merecedores de su reconocimiento. Ha sido la acogida generosa del padre tributada al hijo menor lo que le ha obligado a mudar la perspectiva, ha hecho que vuelva los ojos sobre su vida y la vea como un servicio oneroso, y él mismo como un esclavo; lamenta la falta de co-

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rrespondencia del padre para sus servicios. No es un cabrito lo que él quiere, eso es sólo la excusa; pretende y exige verse reconocido por el padre. Desde su punto de vista, resentido, su padre no sólo ha hecho al hijo pródigo igual sino superior. La palabra que emplea el hijo mayor (douleuo) significa trabajar como un esclavo (doulos); el hijo mayor ni siquiera se coloca en la categoría de los jornaleros (misthios), sino de los esclavos. También conceptúa su existencia como un servicio sin desmayo a los mandamientos del padre (cf. Prov 2,1; 3,1; Eclo 3,1). El verbo «douleuo» califica la conducta fiel en la observancia de los mandatos de la ley, como hacían los fariseos. Además el verbo va conjugado en presente: «te estoy sirviendo». Se insiste en la continuidad de la acción; contempla su vida actual como una existencia en la dureza del servicio; un presente continuo de trabajo duro, propio de esclavo (doulos) 47. Lo contrario del esclavo en una casa es el hijo; pero el hijo mayor es incapaz de verse a sí mismo como tal. A pesar de su extremada obediencia, está totalmente desposeído de iniciativa. En esta falta de confianza para con el padre, en la autocomplacencia desmesurada para consigo y en la mezquina estrechez para con su hermano radica su obstinada ceguera. Tampoco vive, desde la óptica del Nuevo Testamento, la actitud cristiana, que debe brotar de la palabra de Jesús, quien solicita un servicio fiel y desinteresado: «¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17,9-10).

b) Observancia perfecta de las órdenes Y nunca he transgredido una orden tuya (v. 29). El hijo mayor afirma de manera categórica: «nunca he transgredido una orden tuya». Pero cabe preguntarse con sinceridad: ¿Quién puede decir ante Dios, ante los demás y ante la propia conciencia, en verdad, que nunca ha cometido

47

Cf. C. Eseverri, El griego de san Lucas, 337.

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ningún pecado? Sólo la arrogancia religiosa, que confía en ella misma y se alimenta de su propio engreimiento. Está juzgando a su padre, quiere corregirle, y le echa en cara su comportamiento. Y ahora aduce sus razones. La expresión completa «transgredir un precepto» (parelthein ten entolen) es un semitismo 48. Suele ser bastante común en la versión griega de los LXX, en donde esta transgresión alude no sólo a los mandamientos divinos (Dt 26,13; Job 23,12) sino al mandato humano (2 Cro 8,15). Por tanto, la frase adquiere una doble significación, religiosa y ética. El hijo mayor aduce que no ha pecado ni contra Dios ni contra su padre 49. El verbo utilizado por Lucas es parerkhomai, que significa literalmente en español: transgredir; de ahí quebrantar, violar o conculcar un precepto. Este tiempo verbal (parelthon) que técnicamente suele denominarse aoristo complexivo indica que se refiere a un período muy largo, con tal de que sea considerado como un todo. Y muestra que una transgresión, un ir en contra o al margen de los mandatos del padre, no ha sucedido nunca, ni siquiera una sola vez 50. Además, observando con cuidado la escritura de este verbo griego que emplea el hijo mayor (par-erkhomai), se evidencia que posee la misma raíz que dos verbos que han sido aplicados en el relato al hijo menor, cuando se habla de la vuelta en sí mismo y de su retorno al padre. El hijo menor «entra en sí mismo» (verbo eis-erkhomai, v. 17) y «se pone en camino» (verbo pros-erkhomai, v. 20). Estas acciones han servido al hijo menor para salir del dominio de la muerte en donde se encontraba; muestran un camino de interiorización y de vuelta hacia el padre. Respecto al hijo mayor, en cambio, su vida de no quebrantamiento de ninguna de las normas no le ha ayudado a acercarse a su padre, sino al contrario, a envanecerse fatuamente en su propio orgullo y desprecio hacia su hermano. La lectura precisa del texto depara otro matiz interesante. El hijo responde: «nunca he transgredido una orden tuya». El 48 49 50

Cf. J. Jeremias, Zum Gleichnis von verlorenen Sohn, 230. Cf. C. E. Carlston, Reminiscence and Redaction in Luke, 15, 11-32, 378. Cf. G. Nolli, Evangelo secondo Luca, 712.

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sustantivo griego «entole» significa orden, mandato, norma. La expresión adquiere en este peculiar contexto un deliberado sentido indefinido, como si el primogénito ni siquiera hubiese soñado transgredir un mandato del padre 51. Pero la escueta narración de los hechos está mostrando la falsedad de sus afirmaciones, pues él, que tanto se vanagloria de obedecer siempre, ya está conculcando con su comportamiento sus mismas palabras, pues no obedece al ruego de su padre, que le invita con énfasis a entrar. c) Injusto proceder del padre Y nunca me has dado un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos (v. 29). El hijo mayor le echa en cara al padre su ingratitud para con él. A pesar de ese continuo servicio, el padre no se ha dignado recompensarle con un regalo. La expresión «nunca me diste (edokas)» quiere decir (forma de aoristo complexivo): «ni siquiera una vez se te ocurrió darme un cabrito» –reclama con indignación–. Por lo demás, un cabrito (eriphos; Mt 25,32) resulta una comida mucho más económica e insignificante que el carnero cebado 52. Pues ni siquiera eso –continúa así evacuando su dolor el hijo mayor–, ni un simple cabrito. Algunos manuscritos antiguos han leído no el sustantivo simple «cabrito», sino el diminutivo «cabritillo» (eriphion), para acentuar la desproporción 53. El hijo mayor contempla el comportamiento paterno desde la perspectiva de su propio resentimiento, como un acto de total desagradecimiento. Y sigue aduciendo sus razones: «para celebrar una fiesta con mis amigos». El hijo mayor piensa en una reunión pacífica, amigable. No ha imaginado una loca correría o juerga como las protagonizadas por su hermano. Se utiliza para describir esta reunión el mismo verbo «euphraino», que se ha empleado para caracterizar la fiesta en la casa por la vuelta del hermano menor, tal como indicaba el padre: «y celebremos una fiesta» (v. 23). Lo que a uno se le ha otorgado con creces 51 52 53

Cf. G. Nolli, Evangelo secondo Luca, 712. Cf. W. Grundmann, Das Evangelium nach Lukas, 314. Así lo han hecho 7575 y B. Cf. J. Nolland, Luke 9:21-18:34, 780.

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y profusión, a él, contra toda justicia, se le está hurtando de forma sistemática. Es un añadido de amarga ironía en las palabras del hijo mayor. d) Juicio contra su hermano En cambio, cuando llega ese hijo tuyo, que ha devorado tus bienes con prostitutas, le matas el ternero cebado (v. 30). El hijo mayor continúa aportando argumentos, pues la conducta del padre aún no ha acabado de evidenciar su parcialidad para con él. El contraste se acentúa con las dos partículas iniciales griegas: «ote de» (en cambio ahora). Se da un vuelco temporal en la situación descrita. Al «nunca me has dado» se opone el «ahora» del hijo menor. El lector aún no sabe cómo el hermano mayor se ha enterado de las malaventuras de su hermano; el texto tampoco lo ha explicitado. Toda la referencia que el hijo mayor hace de su hermano está manchada por una intención aviesa; su malquerencia le hace reparar en el aspecto más sombrío. ¿Cómo es posible que en tan pocas palabras quepa tanta maldad y resentimiento? La maledicencia del hermano se va acumulando. Su corazón rebosa amargura y celos. Su desabrimiento se acrecienta porque está viendo que a su hermano, que todo lo ha deshecho por culpa de su irresponsabilidad, ahora se le premia; y lo que más grave resulta: su padre, contra el más mínimo sentido de justicia, le otorga mucho más que a él. Su discurso gravita sobre el eje de la comparación: «a mí nunca me diste... en cambio a ese hijo tuyo le matas el ternero cebado». El padre, en cambio, no hará comparaciones: todos los hijos caben en su corazón. Solamente el hermano mayor se empeña en juzgar y comparar; y, en este ejercicio de rivalidad, sale perdiendo y se llena de pesadumbre y acedía 54.

54 Certero diagnóstico sobre el comportamiento del hijo mayor: «Centró su vida en no transgredir, nunca deseó la gratuidad del don y de la fiesta. Degeneró en un «do ut des», reclamado como un derecho, y la fiesta la quería transformar en una alegría sectaria. Él podía vivir en esa mentira, no sin resentimiento, hasta la llegada del hermano pequeño; pero su venida inopinada y la relación que se establece hijo-padre le revela su propia actitud interior: el resentimiento que lo roía interiormente» (J. Mª Rueda, ¿Cómo eres, Dios? ¡Dios, cómo eres!, 97-98).

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Con su desprecio hacia su hermano se hace acreedor de las palabras de Pablo, que sacan a la luz los sentimientos del que juzga sin misericordia: «Por eso, no tienes excusa quienquiera que seas, tú que juzgas, pues juzgando a otros, a ti mismo te condenas, ya que obras esas mismas cosas tú que juzgas... Por la dureza y la impenitencia de tu corazón vas atesorando contra ti cólera para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual dará a cada cual según sus obras» (Rom 2,1.5-6).

Podemos considerar estos juicios malévolos, emitidos como vómitos por la boca del hermano mayor. • Se distancia de su hermano La descripción del hermano se hace teniendo como punto único de referencia al padre –él no se considera ni se siente hermano–; habla de él con un circunloquio: «ese hijo tuyo». Y hay una punta de ironía en las palabras, pues habla de tal manera que echa al padre la culpa de ser padre de tal hijo, por su presunta permisividad y dejadez. «De tal palo, tal astilla»... Le nombra: «hijo tuyo», no «hermano mío». Hay lejanía calculada. El hijo mayor nunca llama hermano a su propio hermano; su dignidad no se lo permite; no quiere contaminarse con su miseria, ni tener comunión con su pecado. No asoma en su alma ni un ápice de misericordia, ni una gota de sangre de hermano corre por sus venas. • Desprecio El adjetivo «ese» (houtos) está empleado con una connotación de desdén. Así llamaban los fariseos, iracundos por su escandaloso comportamiento, a Jesús: «Y los fariseos y escribas murmuraban contra él diciendo: ‘Ése (houtos) acoge a los pecadores come con ellos’» (15,2-3). Así motejaba el fariseo engreído al publicano: «Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como ese (houtos) publicano» (Lc 18,11). Y para desprestigiar a Pablo, así le denigran algunos filósofos epicúreos y estoicos: «¿Qué querrá decir ese (houtos) charlatán?» (Hch 17,18).

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La presencia, pues, del demostrativo colorea sus palabras de desprecio, que saca afuera su rencor y muestra bien a las claras la lejanía moral con que se aparta de su hermano, sin querer tener cuentas con él. • Versión parcial de una triste historia El hermano mayor sólo refiere una porción de cosas de la aventura de su hermano: el episodio con algunas mujeres. Pero, puestos a contar, debería contarlo todo. Debería también mencionar –pues es parte integrante de la historia– que lo ha pasado mal, que le han sobrevenido circunstancias adversas en aquel país lejano, que ha habido una terrible hambre, que ha pasado necesidad y que no ha tenido más remedio– para poder sobrevivir– que ponerse a trabajar en una tarea deshonrosa: guardar cerdos. Para ser justos –tal como reivindica– habría que relatar toda la historia, pero el hijo mayor sólo cuenta lo que puede desacreditar a su hermano. • Caricatura burlesca del hermano Contempla ahora la aventura del hermano mediante la inserción de tres frases, hirientes como venablos: – «El que ha devorado» El texto griego caracteriza muy bien lo que es ese hijo: «el que ha devorado tus bienes con prostitutas». Hay una velada alusión a la comida que están celebrando en la casa. La precisa escritura de Lucas así lo señala: «estaban comiendo» (phagontes, v. 23). El hijo mayor dice a modo de comentario: «no tiene derecho a comer el que se ha comido completamente tus bienes». El mismo verbo más la preposición kata –que muestra reduplicación (kataphagon)– señala que el hijo ha devorado por entero la herencia. Y continúa argumentado: «Mientras que yo sólo quería comer con mis amigos inocentemente un cabrito». Se produce un fuerte contraste en la acción de cada uno de los hijos, vistos en clave de comida. Frente a una fiesta sana entre amigos, se opone el consumir tragando la fortuna ajena con prostitutas. Aún más, con la modalidad en aoristo, se recalca que el hijo menor no sólo ha comido, sino que literalmente ha devorado a lo largo de un largo proceso de dilapidación.

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– «Tus bienes» He aquí otro brote de incomprensión. El hijo mayor afirma que «ha devorado no su herencia, sino tus bienes»; no se refiere a la parte que le correspondía, sino a la hacienda. Nuevamente es intolerante y parcial, según la lectura objetiva del texto; pues éste ha informado que «les repartió los bienes» –bion– (v. 12) a los dos. Entonces el hijo menor ha gastado sus bienes, no tus bienes. Resulta a todas luces injusta su apreciación. – «Con prostitutas» Aparece otro insulto hiriente. El hermano mayor sólo se obstina en contemplar el lado más oscuro de la vida del hermano. Afirma que se ha gastado todo con prostitutas. Reproduce una situación de choque ofensivo; pues él deseaba gastarlo –como se ha señalado antes– con gente honrada y respetable, a saber, «sus amigos». En cambio, su hermano lo ha gastado con «prostitutas». La palabra «prostituta» (porne) es extraña en Lucas. Es ahora la única ocasión en que sale a lo largo de todo el evangelio. Y esta singularidad llama la atención, pues Lucas es un evangelista que lima las asperezas, suaviza las expresiones más rudas de Marcos o de Mateo 55. En el pasaje de la pecadora perdonada (Lc 7,36-50), el evangelista ha preferido utilizar un eufemismo y ha evitado deliberadamente emplear tal palabra; no la califica como prostituta, sino con el relativo-indefinido «hetis... hamartolos» («cierta mujer pecadora en la ciudad», 7,37). Pero ahora sí aparece en boca del hermano mayor, porque evidencia bien cuáles son los sentimientos de desprecio que acumula dentro. El vocablo adquiere una coloración soez: trata con su lenguaje vulgar de rebajar la dignidad del hermano y hundirlo en el fango de lo más ordinario. Y después de hacer estas cosas, el que ha gastado –manirroto y dilapidador– no su hacienda sino la tuya, y con prostitutas; ahora, para colmo, protesta airado el hermano, le matas lo mejor, el carnero cebado. ¡Eso no es de recibo, es una injusticia flagrante! ¡Hasta ahí podíamos llegar! La gota de la 55

Cf. C. Eseverri, El griego de San Lucas, 338.

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hiel está colmando el corazón corroído del hijo mayor, quien así derrama ante el padre su amargo resentimiento, su triste melancolía.

7. El hijo mayor o el fariseísmo A través de las duras palabras del hijo mayor, se dibuja el retrato no de una persona particularmente aislada, sino el proceder de un personaje representativo; se está evidenciando de forma palmaria el comportamiento farisaico, tal como lo notifican los evangelios. La arrogancia ante él mismo, la soberbia delante de su padre y el desprecio hacia su hermano perdido..., toda esta insolente secuencia de actitudes conduce a ver en el hijo mayor un fiel reflejo de los fariseos. «Esta pintura está de acuerdo con lo que Jesús dijo de los fariseos» 56.

Existen indicios en el texto de la parábola que permiten inferir tal equivalencia. Basten algunas muestras extraídas del evangelio de Lucas para patentizarlos. Con el empleo del mismo verbo con que el hijo mayor alega su no quebrantamiento de los mandatos («nunca he transgredido» –parelthon–), Jesús echa en cara a los fariseos su conducta: «¡Ay de vosotros, los fariseos, que pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de toda hortaliza, y dejáis a un lado –parerkheste– la justicia y el amor a Dios! Esto es lo que había que practicar aunque sin omitir aquello» (Lc 11,42).

Estos fariseos observan los mínimos detalles, pero hacen dejación de lo más importante: aparcan el cumplimiento sincero de la justicia y el amor a Dios. Están tan fatuamente llenos de su propio orgullo que no queda en ellos el mínimo resquicio para el arrepentimiento (delante de Dios) y la compasión (para los demás). «Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias» (Lc 18,9.11-12). 56

H. Merkel, Jesus und die Pharisäern: NTS 14 (1967-68) 1904.

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Esta piedad no es sincera, su porte altivo no le acerca a Dios. Su cumplimiento le lleva a compararse con los demás y a enorgullecerse. Y de ahí a desdeñarlos. El pecado de este fariseo es que no habla con Dios directamente, sino que ora para sí mismo. Su «pretendida» oración consiste en autojustificarse delante de Dios, en voz alta y de pie. No se siente pecador; por tanto, no necesita de Dios, a quien considera superfluo. Pero Dios es esencialmente salvador, y ha venido en Jesús para salvar del pecado. Si el hombre no se reconoce con sinceridad pecador, inútil resulta la presencia de su gracia. El fariseo es alguien que se apoya en su vida intachable, piadosa hasta el punto de haber conquistado ya la benevolencia divina, y desde esa seguridad incontrovertible –impermeable ante cualquier crítica o duda interna– pasa a detestar y abominar a los otros, que a sus ojos no se comportan como debieran. El fariseo se convierte en un despreciador habitual. Su comportamiento se rige según las leyes de la proporcionalidad: a más confianza en sí mismos, mayor desprecio a los demás. Su pecado radica en que se sienten seguros, es decir, confían en sí mismos, porque «eran justos y despreciaban a los demás» (Lc 18,9). Otro ejemplo, extraído del evangelio, refleja la actitud farisea de «uno de los principales» –así lo escribe Lucas– que pregunta a Jesús qué ha de hacer para heredar la vida eterna. Ya su manera de preguntar alude a su visión de la vida eterna como si ésta fuese objeto de compraventa, el precio de una mercancía. A la pregunta de Jesús sobre su comportamiento ante los mandamientos que miran a la relación con Dios, responde ufano: «Todo eso lo he guardado desde mi juventud» (Lc 18,21). Equivale a la contestación del hijo mayor de que nunca ha transgredido una norma. La actitud del hijo mayor es una reminiscencia de la respuesta de los trabajadores insolidarios de primera hora. «Murmuran» –utilizan el mismo verbo con que criticaban los fariseos a Jesús en el exordio de nuestra parábola –Lc 15,2– contra el dueño, porque ellos se han fatigado más que los últimos, y todos han recibido, sin embargo, la misma paga 57. 57 J. Dupont (Les Béatitudes, II, 239) fue pionero al detectar el paralelismo entre ambas actitudes; la mayoría de los exegetas actuales confirman esta apreciación.

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El hijo mayor / 187 «Y al cobrarlo, murmuraban contra el propietario, diciendo: ‘Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el calor’» (Mt 20,12) 58.

En los evangelios encontramos algunas parábolas que relacionan directamente la actuación de Dios con la de Jesús. Se trata de parábolas, comprendidas en clave cristológica, que «buscan hacer comprensible una conducta de Jesús desconcertante para sus interlocutores» 59. La relación cercana, incluso cordial, de Jesús con los pecadores desconcierta a los oyentes más religiosos practicantes, los fariseos. Éstos no llegan a entender que Dios perdone generosamente, que siga amando a quienes se han alejado de él y que el comportamiento de Jesús trate de justificarse en el comportamiento de Dios. Esta conducta de Jesús ha parecido a sus contemporáneos turbadora. Las personas, aferradas a la estricta observancia legal, quedan del todo sacudidas, azoradas, al ver las relaciones tan amigables que Jesús anuda con los publicanos, es decir, con los pecadores públicos y oficiales 60. Entre estas parábolas se destaca, como ha poco se ha indicado, la de los obreros de la hora undécima (Mt 20,1-15). Comenta J. Dupont. «Lo mismo que el hijo mayor no puede reconocer al padre como su padre sin reconocer al mismo tiempo al hijo menor como su hermano, y lo mismo que el obrero de la primera hora no puede comprender la bondad de su patrón sino sintiéndose solidario de su camarada de la hora undécima, así los oyentes de Jesús no podrán reconocer y aceptar

Aquí vale como profundo comentario lo que escribía C. Carreto, a propósito de la «lógica de la parábola más famosa sobre la gratuidad del amor»: «Entender esta parábola no es fácil para nosotros que tenemos ‘malos ojos’. Dichoso quien la entienda algún día antes de morir. Significa que su ojo ve bien y por lo mismo puede entrar en el reino de la gratuidad que es el reino del amor verdadero» (Cartas del desierto, Madrid 51973, 48-49). 58 «Éste es el problema de la ley israelita. Ella favorece al mayor: ha permanecido fiel; se ha mantenido en casa. ¿Qué derecho tiene el padre para recibir al hijo pródigo? ¿Cómo puede darle nuevamente anillo y traje (herencia) sin garantías, si antes lo ha malgastado todo?» (X. Pikaza, Dios judío, Dios cristiano. El Dios de la Biblia, 362). 59 J. Dupont, La méthode parabolique de Jésus aujourd’ hui, en Expressar-se en paràboles, Montserrat 1980, 210. 60 Cf. J. Dupont, A che punto è la ricerca sul Gesú storico?, en Conoscenza storica de Gesù. Acquisizioni esegetiche e utilizzazioni nelle cristologie contemporanee (G. Barbaglio-P. C. Bori, ed.), Brescia 1978, 27.

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188 / Un padre tenía dos hijos el amor de Dios por los pecadores, tal como se manifiesta en el comportamiento de Jesús, sino en cuanto sean capaces de condividir este amor mirando como hermanos a esos pecadores frente a los cuales sólo sienten desprecio» 61.

Puede también verse una remembranza en la actitud del fariseo Simón frente al comportamiento de Jesús, quien perdona a una mujer pecadora. Su desaprobación se resume en estas palabras: «Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: ‘Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora’» (Lc 7,39).

La respuesta de Jesús, situada en perfecto paralelismo, queda acentuada en el griego del evangelio de Lucas –por eso la lectura en relieve lo va marcando gráficamente–. El evangelista logra a través de tres antítesis contraponer la generosidad de la mujer y la tacañería del fariseo. El contraste se muestra en la oferta del hospedaje: el agua, el beso, el aceite: «¿Ves esta mujer? Entré en tu casa, y agua no me diste para los pies; pero ella regó mis pies con lágrimas y con sus cabellos los enjugó. Beso no me diste; pero ella desde que entró no ha dejado de besarme los pies. Con aceite no ungiste mi cabeza; ésta ha ungido mi cabeza con perfume de nardos. Por eso te digo: le han sido perdonados sus muchos pecados porque amó mucho; a quien poco se le perdona, poco ama» (Lc 7,44-47).

El paralelismo es antitético desde el principio, y se desarrolla en dos figuras opuestas: el fariseo y la mujer pecadora. El contraste aparece por la muestra de tres detalles, colocados en posición enfática por Lucas: el agua, el beso y el aceite. Frente al agua de las abluciones, se destaca el agua rebosante de sus lágrimas; ante la ausencia del beso de bienvenida resuena la plenitud del beso incesante de unos labios arrepentidos; frente al aceite, el costosísimo perfume de nardos. La mujer pecadora supera con creces la actitud del fariseo. Este derroche prepara el desenlace final. Porque fue perdonada 61

Pourquoi des Paraboles? La méthode parabolique de Jésus, 37.

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mucho, por eso exhibió tan extraordinario amor de gratitud. El fariseo se limitó a seguir el ritual de acogida, porque creía no necesitar perdón ni se sintió perdonado 62. El ataque de Jesús contra los fariseos se concentra en el pasaje lucano de 11,37-44. Les echa en cara los siguientes cargos: el culto a lo externo, la vana ostentación a fin de ser celebrados por los demás, el aferrarse a lo más nimio con el lamentable olvido de los valores substanciales, como la práctica de la justicia y el amor de Dios. El talante «fariseo» resulta demasiado frecuente, no es ocasional ni episódico; sobrepasa las coordenadas espaciotemporales de la comunidad de Lucas, desborda a aquellos personajes pintados por el evangelio; excede esas fronteras y perdura lamentablemente durante todo el arco de la historia de la salvación. Son los fariseos «los representantes más puros de un tipo irreductible de experiencia moral, en el que cualquier hombre puede reconocer una de las posibilidades fundamentales de su propia humanidad» 63.

La moral farisaica fue decayendo en una observancia minuciosa, rayana en el escrúpulo ante la Ley, y dejaba al creyente preso en la camisa de fuerza de la praxis piadosa. Pero ellos no sentían tal opresión; el orgullo de saberse los únicos cumplidores de los preceptos superaba con mucho sus denodados esfuerzos. Una relación bilateral estricta de «do ut des» les convertía en hábiles mercaderes de Dios. La tasa de sus méritos incalculables les abría las puertas a los favores divinos. En esta relación se encuentra del todo ausente la gratuidad de la misericordia de Dios. Y su convivencia religiosa quedaba marcada por un desprecio continuo de los demás 64.

8. Respuesta del padre. Comunión de vida y de bienes Pero él le respondió: «Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo» (v. 31). 62 J. Jeremias (Las parábolas de Jesús, 156-157), comentando estas palabras de Jesús, señala que en la lengua nativa (el arameo) no había verbo que específicamente significara «dar gracias», y por ello se acudía a circunloquios como «amar» o «bendecir». La expresión «amó mucho» significa: «dio muestras de amor agradecido». 63 P. Ricoeur, Finitud y culpabilidad, Madrid 1969, 395. 64 P. Ricoeur (Finitud y culpabilidad, 389-415) realiza un lúcido estudio desde las claves de la conciencia sobre la «típica mentalidad» del fariseo.

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El padre contesta con amor a su hijo. Sus palabras convienen a un corazón herido que es necesario curar, no a un espíritu razonador que hay que convencer: «Hijo, tú siempre estás conmigo y lo tienes todo». El padre le habla de vida compartida y de comunión de bienes; pero ahora se trata de buscar remedio a una cuestión primordial, que se refiere a la vida (no al dinero o al derroche...) y no admite dilación. La razón suprema que esgrime el padre es la vida: «porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida». Pero los oídos del hijo mayor están cerrados a estas razones. Ambos, el padre y el hijo mayor, poseen un universo axiológico diverso. No obstante, el padre intenta traspasar sus valores a los pseudo-valores de su hijo; le habla del perdón y la misericordia; mas el hijo mayor se aferra sólo a las leyes de la estricta justicia. No existe rechazo por parte del padre. Corrige al hijo mayor mostrando la misma delicadeza con que abrazó al hijo menor. Motivos tenía de sobra para responderle con la misma moneda, pero perdona sus injurias. Hay siempre una dulzura en los labios del padre, a pesar de la larga e injusta reprensión. El padre le llama «hijo». Y luego, en un diálogo muy personal, insiste repetidamente en el «tú». En contraste con el «nunca me diste» del hijo mayor, el padre le recuerda el siempre: «tú siempre estás conmigo». El padre, pues, no quiere entrar en la dinámica denunciadora del lenguaje que emplea el hijo, no entra al trapo; no profiere ni un sola palabra de reprensión a causa de sus palabras hirientes, ni tampoco le ofrece una apoyatura a su fidelidad probada. El hijo tiene todas las razones para justificar esta conducta; el padre sólo tiene la razón de su corazón de padre. El situar en columnas paralelas las palabras emitidas por el hijo mayor y por el padre, produce un efecto sorprendente. Muestra cómo difieren una y otra perspectiva, que pueden ahora de manera sucinta resumirse –por mor de la síntesis– en los siguientes detalles, algunos de los cuales han sido ya señalados. El hijo mayor entiende su vida como un duro servicio de esclavitud y él se ve como un esclavo. El padre le llama cari-

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ñosamente hijo, y así le considera. El hijo mayor exige como un derecho de reclamación sus años de fiel servidumbre, escrupulosamente guardados sin conculcar ningún mandato. Frente a esta observancia legal, el padre le declara que lo más importante es que él, su hijo, está de continuo con su padre. Al nunca se opone el siempre. A la observancia externa de preceptos, la íntima comunión de vida. El hijo mayor le sigue echando en cara que nunca le dio un cabrito; el padre le responde que no sólo un cabrito, sino que todo lo que le hubiese pedido, se lo habría dado; porque todo cuanto tiene es de él, de su hijo, ya que hay comunión profunda de bienes. El hijo habla de una fiesta particular con los amigos; el padre, de una fiesta más grande y universal, compartida con todos. El hijo mayor señala con desdén a «ese hijo tuyo»; el padre le replica que ése sigue siendo su hermano, corrige su desprecio y su voluntario apartamiento. El hijo mayor habla, tal como ya se ha indicado, de su hermano con términos injuriosos, de una vida despilfarrada con prostitutas; el padre en cambio mira con la hondura del cariño, ve que su hijo estaba sepultado y perdido, y ahora ha vuelto a vivir y él lo ha encontrado. Frente a esta alegría por la vida recobrada es inútil seguir reivindicando otras exigencias particulares. Véase el cuadro adjunto. 29

Pero el hijo le contestó:

31

Pero él le respondió:

«Mira, cuántos años te llevo sirviendo y nunca he transgredido una orden tuya y nunca me has dado un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos.

«Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo.

En cambio, cuando llega ese hijo tuyo, que ha devorado tus bienes con prostitutas, le matas el ternero cebado».

32 Era necesario celebrar una fiesta y alegrarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

30

Aunque el hijo mayor no se ha dirigido a su padre como padre y nunca se ha dignado llamarle con este nombre, en cambio éste sí se dirige a él con afecto: «hijo».

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El vocativo «teknon» (hijo) es una mención de ternura; resulta especialmente afectuosa; equivale a «mi querido hijo» 65. En comunión con él, su padre, el hijo lo posee todo. El padre se lo está gritando mediante la expresión que le dirige: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo». La frase es de enorme calado significativo. Se dan en ellas diversos niveles de comprensión. Nivel jurídico El padre ha guardado la propiedad de los bienes que no ha dado al hermano pequeño. El hermano mayor heredará estos bienes tras la muerte de su padre; pero como vive éste todavía, él dispone ya prácticamente de ellos. El hijo mayor será el heredero universal 66. Nivel familiar Desde un punto de vista humano, Lucas no parece preocuparse del aspecto jurídico. Lo que importa es el hecho de que el padre y el hijo, en razón de su mutuo afecto, lo tienen todo en común. «Tú siempre estás conmigo» quiere decir que tú nunca has estado muerto, ni perdido; has estado conmigo, en la casa 67. Nivel de la nueva familia Se ofrece un plus de significación, que se evidencia a través de un somero análisis filológico. La frase del padre «tú siempre estás conmigo» (pantote met’ emou ei) está construida en griego mediante el adverbio temporal pantote («siempre»), el verbo einai («ser» o «estar»), la preposición meta («con») y el pronombre personal emou («con-migo»). Esta frase en el evangelio de Lucas muestra la condición del discipulado. Incluso en Marcos se dice expresamente que Jesús eligió a doce para que «estuvieran con él» (3,13).

65 Cf. J. Jeremias, Las parábolas de Jesús, 161. También la literatura griega conoce esta expresión, dirigida a adultos: Herodiano, Historia I, 6,4; Aquiles Tatio, Leucipo VIII, 4,3. 66 Así J. A. Fitzmyer, El Evangelio de Lucas III, 686. 67 Cf. F. Bovon, La parabole de l’enfant prodigue, 47.

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Aparecen en dos frases del evangelio, proferidas por Jesús: «Vosotros los que habéis perseverado conmigo (met’ emou) en mis pruebas, yo, por mi parte dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí» (Lc 22,28-29). «En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo (met’ emou ese) en el paraíso» (Lc 23,43) 68.

Estar con el padre equivale a gozar de su intimidad, tal como los discípulos estaban con Jesús, es decir, significa estar en el paraíso. Quiere decir gozar de una compañía, anudada en una renovada relación de alianza: «Cenaré con él y él conmigo –met’ emou–» (Ap 3,20). Además, el adverbio «siempre» conjura las amenazas del tiempo y la tristeza («Todo lo hermoso es triste mientras exista el tiempo»). Esta comunión de vida no sufrirá ningún menoscabo, ni ocasos ni ceses. Nivel de filiación Nos fijamos en la última expresión: «todo lo mío tuyo es». Desvela una relación muy profunda. Con estas palabras se dirigió Jesús, en contexto de fidelidad, durante la oración suprema de su vida, al Padre: «Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío» (Jn 17,10).

Jesús manifiesta la comunión plena entre él y el Padre. Con la hondísima experiencia de su filiación rinde cuentas a Dios, ahora al final de su vida terrestre, invocándole como Padre. La palabra «Padre» es la cadencia más sonora y amable durante toda la oración sacerdotal. «Padre» es el nombre propio de Dios, con el que Jesús ora continuamente (vv. 1.5.11.21.24.25). Los discípulos son del Padre, y el Padre se los ha dado (v. 6). Jesús puede atestiguar que existe una íntima comunión de vida y de bienes entre el Padre y el Hijo. Pero su palabras no revelan sólo su conciencia filial, sino que abren su misterio personal a los creyentes. Jesús hace partícipe también al discípulo de esta profunda comunión con Dios su Padre, nuestro Padre 69.

68 Es una frase llena de contenido. Cf. P. Grelot, Aujourd’hui tu seras avec moi dans le paradis (Luc XXIII, 43): RB 74 (1967) 194-197. 69 Cf. R. Schnackenburg, El evangelio según san Juan, III, Barcelona 1980, 223224.

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Para un lector cristiano atento, esta frase del padre de la parábola asume una profundidad insospechada. Leída en el contexto del Nuevo Testamento, le revela su más íntima vocación, hace nacer en él el destino de su total pertenencia al Padre vivida en una plenitud de comunión eterna, desde la persona de Jesús, el Hijo verdadero. Podemos parafrasear, contemplando entre las líneas del evangelio, el diálogo mantenido entre el padre y el hijo mayor. El padre le reprocha con ternura: «Si todo lo mío es tuyo, lo más y también lo menos. Un cabrito incluido. Bastaría que lo hubieras tomado, que me lo hubieras indicado». Hay en las palabras del padre no sólo un reproche, sino la constatación de una amarga tristeza porque se da cuenta de que el corazón de su hijo no ha sido aún libre para tener ese gesto de confianza. Aún no es el suyo un corazón de hijo 70.

9. La necesidad de la fiesta Era necesario celebrar una fiesta y alegrarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado (v. 32). Normalmente los comentadores no insisten en un tema que, creemos, reviste la mayor importancia teológica, pues se relaciona con la verdadera imagen del padre, y, por tanto, de Dios Padre 71. Se refieren sí a la conveniencia de que el hijo mayor entre en la casa. Pero la escritura precisa de Lucas no habla, en estricto rigor, de una cierta utilidad, provecho..., sino de una verdadera «necesidad teológica».

70 Tiene síntomas de enfermo, aquejado por esa extraña dolencia que técnicamente se denomina «anedonía». En busca constante de la felicidad, sin gozarla nunca, ignorando que ésta se encuentra a su lado, pero él la deja pasar irresponsablemente. Cf. J. Mª Rueda, ¿Cómo eres, Dios? ¡Dios, cómo eres!, 92. 71 La crítica textual defiende la lectura en plural de la frase; no afirma el texto: «era preciso que tú», sino «nosotros» (hemas) teníamos que hacer una fiesta y alegrarnos». Con esta afirmación nos mostramos contrarios a la opinión de J. Jeremias (Las parábolas de Jesús, 161), quien piensa que la frase sólo alude al tú, referido al hijo mayor. El imperfecto «era necesario» (edei) no quiere decir que el hermano mayor ya ha estropeado la fiesta, según afirma G. Nolli, Evangelo secondo Luca, 714. El autor se queda sólo en esta dimensión temporal del verbo, sin indagar en ulteriores significaciones. Pero es preciso indicar que en esta frase se está dilucidando algo mucho más importante.

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La presencia de este verbo «edei» no es casual; no sólo refiere una recomendación, sino que emplaza a algo (o alguien) que entra necesariamente dentro del plan de la salvación. Trataremos de justificar tal afirmación, que resulta clave a fin de lograr una correcta visión de Dios y de las exigencias de la fraternidad. a) Presencia del verbo «dei» («es preciso») en el evangelio de Lucas El verbo «dei» designa una necesidad absoluta que no admite réplica ni contestación. Aparece 101 veces en el Nuevo testamento: en los escritos lucanos se destaca con una frecuencia de 40 menciones 72... «El dei en el Nuevo Testamento es casi siempre expresión de las normas dadas por Dios, y, muy especialmente, del plan divino» 73.

Lucas es el autor que desarrolla la significación del «dei», de tal manera que lo conecta con la historia de la salvación. Dios posee un designio de salvación, y tiene que cumplirse necesariamente. Este plan divino configura, condiciona la vida entera de Jesús –y también de Pablo (Hch 9,6.16)– 74. Repasemos todos los pasajes del evangelio de Lucas en donde aparece la mención explícita de este verbo, añadiendo una sucinta explicación. Sólo así tendremos la garantía de fundamentarnos en unas sólidas conclusiones 75. 72 Con una notable mayoría respecto a los otros escritos (25 veces en Pablo, Juan 10 veces, Mateo 8 veces, Mc 6 veces; Ap 8 veces). Cf. W. F. Moulton-A. S. Geden, A Concordance to the Greek Testament, Edimburgo 41963, 185-186. 73 W. Popkes, Dei, en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, I, 841. 74 Cf. H. Conzelmann, El centro del tiempo, 219. 75 Cf. H. Conzelmann, El centro del tiempo, Madrid 1974, 218-220. W. Popkes, Dei, en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, I, 840-843; Ch. H. Cosgrove, The Divine dei in Luke-Acts. Investigations into the Lukan Understanding of God’s Providence: NT 26 (1984) 168-190. Se ofrece de forma muy sucinta el estado de la cuestión. H. J. Cadbury (The Making of Luke-Acts, Nueva York 1927, 303-305) fue uno de los pioneros en detectar el uso peculiar del verbo «dei» en Lucas para designar la comprensión de la providencia divina; «dei» no es una mera palabra predicativa, sino algo esencial en su mensaje de la historia de la salvación. Tras H. J. Cadbury algunos autores han estudiado la temática de la providencia conforme a este uso verbal. Dos visiones merecen ser mencionadas. E. Fascher (Theologische Beobachtung zu dei, en Neutestamentliche Studien für R. Bultmann [ed. W. Eltester], Berlín 1954, 228-254) considera la provi-

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– Él les dijo: Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tengo que (dei) estar en la casa de mi Padre? (Lc 2,49). Se trata de la primera manifestación pública de Jesús, en el templo de Jerusalén y en medio de los doctores; es la escena cumbre del evangelio de la infancia 76. Ante el desasosiego de sus padres, especialmente de su madre, que le habla apenada pero sin comprender todavía, Jesús adolescente responde con clarividencia refiriéndose a su relación con el Padre 77. Entre él y el Padre existe una comunión perfecta, que se manifiesta en la conciencia lúcida de Jesús de su filiación y en la prontitud para el cumplimiento cabal de su voluntad. Desde el principio de su uso de razón, hacer el deseo del Padre se convierte para Jesús en una exclusiva obligación, valorada como el primero de todos los mandamientos 78. – Pero él les dijo: «También a otras ciudades tengo que (dei) anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, pues para esto he sido enviado» (Lc 4,43). En el texto anterior (2,49) se mostraba Jesús contrariando a sus padres; esta vez se opone a las intenciones y resiste los propósitos de la multitud que le retiene, impidiéndole alejarse de ellos («trataban de retenerle para que no les dejara», v. 42). Jesús se remite siempre a la voluntad de Dios: «Es preciso (dei) predicar en otras ciudades», y añade un pasivo teológico, dando mayor relieve a su calidad de misionero: «Pues para esto he sido enviado» (apestalen). En las diversas encrudencia en Lucas-Hechos firmemente arraigada en el Antiguo Testamento. Asimismo W. Grundmann, Dei, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, II, 21-25; D. Tiede, Prophecy and History in Luke-Acts, Philadelphia 1980, 27-32. La otra tendencia, representada principalmente por S. Schulz (Gottes Vorsehung bei Lukas: ZNW 54 [1963] 104-116), entronca con una idea helenista. Más adelante se atenderá la mención de «dei» en el relato de Zaqueo (19,5), objeto futuro de nuestro análisis. 76 Cf. I. M. Marshall, The Divine Sonship of Jesus: Interp 21 (1967) 87-103. 77 Este dicho enigmático de Jesús, único en el evangelio de la infancia, puede ser traducido de dos modos: «Estoy ocupado en los asuntos de mi Padre» o «estoy en la casa de mi Padre». Ambas versiones son gramaticalmente correctas. La mayor parte de los comentadores actuales sigue la segunda posibilidad, puesto que con más coherencia encaja en el contexto de los dos primeros capítulos de Lucas, a saber, dentro de la manifestación de Jesús como «Gloria escatológica» (Lc 2,32), que adquiere su lugar propicio en el Templo de Jerusalén. Para toda esta problemática cf. R. Laurentin, Structure et Théologie de Luc 1-11, París 1957, 143-144; R. Pesch, Kind, warum has tu son an uns getan?: BZ 12 (1968) 245-248. 78 Cf. J. Ernst, Das Evangelium nach Lukas, 125.

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cijadas de su tarea apostólica (familia, muchedumbre), Jesús sabe discernir su ruta; y toma con decisión el rumbo trazado por el designio divino; emprende resueltamente («es preciso») el camino de Dios. – Dijo: «El Hijo del hombre tiene que (dei) sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día» (Lc 9,22). Tras la declaración de Pedro, quien reconoce el mesianismo de Jesús (v. 20), éste recomienda con severidad no publicar nada (v. 21). Es preciso que (dei) el Hijo del hombre cumpla enteramente el destino y dé remate a la entrega de su vida, mediante su pasión y resurrección. El misterio pascual de Jesús se inscribe dentro del plan de Dios, y entra también en el tiempo. No hay por qué alterarlo. No se debe adelantar la fecha de la glorificación al momento de la pasión. La condición de Jesús, como Hijo del hombre, lo sitúa en la necesidad perentoria (dei) de cumplir fielmente la voluntad divina. – Era necesario (edei) hacer estas cosas sin omitir aquéllas (Lc 11,42). El texto no se refiere a Jesús, sino a los fariseos que olvidan en la práctica lo más valioso: la justicia y el amor de Dios. Jesús les recuerda que es preciso hacer esto, sin olvidar las otras prescipciones; porque tal es la voluntad de Dios (edei), ilustrada por el mismo Jesús en la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,37). – Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que es preciso (dei) decir (Lc 12,12). Los discípulos no tienen por qué preocuparse al ser conducidos ante las sinagogas, jefes y autoridades, sobre la defensa de su fe. El Espíritu Santo les enseñará en aquel instante –no antes ni después– a hablar como se debe, a decir lo que hay que decir, lo preciso. El texto guarda profundas semejanzas con otros pasajes neotestamentarios, que aluden a la confesión de la fe (Mc 13,11; Mt 10,19-20; Jn 15,26). El Espíritu Santo pondrá en la boca de los discípulos las palabras oportunas para que sean capaces de dar público testimonio de fe como leales discípulos de aquel que supo dar buen testimonio frente a Poncio Pilato (cf. 1 Tim 6,13).

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– Hay seis días en los que es preciso (dei) trabajar. ¿No era preciso (edei) desatar de esta ligadura en día de sábado (Lc 13,14.16). Se contraponen dos visiones religiosas: la del jefe de la sinagoga, importunado porque Jesús ha hecho un milagro en el día del sábado, y la de Jesús, que reconoce en la curación de una hija de Abrahán, atada por Satanás, una obligación más urgente que el ritualismo del sábado. Aquí, Jesús se manifiesta como señor del sábado (Lc 6,5), y se recuerda la razón profunda de sus milagros incesantes: puesto que el Padre trabaja, él también trabaja (Jn 5,17); el mandato del Padre consiste en que él dé la vida (Jn 6,40). La voluntad de Dios (Lc 13,16 = edei) es que Jesús libere siempre, aun en día de sábado. Si tal es el designio del Padre, Jesús lo ejecuta con plena fidelidad. – Pero es preciso (dei) que hoy y mañana y pasado siga caminando, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén (Lc 13,33). Frente a las amenazas de muerte de Herodes (v. 31), Jesús está empeñado en realizar hasta el final su ministerio de salvación (verbos en presente: echa [exballo] demonios, realiza [apotoleo] curaciones; v. 32); porque es preciso caminar hoy, mañana y pasado; y además, no puede ser (ouk endekhetai) que un profeta muera fuera de Jerusalén. Jesús, fiel al destino marcado por el Padre (dei), cumple el trabajo que tiene que hacer, inabordable ante cualquier tipo de intimidación, aunque sea el peligro de muerte (como amenaza Herodes) o el peligro de la disuasión (por la estratagema de los fariseos). Nada ni nadie le va a apartar de su camino rectilíneo (poreuesthai, Lc 9,52), que se dirige rumbo a Jerusalén, donde consumará su obra. – Les decía una parábola para inculcarles que era preciso (dein) orar siempre sin desfallecer (Lc 18,1). Es la única vez en todo el evangelio de Lucas en que el verbo se lee con la forma de infinitivo; subraya fuertemente la necesidad de orar siempre y no decaer. Aún más, la intensa índole temática de este verbo (dein) realza el deber de la oración, elevándolo no al nivel de un precepto cualquiera, sino al rango imperioso de mandato divino: es voluntad de Dios

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orar siempre. El adverbio «siempre» (pantote) suele referirse a la práctica de la oración continua (1 Tes 3,13); el verbo egkakein posee la significación de cansarse y desesperarse (2 Tes 3,13; Gál 6,9). Puede traducirse por «descorazonarse» (2 Cor 4,1.16; Ef 1,13). El cristiano tiene que orar en toda ocasión, siempre, y no perder nunca la fe en la oración, entendida como súplica confiada ante el Padre que hace justicia a sus elegidos (vv. 7-8). – Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones (akatastasias), no os aterréis; porque es preciso que (dei) sucedan primero estas cosas, pero el fin no es inmediato (Lc 21,9). Jesús avisa a los discípulos. Cuando escuchen rumor de guerras o de la «gran guerra judía» (que tanto en F. Josefo como en Lucas se vierte por la palabra griega akatastasia), no deben atemorizarse, pues todos estos avatares bélicos forman parte, de manera misteriosa, del plan de Dios, quien conduce providencialmente la historia. Esto tiene que ocurrir primero, pero aún no ha llegado el final de los tiempos. Hasta las calamidades humanas se convierten en elemento integrante de la economía salvífica, no la desvían de su trayectoria. Incluso la misma guerra, con su inmenso cortejo de dolor, entra en la lógica divina que, al margen de todo pronóstico humano, lee por dentro la historia y la empuja decisivamente hacia delante con una fuerza íntima y todopoderosa. – Llegó el día de los Ázimos, en que era preciso (edei) sacrificar la Pascua (Lc 22,7). El pasaje no reviste mayor importancia; lo señalamos para no excluirlo de la lista completa de menciones. El verbo va en imperfecto e indica una necesidad litúrgica, es decir, «había que comer» la Pascua, dentro del tiempo señalado y conforme al ritual preestablecido. – Porque os digo que es necesario (dei) que se cumpla en mí esto que está escrito: «Ha sido contado entre los malhechores» (Lc 22,37). Durante la última cena, Jesús anuncia que todo lo escrito debe realizarse; y cita un texto del profeta (Is 53,12), y dos palabras técnicas, semánticamente emparentadas, que aluden también al cumplimiento: el verbo teleo y el sustantivo telos. Lo que hay escrito sobre él, en él encuentra cabal cumplimiento. Jesús se muestra fiel a la Escritura; su vida y muerte

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se modelan necesariamente en lo que ya está escrito. Con esta obediencia a la Escritura, que no es sino acatamiento a la voluntad del Padre, se va a enfrentar al drama de la pasión. Aparecen ahora tres pasajes (Lc 24,7.26.44), dichos en contexto de apariciones y aplicados a la perfecta realización de las palabras anunciadas por Jesús: – Es necesario (dei) que el Hijo del hombre sea entregado en manos de pecadores (Lc 24,7). Refieren los varones a las mujeres el anuncio del Señor: que el Hijo del hombre tenía que ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y resucitar al tercer día. Ya había aparecido la profecía en 9,22. Se trata ahora –por eso la insistencia de los varones– de acordarse de las palabras de Jesús con la nueva comprensión que otorga la resurrección, para que los acontecimientos desconcertantes de su muerte no distorsionen su fe, sino que recobren la perspectiva total en el misterio de Jesús, querido por Dios. Efectivamente, la mujeres «se acuerdan» (Lc 24,8), es decir, empiezan a entender. – ¿No era necesario que (edei) el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria? (v. 26). – Es necesario que (dei) se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los profetas y en los Salmos acerca de mí (v. 44). Sólo cambian los personajes alusivos: en el primer caso, son los discípulos de Emaús; en el segundo, los once. La afirmación, sin embargo, permanece la misma. La pasión estaba prevista ya en los escritos del Antiguo Testamento y fue anunciada por Jesús. Este acontecimiento era necesario dentro del misterio, humanamente incomprensible, de Dios (Lc 24,25). Podemos concluir afirmando que la vida íntegra de Jesús entra en esta categoría teológica de la «necesidad» divina. El evangelio de Lucas ha sabido ir, como ningún otro evangelio, señalando puntualmente la fidelidad de Jesús al designio paterno. Jesús aparece descrito como el Hijo del hombre e Hijo de Dios, que tiene que realizar una misión ineludible: cumplir la voluntad del Padre. Esta absoluta fidelidad de Jesús a la voluntad divina se convierte para él en una necesidad («es necesario que; es preciso que» –dei–) existencial, algo en verdad

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constituyente, su misión de ser y de servicio, y que «debe», «no tiene más remedio que» llevar a término de manera incoercible. Ya en su adolescencia se siente precozmente llamado a realizar esta voluntad divina, estando en la casa del Padre (Lc 2,49). En su vida pública, fiel al mandato recibido, predica el Reino (4,43); hace milagros (13,14.16); abraza su destino de muerte y de glorificación, y se muestra dispuesto a realizar cuanto el Padre quiere (9,22; 17,25). Esta necesidad inquebrantable de cumplir el designio divino –por encima de todo y a cualquier precio– le lleva aparejada una distancia con sus padres, que no entienden (2,49); un enfrentamiento con los fariseos recalcitrantes (11,42) y una declarada amenaza de muerte por parte de Herodes, «ese zorro» (13,33). Jesús acepta estos hechos y los asume dentro de su fidelidad al Padre. Por fin, el acontecimiento de la pasión y resurrección (22,7.37; 24,7.26.44) entra necesariamente en el plan previsto por Dios; es la realización íntegra del querer divino, que Jesús «ha tenido que» cumplir. Los discípulos de Jesús, igual que su Maestro, movidos por esta necesidad interior de cumplir la voluntad divina, tendrán que orar siempre, sin descorazonarse (18,1); sabrán dar testimonio digno de su condición de cristianos (12,12), y podrán vivir sin temores, al amparo de la providencia de Dios (21,9). El divino «es preciso» 79 asume, pues, una crucial importancia. Se refiere directamente al plan de Dios (Boule tou Theou) que debe realizarse conforme a su designio insondable y misterioso. Por otra parte, muestra la obediencia a dicho plan, al que se adhiere Jesús, y también los discípulos. El mismo Dios garantiza la realización de su designio. Por fin, toda la historia de la salvación está marcada por este designio divino, que él lleva en sus manos, y quiere ejecutores dispuestos a «hacer el camino» ya trazado. Su plan es normativo para la existencia cristiana 80.

79 Así lo llama repetidamente Ch. H. Cosgrove, The Divine dei in Luke-Acts. Investigations into the Lukan Understanding of God’s Providence, 189-190. 80 Cf. R. Maddox, The Purpose or Luke-Acts, Gotinga 1982.

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Tras este análisis y valoración sobre el empleo del verbo «dei», se impone una referencia obligada a las palabras del padre registradas en nuestra parábola. El padre sale al encuentro del hermano mayor, no tiene en cuenta sus palabras de desdén, las olvida, le habla con extremado cariño: «hijo»; pero también con entereza y determinación. «Era necesario» entrar en la casa, y para entrar en la casa, no hay más puerta que el hermano; no se puede ingresar en la casa del padre sino por la puerta del hermano. No se trata de un consejo, sino de una palabra muy fuerte; dice expresamente –en línea con los pasajes del evangelio antes considerados–: «era necesario (edei) celebrar una fiesta y alegrarnos». Si el hijo mayor rehúsa entrar en la casa, se quedará fuera, a la intemperie, es decir, al margen del amor del padre y de su hermano. Podemos afirmar con toda la tradición bíblica que el amor de Dios, visto aquí soberanamente en el correlato del amor del padre por los dos hijos, reviste caracteres divinos imperecederos. A saber, el amor de Dios es incondicional, ilimitado, infinito. Ahora bien, tras el estudio concienzudo de esta frase, de tan enorme calado teológico en boca del padre, nuestra afirmación respecto al amor de Dios debe ser mantenida, mas necesita una modificación matizada. El amor de Dios por nosotros es un sí absoluto con una adversativa, que lo hace más realista y evangélico. Si pudiera decirse en dos palabras diríamos: «Sí, pero». «Sí» es el amor de Dios por nosotros que no conoce ocaso, ni desaliento, puesto que es eternamente fiel. El «pero» somos nosotros, que no acabamos de decidirnos a aceptar este amor tal como él lo ha determinado. Porque el amor de Dios, que es incondicional, tiene sin embargo una condición; su amor ilimitado posee un límite. Esta condición o límite se llama el hermano, es decir, «tu hermano», como recalca el padre al hijo mayor. Así es la imagen del padre, de su amor divino, tal como es presentado por la parábola. No se trata de un Dios forjado por nuestra fantasía sino el revelado por Jesús. Dios no se deja alcanzar sino a través del amor fraterno. Esta palabra del padre tiene una tremenda eficacia para cambiar nuestra percepción de Dios Padre y también posee

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una enorme fuerza para modificar nuestra actitud con los demás, que son nuestros hermanos, hijos del mismo Padre. Porque la falsa piedad inventa muchas sendas para ir hasta Dios; pero «es preciso» (dei) seguir fielmente a fin de llegar hasta Dios Padre el único camino trazado por Jesús en su evangelio. «El Dios de Jesucristo es Padre; su amor por los hombres es indefectible e incondicionado. Pero esta parábola resalta que para entender algo de este amor hace falta que el hombre sea capaz de tener un corazón de hijo. Esto no será posible si, antes, con una conducta indigna pierde la cualidad de hijo, pero igualmente, e incluso más claramente, si se muestra incapaz de aceptar que los otros son hijos del mismo padre, por tanto, de amarlos como propios hermanos... El amor con que Dios nos ama a cada uno de nosotros no puede ser descubierto más que con la práctica del amor fraterno» 81.

10. Las profundas razones del padre Porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado (v. 32). El padre quiere que el hermano mayor entre en el banquete de la familia, con su hermano. Para entrar es preciso perdonar y acogerlo con las mismas entrañas con que lo cobijó el padre. Éste le muestra por qué tiene que ingresar, qué razones debe justificar para decidirse a entrar. Lo primero es corregir la visión deformada. El padre enmienda la forma de hablar del hermano, que se desdecía afirmando: «ese hijo tuyo». El padre modifica rectamente y le compromete, diciendo: «este hermano tuyo». No es alguien cualquiera, merecedor de desprecio, es tu hermano quien necesita tu comprensión y tu perdón. La razón es, dicha con toda rotundidad, por ser hermano. El padre no cuestiona la obediencia y la sumisión del hijo mayor, con creces probadas. El hijo mayor no comprende el proceder del padre, que dispensa más favores al indigno que al cumplidor. La parábola quiere situar el bien del pecador por encima de todo. Aquí resuena el grito del profeta: «Yo no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y

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J. Dupont, Il padre del figlio prodigo, 133-134.

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viva» (Ez 18,23). Un pecador arrepentido de su pecado significa trocar muerte en vida y depara al Padre Dios la suprema justificación de su alegría. El padre ataca, por tanto, toda actitud que excluye al pecador y que niega el perdón al arrepentido 82. La parábola acaba con un final persuasivo, que insiste en abandonar las relaciones de legalidad fundamentadas en valores cuantitativos y económicos, de estricta justicia, que generan a la postre desprecio y autosuficiencia (fariseo) para buscar el amor que se alegra sobremanera con el perdón otorgado al hermano 83. En el fondo se está dilucidando el comportamiento de Jesús con los pecadores, a quienes los fariseos le negaban el derecho a la comunión. Pero hay que decir que la vida del pecador es la razón constituyente del envío de Jesús, y de su misión salvadora. Ésa tiene que ser la causa de la verdadera alegría: que el hermano muerto y perdido haya vuelto a la vida y haya sido encontrado. Por ello el padre se alegra; y quiere que también el hermano mayor comparta la misma alegría; que sea capaz de ver con ojos profundos, desinteresados, generosos, el milagro de la vuelta a la vida del hermano perdido. Estas dos frases, construidas en perfecto paralelismo, cierran cada una de las historias de los hijos; la del hermano menor (v. 24) y del hermano mayor (v. 32). Son la llamada del padre volcado en el amor de sus dos hijos –de un padre que tenía dos hijos–. Se destacan a modo de broches literarios o apelaciones imperiosas al amor fraterno. Y con esta llamada queda la parábola abierta, esperando una respuesta que cada lector u oyente debe dar, al decidir personalmente si quiere entrar o no en la casa del padre con el hermano. Generalmente se habla de un final abierto, pero en realidad no resulta tan abierto, puesto que el menor se queda dentro, y el mayor permanece aún fuera. Este final se debe al arte narrativo de Lucas 84. 82 R. Walkens, L’Analyse structurale des paraboles: Deux essais: Luc 15,1-32 et Mathieu 13,44-46, 166. 83 R. Krüger, La sustitución del tener por el ser (Lectura semiótica de Lucas 15, 1-32), 96-97. 84 Cf. G. Sellin, Lukas als Glleichniserzählung vom barmerzigen Samariter (Lk 10, 25-37): ZNW 65 (1974) 184.

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Ampliando nuestra perspectiva hacia toda la parábola, se observa que existen dos estructuras de movimiento opuesto que la recorren: de convergencia y divergencia. Desde la lejanía, el hijo menor se acerca a la casa del padre; desde la cercanía, el hijo mayor se aleja de la casa y se autoexcluye. Se da aquí «una auténtica maravilla de arquitectura narrativa» 85.

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M. A. Vazques, El perdón libera del odio: Lectura estructural de Lc 15,11-32,

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Introducción Esta parábola habla de la conducta de Dios Padre con sus hijos; pero ésta no debería escandalizar apenas a los fariseos. Lo que realmente les irrita y hace murmurar es la actuación de Jesús, de tal manera que él tiene que defenderse explicando no su propio comportamiento sino el de Dios, su Padre. Su respuesta se torna fehaciente, irrebatible. ¿Cómo se le puede criticar por su comportamiento, si está en todo conforme con el proceder de Dios Padre? «La parábola del hijo pródigo no permite separar el amor divino del cual habla del testimonio concreto que ella ofrece de la actitud de Jesús para con los pecadores. Presentándonos los sentimientos de Dios, Jesús nos entrega al mismo tiempo la llave que abre el misterio de su vida y de su muerte» 1.

La conducta de Jesús con los pecadores es la expresión concreta de la solicitud divina, que acoge a los pecadores y los levanta para sentarlos en su misma mesa. La parábola posee un sentido cristológico; presenta la perspectiva para entender la misión íntegra de Jesús, ser la suprema manifestación del amor misericordioso del Padre. Y esta solicitud divina no hay que buscarla en las disposiciones interiores que podrían encontrarse en los pecadores, sino en el amor infinitamente misericordioso del Padre que ama a los más lejanos y desvalidos 2. Cuanto más perdidos se sientan, más se acerca Jesús y los allega a su corazón. 1 2

J. Dupont, Le fils prodigue: Lc 15,1-3.11-32, 66. Cf. J. Dupont, Les Béatitudes, II, 240-242.

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En este capítulo, pues, tratamos de acercarnos a Dios, entender la solicitud del Padre por los pecadores, por medio de Jesús, su perfecta imagen, tal como él lo ha expresado admirablemente en la parábola del padre que tenía dos hijos.

1. Jesús, clave de interpretación de la parábola La presencia de Jesús llena completamente la parábola, la conduce a la verdad plena. No sólo constituye la perspectiva adecuada desde la que debemos situarnos; deviene la luz que la embiste, haciendo que sus palabras e imágenes dejen la oscuridad en que estaban sumidos, y recuperen su relieve. Por eso acudimos a Jesús, en esta labor hermenéutica, para que la parábola profiera su profundo mensaje y recupere su perenne actualización. Podemos recordar ahora, en apretada síntesis, algunos destellos de esta luz poderosa que alumbra toda la parábola. Recordamos los tres personajes, vistos desde el cumplimiento de Jesús. • Jesús es el correlato del padre –a saber, la verdadera imagen de Dios Padre–, que acoge con júbilo al hijo menor, que suplica también la entrada en casa del hijo mayor. Es la viva estampa de su misericordia. Si su vida resulta escandalosa para los fariseos, es porque el comportamiento del padre también lo es para el hijo mayor. Jesús se defiende acudiendo a Dios, su Padre. Él no hace sino lo que ve hacer a su Padre, sigue filialmente su ejemplo. • Jesús es la imagen auténtica del hijo menor –contemplada profundamente–, quien ha hecho posible su retorno, ha asumido la condición humana hasta el fondo, se ha desterrado de la casa del Padre, asumido nuestra naturaleza, ha conocido el dolor, la lejanía y la muerte. Es nuestro camino de vuelta. La Iglesia expresa esta serena certidumbre de su fe en la liturgia, durante el momento solemne, previo a la consagración: «Cuando nosotros estábamos perdidos y éramos incapaces de volver a ti, nos amaste hasta el extremo. Tu Hijo, que es el único justo, se entregó a sí mismo en nuestras manos para ser clavado en la cruz» (Misal Romano. Plegaria eucarística sobre la reconciliación, I). «Dios, Padre nuestro, nos habíamos apartado de ti y nos has reconciliado por tu Hijo, a quien entregaste a la muerte para que nos con-

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Jesús, imagen del Padre / 209 virtiéramos a tu amor» (Misal Romano. Plegaria eucarística sobre la reconciliación, II).

• Él es la imagen del hermano mayor; pero no la del hermano resentido de la parábola, sino la del hermano bueno. «¿No insinúa la parábola al menos que Jesús es, en definitiva, el verdadero hermano mayor, que entra, come y participa en la celebración del encuentro?» 3.

• Es el animal degollado que sella la reconciliación y hace posible la fiesta. Ha sido sacrificado por nuestra salvación. Sea que asuma el simbolismo animal de ternero –propio de la parábola– o de cordero pascual, lo decisivo es que ha sido por todos nosotros víctima sacrificial. Así lo reconoce repetidamente la liturgia de la Iglesia: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad» (Misal Romano. Plegaria eucarística, III).

• Él es quien nos devuelve la túnica de nuestra vocación sacerdotal, profética, regia. Nos hace partícipes de esa dignidad, propia de los hijos de Dios (Ap 3,4). No es preciso acudir a la época de la alegoría, en donde tuvieron tanto éxito algunas aplicaciones. Se contemplaba entonces a Cristo en el carnero cebado (moskhos) y a los sacerdotes en los servidores (douloi); se veía una alusión a la cruz y al altar en el verbo «matar» (thyein) y una mención de la comunión en el participio «comamos» (phagontes) 4. Las tres parábolas poseen unos contornos bien delimitados: unos oyentes que se acercan, publicanos y pecadores (v. 1); y otro grupo que murmura, formado por los fariseos y escribas (v. 2). Jesús explica su conducta en favor de los pecadores, a quienes «acoge» (prosdekhetai, v. 2) y en cuya compañía «come» (synesthiei, v. 2), ilustrando así la solicitud amorosa de Dios Padre por los pecadores y haciendo una apremiante llamada a estos «justos», que no tienen necesidad de conversión. El exordio de la parábola, pues, nos muestra la conducta de Jesús respecto a los pecadores, que puede ser descrita con estos dos epígrafes: 3 4

J. A. Fitzmyer, El Evangelio según Lucas, III, 675. Cf. F. Bovon, La parabole de l’enfant prodigue. Première lecture, 39.

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• Jesús, imagen del Padre, busca lo perdido • Jesús, imagen del Padre, come con los pecadores (vv. 1-3).

2. Jesús, imagen del Padre, busca lo perdido El padre, que acoge con gozo inmenso a su hijo perdido y lo rehabilita, granjeándole un derroche de favores, quiere también justificar su conducta. Profiere en sendas ocasiones la misma expresión. Una delante de los criados, quienes atónitos –pues no dan crédito a tanta benevolencia– reciben las órdenes del padre para agasajar al hijo: «Porque este hijo mío... estaba perdido y ha sido encontrado» (v. 24). En la segunda ocasión se dirige al hijo mayor, quien no entiende su magnanimidad para con aquel hijo indigno, que ha dilapidado la fortuna paterna con prostitutas, a quien en colisión flagrante con sus propios méritos acumulados por su fiel servicio –él, que ni siquiera ha recibido un cabrito– le sacrifica el ternero cebado. El padre no encuentra otros argumentos que legitimen su conducta sino el bien de la persona de su hijo, pues éste ha pasado de la muerte a la vida: «Era necesario celebrar una fiesta y alegrarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (v. 32).

Se hace preciso profundizar en estas palabras del padre, misteriosas, para ponderar el peso de las razones que alberga su corazón de padre, y que la razón del hermano mayor desconoce. Más que palabras en plural, debemos concentrarnos en una sola palabra singular: lo «perdido». Este vocablo, además, se encuentra con frecuencia inusitada en el contexto cercano de nuestra parábola, dotándola así de unidad teológica. El capítulo 15 de Lucas, en efecto, puede estructurarse conforme al uso de este participio griego «perdido» (to apololos), que se destaca en tres parábolas: la oveja perdida (vv. 3-7), la moneda perdida (vv. 8-10), los hijos perdidos (no sólo el hijo menor, también el hijo mayor está perdido; vv. 11-32). Debido a esta masiva presencia, el capítulo 15 puede recibir un rótulo evangélicamente adecuado: «Jesús, imagen del padre, busca lo perdido». Hay que caer en la cuenta de la originalidad de esta palabra «perdido»; pues es un vocablo singular que san Lucas –él

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sólo entre todos los evangelios– emplea. Su peculiar rareza la acredita como una palabra densa de teología. Un análisis filológico enseña que su forma gramatical griega es la de un participio de perfecto del verbo apollymi; su matiz indica una acción del pasado, pero cuyos efectos perduran en el presente y sobreviven todavía. El participio apololos señala, pues, a alguien o algo que se ha extraviado para siempre, que está perdido sin remedio. Y perdido continuará, a no ser que alguien venga solícito en su busca, lo encuentre y lo salve. Alude a una situación sin salida, la propia del que vive sin esperanza de salvación, tal como Lucas caracteriza al hijo menor («viviendo perdidamente» –asotos–: v. 13). En bastantes páginas del Antiguo Testamento encontramos los primeros rastros de esta imagen denotativa de perdición 5. La escena de un rebaño extraviado, de un hato de ovejas perdidas, porque carece de pastor o tiene un pastor indigno, no es infrecuente en un pueblo nómada de pastores. Hay algunos textos selectos provistos de esta palabra precisa. «Me he descarriado como oveja perdida (hos probaton apololos); ven en busca de tu siervo» (Sal 118,176).

Así clama el salmista, apropiándose en su personal extravío de la imagen de las ovejas perdidas. En el célebre capítulo 34 de Ezequiel sobre los pastores de Israel, Dios, pastor solícito, echa en cara a éstos su indignidad. Mediante cinco expresiones paralelas les muestra su protesta por tanta incuria; el peso de tan dura reprensión descansa sobre la última queja: «No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la descarriada ni buscado a la perdida» (to apololos ouk ezetesate; Ez 34,4).

Hay que notar la afinidad con la expresión de Jesús en casa de Zaqueo, donde afirmará que el Hijo del hombre ha venido a «buscar» (zetein) y salvar lo «perdido» (apololos; Lc 19,10). En el Nuevo Testamento se encuentran también algunas menciones similares. Jesús reclama el anuncio evangélico a 5 Cf. A. Oepke, Apollymi, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, I, 394.

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los judíos desorientados, pues son «las ovejas perdidas de la casa de Israel». El pueblo de Israel como heredero de la elección y de la promesa debe ser el primero en recibir la oferta de la salvación. Tal era la perspectiva, por otra parte, en la que se movía la praxis misionera de la primitiva predicación eclesial (cf. Hch 8,5; 13,5). En el discurso de misión Jesús recomienda a sus discípulos que no tomen el camino de los gentiles ni que entren en las ciudades de los samaritanos, sino «dirigíos más bien a las ovejas perdidas (pros ta probata ta apololota) de la casa de Israel» (Mt 10,6). En el diálogo con la mujer cananea, que en Mateo adquiere enorme dramatismo –mucho más que en ningún otro evangelio–, como una dura prueba de fe que debe superar, Jesús justifica su rechazo a hacer el milagro porque «no he sido enviado más que a las ovejas perdidas (eis ta probaba ta apololota) de la casa de Israel» (15,24). El mismo Jesús como pastor de las ovejas se coloca como antítesis de los ladrones que sólo vienen para robar, matar y perder (apolese; Jn 10,10). El último verbo (apollymi) se emplea con frecuencia para designar la desgracia total (Lc 12,16; 17,33) 6. El buen pastor, en cambio, ha venido para traer vida y vida abundante (Jn 10,10). También Jesús señala su tarea como un ir en busca de lo que se ha perdido. Así se lo ha encomendado el Padre, y él quiere cumplirlo: «Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que el Padre me ha dado» (Jn 6,39).

En la oración sacerdotal rinde cuentas al Padre de su misión, perfectamente cumplida: «He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura» (Jn 17,12).

Por eso guarda a sus discípulos, los defiende en Getsemaní ante el conato de violencia de la cohorte. Pide que les dejen marchar tranquilos:

6 Cf. A. Oepke, Apollymi en, Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, I, 394.

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Jesús, imagen del Padre / 213 «Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos. Así se cumpliría lo que había dicho: ‘De los que me has dado, no he perdido a ninguno’» (Jn 18,9).

Jesús aparece, pues, en los relatos evangélicos como la presencia de Dios, solícita, atenta: busca y salva lo que está perdido. a) Parábola de la oveja perdida «¿Qué hombre de entre vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar la perdida hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a casa, convoca a los amigos y vecinos y les dice: ¡Alegraos conmigo, porque he encontrado mi oveja perdida! Os digo que del mismo modo habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión» (Lc 15,4-7).

El pasaje insiste de continuo sobre la suerte de la oveja perdida. Comienza y acaba –primer y último verso de la perícopa, como si de una inclusión semítica se tratase– subrayando la situación de la oveja. Al principio su pérdida moviliza la marcha del pastor (v. 4). Al final, el encuentro de la oveja perdida le llena de alegría (v. 6), trasunto de la alegría divina (v. 7). Así pues, un pastor pierde (apolesas, v. 4) una oveja; deja las noventa y nueve, y va en busca de la oveja «perdida» (poreuetai epi to apololos, v. 4). La encuentra y, como un trofeo personal, la coloca vistosamente sobre los hombros, lleno de júbilo (epitithesin epi tous omous autou khairon, v. 5); convoca a sus amigos y parientes a la alegría (synkharete moi, v. 6). Y da la razón de tanto gozo: «porque he encontrado mi oveja perdida» (hoti heuron to probaton mou to apololos, v. 6). Este gozo apenas es un pálido reflejo del júbilo que habrá en el cielo (aparece en el texto de manera velada para referirse a Dios «que está en el cielo») por un solo pecador que se convierte (outos khara en to ourano, v. 7). La escritura precisa de Lucas recalca la condición de la oveja perdida (apololos). El participio más artículo adquiere la fuerza de un sustantivo, rescatándolo del anonimato. Además, esta oveja es la predilecta. El texto griego es sobriamente expresivo, pues la acompaña con el posesivo «mi» (mou)

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oveja, y también con el artículo anafórico (to), que define la oveja, separándola afectivamente de las demás. Se trata de la oveja mía perdida, mi oveja extraviada. Se proclama el motivo de la alegría, porque dice literalmente el hombre: «he encontrado mi oveja, la perdida» (heuron to probaton mou to apololos, v. 6). La pérdida, además, se debe a la oveja, no al descuido del pastor; esta oveja «la que una vez se perdió» y que «continuaba perdida sin remedio», hasta que el pastor la encontró. La parábola enseña que la oveja perdida no tiene otro titulo ni mérito sino su propia perdición y el cariño que despierta en su pastor. Los pecadores y publicanos que escuchan esta parábola (v. 1) y que han oído el júbilo que Jesús comparte (v. 6) al referirse al cielo cuando un pecador se arrepiente, sienten en carne propia que ellos son privilegiados ante Dios. Su misma condición de gente perdida y el reconocimiento de su extravío se convierten en el motivo desencadenante de tanta solicitud y alegría, propias de la misericordia de Dios. b) Parábola de la moneda perdida «¿O qué mujer que tiene diez monedas, si pierde una moneda, no enciende una lámpara y barre la casa y la busca con todo cuidado hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, convoca a sus amigas y vecinas, y les dice: ‘¡Alegraos conmigo, porque he encontrado la moneda que había perdido!’. Os digo que del mismo modo habrá alegría ante los ángeles de Dios por un sólo pecador que se convierte» (Lc 15,8-10).

Se observa un recurso pedagógico, muy al estilo de Lucas; agrupar dos parábolas paralelas y semejantes con la intención de insistir en una enseñanza de particular importancia. El protagonista suele ser, en la primera, un hombre; en la segunda, una mujer. Ambas comienzan con un interrogativo. Así arranca la parábola de la oveja perdida: «¿Qué hombre de entre vosotros?» (v. 4); de esta manera es el inicio de la dracma perdida: «¿Qué mujer?» (v. 8).

7 Epimelos (diligentemente), única aparición de este adverbio en el Nuevo Testamento. El verbo epimeleomai sí sale tres veces: Lc 10,34.35; 1 Tim 3,5.

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Ofrece el relato un sabor pintoresco: la lámpara encendida a pleno día, la preocupación diligente de la mujer 7, la limpieza exhaustiva que no se detiene sino hasta encontrar la moneda perdida. Esta acumulación de detalles delata el origen de la escena como oriunda de un ambiente palestino 8. Existe un cambio gramatical respecto a la palabra apololos, objeto de nuestra reflexión, que se evidencia comparando las parábolas de la oveja y de la dracma perdidas: v. 6: Alegraos conmigo, porque he encontrado mi oveja, la perdida synkharete mai hoti heuron to proboton mou to apololos. v. 9: Alegraos conmigo, porque he encontrado la moneda que había perdido synkharete mai hoti heuron ten drakhmen hen apolesa. Ya no aparece el vocablo característico «perdido», el participio apololos, sino una oración de relativo con un verbo en aoristo («que había perdido»). Esta modalidad indica que ahora se trata de una responsabilidad de la mujer, «la moneda que yo una vez perdí» (v. 9). Asimismo el peso de la búsqueda ajetreada reside en la mujer. Ella es quien se preocupa y quiere ansiosamente que no se pierda del todo. Por eso, su solicitud y su desasosiego al principio; su trabajo persistente y tenaz; por fin, su alegría contagiosa para con sus amigas y conocidas. La moneda está perdida, y perdida seguirá sin remedio. Además, es de metal inerte y frío. En el suelo continúa perdida, como tantas monedas que se pierden. El cuidado de la mujer hará posible que ésta sea encontrada, es decir, solamente la solicitud de Dios, presente en Jesús, encontrará a los hombres y mujeres perdidos sin remedio. c) Zaqueo (Lc 19,1-10) Tenemos aquí una escena del evangelio de Lucas en donde aparece de forma señera la búsqueda de Jesús por lo perdido. Significa la coronación de cuanto antes se ha ido indicando; ya no se trata de dichos parabólicos, más o menos enigmáticos, que deban ser interpretados con corrección: 8

Cf. E. Klostermann, Das Lukas-Evangelium, 155-156.

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oveja perdida, moneda perdida, hijo perdido. Ahora es el mismo Jesús quien sale realmente al encuentro de un hombre perdido, lo busca y le concede la plena salvación. Lucas ha sellado con su peculiar estilo y lenguaje propios una narración que sólo a él, entre todos los evangelistas, pertenece. En el relato de Zaqueo, además, se encuentra admirablemente concentrado, como si de un germen vivo se tratase, lo mejor de la teología del tercer evangelio en cuanto a la solicitud de Jesús por lo perdido. Bien merece la pena un esfuerzo por intentar captar la profundidad de su mensaje. – Traducción «Viniendo a Jericó, la pasaba. Un hombre, llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, deseaba ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era pequeño de estatura. Corriendo hacia delante, se subió a un sicómoro para verle, porque iba a pasar por allí. Cuando vino a aquel sitio, Jesús, alzando los ojos, le dijo: ‘Zaqueo, baja deprisa, pues hoy en tu casa es preciso que permanezca’. Y bajó deprisa, y lo recibió con alegría. Al ver [esto], todos murmuraban diciendo: ‘Ha venido a hospedarse en casa de un hombre pecador’. Pero Zaqueo, poniéndose de pie, dijo al Señor: ‘Mira, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si a alguno defraudé algo, le devuelvo cuatro veces más’. Jesús, entonces, le dijo: ‘Hoy ha sido la salvación para esta casa, porque también éste es hijo de Abrahán; pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido’» (Lc 19,1-10).

– Estructura literaria Atendiendo específicamente al texto griego de Lucas (texto que se respeta sobremanera en la presente traducción), la perícopa está limitada y unificada en su primer (v. 1) y último (v. 10) versos, por la aparición reiterativa de un verbo semejante: Viniendo... Ha venido Dentro ya del relato pueden observarse dos partes: una propedéutica (vv. 1-4), y otra declarativa-solemne (vv. 5-10). Cada una de ellas se encuentra bien precisada por la presencia repetida de unos verbos de movimiento, referidos siempre a Jesús: Jesús pasaba por Jericó (v. 1). Jesús iba a pasar por allí (v. 4)

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Jesús, imagen del Padre / 217 Y cuando vino Jesús a aquel sitio (v. 5). El Hijo del hombre ha venido (v. 10).

En el centro exacto de esta primera parte (v. 3) aparece justamente el elemento esencial y que es preciso subrayar. Zaqueo buscaba a Jesús; deseaba ver quién era Jesús. Este verso plantea el problema crucial de la identidad de Jesús. En la segunda parte (vv. 5-10) se encuentra la presencia dominante del adverbio hoy, que al ir situado al inicio de las dos frases adquiere un notable valor enfático, y que encuadra la conversión de Zaqueo: Hoy en tu casa es preciso que permanezca (v. 5). Hoy ha sido la salvación para esta casa (v. 9). En el centro (v. 8) tiene lugar la conversión de Zaqueo, acotada por el mismo verbo, doblemente repetido (dijo). Dijo el Señor a Zaqueo; dijo Zaqueo al Señor. La conversión está subrayada en el texto por el participio poniéndose de pie, cuya función estriba en hacer solemne la declaración de Zaqueo. Dos verbos, que en griego poseen la misma raíz y conjugados en presente (doy... devuelvo), refieren el contenido concreto de la conversión; se trata de dos verbos de acción e indican que dicha conversión no es la mera enunciación de principios: dijo ................... doy poniéndose en pie ................... devuelvo dijo

La conversión de Zaqueo (v. 8) está flanqueada por dos comentarios diversos de la gente y de Jesús. La gente (el texto los señala: todos) dice murmurando: «Es un hombre pecador» (v. 7); Jesús comenta, en cambio: «Es un hijo de Abrahán» (v. 9b). Finalmente el verso 10 ofrece la razón última de la acción íntegra de Jesús, recapitulando su triple venida: su venida a Jericó (viniendo, v. 1), su venida a aquel sitio (vino, v. 5) y su venida salvífica (ha venido, v. 10). Se trata de un verso kerigmático y clave de todo el relato; con él se responde a la cuestión planteada en la primera parte. Zaqueo deseaba ver quién era Jesús, y el mismo Jesús responde concediéndole la salvación a él y a su casa, y diciendo de sí mismo –mostrando

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de esta manera su «identidad»– que es el Hijo del hombre que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido. Así queda resuelta la estructura literaria de la perícopa, intentado, en lo posible, que sea intelegible y sintética; véase el cuadro adjunto.

ZAQUEO, JEFE DE PUBLICANOS Y RICO, BUSCABA (EZETEI) VER QUIÉN ERA JESÚS

DECLARACIÓN DE JESÚS

SEMERON GAR EN TO OIKO TOUTO DEI ME MENEI «Hoy en tu casa es preciso que permanezca»

COMENTARIO DE LA GENTE

«Es un hombre pecador»

Eipen (Dijo)

CONVERSIÓN DE ZAQUEO

statheis (de pie)

Eipen (Dijo)

COMENTARIO DE JESÚS

DECLARACIÓN DE JESÚS

La mitad de mis bienes se la doy (didomi) a los pobres Si a alguno defraudé, le devuelvo (apodidomi) cuatro veces más

«También éste es hijo de Abrahán».

SEMERON SOTERIA TO OIKO TOUTO EGENETO «Hoy ha sido la salvación para esta casa»

JESÚS, EL HIJO DEL HOMBRE, HA VENIDO A BUSCAR (ZETEIN) Y SALVAR LO PERDIDO

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– Zaqueo y Jesús Dos personajes se confrontan principalmente en Lc 19,110, Zaqueo y Jesús. Dos actantes se entrecruzan: el perdido y quien lo busca y encuentra. Acercándonos a ambos protagonistas e interpretando, desde la estructura literaria de Lucas, el encuentro de los dos, podremos consecuentemente obtener el mensaje válido de la teología de Lucas: la conversión de Zaqueo (el hombre perdido) ante la presencia de Jesús (que lo busca hasta encontrarlo y salvarlo). Zaqueo Del personaje Zaqueo existen en el relato algunas observaciones y juicios dispares, conforme va cambiando la perspectiva con que se le contempla: – presentación objetiva y neutra de lo que era y socialmente representaba: «jefe de publicanos y rico» (v. 2); – comentario negativo-externo de la gente que murmura: «Es un hombre pecador» (v. 7); – apreciación positiva-profunda de Jesús, quien, reconociendo en Zaqueo un hombre perdido, descubre en él a un hijo de Abrahán (vv. 9-10). El mismo personaje Zaqueo se revela por su palabra y especialmente por su acción. El pasaje lucano aparece como un mosaico repleto de detalles pintorescos, que se sitúan muy lejos del idealismo aséptico y estereotipado de una alegoría o un paradigma, y sí muy cerca de la concreción de un hecho con una base histórica real. El retrato de Zaqueo está diseñado con pinceladas impresionistas; es la descripción de un hombre vivo y apasionado. Sorprende la rápida acumulación de elementos literarios tan propios del personaje. Pequeño de estatura, movido por el deseo de ver a Jesús, corre, se sube a un árbol. Se comporta de manera extraña al valor de su nombre, a su posición social, económica y religiosa. Se llena de alegría ante la inesperada iniciativa de Jesús, de hospedarse en su casa. Baja apresuradamente (dos veces insiste el texto en esta prontitud; vv. 5-6) del árbol. Tiene capacidad de entender el mensaje de Jesús y de corresponder. Su conversión sincera se manifiesta inequí-

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vocamente en el gesto de compartir con los demás sus bienes. Da limosna a los pobres y devuelve incluso el cuádruple de lo que defraudó. De esta fotografía evangélica de Zaqueo retenemos sólo los rasgos más dominantes; entre ellos, la alegría, la prisa y, especialmente, su conversión. Zaqueo recibe a Jesús con alegría. La alegría es la primera consecuencia de la presencia salvadora del evangelio. Esta palabra (con algunos matices en los vocablos griegos que Lucas emplea) recorre todo el evangelio, siempre asociada a la presencia de Jesús. Se hace insistente en el evangelio de la infancia. Zaqueo, al ser evangelizado, queda caracterizado como María (Lc 1,28), Juan Bautista en el seno de su madre (v. 43), los pastores (2,10). La alegría de Zaqueo significa su apertura al evangelio, su acogida a la presencia salvadora de Jesús. Inseparable de la alegría, marcha la prisa. Jesús dice a Zaqueo que baje deprisa, y Zaqueo –otra vez reitera Lucas (vv. 5.6)– bajó deprisa. Se trata de una prontitud que está unida –ya se ha dicho– a la alegría, que en el evangelio conforman una paraje gemela de actitudes y van cogidas de la mano. La Virgen, después de ser saludada por el ángel con la invitación a la alegría (Lc 1,28), se va con prontitud (1,39) a casa de Zacarías. Los pastores se alegran ante el anuncio del ángel y se van con prisa a contar lo ocurrido (Lc 2,1 6). La prisa es consecuencia de la alegría, y la alegría es el primer fruto del anuncio del evangelio; prisa y alegría son palabras teológicas. La conversión de Zaqueo es la parte central de la perícopa; está encuadrada estructuralmente en los dos comentarios opuestos sobre él: la opinión de la gente y la apreciación de Jesús. No hay por qué atribuir, en la intención del relato, al habitual talante de la multitud, tan propenso a la envidia y a la murmuración, el juicio malévolo sobre un hombre público. Zaqueo «es un pecador» (v. 7). Un publicano era considerado entonces como un pecador condenado en vida, oficialmente tramposo por antonomasia, incapaz incluso de arrepentimiento. Además, ¿cómo podría reparar ya su pecado si eran incontables los abusos cometidos? 9 9

Cf. J. Jeremias, Teología del Nuevo Testamento, I, 136-138.

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Todo cuanto hasta ahora ha mostrado el personaje, movido –quién lo duda– por el noble sentimiento de una gran sinceridad: querer ver a Jesús, subir al sicómoro, bajar deprisa... no cambia profundamente la situación. Zaqueo sigue siendo Zaqueo, es decir, un hombre rico y jefe de publicanos. No ha dado señales objetivas de cambio. La conversión no ha llegado todavía. Hasta que, en un momento clave de la narración, Zaqueo se pone de pie, y se dirige a Jesús, a quien invoca con el título salvífico de «Señor», a saber, en actitud de reconocimiento y fe profunda; confiesa a Jesús como Señor. Y hace inmediatamente una afirmación solemne y radical; no una enunciación de principios, sino una declaración de impuestos, con palabras que son cifras bien concretas y números que son porcentajes: dar a los pobres, devolver hasta el cuádruple de lo robado. Reconoce que ha sido un ladrón y se abre al futuro, desde su acción presente: «doy, reparto». Hace buen uso de los bienes y de las riquezas en justicia (restituye) y en limosna (da a los pobres). Con ello Zaqueo, está anticipando una práctica cristiana de la iglesia primitiva (cf. Hch 4,32). Jesús Es el otro personaje. Todo el relato comienza por el deseo de Zaqueo de ver a Jesús. Saber quién era. Hay que decir que la búsqueda ansiosa de la identidad de Jesús recorre todo el evangelio de Lucas. Las formulaciones son parecidas; fundamentalmente se interrogan así: «¿Quién es éste?». ¿Quién es este que dice blasfemias? (5,21). ¿Quién es este que hasta perdona pecados? (7,49). Pero, ¿quién es este que...? (8,25). ¿Quién es este...? (9,9). Ver quién era Jesús (deseo de Zaqueo; 19,3). El relato de Zaqueo conecta con esta dinámica insistente del tercer evangelio, concentrado en torno a la cuestión sobre Jesús. Su presentación en el episodio, aunque no llega a ser desdibujada, sí aparece sobria y discreta. Emite dos aseveraciones (vv. 5.9-10) de importancia. Contrasta la majestuosidad y estilización de Jesús; éste apenas realiza una acción: alzar los ojos (v. 5) con la exuberancia de detalles biográficos, anecdóticos de Zaqueo.

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En el encuentro de Zaqueo y Jesús acontece la salvación, tal como el mismo Señor declara: «Hoy ha sido la salvación para esta casa»; pero existe dentro de él un mutuo juego de correspondencias, que van desvelando el papel preponderante y protagonista de Jesús, causa y origen de salvación. – Zaqueo desea ver a Jesús (v. 3), pero es Jesús quien ve a Zaqueo (v. 5). – Zaqueo busca a Jesús (v. 3), pero es Jesús quien ha venido a buscarlo (v. 10). Zaqueo deseaba ver a Jesús, se preguntaba –como el evangelio de Lucas– sobre la cuestión de Jesús, y él mismo recibe la respuesta: Jesús es el Hijo del hombre, que viene a su casa y en su casa se queda, trayendo con él la salvación, transformando a un hombre perdido en verdadero hijo de Abrahán por la fe operante en el amor. Jesús es la salvación en persona; permanecer con Jesús significa ser salvado. Lo primero, pues, es la iniciativa de Jesús; ha sido él quien ha visto antes a Zaqueo y le pide alojamiento en su casa; Jesús se auto-invita: «Hoy es preciso que me hospede en tu casa» (v. 5). Pero la presencia física de Jesús no basta. En el texto aún no se ha hablado de salvación. A la propuesta inhabitual (causa del estupor y murmuración en la gente) de Jesús, corresponde una acogida por parte de Zaqueo. No se trata de una simple visita, sino de un recibimiento y consentimiento –que no otra cosa es la fe– que se traducen en la generosidad de Zaqueo al dar a los pobres y devolver el cuádruple de lo robado. Hay que observar que primero es la fe, luego vienen las obras, como una consecuencia que se deriva intrínsecamente de aquélla. Las obras se manifiestan como la coherencia de la fe. En el texto griego del pasaje de Zaqueo esta estrecha relación se manifiesta por medio de una escritura precisa y muy sugerente. Porque Zaqueo ha sabido acoger a Jesús (v. 6), es capaz de dar y de repartir. En el brillante griego de Lucas existe este juego de aliteración entre los dos verbos: hypodekhomai = acoger; apo-didomi = dar, repartir. Después de esta acogida, manifestada en el alojamiento y en la conversión, Jesús habla de salvación: «Hoy ha sido la salvación para esta casa». Zaqueo es declarado hijo de Abra-

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hán. Un hombre perdido ha sido buscado y salvado por el Hijo del hombre. Se trata de una salvación teológica; la iniciativa de Jesús corresponde a un designio de la voluntad de Dios (dei, «es preciso», v. 5), y entra en el plan eterno de Dios, que Jesús cumple fielmente hasta sus últimas consecuencias. E incluye también una necesidad antropológica. La respuesta del hombre es imprescindible; de lo contrario, la venida de Jesús se quedaría en una simple visita. Así suena la queja del mismo Jesús por Jerusalén, inhóspita a la gracia de su presencia, al final de su gran viaje: Lc 19,41-44. Ambos elementos deben, pues, ser acentuados de manera ecuánime y en equilibrio. Limitarse sólo al nivel moral del relato –«hay que dar a los pobres»– significa no entender que la generosidad cristiana acontece como una respuesta de fe a la acción de Dios presente en Jesús. No tener en cuenta la dimensión social de la vida cristiana, el empeño y el compromiso, quiere decir desvirtuar el designio de salvación de Dios, que busca la liberación de todo lo que está perdido. Este misterio eterno de salvación, plan y voluntad de Dios, quedaría, entonces, convertido en algo fantasmagórico, una ilusión. Finalmente, tras la iniciativa de Jesús y la respuesta leal de Zaqueo, Jesús habla de sí mismo (responde, de esta manera, a la cuestión sobre su identidad) como la salvación: él es «el Hijo del hombre que ha venido a buscar y salvar lo perdido (v. 10). – Mensaje 10 Hay que caer en la cuenta de la originalidad que supone el relato de Zaqueo, a fin de entender mejor también el próximo tema de la conversión. Conforme a la arraigada creencia de los fariseos, el perdón y la salvación tenían que haber entrado en casa de Zaqueo solamente tras resarcir las faltas y haber devuelto el dinero injustamente robado. La conducta de Jesús, sin embargo, no se rige por esas pautas éticas. Para el Maestro, la consecución de la salvación es lo primordial; y

10 Este tema será tratado ampliamente en el próximo capítulo; basten ahora unas breves indicaciones por la cercanía con la narración de Zaqueo.

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él la busca sin descanso y la concede sin tasa. Jesús toma en todo el relato la iniciativa. Es él quien ve primero a Zaqueo (v. 5), quien indica que baje deprisa, porque es necesario que él se hospede en su casa (v. 5). Y por ello Zaqueo decide su conversión: dar la mitad de sus bienes a los pobres y devolver el cuádruple de lo defraudado (v. 8). Nos encontramos en la confrontación abierta entre Cristo y los fariseos. Según la creencia de estos últimos, había que dar con creces pruebas palmarias de arrepentimiento, devolver todo lo robado, hacer méritos... a fin de ingresar en el Reino. Pero ellos no daban nunca un paso hacia delante. Esperaban impacientemente, con ojos inflexibles, a que los pecadores hicieran el gesto del arrepentimiento; no movían ni un solo dedo para aliviar las cargas de los hombres. Y mientras tanto, la masa de pecadores se quedaba lejos y se consumía irremediablemente. Estaban «perdidos» para el resto de su vida. El comportamiento de Jesús, al contrario de los escribas y fariseos, no aguarda en vano, da el primer paso; se encamina en busca del que se halla lejos. Esta viva solicitud por ir al encuentro del que ya está perdido actúa el milagro del retorno. La conversión se manifiesta como la consecuencia en esta hospitalidad de Dios; acogida humana a la bondad y solicitud de Dios Padre, que se hace presente en Jesús, el que viene a buscar y salvar lo perdido.

3. Jesús, imagen del Padre, come con los pecadores En la parábola del padre que tenía dos hijos, sorprende la frecuente presencia de palabras alusivas a la comida; sea desde la nostalgia del hijo menor, sea desde el regocijo del padre, sea desde el resentimiento del hijo mayor. A saber, la referencia a la comida aparece en la boca de los tres protagonistas. El relato del hijo menor está narrado teniendo en cuenta su relación con la comida o, en su defecto, por el hambre que le acucia. Vive en un país donde empieza a haber un hambre terrible y él sufre la indigencia. Desea llenar su estómago de las algarrobas que los cerdos comían, pero nadie se preocupa de él. Siente la añoranza de la casa de su padre, donde hay pan en abundancia. El hambre es rejón de muerte que se le clava

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en el cuerpo. «Aquí de hambre me muero» (v. 17), exclama al final de su aventura. Aguijoneado por el hambre, se levanta y se pone en camino. La imagen del padre está presentada desde su magnanimidad. Recupera al hijo perdido y le da muestras de su aprecio: la mejor túnica, el anillo, las sandalias. Le reserva el más preciado regalo: matar en su honor el ternero cebado para celebrar un banquete de fiesta. Tan importante es este regalo, que, a los ojos atónitos de los criados, es lo único que refieren al hermano mayor: «Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano» (v. 27). También, el hermano mayor acude a la imagen de la comida para justificar su negativa a entrar en la casa. Echa en cara a su padre que nunca le ha dado un cabrito para hacer fiesta con sus amigos, y, en cambio, a ése que «ha devorado tus bienes con prostitutas, le matas el ternero cebado» (v. 30). Esta parábola puede parafrasearse, con todo merecimiento, como la del banquete del padre por la vuelta del hijo perdido y hambriento, banquete festivo al que invita también al hijo mayor. Además, toda la serie parabólica, tal como la expone la redacción de Lucas, tiene una razón muy clara para ser promulgada. El mismo evangelio la señala al comienzo del capítulo 15. Jesús quiere justificar su conducta para con los más alejados y perdidos; pues efectivamente «los publicanos y pecadores se acercaban para escucharle» (v. 1). Ante este comportamiento surge el escándalo de los «justos». Los fariseos y escribas murmuran porque decían: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos» (v. 2). A su murmuración Jesús responde con una triple parábola: «Les dijo, pues, esta parábola» (v. 3). a) «Ése acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2) 11 El conflicto con los fariseos, ocasionado principalmente por su solicitud y sus frecuentes comidas con los pecadores, 11 Cf. J. J. Bartolomé, Comer en común: una costumbre típica de Jesús y su propio comentario (Lc 15), 669-712.

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llevó a Jesús a pronunciar tres parábolas de misericordia, agrupadas por el evangelista en el capítulo 15 12. Dichas parábolas han sido consideradas como el núcleo vivo del corazón de todo el evangelio 13. A través de ellas se descubren las razones profundas que albergaba Jesús para acercarse y comer con los pecadores. Aspiran a ser un mensaje de salvación abierto a los más alejados, pero también una defensa del evangelio frente a sus detractores. Éstos se muestran furiosos y murmuran porque el Dios presentado por Jesús es misericordioso con los perdidos, y porque Jesús, a fin de resaltar aún más la hospitalidad de Dios Padre, se sienta a la mesa con los publicanos y pecadores. Constituyen una verdadera apología de la conducta de Jesús; pretenden granjearse el favor de sus adversarios escandalizados, para que vuelvan a la casa del Padre y participen de la alegría divina 14. Los dos primeros versículos enmarcan históricamente las tres parábolas de la misericordia. Son un sumario que las encuadra dentro del comportamiento habitual del Maestro. Lucas universaliza a los privilegiados oyentes de Jesús: «Todos los publicanos y pecadores se acercaban a él para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: ‘Éste acoge a los pecadores y come con ellos’» (Lc 15,1-2).

Jesús «acoge» a «todos» los pecadores. El adjetivo «todos», típico de la redacción lucana, indica la apertura del evangelio a una salvación universal, tal como insiste la teología de Lucas 15. El verbo utilizado, «prosdekhomai», posee en el Nuevo Testamento la significación genérica de «esperar» (Mc 15,43; Rom 16,2; Tit 2,13). En nuestro pasaje tiene propiamente el sentido de «acoger», coloreado además con un matiz de agrado y entusiasmo16. Quiere indicarse, pues, que 12 Cf. B. Kossen, Quelques remarques sur l’ordre des paraboles dans Luc XV et sur la structure de Mathieu (VIII, 8-15) 75-80; C. H. Giblin, Structural and Theological Considerations on Luke 15, 15-31. 13 Cf. E. Rasco, Les paraboles de Lc 15, en I. de la Potterie, De Jésus aux évangiles, II, Gembloux 1978, 165-183. 14 Cf. J. Jeremias, Las parábolas de Jesús, 154. 15 Cf. J. Dupont, Le salut des Gentiles et la signification théologique du Livre des Actes: NTS 6 (1959/60) 132-155. 16 Cf. K. Bornhäuser, Studien zum Sondergut des Lukas, Gütersloh 1934, 131.

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Jesús acogía con verdadera fruición a todos los pecadores que a él se acercaban 17. Su gesto de compartir la misma mesa, reflejo de la comensalidad de Dios que abre su mesa para todos, poseía en él un sabor peculiar. Se aderezaba de una alegría desbordante, que brotaba de una serena fuente de gozo permanente –su relación con el Padre–, traspasaba las constantes tribulaciones de su vida en conflicto y contagiaba de regocijo a los pecadores que con él comían 18. Y «come» con ellos. El verbo empleado por Lucas es «synesthio», con la fundamental significación de «comer con»; indica la participación en la misma mesa (cf. 1 Cor 5,11; Gál 2,12). También aparece inserto en situación de intolerancia a causa de las normas restrictivas judías sobre la comida; el verbo sanciona una apertura del exclusivismo mediante la comunión de mesa (cf. Hch 10,41; 11,3). La forma verbal en presente indica una praxis habitual y repetida de Jesús 19, quien, como predicador itinerante, necesitó también de la hospitalidad generosa de la gente, que él aceptaba con tanta complacencia como libertad, sin fijarse en la severa normativa de entonces (cf. Lc 7,36; 15,2; cf. Lc 10,5-8; 9,4) 20. Así pues, comer con los pecadores no fue para Jesús un acto puntual, sino una costumbre 21. La actuación histórica de Jesús servía no sólo como el contexto natural de su mensaje, sino que representaba un modo señero de revelación. Jesús predicó con su palabra, pero sus acciones eran también anuncio evangélico. El comer con los pecadores pertenece egregiamente a la esencia misma 17 Cf. W. Grundmann, Prosdekhomai, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, II, 57. 18 Cf. X. Basurko, Compartir el pan, San Sebastián 1987, 63. 19 Cf. G. Nolli, Vangelo secondo Luca, Città del Vaticano 1983, 687. 20 Cf. J. J. Bartolomé, Synesthiein en la obra lucana (Lc 15,2; Hch 10,41; 11,3): Sal 46 (1984) 282. El autor retoma una afirmación de F. Mussner: «La esencia del cristianismo es comer en común» (Der Galaterbrief, Friburgo 31977, 423). Dicha aseveración aún no se ha estudiado como se debiera, pues posee alcances insospechados. Con esta frase «un tanto escandalosa, se presenta la esperanza como un gran banquete venidero y a Jesús como la Palabra de la gracia en el Nuevo Testamento» (F. Mussner, Das Wesen des Christentum ist synesthiein, en Mysterium der Gnade, Ratisbona 1975, 494). Creemos que, aunque definir el cristianismo resulta demasiado pretencioso y la expresión «comer juntos» aparece relativamente poco en el Nuevo Testamento, tal expresión no puede definirlo en absoluto, sino que constituye un elemento sustancial. 21 Cf. R. Aguirre, La mesa compartida, Santander 1994, 63.

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de su mensaje. Las frases más rotundas de sus parábolas (15, 7.10.24.32) no eran menos llamativas que su propio comportamiento. El que Jesús aparezca rodeado de pecadores hace surgir la murmuración generalizada; los escribas y fariseos le reprochan lo que de manera más acusada sobresalía en su conducta con los pecadores: comer con ellos. La murmuración contra Jesús (y sus discípulos) queda atestiguada en el evangelio de Lucas de manera creciente: – Los fariseos y los escribas murmuraban diciendo a los discípulos: «¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?» (Lc 5,30). – Porque ha venido Juan el Bautista, que ni comía ni bebía vino, y decís: «Demonio tiene». Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: «Ahí tenéis un glotón y un borracho, amigo de publicanos y de pecadores» (Lc 7,33-34). – Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,1-2). – Al ver (esto), todos murmuraban diciendo: «Ha venido a hospedarse en casa de un hombre pecador» (Lc 19,7). Sorprende la asiduidad con que Lucas narra escenas donde aparece Jesús sentado a la mesa (5,27-39; 7,36-50; 9,10-17; 10,38-42; 11,37-54; 14,1-24; 22,4-38; 24,29-32.41-43). Cabe reseñar que, durante la sección del camino, son frecuentes las comidas de Jesús. Anotemos de manera más señalada su presencia: comida en casa de Marta y María (10,38-42); comida en casa de un fariseo y querella de Jesús contra los fariseos y escribas (11,37-42); comida en casa de uno de los jefes de los fariseos, que incluye también un largo discurso sobre la elección de los asientes, los invitados y parábola de los invitados que se excusan (14,1-24); 19,1-10; comida en casa de Zaqueo (19,1-10). Tanta reiteración descubre la importancia teológica de tales gestos, considerados como una acción profética que ejemplariza el reino de Dios instaurado por Jesús 22. Estas comidas 22 Las comidas de Jesús con pecadores y publicanos, con los fariseos y con sus discípulos han sido estudiadas por R. Aguirre, La mesa compartida, 58-102. El au-

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se sitúan en estrecha conexión con el mensaje propio del tercer evangelio 23. Lucas ha recogido materiales de diversas fuentes: Mt 11,9; Mc 2,13-17 = Mt 9,9-13 = Lc 5,27-32; Lc 7,36-50; 19,1-10. Y ha sintetizado de manera lacónica lo más original de Jesús en su relación con los pecadores. Los escribas y fariseos le han achacado lo que en él veían de insensato y escandaloso y así han formulado, tal vez sin pretenderlo, un programa de su vida. Han dado de él una definición y una señal de identidad. ¿Quién es Jesús?: el que acoge a los pecadores y come con ellos. b) Comidas de Jesús con los pecadores Con la llegada de Jesús comenzó a acercarse el reino de Dios. Él lo proclamaba con su predicación y sus acciones. Aspiraba a que la humanidad viviese bajo el imperio del amor de un Dios que congregaba a sus hijos como un padre reúne a los suyos bajo el mismo techo y en una mesa compartida. Para ello, era preciso arrancar de los hombres lo que les separaba de Dios: el pecado. Había que llamarlos a la conversión, devolverlos a la familiaridad divina. La manera concreta como Jesús proclamaba la llegada del Reino, impartía el perdón y reconciliaba con Dios, lo que suscitó simultáneamente el escándalo de unos (los fariseos) y la alegría de otros (la gente perdida), fue su atrevimiento, sin ningún tipo conocido de analogías, de sentarse a la mesa con los más alejados, a saber: su comida con los pecadores 24. Este rasgo es típico de tor hace de ellas una breve pero densa exégesis, y sobre todo las esclarece desde el trasfondo de la antropología cultural-cultual del tiempo, teniendo en cuenta los ritos de mesa judíos y el simposio griego. 23 Cf. J. Dupont, Les Beatitudes, III, París 1973, 53; W. Grundmann, Das Evangelium nach Lukas, 295. 24 Los evangelios anotan que Jesús comía frecuentemente con sus discípulos, con los fariseos que le invitaban, con las muchedumbres con las que compartía el pan que él milagrosamente multiplicaba. Pero, sobre todo, señalan que comía con los pecadores, gente indeseable, marginada, usurera, contaminada, opresora. Ésta fue su radical novedad. Y fue un gesto absolutamente profético que levantó de inmediato las protestas airadas de los puritanos, pero que él defendía a ultranza porque, a través de esta acción inaudita para la mentalidad vigente de entonces, estaba comunicando de manera del todo transparente la definitiva actuación de Dios para los hombres necesitados. Cf. J. L. Espinel, La Eucaristía del Nuevo Testamento, Salamanca 1980, 79.

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Jesús; se remonta a su existencia histórica. Dos factores lo hacen completamente original: su total ruptura con el comportamiento de la piedad judía y su imposibilidad de invención por parte de la Iglesia. En los evangelios sinópticos son designados como pecadores ante todo los publicanos (Mc 2,17; Lc 18,13; 19,7; cf. Lc 6,32), una prostituta (Lc 7,34.37.39) y los paganos (Mc 14,41; Lc 6,33). La locución «publicanos y pecadores», que aparece en el núcleo de la tradición (Mc 2,15; Mt 11,19; Lc 15,1) quiere decir: los publicanos son pecadores, a saber, son reconocidos por el pueblo como pecadores públicos 25. Mateo, tras la parábola de los dos hijos (21,28-30), recuerda la severa admonición de Jesús, dirigida a los responsables religiosos: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas os adelantan en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por caminos de justicia, y no creísteis en él, mientras que los publicanos y las prostitutas creyeron en él; y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después para creer en él» (Mt 21,31-32).

Tales palabras solemnes de Jesús aparecen ejemplarizadas en dos relatos del evangelio de Lucas. Esta célebre bina de pecadores (publicanos y prostitutas) da señales inequívocas de conversión. La pecadora pública de la ciudad, cuyo nombre Lucas omite por delicadeza (7,37), es perdonada; por eso muestra su gratitud (v. 47), y es salvada por su fe (v. 50). En cambio, el fariseo Simón se autoexcluye en su desprecio, sin comprender aquel gesto y sin recibir el perdón (vv. 43.47). Zaqueo es un jefe de publicanos y además rico (19,2) que quiere ver al Señor (v. 3); recibe con alegría la visita de Jesús (vv. 5-6) y se convierte: da la mitad de sus bienes a los pobres, y devuelve el cuádruple de cuanto ha robado (v. 8). Jesús entra en casa de Zaqueo y allí se alberga, con él llega la salvación; la muchedumbre, no obstante, se queda fuera, a la expectativa. El evangelio, generalizando su actitud, indica que «todos» murmuran al ver que Jesús ha ido a hospedarse en la casa de un pecador (v. 7). 25 Cf. J. Jeremias, Zöllner und Sünder: ZNW 30 (1931) 293-300; J. R. Donaue, Tax Collector and Sinners: CBQ 33 (1971) 39-61.

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La apertura de Jesús hacia los pecadores –no se recata de mostrarse así en público– choca frontalmente con la animadversión de los escribas y fariseos. Éstos habían decretado la expulsión de la sinagoga de los ignorantes de la Ley; los llamaban con desprecio am-ha-arets («pueblo de la tierra, la masa o la chusma») 26. En la vida cotidiana ejercitaban contra ellos una presión social asfixiante, les sometían a un aislamiento económico, evitando a todo trance el contacto con los pecadores 27. El pueblo humilde se encontraba oprimido por la casta de sus dirigentes religiosos, que les vejaba con crueldad. Desde este trasfondo social se puede explicar también el ansia, la verdadera hambre interior con que la gente pobre –los pecadores, los publicanos...– acudían a Jesús, y cómo se veían reconocidos en su dignidad y acogidos con tanto respeto como amor 28. Con esta clase de personas Jesús se atrevió a comer. Su ejemplo fue inmediatamente reprobado por los jefes religiosos del tiempo, quienes acuñaron algunas frases hirientes con las que querían desacreditarle. En dos relatos –aparte de nuestro pasaje de Lc 15,1-2– de los evangelios sinópticos aparece esta mención, referida siempre como un desdén o una acusación: «¿Cómo es que come con publicanos y pecadores?» (Mc 2,16; Lc 5,31); «Ahí tenéis un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7,34; Mt 11,19). Tales expresiones resultan demasiado fuertes, «palabras mayores», pero fueron creadas y pronunciadas por los adversarios de Jesús; con ellas manifestaban el odio que sentían por el Maestro, y pretendían arrebatarle la honra ante los suyos. c) «¿Cómo es que come con publicanos y pecadores?» (Mc 2,16; Lc 5,30) Esta escena evangélica es, desde el punto de vista literario, compacta y objetiva, pero plásticamente no resulta del todo 26 De ello hace alusión el comentario recogido por Jn 7,49. Con más detalle aparece en Pirqué Abbot 2, 5; 5, 14; Baba Batra 8a. 27 Cf. E. Schürer, Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús, II. Instituciones políticas y religiosas, Madrid 1985, 503-505; el autor recopila abundantes testimonios de la época donde se muestra la bochornosa desconsideración de los fariseos hacia esta pobre gente. 28 Cf. J. Leipoldt-W. Grundmann, El mundo del Nuevo Testamento, I, Madrid 1973, 299.

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creíble 29. Algún que otro elemento narrativo distorsiona el relato: ¿cómo pueden estar presentes allí los escribas de los fariseos, sin incurrir en el pecado de contaminación?, ¿cómo preguntan a los discípulos y no a Jesús? Pero la escena reconstruida refleja elementos primitivos de la tradición; no ha podido ser invención de la Iglesia. El relato revela una veracidad fundamental: la historicidad de la actitud de Jesús, quien ha vivido realmente –y de hecho, no de forma simbólica– como amigo de pecadores y publicanos, los ha acogido y ha comido repetidas veces con ellos. Este comportamiento original de Jesús se muestra del todo fiable y verídico desde la crítica evangélica 30. La discontinuidad con la costumbre de la gente religiosa de entonces permite retener su garantía histórica. Por otra parte, en la comunidad primitiva se hablaba de la admisión al bautismo y a la cena del Señor, pero nunca de sentarse a la mesa con los pecadores. Leví, el publicano, celebra su encuentro con Jesús ofreciendo una comida en su casa. Jesús se sienta a la mesa con los publicanos, juntamente con los discípulos (Mc 2,15). Esta conducta induce a los escribas de los fariseos, allí presentes, a dirigirse a los discípulos con una pregunta «¿Cómo es que come en compañía de los publicanos y pecadores?» (v. 16). No se trata de una duda creada por una actitud inusual de Jesús, ni siquiera de un reproche; la pregunta capciosa asume un propósito más retorcido: es la forma sutil de una deliberada ironía, a fin de humillar el prestigio del Maestro, precisamente delante de sus discípulos. Jesús está conculcando flagrantemente el mandato autorizado de la Biblia, expresado de manera insistente: «Dichoso el hombre... que no sigue el consejo de los impíos ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos» (Sal 1,1). El judío piadoso debía evitar la compañía del pecador: «Hombres piadosos sean tu comensales, y en el temor del Señor esté tu orgullo» (Eclo 9,16); «no dejes... que con los hombres malvados participe en banquetes» (Sal 141,4; 29 En torno a esta problemática, cf. L. Goppelt, Theologie des Neuen Testaments, I. Jesu Wirken in seiner theologischen Bedeutung, 179. 30 Cf. B. M. F. van Iersel, La vocation de Lévi (Mc II 13-17 Mt IX, 9-13; Lc V, 27-32), en I. de la Potterie, De Jésus aux évangiles, II, Gembloux 1967, 212-232.

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cf. 101,5). El que se muestra solidario con los pecadores –tal como está haciendo Jesús al comer con ellos– conculca gravemente la Ley, y se contamina con la impureza. Por eso, la respuesta de Jesús manifiesta su propia solicitud salvadora y saca a la luz los recónditos pensamientos de sus oponentes: «No son los sanos quienes necesitan médico, sino los enfermos» (v. 17). Jesús se sienta entre los pecadores, no para llegar a ser uno de ellos ni para justificarlos, sino como médico. Y esta actitud es indicada en el v. 17b mediante una expresión programática: «He venido para». Es propio de la misión de Jesús llamar a los pecadores, a saber, invitarlos al reino de Dios, levantarlos de su postración y sentarlos a su mesa 31. El gesto inaudito de comer con los pecadores se revela como un rasgo característico de Jesús. Sentándose a la mesa con los publicanos y pecadores, sin exigir condiciones previas, Jesús ejercita la misión para la que justamente ha venido: ser médico de los enfermos, sanarlos de sus pecados y devolverles la plenitud de la salvación. Lucas también presenta la misma escena (5,27-32), pero elabora su relato basándose en el material previo de Marcos. Pertenece al género de las controversias (Lc 5,17-6,11), en donde sigue fielmente a Marcos (2,1-3,6). Lucas, más hábil relator, consigue dar unidad a una escena que en el segundo evangelio aparecía fracturada. Además, añade con toda claridad que la acción tuvo lugar en casa de Leví, el publicano, el que había estado sentado en la mesa de los impuestos (5,27.29). En Marcos no aparece explícita esta señalización. Otro matiz diferencia a ambos pasajes: en Lucas, la crítica de los fariseos se dirige no sólo a Jesús, sino a los discípulos: «¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?» (v. 30). Lucas está presentando una lectura actualizada del evangelio. De este comportamiento histórico de Jesús, tan sorprendente y llamativo, sus adversarios acuñaron la siguiente expresión ofensiva.

31

Cf. J. Ernst, Das Evangelium nach Markus, Ratisbona 1981, 96-97.

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d) «Un glotón y un borracho, amigo de publicanos y de pecadores» (Lc 7,34) La despiadada etiqueta se encuentra dentro de la breve parábola de los niños sentados en la plaza, que narran los evangelios de Lucas (7,31-35) y Mateo (11,16-19). Ambos relatos poseen estructura literaria semejante y proclaman sustancialmente el mismo mensaje: la generación de Jesús se niega a escuchar la «lamentación de las elegías», la voz de la penitencia de Juan Bautista, quien no come pan ni bebe vino (Mt 11,18; cf. 3,12; Lc 7,33), y el «sonido de las flautas», el clamor de la alegría mesiánica del Hijo del hombre que come y bebe (Mt 11,19; Lc 7,34). Nada les conmueve, son rebeldes; rehúsan reconocer a través de los signos de los tiempos la llamada de Dios 32. En el pasaje evangélico la expresión «Hijo del hombre» designa a Jesús en el arco de su actividad ministerial. Éste da reiteradas muestras de su sencilla naturalidad, de la libertad como característica de su Reino, del gozo mesiánico, propio de unas bodas que su llegada inauguran. Trae consigo una alegría tan desbordante que anula incluso una de las prácticas más respetadas de la piedad judía: el ayuno. Jesús ha sabido expresar esta sana convivencia durante su vida (cf. Lc 7,36-50; 11,37; 14,1). Se contrapone su comportamiento a la conducta marcada por la severidad y el ascetismo de Juan. El lector del evangelio sabe de antemano que el precursor ha sido presentado como «nazireo», lo que supone la abstención de bebidas alcohólicas: «No beberá vino ni licor» (Lc 1,15). Tal rigorismo («que ni come ni bebe») debe ser englobado en el sentido de la predicación judicial y penitencial de Juan Bautista 33. La breve parábola de los niños en la plaza y su moraleja proceden de una tradición antigua, y resulta histórica la frase que reproduce una crítica tan irreverente contra Jesús, pues lo soez del insulto y el cariz del odio acumulado de los fariseos así lo revelan: «glotón y borracho». No podía nunca inventarse la comunidad cristiana primitiva una palabra tan ofensiva para la santidad de Jesús, el Señor. Si se ha manteni32 Cf. P. Benoit-M. E. Boismard-J. L. Malillos, Sinopsis de los cuatro evangelios, II, Bilbao 1977, 156. 33 Cf. H. Windish, Die Notiz über Tracht und Speise des Taüfers Johannes: ZNW 32 (1933) 65-87.

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do en los evangelios, es porque gozaba de una sólida base real en la vida de Jesús –proviene de la boca de sus adversarios– y porque para Jesús representa no un ultraje sino un honor que ennoblece su misión salvadora 34. La frase, alusiva al peculiar comportamiento de Jesús, posee un trasfondo veterotestamentario que debe ser conocido. Está pronunciada a propósito de las vanas recomendaciones al hijo indócil (cf. Dt 21,18-21), que no escucha la voz de su padre ni de su madre, y que, a pesar del castigo paterno, sigue recalcitrante y merece ser apedreado. Los padres le llevarán a la puerta de la ciudad y hablarán a los ancianos: «Este hijo nuestro es rebelde y díscolo, y no nos escucha: es un libertino y borracho» (v. 20).

Desde este ambiente judío se comprende mejor el alcance de la expresión. Los fariseos trataban de presentar ante la gente a Jesús como un rebelde (por no oír las recomendaciones de la Ley) y un sinvergüenza irresponsable 35. Y también pretendían exhibir a Jesús como un necio insensato. La frase aparece nuevamente en un contexto sapiencial que habla de la adquisición de la sabiduría (Prov 23,15) y de la verdad (v. 23): «Escucha, hijo, y serás sabio, y endereza tu corazón por el camino... No seas de los que se emborrachan de vino, ni de los que se hartan de carne, porque borracho y glotón se empobrecen, y el sopor se viste de harapos» (Prov 23,19-21).

Así pues, la expresión dirigida contra Jesús va cargada de malicia; la propia de una gente que no cesaba de murmurar 34 Cf. A. Orbe, El Hijo del hombre come y bebe: Greg 58 (1977) 523-555. El autor estudia los problemas cristológicos que ha planteado en algunos autores antiguos el hecho de que Jesús «comía y bebía de veras». Han tratado de interpretarlo a su manera Marción, Valentín y especialmente san Ireneo. De este último recogemos, de forma sintética, la original muestra de su exégesis alegórica. Establece un paralelismo entre los hechos de Lot, narrados en Génesis (19,30-38), y la vida de Jesús. Lot bebió vino para entrar en sueño y cayó en profundo sueño para suscitar semen. De modo semejante actuó el Señor: debió tomar carne (y beber) para morir, debió morir para resucitar y suscitar semen (divino) en las dos Iglesias (judía y gentil). El Verbo, hecho hombre, vivió como sus hermanos: asumió naturaleza de «comedor y de bebedor», a saber, naturaleza humana, y no de ángel. Por ello tuvo que morir. El drama de la economía se concentra en tres actos: 1.º beber vino (Lot) = «convivir con los hombres» (Cristo); 2.º dormirse (Lot) = morir (Cristo); 3.º sueño dulce (Lot) = descanso (Cristo); efusión del semen (Lot) = efusión del Espíritu (Cristo). 35 Cf. J. Jeremias, Las parábolas de Jesús, 196-197.

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por su actitud. Se trata de un mote que se había puesto en circulación contra la dignidad del Maestro. Lucas lo refiere, aunque resulte escandaloso para sus lectores cristianos, porque el amor de Jesús por los pecadores ocupa un puesto central en su predicación 36. En este juicio lleno de malevolencia se destaca, al contraste con las sombras de los responsables religiosos de entonces, la imagen nítida de Jesús, pastor bueno, quien recibe con gratitud la misión del Padre y responde con fidelidad a la voluntad divina al acercarse a los hombres perdidos y comer con ellos, para conseguir dirigirse de nuevo, ya todos juntos, a Dios 37. El comportamiento de Jesús suscitaba por doquier el escarnio de los fariseos; la piedad resentida de éstos creó un irreverente insulto llamándole glotón y borracho, amigo de publicanos y pecadores (Mt 11,10; Lc 7,34). Se trata, pues, de una afirmación que se remonta a la vida de Jesús anterior a la pascua 38. e) Significado teológico de las comidas de Jesús con los pecadores Jesús, realizando estas comidas con los más alejados, se muestra fiel al mensaje que predica –su praxis es asimismo elocuente promulgación de salvación–: «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete, llama a los pobres...» (Lc 14,12-13).

No excluye de su compañía a aquellos que se distinguían por ser pecadores públicos y, por tanto, estaban apartados de la comunidad de Israel. Esta actitud de Jesús levantó en torno suyo una marea de murmuración (así lo hemos comprobado: Lc 5,30; 7,34.36-39; 15,1-2; 19,7) y describe una característica ejemplar de su ministerio. Lucas ha dejado constancia de una conducta que le era habitual 39. 36 37 38 39

J. Ernst, Das Evangelium nach Lukas, 253. Cf. W. Grundmann, Das Evangelium nach Lukas, 169. Cf. J. Jeremias, Teología del Nuevo Testamento, I, 148. Cf. H. Braun, Jesús, el hombre de Nazaret y su tiempo, Salamanca 1975, 130.

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El trato de Jesús, que privilegiaba con la cercanía de su solicitud a los más alejados de Dios en aquel tiempo, tenía su más claro exponente en la comunión de mesa con ellos 40. Sus frecuentes comidas con los pecadores y los publicanos aparecen, pues, como un dato fiable de la tradición evangélica. Esta comunión de mesa resulta un escándalo pre-pascual y refleja una ipsissima facta Iesu; rompe radicalmente con el ambiente religioso de la época y no puede deducirse del judaísmo circundante ni de la predicación de la primitiva Iglesia 41. El que Jesús comparta su mesa con los pecadores no indica tan sólo el poder de su audacia –al quebrantar una norma firmemente sancionada por la piedad del tiempo, pero que él superaba por su pasión por los más alejados–; ni tampoco es exponente de su deseo de rehabilitar a los perdidos o de solidaridad con los más pobres. Posee un sentido más profundo; es expresión cabal de la misión de Jesús: «No he venido a llamar a conversión a los justos sino a los pecadores» (Lc 5,32; cf. Mc 2,17), es decir, para invitar a los pecadores al banquete mesiánico, a admitirlos en la comunión plena con Dios 42. Las comidas con los pecadores son celebraciones anticipadas del banquete salvífico del fin de los tiempos: «Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8,11; Lc 13,29; que resume la frase de Jesús, situándola en contexto polémico). La llamada de los pecadores a la comunión de mesa está mostrando su ingreso en la comunidad de los rescatados, y resulta, por ello, la predicación más convincente acerca del amor salvador de Dios 43. Invitando a los pecadores y comiendo con ellos, Jesús les estaba mostrando palpablemente la proximidad divina. Partía el Maestro de su misma vida para hacer de ella toda una parábola de la más noble teología, a saber, una palabra elocuente de Dios: que su alegría más grande consiste en acoger a los pecadores.

40 Cf. J. J. Bartolomé, Comer en común: una costumbre típica de Jesús y su propio comentario (Lc 15), 681. 41 J. Jeremias, Teología del Nuevo Testamento, I, 148. 42 Cf. M. Drouzy, Jésus mange avec les pécheurs: VieSpir 112 (1965) 276-99; SelT 4 (1965) 312-316. 43 Cf. J. Jeremias, Teología del Nuevo Testamento, I, 141.

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Pero Jesús no se comportó de manera parcial en el trato con hombres y mujeres de su tiempo. Por las páginas del evangelio nos consta que a ninguno excluyó de su mesa; nunca rehusó la invitación de nadie para sentarse a la mesa. Jesús comió con pecadores (Lc 5,29) y también con fariseos (Lc 7,36; 11,37), con sus discípulos (Lc 9,10-17; 22,4-38) y con escribas y fariseos (Lc 11,37-54; 14,1-24); fue acogido en casa de un hombre muy rico, jefe de publicanos, Zaqueo (Lc 19,110), y de Marta y María (Lc 10, 38-42). Al no ser Jesús un pecador, y al estar prohibido por la praxis piadosa de los juristas de entonces, resultaba el suyo un comportamiento chocante y sospechoso. Sus tres parábolas de la misericordia explican el comportamiento de Dios. Jesús, cuya última pretensión era manifestar al mundo cómo es el corazón de Dios Padre, acude a él para justificar su comida con los pecadores. Se estaba representando ante los ojos de todos un juicio acerca de Dios. El hecho de comer con los pecadores no era sólo un gesto de confraternidad o una suprema manera de cortesía; no expresaba una mera hospitalidad humana. Se dictaminaba acerca de la verdadera imagen de Dios. Y se estaba emitiendo un veredicto. Esta viva estampa de Dios, descrita en su palabra y en sus gestos, rompía con las imágenes habituales y las costumbres inveteradas del tiempo. No era la visión de Dios, propia de la herencia judía, y que el patrimonio judío «no podía hacer suya bajo ninguna circunstancia» 44. Por ello, la peculiar conducta de Jesús poseía unos alcances insospechados; se estaba decidiendo la suerte de Dios. Y Jesús defendía con su comportamiento la actuación divina, que espera impaciente la vuelta de sus hijos perdidos y que se alegra sobremanera por el retorno de los pecadores. Esta apología de Dios le condujo inexorablemente a una suerte fatal. No es aventurado afirmar que el desenlace trágico de su existencia se iba gestando en la comunión de mesa con los pecadores 45. Hay una línea recta que arranca desde las parábolas de la misericordia y que acaba en el Calvario, donde se re44 J. Klausner, Jesus von Nazareth, Jerusalén 31952, 427 [Trad. esp.: Jesús de Nazaret, Paidos, Barcelona 1991]. 45 Cf. J. J. Bartolomé, Comer en común: una costumbre típica de Jesús y su propio comentario (Lc 15), 709.

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suelve en forma de crucifixión 46. Con sus palabras y el ejemplo de sus acciones, Jesús ponía en juego su propia vida; arriesgaba demasiado. Detrás se dilucidaba la imagen –frente a otras imágenes– del verdadero Dios, a quien únicamente es preciso adorar y servir. Su trato de preferencia con los pecadores constituía su palabra primordial, un gesto totalmente profético. Su comportamiento se inspiraba en lo que Dios mismo era y hacía; de él recibía su aliento y empuje; y simultáneamente la praxis de Jesús espejaba la conducta divina. Si Dios actuaba así, él también se comportaba de la misma manera. Jesús de Nazaret se presentó en sus comidas con los pecadores desvelando la voluntad de Dios; en él aparecía la encarnación humana de la misericordia divina, que busca con solicitud la gente perdida. En la persona de Jesús, que come con los pecadores, convive la benevolencia del mismo Dios, que construye de esta forma insospechada su reino escatológico. Jesús no era sólo el intérprete que explicaba el Reino, sino también su artífice eficaz. Comiendo con los pecadores mostraba a las claras que el Reino había llegado con su presencia acogedora. En Jesús se hace presente Dios y su Reino. «¡Ésta es la base de la cristología del Nuevo Testamento!» 47. Así, gesto (comidas con los pecadores) y palabra (parábolas de la misericordia y del perdón) se apoyan mutuamente, otorgando a la presencia de Jesús toda su fuerza kerigmática: el lugar personal de la revelación de Dios en la tierra y el inicio de su reinado 48. Alrededor de Jesús comienza a crearse un clima de apertura, perdón, fraternidad y vida compartida, que tan visiblemente se manifiesta en sus comidas con los pecadores. Esta nueva comunidad, en torno a Jesús, anfitrión del banquete y señor de la mesa, señala la cercanía del reino de Dios, que es reconciliación, gratuidad y gozo de Dios para los hombres 49. Sentarse en la misma mesa con los pecadores, comer con ellos, representa una acción inequívoca de la hospitalidad de Dios, su alegre condescendencia hacia los se-

Cf. E. Linnemann, Le parabole di Gesù, Brescia 1982, 60. L. Goppelt, Theologie des Neuen Testaments, I, 182. 48 Cf. J. J. Bartolomé, Comer en común: una costumbre típica de Jesús y su propio comentario (Lc 15), 710-711. 49 Cf. X. Basurko, Compartir el pan, 66. 46 47

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res marginados. Visibiliza el Reino de Dios que empezaba Jesús a realizar 50. Pero era preciso romper con la mentalidad reinante, que separaba irremisiblemente a justos y pecadores, e instaurar una justicia nueva, un modo distinto de relacionarse con Dios y con los hombres. Jesús alumbró de manera inédita este comportamiento. f) La comunidad debe abrir su mesa a los hermanos alejados Esta comunidad de mesa pretende ser un signo para exhortar a la conversión. Este Dios bueno –tal era la aspiración de los actos y palabras de Jesús– les recibía como él mismo les estaba acogiendo, concediéndoles el perdón de sus pecados y haciendo con ellos una fiesta, celebrada en la más pura alegría del reencuentro 51. Al mismo tiempo, constituía una apremiante llamada para todos aquellos que se escandalizaban y murmuraban, a fin de que volvieran a conocer la genuina conducta; para que le descubrieran, aunque tarde, como Padre, y a los pecadores por ellos mismos marginados como sus hermanos, partícipes también, por tanto, en la mesa común de la misma casa. Según abundantes páginas del Antiguo Testamento, Dios entra en comunión tras un sacrificio compartido. Dios se entrega sólo a quienes le buscan; es preciso, pues, hacerse acreedores de la gracia divina. Éste era el horizonte mental que contemplaban los fariseos: «Hay que merecer a Dios»; pero Jesús anula con su palabra y sus acciones esta normativa hasta entonces insuperable. Afirma rotundamente que lo primero no son los méritos ni las obras acumuladas de los hombres. La peculiar índole de su evangelio anuncia un mensaje de gratuidad y de ofrecimiento incondicional de Dios para todos. Especialmente los más alejados están invitados al banquete. Jesús quiere comer con ellos, se sienta a su mesa. Jesús ofrece de balde el festín por los pecadores 52. Cf. M. Gesteira, La eucaristía, misterio de comunión, Salamanca 31995, 27. Cf. E. Schillebeeckx, Jesús. La historia de un viviente, Madrid 1981, 187-193. 52 M. Drouzy, Jésus mange avec les pécheurs: VieSpir 112 (1965) 276-99; SelT 4 (1965) 315-316. 50 51

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En la murmuración de los fariseos se está criticando el comportamiento de la comunidad eclesial. Ya la misma obra lucana habla de este comportamiento y a la vez de la protesta que levantaba: «Los apóstoles y los hermanos que había por Judea oyeron que también los gentiles habían aceptado la Palabra de Dios; así que, cuando Pedro subió a Jerusalén, los de la circuncisión se lo reprochaban, diciéndole: ‘Has entrado en casa de incircuncisos y has comido con ellos’. Pedro entonces se puso a explicarles punto por punto diciendo» (Hch 11,1-4).

Hoy se admite el puesto señero que desempeña la historia del centurión romano en la historia de la Iglesia, tal como la refleja el libro de los Hechos. La conversión de Cornelio (se menciona explícitamente la palabra «conversión» –metanoia–; v. 18), a todas luces manifiesta en la comunidad de mesa compartida con Pedro, expresa sin ambages la definitiva entrada de los gentiles en el seno de la Iglesia, a fin de compartir el misterio de la salvación 53. La conexión entre el comportamiento de Jesús (Lc 15,1-2) y la conducta de Pedro (Hch 11) se puede constatar a través de sutiles semejanzas. Ambos reciben el mismo trato acusatorio. Los de la circuncisión reprochan a Pedro que haya entrado en casa de los incircuncisos y comido con ellos (synephagon autois; Hch 11,3); de igual manera se comportan los fariseos con Jesús, que murmuran contra él porque come con ellos (synesthiei autois; Lc 15,2). Los fariseos murmuran (diegoggyzon) contra Pedro, le reprochan (diekrinonto; Hch 11,1), pues acogía a los incircuncisos y entraba en sus casas (Hch 11,3), como murmuraban contra Jesús porque acogía a los pecadores (Lc 15,2). La primera comunidad cristiana, firme aun en medio de avances, avances y retrocesos –como descubrimos en el ejemplo no del todo transparente de Pedro, a quien Pablo critica (cf. Gál 2,11-13)–, luchaba para evitar todo exclusivismo religioso, tendente a anular la convivencia y la apertura sin fronteras que había inaugurado modélicamente Jesús. Esta conducta habitual de Jesús posee, desde la doble lectura del evangelio, un alcance eclesiológico. La comunidad 53 Cf. J. Dupont, La conversion de Corneille, en Études des Actes, des Apôtres, París 1967, 75-81. 412.

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no puede considerarse una reunión de «santos e incontaminados»; tiene, como irrenunciable tarea, que buscar al que está perdido, y alegrarse con cuantos pecadores llamen a la puerta (cf. Lc 15,2). Jesús no sólo revela la conducta de Dios mediante su palabra y su plena acogida, sino que señala a la comunidad cristiana cuál debe ser su misión. Sólo una Iglesia cercana con el mundo alejado y hospitalaria con los pecadores, capaz de sentarlos a su mesa, es merecedora de continuar la obra de su Señor 54. Hay que tener siempre en cuenta la aplicación eclesial que realizan los autores evangélicos. Lucas, apoyándose en el ejemplo de Jesús, escribe posteriormente a unos cristianos que no conocieron las diatribas polémicas entre los fariseos y los publicanos, pero que tenían dificultad en acoger fraternalmente a los pecadores, a «los más pequeños». El capítulo 15 de Lucas representa un vigoroso alegato en favor de la acogida de los pecadores dentro de la comunidad eclesial.

54 Cf. J. J. Bartolomé, Comer en común: una costumbre típica de Jesús y su propio comentario (Lc 15), 703.

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5 La conversión

Introducción La conversión se manifiesta como la condición imprescindible a fin de comprender la parábola –y el conjunto de las parábolas del capítulo 15, podemos precisar–, que no es sino un mensaje directo de Jesús, ávido de dinamismo, que pretende a todo trance actuar eficazmente en el lector para ayudarle a cambiar de vida, es decir, permitir la conversión 1. Oportuno resulta señalar que la venida de Jesús constituye una llamada a la conversión en especial para publicanos y pecadores (Lc 5,32, a diferencia de Marcos y Mateo). Pero todos necesitan convertirse, pues existe un pecado universal (Lc 13,3.5). Lo típico del evangelio de Lucas es la invitación a la conversión para los pecadores, «aquellas personas caídas moralmente». Con la proclamación de las tres parábolas de la misericordia, Jesús se opone a la moral rabínica entonces vigente: «Si así a los pecadores, cuánto más a los justos» 2. Él, en cambio, afirma que Dios se alegra mucho más por el pecador que se convierte que no por los justos que no tienen necesidad de conversión 3.

1 Así lo reconoce G. Vermes (La religión de Jesús el judío, Madrid 1996, 137), quien estudia la parábola de Lucas en paralelismo con otros escritos judíos y dentro de la común tradición: «En suma, todos los elementos morales del relato se hacen eco de la doctrina de Jesús, con la conversión-teshubah como motivo principal». 2 E. Sjöberg, Gott und die Sünder, Stuttgart-Berlín 1938, 66. 3 Cf. H. Merklein, Metanoia, en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, II, 255-256.

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El capítulo 15 íntegro se articula teniendo presente el motivo de la conversión 4. Es su pilar básico que lo configura y sostiene. Para entenderla adecuadamente veremos sus raíces en el Antiguo Testamento; también sus apariciones en el evangelio de Lucas, lugar natural de nuestra pieza temática. Estudiaremos, sobre todo, la conversión conforme a los matices distintos, pero complementarios, de los tres protagonistas (el hijo menor, el hijo mayor y el padre). Puede ahora dibujarse, a grandes rasgos, una triple silueta. El hijo menor muestra que convertirse quiere decir caminar resueltamente hacia el padre; desde la lejanía en donde habita entre las sombras de la muerte, cree en la magnanimidad del padre, que es más grande que su pecado, y retorna a la casa paterna. Convertirse significa volver y permitir que la alegría inunde el corazón del padre. La conversión debiera corresponder asimismo al hermano mayor, también él «tiene que» (dei) convertirse, es decir, decidirse a entrar en la casa y participar en la fiesta, perdonando al hermano y reconciliándose con él. Mas esta cuestión permanece aún por resolver. Por fin, queda la imagen del padre, lleno de entrañas de misericordia. Para el lector cristiano de la parábola, convertirse no es sólo admirar esta figura, sino saber imitarla. Tal como supo hacerlo durante toda su vida ejemplarmente Jesús. En este sentido la parábola se trasciende a sí misma, y se erige en una palabra, siempre válida, que apremia a la Iglesia para que viva ella misma en este clima y refleje ante el mundo la imagen del Padre de las misericordias. Hay que insistir en la visión cristológica de nuestro enfoque. En la persona de Jesús aparece cercana la fuerza de la bondad de Dios. De la experiencia de esta cercanía de la gracia brota en el corazón humano la conversión. «La bondad de Dios es el único poder que a un hombre puede conducirlo realmente a la conversión» 5. 4 Tal como lo reivindica, tras concienzudo análisis y diálogo con exegetas alemanes, W. Harnisch (Las parábolas de Jesús, 201): «En el marco de la controversia de Lc 15 se especifica la concepción soteriológica del siguiente modo: El evangelio intenta mostrar que la acción salvífica de Jesús va dirigida a la conversión de los pecadores». 5 J. Jeremias, La Teología del Nuevo Testamento, I, Salamanca 21974, 187.

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La presencia de Jesús sigue siendo, tal como fehacientemente se ha comprobado, la clave a todas luces necesaria para conocer a fondo el mensaje de la parábola.

1. La conversión, una vuelta a Dios. Antiguo Testamento Es de suma importancia para entender la palabra «conversión» (metanoia), el concepto de shub (volver) en el Antiguo Testamento. La versión griega de los LXX traduce habitualmente el hebreo shub por el verbo epistrepho, y utiliza metanoeo como sinónimo de «niham» (sentir pesar de algo). Pero en la literatura sapiencial (Eclo 44,16; Sab 11,23; 12,10.19) con frecuencia existe un deslizamiento semántico, y las fronteras no aparecen muy bien delimitadas. Se emplea metanoeo como equivalente de shub (Eclo 48,15) y también se considera como sinónimo de epistrepho (Eclo 17,24.29) 6. Los profetas han dado un vigoroso sentido al verbo shub. Su objetivo es «el retorno a la relación original con Dios» 7. Entre todos ellos, cabe destacar a Oseas y a Jeremías; ambos enseñan que la conversión es una vuelta al espíritu de la alianza. Hay que indicar que nuestra indagación se fundamenta en una lectura detenida y personal de los textos proféticos, contando con la ayuda posterior de los intérpretes reconocidos. a) El profeta Oseas En el libro de Oseas aparece de forma insistente la llamada, por parte de Dios, a la conversión mediante el empleo del verbo penitencial shub 8: «Vuelve, Israel, a Yahvé, tu Dios...» (14, 2). «Vuelve a Yahvé...» (14,3). «Vuelve a tu Dios» (12,7).

6 Cf. L. Alonso Shökel, Shub, en Diccionario bíblico hebreo-español, 727-730; J. A. Soggin, Shub, en E. Jenni-C. Westermann, Diccionario Teológico Manual del Antiguo Testamento, II, 798-804. 7 H. W. Wolf, Das thema Umkehr in der altt. Prohetie: ZTK 48 (1951) 140. 8 Cf. G. Fohrer, Umkehr und Erlösung beim Propheten Hosea: TZ 11 (1955) 161-185.

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Desde el principio (cap. 2) hasta el final (cap. 14), la conversión del pueblo se revela como el más íntimo deseo de Dios. En el capítulo 2, el profeta, con las atrevidas imágenes matrimoniales a que nos tiene acostumbrados, anhela que su esposa, es decir, el pueblo, sin duda decepcionado de sus antiguos amantes, vuelva a su esposo, que es Dios: «Volveré (shub) a mi esposo primero, porque entonces era más feliz que ahora» (2,9).

Al final, se dibuja la estampa del retorno del destierro. «Cuando vengan desde Egipto temblando como pájaros y como palomas de Asiria» (11,11) para habitar en sus hogares, el Señor les asegura la posesión idílica de la tierra y de la casa, como un símbolo feliz de lo que es la conversión: «Volverán (shub) a sentarse en su sombra, revivirán como el trigo, florecerán como la vid, serán famosos como el vino del Líbano» (14,8).

Incluso los deseos que ambiciona el corazón del pueblo, el colmo de su bienestar, proceden del Señor: «Yo soy abeto frondoso: de mí proceden tus frutos» (14,9). En la vuelta (conversión) a Dios el pueblo hallará toda la paz y la plenitud de la sazón. El reclamo a la conversión recorre martilleante a lo largo del libro, pero el pueblo se muestra reacio: «Se convierten, pero a sus ídolos» (7,16). Lo que en un primer momento parecía conversión no se revela sino como piedad pasajera (5,15-6,6). Un duro escarmiento, a fin de que el pueblo recapacite y asiente la cabeza, parece medida irremediable. Resuenan esas amenazas al castigo necesario pero eficaz: 9,7; 10,10.14. Ya el profeta había descrito (cap. 2) la relación entre Dios y el pueblo mediante el simbolismo nupcial; ahora en el capítulo 11 el registro simbólico cambia; no se habla de Dios como esposo, sino como padre, y el pueblo no es descrito como esposa, sí como un hijo. Con este conmovedor capítulo, el mensaje de Oseas se acerca mucho, tanto que toca con el patetismo de sus imágenes nuestra parábola de Lucas. Oseas desarrolla dramáticamente la historia de esas relaciones, donde no hay respuesta digna al amor del padre; cuanto más desvelo por parte de Dios, más traiciones se acumulan. Es la «balada de un amor no reconocido» 9. Dios como padre «ama a 9 Cf. H. van den Bussche, La ballade de l’amor méconnu: BvieChr 41 (1961) 18-34.

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Israel, que es su niño, su hijo» (v. 1), le enseña a caminar, lo lleva sobre su brazos, no se cansa de cuidarlo (v. 3), con lazos de amor va tirando de él, lo levanta hasta su mejilla y se abaja para darle de comer (v. 4). Toda la historia está teñida de un amor cuidadoso e incesante; pero el hijo, en lugar de responder a tanto detalle, huye y se aleja; ni siquiera es capaz de vislumbrar tan inmenso derroche de amor; no pone su confianza en su padre sino en ídolos. Encarna el mal ejemplo del hijo rebelde que, conforme a los preceptos de la Ley, debe morir (Dt 21,18-21). Acude obstinado a los baales, pero éstos no le socorren (vv. 2.7).Y, cuando parece que el castigo se torna inevitable para corregir a este hijo indómito, acontece algo no esperado, que irrumpe como una sorpresa. Dios, en diálogo polémico y lucha agónica con su intimidad, se deja guiar por la ternura, escucha el hondo clamor de sus entrañas, aleja la amenaza y el castigo: «¿Cómo podría abandonarte, Efraín? ¿Cómo podría desampararte, Israel? ¿Cómo podría abandonarte como a Admá; desampararte como a Seboín? Me da un vuelco el corazón, se me conmueven las entrañas. No ejecutaré mi condena, no volveré a destruir a Efraín; que soy Dios y no hombre, el Santo en medio de ti y no enemigo devastador» (Os 11, 8-9).

Todo el poema, pues, gravita sobre el perdón de Dios, que triunfa sobre el pecado. Amor completamente gratuito, inmerecido, tal como se ha comentado con anterioridad. Lo mismo ocurre con el poema final (14,2-9). Oseas lanza una apelación urgente a la conversión; el pueblo debe dejar de confiar en los poderes extranjeros, mas el pueblo no da el paso a la conversión. Se cierne, pues, amenazadoramente el castigo, a fin de que éste escarmiente; pero, de nuevo y de manera sorpresiva, Dios actúa y anuncia su perdón gratuito: «Yo los curaré de sus extravíos (shub), los amaré sin que lo merezcan y mi cólera se alejará (shub) de ellos» (v. 5).

A través del perdón, contemplado en ese alejamiento (shub) de la cólera de Dios, la equivocada vuelta (shub) del pueblo a los ídolos, se cura y se sana. Lo primario sigue siendo el amor de Dios que aguarda y hace posible la conversión. De esta manera, la misericordia de Dios dicta la última sentencia. Es un perdón que vence toda la ingratitud, y que, por eso, se acerca tanto a la palabra plena de revelación:

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248 / Un padre tenía dos hijos «El mensaje de Oseas tiene algo de desconcertante. Nuestra lógica religiosa sigue los siguientes pasos: pecado-conversión-perdón. La gran novedad de Oseas, lo que le sitúa en un plano diferente y lo convierte en precursor del Nuevo Testamento, es que invierte el orden: el perdón antecede a la conversión. Dios perdona antes de que el pueblo se convierta, aunque no se haya convertido» 10.

Nos anticipamos por la fuerza de la palabra profética a la revelación cumplida del Nuevo Testamento. San Pablo recalca la gratuidad y anticipo de la misericordia divina, cuando escribe a los romanos. Idéntico mensaje proclama Juan en su primera carta: – «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rom 5,8). – «En eso consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10).

Insistir en esta primacía absoluta de la misericordia no quiere decir invalidar la conversión, ni que ésta aparezca como innecesaria. Es situar el tema en los términos adecuados de la revelación, afirmando que la conversión acontece como una respuesta libre al amor de Dios, no como necesaria condición, anterior e ineludible, al perdón que Dios nos otorga. b) El profeta Jeremías Dios constata con pesadumbre que la conversión resulta muy difícil, dada la condición arisca del pueblo. Su conducta es comparada por Dios –nos situamos en un universo imaginario muy agreste– al desenfreno de una joven camella vagabunda, también a una asna salvaje criada en la estepa, que, cuando en celo siente el viento, corre loca, sin poder dominar su pasión (2,23-24). Además, el pueblo se atreve a hacer ostentación pública de su rebeldía: «Amo a los extranjeros y me iré con ellos» (2,25).

Dios da por hecho la no conversión de Israel: «Mi pueblo dice... no volveremos –shub– más a ti» (2,31).

La obstinación se impone, aun a pesar de los sinceros deseos de Dios: 10

L. Alonso Schökel-J. L. Sicre, Profetas. Comentario, II, Madrid 1980, 864-865.

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La conversión / 249 «Yo pensé que después de hacer todo eso volvería –shub– a mí, pero no volvió –shub–» (3,7) 11.

Una paradoja adviene como un estupor: allí donde no se columbra posibilidad humana de retorno, en contra de toda razonable expectativa, llega la gracia del perdón. Dios, injustamente tratado, es decir, mal-tratado y menospreciado, no se deja llevar de su ira. Él va a provocar la conversión: «Ve y proclama este mensaje hacia el norte: Vuelve, Israel apóstata –oráculo del Señor–, que no os pondré mala cara, porque soy leal y no guardo rencor eterno –oráculo del Señor–» (3,12).

Si queda todavía palpitante una esperanza de retorno, esta mínima posibilidad se debe únicamente a Dios. La conversión resulta casi imposible, porque Israel sigue obstinado en su contumacia, y debe, por tanto, sufrir el castigo de las naciones malditas, recibir la bien merecida pena por parte de Dios, a quien corresponde actuar conforme a su amor herido... Pues bien, Dios mismo rompe esta inexorable cadena de acontecimientos entreverados, e introduce un elemento trastornador que los va a cambiar por completo. Dios no se comporta como acostumbra la lógica humana, injuriada en su orgullo: «¡Si es mi hijo querido Efraín, mi niño, mi encanto! Cada vez que le reprendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión –oráculo del Señor–» (Jr 31,20).

El pueblo es mirado con los ojos tiernos de un padre que se vuelca en su hijo. De esta misericordia fundante depende en exclusiva la vida del pueblo. La promesa de Dios es totalmente incondicionada 12. Existen en el mensaje del profeta Jeremías algunos elementos merecedores de ser resaltados, pues muestran una sorprendente afinidad con la parábola de Lucas. – Protagonismo de Dios en la conversión Dios es el agente que hace factible la conversión del pueCf. E. W. Nicholson, The Book of the Prophet Jeremiah, Cambridge 1973, 1-25. Así lo afirma rotundamente C. Westermann, Prophetische Heilsworte im Alten Testament, Gotinga 1987, 178-179. 11

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blo. Según la ley, el retorno no puede efectuarse, pues va contra toda norma sancionada por el derecho: «Si un hombre repudia a su mujer, ella se separa y se casa con otro, ¿volverá él a ella?, ¿no está esa mujer infamada? Pues tú has fornicado con muchos amantes, ¿podrás volver a mí –oráculo del Señor–» (3,1).

El acercamiento posterior resulta imposible por impracticabilidad jurídica: «He repudiado a Israel, la apóstata, dándole el acta de divorcio» (3,8). Además, su estado de deshonor lo desaconseja y lo deja irrealizable: «Tú te has deshonrado con muchos amantes, ¿y quieres volver a mí? (3,1). Ya es imposible conforme a la ley y de acuerdo con la situación de la mujer; todas las circunstancias negativas se alían para el fracaso; la mujer no puede abrigar ya, aunque quisiere, ninguna esperanza de retorno. La separación se ha consumado. No hay camino de vuelta. La conversión es impensable 13. En esta circunstancia tan crítica y deplorable, Dios interviene y crea mediante el perdón una nueva situación que va más allá de todo mérito y lógica. Sólo porque Dios perdona, puede el pueblo acceder a la salvación. La mujer adúltera no tiene ya derecho, únicamente si el marido la perdona. Y Dios va más allá de todo don, a saber, «per-dona», otorga de manera gratuita su perdón pleno a la mujer infiel 14. Dios, como esposo y padre (prosiguen ambas imágenes), abre los brazos, olvida el pasado y crea una relación nueva. Siempre llega con la gracia del perdón prometido, a fin de remover el lastre del pecado y producir el dinamismo de la conversión. Destacar esta primacía resulta determinante: «Dios no perdona porque Israel se convierte, sino que perdona para que Israel pueda convertirse, cambiar de camino y encontrar el amor de los orígenes» 15.

– Responsabilidad humana en la conversión Mas el perdón de Dios no se produce de forma «automática», es decir –conforme a su etimología griega; no genera

13 Cf. W. L. Holladay, Jeremiah I. A Commentary on the Book of the Prophet Jeremiah, Philadelphia 1986, 113. 14 Cf. D. Joblin, Jeremiah’s Poem in 3,1-4,2: VT 28 (1978) 45-55. 15 P. Bovati, Dio protagonista del retorno in Geremia: ParSpV 22 (1990) 31.

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por su propio impulso la conversión. Aparece en el libro del profeta esta súplica misteriosa, que ha sido objeto de debate, pero que nos interesa recordar por su profundidad: «Si tú te conviertes, tú puedes convertirte» (4,1). Se puede dar un valor modal a la primera aparición del verbo shub, con el matiz sintáctico de una condicional. Entonces, la oración rezaría así: «Si tú quieres convertirte, tú puedes convertirte». A saber; si tu deseo es sincero y fuerte, se hará realidad. El perdón de Dios no hace milagros si no encuentra un corazón que acoja su magnanimidad y quiera colaborar generosamente. Entendido así, puede con toda garantía suplicar Dios al pueblo: «Si tú te conviertes, tú puedes convertirte a mí» 16. Pero todo depende, en última instancia –no debiera perderse nunca la perspectiva adecuada– del perdón benevolente de Dios. Sólo si él se «vuelve» misericordioso sobre el pueblo pecador, éste podrá salir del extravío de su miseria. Parecida situación se encuentra en un breve pero denso hemistiquio del célebre capítulo 31: «Vuélveme a ti y me volveré» (18b), es decir, con la glosa de tan elocuentes palabras: «Conviérteme a mí, y entonces yo podré convertirme a ti; sé tu, mi Dios, el origen y garante de la conversión». – La conversión, un acto nuevo Además, el perdón, tal como se describe por parte del profeta Jeremías, no alude sólo al olvido con que Dios relega de su memoria las faltas de su pueblo; existe una dimensión mucho más importante, que es preciso realzar. El perdón representa y es la creación de una relación nueva, que abraza a las personas involucradas en la realización de su amor perdonante. Lo que Dios hace con su misericordia es una nueva alianza. Podemos recordar el encuadre de todo el capítulo, que justamente ha sido comparado con el capítulo 15 de Lucas 17. Todo él se enmarca en un contexto de alianza. Se inicia con un claro lenguaje de alianza, mediante una formulación bilateral, de mutua relacionalidad entre Dios y el pueblo: «En aquel tiempo –oráculo del Señor– seré el Dios de todas las 16 De esta manera, tras prolijas discusiones, traduce W. Rudolph, Jeremia, Tubinga 31968, 28. 17 Cf. B. Kossen, Quelques remarques sur l’ordre des paraboles dans Luc XV et sur la structure de Mathieu XVIII, 8-15, 75-80.

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tribus de Israel y ellas serán mi pueblo» (31,1) y se cierra prácticamente con la explícita mención de otra fórmula de alianza: «Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré una alianza nueva con Israel y con Judá» (31,31). Así se proclama también de manera prolija y hermosa en Is 54 y 62. El perdón se inscribe, pues, dentro del marco de una alianza, a la que propicia y renueva. – La conversión, motivo de alegría Cuando la conversión se produce; cuando, tras tantas huidas y traiciones, todo ese acervo doloroso se olvida de su memoria y cuando su mano divina borra para siempre las innumerables culpas; y cuando, sobre todo, se da el abrazo entre padre e hijo –que sella la alianza y restaura la familia–, que inunda por entero el corazón de los dos..., entonces surge la más pura alegría. La conversión hace vibrar el corazón de Dios, lo cubre de júbilo. Leemos algunos pasajes selectos del libro: «Si marcharon llorando, los conduciré entre consuelos» (31,9). «Entonces la muchacha gozará bailando y los ancianos igual que los mozos; convertiré su tristeza en gozo, los consolaré y aliviaré sus penas» (31,13).

Resuena, inconfundible, el tono de la fiesta, como un anuncio en donde ya alborea el más novedoso lenguaje del Nuevo Testamento y sobre todo de Lucas (15). Despunta ya la alegría del pastor, de la mujer, del padre. Llega, en fin, la alegría de Dios Padre, que se goza perdonando.

2. La conversión según el evangelio de Lucas Baste inicialmente un somero encuadre para diseñar dentro de él la peculiar visión lucana de la conversión 18. El Nuevo Testamento expresa la idea de la conversión por medio de un vocabulario que gira en torno a dos verbos: strepho, y también metanoeo, del que proviene el célebre sustantivo 18 J. Navone, Themes of St. Luke, Roma 1970, 38-46. R. Michiels, Conception lucanienne de la conversion: ETL 41 (1965) 42-78. El presente estudio es lo que con más clarividencia se ha escrito sobre el tema.

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metanoia. Lucas, en su obra completa –evangelio y Hechos–, utiliza variantes derivadas del verbo strepho, sea en sentido profano o religioso 19. Pero siente predilección por el verbo metanoeo y el sustantivo metanoia, cuya frecuencia resulta notable 20. Nos centramos en el sustantivo «conversión» (metanoia), para buscar la teología propia de Lucas. Recorremos los pasajes del evangelio. – No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, a la conversión –eis metanoian– (Lc 5,32). Lucas añade, mediante una inserción que le pertenece en exclusiva, al texto que se lee en Mc 2,17 y Mt 9,13, su mensaje de la conversión. Según la mayoría de los comentadores, esta densa expresión: «He venido a llamar» (elthon kalesai), expresa la tarea esencialmente mesiánica de Jesús, su apremiante llamada a la conversión al Reino de Dios. Tal reclamo es rechazado por los falsos justos que son los fariseos. Su soberbia religiosa les excluye de la invitación a la salvación. Sólo quienes poseen el espíritu de conversión, es decir, la profunda humildad y compunción, pueden entrar en el Reino. En este sentido la inserción de Lucas constituye una profunda explicación de las frases de los restantes evangelios sinópticos, que omiten la palaba conversión (metanoia): «No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mc 2,17). Mateo, con su tendencia a la síntesis, sólo trae la última frase: «No he venido a llamar a justos sino a pecadores» (9,13). – Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente (metanoese), perdónale. Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve (epistrepse) a ti, diciendo: ‘Me arrepiento (metanoeo)’, le perdonarás (17,3-4). 19 Véanse las diversas modulaciones procedentes de la misma raíz verbal: epistrepho (Lc 23,14; Hch 3,26; 20,30); diastrepho (Lc 9,41; 32,2; Hch 8,10; 20,30). 20 De los catorce empleos lucanos de estas dos palabras (verbo y sustantivo), cuatro solamente pertenecen a una tradición sinóptica común: Lc 3,3 = Mt 3,2; Mc 1,4; Lc 3,8 = Mt 3,8; Lc 10,13 = Mt 11,21; Lc 11,32 = Mt 17,41. La mayoría de ellos, justamente diez, pertenecen a la fuente propia: Lc 5,32 (véase el paralelo de Mt 9,13; Mc 2,17); 13,3.5; 15,7(bis).10 (comparar con Mt 18,14), 16,30; 17,3 (cf. Mt 18,15). 4 (cf. Mt 18,21); 24,47. Además el verbo metanoeo aparece cinco veces en Hechos (Hch 2,38; 3,19; 8,22; 27,30; 26,20), y el sustantivo metanoia, seis veces (Hch 5,31; 11,18; 13,24; 19,4; 20,21; 26,20).

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En este pasaje lucano aparecen como sinónimos los verbos metanoeo y epistrepho. Ambos dotan a la conversión de un sentido que mira a la persona en conexión íntima con la vida cristiana. Ese «volverse» hay que entenderlo en sentido literal y figurado, una vuelta física que conlleva una conversión profunda, tal como nos han enseñado los profetas. Estos versos sirven de comentario evangélico a la palabra de Jesús registrada en Lc 11,4 y Mt 16,12: «Perdona nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe» (Lucas cambia la palabra «deuda» en sentido jurídico, propia de Mateo, por pecado). Son, por tanto, una parénesis destinada a favorecer el clima de las relaciones fraternas dentro de la comunidad, deterioradas por la debilidad humana («si tu hermano peca...»). En Lucas se refiere a la relación entre dos; en Mateo asume un contexto más eclesial. Lucas insiste en una idea particularmente querida por él; el tiempo de la Iglesia representa por excelencia el tiempo oportuno de la misericordia y del perdón, y se ofrece a todos como la ocasión propicia, el «hoy» de la conversión. – Les respondió Jesús: ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo (13,2-5). Este pasaje sirve de introducción a la parábola de la higuera estéril (13,6-9). Lucas trae dos noticias, que él sólo entre los evangelistas registra: la masacre de los galileos y la caída de la torre de Siloé; dos hechos lamentables que debieron impresionar fuertemente a los contemporáneos. Y éstos infieren que aquellos desgraciados han sido castigados por sus pecados. Jesús rechaza tal explicación, típica de la mentalidad rabínica de entonces. El Maestro, como es habitual en este tipo de discusiones, no entra a argüir, sino que habla con claridad y actúa salvíficamente. Les indica que aquéllos no fueron más pecadores que los demás; pues, de hecho, todos son pecadores, y todos, por tanto, deben convertirse. Y añade con plena intención: «Si no os convertís (metanoesete), todos moriréis de la misma manera». Repite además por dos veces la llamada, recalcando la importancia de lo que proclama

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(vv. 3.5), a saber, la necesidad de la conversión para todos. Cuatro veces aparece el adjetivo «todos» (pantes) en la breve perícopa. Pero no es la suya palabra de condenación, sino que va dicha en clave de saludable aviso. Nadie está perdido, a condición de que se convierta. No se debe jugar con la gran paciencia de Dios, porque esa paciencia también tendrá un límite; tal es el significado de la parábola de la higuera que viene a continuación. El tiempo llega a su ocaso conclusivo. En la palabra de la Iglesia se brinda a todos la posibilidad de una conversión. – Él dijo: «No, padre Abrahán, sino que si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán» (16,31). La misma interpretación kerigmática aparece en la parábola de Lázaro (Lc 16,19-31), sobre todo en el diálogo mantenido entre Abrahán y el rico Epulón (vv. 27-31). Éste, atormentado entre las llamas, pide a Abrahán que envíe a Lázaro a sus cinco hermanos, para que se conviertan (metanoesousin) (v. 31). La parábola acentúa la necesidad de la conversión a fin de no perderse y arruinar la propia vida. La conversión es posible todavía, si los hermanos, coetáneos de todo lector del evangelio, escuchan la voz de los profetas, que ahora se mantiene viva gracias a la voz de la Iglesia. – Entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión (metanoian) para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas» (24,45-48). El evangelista refiere las palabras de Jesús Resucitado. El orden de misión en el evangelio de Lucas está formulado de tal manera que presenta un resumen de los discursos kerigmáticos de los Hechos, cuyo mensaje esencial ofrece Pedro tras la curación del tullido. «Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus santos profetas» (Hch 3,19-21).

Arrepentimiento (metanoeo), volver a Dios (epistrepho), remisión de los pecados, espera de la segunda venida, participación en la plenitud de la salvación, constituyen el proceso ininterrumpido de la conversión. Ahora es el tiempo. La con-

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versión indica un cambio total de corazón y una vuelta a Dios como condición de entrada en el Reino. Cada uno, según su estado, debe convertirse –volverse– al Señor. El verbo epistrepho aparece con la significación de «convertirse» y metanoeo con la de «arrepentirse», pero con frecuencia ambos sentidos se invierten también en el Nuevo Testamento (Hch 11,21; 1 Pe 2,25). Los gentiles deben abandonar sus ídolos y volver al Dios vivo (Hch 14,15; 15,19; 26,18; 1 Tes 1,9; Gál 4,9; 1 Cor 10, 7); los judíos deben dejar su soberbia religiosa y obstinación para volverse al Señor, reconociendo en Jesús al Señor de la gloria (2 Cor 3,16; Hch 9,35). Jesús solicita de continuo un exigente compromiso para apartarse del pecado. Al rico le pide que deje de estar dominado por el dinero «Mammon» (Mc 10,17-31); al que exhibe sus obras de limosna, oración y ayuno, que abandone la vana ostentación y el reconocimiento mundano (Mt 6,1-18); al que ha cometido abusos y corrupción, que repare la injusticia (Lc 19,8). La conversión incluye, pues, un proceso con doble itinerario: significa «salir de» «para entrar en». Con la precisa terminología escolástica, se puede hablar de dos aspectos. La faceta negativa es «a quo»; el lado positivo, «ad quem» 21. – Capítulo 15 de Lucas Dejamos para el final la parte más importante de nuestra revisión crítica. La palabra «conversión», utilizada indistintamente como verbo y sustantivo, aparece fraguando con su profunda significación las dos breves parábolas de la oveja y de la moneda perdidas, y también recapitulando el sentido de la parábola del padre que tenía dos hijos. Al final de la primera parábola Jesús declara que habrá más alegría en el cielo por un «solo pecador que se convierte» (heni hamartolo metanoounti) que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de «conversión» (metanoias; v. 7). 21 H. Conzelmann (El centro del tiempo. Estudio de la teología de Lucas, Madrid 1974, 146-147) insiste en la tendencia de Lucas para desescatologizar el concepto de metanoia. La conversión (Umkehr) incluye dos facetas: cambio de mentalidad, arrepentimiento (Gesinnung) y vuelta a Dios (Bekehrung). La conversión se da en un proceso ininterrumpido dentro del tiempo de la Iglesia. Esta conversión apresura la venida del Señor (2 Pe 3,12).

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La conclusión de la parábola de la moneda perdida contiene la misma oposición, el segundo miembro de la antítesis queda sobreentendido. La parábola se limita a mencionar la alegría que encuentran los ángeles por un solo pecador que se convierte (heni hamartolo metanoounti; v. 10). Semejante antinomia, pero mucho más desarrollada mediante la amplificación escénica de la alegría, se evidencia en la parábola de los dos hijos. El hijo perdido vuelve a la casa, es decir, se convierte; y esta conversión es festejada de manera alborozada por el padre, que invita a participar a toda la servidumbre doméstica. No hay menosprecio para el hijo mayor –como en la primera, por la mención de los noventa y nueve justos recalcitrantes–, sino sólo una palabra de apremio. Mediante esta admonición, el evangelio hace una fuerte llamada a la conversión dirigida al fariseo del tiempo de Jesús, y también a todos los fariseos que actúan en el tiempo de la Iglesia. Se encuentran dos dimensiones que deben subrayarse y ser armónicamente orquestadas. Por una parte se recalca el protagonismo de Dios y, por otra, también la responsabilidad humana. La imagen completa de la conversión se obtiene al juntar ambas facetas. – Protagonismo de Dios Vemos que en las dos primeras parábolas se acentúa el protagonismo de Dios durante el proceso de la conversión. Dios, sujeto aludido en los dos protagonistas, toma la iniciativa. El pastor busca la oveja perdida; la mujer asimismo busca la moneda perdida. También conviene recordar que era Jesús quien buscaba a Zaqueo. En todos estos casos, además, la situación se presenta sin salida, irremisible. ¿Podrá la oveja ella sola volver al aprisco? Y la moneda, objeto inanimado, ¿cómo podrá volver a su dueña? Con estos ejemplos Lucas muestra que la conversión es imposible sin la gracia de divina. Únicamente acontecerá si Dios viene en nuestra ayuda y nos busca. Él es por esencia salvador. Sólo desde una actitud sentida de pecadores podemos esperar la salvación de Dios. Hay una parábola, semejante a la de Lc 15,11-31, que se atribuye a R. Meír (mediados del siglo II):

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258 / Un padre tenía dos hijos «‘Cuando te halles en tribulación, volverás al Señor, tu Dios’. ¿A qué puede compararse esto? Al hijo de un rey que emprendió un mal camino. El rey envió a su tutor para que le pidiera que regresara a casa. El hijo contestó que no podía volver indigno y cubierto de vergüenza. El padre envió al pedagogo con el mensaje: Hijo mío, ¿puede un hijo avergonzarse de volver con su padre? Y si regresas, ¿no es a tu padre a quien regresas?» (Dt Rabbá 2,3 sobre Dt 4,30).

Esta parábola insiste, aún más, en la iniciativa del padre, pues el hijo se siente demasiado culpable para dar el primer paso 22. – Responsabilidad humana Por otra parte, la conversión es obra de decisión y compromiso, que envuelve a la persona entera, y que sólo es posible efectuar con la ayuda de la gracia. Este acto involucra las tres dimensiones del tiempo: •

El pasado

La conversión es «salir de» (expresado con la terminología «a quo»). Aquí significa salir de una tierra, como espacio escénico, en el que se ha vivido un tiempo pasado. A saber, debe el hijo desandar un camino distante del padre, en donde su vida estaba a punto de arruinarse. El hijo tiene que abandonar una tierra lejana, una situación antigua de pecado, una vida infrahumana. •

El presente

La conversión es un acto de determinación presente, resorte poderoso que moviliza energías soterradas, las orienta y empuja. Puede uno sorprenderse de la eficacia de algunos actos humanos, que son palancas capaces de mover toda una vida. Acontece, entonces, lo que alguna escuela de psicología llama un «acto de existencia», que permite cambiar y ser en plenitud. El hijo menor seguirá en las sombras de la muerte, hasta que se decida a levantarse y empiece a caminar. Ya se ha visto también el ejemplo de Zaqueo. Aunque el Señor le haya honrado con una visita en su casa, si Zaqueo no se com22

Cf. G. Vermes, La religión de Jesús el judío, Madrid 1996, 283.

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promete a ser generoso con los pobres de quienes ha abusado, seguirá siendo un especulador y usurero (Lc 19,1-10). En el texto de Lucas se destaca gráficamente esta decisión en el gesto solemne de ponerse de pie, y los verbos en presente que emplea: «doy (didomi)... devuelvo (apodidomi)» (v. 8). Es importante subrayar esta dimensión operante de la conversión. El Señor dice a la Iglesia de Éfeso: «acuérdate de dónde has caído, conviértete y haz las obras primeras» (Ap 2,5). Se trata del itinerario completo de la conversión. La modalidad de los imperativos griegos insisten en que la Iglesia se convierta ya, sin más dilaciones o excusas, y que exprese su conversión en las obras del presente, calificadas como «obras primeras» en justa correspondencia con el «amor primero» que le solicitaba urgentemente el Señor (Ap 2,4) 23. Este aspecto, ahora apenas aludido, puede ser ilustrado con ejemplos entusiasmantes, que jalonan de manera magnífica la historia de la conversión. Nos fijamos en dos, que pueden ser leídos abajo, en la nota: J. Jugan y C. de Foucauld 24. •

El futuro

La conversión mira hacia delante es un acto de esperanza: vuelta hacia Dios (ad quem). Conversión es entrar en la casa Cf. F. Contreras, El Señor de la Vida, Salamanca 1991, 84. Durante mucho tiempo, J. Jugan alimentaba la idea de fundar una congregación que amparase a los pobres. Así vivió hasta los 47 años. Tal vez podría haberse demorado muchos más, cultivando esta hermosa ilusión. Pero a comienzos del duro invierno de 1839, una noche decide subir a su casa y ceder su cama a una anciana ciega y enferma, A. Chauvin. Ella se instala en el desván. Como muestra de su cariño hacia ella, la adopta «como madre». Pone por obra, efectivamente, su aspiración. Aquella noche empezó de hecho la fundación de las «hermanitas de los pobres». Cf. P. Milcent, Juana Jugan. Humilde para amar, Barcelona 1980, 59-69. Durante mucho tiempo, unos diez años, C. de Foucauld repetía incesante una oración a Dios: «Si existís, haced que yo os conozca». Su fe estaba adormecida, si no mortecina; él anhelaba tener fe viva. Confesaba en carta a su prima M. de Bondy: «Tú eres feliz en creer, yo busco la luz y no la encuentro». Con su director espiritual, el P. Huvelin, departía largamente sus inquietudes religiosas. Hasta que un día el P. Huvelin le aconsejó con insistencia que se confesase. Así lo hizo. Cuando se puso de rodillas, C. de Foucauld recibió de Dios súbitamente el don de la fe: «Al hacerme entrar en su confesionario, uno de los últimos días de octubre, creo que entre el 27 y el 30, vos me disteis, Dios mío, todos los bienes. ¡Si hay alegría en el cielo por un pecador que se convierte, la hubo cuando yo me acerqué al confesionario! ¡Día bendito, día de bendición!» (Écrits spirituels, París 1923, 80-82 [Trad. esp.: Escritos espirituales, Madrid 1964]). Para conocer más detalles en este proceso de la conversión, véase J. F. Six, Carlos de Foucauld. Itinerario espiritual, Barcelona 1962, 49-60. 23 24

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del Padre. Para el hijo menor se trata de volver con confianza al Padre; no renegar nunca de la certidumbre en su bondad paterna. Para el hermano mayor significa la necesidad de entrar en la casa y reconciliarse con el hermano. Hay que convenir en que la conversión –sea expresado con términos prestados a los profetas– significa volver a la alianza; que no es sino una profunda religación con Dios y con el hermano, a saber, vuelta sincera a Dios y a los hermanos. Lucas concreta esta enseñanza profética en la parábola de los dos hijos. La conversión del hijo menor muestra la relación vertical, la vuelta al padre, es decir, a Dios Padre. El hijo mayor, cuya conversión queda aún en el aire, señala la relación horizontal, es decir, con el hermano, pues para llegar hasta Dios es preciso pasar por la senda del hermano. Es preciso recalcar, conforme al evangelio de Lucas, la urgencia en la obra de la conversión. Jesús ha reiterado en dos ocasiones esa prontitud: «Si no os convertís todos pereceréis del mismo modo» (13,3.5), porque si no se da fruto de conversión, la higuera estéril será cortada (v. 9). También la palabra de Abrahán al rico Epulón se ha mostrado incisiva; no hay que esperar la vuelta de los muertos; ahora es el momento, pues todos tienen acceso a la voz de Moisés y de los profetas, a la que es preciso escuchar (16,31). La conversión se torna inaplazable; es preciso actuarla ya, sin dilaciones; no puede retrasarse con vanas excusas. Demorarla resultaría un suicidio. Llega la hora apremiante de la verdad. Ineluctablemente. J. Jeremias ha sabido describir con imágenes vivas extraídas del imaginario evangélico esta improrrogable urgencia: «Jesús ve a los hombres corriendo hacia su perdición. Todo está pendiente de un hilo. Es la hora última. El plazo de la gracia está pasando. Incansablemente, Jesús señala lo peligroso de la situación. ¿No ves –dice– que eres un acusado que se halla ante el palacio de justicia y cuyo proceso es un caso perdido? Es el último minuto para intentar un arreglo con tu adversario (Mt 5, 25; Lc 12, 58). ¿No ves que eres como un administrador que tiene el cuchillo a la garganta, porque se han descubierto sus engaños? ¡Aprende de ese administrador! No permite que las cosas sigan su curso, sino que actúa resueltamente, ya que todo está en juego (Lc 16,1-13). En cualquier instante puede resonar el clamor: ¡Llega el esposo! Entonces el cortejo nupcial entra en la sala, con las antorchas, y se cierra irrevocablemente la puerta. Ten cuidado de que a tu antorcha no le falte el aceite (Mt 25,1-12). Vístete el vestido de boda, antes de que sea demasiado tarde (Mt 22,11-13). En una palabra: con-

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La conversión / 261 viértete mientras hay tiempo. La conversión: ¡he ahí la exigencia de la hora! La conversión no sólo para los llamados pecadores, sino también –y más aún– para los que, a juicio de quienes los rodean, ‘no tienen necesidad de conversión’ (Lc 15,7: para las personas decentes y piadosas, que no han cometido pecados groseros. Para ellos es urgentísima la conversión» 25.

3. Conversión del hijo menor. El tríptico de la alegría Las tres parábolas están transidas por el tema de la alegría. Resplandece en ellas la revelación del corazón del padre, la reverberación de su más íntimo anhelo, que es la entrada de todo hombre en el festín de la alegría (Lc 14,15-24) 26. Este tríptico expresa en un «crescendo» acuciante el gozo por la conversión del pecador que se convierte. A lo largo del capítulo queda patente tan insistente tensión que, a manera de olas sucesivas, va empujando y adensándose hasta alcanzar su cenit en la última parábola. Como lectores atentos detectamos con sorpresa esta bien cuidada gradación en el derroche de la alegría. – Y cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros lleno de alegría; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: «Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido». Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión (Lc 15,6-7). Se muestra la búsqueda incansable del pastor, que no desmaya hasta encontrar a la oveja perdida. Cuando, por fin, la encuentra, la coloca egregiamente cual un trofeo glorioso sobre sus hombros, porque –señala el participio griego en último lugar, enfáticamente– está «lleno de alegría» (khairon). El pastor se alegra íntimamente. Este detalle gráfico (falta en el paralelo de Mt 18,13) es un toque de delicadeza y una muesTeología del Nuevo Testamento, I, Salamanca 1964, 182. Han insistido en este tema: Ph. Bousset-J. Rademakers, Jésus, Parole de la Grâce selon saint Luc, 337. E. Rasco, Les paraboles de Luc XV: Une invitation á la joie de Dieu dans le Christ, 165-183. J. Dupont, Réjouissez-vous avec moi! Lc 15,132, 70-79. T. C. De Rozario, Joy in the parables of Luke 15. Extractum ex Dissertatione ad Doctoratum in Facultate Theologiae Pontificiae Universitatis Urbanianae, Roma 1995. 25 26

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tra de cariño del pastor por la oveja, propio del evangelio de Lucas. Pero el pastor, pletórico de alegría, no reserva ésta como prenda celosa para él solo; necesita comunicarla y compartirla. Demasiado hermosa es como para tenerla prisionera entre sus brazos. Por eso «con-voca» (literal traducción de syn-kaleo, verbo también peculiar de Lucas: 9,1; 32,11; Hch 5,21; 10,24; 28,17) a los amigos y vecinos. Los invita a la alegría: «¡Alegraos conmigo!» (synkharete moi)! Y da en seguida razón de este agasajo: «Porque he encontrado mi oveja, la perdida. La que estaba perdida para siempre, yo la he encontrado». La búsqueda se ha coronado por el éxito del hallazgo. La conclusión de la parábola sigue la pauta de otras muchas en el evangelio de Lucas; una moraleja sobrenatural (12,21; 17,10; 21,31): «Os digo que de la misma manera habrá más alegría». Es la tercera vez que aparece la palabra «alegría» en esta breve parábola 27. Se subraya que en el cielo el grado de alegría es mayor al encontrado en la tierra. «En el cielo» es una forma de hablar de Dios, un circunloquio habitual para designar el nombre divino. Se indica, en fin, que «Dios se alegrará más». Más que considerarlo como un apéndice irónico, este final debe verse como una de las características hipérboles de Lucas para mostrar la inmensa alegría, el júbilo que Dios siente cuando un pecador –aunque solamente sea uno– se convierte 28. La aplicación de la parábola desborda los límites rurales (del campo) y sujetos referenciales (pastor, oveja) para ascender hasta un horizonte divino. Quiere decirse que la alegría del pastor, compartida por los demás, es sólo un pálido reflejo de la inconmensurable alegría que Dios experimenta cuando (es la vertiente pastoral y parenética) un pecador se convierte. El futuro «habrá» (estai) no señala la alegría escatológica, sino que apunta a una realidad que acontece ahora, pero que encontrará su pleno cumplimiento en el más allá 29. 27 La expresión asume un sentido comparativo mediante el doble empleo de la preposición «epi» (khara estai epi.... epi). Cf. J. A. Fitzmyer, El Evangelio según Lucas, I, Madrid 1987, 208. 28 Cf. J. A. Fitzmyer, El Evangelio según Lucas, III, 661. 29 Cf. J. Nolland, Luke 9:21-18:34, 773.

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La consoladora noticia del amor de Dios hacia los pecadores, explícito en la predicación de Jesús, «obtiene en esta parábola su grado máximo de concentración» 30. ¿No podría –cabe preguntarse– alguna de las noventa y nueve ovejas quejarse por el trato discriminatorio del pastor? Puede, pero también debe saber que, si alguna sufre la desventura de perderse, tendrá también la suerte de no perderse para siempre, pues el pastor la buscará sin desfallecer hasta encontrarla. Su recelo de ahora no debiera inducirla a una actitud de envidia y descontento, sino que debe trocarse en la certeza esperanzada de una salvación perpetua en las manos de su pastor. – Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice: «Alegraos conmigo, porque he hallado la moneda que había perdido.» Os digo que del mismo modo habrá alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte (Lc 15,9-10). El paralelismo con la parábola anterior es casi total, salvo que ahora surge la figura doméstica de una mujer. Ésta representa la iniciativa salvadora de Dios, pues se esmera (enciende un candil, barre la casa entera, indaga con diligencia de zahorí); no deja de ajetrearse y moverse hasta encontrar la moneda perdida. La secuencia de acciones posteriores sigue las pautas de la parábola previa del pastor. La mujer también convoca un cortejo, esta vez femenino, de amigas y vecinas, y las invita a compartir la alegría: «Alegraos conmigo». Y ofrece el motivo, pues ha encontrado la moneda que había perdido. La conclusión insiste en la alegría del cielo: «Habrá alegría entre los ángeles de Dios». La expresión «ángeles de Dios» es otra forma de hablar, un circunloquio para designar a Dios (cf. Lc 12,8.9) 31. La alegría de la mujer no es sino una tenue sombra ante la luminosa alegría que habrá en el cielo cuando un solo pecador se convierta. – Pero el padre dijo a sus criados: «Rápido, sacad la mejor túnica y vestídsela, ponedle un anillo en la mano y sandalias 30 31

316.

J. M. Creed, The Gospel according to St. Luke, 196. Cf. A. F. Walls, In the Presence of the Angels (Luke XV.10): NT 3 (1959) 314-

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en los pies. Traed el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado». Y empezaron a celebrar la fiesta (Lc 15,22-24). Ya se ha hecho una exégesis detallada de cada uno de estos versos. El padre da rienda suelta a su alegría. Es júbilo radiante lo que estalla dentro de su corazón, y que se abre paso impetuosamente. Ningún rincón de la casa debe quedar a oscuras ni huérfano de esta alegre luz. Todos tienen que participar, también los criados. En las dos parábolas anteriores se daba una «con-vocación a la alegría». El verbo griego (synkhairo) no denota sólo sentimientos interiores, sino que expresa una concreta actividad de celebración 32. Mediante esta presencia verbal repetida se está preparando la mayor convocación para el banquete de la alegría, con rotundidad subrayado en nuestra parábola. Efectivamente, el padre exclama: «celebremos un banquete de fiesta». Se trata ahora de una acción comunitaria, compartida por un sujeto plural, un nosotros que incluye a todos los habitantes de la casa, de la que –en ello se insiste– nadie se excluye. El verbo euphraino aparece aquí para subrayar con su profunda significación la magnificencia de la alegría hecha visible en el banquete de fiesta que el padre manda celebrar. La razón esgrimida por el padre –en donde se remansan las corrientes de las dos parábolas anteriores– es que ha sido encontrado quien estaba perdido. Ya no se habla de una oveja, aunque sea predilecta; tampoco de una moneda a la que se le tiene aprecio; se trata nada más y nada menos que de alguien: un hijo. Este hijo estaba perdido sin remedio, y ahora ha sido encontrado. Pero, sobre todo, ha vuelto con vida. Queda resaltada la imagen de un Dios que se alegra cuando un pecador se convierte. Convertirse significa poder vivir. Aquí se cumple perfectamente la palabra profética que revela los sentimientos de Dios: «¿Acaso quiero yo la muerte del pecador –oráculo del Señor– sino que se convierta y que viva?» (Ez 18,23; cf. también 33,11). Si los humanos –un hombre, una mujer– despliegan tanta actividad y muestran tal grado de interés por buscar una sim-

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Cf. J. Nolland, Luke 9:21-18, 772.

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ple oveja, una pequeña moneda, cuánto más se afana Dios por buscar al pecador. Si un hombre y una mujer se ufanan tanto por el hallazgo de una oveja, una moneda, cuánto más se alboroza Dios Padre por el encuentro de un hijo suyo perdido. Las dos parábolas apuntan certeramente a la dimensión divina; cooperan con vigor para hacer ver en el gozo del padre la alegría inmensa que siente Dios cuando un pecador se convierte. Bien merece la pena aportar ahora un pasaje evangélico de Lucas, a fin de resaltar las actitudes de Dios, que se sitúan en una escala incomparablemente mayor de intensidad y emoción que los sentimientos humanos, por más que se encarezca la nobleza de éstos: «Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo...!» (Lc 11,13). A saber, si vosotros os alegráis por una oveja, por una moneda, ¡cuánto más vuestro Padre se alegra por la vida de un hijo suyo que se convierte! Al hilo fiel de cuanto se ha comentado del texto lucano, puede enhebrarse este tríptico, que contempla las tres parábolas desde el bordado completo de la alegría. 1. Una oveja = un pecador se convierte es encontrada 2. Una moneda = un pecador se convierte es encontrada 3. Un padre tiene dos hijos: 3.1. El hijo menor = se convierte es encontrado 3.2. ¿Se encontrará = ¿Se convertirá? el hijo mayor?

= Alegría de Dios en el cielo. = Alegría de Dios en el cielo. = Alegría del padre -Dios en el cielo = ¿Habrá alegría en el cielo?

Al mismo tiempo que se insiste en la alegría, todo el pasaje se orienta hacia el desenlace. Porque la alegría de un padre será completa cuando no falte en su casa ninguno de sus hijos. Con este interrogante queda nuestra parábola inacabada y la alegría teñida de esta nota de esperanza, ¿o, tal vez, de desesperanza? Sólo el lector cristiano tiene la repuesta. Hay alegría cuando se encuentra algo precioso y querido que se había extraviado. Algo que pertenece a los dominios íntimos del corazón; se habla sucesivamente de «mi oveja

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perdida», «la moneda que se me había perdido», «este hijo mío... que estaba perdido». Alguien –un hombre, una mujer–, se muestra lleno de contento cuando consigue la meta que se había propuesto. Así puede verificarse de continuo, conforme a las leyes que dictamina nuestra psicología humana. Tenemos un proyecto, un plan; si conseguimos realizarlo, nos llenamos de alegría. Dios alberga asimismo un designio; aún más, tiene un proyecto único: nuestra plena salvación. Busca incansablemente la salvación del pecador: que se convierta y viva. En cuatro breves notas pueden recogerse estos sentimientos divinos: – Cuando el pecador se vuelve hacia Dios y se deja salvar, es decir, cuando se convierte, entonces Dios se llena de alegría. El hombre (sujeto) busca a Dios (objeto); pero según la concepción de Lucas respecto a la conversión se da un trueque de papeles, una paradoja; y Dios pasa a ser sujeto de la acción: misteriosamente es Dios (sujeto) quien busca con solicitud al hombre 33. – La alegría es la reacción de quien trae la salvación ante la acogida de dicha salvación (Lc 15,7.10) 34. – La alegría más íntima de Dios consiste en ver, en la conversión del pecador, su misericordia reconocida y acogida 35. – Se trata, en fin, de la «alegría soteriológica de Dios» 36. Dos breves testimonios, representados por un hombre y de una mujer –como en los protagonistas de las dos primeras parábolas–, ilustran la alegría de la conversión. – B. Pascal experimentó que la conversión es un acto de la gracia de Dios, pero también que el papel de la persona es importante. La conversión para él aconteció en un preciso momento de su vida que nunca olvidó. Escribió este hecho, fechado en 1654, y llevó el escrito cosido a su ropa, lo conservó Cf. W. Harnisch, Las parábolas de Jesús, 201. Cf. K. Berger, Khara, en Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, II, 2045-2046. 35 Cf. Ph. Bousset-J. Rademakers, Jésus, Parole de la Grâce selon saint Luc, 342. 36 Así, de forma certera, ha sabido expresarla muy bien E. G. Gulin (Die Freude in NT I-II, Helsinki 1932, 95-108, especialmente la p. 99), a quien todos los diversos autores se remiten. Exegetas del relieve de H. Conzelmann, Khara-khairo, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, IX, 358; J. Jeremias, Poimen, en ibíd., VI, 490. 33 34

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hasta el día de su muerte. Entre otras expresiones, llenas de emoción, se lee ésta: «Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría» 37. – «¿No es un gozo saber que somos la alegría de Dios? ¿No es para asombrarse el hecho de que la alegría de Dios no es completa mientras uno solo de nosotros siga estando alejado de Él? ¡Dios tiene necesidad de nosotros! ¡Dios está de nuestra parte! En el evangelio se nos presenta a Dios como alguien sensible, capaz de sufrir por aquellos a los que ama, y de alegrarse cuando éstos se reconcilian» 38. a) La presencia de Jesús, clave determinante en la conversión La conversión acontece como una respuesta humana a la iniciativa de Dios, que Jesús hace presente. Existe posibilidad de conversión, de retorno –por muy costoso que sea–, porque Jesús lo hace posible. En él Dios se ha vuelto al hombre, para que el hombre pueda volverse a Dios. El evangelio de Lucas así lo declara en un verso programático: «Les respondió Jesús: ‘No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores’» (Lc 5,31-32). Esta llamada a la conversión es una expresión –tal como se ha visto anteriormente– que no se encuentra mencionada en los lugares paralelos de Marcos ni de Mateo. Aquí se especifica el objetivo de la venida de Jesús y el sentido de su misión: «he venido a llamar a la conversión», a saber; «ir detrás de los pecadores para que vuelvan a la casa del Padre constituye la tarea salvífica de Jesús» 39. Y puesto que Dios ha venido al hombre en Jesús (elelytha = «he venido»), por medio de Jesús el hombre pecador puede y debe volverse a Dios; esto es, convertirse al amor de Dios Padre. Esta afirmación trascendental se halla registrada en la parábola. Una cuidada lectura nos lo revela con fidelidad. Lucas utiliza el mismo verbo –que emplea Jesús para inB. Pascal, Pensées, Baltimore 1966, 309 (Trad. esp.: Pensamientos, Madrid 1996). R. du Charlat, La reconciliación, piedra de toque del cristianismo, Santander 1998, 102. 39 J. Jeremias, Poimen, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, VI, 491. 37

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dicar que él ha venido a llamar a la conversión, para mostrar la vuelta del hijo–: «Y levantándose, fue hacia su padre» (en griego; elthen pros ton patera heautou» (v. 20). El «venir» (erkhomai) de Jesús a llamar a la conversión hace que cualquier pecador (representado en el hijo pródigo) pueda «venir» (erkhomai) a la casa del Padre, es decir, convertirse. Así pues, toda conversión sólo será factible por medio de Jesucristo. Sin él, imposible resultará acercarse a un Dios de misericordia, que perdona y reconcilia. Jesús nos ha revelado al Dios verdadero, descubierto su rostro de Padre, nos ha abierto el camino de vuelta, y nos da la suficiente fuerza para ir con él al encuentro de quien impaciente nos aguarda. Dado que Jesús ha venido a llamar a la conversión, ésta se presenta ante todo como una respuesta a su llamada. No es la conversión fundamentalmente una decisión humana (aunque ésta forma parte activa en el proceso de la conversión, y no debe soslayarse), sino una respuesta, un acto de obediencia a la iniciativa de la gracia que Dios nos hace en Jesús. Hay dos factores en la conversión: un apartarse y un volverse. Los dos deben ser subrayados. El apartarse a veces se indica con el verbo metanoeo; el volverse, con epistrepho, tal como se ha visto en Hch 3,19-21. Pero es preciso saber distinguir lo primario de lo secundario. La nueva vida con Dios Padre, por medio de Jesús, constituye el valor supremo; se presenta dotada de mayor realce y estima que todo el cúmulo de renuncias; la nueva luz que se da es más poderosa que las antiguas tinieblas, resplandece sobre las sombras de la muerte. El conocimiento de la misericordia de Dios importa mucho más, inmensamente más, que el temor al juicio y a la condena. A Dios se vuelve por amor, pero no por miedo o temor a su condena. Jamás por relación mercenaria; para conquistar a base de denodado esfuerzo o sutil chantaje la gracia de su favor. El Dios que nos revela Jesús es un Dios de amor, y se accede a él en libertad, nunca por la coacción o la amenaza. Es la misericordia de Dios, manifestada en Jesús, quien atrae al hombre, para que éste inicie el camino (que tendrá que hacer él personalmente hasta el final, nadie le va a eximir de su duro peregrinaje) de vuelta al Padre. Este amor de Dios tira del hombre, le empuja, le arrastra con una dulce violencia, para completar el camino rumbo al Padre.

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Entonces, sí –mas sólo entonces–, el hombre es capaz, con la gracia de Dios, de «apartarse de», a saber, renunciar a toda clase de obras de tinieblas y de comprometerse a hacer todos los sacrificios que sean precisos. Pero sin este atractivo de la gracia de Dios, la conversión resulta de una violencia extrema, y a la postre, imposible. No sería sino una conversión forzada, antievangélica; pues no llena el corazón de alegría ni de paz profunda, sino de sentimientos de culpa y de desgracia. «El principio fundamental de la relación de Dios con el pecador, como lo establece Jesús en esta parábola, es que Dios ama al pecador aun en su situación de pecado, es decir, incluso antes de que se convierta; es más, en cierto modo, lo que realmente hace posible la conversión es ese amor divino» 40.

El motivo profundo de la conversión es la bondad de Dios Padre, manifestada en Jesús. También Juan Bautista ha predicado la conversión (Mt 3,2), pero en él sobresale el miedo ante el juicio que se acerca amenazante. Habla del hacha puesta en la raíz de los árboles, presta para talar; del bieldo para limpiar la era y del fuego que no se apaga (vv. 8-12). «La conversión no es un acto de humildad humana o de vencerse el hombre a sí mismo, sino que la conversión es ser vencido por la gracia de Dios, que se ofrece en Jesús. La conversión se realiza desde el evangelio, al fulgor del evangelio; tan sólo cuando los ojos se abren para ver la bondad de Dios, puede el hombre reconocer su culpa y la lejanía en que está de Dios» 41.

El evangelio de san Lucas nos ofrece una guía de la verdadera conversión. Hay dos grandes traiciones a Jesús: Judas y Pedro. Judas vende al Maestro (Lc 22,3-6), lo delata y lo besa manchando lo más sagrado de la amistad: «¡Judas, con un beso entregas al Hijo del hombre!» (v. 48). Más tarde reconoce su mala acción; pues, como él mismo refiere, ha pecado contra un inocente: «Pequé entregando sangre inocente» (Mt 27,4). Pero quedarse sólo en el remordimiento corroe el corazón, y sólo conduce a la desesperación. La obra de Lucas nos refiere que Judas se ahorcó (Hch 1,15-21). El remordimiento socava la paz del alma y la arruina. El pecado de Pedro es asimismo grande, traiciona por tres veces al Maestro 40 T. W. Manson, The Sayings of Jesus as Recorded in the Gospel according to St. Mathew and St. Luke, Londres 31949, 286. 41 J. Jeremias, La Teología del Nuevo Testamento, I, 187.

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(Lc 22, 54-60). Pero Pedro siente la misteriosa mirada de perdón de Jesús sobre él y cree en la fuerza del perdón (v. 61). Y merced a este gesto de perdón es capaz de arrepentirse de la maldad de su pecado, salir fuera y llorar amargamente (v. 62). Sólo desde el ofrecimiento de la gracia se obtiene la fuerza para poder renunciar al pecado. La llegada («ad quem») ilumina el punto de partida («a quo»); es decir, el perdón de la gracia de Dios hace posible emprender con entusiasmo el duro camino de vuelta 42. Sólo cuando el padre le tiene entre sus brazos y le mira puede el hijo perdido, a la luz de los ojos de su padre, saber la hondura de su pecado y, sobre todo, sentirse hijo perdonado y acogido. Existe un precioso testimonio-comentario a esta acogida del padre, que reverbera sobre el hijo, transformándolo, desterrrando la ceguera de sus ojos. Se debe a la pluma de P. Crisólogo. El insigne obispo de Ravena escribió tres célebres sermones sobre la parábola de Lucas (15,11-32). Del último sermón hemos recolectado estas palabras: «El padre vio a su hijo, para que el hijo viera también a su padre. La mirada del padre iluminó el rostro del hijo que volvía, de tal manera que desaparecieron las tinieblas con que le habían rodeado sus pecados... Si el padre celestial no hubiese iluminado el rostro del hijo que volvía, con la luz de sus ojos, y disipado toda la oscuridad de su vergüenza, nunca este hijo hubiera llegado a contemplar la hermosura del rostro de Dios» 43.

b) Convertirse quiere decir volver a llamar a Dios Abba, «Padre, querido Padre» Para entrar en la casa del Padre, es preciso un corazón de hijo. El hijo mayor no ha descubierto aún a su padre. Para él, y para tantísimos otros que como él todavía no han alcanzado a ver el rostro verdadero de Dios Padre, se aplican las palabras con las que Jesús muestra las condiciones precisas para entrar en el Reino. La sentencia se encuentra registrada en

42 «La penitencia y la conversión (que en el fondo son lo mismo) sólo cobran sentido a partir del ofrecimiento del perdón y de la gracia» (L. Coenen, Conversión, en Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, I, 227). 43 P. Crisólogo, Sermones; PL 52, 191.

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los tres evangelios sinópticos (Mc 10,15; Lc 18,17), aunque en el primer evangelio (Mt 18,3) aparece con mayor claridad, tal como queda ahora transcrito. «En verdad, en verdad os digo que si no os convertís y no os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos».

Este célebre dicho de Jesús debe ser traducido de forma adecuada desde su versión griega. La traducción «si no os convertís» no puede seguir manteniéndose, porque el pasivo strephomai con la significación de convertirse no se lee en ninguna parte de la versión de los LXX ni en ningún pasaje del Nuevo Testamento. Parece más coherente hacer derivar este verbo del arameo tub, hazar 44. Este verbo, que suele acompañar de ordinario a otros verbos, asume la función de un adverbio temporal, y puede muy bien traducirse como «de nuevo». Se hallan numerosos ejemplos en los LXX (Nm 14,25; Dt 1,40; Mal 3,18). En consecuencia, será preciso traducir a Mt 18,3 de esta manera: «En verdad, en verdad os digo que si no volvéis a haceros como niños no entraréis en el reino de los cielos». No se alude aquí a la humildad, ni tampoco a la pureza de los niños; pues en tiempos de Jesús, en el judaísmo palestinense antiguo, no era común, tal como sucede hoy entre nosotros, la asociación proverbial de estas actitudes con los niños. Tampoco hay paralelos en la literatura rabínica 45. El dicho de Jesús tiene relación con la ipsissima vox Jesus, Abba. «Hacerse como niños» significa: «aprender de nuevo a decir Abba». Convertirse es, pues, hacerse como niños, y hacerse como niños quiere decir aprender de nuevo a decir «Abba, Padre, querido Padre». Llamar a Dios con la misma palabra, llena de confianza, cariño y respeto con que Jesús solía llamar habitualmente a Dios.

44 Cf. P. Joüon (L’Évangile de Notre-Seigneur Jésus-Christ, Traduction et Commentaire su texte original grec, compte tenu du substrat sémitique, París 1930, 112): «Straphesthe kai genesthe es la manera hebrea y aramea de expresar nuestra idea compleja de ‘volver de nuevo’; en hebreo el verbo shub; en arameo, tub». 45 Cf. T. W. Manson, The Sayings of Jesus, Londres 31949, 207; A. Oepke, Pais, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, V, 636-653.

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272 / Un padre tenía dos hijos «La prueba de que esta manera de entender la conversión no estaría desacertada la tenemos en Lc 15,11-31. La conversión del hijo perdido consiste en hallar el camino para regresar al hogar, a los brazos de su padre. En definitiva, la conversión no es más que abandonarse a la clemencia, a la gracia de Dios» 46.

4. La conversión del hermano mayor o el conflicto de la fraternidad El hijo mayor está fuera, en el campo. Esta señalización contiene profundas resonancias bíblicas. Ya se ha señalado que Caín mató a su hermano Abel en el campo (Gn 4,8), y que quien odia a su hermano es un homicida (1 Jn 3,15). Cuando escucha la música y los cantos se llena de rabia y no quiere hacer el camino para entrar en la casa del padre. Éste sale y le ruega con insistencia. El hijo mayor le cubre de reproches, mancha con injurias el nombre de su hermano, a quien se niega a reconocer. A pesar de tanta dureza y obstinación, el padre le habla con cariño («hijo») pero con entereza, y le dice que «es preciso» (teología del dei en Lucas) entrar en la fiesta y alegrarse por su hermano. Nos encontramos de bruces enfrentados con el problema acuciante de la fraternidad. Es la pregunta que el profeta eleva a bocajarro, constatando con pesar tanta injusticia cometida entre hermanos, y como respuesta lacerante al relato genesíaco del primer crimen fraterno. «¿No tenemos todos un solo padre? ¿No nos creó el mismo Dios? ¿Por qué entonces traiciona uno a su hermano, profanando la alianza de nuestros padres?» (Mal 2,10) 47.

Todos los hombres y mujeres son criaturas de Dios y, por tanto, hermanos. Confesar a Dios Padre es fundamento y garantía de fraternidad. Dicha afirmación reviste mayor exigencia de compromiso cuando confesamos a Dios no sólo como Padre, sino como Padre nuestro. J. Jeremias, Teología del Nuevo Testamento, I, 186. L. Alonso Schökel (¿Dónde está tu hermano?, 40) sostiene que las dos preguntas, contenidas en la primera bina interrogativa, no son sinónimas, y que la primera referencia no alude a Dios, sino al padre de todos los judíos, Abrahán. Sea como fuere –objeto de debate–, lo importante es consignar que hay un origen último que debe unir, y que la paternidad (sea aplicada a Abrahán, a Dios, el supremo Hacedor) debe erigirse en fuente de fraternidad. 46 47

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Esta fraternidad se ha roto en la historia del pueblo, tal como recuerda la Biblia con dolorosa frecuencia. Abimelec «asesinó a sus hermanos, hijos de Yerubaal, a setenta hombres en la misma piedra» (Jue 9,5). Amnón fue también asesinado por las órdenes de su hermano Absalón (2 Sm 13). Y no sólo se habla de asesinatos; hubo incontables engaños y farsas como hizo Jacob con Esaú (Gn 25,25-34; 29,27,1-45); también refiere relaciones fraternas maltrechas, como las protagonizadas por los hermanos de José contra éste (Gn 37,18-30). La palabra «hermano» es tal vez la más hermosa de la humanidad. ¿Acaso no proclama el salmo: «¡Oh, qué bueno, qué dulce habitar los hermanos unidos!» (Sal 133,1)? Mas, a pesar de sus títulos y loas, esta sagrada palabra posee, paradójicamente, una connotación manchada por las traiciones con que los mismos hermanos la han ido degradando. Tanto es así que en el evangelio de Mateo el vocablo «hermano» suele aparecer de continuo envuelto en un contexto polémico, marcado por el conflicto y enemistad. Y en la leyenda del Gran Inquisidor se llega a pronunciar esta frase, acuñada por una historia erizada de rivalidades: «Se odian como hermanos». Existe una especie de solidaridad en el mal y en el asesinato 48. El mismo Jesús contempla la historia de la salvación, desde la lúgubre orilla de la violencia. A manera de un continuo asesinato, cometido contra tantos inocentes seguidores de «Abel» a lo largo de la humanidad: «¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo vais a escapar a la condenación de la gehenna? Por eso, he aquí que yo envío a vosotros profetas, sabios y escribas: a unos los mataréis y los crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad, para que caiga sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre del inocente Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el Santuario y el altar» (Mt 3335).

¿Quién librará a la humanidad de su pecado de sangre? ¿Qué hermano asumirá nuestro rescate y nos devolverá la grandeza de la fraternidad?

48 La novela de G. Bernanos Bajo el sol de Satán insiste, toda ella ungida con con la fuerza creativa de su autor, en esta comunión real de los agentes del mal, antítesis diabólica del misterio de la comunión de los santos.

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a) Jesús, nuestro verdadero hermano mayor Cristo es nuestro hermano mayor. Él sí que representa y es en verdad el legítimo hermano mayor de la parábola. La humanidad, sedienta e inhospitalaria, se sigue cebando en la sangre de víctimas inocentes. La carta a los Hebreos recuerda la inmolación de Abel, que aún permanece elocuente: «Por la fe, ofreció Abel a Dios un sacrificio más excelente que Caín; por ella fue declarado justo, con la aprobación que dio Dios a sus ofrendas; y por ella, aun muerto, habla todavía» (Heb 11,4).

En el relato del Génesis, Abel no habla, es víctima silenciosa, enmudecida; no abre la boca. Esta víctima, como la del siervo quien «como oveja no abrió su boca» (Is 53,7), sigue lamentándose todavía. La misma carta a los Hebreos anota un poco más adelante, refiriéndose al sacrificio de Jesús: «Y la sangre de la aspersión, que grita con más fuerza que la de Abel» (12,24).

La sangre de Jesús que clama al cielo no va a pedir venganza ni solicitar más sangre derramada, no seguirá produciendo más cadenas de muertes. Muriendo Jesús, víctima de la violencia, va a destruir la violencia para siempre, y el último enemigo que derrotará será la muerte. Cristo, nuestro Señor, ha derramado su sangre por todos, tal como la visión emblemática del Apocalipsis lo representa egregiamente: el Cordero degollado (5,6). A fin de esclarecer esta misión redentora de Cristo, nuestro hermano, desde categorías bíblicas es preciso hacer mención de la figura bíblica del go’el. Se trata de una institución jurídica antigua, que vincula estrechamente a los consanguíneos. La pertenencia a la misma carne y sangre crea lazos de solidaridad entre los miembros de la tribu o familia. Se instaura una estricta obligación moral para defender y proteger la vida, la hacienda, el honor de cada uno de sus miembros, en sentido físico o traslaticio. El goelato se ejerce según el orden de parentesco 49. Esta exigencia recae con más directa responsabilidad sobre el padre de familia y sobre el hermano mayor.

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Cf. R. De Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, Barcelona 1964, 52.

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La obligación más grave del go’ el consiste en la reparación de la sangre, la estricta venganza de la sangre derramada 50. Ésta se fundamenta en los lazos irrompibles con que la familia une a todos sus consanguíneos. Así, Joab mata a Abner (2 Sm 3,22-27) para vengar la muerte de su hermano Asahel (2 Sm 2,22-23). El mismo Dios se manifiesta como go’el que debe desagraviar la sangre inocente de Abel. Con estas palabras se dirige a Caín: «¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra» (Gn 4,10). El go’el es un defensor, un protector constante de los derechos del grupo, que son maltratados. Interviene en caso de esclavitud. Si un israelita ha sido vendido como esclavo para pagar una deuda, debe ser rescatado por uno de sus parientes más allegados (Lv 25,47-49). Si, en caso de extrema pobreza, no tiene más remedio que enajenar su tierra, ésta deberá ser comprada ulteriormente para evitar que el terreno salga de la propiedad familiar. Como un go’el, Jeremías debe adquirir el campo de su primo Hanameel (Jr 32,6). El término go’el pasó al lenguaje religioso. Con frecuencia la Biblia aplica a Dios esta palabra. La significación jurídica del término queda ahora trascendida. Dios es el defensor de los pobres y huérfanos ante quienes los oprimen (Prov 23,11), y protector del pueblo al librarlo de los otros pueblos (Jr 50,34). Esta función aparece especialmente subrayada en el segundo Isaías. Se rememora el segundo éxodo, el retorno del destierro como la hazaña del rescate, hecha posible por Dios, su go’el: Is 41,14; 43,14; 44,6.24; 47,4; 48,17; 49,7.26; 54,5.8; 59,20; 60,16; 63,16. «Esta acción la realiza el Señor en calidad de rescatador (go’el), es decir, en virtud de su solidaridad con su pueblo» 51.

Poco a poco, el «goelato» de Dios se va revistiendo de acentos de paternidad y de gratuidad: «Vendidos gratis, seréis liberados (g’l) sin dinero» (Is 52,3). El acto por el que Dios interviene es, pues, un despliegue de poder, inspirado por su amor paterno 52. 50 R. De Vaux (Instituciones del Antiguo Testamento, 35) explica que la venganza de la sangre es el deber más imperioso y duro. Se descubre en este uso primitivo una ley del desierto: el târ de los árabes. 51 Cf. L. Alonso Schökel-J. L. Sicre, Profetas, I, 267. 52 Cf. A. Bonnard, Le second Isaïe, son disciple et leurs éditeurs, París 1972, 258.

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276 / Un padre tenía dos hijos «La teología del Antiguo Testamento ve, pues, esencialmente en el rescate, no un pago ni una expiación, sino un acto gratuito del poder de Dios hacia su pueblo y sus miembros para arrancarlos de sus poderes alienantes, adversarios, el mal o la muerte» 53.

El Nuevo Testamento asume la terminología del goelato del Antiguo Testamento54. Traslada la antigua terminología a un vocabulario de redención (redemptio) o de adquisición: Hch 20,8; 1 Pe 2,9; Tit 2,14; Ap 5,9. El Padre adquiere –redime– mediante la sangre de su propio Hijo a un pueblo pecador y lo hace pueblo de su propiedad. Pero es preciso evitar a todo trance la imagen de un Dios ávido de sangre, vengativo. Tal representación no sería sino una caricatura burlesca de la verdadera piedad bíblica. Jesús ha dado al Padre no su sangre, pues éste no la quiere ni la exige. La sangre de Jesús –preciosísima– es sólo la señal onerosa de la calidad única de su amor, la prenda soberana de quien es capaz de morir en una cruz por amor. Jesús con su muerte, manifestada en el derramamiento de su sangre, ha hecho posible el definitivo éxodo, el retorno de la humanidad entera a Dios 55. El Padre no quiere sangre, sino hijos. Jesús, nuestro hermano mayor, se ha acercado a nosotros, nos ha liberado de la enemistad y del pecado (los verbos de rescate van adquiriendo progresivamente un sentido marcadamente espiritual), ha alumbrado el camino de vuelta y nos ha entregado al Padre. En Jesús sí podemos contemplar, desde la figura iluminadora del goelato, la grandeza de su misión. Él, de la misma carne y sangre que nosotros, está unido indisolublemente a nuestra humanidad. Jesús se hace nuestro hermano, tal es su genuina vocación, que él cumple hasta el final, mediante una entrega hasta la muerte:

53 J. L. Cunchillos, Rachat: DBS 9 (1979) 1054. Cf. L. Vílchez, Rut y Ester, Estella 1998. El autor expone un denso excursus sobre la figura del Go’el (pp. 149-154). 54 Para esta cuestión, cf. F. Büchsel, Lytron, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, IV, 343-351; H. Turner, Jésus, le Sauveur, París 1965. Véase el clásico pero claro libro de S. Lyonnet –a cuyo último curso sobre esta materia tuve la fortuna de asistir en Roma–: De Peccato et Redemptionis II, De Vocabulario Redemptionis, Roma 1972, 49-66. 55 Cf. S. Lyonnet, De Peccato et Redemptionis II, De Vocabulario Redemptionis, 60.

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La conversión / 277 «Pues, tanto el santificador como lo santificados tienen todos el mismo origen. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Heb 2,11). «Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados» (Heb 2,17).

Jesús, nuestro hermano mayor –nuestro verdadero go’el–, nos rescata y nos devuelve a la casa del Padre. Qué lejos estamos –justamente en las antípodas– de la imagen del hermano mayor que nos presenta la parábola de Lc 15. Aquel hermano no quiere saber nada de su hermano pequeño, del que reniega, al que difama y deshonra. Ahora se da el reverso de la moneda. Jesús sí quiere saber y hace por conocernos; se aproxima a nuestra tierra lejana, comparte nuestra humana condición, nos libera de la muerte, nos lleva de la mano por el camino hasta la casa del Padre. Su nombre es «Redentor», es decir, go’el, nuestro hermano mayor 56. La fe en Dios Padre debe ser fuente de fraternidad. Al comienzo de este apartado, se hizo una referencia explícita a Abrahán. Él es también modelo de fraternidad. Evita las querellas para que no haya disputas entre hermanos. Su grito debiera resonar de forma imperecedera: «No haya querellas entre nosotros, pues somos hermanos» (Gn 13,8). Por eso cede su derecho a la tierra, dejándosela a Lot, a quien trata en todos los asuntos como a un hermano (Gn 13); se preocupa activamente por él, se involucra peligrosamente en una guerra universal a fin de rescatar a Lot, que había sido hecho prisionero (Gn 14), y, finalmente, intercede a Dios por la vida de Lot, para que no perezca en la ciudad inhóspita de Sodoma (Gn 18). Esta hermandad se esclarece desde el mensaje de Jesús, y sobre todo desde la plenitud de su misterio pascual. Su inicial saludo a sus discípulos, que le habían traicionado y abandonado, es de perdón, pues ya les incluye en su fraternidad: «Entonces les dice Jesús: ‘No temáis. Id y avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán’» (Mt 28,10). «Le dice Jesús: ‘Deja de tocarme, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios’» (Jn 20,17). 56 «El latín ha traducido el original go’el por redemptor (= rescatador), y del latín ha pasado a nuestras lenguas. Los cristianos han aplicado el título a Cristo (L. Alonso Schökel, Job, Madrid 1971, 93).

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La verdadera fraternidad brota desde Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo y, por tanto, Padre nuestro. La fraternidad constituye el mensaje central del kerigma pascual. Jesucristo resucitado instaura la nueva imagen de Dios, que es Padre; y desde este firme fundamento, a saber, desde Dios Padre, nos da a todos la gracia de ser y llamarnos hijos: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1). La hermandad nace y crece a imagen del artífice de nuestra fe, Jesucristo, el Hijo del Padre. Esa fraternidad evangélica se revela más profunda que los lazos de la carne y de la sangre, aun siendo éstos tan recios. De Dios Padre recibe nombre toda familia en la tierra: «Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,50).

Siendo hermanos nos parecemos a Jesús, nuestro legítimo hermano. Él es imagen de Dios invisible (Col 1,15). Pareciéndonos a él, nos asemejamos a Dios, quien nos creó a su imagen y semejanza (Gn 1,26). Somos lo que Dios, desde el comienzo de la creación, quería que fuésemos en su designio de amor 57. Él que era Hijo único, el «Unigénito», se hace ahora el «Primogénito», el primero de entre muchos hermanos: «Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29).

Hay que ir más allá del nombre, y buscar la hondura. La fraternidad es exigencia de solidaridad, como ejemplarizó Abrahán, nuestro padre y también «modelo de hermano». Como hacía Pablo, quien siempre miraba con los ojos dilatados por la fe cristológica a cualquiera, aun pequeño y débil, descubriendo en él la imagen de un hermano: «Y por tu conocimiento se pierde el débil: ¡el hermano por quien murió Cristo! Y pecando así contra vuestros hermanos, hiriendo su conciencia, que es débil, pecáis contra Cristo. Por tanto, si un alimento causa escándalo a mi hermano, nunca comeré carne para no dar escándalo a mi hermano» (1 Cor 8,11-13).

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Cf. L. Alonso Shökel, ¿Dónde está tu hermano?, 323-325.

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Y escuchamos las palabras densísimas de la primera carta de san Juan, donde resuena la grandeza del amor fraterno. Contiene tal virtud que equivale en la práctica al milagro de una resurrección; amar al hermano significa pasar de la muerte a la vida. La carta no pretende sino que los cristianos sepan imitar activamente el gesto de amor de Jesús, nuestro hermano –como se recalca en el último de los textos reseñados–. «Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe adónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos» (1 Jn 2,10-11). «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él» (1 Jn 3,14-15). «En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3,16).

Pero ser hermano se convierte en dura tarea, nunca del todo realizada. He aquí el ininterrumpido reto de la conversión. Ha de saber todo cristiano que vivir como hermano se convierte en la gran obra que compromete una vida entera, y que el hermano constituye el único lugar por donde se puede entrar en la casa del Padre. Así aparece en Mateo, el evangelio «eclesiástico» por excelencia, donde se vislumbra la vida de la Iglesia en medio de sus vicisitudes. De este evangelio tomamos los pasajes selectos y comprometedores: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se irrite contra su hermano (orgizomenos adelpho) será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano (adelpho) ‘imbécil’, será reo ante el Sanedrín; y el que le llame ‘renegado’, será reo de la gehenna de fuego. Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano (adelphos) tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano (adelpho); luego vuelves y presentas tu ofrenda» (5,21-25).

Frente a la interpretación rabínica que sostenía la pena de muerte contra el homicida, apoyada en pasajes de la Escritura (Gn 9, 6; Éx 21,12; Lv 24,17.21; Nm 35,12.16-34; Dt 19,1113), Jesús se sitúa más allá de la letra y de la explicación jurídica; busca el espíritu de la ley. No sólo importa tener las manos limpias de sangre, sino tener el corazón limpio de

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odio. La expresión «el que se irrita» (orgizomenos) equivale al que odia. El odio es un asesinato («el que odia a su hermano es un homicida»; 1 Jn 3,15). Jesús quiere erradicar del corazón todo vestigio de maldad, pues «de dentro, del corazón de los hombres, salen los... robos, homicidios, adulterios...» (Mc 7,20-23). La palabra «hermano» no sólo alude a los pertenecientes a la comunidad de Israel, sino que involucra a todo prójimo. La ofensa se perpetra con el empleo indebido de dos palabras o motes de extracción aramea: Raca es una transcripción literal y equivale a «vacío, huero»; More significa «necio», y también «impío» (Sal 13,1). Ambas expresiones merecen la pena del infierno; con ello Jesús está afirmando que el odio es también un pecado contra el quinto mandamiento. Y desea el Señor que la comunión fraterna, cuyo lazo alguien rompió, se re-anude cuanto antes. No entra en la casuística sobre quién tiene o no razón; lo que importa es acentuar la primacía de la caridad, y ponerse en el lugar del otro. Si tu hermano tiene algo contra ti, es preciso dejar la ofrenda; pues la caridad está por encima de los sacrificios (cf. Mt 9,13; 12,7) 58. Siempre que se hace mención expresa del vocablo «hermano», se le añade, para aproximarlo aún más, el pronombre personal; se trata, pues, de «tu hermano», no de un cualquiera. Se prohíbe la ira y toda palabra vana. El culto deja de ser refugio que justifica olvidos contra el hermano, para convertirse en eficaz reclamo de fraternidad; no tolera la injusticia. Antes del culto –como primacía en la praxis–, hay que reconciliarse con el hermano. «No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá. ¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo? ¿O cómo vas a decir a tu hermano: ‘Deja que te saque la brizna del ojo’, teniendo la viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano» (Mt 7,1-5).

La expresión irónica «linces para las faltas ajenas, topos para las propias» es patrimonio de toda la literatura proverbial universal. Jesús pone de relieve la caricatura de los fariseos, a quienes llama hipócritas (24,51), cuya soberbia piedad 58

I. Gomá, Evangelio según san Mateo, I, Madrid 1966, 274-277.

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socava la fraternidad. Las palabras de Jesús se revelan como un principio pletórico de dinamismo difícilmente imaginable. Quien hace esto dentro de la comunidad con un hermano se sitúa con su comportamiento mezquino en la fila de los fariseos 59. «Si tu hermano peca, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano. Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 18,1518).

El pasaje comienza así: «si tu hermano peca». Sorprende el tono de realismo. El hermano, que es miembro del pueblo santo, puede llegar a ser un pecador. Porque también adolece de la fragilidad de todo justo (1 Jn 1,8-10) y se desvía del camino señalado. La primitiva comunidad conocía sobradamente este tipo de extravíos: 1 Cor 5,1-5.11; 2 Cor 2,5-11. Se experimenta la dureza de la vida cristiana, que el evangelio se digna presentar. Ante esta situación de caída, el hermano testigo no puede quedarse impávido ni indiferente; pues se trata –otra vez lo recuerda el evangelio– de «tu hermano»; es preciso, pues, corregirle, reprenderle, tal como se recordaba antaño (Lv 19,17). La corrección se convierte así en una obra de amor al hermano 60. «Pedro se acercó entonces y le dijo: ‘Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?’. Le dice Jesús: ‘No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete’... Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano» (Mt 18, 21-22.35).

Lucas yuxtapone la consigna de la corrección a la del perdón (17, 3.4). Mateo le da una amplitud especial. El discípuCf. I. Gomá, Evangelio según San Mateo, I, 391-392. Se ofrece en el Nuevo Testamento un ejemplo admirable de corrección a la Iglesia: las siete cartas a las siete iglesias del Apocalipsis (caps. 2-3). Es preciso recordar la necesidad de esta pedagogía basada a su vez en la corrección de Dios para con nosotros (Heb 12,5-11). Hay que seguir el ejemplo de Pablo, quien no cesa de corregir y amonestar con lágrimas a los hermanos (Hch 20,31). «Si alguno de vosotros, hermanos míos, se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que el que convierte a un pecador de su camino desviado salvará su alma de la muerte y cubrirá multitud de pecados» (Sant 5,19-20). 59 60

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lo acude con ánimo de perdón generoso: ¿Cuántas veces, al pecar mi hermano contra mí, tendré que perdonarle? Está dispuesto a perdonar siete veces, que significa muchas (cf. Mt 12,45). Pero Mateo hace resaltar la actitud evangélica: no muchas veces, sino absolutamente siempre y nunca con ánimo de venganza; no como hicieron Caín o Amalek, proverbiales referentes del odio (Gn 4,24). Sólo el perdón continuo, incansable, es capaz de generar y mantener el espíritu de la comunidad de hermanos; de lo contrario se impone el imperio de la fuerza, que dicta la venganza según la ley del talión. Y como –la experiencia de la comunidad lo indica– la perseverancia en la hermandad resulta tan difícil de practicar, Jesús propone la parábola del señor misericordioso y del siervo sin entrañas, que ya hemos visto. La conclusión se presenta de forma ambivalente. Se insiste en la necesidad del perdón so pena de un castigo eterno. Sólo el perdón del Padre celestial –así llamado por Jesús– es el fundamento y dinamismo que conduce al perdón fraterno, hecho desde un corazón sincero. La palabra «hermano» caracteriza a los cristianos que viven en la Iglesia. Jesús lo ha señalado: «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar Rabbi, porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos» (Mt 23, 8). El perdón fraterno es una ampliación práctica de la quinta bienaventuranza (5,7) y una puesta en obra de la petición del padrenuestro (6,12). Este perdón es la antítesis de la ira del siervo sin entrañas, la misma que caracteriza al hermano mayor de la parábola. Perdonar al hermano introduce (18,21) y recapitula la parábola (18,35) formando una inclusión semítica. El cristiano es alguien perdonado por pura misericordia de Dios. La alegría de saberse y sentirse perdonado le está comprometiendo con una fuerza coercitiva interior a «que no tenga más remedio» que tratar a los hermanos con la misma misericordia que Dios ha tenido con él.

5. Convertirse al Padre de las misericordias. Jesús es su imagen y nuestro ejemplo Jesús es la «imagen de Dios invisible» (Col 1,15; cf. 2 Cor 4,4); es el resplandor de su gloria e impronta de su ser (Heb 1,3). Jesús ha revelado el misterio de quien es «Padre de las misericordias» (2 Cor 1,3) y «rico en misericordia» (Ef 2,4).

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La presencia de la misericordia divina que él actualiza queda patente a lo largo de todos los evangelios, en especial de Lucas –ámbito privilegiado de nuestra parábola–, del que pueden espigarse unas muestras escogidas. Por ahora nos ceñimos sólo a leer algunos pasajes, bien elocuentes en su desnuda escritura. Más adelante se ofrecerá una exégesis ilustrativa. Cuando da inicio a su ministerio público, enuncia su programa con las palabras de Is 61,1-2 (del que destierra toda alusión a la venganza), que él realiza dotándolas de su plenitud significativa, con la clave de su presencia: «‘El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor’. Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: ‘Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy’» (Lc 4,18-21).

Para acreditar la legitimidad de su mensaje, responde a los delegados de Juan Bautista, que le interrogan sobre su mesianismo. Su contestación se basa no en palabras, sino en los hechos elocuentes de misericordia: «Y les respondió: ‘Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!’» (Lc 7,18-23).

Todo su ministerio público es un despliegue de misericordia en favor de la miseria humana, una liberación continuada de toda forma de opresión y esclavitud. Así puede resumirse su entera existencia, según refiere con acierto la predicación de Pedro: «Cómo Dios a Jesús de Nazaret ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo porque Dios estaba con él» (Hch 10,38).

Sus acciones, como fielmente acreditan sus palabras, son el reflejo de la misericordia divina. Cuando cura al endemoniado, y éste quería seguirle, Jesús le disuade y le indica: «Vete a tu casa con los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo, por que ha tenido de ti misericordia» (Mc 5,19).

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El presente milagro ofrece la perspectiva para contemplar el sentido de todos sus milagros, que no son sino la irradiación palpable del poder del «Padre de las misericordias». Elevándose a la cruz, cumple hasta el extremo su misión de misericordia; y, sentado a la derecha de Dios, se ha convertido para siempre en «Sumo Sacerdote misericordioso» (Heb 2,17). Este comportamiento de Jesús aparece tipificado en el empleo peculiar del verbo con que el evangelio de Lucas ha querido reflejar la misericordia divina. Se trata del mismo verbo que la parábola emplea para señalar la profunda actitud del padre hacia el hijo perdido: «conmoverse en las entrañas» (splagkhnizomai). Hemos considerado ya los emotivos pasajes del Antiguo Testamento, provistos del mencionado verbo, en donde se manifestaban con patetismo las entrañas de misericordia de Dios (Oseas, Jeremias e Isaías). Jesús encarna la fuerza de esa inmensa ternura, es la viva imagen del padre de la parábola. a) La misericordia de Jesús en el evangelio de Lucas Veremos, pues, la misericordia divina, impresa en el lugar más hondo, en el fecundo venero de donde misteriosamente brota: las mismísimas entrañas de Jesús. Nos sirve de guía el verbo griego splagkhnizomai, que traduce fielmente al hebreo rijem, que se aplicaba a las entrañas de Dios. Este verbo es referido a Jesús y designa el origen de su acción. Se trata de una caracterización teológica de Jesús como Mesías en quien está presente la misericordia divina 61. •

Resurrección del hijo de la viuda de Naím

«Y sucedió que a continuación se fue a una ciudad llamada Naím, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor, se conmovieron sus entrañas por ella, y le dijo: ‘No llores’. Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se

61 Cf. H. Köster, Splagkjnon-plagkjhnizomai, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, VII, 555.

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La conversión / 285 pararon, y él dijo: ‘Joven, a ti te digo: Levántate’. El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre. El temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo: ‘Un gran profeta se ha levantado entre nosotros’, y ‘Dios ha visitado a su pueblo’. Y lo que se decía de él se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina» (Lc 7,11-17).

Todo el dinamismo del relato descansa sobre estos hondos sentimientos de Jesús. La conmoción de sus entrañas es la causa determinante del prodigio. Cuando el Señor (es la primera vez que en el evangelio de Lucas aparece la palabra Kyrios, «el Señor», aplicada a Jesús) se acerca a la ciudad, acompañado de sus discípulos, ve un espectáculo desgarrador. Sacan a enterrar a un joven, hijo único de una madre, y ésta viuda. Mucha gente le acompaña. Los ojos del Señor no contemplan desinteresadamente el panorama global sino que se fijan en la desconsolada madre. Y señala el evangelio: «se conmovieron sus entrañas» (v. 13). Experimenta una inmensa pena. Toda la acción subsiguiente de Jesús brota de esta irresistible emoción, al reparar en aquella pobre viuda. El Señor, como autor de la vida (cf. Hch 3,15), expresa su profunda compasión y su omnímodo poder resucitando al joven y entregándoselo vivo a su madre. Tocado Jesús en sus fibras profundas, devuelve a la madre el hijo vivo, «el fruto de las entrañas». Podríamos repentizar la secuencia de los hechos. El Señor la ve, se enternece con una hondísima compasión, y luego actúa. No se menciona la fe de la mujer, ni siquiera un grito o una súplica a él dirigida. La madre sólo sabe llorar, no puede más que dolerse por su hijo. Motivos sobrados alberga su corazón y demasiadas lágrimas hay en sus ojos para llorar por su hijo y también por ella, que quedaría postrada en la más absoluta indigencia. Brota de las entrañas de Jesús, que se conmueven al verla llorando sola y desamparada, un manantial de activa misericordia. Leyendo con detención esta escena, nos daremos cuenta de unos sorprendentes hallazgos que confirman la importancia nuclear de la misericordia de Jesús, alojada en sus entrañas. Lucas organiza el pasaje del tal manera que la expresión «se conmovió en sus entrañas por ella» (esplagkhnisthe ep’aute) ocupa la posición privilegiada de toda la unidad na-

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rrativa, otorgándole sentido pleno. No se trata de una opción aleatoria, subjetiva –tomada desde presupuestos interesados, u otra clase de apriori interpretativos–, sino que se convierte en una comprobación fehaciente e iluminadora. Se ha logrado este resultado después de contar, minuciosamente, cada una de las palabras griegas que componen el relato y sacar una justa estadística. Pueden observarse con atención estas cifras y su atinada proporción. La perícopa de la viuda de Naím contiene 126 palabras. El centro exacto lo ocupa el verso 13, y dentro del verso, esta expresión aplicada a Jesús, construida con tres palabras griegas: el verbo esplagkhnisthe, más la preposición elidida epi, y el pronombre personal aute, literalmente traducidas: «se conmovió por ella». Aún más, la suma de todos los verbos da como resultado 21; y el verbo esplagkhnisthe mantiene la posición central, conforme a esta formulación: 10 + 1 + 10 62. Véase el conjunto ya organizado, teniendo en cuenta las palabras y su distribución: Lc 7,11: introducción 12: Jesús encuentra el funeral 13: «y viéndola, el Señor esplagkhnisthe se conmovió por ella Y le dijo: deja de llorar». 14-15: Jesús resucita al joven 16-17: consecuencias del milagro

19 (palabras) 28 5 3 5 28 38

Las consecuencias del milagro (vv. 17-18) tienen el doble de palabras (38) que la introducción (19) 63. Todas estas operaciones aritméticas no son sino apoyaturas objetivas (los números «cantan»), que insisten en el alcance crucial que adquiere la conmoción de Jesús («se conmovieron sus entrañas»), misterioso venero de donde mana misericordiosamente toda su actividad benéfica.

Cf. W. Vogels, A semiotic Study of Luke 7: 11-17: ÉglT 14 (1983) 273-292. M. J. J. Menken, The position of splagkjniszesthai and splagkhna in the Gospel of Luke, 109-111. 62 63

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La parábola del buen samaritano (Lc 10,29-37)

En la parábola del buen samaritano (Lc 10,29-37), Jesús muestra vivamente la universalidad de la salvación, el hacerse próximo de todos, poniendo de protagonista a un samaritano, a saber, un hombre brutalmente odiado por los judíos, y vituperado con toda clase de insultos: «El que come el pan de un samaritano es como el que come la carne de un cerdo» (Sebiit) 64. El samaritano se convierte en modelo de misericordia: «Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle se conmovió en sus entrañas; y acercándose, vendó sus heridas, echando sobre ellas aceite y vino; y montándolo sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él» (Lc 10,33-34).

El samaritano ve un hombre abandonado y maltrecho. Su profunda conmoción supera los rechazos que esta pobre gente padecía. Es capaz de mirar más allá de lo religioso, ritual y étnico. Se compadece por su semejante. Aparece en el relato como contrapunto de los dos anteriores viajeros, un sacerdote y un levita, miembros considerados y respetables ante el pueblo. El samaritano, además, iba de viaje por aquella comarca; razón de más para no demorarse y proseguir su camino. Nuestro verbo griego no rige ninguna preposición, no hace ninguna referencia sobre la persona a quien se dirige. No dice «se conmovió en sus entrañas por él», sino simplemente «se conmovió en sus entrañas». Se presenta la conmoción en estado absoluto; se indica el sentimiento noble que le llenaba. «El verbo spslagkhniszomai es presentado en su aspecto de actitud humana determinante y por ello de actuación cristiana» 65.

Este verbo también ocupa el puesto nuclear de la narración. Toda ella ha sido contada y medida en todos sus vocablos, y atendiendo también a la modalidad temporal de los verbos que la organizan. He aquí los resultados, que pueden ser con facilidad cotejados 66. La parábola contiene exactamente 136 palabras. El verbo griego esplagkhnisthe hace el Cf. J. Nolland, Luke 9:21-18:34, 594. H. Köster, Splagkjnon-splagkjhnizomai, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, VII, 554. 66 Cf. M. J. J. Menken, The position of splagkjniszesthai and splagkhna in the Gospel of Luke, 109.111-112. 64 65

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número 69; exactamente detrás de 68 palabras que le preceden y antes de 67 vocablos que le siguen. Además esplagkhnisthe, en cuanto verbo, se sitúa en la posición central. La perícopa tiene 33 verbos. El verbo esplagkhnisthe cuenta el número 17, conforme a esta fórmula exacta: 16 + 1 + 16. Respecto a su modalidad temporal, mantiene el lugar principal respecto a todos los aoristos, de acuerdo con esta proporción: 5 + 1 + 5. Por eso, la formulación tradicional de la parábola considerada como la del buen samaritano, es decir, del samaritano misericordioso, tiene toda la razón de ser: «El clima de la parábola aparece en el centro con esta inesperada compasión del samaritano» 67.

Siempre que aparece el verbo splagkhnizomai en Lucas, ocupa el puesto central. Esta constatación queda refrendada debido al análisis de las tres perícopas (un padre tenía dos hijos, la resurrección del hijo de la viuda de Naím, el buen samaritano). Es un verbo dotado de muy densa significación, de enorme calado y trascendencia. Sirve, ante todo, para dar énfasis a la dimensión profunda de su evangelio, como el mensaje de la misericordia entrañable de Dios. Esta misericordia se hace presente en Jesús, cuyas entrañas se conmueven ante la miseria de la humanidad. En todos los relatos lucanos hemos visto que la conmoción lleva a una actitud «activa y comprometida»; no se conduele estérilmente, no se recrea sobre el dolor ajeno; socorre y trata con urgencia de ponerle remedio eficaz. Jesús se conmueve ante la viuda de Naím; seca sus lágrimas y le devuelve a su hijo, quita la muerte y da la vida. El samaritano cura a aquel desdichado; vierte en sus heridas aceite y vino, le monta en su propia cabalgadura, le lleva a una posada para darle cobijo, y paga por anticipado. La descripción lucana del samaritano resulta conmovedora por su sencillez y su sobriedad. Se destaca como el hombre bueno, que se deja afectar por el espectáculo desgarrador de la vida, que comparte con el más necesitado todo lo que tiene: aceite, vino, cabalgadura, dinero. Sus bienes son empleados para socorrer a un pobre desgraciado 68. 67 K. E. Bailey, Through Peasant Eyes. More Lucan Parables, Their Culture and Style, Grand Rapids 1980, 40. 68 Cf. J. A. Fitzmyer, El Evangelio según Lucas, III, 287.

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El padre, asimismo, compartirá con el hijo pródigo, tal como hemos analizado hasta en el más mínimo detalle, los dones más preciados de su persona y de su casa. La actitud profunda de Jesús queda colmada con toda esta plenitud de sentimientos. Jesús, retratado en el padre de la parábola, se conmueve en sus entrañas, es decir, según las entrañas de Dios, que con ternura tan desbordante se han evidenciado en los relatos proféticos. Pero, ¿cómo son las entrañas de Dios? San Lucas lo recuerda al inicio de su evangelio, en el canto del Benedictus: «Por las entrañas (splagkhna) de misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte; para guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (1,78-79).

Las entrañas de Dios son, pues –insistamos en la perspectiva con que lo recalca el evangelio de Lucas–, de misericordia; por ello, el sol que va a nacer de lo alto –no otro sino el mismísimo Jesús– será una visita liberadora de Dios a su pueblo. La presencia de Jesús se entiende como la visita divina que salva, es decir, que trae la luz de la vida a los hombres que yacen aherrojados en la oscuridad tenebrosa de la muerte. Por eso precisamente cuando Jesús, movido por entrañas de misericordia, hace el milagro de resucitar de las sombras de la muerte al hijo de la viuda de Naím, el pueblo, a coro, da gloria a Dios y comenta el prodigio diciendo: «un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7,16). Podemos legítimamente extender este paradigma en una aplicación coherente hacia todos los milagros y obras de Jesús, y consignarlos dentro de esta categoría bíblica. Cada uno de ellos no es sino una visita con que Dios, debido a sus entrañas de misericordia, salva a su pueblo por medio de Jesús. b) La misericordia de Jesús en los otros evangelios (Mateo, Marcos) No hemos de limitarnos a considerar este verbo sólo en el evangelio de Lucas, el más importante por ser el contexto natural de nuestra parábola. Es nuestro deber, por mor de una adecuada visión de totalidad, dejar constancia de sus otras

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menciones. Hay que matizar diciendo que el peculiar verbo de la misericordia sólo se encuentra en los evangelios sinópticos. Surge en relatos de milagros (Mt 14,13-21; 15,32-39; 20, 29-34; Mc 6,30-44; 8,1-10; 9,14-29), en un contexto parabólico (Mt 18,21-35) y en una pasaje-bisagra de misión (Mt 9,3538) 69. Sin demorarnos en la exégesis de los respectivos textos, recogemos las aportaciones fundamentales para entender la profunda actitud de Jesús. Será suficiente una lectura sinóptica, a saber, «panorámica», de todos los textos tocados por la presencia de este verbo. En los evangelios siempre se utiliza el verbo en singular, referido a una persona concreta, Jesús. Claramente aplicado a él cuando se trata de una narración o milagro; de forma indirecta cuando es un estilo parabólico. Pueden agruparse todos los pasajes. Los directamente reservados para Jesús (Mt 9,36; 14,14; 15,32; Mc 6,34; 8,2; 9,22), o para otros personajes representativos de él (Mt 18,27). Su profunda significación trasciende el aspecto psicológico, de convulsión natural ante el sufrimiento ajeno, el dolor lacerante. Este verbo, aplicado a Jesús, se revela como dimensión profunda de su misión mesiánica, manifestación palpable de las entrañas de misericordia de Dios Padre. Leemos los pasajes: «Y al ver a la muchedumbre, se conmovió en sus entrañas, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. Entonces dice a sus discípulos: ‘La mies es mucha y los obreros son pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies’» (Mt 9,3638).

El presente texto sirve de preámbulo a la misión apostólica (cap. 10). Jesús, origen de la misión, quiere que sus discípulos continúen su misma tarea. La visión de la muchedumbre le duele; están abatidos. Entonces pone remedio. El primero es pedir al dueño de la mies el envío de trabajadores, pues el campo de misión tiene las enormes dimensiones del mundo y la labor no puede ya demorarse.

69 Sugerente artículo de E. Estévez, Significado de splagkhnizomai en el NT, 511-541.

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La conversión / 291 «Al oírlo Jesús, se retiró de allí en una barca, aparte, a un lugar solitario. En cuanto lo supieron las gentes, salieron tras él viniendo a pie de las ciudades. Al desembarcar, vio mucha gente, se conmovió en sus entrañas por ellos y curó a sus enfermos» (Mt 14,13-14). «Y al desembarcar, vio mucha gente, se conmovió en sus entrañas por ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6,32-34).

Esta primera multiplicación (Mt 14,13-21) se sitúa después de la resistencia que ha padecido en Nazaret (Mt 13,5358), su patria, donde no le reciben bien («un profeta en su casa carece de prestigio», v. 57) y tras el rechazo violento de Juan Bautista, que muere como profeta intrépido de la verdad (Mt 14,1-13). Jesús continúa su misión con el pueblo, que no sólo lo acoge, sino que va raudo en su busca apenas se entera de su llegada. La visión de esta gente –enferma y pobre– le despierta una profunda conmoción. Cura a los enfermos. Después, dolido por ellos, hace el prodigio de la multiplicación de los panes. «Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: ‘Me conmuevo en las entrañas por esta gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino’» (Mt 15,29-32). «Por aquellos días, habiendo de nuevo mucha gente y no teniendo qué comer, llama Jesús a sus discípulos y les dice: ‘Me conmuevo en las entrañas por esta gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer. Si los despido en ayunas a sus casas, desfallecerán en el camino, y algunos de ellos han venido de lejos’» (Mc 8,1-3).

Los evangelios de Mateo y Marcos mencionan una segunda multiplicación de los panes. La visión de una multitud enferma y desfallecida hace que Jesús se conduela por ellos. Los cura de tal manera que la gente alaba el poder de Dios. De nuevo, movido por su misericordia (no quiere que se mueran de hambre en el camino) realiza el milagro de los panes. «Cuando salían de Jericó, le siguió una gran muchedumbre. En esto, dos ciegos que estaban sentados junto al camino, al enterarse de que Jesús pasaba, se pusieron a gritar: ¡Señor, ten compasión de nosotros, Hijo de David! La gente les increpó para que se callaran, pero ellos gritaron más fuerte: ‘¡Señor, ten compasión de nosotros, Hijo de David!’. Entonces Jesús se detuvo, los llamó y dijo: ‘¿Qué queréis que os haga?’ Le dicen: ‘¡Señor, que se abran nuestros ojos!’ Conmovido en sus entrañas, Jesús tocó sus ojos, y al instante recobraron la vista; y le siguieron» (Mt 20,29-34).

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Jesús se presenta a sus discípulos como el que entrega su vida en servicio a los demás, tal como refiere en un verso programático («El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por muchos», v. 27). Este relato se sitúa antes de su entrada solemne en Jerusalén, donde consumará su entrega (21,1-10). La vista aparece como el emblema de la fe; los dos hombres ciegos recuperan la visión; son modelos del verdadero discipulado y siguen a Jesús (v. 34). Se convierten en llamada apremiante para todos sus discípulos, quienes, ciegos a las exigencias de la cruz, sólo buscan los primeros puestos en el reino (perícopa de la petición de la madre de los Zebedeo, 20,20-24). Para seguir a Jesús es preciso renunciar a la gloria de este mundo y estar dispuestos a entregar la vida como él. Gritan los ciegos en su oscura desventura; a pesar de la protesta de la gente que les conmina a que se callen, ellos siguen gritando con más brío. En el centro de la escena, aparece el motivo que hace posible la curación (y que omiten Marcos y Lucas), la profunda conmoción en sus entrañas: «Entonces él preguntó a su padre: ¿Cuánto tiempo hace que le viene sucediendo esto? Le dijo: Desde niño. Y muchas veces le ha arrojado al fuego y al agua para acabar con él; pero, si algo puedes, ayúdanos, conmoviéndote en tus entrañas por nosotros» (Mc 9,21-22).

El relato del joven epiléptico (Mc 9,14-29) se sitúa entre la transfiguración de Jesús (9,2-8) y el anuncio de la pasión (3032). Sirve de fuerte reclamo a la fe, que nunca debe faltar y que todo lo puede («todo es posible al que cree», v. 23). El protagonista de la misericordia es Jesús, aunque el sujeto gramatical de la expresión es el padre del joven epiléptico, quien le impetra (verbo en imperativo) su socorro, para que tenga compasión por los dos; pues ambos comparten la misma pena: el hijo en su cuerpo, el padre en su alma de padre. Éste le urge y le emplaza ante la conmoción de la misericordia que brota de sus entrañas. Literalmente le dice: «ayúdanos, conmoviéndote en tus entrañas (boetheson hemin splagkhnistheis)». Ejecuta la mejor oración, la que le dicta el clamor dolorido de su espíritu. Una súplica que brota de un corazón y que se clava en otro corazón, ambos atravesados por los mismos sentimientos de compasión. El padre remite a Jesús a sus entrañas de misericordia.

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La conversión / 293 «Entonces, el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré. Conmovido el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda» (Mt 18,26-27).

La parábola del señor misericordioso y del siervo sin entrañas (Mt 18,23-35) es el colofón con que acaba el discurso eclesiástico (Mt 18), que versa sobre el perdón continuo que hará posible la existencia de fraternidad cristiana. El capítulo insiste en las relaciones que es preciso tener con los hermanos más pequeños en la fe (vv. 6-9), con los extraviados (vv. 1014) y los pecadores a quienes debemos corregir (vv. 15-17) y sobre aquellos que nos ofenden (vv. 21-35). Esta parábola pretende explicar la razón profunda de nuestro perdón, como una consecuencia del perdón con que Dios nos perdona y reconcilia. Ya se ha considerado antes tan elocuente parábola (Mt 18,23-35). Baste indicar el contraste hiriente entre dos actitudes. El señor siente compasión (splagkhnistheis, v. 27) y deja marchar al siervo, porque no tenía dinero para pagar su deuda. Pero este mismo siervo, de manera inconsecuente, se llena de ira (orgistheis, v. 34). A la compasión sucede la no compasión; al perdón responde el odio, a la alegría contesta el resentimiento. Esta extraña relación se halla puntualmente registrada en nuestra parábola del hijo prodigo: compasión del padre frente a la cólera del hijo mayor. «Son las expresiones más fuertes de la conmoción afectiva humana, con las cuales los personajes de la parábola de Jesús son descritos para mostrar la totalidad de la misericordia o de la ira» 70.

c) Recapitulación Podemos compendiar algunos resultados de estas lecturas del evangelio de Mateo y Marcos, contempladas desde la presencia misericordiosa de Jesús. •

¿Quiénes son los sujetos preferenciales de la misericordia de Jesús?

– La pobre muchedumbre humana (Mt 9,36; 14,14; 15,32; 70 H. Köster, Splagkjnon-splagkjhnizomai, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, VII, 554.

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Mc 6,34; 8,2). Es la inmensa multitud que sigue a Jesús, con verdadera hambre –en todos los sentidos–, no importándole el no comer. – Los ciegos, que están sentados junto al camino, mientras que por él va pasando «la procesión de Jesús y sus discípulos», y ellos se quedan en la orilla habitando regiones de sombras y de muerte. Esta enfermedad era considerada según la mentalidad judía como una maldición (Dt 28,28). Estos ciegos aparecen en los evangelios con frecuencia sumidos en la más absoluta menesterosidad, obligados a pedir limosna, a mendigar para poder sobrevivir (Mt 20,29-34; Mc 10,46-52; Lc 18,35-43). – Enfermos, un joven epiléptico, un poseído por un espíritu demoníaco. – Gente, en fin, débil y desvalida, personas absolutamente excluidas del río de la vida, empujadas a malvivir en los márgenes más apartados de la sociedad. Éstos sí que pueden ser catalogados con expresión cabal –de alguien de menuda figura y corazón de oro, con quien en Calcuta tuve la suerte de poder hablar y estrechar sus manos antes de su muerte–, que hoy a través de sus hijas hace posible la misericordia, con «los más pobres entre los pobres». Además, en algunas situaciones (Mt 9,36 y Mc 6,34 lo señalan explícitamente) se dice que estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. Esta cita recoge pasajes del Antiguo Testamento (Nm 27,17; 1 Re 22,17; 2 Cro 18,16; Jr 23,1-6; Zac 10,2). Esta bina de participios expresa la situación de abandono de las ovejas debido a la dejadez de los pastores y expuestas al ataque de las bestias. Es el pueblo que camina sin rumbo por culpa de los guías ciegos (Mt 15,14; 23,16.17. 19.24.26). En la segunda multiplicación se indica que Jesús siente conmoción porque los ve con hambre; han venido a él sin provisiones y algunos desde lejos (Mc 8,3). •

Jesús tiene los ojos siempre abiertos

Leyendo estos pasajes, sorprende la masiva presencia del verbo «ver». El verbo griego horao se encuentra en seis lugares, estratégicamente situados antes de la típica expresión «se conmovieron las entrañas» en los siguiente pasajes: Mt 9,36;

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14,14; Mc 6,34; y en los tres textos de Lucas ya analizados: 7,13; 10,33; 15,20 71. Las entrañas se estremecen cuando los ojos se abren ante el sufrimiento ajeno, cuando se atreven a mirar de frente, pero nunca desde la periferia. Mas hay que indicar algún matiz, porque a veces la mirada no provoca tales sentimientos de misericordia. Así ocurrió al sacerdote y al levita, quienes, viendo a aquel hombre herido, dieron un rodeo evasivo: «Viéndolo pasaron de largo» (idon auton antiparelthen; Lc 10,31.32). Pero podemos afirmar que Jesús pasó por la vida, atento y solícito a las necesidades de los demás, justamente como la imagen con que suele aparecer retratado en los iconos rusos: «con los ojos abiertos». La mirada de Jesús no brota sólo de sus ojos, sino de otra luminaria más honda: las entrañas de su amor misericordioso. Estos sentimientos de misericordia se despiertan ante la fragilidad humana, ante la situación lacerante del dolor del prójimo. Hay que señalar que el verbo splagkhnizomai indica no una emoción fugaz, pasajera –como si fuera un desliz de la humana debilidad–, sino que se alberga en lo más profundo, y de ahí surge con el ímpetu de una emoción muy fuerte que afecta a toda la persona 72.

71 El verbo «ver» (horao) está acompañado de un pronombre personal (normalmente en Lucas) o de un sustantivo: «muchedumbre» en singular (okhlon): Mt 14,14; Mc 6,34; o en plural (okhlous): Mt 9,36). La mirada de Jesús se concentra sobre personas que han sido abatidas por el hambre, la enfermedad y la muerte. 72 «El verbo tiene en sí una riqueza fortísima. Expresa la reacción unitaria de la persona frente a una situación determinada» (E. Estévez, Significado de splagkhnizomai en el NT, 513).

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Epílogo

¿Cómo poner un epílogo a la parábola, si el evangelio no lo ha hecho? ¿Habríamos de corregir la plana a san Lucas? Sólo por razones de estructura con el libro está permitido bosquejar un breve epílogo, en justa correspondencia con el prólogo inicial. Pero el lector, a estas alturas postreras del comentario, sabe de sobra que literariamente la parábola del padre que tenía dos hijos acaba (o no acaba) con un final abierto. Es bueno mirar hacia atrás, y retener ya con ojos tranquilos los relieves más acusados de esta parábola que nos ha ocupado, a modo de una panorámica serena. Vamos a contemplar, pues, la historia de un amor desmesurado y de un desamor desquiciado, atravesados por los caminos de ida y vuelta.

El hijo menor El hijo menor hace un camino de muerte Es el anti-Abrahán, pues sale de su tierra y de su familia, no como el patriarca que escucha la voz de Dios (Gn 12,1-6), sino oyendo cantos de sirena que le halagan con las vanas promesas de su independencia. Es el anti-Tobías; no actúa como el joven hijo de unos padres ancianos, pues éste se va de la casa obedeciendo el mandato paterno, cumple su voluntad y regresa para ser salud y luz de su padre. El hijo menor hace un anti-camino, un anti-éxodo; no busca la legítima liberación, sino que va a caer en las redes de la esclavitud y de la muerte. Así se presenta esta historia del evangelio. El hijo menor abdica de su condición de hijo y hermano; renuncia de hecho a seguir viviendo con su padre y con su hermano, frac-

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tura la comunión familiar. Y se marcha lejos. Pone tierra de por medio. El relato acentúa con insistencia la lejanía geográfica y afectiva. Y en la distancia dilapida su «herencia». Dice el texto griego –dotando a la palabra de un profundo sentido–: «su sustancia», a saber, derrocha su identidad de hijo y de creyente. Y lo que resulta aún peor, vive sin esperanza de salvación, como un perdido (literalmente «sin salvación»). Todo lo gasta y pasa penuria y necesidad. Al final de este laberinto (todo menos un camino de rosas), no tiene más remedio que alquilarse con un pagano, que le envía a guardar cerdos. Con ello –a nosotros, este hecho apenas si nos sorprende– el hombre judío queda degradado, pues es infiel a los preceptos patrios, vive en estado de pecado (no puede santificar el sábado), y al pretender alimentarse de la comida de los cerdos, entra de alguna manera en comunión con los mismos puercos, es decir, se convierte en un animal impuro. Al final confiesa humillado y vencido: «Yo aquí de hambre me muero». La palabra «muero» en el relato griego de Lucas queda en última posición, mostrando enfáticamente a donde le ha llevado el camino de sus vanos pasos: la amarga experiencia de la muerte. El hijo menor hace un camino de vida Ahora el camino sufre una quiebra. Anteriormente se ha hablado, como si de una fría crónica se tratase, de hechos lamentables, que han ido vertiginosamente precipitando en la ruina al hijo menor. Ahora hay un vuelco en la situación. Este hijo expresa sus sentimientos y habla en primera persona. Con un sincero soliloquio interior da voz a lo que bulle en su alma. Todo camino de vuelta (eso significa etimológicamente la palabra «conversión») pasa necesariamente por el propio camino interior. La memoria socava el camino. El hijo recuerda. Entonces experimenta la añoranza de la vida abundante. En la casa del padre hay pan en abundancia. La casa del padre es como Belén (Bait-Lehem), «la casa del pan», donde se reparte pan en abundancia. Un atento lector no puede olvidar que Jesús ha venido para traer vida y vida abundante (Jn 10,10); y que el pan que sus manos multiplicaron fue abundante, y que tras el milagro no sólo quedó el resto de unas sobras, sino una sobreabundancia (Jn 6,12).

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La nostalgia del padre hace brotar en él un sincero arrepentimiento: reconoce su culpa, siente hondamente que ha pecado. Éste no consiste en transgredir una orden o norma. Es haber actuado mal contra su padre; y por tanto, haber pecado directamente contra Dios. Todo pecado es una ofensa infligida personalmente contra Dios. De ahí su malicia y su perversión («Padre, he pecado contra el cielo y contra ti»). Por eso se siente indigno de ser hijo, y suplica ser readmitido al menos como un jornalero, un siervo, un esclavo, no importa; pero siempre en la casa, a la sombra del padre... Todos éstos son hermosos sentimientos que hierven ardientemente dentro de su corazón huérfano. Pero no dejan de ser palabras interiores, acuciadas por el hambre de la nostalgia. Y estas palabras, como tantas que balbuceamos con el alma, ¿se las llevará el viento?, ¿tendrán fuerza de una decisión irrevocable?, ¿se convertirán en acto firme?, ¿o se quedarán en el «bello producto» de un estéril entretenimiento? Entonces surge la decisión, el acto de levantarse. Sin libertad no es posible hacer ningún camino, sin tomar las riendas de la vida en las manos no hay conversión alguna. El hijo menor se levanta y se pone en camino. Es el mismo gesto que hace María, y que el evangelista anota con idénticas palabras. Cuando María escucha la voz del ángel, responde con su fiat. Pero esta respuesta se verifica como auténtica, cuando se levanta y se pone en camino hacia la montaña (Lc 1,39). Obedecer la voz de Dios es ponerse en camino. Por eso, en este hijo menor estamos retratados todos: hombres y mujeres, los que nos alejamos y los que intentamos volver, los que hacemos anti-caminos de alejamiento, y los que también queremos sinceramente volver, es decir, hacer el camino de conversión.

El hijo mayor, ¿hará el camino hacia el padre? El hijo mayor está fuera, en el campo. Esta señalización contiene profundas resonancias bíblicas. No podemos olvidar que Caín mató a su hermano en el campo (Gn 4,8). Y que quien odia a su hermano es un homicida (1 Jn 3,15). Cuando escucha la música y los cantos, se llena de rabia y no quiere hacer el camino para entrar en la casa del padre. Éste sale y le ruega con insistencia. El hijo mayor le cubre de reproches,

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mancha con injurias a su hermano, a quien rehúsa reconocer como tal. A pesar de todo, el padre le habla con cariño («hijo») pero con entereza, y le dice que «es preciso» (teología del dei en Lucas) entrar en la fiesta y alegrarse con su hermano. La parábola queda en tenso suspense, con un final abierto. Jesús no la ha clausurado, no ha querido ni ha podido. Solamente el lector, quien está leyendo esta historia que le envuelve, debe decidir con toda libertad si quiere hacer o no el camino de entrada en la casa. Mas para ingresar en la casa del padre «es preciso» entrar por la puerta (no vale invadir otros atajos, ni forzar ventanas o portillos). Y esa puerta de la casa del padre se llama el hermano. Un hijo está fuera, lejos del padre. Otro hijo está dentro, pero su corazón está lejos. Uno es como la oveja que se perdió fuera. Otro es como la moneda que se perdió dentro (las dos breves parábolas que anteceden). En realidad, son dos hijos perdidos. El Padre sale al encuentro del que regresa corriendo. El hijo regresa caminando, pero el padre se pone a correr hacia su encuentro. Por mucho que se adelanten nuestros pasos, Dios llega primero y su gracia nos antecede con su perdón. Es un padre que siente en sus entrañas una conmoción que no puede remediar; es padre siempre aun a pesar de todas las razones que la fría razón y el cálculo puedan inventar contra este comportamiento de amor no sólo infinito, sino desmesurado, extravagante. El padre no deja terminar el parlamento al hijo, perdona, rehabilita más allá de lo imaginable. Se prodiga en su hijo. Es siempre el padre «pródigo». Su característica más acusada es su amor entrañable. Hermosos comentarios de los profetas nos han permitido entender su misterio de ternura. El hijo mayor no quiere entrar. Vive encerrado en otro misterio, pero esta vez de iniquidad: la ira. El padre sale también a su encuentro y le habla con amor. Pero este cariño choca contra un corazón rebelde, celoso, resentido. El hijo le llena de injurias, pero el padre no las tiene en cuenta. Lo que cuenta es que «su hermano» ha vuelto vivo. Así se lo indica al hijo mayor, y le invita con determinación a que entre en la casa: «era preciso hacer una fiesta y alegrarse». San Lucas, con su arte narrativo, ha dejado un final abierto. A veces los huecos y silencios son tan elocuentes como los espacios compactos y escritos.

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Por estar abierto, queda en suspense la respuesta del hermano mayor. En la terminación sólo se oye la palabra del padre que tenía dos hijos. En la conclusión de este libro resuena la súplica del Padre que tiene muchos hijos, y que se dirige a todos ellos –a todos nosotros, cristianos y no cristianos, los hijos perdidos de Dios– a fin de que seamos capaces de deponer el orgullo religioso, enternecer la duras entrañas, dejar a un lado la envidia y el resentimiento, para acoger así la voz de la misericordia. Es preciso entrar en la casa del Padre; pero para ello hay que reconocer en cada ser humano un hijo del Padre y por tanto un hermano nuestro, a quien de continuo (hasta setenta veces siete) se debe perdonar de corazón. Cada ser humano es al mismo tiempo hijo del Padre y hermano nuestro. La parábola no es sólo de los hijos y de un padre, es también y esencialmente de los hermanos entre ellos, y de la necesidad del perdón.

La misericordia del padre La misericordia que brota de las entrañas del padre de la parábola, y que Jesús ha inmortalizado en la cruz mediante la entrega de su vida hasta la muerte, debe ser seguida por todos sus discípulos. El mensaje esencial de la parábola es una llamada a la misericordia. Él ya nos lo había señalado en el sermón del monte: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,43-48).

La comparación con el texto paralelo de Lucas (6,35-38) nos esclarece en qué consiste la «perfección» mediante un lenguaje menos «judío», a saber, más universal e inteligible: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso». «Amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los perversos. Sed miseri-

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302 / Un padre tenía dos hijos cordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida con que midáis se os medirá» (Lc 6,35-38).

El comportamiento supremo de Dios, nuestro Padre, quien hace salir su sol sobre todos sus hijos, sean justos o pecadores, se concreta en las obras de misericordia: no juzgar, no condenar, perdonar y compartir con alegría y generosidad. En el fondo, no se trata sino de seguir el ejemplo de Jesús, nuestro Señor y nuestro hermano, nuestro go’el y buen samaritano, quien se ha conmovido en sus entrañas por todos nosotros, caídos al margen del camino de la vida (Lc 10,3037), y sin sentir vergüenza de llamarnos hermanos (Heb 2,11), nos ayuda en todas nuestras servidumbres por su gran misericordia (Heb 2,15.17). Este libro ha mantenido siempre los ojos clavados en Jesús, la más viva imagen de la misericordia de Dios y nuestro camino único hacia el Padre. Él ya ha abierto la senda, preparado un lugar, quiere llevarnos de la mano por la vida hasta la vida eterna. Y ansía que todos nosotros demos nuestra mano al hermano caído y desvalido. El Padre se manifiesta en Jesús, y Jesús quiere manifestarse en la Iglesia, en los cristianos. Lo mismo que Jesús es el amor misericordioso del Padre, asimismo la Iglesia continúa esta misión entrañable. El Nuevo Testamento nos ofrece ejemplos elocuentes. Especialmente Pablo ha recalcado la dimensión afectivaefectiva de las entrañas de misericordia. El apóstol ama al esclavo Onésimo con tanta ternura, que éste es para él como «mis propias entrañas» (ta ema splagkhna, v. 12). Lo quiere como a un hijo querido, e incluso lo llama literalmente «hijo», pues lo engendró entre cadenas (v. 10). El apóstol ama a todos sus cristianos, como a hijos, en las entrañas de Cristo Jesús (en splagkhnois Khristou Iesou). Y pone a Dios por testigo de este amor entrañable (Fil 1,8). Todo cristiano debe «revestirse» –es decir, vivir con este «uniforme», que es la característica identificadora de su vida– de «entrañas de misericordia» (splagkhna oiktirmou; Col 3,12).

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Así estamos llegando al final. Mas la presente conclusión no puede clausurarse; este libro no debiera cerrarse nunca. Está abierto, como la parábola, como su desenlace acuciante. De par en par abierto. De cada uno depende cerrar o no. Cerrar las páginas es fácil. No así las puertas del corazón. Para abrir las entrañas de la misericordia (como siempre están las entrañas de Dios, nuestro Padre; de Jesús, nuestro verdadero hermano mayor) el evangelio ha escrito la más hermosa parábola. Para abrir esas entrañas de misericordia y no permitir que nunca se cierren. «Si alguno posee bienes de la tierra, y ve a su hermano padecer necesidad y le cierra sus entrañas (ta splagkhna autou), ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra ni de bocas, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3,17-18).

Durante este tiempo bendito en que Dios me ha permitido consagrarme a escribir el presente libro, he pasado momentos de fatiga, pero sobre todo de íntima satisfacción. Con bastante frecuencia el trabajo se ha convertido en súplica. He rezado muchas veces de rodillas al Padre como el hijo perdido, y me he arrepentido como debiera el hijo mayor. De esa oración han brotado estos versos sentidos, que el Señor me ha inspirado y que deseo compartir contigo lector/a de este libro. En la primera parte gime el dolor desgarrado del hijo. En la segunda, el padre apenas puede hablar si no es con versos muy breves, entrecortados. Así balbucea la alegría emocionada hasta la locura de un padre –Dios, nuestro Padre– cuando un hijo/a decide volver a sus brazos.

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EL HIJO Y EL PADRE I El hijo. Voz de fuera Y así estoy, arrimado a tu puerta, aguardando, aguardándote. De rodillas mis ansias marchitas, y mi mano –una flor calcinándose con temblor de rocío en la yedra–, por instinto de sangre llamando a tu aldaba, esperando, esperándote... Estoy aquí, Señor, errabundo, sediento, sonámbulo. Polvorientos mis pies peregrinos, sucios de escarcha, heridos de estrellas. ¡Ay! Qué duro es andar por la vida, cuánto fuego en los soles de agosto, qué desnuda la nieve de invierno, qué solitario y mudo este corazón se queda... A tu puerta. Sin nadie. Sin nada. Vacías las alforjas de un hombre que vuelve. Aquí estoy en la noche postrado. Así estoy al final de la senda, esperando, esperándote... Por si acaso, Señor, alguna vez, te dignaras salir para abrirme tu puerta.

II El Padre. Voz de dentro ¡Hijo mío, tanto tiempo! ¡Cuánta espera! Tú, sin rumbo; yo, con pena. Tú, tan lejos;

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yo, tan cerca. Tú, sin padre; yo, a tu vera. Cuántas noches –duermevela corazón– paso enteras, encendiendo las estrellas, por si vienes, por si llegas... oteando las fronteras, si llegara, si viniera... de repente de la niebla, de la nieve, tu silueta. Hijo mío, si supieras el cariño, la manera de quererte, la querencia –fuego en sangre–, que me quema... si aprendieras que te quiero, y quisiera... Tú no sabes –ni sospechas– la locura, la elocuencia de mi amor. Si entrevieras los abismos de los mares, la marea

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que me inunda, que me anega, qué delirios, qué tormentas. Hijo mío, si supieras... Si pudieras verme el alma: cómo pena, cómo llaga, pura grieta, luna rota, luna vieja; cómo sangra toda entera por la herida de tu ausencia. Te amo tanto, tan de veras que es mi orgullo tu presencia. De mi casa tú, la prenda. De mis ojos, sol y perla. ¡Ay, tu voz, tan risueña...! ¡Ay, tu risa colmenera...! Cómo suenan tus caireles en mi oreja. ¡No te vayas! ¡Ven más cerca! Dejarías –si me dejas–, ¡ay!, qué triste mi tristeza, y mis pasos

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ya sin senda, ya sin norte, desolados por la arena... a tu busca siempre alerta, a «la zaga de tus huellas». Con que entres y te vea. Con tenerte. Con que tenga en mis brazos tu cabeza. Y quererte –si me dejas– beso a beso, pena a pena... Hijo mío, mi tesoro, mi riqueza. Hijo amado, mi perfecta, mi más mía complacencia. Mira, hijo, ya alborea... Para ti está abierta, para siempre nuestra puerta. Hijo mío, ¡Pasa...y entra!

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314 / Un padre tenía dos hijos

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Índice

Comentario al cuadro

...............................................................................

5

.......................................................................................................

7

Prólogo ................................................................................................................

9

Introducción ....................................................................................................

19

1. Contexto de la parábola. El capítulo 15 de Lucas ....................

19

2. Sinopsis de las tres parábolas ........................................................... a) Sincronía de insistentes motivos ....................................... b) La dialéctica de «fuera» y «dentro» ............................... c) Los personajes y sus sucesivas metamorfosis ................... d) La casa, centro convergente de las tres parábolas ..........

21 21 23 24 25

3. La parábola de Lc 15,11-32. ¿Cómo llamarla? .................

26

4. Autoría de la parábola. ¿Jesús, Lucas, la comunidad? .......

28

5. Estructura de la parábola del «padre que tenía dos hijos»

33

6. Acercamiento a los personajes a través de su «nombre» ..

39

7. ¿Por qué emplea Jesús una parábola? ................................

41

Traducción

I EL HIJO MENOR (Lc 15,11-20a) Introducción ................................................................................

45

1. Una historia que comienza ..................................................

46

2. El hijo menor hace un camino de muerte ......................... a) Renuncia a la familia ........................................................

47 47

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b) Alejamiento. Derroche. Extravío ..................................... c) El aguijón del hambre....................................................... d) Degradación del hijo menor. Etapas................................

50 55 57

3. Camino hacia el padre. Camino de vida............................ a) El hijo menor entra dentro de sí mismo .......................... b) Soliloquio interior.............................................................. c) Nostalgia de la «abundancia de pan» ............................. d) Añoranza del padre, lugar personal de acogida..............

63 63 65 67 69

4. Decisión personal. Levantarse de la muerte .....................

70

5. El camino de la conversión ..................................................

74

6. Reconocimiento del pecado y confesión ............................

78

7. Renuncia a la dignidad de hijo ............................................

85

8. Conversión en acto. Se levanta y se pone en camino ......

88

9. La lejanía ................................................................................

88

II EL PADRE (Lc 15,20-24) Introducción ................................................................................

91

1. El padre ve a su hijo ..............................................................

93

2. Misericordia entrañable........................................................ a) Historia interpretativa. Literatura griega....................... b) Literatura bíblica .............................................................. c) Teología ..............................................................................

94 96 96 98

3. El padre corre hacia su hijo ................................................. 106 a) La carrera hacia el hijo. El libro de Tobías ..................... 106 4. El padre se echa sobre su cuello .......................................... 111 a) El encuentro del perdón entre Jacob y Esaú (Gn 33,4).. 112 b) Abrazo entre padre e hijo. Jacob y José (Gn 46,29) ....... 118 5. El beso del perdón.................................................................. 122 a) Absalón obtiene el perdón del rey con un beso (2 Sm 14,33) .................................................................................. 123 6. Confesión del hijo menor ante su padre............................ 127

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7. La respuesta del padre .......................................................... a) La túnica de la dignidad .................................................. b) El anillo de la autoridad .................................................. c) Las sandalias de la libertad .............................................

129 130 135 137

8. La celebración gozosa del encuentro.................................. a) Una matanza festiva ........................................................ b) Un banquete de fiesta ...................................................... c) Razones para la alegría ....................................................

138 138 140 142

III EL HIJO MAYOR (Lc 15,25-32) Introducción ................................................................................ 145 1. Presencia-ausencia del hijo mayor...................................... 147 2. El hijo mayor solicita información..................................... 148 3. Respuesta del criado.............................................................. 150 4. La ira del hermano mayor ................................................... a) Ira contra el padre. El hermano mayor no entiende su conducta ............................................................................ b) Ira contra el hermano menor .......................................... c) La ira ante el rechazo de la salvación ............................

152 154 161 169

5. El hijo mayor y el padre frente a frente ............................ 172 6. Los reproches del hijo mayor .............................................. a) Los años de su servicio-esclavitud ................................... b) Observancia perfecta de las órdenes ............................... c) Injusto proceder del padre ............................................... d) Juicio contra su hermano .................................................

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7. El hijo mayor o el fariseísmo .............................................. 185 8. Respuesta del padre. Comunión de vida y de bienes ...... 189 9. La necesidad de la fiesta ....................................................... 194 a) Presencia del verbo «dei» («es preciso») en el evangelio de Lucas .................................................................................. 195 10. Las profundas razones del padre ....................................... 203

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318 / Un padre tenía dos hijos

IV JESÚS, IMAGEN DEL PADRE Introducción ............................................................................... 207 1. Jesús, clave de interpretación de la parábola ................... 208 2. Jesús, imagen del Padre, busca lo perdido ........................ 210 a) Parábola de la oveja perdida ........................................... 213 b) Parábola de la moneda perdida ...................................... 214 c) Zaqueo (Lc 19,1-10) ......................................................... 215 3. Jesús, imagen del Padre, come con los pecadores ............ 224 a) «Éste acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2)

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b) Comidas de Jesús con los pecadores ................................ 229 c) «¿Cómo es que come con publicanos y pecadores?» (Mc 2,16; Lc 5,30) ............................................................. 231 d) «Un glotón y un borracho, amigo de publicanos y de pecadores» (Lc 7,34) ......................................................... 234 e) Significado teológico de las comidas de Jesús con los pecadores ............................................................................... 236 f) La comunidad debe abrir su mesa a los hermanos alejados ................................................................................... 240

V LA CONVERSIÓN Introducción ............................................................................... 243 1. La conversión, una vuelta a Dios. Antiguo Testamento 245 a) El profeta Oseas ............................................................... 245 b) El profeta Jeremías ........................................................... 248 2. La conversión según el evangelio de Lucas ...................... 252 3. Conversión del hijo menor. El tríptico de la alegría ...... 261 a) La presencia de Jesús, clave determinante en la conversión 267 b) Convertirse quiere decir volver a llamar a Dios Abba, «Padre, querido Padre» ................................................... 270

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Índice / 319

4. La conversión del hermano mayor o el conflicto de la fraternidad ............................................................................. 272 a) Jesús, nuestro verdadero hermano mayor ...................... 274 5. Convertirse al Padre de las misericordias. Jesús es su imagen y nuestro ejemplo ................................................... a) La misericordia de Jesús en el evangelio de Lucas ........ b) La misericordia de Jesús en los otros evangelios (Mateo, Marcos) .............................................................................. c) Recapitulación ..................................................................

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Epílogo ......................................................................................... 297 Bibliografía .................................................................................. 309