Tradició e innovació en la historia intelectual : métodos historiográficos

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Tradición e innovación en la historia intelectual.qxp_Ciudadanos 03/12/13 10:34 Página 1

s t o r i a

Tradición e innovación en la historia intelectual. M étodos historiográficos, Faustino O ncina Coves ( Ed. ).

i

Los partidos en la Transición. Las organizaciones políticas en la construcción de la dem ocracia española, Rafael Q uirosaCheyrouze y M uñoz ( Ed. ).

ISBN 978-84-9940-735-7

9 788499 407357

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Pertenencia a banda arm ada. Ataque al corazón del Estado y terrorism o en Italia (1970-1988), M atteo Re.

n

Regeneracionism o autoritario. D esafíos y bloqueos de una sociedad en transform ación (1923-1930) , Francisco Villacorta Baños y M aría Luisa Rico G óm ez.

ó

Élites y poder en las m onarquías ibéricas. D el siglo XVII M aría López D íaz ( Ed. ).

al prim er liberalism o ,

i

Indalecio Prieto. Socialism o, dem ocracia y autonom ía , José Luis de la G ranja ( Coord. ).

c

M oradas para la eternidad. La escultura funeraria gótica toledana , Sonia M orales Cano.

Métodos historiográficos

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Pensar el pasado. José M aría Jover y la historiografía española, Rosario Ruiz Franco (Ed.).

Tradición e innovación en la historia intelectual

El republicanism o de ayer a hoy. Culturas políticas y retos de hoy, Fernando M artínez López y M aribel Ruiz G arcía (Eds.).

e

El poder del dinero. Venta de cargos y honores en la España del Antiguo Régim en, Francisco Andújar y M ª del M ar Felices.

l

Liberalism o y Rom anticism o. La reconstrucción del sujeto Andrew G inger.

histórico,

Tradición e innovación en la historia intelectual

o

El Socorro Rojo Internacional en España (1923-1939). Relatos de la solidaridad antifascista, Laura Branciforte.

metodologías de la historia intelectual pujantes en el pensamiento occidental —tanto en el campo teórico como aplicado—. En ese fuego cruzado adquiere especial protagonismo el enfoque de la Historia Conceptual, que, amén de ser receptiva a los principales giros que han dejado su impronta en las ciencias humanas y sociales (lingüístico, icónico, temporal, biográfico...), brinda algunas claves importantes de la crisis de la modernidad (como la época que ha inaugurado y canonizado el tiempo de la aceleración) y de la comprensión de nuestro presente. Las contribuciones que forman este volumen colectivo exploran, desde enfoques y bagajes divergentes, el alcance, escollos y expectativas que la historia intelectual ofrece, especialmente en su dimensión de Historia Conceptual. Esta última no puede ser reducida a un inventario del léxico histórico, sino que se proyecta hacia la praxis venidera. La obra explora el estatuto epistemológico de la historicidad y se postula como una perspectiva de análisis de la tensión surgida de la implosión del pasado y del futuro que marca para la Modernidad tanto su alumbramiento como su ocaso. No limita su escrutinio, sin embargo, a una estrecha demarcación temporal, sino que se pregunta por la plausibilidad de su propia aplicación desde el Mundo Antiguo hasta la Contemporaneidad, tejiendo un entramado complejo de afinidades, desavenencias e interferencias.

Faustino Oncina Coves [Ed.]

C

El sueño republicano de M anuel Rico Avello (18861936), Juan Pan M ontojo (Coord.).

Esta obra es un diálogo multidisciplinar e internacional con diversas

Faustino Oncina Coves [Ed.]

Ú LTIM O S TÍTU LO S PU BLICAD O S

BIBLIOTECA NUEVA

Faustino Oncina Coves, en la actualidad Catedrático de Filosofía de la Universitat de València e investigador en comisión de servicios desde 2007 a 2009 en el Instituto de Filosofía del CSIC de Madrid, ha realizado diversas estancias de investigación en el Instituto Max-Planck de Historia del Derecho Europeo de Fráncfort del Meno, en la Universidad de Maguncia, en la Universidad Técnica y en el Centro de investigación literaria y cultural de Berlín. Ha editado textos, entre otros, de J. B. Erhard, J. G. Fichte, S. Maimon, F. Schiller, F. W. J. Schelling, H.-G. Gadamer y R. Koselleck, y publicado varios trabajos sobre Ilustración, su despliegue idealista y su crítica desde la hermenéutica. En estos momentos su interés gira en torno a las relaciones entre Historia Conceptual y modernidad y es Investigador Principal del proyecto «Hacia una Historia Conceptual comprehensiva: giros filosóficos y culturales». Entre sus últimas publicaciones cabe destacar: Filosofía para la Universidad, Filosofía contra la Universidad (De Kant a Nietzsche) (2008); Historia Conceptual, Ilustración y modernidad (2009); Teorías y Prácticas de la Historia Conceptual (2009) y Palabras, Conceptos, Ideas. Estudios sobre Historia Conceptual (2010), Schopenhauer en la historia de las ideas y Estética de la memoria (2011).

TRADICIÓN E INNOVACIÓN EN LA HISTORIA INTELECTUAL Métodos historiográficos

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COLECCIÓN HISTORIA BIBLIOTECA NUEVA Dirigida por Juan Pablo Fusi

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Faustino Oncina Coves (Ed.)

TRADICIÓN E INNOVACIÓN EN LA HISTORIA INTELECTUAL Métodos historiográficos

BIBLIOTECA NUEVA

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Cubierta: A. Imbert

Esta publicación ha contado con una ayuda del Vicerrectorado de Investigación y Política Científica de la Universitat de València (UV-INV-OC12-67098) y se enmarca en el proyecto de investigación FFI2011-24473 del Ministerio de Economía y Competitividad.

© Los autores, 2013 © Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2013 Almagro, 38 28010 Madrid (España) www.bibliotecanueva.es [email protected] ISBN:  (GLFLyQGLJLWDO Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

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ÍNDICE

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INTRODUCCIÓN.—HISTORIA CONCEPTUAL: ¿ALGO MÁS QUE UN MÉTODO?, Faustino Oncina Coves ...................................................................................................................

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CAPÍTULO 1.—HISTORIA CONCEPTUAL INTERDISCIPLINAR, Ernst Müller ................................

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CAPÍTULO 2.—EX INNOVATIO TRADITIO/EX TRADITIO INNOVATIO. CONTINUIDAD Y RUPTURA EN LA HISTORIA INTELECTUAL, Javier Fernández Sebastián .....................................................

51

CAPÍTULO 3.—EFECTOS NEGATIVOS DE INNOVACIONES CONCEPTUALES, Tomás Gil ...................

75

CAPÍTULO 4.—FORMAS DE PENSAR LA TEMPORALIZACIÓN Y SU TRANSFORMACIÓN HISTÓRICA. UNA DISCUSIÓN CON REINHART KOSELLECK, Falko Schmieder ..........................................

81

CAPÍTULO 5.—ACCIÓN E HISTORIA, Johannes Rohbeck ........................................................

95

CAPÍTULO 6.—HISTORIA, CONCEPTOS Y EXPERIENCIA EN HANNAH ARENDT, Ángel Prior Olmos ..

105

CAPÍTULO 7.—REFLEXIONES SOBRE EL ESTATUTO DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA, Ives Radrizzani

123

CAPÍTULO 8.—MICROLOGÍA. LEO STRAUSS Y LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA, Antonio Lastra ..

131

CAPÍTULO 9.—TEORÍA DEL DISCURSO Y ARQUEOLOGÍA: UNA LECTURA DE FOUCAULT EN CLAVE HISTÓRICO-CONCEPTUAL, Gaetano Rametta ....................................................................

141

CAPÍTULO 10.—EL DOGMA DE LAS INTENCIONES ILOCUTIVAS, Enrique F. Bocardo Crespo ....

151

CAPÍTULO 11.—EL GIRO PICTÓRICO, ICÓNICO O VISUAL EN LA HISTORIA DEL PENSAMIENTO: EL CASO WARBURG, Karina P. Trilles Calvo ...............................................................................

173

CAPÍTULO 12.—BIOGRAPHICAL TURN? SOBRE EL RETORNO DE LA BIOGRAFÍA COMO MÉTODO HISTORIOGRÁFICO, Giovanna Pinna ...............................................................................

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CAPÍTULO 13.—LA HISTORIA CONCEPTUAL DE KOSELLECK Y LA HISTORIA ANTIGUA, Juan de Dios Bares Partal .........................................................................................................

201

CAPÍTULO 14.—EL POETA GOTTFRIED BENN VISITA EL MUNDO DÓRICO (PERO SE MARCHA PRONTO), Salvador Mas ...............................................................................................................

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CAPÍTULO 15.—GENIO DE LA HISTORIA PARA ENTENDERLA Y ESCRIBIRLA. NATURALEZA Y MÉTODO DE LA HISTORIA EN EL BARROCO ESPAÑOL, Elena Cantarino ............................................

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INTRODUCCIÓN

Historia Conceptual: ¿Algo más que un método?1 FAUSTINO ONCINA COVES (Universidad de Valencia)

Los capítulos que integran este libro nacieron con ocasión de un Congreso celebrado entre el 7 y el 9 de noviembre de 2012 en la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la Universidad de Valencia. En ese evento intervinieron no solo miembros del proyecto de investigación «Hacia una Historia Conceptual comprehensiva: giros filosóficos y culturales» —promotor de dicha actividad—, sino también otros colegas con afinidades electivas en ese campo. Entre el 15 y el 17 de octubre tuvo lugar una actividad complementaria a la que ahora presentamos, que titulamos «Giros narrativos e Historia del saber»2. Insistíamos entonces, y volvemos a hacerlo ahora, en que queremos animar, más allá de pomposas y vacuas declaraciones de intenciones, la interdisciplinaridad. Lejos de hipócritas alharacas —que ornan con demasiada frecuencia estériles planes estratégicos y yermos boletines oficiales—, consideramos la transversalidad un valioso humus intelectual. Pero, no nos engañemos, semejante aspiración no surge por generación espontánea en una tierra tan poco generosa con la

1 Este trabajo se enmarca en el proyecto de investigación «Hacia una Historia Conceptual comprehensiva: giros filosóficos y culturales» (FFI2011-24473) del Ministerio de Economía y Competitividad, y fue ultimado durante una estancia en el Centro de Investigación Literaria y Cultural y en la Universidad Técnica de Berlín merced a una beca del Vicerrectorado de Investigación y Política Científica de la Universidad de Valencia. Quiero manifestar mi agradecimiento a mis anfitriones en Berlín: Ernst Müller, Falko Schmieder y Tomás Gil. Nuestra publicación también se ha beneficiado de una ayuda del mencionado Vicerrectorado (UV-INV-OC12-67098) para la edición de estos trabajos. A fin de resaltar la plataforma metodológica con la que dialogan la mayoría de las contribuciones, nos permitiremos la «licencia» de escribir Historia Conceptual con mayúscula. Se trata de una licencia que no esconde ningún afán de superioridad. 2 Las contribuciones serán publicadas en la editorial Plaza y Valdés (Madrid-México, 2013) y en la revista La Torre del Virrey.

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inteligencia, como parecen presumir los gerifaltes de la «excelencia» en la educación superior, grandes predicadores, políglotas los más recientes, pero con un nulo o escaso trabajo de campo en la misma —es una penosa evidencia el desdén con que se trata aquí a los jóvenes investigadores. Hay precedentes que a guisa de ideal regulativo —no tenemos delirios de grandeza— han inspirado nuestra modesta tentativa. Aquí3 solo vamos a mencionar el Centro de Investigación Literaria y Cultural de Berlín, que en la actualidad dirige Sigrid Weigel y a cuyo plantel pertenecen dos de los colaboradores en este libro, Ernst Müller y Falko Schmieder. Entre sus ámbitos de estudio destacan dos: la Historia cultural europea y la Historia cultural del saber. Entre las líneas de trabajo de la primera, enumeramos algunas: Aby Warburg, Jacob Taubes, Aporías, El sujeto europeo, Mártires, Representación sacramental, Tragedia y drama, Testigo/Testimonio..., y entre las de la segunda: Emoción y Movimiento, Freud, Investigación sobre generaciones, Rostro como artefacto, Factores culturales de la herencia, Literatura y percepción, Narrativa de la locura, Sinergia, Saber de la transferencia y transferencia del saber... Como un venero común que alimenta a ambas líneas funciona un foro permanente de Historia Conceptual. Además, allí halló su sede una empresa nacida en la extinta República Democrática Alemana, una de las pocas que por su solvencia científica sobrevivió a la caída del muro: la edición entre 2000 y 2005, ya con varias reimpresiones, de los siete volúmenes de Conceptos estéticos fundamentales4, bajo la dirección de Karlheinz Barck. Precisamente este último asesoró desde el principio a Ernst Müller en la coordinación del proyecto «Teoría y Práctica de una Historia Conceptual interdisciplinar» y en la dirección de la revista online sobre el mismo tema (E-Journal Forum für interdisziplinäre Begriffsgeschichte), cuyo tercer número acaba de ver la luz en junio de 2013.

1. LIMITACIONES Y POSIBILIDADES METODOLÓGICAS: DE LAS CONSTELACIONES A UNA HISTORIA CONCEPTUAL COMPREHENSIVA La Historia Conceptual ha sido cultivada exitosamente como una práctica bajo la forma de macrodiccionarios a costa de renunciar, salvo excepciones, a una reflexión profunda y crítica sobre sus cimientos teóricos y sus resultados. Por eso en el proyecto trienal anterior, «Teorías y Prácticas de la Historia Conceptual: un reto para la Filosofía» (HUM2007-61018/FISO), acometimos una doble tarea5: en primer lugar, procedimos a un riguroso desbroce de los vínculos de la Historia Conceptual con la historia de la filosofía, desde la versión tradicional de la historia terminológica, pasando por las revisiones de la Escuela de Joachim Ritter y la metaforología de Hans Blumenberg, hasta la superación heideggeriano-gadameriana de la historia de los problemas del 3 En la Introducción a la anterior actividad citada nos referimos a otros ejemplos: al grupo itinerante Poética y hermenéutica, al Centro de Investigación Interdisciplinar de Bielefeld, al Centro de Historia del Saber en la ETH de Zúrich, al Colegio de Estudios Avanzados Acto de imagen y encarnación de Berlín y al Centro de Investigación de Ciencias Culturales y Sociales de Gotha. Eran un botón de muestra de modelos a seguir. 4 Ästhetische Grundbegriffe. Historisches Wörterbuch in sieben Bänden, Stuttgart/Weimar, J. B. Metzler Verlag, 2000-2005. 5 Cfr. Faustino Oncina (ed.), Teorías y Prácticas de la Historia Conceptual, Madrid/México, Plaza y Valdés/CSIC, 2009; ídem, Palabras, conceptos, ideas. Estudios sobre historia conceptual, Barcelona, Herder, 2010.

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neokantismo y de las cosmovisiones del historicismo6. En segundo lugar, contrastamos esa aproximación con perspectivas análogas en la historia intelectual y en la historia social: la historia del espíritu y la historia de las ideas (Wilhelm Dilthey, Friedrich Meinecke), la semántica histórico-social (Rolf Reichardt), la historia de los discursos de factura anglosajona (la Escuela de Cambridge: Quentin Skinner y John Pocock) y la historia de las constelaciones (Dieter Henrich). De la penúltima se ocupa en este volumen Enrique Bocardo, sin duda su mejor conocedor en nuestro país. La última goza de una insólita lozanía en Alemania, merced a las aportaciones de uno de los delfines de Henrich, Martin Mulsow, y de ella se ha servido, de entre otros caladeros, Francisco Vázquez y su grupo de investigación gaditano, en su examen de los principales hitos de la filosofía española de la posguerra, en particular en el libro La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica (1963-1990)7. La metodología de este grupo se apoya en la sociología de los campos de producción intelectual de Pierre Bourdieu, en la sociología de las redes filosóficas y rituales de interacción de Randall Collins, en la sociología constructivista de la ciencia y la escuela de David Bloor, plasmada en los trabajos de Martin Kustch, y en el análisis microhistórico de las «constelaciones filosóficas» sugerido por los discípulos de Dieter Henrich8. Durante una época nosotros mismos nos aproximamos a la historia de la filosofía con la brújula de la teoría de las constelaciones, sobre todo cuando nos dedicamos a los llamados poskantianos. Esa teoría es el método de investigar la concurrencia de autores diferentes en un espacio acotado de pensamiento común con el fin de poner al descubierto itinerarios filosóficos a partir de libros, obras póstumas, cartas, reseñas, fragmentos y conversaciones. La bibliografía de Henrich9 sobre la génesis del idealismo alemán a partir de la matriz kantiana fraguó este método. La constelación, que posee una forma temporal evolutiva, define una conexión densa de ideas, problemas y documentos que interactúan, y surge cuando varios autores están en estrecha comunicación entre sí. Pretende describir contextos histórico-filosóficos complejos de un modo que rebasa las categorías habituales de influencia, tradición o biografía y en su lugar desarrolla un olfato para rupturas o nexos ocultos. La exuberancia documental 6 No obstante, la genealogía de estas versiones está sometida a permanente revisión merced a la documentación que está publicándose, especialmente en dos revistas: Zeitschrift für Ideengeschichte y Archiv für Begriffsgeschichte (así, por ejemplo, en la segunda ha aparecido abundante material con el título «Materialien aus der Geschichte der Begriffsgeschichte», sobre todo los dos artículos de Margarita Kranz: «Begriffsgeschichte institutionell. Die Senatskommission für Begriffsgeschichte der Deutschen Forschungsgemeinschaft (1956-1966). Darstellung und Dokumente», en Archiv für Begriffsgeschichte, 53, 2012, págs. 153-226; y «Begriffsgeschichte institutionell – Teil II. Die Kommission für Philosophie der Akademie der Wissenschaften und der Literatur Mainz unter den Vorsitzenden Erich Rothacker und Hans Blumenberg (1949-1974)», en Archiv für Begriffsgeschichte, 54, 2013). También habrá que digerir la copiosa literatura blumenberguiana que anega el mercado editorial. 7 F. Vázquez García, La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica (19631990), Madrid, Abada, 2009, págs. 315-335. 8 Si bien la propuesta del grupo de trabajo de la universidad de Cádiz es una elaboración ecléctica de estas distintas perspectivas, tenemos la impresión de que el cuarto ingrediente señalado es el que menos sazona la estrategia gaditana. Aunque nos esforzamos en incluir a uno de los miembros de este grupo en la nómina de nuestro Congreso, no fue posible. 9 Cfr. D. Henrich, Konstellationen: Probleme und Debatten am Ursprung der idealistischen Philosophie (1789-1795), Stuttgart, Klett-Cotta, 1991; ídem, Grundlegung aus dem Ich: Untersuchungen zur Vorgeschichte des Idealismus: Tübingen-Jena (1790-1794), Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 2004; M. Frank, Unendliche Annäherung, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1997.

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es esencial, si se quiere reconstruir en una óptica microscópica lo que ha sido pensado puntualmente en un pequeño círculo de individuos. Tal ambición metódica puede colmarse solo bajo dos supuestos: un gran acopio de fuentes de muy diversa clase y una gran calidad en la relación recíproca. En la práctica, quedan por eso excluidas todas las constelaciones antiguas y muchas medievales. Además, acecha la amenaza de incurrir en una mera doxografía y de barajar los datos irreflexivamente, en función de nuestras propias necesidades actuales10. El temprano idealismo alemán constituye un campo especialmente abonado para dicho método, porque entrelaza múltiples talentos. Esta estrategia evita la restricción, con frecuencia arbitraria, a la autopercepción de un único pensador. Quiere abarcar lo pensado y lo impensado, lo escrito y lo no escrito, tanto lo tematizado explícitamente como lo pasado en silencio, para lo cual toma en consideración a los para-filósofos, a los filósofos de segundo rango, sacándolos del ostracismo. En las junturas de las rutilantes figuras y sistemas, la investigación de «constelaciones» busca de un modo cuasi detectivesco missing links11. Pero solo sobrevivirá si logra detectar algunos otros ejemplos posibles de constelaciones y no se agota en su aplicación estelar. Mulsow propone extenderla a la constelación de Cambridge alrededor de Henry More, Anne Conway y Ralph Cudworth, a la de Florencia en torno a Pico della Mirandola, a la del París de los philosophes... Este enfoque es una especie de negación del predominante hasta ahora en las incursiones en el idealismo, concentradas en los grandes nombres. Sin embargo, prevalece una endogamia autocomplaciente a causa de la fecunda limitación a los confines del idealismo, creando falsas expectativas y arrostrando el peligro de una cierta estrechez de miras envanecida, que mira de soslayo tanto lo anterior como lo posterior, o simplemente lo fagocita. Hay conceptos clave (desde el de revelación al de derecho) que, retrospectiva o prospectivamente, rompen las costuras de esa constelación. Para la Historia Conceptual de linaje koselleckiano el concepto registra el pasado, pero también anticipa el futuro, es índice y factor, y su curriculum vitae no comienza ni termina dentro de los márgenes trazados por el idealismo alemán, sino que tiene una indomable tentación a desbordarlos12. Uno de los intelectuales más notorios, punzantes y controvertidos en el espacio idiomático alemán, a pesar de ejercer su magisterio desde hace bastantes años en la universidad americana de Stanford, Hans Ulrich Gumbrecht, despacha últimamente con creciente desgaire la Historia Conceptual, con la que había coqueteado largo tiempo. Además, en el caso español —Gumbrecht es romanista, lo que no significa que

10 Precisamente esa falta de autorreflexión es una de las objeciones que se ha planteado a la investigación de constelaciones por parte de perspectivas que reivindican otro concepto de constelación, en este caso próximo a Adorno y a Benjamin (cfr. A. Krauss, Lenz unter anderem. Aspekte einer Theorie der Konstellation, Zúrich, Diaphanes, 2011, págs. 77-171). 11 Cfr. M. Mulsow y M. Stamm (eds.), Konstellationsforschung, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 2005; M. Mulsow, Prekäres Wissen – Eine andere Ideengeschichte der Frühen Neuzeit, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 2012. 12 Aunque no sea un prosélito de Henrich ni comulgue con su método, pocos están tan bien familiarizados con la constelación idealista como Ives Radrizzani, responsable de las ediciones críticas de Fichte, Schelling, Reinhold, Jacobi, Maimon... Radrizzani se ha curtido en la Escuela muniquesa no de Henrich, sino de Reinhart Lauth (aun sin compartir su poso ideológico) y en su método prospectivista (cfr. I. Radrizzani, «La méthode prospectiviste en histoire de la philosophie», en Y. Ch. Zarka [dir.], Comment écrire l’histoire de la philosophie?, París, PUF, 2001, págs. 293-307).

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hable siempre con conocimiento de causa— formula un juicio sumarísimo, quizá por la proliferación de varios diccionarios en un lapso temporal relativamente breve13. Tal actitud choca con su empeño en salvar de la quema a Hans Blumenberg y Reinhart Koselleck. Gumbrecht censuraba en un excurso de una conferencia de diciembre de 2011, pronunciada en Berlín14, la súbita elefantiasis histórico-conceptual en castellano, en un momento en que se entonaba —sobre todo él mismo en su libro Dimensiones y límites de la Historia Conceptual— una oración fúnebre por sus faraónicos frutos, que él tilda de «pirámides espirituales». Su chanza sobre el apogeo intempestivo de la Historia Conceptual entre nosotros —lo que no deja de ser una hipérbole, amén de preterir el páramo de la lexicografía socio-política en español, salvo un par de oasis— puede interpretarse como una coda al epitafio en que consiste su libro. Pero el tono entre elegíaco y vitriólico de Gumbrecht no es óbice para reconocer su tino como zahorí de cabos sueltos15. Precisamente, nuestro proyecto aspira a profundizar en las dimensiones y en los límites de las diferentes variantes de la Historia Conceptual —no solo como una metodología, sino también como una teoría de la modernización—, primordialmente en tres grandes cuestiones, que son los desafíos lanzados por Gumbrecht: 1) La indeterminación del lenguaje en la referencia al mundo: a semejante reto habría que responder inicialmente conjugando las dos vertientes del giro lingüístico malquistadas, la analítica y la hermenéutica, la pragmática y la semántica. Javier Fernández Sebastián ya ha reivindicado en más de una ocasión las virtudes de esa combinatoria16. Igualmente debería rentabilizarse con ahínco el giro icónico, que se rebela 13 J. Fernández y J. F. Fuentes (dirs.), Diccionario político y social del siglo XIX español, Madrid, Alianza Editorial, 2002; ídem, Diccionario político y social del siglo XX español, Madrid, Alianza Editorial, 2008, y J. Fernández (dir.), Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850 [Iberconceptos-I], Madrid, CEPC, 2009 (al que seguirán otros tomos). 14 Dio su conferencia titulada «¿Cuán alemanas fueron las ciencias del espíritu —y cuán alemanas deberían ser?» («Wie deutsch waren die Geisteswissenschaften – und sollten sie sein?») el 2 de diciembre de 2011 en la Academia de las Artes de Berlín en el marco del Simposio anual del Centro de Investigación Literaria y Cultural de Berlín (nachDenken. Internationale Wirkungsgeschichte der deutschsprachigen Geisteswissenschaften und ihrer Sprache). El trasfondo de las tesis que aquí expuso lo constituye un texto valiente y polémico del mismo autor ¿Por qué deberían reformarse las ciencias del espíritu? Una cuestión algo americana (Warum soll man die Geisteswissenschaften reformieren? Eine etwas amerikanische Frage, Osnabrucker Universitätsreden, Gotinga, V&R unipress, 2010). 15 Cfr. H. U. Gumbrecht, Dimensionen und Grenzen der Begriffsgeschichte, Múnich, Fink, 2006, págs. 27-30. Esas pirámides son, según este autor, Historisches Wörterbuch der Philosophie, Geschichtliche Grundbegriffe y Ästhetische Grundbegriffe. Algún recensor ha denunciado la autocontradicción performativa en la que incurre Gumbrecht en su libro, al haber destacado como colaborador en empresas histórico-conceptuales (por ejemplo, es el autor de las voces «Modern, Modernität, Moderne» para el léxico de Koselleck Geschichtliche Grundbegriffe y de «Philosophie, Philosophe» para el Handbuch politisch-sozialer Grundbegriffe in Frankreich 1680-1820 de Rolf Reichardt y Erich Schmitt) e incluso haber reeditado aquí mismo algunas de esas entradas. A este propósito resulta interesante la disputa en que se enzarzaron Gumbrecht y Dutt sobre la obsolescencia o la vigencia de la Historia Conceptual (Cfr. C. Dutt, «Postmoderne Zukunfstmüdigkeit. Hans Ulrich Gumbrecht verabschiedet die Begriffsgeschichte», en Zeitschrift für Ideengeschichte, I/1, 2007, págs. 118-122; H. U. Gumbrecht, «(Un)dankbare Generationen. Eine Replik auf Carsten Dutt», en ídem, I/3, 2007, págs.122-124; y C. Dutt, «Keine Frage des Alters. Eine Duplik», en ibíd., págs. 125-127). 16 Si Fernández Sebastián lo ha hecho desde la orilla historiográfica, también se ha intentado desde la filosófica (cfr. la revista Res publica y F. Oncina, Historia conceptual, Ilustración y modernidad, Barcelona, Editorial Anthropos, 2009).

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contra la fetichización del lenguaje. No se trata únicamente de entender imágenes, sino de entender el mundo mediante imágenes. La imagen no solo se considera como un objeto de estudio, se concibe también como un medio de conocimiento polifacético (como epistemología visual o iconología política). Para el dinámico grupo berlinés de Horst Bredekamp, las imágenes aparecen como motor de una evolución que puede conducir a cambios en el comportamiento perceptivo humano. Frente a los actos de habla, Bredekamp prima los actos de imagen17. La imagen irrumpe como la partera del concepto, y la historia icónica como propedéutica de la Historia Conceptual. La imagen ya no ilustra meramente un concepto, sino que lo crea. Las catástrofes naturales (terremotos, volcanes...), por ejemplo, fueron designadas como tales solo después de ser representadas como catástrofes naturales18. La estela del influyente estilo de pensamiento de Aby Warburg, cuyo culto actual parece haber remplazado al de Benjamin, abarca desde su mutua fecundación con la filosofía de la cultura de Ernst Cassirer y la iconología de Erwin Panofsky hasta su impronta en la emergente ciencia de la imagen (Bildwissenschaft), en la filosofía de los medios (Medienphilosophie) y en lo que podríamos denominar el giro memoriográfico. La exposición que el Museo Reina Sofía le dedicó en 2010 a Warburg y a su atlas Mnemosyne19 ha oficializado dicho giro en nuestro país. Ahora se habla muy laxa y frívolamente de los giros en las ciencias de la cultura, que le están comiendo el terreno a la filosofía. Hoy contabilizamos entre dichos giros el interpretativo, el performativo, el reflexivo, el literario, el poscolonial, el traslacional, el espacial, el icónico, el medial, el metaforológico, etc. Tanto giro comienza a dar vértigo y, más allá de lo que son efímeras modas, tendremos que sopesar lo que cada una de estas perspectivas añade al acervo de la metodología de la historia de las ideas, o si son meros arabescos sin contrapartidas heurísticas. 2) El valor cognoscitivo de la historicidad: afrontarlo exigiría explorar el potencial de la Historia Conceptual para fundar una historia del presente y del futuro, las relaciones entre profecía y pronóstico, los afectos y desafectos entre historia y memoria, la definición cronológica de la modernidad y su delimitación frente al Medievo, un tiempo atravesado por las postrimerías, y frente al tiempo cíclico de la Antigüedad20. 17 Algunos frutos de esas originales estrategias iconográficas, con una explícita deuda con la Escuela de Warburg, son: H. Bredekamp, Thomas Hobbes’ visuelle Strategien, Berlín, Akademie Verlag, 1999; ídem, Die Fenster der Monade: Gottfried Wilhelm Leibnitz’ Theater der Natur und Kunst, Berlín, Akademie Verlag, 2004; ídem, Theorie des Bildaktes, Berlín, Suhrkamp, 2010. 18 Cfr. J. Trempler, Katastrophen. Bild und Bedeutung, Berlín, Wagenbach, 2013. 19 Precisamente en el mismo año en que vio la luz en castellano: A. Warburg, Atlas Mnemosyne, Madrid, Akal, 2010. En su contribución al libro que prologamos, Karina P. Trilles destaca las dificultades propias del cambio llevado a cabo por Warburg en la Historia de la Cultura, las cuales surgen, por un lado, de su propio estilo de redacción y de trabajo y, por otro, de una inadecuada traducción de sus conceptos. Se detiene en mostrar qué paradigma pretendió derribar y en esbozar las nuevas herramientas que nos propone para la comprensión viviente del arte: «Nachleben der Antike» y «Pathosformel». 20 Amén del propio Koselleck, que ha abordado estos asuntos en varios escritos, conviene recordar los trabajos de su discípulo Lucian Hölscher (Weltgericht oder Revolution. Protestantische und sozialistische Zukunftsvorstellungen im deutschen Kaiserreich, Stuttgart, Klett-Cotta, 1989, y Die Entdeckung der Zukunft, Fráncfort del Meno, Fischer, 1999) y, entre nosotros, de Julio Aróstegui (La historia vivida. Sobre la historia del presente, Madrid, Alianza, 2004). También nos parece relevante el libro de François Hartog, Régimes d’historicité: présentisme et expériences du temps, París, Seuil, 2003.

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La Historia Conceptual germana (sea en la variante de la Escuela de J. Ritter —O. Marquard, H. Lübbe, R. Spaemann, K. Gründer...—, sea en la de la semántica histórica de R. Koselleck, sea en la hermenéutica de Gadamer) oficia asimismo de teoría de la modernización: la mayoría de quienes la cultivan contraponen una negación escatológica del mundo (la modernidad mala) y una afirmación positiva, compensatoria, de la realidad presente (la modernidad buena), y retrotraen ese maniqueísmo hasta la filosofía de la historia del siglo XVIII. La propensión utópica de la Ilustración supone para el conservadurismo que destilan las mencionadas versiones una amenaza para las instituciones en vigor, para la civilidad conquistada por las sociedades democrático-liberales de Occidente21. Este diagnóstico sitúa a la Ilustración en la órbita del terrorismo humanista como la encarnación de la conciencia moral que condena siempre lo existente y se exonera a la vez de cualquier responsabilidad en el mal curso de las cosas. La Historia Conceptual siente reverencia por el período que va desde la Revolución francesa a la Industrial, el cual incuba una nueva gramática temporal basada en la ideología del progreso acelerado. Nuestro proyecto se propone esclarecer las distorsiones que genera el tiempo de la modernidad (estampado en una hipertrofia de neologismos y anacronismos)22, muy perceptibles actualmente no solo en el terreno sociológico, sin recaer ni en la estigmatización ni en la canonización de las Luces. Una de nuestras premisas es la apreciación de la Historia Conceptual a la par como metodología y como arqueología de la modernidad. Hay una fuerte imbricación entre la dimensión epistemológica y la crítico-ideológica. 3) La tercera cuestión es la perentoria revisión del elenco categorial reinante en los diversos paradigmas de la Historia Conceptual, porque resulta sospechoso su hábito de mantener en un estado de latencia la historia nacional y de soslayar sus compromisos con los episodios más siniestros del pasado. La mayoría ha esquivado cualquier reflexión sobre la dependencia coyuntural e ideológica de su bagaje categorial (por ejemplo el par antitético amigo-enemigo, o del ser para la muerte o el ser para matar), y lo han elevado sin más al rango de constantes antropológicas o de transcendentales de la historia. El grupo de Padua ligado al Centro Interuniversitario de Investigación sobre el Léxico Político y Jurídico Europeo ha sido pionero en esta labor. La lozanía de la Historia Conceptual germana facilitó el ninguneo de corrientes incómodas para sus mandarines: la Teoría Crítica y el estructuralismo, por ejemplo. También se atisba la obsolescencia de algunos emblemas políticos modernos, incapaces de comprender procesos en curso, lo que reclama la necesidad de renovar el horizonte conceptual ligado al principio de soberanía o de Estado-nación23. Por último, puede resultar muy esclarecedor rastrear la génesis, la maduración y la transmisión de conceptos y metá21

Cfr. J. Hacke, Philosophie der Bürgerlichkeit. Die liberalkonservative Begründung der Bundesrepublik, Gotinga, Vandenhoeck & Ruprecht, 2006. 22 T. Gil menciona ese fenómeno. Los humanos nos relacionamos conceptualmente con el mundo. Mediante innovaciones conceptuales ponemos a nuestra disposición nuevos conceptos o modos de referirnos a los objetos reales y a sus propiedades, pero no todas las innovaciones conceptuales son beneficiosas y algunas generan efectos negativos que entorpecen mejores vías para pensar el mundo y relacionarse con él. 23 A este respecto hay que volver a recordar la ingente labor del Centro Interuniversitario de Investigación sobre el Léxico Político y Jurídico Europeo (CIRLPGE) de Padua (G. Duso, G. Rametta, S. Chignola...) y de la revista Filosofia politica (Bolonia), especialmente su sección Materiali per un lessico político europeo.

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foras nómadas, esto es, que transitan entre diversos campos científicos y por eso escancian un vocabulario interdisciplinar24. Tras la obra cumbre de la hermenéutica filosófica, Verdad y método, se invirtió el orden de prioridades; la cuestión del método reculó y, tal como trasluce el título, se convirtió en algo secundario. Este provocador libro de Gadamer, por ir a contrapelo filosófica y políticamente, puso en evidencia un cierto hartazgo del método, que con diversos señuelos —desde la mathesis universalis al fisicalismo, pasando por la Revolución copernicana—, había cautivado a las ciencias humanas, acomplejadas por el furor de las físico-matemáticas. La reacción al culto a las ciencias duras por parte de las blandas, esa metodolatría, fue una cierta alergia e incluso fobia contra los aspectos metodológicos. Tal posición subalterna hizo mella en la historia, tanto porque la hermenéutica, bajo la advocación de Dilthey, pretendía fundamentar las ciencias del espíritu, cuyo elixir vital estribaba precisamente en su inextinguible carácter histórico, como porque el historicismo, del que Dilthey era su más insigne epígono, encallaba en sus propias aporías y no podía afrontar esa tarea. Gadamer relega la comprensión como modo de conocer de las ciencias del espíritu, y, al socaire de Heidegger, la universaliza como modo de ser, como existenciario, propulsando la sustitución del giro epistemológico por el ontológico en la hermenéutica. El historicismo eunuco, que exige del historiador el olvido épico de sí por mor de la máxima objetividad de la investigación, se mueve dentro de un cartesianismo latente, cuya duda metódica ha arrumbado con la tradición por representar un escollo en el camino al conocimiento, mientras que Gadamer la transforma en la fuente de la verdad25. La enorme repercusión de ese hito dejó en barbecho durante un breve tiempo el liderazgo del método. Pero hace ya casi 40 años se constituyó, impulsado por Theodor Schieder y Reinhard Wittram, un grupo de estudio sobre «Teoría de la historia» que discutió problemas nucleares26: objetividad y parcialidad, procesos históricos, teoría y narración en la historia, formas de la historiografía, método histórico, parte y todo..., 24 Cfr. O. Christin (dir.), Dictionnaire des concepts nomades des sciences humaines, París, Éditions Métailié, 2010. Ernst Müller hará alusión a este tema en su contribución sobre Historia Conceptual interdisciplinar, pues es uno de los objetivos (si bien prefiere hablar de «transferencias» o «traslaciones», en lugar de conceptos migratorios) del centro berlinés en el que investiga, el cual no prioriza los conceptos como resultado de procesos de universalización, sino como efecto de transferencias en las fronteras entre disciplinas, culturas y el lenguaje cotidiano. 25 Cfr. H. G. Gadamer, Verdad y método, trad. de A. Agut y R. de Agapito, Salamanca, Sígueme, 1991, págs. 344-353. 26 El quinto encuentro del grupo de estudios «Teoría de la historia», fundado en 1972, se dedicó al «método histórico». En este foro Koselleck dio en 1984 su importante conferencia «Cambio de experiencia y cambio de método. Un apunte histórico-antropológico» (en R. Koselleck, Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia, trad. de D. Innerarity, Barcelona, Paidós, 2001, págs. 43-92; véase Ch. Meier, «Vom Nutzen der Niederlage für den Historiker. Ein Gespräch», en Zeitschrift für Ideengeschichte, VI/1, 2012, págs. 17-31). Koselleck ha confesado el impacto de Hannah Arendt (por tanto, no solo de Carl Schmitt) en su planteamiento, ya en el libro que brotó de su tesis doctoral. Ángel Prior aborda en el capítulo 8 de este volumen que introducimos, la conexión entre conceptos y experiencias en la pensadora judía. A su análisis del totalitarismo en términos de cristalización le subyace un tipo de experiencia tipificada como alienación del mundo, que se encuentra a la base del diagnóstico de la modernidad de la autora y desde la que es posible apreciar su peculiar vinculación crítica con la historia de las ideas y su refutación de las filosofías de la historia y de la noción de proceso con que identifica el concepto moderno de historia (cfr. S. L. Hoffmann, «Zur Anthropologie geschichtlicher Erfahrungen bei Reinhart Koselleck und Hannah Arendt», en H. Joas y Pe. Vogt [eds.], Begriffene Geschichte. Beiträge zum Werk Reinhart Kosellecks, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 2011, págs. 171-204).

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tópicos afectados por la marea hermenéutica. En Francia, por iniciativa de Jacques Le Goff y Pierre Nora, se desató una discusión similar. La indigencia teórica de la ciencia histórica ha devenido una suerte de perogrullada, si bien han cambiado su contexto y su dinámica: por un lado, el debate se ha internacionalizado; por otro, hoy ya no existe una posición hegemónica incontestable (una «Gran Teoría»). A causa de esta inseguridad teórica general —que contrasta con un ingente flujo de referencias cruzadas— se nos antoja fructífero tender puentes entre la historia y la filosofía con miras a la elaboración de una teoría histórica mínima. La Histórica fue la alternativa de Koselleck. Las tensiones y fricciones entre historia y sistema no son nuevas —a ellas aludiremos en nuestro próximo epígrafe—. Aunque la moderna historiografía se ha delimitado tanto respecto de la filosofía como de la literatura, hasta ahora no ha podido clarificar definitivamente sus lazos ni con la teoría ni con la narración. También cabe constatar una tendencia contraria, en la medida en que se propugna volver a cerrar al menos parcialmente el abismo entre la filosofía de la historia y la ciencia histórica (Heinz Dieter Kittsteiner, Johannes Rohbeck)27. En lugar de sobre «objetividad y parcialidad», como todavía ocurría en los años 70 del siglo XX, se interroga hoy a menudo sobre la pretensión de verdad o la susceptibilidad de ser verdad de las investigaciones históricas, con motivo de la desafiante tesis de que la historiografía es solo un ejercicio literario, lo cual ha contribuido indirectamente a despertar el prurito de autoría entre los historiadores, que delata la erupción de biografías y autobiografías28. A pesar del insoslayable papel de la ficción y la retórica en la historia, Koselleck enfatiza el derecho de veto de las fuentes, el derecho de indagar los «hechos» y de formular un informe lo más fiel posible a la verdad. Ninguna epistemología puede persuadirnos de que la realidad se agota en el lenguaje. La mediación lingüística no significa que todo es solo texto: Auschwitz no fue ningún discurso. Reducir el genocidio a texto equivale a relativizarlo —junto a las propias vivencias, sus polémicas con Gadamer y H. White están en el trasfondo de su contundencia29.

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Si se supone que la tarea de los historiadores y sobre todo de los filósofos no es describir la historia como un hecho de la realidad objetiva, sino darle un sentido, es menester penetrar con rigor ese sentido. Las recientes teorías del discurso y las narratologías suelen centrarse exclusivamente en el sentido de la interpretación, mientras que el sentido de la acción está programáticamente excluido, al igual que también está excluido el referente de la narración, lo que complica la distinción entre la historia real y la ficción. En la filosofía de la historia prima asimismo el sentido de la interpretación de la narración. Sin embargo, Johannes Rohbeck, en su aportación a este libro, propone dirigir la atención hacia el sentido de la acción. No se trata tanto de sustituir simplemente el sentido de la interpretación por el sentido de la acción, sino de mediar entre ambos, esto es, de destacar su interdependencia. 28 Giovanna Pinna analizará más adelante este fenómeno, si bien en los dominios filosóficos. Ya hay revistas e instituciones que han convertido la biografía en su eje temático (por ejemplo, BIOS – Zeitschrift für Biographieforschung, Oral History und Lebensverlaufsanalysen, el Institut für Geschichte und Biographie de la Fern Universität Hagen y el Ludwig Boltzmann Institut für Geschichte und Theorie der Biographie de Viena). Dilthey le dio un innegable impulso, en la teoría y en la praxis, a esta investigación que ahora experimenta un nuevo auge, jaleado por la mercadotecnia. 29 Cfr. R. Koselleck Y H. G. Gadamer, Historia y hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1997 (3.ª edición de 2006); Introducción de H. White a R. Koselleck, The practice of conceptual history: timing history, spacing concepts, Stanford (CA), Stanford University Press, 2002; Introducción de Koselleck a la edición alemana de H. White, Auch Klio dichtet oder: Die Fiktion des Faktischen, Stuttgart, Klett-Cotta, 1986.

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El horror al vacío dejado por el fin oficial de los «grandes metarrelatos» no se ha atenuado con esa desaforada eclosión de virajes culturales que mencionábamos antes, la mayoría de los cuales son redundantes y estériles desde el punto de vista cognoscitivo. Además, han aflorado en los últimos años nuevas categorías históricas fundamentales y ganado una insólita robustez algunas ya establecidas (catástrofe, sostenibilidad, autodeterminación, federalismo...), frente a la astenia y languidez del repertorio tradicional bajo la férula de la de progreso. Cobran, sin embargo, creciente protagonismo los cambios en la experiencia del «tiempo», que inciden tanto en la lógica de la investigación como en la de la exposición. La aportación original de F. Braudel en el siglo XX a la semántica de los tiempos históricos, con el descubrimiento de sus tres niveles: la «larga duración» de las estructuras, la coyuntura y el espumoso y evanescente acontecimiento, que sitúa en los extremos de la escala la estabilidad y el instante, ha franqueado el paso a una sugerente estratigrafía temporal en Koselleck, que fluctúa entre la repetición y la unicidad30, y que tan buenos réditos le está dando a la sociología de la aceleración y de la «modernidad líquida»31. A menudo los enemigos de la Historia Conceptual la tachan de recaer en el historicismo, olvidando que, paradójicamente, fue la crisis del historicismo su caldo de cultivo. Tras la Segunda Contienda Mundial consiguió adaptarse a la sociedad moderna y liberal de la posguerra mediante un reciclaje tanto del método como de los contenidos. En esta fase el punto de arranque ya no sería la percepción de una crisis superable por un reforzamiento de la autoconciencia germana, sino la certeza de haber vivido una hecatombe espiritual y moral. La meta de Koselleck, por ejemplo, ya no es coadyuvar a una transfiguración redentora del pueblo alemán (como aún ocurre más o menos sutilmente en Otto Brunner y Theodor Conze), sino el control semasiológico del uso actual del lenguaje y la crítica de las ideologías. Esta visión se basó en la convicción de que los conceptos ya no son reductibles a un núcleo esencial unitario, sino que almacenan una plétora de significados, incluso contradictorios, una pluralidad de diferentes estratos semánticos que pueden coexistir entre sí. La historia intelectual, en su formato de Historia Conceptual, no ha perdido lustre a pesar de sus agoreros. Su vitalidad era destacada por Ernst Müller en un reciente artículo, donde sostenía su irrefragable efecto retardado32, que se traduce en el incremento de foros (ibero-ideas, Forum für Begriffsgeschichte de Berlín, el History of Political and Social Concepts Group) y revistas —a las clásicas, no obstante la juventud de algunas de ellas, Archiv für Begriffsgeschichte, Journal of History of Ideas, Zeitschrift für Ideengeschichte, Contributions to the History of Concepts, Res publica, Prismas. Revista de Historia Intelectual, se han unido revistas electrónicas: E-Journal Forum Interdisziplinäre Begriffsgeschichte del Centro de Investigación Literaria y 30

U. Raulffs, Der unsichtbare Augenblick. Zeitkonzepte in der Geschichte, Gotinga, Wallstein Verlag,

1999. 31

Podemos remitir a Hartmut Rosa, Paul Virilio, Zygmunt Bauman, Gilles Lipovetski, Hans Ulrich Gumbrecht... Falko Schmieder aborda este tema en el capítulo 5 de nuestro libro. 32 E. Müller, «Verspätete Wirkung. Reinhart Kosellecks Begriffsgeschichte international», en Trajekte, 23, 2011, págs. 22-25. En estos momentos hay en marcha en este país dos proyectos de investigación sobre Historia Conceptual, el dirigido por Javier Fernández Sebastián en el País Vasco y el que coordinamos desde Valencia.

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Cultural de Berlín y Ariadna Histórica. Lenguajes, conceptos, metáforas, patrocinada por el equipo de Javier Fernández Sebastián.

2. HISTORIA DE LA FILOSOFÍA E HISTORIA CONCEPTUAL No se nos escapan los riesgos que este compromiso lleva aparejados para la filosofía y la historia de la filosofía. Por eso no los orillamos en este volumen. No hemos buscado la unanimidad, sino resueltamente la falta de la misma, conscientes, enseñanza que debemos a Lessing, de que solo el diálogo y la disputa —eficaz bálsamo contra la cháchara— anticipan y constituyen una tensión productiva, puesto que «el placer de una cacería vale siempre más que la captura, y la falta de unanimidad que surge meramente del hecho de que cada cual atienda a la Verdad en un sitio distinto, es unanimidad en lo principal y es la más rica fuente de esa mutua estima sobre la cual, únicamente, construyen su amistad los hombres de veras»33. Nos interesa más la unanimidad de la búsqueda, la cual no cancela la investigación multidireccional y polémica, que la del hallazgo34. Varias controversias subyacen a algunas contribuciones a este libro, se deslizan entre líneas o son expuestas con fórmulas perspicuas: plausibilidad de una Historia Conceptual para el Mundo antiguo (Juan de Dios Bares y Salvador Mas), mitología de las doctrinas como virtud o vicio historiográfico, contextualismo versus textualismo (Enrique Bocardo y Antonio Lastra), naufragio del estatuto filosófico de una historia de la filosofía arrastrada por la corriente de la Historia Conceptual (Ives Radrizzani y Ernst Müller), presentismo versus historicismo (Johannes Rohbeck y Elena Cantarino)... Esos debates ignoran las aduanas nacionales, si bien se pone el acento en diferentes aspectos, según los espacios idiomáticos. En Francia ha habido varios frentes abiertos: una historia con un sello más histórico frente a una más filosófica (Henri Gouhier y Étienne Gilson), filosofía frente a filología (Pierre Aubenque y Jacques Brunschwig), historia de la razón frente a philosophia perennis (Yves Charles Zarka, Collège de Philosophie)... En Italia ha habido dos flancos principales: historia ideológica e historia filosófica (el grupo de Padua ha sido muy combativo). En Alemania se produjeron cismas entre la metaforología y la Historia Conceptual (Hans Blumenberg y la Escuela de Joachim Ritter), entre la hermenéutica y la Histórica (Gadamer y Koselleck), entre la historia de los conceptos y la historia social (Koselleck y H. U. Wehler), entre la semántica histórica y la semántica social (Koselleck y Rolf Reichardt)... En el mundo anglosajón entre la Escuela de Cambridge y la de Leo Strauss... Pero el fuego cruzado ha burlado fronteras: Koselleck no ha rehuido la historia de los discursos de J. G. A. Pocock ni a Michel Foucault35 (a través de Dietrich Busse), ni Y. Ch. Zarka a 33

G. E. Lessing, La educación del género humano, en ídem, Escritos filosóficos y teológicos, trad. de A. Andreu, Madrid, Ed. Nacional, 1982 (reed., Barcelona, Anthropos, 1990), pág. 590. 34 En Cómo los antiguos se imaginaban a la muerte leemos: «Pero, dicen, ¡la verdad gana así tan pocas veces! ¿Tan pocas veces? Aunque no se hubiese establecido la verdad nunca mediante polémicas, jamás hubo polémica en que no saliera ganando la verdad. La polémica alimentó el espíritu de prueba, mantuvo en incesante excitación a los prejuicios y a los prestigios; en una palabra, impidió que la falsedad acicalada se aposentara en el lugar de la verdad» (en G. E. Lessing, La ilustración y la muerte: dos tratados, trad. de A. Andreu, Madrid, Debate, 1992, págs. 2-3). 35 El texto de Gaetano Rametta se centra en la noción de «arqueología» de Foucault, para mostrar cómo es susceptible de ser entreverada de manera fecunda con la perspectiva de Koselleck. Su ensayo evidencia

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Q. Skinner, ni este a Gadamer, ni el mencionado Gumbrecht (con un innegable estilo americano, a pesar de su formación germánica) a Carsten Dutt (albacea de la gran figura de Bielefeld)... En España alboreó un interés paralelo en este enfoque entre historiadores del pensamiento político e historiadores de la filosofía, que, aun sin nunca confluir en un mismo curso, se han afanado en lograr cauces de colaboración y en aumentar su respectivo caudal teórico-práctico36. El artículo del adalid de la corriente historiográfica, Javier Fernández Sebastián, en el libro que introducimos, así lo acredita. Sin duda, se puede resaltar, incluso con el don profético de Casandra, lo que pierde la filosofía y su historia bajo la égida de una Historia Conceptual, inicialmente uncida a la historia social37. Pero, purgada de burdos historicismos y sociologismos, preferimos peraltar las ganancias. ¿Se puede entender la Doctrina de la Ciencia de Fichte sin la Revolución francesa, o los Discursos a la nación alemana sin las invasiones napoleónicas? Lo que obviamente no equivale a destilar su significado mediante un alambique histórico o sociológico, ni que estos reduccionismos difuminen la faz del cosmos de la filosofía y la historia de la filosofía, hasta borrarla. Uno de los hiatos entre la primera (R. Eucken, R. Eisler, E. Rothacker...) y la segunda generación (Gadamer, Ritter, Marquard...) de los historiadores conceptuales consiste precisamente en que, mientras aquella convierte la Historia Conceptual en un mero medio auxiliar y subalterno de la filosofía38, esta la erige solemnemente en filosofía39. El propio Koselleck fue denostado en su gremio por sus veleidades filosóficas40. A veces se radicaliza de el carácter más radical de la posición foucaultiana tanto respecto a la tradición de la history of ideas de raigambre anglosajona, como respecto a la reflexión sobre la Historia Conceptual en términos de Histórica. Esta última corre el riesgo, de hecho, de traicionar las propias premisas metodológicas de la Begriffsgeschichte, recayendo en una nueva filosofía trascendental metahistórica. De los afectos entre Koselleck y el filósofo francés, además del importante libro de D. Busse, al que aludiremos más adelante, se ha ocupado últimamente Gabriel Motzkin, «Über den Begriff der geschichtlichen (Dis-)Kontinuität: Reinhart Kosellecks Konstrucción der Sattelzeit», en H. Joas y P. Vogt (eds.), ob. cit., págs. 319-338. 36 Aunque es cierto que no hemos participado en los diccionarios que ha generado iberconceptos, sí nos hemos prodigado en la reflexión sobre las premisas heurísticas y el método, y esa cooperación ha sido muy fructífera: F. Oncina (coord.), «Teoría y Práctica de la Historia Conceptual», en Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política, Madrid, 37, 2007; J. Fernández (ed.), Political Concepts and Time. New Approaches to Conceptual History, Santander, McGraw Hill y Cantabria University Press, 2011; J. Fernández y G. Capellán (eds.), Lenguaje, tiempo y modernidad. Ensayos de historia conceptual, Santiago de Chile, Globo Editores, 2011. 37 Según Zarka, «si se aplicase esta perspectiva [de la historia de los conceptos] a la historia de la filosofía, se vería que no hay razón alguna para darle un estatuto particular. [...] Dicho de otro modo, desde este punto de vista, perderíamos a la vez toda la singularidad de la filosofía y de la historia de la filosofía» (en C. Zarka, «Que nous importe l’histoire de la philosophie?», ídem [dir.], Comment écrire l’histoire de la philosophie?, París, PUF, 2001, pág. 24). 38 En 1927 Rothacker, en la Revista alemana cuatrimestral para la ciencia literaria y la historia del espíritu, escribió un artículo defendiendo que la Historia Conceptual era uno de los «medios auxiliares del estudio filosófico» («Hilfsmittel des philosophischen Studiums», en Deutsche Vierteljahrsschrift für Literaturwissenschaft und Geistesgeschichte, V, 1927, págs. 766-791). 39 Así reza el elocuente título de un artículo de Gadamer: «La historia del concepto como filosofía», en Archiv für Begriffsgeschichte, 14, 1970, págs. 137-151 (ed. cast. en H. G. Gadamer, Verdad y método II, Salamanca, Sígueme, 1992, págs.81-93). 40 Cfr. F. Oncina, «Necrológica del outsider Reinhart Koselleck: el historiador “pensante” y las polémicas de los historiadores», en Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política, 37, 2007, págs. 35-61. Tanto la historia social tradicional (Conze y Brunner) como la crítica (Wehler y Kocka) rebajaban el rango de la Historia Conceptual al de ser una aproximación meramente subsidiaria de aquella. La negativa de Koselleck a tal devaluación lo alejó de una y de otra.

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una manera gratuitamente patética el dilema entre historia y filosofía (o de sus alias), que pretende contrarrestarse mediante un pueril purismo autorreferencial o dramatizando las amenazas de contaminación o desnaturalización. No existe un discurso filosófico químicamente puro. Es más bien una aleación, en la que no todos los componentes poseen los mismos quilates. Ciertamente, forma parte de la quintaesencia de la filosofía, sin menoscabo de su propia especificidad, que sea objeto de una consideración histórica. Pero mientras que algunos ven en el engarce con la semántica histórica, con el lenguaje y el contexto socio-político, un desguace de la filosofía, estamos convencidos de que, en lugar de debilitarla, la refuerza; en lugar de jibarizarla hasta hacerla desaparecer engullida por otras disciplinas hegemónicas, amplía, cuantitativa y cualitativamente, su horizonte temático y metodológico. Procuraremos avalar esta tesis con más argumentos. El Journal of the History of Ideas de A. O. Lovejoy, aún en circulación, nació como una tentativa de superación de la angosta especialización41. Su alegato en favor de la interdisciplinariedad bordea, sin embargo, el mero inventario enciclopédico, la simple erudición, además de cohonestar la subordinación de la historia de la filosofía a la historia de las ideas42. Este planteamiento evoca la distinción realizada por el francés Martial Guéroult entre un orden filosófico y un orden histórico de los problemas43. En el último se realzan las explicaciones externas (por ejemplo, psicológicas, sociológicas...); en el primero las internas (la articulación lógica de los sistemas). Esa dicotomía interno-externo fue introducida por Émile Bréhier44. El historiador interno reconstruye lo que es obra de la razón en su desarrollo, al margen de cualquier factor causal. El externo persigue explicaciones causales en sentido estricto, esto es, explicaciones allende el hecho filosófico, que den cuenta de su desenvolvimiento histórico. La filosofía aparece entonces como el efecto de causas sociológicas, psicológicas o económicas. Ninguno de los extremos de la dicotomía es aceptable: la perspectiva externa por la ausencia de paridad entre el efecto a explicar y la causa supuestamente explicativa, y la interna por caer en un apriorismo desaforado. Bréhier opta por la historia crítica, que no indaga causas externas, sino más bien fuentes e influencias que permitan rastrear el continuum histórico. Fernando Montero señaló algunas dificultades de esta alternativa45, reinterpretando esa tríada (historia interna, externa y crítica) al trasluz de la fenomenología, y teniendo en cuenta tres aspectos: el mundo histórico, las actividades humanas y el mundo vivido. El primero se descubre como el mundo cultural, el de la pluralidad de las valoraciones humanas. El segundo estriba en las 41 Cfr. A. O. Lovejoy, «Reflections on the History of Ideas», en Journal of the History of Ideas, 1 (1940), pág. 5; ídem, La gran cadena del ser. Historia de una idea, trad. de A. Desmonts, Barcelona, Icaria, 1983 (especialmente el primer capítulo). 42 P. O. Kristeller mantiene, por el contrario, que se trata de dos disciplinas separadas, aunque con métodos comunes y puntos de contacto ocasionales. Propugna encoger la historia de la filosofía, equiparándola a la discusión meramente técnica (cfr. P. O. Kristeller, «History of Philosophy and History of Ideas», en Journal of the History of Philosophy, 2, 1964, pág.13). La historia de las ideas proporcionaría el contexto intelectual y cultural que ayudaría a descifrar determinadas ideas filosóficas. 43 Cfr. M. Guéroult, «The History of Philosophy as a philosophical problem», en The Monist, 53, 1969, págs. 563-587. 44 Cfr. E. Bréhier, «La causalité en histoire de la philosophie», en Theorie, 4, 1938, págs. 97-116; ídem, La philosophie et son passé, París, PUF, 1949. 45 Cfr. F. Montero, «La historicidad de la filosofía», en AA.VV., La filosofía presocrática, Valencia, Universidad de Valencia, 1978, págs. 26-36.

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funciones primordiales de la subjetividad. El tercero es el momento de la alteridad respecto al anterior y ofrece los enigmas que las operaciones de la subjetividad deben desentrañar conceptualmente. El acceso al mundo de la vida solo cabe hacerlo mediante la incorporación al mundo histórico, que deja de residir extramuros de la filosofía46. Por nuestra parte, no estamos seguros de que esta tripartición esclarezca los lazos tanto entre filosofía e historia de la filosofía como entre texto y contexto. Últimamente, el criticismo (esta vuelta a Kant no implica una rehabilitación del neokantismo) ha servido de venero de una historia filosófica de la filosofía. Kant mismo no se refiere tanto a la historia de la filosofía como a la historia de la razón47, en absoluto ajena al sistema, pero, a diferencia de Hegel, rehúye el narcisismo especulativo: Una representación histórica de la filosofía narra pues cómo y en qué orden se ha filosofado hasta ahora. [...]. Una historia filosófica de la filosofía no es posible a su vez de manera histórica o empírica, sino racional, es decir, a priori. Pues, aunque establezca facta de la razón, no los toma prestados de la narración histórica, sino que los extrae de la naturaleza de la razón humana a título de arqueología filosófica48.

El alcance de esta posición fue subrayado, aunque con un despliegue discutible, por el Collège de Philosophie49. Zarka, en sus embates contra la Historia Conceptual, habla igualmente como portavoz de la historia filosófica de la filosofía. Lo que une a ambos, con fuertes disonancias entre sí, es su asedio al sesgo historicista. La historia de la razón no es sino una penetración en la lógica de la dialéctica, en el divagar de la metafísica para adentrarse en el camino seguro de la ciencia. Pero su errancia no es en vano y se troca en una vía de autoconocimiento. A pesar de sus denuedos, la razón nunca podrá librarse de la dialéctica como su compañera de viaje50. Tal destino impide la clausura de la historia, porque ni siquiera el criticismo se conci-

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«Al apelar al mundo vivido como origen de la auténtica problematicidad filosófica hemos introducido un criterio de valoración, pues hemos sugerido nuestra preferencia por los sistemas que se organizan a partir de una rigurosa vinculación entre el orden empírico y la actividad humana teórica o práctica. [...]. Todo esto significa que vamos a convertirnos de alguna manera en jueces del pasado histórico de la filosofía» (en ibíd., págs. 43-44). 47 «Este título [historia de la razón] figura aquí únicamente para designar un lugar que queda en el sistema y que tendrá que ser llenado en el futuro. Me limito a pasar, desde un punto de vista meramente trascendental, esto es, partiendo de la naturaleza de la razón pura, una breve revista a la totalidad de las elaboraciones producidas hasta ahora, totalidad que evidentemente se presenta ante mis ojos como un edificio, pero solo en ruinas» (en I. Kant, Crítica de la razón pura, A 852 B 880). 48 Ídem, Los Progresos de la Metafísica desde Leibniz y Wolff, Madrid, Tecnos, 1987, pág. 158. 49 «al menos desde Kant, la historia de la filosofía se convirtió en un problema filosófico como testifica la brillante “Historia de la razón pura” que cierra la primera Crítica; y que desde entonces, especialmente Hegel y Heidegger, cada uno en su propio estilo, han prolongado ese esfuerzo por dar a la historia de la filosofía su dimensión auténticamente filosófica». A esta tentativa de inspiración kantiana la denomina A. Renaut «historia filosófica de la filosofía» (en A. Renaut, La era del individuo. Contribución a una historia de la subjetividad [1989], Barcelona, Destino, 1993, págs.13-14). Entre nosotros, autores como Félix Duque o José Luis Villacañas han sabido rentabilizar magistralmente estas ideas germinales kantianas. 50 «Pues siempre ha habido y seguirá habiendo en el mundo alguna metafísica, pero con ella se encontrará también una dialéctica de la razón pura que le es natural. El primero y más importante asunto de la filosofía consiste en cortar de una vez por todas el perjudicial influjo de la metafísica, taponando la fuente de los errores» (en I. Kant, Crítica de la razón pura, B XXXI).

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be a sí mismo como un non plus ultra, como la etapa cenital51. Autoconocimiento es irremisiblemente pérdida de ilusiones, porque la distancia entre idea y fenómeno es insalvable. De ahí que el auténtico título del artículo programático de Luc Ferry y Alain Renaut «Retorno a Kant», una suerte de manifiesto del Collège de Philosophie, sea «Ciencia e ilusión (o ideología)»52. La voracidad inquisitiva de la razón choca con nuevos fenómenos, ininteligibles mediante su catálogo categorial, y el afán de iluminarlos le lleva a sondear alternativas. La heterogeneidad inextirpable entre los conceptos humanos y lo real supone el extrañamiento entre la razón y sus plasmaciones. En dicción fichteana, son los propios productos del Yo los que acaban tornándose el más opaco No-Yo. Pero, dada su finitud, el hombre, solo procesualmente, en la historia, conquista cuotas de transparencia de sus proyectos, consigue aproximar asintóticamente las intenciones y sus realizaciones, Yo y No-Yo. Historicidad y reflexión, resistencia y esfuerzo, se retroalimentan. Cada experiencia tiene su a priori. La plétora de lo real necesita, como su condición de posibilidad, una trama categorial y conceptual, pero se resiste a su colonización subjetiva. La historicidad es la vocación de la filosofía de aprehender conceptualmente una realidad permeable a múltiples pretensiones de sentido, un mundo siempre inconmensurable con nuestras previsiones racionales. Estas ideas resuenan en la Histórica de Koselleck. Un acicate para el Collège de Philosophie fue la crisis de la enseñanza de la filosofía en el país vecino alrededor de 196853. En esos años imperan dos dictámenes sobre la situación: el oficial de las autoridades académicas y el de la generación que entró en escena hacia 1960, la cual preconiza una renovación jaleada por la cruzada contra el sujeto, y cuya plataforma metodológica es el estructuralismo. Uno protesta en nombre de la philosophia perennis contra toda tentación de abatimiento filosófico, el otro proclama en nombre de la muerte de la filosofía la necesidad de «pensamientos inauditos». Pero la perspectiva de un «fin de la filosofía» no condena necesariamente la actividad filosófica como tal, ni la del historiador de la filosofía. Esto puede acreditarse mediante tres representaciones de este «fin», arraigadas en los tres modelos de

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Cfr. H. Blumenberg, La inquietud que atraviesa el río, trad. de J. Vigil con la colaboración de M. García, Barcelona, Península, 1992, pág. 176. 52 L. Ferry y A. Renaut, Système et critique: Essais sur la critique de la raison dans la philosophie contemporaine, Bruselas, Ousia, 1984 (2.ª edición de 1992), págs. 156-177. 53 Los miembros más destacados del Collège de Philosophie, Alain Renaut y Luc Ferry, son los autores, a dúo, en solitario o en colaboración con otros especialistas adscritos a ese proyecto, de un gran número de escritos tanto programáticos como históricos: «Qu’est-ce qu’une critique de la raison?», en Esprit, abril de 1982; «Philosopher après la fin de la philosophie?», en Le débat, 28, 1984; Le système du droit. Philosophie et droit dans la pensée de Fichte, París, PUF, 1986; Philosophie et politique, I-III, París, 1986-88; 68-86. Itinéraires de l’individu, París, Gallimard, 1987; La pensée 68. Essai sur l’antihumanisme contemporain, París, Gallimard, 1988; Heidegger et les modernes, París, Grasset, 1988; L’ère de l’individu. Contribution à une histoire de la subjectivité, París, Gallimard, 1989; Homo Aestheticus. L’invention du goût à l’âge démocratique, París, 1990. Al menos en sus inicios, Alexis Philonenko fue un autor de culto. Con posterioridad algunos de los miembros más conspicuos de esta institución han derivado hacia planteamientos contemporizadores, popularizadores y hasta populistas. Concretamente, Ferry se ha prodigado con éxito en el género de los recetarios existenciales. Como suele recordar Reinhart Brandt, «el poder entontece» (R. Brandt, «La contienda de las facultades. Determinación racional y determinación ajena en la universidad kantiana», en F. Oncina [ed.], Filosofía para la Universidad, Filosofía contra la Universidad [De Kant a Nietzsche], Madrid, Dykinson, 2008, pág. 174).

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comprensión que la filosofía puede tener de sí misma. Una primera se deriva de la concepción hegeliana de la filosofía y de la historia de la filosofía: allí donde la filosofía es concebida como sistema del saber, su historia aparece como la sistematización progresiva de todas las determinaciones del pensamiento, aportando cada autor, desde la antigüedad griega, su contribución al edificio de la filosofía hasta su clausura, en la cual la verdad aparece como la totalidad de los momentos superados en su unilateralidad. Con el sistema hegeliano el proyecto de inteligibilidad integral de lo real alcanza su culminación en la difuminación de todo contraste entre lo real y lo racional. Una segunda representación es la heideggeriana. Para ella se trata de mostrar que lo descrito por Hegel como la victoria de la filosofía es su fracaso supremo, al olvidar, por mor de la identidad de lo real y de lo racional, la apertura al Ser como diferencia ontológica. Tal representación anima una multiplicidad de estrategias de prevención a través de las cuales «toda nuestra época, bien sea por la lógica o por la epistemología, bien sea por Marx o por Nietzsche, intenta escapar a Hegel»54 y reencontrar un acceso a lo «impensado», a lo «otro» que el concepto habría procurado en vano conducir a lo «mismo». Una tercera representación del fin de la filosofía sería el criticismo, una exploración no solo de los puntos de vista verdaderos, sino también de los falsos. ¿No resulta chocante querer reactivar una posición filosófica anterior a las otras dos figuras, hegeliana y heideggeriana? La convicción de que la historia de la filosofía sigue una evolución lineal (sea como progreso, sea como declive) testimonia las dificultades que tiene la filosofía para liberarse de los postulados historicistas. Difícilmente puede considerarse superado un modo de proceder que es capaz de pensar como una antinomia el enfrentamiento de los dos protagonistas principales de su presunta superación: la tesis (dogmática) de una sumisión integral de lo real y de la historia al principio de razón suficiente, y la antítesis (escéptica) de una renuencia absoluta de lo real y de la historia a dejarse tratar según las categorías de la identidad. Si la filosofía está agotada o al menos tocada en cuanto producción de sistemas, el autismo, el repliegue sobre sí misma, amenaza su supervivencia. No puede más que abrirse a su otro —sea a diversas disciplinas del saber, sea a la realidad histórica—. La solución crítica de la antinomia apuntaría a disolver una ilusión dominante en el seno de las Humanidades: la filosofía (en este caso en su decantación política) estaría esencialmente preocupada por cuestiones normativas, mientras que la actividad científica se caracterizaría por la exigencia de neutralidad. Semejante estatuto de la filosofía, según el cual imaginaría lo ideal, mientras la ciencia trabaja con hechos, no se compadece con los grandes clásicos. La reflexión filosófica que, de Grocio a Hegel, se interroga sobre el derecho natural, no es una mera meditación sobre lo ideal; atiende más bien a lo que, en la esfera política, es descriptible a priori (por ejemplo, las diversas modalidades de relación entre sociedad y Estado), lo que no se confunde, en absoluto, con lo normativo. Para Koselleck la pregunta por las condiciones de posibilidad de las historias (la ambrosía de la Histórica) tampoco equivale a su normativización. Luego puede resultar fecundo engastar una Historia Conceptual en una historia de la filosofía. Esas sinergias ya han sido examinadas55. La Historia Conceptual filosófi54

M. Foucault, El orden del discurso (1970), trad. de A. González, Barcelona, Tusquets, 1987, pág. 58. Cfr. H. G. Meier, «Begriffsgeschichte», en Historisches Wörterbuch der Philosophie, vol. I, Basilea, Schwabe, 1971, págs. 788-808; G. Scholz, «Begriffsgeschichte als historische Philosophie und philosophische Historie», en H. Joas y P. Vogt (eds.), ob. cit., págs. 264-287. 55

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ca (habitualmente se distingue de una variante historiográfica, distinción que no siempre respetamos) se entiende a sí misma como un instrumento metódico autónomo para la teoría filosófica. Mas no pretende ser un sucedáneo de la filosofía ni una mera propedéutica filosófica, ni una filología erudita de la terminología especializada. Entre sus promotores, y pioneros en su aprovechamiento para la historia de la filosofía, destacan E. Rothacker (Bonn) y Gadamer (Heidelberg). Otro epicentro de la Historia Conceptual, en su entrelazamiento con la historia de la filosofía, fue Münster. Dos figuras descuellan en este sentido, Hermann Lübbe —curtido en la Escuela de Ritter, a la que también deberíamos adscribir a K. Gründer, O. Marquard y R. Spaemann, muy activos en su labor histórico-conceptual— y Hans Blumenberg. El primero señala dos tareas de la Historia Conceptual, una subsidiaria y otra principal. La subsidiaria entra en acción en casos excepcionales (menciona el ejemplo del concepto de «dialéctica» tras la Primera Guerra Mundial), a saber, cuando se constata un empleo hiperinflacionario de un término filosófico. Es entonces cuando le corresponde «intervenir corrigiendo, a fin de tornar el concepto otra vez practicable», restaurando continuidades quebradas en el uso filosófico del lenguaje y creando obligaciones de índole definicional. Lo anterior lo logra «en la medida en que a través del trabajo histórico de su génesis recomienda fijarlo preeminentemente a aquella definición que está acreditada por la plausibilidad y coherencia de dicha génesis». La principal «presupone que los conceptos no son magnitudes eternas atemporales, sino momentos de contextos categoriales que cambian»56. Los conceptos son «esquemas de orientación y de acción para la praxis y la teoría». La historia de la filosofía, en tanto Historia Conceptual, es aquella que no solo se atiene a los «conceptos centrales de la antigua tradición como “dialéctica”, “razón”, “teoría”, etc.», sino que siente una especial predilección por aquellos conceptos mediante los cuales la filosofía, como lucha espiritual, se implica en la praxis de la vida. De esta manera le confiere una ulterior función: mostrar cómo ciertos conceptos en ciertas situaciones intensifican no tanto la capacidad teórica de la razón, como la disposición de la voluntad a comprometerse y adoptar una postura en el plano ideal-político. Ciertos conceptos se han vuelto significativos en la historia de la filosofía menos por su fuerza de manifestación de la realidad, que por la provocación para la formación de frentes idealpolíticos57. En 1960 Blumenberg sostenía en un célebre artículo, «Paradigmas para una metaforología», que esta era una metodología al servicio de la historia de los conceptos. En un trabajo posterior, «Vista panorámica sobre la teoría de la inconceptuabilidad» (Ausblick auf die Theorie der Unbegrifflichkeit) (1979), matizó su inicial declaración: Desde entonces [1960] no ha cambiado nada en la función de la metaforología, si acaso en su referente; ante todo, porque hay que concebir la metáfora como un caso especial de la inconceptuabilidad. La metafórica no se considera ya prioritariamente como esfera rectora de concepciones teóricas aún provisionales, como ámbito preli56 H. Lübbe, Säkularisierung. Geschichte eines ideenpolitischen Begriffs, Friburgo/Múnich, Karl Alber, 1965, págs. 14,15-16; «Begriffsgeschichte als dialektischer Prozess», en ídem, Die Aufdringlichkeit der Geschichte. Herausforderungen der Moderne vom Historismus bis zum Nationalsozialismus, Graz/Viena/ Colonia, 1989, pág. 82. 57 Ídem, Säkularisierung. Geschichte eines ideenpolitischen Begriffs, ed. cit., págs. 16-22; «Philosophiegeschichte als Philosophie. Zu Kants Philosophiegeschichtsphilosophie», en Einsichten. Gerhard Krüger zum 60. Geburtstag, Fráncfot del Meno, 1962, págs. 204-229.

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minar a la formación de conceptos, como recurso en la situación de un lenguaje especializado aún sin consolidar. Al contrario, se considera una modalidad auténtica de comprensión de conexiones que no puede circunscribirse al limitado núcleo de la «metáfora absoluta». Incluso esta se definía ante todo por su no disponibilidad «a ser sustituida por predicados reales» en el mismo plano del lenguaje. Podría decirse que se ha invertido la dirección de la mirada: esta no se refiere ya ante todo a la constitución de lo conceptuable, sino además a las conexiones hacia atrás con el mundo de la vida, en cuanto sostén motivacional constante de toda teoría, aunque no siempre se tiene presente. Si ya hemos de reconocer que no podemos esperar de la ciencia la verdad, querríamos saber al menos por qué motivo queríamos saber algo cuyo saber va ligado a la desilusión. En este sentido las metáforas son fósiles guía de un estado arcaico del proceso de la curiosidad teórica58.

Blumenberg ha marcado las diferencias con su anterior propuesta, lo que ha dado pábulo a un rifirrafe sobre la incompatibilidad entre metaforología e Historia Conceptual59. Invocando en los Paradigmas la lógica de la fantasía de Vico, frente a la mathesis universalis de Descartes, se interroga acerca de las condiciones de posibilidad bajo las cuales las metáforas pueden tener legitimidad en el lenguaje filosófico. Menciona dos alternativas. En primer lugar, las metáforas pueden ser «restos» en los respectivos estadios históricos del paso del mito al logos. La metaforología tendría aquí una función crítica, que «ha de descubrir, y transformar en piedra de escándalo, lo impropio del enunciado traslaticio». Desde la posición cartesiana toda Historia Conceptual tendría solo este valor crítico-destructivo en el marco del proceso de «remoción de la carga multi-opaca de la tradición». En segundo lugar, cita como filosóficamente legítimas las «metáforas absolutas», «elementos fundamentales» del lenguaje irreductibles a predicados lógicos. Si el destino de aquellas consiste en ser reemplazadas por el concepto una vez sometidas a un tratamiento definicional riguroso, el de estas no es el de consumirse ni el de consumarse en el concepto. En suma, la metaforología en 1960 sería, en tanto que «fijación y análisis de su función enunciativa, conceptualmente irresoluble... una pieza esencial de la historia conceptual (en este tan amplio sentido del término)». De esta forma se demostraría como inviable el programa cartesiano de la «teleología de la logicización». Una nueva descripción del nexo de lógos y fantasía debería conducir a «tomar el ámbito de la fantasía no solo como sustrato para las transformaciones en la esfera de lo conceptual —en donde, por así decirlo, pueda ser elaborado y transformado elemento tras elemento, hasta que se agote el depósito de imágenes—, sino como una esfera catalizadora en la que desde luego el mundo conceptual se enriquece de continuo, pero sin por ello modificar y consumir esa reserva fundacional de existencias»60. En estos últimos años Blumenberg ha ganado una insólita pujanza, al igual que su metaforología, en buena (o mala) lid con la Historia Conceptual. Incluso han aparecido ya 58 H. Blumenberg, Schiffbruch mit Zuschauer, Suhrkamp, 1993 (4.ª edición), pág. 77. Apareció una versión castellana de dicho apéndice, «Aproximación a una teoría de la inconceptuabilidad», en Revista de Occidente, núm. 132, 1992, págs. 5-6, luego incluida en la traducción del libro: Naufragio con espectador, Madrid, Visor, 1995. 59 Cfr. A. Haverkamp y D. Mende, Metaphorologie. Zur Praxis von Theorie, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 2009. 60 H. Blumenberg, Paradigmen zu einer Metaphorologie, en Archiv für Begriffsgeschichte, 6, 1960, págs. 7-10. Trad. cast.: ídem, Paradigmas para una metaforología, trad. de J. Pérez, Madrid, Trotta, 2003, págs. 42-45.

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diccionarios de metáforas61. Lo inconceptuable es un receptáculo dúctil que acoge en su seno no solo lo metafórico, sino también lo mítico, lo inconsciente y lo onírico, lo inexpresable, lo anecdótico... Este autor es, además, el gozne entre el giro lingüístico y el icónico, entre el pensar en conceptos y el pensar en imágenes. Como presidente de la comisión para la investigación en el campo de la Historia Conceptual impulsada por la Deutsche Forschungsgemeinschaft (DFG) en los años 50, Gadamer procura clarificar «importantes conceptos fundamentales de la filosofía y las ciencias en intercambio entre los representantes de las ciencias particulares y la filosofía»62. Pero de facto es reprobado por colegas (Blumenberg destacará entre sus detractores) y la propia DFG a causa del desempeño pro domo sua del cargo durante una década (1956-1966), del escaso rigor —Gadamer recurre al eufemismo de «improvisación»— y del perfil bajo que le imprime a la comisión, que en absoluto cumple las tareas que había asumido ni las expectativas que había despertado63. No obstante, la experiencia no parece haber sido en balde. Cuatro años después de disuelta esa aventura, ve la luz un artículo suyo de 1970, ya aludido, con un título elocuente: La historia del concepto como filosofía, cuya tesis rima con la de Verdad y método (1960): el «drama pavoroso de la filosofía» consiste en «el esfuerzo constante de búsqueda lingüística o, para decirlo más patéticamente, un constante padecer de penuria lingüística»64. Le reconoce a la historia del problema del neokantismo el mérito de «conjurar los peligros de una relativización historicista de todo pensamiento filosófico», pero alberga un «momento dogmático» al presuponer irreflexivamente la identidad supratemporal del problema y contribuir al entumecimiento de los llamados conceptos químicamente puros de la terminología filosófica académica. Por el contrario, el programa de una Historia Conceptual filosófica estriba en «seguir un movimiento que siempre rebasa el uso lingüístico ordinario y desliga la dirección semántica de las palabras de su ámbito de empleo originario, ampliando o delimitando, comparando y distinguiendo», y de esta manera no se pretende solo ilustrar históricamente algunos conceptos, sino «renovar el vigor del pensamiento que se manifiesta en los puntos de fractura del lenguaje filosófico que delatan el esfuerzo del concepto. Esas “fracturas” en las que se quiebra en cierto modo la relación entre palabra y concepto, y los vocablos cotidianos se reconvierten artificialmente en nuevos términos conceptuales, constituyen la auténtica legitimación de la historia del concepto como filosofía». La Historia Conceptual orea y recicla la jerga filosófíca y concede siempre de nuevo una segunda oportunidad: «La aportación de la historia del concepto consiste en liberar la expresión filosófica de la rigidez escolástica y recuperarla para la virtualidad del discurso», tal como enseñan los diálogos platónicos65.

61 R. Konersmann (ed.), Wörterbuch der philosophischen Metaphern, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 2007. Esas indómitas metáforas absolutas han recibido otras denominaciones: metáforas radicales (Ernst Cassirer), metáforas vivas (Paul Ricoeur)... En contra de sus reticencias programáticas, los dos grandes macrodiccionarios, el de Ritter y el de Koselleck, mostraron ante determinadas metáforas alguna porosidad, aunque ciertamente restringida. 62 H. G. Gadamer, Arbeitbericht der Senatskommission für Begriffsgeschichte bei der Deutschen Forschungsgemeinschaft, en Archiv für Begriffsgeschichte, 9, 1964, pág. 7. 63 Estos detalles están expuestos sobriamente en el mencionado artículo de Margarita Kranz (cfr. nuestra nota 6). 64 H. G. Gadamer, Verdad y método II, ed. cit., pág. 87. 65 Ibíd., págs. 85-86, 92-93. Una nueva toma de posición la encontramos en su artículo «La historia conceptual y el lenguaje de la filosofía» (Die Begriffsgeschichte und die Sprache der Philosophie), en Klei-

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Si bien Gadamer halló en la filosofía antigua el vergel de la Historia Conceptual, su discípulo en Heidelberg, Reinhart Koselleck, dirigió su mirada a la Modernidad. Aunque su deuda con la hermenéutica es manifiesta, el propio Koselleck quiso realizar su ajuste de cuentas tanto con Ser y tiempo —crucial, sin embargo, para la definitiva liberación del lastre ora dogmático, ora relativista, de la historia de los problemas, de la historia del espíritu y de la doxografía66— como con Verdad y método. La Histórica no se reduce a un método ni a una suerte de filología para historiadores, sino que es la «doctrina de las condiciones de la historias posibles» —historia en una doble acepción: sucesión y nexo de acontecimientos, así como su exposición67—. Tales categorías trascendentales (hay un mayor aire de familia con Kant que con Droysen) no se agotan en el lenguaje. Si la Histórica capta las condiciones de las historias posibles, remite a procesos a largo plazo que no están contenidos en ningún texto en cuanto tal, sino que más bien provocan textos. Esa empresa está imbuida de un interés que trasciende con mucho el trabajo de campo de una de las «pirámides espirituales», por usar el símil despectivo de Gumbrecht: el monumental diccionario Conceptos históricos fundamentales68, editado por O. Brunner, W. Conze y R. Koselleck. Koselleck confiesa explícitamente que la Historia Conceptual brota de una reflexión sobre las historias de los conceptos, sobre el trabajo de campo conceptual, sobre la praxis de investigación que ha conducido a la edición del diccionario que se hace eco del ocaso del Mundo Antiguo y el despuntar del Moderno69. Aunque con anterioridad hemos ido deslizando algunos detalles sobre la metodología, delimitándola respecto de otros enfoques vigentes70, enumeraremos ahora ordenadamente sus cinco pilares: 1) La crítica histórica o crítica de las fuentes: trata de elucidar los conceptos relevantes social o políticamente que se usan en cada momento, y para ello recurre

ne Schriften IV. Variationen, Tubinga, 1977, págs. 1-16. A este propósito es útil la contribución de Cristina García Santos, en F. Oncina, Teorías y Prácticas de la Historia Conceptual, ed. cit., págs. 57-84. Sin duda, su alejamiento del neokantismo y de la Geistesgeschichte diltheyana fue propiciada por su progresivo acercamiento a Heidegger. 66 Véase en particular el epígrafe § 6 de Ser y tiempo. 67 R. Koselleck y H. G. Gadamer, Historia y Hermenéutica, ed. cit., pág. 11. Nos referimos a una conferencia conmemorativa del 85 cumpleaños de Gadamer. El acto tuvo lugar el 16 de febrero de 1985 en la Academia de las Ciencias de Heidelberg. Es obvia nuestra deuda con José Luis Villacañas y especialmente con el trabajo común que invertimos en la edición e introducción de esa conferencia, muy importante para estas páginas. En el capítulo redactado por Juan de Dios Bares en el libro que ahora prologamos se reconoce que, aunque la centralidad que Koselleck le atribuye a la Modernidad lastra en cierto modo sus observaciones sobre el Mundo Antiguo, otros autores muy próximos al anterior, como Ch. Meier, emplean las herramientas proporcionadas por la Begriffsgeschichte en el marco de un estudio de la evolución de los conceptos en el cosmos griego que va más allá de desvelar su papel propedéutico respecto a los conceptos en nuestra contemporaneidad. Salvador Mas se muestra más receloso en lo concerniente a la utilidad de la Historia Conceptual para la comprensión de la Antigüedad. 68 Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, Klett-Cotta, Stuttgart, 1990-1997. 69 Cfr. R. Koselleck, Futuro pasado (FP) (1979), trad. de N. Smilg, Barcelona, Paidós, 1993, pág. 205. Remitiremos a esta edición, aunque sin atenernos literalmente a su traducción. La Introducción al primer volumen del Léxico [1972] ha sido vertida al castellano en el monográfico dedicado a Koselleck en la Revista Anthropos, 223, 2009, págs. 92-105 —la citaremos mediante la abreviatura IGG. 70 FP, 106-107, 113; IGG, 99.

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a la par a contenidos lingüísticos y extralingüísticos. No están ausentes las típicas cuestiones pragmáticas sobre el cui bono, intenciones, contextos, destinatarios...71 No se comprende por tanto la inquina con que la Escuela de Cambridge denuncia un déficit de pragmática, pues Koselleck suscribiría a pies juntillas la afirmación de Quentin Skinner de que es imposible escribir una historia de los conceptos, sino solo de sus usos. Este primer pilar parece privilegiar el análisis sincrónico: «hay que investigar los conflictos políticos y sociales del pasado en el medio de la limitación conceptual de su época y en la autocomprensión del uso del lenguaje que hicieron las partes interesadas en el pasado». Esta «exigencia metódica mínima»72, tachada de anticuado historicismo por sus adversarios, primordialmente por sus colegas de Bielefeld73 alineados con la historia social crítica para desmarcarse de la tradicional, apuntala la conciencia de que la realidad pretérita solo puede estudiarse con rigor si los historiadores recuperan las significaciones de los conceptos empleados efectivamente por los actores del período investigado. Sin duda, así desea neutralizar el efecto contaminante del anacronismo, del traslado irreflexivo de conceptos actuales, vinculados a nuestro tiempo, al análisis del pasado74. Recrea lo que la Escuela de Cambridge denomina la «falacia del presentismo» o la mitología de la prolepsis. 2) El principio diacrónico: la Historia Conceptual traduce antiguos contenidos de palabras a nuestra comprensión lingüística actual, va de una averiguación de significados pretéritos al establecimiento de esos significados para nosotros. Tras el primer paso en la investigación, circunscrito sincrónicamente a las fuentes, se desligan en un segundo paso de su contexto situacional original, realizando un seguimiento de sus significados a través del tiempo. Se rastrea, merced a la divisa diacrónica, el currículum de un concepto más allá del momento de su gestación y de su acuñador. Solo las pesquisas sobre la permanencia, el cambio o la novedad de los significados de un concepto, de sus estratos semánticos, pueden dejar ver la duración, las transformaciones o la innovación de estructuras o circunstancias. Un concepto es una formación con diversas capas semánticas oriundas de distintas épocas. Por eso a veces la describe como la contemporaneidad de lo no contemporáneo. En ese conglomerado pueden hibernar significados, entrar en estado de latencia. Pero los estratos más profundos (los más antiguos) no quedan definitivamente sepultados, sino que pueden eventualmente ejercer presión sobre los superiores, más recientes, e incluso, como si de una erupción volcánica se tratase, salir de nuevo a la superficie y ganar protagonismo en la semántica de un período posterior o actual.

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FP, 112-113; IGG, 99-100. FP, 111. 73 Las querellas con su colega H. U. Wehler, quien declara en 1979 que tan exangüe enfoque «ya a medio plazo conducirá al callejón sin salida historicista», han sido continuas (Ch. Dipper, «Die “Geschichtlichen Grundbegriffe”. Von der Begriffsgeschichte zur Theorie der historischen Zeiten», en Historische Zeitschrift, 270, 2000, págs. 282-283). Esta degradación es injusta y el propio Koselleck ha precisado a menudo que a lo sumo él profesa un «historicismo reflexivo» («Begriffsgeschichte, Sozialgeschichte, begriffene Geschichte. Reinhart Koselleck im Gespräch mit Christof Dipper», en Neue politische Literatur, 43, 1998, pág.188). 74 FP, 112-113. 72

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3) La combinación entre onomasiología —que atiende a todas las designaciones referidas a un estado de cosas determinado— y semasiología —que atiende a todos los significados de un término—, entre sinonimia y polisemia75. 4) La diferencia entre palabra y concepto: los conceptos penden de una palabra, pero no toda palabra es un concepto político o social, que desborda los confines de aquella. Los unos son polisémicos, equívocos, indefinibles, concentran muchos contenidos significativos y agavillan una multiplicidad de experiencias históricas acontecidas y posibles. Las otras son unívocas y sus significados pueden determinarse exactamente mediante definiciones76. Los conceptos poseen un rostro jánico; son índices y factores. Por un lado, captan contenidos políticos y sociales, son descriptores o indicadores de los contextos que engloban. Por otro, son propulsores o creadores de experiencias posibles; registran experiencias pasadas y promueven nuevos horizontes futuros. Luego destacan por su alcance teórico-práctico, por su potencial heurístico y movilizador de la praxis, cognoscitivo y productivo, formulan un diagnóstico y un pronóstico. 5) La historia se plasma y se deposita en conceptos. Se interesa por la convergencia, no la identidad, entre historia y concepto, pues la tensión entre uso lingüístico y contexto es incancelable y difiere en cada ocasión. Como corolario de esta panoplia de ingredientes recalca que a la Historia Conceptual le es inherente una ambición teórica, que rebasa el marco de la historia de los conceptos y de su metodología. La Historia Conceptual va allende una mera sistematización o adición de datos extraídos de fuentes; es una historia temporal de los conceptos77, en cuyo núcleo anida la frontera y el cruce entre pasado y futuro, entre unicidad y repetibilidad. Esa bicefalia de los conceptos, su carácter anfibio, a horcajadas sobre la experiencia y la expectativa, sobre el recuerdo y la esperanza, esto es, su orientación restrospectiva y sus miras prospectivas, permite que su potencial lingüístico vaya más allá del fenómeno particular que designa, y por lo tanto más allá de la singularidad de los acontecimientos históricos puntuales. Los conceptos no solo testimonian la unicidad de los significados pasados, sino que albergan posibilidades estructurales. No solo abarcan, en el plano de los acontecimientos, estados de cosas, contextos y procesos pretéritos, sino que, en el plano del conocimiento, se convierten en categorías formales como condiciones de la historia posible, son conceptos con pretensión de permanencia, es decir, susceptibles de un uso repetible y de cumplimentación empírica78. Las reminiscencias kantianas, trascendentales, son claras. Un concepto incorpora experiencias habidas y apunta a expectativas por colmar. Registra a la vez que propulsa: «Un concepto no es solo indicador de los contextos que engloba; también es un factor suyo. Con cada concepto se establecen determinados horizontes, pero también límites para la experiencia posible y para la teoría pensable»79. En él se superponen varias capas, y el análisis de su sedimentación permite localizar la primicia y la antigualla, aquilatar el grado de correspondencia o desviación entre un 75 76 77 78 79

FP, 119; IGG, 101. FP, 116-117; IGG, 101-102. IGG, 98-99, 105. FP, 123-124. FP, 118.

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cuadro histórico objetivo y las visiones subjetivas coetáneas, y entre estas y las nuestras. Esta peculiar estratigrafía —según otra feliz metáfora del propio autor (Zeitschichten)— nos enseña que el tempo de los conceptos no es, sin embargo, el de las estructuras sociales, sino que contienen diversos estratos temporales con diferentes velocidades de cambio. Por eso la Historia Conceptual afronta la duración y mutación de los primeros y las segundas. Por la importancia del contexto podría parecer que está más cerca de la historia del pensamiento político desarrollada por Skinner y Pocock80 que de la History of ideas de Lovejoy. Skinner reivindica vehementemente la rentabilidad de la historia de la filosofía para obtener una perspectiva más crítica acerca de nuestras convicciones actuales, frente a un enfoque ortodoxo, para el que «la historia de la filosofía es “relevante” solo si podemos utilizarla como un espejo que nos devuelva reflejadas nuestras propias creencias y supuestos»81. Su giro contextual se propone no malversar las ideas de nuestros predecesores por una torpe ilusión de cercanía con los autores pretéritos, fomentada muchas veces por los espejismos que produce acceder a ellos en una lengua familiar. Al empapar bien los textos en su propio contexto cultural, podemos esperar comprender lo que querían decir a sus contemporáneos, recuperar las intenciones (sus actos ilocucionarios) y, por ende, lo que dichos textos realizaron o pretendieron realizar en el momento en que se produjeron, pues este viraje es digno heredero del iniciado por Wittgenstein y Austin. Una de las quimeras historiográficas que con más vigor ha combatido, son esas ideas que se presentan desgajadas de un contexto82 y, por tanto, listas para aplicarse indiscriminadamente (la «idea de Estado», por ejemplo, que lo mismo parece aludir a la polis clásica que al aparato gubernamental prusiano). Entre todos los críticos de la Historia Conceptual, Koselleck83 destaca la perspicacia de Rolf Reichardt, quien sentencia que el lexicón Geschichtliche Grundbegriffe sigue haciendo historia del espíritu (Geistesgeschichte) tradicional, privilegiando los textos de los clásicos y la cultura de las élites, mientras que Reichardt considera que, para mostrar las transformaciones reales en la sociedad, hay otras fuentes más concluyentes —desde actas notariales a expresiones simbólicas o visuales—. Además, entiende que la larga extensión temporal en que se analizan los conceptos en el Diccionario, desde la Antigüedad a la Edad Moderna, hace más difícil trazar sus cambios y precisar cómo se utilizaban estos conceptos por todas las formaciones sociales rele-

80 Cfr. M. Richter, «Pocock, Skinner and the Geschichtliche Grundbegriffe», en History and Theory, 29, 1990, págs. 38-70; K. Palonen, Die Entzauberung der Begriffe. Das Umschreiben der politischen Begriffe bei Quentin Skinner und Reinhart Koselleck, Münster, LIT, 2004. 81 Q. Skinner, «La idea de libertad negativa: perspectivas filosóficas e históricas», en R. Rorty, J. B. Schneewind, Q. Skinner (comp.), La filosofía en la historia. Ensayos de historiografía de la filosofía, trad. de E. Sinnott, Barcelona, Paidós, 1990, págs. 238-239. 82 La meta del citado Lovejoy es reconstruir la evolución de las unit-ideas, buscar la continuidad de estos elementos a lo largo de distintas épocas y en distintos campos del conocimiento (cfr. A. Lovejoy, «Reflections on the History of Ideas», en Journal of the History of Ideas, 1, 1940, págs. 22-23; ídem, La gran cadena del ser [1936], Barcelona, Icaria, 1983, págs. 10 y sigs.). 83 Véase la entrada «Historia Conceptual» (Begriffsgeschichte) que el propio autor preparó para el Lexikon Geschichtswissenschaft. Hundert Grundbegriffe, Stuttgart, Reclam, 2002, págs. 40-44. (Trad. cast.: R. Koselleck, Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social, trad. de L. Fernández, Madrid, Trotta, 2012, págs. 45-48.)

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vantes en cada período84. De esta manera, es menester introducir unas exigencias mínimas en el programa: atención a textos pragmáticos escogidos de modo reflexivo (hasta ahora marginados por la prioridad concedida a los textos teóricos y normativos de las fuentes), consideración de la situación histórica de la comunicación en cada caso y análisis de campos semánticos en lugar de una sobrecarga de ciertos conceptos aislados artificialmente85. Hemos intentado mostrar someramente que ni de facto ni de iure, esto es, ni genealógica ni doctrinalmente, existe hostilidad u hostigamiento entre la Historia Conceptual y la historia de la filosofía y que ambas pueden operar simbióticamente. Ha habido una fecundación recíproca desde el mismo momento en que se gestó institucional e intelectualmente la Historia Conceptual —algunos de cuyos jalones hemos glosado—. Luego no ha mancillado la especificidad de la historia de la filosofía ni ha usurpado su autonomía, y constituye una teoría y una praxis multiformes enriquecedoras, siquiera en el caso de Koselleck, sometidas a un ejercicio de evolución reflexiva y autocrítica. En suma, si apostamos por una Historia Conceptual comprehensiva, no como una metodología excluyente ni siquiera como un dechado de perfección, ello obedece a los siguientes motivos: a) Analiza los textos no solo de las grandes lumbreras, sino otros muchos materiales de distinto nivel de elaboración y abstracción. La historia intelectual no puede reducirse a un paseo por las cimas. En este sentido rima sin estridencias con la investigación de las constelaciones inspirada en D. Henrich. Representa un revulsivo metódico, en la medida en que ha facilitado nuevos objetos de investigación y géneros de fuentes. La Historia Conceptual no se angosta al ceñirse a una historia de conceptos, sino que la desborda y desemboca en una empresa teórica más vasta, la Histórica. b) Promueve un escrutinio de los tiempos históricos, de nuestro vademécum cronológico, que puede fungir de crítica ideológica de nuevas formas de mixtificación y de alienación. La desincronización entre las diversas esferas (economía real y especulativa, economía financiera y política democrática, economía y ecología) es un hoy un problema lacerante. Asistimos a una lucha entre universos desacompasados, a un encono entre aventajados y rezagados. Tenemos frente a frente, y sincrónicamente, sociedades modernas y otras tradicionales, culturas vanguardistas y otras atávicas, la contemporaneidad de lo no contemporáneo, en cuyos intersticios se ha enquistado una violencia potencial. En consecuencia, puede ser de enorme provecho para las ciencias sociales. c) Su focalización en la Modernidad no la limita a un mero protocolo de los mojones conceptuales que han acompañado su alumbramiento y maduración, sino que emite un veredicto sobre sus derroteros y se presta a enderezar su curso y reparar sus déficits. Luego supone una discusión con la Modernidad, porque produce relatos sobre la era moderna y galvaniza la polémica en torno a su legitimidad (Blumenberg, C. Schmitt,

84 R. Reichardt y E. Schmitt, Handbuch politisch-sozialer Grundbegriffe in Frankreich 1680-1820 (Manual de conceptos político-sociales fundamentales en Francia 1680-1820), Múnich, R. Oldenbourg, 1985; R. Reichardt, «Zur Geschichte politisch-sozialer Begriffe in Frankreich zwischen Absolutismus und Restauration», en Zeitschrift für Literaturwissenschaft und Linguistik, 47, 1982, págs. 49-74. 85 Cfr. D. Busse, Historische Semantik. Analyse eines Programms, Stuttgart, Klett-Cotta, 1987. Reichardt lo ha recibido con alborozo, tal como delata su entusiasta reseña en Zeitschrift für historische Forschung, XVIII/3, 1991, págs. 351-353.

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K. Löwith) y porque debate sobre la crisis del historicismo como uno de sus nudos gordianos: aquí entran en liza el principio de conservación de Gadamer, el proyecto de optimización de Koselleck, el teorema de compensación de la Escuela de Ritter, la tradición republicana o maquiaveliana de Skinner y Pocock... Es una contribución a la autoconciencia de las Ciencias del Espíritu impulsada por Dilthey con miras a un historicismo reflexivo capaz de superar tanto el ideal de objetividad de cuño rankiano, como la halitosis antihistoricista de entreguerras y ha propiciado un saber, permeable al giro lingüístico y al icónico, sobre los estrechos lazos entre cambios socio-políticos y cambios semánticos e iconográficos. El «trabajo del concepto» permite evitar o aligerar el anacronismo. Al considerarlo a la par indicador y factor, invita al diálogo interdisciplinar. Esa apertura a otros saberes era igualmente reclamada desde la historia filosófica de la razón, en la medida en que ella examina los productos culturales y esferas de acción en que se ha desplegado. Historia Conceptual e historia filosófica de la filosofía ponen énfasis en los momentos de incertidumbre y de crisis, en los cuales alcanzan su máxima cota las antinomias y los conflictos de intereses, y se eleva la tensión entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa de los conceptos, catalizando una renovación intelectual creativa, pero sin fatuidad, porque no remedian la sequía de grandes filosofías que padecemos hoy. Renaut se distancia nítidamente de una historia historicista (historienne ou historicisante) —¡con qué laxitud se emplea este adjetivo con voluntad de desprestigiar!—, empeñada en la reconstrucción lo más fielmente posible de las filosofías del pasado, porque adolece de una serie de inconvenientes: 1) La labor filosófica es, según ella, la pura reconstitución de lo que ha sido pensado y parte de la premisa de que la filosofía ha terminado su recorrido. Pensar ya no es sino haber pensado. La única tarea filosófica concebible consiste en recorrer de nuevo esta historia para apropiársela mejor. Luego deriva el tema del fin de la filosofía hacia el de su muerte, tornándose la filosofía una suerte de palacio deshabitado, cuyos tesoros se visitan, pero en el que no cabe esperar ya nada nuevo ni mejor (lo que no equivale a mezclar novedad con progreso). El repliegue exclusivamente histórico precipita la clausura de la filosofía. 2) Coadyuva al aplanamiento del devenir de la filosofía, identificada con una galería de obras maestras estimables solo por el placer más o menos vivo que procura al historiador su frecuentación. Semejante estetización de nuestra relación con las filosofías tiende a marginar la cuestión de su conexión con nuestras inquietudes. A la historia filosófica se le objeta una deformación e instrumentalización de la historia de la filosofía, ya que las ideas son explotadas y puestas al servicio de intereses intelectuales exógenos. He ahí una paradoja: la condición misma de la probidad histórica es la aptitud del historiador de la filosofía para neutralizar sus propios intereses, esto es, que sea filosóficamente desinteresado, lo menos filósofo posible, lo menos comprometido. La historia de la filosofía erigiría en condición de la objetividad histórica la división del trabajo entre el historiador y el filósofo, con los consiguientes efectos perversos de esta cesura, tanto profesionales —el historiador se separa de la creación y de las demandas filosóficas de su tiempo, y el filósofo se figura estar por encima o, en todo caso, a distancia de un conocimiento de los grandes sistemas por considerarlo ajeno a su actividad genuina de pensador— como sociales —el descrédito de los dos estamen[35]

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tos por el absurdo desdoblamiento de la antigua figura del filósofo en la del intelectual (forzosamente mediático) y la del universitario (necesariamente retirado de toda presencia pública), en dos personajes olvidadizos de su ascendencia común. El discurso público pierde todo anclaje auténtico en el saber y el discurso sabio toda existencia pública, insensible al espíritu de los tiempos. Especialmente en el tramo postrero de su vida y obra, Koselleck se sintió a menudo obligado a saltar a la palestra y a hacer un uso público de la razón histórica. Fue su vocación científica la que despertó y atizó su vocación política. 3) En la reivindicación historicista de neutralidad y de desinterés filosófico hay mucha candidez epistemológica, lo que delata que la historia de la filosofía continúa presa de una ilusión positivista consistente en creer que el historiador puede restituir los hechos tal como ocurrieron. Hoy sabemos que el historiador, en cuanto ser histórico, estudia su pasado poniéndolo en perspectiva a partir del presente y que eso, lejos de generar distorsiones inaceptables impuestas al objeto, constituye la condición misma del trabajo histórico. Justamente por la renovación del presente, nos son siempre priorizados los momentos del pasado que debemos explorar. No en balde se forjó Koselleck en las aporías del historicismo que afloró en Verdad y método el urbanizador de la provincia heideggeriana. La filosofía crítica de la historia de la filosofía, consciente de su dimensión interpretativa, persigue desbrozar un núcleo de inteligibilidad, apoyándose en las fuentes —el catedrático de Bielefeld dirá que ellas tienen un «derecho de veto»— pero exenta de la ingenua pretensión de reponer con exactitud este o aquel corpus86. Al igual que en el caso de Koselleck, sondea un problema hermenéutico pero no a costa de la crítica (ideológica), sino haciéndolas mellizas. Zarka (que no comulga con los derroteros del Collège de Philosophie, aunque existe una concordancia siquiera nominal) también arremete contra la visión historicista de la historia de la filosofía, de la que mana la ideología del contexto87, una suerte de especie invasora que amenaza el contenido presuntamente autóctono de la filosofía. Según el profesor francés, la historia de la filosofía no puede ser fagocitada por la historia de los conceptos, y ha de aferrarse a la par a la historicidad y a la transhistoricidad de la obra filosófica. La historiografía filosófica considera tres registros a la vez distintos y solidarios: la enunciación (la restitución de las condiciones históricas de elaboración de un texto), el enunciado (el texto) y el objeto de la enunciación (lo que da que pensar en lo dicho o escrito). Por consiguiente, adquiere el estatuto de una interpretación crítica que anuda tres aspectos. El primero recobra la historicidad del texto relacionando el enunciado con la enunciación, esto es, con las condiciones del contexto (socio-político y lingüístico-semántico) donde el texto ha sido elaborado. 86

Cfr. A. Renaut, «Pour une histoire critique de la philosophie», en Les Études philosophiques, núm. 4, 1999, págs. 511-519; L. Ferry y A. Renaut, «Université et système. Réflexions sur les théories de l’Université dans l’idéalisme allemand», en Archives de Philosophie, 42, 1979, págs. 59-90; L. Ferry, J. P. Pesron y A. Renaut, «Présentation» a Philosophies de l’Université. L’idéalisme allemand et la question de l’Université, París, Payot, 1979, págs. 9-40; A. Renaut, Les Révolutions de l’Université, París, Calmann-Lévy, 1995. 87 Tal ideología tiene tres presupuestos: a) la separación entre filosofía e historia de la filosofía, la cual dependería únicamente de la disciplina histórica y, por tanto, nada tendría de filosófica; b) un desplazamiento del lugar de la significación del texto, que se sitúa en el contexto en que aparece; c) el contexto es más fácil de conocer que el texto, pues, mientras que aquel depende de datos fácticos, este debe ser siempre interpretado.

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El segundo restaura el interés del texto, es decir, el contenido exacto de los enunciados en sus condiciones materiales filológicas y semánticas (el establecimiento del texto a través del dispositivo lingüístico-conceptual). El tercero rescata su sentido filosófico al exhibir el objeto que el texto ofrece como motivo de cavilación. Zarka concluye que «la restitución de un carácter filosófico de la historia de la filosofía permite dar cuenta de su actualidad..., pero una actualidad en un sentido más profundo, la actualidad de lo que está en acto, de lo que trata no de un modo efímero, sino que imprime su forma al pasado así como al presente y que hace que nos interesemos todavía en un pensamiento del pasado»88. La Historia Conceptual es más compleja, densa y solvente de lo que sugieren sus agoreros (que van desde la historia social crítica —Wehler— hasta la historia filosófica de la filosofía —Zarka, Collège—, sin olvidar a recientes apóstatas —Gumbrecht—), que repiten la salmodia de que esa estrategia se ha adentrado en el callejón sin salida historicista. Acaso confunden Historia Conceptual con historias de los conceptos, tal como han sido redactadas algunas entradas en los famosos diccionarios. Así, se le ha objetado que se ciñera exclusivamente a la semántica, esto es, su incuria respecto a la pragmática del lenguaje, o su desdén por el giro icónico al alzaprimar el lingüístico. Pero ya en todos los documentos programáticos de Koselleck (cuya versión, ciertamente enmendada con otras aportaciones, nos ha servido de cuaderno de bitácora) se pone énfasis en la relevancia de la pragmática para penetrar el significado de un concepto, y no solo a una edad provecta, sino en su bisoñez académica se prodigó de una manera precursora en la iconología política89. La Historia Conceptual no fue nunca la meta de su pensamiento, un fin en sí misma, sino un medio, una propedéutica para la Histórica90, «una forma de reflexión teórica sobre la ruptura radical con la tradición que ha hecho saltar por los aires pasado y futuro», la cual concita una función cognoscitiva, práctica y predictiva, puesto que recaba experiencias históricas con miras a hacerlas rentables para la acción política futura y para un arte del pronóstico. No solo es productiva empíricamente para análisis históricos y para formular los correspondientes enunciados sobre el pasado; antes bien, puede hacerlo también sobre el porvenir, y espolea una meditación sobre nuestra gramática temporal91. Por último, quisiéramos manifestar nuestro agradecimiento a todas aquellas personas e instituciones merced a cuya generosa intercesión hemos podido mandar a las prensas estos materiales. Entre las segundas, amén de la Subdirección de Proyectos de Investigación del Ministerio de Economía y Competitividad, deseamos destacar las ayudas de nuestra Universidad (Vicerrectorado de Investigación y Política Científica, 88

Zarka, ob. cit., págs. 32-33. Recordemos el título de uno de los volúmenes de Koselleck aparecidos póstumamente (lo eligió Carsten Dutt inspirándose en las notas y grabaciones que dejó el historiador): Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social, ed. cit.. En su madurez fue profesor visitante en la Warburg-Haus de Hamburgo, donde se fajó con la vanguardia de la iconografía política (Martin Warnke). De estas cuestiones nos hemos ocupado prolijamente en nuestra Introducción a: R. Koselleck. Modernidad, culto a la muerte y memoria nacional, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2011. 90 FP, 334. 91 Cfr. S. L. Hoffmann, «Was die Zukunft birgt. Über Reinhart Kosellecks Historik», en Merkur, 721, 2009, págs. 548-549. 89

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Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación y Departamento de Filosofía). El apoyo del Centro de Investigación Literaria y Cultural de Berlín merece nuestro explícito reconocimiento, al igual que los responsables de la editorial Biblioteca Nueva. Pero en una coyuntura en que las fuentes de financiación siempre son exiguas, el voluntarismo individual es indispensable. La dedicación y el esfuerzo ímprobo de Elena Cantarino, Nerea Miravet y Lorena Rivera, así como la colaboración de Héctor Vizcaíno, han compensado, compensan y compensarán esas carencias. Su diligencia y deferencia, su compromiso y tacto fueron alabados unánimemente y se han afanado para que el libro saliera a la luz en el plazo previsto.

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CAPÍTULO 1

Historia Conceptual interdisciplinar1-2 ERNST MÜLLER (Centro de Investigación Literaria y Cultural de Berlín)

1.1. TENDENCIAS ACTUALES EN LA INVESTIGACIÓN SOBRE HISTORIA CONCEPTUAL La Historia Conceptual no puede quejarse de falta de atención. Ha gozado de ella, sobre todo, aunque no exclusivamente, en el debate alemán, en el que se centra el texto que aquí sigue. En particular tras haberse concluido los grandes léxicos (por una parte el diccionario de los Conceptos históricos fundamentales. Léxico histórico del lenguaje político-social en Alemania de Koselleck3; y por otra los diccionarios histórico-conceptuales ligados a determinadas disciplinas, como el de Filosofía de Joachim Ritter4, los de Retórica5, Estética6, Música y también el de Biología)7 han apareci1 Esta contribución ha surgido en el marco del proyecto de investigación «Hacia una Historia conceptual comprehensiva: giros filosóficos y culturales» (FFI2011-24473) del Ministerio de Economía y Competitividad. 2 Traducción del alemán de Lorena Rivera León. Título original: «Interdisziplinäre Begriffsgeschichte». Agradezco a Faustino Oncina Coves, gran conocedor de la tradición de la Historia Conceptual, la inestimable ayuda prestada en la resolución de las dificultades más técnicas del texto. [N. de la T.]. 3 O. Brunner, W. Conze y R. Koselleck (eds.), Geschichtliche Grundbegriffe: Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, 9 tomos, Stuttgart, Klett-Cotta, 1972-1997. 4 J. Ritter, K. Gründer y G. Gabriel (eds.), Historisches Wörterbuch der Philosophie, 13 tomos, Basilea, Schwabel Verlag, 1971. 5 G. Ueding (ed.), Historisches Wörterbuch der Rhetorik, 11 tomos, Berlín, Walter de Gruyter, 19922014. 6 K. Barck, M. Fontius, D. Schlenstedt, B. Steinwachs y F. Wolfzettel (eds.), Ästhetische Grundbegriffe. Historisches Wörterbuch in sieben Bänden, 7 tomos, Stuttgart-Weimar, J. B. Metzler Verlag, 1992-2005. 7 G. Toepfer (ed.), Historisches Wörterbuch der Biologie. Geschichte und Theorie der biologischen Grundbegriffe, 3 tomos, Stuttgart-Weimar, J. B. Metzler Verlag, 2011.

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do en los últimos diez o quince años tantos artículos y libros como no los hubo nunca. Este éxito de la Historia Conceptual resulta todavía más notable si se tiene en cuenta que sus fundamentos metódicos siguen estando tan poco claros ahora como antes. Los protagonistas principales de la Historia Conceptual (desde Rudolf Eucken a finales del siglo XIX hasta Koselleck, pasando por los filósofos Rothacker y Joachim Ritter) estaban curiosamente de acuerdo en que lo que ellos hacían no era Historia Conceptual. Sin embargo, al mismo tiempo se dudaba constantemente de que una concentración de conceptos aislados fuese legítima. Williblad Steinmetz, discípulo de Koselleck, trazó al respecto ciertas distinciones de las que podemos partir también aquí: La Historia conceptual mantiene su legitimidad aun en su formato tradicional, a pesar de su concentración en puntos nodales, del cambio de significado diacrónico de las palabras tomadas aisladamente y de apoyarse en una base relativamente reducida de citas probatorias procedentes de léxicos y en otras fuentes dispersas extrapoladas en gran parte de la situación comunicativa y de los contextos en que se realiza la acción. No obstante, la Historia conceptual conserva eminentemente su legitimidad como un método auxiliar para la formulación de hipótesis sobre amplios procesos del cambio semántico. Así entendida —como subdisciplina de una Semántica histórica que atiende progresivamente a la investigación de campos semánticos más vastos, modelos oracionales y discursos o languages en el sentido de John Pocock y que tiene asimismo en cuenta las formas y situaciones de uso cambiantes— posee la Historia conceptual al viejo estilo su valor, puesto que es un método que lleva a resultados revisables de un modo relativamente rápido. La «Semántica histórica» se presenta por el contrario como una denominación apropiada de la disciplina de orden superior con el propósito de aglutinar todas las corrientes de la investigación que se ocupan de los procesos del cambio semántico en sentido lato8.

A continuación presentaré —con distinto grado de detalle y concentrándome principalmente en la vertiente alemana— seis tendencias de la investigación actual sobre la Historia Conceptual, para a continuación desarrollar exhaustivamente una séptima: el proyecto de una Historia Conceptual interdisciplinar impulsado desde el Zentrum für Literatur— und Kulturforschung Berlin (Centro de Investigación Literaria y Cultural de Berlín): a) Se observa actualmente una renovación de los fundamentos sistemáticos e históricos de la investigación en Historia Conceptual. Esto afecta tanto a la Historia Conceptual historiográfica que parte de Koselleck como a la filosófica y a la científica9.

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W. Steinmetz, «Vierzig Jahre Begriffsgeschichte — The State of the Art», en H. Kämper y L. M. Eichinger (eds.), Sprache — Kognition — Kultur. Sprache zwischen mentaler Struktur und kultureller Prägung (Institut für Deutsche Sprache, Jahrbuch 2007), Berlín/Nueva York, Walter de Gruyter, 2008, págs. 174-197. 9 En relación con Alemania se encuentra tanto la protohistoria (Friedrich Adolf Trendelenburg, Gustav Teichmüller) como la Historia Conceptual tras 1945. En el Archiv für Begriffsgeschichte no solo han aparecido una serie de antologías que reflejan retrospectivamente la investigación en Historia Conceptual, sino que además desde 2011 hay una nueva sección, «Materialen aus der Geschichte der Begriffsgeschichte», cfr. C. Bermes, U. Dierse y M. Erle (eds.), Archiv für Begriffsgeschichte, tomo 54, Hamburgo, Meiner Verlag, págs. 153-226.

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b) Se reconoce una internacionalización precisamente del enfoque koselleckiano de la Historia Conceptual10. Durante mucho tiempo la Historia Conceptual fue internacionalmente considerada como una senda estrictamente alemana, lo cual determinó también el disenso entre el campo lingüístico angloamericano, dominado por la Escuela de Cambridge y la escuela alemana de Historia Conceptual. Mientras que la Historia Conceptual de procedencia alemana resalta la estructura interna temporal y diacrónica de los conceptos y pone con ello el acento en el movimiento histórico propio de conceptos fundamentales que son específicos de una época y a los que siempre han de referirse los sujetos hablantes, la Escuela de Cambridge investiga en cambio, desde el punto de vista sincrónico, discursos en virtud de relaciones de fuerza y de poder, espacios de juego y alternativas de los sujetos que actúan como hablantes. No obstante, el litigio en torno a esta cuestión se ha apaciguado en los últimos años. Los ecos internacionales de la Historia Conceptual de corte koselleckiano apenas son apreciables hoy; y con la voz «historia de los conceptos» (history of concepts) se intenta armonizar el enfoque alemán y el angloamericano. El pragmatismo y el pluralismo prevalecen cuando hoy volvemos la mirada hacia las antiguas controversias entre las partes. La oposición entre Historia Conceptual e Historia discursiva se ha relativizado gracias a distintos enfoques. Las diversas propuestas institucionales y los proyectos de acción internacional a partir de estos temas —proyectos que por lo general pueden incluirse dentro de la Historia Conceptual— ofrecen un panorama tan amplio que apenas es abarcable de un solo vistazo (Italia, España, Países Escandinavos, Israel, Latinoamérica, congresos de los grupos internacionales sobre Historia Conceptual, revista Contributions to the history of concepts)11. c) La idea de repensar los Conceptos históricos fundamentales para el siglo XX y para las condiciones actuales, propia de discípulos de Koselleck e historiadores contemporáneos, quizá pueda ser considerada como el enfoque alemán más interesante dentro de la Historia Conceptual en el presente12. Aunque la propuesta no se limita a eso, pretende actualizar aquellos conceptos que en los Conceptos históricos fundamentales solo fueron tratados hasta mediados del siglo XX e incluye también el examen de nuevos conceptos fundamentales. No obstante, lo que les interesa particularmente a los historiadores en la tradición de Koselleck (aunque resulta al mismo tiempo controvertido entre el gremio de los historiadores) son lógicas generales: el hallazgo de Koselleck de que los conceptos mismos experimentan una temporalización. Interesante es el intento de tender un puente de unión entre la problemática político-social y los conceptos del saber. d) El debate más reciente no se ha ocupado tanto de ningún punto de partida programático como de la afirmación de que en los grandes diccionarios de Historia Conceptual (precisamente en el Diccionario histórico de la Filosofía de forma explícita) 10

Cfr. E. Müller, «Verspätete Wirkung. Reinhart Kosellecks Begriffsgeschichte international», Trajekte. Zeitschrift des Zentrums für Literatur— und Kulturforschung Berlin, núm. 23, año 12, octubre de 2011, págs. 22-25. 11 S. Rusinek y M. Pernau (eds.), Contributions to the History of Concepts, Nueva York/Oxford, Berghahn. Aquí se inscribe el European Conceptual History Project, que hace poco anunció una serie de libros editados por Michael Freeden, Diana Mishkova, Javier Fernández Sebastián, Willibald Steinmetz y Henrik Stenius. 12 Cfr. C. Geulen, «Plädoyer für eine Geschichte der Grundbegriffe des 20. Jahrhunderts», Zeithistorische Forschungen / Studies in Contemporary History, edición digital, 7/1, 2010 (http://www.zeithistorischeforschungen.de/site/40208995/Default.aspx, consultado el 20.5.2011).

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estarían enmascaradas las metáforas, especialmente las metáforas en el sentido de Blumenberg. Además del meritorio Diccionario de las metáforas filosóficas de Ralf Konersmann13, en el entorno del Diccionario histórico de la Filosofía se ha pensado en actualizar este último recogiendo las entradas metafóricas que se dejaron de lado en él en un Diccionario de metáforas (Metaphernlexikon) independiente (Petra Gehring, Lutz Danneberg etc.)14. En Dimensiones y fronteras de la Historia conceptual, que Hans Ulrich Gumbrecht escribió como una suerte de gesto de despedida de la Historia Conceptual, ve que el futuro está en la Historia de las metáforas, mientras que se refiere a los diccionarios, en cuya redacción él mismo había participado, como «testimonios monumentales de una época concluida de las Ciencias del espíritu» o «pirámides del espíritu» y constata una «mengua repentina» del entusiasmo por la Historia Conceptual en los años 9015. Según Gumbrecht la crítica está ligada a un cambio verdaderamente mistificador, que toma su fuerza de la Historia Conceptual. Él ve que el futuro está en la investigación sobre las metáforas porque aquí sale a la luz algo inefable, un susurro: la fascinación «de estar a la altura de realidades que pueden estar presentes en el lenguaje pero no de manera conceptual. Esto es —dicho de otro modo— el interés por el ser que no está completamente en el lenguaje porque no puede comprenderse del todo»16. La observación de que la Historia Conceptual se queda incompleta sin una Historia metafórica me parece correcta. Sin embargo, lo extraño aparece cuando la indeterminación de los conceptos solo queda referida al problema lingüístico y metafórico, pero no a lógicas comunicativas y sociales. Junto al problema metafórico hay otros problemas potenciales inadvertidos, pero relacionados con él. Las teorías de la inconceptuabilidad adolecen de estar generalmente pensadas como filosóficas y no como teórico-comunicativas, por lo que no se cuestiona tampoco a qué lógica del discurso y a qué función de uso sirven las transmisiones. Esto se le aplicaría también en algunos casos al prestigioso Hans Blumenberg, menos elogiado por sus trabajos históricocientíficos e histórico-conceptuales que por su —en último término muy vaga— teoría de la inconceptuabilidad. La filósofa Petra Gehring también le ha criticado al último Blumenberg que trabaje menos de forma analítica que sintetizadora y poética, así como que aporte más pruebas de relatos en los que lo indecible y la inconceptuabilidad de nuestro pensar deben salir a la luz. Tanto para Blumenberg como para Gumbrecht la Historia Conceptual tiende a un tipo de literatura que conlleva el gesto de la unicidad por la que habría que atribuirle a lo «inconceptual» una continuidad histórica consigo mismo17. Tras esto se encontraría una forma problemática de metafísica. Por último, resulta problemático cuándo han de lexicalizarse las metáforas, por lo que depende del contexto concreto de un texto el que una palabra se use con su significado 13

R. Konersmann, Wörterbuch der philosophischen Metaphern, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 2007. 14 Cfr. L. Danneberg, C. Spoerhase y D. Werle (eds.), Begriffe, Metaphern und Imagination in Philosophie und Wissenschaftsgeschichte, Wiesbaden, Herzog August Bibliothek Wolfenbüttel, 2009. 15 H. U. Gumbrecht, Dimensionen und Grenzen der Begriffsgeschichte, Múnich, Fink Wilhelm GmbH, 2006, pág. 7. 16 Ibíd., pág. 36. 17 P. Gehring, «Erkenntnis durch Metaphern? Methodologische Bemerkungen zur Metaphernforschung», en M. Junge (ed.), Metaphern in Wissenskulturen, Wiesbaden, VS Verlag für Sozialwissenschaften, 2010, págs. 203-220.

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propio (metafórico) o impropio (por ejemplo terminológico). La dificultad reside en que en principio cualquier palabra puede funcionar en un lugar concreto como metáfora, pero, también a la inversa, una palabra de apariencia plástica puede comportarse como un término en un lugar concreto. e) Otra tendencia es la expansión de la Historia Conceptual filosófica hacia las Ciencias de la naturaleza18. Cabe mencionar especialmente el Diccionario histórico de la biología. Historia y teoría de los conceptos biológicos fundamentales de Georg Toepfer, una obra de consulta que contiene 112 conceptos biológicos fundamentales y 1.760 entradas secundarias ordenadas de acuerdo con ellos19. Aquí pueden distinguirse en primer lugar trabajos micrológicos dentro de la Historia de la Ciencia (en el entorno de Hans-Jörg Rheinberger), puesto que aparecen sobre todo genealogías de conceptos20. Puede constatarse cómo importantes impulsos para la apertura de la Historia Conceptual proceden de la Historia de la Ciencia. Tras una fase en la que la tesis del fin de los grandes relatos condujo a limitarse a investigaciones micrológicas y locales dentro de la Historia de la Ciencia, aparece ahora la Historia Conceptual como medio para presentar relaciones de mayor alcance. Sobre este trasfondo hay que ver el redoblado interés por teorías de una epistemología histórica (Gaston Bachelard, Georges Canguilhem, Michel Serres, Jacques Derrida, Ludwig Fleck), que han ligado metódicamente la Historia de la Ciencia y la Historia Conceptual. Otro punto de partida para la Historia Conceptual se encuentra en teorías que se sitúan en un cruce de fronteras y que aluden a la nueva cualidad de superposición entre «naturaleza» y «cultura», expresada en conceptos como «híbrido» (Bruno Latour), «cosa epistémica» (Hans-Jörg Rheinberger), «tercera cultura» (John Brockman) o el discurso de una escritura natural. La Historia Conceptual es capaz de examinar estas construcciones híbridas en su génesis. f) Cabe nombrar determinados trabajos interdisciplinares científico-culturales, como el de Eva Johach sobre la célula, el de Elizabeth R. Neswald sobre el concepto de entropía, o el de Alexander Friedrich, así como diversos trabajos del Centro de Investigación Literaria y Cultural de Berlín (herencia, generación etc.)21. Eva Johach ha mostrado convincentemente en su libro Célula cancerosa y Estado celular. Hacia una metafórica médica y política en la patología celular de R. Virchow (Krebszelle und Zellenstaat. Zur medizinischen und politischen Metaphorik in R. Virchows Zellularpathologie) cómo Rudolf Virchow efectúa, en sus propios escritos, complejas transferencias recíprocas entre semántica médico-biológica y semántica política. En su investigación Johach parte de que con frecuencia incluso los conceptos centrales de las

18 Cfr. M. Eggers y M. Rothe (eds.), Wissenschaftsgeschichte als Begriffsgeschichte. Terminologische Umbrüche im Entstehungsprozess der modernen Wissenschaften, Bielefeld, Transcript Verlag, 2009; E. Müller y F. Schmieder, Begriffsgeschichte der Naturwissenschaften. Zur historischen und kulturellen Dimension naturwissenschaftlicher Konzepte, Berlín/Nueva York, Walter de Gruyter, 2008. 19 Cfr. nota núm. 5. 20 Cfr. v. g. H.-J. Rheinberger, Experimentalsysteme und epistemische Dinge. Eine Geschichte der Proteinsynthese im Reagenzglas, Gotinga, Wallstein Verlag, 2001. 21 E. Johach, Krebszelle und Zellenstaat. Zur medizinischen und politischen Metaphorik in R. Virchows Zellularpathologie, Friburgo/Berlín/Viena, Rombach Verlag, 2008; E. R. Neswald, Thermodynamik als kultureller Kampfplatz. Zur Faszinationsgeschichte der Entropie 1850-1915, Friburgo/Berlín/Viena, Rombach Verlag, 2006; A. Friedrich, Im Netz der Metapher. Zur Theorie kultureller Leitmetaphern (tesis doctoral inédita), Gießen, 2012.

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ciencias biomédicas están conectados mediante cadenas asociativas con discursos nocientíficos, configurando espacios de resonancia en ellos. Numerosos conceptos metafóricos que se basan en conceptos del cuerpo en la patología celular resultan en híbridos político-biológicos, en elementos discursivos que se intercambian entre discursos políticos y de historia natural, esto es, médico-biológicos.

1.2. HISTORIA CONCEPTUAL INTERDISCIPLINAR A partir de todo lo anterior llegamos a la séptima tendencia: la Historia Conceptual interdisciplinar tal y como la intentamos desarrollar en el Centro de Investigación Literaria y Cultural de Berlín, y que en el fondo intenta reconciliar todos estos nuevos desarrollos. Aunque la importancia fundamental de la interdisciplinariedad para la investigación histórico-conceptual fue reconocida hace tiempo, su total realización ha permanecido como un desiderátum22. Ya Arthur O. Lovejoy vio en la variante americana de la Historia de las ideas, que él fundó, el objetivo de «abrir puertas en las vallas que, en el curso del loable esfuerzo en pro de la especialización y la división del trabajo, se han erguido en la mayoría de nuestras universidades separando departamentos [...]»23. A continuación partiremos de Hans Blumenberg, quien hace ya más de cuarenta años constató «que en casi todas las disciplinas hay problemas terminológicos [...] y que estos, sobre todo, dificultan y lastran de manera asombrosa el entendimiento entre las disciplinas»24. Una Historia Conceptual que concediera «atribuciones al área filosófica» y trabajara al tiempo conjuntamente con las Ciencias naturales, posibilitaría el diálogo interdisciplinar. Cuando se dice que los grandes diccionarios de Historia Conceptual, que ya están concluidos o a punto de concluirse, están organizados en cuanto a su objeto de manera disciplinar y en cuanto al método de acuerdo con las Ciencias del espíritu (Filosofía, Historia social, Retórica, Estética, etc.) hay que entender por supuesto este juicio cum grano salis. El Diccionario histórico de la Filosofía recoge también entradas de las ciencias, aunque su historia sea con frecuencia tratada como una prehistoria de los significados específicamente filosóficos, por lo que a los procesos de transferencia o a los cambios de registro no les corresponde ninguna atención especial. Los Conceptos históricos fundamentales tratan algunos conceptos interdisciplinarmente (por ejemplo Manfred Riedel el concepto sistema/estructura). Por último, marca sin embargo una diferencia el que la historia de un concepto se centre en preguntas relativas a la especialización científica o el que, como proponemos, la interdisciplinariedad sea desplazada decididamente hacia el centro. Las ciencias sociales, naturales y técnicas, las artes y las ciencias deben gozar de los mismos derechos y la filosofía ha de ser una disciplina entre iguales. ¿Qué entendemos por conceptos interdisciplinares? No se trata tanto —como sería factible por otra parte— de presuponer algo así como conceptos transdisciplinares, 22 Cfr. v. g. G. Scholtz (ed.), Die Interdisziplinarität der Begriffsgeschichte, Hamburgo, Felix Meiner Verlag, 2000. 23 Cfr. A. O. Lovejoy, La gran Cadena del Ser, trad. de A. Desmonts, Barcelona, Icaria, 1983, pág. 24. 24 H. Blumenberg, «Nachbemerkung zum Bericht über das Archiv für Begriffsgeschichte», Akademie der Wissenschaften und der Literatur, Mainz, 1967, págs. 79 y sigs.

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sino que creo más bien (junto con Foucault entre otros) que precisamente las fronteras, los cierres y los tránsitos generan semánticas sobre las que indagaría una Historia Conceptual interdisciplinar. Con «conceptos interdisciplinares» me refiero pues a esos conceptos centrales o fundamentales que se usan en muchas disciplinas, y por tanto en muchas culturas, y cuya semántica no se deja apresar de manera disciplinar ni controlar en su totalidad. Estos conceptos crean relaciones lingüísticas que van más allá de las disciplinas, se resisten a agotarse en una definición, poseen una sobreabundancia constitutiva de significados y justamente por eso son tan controvertidos como productivos resultan para la generación de un nuevo saber. Se trata principalmente de conceptos que: a) Están en el cruce entre disciplinas y, en tanto que universalistas, atraviesan transversalmente disciplinas ya existentes que a su vez proceden de un tiempo anterior a la división disciplinar y que en los procesos de diferenciación científica y cultural han adoptado distintos significados (por ejemplo herencia, sentimiento, generación, proyección). b) Epistémicamente tienen una función catalizadora para todos los ámbitos del saber y en un proceso de migración o de difusión han derribado barreras disciplinares o culturales a la vez que adquirían distintos significados (por ejemplo entropía, código, información, medio). c) Pese a resultar de importancia central solo en una o en unas pocas disciplinas científicas, se han convertido en figuras culturales de pensamiento (contagio, analógico/digital, catálisis, subconsciente). Encontramos un indicio para la identificación de un concepto interdisciplinar cuando el significante es idéntico, a partir de lo cual es importante investigar si tras una aparente continuidad se ocultan fracturas.

1.3. EL CONCEPTO DE SABER Es objeto de nuestras investigaciones un concepto más amplio de «saber». Con él designamos, por una parte, fenómenos epistemológicos que preceden a las diferenciaciones disciplinares y por otra también inventarios de conocimiento al nivel de los discursos especializados y de las formas específicas del discurso, esto es, tipos, clases y géneros de saber. En todos los niveles de formación del saber tienen lugar procesos de transferencia entre distintas áreas; la ciencia y la poesía, el conocimiento y la ficción constituyen igualmente parte del saber y de su generación. El concepto de saber de Foucault enfatiza la función catalítica de los conceptos en la formación de epistemologías para cuya investigación la Historia Conceptual se convierte en un importante instrumental metódico. Por eso para la Historia del saber resultan de interés precisamente los conceptos —frecuentemente no ennoblecidos desde la óptica de la Historia Conceptual y distorsionados por la Historia espiritual— cuyas semánticas poseen una función productiva para el nuevo saber. Un ejemplo tomado de las Ciencias de la vida del siglo XX sería el concepto de «especificidad», la metáfora de la «llave y la cerradura» que se extiende desde las moléculas hasta las especies. Este concepto fue transferido desde la química orgánica a la inmunología y más tarde reemplazado por el [45]

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concepto de información25. Una investigación histórico-conceptual que, más allá de la terminología y los conceptos fundamentales, se interese por la generación del saber es también adecuada para superar la dicotomía entre, por un lado, la tematización del mundo cotidiano referida hasta ahora al lenguaje político-social y, por otro, una Historia terminológica trabajada según el modelo del Diccionario histórico de la filosofía cuya tendencia al «paseo por las alturas» (Gipfelwanderung) mediante el recurso a pensadores canonizados ha sido reiteradamente criticada, sobre todo porque en las sociedades modernas la fuerza de la definición no se establece solo mediante el uso explícitamente político-social del lenguaje, sino esencialmente a través de prácticas discursivas del saber. Conceptos como «entropía», «célula» o «información» muestran que no hay ninguna frontera tajante entre conceptos científicos fundamentales y conceptos histórico-políticos fundamentales.

1.4. PROBLEMAS DE CONCEPCIÓN A continuación quisiera tratar en cinco puntos algunas cuestiones de concepción que, partiendo de la especificidad, dan como resultado una Historia Conceptual interdisciplinar. Esto se refiere a: a) Materialidad y conceptos/«practical turn» (giro práctico): Los esfuerzos por integrar la Historia Conceptual y la Historia científica se enfrentan al problema de que no se trabaja con la aplicación y adopción de métodos histórico-conceptuales. Puesto que la Historia Conceptual se desarrolló en primer lugar dentro de la Filosofía, la Filología y las Ciencias del espíritu, esto es, dentro de disciplinas y temáticas que durante mucho tiempo se definieron por oposición a las Ciencias naturales, su instrumental requiere de una reflexión fundamental si ha de ser apropiado para temas y conceptos de la Historia de la Ciencia. Supondría un retroceso hacia los niveles de la Historia de la Ciencia más incipiente el que el desarrollo conceptual se escribiera como una Historia teórica. Para la investigación histórico-conceptual es además de particular importancia ver en las formas no-lingüísticas y pre-lingüísticas de la investigación científico-natural un desafío fundamental. En la Historia de las ciencias «se presentan las herencias del plano técnico-mecánico, como las prácticas, concretas y materiales, de realización de experimentos de dinámica propia, mientras que la tesis de la formación conceptual como uno de los más importantes medios de articulación y de operación de la orientación teórica en el proceso de generación de saber había sido un fundamento de la Historia conceptual tradicional desde las Ciencias del espíritu»26. La reflexión histórico-conceptual sobre el saber de las Ciencias naturales debe investigar qué papel juegan los conceptos en los experimentos y en el laboratorio, en la formulación de modelos de explicación y teoremas, así como qué relación mantienen con el desarrollo de técnicas e instrumental por un lado y con ideas directrices por el otro. 25 Cfr. Lily E. Kay, Das Buch des Lebens. Wer schrieb den genetischen Code?, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 2005, págs. 68-78. 26 E. Porath, «Begriffsgeschichte der Naturwissenschaften — die historische Dimension naturwissenschaftlicher Konzepte. Ein Workshop des Zentrums für Literatur— und Kulturforschung (ZfL), Berlín, 0910/02/2007», Weimarer Beiträge, 3, 2007, págs. 452-464.

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b) Transferencias/problemas metafóricos: Uno de los problemas centrales, si no el central, de una Historia Conceptual interdisciplinar concierne a la cuestión de las transferencias. Se trata en conjunto de que el proceso de las transferencias, que queremos investigar, se acerca a lo que los diccionarios filosóficos designan en ocasiones como «universalización» o a lo que Lovejoy ya había presupuesto como unit ideas (ideas unitarias). Un concepto general discursivo se produce como resultado de transferencias y no es condición previa suya. Hay que interesarse a su vez por aquellas prácticas que señalan un olvido del origen impuro y de los puntos ciegos, o de las incongruencias, en el concepto científico. Con ello se describe asimismo un motivo práctico de la Historia Conceptual interdisciplinar puesto que el distinto uso de los términos conceptuales en el trabajo conjunto práctico e interdisciplinar conduce no pocas veces a malentendidos. Pese a que, obviamente, nos resulta claro que la transferencia es la mera traducción de una metáfora, utilizamos el concepto de transferencia porque la metáfora, históricamente restringida, se usa a menudo en un sentido muy fuerte y exclusivamente poético (ornamentos retóricos, carácter paradójico). Nos interesa saber qué sucede con transferencias nada espectaculares, pero que entrañan consecuencias de gran alcance, cuando el concepto de información es transferido desde la teoría de las telecomunicaciones a la biología o la sociedad, traspasándose así fronteras del saber y efectuándose cambios de registro. Estas transferencias no conciernen solo a conceptos singulares o a palabras, sino también a lógicas del discurso o a sistemas de reglas. Las transferencias tienen la ventaja de que con este término no se atiende solo a operaciones intelectuales y no se pone únicamente en marcha la mente, sino que aparecen ligadas e introducidas cuestiones completamente prácticas, materiales e institucionales. No obstante, la «transferencia» sugiere la opinión transmitida de que los lugares de partida y de llegada están señalados de manera inequívoca y fija, lo cual contradice la perspectiva descentralizada de una Historia Conceptual que proceda de una manera interdisciplinar consecuente. Queremos superar la brecha entre terminología y metáfora y mostrar cómo un término surge de una metáfora y se abre nuevamente de manera metafórica. c) Concepto de disciplina: El problema de la disciplinariedad/interdisciplinariedad debe comprenderse también de manera histórica. Por ello no renegamos en ningún caso de la Historia Conceptual que se ha hecho hasta el momento, sino que, fundándonos en ella, intentamos ir más allá. Desde una óptica interdisciplinar la filosofía mantiene históricamente con sus conceptos un estatus enteramente distinto, lo cual solo raramente queda reflejado en una obra como el Diccionario histórico de la filosofía. Marca una gran diferencia el que los conceptos de la filosofía pertenezcan a un tiempo en el que la filosofía todavía era un discurso universal y representaba algo general o el que la filosofía se haya convertido ya en una ciencia especializada. En sentido inverso, en la era de la cientificación la filosofía participa con tal fuerza en las ciencias particulares que asume sus conceptos. Que el Diccionario histórico de la filosofía apenas efectúe aquí distinciones supone también una dimensión político-científica: la Historia Conceptual filosófica es una reacción contra la pérdida de importancia de la filosofía producida tras el final de las grandes síntesis filosóficas y el ascenso triunfal de las Ciencias naturales en el siglo XIX. Al igual que la Historia Conceptual disciplinar, también tiene la Historia Conceptual interdisciplinar un índice histórico que justifica el llevar a la Historia Conceptual [47]

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filosófica a una perspectiva interdisciplinar. Durante mucho tiempo la filosofía había sido un discurso rector o universal, pero, como muy tarde en la segunda mitad del siglo XIX, se efectúa una reforzada división del trabajo y una separación, a partir de la cual la filosofía retrocede como espacio de la littera universalis; la frontera metódica entre Ciencias de la naturaleza y Ciencias del espíritu se convierte en dominante y las Ciencias naturales positivas cobran un gran peso. Se refuerza la frontera entre distintos tipos de racionalidad, que apenas pueden sintetizarse todavía de manera sistemática o filosófica. En el ámbito de la Historia Conceptual se hace evidente que por un lado el mismo término conceptual puede designar algo distinto en disciplinas científicas diferentes en ocasiones aisladas. En cambio por otro lado conceptos reforzados y connotaciones son tomados directamente de las ciencias en un discurso universal o conceptos filosóficos respetables adquieren significados muy específicos en las ciencias particulares. Por eso la Historia Conceptual, como percibe todo el que la cultive, se aplica en mejores condiciones al período comprendido entre 1750 y 1840, es decir, a la época que Koselleck designó como tiempo umbral o bisagra (Sattelzeit)27. Naturalmente hubo antes separaciones en el saber, a las que también atendemos en nuestro planteamiento: la separación entre las Ciencias naturales y la Historia natural; la separación entre las distintas artes liberales; y la distinción entre facultades inferiores y superiores (teología, jurisprudencia, medicina). Se tematizan además otras separaciones y diferenciaciones en el saber. La separación más fuerte es la que se da entre Ciencias de la naturaleza y Ciencias del espíritu, en particular desde la disputa del método entre 1850 y 1900; pero también nos interesa la frontera entre ciencias y artes y los territorios inexplorados, a menudo ligados a ella. Estamos ante una contraposición que ya se efectúa en 1800, puesto que los grandes enciclopedistas toman ambas como una unidad, mientras que en el romanticismo el intento de propiciar una reunificación es considerado sospechoso (por ejemplo por Novalis et al.). Quisiera por último indicar que, obviamente y a pesar de las fronteras entre disciplinas, siempre ha habido transferencias conceptuales programáticas entre ellas. Estas transferencias, no obstante, se designaban con una etiqueta distinta a la interdisciplinariedad; y, además, su génesis transversal se olvidaba después con frecuencia. Un ejemplo famoso es el de la cibernética, que de hecho unió entre sí las ciencias y tecnologías punteras de su tiempo (biología, física, etc.). d) Internacionalidad: Una Historia Conceptual interdisciplinar se complica enormemente cuando traspasa el horizonte de una lengua nacional, lo cual resulta inevitable siquiera sea porque las lenguas científicas vehiculares cambian. Aquí adquiere la propia internacionalidad de las lenguas científicas —desde el latín pasando por los 27

Traduzco Sattelzeit como tiempo umbral o bisagra, aunque en realidad el término Sattel posee en alemán dos significados distintos, que aportan connotaciones diferentes y que se refieren a dos ámbitos de los que Koselleck gustaba de extraer metáforas: el mundo equino y la geología. En primer lugar, Sattel significa silla de montar y tiene por tanto un sentido dinámico: sería algo así como tiempo a caballo o tiempo a horcajadas. En segundo lugar, Sattel es un terreno llano entre dos cimas montañosas que permite pasar de una a la otra, algo así como un plegamiento anticlinal. Acerca de la traducción del término Sattelzeit remito a la nota núm. 9 de la traducción de Luis Fernández Torres de la introducción al Diccionario de conceptos de Koselleck: «Un texto fundacional de Reinhart Koselleck. Introducción al Diccionario histórico de conceptos político-sociales básicos en lengua alemana», trad. de Luis Fernández Torres, Anthropos, núm. 223, 2009, págs. 92-105, nota 9. [N. de la T.].

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epicentros cambiantes de las lenguas nacionales hasta el inglés como lingua franca— una dimensión histórica. No es raro que con las prácticas de transferencia entre disciplinas y lenguas nacionales tenga lugar un doble cambio de registro. Una óptica cambiante arroja el resultado de que un mismo término conceptual presenta en una lengua distintas ocurrencias disciplinares de las que tiene en otras lenguas nacionales. Por ejemplo: ascendencia/genealogía/descendencia, Abstammung/Genealogie/Deszendenz (alemán), filiation/descent (inglés), filiation/lignage (francés); fuerza, Kraft (alemán), power (inglés), force (francés), forza (italiano); entorno, Umwelt (alemán), milieu (francés). En sentido inverso hay significativas diferencias entre lenguas nacionales en las terminologías científicas: por ejemplo, una serie de ciencias que, en Alemania, desde el siglo XIX, designan su objeto de estudio con el prefijo no traducible de «Ur-». Los conceptos, tanto por ocupar un lugar dentro de una disciplina, como por quedar adscritos a una lengua nacional, quedan expuestos al problema de la mala comprensión y de la intraducibilidad. Desde una óptica explícitamente antiuniversalista Barbara Cassin presenta esta disparidad en su Vocabulario europeo de las filosofías. Diccionario de los intraducibles28 y constata finalmente una intraducibilidad de los conceptos filosóficos clave en el contexto de sus lenguas y tradiciones particulares. La internacionalización de la Historia Conceptual por un lado y la relevancia de diferencias y matices lingüísticos históricamente anclados por otro, producen una tensión ineludible que es inherente a todo el proyecto y que plantea un desafío a la hora de afrontar las tareas teórico-prácticas.

28 B. Cassin (dir.), Vocabulaire européen des philosophies. Dictionnaire des intraduisibles, París, Éditions du Seuil/Dictionnaires Le Robert, 2004.

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CAPÍTULO 2

Ex innovatio traditio/Ex traditio innovatio. Continuidad y ruptura en historia intelectual JAVIER FERNÁNDEZ SEBASTIÁN1 (Universidad del País Vasco)

Nuevo y viejo. Innovación y tradición. Ruptura y continuidad. Convencionales antítesis que oportunamente integradas en un esquema narrativo permiten al historiador dar cuenta de aquellos procesos de cambio y de permanencia que constituyen en gran medida la entraña de su oficio y la razón de ser de su disciplina. Tales dicotomías y otras por el estilo, muy del gusto de los profesionales de la historia, no son por supuesto de uso exclusivo de la historiografía. El cambio —y los vocabularios que lo describen— está presente en casi todas las ciencias y en todas las esferas de la vida humana, y ha sido objeto de reflexión desde épocas remotas. No en vano la experiencia cotidiana del cambio, en nosotros mismos y en las personas y cosas que nos rodean, presenta a primera vista aspectos paradójicos. Para poder decir que algo ha cambiado tiene que seguir siendo lo mismo, al menos hasta cierto punto; pero, por otra parte, tiene que haber dejado de serlo, puesto que en caso contrario no habría cambio. Se comprende que la cuestión del cambio, y más específicamente la transformación de lo «nuevo» en «viejo» y viceversa, no haya dejado de plantear desafíos teóricos desde hace siglos. En nuestra tradición cultural occidental, esta problemática ha ocupado desde antiguo un lugar nada desdeñable, comenzando en la Grecia clásica con las primeras especulaciones filosóficas de Heráclito de Éfeso y Parménides de Elea, seguidas de la metafísica aristotélica y sus prolongaciones medievales y modernas. 1 Investigador Principal del Grupo de Historia Intelectual de la Política Moderna (IT615-13; Departamento de Educación, Universidades e Investigación del Gobierno Vasco) y del Proyecto de Investigación Historia Conceptual, Constitucionalismo y Modernidad en el Mundo Iberoamericano (HAR2010-16095, Ministerio de Economía y Competitividad, Gobierno de España), integrado en la Unidad de Formación e Investigación (UFI 11/02) de la UPV/EHU Historia, Pensamiento y Cultura Material: Europa y el Mundo Atlántico.

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También en la Biblia encontramos diversas alusiones, adagios y parábolas referentes a lo viejo y a lo nuevo, a la permanencia y a la innovación. La negación más tajante y desencantada de la posibilidad de verdaderos cambios en este mundo se halla en un famoso pasaje del Eclesiastés (1, 9-10): quid est quod fuit ipsum quod futurum est quid est quod factum est ipsum quod fiendum est; nihil novum sub sole2. La afirmación más rotunda de lo contrario puede leerse en el Apocalipsis (21, 1-4): et vidi caelum novum et terram novam3; claro que las asombrosas novedades que describe San Juan se refieren en realidad a la consumación de los siglos, esto es, al tiempo posthistórico de la Parusía. Similares invocaciones escatológicas volverán a oírse repetidamente, dentro del horizonte intramundano, cuando varios movimientos revolucionarios se propongan una y otra vez, sin demasiado éxito, traer el cielo a la tierra. Mi propósito en estas páginas no es, desde luego, efectuar un recorrido histórico por las múltiples conceptualizaciones y aproximaciones a la problemática del cambio (que abarcaría herramientas analíticas imprescindibles en ciencias sociales como por ejemplo «crisis», «revolución» o «transición», sobre las cuales existe una abundantísima bibliografía), sino más modestamente aportar, desde mi perspectiva de historiador, algunas reflexiones metodológicas acerca de distintas facetas de la polarización continuidad/ruptura. Dentro de esta amplia temática procuraré centrarme sobre todo en el binomio tradición/innovación referido especialmente a la historia intelectual. Más que para disipar dudas y apuntalar certezas, abrigo la esperanza de que estas páginas puedan servir para rebatir preconcepciones simplistas, muy arraigadas todavía en un sector de nuestros colegas (particularmente entre aquellos miembros del gremio de historiadores menos dados a preocuparse por las bases teóricas de la disciplina). Desde el enfoque indicado subrayaré, a la luz de las contribuciones de diversos autores, la dimensión productiva y dinámica de la tradición, saliendo al paso de aquellas interpretaciones que, apoyándose a menudo en las teorías de la modernización —e incurriendo a veces en cierto malentendido ideológico que confunde tradición y tradicionalismo—, menosprecian el papel de la tradición en los procesos de innovación intelectual. Trataré de iluminar algunos aspectos de las poliédricas relaciones entre modernidad y tradición, mostrando que —contra lo que suele creerse— los tiempos modernos son especialmente prolíficos en tradiciones (en cierto tipo de ellas). * * * Tal vez no sea ocioso empezar constatando que la relevancia política y filosófica del tema, lejos de ser una constante ahistórica, es más bien una variable cultural sujeta a grandes oscilaciones. Sin salirnos de nuestro ámbito cultural, la visibilidad que el cambio y la innovación han alcanzado en nuestras sociedades no tiene parangón con el lugar mucho más modesto que a estas categorías les estaba reservado en épocas anteriores4.

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«Lo que fue eso será; lo que se hizo eso se hará; nada nuevo bajo el sol». «Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva». 4 A este respecto es muy reveladora la trayectoria léxico-semántica cruzada de las voces «innovación» y «tradición». Aunque las ocurrencias de ambos términos (o lo que es lo mismo, su presencia en el caudal léxico) parecen haber seguido en los dos o tres últimos siglos un perfil ascendente, la valoración de cada uno de ellos habría seguido un camino inverso. «Innovación», hoy día una estrella refulgente del vocabulario 3

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Por muchos siglos, la idea de que el orden del mundo, la verdad y la propia naturaleza humana eran esencialmente los mismos en todos los tiempos y lugares parece haber dominado ampliamente los espíritus. Teniendo en cuenta esa homogeneidad sustancial de la razón y de las experiencias posibles de los seres humanos, la aplicabilidad universal e intemporal de las enseñanzas morales que se desprendían de aquel tipo de historia ejemplarizante estaba fuera de duda. «[L]os tiempos pasados y los presentes semejables son, y como dice la Escritura, lo que fue eso será», escribe Juan de Mariana al comienzo de su Historia general de España5. Todavía durante buena parte del siglo XVIII la mayoría de los ilustrados sostuvieron posiciones universalistas e intemporales en moral y en filosofía, si bien la eclosión de la conciencia histórica empezó a desafiar las viejas imágenes fijistas de la gran cadena de los seres: la infiltración paulatina de la temporalidad terminaría por corroer y colapsar a comienzos del siglo XIX aquel inmemorial esquema jerárquico de comprensión del mundo6. A partir de entonces, una nueva noción de historia7 —y la renovada disciplina a ella asociada— lograría gradualmente arrumbar anteriores visiones de un mundo básicamente iterativo. El desarrollo del historicismo y la moderna conciencia de la historicidad —y de la lingüisticidad— del mundo vinieron a enriquecer y a complejizar extraordinariamente las ideas acerca del cambio. Desde Kant y Hegel a Heidegger y Gadamer, la reflexividad creciente aplicada no solo al análisis del cambio sino también a las categorías y procedimientos para su intelección, condujo a una cada vez más extensa y profunda historización del mundo (pensamiento incluido). Un proceso finalmente abocado en el siglo XX, tras una crítica severa al historicismo del novecientos, a su replanteamiento sobre nuevas bases. Mientras que aquel primer historicismo alemán habría traído consigo desde mediados del siglo XVIII la temporalización de la historia, la nueva hermenéutica histórica y filosófica del siglo XX llevaría a la historización del historicismo mismo, que desde dentro de la historiografía, con la semántica histórica al estilo de Koselleck, se toma finalmente en serio la historicidad del propio pensamiento histórico8. económico y tecnológico, político y social, fue por mucho tiempo una palabra negativamente connotada. «Tradición», por el contrario, ha descendido desde una valoración eminente en tiempos pasados hasta posiciones bastante mediocres en la actualidad. El ascenso paulatino de la estimación de lo nuevo en la cultura española moderna puede seguirse al detalle en J. A. Maravall, Antiguos y modernos. La idea de progreso en el desarrollo inicial de una sociedad, parte I, Madrid, Alianza, 1986. 5 J. de Mariana, Historia general de España (1601), en ídem, Obras, vol. I, Madrid, Atlas, 1950, pág. III. 6 Cfr. A. O. Lovejoy, La gran cadena del ser. Historia de una idea, cap. IX, trad. de A. Desmonts, Barcelona, Icaria, 1983, págs. 314 y sigs. 7 Cfr. R. Koselleck, «Historie/Geschichte», en O. Brunner, W. Conze y R. Koselleck (eds.), Geschichtliche Grundbegriffe: historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland [en adelante GG], vol. 2, Stuttgart, Klett-Cotta, 1975, págs. 593-717. (Versión española de A. Gómez Ramos, historia/ Historia, Madrid, Trotta, 2004.) 8 Cfr. F. Meinecke, El historicismo y su génesis, trad. de J. Mingarro y T. Muñoz, México, FCE, 1943 (ed. original: ídem, Die Entstehung des Historismus, Múnich, R. Oldenbourg, 1936); A. Wittkau, Historismus: Zur Geschichte des Begriffs und des Problems, Gotinga, Vandenhoeck & Ruprecht, 1992; G. G. Iggers, The German Conception of History: The National Tradition of Historical Thought from Herder to the Present, Middletown, Wesleyan University Press, 1983 (2.ª edición revisada); del mismo autor cfr. «Comments on F. R. Ankersmit’s Paper “Historicism: An Attempt at Synthesis”», History and Theory, 34/3, 1995, págs. 162-167, e «Historicism: The History and Meaning of the Term», Journal of the History of Ideas, 56/1, 1995, págs. 129-152; O. G. Oexle, Geschichtswissenschaft im Zeichen des Historismus. Studien zu Problemgeschichten der Moderne, Gotinga, Vandenhoeck & Ruprecht, 1996; L. S. Smith, Religion and the

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2.1. CAMBIO HISTÓRICO Y CAMBIO CONCEPTUAL: PERCEPCIÓN Y RETÓRICA Como resultado de estos debates, un amplio cuerpo de literatura histórica y filosófica producida sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, ha hecho al historiador actual mucho más consciente de que el cambio no es algo exterior y «objetivo» que afecte únicamente a los agentes del pasado. También el historiador, el filósofo o el politólogo están localizados en un contexto y forman parte de un mundo en devenir, como la historia de la historiografía y de las ciencias sociales no han dejado de señalar. Ahora bien, puesto que tanto los objetos observados como el observador son sujetos móviles, la omnipresencia del cambio histórico nos obliga a asumir la inevitable provisionalidad y caducidad de nuestros esquemas interpretativos. Así, la historiografía pudiera ser contemplada, en palabras de Paul Veyne, como un inacabable tira y afloja «entre una verdad siempre cambiante y conceptos siempre anacrónicos»9. Hoy ha llegado a ser evidente que la captación de las diferencias y discontinuidades —¿qué otra cosa es el cambio para el historiador sino la distinción, registro y especificación de tales diferencias sobre una secuencia temporal?— tiene una base epistémica. Como han mostrado algunos trabajos bien conocidos de Braudel, Koselleck o Revel10, la llamada «realidad social» no es la misma cuando es observada desde diferentes escalas temporales o espaciales, o simplemente desde distintas categorías o niveles de análisis11. Lejos de ser una variable independiente, el cambio sería pues una cualidad compleja y elusiva, con una doble dimensión ontológica y cognitiva. Privado de la posibilidad de suturar por completo la insalvable distancia «entre lo que una vez ocurrió [y significó] y lo que significa ahora»12, el historiador no tiene más remedio que reconocer que su particular aprehensión y graduación del cambio no es solo el fruto inmediato de la objetivación de los preterita sometidos a análisis; depende también, en gran medida, de su mirada y de las lentes interpretativas de que se sirve. El trasfondo de algunos enconados debates referentes a la historia contemporánea de España tiene que ver precisamente con la disparidad de filtros categoriales utilizados por unos y por otros para medir el cambio (esto es, para captar y ordenar las dife-

Rise of History. Martin Luther and the Cultural Revolution in Germany, 1760-1810, Cambridge, James Clarke & Co, 2010; N. Olsen, History in the Plural. An Introduction to the Work of Reinhart Koselleck, Nueva York y Oxford, Berghahn Books, 2012. Sobre este último libro, en relación con las cuestiones aquí tratadas, puede verse mi reseña «Against History (in the Singular)», Contributions to the History of Concepts, 7/2, 2012, págs. 133-142. 9 P. Veyne, Cómo se escribe la historia. Ensayo de epistemología, trad. de M. Muñoz, Madrid, Fragua, 1972, pág. 181. 10 Cfr. F. Braudel, «Histoire et Sciences sociales. La longue durée», Annales E.S.C., 4, 1958, páginas 725-753 (versión española: F. Braudel, «La larga duración», en ídem, La historia y las ciencias sociales, trad. de J. Gómez, Madrid, Alianza, 1968, págs. 60-106); R. Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, trad. de N. Smilg, Barcelona, Paidós, 1993; J. Revel (ed.), Jeux d’échelles. Le micro-analyse à l’expérience, París, Seuil-Gallimard, 1996. 11 Interesa subrayar que un mismo conjunto de fenómenos y de experiencias puede ser encapsulado y descrito de muy diferentes maneras dependiendo de los conceptos y lenguajes utilizados (cfr. G. S. Jones, Lenguajes de clase. Estudios sobre historia de la clase obrera inglesa (1832-1982), trad. de B. Tera, Madrid, Siglo XXI, 1989, pág. 197). 12 A. Munslow y R. A. Rosenstone, Experiments in Rethinking History, Londres, Routledge, 2004, pág. 11.

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rencias y su ritmo de aparición sobre una secuencia temporal). Recientemente, con ocasión del bicentenario de la Constitución de 1812, varios grupos de historiadores han hecho valer sus serias discrepancias acerca del grado de «rupturismo» del primer liberalismo español. Pues bien, a mi juicio, esas discrepancias tienen que ver sobre todo con el recurso a dos criterios bastante distintos para evaluar el novum de la revolución española de 1810: para unos, la clave está en la proclamación por las Cortes de Cádiz de la soberanía nacional como principio legitimador, potencialmente constituyente; para otros (más apegados al canon de la Revolución francesa), una verdadera ruptura hubiera debido implicar la superación de la vieja cultura política corporativa y jurisdiccional plenamente vigente todavía a comienzos del siglo XIX13. Muchas diferencias de apreciación derivan del simple hecho de que las pautas políticas, económicas, morales o religiosas que sirven de fundamento para la valoración de los hechos han variado enormemente a lo largo del tiempo. Y no ser conscientes de ello puede llevarnos a incurrir en ese «pecado mortal del historiador» —Febvre dixit— que es el anacronismo, ya sea moral o cognitivo. En muchos aspectos un liberal progresista de la primera mitad del XIX —no digamos un ilustrado del siglo anterior— parecería sin duda un conservador a los ojos de un demócrata de después de la Segunda Guerra Mundial. Mientras que cualquier especialista en la Europa de la primera Edad Moderna sabe que para entender cabalmente la Monarquía española de aquel tiempo no deberíamos separar la política de la religión, esa misma actitud ideológica a finales del siglo XIX sería conceptualizada como integrismo. Pero eso no nos autoriza a considerar extemporáneamente «conservador» al liberal progresista decimonónico ni a calificar de «integrista» a la Monarquía católica de los siglos XVI y XVII. Son solo un par de ejemplos de los peligros que acechan al historiador que, poco atento a la historicidad de los marcos mentales y de las fuentes que maneja, supone erróneamente que el tiempo histórico es un medio intelectualmente diáfano —un espacio semántico continuo e indiviso— y en consecuencia todo puede medirse por el mismo rasero. El constante vaivén entre las concepciones —y las percepciones— de historiadores e historiados14 es importante también a la hora de estimar el alcance de las mutaciones sufridas por una sociedad en el pasado. Así, a varias décadas o siglos de distancia de los hechos, el historiador podría llegar a la conclusión de que las gentes de determinada época habrían sobreestimado la trascendencia de ciertos sucesos que en su momento a los actores les parecieron altamente relevantes pero que, a la vista de las consecuencias y acontecimientos posteriores, pudo luego comprobarse que no lo fue13 Como he argumentado en otro lugar, estos dos grupos de historiadores del constitucionalismo (uno de ellos liderado por Bartolomé Clavero, conocido por las siglas de su proyecto «Hicoes»; el otro, liderado por Joaquín Varela y radicado en la Universidad de Oviedo) observan la Constitución de Cádiz desde dos perspectivas opuestas. Mientras que para los primeros 1812 debiera ser contextualizado en la cultura política de la España temprano-moderna, para los segundos 1812 es ya una fecha contemporánea y señala el inicio de un largo camino que conduce a la Constitución de 1978. Pudiera decirse que unos se refieren sobre todo al bagaje de experiencias de los liberales gaditanos, mientras que los otros dirigen su mirada hacia su horizonte de expectativas y, más allá de eso, a su posteridad. Me extiendo sobre esta cuestión en mi trabajo «Entre el Espíritu Santo y el espíritu del siglo. Sobre la Constitución de las Cortes y el primer liberalismo hispano», Anthropos. Cuadernos de cultura, crítica y conocimiento, «Constitución de 1812. El nacimiento de la libertad», M. Aragón y J. J. Solozábal (eds.), núm. 236, 2013, págs. 55-75. 14 Obviamente esas concepciones y percepciones son aquellas que los historiadores, basándonos en nuestra interpretación de las fuentes, les atribuimos a los agentes desaparecidos que son objeto de nuestro estudio, oportunamente «traducidas» al lenguaje de los lectores actuales.

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ron tanto15; y, al revés, esas mismas gentes podrían haber menospreciado otros acontecimientos o procesos que a la larga se habrían revelado mucho más decisivos. Puesto que el cambio está en función del tiempo, la distancia temporal permite descubrir transformaciones que no es posible apreciar cuando apenas se están incoando. Gracias a su visión retrospectiva, el historiador percibe continuidades y discontinuidades insospechadas para los propios agentes. El viejo dictum de que «los tiempos mudan las cosas»16, bastante anodino en su literalidad, pudiera ser reinterpretado de un modo algo más complejo en el sentido de que el paso del tiempo altera también la percepción que teníamos de la profundidad, el cómo y los porqués de los cambios sociales y políticos de épocas pasadas. No en vano, como ha subrayado Ricœur, la cadena de interpretaciones y reinterpretaciones de unos mismos hechos a lo largo del tiempo es en sí misma «generadora de sentido»17. Lo que va dicho puede ser aplicado mutatis mutandis a la historia intelectual, y específicamente al estudio del cambio conceptual (después de todo, el cambio conceptual es una dimensión y una parte activa de los cambios políticos y sociales). La detección de cambios semánticos significativos ocurridos en el pasado siempre tiene lugar al menos en un doble contexto: el de la época estudiada (al cual es posible acceder a través de las fuentes), y el del historiador-intérprete. Pero naturalmente «nuevo» y «viejo» son etiquetas caducas y relativas. Lo que una vez pareció nuevo, en cierto momento empezó a ser visto como viejo, y es muy habitual que partiendo de elementos antiguos llegue a conformarse algo que por un tiempo fue percibido como novedoso. Por lo demás, tanto en el pasado como en el presente (también desde el particular presente que, en la mirada del historiador, se vuelve hacia el pasado) la percepción de la novedad parece estar sujeta a ciertos umbrales máximos y mínimos. Al igual que sucede con la percepción sensorial, por encima o por debajo de cierta proporción o magnitud —una especie de coeficiente de innovación— las modificaciones o bien pasarían inadvertidas (por defecto) o bien resultarían ininteligibles (por exceso)18. Y, puesto que la caracterización de algo como nuevo supone siempre una desviación respecto de las expectativas del observador en un contexto dado (lo nuevo, en historia, equivale a la epifanía del acontecimiento, es decir, a la irrupción súbita de lo insólito, de lo inesperado, en la secuencia de lo acostumbrado), las transformaciones que llevan el sello de la novedad suponen estructuras semánticas y temporales previas sobre las cuales aparecen elementos imprevisibles que no encajan del todo en ese marco de

15 En 1998, cien años después del llamado desastre de 1898, muchos especialistas en el período llegaron a la conclusión de que la reacción de las élites españolas de finales del siglo XIX ante la derrota en la guerra contra los Estados Unidos fue un caso de percepción exagerada, y que aquellos acontecimientos —la pérdida de las últimas colonias, esencialmente Cuba, Filipinas y Puerto Rico— no fueron en realidad tan catastróficos y decisivos para España como se pensó en el momento en que sucedieron. 16 J. A. Maravall, ob. cit., pág. 398. 17 P. Ricœur, La memoria, la historia, el olvido, trad. de A. Neira, Madrid, Trotta, 2003, págs. 441-452; cfr. también: R. Koselleck, Futuro pasado, ed. cit., págs. 186 y sigs. 18 Según parece, algunos estudios antropológicos han mostrado que la «dosis de novedad» [quantum innovationis] que nuestra mente y nuestros sentidos son capaces de asimilar es limitada (cfr. J. L. Palos y D. Carrió-Invernizzi, «El estatuto de la imagen en la Edad Moderna», en ídem [eds.], La historia imaginada. Construcciones visuales del pasado en la Edad Moderna, Madrid, Centro de Estudios Europa Hispánica, 2008, pág. 18).

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comprensión, compuesto de experiencias y expectativas (un marco que, pese a todo, es el que da sentido a las cambios sobrevenidos)19. De modo que la captación del cambio conceptual no es —como pudiera pensarse ingenuamente— una mera constatación empírica «objetiva» de las transformaciones sufridas por los conceptos en algún momento del pasado, sino que depende en alto grado tanto de la reconstrucción de las redes semánticas imperantes en aquel momento distante, como de los instrumentos utilizados más tarde para aprehender dichas transformaciones (instrumentos que tampoco escapan a la historia, puesto que han sido forjados en contextos, lugares y circunstancias cognoscitivas dadas). El cambio, en suma, no es un simple dato que viene dado por «lo que sucede en el mundo» —o por lo que en un cierto momento sucedió—, sino que más bien es moldeado de acuerdo con nuestras perspectivas, interpretaciones y representaciones cambiantes de esos sucesos, ocurrencias y discursos (incluyendo las concepciones subyacentes de la temporalidad que enmarcan dichas perspectivas). Vistas así las cosas, una gran parte del cambio histórico distaría de ser un reflejo pasivo de la sucesión de res gestae y pasaría a ser un efecto dinámico construido no solo por la relación —ella misma cambiante— entre presentes y pasados, sino también producido y amplificado por las técnicas retóricas y los tropos de los artífices de las historiae rerum gestarum (que siempre escriben en presente, aunque sus escritos vayan a su vez irremisiblemente hundiéndose poco a poco en el pasado). Más que una característica inmanente del «pasado en sí», el cambio sería pues un atributo de la representación historiográfica de ese pasado20. Puesto que el pasado, como realidad factual, se ha desvanecido para siempre, toda interpretación historiográfica en cierto modo «recrea», reconstruye a partir de las fuentes una representación de las experiencias acontecidas y, en este sentido, se sirve de armas literarias no muy diferentes a las de la ficción. Al historiador le es necesario «fingir» realidades históricas desaparecidas produciendo retóricamente efectos de sentido; entre ellos, aquellos efectos que destacan lo que hay de tradicional o de innovador en los sucesos, situaciones o estructuras que inserta en su relato; en ese sentido el historiador se ve obligado a servirse de «ficciones perspectivistas»21. Tales recursos y estrategias retóricas, sin duda imprescindibles en toda escritura de la historia, resultan particularmente relevantes en el caso de la historia intelectual. Pues, naturalmente, dependiendo del prisma categorial y de los esquemas narrativos de que se sirva, el historiador del pensamiento ve y describe unas cosas u otras. Las lentes y figuras retóricas utilizadas permiten trazar vínculos entre autores o formaciones intelectuales del pasado —filiaciones y cambios de rumbo; genealogías, superposiciones, antagonismos, puntos de ruptura y líneas de continuidad—, componiendo de 19

Cfr. N. Luhmann, Die Wissenschaft der Gesellschaft, Fráncfort, Suhrkamp, 1994, pág. 216 (trad. esp.: ídem, La ciencia de la sociedad, trad. de S. Pappe, B. Erker y L. F. Segura, Barcelona y México, Anthropos y Universidad Iberoamerican, 1996); E. Weick, Zeit, Wandel und Transformation. Elemente einer post-modernen Theorie der Transformation, Múnich, Rainer Hampp, 1998; citados por Daniel Innerarity, La democracia del conocimiento. Por una sociedad inteligente, Barcelona, Paidós, 2011, págs. 222-223. Sobre la cuestión del acontecimiento como percepción de un cambio véase también Kr. Pomian, L’ordre du temps, París, Gallimard, 1984, págs. 16 y sigs. 20 Cfr. Fr. R. Ankersmit, Meaning, Truth and Reference in Historical Representation, Ithaca, Cornell University Press, 2012. 21 R. Koselleck, Futuro pasado, ed. cit., págs. 270-271.

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ese modo auténticas identidades narrativas. Así, por referirme a algunas etiquetas historiográficas asociadas a historiadores bien conocidos de la teoría política, podríamos analizar los instrumentos heurísticos y los dispositivos lógicos que subyacen al «individualismo posesivo» de Macpherson, al «humanismo cívico» o al «republicanismo clásico» de Pocock y de Skinner, a la «cultura política de la generalidad» de Rosanvallon, etc. Algunos de estos autores han mostrado convincentemente, por otra parte, que, si seguimos una metodología inadecuada, la percepción de las secuencias, influencias y corrientes intelectuales puede resultar muy distorsionada, dando lugar a ilusiones retrospectivas (por ejemplo, a genealogías apócrifas o a falsas anticipaciones y prolepsis)22. En todo caso, y sin que su uso implique necesariamente incurrir en tales errores, el historiador intelectual tiene a su disposición un rico vocabulario para representar el cambio y acentuar rupturas y continuidades. Las impresiones de ruptura o de continuidad son producidas narrativamente por medio de diversos recursos literarios. Entre estos, los historiadores del pensamiento político somos particularmente aficionados a ciertos tropos que se han vuelto lugares comunes en la jerga gremial. «Cuestión perenne» (perennial problem), «corriente» o «línea de pensamiento», «hilo conductor» son —o eran hasta hace poco— expresiones estereotipadas para enfatizar la continuidad de un problema, continuidad que se expresa también a través de metáforas lexicalizadas —que han dejado de percibirse como tales— tan habituales como filo rosso o Leitmotiv. Muchas de esas metáforas historiográficas —como la del río o el camino que casi invariablemente desemboca en el presente— conllevan toda una teleología de fondo. Por otro lado, cuando tratamos de subrayar momentos de cesura, ruptura o discontinuidad utilizamos metáforas como «parteaguas» (watershed), «hito» (landmark), «jalón» (milestone), «quiebra», «giro» o «punto de inflexión» (turning point); también otras expresiones aún más rotundas, como cuando señalamos que tal texto o tal acontecimiento supuso una «ruptura epistemológica», que representó «el fin de un mundo», que marcó «un antes y un después», o que tras él «ya nada sería igual»23. E incluso en ocasiones recurrimos a expresiones tan contundentes como tabula rasa, ex nihilo, ex novo, «desde cero» (from scratch), y otras similares para resaltar situaciones o momentos de creación absoluta, en las que algo parece surgir de la nada24. No es raro que la retórica académica abuse de este tipo de expresiones. Puesto que todo escrito en el que se ofrecen los resultados de una investigación —desde un modesto artículo hasta una sesuda tesis doctoral— se presenta generalmente como una

22 Me refiero aquí a un texto metodológico tan conocido como «Meaning and Understanding in the History of Ideas», de Quentin Skinner (en History and Theory, VIII/1, 1969, págs. 1-53; recogido y revisado en Q. Skinner, Visions of Politics, vol. I, «Regarding Method», Cambridge, Cambridge University Press, 2002). 23 En el mundo anglófono se usan también otras expresiones, algunas de ellas muy recientes (gamechanger, ground-breaking, cutting-edge), que enfatizan la innovación o la capacidad para introducir nuevos factores que cambian radicalmente el planteamiento de un problema. También es muy común la metáfora del despegue (take-off), que los trabajos de W. Rostow popularizaron en los años 60 en la historia económica. 24 Cfr. P. Burke, «Introduction: Concepts of Continuity and Change in History», en ídem (ed.), The New Cambridge Modern History: Companion volume, cap. 1, Cambridge, Cambridge University Press, 1979, págs. 9-10.

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contribución relevante al desarrollo del saber, sus autores tienden a enfatizar los aspectos innovadores, subrayando el conocimiento nuevo que su aportación viene a añadir al acervo científico en el campo de que se trate. En ese contexto, no es infrecuente que los científicos exageren la novedad de sus descubrimientos y propuestas. Su trabajo no se limitaría a llenar una laguna, a matizar la visión dominante de un determinado tema, o a proponer una interpretación alternativa de un fenómeno ya conocido, sino que con cierta frecuencia el autor se esfuerza en persuadir a los lectores de que su investigación o su enfoque supone un cuestionamiento sustancial de todas las aproximaciones anteriores a ese mismo objeto de estudio. El discurso de la innovación presenta algunas características especiales en el campo de la historia intelectual. En este terreno, esta retórica puede aplicarse por partida doble: no solo para enfatizar la novedad de las aportaciones de quien escribe, sino también para señalar rupturas drásticas en las corrientes de pensamiento del pasado. Y, por supuesto, ambas dimensiones se superponen cuando el historiador del pensamiento pretende haber descubierto un importante autor, texto, hecho, idea o momento crucial en el pasado que supondría un genuino punto de origen o cambio de época, pero que por una razón u otra habría pasado inadvertido y permanecido oculto hasta que él logró sacarlo a la luz25.

2.2. ¿RUPTURA O CONTINUIDAD? Durante siglos, la narrativa histórica clásica acostumbró a representar el tiempo histórico por medio de un relato que articulaba, como si se tratara de algo continuo, una larga serie de discontinuidades26. Pese a su insistencia en el peculiar espíritu de cada época (Zeitgeist), la revolución cultural historicista de los siglos XVIII y XIX no alteró, en esencia, este esquema básico de continuidad en la discontinuidad. La filosofía de la historia ofrecía el hilo o marco general en el que se ensartaban todas las historias de épocas y sucesos particulares como las cuentas de un collar. Todas esas historias con minúscula podían integrarse en la omniabarcante Historia con mayúscula. Las periodizaciones al uso recortaban grandes y no tan grandes segmentos cronológicos como etapas de una ininterrumpida metamorfosis en la que no habría verdaderos hiatos. El tiempo histórico, aunque escindido en fragmentos discretos, se imaginaba en lo fundamental como un continuum. La historia se pensaba y se escribía como una vasta interconexión de hechos, acciones humanas y procesos solo aparentemente inconexos. La necesidad de mantener contra viento y marea la identidad amenazada del sujeto —ya sea individual o colectivo— en los grandes trances personales o colectivos está probablemente detrás de ese empeño por mostrar alguna clase de permanencia o estabilidad de fondo incluso en medio de desgarradoras rupturas27. ¿Acaso no pode-

25 Un ejemplo reciente de este tipo de obras, muchas de las cuales de manera característica aspiran a descubrir el «verdadero» origen del mundo moderno, podría ser el libro de Stephen Greenblatt, El giro. De cómo un manuscrito olvidado contribuyó a crear el mundo moderno, trad. de J. Rabasseda y T. de Lozoya, Barcelona, Crítica, 2012 (ed. original: The Swerve: How the World Became Modern, Nueva York, W. W. Norton, 2011). 26 Cfr. F. Furet, Faire de l’histore, vol. I, París, Gallimard, 1976, pág. 54. 27 Gadamer ha insistido, tanto en el plano de la estética como en el fenomenológico (siguiendo en este caso a Husserl), en que la «pretensión de continuidad» caracteriza la autocomprensión de la vida humana,

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mos conjeturar una lógica compensatoria de este tipo, en el hecho comprobado de que los revolucionarios de distintas épocas han cubierto muy a menudo sus acciones más disruptivas bajo el pudoroso manto de la tradición?28. Al fin y a la postre, puesto que en la existencia de cualquier sujeto suelen alternarse elementos conservadores y renovadores, la opción por enfatizar unos u otros factores, dimensiones o fases está siempre abierta para quien describe retrospectivamente el curso de un largo proceso histórico (o las peripecias biográficas de un personaje). Sin que eso suponga afirmar la arbitrariedad de esas descripciones, me parece innegable que la ponderación del cambio y de la permanencia —e incluso el trazado de la trayectoria— es en buena medida una cuestión de perspectiva. El foco, la escala y la proporción, junto con la retórica utilizada, cuentan mucho a la hora de señalar determinadas continuidades y de concederles preeminencia sobre las rupturas (o al revés). Pese a su tosquedad, la oposición ruptura/continuidad (dos categorías o formas del pensamiento intuitivas, seguramente insoslayables) parece ejercer asimismo una extraña fascinación sobre los historiadores intelectuales. De hecho, en la historia del pensamiento las posiciones han oscilado entre ambos extremos. Mientras que para algunos autores el foco de la historia intelectual debería ponerse en la novedad, en las rupturas y discontinuidades, otros han sostenido la existencia de una línea evolutiva más o menos continua y sin grandes sobresaltos, o incluso de un zócalo de cuestiones perennes. Tal vez la expresión más sucinta y lapidaria de esta última posición la encontramos en la manoseada frase de Whitehead según la cual «la tradición filosófica

también en lo que se refiere a la más inmediata temporalidad existencial; y algo parecido sucede en el plano colectivo, de modo que incluso el poeta más inspirado o el inventor más genial están insertos en redes y tradiciones que les trascienden, de las cuales proviene una parte importante de su creatividad (cfr. H. G. Gadamer, Verdad y Método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, trad. de A. Agut y R. de Agapito, Salamanca, Ediciones Sígueme, 1988, págs. 107 y sigs., 137 y sigs., 166-167, 180, 309). Hablando de la originalidad de los poetas y del papel fundamental de la tradición, T. S. Eliot sostuvo opiniones muy parecidas (véase su ensayo «Tradition and the Individual Talent» [1932], cit. por J. Pamparacuatro, Signo y valor. Estudio sobre la estética semiótica del hecho literario, Bilbao, Universidad del País Vasco, 2012, págs. 336-337). 28 Al separarse de España, algunos criollos hispanoamericanos trataron de enlazar con el lejano pasado precolombino, presentando la independencia de las jóvenes repúblicas como el reverso de la conquista: una vez más, la ruptura parecía obedecer a un imperativo de continuidad (cfr. R. Earle, The Return of the Native: Indians and Myth-Making in Spanish America, 1810-1930, Durham, NC y Londres, Duke University Press, 2008). También los liberales peninsulares imaginaron el naciente constitucionalismo como un retorno a las antiguas libertades hispanas (cfr. J. Fernández Sebastián, «A Distorting Mirror: The Sixteenth Century in the Historical Imagination of the First Hispanic Liberals», Balzan-Skinner Lectures and International Conferences, Romantic Liberalism in Southern Europe, c. 1820-1850, Facultad de Historia de la Universidad de Cambridge y CRASSH, 26 de abril de 2013). En realidad, el llamado «historicismo» de aquellos primeros liberales españoles apuntaba sobre todo a una ruptura con el pasado inmediato que buscaba apoyo y justificación en la supuesta «continuidad temporal de la nación soberana» desde la Edad Media (cfr. M. C. Romeo Mateo, «“Nuestra antigua legislación constitucional”, ¿modelo para los liberales de 1808-1814?», en P. Rújula y J. Canal (eds.), Guerra de ideas. Política y cultura en la España de la Guerra de la Independencia, Madrid, Marcial Pons Historia, 2012, págs. 92 y 96). Algo parecido sucedió en otros muchos momentos y lugares, desde la Alemania del Estado nacional unificado de 1971 (cfr. D. Langewiesche, «¿Qué quiere decir “inventar la nación”? La historia nacional como artefacto o La interpretación de la historia como lucha por el poder», en J. Millán y M. C. Romeo [eds.], La época del Estado-nación en Europa, Valencia, Universitat de València, 2012, págs. 52-53 y 57) hasta la proclamación de la República en China tras el ocaso del Imperio (cfr. J. Rüsen, «Tradition: A Principle of Historical Sense-Generation and its Logic and Effect in Historical Culture», History and Theory, vol. 51, núm. 4, 2012, págs. 48-49).

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europea» consistiría en esencia en «una serie de notas a pie de página [a la obra] de Platón»29. Todos sabemos que en las últimas décadas, entre los practicantes de la historia intelectual, el péndulo se ha desplazado hacia el lado de la falta de continuidad (si bien al mismo tiempo suele reconocerse que en dicha materia no hay cortes netos, ni saltos en el vacío). El primer cuestionamiento de la vieja concepción del pasado como una especie de presente prolongado hacia atrás (y la primera cuña en la visión meramente incrementalista del conocimiento), vino de la mano del historicismo. Sin embargo, como he sugerido en el párrafo anterior, bastantes historiadores del pensamiento, de la filosofía y de la ciencia, siguieron encarando su objeto de estudio presuponiendo una esencial similitud entre las cuestiones planteadas en diferentes épocas. En cualquier caso, hace casi medio siglo que el énfasis en la discontinuidad de las sucesivas epistemes (por utilizar el término de Foucault)30 o en los cambios de paradigma (para retomar la célebre fórmula de Kuhn)31 ha terminado por imponerse en los ambientes académicos de manera abrumadora. La llamada Escuela de Cambridge, en especial los trabajos de Quentin Skinner, han puesto de relieve la discontinuidad entre distintos momentos del pasado (así lo hizo también Koselleck con su teoría del Sattelzeit), y hoy día apenas es posible encontrar historiadores del pensamiento político que no estén dispuestos a admitir de buen grado que la lucha contra el anacronismo semántico entre unas épocas y otras —y, con ella, lo que podríamos llamar el respeto al «principio de irretroactividad conceptual»— es la mínima cautela exigible a un historiador. Así las cosas, parece evidente que los marcos intelectivos han cambiado profundamente a lo largo del tiempo, y para entender los mundos pretéritos es preciso recuperar, explicar, comprender, interpretar o representar32 —táchese lo que no proceda— no solo significados que hoy nos resultan opacos y enigmáticos, sino enteros sistemas de pensamiento y de valoración perdidos, totalmente ajenos a los actuales33. Ahora bien, ¿estamos obligados a elegir entre dos modelos exclusivos y excluyentes, el primero basado en la continuidad y el otro en la ruptura? ¿tertium genus non datur? Mi respuesta a esta cuestión es que, gracias en gran medida a la hermenéutica gadameriana y a la semántica histórica koselleckiana (pero también a algunas reflexio-

29 A. N. Whitehead, Process and Reality, Nueva York, Free Press, 1979, pág. 39. La misma fórmula ha sido aplicada a la obra de Aristóteles (cfr. R. J. Bernstein, Beyond Objectivity and Relativism: Science, Hermeneutics, and Praxis, Oxford, Basil Blackwell, 1983, pág. 146). 30 M. Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas (1966), trad. de E. C. Frost, México, Siglo XXI, 1999 (1.ª ed., 1968). 31 T. S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, trad. de A. Contín, México, FCE, 1971. 32 Cada uno de estos verbos implica una serie de objetivos, métodos y operaciones historiográficas muy diferentes (cfr. F. R. Ankersmit, Historia y tropología. Ascenso y caída de la metáfora, México, FCE, 2004, págs. 191 y sigs.). 33 En su Introducción metodológica al GG (§ 1.3 y 2.2), Koselleck se refirió a la necesidad de «traducir» o «retraducir» algunos conceptos fundamentales del pasado para de ese modo adaptar y hacer accesibles sus viejos significados a «nuestra comprensión lingüística actual» (en R. Koselleck, «Einleitung», GG, vol. I, 1972, págs. XIII-XXVII). (Versión en español en L. Fernández Torres, «Un texto fundacional de Reinhart Koselleck. Introducción al Diccionario histórico de conceptos político-sociales básicos en lengua alemana», Anthropos, núm. 223, 2009, págs. 92-105.)

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nes metodológicas de autores como Skinner o Pocock)34, es perfectamente concebible un género de historia que no nos obligue a escoger entre los dos polos de ese estrecho menú de tan solo dos opciones35. Ciertamente, todo relato histórico presupone una serie de cambios en la continuidad: para construir una narración debe haber algo —sujetos, actores, «identidades»— que persista a través de los cambios36. Y el efecto literario de ese algo que permanece y cambia a la vez puede lograrse narrativamente con relativa facilidad proyectando algunos rasgos de la situación actual hacia el pasado. En el caso de la historia intelectual, es muy frecuente que el historiador reúna unas cuantas notas sémicas percibidas como «esenciales» de un determinado concepto, las proyecte hacia el pasado y presente luego dichas notas como el «núcleo semántico» transtemporal del concepto en cuestión (algo parecido suele suceder cuando las pautas de un cierto tipo de lenguaje o ideología moderna se retrotraen a épocas remotas)37. Esta retroproyección de los conceptos de una época a tiempos anteriores genera una continuidad ficticia y, según creo, es una fuente de grandes errores y distorsiones. En efecto, al aparecer un nuevo concepto y al dotarlo de una dilatada prosapia de antecesores, tendemos a atribuir a todo ese linaje un núcleo semántico que se mantendría incólume a lo largo de las generaciones. Este supuesto núcleo invariante sería justamente lo que permitiría reconocer al concepto por encima de las transformaciones sufridas. No es preciso decir que la existencia de tal núcleo invariante es una ilusión retrospectiva38. El resultado, sin embargo, es que, sometido a ese protocolo de (pseudo)historización, el concepto se ha reificado y ha cobrado vida propia: ya está listo para ser atribuido con verosimilitud a los agentes que vivieron varias décadas, o varios siglos, antes de su aparición. Esta clase de anacronismo conceptual, consistente en «la proyección retrospectiva sobre el pasado de las categorías presentes», ha sido llamado por Elías Palti, parafraseando a Skinner, «mitología de la retrolepsis»39. A mi juicio, una de las tareas más 34 Cfr. J. G. A. Pocock, «Tiempo, instituciones y acción: Un ensayo sobre las tradiciones y su comprensión», en ídem, Pensamiento político e historia. Ensayos sobre teoría y método, trad. de S. Chaparro, Madrid, Akal, 2011, págs. 199-228. 35 Cfr. C. Ingerflom, «Régime impérial/régime soviétique: ni rupture ni continuité», Espaces Temps, 84-86, 2004, págs. 226-238. Apoyándose en Gadamer, Ricoeur y Koselleck, Ingerflom impugna las categorías de ruptura y continuidad como herramientas heurísticas adecuadas para analizar el régimen soviético. Véase también en la revista Espaces Temps (núms. 82-83) el dossier «Continu/Discontinu. Puissances et impuissances d’un couple». 36 Cfr. M. C. Lemon, «Continuity, Difference, and Change», en ídem, The Discipline of History and the History of Thought, Londres y Nueva York, Routledge, 1995, págs. 54-55. Desde la perspectiva de la narrativa histórico-política clásica, véase, por ejemplo, la configuración de grupos y actores colectivos de los tiempos de la Revolución francesa en la pluma de tres historiadores: A. de Lamartine, J. Michelet y L. Blanc (cfr. A. Rigney, The Rhetoric of Historical Representation. Three Narrative Histories of the French Revolution, cap. 3, Cambridge, Cambridge University Press, 1990, págs. 103-136). 37 En el libro citado al final de la nota anterior, Rigney ha mostrado que algunos historiadores decimonónicos de la Revolución francesa proyectaron sistemáticamente sus ideales políticos hacia el pasado (cfr. Rigney, ob. cit., págs. 175-176). 38 «Los conceptos sublunares son perpetuamente falsos porque son imprecisos, y son imprecisos porque su objeto se mueve sin cesar (...). Y no solamente [los conceptos] han cambiado, sino que no tienen invariante que sea el soporte de su identidad a través de los cambios» (en P. Veyne, ob. cit., pág. 178). 39 E. J. Palti, «The “Return of the Subject” as a Historico-Intellectual Problem», History and Theory, 43, 2004, págs. 79-80. Algo parecido sucede también en las ciencias físico-naturales: «Each scientific no-

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espinosas, necesarias y urgentes en historia intelectual es desactivar este endiablado mecanismo que produce sin cesar espejismos conceptuales y trampantojos que resulta extremadamente difícil disipar40. Si no estoy equivocado, las transformaciones, a veces profundas, en la percepción del cambio político-intelectual sufrido por una sociedad en el tiempo, se alimentan en gran medida de esas periódicas transferencias de sentido desde el presente hacia el pasado; al interpretar el pasado a través del nuevo filtro conceptual, la representación y evaluación del mismo se transforma. Surge así un pasado ficticio41, poblado de significados espurios, puntos ciegos y realidades imaginarias. Esta retroproyección sistemática de las nuevas conceptualidades emergentes es uno de los mayores obstáculos epistemológicos para nuestra comprensión del pasado, y constituye un dispositivo generador de distorsiones, ilusiones y anacronismos que dificulta sobremanera el trabajo del historiador intelectual.

2.3. TRADICIÓN Y MODERNIDAD Desde hace más de medio siglo, las teorías de la modernización nos han acostumbrado a un agudo contraste entre sociedades tradicionales y sociedades modernas. Esta grosera dicotomía, muy utilizada en historia y en ciencias sociales y que con el tiempo ha llegado a consagrarse casi como una evidencia, procede en último término del propio discurso de la Modernidad, y, en algunos casos roza la caricatura. «Sociedades tradicionales» y «sociedades modernas» serían dos realidades radicalmente antagónicas, casi sin puntos de contacto entre sí. Como ha observado Latour, «la idea de una repetición idéntica del pasado y la de una ruptura radical con todo el pasado son

velty did reconfigure everything that had gone before, just as each work of art displaces the meaning of all the artworks that preceded it» («Cualquier innovación científica reconfigura todo lo que ha existido antes, de la misma manera que cada obra de arte afecta al significado de todas las que la han precedido») (en J. M. Zammito, «Review Article. History/Philosophy/Science: Some Lessons for Philosophy of History» [a propósito del libro de Hans-Jörg Rheinberger On Historicizing Epistemology: An Essay, Stanford, Stanford University Press, 2010], History and Theory, 50, 2011, pág. 405). 40 Como ha argumentado Wineburg, vestir al pasado con los significados de quien se vuelve hacia un tiempo anterior al suyo es algo completamente natural. Gracias a la educación en el pensamiento histórico, sin embargo, podemos llegar a darnos cuenta —con esfuerzo— de la ingenuidad sobre la que descansa nuestro presentismo y contrarrestar así el narcisismo epistemológico que aquella actitud conlleva (cfr. S. Wineburg, Historical Thinking and Other Unnatural Acts, Filadelfia, Temple University Press, 2001, págs. 3-27). 41 Por supuesto, todos los pasados son virtuales —y, en este sentido, ficticios— y solo es posible imaginarlos y comprenderlos desde el presente. Gadamer mostró convincentemente que, teniendo en cuenta al carácter lingüístico e histórico de toda comprensión, debemos renunciar al objetivo imposible de recuperar el sentido genuino, «definitivo» y «verdadero» de los hechos y textos del pasado (como se propusieron aquellos primeros historiadores historicistas, que hoy se nos antojan tan ingenuos): solo la fusión entre el horizonte del intérprete —resultado él mismo de los procesos históricos— y el del tiempo pasado, hace posible la tarea hermenéutica (cfr. H. G. Gadamer, ob. cit., págs. 376-377, 456-458, 476-486). Lo que discuto aquí, sin embargo, no es eso: lo que pretendo mostrar es que muchos historiadores aplican y atribuyen ilegítimamente a los agentes del pasado —o sea, a los muertos, que no pueden protestar por ello— determinados conceptos que para dichos agentes, cuando vivieron, no estaban ni podían estar disponibles.

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dos resultados idénticos de una misma concepción del tiempo»42. Basándose en esa concepción «moderna» —yo diría, insensatamente moderna— de la temporalidad, historiadores, sociólogos y otros estudiosos forjaron el modelo estilizado de la llamada «sociedad tradicional» como la contrafigura de una no menos idealizada «sociedad moderna» que vendría a sustituir a aquella a través de una serie de etapas de desarrollo. Pese a esa posibilidad abierta de transitar entre uno y otro estado, dentro de este esquema teórico bipolar la tradición muy a menudo es presentada como lo que apenas cambia, lo que permanece invariable, lo retardatario, lo residual43. También a veces como una fatalidad a la que quienes tienen la desgracia de vivir en ese tipo de sociedades están sujetos sin poderlo evitar. Aunque la dicotomía tradición-modernidad como herramienta heurística para el estudio del cambio social, entendido como un proceso lineal, unidireccional, fue ya cuestionada y objetada con buenas razones desde finales de los 6044 y lo ha seguido siendo hasta nuestros días —estudios postcoloniales, teorías de las múltiples Modernidades, etc.—, lo cierto es que sigue estando presente por doquier en la literatura histórica, sociológica y politológica. Hace tres décadas, Eric Hobsbawm y Terence Ranger publicaron un famoso libro, cuyo título provocador se convertiría enseguida en frase de moda, pero sobre todo en fórmula historiográfica remedada por numerosos historiadores: The Invention of Tradition45. Aquella aproximación constructivista a las tradiciones se fijaba casi exclusivamente en lo que aquellas tenían de inventadas: se trataba de una materia ampliamente manipulable por determinados sectores de las élites interesados en inculcar en la población ciertas normas y valores. La inculcación de dichas normas pasaría por la creación ex profeso de un sentido ficticio de continuidad con el pasado. Este dispositivo de invención, orientado a la emulación y repetición de lo supuestamente transmitido, se activaría con singular eficacia en épocas de grandes cambios y rápidas transformaciones sociales, como lo fueron los inicios de la Modernidad46.

42 B. Latour, Nunca fuimos modernos. Ensayo de antropología simétrica, trad. de V. Goldstein, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007, pág. 114. 43 También como un tiempo casi inmóvil ligado a la cotidianeidad, en el que imperaría la rutina y no quedaría ningún resquicio para la novedad (cfr. F. Braudel, Las estructuras de lo cotidiano: lo posible y lo imposible, trad. de I. Pérez-Villanueva, Madrid, Alianza, 1984). Una de las descripciones más impresionantes de la tradición como el tiempo inmóvil, universal e «intrahistórico», de los pueblos la encontramos en el ensayo de Unamuno La tradición eterna (1895); puede consultarse, por ejemplo, en M. de Unamuno, En torno al casticismo, introducción de Jon Juaristi, Madrid, Biblioteca Nueva, 1996, págs. 47-70, véanse especialmente las págs. 61-63. 44 Cfr. J. R. Gusfield, «Tradition and Modernity: Misplaced Polarities in the Study of Social Change», The American Journal of Sociology, 72/4, 1967, págs. 351-362; S. N. Eisenstadt, Tradition, Change, and Modernity, Nueva York, Wiley, 1973. 45 E. Hobsbawm y T. Ranger (eds.), La invención de la tradición, trad. de O. Rodríguez, Barcelona, Crítica, 2002. 46 Esta aproximación se ha mostrado especialmente fecunda en el estudio de los orígenes culturales de los nacionalismos (especialmente al coincidir su publicación con el no menos influyente libro de B. Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, Londres, Verso, 1983. [Trad. cast.: ídem, Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, trad. de E. L. Suárez, México, FCE, 1993]). Un ejemplo temprano, aplicado al País Vasco: J. Juaristi, El linaje de Aitor. La invención de la tradición vasca, Madrid, Taurus, 1984.

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Después de un período de fulgurante éxito historiográfico del enfoque hobsbawmiano, mi impresión es que en los últimos años las críticas empiezan a sobrepujar a las alabanzas. A comienzos de este siglo, la rehabilitación del estudio de las tradiciones auténticas, «no inventadas», tiene indudablemente uno de sus hitos en el libro colectivo titulado Questions of Tradition. Uno de sus editores, Mark Phillips, se preguntaba en la Introducción a este volumen precisamente por aquellas otras tradiciones genuinas, y tomaba distancia de la afortunada fórmula de Hobsbawm47. No pocos autores recuerdan ahora que la tradición tiene dos caras: una, ontológica, referida a los contenidos que se transmiten, que enfatiza la continuidad48; la otra, metodológica, realza el cambio y se refiere al proceso de transmisión y a las transformaciones que lo hacen posible49. Al fin y al cabo, vivimos insertos en redes de tradiciones —empezando por la lengua, la tradición por excelencia— que, entre otras cosas, posibilitan el progreso: «quizá los dioses puedan prescindir olímpicamente de las tradiciones», los seres humanos no50. Esta voluntad de rehabilitar la tradición ha podido buscar inspiración y argumentos en la obra de diversos políticos y teóricos liberal-conservadores de los últimos dos siglos, comenzando por Edmund Burke y su célebre alegato contra la Revolución francesa en nombre del prejudice y la prescription. Autores de talante conservador como Alexis de Tocqueville, Raymond Aron, Michael Oakeshott, Alexander Solzhenitsyn, Alasdair MacIntyre y Charles Taylor, cada cual a su modo, han encarecido las virtudes de la tradición, al menos de ciertos aspectos de la misma51. Algunos de estos autores —desde un punto de vista más político o más académico— señalan que a la postre es la tradición la que mantiene y fortalece los sistemas de creencias y los vínculos sociales que aseguran un mínimo de estabilidad y cohesión social52. Incluso las disciplinas científicas —historia incluida— y los protocolos a ellas asociados pueden considerarse tradiciones en sentido amplio: todo discurso historiográfico, por ejemplo, 47

Cfr. M. S. Phillips, «What is Tradition when it is not “Invented”? A Historiographical Introduction», en M. S. Phillips y G. Schochet (eds.), Questions of Tradition, Toronto, University of Toronto Press, 2004, pág. 5. 48 Pocock define la tradición como «a set of present usages and the presumption of their indefinite continuity» («un conjunto de usos presentes y la presunción de su continuidad indefinida») (en J. G. A. Pocock, ob. cit., pág. 202). 49 Cfr. P. Simay, «El tiempo de las tradiciones. Antropología e historicidad», en Ch. Delacroix, F. Dosse y P. García (eds.), Historicidades, Buenos Aires, Waldhuter Editores, 2010, pág. 314; H. Zheng, «On Modernity’s Changes to “Tradition”: A Sociological Perspective», History and Theory, vol. 51, núm. 4, 2012, págs. 106-107. Frente a la idea de la tradición como un legado que uno se limita a recibir de sus antepasados y a trasladar mecánicamente a sus descendientes, se alza una concepción alternativa que pone el acento en el dinamismo activista que implica todo proceso de transmisión. A la tradición solo se accede con gran esfuerzo y ha de ser renovada constantemente. «Lo que heredaste de tus padres, conquístalo para poseerlo», aconsejaba Goethe (algo semejante recomendaba T. S. Eliot, en J. Pamparacuatro, ob. cit., páginas 336-337). A este respecto observa MacIntyre que las «tradiciones vivas» son aquellas que «progresa[n] gracias a sus disputas y conflictos internos» (A. MacIntyre, Tras la virtud, trad. de A. Valcárcel, Barcelona, Crítica, 2004, págs. 275 y 319). 50 J. Gomá, «La costumbre de vivir», El País-Babelia, 11 de febrero de 2012. 51 Véase, en esta línea, el reciente libro de Daniel J. Mahoney, The Conservative Foundations of the Liberal Order: Defending Democracy against its Modern Enemies and Immoderate Friends, Wilmington, ISI Books, 2011. 52 Cfr. Gordon Schochet, «Tradition as Politics and the Politics of Tradition», en M. S. Phillips y G. Schochet (eds.), ob. cit., pág. 302.

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se inscribe en un esquema categorial dado y en una serie de prácticas consolidadas a través del tiempo53. Si bien la Modernidad ha ofrecido diversos sucedáneos para la tradición —la opinión pública y las ideologías serían probablemente los candidatos más obvios para ocupar en las sociedades modernas el lugar de la tradición (pero enseguida veremos que no son incompatibles)54—, si entendemos la tradición lato sensu como la transmisión intergeneracional de elementos culturales (la misma noción de tradición ha conocido una larga serie histórica de reconceptualizaciones, pasando a grandes rasgos de una gama de significados religiosos a otra más secular), es obvio que resulta inconcebible cualquier forma compleja de convivencia humana, antigua o moderna, sin tradición. La Ilustración y la propia Modernidad constituyen un ejemplo de «tradición de la razón», y las ideologías y doctrinas políticas modernas pueden verse asimismo como formas de tradición55. Jörn Rüsen ha sugerido recientemente que si nos tomásemos en serio la presunción académica de que toda tradición es, à la Hobsbawm, una construcción interesada del pasado al servicio del presente, ello supondría negar la función cultural de la tradición. Entender la tradición como algo inventado equivale en el fondo a rechazar su capacidad para infundir en el espíritu humano un cierto orden dado de antemano56. Dicho de otra manera, lo que Rüsen plantea es que si todas las tradiciones fuesen «inventadas» y no hubiera ninguna tradición «verdadera», la vida humana carecería de marcos relativamente estables para su desenvolvimiento. Este autor distingue tres tipos de tradición: vigente o funcional (functioning tradition), reflexiva (reflective tradition) y latente (dormant tradition). La primera —quizás la acepción más común de la palabra— proporciona certezas y se mantiene activa y prestigiada, reforzando ciertas creencias socialmente aceptadas acerca del origen y la continuidad de algunos rasgos socioculturales a largo plazo. La segunda, la reflexiva, solo se manifiesta cuando la tradición empieza a tematizarse (como estamos haciendo en este trabajo) y su papel en la sociedad pasa a ser objeto de debate. La tercera, a la que califica de «durmiente», es una forma de tradición invisible, silenciosa, pero no por ello menos eficaz a la hora de conformar ciertos elementos inconscientes de la cultura (probablemente su sentido no se aleja demasiado de lo que Gadamer llama prejuicio [praeiudicium], entendido como condición de la comprensión)57.

53 Cfr. S. Seth, Subject Lessons. The Western Education of Colonial India, Durham y Londres, Duke University, 2007, págs. 97-98. El concepto de tradición es lo bastante elástico para que pueda ser aplicado, en este caso, bien a la historia como disciplina, bien a una subdisciplina como la historia del pensamiento político, o incluso a cualquiera de sus ramas, esto es, al conjunto de aquellos estudiosos que cultivan un enfoque particular para el estudio histórico del pensamiento. 54 Cfr. G. Schochet, «Tradition as Politics and the Politics of Tradition» y M. S. Phillips, «What is Tradition when it is not “Invented”?», en M. S. Phillips y G. Schochet (eds.), ob. cit., págs. 296 y 17 respectivamente. 55 Cfr. ibíd., pág. 7. 56 Cfr. J. Rüsen, art. cit., pág. 49. 57 Cfr. ibíd., pág. 59; H. G. Gadamer, ob. cit., págs. 337 y sigs. Uno de los aspectos de la reflexividad moderna sobre las tradiciones es la necesidad de justificar ideológicamente su validez (cfr. C. Geertz, La interpretación de las culturas [1973], trad. de A. L. Bixio, Barcelona, Gedisa, 2000, págs. 190-192).

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2.4. LAS TRADICIONES (S)ELECTIVAS DE LOS MODERNOS Mi propuesta es agregar una modalidad más a las tres planteadas por Rüsen. Se trataría de un tipo de tradiciones —en plural— peculiarmente modernas que tendrían más de un punto en común con las «tradiciones inventadas» de Hobsbawm, pero también algunas importantes diferencias. Podríamos llamarlas tradiciones electivas —o selectivas— y se situarían a medio camino entre los dos primeros tipos de la clasificación rüseniana (puesto que serían funcionales, y en ocasiones también reflexivas). Con ese nombre me refiero especialmente a aquellas tradiciones que los constructores de las grandes ideologías contemporáneas atribuyen a sus propios movimientos sociales o políticos, que aparecen así dotados de una prosapia histórica más o menos ilustre. Enseguida trataremos de especificar un poco más en qué consisten las tradiciones electivas. Pero antes, tal vez merezca la pena disipar un malentendido en torno a la interacción entre modernidad y tradición. El hábito de considerar tradición y modernidad como términos antagónicos ha ocultado el hecho paradójico de que es precisamente en la era moderna cuando las tradiciones han proliferado de manera inusitada, en particular en los dominios del pensamiento y las artes58. En efecto, en el nuevo tiempo inherentemente perspectivista de la Modernidad, observó Koselleck, «con cada nuevo futuro surgen nuevos pasados»59. A mediados del siglo XVIII, mientras Chladenius advertía que el observador siempre ve las cosas desde algún lugar determinado (Sehepunckt) y por tanto «narrar una cosa sin ningún punto de vista [...] es imposible», Voltaire, fuertemente comprometido con la propagación de las Luces, constataba que las disputas ideológicas —por ejemplo, entre philosophes y antiphilosophes— eran inseparables de los combates por la historia. Como hizo notar Meinecke, desde entonces «la lucha en torno de la significación del pasado histórico acompañó [...] a todas las luchas en torno a la estructuración del porvenir»60. El resultado de esa prolongada pugna perspectivista por el sentido de la historia ha sido una plétora de tradiciones alternativas. «Ninguna época de la humanidad», asevera Azúa, «había producido una tan notable cantidad de pasados simultáneos». La invención de tradiciones en el mundo moderno, añade este autor en su Diccionario de las artes, ha llegado a ser tan sistemática y acelerada que los dos términos, invención y tradición, casi se han convertido en sinónimos61. Los comentarios de Koselleck, Meinecke y Azúa sobre este asunto apuntan a la misma conclusión, que no es otra que ver la Modernidad como un venero inagotable de tradiciones. La revolución, que se presenta como una ruptura con la tradición, es de hecho un fecundo laboratorio de mitos y tradiciones. Lo característico del paso a la Modernidad no sería tanto que la innovación desplace en bloque a la tradición cuanto 58

En relación al arte escribe Félix de Azúa: «Desde el Renacimiento, toda producción artística y toda empresa intelectual de cierto empaque debe inventar su propio pasado para encajarse en una tradición u otra» (entrada «Tradición» en F. de Azúa, Diccionario de las artes, Barcelona, Planeta, 1995, pág. 278). 59 R. Koselleck, historia/Historia, ed. cit., pág. 126. 60 F. Meinecke, El historicismo y su génesis (1936), versión española de J. Mingarro y T, Muñoz, Madrid, FCE, 1983, pág. 79; cfr. también: R. Koselleck, historia/Historia, ed. cit., págs. 115-116, 126, e ídem, Futuro pasado, ed. cit., págs. 180-183; L. S. Smith, ob. cit., págs. 51-52 y 119. 61 F. de Azúa, Diccionario de las artes, ed. cit., pág. 279.

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que la voluntad de innovación sistemática62, visible en casi todos los terrenos, alcance parcialmente incluso al ámbito de las tradiciones. Aunque lo que la tradición tiene de «pasado vivo» siga gravitando y actuando tácitamente sobre el presente, en la llamada sociedad moderna cobran cada vez más peso otro tipo de tradiciones a la carta: las tradiciones electivas. Podemos entender pues las tradiciones electivas de los modernos (a las que podría convenir el lema ex innovatio traditio), más que como una herencia recibida de las generaciones anteriores, como un legado histórico imaginado y elaborado por el propio legatario. De entre todos los pasados posibles, cada actor selecciona de acuerdo con sus preferencias aquellos hechos, autores o episodios históricos en los que de algún modo se reconoce: aquellos que mejor se adaptan a sus necesidades de legitimación y a sus perspectivas de futuro. La tradición pasaría a ser vista como «una filiación invertida: el hijo, aquí, engendra a su propio padre, ¡y por eso pueden darse varios! [...]. Escogemos aquello por lo cual nos declaramos determinados, nos presentamos como los continuadores de aquellos que hemos convertido en nuestros predecesores»63. Mientras que el vector principal de la tradición «tradicional» (valga la expresión) se dirige del pasado al presente, este nuevo género de tradiciones «modernas» —fuertemente ideologizadas— invierte el sentido de la flecha del tiempo. La orientación general «futurocéntrica» del mundo moderno se extiende en este caso también a la tradición, que es enrolada a la fuerza en los combates por el porvenir. Las tradiciones electivas son perfiladas para dotar retrospectivamente a tal o cual concepto, a tal o cual grupo o movimiento, a tal o cual ideología, de un pasado ad hoc especialmente diseñado para dar verosimilitud a las expectativas de futuro que parecen desprenderse naturalmente de ese pasado. De manera que en el mundo moderno no solo los conservadores y tradicionalistas disponen de tradiciones propias: pese a las trasnochadas protestas de algunos progresistas de haber roto radicalmente con el pasado64, también los liberales, republicanos, demócratas, socialistas o comunistas tienen las suyas, y de 62 Cfr. R. Koselleck, «Innovaciones conceptuales del lenguaje de la Ilustración», en ídem, Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social, trad. de L. Fernández, Madrid, Trotta, 2012, págs. 199-224. 63 J. Pouillon, «Tradition: transmission ou reconstruction?», en ídem, Fétiches sans fétichisme, París, Maspero, 1975, pág. 160, cit. por Ph. Simay, art. cit., págs. 316-317. «La modernidad [tiende] a seleccionar un tipo de pasados que se ajusten [...] a su sensación de movimiento y cambio» (en G. Zermeño, La cultura moderna de la historia. Una aproximación teórica e historiográfica, México, El Colegio de México, 2002, pág. 68). Aunque en cierta medida son siempre los «sucesores» quienes eligen a sus «predecesores», abrazando determinados elementos del pasado y desdeñando otros (cfr. M. Tushnet, «The Concept of Tradition in Constitutional Historiography», William and Mary Law Review, v. 29/1, 1987, pág. 94), a mi juicio esta pauta de transmisión ha cobrado mucha más relevancia en los últimos siglos. 64 Citaremos como botón de muestra dos ejemplos de republicanos españoles: «¡Desdichados los pueblos que del progreso reniegan, y levantan [...] altares a la tradición!» (en E. Barriobero, «Atavismos», El Progreso, Madrid, 19 de noviembre de 1897, cit. por J. Álvarez Junco, «Los “Amantes de la Libertad”: la cultura republicana española a principios del siglo XX», en N. Townson [ed.], El republicanismo en España (1830-1977), Madrid, Alianza, 1994, págs. 268-269). «La República no tiene tradición; no necesita tradición. Es una idea moderna» (en J. Fernández Díaz, «Sobre la unidad nacional», El Liberal, Bilbao, 8 de mayo de 1932). Conviene añadir de inmediato que numerosos intelectuales y líderes del republicanismo —Alcalá Zamora, Azaña, Ortega, Fernando de los Ríos— saludaron la proclamación de la Segunda República en 1931 como «la reanudación de una gran tradición española, de una tradición liberal, de una tradición popular» (discurso de Manuel Azaña, 28-III-1932; cfr. J. F. Fuentes y J. Fernández Sebastián, «Liberalismo», en ídem [dirs.], Diccionario político y social del siglo XIX español, Madrid, Alianza, 2002, pág. 428).

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esas veneradas tradiciones extraen fuerzas para seguir avanzando y para dar sentido a sus proyectos65. Aunque es indudable que cualquier nuevo concepto o discurso surge de la reconfiguración de elementos semánticos preexistentes66, no lo es menos que —como he tratado de explicar en un epígrafe anterior— la acuñación de nuevas nociones y con ellas, el surgimiento de nuevas instituciones, desencadena una dinámica de búsqueda y selección de antecedentes que genera muy pronto la ilusión de que tal concepto o institución venía ya existiendo o actuando in fieri desde épocas remotas67. Lo que en un momento fugaz fue visto como innovación es rápidamente redescrito como un «descubrimiento», dando así a entender que en realidad el fenómeno sociopolítico recién conceptualizado estaba ya ahí con anterioridad68. * * * En el dominio de la historia intelectual, las historias heroicas de la gran marcha de la libertad, de los derechos o de la emancipación humana (todavía demasiado tributarias de las interpretaciones whigs y protestantes, hegelianas o marxistas de la historia) despliegan una retórica convencional —que hemos heredado de las filosofías de la historia de la Ilustración— en que las fuerzas de la innovación luchan denodadamente contra las resistencias oscurantistas de la tradición. Mientras que en ciertos casos, la tradición es vista como un lastre que dificulta el avance de la sociedad hacia metas de mayor perfeccionamiento y progreso, como una resistencia que es preciso vencer; en el límite, en este tipo de aproximación la tradición misma —algunos de sus contenidos al menos— se revela finalmente como una estratagema, como una mera invención, que el historiador ilustrado debiera esforzarse por desvelar, criticar y desmitificar. Frente a esa caricaturesca contraposición de tradición e innovación, con sus contrastes maniqueos entre un mundo estático, rutinario y reaccionario y otro dinámico, original e innovador que todavía se mantiene por inercia en algunos sectores de la historiografía, hoy en la historia del pensamiento dominan aproximaciones bastante

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Cfr. D. T. Rodgers, «The Traditions of Liberalism», en M. S. Phillips y G. Schochet (eds.), ob. cit., págs. 202-232. Véase para el caso del liberalismo español: J. Fernández Sebastián, «Liberalismo en España, 1810-1850. La construcción de un concepto y la forja de una identidad política», en J. Fernández Sebastián (ed.), La aurora de la libertad. Los primeros liberalismos en el mundo iberoamericano, Madrid, Marcial Pons Historia, 2012, págs. 280 y sigs. 66 Cfr. M. A. Cabrera, Postsocial History. An Introduction, Lenham, Lexington Books, 2005, páginas 37-38. 67 Así ocurrió con el liberalismo español surgido en 1810. La obra de Martínez Marina (en particular su Teoría de las Cortes, 1813) testimonia la creación casi inmediata de un pasado medieval para muchos de los conceptos —representación, soberanía nacional, opinión pública, libertades— que cobraron entonces gran importancia en el discurso político de aquellos primeros liberales. No solo se generó así un pasado a la medida del futuro a que aspiraban los partidarios de las incipientes instituciones liberales, sino que, al aplicar retrospectivamente estos conceptos, los fenómenos sociales y políticos asociados parecían cobrar vida propia en épocas anteriores. Sobre todo ello puede verse ahora la tesis doctoral de Ana Isabel González Manso, Historicismo, Edad Media y conceptos políticos en el primer liberalismo español (1808-1845), Bilbao, Universidad del País Vasco, 2013. 68 Así, apenas lanzado el concepto de opinión pública en el debate político español, Juan Antonio Llorente lo proyecta a tiempos lejanos en su Memoria histórica sobre cuál ha sido la opinión nacional de España acerca del tribunal de la Inquisición, Madrid, Sancha, 1812.

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más sofisticadas, estrategias retóricas más ricas en matices, que niegan la validez de una antinomia que se complace en reproducir una y otra vez la misma imagen en blanco y negro. Hoy es frecuente subrayar la dificultad de separar en la práctica ambas categorías, y señalar que muchos procesos históricos se caracterizan precisamente por distintos grados de hibridación entre elementos viejos y nuevos, de modo que la transmisión cultural se muestra perfectamente compatible con la renovación y el resurgimiento de lo nuevo. Desde la historia de la ciencia hasta la hermenéutica filosófica —apoyándose en los trabajos clásicos de Gadamer y de Kuhn, entre otros—, son varias las líneas metodológicas que enfatizan de diversas maneras que sin un fondo de permanencia y transmisión de los saberes no es posible la innovación y que la invención misma bebe muy a menudo en las fuentes de la tradición: Ex traditio innovatio69. La hermenéutica filosófica de Gadamer, al insistir sobre la lingüisticidad e historicidad de toda comprensión, ha mostrado que, puesto que la tradición está imbuida en el lenguaje (y viceversa), la comprensión sería imposible sin ella. De hecho el círculo hermenéutico presupone una interacción entre intérprete y tradición, entendida esta como ineludible infraestructura del conocimiento70. En este punto, las reflexiones metodológicas de la historia intelectual, ya se trate de los estratos del tiempo y las estructuras de repetición (Koselleck)71, o de los lenguajes políticos disponibles (Pocock y Skinner), concuerdan sustancialmente en que el lenguaje no es un mero instrumento a la entera disposición del individuo, sino una red intersubjetiva transgeneracional de la comunidad de hablantes (o, más en particular, si hablamos de un lenguaje entre otros, en el sentido de Pocock, de los usuarios de una determinada tradición de discurso). De ahí que, incluso cuando se trata de innovar de manera radical, como mostró Skinner, es obligado servirse del lenguaje disponible, esto es, recurrir de un modo u otro al depósito de la tradición72. «Toda obra innovadora», escribe Lotman, «está construida con elementos tradicionales. Si el texto no mantiene el recuerdo de la estructura tradicional, deja de percibirse su carácter innovador»73. 69

Eso es también aplicable a las «revoluciones científicas», mucho menos cataclísmicas de lo que suele suponerse. No se trata solo de que haya permanentemente cambios, evoluciones y ajustes graduales dentro de cada paradigma. Tampoco los cambios de paradigma que Kuhn propuso para la ciencia suponen —en las ciencias biológicas, por ejemplo— la total sustitución de los conceptos existentes en un plazo muy breve, sino más bien la coexistencia del viejo sistema conceptual con el nuevo y la competencia mutua más o menos conflictiva entre ambos sistemas durante largo tiempo (cfr. E. Mayr, This is Biology: The Science of the Living World, Cambridge, Massachusetts, The Belknap Press, 1997, págs. 98-99). 70 Cfr. H. G. Gadamer, ob. cit., págs. 344 y sigs. 71 Cfr. R. Koselleck, «Estructuras de repetición en el lenguaje y en la historia», Revista de Estudios Políticos, 134, 2006, págs. 17-34. 72 Cfr. Q. Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, vol. I, México, FCE, 1985, págs. 10-11; R. Koselleck, «Sozialgeschichte und Begriffsgeschichte», en W. Schieder y V. Sellin (eds.), Sozialgeschichte in Deutschland: Entwicklungen und Perspektiven im internationalen Zusammenhang, II, Gotinga, Vandenhoeck & Ruprecht, 1987, pág. 102 (cit. en E. J. Palti, «Ideas, conceptos, metáforas. La tradición alemana de historia intelectual y el complejo entramado del lenguaje», en J. Fernández Sebastián y G. Capellán [eds.], Lenguaje, tiempo y modernidad. Ensayos de historia conceptual, Santiago de Chile, Globo Editores, 2011, págs. 224-225). 73 Y. M. Lotman, Estructura del texto artístico, trad. de V. Imbert, Madrid, Istmo, 1982, pág. 35. Sobre el entrelazamiento de tradición e innovación incluso en las vanguardias, véase J. Pamparacuatro, Signo y valor, ed. cit., págs. 334-337, de donde tomo la cita de Lotman. Sobre la función de la tradición en la Modernidad, véase G. Zermeño, ob. cit., págs. 68 y sigs.

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Así pues, tradición e innovación, lejos de ser términos incompatibles, se entrelazan e implican mutuamente: los actores, incluso los más radicales, no pueden dejar de volver continuamente la mirada hacia atrás para fundar sus anhelos y aspiraciones. Mucho antes de que los modernos historiadores de la cultura proclamasen que ningún cambio cultural es absoluto y que los significados ni surgen en el vacío ni se aniquilan por completo en un tiempo corto, Lucrecio dejó escrito en el siglo I a. C. que, pues «de la nada, nada puede hacerse», «ninguna cosa nace de la nada»74. Como se ve, tampoco esta es en rigor una idea nueva. La teorización kuhniana sobre la historia de la ciencia muestra también que la visión «continuista» que pone el acento en la fuerza de la tradición es mucho más compatible de lo que parece a primera vista con el énfasis en la escansión y en la innovación radical que de cuando en cuando provoca un «cambio de paradigma»75. En este sentido, The Structure of Scientific Revolutions (1962) contribuyó a mitigar la (falsa) oposición frontal entre tradición e innovación, en la medida en que mostró los mecanismos en virtud de los cuales una «tradición disciplinar» o paradigma se ve desafiado hasta el punto de ser sustituido por una tradición alternativa o paradigma emergente. Así, Kuhn logró combinar de un modo relativamente original y sofisticado los vocabularios de la tradición —mejor, de una pluralidad de tradiciones— y los de la innovación. No es casual que un especialista como J. G. A. Pocock se interesara desde principios de los 70 en aplicar el modelo teórico kuhniano al estudio de la historia intelectual, usando como si fuesen intercambiables los términos «paradigma», «tradición», «discurso» y «lenguaje político» —si bien fue esta última fórmula la que finalmente hizo fortuna76.

2.5. CONSIDERACIONES FINALES Inspirada en las filosofías de la historia de la Modernidad en el momento de su triunfo, la dicotomía tradición/modernidad no es inocente ni exterior al estado de cosas que aspira a aprehender conceptualmente. Nos hallamos, por el contrario, ante dos contraconceptos asimétricos inequívocamente dependientes del «paradigma de la Modernidad», asociados al nuevo «régimen de historicidad» (Hartog) surgido en Occidente a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Una engañosa dicotomía que, como he tratado de mostrar en estas páginas, puede conducir al historiador a un callejón sin salida si se la toma demasiado en serio. Pues bien, algunas reflexiones y herramientas heurísticas de la Historia Conceptual, en especial la teoría de los tiempos históricos de Koselleck, resultan de gran ayuda para disolver esa aporía y todo el séquito de estériles contraposiciones que la acompañan (ruptura/continuidad y otras similares). La semántica koselleckiana de los tiempos históricos contempla una serie de «estratos» de significado procedentes de diversas épocas y moviéndose a distintas velocidades, operando sobre la lengua en un momento dado; la compleja relación entre sincronía y diacronía permite entonces 74

Lucrecio, De rerum natura, v. 211 y 219. Cfr. M. S. Phillips, «What is Tradition when it is not “Invented”?», en M. S. Phillips y G. Schochet (eds.), ob. cit., págs. 24-25. 76 Cfr. J. G. A. Pocock, Political Thought and History, ed. cit., págs. XI-XIV y 72. 75

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concebir la coincidencia en el tiempo de planos semánticos simultáneos, pero no contemporáneos. Esta teoría parece abrir una alternativa a la manida —y un tanto mecánica— visión de la historia como una sucesión de períodos separados por claras cesuras77. Y, como sugeríamos en la primera parte de este trabajo, cuando se trata de pensar el cambio, los instrumentos utilizados para captarlo importan sobremanera. No es lo mismo utilizar como rejilla de lectura la burda dicotomía ruptura/continuidad que la mucho más sofisticada temporalidad hojaldrada de los campos de experiencia, los horizontes de expectativa y los estratos del tiempo koselleckianos. El recurso a estas metáforas heurísticas hace posible comprender que muchas veces lo que cambia y lo que pervive coexisten de modo no excluyente78. Tal parece, en efecto, que solo por vía de un estilo figurado es posible vislumbrar ciertas lógicas y estructuras subyacentes a la dinámica de la tradición. No por casualidad algunas famosas metáforas wittgensteinianas —«aire de familia», «fotografías borrosas», «juegos de lenguaje», etc.— están entre los recursos intelectuales más sutiles a nuestra disposición cuando tratamos de entender qué es un concepto o cómo funciona el lenguaje. La compleja naturaleza de la tradición, especialmente en lo que se refiere a su inherente dialéctica entre discontinuidad y continuidad (ilusoria), puede aclararse en parte mediante otra metáfora de Wittgenstein; tratando de explicar cómo agrupamos diferentes cosas en un conjunto al que llamamos «números», el filósofo vienés establece una analogía con la práctica textil del hilado: «como cuando al hilar trenzamos una hebra hilo a hilo. Y la robustez de la hebra no reside en que una fibra cualquiera recorra toda su longitud, sino en que se entrelacen muchas fibras»79. Así como lo que recorre la hebra entera no es ninguna fibra en concreto, sino el entrelazamiento continuado de fibras, una tradición intelectual no se refiere a ningún contenido imperecedero, sino más bien a una sucesión de fragmentos solo «discontinuamente» superpuestos, pequeñas porciones entrelazadas (mechones o copos de lana, algodón u otra materia textil que antes de trenzarse eran independientes entre sí, y lo siguen siendo en cierta medida si los desenredamos) que producen la ilusión de continuidad. Si bien esta analogía por segmentos es preferible a la de las cuentas enhebradas en un collar (o de los vagones de un tren), tampoco me parece enteramente satisfactoria, puesto que la palabra hilo tiene connotaciones demasiado ligadas a la continuación o

77 Cfr. H. Jordheim, «Against Periodization: Koselleck’s Theory of Multiple Temporalities», History and Theory, 51, 2012, págs. 151-171. 78 Cfr. R. Koselleck, Zeitschichten, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 2000 (parcialmente traducido al español en ídem, Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia, introd. de E. J. Palti, Barcelona, Paidós, 2001). Hay quien sugiere, sin embargo, que las celebradas metáforas espaciales koselleckianas para representar el tiempo (-Raum, -Horizont, -Schichten) presentan algunos problemas que podrían evitarse mediante el recurso a otra clase de metáforas inherentemente temporales, tal vez tomadas del ámbito musical, como tempo, ritmo y armonía (cfr. R. Kaput, «On the Status of Metaphor in the Work of Koselleck», propuesta de paper para el XVI.º Congreso Internacional de Historia de los Conceptos, Bilbao/San Millán de la Cogolla, 29-31 de agosto de 2013). 79 L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, ed. bilingüe de A. García Suárez y U. Moulines, Barcelona, Crítica, 1988 (ed. original: Philosophischen Untersuchungen, 1953), § 67, págs. 87-89. Michael Freeden ha observado la pertinencia de esta analogía para ilustrar cómo la tradición constituye una continuidad que sin embargo cambia a lo largo del tiempo (Michael Freeden, Ideology. A Very Short Introduction, Oxford, Oxford University Press, 2003, pág. 44).

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persistencia de algo, y por tanto invita a pensar en términos de unidireccionalidad80. Para nuestro uso particular como historiadores, quizá podríamos corregir y matizar esa analogía pensando más bien en varios hilos trenzados y anudados de un modo aparentemente azaroso, a la manera de los quipus incaicos, para subrayar la contingencia, apertura y pluralidad de las tradiciones intelectuales. * * * Para terminar, me gustaría añadir una última reflexión crítica acerca del problema de los orígenes en historia de los conceptos y discursos. Cuando en un apartado anterior me referí a la retórica de la innovación en historia intelectual, mencioné que con cierta frecuencia, en nuestra disciplina, se publican obras cuyos autores pretenden haber descubierto algún hecho, causa oculta o momento crucial en el pasado, que habría supuesto un verdadero punto de inflexión, activando un proceso de cambios de enorme trascendencia en el futuro (lo más habitual es que estas narrativas se refieran al origen oscuro de algún rasgo característico de la Modernidad)81. Gran parte de estas obras no pasan de ser versiones más o menos inspiradas o provocadoras de eso que Roger Chartier llamó hace años, siguiendo a Foucault, «la quimera del origen»82. En este sentido, un corolario positivo del famoso descrédito de los «grandes relatos» ha sido el cuestionamiento del postulado, que durante mucho tiempo los historiadores del pensamiento y de la cultura solían dar por bueno, de que existe un origen histórico definido para cada teoría, ideología o tipo de discurso. La nueva metodología ha hecho tambalearse cualquier certidumbre al respecto. Entre otras razones porque, como advierte Chartier, asumir esa idea de origen supone «una búsqueda sin fin de los comienzos (...) que anula la originalidad del acontecimiento [o del texto, o del pensamiento, en nuestro caso], que se supone presente incluso antes de su advenimiento [o de su escritura]»83. Marc Bloch previno a los historiadores contra «la obsesión embriogénica» y «el ídolo de los orígenes», que busca «la explicación de lo más próximo por lo más lejano»84. En el límite, esta obsesión conduce a la búsqueda de una suerte de «código genético» del fenómeno estudiado, al presumir la existencia de un núcleo esencial más o menos remoto que se iría desplegando teleológicamente en las distintas fases de su desarrollo.

80 Véase otra penetrante metáfora —en este caso procedente de la dinámica de fluidos— que permite apreciar el desarrollo de los conceptos en el tiempo, en M. Senellart, Les arts de gouverner. Du «regimen» médiéval au concept de gouvernement, París, Seuil, 1995, pág. 46. 81 Un ejemplo señero de este género es la obra de Weber sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo, pero hay decenas de libros mucho menos brillantes y conocidos que ilustrarían mejor el nivel medio del tipo de obras al que aquí aludimos. Véase supra, nota 25. 82 Cfr. R. Chartier, «La chimère de l’origine. Foucault, les Lumières et la Révolution française», en ídem, Au bord de la falaise (L’histoire entre certitudes et inquiétude), París, Albin Michel, 1998, págs. 132160; M. Foucault, L’Archéologie du savoir, París, Gallimard, 1969; M. Foucault, «Nietzsche, la généalogie, l’histoire» (1971), en ídem, Dits et écrits, vol. II, París, Gallimard, 1994, págs. 136-156. Véase también T. H. Wilson, «Foucault, Genealogy, History», Philosophy Today, 39/2, 1995, págs. 157-170. 83 R. Chartier, ob. cit., pág. 134. 84 M. Bloch, Introducción a la historia, trad. de P. González y M. Aub, México, FCE, 1952 págs. 27-32 (ed. original en francés: ídem, Apologie pour l’histoire ou métier d’historien, Armand Colin, París, 1949).

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Tras dejar de lado con buenos argumentos aquella supuesta «tradición absoluta» consistente en el imaginario diálogo atemporal entre un puñado de grandes pensadores debatiendo a través de los siglos sobre un corto número de «cuestiones perennes», la renovada historia intelectual debe ahora hacer frente a la falacia opuesta: la de la «innovación absoluta» que imagina un origen identificable y datado para cada corriente de pensamiento. Los estudios históricos más atentos a la historicidad del lenguaje tienden a mostrar, por el contrario, que en historia del pensamiento raramente es posible determinar unos orígenes perfectamente claros y delimitados para cualquier ideosistema de cierta complejidad. Más descabellado aún sería pretender que esos orígenes contenían in nuce desde el principio una especie de programa orientado al desarrollo completo de esta o aquella religión o ideología —pensemos en el cristianismo o en el liberalismo, por ejemplo— tal como hoy las conocemos. Para la historia intelectual no habría pues ni tradiciones imperecederas ni tampoco comienzos absolutos. La «falacia genealógica» —que transmuta lo contingente en necesario, y presenta como una trayectoria coherente lo que fue un manojo inconexo de fenómenos heterogéneos— empieza por admitir contra toda evidencia que cada cosa, cada concepto, cada ideología tiene un «origen histórico» reconocible. Esta práctica académica —equivalente a la proyección sistemática de los conceptos hacia el pasado, a que he aludido en varias ocasiones en este texto— conduce a la creación de una entidad fantasmática que trata de hacer pasar como un fenómeno histórico «real» lo que no es más que una construcción discursiva del historiador. En todo caso, interesa subrayar que las dos escuelas hoy día hegemónicas en el escenario internacional en este área —cada vez más hibridadas— han contribuido, cada una a su manera, a un tratamiento mucho más satisfactorio de los problemas de la innovación y la tradición en historia intelectual. Ciertamente, la Begriffsgeschichte de Koselleck pone más énfasis en la diacronía, mientras que la Historia Conceptual al estilo de Skinner prefiere ajustar el foco sobre los cambios en el plano sincrónico (actos de habla, redescripción retórica, etc.), y por tanto en la innovación ideológica. Es la diferencia que va de una perspectiva histórico-semántica como la alemana a otra más bien histórico-pragmática como la que predomina en el mundo anglófono (sobre todo en su versión skinneriana). Creo sin embargo que, más allá de estas y otras diferencias de énfasis y de culturas académicas, ambos enfoques comparten algunas importantes asunciones teóricas sobre la naturaleza del lenguaje y sobre la historicidad de las formaciones intelectuales. Y, entre esos supuestos fundamentales, a mi modo de ver unos y otros sostienen visiones mucho más fértiles y refinadas acerca de cómo tratar desde la historia intelectual el complejo binomio tradición/modernidad de lo que los métodos de la vieja historia de las ideas —ya fuera en la versión de la Ideengeschichte de Meinecke o la history of ideas à la Lovejoy— y los toscos esquematismos procedentes de las teorías de la modernización de la segunda posguerra, nos tenían acostumbrados. Claro que quizá yo también esté exagerando un poco y, sin quererlo, este mismo ensayo acabe incurriendo en esa trillada retórica de la innovación académica que he criticado más arriba.

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CAPÍTULO 3

Efectos negativos de innovaciones conceptuales TOMÁS GIL (Universidad Técnica de Berlín)

Las innovaciones conceptuales consisten en la introducción y propagación de conceptos más o menos precisados en las maneras de hablar y pensar de la gente en su vida cotidiana o de científicos e intelectuales en el campo de su actividad profesional. La precisión que caracteriza a los conceptos, el objeto de las innovaciones conceptuales, es siempre algo gradual. Hay conceptos que brillan por su exactitud y univocidad semántica. Otros, sin embargo, se ven caracterizados por un cierto grado de vaguedad, lo que no les impide en absoluto realizar ciertas funciones de relativa clarificación y explicación. La deseada precisión conceptual se consigue normalmente dentro de marcos teóricos en los que los conceptos son definidos y sus mutuas relaciones determinadas unívocamente. Mas no siempre es posible disponer de marcos teóricos que nos permitan precisar adecuadamente nuestros conceptos. En el mundo práctico de las acciones e interacciones humanas, el mundo o realidad que es objeto de las ciencias sociales, históricas o humanas, muchos conceptos encuentran su significación en constelaciones conceptuales, es decir, en específicas relaciones con otros conceptos. Para la comprensión de estos significados son fundamentales las reconstrucciones históricas por las que llegamos a saber cómo surgieron los distintos conceptos, cómo evolucionaron y cómo se fueron influyendo mutuamente. Los conceptos, independientemente de su grado de precisión, nos permiten referirnos a partes o aspectos de la realidad entendiéndolos de cierta forma. Son, en la terminología que introduce Guillermo de Ockham en su Summa Logicae, «intenciones» o «pasiones del alma». Ockham distinguía tres tipos de términos: el terminus scriptus (el signo lingüístico escrito), el terminus prolatus (el término proferido) y el terminus conceptus (el término concebido en tanto que intentio seu passio animae). El [75]

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concepto o término concebido es siempre parte o componente de una oración con la que nos referimos a algo, afirmando o negando algo de ese mismo algo. De ahí la «intencionalidad» de los conceptos que siempre son sobre algo, acerca de algo o de algo que ellos no crean pero que entienden siempre de cierta manera. Esta idea realista, anticonstructivista, está contenida en el concepto passio animae utilizado por Ockham. Los conceptos, estrictamente hablando, no crean nada, sino que organizan realidad o aspectos de realidad refiriéndose siempre a algo previo. Se refieren sin embargo, de manera específica, a lo que existe en el mundo, por lo que no son un mero reflejo de lo que hay. Christopher Peacocke los define como «modos de pensar objetos y propiedades»1. Enfatizar el realismo implícito en tal definición me parece fundamental en tiempos de todo tipo de confusiones constructivistas. Los conceptos presentan y organizan realidad, permitiendo comprenderla de esta o aquella manera. Su introducción en nuestras maneras de pensar, hablar y escribir lleva a innovaciones conceptuales que cambian nuestro modo de existir, percibir y ver las cosas. Los conceptos asumen muchas funciones. Nos dan acceso a la realidad. Nos permiten interpretarla. Son a veces la base que hace posible que actuemos. Nos orientan y dirigen en nuestros quehaceres y empresas. Las innovaciones conceptuales hacen posible nuevas maneras de ver lo ya conocido. Facilitan nuevos accesos a lo real. Pueden contribuir a una transformación radical de nuestros entornos y de nosotros mismos. Mas no todos los efectos que nos proporcionan las innovaciones conceptuales son positivos. A veces, se convierten en obstáculos para desarrollar mejores accesos a la realidad o visiones de esta. Pueden generar toda clase de efectos negativos que normalmente se deben a generalizaciones no justificadas y usos vagos y metafóricos, lo que lleva a que pierdan su potencia referencial y explicativa. A continuación me voy a centrar en tres ideas, nociones o conceptos generales que cuando fueron precisados dentro de ciertos marcos teóricos se convirtieron en conceptos específicos problemáticos. Dos de ellos, la idea de sustancia y la idea de causación, son a mi entender ideas básicas de las que no podemos prescindir, a pesar de que ciertos conceptos terminológicos precisados a partir de estas se han convertido, en muchas áreas de reflexión, en una pesada carga a eliminar o sustituir por conceptos más adecuados.

3. 1. SUSTANCIA De regreso de su segundo viaje a Siracusa, Platón se vio confrontado con toda una serie de efectos negativos que su filosofía de las formas estaba generando. El concepto de «formas» o de «ideas» había representado una importante innovación conceptual que resolvía algunos problemas relacionados con las posibilidades de conocimiento por parte de los seres humanos. ¿Cómo es posible que podamos conocer algo si todo cambia y nada permanece? ¿Qué es lo que realmente conocemos cuando conocemos aquello que lo diferente tiene de común? ¿Hay algo constante que garantice nuestra posibilidad de conocer? Estas y otras cuestiones similares eran las que se planteaba Platón y a las que dio respuesta con su filosofía de las formas.

1 La expresión original utilizada por Peacocke es: «ways of thinking of objects and properties». C. Peacocke, A Study of Concepts, XI, Cambridge, Massachusetts, The MIT Press, 1995.

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Entrado en edad, se pudo dar cuenta de que su filosofía de las formas no solo solucionaba problemas, sino que también generaba otros muchos más. Nuevas preguntas iban surgiendo a raíz de lo que la filosofía de las formas implicaba. ¿Hay formas de todo lo concreto? ¿Pueden participar unas formas de otras? y, en general, ¿qué relaciones puede haber entre las formas? ¿Cómo hay que pensar exactamente la participación de los objetos concretos en sus formas respectivas? El caso de Platón es representativo de toda innovación conceptual. Estas no son solo ganancias o logros epistémicos. A menudo, generan nuevos problemas y preguntas a las que no es posible dar una respuesta adecuada dentro de los nuevos marcos conceptuales que establecen. El concepto de sustancia ejemplifica paradigmáticamente las dificultades a las que nos pueden llevar las así llamadas innovaciones conceptuales. El concepto general de sustancia nos permite ver una serie de acontecimientos como los estados de «algo» sustancial que persiste temporalmente. De ahí que sea una noción o concepto general indispensable para nuestra orientación en el mundo. Mas, como muy bien afirma Bertrand Russell en su The Analysis of Matter, de la utilidad práctica o del éxito funcional de la idea de sustancia no podemos derivar su utilidad en las ciencias. Lo que es útil en la práctica de acuerdo con el sentido común, puede ser perjudicial para la teoría científica2. Bertrand Russell no es el único filósofo crítico con el sustancialismo al que nos puede llevar una cierta concepción de la idea de sustancia. Ernst Cassirer en su conocida obra sobre conceptos sustanciales y conceptos funcionales ilustra en qué sentido los conceptos de la filosofía de la naturaleza de Aristóteles son, a diferencia de los conceptos de la física contemporánea, conceptos sustanciales. Sirviéndose de los conceptos de espacio, energía, átomo y realidad, entre otros muchos más, Cassirer muestra cómo estos conceptos se han convertido en conceptos funcionales en la ciencia moderna, es decir: en «esquemas construccionales» que nos permiten comprender las relaciones estructurales existentes entre las propiedades de nuestros objetos epistémicos y las relaciones en las que se ven implicados estos mismos. Leyendo a Cassirer nos podemos dar cuenta de cómo el concepto de sustancia, que tan fundamental fue para la lógica tradicional y la metafísica aristotélica, crea una mentalidad sustancialista o modo sustancialista de entender toda clase de conceptos, convirtiendo cantidades, cualidades, determinaciones espaciales y temporales, relaciones y todas las otras determinaciones a las que lleva el discurso científico, en meros accidentes de las postuladas sustancias. Contra este sustancialismo omnipresente en la ciencia aristotélica y sus derivadas, arremetió Xavier Zubiri con su concepto de «sustantividad» como «estructura de las notas» constituyentes de la esencialidad de algo, tratando de evitar el pensamiento reificante del sustancialismo y abogando por un estructuralismo «sustantivista»3. El concepto terminológico de sustancia permite, así pues, solucionar toda una serie de problemas que se le pueden plantear a una lógica y una metafísica referencialista y realista. No obstante, el concepto genera serias dificultades para el pensamiento que pretende comprender, así como para explicar las estructuras naturales que son el modo de existir de los objetos. Sin embargo, es difícil prescindir absolutamente de la idea o noción de sustancia en nuestro hablar y pensar, como Elisabeth Anscombe, 2 «Useful in practice, harmful in theory» es la fórmula que encuentra Russell para articular su propia posición. B. Russell, The Analysis of Matter, Londres, Routledge, 1996, pág. 152. (Trad. cast.: ídem, Análisis de la materia, trad. de E.Mellado, Madrid, Taurus,1976, pág. 183.) 3 X. Zubiri, Sobre la Esencia, Madrid, Alianza Editorial, 1985, pág. 513.

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Peter Strawson, David Wiggins, Peter van Inwagen y Michael Loux, por nombrar solo a algunos, no han dejado de insistir.

3.2. CAUSACIÓN Convencido de que el conocimiento científico de algo es un conocimiento de causas, Aristóteles distingue cuatro clases distintas de causas: la causa material, la causa formal, la causa eficiente y la causa final. Si podemos decir de qué está hecho algo, cuál es su forma y constitución, cuáles son los efectos que puede producir y cuál es su finalidad, esta es la opinión de Aristóteles, tenemos un conocimiento científico, es decir, probado y justificado para ese algo. En la ciencia moderna solo interesarán las causas eficientes, las otras causas distinguidas por Aristóteles serán relegadas a un segundo plano. Para Galileo Galilei el saber científico consistirá en el conocimiento de las condiciones necesarias y suficientes para la aparición de algo. La causa efficiens se convierte así en la única causa relevante para el científico moderno. Es David Hume quien indicará que, si bien podemos constatar la sucesión de dos acontecimientos, el nexo causal que los une no nos es observable, por lo que el fenómeno de la causación será algo necesariamente enigmático. El problema de la causalidad consistirá a partir de Hume, por consiguiente, en cómo concebir adecuadamente ese nexo causal. La gramática lógica de la relación causal no parece plantear problemas. Una relación causal o de causación es siempre una relación diádica entre dos sucesos «x» e «y» («x R y»), irreflexiva (ya que el principio nihil est causa sui tiene vigencia), transitiva y asimétrica. Sin embargo, estas propiedades analizadas en la gramática lógica de la relación causal, no especifican la relación causal en sentido estricto, pues son comunes a toda sucesión ordenada, independientemente de si esta es una sucesión causal o no. Es por esto por lo que algunos autores propusieron el modelo de los enunciados contrafácticos para explicar las relaciones causales o de causación. De acuerdo con este modelo, las relaciones causales serían aquellas relaciones expresables a través de enunciados contrafácticos del tipo «Si A no hubiese sido el caso, B no hubiese sucedido». Varios contraejemplos demuestran, sin embargo, que los enunciados contrafácticos no siempre indican la dependencia causal que queremos explicar, sino que expresan todo tipo de dependencias, no todas ellas causales. Así, por ejemplo, cuando afirmamos que si ayer no hubiese sido lunes hoy no sería martes, estamos utilizando un enunciado contrafáctico para expresar una relación que no calificaríamos de causal. Lo mismo valdría para el enunciado «Si no hubiésemos escrito la letra “V” no hubiésemos podido escribir “Valencia”», un enunciado contrafáctico con el que nos referimos a una relación de dependencia, mas no de dependencia causal. Al parecer, el nexo causal es algo real, existente en el mundo empírico, que se ve expresado en enunciados lingüisticos y que no puede ser reducido a estos enunciados. Wesley Salmon, entre otros muchos autores, propone concebir el nexo causal como proceso real de transmisión de «energía» o «información» por el que se crean y propagan «marcas» objetivas. Los conceptos de «marca», «energía», «información», «transmisión», «producción» y «propagación» serían indispensables, por lo tanto, para comprender el fenómeno de la causación, un fenómeno que se [78]

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daría en el mundo independientemente de nuestras reacciones y representaciones lingüísticas4. En realidad, la idea o noción de causación o causalidad es una idea básica para nuestro existir y movernos en el mundo, así como para entender ese mismo mundo. Nos hacemos una idea de cómo funcionan las cosas y de lo que es ser agente real sirviéndonos de modelos y razonamientos causales que se han convertido en indispensables para comprender la realidad. Representamos y entendemos el mundo en términos causales. Esto no quiere decir que los conceptos terminológicos de causación, causalidad y causa dejen de ser problemáticos en muchos sentidos. Con razón afirmaba Russell que la ciencia actual puede renunciar sin ningún perjuicio al concepto de causalidad. Yo diría a ciertas concepciones teóricamente precisadas de causación, causalidad y causas. Los seres humanos difícilmente podrán renunciar, sin embargo, a la idea o noción general de causación. Es una idea que está en la base de nuestra autocomprensión como agentes y de nuestra comprensión de la realidad. Me atrevería a decir que pertenece de una manera esencial a nuestra vida mental de animales racionales.

3.3. SOBREVENIENCIA El concepto de «sobreveniencia», tal como propone Jaegwon Kim en una serie de artículos, reúne tres ideas o conceptos generales: 1. La idea de covariación entre una base material subveniente y aquello que sobreviene, es decir, la cualidad o propiedad a explicar; 2. La idea de dependencia de lo sobreveniente con respecto a la base subveniente; 3. La imposibilidad de reducir lo sobreveniente a lo subveniente5. Lo sobreveniente estaría, así pues, determinado por una base material de la que dependería básicamente y en la que se vería realizado. Esto quiere decir que lo subveniente realiza la propiedad sobreveniente que tratamos de explicar. Utilizando el concepto de «sobreveniencia» podríamos aclarar supuestamente en qué consistiría lo mental o lo funcional, lo bueno y lo bello. Concebiríamos entonces todos estos fenómenos como fenómenos o propiedades sobrevenientes realizados o materializados en una base material subveniente. Así, la propiedad funcional de «marcar las siete», por ejemplo, podría ser realizada por todo tipo de relojes con sus mecanismos respectivos, digitales o tradicionales. Calificaríamos algo de «bello» o de «bueno», por poner otro ejemplo, basándonos en ciertas propiedades físicas (ni estéticas ni morales) de eso mismo que declaramos ser «bello» o «bueno», siendo «lo bello» o «lo bueno» propiedades sobrevenientes sobre una base material subveniente observable. Un uso no adecuado, excesivamente generalizante, vago, ambiguo y metaforizante del concepto de sobreveniencia sería, en este como en otros muchos casos de uso indebido de ciertas innovaciones conceptuales, algo contrapoducente que generaría toda una serie de efectos negativos, entre otros muchos, la pérdida del valor explicativo que caracteriza al buen uso de los conceptos. 4

W. C. Salmon, Causality and Explanation, Oxford, Oxford University Press, 1998, pág. 253. J. Kim, Supervenience and Mind. Selected Philosophical Essays, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, págs. 135 y sigs. 5

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BIBLIOGRAFÍA ARANA, J., Los sótanos del universo. La determinación natural y sus mecanismos ocultos, Madrid, Biblioteca Nueva, 2012. CASSIRER, E., Substanzbegriff und Funktionsbegriff. Untersuchungen über die Grundfragen der Erkenntniskritik, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1980. KIM, J., Supervenience and Mind. Selected Philosophical Essays, Cambridge, Cambridge University Press, 1995. — Mind in a Physical World. An Essay on the Mind-Body Problem and mental Causation, Cambridge, Massachusetts, The MIT Press, 2000. OCKHAM, W. von, Summe der Logik. Über die Termini, Hamburgo, Meiner, 1984. (Trad. cast.: ídem, Suma de lógica, trad. de Alfonso Flórez Flórez, Santafé de Bogotá, Norma, 1994.) PEACOCKE, C., A Study of Concepts, Cambridge, Massachusetts, The MIT Press, 1995. RUSSELL, B., «On the Notion of Cause», Mysticism and Logic, Harmondsworth, Middlesex, Penguin Books, 1954, págs. 171-196. (Trad. cast.: ídem, Misticismo y lógica, trad. de Santiago Jordán, Barcelona, Edhasa, 2001.) — The Analysis of Matter, Londres, Routledge, 1996. (Trad. cast.: ídem, Análisis de la materia, trad. de Eulogio Mellado, Madrid, Taurus, 1976.) SALMON, W. C., Causality and Explanation, Oxford, Oxford University Press, 1998. SLOMAN, S., Causal Models. How People Think about the World and Its Alternatives, Oxford, Oxford University Press, 2005. SPECHT, R., Innovation und Folgelast. Beispiele aus der neueren Philosophie— und Wissenschaftsgeschichte, Stuttgart, Frommann-Holzboog, 1972. ZUBIRI, X., Sobre la Esencia, Madrid, Alianza Editorial, 1985.

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CAPÍTULO 4

Formas de pensar la temporalización y su transformación histórica. Una discusión con Reinhart Koselleck1-2

FALKO SCHMIEDER (Centro de Investigación Literaria y Cultural de Berlín)

Quisiera centrar mi capítulo en un concepto que, desde hace algún tiempo, interesa a representantes de distintas disciplinas y especialmente a historiadores de los conceptos3: el concepto de temporalización. En Alemania se debate a menudo sobre él en relación con los trabajos de Reinhart Koselleck, por cuya metodología y teoría de la Historia Conceptual adquirió relevancia desde muy pronto. Koselleck concede un lugar central, entre otras cuestiones, a la conexión de la Historia Conceptual con una Teoría de los tiempos históricos defendida con vigor especialmente en su conocido 1 Esta contribución ha surgido en el marco del proyecto de investigación «Hacia una Historia conceptual comprehensiva: giros filosóficos y culturales» (FFI2011-24473) del Ministerio de Economía y Competitividad. 2 Traducción del alemán de Lorena Rivera León. Título original: «Formen des Verzeitlichungsdenkens und ihr historischer Wandel. Eine Auseinandersetzung mit Reinhart Koselleck». Agradezco a Faustino Oncina Coves, experto en la obra de Reinhart Koselleck y traductor de algunos de sus textos capitales, la gran ayuda prestada en la dilucidación de las dificultades derivadas del carácter altamente especializado del texto. [N. de la T.]. 3 Cfr. A. Escudier, «“Temporalization” and Political Modernity: A Tentative Systematization of the Work of Reinhart Koselleck», en J. Fernández Sebastián (ed.), Political Concepts and Time: New Approaches to Conceptual History, Santander/Madrid, Cantabria Press/Mc Graw & Hill, 2011, págs. 131-177; H. Jordheim, «Does Conceptual History really need a Theory of Historical Times?», Contributions to the History of Concepts, vol. 6, núm. 2, Nueva York/Oxford, Berghahn, invierno de 2011, págs. 21-41.

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ensayo Sobre la necesidad teórica de la ciencia histórica (Über die Theoriebedürftigkeit der Geschichtswissenschaft)4. En contraposición a muchos otros conceptos acuñados por Koselleck en el contexto de sus reflexiones metódicas en sus trabajos sobre Historia Conceptual, el concepto de temporalización no es de cosecha propia; y Koselleck no es tampoco el único por cuyos trabajos este concepto ha adquirido relevancia. Una segunda figura a partir de la cual el concepto de temporalización ha cobrado importancia es el fundador de la moderna Historia de las ideas, Arthur Oncken Lovejoy. Resulta de interés nuclear sobre todo un capítulo de su obra principal La gran cadena del ser (The Great Chain of Being), titulado La temporalización de la cadena del ser (The Temporalization of the Chain of Being), en el que emplea un término cuya traducción más adecuada es el concepto de temporalización5. El nuevo concepto de «temporalización» tiene así prácticamente un doble origen en dos formas distintas de la semántica histórica: en la Historia Conceptual del uso sociopolítico del lenguaje y en la tradición de una Historia de las ideas metódicamente consagrada a un enfoque interdisciplinar, que quiere incluir por definición también a la Historia de la Ciencia. No es de ningún modo casual que en los nuevos usos del concepto confluyan ambas vías. Una primera razón de ello es una tesis general parecida —que sirve de base al empleo que Lovejoy y Koselleck hacen del concepto de temporalización— según la cual en el paso del siglo XVIII al XIX puede observarse un cambio radical fundamental en la Historia del saber, que en una primera y burda aproximación cabe designar como el paso de una visión del mundo estática y naturalmente cíclica a una visión del mundo dinámicohistórica. En este contexto aparece a menudo el nombre de Michel Foucault, que en Las palabras y las cosas hace referencia a un cambio radical comparable, que él describe como el paso de la episteme clásica a la moderna6. Una segunda razón del entrecruzamiento de ambos empleos de la noción de temporalización se encuentra en la dinámica del desarrollo de la Historia de las ideas, así como de la Historia Conceptual, que se aproximan al tender a la internacionalización y la interdisciplinariedad de la investigación y al conceder una importancia cada vez mayor a la Historia de la Ciencia. Una manifestación de este acercamiento recíproco es el reforzado interés de los nuevos editores del Journal of the History of Ideas, fundado por Lovejoy, por un planteamiento metódico de la Historia Conceptual al modo de Koselleck7. En la dirección inversa, la fundación del Zeitschrift für Ideengeschichte alemán, así como la teoría y 4 Cfr. R. Koselleck, Über die Theoriebedürftigkeit der Geschichtswissenschaft, en ídem, Zeitschichten. Studien zur Historik, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 2000, págs. 298-316. (Trad. cast.: ídem, «Sobre la necesidad teórica de la ciencia histórica», trad. de Julián Fava y Nick Kaiser, Prismas. Revista de historia intelectual [en línea], vol. 14, núm. 2, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2010, págs. 137-148.) Disponible en: http://www.scielo.org.ar/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1852-04992010000200002&lng =es&nrm=iso 5 En la literatura secundaria es notoria esta traducción. En cambio, la traducción alemana, realizada por Dieter Turck reza así: «Die Umwandlung der Kette der Wesen durch das Eindringen der Zeit» [«La transformación de la cadena del ser mediante la irrupción del tiempo»]. Cfr. A. O. Lovejoy, Die große Kette der Wesen. Geschichte eines Gedankens, trad. de Dieter Turck, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1993. pág. 292. (Trad. cast.: «La temporalización de la Cadena del Ser», en ídem, La gran Cadena del Ser, trad. de Antonio Desmonts, Barcelona, Icaria, 1983, págs. 315-374.) [N. de la T.]. 6 Cfr. M. Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, trad. de Elsa Cecilia Frost, Madrid, Siglo XXI, 1968. 7 Cfr. A. Grafton, «The History of Ideas: Precept and Practice, 1950-2000 and Beyond», Journal of the History of Ideas, vol. 67, núm. 1, Filadelfia, University of Pennsylvania Press, enero de 2006, págs. 1-32.

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praxis de una Historia Conceptual interdisciplinar impulsada especialmente desde el Zentrum für Literatur— und Kulturforschung Berlin (Centro de Investigación Literaria y Cultural de Berlín), documentan un interés creciente por la Historia de las ideas y por enfoques de una semántica histórica articulados desde el punto de vista de la Historia de la Ciencia. En este semántica histórica se inscribe, junto con la tradición de la epistemología histórica de Gaston Bachelard, Georges Canguilhem o Ludwig Fleck, también el temprano planteamiento de Lovejoy8. En un tercer plano del empleo actual del concepto de temporalización no nos hallamos ya simplemente ante el uso, actualización o combinación de las dos derivas de la semántica histórica sino, más sutilmente, ante el cuestionamiento y replanteamiento de sus premisas metodológicas y ante la reflexión sobre los límites de su alcance histórico y aplicabilidad. Con ello el concepto de temporalización se historiza por sí mismo y se convierte desde esta perspectiva en el revulsivo para poner la mira en nuevas formas de la Semántica histórica o para inquirir sobre el proyecto de una Semántica histórica en su conjunto. Como ya queda expresado en el concepto de Historia Conceptual o en el de Historia de las ideas, ambos implican un concepto o al menos una pre-comprensión de la Historia y por ello es consecuente que, bajo el signo de la crisis post-postmoderna del concepto de Historia, se pongan a prueba construcciones conceptuales directrices y supuestos fundamentales de la Historia Conceptual y de la Historia de las ideas. En el presente artículo no me es posible ocuparme de todos estos aspectos ni de cuestiones relacionadas con ellos, por lo que principalmente me concentraré en distintas dimensiones del concepto de temporalización y en problemas específicos suyos dentro de Reinhart Koselleck. Mi exposición se divide en tres partes. En la primera de ellas abordaré las distintas dimensiones históricas del concepto de temporalización en la obra de Koselleck, a las que hasta ahora, a mi modo de ver, no se les ha prestado ninguna atención. En la segunda parte analizaré el significado sistemático de este concepto para la metodología y la teoría de la Historia Conceptual de Koselleck. Cabe señalar que entre los significados históricos puestos de relieve en la primera parte y el significado sistemático del concepto hay tensiones que remiten a problemas no resueltos de la teoría así como a su catálogo histórico. Por último, en la tercera parte me interesaré por nuevas discusiones en torno al concepto de temporalización que, no por casualidad, inciden en las preguntas no resueltas y en las evidentes limitaciones históricas de la teoría, a fin de actualizarla o de intentar completarla o modificarla mediante otros planteamientos que parecen más ajustados al presente. Comienzo con la primera parte, esto es, con la discusión sobre la dimensión histórica del concepto de temporalización. Frente a una concepción nominalista del lenguaje ampliamente extendida, el mismo Koselleck subrayó siempre que era necesario usar el concepto que correspondiese en el horizonte de los usos conceptuales históricos, que con un uso repetido podían, de igual forma, tanto seguir vivos como modificarse. Un concepto analítico con el que Koselleck intentó explorar este fenómeno es el de los estratos del tiempo (Zeitschichten; Time-layers). El uso de este concepto resulta especialmente interesante allí donde viejos conceptos procedentes del lenguaje de las fuentes y categorías actuales del conocimiento coinciden en la forma de expresiones 8 Cfr. E. Müller y F. Schmieder, «Interdisziplinäre Begriffsgeschichte. Zum historischen Index eines unabgegoltenen Programms», Trajekte, año 12, núm. 24, Berlín, Zentrum für Literatur— und Kulturforschung, 2012, págs. 4-10.

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lingüísticas idénticas. La historia de la Historia Conceptual muestra, y los propios trabajos metódicos de Koselleck prueban, que el método de la Historia Conceptual también resulta indispensable en esta problemática a fin de descubrir la diferencia o convergencia de los respectivos significados9. Dicho de otro modo, la Historia Conceptual constituye una necesidad metódica, puesto que solo con su ayuda puede comprenderse el origen lingüístico de nuestros conceptos y con ello también las posibles diferencias de significado entre lenguaje de las fuentes y lenguaje científico. En cuanto al concepto de temporalización que a mí me interesa, Koselleck midió la diferencia entre los usos históricos del lenguaje solo de manera puntual y no puede hablarse en ningún caso de una revisión de la historia del significado de este concepto. Repartidas y dispersas por toda su obra, sin conexión entre sí, se hallan tres importantes referencias históricas al concepto de temporalización, que quisiera presentar brevemente a continuación. La primera se encuentra en el diccionario de los Conceptos históricos fundamentales. Como es sabido, este diccionario contiene un amplio registro que incluye las palabras clave del lenguaje histórico de las fuentes. Si buscásemos la palabra clave «temporalización» daríamos, algo sorprendidos, con una única entrada que remite a las voces «administración, cargo, funcionario». El pasaje en cuestión dice lo siguiente: La «previsión» asignada a la administración desde Zedler, Justi y Kant se encuentra temporalmente bajo una presión a la acción que promueve disposiciones a corto plazo que, sin embargo, son de consecuencias graves a largo plazo. Asimismo, su vinculación legal y su juridización obligan a la administración a no eludir la previsión vital. La categoría de «temporalización» —aquí en el sentido de un plazo que produce una coacción a la acción— adquiere con ello una importancia sistemática y legal que obliga de inmediato a toda constitución a adaptaciones sociales o económicas de la administración. «El hallazgo de Lorenz von Stein de que la administración mantiene su peso político y su autonomía legal incluso sometida a la constitución y a la ley se ha generalizado en las últimas décadas sobre la base de buenas razones» (Ernst Forsthoff)10.

La indicación extraordinaria de que la categoría de temporalización se usaba aquí «en el sentido de un plazo que produce una coacción a la acción», hacía necesario diferenciar claramente esta definición del significado de la categoría analítica de temporalización, que Koselleck expuso en el marco de su Teoría de los tiempos históricos y que es de primordial importancia para el planteamiento de los Conceptos históricos fundamentales. Asimismo merece la pena destacar que Koselleck, que solo escribió el comienzo de una voz bastante extensa, no aporta en el pasaje citado ninguna prueba lingüística del material histórico que sirve de fuente. Ni en Zedler ni tampoco en Jus-

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Cfr. R. Koselleck, «“Erfahrungsraum” und “Erwartungshorizont” — zwei historische Kategorien», en ídem, Vergangene Zukunft. Zur Semantik geschichtlicher Zeiten, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1989, págs. 349-375, aquí pág. 350. (Trad. cast.: ídem, «“Espacio de experiencia” y “Horizonte de expectativa”, dos categorías históricas», en ídem, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, trad. de Norberto Smilg, Barcelona, Paidós, 1993, págs. 333-357, aquí pág. 334.) 10 Ídem, «Verwaltung, Amt, Beamter, Einleitung», en O. Brunner, W. Conze y R. Koselleck (eds.), Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, vol. 7, Stuttgart, Klett-Cotta, 1972-1997, págs. 1-7, aquí págs. 5 y sigs., 9 tomos.

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ti o Kant, a los que Koselleck menciona, puede encontrarse un testimonio apropiado para el término «temporalización», lo cual, obviamente, no significa que en este caso en cuestión no resulte plausible el empleo del concepto «temporalización» para caracterizar los usos que los autores señalados hacen de esta noción. No obstante, un pensar temporalizado y el diagnóstico de la temporalización son fenómenos analíticamente diferentes. Aunque en el debate sobre la previsión vital Koselleck defienda el significado sistemático de la categoría de temporalización en el sentido de un plazo que produce una coacción a la acción, es evidente que la categoría reflexiva misma procede del lenguaje conceptual de un tiempo posterior, a pesar de que Koselleck no llamara la atención sobre esta importante diferencia, fundamental para la Historia Conceptual. El segundo lugar en donde Koselleck usa el concepto de temporalización puede entenderse como complementario del primero. Si en el primer caso Koselleck introduce el concepto en un contexto histórico sin suministrar ninguna evidencia histórica, que tampoco puede encontrarse en las fuentes, en este segundo lugar presenta el concepto de temporalización convertido en el resultado de un esfuerzo reflexivo teórico «acuñado solo ex-post»11. Con ello reflexiona sobre la diferencia entre el lenguaje de las fuentes y el lenguaje científico, que constituye un punto de partida de la Historia Conceptual en general. El contexto histórico concreto en relación con el cual Koselleck realiza esta importante distinción es en buena medida idéntico a aquel al que apunta su propio concepto sistemático de temporalización. Como aún habré de hablar de manera detallada sobre este significado, me conformo ahora con indicar que Koselleck menciona al historiador de las ideas Lovejoy como el único a quien se remonta la acuñación del concepto ex-post12. Solo puedo señalar aquí que esta conexión conceptual con Lovejoy sugiere buena cantidad de preguntas interesantes, que el propio Koselleck no planteó y a las que por tanto no respondió —o solo respondió de manera indirecta. Así, es central la pregunta sobre la relación entre una Historia Conceptual referida a un uso político-social del lenguaje y una Historia de las ideas con un interés histórico-científico; o también la pregunta por la importancia de la tesis de la temporalización entendida a lo Lovejoy para el planteamiento de los Conceptos históricos fundamentales. En relación con estas cuestiones encontramos, en el volumen de los Estudios sobre el comienzo del mundo moderno (Studien zum Beginn der modernen Welt) editado por Koselleck, la interesante indicación de que la abundancia de los datos histórico-científicos disponibles sugiere «conectar la Historia de la temporalización de finales del siglo XVIII con la Historia del tiempo»13. El simple seguimiento de este programa de trabajo, que Koselleck formuló a finales de los años 70 del siglo XX como un desiderátum, ha llevado en el presente a un cuestionamiento crítico del concepto de temporalización. El tercer contexto de uso del concepto de temporalización que encontramos en Koselleck es el de las discusiones en torno al concepto y el fenómeno de la secularización. En sus declaraciones al respecto, Koselleck puede apoyarse en extensos estudios acerca de la historia del concepto de secularización, sobre el que hay largas entra11 R. Koselleck, «Moderne Sozialgeschichte und historische Zeiten», en ídem, Zeitschichten. Studien zur Historik, ed. cit., págs. 317-335, aquí pág. 325. 12 Cfr. ibíd., pág. 324. 13 R. Koselleck (ed.), Studien zum Beginn der modernen Welt, Stuttgart, Klett-Cotta, 1977, pág. 343.

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das tanto en el Diccionario histórico de Filosofía (Historisches Wörterbuch der Philosophie) como en los Conceptos históricos fundamentales. En las conclusiones de Koselleck sobre estos trabajos destaca un cambio fundamental de significado, que puede observarse tras la Revolución francesa. Por decirlo brevemente, en 1800, «el concepto jurídico-canónico y jurídico-político se torna una categoría hermenéutica de la filosofía de la historia, que, análogamente a los conceptos de “emancipación” o “progreso”, pretende interpretar la historia universal entera de la edad moderna»14. Como un signo común de la doctrina de la mundialización filosófico-histórica ve Koselleck la sustitución de la oposición espacial primaria entre este mundo y el más allá por la oposición temporal entre el pasado y el futuro. «La doctrina de los dos mundos, como último título de legitimación del obrar político y del comportamiento social, es reemplazada por las nociones de historia y de tiempo histórico, invocadas y movilizadas de ahora en adelante como última instancia de fundamentación de los planes políticos y de la organización social»15. En este contexto se encuentra entonces también la observación de que este proceso puede describirse como «mundialización»; aunque Koselleck añade que el concepto de «temporalización» sería una denominación más correcta. Con ello se hace obvio que Koselleck —sin hacerlo explícito— pasa del nivel del lenguaje histórico de las fuentes al de la reflexión teorética del contenido objetivo. Que esto es así lo muestra un pasaje comparable, en el que se dice: «De este modo, el fenómeno de la “secularización” se puede investigar no solo mediante el análisis de esta expresión. Desde la historia lingüística se tienen que aducir también expresiones paralelas como “mundialización” o “temporalización”»16. Ya mencioné anteriormente que aunque en los Conceptos históricos fundamentales hay un extenso artículo sobre la secularización, no hay registrada ninguna entrada para «temporalización», lo cual prueba nuevamente que en Koselleck los conceptos analíticos se enfrentan a los hallazgos histórico-conceptuales, sin que él mismo reflexionase sobre esta mezcla. Mis propias indagaciones, nada exhaustivas, sobre los usos históricos del concepto de temporalización, han dado como resultado que el concepto, especialmente entre 1830 y 1850, emerge como central en el contexto del relevo de la visión teológica del mundo, pero no en el sentido postulado por Koselleck de una categoría interpretativa filosófico-histórica que pretende «interpretar la historia universal entera de la edad moderna»17. La temporalización no llegó probablemente a ser una categoría en este sentido hasta las investigaciones de Lovejoy, Foucault o del propio Koselleck. Como resumen de la primera parte de mi intervención puede decirse que Koselleck, en los pasajes históricos sobre el concepto de temporalización, intercambia permanentemente los planos de lo analítico y lo histórico, del lenguaje de las fuentes y el 14 Ídem, «Zeitverkürzung und Beschleunigung. Eine Studie zur Säkularisation», en ídem, Zeitschichten. Studien zur Historik, ed. cit., págs. 177-202, aquí pág. 182. (Trad. cast.: ídem, «Acortamiento del tiempo y aceleración. Un estudio sobre la secularización», en ídem, Aceleración, prognosis y secularización, trad. de Faustino Oncina Coves, Valencia, Pre-Textos, 2003, págs. 37-71, aquí págs. 44-45.) 15 Ibíd., pág. 184. (Trad. cast.: ibíd., pág. 47.) 16 Ídem, «Begriffsgeschichte und Sozialgeschichte», en ídem, Vergangene Zukunft, ed. cit., págs. 107129, aquí pág. 122. (Trad. cast.: ídem, «Historia conceptual e historia social», en ídem, Futuro pasado, ed. cit., págs. 105-126, aquí pág. 119.) 17 Ídem, «Zeitverkürzung und Beschleunigung. Eine Studie zur Säkularisation», en ídem, Zeitschichten. Studien zur Historik, ed. cit., pág. 182. (Trad. cast.: ídem, «Acortamiento del tiempo y aceleración. Un estudio sobre la secularización», en ídem, Aceleración, prognosis y secularización, ed. cit., pág. 47.)

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lenguaje científico, así como de la Historia Conceptual y la Historia factual, sin rendir cuentas de estos cambios de plano. En ninguna parte lleva a cabo una investigación escrupulosa sobre la historia del significado del concepto de temporalización, que es muy importante para su teoría. Esto sorprende aún más dado que en Koselleck se encuentran indicios de la —correcta— interpretación de que el concepto de temporalización surgió en el espacio temporal al que se refiere su propio concepto analítico de temporalización. Los significados históricos del concepto de temporalización no son de ningún modo idénticos a los que tiene este concepto en la teoría de Koselleck sino que, al contrario, un análisis detallado aportaría interesantes diferencias. Llego pues a la segunda parte de mi exposición, esto es, a la discusión del significado sistemático del concepto de temporalización para la teoría de la Historia Conceptual de Koselleck y sus resultados. Como ya he mencionado, las reflexiones sobre el concepto de temporalización atraviesan toda la obra de Koselleck. En muchos lugares resaltó características de la temporalización e intentó ofrecer determinaciones definitorias. En su artículo La temporalización de los conceptos (Die Verzeitlichung der Begriffe)18 Koselleck especificó como una hipótesis fundamental del diccionario de Conceptos históricos fundamentales que la experiencia de la edad moderna es al mismo tiempo la experiencia de un tiempo nuevo19. Una característica de este nuevo tiempo es que surge una diferencia entre el pasado y el futuro. Para medir teóricamente esta diferencia Koselleck introduce las categorías afines de espacio de experiencia y horizonte de expectativa, que pueden ser consideradas los dos pilares de su teorema de la temporalización. Con la edad moderna comienza para Koselleck una diferencia entre las experiencias anteriores y la expectativa de abrirse al futuro. A partir de la edad moderna, y a causa de invenciones y descubrimientos, cada vez pasan a primer plano más fenómenos que no pueden ser captados con los conceptos tradicionales y por medio de los cuales se modifican también las expectativas con respecto al futuro, que va dejando de verse como una repetición de lo ya conocido. En el abismo que se abre entre experiencia y expectativa fluyen esperanzas dirigidas al futuro o, como también las llamó Koselleck, utópicas. Las concepciones (Be-griffe) se transforman cada vez más en anticipaciones (Vor-griffe), esto es, ya no constatan simplemente el orden de un mundo que se mantiene esencialmente como inalterable y tampoco registran sin más los nuevos fenómenos del cambio, sino que ellas mismas se convierten progresivamente en factores de ese cambio por el contenido excedente de las expectativas. Si se comparan los muchos lugares, diseminados por toda su obra, en los que Koselleck desarrolló su tesis de la temporalización, se percibe una opacidad constitutiva del concepto de edad moderna, con el que está ligada la tesis de la temporalización. Koselleck vincula por un lado este concepto con la etapa histórica que, con mayor precisión, podría designarse como temprana edad moderna; lo hace cuando en el ya mencionado artículo La temporalización de los conceptos se ocupa de las reflexiones de Francis Bacon sobre el uso del lenguaje o cuando dice que desde el siglo XVI se 18 Cfr. ídem, «Die Verzeitlichung der Begriffe», en ídem, Begriffsgeschichten. Studien zur Semantik und Pragmatik der politischen und sozialen Sprache, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 2006, págs. 77-85, aquí pág. 77. 19 Juego de palabras intraducible entre Neuzeit (edad moderna/modernidad) y neue Zeit (tiempo nuevo). [N. de la T.].

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acumulan las pruebas de que en lapsos de tiempo cada vez más breves se preparan novedades en este mundo20. En contraste con estas definiciones se encuentran otras en las que Koselleck vincula con más fuerza la tesis de la temporalización con el desarrollo de la sociedad moderna. Son notorias en este contexto expresiones como «solo desde finales del siglo XVIII», «solo desde la Revolución francesa», «en primer lugar la Filosofía de la Historia» y otras semejantes. Un concepto que abarca con mayor exactitud este espacio temporal específico es el de tiempo umbral o bisagra (Sattelzeit)21, que Koselleck data aproximadamente entre 1750 y 1850. Esta interpretación contradictoria del concepto de edad moderna —y con ello también del uso histórico de la tesis de la temporalización— tiene sin embargo un fundamentum in re sobre el que el propio Koselleck llamó la atención. La Historia Conceptual proporciona una clave para comprender el problema. Como Koselleck expone, en el siglo XVIII predominaba la conciencia «de vivir, desde hacía tres siglos, en un tiempo moderno que se diferenciaba de los anteriores como un período propio»22. No obstante, la introducción del concepto de tiempo reciente [o novísimo] (neueste Zeit) en sustitución del de tiempo moderno [o nuevo] (neue Zeit) ayudó al éxito de esa definición que trasciende a su propia época; en todo lo cual debe atribuírsele un papel catalizador a la experiencia de la Revolución francesa. El empleo que Koselleck hace del concepto de temporalización comprende dos épocas de la temporalización distinguibles entre sí o dos impulsos temporales: la primera se inicia en torno al año 1500 y se caracteriza por una disolución progresiva de una metafórica natural así como del concepto de tiempo natural y circular23; la segunda fase comienza en torno a 1780 y Koselleck la deduce cualitativamente de la primera fase, que toma como condición previa a partir de un sinnúmero de nuevas definiciones. De estas nuevas definiciones forma parte la constitución de los llamados singulares colectivos, como «el progreso», «el desarrollo» o «la historia» en los que coinciden sujeto y objeto. La exposición que hace 20

Cfr. R. Koselleck, «Zeitverkürzung und Beschleunigung. Eine Studie zur Säkularisation», en ídem, Zeitschichten. Studien zur Historik, ed. cit., pág. 188. (Trad. cast.: ídem, «Acortamiento del tiempo y aceleración. Un estudio sobre la secularización», en ídem, Aceleración, prognosis y secularización, ed. cit., pág. 52.) 21 Traduzco Sattelzeit como tiempo umbral o bisagra, aunque en realidad el término Sattel posee en alemán dos significados distintos, que aportan connotaciones diferentes y que se refieren a dos ámbitos de los que Koselleck gustaba de extraer metáforas: el mundo equino y la geología. En primer lugar, Sattel significa silla de montar y tiene por tanto un sentido dinámico: sería algo así como tiempo a caballo o tiempo a horcajadas. En segundo lugar, Sattel es un terreno llano entre dos cimas montañosas que permite pasar de una a la otra, algo así como un plegamiento anticlinal. Acerca de la traducción del término Sattelzeit remito a la nota núm. 9 de la traducción de Luis Fernández Torres de la introducción al Diccionario de conceptos de Koselleck: «Un texto fundacional de Reinhart Koselleck. Introducción al Diccionario histórico de conceptos político-sociales básicos en lengua alemana», trad. de Luis Fernández Torres, Anthropos, núm. 223, 2009, págs. 92-105, nota 9. [N. de la T.]. 22 R. Koselleck, «“Neuzeit”. Zur Semantik moderner Bewegungsbegriffe», en ídem, Vergangene Zukunft, ed. cit., págs. 300-348, aquí pág. 318. (Trad. cast.: ídem, «“Modernidad”. Sobre la semántica de los conceptos modernos del movimiento», en ídem, Futuro pasado, ed. cit., págs. 287-332, aquí pág. 304.) 23 Cfr. ídem, «Historia magistra vitae. Über die Auflösung des topos im Horizont neuzeitlich bewegter Geschichte», en ídem, Vergangene Zukunft, ed. cit., págs. 38-66, aquí pág. 62 (trad. cast.: ídem, «Historia magistra vitae. Sobre la discusión del topos en el horizonte de la agitada historia moderna», en ídem, Futuro pasado, ed. cit., págs. 41-66, aquí pág. 63); ídem, «Historische Kriterien des neuzeitlichen Revolutionsbegriffs», en ibíd., págs. 67-86, aquí pág. 78 (trad. cast.: ídem, «Criterios históricos del concepto moderno de revolución», en ibíd., págs. 67-85, aquí pág. 77).

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Koselleck de la constitución de estos singulares colectivos es un modelo ejemplar para la exposición del proceso de temporalización. En relación con el concepto de progreso distingue tres fases distintas, que se superponen: en primer lugar, el sujeto del progreso se universalizó. Ya no hizo referencia a ámbitos delimitables como la ciencia, la técnica, el arte, etc., que hasta ese momento habían sido el sustrato concreto de los distintos progresos. Por el contrario, el sujeto del progreso se amplió hasta convertirse en un agente universal o en un agente con una inevitable pretensión de universalidad [...] De este modo, de las historias de los progresos particulares se pasa al progreso de la historia. Esta es la segunda fase. En el proceso de universalización de nuestro concepto, sujeto y objeto intercambian sus papeles. El genitivo subjetivo se convierte en genitivo objetivo: en la expresión «progreso del tiempo» o «progreso de la historia» el progreso asume el papel principal, se convierte en un agente histórico. [...] Finalmente, en la tercera fase esta expresión se independiza: el progreso se convierte en el «progreso en sí», en el sujeto de sí mismo24.

En referencia a todo el proceso Koselleck habla enfáticamente del descubrimiento de la historia, lo que retroactivamente también significa que a las tendencias de la temporalización pasadas solo se les puede atribuir esta definición en un sentido impropio. Hasta la rama teórica en cuyo ámbito tiene lugar este descubrimiento de la historia, es decir, la Filosofía de la historia, la entiende Koselleck como una nueva aplicación históricamente muy específica, que no se dio antes bajo esa forma y que —cabe añadir— no podía darse por ser muy dependiente de condiciones históricas específicas previas que en torno al año 1500 aún no existían. Una palabra clave frecuente para Koselleck en este contexto es la de Revolución industrial que no solo llevó a nuevas formas de producción fundamentales y a modos de circulación sociales, sino también a ideas sobre el tiempo nuevas y esenciales. Hasta donde yo alcanzo, Koselleck no habló en ningún lugar de manera explícita sobre el doble estatus de su concepto de temporalización. Parece sin embargo incuestionable que, dentro de la Historia de la temporalización, Koselleck cuenta con un cambio radical cualitativo en torno a 1800. Así, a propósito del espacio de tiempo que va de 1500 a 1800 habla de «una temporalización de la historia en cuyo final se encuentra aquel tipo peculiar de aceleración que caracteriza a nuestra modernidad»25. La modernidad y el concepto de aceleración vinculado a ella se usan aquí como una cesura para definir una nueva etapa en la historia de la temporalización. No puede existir ninguna duda respecto a que esclarecer el cambio de significado de los conceptos al pasar a la Época Moderna fue el propósito principal de los Conceptos históricos fundamentales y en especial de los trabajos de Koselleck sobre Historia Conceptual; 24 Ídem, «“Fortschritt” und “Niedergang” — Nachtrag zur Geschichte zweier Begriffe», en ídem, Begriffsgeschichten. Studien zur Semantik und Pragmatik der politischen und sozialen Sprache, ed. cit., págs. 159-181, aquí pág. 174. (Trad. cast.: ídem, «“Progreso” y “decadencia”. Apéndice sobre la historia de dos conceptos», en ídem, Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social, trad. de Luis Fernández Torres, Madrid, Trotta, 2012, págs. 95-112, aquí págs. 106-107.) 25 Ídem, «Vergangene Zukunft der frühen Neuzeit», en ídem, Vergangene Zukunft, ed. cit., págs. 17-37, aquí pág. 19. Me aparto de la traducción castellana publicada de este texto, que se encontraría aquí: cfr. ídem, «Futuro pasado del comienzo de la modernidad», en ídem, Futuro pasado, ed. cit., págs. 21-40, aquí pág. 23.

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ni tampoco cabe duda de que Koselleck consideró esa entrada en la Época Moderna como una transformación fundamental de la conditio humana, de la comprensión humana de uno mismo y de la historia. Diseminadas por su obra se encuentran abundantes pruebas que sostienen el profundo corte histórico y el nuevo carácter cualitativo de la nueva época, así como su repertorio semántico fundamental26. En este caso cabría nombrar un gran número de «ismos», como los que encontramos en conceptos relativos a movimientos políticos como el socialismo, el comunismo, el conservadurismo, etcétera. A las formulaciones apodícticas pertenecen, entre otras, las siguientes: «que alguien haga historia es una expresión moderna que no era formulable ni antes de Napoleón ni aún antes de la Revolución francesa»27. En otro lugar se dice que: «Solo desde aproximadamente 1780 se puede hablar de que hay una “historia en general”, una “historia en y para sí” y una “historia absoluta” y como se llame a todas las explicaciones que debían desplazar el nuevo concepto (que se remite a sí mismo) de las historias tradicionales en plural»28. En otro lugar se afirma que: «De nuevo es más bien característico para los términos de las postrimerías del siglo XVIII citados que haya muchas expresiones nuevas y nuevos significados terminológicos que deberían dar lugar a nuevos estados de cosas»29. A los nuevos agregados del material semántico, que se forman durante el tiempo umbral o bisagra (Sattelzeit), se refiere también, por último, el catálogo de criterios que según Koselleck deben ser propios de los nuevos conceptos de movimiento30. Las palabras clave son politización, ideologización, democratización y temporalización. La circunstancia de que este último sea el único concepto de todo el catálogo que Koselleck aplica ya a los desarrollos conceptuales premodernos es una prueba más de mi tesis de que el concepto de temporalización tiene un doble carácter. Complementariamente y para insistir en el contenido específico de la semántica histórica tras el tiempo umbral o bisagra (Sattelzeit), Koselleck también conserva particularidades específicas de la fase de temporalización premoderna. Afirma así que el espacio del lenguaje de la premodernidad «estaba estratificado constitucionalmente. Hasta mediados del siglo XVIII, el lenguaje político, en especial, fue monopolio de la nobleza, de los juristas y de los eruditos»31. En estos pasajes resulta obvio una vez más que el concepto de temporalización de Koselleck se extiende a diferentes fases históricas o formas de la noción de temporalización. Esto queda también indirectamente probado por la exigencia metódica de distinguir entre distin26 Cfr. ídem, «“Neuzeit”. Zur Semantik moderner Bewegungsbegriffe», en ídem, Vergangene Zukunft, ed. cit., pág. 339. (Trad. cast.: ídem, «“Modernidad”. Sobre la semántica de los conceptos modernos del movimiento», en ídem, Futuro pasado, ed. cit., pág. 324.) 27 Ídem, «Über die Verfügbarkeit der Geschichte», en ídem, Vergangene Zukunft, ed. cit., págs. 260-277, aquí pág. 262. (Trad. cast.: ídem, «Sobre la disponibilidad de la historia», en ídem, Futuro pasado, ed. cit., págs. 251-266, aquí pág. 253.) 28 Ibíd., pág. 263. (Trad. cast.: ibíd., pág. 254.) 29 Ídem, «Sprachwandel und sozialer Wandel im ausgehenden Ancien régime», en ídem, Begriffsgeschichten, ed. cit., págs. 287-308, aquí págs. 302 y sigs. 30 Se trata de conceptos de movimiento (Bewegungsbegriffe) en un doble sentido: en primer lugar porque movilizan, ya que el hombre moderno se empeña en traducir a realidad el contenido semántico que estos conceptos anticipan; en segundo lugar, son conceptos de movimiento en el sentido de que son dinámicos, ya que la marca distintiva de la modernidad es la aceleración, un concepto de movimiento. [N. de la T.]. 31 R. Koselleck, «“Neuzeit”. Zur Semantik moderner Bewegungsbegriffe», en ídem, Vergangene Zukunft, ed. cit., pág. 344. (Trad. cast.: ídem, «“Modernidad”. Sobre la semántica de los conceptos modernos del movimiento», en ídem, Futuro pasado, ed. cit., págs. 328-329.)

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tos «tempi de los tiempos históricos»32. Koselleck introduce esta exigencia en relación con la pregunta que se hace a sí mismo de en virtud de qué categorías se puede diferenciar entre la historia de la edad moderna como algo peculiar y las regularidades de los decursos repetibles antes transcritos. Según Koselleck, para contestar a esta pregunta «habría que introducir en nuestra hipótesis coeficientes de movimiento y de aceleración que ya no se pueden deducir —como antes— de la expectativa ante el juicio final, sino que están ajustados a las pretensiones de un mundo crecientemente tecnificado»33. Dicho con otras palabras, se debe así diferenciar entre distintas épocas y formas de la temporalización. El concepto de aceleración, que Koselleck usa aquí, porta consigo un claro índice histórico, puesto que, a diferencia del concepto inespecífico de temporalización, queda explícitamente reservado para la fase moderna de la historia. En el curso de su análisis teórico de los resultados de la Historia Conceptual, Koselleck señaló como «sorprendente del uso de la hipótesis de la temporalización» el hecho de que «todo el vocabulario político-social dé testimonio de los coeficientes de movimiento y cambio»34. La tesis de la temporalización no queda limitada a las expresiones que tematizan de modo explícito modalidades temporales. Como ya he expuesto, las investigaciones de Koselleck fueron centrales en cuanto al análisis del cambio de significado de los conceptos en el período de transición de la sociedad hacia la Época Moderna. Los artículos de los Conceptos históricos fundamentales se ocupan de los desarrollos del siglo XX solo de manera muy superficial. No obstante, no hay duda de que Koselleck estaba convencido de la relevancia y actualidad de sus categorías analíticas. Tal como él lo entiende, la mayor parte de los conceptos históricos fundamentales no requieren de una traducción en el presente y, según la definición que da de ellos, estamos obligados a utilizarlos como algo irrenunciable e ineluctable si es que queremos hablar con sentido de las relaciones político-sociales de nuestro presente. Sin embargo, precisamente esta definición está siendo puesta en duda cada vez más desde hace algún tiempo. En la tercera y última parte de mi exposición quisiera centrarme en estas nuevas aportaciones y abordar la actualidad o la relevancia presente del concepto de temporalización. El historiador de los conceptos alemán Christian Geulen ha formulado la cuestión de si la visión de la estructura temporal de la semántica que Koselleck privilegia puede aplicarse también al siglo XX o si los conceptos de tiempo y temporalización, incluidas sus derivaciones, se han modificado tanto que se requeriría de una nueva perspectiva para poder describir la temporalidad de los significados y el significado del tiempo35. Que las categorías analíticas y el enfoque histórico-conceptual de Koselleck estaban

32 Ídem, «Historische Kriterien des neuzeitlichen Revolutionsbegriffs», en ídem, Vergangene Zukunft, ed. cit., pág. 77. (Trad. cast.: ídem, «Criterios históricos del concepto moderno de revolución», en ídem, Futuro pasado, ed. cit., pág. 76.) 33 Ídem, «Geschichte, Geschichten und formale Zeitstrukturen», en ídem: Vergangene Zukunft, ed. cit., págs. 130-143, aquí pág. 143. (Trad. cast.: ídem, «Historia, historias y estructuras formales del tiempo», en ídem, Futuro pasado, ed. cit., págs. 127-140, aquí pág. 139.) 34 Ídem, «Die Verzeitlichung der Begriffe», en ídem, Begriffsgeschichten. Studien zur Semantik und Pragmatik der politischen und sozialen Sprache, ed. cit., pág. 81. 35 C. Geulen, «Plädoyer für eine Geschichte der Grundbegriffe des 20. Jahrhunderts», Zeithistorische Forschungen/Studies in Contemporary History, edición online, vol. 7, núm. 1, Potsdam, Zentrum für Zeithistorische Forschung, 2010. Disponible en: http://www.zeithistorische-forschungen.de/site/40208995/ Default.aspx (último acceso 15.11.2012).

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ligados a requisitos históricos específicos y a una determinada conciencia del tiempo que simplemente ya no se dan en el presente, lo ha puesto de relieve Hans Ulrich Gumbrecht con firmeza. En contraposición al concepto de temporalización de Koselleck dibuja Hans Ulrich Gumbrecht la imagen de un estado de conciencia que se ha apartado del pensamiento lineal y ha entrado en un estadio de simultaneidad. Una coexistencia de horizontes temporales distintos habría ocupado, según él, el lugar de un tiempo histórico progresivo. Las formas históricas que antes se concebían como no simultáneas se convertirían nuevamente en alternativas simultáneas intemporales. La diferencia entre espacio de experiencia y horizonte de expectativa, constitutiva del concepto de temporalización, habría perdido su tensión de impacto histórico, del mismo modo que los singulares colectivos de la modernidad clásica habrían perdido su obligatoriedad e irreductibilidad generales36. La contribución de Gumbrecht es original en tanto que recoge argumentos centrales de la amplia discusión que, a partir de los años 80 del siglo XX, tiene lugar en torno a la relación de la modernidad clásica y de la postmodernidad con el método de la Historia Conceptual. Su tesis de que el aparato categorial histórico-conceptual de Koselleck está pasado de moda coincide con las tesis de este al menos en que la modernización y el cambio semántico ligado a ella no son solo un proceso complejo en el tiempo, sino que señalan ante todo una transformación de las estructuras temporales y del horizonte temporal. El propio Koselleck mantuvo, dentro de su horizonte temporal, un cambio radical al comprender los procesos de temporalización de la modernidad desde el concepto de aceleración. En cuanto a la discusión sobre el futuro de la Historia Conceptual surge la pregunta de si las experiencias de un cambio radical profundo y reiterado de la conciencia del tiempo nos llevan al abandono del planteamiento histórico-conceptual o a una revisión de categorías analíticas centrales. No se trataría ya de concebir una nueva etapa o dimensión de la temporalización de manera conceptual, sino de una revisión del concepto de temporalización mismo, a la que se apunta desde conceptos como «destemporalización», «espacialización» o «simultaneidad». Si examinamos en primer lugar el nivel objetivo que Koselleck pone en juego una y otra vez, no podemos constatar ninguna variación esencial de las condiciones previas en que se basan los conceptos modernos de movimiento y los singulares colectivos. De manera análoga, las experiencias fundamentales de la aceleración del tiempo y de la impredecibilidad del futuro continúan siendo determinantes, como puede probarse a partir de gran cantidad de conceptos temporales. También parece fuera de toda controversia que el abismo entre espacio de experiencia y horizonte de expectativa, constitutivo de la noción de temporalización, ha mantenido su validez. Lo que sin embargo ha variado considerablemente son las formas concretas de realización de la aceleración, ya sean sociales, políticas, técnicas o culturales y, de acuerdo con ellas, los modelos de su interpretación y evaluación social. Koselleck dijo repetidamente, durante la época de la confrontación social entre bloques, que en el abismo entre el espacio de experiencia y horizonte de expectativa cabían «expectativas utópicas», pero parece que desde hace algún tiempo estas dimensiones utópicas estén a punto de diluirse o de agotarse. En su lugar regresan, cada vez con mayor fuerza, modelos 36 Cfr. H. U. Gumbrecht, «Pyramiden des Geistes. Über den schnellen Aufstieg, die unsichtbaren Dimensionen und das plötzliche Abebben der begriffsgeschichtlichen Bewegung», en ídem, Dimensionen und Grenzen der Begriffsgeschichte, Múnich, Wilhelm Fink, 2006, págs. 7-36.

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de pensamiento religioso y esperanzas de salvación con los que resurge en el horizonte la cuestión de la secularización, que fue notoria en la fase de desarrollo de los conceptos modernos de tiempo. Estas observaciones sobre la relevancia perdurable del enfoque analítico-temporal e histórico-conceptual, hechas de manera muy general, deberían confirmarse con más detalle para conceptos históricos fundamentales más novedosos, como «globalización» o «sostenibilidad». Muy prometedora me parece en este contexto la tentativa de Christian Geulen que, anticipándose especulativamente a una investigación sobre los conceptos históricos fundamentales del siglo XX aún por realizar, ha establecido cuatro nuevas categorías de análisis, a saber, los conceptos de cientificación, popularización, espacialización e internacionalización. Aunque este catálogo tiene gran plausibilidad, se plantea la pregunta de si con estas cuatro nuevas categorías las viejas categorías de temporalización, ideologización, politización y democratización se han vuelto obsoletas. Esto se aplica sobre todo al concepto de temporalización, que, como ya he advertido, es el único concepto que Koselleck utiliza para los desarrollos conceptuales ya a partir de la fractura del año 1500 y que después, específicamente para la modernidad, precisa con el concepto de aceleración. Toda una serie de investigaciones sociológico-temporales actuales permiten que aparezca la fundada suposición de que también en el siglo XX y a comienzos del XXI han surgido multitud de conceptos temporales37. Existe el desiderátum de explotar estos conceptos temporales según el modo histórico-conceptual. Un análisis comparado constituiría a su vez una prueba a favor de la tesis de Koselleck de que los horizontes temporales se reducen permanentemente bajo las exigencias de la aceleración moderna, haciéndose apremiantes los imperativos de la dilación. El concepto de cientifización que emerge del catálogo de Geulen parece apropiado para clarificar la cuestión que Koselleck mencionó, pero que no abordó con más detalle en ningún lugar, de la relación de su concepto de temporalización con el de Lovejoy o también con el indicado implícitamente en Foucault. Con esto queda a su vez dicho que los recientes esfuerzos por una continuación o actualización del planteamiento de Koselleck podrían también llevarlo a hablar nuevamente de los diagnósticos relacionados con la modernidad clásica y enfrentarlo a nuevas preguntas. Por ejemplo desde la perspectiva de la nueva Historia de la Ciencia se presenta como un gran problema que el concepto de temporalización fije una dimensión esencial de la transformación de la Historia natural que sin embargo no es adecuada para comprender las dos revoluciones científicas complementarias de Darwin y Marx. Solo con las obras de estos autores el sistema de referencia estático de la œconomia naturae se disuelve íntegramente y los objetos del saber son dejados al criterio del cambio histórico en un sentido empático38. El cambio fundamental postulado por la Historia Conceptual entre 1780 y 1850 y el hito postulado por la Historia de la Ciencia, la Biología y la Sociología a comienzos de la segunda mitad del siglo XIX se desintegran también, por lo que la referencia de Koselleck a Lovejoy habría más bien que entenderla como un indicador problemático. Bajo la nueva categoría de análisis propuesta por Geulen se perfilan 37 Cfr. v. g. H. Rosa, Beschleunigung. Die Veränderung der Zeitstrukturen in der Moderne, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 2005. 38 Cfr. F. Schmieder, «Die wissenschaftlichen Revolutionen von Charles Darwin und Karl Marx und ihre Rezeption der Arbeiterbewegung», en H. Lethen, B. Löschenkohl y F. Schmieder (eds.), Der sich selbst entfremdete und wiedergefundene Marx, Múnich, Wilhelm Fink, 2010, págs. 39-56.

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retrospectivamente nuevas preguntas para la Historia como la de si existen distintas formas de la temporalización para distintos ámbitos culturales, con su propia lógica temporal, objetiva y conceptual; o la de si con la diferenciación de las ciencias tienen lugar disciplinariamente a su vez distintos procesos de temporalización. La Historia Conceptual interdisciplinar que se cultiva en el Centro de Investigación Literaria y Cultural de Berlín representa un intento de sondear la pertinacia temporal de los procesos de intercambio entre distintas ciencias y entre las ciencias y otras esferas de la sociedad.

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CAPÍTULO 5

Acción e historia1 JOHANNES ROHBECK (Universidad Técnica de Dresde)

Si se supone que la tarea de historiadores y, sobre todo, de filósofos no es describir la historia como un hecho de la realidad objetiva, sino darle un sentido, hay que investigar con más exactitud este sentido de la historia. A este respecto, quiero recordar el doble sentido de la palabra «historia»: como bien es sabido, la historia abarca tanto la historiografía como los acontecimientos temporalmente consecutivos2. A cada uno de estos dos aspectos le podemos dar un sentido diferente. Por un lado, «historia» significa la representación de cómo se cuenta la historia o se cuentan las historias. Equivale a la antigua palabra latina historia con la que se refiere a todos los conocimientos compilados en un área. También se trata del método de investigación, de la interpretación de acontecimientos históricos y de su correspondiente representación. Cuando el historiador interpreta la historia de esta manera, le da un cierto sentido al que llamo «sentido de la interpretación». Por otro lado, la palabra «historia» se refiere al acontecimiento objetivo o, mejor dicho, a las correlaciones de los acontecimientos que ocurrieron realmente en el pasado (res gestae). La historia en este contexto es historia pasada, como aclara la etimología de la palabra alemana (geschehene Geschichte). Se refiere al proceso histórico que se convierte en el objeto de una representación. Se trata de los referentes de la representación histórica. De esta manera, se investiga el contenido de la filosofía de la historia. Un primer resultado muy general es: la historia consiste en la consecución temporal de las acciones colectivas de los hombres. Ahora bien, cada acontecimiento 1 Traducción del alemán de Heidrun Torres-Roman, revisado por Nerea Miravet Salvador. Título original: «Handlung und Geschichte». 2 Sobre esta particularidad del concepto moderno de historia llamó ya la atención Hegel. Cfr. G. W. F. Hegel, Lecciones de filosofía de la historia, trad. de J. M. Quintana, Barcelona, PUP, 1989, pág. 78.

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histórico presume ciertas correlaciones de acciones, en la misma medida en que las acciones humanas son ellas mismas históricas. A este sentido de las acciones humanas lo llamo «sentido de la acción»3. Siempre que se pone el foco sobre la representación de la historia, solo el sentido de la interpretación adquiere importancia. Este es el caso en recientes teorías del discurso y, sobre todo, en las teorías de la narración. La narratología se centra exclusivamente en el sentido de la interpretación, mientras que el sentido de la acción está programáticamente excluido. También está excluido el referente de la narración, lo que complica la distinción entre la historia real y la ficción. De la misma manera, la correspondiente filosofía de la historia se centra solo en el sentido de la interpretación de la narración. Yo, en cambio, me propongo otra tarea: volver a centrar la atención en el sentido de la acción. Por supuesto, no se trata de sustituir simplemente el sentido de la interpretación por el sentido de la acción, sino de mediar entre los dos aspectos. Me gustaría destacar la interdependencia entre el sentido de la acción y el sentido de la interpretación. La prueba de tal mediación tendría que encontrarse en la estrecha correlación entre el sentido de la acción y el sentido de la interpretación, siendo que uno refiere al otro. Con todo, la interpretación no es arbitraria, no se pierde en la mera discursividad y ficcionalidad; en todo caso tiene su referente en la acción histórica. La crítica de realismo ingenuo a la ciencia histórica no es razón para quitarle la objetividad a la historia y considerarla, según la moda radical-constructivista, mero producto del correspondiente historiador, lo que terminaría en un mal idealismo. La raíz de lo objetivo de la historia la encontramos en la capacidad de resistencia del material histórico contra cualquier incorporación y asociación; en realidad, el historiador no debería moldear las informaciones individuales transmitidas en esquemas premeditados, sino que las informaciones tendrían que caber en ellas. Al nivel de la interpretación, la investigación y la representación históricas presumen ciertas ideas de la acción humana. El historiador necesita una cierta comprensión previa de la acción, de su estructura pragmática y temporal, así como la mediación simbólica. Esto es válido también para la teoría y la filosofía de la historia, donde se presupone no solo la comprensión diaria de la acción, sino también conceptos, tipos y teorías de la acción. Seguidamente voy a intentar probar que también las metodologías de la ciencia y la filosofía de la historia presumen ciertas concepciones de las acciones humanas y están caracterizadas por ellas. Además, quiero mostrar que las pautas de interpretación usadas consisten en modelos de acción cristalizados. En este proceso se manifiesta la interdependencia de aspectos formales y materiales de la filosofía de la historia. Concluiré que la acción no solo es un hecho dado de la historiografía, sino que ya tiene su propio sentido histórico que se está transformando en la historiografía y en la filosofía de la historia. La acción es un tipo de lo transcendental de la conciencia histórica, es decir, la condición de posibilidad de la representación histórica, de la filosofía de la historia, de la metodología y de la interpretación de la historia. Así pues, sí que existe un sentido de la acción prenarrativo. Siguiendo la teoría de la «Triple Mí3 H. Schnädelbach, a quien sigo aquí parcialmente, distingue entre un sentido de la acción y un sentido de la comunicación. Cfr. H. Schnädelbach, «Kulturelle Evolution», en J. Rohbeck y H. Nagl-Docekal (eds.), Geschichtsphilosophie und Kulturkritik, Darmstadt, WBG, 2003, pág. 336.

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mesis» de Paul Ricœur propongo una tal mediación entre el sentido de la acción y el sentido de la interpretación4.

5.1. SENTIDO DE LA ACCIÓN Y SENTIDO DE LA INTERPRETACIÓN En primer lugar me propongo la tarea de investigar la relación entre el sentido de la acción y el sentido de la interpretación, con el objetivo de conseguir una mediación entre ambos. No cabe duda de que las acciones se interpretan y de que esta interpretación es diferente de la imagen que tiene el actor de sí mismo, sobre todo con la distancia temporal aumentada. Pero al mismo tiempo, es importante saber en qué concepción de acción se basa en esta interpretación. Quiero mostrar cómo se condicionan mutuamente la teoría de la acción y la metodología. La relación entre la acción y la historia tiene dos consecuencias. La primera consecuencia es la siguiente: con la acción, la filosofía de la historia vuelve a tener un referente. El desarrollo de la teoría histórica más reciente ha mostrado el negocio de difícil salida en que se ha convertido la absolutización de la idea de narración, donde la historia es representada como mera ficción literaria. Esto ya ha sido discutido en cuanto a consideraciones epistemológicas generales. Tampoco fue compatible con la imagen de sí mismos y con el principio ético profesional de los historiadores, quienes por lo menos tendrían que esforzarse en investigar la «verdad histórica». Finalmente, la teoría de la memoria y de los recuerdos históricos ha demostrado que la ficcionalidad mencionada de la narración histórica tiene sus límites morales. Quien pretenda que el holocausto o la dictadura en España «solo» son ficciones literarias, viola el mínimo consenso ético. Atenta contra la obligación moral no solo frente a la conmemoración de las víctimas del pasado, sino también frente a las generaciones futuras, a quienes deseamos que no sufran tal destino. De esta experiencia sacamos la conclusión de que el realismo y la ética forman un conjunto. La segunda consecuencia metodológica es la siguiente: las acciones no solo son contadas, sino también comprendidas y explicadas, al tiempo que en la reciente investigación los contornos son difusos; comprender y explicar coinciden y a esto se añaden las explicaciones narrativas. Pero a pesar de ello, poniendo el foco sobre las acciones, es posible definir con más claridad las modalidades de explicar. Así pues, en lo siguiente distingo entre la explicación intencional, la causal y la funcional. Puesto que no reivindico una metodología de la ciencia histórica, estos tres tipos del proceso de explicar acontecimientos históricos son suficientes para mis fines de investigación. La explicación intencional se refiere a las intenciones y los motivos de los individuos o grupos sociales. La explicación causal se refiere a las circunstancias de la acción, a instituciones o a sistemas sociales, tocando al mismo tiempo los resultados y métodos de las ciencias sociales. Esta distinción entre explicación intencional y causal se corresponde con los debates fundamentales de los historiadores, del mismo modo que el tema de la relación entre el acontecimiento y la estructura5. En este contexto 4 Cfr. P. Ricœur, Tiempo y narración, vol. I: «Configuración del tiempo en el relato histórico», trad. de A. Neira, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1987, págs. 117 y sigs. 5 Cfr. C. Lorenz, Konstruktion der Vergangenheit. Eine Einführung in die Geschichtstheorie, Köln, Böhlau Verlag, 1997, págs. 285 y sigs.; T. Haussmann, Zur Theorie und Pragmatik der Geschichtswissenschaft, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1991.

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es cada vez menos importante distinguir entre acciones individuales y colectivas, y más hacerlo entre acciones intencionales y no-intencionales, porque se toma la perspectiva de una intención colectiva. En cambio, en la ciencia histórica, la explicación funcional que fundamenta el cambio de un estado o del desarrollo de un sistema social no es tan común y corriente; corresponde ante todo a la filosofía de la historia o a las teorías de la evolución de la historia posteriores6. La tercera consecuencia consiste en la perspectiva de futuro de las acciones humanas. Cada acción en el presente combina lo pasado con lo futuro7. Desde el punto de vista de una filosofía de la historia orientada hacia la acción y dirigida hacia el futuro, esto repercute en la consideración del pasado: los acontecimientos del pasado se consideran acciones realizadas por agentes, esto es, acciones que antes se dirigieron hacia el futuro en forma de propósitos, intenciones o planes. Desde la perspectiva del presente, para el actor, también en el pasado existía un futuro: el futuro pasado. En todo caso, no solo existe un sentido de la acción que se genera en la narración histórica, sino que también existe un sentido de la acción en la historia que se puede deducir a partir de la perspectiva de los actores del pasado. 5.2. LA TRIPLE MEDIACIÓN La relación entre tiempo y narración en las obras de Ricœur se puede reconstruir de tal manera que la estructura del tiempo no solo estaría determinada por la narración, sino también y primariamente por la acción humana. Lo interesante es observar cómo Ricœur ha reclamado justamente en la narratología el aspecto de la acción. Así mismo, en su teoría de la memoria ha combinado la insistencia en la acción con un realismo en la ciencia histórica y en la filosofía de la historia. En lo siguiente me gustaría hacer referencia a tal teoría de la narración y la memoria. Voy a aplicar la figura de la «triple mímesis» en la mediación entre el sentido de la acción y el sentido de la interpretación8, definiendo el tiempo como tiempo de la acción y, en un nivel más general, la narración como interpretación de la historia. En el primer nivel (mímesis I) existe una cierta precomprensión de la acción. Se basa en una comprensión práctica caracterizada por la experiencia diaria y distinguida claramente de la comprensión narrativa que resulta de la perspectiva de la narración. La comprensión práctica constituye un sentido de la acción prenarrativa. En el segundo nivel (mímesis II) este sentido de la acción está transformado en una narración histórica. El sentido de los seres humanos actuantes no se crea de la nada, antes bien se supone un sentido de la acción al que se añade un segundo componente narrativo. El narrador desarrolla sus potenciales históricos, realiza una historia virtual que tiene ya sus fundamentos en el sentido de la acción9. Con la interpretación se transmite el sentido de

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Cfr. C. Lorenz, ob. cit., pág. 298; comparable con la explicación genética de Haussmann en ibíd., págs. 59 y sigs. 7 Cfr. R. Bubner, Acción, historia y orden institucional: ensayos de filosofía práctica y una reflexión sobre estética, trad. de P. Storandt, Buenos Aires, FCE, 2010, págs. 112 y sigs.; P. Ricœur, La memoria, la historia, el olvido, trad. de A. Neira, Madrid, Trotta, 2003, págs. 475 y 503 y sigs. 8 Véase supra, nota 4. 9 Cfr. P. Ricœur, Tiempo y narración, vol. I, ed. cit., pág. 148; véase supra, nota 4; R. Bubner, ob. cit., págs. 110-111.

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la acción al sentido de la interpretación. En el tercer nivel (mímesis III) el lector produce un sentido propio respectivo, relacionando el sentido de la interpretación con las experiencias de la propia vida y, de esta manera, con el sentido de la acción anterior. La triple mediación tiene el objetivo de darle más importancia al sentido de la acción que al sentido de la interpretación. La distinción misma entre el sentido de la acción y el sentido de la interpretación tiene ya esta intención. Referente a una teoría del discurso estricta o a un constructivismo extremo, el concepto del sentido de la acción se considera una provocación porque atribuye a la acción un sentido propio en relativa independencia de la historiografía. Este sentido específico de la acción consiste, en cuanto a la acción, en los motivos e intenciones de los actores y en las correspondientes pautas de interpretación por las cuales esta se dirige. El sentido de la acción, por el lado de la interpretación, consiste en la previa comprensión de la acción, así como en las pautas de interpretación que se pueden deducir de las experiencias prácticas. En la historia del pensamiento histórico se manifiesta un desplazamiento raro dentro de la relación entre el sentido de la acción y el sentido de la interpretación. El enfoque se desplaza alternadamente hacia uno u otro de los dos extremos, en función de lo importante que se considera la intención de los actores en la historia. Si se da gran importancia a los motivos y las acciones de los actores de la historia, el enfoque está en el sentido de la acción. En cambio, si se supone que los actores no aprecian o preveen sus acciones, la competencia de la interpretación es del historiador o del narrador respectivamente, que con esto hace valer el sentido de la interpretación. En este contexto también se puede hablar de una diferente cercanía o lejanía entre el sentido de la acción y el sentido de la interpretación, que en cuanto a sus distancias oscilan de diferente manera. Si se supone que el propósito o el objetivo de una acción histórica se hace realidad, es decir, que «al final» se hace realidad lo que se había propuesto, entonces coinciden el sentido de la acción y el sentido de la interpretación. La interpretación acaba por afirmar la intención del actor histórico. Si, por el contrario, se supone que hay otro resultado que el intencionado por el actor, entonces el intérprete de la historia contradice la imagen que tiene el actor de sí mismo y hace válido su sentido de la interpretación. En este caso, el sentido de la acción y el sentido de la interpretación se van distanciando. Con la reconstrucción accional-teórica de los métodos para conseguir conocimientos históricos, el enfoque se estaba dislocando en dirección a la acción en la historia. Si en esta relación se puede distinguir entre el sentido de la acción y el sentido de la interpretación, se vuelve a dar más importancia al primero en relación con el segundo. Sin embargo, no se sustituye simplemente el sentido de la interpretación por el sentido de la acción, sino que se ponen los dos lados en relación el uno con el otro. Así pues, nos vamos a dedicar al tema de la mediación entre el sentido de la acción y el sentido de la interpretación. Esta mediación la voy a describir más detalladamente en tres niveles: el nivel de la historiografía, el de la teoría de la historia y el de la orientación pragmática.

a) La historiografía El primer nivel se refiere al trabajo del historiador, que interpreta las acciones concretas de ciertos actores en la historia; es el nivel de la ciencia de la historia, es decir, el nivel de la investigación, la representación o la narración históricas. Mímesis I y II en este contexto significan lo siguiente: [99]

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No cabe duda de que una acción histórica tiene que ser interpretada por un historiador. El sentido de la acción solo se manifiesta en el medio del sentido de la interpretación. Y esta interpretación se distingue de los motivos y del sentido que el actor les da a sus acciones porque el intérprete, con aumentada distancia temporal, sabe más que el actor histórico. Desde la perspectiva hermenéutica, el historiador incorpora las experiencias de su presente en la interpretación; desde la perspectiva de la narración, asocia las acciones en relación con el punto de vista del «final», dándole así su sentido de la interpretación. Como aclara Arthur C. Danto, la oración «En el año 1618 empezó la Guerra de los Treinta Años» solo se ha podido formular en un momento posterior10. Esto también es válido en cuanto a la opinión recientemente sostenida por algunos historiadores de que la Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial forman juntas la Guerra de los Treinta Años del Siglo XX. Sin embargo, las experiencias tanto de esta catástrofe como la de la Europa unida, hacen que esta guerra sea vista de modo completamente diferente, lo que no hubiera sido posible anteriormente. Pero el sentido de la interpretación del historiador no es nada arbitrario, no se pierde en la mera discursividad y la ficcionalidad, sino que tiene sus referentes en la acción histórica. En la ciencia de la historia este realismo debería ser natural. Consecuentemente, la historia no es solo un «algo construido», sino que presume los acontecimientos dentro del tiempo al que el discurso histórico hace referencia. En cuanto a la «adecuación» de la interpretación de la historia pasada, se pueden formular criterios como, por ejemplo, la demanda de que las exposiciones históricas no contradigan las fuentes11. Por lo tanto, no existen ni los puros hechos ni el puro discurso, pero sí que existen interpretaciones de las acciones que hay que reconocer como hechos históricos. Este sentido de la acción de los actores «reales» de una situación histórica consiste, primero, en la estructura de una acción que determina el sujeto, el objetivo y el motivo, las circunstancias, la interacción y el resultado de ciertas acciones humanas, en el carácter simbólico de una acción, en el entorno cultural de la descripción y en las dimensiones temporales de una acción. Produciendo una relación entre el pasado, el presente y el futuro, las acciones generan ciertas estructuras temporales que reciben su carácter histórico específio en la memoria reflexionada. Según Ricœur la tarea de un historiador también consiste en tomar en serio la competencia práctica de los actores; conocer el carácter contingente de la historia no lo libera de esta tarea. Como se manifiesta en la obra de Danto, la observación de procesos contingentes presume el análisis de la divergencia entre el motivo y el resultado. Precisamente de la investigación de objetivos que no se han podido alcanzar o que han llevado a otros resultados, se pueden sacar conclusiones importantes. La mera constatación de que el tiranicidio fracasó, imputa la correspondiente intención. En

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Cfr. A. C. Danto, Historia y narración. Ensayos de filosofía analítica de la historia, trad. de E. Bustos, Barcelona, Paidós, 1989, págs. 99 y sigs. y particularmente págs. 134-135; W. Schiffer, Theorien der Geschichtsschreibung und ihre erzähltheoretische Relevanz. Danto, Habermas, Baumgartner, Droysen, Stuttgart, Metzler, 1980, págs. 23 y sigs. 11 J. Kocka, Geschichte und Aufklärung, Gotinga, 1989, págs. 8 y sigs.; H. Schnädelbach, Vernunft und Geschichte. Vorträge und Abhandlungen, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1987, págs. 13 y sigs.; cfr. también: ibíd., pág. 347; G. Dux, Die Zeit in der Geschichte. Ihre Entwicklungslogik vom Mythos zur Weltzeit, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1989, págs. 38 y sigs.; C. Lorenz, ob. cit., págs. 17 y sigs.

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términos de empatía, esto se relaciona con una vuelta al sujeto histórico12. Esto no solo tiene un aspecto epistemológico sino que, como Ricœur señala particularmente, también tiene un significado ético: la narración tiene la función de hacer «habitable» el mundo. Cada narración se refiere al hecho de que estamos en el mundo, actuando. La narración misma se convierte en la práctica histórica. La verdad es que el sentido de la acción determinada de esta manera recibe solo en la representación histórica un sentido narrativo, teórico-histórico y filosófico-histórico, pero el sentido de la acción está caracterizado por un sentido de la acción anterior. Tiene potenciales históricos que se realizan en las narraciones, en las teorías de la historia y en las filosofías de la historia. Este sentido de la acción no se crea en el relato histórico, sino que se transforma y, por tanto, se modifica en el contexto narrativo. Y esta transformación presume un sentido de la acción prenarrativo13 que considero, por ello, lo transcendental de cada una de las reflexiones sobre la historia14. Es la condición de posibilidad de la representación histórica, de la filosofía de la historia y de la metodología y la interpretación de la historia.

b) Filosofía de la historia El segundo nivel se refiere a las obras de teóricos o filósofos, es el nivel de la teoría de la historia, la filosofía de la historia o la filosofía teórica de la historia, respectivamente. Se trata de la relación entre la teoría de la acción y la metodología. No se investigan acciones del pasado, sino aquellas concepciones de la acción que los correspondientes teóricos y filósofos han exhibido. La reconstrucción histórica de las metodologías del conocimiento histórico muestra que los correspondientes teóricos operan según cierta comprensión previa de la acción. En este caso, mímesis I y II significan lo siguiente: Las teorías, metodologías y filosofías de la historia no solo operan con conceptos de acción cotidianos, sino también con conceptos de acción generalizados y reflexio-

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W. Müller-Funk, Die Kultur und ihre Narrative. Eine Einführung, Viena, Nueva York, Springer, 2002, pág. 70. 13 Así como hay representaciones prereflexivas o preposicionales, hablo de un sentido de la acción prenarrativo, apoyándome en el concepto de Ricoeur de «estructura prenarrativa de la experiencia» (structure pré-narrative de l’expérience) y modificando los conceptos de «tiempo prefigurado» (temps préfiguré) o de «narratividad incoativa» (narrativité inchoative); véase P. Ricœur, Tiempo y narración, vol. I: «Configuración del tiempo en el relato histórico», ed. cit., págs. 119 y 148; cfr. también: ídem, La memoria, la historia, el olvido, ed. cit., págs. 475 y sigs. y 503 y sigs. 14 Con ello me distancio de otros proyectos de una filosofía de la historia trascendental: en Kant la «intención de la naturaleza» representa una «idea regulativa» de la reflexión histórica. Cfr. I. Kant, Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia, trad. de C. Roldán y R. Rodríguez, Madrid, Tecnos, 2006; en la estela de Kant, Wilheim Dilthey sitúa la vivencia como punto de arranque trascendental de su hermenéutica de la historia, cfr. W. Dilthey, El mundo histórico, trad. de E. Ímaz, México, FCE, 1944, pág. 80. Alineándose con Kant, Baumgartner ve en la «continuidad» la «idea regulativa» determinante, constituida mediante la narración considerada igualmente de un modo trascendental, cfr. H. M. Baumgartner, Kontinuität und Geschichte. Zur Kritik und Metakritik der historischen Vernunft, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1973, págs. 11 y sigs. y pág. 261; en la filosofía analítica de la historia de Danto y en la subsiguiente narratología, la historia está constituida por la narración, cfr. A. C. Danto, ob. cit., págs. 99 y sigs.

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nados, así como con tipos y teorías de la acción. Particularmente, los filósofos y los teóricos de la historia se sirven de ciertos modelos de acción. Estas presuposiciones de contenido deciden finalmente sobre los métodos de investigación y de representación. El concepto material de la acción determina qué tipo de explicación se aplica en la historiografía. Con esto, la comprensión teórica previa de las acciones humanas prefigura la correspondiente metodología. En la reconstrucción accional-teórica de los métodos para conseguir conocimientos históricos, se manifiesta el hecho de que los métodos de la interpretación de la historia predeterminan una cierta comprensión de la acción. Esto se puede mostrar con el ejemplo de tres métodos de tipo ideal escogidos: la explicación causal, la explicación funcional y la explicación intencional. Las explicaciones causales se refieren a las circunstancias exteriores de la acción. Ganaron importancia a partir de la Ilustración cuando se intentaba explicar el proceso de la historia basándose en sus «causas». Observándolo bien, se puede ver que no se refería a una cadena causal de acontecimientos históricos, sino al análisis de las condiciones para los cambios culturales. Esta tradición continuó hasta la época de Marx y hasta las investigaciones centradas en el ámbito de las ciencias sociales y las teorías de la historia, en el siglo XX. En la medida en que los factores tecnológicos, económicos, sociológicos y políticos jugaban un mayor papel, la explicación causal ganaba importancia. Su uso es, por tanto, el barómetro para medir qué papel juega la civilización técnica de los tiempos modernos en la filosofía de la historia. De esto hay que distinguir la explicación funcional que fundamenta el cambio de un estado o del desarrollo de un sistema social. Asimismo hay que investigar qué factores tenían qué función para inhibir o fomentar un estado posterior. También este tipo de explicación es compatible con la tradición del pensamiento histórico. Así pues, la teleología de la filosofía clásica de la historia representa, finalmente, una explicación funcional. Esto es válido también para las obras de Marx donde critica la teleología de la historia con argumentos funcionales independientes de esta. Es evidente que la teoría moderna de sistemas y la teoría de la evolución operan con explicaciones funcionales. Pero este tipo de explicación también es compatible con la teoría de la narración porque se empieza a narrar desde el «final» cómo se ha desarrollado un cierto estado histórico y cuáles son los acontecimientos que han contribuido a alcanzar ese estado. En este sentido se puede hablar de una argumentación narrativa o de una explicación narrativa. En este contexto se trata sobre todo de explicaciones intencionales que se refieren a las intenciones de las acciones. Como ya se ha mencionado más arriba, se produce así una cierta cercanía con la hermenéutica del historicismo que se esforzaba por «entender» acontecimientos históricos mientras determinaba los motivos de acción de los actores. Como es sabido, se ha formado así un antagonismo entre «explicar» y «entender» que fue posible disolver en la teoría de acción del siglo XX, interpretando los motivos de los actores como causas de un acontecimiento histórico. De esta manera, se ha podido mediar entre las explicaciones causales y las intencionales. La teoría de la narración de Danto vuelve a derogar las intenciones de la acción y, al mismo tiempo, la explicación intencional porque considera insignificantes las intenciones de los actores en cuanto a sus efectos posteriores. Ricœur, en cambio, defiende en su hermenéutica y en su fenomenología una rehabilitación de las acciones, inclusive de sus intenciones. [102]

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Encuentro aquí además otro tipo de mediación, la que se produce cuando la explicación intencional se refiere no solo a acciones e intenciones individuales sino también a las colectivas. Droysen y Dilthey muestran que las «expresiones» de intención también pueden referirse a instituciones sociales y culturales: Droysen se refiere a «poderes morales» o «comunidades»15, Dilthey a «relaciones de acción» o «sistemas culturales»16. Estas referencias todavía requieren aclaración y diferenciación porque no se distinguen sistemáticamente las relaciones económicas, políticas y culturales. Con esto se nivela una diferencia que era particularmente importante para Marx: la distinción entre procesos «espontáneos y originales» y procesos «conscientes». En cada caso la explicación funcional incluye la acción colectiva y las intenciones colectivas. En el historicismo del siglo XIX el viraje hacia las acciones y las intenciones se relaciona con dos delimitaciones críticas: por un lado, se delimita con respecto a la teleología histórica que va desde la Ilustración hasta Hegel y que ofrecieron explicaciones funcionales, según nuestra dicción; por otro lado, se delimita con respecto a las teorías históricas de las ciencias sociales desde la Ilustración hasta Marx, en la que era importante la explicación causal. Si el historicismo rehabilita entonces la explicación intencional, esto seguramente tiene algo que ver con el distanciamiento de la civilización moderna. Esta relación, sin embargo, no es concluyente. La mediación se encuentra en la acción colectiva que implica procesos sociales y explicaciones de las ciencias sociales. De esta manera son compatibles también la intención y la contingencia. Las dificultades metodológicas del historiador para determinar con seguridad las intenciones de los actores, no se dirigen contra la suposición de intenciones. Aunque las intenciones no sean claramente comprobables, la acción intencionada mantiene su función heurística. Según Kant, funciona como «idea regulativa» de la investigación histórica. Esto también es válido en el caso de que las intenciones o una intención puedan coincidir unas con otras. Se trata de la cuestión de la credibilidad de las intenciones. También en este caso la intención sigue siendo la escala para poder medir las desviaciones. Solo la constatación del fracaso de un tiranicidio imputa la meta correspondiente. La constatación de «efectos secundarios no intencionados» presume la idea de un «efecto primario intencionado». Es decir, que la explicación intencional es compatible con la experiencia básica de la contingencia histórica, como lo han mostrado Droysen y Ricœur17. Droysen aún se refirió a la teleología de Hegel para formular esta idea. Pero otros autores como Marx y Ricœur han mostrado que la contingencia también es pensable sin la teleología. Ante todo, la contingencia no excluye las libertades de acción individual y colectiva, sino todo lo contrario. De ahí resultan las alternativas de acción intencional y de explicaciones intencionales. También tiene importancia en cuanto a los principios éticos de la 15

J. G. Droysen, Histórica: lecciones sobre la Enciclopedia y metodología de la historia, versión de E. Garzón y R. Gutiérrez, Barcelona, Alfa, págs. 184-185; para lo que sigue: ibíd., págs. 245 y sigs., 267 y sigs. y particularmente 293 y sigs. 16 W. Dilthey, El mundo histórico, trad. de E. Ímaz, México, FCE, 1944, págs. 180 y sigs. 17 Cfr. A. C. Droysen, ob. cit., págs. 184-185; en lo siguiente: ídem, Historik. Textausgabe von Peter Leyh, Stuttgart-Bad Cannstatt, Frommann-Holzboog, 1977, págs. 365 y 424; P. Ricœur, «Contingence et Rationalité dans le Récit», en E. W. Orth (ed.), Studien zur neuern französischen Phänomenologie, Friburgo, Múnich, 1986, págs. 12 y sigs., 16 y sigs.

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historia, en aquellos casos en que el tema de la responsabilidad del ser humano sobre su acción está sometido a deliberación.

c) Pragmática El tercer nivel se refiere a la relación entre la historiografía y la práctica social. Por un lado, desde la interpretación hasta la representación de la historia son práctica social. La producción del sentido de la interpretación está dirigida por intereses prácticos y dictada por el sentido de la acción anterior. De la misma manera que se ha calificado la práctica social de «discurso», también el discurso se puede calificar de acción, es decir, de acción lingüística, de acción discursiva, de acción narrativa. Esta inversión no es arbitraria, ya que así se constata que las narraciones históricas tienen su función práctica «real». En el mejor de los casos sirve de orientación en situaciones históricas en cuanto a cuestiones relativas al futuro; en el peor, sirve de legitimación del poder, por ejemplo, cuando en el nombre del progreso se reclaman sacrificios. Por otro lado, la historiografía, al realizar su función práctica, tiene influencia sobre la práctica social. Finalmente, los actores adoptan los modelos de interpretación de la historia. De esta forma, los actores mismos comunican a través de modelos de interpretación historiográficos. Crean su sentido de la acción con la ayuda del sentido de la interpretación, interpretan sus acciones, describen sus motivos e intenciones, comunican sus propósitos. Los políticos califican sus propias acciones de «históricas», hablan de «momentos históricos», actúan con referencia a su representación posterior. Los modelos de interpretación son, por tanto, instrumentos de orientación con los que los sujetos individuales y colectivos comunican sus acciones y esperanzas. Esto se produce sobre todo en acciones de perspectiva a largo plazo. El hombre actúa, por ejemplo, para evitar la catástrofe climática, tomando así las precauciones necesarias para la futura generación. El segundo aspecto de la pragmática de la narración tiene su expresión, particularmente, en la teoría de la memoria, como lo describe Ricœur. Mientras la narración histórica se dirige hacia atrás en el pasado, la memoria se expresa en la orientación al presente y en la proyección hacia el futuro. Además, la memoria representa la dimensión social de la conciencia histórica porque, contrariamente a la narración, es calificada de memoria colectiva. En este contexto se trata de temas actuales de la cultura de la conmemoración de acontecimientos anteriores y, al mismo tiempo, de la negación de ciertos acontecimientos. Se trata de temas actuales como el trato moral y político con la culpa de generaciones anteriores, o los temas del castigo y la amnistía. En estos contextos prácticos la historiografía juega su papel. Según Ricœur, la memoria y la historiografía deberían complementarse mutuamente. Por un lado, la memoria colectiva corrige la perspectiva hacia atrás, a la vez que el positivismo científico de los historiadores estimula al historiador a tomar una posición como hombre político y a comportarse de manera práctica. Por otro lado, la memoria colectiva requiere corrección por parte de los historiadores, que tienen que comprobar la reivindicación de la verdad al aclarar los hechos y ofrecer las interpretaciones. En este momento la narración histórica se refleja en la práctica de la vida. El sentido de la interpretación narrativo se une con el sentido de la acción práctica. [104]

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CAPÍTULO 6

Historia, conceptos y experiencia en Hannah Arendt ÁNGEL PRIOR OLMOS (Universidad de Murcia)

La conexión entre conceptos y experiencias es importante en la obra de Hannah Arendt, también en la de Reinhardt Koselleck, pero la inserción de la primera en la historia intelectual no es obvia. El proceder historiográfico difiere en ambos autores, sobre todo por la mayor conciencia metódica del segundo. En cualquier caso, la recepción de Arendt por parte de los historiadores no ha sido fácil, como puede apreciarse en los casos de Isaiah Berlin y de Eric Hobsbawm. El primero, en un momento ya hacia el final de su vida, concretamente en 1990, dice tener que admitir que «no respeta demasiado las ideas de la dama» porque cree que «no manifiesta argumentos ni evidencia alguna de pensamiento filosófico e histórico serio. Todo es una corriente de asociación metafísica libre. Se mueve de una frase a otra sin nexos lógicos, sin vínculos racionales ni imaginativos»1. Esa disconformidad la mantiene tanto respecto a Los orígenes del totalitarismo (se equivoca respecto a los rusos), como a La condición humana (no hay doctrina griega del trabajo) y por supuesto a Eichmann en Jerusalén («no estoy dispuesto a tragarme esa idea suya de la banalidad del mal»)2. Si desde la historia de las ideas encontramos estas apreciaciones, desde el punto de vista de la historia social, E. Hobsbawm coincide con aquel, en este caso por su valoración de la obra de 1963, que no tendría interés para los especialistas y no se basaría en un estudio adecuado de la materia, por lo que carece de una fundamentación firme3. Su crítica se dirige en dos direcciones: hacia el tipo de pensamiento, argumentación o razonamien1 I. Berlin, en R. Jahanbegloo, Conversaciones con Isaiah Berlin, trad. de M. Cohen y J. G. López, Barcelona, Arcadia, 2009, pág. 132. 2 Ibíd., pág. 135. 3 Cfr. E. Hobsbawm, «Hannah Arendt acerca de la revolución», en ídem, Revolucionarios. Ensayos contemporáneos, trad. de J. Sempere, Barcelona, Crítica, 2010, pág. 284.

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to y hacia su respeto a los hechos históricos. La primera dificultad viene dada por «cierto matiz metafísico y normativo que se compagina bien con un idealismo filosófico anticuado y a veces plenamente explícito, no se toma las revoluciones tal y como sean, sino que construye un tipo ideal de las mismas»4. En segundo lugar, le atribuye y no por descuido o ignorancia, cierta «falta de interés por los simples hechos», discutiendo diversas afirmaciones de la discípula de Jaspers, así sobre la relación de Marx con la Comuna de París, sobre la finalidad de la fórmula de Lenin «soviets más electrificación» y por último y de forma más detallada, sobre tres apreciaciones acerca de los soviets5. La autora es bien consciente desde sus primeros escritos de las suspicacias que su particular forma de proceder despertaba entre historiadores, sociólogos y filósofos, seguramente por dos motivos concretos: porque su trabajo no puede ser adscrito específicamente a ninguno de esos tres géneros académicos y porque tampoco lo hace desde una perspectiva de escuela claramente identificable en alguna de esas disciplinas, especialmente entre los grandes paradigmas dominantes. Pero más allá de esta dificultad para su clasificación, lo que no puede ser negado es la amplitud, variedad y riqueza de su relación con la historia, materia que cultiva tanto como historiadora que se acerca a diversos temas y a través de distintos géneros, como son los que se pueden encontrar en Los orígenes del totalitarismo, La condición humana, Sobre la revolución, Hombres en tiempo de oscuridad, la biografía de Rahel Varnhagen6, etc., como en tanto estudiosa que reflexiona sobre las variadas formas de hacer historia, sus presupuestos y consecuencias. Encontramos así que en la década de los 50, la época de elaboración de La condición humana, tiene entre sus intereses una reflexión permanente sobre el problema de la historia. Lo atestigua la propia presencia de este tema en el capítulo central sobre la acción de ese libro, las páginas del Diario dedicadas al problema y por fin los dos ensayos publicados respectivamente en 1957 y 1958, «History and Inmortality», en Partisan Review y «The Modern concept of History», en The Review of Politics. Ambos pasaron a formar parte de Entre el pasado y el futuro (1961), como «The concept of History: ancien and modern». A lo largo de los textos de uno y otro tipo, y más allá de las apreciaciones recogidas de I. Berlin y E. Hobsbawm, podemos encontrar un desarrollo no solo clarificador en algunos temas y, si no sistemático, menos incoherente de lo que algunos están dispuestos a reconocer, que seguramente exigiría un estudio completo de su papel, lo que, a pesar de algunas lecturas parciales, no ha sido realizado hasta el momento, pero al que en todo caso conviene acercarnos7. 4

Ibíd., pág. 282. Ibíd., pág. 289. Concretamente, si el sistema de los soviets y los partidos son coetáneos, si en los consejos las reivindicaciones sociales y económicas jugaron un papel secundario y su conversión en 1917 en órganos de administración. Por lo que acaba: «Habrá sin duda lectores que encuentren interesante y provechoso el libro de Hannah Arendt. No es probable que entre ellos se cuenten los historiadores o sociólogos de las revoluciones» (en ibíd., pág. 293). 6 Diversos estudiosos se han acercado a esa diversidad e intentado elucidarla, son los casos, entre otros, de Á. Heller, «Hannah Arendt on Tradition and New Beginnins», en S. E. Ascheim (ed.), Hannah Arendt in Jerusalem, Berkeley, University of California, 2001, págs. 19-32; A. Enégren, La pensée politique de Hannah Arendt, París, PUF, 1984; y entre nosotros: F. Birulés, «Contingencia, historia y narración en Hannah Arendt», en A. Prior y A. Rivero (eds.), La filosofía de Ágnes Heller y su diálogo con Hannah Arendt, Murcia, Editum, 2009, CD-ROM, págs. 1-10. 7 R. H. King se pregunta cómo puede ser catalogada la obra de Arendt, o al menos Los orígenes del totalitarismo. Recuerda que hasta el final de su vida rehusó describir lo que ella hacía como «filosofía», 5

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6.1. LA HISTORIA CONTEMPLADA DESDE LOS CAMPOS DE EXTERMINIO Cabe adelantar dos presupuestos de la peculiar perspectiva arendtiana: por un lado, el papel de la experiencia totalitaria y las consecuencias que de ella se siguen; por otro, la situación a nivel de conocimiento y comprensión del hecho histórico mismo y de sus consecuencias, en definitiva sobre el tipo y forma de las categorías con que acercarse al fenómeno de la historia. Comentando ahora el primero, conviene subrayar que nos encontramos ante una premisa que caracteriza toda su obra. Para la autora es el acontecimiento que marca un antes y un después, una ruptura con la tradición en todos los sentidos. A su vez, cabe ser categorizado en un doble sentido: no solo constituye el problema fundamental y el peligro más representativo de nuestro tiempo, sino que tiene las notas de un acontecimiento iluminador, como se indica en «Comprensión y política». Respecto a problema y peligro, efectivamente, los entiende en términos de «mal político supremo»8, lugar donde se han concentrado todas las fuerzas destructivas del siglo. El análisis de los dos últimos capítulos de Los orígenes del totalitarismo, titulados «El totalitarismo en el poder» e «Ideología y terror: una nueva forma de gobierno», debe ser tomado en cuenta como el punto de partida del hecho último a que quiere llevarnos la autora. Pero también ha de ser considerada la segunda característica del totalitarismo en tanto que acontecimiento iluminador9, pues en efecto constituye una nota permanente no solo para su investigación sobre Los orígenes del totalitarismo sino para toda su obra. Y en ella reside una seña diferencial de su peculiar forma de proceder frente a la de otros colegas de las disciplinas de la historia, la sociología y la filosofía, que operan desde el cuerpo de presupuestos intrínsecos y permanentes de sus disciplinas o enfoques de escuela determinados. Arendt se toma literalmente en serio la experiencia del totalitarismo como punto de partida de su reflexión, de manera que constituye el lugar desde donde se orienta en el abordaje de los problemas más variados, sean políticos, sociales o económicos, así como de sus correlatos

prefería la obra de precursores como Montesquieu o Tocqueville, o pensadores políticos como los Federalistas, y como King cree saber, nunca se refirió a sí misma como historiadora, pero sobre la evidencia presentada en el propio volumen por él coordinado, podría también ser considerada como «pensadora histórica», lo que enfatizaría que ella piensa como un ser histórico y así tuvo que pensar sobre y a través de la historia (cfr. R. H. King y D. Stone [eds.], Hannah Arendt and the Uses of History. Imperialism, Nation Race, and Genocide, Nueva York/Oxford, Berghahn Books, 2007, pág. 255). 8 La peculiaridad de su enfoque de hacer del totalitarismo el acontecimiento central del siglo y gran reto para el pensamiento, ha sido reconocido por T. Judt en su «Hannah Arendt y el mal» (1996). Para Judt, H. Arendt «estuvo durante toda su vida adulta preocupada por dos cuestiones estrechamente relacionadas, el problema del mal público en el siglo XX y el dilema de los judíos en el mundo contemporáneo», encontrando la importancia decisiva de la que él considera la principal obra de Arendt, Los orígenes del totalitarismo, no tanto en su originalidad sino en la naturaleza de su intuición central, es decir, en la comprensión de los «rasgos psicológicos y morales de lo que denominó totalitarismo» (en T. Judt, Sobre el olvidado siglo XX, trad. de B. Urrutia, Madrid, Taurus, 2008, págs. 82-83). 9 Es importante, lógicamente, la remisión de Arendt a una noción de iluminación, de revelación. El lenguaje revela, ilumina, pero a partir de la iluminación misma que produce el acontecimiento. En La condición humana nos recuerda cómo la irrupción de la moderna concepción de la verdad vinculada al surgimiento de las ciencias naturales, deja atrás la verdad como revelación de griegos y hebreos (cfr. H. Arendt, La condición humana, trad. de R. Gil, Barcelona, Paidós, 1993, pág. 303).

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en términos de disciplinas o teorías, como la filosofía política, la historia social y económica, las ideologías del siglo XIX, Marx, ciencia y técnica, burocratización, la historia de las ideas, etc. El alcance del totalitarismo es tal para Arendt que, en cierta forma, podríamos comparar su papel para entender su obra, con lo que en su momento supuso, para Platón, la muerte de Sócrates y la decadencia de Atenas; para san Agustín el surgimiento del cristianismo y la caída de Roma, o para Descartes la nueva ciencia de Galileo, por referirnos a tres autores tan significativos para ella. En cada caso nos encontramos con acontecimientos que impactan a estos pensadores y se convierten en una especie de leit motiv de su reflexión; y al mismo tiempo, eventos que plantean elementos de discontinuidad histórica en cada caso y remiten a un nuevo comienzo, por el alcance de sus consecuencias. Salvando las distancias que podamos establecer, la época a la que se confronta Arendt sugiere una encrucijada tal que en cierto modo también constituye una nueva situación en sí misma y para el pensamiento. Esto explica la búsqueda de nuevas categorías, primero, y después, especialmente tras la experiencia que supuso el juicio recogido en Eichmann en Jerusalén, nuevas formas de juicio. La elaboración de una ontología política conduce a los temas centrales de La condición humana, en lo que ha sido visto por Koselleck como una semejanza con su propio intento de construir unas categorías metahistóricas que orienten la Historik10. En este contexto, parece oportuno hacer referencia a la orientación fenomenológica de la obra arendtiana, bien mostrada por B. Parekh, y al lugar de la conexión en la misma entre conceptos y experiencias. La noción de «experiencia»11 sería fundamental, pues esta constituye el objeto de la filosofía, en la medida en que el estudio que Arendt se propone de las capacidades y actividades de la existencia humana nos vendría dado a través suyo, y con ella habría acentuado, siguiendo a Heidegger, la interdependencia entre hombre y mundo. Su investigación ontológica está fenomenológicamente orientada y el propósito es captar las estructuras de esas experiencias. Trabajo, política, arte, ciencia y revolución son estudiadas a través de los fenómenos envueltos en su comprensión12. La peculiar fenomenología de Arendt tiene como rasgo fundamental su vinculación con el mundo histórico. Manteniendo con Husserl la advertencia de guardarse de teorías preconcebidas para acercarse a los fenómenos, la autora, a diferencia de la epojé del filósofo, se vuelve a la historia, es decir: las formas de las experiencias deben ser abordadas en el tiempo de su origen o en el de su crisis, porque en esos momentos es cuando mejor nos son dadas13.

10 Sobre el tema, puede verse el trabajo de S. L. Hoffmann, «Koselleck, Arendt, and the anthropology of historical experience», History and Theory, 49, mayo de 2010, págs. 212-236. 11 «¿Cuál es el objeto de nuestro pensar? ¡La experiencia! ¡Nada más!», indica ante la pregunta de Christian Bay acerca del deseo de no adoctrinar por parte de Arendt, cuestionada por Bay en cuanto considera que esta precisamente es la más alta tarea de la teoría de la política (en H. Arendt, «Arendt sobre Arendt», en ídem, trad. de F. Birulés, De la historia a la acción, Barcelona, Paidós, 1995, pág. 145). 12 Cfr. B. C. Parekh, Hannah Arendt and the Search for a New Political Philosophy, MacMillan, 1981, págs. 68-69. 13 Cfr. ibíd., pág 69. Puede compararse esta concepción de Arendt, expuesta por Parekh, con lo que indica Habermas sobre el momento en que es posible que aparezca el concepto de racionalidad comunicativa, en paralelo al modo y momento en que Marx pudo considerar la categoría de trabajo para dar cuenta de la caracterización del capitalismo (cfr. J. Habermas, «Dialéctica de la racionalización», en ídem, Ensayos políticos, trad. de R. García, Barcelona, Península, 1988, pág. 143).

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Las experiencias necesitan de los conceptos, con los que no deben ser confundidas y sobre los cuales muestran primacía. Surgen cuando tras la emergencia de una forma nueva de la misma, «la gente intenta inconscientemente considerar la mejor forma de describirla o nombrarla», como ocurre con el término «totalitarismo» y la comprensión preliminar que se produce en el momento en que está siendo acuñado, según lo expone en «Comprensión y política»14. En ese sentido los conceptos son «modos de concebir y comprender experiencias» y, como tales, tienen un referente identificable. El peligro es que sean separados de su contexto natural inicial y tratados como entidades autosubsistentes, lo que ha sucedido por ejemplo en la noción de libertad. Por tanto, si el mundo de los conceptos no ha de devenir un reino independiente, debe retener «su base en la experiencia real»15. Si el totalitarismo debe ser considerado como «el mal político supremo», puede quedar más claro que E. Voegelin manifestara respecto a Los orígenes del totalitarismo que le había llamado la atención la motivación emocional presente en la organización de los materiales, lo que no le parecía la mejor forma de hacerlo16. En su respuesta, Arendt recuerda que Voegelin ha planteado «cuestiones de método muy generales» y apunta también «a las implicaciones filosóficas generales». Respecto a las primeras reconoce que tenía un problema: «cómo escribir históricamente acerca de algo, el totalitarismo», que «no quería conservar, sino que al contrario me sentía comprometida en destruir». En cuanto a los problemas de estilo, señala que el libro «ha sido alabado como apasionado y criticado como sentimental», pero no comparte ninguno de esos juicios. En ese sentido, reconoce que se ha «apartado conscientemente de la tradición del sine ira et studio, de cuya grandeza era plenamente consciente, pero para mí se trataba de una necesidad metodológica en estrecha conexión con mi particular objeto de estudio». Con esta última referencia, apunta a la diferencia de su planteamiento con respecto al del profesional de la Historia, de la filosofía política o de otro campo, que se sitúa en él académicamente e intenta dar cuenta de la pluralidad de objetos y méto14 «La comprensión está basada en el conocimiento y este no puede proceder sin una preliminar e implícita comprensión. La comprensión preliminar denuncia el totalitarismo como tiranía y presupone que nuestra lucha contra él es una lucha por la libertad..., por rudimentaria e irrelevante que pueda mostrarse, la comprensión preliminar impedirá de un modo mucho más eficaz que la gente se una a un movimiento totalitario que la información más fiable, el análisis político más agudo o el más extenso conocimiento acumulado» (en H. Arendt, «Comprensión y política», De la historia a la acción, ed. cit., aquí pág. 32). 15 B. C. Parekh, ob. cit., págs. 71-72. Por otro lado, S. L. Hoffmann ha mostrado las coincidencias entre Arendt y Koselleck: «La crítica del concepto moderno de historia, que Arendt —bastante similarmente a Koselleck— identificó no solo en el marxismo sino también en el optimismo positivista de las ciencias sociales americanas, la lleva a la cuestión de las condiciones metahistóricas, antropológicas de la experiencia histórica» (en S. L. Hoffmann, art. cit., pág. 227). 16 «Este método determinado emocionalmente, que desde el centro mismo de un shock procede hasta las generalizaciones, lleva a una delimitación de la materia objeto de examen. El destino de los seres humanos, de los líderes, los seguidores y las víctimas de los movimientos totalitarios, causa el shock» (en E. Voegelin, «Acerca de Los orígenes del totalitarismo», Claves de la razón práctica, núm. 124, 2002, pág. 6). Reconoce Voegelin lo siguiente: «La delimitación de la materia objeto de examen a través de la emotividad que suscita el destino de esos seres humanos es el punto fuerte del libro de la doctora Arendt... La forma en que la autora tensa su arco... evoca recuerdos lejanos de ese otro gran gesto con que Tucídides tensó su arco desde el movimiento catastrófico de su tiempo... hasta sus orígenes en el momento en que, tras las guerras médicas, Atenas emerge como polis» (en ibíd., pág. 7). Sobre el debate mismo, cfr. P. Baehr, «Debatting totalitarianism: an exchange of letters between Hannah Arendt and Eric Voegelin», History and Theory, 51, octubre de 2012, págs. 1-17.

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dos. Hemos de entender a la autora en relación a la comprensión del totalitarismo, de manera que lo que se propuso era describir el fenómeno totalitario ocurrido no en un lugar aparte sino en medio de la sociedad humana, por ello, «describir los campos de concentración sine ira no es ser “objetivo” sino indultarlos... Pienso que la descripción del campo como Infierno es más “objetiva”, es decir más adecuada a su esencia, que las afirmaciones de naturaleza puramente sociológica o psicológica»17. Esa realidad de los campos se erige también como criterio para valorar las filosofías de la historia a las que en su forma clásica la autora pretende dejar atrás. Con el peculiar estilo elusivo que la caracteriza, nos dice lo siguiente: La forma kantiana y hegeliana de reconciliación con la realidad a través de la comprensión del significado íntimo de todo el proceso histórico parece estar, hoy, tan refutada por nuestra experiencia como el simultáneo intento pragmático y utilitario de «hacer historia» e imponer a la realidad el significado preconcebido y la ley humana18.

La refutación por la experiencia constituye la verdadera piedra de contrastación para dichas filosofías de la historia, simboliza una especie de «después de Auschwitz» en la fórmula de Adorno. Pero Arendt lógicamente no se limita a argumentar basándose en esta prueba de los hechos, sino que convierte la reflexión sobre la teoría de la historia de Kant, Hegel y otros autores, en objeto de su trabajo. A ese respecto, debemos remitir a su análisis del concepto moderno de historia. Los textos de referencia son los ensayos de 1957 y 1958, luego unidos en el capítulo de Entre el pasado y el futuro. Una primera posición salta a la vista, en esos lugares se distingue entre dos grandes conceptos de historia, el antiguo y el moderno. En su caso no tiene interés en ofrecer una tipología completa de las formas de entender la historia, tampoco en hacer una historia de su idea, en el fondo viene a confrontarse con dos modelos, los que ella considera fundamentales, cada uno de ellos atrapado en notas básicas como conceptos vinculados a determinado tipo de experiencia que le son propios19. La emergencia de la noción moderna de historia como proceso constituye el elemento mayor de la separación entre esta época y el pasado, ya no restringido al ámbito historiográfico sino como nota histórica misma. En sus palabras: El concepto moderno de proceso, que penetra por igual la historia y la naturaleza, separa la época moderna del pasado con mayor profundidad que cualquier otra idea por sí sola. Para nuestro modo de pensar moderno, nada es significativo en y por sí mismo, ni siquiera la historia o la naturaleza tomadas cada una como un todo, y tampoco lo son los sucesos particulares en el campo físico ni los hechos históricos específicos20. 17

H. Arendt, «Una réplica a E. Voegelin», en H. Arendt y E. Voegelin, «Debate sobre el totalitarismo», Claves de la razón práctica, núm. 124, 2002, pág. 9 (también como «Una réplica a Voegelin», en H. Arendt, Ensayos de comprensión 1930-1954, Madrid, Caparrós editores, 2005, pág. 486). 18 H. Arendt, «El concepto de historia: antiguo y moderno», en ídem, Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, trad. de A. Poljak, Barcelona, Península, 1996, pág. 96. 19 Sobre un posible tercer modelo, el medieval, cabe decir que a lo largo de sus trabajos Arendt presenta observaciones sobre el mundo cristiano desde San Agustín y en qué medida ha desarrollado un concepto propio de la historia, dado que no puede ser identificado con ninguno de los dos grandes conceptos que la autora recoge. 20 Ibíd., pág. 72.

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Este concepto moderno de historia es estudiado por Arendt en autores como Vico21, Kant, Hegel22 y Marx. Pero antes de enunciar algunos elementos de sus críticas a la filosofía de la historia, conviene indicar que estas deben ser tomadas en consideración desde los supuestos que la autora explicita en La vida del espíritu, por tanto dentro de su peculiar manera de enfrentarse a las falacias metafísicas (concretamente, la crisis de la tradición y la nueva tarea de la filosofía tras el derrumbe de la metafísica). Se trata de desconstruir o desmantelar la metafísica, lo que no puede entenderse meramente en su sentido crítico, pues dichas falacias no son arbitrarios y puros sin sentidos sino pistas para los que se dedican al pensamiento. La crisis de la tradición nos pone ante toda una riqueza de experiencias en bruto que hemos de procurar conservar23. Entrando en alguna de las críticas concretas que dirige a los presupuestos de las filosofías de la historia, ya en el prólogo a Los orígenes del totalitarismo desmiente los relatos basados en la idea de progreso pero también los de decadencia. Arendt se enfrenta a los dos tipos, pues en ambos aprecia el mismo tipo de especiosidad especulativa, incluso los califica de superstición. En consecuencia, este libro «sostiene que el Progreso y el Hado son dos caras de la misma moneda; ambos son artículos de superstición, no de fe»24. Un argumento importante aparece en La condición humana, las filosofías de la historia no dejan de ser filosofías disfrazadas en las que se postula un autor invisible tras la escena, lo que la autora considera: un invento que surge de una perplejidad mental, pero que no corresponde a una experiencia real. Mediante esto, la historia resultante de la acción se interpreta errónea21 La «ciencia nueva» expresa dicha idea en la medida en que defiende el conocimiento histórico a partir del lema «solo conocemos lo que hacemos». El pensamiento de Vico depende de los descubrimientos objetivos de las ciencias naturales, tanto como Descartes, Hobbes o el empirismo. En su caso supondría una versión positiva del subjetivismo que surge del mismo dilema que aquellos, es decir que el hombre es incapaz de conocer el mundo, dado que él no lo hizo, pero sí es capaz al menos de saber qué es lo hecho por él mismo. Esta sería la actitud pragmática y la razón por la que se volvió a la historia y se convirtió en «uno de los padres de la moderna conciencia histórica» (cfr. ibíd., pág. 65). 22 Pero la conciencia histórica expresada en Vico a comienzos del siglo XVIII encuentra su gran impacto en la conciencia moderna en el último tercio de dicho siglo y alcanza su culminación en la filosofía de Hegel, para quien la historia constituye el concepto central de su metafísica, lo que por sí solo ya le coloca en una posición propia respecto a las distintas metafísicas desde la platónica (cfr. ibíd., pág. 77). La idea básica de Hegel consiste en que la verdad reside y se revela en el propio proceso temporal, lo que por otro lado caracteriza todo el pensamiento histórico moderno, ya se exprese en términos hegelianos o no (cfr. ibíd., pág. 78). El límite del tipo de comprensión de Hegel lo cifra Arendt en que se trataba de una comprensión contemplativa, es decir, convierte en histórico todo lo que había sido político (cfr. H. Arendt, Sobre la revolución, versión española de P. Bravo, Madrid, Alianza, 1988, pág. 53). 23 Cfr. ídem, La vida del espíritu, trad. de R. Montoro y F. Vallespín, Madrid, CEC, 1984, págs. 22-23. 24 «Los acontecimientos centrales de nuestra época no son menos olvidados efectivamente por los comprometidos en la fe en un destino inevitable que por los que se han entregado a un infatigable optimismo» (en ídem, Los orígenes del totalitarismo, prólogo a la primera edición norteamericana, trad. de G. Solana, Madrid, Alianza, 2006, pág. 12). Este libro «fue escrito con el convencimiento de que sería posible descubrir los mecanismos ocultos mediante los cuales todos los elementos tradicionales de nuestro mundo político y espiritual se disolvieron en un conglomerado donde todo parece haber perdido su valor específico y tornándose irreconocible para la comprensión humana, inútil para los seres humanos» (en ibíd., pág. 12). Cabe apelar aquí a la coincidencia con la crítica a la idea de progreso desarrollada por W. Benjamin en sus «Tesis sobre filosofía de la historia», véase por ejemplo, la tesis IX.

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mente como una historia ficticia25, donde el autor tira de los hilos y dirige la obra. Dicha historia ficticia revela a un hacedor, de la misma manera que toda obra de arte indica con claridad que la hizo alguien26.

Ejemplos de ese autor invisible serían el dios platónico, la Providencia, la «mano invisible», la Naturaleza, el «espíritu del mundo», el «interés de clase», etc.27. Arendt reivindica el carácter político de la historia y en consecuencia su profunda conexión con la acción, por lo que no puede sino adoptar el carácter de una narración de hechos y acciones, en vez de tendencias, fuerzas o ideas, como harían aquellas filosofías de la historia28. En todo caso este carácter no tiene nada que ver con la idea de «elaboración de la historia» que la autora atribuye a Marx. El paso de Marx respecto a Hegel, y esa sería una de sus originalidades, reside en plantear una comprensión práctica de la historia. Ahora la historia deja de ser meramente retrospectiva y se convierte en prospectiva. Llegaríamos así en el extremo a esa idea de «fabricación de la historia», en la que Marx haría coincidir dos posiciones diferentes, la procedente de la filosofía política del siglo XVII, representada por Hobbes, en la que la política es una ciencia de fines, y la derivada de Hegel, la verdad como algo revelado a la mirada contemplativa dirigida hacia el pasado. O, como lo dice en otro lugar, Marx combina la idea de historia de Vico y Hegel, con las filosofías políticas teleológicas de las primeras etapas de la época moderna, de modo que en su pensamiento los «objetivos elevados» —que según los filósofos de la historia, se desvelaban solo a la mirada retrospectiva del historiador y del filósofo— podían convertirse en objetivos intencionales de acción política. Lo decisivo es que la filosofía política de Marx no se basaba en un análisis de la acción y de los hombres de acción sino por el contrario, en el interés hegeliano en la historia29.

Pero si Arendt rechaza la filosofía de la historia como cuerpo teórico adecuado para la comprensión de la experiencia totalitaria, también lo hace con el recurso a la explicación causalista. Como Simona Forti ha señalado, la autora de Los orígenes del

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H. Arendt, La condición humana, ed. cit., pág. 209. Según J. Taminiaux el método de Arendt se caracteriza por la búsqueda de la pertinencia fenomenológica que pueda encontrarse en los grandes textos de la filosofía. En su parte desconstructiva, la cuestión es que los «pensadores profesionales» metamorfosean una experiencia en un saber, confundiendo pensar y conocer. Es la «especiosidad especulativa» (cfr. J. Taminiaux, «La Kehre et le conflit de la pensée et la volonté», en La fille de Thrace et le penseur professionnel, París, Payot, 1992, pág. 180). 26 H. Arendt, La condición humana, ed. cit., págs. 209-210. 27 Ibíd., pág. 209. 28 Ibíd., pág. 209. En su Diario, Arendt señala que el concepto moderno de historia implica la impotencia de la acción. El razonamiento es que por un lado la acción en sí misma tiene un carácter indestructible, «con el que no puede medirse ningún producto y, en general, ninguna cosa particular. Lo indestructible de la acción, como puesta en marcha de un proceso, está en definitiva en la base de la inmortalidad terrestre del concepto de historia. Por otra parte, el moderno proceso de la historia presupone la impotencia de la acción (véase Kant). Es impotente porque ya no está en sus manos el proceso desatado. Esto es totalmente inevitable si la acción se construye a la manera de la producción. Entonces el proceso de la acción se hace automático. La impotencia del que actúa propiamente es una tautología; el hombre en singular siempre es impotente, pero solo lo experimenta en la acción, en la que quiere poder» (en ídem, Diario filosófico. 19501973, 2 vols., trad. de R. Gabás, Barcelona, Herder, 2006, pág. 548). 29 H. Arendt, «El concepto de historia: antiguo y moderno», en ídem, ob. cit., pág. 87.

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totalitarismo subraya que los regímenes de Hitler y Stalin, más allá de sus diferencias, tienen en común constituir una novedad absoluta, por lo que «se niega a aceptar un modelo causal de explicación histórica y presenta la ruptura marcada por estos regímenes como la cristalización de contradicciones que ya existían en la Época Moderna, como una explosiva aparición de corrientes subterráneas que podían incluso permanecer como tales»30. Pero si bien ello es cierto, no deja de serlo también que cuando Arendt defiende la idea de la historia de los acontecimientos, anota claramente que este tipo de historia no es incompatible con la causalidad, tampoco con hablar en términos contextuales. En efecto, marcando las disimilitudes entre el concepto moderno y el antiguo de historia, lo más importante es que tanto la historiografía griega como la romana, más allá de sus diferencias, dan por sentado que: la significación o como dirían los romanos, la lección de cada hecho, hazaña o acontecimiento se revela en y por sí misma. Es evidente que esto no excluye ni la causalidad ni el contexto en que algo ocurre; los antiguos tuvieron de ello tanta conciencia como nosotros. Pero la causalidad y el contexto se veían a la luz que el nuevo hecho brindaba, iluminando un segmento de asuntos humanos (...)31.

Descartadas pues la filosofía de la historia y el modelo de explicación causalista, ¿cuáles serían los rasgos del concepto de historia que defendería la autora, si es que defendió alguno? Intentaremos identificar algunas de las características más importantes, sin ánimo de agotarlo. Los términos usados en diversas ocasiones para referirse al objeto de la historia son suceso, hecho, acontecimiento, evento. Al respecto, podemos distinguir al menos tres usos de lo que podría ser una historia del acontecimiento en la obra de Arendt32: en primer lugar, acontecimiento o evento está relacionado con la acción, considerada como «condición pre-política y pre-histórica de la historia» (y sus resultados, la narración y la historia misma) por lo que resultaría la gran desconocida de la historia y motivo de desconcierto para la filosofía de la historia de la modernidad, también para la filosofía política desde la Antigüedad33. La causa de esa perplejidad es que en toda serie de acontecimientos podemos aislar al agente que puso en marcha el proceso en movimiento, pero no es posible indicarlo como «autor del resultado final de dicha historia»34. En segundo lugar, la historia de los eventos arendtiana tiene que ver con la ruptura de la continuidad, con la aparición de lo inesperado y lo extraordinario. En «Comprensión y política» señala: En el momento en que se da un evento imprevisto todo cambia y nunca podemos estar preparados para la inagotable literalidad de este «todo». Del mismo modo, cada acontecimiento en la historia humana revela un paisaje inesperado de acciones y pasiones y de nuevas posibilidades que conjuntamente transcienden la suma total de 30 S. Forti, El totalitarismo: trayectoria de una idea límite, trad. de M. Pons, Barcelona, Herder, 2008, págs. 76-77. 31 H. Arendt, «El concepto de historia: antiguo y moderno», en ídem, ob. cit., pág. 73. Cursivas nuestras. 32 En una enumeración que seguimos parcialmente, véase R. King, «Arendt Between Past and Future», en R. H. King y D. Stone (eds.), ob. cit., págs. 250-261. 33 H. Arendt, La condición humana, ed. cit., pág. 308. Según King, «un evento puede claramente ser el resultado de una “acción”, otro término privilegiado en el pensamiento de Arendt sobre política e historia» (en R. H. King, art. cit., pág. 252). 34 H. Arendt, La condición humana, ed. cit., pág. 209.

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todas las voluntades y el significado de todos los orígenes. Es tarea del historiador descubrir, en cada período dado, lo nuevo imprevisto con todas sus implicaciones y sacar a relucir toda la fuerza de su significado35.

En La condición humana se comenta la tentativa hobbesiana de introducir «los nuevos conceptos de fabricar y calcular en la filosofía política —o, más bien, su intento de aplicar las recién descubiertas aptitudes de fabricar a la esfera de los asuntos humanos—»36, con lo que el autor del Leviatán se mostraría como el mejor representante del racionalismo moderno, pero justamente, añade Arendt, en los asuntos humanos es donde queda desacreditada esta filosofía, pues si en la esfera de la fabricación es cierto que solo conocemos aquello que hacemos, en el «curso real de los acontecimientos» «lo que ocurre con más frecuencia es lo totalmente inesperado»37. En «El concepto de historia: antiguo y moderno», Arendt indica que el tema de la historia es lo extraordinario. Lo dice en un contexto en que señala las diferencias entre el concepto moderno y el antiguo de historia, pero apuntando a que algo que tenga sentido y haya surgido una vez, no tiene su alcance restringido al momento de aparición. En nuestro tiempo nos encontramos ante el predominio de la historia procesual, para la que las hazañas y trabajos se ven «como partes de un todo o de un proceso», pero frente a esa concepción, las «situaciones, hazañas y acontecimientos singulares interrumpen el movimiento circular de la vida cotidiana (...). El tema de la historia son estas interrupciones, en otras palabras, lo extraordinario»38. Un tercer uso de los eventos en Arendt se basa en la consideración del totalitarismo como acontecimiento39, así en el prólogo a Los orígenes del totalitarismo indica que esta obra tiene que ver con la carencia de precedentes y con el carácter distintivo del fenómeno totalitario. «Lo que carece de precedentes en el totalitarismo no es primariamente su contenido ideológico sino el acontecimiento mismo de la propia dominación totalitaria... La dominación totalitaria es distinta de todas las formas de tiranía y despotismo de que tenemos noticia»40. 35

Ídem, «Comprensión y política», en ídem, ob. cit., pág. 42. Ídem, La condición humana, ed. cit., pág. 325. 37 Ibíd., pág. 326. También: «puesto que el hecho constituye el propio tejido de la realidad en la esfera de los asuntos humanos, en la que lo “totalmente improbable ocurre regularmente”, es muy poco realista no tenerlo en cuenta, es decir, no tener en cuenta algo con lo que nadie puede contar con seguridad» (en ibíd., pág. 326). Para W. Benjamin, el tiempo deviene histórico cuando es interrumpido, en su interrupción misma (cfr. A. Herzog, «Illuminating inherance. Benjamin’s influence on Arendt’s political storytelling», Philosophy and Social criticism, vol. 26, núm. 5, págs. 1-27. Que el acontecimiento es comienzo e impredictible es subrayado por R. Vázquez en «Thinking the Event with Hannah Arendt», European Journal of social Theory, 2006, 9 (1), págs. 43-57. 38 H. Arendt, «El concepto de historia: antiguo y moderno», en ídem, ob. cit., pág. 50. La cita original reza así: «These single instances, deeds or events, interrupt the circular movement of daily life... The subject matter of history is these interruptions, the extraordinary, in other words» (en ídem, «The Modern Concept of History», The Review of Politics, octubre de 1958, vol. 20, núm. 4, pág. 572). Para la noción de lo extraordinario en Arendt y sus coincidencias y diferencias con C. Schmitt, véase A. Kalyvas, «From the Act to the Decision. Hannah Arendt and the Question of Decisionism», Political Theory, vol. 32, núm. 3, junio de 2004, págs. 320-346. 39 Según R. H. King, «finalmente, algo semejante al fenómeno del totalitarismo mismo puede ser un individuo histórico o “mónada” y así deviene un evento también» (en R. H. King, «Arendt Between Past and Future», ob. cit., pág. 253 y nota 12, pág. 260). 40 H. Arendt, «Una réplica a E. Voegelin», en Claves de la razón práctica, núm. 124, pág. 10. Es muy interesante la interpretación de R. Eaglestone de tomar la noción de totalitarismo como «corriente subterrá36

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Debe ser anotado el empleo por Arendt de la metáfora o la idea de la cristalización para exponer lo que ella intenta hacer. Así, en la polémica con Voegelin, señala que su libro: no se ocupa en realidad de los «orígenes del totalitarismo» (como su título desafortunadamente pretende), sino que ofrece un examen histórico de los elementos que vinieron a cristalizar en el totalitarismo y a este relato sigue un análisis de la estructura elemental de los movimientos totalitarios y de la propia dominación totalitaria. La estructura de los elementos totalitarios es la estructura oculta del libro, mientras que su unidad más aparente la proporcionan ciertos conceptos fundamentales que como hilos rojos recorren el todo41.

Ha sido muy debatido el uso de esta metáfora de la cristalización por parte de la autora y se ha insistido en su coincidencia con W. Benjamin en dicho empleo. Podemos indicar dos notas: en primer lugar, cristalización tiene que ver con un deseo de distanciamiento con el análisis causal convencional; en segundo lugar, la idea de que en el totalitarismo se produce la configuración de un conjunto de factores que actúan como precondiciones necesarias pero no suficientes, que toman cuerpo finalmente en una unidad que amalgama instituciones, eventos, puntos de vista políticos y corrientes de pensamiento42. Es indudable que la autora, en su distanciamiento del concepto moderno de historia, conecta en cierto modo con el concepto antiguo43 y que al menos en algunas de sus dimensiones, cabe apreciar en ella una defensa de la historia de los acontecimientos, de la historia evenemencial. Pero si bien ello es cierto, no cabe tampoco desconocer que, como ha señalado Marina Cedronio, encontramos en su obra una apertura temática y una complejidad que no estaría presente en sus antecedentes antiguos y en los continuadores modernos. Para esta estudiosa, la autora de Los orígenes del totalinea de la historia occidental» y nuevo acontecimiento que instaura una nueva etapa en la historia del ser heideggeriana (cfr. R. Eaglestone, «The “Subterranean Stream of Western History”: Arendt and Levinas After Heidegger», en R. H. King y D. Stone [eds.], Hannah Arendt and the Uses of History. Imperialism, Nation, Race, and Genocide, ed. cit., págs. 205-207). 41 H. Arendt, «Una réplica a E. Voegelin», Claves de la razón práctica, núm. 124, pág. 9. Como indica S. Benhabib, «todo escrito histórico es implícitamente una historia del presente y en su particular constelación y cristalización de elementos en un todo en el tiempo presente, guía metodológica para su significado anterior» (véase, S. Benhabib, «Hannah Arendt and the Redemptive Power of Narrative», en G. Williams [ed.], Hannah Arendt, Critical Assessment of Leading Political Philosophers, I, Londres y Nueva York, Routledge, pág. 329). 42 Según R. Shorten, la metáfora de la cristalización y el más amplio lenguaje de la física de que hace uso para corregir a Voegelin, tienen que ver con sus tensiones con el análisis causal convencional señalado en el empleo del término «orígenes». Como forma de alcanzar luz en este punto, sus «elementos» aquí son el antisemitismo, la decadencia del Estado-nación, el racismo, la expansión y la «alianza entre capital y masa», donde el antisemitismo sirve como «agente catalizador» para el conjunto del edificio totalitario. Este vocabulario por la contingencia se combina con la «metáfora evolucionista» de que el totalitarismo se desarrolló desde alguna causa primaria (cfr. R. Shorten, «Hannah Arendt on Totalitarianism. Moral Equivalence and Degrees of Evil in modern Political violence», en R. H. King y D. Stone [eds.], Hannah Arendt and the Uses of History. Imperialism, Nation Race, and Genocide, ed. cit., 2007, pág. 180). 43 Cabe citar en paralelo la referencia de W. Benjamin a Heródoto y el relato de Psammenito, como ejemplo de conexión con la historia antigua (recogido en W. Benjamin, «El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nicolai Leskov», en ídem, Sobre el programa de la filosofía futura, trad. de R. J. Vernengo, Barcelona, Planeta-Agostini, 1986, pág. 195).

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tarismo «escapa... a la estrechez de la historia tradicional de los acontecimientos», para Arendt, la historia es relato y su naturaleza «en primer lugar política ya que estudia las relaciones y acciones de los hombres. Pero ha investigado igualmente en la historia la explicación de fenómenos complejos, como el racismo, el antisemitismo, el imperialismo y el totalitarismo. Y... sus explicaciones no escapan siempre a la lógica de los procesos evolutivos»44. Por otro lado, esta concepción del acontecimiento como lo inesperado no es incompatible con el reconocimiento de lo que puede haber de repetición o permanencia en la historia. En esta dirección podemos interpretar algunas referencias, siempre con el carácter tan elusivo característico de la autora y que suelen ser interpretadas como un distanciamiento radical de esas estructuras de repetición, lo que no nos parece el caso. Nos referimos a la distinción entre conducta y acción. En La condición humana hace una lectura del surgimiento de la economía, primero, y del behaviorismo y de las ciencias sociales, después, en términos del ascenso de la sociedad, característica de la Edad Moderna y de la sustitución de la acción por la conducta. «El supuesto de que los hombres se comportan y no actúan con respecto a los demás, yace en la raíz de la moderna ciencia económica, cuyo nacimiento coincidió con el auge de la sociedad y que, junto con su principal instrumento técnico, la estadística, se convirtió en la ciencia económica»45. Desde ese punto de vista hay una cierto reconocimiento por su parte de la estadística y de las ciencias económicas. «Las leyes de la estadística solo son válidas cuando se trata de grandes números o de grandes períodos, y los actos o acontecimientos solo pueden aparecer estadísticamente como desviaciones o fluctuaciones»46, lo que a nuestro juicio es compatible con una historiografía de «larga duración», sin que el acontecimiento en el uso arendtiano pueda ser reducido a la «espuma de la historia».

6.2. «ALIENACIÓN DEL MUNDO» E HISTORIA DE LAS IDEAS En su estudio, Arendt esboza el concepto moderno de historia en unos trazos relativamente gruesos y de manera poco sistemática (nada que ver entonces con el proceder de Koselleck al respecto), ya que si bien insiste en que las modernas ciencias naturales y ciencias históricas nacen ambas del mismo conjunto de «nuevas» experiencias («cuando se hizo la nueva exploración del universo, a comienzos de la era 44 En cita de A. Enégren, La pensée politique de Hannah Arendt, París, PUF, 1984, págs. 202 y sigs. (cfr. M. Cedronio, «Le récit historique et la societé de masse moderne», en ídem, Hannah Arendt: Politique et histoire. La démocratie en danger, París, 1999, pág. 227). Un volumen significativo sobre el alcance histórico de esos temas en Arendt puede apreciarse en el editado por R. H. King y D. Stone, Hannah Arendt and the Uses of History. Imperialism, Nation Race, and Genocide, Nueva York/Oxford, Berghahn Books, 2007. 45 H. Arendt, La condición humana, ed. cit., pág. 52. 46 «La justificación de la estadística radica en que proezas y acontecimientos son raros en la vida cotidiana y en la historia. No obstante, el pleno significado de las relaciones diarias no se revela en la vida cotidiana, sino en hechos no corrientes, de la misma manera que el significado de un período histórico solo se muestra en los escasos acontecimientos que lo iluminan. La aplicación de la ley de grandes números y largos períodos a la política o a la historia significa nada menos que la voluntariosa destrucción de su propia materia, y es empresa desesperada buscar significado en la política o en la historia cuando todo lo que no es comportamiento cotidiano o tendencias automáticas se ha excluido como falto de importancia» (en ibíd., pág. 53).

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moderna»)47, al tiempo el primer nombre que cita dentro de ese concepto moderno de historia sería el de G. Vico (1668-1744) y cuya obra Principios de la ciencia nueva, data de 1725. En todo caso, las «experiencias modernas» aludidas se manifiestan como «alienación de mundo» y constituyen experiencias muy profundas que recorren las distintas etapas de la Modernidad48. A la base de la emergencia de las ideas de naturaleza y de historia, ambas consideradas como «procesos», se encuentra una serie de fenómenos que Arendt quiere captar con la expresión referida, con la que se impone a las clásicas nietzscheano-weberiana del «desencantamiento» o a la marxista-existencial de la «alienación del hombre» como propias de la época49. Sus consecuencias por otro lado son tan catastróficas como las que pueden estar presentes en aquellos diagnósticos. Hay una monstruosidad fatal en este estado de cosas. Los procesos invisibles han invadido todas las cosas concretas, toda entidad individual que sea visible para nosotros, reduciéndolas a funciones de un proceso general. La enormidad de este cambio puede escapársenos, si permitimos que nos engañen generalizaciones como el desencanto del mundo o la alienación del hombre, generalizaciones que a menudo implican una idea romántica del pasado. Lo que implica el concepto de proceso es que lo concreto y lo general, la cosa o hecho singular y el significado universal, son concomitantes. El proceso, que por sí solo da sentido a lo que lleve adelante, ha adquirido así un monopolio de universalidad y significado50.

En La condición humana la alienación de mundo se convierte en el elemento básico de la caracterización de la Modernidad, tal y como la podemos encontrar en el último capítulo de esta obra, titulado «La vita activa y la época moderna», que funciona a modo de una genealogía de dicha época, en cuyo umbral ocurren los tres grandes acontecimientos que determinarán su carácter: el descubrimiento de América y la consiguiente exploración de toda la Tierra; la Reforma, que al expropiar las posesiones eclesiásticas y monásticas inició el doble pro-

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Ídem, «El concepto de historia: antiguo y moderno», en ídem, ob. cit., pág. 58. Como indica la autora: «En cuanto al concepto moderno de historia, el hecho fundamental es que surgió en los mismos siglos XVI y XVII, que introdujeron el descomunal desarrollo de las ciencias naturales. Entre las características de esta época, aún vivas y presentes en nuestro propio mundo, la principal es la alienación del hombre respecto del mundo (...). La formulación más breve y concisa de esta «alienación ante el mundo» lo constituye la famosa fórmula de Descartes De omnibus dubitandum est, a la que llega convencido por los recientes descubrimientos de las ciencias naturales de que el hombre, «en la búsqueda de la verdad y del conocimiento, no puede fiarse ni de la evidencia que dan los sentidos, ni de la “verdad innata” de la mente, ni de la “luz interior de la razón”». La realidad deja de ser un fenómeno exterior a la percepción humana y se convierte en percepción de la sensación misma (en H. Arendt, «El concepto de historia: antiguo y moderno», ídem, ob. cit., pág. 62). 49 Esta última referencia muestra, por otro lado, lo relevante y prolongado del diálogo crítico de Arendt con Marx a lo largo de períodos y obras muy distintos y también a propósito de temas diferentes, siempre desde la idea del reconocimiento de la grandeza de Marx como pensador, analista de la sociedad moderna sobre todo, lo que no le quita para señalar sus contradicciones y los peligros inherentes a algunas de sus tesis. 50 H. Arendt, «El concepto de historia: antiguo y moderno», en ídem, ob. cit., págs. 72-73, cursivas nuestras. Es curioso que Arendt mezcle términos de Weber y de Marx, concretamente «mundo» del primero, con «alienación», del segundo. También lo es la posible interpretación de que lo concreto, el hecho singular, queda en cierta forma «alienado» en lo general, en el significado universal. 48

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ceso de expropiación individual y acumulación de riqueza social; la invención del telescopio y el desarrollo de la nueva ciencia que considera la naturaleza de la Tierra desde el punto de vista del Universo51.

De los tres, no fue «el más espectacular», ni «el más turbador» sino «el que menos llamó la atención», el que «ha ido constantemente incrementando su importancia y velocidad hasta eclipsar» a los otros dos52. Arendt distingue dos versiones de esta importante noción de «alienación del mundo» (traída aquí en tanto es considerada como el referente experiencial que acompaña al concepto moderno de historia y su poderoso peso en la visión arendtiana de la Modernidad): por un lado, la alienación de la Tierra, que tiene que ver con el ascenso de la ciencia moderna, lo que constituye una interesante lectura de su significado53, y en la que el hito fundamental sería Galileo, de manera que si Descartes puede ser considerado el padre de la filosofía moderna, el autor del hecho decisivo de la Época Moderna es Galileo y no Descartes54. En el estudio de ese desarrollo, enfatiza el descubrimiento del álgebra moderna como el mayor instrumento mental de la nueva ciencia y el que colocó a la naturaleza bajo las condiciones de la propia mente55, con tremendas consecuencias para un mundo determinado enteramente por la ciencia y la tecnología y del que advierte sus peligros, identificados en un espíritu que no deja de recordar a Heidegger56. Por otro lado, la «alienación» propiamente dicha del mundo tiene que ver con la expropiación y acumulación de riqueza en la primera Modernidad, que determinó el curso de la sociedad moderna, distinguiendo a su vez la autora tres grandes etapas en ese desarrollo, siempre con el presupuesto de dicha alienación, que llegaría a nuestros días: la expropiación inicial del campesinado (en efecto, los trabajadores son desposeídos de la doble protección de la familia y de la propiedad)57 en la época de la Reforma, como consecuencia de la expropiación de las propiedades de la Iglesia y que es visto como el mayor factor del derrumbamiento del sistema feudal58. En segundo lugar, el ascenso de la sociedad, que se convierte en sujeto del nuevo proceso de la vida, como antes había sido la familia. Esta sociedad viene a identificarse con el territorio de la nación-estado. Y por último, la etapa de la decadencia del sistema europeo de nación-estado, en la que la humanidad comienza a reemplazar a las sociedades naturalmente ligadas. Es la fase para la que Arendt pronostica que el proceso de alienación del mundo asumirá «proporciones aún más radicales si se le permite seguir su propia e inherente ley»59. 51

H. Arendt, La condición humana, ed. cit., pág. 277. Ibíd., pág. 278. 53 Apoyándose especialmente en Alexandre Koyré (Del mundo cerrado al universo infinito), también en varias obras de Whitehead. 54 Cfr. H. Arendt, La condición humana, ed. cit., pág. 300. 55 Cfr. ibíd., pág. 293. 56 Ibíd., pág. 296. Sobre las variadas posibles influencias de Heidegger sobre Arendt en los temas implícitos en la noción de «alienación del mundo», véase el documentado trabajo de D. Macauley, «Hannah Arendt and the Politics of Place: From Earth Alienation to Oikos», en D. Macauley (ed.), Minding Nature: The Philosophers of Ecology, Nueva York, The Guilford Press, 1996, cap. 5, págs. 102-133. 57 Cfr. H. Arendt, La condición humana, ed. cit., pág. 284. 58 Ibíd., págs. 280-281. 59 Ibíd., págs. 284 y 285. 52

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Llegados aquí, conviene plantear el tipo de relación de Arendt con la historia de las ideas. Una forma de presentar su posición sería en términos de la contraposición entre acontecimiento e idea, términos ambos en los que se expresa una polémica permanente no solo con la historia de las ideas, en cuanto esta se deja llevar por la autonomía de los conceptos, sino también con aquellos planteamientos que quieren establecer relaciones de conexión, incluso causales, entre acontecimiento e idea. El punto de vista de la autora es defender la independencia del evento en sí mismo, su carácter contingente e imprevisible, lo que se puede decir, por ejemplo, tanto del fenómeno revolucionario (en el caso de los análisis de la revolución americana) como del totalitarismo considerado como supuesto de un tipo de movimiento y estructura política que impregna toda la experiencia. A Voegelin le recuerda que el libro objeto de la polémica entre ellos aborda su tema desde los hechos y no desde los influjos intelectuales60. En La condición humana el objeto de la historia son los acontecimientos, no las fuerzas o las ideas61. En esa misma obra defiende que son los hechos, no las ideas, los que cambian el mundo62, y cuando analiza el papel del surgimiento de la ciencia moderna y enfatiza la importancia de Galileo, aclara que no aborda a este desde el punto de vista de la historia de las ideas como autor de determinados libros, sino de un hecho determinado63. Arendt, en efecto, distingue el logro de Galileo de las especulaciones de filósofos como N. de Cusa y G. Bruno y de astrónomos como Copérnico, pues unos y otros se situarían en la esfera de la historia de las ideas, donde solo hay originalidad y profundidad: «ambas cualidades personales, pero no absoluta y objetiva novedad; las ideas van y vienen, tienen una permanencia, incluso una inmortalidad propia, que depende de su inherente poder de iluminación, el cual es y perdura independientemente del tipo y de la historia. Más aún, las ideas, a diferencia de los hechos, nunca carecen de precedente»64. Lo que hizo Galileo, pero nadie antes, fue emplear el telescopio de tal manera que los secretos del universo se entregaran a la cognición humana. «Al confirmar a sus «predecesores», estableció un hecho demostrable donde antes de él hubo inspiradas especulaciones»65. Otro tema donde se vuelve a dar el enfrentamiento entre dos formas de abordarlo es el de la secularización, cuestión que efectivamente puede tratarse desde el punto de vista de la historia de las ideas o desde el de los hechos. De nuevo la postura de la autora es la segunda y muestra las diferencias entre un proceder y otro, en lo que cabe apreciar su peculiar manera de entender la relación entre conceptos y experiencias. Arendt en este contexto polemiza con los historiadores que encuentran algún tipo de continuidad entre la Edad Media y la Época Moderna. Esa búsqueda de «continuidad ininterrumpida», a pesar de su «alto valor», es un intento de «cerrar las brechas que 60 H. Arendt, «Una réplica a E. Voegelin», en Claves de la razón práctica, núm. 124, pág. 10 (también en ídem, Ensayos de comprensión 1930-1954, Madrid, Caparrós editores, 2005, pág. 488). 61 H. Arendt, La condición humana, ed. cit., pág. 281. 62 Ibíd., pág. 300. 63 «Estas primeras miradas de tanteo al universo a través de un aparato», prepararon «el terreno a un mundo nuevo por completo y determinó el curso de otros acontecimientos que con mucho mayor alboroto iban a introducirse en el Mundo Moderno» (en ibíd., pág. 286). 64 Ibíd., pág. 288. 65 Ibíd., págs. 288-289.

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separan una cultura religiosa del mundo secular en que vivimos, las evita en lugar de resolverlas». Si por «secularización» no se entiende más que el ascenso de lo secular y el eclipse concomitante de un mundo trascendente, resultará innegable que la conciencia histórica moderna está íntimamente conectada con esta secularización. Sin embargo, esto no implica de ningún modo la transformación dudosa de las categorías religiosas y trascendentes en finalidad y normas terrenas inmanentes en las que han insistido los historiadores de las ideas en tiempos cercanos66.

Frente a estos historiadores de las ideas, Arendt indica que «secularización significa simplemente la separación de religión y política, y esto afecta a ambos elementos de una manera fundamental». La razón de que aquellos historiadores puedan en cierta forma convencernos está «en la naturaleza de las ideas en general». En efecto, en el momento en que se separa por entero una idea de su base en la experiencia real, no es difícil establecer una conexión entre ella y casi cualquier otra idea. En otras palabras, si consideramos que existe algo así como un reino independiente de ideas puras, todas las nociones y conceptos no pueden sino estar interrelacionados, porque en ese caso todos deben su origen a la misma fuente (...)67.

En cambio, «si por secularización entendemos un hecho que se puede fechar en el tiempo histórico y no un cambio de ideas, entonces la cuestión no es si la “destreza (astucia, en mejor traducción) de la razón” hegeliana era una secularización de la providencia divina o si la sociedad sin clases de Marx representa una secularización de la era Mesiánica. El hecho es que se produjo la separación de Iglesia y Estado y que así se eliminó la religión de la vida pública»68. Al poner el acento en los hechos y no en las ideas, Arendt se sitúa en el campo de los historiadores que subrayan las discontinuidades históricas efectivas, que no tienen por qué coincidir con las continuidades o discontinuidades que se puedan encontrar en el ámbito de la historia de las ideas, que tiene una lógica propia. Abundando en esta cuestión de la secularización, en los textos publicados de la polémica con Voegelin la cuestión se cifra en dos maneras de entender el totalitarismo: la postura que subraya los influjos intelectuales a su base (defendida por Voegelin) o la que se centra en la consideración misma de los hechos y acontecimientos (la propia de Arendt), quien si bien reconoce su interés por las implicaciones filosóficas del tema, no acepta que el totalitarismo sea una consecuencia de la secularización inmanententista desde la Edad Media. Hay conexiones entre ateísmo y totalitarismo, pero sin embargo no una relación causal entre ellos69. 66 H. Arendt, «El concepto de historia: antiguo y moderno», en ídem, ob. cit., pág. 78. Sobre las conexiones entre Arendt y Blumenberg al respecto, véase E. Brient, «Hans Blumenberg and Hannah Arendt on the “Unworldly Worldliness” of the Modern Age», Journal of the History of Ideas, vol. 61, núm. 1, 2000, págs. 513-530. 67 H. Arendt, «El concepto de historia: antiguo y moderno», en ídem, ob. cit., pág. 79. 68 Ibíd., pág. 79. 69 En su intervención, Arendt tiene interés en subrayar la diferencia entre «las ideas y los sucesos efectivos de la historia», por ello no puede estar de acuerdo con la afirmación de Voegelin de que «la enfermedad del espíritu» es el rasgo distintivo de las masas modernas. «Las masas modernas están desintegradas

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En la correspondencia hasta hace muy poco inédita, concretamente en carta de 8 de abril de 1951, encontramos un interesante matiz a esta caracterización. En ese lugar, Arendt cifra la diferencia entre ambos, no tanto porque aquel defendiera la historia de las ideas y ella la historia política, social o económica, sino por la diversa consideración del acontecimiento mismo. Me parece que la diferencia real entre nosotros no consiste en el hecho de que tú seas fundamentalmente un historiador de las ideas o un especialista de humanidades y que yo ofrezca esencialmente explicaciones desde «un punto de vista político, social y económico», sino que se trata de una diferencia de actitud hacia el evento como tal..., el valor y peso específico de los eventos nunca puede ser derivado de ninguna ideología o desde ningún contexto específico dentro de la historia de las ideas. En los acontecimientos como tales hay revelado siempre algo que no estaba presente o que no era capaz de ser contenido en ningún carácter general. El abismo no consiste solo en el hecho de que las cosas siempre podrían haber ocurrido de otra forma sino en el hecho de que los ideólogos probablemente nunca hayan estado preparados para liberar la logicidad de sus sistemas dentro de la realidad70.

Volviendo a las consecuencias del proceso moderno de alienación de mundo, ha sido frecuente acusar a Arendt de nostalgia del mundo clásico griego, de normatividad excesiva, también de actitud radicalmente antimoderna. Sin entrar en la validez de esas interpretaciones, querríamos avanzar la idea de que tal vez, en un relato tan pesimista como el que nos presenta el capítulo final de La condición humana, estaríamos en presencia de una suerte de crítica (que no necesariamente ha de ser entendida en clave antimoderna) de la Modernidad, de la que señalaría sus ambivalencias, desde luego sus peligros. En apoyo de esta explicación puede aducirse un pasaje de La condición humana donde encontramos una variante de la «paradoja de la racionalización» sin denominarla como tal, es decir, de una manera elusiva, y en términos que nos recuerdan la formulación de Horkheimer en la Crítica de la razón instrumental, a su vez deudora de la weberiana sobre la pérdida y carencia de sentido. Los dos extremos de la paradoja son, por un lado, que «al auge de las ciencias naturales se le atribuye un aumento demostrable y cada vez más rápido del poder y conocimiento humanos», y con igual razón al mismo fenómeno se le imputa «el incremento de la desesperación humana o del nihilismo específicamente moderno que se ha extendido a más amplias zonas de la población, ambos con el significado aspecto de incluir a los propios científicos»71. Las dos consecuencias tendrían un alcance tal que la autora llega a considerar que no fueron diferentes ni menos trascendentes que las de la Natividad, recogiendo palapor el hecho de que son “masas” en un sentido estricto de la palabra. Se distinguen de las multitudes de siglos pasados en que no tienen intereses comunes que las mantenga unidas ni ningún tipo del “acuerdo” mutuo que, según Cicerón, constituye el inter-est» (en H. Arendt, «Una réplica a E. Voegelin», Claves de la razón práctica, núm. 124, pág. 10; también en ídem, Ensayos de comprensión 1930-1954, ed. cit., páginas 488-489). 70 Carta de Arendt a Voegelin, de 8 de abril de 1951. Véase P. Baehr, «Debatting totalitarianism: an exchange of letters between Hannah Arendt and Eric Voegelin», History and Theory, 51, octubre de 2012, págs. 1-17, traducción propia. 71 H. Arendt, La condición humana, ed. cit., pág. 289.

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bras de Whitehead72. Tanto la desesperación como el triunfo son inherentes al mismo acontecimiento, por lo que concluye: «si queremos enfocarlo con una perspectiva histórica es como si el descubrimiento de Galileo probara con un hecho demostrable que el peor temor y la esperanza más presuntuosa de la especulación humana... solo juntos pudieran realizarse»73.

72 Cfr. A. N. Whitehead, Science and the Modern World, 1926, Nueva York, The Macmillan Company, pág. 12. 73 Ibíd., págs. 289-290.

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CAPÍTULO 7

Reflexiones sobre el estatuto de la historia de la filosofía1 IVES RADRIZZANI (Academia Bávara de las Ciencias)

La expresión «historia de la filosofía» compromete la relación entre dos disciplinas muy diferentes, en ciertos aspectos opuestas, incluso diametralmente antagónicas. Nuestro propósito en esta contribución será examinar si se trata de una noción completamente híbrida o si esta expresión designa una disciplina que posee una consistencia propia y que dispone de una metodología específica.

7.1. LA IDENTIFICACIÓN DE LA FILOSOFÍA Advirtamos para empezar que, si debe poder hablarse de una historia de la filosofía, ello implica que la filosofía existe, que es identificable dentro del campo de la historia, que es susceptible de evolucionar a lo largo del tiempo y que es posible reconstruir su recorrido. Ahora bien, si como es habitual se coincide en admitir que existe una multitud de filosofías, la relación que estas mantienen con la Filosofía es cuando menos compleja. ¿De qué medios dispone la historia para cerciorarse de su objeto y, más específicamente, de la unidad del mismo? Esta cuestión, bien concebida, implica la necesidad de una metaciencia que dé a la historia su objeto. Este rol ha sido tradicionalmente atribuido a la filosofía, como ciencia de la ciencia, Wissenschaftslehre. Pero tropezamos de entrada con una formidable paradoja: ¿cómo

1 Traducción del francés de Nerea Miravet Salvador. Título original: «Réflexions sur le statut de l’histoire de la philosophie». Agradezco a Lorena Rivera León su inestimable ayuda en la labor de traducción. [N. de la T.].

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de la filosofía, cuya existencia consideramos hasta el momento problemática, se puede esperar que desempeñe este rol de superciencia, necesaria para permitir a la historia definir su objeto? Y si son las filosofías en su pluralidad las que se arrogan este rol, ¿no habrá necesariamente una pluralidad de historias de una pluralidad de filosofías? Admitamos no obstante, a título puramente hipotético, que la Filosofía existe. Aún sería necesario, para que fuese objeto de una historia, suponer que ella misma tiene una historia, que evoluciona a lo largo del tiempo, en resumidas cuentas, que no está concluida. Nueva dificultad: ¿cómo, si es el caso, identificarla, en la jungla de las posiciones rivales? ¿Cuál de entre todas estas filosofías merecería tal temible consagración al ofrecer el carácter inconcluso requerido? Y este carácter ¿no es precisamente el indicio de que, de forma quizás únicamente provisional, no hay sino filosofías y no la Filosofía? ¿Es necesario entonces, para evitar esta aporía, admitir no solamente que la Filosofía existe, sino también que está concluida, lo cual tal vez simplificaría su identificación y permitiría a la historia hacer de ella su objeto, aportando el acabamiento la prueba de que ella es, sin duda, la Filosofía? Pero si está concluida, ¿ello no implica sustraerla a las vicisitudes del tiempo, que esté en un más allá de la historia? ¿Cómo en esta hipótesis daría pie todavía a una historia? En lugar de historia de la filosofía, ¿no sería necesario hablar más bien de historia de los sistemas? ¿No es toda filosofía un sistema, ya sea en su eventual asistematicidad misma? Y la idea de sistema, ¿no introduce la clausura deseada? Pero cambiar de terminología, ¿contribuye realmente a resolver la dificultad o no hace sino desplazarla? Admitamos que la filosofía esté compuesta por una serie de sistemas, presentando un número tal de puntos de vista consumados. Además de ver resurgir el problema de la multiplicidad, no vemos cómo esta consumación ligada a la clausura del sistema podría dar pie a una historia. Acaba de ser evocada la posibilidad de una serie de sistemas. ¿Es necesario entender esta expresión en un sentido lógico, cronológico o incluso en ambos a la vez? Es un hecho que se han ido escalonando a lo largo del tiempo multitud de posiciones sistemáticas. ¿Existe una lógica de producción de estos diversos sistemas de suerte que a cada uno de ellos se le conferiría una cierta necesidad como trampolín para pasar a otro? Afirmarlo conduce a una concepción dinámica del engendramiento de los sistemas y quizás contribuiría a legitimar el concepto de historia de la filosofía. ¿Pero esto no desoye la clausura propia de cada uno de ellos? Reducirlos así a un rol de eslabón en una serie, no ver en ellos más que un peón sobre el tablero de un sistema más englobante que los comprendería a todos ¿no supone forzarlos? Y, una vez más, ¿cómo ponerse de acuerdo sobre la identificación de este supersistema? La idea de una posible seriación nos llevará a interrogarnos acerca de la naturaleza de la relación que la filosofía mantiene con la historia y nos permitirá encontrar un primer punto de anclaje en este terreno sembrado de trampas.

7.2. LA IRREDUCTIBILIDAD DE LA FILOSOFÍA A LA HISTORIA Y SU RADICAL AHISTORICIDAD Expresada bajo su forma más radical, la cuestión es la siguiente: la historia, en la historia de la filosofía ¿es interna o externa a la filosofía? Si, independientemente de la cuestión de saber si la Filosofía existe o no, se admite que su función en el seno del edificio del saber es la de ser una metaciencia que suministre a las otras ciencias sus [124]

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condiciones de posibilidad, si ella debe, en particular, desempeñar esta función respecto a la historia, esto implica que no puede ser sometida totalmente a esta última. Para desenmascarar la impostura teórica del relativismo histórico, no consciente de sus límites, conviene por lo tanto interrogarse acerca de los límites de la disciplina histórica. Movidas por un legítimo deseo de exactitud, las ciencias históricas pueden contribuir de forma decisiva a la buena comprensión de un texto. Proporcionan, en primer lugar, un indispensable apoyo filológico, yendo desde el establecimiento del texto hasta la fijación del valor de los términos utilizados en función de los usos de cada época. Ellas proceden, posteriormente, a un preciado trabajo de contextualización, primero sobre el plano de la historia de las ideas y de la historia de los conceptos: fijación del lugar del texto en el seno de un corpus o de una obra, restitución de la constelación intelectual que ha presidido su emergencia, de sus relaciones de filiación, de su alcance polémico. En un marco más amplio, las ciencias históricas reubican el texto en su contexto cultural, político, social, económico, jurídico, religioso, psicológico o técnico. A este respecto, el trabajo de las ciencias históricas presenta una utilidad innegable y permite enriquecer considerablemente la lectura de un texto. En cambio, si las ciencias históricas permanecen confinadas dentro de los límites que les son propios, permanecerán neutras respecto al contenido propiamente filosófico del texto así establecido y contextualizado. Se contentarán con registrar el abanico de posiciones presentes pero se guardarán cuidadosamente de pronunciar cualquier juicio de fondo y no se aventurarán a ejercer un arbitraje. Los historiadores no siempre respetan esta prudente neutralidad, con lo que se impone una crítica de la razón histórica. Una tendencia nada desdeñable mantenida por ciertos historiadores apoyándose sobre el adagio de que la filosofía sería hija de su tiempo, consiste, en efecto, en sobreestimar la importancia del contexto o incluso, entre los paladines de un historicismo radical, en reducir la obra al contexto. Esta forma de negacionismo es ella misma una posición filosófica que lo ignora, transgrediendo así los límites de la historia. Para hacer frente a esta impostura, conviene insistir en la irreductibilidad de la filosofía a la historia y la manera más fácil de hacerlo es mediante una reflexión sobre las condiciones de posibilidad de la historia. Las ciencias históricas pertenecen a las ciencias llamadas humanas, es decir, presuponen al hombre como ser racional finito, dotado de conciencia. Sin sujeto consciente, inscrito en la temporalidad, no hay historia. Ahora bien, la conciencia es una estructura eminentemente compleja cuya puesta en marcha requiere, a su vez, la reunión de un cierto número de condiciones, cuya enucleación constituye precisamente la tarea de la filosofía. Los partidarios de la tesis historicista sin duda objetarán que esta conciencia tiene una historia, que se inserta en una trayectoria personal, que se inscribe en un contexto histórico y social particular, en resumen, que es un producto de su tiempo. La filosofía no tiene, naturalmente, ningún reparo en conceder esto. Conoce muy bien el carácter particular del modo de acceso a la conciencia, su anclaje a un itinerario individual concreto, marcado por un contexto histórico y social único. Conoce también su fragilidad y su precariedad, siendo siempre susceptible de desvanecerse nuevamente, en el momento en que las condiciones de su ejercicio dejen de encontrarse reunidas (locura, degeneración, muerte). Sin negar pues la dimensión histórica del acceso a la conciencia, la filosofía afirma que si un individuo alcanza la conciencia, esto significa que una estructura muy precisa se ha puesto en marcha, una estructura que existe independien[125]

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temente del tiempo aun si es en el tiempo donde ocurre, una estructura que en cierto modo preexiste al tiempo puesto que solo si ella se ejecuta podrá haber tiempo y a fortiori historia, una estructura que merece por esta razón ser llamada a priori, ya que no resulta del a posteriori al que solo la historia tiene acceso. Moviéndose sobre un plano a priori, la filosofía en tanto que meta-ciencia ocupa un terreno ajeno a la historia, pero del que esta última tiene necesidad para poder desarrollarse ella misma como ciencia. En tanto que meta-ciencia, la filosofía, pese a todos los aspectos de historicidad que por otro lado pueda presentar, se revela de este modo radicalmente irreductible a la historia. Llegamos así a un primer resultado notable que permite echar una nueva mirada sobre las aporías planteadas al inicio de la presentación. Independientemente de la cuestión de la identificación de la Filosofía y apoyándose únicamente sobre la función de esta, la cual —a diferencia de las ciencias que descansan sobre los hechos sin interrogarse acerca de las condiciones que les permiten aceptar estos hechos como tales— la conduce a elevarse por encima de los hechos para encontrar el principio y fundamentar así la legitimidad de estas ciencias, parece que la filosofía comprende un núcleo radicalmente ahistórico o transhistórico, dado que su objeto se refiere a las condiciones mismas de la historia. Esta constatación presenta consecuencias capitales en lo que concierne a la naturaleza de la historia de la filosofía, suponiendo que una tal historia sea posible, lo cual constituirá el objeto de nuestras siguientes reflexiones. Pese a su preciada aportación tanto respecto a la filología como a la contextualización, las ciencias históricas permanecen fundamentalmente ajenas al objeto de la filosofía, puesto que deben acotar su investigación a los hechos, mientras que la filosofía no se atiene nunca al hecho, sino que aspira a ofrecer una explicación del mismo. Aun conducida por un filósofo, la historia de la filosofía deberá contentarse con registrar hechos sin elevarse nunca a los principios. Esta necesaria ceguera de la historia respecto a la filosofía explica las dificultades iniciales planteadas. La historia de la filosofía consciente de sus límites deberá limitarse a trazar un catálogo de posiciones, a constatar las afinidades y las opiniones declaradas, a establecer un inventario de conceptos y de ideas. Pero, como historia y filosofía no comparecen ante el mismo tribunal, la historia de la filosofía tendría excluida la posibilidad de pronunciarse —sin desistir de su neutralidad imparcial, lo cual constituiría una falta grave— sobre el plano propiamente filosófico. No le incumbe ni decidir si una posición es más apta que otra para representar a la filosofía, ni ejercer el menor arbitraje entre las posiciones, ni pronunciarse sobre la historicidad de una posición y su posible caducidad, ni siquiera juzgar la posible compatibilidad entre las diversas posiciones o incluso su eventual unidad. La historia de la filosofía debe, en otros términos, ceñirse a un rol de caja registradora. Presentará así una concepción dinámica de la generación de los sistemas, si estos sistemas se prestan factualmente y la invitan a ello, pero sin que esta dinámica tenga otra pertinencia que la histórica. En una palabra, la historia de la filosofía tendrá en común con las otras ciencias históricas la misma ceguera.

7.3. LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA COMO HISTORIA DEL DESCUBRIMIENTO DE LA FILOSOFÍA Tras habernos dedicado a trazar un abismo entre la filosofía y su historia, queremos examinar ahora cuáles son sus puntos de contacto y qué consecuencias se siguen de ello para la historia de la filosofía. [126]

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Al afirmar la tesis de la irreductibilidad de la filosofía a la historia y de su radical ahistoricidad, no hemos excluido en modo alguno su arraigo concreto en la historia. Sucede con la filosofía lo que con la conciencia, de la que se ha tratado precedentemente. Exactamente lo mismo que el despertar a la conciencia se inscribe necesariamente en una trayectoria individual concreta, aun si esta implica la puesta en marcha de una estructura supratemporal —en tanto que generadora de tiempo ella misma— y si, hablando con propiedad, la afirmación de la historicidad del despertar a la conciencia es únicamente una interpretación retroactiva que no puede operarse más que en una conciencia ya constituida, del mismo modo la filosofía se inscribe en la historia, sin por ello pertenecer a la misma. Junto a su ahistoricidad, la filosofía presenta pues igualmente una cierta historicidad, incluso en su vertiente teórica, y, como tal, da lugar a una historia de la filosofía. Necesariamente, debe sedimentarse en una forma escrita u oral prestándose así a una investigación filológica. Necesariamente, se plasma en un contexto particular y ofrece así a las ciencias históricas la ocasión de desplegar la panoplia de sus estrategias de estudio del contexto. Además, quizás la filosofía no haya identificado, de entrada, su posición específica de metaciencia frente al concierto de las ciencias que erigen el edificio del saber. Sin duda alguna, no tiene que inventar la estructura trascendental de la conciencia que tiene por cometido esclarecer, del mismo modo que la física no tiene que inventar las leyes de gravitación o de la electricidad. Según una de las fórmulas más célebres de Fichte, «en tanto que filósofos, nosotros no somos los legisladores del espíritu humano, sino únicamente sus historiógrafos»2. Ahora bien, tal vez esta elucidación de la estructura de la conciencia no haya sido hecha de una sola vez y sea posible, en tal caso, reconstruir las etapas que han conducido al descubrimiento del punto de vista propio de la filosofía, tal como en física es posible reconstruir las etapas del descubrimiento de una ley. Esta historia de la filosofía como historia del descubrimiento de la filosofía, advirtámoslo, permanece exterior a la disciplina misma, puesto que una estructura a priori no puede verse afectada por la reconstrucción de los tanteos que han conducido a su evidenciación. En la medida, sin embargo, en que podría tener un valor pedagógico, no debería ser descuidada. Notemos por añadidura que tal instrumentalización de la historia de la filosofía no puede venir de la historia, la cual no dispone de criterios de identificación de la filosofía y no puede, por sí misma, operar como selector entre aquello que concierne al tanteo y aquello que concierne al descubrimiento. Esta orientación dada a la historia de la filosofía no puede ser cosa sino de un filósofo, que moviliza en provecho de su concepción de la filosofía los recursos de la historia.

2 J. G. Fichte, Sobre el concepto de la doctrina de la ciencia. Seguido de tres escritos sobre la misma disciplina, trad. de B. Navarro, México, Centro de Estudios Filosóficos (Universidad Nacional Autónoma de México), 1963, pág. 47. La cita original reza: «Wir sind nicht Gesetzgeber des menschlichen Geistes, sondern seine Historiographen» (en ídem, Über den Begriff der Wissenschaftslehre oder der sogenannten Philosophie, Weimar, 1794, GA I, 2, pág. 147).

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7.4. LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA COMO HISTORIA DE LAS APLICACIONES DE LA FILOSOFÍA La filosofía no solo comprende una vertiente teórica. Junto a su función de metaciencia, comprende todo un dominio conocido como filosofía aplicada. Tras haber proporcionado, en tanto que ciencia de la ciencia, la piedra angular del edifico del saber, tiene como segunda misión la de examinar las posibles repercusiones prácticas. Debe, así pues, en su vertiente práctica, servir también de antecámara de la acción. Haciendo esto, no puede mantenerse en el plano metacientífico o trascendental donde se encuentra como en casa, sino que entra de lleno en el campo de la historia. Haciendo frente a lo real, se hace ella misma histórica y abre así a la historia de la filosofía un segundo dominio de investigación. Sistema cerrado del lado del a priori, correspondiendo esta clausura con la de la estructura apriorística de la conciencia, la filosofía es al mismo tiempo un sistema abierto en relación a la riqueza infinita del a posteriori al que, en su abordaje de lo racional, no ha tratado en modo alguno de eliminar, pero sí ha asignado un lugar fuera de ella. Y el filósofo, es decir, aquel que se arroga un confortable dominio sobre lo racional agotando la estructura apriorística de lo factual, se encuentra siempre ya comprometido con un mundo de la vida hecho de una red altamente compleja de relaciones intersubjetivas que le dirigen otro tanto de exhortaciones a actuar. Ahora bien, como no existe un camino ideal que permita el paso sin tropiezos ni saltos de plano del a priori al a posteriori, su abordaje de lo racional no le permite abordar también lo real y su compromiso concreto con la historia descansa, sin duda alguna, sobre los principios racionales que es capaz de movilizar, pero no está nunca exento de un factor de riesgo. Una historia de la filosofía como historia de las aplicaciones de la filosofía, tiene por tarea trazar el panorama de la gestión del factor riesgo en estas tentativas de abordaje de lo real por lo racional.

7.5. LA HISTORICIDAD DE LOS CONCEPTOS La posibilidad de la historia de la filosofía como historia de la aplicación de la filosofía, nos lleva a reconsiderar la cuestión del vínculo entre la filosofía y su historia y a precisar el estatuto de la historia de la filosofía. La insistencia en el tema de la trascendencia de la historia nos ha permitido evitar en un primer momento el escollo del reduccionismo historicista. ¿Significa esto que haya que caer necesariamente en el exceso inverso, en boga en la tradición anglosajona, y cortar todo vínculo entre filosofía e historia? Nuestro propósito es, por el contrario, mostrar la necesidad de una vía intermedia. No se tratará, en esta última parte, de volver sobre la tesis de la trascendencia, ligada a la función misma de la filosofía; consideramos asumido que ningún concepto es enteramente reductible a sus condiciones de emergencia. Pero, por otro lado, hemos afirmado también que el concepto tiene una historia, no solo porque su descubrimiento se inscribe necesariamente en el tiempo, sino, más profundamente, porque descansa siempre sobre una mira práctica ligada a la constelación concreta dentro de la cual es movilizado. Lo que viene a ser admitir la necesaria historicidad del concepto. Luego hemos afirmado a la vez su ahistoricidad y su historicidad. Nos falta, pues, para acabar este recorrido, mostrar cómo y en qué registros estas afirmaciones aparentemente incompatibles pueden conciliarse. [128]

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En lo precedente, hemos confrontado los dominios de la teoría y de la práctica sin explayarnos sobre esta oposición. La clarificación del vínculo entre filosofía e historia pasa por una clarificación de esta partición de la filosofía en teoría y práctica y esto debe, en última instancia, encontrar su anclaje en la estructura trascendental misma de la conciencia, de la que el filósofo quiere erigirse en historiógrafo. Por razones ligadas a la estrategia adoptada en esta presentación, ha podido parecer que sugeríamos que la filosofía puede ser independiente de la historia. Esta cuestión demanda ahora ser profundizada. La tesis fundamental es que el ser-en-la-historia pertenece a la estructura trascendental misma de la conciencia. La filosofía no acontece en una conciencia cerrada, libre o no de abrirse al mundo, y la apertura al mundo no es, por decirlo así, accidental, sino siempre ya dada, como quiera que ha despertado la conciencia. Esto implica que la ahistoricidad de la filosofía afirmada hasta aquí no es sino el producto de una abstracción y exige ser reubicada en su justo contexto sistemático. El aparato teórico puesto en práctica con miras a un abordaje de lo real está ya siempre orientado prácticamente, constituye siempre una respuesta al mundo momentáneamente puesto en suspensión. Por consiguiente, no depende de la buena voluntad del filósofo abandonar el plano a priori y abrirse a la historia, sino que la historia está siempre como trasfondo, gobierna toda la empresa especulativa y constituye su móvil último. El filósofo que se encerrase en el mundo de sus abstracciones operaría aún e incluso en ese modo negativo, una respuesta a la llamada procedente del mundo, su no-compromiso seguiría siendo un modo de compromiso. El tejido intersubjetivo nunca se deja escamotear totalmente. Por eso el concepto no deviene histórico solamente a partir del momento en que el filósofo decide aplicarlo a la práctica, sino que tiene siempre una dimensión axiológica. Resulta así que la relación de la filosofía con su historia no es extrínseca, como un acercamiento puramente teórico podría verse tentado a mantener, pues la teoría demanda siempre ser sostenida por la práctica. Finalmente, pues, vemos que la historia de la filosofía, que debe zigzaguear entre dos posiciones reduccionistas que de manera diametralmente opuesta buscan excluirla, mucho más que un simple anexo de la filosofía, forma bloque con esta y no podría ser separada de la misma más que al precio de una mutilación indefendible.

7.6. CONCLUSIÓN Alcanzado el término de este recorrido, llega el momento de concluir. Soslayando la delicada cuestión de la identificación, en el campo de la historia, de la posición que mejor encarnaría la Filosofía, la hemos definido mediante una función. La filosofía, hemos sostenido, es, en su esencia, una metaciencia. Moviéndose sobre un plano diferente al de las ciencias, nunca puede ser integralmente reducida a las mismas. Esto es cierto en particular con respecto a las ciencias históricas, a las que tiene por cometido, en tanto que metaciencia, proporcionar las condiciones de posibilidad. La tesis del historicismo, pretendiendo reducir la filosofía a un producto enteramente histórico, es la impostura de una ciencia inconsciente de sus límites. Irreductible a la historia, la filosofía no carece sin embargo de vínculo con ella; al contrario, la historicidad pertenece a la estructura trascendental misma de la conciencia, que la filosofía tiene, en [129]

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tanto que metaciencia, la tarea de restituir. De ello se sigue que el vínculo que la filosofía mantiene con su historia no es extrínseco, lo que la preserva del reduccionismo inverso, hoy en día ampliamente representado en la tradición anglosajona, consistente en amputarle todo vínculo con la historia. La historia de la filosofía forma, pues, parte integrante de la filosofía. Ella encuentra en particular dos dominios donde ejercerse: la historia del descubrimiento de la filosofía como descripción de la estructura trascendental de la conciencia y la historia de las aplicaciones de la filosofía como historia de las tentativas de mediación, siempre afectadas por un coeficiente de riesgo, entre planos a priori y a posteriori.

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CAPÍTULO 8

Micrología. Leo Strauss y la historia de la filosofía1 ANTONIO LASTRA (Universidad de Valencia/Director de La Torre del Virrey. Revista de Estudios Culturales) ouj dh; levgw peri; th`~ ejklogh`~, ajll’ ajfeijsqw kata; to; paro;n hÔ peri; tau`ta skevyi~ DIONISIO DE HALICARNASO, De Comp. Verb., 25

I «Tal vez el mayor servicio que el historiador pueda prestarle al filósofo de nuestro tiempo —escribió Leo Strauss— sea proporcionarle los materiales necesarios para la reconstrucción de una terminología adecuada. En consecuencia, es probable que el historiador prive de un gran beneficio a otros, tanto como a sí mismo, si le avergüenza ser un micrólogo.» El propósito de estas páginas consiste en examinar, casi a la manera de un comentario de las líneas precedentes, la pertinencia de la micrología straussiana para leer y escribir la historia de la filosofía y, en particular, la historia de la filosofía política. La micrología straussiana se basaba en la necesidad de leer la filosofía clásica y la filosofía moderna de otra manera, prestando atención al arte de escribir sometido a la persecución, y de contextualizar la recepción de la filosofía clásica en los climas medievales islámico y judío, a diferencia de la recepción de la filosofía 1 Este capítulo forma parte del proyecto de investigación «Hacia una Historia Conceptual comprehensiva: giros filosóficos y culturales» (FFI2011-24473) del Ministerio de Economía y Competitividad. Estoy en deuda, y querría agradecerlo expresamente, con Alessandra Fussi, Raúl Miranda y Josep Monserrat Molas por los comentarios a estas páginas, así como con Ivana Margarese y Gaetano Rametta por ayudarme a localizar algunas referencias bibliográficas y con Juan José Tejero por la traducción del latín.

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clásica y el desarrollo de la filosofía en el occidente cristiano, con la perspectiva de hacer frente a la crisis de la Modernidad. El contexto de la cita de Strauss, en un ensayo sobre el carácter literario del Môrèh nebûk _ îm (Guía de perplejos) de Maimónides, tenía que ver, precisamente, con la ambigüedad con la que usamos la palabra «filosofía» fuera de su contexto original: «No solemos vacilar —decía Strauss— al incluir a los sofistas griegos entre los filósofos e incluso hablamos de filosofías que subyacen a los movimientos de masas». Según Strauss, esa ambigüedad se debía a la separación de la filosofía y la ciencia que se produce en la Época Moderna. Para Maimónides, por el contrario, la filosofía tenía un sentido mucho más restringido o mucho más exacto que el que ha llegado a tener en el presente: la filosofía era, para el autor de la Guía, idéntica a las enseñanzas y a los métodos de Aristóteles, frente a los cuales defendía el credo judío. A una filosofía no se le opondría, por tanto, otra filosofía, sino, según Maimónides, la ley como contenido de la revelación divina y, en consecuencia, la comunidad que obedece esa ley. Según Strauss, Maimónides «supone obviamente que los filósofos forman un grupo distinto de los adeptos a la ley y que ambos grupos se excluyen de manera mutua», sobre todo en lo que respecta a la cuestión metafísica —la cuestión decisiva por antonomasia— de la creación del mundo. Maimónides no habría sido un filósofo y un libro como la Guía, donde expone sus opiniones sobre todos los tópicos importantes, no sería, al menos en una primera lectura, un libro de filosofía2. Es razonable pensar que el historiador, como sugiere Strauss, pueda avergonzarse de ser un micrologus. Así tituló Guido de Arezzo su famoso tratado musical en la Edad Media. Por su parte, el uso del término en las lenguas modernas se circunscribe, casi por completo, al ámbito científico, donde se solapa con la práctica de la microbiología. La notación de los sonidos —una forma de escritura— y la atención a las pequeñas cosas casi invisibles —un aspecto de la percepción de la realidad— forman parte del sentido general del término. Sin embargo, no era lo que Strauss quería resaltar. Sus fuentes son clásicas: Platón, Isócrates, Aristóteles, Teofrasto y Polibio, entre otros, usaron el término en la Antigüedad. Una consulta al diccionario Liddell-Scott remite a una serie de citas que autorizan la reconstrucción del sentido de la micrología. Polibio, paradigma del historiador a quien habría avergonzado ser un micrólogo, contrapone, en el pasaje probablemente más autobiográfico de las Historias (31.27.16), la 2 L. Strauss, «The Literary Character of the Guide for the Perplexed» (1941), en Persecution and the Art of Writing (1952), Chicago, Chicago UP, 1988, págs. 42-43; «El carácter literario de la Guía de perplejos», en El libro de Maimónides, ed. y trad. de A. Lastra y R. Miranda, Valencia, Pre-Textos, 2012, págs. 296-298. La micrología guarda una estrecha relación con la literalidad que Strauss exigía de la traducción filosófica (in ultimitate literalitatis) y que puede considerarse también una pauta de lectura de obras filosóficas que aparecieron en culturas —como la antigua cultura griega— que no practicaron la traducción y de obras filosóficas impensables sin la traducción (véase L. Strauss, «How to Begin to Study Medieval Philosophy», en The Rebirth of Classical Political Rationalism. An Introduction to the Thought of Leo Strauss, ed. de T. Pangle, Chicago, Chicago University Press, 1989, pág. 220; El renacimiento del racionalismo político clásico, Buenos Aires, Amorrortu, 2008). Entre los ejemplos que podríamos aducir, no del todo arbitrariamente, están los siguientes: el Somnium Scipionis de Cicerón, la lectura de Filón de la Septuaginta, el discurso de san Pablo en Atenas y las traducciones cristianas de la Biblia, las paráfrasis platónicas de al-Fârâbî y Averroes, las traducciones de Guillermo de Moerbeke, los discursos de Maquiavelo sobre Tito Livio, la discusión de Spinoza con Maimónides, la traducción de Tucídides de Hobbes, las Rettungen de Lessing, la recreación de Baudelaire y Proust de Benjamin o los comentarios de Heidegger a los presocráticos. Véase, por ejemplo, J. Parens, Maimonides and Spinoza. Their Conflicting Views of Human Nature, Chicago, Chicago University Press, 2012.

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magnanimidad (megaloyuciva) de Publio Escipión a la mezquindad (mikrologiva) de Tiberio Graco y Nasica; en los Caracteres (X) de Teofrasto, micrología significa sordidez, una parsimonia exagerada. En ambos casos, la vergüenza de ser un micrólogo estaría éticamente justificada: Aristóteles había definido la vergüenza (aidou`~) como temor al desprestigio (fovbo~ ti~ ajdoxiva~, Et. Nic., 1128b10; cfr. 1123a-1123b para la magnanimidad: diafevrei d’ oujde;n; th;n e{xin h] to;n kata; th;n e{xin skopei`n). Pero la micrología también puede referirse a una cualidad del lenguaje. En su discurso Contra los sofistas (13.8), Isócrates separa el cuidado del alma (th`~ yuch`~ ejpimevleian) de la micrología, emparentada con la charlatanería (ajdolesciva), en el contexto de la enseñanza de la sabiduría y la transmisión de la felicidad (th;n sofivan didavskonta~ kai; th;n eujdaimonivan paradidovnta~), y reitera prácticamente los mismos términos en su Antídosis (15.2); en la Metafísica (995a10), Aristóteles, sin embargo, considera la micrología un aspecto de la acribia (ajkrivbeia) y, al final del Hipias Mayor (304b), Hipias aconseja a Sócrates que abandone sus smikrologiva~, lo que suscita una de las hipólepsis o réplicas más características de los diálogos platónicos: micrología podría ser aquí sinónimo de braculogiva, el intercambio breve de argumentos que se opone a la makrologiva, el gran discurso propio de políticos y sofistas3. En la República (486a), es Sócrates, por el contrario, quien, en el contexto de un largo discurso (dia; makrou` tino~ diexelqovnte~ lovgou), cuya finalidad era la de mostrar quiénes son filósofos y quiénes no lo son (484a), advierte a Glaucón de que la micrología, correlato de una actitud servil, carente de libertad (ajneleuqeriva), es lo más opuesto al alma que trata de apropiarse de todo lo divino y humano (mhv se lavqhÛ metevcousa ajneleuqeriva~: ejnantiwvtaton gavr pou smikrologiva yuch`Û mellouvshÛ tou` o{lou kai; panto;~ ajei; ejporevxesqai qeivou te kai; ajnqrwpivnou), es decir, el alma propia de quien participa de la filosofía. El filósofo, tanto como el historiador, podría avergonzarse de ser un micrólogo y de practicar la micrología. Los diccionarios modernos de filosofía (Ritter, Ferrater Mora) no registran el término, que encontramos, sin embargo, en dos autores contemporáneos cuya influencia es innegable: T. W. Adorno y Jacques Derrida. En Negative Dialektik (Dialéctica negativa, 1966), micrología (Mikrologie) puntúa la lectura en cinco ocasiones. En la primera, Adorno se refiere al fracaso del proyecto de los Passagen (Pasajes), en el que Walter Benjamin combinaba un «incomparable poder especulativo» con la «proximidad micrológica al contenido de la cosa» (mikrologischer Nähe zu den Sachgehalten), recordando que, según Benjamin, el auténtico estrato metafísico de la obra solo habría podido llevarse a cabo como algo «ilícitamente poético» (unerlaubt «dichterische»; cfr. Met. 995a5: oiJ me;n ou\n ejan; mh; maqhmatikw`~ levghÛ ti~ oujk ajpodevcontai tw`n legovntwn, oiJ d’ a]n mh; paradeigmatikw`~, oiJ de; mavrtura ajxiou`sin ejpavgesqai poihthvn). Según Adorno, esa capitulación ponía de relieve la dificultad de la filosofía, precisamente cuando más habría que precisar su concepto (den Punkt, an dem ihr Begriff weiterzutreiben ist), frente a la supuesta seguridad absoluta que la tradición ofrece. La inmersión en lo particular que la dialéctica de la inmanencia llevada a su extremo exige para garantizar la libertad y la trascendencia del pensamiento requeriría —escribe Adorno— que la micrología empleara medios macrológicos (als Mikrologie

3 Véase la entrada «Macrología», en G. Luri, Introducción al vocabulario de Platón, Sevilla, ECOEM, 2011, págs. 145-146.

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einzig über makrologische Mittel verfügt). Esa inmersión micrológica sería lo contrario, en alusión a Heidegger, de la intención ontológica. El resultado de la Ilustración habría llevado a que, tanto en la crítica del conocimiento como en la filosofía de la historia, la metafísica hubiera emigrado a la micrología (daß Metaphysik in die Mikrologie einwandert). La micrología —concluye Adorno en la última página de Dialéctica negativa— es el lugar de la metafísica como refugio de la totalidad (Diese ist Ort der Metaphysik als Zuflucht vor der Totale). La metafísica solo es posible como la constelación legible de lo existente, de la que proviene la escritura (Schrift). La mirada micrológica (der mikrologische Blick), que deshace el concepto absoluto, se solidariza con la metafísica en el momento de su caída4. Por su parte, Derrida se refiere a la micrología al responder a la pregunta por la relación entre la escritura y la filosofía. Según Derrida, los textos de la historia de la filosofía habrían llegado a ser tan heterogéneos entre sí y tan poco contemporáneos respecto a sí mismos que, «junto a gestos que repiten del modo más fiel, redundante, repetitivo e inmutado los filosofemas clásicos», podrían encontrarse, «por ejemplo, en Heidegger, motivos radicalmente deconstructivos con relación a la tradición canónica». La déconstruction sería posible, entonces, al pasar esos gestos y filosofemas al interior del corpus, «incluso algunas veces al elemento microscópico de una frase», omitiendo los nombres propios de los filósofos: «No se dirá —dice Derrida— Heidegger en general dice esto o aquello [sino que] se tratarán, en la micrología del texto heideggeriano, momentos diferentes, diferentes aplicaciones, lógicas rivales, y al hacerlo se desconfiará de toda generalidad, de toda configuración sólida y dada». Un libro de filosofía no representaría por sí mismo un conjunto coherente: entre el sistema y la nota a pie de página se abre un abismo insuperable. «La deconstrucción —escribe Derrida— no es un método para encontrar aquello que opone resistencia al sistema, sino que consiste en comprobar —al leer y al interpretar los textos— que, en ciertos filósofos, el efecto de sistema lo ha provocado una disfunción o desajuste, una incapacidad de cerrar el sistema»5. En lo esencial, Adorno y Derrida (o dialéctica negativa y deconstrucción) sugieren una concurrencia del sentido de la micrología y no es casual que el hilo conductor lleve en ambos casos —sobre el trasfondo de la tradición— de Benjamin a Heidegger (en momentos diferentes de la destrucción de la historia de la filosofía, si hemos de omitir los nombres propios). Hacia el final de su vida, Strauss le diría a Gershom Scholem que «lo que Benjamin se propuso seriamente, Heidegger lo llevó a cabo de una manera más radical y más clara, y tal vez por ello lo redujo ad absurdum»6.

4 T. W. Adorno, Negative Dialektik, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1966, págs. 27, 37, 88, 397-398. (Trad. cast.: ídem, Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad, trad. de A. Brotons, Madrid, Akal, 2011.) Hay menciones de la micrología en Minima moralia, Prismen y Ästetische Theorie. Véase J. F. Baselga, Autorreflexión y lógica de la diferencia. Sobre la posibilidad y el sentido del saber filosófico en T. W. Adorno, Nexofía. Libros electrónicos de La Torre del Virrey, l’Eliana, 2010, disponible en http://www.latorredelvirrey. es/nexofia/pdf/jose.felix.baselga_autorreflexion_y_logica_de_la_diferencia.pdf. 5 J. Derrida y M. Ferraris, Il gusto del segreto, Laterza, Bari, 1997, pág. 10 («nella micrologia del testo heideggeriano»). (Trad. cast.: ídem, El gusto del secreto, Buenos Aires, Amorrortu, 2009.) No hay, que yo sepa, un original en francés de las entrevistas. 6 Véase «Korrespondenz Leo Strauss-Gershom Scholem», en L. Strauss, Gesammelte Schriften, vol. 3, ed. de H. y W. Meier, Stuttgart y Weimar, Verlag J. B. Metzler, 20082, pág. 757; L. Strauss y G. Scholem, Correspondencia 1933-1973, ed. y trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Valencia, Pre-Textos, 2009, pág. 127 (carta de 8 de marzo de 1970).

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Solidarizarse con la metafísica en el momento de su caída y eludir la repetición de los filosofemas de la tradición canónica, en cualquier caso, obliga a buscar un ejemplo o paradigma de micrología aplicada. En la Metaphysik der Sitten (Metafísica de las costumbres, 1797), Kant recurrió a la micrología en el contexto de la interpretación de la apatía como fuerza y de los adiaphora morales. En la opinión de que no hay cosas indiferentes desde el punto de vista moral —escribe Kant— se encuentra una micrología (eine Mikrologie), «cuyo dominio se convertiría en tiranía si la incluyéramos en la doctrina de la virtud». Es interesante advertir, en el uso ético que hace Kant del término, la resonancia política clásica que Tyrannie denota. Si las máximas morales no pueden fundarse en la costumbre, salvo al precio de anular la libertad del sujeto, el progreso de la virtud no tiene otra razón de ser que la de empezar siempre de nuevo. La libertad sería así el motivo deconstructivo por antonomasia y la única disposición que podría permitir que fuéramos micrólogos sin avergonzarnos por ello7. Lo que es cierto de la ética puede serlo, sin abandonar la constelación de lectura kantiana, de la historia de la filosofía entendida como historia de la razón pura. Como historiador de la filosofía, Kant se propuso dar plena satisfacción a la razón humana: a sus ojos, que son los ojos de la Modernidad, la historia de la filosofía se presenta como un edificio en ruinas que habría que rehabilitar. Para explicar los cambios de la metafísica a los que se debe su estado ruinoso, Kant distingue, en lo que se refiere al objeto de los conocimientos humanos, entre los sensualistas como Epicuro y los intelectualistas como Platón y, en lo que se refiere al origen de los conocimientos puros de la razón, entre los empiristas como Aristóteles y los noologistas como (de nuevo) Platón. Con respecto al método, Kant distingue entre el naturalista y el científico, atribuyendo a los naturalistas una «misología» u odio a la razón de la que estarían exentos los científicos, que pueden dividirse a su vez en dogmáticos o escépticos. Según Kant, en medio «solo queda el camino crítico» para dar plena satisfacción a la razón humana en relación con los temas a los que siempre ha dedicado su afán de saber, aunque no lo hubiera logrado hasta ese momento. Convertir el camino crítico en camino real podría llevarse a cabo, en opinión de Kant, antes de que acabara su siglo, el XVIII, la época de la Ilustración. Que esa esperanza a corto plazo fuera compatible con el ejercicio de la filosofía y que el seguidor del camino crítico, a diferencia de dogmáticos y escépticos, estuviera más cerca del arquetipo o ideal del filósofo es algo que debe encontrar una respuesta en la arquitectónica de la razón pura. El filósofo es un legislador, no un artífice de la razón. La crítica de la razón, de acuerdo con Kant, es lo único que constituye realmente lo que podríamos llamar filosofía en sentido estricto, una filosofía que lo cifra todo en la sabiduría que sigue el camino de la ciencia. Al decir que, regidos por la razón, nuestros conocimientos no pueden constituir una rapsodia, sino que deben formar un sistema, Kant le da a la arquitectónica como arte de los sistemas una significación muy cercana a la escritura como arte de escribir. Cómo se escriben la filosofía y la historia de la filosofía no es una cuestión menor en comparación con la legibilidad del mundo o el mero deletreo de los fenómenos8. 7 Véase I. Kant, La metafísica de las costumbres, ed. y trad. de A. Cortina y J. Conill, Madrid, Tecnos, 1989, pág. 267 (Akademieausgabe, VI, 409). 8 Véase ídem, Crítica de la razón pura, ed. y trad. de P. Ribas, Madrid, Alfaguara, 1985, págs. 647-661 (A 832-856/B 860-884).

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Es probable que nos avergonzáramos de ser micrólogos en relación con Kant si no fuera porque cada uno de los conceptos que Kant emplea como historiador de la razón pura (por ejemplo, la serie Philosophie-Weisheit-Wissenschaft) requeriría, por sí mismo, una investigación minuciosa y detenida que pusiera de relieve que lo importante de escoger una terminología adecuada es la propia investigación. En uno de los primeros registros de la palabra, Platón llamó a esa investigación skevyi~ en un pasaje decisivo de la República (533 c-e), y determinar cuál sea el lugar que Platón, como intelectualista o noologista, como dogmático o escéptico, ocupa en la historia de la razón pura es, para el lector de Kant, una cruz de la investigación. Precisamente a propósito de Platón insistió Kant en que una parte —tal vez la mayor— de las tareas de la razón consiste en analizar (zergliedern) los conceptos que ya tenemos de los objetos. El análisis micrológico del vocablo «idea» en la Crítica de la razón pura (A 312-320/B 369-377) es paradigmático al respecto. «A pesar —dice Kant— de la gran riqueza de nuestras lenguas, el pensador tiene a menudo dificultades para encontrar el término que corresponde exactamente a su concepto.» En lugar de forjar nuevas palabras, el pensador hará mejor en recurrir a una lengua muerta culta (einer toten und gelehrten Sprache) para encontrar allí la palabra adecuada, corrigiendo el uso fluctuante debido al «descuido de sus creadores» (Unbehutsamkeit ihrer Urheber). «Idea» es una de esas palabras: no se podría reconstruir la terminología filosófica sin ella. Según Kant, las ideas eran para Platón arquetipos de las cosas mismas, no simples claves, como las categorías de Aristóteles, de experiencias posibles. Surgidas de la razón suprema, las ideas habrían llegado a la razón humana tras una laboriosa evocación o reminiscencia que —dice Kant— se llama filosofía. No quiero embarcarme ahora —escribió Kant en el pasaje más controvertido desde el punto de vista micrológico de Strauss— en una investigación literaria para dilucidar el sentido que el gran filósofo daba a esa palabra [es decir, idea]. Me limitaré a observar que no es raro que, comparando los pensamientos expresados por un autor acerca de su tema, tanto en el lenguaje ordinario como en los libros [sowohl in gemeinen Gespräche, als in Schriften], lleguemos a entenderlo mejor de lo que él se ha entendido a sí mismo [ihn sogar besser zu verstehen, al ser sich selbst verstand].

Según Kant, el terreno preferente donde Platón había hallado sus ideas fue el práctico, es decir, el terreno de la libertad, de modo que, allí donde su filosofía «nos deje desamparados» (uns ohne Hilfe läßt), habrá que iluminar sus pensamientos con nuevos esfuerzos. Que Platón nos dejara desamparados se correspondería, en la reconstrucción kantiana, con el descuido, como creador, de la palabra idea y con la posterior negligencia en las ideas auténticas en la legislación (der Vernachlässigung der echten Ideen bei der Gesetzgebung), del mismo modo que iluminar su pensamiento supondría entender a Platón mejor de lo que Platón se entendió a sí mismo: la genuina dignidad e interés de la filosofía residiría, para Kant, en el desarrollo de las ideas como reglas de la acción y de la hermenéutica entendida como una innovación conceptual del lenguaje de la Ilustración. Sin embargo, como observa Hans Blumenberg, Kant «solo conocía la filosofía de Platón a través de Jacob Brucker y no había leído uno solo de los diálogos»9. La 9 H. Blumenberg, Salidas de caverna, trad. de J. L. Arántegui, Madrid, Antonio Machado Libros, 2004, págs. 77-78 (cfr. 48, 220, 471).

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historiografía filosófica de Brucker desempeña su modesto papel en la monumental investigación de Blumenberg, que lo cita a propósito del epicureísmo y el neoplatonismo y que menciona el desprecio con el que Hegel lo trataría como historiador de la filosofía. A propósito de la recusación kantiana de Brucker, que juzgaba ridícula la afirmación platónica según la cual nunca regirá bien un príncipe que no participe de las ideas, Blumenberg observa que Kant no menciona el modelo de la caverna porque no lo había hallado previamente en Brucker o porque no lo necesitaba. De acuerdo con Blumenberg, el testimonio de Kant era ejemplar: la historia de la filosofía entendida como historia de la razón pura permitiría prescindir de una «escritura doxográfica de la filosofía». La definición precisa de las ideas excluye así la necesidad del mito. La filología platónica habría surgido a posteriori ante el asombro de que la teoría o dogma de las ideas no tuviera en los diálogos platónicos la preponderancia que Kant y, paradójicamente, Brucker le habían dado. Para Brucker, la historia de la filosofía era historia de las ideas y, en el pasaje clave de su Historia Critica Philosophiae (1742-1744), la caverna y las ideas serían correlativas (qui locus abiis maxime legendus est, qui idearum doctrinam in se oscuram & difficilem clarius cognoscere cupiunt). Si, semánticamente, prepara lo que acabará llamándose Modernidad, la Historia Conceptual del término «Ilustración», que empieza con la institucionalización kantiana de las ideas platónicas, según la cual no se puede determinar con antelación cuál es el punto en el que debe detenerse la humanidad ni cuál es la distancia que separa la idea de su realización, porque se trataría, precisamente de la libertad, que es capaz de franquear cualquier frontera, en su dimensión onomasiológica nos devuelve al principio de la historia de la filosofía —a la alegoría de la caverna— e impide que Aufklärung pueda aplicarse indiscriminadamente a cualquier contexto10.

10 Blumenberg cita Kurze Fragen aus der Philosophischen Historie (1731) de Brucker, pero es mucho más probable que Kant usara la Historia Critica Philosophiae. Véase al respecto M. Fistioc, The Beautiful Shape of Good: Platonic and Pythagorean Themes in Kant’s Critique of the Power of Judgement, Londres, Routledge, 2002, págs. 1-35. La referencia se encuentra en I. Bruckeri [J. Brucker], Historia Critica Philosophiae, Leipzig, Breitkopf, 1742, vol. I, pág. 700: «Ideas Platoni constituta esse objecta scientiae, circa quae versatur, id quod supra jam indicavimus, & ipse multoties in dialogis suis inculcavit. Rationem in antecedentibus jam exposuimus, quia eas solas veram rerum naturam pandere, & genuina veritatis luce collustrare homines putat, id quod elegantissima imagine hominis in specu devincti, & umbratiles tantum imagines videntis, soluti vero postea & per varios gradus ad intuendas res ipsas, tandemque ad aspiciendos solaris luminis radios gradientis atque ascendentis illustrat (Initio l. VII. de repub., tomo II, pág. 515), qui locus abiis maxime legendus est, qui idearum doctrinam in se oscuram & difficilem clarius cognoscere cupiunt» («Para Platón, las ideas son el objeto establecido de la ciencia que investiga, como ya dijimos más arriba y el propio Platón ha recalcado tantas veces en sus diálogos. Ya expusimos la razón en páginas precedentes, porque Platón piensa que solo ellas manifiestan la verdadera naturaleza de las cosas e ilumina a los hombres con la auténtica luz de la verdad, algo que ejemplifica en la preciosa metáfora del hombre atado en la caverna, y que puede ver solo imágenes en la sombra, y después más tarde desencadenado y avanzando unos pasos ve las cosas mismas, hasta que puede ver los rayos de la luz solar que avanza y asciende; este pasaje debe ser leído especialmente por los que desean conocer de manera más clara su doctrina de las ideas, de por sí oscura y difícil»; cfr. pág. 693). Sobre la onomasiología de Aufklärung, véase R. Koselleck, «Innovaciones conceptuales del lenguaje de la Ilustración», en Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social, trad. de L. Fernández Torres, Madrid, Trotta, 2012, págs. 201, 203, 208.

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II La caverna representa la ciudad. La vida política es la vida en la caverna, separada por un muro de la vida iluminada por la naturaleza: los habitantes de la caverna ven las sombras proyectadas por objetos artificiales. Esas sombras de objetos artificiales de los que habla la alegoría de la caverna se corresponden con las opiniones de los habitantes de la ciudad. La filosofía, según Strauss, es la sustitución de las opiniones por el conocimiento, el ascenso desde el estrato inferior de las opiniones sobre lo que es bueno para los hombres hasta el estrato superior de la idea del bien. Los mejores ciudadanos, por estar íntimamente convencidos de la bondad de sus opiniones, cuya forma tradicional es la ley sancionada por los dioses de la ciudad, serán los adversarios más acérrimos de la filosofía. La filosofía y la ciudad tienen finalidades distintas que no es probable que coincidan: la coincidencia en una misma persona de filosofía y poder político es un azar o una dispensación divina, que merecen ser tratados con ironía. Strauss señala que la ausencia o abstracción específica de eros en la República —el prisionero ha de ser sacado a la fuerza y el filósofo obligado a volver a la caverna— es una prueba de que la caverna adopta la forma de un mundo suficiente en el que el deseo del conocimiento no parece necesario. Aludiendo a la doctrina kantiana de la virtud, Strauss dirá que la compulsión no deja de serlo por ser autocompulsión. Si ninguna interpretación, por tanto, de las enseñanzas de Platón puede probarse completamente por medio de evidencias históricas, la literalidad es la conducta del intérprete más cercana a la reticencia del autor. La literalidad es reticente por naturaleza y la reticencia, entendida como una figura retórica de la filosofía política, es una forma de la prudencia11. La escritura reticente que Strauss recuperó para la lectura se basaba en el reconocimiento de un arte superior que hundía sus raíces en la necesidad superior. A diferencia de la hermenéutica kantiana, Strauss dirá que el libro o discurso perfecto obedece en todos los aspectos «las puras e inmisericordes leyes de lo que se ha llamado la necesidad logográfica». El libro o discurso perfecto no contiene, por tanto, negligencia alguna; no hay en él, según Strauss, «hebras perdidas [loose threads]» ni contiene palabra alguna que haya sido escogida al azar. En el libro o discurso perfecto, «una razón que sabe cómo usar un obsequio inesperado, que sabe cómo persuadir y que sabe cómo prohibir, guía con facilidad fuertes pasiones y una poderosa y fértil imaginación». El escritor perfecto rechaza, «con desdén y con cierta impaciencia», las solicitudes de la retórica vulgar12. 11 Véase A. Fussi, La città nell’anima. Leo Strauss lettore di Platone e Senofonte, Pisa, ETS, 2011, págs. 56-133. Fussi vincula con acierto reticentı˘a y skevyi~. 12 L. Strauss, Thoughts on Machiavelli (1958), Chicago, Chicago UP, 1978, págs. 120-121. Strauss no menciona la fuente platónica de la necesidad logográfica (Fedro, 264b): «tiv de; ta\lla; ouj cuvdhn dokei` beblh`sqai ta; tou` lovgou; h] faivnetai to; deuvteron eijrhmevnon e[k tino~ ajnavgkh~ deuvteron dei`n teqh`nai, h[ ti a[llo tw`n rJhqevntwn; ejmoi; me;n ga;r e[doxen, wJ~ mhde;n eijdovti, oujk ajgennw`~ to; ejpio;n eijrh`sqai tw Û` gravfonti: su; d’ e[cei~ tina; ajnavgkhn logografikh;n hÛ| tau`ta ejkei`no~ ou{tw~ ejfexh`~ par’ a[llhla e[qhken» («¿Y qué decir del resto? ¿No da la impresión de que las partes del discurso se han arrojado desordenadamente? ¿Te parece que, por alguna razón, lo que va en segundo lugar tenga, necesariamente, que ir ahí, y no alguna otra cosa de las que se dicen? Porque a mí me parece, ignorante como soy, que el escrito iba diciendo lo que buenamente se le ocurría. ¿Tienes tú, desde el punto de vista logográfico, alguna razón

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La figura del escritor perfecto no supone la figura del lector perfecto, lo que invierte por completo el planteamiento de la hermenéutica moderna —de Kant a HansGeorg Gadamer—, cuyo supuesto es, precisamente, que el lector está en condiciones de entender al escritor mejor de lo que el escritor se había entendido a sí mismo y a su obra. En la breve correspondencia que Strauss cruzaría con Gadamer a propósito de Wahrheit und Method (Verdad y método, 1960), cuya lectura evocaría en Strauss sus años de aprendizaje en el ambiente neokantiano de la universidad («mi juventud en Alemania, los seminarios de Natorp, tantas conversaciones»), así como la última conversación que ambos habían mantenido en Alemania en 1954, con ocasión de la única visita que Strauss haría tras su salida en 1932, por tanto, en un documento íntimo cuyo trasfondo es siempre —en el caso de los filósofos— la Carta VII de Platón y el problema de la autenticidad que plantea, el problema de la interpretación se convertiría en un non sequitur de la amistad. Strauss le diría a Gadamer que Verdad y método era, sobre todo, una traducción (translation) de Heidegger al medio académico: «Hay un capítulo sobre Dilthey, pero ninguno sobre Nietzsche». Según Strauss, Gadamer no habría planteado «la situación hermenéutica par excellence: la situación que por primera vez requiere la comprensión de cualquier tarea hermenéutica particular a la luz de la hermenéutica filosófica universal y a la que, hasta donde sabemos, podría sucederle una situación en la que algo parecido a la hermenéutica pre-historicista sería lo apropiado». En la hermenéutica de Gadamer, Strauss no podría reconocer su experiencia como intérprete. Para Strauss, una interpretación digna de ser tenida en cuenta suscita siempre la sensación de ser «irremediablemente ocasional». Irónicamente, le proporcionaría a Gadamer in a rhapsodic way, es decir, no de una manera sistemática, una serie de ejemplos de su experiencia como intérprete. El primero era la lectura de Maimónides. Comprender libros antiguos y extraños (old and foreign books) supone aceptar la posibilidad de que la doctrina que encierran o transmiten sea verdadera y, por tanto, la necesidad de pensar o aprender al interpretarla, en la medida en que el lector ha de aceptar o refutar racionalmente esa doctrina verdadera. Pero eso no equivaldría a una «fusión de horizontes»: «Seguramente —escribe Strauss— mi horizonte se amplía si aprendo algo importante. Pero es difícil decir que el horizonte de Platón se amplía si se demuestra que una modificación de su doctrina es superior a su propia versión». La teoría kantiana de las ideas, de cuya existencia no es posible dudar, no amplía el horizonte de la teoría platónica de las ideas, de cuya existencia un lector inteligente y digno de confianza de Platón tiene razones fundadas para dudar. «Al menos en los casos más importantes —dirá Strauss—, antiguos o contemporáneos, siempre he visto que queda algo en el texto de la mayor importancia que no he entendido.» La comprensión o la interpretación, a diferencia de la escritura perfecta, es incompleta. Sin embargo, la comprensión o interpretación incompleta no niega la posibilidad de alcanzar «la verdadera comprensión». La mediación del intérprete es ministerial o reproductiva, no productiva: al hacer explícito lo que el autor presupone, el intérprete no entiende mejor al autor de lo que el autor se entendía a sí mismo. No todos los textos, por otra parte, tienen el carácter de modelo que Gadamer les

necesaria, según la cual tuviera que poner las cosas unas después de otras y en ese orden?», Fedro, trad. de E. Lledó, en Diálogos, vol. III, Madrid, Gredos, 20044).

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atribuye. De hecho, «la tradición y la continuidad desaparecen cuando empezamos a interpretar»13. Que la tradición y la continuidad desaparezcan cuando empezamos a interpretar vincula la interpretación qua interpretación a la filosofía. La filosofía no es tradicional ni garantiza la continuidad de ninguna tradición. Que la tradición y la continuidad desaparezcan cuando empezamos a filosofar enfrenta la filosofía a la ciudad, es decir, a toda comunidad humana que se base en la tradición y la continuidad. El enfrentamiento entre la filosofía y la ciudad obliga a la filosofía a ser, en primera instancia, filosofía política. La filosofía política sería la disciplina straussiana por antonomasia y Strauss la entendería micrológicamente como una skevyi~ o investigación sobre las cosas más importantes y sobre lo más importante de todas las cosas. Al no avergonzarle ser un micrólogo como historiador, Strauss pudo reconstruir con precisión la terminología adecuada para el ejercicio de la filosofía, de modo que su literalidad y su reticencia, a diferencia de lo que han juzgado precipitadamente muchos de sus detractores, han demostrado ser exigencias mucho más difíciles de satisfacer que las macrologías propias de sofistas y políticos. Una última referencia será suficiente. Como ha puesto de relieve Rafael Major, lejos de incurrir en ninguna de las «mitologías» que Quentin Skinner advertía en la escritura reticente, Strauss ha podido, en última instancia, entender las consecuencias de la verdad que la historia enseña a sus discípulos más sobrios: la omisión de J. G. A. Pocock de los Thoughts on Machiavelli (Pensamientos sobre Maquiavelo) de Strauss en su The Machiavellian Moment (El momento maquiaveliano) es también la omisión de las dificultades constitucionales de la democracia. Quienes consideran que Strauss ha sido un teacher of evil han incurrido en la mitología de la prolepsis que no les ha permitido tomarse en serio esa acusación y hacer justicia a la intrepidez de su pensamiento, la grandeza de su visión y la graciosa sutileza de su discurso14.

13 Véase L. Strauss y H. G. Gadamer, «Correspondence Concerning Wahrheit und Method», en The Independent Journal of Philosophy, 2 (1978), págs. 5-12. (Trad. cast.: ídem, «Correspondencia sobre Verdad y método», en L. Strauss, Sin ciudades no hay filósofos, ed. y trad. de A. Lastra y R. Miranda, Madrid, Tecnos [en prensa]. Remito a esta edición para un examen completo de la correspondencia.) 14 L. Strauss, Thoughts on Machiavelli, ed. cit., pág. 13. Véase R. Major, «The Cambridge School and Leo Strauss: Texts and Contexts of American political Science», Political Research Quarterly, vol. 58, núm. 3 (2005), págs. 477-485. Sobre las dificultades constitucionales de la democracia, véase H. Adams, History of the United States of America during the Administrations of Thomas Jefferson (1889, 1891), ed. de E. N. Harbert, Nueva York, The Library of America, 1997, II, 4, págs. 352-365. El texto de Strauss que motivó las críticas de Skinner en «Meaning and Understanding in the History of Ideas» (1969) es «An Epilogue», que se publicó por primera vez en el volumen colectivo Essays on the Scientific Study of Politics (ed. de H. Storing, 1962) y que Strauss reeditaría en 1968 en Liberalism Ancient and Modern, entre un estudio sobre Marsilio de Padua y su célebre «Preface to Spinoza’s Critique of Religion», y en el cual acusaba a la nueva ciencia de la política —en la que los nuevos historiadores como Skinner y Pocock lograrían su preeminencia— de no ser «ni siquiera maquiavélicos, pues la enseñanza de Maquiavelo era graciosa, sutil y colorida» (L. Strauss, Liberalism Ancient and Modern, Chicago, Chicago University Press, 1995, pág. 223. [Trad. cast.: ídem, Liberalismo antiguo y moderno, trad. de L. Livchits, Madrid, Katz, 2007].) Históricamente, Maquiavelo se situaba entre Marsilio y Spinoza. Al «epílogo» de Strauss seguía un «prefacio».

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CAPÍTULO 9

Teoría del discurso y arqueología: Una lectura de Foucault en clave histórico-conceptual1-2 GAETANO RAMETTA (Universidad de Padua)

I Querría partir de la ambigüedad involuntaria que caracteriza el título de mi intervención: «Foucault en clave histórico-conceptual». Me doy cuenta de que estas palabras pueden ser leídas al menos de dos maneras. La primera sería asumir el pensamiento de Foucault como objeto de una reconstrucción histórico-conceptual. Se trataría de situarlo en el clima intelectual de su tiempo, mostrando sus entrecruzamientos con los desarrollos de las «ciencias humanas» en la Francia de los años 50 y 60. Tales desarrollos son contemporáneos a la crisis de la influencia ejercida por la fenomenología de Husserl sobre el pensamiento francés, al crecimiento del impacto del marxismo sobre las nuevas generaciones, y a las contiendas políticas que sacuden a la sociedad francesa y culminan en los acontecimientos de Mayo del 68. En su libro Las palabras y las cosas, publicado en 1966, el mismo Foucault intentó mostrar la emergencia de aquella nueva configuración «epistémica» que, a través de la disolución y la transformación de historia natural, análisis de las riquezas y gramática general, condujo en primer lugar —esto es, en el transcurso del siglo XIX— a los nuevos «saberes» constituidos por la biología, la economía política y la filología, respectiva1 Este trabajo ha surgido en el marco del proyecto de investigación «Hacia una Historia Conceptual comprehensiva: giros filosóficos y culturales» (FFI2011-24473) del Ministerio de Economía y Competitividad. 2 Traducción del italiano de Nerea Miravet Salvador. Título original: «Teoria del discorso e archeologia: una lettura di Foucault in chiave storico-concettuale». Agradezco a Lorena Rivera León su inestimable ayuda en la labor de traducción. [N. de la T.].

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mente; y luego, a través de una ulterior subversión de los órdenes histórico-conceptuales, al nacimiento de las «ciencias humanas» propiamente dichas, que vieron como sus adalides la lingüística estructural de Saussure, el psicoanálisis de Freud y la etnología de Lévi-Strauss. Ahora bien, el resultado paradójico inducido por la emergencia de estas nuevas disciplinas lo constituye precisamente el hecho de que, en el momento mismo en que son agrupadas bajo el título de «ciencias humanas», estas conducen según Foucault a la «muerte del hombre». La aportación filosófica fundamental de Las palabras y las cosas, de hecho, corresponde justamente al descubrimiento de que «hombre» no es una palabra denotativa de un ente natural, sino una configuración conceptual estructurada a partir de una determinada organización del saber, destinada pues a «terminar» con el fin de los saberes que la han asumido como objeto de su estudio. He introducido la expresión «orden histórico-conceptual» para expresar aquello que Foucault expresa en términos de «episteme». De esta manera, he evidenciado el hecho de que entiendo la expresión: «Foucault en clave histórico-conceptual» en un sentido distinto al indicado en el inicio. En otras palabras, no tengo intención de someter el pensamiento de Foucault a una lectura histórico-conceptual, sino de mostrar si y de qué manera el pensamiento de Foucault puede proporcionar instrumentos útiles, aún hoy, para una reconstrucción en clave Histórico-Conceptual de los acontecimientos intelectuales que han caracterizado la formación de la Europa moderna. Evidentemente sería necesario, antes de nada, ponerse de acuerdo sobre el significado que cabe atribuir a la expresión «Historia Conceptual». Aquí tengo que remitir necesariamente a los trabajos que los amigos de la Univesità di Padua han desarrollado sobre este tema durante los últimos 25 años3. Pero una referencia menos genérica, y aún más familiar, puede llegar de la mano de la «Introducción» al volumen Historia y hermenéutica escrita por José Luis Villacañas y Faustino Oncina. En este volumen, como es sabido, se recoge el discurso ofrecido por Koselleck con ocasión del 85 cumpleaños de Gadamer y la respuesta de este último a la intervención del primero4. Así pues, aun siendo consciente de la simplificación que estoy operando, querría tomar este texto de Koselleck como representativo de las implicaciones filosóficas que este autor, con la autoridad singular que evidentemente le compete cuando hablamos de Historia Conceptual, intenta extraer a partir de la práctica de esta última. Querría, por tanto, confrontar el texto de Koselleck con el libro de Foucault titulado La arqueología del saber, publicado en 1969 y en el que Foucault trata, a su vez, de extraer algunas consecuencias teóricas más generales de su práctica como historiador, o mejor, «arqueólogo» del saber5. Las reflexiones que trataré de desarrollar a partir de esta comparación al final de mi intervención, deberán ser entendidas como estímulos para la discusión y, en ningún caso, como conclusiones de ningún tipo, ni siquiera «provisionales».

3 Me refiero, en particular, a los trabajos de G. Duso y S. Chignola. Cfr. el volumen Historia de los conceptos y filosofía política (2008), trad. de M. J. Bertomeu, Madrid, Biblioteca Nueva, 2009. 4 Cfr. R. Koselleck y H. G. Gadamer, Historia y hermenéutica, «Introducción» de J. L. Villacañas y F. Oncina, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós/ICE (UAB), 1997. Para la edición original, cfr. R. Koselleck, Zeitschichten. Studien zur Historik, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 2000, págs. 97-127. 5 Cfr. M. Foucault, La arqueología del saber (1969), trad. de A. Garzón, Madrid, Siglo XXI, 2006 (1.ª ed., 1970).

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II Con respecto al texto de Koselleck, puedo ser breve dado que, sin duda, todos conocemos las tesis principales que en él se presentan. Koselleck trata de mostrar cómo la práctica de la Begriffsgeschichte implica una teoría general de la historicidad, que él determina como reconstrucción de las condiciones de posibilidad de historias posibles. El marco teórico que este ilustra quiere desvincularse, así pues, de una filosofía de la historia de tipo idealista, donde se trata siempre de una historia en singular, orientada hacia la actuación teleológica de un fin que, pese a los distintos planteamientos epistemológicos que caracterizan a los grandes protagonistas de la filosofía clásica alemana, permitiría dotar de un instrumento de interpretación global a los acontecimientos históricos del hombre. Para Koselleck, en cambio, se trata de asumir como un dato irrevocable la finitud constitutiva de la naturaleza humana, con la consiguiente imposibilidad de atribuir un sentido omnicomprensivo a la aventura histórica de la humanidad. La historia, por lo tanto, se pluraliza en una multiplicidad de eventos y horizontes, y el «historiador pensante» —por citar una célebre expresión del joven Hegel— es llamado a reflexionar sobre las condiciones que hacen posible la determinación en sentido histórico de esta multiplicidad irreductible de acontecimientos y de acciones. Koselleck llama Historik a la reflexión filosófica que el historiador lleva a cabo en relación con las condiciones de posibilidad de su propio campo de estudio (la «historia» como multiplicidad de «historias»). De este modo, evidentemente, Koselleck retoma una tradición específica, que a partir de Kant recibe el nombre de «filosofía trascendental», en tanto que reflexión sistemática sobre las condiciones de posibilidad que presiden la constitución de un determinado ámbito de realidad. Sin embargo, también desde este punto de vista, Koselleck pretende producir un viraje, que es doble. En primer lugar, una tal reflexión emana como necesidad de clarificación interna de la práctica concreta del trabajo de historiador, que impone empalmar el plano de la reconstrucción histórico-conceptual (Begriffsgeschichte) y el plano de los órdenes histórico-sociales y constitucionales (Sozialgeschichte en sentido amplio). En segundo lugar, tomando como dato irreversible la finitud constitutiva de la naturaleza humana, cambia la referencia filosófica privilegiada: ya no Kant, aun cuando también esta filosofía gira entorno a la finitud insuperable del hombre, sino el Heidegger de Ser y tiempo. Ahora bien, precisamente la elección de Heidegger como punto de referencia privilegiado condiciona la dirección de las reflexiones de Koselleck. A partir de las estructuras existenciales que caracterizan la finitud del hombre como Dasein, Koselleck se ve llevado, de hecho, a la elaboración de categorías universales como condiciones de posibilidad para cada posible historia. De la idea del hombre como «ser-para-lamuerte», por ejemplo, Koselleck es conducido a la integración del «poder-morir», como condición de proyectividad libre, con el «poder-matar» y de aquí, a la «deducción» de la pareja antitética schmittiana «amigo-enemigo» como categoría dotada de validez «trascendental» para la posibilidad de cada posible historia. De la misma manera, del «ser-en-el-mundo» como estructura existencial de la finitud del ser-ahí, Koselleck deriva la pareja antitética «interno-externo» de la que la oposición entre «secreto» y «público» constituye una ulterior articulación; del «estar arrojado» heidegge[143]

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riano (Geworfenheit) deriva la idea de «generatividad» (en este caso, la referencia explícita es a la filosofía de la natalidad de H. Arendt), y de aquí la idea del sucederse entre las distintas «generaciones»; finalmente, con un deslizamiento hacia Platón, tenemos la pareja antitética de «amo» y «esclavo» como expresión de las relaciones de «dominio» (Herrschaftsverhältnisse) que serían, también ellas, constitutivas de cada posible historia. Koselleck entiende las cinco parejas antitéticas así determinadas como «las condiciones trascendentales mínimas» que permiten comprender la «finitud» humana en términos de «tensiones temporales», capaces por tanto de consentir el desarrollarse de una pluralidad de historias posibles, con las que el trabajo del historiador tiene siempre que ver. De este modo, Koselleck sustituye la categoría heideggeriana de la «historicidad», aún demasiado genérica para poder «fundar trascendentalmente la pluralidad de historias efectivas», por categorías implicadas en el trabajo del historiador y susceptibles, al mismo tiempo, de permitir el engarce recíproco, sobre una base teórica mínima pero rigurosamente determinada, de Historia Conceptual e historia social6. Al mismo tiempo, la Historik así esbozada permite identificar un plano de la historia que no se deja remitir simplemente al lenguaje y, por lo tanto, se sustrae a la toma de la «hermenéutica» (Hermeneutik) y a su pretensión de expresar el horizonte comprensivo en el seno del cual comprender la multiplicidad tanto de las historias como de las ciencias históricas. Sobre esta base se desarrolla el enfrentamiento con Gadamer, de riquísimo interés, pero en el que debemos renunciar a profundizar.

III Volvamos, en cambio, a la Arqueología del saber de Foucault. Como ha sido señalado más arriba, el filósofo francés no entiende este volumen como un tratado acabado de metodología histórica, sino como un complejo de reflexiones orientadas a aclarar, ante todo al propio Foucault, los presupuestos más o menos tematizados que estaban operando en sus trabajos precedentes, a saber, en la Historia de la locura (1961), El nacimiento de la clínica (1963) y Las palabras y las cosas (1966). Aquí hay sin duda un punto en común con Koselleck: en ambos autores, a pesar de la diversidad de contextos históricos y temporales, las reflexiones que conducen a la elaboración en un caso de la Historik, en el otro de la «arqueología», no son el fruto de una abstracta ambición teórica, sino que nacen de la práctica concreta del trabajo de historiadores, si bien desarrollado de modo distinto. En efecto salta a la vista, puesto que es subrayado claramente por el propio Foucault, que aquello de lo que se ocupa este último, en cuanto «arqueólogo» del saber, no son «conceptos», sino «enunciados» (énoncés). Así pues, Foucault se encuentra inmediatamente frente a la tarea de definir qué sea un enunciado, estableciendo criterios para su efectivo reconocimiento en el interior de la más amplia articulación de un «discurso». En términos elementales, un enunciado es una secuencia de signos vinculados por una regla, que sin embargo puede también estar constituida por una aleatoriedad radical. Según Foucault, por ejemplo, la secuencia de letras «Q, W, E, R,

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Cfr. R. Koselleck y H. G. Gadamer, Historia y hermenéutica, ed. cit., pág. 85.

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T» es un enunciado, aunque no lo encontraréis tal como lo he escrito en el libro de Foucault. Allí encontraréis, en cambio, la secuencia siguiente: «A, Z, E, R, T»7. ¿Qué distingue las dos secuencias? Démosle la palabra a Foucault: «el teclado de una máquina de escribir no es un enunciado; pero esa misma serie de letras, A, Z, E, R, T, enumeradas en un manual de mecanografía, es el enunciado del orden alfabético adoptado en las máquinas francesas»8. De la misma manera, la secuencia «Q, W, E, R, T», enumerada como ejemplo de enunciado en la óptica de Foucault, transforma en enunciado el orden alfabético de las primeras letras que aparecen sobre el teclado de mi ordenador italiano (suponiendo que un ordenador tenga nacionalidad...). A través de ejemplos como este y otros análogos, Foucault quiere mostrar que el enunciado define no tanto un elemento, cuanto una función que condiciona la construcción de cada posible discurso y que precisamente en cuanto función (esto es, correlación de signos en secuencia según reglas), es distinto, si bien está implicado, de las unidades fundamentales de la gramática («frases»), de la lógica («proposiciones») y del análisis del lenguaje («actos lingüísticos»). A partir de la definición de enunciado no como unidad elemental, sino como función enunciativa, podemos proceder a la definición de «discurso» como conjunto de enunciados en relaciones recíprocas, estructuradas a partir de reglas que no se formulan en el interior del discurso, sino que compete al arqueólogo encontrar y sacar a la luz. He usado estas expresiones tan comprometidas en sentido metafísico, para acentuar la dislocación que la posición de Foucault quiere provocar respecto a este último. De hecho, el sacar a la luz del arqueólogo foucaultiano no tiene que ver con una dimensión de excavación en las profundidades del discurso, sino con la legalidad que vincula sus enunciados sobre el plano totalmente superficial de su ser producidos. El arché no está debajo, ni tampoco encima ni más allá: está en el lugar mismo que se instituye en el discurso y a través del discurso. No hay un lugar en el que el discurso acontece, ni hay un origen al cual el discurso pueda ser remitido como manantial secreto de su sentido: el discurso está todo y solamente en el conjunto de los enunciados que lo expresan, y el arqueólogo se limita a describir aquello que el discurso hace, y ya ha hecho, a través de la descripción —no la explicación, ni tampoco la interpretación— de las reglas que se dan en la operatividad concreta de los enunciados que se han instituido. En este sentido, el arqueólogo no trata con «documentos», sino con «monumentos»9. El documento es aquello que debería doblegarse a la práctica hermenéutica del historiador, para recobrar un sentido que el tiempo habría ocultado o tergiversado, cuando no manipulado intencionalmente. El monumento, en cambio, se ofrece en la positividad neutra de aquello que permanece, y que al historiador solamente le queda por describir en la legalidad que lo constituye y en las relaciones que, junto a otros monumentos, forman aquello que Foucault llama una «formación discursiva»10. 7

Cfr. M. Foucault, L’archéologie du savoir, París, Gallimard, 2005 (1.ª ed., 1969), pág. 114. Traducimos directamente del francés para conservar el ejemplo original, que en las ediciones en castellano es sustituido por el ejemplo empleado aquí por el autor del texto. [N. de la T.]. 9 M. Foucault, La arqueología del saber, ed. cit., págs. 233-234, si bien es fundamental todo el capítulo «Arqueología e historia de las ideas» (págs. 227-235), que abre la cuarta sección del libro, titulada «La descripción arqueológica». 10 Para el nexo entre «discurso» y «formación discursiva», cfr. ibíd., particularmente los capítulos I y II de la segunda sección, titulada «Las regularidades discursivas» (págs. 33-64) y los capítulos I-III de la ter8

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Del plano del enunciado, continuamos hacia el plano del discurso como secuencia regulada y por principio iterable de enunciados; del plano del discurso, al de la «formación discursiva» como entrecruzamiento de una pluralidad de discursos, regida también ella por un conjunto de reglas, que no debe necesariamente ser consistente internamente, sino que puede presentar fracturas y contradicciones, superposiciones e incompatibilidades. De ahí, el carácter móvil y por así decir encrespado de una formación discursiva; de ahí, su carácter híbrido entre, por una parte, una pura y simple multiplicidad de enunciados sin nexo recíproco y, por la otra, el discurso de las «ciencias» en sentido estricto, en el que la multiplicidad de enunciados es producida según reglas explícitamente formalizadas en el interior mismo del campo discursivo del que se trata. Es a este horizonte intermedio a lo que Foucault atribuye el nombre de «saber». Por un lado, tenemos el carácter pura y simplemente dispersivo de los discursos. Por el otro, la formalización que estos sufren, cuando un procedimiento de producción discursiva se ha estabilizado, en el interior de un campo discursivo que se ha instituido como «ciencia», a través de la enunciación explícita de reglas restrictivas para la admisión o no de determinados enunciados. En medio, se encuentra la pluralidad irreductible de las «formaciones discursivas», en las que los enunciados se producen según reglas, donde tales reglas, sin embargo, no han superado aún el umbral de su formalización. Estos «saberes» constituyen el objeto de estudio privilegiado para la actividad del arqueólogo. Los saberes son múltiples tanto en sentido interno como en sentido externo. En sentido externo, porque aparecen flanqueados unos por otros, constituyendo una pluralidad de discursos identificables, cada uno en relativa independencia respecto al otro (en el caso de los saberes examinados en Las palabras y las cosas, se trata de la gramática general, del análisis de las riquezas y de la historia natural); en sentido interno, porque cada uno se caracteriza por una pluralidad de enunciados y su concatenación en una variedad de discursos, cuya regularidad —entendida ya sea como conformidad a reglas, o bien como posibilidad de su iteración— constituye la íntima dispersividad que caracteriza cada formación discursiva. Precisamente por este interno carácter dispersivo, cada formación discursiva es porosa respecto a cualquier otra: las correlaciones entre las distintas formaciones discursivas (o, como también las llama Foucault, entre las diversas «positividades») constituyen aquello que, con nombre singular, Foucault determina como episteme11. También en este caso, la intención foucaultiana es radicalmente antiplatónica: no se trata, de hecho, de reconducir la constitutiva dispersividad de los discursos hacia un horizonte unitario, la identidad de un origen o la manifestación de un sentido, sea esto a su vez entendido como telos tendencialmente inalcanzable (como en Husserl), o como huella a perseguir y descifrar (como en Derrida); sino de describir la legalidad de una determinada modalidad de producción de los discursos en su constitutivo carácter dispersivo. cera sección, titulada «El enunciado y el archivo» (págs. 131-199). Muchos de estos temas serán retomados en la célebre lección inaugural en el Collège de France, pronunciada por Foucault el 2 de diciembre de 1970 y publicada el año siguiente bajo el título L’ordre du discours, París, Gallimard, 1971. (Trad. cast.: ídem, El orden del discurso, trad. de A. González, Barcelona, Tusquets, 2008 [1.ª ed., 1973].) 11 M. Foucault, La arqueología del saber, ed. cit., págs. 322-324.

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De esta manera, Foucault critica duramente la tradición de la history of ideas, a la que reprocha la perenne búsqueda de conceptos unitarios y omnicomprensivos, capaces de reconducir la variedad de los fenómenos históricos bajo categorías desarrolladas en sentido doblemente unitario: del lado del desarrollo histórico-cronológico, en el sentido de que el devenir sería solamente el desarrollo y articulación interna de una idea que, en la variedad de sus manifestaciones temporales, no haría sino atestiguar la perseverancia de su identidad suprahistórica; del lado de la ciencia histórica, cuya tarea sería precisamente la de «salvar» los fenómenos de su aparente dispersión en el tiempo y en el espacio, para reconducirlos dentro de un horizonte de sentido, tranquilizador en tanto que unitario. Por el contrario, la arqueología de Foucault quiere afirmar la dispersividad de los discursos como condición histórica positiva de su productividad. A este nivel, se sitúan las dos últimas nociones que son importantes para una posible comparación entre la práctica arqueológica y la Historia Conceptual: las nociones de a priori histórico y de archivo12. En este caso, se podría imputar a Foucault una cierta redundancia terminológica, pero este empleo de términos tradicionales con un significado insólito, expresa en realidad el empeño con el que el pensador francés trata de contaminar su propuesta conceptual con el patrimonio de la tradición contra la cual combate, para mostrar de qué manera la práctica arqueológica enlaza con ella al modo de una dislocación epistémica, que no atañe a la creatividad de un determinado «autor» (que respondería precisamente al nombre de «Foucault»), sino al plano mucho más complejo, por anónimo e impersonal, que incumbe a las transformaciones de estructuras disciplinarias enteras (las «formaciones discursivas» de las que estamos hablando). Así pues, una noción como la de «a priori», que caracteriza a partir de Kant el horizonte desde el cual la filosofía ha intentado instituirse como «la» ciencia de las condiciones de posibilidad del «conocimiento» humano, es replegada sobre la dimensión de la historia, para mostrar que las condiciones de las que se trata no expresan las estructuras intemporales de la razón, sino las condiciones efectivas de la formulabilidad de determinadas secuencias de enunciados, condiciones que están históricamente determinadas a la par que los enunciados que ellas «condicionan». De la misma manera, el concepto de «archivo» ya no designa el conjunto de los documentos que correspondería al historiador «vivificar» nuevamente con el hálito del sentido, del que él sería depositario en calidad de intérprete, sino el conjunto de las reglas de producción, transformación e iterabilidad que gobiernan una determinada positividad, que constituyen, en definitiva, una determinada formación discursiva en relación con: 1. La secuencia de los propios enunciados; 2. Las relaciones con las formaciones discursivas que se articulan en una misma episteme; 3. Las prácticas extradiscursivas con las que esta es concomitante, tanto en el sentido de que es determinada por ellas, como en el sentido de que contribuye, a su vez, a la determinación y transformación de las mismas.

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Título del capítulo que cierra la tercera sección de La arqueología del saber, págs. 214-223.

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IV Llegamos así a la parte concluyente de nuestra intervención, en la que se trata de ofrecer a la discusión algunos elementos de comparación entre la perspectiva de Foucault y la de Koselleck, con miras a evidenciar, como decíamos, la eventual fecundidad de la arqueología foucaultiana en relación con una perspectiva de Historia Conceptual. El primer punto que debemos subrayar concierne precisamente, en mi opinión, al ámbito de la correlación entre Historia Conceptual, arqueología y prácticas extraconceptuales o —en el caso de Foucault— extradiscursivas. Por parte de Koselleck, se trata del entrecruzamiento entre Begriffsgeschichte y Sozialgeschichte; en el caso de Foucault, del entrecruzamiento entre formaciones discursivas (plano del «saber») y el complejo de relaciones políticas, sociales e institucionales vigentes en un determinado período histórico, dentro de un determinado ámbito territorial, etc. (plano del «poder»). En ambos casos, aquello que se subraya es el hecho de que la producción intelectual no es la aportación de una actividad autónoma de posicionamiento por parte de una subjetividad «trascendental», sino el fruto de complejas dinámicas que se determinan en el cruce entre los planos múltiples de los distintos devenires históricos, y que no son susceptibles de ser imputadas a un sujeto «autorial» como quiera que este sea identificado13. Una cierta dispersión, unida al destronamiento de la subjetividad trascendental como instancia de comprensión totalizante y soberana, estaría operando pues tanto en la práctica histórico-conceptual, como en la práctica arqueológica foucaultiana. En el caso de Koselleck, ello emerge con particular claridad en su subrayado de la relación entre la Historik y la dimensión irreductiblemente plural de las «historias», con la crítica consecuente a la noción heideggeriana de «historicidad»14. A partir de aquí, sin embargo, los caminos de los dos autores parecen divergir radicalmente. Según Koselleck, de hecho, la multiplicidad de las historias no solo no impide, sino que impone al historiador la búsqueda de una base «trascendental», susceptible de justificar el producirse de las historias efectivas que constituyen el ámbito de indagación del historiador. Más concretamente, se trata de dotar al historiador de algunas categorías estructurantes que atraviesen el horizonte entero de las historias posibles, para proporcionar un cuadro epistemológico capaz de «fundar» la práctica histórica como correlación en casos concretos de Historia Conceptual, historia social e historia constitucional. Es aquí donde la propuesta arqueológica foucaultiana me parece susceptible de abrir perspectivas conceptualmente más innovadoras y radicales. Ella muestra, de hecho, que la misma multiplicidad de los planos que constituyen las estratificaciones históricas impide por principio la conquista de un horizonte «trascendental», aun si es entendido, como en Koselleck, ya no como expresión de una subjetividad constituyen-

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En el caso de Foucault, se trata de una consecuencia que valoriza también sus reflexiones sobre teoría de la literatura, respecto a las cuales cfr. G. Rametta, «¿Hay sitio en la filosofía para la filosofía de Foucault?», en J. A. Bermúdez (ed.), Michel Foucault, un pensador poliédrico, Valencia, PUV, 2012, págs. 49-62. Sobre esta cuestión, con especial referencia al libro sobre Raymond Roussel, cfr. también P. Cesaroni, La distanza da sé. Politica e filosofia in Michel Foucault, Padua, Cleup, 2010, págs. 111-121. 14 Cfr. R. Koselleck y H. G. Gadamer, Historia y hermenéutica, ed. cit., § 2.

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te en sentido kantiano, sino como articulación categorial de la finitud constitutiva del hombre. En suma, a partir de la relación entre finitud, «tensiones temporales» y pluralidad de las historias no es posible instituir, según una perspectiva arqueológica, ningún tipo de «condiciones trascendentales», ni siquiera «mínimas», entendidas como constantes infrahistóricas universalmente válidas en tanto que implicadas por principio en el interior de todas las «historias» efectivas y posibles. Aquí, el discurso de Koselleck parece querer emanciparse de su determinación discursiva, y atribuir a los propios enunciados el estatuto de conceptos desvinculados del plano de su a priori histórico, como condición efectiva (no trascendental) de su mismo producirse. Pero la incompatibilidad entre los dos discursos no envolvería, entonces, la relación entre la arqueología y la Historia Conceptual, sino la relación entre la arqueología y la Historik, tal como esta última es desarrollada en Koselleck. La arqueología puede, por lo tanto, poner a la Historia Conceptual una pregunta que concierne al estatuto propiamente filosófico de la propia Historia Conceptual, pregunta que podría formularse en los siguientes términos: ¿la Historik de Koselleck es realmente la forma filosóficamente más consecuente de reflexión posible sobre la Historia Conceptual? Nociones como las de a priori histórico, archivo y formación discursiva, ¿no parecen, paradójicamente, más pertinentes respecto a la práctica efectiva de la Historia Conceptual, de cuanto lo sean las parejas conceptuales antitéticas propuestas por Koselleck? ¿No corren el riesgo estas últimas, en su pretensión de imponerse como constantes, de entrar en conflicto con aquella misma práctica histórica que estarían llamadas a «justificar» y a orientar? Y la propia pluralidad de las «historias» ¿no se relativizaría nuevamente, en el fondo, respecto al horizonte recompositivo descrito por estas mismas categorías? La crítica de Foucault a la history of ideas parece pertinente, una vez reformulada, también en relación con la Historik de Koselleck. La arqueología, de hecho, muestra la imposibilidad de constituir cualquier trascendental histórico, precisamente de la misma manera en que la imposibilidad de esta constitución vendría demostrada por un cierto desarrollo de la Historia Conceptual. Así pues, en la medida en que la arqueología es una práctica radicalmente antitrascendental, esta entra en conflicto con la Historik de Koselleck, pero se adhiere a las aplicaciones quizás más fecundas de la idea de Begriffsgeschichte, que no hubiesen sido posibles sin las aportaciones teóricas del mismo Koselleck. En este sentido, resulta magistral la descomposición de la noción de «hombre» operada por Foucault en la que quizás sea su auténtica obra maestra, a saber, Las palabras y las cosas. Con el esclarecimiento de la noción de «hombre» como resultado de los procedimientos vigentes en el interior de determinadas «formaciones discursivas», reconstruidas a su vez como articulaciones de una episteme históricamente determinada, este no solo ha criticado —como ha hecho Koselleck— la categoría heideggeriana de «historicidad», sino que también ha proporcionado los instrumentos para deconstruir cada ulterior pretensión de recomposición de un horizonte unitario para la historia, haciendo vana por anticipado la búsqueda de nuevas constantes, menos ambiciosas que las precedentes, pero no por ello más justificadas desde el punto de vista epistemológico de una Begriffsgeschichte arqueológicamente entendida.

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CAPÍTULO 10

El dogma de las intenciones ilocutivas1 ENRIQUE F. BOCARDO CRESPO (Universidad de Sevilla) [...] and in these and the like kinds it often falls out that somewhat is produced of nothing; for the lies are sufficient to breed opinions, and opinion brings on substance. FRANCIS BACON

I La palabra «mitología» —y otras relacionadas con ella como «superstición», «prejuicio», o «dogma»— la utilizó Wittgenstein para describir formas distorsionadas de comprensión del lenguaje, que a su juicio constituían las fuentes de donde surgen las perplejidades filosóficas2. Una mitología es la manifestación patológica del poder que ejerce en la mente una determinada concepción, o una representación; de manera que para apreciar el singular poder de distorsión gramatical que son capaces de ejercer las mitologías es preciso examinar antes la relación conceptual que existe entre concepciones —formas de mirar o representaciones— y mitologías. 1 Este trabajo ha surgido en el marco del proyecto de investigación «Hacia una Historia Conceptual comprehensiva: giros filosóficos y culturales» (FFI2011-24473) del Ministerio de Economía y Competitividad. 2 Véase por ejemplo el uso que Wittgenstein hace de la palabra «mitología» en Remarks on Frazer’s Golden Bough, pág. 133 (trad. cast.: ídem, Observaciones a «La Rama Dorada» de Frazer, trad. de J. Sadaba, Madrid, Tecnos, 1992); Big Typescript, págs. 197 y 199; en L. Wittgenstein, Philosophical Occasions, Indianápolis, Hackett Pub Co Inc, 1993; y L. Wittgenstein, Philosophical Investigations, Oxford, Blackwell Publishing, 2001, págs. 93-95 (trad. cast.: ídem, Investigaciones Filosóficas, trad. de A. García y U. Moulines, México, Instituto de Investigaciones Filosóficas, 2004). A menos que se indique lo contrario, los números que aparecen en la cita se refieren a los párrafos, y no a las páginas.

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Wittgenstein parece entender el significado de una representación (picture, Bild, Vorstellung) como una concepción, o un modelo3. Las concepciones, por así decirlo, se encarnan o cristalizan en representaciones, y en ocasiones Wittgenstein utiliza la palabra «representación» (Bild) para caracterizar ideas que no son pictóricas, o que ni siquiera se pueden representar. En esencia, una representación (Bild, Vorstellung) se puede entender como «una forma de ver las cosas», o «una manera de mirar, o de considerar las cosas»; y constituyen «aspectos» o «concepciones» (Auffasungen) de la realidad4. Entendidas como formas de ver o de mirar las cosas, las concepciones son instrumentos que revelan aspectos de la realidad, gracias a ellas somos capaces de seleccionar un conjunto de hechos relevantes que, al ser «captados» por la representación, resultan conocidos. La idea es que la capacidad cognitiva de conceptualizar se realiza por medio de las representaciones, que los aspectos de la realidad se representan gracias a las diferentes formas de ver las cosas. La aceptación de una representación, significa en la concepción de Wittgenstein, ser capaz de alterar la manera en la que vemos las cosas5. En virtud de su carácter cognitivo, de la misma manera que las representaciones nos revelan aspectos de la realidad, también pueden impedirnos ver aquellos otros que no son seleccionados por la forma de mirar que impone la concepción. Se podría hablar entonces de la incapacidad para reconocer ciertos aspectos de la realidad (aspectblindness)6, como consecuencia de la adopción de una determinada concepción. En la expresión de Wittgenstein: Los aspectos de las cosas que son los más importantes para nosotros están escondidos debido a su simplicidad y familiaridad. (Uno es incapaz de darse cuenta de algo —porque ha estado siempre delante de sus ojos.) Los fundamentos reales de su investigación no le sorprenden al hombre en absoluto. A menos que ese hecho le haya sorprendido alguna vez. —Lo que significa: nos vemos incapaces de dejarnos sorprender por lo que, una vez que se ha visto, resulta ser lo más sorprendente y poderoso7.

Por otra parte, «[l]as concepciones (Auffassungen)» —como ha observado Baker— «pueden hacerse invisibles a una generación, o una cultura, visibles e incluso salientes para otras», y en ese caso se podría hablar de la incapacidad de una cultura o de una generación para ver las cosas de una manera distinta a como lo indica las representaciones prevalentes que han sido asumidas (conception-blindness) por una generación o por una determinada cultura8. Lo más interesante de esta observación es que pone de manifiesto que las concepciones se pueden imponer, especialmente en aquellos casos en los que es posible descubrir algún motivo o razón para forzar a alguien a que vea o entienda la realidad como es representada por una particular concepción, como suele 3

Estoy siguiendo: G. Baker, Wittgenstein’s method, Oxford, Basil Blackwell, 2006, pág. 260. L. Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, § 103, § 112, § 295, § 424. Cfr. asimismo G. Baker, ob. cit., pág. 266. 5 Cfr. L. Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, § 144. 6 G. Baker, ob. cit., pág. 285. 7 L. Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, § 129. 8 G. Baker, ob. cit., pág. 285. 4

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ocurrir en el ejercicio del poder político, cuya efectividad depende en gran medida de lograr que la población vea la realidad de acuerdo a ciertas representaciones, con la habilidad de ocultar otros aspectos, cuyo reconocimiento podría cuestionar la legitimidad de la concepción sobre la que asienta la sumisión a la autoridad.

Hay dos características distintivas de las concepciones que me gustaría resaltar. La primera es que, entendidas como «maneras de mirar, o de considerar las cosas», las representaciones se convierten en una norma o forma de representación, o en la expresión de Wittgenstein, un método de proyección9, y como tales determinan la gramática de los conceptos, es decir, establecen un cierto patrón con arreglo al cual se establece el uso de los conceptos. Como lo describe Baker, la adopción de una determinada forma de ver, o concepción: nos puede forzar a dar unas descripciones que tengan un patrón particular, como, por ejemplo, describir todas las diferencias del uso de una palabra como si fueran diferencias en los diferentes objetos significados por las palabras, o (como ocurre con Frege) describir la capacidad inferencial de los juicios en términos del análisis entre función y argumentos10.

Una extensión considerable de la primera parte de Philosophical Investigations trata de la descripción de la gramática que impone la asunción de lo que Wittgenstein denomina «la representación agustiniana del lenguaje», una «particular representación (Bild, picture) de la esencia del lenguaje humano», cuya idea fundamental es la responsable de forzar un método de proyección, que Wittgenstein describe en los siguientes términos: «las palabras individuales en el lenguaje nombran objetos —los enunciados son combinaciones de tales objetos—. En esta representación del lenguaje encontramos las raíces de la siguiente idea: toda palabra significa algo. Su significado tiene una correlación con la palabra. Y es el objeto en cuyo lugar se encuentra la palabra»11. La raíz de la idea que expresa la peculiar concepción del lenguaje de San Agustín, se puede entender como una norma de proyección a la que ha de ajustarse el uso de los conceptos que caen dentro de su ámbito, o la adopción de una gramática, con arreglo a la cual se ha de entender, por ejemplo, el significado de los conceptos de sensación, de acuerdo al modelo de «objeto y designación», o, en su caso, forzar un análisis de las proposiciones del lenguaje en términos de descripciones, que nos permitan identificar los objetos cuya combinación particular define un hecho, y del que depende el valor de verdad de una proposición12. La segunda característica de las representaciones en general, y en particular de aquellas que definen una forma particular de ver el lenguaje, es que «se nos imponen», o literalmente «se nos cuelan» (intrude on us)13, y en consecuencia «nos fuerzan a 9

Cfr. L. Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, § 139. G. Baker, ob. cit., pág. 264. 11 L. Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, § 1. 12 Cfr. L. Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, § 4, § 13, § 239, § 304. Véase también: G. Baker, ob. cit., pág. 186. 13 L. Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, § 103. Véase también G. Baker, ob. cit., pág. 264. 10

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pensar que los hechos deben de conformarse a ciertas representaciones (pictures) enraizadas en el lenguaje»14. Como consecuencia de esta intromisión, las representaciones tienen el peligro de cautivar la mente y forzar a la realidad a que se someta al método de proyección de acuerdo con el cual describimos los aspectos de la realidad. El aspecto más inquietante de las concepciones se revela en el poder de ejercer una tiranía sobre la mente: en la obsesión mental que crean al imponer un patrón unitario de descripción, o en la tendencia compulsiva a ver solo un aspecto de la realidad, y forzar una descripción de los hechos que nos vuelva ciegos para reconocer otros aspectos que quedan fuera del ámbito de la representación de una forma particular de ver: Un símil que se ha absorbido en las formas de nuestro lenguaje produce una falsa apariencia, y nos perturba (beunruhigt). «¡Pero esto no es como tendría que ser!» —decimos. «¡Y sin embargo es como tendría que ser!»15. [...] Una representación (Bild, picture) nos mantiene cautivos. Y no podemos escapar de ella, porque se ha metido en el lenguaje, y el lenguaje parece repetírnosla inexorablemente16. El ideal, tal y como lo pensamos, es inamovible. Jamás puedes salirte, has de regresar siempre. No hay nada fuera de él, afuera no puedes respirar. —¿De dónde viene esta idea? Es como si uno tuviera puesto un par de gafas sobre la nariz a través de las cuales vemos todo lo que somos capaces de mirar. Nunca se nos ocurre quitárnoslas17.

La necesidad de imponer un patrón unitario al que ha de someterse la descripción de los aspectos del lenguaje produce en la mente una ilusión gramatical; es decir, la asunción de una norma de proyección que fuerza a describir los conceptos de acuerdo al patrón del símil de la representación que se ha asumido, en la mayoría de los casos inconscientemente. En esencia, una mitología es la descripción de los aspectos de la realidad que esperamos encontrar siguiendo las reglas gramaticales que imponen la asunción del símil, que tal vez inconscientemente, ha impuesto la particular concepción que ha cautivado la mente. Lo que el diagnóstico de Wittgenstein revela es que los aspectos que creemos que estamos describiendo de la realidad no son, de hecho, características de la realidad, sino imposiciones conceptuales de la representación que al haberse asumido, inconsciente o conscientemente, ejercen la tiranía de adoptar un patrón unitario de descripción. Entendidas como la manifestación de una ilusión gramatical, las mitologías no constituyen representaciones erróneas de la realidad, sino más bien «supersticiones»18, «prejuicios»19, o «dogmas», que crean, por así decirlo, una conciencia ficticia sobre el significado de las preguntas que nos hemos propuesto responder, sin que hayamos advertido que, como consecuencia de la tiranía que ejerce una particular concepción en la mente, «el lenguaje», en la expresión de Wittgenstein, se nos ha ido «de vacaciones»20.

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L. Wittgenstein, The Blue and Brown Books, Oxford, Basil Blackwell, 1972, pág. 43 (trad. cast.: ídem, Cuadernos azul y marrón, trad. de F. Gracia, Madrid, Tecnos, 1998). 15 Ídem, Investigaciones Filosóficas, § 112. 16 Ibíd., § 115. 17 Ibíd., § 103. 18 Ibíd., § 110. 19 Ibíd., § 340. 20 Ibíd., § 38.

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II Una de las reivindicaciones que con frecuencia ha hecho Quentin Skinner de su metodología conceptual, es que nos permite entender lo que él distintivamente llama «el significado genuino de los textos políticos y filosóficos». La palabra «genuino» cuando se la aplica a los textos históricos, significa que no llegaremos a comprender lo que un autor quiso decir hasta que estemos en condiciones de identificar las intenciones originales con las que escribió el texto. El elemento esencial de su metodología consiste en ofrecer un análisis textual que responda satisfactoriamente a la pregunta «¿qué es lo que un determinado autor estuvo haciendo cuando escribió el texto?»21. Para llevar a cabo el análisis de los textos que asegure la identificación de las intenciones originales del autor, Skinner parte de una concepción performativa del lenguaje, cuya idea fundamental consiste en explicar el sentido de las expresiones como un proceso de comunicación que se establece entre el texto que el autor escribe y la audiencia, haciendo dos modificaciones sustantivas en el análisis de J. L. Austin sobre los actos ilocutivos. Una argumentando que la naturaleza de los actos ilocutivos, a pesar de las objeciones que sugirió Strawson, no es esencialmente intencional, sino convencional. Lo que implicaría asumir que siempre que un hablante realiza un acto ilocutivo particular sigue específicamente un conjunto de convenciones que regulan la ejecución de la ilocución. Y la segunda, entender la fuerza perlocutiva de una expresión, es decir, la respuesta que el hablante espera conseguir de su audiencia cuando oye una particular ilocución, como si estuviera incorporada a la fuerza ilocutiva. La elección de los actos ilocutivos no es arbitraria. El análisis de Austin le suministra a Skinner las herramientas teóricas que le permiten identificar tanto la intención original con la que escribió un autor, como la fuerza ilocutiva de una expresión, bajo la discutible asunción genérica, no incluida en el análisis inicial de Austin, de que todos los actos ilocutivos son actos regulados por una convención establecida, a la que necesariamente ha de someterse el autor, si quiere que su intención sea entendida por la audiencia con una determinada fuerza ilocutiva. Así pues, la posibilidad de descubrir el sentido genuino del texto depende de la existencia de un conjunto de convenciones que regulan la realización de actos ilocutivos en el proceso de comunicación que el autor desarrolla al escribir el texto22. Más específicamente, la concepción performativa del lenguaje que Skinner sostiene requiere la asunción de dos condiciones: a) Todos los actos ilocutivos son actos convencionales, debe de haber, por consiguiente, un elemento omnipresente en la convención lingüística que sirva de criterio para identificar la fuerza ilocutiva que el autor quiere expresar en el texto. 21

Q. Skinner, «Meaning and understanding in the History of Ideas», History and Theory, vol. 8, núm. 1, 1969, págs. 3-53; particularmente pág. 29. Veáse asimismo: Q. Skinner, The Foundations of Modern Political Thought, 2 vols., Cambridge University Press, 1978, vol. 1, págs. x-xiv (trad. cast.: ídem, Los fundamentos del pensamiento político moderno, trad. de J. J. Utrilla, México, Fondo de Cultura Económica, 1993). 22 Le agradezco al profesor Castro Demetrio haberme advertido que la traducción castellana más correcta de ilocutionary, sería ilocutivo, y no «ilocucinario» como aparece repetidamente en E. Bocardo, El giro contextual, Madrid, Tecnos, 2007. Véase C. Demetrio, «Skinner y el giro contextual», Foro Interno, vol. 9, Madrid, 2009, págs. 149-163.

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b) La intención original con la que escribe un autor es la misma que la fuerza ilocutiva que expresa la frase que utiliza al realizar en el texto un determinado acto ilocutivo. Skinner resume la metodología que el historiador de las ideas debería de seguir para responder a la pregunta «¿qué es lo que un determinado autor está haciendo en el texto?» en tres pasos: debe de empezar tratando de delimitar el rango completo de comunicaciones que convencionalmente se podría realizar en una ocasión dada al expresar una emisión dada. Después de esto, el siguiente paso debe ser trazar las relaciones entre la emisión dada y este contexto lingüístico más amplio como el instrumento que se ha de emplear para decodificar las intenciones de un escritor determinado. Una vez que el enfoque apropiado del estudio se comprenda que de esta manera es esencialmente lingüístico y qué metodología adecuada se vea en consecuencia que esté relacionada con la recuperación de las intenciones, el estudio de todos los hechos relativos al contexto social de un texto dado adquiere entonces el lugar que le corresponde como parte de esta empresa lingüística. El contexto social figura como el marco último que nos ayuda a decidir qué significados convencionalmente reconocibles habrían estado en principio a disposición de alguien para que tuviera la intención de comunicarlos23.

Para llegar a la correcta comprensión del significado de un texto es preciso descubrir, en primer lugar, las intenciones originales con las que escribió su autor. Estas intenciones originales, por su parte, vienen determinadas por las convenciones que tiene a su disposición para expresar lo que quiere decir, ajustando, así, sus intenciones a la expresión convencional de los conceptos de su época, de ahí que en segundo lugar proponga estudiar las relaciones que se establecen entre el contexto lingüístico y las posibilidades performativas. Esencial en este paso es disponer de algún criterio implícito en la propia noción de convención que permita verificar qué posibles alternativas tiene a su disposición el autor para asegurarse que su emisión sea entendida con la fuerza ilocutiva que quiere expresar. Así pues, debe ser necesario saber si el autor ha realizado efectivamente el acto ilocutivo que tenía la intención original de hacer; lo que implica que deberíamos de incluir en la noción de comprensión de un acto ilocutivo el que la audiencia lo haya entendido con la misma fuerza ilocutiva que lo emitió su autor. Finalmente, el tercer paso es considerar el marco social, una expresión que presumiblemente Skinner utiliza con el mismo alcance que la expresión la subjetividad de una época, siguiendo la terminología de Cornelius Castoriadis: Se sigue, a su vez, que para comprender lo que el escritor pudo haber estado haciendo al usar algún concepto particular o argumento, necesitamos antes que nada captar (grasp) la naturaleza y el rango de las cosas que reconociblemente se habrían podido hacer al utilizar ese concepto particular, en el tratamiento de ese tema en particular, y en esa época en particular. Necesitamos, en suma, estar preparados para asumir como nuestra provincia nada menos que todo lo que Cornelius Castoriadis ha

23 Q. Skinner, «Meaning and understanding in the History of Ideas», ed. cit., págs. 100-101. La cursiva es mía.

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descrito como la imaginería social, el alcance total inherente a los símbolos y las representaciones que constituyen la subjetividad de una época24.

La referencia a la subjetividad de una época y al contexto de emisión es esencial para identificar el vocabulario que un autor tenía a su disposición para expresar una particular fuerza ilocutiva; y también para que la audiencia a la que se dirige sea capaz de entender presumiblemente la fuerza ilocutiva de la expresión con la misma intención con la que la expresa el autor. Así pues, las palabras no pueden significar, ni el historiador está autorizado a pensarlo, algo distinto de lo que establezcan las convenciones que regulan los actos ilocutivos. Las intenciones ilocutivas están limitadas por las convenciones que regulan la ejecución de los actos de comunicación en un contexto de emisión. El historiador de las ideas, por consiguiente, ha de evitar incurrir en la tentación de atribuirle a un autor un conjunto de intenciones o expectativas sobre lo que quería expresar en el texto que queden fuera del alcance de las convenciones que regulan la emisión de actos ilocutivos dentro de un contexto particular histórico de emisión.

III La metodología que Skinner propone para entender el sentido de los textos ha sido concebida con un propósito claramente terapéutico: evitar que el historiador caiga en ciertas distorsiones conceptuales que le conduzcan a dar una explicación errónea de lo que un autor quiso decir cuando escribió el texto. La admisión de una clase de intenciones genuinas implica necesariamente reconocer otra clase que incluya aquellas intenciones —no genuinas— que el historiador no estaría autorizado a atribuírle a un autor. El peligro perpetuo, en nuestros intentos por aumentar nuestra comprensión histórica, resulta ser que nuestras propias expectativas sobre lo que alguien está diciendo, o haciendo, determinarán que entendamos que el agente esté haciendo algo que no habría aceptado —o incluso no podría aceptar— como explicación de lo que esté haciendo25.

El hecho de que seamos capaces de responder satisfactoriamente a la pregunta «¿qué es lo que un determinado autor está haciendo cuando escribe el texto?» determina un enfoque contextual que limita la atención del historiador a identificar las fuerzas ilocutivas como las intenciones originales con las que escribió el autor. Tal limitación permite trazar una distinción entre lo que un autor pudo haber dicho cuando escribió el texto y lo que cae fuera del alcance del contexto de emisión y que no pudo decir, si se admite como criterio de tal distinción la referencia al conjunto de convenciones lingüísticas que gobiernan la emisión de actos ilocutivos dentro de la subjetividad de una época. El historiador, por consiguiente, ha de aprender a regular sus expec-

24 Q. Skinner, «Motives, intentions and interpretation », en ídem, Visions of politics, vol. I, Cambridge, University Press, 2003, págs. 90-102, aquí pág. 102. 25 Q. Skinner, «Meaning and understanding in the History of Ideas», ed. cit., pág. 59.

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tativas si está dispuesto a admitir que el conjunto de convenciones que utiliza el autor cuyo texto quiere entender nos es el mismo que el conjunto de convenciones que regulan las expectativas que predominan en el historiador. Para evitar el peligro de que las expectativas del historiador distorsionen la comprensión de las intenciones originales del autor, Skinner sugiere que el historiador sea consciente de lo que él llama la inaplicabilidad esencial al pasado. Que el historiador esté preparado para darse cuenta de: «hasta qué punto el alcance del estudio histórico actual de los modos de pensamiento éticos, políticos y religiosos y de otros semejantes, está contaminado por la aplicación inconsciente de paradigmas de familiaridad que disfrazan al historiador una inaplicabilidad esencial al pasado»26. La inconsciencia sobre la inaplicabilidad esencial al pasado implica caer inadvertidamente en el error de explicar el significado de los textos históricos «como si hubieran sido escritos por un contemporáneo»27. Skinner denuncia como mitologías históricas todas aquellas interpretaciones del sentido de los textos que, como resultado de ignorar inconscientemente la inaplicabilidad esencial al pasado, conducen al historiador a eliminar la distinción entre lo que un autor pudo haber dicho cuando escribió el texto y lo que no pudo decir, por caer fuera del alcance del contexto de emisión en el que escribió el autor. Los historiadores incurren, pues, en el peligro de hacer descripciones mitológicas de la historia cuando no se percatan de que las convenciones que gobiernan la expresión de las intenciones ilocutivas de un autor, no son las mismas que regulan las expectativas que determinan las intenciones del historiador. Una mitología es simplemente la manifestación del error al que inevitablemente está abocado un historiador cuando ignora que el autor cuyo texto se propone entender, no comparte el mismo contexto de emisión en el que se encuentra el historiador. La necesidad de evitar los errores a los que conducen las mitologías, lleva a Skinner, por una parte, a rechazar la peculiar concepción de la historia, según la cual la tarea del historiador consistía en narrar la particular contribución que cada autor había hecho a una idea, y, por otra, a defender una visión de la historia, «basándose en una sugerencia realizada por Wittgenstein en su última obra»28 en la que resulta virtualmente imposible establecer continuidades conceptuales: no hay una idea determinada a la que hacen su contribución los diversos escritores, sino solo una variedad de enunciados hechos por una gran variedad de agentes con un gran variedad de diferentes intenciones, lo que descubrimos es que no existe una historia de la idea que se tenga que escribir. Solo existe la historia de sus diferentes usos y de la variedad de intenciones con las que se utilice29.

El enunciado, de hecho, significa la defunción de una particular visión de la historia que descansaba en la presuposición de que para entender el sentido de la historia era necesario describir la continuidad y permanencia de las ideas. Por lo demás, la concepción de la historia que defiende Skinner es una consecuencia que se sigue di-

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Ibíd., pág. 59. La cursiva es mía. Ibíd., págs. 59 y 57. 28 Q. Skinner, «Retrospect: studying rhetoric and conceptual change», en ídem, Visions of politics, vol. I, ed. cit., pág. 176. 29 Q. Skinner, «Meaning and understanding in the History of Ideas», ed. cit., pág. 85. 27

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rectamente del análisis performativo de los textos. Si el significado de un texto es esencialmente un acto de comunicación performativa, la identificación de la fuerza ilocutiva, es decir, de las intenciones originales con las que escribe el autor, dependerá de la posibilidad de identificar correctamente los actos ilocutivos que el autor realiza en el texto. Ahora bien, como los actos ilocutivos son actos gobernados por convenciones dentro de un contexto de emisión, y los contextos de emisión cambian a lo largo del tiempo, no es posible identificar las mismas convenciones en diferentes contextos históricos de emisión. Lo que, por su parte, implica que es lógicamente imposible aislar un conjunto de enunciados que expresen la misma fuerza ilocutiva en diferentes contextos históricos. Por expresarlo en otros términos: como cada época tiene su propia subjetividad, el sentido del lenguaje de cada época estará determinado por el conjunto de convenciones que regulan el uso de los conceptos, no sería posible establecer una relación de equivalencia entre conceptos de distintas épocas. En lugar de centrarse en la narración de las continuidades históricas de las ideas, la tarea que Quentin Skinner le propone al historiador es que se limite a hacer una historia «de los distintos usos de las ideas que han hecho diferentes agentes, en tiempos diferentes»30. Esta concepción de la historia, se podría argumentar, tiene la ventaja de prevenir que el historiador se incline a pensar en el significado de los textos históricos «como si hubieran sido escritos por un contemporáneo», garantizando así uno de los requisitos fundamentales de la metodología histórica de Skinner: la inaplicabilidad esencial al pasado. Skinner apela primero a la noción de «paradigmas» de E. H. Gombrich31 y de Kuhn, y posteriormente a la noción de «presuposición absoluta» de Collingwood para resaltar la «prioridad de los paradigmas», como un instrumento metodológico que nos permite apreciar la naturaleza «cambiante de las intenciones y de las convenciones»32. Es posible que se trate de la introducción de un nuevo elemento teórico que Skinner ha decidido utilizar para clarificar la inaplicabilidad esencial al pasado, que, después de todo, es lo que le permite presentar su metodología histórica como aquella que descubre el sentido genuino de los textos históricos. Para descubrir las intenciones originales con las que escribió un autor, el historiador ha de abandonar los paradigmas de su tiempo, para reconocer otras maneras de pensar o concebir, que no son decididamente las suyas. Debe de aprender a pensar de acuerdo a patrones de pensamientos que no están vigentes en su época, por formularlo en términos que recuerdan las recreaciones de Collingwood. Me parece, sin embargo, que hay un elemento perturbador en la afirmación de que gracias a la prioridad de los paradigmas somos capaces de reconocer la naturaleza cambiante de las convenciones y de las intenciones, que podría tener unas consecuencias potencialmente devastadoras para mantener la interpretación performativa del sentido de los textos que defiende Skinner, y de las que probablemente ni siquiera el propio Skinner sea del todo consciente, a pesar de la referencia explícita que hace a las nociones de Gombrich, Khun y Collingwood para resaltar «la prioridad de los paradigmas». Entender los actos ilocutivos como actos performativos, significa reconocer, como lo expresaba Austin, que hay «algo que, en el momento de la emisión, se hace por la 30 31 32

Q. Skinner, «Retrospect: studying rhetoric and conceptual change», ed. cit., pág. 176. Cfr. Q. Skinner, «Meaning and understanding in the history of ideas», ed. cit., pág. 59, nota 14. Cfr. ibíd., pág. 59.

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persona que lo emite»33. El sentido de la emisión es, por consiguiente, la acción que la persona realiza cuando pronuncia la emisión. Como Skinner mantiene que los actos ilocutivos son esencialmente convencionales, la referencia a una convención es esencial para identificar el significado de la acción que el hablante realiza cuando dice algo. Podemos pensar en los actos ilocutivos como las prácticas lingüísticas características de una época reguladas por las convenciones lingüísticas prevalentes en esa época. Como las prácticas lingüísticas cambian con el transcurso del tiempo, las convenciones prevalentes que determinan el sentido de las intenciones ilocutivas, variarán consecuentemente de una época a otra. Un cambio en las convenciones altera también el sentido de las intenciones ilocutivas. La cuestión parece imponerse por sí misma: ¿cómo podemos explicar el cambio de las convenciones que regulan las prácticas lingüísticas de una época a otra? La respuesta a esa pregunta la encuentra Skinner en la noción de paradigma. Los paradigmas, como fueron concebidos por Gombrich y Khun, junto con la noción de «presuposición absoluta» de Collingwood, son, pues, «prioritarios» para entender por qué las prácticas lingüísticas cambian de una época a otra. Irónicamente, la admisión de la prioridad de los paradigmas perturba la naturaleza convencional que Skinner le atribuye a los actos ilocutivos. Al vincular las convenciones con los paradigmas, se altera irremisiblemente la relación que en la práctica lingüística habitual existe entre las convenciones y la emisión de las intenciones ilocutivas, hasta tal punto de que la invocación de las convenciones deja de ser una condición necesaria para entender la fuerza ilocutiva que expresa el hablante cuando realiza un acto ilocutivo. Me limitaré solamente a mostrar cómo, en particular, la adopción de la noción de paradigma de Gombrich, que Skinner explícitamente confiesa haber adoptado34, pervierte la naturaleza convencional de los actos ilocutivos.

IV Es difícil de decidir si Skinner era realmente consciente de las posibles consecuencias que podría tener para su teoría del significado de los textos históricos la adopción de la noción de paradigma de Gombrich. Sobre todo si se tiene en cuenta que una de las ventajas metodológicas de su teoría, como es la posibilidad de descubrir la intención original con la que un autor escribió el texto, descansa en argumentos que habían sido diseñados específicamente para rechazar la posición de Strawson, que defendía la naturaleza intencional de los actos ilocutivos35. El análisis del sentido de las imágenes pictóricas que ofrece Gombrich parte de la asunción de que las imágenes, lejos de ser meramente representaciones directas de la realidad, son el resultado de una forma particular de mirar o ver las cosas, lo que él denomina específicamente «formas esquemáticas», que le permite al artista apresar la realidad de acuerdo al esquema o modelo de la representación que utiliza: 33 J. L. Austin, How to do things with words, Oxford, University Press, 1975, pág. 60 (trad. cast.: ídem, Cómo hacer cosas con palabras, trad. de G. R. Carrió et al., Barcelona, Paidós, 1998). 34 Véase específicamente, ibíd., pág. 59, nota 14. 35 Para más detalle, véase E. Bocardo, «Intención, convención y contexto», en E. Bocardo (ed.), El Giro Contextual, Madrid, Tecnos, 2007, págs. 305-365, aquí págs. 312-318.

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Y exactamente como el abogado, o el estadístico, podría argumentar que nunca lograría aprehender el caso individual sin alguna especie de marco proporcionado por sus previsiones o formularios, también el artista podría decir que no lleva a ninguna parte mirar un motivo, a menos que uno sepa cómo clasificarlo y apresarlo en la red de una forma esquemática36.

El esquema, observa Gombrich, «no es producto de un proceso de “abstracción”, de una tendencia a “simplificar”, representa la primera y amplia categoría aproximada que se estrecha gradualmente hasta encajar con la forma que debe reproducir»37. No deberíamos, sin embargo, caer en la tentación de explicar el sentido de las imágenes pictóricas en términos convencionales, como si la composición que sigue un artista al pintar un cuadro se pudiera entender como un proceso que consista meramente en seguir un conjunto de convenciones pictóricas a las que necesariamente ha de someterse el pintor para que el espectador pueda entender qué es lo que quiere expresar con el cuadro. «Todo arte», insiste Gombrich, «se origina en la mente humana, en nuestras reacciones ante el mundo más que en el mundo visible en sí, y precisamente porque todo arte es “conceptual”, todas las representaciones se reconocen por su estilo»38. Para entender el significado de un cuadro, el historiador del arte ha de estar preparado para explorar las tradiciones visuales que han sido interiorizadas por el artista, que son las que configuran el esquema o paradigma de representación. Si como reconoce Gombrich, todas las representaciones se reconocen por su estilo y, como con frecuencia ocurre, los estilos pictóricos se convierten en representaciones convencionales, lo que nos permite poder explicar el sentido de un cuadro no es descubrir las particulares convenciones que siguió el pintor al pintarlo, sino, por el contrario, ser capaz de identificar lo que Gombrich llamaba las «formas esquemáticas», en referencia a las cuales podemos entender por qué un determinado artista pinta el cuadro de la manera en que lo hace. El cuadro es, por consiguiente, el resultado de una forma particular de concebir la realidad. Por consiguiente, para entender el significado de un cuadro es necesario señalar la forma esquemática que utiliza el artista para capturar la realidad de la manera en que lo hace. Una de las imágenes que atrajeron la atención de Gombrich fue el dibujo de Joseph Jastrow en el que se puede apreciar la cabeza de un pato o de un conejo39. Debido a la limitación de la cantidad de información que se puede procesar de manera consciente, el espectador no puede ver la imagen del pato y la del conejo simultáneamente. Si dirige la atención hacia la derecha de la figura e identifica el hocico del conejo, verá también las dos bandas de la izquierda como las orejas del conejo. Pero si dirige la atención hacia la izquierda e identifica las dos bandas como un pico, lo que era antes observado como el hocico del conejo aparece ahora como la cabeza del pato. Lo fascinante del dibujo de Jastrow, como lo explica Eric. R. Kandel, es que:

36 37 38 39

E. H. Gombrich, Arte e Ilusión, Barcelona, Editorial Debate, 1998, pág. 63. Ibíd., pág. 64. Ibíd., pág. 76. Ibíd., págs. 4-5.

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los datos visuales de la página no cambian. Lo que cambia es nuestra interpretación de los datos... Lo que ocurre es que vemos la imagen ambigua y a continuación, basándonos en nuestras expectativas y experiencias pasadas, inferimos que la imagen es la de un conejo, o la de un pato... Una vez que se ha formulado una hipótesis correcta sobre la imagen, no solo explica aquella los datos visuales, sino que además excluye otras alternativas... La razón de que estas percepciones sean mutuamente excluyentes es que, como cada imagen es dominante, no hay nada que explicar, no existe ambigüedad. Este principio, se dio cuenta Gombrich, subyace detrás de todas nuestras percepciones del mundo. La acción de ver, según argumentó, es fundamentalmente interpretativa. Antes que ver la imagen y después interpretarla conscientemente bien como un pato, o como un conejo, lo que hacemos es más bien interpretarla inconscientemente tal y como la vemos; de manera que la interpretación es inherente a la percepción visual misma40.

Si la acción de ver es fundamentalmente interpretativa, lo que nos permite entender el sentido de la acción visual es la posibilidad de identificar las «formas esquemáticas», gracias a las cuales somos capaces de entender una pintura —por ponerlo en términos de Wittgenstein— como la expresión de una «forma de ver las cosas», o de una «manera de mirar, o de considerar las cosas» que tiene un determinado artista. Lo esencial, por consiguiente, para entender el significado de un cuadro, no es percatarse de que la acción de representar sea convencional, sino de que es interpretativa, es decir, que gracias a una particular forma de concepción pictórica, el pintor es capaz de articular sus experiencias visuales y hacerlas visibles utilizando una forma esquemática. El punto lo desarrolla Gombrich explotando la analogía con el lenguaje: la creación de un nombre así y la creación de la imagen tienen, de hecho, mucho en común. Ambos actúan clasificando lo desacostumbrado a partir de lo usual, o más exactamente, por permanecer en la esfera zoológica, creando una subespecie. [...] el lenguaje no pone nombre a cosas o conceptos preexistentes, sino que se sirve más bien para articular el mundo de nuestra experiencia. Las imágenes del arte, cabe sospechar, hacen lo mismo. Pero estas diferencias entre estilos o lenguas no tienen por qué ser obstáculo para la obtención de respuestas y descripciones verídicas. Puede encararse el mundo desde diferentes puntos de vista, y sin embargo la información obtenida puede ser la misma41.

Conversamente, podríamos entender los estilos pictóricos como la repetición de ciertas «formas esquemáticas» que con el tiempo se convierten en representaciones convencionales de una forma particular de representación pictórica, pero sería un error pensar que la naturaleza fundamentalmente representativa, o «conceptual», como la entiende Gombrich, de una «forma esquemática» se deba al establecimiento de una convención, gracias a la cual una forma particular de representación pictórica es capaz de mostrar las cosas como las representa. Una convención no tiene el poder de capturar la realidad según un esquema, una convención es meramente la constatación del dominio de una forma particular de ver, y no una forma de ver.

40 41

E. R. Kandel, The age of insight, Nueva York, Random House, 2012, págs. 636-638. E. H. Gombrich, ob. cit., págs. 69 y 78.

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La referencia a una convención no explica la naturaleza fundamentalmente interpretativa de las formas esquemáticas. La convención en este caso es simplemente la manifestación de un uso continuado de un paradigma visual durante una época en particular, que ha sido asumido como una forma de mirar recurrente, y que, por su parte, puede modificarse, o caer en desuso, o cuestionarse, o rechazarse, cuando se adopta otro paradigma visual. Por insistir en el mismo punto de antes, la repetición, por generalizada que pueda estarlo, de una forma esquemática de representación visual no convierte a una convención en una forma esquemática. Por otra parte, difícilmente se puede disputar la tesis de que las formas esquemáticas, en cuanto imágenes, sean símbolos convencionales. Pero se debería de tomar algunas precauciones sobre el uso de la palabra «convención». Decir que las imágenes pictóricas son convencionales, como decir que los signos del lenguaje son convencionales, no significa asumir que su capacidad para capturar la realidad obedezca a alguna convención, sino simplemente, por reducir la discusión, que su uso depende de la costumbre, o de la práctica habitual, y que como símbolos son significados arbitrarios, no naturales, que no guardan relación alguna con la realidad que es capturada por la forma esquemática. El pintor, como reconoce Gombrich en varios pasajes42, tiene que aceptar ciertas convenciones que se han asumido en la tradición para expresar sus ideas, como son la representación en una tela bidimensional, o el uso de colores, pinceles, etc. Pero si queremos entender el aspecto conceptual de la pintura, describir las formas esquemáticas como formas convencionales puede dar lugar a oscurecer la característica más relevante de una forma de representación, a saber, que son modelos convencionales de representación visual, cuyo sentido hay que entenderlo, no como una construcción arbitraria o convencional de la realidad, sino en términos del modelo visual que el artista quería expresar. Así vistas, las formas esquemáticas son esencialmente un instrumento que pone orden en el flujo de la experiencia: sin algún punto de partida, sin algún esquema inicial, nunca lograríamos aprovechar el flujo de la experiencia. Sin categorías, no sabríamos discernir nuestras impresiones... lo cierto es que es perfectamente posible considerar un retrato como un esquema de una cabeza, modificado por los rasgos distintivos sobre los cuales deseamos comunicar información43.

Entendidas como modelos de la realidad que proponen un orden de comprensión, las formas esquemáticas, no pueden ser verdaderas o falsas: «[si] todo arte es conceptual, la cuestión resulta bastante simple. Porque los conceptos, como las pinturas, no pueden ser verdaderos ni falsos. Solo pueden ser más o menos útiles para la formación de descripciones»44. La adopción de un paradigma significa solo la adopción, inconsciente o no, de un orden particular de acuerdo al cual se representan las cosas, o, en la expresión de Wittgenstein, la adopción de una norma de proyección. Las formas esquemáticas, entendidas como normas de proyección, no tienen valor de verdad, se limitan a revelar ciertos 42 43 44

Ibíd., págs. 214, 252, 305-308. Ibíd., págs. 76-77. Ibíd., pág. 76.

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aspectos de la realidad, o a imponer un cierto orden. No tiene sentido suponer que una norma de proyección, o un orden, o una gramática, sean verdaderos o falsos. Pensar en las concepciones, o formas de mirar, como enunciados sobre la realidad es cometer el error de identificar el metro que utilizamos para medir, con los enunciados que formulamos para describir la medida de una longitud particular. Volviendo al punto inicial de la discusión, ¿qué quiere decir Skinner cuando confiesa haber adoptado la noción de paradigma de Gombrich? Una posible respuesta podría ser que gracias a la versión lingüística de la noción de forma esquemática de Gombrich, podemos reconocer la naturaleza cambiante de las intenciones ilocutivas y de las convenciones. Pero asumir esta respuesta le crea a Skinner unas imprevistas dificultades para mantener su particular análisis del sentido de los textos libre de graves distorsiones conceptuales. Si los paradigmas, como los entiende Gombrich, resultan ser un instrumento metodológico para apreciar la naturaleza «cambiante de las intenciones y de las convenciones», entonces las relaciones conceptuales que Skinner reconoce entre las intenciones ilocutivas y las convenciones se han de revisar enteramente, hasta el punto de hacer que la invocación de una convención, lejos de constituir una condición necesaria para identificar las intenciones ilocutivas que un autor quiere expresar, resulte completamente superflua.

V Sospecho que Skinner no es consciente de que la adopción de la noción de paradigma de Gombrich es incompatible con la concepción performativa del lenguaje, cuya asunción le permite entender el sentido de los textos históricos en términos del peculiar análisis de los actos ilocutivos. Naturalmente, detrás del enfoque que le permite a Quentin Skinner desarrollar su particular explicación del sentido de los textos históricos se encuentra una determinada concepción del lenguaje, cuya idea fundamental consiste en asumir que los aspectos más relevantes que nos permiten entender el sentido de los textos, se revelan cuando concebimos el lenguaje como un sistema de comunicación gobernado por un conjunto de convenciones que define un patrón de actuación al que se ajustan para que sus acciones sean entendidas con una cierta intención. La adopción de esta forma particular de entender el lenguaje conduce a Skinner a proponer como la tarea fundamental del historiador que sea capaz de responder a la pregunta «¿qué es lo que un determinado autor estuvo haciendo cuando escribió de la manera en que lo hizo?». Para responder a esta pregunta, el historiador ha de asumir que un texto desarrolla un acto de comunicación entre un hablante, S, y su audiencia, A, en el que S se sirve de la convención lingüística establecida para que A pueda identificar la fuerza ilocutiva de la expresión que S utiliza en la realización del acto, como la intención que S quiere expresar. La posibilidad de identificar con éxito una determinada fuerza ilocutiva como la intención original con la que S realiza un determinado acto elocutivo, depende de la posibilidad de identificar un conjunto de convenciones a las que necesariamente debe de someterse S, si quiere que A entienda la expresión con la intención que quiere expresar. Comprender el sentido de un texto, según argumenta Skinner, es ser capaz de identificar el conjunto de actos ilocutivos que realiza un determinado autor en el texto en referencia al conjunto de las convenciones lingüísticas [164]

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prevalentes de un época, que define el contexto de emisión en el que ocurre el acto de comunicación que se propone realizar el autor escribiendo el texto. Lo esencial en el análisis del sentido de los textos de Skinner es que lo que le permite al historiador identificar la fuerza ilocutiva que el autor quiere expresar en el texto, es la existencia de un conjunto de convenciones sin referencia a las cuales el historiador no estaría justificado a adscribirle a un determinado autor una cierta intención ilocutiva. Es decir, si un autor cuando escribe de una determinada manera está, por ejemplo, argumentado, o defendiendo una posición, o rechazando o criticando una determinada opinión, o desacreditando las razones de un adversario, o ridiculizando un punto de vista, o haciendo una propuesta, o desarrollando un nuevo argumento, por utilizar los mismos ejemplos de Skinner. Las convenciones lingüísticas prevalentes en una época son, por consiguiente, los criterios que utiliza el historiador de las ideas para justificar en último extremo la adscripción de las intenciones primarias con las que escribe un autor. Como ocurre con cualquier concepción o forma de mirar, selecciona aquellos aspectos del lenguaje que resultan ser los elementos más relevantes para entender qué acto de comunicación realizan los individuos; de ahí la importancia que adquieren la noción de intención primaria, los actos ilocutivos, la fuerza ilocutiva y la referencia a las convenciones lingüísticas que gobiernan la realización de los actos ilocutivos. Pero, como también suele ocurrir con las concepciones, ocultan, en cambio, otros aspectos del lenguaje que cuando no permanecen en la penumbra, se han de interpretar de acuerdo con la idea dominante de la representación, produciendo en ocasiones una distorsión conceptual de aquellos aspectos que quedan fuera del alcance interpretativo de la concepción. De acuerdo con la concepción del lenguaje que asume Quentin Skinner, estamos obligado a pensar: 1. Que el sentido de un texto lo definen los actos ilocutivos que realiza el autor. 2. Que todos los actos ilocutivos son actos convencionales. 3. Por consiguiente, cuando un autor propone una determinada concepción, o un nueva forma de ver los fenómenos políticos, debe de estar realizando también un acto ilocutivo, cuya intención se debe de entender en referencia a las convenciones lingüísticas prevalentes dentro de la subjetividad de la época en la que ocurre el contexto de emisión de su obra. En realidad, la fuerza normativa que imponen las proposiciones (1)-(3) es simplemente la manifestación de la tiranía que ejerce sobre la mente la concepción del lenguaje como un sistema de comunicación entre individuos, que impone la adopción de una gramática particular para entender los conceptos que determinan el sentido de los textos. La necesidad de asumir estos requisitos teóricos comienza a disiparse cuando empezamos a ver el lenguaje, no como un sistema de comunicación, sino como un instrumento de conceptualización que nos permite ordenar y dar sentido a nuestras experiencias. La diferencia entre lo que podríamos llamar —por mantener la expresión de Kandel— la concepción representativa y la concepción performativa del lenguaje, la explicaba François Jacob en los siguiente términos: el papel del lenguaje como un sistema de comunicación entre individuos se habría producido únicamente de manera secundaria, como creen muchos lingüistas... La

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cualidad del lenguaje que lo hace único no parece que se encuentre tanto en su papel de comunicar directivas para acción», sino más bien «en el papel que desempeña al simbolizar, en evocar imágenes cognitivas», en «moldear» nuestra noción de la realidad y desarrollando nuestra capacidad de pensamiento y planificación, gracias a su propiedad única de permitir «combinaciones infinitas de símbolos», y de, por lo tanto, «la creación de mundos posibles»45.

Es probable que cuando Quentin Skinner asumía la misma concepción de «paradigma» de Gombrich no se hubiera percatado de que, en realidad, la concepción de «paradigma» que le atribuye a Gombrich presupone una concepción del lenguaje que resulta ser enteramente diferente de la concepción del lenguaje que, en último extremo, conduce a Skinner a defender que la explicación del sentido de los textos que adopta es incompatible con la asunción de una forma de ver el lenguaje como un sistema de comunicación, cuya adopción le permitía, por su parte, entender el sentido de los textos históricos en términos performativos. El resultado de la adopción, probablemente inconsciente, de dos concepciones o formas de mirar el lenguaje incompatibles, conduce inexorablemente a dar una explicación de la gramática de los conceptos que define la concepción interpretativa del lenguaje en términos de la gramática de los conceptos que proyecta la concepción del lenguaje como un sistema de comunicación entre individuos; introduciendo una fuerte distorsión en la comprensión del uso de los conceptos, cuando son utilizados por un autor para proponer una nueva forma de mirar aquellos aspectos de la realidad vinculados, por ejemplo, al poder político. La distorsión gramatical es particularmente llamativa cuando se asume la necesidad de entender todos los actos ilocutivos que se propone realizar un autor en el texto que escribe, como actos convencionales, lo que exige asumir un conjunto de convenciones lingüísticas como criterio de justificación para atribuir a un autor un conjunto de intenciones ilocutivas. La justificación de la atribución de intenciones ilocutivas le permite a Quentin Skinner denunciar como mitologías aquellas otras concepciones que, debido a su incapacidad para admitir la inaplicabilidad esencial del pasado, incurren en distorsiones del sentido del texto, como son las mitologías de la doctrina y de la coherencia. El segundo aspecto se centra en la imposición teórica que ha de asumir el historiador de las ideas de eliminar primero los motivos o razones que pudo haber tenido un autor para escribir de la manera en que lo hizo, como parte de la explicación del sentido del texto; y segundo, la necesidad de explicar los fines que un autor se propone conseguir con el texto —las intenciones perlocutivas— en términos de intenciones ilocutivas. A pesar de algunas analogías entre el lenguaje y el arte que Gombrich reconoce en un número de pasajes de Arte e Ilusión, la concepción del arte que desarrolla este autor no requiere la asunción de una particular concepción del lenguaje. Pero el paradigma que propone para explicar el sentido de las imágenes pictóricas comparte algunos elementos comunes con la concepción interpretativa del lenguaje. Mi argumento, por consiguiente, no se basa en la posibilidad de traducir la concepción de las imágenes

45 Citado en N. Chomsky, «Some simple evo devo theses: how true might they be for language?», en R. K. Larson et al., The evolution of human language, Cambridge, University Press, 2012, págs. 45-62, aquí pág. 58. Le estoy muy agradecido al profesor Chomsky por haberme proporcionado este artículo, y por sus valiosos comentarios.

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pictóricas de Gombrich a una concepción interpretativa del lenguaje, es suficiente con reconocer que la adopción del paradigma de este autor, impone una forma de ver el lenguaje que resalta los aspectos conceptuales del simbolismo, como son la capacidad simbólica para «evocar imágenes cognitivas», «moldear la realidad» y «crear mundos posibles», según lo reconocía François Jacob. Cuando se aplica esta concepción para entender, por ejemplo, el significado de algunos textos políticos, se descubre que el lenguaje político puede resultar un valioso instrumento para conceptualizar los fenómenos políticos; es decir, para suministrar «formas de ver las cosas», o «maneras de mirar, o de considerar las cosas», cuya aceptación puede que contribuya, en algunos casos, a la sumisión de la población a la autoridad política, y, en otros, a proporcionar razones que justifiquen la rebelión. En particular, la habilidad del lenguaje político para suministrar las apropiadas concepciones que faciliten la aceptación del ejercicio del poder político fue reconocido en su momento por Hobbes, primero en el Leviathan, donde defiende la tesis de que los mitos religiosos, tal y como fueron utilizados por los paganos, pueden convertirse en instrumentos poderosos para mantener la paz en la sociedad civil46. Y posteriormente en el Behemoth, donde desarrolla la idea de que las creencias determinan en gran parte la conducta humana, insistiendo en dos puntos adicionales: uno, que el control de la opinión y de las costumbres constituye una fuente de poder, enteramente distinta de la del uso de la fuerza; y el otro, que el ejercicio del poder se basa fundamentalmente en suministrar a la gente las creencias pertinentes para que no cuestionen su ejercicio47. David Hume, por su parte, maravillado ante la facilidad con que solo unos pocos son capaces de someter a la mayoría de la población, resaltaba la importancia del control de la opinión como el medio más efectivo para imponer la autoridad política: Nada parece más sorprendente a aquellos que consideran los asuntos humanos con mirada filosófica, que la facilidad con la que la mayoría es gobernada por unos pocos; y la sumisión implícita, con la que los hombres resignan sus propios sentimientos y pasiones a las de sus gobernantes. Cuando nos preguntamos con qué medios se produce esta maravilla, encontramos que, mientras la FUERZA está siempre del lado de los gobernados, los gobernantes no tienen nada en lo que apoyarse que no sea la opinión. Es, por consiguiente, solo en la opinión en donde se funda el gobierno48.

Uno de los mecanismos para controlar la opinión es proporcionar a la población una particular forma de mirar el poder en la que el ejercicio de la autoridad política se percibe mayoritariamente como una actividad legítima. Como suele ocurrir con las formas de ver, algunos aspectos de la relaciones políticas se perciben de acuerdo con la representación que refuerza la autoridad; pero otros quedan fuera del ámbito de la representación, y la población, como consecuencia de la aceptación de una forma de 46 Cfr. Th. Hobbes, Leviathan, Bristol, Thoemmes Continuum, 2003, cap. 12, pág. 94 (trad. cast.: ídem, Leviatán, trad. de A. Escohotado, Madrid, Editora Nacional, 1983). 47 Cfr. ídem, Behemoth, Chicago, University Press, 1990, págs. 94-95 (trad. cast.: ídem, Behemoth, trad. de M. A. Rodilla, Madrid, Tecnos, 1992). 48 D. Hume, «Of the first principles of Government», en D. Hume, Essays Moral, Political and Literary, Indianápolis, Liberty Classics, 1985, pág. 32 (trad. cast.: ídem, «De los primeros principios del gobierno», en ídem, Ensayos políticos, trad. de C. A. Gómez, Madrid, Unión Editorial, 2005).

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entender el poder, es incapaz de reconocer otros aspectos de las relaciones políticas que podrían cuestionar la legitimidad de la concepción con la que es gobernada. Los mecanismos para fabricar el consenso descritos por Walter Lippmann y posteriormente por Herman y Chomsky, son simplemente mecanismos para reforzar la aceptación mayoritaria de una determinada representación de la realidad política49. Así pues, entender el significado de los textos políticos en términos de las concepciones o formas de mirar la realidad política, implica la asunción de una representación particular en la que el lenguaje es visto, no como un sistema de comunicación entre individuos, sino como un instrumento de representación de los fenómenos políticos, en el que la referencia a las convenciones es irrelevante para entender las intenciones originales que quiere expresar el autor. Esto no significa que un autor no quiera comunicar o expresar una particular forma de ver, sino simplemente percatarse de que, exceptuando las reglas gramaticales del lenguaje que utiliza para desarrollar su exposición, el autor no sigue convención alguna para que su audiencia sea capaz de entender su particular manera de ver. Naturalmente, la conclusión presenta una seria objeción para sostener la verdad de una de las proposiciones claves de la metodología histórica de Quentin Skinner, a saber, que es posible hablar de las intenciones originales de un autor sin que exista una convención a la que necesariamente tenga que someterse para que la audiencia reconozca su intención. Para resolverla hay dos posibles salidas: una, negar que el acto de proponer una nueva concepción política sea un acto ilocutivo. Lo que implicaría reconocer que hay ciertos aspectos del lenguaje político que son relevantes para entender el significado de un texto, y que, sin embargo, quedan fuera del alcance de comprensión que define la concepción del lenguaje como un sistema de comunicación entre individuos. Y la otra, forzar una visión performativa que nos obligue a entender la naturaleza interpretativa de una particular concepción política en términos del análisis de los actos ilocutivos sujetos a convenciones. Skinner, como se vio en la primera parte del trabajo, se inclina por la segunda alternativa, como el recurso más socorrido para salvar su particular concepción sobre el sentido genuino de los textos históricos, argumentado que la intención que la audiencia A es capaz de entender correctamente como la intención que quiere expresar un cierto hablante S: debe ser una intención socialmente convencional, es decir, una intención que caiga dentro de un rango establecido dado de acciones, que se pueden entender convencionalmente... se sigue por consiguiente que una de las condiciones necesarias para comprender en cualquier situación qué es lo que S está haciendo cuando emite x con respecto a A esté relacionado con la comprensión de lo que la gente normalmente hace cuando se comporta de una manera convencional al emitir esas expresiones50.

El argumento se basa en la reivindicación de que debe de ser posible identificar, en virtud de la suposición de que todos los actos ilocutivos son actos convencionales, alguna convención en referencia a la cual podamos comprender el sentido de las ex-

49

Cfr. E. Bocardo, La Política del Negocio, Barcelona, Horsori, 2013, págs. 106-113. Q. Skinner, «Conventions and the understanding of speech acts», Philosophical Quarterly, vol. 20, 1970, págs. 118-138, aquí pág. 133. La cursiva es mía. 50

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presiones que la gente utiliza de una manera convencional. La identificación de Skinner entre la intención de un autor y la fuerza ilocutiva de una expresión se podría mantener para la clase de actos ilocutivos en los que la emisión de las frases que el hablante tiene a su disposición está regulada por una convención; como ocurre con los ejemplos específicos que utilizó Austin para justificar el análisis ilocutivo de las expresiones que se emplean al contraer matrimonio, bautizar un barco, hacer testamento o realizar una apuesta. En todos esos casos existe una convención establecida a la que el hablante tiene que someterse para garantizar que la expresión que realiza siguiendo el procedimiento regulado por la convención, sea entendida por la audiencia con la fuerza ilocutiva que quiera expresar. Skinner recurre a la noción de convención de Lewis, como el criterio que le permite justificar la correcta atribución de un conjunto de intenciones ilocutivas a un determinado autor, «necesitamos asumir» —nos urge— «lo que Lewis ha llamado una convención de veracidad (a convention of truthfulness) entre la población cuyas creencias queremos explicar»51. En la definición de Lewis, el enunciado «el lenguaje L es utilizado por una cierta población P» sería verdadero, solo en el caso en que prevalezca una cierta convención C de veracidad y confianza por los que utilizan L, que constituye la base de un genuino interés en la comunicación. Una convención es, en esencia, una regularidad que se manifiesta en la acción, o en las creencias, que, por su parte, determinan la expectativa de que cada vez que un agente decida llevar a cabo una cierta acción, los otros miembros de la comunidad también conformarán su conducta al patrón que establece la convención. La solución, sin embargo, está sujeta a una objeción fatal, de cuyo riesgo advirtió Strawson, para aquellos que, como Quentin Skinner, sucumban a la tentación de entender los actos ilocutivos como actos convencionales: suponer que siempre y necesariamente exista una convención que haya sido establecida, sería como suponer que no podría haber romances amorosos a menos que no prosigan de acuerdo a las convenciones que dejó establecida el Romain de la Rose, o que cualquier disputa que surja entre los hombres deba de seguir el patrón definido por el discurso de Touchstone sobre cómo responder a una disputa, o a una mentira directa52.

La posibilidad de identificar un conjunto de intenciones como las intenciones originales con las que escribió un determinado autor, conduce a Quentin Skinner a exigir, como una condición necesaria para realizar el análisis del sentido de los textos en términos performativos, que deba de ser posible identificar un patrón de regularidad que determine la elección de las expresiones que tiene un autor a su disposición, para que los miembros que comparten las mismas expectativas de veracidad, puedan identificar correctamente las intenciones que el autor quiere expresar en el texto. Habría que asumir, por consiguiente, que siempre que un autor decida realizar un acto ilocutivo, el historiador de las ideas deberá de estar preparado para encontrar o bien un conjunto de condiciones similares a las de Austin, del tipo A-G, o bien una

51

Ídem, «Interpretation, rationality and truth», Visions of Politics, vol. I, ed. cit., pág. 40. P. Strawson, «Intention and convention in speech acts», Philosophical Review, núm. 73, 1964, págs. 439-60, aquí pág. 444. 52

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convención estable de veracidad en el contexto de emisión, que permita identificar las expectativas que comparten para entender el texto como un acto de comunicación entre el autor y la audiencia a la que se dirige. En consecuencia, y por llevar la objeción de Strawson a sus últimas consecuencias, en cada época, cabe sospechar, habrá una convención para realizar, por ejemplo, el acto ilocutivo de argumentar, otra para defender una posición, y otras tantas respectivamente para rechazar una opinión, criticarla, desacreditar las razones de un adversario, ridiculizar un punto de vista, hacer una propuesta, o desarrollar un nuevo argumento, con arreglo a las cuales el autor decide utilizar la expresión para que sea entendida por su audiencia con la fuerza ilocutiva que quiere expresar. ¿Qué convención sigue un autor cuando utiliza el lenguaje para desarrollar una nueva concepción, por ejemplo, del poder político? ¿Es factible identificar alguna convención de veracidad que gobierne el acto ilocutivo de concebir el comportamiento de los cuerpos políticos en términos mecánicos, como lo hace Hobbes en The Elements of Law? ¿Qué convención de veracidad, por ejemplo, está siguiendo Hobbes en el Leviathan para desarrollar su particular visión de la naturaleza humana? ¿Qué regularidad de creencias compartía Hobbes con su audiencia para que se puedan identificar como las expectativas que gobernaban el uso de las expresiones de Hobbes, para que fueran entendidas por su audiencia con una particular fuerza ilocutiva? El que pensemos que la intención que quiere expresar un autor deba de ser una intención socialmente convencional, es simplemente el síntoma de una superstición, que nos fuerza a descubrir necesariamente una convención allí donde no existe, solo para acomodar el sentido de las expresiones al modelo de los actos ilocutivos. Si los actos ilocutivos nos garantizan la recuperación de la intención original con la que escribió un autor, es natural sucumbir a la tentación de generalizar, y acabar argumentando, como lo hace Quentin Skinner, que todos los actos ilocutivos han de ser actos convencionales, porque sin la referencia a una convención no sería posible justificar que existe un conjunto de intenciones que presumiblemente se podrían describir como las intenciones originales con las que escribió el autor. En realidad, las condiciones (A) y (B) que Skinner impone a su metodología para garantizar que el análisis de los textos explique las intenciones originales con las que escribió el autor, surgen como consecuencia de una ilusión gramatical a la que Skinner se ha visto conducido como resultado, en primer lugar, de haber asumido previamente que la única pregunta que nos descubre las intenciones originales de un autor es «¿Qué es lo que un determinado autor está haciendo cuando escribe el texto?». La asunción de este enfoque impone la necesidad de reconocer todas las expresiones que utiliza el autor en el texto como actos ilocutivos. Y en segundo lugar, como consecuencia de haber forzado un concepción convencional de la gramática de los actos ilocutivos, a pesar de la seria advertencia de Strawson de evitar caer en la tentación de pensar que todos los actos ilocutivos tengan que ser actos realizados de acuerdo a convenciones establecidas.

Proponer una nueva forma de mirar o ver los fenómenos políticos, desarrollar una nueva concepción del poder, o representar las relaciones políticas en otros términos, no son, desde luego, funciones del lenguaje que se puedan describir correctamente como actos ilocutivos. Por ejemplo, la concepción de Hobbes sobre la naturaleza hu[170]

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mana basada en el análisis del movimiento de Galileo, le obliga a describir las virtudes morales como la manifestación del apetito que cada cual tiene por lograr su propio bien en una gran variedad de circunstancias53, y en último extremo, le fuerza a rechazar como ley la ley natural, a la que relega meramente como la expresión de «Teoremas relativos a lo que conduce a la conservación»54. Para entender el sentido del texto del Leviathan donde Hobbes desarrolla, por ejemplo, su concepción de la naturaleza humana, no es necesario identificar la convención que está siguiendo Hobbes para asegurarse de que su audiencia entendiera su concepción con una determinada intención. Es necesario alterar la perspectiva del lenguaje para percatarse de que este, cuando es utilizado para desarrollar concepciones y formas de mirar, funciona como un instrumento de conceptualización y no como un sistema de comunicación entre individuos. Parafraseando la concepción de Gombrich sobre los paradigmas, que Skinner había adoptado, se podría decir que la acción de entender el sentido de lo que un autor está diciendo cuando desarrolla un particular concepción política, es fundamentalmente interpretativa. En esos casos, lo que nos permite comprender el sentido de lo que el autor está diciendo en un determinado texto, es la posibilidad de identificar las «concepciones», o «formas de mirar o ver las cosas» que el autor propone. Naturalmente, como ocurre con el caso del pintor (el lienzo sobre una superficie bidimensional, pinceles, paleta de colores y otros materiales), el autor tiene que servirse de símbolos escritos, como las palabras de la lengua en la que escribe, que son enteramente convencionales, pero, aunque tenga que expresar su particular forma de concebir la realidad política en términos convencionales, eso no significa que la manera de ver que se propone desarrollar sea, en algún sentido concebible, convencional, o que responda a alguna convención establecida que no sean las reglas gramaticales de la lengua que utiliza para expresar su concepción. Por ejemplo, cuando Locke introduce el concepto de «propiedad privada» en el Second Treatise en términos del trabajo productivo, reivindicando que «The labour of his Body, and the Work of his Hands, we may say, are properly his», bajo la asunción del postulado que «Dios le mandó» al hombre trabajar (labor), para «someter la tierra, es decir, mejorarla para el provecho de la vida», no está siguiendo más convención que la de las reglas de la gramática del inglés. Sería un error pensar, sin embargo, en la concepción de Locke sobre la propiedad privada como un acto ilocutivo que este realiza siguiendo alguna convención. La concepción de la propiedad privada que elabora Locke no es convencional. Hasta el momento en que la enuncia, nadie antes que él la había formulado, así que es difícil pensar en qué sentido su concepción sobre la propiedad privada se pudiera entender como convencional. Para entender lo que este autor está haciendo cuando enuncia la propiedad privada, es preciso reconocer que el lenguaje está funcionando de una manera diferente a como lo hace cuando es utilizado como un sistema de comunicación. Si somos capaces de ver el lenguaje, como sugería François Jacob, como un instrumento simbólico para crear mundos posibles, o como un medio para «moldear» nuestra noción de la realidad, lo que está haciendo Locke es simplemente proponer una nueva forma de ver, o de mirar aquellas relaciones en virtud de las cuales se puede considerar la tierra como la propiedad de alguien. 53 Véase por ejemplo Th. Hobbes, De Corpore, I, 3 y I, 11, en ídem, Opera Philosophica Omnia, vol. I, Bristol, Thoemmes Press, 1999. 54 Ídem, Leviathan, ob. cit., págs. 122-123.

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Pero a menos que seamos conscientes de que la admisión de las condiciones (A) y (B) es el resultado de la capacidad que tiene la particular concepción performativa del lenguaje de forzarnos a exigir un patrón unitario de descripción de la gramática de las expresiones que utiliza un autor en el texto en términos de actos ilocutivos, no nos percataremos de que, en realidad, estamos confundiendo dos concepciones diferentes del lenguaje; y en consecuencia, caeremos en la ilusión de pensar que la gramática que impone la concepción performativa del lenguaje para describir los conceptos, debe ser esencialmente la misma que define la concepción interpretativa del lenguaje.

Que ciertas concepciones o representaciones del poder político prevalezcan sobre otras, o dominen durante una época sin que se lleguen a cuestionar, o incluso sean reforzadas por la autoridad política para que se perciban como legítimas, no significa que las concepciones sean procesos que respondan a convenciones. La regularidad de una conducta no significa necesariamente que tengamos que reconocer la existencia de una convención como el factor que explique la recurrencia de las acciones. Es posible condicionar, manipular, instruir, castigar o premiar a los individuos para que acaben aceptando una forma particular de entender el poder como legítima, pero el que una determinada concepción del ejercicio del poder político sea ampliamente aceptada, no nos autoriza a pensar que los procesos cognitivos que desarrollan las concepciones se puedan describir correctamente en términos de convenciones de veracidad. Por otra parte, las concepciones y maneras de mirar se pueden asumir, o rechazar, o cambiar; pero esto no significa que exista una convención que determine las expectativas de los agentes; más bien son las concepciones, y no las convenciones entendidas como procesos de regulación de las expectativas de los agentes, las que suministran patrones de actuación. Aplicando el análisis de Wittgenstein, la regularidad del patrón de actuación que Skinner atribuye a la persistencia de una cierta convención de veracidad y confianza en quienes utilizan el lenguaje como un vehículo de comunicación, constituye en realidad la manifestación de una de las características más distintivas de las concepciones. Entendidas como formas de mirar, las concepciones establecen un método de proyección, y, como tales, determinan la gramática de los conceptos. En consecuencia, el elemento que se ha de tener en cuenta para explicar el sentido de los conceptos no son las convenciones, sino la gramática que impone la adopción de una determinada concepción. En realidad, lo que Skinner considera como la permanencia de una convención de expectativas que regula las acciones lingüísticas de una comunidad de hablantes, es solo el predominio de una determinada concepción cuya adopción determina una particular gramática conceptual que se exhibe en el lenguaje como un patrón de uso.

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CAPÍTULO 11

El giro pictórico, icónico o visual en la historia del pensamiento: El caso Warburg1 KARINA P. TRILLES CALVO (Universidad de Castilla-La Mancha)

11.1. INTRODUCCIÓN: LA «SOPA DE ANGUILA», EL «TRABAJO DE PENÉLOPE» Resulta tarea ímproba intentar elaborar un discurso productivo y coherente acerca del quehacer de Aby Warburg (1866-1929), labor sisífica que obedece tanto a razones intrínsecas a un pensamiento siempre en el paritorio, como a motivos externos que condicionaron la presentación y la propagación de sus ideas. Sin duda, cuando uno consigue adentrarse en su peculiar maraña no puede por menos que dejarse atrapar por ella y admirar el vivero y potencial vergel que se atisba en su re-consideración del tiempo, ese que pasa dejando su fantasma, así como en su re-valorización de la imagen, la cual abandonó su escondite en el adorno para tornarse re-presentación digna de una hermenéutica propia. Este peculiar poner el dedo en la llaga del «re» no reiterativo permite defender con Didi-Huberman que «con Warburg, el pensamiento sobre el arte y el pensamiento sobre la historia han conocido un giro decisivo. Después de él no estamos ya ante la imagen y ante el tiempo como antaño»2. Esta profunda modificación de dos de los pilares de la cultura occidental —ya prefigurada en Burckhardt y en Nietzsche— debería haber ocasionado un brutal seísmo en el ámbito del saber. Usa1

Este trabajo ha surgido en el marco del proyecto de investigación «Hacia una Historia Conceptual comprehensiva: giros filosóficos y culturales» (FFI2011-24473) del Ministerio de Economía y Competitividad 2 G. Didi-Huberman, L’image survivante. Histoire de l’art et temps des fantômes selon Aby Warburg, París, Les Éditions de Minuit, 2002, pág. 28. (Trad. cast.: La imagen superviviente: historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg, trad. de J. Calatrava, Madrid, Abada, 2009.) Salvo indicación contraria, las traducciones son nuestras.

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mos este condicional para denotar nuestra sorpresa porque de facto no se produjo dicho terremoto. Los motivos de esta inquietante tranquilidad no cabe buscarlos solo en el seno de su proyecto inabarcable en constante expansión, con múltiples líneas de fuga y que impide cualquier tipo de cierre, sino que también han de ser encontrados en la peculiaridad del propio Warburg así como en la del tenebroso tiempo histórico que le tocó vivir. Si comprendemos el impacto de la confluencia de ambos factores en su absorbente labor, seremos capaces de orientarnos en este corpus flotante3 al par que entenderemos su constante retorno a la escena sapiencial no exento de la paradoja —señalada por Didi-Huberman— del «no podemos olvidar» y del «Imposible (...) reconocerlo claramente»4. Nuestro autodefinido como «Hebreo de sangre, hamburgués de corazón, florentino de alma»5 no era un pensador al uso y, sin embargo, debe ser catalogado como uno de los más notables eruditos de principios del siglo XX. Dicha aseveración se apoya en el hecho de que Warburg escribió poco al tiempo que redactó en demasía. No ha de entenderse esta afirmación como una perogrullada, sino como la ajustada descripción de cómo desarrolló su titánico trabajo. Salvo su Tesis Doctoral de 1893 dedicada a Sandro Botticelli6 y contadísimos, aunque notables estudios —poco extensos si los comparamos con los característicos del mundo académico—, el material de trabajo sobre su proyecto comprende —como señala Gombrich en la biografía que le dedica— «borradores, apuntes, formulaciones y fragmentos abandonados a medio camino de la obra acabada»7, además de numerosos cuadernos de notas que recogen un amplio abanico de impresiones que discurren entre la afilada descripción de un colega hasta los cientos de títulos tachados de una conferencia en su búsqueda del mot juste. La callada labor realizada por Gertrud Bing intentó poner orden en este maremágnum, pero pese a su extrema minuciosidad lo cierto es que las miles de fichas, las cajas apiladas, etc., le confieren una «forma caleidoscópica» 8 que es inherente a un pensamiento en constante construcción sin pretensión de punto final. Aunque sus contemporáneos admiraban su dedicación y su erudición bibliográfica, mantenían una distancia prudencial, en parte debido a la acertada percepción de la quiebra conceptual que estaba gestando, en parte por esa desabrida conciencia del gremio académico que intentaba no relacionarse con alguien que, manifiestamente, había rehuido pertenecer a él. Pero, además, no hay que desdeñar el caos warburguiano contrario al orden de las lecciones de aula, una torre de Babel que no tenía cabida en el seno de una institución de lo consuetudinario, razón por la cual encauzó su sapiencia hacia las conferencias animadas con fotografías —recordemos su proyecto descomunal del Atlas— y dirigidas a todos los públicos9. En esas exposiciones daba lo mejor de sí y, desafortunadamente, solo nos quedan sus esquemáticos apuntes que se tornan hormigas de tinta sin la voz que los animó. La señalada amplitud de público 3

Didi-Huberman, ob. cit., pág. 31. Ibíd., pág. 29. 5 Es una expresión del propio Warburg escrita en italiano, recogida por G. Bing, «Aby Warburg», Rivista storica italiana, núm. LXX, 1960, pág. 113. 6 Su título completo ya es significativo: El Nacimiento de Venus y la Primavera de Sandro Botticelli. Una investigación sobre las representaciones de la Antigüedad en el Primer Renacimiento Italiano. 7 E. Gombrich, Aby Warburg. Una biografía intelectual, Madrid, Alianza Editorial, 1992, pág. 16. 8 Ibíd., pág. 17. 9 Cfr. Bing, art. cit., pág. 111. 4

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no debe llevarnos a engaño: sus disertaciones no eran fáciles pues su alemán era (es) complejo (cada término encerraba varios sentidos), minucioso y su estilo era (es) comparable, según sus propias palabras, a una «sopa de anguila (Aalsuppenstil)»10. He aquí una fina descripción que bien admite dos grados de interpretación. Subito nos remite a lo resbaladizo del pez mentado y, por lo tanto al carácter escurridizo de las exposiciones warburguianas. Pero teniendo en cuenta que nuestro pensador nada decía en vano, cabe detenerse en el hecho de que menciona un tipo de comida cuya receta es ejemplo de mezcolanza de alimentos (caldo de carne, verduras, frutos frescos...) y sabores (dulce y avinagrado a un tiempo) que, en justicia, es tan suculenta como pesada. Warburg, pues, en su habitual ejercicio de sinceridad docta, reconocía sin tapujos que su modo de expresión era harto dificultoso. Este fue el impuesto a abonar por el uso de términos bifrontes, por considerar tan importante una carta de pago de un exvoto como un retablo o por sufrir un peculiar «síndrome de Diógenes» culto que le impedía desprenderse de cualquier papel ya que creía en la grandeza de lo nimio. La dificultad que le es inherente (y que él asumió) ahuyentó a sus contemporáneos que admiraban tanto su sapiencia como se espantaban ante su supuesta anarquía. En definitiva, Warburg se convirtió conscientemente en un «desplazado» —como señala Yvars, el cual lo compara con Walter Benjamin11—, en un nómada en tierra de muchos, es decir, en territorio de nadie. La Historia del Pensamiento está plagada de figuras cuyos «sistemas» se han edificado tomando en consideración los márgenes emborronados, las anotaciones sueltas, etcétera, a pesar de lo cual originaron —ora inmediata, ora dilatadamente— una convulsión que resquebrajó el marco conceptual reinante. Entonces, ¿por qué el laberinto ilustrado12 de Warburg no produjo un efecto semejante? Repetida la pregunta, respuestas reiteradas. Como ya adelantamos, la contestación depende tanto de razones internas a la labor warburguiana como a motivos ajenos a su persona. Respecto a las primeras podríamos quedarnos en la «sopa de anguila», pero ello sería un gesto hipócrita ya que este símil es fácilmente aplicable a las distintas teorías (filosóficas o no) que han asomado a lo largo de los tiempos y que, pese a su dificultad enmarañada, fraguaron y fructificaron. Para comprender el aparente barquinazo de nuestro hamburgués cabe tener en cuenta que él no aspiró a ofrecer ningún sistema, siquiera un fragmento para la posteridad. Según Knape, «Todo lo que quiere es comprender para comprender»13, saber de su hoy con su ayer huyendo de cualquier cuadrícula impuesta e insuficiente. Una de estas plantillas era la idea tradicional de que era inherente al ámbito del conocimiento definir su canal de transmisión que, principalmente, debía ser escrito (el poder de la palabra) y, a ser posible, por alguien que ocupase una reputada cátedra (por entonces, no en venta indiscriminada). Pero Warburg no quiso aceptar ningún cargo académico —quizás consciente de su personalidad, quizás por su envidiable holgura económica— y, además, porque —como indica Michaud— «Warburg sustituyó la cuestión de la transmisión del conocimiento por la de su

10

A. Warburg, «Diario», 24 de noviembre de 1906. Apud Gombrich, ob. cit., pág. 26. J. F. Yvars, Imágenes cifradas. La biblioteca magnética de Aby Warburg, Barcelona, Elba, 2010, pág. 14. Esta relación entre Warburg y Benjamin fue motivo de un Seminario en el Warburg Institute de Londres (14-15 de junio de 2012) que, a diferencia de otros, completó las inscripciones. 12 Tómese en su doble sentido de «culto» y de «manifestado en/por imágenes». 13 J. Knape, «Les formules du pathos selon Aby M. Warburg», Littérature, núm. 149/1, 2008, pág. 62. 11

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exposición»14, cambio sustancial que tomó forma en su laberíntica Biblioteca y en su Atlas Mnemosyne. Conocida es la historia por la que un ávido y jovencísimo lector (ya desde los 6 años) cede su primogenitura a los 13 años (que incluía una suculenta Banca familiar) a su hermano menor Max a cambio de que este le comprase los libros que quisiera lo que, en última instancia, supuso —según este— «un cheque en blanco»15. Este fue el inicio de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg (K.B.W) en la que ejerció su vocación, su profesión16 y que, en consecuencia, lleva su impronta personal. Entre sus anaqueles atestados de libros de origen bien diverso, sus cajas apiladas con miles de fichas, su colección de imágenes (actualmente, más de 150.000) se hace patente no un método, sino un mensaje para los que quisieran acompañarlo: la posibilidad de una ciencia de la cultura como historia de una sintomatología17 ajena a cualquier tipo de cronología lineal o seriada. Por eso la K.B.W. rompe con las clasificaciones al uso —siempre deudoras de una determinada concepción del saber y del aquilatamiento de sus ramas— y establece una peculiar Aufstellung18: «la ley de la buena vecindad»19 según la cual los libros no se encuentran a priori separados por materias, sino unidos en cuanto que, en palabras de Saxl parafraseando a Warburg: El libro del que uno había oído hablar no era, en la mayoría de los casos, el libro que uno necesitaba. El desconocido vecino de la estantería contenía una información, aunque solo por su título no se hubiera sospechado. (...) Los libros eran para Warburg algo más que instrumentos de investigación. Reunidos y agrupados, expresaban el pensamiento de la humanidad en sus aspectos constantes y en los cambiantes20.

Esta curiosa filiación suponía un notable esfuerzo por parte de Warburg que, cual Penélope bibliófila, cambiaba continuamente los tomos de un lugar a otro en función del problema que le preocupase en ese momento. De este modo, nuestro hamburgués dejaba un fino hilo de Ariadna para el navegante, pero al tiempo originaba un grave quebranto a sus ayudantes —F. Saxl, W. Printz y G. Bing— con este incesante trasiego en los estantes que ya en 1926 sostenían 65.000 volúmenes —actualmente supera los 150.000 a los que hay que añadir otros tantos miles de fotografías. Se hacía imperiosa la necesidad de establecer algún tipo de ordenación que respetase el espíritu warburguiano al tiempo que permitiese la localización del punto de partida elegido libremente por cada cual. Mientras Warburg se recuperaba en la Clínica de Binswanger, Saxl buscó una nueva sede para acoger la masa libresca y que, además, permitiese la transformación de la biblioteca privada en un Instituto abierto a investigadores interesados. El propio Warburg se encargó de acabar este proyecto con la construcción de un anexo a su casa, adosado de cuatro plantas —estructura que intentará mantenerse en sus distintas ubi14

Ph.-A. Michaud, Aby Warburg and the Image in Motion, Nueva York, Zone Books, 2004, pág. 37. M. Warburg, «Necrológica», 5 de diciembre de 1929. Apud Gombrich, ob. cit., pág. 34. 16 Cfr. Bing, art. cit., pág. 111. 17 Cfr. Didi-Huberman, ob. cit., pág. 112. 18 Tómese como «colocación» o «emplazamiento». 19 S. Settis, Warburg continuatus. Descripción de una biblioteca, Barcelona, La Central, 2010, pág. 27. 20 F. Saxl, «Historia de la Biblioteca de Warbug, 1886-1944», Recogido en Gombrich, ob. cit., páginas 299-310, aquí pág. 301. 15

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caciones— que es reflejo de sus vastas etiquetas21. Allende este interminable tejer y deshilar, importa resaltar la colosal y hormiguesca labor warburguiana para poner al alcance de la mano no una colección de libros, sino una antología de problemas en los que uno quedaba irremediablemente preso22, un espacio de pensamiento (Denkraum) en el que la historia de la cultura en toda su amplitud quedaba al descubierto. Era, como bien la define Didi-Huberman, no solo una «biblioteca de trabajo (...), sino también biblioteca en obras»23 que aún hoy sigue construyendo cada investigador que franquea sus puertas. Debido a la Segunda Guerra Mundial y a la barbarie nazi, el descomunal material de la Biblioteca fue trasladado a Londres en 1933 y durante meses permaneció en cajas apiladas aguardando la calma que sus páginas requerían. Por fin, en 1938 pudo reiniciarse la reubicación de lo que allí estaba encerrado, labor que tuvo que realizarse tres veces más hasta su asentamiento definitivo en Woburn Square (ya como parte de la University of London). Pero, más allá de estos sucesivos cambios bastante comunes cuando de libros se trata, lo importante es resaltar que con estas migraciones, si bien se intentó conservar el espíritu de su fundador, lo cierto es que se produjo un cambio que, a nuestro juicio, afectó radicalmente a su proyecto. Sería discutible calibrar en qué medida perturbó a una biblioteca tan peculiar como la K.B.W. convertirse en un anexo dependiente de la Universidad de Londres, institución de prestigio que, sin embargo, no dejaba de ser un espacio de lo consuetudinario y de lo sistemático, lo que sin duda influyó en la clasificación del material y de sus constantes adquisiciones. Pero la profunda transformación que nos inquieta es la que, por evidente, pasa desapercibida a pesar de que supone una importantísima pérdida que, en última instancia, desvirtúa el propósito de Warburg. Nos referimos a su nueva denominación, gesto obligado por su traslado a Inglaterra que también supuso ingresar en un nuevo paradigma de pensamiento: la Kulturwissenschaftliche Bibliotek se tornó en The Warburg Institut, rótulo en desacuerdo con el laberinto libresco mimado por el hamburgués y que acarreará no pocas interpretaciones sesgadas o excesivamente encorsetadoras, algo que su irónica ayudante G. Bing advirtió al señalar que «Desde la muerte de Warburg, la Biblioteca ha orbitado en torno a un centro que ya no existe»24. Este estudioso obsesionado con el mot juste eligió la expresión germana arriba mentada para materializar su rastreo de una «ciencia de la cultura» plasmada ora a través de imágenes —teseladas en su famoso Atlas—, ora mediante escritos de diverso orden (cartas, contratos, etc.) generalmente dejados de lado por las disciplinas de su época (y de la nuestra) que solo se centraban en lo grandilocuente. Además, con el nombre de su Biblioteca pretendía desmarcarse de la dicotomía diltheyana ciencias de la naturaleza21

Para los diferentes cambios de clasificación, véase Settis, ob. cit., págs. 49-68. Así lo reconoció E. Cassirer cuando empezaba a trabajar en la composición del I Volumen de Formas simbólicas: «Esta Biblioteca es peligrosa. Tendré que evitarla por completo, o podría quedarme aquí preso durante años. Los problemas filosóficos que están implícitos en esta Biblioteca son similares a los que me preocupan, pero el material histórico concreto que ha recogido Warburg me supera» (en S. Settis, ob. cit., pág. 30). 23 Didi-Huberman, ob. cit., pág. 41. En castellano no hemos podido reproducir el juego que realiza entre biblioteca «de travail» y biblioteca «en travail». 24 Carta de Gertrud Bing a Saxl de Florencia (WIA III. 103.6). Apud K. W. Forster, «Introducción» a A. Warburg, El renacimiento del paganismo. Aportaciones a la historia cultural del Renacimiento europeo, Madrid, Alianza Editorial, 2005, pág. 43. 22

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ciencias del espíritu25, útil en su momento, pero demasiado restrictiva a ojos de un hombre que se autoconcebía como «historiador cultural»26. La traducción lingüística se convirtió, pues, en un peligroso cortapisas y no solo en este caso «anecdótico», sino en lo que atañe a sus conceptos centrales, lo que ha originado considerables desvaríos. El traslado de la Biblioteca a Londres si bien tuvo un impacto positivo ya que se libró del espolio nazi y se abrió a un público dispuesto a devorar27 el «saber foráneo acogido», también es cierto que encierra un lado oscuro en cuanto que reconvirtió —en una bella descripción de Didi-Huberman— «el receptáculo virtual de todos los síntomas y de todos los seísmos del tiempo»28 en un archivo obligado, según Gombrich, a «agrupar aquellos libros (...) para acomodarse a los nuevos problemas y proyectos de investigación»29. En el mismo instante en que las cajas injustamente apiladas se abrieron lejos de la ciudad en la que fueron paridas, la tentativa vital de Warburg quedó maltrecha y solo un retorno a sus palabras, a su mimo libresco, a su Penélope serpenteante puede restituirle parte de la cordura perdida. Aunque parezca incurrir en contradicción dado lo afirmado líneas antes respecto de la problemática traslación al inglés, cabe defender que estas reticencias se minimizan con la traducción de sus obras al italiano y al castellano30, idiomas ricos en matices e interesantes juegos lingüísticos. Es más, dichas transcripciones las hicieron asequible a un vasto público que, hastiado de la estricta estratificación panofskiana —curiosamente, uno de sus más destacados discípulos— «preiconografía-iconografía-iconología», pronto se sintió preso en la cómoda incomodidad de sus líneas abiertas que permitían crear un espacio de pensamiento propio. Paralelamente a su difusión por el mundo latino, se produjo un renacer del interés por su quehacer gracias, sobre todo, a los trabajos de W. Heckser (1967), E. Gombrich (1970) y D. Wuttke (1974). La injusticia del silencio del tiempo que le fue propio quedó paliada en un futuro preparado para su anacrónica labor. El Warburg paria que erró en tierra de todos y de nadie por los motivos indicados es hoy referencia indiscutible en historia del arte —de hecho, la bibliografía secundaria crece exponencialmente—, pero aún queda por encontrarle su topos en la filosofía. Creemos que uno de los modos de conseguirlo es reivindicarlo como precursor del giro icónico que concretaron en el siglo XX G. Boehm y W. J. Th. Mitchell, en cuyas obras resuenan de manera sumamente llamativa las palabras warburguianas. Recalcamos «llamativa» porque Boehm y Mitchell se reconocen deudores de Panofsky y Gombrich, pensadores que ejercieron de pantalla proyectiva del cajón de-sastre de Warburg con tratados capaces de crear Escuela. Sin embargo, como señala en una entrevista Didi-Huberman (realizada por M.ª Dolores Aguilera), «fueron los encargados de matar al padre, por eso “abandonaron de manera exagerada la tradición, simplificaron y detestaron las ambiciones de Aloïs Riegl, de un Heinrich Wölfflin”, ade25

Cfr. F. Capeilleres, «La “méthode de Warburg” et la tâche de l’Aufklärer. À propos de la survivances des antiques», Germanica, núm. 45, 2009, pág. 20. 26 A. Warburg, El ritual de la serpiente, Madrid, Sexto Piso, 2008, pág. 12. 27 Piénsese en su doble sentido: en cuanto que objeto de atención y en tanto que tragada vorazmente y no deglutida. 28 Didi-Huberman, ob. cit., pág. 133. 29 Gombrich, ob. cit., pág. 296. Las cursivas son nuestras. 30 Cfr. A. Warburg, La rinascita del paganesimo antico. Contributi alla storia della cultura, trad. de D. Cantimori, Firenze, La Nova Italia, 1996. (Trad. cast.: A. Warburg, El renacimiento del paganismo. Aportaciones a la historia cultural del Renacimiento europeo, trad. de F. Pereda, Madrid, Alianza, 2005.)

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más de relegar la originalidad y potencia warburguianas al desván de la extravagancia» 31. Los reflectores que en un principio iluminaron acabaron por cegar y difundieron por el mundo anglosajón una «iconografía» y una «iconología»32 difícil de encontrar en el hamburgués. Lo curioso es que el ikonische Wendung de Boehm o el pictorial Turn de Mitchell sí se asemejan a las propuestas escondidas en «los puntos esparcidos sobre un mapa» —acertadas palabras de K. W. Forster33— de Warburg y sería interesante calibrar hasta qué punto les hubiese impactado este de haber conocido de primera mano su irritante mosaico y se hubiesen reconocido en los recovecos de sus líneas. De facto, basta una simple aproximación al giro icónico/pictorial para percibir que en él está Warburg y que, en dicha medida, es un acto de justicia otorgarle el lugar que le es propio y que le fue usurpado. Boehm y Mitchell intentaron —cada uno por su lado y en ámbitos culturales diferentes34— descubrir «la forma en la que la imagen produce sentido y nos convence a nosotros, los observadores»35, cuestión central que «toca los fundamentos de nuestra cultura»36. Es, pues, un pilar determinante de la «historia de la cultura»37 (Mitchell) ya que es un «actor en el escenario de la historia»38, teatro en el que se representa «una prolongada lucha por la supremacía entre signos pictóricos y lingüísticos»39. Causa estremecimiento releer estas líneas después de haber transitado (incluso estrellado)40 por el laberinto de Warburg, pues en este está ese volteo que se ofrece como «novedoso». Sin embargo, por los motivos que hemos ido indicando, sus ideas no fraguaron como propias, pero sí demostraron ser productivas en manos de algunos discípulos «despiertos» que hicieron de una madeja enmarañada un tapiz fácilmente asimilable por sus contemporáneos y por la posteridad, ambos adoradores de las diosas «Orden» y «Clasificación». Warburg no podía «triunfar» por sí solo porque en él nada había seguro: percibió la realidad cambiante y pecó de ingenuo al pretender aprehenderla en su ir-transformándose. Lo único que permanecía inalterable era cada uno de los libros de su biblioteca; ni siquiera su lugar en el anaquel ni en un edificio concreto fueron estáticos hasta que acaeció su muerte y su serpenteante pensar fue fijado por otros en pro de un mayor «entendimiento». Pero con ello crearon un proble31 M.ª D. Aguilera, «Entrevista con Didi-Huberman», Carta. Revista Museo Reina Sofía, núm. 2, 2011, pág. 30. 32 Baste echar una ojeada a la web del The Warburg Institute: http://warburg.sas.ac.uk/home/ [Consultada el 1 de octubre de 2012]. 33 Forster, art. cit., pág. 43. 34 Boehm describe esta convergencia en una carta a Mitchell (Basilea, 1 de febrero de 2006): «tuve la impresión de que se habían encontrado en un bosque dos caminantes que habían atravesado el mismo apenas conocido continente de fenómenos icónicos y visuales (...) antes de proseguir sus respectivos caminos». Recogido con el título «El giro icónico. Una carta. Correspondencia entre Gottfried Boehm y W. J. Thomas Mitchell (I)» [Basilea, 1 de febrero de 2006], en A. García Varas (ed.), Filosofía de la imagen, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2011, pág. 58. 35 Boehm, carta cit., págs. 66-67. 36 Ibíd., pág. 58. 37 Esta expresión la utiliza Mitchell en su carta de respuesta a Boehm, lo cual no deja de resultar llamativo dado que aquel se mueve en el ámbito anglosajón poco dado a esta fórmula. Cfr. «El giro pictorial. Una respuesta. Correspondencia entre Gottfried Boehm y W. J. Thomas Mitchell (II)» [Chicago, 3 de junio de 2006]. Apud García Varas, ob. cit., pág. 150. 38 W. J. T. Mitchell, «¿Qué es una imagen?», en García Varas, ob. cit., pág. 109. 39 Ibíd., pág.150. 40 Tómese en su doble sentido de «darse de bruces» y «caminar por estrellas».

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ma: «el mito Warburg»41, es decir, un personaje al que uno no puede acercarse demasiado para no quebrar su aura, difuminándose así las aristas cortantes de la originalidad. Si bien muchos caerán en la lectura positiva (y positivista) de lo que supone ser un mito (gloria, fama, etc.), pocos se apercibirán del gesto negativo de este encumbramiento: los mitos acaban en(c)terrados en un cajón. Desafortunadamente, esto es lo que ha pasado durante decenios con la exasperante dispersión de Warburg y el precio que estamos pagando por nuestra comodidad es habernos perdido un plantel de ideas germinales que trastocan la historia de nuestra cultura que, al fin y al cabo, es la historia de cada cual. Démonos la oportunidad de inquietarnos, de hartarnos, mas también de impresionarnos con el rizoma de sus obsesiones para asistir a la experiencia liminal del nacimiento de un espacio de pensamiento.

11.2. EL ATAQUE. PRIMER «ROUND»: DE LA HISTORIA A LAS HISTORIAS. DE LA LÍNEA AL SISMÓGRAFO La ventaja de un proyecto en marcha es, precisamente, su rémora: su apertura posibilita elegir el punto de partida porque no hay ninguno prefijado de antemano, un escogimiento que porta el sello de quien lo realiza y que no tiene porqué coincidir ni con lo imprescindible ni con lo más importante. Cuando nos acercamos tímidamente a Warburg nos dimos cuenta de que cabía optar y de que las alternativas eran infinitas porque en sus escritos de «aquí y de allá» todo y nada era susceptible de ser fundamentado, prueba a nuestra honradez intelectual. Además, en ocasiones pensó en algo y no redactó, aparcando esta desagradable tarea —en cuanto que exige orden— hasta que la idea le reventaba en las sienes (años podían pasar); otras veces escribió y en los márgenes asoma una ocurrencia genial pero germinal que nunca retomará ni llevará a su floración y hubiesen quedado en el olvido de no ser por su correspondencia o por el testimonio de sus ayudantes. Quien se adentra en esta nebulosa rizomática ha de abandonar cualquier hermenéutica correlativa del A-B-C y ha de adoptar —imitando un gesto muy warburguiano— una hipótesis de lectura particular que no será ni mejor ni peor que otra. En definitiva, cabe formular un interrogante concreto que iluminará al par que oscurecerá algunas de sus «nociones-estrellas». En nuestro caso, tras haber botado durante meses de una página a otra, consideramos que la pregunta más productiva en este momento y lugar es la siguiente: ¿Qué molestaba a Warburg? ¿Qué realidad fáctica quería cambiar? El que su labor no culminase «exitosamente» no debe hacerse equivaler a la ausencia de intención de la misma, sino que su peculiar maremágnum es ya en sí una crítica a un estado dado con el que no quería congraciarse. Pero, ¿cuál era ese entorno que le incomodaba? Cuando Warburg ingresó con 20 años en la Universidad de Bonn, la historia del arte como disciplina autónoma acababa de nacer con la creación de tres importante cátedras en Berlín (Waagen, 1844), Viena (Eitelberger, 1851) y Zúrich (Burckhardt, 1855). Esta institucionalización no debe llevarnos a error porque el discurso acerca del arte se había ido elaborando explícitamente desde mediados del XVI, data en la que Vasari publicó su Le Vite de’ più eccellenti architetti, pittori et scultori italiani (1550)

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Cfr. Bing, art. cit., pág. 110.

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y asentó la etiqueta «Renascita» al percatarse de la reaparición del arte antiguo de manos de Alberti y compaña para hacer frente a los «bárbaros» góticos. Sin embargo, la seriedad de esta acuñación se perdió entre la liviandad de sus biografías y la historia del arte como tal no resurgió hasta 1764, fecha en la que Winckelmann dio a conocer su Historia del Arte de la Antigüedad, escrito que determinará la estética hasta bien entrado el XIX y que conserva el intacto poder de reaparecer cuando las tradiciones hacen quiebra. La tesis allí defendida establecía que la Belleza (con mayúsculas) no dependía del sujeto, sino que era una realidad objetiva encarnada en las esculturas de Fidias, Praxíteles, etc. En las mismas se hacía patente lo que convino en denominar «Belleza Antigua»: «una noble sencillez y una serena grandeza, tanto en la actitud como en la expresión»42, la contención en estado puro cincelado en mármol lechoso —poco sabía de la policromía original— y cénit de la perfección que su tiempo debía hacer suyo recuperándolo y copiándolo. Este juicio repugnaba a Warburg que no dudó en reconocer abiertamente su irritante presencia43 ni tampoco en enfrentarse a esta «concepción esteticista»44 obnubilada por el brillo marmóreo que obligaba a cargar con una perfección, al fin y al cabo, creada con el objetivo de devolver fortuna y dignidad a una cultura occidental supuestamente maltrecha. El esteticismo desazonador de Winckelmann, que recobró fuerzas gracias al nacionalsocialismo —recuérdense las esculturas atléticas de Arno Breker45—, no fue el único frente de batalla de Warburg. Este también entró en pugna con el formalismo de Aloïs Riegl, uno de los teóricos más influyentes en la neonata «historia del arte» así como baluarte de la conservación de monumentos. Es precisamente esta la que le mueve a distinguir entre el «valor histórico» y el «valor artístico» de una obra, supeditando este a aquel e, incluso, anulando bajo el peso de «lo subjetivo», «lo cambiante», etc. Por ejemplo, si su pretensión era dotar de dignidad propia a un arco de triunfo, su primer paso debía consistir en eliminar dicho componente parcial o relativo, para lo cual optó por adoptar un valor artístico eterno que, cual musgo, quedaba adherido a la obra desde su momento de realización y era imperturbable ante el devenir temporal. Es por ello por lo que el monumento posee una valencia rememorativa46, de ahí que deba procurarse su conservación «en su forma original, sin mutilaciones»47. Hay que tener cuidado con este gesto pues puede inducirnos a pensar erróneamente que Riegl está abogando por lo artístico y denostando lo histórico. En realidad, al declararlo «eterno» lo está inutilizando ya que nada es factible respecto de él (lo que es, es y punto), al par que está inflando la importancia de lo histórico, su decir de lo aconteci-

42 J. J. Winckelmann, Klein Schriften, Vorreden, Entwürfe, Berlín/Nueva York, Walter de Gruyter, 2002, pág. 43. Esta idea resonará en Schiller, Herder, Humbolt, Schelling, Görres, Heine, por citar unos pocos ejemplos. Para ampliar cfr. M. A. Martínez Montalbán, El camino romántico a la objetividad, Valencia, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia, 1992. 43 Cfr. A. Warburg, «La aparición del estilo ideal a la antigua en la pintura del primer Renacimiento» [1914], en Warburg, ob. cit., 2005, pág. 217. 44 A. Warburg, «El mundo de los dioses antiguos y el primer Renacimiento en el norte y en el sur» [1908], en Warburg, ob. cit., 2005, pág. 409. 45 Véanse las esculturas de Arno Breker «Prometeus» (1937), «Bereitschaft» (1939), representante del ario de Adolf Hitler. 46 Cfr. A. Riegl, El culto moderno a los monumentos, Madrid, Visor, 1987, pág. 29 (1.ª ed., 1903). 47 Ibíd.

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do48. A resultas de esto, los monumentos son solo históricos49, piedras de antaño que cabe leer en el presente para fijar su contenido significativo para la posteridad. El historiador se convierte así en un aplicado cronista de lo que acaeció en el pasado para recordarlo (no todo vale) y recuperarlo para un hoy supuestamente objetivo. A simple vista podríamos pensar que este esquema que da pie a la historia es más apropiado para enfrentarse a una obra que la pétrea propuesta de Winckelmann y que, en dicha medida, Warburg la aceptará. Sin embargo, como ya adelantamos, este se opone frontalmente a la misma por dos motivos fundamentales: por un lado, la teoría de Riegl conlleva la reducción del arte a la historia con lo que, en última instancia, resulta quimérico cualquier acercamiento a la creación del artista que es convertida en «monumento»50 inalterable que porta en sí la grandeza del acto representado, no la pericia del hacedor. Si Winckelmann ensalzaba la Belleza de los atletas griegos, instaba a recuperarla y reservaba el término «arte» para este gesto de «resucitación», Riegl borra de un plumazo este esteticismo cursi y prefiere la congelación en piedra/tela de lo heroico —asunto espinoso es delimitar qué lo es y qué no—, pero tanto uno como otro usan el pasado a su gusto para fabricar un presente a medida y poco se molestan en traspasar lo plasmado. A pesar de ello, hay quien podría considerar que el formalismo riegleano es más cercano a Warburg al introducir la historia. Aquí hemos de emplazar el segundo motivo que le movió a su rechazo: aquella no es, a su juicio, del tipo indicado para explicar las obras —en su doble sentido de «hechos» y «creaciones artísticas»— porque su modelo gestor (no generatriz) es el de la línea secuencial que los aplana, un «allanamiento» que cabe ser entendido bífidamente. Por un lado, implica la pérdida de las aristas o roces propios del quehacer humano lo que, a nivel de historia del arte, supone estar —como describe socarronamente Warburg— en «una especie de prado florido sobre el que desean pasearse en silencio al atardecer para disfrutar de sus espléndidas fragancias»51. Por otra parte, el «allanamiento» supone ocupar un espacio que no le es propio, por ejemplo, es ser insertado en una sucesión ordenada de acontecimientos que anulan la capacidad (re)productora del arte al tiempo que realzan lo excelso —que depende de la definición de «orden» que se maneje— y rebajan a nimiedad el resto, otra vez susceptible de ser bifurcado en tanto que residuo y en cuanto lo que es dejado atrás. En definitiva, la propuesta de Riegl adolece de una preeminencia aplastante de lo histórico que ahoga las obras artísticas y esos pequeños detalles que su gestación lleva asociados. Para Warburg era hora de realizar «una crítica profunda de una historiografía cuyo concepto de evolución es meramente cronológico»52. Si con Winckelmann nos topábamos con un arte atemporal que solo pretendía recuperar a los Fidias, los Praxíteles, etc., con Riegl nos encontramos con LA Historia 48

Cfr. ibíd., pág. 28. Cfr. Riegl, ob. cit., pág. 28. 50 Téngase presente la definición que la RAE propone: «Obra pública y patente, como una estatua, una inscripción o un sepulcro, puesta en memoria de una acción heroica u otra cosa singular». Disponible en: http://www.rae.es/rae.htlm. [Consultada el 28 de octubre de 2012]. Por nuestra parte, resuenan las palabras que Derrida dedicó a la «a» de différance: «Se propone como una marca muda, un monumento tácito (...) permanece silenciosa, secreta y discreta como una tumba» (en J. Derrida, Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra, 1998, pág. 40). 51 A. Warburg, «Carta a su padre», 3 de agosto de 1888. Apud Gombrich, ob. cit., pág. 49. 52 A. Warburg, «Profecía pagana en palabras e imágenes en la época de Lutero» (1920), en Warburg, ob. cit., 2005, pág. 447. 49

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(con mayúsculas) de continuidades que obvia la impertinencia de los anacronismos. Arte sin historia, Historia sin arte: he aquí el contexto de Warburg, ese que su serpenteante proyecto pretendía destruir. Pero, ¿qué alternativa ofrece? Como no podía ser menos, una compleja y desperdigada apoyada en los hombros de Burckhardt, Nietzsche y Lamprecht. El primero rompió moldes con La cultura del Renacimiento en Italia (1860), obra de Historia de la Cultura en la que, propiamente, no hay ninguna sección dedicada específicamente al arte y, sin embargo, este palpita entre sus líneas53. Lo que maravilló a nuestro hamburgués fue que: su abnegación científica era tal que en lugar de atacar el problema de la historia de la civilización salvaguardando su unidad, tan seductora para el arte, la dividió en diversas partes aparentemente sin relación con el objetivo de explorar y describir cada una de ellas con una serenidad majestuosa (...) sin preocuparse por lograr una presentación sintética54.

Burckhardt considera que el historiador no debe «excluir nada de lo que pertenece al pasado»55 de modo que son igualmente relevantes los arcos de triunfo que las palabras del «moribundo dux Mocenigo»56. Esta atención a lo que antes eran simples restos es retomada por Warburg tras la denominación de «discreción», término que toma de Francesco Guicciardini en una cita que encabeza uno de sus escritos más elaborados: «El arte del retrato y la burguesía florentina» (1902)57. ¿Qué pretenden con este dar voz a lo olvidado, con esta «mesura»? Romper con la clásica línea y sustituirla, según Didi-Huberman, por «un gran movimiento de terrenos, una vibración sorda, una armónica que atraviesa todas las capas históricas y todos los niveles de la cultura»58. Esta introducción de lo nimio que remueve los cimientos de la historia conlleva la inclusión de lo «impuro», es decir, el abandono de la pulcritud de lo lineal por el pringue de los momentos y sus múltiples fugas que se sienten en diversos pasados, presentes y futuros sin que sea factible deducir ni predecir. Las historias aparecen, son sacudidas de tierra —en primera instancia inaudibles— que solo un «sismógrafo sensibilísimo»59 puede captar, descripción apropiada tanto para Burckhardt como para Nietzsche. El historiador ha dejado de ser un cronista, el inventor de un pasado acorde con su «hoy» para tornarse en alguien capaz de percibir los leves temblores de las capas temporales que se tocan y atraviesan como en una botella de Klein. Cada uno de estos estratos entreverados con todos los demás está conformado por lo hecho y por lo irrealizado, lo dicho y lo silenciado... El sismógrafo que reivindica Warburg abre la puerta por la que el «historiador puede devolver el timbre a estas voces»60. Pero, ¿cómo? ¿Acaso debe abarcar todo, convertirse en un dios de barro y, en cuanto tal, perder su 53

Cfr. J. Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, Madrid, Akal, 2004, pág. 45. A. Warburg, «El arte del retrato...», en Warburg, ob. cit., 2005, pág. 148. Hemos modificado parte de la traducción por considerarla inexacta. 55 J. Burckhardt, Fragments historiques, Genève, Droz, 1965, pág. 2. 56 Burckhardt, ob. cit., 2004, pág. 95. 57 Cfr. Warburg, ob. cit., 2005, pág. 147. 58 Didi-Huberman, ob. cit., 2002, pág. 80. 59 A. Warburg, «Burckhardt e Nietzsche», Aut-Aut, núm. 199-200, 1984, pág. 46. 60 Warburg, «El arte del retrato...», en Warburg, ob. cit., 2005, pág. 149. 54

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fino oído? Warburg es consciente de este problema y en su ayuda acude Nietzsche, otro pensador que pugnó contra la irritante contraposición entre concepto/sistema/orden/ciencia y la existencia/caos/experiencia diseminada en estrellas sin constelación amparadora. El zigzaguear nietzscheano transfundió al Babel de Warburg su concepción de un arte interesado, insistiendo en la falacia de «la» belleza áurea y, sobre todo, puso en sus manos un concepto fundamental para articular lo audible: pathos, el desgarro contenido en la patología/enfermedad y en el sentir/sentimiento o afecto —piénsese en el curioso juego castellano del sentir-afecto y estar-afectado. La historia no es una sucesión de alegrías ni un terremoto de sonrisas, sino que se entrega onduladamente como una tensión constante y sin solución posible entre los polos antitéticos de Apolo y Dionisos, entre lo hermoso/sano/envidiable y lo feo/enfermo/detestable-detestado. La historia es, pues, historias de este pathos que fructifica en el chocar de sus placas tectónicas y al poco se acalla. Entonces, el sismógrafo solo muestra una línea continua, pero la huella de su haber-pasado ha quedado impresa tras esa tirantez elástica de fuerzas sin clausura en un universal. Pathos evidencia la lucha sempiterna entre los polos opuestos, lid creadora frente a la supuesta esencia de Winckelmann o a la heroicidad (que es un vencer) de los monumentos de Riegl. Pero pathos también está contenido en la pato-logía, en la enfermedad61 y, si la historia contempla aquel, se convierte también en historias de los síntomas de un tiempo62. Detengámonos un instante en dicho concepto, el cual puede ser entendido de dos modos imbricados que, sin embargo, bifurcan caminos. Por un lado, es el anuncio de una dolencia como, por ejemplo, lo es la tos de una plausible faringitis. Si seguimos esta senda nos damos de bruces con el esquema «causa-efecto» que Warburg rehuía y que induce a pensar en términos de «influencia» y de contenidos heredados, esos que en su día hizo suyos E. Panofsky, excelente ayuda para velar las escasas líneas warburguianas. Por otra parte, el síntoma es ya la manifestación del malestar, es su aparición. He aquí que el castellano despliega su riqueza indicándonos dos significados enlazados, pues ora es sin más «lo que aparece», ora es sinónimo de «fantasma», es decir, lo invisible que se torna visible sin obedecer a lógica, lo «después de la muerte» que retorna a la vida. Esta es la historia de Warburg, «Historia de fantasmas para grandes personas»63. Pero, ¿qué espectros?, ¿cómo sacuden? ¿a través de qué lo hacen (mediación)? Es hora de dar un paso más y acercarnos al eje vertebrador —lenguaje inadecuado para una anguila— del quehacer de Warburg: das Nachleben der Antike.

11.3. SU OBSESIÓN: DAS NACHLEBEN DER ANTIKE Como indicamos con anterioridad, la obra que marcó un giro decisivo en la historia del arte fue La cultura del Renacimiento en Italia, volumen en cuyo título está contenido el período en disputa: el Renacimiento, por entonces (y ahora) concebido como la importación de los modelos antiguos —léase Grecia y, en menor medida, 61 No creemos que sea casual que tanto Nietzsche como Warburg estuviesen enfermos desde niños y pariesen complejos asistemáticos. ¿Los monstruos de la razón? 62 Cf. Didi-Huberman, ob. cit., 2002, pág. 112. 63 A. Warburg, Mnemosyne. Grundbegriffe, II (2 de julio de 1929), pág. 3. Apud Didi-Huberman, ob. cit., 2002, contraportada.

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Roma— a la Europa de los siglos XV-XVI, un injerto beneficioso para el progreso del espíritu occidental. Burckhardt comenzó a hacer hincapié en las miserias de un tiempo que como otros (tratados con menor benevolencia) era un juego de luces y sombras, con lo que resquebrajó la imagen idílica heredada. La recuperación indiscriminada (incluso, copia) de la Antigüedad era el campo de pruebas perfecto para patentizar las impurezas de las historias: si el Renacimiento, considerado el cénit del arte en tanto que re-instauración del pasado heleno64 y la superación de la barbarie gótica, era una época de anacronismos, de verticalidad sísmicas, entonces cualquier período devenía susceptible de idéntica fractura. Pero, además, con el Renacimiento italiano, como señala Didi-Huberman: había comenzado o recomenzado la historia del arte en tanto que saber: Warburg y Wölfflin, antes que Panofsky, habrían reinventado la disciplina de la historia del arte volviendo a las condiciones humanistas, es decir, renacientes, de un orden del discurso que aún no había existido como tal. Ocuparse del Renacimiento (...) era (...) para un joven sabio de finales del siglo XIX, adentrarse en una polémica teórica sobre el status mismo, el estilo y los entresijos del discurso histórico en general65.

El Renacimiento se nos presenta así como el campo de una justa para la disciplina histórica que traspasa las barreras de lo puramente estético. ¿Cuál es el papel de Warburg en esta batalla? Nuestro hamburgués apela a das Nachleben der Antike, fórmula de difícil traducción al castellano y que, dado el caso inglés, nos obliga a afinar milimétricamente la traslación. Con la partida de su Biblioteca, el proyecto de Warburg perdió doblemente, si bien se salvó de la quema nazi: por un lado, el señalado paso de la KBW al «Institut» y, por otra parte, la mutación del «Nachleben» en «survival», término que significa «supervivencia» e, incluso, remite a la ley del más fuerte66, lo que supone dejar por el camino el espíritu warburguiano que se encargó de esparcir en sus rizomáticos escritos y que cabe rastrear con lupa de relojero. Para dar con el pan a través de las migas es imprescindible conocer qué buscaba. Pateando este volteo nos topamos con un pensador que pretendió articular una historia de la cultura analizando «el problema de la influencia de la Antigüedad en la civilización europea del Renacimiento»67, para lo cual debe «devolver el timbre a estas voces si acomete el esfuerzo de restablecer la natural correspondencia entre palabra e imagen»68. Lo transfundido por la Antigüedad patética aflora en una imago-fono —permítasenos la creación de este vocablo— y solo aclarando en qué consiste este híbrido podremos acercarnos tímidamente al desvirtuado «Nachleben». Él es así, sopa de águila pesada, anacronismo en el centro mismo de su telar. Warburg aspira a descontextualizar la imagen, arrancarla de un tiempo histórico concreto y lanzarla al ámbito de lo fantasmagórico, pues únicamente así será capaz de 64

Hasta el punto que «Cuando la gente de entonces deseaba elogiar a un (...) artista decía que su obra era tan buena como la de los antiguos» (en E. H. Gombrich, La historia del arte, México, Ed. Diana, 1990, pág. 222). 65 Didi-Huberman, ob. cit., 2002, pág. 72. 66 Warburg conocía la teoría de Darwin, pero en contra de lo habitual, no le impactó On the origin of species, sino The expression of the emotions in man and animals, París, Reinwald, 1890 (1.ª ed., 1872). 67 A. Warburg, «Profecía pagana...», en Warburg, ob. cit., 2005, pág. 446. 68 A. Warburg, «El arte del retrato...», en Warburg, ob. cit., 2005, pág. 149. Las cursivas son nuestras.

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decir en su mudez. Abandona su carácter esencial, arquetípico, lo que no conlleva reducirla a un amasijo de trazos. La imagen adquiere una impronta antropológica, un fenómeno unido al ser humano (incluso biológicamente) que, en cuanto homo culturalis, es cultura y no hay afuera de la misma. La imago es necesariamente cultural y, en la medida en que aquella es hija de los tiempos y lugares, la Bild también lo es. Siguiendo de nuevo a Didi-Huberman, «la imagen “es” una cristalización, una condensación particularmente significativa de lo que es una “cultura” (Kultur) en un momento de su historia»69. Ahora bien, ¿qué diferencia esta imagen-coagulación cultural de aquella otra que estaba contextualizada? La clave de esta sima está en aquello que debe ser resaltado en una civilización. Las obras de arte eran, sin más, representaciones al gusto del pagador, gerifalte de turno que imponía su orden y, por lo tanto, señala lo que debía sobresalir y lo que eran minucias insignificantes. Con Warburg (y con Benjamin), los despojos adquieren valor por sí mismo de manera que no hay razón para apartarlos. Lo abandonado posee voz y el historiador-sismógrafo ha de consignarla en su papel siempre garabateado. Otorgado peso a los restos añejos, la imagen muestra su profundidad porque en ella quedan escritos loS momentoS y loS espacioS que los seres humanos habitaban en el preciso instante de su creación. Y esos tiempos son «impuros», ondas en fuga moteadas de pasados y de ecos oraculares que impresionan su reverso en la imago. En las diversas representaciones se han ido anexionando las partículas de las historias como si de imanes se trataran, pero aunque Warburg intentó agruparlas en su famoso Atlas —montaje de paneles en los que aparece un dibujo de la teoría elíptica de Kepler junto a la foto de un zepelín, por ejemplo—, era imprescindible imponer cierto orden para no acabar desfallecido entre trapos sucios. Aquí retorna en su ayuda el pathos que asoma con especial relevancia en «Durero y la Antigüedad clásica», escrito de 1905 que, pese a su brevedad, oferta pistas para rastrear su zigzagueo. En estas líneas —y al hilo de un esbozo de Durero sobre la «Muerte de Orfeo» (1494) sumamente similar a un grabado anónimo del norte de Italia— indica que «ya en la segunda mitad del siglo XV los artistas italianos buscaban en el redescubierto tesoro de la Antigüedad tanto modelos para la representación de una enérgica gestualidad patética como de la serenidad idealista clásica»70. Como Warburg pone de manifiesto, en las obras renacentistas aparece el pathos, pero no solo en el título o en el semblante, sino en el movimiento (global) de lo representado. Y el ademán es energeia, actividad muscular71, «corriente de patetismo»72 que coloca al artista y a su espectador ante el despliegue de la vida. Las pinturas, las esculturas, etc., rezuman vitalidad73, ek-sisten allende los marcos y las hornacinas para morar en tiempos diferentes a los que se gestaron. Pero así como la vida encarnada se dice de muchas maneras, así la ek-sistencia de lo artístico se expresa en múltiples niveles y Warburg cree necesario introducir en este punto una nueva herramienta conceptual difícil de traducir: Pathos-

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Didi-Huberman, ob. cit., 2002, pág. 48. A. Warburg, «Durero y la Antigüedad italiana» (1905), en Warburg, ob. cit., 2005, pág. 401. Las cursivas son nuestras. 71 Warburg habla incluso de la «exuberante retórica del músculo». A. Warburg, «Durero y la Antigüedad italiana» (1905), en Warburg, ob. cit., 2005, pág. 404. 72 Ibíd., pág. 402. 73 Cfr. ibíd., pág. 404. 70

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formel o «fórmula arqueológica de patetismo»74 que es posible re-conocer en épocas y lugares ora próximos, ora distantes originando anacronismos demoledores de la sucesión. Este conjunto patético es dinámico porque lo allí expuesto y manifestado es el movimiento inherente a la vida. Este es central hasta el extremo de que encuentra su puesta en escena en su visita a los Hopi. Quedó prendado de la danza humiskachina de la que afirma: «Todo aquel que entienda algo acerca de la tragedia griega, reconoce en esto la duplicidad del coro trágico y la figura del drama satírico: “Crecidos del mismo tallo”. El nacer y perecer de la naturaleza aparecen como símbolo antropomorfo, no como dibujo, sino como vívida y dramática experiencia de la danza mágica»75. La fórmula patética no es un estilo artístico ni una Escuela o corriente, sino expresión de una experiencia vivida/viviente que pueden compartir los seres humanos allende las distancias espacio-temporales. Esto es lo que sucedió en el Renacimiento: sus artistas no copiaron ni imitaron modelos de la Antigüedad como si fueran aprendices de taller, sino que les dieron cabida en sus obras porque «Resuena aquí en forma de imagen la verdadera voz, tan íntima para el renacimiento, de la Antigüedad: (...) una experiencia dionisiaca con la cual reviven apasionadamente el espíritu y la palabra de la Antigüedad pagana»76. No estamos, pues, ante un neoclasicismo que calca las formas griegas o romanas; es un re-vivir una experiencia vivida por otros, traerla al presente y ponerla de nuevo sobre el tapete de juego. He aquí el sentido del «Nachleben»: memoria y vida, re-vivir en el recuerdo, tomar el pretérito inscrito en huellas latentes en nuestra cultura asumida y manifestarlo al evocarlo. Los paneles que componen su Atlas Mnemosyne son ejemplo de estas peculiares pervivencias. Pero esto es otra historia... * * * Poco más podemos decir por el momento de Warburg a pesar de ir desde hace tiempo a salto de mata por sus líneas y los escritos de los comentaristas. La red tejida nos ha atrapado y en estas breves páginas hemos intentado siquiera bosquejarla, pero somos conscientes de que queda mucho camino por recorrer, sendas retorcidas que no llevarán a ninguna parte, pese a lo cual vale la pena transitarlas porque mientras las recorremos nos asaltan preguntas de las que no podemos zafarnos. ¿Cuál es nuestra Antigüedad? ¿Qué Pathosformel habitan nuestra contemporaneidad?... Solo los tiempos nos propondrán respuestas. Al menos eso esperamos.

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Ibíd. Warburg, ob. cit., 2008, pág. 41. Las cursivas son nuestras. A. Warburg, «Durero y...», en Warburg, ob. cit., 2005, pág. 404. Las cursivas son nuestras.

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CAPÍTULO 12

Biographical Turn? Sobre el retorno de la biografía como método historiográfico1 GIOVANNA PINNA (Università degli Studi del Molise)

12.1. PREMISAS INTERDISCIPLINARES El tema del presente capítulo es la búsqueda biográfica, sus ámbitos de uso y su aplicación a la historiografía filosófica. Al elaborar las consideraciones que siguen he partido de dos datos banales fácilmente observables: el primero es el aumento exponencial de las biografías intelectuales en los últimos años. No me refiero naturalmente a la multitud de biografías de personajes famosos dirigidas a un público ávido de informaciones sobre la vida privada de los ídolos de la cultura pop, sino a una práctica biográfica «elevada», que incluye una autorreflexión sobre la biografía como género y como instrumento de conocimiento. El fenómeno sorprende especialmente si se atiende a la historiografía «continental», puesto que la cultura anglosajona cultiva desde hace mucho tiempo la escritura biográfica en diversos ámbitos, mientras que en el mundo científico-académico a este lado del Canal de la Mancha (pienso sobre todo, aunque no exclusivamente, en Alemania) la biografía ha sido considerada habitualmente como un género espurio o popular. El segundo dato es el enorme éxito de la búsqueda biográfica como instrumento de investigación en disciplinas que mantienen relaciones más o menos estrechas con la filosofía: la sociología, la psicología, los estudios de género (Gender studies) y la teoría literaria. También el debate teórico sobre la biografía, que tiene su epicentro, por decirlo así, en los estudios sobre los fenómenos sociales, ha adquirido dimensiones cada vez más amplias e «institucionalizadas», 1

Traducción del italiano de Lorena Rivera León. [N. de la T.].

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como lo muestra por ejemplo la fundación de centros de investigación dedicados específicamente a la biografía2. El estudio de la práctica biográfica (Biographieforschung) parece incluso haberse convertido en un punto de confluencia entre paradigmas disciplinares orientados a la investigación empírica y disciplinas históricas. Podemos preguntarnos en primer lugar si existe relación entre la reflexión metodológica sobre este tema en las ciencias empíricas y la difusión de la biografía como instrumento historiográfico desde los años 90 aproximadamente. La primera cuestión que se plantea es pues: ¿cuáles son los motivos de fondo en los que radica este redescubrimiento de la biografía? Anticipo los dos puntos que me parecen fundamentales: 1) la reafirmación de una concepción de la subjetividad que se opone a la desestructuración del yo de carácter posmoderno y se concentra en la constitución de la identidad del individuo, entendida no obstante como identidad compleja o plural; 2) la exigencia de un retorno al dato, de un anclaje al existente concreto del cual partir otra vez para formular asuntos teóricos nuevos o nuevas interpretaciones. Esto, sin embargo, se aplica de manera distinta a la investigación histórica (filosofía y literatura) y a la empírico-cualitativa (sociología, psicología, pedagogía). Intentaré en primer término resumir muy brevemente y a título de introducción los puntos más notables de la cuestión, advirtiendo de que la extrema complejidad del debate, sobre todo en las ciencias empíricas, hace imposible proporcionar un cuadro exhaustivo. En el ámbito sociológico, el uso de la narración biográfica ha triunfado desde los años 20 en los Estados Unidos en la llamada Escuela de Chicago como método para investigar fenómenos sociales aparentemente marginales como los efectos del afincamiento urbano de los inmigrantes de origen rural3. En sociología, la biografía no se entiende generalmente como una noción individual-psicológica, sino como el resultado de una interacción entre experiencias vividas y estructuras sociales4. La individualidad de la existencia, que constituye el primer objeto de la narración biográfica, se pone en una relación en cierto sentido dialéctica con reglas y estructuras generales a fin de reconstruir amplios escenarios psicosociales. La identidad del sujeto, vista como construcción de sí a través de las fases de la existencia, se subraya y se niega al mismo tiempo, desde el momento en que remite a un contexto histórico, social o antropológico de mayor alcance. También en la historia de las mentalidades o en la historia oral (oral history) ocupa un gran espacio la exploración biográfica, que se sirve de varios instrumentos, desde el análisis de documentos familiares y epistolares a imágenes; y lo mismo puede decirse de las ciencias culturales que se encargan de diferencias de género y de raza. En especial los estudios de género han contribuido a situar a la biografía en el centro de un debate de método, partiendo, como puede fácilmente comprenderse, de la exigencia de problematizar y articular una noción de sujeto que tenga en cuenta las características y los papeles de los individuos en relación con su sexo. Con esto se conecta la crítica de la biografía tradicional como representación de valores y de modelos exis-

2 Un ejemplo en este sentido lo representa el Ludwig Boltzmann Institut für Geschichte und Theorie der Biographie de Viena, fundado en el 2006 y al cual debemos una serie de publicaciones sobre el tema. 3 Sobre esto véase M. Kohli, «Wie es zur “biographischen Methode” kam und was daraus geworden ist. Ein Kapitel aus der Geschichte der Sozialforschung», Zeitschrift für Soziologie, núm. 3, 1981, páginas 273-293. 4 Cfr. B. Völter et al. (eds.), Biographieforschung im Diskurs, Wiesbaden, VS Verlag für Sozialwissenschaften, 2005, pág. 7.

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tenciales exclusivamente masculinos que miden la significatividad de los elementos de la existencia en relación con un modelo de desarrollo, éxito y decadencia previamente constituido. La puesta en cuestión de este esquema tiene consecuencias que no son irrelevantes para la estructuración misma del itinerario biográfico5. El presupuesto común a estos usos de la biografía es sin embargo la existencia de una cierta unidad del sujeto y su consiguiente «narratividad» en términos de continuidad cronológica. Solo partiendo de esta unidad, que se articula según un itinerario vital (fases de la vida) percibido como natural, es posible analizar la red de relaciones en las que el individuo está inserto. Como señalaba anteriormente, precisamente esta unidad había sido radicalmente puesta en cuestión por autores como Foucault y Derrida. En el ámbito sociológico fue Pierre Bourdieu quien, en un escrito de 1968 sobre la ilusión biográfica, expresaba un escepticismo de fondo sobre la posibilidad de encontrar una unidad sustancial, o bien un desarrollo cronológico unívoco, en el conjunto de sucesos (internos y externos) que integran la vida de un individuo. Lo que se presenta como un dato natural es en realidad para Bourdieu el resultado de un proceso de abstracción, la proyección de un modelo histórico-literario —el de la novela de formación— que hace de la vida una unidad ideológicamente orientada, basada en una «creación artificial de sentido»6. El renacimiento de la biografía en estos últimos años implica la superación de las posiciones posmodernistas, puesto que el contenido de verdad en pos del cual se va en la narración biográfica, sea esta del tipo que sea, puede darse solo si se admite la existencia de una personalidad o bien de un continuum, aun cuando no sea homogéneo, en la vida de un individuo. En un artículo muy citado de 2008, Hans-Ulrich Gumbrecht habla de un «regreso del sujeto declarado muerto» que estaría en la base del biografismo desatado en las ciencias del espíritu7. Dicho esto, la noción de biografía prevalente en las ciencias empíricas se diferencia de la que está en uso en las ciencias históricas por un aspecto fundamental: la persona objeto de la narración biográfica no ha de tener de por sí una relevancia en el contexto sociocultural en el que actúa dado que, como apuntaba antes, sus características peculiares van siendo progresivamente anuladas dialécticamente en el momento en que se integran en el análisis de fenómenos intersubjetivos y de estructuras colectivas. En cambio, para las diversas «historias de» [historia de la filosofía, historia de la literatura o incluso historia a secas] la biografía es siempre biografía de un personaje o de un autor famoso, cuya personalidad, en tanto que coadyuva a la comprensión de un período histórico, de un movimiento cultural o también de un sistema conceptual, es irreductible a la generalización. Esto no es óbice para que la relación entre individual y universal constituya el gozne fundamental de la narración biográfica, y el problema esencial del biógrafo reside justamente en la articulación de esta relación. La biografía filosófica, de la que ahora hablaré, presenta en relación con esto aspectos y problemas peculiares. 5

El debate sobre la biografía en el sector de los gender studies es amplio e intrincado. Véase, por ejemplo, E. Marian, Zum Zusammenhang von Biographie, Subjektivität und Geschlecht, en B. Fetz (ed.), Die Biographie – zur Grundlegung ihrer Theorie, Berlín, De Gruyter, 2009, págs. 169-197. 6 P. Bourdieu, «L’illusion biographique», Actes de la recherche en sciences sociales, vol. 62-63, junio de 1986, págs. 69-72. Por esta razón la crítica de la biografía corre en paralelo a la afirmación del nouveau roman. 7 H. U. Gumbrecht, Die Rückkehr des todgesagten Subjekts, Frankfurter Allgemeine Zeitung, 7 de mayo de 2008, pág. 3.

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12.2. LA BIOGRAFÍA FILOSÓFICA. PROBLEMAS Y MODELOS Tal y como indicaba al comienzo, a partir de los años 90 del siglo XX y con una significativa intensificación en los últimos años, se han venido publicando biografías de filósofos con una explícita intención «científica». El fenómeno parece todavía más asombroso que en los otros sectores de las ciencias humanas porque la investigación biográfica era considerada en general, prácticamente en todas las corrientes filosóficas, una aproximación historiográfica poco adecuada para proporcionar una comprensión de lo que realmente interesa de un autor, es decir, su posición teórica. Cito, a título de ejemplificación de ningún modo exhaustiva, algunas recientes biografías de filósofos del período comprendido entre el criticismo y el idealismo, comenzando por los dos volúmenes sobre Fichte aparecidos en 2012, el de Manfred Kühn [con el subtítulo de Un filósofo alemán (Ein deutscher Philosoph)] y el de Wilhelm Jacobs8. El mismo Kühn publicó una biografía de Kant en el año 2001 (en inglés; en 2004 en alemán)9 y ha editado después algunas de las primeras biografías kantianas. De Kant tenemos también la biografía de Steffen Dietzsch del 200310. De Hegel recuerdo al menos el volumen de Jacques D’Hondt11 del año 1998 en una colección llamada significativamente Les vies des Philosophes (Las vidas de los filósofos) en la que aparecieron también la biografía que Geneviève Rodis-Lewis le dedicó a Descartes en 199512 y la que Tilliette hizo de Schelling en 199913, así como el libro Hegel. A Biography de Terry Pinkard del 200014. Durante el siglo XX la legitimidad o al menos la utilidad de la biografía filosófica no se dio en ningún caso por descontada, con el permiso de Diógenes Laercio, y en general el uso de elementos biográficos como instrumento hermenéutico parece de por sí más problemático en filosofía de lo que lo es, por ejemplo, en la investigación literaria. La idea de que la creación poética está relacionada de alguna manera con la existencia del autor, sobre todo cuando este tiene rasgos de carácter singulares o «desviados», forma de hecho parte del sentido común y legitima en cierto modo el carácter mixto, entre historiografía y ficción, de las biografías de los literatos y escritores15. En general la oposición entre la filosofía como discurso abstracto y la dimensión emotiva y sentimental no eliminable de la trayectoria vital y de la identidad de un individuo es una temática recurrente del antibiografismo en filosofía. En su reciente 8 Cfr. M. Kühn, Fichte: ein deutscher Philosoph, Múnich, C. H. Beck, 2012; W. G. Jacobs, Fichte. Eine Biographie, Berlín, Insel Verlag, 2012. 9 Cfr. ídem, Kant. A Biography, Cambridge, Cambridge University Press, 2001. Ídem, Kant. Eine Biographie, trad. de Martin Pfeiffer, Múnich, C. H. Beck, 2004. 10 Cfr. S. Dietzsch, Immanuel Kant. Eine Biographie, Leipzig, Reclam, 2003. 11 Cfr. J. D’Hondt, Hegel. Biographie, París, Calmann-Lévy, 1998. (Trad. cast.: ídem, Hegel, trad. de C. Pujol, Barcelona, Tusquets, 2002.) 12 Cfr. G. Rodis-Lewis, Descartes. Biographie, París, Calmann-Lévy, 1995. 13 Cfr. X. Tilliette, Schelling. Biographie, París, Calmann-Lévy, 1999. 14 Cfr. T. Pinkard, Hegel: A Biography, Cambridge, Cambridge University Press, 2000. 15 Esto no impide que también en el campo literario escribir biografías haya sido considerado como «un suicidio académico» o al menos como un modo ingenuo de ocuparse de literatura. Véase a propósito P. A. Alt, Mode ohne Methode? Überlegungen zu einer Theorie der literaturwissenschaftlichen Biographik, en Ch. Klein (ed.), Grundlagen der Biographik. Theorie und Praxis des biographischen Schreibens, StuttgartWeimar, Metzler, 2002, págs. 23-40.

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biografía de Descartes, Françoise Hildesheimer16 observa que el principal problema con el que se topó fue mostrar el papel también creativo de las pulsiones irracionales que caracterizan algunos momentos de la vida de un pensador considerado —al menos en Francia— como la encarnación misma de la racionalidad17. La objeción fundamental a la práctica biográfica en filosofía, que consiste en que el conocimiento de las vicisitudes personales de un autor, de sus relaciones y de su posición en la esfera práctica de la existencia no sirve para explicar la originalidad de un sistema de pensamiento ni su sentido o sus posibles inconsecuencias, ha sido explicada distintamente dependiendo de las orientaciones teóricas. La tradición analítica en especial rehúye toda intromisión de elementos psicológicos en la comprensión de lo que es considerado el resultado de un proceso puramente racional. Pero a conclusiones análogas llega el pensamiento ontológico y existencialista. Piénsese en la afirmación de Heidegger según la cual la vida de Aristóteles puede resumirse en una frase: nació, pensó y murió. El psicoanálisis mismo, que usa metódicamente la indagación biográfica —y en el cual se inspiraron en el siglo pasado diversas biografías filosóficas, sobre todo en Estados Unidos— ha contribuido con la tematización de la crisis del sujeto a la proscripción de las «escrituras de la existencia» con finalidades científico-cognoscitivas. Un rechazo todavía más radical de la biografía se encuentra, como ya se ha señalado, en el formalismo de carácter estructuralista, que no le atribuye ninguna relevancia al autor como sujeto en sentido psicológico, ni tampoco a su contexto histórico-social. Partiendo de estas premisas es improbable que el aumento del número de biografías de filósofos en el último decenio sea un hecho puramente casual. ¿Con qué fundamento se han dejado de lado estas objeciones, determinando el cambio de rumbo, el giro biográfico (biographical turn) al que asistimos hoy también en la historiografía filosófica? En este ámbito hay que especificar los dos temas generales que he mencionado anteriormente: la reconstitución de la idea de identidad individual y la exigencia de un anclaje en los datos reales del conocimiento. Por lo que concierne al primero, diré que en el concepto de identidad entran elementos de tipo antropológico que diferencian y articulan la relación entre razón y emociones, a lo cual se añade una construcción relacional (o sea, intersubjetiva) del yo. Un indicio de esta tendencia es el interés actual por el concepto de persona entendida como unidad estratificada e interrelacionada en la que se juega dialécticamente la relación entre universalidad e individualidad, y esto más allá de la connotación religiosa tradicional de la idea de personalidad18. Un interés que originariamente deriva de la exigencia de encontrar respuestas a cuestiones que conciernen a la bioética y a la relación entre las 16 Cfr. F. Hildesheimer, Monsieur Descartes ou La Fable de la Raison, París, Flammarion, 2010, pág. 13. 17 La relación entre el racionalismo filosófico de Descartes y sus ideas obsesivas e irracionales es el núcleo del perfil biográfico trazado por J. Miller en Examined Lives. From Socrates to Nietzsche, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 2011, págs. 199-226. 18 Sobre la cuestión en general véase, por ejemplo, D. Sturma, Grundzüge der Philosophie der Person, en A. Haardt y N. Plotnikov (eds.), Diskurse der Personalität. Die Begriffsgeschichte der «Person» aus deutscher und russischer Perspektive, Múnich, Wilhelm Fink, 2008, págs. 27-45. Acerca de la relación entre biografía y concepciones de la personalidad cfr. E. Mührel, Maske und Existenz. Philosophische und sozialpädagogische Betrachtungen zu Person und Biographie, en B. Griese (ed.), Subjekt – Identität – Person? Reflexionen zur Biographieforschung, Wiesbaden, VS Verlag für Sozialwissenschaften, 2010, págs. 103-114.

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neurociencias y la filosofía del espíritu. También la reflexión acerca de cómo el género sexual y las diferencias de raza o de religión influyen en la elaboración de teorías o en la producción cultural en general ha jugado un papel nada secundario a la hora de repensar la noción de identidad. Por poner dos ejemplos conocidos —los de Hannah Arendt y de Edith Stein— sus orígenes hebreos con las consiguientes vicisitudes históricas que de ello se derivan, así como el hecho de ser mujeres, resultan relevantes en la constitución de su pensamiento. En el caso de Hannah Arendt, el proceso de Eichmann puso por un lado en cuestión justamente la identidad cultural de la filosofía; pero a su vez, como evidencia un reciente ensayo, la necesidad de defenderse de las críticas obligó a la pensadora a desarrollar sus investigaciones en direcciones distintas de las que había previsto19. Asimismo cabe observar al margen que Hannah Arendt dedicó un importante estudio a la figura de una intelectual hebrea del siglo XIX, Rahel Levin, contribuyendo significativamente a la discusión sobre la identidad femenina. En cuanto a Edith Stein, sus orígenes (objeto de un estudio autobiográfico), su posterior conversión al catolicismo y su asesinato por parte de los nazis, parecen ser un elemento ineludible en todas las interpretaciones de su pensamiento. El segundo tema (el retorno al dato) tiene que ver en realidad con este último aspecto, el del sujeto interrelacionado y contextual, y se refiere, quizá explícitamente como en el caso del antes mencionado Kühn, a un modelo bien conocido: el de Dilthey. La biografía tiene, como es sabido, un papel importante en la hermenéutica histórica de Dilthey, a quien, además del volumen sobre Schleiermacher [La vida de Schleiermacher (Das Leben Schleiermachers)] y ciertos bosquejos biográficos, le debemos algunos posicionamientos teóricos sobre el significado metodológico de la biografía y de la autobiografía. En el prefacio a la primera edición de Das Leben Schleiermachers se lee: El elemento esencial de la biografía reside en la relación del particular con la totalidad; además, la biografía de un pensador o de un artista debe responder a la gran cuestión histórica de cómo elementos culturales totalmente disímiles, dados mediante condiciones generales, presupuestos sociales y morales, e influencias de los predecesores y de los contemporáneos, se elaboran en el taller de un espíritu singular, transformándose en un todo original, que entra a su vez en el espíritu de la colectividad20.

El problema de fondo es pues cómo en la interioridad del individuo, en su unidad y autorreferencialidad, convergen la cultura y las tendencias espirituales de una época. El principio que guía la investigación biográfica es el estudio del nexo entre individualidad y totalidad que, como resultado de la investigación sobre las generaciones precedentes, debe confrontarse con las condiciones espirituales del presente. La biografía, y de manera específica el análisis de la vida de personajes importantes y significativos, hace evidente la interacción entre psicología e historia, puesto que para Dilthey la comprensión de las vivencias (Erlebnisse) no atañe a la comprensión de procesos psíquicos internos, sino de condiciones espirituales y en ese sentido está referida siempre a ámbitos intersubjetivos. Desde el punto de vista del método historiográfico adquiere una importancia central el análisis de documentación escrita como cartas, relatos de terceros, materiales autobio19 20

Cfr. S. Swift, Hannah Arendt, Londres, Routledge, 2009. GW XIII, 1, pág. XXXIII.

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gráficos o diarios, que ayudan a iluminar la interacción entre el sujeto y el contexto histórico. «La tarea del biógrafo consiste pues en comprender, basándose en estos documentos, el conjunto de los nexos causales en los que el individuo está determinado por su contexto y reacciona ante él»21. Si la historia debe investigar en general la totalidad de las relaciones causales, la biografía representa de hecho para Dilthey «la forma más filosófica de historiografía», en la medida en que él admite la dificultad de acordar perfectamente la narración de la vida y el plano intelectual. Pero por muy filosófica que pueda ser la biografía como género, el propio Dilthey no es inmune a las dudas sobre las biografías de los filósofos, hasta el punto de considerar que, pese a que la reconstrucción de la biografía de Schleiermacher es parte integral de la interpretación de su obra, para un filósofo como Kant, por ejemplo, no es aplicable el mismo modelo de investigación22. La razón es que «los documentos en los que se apoya la biografía son lo que queda de la expresión y de la acción de la personalidad», o sea, aquello que permite definir el contexto en el que se produce el objeto del historiador: «la objetivación de la vida»23. Para Dilthey, Kant, a diferencia de Schleiermacher, no representa el punto de intersección de las principales corrientes espirituales de su época, sino que es un pensador aislado en su Königsberg. Por expresarlo con una fórmula simplificadora: es un sujeto pensante, pero no una personalidad integrada en la historia, lo cual convierte en superflua la investigación biográfica. En este punto la cuestión es la siguiente: ¿qué relación existe entre el renacimiento de la biografía filosófica y el modelo diltheyano? Creo que hay distintos elementos de contacto, comenzando por la afinidad entre los tintes positivistas del paradigma histórico de Dilthey y la exigencia de los biógrafos actuales de partir de lo concreto de la existencia individual y de su contexto social para lanzar, por decirlo así, una nueva interpretación global del pensamiento de un autor. Porque en general se trata de eso: la exploración biográfica es presentada como la base para una reorientación hermenéutica global. Ciertamente, entre el biografismo positivista de Dilthey y la nueva biografía científica se han dado una serie de posiciones teóricas —desde el psicoanálisis a la crítica al personalismo historiográfico (marxismo, Annales, estructuralismo)— que hacen problemática una recuperación ingenua del modelo. Aunque lo principal sigue siendo la relación autor-obracontexto, me parece que hay un cambio de sentido, pues mientras que Dilthey atendía a la totalidad histórica, los nuevos biógrafos toman en consideración al sujeto en sentido amplio, sin descuidar la intersubjetividad. Es decir, que si Dilthey va del individuo al contexto, los biógrafos de hoy van del contexto a la individualidad, otorgando centralidad a la construcción de la personalidad intelectual del filósofo. 12.3. EJEMPLOS Quisiera ahora aportar algún ejemplo, partiendo del trabajo biográfico de Manfred Kühn sobre Kant, que, como ya he indicado, incluye, además de una auténtica biografía del filósofo, la edición de algunas biografías de contemporáneos suyos. Lo que le 21

GW VII, pág. 246. Cfr. GW XIII, pág. XXII. 23 Sobre la evolución de la posición de Dilthey, que en sus últimas obras plantea una serie de reservas sobre su propia concepción juvenil de la biografía, véase el volumen de F. D’Alberto, Biografia e filosofia. La scrittura della vita in Wilhelm Dilthey, Milán, Franco Angeli, 2005. 22

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interesa al autor es justamente cómo el pensamiento de Kant se fue forjando a través de la red de relaciones intelectuales que mantenía con amigos, colegas y personas con las que se carteaba en distintos lugares y durante toda su vida. Se trata pues de un Kant en absoluto aislado en el reducido círculo académico de Königsberg y capaz de pronunciarse ante la crisis social e institucional de la Europa del siglo XVIII. Su relación con el movimiento del Sturm und Drang y su conocimiento de la discusión sobre el panteísmo, así como la reflexión ético-política sobre la Ilustración francesa y anglosajona se consideran elementos esenciales para la comprensión del discurso teórico kantiano. En esta perspectiva los intercambios epistolares, los testimonios de terceros y las lecciones asumen un interés central. En este auténtico programa de revisión se incluye también la publicación por parte del autor de las biografías coevas, mediante las cuales se quiere mostrar la génesis de una imagen del filósofo construida retrospectivamente partiendo de su vejez, una imagen a menudo hagiográfica, pero gris y sustancialmente extrínseca al desarrollo de su pensamiento. El modelo de biografía que le sirve de orientación a Kühn en su revisión de la progresión intelectual de Kant persigue un difícil equilibrio entre el dato biográfico y la comprensión filosófica a partir de la asunción de que «Kant tuvo una vida» y con una consiguiente acentuación del aspecto constructivo y procesual de la teoría. En el año 2012 Kühn repite la operación con Fichte, otro filósofo a cuya existencia no se le había prestado nunca particular atención. También aquí la narración biográfica está al servicio de una reinterpretación del filósofo, esta vez en clave antisistemática, que parte de un análisis de la relación entre existencia y pensamiento. La imagen que hay que desmontar es en este caso la presentada por su hijo Immanuel Hermann Fichte, quien, según Kühn, defiende en un tono hagiográfico la plena coherencia entre una personalidad plenamente resuelta en su adhesión al principio de la autonomía moral y su doctrina filosófica. En cambio para Kühn la discrepancia entre su carácter y su exigencia sistemática, el contraste entre la rigidez y a veces la necedad del individuo Fichte, en perenne oposición con el mundo, y la extraordinaria productividad de su doctrina son el signo de su vida intelectual. Una productividad —piénsese en la importancia del magisterio fichteano para los principales intelectuales del período, desde Schiller a Friedrich Schlegel— que derivaría de la eficacia de algunos argumentos más que de la estructura global de su doctrina. Si por una parte las inconsecuencias del sistema de Fichte pueden atribuirse a una falta interna de resolución de su persona, por la otra la integración misma de los filosofemas fichteanos en la compleja elaboración del idealismo hacen de su doctrina, en contra de la intención del autor, un producto colectivo. El principio diltheyano de la integración de la individualidad y de las tendencias generales del espíritu del tiempo es utilizado de tal modo que se propone una imagen productivamente contradictoria del filósofo y de su obra. De signo completamente distinto es la figura de Fichte que resulta de la biografía de Wilhelm J. Jacobs, concebida como una especie de continuidad con el trabajo de edición de textos que ha durado varios decenios. Jacobs traza la trayectoria existencial de Fichte a partir de su infancia y con una atención notable al contexto familiar como fuente para la interpretación de su carácter. Las carencias afectivas debidas a la personalidad problemática de su madre dan de hecho como resultado una aspiración a la independencia que constituye para el autor el rasgo característico no solo del individuo Fichte, sino también de su proyecto teórico. Al igual que Kühn, Jacobs ve una congruencia entre el temperamento del personaje, sus acciones y su producción filo[196]

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sófica, pero reconstruye a través de los documentos biográficos la imagen de un hombre de maneras sencillas, humanamente vulnerable, «cuya pasión era el pensamiento», lo que se corresponde con una unidad sustancial y una continuidad doctrinaria. Pese a que los dos autores proporcionan lecturas divergentes de los datos biográficos y los conectan con interpretaciones asimismo divergentes de la estructura teórica del sistema fichteano, el trabajo sobre la vida del filósofo lleva —más allá de cualquier juicio de valor sobre cada una de las biografías— la impronta de una exigencia compartida de hallar una evidencia psicológico-existencial que sustente determinada línea interpretativa. Sobre todo en el segundo caso, el volumen de Jacobs, parece resurgir la idea clásica de la ejemplaridad de la vida del filósofo, según la cual la conducta y las acciones de la persona son un testimonio de su pensamiento y representan en cierto sentido una escuela de sabiduría. Junto con la reactualización parcial de este modelo, tradicionalmente inspirado en figuras como Sócrates o Séneca, se puede apreciar en esta nueva apuesta por la biografía filosófica un segundo elemento, típico de la investigación académica alemana: la relación con las ediciones críticas. El hecho de que, como observa el germanista Roger Paulin, «the biography has had a competitor in the form of the scholarly apparatus to those historical-critical editions, or the volumes of edited correspondence, that are in many ways the greatest German contribution to scholarship»24 ha contribuido durante mucho tiempo al descrédito de la biografía científica. Sin embargo en los últimos años, en concomitancia con la conclusión de muchos trabajos de edición de filósofos (aunque no solo) algunas biografías se proponen justamente como resultado o como parte de la edición misma. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con un reciente volumen sobre Dilthey, que sus autores presentan explícitamente como un excedente del examen de los textos durante años, como un algo más que no podía introducirse adecuadamente en la edición crítica25. La aproximación descriptiva es doble: por un lado, la narración de la vida del autor; por el otro, una colección de documentos visuales, fotografías de personas y reproducciones de frontispicios de libros y de autógrafos. Mientras que la primera parte se pone en marcha a partir de la asunción de que los aspectos relevantes de la existencia de Dilthey coinciden esencialmente con su actividad académica, suprimiendo cualquier distinción entre el concepto de existencia y el de curriculum vitae (un objeto de discusión privilegiado en el ámbito de la teoría de la biografía), a la segunda se le confía la tarea de conferir una consistencia «personal» a la figura del estudioso, poniendo junto a las fotografías oficiales y de los colegas algunas imágenes familiares de Dilthey. La inmediatez de la imagen es por tanto lo que debería transmitir ese toque de existencia concreta y de identidad personal que consigue emerger tras la monumentalidad textual del gran pensador. La relación entre imagen y texto representa por lo demás un aspecto relevante de la biografía, y no solo porque, como se ha mostrado, la escritura biográfica se sirve en

24 R. Paulin, Adding Stones to the Edifice: Patterns of German Biography, en P. France y W. St Clair (eds.), Mapping Lives. The Uses of Biography, Oxford, Oxford University Press, 2002, págs. 103-114 (pág. 105). Trad. cast.: «la biografía ha tenido un competidor en el aparato erudito de esas ediciones histórico-críticas o en los volúmenes de la correspondencia editada, que son en muchos aspectos la mejor contribución alemana al academicismo». 25 G. van Kerckhoven, H. Ulrich Lessing, A. Ossenkop, Wilhelm Dilthey. Leben und Werk in Bildern, Freiburg im Breisgau, Alber, 2008.

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gran medida del lenguaje de las artes figurativas (piénsese por ejemplo en la idea de retratar)26, sino también por la frecuencia cada vez mayor con que, también en el ámbito filosófico, se usan materiales visuales en la construcción biográfica. Un ejemplo revelador en este sentido es un volumen dedicado a Wittgenstein, titulado significativamente Un álbum biográfico (Ein biographisches Album)27. De manera distinta a lo que sucede en el trabajo sobre Dilthey citado más arriba, la vida intelectual y emotiva del filósofo se considera aquí de importancia fundamental para la comprensión del desarrollo de su teoría, una postura por lo demás bastante extendida entre los intérpretes del pensador vienés28. El proyecto visual del álbum, además de ser el elemento central de la indagación biográfica, se propone asimismo de manera reflexiva como una confrontación con la práctica biográfica del propio Wittgenstein, quien se sirve del concepto de álbum tanto para la descripción de su obra como de su propia existencia, mostrando un gran interés por la fotografía en general y por los álbumes de familia en particular. También desde el punto de vista de la construcción formal, el autor, que subraya además el carácter diarístico de los primeros manuscritos del filósofo, traza una relación entre persona y texto, justificando el orden no estrictamente cronológico de la exposición con la concepción wittgensteniana de la filosofía como organismo. Quisiera por último llamar la atención sobre dos ejemplos de biografía que, permaneciendo en el ámbito tradicional de la investigación sobre la relación autor-obracontexto, se proponen de nuevo, con métodos y desde ángulos diferentes, suministrar elementos decisivos para una reinterpretación de la obra filosófica de Hegel y sobre todo de su significado político: los volúmenes de Terry Pinkard y de Jacques D’Hondt. El primer elemento relevante, en el caso de Pinkard, es el contexto político-cultural de su operación biográfica, dirigida esencialmente al público anglosajón, fuertemente influenciado por posicionamientos como el de Popper, quien llegó a imputarle a la teoría hegeliana del espíritu los catastróficos sucesos políticos de la Alemania de entreguerras29. A esto se suma la tradición analítica que tiene a Russell como jefe de filas y que ha rechazado siempre cualquier confrontación con la filosofía de Hegel por considerarla oscura. No es por tanto casual que el autor use la biografía, un género bastante prestigioso en el panorama cultural de lengua inglesa, como ganzúa para desgoznar las imágenes consolidadas de un filósofo considerado espiritualista y defensor del nacionalismo y el autoritarismo del Estado prusiano, e incluso un anticipador ideológico del nacionalsocialismo. Desde esta perspectiva es central la reconstrucción de la red de relaciones intelectuales y personales que acompañan al desarrollo del pensamiento de Hegel desde los años de su primera juventud. El método interpretativo se basa de hecho en la lectura de los posicionamientos filosóficos de Hegel como re26

Véase al respecto el artículo de Caitríona Ní Dhúill, Lebensbilder. Biographie und die Sprache der bildenden Künste, en B. Fetz (ed.), Die Biographie, ed. cit., págs. 473-500. 27 Cfr. M. Nedo (ed.), Ludwig Wittgenstein. Ein biographisches Album, Múnich, Beck, 2012. 28 La figura de Wittgenstein ha generado a menudo un interés de tipo literario y poético que va más allá del contenido de sus obras. De la exigencia de llenar el vacío entre la ensayística filosófica y el análisis biográfico parte por ejemplo la amplia biografía de Ray Monk: Ludwig Wittgenstein. The Duty of Genius, Londres, Jonathan Cape, 1990 (trad. cast.: ídem, Ludwig Wittgenstein. El deber de un genio, trad. de D. Alou, Barcelona, Anagrama, 1994). 29 Cfr. K. Popper, The Open Society and Its Enemies, Londres, Routledge, 1945 (trad. cast.: ídem., La sociedad abierta y sus enemigos, trad. de E. Loedel, Barcelona, Paidós, 1994).

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acción al contexto intelectual y político y como progresiva puesta a punto de un organismo sistemático abierto. La contextualización biográfica del trabajo especulativo se presenta en definitiva como instrumento para la revisión del significado del sistema en su conjunto y de su significado político en particular. En el lema «il n’y a rien d’innocent dans la vie et la pensée d’un grand philosophe»30 se inspira en cambio la obra de Jacques D’Hondt, que se propone desvelar las estrategias de encubrimiento puestas en práctica por Hegel tanto en su vida privada como en sus tomas de postura públicas. En cierto sentido el autor, uno de cuyos ensayos famosos se titulaba Hegel secreto, retoma una consideración hecha por Paul Valéry a propósito de Descartes: «la obra no expresa el ser de un autor, sino su voluntad de parecer, que escoge, ordena, enmascara, exagera»31. La indagación biográfica tendría pues en este caso la función de arrojar luz sobre las auténticas convicciones del filósofo, que, más allá de la buscada ambigüedad de su postura frente al poder constituido y a las instituciones del Estado prusiano, mostraría su inclinación liberal esencial, por otra parte bien comprendida por sus discípulos y partidarios. Se puede observar en conclusión que las recientes biografías de los filósofos tienen una pretensión teórico-interpretativa muy alta. En líneas generales se vuelve a poner en discusión, aunque con muchas cautelas, la subordinación de la vida a la obra teórica, que representaría el cumplimiento mismo de las finalidades existenciales de determinado pensador. A falta de un código genético para la filosofía y para las ciencias del espíritu en general, la historiografía, no solo filosófica, parece buscar en la realidad de la existencia de un individuo el dato concreto a partir del cual construir nuevas perspectivas hermenéuticas.

30

«no hay nada de inocente en la vida y el pensamiento de un gran filósofo». Les Pages immortelles de Descartes, seleccionadas y explicadas por Paul Valéry, París, Corrêa, 1941, págs.19-20. 31

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CAPÍTULO 13

La Historia Conceptual de Koselleck y la Historia Antigua1 JUAN DE DIOS BARES PARTAL (Universidad de Valencia)

13.1. LA HISTORIA CONCEPTUAL DE R. KOSELLECK Reinhart Koselleck representa un poderoso movimiento en el ámbito de la práctica historiográfica y su teorización, que supone una de las más vigorosas perspectivas a la hora de hacerse cargo del pasado2. Concibe la Historia Conceptual como una disciplina autónoma, previa a la historia social, y que se hace cargo de la evolución de los conceptos. Dispuesto a librarse de la carga de un esquema formal que someta a los hechos a una violencia teórica externa a ellos, o de las aguas confusas de la hermenéutica moderna y los planteamientos heideggerianos, opta por un estudio de la evolución de los conceptos que no puede extraerse sino de la experiencia histórica, aunque no se reduzca a los casos concretos que estudia el proceder historiográfico3. Ciertamente, los conceptos tienen una carga semántica universal y una validez normativa que van más allá de los hechos en que incurren, y que complican su papel en la ciencia histórica, toda vez que son, tanto criterios de ordenación y comprensión del pasado, como 1 Este trabajo ha surgido en el marco del proyecto de investigación «Hacia una Historia Conceptual comprehensiva: giros filosóficos y culturales» (FFI2011-24473) del Ministerio de Economía y Competitividad. 2 Aunque tendré en cuenta otros trabajos de Koselleck, la obra en que se centrarán las consideraciones de este capítulo es Vergangene Zukunft. Zur Semantik geschichtlicher Zeiten, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1979. Las citas seguirán la traducción española de N. Smilg, Futuro Pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993. 3 Sobre el despliegue de esta concepción en relación con Hegel, Kant y la tradición alemana de filosofía de la historia, cfr. J. L. Villacañas y F. Oncina, «Introducción», en R. Koselleck y H. G. Gadamer, Historia y hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1977.

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factores en su desarrollo. La Historia Conceptual de Koselleck se diferencia, pues, tanto de la historia social, a la que contribuye, como de la lingüística. No es ni un mero catálogo de los usos diacrónicos de un concepto, ni la determinación de un significado lingüístico desligado de las situaciones concretas4. Se ha señalado repetidamente la dificultad teórica que representa una posición de este tipo. El estudio de los conceptos ha de contar con la diferencia entre su despliegue y el tiempo histórico, es más, ha de constituirse como una «histórica» que dé cuenta del hecho de la «temporalización» y que proporcione las condiciones de posibilidad del propio discurso histórico. No es este el lugar de juzgar la coherencia, las ventajas y desventajas de la posición propia de la Begriffsgeschichte5. Si los conceptos no vienen dados a priori y hay que encontrarlos en la historia, pero no se reducen a sus apariciones en la historia ni a los campos semánticos de los términos que dan cuenta de ellos, ¿cómo disponemos de ellos? Para Koselleck, disponemos de ellos porque la historia es nuestra historia y nos constituye6. Este es un hecho que la hermenéutica había identificado desde antiguo, desde los tiempos de Droysen y Dilthey, si no de Vico. Pero en Koselleck adquiere un sentido fuerte. Además, representa una de las grandes ventajas de la Historia Conceptual el que en ella el recurso a la historia no tiene un propósito meramente teórico, sino que cuenta con una dimensión política7. La historia no opera como la antigua magistra vitae, pero construir la historia es apropiarse del pasado y poner en juego nuestras previsiones de futuro. La trama histórica se articula como una tensión entre experiencia y previsión, que son los parámetros del cambio histórico8. Todo esto no opera, como veremos, de modo regular en el decurso del tiempo histórico, sino que en él revisten un papel central los conceptos de crisis y revolución. La constitución de la historia es un fenómeno que tiene lugar a partir el siglo XVII. La Ilustración, el período que Koselleck denomina Sattelzeit, constituyó una aceleración del tiempo histórico sin precedentes, un período en el que las expectativas de futuro superaban con mucho a las experiencias del pasado y que operó un cambio epocal en los conceptos claves que operan en el ámbito social y político. El desarrollo de los conceptos políticos que configuran el mundo contemporáneo y la toma de conciencia de la historia son dos fenómenos relacionados que corren paralelos en el tiempo y que Koselleck trata de manera unificada. Qué duda cabe, estamos ante una potente concepción de la historia que engarza admirablemente con los problemas y las coordenadas de nuestro mundo actual, históricamente configurado. Una concepción que elude muchas de las dificultades que las 4 Cfr., a este respecto, «Historia de los conceptos, historia constitucional, filosofofía política. Sobre el problema del léxico político moderno», Res publica, 11-12, 2003, págs. 27-67. 5 Podemos encontrar un amplio balance en los trabajos contenidos en F. Oncina (ed.), Teorías y prácticas de la Historia conceptual, Madrid, CSIC-Plaza y Valdés, 2009. Más centrados en el diálogo con otras concepciones actuales se encuentran los trabajos de J. Fernández Sebastián (ed.), Political concepts and time, Santander y Madrid, Cantabria University Press y McGraw-Hill, 2011. 6 Sin embargo, algunos autores, como S. Chignola en «Temporalizar la historia. Sobre la Historik de Reinhart Koselleck», Isegoría, 37, 2007, págs 11-33, hablan de circularidad en el modo como Koselleck extrae sus conceptos de la experiencia de la historia. 7 Estudia este aspecto J. L. Villacañas, «Historia de los conceptos y responsabilidad política», en Res Publica 1, 1998, págs. 146 y sigs. 8 Sobre el concepto de historia en Koselleck, es iluminador el trabajo de P. Sprinborg, «Algunas premisas de la historia de los conceptos (Begriffgeschichte). Modernidad y conciencia histórica», Historia Contemporánea, 27, 2003, págs. 465-504.

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diferentes justificaciones metafísicas de la historia presentaban, aunque seguramente no esté ella misma libre de problemas. Una filosofía de la historia que no se pierde en la especulación teórica, sino que se concibe al servicio de la historia, próxima y atenta siempre a los hechos y el examen de las historias concretas. Pero con todo ello, se ha delineado un esquema que otorga una primacía metodológica a la contemporaneidad. Koselleck entiende que el asunto central de la historia se dirime en la modernidad. Los conceptos, fuera de esta época, no discurren con los mismos significados, y sus coordenadas son muy diferentes. Ciertamente, es una sana pretensión atender a las diferencias existentes entre nuestros conceptos y los del pasado, so pena de incurrir en flagrantes anacronismos y valoraciones extemporáneas. Valga como ejemplo, en el caso de la filosofía política, el apasionado trabajo de Popper, La sociedad abierta y sus enemigos9. Pero algunos críticos han levantado su voz contra las dimensiones de la cesura que Koselleck introduce entre la Revolución francesa y el tiempo anterior y contra el carácter excepcional que se otorga a este acontecimiento y las transformaciones que dieron lugar a él. Sin duda, es una valoración razonable, heredera además de toda la tradición ilustrada e idealista. Es bien fácil encontrar cómo se encuentran antecedentes de esta idea en Kant, los románticos y el idealismo. Ahora bien, esta valoración tiene a veces el mismo tenor que el valor excepcional que para la teodicea de la historia de San Agustín revestía el nacimiento de Cristo. El mismo Koselleck tiene que marcar los límites con una secularización de la concepción histórica medieval. Da la impresión de que existe el peligro de que la valoración del carácter revolucionario de la modernidad relegue a las otras épocas a un terreno propedéutico, en lugar de interesar por sí mismas. Koselleck evitaba, al parecer, presentarse a sí mismo como especialista en una época concreta, y ciertamente sus conocimientos históricos son enciclopédicos. Muchos de sus trabajos comienzan con una alusión al mundo antiguo (como la referencia al cuadro de Albrecht Altdorfer que respresenta a Alejandro en la batalla de Issos que sirve de pórtico a Futuro pasado) o con la cita de un historiador o pensador de la Antigüedad. Pero parece que, en su campo de intereses, el mundo antiguo no sale de una naturalización del decurso histórico, o de la visión teológica de la Antigüedad tardía. Parece que conciencia histórica y eficacia de los conceptos políticos fueran de la mano. A pesar de que en el Archiv für Begriffsgeschichte hay múltiples trabajos sobre el mundo antiguo, muchos de ellos parecen moverse en el plano de la determinación lingüística, y en el monumental Geschichtliche Grundbegriffe, comparecen solo en la medida en que sirven para comprender los conceptos modernos. En un importante trabajo, G. Duso escribía: Tal conciencia de la necesidad de comprender los conceptos modernos se encuentra en la «Introducción» a la obra monumental constituida por los Geschichtliche Grundbegriffe, en la que se colocan en el centro de la investigación los conceptos que, desde el siglo XVII, llegan hasta nuestra contemporaneidad. En estos conceptos se dan transformaciones, cambios, diferencias, pero se permanece sustancialmente en el interior del mismo horizonte conceptual. El problema central del Lexikon está constituido por la «disolución del mundo antiguo y el surgimiento del mundo moderno» y se pretende reconstruir el significado y la lógica de los conceptos que llegan hasta hoy.

9 K. R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, trad. de. E. Loedel, Barcelona y Buenos Aires, Paidós, 1981.

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Se ve aquí la conciencia de las transformaciones que se dan en ella y también de la particularidad de nuestra contemporaneidad, que requeriría un trabajo ulterior, respecto al cual la historia de los conceptos modernos es solo un trabajo preliminar. El contexto que se delinea aquí es, por lo demás, el de los conceptos que llegan hasta nuestra contemporaneidad y parten de la disolución del mundo antiguo. Cuando —advierte Koselleck— en el Lexikon se persiguen las palabras a través del mundo antiguo y medieval, esta persecución no se lleva a cabo según la lógica de la reconstrucción de la larga historia del concepto, sino por el intento de seguir en el mundo pre-moderno aquella palabra que sirve de vehículo al concepto moderno, y eso para mostrar que ella se refiere a un contexto de pensamiento y de realidad distintos10.

Todo lo anterior al período de Sattelzeit parece sumergirse en la prehistoria. La expresión es del propio Koselleck: «No sería pretencioso afirmar que debido a la formación del concepto de “historia absoluta” o de “historia en general”, que representa además una creación lingüística específicamente alemana, todos los acontecimientos anteriores al siglo XVIII deberían desvanecerse en una pre-historia»11. El profesor Duso trataba de matizar la dureza de estas expresiones: Téngase presente que la palabra pre-moderno, no se refiere a un modo de considerar el pasado propio de las ciencias históricas modernas, que, sobre la base de la determinación abstracta y moderna de un ámbito disciplinar, valoran la historia precedente como una prehistoria [...] y por eso no implica un juicio de valor y un itinerario prefigurado, sino que más bien quiere indicar la alteridad de aquel contexto que no es comprensible sobre la base hermenéutica de los conceptos modernos12.

Ciertamente, en el plano de la comprensión, Gadamer señalaba también la cesura que suponía el despliegue de la hermenéutica moderna: Por muy fundamentales y graves en consecuencias que hayan sido las transformaciones del pensamiento occidental que tuvieron lugar con la latinización de los conceptos griegos y con la adaptación del lenguaje conceptual latino a las nuevas lenguas, la génesis de la conciencia histórica en los últimos siglos representa una ruptura de tipo mucho más drástico todavía13.

Lo que no le había impedido observar líneas más arriba que: Forma parte de la más elemental experiencia del trabajo filosófico el que, cuando se intenta comprender a los clásicos de la filosofía, estos plantean por sí mismos una pretensión de verdad que la conciencia contemporánea no puede ni rechazar ni pasar por alto. Las formas más ingenuas de la conciencia del presente pueden sublevarse contra el hecho de que la ciencia filosófica se haga cargo de la posibilidad de que su propia perspectiva filosófica esté por debajo de la de un Platón, Aristóteles, un Leibniz, Kant o Hegel. Podrá tenerse por debilidad de la actual filosofía el que se aplique a la interpretación y elaboración de su tradición clásica admitiendo su propia debilidad. Pero con toda seguridad el pensamiento sería mucho más débil si cada uno se 10 11 12 13

G. Duso, «Historia conceptual como filosofía política», en Res publica, 1, 1998, pág. 46. R. Koselleck, Futuro pasado, ed. cit., pág. 127. G. Duso, art. cit., nota 32. H. G. Gadamer, Verdad y Método, trad. de A. Agut y R. de Agapito, Salamanca, Sígueme, 1977, pág. 26.

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negara a exponerse a esta prueba personal y prefiriese hacer las cosas a su modo y sin mirar atrás. No hay más remedio que admitir que en la comprensión de los textos de estos grandes pensadores se conoce una verdad que no se alcanzaría por otros caminos, aunque esto contradiga al patrón de investigación y progreso con que la ciencia acostumbra a medirse14.

La tradición opera a lo largo de una historia efectual y, desde luego, los conceptos modernos de democracia, justificación, igualdad, etc., tienen un pasado en épocas anteriores, épocas que en determinados casos los forjaron. A Koselleck no le interesan tanto los textos como la evolución de los conceptos que en ellos se refleja, y en su perspectiva, al menos, la temporalización de los conceptos no parece seguir un esquema lineal. Es asunto de los historiadores decidir si el relieve que el pensador alemán concede a la Modernidad altera o no su visión del conjunto de la historia15. 13.2. KOSELLECK Y LOS GRIEGOS Para nuestro autor, en Historia, historias y estructuras formales del tiempo16, la distinción entre las «historias» y la historia es un logro del siglo XVIII, solo posible al concebirse esta última como la condición de posibilidad de las historias, y ello lo hace a través de una comprensión del tiempo. El conjunto anterior de historias, res gestae, constituye una Historia Universalis previa, más o menos variada, que tiene puntos en común con la Historia posterior. El punto de unión —y de separación— son estructuras temporales que articulan el espacio de experiencia histórico. Comienza Koselleck por diferenciar tres formas temporales de experiencia17: — La irreversibilidad de los acontecimientos. — La repetibilidad de los acontecimientos, que no necesariamente tiene que ser una repetición idéntica de lo acaecido. — La simultaneidad de lo anacrónico. De la combinación de ellas se deriva las determinaciones conceptuales de progreso, aceleración, retardamiento, situación, permanencia, etc. El tiempo histórico es una realidad compleja diferenciable del tiempo natural. En nuestro mundo actual convivimos con un amplio abanico de determinaciones temporales, muchas de ellas heredadas de la Antigüedad grecorromana y judía. Es por eso por lo que Koselleck se vuelve hacia ellas. En el mundo griego, menciona tres momentos relevantes: — La disputa sofística referida en el libro III de Heródoto18. Mientras los griegos discuten sobre si el mejor régimen es la democracia o la aristocracia, Darío, el 14

Ibíd., pág. 24 Fuertemente crítico con la importancia que otorga Koselleck a la Sattelzeit es, por ejemplo, E. J. Palti en ídem, «Koselleck y la idea de Sattelzeit. Un debate sobre modernidad y temporalidad», Ayer, 53, 2004, págs. 63-74. 16 R. Koselleck, Futuro pasado, ed. cit., págs. 127-140. 17 Ibíd., pág. 129. 18 Heródoto, Hist., 3, 80-83. Cfr. también R. Koselleck, ob. cit., pág. 132. 15

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rey persa, observa que tanto un régimen como otro son inestables y que la agitación en que acaban desembocando se resuelve finalmente con la instauración de una monarquía, por lo que el régimen que debe preferirse es el monárquico, ya que se acabará instaurando de un modo u otro. Koselleck valora en especial la visión del decurso temporal como sucesión de formas de dominio, así como la capacidad de previsión que exhibe Darío. — También menciona la sucesión de organizaciones políticas que se presenta en el libro III de las Leyes de Platón. «Platón trabajaba con hipótesis temporales para deducir de ellas mismas la clasificación histórica temporal de la historia de las organizaciones»19. Aunque dentro de cada organización cabe la previsión, solo pueden extraerse conclusiones sobre lo que sería preferible que tuviera lugar, pero no puede anticiparse, sin la necesaria experiencia, la forma de organización siguiente. Este pasaje es uno de los muchos que Platón dedica al tema y era además un lugar común en pensadores e historiadores de la Antigüedad. Hay textos semejantes en Polibio, por ejemplo, y tanto Aristóteles como Cicerón abordaron esta temática. Al igual que para Platón, para Koselleck, el espacio político de experiencia estaba limitado por la naturaleza, y la política buscaba el equilibrio que permitiera a la polis perdurar. Sobreponerse a la decadencia, o a las presiones que pueden derrumbarlas, es fundar un espacio y tiempo históricos. La simultaneidad de diferentes organizaciones que coexistían anacrónicamente permitía la comparación y su proyección diacrónica. Que la historia tenga ciclos y repeticiones permite aprender de ella. De ahí el inicio de la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídides20. También le llama la atención la comparación de las organizaciones políticas y sus constituciones con un organismo vivo, con sus procesos vitales y enfermedades. En el caso judío, saberse el pueblo elegido hace que toda la humanidad entre en su historia. San Agustín, por su parte, en La ciudad de Dios articula teológicamente la experiencia interior del tiempo, relativizando los acontecimientos terrenales. Esta relativización permitía, sin embargo, su tratamiento homogéneo. El juicio final da sentido a la historia, la verdad atemporal da sentido al tiempo histórico. Muestra esto ilustrándolo con su tratamiento de la paz y la guerra justa21. Es, en todo caso, la teología la que proporciona las condiciones que abren los espacios de posibilidad a los sucesos que tienen lugar en el tiempo. En «Semántica histórico-política de los conceptos contrarios asimétricos»22, Koselleck se ocupa de la dinámica de los conceptos en la historia. Un concepto, en el sentido que aquí se está usando, no solo indica unidades de acción: «también las acuña y las crea. No es solo un indicador, sino también un factor de grupos políticos o sociales»23. 19 20 21 22 23

R. Koselleck, ob. cit., pág. 132. Ibíd., pág. 134. Agustín, De civ. Dei, XIX, 12. Cfr. también R. Koselleck, ob. cit., pág. 134. Koselleck, ob. cit., págs. 205-250. Ibíd., pág. 206.

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La dinámica de los conceptos dista de ser simple. Hay conceptos que admiten una referencia concreta junto a una significación general. Es usual que el grupo social que recae dentro de su alcance se atribuya en exclusiva el significado general. De este modo pueden formarse conceptos contrarios que excluyen un reconocimiento mutuo. «Del concepto de sí mismo se deriva una determinación ajena que para el que queda determinado puede equivaler literalmente a una privación, fácticamente a un despojo»24. Este tipo de conceptos contrarios asimétricos son los más importantes en la historia. A Koselleck le interesa el aspecto estructural de estos conceptos, no tanto su devenir histórico concreto. Parejas de conceptos contrarios asimétricos son heleno-bárbaro, pagano-cristinano, hombre-super-hombre. Nos concierne en especial el primer par de conceptos mencionado25. Se trata de un par que en sus inicios parece corresponderse con una constante natural, pero que pronto se transformó en una diferencia territorial y por último espiritual. Las oposiciones son dinámicas y se deslizan mediante la temporalización, variando la relación entre el ámbito de experiencia y el horizonte de esperanza. Heleno y bárbaro ya no son hoy conceptos antitéticos. Tampoco lo eran antes de su coordinación polar. Los griegos se distinguían de los bárbaros antes de autoconceptuarse como helenos. Una vez establecida la contraposición, el concepto «bárbaro» adquiere un matiz claramente peyorativo. Ambos conceptos son claramente asimétricos: uno designa un pueblo y el otro todo lo que es diferente. Lo que distingue a los griegos frente a los demás, es su forma de organización política, su formación corporal y espiritual, el hablar griego y el arte, sus prácticas religiosas. Los griegos son «ciudadanos libres, benévolos y educados»26. El par de conceptos se convierte en un agente importante de la práctica política. Platón y Aristóteles refieren la diferencia entre helenos y bárbaros a la naturaleza. Los helenos son una raza propia y sus guerras son guerras entre hermanos. Para Aristóteles, los bárbaros son esclavos por naturaleza y están destinados a la esclavitud. La asimetría de estos conceptos permite su complementariedad y articulación en el seno de la polis. El esclavo ocupa un lugar social y las diferencias que llevaron a los despotismos orientales, acabaron en las estructuras políticas de gobierno griegas. El anclaje de la distinción en la naturaleza es precario, pero efectivo para asegurar la convivencia de ambos grupos en el seno de la polis. Además de estar referida a la naturaleza, pronto pasó la diferencia entre helenos y bárbaros al plano histórico. Los antiguos helenos vivían como los bárbaros que les eran contemporáneos en las épocas históricas. La oposición es negada por el cinismo. Diógenes se declara ápolis, áoikos, y Alejandro obliga a la fusión de unos y otros. El paso siguiente consiste en trasladar la distinción al plano de la homónoia: griego o no griego, extranjero o no, el heleno es el cultivado capaz de expresarse correctamente en griego. Así, la palabra se desliga de su sentido espacial y admite un sentido educativo, pudiendo ser usada para asegurar el predominio de una clase social concreta sobre las demás. En este ámbito educativo, «bárbaro» podía también revestir un sentido positivo, como crítica al hombre civilizado. Es el hombre cínico27. 24 25 26 27

Ibíd., pág. 207. Ibíd., págs. 211 y sigs. Ibíd., pág. 213. Ibíd., pág. 218.

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Aunque se mantiene, la distinción comienza a difuminarse en el ámbito de la stoa, donde impera un logos universal que se gradúa desde la familia hasta la urbs y el orbis. Llegamos así a las dos patrias de Séneca, el cosmos y aquella en la que uno ha nacido, diferenciación que encontramos también en Marco Aurelio y Epicteto28. En el mundo romano, aparece un tercer término, el «romano». Los bárbaros quedan fuera de las fronteras y el concepto se articula ya en otras coordenadas que no seguiremos aquí, hasta desembocar en la oposición, ya diferente, entre cristianos y paganos. El magistral análisis de Koselleck es una pieza de Historia Conceptual en su sentido más clásico. Para deslindar la contraposición contemporánea hombre-super-hombre, nuestro autor se remonta a la previa entre cristianos y paganos, y a la anterior entre helenos y bárbaros. Las diferenciaciones y oposiciones dinámicas permiten dar un sentido a la historia, orientada, eso sí, a dar cuenta de la contemporaneidad. ¿Es este tipo de análisis todo lo que puede dar de sí el enfoque conceptual? La brillante exégesis de la prehistoria de nuestros conceptos no es el todo de esta posición. Cabe un estudio de estas épocas que intente entenderlas por sí mismas.

13.3. CHRISTIAN MEIER Y LA BEGRIFFSGESCHICHTE Christian Meier es uno de los más importantes historiadores actuales en Alemania. Sus diferentes trabajos sobre la democracia son conocidos por el gran público y han alcanzado una alta difusión. Uno de los referentes —aunque no el único— de su orientación como historiador lo constituye la Begriffsgeschichte. Creo que el modo como incorpora Meier las contribuciones de la Historia Conceptual al mundo antiguo ayudan profundamente a su comprensión, lo que vuelve más rico y profundo el diálogo con el pasado y la influencia que puede alcanzar en el mundo contemporáneo. Voy a comentar solo una pieza de su extensa producción, su contribución a Historische Semantik und Begriffsgeschichte, titulada «Der Wandel der politisch-sozialen Begriffswelt im 5. Jahrhundert v. Chr.»29. La perspectiva que divisa el autor no es abordar el mundo conceptual de la época clásica griega como antecedente remoto de elementos que perviven en nuestro propio mundo conceptual, algo que es naturalmente legítimo y factible, sino más bien intentar comprender aquella constelación de conceptos por sí misma ayudándose de las herramientas que Koselleck ha puesto en uso en su magistral análisis del Sattlezeit. Hemos visto cómo Koselleck niega, con toda la razón, una autoconciencia histórica propia, una Historie a la época de los griegos. Hemos visto también cómo aborda la autocomprensión de los griegos en términos de su propia caracterización como helenos, donde rige la dimensión política, que les posibilita autocomprenderse como «ciudadanos libres, benévolos y educados». Todos estos elementos los veremos coordinarse en la exposición de Meier, que interpreta los cambios conceptuales profundos ejercidos en la época clásica griega como una crisis y revolución en el sentido de Koselleck, una crisis en la que la «temporalización» no juega el papel estelar que tendrá en la Modernidad, habida cuenta de la falta de una conciencia 28

Ibíd., pág. 219. Ch. Meier, «Der Wandel der politisch-sozialen Begriffswelt im 5. Jahrhundert v. Chr.», en R. Koselleck (ed.), Historische Semantik und Begriffsgeschichte, Stuttgart, Ernst Klett, 1978, págs. 193-227. 29

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histórica adecuada del tiempo que pudiera garantizar su efectividad, pero donde otro elemento ocupa su lugar, el que Meier llama Demokratisierung. Meier afirma: «En el siglo V tuvo lugar un cambio conceptual, que en rapidez, profundidad y consecuencias está muy cercano tal vez al del Sattlezeit, si bien es cierto que es inferior a él en sus proporciones»30. Comienza con el estudio de los conceptos relativos a regímenes políticos. El concepto central en el siglo VI es el de eunomía, junto con su contrario coordinado con él, disnomía. No se refiere a un sistema político concreto, sino a un estado, a una situación en el seno de la comunidad que permite su estabilidad y prosperidad. No alude primariamente a un régimen determinado, porque entonces el reparto del poder entre la clase noble, en la forma de una oligarquía, o una tiranía individual, no era la preocupación decisiva de aquel mundo en transformación y crisis. El concepto de eunomía conseguía arrancar del ámbito de los mitos y la tutela de la divinidad la marcha de los asuntos humanos y subsumirla bajo el concepto de orden. El efecto fue en la mayoría de los casos conservador, franqueando el domino de hombres particulares de excepcional comprensión y abriendo el paso a la posterior democracia. «Con esta consolidación se produjo una condición de posibilidad para la democracia. Pues el interés de los ciudadanos pudo por primera vez concentrarse en el ámbito político»31. En muchos lugares, se llega al dominio popular y con ello se abre el abanico de una pluralidad de regímenes. Así llegamos al concepto «democracia». A partir de los años 60 del siglo V se comienzan a distinguir los regímenes de acuerdo con el reparto del poder. El concepto de democracia hace, pues, su entrada en el panorama político relativamente tarde. Antes, el concepto en que se aglutinaba el orden que descansa en un amplio estrato de la sociedad era el de isonomía. Esto es, la igualdad de los derechos políticos llenaba de contenido al ideal de eunomía. Paulatinamente, pero con rapidez, se añaden otros conceptos al de isonomía, como el de démos, isegoría e isocratía, que dan entrada a nuevos elementos en el concepto de orden político y configuran la democracia griega. El concepto de isonomía surgió como una rebelión ante los excesos de los nobles y tiranos. Proyecta el ideal de eunomía en el ámbito de la ley. Este concepto tenía partidarios y detractores. El orden igualitario era defendido por el pueblo y denostado por amplias capas de la nobleza dominante. A partir de aquí se configuran los diferentes conceptos de regímenes políticos, como democracia, oligarquía y monarquía o tiranía. Estos regímenes no parecen coordinarse bajo un concepto general de «régimen» o sistema político, más allá del par de conceptos kósmos-stásis. El planteamiento en términos de posesión del poder cambia a su vez la propia dinámica política. Frente a la presión de la incipiente toma de poder del pueblo, la nobleza ya no puede reclamar en términos simples la condición de arkhós para la ciudad, y surge el concepto de oligarquía. Los límites entre democracia y oligarquía son flu-

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Ibíd., pág. 195. La cita original reza: «Während des 5. Jahrunderts fand ein Begriffsweltwandel statt, der an Schnelligkeit, Tiefe und Folgenhaftigkeit dem der Sattelzeit vielleicht am nächsten kommt, so weit er auch in der Proportionen hinter diesem zurückbleibt». 31 Ibíd., pág. 197. En el original encontramos: «Mit dieser Konsolidierung entstand eine Bedingung der Möglichkeit für der Demokratie. Denn das Interesse der Bürger konnte sich erst danach auf den politischen Bereich konzentrieren».

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yentes, aunque se trate, ya en Heródoto, de las categorías básicas que se enfrentan y codeterminan el panorama político. Las capas sociales dominantes ya no coinciden con los antiguos nobles y los grupos aristocráticos muchas veces establecen sistemas igualitarios en su interior. Con ello, el concepto de democracia abarca un conjunto amplio de posibilidades de estructuración política. Así llegamos a la caracterización de la democracia en Heródoto III, 80, 6. La democracia supone que el pueblo tiene el poder y que los gobernantes tienen que rendirles cuentas, por lo que se hace necesario el establecimiento de instituciones que salvaguardan y configuran el régimen. La divisa de la democracia será en gàr to póllo enì tà pánta, en la mayoría está el todo. De ahí la importancia del voto y la necesidad de llevar tà prágmata es méson, ante el pueblo. El nuevo orden así concebido reside en la relación de ciudadanos entre ellos. La generación de este nuevo plano político está posibilitada por las instituciones que lo sostienen. Precisamente, este nuevo plano es el que vehicula el cambio de los conceptos relativos a los regímenes políticos, con lo que el proceso puede definirse adecuadamente como una Politisierung. La condición política entra en escena con tremenda fuerza, incorporando modelos de democracia directa. Se produce el fenómeno, específicamente griego, de la identidad política de los ciudadanos. Ninguno de los otros factores, la profesión, la religión, pudo enfrentársele y funcionar como marca de identidad de la comunidad. Así, los ciudadanos se conciben primariamente como participantes en la polis. De aquí surge un interés en el orden y la justicia y se genera una solidaridad de los intereses de los ciudadanos que cristaliza en la identidad. Los ciudadanos persiguen sus intereses económicos en el seno de y como parte de una comunidad. Tiene lugar una politización del conjunto de la sociedad. Esta politización encuentra su sentido en la isonomía y la democracia y al mismo tiempo se convierte en un factor que permite configurar los conceptos para la comprensión del devenir político y el cambio. «La tendencia a concebir el mundo que se constituye entre los ciudadanos como ciudadanos que [el término Politisierung] denota, es específicamente griega»32. La politización rige y condiciona los otros conceptos políticos que determinan el mundo clásico, como los de libertad y de igualdad. En la época arcaica, el término que denotaba la igualdad era hómoioi semejante. En la época clásica pasa a ser ísos, igual. El primer término apunta a una igualdad cualitativa de los individuos, el segundo a una igualdad cuantitativa. La isomoiría, la necesidad de contribuir por igual al sostenimiento de la polis, refleja esta concepción. Los ciudadanos de Esparta eran compañeros de armas, hómoioi, pero no iguales. La igualdad cristaliza a su vez en los conceptos de isokratía e isegoría. Todos los ciudadanos tienen el mismo peso político en la asamblea, e igual derecho a hacer uso de la palabra. Se trata, naturalmente, de una igualdad referida al ámbito político y solo a él: «lo que aquí se garantizaba no era de hecho la igualdad de las personas y su poder, sino la igualdad efectiva de los derechos en el ámbito privado y público»33. La igual32 Ibíd., pág. 205. La cita original reza: «Die Tendenz zum Begreifen der zwischen den Bürgern als Bürgern sich konstituierenden Welt, die er [sc. Der Terminus ‘Politisierung’] bezeichnet, ist spezifisch griechisch». 33 Ibíd., pág. 208.

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dad estriba en el derecho a ocupar cargos representativos, a votar, hablar y acusar y defenderse. Así, los atenienses, que tenían diferencias entre ellos mucho más notables que las que había entre los espartanos, podían sin embargo reclamar como marca identificativa la igualdad. En un panfleto del 430 se denuncia que los pobres y el demos tienen más que los ricos, porque estos no pueden imponerse en muchos aspectos en la Atenas de su tiempo. La igualdad está fuertemente vinculada con la justicia. Y con la homónoia. A la par que el concepto de justicia encuentra una construcción institucional, se establece también el concepto de libertad, que aparece como substantivo (eleuthería) por primera vez en Píndaro. La liberación de la esclavitud por deudas va de la mano en el régimen de Solón con el establecimiento de la eunomía. La libertad se conquista en muchas ciudades mediante la liberación de las tiranías y la victoria sobre los persas se concibe como un logro de la libertad contra el sometimiento y la esclavitud. Esta libertad se amplía al modo de vida. El ciudadano de una polis libre tiene derecho a vivir como le parezca. La libertad no tiene solo un sentido negativo, sino un sentido positivo que reposa en las instituciones que la posibilitan. También en los conceptos relativos al poder se aprecia la nueva Politisierung. El poder se populariza. Aristóteles emplea la contraposición politike arché-despoteia. El poder político es un poder que no es dominación (Herrschaft). Se acuña un nuevo término para hablar de la constitución, politeia, derivado de polités, el miembro de la polis. El término significa en Heródoto derecho de los ciudadanos. Hacia el 430 pasa a denotar constitución. Hasta entonces, katástasis, kósmos y táxis eran las palabras que permitían hablar de la estructura de los diferentes regímenes. Primero se opuso tyrannís a isonomía o democracia, luego oligarquía. Tucídides llega a hablar de una oligarquía isónomos, igualitaria. La nueva terminología se corresponde con una complicación de las posibilidades de articulación de los regímenes políticos y una mayor dificultad en su determinación. La democracia, en Atenas, reside en las instituciones. El reparto efectivo del poder y en quién reside de hecho, es una cuestión diferente. Así, los théthes, o en la guerra del Peloponeso, los mésoi. El concepto de politeía es el culmen del proceso de politización. Viene a adoptar una signficación entre ciudadanía y «constitución». Y pasará también a significar la constitución correcta, la democracia adecuada. También polítes tiene el doble sentido de ciudadano activo y de ciudadano sin más. Otro concepto que requeriría un tratamiento aparte es el de dynasteía, posesión del poder. La politización se advierte también en el derecho y las leyes, con la evolución semántica del término nómos. En un principio, nómos se usaba para reglas válidas, modos de comportarse y de vivir, o, en un sentido general, ordenamiento legal. Así aparece en Heródoto. Se trata de un concepto de más amplio espectro que el más específico de dike, más jurídico. Nómos se asocia con el par eunomía y disnomía y es el derecho en sentido amplio, las costumbres, lo necesario, lo usual. Nómos es personificada como deidad en los círculos órficos. Hacia el 500 se habla del nómos de la polis, que es xunón pantón. En el siglo V, nómos pasa a adoptar un significado nuevo: la ley. En los textos de la asamblea, las leyes parecen como pséfisma, ádos, thésmion, lo que parece bien a la comunidad, por una parte, y por otra como nómos en el plano de su contenido. Todo aquello que determina el pueblo, queda incorporado como nómos. Primeramente se refería a las leyes [211]

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que determinaban lo que está permitido hacer y lo que no, lo que debe hacerse y lo que no, para luego pasar a abarcar el conjunto de las leyes en un plano general. La proliferación de leyes y su parcial inadecuación, lleva al enfrentamiento entre nómoi escritas y no escritas y a conflictos de honda repercusión. Pero, en cualquier caso, el imperio de la ley pasa a caracterizar a los griegos como tales. A diferencia de los regímenes despóticos, los griegos son aquellos en los que reina la ley. Posteriormente, nómos pasará a indicar el conjunto de las leyes frente a la decisión política. Así la lex romana. Todos los cambios que han sucedido en el corto espacio de tiempo que apenas alcanza a un par de siglos tienen, pues, una profunda hermandad, se ven posibilitados por el redimensionamiento en términos políticos de una pluralidad de conceptos y valores que originariamente no estaban provistos de ese sentido. Así afirma Meier: Régimen, derecho, poder, igualdad, libertad, ciudadanía son concebidos como problemas políticos (tanto en el sentido estricto como amplio de la palabra) y precisamente por ello quedan disponibles para la acción. Todo lo que conceptúan estos conceptos es separado de su acumulación con contextos religiosos, sociales, económicos, éticos, se concentra en lo político y es pensado como susceptible de ser cambiado y ser construido de acuerdo con un esbozo hecho por los hombres. Con esto tiene lugar un estrechamiento de los conceptos de régimen, igualdad, libertad y derecho, y al mismo tiempo una inusitada ampliación del espacio libre para la acción. Los regímenes en sentido estricto se construyen de manera institucional [...]. Este cambio puede leerse en la historia de los conceptos, pero no está contenido, sin embargo, en los conceptos mismos empleados34.

La Politisierung juega, como hemos advertido, el mismo papel que en el punto de inflexión del Sattelzeit reviste la «temporalización». Pero es un fenómeno con caracteres propios. Los nuevos modos de organización y concepción de la organización política están limitados por las condiciones prácticas y por la realidad en la que inciden. No son el resultado de una especulación ensoñadora, sino que permanecen en lo concreto y ligados a la experiencia. Como dice Meier, el grado de abstracción es pequeño. En todo caso, crean nuevos horizontes de expectativas y transforman profundamente la sociedad. Posiblemente en su acuñación jugó un importante papel la sofística, aunque dado el estado de nuestras fuentes es esto algo que solo podemos conjeturar. Por último, Meier acaba indicando que el pensamiento de la época no suele incidir de modo especial en el proceso de cambio. Tucídides decía que la historia está hecha de hechos y acciones (érga kaì prágmata) y, en un sentido general, de genómena. La historia trata sobre todo de acciones en la escena política y las consecuencias y cam-

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Ibíd., págs. 218-219. En el original encontramos: «Verfassung, Recht, Macht, Gleichheit, Freiheit, Bürgerschaft werden als politische Probleme (im engeren und weiteren Sinne des Wortes) begriffen und eben dadurch und eben darin dem Handeln verfügbar. Alles, was diese Begriffe begreifen, ist aus der Gemengelage mit religiösen, gesellschaftlichen, wirtschaftlichen, ethischen Zusammenhängen herausgelöst, konzentriert sich aufs Politische und wird als veränderbar und nach menschlichem Entwurf herstellbar gedacht. Damit tritt eine Verengung der Verfassungs-, Gleichheits-, Freiheits- und Rechtbebrifftlichkeit und zugleich eine ungeheure Erweiterung des Handlungsspielraums ein [...]. Dieser Wandel ist an der Begriffsgeschichte abzulesen, er ist in den behandelten Begriffen selber aber nicht enthalten».

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bios que conlleva. De ahí la importancia de la techné, que amplia su dominio al campo de la política. Quizás es esta la razón por la que la revolución que se produjo entonces tiene caracteres diferentes de la aceleración moderna. Es en la política y en las instituciones donde se podían producir los cambios, mientras que en la modernidad los cambios vienen posibilitados por el tiempo y pueden abarcar todos los ámbitos de la vida. Con todo ello, Meier emplea las herramientas que había forjado Koselleck en su Historia Conceptual del alba de la Modernidad, para descifrar un proceso semejante en su despliegue, aunque, como hemos visto, poseedor también de rasgos específicos. Su análisis busca primordialmente comprender el cambio social que estos conceptos reflejan, no como antecedentes de los conceptos que determinan nuestro mundo contemporáneo, sino por sí mismos y en sus propios términos. Se delinea así otro mundo, una alteridad que, a la vez, forma parte de nuestro pasado, y en diálogo con ella, reflexionando sobre sus semejanzas y diferencias con la actualidad, puede también enriquecer nuestra comprensión de nosotros mismos y de nuestras posibilidades de acción. Se manifiesta de esta manera que las posibilidades de la Historia Conceptual en la comprensión del pasado pueden ir más allá del escueto registro de antecedentes, sin dejar de reconocer que esta tarea es asimismo ineludible.

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CAPÍTULO 14

El poeta Gottfried Benn visita el mundo dórico (pero se marcha pronto)1 SALVADOR MAS (UNED)

Es una obviedad, pero conviene no olvidarlo: una cosa es el conocimiento teórico de la Antigüedad y otra su recreación o revivificación artística. Aunque en el siglo XX no se descuidaron los intentos —históricos y filológicos— por alcanzar un conocimiento lo más preciso posible del Mundo Clásico, sí puede notarse cierto retroceso de las humaniora, de los estudios clásicos en el sentido decimonónico de la palabra, tal vez porque ya entonces solo quedaba por editar lo «periférico», como dice Paul Friedländer en una carta a Wilamowitz del 4 de julio de 1921, sobre la que quisiera reparar muy brevemente. Tal vez la muerte de su hijo y de su mujer Charlotte al poco de haber nacido, triste noticia con la que comienza la carta, le dé valor para sincerarse frente a su maestro. Aunque reconoce lo mucho que le debe, señala que desde hace algún tiempo se encuentra en lucha contra él o, mejor, «contra el Wilamowitz en mí». Cita a continuación los causantes del giro, Nietzsche, el historiador del arte Heinrich Wölfflin, Burckhardt y Stefan George, y comenta entonces: «Y por lo que se refiere a la edición de textos, mis fuerzas no alcanzan, mi vida es simple y sencillamente demasiado corta como para editar lo periférico por el mero hecho de editar»2. La anécdota indica, al menos, fatiga y distancia frente a la imagen heredada del Mundo Clásico, la necesidad 1

Cito los textos de Gottfried Benn, indicando volumen y página, por la edición de José Luis Reina Palazón, Obras Completas, vol. I: Poesía, vol. II: Prosa, vol. III: Prosa y póstumos, Palma de Mallorca, Calima, 2006. Cfr. J. M Recillas, «Gottfried Benn, breve historia de la recepción de su obra en lenguas romances», en Espéculo 33, 2012, págs. 1-20. 2 La carta puede leerse en W. M. Calder III, «The Credo of a New Generation: Paul Friedländer to Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf», en Antike und Abendland, 26/1, 1980, págs. 90-102.

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diríase vital de verlo de otra manera, sentida incluso por filólogos técnicamente tan sobresalientes como Paul Friedländer. Una necesidad en cierto modo heredera del romanticismo y de la que en ocasiones, a modo de variación de la tesis del Sonderweg, se dice que está en la raíz de la apropiación nacionalsocialista de la Antigüedad. El romanticismo es un fenómeno extraordinariamente complejo y la visión de la Antigüedad es uno de los elementos que intervienen en esta complejidad. Frente a la Grecia luminosa del clasicismo, la que ya no satisface a Friedländer, el romanticismo puso en primer plano un mundo arcaico y misterioso, esa Grecia nietzscheana que no se deja atrapar con la frialdad metodológica de la filología más positivista representada por Wilamowitz, una Grecia dionisiaca que muchas veces presenta un aspecto o un lado estético y en la que a veces, decía, quieren verse prefigurados ciertos rasgos de los totalitarismos modernos. Se lee en ocasiones que el fascismo hunde sus raíces en el romanticismo. Como todas las afirmaciones muy generales también esta tiene algo de verdad, al menos en la medida en que el fascismo puede interpretarse como una forma utópica de antimodernismo, como una revuelta extrema contra el industrializado mundo moderno y como un intento de enlazar con un lejano ayer mítico. El surgimiento de una utopía arcaizante, tanto da ahora el grado de su sofisticación, es asunto de una conciencia moderna y de una conciencia moderna, además, estetizante. Como si el fascismo ofreciera sucedáneos estéticos en lugar de gratificaciones materiales. Al margen de lo que Grecia fuera o dejara de ser en sí, la imagen fascista de la Antigüedad puede estudiarse como un fenómeno estético. Por eso la Grecia del siglo XX, con todas sus tensiones y contradicciones, se ve mejor en los poetas que en los historiadores, los filósofos o los filólogos. Por ejemplo, en el poeta Gottfried Benn. Las razones de la elección espero que se pongan de manifiesto en lo que sigue. * * * Alfred Baeumler, uno de los más lúcidos y penetrantes ideólogos del nacionalsocialismo, considera la Grecia de Nietzsche una construcción realizada bajo presupuestos modernos, que solo con un gran derroche de ingenio puede ser puesta en relación con la tragedia griega3. Pertinente observación, pero justamente en estas páginas interesa el reflejo o la proyección de un sentimiento vital moderno en la Grecia clásica, lo que ofrece Nietzsche o al menos lo que en él lee Benn, un poeta —como tantos otros poetas alemanes— atravesado por un fuerte anhelo por el sur4, muchas veces entremezclado con la recuperación bajo el signo de Dionisos de temas y motivos clásicos. La primera fase en la producción de Benn es muy nietzscheana, por espíritu de rebeldía: de un lado el mundo de la razón, la técnica y el capitalismo, de otro, el embriagador rapto dionisiaco5. Son dionisiacas, por ejemplo las visiones meridionales de Rönne en el ciclo de prosas Cerebros: frente a la progresiva cerebración e intelec3

A. Baeumler, Einleitung zu J. J. Bachofen, Der Mythus von Orient und Okzident, M. Schroeter (ed.), Múnich, 1926, pág. CCXLVII. 4 Cfr. B. Heimann, Der Süden in der Dichtung Gottfrieds Benn, Dissertation der Philosophische Fakultät der Universität, Friburgo, 1962. 5 «Provengo del siglo de las ciencias naturales; conozco exactamente mi situación. Bacanal a través de las singularidades, concretismo triunfal, reflejado después como nada bajo la ley de la estilización y de la función sintética, asimilada en mis centros, una parodia grotesca», escribe autobiográficamente Benn en «Epílogo y yo lírico» (II, 86-87).

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tualización, la vivencia liberadora del placer sensual (I, 24 y sigs.). O las invectivas contra la ciencia racionalista y positivista del breve drama Ítaca6. Los cadáveres de «Carne» también anhelan Ítaca: «Pensad: Ítaca: los templos han soplado / estremecidos mármoles de mar a mar» (I, 93). «¡Arrebátate a la piedra! ¡Destroza / la cueva que te esclaviza! ¡Embriágate / de los campos! Búrlate de las cornisas», se lee en el poema «Cariátide» (I, 105), una exhortación a la muchacha-columna sostén del templo para que se libere de su condición de estaticidad, una revuelta contra Apolo o «una exorbitante variación sexual del tema carpe diem»7. Benn, en efecto, era un hombre extraordinariamente sensible a la belleza femenina y la mujer es símbolo de un mundo sensual y dionisiaco8; solo tres ejemplos: «Una mujer es algo con color. / ¡Inefable! ¡Sucumbe! Resedas. / Aquí hay sur, pastor y mar. / En cada ladera se reclina una dicha» («Tren directo» I, 86); «Oscuro: ahora hay vida bajo su vestido: / solo animal blanco, suelto y silencioso aroma» («Metropolitano» I, 89); en «Dedicatoria» Cleopatra aparece como arquetipo mítico de lo femenino frente a Marco Antonio, en el que toma cuerpo el principio de lo masculino: «occidente, tartamudea, cae, / cuando una nubia heredada / se acerca y el mundo atrae» (I, 199). La mujer desencadena la explosión dionisiaca, pero a la vez es —según la definición de Rönne— «un montón de características sexuales secundarias, agrupadas a la manera antropoide» (La isla, II, 49). También podría mencionarse la disgregación del ser humano cantada en el ciclo «Carne»: solo sexualidad indiferente, una «danza de cadáveres en el sótano de disección», dice Juan Luis Reina Palazón9. Esto es, frente a lo dionisiaco, o como su lado oscuro y nihilista, lo sombrío y repugnante, como en esos versos de Morgue que describen fría y objetivamente autopsias o paseos por un pabellón de cancerosos: «nauseabundo placer por lo feo», sentenció un crítico poco después de la aparición de estos poemas10. La misma ambigüedad se refleja en la transformación del mito clásico en el poema «Ícaro» (I, 105 y sigs.): Ícaro no es castigado por su impiedad, por su intento de alcanzar la libertad, sino que se destruye voluntariamente para encontrar en el autoaniquilamiento la libertad como regreso a la unidad originaria entre yo y mundo. Rönne, decía, anhela el sur, pero también está recorrido por una incesante discontinuidad de su ser interior, que no puede tolerar realidad alguna. Necesita algo otro, que halla en la vivencia del arte: en estos breves momentos se encuentran yo y mundo, espíritu y naturaleza. Aunque Benn expresa estos felices instantes con metáforas e imágenes meridionales y míticas, sabe también (pues era médico, incluso en algún momento pensó en especializarse en psiquiatría) que este anhelo por el sur y los raptos dionisiacos constituyen un «proceso interno» que es la otra cara de la escisión del sujeto moderno. El mundo clásico y los «sures interiores» no son la solución, ni tan siquiera una 6 «Somos la juventud. Nuestra sangre grita pidiendo cielo y tierra y no células y gusanos. Sí, pisoteamos el norte. Ya hincha el sur la colina hacia arriba. Alma, abre lejos las alas; sí, ¡Alma! ¡Alma! Queremos el sueño. Queremos la embriaguez. ¡Llamamos a Dionisos y a Ítaca» (III, 166). 7 R. Schlesier, «Dionysische Kunst. Gottfried Benn auf Nietzsches Spuren», en Modern Language Notes 108/3, 1993, págs. 517-528. 8 Cfr. W. Buddecke, «Alles ist möglich. Zum Thema Frauen und Liebe in der Lyrik Gottfried Benn», en Zeitschrift für deutsche Philologie, 110, 1991, págs. 593-618. 9 J. L. Reina, «Gottfried Benn (1886-1956) o el fanatismo de la trascendencia», incluido como «Prólogo» a su edición de las Obras Completas de Benn, ed. cit., I, 22. 10 Cfr. P. W. Hohendahl (ed.), Benn. Wirkung wider Willen. Dokumente zur Wirkungsgeschichte Benns, Fráncfort del Meno, Athenäum, 1971, pág. 98.

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posibilidad, sino el problema, incluso la patología: «En los períodos florecientes y creadores que la enfermedad a veces lleva consigo (...) de profundas capas arcaicas sube un embriagador sentimiento dionisíaco del mundo», escribe Benn sobre el esquizofrénico en el ensayo La construcción de la personalidad (I, 169). Llevamos lo Antiguo en las capas más profundas de nuestra conciencia y el esquizofrénico es un caso extremo del «yo moderno». Así precisamente, Das moderne Ich, se titula un ensayo de 1920 que ejemplifica la imagen de Benn de la Antigüedad, no un período histórico, sino un espacio mental de felicidad y autosuficiencia narcisista11. Obviamente, esto no es la idealización de Grecia de Winckelmann, Herder, Goethe y Schiller (incluso de Hölderlin o Nietzsche), pues todos ellos pensaban que dado que la felicidad fue, podrá volver a ser, aunque consideraran que aquella felicidad de antaño en la actualidad solo puede pensarse como ideal, como idea regulativa o como deseo irrealizable. Las imágenes poético-visionarias con las que finaliza El yo moderno son los fantasmas de un yo constitutivamente enfermo que con gesto masoquista se complace en su enfermedad o en un anhelo que sabe ficticio. «El último yo» (1921) varía esta problemática, la del sujeto moderno que se mira en la Antigüedad y se ve a sí mismo: se entusiasma, se enamora y se destruye. O regresión o irracionalismo12. Sobre todo si este yo es poeta13. No extraña, pues, que también por estas fechas, tras la «Gran Guerra», Benn recurra a otro mito clásico, el de Orfeo, el poeta cantor que bajó a los infiernos y pudo salir de ellos. Por eso, también, el Dionisos de Nietzsche comienza a ceder frente al de Rohde, mucho menos localmente griego y, si así quiere decirse, más etnográfico: un culto que con diversas variantes puede encontrarse en muy distintos pueblos y que, a fin de cuentas, muestra que el miedo a la muerte es una especie de universal antropológico, como también lo es, desde luego, la afirmación incondicionada de la vida bajo la forma, por ejemplo, del grito, la danza y el entusiasmo báquico (o, muy alemán, la nostalgia por el sur). En 1923 Rilke había publicado sus Sonetos a Orfeo y poco después aparece el poema de Benn «Células órficas»: «Dormitan células órficas / en cerebros de occidente» (I, 145). Aunque «dormida», la Antigüedad más arcaica es origen de lo humano-occidental, no como un hacer presente representaciones del pasado (por ejemplo, representaciones de cultos báquicos o de misterios órficos), sino a modo de repetición existencial a partir del recuerdo en el sentido de la anamnesis platónica: renovación de la Antigüedad desde la interioridad del hombre moderno, que debe hacerse consciente de sus orígenes arcaicos14. «Al yo arcaico ampliado (...) parece estar totalmente unido lo poético» («Problemática de la poesía» II, 153). Tal es la tarea del poeta moderno: recuperar esos estratos remotos, decir la indistinción entre tiempos pasados, míticos y arcaicos, y tiempos presentes, o sea, anular la temporalidad, como, en efecto, sucede en los ritos órficos, donde vida y muerte se confunden. En caso contrario, como se lee 11

Cfr. F. W. Wodtke, Die Antike im Werk Gottfrieds Benn, Wiesbaden, Limes Verlag, 1963, págs. 35-36. Cfr., por ejemplo, K. Mann, «Gottfried Benn. Die Geschichte einer Verirrung», en H. J. Schmitt (ed.), Die Expresionismusdebatte. Materialen zu einer marxistischen Realismuskonzeption, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1973, págs. 39-49. 13 Otra variación de este tema puede leerse en el poema de Rilke «Narziss-Gedichte» (1913). Véase también el ensayo que suscitó este poema: R. Kassner, Narciss oder Mythos und Einbildungskraft, Leipzig, Insel, 1928, que es una reflexión sobre la relación de este mito con la existencia del poeta moderno. 14 Cfr. F. W. Wodtke, ob. cit., págs. 74-76. 12

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en el poema «Noche» (1923), todos los fenómenos del mundo moderno se convierten en «apoteosis de la nada» (I, 153). Orfeo es el símbolo mítico de la existencia trágica del poeta moderno. Resumiendo, en un primer momento hay en Benn una concepción dionisiaca de la Antigüedad: rapto y embriaguez como grito de protesta contra la Modernidad; más adelante, digamos a partir de la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial, se observa un progresivo acercamiento a imágenes y motivos órficos. Benn extrapola la intimidad de la conciencia de Rönne a la totalidad del proceso histórico (así deshistorificado): la eterna dialéctica norte/sur, ejemplificada en «El jardín de Arlés» al hilo de la contraposición entre Kant y van Gogh: la mediatez del primero (que no atiende a cosas, sino a abstracciones) frente a la inmediatez del segundo (que ni tan siquiera ve cosas, sino colores): el kantiano y por extensión nórdico «engaño del redondeo» (II, 79). ¿Puede la Antigüedad órfico-dionisiaca (o lo que la tradición occidental ha entendido por tal) contribuir a la superación del nihilismo europeo? Benn oscila entre una comprensión de lo órfico-dionisiaco como estado del alma y como exigencia artística. «La mayoría no había sentido aún la relación entre el nihilismo europeo y la figuración dionisiaca, el relativismo escéptico y el misterio artístico, entre la transfiguración entusiasta, inconsistente del espíritu alemán y esa superficialidad de profundidad, ese Olimpo de apariencia» («Discurso para Heinrich Mann», II, 194). Desde un punto de vista más técnicamente poetológico es el problema de la superación del principio dionisiaco-vitalista por medio del principio espiritual de la forma, en unos momentos además en los que «se acabó la participación mística, a través de la que la realidad se tomaba succionando y bebiendo y se devolvía en sueños y éxtasis», pero en los que sin embargo sigue siendo eterno «el recuerdo de su totalización» («Problemática de la poesía» II, 154). Dado que «el espíritu nunca respiró otra cosa que esta ambivalencia entre formar y desviar, nunca vivió de otra manera que en la diferenciación entre las formas y la nada» («Discurso de la Academia», II, 237), debe concluirse que la forma y lo informe son las dos caras de una misma moneda y que solo en el arte se supera la dualidad entre lo apolíneo y lo dionisiaco, como principios estéticos que representan fuerzas antropológicas que desde siempre determinan y condicionan el destino de los seres humanos: el cerebro y los testículos, tras una disección, arrojados y revueltos en un mismo cubo de desechos, como Benn ya había escrito en el poema «Réquiem» (I, 71). Y en estas estamos cuando el nacionalsocialismo alcanza en Alemania el poder absoluto. No harán falta muchas palabras, creo, para convenir en que todo lo anterior es muy «degenerado» y está muy alejado del gusto y las necesidades ideológicas del nuevo régimen; más todavía los poemas de Morgue y similares que aunque en estos momentos ya habían quedado atrás en la evolución de Benn seguían sin embargo cimentando la relativa fama de la que gozaba. «Ya este primer poemario —escribe retrospectivamente en Vida de un intelectualista— me trajo por parte del público la fama de persona morbosa y disoluta, un esnobista infernal y de típico literato de café, hoy el típico mestizo judío» (II, 344-345). * * * Klaus Mann —admirador de la poesía de Benn y precisamente en calidad de tal— se sorprendió e incomodó por el acercamiento del poeta al nacionalsocialismo y le [219]

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pidió explicaciones en una carta privada15. Benn contestó públicamente en «Respuestas a los emigrantes literarios»: Creo que [K. Mann] llegaría más lejos si abandonara por fin esa visión novelística de la historia para verla como el fenómeno elemental, impulsivo, inevitable (...) Quieren ustedes, aficionados de la civilización y trovadores del progreso occidental, comprender a pesar de todo finalmente que no se trata aquí en absoluto de formas de gobierno, sino de una visión del nacimiento del hombre, tal vez de una antigua, tal vez la última concepción grandiosa de la raza blanca, probablemente de una de las más grandiosas realizaciones del espíritu del mundo (II, 263-264).

Benn habla de una «trasformación antropológica» y de una «transcendencia militante», lo cual exige a su vez víctimas, situación esta que los exiliados no quieren ver desde su cómoda y cobarde lejanía: no han entendido la fuerza titánica de los hombres del norte, que les obliga a rebasar todas las fronteras. Benn formula la, a sus ojos, pregunta decisiva en «Tras el nihilismo»: ¿Tenemos aún la fuerza de afirmar frente a la determinante visión del mundo un yo de libertad creadora, tenemos aún la fuerza no a partir de quiliasmos económicos y mitologemas políticos, sino a partir del poder del antiguo pensamiento occidental, para atravesar el mundo de las fuerzas materialistas y mecánicas y proyectar imágenes de mundos más profundos a partir de una idealidad que se afirma a sí misma y se atiene a sí misma? (II, 238).

La respuesta queda en el aire, mas se aventura que «algo indica que estamos ante un cambio general antropológico decisivo» (II, 243). A partir de este momento todo es tremendo; me limitaré a unas pocas referencias16. Tras afirmar que «detrás de los sucesos políticos en Alemania hay una transformación política que es imprevisible» y que «Führer: es lo creador» se lee como sigue: «Una transformación histórica será siempre una transformación antropológica. De hecho, cada decisión política que hoy se toma es una decisión de género antropológico y existencial. Aquí comienza una separación de épocas que toca la sustancia» («Selección» II, 268). Poco más adelante: El mayor terrorista étnico de todos los tiempos y el máximo eugenista de todos los pueblos fue Moisés. El ochentón, el tartamudo (...) en el desierto dejó morir literal y conscientemente a los viejos (...) Su ley era: juventud cuantitativa y cualitativamente de alta calidad, pura raza (...) La selección de razas es algo antiquísimo (...) la selección proviene del profundo sentido político: quien quiere dominar mucho tiempo, tiene que seleccionar ampliamente (II, 270-271).

15 Gottfried Benn reprodujo esta carta en Doble vida (II, 582-584), donde comenta retrospectivamente: «Aquel joven de veintisiete años había enjuiciado mejor la situación, había previsto exactamente la evolución de las cosas, pensaba con más claridad que yo; mi respuesta (...) era frente a eso romántica, exaltada, patética, pero tengo que reconocerle que contenía problemas, cuestiones, dificultades internas, que aún hoy son apremiantes para nosotros». 16 Una panorámica general del período de adhesión de Benn al régimen nacionalsocialista puede leerse en G. Loose, Die Ästhetik Gottfrieds Benn, Fráncfort del Meno, 1961, págs. 76-163.

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«Donde la historia habla tienen que callarse las personas», sentencia Benn en «El nuevo Estado y los intelectuales» (II, 256). Y la historia, al parecer, habla a favor del Estado total y de la selección racial: «la historia no tiene sentido, no hay movimiento de descenso, ni crepúsculos de la humanidad; ninguna ilusión más sobre esto, ningún engaño» («Sobre el papel del escritor en estos tiempos» (II, 139-149). En analogía con los procesos naturales, la historia es una serie de mutaciones: el nacionalsocialismo es una de ellas. Una «banalización de lo elemental», de acuerdo con Joseph Roth17. Para el «dermatólogo borracho de Nietzsche» —escribe Klaus Mann aludiendo a la especialización profesional de Benn, médico especialista en enfermedades venéreas y de la piel— asuntos tales como «el reparto justo de los bienes sobre la tierra» o la «organización de la paz mundial» eran cosas propias del «insípido siglo XIX, aburrido y somnoliento humanitarismo, cosas totalmente antitrágicas y aheroicas. El nacionalsocialismo por el contrario ¡esto es otro cosa! Tal vez no simpático, pero dinámico, interesante, pleno de posibilidades cruelmente atractivas»18. La reacción de Benn frente al nazismo es compleja. A modo de variación más o menos consciente del motivo luckácsiano del «asalto a la razón» algunos autores ven en el inicial irracionalismo dionisiaco los gérmenes del posterior adhesión al nacionalsocialismo19. Por una parte, desde luego, Benn desea encontrar un lugar en el nuevo estado de cosas. Pero hay también motivos, digamos, poetológicos. En «Fe de poeta», tras recordar el «fanatismo de la trascendencia» que había vivido en su casa paterna (el padre de Benn era un pastor protestante de rígidas creencias y de vida acorde con ellas), escribe como sigue: «Pero yo veo esa trascendencia transformada en lo artístico, como filosofía, como metafísica del arte. Veo que el arte le disputa el rango a la religión. Dentro del nihilismo europeo de todos los valores, no veo otra trascendencia que la trascendencia del placer creador (...) solo el arte permanece como la verdadera tarea de la vida, su idealidad metafísica, a la que nos obliga» (II, 205-206). Solo queda el arte entendido como «voluntad por la forma», como «Olimpo de la apariencia»20. Stefan George encarna esta exigencia: ...lleva a cabo l’art pour l’art, es decir, un arte que no necesita complemento de la parte moral o sociológica (...) Eso no es esteticismo, ni intelectualismo, sino la más alta fe: o hay una imagen espiritual del mundo y entonces está sobre la naturaleza y la historia, o no hay ninguna, entonces los sacrificios que hicieron los Kleist, Hölderlin, Nietzsche, se hicieron en vano. Es el sentimiento de la forma lo que será la gran transcendencia de la nueva época, la fuga de la segunda época, la primera la creó Dios a su imagen, la segunda el hombre según sus formas, el interregno del nihilismo ha terminado («Discurso en honor de Stefan George» II, 313).

17 J. Roth, «Dichter im Dritten Reich», en B. Hillebrand (ed.), Über Gottfried Benn. Kritische Stimmen 1912-1956, Fráncfort del Meno, Reclam, 1987, pág. 121. 18 K. Mann, Der Wendepunkt. Ein Lebensbericht, Reinbeck bei Hamburg, Rowohlt, 1983, pág. 347. 19 Véase, a este respecto, la panorámica general que ofrece R. Alter, Gottfried Benn. The Artist and Politics (1910-1934), Fráncfort del Meno, Herbert Lang, 1976, págs. 97-103. Detalles biográficos en G. Decker, Gottfried Benn. Genie und Barbar, Berlín, Aufbau, 2008, especialmente el cap. 6: «Kunst und Staat. Verrat oder logische Konsequenz? 1933-1934», págs. 224-275. 20 Cfr. M. Meli, Olimpo dell’apparenza. La ricezione del pensiero di Nietzsche nell’opera di Gottfried Benn, Pisa, ETS, 2006.

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Grecia o cierta Grecia retoñan, y no en último extremo en el culto matizadamente pederástico de George a Maximin: el mujeriego Benn ya ebrio de motivos clásicos concede en exclusiva a griegos y alemanes el deseo y la inclinación por los jóvenes: Aquiles, Alejandro, Siegfried y Konradin quedan nivelados, y George se aleja de Schiller y Goethe y se acerca a von Platen «en el que el renacimiento de la vitalidad griega (...) se hizo vivencia y enseñanza, en el que la profundidad socrática, descubrir lo más alto del espíritu en huellas corporales, llevó a nuevas determinaciones» (II, 310). George es el profeta de un nuevo tiempo, Grecia que renace, cuyos nuevos dioses son la forma y la disciplina bajo el signo del espíritu masculino y apolíneo, el dios del mundo dórico que se anuncia: «... forma y disciplina. Solo hay el arte, así termina la época, el arte imperativo que dispone espacio, que dispone límites, ordena, divide lo que no tiene medida, en el que el Estado y el genio se reconocen y se esposan» (II, 314). Porque la cultura más elevada no solo exige un exceso dionisiaco de fuerza y de vida, sino que descansa en los oscuros trasfondos del poder, como ya sabían e hicieron los griegos, esto es, los griegos de Nietzsche y Burckhardt. La Antigüedad no es ahora un período histórico, tampoco un espacio mental, sino un lenguaje que permite a Benn reflexionar sobre la relación entre arte y poder21. Únicamente caben justificaciones estéticas: «Solo como fenómeno estético queda la existencia y el mundo eternamente justificado. Esto, empero, es heleno», escribe Benn en «Mundo dórico» citando El nacimiento de la tragedia donde Nietzsche habla de una «justificación del mundo como un fenómeno estético» (KSA I, pág. 47; también pág. 152). «Mundo dórico» es un conjunto de paráfrasis de Burckhardt, Taine y Nietzsche, aderezado todo ello con algunas gotas Heródoto. El resultado es el esperable: una Grecia oscura, inhumana, rebosante de crueldad y violencia sobre la que sin embargo se yergue ese Ausdruckskunst que es la contribución permanente de la Antigüedad a la cultura occidental, un «arte expresivo» deteriorado por la progresiva racionalización e intelectualización del mundo, pero que ahora, en el nuevo estado de cosas, parece reencontrar su olvidado fundamento. El primer apartado de este ensayo es una exaltación de los aspectos más luminosos del mundo helénico de la mano del ejemplo ateniense. En el segundo comienzan las sombras: aquel mundo descansaba sobre los huesos de los esclavos. Benn habla de «una raza llena de engaños y astucia» en la que solo importaba la victoria: «... la victoria era sin duda lo que borraba todo, que era divina y digna de ascender pura al frontón del supremo santuario de Grecia» (II, 326). Constata también el «racismo radical, racismo ciudadano» de aquellos momentos: «De aquí surgió el siglo V, el supremo esplendor de la raza blanca, la determinante, la absoluta, no solo limitada al Mediterráneo (...) Aquí se consuma “la victoria de los griegos”: poder y arte...» (II, 327). La destrucción de la Grecia ideal del clasicismo está al servicio de la construcción de otro ideal, el del Apolo dorio y su apoteosis. Todo es dorio: el antifeminismo, el amor a los muchachos, el culto al cuerpo, la eugenesia, la música y la gimnasia. Porque la palabra «dorio» no se refiere a una categoría histórica, sino a un sueño de juventud, selección eterna e igualdad con los dioses: «Se hacía como con la cría de caballos: se eliminaban las crías mal formadas. El cuerpo para la guerra, el cuerpo para la fiesta, 21 Cfr. K. Trampedach, «Weder Bürgersinn noch Staatsgewalt. Das Zoon politikon als «Balkanidee» bei Gottfried Benn», en M. Dreher (ed.), Bürgersinn und staatliche Macht in Antike und Gegenwart. Festschrift für Wolfgang Schuller zum 65. Geburtstag, Coblenza, Universitätsverlag, 2000, págs. 285-305.

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el cuerpo para el vicio y el cuerpo finalmente para el arte, esa era la semilla helénica y la historia helénica» (II, 330). En definitiva: «Dorio es el concepto helénico de destino: la vida es trágica y sin embargo sosegada por la mesura» (II, 330). Por esto también son dorios Esquilo y Sófocles, pero evidentemente no Eurípides: «Con Eurípides comienza el hombre, el helenismo, la humanidad. Con Eurípides comienza la crisis, es un tiempo de descenso. El mito está agotado, la vida y la historia se hacen tema. El mundo dórico era viril, ahora es erótico, comienzan las cuestiones de amor, historias de amor» (II, 330). En el cuarto apartado («El nacimiento del arte a partir del poder») se lee la tesis principal de Benn: «El mundo griego enseña, en todo caso, lo siguiente: la escultura se desarrolla al mismo tiempo que las instituciones públicas por las que se forma el cuerpo perfecto, y estas surgen en Esparta» (II, 332). El ideal artístico de la plástica pura es al mismo tiempo modelo del cuerpo masculino perfecto y modelo de lo político22. Evidentemente, esta enseñanza, la de la perfecta continuidad entre política, arte y cuerpos bellos, se perdió pronto, pero quedó al menos su añoranza, por ejemplo en Platón, «espiritualmente el último dorio»: «...y desde ahí se comprende ahora también sus palabras verdaderamente espartanas contra el arte» (II, 334). Y en estas estamos todavía, porque en el Mundo Antiguo «vemos lo indecible en deseo de poder, crueldad, soborno, camorra, iniquidad, depravación, asesinato, conjura, explotación, extorsión»: «No se puede decir, esto ocurrió hace tiempo, en la antigüedad. ¡De ningún modo! La antigüedad está muy cerca, está totalmente en nosotros, el ciclo cultural no está totalmente cerrado» (II, 335). ¿Qué está muy cerca? Que el arte nace del poder, no de la irracionalidad: los rasgos orgiásticos y dionisiacos de los griegos no bastan para que surja el arte, pues hay pueblos primitivos que no lo poseen y cuya vida parece ser una embriaguez continua. Entre la embriaguez y el arte debe aparecer Esparta: el Estado es la fuerza mediadora entre la ebriedad dionisiaca y el arte apolíneo. O dicho de otra manera, el sueño nietzscheano de un (re)nacimiento de la tragedia a partir del espíritu de la música convertido en un cuartel, la disciplina de los guerreros espartanos transformada en obra de arte: solo entonces podrá hablarse realmente de un nacimiento del arte a partir del poder. Benn, pues, «traza los perfiles del poder como oscuro trasfondo sobre el que se eleva el claro reino del arte. Cuanto más oscuro el trasfondo, tanto más claro brilla el arte: tal es la perversa lógica del texto»23. Pero justo en estos momentos vuelve a reclamarse la autonomía del arte: Se podría, pues, tal vez expresar la cuestión así: el Estado, el poder, purifica al individuo, filtra su excitabilidad, lo hace cúbico, le crea superficies, lo hace capaz de arte. Sí, esta es tal vez la expresión: el Estado hace al individuo capaz de arte, pero convertirse en arte, eso no lo puede nunca el poder. Ambos pueden tener experiencias conjuntas míticas, populares, de contenido político, pero el arte permanece para sí mismo el supremo mundo solitario. Permanece autónomo y no expresa más que a sí mismo (II, 337).

22 Cfr. U. Brunotte, Zwischen Eros und Krieg. Männerbund und Ritual in der Moderne, Berlín, Klaus Wagenbach, 2004, especialmente el apartado 4.1, «Gottfried Benns Dorische Welt: Männerlager, Jünglingsliebe und Zucht der Form», págs. 66-69. 23 K. Trampedach, art. cit., pág. 301.

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O sea y en general: dado que no cabe politizar la estética (porque entonces desaparece el arte) hagamos como los griegos: estetizar la política, porque en Grecia, en los Estados de la Grecia Antigua, puede contemplarse aquello que el naciente Estado nacionalsocialista deberá imitar: la íntima imbricación entre poder político y arte. El Estado, el poder (además, cruel y totalitario), crea las condiciones para el arte y luego lo deja en paz. Benn recurre a los griegos para justificarse y para influir en la política cultural del nacionalsocialismo. En «Expresionismo», tal vez como desesperado intento por liberar al expresionismo del veredicto de «arte degenerado», tras adular a los nuevos dirigentes24, escribe como sigue: «Precisamente el expresionista experimentó la profunda necesidad objetiva que exige el ejercicio del arte, su ethos artesanal, la moral de la forma. Disciplina quiere él, dado que fue el más disperso». La misma evolución del expresionismo pide una síntesis entre lo apolíneo y lo dionisiaco: «...que Dionisos termine y descanse a los pies del claro dios délfico» (II, 300). Vano intento: Benn era un individuo muy incómodo para los nuevos amos, que solo toleraban un arte decorativo o a los «suministradores literarios de material político de propaganda» como dice el propio Benn en «Sobre el papel del escritor en estos tiempos» (II, 139-149). La fascinante prosa alemana de «Mundo dórico» es muy expresionista, como si la forma quisiera destruir el fondo. Tal vez tenga razón Ludwig Marcuse cuando califica a Benn de reaccionario «entre comillas»25. * * * En Vida de un intelectualista, escrito en el verano de 1934, muy poco después de «Mundo dórico», Benn comienza a ser consciente de su ingenuidad. En este texto distingue entre «Kulturträger» y «Kunstträger», «representante del arte» y «representante de la cultura»: los primeros creen en la historia y son positivistas; los segundos son asociales y cínicos. Platón aparece ahora bajo otra perspectiva: «Infinitamente clara es por eso la línea de rechazo que desde Platón hasta el siglo XX existe en el ámbito público contra el representante del arte: no tiene cabida en un Estado ordenado (...) el representante del arte es por naturaleza un fenómeno especial» (II, 356-7). Y estaba claro que los nazis no tenían ninguna sensibilidad para los fenómenos especiales. A partir de 1934 pesa sobre Benn la prohibición de publicar y él se reintegra al ejército a modo de «forma aristocrática de emigración» («Sobre el tema: historia», II, 421), donde pasa la guerra en tareas administrativas y burocráticas y rumiando su candor y su fracaso, su autoengaño y su contradicción interior: «el deseo de ver realizada en la historia la ilusión de una interioridad o individualidad transcendente, en un estado que la salvara haciéndola innecesaria, es decir, eliminando precisamente la conciencia de esa contradicción»26. La visión sobre la Antigüedad cambia radicalmente. En una carta a Oelze del 15 de noviembre del 37 habla de «la trivialidad aniquiladora que desde los griegos ha llegado a nosotros». Piensa en la idea del zoon politikon 24 «El interés que la dirección de la nueva Alemania muestra por las cuestiones del arte es extraordinario», se lee al comienzo de este ensayo (II. 293) y más adelante «...la nueva Alemania, la gente que la dirige, ellos mismos tipos artísticos, saben demasiado de arte...» (II, 299). 25 L. Marcuse, «Der Reaktionär in Anführungsstrichen», en B. Hillebrand (ed.), ob. cit., pág. 87. 26 J. L. Reina, «Gottfried o el fanatismo de...», en G. Benn, Obras Completas, ed. cit. I, 48.

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que atribuye a Platón; a él puede retrotraerse toda negación de la cultura y todo militarismo: «El misterioso jeroglífico de Nietzsche entre el Estado y el genio ya no es en modo alguno misterioso, sino un manifiesto exterminio del genio al servicio de la historia»27. La fórmula zoon politikon no es de Platón sino de Aristóteles (Pol. 1253 a, 1-4). Pero esto da ahora igual; es muy probable que Benn tuviera un conocimiento superficial de Aristóteles y, en todo caso, no es en el Estagirita sino en Platón donde puede verse, o donde Benn ve, un modelo de Estado totalitario. Por eso, tras la referencia a Nietzsche se lee: «A lo sumo podría añadirse que probablemente los helenos eran un genial Drecksvolk». Drecksvolk podría traducirse por «pueblo inmundo», pero acaso sería más acorde con el clima de amistad y confianza que reina en la correspondencia entre Oelze y Benn verter la palabra por «pueblo de mierda». La frase de Nietzsche que Benn cita puede leerse en el «Prólogo» a Der griechische Staat (1872), un texto muy presente en «Mundo dórico». «En la concepción global del Estado platónico —así Nietzsche— el maravilloso y gran jeroglífico de una profunda y siempre necesitada de interpretación teoría de la conexión entre Estado y genio» (KSA I, pág. 777). Por detrás de esta conexión, o de la lectura que Benn hace de ella, debe situarse la identificación entre la «concepción romántica del genio» y el «Führer», identificación que solo adquiere un sentido preciso en el contexto de la estetificación de la política como búsqueda de una totalidad perdida28. * * * En su estudio sobre Leni Riefensthal, Susan Sontag ha reparado en que lo interesante (lo «fascinante») de la relación entre arte y política en el fascismo no es que el arte se subordinara a fines políticos, sino que la política se apropiara de la retórica de un arte en su última fase romántica29. Lo cual, a su vez, es una variación de la muy citada caracterización benjaminiana del fascismo como estetización de la política. El fascismo invierte el principio tradicional de la mímesis: el arte no imita la realidad natural o social, sino que la realidad debe comportarse miméticamente respecto del arte. En esta misma línea, Philipp Lacoue-Labarthe habla de «nacionalesteticismo» y lo compara con ciertos fenómenos característicos de la polis griega tradicional. Así, por ejemplo, establece una atrevida relación entre los festivales de Bayreuth y los grandes juegos dionisiacos, lugares en los que un pueblo constituido como Estado se representa a sí mismo: lo que es y aquello en lo que se fundamenta30. Porque la polis es a la vez obra de arte y de la naturaleza, algo que ha surgido de manera espontánea a partir del espíritu de un pueblo. La misma comunidad (pueblo o nación) es obra de arte, de acuerdo con la concepción romántica de la obra como sujeto y del sujeto como obra. ¿Qué sujeto? No, desde luego, el Kunstträger como ingenuamente creía Benn. Mussolini lo vio con claridad. 27

G. Benn, Briefe an F. W. Oelze. Bd. 1: 1932-1945, H. Steinhagen y J. Schröder (eds.), Fráncfort del Meno, Klett-Cotta, 1979, pág. 175. 28 Cfr. C. Klinger, Flucht Trost Revolte. Die Moderne und ihre ästhetischen Gegenwelten, Múnich/ Viena, Hanser, 1995, págs. 207 y sigs. 29 Cfr. S. Sontag, «Fascinante fascismo», en: ídem, Bajo el signo de Saturno, Buenos Aires, Sudamericana, 2007. 30 Cfr. P. Lacoue-Labarthe, La fiction du politique (Heidegger, l’art et la politique), Estrasburgo, Bourgois, 1987, págs. 56-6.

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Cuando el Duce veía en el pueblo italiano un bloque de valioso material que debe ser trabajado por un gobierno y un hombre, entendía que la política es el arte más abarcador: por eso se concebía a sí mismo como un artista al que le está confiada una tarea de máxima responsabilidad, crear un pueblo a partir de la materia bruta de una masa31. La política fascista es el arte más elevado, arte de las artes. Desde un punto de vista muy general y muy abstracto cabe, en efecto, pensar la política por analogía con categorías estéticas: arte y política dan forma y contornos definidos a una masa informe. Ahora bien, aunque es cierto que el recurso a modelos antiguos («el mundo dórico», en el caso de Benn) ayuda a trazar tal analogía o a darle cierta categoría intelectual, también lo es que la analogía es lo que es, un recurso retórico que no alcanza a disolver la distancia entre una masa de piedra o de palabras y otra de individuos. Por eso es altamente probable que cuando Benn, en su descripción del arte dórico, habla de cerrar una totalidad y de configurar un cuerpo ideal no tuviera en la mente al «pueblo alemán», tampoco la estatuaría clásica, sino los cuerpos monumentales y a la vez claramente definidos y circunscritos de Arno Breker32. Solo retóricamente el ideal estético es al mismo tiempo un principio político, a menos, claro está, de politizar explícita y directamente el arte, para lo que desde luego también vale el Mundo Antiguo, pero no el de Benn. Lejos de su candor y de su apocalíptica visión de un mundo griego cruel, feroz y brutal sobre el que sin embargo se yergue la máxima luz del arte más bello, el crítico Bruno Erich Werner lo señaló con precisión cuando exigía que los artistas nacionalsocialistas «en asociativa adhesión con el pasado» y «de conformidad con las teorías raciales nórdicas» llevaran a cabo el ideal de belleza propio de los modelos antiguos tal y como «lo propone la nueva dirección del Estado» y como corresponde «a un pueblo poderoso, pujante y unido»33. Cabría mencionar también a Alfred Rosenberg y su intento de superar la estética tradicional en beneficio de un auténtico ideal racial de belleza34. Esto sí que es un «suministro literario de material político de propaganda». Aquí no cabe Benn, aquí no encaja su «mundo dórico», a fin de cuentas, ya lo indicaba más arriba, un texto —en sus imágenes, en su retórica, en su misma sintaxis— muy expresionista. En «Arte y tercer Reich», escrito a finales de los años 30, califica la política cultural nacionalsocialista como un «Sing-Sing estético» (II, 413). Las cosas claras y Benn fue muy pronto dolorosamente consciente de la claridad de las cosas. Está claro, por ejemplo, que la mediación estética puede servir para pensar la tarea arquitectónica del fascismo desde modelos antiguos, en particular platónicos, si consideramos que Platón fue el primero en sentir la necesidad de un artista político. Pienso, por ejemplo, en las interpretaciones platónicas del «círculo de Stefan George», en los libros de Heinrich Friedemann y Kurt Hildebrandt, pero también en algunos textos 31

Cfr. U. Silva, Kunst und Ideologie des Faschismus, Fráncfort del Meno, Fischer, 1975, pág. 17. También R. Stollmann, «Faschistische Politik als Gesamtkunstwerk. Tendenzen der Ästhetisierung des politischen Lebens in Nationalsozialismus», en H. Denkler y K. Prümm (eds.), Die deutsche Literatur im Dritten Reich. Themen. Traditionen, Wirkungen, Stuttgart, Reclam, 1976, págs. 87-86. 32 Me he ocupado de estas cuestiones en «Usos políticos de la iconografía clásica: Jacques-Louis David y Arno Breker», en F. Oncina y M.ª E. Cantarino (eds.), Estética de la memoria, Valencia, PUV, 2011, págs. 219-249. 33 B. E. Werner, Die deutsche Plastik der Gegenwart, Berlín, Rembrandt-Verlag, 1940, pág. 151. 34 Cfr. A. Rosenberg, Der Mythus des 20. Jahrhunderts. Eine Wertung der seelisch-geistigen Gestaltenkämpfe unserer Zeit, Múnich, 1937, especialmente: «Das rassische Schönheitsideal», págs. 277-322.

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de Jaeger como la primera parte de su Paideia o el ensayo sobre Tirteo. Aquí lo griego se identifica con lo político. Y Benn rechaza ahora con energía todo lo político: «Zoon politikon —¡un desacierto griego, una idea balcánica! Quien abogue por el mundo político, solo puede hacerlo por capricho» (Ptolomeo. Novela berlinesa, 1947, I, 549). Hay en este alejamiento amargas experiencias personales, como las recordadas al comienzo de la «Carta berlinesa, Julio 1948»: ... pero cuando durante los últimos 15 años se ha sido como yo públicamente considerado por los nazis como cerdo, por los comunistas como imbécil, por los demócratas como prostituido intelectual, por los emigrantes como renegado, por los religiosos como nihilista patológico, no se está tan interesado en entrar de nuevo en ese ámbito político. Y esto tanto menos cuando no se siente uno unido interiormente a ese ámbito público (I, 564).

Y poco más adelante: «Según mi opinión Occidente va al hundimiento no por los sistemas totalitarios o por los crímenes de los SS, tampoco por su pobreza material o por los Gottwalds y Molotovs, sino por la servil sumisión de su inteligencia ante los conceptos políticos. El zoon politikon, ese mal-concepto griego, esa idea de los Balcanes, es el germen del hundimiento que se lleva a cabo» (I, 565). Occidente se hunde porque no ha sabido o no ha podido distanciarse de sus orígenes helenos. * * * Benn recuerda varias veces que sobre la tumba de Esquilo los griegos no escribieron un verso tomado de sus tragedias, sino que lo recordaron como combatiente en la batalla de Maratón («Doble vida», II, 586; «El escritor y la emigración. Debate en la radio con Peter de Mendelssohn. Moderador: Thilo Koch», III, 319). El distanciamiento de lo político es distanciamiento del Mundo Clásico y el distanciamiento del Mundo Clásico es la vez crítica de Nietzsche. O de su propia comprensión de Nietzsche (en los ensayos de los años 30-32) en términos darwinistas y biologicistas, en función de determinada comprensión de la historia como proceso sin sentido. A la vez que Benn se autoestiliza en la figura del poeta/genio sufriente e incomprendido, esto es, a la vez que se autoestiliza en la figura de Nietzsche, se aleja de él35. Tal vez viera reflejada en Nietzsche, en el optimismo educativo y selectivo de Zaratustra («¡qué mozo de la naturaleza, qué optimismo de la selección, qué utopía tan superficial del espíritu y su realización!», Bodega Wolf, II, 388), su propia ingenuidad. Porque Nietzsche aún creía en la posibilidad de una realización del espíritu en la vida según un modelo dionisiaco, y solo consiguió una cosa, destrucción36. La glorificación nietzscheana de lo griego «nos queda distante», su unión existencial con los griegos «no vive ya en nosotros», escribe Benn en «Nietzsche. 50 años después» (I, 651-652). E introduce la comparación con Wilamowitz, reconociendo lo 35

Cfr. M. Meli, ob. cit., págs. 207 y sigs. «¿Qué había adorado este corazón y qué había quebrado? Nos acercamos a nuestro tema principal. Este corazón había roto todo lo que encontró: filosofía, filología, teología, biología, causalidad, política, erótica, verdad, deducción, ser identidad —todo lo había desgarrado, había destruido los contenidos (...) Los contenidos no tenían sentido, pero desgarrar su ser íntimo con palabras, el afán de expresarse, formular, brillar— eso era su existencia» (en «Nietzsche. 50 años después», I, 654). 36

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obvio, que desde el punto de vista de la filología tenía razón, si bien añade lo siguiente: «ya aquí se separaban los dos mundos: el histórico-científico y el mundo de la expresión, cuyo primer fenómeno lanzallamas y cimentador fue Nietzsche», un Nietzsche, por lo demás, que «hacia 1900 estaba ya listo para el mausoleo» y que justamente por ello pudo ser aprovechado con facilidad por los nacionalsocialistas. ¿Qué queda entonces? ¿Esa filología científica tan criticada por el joven Nietzsche? ¿Ahora que ya todos los textos importantes ya están editados y que solo queda lo periférico? ¿Ahora —escribe Benn en el diálogo Tres hombres viejos (III, 230)— que los «sures» de Goethe y Byron están en Tahití y Fakavara?: La Antigüedad ha terminado, cuando comenzamos las excavaciones arrojaron otra vez su brillo, hoy ya no se puede despertar con todos los dramas de nuevo reparto de Orestes y Antígona, un arroyuelo de cuyas tres fuentes la mirada moderna democratizada mira hacia adelante abochornada: esclavitud, pederastia y la frecuente discordia de las ciudades.

En el contexto del intento de reconstruir la propia identidad perdida según el modelo estoico y heroico del poeta filósofo incomprendido y sufriente, la Antigüedad clásica aparece como un momento de melancolía y de reflexión, como un «residuo literario» (Doble vida, I, 628), como un «armazón» o, dicho ortopédicamente, como una «articulación flotante» («Fase II. Conversación radiofónica con Thilo Koch», III, 308), como, por ejemplo, en el poema «Siglo V» (I, 283-284): «...an Schatten nicht zu glauben», «sin creer en las sombras», se lee allí, en un poema que poetiza sombras o, si se quiere ser filológicamente precisos, las sombras de ritos funerarios helenos rescatadas por Erwin Rohde. ¿Dicen Rohde y Benn cosas diferentes? ¿Ofrece el poeta tan solo metáforas del estado de su alma? ¿O dicen lo mismo pero visto, por así decirlo, estereoscópicamente bajo una doble luz? «Transformar lo pasado en una imagen (Bild)», escribió Goethe programáticamente en sus notas para la continuación de «Pandora» (WA 50, 458).

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CAPÍTULO 15

Genio de la historia para entenderla y escribirla. Naturaleza y método de la historia en el Barroco español1 ELENA CANTARINO (Universidad de Valencia)

15.1. INTRODUCCIÓN Pretendo revisar, en este breve capítulo, algunos aspectos sobre la naturaleza y el método de la historia que abordaron los autores de tratados políticos y de tratadística histórica que publicaron sus obras durante los reinados de Felipe II (1556-1598), Felipe III (1598-1621) y Felipe IV (1621-1665)2. Por una parte, comenzaremos por recordar que el Humanismo renacentista3 había concedido una enorme relevancia a la historia acentuando el papel de esta como 1 Este trabajo ha surgido en el marco del proyecto de investigación «Hacia una Historia Conceptual comprehensiva: giros filosóficos y culturales» (FFI2011-24473) del Ministerio de Economía y Competitividad. 2 Durante este período de extensión del poder de los Austrias, la escritura fue una de las herramientas de gobierno más empleada y más efectiva. Como afirma Castillo Gómez, la importancia asignada a lo escrito era el fiel reflejo de la necesidad de llevar a cada lugar del Imperio las órdenes y las informaciones escritas que salían de la Corte. Ahora bien, «fuera de los palacios, el escrito se apoderó también de las calles. Junto a los cartapacios y pliegos vendidos en tiendas y mercadillos, otras escrituras reclamaban la mirada del transeúnte desde cualquier muro, monumento o puerta. Cédulas, memorias, libros de cuentas, cartas y billetes, guardados en arcas, archivos y archivillos personales, evidencian esa cotidianidad que la escritura asumió (...). La constante presencia de lo escrito en la vida diaria hizo que aristócratas y campesinos, hombres y mujeres, personas cultas y gente común se vieran atrapados entre la pluma y la pared» (en A. Castillo Gómez, Entre la pluma y la pared. Una historia social de la cultura escrita en los Siglos de Oro, Madrid, Akal, 2006, pág. 4). 3 Tanto Luis Vives, De tradendis disciplinis (1531), como —algo más tarde— Justo Lipsio, Politicorum sive civilis doctrinae libri sex (1589), hablaron elogiosamente de esta disciplina —como es bien sabido— resaltando la facilidad y congruencia en proponer ejemplos de la vida recopilados a través de la Historia.

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norma que juzga la conducta del hombre, como instrumento con el cual discernir el buen camino del malo (el bivio humano), con una finalidad a la vez panegírica y elocuente, y con un valor paradigmático para la filosofía moral. Estos valores tan elogiados en el Humanismo son sustituidos, aunque no suspendidos o eliminados, en el Barroco, cuando la finalidad de la historia adquiere un sentido más pragmático y ejemplar, y se busca fundamentalmente una utilidad política. Por otra parte, el género de la tratadística histórica no fue una reflexión abstracta e independiente del propio quehacer del historiador, sino que constituyó un discurso íntimamente engarzado con su propia práctica. Tanto en Luis Cabrera de Córdoba (De Historia para entenderla y escribirla)4 como en Jerónimo de San José (Genio de la Historia)5, una parte significativa de sus producciones son obra histórica y, por ello, tal experiencia no puede ser ajena a las propias consideraciones sobre la historia que vierten en sus obras. Ambos tratados deben encuadrase en un marco referencial en el que convergen varios componentes: la tradición y pervivencia de los géneros historiográficos de la Antigüedad y las características específicas de los géneros historiográficos en los siglos XVI y XVII.

15.2. HISTORIA, POLÍTICA Y UTILIDAD La consideración del saber político como experiencia y conocimiento de la historia, y la problemática que surgió por ello, tuvo mucho que ver con la recepción de Tácito y la lectura que se hizo de su obra. Además, encontró un buen contexto para su desarrollo porque surgió en un período de la Contrarreforma de carácter más político que religioso (segunda Contrarreforma)6, ofreció una salida a la cuestión del sometimiento de la política a la ética que favorecía un grado mayor de autonomía de lo político, y tuvo también la fortuna de contar con un concepto de experiencia que ya había sido discutido en otras materias o disciplinas, en especial, en la Ciencia médica.

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L. Cabrera de Córdoba, De Historia para entenderla y escribirla, Madrid, Luis Sánchez, 1611. Existe una edición moderna: ídem, De historia: para entenderla y escribirla, edición, estudio preliminar y notas por S. Montero Díaz, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1948. 5 J. de San José, Genio de la Historia, publicada en Zaragoza en la imprenta de Diego Dormer, en 1651, y dedicada al rey Felipe IV, constituye el último de los grandes tratados históricos que produjo el pensamiento humanístico español, circunstancia que lo hace compendio y culmen de un subgénero (el tratado de historia) que tuvo en España particular fortuna. Existe una edición moderna: ídem, Genio de la Historia, ensayo bio-bibliográfico y notas por H. de Santa Teresa, Vitoria, El Carmen, 1957. 6 Desde la consideración del Barroco como una prolongación de algunas tendencias renacentistas y su estrecha relación con la Contrarreforma se han distinguido, para diferenciar ambos períodos, dos momentos diversos de la Contrarreforma: el primero de ellos, la «Contrarreforma por antonomasia» —como afirman algunos estudiosos—, cuya temática es fundamentalmente teológico-jurídica, y que llegaría hasta 1617, fecha de la muerte de Francisco Suárez; el segundo momento o «segunda Contrarreforma» se caracterizaría, en cambio, por una meditación y elaboración teórica sobre el Estado, y se prolongaría prácticamente durante todo el siglo XVII. En palabras de Tierno Galván, se trataría de una «primera Contrarreforma» de tendencia tradicional y raigambre medieval, que considera la política como ancilla moralis teologiae y de una «segunda Contrarreforma» de índole predominantemente política, donde «el antimaquiavelismo es un puro tópico y Bodino penetra bajo cuerda» (en E. Tierno Galván, Escritos (1950-1960), Madrid, Tecnos, 1971, págs. 31 y 38).

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Con la aplicación, en el siglo XVII, del concepto de experiencia en política y la utilización que de él se hace en los tratados sobre esta materia, van a aparecer varias formas de entender el saber y quehacer políticos. Básicamente existían dos sentidos de «experiencia» empleados ambos en la época con un sentido tradicional7, según el cual la expresión «tener experiencia» alude a una actitud moral, actitud que sería propia del hombre experimentado, del gobernante que acumula conocimiento práctico político; de esta forma, la experiencia es considerada como una forma de sagacidad política que se adquiere personalmente (experiencia de primer orden). Al mismo tiempo existe un sentido moderno, según el cual la expresión «atenerse a la experiencia» designa la actitud intelectual de prestar atención a los hechos para conocer las cosas, y así se considera la experiencia, en cuanto forma de conocimiento sobre el desarrollo de los hechos políticos, un corpus sistemático de saber que acumula las experiencias individuales de los gobernantes a lo largo de la historia (experiencia de segundo orden). Las dos formas, señaladas anteriormente, de entender la «experiencia política» determinaron, a su vez, dos concepciones diferentes de la «política». Atendiendo al primer sentido, esta sería una práctica o una técnica que permitiría al hombre de Estado llevar a la praxis lo aprendido (el político como técnico o artesano). El segundo sentido hace de la política una materia o disciplina que ha dejado de ser exclusiva del gobernante, para convertirse en objeto de la teoría o de la especulación. Aparece de este modo el teórico político, el hombre que gracias a su conocimiento de la historia y a la abstracción que puede hacer de las experiencias políticas individuales acumuladas en ella, es capaz de formular preguntas y obtener respuestas acerca de la adquisición, aumento y conservación —razón de Estado— del poder y de la república. Mas, estas dos maneras de interpretar la experiencia en política y los dos conceptos de saber político a los que conducen, deben ser completadas8: se trata de considerar la experiencia de segundo orden como un uso o aplicación de la historia en calidad de fuente de ejemplos para soluciones concretas. Este uso de la historia lleva a «ahondar en el pasado hasta encontrar un caso idéntico» al que en ese momento afronta el político, estudiarlo y aprender cómo se resolvió y cómo lo abordaron los políticos o gobernantes del pasado para «aplicar», según convenga a las circunstancias, «la misma solución al caso presente»9. Esta utilización de los ejemplos de la historia como aplicación de soluciones al caso presente puede, no obstante, hacerse de dos formas: de una forma absoluta, es decir, repitiendo la experiencia del pasado y adoptándola como solución tradicional para resolver problemas modernos; de una forma

7 Cfr. J. A. Maravall, Estudios de historia del pensamiento español. El siglo del Barroco, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1984, pág. 20. 8 Fernández Santamaría considera que la experiencia en política ha de entenderse también desde tres puntos de vista, enlazados con los tres significados usuales en la literatura médica, que vendrían a inspirar la orientación empírica, especulativa y científica de la política. En el «Estudio preliminar» que este autor incluye en la edición a una obra de Baltasar Álamos de Barrientos, define la «experiencia de primer orden» como la «propia del estadista, según aprende del quehacer político propio»; la «experiencia de segundo orden», como los ejemplos «que sacados de la historia son el registro de experiencias ajenas»; y la «experiencia de tercer orden» como «la historia propiamente dicha» (en J. A. Fernández Santamaría, «Estudio preliminar» a los Aforismos al Tácito Español, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1987, pág. LV). 9 J. A. Fernández Santamaría, Razón de Estado y política en el pensamiento español del Barroco (1595-1640), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1986, pág. 160.

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relativa, usando los ejemplos del pasado como guías útiles adaptados a las presentes circunstancias10. Así pues, atendiendo al sentido o significado de la que antes hemos considerado «experiencia de segundo orden» podemos obtener dos visiones diferentes, y a la vez complementarias, de la historia: — La historia como un corpus sistemático, es decir, como una acumulación de las experiencias individuales de todos los gobernantes. El teórico político en esta ocasión abstrae conocimiento de las múltiples experiencias registradas a lo largo de la historia. El político técnico o gobernante que además de «tener experiencia» (experiencia de primer orden), lo cual le proporciona sagacidad política, posea también un conocimiento del corpus de la historia, desarrollará su personalidad política y se asegurará con ello la adquisición del don o virtud de la prudencia política: la práctica totalidad de los tratadistas (Rivadeneira, Mariana, Álamos de Barrientos, ...) consideraban la historia como maestra de la prudencia y esta es la máxima virtud política. — La historia como fuente de ejemplos, es decir, como registro o depósito de soluciones de casos concretos. El teórico político concreta soluciones a través de los casos y experiencias similares registradas y acumuladas en la historia, por lo cual también puede ser considerado de esta forma un técnico, cuyo arte de aplicación nos atreveríamos a llamar un «casuismo histórico» o «casuismo político», se valdría de los ejemplos históricos como de autoridades políticas. El ejemplo tenía un valor incondicionado para los escritores de los siglos XVI y XVII, siguiendo así una larga tradición que se remonta a la utilización de ejemplos como método de adoctrinamiento y a las colecciones de exempla de la literatura didáctica medieval11. Al menos hasta mediados del siglo XVII se seguirá conservando el valor y el sentido del exemplo como muestran las siguientes palabras de Fuertes y Biota: «entre las otras cosas que tienen fuerça de persuadir, a los exemplos sin duda se puede dar el primer lugar (...). Fácilmente se pueden hazer las cosas en que se halla exemplo de los passados»12. Los tratadistas políticos y morales del Barroco siguen manteniendo la firme creencia en «el valor ejemplar de los casos concretos»13 en la conexión entre los ejemplos registrados en la historia —o «casos pasados»—; y, su utilidad en los «casos presentes

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Cfr. Ibíd., pág. LV. Como recuerda Emilio Blanco, «el ejemplo llega hasta fines de la Edad Media y comienzos del Renacimiento cargado de connotaciones positivas. No hay humanista al que no se le caigan de la boca las muchas virtudes del ejemplo como argumento y su utilidad evidente, en esa filosofía moral que tanto les atrae, a la hora de conducir a su público hacia un comportamiento u otro. El primero de todos ellos, Petrarca, señala que “estimula más el ejemplo que las palabras” (...) A partir de él, se encuentran casos entre los más egregios representantes del Humanismo y entre los más mediocres, entre los humanistas europeos y los españoles, desde Erasmo o Vives hasta fray Antonio de Guevara» (en E. Blanco Gómez, «Del dicho al hecho, o la invalidez del ejemplo: el caso de Gracián», en Dicenda. Cuadernos de Filología Hispánica [2006], pág. 48). 12 A. de Fuertes y Biota, Alma o aforismos de Cornelio Tácito, Amberes, Jacobo Meursio, 1651, págs. 235-236. 13 Cfr. Maravall, ob. cit., 1984, pág. 206. 11

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o futuros» se hace explícita en sus escritos. Baltasar Álamos de Barrientos en la dedicatoria de su obra Aforismos al Tácito Español (1614), dirigida al duque de Lerma —Francisco Gómez de Sandoval y Rojas (1553-1625), valido de Felipe III desde 1598 a 1618—, señala que las reglas y advertencias... necessarias para las conquistas de los Reynos; y su conservación y aumento: Todo ello sin duda se aprende en la lección de las Historias; y dellas se han de sacar los medios necessarios, para aconsejar, y resolver en las grandes materias de estado (...). Para aprender todo esto se han de leer las historias; y procurarse saber los sucessos agenos; para sacar dellas aviso, consuelo, escarmiento y doctrina para los casos venideros (...). Todo lo que he dicho, se aprenderá en la historia; considerando el fin, y sucesso de los casos que refiere ...14

Un año más tarde, en 1615, Juan de Santa María escribía lo siguiente: «para esso han de leer las historias, y procurar saber los sucessos agenos, para sacar aviso, y escarmiento en los casos venideros y desta experiencia, y conocimiento de los naturales de los hombres, y conocer los agenos (...), por el conocimiento de los passados, se podrá pronosticar lo que será en los presentes»15. Estas afirmaciones, que podrían estar suscritas por la mayoría de los tratadistas, son las que nos permiten hablar de un casuismo histórico-político: el político técnico o gobernante que aplique estos ejemplos y experiencias en su actuación política será considerado como un político empírico. El realismo político español considera la historia como el medio o el instrumento que proporciona al político un conocimiento acumulativo de las experiencias prácticas de los gobernantes de todas las épocas, pudiendo aprender de ella, en breve espacio de tiempo, una enorme cantidad de máximas y aforismos16 que enseñan al político cómo debe obrar y cómo puede utilizarlos como instrumento para la conservación y aumento de sus dominios. La historia y la experiencia —escribía Tierno Galván— «son dos aspectos de una misma realidad, y una y otra son, para el hombre del XVI y del XVII, recíprocamente reversibles, la historia es experiencia; la experiencia historia»17. Y puesto que los pensadores del Barroco parecen entender que la política «descansa sobre la base de reglas capaces de ser aprendidas por medio de la experiencia que las lecciones de la historia nos enseñan»18, se hace difícil asimismo concebir la política sin la historia, de forma que la sabiduría política acaba tornándose «experiencia histórica». Sin embargo, el empleo o el uso de

14 B. Álamos de Barrientos, Tácito español ilustrado con aforismos (1614), edición moderna y estudio preliminar de J. A. Fernández Santamaría, ob. cit., págs. 20 y sigs. 15 J. de Santa María, Tratado de república y policía cristiana para reyes y príncipes, y para los que en el gobierno tienen sus veces, Madrid, Imprenta Real, 1615, págs. 348-349. 16 Los aforismos condensan la historia en cuanto abstracción de las experiencias particulares pero a la vez posibilitan la aplicación al caso. Esta consideración de los aforismos como «sentencias breues sacadas de los casos de la Historia» era aludida por Antonio de Covarrubias en su «Aprobación» de los Aforismos al Tácito Español de Álamos de Barrientos. Covarrubias añadía también que «este disinio, o empresa, o acometimiento de juntar estas sentencias» —se refiere a los aforismos— «es muy de loar, y estimar, como quiera que se haga: porque es el más principal fruto y provecho que se puede y debe pretender de la Historia: que por esso se llama maestra de la vida» (en A. de Covarrubias, «Aprobación» de los Aforismos al Tácito español, ob. cit., pág. 15). 17 E. Tierno Galván, ob. cit., pág. 52. 18 J. A. Fernández Santamaría, ob. cit., pág. 144.

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la historia en materia política no debe agotarse en este peculiar «casuismo» si se pretende que la política o la «doctrina de Estado» —como la denomina Álamos— se constituya en «Ciencia del govierno y del Estado».

15.3. HISTORIA, HISTORIOGRAFÍA Y GÉNEROS HISTORIOGRÁFICOS Antes señalamos que los valores de la historia elogiados en el Humanismo son sustituidos, aunque no suspendidos o eliminados, en el Barroco, cuando la finalidad de aquella adquiere un sentido más pragmático y ejemplar, y se busca fundamentalmente una utilidad política. Ya en 1559, Fadrique Furió Ceriol había señalado que una de las «calidades» que muestra «la suficiencia en el alma del Consejero, es que sea grande historiador». En El Concejo y Consejeros del Príncipe, tratado que Furió dedicó a Felipe II y que llegó a ser traducido a diversas lenguas en su propia época, se podía leer lo siguiente: «el consejero que fuere grande historiador i supiere sacar el verdadero fruto de las historias, esse tal diré osadamente que es perfetíssimo Consejero, nada le falta, es plático en todos los negocios del principado, antes es la mesma plática i esperiencia». La historia para Furió Ceriol era «retrato de la vida humana, dechado de las costumbres i humores de los hombres, memorial de todos los negocios, esperiencia cierta i infalible de las humanas acciones, consejero prudente i fil en qualquier duda, maestra en la paz, general en guerra, norte en la mar, puerto i descanso para toda suerte de hombres». Se ha afirmado que esta concepción de la historia está, a diferencia de la de sus contemporáneos, «depurada de todo elemento teológico o hagiográfico»19, se entiende como «una escuela laica de conocimiento político», y se considerada como «fuente y resumen de toda experiencia humana» siguiendo en ello a Maquiavelo y anticipándose a Bodino quien, recordemos, publicaría en 1566 su Methodus ad facilem historiarum cognitionem. Como podemos suponer, la pervivencia de la historiografía antigua en los siglos XVI y XVII no es el resultado de un proceso mecánico o inercial, los humanistas barrocos solo fueron a buscar en la cantera de los historiadores clásicos aquellos elementos que podían rentabilizar para la creación de unas obras que plasmaban conceptos como los de excelencia, heroicidad, fama, inmortalidad, historia, prudencia, modelo político, etc. El proceso de configuración y los sucesivos reajustes que sufrieron en su evolución los géneros históricos en la Antigüedad acabó por alumbrar una pluralidad de realidades historiográficas heterogéneas, algunas de las cuales resultaron especialmente adecuadas para los propósitos, necesidades e intereses de estos humanistas. Nos referimos a que la historiografía del período helenístico asiste a una clara evolución en dos direcciones que permiten la consideración de, al menos, dos modelos historiográficos: por una parte, una corriente historiográfica de carácter pragmáticopolítico (representada por Polibio); y por otra, una historia de corte moralizante (representada por Filarco). Y dos son sus notas o características: el empleo desmesurado de recursos retóricos con el fin de conmover al lector, más con el fin de impresionar y remover el sentimiento que el de relatar la verdad y ajustarse a los hechos acontecidos;

19 F. Furió Ceriol, El Concejo y Consejeros del Príncipe (1559), edición moderna, estudio preliminar y notas de H. Méchoulan, Madrid, Tecnos, 1993, págs. XLIX y 178.

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y el gusto por acentuar lo pintoresco, la anécdota y, en particular, la búsqueda de rarezas y curiosidades (paradoxografía). Estas características de la historiografía helenística, cristalizan en la historiografía romana ajustándose, lógicamente, a sus circunstancias específicas. Y entre estas se encuentra la siguiente: el poder y la influencia de los personajes políticos —que no solo se miden en virtud de sus atribuciones estrictamente constitutivas y que permiten remarcar al hombre individual— lo que propicia la aparición de un nuevo factor de causalidad histórica: la personalidad individual —psicológica y moral— de las grandes figuras políticas. Es esta circunstancia específica la que permite la evolución de la historia en Roma y la creación de géneros como: la monografía, que se caracteriza por sus análisis psicológicos y morales (Salustio); el género ejemplar (Valerio Máximo); la biografía (Cornelio Nepote)20; y la creación de una historia nacional de carácter fundamentalmente moral (Tito Livio). Con ello la historia deja de ser un discurso centrado en los factores de causalidad del acontecer humano y pasa a ser un repertorio de conductas morales y patrióticas dignas bien de imitación o emulación, bien de crítica o censura. Llegamos pues en este punto a la consideración de la historia como maestra de la vida moral individual o a la historia como magistra vitae de Cicerón (De Oratore, II, 9, 36): «Historia vera testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra vitae, nuntia vetustatis, qua voce alia nisi oratoris immortalitati commendatur?»21. Así pues, entre el legado que recogen los humanistas del Barroco español se encuentran los dos modelos historiográficos: el modelo pragmático-político de Polibio y el modelo histórico-moral cuyos representantes serían Tito Livio y Valerio Máximo. El primero, en el que se inspiraron autores italianos como el propio Maquiavelo (1469-1527) o Guicciardini (1483-1540), también en España encontrará cultivadores como Luis Cabrera de Córdoba (1559-1623)22; el segundo, que de alguna forma reacciona ante el primero por considerarlo contaminado de maquiavelismo y de tacitismo, fue al que se adhirieron, aunque de forma implícita, historiadores como Gerónimo de San José (1587-1654)23. 20 Se considera que fue el primer intento de crear no ya una historia en la que los protagonistas son los hombres individuales, sino el género literario de la biografía política o modelo narrativo en el que la historia no es sino el trasfondo en el que se desarrolla el drama individual del personaje. Cfr. G. Fontana Elboj, «El Genio de la Historia de Fray Jerónimo de San José en el marco de la tratadística histórica del Humanismo», en Alazet, 14, 2002, pág. 143. Para mayor información sobre la tratadística histórica del Humanismo consúltese este trabajo citado que ha servido de marco referencial para la redacción de este apartado. 21 «La historia es verdadero testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida y heraldo de la antigüedad, ¿por qué otra voz, si no la del orador, puede ser encomendada a la inmortalidad?» 22 Luis Cabrera de Córdoba, Madrid, 1559-Madrid, 1623, cronista e historiador. En 1584 era escribano del Gran Duque de Osuna, a la sazón virrey de Nápoles. Intervino en la organización de una expedición marítima para defender a los caballeros de Malta contra los piratas turcos y venecianos y en la construcción de algunos de los barcos de la Armada invencible. Felipe II de España le encomendó misiones de importancia y pasó a ser secretario de la reina y cantinero de la casa real de Castilla a la muerte de este monarca. Su obra capital es la Historia de Felipe II, cuya primera parte apareció en Madrid, en 1619. La edición de la segunda parte fue impedida a petición de los diputados de Aragón, los cuales creían que en ella se aludía de forma tendenciosa a los sucesos ocurridos en aquel reino en 1591, relacionados con la huida de Antonio Pérez. La revisión del texto fue encomendada a Bartolomé Leonardo de Argensola, pero Cabrera de Córdoba se opuso a cualquier enmienda (no fue publicada hasta 1876). Escribió también unas Relaciones de las cosas sucedidas en la Corte de España desde 1599 hasta 1614. 23 Fray Jerónimo de San José, Jerónimo de Ezquerra y Rosas, Mallén, 1587-Zaragoza, 1654, es una de las figuras más interesantes de la erudición aragonesa del Siglo de Oro en sus vertientes histórica y literaria.

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Entre las características ya específicas de los géneros historiográficas en los siglos XVI y XVII cabría destacar —como ya apuntamos antes— que la tratadística histórica no es una reflexión abstracta, independiente y lejana del quehacer del historiador, y que cumple con una serie de notas distintivas que mencionamos a continuación, sin entrar en un profundo análisis. Se destierran de sus obras elementos de carácter religioso que resultaban constitutivos del género histórico medieval. En este sentido, desaparece la concepción providencialista de la historia que había sido el armazón conceptual de toda la historiografía medieval: el ser humano, tanto desde el punto de vista individual como colectivo, tiene un destino ya decidido desde el comienzo de los tiempos de forma que la historia constituye un proceso teleológico marcado por los designios de Dios. O, dicho de otro modo, la historia no es sino la narración de las sucesivas etapas del plan salvífico de Dios y el historiador debe ser capaz de ver la oculta mano de Dios en cada uno de los acontecimientos que se suceden en el tiempo. Los humanistas se deshacen de esta concepción como idea-fuerza de la historia y devuelven al hombre la posición central de la historia: el hombre vuelve a ser el sujeto y el objeto de la labor del historiador. También en este sentido, desaparece en la narración histórica el aparato milagroso y fantástico debido, en cierta forma, a la aparición implícita de una crítica histórica muy restringida ante lo que es más evidentemente fantástico o exagerado24. Algunas de estas características pueden apreciarse en las siguientes afirmaciones de Cabrera de Córdoba: El fin de la historia (...) no es escribir las cosas para que no se olviden, premio que da a los varones de inmortal memoria (...). El fin de la historia es la utilidad pública (...). Es noble la Historia por su duración, que es la del mundo. Fenecen reinos, múdanse los imperios, mueren grandes y pequeños, ella permanece: vida de la memoria, maestra de la vida, anunciadora de la antigüedad, preparación importante para los actos políticos, que haze cautos con los peligros, y con los sucessos agenos seguros. (...). Es noble por la dignidad de quien la usa, pues son príncipes, emperadores, reyes, governadores de Repúblicas y capitanes, a quienes por la imitación es necesaria. Léanla gravissimos autores, y la han ilustrado escriviendo della. Es noble por la justicia que guarda, dando y quitando honores según los méritos, por razón del sugeto, y objeto que son los hombres, por el fin, que es de ayudar, enseñando con la fresca memoria de los hechos (...); por ser madre de la prudencia25. Estudió en Huesca y en Zaragoza y, más tarde se trasladó a Salamanca, donde cursó las carreras de más prestigio en la época: Cánones y Leyes. En esta misma ciudad y en el Colegio Carmelitano tomó el hábito el 20 de mayo de 1609. Sus estudios se completaron en Segovia, donde cursó Artes, y, de nuevo en Salamanca, Teología y Sagrada Escritura. Desde muy joven sintió una fuerte inclinación por la investigación histórica, a la que dedicó la mayor parte de su vida. La Orden Carmelita lo nombró cronista general, con el encargo de que hiciese una Historia de la Reforma. Esta obra señala el comienzo de los problemas de fray Jerónimo con la censura de la Orden, problemas que iban a surgir cada vez que intentase imprimir una obra. Para la confección de esta Historia recogió los datos de primera mano, e incluso elaboró un cuestionario que debían responder los testigos relacionados con los santos fundadores; todavía es, hoy en día, un modelo de rigor científico y honradez histórica. Diez años duró la elaboración de este libro, que presentó a la censura en 1635. Los censores prohibieron su impresión, obligándole a numerosas modificaciones y supresiones. 24 Como ha sido señalado por diversos autores, este proceso crítico fue más temprano y más evidente en el ámbito filológico donde se intentó demostrar la falsedad de ciertos hechos o acontecimientos históricos recurriendo a argumentos lingüísticos y literarios. 25 Cabrera de Córdoba, ob. cit., págs. 35, 40 y 17.

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El proceso anterior, que algunos han tildado de secularización, va de la mano del contexto político en el que se desarrolla la historia: se financian y patrocinan obras históricas de carácter apologético y propagandístico (Alfonso de Palencia cronista real de Enrique IV, después partidario del Infante Alfonso, escribió las crónicas de la boda de Isabel y Fernando, pagado por el arzobispo Carrillo). La producción histórica va ligada a la estructura estatal que conlleva: a la evidente parcialidad, a la reaparición del modelo pragmático y a la consideración de la obra histórica como un discurso de carácter predictivo. La historia no solo es prudencia, sino que prepara para la prudencia a través de los ejemplos recogidos en ella para loa de virtudes o para reprobación de vicios y previene de casos y acasos. En este sentido, Jerónimo de San José, escribía sobre la historia lo siguiente: En su escuela se aprende la policía del gobierno, la observancia de la religión, la institución de la familia y la buena dirección de todos los estados. De aquí toma documentos la paz, esfuerzos la milicia, noticias el estudio, ejemplos el valor, y nuevos y mayores alientos la piedad (...). El ejemplo, ora sea de la virtud loada y premiada, ora del vicio reprobado (cual debe solamente referirse en la historia), siempre halló más grata y fácil acogida en los ánimos, y obró con mayor imperio y fruto en ellos que la dulzura y majestad de las palabras, por mucha fuerza que lleven y artificio (...). De manera, que así para aficionarse al bien, como para aborrecer y huir del mal, aprovecha singularmente la lección de la Historia; en la cual, como en un limpio espejo ven los buenos en las ajenas virtudes, dibujadas las suyas, y los malos en los ajenos vicios, los suyos reprendidos (...) la prudencia, que atiende al gobierno y policía de las cosas humanas, así en la disposición de lo presente, como en la prevención de lo futuro (...) y prevenirse el hombre para la que en adelante pueden y suelen suceder (...). Historia es una narración llana y verdadera de sucesos y cosas verdaderas, escritas por persona sabia, desapasionada y autorizada en orden al público y particular gobierno de la vida26.

La última de las características que mencionaremos es el culto a la forma literaria, no solo como ajuste estético de sus producciones, sino como realidad sustantiva de las mismas. Lo que confiere sentido y cohesión a la historia es la de su propia excelencia como obra de arte. No solo las historias sino también los tratados de historia, son tratados retóricos escritos en excelente prosa y ajustados a un esquema expositivo prefijado que manifiestan que el cuerpo de la historia debe ser igual manteniendo las constantes de trabazón, congruencia y proporción. Tanto Cabrera de Córdoba como Jerónimo de San José dedicaron parte de los discursos que contenían sus obras no solo a la naturaleza de la historia sino al método con que se debía escribirla. Así el estilo, el lenguaje, el temple en la utilización del estilo sublime, la igualdad o la brevedad de la historia, la licitud en el estilo, y otros muchos tópicos fueron abordados por ellos y otros tratadistas de la historia; pero, detenernos en ello, excedería los límites de este trabajo.

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J. de San José, ob. cit., págs. 22, 232, 236 y 69.

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