Todo sobre la casa
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todo sobre la casa Anatxu Zabalbeascoa Ilustraciones de Riki Blanco

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Editorial Gustavo Gili, SL Rosselló 87-89, 08029 Barcelona, España. Tel.   93 322 81 61 Valle de Bravo 21, 53050 Naucalpan, México. Tel.   55 60 60 11 WWWGGILICOM

todo sobre la casa Anatxu Zabalbeascoa Ilustraciones de Riki Blanco

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para Javier

Ilustraciones de Riki Blanco Diseño gráfico de Toni Cabré/Editorial Gustavo Gili, SL

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. La Editorial no se pronuncia, ni expresa ni implícitamente, respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión. © del texto: Anatxu Zabalbeascoa, 2011 © de las ilustraciones: Riki Blanco, 2011 © Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2011 ISBN: 978-84-252- DIGITAL0$&

índice

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introducción

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baño cocina comedor dormitorio jardín salón

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bibliografía agradecimientos

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introducción

“Nuestras casas saben bien cómo somos” Juan Ramón Jiménez, Espacio Las alcobas y los tenedores cuentan una historia. Se puede saber tanto de la historia de la civilización analizando sus batallas como observando sus hábitos privados. Por eso la historia de la casa encierra muchos de los secretos de los hombres. Datos con frecuencia aparcados por los historiadores como qué se comía, cómo y con cuántos se dormía, cuándo se bañaba la gente o cómo eran las ventanas de los hogares desvelan cómo son los seres humanos tanto como el lugar, la fecha y el botín de las batallas que sí figuran en los libros de historia al uso. La antropología, que centra su análisis en la evolución del comportamiento humano, es una ciencia joven, mucho más que la arquitectura. Pero revela que las mejores fuentes para averiguar cómo se vivía provienen de la época en la que sucedieron las cosas. Así, escritos, edificios, cerámicas, pintura y tradiciones ayudan a descifrar de dónde venimos. Es cierto que en muchos lienzos se retrataba la mejor cara de una sociedad, su rostro engalanado cuando no disfrazado. Por eso el análisis de la vida doméstica basado en su representación más perfecta podría dar lugar a equívocos si los juicios no fueran contrastados. Evidentemente, eran muy pocas las casas holandesas del siglo XVII que tenían alfombras persas o turcas como las que aparecen, incansablemente expuestas sobre mesas, en el retrato de los interiores domésticos de la época. Pero es un dato que las casas pudientes tuvieran la costumbre de mostrarlas en mesas y no en el suelo. Las viviendas chinas se construían con la madera procedente de la tala de sus bosques. Por eso nada queda que permita reconstruir cómo era allí la vida doméstica hace siglos. Nada hasta que alguien da con otra vía de conocimiento. El cariz conservador de la sociedad china permite aventurar que la dinastía Ming (1368-1644) no construía de manera muy distinta a como lo hacían sus remotos antepasados, aunque sea imposible comprobarlo. Se ha comprobado, en cambio, que durante la dinastía Han, doscientos años antes de Cristo, cuando se levantó la Gran Muralla, los poderosos enterraban en sus tumbas maquetas de barro de sus viviendas. Éstas dan una idea de cómo vivían los pudientes.

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Finalmente, lo que sabemos de la vida cotidiana china, y de las viviendas de la Antigüedad también, nos ha llegado por la literatura de una cultura que se expresó antes con la caligrafía que con la arquitectura. El arquitecto historiador Stephen Gardiner sostiene que cada pueblo elige su estilo. Los flamencos el gótico, los franceses el manierismo y la gente corriente la desnudez sin afectaciones: las fachadas sin ornamentar. Tanto como los estilos o la técnica, la normativa ha dibujado el tamaño de ventanas y, consecuentemente, el aspecto de las fachadas. Pero el buen diseño supera normas y retos: puede solucionar cualquier problema. En Ámsterdam, la estrechez de los edificios impuso grandes ventanales para poder introducir el mobiliario. Esa necesidad uniformó sus fachadas. Y el deseo de convertir la suma de fachadas de los edificios en una sola cara de la ciudad nació con el crecimiento de las grandes urbes. Se dio, por ejemplo, en Roma en la época renacentista.

El pasado revela más necesidades que caprichos detrás de las grandes decisiones arquitectónicas Gardiner cree también que la arquitectura evolucionó dando siempre dos pasos adelante y uno atrás. “Cuanto mayor era el paso adelante mayor era también el paso atrás (en la historia) en busca de sabiduría.” Así, Andrea Palladio rebuscó en el pasado y se remontó hasta los romanos para dar orden a la arquitectura. Ni imitó ni negó, analizó. Se atrevió, por ejemplo, a contradecir a Vitruvio asegurando que los techos planos no servían, que producían goteras. Palladio trazó una línea de continuidad. Supo elegir más que idear. Y supo hacer de lo local lo universal. Sus villas se convirtieron en un modelo, no tanto para hacer grandes mansiones como para dibujar las fachadas de edificios. Y a partir de la suma de esos edificios se podía construir una ciudad. El pasado revela más necesidades que caprichos detrás de las grandes decisiones arquitectónicas. Debió de ser el exceso de sol y la necesidad de ventilación lo que propició la construcción del peristilo griego. Y cuando los españoles llegaron a Sudamérica respetaron la estrechez de las calles para lograr sombra y uniformidad en las fachadas, además de para organizar el paso de aire y las corrientes. La falta de espacio hizo que en las ciudades romanas las viviendas subieran hasta cinco pisos de altura (Augusto puso el límite en 20 metros y Trajano lo bajó luego a 17,5). En esos edificios de vivienda podemos encontrar un origen remoto de los bloques actuales: para abaratar su construcción, las fachadas no estaban ornamentadas, sólo agujereadas por ventanas.

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Pero no siempre fue la utilidad lo que decidió formas y distribuciones. Era típico de la arquitectura occidental destacar la fachada, y de la oriental ocultarla. La simetría habla de voluntad de control, del dominio del hombre sobre la naturaleza en Occidente. En Oriente, el acceso indirecto describe modestia frente a la misma naturaleza. Aunque los lugares hablen con referencias y valores diversos, además de en idiomas distintos, las alcobas y los tenedores cuentan una historia. Pero si la antropología es una ciencia reciente más podría serlo la que recoge la historia del interiorismo, que tiene a Mario Praz, un profesor italiano de literatura inglesa, como una de sus figuras destacadas. Para el autor de la Historia ilustrada de la decoración interior desde Pompeya hasta el siglo XX, el hombre que no tenía sentimientos hacia la casa era como para Shakespeare el hombre que carecía de sentido musical: un tipo nacido para la traición, el engaño y el robo. “No hay que fiarse de un hombre semejante.” El propio Thoreau fue juzgado como vagabundo (y encarcelado) aunque hubiera advertido en su Walden que le aterrorizaba pensar en la obligación de quitar el polvo todos los días a las figuras que decoraban su mesa “mientras que el mobiliario de mi mente está aún lleno de polvo”. Thoreau terminó tirando sus figurillas por la ventana. Cosa que hubiera horrorizado a Praz. Para el italiano la casa era el hombre. Muchos escritores compartieron esa opinión que llevó a Gogol a describir en Almas muertas la solidez de los muebles de la casa de su protagonista Sobakievich como “pesados y fuertes: cada objeto, cada silla, parecía decir: También yo soy Sobakievich”. Praz era feo hasta la deformidad. Pero necesitaba lo armónico y lo hermoso tanto como el aire. Sin embargo, también conocía como pocos las servidumbres de una posesión. Estaba convencido de que la casa era una expresión, y también una expansión del yo. “La casa es para el dueño. Y el dueño para la casa”, sentenció. También, como Bertolt Brecht, escribió que habitar significa dejar huella. Al autor de La casa de la vida se le adelantó, en casi un siglo y medio, el Recueils de décorations intérieures (1812) de Percier y Fontaine, los arquitectos favoritos de Napoleón. Así, hay quien remonta la historia del interiorismo al nacimiento de la propia materia, a la corte de Luis XIV a finales del XVII y principios del XVIII y a una ciudad cuna, entonces, del rococó: París. Pero mucho antes de que París fuera el epicentro de ese estilo decorativo y de que Praz anotara su historia, las viviendas prehistóricas, babilónicas, egipcias, griegas y romanas tenían ya una organización doméstica y, por lo tanto, una organización espacial. En buena medida, esa lógica de la antigüedad doméstica ha llegado hasta nuestros días. Y eso que la única constante de la historia de la casa que se puede encontrar en todas partes es escurridiza: se llama cambio.

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Estas páginas intentan trazar la evolución de cada una de las estancias que hoy comprenden una casa. Es un empeño peliagudo porque si algo explica la historia de la casa es la convivencia de usos en un mismo espacio en las más remotas y diversas culturas. Así, el origen de esas habitaciones es casi siempre confuso. Muchas labores domésticas compartieron, durante siglos y en la mayoría de las viviendas, un único escenario. Además, los tabiques de las casas se desdibujan con las épocas: las estancias ganan y pierden importancia de acuerdo con culturas y momentos. Con todo, el anhelo por una “habitación propia” que expresó Virginia Wolf ya lo habían sentido, y expresado, antes muchos individuos. En el siglo XVIII el sastre progresista Francis Place no describía una habitación propia en la que escribir o pensar. Hablaba de supervivencia física. Y sabía de lo que hablaba. Nacido en una prisión, se empeñó en mejorar la vida de la clase obrera, su educación y sus modales. Y creía que todo eso podía conseguirse con la propiedad de una casa. “Tener que comer y beber, cocinar, lavar, planchar y llevar a cabo todas esas ocupaciones domésticas en la habitación que su marido trabaja y en la que ambos duermen conduce a la degradación de un hombre y una mujer en la opinión de cada uno y en la de ellos mismos”, escribió. Y Catherine Hall lo recogió en el ensayo Sweet Home. Claro que Place se quejaba, en realidad, de tener que escribir presenciando cómo su mujer encendía el fuego, cocinaba o fregaba el suelo. ¿Se puede hablar de evolución en la vivienda? ¿Sería esa evolución sólo una cuestión cronológica? ¿Técnica? ¿Cultural? ¿O dependería de asuntos estéticos, prioridades funcionales, estilos arquitectónicos o posibilidades económicas? No existe, para estas preguntas una, sino muchas respuestas. Y todas distintas. En la historia de la distribución de la casa tiene tanto que ver la religión como la invención, tanto la ciencia como la creencia. Los estilos, además de popularizar formas y acabados, ponían de moda materiales, forzaban la aparición de muebles que alteraban las costumbres, potenciaban distribuciones arquitectónicas y, en suma, cambiaban la faz de las ciudades tanto como las casas o la indumentaria de sus ciudadanos. ¿Qué determina entonces un estilo? Para el historiador Peter Thornton no se trata tanto de los objetos o de las artes como de la “densidad de una línea de propuestas”. Lo generalizable ofrece el único recuento posible porque la historia de los estilos domésticos es la historia de una certeza: no hay estilos puros. Éstos se solapan, se transforman, se abandonan y… reaparecen. Los cambios son progresivos en el espacio y en el tiempo. Y la huella de un estilo puede extenderse por varios países durante márgenes tan amplios como dos siglos.

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Además, los estilos arquitectónicos que lograron colarse en las viviendas lo hicieron, con frecuencia, sólo en las fachadas (el Carpenter gothic en Norteamérica) o a través de los muebles (el estilo Luis XIV triunfó en los sillones). Que la historia del interiorismo haya tenido bastantes estilos con nombre de persona da una idea de lo singular y caprichoso que podía ser el nacimiento de otra manera de amueblar y decorar. Al margen de informar sobre quién tenía el poder, o lo que es lo mismo, la riqueza en cada momento. Así, no es de extrañar que hubiese, sobre todo, reyes con estilo propio (aunque muchas veces fueran sus amantes las que decidieran las líneas de dichos estilos). Luis XIV, el Rey Sol, y Napoleón firmaron estilos más allá de la arquitectura. Sus muebles invadieron las viviendas pero también se convirtieron en elemento de propaganda política comunicando su poderío.

La figura del arquitecto, como la cabeza intelectual de un equipo de albañiles, fontaneros y carpinteros, no surgió hasta el siglo XVIII La figura del arquitecto, tal como la entendemos hoy, como la cabeza intelectual de un equipo de albañiles, fontaneros y carpinteros, no surgió hasta el siglo XVIII. Y, en general, lo hizo para construir viviendas, no para diseñarlas por dentro. Ya en el XIX, Edmond de Goncourt advirtió que el hombre, “so pena de acabar domesticado, debía reconquistar la casa venciendo a las mujeres, sacerdotisas de lo cotidiano”. Y es cierto que éstas jugaron una baza capital en la historia del interiorismo, fuera como organizadoras de las labores domésticas –y por lo tanto de su ubicación–, como anfitrionas o como instigadoras de cambios. El siglo XIX vio aparecer los primeros libros de decoración dirigidos a las mujeres, cuando no escritos por ellas. Pero ya antes, con autoría reconocida o no, algunas cortesanas habían desempeñado un papel fundamental en la renovación de los palacios europeos: igual que madame de Rambouillet montó un salón literario, madame de Pompadour impulsó, y luego negó, el rococó. Para el XIX, la casa y sus estancias ocupaban las mentes más ocupadas. La escritora Edith Wharton firmó, junto al arquitecto John Ogden Codman, el libro The Decoration of Houses (1897), donde describe la figura del interiorista profesional, defiende el papel del arquitecto y critica la nociva influencia de las modas en los decoradores. Durante el siglo XIX, buena parte de los libros sobre decoración, y fueron muchos los que se publicaron entonces, iban dirigidos a

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las mujeres y llevaban títulos a veces paternalistas, como “Domestic Duties or Instructions to Young Married Ladies” (1828), del británico William Parker, y otras veces reafirmantes, como The American Woman´s Home (1869), de las hermanas Catherine, y Harriet Beecher Stowe o The House Book (1840), de Eliza Leslie. Todas estas autoras contribuyeron a hacer del interiorismo una disciplina seria. Y con historia. Y algunas rivalizaron por el puesto de la decoradora del momento. Así, la periodista Elsie de Wolfe organizó reuniones en las que los decoradores daban consejos que ella compiló en The House in Good Taste (1910), antes de convertirse en decoradora de gran éxito, superados los cuarenta años. Cuatro años después, su gran rival, Ruby Ross Goodnow, trató de acercarse a la gente con otra estrategia: su libro se llamó The Honest House. A las presumibles batallas entre clientes y profesionales, la historia del interiorismo suma las que hubo entre tapiceros –los decoradores de los siglos XVII y XVIII– y los arquitectos, empeñados en llegar al detalle de los espacios interiores. El arquitecto Nicolás Le Camus de Mézieres abogó por distinguir las obligaciones de ambas profesiones considerando que las camas debían ser diseñadas por los arquitectos y ejecutadas por tapiceros. Y el historiador inglés William Mitford llegó a argumentar que los intereses de ambos grupos eran opuestos, ya que mientras el arquitecto defendía la larga vigencia de un edificio, el tapicero se beneficiaba de los continuos cambios en las decoraciones que contribuían a crear estilos caprichosos y pasajeros. Pero puede que Mitford sobrevalorase la permanencia. La historia demuestra que si algo es la arquitectura es cambio. Frente al concepto de permanencia y solidez asociado durante siglos a la arquitectura, por el uso de la piedra empleada como refuerzo constructivo en los lugares más expuestos, al principio, y luego como material estructural, aunque antes en las tumbas que en las casas, la historia de la casa revela que ésta es reconstrucción continua, para reparar lo levantado o para redistribuir el espacio. Frank Lloyd Wright se hizo más urbano, y en consecuencia más cartesiano y menos orgánico, con el paso de los años. Lo contrario le sucedió a Le Corbusier, el hombre que había definido la casa como una máquina de habitar. Su disciplina pudo ser autoimpuesta, y llegada una edad se liberó con formas expresivas que ofrecían más preguntas que respuestas. Louis Kahn describió lo que era el arte dibujando una línea. A un lado quedaba la verdad: matemáticas, ingeniería, hechos y cosas de ese tipo. En el otro, las aspiraciones humanas, los sueños, los sentimientos. El punto en común era el arte, que carecía de sentido si no contenía una verdad. ¿Sabía de lo que hablaba? Toda su vida convivió con dos familias: la visible y la oculta. ¿Dónde está la verdad?

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El filósofo Immanuel Kant atribuía a la casa la única posibilidad frente al horror de la nada. Y relacionaba libertad con estabilidad y errancia con criminalidad. En ese sentido, la historiadora Michelle Perrot recuerda la realidad política de una casa: “No hay votante sin domicilio”. Y los últimos tiempos han recordado como nunca que la casa puede ser propiedad y objeto de inversión. Aunque como apuesta vital resulta algo fallida: por la posesión de una casa los herederos son capaces de despedazarse entre sí.

Henry Thoreau en su libro Walden describió su ideal doméstico como una única habitación, vasta, primitiva, sin techo ni molduras, con un hogar La verdad es escurridiza y, ya se sabe, tiene muchas caras. Por eso es fascinante buscar las descripciones de la verdad arquitectónica. Como revelan los edificios, ha habido muchas maneras de entenderla. Lo orgánico, las leyes del paisaje, ha ostentado muchas veces el liderazgo de esa verdad. “Si crece con naturalidad, la arquitectura se cuidará casi sola”, parecía una máxima incuestionable. Lo natural precisa un mantenimiento mínimo. Henry Thoreau, que fue a la cárcel por negarse a segar su jardín, creía en la libertad de la naturaleza, y en su libro Walden describió su ideal doméstico como una única habitación, vasta, sustancial, primitiva, sin techo y sin molduras, desnuda y cavernosa. Con un hogar. Una casa a la que entrar nada más abrir la puerta, sin ceremonias. ¿Fue o no un hombre moderno? En su Dictionnaire critique, Georges Bataille describió la arquitectura como la expresión de la sociedad, comparándola con la fisonomía como la expresión de un individuo. Puede que Bataille hablara sólo de fachadas, y la arquitectura tiene, bien lo sabemos, otras dimensiones. Pero puede que hablara también de la lectura de un lugar y de un momento igual que el rostro desvela un estado y una manera de entender o estar en el mundo. En ese sentido, la amplia y compleja historia de la vivienda, de las chozas a los palacios, de la domus romana a los bloques de extrarradio, habla tanto de los individuos como de las sociedades. Bataille consideraba que el hombre vivía en su casa como un animal encerrado en una jaula. La metamorfosis, de nuevo el cambio, ofrecería, también entonces, una de las pocas vías de escape.

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El cuarto de baño no tuvo una ubicación fija en el interior de las viviendas hasta el siglo XX. A diferencia de otras partes de la casa, la historia del baño no sigue una línea de progreso: hay épocas limpias y épocas sucias. Hay culturas que favorecen la limpieza y culturas, supuestamente pudorosas, que evitan tratar el tema del aseo. Un monje medieval tenía más medios para ser limpio que un europeo del siglo XIX, y un indígena caribeño era más pulcro que cualquiera de los dos. El baño fue asociado a la salud, al placer y a rituales de purificación mucho antes de relacionarse con la limpieza. Tal vez por eso, el historiador británico Lawrence Wright, que glosó a mediados del siglo pasado la historia del cuarto de baño en Inglaterra en el libro Pulcro y decente, sostenía que podía llegar a saberse más de la historia de la humanidad estudiando sus cuartos de baño que analizando sus batallas. La ducha diaria es una costumbre reciente. Como lo es disponer de agua corriente. Buena parte de los hogares occidentales no vio grifos y tuberías hasta entrado el siglo XX. Históricamente las personas, cuando se lavaban, lo hacían por partes y muchas

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veces lejos de sus casas. Excusado, retrete, servicio, aseo… son legión los nombres que el cuarto de baño ha recibido a lo largo de su oscilante historia. De cuartucho vergonzante y oculto, el baño ha pasado a convertirse en una habitación pulida en las casas de hoy.

Los ríos fueron a un tiempo las primeras bañeras y las cloacas más primitivas Que los restos arqueológicos hayan aparecido, con frecuencia, en el fondo de los ríos, revela que las civilizaciones prehistóricas vivían cerca de sus márgenes. Bañarse dependía de algo tan aleatorio como la facilidad para hacerlo. Por eso los climas benignos, tanto como la cercanía de los manantiales, generaron pueblos limpios. Numerosos historiadores consideran que pudo ser el azar, una caída en el agua o una zambullida para mitigar el calor, lo que iniciara la costumbre del baño. La misma corriente sirvió, desde la Antigüedad, tanto para el baño y la bebida como para arrastrar inmundicias y excrementos. Los ríos fueron, por lo tanto, las primeras bañeras y también las cloacas más primitivas. Así, si el mismo río era fuente para beber, vía de evacuación de la basura y a la vez agua en la que bañarse, la organización de las funciones que podían realizarse en el curso de un mismo río provocó una primera y primitiva organización sanitaria. Con todo, en la Antigüedad la limpieza era un factor anecdótico. Sanitas significaba ‘salud’, pero el término no incluía la limpieza. Cuando las orillas de los ríos se poblaron y dejaron de admitir nuevos inquilinos, el aseo de la población disminuyó. En las comunidades asentadas lejos de los ríos, los baños dejaron de ser frecuentes, hasta que el agua llegó por otras vías con la instauración de los criados (o esclavos) o la instalación de las tuberías, según los ámbitos y las épocas.

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El palacio de Cnossos tenía tuberías de terracota cónicas para evitar sedimentos y un alcantarillado y cloacas de piedra suficientemente anchas como para dejar pasar un pocero Uno de los primeros cuartos de baño que se conocen es el de la reina de Cnossos. Lo mandó construir su marido, el rey Minos, en un anexo al dormitorio de su palacio de Creta. Diseñado, según la leyenda, por Dédalo (el mismo que voló con su hijo Ícaro), disponía de bañeras, construidas a ras de suelo, a las que se descendía por unos peldaños. Su descubrimiento por el arqueólogo británico Arthur Evans reveló que en ingeniería hidráulica los cretenses superaban a los egipcios y a los griegos. El Palacio de Cnossos contaba con tuberías de terracota cónicas para evitar sedimentos y con un alcantarillado y cloacas de piedra suficientemente anchas como para dejar pasar a un pocero. Las letrinas en Cnossos disponían, incluso, de tapas de madera. En el siglo IV a. C. los baños se convirtieron en una práctica social además de higiénica. Todo un arte que ampliarían los romanos construyendo sus baños con grandes ventanales por los que entraban la luz y el sol para caldear las aguas. El resto de Europa no conoció nada semejante hasta el siglo XVIII. En los cuartos de baño de Mesopotamia la bañera ocupaba toda la habitación. El suelo, de yeso, y las paredes, de ladrillo, se impermeabilizaban con masilla y mosaicos. Los babilónicos eran menos aficionados al baño que los egipcios. Se ha sabido por la Biblia (Éxodo VII, 15) que el faraón se daba un baño diario en el Nilo. También Homero hace referencia al baño en su Odisea y relata el aseo en bañera de Telémaco, Menelao y Pisístrato. El propio Agamenón fue asesinado por su esposa Clitemnestra mientras se bañaba. Pero en general los griegos se enjuagaban al aire libre, con el agua que contenían grandes vasijas instaladas sobre pedestales y ubicadas en las entradas del gimnasio. Se aseaban entonces, antes de hacer ejercicio o antes de recibir lecciones. Tal vez por eso empleaban el agua fría, que es tonificante, y no la caliente, que ablanda los músculos. Con todo, fue Roma la que sofisticó los baños y mezcló la salud y la limpieza con el placer. También en la antigua Roma el agua fría era considerada un símbolo de salud, virilidad y carácter. Séneca se bañó durante años en el Tíber a pesar de que, poco antes de su tiempo, Agripa inaugurara una era de baños públicos

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en el año 19 a. C. que acabó con la escasez de balnearios. Se construyó un acueducto para llevar el agua hasta las nuevas termas. Allí se calentaba gracias a un sistema de circulación de agua caliente por entre los muros. Pero más que la motivación estética que movía a los griegos, era la salud, el placer y la limpieza lo que motivaba a los romanos. En las Termas de Caracalla (216) podían bañarse hasta mil seiscientas personas a la vez, y las de Diocleciano (300) podían acoger hasta tres mil bañistas. Roma estaba abastecida por trece acueductos, casi 500 km de conducciones de las cuales sólo un porcentaje pequeño estaba expuesto y construido en la superficie. Existían fuentes y letrinas públicas, en el siglo III, una por cada 45 habitantes. El baño era una costumbre instaurada y este hecho, y esta proporción, no se repetirían hasta fechas muy recientes.

Los mosaicos combinaban el atractivo artístico con la función aislante, y retrataban composiciones con la fauna local, los dioses del mar y los ríos o escenas extraídas de la vida pública Así, el espacio más íntimo de una vivienda fue tradicionalmente un lugar inexistente o expuesto: los baños fueron antes públicos que privados. En la antigua Roma se podía entrar a la una de la tarde, cuando una campana anunciaba que el agua estaba caliente. Se utilizaban hasta la medianoche, aunque Caracalla dispuso que las termas permaneciesen abiertas toda la noche. En el apodyterium los bañistas se desnudaban y dejaban su ropa. Se pasaba luego al tepidarium, una estancia caldeada en la que se sudaba y los bañistas eran rociados con aceite y arena (el jabón de la época). Preparándose para disfrutar del baño podían elegir entre el calor seco del laconicum o el húmedo del sudatorium. Hipócrates había dejado como legado una regla de oro: el bañista no deberá hacer nada por sí mismo. Deberá dejar hacer. El caldarium, la habitación más caliente, marcaba el preámbulo del baño final. En las bañeras cabían doce personas y, como en Mesopotamia y en Creta, a ellas se accedía descendiendo escalones. En la habitación fría, el frigidarium, continuaba el ritual. Entre tanto, los esclavos vigilaban la ropa de sus amos y cargaban con sus afeites. Los últimos tramos de las termas eran espacios variopintos que, tomados por el entretenimiento y el comercio, bien podrían ser precursores de los parques de atracciones actuales. Se podía hacer deporte o participar de algún festín, comer, leer o incluso presenciar representaciones. Séneca da cuenta en sus Epístolas morales del mundo

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de atletas, vendedores de comida y bebidas o poetas que se reunían allí. Emperadores y arquitectos competían en la sofisticación de los interiores. A la altura de las cúpulas se sumó la decoración de las paredes, la calidad de las columnas o la cualidad escultural de las cornisas. Los mosaicos eran uno de los acabados más usados. Combinaban el atractivo artístico con la función aislante, y retrataban composiciones con la fauna local, los dioses del mar y los ríos o escenas extraídas de la vida pública. Existían utensilios para facilitar el lavado: un cuenco, un raspador y esponjas. Pero la sofisticación romana iba mucho más allá de los afeites. Construían sus baños donde encontraban manantiales naturales. Cuando no disponían de ellos, empleaban tuberías de barro cocido (tubuli), aunque también las había de madera y de plomo. Una conducción importante tenía un depósito cada cinco o seis kilómetros para que las reparaciones no interrumpieran el abastecimiento y para poder controlar la presión. Los depósitos de agua caliente, templada y fría estaban conectados para ahorrar combustible. Los grifos solían ser de bronce y los surtidores tenían forma de cabeza de animales: leones o delfines. Además de acabar con los horarios, permitiendo los baños nocturnos, Caracalla terminó con la separación de sexos en los baños. Las mujeres ganaron el acceso sólo durante un siglo. A principios del siglo IV, durante el Concilio de Laodicea, se les prohibió de nuevo el baño en las termas. Fue el principio del fin. Poco después, san Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla, decidiría el cierre y la condena de estos establecimientos. Esta prohibición inició el abandono y el declive de muchas de las termas y los baños públicos que los romanos habían construido por su imperio: de Nimes a Cartago pasando por Bath. En la Antigüedad hubo excepciones, como la que propició el papa Gregorio Magno en el año 590 al permitir los baños breves “siempre que no tuvieran un motivo sensual”, así como los que se disfrutaban en el interior de los monasterios, dotados con instalaciones para el baño al tiempo que, en el exterior, la iglesia cristiana prohibía los públicos. Pero con todo, la idea colectiva del baño no resurgiría hasta su recuperación en las casas de baños medievales. Tras la caída del Imperio romano, en Europa la higiene sufrió un retroceso que duraría cerca de mil años. Durante la época medieval la higiene y la limpieza sufrieron una suerte parecida a la de la cultura: quedaron encerradas en los monasterios. En aquel tiempo, los baños mixtos se juzgaban focos de vicio y el propio aseo tachado de ocupación de ociosos. Los baños fríos eran considerados penitencias, pero en el interior de los monasterios existían ciertos hábitos de limpieza. Al lavado de las manos antes y después de las comidas, que se realizaba con agua fría,

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sobre una pila de piedra, en el laver o lavatorio, se unían los baños parciales de los pies, el afeitado de la cabeza o el cambio del heno de los colchones una vez al año. Las tinas en las que se bañaban los monjes eran de madera de roble o castaño y el baño se realizaba por orden de veteranía. Como resultado, los monjes ancianos disfrutaban de baños calientes y limpios mientras que los novicios se conformaban con agua fría y ya algo turbia, es de imaginar. Salvo jabón (se utilizaban pétalos de rosa, ya que el jabón no se fabricó hasta el siglo XIV) y agua caliente corriente, los monjes medievales contaban con todas las ventajas de la higiene moderna.

En los monasterios, sobre las letrinas, se construyeron divisiones laterales para ganar privacidad Alejados de los monasterios, en los castillos también existía la costumbre de lavarse las manos antes y después de las comidas. Era posible lavarse en la mesa con el agua que un criado vertía desde una jarra sobre un aguamanil. Había aguamaniles de oro y plata, ornamentados con el escudo de armas del propietario y otros sencillos de latón o peltre. El lavado de cabeza se realizaba sobre una palangana de poca hondura de cobre o estaño que servía de espejo. El cuerpo desnudo hasta la cintura se colocaba sobre ella y se vertía agua con una jarra. Este sistema ya aparece dibujado en la decoración de ánforas griegas. También uno de los grabados de La vida de la Virgen de Alberto Durero (1509) muestra un depósito de agua esférico, portátil y con grifo que cuelga de un asa en un dormitorio. En los monasterios, sobre las letrinas, se construyeron asientos de madera y divisiones laterales para ganar privacidad. Cada asiento podía tener detrás una ventanita para facilitar la ventilación y la iluminación, aunque a veces la clausura obligó a tapiarlas. En los castillos, los retretes se construían aprovechando los contrafuertes de los muros, en estancias estrechas y, en ocasiones, junto a la sala de banquetes. Monasterios y castillos protagonizan así un intento temprano por llevar el aseo al interior doméstico. Las tuberías medievales estaban hechas con láminas de plomo soldadas o con troncos de olmo huecos. Para limpiar las cañerías se empleaban grupos de ramas cortas llamadas purgatoria. En aquella época se pensaba más en la reparación que en la planificación. Los poceros limpiaban los depósitos de las letrinas. Leonardo da Vinci ideó un retrete con asiento plegable y giratorio e incluso uno que se limpiaba con agua corriente. Pero no tendría imitadores ni seguidores. De modo que,

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durante siglos, sus inventos pasaron por excentricidades que, en muchas ocasiones, no llegaron a desarrollarse hasta el siglo XX, el de la democratización del baño y el aseo. Fueron los cruzados los que descubrieron con asombro las maravillas que habían levantado los romanos en Bizancio. Un libro, El canon de la medicina, escrito por el galeno persa Avicena en el siglo XI y traducido al latín un siglo después, contribuyó a recuperar el gusto por el baño. Avicena aconsejaba gimnasia, masajes y baños fríos y calientes de forma alterna. El París del siglo XIII, con setenta mil habitantes, contaba con veintiséis casas de baños. Muchas pinturas medievales reflejan el ritual de los baños mixtos y los festines que tenían lugar en las propias tinas en las que familias e invitados entraban juntos en el agua. Hasta entrado el siglo XVI, de la misma manera que se compartía un dormitorio o el caldero de la comida, se compartía la bañera. Para evitar el roce de la madera, ésta se cubría con una tela almohadillada. Había tinajas de gran tamaño –de lamas de madera sujetas con hierro– y otras menores, individuales o para uso de parejas. Las tinas se cubrían con toldos que podían cerrarse para guardar la intimidad, pero, sobre todo, se desplegaban para no dejar escapar el calor.

Hasta el siglo XVI, de la misma manera que se compartía un dormitorio o el caldero de la comida, se compartía la bañera Los baños se calentaban por un sistema de calderas que dejaba pasar el vapor caliente por tuberías de madera. Con el tiempo, el número de actividades que se desarrollaron en estos centros aumentó. Uno podía afeitarse y cortarse el pelo. Se podían alquilar camas y encargar cenas. El barbero era también el cirujano que ejecutaba sangrados para desinfectar a los bañistas. Así, con la variedad de usos, los baños fueron pareciéndose cada vez más a las tabernas, aunque la desnudez no se aceptaba en todas partes y en algunos separaban a los bañistas por sexos. En la Francia medieval, por ejemplo, los baños se abrían a hombres o mujeres en días alternos. Como en la época romana, una señal anunciaba que estaban calientes. La relajación y la compañía romana fueron sustituidas por el festín medieval. Y ese ambiente licencioso y promiscuo terminó por hacer que se cerraran de nuevo estos establecimientos cuando llegaron las epidemias de sífilis. Enrique VIII mandó cerrar los baños ingleses y Francisco I hizo lo propio

con los franceses. El siglo XVI, la humanidad vio cómo se clausuraban también los alemanes y así, país a país, se fue acercando una de las épocas más oscuras y sucias de la historia. La desnudez, tan popular y natural durante la época medieval, escandalizaba al final del siglo XV. Con la desaparición de los baños públicos y la negligencia de la higiene íntima, el fin del Renacimiento vio cómo las personas se volvían a cubrir y, en el siglo XVI, los pocos establecimientos que continuaron abiertos se convirtieron en salones de belleza o meublés. En el siglo XVII, Luis XIV, el Rey Sol, mandó instalar baños de mármol y una gran bañera que hacía cubrir con metros y metros de tela las pocas veces que la usaba. Era frecuente que los baños de la época contasen con dos bañeras: la de lavado y la de aclarado. Durante sus primeros años de vida en el siglo XVII, el Palacio de Versalles tuvo más de cien baños y 264 retretes (entre orinales y fijos) dignificados con oropeles y damascos. Muchos de esos bacines desaparecieron durante el siglo siguiente, el de la Razón. Aunque precisamente en esa época poco limpia, era habitual aliviarse delante de ciertas personas. Realizarlo era considerado un honor, algo muy estimado por quienes eran recibidos en un momento tan personal. El monasterio de El Escorial conserva en su sala “de las maderas preciosas” un notable retrete con forma de trono forrado

y almohadillado tapizado de damasco. Se sabe que sobre él Carlos III y IV despacharon con sus ministros importantes asuntos de Estado. Cuando esa costumbre decayó, los retretes se camuflaron y se encerraron en otros muebles. Perteneciente ya al tiempo en que se camuflaban, el Palacio Real de Aranjuez conserva un landó con un asiento posterior con un abultado sillín de cuero que cubre un bacín sin fondo sobre el que se sentaban las reinas María Cristina e Isabel II al salir de paseo. No era algo singular, los carruajes públicos contaban con orinales debajo de los asientos que se levantaban y plegaban.

Hogarth retrató en sus lienzos calles convertidas en cloacas y basureros urbanos Ya en el siglo XVI, en medio de una época en la que el aseo había caído en un profundo declive, el papa Clemente VII hizo decorar un cuarto de baño para él con frescos en las paredes que recuperaban el

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estilo pompeyano. Puede visitarse todavía en los apartamentos vaticanos, pero en su momento sólo constituyó una excepción más. Casi dos siglos duró esta vez el menosprecio hacia la higiene. Durante el siglo XVII, las calles se convirtieron en cloacas, y al grito de “¡Agua va!” se vaciaban desde las ventanas palanganas con agua sucia y orinales malolientes. Tan común era esa escena en la vida de las ciudades que numerosos pintores de la época la plasmaron en sus lienzos. Incluso en el siglo XVIII, William Hogarth pintó en La noche –de la serie Los cuatro tiempos del día– el rudimentario sistema de eliminación de desechos que se utilizaba entonces en Londres. Pero, a pesar de la crítica que ejercían los pintores con sus lienzos, tendría que pasar casi un siglo para que las ciudades comenzaran a cambiar. Con el alcantarillado cubierto y la pavimentación descendió la suciedad. La tela de algodón y la loza barata también mejoraron la higiene en la mayoría de las viviendas, a las que, por tuberías de olmo atadas con hierro o plomo, comenzaba a llegar el agua. Con el agua en casa, el lavado por partes se convirtió en una costumbre. Y esa costumbre se extendió a la ropa y a los enseres domésticos hasta lograr que hubiera gente más aseada en casas más limpias. Redescubierto el gusto por el baño, éste se sofisticó como ejercicio. Del siglo XVIII data la costumbre de los baños de mar, hasta entonces desaconsejados por los galenos al asociarse al escorbuto que padecen algunos marineros. El agua de mar llegó a ponerse tan de moda que hubo quien la vendió embotellada para realizar baños privados durante el invierno. Hubo médicos que aconsejaron beber esa agua salada, y científicos que la recomendaron para la cura de enfermedades de las glándulas. Por cuestión de salud, o simplemente por seguir la moda, la costumbre de los baños regresó con fuerza a mediados del siglo XVIII. La propia vestimenta, la simplificación de los ropajes o la desaparición de las altas pelucas, anunció un retorno de la limpieza en menoscabo del encubrimiento y el disfraz. La piel expuesta comenzó a brillar desbancando a los maquillajes. Filósofos como Diderot, Voltaire y Rousseau popularizaron el regreso a una vida más natural y recuperaron el gusto por el ejercicio físico. La salud se puso de moda y con ella reaparecieron los baños. Al principio se tomaban para estar al día, hasta que en 1777, Lavoisier expuso su teoría del intercambio respiratorio por la epidermis y, con el creciente número de médicos y la incipiente atención a la ciencia, los baños dejaron de ser cuestión de moda. Con todo, el empuje radical de la ciencia a las cuestiones de higiene no llegaría hasta los descubrimientos científicos de finales del XIX. Como apunta la historiadora Ellen Lupton: “Lavarse estaba a veces de moda y otras no, hasta que el baño recibió la bendición de la ciencia”. Los movimientos de salud pública

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del siglo XIX predicaban la relación entre salud y limpieza desde que en 1860 Louis Pasteur y Joseph Lister aseguraran que eran los gérmenes, y no el aire impuro, el principal causante de las enfermedades. El siglo XVIII vio cómo los primeros retretes abastecidos por agua corriente llegaban al castillo de Windsor, en Inglaterra. Hasta ese momento sólo el retrete de tierra conseguía librarse de los desechos gracias a un vaciado de tierra u hollín que limpiaba la evacuación. Los primeros retretes de agua corriente eran artilugios pétreos tallados o fundidos en plomo que empleaban el agua a través de un mecanismo de émbolo. Con todo, la válvula sumergida no cerraba herméticamente el agua hasta que un relojero de Bond Street, llamado Alexander Cummings, patentó, en 1775, un retrete con depósito superior que mantenía el agua en el aparato, de modo que pudiera vaciarse con cada uso. El sistema se empleó durante más de un siglo. En 1778, Joseph Bramah patentó el primer váter moderno. Y se hizo rico. Por esas mismas fechas, aparecieron los primeros inodoros realizados en loza esmaltada: la decoración disfrazaba así la precariedad de los inventos. En Inglaterra, y a partir de 1750, se sucedieron los estilos de mobiliario, y el cuarto de baño, como el resto de la casa, se hizo eco de esa sucesión. Chippendale, Hepplewhite o Sheraton, redefinían la labor de los ebanistas y tapiceros y, de paso, el aspecto del baño que, sin embargo, seguía sin ubicación fija. El interés por el mobiliario llegó a popularizarse tanto que el propio George Hepplewhite dedicó el libro en el que explicaba su estilo a “los habitantes de Londres”.

Durante el siglo XVIII el baño era una estancia itinerante. Se mudaba con los usos, del dormitorio a la cocina, dependiendo del tipo de vivienda Durante el siglo XVIII el baño era una estancia itinerante. Se mudaba con los usos, del dormitorio a la cocina, dependiendo del tipo de vivienda. La jofaina, por ejemplo, sofisticada y decorada, se trasladó a un rincón del dormitorio. Los mueblistas fueron los primeros diseñadores de los servicios del cuarto de aseo. Desplegaron su imaginación más para disfrazar el uso de los aparatos que para facilitarlo. Con todo, la función empezaba a asomar. Aparecieron los muebles destinados a un servicio concreto, rodeados de repisas, cajones y tablas desplegables con usos tan específicos como el afeitado o el maquillaje. Este tipo de mueble convivió durante todo el siglo XVIII con el mueble camuflado, como la mesa-bidé o la butaca-retrete. Una mesilla de noche ideada por Hepplewhite

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contaba, por ejemplo, con un artilugio para ocultar un orinal. El propio bidé, una palangana sobre patas, es un invento del siglo XVIII ideado para el uso de los oficiales en campaña. Pero, como durante toda su historia, los avances en el cuarto de baño eran una cuestión cultural. Algunas culturas, como la anglosajona, nunca han aceptado el uso del bidé por considerarlo indecoroso. De tenerse, solía guardarse oculto en un armario; por eso hoy en día el baño en estos países rara vez dispone de este elemento. Entre lo oculto y lo específico, la ornamentación no tardó en llegar a la taza del váter ni, por supuesto, al orinal. Algunas familias nobles los encargaban con su escudo de armas grabado o pintado.

El bidé es un invento del siglo XVIII popularizado para el uso de los oficiales en campaña Fue la llegada masiva de inmigrantes a las crecientes ciudades lo que procuró el desastre inicial en sus calles y la posterior reacción: una rápida extensión de las redes de alcantarillado. Sin embargo, la mala factura y la falta de mantenimiento de las tuberías convirtió en más inhóspita la vida en la ciudad alcantarillada que en el campo carente de cloacas. En el siglo XIX, los deshechos todavía podían venderse como abono, pero a medida que las ciudades crecieron lo hicieron también las distancias y, poco a poco, comenzó a no resultar rentable su traslado. Algunos ríos urbanos se convirtieron en cloacas y con ello en fuentes de infecciones. El Támesis o el Sena eran lugares hediondos, por eso junto a ellos se construía de espaldas a sus orillas. También los sótanos y los patios de las viviendas urbanas se agujerearon para instalar pozos de aguas fecales, que todavía existen en los barrios más antiguos. En el siglo XIX el desarrollo de la ciencia empujó a reconsiderar la higiene y, consecuentemente, a recuperar los baños públicos, que volvieron a abrirse y a ponerse de moda. En cincuenta años, París pasó de tener 9 a disfrutar de 78 establecimientos. Estos centros se construían junto a los ríos, muchas veces con vistas sobre ellos. Las instalaciones disponían de una nueva modalidad de baño individual y camillas de relajación: la antesala de los spas actuales. La localización en los márgenes de los ríos y sobre diques terminó por popularizar los barcos de baños, que combinaban higiene y entretenimiento. Muchos de los baños de esta época estaban decorados con mosaicos, a la manera de los turcos. Los médicos y los educadores recomendaban las ventajas cívicas e higiénicas de los baños, por eso los balnearios y las curas de agua se convirtieron en una forma de vacación lujosa que llegó a ser la favorita entre las clases adineradas. Esa moda llegó a los lienzos de los pintores del XIX. De la misma manera que los

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desnudos desaparecieron de los cuadros del XVII cuando la población dejó de bañarse, los cuerpos reaparecieron con el redescubrimiento de los baños. Cuando la costumbre del aseo se extendió de nuevo, las bañeras de mármol desaparecieron en favor de las metálicas, que eran menos caras, más ligeras y menos frías al tacto que las de piedra. Al igual que las tinas de madera medievales, las bañeras de piedra solían acondicionarse con paños calientes y almohadones. Por eso eran costosas de fabricar e instalar. Para la fabricación semi-industrial de bañeras al principio se empleó el cobre, que es inoxidable y maleable, pero no tardaron en aparecer otros metales más económicos. La chapa de hierro era muy barata, pero tenía el inconveniente de que se oxidaba. Ese obstáculo se salvó con un barniz capaz de convertir una tina de chapa en un contenedor resistente al agua.

Hasta entrado el siglo XIX, y en las principales ciudades europeas, eran los aguadores los que con sus carros de agua caliente repartían los baños a domicilio A pesar de esos avances, la instalación de las bañeras también fue paulatina. Comenzaron camuflándose como sofás tapizados adornados por ebanistas. Aunque algunas resultaran muy pesadas, todas eran, estrictamente hablando, móviles, tan móviles como los barreños, ya que no estaban conectadas a tubería alguna. Y ése era su principal defecto. El agua, trasladada por un conducto, perdía buena parte de su temperatura. Hasta bien entrado el siglo XIX, y en las

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principales ciudades europeas, eran los aguadores los que, con sus carros, repartían los baños calientes a domicilio. En las ciudades proliferaron los lavaderos y las duchas públicas de diversa categoría. A principios del siglo XX en Londres había un baño municipal por cada 2.000 habitantes, mientras que en las ciudades alemanas se repartían uno cada 30.000. El siglo XIX es, en realidad, el del baño instalado en la casa. La reina Victoria fue, en 1837, la primera monarca británica que disfrutó de un baño con agua corriente, construido en el Palacio de Buckingham. Tres años después, la misma reina fue de nuevo pionera al mandar instalar un aseo móvil en el vagón Real del Ferrocarril del Oeste. En 1850, la Compañía de Ferrocarriles británica patentó un asiento oculto tras un sofá que se colocó en los vagones de primera clase. En rápida sucesión, poco más tarde, incluso los pasajeros de tercera clase disponían de un aseo en el interior de su vagón. Pero ese dinámico ritmo de avance no se daba en todo Occidente. El primer baño con conducciones no llegaría a la Casa Blanca hasta 1851, y aun así, fue un pionero en América. A finales del siglo XIX eran muy pocas las casas norteamericanas que tenían aseo. En Nueva York, por ejemplo, ningún piso de alquiler disponía de ese servicio. Cuando por fin llegaron las tuberías a los edificios, los baños necesitaron un lugar en las casas. Al principio se instalaron en los sótanos, o en la parte trasera de las viviendas, por la dificultad que tenía el agua para subir por las tuberías. Pero no fueron las viviendas las que ensayaron la experiencia del agua corriente, sino los hoteles. Los viajeros y viajantes norteamericanos conocieron antes los baños con agua fría y caliente allí que en sus propias casas. El Hotel Tremont House de Boston fue el primero en disponer, en 1829, de baños y retretes en su sótano. A mediados del siglo XIX, varios establecimientos americanos ofrecían habitaciones con baño, mientras que el Ritz de París no dispuso de baños similares hasta 1906. Esa revolución marcaría un nuevo giro en la historia de esta estancia, en la que Estados Unidos iba a tomar la delantera e imponer el baño-modelo del siglo XX. El baño pequeño, pero privado, había triunfado y con él un nuevo criterio, la privacidad, que sumar a la comodidad y la limpieza asociadas al aseo. A pesar del progreso de algunos hoteles, las casas con agua corriente constituían una excepción. El baño seguía siendo, por lo general, una vasija móvil, un mueble sin habitación fija, pero con gran variedad de opciones. Los había en jofainas y en palanganas. Los había de esponja, de cadera, de fuente –o con ducha ascendente, una versión ampliada del bidé que despedía chorros de agua hacia arriba–, de zapatilla, bota, chanclo o zueco –que permitía la inmersión casi total del bañista–. Había muchos tipos de baño, pero no existía una habitación para tomarlos.

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La posibilidad de tener agua caliente directamente en la bañera supuso el primer paso para instalar el baño fijo Fue la posibilidad de llevar agua caliente directamente a la bañera lo que supuso el primer paso para instalar el baño fijo. Tradicionalmente, el agua de las tinas se calentaba introduciendo ladrillos calientes, calentando el recipiente de cobre con una fuente de calor o, simplemente, se llevaba caliente hasta la bañera. Uno de los primeros sistemas de caldeado, que se mostró en la Gran Exposición de Londres de 1851, presentó una bañera de cobre con un pequeño horno en un extremo por el que pasaba el agua antes de alcanzar la temperatura adecuada para el baño. En esa misma exposición se instalaron retretes públicos por primera vez, y el 14 % de los visitantes pagó por usarlos. Uno de los primeros calentadores de gas (de finales del siglo XIX) contaba ya con un calentador de toallas. Llegaba el agua y estaba empezando a llegar caliente. Ese hecho redibujaría la historia del baño. Con el agua corriente cambiaron el aguamanil y el lavabo. Las jofainas ya habían duplicado su espacio para recibir el agua caliente, que se llevaba en un recipiente de latón envuelto en paño. Pero cuando llegó el agua corriente la jofaina se hundió en el mármol y pasó a convertirse en la pila. La mecanización, a pesar de todo, no mató a la decoración. Aparecieron lavabos incrustados en mesas de marquetería o sobre aparadores. A mediados del XIX vieron la luz los primeros baños integrados. Los aparatos estaban empotrados, pero las tuberías permanecían a la vista. Con las primeras bañeras fijas aparecieron también los primeros cuartos de baño sobredimensionados. Al baño le había costado tanto encontrar su sitio en la casa que, cuando lo hizo, sus dueños quisieron dedicarle espacio suficiente. Esa prioridad cambió cuando se prefirió tener varios servicios a disponer de uno grande. También de finales del XIX, y con el precedente de los mosaicos mesopotámicos y romanos, data la costumbre de forrar de azulejos el cuarto de aseo. Justo entonces aparecieron las bañeras de hierro fundido –un siglo después de que surgiese el primer puente de ese material– y se decoraron tanto como los papeles pintados de la pared. Los pocos ciudadanos que contaban con cuartos de baño estaban más preocupados por que éstos estuvieran bien decorados que por el uso que les iban a dar. Si el primer problema del baño al llegar a las casas fue encontrar su sitio, el segundo fue cómo abastecerlo de agua caliente. Los baños ingleses fueron considerados los más avanzados hasta entrado el siglo XX. Los hacían instalar

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en la India y en Estados Unidos. El lavamanos se conectó al agua corriente en 1870 y se convirtió en una de las principales piezas del aseo. Hacía sólo dos años que se había patentado el calentador a gas Geyser y algunos lavabos contaban, además de con dos grifos –y a veces con dos surtidores diferenciados–, con una ducha de teléfono para el lavado del cabello. Las tuberías estaban ocultas tras paneles de madera. También oculta, en un armario (a veces ubicado bajo el lavabo), se mantenía una bañera de cadera, de asiento o una jofaina para el enjuague de los pies. Tras siglos de itinerancia doméstica, cuando los primeros cuartos de baño fijos mostraron sus tuberías, éstas se consideraron tan antiestéticas que los arquitectos y decoradores desarrollaban su ingenio para encajarlas o encerrarlas. Sólo en el umbral del siglo XX, las tuberías y los depósitos volvieron a exponerse. Se hicieron más precisas y su estética fabril, lejos de producir rechazo, sorprendía por su modernidad. A pesar de ese cambio, los primeros lavabos fijos repetían los motivos ornamentales del mobiliario de la época: trompas de elefante y pies de garra eran recursos habituales para anclar inodoros y bañeras hasta que las bases de estos aparatos se panelaron obedeciendo a la estética sin fisuras que terminó por imponerse en el baño.

A finales del siglo XIX era común forrar de azulejos los baños Con todo, al final del siglo XIX, la inmensa mayoría de las viviendas norteamericanas seguía todavía sin baño. Los ricos se lavaban en enseres portátiles y por partes; los pobres empleando las tomas de agua de los patios. Se ha calculado que la gente se bañaba unas seis veces al año. Por eso, también en Norteamérica, los baños públicos proliferaron en los primeros años del siglo XX. Su auge acompañó al experimentado por otra serie de servicios públicos como los hospitales, los parques, las playas vigiladas o la recogida de basuras.

El cuarto de baño no existió como espacio arquitectónico hasta los últimos años del siglo XIX Entre la sociedad medianamente instruida de principios del siglo XIX, lavarse era una cuestión de apariencia. Cincuenta años después, la clase media y la obrera eran instruidas en unas normas de higiene básicas para luchar contra los gérmenes y las enfermedades. Por esas fechas comenzó en las ciudades norteamericanas la sustitución de los pozos negros por alcantarillas. Era el principio

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de un gran cambio. Si a mediados del XIX en la ciudad de Nueva York había una bañera por cada 500 habitantes, un siglo después, el 85 % de los hogares disponía de una. En rigor, el cuarto de baño no existió como espacio arquitectónico hasta los últimos años del siglo XIX. Los primeros se ubicaron en zonas de la casa que podían admitir un nuevo uso: un vestidor o una despensa junto a la cocina, por ejemplo, y de esa ubicación provisional deriva, en parte, el reducido tamaño de la mayoría de los aseos de hoy. Los baños pioneros estaban decorados de acuerdo con el estilo que imperaba en la casa. Tenían alfombras, molduras y otros elementos contraindicados con el uso húmedo de esta estancia. En su monumental estudio sobre la casa inglesa (The English House, 1904) el arquitecto alemán Hermann Muthesius anotó que la mayoría de las viviendas británicas tenían lavabo e inodoro separado en distintas estancias. Y aplaudió esa decisión. Pero vaticinó el fin de la madera en las estancias para el baño. No fue muy escuchado, o leído. Sin embargo, el cuarto de baño moderno cuajó cuando los inodoros, los lavabos y las bañeras de porcelana esmaltada pasaron a producirse industrialmente. Para entonces los suelos y las paredes se empezaron a cubrir con superficies continuas, sin fisuras, blancas, lavables y realizadas con materiales no porosos. Esa cobertura a prueba de agua se convirtió en un ideal de limpieza que encarnaba las teorías higiénicas de principios de siglo. Pero seguimos hablando de un servicio minoritario, las clases con menos recursos no consiguieron hacerse con un baño industrial hasta bien entrado el siglo XX. El siglo XX vio cómo la idea de higiene y limpieza sustituía al placer y el lujo asociados al baño. Los baños privados empezaban a entrar en las viviendas burguesas y con ellos nuevas costumbres higiénicas que reconvirtieron los baños públicos en duchas para transeúntes. Alemania fue, en 1870, el primer país en introducir las duchas para la masa, un método que se puso de moda al ahorrar una considerable cantidad de agua. Pero al contrario de los baños comunales, las duchas públicas tuvieron escaso éxito. Acostumbrada a limpiarse en la intimidad de su dormitorio, la gente se sentía incómoda al lavarse frente a otras personas. Para el umbral de 1900, las duchas públicas eran ya un servicio dedicado a la clase trabajadora. Sólo se construían en los barrios más pobres. En Nueva York, los baños de río, desde diques construidos en el Hudson, se pusieron de moda entre los inmigrantes recién llegados. Pero el objetivo no era la diversión, sino la limpieza: los bañistas sólo podían permanecer en el agua veinte minutos. La mayoría de estos establecimientos desapareció tras la II Guerra Mundial. Con el baño en casa se pusieron de moda las vacaciones en la playa.

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El siglo XX, que sistematizó las cocinas y creó módulos universales, desnudó, redujo y popularizó el baño. Con todo, hasta entrado el siglo muchas viviendas se seguían construyendo con un servicio de duchas compartidas en el sótano del edificio. Fue la reducción del baño la que facilitó el triunfo de nuevas soluciones. Lo práctico, lo económico y lo que menos espacio ocupaba no tardó en imponerse en la mayoría de las casas. Así, una de las primeras soluciones, la bañera-nicho –que servía a la vez como bañera y como ducha– acabaría instalándose en casi todos los hogares. La idea reducía el espacio de la bañera pero duplicaba su uso al emplear como plato de ducha la propia bañera. Suponía además una organización modular del baño y la posibilidad de condensar servicios que Le Corbusier y Charlotte Perriand ensayaran también con el retrete-bidet. La bañera-nicho se hizo tan popular que el tamaño de los cuartos de baño terminó por estandarizarse a partir de la dimensión universal (1,5 m x 1 m) del nuevo invento. El acabado del interior fue también un punto clave en su evolución. Si antes los barreños se recubrían de tela para acomodar al bañista, era preciso encontrar un material agradable a la piel e impermeable para facilitar su uso. Los revestimientos metálicos del siglo XIX (cobre, plomo y cinc) fueron sustituidos por la porcelana y más tarde por el hierro fundido pintado con plomo blanco o esmaltado y galvanizado. Los acabados de las bañeras se resolvieron con esmaltes de porcelana, que, sin ser porcelana ni esmalte, eran envolturas vítreas parecidas al cristal. El propio casco de las tinas se podía ornamentar con la misma variedad de soluciones que ofrecía el papel pintado: frisos, flores o cenefas. En el siglo XX aparecieron también los colores, y las patas de elefante en las que se apoyaban estos muebles fueron sustituidas por pedestales. A partir de entonces, las bañeras de barro refractario se fabricaron en serie y, naturalmente, su precio se redujo notablemente.

La bañera estándar fue el elemento que determinó las dimensiones del cuarto de baño Con las bañeras nicho de hierro fundido se consiguió la comodidad que la gente llevaba milenios buscando. Las industrias dedicadas a la producción de aparatos y accesorios para el baño se multiplicaron. Hacia 1930, con la aparición de bañeras y sanitarios económicos, el baño estaba presente en la mayoría de las viviendas urbanas norteamericanas. Había dejado de ser un lujo para convertirse en un servicio. A pesar de esta sucesión de mejoras y rebajas, la implantación

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de algunos electrodomésticos fue mucho más rápida que la afición a las comodidades que ofrecía un baño fijo. En 1958, en Estados Unidos había más televisores que baños. La gente estaba dispuesta a compartir antes un baño que una pantalla.

Le Corbusier definió el hogar moderno como el que adoptaba las normas higiénicas del cuarto de baño La tardía ubicación fija de los baños y las cocinas hizo de estas estancias espacios funcionales y no estancias decoradas a la moda. Al contrario de lo que ocurrió con las otras habitaciones de la casa, la función y el ingenio decidieron el diseño de los baños. Sólo el sobrio decó y el estilo racionalista, del movimiento moderno, plasmaron allí sus ideales estéticos. La historiadora Ellen Lupton ha sugerido que el art decó expresaba la modernidad, pero que la estética maquinista del cuarto de baño la encarnaba.

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La sobriedad de los baños se convirtió en la imagen de la modernidad. El aseo era la primera parte de la casa en la que la tecnología se imponía a la tradición con una imagen rompedora y, sin embargo, discreta. Hasta tal punto se convirtió el baño en un modelo estético que Le Corbusier llegó a definir el hogar moderno como “el que adoptaba las normas higiénicas del cuarto de baño”. Al contrario de lo ocurrido en el resto de la casa, había sido la higiene, y no la comodidad, lo que había decidido esa nueva estética maquinista. La cerámica no porosa y el hierro esmaltado se impusieron aquí a otros materiales como las maderas, los mármoles o los papeles pintados por ser impermeables e inaccesibles al polvo. Sobre el blanco la suciedad se anunciaba. No es de extrañar que, en su periplo por Norteamérica, Adolf Loos alabase los baños americanos; eran como laboratorios y representaban literalmente sus ideas: el fin de la superficialidad ornamental. La bañera convertida en un bloque compacto era la clave del nuevo pragmatismo que llegaba de Estados Unidos y que, desde la primera década del siglo XX, comenzó a imponerse por el resto del mundo. El baño americano era compacto, práctico, sintético y poco ornamentado, más limpio que lujoso y más funcional que estético. La función había decidido la forma. En un lugar muy frecuentado, donde se maneja agua continuamente, la razón se impuso a la decoración. Con los americanos, la tecnología se instaló en el baño. Además de práctico, higiénico y racional, el nuevo cuarto de baño estaba compuesto de elementos fabricados de manera industrial. Todo el sistema de tuberías se reorganizó y reagrupó para aprovechar mejor el espacio. Hasta las cañerías redujeron sus recorridos. A pesar de la demanda, algunos notables inventos de la época, como el cuarto de baño prefabricado diseñado por Buckminster Fuller en 1938, resultaron demasiado vanguardistas. El sistema ideado por el británico para su casa Dymaxion era trasladable, se podía encajar en varias posiciones, pero, paradójicamente, su diseño resultó demasiado rígido. La industria no lo apoyó: era formalmente económico pero económicamente caro. También Le Corbusier y Charlotte Perriand diseñaron un baño mínimo pensando en su uso en hoteles. Lo fabricó Jacob Delafon. En él destacaba un extraño artilugio que servía como retrete pero podía transformarse en bidet. En su Villa Savoye, Le Corbusier había construido una bañera con ducha forrada de mosaico (gresite), que en uno de sus lados tenía el acabado curvo de una tumbona. El material cerámico de los baños podía decidir las formas de su mobiliario e incluso sustituir a los aparatos. El suelo del propio baño servía como plato de ducha. Esta solución fue, y sigue siendo, muy habitual en los hoteles modestos.

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Con la generalización del uso del cuarto de baño y de su instalación en las viviendas, las ciudades tuvieron que adaptarse progresivamente. Muchos bloques de viviendas sufrieron alteraciones importantes, añadieron cuerpos en el patio de luces o debieron sacrificar una habitación de cada piso para incorporar el nuevo servicio. Cuando ya eran algo tan habitual en las viviendas como las cocinas, los propios baños comenzaron a cambiar. Lo hicieron en dos direcciones. La reducción fue una de ellas. Junto a la economía y la eficacia componía el lado pragmático. El diseño, la decoración y la exclusividad apuntaron la otra dirección. Aparecieron retretes plegables y muebles de doble uso, como la bañera cama. Se diseñaron incluso cuartos de baño que combinaban este servicio con los de la cocina. Esta idea, que nunca cuajó, sería retomada por Buckminster Fuller tiempo después, cuando en 1943 hizo convivir los dos usos en una misma célula prefabricada. Un hito en el camino hacia la miniaturización lo marca el italiano Joe Colombo. En 1969, instaló un baño fabricado en PVC que ocupaba dos metros cuadrados en una casa, que bautizó como tercera vía doméstica y que presentó en la exposición Interzum de Colonia. Sólo tres años después, el japonés Kisho Kurokawa proyectó baños de apenas un metro para las viviendas Nakagin de la Capsule Tower que levantó en Tokio. Pero en pleno proceso de miniaturización, la moda de la recuperación de estilos también dejó su huella en el baño. Una vez más, se consideró de buen gusto imitar las termas romanas y sofisticado inclinarse por las pompeyanas. A principios de siglo, la emperatriz Maria Alexandrovna había hecho construir un baño de inspiración romana y otro a la turca en sus aposentos del Palacio de Invierno de San Petersburgo. Aquellos lavabos eran una excepción, pero alcanzadas las prioridades de economía y simplificación, comenzó el proceso de decorar el baño.

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Fue entonces cuando regresó el gusto retro por los baños primitivos. Se consideraban más distinguidos que los de producción industrial. Aunque ‘confort’ sería la palabra de moda durante todo el siglo XX, los catálogos iniciaron su distinción entre lujoso, cómodo y básico.

Los grifos monomando, que mezclan agua fría y caliente, surgieron en 1972 Con la bañera asentada en los nuevos lavabos de las viviendas burguesas, la ducha era todavía vista como el hermano pobre: el baño de las casas modestas. Se conocían sus efectos vigorizantes, pero su uso llegaría con la popularización masiva del deporte. De la ducha de teléfono, disponible en algunos lavamanos y trasladada luego a las bañeras, se pasó a construir duchas que ahorraban energía, agua caliente y espacio en el cuarto de baño. Fue así cómo del baño semanal se pasó a la ducha diaria. En la historia del cuarto de baño el paso definitivo, que tardó siglos en conseguirse, se dio con la llegada de agua caliente a estas estancias. A partir de entonces, el siglo XX supuso una sucesión de inventos y mejoras destinadas a facilitar el disfrute del baño. Los grifos –que desde el tiempo de los romanos se fabricaban de bronce y plomo hasta que éste se mostró incapaz de aguantar la presión del agua y a finales del XIX comenzaron a fabricarse en latón– se equiparon con válvulas cerámicas y se fabricaron en plástico o acero inoxidable. Los grifos monomando, que mezclan agua fría y caliente, surgieron en 1972. Ideal Standard lanzó un modelo que permitía no sólo mezclar la temperatura del agua sino también controlar el caudal. Hacía poco que otro fabricante de grifos, Hans Grohe, había lanzado la cabecilla Selecta, que permitía variaciones en la presión de la ducha tras un simple giro. Corría el año 1968. Las duchas de presión variable no sólo permitían graduar la fuerza del agua, también se podía controlar la cantidad. Se estaba dando un primer paso hacia el control energético. De los años setenta data la bañera Whirlpool con hidromasaje incorporado. El invento lleva el nombre de quien lo ideó, el diseñador norteamericano Roy Jacuzzi, e inició una época en que, superada la miniaturización y la decoración del baño, las casas más

pudientes convirtieron esta estancia en un balneario doméstico. Poco más tarde, en 1980, coincidiendo con una ola de mobiliario móvil y desplegable para apartamentos de alquiler, aparecieron las bañeras acrílicas. Se trata de recipientes ligeros y sin embargo resistentes. Pueden abollarse pero suelen recuperar su forma inicial. Son agradables al tacto y evitan los resbalones. Además, se prestan a formas diversas y a decoraciones variopintas: pueden producirse en cualquier color. En los ochenta, el baño se convirtió en una habitación tan importante como el salón o el recibidor, no tanto por su función como por su valor representativo. Aparecieron innumerables fabricantes y diseñadores. La moda lo abrazó: lavabos empotrados, metálicos o ultraplanos, cuadrados, transparentes, minimalistas o surrealistas. Los arquitectos Ushida Findlay construyeron en Ibaraki un aseo que envuelve al usuario en una atmósfera acuática y suave. Frente a la sugerencia de los japoneses, la austeridad de los baños minimalistas del británico John Pawson recuperaba la esencia contemplativa del baño japonés.

El ahorro energético es el nuevo reto del cuarto de baño para el siglo XXI Más allá del lujo y la necesidad, solucionadas la higiene, el mantenimiento, la instalación, la decoración y hasta el precio, gracias a la producción en serie, la batalla del baño es por fin distinta. Los nuevos proyectos se dirigen a aumentar la versatilidad y el número de usos de esta estancia. En las viviendas más ambiciosas, busca transformarse en la habitación de la salud aunando en un único espacio botiquín, higiene y deporte. Mientras en los pisos pequeños, el baño sigue siendo el cajón de sastre en el que terminan por instalarse –aprovechando los desagües– los electrodomésticos (lavadoras o secadoras) que no caben en otro sitio. La recuperación del baño como un espacio para el ejercicio y la salud, la reducción del tamaño de sus elementos –que hará posible un mayor número de instalaciones por vivienda y, por lo tanto, una mayor privacidad en su uso– y, sobre todo, el ahorro energético se presentan como el nuevo reto del cuarto de baño para el siglo XXI.

El cuarto de baño no tuvo una ubicación fija en el interior de las viviendas hasta el siglo XX. A diferencia de otras partes de la casa, la historia del baño no sigue una línea de progreso: hay épocas limpias y épocas sucias. Hay culturas que favorecen la limpieza y culturas, supuestamente pudorosas, que evitan tratar el tema del aseo. Un monje medieval tenía más medios para ser limpio que un europeo del siglo XIX, y un indígena caribeño era más pulcro que cualquiera de los dos. El baño fue asociado a la salud, al placer y a rituales de purificación mucho antes de relacionarse con la limpieza. Tal vez por eso, el historiador británico Lawrence Wright, que glosó a mediados del siglo pasado la historia del cuarto de baño en Inglaterra en el libro Pulcro y decente, sostenía que podía llegar a saberse más de la historia de la humanidad estudiando sus cuartos de baño que analizando sus batallas. La ducha diaria es una costumbre reciente. Como lo es disponer de agua corriente. Buena parte de los hogares occidentales no vio grifos y tuberías hasta entrado el siglo XX. Históricamente las personas, cuando se lavaban, lo hacían por partes y muchas veces lejos de sus casas. Excusado, retrete, servicio, aseo… son legión los nombres que el cuarto de baño ha recibido a lo largo de su oscilante historia. De cuartucho vergonzante y oculto, el baño ha pasado a convertirse en una habitación pulida en las casas de hoy.

Los ríos fueron a un tiempo las cloacas más primitivas. Que los restos arqueológicos hayan aparecido, con frecuencia, en el fondo de los ríos, revela que las civilizaciones prehistóricas vivían cerca de sus márgenes. Bañarse dependía de algo tan aleatorio como la facilidad para hacerlo. Por eso los climas benignos, tanto como la cercanía a los manantiales, generaron pueblos limpios. Numerosos historiadores consideran que pudo ser el azar, una caída en el agua o una zambullida durante el calor, lo que iniciara la costumbre del baño. La misma corriente sirvió, desde la antigüedad, tanto para el baño y la bebida como para arrastrar inmundicias y excrementos. Los ríos fueron, por lo tanto, las primeras bañeras y también las cloacas más primitivas. Así, si el mismo río era fuente para beber, vía de evacuación de la basura y a la vez agua en la que bañarse, la organización de las funciones a realizar en el curso de un mismo río provocó una primera y primitiva organización sanitaria. Con todo, en la antigüedad la limpieza era un factor anecdótico. Sanitas significaba salud, pero el término no incluía la limpieza. Cuando las orillas de los ríos se poblaron y dejaron de admitir nuevos inquilinos, el aseo de la población disminuyó. Alejados de los ríos, los baños perdieron la frecuencia y no la recuperaron hasta que el agua llegó por otras fuentes con la instauración de los criados (o esclavos) o la instalación de las tuberías, según los ámbitos y las épocas.

El palacio de Cnossos tenía tuberías de

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Podemos tumbarnos al sol, desnudos, durante una hora y, en el peor de los casos, sufriremos una leve insolación. Esa hora en la nieve nos mataría. La necesidad de calor es una cuestión de supervivencia para el hombre y por eso la idea de proteger ese calor para protegernos a nosotros mismos se encuentra en la génesis de la casa. El hogar, como edificación, nació gracias al fuego, para guardarlo y mantenerlo vivo. El refugio del hombre se ha organizado siempre en torno al calor del hogar. Sin embargo, lo más probable es que el uso de ese mismo fuego para guisar y conservar alimentos se deba a una casualidad. No se sabe con seguridad cuándo se produjo el paso del hombre prehistórico heterótrofo en su alimentación al hombre autótrofo, capaz de cocer y elaborar sus alimentos. Se conoce, sin embargo, que cuando los cazadores nómadas pasaron a labrar la tierra y a criar ganado, la alfarería y el arte culinario comenzaron a desarrollarse.

En la prehistoria, los límites polares del asentamiento humano coinciden con las lindes del arbolado, es decir, del combustible En los antiguos poblados, la mayor parte de los alimentos se cocinaba al aire libre, en hogueras que se mantenían encendidas con esfuerzo colectivo y una organización de equipo. Cuando los guisos pasaron a cocerse al fuego de la lumbre, aparecieron las sopas y los estofados, aumentó la variedad de alimentos y se mejoró su conservación (gracias a los ahumados). Socialmente, en la Prehistoria, el fuego era un bien común, algo costoso de mantener. Más tarde, fue sustituido por los hornos subterráneos en los que se cocían la arcilla y el pan. Precisamente porque encender el fuego era un trabajo costoso, avivarlo y mantenerlo se convirtió en una tarea casi sagrada: los custodios del fuego tenían una gran responsabilidad, pues era más fácil mantenerlo encendido que producirlo de nuevo. La primera cerilla de fricción no apareció hasta 1827 en Gran Bretaña, por eso el fuego, y su mantenimiento, dieron lugar a innumerables rituales y utensilios. El cubrefuegos, por ejemplo, que se desarrolló cuando el hogar entró en las casas, ofrecía seguridad y facilitaba la conservación del fuego. El fuelle, y los distintos sistemas para mantener la llama viva, fueron inventados en siglos posteriores.

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Además de alterar las costumbres de la humanidad y de iniciar su historia gastronómica, el fuego convirtió en habitables zonas frías del planeta. Por eso no es casualidad que los límites polares del asentamiento humano coincidan con las lindes del arbolado, es decir, del combustible. Más allá del fuego comunitario, las cocinas primitivas fueron edificios separados, muchas veces cobertizos desmontables, ubicados cerca del lugar en el que se guardaban las herramientas de labranza.

En las domus romanas el tratamiento y control del fuego alcanzó menor complejidad que la solución para el agua corriente En muchas domus romanas, como en la casa de Pansa, en Pompeya, el horno estaba fuera de la casa, adosado a una de las paredes del patio y generalmente cerca del huerto y el triclinium, donde se comía. Era costumbre romana comer acostado en una cama diurna (lectus) y apoyado sobre un codo. Por eso el mobiliario de estas estancias dista mucho de los comedores al uso. En el empleo del fuego como abrigo, los romanos ya utilizaban braseros portátiles para completar la calefacción por aire caliente, y esa movilidad terminó por influir en los sistemas de cocción haciendo los aparatos trasladables. Estas localizaciones e inventos componen el embrión del espacio culinario que posteriormente entraría en la casa. Con el horno y la cocina doméstica quedaba otra cuestión por resolver, la del agua corriente. Las zanjas para abastecimiento doméstico estaban formadas por cañerías de barro y tuberías de plomo, material que ya

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Vitruvio, en su De Architectura (25 a. C.) declaró peligroso frente al sistema de barro, que consideró puro, higiénico y fácilmente reparable. La circulación del agua relaciona la incipiente cocina con otra estancia en la que los romanos habían logrado una esmerada sofisticación: el baño. Aunque la casa romana sí disponía de calefacción central por aire caliente, que circulaba en conductos subterráneos o por el interior de las paredes, en sus tratados, Vitruvio no menciona la chimenea, por eso historiadores como Lawrence Wright han supuesto que el atrium romano fue llamado así porque estaba ater, negro de hollín. Vitruvio dedicó parte de su sexto libro a hablar sobre la cocina y legó consejos para mantener alimentos como el vino: que debía guardarse en una bodega, comunicada con la almazara y con ventanas a “septentrión para evitar que perdiera fuerza caldeado por el sol”. Durante la Edad Media se comía de manera muy parecida, con glotonería y voracidad, independientemente de las condiciones económicas y sociales de los comensales. Existía el convencimiento de que los alimentos más nutritivos eran los más grasos. Por lo demás, la gama alimenticia era un monótono turno de carnes asadas, pan y legumbres, alegrados por el vino y la cerveza y sazonados, eso sí, con un número creciente de especias, entre las que destacaba el garum (un condimento salado procedente de la maceración de intestinos de esturión y caballa). La cena era más importante que la comida y, con el tiempo, la costumbre gala y germánica de comer sentados alrededor de una mesa, con los dedos primero y con tenedor y cuchillo después, se impuso a la manera romana de comer acostados. La Edad Media fue el tiempo de los grandes monasterios, y éstos hacían las veces de posadas en las que las comidas tenían fama de ser pantagruélicas. Los monjes de San Swithin, en Winchester, se rebelaron cuando sus comidas pasaron de trece a diez platos. Hasta el siglo X perduraron los opíparos banquetes, el ideal alimentario carolingio que quedó severamente prohibido a los monjes por los concilios del siglo XI.

En muchas casas medievales el lugar de cocción, así como la bodega y el granero, estaban situados en el exterior, muchas veces en cuevas. Esto dio lugar a una legislación muy severa que hacía pagar a los ladrones que desvalijaban las despensas entre 15 y 45 sueldos, dependiendo de si la despensa estaba o no cerrada con llave. Los utensilios de cocina eran ollas cerámicas que se suspendían del fuego con asas y punzones de hueso que servían para cocinar. Sólo las familias más acomodadas empleaban copas de cristal y platos de plata. Con el tiempo, el utillaje de las cocinas medievales de cobre sustituyó al de barro y la madera pasó a sustituir al hierro. La madera era además el combustible habitual. Esa costumbre arruinaría los bosques con la tala indiscriminada de árboles hasta que fue sustituida por el carbón vegetal.

Un primer paso para acercar la cocina a la casa consistió en encerrar el fuego Un primer paso para acercar la cocina a la casa fue encerrar el fuego. Así, las salas de fuego se convirtieron en habitaciones en torno a las que comenzaron a crecer armarios murales y alacenas para mantener los alimentos al abrigo del frío, al principio, y para facilitar su conservación, más tarde. El consumo de carnes ahumadas se convirtió en una costumbre que generó soluciones arquitectónicas ingeniosas. En la cocina medieval de la Christ Church, una sala de gran altura servía para asar animales, mientras que construcciones anexas a ese gran hornohabitación eran destinadas al ahumado de las carnes. El ahumado se convirtió en un modo popular de aprovisionamiento para el invierno

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porque era costumbre que parte del ganado se sacrificase al llegar el 11 de noviembre, el día de San Martín, en previsión de la escasez de forraje y pastos con los que alimentarlo en invierno. En ese tiempo las casas de los mercaderes solían tener, en el norte de Europa, dos plantas, cada una de unos 48 m2 con una cocina aneja, un zaquizamí ubicado, a partir del modelo romano, cerca del granero. Con la entrada del hogar en la vivienda, el doble uso del fuego para calentarse y cocinar propició muchos accidentes domésticos. En el siglo VII, el arzobispo Teodoro de Canterbury declaró culpables de esos percances a las mujeres y exculpó a los hombres. En realidad, los inconvenientes y peligros derivados de la incorporación de un hogar central a las casas medievales fueron casi tantos como las mejoras que proporcionó el invento. El hogar solía ser un octógono situado en el suelo, que medía cerca de dos metros de diámetro, y se encendía sobre un pavimento de ladrillo. El fuego encendido, primero, y el humo encerrado, después, se convirtieron en las mayores desventajas del invento. Como salida de humos, sólo se empleaba una abertura superior que no estaba protegida por cristales. Con todo, la introducción del hogar en las viviendas no supuso tampoco la aparición de un espacio culinario específico. En Europa Occidental, las casas largas (longa domus) abrigaban bajo el mismo techo, aunque generalmente en extremos opuestos, a las personas y al ganado. La convivencia era fuente de innumerables incomodidades e infecciones. “Abundaban las ratas y los ratones. No faltaban las pulgas ni las chinches”, escribe Georges Duby en su Historia de la vida privada. Y no existía diferencia entre la cocina y el resto de la casa. Se cocinaba donde se vivía, y se vivía cerca del hogar, para mantenerse caliente. Los fuegos llenaban de hollín la casa y la nula evacuación de humos hacía irrespirable la atmósfera. Ésa fue, precisamente, la primera cuestión que debieron solucionar los arquitectos para introducir la cocina en el interior. La chimeneas fueron experimentadas y evolucionaron gracias a las cocinas de los grandes monasterios y abadías. La regla de san Benito, por ejemplo, describe las condiciones para la construcción de un monasterio que debe contener en el interior de sus muros todo lo necesario: agua, molino, huerta y talleres. Si en las familias se daba cierta prosperidad, animales y cocina adquirían una edificación a parte, independiente del resto de la casa. Existían varias palabras, foganha o foconea, para nombrar el hogar cuando éste hacía también las veces de cocina. El nuevo fuego también servía para instalar junto a él el lecho de un enfermo en invierno. Las alcobas, las antiguas cubicula romanas,

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se organizaban rodeando esa fuente de calor, y en las casas se destinaba una cava o bodega subterránea para almacenar las provisiones. El hogar central fue paulatinamente sustituido por una chimenea de ladrillo adosada al muro, con la consiguiente disminución del riesgo de incendio y una mejor circulación del humo. Esta evolución se dio sobre todo en las viviendas humildes. En las casas señoriales, la chimenea quedó instalada sobre un aposento alto y abrigado en el que los señores se aislaban del resto de la casa. Tras los avances vividos con la reubicación y el aumento de la seguridad en la cocina medieval, la historia social y arquitectónica de esta estancia sufrió un retroceso. En las mansiones más lujosas, las cocinas pasaron a ser un lugar de servicio, ajeno al progreso e idealmente invisible ante los dueños de la casa. La importancia del cocinero en las casas más humildes queda demostrada por su lugar de honor, junto al rincón de la chimenea, en la propia cocina. La cercanía al hogar revelaba la posición en la escala social interna, ya que se daban grandes variaciones de temperatura dependiendo de la cercanía al hogar o a las puertas y ventanas. Cuando las lumbres de las cocinas no estaban empotradas a veces se encerraban entre dos paredes laterales bajas sobre las que apoyaban barras para colgar ollas y asadores. Si no se produjo antes el paso de un hogar abierto y exento a una lumbre recogida adosada a la pared en la que se mantenía el fuego más tiempo y con menos esfuerzo fue por un inconveniente: el fuego adosado reducía a la mitad el número de personas que se podían sentar junto al hogar. Las viviendas de los campesinos no fueron relativamente cómodas hasta finales del siglo XV, cuando el calor entra definitivamente en las casas. Muchas de las comodidades comenzaron a desarrollarse a partir de esa entrada. Siguiendo el ejemplo de los hornos monacales, se convirtió en costumbre ahumar un espaldar de tocino durante un mes. El suelo de ese hogar lo formaba una gruesa placa de hierro en la que se podían calentar platos. Pero la herramienta fundamental de las cocinas era la olla, de tres pies y de hierro, que se colgaba sobre el fuego gracias a un aparato llamado ‘cremallera’ que permitía elegir cercanía o lejanía del fuego. Los utensilios de la cocina giraban en torno a la olla: los morillos, los ganchos o los colgadores. Los hierros para cocinar y cuidar el fuego tenían los mangos envueltos en cuerda para evitar quemaduras. De todos los utensilios, el morillo –que se usaba por parejas– es el más primitivo. Su aparición se remonta a la Edad del Hierro, cuando servía para apoyar grandes leños y evitar que éstos rodasen fuera del hogar. En las cocinas más sofisticadas servía también para apoyar los espetones –varillas delgadas de hierro– para asar. En ocasiones, el remate superior de un morillo podía servir para sujetar una taza y calentarla.

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El morillo –que se usaba por parejas para apoyar los espetones– es el más primitivo entre los útiles de cocina Si el gran problema de la cocina consistió en dar con la fórmula para mantener el calor, el fuelle sustituyó el trabajo de los pulmones humanos hasta que fue también remplazado por un tubo de caña que canalizaba el aire. Así, en el siglo XII, extendido el uso del fuelle de madera y con el fuego vivo y constante, se comenzó a cuidar y mejorar la cocción de los alimentos. En el siglo XV, por ejemplo, dar vueltas al asador era la labor más fácil, destinada a los sirvientes inexpertos o a los ancianos. En las mansiones, los encargados del asador recibían propinas de los invitados, y con la riqueza de la casa aumentaba la sofisticación del sistema de mover el asado. Algunos hogares ingleses contaban con una rueda, llamada ‘de perro’ porque era el movimiento de un perro encerrado lo que hacía girar el asado, que sustituía la mano de obra. Por la misma época, existió un ventilador de aspas que funcionaba por efecto de la corriente ascendente y que por medio de un engranaje transmitía el movimiento a los asadores.

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Con el paso del tiempo la sofisticación fue llegando a todos los utensilios de cocina. La receta suele ser siempre la misma: se buscaba mejorar las técnicas de cocción, se trataba de limitar esos tiempos, se intentaba facilitar el trabajo de los cocineros. En ese sentido, la olla a presión tiene como precursora una olla abierta que, con el tiempo, se convertiría en autoclave. Las versiones más primitivas tenían el inconveniente de que podían estallar hasta que, a finales del siglo XVII, el condensador ideado por el físico francés Denis Papin consiguió evitar que la válvula de seguridad se obstruyese. La progresiva sofisticación de las herramientas de cocina no debe hacer perder de vista el que, todavía en el siglo XV, seguía siendo el mayor problema de una cocina: el mantenimiento del fuego. La falta de un combustible apropiado y accesible pudo poner en peligro ese avance cuando el carbón vegetal, el combustible más utilizado porque no desprendía humo ni olor, generaba poca ceniza y daba abundante calor, se reveló como un arma letal. Utilizarlo obligaba a ventilar continuamente las estancias, ya que su combustión desprendía monóxido de carbono, cuya inhalación es mortal. Muchas personas murieron así: durmiendo en una vivienda insuficientemente ventilada. La sustitución de este combustible por el carbón mineral ennegreció las casas. Y oscureció las ciudades. Por eso también terminó por prohibirse. Leonor de Provenza abandonó el castillo de Nottingham asqueada por los humos de la ciudad. En 1306 la utilización de la hulla estaba terminantemente prohibida en Londres. Se aplicaba un sistema de multas progresivo en el que a las sanciones por infringir esa ley seguía la destrucción de los hornos que utilizaban el combustible. Con todo, a pesar del humo, del olor y de los castigos, la sustitución de la leña por el carbón fue inevitable. Los bosques se estaban deforestando. También en esa esfera comenzaron temprano las restricciones de combustibles. Hasta el final del siglo VIII, el único derecho reservado al rey en los bosques británicos había sido la caza, cualquiera podía coger leña. En el IX comenzaron las restricciones, y en el XII los guardabosques recaudaban un impuesto por cortar madera en los caminos. Además de ser un combustible seguro, la madera se había convertido en el principal material para la construcción en los países anglosajones. La reina Isabel I, que había declarado ilegal el uso del carbón mineral en Londres mientras el parlamento estuviese reunido, prohibió también que robles, hayas o fresnos se utilizaran como combustible y los reservó para la construcción de sus navíos. En menos de un siglo, entre el reinado de Isabel I y el de Guillermo III, desaparecieron por completo algunos bosques, como el de Arden en Warwickshire, al noroeste de Avon. Sólo la turba, que arde con rapidez pero se consume sin llama produciendo mucho humo, se podía obtener sin tasa. Con ese panorama, los más pobres vieron cómo el estiércol de

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vaca seco se convertía en un buen combustible de olor sorprendentemente no desagradable para mantener sus viviendas caldeadas. Durante la Gran Peste de 1665, más de 68.000 personas murieron en Londres. Para tratar de evitar el contagio y para desinfectar el aire se quemaron grandes cantidades de carbón en las calles. La peste y el fatídico incendio que el año siguiente sufrió la capital británica terminaron con la reserva de combustible, buena parte de la población y extensas zonas de la ciudad. Las medidas adoptadas para tratar de frenar esa escasez y mantener la habitabilidad de la urbe databan de unos cuantos años antes, cuando en 1634 una tasa comenzó a grabar el consumo de carbón mineral. El dinero recaudado estaba entonces destinado a la reconstrucción de la catedral de San Pablo. Ese impuesto fue el precursor de otros que aparecieron en Inglaterra. Se pagaban gravámenes por tener chimeneas y hasta por producir humo, de los que los más pobres estaban exentos. Los incendios hicieron también de las inspecciones una práctica habitual en Londres, de la que, en este caso, ni ricos ni pobres estaban dispensados. Los basureros se convirtieron en temporales inspectores contra incendios. En sus rondas, eran responsables de comprobar que las chimeneas tuvieran los trashogueros bien hechos y que los hornos estuvieran construidos en piedra.

Para evitar incendios, en Londres los basureros se convirtieron en inspectores responsables de comprobar que las chimeneas tuvieran los trashogueros bien hechos y que los hornos estuvieran construidos en piedra En Francia, entre tanto, el carbón tardó algo más en desplazar a la leña y las chimeneas tardaron también en reducir su tamaño. En algunas alcobas palaciegas, las chimeneas se convirtieron en pasadizos cortesanos. La sofisticación comenzaba a elaborar lo que todavía era una necesidad mejorable técnicamente. La laboriosidad de los morillos o la decoración de las chimeneas, crecían más deprisa que la técnica para mantener el calor. En el siglo XVIII que una cocina de clase media no estuviera ocupada por alguna cama al llegar la noche era signo de bienestar burgués. Durante esta época, y en países como Italia o Japón, las tareas femeninas en el hogar estaban

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jerarquizadas. La suegra dirigía la cocina, la nuera se encargaba de los hijos y trabajaba en el campo. El lugar de cada uno en la mesa y el protocolo para servir la comida seguían un orden similar. El amo de la casa ocupaba el mejor sitio, que permanecía vacío durante sus ausencias. Se sentaba en un ángulo del banco esquinado, que le permitía vigilar la calle, el patio y los papeles familiares bajo llave. En la cabecera de la mesa se sentaba su mujer, cuando se sentaba, pues era habitual que la madre no lo hiciera hasta el postre, cuando no había más que traer de la cocina. A la derecha del padre se sentaban sus hijos, las hijas a la izquierda y por último la suegra. Las labores domésticas internas del jefe de familia consistían en cortar el pan y escanciar el vino. Era él quien primero se servía la comida y él quien distribuía los guisos al resto de los comensales. En el interior de la vivienda, el padre de familia era el más beneficiado porque en la vida exterior era, se decía, el que sufría la jornada más dura.

Cuando ya se sabía cómo iniciar el fuego y también cómo mantenerlo, el problema pasó a ser cómo dosificarlo Cuando la minería de profundidad (hasta 120 m) sustituyó a la de superficie en el siglo XVIII, gracias al empleo de bombas de vapor, los mineros trabajaban en condiciones míseras: sin vigas de contención ni lámparas de seguridad, sin inspectores de minas y con explosiones frecuentes. El coste del carbón aumentaba además con su traslado, por lo que quienes no vivían ni cerca de un canal ni cerca de una mina comían habitualmente pan con queso. Ésa era la cena habitual de muchas familias obreras. El hogar, en esas casas, seguía siendo un instrumento irradiador de calor. Pero hasta esos hogares iba a llegar un cambio más, un avance fundamental que terminaría por separar para siempre la cocción del calor en las casas. Apareció el horno doméstico. Cuando ya se sabía cómo iniciar el fuego y también cómo mantenerlo, el problema pasó a ser cómo dosificarlo. Más que ajustar mejor los tiempos de cocción, se trataba de no malgastar el fuego: la escasez de combustible había puesto de relevancia un nuevo problema. A finales del siglo XVIII, el inglés Benjamin Thompson, conde de Rumford, dio el paso definitivo hacia el perfeccionamiento del fogón. Montó y desmontó su cocina hasta conseguir que el precio del combustible utilizado durante la cocción no superase al 1 % del precio de la comida. Su sistema de ahorrar calor consistió en no producirlo en exceso ni cuando no se necesitara. Su fogón consiguió aislar el calor para no desperdiciarlo. Las ollas que ideó fueron diseñadas

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con tapas dobles de aislamiento y asas de madera para proteger de las quemaduras. Su horno Rumford era una instalación maciza de ladrillo con pequeñas aberturas en su parte superior, plana. En cada abertura se ajustaba un utensilio de cocina y bajo cada uno de éstos había un pequeño hogar con una parrilla, una cavidad para la ceniza y un portillo para regular el tiro. Además, un depósito de agua se calentaba por el fuego más próximo. Para evitar la acumulación de grasa, que se derretía con los asados, al conde se le ocurrió poner agua dentro de los hornos que, al evaporarse, mantenía el metal en el punto de ebullición y así limpiaba y mantenía el calor a un tiempo. Esta cocina sirvió de modelo para los hospitales de media Europa. Rumford también diseñó hornos pequeños y uno colgante que derivaron en cocinas portátiles y hornos de vapor. También descubrió que la abertura de la campana debía variar con el calor del fuego entre 36 y 52 cm. Con todo, sus ideas no llegaron a aplicarse hasta casi un siglo después de su muerte. Sólo el siglo XX, el de las cocinas compactas, pudo ver popularizado el sueño de Rumford, cuando el horno y el fuego se unieron y el depósito de agua caliente se mejoró con un grifo. En el Londres de principios del siglo XIX, un político, Francis Place, se convirtió en el gran defensor de la posesión de una vivienda propia como paliativo a los hogares deslavazados e incluso “frente al alcoholismo de los progenitores”. “Nada conduce tanto a la degradación de un hombre y una mujer como el tener que comer y beber, cocinar, lavar, planchar y llevar a cabo todas sus ocupaciones domésticas en la habitación en la que trabajan y duermen”, escribió. Place había vivido en condiciones de pobreza extrema. Hijo de un humilde operario, sus ideas reformistas encontraron acomodo en la doctrina de Jeremy Bentham, el utilitarismo que relacionaba lo bueno con lo útil. A pesar de que en el siglo XIX, la vivienda individual como necesidad –más que como lujo– comenzaba a tomar cuerpo, los arquitectos seguían desterrando la cocina de su campo de preocupaciones. La confinaban a alguno de sus extremos y seguía siendo, fundamentalmente, un lugar lleno de humos, grasa, olores y el calor, ahora insufrible, del horno. Tuvo que llegar un científico, Louis Pasteur, y denunciar la cocina como un nido de bacilos de Koch para que los inquilinos, mucho antes que los arquitectos, comenzaran su reforma sanitaria cuando terminaba el siglo XIX. El fogón de hierro, aparecido en 1830, supuso un gran progreso que permitió concentrar la fuente de calor sobre una caja de hierro sin necesidad de ubicarla en una chimenea abierta. Una década después, apareció la cocina (horno y fogón juntos) cerrada. Tenía el aspecto de una estufa y, aunque supuso un avance indudable, era muy poco eficaz. Tiraba en exceso, tanto que a veces se fundían las

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barras interiores para sujetar bandejas de cocción. Por eso, en la mayoría de las viviendas, el problema del horno seguía siendo el mismo que el del hogar: chimenea, estufa y cocina eran todavía una misma cosa. En ese escenario, los fabricantes, deseosos de lanzar un producto polivalente al mercado, decidieron que ese primer fogón de hierro se convirtiese a su vez en fuente de calor (calentador de agua por ejemplo) y hasta en incinerador de basura cuando disponía de cámara quemadora. A partir de 1880, y sobre todo en las zonas rurales, los fogones podían quemar además de carbón, gas o aceite. Se estaba cociendo un cambio.

El inglés Benjamin Thompson, conde de Rumford, consiguió regular el calor de los fogones El siglo XIX fue el de la ciencia y, por lo tanto, el de los progresos también en la cocina. Se detectaron los problemas y se preparó el camino para su saneamiento. En 1869 aparecieron fogones y aparatos de cocina en los que el agua fría entraba por un lado y la caliente salía por el otro. Por esas fechas, en Estados Unidos se consiguió algo revolucionario: la gente se trasladaba con su propia cocina. Se aligeró el peso de los aparatos y se construyeron sobre ruedas. Cocinas como la Excelsior nacieron siendo móviles y ese adelanto hizo que el horno de la panadería, en el que por poco dinero la gente llevaba a cocer sus panes y carnes, comenzase a desaparecer. Su final definitivo llegó cuando se popularizaron las cocinas de gas, a principios del XIX. Los primeros aparatos llevaban el nombre de sus inventores y así, Hicks fue el primero en patentar, en 1831, un horno de esas características. Una década más tarde, Ricketts mezcló el gas con el aire. A partir de ahí se sucedieron los inventos. La cocina portátil Boggett (1852) libraba los alimentos del hollín y de los vapores del gas. En 1854, cuando el gas era todavía una novedad en las cocinas, el Sunday Times pronosticó la desaparición del humo de los hogares y el ocaso de los inconvenientes del carbón gracias a ese nuevo combustible. La razón para tanto optimismo estaba en el control que ofrecía la combinación entre el nuevo combustible y la nueva tecnología: a diferencia del carbón, el gas podía ser apagado cuando no se necesitaba. En 1892 comenzaron a instalarse en Londres contadores de gas que funcionaban introduciendo una moneda. Las cosas estaban cambiando rápido, pero la auténtica revolución todavía estaba por llegar.

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Con los problemas del calor a punto de encontrar solución, comenzaron los del frío. La nevera se inventó como mejora de la fresquera. Y si las primeras cocinas fueron un fuego encerrado, en los primeros frigoríficos lo que se encerró fue el hielo. El frigorífico mecánico se instaló en la mayoría de los hogares cuando aparecieron máquinas comerciales para hacer hielo en EE UU, hacia 1860. Las primeras neveras resultaron prohibitivas. Costaban novecientos dólares de la época hasta que General Electric y General Motors, ya entrado el siglo XX, se interesaron por producir en serie el invento.

Hicks patentó en 1831 el primer horno de gas Los primeros frigoríficos reproducían las patas delgadas y curvas de los muebles de la época comunes al resto de los aparatos de cocina. Eran máquinas no mecánicas que explotaban la circulación del aire caliente y frío. En el Great White Frost de 1908, el aire entraba por la parte de arriba del frigorífico, el calor era absorbido por el hielo y ese aire frío se desplazaba hacia abajo, donde absorbía el calor de los alimentos almacenados antes de desplazarse de nuevo hacia arriba. Las neveras posteriores comenzaron a funcionar conectadas a un compresor externo, como el modelo Seeger (1925), hasta que se consiguió introducir el compresor en el aparato. Con el tiempo, la función se impuso a la forma y las neveras se convirtieron en cajas blancas monolíticas. Pero pasaron muchos años hasta que se inventaron los frigoríficos empotrados. La nevera fue el electrodoméstico que durante más tiempo sobresalió entre los muebles de la cocina. Los cambios sociales y técnicos derivados de la Revolución Industrial supusieron la paulatina desaparición del servicio doméstico y el descubrimiento de nuevas formas de energía. Estos dos pilares, el social y el energético, harían avanzar la cocina más que en toda su historia. En la Exposición Universal de Chicago de 1893 los visitantes pudieron ver nuevas cocinas, fogones compactos que empleaban energía eléctrica y otros combustibles revolucionarios. Uno de los primeros aparatos eléctricos que se popularizó fue la llamada Modernette (1919). De chapa metálica, resultaba mucho más barata y ligera que sus antecesores de hierro. Entre los nuevos combustibles, el petróleo tardó bastante en llegar. No lo hizo hasta 1860, pero entonces fue anunciado como una fuente de energía limpia, uniforme y de gran calidad. Con todo, las primeras estufas que lo utilizaron despedían olores nauseabundos. La estufa de combustión de vapor de parafina no apareció hasta la Exposición de París de 1878.

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Las ferias se habían convertido en el escenario del progreso. En 1891 se celebró en el Crystal Palace de Londres una feria de la electricidad. Y en 1905 General Electric lanzó su cocina apoyada en patas. Hasta 1912 la mayoría de las nuevas cocinas eléctricas eran cocinas a gas adaptadas y su diseño –que trataba de presentarlas como una pieza más del mobiliario–, resultaba inapropiado, poco manejable e incómodo. Con todo, el diseño no era el principal inconveniente. El progreso, en la historia de la cocina, siempre ha ido de la mano de los combustibles, y la cocina eléctrica no iba a convertirse en una excepción: no consiguió abrirse paso en los hogares hasta que, a principios del siglo XX, las compañías abarataron el coste del nuevo combustible.

A partir de 1930 los hornos se adaptan modularmente a las cocinas Aunque se conocía ya la cocina eléctrica y se alababan las ventajas del gas, después de la I Guerra Mundial, el fogón más popular era el mixto, que funcionaba alimentado por carbón y por gas en zonas diferentes. También en esa cocina el quemador y el horno estaban apoyados en patas delgadas y curvas. Durante los primeros años del siglo XX todavía no existía la distinción física entre las máquinas, los electrodomésticos y los muebles. Así, en la cocina de la casa Gamble, que Greene y Greene construyeron en Pasadena bajo el influjo del arts & crafts puede verse una cocina que funciona con un sistema de combustión mixta. Ese funcionamiento duró hasta que se abarató la electricidad, en los años treinta. Además de emplear dos fuentes de energía, el sistema mixto resultó formalmente innovador porque precisaba una cocina a dos niveles y el cocinero no tenía que agacharse al utilizar el horno (que estaba ubicado más arriba que la propia parrilla). Con los años, las cocinas de dos niveles perdieron el aspecto de mueble secesionista. Fueron diseñadas con compartimentos para guardar las parrillas y aparecieron recubiertas de los materiales sintéticos –como el falso mármol– que se comenzaban a fabricar. Resuelto el problema del coste se aceleraron los avances. Ya en 1915 había aparecido el regulador termostático del horno. Poco después, el hierro fundido estructural de las cocinas se sustituyó por la chapa de acero inoxidable y, algo más tarde, casi todas las cocinas se presentaron cubiertas por un esmalte de porcelana blanco. Solucionada la combustión, la eficacia y el mantenimiento, el horno comenzó a adaptarse a la cocina. A partir de 1930 se acomodaron modularmente a las estancias. Como resultado, las cocinas redujeron su tamaño y su presencia en la casa para convertirse en una sala de máquinas, un taller en el que conviven lavadero, horno y armarios. Fue el principio de las cocinas compactas.

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Christine Frederick analizó las labores que se realizan en la cocina para optimizar la distribución del espacio En las cocinas del siglo XX, la arquitectura se fusionó con el mobiliario componiendo un marco sin fisuras entre las encimeras –el plano horizontal– y los armarios –el vertical–. La cocina moderna se convirtió en la de mobiliario continuo e instalaciones fijas que funcionaba, fundamentalmente, asistida por la electricidad. En el mobiliario, la estandarización, la producción industrial y la incorporación progresiva de nuevos materiales, como el linóleum en los suelos continuos, favorecieron una estética que primaba la funcionalidad, la imagen compacta y las condiciones sanitarias óptimas. Con la estandarización apareció también la mecanización de la cocina, y muchas de esas ideas pioneras se

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incorporarían para siempre al lenguaje formal y funcional de esta estancia. A otras ideas, sin embargo, les tocó esperar para ser redescubiertas. Así, las rinconeras, que aprovechan hasta el fondo los espacios profundos para almacenar enseres, o los hornos levantados para no tener que agacharse son inventos de principios de siglo que no se popularizaron hasta el final del mismo. Como lo son una serie de normas destinadas a facilitar la labor del cocinero o cocinera: mesas y superficies en las que poder trabajar sentado y distribuciones que ahorran tiempo en la preparación, lavado y almacenamiento de los alimentos. La cocina moderna se define así, por primera vez, por su arquitectura: más que por su tecnología, por el mobiliario de almacenaje y preparación de los alimentos. Tan funcional y eficaz como rectilínea, la cocina modular tardó muy poco en convertirse en la favorita de los arquitectos modernos. Muchos de ellos, Le Corbusier en la villa Savoye de 1929 o un año más tarde Adolf Loos en la casa Müller de Praga, realizarían versiones con puertas correderas o pintadas de colores, respectivamente. Con todo, el precursor de esa cocina continua se remonta hasta 1860 y hay que buscarlo en el diseño de un banco de cocina modular que combinaba superficie de trabajo, espacio para almacenar y pila de lavado. Aquel diseño estaba firmado por una norteamericana, Catharine Beecher. Serían ese escenario, Estados Unidos, y otra mujer, Christine Frederick, los auténticos impulsores de la renovación de la cocina, curiosamente iniciada a partir de investigaciones sociológicas y no arquitectónicas. A principios de siglo, Frederick trató de racionalizar el trabajo en la cocina analizando cada una de las labores que se desarrollan allí en una investigación patrocinada por la revista Ladies’Home Journal. Comparó el trabajo en la cocina con la línea de montaje de una fábrica. Para ella la clave estaba en optimizar los movimientos para aumentar la producción. Aunque la comparación con la fábrica dista mucho de la labor que se desarrolla en la cocina, sus experimentos supusieron el despegue de investigaciones que derivaron en la modernización de la cocina. Entre los elementos que Frederick quiso eliminar de la cocina figuran la despensa y la alacena como espacios separados. Quiso convertir las despensas en armarios dentro de una habitación única. Sin servicio doméstico y con compras menos frecuentes, las cocinas se extendieron –invadiendo las antiguas despensas– o se recogieron –prescindiendo de las habitaciones anexas–, pero todas se modernizaron. En algunas casas, las despensas se incorporaron a la cocina a modo de comedor, amueblado con bancos y una mesa, que, al principio, se empleaba para desayunar y más tarde se convertiría en el comedor habitual. Comiendo allí, la cocina se alejó del lugar humeante y grasiento

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donde preparar alimentos para redibujarse como una de las zonas de estar en la casa. Recuperar la relación con el resto de la vivienda, abrir las cocinas, será, precisamente, la clave para su evolución en el siglo XXI. Los orígenes de esta decisión, de la que fueron precursores Frank Lloyd Wright, con sus viviendas usonianas (sobre todo con la Herbert Jacobs en Madison, Wisconsin, de 1936) y Mies van der Rohe con su casa Farnsworth en Illinois (1946), hay que buscarlos, una vez más, en las ideas de Frederick. Frederick propuso abrir las cocinas para que quienes cocinaban (las mujeres) no quedaran aisladas del resto de la vida familiar y pudieran, a un tiempo, cocinar y vigilar a los niños. Con todo, la apertura de las cocinas que defendía era sólo un efecto visual, ya que recomendaba mantenerlas cerradas por cristales correderos para proteger el salón de ruidos y olores. Con la intención de facilitar el trabajo de las mujeres en las cocinas, y con la obsesión por ahorrar tiempo que caracterizó sus análisis, Frederick se convirtió también en defensora de inventos como las toallas de papel, sustitutos de los trapos y paños de cocina. Los estudios de Frederick marcaron un precedente a favor de la organización arquitectónica de la cocina. Inyectaron lógica a la distribución y a la ubicación de los nuevos electrodomésticos. Situó, por ejemplo, el frigorífico en un lugar entre la cocina y el porche de las viviendas norteamericanas para que éste pudiera ser repostado con hielo desde la calle. También rodeó las zonas de trabajo con estanterías para que las herramientas necesarias para cocinar estuvieran siempre a mano, la cocinera no tuviese que perder tiempo buscándolas y las puertas no malgastasen espacios. Frederick se olvidó, sin embargo, de la acumulación de grasa y polvo que sufrirían las estanterías y no valoró, por ejemplo, el tiempo que se ahorra con una cocina en la que los armarios están cerrados. Los estudios de Frederick hoy serían tachados de esquemáticos y simplistas. Porque hoy la verdadera función de la cocina no es sólo la producción de alimentos. Esta habitación se ha convertido en una extraña mezcla entre una sala de máquinas y la extensión del salón familiar. Por eso se considera que los análisis de la norteamericana juzgaban más a un robot que a una persona capaz de consultar una receta, limpiar encimeras o remover una salsa de cocción lenta. En cualquier caso, esta mujer destapó la necesidad de aprovechar el espacio de la cocina y el tiempo del cocinero y, más importante todavía, predicó la necesidad de previsión en cualquier tipo de arquitectura. Los arquitectos progresistas de la Bauhaus alemana tomaron buena nota de sus recomendaciones.

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La Bauhaus, la escuela que nació en Weimar en 1919 y que vio forzada su disolución en 1933, también fue sensible a los análisis de Frederick. Esta institución convirtió al arquitecto en el abogado de la nueva vivienda. Su casa modelo, desarrollada en 1923 por su director Walter Gropius junto a insignes profesores de la escuela, proponía una cocina con grandes espacios para el almacenamiento, el máximo aprovechamiento de las superficies de trabajo y una ventilación e iluminación natural a través de una ventana basculante. Cuatro años más tarde, en la exposición Weissenhof en Stuttgart, muchos de los arquitectos bauhasianos tuvieron la oportunidad de construir sus ideas para una vivienda mejor, y fue otra mujer, Erna Meyer, que trabajaba como asesora de la muestra, la que difundió las ideas para una cocina en la que se dejaba notar la influencia de Frederick. Meyer defendía una estancia en la que la mujer pudiera trabajar sentada.

J. P. Oud diseñó una cocina como sala de paso para llegar al comedor, una estancia que podía cerrarse con puertas correderas de cristal, quedando separada pero no aislada del resto de la vivienda Bajo la estela de Frederick y Meyer, en las cocinas ideadas por los arquitectos de la Bauhaus se midieron los tiempos que se tardaba en realizar cada una de las funciones habituales en una cocina. El proyectista Marcel Breuer ideó, en 1926, una cocina para la casa de los maestros de la escuela, organizada a partir de una clasificación de las labores culinarias que dividía la estancia en zonas de lavado, preparado y cocción. Un año después, y con el objetivo de amueblar la casa que había proyectado para la exposición de Weissenhof, J. P. Oud diseñó una cocina como sala de paso para llegar al comedor, una estancia que podía cerrarse con puertas correderas de cristal, quedando separada pero no aislada del resto de la vivienda. La cocina de Oud fue la favorita de Erna Meyer, que la destacó entre las propuestas por los demás arquitectos de la muestra. Por esas mismas fechas otra mujer, Margarete Schütte-Lihotzky, también reconoció la influencia de las ideas de Frederick al diseñar su cocina Francfort (1925) en la que las superficies de trabajo continuas permitían un espacio inferior para las piernas –para poder trabajar sentada– y en la que un escurreplatos empotrado racionalizaba el lavado de platos, evitando tener que secarlos al tiempo que mantenía la cocina compacta y cerrada.

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Si la estandarización y el modulaje de los muebles de cocina se convirtieron en las bases del amueblamiento, los distintos modelos de armarios ofertados por las empresas no tardarían en convertirse en una floreciente industria. A mediados de siglo, la distribución lógica y racional de los muebles fomentando el aprovechamiento del espacio era una realidad no sólo en las cocinas de los arquitectos sino también en las de la mayoría de la población. La modernización llegó a la cocina de la mano de la electricidad. Tras ese giro, la cocina ha hecho poco más que variar materiales y utensilios y lograr su casi total automatización. Así, la cocina abierta con barra de L’Unité d’Habitation de Marsella de Le Corbusier (1950) fue diseñada según la moda americana, haciendo gala de los nuevos materiales. Con encimeras de acero inoxidable, su mobiliario combinaba distintos colores, disponía de un pasaplatos y una barra –que sustituía a la mesa en la que sentarse a comer– y desde ella podía verse el resto de la vivienda. La conexión de la cocina con el resto de la casa sería el gran tema desarrollado por los arquitectos en la segunda parte del siglo. Con el modulaje, las cocinas pasaron a encargarse por correo. Los fabricantes de electrodomésticos no tardaron en ponerse de acuerdo con las medidas estándar para ensamblar en un solo plano muebles y aparatos. En 1920, se presentó el sistema de cocina compacta Oxford Milwork, con un frigorífico empotrado. Además de integrar la nevera, el sistema Milwork ofrecía ideas como el empleo de armarios de rejilla para ventilar el espacio debajo de la pila en el que solía ubicarse el basurero. El diseñador Norman Bel Geddes fue el primero en proyectar una cocina de nivel único en 1933. Lo hizo para la Standard Gas Equipment Company y su sistema de paneles modulares marcó la base combinatoria del horno y los fogones modernos. En 1945, veinticinco fabricantes de aparatos a gas y ocho industriales de armarios de cocina decidieron que la profundidad de las superficies de trabajo sería de 60 centímetros. La mujer media norteamericana ubicó esa superficie a 90 cm del suelo y esas medidas, con pequeñas variaciones, fueron exportadas a muchos países. Pero fue la progresiva mejora de los electrodomésticos lo que marcó la dirección de la evolución de la cocina. Aparecieron licuadoras, batidoras, trituradoras, cortadoras y hasta robots de cocina capaces de amasar, batir y preparar tartas y estofados. Más allá del pequeño electrodoméstico, los grandes aparatos también sufrieron revoluciones. En la década de los setenta surgió una generación de electrodomésticos que ofrecía nuevos servicios: secadoras de ropa, hornos microondas y fogones vitrocerámicos. La consigna seguía siendo la defendida por Christine Frederick: ahorrar tiempo y esfuerzo para vivir mejor. Así, factores como la facilidad en el mantenimiento de los aparatos

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–la fácil limpieza de las placas vitrocerámicas, por ejemplo– fueron los criterios que mejoraron las líneas de electrodomésticos. Posteriormente, cuestiones como la duración de las sesiones o el silencio de su puesta en marcha resultaron más relevantes para los consumidores. A todas esas soluciones técnicas y estéticas que han contribuido a la paulatina evolución de la cocina, hoy se unen dos asuntos fundamentales: el ahorro energético y la respuesta a los cambios en la vida de los usuarios. La evolución de la cocina no ha sido un camino recto y ni siquiera en la historia de la cocina moderna dejaron de producirse fallos de cálculo. Aunque la eficacia ha sido un factor irrefutable para introducir cambios en las cocinas, en las cuestiones culturales y estéticas –las que han permitido la diferenciación de muchos fabricantes– es donde más riesgos se ha corrido y, por lo tanto, donde mayores equivocaciones se han producido. Así, un productor europeo como Bulthaup intuyó que la aparición del microondas iba a convertir la cocina en la habitación del microondas y a la cocinera en la operaria del nuevo electrodoméstico. Por eso su proyecto de cocina Tipo 1 (1970), que presentaba una cocina convertida en espacio de paso de líneas aereodinámicas no funcionó. Sí lo hicieron, sin embargo, muchos de los posteriores diseños ideados por esa firma, que fue pionera en los mobiliarios de cocina que introducían una preocupación por la ergonomía, la adaptación de los aparatos a las formas y usos del cuerpo humano. El reto energético, el aprovechamiento de nuevas energías, es una cuestión todavía por resolver para muchos fabricantes de electrodomésticos. El tratamiento de residuos y desperdicios ha encontrado ya un hueco en los sistemas de limpieza de las ciudades y en el espacio y diseño de las cocinas con la incorporación de basureros selectivos. En esta cuestión, Bulthaup de nuevo ha sido pionera al proyectar cocinas equipadas con contenedores diferenciados para los diversos reciclajes. Y, lejos de imaginar un futuro espacial, ha aprendido a mirar atrás para rescatar ideas del pasado. Así, en sus nuevas cocinas conviven los hornos y los fogones alimentados por diversas fuentes de energía: el gas y la electricidad para optimizar la cocción de alimentos. Ideas como los salpicaderos practicables –en los que guardar especieros o tablas de cortar– hacen avanzar, temporada a temporada, a sus cocinas. Si las mejoras energéticas son una urgencia, la nueva distribución de la cocina, cada vez más reducida o cada vez más unida al resto de la casa, es una realidad arquitectónica. Proyectistas como los holandeses MVRDV han diseñado viviendas unifamiliares, como sus casas en Borneo (Ámsterdam) de 1999, en las que el acceso principal a la vivienda coincide con el espacio de la cocina.

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Otros arquitectos, como los japoneses Shigeru Ban o Kazuyo Sejima, han desarrollado la idea de la barra de trabajo propuesta por Mies en sus casas abiertas y sin muros. Ese banco de trabajo, tuvo una evolución inesperada en la década de los ochenta cuando la empresa Bulthaup lanzó un modelo de cocina trasladable con instalaciones incluidas, el KBW. Y un proyecto posterior, la cocina b2, hace posible trasladar también la alacena organizada en un mueble único. Las grandes inversiones en las cocinas se justifican mejor así, cuando éstas se convierten de bienes móviles y es posible trasladarlos durante una mudanza. También el holandés Rem Koolhaas instaló un banco de trabajo de acero inoxidable como toda cocina para su Villa dall’Ava en St. Cloud, cerca de París (1991). La reducción de las cocinas a sus componentes básicos contrasta con su reconversión en una extensión del salón o en la principal zona de estar de la casa.

La conexión de la cocina con el resto de la vivienda fue el gran tema desarrollado por los arquitectos en la segunda parte del siglo XX La opción entre reducción o extensión, la automatización de las tareas domésticas, el silencio y la discreción de los nuevos electrodomésticos, o los nuevos materiales para el mobiliario de cocina la han convertido en la habitación de la casa objeto de mayores inversiones. Este hecho, sumado a la progresiva reducción del tamaño de los apartamentos en las ciudades, ha provocado la paradoja de deshacer barreras históricas para recuperar la unión entre la cocina y el salón. A la falta de espacio, las nuevas viviendas han respondido con habitaciones polivalentes, una idea tan antigua como el mundo, pero mucho más practicable hoy en día. La transformación de la cocina en un lugar en el que los electrodomésticos propios de esta estancia conviven con otros como la radio, el teléfono, el televisor o el ordenador, ha convertido esta estancia en el centro de la vida doméstica. Por eso, a la histórica preocupación por los combustibles y la preferencia por los modelos compactos y bien aprovechados se une ahora la cuestión de la comodidad al tratar esta estancia como parte indisociable de la sala de estar de una casa.

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historia de los muebles

El comedor, entendido como el lugar en el que se come –de un caldero comunitario a una mesa puesta con cubiertos de plata– fue un espacio móvil, sin ubicación fija en las viviendas hasta el siglo XVIII. A pesar de tener un uso tan definido, las estancias para comer fueron con frecuencia indefinidas. Coincidieron con el lugar donde se preparaba esa comida, la cocina, o con la estancia en que –de disponer de tiempo– se reposaba su digestión: el salón. Hoy sigue ocurriendo. En la mayoría de las casas no existe una división precisa entre esas tres estancias, por eso este libro entiende el salón como el lugar para el ocio de la familia. Y cuenta la evolución y la historia del comedor a través de los cambios en las piezas móviles, los muebles, que lo han ido redibujando. A veces la historia de los muebles viene precedida de un manual antropológico de usos y costumbres. Así, en Japón, la manera de sentarse e inclinarse sobre la comida ha terminado por dibujar la casa. El suelo como asiento facilita un uso económico del espacio, que es la base de la flexibilidad que caracteriza la vivienda japonesa tradicional: pocas pertenencias para una movilidad fácil. Sin muebles, una estancia se convierte en versátil, puede servir para varios usos. Pero el suelo debe estar inmaculado. Un japonés no distingue entre el concepto estético de bello y el higiénico de limpio. Como contrapartida a tanta flexibilidad, la casa japonesa adelanta uno de los problemas del movimiento moderno: el sacrificio de la expresión individual en favor de un estilo colectivo. Todo eso lo explican los muebles.

En Egipto, la sobriedad de la arquitectura llegaba hasta el mobiliario. Los taburetes eran el mueble más común Durante siglos, de Mesopotamia a Roma y hasta la Edad Media, la mayoría de los hogares tenía por lo menos un camastro. Buena parte, también una mesa, pero casi ninguno una silla. En España, en algunas zonas pobres del valle del Duero, las sillas fueron una rareza hasta entrado el siglo XVIII. En esa época, en muchas viviendas europeas ya se empleaban manteles, platos –que sustituían a los cuencos utilizados por los más pobres–, tenedores –que habían sido inventados en la época bizantina, pero cuyo uso no se difundió hasta el siglo XVII– y vasos, pero no todas las casas tenían sillas. No es de extrañar que el modo de comportarse en la mesa fuera un identificador social fiable.

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Con un pie de cinco garras, una pata de león apoyada en un talón cilíndrico, acababan los egipcios sus mejores sillas. Tenían asientos enrejados o de paja trenzada y estaban adornadas con motivos vegetales y animales e incrustaciones de marfil. En el Museo del Louvre se conservan algunas. Un cofre de madera, con tapa de ébano, muestra en su puerta la imagen tallada de una mujer que ofrece un recipiente a una pareja sentada sobre un banco con patas de león. Junto a esos muebles sofisticados, en Egipto convivían banquetas con asientos de cuero de una sorprendente austeridad y rigidez, y por lo tanto, de cierta modernidad. La sobriedad rota por el detalle ornamental de garras de animales estaría también presente en el escueto mobiliario que los asirios y los persas fabricaron entre los siglos IX y IV a. C. con ébano, o palo de rosa e incrustaciones de oro o marfil.

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Si la rigidez de la arquitectura egipcia alcanzó a su mobiliario, Grecia continuó esa costumbre, y también allí se tallaron muebles con ornamentos procedentes de la decoración de edificios. Hojas de palma y acanto constituían el adorno principal. Al escultor Calímaco, que también era arquitecto, se le atribuye la primera decoración con este tipo de hojas en el siglo V a. C. Sucedió cuando sobre la tumba de una niña colocó un canasto con flores y una planta de acanto. Cuando un año después regresó al cementerio, la planta había abrazado el canasto produciendo un efecto que inspiraría sus diseños. Más allá de las leyendas, las formas de los muebles griegos, y su naturaleza menos rígida que la de los egipcios, se han ido deduciendo de los bajorrelieves y de los dibujos en las cerámicas. Así, se sabe que otro motivo ornamental, que terminaría por llamarse griego, lo constituía una línea quebrada con ángulos rectos formando cuadrados o rectángulos abiertos que decoró también los muebles de la época. Al contrario de los muebles romanos o de los egipcios, no se conservan muebles griegos. Pero las cerámicas revelan el uso de camas, mesas, cofres y sillas. Entre éstas, la más famosa, porque tras los siglos sería “recuperada” en el estilo imperio francés, fue la klismos, una butaca sencilla con un respaldo con doble curvatura (verticalmente hacia atrás y horizontalmente hacia delante). Aunque Homero describió las camas como montones de pieles, los griegos ya tenían tumbonas para celebrar sus festines. Eran camas diurnas que, como a los romanos, les servían para comer recostados y, arropadas, también para dormir. Se llamaban kline, y estaban construidas con madera y piel.

No se conservan sillas klismos de la época helénica, sin embargo, las ilustraciones en cerámica permitieron su reproducción en la época del estilo imperio Las formas curvas del mobiliario griego llegaron a los muebles romanos construidos, con frecuencia, de bronce cincelado. Un mueble no era entonces un objeto utilitario, ni siquiera una comodidad. Era un tesoro. Las viejas garras de león egipcio reaparecieron en Roma junto a las hojas de acanto y las incrustaciones de marfil. Los romanos pudientes se pasaban buena parte de su vida tumbados, semiinclinados sobre lechos (lectus), en el tricliniumm, y comiendo con las manos. También tenían sillas. La base de los asientos era de cuero y la silla de tijera, plegable y empleada como mesa de apoyo, sustituyó a la rúbrica de los respaldos de las sillas klismos. Al igual que la silla griega, también las romanas fueron recuperadas por los estilos directorio y regencia. El armario

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(armorium) data de esa época y era, en realidad, el cuarto de las armas. De la misma manera que el mobiliario griego se conoció a través de dibujos cerámicos, el romano reapareció sepultado entre los restos de Pompeya y Herculano, que habían quedado enterradas tras una violenta erupción del Vesubio en el año 79 a. C. Así, y aunque los romanos eran prácticos y tenían pocos muebles, se ha sabido que, en esta época, el banquete tenía tanta importancia como la vida en los salones durante el siglo XVII. Y, más allá de la colina del Palatino, donde vivía el emperador, el historiador Georges Duby apunta que casi todo el pueblo llano disfrutaba también de los festines. Y no había festín sin lecho. Ni siquiera entre los pobres.

En Roma no había casa noble que no dispusiera de varios comedores (triclinium) reservados para las grandes ocasiones. Cuando se celebraba un festín, los puestos se ocupaban de acuerdo con el rango Con ese gusto por las celebraciones, en Roma no había casa noble que no dispusiera de varios comedores (triclinium). Allí los puestos se ocupaban de acuerdo con el rango. Los lechos, de decoración sencilla, quedaban en el perímetro de la estancia, formaban una U ordenados jerárquicamente. El del dueño de la casa ocupaba el lado derecho. El diseño del mosaico que pavimentaba el suelo ha ayudado a los arqueólogos a identificar esa habitación. Durante la época del imperio, las mujeres con rango social suficiente para ser invitadas y para dar banquetes fueron adquiriendo derechos en los comedores. De comer sentadas pasaron a hacerlo tumbadas, como los hombres. Los esclavos se conformaban con las sobras de los banquetes, pero, terminada la fiesta, también a ellos se les podía permitir que se tumbaran para disfrutar de los restos. A pesar de ese ánimo “progresista”, con la inestabilidad del imperio, iniciada en el siglo III, lo que quedaba de los egipcios, los asirios y los griegos emigró a la capital del nuevo imperio de Constantino: la antigua Bizancio, convertida en Constantinopla. Allí, y tras el edicto de Milán (313) que permitía la libertad de cultos, todo cambió. Mientras el cristianismo fue una religión perseguida, los muebles para las catacumbas habían sido eminentemente prácticos. En Constantinopla lo representado y cincelado en marfil no fueron las garras egipcias sino los personajes religiosos (precursores de los iconos). Y de nuevo el banco, el cofre y el pupitre de lectura, los muebles más utilizados.

En Bizancio, hasta el siglo X, la distribución de la casa la organizaban los cortinones que separaban las estancias y protegían de los vientos. Las paredes estaban cubiertas de baldosas de cerámica con escenas de animales. Las vajillas se guardaban en cofres de marfil esculpidos. No se conocen inventarios que coloquen los objetos en un lugar u otro de la casa ni testamentos que valoren el mobiliario como un bien cuantificable. Las mujeres sólo eran aceptadas en los comedores durante los banquetes si éstos no eran francachelas poco morales. La presencia de una mujer en una fiesta de ese tipo era, para su marido, motivo de divorcio. Las mesas eran simples tableros sobre caballetes. Pero los scriptoria, muy utilizados por los monjes, tenían una fachada arquitectónica. El arte romano se transformó con los elementos, colores y materiales orientales. Por eso se conservan entre los muebles bizantinos formas de la Antigüedad desaparecidas en Occidente.

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Durante toda la Edad Media se comió con los dedos. El rey también lo hacía, pero un sirviente le sostenía la servilleta en la que se secaba las manos tras lavárselas entre plato y plato Durante toda la Edad Media se comió con los dedos. El rey también lo hacía, pero un sirviente le sostenía la servilleta en la que se secaba las manos tras lavárselas entre plato y plato. En ese tiempo, en el norte de Francia, por ejemplo, el lugar donde se cocinaba era el mismo en el que se comía, cerca de la chimenea, cuyo fuego se mantenía vivo, con mucho esfuerzo, durante el día. El ama de casa lo cubría por la noche, por miedo a los incendios. Con el Medievo los muebles casi desaparecen. Se reducen a su mínima expresión y, en esa reducción, aparece el mueble polivalente. Así, el mueble medieval por antonomasia es el arcón que servía como banco, como cama –cubierto por una manta– y, llegado el caso, como mesa. La reducción medieval fue tan drástica que desaparecieron los adornos que habían ido reinventándose las sucesivas culturas. El Medievo secó la creatividad y ahuyentó las ganas de celebrar y explorar. Por eso los bancos-cofre eran de una simplicidad casi rústica, pero tan sólidos y duraderos que todavía se conservan. Varios han llegado a nuestros días. Se fabricaban casi siempre en roble, una de las maderas más sólidas, clave para todo el escaso mobiliario que precede al renacimiento. Escasos adornos vegetales y volutas y arcos apuntados –heredados de la arquitectura– eran su única ornamentación. En la manufactura de un cofre tan crucial era la labor de un carpintero (arcador) como la de un herrero. El trabajo de herrería unía las piezas de madera con las bisagras y cerraba con llave el cofre. El resto del mobiliario, los tronos y las sillas de los mandatarios eclesiásticos

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y los reyes, sí podían realizarse en bronce, y sólo en esos asientos podían aparecer los motivos ornamentales derivados de los animales con que se adornaban los muebles de la Antigüedad. El estilo gótico, con sus diferentes fases de decoración cada vez más compleja –primitivo, floreciente y flamígero– definió la arquitectura entre los siglos XI y XV. Fue el estilo más longevo de la historia del arte. Tal vez por eso pudo sofisticar tanto su ornamentación. Los evangelistas en columnas, los aguilones y los almocárabes –la decoración islámica con forma de lazos– salieron del ámbito religioso para decorar la vida civil. Los medios puntos, las columnas con agujas y los rosetones o las flores de lis construyeron un idioma que dejó su huella sobre todo en las estructuras de las mesas. El hierro forjado, en las bisagras, los pernos, las cerraduras y los tiradores, y el claveteado (sobre el cuero) marcaron también los muebles de los comedores de la época. En ellos, los arcones seguían siendo fundamentales. Las sillas de caderas estaban en lugares religiosos. En las viviendas era habitual sentarse a la morisca, sobre almohadones. La policromía, que se desvanece en las casas en favor de una sobriedad unificadora en un mobiliario más austero y funcional, reaparece donde es posible el exceso decorativo: en la grandilocuencia de las catedrales, destinada a fomentar la fe. A imitación de los grandes monumentos antiguos, las catedrales góticas hablaron desde una arquitectura majestuosa. Más allá de la sobreelaboración en la decoración de estructuras, el gótico sacó a la luz un nuevo mueble: el aparador, un cofre con puertas sobre un soporte elevado. Su función era la exposición: sobre él se mostraban objetos de plata o porcelanas. El aparador es el pariente remoto de los cabinets italianos y de los buffets franceses, que muy pronto, amueblarían los comedores. Con el gótico en su esplendor internacional se inicia el intercambio de ideas y la domesticación de un estilo común a los países europeos que culminará durante el renacimiento. Venecia, descubriendo China, y Florencia, con los Medici a la cabeza, dibujarán las líneas simétricas y de esta época. La clave artística del renacimiento consistió en darse cuenta de que el progreso podía estar en el pasado. Así, sus artistas revisaron la historia para comprobar que en Grecia, como en Roma, habían vivido mejor que ellos. Y tomaron nota. No sólo recuperaron la antigua ornamentación ordenada. Exploraron también la arquitectura, la despojaron de la rigidez gótica y, con el nuevo orden simétrico, descubrieron la perspectiva. El inventor del ensayo, Michael de Montaigne, anotó en su diario su admiración por el sistema de calefacción de Alsacia y Lorena: estufas de loza situadas

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entre dos estancias, para cocinar por un lado y calentar por el otro. Corría el siglo XVI y, sin duda, Montaigne visitaría una casa burguesa, pues todavía en el XVIII buena parte de las casas de los campesinos eran chozas oscuras en las que se tocaban las vigas del techo con la cabeza. Eran tan precarias que sus muros de adobe y paja debían repararse cada año. Eso ocurría en el campo. La vida en las ciudades respiraba otros aires. En Italia se inventaría la marquetería (intarsia) en los talleres que los Medici tenían en Siena y Florencia. En Venecia, el desconchado de una pintura dejando aparecer un fondo de oro se conocerá como el esgrafiado y será la técnica decorativa favorita de esta escuela. Los motivos ornamentales serán vegetales y animales. Así, reaparecen las antiguas garras egipcias y otros animales, como los nidos de abeja. El codal es una pieza muy ornamentada con función estructural: une las diversas patas de la mesa para repartir el peso del tablero. Pero el mueble que alcanzará mayor fama en el renacimiento será el sillón Savonarola, con patas formadas por una fila de hasta diez ramas ligeramente curvas que se entrecruzan bajo el asiento y suben, lateralmente, hasta formar los brazos y el propio asiento. Esa silla sobria lleva el nombre del fraile dominico Girolamo Savonarola, que predicó durante el siglo XV contra los excesos de la Iglesia. Terminó en la hoguera.

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La arquitectura de Juan de Herrera dicta la sobriedad de piezas como los sillones fraileros, de respaldo de cuero tensado fijado con clavos de cobre y con travesaños calados uniendo las patas El buffet fue la principal aportación francesa al mueble del renacimiento. Era tanto un soporte para filigranas artísticas como un mueble para guardar loza, plata y utensilios del comedor. Los más sofisticados tenían una parte baja, sin puertas, en la que unas cariátides, o unas quimeras aladas, sostenían el cuerpo superior que sí era un armario al uso. La decoración no dejaba milímetro sin filigrana: con adornos inspirados en la mitología griega, Leda, Mercurio o Júpiter estaban coronados por un frontis esculpido que podía contener una

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urna o un jarrón. A pesar de la ornamentación, estos muebles eran construcciones simétricas. En España, terminada la reconquista, los putti y las coronas de laurel llegaron de Nápoles y Sicilia para decorar los muebles cuando la herencia mudéjar era todavía palpable. Con Felipe II (1556-1598) la arquitectura de Juan de Herrera dictó la sobriedad de los sillones fraileros, con respaldo de cuero tensado fijado con clavos de cobre y travesaños calados uniendo las patas, que componían el mobiliario básico de los hogares españoles. El bargueño, la combinación entre un cofre y un escritorio, con mesa de trabajo, tiradores y cajones decorados con marqueterías de marfil fue otra aportación española. Muchos llevaban anillas colgando de los lados para facilitar su transporte. La decoración con conchas, del peregrinaje a Santiago de Compostela, era también un clásico en el mobiliario español. A veces, se tallaban en piezas móviles indicando, precisamente, su pertenencia a un peregrino. En Inglaterra, la primera interpretación renacentista tendrá también un aire rústico en el comedor Tudor. Pero la sofisticación veneciana no tardará en llegar a la corte de Enrique VIII. El hall, (el recibidor), la principal estancia de la casa y el lugar de los banquetes, estaba amueblado con cofres, levantados sobre patas que irán ganando altura hasta convertirse en cómodas (en inglés tanto la cómoda como el cofre se llaman igual: chest) y con una mesa con largueros ocultos (withdraw table), precursora de las mesas extensibles de hoy. El renacimiento hizo también que Alemania abrazase la ornamentación de la Antigüedad y olvidase el gótico. En el sur se imitaron los modelos italianos y en Nuremberg ganó la sobriedad. Los armarios se fabricaban siguiendo el modelo de los edificios renacentistas: con ventanas y puertas.

Hasta el siglo XVII no se generalizó el uso de los cubiertos Es evidente que si la historia de las naciones la escriben los vencedores, los poderosos o, cuanto menos, quienes saben escribir, la de los muebles la dibujan las piezas cuyo valor las hizo pasar a la historia. Por eso es importante contrastar el comedor palaciego con la vida cotidiana que revelan algunos estudios antropológicos. Hasta el siglo XVII no se generalizó el uso de los cubiertos. Y, en algunas de las épocas más sucias de la historia, cuando no se limpiaban los suelos en la Inglaterra del siglo XVI por ejemplo, las comidas se iniciaban con una ceremonia de lavado de manos, como explica el historiador Lawrence Wright en su libro Pulcro y decente.

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El barroco fue, tal vez, el primer movimiento arquitectónico propagandístico ideado para salvar una crisis. Quiso expresar la grandeza de la fe católica en el momento en que ésta comenzaba a hacer aguas. Empleó la monumentalidad, la exageración e incluso el patetismo. El arte como vehículo de la religión es un clásico. Pero el barroco es un intento desesperado de impresionar a los fieles con exhuberancia en un momento en el que la otra opción religiosa, la Reforma protestante, se presentaba como la cara de la austeridad y, casi, la racionalidad. Así, el calvinismo alemán y el de los Países Bajos van a contrastar con la festividad de las otras cortes. Francia, en pleno reinado del Rey Sol, quiere mostrar una cara independiente, pero participar de la fiesta. Luis XIV se puso como objetivo deslumbrar al mundo desde que llegó al trono con 23 años en 1661. Dos décadas después, tendría listo Versalles, una obra coral en la que un tipo culto, instruido y con gusto propio como él tuvo mucho que decir. No sólo llevó a Francia a los mejores arquitectos. También renovó sus fábricas de mobiliario y porcelana para alejar su sello de las marcas extranjeras. Hasta tal punto desplegó medios este monarca que el mueblista Jean Berain, que diseñaba la mayoría de los espectáculos reales, llegó a construir un mobiliario de plata maciza que terminó por fundirse. La desmesura de la ambición del Rey Sol (véase el capítulo sobre el jardín de este libro) hace que todo el barroco, sin matices, se equipare con frecuencia al estilo de la corte de este monarca. Seguramente lo merece. Legó una serie de acabados y recursos, como el respaldo cimbrado, el sillón confesionario (antecedente del orejero para evitar corrientes de aire) o el mascarón en los ángulos de las consolas, que todavía perviven, durmiendo y despertando, según las épocas, en las tendencias decorativas. Fue culto pero despótico. En el Versalles de Luis XIV, la etiqueta señalaba qué asiento utilizar. Ante el rey se debía permanecer de pie. Para conversar se empleaban taburetes, y los señores o los príncipes, sillas con respaldo. De las sillas se comenzó a valorar su movilidad. Las reinas españolas introdujeron en la corte francesa la costumbre de que las damas sin título pudieran sentarse en grandes almohadones adornados con pasamanería, sobre el suelo. Sin embargo, todavía en esta época, se comía en una mesa que no era más que un tablón cubierto por un mantel. Las mesas ornamentadas tenían únicamente función de adorno. Servían de consolas para exponer objetos decorativos o artísticos. El mueble característico del siglo XVII es el cabinet de curiosidades, una especie de secreter sostenido sobre patas y encerrado tras dos puertas frontales decoradas. Era un mueble caprichoso: sólo servía para guardar secretos y, por

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lo tanto, sólo se veía en los palacios. En el interior, numerosos cajones rodeaban un nicho central, el artesón. La idea del cabinet la pudo traer Marco Polo de China ya que allí, bajo la dinastía de los Song, en el siglo XI, aparecieron los primeros ejemplos de armarios macizos con cajones que se fueron sofisticando. Con todo, Enrique IV de Francia envió al ebanista Jean Macé a los Países Bajos para que aprendiese a hacerlos y su país pudiera dejar de importarlos de Amberes. Allí, los cabinets tenían más cajones que en cualquier otro país. Y cada cajón era, en realidad, un pretexto ornamental. En la versión francesa de este cofre sofisticado, las patas son columnas torneadas unidas por un tirante esculpido. Y si el mueble imita la fachada de un palacio, el artesón central quiere ser un escenario. Con los cabinets, los ebanistas y la monarquía reaccionaron frente a la austeridad del protestantismo dominante. A partir de las recomendaciones del concilio de Trento, a mediados del siglo XVI, frente al desnudo protestantismo, el catolicismo ya no quiso ser exuberante sino generoso y decorativo. El barroco será el estilo característico de los muebles españoles del XVII, porque en ningún otro país logrará tanta sobriedad y tanto misterio a partir de un movimiento tan excesivo. Las volutas dibujaron una versión del sillón frailero con travesaño calado y un tirante adornado con un blasón. Fue la respuesta española al desenfreno que vivían los muebles camino del rococó. El barroco de los muebles españoles fue el equivalente en silla a un bodegón casi místico de Sánchez Cotán, un asunto regio, contenido. Aquí el espíritu austero dejó cierto lugar al pragmatismo. Así, de la misma manera que ya habían existido bargueños portátiles, con anillas, aparecieron muebles plegables: el propio sillón frailero con asiento de cuero o los escritorios con tableros abatibles.

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Aunque el barroco italiano contenga obras maestras, un estilo que creció a partir de los límites del estilo renacentista (la rigidez geométrica) no encontró en ese país su mejor escenario. Los muebles barrocos italianos se inspiraron en las fachadas de los nuevos edificios. Algunos stipi (la versión italiana del cabinet) con frontis en balaustrada y coronados por hileras de estatuillas, alcanzaron la perfección. Tanto que se convirtieron en modelos de los secreters europeos. Por lo demás, las consolas, con incrustaciones de marfil, mármol negro y piedras preciosas, tenían tableros extremadamente adornados y eran, en realidad, cuadros con patas, excusas para la espectacularidad típica del barroco. A mediados del siglo XVII (1650), el sillón apareció como una silla con brazos que no tardó en alargar su respaldo y curvarlo para ganar comodidad. Durante esta época, algunos lienzos se cubrían con una cortina para proteger la pintura del sol. También las estancias debieron estar mejor iluminadas hacia finales del siglo XVII, ya que se utilizaban candelabros de cristal. De las mesas francesas de esta época nace la costumbre de cubrirlas con un tapete bordado. Y a finales de siglo, la cuchara y el tenedor formaban parte de los usos sociales de las élites. Cuando, a principios del XVIII, se emplearon habitaciones más pequeñas para los comedores, también los muebles disminuyeron de tamaño. Esto hizo que las mesas ovaladas o circulares ganaran popularidad, sobre todo en Inglaterra y Holanda, países que tenían un talante más práctico. Las sillas con asiento de mimbre también se popularizaron y, en contrapartida, la grandiosa alacena o bufet, donde se mostraban los platos y la plata, dejó de estar de moda. Aparecieron, sustituyéndola, aparadores que, en muchos casos, contaban con un sobre de mármol, resistente a las temperaturas y a los arañazos y fácil de limpiar para poder actuar como trinchero, junto a la mesa del comedor. En los palacios, los aparadores donde se exponían fuentes formaban parte de la arquitectura de la estancia. Pero tenían puertas correderas, a veces de cristal, que se pusieron de moda a principios del XVIII. La austeridad del estilo Reina Ana inglés contrastó con la pompa de los últimos años del Rey Sol. Ana Estuardo pasó con nombre propio a la historia del mobiliario porque la eficacia y la organización caracterizaron los doce años de su reinado (1702-1714), una época de muebles de doble uso como el bachelor chest, una cómoda con cuatro filas de cajones que se van estrechando a medida que alcanzan el sobre (debajo del cual se esconde un tablero extraíble). Típico del estilo que lleva su nombre fue un ornamento que llegó de donde iban a llegar las mayores influencias para el pragmático mobiliario inglés: de China.

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El acabado ‘garra y bola’ (claw and ball), que remataba los secreters y las sillas de estilo Queen Anne. Su influencia se extendería a todo el siglo XVIII, el tiempo en el que se dio uno de los estilos ingleses más internacionales de todos los tiempos: el georgiano.

A partir del rococó el mobiliario se asimila a la moda y, por lo tanto, el valor de los muebles pasa a ser efímero, un pretexto para el cambio Durante el siglo XVIII se avanzó notablemente en la distribución de la casa. En los palacios, los grandes comedores formales cayeron en desuso. La calidad de las cenas no se medía ya por el número de comensales sino por la compañía selecta. En las grandes casas se habilitó una antesala del dormitorio para comer (la salle à manger) y las comidas más formales o numerosas se hacían en el salón. En Inglaterra se comía en el parlour. Este gusto por la intimidad se extendió también a meriendas y tes. En las casas en las que existían salitas (closet), se tomaba allí. Pero a partir del rococó el mobiliario se asimila a la moda y, por lo tanto, su valor pasa a ser efímero, un pretexto para el cambio. A la suntuosidad del Rey Sol le sucederá el estilo regencia anterior a su bisnieto, Luis XV. Durante la regencia de Felipe de Orleáns imperó un estilo deudor del Rey Sol, todavía entusiasmado con la curva aunque orientado ya a una búsqueda de la comodidad. Así, poco a poco, los hôtels particuliers en el Marais o en Saint Germain sustituyeron a Versalles en el dictado de las modas decorativas. Pero a pesar de que cierto aire doméstico y un nuevo gusto por la intimidad empezaban a marcar las líneas del mobiliario, se despreciaba el tedio. Por eso la cómoda sustituyó al armario. Y convivió con las consolas adornadas con dragones en las esquinas y con una única pata central. En los asientos, las curvaturas se adaptaron a la extravagancia de los trajes de las mujeres. Las mesas volantes proliferaron en las viviendas urbanas, aunque de una manera sui géneris: con tableros de mármol macizo. Servían para paliar la ausencia de sirvientes y se utilizaban para dejar tentempiés nocturnos o candelas a mano. En el XVIII ya estamos cerca de una verdad generalizable y sin vuelta atrás: los muebles reducen su tamaño y aumentan su comodidad. Pero sabemos que tanto el orden como la proporción terminan por cansar. Así, la mesura convive ahora una nueva fantasía que desembocará en el estilo rocaille, la cumbre

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del rococó, cuando los muebles desaparecen envueltos en una ornamentación de aspecto rocoso. La Espagnolette fue una infanta española que no llegó a casarse con el futuro rey Luis XV. Sin embargo, dio nombre a un busto de bronce dorado que el ebanista Charles Cressent colocaba en los ángulos de sus bureau plat y que se convirtió en uno de los ornamentos favoritos del momento. La amante de Luis XV, madame de Pompadour, fue la verdadera artífice del estilo rocaille. Para sus apartamentos de Versalles encargó asientos bajos y chimeneas eficaces. La consigna tenía dos objetivos: intimidad y comodidad. Tiene sentido que la comodidad naciera en la corte. Tan en serio se toman la autoría del mueble en Francia, que a partir de 1751 los ebanistas los firmaban con nombre o iniciales en las llamadas estampillas: bajo el travesaño en los asientos y bajo el mármol del tablero en las cómodas.

En Francia, a partir de 1751, los ebanistas firman los muebles en las estampillas: bajo el travesaño en los asientos o bajo el mármol del tablero en las cómodas El estilo Luis XV tiene un asiento para cada momento. Casi todos tapizados y cómodos. El canapé o sultana es una cama con dos cabeceras simétricas o un banco de tres plazas con cojines cilíndricos en los extremos. La otomana es otro canapé con respaldo doble cimbrado hacia atrás. Las sillas tienen respaldo en cabriolé (curvado) y el sillón bureau sirve para trabajar. El bergère es un asiento con un cojín móvil tapizado en el apoyo y el faldón. Las cómodas de este período tienen fachada en movimiento, es decir, ondulada. Y los tiradores ya no son ni móviles ni simétricos. Las patas se vuelven más ligeras y elevadas. Y la concha, el adorno favorito. El estilo rocaille alcanzó su paroxismo en la suma de ducados que era la Alemania del XVIII. Tanto cuajó allí el rococó que la reina francesa María Antonieta nombró ebanista al germano David Roentgen y la emperatriz Catalina de Rusia lo reclamó también desde San Petersburgo. En Italia el rococó se llamó ‘pequeño barroco’ y alcanzó una curiosa ligereza en Venecia, donde combinaron las sillas con respaldo calado con las consolas de decoración esculpida. En los Países Bajos, el pragmatismo inglés de secreters y cómodas y la excelencia en la marquetería marcó los muebles de la época. Las esposas italianas de Felipe V, nieto del Rey Sol, lo traerían a España. Pero la sobriedad seca y dura seguirá marcando, como un sello nacional, el mobiliario español que, en el XVIII se caracteriza por las entreventanas y la altura de los respaldos de las sillas.

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También la Rusia del XVIII logra una marca nacional con sus muebles, pero mucho más suntuosa y festiva que la española. Pedro el Grande, primero, y, años más tarde, la zarina Catalina, esposa de Pedro III, que también sería llamada la Grande, están dispuestos a llevar a los mejores artistas de Europa a San Petersburgo. Catalina puso tanto empeño en sus encargos arquitectónicos como en los que hizo a los ebanistas. Se trataba de que entre todos diesen con un estilo ruso capaz de impresionar al mundo. Diderot aconseja a Catalina la Grande la constitución del Museo de El Ermitage y los ebanistas que llegan a San Petersburgo entienden que el lujo debe materializarse en lo nunca visto. Con todo, más que innovar, se contentaron con hacer de otra manera lo ya conocido. Así, las acerías militares de Tula se transforman. Dejaron de fabricar armas para realizar muebles de acero azulado, eso sí, decorados con diamantes. Las piedras coloreadas servirán para la producción de suntuosos muebles de colores. Los materiales son extravagantes y las dimensiones poco habituales. La excentricidad caracteriza toda la producción rusa, incluso entrado el XIX, cuando el ebanista Heinrich Gambs realiza, a partir de los modelos del Palacio de Pavlovsk, unos pupitres adornados con jarrones de bronce dorado con un semicírculo para poner las plantas conocidos como bureau-jardinera. Cerca de Rusia, Escandinavia representa el otro lado de la moneda. Allí también hay un monarca despótico e ilustrado, Gustavo III; aunque importará el neoclasicismo de Luis XVI, su estilo (gustavino) terminará por ser rústico, provinciano incluso, y, sin embargo, elegante: sillas de pino macizo con respaldo calado que se pintaban según una técnica que superponía capas de pintura hasta dejarlas gris perla, un tono discreto, elegante y precursoramente moderno.

En Rusia buscaron un estilo para asombrar al mundo. Los ebanistas que llegaban a San Petersburgo entendían el lujo como lo nunca visto. Pero trataban de hacer, de otra manera, lo ya conocido El siglo XVIII inglés estuvo caracterizado por el estilo georgiano. Un material, la caoba roja, y una manera de ornamentar que combinaba simetría palladiana con pasión por la decoración china dibujaría un mobiliario refinado y pragmático a la vez. Detalles como el kneehole, un agujero para las rodillas por debajo de los secreters para poder acomodar las piernas, o como los tableros ajustables, para poder trabajar extendiéndolos, delatan ese pragmatismo. Y las sillas con respaldos de caoba roja calados con forma de violín hablan de refinamiento y componen

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ese estilo mixto que culminará con la obra de cuatro grandes mueblistas que llegarán a definir el estilo inglés. Su influencia llegará hasta Estados Unidos para dibujar allí las líneas, curiosamente clásicas, y con referentes en la antigüedad europea, del nuevo estilo federal, nacido tras la independencia norteamericana, en 1776.

El siglo XVIII inglés combinó simetría palladiana con pasión por la decoración china Entre los mueblistas, el arquitecto Robert Adam firmará un estilo de inspiración greco-romana muy sobrio. El ebanista Thomas Chippendale inventó el asiento con respaldo calado y culminó un estilo ecléctico con referencias clásicas y orientales. En Estados Unidos, John Goddard y John Townsend combinarían simetrías y curvas en un estilo inspirado en el de Chippendale (se llamó Chippendale americano) que elaborarían en su taller de Newport. Lo caracterizaría la mezcla de guirnaldas y conchas. De hecho, el motivo ornamental de estos ebanistas sería una concha perfectamente simétrica, en forma de abanico, colocada en las esquinas de puertas y cajones. El estilo federal norteamericano tomaría, en cambio, como referencia el modelo neoclásico de Robert Adam. También George Hepplewhite logró influir con sus muebles de corte neoclásico gracias a los grabados que compiló en su guía The Cabinet Maker and Upholsterer’s Guide (1788). Finalmente, Thomas Sheraton fue el inventor, el hombre de los mecanismos ocultos en muebles, y un experto en madera de caoba. La intimidad apareció como concepto deseable para una casa a finales del XVIII. El arquitecto Jacques-François Blondel era partidario de que los sirvientes desapareciesen de la vista durante las comidas. Diseñó comedores pequeños para forzar esa idea. Ese clima doméstico, añadido al descubrimiento de los restos de Pompeya y Herculano bajo la lava del Vesubio y el Tour Italiano, precipitarán el fin del rococó. El antiguo ideal clásico, griego y romano, llega de la mano del descubrimiento de columnas y capiteles que se produce en ese viaje. Parte de la arquitectura y se extiende hasta el mobiliario. Se vuelve a las líneas rectas. Piezas como el sillón envolvente –derivado de los sillones bajos cabinet, ideados por el ebanista Georges Jacob– allanarán el camino hacia el estilo neoclásico de Luis XVI de Francia. Parecería una maldición. El siguiente Luis francés (Luis XVI) también llega al poder siendo un adolescente. Para entonces, la amante de su abuelo, madame

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Pompadour, ya había renegado del estilo rocaille con tanta vehemencia como lo había aplaudido. En 1774, cuando con veinte años accedió al trono de Francia, el estilo pompeyano triunfaba. Pero al rey le interesaría poco tomar decisiones estéticas. Su consorte, la reina María Antonieta, se ocuparía de hacerlo. Y echaría mano del mundo clásico: rescatando veladores inspirados en los modelos romanos descubiertos en Pompeya. Los hilos de perlas, rais de coeur, se emplearon para delimitar limpiamente el lugar de los cajones. Y las sillas recuperaron una estructura recta, con patas ligeramente inclinadas hacia atrás. Thomas Chippendale curvará los respaldos al final del reinado con motivos como liras en sillas medallón. Ese esplendor neoclásico se extenderá por toda Europa desde Francia y, paradójicamente, llegará a Italia, donde nació. A veces uno no consigue ver especial aquello con lo que está acostumbrado a convivir. Por eso el descubrimiento de las ruinas de Pompeya y Herculano tuvo más efecto fuera que dentro de Italia. En Roma tuvieron que esperar a que Piranesi recuperara en sus grabados la ciudad antigua, a finales del XVIII, para fascinarse por la Antigüedad.

A principios del siglo XIX cuando, tras la revolución francesa, muchos pisos antiguos se están dividiendo en apartamentos menores, el comedor gana un lugar fijo en muchas casas parisinas A principios del siglo XIX, el comedor gana un lugar fijo en muchas casas parisinas, con las sillas no apoyadas en la pared sino situadas alrededor de la mesa. Es curioso que eso suceda tras la Revolución Francesa y en un momento en el que muchos de los grandes pisos antiguos se están dividiendo en apartamentos de menor tamaño. A partir de 1791, en Francia deja de ser obligatoria la estampilla que recogía la autoría de un mueble. Ese año las corporaciones de carpinteros, ebanistas y escultores pueden trabajar con libertad. Esto quiere decir que los carpinteros pueden realizar cómodas, y no sólo sillas, y los ebanistas pueden también dedicarse a los asientos. Al apasionamiento romano y griego le seguirán sucesivos descubrimientos de los estilos de la Antigüedad. El baile de recuperaciones del XIX fue impulsado por una burguesía cada vez más potente, dispuesta a encontrar en el pasado el estilo que legitimara su nueva relevancia social. De nuevo la sobriedad inglesa contrastó con la estética adoptada por el resto de los países europeos en este siglo, que comenzó con

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Napoleón anunciando a bombo y platillo el poderío de su nuevo imperio con motivos egipcios, uno de los pocos estilos que apenas se habían tocado en la revisión neoclásica. Como los faraones, Napoleón eligió un estilo teatral y simple a la vez. Con esas instrucciones, los arquitectos Charles Percier y Pierre-François-Léonard Fontaine le diseñaron el estilo imperio (de sillones con empuñaduras salientes y cómodas con decoraciones simétricas), que llegó a todas las cortes europeas. El impacto universal de ese estilo, y el hecho de que los hermanos del Emperador se instalaran en muchos tronos del continente, haría que se conociera también como ‘estilo ocupación’. Si la apariencia fue su clave es lógico que las piezas fueran diseñadas para verse de frente, apoyadas en la pared, siguiendo un orden militar y con trucos como el espejo de azogue bajo la repisa de la consola para reflejar (y consecuentemente multiplicar) el trabajo en bronce de las patas. Por lo demás, con el estilo imperio regresa la etiqueta: sólo el Emperador, o los miembros de su familia imperial, pueden sentarse en los asientos recubiertos de láminas de oro, también llamados ‘sillones de aparato’. El estilo imperio imperó mucho más que el propio imperio napoleónico. Y tras él, cuando la Restauración (del regreso de los Borbones con Luis XVIII) trató de recuperar el orden en un país saqueado, se acabó, curiosamente, la primacía de Francia como líder en las artes decorativas.

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Puede que porque tras la decapitación de su hermano, durante la Revolución Francesa, Carlos X optase por escuchar a la calle en lugar de dictar las normas decorativas desde palacio, su nuera, la duquesa de Berry imitó las viviendas parisinas y llevó la vida de la calle a palacio. Se adaptó a su tiempo introduciendo novedades como el sofá con cojines. Sin embargo, al perder originalidad, el mobiliario francés dejó de influir en el mundo. Entre los enseres que el arquitecto de la ópera de París, Charles Garnier, señaló como deseables en un comedor hacia 1830, cuando el sobrio estilo restauración comenzó a dejar paso al más llamativo Luis Felipe, figuraban: una estufa, taburetes tapizados para los pies de las damas, una mesa plegable de nogal o caoba y mesillas auxiliares. Las modas no eran extensibles a todos los países. El botánico escocés John Claudius Loudon aseguraba en su Encyclopedia of Cottage, Farm and Villa Architecture and Furniture (Londres, 1833) que una chimenea y grandes troncos debían ocupar el lugar de la estufa y que el comedor, en las casas más sencillas, podía servir también de biblioteca.

Mantenerse escéptica ante la exhuberancia rococó ganó a Inglaterra fama internacional de buen gusto El siguiente estilo francés, el Luis Felipe, supuso el establecimiento de la burguesía como motor de la industria del mueble, porque para mediados del siglo XIX ya podemos hablar de una industria mecanizada. El estilo es clásicamente burgués: busca la comodidad pero reniega de la modernidad. En la imitación kitsch encuentra la manera de solucionar semejante paradoja. Así, la copia es la reina, por eso las partes torneadas de los sillones ya no están esculpidas a mano. Con la industria, el mobiliario se especializa: aparecen sillas de invernadero, para las mujeres y para los despachos que el hombre tiene en casa, naturalmente. Todo con proporciones domésticas y fabricación mecanizada. Mantenerse escéptica ante la exhuberancia rococó ganó a Inglaterra fama internacional de buen gusto. Tal vez por eso, el estilo regencia, que comprendió los reinados de Jorge III y IV, triunfó por todo el mundo de la mano de uno de los mueblistas más famosos de todos los tiempos, Thomas Sheraton. Con Francia perdiendo importancia e Inglaterra ganándola, apareció la reina Victoria. Ningún otro monarca ha reinado durante tanto tiempo: setenta y cuatro años. Y pocos han llevado tanta prosperidad a su país. Con el Reino Unido como la mayor potencia industrial, colonial y hasta marítima, llegó un estilo que quiso expresar ese esplendor. Y lo combinó todo: el neoclasicismo de Sheraton, el

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interés por Japón, el gusto neogótico y hasta el cuero acolchado de los respaldos Chester, una herencia de Guillermo IV que antecedió a la reina Victoria. El descubrimiento de la cultura japonesa también afectó a uno de los estilos más extraños de todos los tiempos, el Napoleón III, que con la proclamación del segundo imperio en 1852, quiso llevar a París un nuevo esplendor que bebiera de todas las fuentes. Fue ésta la época en que Haussmann ordenó urbanísticamente la capital francesa, pero también el tiempo en que la emperatriz Eugenia de Montijo, llevada por su admiración hacia María Antonieta, quiso recuperar los estilos Luis XV y Luis XVI a la vez, revueltos e influidos por cuanto llegaba de oriente. Incrustaciones de nácar, muebles de bambú o pufs –que se pusieron de moda– componen un marco exuberante, indeciso y ecléctico que nada aportó, más que entretenimiento y revisión, y nada innovó. En contrapartida, uno de los estilos peor tratados de la historia fue el alemán Biedermeier, que debe su nombre, no al mueblista que lo hizo posible, Josef Danhauser (1780-1829), sino a la combinación de los nombres de dos personajes cómicos que aparecían en un periódico satírico de la época Biedermann y Bummelmeier. Los personajes anunciaban su idea de la casa ideal cómoda, bien equipada y económica. Por eso Danhauser limpió la ornamentación y dejó las formas, el esqueleto de los muebles, de inspiración clásica.

El fabricante de sillas Michael Thonet se adelantó cincuenta años al siglo XX al dar con la manera mecánica de curvar la madera La industria hizo posible los muebles baratos. Las exposiciones universales (la primera se celebró en Londres en 1851) darían las ideas. Los mueblistas, las casas de muebles ahora, las harían posibles, y un filósofo, Victor Cousin, teorizaría sobre el estilo de la segunda mitad del XIX y le daría nombre: el eclecticismo. Así, versiones económicas de Luis XIV para comedores burgueses y muebles japoneses, ideados para sobrevivir a los terremotos y basados en la filosofía zen, que iguala perfección y simplicidad, se convertirán en modelos paralelos y en convivencia. Todo se consideraba válido y todo era revisable. Hasta que para poner fin a esa mezcla ecléctica un grupo de jóvenes austríacos tuvo la idea de dar con un estilo propio sin recurrir a modelos anteriores. Fueron los secesionistas vieneses y su ruptura marcaría el siglo XX. Un personaje del siglo XIX se adelantó cincuenta años al XX. El fabricante de sillas austríaco Michael Thonet dio con la manera mecánica de curvar la madera.

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Se conseguía de ese modo un acabado artesano con un proceso industrial. Además, las ligeras sillas Thonet también simplificaban la carga ornamental que el comedor llevaba años soportando. Thonet fue más un precursor de la modernidad que del art nouveau, el estilo con el que el siglo quiso marcar un cambio en los referentes. La mirada volcada hacia el futuro industrial y democrático sentaba las bases del mobiliario del siglo XX. Así, fue en Bruselas donde nació en estilo art nouveau. En la casa que Victor Horta se construyó en 1893, las curvas sinuosas de sus diseños (derivadas de tallos y huesos) dibujaron armarios y butacas, pero también los marcos de las puertas o los pavimentos. La osamenta del mobiliario de Horta, los motivos vegetales y la sinuosidad llegarían a Francia de la mano de Hector Guimard, el autor de las bocas del metro parisino. En España, Antoni Gaudí exprimiría el lado religioso de ese estilo y sabría buscar en él referencias babilónicas. Pero sería otro belga, Henry van de Velde, el que tratase de fabricar un mobiliario democrático, accesible y también sinuoso para los pisos urbanos, cada vez más reducidos. Si en España la figura de Antoni Gaudí tiene un rostro local y a la vez universal, lo mismo sucede en Italia con el mueblista Carlo Bugatti y en Escocia con otro arquitecto, Charles Rennie Mackintosh. El hacer medieval que preconizaron los artistas del arts & crafts británicos, asustados ante la creciente producción industrial, hizo que Mackintosh y su mujer, Margaret McDonald, concentraran el ornamento y estilizaran su mobiliario. También Frank Lloyd Wright compartió a principios de siglo esas ideas, aunque les restó dramatismo. Pero el primer mobiliario del XX que no remitía a nada visto hasta ese momento lo firmaron los secesionistas vieneses a principios de siglo, cuando en 1897, y liderados por el pintor Gustav Klimt, decidieron rebelarse. Joseph Maria Olbrich, Otto Wagner, Solomon Moser y Josef Hoffmann firmarían algunos de los muebles más inspirados de la vanguardia. El término Gesamtkunstwerk (Ia obra de arte total), apuntado por Richard Wagner para describir obras musicales en su ensayo Arte y revolución, serviría también para definir el trabajo de estos arquitectos. Entre todos, el Palacio Stoclet de Bruselas (1905-1911) podría ser la obra cumbre, con mosaicos de Klimt en las paredes del comedor y un mobiliario ideado por Hoffmann, que ya había diseñado butacas para el sanatorio Purkersdorf, a las afueras de Viena. Y aunque Hoffmann fue, seguramente, el más contenido entre los secesionistas, se había iniciado un camino que huía del ornamento. La industria permitía la realización de muebles de gran calidad, pero no artesanos: el producto idóneo para la nueva burguesía culta, pero con presupuesto limitado. El camino estaba abonado para un cambio. Los mejores arquitectos y mueblistas comenzaron a desnudar sus muebles. En el lado refinado, Jean-

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Michel Frank trabajó con materiales inusitados, como el pergamino. El ingenioso Pierre Chareau ideó muebles de acero inoxidable o níquel, pero fue un arquitecto de ideas socialistas quien rematara esa transformación creando la escuela Bauhaus en Weimar. Corría el año 1919 cuando Walter Gropius decidió buscar un mobiliario digno para todos. El resultado supuso el fin de los tapiceros y el triunfo del tubo metálico. La modernidad pedía verdad y la verdad eran las estructuras vistas. Los diseñadores de la Bauhaus propusieron un estilo en el que una pieza muy cara no distaba mucho de un mueble accesible para el gran público. ¿El truco? La industria. Todo son moldes. Marcel Breuer firmaría la butaca Wassily, que lleva el nombre de su amigo, el pintor Kandinsky, o la silla Cheska, de rejilla y muy similar a la de otro bauhasiano, Mart Stam. Otro mueblista que tuvo tanto de inventor como de herrero, el francés Jean

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Prouvé, trabajó combinando metales con maderas. Con esa mezcla inauguró una versión más orgánica, más cálida y más doméstica de los muebles y abrió la puerta al triunfo del diseño nórdico que, con el italiano, ha marcado los muebles de las últimas décadas. Lo nórdico, hoy lo escandinavo –englobando el ya clásico diseño danés, (el más potente) el sueco, el finlandés y el incipiente noruego– se convirtió en el estilo cómodo de verdad. Cuando los burgueses se cansaron de la frialdad de los tubos de acero regresaron a la madera. Y Escandinavia está llena de bosques y es tradición cuidarlos. Alvar Aalto firmó los muebles de Artek, una empresa que sigue produciéndolos exactamente igual. En Dinamarca Fritz Hansen realizó los de Arne Jacobsen, que llevan más de media década produciéndose. Los plásticos tuvieron su momento, que llegó con mucho retraso. El primer plástico data del año 1862, se podía moldear, pero todavía no podía soportar peso. La baquelita, que ampliaba el uso del plástico, es de 1907 y el plexiglás, de los años treinta. Así, la industria estaba preparada para el desembarco doméstico del plástico. Pero es importante esperar el momento oportuno. La urgencia de la reconstrucción tras la II Guerra Mundial y la necesidad de creer en un futuro luminoso, ligero y con nuevos materiales hicieron de los cincuenta la década del plástico. En los sesenta, la idea de comodidad pasaba por un relleno de bolitas de poliuretano. Por vez primera los muebles respondían. Se adaptaban no a los espacios sino a las personas que se sentaban en ellos. La crisis del petróleo de principios de los setenta, el aumento del precio de los plásticos y la constatación de que se vivía mejor reposando en tapicerías de algodón o lana, hicieron del plástico una corriente efímera que sólo sobrevivió en la cocina y que hoy, mucho más sofisticada, renace. La mejor manera de reciclar podría ser no cambiar. Hoy vivimos la paradoja de que las mejores sillas del siglo XX se venden en anticuarios (piezas originales, vintage) aunque muchas de ellas continúen produciéndose. Si los muebles del siglo XX pretendían enterrar el pasado y comenzar de nuevo, la jugada les salió redonda. Terminado el siglo, y convertidos en clásicos, han conseguido mantenerse a la vez como pasado, como presente y, reciclados los originales, parece que también como futuro.

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La historia del dormitorio puede leerse en la forma de la cama. Armada con doseles o acoplada en alcobas, el propio mueble fue, durante siglos, una pieza de arquitectura. En los hogares occidentales pudientes era una habitación dentro de otra estancia. Además, y a falta de muebles más cómodos, servía para recibir visitas y para tratar asuntos de Estado. Eso hizo que existieran camas de día (ornadas y ostentosas) y camas de noche (más discretas y confortables). En la otra cara de la historia, la de los menos acomodados, el dormitorio tiene también una vida relativamente reciente. La expresión “hacer la cama” deriva literalmente de preparar un saco de heno u hojarasca para pasar la noche alejado de humedades y sobre una superficie mullida. Durante siglos, la mayoría de los habitantes de una misma casa compartieron dormitorio, o salón, junto al calor de la lumbre en una estancia oscura y pésimamente ventilada. En las posadas no sólo se compartían las habitaciones, sino también los lechos, y, claro está, siempre con extraños. Más allá del confort de un dormitorio, la intimidad –inexistente hasta hace poco– es la clave y la consecuencia que dará como resultado los dormitorios modernos.

El hacinamiento en una única sala cerrada no tenía tanto que ver con las condiciones económicas como con el frío y las costumbres Pero el camino fue largo y variopinto. El hacinamiento en una única sala cerrada no tenía tanto que ver con las condiciones económicas, que también, como con el frío y las costumbres. No se puede decir que los arquitectos, que llegarían a convertirse en expertos mueblistas durante el siglo XVIII, pusieran un celo excesivo en la arquitectura del descanso. En los palacios isabelinos, por ejemplo, era habitual que los dormitorios estuvieran conectados unos con otros

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formando una sucesión de estancias similar a un pasillo interrumpido por puertas. El corredor no existía como recurso para guardar la intimidad, y es que ese concepto que define los dormitorios de hoy es una necesidad tan reciente como impensable durante la anterior historia del dormitorio. No sólo arquitectónicamente definió las viviendas el lugar del descanso, también sociológicamente la historia de la cama será decisiva para comprender la evolución de las actitudes sociales, sexuales e higiénicas de los seres humanos. La mayor información que nos ha llegado de la Antigüedad sobre los dormitorios ha sido descifrada a partir de las imágenes que reproducen las pinturas y los grabados. Las costumbres asociadas a esta estancia las deducimos de la literatura. En Egipto se dio un nivel de sofisticación artesana que no se igualaría en Europa hasta el renacimiento. Las primeras camas estaban hechas con troncos y ramas de palmera unidas por cuerdas de hilo o atadas con correas de cuero que se insertaban por unas ranuras. Era una solución resistente y a la vez flexible. Los lechos estaban rematados con un panel a los pies de la cama, pero no existían los cabezales ni las almohadas. Con el propósito de preservar los peinados, se empleaban unos apoyacabezas rígidos (uol) con forma de media luna, que podían ser de madera, alabastro o marfil, y que estaban profusamente decorados. También las camas estaban decoradas. La mayoría se pintaba en colores ocres y las reales se revestían de oro. La cualidad ligera y plegable de las camas alcanzaba hasta el baldaquino, que era como una tienda de campaña desarmable para ser transportada. Las cortinas que lo cerraban eran más una protección frente a los mosquitos que una cuestión decorativa. Heródoto asegura que hasta la gente más humilde las empleaba: dormían envueltos en sus propias redes de pesca para protegerse de las picaduras de mosquito.

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Como espacio arquitectónico, algunas casas antiguas, como las del sumo sacerdote Meryre o la del cortesano Ey en Tell-el-Amarna, diferían en el número de dormitorios y en el tamaño de los lechos. En cualquier caso, la cama era siempre un mueble o pedestal aislado, elevado del suelo para aislarse del frío de la medianoche y del calor del mediodía. Tanto es así, que en las casas mejor dotadas el dormitorio principal se podía encontrar en una torre donde, gracias a los vientos, los mosquitos no podían llegar. En la tumba de Tutankamon se encontraron muchos tipos de camas, todas ligeras, construidas con ébano, con las patas engastadas en marfil. Algunas estaban recubiertas de oro y en el panel de los pies aparecía la figura del dios Bes, protector del hogar. En Grecia, el megaron, un salón que contenía el hogar, era el corazón de la vivienda. Situado en la planta superior, cubría la estancia dedicada al tálamo, el dormitorio, que en ocasiones estaba relegado en uno de los extremos de la casa. En Creta, en el palacio del rey Minos en Cnossos, los dormitorios –decorados con pinturas al fresco– se iluminaban mediante patios interiores para evitar el exceso de calor en verano y los vientos durante el invierno. Frente a estas distribuciones, la habitación de Penélope, el personaje de la Odisea, se encontraba, cuenta Homero, en la terraza sobre el megaron y sólo se accedía a ella por medio de una escalera exterior. Los dormitorios tenían una generosa apertura, una puerta que podía ser de doble hoja que, durante el día, quedaba abierta para ventilar e iluminar la estancia. Las alcobas estaban muy poco amuebladas. Apenas una cama –liviana, de patas cortas–, algún arcón y tal vez una mesa plegable. Puede sorprender descubrir cuán arraigada estaba la noción de nomadismo en el interior de la vivienda con soluciones como muebles ligeros, plegables y desmontables.

En la antigua Roma, los dormitorios más espaciosos se dividían con tapices y cortinas Como ocurría con el megaron en Grecia, el atrium era el corazón de la antigua domus romana. Era el patio principal, ya que en las viviendas grandes había dos, y se cubría con toldos durante el invierno. Además era el centro de la casa: a la vez salón, recibidor y altar de los dioses, servía para todo menos para comer y dormir. El nuptiale, era el lecho matrimonial y se situaba frente al hogar. También en el comedor y en el estudio había camas de día, ya que los romanos desarrollaron una habilidad especial para hacerlo todo tumbados. Los dormitorios al uso, llamados cubicula, eran alcobas, habitaciones pequeñas cerradas

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por cortinas, ubicadas a ambos lados de uno de los patios. En las domus mayores, una parte de las alcobas se reservaba para acoger a visitantes o para alquilar a los viajeros. En todas la ventilación era escasa: se reducía al aire que se colaba por un ventanuco. Sólo se podía evitar el frío y la lluvia a costa de sacrificar el aire y la luz natural. Con todo, los dormitorios más espaciosos se dividían con tapices y cortinas en zona de vestidor y zona para el lecho, que solía ser el único mueble. Una estera, un orinal o una silla para los visitantes completaban el dormitorio. En los insulae, los bloques de viviendas, el piso primero podía destinarse a dormitorio y aplicarse, en el suelo, una calefacción subterránea.

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Aunque en la Roma antigua la mayoría de las camas era de madera (de arce, cedro o roble), las había también de bronce, de marfil y hasta de plata maciza. Un entramado de cuerda hacía las veces de somier. El colchón estaba relleno de paja, serrín o plumas. Y sobre las sábanas, los romanos desplegaban sus colchas y cubrecamas de seda. Contra los mosquitos empleaban cortinas y redes que colgaban de los doseles. Con todo, las camas con armazón eran un privilegio de las clases pudientes. Los bizantinos heredaron de los romanos las formas, los materiales y los recursos para hacer las camas. Entre la época del Imperio romano y el Renacimiento el confort doméstico no aumentó y, por lo tanto, tampoco lo hicieron las comodidades en los dormitorios.

La costumbre de elevar el lecho para evitar corrientes, humedades y el contacto con los animales es muy antigua Durante siglos se apreció más el calor que la intimidad. Los labradores que se pasaban el día trabajando al aire libre dormían bajo un mismo techado con sus animales, su cosecha y sus criados, cuando los tenían. Las razones eran prácticas: la seguridad durante el descanso ante la visita de ladrones. El reducido tamaño de las ventanas que tenían las viviendas responde a esa misma idea de defensa. Por un lado se trataba de proteger la casa, por otro, de mantener vivo el fuego del hogar y las llamas de los candeleros, un fuste con sebo colocado en la punta que se prendía como hoy se prenden las velas. A pesar de su reducido tamaño, había varios tipos de ventanas. Los normandos, por ejemplo, las construían estrechas por fuera, pero se agrandaban al atravesar el muro y llegar al interior, por lo que, a pesar de estar escasamente iluminados, los interiores eran más luminosos de lo que la fachada de la casa permitía esperar. Pocos documentos, y muy contadas pinturas, retratan el descanso de los pobres. Con todo, y a juzgar por las escasas pruebas halladas, los muebles de la Edad Media eran empotrados. Cuando había camas, éstas se construían apoyadas en un saliente de los troncos de la pared, formando un ángulo, para economizar espacio y madera. También en el interior de la casa se daba una jerarquía de usos. Así, y a pesar de que todos dormían juntos y cada uno se organizaba su propio saco de paja a modo de colchón, los dueños o padres dormían sobre los muebles, elevados para evitar el contacto con las humedades, las corrientes y las ratas. El resto se acostaba en el suelo. La costumbre de elevar el lecho es muy antigua. Entre los pueblos labradores, la tradición de colgar la cuna del techo obedece a motivos parecidos de seguridad y confort, pero además permitía que fuera el propio

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viento, o la inercia del movimiento, lo que meciese al recién nacido sin apenas esfuerzo. Como abrigo se empleaban pieles de animales. Nadie se desnudaba para ir a la cama. Ni en las cabañas ni en los castillos. Los caballeros se quitaban la armadura y los romanos la toga, que empleaban muchas veces de cobertor. En la Antigüedad, y atendiendo a la imagen pintada, se descansaba erguido, sobre una pila de almohadones o sobre un colchón que se levantaba progresivamente hasta alcanzar el cabezal de la cama.

Fue en la corte y en los monasterios donde se idearon los primeros modelos de dormitorio La costumbre de compartir una única estancia no se limitaba a la vida en el campo. La mayoría de las viviendas urbanas eran eso: una sola habitación. No todo el mundo tenía un dormitorio. De la misma manera que los criados se hacinaban en el salón y que los sirvientes compartían habitaciones con sus amos para protegerlos, los aprendices de pescador dormían en las barcas de sus patronos y los aprendices de tenderos debajo del mostrador. En las posadas, la habitación del viajero estaba sobre la cocina y allí la idea de la intimidad tampoco se conocía. Uno podía verse obligado a compartir su cama con desconocidos o, peor aún, a tener que cederla en mitad de la noche si el huésped que llegaba a la fonda era una persona más importante. Lawrence Wright cuenta una anécdota sobre el poeta del XVIII Thomas Campbell, que dormía en una cama de una posada escocesa cuando llamaron a su puerta y entró una linda doncella en camisón preguntando si podía aceptar a un vecino de cama. “Con todo mi corazón”, repuso él. Y la doncella dejó entrar a un corpulento y maloliente hombre. Así las cosas, fue en la corte y en los monasterios donde se idearon los primeros modelos de dormitorio. Las distintas órdenes tenían costumbres diferentes. Los cistercienses y los benedictinos dormían en la parte este del claustro, ya que al sur siempre se encontraba lo más importante: la iglesia. Los cartujos dormían en moradas autónomas y los dormitorios de los cluniacenses recordaban las cubicula romanas: tenían divisiones con cortinas, paneles o tabiques, para favorecer cierta intimidad. De las diversas prácticas monacales deriva la idea de austeridad que caracterizó la mayoría de los dormitorios durante la Edad Media. Las estancias estaban escasamente iluminadas y parcamente amuebladas. Apenas una silla y un cofre acompañaban la cama a la que, en ocasiones, se accedía pisando un taburete a modo de peldaño. Más allá de la silla y el arcón,

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a veces los dormitorios contaban con un tapiz colgado de una barra fija de madera, y por lo tanto portátil. Los sastres fueron los responsables de realizar esos tapices hasta el siglo XVIII. Por lo demás, una mesa era algo raro, aunque se montaban sobre caballetes para comer. Un barreño también era, en la Antigüedad, poco frecuente, pero podían encontrarse en habitaciones preparadas para recibir visitantes. De todos los elementos relacionados con el descanso, los colchones son el que más ha cambiado. La ropa de cama, desde el siglo XIII hasta nuestros días, sigue siendo muy parecida, aunque la mayoría de la humanidad no conoció las sábanas hasta que con la Revolución Industrial se comenzó a producir paño de algodón. Durante siglos, cualquier mueble, por básico que fuera, era considerado un lujo. La propia cama se convirtió en una necesidad sólo cuando la mayoría de la población pudo disponer de una. A partir de entonces se la consideró pieza de mobiliario básico.

La incomodidad del resto de los muebles hizo que la cama se convirtiera en un lugar habitual para recibir visitas durante el día Además de escasos, los muebles eran austeros. La idea de la comodidad no decidía el diseño del mobiliario, pero sí acabaría modificando las costumbres. En las salas y comedores los bancos eran de madera y no existían sofás mullidos, por eso la cama se convirtió en un lugar habitual para recibir visitas durante el día. Tanto es así que en las casas mejor preparadas no tardaron en diferenciarse dos tipos de cama y se recibía en las llamadas camas de día o canapés. Estos lechos se ubicaban en una sala privada, una cámara –que generalmente se encontraba en una zona más recóndita, a veces con acceso mediante una escalera– que servía tanto de dormitorio como de salón. La pieza principal de la cámara era precisamente la cama de día. Del siglo XIII data la primera mención de un mueble de estas características, y del XVI, su normalización, aunque los romanos ya habían empleado varios tipos de lectus para comer, estudiar o descansar y, por lo tanto, como mínimo a esa época puede remontarse la chaise-longue. En el umbral del Renacimiento aparece una nueva y primitiva clase media y la relativa prosperidad de ese grupo se refleja en la redistribución de la casa. El salón pierde importancia como centro organizativo de la vivienda y pasa a ser la sala de estar que es hoy. El descanso y cierta privacidad son ahora los que ordenan la distribución del hogar. La cámara en la que se recibía sigue teniendo una cama, pero se convierte en una salita de estar. Afloran los tapices, tanto

por su función de aislante térmico como por su valor artístico en la decoración de los hogares. También los suelos se cubren de alfombras. En las viviendas pudientes, el suelo de los dormitorios se alfombra de manera redundante: junto a la cama, se colocan felpudos. Esta invasión del paño no pasará de largo la cama. Las antiguas cortinas y redes sujetas de vigas o del techo son sustituidas por un testero, que puede ser medio o pleno. Se trata de un dosel cuadrado que cuelga de cadenas –todavía no descansa sobre las columnas de la cama– y protege la cabecera o la totalidad del lecho. Era el elemento que faltaba para dotar a la cama de autonomía arquitectónica. El lecho está elevado en el centro de la estancia y coronado por el testero, del que cuelgan cortinas que pueden cerrarse aislando la cama como una habitación. Del propio testero se puede colgar una lámpara y el cielo del mismo, la parte que queda sobre la cama, podía decorarse con suntuosos bordados para disfrute exclusivo del usuario. Un arcón, o un baúl en el que conservar las pertenencias, completaba el dormitorio y, colocado a los pies de la cama, podía doblar su uso como repisa o como asiento.

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La idea de la polivalencia y de los muebles plegables estaba ya muy arraigada al final de la época medieval, y continuó desarrollándose durante el Renacimiento. De la cama eran más importantes los ropajes que la estructura. Cuando sus dueños viajaban, llevaban las telas consigo, pero dejaban detrás la estructura, que, al permanecer siempre cubierta, todavía no era considerada algo valioso. La costumbre del viaje para recaudar impuestos, generalizada entre los monarcas, es lo que está detrás del mobiliario plegable de la época. Las sillas eran plegables para ser trasladables. El problema no tenía relación con la actual falta de espacio en la casa, el inconveniente era la falta de espacio en el carruaje.

A partir del siglo XV los muebles del dormitorio empiezan a aumentar en número y sofisticación Con todo, las grandes dimensiones de las camas, y las costumbres de la época, permitían una –hoy seguramente chocante– hospitalidad. La dama de guardia de la reina podía dormir con ésta cuando el rey se encontraba ausente, por ejemplo. En todas las clases era habitual que los miembros de una familia compartiesen cama y que, llegado el caso, se le hiciese sitio a un huésped. Los criados que permanecían de guardia solían descansar en el suelo. Fue esta otra costumbre la que dio lugar a algunos muebles sorprendentemente ingeniosos y actuales, como las camas centinela o camastros sobre ruedas (una cama baja que se guardaba oculta durante el día bajo el armazón de una cama grande). A partir del siglo XV los muebles del dormitorio empiezan a aumentar en número y sofisticación. Aparece un armarito para víveres, el aumbry, que pronto dará paso al aparador. Florece también el uso de las camas de compañía, que, a pesar de ser plegables, contaban con colgaduras y doseles como los lechos fijos. Pero fue la aparición de una herramienta, el torno, lo que modificaría el perfil de las camas y con ello, naturalmente, el de los dormitorios. En el siglo XV el ebanista remplazó al tapicero. El uso del torno cambió la estructura de la cama. Las piezas ya no se encolaban, las juntas ya no se machihembraban según el sistema de espiga. Con el uso de tornillos metálicos, la cama se podía montar y desmontar a voluntad. Gracias a eso, se convirtió en un bien mueble y comenzó a decorarse en lugar de vestirse, que era lo que se había hecho hasta entonces. Un siglo más tarde la decoración de la cama y del dormitorio se generalizaron. En las casas Tudor de la Inglaterra del siglo XVI, la organización de los espacios era simétrica, y los criados dormían en los desvanes

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o en las cocinas aunque los de mayor rango tenían ya habitación propia. La idea de alojar al servicio en el ático, cerca del calor en verano y del frío en invierno, perdurará hasta finales del siglo XIX. Los Tudor no sólo alteraron la distribución doméstica, también modificaron el aspecto de la propia casa. Aficionados a los acabados brillantes, despreciaban el color natural de los materiales y pintaban mobiliario y paredes forzando los parecidos: la madera debía asemejarse al mármol y el ladrillo debía parecer piedra. Cubrían sus ventanas con paños de lino o con cristales en forma de rombos coloreados. Como pavimento, utilizaban los de su tiempo: las piedras, las losetas o la tierra apisonada con yeso o cal. Esto hacía que, en algunas estancias, el suelo se recubriese a su vez de juncos o esteras, cuando no de alfombras. Las cámaras isabelinas estaban forradas de tapices. Aunque habían comenzado a proliferar, los muebles seguían siendo un bien escaso. En las viviendas humildes, los dormitorios se utilizaban continuamente y en ellos se acumulaban casi todos los bienes de la casa. Los lechos más preparados contaban con cuatro columnas macizas en las que era visible la labor de ebanistería. Pero los cortinajes y los galones perdían protagonismo. Era lógico, había menos corrientes de aire y ya no era tan necesaria la protección alrededor de la cama. En esa situación, el dosel se redujo al testero. Fue el primer paso para su paulatina desaparición.

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De la misma manera que el ebanista sustituyó al tapicero en el interior de los dormitorios, llegado el siglo XVII el albañil se hizo con el trabajo del carpintero en el exterior de las viviendas. Con todo, la distribución de la casa estaba más determinada por el efecto exterior de simetría que por las necesidades interiores. En su libro The Elements of Architecture (1624), Henry Wotton criticaba ese planteamiento que colocaba las estancias continuas. Para desplazarse en una mansión isabelina, uno debía hacerlo atravesando una serie de estancias, no un pasillo, y, por la misma razón, cuando las puertas de esas estancias estaban abiertas, uno podía cruzar con la vista toda la casa. Con el tiempo, no sólo la distribución, también la iluminación, la altura de los lechos y los accesos mejoraron. Muy alejado del hacer de los Tudor, el arquitecto Iñigo Jones demostró que las formas clásicas se podían emplear con elegancia erudita. Con él, la decoración y el colorido de las casas se tornaron más sobrios. Los muebles dejaron de parecer arquitectura. La vida se simplificó en parte por las creencias de los puritanos, que abogaban por unos muebles austeros y funcionales.

La cama era el centro de la vida. Todo se trataba en ella En el dormitorio se desmantelaron columnas y doseles. Estos últimos se elevaron hasta el techo. El tapicero volvió a ganarle la partida al ebanista. Pero la cama seguía siendo el mueble protagonista en la vida de la gente. En ella se nacía, se descansaba, todavía se recibía y, con algo de suerte, se moría. Para las ceremonias de gala y en ocasiones como nacimientos, bautizos, bodas, enfermedades y defunciones, los cortinajes de la cama se abrían a las visitas. En un nacimiento, el coste de la cama era más importante que el peso del bebé, y, tras un matrimonio, la novia permanecía junto al lecho el día después de la boda para recibir visitas y felicitaciones. Las colgaduras negras anunciaban el luto que, a su vez, se expresaba con estancias prolongadas en la cama. En Inglaterra, una reina viuda, por ejemplo, debía permanecer seis semanas postrada en el lecho y, a partir de ahí, la escala decrecía. Los personajes que conocían la fecha de su ejecución, pagaban porque les cosieran la cabeza, una vez ajusticiados, para poder yacer ceremoniosamente en su cama y recibir engalanados los adioses mundanos. Las amantes reales tenían derecho a yacer en la cama real; una vez muertas, eso sí. La cama era el centro de la vida. Todo se trataba en ella. Richelieu dispuso de más de 48 ejemplares que, con el tiempo, fueron progresivamente sustituyéndose por divanes y sofás. Hasta entrado el siglo XVII no se consideró de mal

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gusto sentarse en la cama de otra persona, pero a partir de entonces las costumbres cambiarían radicalmente, y con ellas la vida del dormitorio. Con las nuevas costumbres, se inventaron artimañas de todo tipo para ocultar las camas. Se guardaban en armarios. Se idearon las camas-nido y los muebles-cama que permitían disponer del espacio que ocupa un lecho durante el día y montarlo por la noche o cuando se necesitaba. Esto ocurría en la mayoría de las viviendas. En los palacios, la forma de la cama se dibujaba y redibujaba a partir de las ideas más extravagantes. Un lecho ya había sido el regalo favorito del Rey Sol, que solía obsequiar con modelos singulares con motivo de bodas o bautizos a su descendencia ilegítima o en agradecimiento a quienes le prestaban algún servicio. La moda de las camas retrasaba los encargos, por lo que ese mismo monarca prohibió a los registradores, a los notarios, procuradores, comisarios, ujieres, comerciantes y a sus esposas, tener camas con incrustaciones de oro o plata bajo amenaza de confiscación de bienes y hasta de pena de muerte.

El neogótico cambió tanto la faz de las ciudades como el mobiliario de los dormitorios Un elemento que alteró la forma y organización de los dormitorios fue ideado en España. La alcoba (del árabe alqúbbaa) es la tienda donde dormían los árabes. Constituía una parte del dormitorio separada por una abertura con columnas o con una balaustrada y una sucesión de escalones. Era, en realidad, una habitación dentro de la habitación. Además de la cama, contenía asientos, y algunos arquitectos mueblistas, como Pierre Lepautre y Jean Marot, sofisticaron el invento, que marcaba una drástica jerarquía entre quienes podían y quienes no debían acercarse a la cama. Pero la moda duró poco. En el siglo XVIII el tamaño del dormitorio, y por lo tanto las proporciones de las alcobas, se redujo debido a que valores como la intimidad y la comodidad comenzaron a extenderse. Así, las alcobas dejaron de ser lugares de reunión para convertirse en apartados para la discreción. Pero a finales del siglo XVIII la revolución interrumpirá la evolución de la moda en las artes decorativas. Más tarde, con la llegada de Napoleón y su grandilocuente y nostálgico estilo imperio, se revisitaron antiguas culturas para obtener nuevos ornamentos. La moda de la recuperación de las culturas antiguas mezclaba los estilos sin pudor. El decorador relevó en los dormitorios al arquitecto y al ebanista, aunque Charles Percier y Pierre-François-Léonard Fontaine, los arquitectos favoritos

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de Napoleón, convertían los dormitorios en auténticos escenarios en los que se podía recrear un episodio histórico. El diseño de estos profesionales alcanzaba todos los detalles, incluida la ropa de la cama, o las almohadas, que se redujeron a un rulo tenso y largo que ha llegado hasta nuestros días en los hogares franceses. Pero llegó sólo eso. Poco después del fin del imperio napoleónico terminó también la moda historicista en el dormitorio. Con todo, el emperador francés no había sido el único en recrear el pasado. Muchos mecenas del siglo XVIII lo hicieron y, por lo tanto, muchos arquitectos y ebanistas lo ejecutaron. Como

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profesionales, los proyectistas de esa época eran mucho más que técnicos. Eran entendidos en arte, viajeros y muchas veces coleccionistas. Las viviendas y sus interiores no tardarían en reflejar el resultado de ese cambio. En Gran Bretaña, casi dos siglos después de la época de la reina Isabel, se pusieron de moda, de nuevo, las estancias conectadas. Isaac Ware y John Wood diseñaron dormitorios oscuros, mal ventilados y accesibles sólo pasando sucesivamente por todos los demás. No era ésta una decisión arquitectónica, sino económica. En 1769 se creó en el Reino Unido una ley sobre la contribución por ventana que obligaba a los propietarios de una vivienda a pagar por cada una de sus aperturas al exterior. Muchas ventanas se cegaron para evitar el pago de ese impuesto. A la revisión de las culturas antiguas hubo que sumar un creciente gusto por lo oriental. Chippendale combinó aleros y ornamentaciones japonesas en algunos de sus lechos, en los que el dosel había empezado a ocupar el mismo espacio que la propia cama. La chinoiserie era la decoración de inspiración china y, un poco más tarde, llegaría el redescubrimiento del gótico. La casa de Horace Walpole inició, en el siglo XVIII, el renacimiento gótico que caracterizaría algunas construcciones y hasta muebles de la época. Pero el más destacado diseñador neogótico fue Augustus Welby Northmore Pugin, autor de muchos de los muebles que llenaron las estancias del castillo de Windsor y del palacio de Westminster, uno de los mejores ejemplos de lo

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que se llamó ‘gótico victoriano’, realizado con Charles Barry. El despertar de la fe católica en Pugin le descubrió las claves del gótico como el único estilo verdadero. Precursor de John Ruskin, y extremadamente prolífico, Pugin, en su corta vida (murió en 1852, con 40 años), se convertiría en el diseñador más sobresaliente de la ecléctica época victoriana. Tras casi un siglo de revisiones historicistas, el neogótico cambió, efectivamente, la faz de las ciudades, pero también las camas. Los dormitorios sufrieron esa moda. Contaban para ello con un nuevo aliado maleable y tan versátil como un material sintético: la madera de caoba. Este material supuso la instalación definitiva de la cama baja, que desde mediados del siglo XVIII había comenzado a sustituir a la cama de cuatro columnas. Además, la Revolución Industrial no tardaría en dejar su huella en los dormitorios, en los ingleses primero y en los de todo el mundo años después. Aparecieron las camas de metal. La liberación de los cortinajes y la introducción de la ropa de cama de algodón (que se podía hervir para matar a los chinches) fueron las claves para una mejora de la higiene en los dormitorios. Los dormitorios victorianos eran grandes porque los tabiques de las habitaciones coincidían muchas veces con los muros de carga que soportaban la estructura de la casa. En su decoración ya se empezaba a notar la huella de la industria. Con la llegada de ésta, los ebanistas desaparecieron de nuevo porque sus tallas podían realizarse en serie, abaratando el precio del producto. También fruto de la industria, a mediados del siglo XIX se pusieron de moda las camas metálicas, que eran baratas, repelían a los chinches y se podían plegar, y por lo tanto, guardar y trasladar. A lo largo del siglo, se extendieron más allá de los hospitales y las cárceles. Las popularizó la Gran Exposición de 1851, en la que Paxton construiría el Crystal Palace, una pieza precursora que avanzaba también la huella que la industria iba a tener en la arquitectura. Tras la exposición comenzó la demanda de camas metálicas y, consecuentemente, su producción industrial. En Birmingham se pasó de producir cuatrocientas a la semana a fabricar cinco mil. El éxito hizo además que se fabricasen de tipos muy diversos, con testeros completos o medios incluidos. Por esas fechas, en Gran Bretaña aparecieron los bloques de pisos que ya habían proliferado en otras ciudades europeas. Pero allí la gente no estaba acostumbrada a comer, vivir y dormir en una misma planta, sin necesidad de subir y bajar escaleras. La planta única redujo considerablemente el tamaño de las estancias y, por supuesto, el del dormitorio. Los dormitorios del XIX son fruto de la industria y de sus consecuencias. Una de ellas fue la continua innovación que surgía de la mente de los inventores. Frente a la tradicional austeridad del mobiliario, la mayoría de los ciudadanos podía ahora no sólo llenar sus habitaciones de enseres sino que tenía además la posibilidad de elegir.

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Esta situación favoreció la aparición de montones de artilugios. Algunos sufrieron la suerte de tantos inventos, que son aclamados una y otra vez como si se tratara de algo nuevo. Para quienes vivieron los primeros años de la época victoriana era inconcebible que una dama se tumbase al aire libre. Sólo a finales del XIX, y con la aparición de las bicicletas y los pantalones para mujeres, éstas comenzaron a tumbarse a descansar en los jardines. Así, la hamaca es un invento antiguo que, sin embargo, se volvió a popularizar en cuanto la moral victoriana se relajó. No obstante, las primeras hamacas las usaron las tropas francesas en las trincheras durante el siglo XV, pero, de nuevo más atrás aún, la hamaca original se encontró en Brasil, donde los aborígenes las tejían con trozos de corteza de un árbol llamado hammack. El tiempo da la vuelta a las costumbres. Hasta finales del siglo XVIII no apareció la idea de intimidad y, por lo tanto, no se consideraba inmoral ni incómodo compartir habitación con un desconocido. Cuando empezó a incomodar se produjo un cambio que no permitió vuelta atrás. La nueva noción cambió la configuración del dormitorio y la manera de dormir. Aparecieron soluciones prácticas, como las camas plegables, pero algunos asuntos, como la ventilación de las habitaciones, continuaban siendo temas pendientes. Para solucionarlos, durante el siglo XIX se idearon sistemas de ventilación que empleaban extraños artilugios, como el tubo de Tobin, que permitía la entrada del aire exterior sin tener que mantener la ventana abierta. Su éxito fue anecdótico. También de finales del XIX data la moda del interés por la decoración doméstica y, con los muebles produciéndose de manera industrial, la posibilidad del “hágalo usted mismo”, que se extendió principalmente entre la población femenina. Ese interés creó una demanda de libros de decoración en los que se publicaban instrucciones precisas de cómo mantener una casa al día. Se aconsejaba, por ejemplo, instalar repisas cuando no se disponía de dinero para colgar cuadros o añadir al dormitorio un sofá para las convalecencias. Se desaconsejaban las cortinas en las camas por considerarlas sofocantes. Los dormitorios habían comenzado a poblarse. Ya no eran meros espacios para dormir. En ellos se realizaba el aseo y la lectura. Se escribían cartas y se podía incluso recibir visitas. La calefacción resultó fundamental para dotar de independencia a esa estancia. La gradual emancipación de las mujeres y la progresiva imposibilidad de mantener toda una casa para quienes comenzaban a trabajar o se desplazaban a vivir a las ciudades hizo que las habitaciones se empezaran a alquilar amuebladas. Una misma estancia servía de sala de estar y dormitorio, mientras que los baños, cuando los había, y las cocinas eran compartidos por varios inquilinos. No sólo cambió la distribución de casas y pisos. La industria y la estética

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de movimientos como el arts & crafts británico o la secesión vienesa contribuyeron a partes iguales a la simplificación de los muebles. Los llevaron hasta todos los hogares e introdujeron la contención en las mansiones más lujosas, como la proyectada por Charles R. Mackintosh en Escocia. Levantada en los primeros años del siglo y conocida como la Casa de la Colina, en ella los dibujos rectilíneos de las paredes y las alfombras se hacían eco de la drástica sobriedad del lecho. A partir de los años veinte, los arquitectos recuperaron el mando en el diseño de los muebles de manera que, en algunos casos excepcionales, contenedor y contenido pasaron a formar una sola unidad. Con todo, el mobiliario firmado por proyectistas como Mies van der Rohe, Le Corbusier, Marcel Breuer o Gerrit Rietveld no contó, al principio, con gran apoyo popular. Era considerado frío, acusado de estar pensado sobre el tablero y no para su uso. Su fabricación, además, se tenía por contraria a las normas de los artesanos. Muchos ciudadanos los veían como objetos clínicos. Esta situación, sumada al hecho de que el mobiliario de tubo de acero no consiguió su objetivo fundamental de producirse en serie y a precios económicos, contribuyó a que los diseños más vanguardistas del siglo XX pasaran a la historia como un fenómeno minoritario de repercusiones tardías, pero, eso sí, fundamentales para la evolución del mueble. Aportaron una idea básica que se contagiaría al resto del dormitorio: la simplificación y la ligereza.

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Un dormitorio de la casa Schröder-Schräder en Utrecht es el ejemplo más radical de cómo la vanguardia arquitectónica podía llegar a chocar a los ciudadanos. Todo lo que proponía su arquitecto –el holandés Gerrit Rietveld, formado además como mueblista– parecería una receta funcional, puro sentido común: puertas correderas que permiten conectar o desconectar salas, colores para diversificar el uso del espacio sin tener que fragmentarlo, estancias comunicadas para ahorrar espacio y ganar luz, desaparición de ornamentos…. Sin embargo, la cama-sofá a ras de la pared, los armarios azules y negros y el propio lavamanos minúsculo y arrinconado les parecieron a los holandeses de 1924 poco menos que propios de una celda de castigo. Entonces, la idea del confort era otra y todavía pasaba por las decoraciones mullidas y las carpinterías elaboradas. Apenas una década más tarde, Frank Lloyd Wright diseñaba, en Bear Run, los dormitorios de una hoy célebre casa de verano para la familia Kaufmann valorando una idea clásica del confort en la que éste venía dado por las soluciones arquitectónicas. Levantada sobre una cascada, todos los dormitorios de esta casa de 1935 contaban con chimenea, luz natural y, lo que es más importante, con vistas sobre la propia corriente de agua. El sobrio mobiliario se despojaba también de muchos de los usos habituales de la época, pero introducía el tocador-escritorio de uso mixto, y conducía hasta el dormitorio un empleo del tiempo privado que sólo el calor había permitido llevar hasta la intimidad.

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Esta idea de llevar hasta el dormitorio funciones habitualmente ajenas a él es lo que caracteriza hoy esta estancia. Por un lado, la multiplicación de usos en las habitaciones es consecuencia de la aparición de nuevas ocupaciones (como ver la televisión o trabajar con un ordenador) que necesitan una nueva ubicación, pero fundamentalmente obedece al reducido tamaño de las viviendas. Si bien es cierto que las grandes casas del pasado disponían de salas de música, bibliotecas o salitas de costura, la inmensa mayoría no contaban con ellas y, de realizar esas labores, sus habitantes las desarrollaban en la sala central y única de la casa. La situación actual es parecida, exceptuando el hecho de que a pesar de la escasez de espacio, la intimidad y los usos deciden la distribución de funciones. Así, es frecuente que, por pequeña que sea la vivienda, un dormitorio pueda contar con un segundo televisor, que una bicicleta estática ocupe parte del baño o de otro dormitorio mientras el ordenador se mueve entre la sala de estar y el dormitorio.

En 1970, el arquitecto Joe Colombo redujo su dormitorio a una cama-cabriolet La falta de holgura, o lo que es lo mismo, la organización del espacio disponible es, todavía hoy, la asignatura pendiente del dormitorio. Ya en 1950 Le Corbusier proyectó Le Cabanon, una cabaña de 16 m2 construida en el sur de Francia, frente al Mediterráneo. Con dimensiones tan reducidas, el dormitorio es la cama y se aprovechan sus bajos para albergar grandes cajones. Éstos utilizan un hueco habitualmente despreciado y sustituyen el antiguo uso del arcón a los pies de la cama. El aprovechamiento del espacio es una de las necesidades más apremiantes de los dormitorios hoy y tiene como consecuencia la transformación de la habitación en un lugar multiuso. Sin embargo, el futuro del dormitorio apunta –de la mano de los consejos de los psicólogos y el trabajo de los arquitectos– a recuperar para esta estancia el uso exclusivo del descanso y la intimidad. Muchos proyectistas han despedido la idea de hacer de esta estancia una plaza mayor de actividades y han recuperado, muchas veces a costa de reducir su tamaño, su uso primigenio: el lugar para el sueño. En el apartamento que diseñara en 1970 para sí mismo Joe Colombo en Milán, el arquitecto redujo su dormitorio a una cama-cabriolet, un lecho con capota que se plegaba formando una cabecera y se desplegaba aislando la cama del resto de la vivienda. Se trataba de una especie de dosel actualizado para mantener la intimidad en un espacio abierto. La idea de Colombo tiene su réplica en dormitorios más recientes, como el que Jan Kaplicky y Amanda Levete, de Future

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Systems, proyectaron para su casa en Londres. Allí, una cama circular ocupa un cubículo de esa misma forma cuyas paredes, que no alcanzan el techo, no son más que una separación visual. Frente a esas opciones, que reducen la superficie del dormitorio para evitar compartir su uso, el dormitorio principal de la casa Schnabel, que Frank Gehry levantó en California en 1989, apuesta por la misma idea, pero habla distinto idioma. Su mayor lujo es su aislamiento. Amueblado con apenas una cama, con un sobrio cabezal y un mueble-armario a los pies que actualiza los arcones medievales, el lecho está coronado por un lucernario que ilumina la habitación durante el día y que, por la noche, permite ver las estrellas.

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Los jardines son el lugar de encuentro entre el hombre, la naturaleza y el arte. El poeta inglés Alexander Pope dijo que crear un jardín era pintar un paisaje. Y aunque parece probado que los primeros jardines eran huertos, ha habido jardines espirituales para la contemplación, decorativos para la expresión o la ostentación, de placer para el arte y por supuesto funcionales, como los propios huertos o los jardines medicinales. Así, los jardines hablan de las civilizaciones que los plantaron y, naturalmente, reflejan las modas que los condicionaron. Pero más que ninguna otra parte de la casa, el jardín depende de un lugar –aunque sea un lugar artificial, transformado– y de un clima. Por eso, las imitaciones en este campo se desvanecen tras el filtro del clima, el terreno, la cultura, los gustos de los paisajistas y el genius loci, el espíritu del lugar. Para muchos, el cultivo de un jardín equivale al cultivo del espíritu. No es de extrañar que tantas religiones monoteístas (del cristianismo al judaísmo pasando por el islamismo) sostengan que el paraíso se encuentra en un jardín. Los arquitectos no están solos en el jardín. La mayoría de los vergeles fueron ideados por jardineros e ingenieros hidráulicos, por pintores, por escultores y también por los reyes. Para construirlos, la ambición creativa demostró ser tan poderosa como el conocimiento y la técnica. Frágiles por naturaleza, los jardines representan el cambio. Y el cambio evidencia el transcurrir de la vida. Así, no le falta razón a Pope cuando relaciona pintura y paisaje. No en vano, muchos paisajistas del siglo XIX fueron también grandes pintores. La relación entre los artistas y el cultivo de un jardín es también notoria. Goethe cuidaba del de su casa en Frankfurt, y Monet no se cansó de pintar los nenúfares de su estanque, en Giverny.

Los primeros jardines Se supone que fue en Oriente Medio, donde el Génesis sitúa el jardín del Edén (un jardín puro) o el paraíso (uno bello), el lugar en el que Dios plantó todo tipo de árboles, incluidos el de la vida y el del bien y el mal. Pero, como el arte y la arquitectura, las flores han viajado por el mundo de la mano de los conquistadores y los exploradores. Adriano quiso reproducir en su villa de Tívoli lo más hermoso que había visto durante los ocho años que viajó por su imperio para conocerlo. Tardó mucho más en construir ese recuerdo. De hecho, disfrutó más del recuerdo que de su jardín: apenas pudo gozarlo antes de morir. A pesar de las sucesivas reconstrucciones (Diocleciano) o expolios (Constantino), la Villa Adriana sigue siendo un micromundo para la historia de los jardines. Pero no fue el empeño de un poderoso, sino la política religiosa que había tras las Cruzadas, lo que tuvo como consecuencia colateral la aparición en Europa

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de los claveles, jazmines, limoneros, cedros del Líbano o naranjas amargas con los que regresaban los caballeros. El viaje de frutales, flores y arquitecturas acompaña las transformaciones del jardín. Y en esa transformación constante, los jardines hablan a capas. Pero a diferencia de la arquitectura no delatan esas capas. Los jardines renacen. Parten de cero. Y borran su historia. Sólo la conocemos a partir de escritos, tratados y lienzos.

Jardines egipcios Sabemos más de los jardines de Egipto que de los de cualquier otro lugar de la Antigüedad gracias a los relieves y a los frescos hallados en tumbas de la época. Esta civilización creía en la vida después de la muerte y los egipcios planeaban meticulosamente las pertenencias con las que querían rodear el viaje a la vida eterna. Así, con frecuencia colocaban imágenes de jardines entre los enseres para la otra vida. La flor de loto, que crece en el agua tranquila del Nilo, aparece decorando las tumbas más que ninguna otra. Es la más esculpida en relieves y, junto con las hojas de palmera y los papiros, adorna buena parte de los capiteles. Los jardines egipcios que rodeaban los templos estaban decorados por arbustos y hierbas medicinales. Entre las plantas, las más utilizadas eran la acacia, el anís, el aloe, la menta, las granadas y el azafrán. Anotadas en papiro se conservan informaciones del tipo de árboles y flores que se cultivaban en los jardines. También, el trato honorífico que dispensaban los dueños de las casas a sus jardineros. Así como la moneda de los pagos en oro, trigo o bronce, que recibían por sus servicios.

Los jardines egipcios rodeaban las viviendas de las afueras de las ciudades. Estaban protegidos de los animales y del polvo del desierto por muros altos y robustos Los grandes jardines egipcios rodeaban las viviendas de las afueras de las ciudades. Estaban protegidos de los animales salvajes y del polvo del desierto por altos muros. Y la entrada era monumental. Buena parte de los árboles tenía una doble función: dar sombra y producir frutos o aromas. La palmera datilera, la vid, el ficus o los sicomoros eran los que más se plantaban. Entre las flores, preferían las de color intenso, como atestigua la intensa coloración de los frescos hallados en algunas tumbas. Para regar los planteles, surcaban canales

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procedentes del Nilo, algunos tan amplios que podían ser navegables. El agua se almacenaba en albercas que podían tener, como decoración, nenúfares y peces. Una de las aficiones preferidas del dueño de la casa era la cría y la pesca de esos peces, que se consumían. La piscina podía ser también un elemento decorativo en los jardines, con forma de T, y favorecedor de un microclima capaz de mitigar algunos grados el calor. Para protegerse del sol, además de la sombra de los árboles, los egipcios empleaban toldos sobre la cubierta plana de su vivienda. Los grandes jardines egipcios eran geométricos y constituyeron un prototipo para los jardines cultivados en Asia menor y en Europa años después. El egiptólogo italiano Ippolito Rosellini descubrió el plano más completo sobre los jardines de una villa egipcia en una tumba de Tebas durante el siglo XIX. Databa de alrededor del año 1400 a. C. y debía haber pertenecido a un oficial del reino de Amenhotep III. El jardín tenía un canal de casi dos kilómetros y una espectacular entrada. La cubierta de la casa estaba protegida por toldos y tenía una alberca. La producción de sombra y fruta eran las principales funciones de los jardines también en las ciudades, donde los comerciantes podían tener un pequeño huerto, para uso familiar, con un pozo, y podía haber también vid sobre las pérgolas.

Jardines persas Si existieron, los famosos jardines colgantes de Babilonia, una de las siete maravillas de la Antigüedad, fueron una excepción en todos los sentidos. Aunque en Mesopotamia los árboles –productores de madera, frutos y sombra– eran un bien muy preciado, las crecidas de los ríos Tigris y Éufrates no permitían el cultivo de aquella tierra entre dos ríos. Seguramente por eso, los árboles eran venerados. De las palmeras se aprovechaba todo: con las ramas se tejían cestos, abanicos o tejados y el tronco se aprovechaba para construir muebles. Se les daba tanta importancia, que un acto de venganza entre los asirios consistía en cortar los árboles del enemigo. Fue Nabucodonosor II quien, al reconstruir la ciudad que el rey asirio Senaquerib, harto de las sublevaciones, había destruido en el año 689 a. C, hizo levantar los legendarios jardines colgantes en honor a su mujer, Amytis. No hay restos visibles de ellos, pero sí múltiples leyendas. A veces se los emplaza en Nínive, en lo que hoy es Mosul,

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y otras se les atribuye un lugar en los muros de palacio, sobre terrazas ajardinadas. También se les atribuye una vida esplendorosa, permanentemente en flor gracias a la humedad. Y como toda leyenda, aun sin vestigios probados, ha generado muchas conjeturas. Así, el historiador de la arquitectura del siglo XIX sir Banister Fletcher calculó que su superficie no debió de ser muy grande, de unos 275 x 183 m. Aunque mucho antes, en su Bibliotheca historica, el griego Diodorus Siculus cifrara su superficie entre tres y cuatro acres, unos 14 kilómetros.

La combinación entre los grandes parques asirios y el cerco egipcio dio lugar al jardín persa Lo que parece más verosímil es que las plantas y los árboles crecían y caían del propio castillo, construido como un teatro –según los griegos– y, más posiblemente, como un zigurat, una pirámide escalonada (una montaña de piedra cubierta de tierra, según la costumbre asiria). Las plantas resbalaban sobre una fachada de ladrillos policromados y esmaltados que daba al río. Junto a los jardines había otro zigurat, la torre de Babel, con una base cuadrada y escalera ascendente en espiral, también según la costumbre asiria. Parece ser que se regaban con agua del Éufrates. Algunos historiadores, de hecho, detallan conductos que llevaban el agua hasta el jardín. Otros afirman que los esclavos los regaban. Finalmente se ha considerado que el gran pozo que se halló junto a los muros prueba a la vez su existencia y su mantenimiento. En cualquier caso, acacias, cedros, mimosas, castaños, hayas, cipreses y hasta álamos debían de crecer allí. Las conquistas y reconquistas de la Antigüedad se reflejan en los jardines. Muchas veces los ejércitos conquistaban culturas que ni siquiera adivinaban. Se tropezaban con botines. Entre lo saqueado se llevaban conocimientos que podían copiar pero, obviamente, no robar. Por eso, un botín infravalorado de todas las conquistas fue el conocimiento del paisaje y el cultivo de jardines. Los persas, por ejemplo, admiraron los grandes parques en los que los asirios y los babilonios cazaban y trataron de emularlos sembrando plantaciones de árboles con un trazado geométrico difícil de encontrar en la naturaleza. La palabra persa para ‘huerto’ o ‘parque’, pardes, se tradujo al griego como ‘paraíso’. El pardes era el jardín que el rey persa debía encontrar allí donde se desplazara. La afición y el gusto por los parques se desarrolló en Persia de tal manera que los jóvenes guerreros aprendían a plantar un árbol al tiempo que se curtían en el forjado de las armas. De otro botín de guerra, el obtenido tras

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la conquista de Egipto en el año 525 a. C. desarrollaron los persas la costumbre de cercar los jardines. Fue precisamente la combinación entre los grandes parques asirios y el cerco egipcio la que dio lugar al jardín persa, con pequeñas colinas artificiales coronadas por pabellones de descanso y pequeños templos.

El jardín griego El jardín de Alcinoó, descrito en el libro VII de la Odisea, estaba dividido en tres partes: un huerto de perales, granados, manzanos, higueras y olivos; un viñedo, y planteles decorativos con dos fuentes que distribuían el agua por los canales del jardín. Aunque también los griegos aprendían a plantar árboles –y a pesar de que en la Odisea, cuando Ulises regresa a casa para darse a conocer ante su anciano padre, Laertes, le señala los árboles que recibió siendo niño– los principales cultivos de la Grecia antigua, la vid y el olivo, revelan una agricultura de supervivencia y una escasa pretensión paisajística. Así, la herencia griega tiene dos escalas muy diversas. Por un lado, la ciudad griega fue el modelo para los jardines públicos. A los ciudadanos les gustaba más reunirse en el ágora, en la academia o en el gimnasio que pasear por los parques. Pero la utilización de algunos árboles, como olmos, álamos, plátanos, mirtos o tejos, para sombrear esos lugares públicos transformó las plazas en jardines.

El campo en la ciudad es la idea griega del jardín. A los griegos se debe algo tan urbano como los cultivos en macetas Algunos filósofos, como Epicúreo, se retiraron a su propio jardín sombreado. De ese jardín, Plinio el viejo escribió siglos después que era “como vivir en el campo en medio de la ciudad”. El campo en la ciudad es, en realidad, la idea griega del jardín. A los griegos se deben los urbanos cultivos en macetas. Las guirnaldas, utilizadas en bodas y funerales, y la fabricación de perfume hacían de las flores un bien preciado para ellos. En su Historia natural, Plinio habla de campos de flores cerca de Atenas alimentados por las cloacas de la ciudad. Entre las flores, la rosa era la flor por excelencia. Heródoto habla de ella en su historia del siglo V a. C. al describir el jardín de Midas, en el que las rosas rebrotaban hasta sesenta veces. Teofrasto, el filósofo naturalista considerado el padre de la botánica, escribió en el siglo III (372-287 a. C.) su historia de las plantas. Y Dioscorides compiló en De Materia medica más de cuatrocientas descripciones de plantas. Ese diccionario de plantas medicinales está entre los más copiados de la historia de la literatura. Todavía se traduce y se reedita.

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Con todo, mucho más frecuentes que los jardines eran en Grecia los patios. Si la ciudad era el escenario de la vida cívica masculina, el interior doméstico era territorio de las mujeres, que tenían prohibida la asistencia a actos públicos que no fueran religiosos. La zona femenina de la vivienda daba la espalda a la calle y se volcaba al patio. Incluso dentro de la vivienda la división por sexos se extendía hasta una estancia llamada andron, donde el hombre recibía a sus amigos y ofrecía cenas, y la zona femenina, que se cerraba durante esas fiestas. Así, los patios se beneficiaron de los cuidados de las mujeres. La idea de construir en torno a un patio, y el efecto arquitectónico de la logia, convirtieron los pórticos en una característica de la arquitectura helenística.

El jardín romano Al jardín romano le debemos la separación entre el jardín útil y el estético. Los frutales y las hierbas participaban de la belleza. Los granos crecían en campos separados. Guerreros o labradores, los romanos sentían pasión por la tierra. O luchaban por ella o la cultivaban. Plinio el viejo señaló que “los reyes romanos cultivaban el jardín con sus propias manos”. Mejores lectores que autores, mejores adaptadores que creadores, los romanos desarrollaron la parte práctica de la belleza: la ingeniería y la legislación. Frente a la creatividad de otras culturas, la romana fue una propuesta ordenada que se reflejó en sus jardines.

El jardín romano separó el huerto útil del vergel estético. Los frutales y las hierbas participaban de la belleza La mayoría de los romanos vivían en insulae (edificios de pocas plantas) sin acceso a otra vegetación que la que brotaba de sus balcones. Así, los jardines públicos servían para descongestionar las calles. Pero quienes vivían más allá de los muros, en las villas del Palatino por ejemplo, sí disfrutaban de jardines, con columnatas y estatuas de mármol y bronce. Un caso abrumador sucedió en la Domus Aurea que hizo construir Nerón. Tuvieron que desalojar a cientos de ciudadanos para sembrar un jardín con lagos, bosques y viñedos. Las imágenes más escalofriantes del jardín las ponían cristianos quemándose vivos para servir de antorcha. Cuando Nerón murió, su lago se reconvirtió en el Coliseo, llamado así por la colosal estatua de Nerón que marca la entrada a su casa, la cercana Domus Aurea.

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Como sucedía con las termas, en Roma, muchos jardines estaban abiertos al público. César Augusto legó el suyo a los ciudadanos romanos. Y lo mismo hizo otro emperador, Aureliano, que cedió a la ciudad el parque junto a la Piazza del Popolo que hoy se conoce como el Pincio. Con todo, el jardín romano más famoso no está en Roma, sino en Tívoli. Lo hizo levantar el emperador Adriano cuando trató de recrear lo que más le había impresionado en ocho años de viajes por su imperio. Entre termas, teatros y bibliotecas, el Canopo era un canal como el de Alejandría. Había un enorme peristilo y un anfiteatro, un ninfeo, un templete dedicado a Venus, terrazas, jardines y suelos pavimentados con mosaicos.

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Entre 125 y 136 a. C., Adriano supervisó su construcción. Ha sufrido vandalismos y transformaciones, pero, aun arruinado, sigue siendo un jardín sugerente, estratégicamente diseñado para sorprender al torcer en cada esquina con juegos de curvas y contracurvas. Allí puede uno hacerse la idea del mundo que uno de los emperadores más cultos tuvo la humana tentación de poseer.

Adriano quiso reproducir en su villa de Tívoli lo más hermoso que había visto durante los ocho años en que viajó por su imperio para conocerlo Tívoli está cerca de Roma. Era habitual que los nobles romanos pasaran días de asueto en propiedades rurales con jardín. Lo mismo sucedía en Nápoles. Allí, Pompeya y Herculano eran lugares de vacaciones. En los atrios de las casas, construidos con un impluvium donde recolectaban el agua de lluvia, recibían visitas. En los jardines crecían perales, castaños, higueras y jacintos. Y estaban cerrados con muros que tenían pintados topia, paisajes decorativos. En algunas pérgolas crecía la vid. Frente al atrio, el peristilo era un patio porticado y privado para uso familiar. En alguna villa de Pompeya, como la de Loreio Tiburtino, se cultivaban jardines sobre las azoteas planas. También crecían laureles y cipreses en macetas. La Historia natural de Plinio el Viejo habla de sus árboles favoritos: los sicomoros para los lugares públicos y, como Virgilio, el pino romano con copa en forma de paraguas.

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Los jardines árabes El Corán anuncia que el día del juicio se celebrará en jardines de placer. Para los musulmanes, el cielo, o el paraíso, es un jardín. De hecho, como recogió Filippo Pizzoni, la palabra que los nombra en el Corán, Jinna (todo lo que no es desierto), es la misma para ambos conceptos. Los jardines islámicos tenían cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego, materializados en otros cuatro: agua –para regar–, sombra –para refrescar–, flores –para disfrutar del color y la fragancia– y música –para los oídos–. Esa idea plural y ordenada es la generadora del jardín árabe: un lugar dividido por normas geométricas con bancales rectangulares de árboles de hoja perenne, que representaba la sombra como vida, en contraposición al desierto. El agua, además de nutrir y dejarse escuchar, tenía un papel arquitectónico. Con frecuencia, los jardines estaban divididos por canales rectilíneos protegidos por toldos. A cada árbol se le atribuía una simbología y un uso. Así, el deslumbrante florecer de los almendros representaba la esperanza y la vida, y las alfombras estampadas con escenas de canales, peces y árboles, eran los jardines de invierno.

Los jardines árabes estaban divididos por canales rectilíneos decorados con escasos ornamentos Las ideas del jardín persa llegaron a la India de la mano de los invasores mongoles (entre 1430 y 1707) y se emularon rodeadas de muros de piedra protegiendo las plantaciones de flores. Muchos de estos jardines se convertían en los mausoleos de sus dueños. El más famoso fue el Taj Mahal de Agra, que el emperador Shah Jahan hizo construir para su mujer favorita, que murió en el parto en 1631. Éste es un lugar de contrastes: el agua refleja el cielo y la serenidad de las nubes, pero también su movimiento. Con la llegada del verano, buscando el fresco, los emperadores mongoles trasladaban sus cortes de Deli al valle de Cachemira. Sobre terrazas, en bancales, y aprovechando los riachuelos, construyeron palacios y jardines majestuosos. Al más famoso, el de Shalimar en el lago Dal, se llegaba por un canal. Tenía cuatro terrazas y estaba protegido por cedros. En España el patio árabe dio la mano a la marca romana del atrio, un jardín enclaustrado con el agua en el centro. El frescor proveniente de fuentes y estanques y el olor del jazmín todavía inspira buena parte de los jardines del sur del país. Allí, los árabes reintrodujeron la irrigación, olvidada desde la ocupación romana. El Patio de los Naranjos, en la mezquita de Córdoba, es probablemente el jardín enclaustrado más antiguo de Europa (976). Más allá de la

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sombra, la ornamentación geométrica y el agua, en el mundo de símbolos que es el jardín árabe, el mosaico jugaba un papel similar al de las alfombras persas. Pero al revés. En los lugares cálidos en los que el tórrido verano desaconseja flores de larga duración, el colorido de los mosaicos en estanques, canales o bancos, compensaba la desaparición de las flores.

El jardín medieval El medieval fue un jardín recluido que creció pragmático en los castillos y los monasterios. Durante los siglos oscuros de la Edad Media, la iglesia cristiana se convirtió en una de las pocas fuentes de esperanza. Con esa promesa creció. Pero además de fortalecerse realizó una labor impagable de copia de manuscritos y

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conservación de tradiciones y conocimientos. Uno de los manuscritos de la época, el Ruralium commodorum, que el agrónomo italiano Pietro de Crescenzi escribió entre 1299 y 1305 en doce tomos, se convirtió en el primer libro europeo sobre agricultura y en una referencia internacional que fue traducida al alemán y al francés ya en el sigo XV. En su tratado, Crescenzi distinguía tres tipos de jardines medievales: el de la gente humilde, el de la clase media y el de nobles y reyes. Aconsejaba construirlos sobre terreno plano y con planteles de hierbas y flores protegidos por filas de árboles frutales para obtener sombra, fruta y vallado. Pero advertía que la valla no debía ser tan densa como para matar la hierba. Abiertos al norte y al este, y protegidos del sur, del oeste y de sus vientos, con una fuente en el centro y pérgolas para resguardarse del sol, todos los monasterios tenían un peristilo, normalmente al sur de la iglesia, para permitir el paseo fresco de los monjes en horas de canícula. El peristilo rodeaba un patio con un jardín. Y el jardín solía tener un pozo en el centro, una fuente o un estanque en el que se criaban peces para los días de cuaresma. El ideal del jardín medieval lo representa así el hortus conclusus, un jardín recluido que, con el tiempo, derivaría en los jardines secretos del Renacimiento.

Abiertos al norte y al este y protegidos del sur, con una fuente en el centro, todos los monasterios tenían un peristilo, normalmente al sur de la iglesia, para que los monjes tuvieran un lugar fresco en el que pasear en horas de canícula La información sobre los jardines de los castillos no existe ni por escrito ni en pintura. Fueron los miniaturistas de los siglos XIV y XV los que retrataron castillos con jardines vallados para evitar perros y caballos, y con huertos en los que las mujeres cultivaban hierbas medicinales a partir de los consejos del volumen Materia medica de Discorides. Más allá del huerto, los jardines de los castillos tenían un componente representativo en los colores heráldicos empleados en banderas, escudos o celosías. También las formas de los setos podían anunciar las armas del propietario. Para entretener, muchos jardines medievales tenían sembrados laberintos de boj o ciprés.

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Tras las últimas invasiones bárbaras los jardines salieron extra muros. Y crecieron. Un nuevo gusto por los espacios abiertos, como contrapunto a las viviendas húmedas y nauseabundas de las ciudades de la época, se revela en los trabajos de miniaturistas como el noble francés Jean de Berry, autor del volumen Les très riches heures du duc de Berry, en el que dibujó el paso de las estaciones por jardines medievales en los que lo utilitario se combinaba con el placer. Típicos del jardín medieval eran los asientos construidos con la propia hierba del terreno, las cabañas y el arte topiario –que podaba árboles y arbustos para darles formas geométricas o figuras reconocibles alejadas de su naturaleza vegetal–. El arte topiario se empleaba para organizar senderos que, con las fuentes y los canales, segmentaban los jardines.

El arte topiario mutilaba árboles y arbustos para darles formas geométricas reconocibles alejadas de su naturaleza vegetal El jardín renacentista En 1471, la villa Palmieri de Fiesole, cerca de Florencia, sirvió de refugio para siete doncellas y tres hombres. La descripción de ese jardín que hace Boccaccio en la tercera jornada del Decamerón (1471) se recrea en pasillos, pérgolas y muros que hacen pensar ya en otra época. El jardín renacentista surgió en Florencia, con el apellido Medici, y concluyó en Roma cuando, de la mano de los papas, el giardino all’italiana se extendió por toda Europa. De acuerdo con el ideal renacentista, formaba una unidad entre la arquitectura y el lugar ordenando el paisaje con ejes simétricos. Leon Battista Alberti (1404-1472) recordó lo que Plinio el Viejo había anotado en el siglo I: que los jardines debían tener vistas, que debían plantarse en lugares planos, aprovechando las laderas de las colinas con sombras y zonas de sol, con grottos y cuevas cubiertas de musgo. Los cipreses o las filas de frutales podían servir para recogerlos y las pérgolas, cubiertas de vid, se utilizarían para obtener sombra. También recomendó el boj, en el que se podía practicar el arte topiario, para marcar los caminos e indicar la posesión del jardín. Los jardineros podaban allí el escudo y esa vegetación de peluquería componía, con estatuas y fuentes, la decoración de un jardín renacentista. El que el florentino Bernardo Rucellai le encargó a Alberti tenía todos esos elementos, pero,

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además, una pérgola lo conectaba con otro jardín secreto, con hierbas aromáticas y un refugio para juegos de niños. Posiblemente la villa más famosa de Cósimo el Viejo, el patriarca de los Medici, fuera Careggi, a las afueras de Florencia. Allí la logia era doble, para proteger del sol en verano y del viento en invierno. Rodeaba la mansión por tres de sus fachadas y estaba abierta al jardín por la cuarta. En aquel jardín simétrico rodeado de boj y frutales, Cósimo reunió a un grupo de sabios para discutir sobre literatura y filosofía, imitando la academia ateniense. Fue una de las cunas directas del Renacimiento. Su heredero, Lorenzo el Magnífico, supo mantenerlo. Y no sólo ese jardín. Con quince años ya sufragaba los gastos de mantener los jardines de San Marco, una especie de Academia para los pintores más prometedores. Fue allí donde conoció a Miguel Ángel cuando éste era aún más joven que él. Convenció a su padre para que viviera con ellos y parece ser que, efectivamente, lo trataron como a un hijo. La afición por los jardines corría en la familia y fue otro de los hijos de Cósimo, el menor, Giovanni, quien

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encargó a Michelozzo la solución para los problemas de los desniveles, las colinas y las escaleras del jardín. El arquitecto dibujó rampas. A Michelozzo también le encargó Cósimo el Viejo su casa en la ciudad. Y también en el centro de Florencia ubicó un jardín, con logia, fuentes y, de nuevo, boj recortado con forma de elefantes, perros y barcos.

Una de las distracciones de los paisajistas del siglo XVI consistía en crear fuentes que sorprendían a los visitantes o bien con música o bien con baños inesperados Más de un siglo después, pero todavía con los ideales renacentistas ordenando los jardines, otro Cósimo, el Grande, gran duque de Toscana, protagonizaría la segunda gran época de patronazgo de los Medici. Hizo levantar un jardín en Villa di Castelo que Vasari describió como el más magníficamente ornamentado de Europa y el ensayista Michel de Montaigne aplaudió años después. Era grande, simétrico, y quedaba enclaustrado tras el palacio en un terreno ascendente. Las esculturas y la ingeniería de las fuentes eran también relevantes. Una de las distracciones de los paisajistas del siglo XVI consistía en crear fuentes que sorprendían a los visitantes o con música o con baños inesperados. En Villa di Castello, la fuente principal estaba decorada con la escultura Florencia saliendo del agua, de Giambologna, rodeada de cipreses y laureles. Giusto Utens lo inmortalizó en sus lunetas para el “Museo de Florencia como fue” y hoy puede visitarse, pero cuando se sembró, de acuerdo con los ideales renacentistas, era un lugar para los hombres. Tenía un prado reservado para torneos y un jardín secreto a cada lado. En uno, decorado con la estatua de Escolapio, crecían hierbas medicinales. Tenía también un grotto de animales y una cueva decorada con una jirafa. Era un lugar extravagante que apuntaba al manierismo que sustituiría al sobrio estilo renacentista. Otro jardín mítico, el de Boboli detrás del Palacio Pitti en Florencia, cuenta la historia de la ambición de Luca Pitti por conseguir un palacio mejor y mayor que el que Cósimo el Viejo le había encargado a Michelozzo. No iba mal Pitti. Cada ventana tenía el tamaño de la entrada de la casa de los Medici. Pero se arruinó. Años más tarde, Leonor de Toledo compró el palacio y le encargó a Niccolo Pericoli, il Tribolo (1500-1550), el diseño de su famoso jardín. Fue un trabajo largo que se extendió a cuatro generaciones de arquitectos, que fueron pasándose el

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relevo durante ciento cincuenta años. Como resultado, los jardines lograron reunir un anfiteatro con forma de herradura, una gran fuente coronada por una estatua de Neptuno, una isla dibujada por Giorgio Vasari y dos puentes entre el jardín y la isla que le confieren una teatralidad que anuncia ya el estilo barroco.

Renacimiento tardío Casi un siglo más tarde, y en Roma, los papas hicieron construir los otros grandes jardines renacentistas. La idea era perpetuar los principios clásicos romanos actualizados en la época con la excavación de ruinas como la Domus Aurea de Nerón o la Villa Adriana en Tívoli. La mayor aportación de esa segunda hornada de jardines renacentistas fue la de la doma, no ya de la naturaleza, sino del propio territorio. Ya no necesitaban un gran llano. Muros de contención, rampas y grandes escalinatas permitieron cultivar jardines con diversas alturas. Alessandro Farnese, convertido en Pablo III, confió a Giacomo da Vignola sus jardines en el Palatino. Rampas y muros solucionaron las diversas alturas entre los palacios y el Foro, que entonces se llamaba Campo Vaccino. Los Farnese encargaron un catálogo de plantas raras en 1625, y ocho años después, el jesuita responsable del jardín de hierbas de los Barberini, Giovanni Battista Ferrari, compiló su propio catálogo: Flora-overo cultura di fiori, el primero de una serie de tratados que culminaría con De florum cultura y marcaría la horticultura renacentista. Los Borghese, de la mano de Julio III, apostaron por el jardín de entretenimiento y diversión. En la Via Flaminia, su jardín tenía una columnata curva, un ninfeo hundido, pasajes subterráneos y jardines secretos. Vasari y Ammannati trabajaron allí a las órdenes de Vignola. Pero era Miguel Ángel el que corregía los croquis del Papa. Como el jardín de Julio III, la Villa Medici, convertida en la Academia francesa desde que Napoleón la comprara, es un ejemplo de jardín de placer todavía visitable. Tiene zonas soleadas y zonas de sombra, fachada imponente y detalles delicados. Una logia abierta marca la entrada y unos escalones descienden a seis campos simétricos. Una galería de esculturas funciona como muro de contención. La balaustrada del techo es un mirador. El bosque actual ha sido romantizado pero el de 1540 era simétrico. Con la simetría, los juegos de agua y las diversas alturas extendieron su influencia por los jardines de Occidente.

Hacia el jardín manierista Cuando Roma fue saqueada en 1527 por las tropas de Carlos V, artistas como Leonardo da Vinci tuvieron que exiliarse a la Toscana o a la corte francesa. Ese éxodo puso fin al que para muchos fue el momento más sublime de la historia

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del arte: el Alto Renacimiento. Cerca de Roma quedaron algunos de sus jardines, parques exuberantes, como el que hizo construir el hijo de Lucrecia Borgia, el cardenal Hipólito d’Este, en la villa que lleva su nombre. Todavía puede visitarse en las colinas de Tívoli y representa la idea compleja y diversa del jardín italiano. Sofisticados e inventivos, construidos por cardenales y papas, los jardines del Alto Renacimiento fueron escenarios del triunfo del hombre sobre la naturaleza. Pero también desvelaron cómo ésta se impone y vence a la arquitectura, pues adquirieron mucha más relevancia que las villas para las que sirvieron de marco. Siendo el agua la clave de esos jardines, Hipólito d’Este encargó el suyo a un ingeniero, Orazio Olivieri, que aprovechó la falda de la colina para instalar los surtidores y lo distribuyó en cinco terrazas con un eje paralelo a la villa. Allí ubicó las famosas cien fuentes. El agua llega hasta allí por una tubería que sirve de barandilla y brota de blasones de la Casa d’Este y de águilas de piedra. Aunque cuando Montaigne lo visitó estaba todavía incompleto, el francés quedó fascinado por el órgano, que sonaba gracias al agua. El movimiento de chorros y cascadas es continuo y sonoro. Y contrasta con la serenidad de los estanques, que reflejan el paso lento de las nubes. Todavía hoy, el parque permite subir y bajar sin cansarse ni acalorarse.

A mediados del siglo XVI, el jardín italiano renunció al rigor renacentista. Sus mensajes alegóricos se tornaron más complejos y los parterres más complicados. El simbolismo llegó a ser excesivo. Bomarzo explica esa evolución. Cerca de Viterbo, a cien kilómetros de Roma, se construyó a finales del XVI como una galería de esculturas exterior. Por eso los monstruos y los ogros conviven allí devorados por la naturaleza. Bomarzo constituye la culminación del estilo italiano simplemente porque éste ya no podía avanzar más. Su máxima contribución a la historia de los jardines fue que la estética se mantuviera durante las cuatro estaciones. Para conseguirlo emplearon árboles de hoja perenne, piedra en escalinatas, balaustradas y estatuas, y agua en fuentes, aljibes y cascadas.

La contribución del estilo italiano a la historia de los jardines fue un empeño por construir espacios exteriores en los que la estética se mantuviera durante las cuatro estaciones Con el manierismo, el límite entre las partes del jardín se desdibujó. No lejos de Viterbo todavía se puede visitar la Villa Lante, que el cardenal Gambara hizo construir en Bagnaia para rivalizar con los jardines de la Villa d’Este. Esta Villa se ha atribuido siempre a Vignola, aunque algunos historiadores, como Julia S. Berrall la consideren de un colaborador suyo, Jacopo del Duca, por una cuestión de edad. Montaigne también la describió en su Diario de viaje a Italia, de 1581. Se detuvo sobre todo en el jardín donde el agua fluye desde lo alto de la colina dividiendo el terreno en dos para desembocar en un gran aljibe. Como los parques se utilizaban todo el año, los italianos plantaban bosques ordenados para poder caminar a la sombra. Incluían lugares para el juego y espacios recluidos. Los símbolos heráldicos, el gusto por lo grotesco, una estatuaria de leones y unicornios, montañas artificiales y, sobre todo, los parterres de broderie, recortados con complicadas formas geométricas, darían paso a los grandes jardines franceses que triunfarían en el XVII.

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El jardín del siglo XVII Poco a poco, el estilo renacentista italiano se diluyó en territorio francés. La amplitud de los nuevos espacios, la teatralidad de las construcciones y el espectacular uso del agua tomaron en Francia un protagonismo que desbancó los ideales renacentistas del orden y la simetría y enterró el placer de las pequeñas sorpresas. En la era del jardín magnífico, las sorpresas iban a ser grandes. Fue entonces, en la segunda mitad del siglo XVII, cuando París se convirtió en la capital cultural del mundo.

La originalidad de Le Nôtre consistió en adaptar el concepto de jardín del siglo XVI, un espacio ordenado sujeto a reglas arquitectónicas, a las peculiaridades del paisaje francés. La rigidez se adaptó al terreno casi con naturalidad El barroco de la corte francesa se alejó del religioso italiano para ser más mundano. Los nuevos jardines eran lugares de entretenimiento y espectáculo. Pero también escenarios del poder. Las transformaciones del medio natural con efectos dramáticos hablan de lo caprichoso que puede ser ese poder. En ese clima ostentoso, las curvas fueron sustituyendo a los rectilíneos diseños renacentistas. Versalles se convertiría en el nuevo modelo que se pretendía imitar y el paisajista de Luis XIV, el Rey Sol, André Le Nôtre, pasaría a la historia. Su originalidad consistió en adaptar el concepto de jardín del siglo XVI, un espacio ordenado sujeto a reglas arquitectónicas, a las peculiaridades del paisaje francés. La rigidez se adaptó al terreno con naturalidad. Como resultado, los jardines se convirtieron en composiciones aparentemente simples, de tamaño majestuoso pero con elaborados ornamentos y detalles. Los grandes jardines franceses extendían el panorama y abrazaban el horizonte. Arquitectónicamente, la pieza clave de estos jardines fue el parterre de broderie. Pero el inmenso jardín francés fue, sobre todo, la demostración del poder de los monarcas absolutos capaces de vencer las leyes de la naturaleza: los naranjos crecían en lugares fríos, las montañas se allanaban y el agua se trasladaba aunque el coste fuera desmesurado. Fue mucho más difícil trasladar agua en el llano terreno francés que en Italia, donde se aprovechaba la altura de las colinas. Pero fue precisamente el

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agua lo que singularizó los jardines franceses y lo que, al final, acabó con ellos. Su traslado nunca llegó a solucionarse. Luis XIV puso a los mejores ingenieros hidráulicos a lidiar con el asunto. Pero ni los caballos ni los molinos ni los pantanos ni la desviación del cauce de ríos ni la máquina de Marly, que bombeaba agua desde el Sena, ni siquiera el acueducto de 37 kilómetros que hizo construir a su ejército para llevar agua del Eure consiguieron solucionar el problema.

La arquitectura se vio invadida por la vegetación con el uso de las pérgolas. Pero en los jardines del XVII la naturaleza y el paisaje eran moldeados al capricho de los grandes terratenientes. El idioma habla. Y muchos de los nuevos vocablos acuñados en el siglo XVII para describir el jardín eran franceses: charmille (cenadores o enramadas), bosquets (bosquecitos) o palissade (empalizada). También eran francesas las dinastías de paisajistas que, como Le Nôtre, ocuparon los puestos importantes en las cortes europeas. Los hermanos Mollet dejaron sendos tratados de horticultura y paisajismo. Claude Mollet escribió el Théâtre des plans et jardinages en 1652 y André Le jardin de plaisir un año antes. La arquitectura se vio invadida por la vegetación con el uso de las pérgolas. Pero en los jardines del XVII la naturaleza y el paisaje eran moldeados al capricho de los grandes terratenientes. Empezaron copiando los modelos renacentistas italianos. Tanto es así que los jardines de Luxemburgo eran, en realidad, una copia de los de Boboli, tras el Palacio Pitti. Luego llegaría la interpretación propia, la grandeur francesa. En esa escala, los grandes jardines encierran grandes historias de poder. Y de rivalidad. Nicolas de Fouquet, el intendente de finanzas que tenía la ambición de convertirse en el primer ministro de Luis XIV, les encargó al arquitecto Louis Le Vau, al pintor Charles Le Brun y al paisajista André Le Nôtre su nuevo chateau en Vaux-le Vicomte. Para construir su jardín, Fouquet trasladó tres pueblos y desvió el curso de varios ríos. Rodeado de un foso, cascadas, un grotto y hasta un gran canal, Vaux habla de poder. Y una de sus primeras recepciones revela las otras caras de ese poder. Más de mil personas acompañaron a Luis XIV a la recepción que le había preparado su ministro de finanzas. Todos pudieron ver la obra maestra con un trasfondo de fuegos artificiales y el estreno de la obra de Molière Las preciosas ridículas, en la que el propio dramaturgo interpretaba al protagonista. Jean-Baptiste Lully puso fondo musical a una cena servida en

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platos de oro. Pero, al llegar la noche, Luis XIV rechazó la invitación a descansar en una suite real especialmente preparada para él. Había visto suficiente. El derroche expuesto hizo que el rey sintiera celos. Y rabia. Fouquet fue arrestado. Y cinco días después, Le Brun y Le Nôtre empezaron a trabajar en la nueva residencia del rey en Versalles. Naturalmente, Versalles fue otra demostración de poder. El terreno, el paisaje, el lugar en suma, fueron rediseñados por los deseos del Rey Sol: desaparecieron colinas y aparecieron ríos para acoger un complejo programa que combinaba arte, paisaje, arquitectura y botánica en torno al mito de Apolo. Le Brun coordinó los trabajos de escultura realizados entre 1665 y 1683 por más de setenta artistas. Más allá del reto de reinventar un lugar, el cultivo de flores exóticas fue otra de las pasiones del rey. El historiador Filippo Pizzoni asegura que en sus invernaderos había casi dos millones de macetas.

Para construir su jardín en Vaux-le Vicomte, Nicolas Fouquet trasladó tres pueblos y desvió el curso de varios ríos Con la ampliación del tamaño de los jardines algunos recursos, como el arte topiario –la manicura de cipreses y boj– comenzaron a perder importancia. Para cuando llegó el siglo XVIII había pasado de moda. Pero si los grandes jardines eran los escenarios en los que se pavoneaba el poder, en los domésticos, los setos se mantenían bajos para secar sobre ellos la colada. Podían tener un estanque, aunque el agua encerrada atraía moscas. Para resolverlo, Francis Bacon recomendaba utilizar sólo agua en movimiento. Había más mentalidades prácticas. Los holandeses, una nación independizada de los españoles desde 1609, combinaron en sus jardines austeridad, experimentación científica y comercio de flores. Fue así cómo los tulipanes, que ellos importaron de Turquía, llegaron a tener, en sus variedades más raras, un precio tan alto como el oro. En la última época del antiguo régimen la decoración barroca se suavizó con la llegada de matices rococó. Los parterres se simplificaron. El paisaje se hizo más limpio y, ya en el siglo XVIII, un nuevo estilo naturalista sentó las bases para el jardín-paisaje inglés. Algunos filósofos y escritores sembraron el clima para ese nuevo gusto sencillo. Rousseau destacó entre quienes predicaban un retorno a una vida natural y Voltaire escribió: “Jardines, tengo que huir de vosotros. Demasiado arte me revuelve y me aburre”. Fue así cómo la ostentación cedió terreno al paseo y a los juegos. Perdiendo poco a poco detalle y gesticulación, el vasto jardín francés llegó a Inglaterra más despoblado, más verde y, aparentemente al menos, más libre.

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El jardín barroco El jardín barroco tuvo muchas caras. Todas espectaculares. En Italia, en las colinas de Tusculum y en la ciudad de Frascati, florecieron algunos de los más famosos. Perdieron el eje central que los organizaba y la estética compositiva dejó de primar la majestuosidad para favorecer la variación y el exotismo. Los jardines barrocos sorprendían. Tenían movimiento. Pero, siendo más lúdicos y sinuosos, resultaban paradójicamente más introvertidos. El de la Villa Aldobrandini todavía se visita. Lo encargó el papa Clemente VIII, Ippolito Aldobrandini, en 1598. Giacomo della Porta lo extendió. Carlo Maderno lo terminó. Y Domenico Fontana se encargó de los juegos de agua. En Alemania, Versalles sirvió de modelo para levantar Charlottenburg, en Berlín. La corte se trasladaba a Schwetzingen, en Baden, en verano. El jardinero Johann Ludwig Petri había ideado un parterre circular. Falsas ruinas y hasta mezquitas decoraban esos jardines. Los de Sanssouci, en Postdam, tenían pagodas chinas. El parque del Hermitage en Sanspareil, un teatro romano. Con el tiempo los jardines alemanes aumentarían ese gusto por lo excesivo, frívolo y vistoso que derivaría en el rococó.

El azulejo fue la contribución portuguesa a los jardines del XVII En Austria, el barroco sirvió para celebrar la victoria sobre los turcos y se extendió hasta el siglo XVIII. La corte vienesa construyó su particular Versalles en Schönbrun. De hecho, la influencia de Versalles en el paisajismo de las cortes europeas fue notable. Pedro el Grande de Rusia le encargó a un discípulo de Le Nôtre, Jean-Baptiste Le Blond, los jardines de Peterhof, el único palacio europeo con vistas al mar, que fue residencia de verano de los Romanov. En España, los Borbones, de la mano de Felipe V, que había crecido en Versalles junto a su abuelo el Rey Sol, encargaron una residencia de verano en La Granja (Segovia), que todavía conserva jardines monumentales. Su hijo, Carlos III, rey de Nápoles, hizo construir en Caserta el jardín con la cascada más larga del mundo. Y los Saboya rodearon Turín de jardines tan amplios como para poder cazar en ellos. Ese anhelo de perder la vista en un parque está ya muy cerca del jardín inglés. Pero, todavía en el mundo barroco, el azulejo en los espacios exteriores fue la contribución portuguesa a los jardines del XVII. Se remonta a 1565 en la Quinta de Bacalao, de la Extremadura lusa. Más tarde los portugueses desarrollarían este acabado, importado de los jardines moriscos españoles durante el XVI, imprimiéndoles escenas azules sobre fondos blancos.

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El jardín inglés El origen del jardín inglés fue intelectual. Tuvo un modelo pintoresco en los cuadros de Claude Lorrain o Nicolas Poussin retratando el campo romano de manera más historicista que realista. Y encontró una razón en la filosofía del momento: el Paraíso perdido de Milton y el deseo de recuperar el sentido “natural” de la naturaleza. Sin embargo, fueron factores sociales, culturales –el siglo XVII era la época del Grand Tour europeo– y económicos –como las políticas que empujaban a los grandes terratenientes a explotar la madera de los bosques y a dejar pastar en sus prados– los que los hicieron posibles.

El efecto de los diseños de Capability Brown no era ni artístico ni simbólico, sino panorámico Charles Bridgeman, jardinero real de la corte británica entre 1728 y 1738, fue el autor del estanque serpenteante conocido como la Serpentine, en el jardín londinense de Kensington. Ideó además la mayor aportación inglesa a la jardinería del momento: el Ha-Ha, un medio foso que delimita el paisaje y convierte el suelo en un pedestal, aunque resulte invisible desde dentro de la finca. A Bridgeman le gustaban las curvas y los senderos. Sus jardines en Claremont, donde todavía hay un anfiteatro de césped, o el de Stowe, en Buckinghamshire, donde realizó el Ha-Ha más largo que existe, evidencian un naturalismo que lo llevó a plantar árboles muertos en Kensington para dar veracidad al lugar.

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También William Kent creó su estilo a partir de una copia que imitaba la naturaleza, pero, a diferencia de Bridgeman, Kent firmó algunos de los jardines más característicos de la recuperación de la Arcadia: intervenciones con influencias palladianas como Chiswick House, en Londres, o el mejor conservado en Rousham, cerca de Oxfordshire. El mito de Arcadia, la recuperación del jardín primitivo, tendría un predicador en Alexander Pope, que defendía la idea del genius loci asegurando que el carácter del jardín estaba ya en su topografía y abogaba por una naturaleza sin adornos ni artificios. Lancelot Capability Brown sería el máximo exponente de este concepto, en el que lo intelectual y lo simbólico eran vistos como algo superficial al lado de lo natural. A Brown le pusieron ese mote por su vehemente voluntad de superación. Capability Brown siempre encontraba capabilities for improvement (posibilidades de mejora) en las tierras de sus clientes. Así, lo suyo fueron los grandes prados y las grandes decisiones. Manejaba con soltura cauces, lagos artificiales y planteles, sus tres elementos compositivos. El efecto de sus diseños no era ni artístico ni simbólico, sino panorámico, y la apariencia espontánea estaba, en realidad, milimétricamente planeada. Para levantar el jardín de Blenheim Palace en Oxfordshire, construyó un lago artificial desviando el agua del río Glyme.

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Desde el siglo XVIII Inglaterra lidera el mundo del jardín. Idea los estilos y es la principal diseminadora del conocimiento sobre horticultura. Uvedale Price y Humphrey Repton, el heredero de Brown, tendrían una influencia internacional exportando la idea del jardín inglés durante el siglo XIX.

Otros jardines del XVIII Pero no todo era inglés en el XVIII. Del lejano Oriente desembarcó la moda la chinoiserie, los jardines de inspiración china. Y en pleno debate sobre el pintoresquismo y el formalismo, el jardín chino interesó. Allí eran los poetas y los monjes quienes firmaban los jardines. Buscaban expresar la belleza y los contrastes de la naturaleza con elementos naturales. Rocas, ríos, lagos y montañas eran a la vez elementos compositivos y ornamentos del jardín. La etimología china resulta reveladora. ‘Jardín’ es la suma de dos conceptos: agua y tierra. El paisaje de la montaña y el agua. La naturaleza como modelo está en las enseñanzas de los fundadores de las tres religiones principales: Lao-Tse, Confucio y Buda. Pero esa veneración contrasta con la naturaleza artificial de falsas montañas y falsos ríos que diseñaban en China para imitar el paisaje del mundo.

En China, eran los poetas, los monjes y los estudiosos quienes firmaban los parques y los jardines Del siglo X al XIII la pintura paisajista china vivió su máximo apogeo. Los jardines, inmensos pero íntimos, ni monumentales ni simétricos, eran inimaginables para un viajero como Marco Polo, que sólo podía compararlos con los huertos utilitarios que había visto en los monasterios y los castillos. Posiblemente, el arquitecto William Chambers, que siendo un adolescente se embarcó en la compañía sueca East India para viajar a China, sea el paisajista del XVIII que con mayor tino abordó la moda de la chinoiserie. Cuando ya era un reputado arquitecto escribió una tesis sobre jardinería oriental que lo convirtió en una autoridad. Pero sus ideas no eran nuevas. La historiadora Julia S. Berrall apuntó que sir William Temple las había explicado adelantándose un siglo: “Un poco de sencillez te llevará lejos”, afirmó para responder a quienes consideraban que el entonces nuevo jardín inglés se parecía demasiado a los campos vulgares. Con todo, Chambers descubrió un mundo. Habló de la figura del jardinero chino, capaz de compartir con su cliente pobreza y riqueza y de convertir el jardín en un lugar especial la época del año en que su dueño lo visitaba. Dalias, crisantemos o sauces llorones dejaron de ser flores exóticas para

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convertirse en habituales entrado el siglo XIX. Nada se conserva de aquellos jardines sublimes que sirvieron de inspiración a los europeos, aunque, con frecuencia, sólo en su vertiente más folclórica. Los soldados británicos y franceses destrozaron varios al desembarcar en las costas de Extremo Oriente en 1860, y la propia tradición china, que no permite que el heredero viva en la misma casa en la que han muerto sus antecesores, contribuyó al abandono de buena parte de las propiedades. También del siglo XVIII datan los primeros jardines norteamericanos sobresalientes, una amalgama de las diversas culturas que fueron llegando con base cultural británica y un gusto por la horticultura heredado de los holandeses que se asentaron en lo que hoy es Nueva York. Los primeros colonos desembarcaron en la costa Este en el siglo XVII y, tras años de supervivencia y de aprender de los indios algunos cultivos, como el maíz, comenzaron a plantar jardines domésticos utilitarios frente a sus cabañas, en zona soleada y vallados.

Central Park, de Frederick Olmsted, es el jardín posibilista que consigue una sucesión de flores que lo mantienen vivo durante todo el año Un plano de Manhattan (Nueva Ámsterdam) de entonces ilustra cómo las zonas verdes rodeaban las viviendas y evidencia la proporción entre la tierra dedicada al cultivo y la dedicada al hábitat. Allí, los grandes jardines estaban en las plantaciones del sur y al cuidado de esclavos. Aunque, había excepciones. Dos presidentes firmaron jardines legendarios en sus propias residencias. El primero, George Washington, llevó hasta Mount Vernon flores, herramientas y hasta profesionales ingleses. Sus diarios dan cuenta de su interés por la jardinería. Se hizo construir un jardín tranquilo que sólo disfrutó dos años antes de morir. El otro, Thomas Jefferson, que era arquitecto, escribió que no había ninguna ocupación tan plena como la de trabajar un jardín. Cultura y tierra se combinaban en esa afición de la que no se cansaba de aprender. “Soy un hombre viejo, pero sigo siendo un jardinero joven”, le escribió a su amigo Charles Wilson Peale. Jefferson anotaba escrupulosamente sus decisiones paisajísticas en una libreta dedicada a su casa en Monticello. Pero la mayor contribución del jardín americano fue la que explicó Andrew Jackson Downing en sus artículos de The Horticulturist. Defendía el regreso a la naturaleza, la vida que aprendió del británico John Claudius Loudon y la idea

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democrática de los jardines urbanos y públicos que puso en práctica Frederick Law Olmsted, el autor de Central Park. Este parque es un ejemplo del jardín posibilista del que hablaba Jackson Downing: separa lo exótico de lo esencial y consigue un calendario de flores que lo mantienen vivo y florido durante todo el año. Para los pequeños jardines, las claves fueron la economía y el mantenimiento. La idea era que el ciudadano medio diseñara su propio jardín.

El jardín del XIX El siglo XIX fue una época ecléctica. Lo sublime pasó a buscarse en sentimientos inesperados en un jardín, como el miedo. Los acantilados que caracterizaron el estilo pintoresco podían resultar admirables o temibles. Fue el reverendo William Gilpin quien acuñó el término ‘pintoresco’. Además de dedicarse a pintar acuarelas, firmó varios ensayos sobre el tema, un asunto sobre el que los paisajistas no se ponían de acuerdo. Lo pintoresco no podían ser los prados del jardín inglés puesto que éstos aburrirían en un cuadro. Un jardín pintoresco precisaba sorpresas. Por eso se terminó recuperando el gusto por lo italianizante. De modo que cuando por todo el mundo se emulaba el modelo de jardín abierto y natural inglés, en Inglaterra se empezaba a decorar ese mismo escenario.

En algunos jardines famosos, como Biddulph Grange en Staffordshire, una zona china, decorada con una reproducción de la gran muralla, convivía con otra inglesa, otra italiana y otra egipcia En el terreno naturalista, Capability Brown encontró un sucesor en Humphrey Repton, quien partía de una inspiración más rústica que clásica. Publicó un libro de acuarelas, el Red Book, que ilustraba sus ideas “naturalizantes” con imágenes de antes y después. Anticipaba el resultado y tranquilizaba a sus clientes. De la controversia entre naturaleza y cultura nacerían los diversos estilos que caracterizarían el XIX. En algunos jardines famosos, como Biddulph Grange en Staffordshire, una zona china, decorada con una reproducción de la gran muralla, convivía con otra inglesa, otra italiana y otra egipcia. Su autor, James Bateman, hizo crecer hasta un pinar en plena campiña inglesa para ilustrar su idea de “un jardín dentro de un jardín”.

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Fue en ese clima donde la nueva densidad que iban adquiriendo las ciudades tras la Revolución Industrial forzó la aparición de los primeros jardines urbanos. En los primeros parques públicos la preocupación por la salud pública daba la mano al urbanismo. Comenzó la proliferación de casas con jardín en torno a las grandes ciudades. Solían tener un único plantel de flores coloristas rodeado de césped. Las flores favoritas de la clase media eran las más vistosas. Y las más prácticas, las que duraban más y las que requerían menores cuidados, como las begonias. En 1883 William Robinson escribió lo que se convertiría en un clásico de la horticultura doméstica: The English Flower Garden. Y predicó ideas como plantar flores de fácil mantenimiento. También una paisajista escritora, Gertrude Jekyll (1843-1932) mostró cómo se podían lograr efectos espectaculares eligiendo las especies apropiadas, que para ella eran las autóctonas. Así, el jardín inglés dejó de ser un escaparate de grandeza para convertirse en un jardín privado, un refugio. Ni utilitario ni alimenticio, personal y acotado.

En el siglo XIX nace la idea de conectar el nombre de mujeres y flores Como parte de la moda del paisaje de apariencia natural, fue John Claudius Loudon quien aportó la idea de lo irregular y las plantas exóticas en una combinación que pasó a llamarse “jardinesca” (gardenesque). En esos años nace la idea de conectar el nombre de mujeres y flores. Loudon consideraba que eran las delicadas mujeres las que debían cuidar de las frágiles y fragantes flores. Animaba, en cambio, a los hombres a ocuparse del jardín. No como un castigo: como forma de relajación, como premio tras una agotadora jornada de trabajo. La naturaleza domesticada tras los setos proporcionaba un nuevo marco para la vida familiar. El jardín se convirtió, según apunta Catherine Hall en su ensayo Sweet Home, en “una de las atracciones principales en la vida de la burguesía”. Ya no bastaba con los jardines compartidos del XVIII. Ya no era suficiente un paseo por un prado, los burgueses querían el jardín en casa. Y Loudon les animó a cuidarlo. Él y su mujer, Jane Loudon, contribuyeron con sus artículos periodísticos, los primeros sobre el género, a asentar dos tradiciones en el Reino Unido: la de ese tipo de prensa y la del cuidado del jardín. Ambos siguen interesando a una población que ha hecho del jardín uno de sus mayores entretenimientos. Así, aunque en la Inglaterra del XIX el jardín se domesticara, fuera seguía siendo sinónimo de parque abierto. En Múnich, el primer jardín público conserva hoy el nombre de Jardín Inglés. Abierto y aparentemente natural, el inglés fue el modelo para los jardines públicos. La naturaleza sobreelaborada resultaba

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anticuada. Malmaison, la residencia favorita de Josefina, la esposa de Napoleón, tenía ruinas falsas, un zoológico con avestruces, canguros y cisnes negros y uno de los primeros invernaderos de la historia. Pero, despejado y verde, era un jardín inglés. En Alemania, hasta Goethe apoyó el retorno a un jardín natural. Él mismo diseñó y cultivó uno. Pero no fue una excepción. El príncipe Franz de AnhaltDessau dedicó quince años al empeño de transformar su reino en un enorme jardín. Otro príncipe, Hermann von Pückler-Muskau, fue alumno de Repton y firmó un parque en Branitz según el modelo inglés de suaves colinas y dinámicas llanuras. Hizo levantar dos pirámides y terminó sus días viviendo en una de ellas. También en Rusia, la correspondencia que mantuvieron Catalina la Grande y Voltaire prueba que la zarina era una entusiasta del jardín inglés.

Gertrude Jekyll mostró cómo se podían lograr efectos espectaculares eligiendo las especies apropiadas, que la mayoría de las veces para ella eran las autóctonas Pero la expansión internacional del jardín inglés coincidió con el redescubrimiento del renacentista en la propia Inglaterra. Arquitectónicamente, el gusto por las flores exóticas trajo consigo la proliferación de los invernaderos a finales del XIX. Era de rigueur contar con uno, que además indicaba cierto interés por la investigación y la pertenencia a alguna sociedad científica tan de moda entonces. Se quedarían para siempre. Algunos eran brillantes piezas arquitectónicas, como el Crystal Palace de Joseph Paxton, de 1851, pero la moda se extendió hasta que los humildes y prefabricados invadieron los backyards de las viviendas. Finalmente, jardines como Levens Hall, al sur de Kendal, fueron redibujados en época victoriana. Así, el antiguo arte topiario pasó a convivir con prados forrados de flores de colores y con un ajedrez del tamaño de los de Alicia en el País de las Maravillas. Denso, abundante y sobrecargado de muebles realizados con raíces de árboles, Levens Hall mantiene todavía flores de color intenso todo el año. Su combinación de elementos decorativos culminó un siglo ecléctico y adelantó los jardines temáticos que iban a proliferar en el siglo XX.

El jardín fin de siècle Con ensayistas como John Ruskin predicando las ventajas de un regreso al campo, con la burguesía construyendo allí sus segundas residencias, con la creación de instituciones como el National Trust en 1875, dedicadas a proteger las construcciones de la campiña inglesa, y con la aparición de revistas como

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Country Life (1897), que abogaban por una vida alejada de las ciudades, surgió en Inglaterra un movimiento nostálgico, el arts & crafts, que reivindicó lo artesano en pleno desarrollo industrial. La cabaña era su tipología favorita y los huertos de frutales para el autoconsumo el jardín consecuente. La combinación entre lo útil y lo estético de William Morris y Charles R. Mackintosh adelantó varias de las claves del jardín del siglo XX. En el debate entre el jardín formal y el natural, una pareja logró un brillante compromiso. La paisajista Gertrude Jekyll combinó flores y setos como un pintor. La hermana del reverendo Jekyll, amigo de R. L. Stevenson, fue también acuarelista. Dibujaba los campos con los que arropaba las obras de Edwin Lutyens (1869-1944). Trabajaron juntos durante casi veinte años. Lutyens cuidaba los pavimentos, las fuentes y los escalones. Y Jekyll sembraba meticulosas combinaciones que parecían brotar espontáneamente. El libro de Jekyll Colour Schemes for the Flower Garden (1908) es, todavía hoy, un volumen de referencia.

El jardín del siglo XX El jardín del siglo XX recapituló. Actualizó algunas tradiciones, pero también desarrolló nuevas preocupaciones. Edwin Lutyens analizó la herencia musulmana para convertir el jardín en una estancia al aire libre y Peter Behrens (1868-1940) estudió a Karl Friedrich Schinkel para dibujar esquemas pompeyanos, como el peristilo porticado de planta cuadrada de la casas Wiegand (1911) en Berlín. Ambos arquitectos anticiparon la geometrización de los jardines modernos. La eterna colaboradora de Lutyens, Gertrude Jekyll, empleó el color a la manera de los impresionistas en parte debido a su severa miopía, pero el arte del siglo XX tuvo un eco en el jardín. La representación perdió importancia y apareció otra manera de mirar capaz de apreciar la belleza impresionista de un campo salpicado de flores.

En el siglo XX el jardín no imitaba a la naturaleza, la domesticaba Tras la Revolución Industrial, los jardines domésticos pasaron a ser territorio individual. Con frecuencia sus dueños se convirtieron en diseñadores, y en jardineros. Henry Duncan, barón de Aberconway, dedicó a su jardín en Bodnant cincuenta años de cuidados. Luego lo donó al National Trust. Y hoy se cuenta entre los mejores de Inglaterra. A principios de siglo, el jardín arts & crafts rodeaba la casa con formas rectangulares o cuadradas que buscan ampliar la escala de las estancias. En Viena, el jardín secesionista recuperó el contenido simbólico. Y en los jardines suburbanos la naturaleza entró en la casa con la

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misma pureza geométrica que la arquitectura que debía arropar. El jardín ya no imitaba a la naturaleza, la domesticaba: los arbustos se recortaron con formas esféricas. Joseph Maria Olbrich (1867-1908) apostó por el color, es decir, por las flores y por el cambio frente a la idea de un jardín inmutable a la que aspiraron muchos arquitectos, como Joseph Hoffmann (1870-1956), que tenía una visión estática del jardín geometrizado con dameros. En Estados Unidos, el jardín le sirvió a Frank Lloyd Wright (1867-1959) para extender la arquitectura hasta el paisaje. Wright apostó por el redescubrimiento de la naturaleza desde una posición de humildad. Ubicó su casa de la cascada sobre losas de hormigón, como si éstas fueran rocas, y el salto de agua el movimiento de un jardín japonés. El arquitecto Darío Álvarez considera que Wright recuperó en sus dos casas Taliesin el carácter mítico del paisaje. Como refugio, en su primera vivienda en Wisconsin, y como aventura, cuando levantó Taliesin West, en Arizona. Seguramente la aportación de la arquitectura del siglo XX al jardín consistió en aceptar su condición de naturaleza artificial y explotar su implantación en lugares inesperados con una organización geométrica. Así, el siglo pasado produjo jardines esquemáticos y, recuperando una tradición babilónica, llevó la vegetación hasta las azoteas de edificios urbanos. Se levantaron jardines para la vista, para el oído, para el tacto y hasta para el pensamiento. Detrás de cada época en el jardín había siempre un arquitecto y un cliente, pero en este siglo, como nunca, hubo también un pensamiento.

El jardín moderno Entre los modernos y los protomodernos triunfó el jardín cubista, con formas reticulares que buscaban ordenar los paisajes para aislar la vivienda del exterior. Pero la rigidez geométrica pasó factura. Y los mejores jardines modernos fueron los que se saltaron las normas. En California, Rudolph Schindler (18871953) dejó que la playa penetrara el jardín del doctor Lovell para deshacer la distinción entre jardín y paisaje. Ese médico fue un precursor de la medicina natural. Sus ideas encontraron eco en el diseño de su segundo arquitecto, Richard Neutra (1892-1970), que escogió los colores para el jardín de su casa en Los Ángeles influido por las teorías higienistas de Lowell. Para Neutra el agua era clave en el diseño: todos los baños debían abrirse al exterior. El paisaje dictó también el jardín en el que Walter Gropius (1883-1969) asentó su casa en Lincoln y que con tanto celo cuidaba su esposa Ise. En Francia, los hermanos André y Paul Vera trabajaron las formas quebradas, zigzagueantes, y los parterres triangulares. Gabriel Guevrekian (1900-1970) ideó un jardín cubista para la casa que Robert Mallet-Stevens había diseñado

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para Charles de Noailles en Hyères (1926), trasladando al jardín las ideas sobre los juegos de luz del matrimonio Delaunay. También Walter Gropius, en su Villa Kallenbach, que firmó con Adolf Meyer (1881-1929) a las afueras de Berlín (1922), empleó triángulos. Y, más tarde, los norteamericanos Garrett Eckbo (1910-2000) y Dan Kiley (1912-2004) supieron aprovechar el dinamismo que insuflaban los triángulos en un jardín. De origen noruego, Eckbo trabajó tanto el lado humilde como el revolucionario del paisajismo. Se opuso al modelo deudor del jardín inglés del XVIII que difundían en Harvard y pregonó el retorno del hombre a la naturaleza. J. P. Oud (1890-1963) trató como pocos la escasez de espacio del jardín moderno en sus casas adosadas de la colonia Weissenhof de Stuttgart. Mezcló lavaderos con juegos de niños. Aquella colonia fue el caso más claro del traslado a los jardines de la racionalidad de las viviendas: jardines pequeños puristas, marcadamente geométricos. Y, entre todos los modernos, Le Corbusier (1887-1965) fue tal vez el más interesado por el jardín. Sus rampas de hormigón “como planos en el aire” aparecen en muchas de sus viviendas, de la Villa Joseph y Hanau (1926) a la Villa Saboya (1929). Con todo, los jardines modernos que han pasado a la historia han sido los que se saltaron su propio corsé dibujando curvas, como el de Erich Mendelsohn (1887-1853) en su casa a las afueras de Berlín (1930), o combinando lo regular y lo irregular, como los de Christopher Tunnard (1910-1979) en Inglaterra. Tunnard escribió en 1938 Gardens in the Modern Landscape defendiendo el principio funcional, el empático –obtenido del diálogo con la naturaleza– y el artístico –que para él relacionaba los jardines con el arte de su tiempo.

El jardín artístico y el jardín sostenible Los jardines puristas modernos se rompieron cuando el paisaje impuso sus formas orgánicas. Arquitectos racionalistas, como el danés Arne Jacobsen (1902-1971), ya rompían con sus muebles sensuales la rigidez interior de los edificios. El exterior lo templaba un jardín atento a las curvas de la naturaleza, micropaisajes con formas celulares que pasaron a trabajar escultores como Henry Moore, Jean Arp o Joan Miró. Moore tenía claro que el jardín no debía ser decoración para la vida sino expresión del significado de esa vida: “estímulo para esforzarse en vivir”.

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El surrealismo dejó también su huella en el paisaje doméstico. El ático parisino de Charles de Beistegui reunió en la azotea del 136 de los Champs Elysées a la flor y nata de la época para diseñar su cubierta jardín en tres plantas. El resultado, con una chimenea en la azotea que enmarcaba el arco de triunfo y setos de boj que desaparecían o aparecían a capricho del propietario –gracias a un sistema eléctrico– fue altamente surrealista.

Burle Marx llevó la sensualidad de su país a los jardines recuperando recursos orgánicos Entre los organicistas, el brasileño Roberto Burle Marx (1909-1994) pintó con plantas y recuperó el uso de una vegetación autóctona que incluía el color. Se suele decir que llevó la sensualidad de su país a los jardines recuperando recursos orgánicos. Pero se olvida que fue en el jardín botánico de Dahlem, en Berlín, donde descubrió las palmeras y los aloes, que en los jardines brasileños estaban desapareciendo para dejar paso a modelos europeos. La curva está presente también en muchos de los más de dos mil jardines que Thomas Church (19021978) levantó en Estados Unidos. La afición por lo orgánico le llegó visitando la obra de Alvar Aalto (1898-1976) y se convirtió en representante de Artek (la productora de los muebles del arquitecto finlandés) en Estados Unidos. Su aportación fue romper el contacto entre la casa y el césped y rodear la arquitectura de pavimentos de hormigón o entablados de madera. Sus jardines para el Rancho Bush (1954) en California pavimentan perímetros con la voluntad de fundirlos con el paisaje. Un jardín artificial remite a la naturaleza libre de un paisaje. Cuando la arquitectura se hace más pura, como en la casa Farnsworth de Mies van de Rohe (1886-1969), el jardín entra en la casa, pues una vivienda desnuda sólo se puede construir en medio de una inmensa soledad, tras el velo de un bosque. Pero frente a los contados casos de casas disueltas en el paisaje, el sigo XX queda mejor retratado en un jardín público urbano, que se instala entre setos, de la misma manera que la naturaleza entra en las casas metida en una maceta. En esa línea, el jardín pensil de Le Corbusier proponía un jardín dentro del edificio: una estancia con vegetación abierta al exterior a la que mira el resto de las habitaciones. Un jardín para la vista, “o para no coger reuma en los pies”, como apuntó el arquitecto. En su Villa Saboya se dan cita la cubierta ajardinada y ese jardín pensil con pocos elementos.

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Al contrario que las esculturas que buscaban sorprender al visitante en los jardines de Villa d’Este, las estatuas de Moore o Arp constituían piezas de contraste. Los arquitectos más severamente geométricos, como Mies van de Rohe, las empleaban. Pero el jardín plenamente artístico llega en la segunda parte del siglo XX, con el diseño puesto en manos de artistas del land art, como Richard Long y sus esculturas guijarro o Walter de María y sus instalaciones que explotan la meteorología de los lugares. La condición para que una de sus piezas sea jardín y no instalación radica, seguramente, en el tiempo pensado por el autor. Ian Hamilton Finlay construyó su Little Sparta en Stonypath (Escocia) como una poesía visual en tres dimensiones. Se trata de un parque cuidado y descuidado en la ladera de la colina Lanarkshire, una especie de museo al aire libre en el que mensajes esculpidos en piedra o madera plantean paradojas entre un lugar encantador en el mundo y la violencia que existe en ese mismo mundo.

¿Un jardín del futuro? Si fue el cubismo lo que desarrolló los primeros jardines modernos, el puente entre el arte y la jardinería ha sido un camino de ida y vuelta. Los despejados de Luis Barragán comparten el silencio elocuente de las pinturas metafísicas de De Chirico y se interpretaron más tarde como pioneros del jardín minimalista, fundamentado en los jardines budistas secos japoneses. Con muros o con vacíos, Barragán contenía sus jardines para luego hacerlos estallar. No hay en ellos caminos ni setos, sólo planos de agua, tierra, color o hierba. Fue así cómo el arquitecto mexicano combinó modernidad con tradición autóctona. Al agua, quieta o reflectante, en movimiento o sonora, añadió el uso variable de la luz: filtrada o coloreada. Su uso del color, de los materiales rústicos y del silencio dieron al jardín una dimensión emocional inesperada.

Con muros o con vacíos, Barragán contenía sus jardines para luego hacerlos estallar La tendencia actual de recuperar el suelo industrial y de emplear la flora autóctona, que ya reivindicara Burle Marx, traslada al ámbito doméstico una preocupación por hacer el jardín sostenible que puede leerse como mero sentido común: ni tulipanes en el desierto ni cactus en el ártico.

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Arquitectónicamente, minimizar el mantenimiento se traduce en pavimentos geométricos y en parterres de fácil conservación. Le Corbusier ya predijo la llegada de generaciones obsesionadas por el deporte y necesitadas de jardines que exigieran pocos cuidados. Sus jardines pensiles estaban destinados a gente ávida de naturaleza pero sin tiempo libre. Beatrix Farrand (1872-1959), una discípula norteamericana de Gertrude Jekyll, reivindicó en los años cincuenta los planteles asilvestrados, es decir, estilo libre en medio de una organización estricta como solución equilibrada ante el eterno conflicto entre formalismo y naturalidad. Hoy, el paisajista alemán Peter Latz (1939), que ganó fama internacional por reconvertir el paisaje industrial de Duisburg, en Alemania, en uno de los parques actuales más aplaudidos, lo explica con un truco: pensar los jardines para el invierno, para que resistan, ayudar en el momento difícil. En primavera todo vuelve a florecer.

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Durante siglos los salones, los comedores y hasta los dormitorios de la mayoría de las viviendas eran la misma habitación: un espacio sin apenas ventanas para evitar la pérdida de calor, ya que el cristal no empezó a utilizarse hasta finales de la Edad Media, cuando de las iglesias pasó a los palacios y luego a las casas más humildes. Así, los salones variaban entre las chozas, con un hoyo en el suelo para encender un fuego, y las cabañas, algo más holgadas, en las que la familia convivía con algún mueble: un arcón, un banco, una mesa, y algunos animales domésticos.

Vitruvio no dejó reglas sobre la instalación de hogares en las casas. No había oído hablar de las chimeneas La alcoba, la sala o el salón aparecen no sólo mezclados en un mismo espacio físico, sino que también se confunden terminológicamente en su denominación medieval. Desde el siglo XI hasta el XV, el mobiliario, y las armas, informaban del carácter aristocrático de una vivienda, aunque las instalaciones y el aspecto de las estancias fueran muy rústicos. La sala de estar era la propia casa. Hasta que se difundió el uso de las chimeneas, los techos de las chozas se agujereaban para que el humo atravesase la paja, los tablones de madera y, en caso de haberlo, el desván o el granero. Este sistema cumplía una doble función de evacuación del humo y de mantenimiento, pues el mismo humo protegía las vigas contra los insectos. Podía incluso hablarse de una tercera función del humo, ya que secaba el grano almacenado en el desván. Vitruvio no dejó reglas sobre la instalación de hogares en las casas. No había oído hablar de las chimeneas. El hogar de pared lateral no apareció hasta el siglo XII y hay quien sitúa esa aparición en Venecia. En su primer libro, Andrea Palladio habla como de algo excepcional de chimeneas centrales, entre columnas, que sostenían los arquitrabes sobre los que estaba el tiro por donde salía el humo. Más habituales eran los huecos en los muros por los que subía el calor del fuego. La calefacción central, que idearon los romanos, no se aplicó ni a los castillos medievales ni a los palacios renacentistas. Los braseros eran recipientes de metal, o cubos perforados apoyados en patas. Podían estar decorados, pero técnicamente eran rudimentarios: se encendían al aire libre y cuando ardían se trasladaban, sobre ruedas, al interior de la casa. También existían calientapiés, en cajas de madera forradas con pieles. De origen romano, la estufa (una evolución del brasero cubierto) enviaba por un tubo el calor hacia el exterior. Cuanto más largo era el tubo, más caliente se mantenía la casa.

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En castillos y palacios, los tapices servían como aislante frente al frío. Pero eran insuficientes. Así, se vestía de manera muy parecida dentro y fuera de las casas. Hasta que, a partir del siglo XIII, el cristal sustituyó al papel y a las telas en las ventanas y el aislamiento mejoró notablemente la vida en palacios y viviendas.

En la Inglaterra del XVI la habitación principal era el hall, una estancia multiusos que servía para organizar banquetes y como sala de juegos En Inglaterra, desde el siglo XVI los cottages de la mayoría de la población pasaron a tener dos habitaciones, con lo que una, la que se calentaba, hacía la función de salón. Aun cuando comenzaron a aparecer otras estancias, la sala de buena parte de las casas occidentales era el lugar en el que se hacía la vida diaria. Allí se vivía y se trabajaba. Se cocinaba, se hilaba y se reparaban las herramientas. Hasta el siglo XIX, buena parte de las viviendas se construían en el campo, y aunque en la época romana ya existían insulae, que apilaban hasta cinco pisos de viviendas, en las ciudades europeas las casas de pisos no se convirtieron en edificios comunes hasta el siglo XVI. La sustitución de las telas untadas de aceite por cristales traslúcidos no sólo aumentó el aislamiento, también mejoró la iluminación en el interior. Eso mejoró también la seguridad, ya que la gente se calentaba con braseros cuyo peligro iba en proporción a la pobreza del usuario. Sobrevivir al frío explica la importancia de la cama y el hecho de que, en muchas casas grandes, ésta se encontrara en el salón donde se recibían las visitas. La cama, con dosel o convertida en alcoba, era el bien más preciado de una vivienda. Su valor representaba el 15 % de los bienes de los más pobres, pero podía alcanzar precios altísimos –debido sobre todo al precio de las telas y al trabajo del tapicero–. Las más sencillas costaban lo mismo que una vaca. El uso de telas y doseles, además de funcionar como aislante, creaba una idea, no conceptualizada, de intimidad: las camas eran como casas dentro de las casas. En la Edad Media las mesas se montaban y desmontaban tras las comidas, es decir, la sala era comedor y sala. La suma de esos usos más la versión nocturna del dormitorio componían una vivienda. Así, aunque la mayoría de las estancias, cuando había más de una, servía para varias funciones, ya desde el Medievo, las viviendas urbanas pudientes tenían habitaciones dedicadas a usos específicos. Las primeras divisiones fueron muy primitivas. Distinguían entre almacén y espacio útil o entre espacio privado y de uso familiar, en una época

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en la que todavía no existía el concepto de intimidad. Los cofres, que hacían de armarios, alacenas y hasta de asientos, eran la principal pieza de mobiliario. La cama, el lugar más caldeado, y la mesa, un mueble que se trasladaba.

John Thorpe construyó, en 1597, el primer pasillo moderno en una vivienda ubicada en el barrio Londinense de Chelsea En la Inglaterra del siglo XVI la habitación principal de las casas era el hall, un espacio multiusos que servía como recibidor, para organizar banquetes, y como sala de juegos. Las salas de estar aparecieron en las grandes casas durante el renacimiento. En el resto de viviendas, en las que habitaba la mayoría de la población, no se diferenciaba entre las estancias y, normalmente, ni tan siquiera se disponía de varias de ellas. Aunque Luis XIV puso de moda los comedores separados de los salones, en el París del XVIII sólo una décima parte de los ciudadanos dormía y comía en habitaciones separadas. Cuando los usos se discriminaron, en la distribución de las casas pudientes aparecieron los pasillos. John Thorpe construyó, en 1597, lo que se considera el primer corredor moderno en una vivienda ubicada en el barrio londinense de Chelsea. El arquitecto Roger Pratt justificaría ese uso del espacio en el siglo XVII por “la necesidad del dueño de la casa de no tropezarse con el servicio”.

La ampliación del palacio de Versalles establece a los franceses a la cabeza de la decoración y el interiorismo de la época Los ecos renacentistas se extendieron espacialmente por Europa y, temporalmente, hasta casi el siglo XVII. Durante buena parte de ese siglo, la elegancia era una cuestión de equilibrio y tanto en el exterior de los edificios como en su interior, la palabra clave era ‘armonía’. Consistencia y simetría renacentistas ordenaban el paisaje doméstico en los palacios y en las grandes casas. Algunas de esas casas particulares llegaron a marcar la pauta estilística en la decoración de los salones palaciegos. El Palacio de Luxemburgo, que se terminó de construir en París en la década de 1620 y en el que María de Medici tuvo una marcada influencia, se convirtió en un modelo que se trató de imitar. Y la ampliación del Palacio de Versalles, cincuenta años más tarde, culminaría con el establecimiento de los franceses a la cabeza de la decoración y el interiorismo de la época y con la reputación internacional del pomposo estilo decorativo del pintor

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Charles Le Brun. Ese liderazgo atraería la visita de proyectistas, como sir Christopher Wren, autor de la catedral de San Pablo, en Londres. También los monarcas holandeses reclutaban a sus decoradores entre los que habían aprendido el oficio en la corte francesa. Pero, con los viajes, el estilo renacentista mudaba. En Holanda, los refinamientos franceses se simplificaron y se hicieron más accesibles para la amplia clase de comerciantes del país. A pesar de la sofisticación de algunos tapiceros y arquitectos, la palabra clave que deja detrás el estilo renacentista y abraza el siglo XVII es ‘comodidad’. El confort, tal como lo entendemos hoy, es un valor de mediados del siglo XVII. Y, paradójicamente, un monarca, Luis XIV, que tenía una faceta sofisticada y pomposa y otra íntima y cómoda, jugó una baza fundamental en la difusión de esa cualidad y en su asociación al ámbito doméstico. A principios del siglo XVII, en la Francia de Luis XIV, la ceremonia que rodeaba al monarca contrastó con las ideas pragmáticas que buscaban mayor comodidad en los hogares. Los ciudadanos las reclamaban. Y la aparición del Cours d’architecture de Augustin Charles D’Aviler, mucho menos académico que los cinco volúmenes de Jacques-François Blondel de finales del XVII, lo hizo posible. Así, en la corte, la suntuosidad de las habitaciones contrastaba con el recogimiento de los refugios amueblados y decorados para las queridas del rey.

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Ya sobre 1670 se habían puesto de moda los sillones cómodos: mullidos, acolchados y tapizados. El acolchado empezó en los brazos del asiento y el respaldo hasta alcanzar toda la pieza. La vida se hizo más mullida. Tras el sillón llegaría el sofá, que los franceses llamarían ‘canapé’. También los espejos se popularizaron en el siglo XVII. Los arquitectos los empleaban para agrandar las habitaciones. La demanda era tan grande que la fábrica fue patrocinada por la corona. A finales de ese siglo habían conseguido hacerlos de un tamaño considerable, pero hasta que no abandonaron el método veneciano de soplado e idearon uno propio no lograron piezas realmente grandes. Para el siglo XVIII los franceses se habían convertido en los reyes de los espejos. Se notó en la decoración mural: verse de la cabeza a los pies era algo extraordinario. Un palacete barroco contaba con una zona de servicios, un área pública y apartamentos privados. Tres zonas de usos diversos que podían organizarse en varios pisos (en los que los sirvientes ocupaban las áreas más desplazadas: los desvanes o los sótanos) o en varias alas. En esos casos, la costumbre era distribuir las estancias seguidas, sin pasillos, en una sucesión de puertas que, cuando se abrían, generaba hermosas perspectivas, pero que resultaba muy poco práctica a la hora de garantizar accesibilidad e intimidad a sus ocupantes. En los palacios franceses del XVII, la sala era el comedor de las grandes ocasiones. En la Europa del sur, las loggias se utilizaban también para cenas veraniegas, y en los climas menos benignos, la sala de banquetes o el comedor de gala podían llegar a ocupar un edificio independiente en el jardín. Durante las celebraciones, las mesas se retiraban de las salas tras la comida para dar paso al baile. De la misma manera que los arquitectos se resistían a dejar en manos de los tapiceros la ejecución de las grandes camas, en los salones, la chimenea era la pieza principal, la más arquitectónica y osada y, por lo tanto, la más preciada. Era generalmente la única fuente de calor, y de luz, al llegar la noche. Los franceses se esforzaron por integrarla al resto de

la estancia. El arranque del tiro se solía decorar con un lienzo hecho a medida. En los países nórdicos, las chimeneas tenían un aspecto más funcional. Casi carentes de ornamentos, eran poco más que una incisión en la pared, un hueco en el que ardía la leña con un tiro oculto en el muro. En estos casos, los morillos, en los que se apoyaban los leños, adquirían un valor decorativo. Tanto es así que la importancia de una habitación se podía juzgar a partir de la riqueza y sofisticación de los morillos.

Los espejos son un fenómeno del siglo XVII La otra pieza fundamental de las salas durante el barroco fueron los techos. Las molduras de yeso se pusieron de moda. Se decoraban pintando los detalles más sobresalientes con pan de oro. Otra opción eran los artesonados de madera y, por último, los planos, que servían para pintar frescos. La búsqueda de una unidad entre arquitectura y ornamento es una de las consideraciones principales de esta época. La policromía alcanzó cierta popularidad a finales del XVII. Diversos mármoles se combinaban para formar dameros en los pavimentos. A finales del XVII aparecieron también las ventanas dobles para proteger del frío. Y, con

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el mismo objetivo, se popularizaron los pavimentos de madera. Los suelos pétreos, de mármol u otras piedras, se redujeron a los recibidores o a los grandes salones. Los suelos cerámicos triunfaron en Italia y en Holanda avanzado el siglo, cuando la cerámica de Delft (práctica, resistente y hermosa) adquirió reputación internacional. Sólo en las casas ricas, los parqués se despiezaban, formando arreglos geométricos. En el resto de las viviendas, las lamas de madera cubrían el suelo con los clavos visibles y sin intención decorativa.

En los salones, la chimenea era la pieza principal, la más arquitectónica y osada Cuando las decoraciones murales se sofisticaron, la pintura de paredes y techos pasó a emular el acabado de algunos materiales. Las imitaciones de mármol o madera se pusieron de moda. Hasta el efecto de las lacas japonesas comenzó a pintarse a principios del XVII. Pero, la imitación mayor la consiguió el trampantojo, un truco

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visual típico del barroco que hace crecer visualmente las salas por sus paredes y techos con pinturas de balcones, balaustradas o proyecciones que falsean la perspectiva.

En los techos barrocos, los detalles sobresalientes de las molduras de yeso se pintaban con pan de oro Las ventanas, que abrían hacia dentro para proteger los cristales del viento, se cerraban con contraventanas interiores, que servían de aislantes térmicos y de filtros luminosos. Todavía en el siglo XVII, las ventanas eran más una fuente de luz y ventilación que de decoración. En Europa, solían ser alargadas y estrechas, para evitar fugas de calor. Pero cuanto mejor era una casa, más crecían sus ventanas. Hasta entrado el siglo XVIII, no se empleaban cortinas en la decoración. Por eso la mayoría de las viviendas retratadas en los lienzos de la época presentan cortinas estrechas, poco vistosas, a ambos lados de los ventanales.

La mayoría de las ventanas no tuvieron cortinas hasta entrado el siglo XVIII Más allá de la vida protocolaria, la convivencia familiar se daba en estancias que combinaban el uso de sala de estar y comedor. El parlour inglés, la salette francesa o la saletta italiana eran habitaciones amuebladas con un aparador –donde se guardaban la loza y la plata– y una mesa –muchas veces plegable– que se retiraba del centro de la estancia cuando no se utilizaba. Siendo como era todavía la mejor habitación de la casa, muchas de las comidas se llevaban al dormitorio, donde también se desplegaba una mesa –ovalada o redonda, para crear un clima más doméstico o facilitar la circulación de los sirvientes– que se guardaba arrinconada junto a la pared. También las sillas, que eran más escasas que las mesas, se guardaban apoyadas en la pared, y no alrededor de la mesa, hasta que se necesitaban. Esa costumbre hizo que, como muestran muchos lienzos, buena parte del tapizado posterior de los respaldos se descuidara (tal y como hoy hacemos con la parte baja de los asientos). En Europa, a principios del siglo XVII había, fundamentalmente, dos tipos de silla. El modelo Farthingale, con un respaldo que no llegaba al asiento ni se tapizaba por detrás, y otro modelo, más sencillo, llamado “silla holandesa” que, hecho de madera de roble y anea, recuerda al mobiliario Shaker y se encontraba, fundamentalmente, en zonas rurales. Este último se consideró provinciano y desapareció

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pronto de los retratos de la época. Más allá de los trabajos ornamentales concentrados en las chimeneas de las casas, el principal mueble de un salón era el aparador donde se guardaban las vajillas. En muchas ocasiones, estos muebles configuraban la estancia y estaban coronados por estanterías que mostraban plata y cerámicas. En los comedores también había jofainas, para el lavado de las manos y para enfriar el vino

Las sillas se guardaban apoyadas en la pared y no alrededor de la mesa. Esa costumbre hizo que el tapizado posterior se descuidara, tal y como hoy hacemos con la parte baja de los asientos Durante el siglo XVII, los cambios en la mayoría de los hogares fueron escasos. En las casas prósperas, eran más habituales en el mobiliario que en la distribución de las estancias. Esto abonó el terreno para el protagonismo de los tapiceros. Era el tapizado lo que daba unidad al mobiliario y, en última instancia, a la sala. Por eso las telas protagonizaron buena parte de los acabados arquitectónicos del momento, recubriendo paredes en forma de colgaduras de seda o terciopelo, empleando tapices que podían ocultar puertas. Con todo, los tapices que narraban escenas épicas pasaron de moda. Y a finales del XVII los tapices en el comedor se consideraban de mal gusto. Para evitar que las telas retuvieran el olor de las comidas, una mejor opción contra el frío consistía en panelar las paredes. Tal vez para compensar, en esta misma época las cortinas pasaron a ser elementos decorativos, más allá de su función y, consecuentemente, se sofisticaron. Los mismos lienzos que hoy son fuente para una historia del interiorismo, han mostrado la moda de las alfombras orientales (iranís o turcas) que se desplegaban sobre mesas, en lugar de ponerse a los pies del mobiliario. La pintura flamenca deja ver esas alfombras altas en los mejores dormitorios convertidos en salas para recibir visitas. Cuando, a finales del siglo XVII, aparecieron los canapés y las tapicerías se acolcharon, las líneas de los asientos se empezaron a curvar. El respaldo de las sillas creció y las tapicerías se hicieron desenfundables y de gran variedad de tejidos: piel, terciopelo o lana. A principios del XVIII el mobiliario en general aumentó, en número y tamaño. Los muebles se realizaban con mejores materiales y más ornamentados. Pero la comodidad fue la clave que dirigió su evolución, de ahí que algunas de las piezas que aparecieron en esta época fueran

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bautizadas con esa palabra cosida a su nombre: la cómoda, o cajonera, o el fauteuil de commodité, una especie de poltrona. También por esa época, las alfombras bajaron de las mesas para ocupar su puesto en el suelo. De ser meramente decorativas pasaron a cumplir una función. El rococó era inminente. Tras la muerte de Luis XIV las formas irregulares remplazaron a las pocas rectilíneas que quedaban. Estaba naciendo un nuevo estilo que, desde la corte parisina, se exportaría a buena parte de los palacios europeos. Holanda e Inglaterra, donde imperaba un estilo más sobrio y más afín a las clases medias, constituyeron la única resistencia a la expansión del estilo afrancesado. Los holandeses producían cerámicas de colores brillantes y fácil limpieza. La principal aportación de los ingleses fueron las sillas con respaldo y asiento de mimbre. El siglo XVIII comenzó con Francia como protagonista absoluta de la moda en interiorismo. Las ideas que hacían convivir el recogimiento y el confort doméstico con la pompa palaciega habían tenido como protagonista a Luis XIV y constituyeron las simientes del rococó. Lo curvilíneo remplazó a lo rectilíneo antes de que el monarca falleciera en 1715. El rococó fue la culminación del barroco y afectó, predominantemente, al interior de la vivienda. Desde los acabados arquitectónicos (los paneles murales o las cornisas) hasta los candelabros, los muebles o los papeles pintados, todo en la vivienda fue redecorado a partir de un estilo que enfatizaba la curva. El nervio del rococó lo hacía parecer un estilo movido. La sofisticación se equiparó a lo complejo: lo retorcido, lo cóncavo y lo convexo. Los espejos de pared, como parte del panelado de las mismas, se pusieron de moda para aumentar los reflejos de las velas en los candelabros. Esa boga excesiva se extendería primero por las cortes europeas y más tarde por los hogares pudientes. Como siempre, la alternativa nórdica, holandesa e inglesa consistió en versiones más austeras de lo que se ideaba en París. Pero, curiosamente, fue un arquitecto francés, Daniel Marot, un hugonote que se refugió en Holanda y más tarde trabajó para el rey Guillermo III de Inglaterra, el responsable de la versión sobria de ese estilo, que combinaba elementos prácticos con las nuevas ideas del confort que llegaban de Francia. En Inglaterra, el regusto por el ornato fue dejado un poco de lado. El rococó no cuajó. Los arquitectos prefirieron revisar el trabajo de Andrea Palladio y, con Iñigo Jones a la cabeza, las villas palladianas del Veneto tuvieron su versión en la fría campiña inglesa. La Chiswick House, que levantara lord Burlington a las afueras de Londres, siguió al detalle el hacer palladiano, pero la recreación se echó a perder al llegar al interior: Palladio no dejó diseños de mobiliario que poder copiar.

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El desvarío del rococó no tardó en empachar, pero Francia logró retomar la cabeza del diseño y la decoración doméstica. El arquitecto Jacques François Blondel fue una figura fundamental para la formación de proyectistas. En un tiempo en que no existían estudios de arquitectura, sólo maestros a los que poder observar, escribió el tratado De la distribution des maisons de plaisance et de la décoration des edifices en général (1737). Su influencia se extendería. El neoclasicista francés Claude-Nicolas Ledoux, el arquitecto de origen sueco William Chambers, o, indirectamente, Robert Adam, atenderían sus consejos. Blondel redactó también las entradas de arquitectura para la famosa Enciclopedia de Diderot, hacia 1750, y en todos sus escritos defendía la importancia de la distribución como principal objetivo del arquitecto.

El rococó fue la culminación del barroco y afectó a todo el interior de la vivienda Madame de Pompadour, que había encargado alcobas en estilo rococó, nunca se alejó del clasicismo. De hecho, su hermano, el marqués de Marigny, que hacia 1756 fue ministro de las Artes, se atrevió a tildar de hortera ese estilo y urgió el regreso al orden neoclásico. Que en Francia el rococó fue considerado como un estilo frívolo lo prueba que los edificios más importantes y los salones más representativos nunca abandonaron completamente el clasicismo. La formalidad se alejaba de las improvisaciones innovadoras por elaboradas y sorprendentes que éstas fueran. Así, de vuelta a las fuentes clásicas, hacia mediados del XVIII la moda parisina pasó a ser decorar “a la griega”. No es casualidad que las ruinas de Pompeya y Herculano comenzaran a excavarse precisamente por entonces. Los más rigurosos habían decidido regresar a las fuentes griegas, donde estaba la verdad y el origen, al juzgar el estilo renacentista como una reinterpretación. De mediados del XVIII data la Historia del arte en la Antigüedad del padre de la arqueología Johann Joachim Winckelmann, y de 1764 Las observaciones sobre la arquitectura de los antiguos, en la que distinguía lo griego de lo romano y de lo grecorromano. El neoclasicismo francés comenzó a expandirse por Europa en la segunda mitad del XVIII, pero curiosamente no llegó a Italia hasta finales de ese siglo, a pesar de que las excavaciones en las ruinas pompeyanas habían sido clave para este nuevo regreso al clasicismo. Con todo, la ornamentación y la decoración no se limitaban a recuperar el antiguo orden griego. Un mueblista como el londinense Thomas Chippendale combinaba referencias góticas o chinas en

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sus sillas y mesas. De hecho, fue ésta la época de las chinoiseries. Del lejano Oriente llegaban lacas, biombos, abanicos y sedas que, poco a poco, encontraron su lugar en la decoración de los salones. Su colorido, su exotismo y su exceso combinaban con las estancias rococó, por eso desaparecieron en cuanto se impuso el neoclasicismo, a mediados del XVIII para volver a aparecer sólo con la entrada del XIX. Las ciudades y los países destacaron en algunos haceres concretos. Así, Francia además de marcar la pauta de las tendencias decorativas, ostentaba el liderazgo en la fabricación de cerámicas. Los alemanes (sobre todo Meissen) eran los reyes de la porcelana selecta. De Holanda se exportaba la cerámica de Delft. Italia tenía los mejores terciopelos y damascos en Génova, y los mejores mármoles en el Veneto. En los estucos, en los yesos (scagliola) para la imitación del mármol también eran maestros los italianos. Y tal vez por eso Inglaterra nunca trató de competir con el lujo francés ni con la inventiva italiana. Encontró su mercado en la sensatez: prestó atención a las demandas de las clases medias. Tipológicamente, ideó escritorios y mesillas para tomar el té. Desde el punto de vista de los materiales, se hicieron famosos sus tejidos de lana. El salón adquirió naturaleza de espacio común hacia mediados del XVIII. Ya nadie, salvo los enfermos o las parturientas, recibía en el dormitorio. Los dormitorios de Estado pasaron de moda y la sala dejó de ser un lugar para dar banquetes. En las casas pudientes los salones servían para escuchar conciertos. Se amueblaban con sofás adaptados a las estancias y decorados a juego con las paredes para que los muebles no desfiguraran la decoración.

El salón adquirió naturaleza de espacio público necesario en las casas hacia mediados del XVIII. Ya nadie, salvo enfermos o parturientas, recibía visitas en el dormitorio La chimenea seguía siendo el principal elemento del salón, sobre todo en los diseñados por Robert Adam (1728-1792), que llevó las ideas neoclásicas a los hogares de clase media gracias a su capacidad para simplificar ornamentos. A pesar de ese nuevo protagonismo como centro del hogar, el tamaño de la chimenea disminuyó, su altura se rebajó y su complejidad arquitectónica se redujo. Sobre todo en Inglaterra, donde una composición arquitectónica simple, con un espejo

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en el centro, un cuadro o un relieve de cariátides o una escena mitológica, en el caso de los neopalladianos, era toda la decoración. A cambio, sí se cuidaba la decoración de las parrillas de hierro y los morillos. El carbón era por entonces el principal combustible. Las estufas calentaban ya buena parte de los comedores de Alemania, Escandinavia y Europa Central, pero no cuajaban en Inglaterra. En el XVIII, los colores apropiados para los grandes salones eran el blanco y el dorado. Las estancias pequeñas podían pintarse con tonos más intensos. Así se hizo en Alemania, Holanda e Inglaterra. Y en Roma, sobre todo. De hecho la decoración neoclásica fue mucho más colorista de lo que se imagina. Y el viaje a Italia, que tantos arquitectos realizaban, tenía como resultado no sólo el gusto por lo clásico sino también la imitación del colorido con que se decoraba en la Roma del momento. La ornamentación de las cornisas se realizaba en yeso en Italia y en papier maché en Inglaterra. Aunque era todavía un recurso exclusivo, en 1760 Francia ocupaba el liderazgo en la producción de papeles pintados. Imitaban la textura de los tejidos: terciopelos, damascos o sedas. Se pegaban a las paredes o se montaban sobre bastidores para convertirlos en paneles móviles. Las ventanas seguían siendo un asunto peliagudo. Guillermo III de Inglaterra comenzó a cobrar un impuesto por ventana en 1696 y desde 1720 la mayoría tenía ya cortinas o visillos. Con el tiempo aparecieron también las galerías para cubrir las barras de las propias cortinas. Los cortinajes se sofisticaron y se consideró que los más elegantes eran los que podían levantarse. Además de llegar a las ventanas, las telas, sobre todo los tejidos gruesos, se adueñaron del suelo. Hacia 1750, los pavimentos dejaron de decorarse en algunas mansiones inglesas porque las alfombras comenzaron a cubrir todo el suelo. Esa costumbre prevalece hoy en el Reino Unido donde hasta los baños están enmoquetados. Pero a mediados del XVIII la versión pionera de la moqueta eran telas y alfombras cosidas, como en un patchwork, hasta cubrir todo el suelo. Una alternativa para pavimentar con tela era la estera hasta que, mucho más tarde, a finales del XIX se popularizó el linóleo, que inició la competencia de los plásticos.

Aunque una silla era un objeto valioso y las más populares en las casas eran el modelo rococó Luis XV, con el retorno al clasicismo, las líneas rectas regresaron también al mobiliario. Se despejaron las curvas pero los acabados mullidos se quedaron. Hasta los espejos ganaron seriedad: comenzaron a colgarse verticalmente. Ya no se inclinaban hacia delante como se había hecho hasta entonces. Cuando terminó el siglo XVIII, el rococó había desaparecido ya completamente de los salones de buen gusto. Sin embargo, para esas fechas, el buen gusto y el lujo decorativo se equiparaban todavía a lo francés, mientras que lo inglés era sinónimo de práctico, resistente y duradero. Así, en esa dicotomía entre lo práctico y lo lujoso, se movían los estilos decorativos. Y si Francia dominaba la decoración lujosa, publicaciones inglesas, como el libro del mueblista Thomas Sheraton The Cabinet Maker and Upholsterer’s Drawing Book (1793), tuvieron una sobresaliente influencia en Norteamérica, Escandinavia y Europa Central. Tras la Revolución Francesa el país pasó por una fase de escasa construcción que estuvo a punto de costarle el liderazgo en decoración. El interiorismo francés, sin embargo, se recuperó antes que la arquitectura de la mano del nuevo estilo imperio. El nombre lo recibió por ser el estilo favorito de la época imperial napoleónica, pero tan buena fue su acogida, que se popularizó por toda Europa y América. Hasta el punto de que a pesar de que Napoleón fue vencido en 1815, durante años siguieron imprimiéndose libros con estampas para realizar muebles imperio. Eso prolongó la influencia de este estilo hasta mediados del XIX. Fueron dos franceses, Charles Percier y su socio Pierre-François Fontaine, quienes crearon el estilo para el interior de las grandes casas. Con el imperio triunfó la estética de las tiendas militares. Los drapeados y la decoración con telas se impusieron en algunas estancias combinando una tela fina (tipo visillo) junto a la ventana y un paño grueso, largo y lujoso para la cortina interior. Terminaron por trabajar sólo para Napoleón. Su libro de 1801-1812 Recueil de décorations intérieures comprenant tout ce qui a rapport à l’ameublement tuvo gran influencia, aunque sus ilustraciones fueran difíciles de interpretar. El estilo imperio francés coincide con el revival griego que se produjo en Alemania e Inglaterra como consecuencia del neoclasicismo. También el gusto por lo oriental duró de 1780 a 1820 para reaparecer de nuevo en los años treinta del siglo XX. Junto a esas revisiones, lo pintoresco apareció como un concepto

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decorativo y arquitectónico. El estilo nacía de una observación romántica del paisaje, la arquitectura y la decoración. Las cosas debían ser, o al menos parecer, naturales. Lo clásico era demasiado rígido y rectilíneo, ajeno a la naturaleza. Lo pintoresco era asimétrico y curvo, las características que, un poco más tarde, desembocarían en la revisión del gótico tanto en arquitectura como en el diseño de mobiliario. Los defensores de lo pintoresco eran personas que o bien idealizaban la historia o bien se sentían más a gusto en atmósferas más relajadas e informales que las que propiciaba el clasicismo. Los ingleses pintoresquistas fueron los primeros en deshacer la rigidez de la disposición de los muebles contra la pared. Sofás, sillas y mesas pasaron a ocupar el centro de las estancias en una colocación más despreocupada y cómoda, muchas veces en torno a una chimenea en lugar de en el perímetro de la habitación.

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Más allá de la disposición de los muebles, los tapiceros experimentaban con rellenos en un tiempo que buscaba la comodidad. Los asientos se endurecieron con nuevos materiales. Y, en general, el mobiliario se asimiló a la arquitectura, tanto formal como cromáticamente. Hasta tal punto fue así que, a finales del XVIII y a principios del XIX, buena parte del mobiliario se pintaba a mano, a juego con las estancias donde debía ubicarse. Pero fue una lámpara lo que cambió la naturaleza de la vida familiar en los salones. La lámpara de aceite Argand fue inventada por el suizo Ami Argand, que a pesar de haberla patentado en 1783, no pudo evitar que un francés llamado Quinquet le robara la idea (confesó haberlo hecho) y le diera un nombre universal. La potencia de la luz que emitía la lámpara de Argand era tan superior a la de las velas que las familias se sentaban en una mesa circular en torno a ella para leer, coser o jugar a las cartas. La lámpara se sofisticó hasta llamarse Astral y colgarse. Ese nuevo invento fue patentado en Francia a principios del XIX y gozó de cierta popularidad. Su único defecto era que resultaba costosa de mantener y, además, era bastante sucia, tanto que el aceite terminaba por bloquear el tiro. Esta cuestión fue resuelta con un paso más en el invento y la aparición de una nueva lámpara, la Lycnomena, del francés Bernard Guillaume Carcel. Al final fue la iluminación por gas, que se ensayó en las calles, la que terminó por instalarse en los hogares. En Londres, el comedor de la casa de sir John Soane se iluminó con gas desde 1824. Eso hizo desaparecer las velas primero de las casas pudientes y luego de los hogares humildes, aunque muchas de las primeras lámparas mantuvieron, curiosamente, la forma de las velas. Con el tiempo, en las casas se instalaron candelabros con luz de intensidad variable (el gas lo hacía posible) y a mediados de siglo aparecieron las lámparas de mesa a gas. La nueva iluminación afectó la decoración. Algunos colores resultaron poco favorecedores y dejaron de utilizarse, pero la expansión del gas fue imparable. A la primera compañía, establecida en Londres en 1812, siguieron las de Filadelfia, en 1836, o la Sociedad Catalana de Alumbrado por Gas, con sede en Barcelona, que data de 1843. Tres años después otra compañía tendría sede en Madrid. La revisión neoclásica fue una reacción a los excesos rococó y, por lo tanto, un regreso al equilibrio, es decir, descanso para los ojos. Por eso era de esperar que el movimiento que arrancara la decoración de tanta placidez fuera denso, ostentoso y, desde luego, asimétrico. Esas características se combinaron para dibujar los estilos que, localmente, se ensayaron en los salones. En el París de 1830, la mansión de los Rothschild fue decorada de acuerdo con el gusto neopompeyano

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de manera excesiva y opulenta. Tanto, que ese exceso pasó a la historia con el nombre de sus promotores como el “estilo Rothschild”. El estilo italianizante, –neorrenacentista y ordenado en simetrías, también conocido como beaux arts– se convirtió en el favorito para decorar los salones burgueses de finales del XIX. Entre otras revisiones y recuperaciones, renacieron, versionados, los estilos arabesco, Luis XIV –versallesco– y Luis XV –rococó–. La recuperación del gótico se convirtió en una cuestión de orgullo nacional en Inglaterra donde, en 1836, se habían levantado en ese estilo revisionista el Palacio de Westminster y el Parlamento. Sin embargo, en el ámbito doméstico, el neogótico resultaba rígido, estirado e incómodo. Aun así, los magnánimos sí llevaron el neogótico hasta el interior de sus viviendas, como es el caso de Strawberry Field, la casa que Horace Walpole diseñó a lo largo de cincuenta años y donde escribió, además, la primera novela gótica: El castillo de Otranto. Antes de que Augustus Welby Northmore Pugin, el autor del Palacio de Westminster (1834), escribiera su libro sobre mobiliario gótico asegurando que para él era la forma cristiana de la arquitectura, George Smith había diseñado muebles en ese estilo (1820), que él mismo detestó años después como una fantasía sólo para ricos y caprichosos. Con todo, a principios del XIX, la revisión gótica y medievalista recuperó un uso doméstico de las vidrieras que hasta entonces habían defendido muy pocos arquitectos, entre ellos sir John Soane. Las familias burguesas, una clase social que deseaba participar del progreso y conservar los privilegios, encontraron la horma de su zapato en ese estilo de atmósfera medieval que en Francia se llamó troubadour. Metidos en revisiones, hasta el rococó tuvo la suya (neorrococó o estilo Luis XV), que triunfó en las casas más ricas de Londres hasta finales del XIX. En realidad, todas las versiones de estilos acuñados con los nombres de los reyes de Francia se convirtieron, casi a la par, en el estilo de los nuevos ricos y en el imperio de los tapiceros. Lo anunciábamos: la burguesía comenzaba a poblar las ciudades. A pesar de que el estilo imperio duró mucho más que el imperio napoleónico, la derrota del emperador recuperó un nuevo gusto por lo austero. Los cortinajes pesados característicos habían desaparecido a mediados del XIX. Las cortinas pasaron a enrollarse sobre la ventana o a recogerse a los lados. A la escasez de dinero se unía una nueva demanda por un tipo de decoración poco ornamentada. No es que la decoración desapareciera, es que se concentraba en detalles. Ahora se hacía visible no por acumulación, sino por contraste con la desnudez.

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En la segunda parte del siglo XIX, la decoración victoriana acumuló todo tipo de revisiones y, a la vez, consiguió hacerse con un estilo propio. La mezcla de estilos se popularizó y ese eclecticismo llegó a convertirse en moda. Una moda, por cierto, capaz de sobrevivir a las críticas, las advertencias y hasta las amenazas de los arquitectos más académicos. La “densificación” de las viviendas, como resultado de la acumulación de adornos se produjo, sin embargo, sólo en el último tercio del largo reinado de Victoria I, hacia 1870 y hasta 1901. Y de esa concentración de objetos en los salones de la clase media deriva, en parte, el título con el que la monarca pasó a la historia como “la reina de todos”. Con todo, el eclecticismo victoriano tenía un carácter epidérmico: no afectaba a la distribución interna de la casa. La decoración se aplicaba sobre paredes, en habitaciones cuadradas o rectangulares o en el mobiliario. Así, ropajes aparte, la austeridad estructural de la antesala de la arquitectura moderna estaba preparada. La coloración de las casas varió poco. Los comedores y las bibliotecas eran las estancias más oscuras hasta que, hacia 1830, los techos comenzaron a pintarse de colores porque el blanco se consideraba demasiado brillante. Según el historiador Stephen Parissien, el blanco no se empleó en las paredes hasta mediados del siglo XIX. El tono dependía también del estilo elegido para decorar las casas. El neogótico, por ejemplo, requería un mobiliario barnizado y muy oscuro para conseguir una apariencia medieval. Más allá de los cambios de colores, a mediados del XIX, el papel pintado se popularizó masivamente. La imprenta y la disponibilidad del papel en rollos cambiaron una industria cuya primera máquina había patentado NicolasLouis Robert en el París de 1799. Para 1860 contaba con trescientas fábricas sólo en la capital francesa. Desde los más sencillos hasta los más satinados, se convirtieron en una de las primeras soluciones decorativas democráticas. Se pegaban a la pared con engrudo hecho con agua y harina, y las diversas fábricas ofrecían variedad de precios y estilos. La moda llegó hasta las mansiones más ricas que, eso sí, encargaban papeles exclusivos. Tan popular llegó a ser el papel pintado que muchos burgueses se mostraron incapaces de distinguir entre un fresco y un papel exclusivo. No era fácil hacerlo. Los mejores, los chinos, estaban pintados a mano. Algo parecido había sucedido cuando para mantener la exclusividad de las decoraciones de frisos y cornisas, los mismos burgueses solicitaban a los yeseros que rompieran los moldes con los que habían trabajado. Honoré de Balzac lo explica en su novela La prima Bette (1846): finalizada la decoración del salón de la cantante

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Josefa Mirah, ésta pide que rompan los moldes. A todas las revisiones y a los muebles que llegaban de Oriente, se unió el desembarco de los materiales enviados desde las colonias. El ratán, el mimbre y la posibilidad de retorcer estos materiales con técnicas de cestería permitieron construir sillas ligeras, cómodas, duraderas y muy económicas.

Louis Sullivan y Frank Lloyd Wright admitieron su deuda con The Grammar of Ornament de 1880 Los salones de las casas opulentas siguieron, a principios del siglo XIX, inspirándose en modelos históricos. En América, donde los ricos eran más ricos, los decoradores empleaban cada vez más libros de historia y artículos periodísticos para obtener ideas con las que sofisticar sus salones. De utilidad podía resultar la guía The Grammar of Ornament, que Owen Jones publicó en 1856 explicando cómo combinar ornamentos con un rigor gramatical. Louis Sullivan y Frank Lloyd Wright admitieron su deuda con la edición americana de 1880. Más radical que Jones, y contrario a toda producción industrial, el poeta William Morris, asociado en su estudio a Marshall y Faulkner, llegó a producir su propio papel pintado y a autoproclamarse como “compañía de artistas historicistas”. Charles Eastlake, la figura americana comparable a Morris, escribió el libro Hints on Household Taste in Furniture, Upholstery and other Details, que llegó a tener siete ediciones tras publicarse en Londres en 1868. Fue Morris quien capitaneó la recuperación de “los sólidos valores medievales” con liderazgo casi religioso. Pero, a pesar de tomar prestados ejemplos del Medievo, su apuesta fue radical. Propuso un vuelco a la austeridad: desnudar los salones, liberarlos de mentiras. La desnudez duró poco. Los mismos miembros de su estudio buscaron motivos decorativos entre los estampados florales y los detalles japoneses para sus telas, pero el camino hacia la simplificación ornamental quedó abierto. Abierto y… poco aplaudido. A finales del siglo XIX, la clase media seguía suspirando por lo pintoresco. Si los franceses marcaron durante años la pauta decorativa, los ingleses y los escandinavos lograron los arreglos más cómodos. Hacia 1870, muchas casas comenzaron a pintar de blanco la madera de sus salones. A pesar de que, entre tanto revival, se restableció también el gusto por las antigüedades, la desnudez había calado. Tenía argumentos de peso, aunque la mayoría de los hogares temía el vacío y se inclinaba por la defensa del maquillaje.

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Con todo, fueron muchos los que, en el umbral del siglo XX, abrieron la puerta de la sobriedad moderna. Las curvas del art nouveau apuntaron maneras. El mobiliario y los interiores de Victor Horta en Brusleas o Antoni Gaudí en España liberaron el ojo, pero continuaron con la tradición de vestir la casa diseñando todos los elementos útiles de una vivienda: de los pomos a los manubrios. Ese exceso de sensualidad pudo impulsar definitivamente la desnudez moderna que llegó de Alemania. Factores externos a la propia vivienda, como la incorporación de la mujer al mundo laboral, los horarios extendidos en las oficinas, los coches o la paulatina desaparición del servicio doméstico cambiaron las casas más que ninguna moda o descubrimiento. En las ciudades, las viviendas se apilaron. Y los pisos principales se reservaban para los burgueses. Allí se llegaba a los grandes salones por la escalera principal de la casa. El resto de los habitantes de los nuevos edificios urbanos vivía como antes lo habían hecho los criados en las casas europeas: en los bajos, con poca luz, o en los áticos, expuestos al frío y al calor. Seguramente fue Josef Hoffmann el primero en convertir los muebles en arquitectura. En el salón de su Palacio Stoclet en Bruselas (1905-1911) empleó el mármol y el cobre, las maderas exóticas y hasta el pan de oro, como en los interiores más opulentos. Era, sin embargo, de una modernidad rotunda y rompedora. Los muebles cartesianos que Hoffmann había aprendido a diseñar de su maestro Otto Wagner se fundían con las paredes como zócalos de una misma arquitectura. Lo mismo sucedía con algunas de las últimas casas que diseñó el austriaco Adolf Loos, como la casa Moller (1928), en Viena, o la casa Müller (1930), cerca de Praga. Ambas atendían a una idea suya, el Raumplan o el plano de volúmenes, un sistema que rompía los forjados para combinar los espacios en distintos niveles de planta y que, como apuntó Kenneth Frampton, anticipaba el trabajo casi escultórico de los neoplasticistas holandeses. Loos fue autor de un ensayo que no necesita explicación: Ornamento y delito. Corría el año 1908 y un tipo tan avanzado arquitectónicamente como él continuaba echando la culpa de los desastres en los interiores al recargado gusto de las mujeres y a su naturaleza inferior. Sin llegar a la radicalidad de Loos, Charles Rennie Mackintosh estiró la sinuosidad del estilo art nouveau hasta hacerlo cuadrar en un ideario moderno. Así, cuajó uno de los mejores precedentes de la modernidad. Pero no tuvo éxito. La historiadora Anne Massey ha descrito cómo sus trabajos acumulaban burlas en Escocia, al tiempo que conseguía epígonos en otros países europeos o lograban reconocimiento autores como el alemán Hermann Muthesius. Éste y, entre

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otros, el arquitecto Peter Behrens, que defendía la relación entre el arte y la industria, crearon en 1907 el Deutscher Werkbund en Múnich, una asociación para unir a industriales y diseñadores con la voluntad de buscar alternativas a una arquitectura y un diseño demasiados elitistas. Pero algo falló. Resultaba difícil producir los muebles artesanos de manera económica y también resultaba complicado producir sus diseños de manera industrial. Los holandeses de De Stijl fueron los siguientes en recoger el testigo de los muebles rectilíneos, no ornamentados y, por lo tanto, arquitectónicos. El salón de la casa Schröder-Schräder (1924) en Utrech, de Gerrit Rietveld, fue amueblado íntegramente con algunas piezas que, todavía hoy, se venden como obras de colección. Constituyó un ejemplo riguroso de los llamados 16 puntos para una arquitectura plástica que otro neoplasticista, Theo van Doesburg, había acuñado en un recetario que defendía una arquitectura: económica, funcional, elemental, antimonumental, dinámica, anticúbica y antidecorativa. Pero aquella casa-manifiesto fue un caso aislado. Difícil de aplicar por economía y uso, al final reveló un ideario poco pragmático y la historia de amor y confianza entre una clienta visionaria y el mueblista holandés más famoso del siglo XX.

El papel preponderante que durante siglos había ocupado la antigua chimenea en el corazón de los salones pasó a ocuparlo la televisión cuando extendió su presencia, en los años cuarenta y cincuenta Fue difícil, pero la respuesta para tratar de “humanizar” el movimiento moderno llegó del norte en la década de los veinte. El finlandés Alvar Aalto realizó para Artek sillas, butacas y mesas con chapa de madera de abedul. Ese material, y algunas curvas, suavizaron el aspecto maquinal de los salones estrictamente modernos. Otros diseñadores y empresas, como Marcel Breuer y la firma inglesa Isokon, tuvieron claro que la apuesta debía ser por el cálido, maleable y económico contrachapado, las láminas de madera aprensada que se empezaron a popularizar en la década de los treinta y con las que hoy se fabrican la mayoría de los muebles. Por esas mismas fechas, un Frank Lloyd Wright sexagenario tuvo la idea que cambiaría los salones y los comedores de buena parte de las viviendas norte-americanas. Corría el año 1937 cuando la familia Jacobs le encargó una

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vivienda de coste mínimo y gran pragmatismo. El arquitecto materializó un sueño al que llevaba años dándole vueltas en la cabeza: dar con una vivienda económica, cómoda y hermosa. Abrió la cocina al comedor y al salón. Todavía tardaría en arrancar, pero la idea cuajaría en los hogares norteamericanos y dibujaría el salón abierto típico de la clase media de ese país. Los bombardeos, particularmente los de la II Guerra Mundial, acabaron con el corazón de varias ciudades europeas y con el mobiliario de miles de casas. Fue necesario reamueblar esos salones con pragmatismo y economía, pero el mobiliario tubular quedó descartado por caro y elitista. Fue así cómo el plástico entró en las casas antes que los muebles más famosos de la Bauhaus. Charles y Ray Eames, además de Eero Saarinen, idearon salones modernos en los que todo cabía. No hicieron ascos ni a la madera contrachapada ni al plástico, ni siquiera a los tapizados. El salón de la vivienda que el matrimonio Eames se construyó en Pacific Palisades con piezas prefabricadas y en un tiempo récord tenía tanto de casa como de almacén. Los Eames llevaron el plano abierto moderno al paroxismo. Y combinaron en espacios abiertos, una vivienda-museo, o una casa-escaparate que era, en realidad, poco más que un mecano preconstruido a escala doméstica. En la exposición que acogió el MOMA en 1946 Modern Rooms of the Last Fifty Years, todas las estancias habían sido diseñadas por arquitectos, pero algo estaba a punto de cambiar gracias a un nuevo electrodoméstico y a la moda del Do it yourself (‘Hágalo usted mismo’), que se popularizó, sobre todo,

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en los países anglosajones. El papel preponderante que durante siglos había ocupado la antigua chimenea en el corazón de los salones pasó a ocuparlo la televisión cuando extendió su presencia, en los años cuarenta y cincuenta. Con la tele, la casa tenía un nuevo corazón. Y los muebles, y su distribución, se ordenaron para abrazarla y contemplarla. La calefacción hizo posible vivir en espacios poco compartimentados, como antiguos almacenes recuperados (los lofts) en los que en la década de los ochenta se borraron las separaciones entre comedor, salón y dormitorio, que tantos siglos había costado construir. Era, en realidad, una manera de aprovechar mejor el espacio que, desde los apartamentos del siglo XX, daba la razón a las ajustadas viviendas medievales. Por lo demás, todavía no estaban superados los problemas del frío cuando se comenzaron a tratar los del calor. No con los toldos, los porches, las pérgolas y los voladizos tradicionales, sino con una herramienta nueva que prometía una vida futurista: la electricidad. Willis Carrier inventó el primer sistema de refrigeración del aire en 1906 en Estados Unidos, donde Thomas Alva Edison había descubierto la electricidad veinte años antes. La segunda mitad del siglo XX relacionó el confort a ese aparato.

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Terence Conran abrió la primera tienda Habitat en 1969 y a la década de los cincuenta se remontan las nórdicas de Ikea. El sueño de una vida autónoma en medio de una sociedad dependiente y cada vez más urbana tomó cuerpo en los grandes almacenes de los muebles. Numerosos salones se decoraban siguiendo las pautas de las revistas y adquiriendo los muebles por correo. Por lo demás, y con diseñadores, interioristas y los propios propietarios compitiendo ahora con los arquitectos en el diseño de las salas de estar, los muebles polivalentes caracterizarían la década de los ochenta, en la que, ya definitivamente, se eliminarían las fronteras entre comedores, salones, bibliotecas e incluso zonas de trabajo en buena parte de los pisos urbanos. A finales del siglo XX, varias tendencias convivirían a lo largo del mismo año: del minimalismo al neobarroco, para idear muebles y salas de estar. Esa ingente gama de opciones dejaría una herencia necesariamente ecléctica en lo formal y en lo material (con materiales como el corian, capaz de resolver cualquier forma), aunque pragmática y funcional en el aprovechamiento del espacio y en la búsqueda del confort.

bibliografía

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agradecimientos Mi hijo Telmo, a punto de cumplir diez años, habla de Todo sobre la casa como de “el libro que es más viejo que yo”. Es cierto. Los primeros tanteos de este libro tuvieron lugar en el año 2000. Era complejo pero estimulante explicar la historia de la casa por partes. Incluso cuando esas partes, muchas veces, componían un único todo, sin divisiones. Agradezco, como siempre, a Mónica y Gabriel Gili sus ideas, su disposición a escuchar y cambiar, su tiempo y su paciencia. A mis hijos, las horas robadas, conquistadas para investigar lo que aquí trato de explicar. También gracias a la ayuda de Angélica y Sandra, de mis hermanos y de mi madre. Diez años dan para muchos agradecimientos. A Mónica, de nuevo, le debo la idea de convivir con el excepcional Riki Blanco. A Miguel la búsqueda de algunos libros descatalogados. A Javier, Matu, Ángela y Antxón, el apoyo y la revisión de los textos. Y a Saskia, Carmen y Sara, su ayuda en la documentación y revisión ortotipográfica del libro. La voluntad de resumir seis milenios de vida doméstica durante diez años ha sido un reto. Confío en que la posibilidad de hacer ese mismo viaje en diez horas de lectura sea otro.